La mercantilización de la vida íntima: apuntes de la casa y el trabajo 9789871283811, 9788496859418

The commercialization of intimate life. Notes from home and work traducción: Lilia Mosconi "A medida que la famili

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La mercantilización de la vida íntima: apuntes de la casa y el trabajo
 9789871283811, 9788496859418

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La mercantilización de la vida intima

De la misma autora The second shift: Working parents and the revolution at home, Nueva York, 1989 The managed heart: The commercialization o f human feeling, Berkeley, 1983 The time bind: When work becomes home and home becomes work, Nueva York, 1977 The unexpected community, New Jersey, 1973

Arlie Russell Hochschild La mercantilizacion de la vida intima Apuntes de la casa y el trabajo

Traducido por Lilia Mosconi

Primera edición, 2008 © Katz Editores Charlone 216 C1427BXF-Buenos Aires Fernán González, 59 Bajo A 28009 Madrid

www.katzeditores.com Título de la edición original: The commercialization o f intimate life. Notes from home and work © 2003 by Arlie Russell Hochschild ISBN Argentina: 978 - 987-1283- 81-1 ISBN Espana: 978 - 84 -96859 -41-8

1. Globalización. I. Mosconi, Lilia, trad. II. Título CDD 327.1 El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa dei editor. Diseno de colección: tholõn kunst Impreso en Espana por Romanyà Vails S.A. 08786 Capellades Depósito legal: B- 50 .020-2008

Indice

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Agradecimientos

li

Introducción. Las dos caras de una idea P R IM E R A PARTE U N A C U LT U R A D E D ESIN V ER SIÓ N PSÍQ U IC A

25

í. El espíritu mercantil de la vida íntima y la abducción dei feminismo

49 2. La ffontera de la mercancia 71 3. Los códigos de género y el juego 89

de la ironia 4. Liviandad y pesadez SEG U N D A PARTE U N YO IM BU ÍDO d e s e n t i m i e n t o s

111

5. La capacidad de sentir

12.9

6. La elaboración dei sentimiento

155

7. La economia de la gratitud

177

8. Dos maneras de ver el amor

189

9. Los caminos dei sentimiento T E R C E R A PARTE EL DOLOR R EFLEJO DE U N A SO CIED AD C O N FLIC T IV A

207 10. De la sartén al fuego 219

11. El colonizador colonizado

237 12. La familia fracturada 253 13. Cuando los ninos escuchan las conversaciones

CUARTA PARTE L A ECO LO G ÍA D EL CUIDADO

269

14. Amor y oro

285

15. La geografia emocional y el plan de vuelo dei capitalismo

307

16. La cultura de la política Q UINTA PARTE P E R SO N A LM E N T E H A B L A N D O ..,

325

17. En el reloj de las carreras laborales masculinas

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Bibliografia

Para Ilse Jawetz

Agradecimientos

Me complace ver estos ensayos reunidos entre las tapas de un libro. Si bien en ellos describo mis opiniones respecto de muchos temas, las ideas respiran y crecen, y espero que éstas también lo hagan: es por esa razón que las ofrezco como trabajo inconcluso. No habría podido desarrollarlas hasta aqui de no haber mediado la ayuda de muchísimas personas, a quienes debo mi gratitud. A mi vieja amiga Ann Swidler y al difunto Michael Rogin les agradezco por escudrinar conmigo la lejana brum a de donde emergieron las ideas que ofrezco en este libro. Agradezco a Jerry Karabel y a Mike Hout por ayudarme a buscar exhaustivamente diversos tipos de información. Debo mucho al sabio y perceptivo consejo de Tom Englehardt en relación con la forma general de estos ensayos, y por sugerirme cuáles eran las cosas que no correspondia incluir. Por su excelente ayuda en la investigación, agradezco profimdamente a Allison Pugh y Roberta Espinoza, y por su maravilloso respaldo y esmerado trabajo deseo expresar un gran agradecimiento a las editoras de u c Press, Naomi Schneider y Sue Heinemann, y a la correctora editorial Kay Scheuer. Por su cuidadoso tipiado y sus impredecibles ataques de risa, muchísimas gracias a Bonnie Kwan. Quiero rendir un tributo especial a Ilse Jawetz, con quien he conversado todos los dias de semana durante casi treinta anos... sobre los hijos, la escri­ tura, Freud, Hitler, el am or y todos los mistérios dulces y crueles de la vida. Agradezco profundamente su amistad, que me hace ser mejor. Y muchas gracias a m i marido, Adam, quien me cautivó a los 20 anos y ha conservado mi corazón desde entonces. Adam ha convivido con estas ideas casi tanto como yo, y leyó los presentes ensayos en diversas etapas. Hizo comentários sobre el contenido, claro está, pero también los juzgó desde su posición de estilista consumado. Con el propósito de inculcarme los peligros que encierra el excesivo uso de comillas, dejó el siguiente comen­ tário en el margen de un borrador inicial: “ [Oh!” “ Tantas” “comillas” “ alre-

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dedor” “ de” “ tantas” “palabras” “ hacen” “que” “el” “ensayo” “ se” “vea” “ raro”. Las comillas -senaló mi marido con gran tin o - son una manera de expresar reservas en relación con el uso de una palabra, y necesitamos una buena razón para incluirias. Así, las pocas comillas de este libro que han resis­ tido las rojas marcas inclinadas con que Adam indicaba su eliminación debieron presentar un alegato extremadamente sólido en el tribunal dei escritor a fin de defender su derecho a la permanência. Yo “ le” “ agradezco” “ por” “ su” “ buen” “consejo”, y le envio mi amor sin comillas.

Introducción Las dos caras de una idea

Dice la sabiduría popular que quien recorra sin brújula un largo trecho de espesura virará gradualmente hacia el costado, andará en círculos y terminará en el mismo lugar desde donde partió. Guando extendi estos ensayos por primera vez sobre la alfombra azul de mi estúdio, desde el que pensaba incluir en primer lugar hasta el que acababa de redactar, había trazado ese círculo. En su centro está la idea de que el amor y el cuidado, los verdaderos cimientos de cualquier vida social, hoy suscitan gran desconcierto en los Estados Unidos. Cuidam os a otras personas, p e ro ... £por qué lo hacemos? ^Nos motiva el deseo personal o la obligación?

una

mezcla de ambos? ^Están esos motivos ligados a la familia, o algo por el estilo? i A la amistad, o algo por el estilo? ;N os motiva el orgullo cívico, la devoción a Dios, la dignidad profesional o el deseo de ganar dinero? Por otra parte, $qué ocurre cuando cambian las instituciones donde se afirman esos lazos? Por ejemplo, cuando se aligeran o cambian los lazos familiares en los Estados Unidos, el Estado retira su apoyo a los pobres, las empresas recortan los benefícios y reducen la seguridad laborai o se expande el sec­ tor económico de las personas y las instituciones que brindan cuidados con la inclusion de trabajadores provenientes de todo el globo, ^qué enre­ dos, desconexiones y sorpresas -e n apariencia inconexos- surgen en las expresiones diarias de amor y cuidado y en nuestros sentimientos rela­ cionados con esas expresiones? Cuando una ninera tailandesa que trabaja en Redwood City, California, me dice que quiere más a los ninos estadounidenses a su cuidado que a los hijos que dejó en Tailandia, ^debo encon­ trar alii el ejemplo de un país rico que “extrae” de un país pobre el valioso metal del amor? Y si así fuera, ^con qué lazos sociales de amor y cuidado cuentan los hijos de esa ninera? Emoción, género, familia, capitalismo, globalización: ésos son los temas. Pero invito al lector a que utilice todas las ideas incluidas en ellos para dilu-

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cidar qué cosas influyen en el destino dei amor y dei cuidado. He ahí la pregunta que ocupa el centro dei círculo. A lo largo de los últimos veinte anos hemos presenciado el ensanchamiento de un vacío en torno dei cuidado. Los sistemas informales de cui­ dado familiar se han vuelto más ffágiles, inciertos y fragmentários, en tanto que las nuevas formas institucionales no se han implementado de manera universal ni son uniformemente humanitarias. También la estructura gene­ ral de la sociedad estadounidense es ahora menos cuidadosa: se ha profundizado la brecha entre las clases sociales, y las grandes corporaciones emplean y despiden trabajadores obedeciendo cada vez más a la demanda dei mercado. Todo ello ha alterado la naturaleza dei âmbito público al que las mujeres estadounidenses ingresaron en enormes cantidades durante el m encio­ nado período. En el ano 1900, menos de un quinto de las mujeres esta­ dounidenses casadas trabajaban por un salario; en 1950 lo hacía aproxi­ madamente el 40 por ciento, y en el ano 2000, cerca dei 70 por dento.1 En efecto, esté o no presente el marido, seis de cada diez mujeres con hijos de 2 anos y más de la mitad de las mujeres con hijos de 1 ano trabajan fuera dei hogar, y hoy en día también trabajan las abuelas, las tias y las vecinas a quienes una mujer podría haber acudido en busca de ayuda para cuidar a sus hijos. Lejos de reducir su horário de trabajo, los padres lo han extendido, en tanto que el índice creciente de divorcios ha llevado a que muchos padres dejen todo el cuidado de sus hijos en manos de sus ex esposas. Como consecuencia de este proceso hay menos colaboradores en el hogar, en tanto que mucha gente no encuentra o no puede pagar personal que cuide bien a sus hijos. Ni el gobierno ni las corporaciones privadas se disponen a cubrir este vacío; por el contrario, en los últimos anos tanto el Estado como el ca­ pitalismo han dado un paso atrás al abandonar compromisos anteriores (el Estado lo ha hecho mediante la reforma de la asistencia social; el capi­ talismo, con la pérdida creciente de la seguridad en el trabajo). Ambos han devuelto la pelota dei cuidado al âmbito privado dei hogar, donde quedan pocos que puedan atajarla. Al parecer, tanto en el âmbito privado como en el público, “papá ya no pasa alimentos”.12 1 Departamento de Estadísticas Laborales de los Estados Unidos, cuadros 4 a 6. 2 Otro aspecto dei problema es nuestra creciente cultura de la mercancia. En un sentido, puede decirse que el vacío en el âmbito dei cuidado crea un vacío social. A lo largo de los últimos treinta anos, la gente ha pasado a conversar cada vez menos, visitarse menos e invitar a menos amigos a su casa, aun cuando mira más televisión y hace más compras (Putnam, 2000). El vacío en torno dei cuidado abre paso a una cultura de la mercancia, y la cultura de la mercancia ofrece sustitutos

INTRODUCCIÓN

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Estas noticias no son nada buenas. Es innegable que los ninos y los ancianos estadounidenses estaban mucho peor en 1690,1890 y 1930, pero quienes defienden el argumento según el cual “antes era peor” suelen hacerlo en el espíritu de preparamos emocionalmente para aceptar las malas noti­ cias dei mundo actual. Lejos estoy yo de querer hacer tal cosa: no necesitamos im aginar un pasado irrealmente idílico para reconocer el vacío que se ha abierto actualmente en torno dei cuidado como lo que verdaderamente es: un vacío en torno dei cuidado. Y este vacío ha tenido consecuencias curiosas. Por un lado, el cuidado de ninos y ancianos parece haber descendido de categoria en cuanto a los honores y la recompensa monetaria, y se ha transformado en un trabajo dei que es preciso salir o que debe dejarse vacante para quienes no logran conseguir un empleo mejor. Por otro lado, la tarea ha adquirido mayor importância ideológica, como parte de un vehemente y confuso intento de crear una familia y una nación más cálidas y gentiles. El “cuidado” se ha ido al cielo en el terreno ideológico, pero en la práctica se ha ido al infierno. En efecto, a pesar de la escalada que se produjo en la retórica pública dei cuidado, cada vez nos planteamos más preguntas angustiantes en torno de sus realidades prácticas. Algunas preguntas atanen a la ayuda informal ofrecida por la familia y los amigos. ^Quién es el “papá real” en la vida de un nino, el padre o el padrastro? ^Los abuelos principales son los padres del ex marido, o el nino recurre ahora a los padres dei nuevo marido? Si un padre cumple extensos horários de trabajo, ^cómo comparte el cuidado de su madre anciana con sus hermanos, su esposa y el asistente domiciliário? ^Un nino de 12 anos debe quedar al cuidado de un vecino, o ya tiene edad suficiente para quedarse solo en casa hasta que sus padres regresen dei trabajo? Dadas las nuevas presiones laborales, ^cuándo pueden regresar al hogar los padres y las madres que trabajan? Cuando reemplazamos el cuidado familiar por cuidado pago, ^qué pode­ mos hacer para que éste funcione bien desde el punto de vista humano? A medida que la familia “ artesanal” se transforma en una familia postindustrial, las tareas que antes se llevaban a cabo en el interior dei núcleo fam i­ liar se confian cada vez más a especialistas externos: cuidadores de ninos y de personas mayores, enfermeros, profesores de colonias de vacaciones, psicólogos y, entre los más ricos, choferes, ensambladores de álbumes fami­ liares y animadores de fiestas de cumpleanos. Cada vez producimos menos

materiales dei cuidado. O bien, de manera aun más insidiosa, “materializa” el cuidado hasta tal punto que el amor se da y se recibe cada vez más a través de objetos comprados (véanse Putnam, 2000; Schor, 1998).

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cuidado familiar y cada vez lo consumimos más. En efecto, cada vez es más común que “ cuidemos” mediante la adquisición dei servicio o el objeto apropiados. En tanto que muchas formas de cuidado pago constituyen grandes adelantos en relación con el cuidado informal de ayer, el servicio de cuidado pago plantea cuestiones acuciantes. ^No nos molesta la posibilidad de que el bebé le diga su primera palabra a la ninera y que la abuela diga la última cuando está con el enfermero domiciliário? ^Cómo reconciliamos el asom bro reverenciai que nos producen esos mom entos con la vida moderna, sus exigências laborales, su igualdad de los sexos y su particular estructuración dei honor? He ahí la cuestión primordial. Muchos de los ensayos que integran el presente libro apuntan a captar y magnificar momentos dei círculo que rodea esta cuestión. Un nino escucha que su padre o su madre contrata una ninera por teléfono. Un hombre pretende que su esposa se muestre más agradecida porque él se ha ocu­ pado de lavar la ropa. Un libro de autoayuda le aconseja a esa mujer que deje a su marido. Los momentos de la vida privada en que se producen conflictos o confusiones respecto dei cuidado suelen guardar relación directa con presiones contradictorias que ejerce la sociedad en general. A veces, dichas presiones se originan en un lugar y se manifiestan en otro, como ocurre con el llamado “ dolor reflejo”. Así como un dolor de pierna puede originarse en una hérnia de disco lumbar, es posible que un vínculo dolo­ rosamente resentido entre padres e hijos sea consecuencia de una aceleración corporativa o una racionalización gubernamental. En nuestros momen­ tos de desapego y descuido, cada vez sentimos más el dolor reflejo dei capitalismo global que avanza sin que nada lo detenga.

L A E S F E R A PERSO N A L

Éste fue el prim er descubrimiento que mis reflexiones de anos fueron poniendo de relieve en relación con diversas facetas dei cuidado. Pero mientras pensaba en los presentes ensayos también comencé a preguntarme que brújula oculta en mi vida personal explicaba tan profundo interés en las cuestiones que intento dilucidar. Y entonces hice un segundo descubri­ miento. Como muchas otras mujeres de mi generación, blancas y de clase media, en la década de i960 “emigré” de la cultura emocional de mi madre para establecerme en la de mi padre. M i madre era una ama de casa de tiempo completo que se ocupó de criar a sus hijos -m i hermano Paul y

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y o -, hizo trabajo voluntário para la Asociación de Padres y M aestros y ayudó a poner en marcha un programa preescolar en el condado de M ont­ gomery, Maryland, a la vez que respaldaba la carrera diplomática y gubernamental de mi padre. Era ella quien descifraba las intenciones ocultas en las caóticas pinturas que hacíamos con los dedos, y era ella quien nos tranquilizaba diciendo que los “terribles monstruos” se irían a su casa para que pudiéramos dormir en paz durante la noche. Mi madre nos brindó muchas ofrendas de amor, pero en todas ellas había un dejo de tristeza. Recuerdo que cuando tenía aproximadamente 10 anos, saltaba dei autobús escolar y trepaba la cuesta que llevaba a nuestra casa, abria de golpe la puerta principal, subia brincando las escaleras, llamaba con unos golpecitos a la puerta dei dormitorio de mi madre y la encontraba recostada en su cama, afable y -su p o n go - complacida de verme. Sin embargo, me pregunto si para ella era un esfuerzo mostrarse complacida. No lo sé. Ella era quien se hacía cargo de mi, y esa circunstancia parecia entristeceria. Cuando recuerdo a m i padre, lo veo salir de casa, bajando de dos en dos los peldanos de la larga escalera y silbando una alegre tonada, de espaldas a la casa y a nosotros. M i padre parecia ser el más feliz de ambos, pero no era él quien se encargaba de “cuidam os”. Así, mi madre era la persona triste que nos cuidaba y mi padre era la persona alegre que no nos cuidaba. O al menos así se veían las cosas. Cuando comparaba a mi madre con otras amas de casa -la s madres de mis amigas que vivían en el mundo suburbano de Kensington en la década de 1950- me sentia m uy afortunada. La madre de Jan ponía a su hija en ridículo delante de mi. La madre de Susan, una mujer corpulenta que siempre llevaba una túnica hawaiana, entraba en la cocina arrastrando los pies para esconder su botella de vino, sorprendida de que Susan hubiera regresado “ tan pronto” a casa. La madre de Penny parecia un sargento de instrucción. Si, yo había tenido suerte. Pero m i m ejor amiga, Janet Thom pson, tenía una madre maravillosa, chispeante y cordial, a quien parecia gustarle ser mamá. Cuando me quedaba a cenar en casa de los Thompson, Betsy -la encantadora hermanita de Ja n et- nos hacía reír a todos. Sentada en su silla alta, toda sucia de comida, Betsy balbuceaba seriamente una de sus bromas de bebé. La senora Thom pson se reía de las bromas de Betsy sin entenderias, lo cual en si resultaba m uy gracioso. Se echaba a reír incitándonos a hacer lo mismo, y pronto una oleada de alegria invadia la mesa. Era una risa alegre, fácil, espontânea, contagiosa: un nuevo continente de emociones. Y si yo debiera senalar cuál fue el momento en que comencé a preguntarme cómo se rela­ ciona el cuidado de ninos con la diversión y en qué consiste la propia

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sensación de goce, diría que tuvo lugar durante esas noches en casa de los Thompson. Pero fue la convivência con mi triste, meditativa e inteligente madre lo que me llevó a descubrir que los sentimientos, además de experimentarse, pueden ser objeto de reflexión. M i madre miraba el mundo con ojos melancólicos y sombrios, pero esa mirada, a su vez, le permitia atravesar las defensas psíquicas de los demás y predecir acontecimientos con estremecedora precisión. Los científicos sociales positivistas cuyas dudosas predicciones yo estudiaría solemnemente en la universidad habrían vendido toda la objetividad de su alma con tal de embotellar semejante magia. M i madre percibía que m i abuela estaba a punto de caer enferma, que mi tía era capaz de incendiar su propia casa, que nuestro pacífico perro pronto mordería a alguien. Leia las emociones como los médicos leen radiografias. M i padre, mi hermano y yo escuchábamos respetuosamente sus oscuros pálpitos, porque solían tener algo de cierto. Mi hermano mayor y yo peleábamos sin cesar; mi padre tenía sus preocupaciones y mis otros parientes vivían muy lejos, así que mamá era mi centro, mi fuente de calor y m i principal interés. Todo anda­ ria bien, pensaba yo, si tan sólo pudiera usar mi propia magia para descifrar y alegrar a mi madre. Y ésas pasaron a ser mis dos misiones. Podia alegraria un poco, pero desciffarla era más difícil. Sabia que mi madre amaba a mi padre, y que él la amaba mucho también. Los oía reír juntos y bromear entre ellos, y en esos momentos percibía que tenían una conexión sensual. Fue así que, de pequena, llegué a la conclusión de que mi madre no estaba triste a causa de su marido, sino a causa de su propia condición de madre. La psicoanalista alemana Christa Rohde-Dachser habla de la “ solución depresiva femenina” : la renuncia de una mujer a sus propias necesidades con el propósito de centrarse exclusivamente en las necesidades urgentes de los demás. Rhode-Dachser une esas dos palabras de improbable compatibilidad - “solución” y “depresiva”- para proponer la fascinante idea de que un problema puede ser la solución de otro. Pero cuando yo era pequena, la depresión de mi madre no parecia una “ solución”, sino un vacío. Entretanto, armado de confianza, claridad, ambición y alegria, mi padre salía diariamente para dirigirse a un empleo de oficina que yo imaginaba serio, interesante e importante. En una etapa temprana de mi vida desarrollé la idea simple y errónea de que quedarse en casa a cuidar ninos era algo triste, e ir a trabajar, algo alegre. Cada una de esas acciones tenía su propio clima emocional. Si mi madre hubiera ejercido una profesión, razonaba yo, habría sido tan feliz como mi padre. Y lo mismo ocurriría conmigo. Así, en tanto que de pequena me preparaba para la maternidad vistiendo y desvistiendo una y otra vez a Yonny, una gran muneca de goma

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que me había regalado la abuela, también me hice la solemne promesa de tomar por la senda que conducía a esa carrera profesional gradas a la cual uno silbaba alegremente al bajar los peldanos de dos en dos. No es mi intención detenerme demasiado en este punto. Muchas hijas de madres depresivas terminan siendo meseras, quiroprácticas o deportistas, y no necesariamente sociólogas interesadas en el cuidado de personas. Y hay múltiples razones, que superan el alcance de esta introducción, por las cuales la mirada sociológica ha resultado tan apropiada para mi. Tampoco creo -d e más está decirlo- que la tarea de cuidar indefectiblemente cause depresión. Por el contrario, sólo me propongo explicar por qué nunca di por sentado que el cuidado de otras personas produjera felicidad. Como lo ha hecho la mayoría de las mujeres a lo largo de las últimas tres décadas, abandoné parcialmente el m undo de mi madre, orientado hacia el cuidado, y me sumé -sin establecerme dei todo en é l- al mundo de mi padre, orientado hacia la carrera profesional. Habité ambas esferas, pero no obtuve la ciudadanía en ninguna de las dos. Recién a partir de los descubrimientos colectivos realizados por el movimiento feminista durante las décadas de i960 y 1970 llegué a reconocer cuán enormemente proble­ mático era el orden colonial que relacionaba la “ metrópoli” de m i padre con la aldea natal de mi madre. Así como el precio bajo dei azúcar explota al productor dei Tercer Mundo mientras beneficia al consumidor dei primero, las devaluadas tareas dei ama de casa permiten que el marido desarrolle su altamente valorada carrera profesional. Se me ocurrió que si la felicidad deriva en parte de sentirse valorado, necesitamos crear nuevas maneras de valorar el cuidado pagando bien a quienes se encargan de cuidar a los ninos y desvinculando dei género la atención dei hogar. Yo quise ser ese respaldo social para m i madre, y mientras escapaba de su vida planeaba rescatarla dedicándole mi carrera profesional. Mamá alentó mi carrera, pero de más está decir que m i plan no logró hacerla feliz: en lugar de ello, me llevó a escribir los ensayos contenidos en este libro. Algunos colegas que respeto consideran riesgoso vincular la trayectoria personal con el interés intelectual, porque hacerlo revela un “ sesgo” o una “propensión” personal. Si por “propensión” nos referimos a “ una inclinación o preferencia mental” -u n a de las definiciones que da el diccionario Webster’s New World-, estoy de acuerdo. El yo es un instrumento de investigación; al fin y al cabo, es el único que está verdaderamente en nuestras manos. Entender los orígenes infantiles de una pasión intelectual es enten­ der las posibilidades y las limitaciones de ese instrumento, que a su vez es el que mejor permite ver cuáles son los otros instrumentos necesarios para conocer el mundo. Pero la subjetividad -que en última instancia nos impulsa-

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hace mucho más: determina lo que esperamos y deseamos, y así deter­ mina la manera en que nos sorprende el mundo. Tal como observó Maurice Merleau-Ponty (1964), cada vez que vemos, comparamos. Una pared es más o menos blanca que otra pared que vemos o imaginamos. Como consecuencia, nuestra subjetividad, con la abundancia de comparaciones que implanta en nosotros, nos transforma en turistas de nuestro propio yo, en visitantes de los extranos lugares de interés que ofrece la vida cotidiana; es decir, elimina la anodina sensación de que las cosas son obvias. Todo cien­ tífico social tiene su subjetividad, la cuestión es determinar cómo la usa. En su ensayo “ La ‘objetividad’ cognoscitiva de la ciência social y de la política social”, M ax Weber ([1904], 2006:99) sigue el rastro de “ la línea, a menudo difusa, que separa la ciência de la fe”. Sugiere que, con razón, confiamos profundamente en los valores a fin de decidir qué necesitamos entender y de determinar los fines al servicio de los cuales ponemos nuestros resultados y descubrimientos. Entre esas dos etapas, Weber postula una etapa intermedia de neutralidad axiológica en la que se “ busca la verdad” y donde los valores pueden sesgar el pensamiento. Sin embargo, desde mi punto de vista, los urgentes dilemas de la infancia ponen en marcha una búsqueda que inevitablemente ilum ina desde atrás nuestros descubri­ mientos y resultados, de manera tal que necesitamos poner a prueba nues­ tros pálpitos de múltiples maneras. Necesitamos cuestionar nuestros valo­ res continuamente. Pero no veo de qué manera podemos “buscar esa verdad” sin que ellos nos guíen. Y así he procedido. Durante el prim er ano que cursé en la facultad de sociologia, en la Universidad de Califórnia, Berkeley, como muchas otras mujeres estudiantes lei con suma atención La mística de lafem inidad, de Betty Friedan, y llegué a la conclusión de que m i madre tenía lo que Friedan denomina “el problema sin nombre”. Luego de alcanzar la mayoría de edad y graduarse en la universidad durante los “dorados anos veinte”, mi madre inicio su vida matrimonial a mediados de la década de 1930 y seguia casada en los posbélicos anos cincuenta. Un escalón más arriba en la escala social que Rosie the Riveter * se había educado para ocupar un lugar en la vida pública que nunca llegó a ocupar: se sentia atascada. ^Por qué las mujeres como m i madre se sentían descontentas, pero malentendían tanto el poderoso origen cultural de ese descontento?3 ^En qué * “Rosita la Remachadora”, icono cultural estadounidense que representa a las millones de mujeres empleadas en las fábricas de municiones durante la Segunda Guerra Mundial, en reemplazo de los hombres que luchaban en el frente. [N. de la T.] 3 Pierre Bourdieu usa el término “ méconnaissance”.

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medida el reconocimiento erróneo de un sentimiento altera su autenticidad? iPuede alteraria? ^Córno establece la cultura -m ediante la “ reglamentación” de los sentimientos- lo que imaginamos que “deberíamos” o “no deberíamos” sentir? ^Córno reconciliamos lo que creemos que debe­ ríamos sentir con lo que creemos sentir? Así comenzó mi investigación sobre los sentimientos y sus regias. No tuve una de las célebres epifanias de biblioteca que se supone deben experimentar los estudiantes universitários de primer ano cuando abren libros de Weber, Durkheim y Marx. Pero me fui embebiendo gradualmente dei poder que encierran las ideas de esos pensadores cuando comencé a lidiar con los diversos aspectos dei vacío en torno dei cuidado, y ello se refleja en los presentes ensayos. El pensamiento de Weber desempena un papel crucial en “ El espíritu mercantil de la vida íntima y la abducción dei feminismo” ; el de Durkheim, en “ La geografia emocional y el plan de vuelo dei capitalismo”, y el de M arx, en “Am or y oro”. En todo el trayecto recibí la profunda influencia de Erving Goffm an, cuyas numerosas obras -e n particular, La presentación de lapersona en la vida cotidiana, internados, estigma y Encounters, así como su ensayo “ Footing”, en Forms oftalk- reflejan la conmovedora vulnerabilidad de los hombres y las mujeres marginales. Pero Goffm an nos proporciona actores sin psiquis. Sus personajes tienen sentimientos -e s lo que me encanta de ellospero no se nos dice de dónde provienen esos sentimientos. Así, a medida que progresaban mis reflexiones sobre la experiencia de mi madre con el cuidado de sus hijos, y sobre su propia experiencia en relación con el “vacío en torno dei cuidado”, me volví hacia Freud, Darwin, M ax Scheler y el antro­ pólogo George Foster, entre otros, en busca de ayuda para comprender el aspecto social de las emociones. Y a través de esta lente, la de la sociologia de las emociones, llegué a entender la mayor revolución social de nuestro tiempo, el acontecimiento que abrió una enorme distancia entre mi vida y la de mi madre: la revolución que cambió el rol de las mujeres. Las mujeres como yo han deseado profundamente ser iguales a los hombres en la vida pública y en la vida privada. Pero este deseo suscita una pregunta: ^iguales a qué? ^Iguales en qué cultura dei cuidado? Como los inmigrantes que se trasladan dei campo a la ciudad, muchas mujeres hemos emigrado de la cultura de nuestra madre para establecernos en la de nues­ tro padre. Pero cabe preguntarse qué parte dei lenguaje y dei amor de esa vieja cultura materna, con todas sus imperfecciones, hemos sido capaces de mantener y compartir con los hombres. éQué hemos dejado atrás? ^Nos sentimos bien con lo que tenemos? ^En qué nos basamos para discernir estas cuestiones?

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Las mujeres inmigrantes que describo se mueven entre culturas de género que están profundamente ligadas a un sentido dei yo. Hace poco entrevisté a un hombre de 65 anos que había brindado mucho tiempo, amor y esfuerzo al cuidado de su madrina de 87 anos. Con total naturalidad, me dijo lo siguiente: “ Si un hombre se dedica a cuidar a otra persona llamándola, haciéndole las compras o visitándola, manifiesta al mundo su firacaso como hom­ bre” “ ^Su firacaso como hombre?” le pregunté. “ Sí”, me respondió con gran convicción. “Realmente ha ff acasado como hombre.” Si un hombre no puede cuidar a una mujer anciana (como lo había hecho éste de manera tan conmovedora) sin renunciar a la sensación de ser un hombre “de verdad”, ^cómo pueden las mujeres que delegan el cuidado de sus padres e hijos sentirse mujeres “de verdad” sin sufrir cierta ambivalência? Así como los campesi­ nos que han emigrado recientemente a la ciudad tamizan su cultura de origen para conservar algunos de sus elementos y descartar otros, durante las últimas décadas los estadounidenses de ambos sexos han examinado los viejos marcadores culturales dei “verdadero yo” y han sopesado el precio emo­ cional de cada elemento que conservaban y cada elemento que dejaban atrás. En lo que respecta al cuidado de personas, aún queda mucho por resolver. En todas las migraciones de este siglo revolucionário desde el punto de vista dei género, el cuidado de otras personas ha quedado en gran medida a cargo de las mujeres. En comparación con los hombres -d ice Robert Put­ nam (2000: 95)-, las mujeres hacen entre un diez y un doce por ciento más de llamadas de larga dis­ tancia a familiares y amigos, envían al menos el triple de tarjetas de felicitaciones y regalos, y escriben el triple o el cuádruple de cartas personales. Las mujeres pasan más tiempo visitando amigos, aun cuando el trabajo de tiempo completo borre esta diferencia de género al recor­ tar para ambos sexos el tiempo que pueden dedicar a los amigos [...]. Incluso en la adolescência [... ] las mujeres son más propensas a expresar un sentido de preocupación y responsabilidad por el bienestar de los demás haciendo trabajo voluntário con mayor regularidad. Aunque las chicas y los chicos de los anos noventa usaron computadoras casi con la m ism a ffecuencia, los chicos fueron más propensos a usarias para jugar, y las chicas para mandar correos electrónicos a los amigos. Pero el cuidado de otras personas cada vez se asocia más con la sensación de “atascamiento”, de quedarse fuera dei espectáculo principal. Cuando a mediados dei siglo x ix los hombres se involucraron en la vida mercantil y las mujeres permanecieron fuera de ella, las amas de casa opusieron un

INTRODUCCIÓN

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freno moral al capitalismo. Hoy en dia, las mujeres estadounidenses son su adquisición más reciente; se les ofrece la pertenencia en el âmbito público de la sociedad de mercado en las mismas condiciones rigurosas acatadas por los hombres estadounidenses. Como resultado, la inclemência de la vida se vuelve tan normal que no la vemos. Creo que verdaderamente necesitamos una revolución en nuestra sociedad y en nuestro pensamiento, una revolución que recompense el cuidado de otras personas tanto como el êxito en el mercado, y que consolide una esfera pública exterior al mercado, a la manera de los viejos campos comunales de las aldeas. El propio equilibrio alcanzado entre las fuerzas mercantiles y no mercantiles representa en si mismo una posición con respecto al cuidado. A través de los presentes ensayos me propongo abrir una puerta que conduzca a esa revolución. Me encanta entrevistar gente, descubrir mis ideas mientras lo hago y a menudo analizar retrospectivamente algunos encuentros que tuvieron lu­ gar meses, anos o incluso décadas antes. Casi todos los ensayos reunidos aqui expresan mis pensamientos más recientes, por lo cual todos ellos trascienden lo que escribí en otros libros. He dividido esta obra en cinco sec­ ciones. Los temas principales son la cultura (parte 1), las emociones (parte 2), la familia y el trabajo (parte 3), el cuidado (parte 4) y un ensayo perso­ nal que incorpora cuestiones tratadas en todos los anteriores (parte 5). Cada parte contiene ensayos que se centran en una faceta de la vida personal bajo el capitalismo estadounidense. Cada faceta es distintiva, aunque algunas aparecen en el território de otras. Invito al lector a que busque y lea según sus intereses, o a que seleccione un ensayo de cada parte; con suerte, ese ensayo lo conducirá a otro. Más aun, el lector encontrará superposiciones: en más de un ensayo describo el ingreso de las mujeres en el âmbito dei trabajo asalariado, comento los consejos que suelen darse a las muje­ res y me refiero al ensayo de Thorstein Veblen, The instinct fo r workman­ ship and the industrial arts. He dejado estas repeticiones porque constituyen piedras angulares para el pensamiento que recorre diferentes trayectos en cada ensayo, y porque cada vez que intenté eliminarias me sentí como si estuviera destejiendo un suéter. Los ensayos de este libro no hacen justicia a la abundante diversidad racial, étnica, religiosa y sexual que caracteriza las experiencias de las muje­ res y los hombres, pero espero que algunas de las ideas -la economia de la gratitud, el trabajo emocional, el amor desplazado como mercancia glo­ bal, por mencionar unas pocas- presten utilidad a futuros trabajos que exploren dicha diversidad. En última instancia, los ofrezco como lámparas que arrojan luz sobre la situación en que se halla la tarea de cuidar en la vida cotidiana de hoy bajo el capitalismo global.

Primera parte Una cultura de desinversión psíquica

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1 El espíritu mercantil de la vida íntima y la abducción dei feminismo* Indícios en los lihros de consejos y autoayuda para m ujeres

Elogiar y dar aliento son actitudes que se acercan muclio a la de ejercer presión, y cuando lo haces estás tratando de tomar el control de su vida otra vez. Piensa por qué alabas algo que ha hecho él. ^Es para ayudarlo a elevar su autoestima? Eso es manipulación. ^Es para que él continúe con el comportamiento que elogias? Eso es manipulación. ^Es para que sepa hasta qué punto estás orgullosa de él? Ésa puede ser una carga para él. Déjalo que desarrolle su propio orgullo por sus propios logros. Robin Norwood, Las mujeres que aman demasiado (1985) Los libros de consejos y autoayuda más vendidos en los Estados Unidos durante la última parte dei siglo pasado permiten entrever una importante tendencia futura de la cultura popular estadounidense. Es posible trazar un paralelismo curioso y actual entre esta tendencia y otro cambio cultu­ ral m uy diferente, que M ax Weber describe en La ética protestante y el espíritu dei capitalismo. De la misma manera en que el protestantismo, de

* Este ensayo es una version levemente revisada de “The commercial spirit of intimate life and the abduction of feminism: Signs from women’s advice books”, publicado en Theory, Culture & Society 112, N° 2,1994, pp. 1-24, y reimpreso con el permiso de Sage Publications Ltd. Se origino en una monografia presentada en una sesión plenaria sobre “ Posmodernismo”, en la Asociación Sociológica Alemana, el 10 de octubre de 1990. Agradezco a Paul Russell por sus conversaciones esclarecedoras. Por otras conversaciones estimulantes, agradezco mucho a los estudiantes de Género, Cultura y Sociedad dei college de Swarthmore, Pennsylvania, 1992. Por los útiles materiales de lectura vaya también mi agradecimiento a Adam Hochschild, Ruth Russell y Cas Wouters. Agradezco también a Carroll Smith Rosenberg y a Michelle Fine, que se desempenaron como panelistas en el Grupo de Académicas Feministas Penn-Mid Atlantic, Universidad de Pennsylvania, durante el otono de 1992.

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acuerdo con M ax Weber ([1904], 2006:286), “escapo de las celdas monás­ ticas” para convertirse en un “espiritu del capitalismo” que inspiraba a los hombres a hacer dinero y construir el sistema capitalista, también el femi­ nismo puede estar “escapando de la celda” dei movimiento social para apuntalar un espíritu mercantil de la vida íntima que en sus orígenes estaba separado de él y le era indudablemente ajeno.1 De la misma manera en que las condiciones dei mercado fertilizaron el suelo para el capitalismo, el debilitamiento de la familia prepara el suelo para el espíritu mercantilizado de la vida doméstica. Los momentos magnificados en los libros de consejos y autoayuda relatan esta historia. El cambio cultural que se ha producido en la actualidad difiere dei ante­ rior en el objeto de sus ideas (el amor y no el trabajo), en la esfera social a la que afecta principalmente (la familia y no la economia) y en la población que recibe su influencia más inmediata (las mujeres y no los hom ­ bres). Este giro que ha dado la cultura, cuyas repercusiones se reflejan en los libros de consejos y autoayuda, concierne a una ideologia más margi­ nal -e l feminismo-, y su transmutación mercantil es más pequena (espero) en escala. Al igual que la tendencia anterior, la actual representa el resul­ tado de una lucha cultural continua, da lugar a tendências contrarias y pro­ duce un efecto desparejo. Sin embargo, el paralelismo se mantiene. Para explorar las evidencias dei cambio y el paralelismo que se describen aqui, recurriremos a los libros de autoayuda femenina más vendidos entre 1970 y 1990, que funcionan como plausible termómetro de las ten­ dências seguidas por las ideas populares que gobiernan el enfoque femenino de la vida íntima.12 Ello es así porque estas publicaciones - a l igual que 1 Véase también Fromm, 1956. Con la expresión “espíritu mercantil de la vida íntima” no me refiero al intercâmbio de cosas por dinero, sino a la cultura que gobierna las relaciones personales que acompana al capitalismo avanzado. (Agradezco a Cas Wouters por esta aclaración.) Las tesis de Weber han suscitado muchas críticas. Algunos autores argumentaron que el capitalismo existió en determinados lugares con anterioridad al surgimiento dei protestantismo y en ausência de éste (por ejemplo, había capitalistas católicos). Pero estas críticas no afectan a la asociación que procuro delinear aqui: entre el protestantismo y el espíritu dei capitalismo, y no entre cualquiera de ellos y el capitalismo propiamente dicho. 2 Una reciente encuesta Gallup muestra que uno de cada tres estadounidenses ha comprado un libro de autoayuda (Word, 1988). De acuerdo con la encuesta telefónica de Steven Starker, que respondieron mil habitantes de Portland, Oregon, el entrevistado promedio leyó 2,82 libros de autoayuda por ano. Las mujeres eran más propensas a comprar y leer libros de autoayuda, y compraron más libros sobre amor y relaciones, estrés, ansiedad y pérdida de peso, en tanto que los hombres compraron más libros sobre superación personal y motivación.

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otras instancias comerciales y profesionales de orientación- adquieren creciente importância, mientras que las esferas tradicionales de autoridad -las familias y (en cierta medida) las iglesias- se vuelven cada vez menos influyentes. Por consiguiente, mientras que los consejos de los padres, los abuelos, los tios, los ministros, los sacerdotes y los rabinos han per­ dido peso relativo en comparación con el que tenían hace un siglo, los de los terapeutas profesionales, los conductores de programas televisivos, los comentadores de radio, los productores de video, los redactores de revis­ tas y los autores de libros de consejos y autoayuda se afianzan cada vez más.3 En tanto que crece la tendencia a consultar autoridades anónimas, los problemas emocionales que los individuos desean resolver son, con toda probabilidad, más desconcertantes que nunca. Al igual que otros consejeros con fines comerciales, los autores de libros de autoayuda actúan como a s e s q j^

Hacen lectu-

ras de amplias condiciones sociales y recomiendan a lectores de vários tipos cómo, cuándo y en quién deben “ invertir” atención emocional. También invitan a aplicar determinadas prácticas emocionales; por ejemplo, piden al lector que identifique los “elogios” con la “ manipulación” para poner en duda la sinceridad de los elogios propios y para distanciarse de otra persona, tal como aconseja Robin Norwood en el epígrafe de este ensayo. Los autores también motivan a sus lectores enlazando estratégias de inversión

Las mujeres trabajadoras eran casi dos veces más propensas a comprar libros sobre superación personal, motivación, amor y relaciones que las mujeres que no trabajaban. Las mujeres que trabajaban y las que no lo hacían eran igualmente propensas a comprar libros sobre estrés y ansiedad (véanse Starker, 1989; Radway, 1984; Long, 1986). Simonds (1992: cap. 1) entrevisto a treinta lectores, blancos en su mayoría, empleados, de clase media en ingresos y en educación, dos tercios de ellos solteros o divorciados. Todos los libros más vendidos se centraban en el amor heterosexual; nos faltan datos sobre la orientación sexual de los lectores y no contamos con suficiente investigación sobre los libros de autoayuda dirigidos a gays y lesbianas. Sobre la lectura de las “ hojas dei té cultural” de los libros de autoayuda, véanse Elias, 1978; Giddens, 1991; Simonds, 1992. 3 En su clásica obra La distinción: critérios y bases sociales dei gusto, Pierre Bourdieu habla de “agentes gijtvjçales” o intermediários culturales que, lejos de transmitir pasivamentejavultúra; la configuran activamente. Los autoresdêTibrõs~3e ãutoayuda son “ intermediários cuÍturales”.(Ta mayoría de los autores que estudié eran mujeres, y entre sus profesiones predominaban las de psicóloga, consejera o escritora.) Bourdieu aplica a la cultura una metáfora de raiz económica - “capital cultural”- , con lo cual sugiere que la cultura es algo que tenemos o no tenemos, como los modales para comer, el talento de la conversación y la confianza en uno mismo. Por mi parte, uso el término “cultura” para referirme a un conjunto de prácticas y creencias que mantenemos, practicamos y, en parte, somos.

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con ideas e imágenes inspiradoras ocultas en los “ momentos magnifica­ dos” de las historias parabólicas que conforman gran parte de estos libros. Im agino que ni el autor ni el lector tienen plena conciencia de que ofrecen o reciben “ asesoramiento para la inversión emocional” Antes bien, los autores consideran que dan - y los lectores consideran que recibenconsejos útiles. Si bien a veces es así, el argumento que intento desarrollar se basa en la idea de que ayudar y recibir ayuda son asuntos de una im por­ tância tan abrumadora que cualquier cambio cultural que disminuya la “densidad” dei proceso a través dei cual nos cuidamos mutuamente, o vacíe la ayuda de contenido, debe llevarnos a reflexionar acerca de la dirección que hemos tomado.

E L EN FR IA M IEN T O C U LT U R A L: T E N D Ê N C IA S Y C O N T R A T EN D EN C IA S

Partiendo de estas premisas me propongo mostrar que los best sellers de consejos y autoayuda se han vuelto más frios en su enfoque de la vida íntima: reflejan un enffiamiento cultural. Ello no significa que los individuos se necesiten menos los unos a los otros, sino que se los invita a mane­ ja r o administrar más sus necesidades. Esta tendencia también pone de manifiesto una paradoja: los viejos libros de consejos eran m ucho más patriarcales y se basaban menos en la comunicación abierta e igualitaria; sin embargo, por extrano que parezca, a menudo irradiaban más calidez; los libros de consejos y autoayuda más recientes, en cambio, abogan por una comunicación más abierta e igualitaria, pero recomiendan estratégias emocionales más frias para involucrarse en los vínculos igualitários que propugnan. Desde el punto de vista estratégico dei prim er feminismo, puede decirse que los libros modernos de consejos y autoayuda reafirman un ideal (la igualdad) en tanto que socavan otro (los lazos sociales ricos en emocionalidad).4

4 Para el análisis seleccioné libros de tapa dura y edición rústica (comerciales y masivos) incluidos en las listas de libros más vendidos (best sellers) de Publishers Weekly. Los critérios aplicados por Publishers Weekly para determinar qué libro es un best seller cambiaron a lo largo de los anos, y he seguido esos câmbios. Seleccioné libros dirigidos a mujeres o que trataban principalmente de la vida personal o laborai de las mujeres. Dejé de lado los libros sobre dietas y sobre inspiración o superación personal que no se dirigían a las mujeres o no guardaban relación directa con ellas. Entre los libros excluidos de la lista en que

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Dos tendencias perceptibles en esta literatura guardan relación con el “enfriam iento” al que me refiero. Una de ellas lo confirm a, pero no lo vincula con los libres de consejos y autoayuda; la otra analiza estos libres, pero no hace hincapié en el enfriamiento. Christopher Lasch (1977), Ann Swidler (2001), Francesca Cancian (1987) y M ary Evans (2002), entre otros, sostienen que el “ compromiso” ocupa un lugar cada vez más reducido en la idea del amor. Los datos que arrojan algunas encuestas estadouniden-

baso cálculos numéricos aproximados -es decir, libros que lei pero que no estudié- se cuentan libros de consejos para mujeres menos vendidos y libros de consejos para hombres. La lista original incluye un “núcleo” de libros de consejos propiamente dichos, que siguen el modelo de la psicoterapia o de un estúdio sociológico basado en entrevistas. Entre los ejemplos de este tipo se cuenta Cuando el amor es odio: hombres que odian a las mujeres y mujeres que siguen amándolos (1987), de Susan Forward y Joan Torres. Adoptando las metáforas de “enfermedad” y “curación”, que la psiquiatria, a su vez, tomó de la medicina, estos libros de consejos cuentan historias relacionadas con los sintomas emocionales y las curas de los pacientes. Otros libros citan e interpretan cientos de entrevistas e informan sobre los “resultados”. La lista también incluye un segundo tipo de libro, que se centra en prácticas sociales -la vestimenta, los buenos modales- con escaso análisis de las ideas o motivos subyacentes que las animan. Como ejemplo de este tipo podría mencionarse Miss M anners’ Guide to rearing perfect children (1984), de Judith Martin, o The best o f D earAbby (1981), de Abigail Van Buren. Un tercer grupo de libros, más diverso, incluye las autobiografias, el humor y las crónicas. Entre ellos se cuentan A m ory matrimonio (1989), de Bill Cosby, The grass is always greener on the septic tank (1976), de Erma Bombeck, y Ourselves and our children (1978), del Boston Women’s Health Book Collective [Colectivo de Salud de Mujeres de Boston]. (Si se desea consultar comparaciones interculturales, véanse Brinkgreve, 1982; Brinkgreve y Korzec, 1979; Elias, 1978; Wouters, 1987.) Aunque centro la atención en los libros publicados entre 1970 y 1990, una mirada hacia fines del siglo x ix y princípios del x x revela tres tipos de libros, dos de los cuales se reflejan en la colección 1970-1990. Los tres tipos son los tradicionales, los de “tradición para modernos” y los modernos. Por “tradición para modernos” me refiero a los libros de consejos que implementan una curiosa mezcla entre la creencia en la dominación masculina y una apelación a objetivos modernos (“ incremento del poder femenino” ) y/o una evocación de dilemas modernos. Los libros de consejos modernos, tal como defino aqui esta denominación, abogan por la igualdad entre los sexos. Si se desea consultar un estúdio de los libros de consejos decimonónicos, véase Ehrenreich y English, 1978. Como ejemplo de libro “puramente” tradicional de consejos puede mencionarse Thoughts o f busy girls (1892), de Grace Dodge, donde se explica el valor de la modéstia, la pureza, el altruísmo, la dedicación y la capacidad para la reforma moral sin apelar al “empoderamiento”, la libertad o la igualdad, y sin hacer referencia al miedo al abandono que puede sentir una mujer casada.

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ses de opinion nacional indican que en las últimas décadas se ha registrado una declinación en el compromiso con el amor a largo plazo. En su estú­ dio sobre los héroes y las heroínas de las telenovelas diurnas, Lee Harring­ ton y Denise Bielby (2001) no observan un rechazo de la noción de amor perdurable, pero senalan que el género analizado ha tomado distancia de las prácticas sociales que ratifican dicho sentimiento. Por otra parte, los análisis de la literatura de autoayuda dicen poco acerca del enfriamiento, y se limitan a criticar la ideologia victimista, el autorita­ rismo y el privatismo implícitos en muchos de esos volûmenes. En I ’m dysfunc­ tional, you re dysfunctional, Wendy Kaminer (1992) critica los libros de consejos y autoayuda del Movimiento de Recuperación (basado en el programa de doce pasos que implementa Alcohólicos Anónimos) porque apelan a la elección individual a la vez que la escamotean mediante el dictado de orde­ nes. En Self-help culture: Reading women’s readings, Wendy Simonds (1992) ofrece otro argumento acertado: dice que los libros de autoayuda instantâ­ nea distraen la atención de los problemas planteados por la esfera pública, y son principalmente estos problemas los que llevan a buscar ayuda pri­ vada. En “ Beware the incest-survivor machine”, Carol Tavris (1993) critica el culto a la víctima que parecen promover muchos libros para sobrevivientes. Si bien las très críticas tienen mucho de cierto, creo que aún hace falta senalar otro aspecto importante: se ha producido un cambio en las premisas culturales relacionadas con los lazos afectivos humanos. Aunque hoy se habla mucho de los méritos relativos que suponen diversos tipos de familia, los libros de autoayuda actuales nos conducen a través de un extrano túnel cultural donde se revela el suelo y el sistema radicular que caracte­ riza a todas ellas. Para observar bien este suelo podemos trazar una línea imaginaria que atraviese el núcleo emocional de los libros de autoayuda haciendo foco en los mejores y en los peores “momentos magnificados” que contiene cada uno, es decir, en los puntos más altos y más bajos de la experiencia perso­ nal que allí se retrata. Este método es ideal para analizar los libros tera­ pêuticos, autobiográficos y de entrevistas. La mayoría de los libros de autoayuda parecen constar de cuatro par­ tes. En la primera, el autor establece un tono de voz, una relación con el lector que lo pone en contacto con alguna fuente de autoridad: la Biblia, el psicoanálisis, la experiencia corporativa, Hollywood o la escuela de la vida. En la segunda parte, el autor describe didácticamente la realidad moral o social. “Así son los hom bres”, o “ así es el mercado laborai” -d ic e -, o bien: “ así es la norm a y así es cómo uno se aparta de ella” bajo diversas circunstancias. En la tercera parte, el libro describe prácticas concretas; por

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ejemplo, “ a tu novio, escúchalo; a tu novia, háblale”, o “para que el desayuno de trabajo salga a las mil maravillas, ponte ropa azul”. En la cuarta parte - la más reveladora, en mi opinión-, el autor relata historias vincu­ ladas con la experiencia personal. Esas historias se basan en experiencias vividas por pacientes de su consultorio psicoterapéutico, en la vida de los entrevistados o dei propio autor, y suelen ser ejemplares, o bien aleccionadoras. Las historias ejemplares indican al lector qué debe hacer, y las aleccionadoras, lo que no debe hacer. Ambas clases de historias contienen momentos magnificados o episó­ dios cuya importância se acrecienta, ya sean epifanias -momentos de intenso regocijo o inusual percepción- o situaciones con resultados desastrosos, pero que encierran una ensenanza significativa. En cualquiera de los casos, el momento se destaca por su riqueza metafórica o su inusual complejidad, y a menudo resuena a lo largo de todo el libro. Una de las cosas que suelen ponerse bajo la lupa en el momento mag­ nificado es un sentimiento que alguien considera ideal. Se muestra lo que esa persona queria sentir hasta que comenzó la experiencia relatada. En consecuencia, en el momento se expresa un ideal, y el ideal encierra una cultura. Los momentos magnificados reflejan un sentimiento que es ideal tanto en los casos en que la persona lo vive plena y felizmente como en los que ocurre espectacularmente lo contrario. Son momentos que muestran la experiencia deseada con mucha mayor contundência que las descripciones de la autoridad o las creencias dei autor, o los largos pasajes didácticos acerca de lo que es o no es verdadero o correcto. Podemos for­ mular muchas preguntas en relación con esta experiencia. Cabe preguntarse, por ejemplo: ^qué es precisamente lo que hace que un sentimiento parezca maravilloso o terrible? ^Con qué ideal se contrasta la experiencia? iQuién está en escena durante ese momento? iQué relaciones se develan, en la realidad o en la imaginación? En el proceso de interrogar el momento, por decirlo de algún modo, desentranamos las premisas culturales que le subyacen. También es factible hacer muchas preguntas sobre los consejos que obtienen confirmación en el marco de ese momento magnificado. Por otra parte, la experiencia y el ideal con referencia a los cuales se mide suscitan otros interrogantes: ^es de confianza o de cautela el paradigma gene­ ral que sustentan los consejos? ^Los consejos hacen hincapié en la expresión de las propias necesidades emocionales o en su control estratégico? ^Es cálido el libro, en el sentido de que legitima un alto grado de cuidado y asistencia social y da cabida a las necesidades humanas?

es frio, en el

sentido de que presupone que el individuo debería arreglárselas con un apoyo relativamente escaso, o que tiene menos necesidades?

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C O R EO G R A FÍA E N E L U M B R A L

En La mujer total (1973), de Marabel Morgan -im libro tradicional y sumamente reaccionario (encubiertamente dirigido a lectores modernos), pero curiosamente cálido-, encontramos un cierto conjunto de momentos mag­ nificados. En El complejo de Cenicienta (1981), de Colette Dowling -u n libro de autoayuda moderno y curiosamente frio-, los momentos magnificados son completamente distintos. De La mujer total: Si tu marido regresa a casa a las 6:00, bánate a las 5:00. A fin de prepararte para tu cita de las seis en punto, recuéstate y deja que se vayan las tensiones dei día. Piensa en ese hombre especial que va camino a casa para estar contigo. [...]. En lugar de obligarlo a jugar a las escondidas cuando llega cansado al hogar, ve a recibirlo a la puerta. Haz que su regreso sea un momento feliz. Correr bailando hacia la puerta envuelta en una nube de colonia y cosméticos es una manera extraordinária de apuntalar la confianza. No sólo podrás responder a sus avances: los desearás [...]. En una oportunidad, a modo de experimento, me puse un babydoll rosado y botas blancas después de mi bano de burbujas. Debo admi­ tir que me veia un poco tonta, y me sentia más tonta aun. Cuando esa noche abrí la puerta para saludar a Charlie, su reacción me tomó por sorpresa. M i tranquilo, circunspecto y juicioso marido me miró, dejó caer su portafolio en el umbral y me corrió por el comedor, dando vueltas alrededor de la mesa. Cuando me atrapó ya nos moríamos de risa y habíamos quedado sin aliento, inmersos en una vieja sensación de romance [...]. Nuestras hijitas se apretaban contra la pared y reían encan­ tadas ante nuestra travesura. Pasamos una maravillosa velada juntos, y Charlie olvido mencionar los problemas dei día (Morgan, 1973:114-115). ^Qué sintió Marabel Morgan? En prim er lugar, sintió alegria y asombro ante la respuesta de su marido. Charlie se había sorprendido, por supuesto, pero Marabel tam bién... por el êxito de su puesta en escena. En algunos aspectos, el momento óptimo de La mujer total es igual a otros momen­ tos óptimos que contienen los libros de autoayuda femenina: Marabel siente que ocupa un lugar central; se siente apreciada, inmersa en una experiencia que desea. Pero en otros aspectos, su momento es m uy diferente. En primer lugar es “divertido”, y es divertido de una manera especial porque despierta excitación sexual en el contexto familiar. Es un momento de diver-

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sión marital y familiar: ella cae sin aliento, pero no en los brazos de un amante sino en los de su marido, y sus dos hijitas están cerca, apretándose contra la pared y riendo encantadas. La excitación sexual es marital y la diversión marital incluye a los ninos. Además dei marido y las hijas de Morgan, en la fantasia está presente una comunidad de mujeres que también se esfuerzan por cuidar sus matri­ mônios. Luego de aplicar una estratégia especial en el hogar, nos dice M or­ gan, las mujeres que integran la clase de la “ Mujer total” suelen llamarse por teléfono para ver cómo resultó. La comunidad de esposas cristianas se extiende de familia a familia, en exacta oposición al movimiento femi­ nista, y cada una de ellas “mira el espectáculo” que se desarrolla en el hogar de las demás. El gran momento de Marabel Morgan no ocurre naturalmente, como cuando nos sobrecoge un magnífico arco iris o una soberbia puesta de sol. Se trata de un acto córeográfico bien planificado, que dista mucho de la espontaneidad. A veces, en lugar de ponerse un baby-doll rosa, Marabel se viste de Caperucita o de pirata, o abre la puerta totalmente desnuda y envuelta en celofán. Su momento magnificado no es una instancia de autorrealización o de comunicación reveladora, no es el “cenit” de un súbito arrebato de honestidad con uno mismo o de una comunicación íntima. El acto y la respuesta complacida constituyen en sí una forma de comunicación premoderna y estilizada: Marabel se pone su baby-doll; Charlie advierte que ella desea complacerlo; él se siente complacido; ella recibe el placer de su marido; la pareja se ha comunicado. Ése es el punto culminante. A l mismo tiempo, y paradójicamente, el acto de Morgan se duplica para funcionar como escudo contra la comunicación íntima. La autora (ibid.: 123) recomienda a sus lectoras que tomen desprevenido a su cónyuge con las sorpresas en el umbral. Ya busque complacer a Charlie o salirse con la suya mediante artimanas femeninas, ya se inspire en la Biblia o en Hollywood, Marabel Morgan se relaciona con su marido a la antigua. En el fondo, el baby-doll rosa, las tareas y los exámenes de la “ Mujer total” se proponen como una solución cristiana fundamentalista al peligro de desintegración que corren los matrimônios, tendencia que cobraba rápido impulso en la época en que escribía Morgan, es decir, durante las décadas de 1960 y 1970. A lo largo de todo el libro resuena el latido dei divorcio. Al referirse a una mujer que no había logrado adaptarse al deseo de viajar que sentia su marido, Morgan (ibid.: 89) nos previene: Ahora, Betty está divorciada [...]. En cuanto a Cari, ha encontrado a otra persona con quien disfrutar su nueva y apasionante forma de vida.

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Lo más razonable que puedes hacer en tu m atrim onio es lograr que ambos remen en la misma dirección. De lo contrario no harán más que andar en círculos, o bien, al igual que Cari, tu marido puede alejarse navegando corriente abajo. Así, a las mujeres amigables que navegan en el mismo barco se les suman rivales anónimas capaces de reemplazar a la esposa en un m atrim onio que se marchita. El espíritu de esas rivales femeninas se hace presente en el momento magnificado de La mujer total. Hay otra relación social que corresponde agregar a la escena: la relación entre la autora y la lectora. El tono de voz que evoca una conversación entre vecinas, el estilo abierto y coloquial con que Morgan cuenta su anécdota, constituyen en sí mismos un mensaje. La autora no se dirige a la lectora como el sacerdote al feligrés o el terapeuta al paciente, sino que le habla de amiga a amiga. No ofrece una irrefutable sabiduría de siglos que indique cuál es la “manera correcta” de proceder en una situación dada, sino que sus consejos son personales. Desde el punto de vista cultural, es como si dijera: “ Tú y yo tenemos que cuidam os solas; esto es lo que hice yo. ^Por qué no lo pruebas?”. Curiosamente, otras autoras estadounidenses “ tradicionales para modernas” también eluden la voz de la autoridad para emplear la voz de una amiga. “ Salvar tu matrimonio, o la manera en que lo salves, depende de ti” -parecen decir-. “ Te deseo suerte.” En contraste con su mejor momento, casi todos los peores momentos de Morgan se originan en la discórdia que resulta de desafiar la autoridad de su marido. En una oportunidad, luego de que el marido la criticara por estar “ m uy tensa”, M organ (1973: 11-12) atravesó el siguiente mal momento: A l otro día preparé una rica cena y me propuse comportarme como una esposa dulce. Sin embargo, las cosas no salieron como yo deseaba. Mientras comíamos el puré, Charlie anuncio en tono casual que la noche siguiente saldríamos con unos socios de la empresa. “ jOh, no, no pode­ mos!” -exclam é inadvertidamente y sin ninguna m alicia-, y luego pro­ cedí a contarle los planes que ya había hecho. M i marido me dirigió una horrible mirada pétrea. Yo me preparé para lo que venía. En tono glacial y con obvio control de sí mismo, Charlie me interpelo: “ ^Por qué desafias todas mis decisiones?”. Morgan también habla de lo que ocurre cuando confronta a su marido “cara a cara” (ibid.: 73). El patriarcado es para ella lo que permite que las muje-

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res sigan siendo mujeres; de lo contrario actuarían como hombres, y eso las llevaría a pelear. Com o muchas mujeres tradicionales, M organ pre­ sume que los hombres y las mujeres son adversários. Según esta vision, el patriarcado es el acuerdo que acaba con la guerra estableciendo las siguientes condiciones: el hombre se queda con el poder; la mujer obtiene el hogar estable. Así, el gran momento de Morgan expresa una serie de premisas bási­ cas: a) que los hombres deben liderar y las mujeres deben obedecer; b) que las mujeres se benefician con el patriarcado; c) que es tarea de la mujer mantener la felicidad de un matrimonio, y ella es la principal culpable si el matri­ monio es infeliz. Estas premisas constituyen el escenario cultural sobre el que se desarrollan los momentos magnificados de La mujer total. El momento magnificado refleja una angustia y la solución que imagina Morgan para contrarrestarla: es la angustia que sienten las mujeres que temen “ ser despedidas” de su matrimonio para transformarse en las amas de casa desplazadas dei manana. Morgan propone vencer la desintegración que enfrenta la familia en los anos sesenta, lo que también implica com­ petir con la reserva de mujeres recientemente desplazadas (las otras muje­ res que andan sueltas). Y lo hace en el território de su propio hogar. Incor­ pora la revolución sexual (incluído su ideal de variedad) al matrimonio cristiano monógamo, y agrega un pequeno quehacer teatral a la jornada dei ama de casa. Si bien Morgan parece inspirarse más en Hollywood que en la Biblia o en la tradición femenina, y si bien en algunas instancias se muestra más extravagante que cálida, sus momentos magnificados la sitúan en la pers­ pectiva cálida y tradicional. Resulta absolutamente claro que M organ propicia un mundo autoritário en el que los hombres gobiernan a las muje­ res y gozan de mayor valor humano, con lo cual puede decirse que porta el viejo y andrajoso estandarte dei patriarcado. Sin embargo, todos sus ingê­ nuos consejos incitan a avanzar y a internarse en las relaciones, y no a retro­ ceder o a salir de ellas. Por m uy anticuada que resulte, la ética que pro­ pone Morgan es comunitária. Como consejera en inversiones emocionales, esta autora recomienda a las mujeres que inviertan su trabajo emocional en la familia.

LOS M ODERNO S SIN N E C E SID A D E S

En El complejo de Cenicienta, de Colette Dowling, hallamos un momento magnificado que se sitúa en el otro extremo dei espectro:

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A quienes viven plenamente sus propios libretos les esperan impactantes experiencias emocionales. Una m ujer de Chicago que apenas ha pasado los 40, que aún ama a su marido y vive con él, tiene una intensa relación paralela con im companero de trabajo. É1 también está casado, lo que restringe aun más el tiempo que pasan en mutua companía. Ambos esperan con impaciência los viajes de negocios que logran hacer juntos varias veces por ano. Durante uno de esos viajes, la mujer sintió ganas de ir a esquiar. El hombre no esquiaba y, de todas maneras, aún tenía cosas que hacer en Boston. “ Decidí que iria a esquiar por mi cuenta”, me dijo [a Dowling]. “ Me subí a un ómnibus en plena tarde, y mientras ascendíamos por sinuosos caminos a las alturas de Vermont comenzó a nevar. Recuerdo estar sola en ese ómnibus de larga distancia, mirando por la ventanilla cómo se encendían las luces en los pueblitos que atravesábamos. Me sentí tan bien, tan segura en la certeza de que podia ser yo misma, hacer lo que quisiera y también ser amada, que me eché a llorar” (Dowling, 1981: 237). Marabel Morgan saluda a Charlie en baby-doll rosa a la hora de la cena en presencia de las hijas. La “mujer de Chicago” deja a su marido por su amante, y luego deja a su amante para tomarse un ómnibus que la lleve a la m on­ taria. Una está inmersa en la vida familiar; la otra está bastante fuera de ella. Una actúa; la otra disfruta, quizá, la libertad de no tener que actuar. Morgan valora la diversion; Dowling, la sensación de estar viva y la comprensión dei yo. Morgan se sitúa en el escenario; la mujer de Chicago hizo mutis por el foro. En sus respectivos momentos magnificados, el marido de Morgan es el público, en tanto que el marido de la mujer de Chicago funciona más como un escenario. En el momento magnificado de la mujer de Chicago, la trama dramá­ tica no tiene lugar entre ella y el m arido, sino entre su deseo de estar unida a alguien y el de ser independiente. Para la m ujer de Dowling, la trama no se desarrolla mediante la puesta en escena de un rol social, sino en un espacio emocional que se encuentra fuera de su vida regular, más allá de las labores amorosas. Porque aun cuando está fuera dei escenario, lejos de su matrimonio, tampoco está trabajando en su “ intensa relación extramatrimonial”. El foco se mueve hacia los sentimientos que experi­ menta en el ómnibus, las montarias, la nieve, el contexto anónimo en el que se siente unida a alguien e independiente a la vez. Logra sentirse viva m irando hacia adentro: descifrando una frontera problemática que se extiende entre ella y cualquier otra persona (Chodorow, 1978). Sus senti­ mientos surgen como respuesta a la deliberación sobre las relaciones, y

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no como resultado de su puesta en escena. Si Morgan se inspira con el êxito que ha tenido su intento de infundir nueva vida al matrimonio monogámico, quizá la mujer de Chicago se inspire en el atrevimiento de desafiarlo. ^Quién está en escena en la epifania de esta mujer? Ella es honesta, pero... ^honesta con quién? ^Con su marido? ^Con su amante? ^Con sus hijos? iC on un amigo cercano? ^Con una comunidad de mujeres? Con ninguno de ellos, en realidad. En otra parte descubrimos una carrera profesional en que los demás están ausentes, y la idea dei esfuerzo y la superación. El esfuerzo es privado e interno, y se erige contra la dependencia de los demás. Para Dowling, nuestro mejor momento es aquel en que nos enfrenta­ mos solos a los elementos, sin ayuda de nadie, como en el mito del cow­ boy, del trampero de Jack London en medio dei bosque o dei viejo y el mar de Hemingway. Otros momentos positivos de Dowling (1981:233-234) son los que viven las mujeres que se catapultan libremente en el êxito profesional, en la libertad erótica y en la autonomia. En el último capí­ tulo, la autora describe una escena de la vida de Simone de Beauvoir, quien se independizó de su com panero de vida, el filósofo Jean Paul Sartre, mediante una serie de encarnizadas misiones: “escalar todos los picos, bajar por todas las hondonadas [...] explorar todos los valles [...] en los alrededores de Marsella, emprender desafiantes caminatas solitárias de diez horas, andar cuarenta kilómetros por dia [...]. Las caminatas de Simone de Beauvoir devinieron el método y la metáfora de su renacimiento como indivíduo”, dice Dowling, y cita a Simone de Beauvoir: Caminé sola, envuelta en la bruma que pende sobre la cumbre dei Sainte Victoire, y anduve por la cresta dei Pilon de Roi tratando de resistir un viento feroz que me arranco la boina y la arrastró en remolinos valle abajo [...]. Cuando trepaba por rocas y montarias o me deslizaba por los pedregales, me las ingeniaba para encontrar atajos, de manera tal que cada expedición era en si misma una obra de arte. En una oportunidad, im posibilitada de regresar por el m ism o camino que había tomado, De Beauvoir emprendió el ascenso de un barranco escar­ pado. Al llegar a una falia en la roca advirtió que no lograria atravesarla de un salto y desanduvo su camino bajando por la traicionera roca. Triun­ fante, concluyó diciendo: “Entonces supe que podia confiar en m í misma” (Dowling, 1981:1). En su momento más terrible, Dowling experimenta los sentimientos opuestos. Comienza su libro con el siguiente pasaje:

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Estoy en cama con una fuerte gripe; me he quedado sola en el tercer piso de nuestra casa para no contagiar a los demás. La habitación se ve grande, fria y - a medida que pasan las horas- extranamente inhóspita. Comienzo a recordarme de nina: pequena, indefensa, vulnerable. Cuando cae la noche ya me siento totalmente abatida, más enferma de angustia que de gripe. “ iQué hago aqui, tan sola, tan desapegada, ta n ... a la deriva?”, me pregunto. Qué extrano es sentir este trastorno, estar aislada de mi familia, de mi vida rebosante de ocupaciones y de exigências... desvin­ culada. Más que el aire y la energia, más que la vida misma, deseo estar inmersa en la seguridad, la calidez, los cuidados (Dowling, 1981: 21). Este deseo de estar “ inmersa en la seguridad, la calidez, los cuidados” constituye la base dei temible “ com plejo de Cenicienta”, que -generaliza D owling- es la “ fuerza que más oprime a las mujeres hoy en dia” (ibid.: 32). En otra parte dei libro, la autora hace hincapié en el derroche de cerebros que se produce cuando las mujeres no hacen una carrera profesional. Cita el Estúdio Stanford sobre ninos superdotados, en el que participaron 600 chicos californianos con coeficiente de inteligência superior a 135, y senala que la mayoría de los hombres gênios desarrollan carreras profesionales de alto nivel, pero que no ocurre lo mismo con la mayoría de sus hom ó­ logas mujeres. Tal circunstancia no beneficia a la sociedad -afirm a Dowlingni es justa para las mujeres; desde este punto de vista, El complejo de Ceni­ cienta es claramente feminista y moderno. La mujer total y El complejo de Cenicienta siguen distintas inspiraciones. Morgan intenta divertirse, actuar y sentirse exuberantemente juguetona en los confines de un mundo patriarcal unitário. Para ella, los sentimientos peligrosos son el enojo, la firmeza, el deseo de hacer cosas fuera dei hogar: sentimientos que no concuerdan con el mundo patriarcal. En el otro extremo, Dowling se esfuerza por ser honesta consigo misma, por con­ trolar y domar sus necesidades en un mundo escasamente poblado y social­ mente disperso. Para ella, el sentimiento peligroso es el deseo de “estar inmersa en la seguridad, la calidez, los cuidados”. Su miedo a depender de otra persona evoca la imagen del cowboy: un hombre solo y desapegado que vaga libremente con su caballo. Hace tiempo ya que el cowboy estadounidense funciona como modelo para los hombres que luchan contra las limitaciones impuestas por el capitalismo corporativo. Ahora, Dowling adopta el mismo ideal para las mujeres: de las cenizas de Cenicienta surge así una cowgirl posmoderna. Estas autoras difieren en su concepción de lo excitante: para una, apegarse a un hombre; para la otra, desapegarse de él. Difieren en sus políti­

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cas pertinentes al manejo de las emociones: una recomienda a las mujeres suprimir cualquier afirmación de la voluntad en aras de unirse a un hombre; la otra les recomienda suprim ir cualquier sentimiento que las una demasiado estrechamente al sexo opuesto. Difieren en el lugar que adjudican a la autonomia en el yo femenino ideal y, por último, en sus concepciones dei peligro y la seguridad que el mundo reserva a las mujeres. Aunque no es posible clasificar por grupos los libros de autoayuda que he estudiado según todas las dimensiones susceptibles de análisis, si los clasificamos de acuerdo con sus concepciones dei rol femenino, aproxima­ damente un tercio se inclina hacia el modelo “tradicional” Entre ellos se cuentan Motherhood: The second oldest profession (1983), el gracioso libro de Erma Bombeck; The grass is always greener on the septic tank (1976), de la misma autora, y Tener hijos no es para cobardes (1987), de James D ob­ son. La mayor parte del resto se inclina hacia el modelo moderno, esfera en la cual E l complejo de Cenicienta es un ejemplo especialmente indivi­ dualista, y H aving it all (1982), de Helen Gurley Brown, una version más ligera y picante. Igualmente inquisitivos pero menos centrados en la auto­ nomia son Cuando el amor es odio: hombres que odian a las mujeres y muje­ res que siguen amándolos (1987), de Susan Forward y Joan Torres; Las muje­ res que aman demasiado (1985), de Robin Norwood; Smart women, foolish choices (1985), de Connell Cowan y Melvyn Kinder, y Secretos de los hom­ bres que toda mujer deberia saber (1990), de Barbara de Angelis. La mayoria de estos libros “modernos” parecen susurrar el mismo mensaje a sus lector as: “ Deja que la inversora emocional tome recaudos”. Si Morgan aconseja a las mujeres que acumulen capital doméstico y lo inviertan en el hogar, Dowling les recomienda invertir en el yo como empresa individual. La mayoria de los libros de consejos publicados en los anos setenta y ochenta son derivados o mezclas de estas dos estratégias de inver­ sion. Durante este período, entonces, entra en auge la cowgirl posmoderna, que se dedica a las prácticas ascéticas del control emocional y espera dar a otros seres humanos - y recibir de ellos- una cantidad sorprendentemente escasa de amor. Hay unos pocos libros que son modernos-cálidos, es decir, que ponen el énfasis en la igualdad, los vínculos emocionales, la acción de compartir y el compromiso. Entre ellos se cuentan Ourselves and our children (1978), del Boston Women’s Health Book Collective [Colectivo de Salud de Muje­ res de Boston], y The dance o f anger (1985), de Harriet Lerner. Si bien no he analizado sistemáticamente los libros de autoayuda para mujeres que se publicaron después de 1990, tengo la impresión de que se ha expandido la oferta de libros modernos-cálidos, aunque no demasiado.

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LOS LIBRO S M O D ER N O S-FR ÍO S Y EL E SP ÍR IT U M E R C A N T IL DE LA V ID A ÍN T IM A

Los libros de autoayuda modernos-frios revelan una paradoja de aparición reciente que trae reminiscências de una paradoja anterior. En La ética protestante y el espiritu del capitalismo, Weber describe un conjunto de creencias sostenidas por diversas sectas protestantes: la creencia en el autocontrol ascético, en la frugalidad, en el trabajo arduo y en la entrega a la vocación. Weber analiza la manera en que esas ideas reli­ giosas fueron adaptadas a un propósito material. La idea de la entrega a la vocación se transformo en la devoción por hacer dinero. La idea del auto­ control se transform ó en la del ahorro m eticuloso, el cuidado en los gastos y la reinversión de capital. La ética protestante “ escapó de la jaula” para pasar a formar parte de un nuevo e híbrido “espiritu del capitalismo”. Al comparar el origen de dichas ideas motivadoras y su destino final, Weber [2006: 286) hace un comentário muy significativo: La jaula ha quedado vacia de espiritu, quién sabe si definitivamente. En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos mecânicos. También parece haber muerto definitivamente la rosada mentalidad de la riente sucesora dei puritanismo, la “ ilustración”, y la idea del “deber profesional” ronda por nuestra vida como un fantasma de ideas religiosas ya pasadas. Las ideas religiosas originales saltaron la valia de la iglesia para aterrizar en el mercado; Lutero y Calvino se habrían horrorizado si hubieran visto semejante pirueta. Tal como senala Weber (ibid.: 20), con gran ironia, [N]o pretendemos afirmar que entre los fundadores o representantes de estas confesiones se encuentre un despertar de lo que llamamos “espi­ ritu del capitalismo”, como finalidad de su trabajo y de sus actividades vitales. Ninguno de ellos consideraba la aspiración a los bienes terrenales como un valor ético, como un fin en si. El trabajo dedicado a una vocación, tal como lo concebían originalmente los padres de la iglesia, era una tarea impuesta por Dios y conducía a la salvación. Desde la perspectiva capitalista de Benjamin Franklin (su libro de consejos de 1736 se llamó Consejos necesarios para quienes quieran ser ricos), la vocación conducía a un lugar muy diferente.

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Ahora bien, ^hay otro conjunto de creencias que haya saltado alguna otra cerca? ^Acaso el feminismo -sistem a de creencias más m arginal- está escapando de la jaula de los movimientos sociales para apuntalar un espíritu mercantil de la vida íntima? El feminismo que representan, por ejemplo, Charlotte Gilman o Lucretia Mott, o la segunda ola de feministas de mediados de los anos setenta, cuyo pensamiento se refleja en el best seller de autoayuda Our bodies, ourselves, ha “escapado de la jaula” para refugiarse en el ruedo dei mercado. A l igual que Calvino, las fundadoras dei fem i­ nismo se habrían preocupado si hubieran imaginado las tendências culturales que se entretejerían alrededor de sus ideales básicos. “ La igualdad está bien -habrían dicho quizá si vivieran hoy en d ía- pero no tenemos por qué perm itir que lo peor de la cultura capitalista establezca la base cultural de ese logro.” “ La autonomia está bien -podrían decir- pero no tenemos por qué llevarla al extremo de la cowgirl.” La analogia, entonces, es la siguiente: el feminismo es al espíritu mer­ cantil de la vida íntima lo que el protestantismo es al espíritu dei capita­ lismo. El primer término legitima el segundo. El segundo se inspira en el primero, pero también lo transforma. De la misma manera en que deter­ minadas condiciones previas prepararon el suelo para que levantara vuelo el espíritu dei capitalismo -e l ocaso del feudalismo, el crecimiento de las ciudades, el ascenso de la clase m edia-, otras condiciones previas maduraron el suelo para que surgiera el espíritu mercantil de la vida íntimâ. En este caso, las precondiciones son el debilitamiento de la familia, la deca­ dência de la iglesia y la pérdida dei localismo comunitário, es decir, el dete­ rioro de tres escudos tradicionales que se oponen a los efectos más brutales dei capitalismo. Contra este telón de fondo se instala una cultura mercantil que toma silenciosamente dei feminismo la ideologia que ha abierto el camino para que las mujeres ingresen en la vida pública. Los libros de autoayuda extraen dei feminismo la creencia en la igualdad entre hombres y mujeres. Los modernos comienzan por afirmar que las mujeres tienen baja autoestima y necesidades humanas insatisfechas, y procuran genuinamente -c re o - ele­ var a las mujeres, aumentar su valor ante sus propios ojos y los ojos de los demás. He ahí la idea a raiz de la cual los libros modernos-frios son moder­ nos: la idea de igualdad los convierte en un gran desafio a Marabel M or­ gan y hace que los consejos de esta autora suenen tontos en la medida en que pierden actualidad y validez. Sin embargo, los libros de autoayuda también combinan el feminismo con un espíritu mercantil de la vida íntima. Y aqui me alejaré mucho de la analogia, porque también parece cierto que parte del contenido dei espí-

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ritu capitalista se está desplazandoJmciãrh^yidâ íntim arde hecho, el espírítu mercantil de la vida íntima es en parte eso. La mujer dei siglo x x i aplica a su apetito, su cuerpo y su amor la misma autodisciplina ascética que los prim eros capitalistas aplicaban a su cuenta bancaria. La m ujer de estos tiempos se vuelca a la “vocación” de “ tenerlo todo” de la misma manera en que los prim eros capitalistas se entregaban a la “ vocación” de ganar dinero. En el marco de una escena am orosa que cambia rápidamente, muchos libros de autoayuda instan a las mujeres a que transfieran al amor el mismo activismo, la m isma creencia en el trabajo arduo y en las metas elevadas, el mismo deseo de ir por lo que se quiere, de salvarse, de ganar y de triunfar que los prim eros capitalistas aplicaron a la construcción dei capitalismo en un mercado plagado de altibajos. El espíritu mercantil de la vida íntima consiste en imágenes que abren paso a un paradigma de desconfianza. Sus imágenes dei “ yo”, el “tú” y el “nosotros” son frívolas y están rodeadas de defensas psicológicas. El para­ digma también conlleva ciertas maneras de relacionarse con los demás, caracterizadas por un espíritu de decisivo desapego que se ajusta a las muescas vaciadas donde podría haber un “ yo”, un “ tú” y un “ nosotros” más profundos. Los libros modernos-ff íos alistan el yo para que se adecue al espíritu mer­ cantil de la vida íntima ofreciendo como ideal un yo bien resguardado contra la posibilidad de lastimarse. En su peor momento magnificado, Dowling huye asustada de su propio deseo de “estar inmersa en la seguridad, la calidez, los cuidados” y busca fervientemente desarrollar la capacidad de soportar el aislamiento emocional. Paralela a la imagen dei yo con pocas necesidades está la imagen dei yo que satisface sus propias necesidades. ^Quién ayuda al yo? La respuesta es: el yo. En el apêndice 4 de Las muje­ res que aman demasiado, Robin Norwood (1985: 292) offece afirmaciones íntimas: “ Dos veces por día, durante tres minutos cada vez, mírate al espejo y mantén el contacto visual contigo misma mientras dices en voz alta ‘ (tu nombre), te amo y te acepto exactamente como eres’”. Desde este punto de vista, los actos heroicos que puede emprender un yo son los de desapegarse, irse, depender menos de los demás y necesitarlos menos. El trabajo emo­ cional más importante es el de controlar los sentimientos de temor y vulnerabilidad, y el deseo de recibir consuelo. El yo ideal no necesita mucho, y lo que realmente necesita puede conseguirlo por su cuenta. A la idea de un “yo” restringido se agrega la de un “ tú” restringido. Así, un yo sin necesidades se relaciona con un tú sin necesidades, y entre los dos se instala un paradigma de precaución. Una mujer que ama a un hombre puede tener “ necesidad de controlar” o ser una “adicta al hombre” (ibid.:

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139-181). En muchos libros modernos-frios, la autora nos prepara para rela­ ciones con personas que no necesitan de nuestros cuidados y que no nos cuidan o no pueden cuidamos. Norwood enumera casos de mujeres que aman a hombres que beben en exceso, a hombres que las golpean, a hombres que andan por ahí, a hombres que las usan y después se van. Luego de trazar una imagen general dei hombre y de la relación disfuncionales, propone un paradigma âeprecaución general. Si aceptamos los casos, insinúa, tenemos que aceptar el paradigma. Si aceptamos que algunos hom ­ bres lastiman a algunas mujeres -algo en lo que muchos de nosotros acor­ daríamos, incluida yo m ism a- entramos en un declive resbaladizo por el que gradualmente nos deslizamos hacia el paradigma de la precaución. Paradójicamente, aunque se centran en la terapia, los libros como Las mujeres que aman demasiado sustraen dei proceso real de curación la im a­ gen de los lazos familiares o comunitários normales. Las mujeres que protagonizan los relatos de Norwood parecen vivir en una comunidad sorprendentemente árida en el terreno dei apoyo emocional. La curación real se circunscribe a una zona de profesionales pagos que tienen doctorados y maestrias, aceptan dinero a cambio y adoptan identidades tera­ pêuticas especiales. Si bien es innegable que la psicoterapia es de gran ayuda para muchos, no funciona como sustituto de la vida misma. En la imagen que traza Norwood existe escaso poder de sanación fuera de la terapia. En sus historias, el amor no sana. Cuando lo damos, no germina. Cuando otro lo off ece puede producir una buena sensación, pero no es bueno para noso­ tros. De hecho, en el segundo párrafo de su prefacio, Norwood (ibid.: x in ) declara que si “tratamos de convertirnos en su terapeuta [la del hombre amado], estamos amando demasiado”. Si la palabra “ terapia” expresa el deseo de ayudar al otro a que llegue a la raiz de un problema, la aserción de Norwood implica recortar extremadamente nuestra noción dei amor y la amistad: adelgaza y aligera nuestra idea dei amor. El libro nos invita a restringir nuestra confianza al vínculo más delgado, sem anal, “ procesado”, que establecemos con un profesional. Ello puede aumentar las expec­ tativas que ponemos en la terapia, pero aligera las que depositamos en los amantes, la familia y los amigos. Los libros modernos-ffíos otorgan valor a esta liviandad. La idea de liberación y de independencia que las primeras feministas desarrollaron en el marco dei derecho al voto, al estúdio y al trabajo se desplaza en los libros modernos-ffíos al derecho a desapegarse emocionalmente. Ante tales imágenes dei “ yo” y el “ tú” nos sentimos más dispuestos a aceptar el espíritu mercantilista, que instrumentaliza nuestra idea dei amor. Huelga decir que no hay nada nuevo en el instrumentalismo. Com o lo

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muestra La mujer total, las mujeres del patriarcado aprendieron a “pescar a su marido en el estado de ânimo oportuno para pedirle un sombrero nuevo” : lo hacían mediante la adulación y las artimanas femeninas. Lejos de eliminar el instrumentalismo, la decadencia del patriarcado lo ha refundido en un nuevo,molde, un molde comercial. Las protagonistas de las historias que se relatan en El complejo de Cenicienta y Las mujeres que aman demasiado nos dicen que “dejemos de actuar” para valorar la honestidad y la autenticidad, y ello es en parte lo que las hace sentirse “ m odernas” (Norwood, 1985: 274). Sin em bargo, paradójicam ente, en muchos casos la honestidad se refiere a un autêntico instrumentalismo. Por ejemplo, N orw ood indica honestamente a sus lectoras cómo salir a conseguir un hombre menos necesitado, en lo posible con padres que no sean alcohólicos. De la misma manera en que los personajes de Orgullo y prejuicio evalúan con gran perspicácia las cuentas bancarias y el linaje fami­ liar de sus pretendientes, las mujeres de hoy deberían tener en cuenta el capital psicológico de los suyos. La diferencia trasciende la mera actualización. Cuando Norwood intenta “aclarar la mente” de sus lectoras en relación con el amor, también fomenta la disposición a desapegarse, a irse, a retrotraerse al fuero íntimo. Para Jane Austen, la familia y la comunidad son áreas limitadoras; para Norwood, apenas están presentes. Cada libro moderno-frío ofrece una version levemente distinta de la cultura de mercado. Algunos desarrollan un tema de producción; otros, un tema de consumo. En Having it all, Helen Gurley Brown (1982) hace ambas cosas, dado que pone el acento en la producción del cuerpo exhibido como una mercancia. En la casi tercera parte del libro dedicada al rostro y al cabello femeninos, propone una política de “ inversion” en el yo corporal. Brown indica a las mujeres los pasos a seguir: tenirse el cabello, estirarse la cara, ponerse a dieta, adornarse. Estas prácticas no deben llevarse a cabo a la manera de un rito de purificación ni en virtud de la devo­ tion por una persona en particular, sino para lucir bien ante un mercado anónimo de hombres situado en un radio de treinta metros. La autora ayuda a las mujeres a publicitarse en un mercado diversificado: los roman­ ces de oficina que recomienda están concebidos para una capitalista sexual aventurada, con una cartera de acciones diversificada, de alto riesgo y gran­ des oportunidades. En Las mujeres que aman demasiado, Robin Norwood se inclina más hacia el tema dei consumo. Aconseja a las mujeres de qué manera deben invertir su “carino” en el mercado de las relaciones. Si bien el lenguaje es terapêutico, el espíritu es el de una perspicaz asesora en inversiones. No malgastes tu amor en una mala inversión, advierte Norwood. En sus his-

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torias preventivas -historias de pacientes infelices que “ amaron dem a­ siado”- , una mujer tras otra “malgasta” su amor y carece de una retribución proporcional a su devoción y atención. “ Desinvierte”, previene la autora. “ Disminuye tus pérdidas. Invierte en otro lado.” En El complejo de Cenicienta, Colette Dowling toma un tercer rumbo. No pone el foco en las mujeres que aman demasiado, sino en las que necesitan demasiado. Desplazando el espíritu dei capitalismo hacia la vida privada, los libros de autoayuda modernos-frios refuerzan y a la vez crean una cultura mercantil de la vida íntima. A pesar dei calentamiento global, lo que obtenemos como resultado es un eníf iamiento cultural.

A SIM ILA R LA S R EG LA S M A SC U L IN A S D EL AM O R

El espíritu mercantil de la vida íntima se entreteje con una segunda ten­ dência cultural, que insta a las mujeres a asimilar las regias masculinas dei amor. Por una parte, los libros de autoayuda modernos-frios se dirigen a las mujeres. Dos tercios están escritos por mujeres y todos abordan pro­ blemas que tienen las mujeres. Casi todas sus tapas están ilustradas con la imagen de una mujer. Más aun, incluso si los autores no se reivindican en principio como feministas, se refieren al “progreso”, a la “ lucha”, a la “ inde­ pendência”, a la “ igualdad”, palabras que integran el código esencial dei “feminismo”. Muchos retratan a las mujeres como víctimas que necesitan liberarse de situaciones opresivas en el âmbito dei amor o dei trabajo. Sin embargo, por curioso que parezca, simultáneamente estos libros reciclan las regias sentimentales que alguna vez se aplicaron a los hombres de clase media de la década de 1950. Al hacerlo, ilustran un modelo común a muchos sistemas de estratificación: el estrato “ inferior” emula al superior a fin de ganar acceso a mayor respeto, autoridad y poder. Pero en la medida en que la imitación representa una solución mágica para redistribuir poder y respeto, la emulación femenina de las costumbres emocionales mascu­ linas no sirve de nada. Además, implica alentar a las mujeres a ser más frias sin instar a los hombres a volverse más cálidos. En este sentido, los libros de autoayuda conservan la ya capitalizada cultura masculina. Conservan el dano que el capitalismo hizo a la humanidad en lugar de criticarlo, en la tradición establecida hace un siglo por Charlotte Gilman. En su reciclaje de las regias amorosas masculinas, los libros modernos de autoayuda para mujeres afirman que es una práctica “ femenina” subor­ dinar la importância dei amor, posponer el enamoramiento hasta después

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de haber consolidado la carrera profesional, separar el amor dei sexo, y para las mujeres casadas tener amantes ocasionales. En primer lugar, estos libros proponen que el amor desempene un papel menos central en la vida de las mujeres, y que las mujeres se liberen de sus ideas en relación con la importância dei amor, que se sometan a una “aculturación” (en términos de Bourdieu), que desaprendan la idea según la cual “ el am or dei hombre es una cosa aparte de su vida; el de la mujer es su existência entera” Los autores también sugieren que la aparición dei amor debería retrasarse en la vida. En la década de 1950, eran los hombres de clase media quienes precisaban haber resuelto primero su situación ocupacional para luego “ enamorarse y establecerse”. Si el amor llegaba antes, era “demasiado precoz”. Hoy en día también se recomienda a las mujeres pos­ tergar el momento oportuno para el amor y manejar las emociones de modo tal que resulte posible efectuar dicha postergación. “ Espera hasta después de los 25 o los 30 -advierten los übros de autoayuda-, cuando ya hayas adqui­ rido tu formación profesional, cuando ya estés lista para enamorarte Así como los hombres han podido separar más fácilmente el amor dei sexo -sugieren estos libros de autoayuda de los anos ochenta- las mujeres pueden separar el sexo dei amor. En H aving it all, Helen Gurley Brown indica a sus lectoras cómo evitar involucrarse emocionalmente en “exceso” con los hombres casados de la oficina con quienes se acuestan. En el pasado, si bien las relaciones prematrimoniales o extramaritales no estaban ofi­ cialmente aceptadas para los hombres, se las consideraba un defecto mas­ culino. Ahora, tal como lo sugiere la mujer de Chicago en el libro de Dowling, también son un defecto femenino. Así, con el menoscabo dei amor, la separación entre am or y sexo, la postergación dei “momento apropiado” para enamorarse y la feminización dei adultério, los libros de autoayuda de los anos ochenta proponen que las mujeres adopten las regias emocionales propias dei capital cultural de género correspondiente a los hombres blancos de clase media de los anos cincuenta. De vivir según dos códigos emocionales -u n o para los hombres y otro para las m ujeres- hemos pasado a establecer un código unisexual basado en el viejo código masculino. También hemos pasado de un código más cálido a uno más frio, algunos de cuyos aspectos concuerdan con un aligeramiento de los lazos familiares, a la vez que lo exacerbam Muchas autoras de libros de autoayuda conciben sus libros como femi­ nistas, pero en realidad la ideologia que promueven equivale a un aban­ dono dei feminismo. Muchos libros de autoayuda consideran a sus lecto­ ras como pacientes que requieren atención. Pero cabe preguntarse si el verdadero enfermo no es el espíritu mercantil de la vida íntima.

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EXC EP C IO N ES Y C O N TR A T EN D EN C IA S

Si echamos un vistazo a los libros de autoayuda para hombres nos encon­ traremos con un panorama más alentador, pues mientras las mujeres han ido adoptando normas masculinas, algunos hombres se han desplazado en la dirección opuesta. Sin embargo, en vista de que la cultura masculina tra­ dicional cuestionada por los hombres progresistas continúa asociada con el poder y con la autoridad, creo que el movimiento de las mujeres hacia esa cultura es mucho más fuerte que el de los hombres en la dirección opuesta. En las décadas de 1970 y 1980, los libros que promocionaban un espíritu propiciador de lo mercantil parecían llevar la delantera. En la década de 1990, con la renovación de los “ valores familiares” -frase que puede significar cualquier cosa-, parecieron ganar terreno los que se oponían a la tendencia mercantil. La lista de libros más vendidos incluía volúmenes como Los hombres son de M arte y las mujeres son de Venus (Gray, 1992), que exagera las diferencias entre hombres y mujeres pero offece prácticos consejos para comunicarse y comprometerse “entre especies”. En El valor de lofemenino, Marianne Williamson (1993:11) proclama a las mujeres diosas y reinas, combinando de una manera extrana la m ovilidad m oral y social - “para una mujer, el propósito de la vida es subir al trono y gobernar con el corazón” - , una vocación por la familia y la comunidad y un paradigma de desconfianza. Si bien se llama a las mujeres en general a amar a “nuestras comunidades, nuestras famílias, nuestros amigos”, el único amor dei que en realidad disponen, dice Williamson (ibid.: 46), es el de Dios. Entretanto, una corriente de libros menos vendidos ha continuado con el espíritu mercantil sin pátina comunitária. Get rid o f him, de Joyce Vedral (1993), y How to attract anyone, anytime, anyplace, de Susan Rabin (1993) -extension de sus “ seminários de flirteo” - , extienden la ffontera psicológica del mercantilismo. Complementan los videos sobre sexo m ari­ tal, cada vez más populares y de venta por correo, que a m enudo son presentados como una clase de ciências dictada por psicólogos doctorados. Si bien estos videos legitiman la importância del placer sexual femenino, también lo transforman en un asunto clínico casi despojado de connotación emocional. Tanto la tendencia contraria como el redoble ininterrumpido que emite el espíritu mercantil de la vida íntima plantean algunos interrogantes: ^desbancarán al feminismo los libros anticomerciales?, ^o detendrán la abducción dei feminismo, sólo para achatarlo y comercializado?, ^o lo integrarán con un paradigma de la confianza?

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En The second shift sostengo que las famílias estadounidenses están sometidas a tensión porque funcionan como amortiguadores de una revolución de género que ha entrado en un punto muerto. El ingreso masivo de las mujeres al trabajo asalariado ha constituído una revolución, pero la lentitud con que cambian las ideas sobre la “virilidad”, la resistência a compartir las tareas domésticas y los rígidos horários laborales estancan esta revolu­ ción de género (Hochschild, 1989). Tal estancamiento obstaculiza la introducción de câmbios en los contratos institucionales de los que los hombres son sus principales guardianes. No obstante, si al m ism o tiem po atravesamos un enfriamiento cultural nos enfrentamos a otro problema casi opuesto. No se trata sólo de la excesiva lentitud con que cambian los hombres, sino de la excesiva velocidad con que las mujeres, casi sin adver­ tido, también cambian en la dirección opuesta, asimilando las viejas regias masculinas. En lugar de humanizar a los hombres, capitalizamos a las muje­ res. Si el concepto de revolución estancada nos lleva a preguntarnos cómo ha de alcanzarse la igualdad, el concepto de espíritu mercantil de la vida íntima plantea otra pregunta: ^iguales en qué términos? Con un índice de divorcios que asciende al 50 por ciento en los Estados Unidos y un pronóstico de fmalización para el 60 por ciento de los matri­ mônios contraídos en los anos ochenta -e n dos tercios de los cuales hay hijos de por m edio-, muchas mujeres jóvenes de hoy serán las madres solas dei manana. Dado este panorama, cabe preguntarse si no resulta útil para las mujeres aprender a satisfacer sus necesidades emocionales por su cuenta. ^No es útil contar con un “yo” resguardado que espera encontrar un “ tú” resguardado? Incluso si la armadura psíquica que vende E l complejo de Cenicienta es defectuosa, hoy, por m uy triste que suene, tenemos que pre­ guntarnos si no la necesitamos. Hasta una armadura defectuosa puede resultar útil si nos sirve para desenvolvemos en un mundo frio. Pero luego de preguntarnos si es útil ser frio, debemos preguntarnos si es bueno ser frio. ^Es lo mejor que podemos hacer? Si creemos que no, entonces nece­ sitamos plantearnos una pregunta que está ausente en los libros de autoayuda: ^cómo podemos reconfigurar las condiciones generales que crean la necesidad de usar la firme armadura que ellas mismas proporcionan? En este terreno, unos buenos consejos no vendrían nada mal.

2 La frontera de la mercancia*

Un anuncio publicado en Internet el 6 de marzo de 2001 decía lo siguiente: (m/t) Bella e inteligente anfitriona, buena masajista - u$s 400 por semana jHola! Esta oportunidad laborai es extrana y me siento un poco tonto anunciándola, pero estamos en San Francisco... ;y realmente necesito hacerlo! El proceso de búsqueda será m uy confidencial. Soy un empresário milionário, afable e inteligente. He viajado mucho, pero soy tímido y nuevo en la zona, y recibo infinidad de invitaciones a fiestas, reuniones y eventos sociales. Busco una “asistente personal”, si es posible denominaria así. La descripción dei empleo incluye, pero no se limita a: 1. ser anfitriona en las fiestas que ofrezco en m i casa (u$s 40 la hora); 2. darme masajes relajantes y sensuales (u$s 140 la hora); 3. asistir a determinados eventos sociales conmigo (u$s 40 la hora); 4. viajar conmigo (u$s 300 por día + todos los gastos dei viaje); 5. encargarse de algunas tareas dei hogar (servidos, pago de cuentas, etc.) (u$s 30 la hora). Debes tener entre 22 y 32 anos, estar en forma, ser guapa, expresarte bien, ser sensual, atenta, lista y capaz de guardar secretos. No espero más de 3 o 4 eventos por mes, y hasta 10 horas de masajes, tareas y otros asuntos diversos. Debes ser soltera y sin compromisos, o tener una pareja muy comprensiva.

* El presente ensayo fue escrito para integrar un volumen Festschrift en honor a Neil Smelser: Jeff Alexander, Gary Marx y Christine Williams (eds.), Self, social structure, and beliefs: Essays in sociology, Berkeley, University of California Press, de próxima aparición.

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Soy listo e inteligente, tengo 30 anos y estoy enteramente dispuesto a explicarte las razones que me llevaron a colocar este anuncio en respuesta a tu postulación por correo electrónico. Si es posible, por favor incluye una foto tuya, o una descripción de tus características, tus intereses y tu capacidad para hacer este trabajo.

jNO busco acompanantes profesionales! ;E 1 empleo no incluye sexo! Muchas gracias. Puedes contactarme en la siguiente dirección de correo electrónico:

El anuncio que se reproduce más arriba nos enfrenta a un determinado limite cultural más allá dei cual a mucha gente le incomoda la idea de pagar por un servido.12 Pero cabe preguntarse qué actividades nos parecen dema­ siado personales para pagar por ellas o para hacerlas a cambio de un hono­ rário. ^Acaso el contexto social y la cultura no influyen en nuestra manera de juzgarlas? No cabe duda de que una transacción que a algunas personas les parece perfectamente aceptable en cierto contexto a menudo resulta perturbadora para otras personas en un contexto diferente. Las nociones de aceptación y credibilidad también cambian con el tiempo. De hecho, me pregunto si la sociedad estadounidense no atraviesa hoy uno de esos câmbios. Hace medio siglo nos parecia imaginable que un hombre rico comprara una casa lujosa, un automóvil y unas vacaciones agradables para él y su familia. Ahora se nos pide que imaginemos a ese hombre comprando su agradable familia, o al menos los servidos asociados con la fantasia de una experiencia familiar. En el presente ensayo exploro algunas reacciones que suscito el anun­ cio citado, apoyándom e en tesoros encontrados en la extraordinária y creativa obra de Neil Smelser, en especial su trabajo sobre las relaciones entre la familia y la economia y sobre las funciones psicológicas dei mito. Tomadas en conjunto, dichas ideas nos ayudan a desarrollar otro de los hallazgos fundamentales de Smelser: que el “ hombre económico” es un ser muy cultural y extremadamente complejo.

1 Anuncio hallado en Internet, en 2001; cortesia de Bonnie Kwan. 2 Sobre el tema dei significado que se adjudica al dinero y a las adquisiciones, véase el trabajo fundacional de Viviana Zelizer (1994,1996,2000). En “ Payments and social ties”, la autora desarrolla el persuasivo argumento según el cual el intercâmbio de dinero y el mercado en general pueden adquirir diversas cantidades de significados. Nuestra tarea, argumenta Zelizer, no consiste en prejuzgarlos sino en estudiarlos. Ello es lo que intento hacer aqui. En cuanto al discernimiento dei “limite”, véase The final Une, de Zerubavel (1991).

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Decidí utilizar el anuncio a la manera de un test de Rorschach aplicado a la cultura. “ ^Cómo reaccionan al leerlo?”, pregunté a unos estudiantes avanzados de la Universidad de Califórnia, Berkeley. Tal como lo muestro aqui, la respuesta de los estudiantes fue en gran parte negativa, con opiniones que iban desde el rechazo y la alarma (“no se puede comprar una esposa” ) hasta la condena (“ no se debe comprar una esposa” ), y diversas consideraciones sobre las falências morales y emocionales que podrían haber llevado a la publicación de semejante anuncio. Si bien el contenido no los sorprendía, los estudiantes se mostraron perturbados. Ahora bien, ^cómo y por qué se perturbaron los estudiantes? Después de todo, en la historia de la familia sobran ejemplos de núcleos familiares que comparten algunas características con la relación comercial que propone el anunciante. A modo de respuesta, diría que los estudiantes, como muchos otros integrantes de la sociedad estadounidense actual, se enffentan a una contradicción entre dos fuerzas sociales. Por una parte, deben lidiar con una ffontera de la mercancia. En tanto que el mercado crea cada vez más nichos en la “ industria maternal”, la fami­ lia delega cada vez más funciones en la industria. A través de esta tendên­ cia, la familia, empezando por las clases más altas, deja de ser una familia artesanal para transformarse en una familia de la posproducción. Y con este cambio, las tareas personales -e n especial las que llevan a cabo las mujeres- se monetizan y, hasta cierto punto, se vuelven impersonales.3 Por otra parte, este proceso ha transformado a la familia - y en especial a la esposa-madre que forma parte de ella- en un símbolo potente y con­ centrado de cualidades preciadas, tales como la empatía, el reconocimiento y el amor: cualidades que son la quintaesencia de lo personal. Las tensiones que resultan de ambas tendências han conducido a una crisis dei encantamiento. ^Debemos aferramos al encantamiento de la esposa-madre en la esfera familiar, o las adquisiciones también pueden encantarse? Cada 3 Si bien muchos lectores modernos no cuestionarían este anuncio ni la “ industria de la esposa y la madre”, un gran número lo considera problemático por razones muy diferentes, aunque igualmente retadoras. En The minimal family, Jan Dizard y Howard Gadlin sostienen que la mercantilización de actividades que antes realizaba la familia lleva el familismo - y las mutuas concesiones familiares- fuera de las familias. En The overspent American, Juliet Schor critica el consumo excesivo de recursos naturales en los Estados Unidos como modelo problemático para ser emulado por el resto dei mundo. En Everythingfor sale, Robert Kuttner nos advierte que la protección gubernamental dei bien público se halla en retroceso. Por su parte, Barbara Ehrenreich actualiza la crítica de Thorstein Veblen al consumo excesivo de bienes y servicios como búsqueda de estatus (véanse Dizard y Gadlin, 1990; Schor, 1998; Kuttner, 1997; Ehrenreich, 2001).

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“ fe” -la fe en la familia o la fe en el m ercado- tiene diferentes consecuencias para el manejo de las emociones, y a cada una de ellas también subyace el falso supuesto de que la familia y el mercado constituyen dos esfe­ ras culturales separadas.

R EA C CIO N ES A N T E E L A N U N C IO : S U SC E P T IB IL ID A D E S C U LT U R A LES EN R ELA C IÓ N CON L A FR O N T ER A DE L A M E R C A N C ÍA

Distribuí copias dei anuncio publicado por el milionário tímido a setenta alumnos dei curso sobre sociologia familiar que dictaba en la Universidad de Califórnia, Berkeley, en la primavera de 2001, y les pedí que lo comen­ taram También mantuve conversaciones con aproximadamente media docena de estudiantes acerca de las causas que los habían llevado a dar su respuesta. En tanto que muchos provenían de familias de inmigrantes asiá­ ticos y creían en la importância de construir lazos familiares sólidos, algunos se aprestaban a comenzar carreras profesionales “de adicción al trabajo” en Silicon Valley, donde la delegación de actividades familiares en empresas conform a rápidamente un nuevo m odo de vida que, si bien despierta controvérsias, está de moda. Como consecuencia, aunque difi­ cilmente pueda decirse que representan el pensamiento de la juventud estadounidense instruida en general, las ideas de estos estudiantes indican una contradicción entre las tendências económicas que ejercen presión para que las familias deleguen tareas en la industria externa y una fetichización cultural de las funciones que las familias no confían a terceros. La mayoría de los estudiantes expresaron una mezcla de compasión (“ tiene miedo de salir a buscar novia” o “es patologicamente tímido” ) y crí­ tica o desprecio (“es egoísta” ; “es un perdedor” ; “es un tipo raro” ; “es alguien que depende mucho de lo que digan los demás” ). Otros expresaron miedo (“este aviso me asusta” ), enojo (“qué imbécil” ), sospechas (“es un personaje turbio” ) e iricredulidad (“esto no es real” ). Quizá pueda decirse que la respuesta más elocuente fue la que dio una hija dei divorcio que aún cree en el amor: Es una ilustración muy triste dei estado en que se encuentran las rela­ ciones actuales. Hasta la vida familiar se busca directamente en el inter­ câmbio de mercancias. “ jOlviden las emociones desordenadas; sólo denme los servicios y los benefícios subyacentes que pueda comprar el dinero!” Además, ^qué sentido tiene probar, si todo lo que se obtiene

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como resultado es dolor, peleas y divorcio? Asi, el acto de la interacción sexual se relativiza y se mercantiliza, pero no como prostitución. Queda claro que el valor intrínseco [del masaje sensual] es mucho más alto para el comprador [u$s 140 la hora], de manera que no se trata de un sim­ ple masaje de hombros. Pero hasta el bello entrelazamiento de los aman­ tes enamorados, carinosos y espiritualmente conectados se reduce a una tarea paga, mecanizada y desprovista de emociones. ^Hace falta preguntarse por qué se propaga tanto la ira en una era tan falta de gracia? Otro estudiante comento: “ Esto lleya la despersonalización de las relacio­ nes a nuevas alturas”. A l mismo tiempo, la mayoria de los participantes dijeron que el anuncio era imaginable y plausible: no los sorprendía. Tal como lo expresô un estudiante, refiriéndose a la bahia de San Francisco y a Sili­ con Valley, el anuncio era factible “ al menos por aqui”. En relación con otra página de Internet que había visto, un joven expresó lo siguiente: “ En vista del sitio www.2kf0rawife.com [una página de anúncios para buscar esposa que fue dada de baja desde julio de 2001], lo que veo aqui no me sorprende tanto”. Unos pocos estudiantes aprobaron el anuncio: “ Si le sobra el dinero, por supuesto...”. O bien previeron que, dado el alto salario, otros responderían aunque no lo aprobaran dei todo. En efecto, vários estudian­ tes dijeron vivir en una cultura en la cual los cruces entre el mercado y el hogar no resultaban sorprendentes. Tal como lo expresó uno de ellos,“reacciono pensando ‘claro, es normal’. M i propia reacción me sorprende por­ que sé que hace unos anos [...] me habría conmocionado y enojado. Pero ahora he perdido esa sensibilidad, y acepto que las relaciones no siempre vienen en las mismas cajas bonitas y ordenadas que alguna vez imaginé”. Sólo cuatro de setenta estudiantes pensaron que el anuncio era una broma.4

4 Según una de las respuestas, el hombre intentaba que su proposición “sonara” como una transacción normal. La persona que la escribió se preguntaba cómo podría el anunciante explicar “a sus colegas de negocios” el rol que cumplía la asalariada en su vida. Un estudiante expresó sus sospechas: “ Se trata de un loco que busca una esclava sexual. De lo contrario, £por qué dice que el empleo ‘no incluye sexo’ y a la vez aclara que la mujer debe ser hermosa y sin compromisos?” Otra persona senaló lo siguiente: “Nunca se sabe qué hay detrás de la pantalla”. En tanto que vários desconfiaban de los motivos que podia tener el hombre, pocos pusieron en duda la veracidad dei anuncio propiamente dicho. Por mi parte, creo que el anuncio es real. Incluso si se tratara de una broma, se acerca tanto a la realidad que prácticamente todos los estudiantes lo tomaron por verdadero, y es muy posible que lo fuera.

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êCÓMO SE PERTU RBARO N LOS E S T U D IA N T E S?

El anuncio pareció tocar una cuerda muy sensible en la mayoría de aquellos jóvenes californianos instruídos. ^De qué manera lo hizo? En primer lugar, muchos de los estudiantes se sintieron molestos al advertir que un rol familiar se presentaba como si fuera divisible en porciones; era un todo sepa­ rado en partes, tal como lo expresó la estudiante citada más arriba: “ el bello entrelazamiento de los amantes enamorados y espiritualmente conec­ tados”. En segundo lugar, a los estudiantes les molestó que este rol de esposamadre desmontable se asociara a cantidades variables de dinero. Viajar jun­ tos valia u$s 300 por día; ocuparse de asuntos domésticos, u$s 30 la hora. Tanto la divisibilidad como la mercantilización eran ofensivas. Pero quizá lo eran por partida doble, porque las tareas separadas se ligaban implicita­ mente con características personales más difusas que en apariencia no guardaban relación con las tareas. Tal como decía una de las respuestas, [P] arece que este hombre busca una asistente personal [para hacer esas tareas] [...]. Sin embargo, es m uy específico respecto de qué clase âe mujer quiere: menciona la palabra “ sensual” más de una vez. La mujer debe ser atractiva y joven, estar en forma, ser sensual y lista (cualidades que suelen buscarse al elegir cónyuge). Si lo que quiere el anunciante es que alguien cumpla con las tareas que enumera, ^por qué no podría hacerlo un hombre viejo y gordo? Otro estudiante observo que el milionário queria encontrar a alguien que estuviera dispuesto a escuchar sus confidencias y a viajar, y por lo tanto a orientar su tiempo según el propio, lo cual, aun más que el aspecto y la edad, implica una relación de “entrelazamiento” difuso. Los estudiantes también se sintieron perturbados por algo que suele acompanar a la monetización -u n principio cultural dei dar que caracte­ riza los convênios mercantiles-: los intercâmbios a corto plazo, “ toma y daca”. Los intercâmbios comerciales también suelen proporcionar un atajo en torno de otros princípios que rigen la acción de dar: el intercâmbio “ toma y daca” entre décadas o generaciones, o el altruísmo. Una persona senaló: “ Ese hombre quiere una esposa, pero no quiere ser un marido”. Quiere recibir, pero no dar, excepto dinero. En otras palabras, mediante el offecimiento de dinero como única obligación de su parte, el anunciante queda absuelto de cualquier responsabilidad moral de darse emocionalmente en el futuro. Tal como dijo uno de los estudiantes, “para él, el dinero resuelve su parte dei convênio”. Los estudiantes no encomiaron al hombre por su generosi-

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dad monetaria, aunque considerarem que las sumas ofrecidas eran altas. En efecto, una mujer comento: “ Se evade de la manera más fácil. No quiere tener que enffentarse a lo que una companera pueda necesitar de él desde el punto de vista físico o emocional. Busca los benefícios sin el trabajo” Otra dijo: “ Pone un anuncio para conseguir una esposa asexuada y sin necesidades. Aunque en principio no objeto esa actitud, sí me parece triste que el hombre no necesite dar en una relación. Suena falso y solitário” (el énfasis es mío). Otros estudiantes sostuvieron que el m ilionário llevaba las de perder en su offecimiento económico. Tal como lo expresó uno de ellos: “ese hombre pierde la oportunidad de dar. Se engana a sí mismo”. Hubo otra cuestión, estrechamente vinculada con las anteriores, que también resultó perturbadora: la ausência de com prom iso emocional. Los estudiantes hicieron hincapié en la capacidad y en las necesidades emocionales dei anunciante. Uno se quejó de que el hom bre se m os­ trara em ocionalm ente vacío, desapegado e invulnerable: “ Desea p ro ­ fundamente tener todo el control en sus manos”. Otra joven senaló: “ Debe de sentirse m uy poco amado e incapaz de dar am or”. Los estudiantes pensaban que el hombre debería sentir algo por la mujer que hiciera las cosas que él pedia. El anunciante dice que tiene una “necesidad”, observo uno de ellos. Sin embargo, cabe preguntarse cuál es su “ necesidad” de esos ser­ vidos. “ Me parece gracioso -expresó este observador- que liame a eso una necesidad.” En una conversación posterior, el estudiante agrego: “ El hombre menciona servicios de lujo que en realidad no necesita, pero no pide o no se propone conseguir lo que realmente necesita desde el punto de vista emocional”. Otra persona comento que le fascinaba “ ver las cosas que llegan a hacer los hombres para evitar compromisos emocionales”. No sólo estaba ausente el aspecto emocional: lo mismo ocurría con el compromiso de reflexionar sobre los sentimientos propios -e s decir, ela­ borados- a fin de mejorar la relación. Tal como se enunciaba en uno de los comentários, “ ese hombre quiere contratar a alguien para que satisfaga sus necesidades sin ocasionarle ninguna moléstia”. Otras respuestas evidenciaban gran desagrado: “ Me disgustó [que el anunciante procurara comprar] el trabajo pesado que implica toda relación”. De algún modo, los estudiantes percibían la ausência de una inclinación implícita a comprometerse con las regias de los sentimientos familiares o a manejar las emo­ ciones prestándoles atención. Lejos de ello, el anunciante procuraba com­ prar su liberación de esas responsabilidades. Por último, para algunos el problema no radicaba en la escisión dei rol correspondiente a la esposa-madre o la mercantilización de cada parte, sino en el hecho de que -e n parte por esta razón- la experiencia de estar

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juntos perdia su encantamiento. Para que una pareja perciba el encantamiento de su relación, sus integrantes deben sentirse propensos a imbuir al mundo que los rodea de un sentido de la magia que, paradójicamente, tiene poder sobre ellos y parece venir desde el exterior. En una relación encantada, la magia no atane sólo a la relación sino al mundo entero. Y dicho proceso no se desarrolla a través de una evidente voluntad propia, sino que el individuo coloca en el exterior su locus de control. Esta sensación de encantamiento es similar a la noción freudiana de “ sentimiento oceânico”, que algunos asocian con la religion, y todos -sostiene Durkheimligan con lo sagrado. Aqui se aísla esta dimension de la experiencia, no en lo que se refiere a los peores aspectos de una relación íntima, sino a los mejores. Tal como observo un estudiante, “casi parece que este hombre quisiera pagarle a una mujer para hacer las cosas divertidas que hace una pareja”. Se trata de un desencantamiento de la diversion. O bien, puede decirse que el anunciante adquiere un control manifiesto sobre cualquier eventual obligación a fin de pasarla bien. Se exime de las regias que rigen los sentimientos familiares. Ni siquiera quiere verse obligado a pasarla bien. Quiere tomarse la libertad de participar en una relación -im personal o personal- según sus propios deseos y condiciones. En tér­ minos de Georg Simmel (1990), el dinero lo libera. Sin embargo, tal como lo observaron una y otra vez los estudiantes, el anunciante también usa el dinero para reducir las-posibilidades relacionales.^En última instancia, las opciones entre las que tiene la libertad de optar quedan en sí mismas desprovistas de significado, a) mediante la separación entre expresión sexual exclusiva, intimidad y afecto; b) mediante la adjudicación de un precio a cada parte de algo que se imagina como totalidad; c) mediante una falta de compromiso con el trabajo emocional y con las regias de los sentimientos que suelen aplicarse a las relaciones íntimas, y d) mediante el desencanta­ miento implícito dei proceso que los estudiantes asociaban con el amor sexual y emocional adulto. En un sentido, los estudiantes vieron a este hom­ bre como lo habría visto Simmel: atrapado en una supuesta liberación. El anunciante crea para sí mismo un contexto que lo invita a emplear uno de los mecanismos de defensa que implementa el yo: la despersonalización.5 5 En “Depth psychology and the social order”, Smelser (1998) distingue cuatro categorias de defensas del yo, cada una de ellas con su correspondiente afecto y objeto relevante. En uno u otro momento, los individuos recurren sin vacilar a todas esas defensas a medida que conffontan la amenaza de la mercantilizackm y las incongruências culturales que ésta introduce. Pero hay una defensa del yo que se destaca entre todas las demás: la despersonalización.

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áPOR QUÉ E L A N U N C IO CAUSÓ PERTU RBACIÓ N?

Estas consideraciones describen la perturbación que causó el anuncio, pero no especifican el porquê de tales respuestas. Es por ello que cabe preguntarse por qué se alarmaron los estudiantes. Después de todo, la respuesta no es evidente por si misma. La historia abunda en ejemplos de modelos familiares que ilustran cada una de las diversas maneras en que el anun­ cio dei milionário ofendió a los estudiantes. Por ejemplo, en la China tra­ dicional y en muchas regiones de África y dei mundo musulmán, la poli­ gamia pone a prueba la idea de la unidad form ada por el am or y la exclusividad sexual. En Europa, la tradición de mantener un matrimonio burguês y una amante - a veces remunerada con prestaciones o regalos, aunque no con un salario- trastoca las esperanzas de que el matrimonio, la intimidad, el afecto, la exclusividad sexual y a menudo la procreación formen parte de una totalidad. Otro modelo, más encubierto, combina el matrimonio convencional y los hijos con una intensa relación hom ose­ xual, circunstancia que también separa a las partes de dicha totalidad. Asimismo, la historia brinda numerosos ejemplos de diferenciación en el âmbito de la paternidad y la maternidad. En los hogares de las clases más altas, a nadie se le corta el ahento ante la desmembración dei “rol materno” en posiciones pagas y específicas: ninera, cocinero, chofer, terapeuta, profesor particular e instructor de campamento, por mencionar unas pocas. En el Sur anterior a la Guerra Civil, las mujeres esclavas amamantaban a los hijos de sus amos, y a veces también desempenaban la función de concubinas dei jefe de familia. En todos esos tiempos y lugares, la gente no se sentia com­ prometida con las regias sentimentales y las formas de trabajo emocional que sostienen el ideal ético dei amor romântico y su consiguiente encantamiento. Como consecuencia, cabe preguntarse por qué, dadas todas estas condiciones, el anuncio tocó un cierto nervio cultural contemporâneo. En mi opinion, la respuesta es que el anuncio se instala en un punto álgido situado entre el avance de la frontera de la mercancia y una simbolización hiperbólica dei núcleo fam iliar estadounidense moderno, que acompana el debilitamiento estructural de la familia.

LA FR O N TER A DE L A M E R C A N C ÍA

La frontera de la mercancia, bifronte como Jano, m ira con una cara hacia el mercado y con la otra hacia la familia. Por el lado m ercantil es una

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frontera para las empresas, en tanto que éstas expanden la cantidad de nichos de mercado para bienes y servicios que en otros tiempos formaban par­ te de una “ vida familiar” exenta de remuneraciones. Por el otro lado, se trata de una frontera para las famílias que sienten la necesidad o el deseo de consumir esos bienes y servicios. Del lado empresarial, una oferta creciente de servicios satisface una demanda cada vez mayor de tareas “ familiares” En un reciente artículo de Business Week, Rochelle Sharpe (2000:108-110) senala que “ los empresá­ rios anhelan responder a la escasez de tiempo mediante la creación de ofer­ tas comerciales que hace apenas unos anos eran inimaginables”. Entre ellas se cuentan los consejeros de amamantamiento, las agencias que preparan un âmbito seguro para los bebés en la casa, los servicios de nineras para emergencias, las companías especializadas en el pago de impuestos laborales para nineras y las empresas que instalan câmaras ocultas para vigilar el comportamiento de las nineras. Ahora es posible contratar gestores para pagar las cuentas, planificadores de fiestas de cumpleanos, servicios de taxis que transportan ninos, asistentes personales, chefs personales y, por supuesto, gerentes hogarenos que supervisan al resto dei personal.6 Un anuncio publicado en Internet incluye en su lista de servicios “cui­ dado de mascotas, matriculación de automotores, decoración navidena, selección de regalos personales, planificación de fiestas, recomendaciones para salidas nocturnas, correspondência personal o profesional y resolución de conflictos por los cargos incluidos en la tarjeta de crédito”. Otras empresas sugieren en su nombre los servicios que ofrecen: M ary Poppins, Esposas por horas (en Hollywood), Maridos por horas (en Maine).7 Una agencia llam ada “ La m ujer orquesta” organiza arm arios y mudanzas.* Los clientes permiten que los empleados de estas empresas revuelvan sus pertenencias y tiren las cosas inservibles. Tal como comento uno de los asistentes, “ la gente no tiene tiempo de organizar sus pertenencias. Yo sé

6 El presidente de una agencia con sede en Massachusetts, Parents Pinch, In c, informo que los abuelos suelen comprar el servicio para regalárselo a una hija que trabaja, en lugar de ayudar ellos mismos a los padres ocupados. Presumiblemente, muchos de ellos también trabajan y están demasiado ocupados para ayudar. 7 Este último fiue extraído de un anuncio transmitido por radio comercial en el sur de Maine, en julio de 2000. * Los nombres originales de las empresas son, respectivamente, Mary Poppins, Wives for Hire, Husbandsfor Rent y Jill o f All Trades. [N. de la T.]

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qué cosas son importantes” (Sharpe, 2000:110). Una oferta de trabajo publi­ cada en Internet dice lo siguiente: Se busca asistente administrativa con experiencia corporativa y habilidad estilo M artha Stewart para organizar el hogar fam iliar [ ...] . Se requiere interés en asuntos domésticos y capacidad para viajar. jEs pre­ ciso que le gusten los ninos! Éste es un puesto único que requiere una persona tan afectuosa como dotada de orientación empresarial.8 Además de cruzar la línea que separa el mercado dei hogar, las cualidades buscadas en la asistente pueden atravesar una ffontera más humana. Tal como relata Rochelle Sharpe (ibid.), reportera de Business Week, “ Lynn Corsiglia, ejecutiva de recursos humanos en California, recuerda la desilusiôn que asomô a los ojos de su hija cuando la nina descubrió que se habia contratado a alguien para que organizara su fiesta de cumpleanos. ‘Advertí que habia traspasado un limite’, afirmô la ejecutiva”. En otras palabras, Lynn Corsiglia sintiô que habia cruzado la línea cultural de la frontera mercan­ til según los parâmetros con que su hija definia esa frontera. La expansion de los servicios que brinda el mercado es aplicable principalmente a ejecutivos y profesionales: mujeres y hombres solteros y “ hogares profesionales sin esposa”, como los ha denominado Saskia Sassen (2003).9 Dado que a menudo deben cumplir con prolongados horários laborales, muchos empleados, en lugar de compartir o descuidar las tareas propias de una esposa, solucionan el problema contratando personal. Ante la creciente brecha que se abre entre el 20 por ciento situado en la franja supe­ rior de ingresos y el 20 por ciento de la franja más baja, hay cada vez más gente rica que puede pagar esos servicios y cada vez más personas de bajos ingresos y de clase media que están dispuestas a brindarlos. A medida que se incrementan sus ingresos, los más ricos -e n especial los profesionales con carreras de alta exigencia- disfrutan de las ventajas que les offecen los bienes y los servicios situados en esa ffontera, y muchas personas de bajos ingresos aspiran a proporcionarlos. Hace ya siglos que la frontera de la mercancia incide en la vida de los hogares occidentales. Dificilmente la reina Victoria se haya cortado ella 8 Anuncio publicado en Internet, en craigslist.org, bajo el título “ Part time personal/assistant available” [“Personal de medio tiempo/Asistente]. 9 Saskia Sassen sostiene que la globalización está creando nuevos patrones de clases sociales. La clase profesional de los países ricos actualmente recurre de manera más exclusiva a la mano de obra de mujeres inmigrantes, cuya creciente oferta es a su vez producto de las dislocaciones económicas producidas por la globalización.

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misma las unas o amamantado a sus hijos. De hecho, en la temprana Europa moderna era común que los habitantes ricos de las ciudades mandaran a sus bebés al campo para que los criara una nodriza durante los primeros anos de vida (M intz y Kellogg, 1988). Así, la frontera de la m ercancia tiene una historia además de una trayectoria futura, y ambas se desarrollan según pautas locales que establecen cómo se debe proceder para vivir “correctamente”. No obstante, en la cultura estadounidense y europea en las últimas déca­ das ha cambiado el carácter de la frontera de la mercancia. A grandes ras­ gos, podemos hablar de viejas y nuevas expresiones de este concepto. En relación con nuestra mercantilización de la vida doméstica, la de los siglos x v iii y x ix implicaba una mayor confusión cultural entre servidor y ser­ vid o. Un aristocrata sureno dei siglo

x v iii

que compraba un esclavo no

compraba servicios sino una persona: era el colmo de la mercantilización.101 Y los sistemas de servidumbre temporária tenían apenas una diferencia de grado con la esclavitud. En contraste, el anuncio en el que un milioná­ rio pide una “ bella e inteligente anfitriona, buena masajista” suena moderno porque en ese caso sólo se busca la adquisición de servicios, clasificados y valuados: se seleccionan por separado muchos aspectos de lo que antes constituía un solo rol. La diferenciación estructural entre familia y eco­ nomia, un proceso que Smelser (1959) examina en la historia inglesa, se transforma aqui en una idea cultural inserta en un contexto comercial, que se presta a una improvisación semejante a la dei jazz. Tal como en el jazz, el anuncio juega con la idea de dividir y recombinar, sugiriendo diferen­ tes versiones de diversas combinaciones.11 Especialmente si se tienen en cuenta sus versiones más recientes, los sustitutos comerciales de las actividades familiares suelen ser mejores que las

10 No es que la “vieja” mercantilización no se produzca hoy en día. En La nueva esclavitud en la economia global, Kevin Bales (1999) muestra cómo la globalización abre paso a una nueva esclavitud, tan seria como la de los viejos tiempos. No obstante, la esclavitud de la era moderna difiere de la que se practicaba en el pasado en el hecho de que la mente Occidental moderna la considera profundamente inmoral. 11 La división dei rol de la esposa-madre tal como la da a entender el anuncio es “estructural” en el sentido de que una persona con un determinado rol (la anfitriona/masajista exterior a la familia) desempena una función que en el marco de una familia podría esperarse de una esposa. Pero también es psicológica y cultural, porque este rol, además, es objeto de creencias profundamente arraigadas en los sentimientos. Y éstas, a su vez, se vinculan con gran solidez al aspecto comunitário (de la Gemeinschaft) de las variables incluidas en el patrón de Parsons: afectividad, carácter difuso, adscripción, particularismo.

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actividades originales. Así como el pan de la panadería francesa probablemente supere al que hacía mamá y así como el servido de limpieza limpia la casa más a fondo, es posible que los terapeutas reconozcan sentimientos con mayor precisión y las personas que se dedican a cuidar ninos sean más apacibles que los padres. En un sentido, el capitalismo no compite consigo mismo -u n a empresa contra otra-, sino con la familia, y en par­ ticular con el rol de esposa-madre. El proceso se torna cíclico. A medida que la familia se minimiza, recurre al mercado para agregar lo que necesita y de ese modo se minimiza todavia más. Esta lógica también puede aplicarse a las dos funciones que, según creia Talcott Parsons, quedarían en la familia cuando finalizara el proceso de diferenciación estructural: la socialización de los ninos y la estabilización de la personalidad adulta. Es cierto que también existe una tendencia contraria. El culto a Martha Stewart apela al deseo de resistirse a la pérdida de funciones familiares en favor dei mercado, a la manera dei movimiento “ hágalo usted mismo” que, por supuesto, crea su propio nicho de mercado para los implementos y conocimientos que se requieren a fin de “ hacerlo usted mismo”. Aun así, predom ina el movim iento en dirección a delegar funciones familiares en la esfera mercantil. Y varias tendências exacerban este pro­ ceso. La más importante es el ingreso de las mujeres en el trabajo asalariado. En 1950, menos de una quinta parte de las mujeres con hijos meno­ res de 6 anos trabajaban fuera dei hogar, mientras que medio siglo después lo hacen dos tercios de esas madres. Además, actualmente su salario es vital para el presupuesto familiar. Las parientes mujeres de mayor edad, que antes se habrían quedado en casa para cuidar a sus nietos y sobrinos, hoy probablemente también estén trabajando. A ello se suma el incremento del horário anual de trabajo que se ha regis­ trado en los últimos tiempos. De acuerdo con un informe de la Organización Internacional del Trabajo, en la actualidad los estadounidenses trabajan dos semanas más por ano que sus homólogos dei Japón, que se jacta de ser la capital mundial de los horários laborales prolongados. Y muchos de esos trabajadores de horários prolongados también intentan mantener una vida familiar. Entre 1989 y 1996, por ejemplo, los matrimó­ nios de clase media incrementaron la cantidad de horas anuales de tra­ bajo fuera dei hogar de 3.550 a 3.685, es decir, más de tres semanas adicionales de cuarenta horas de trabajo por ano (Doohan, 1999).12 12 Según un artículo del New York Times publicado el i° de septiembre de 2001 (Steven Greenhouse, “Americans’ internacional lead in hours worked grew in the

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A lo largo dei último medio siglo, el índice de divorcios estadounidenses también ha aumentado hasta alcanzar el 50 por ciento, y una quinta parte de los hogares con hijos están encabezados por madres solas, la mayoría de las cuales reciben escasa ayuda económica de sus ex maridos y tienen empleos de tiempo completo (McLanahan y Sandefur, 1994). Además de acrecentar la proporción de mujeres que trabajan fuera dei hogar, el divorcio reduce la cantidad de manos disponibles en la casa, con lo cual surge un deseo o una necesidad de contar con formas suplementarias de cuidado. El Estado no ha hecho nada para aliviar la carga que recae sobre la familia. En efecto, las reformas de 1996 a la ley federal de bienestar social redujeron la asistencia económica a padres con hijos dependientes e hicieron recaer la responsabilidad en los estados, que también restringieron la asis­ tencia, incluso para cupones de alimentos. Además, muchos estados implementaron recortes en la recreación pública y en los programas de parques y bibliotecas concebidos para ayudar a las famílias en el cuidado de los ninos. Sumada a la reducción de recursos públicos y privados para el cuidado, se ha desarrollado una creciente incertidumbre cultural respecto de cuál debe ser la fuente apropiada de esta función. El rol tradicional de esposamadre ha dado paso a una variedad de diversos esquemas: esposas que no son madres, madres que no son esposas, segundas esposas y madrastras, y madres lesbianas. Y en tanto que tales modificaciones no deben confimdirse en absoluto con una reducción dei cuidado, el propio hecho de que la cultura esté cambiando suscita incertidumbres respecto de este tema. ^Mi padre vivirá conmigo y me cuidará dentro de quince anos, o estará cui­ dando a una familia nueva que haya formado con una esposa nueva? ^La pareja lesbiana de mi madre será parte de mi vida cuando yo crezca si no la aceptan los padres de mi madre, o lo será mi abuela que ahora no veo? Además de la reducción concreta que han sufrido los recursos disponi­ bles para el cuidado familiar, el cambiante paisaje cultural dei cuidado puede ocasionar una sensación de inquietud en relación con el tema. Así, a medida que avanza el mercado, a medida que la familia deja de ser una unidad de producción para transformarse en una unidad de consumo, a medida que ésta se enfrenta a un déficit en el cuidado y a medida que cam bia el paisaje cultural dei cuidado, los individuos vigilan con cre­ ciente inquietud el único símbolo primordial de cuidados perdurables que aún parece quedar en pie: la madre.

90’s report shows” ), los estadounidenses agregaron una semana completa a su ano laborai durante la década de 1990: en el ano 2000 llegaron a un promedio de 1.979 horas, es decir, 36 horas más que en 1990.

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AGU D IZACIÓ N D EL SIM BO LISM O M A TER N A L

Cuanto más erosionado por la ffontera de la mercancia se percibe el terri­ tório que circunda el rol em ocional de la esposa-madre, tanto más se exacerba la simbolización de las fuentes de cuidado que quedan en pie. Y tanto más la esposa-madre funciona como anela cultural para sostener el barco contra la fuerte marea. El peso simbólico de “ la familia” se con­ densa y consolida en la esposa-madre, y ahora cada vez más en la madre. En A world oftheir own making, el historiador John Gillis (1996b) sostiene que los significados culturales asociados con la seguridad, el apoyo y la empatía -significados que alguna vez estuvieron adheridos a la comunidad entera- fueron centrándose gradualmente en la familia durante el curso de la industrialización.13 Ahora podemos agregar que en el marco de la familia esos significados simbólicos se han dirigido cada vez más hacia la figura de la esposa-madre. La simbolización hiperbólica de la madre es en parte una respuesta a la desestabilización dei basamento cultural y también económico sobre el que se asienta la familia. En virtud de su extremo dinamismo, el sistema capi­ talista desestabiliza tanto la economia como la estruetura familiar.14 Cuanto más precário se manifiesta el mundo exterior a la familia, más nos parece que necesitamos creer en una familia inquebrantable y, en su defecto, en una figura inquebrantable de la esposa-madre. Además, el capitalismo Occidental suele tràer aparejada una ideolo­ gia dei individualism o secular. Si intentamos comprender la vida desde su perspectiva, el individualismo secular nos lleva a adjudicamos personalmente el mérito de nuestros logros económicos y a culpam os personalmente por nuestras pérdidas. Nos lleva a “personalizar” los acon-

13 Gillis senala supuestos muy diferentes en relación con el limite entre lo privado y lo público y el grado en que se creia que la esfera privada necesitaba protección por parte de la pública. También podemos distinguir diferentes “amplitudes de banda” en la mercantilización: mercancias que se extraen de la vida familiar en contraposición a las que se extraen de la naturaleza, etc. Véase también Hays, 1996. 14 Por cierto, la vida estadounidense previa al advenimiento dei capitalismo industrial era inestable, y el capitalismo industrial ha eliminado las penúrias de la pobreza para mucha gente mediante la creación de la clase media, lo cual trajo como consecuencia la estabilización de la vida familiar (véase Mintz y Kellogg, 1988). Al mismo tiempo, el dinamismo capitalista, asociado a un Estado que -según estándares europeos- se esfuerza poco por proteger a los trabajadores de las fluctuaciones del mercado o de las demandas económicas cambiantes y offece escasas previsiones para asistir en el cuidado familiar, hace de los Estados Unidos una sociedad más rigurosa, aunque más libre, donde vivir.

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tecimientos sociales. Nos proporciona una ideologia intrapunitiva para aplicar a un sistema económico extrapunitivo. El impacto que producen el capitalismo desestabilizador por un lado y la ideologia individua­ lista introvertida por otro crea una necesidad de refugiarse, de encontrar un refugio en medio de un mundo despiadado -ta l como sostiene Chris­ topher L asch - donde im aginam os estar a salvo, encontrar consuelo y sanación. Cuanto más se endurece el m undo exterior, más anhelamos que el hogar se convierta en un refugio. Muchos estadounidenses se vuelven hacia la iglesia en busca de consuelo y seguridad, pero su gran m ovilidad geográfica suele erosionar los lazos que los unen a iglesias particu­ lares, así como los vínculos con vecindarios y comunidades locales (véanse Lasch, 1977; Putnam, 2000).15 Además, el divorcio no sólo incrementa la necesidad de contar con una comunidad donde apoyarse, sino que también suele reducir el tamano de la com unidad personal, tal como sugiere la investigación de Barry Wellman sobre las redes (Wellman et ah, 1997; véase también 1999). Al igual que otros símbolos, el símbolo de la madre es “eficaz” El trabajo simbólico no es realizado por la granja familiar ni por la comunidad local, y ni siquiera por la familia extendida. Todos los significados que se asocian con estos grupos se condensan en el símbolo de una persona -la m adre- y de manera secundaria en la familia inmediata. Tal como observa Smelser, los estadounidenses mantienen un “ romance” de las vacaciones familiares, las casas de familia y el “ éxtasis rural” vivido en familia, y estas tendências, junto con la simbolización hiperbólica de la madre, probablemente hayan crecido en tándem con las fuerzas desestabilizadoras a que responden. En síntesis, es posible que los estudiantes hayan visto en el anuncio dei milionário, y en la ffontera de la mercancia propiamente dicha, un ataque al símbolo que aún representa un “ suelo firm e”, m ientras todo el resto parece estar cada vez más al alcance de cualquiera. El ataque a este símbolo abre paso a una crisis del encantamiento, pues para creer en la figura de la esposa-madre es preciso someterse a una sensación de encantamiento y magia, incluso a una idea del enamoramiento como fuente de sentido en y por sí mismo. A l mismo tiempo, a través dei enorme crecimiento de la 15 Tal como senaló Claude Fischer (durante una charla que dio en el Centro para Famílias Trabajadoras, Universidad de California en Berkeley, en abril de 2001), la movilidad geográfica en sí misma no es nueva para los estadounidenses. En tanto que los índices de movilidad a larga distancia permanecieron relativamente constantes desde mediados dei siglo xix, la movilidad dentro de las áreas locales en realidad ha decrecido.

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publicidad, la frontera de la mercancia también socava este encantamiento.

El estudiante puede llegar a preguntarse si el encanto proviene de la madre, o bien de los servidos que recogen lo que ella abandona. Más aun, cabe preguntarse si la frontera de la mercancia no está apropiándose gradual­ mente dei encanto que rodea la única anela restante, hoy más necesaria que nunca para contrarrestar la marea mercantil.

LAS M E R C A N C ÍA S Y E L M ITO DE L A FR O N T ER A EST A D O U N ID E N SE

Tal como ha observado Smelser al analizar el mito de California, todo mito tiene elementos de realidad y de irrealidad. En nuestra vida mental, un m i­ to se ubica en algún lugar entre el ensueno y la ideologia.16 Existe un mito de la frontera estadounidense y, por supuesto, la frontera dei Oeste fue un elemento real. La sola posibilidad de que un joven criado en una granja de Nueva Inglaterra pudiera partir en busca de tierras más fértiles y exten­ sas -observa el historiador Philip Greven (1972)- llevaba a que sus padres se mostraran más indulgentes en la esperanza de motivarlo a que se que­ dara. A esa frontera geográfica real se adhiere un conjunto más amplio de significados, quizá hasta la idea de que siempre es posible abandonar algo peor a cambio de algo mejor. No es necesario quedarse a soportar la ffustración y la ambivalência: es posible buscar libremente la fortuna propia en la frontera emocional. Los héroes estadounidenses, desde Daniel Boone y Paul Bunyan hasta el incansable cowboy de las praderas analizado por Erik Erikson, empiezan en un lugar y term inan en otro. En el final de Huckleberry Finn, Huck dice lo siguiente: “ Creo que voy a tener que largarme para el territorio antes que el resto, porque la tia Sally quiere adoptarme y tratar de civilizarme, y eso no lo aguanto” (véanse Clemens (Mark Twain), 1962: 226; Erikson, 1950). Los mitos crecen y cambian, y el cambio en parte puede consistir en una extension a otras áreas de la vida. Quizás esta fantasia de liberación se haya transferido simbolicamente de una frontera geográfica a una frontera de 16 En “Collective myths and fantasies: The myth o f the good life in California”, Smelser (1998:111-124) senala que un mito es una “combinación psicodinámica de ficción y realidad que completa la inevitable lógica de ambivalência presente en el mito [... ] no hay mitos felices sin aspectos infelices”. Como consecuencia, también el mito de la mercantilización infinita tiene su lado bueno (la fantasia de la perfecta “empleada que parece una esposa” ) y su lado oscuro (el temor al extranamiento y a la soledad existencial).

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la mercancia. La frontera geográfica determina la ubicación de una per­ sona en la tierra, mientras que la frontera de la mercancia determina la ubi­ cación en un mundo de bienes y servidos. En lugar de “ ir a alguna parte”, el individuo “compra algo”, y comprar algo se vuelve una manera de ir a alguna parte. En el pasado, la fantasia de una adquisición perfecta quizá se refiriera más a menudo a alguna característica de la realidad externa. Uno podría haber sonado comprar la casa perfecta o el lote perfecto de tierra, que sig­ nificara el ascenso en la posición social. Pero hoy, a medida que más ele­ mentos de la vida íntima y doméstica devienen objetos de venta, la fron­ tera de la mercancia ha asumido una fisonomía más subjetiva. Así, es más probable que la adquisición moderna se nos venda mediante la insinuación de que accederemos al yo privado “ perfecto” en una relación privada “perfecta”. Por ejemplo, en un anuncio del “ Titan Club, un exclusivo servicio de citas” publicado recientemente en el New Yorker se apela al lector de la siguiente manera: ^Quién dijo que usted no puede tenerlo todo? Titan Club es el primer club exclusivo de citas para hombres de su talla. Usted ya tiene poder, prestigio, estatus y êxito. Pero si “ al final dei dia” advierte que le falta “ella”, permita que Titan Club lo ayude a encontraria. Las mujeres de Titan Club son inteligentes, diversas, sensuales y hermosas. Con un índice de êxitos que asciende al 95%, confiamos en que usted encontrará exactamente lo que buscaba en una relación.17 La fantasia de la relación perfecta está ligada a la fantasia de la personalidad perfecta con quien uno mantiene esa relación. Consideremos un anun­ cio de los Centros de Aprendizaje KinderCare, una cadena de guarderías infantiles con fines de lucro: “ Usted quiere que su hijo sea activo, tolerante, inteligente, amado, creativo, em ocionalm ente estable, consciente de si mismo, y que duerma una siesta de dos horas. Algo más?”.18 El anuncio insinúa que el servicio producirá el nino perfecto con el quelos padres muy ocupados establecerán una relación perfecta. Este tipo de publicidad promete mucho en lo que concierne a la ambi­ valência: promete acabar con ella. Si Titan promete “exactamente lo que 17 De más está decir que los servidos de citas y los servidos de novias por correo mercantilizan la búsqueáa de esposa y no a las esposas propiamente dichas (New Yorker, 18 y 25 de junio de 2001, p. 149). 18 La cadena acepta ninos desde 6 semanas hasta 12 anos de edad y proporciona un número para llamar al centro más cercano (véase Hochschild, 1997a: 231).

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buscaba en una relación” y KinderCare promete exactamente la personalidad que los padres desean para su hijo, ambos también ofrecen certezas: ése es el atractivo oculto de la publicidad asociada a gran parte de la mercantilización moderna. Así, el mito imperante de la frontera, la mercantilización y el âmbito subjetivo se fusionan en una unidad: una frontera de la mercancia que penetra en el mundo de nuestros deseos privados, para lo cual toma prestada la sensación de encantamiento que antes se reservaba para el hogar, o bien se apropia de ella (el tiempo lo dirá). Algunas palabras más sobre la ambivalência. Una manera de “ ir hacia el Oeste” consiste en comprar bienes que prometen una experiencia de tipo familiar. Sin embargo, al hacerlo también perseguimos la fantasia de vivir libres de ambivalência. A su vez, el propio acto de huir de la ambivalência también expresa ambivalência, dado que los sustitutos comerciales de la vida familiar no eliminan la ambivalência, sino que, por el contrario, la expresan y la legitiman. Para retornar al ejemplo dei milionário tímido, podríamos decir que éste intenta actuar según dos impulsos. Por una parte, busca a la mujer perfecta para que esté a su lado con muchos y diversos fines: he ahí un lado de la ambivalência. Por otra parte, procura no enredarse con ella: he ahí el otro lado de la ambivalência. Es posible que el milioná­ rio tímido haya restringido la idea que tiene de sus propias “ necesidades” a fin de que éstas quepan en la angosta ventana de lo que él puede comprar.

EL R EBO TE DE LA S IM A G E N E S DE L A M E R C A N C IA

La escuela de sociologia de Frankfurt y algunos académicos más recientes, como Juliet Schor y Robert Kuttner, han criticado el cons^nism o sin hacer hincapié en la familia. Algunos investigadores de la faáàilia, como William Goode o Steven Mintz y Susan Kellogg, se han centrado en la fami­ lia sin prestar demasiada atención al consumismo. En efecto, con la excepción de Viviana Zelizer, Christopher Lasch, y Jan Dizard y Howard Gadlin, pocos académicos han puesto de relieve la relación que existe entre estas dos esferas. Quizás esta omisión se deba a la suposición de que ambas esfe­ ras, ahora espacialmente divididas y funcionalmente separadas, también están desligadas una de otra en el marco de la cultura. Y quizá sea por eso que solemos disociar nuestra noción de la familia de nuestras ideas sobre la frontera de la mercancia. Sin embargo, estas dos esferas no están separadas en absoluto. Desde el punto de vista cultural, rebotan continuamente una en la otra. Com o

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idea cultural, la mercantilización rebota del mercado a la casa y de la casa al mercado. Compramos algo en una tienda; lo llevamos a casa; compara­ mos lo que tenemos en casa con lo que compramos en la tienda, y esa comparación nos lleva a reevaluar lo que tenemos en casa. Hacemos algo en casa; vamos a la tienda; comparamos lo que pensamos comprar con lo que tenemos en casa, y la reevaluación funciona a la inversa. Es asi que los acontecimientos ocurridos en la “ ffontera” producen un efecto continuo en el hogar, y viceversa. Nos gusta pensar el hogar como un puerto seguro en medio de un mundo despiadado, una esfera benigna a salvo del peligroso y hostil mundo exte­ rior, o bien -id ea relacionada- vemos en la familia un lugar donde expresarnos emocionalmente, separado del despersonalizado y frio âmbito mer­ cantil. Tal como lo ha mostrado Zelizer con tanta belleza, las imágenes que tenemos de cada esfera se diferencian claramente. En el hogar actuamos impulsados por el amor; no somos frios e impersonales como se ve la gente en el mercado. Por el contrario, en el mercado décimos juzgar a las perso­ nas por razones profesionales y no dejamos que interfieran las lealtades personales. Cada una de estas imágenes se usa como contraste, como nega­ tivo, como el “ no” de la otra, de la misma manera que ocurre en el caso dei yo que se divide para defenderse. Sin embargo, en la investigación que incluí en The time hind, sobre una de las 500 empresas de la revista Fortune, me encontré con vários gerentes que decían aplicar técnicas gerenciales en su hogar porque de esa manera lo manejaban mejor. Y algunas personas se describían con términos pro­ venientes dei imaginário laborai. Uno de los hombres, con cierto humor, dijo que tenía un matrimonio “de calidad total”, en tanto que otro estableció una com paración seria entre una buena familia y un “ equipo de alta productividad”. Otro hombre llegó a explicar que mejoró su m atri­ monio cuando comprendió que su esposa era su “clienta” fundamental.19 Los roles y las relaciones de la oficina fimcionaban como parâmetros para juzgar a los integrantes dei hogar. Por ejemplo, una mujer casada y madre de tres hijos describió la siguiente situación: En una oportunidad invité a los padres y a los tios de m i marido a pasar ima semana en nuestra cabana de verano. El lugar es bastante pequeno, y llovió casi toda la semana, excepto sábado y domingo. M i suegra se ofreció a ayudarme a preparar las comidas y lavar la vajilla. Pero usted ya sab e... el trabajo real es decidir el menú y hacer las compras. Y la 19 Oído en la Radio Pública de Maine el 14 de octubre de 2001.

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tienda más cercana estaba bastante lejos. Comencé a sentirme tan molesta por las visitas que casi no soportaba la situación. ;Es que yo no dirijo una hostería! Esta mujer eligió un rol de mercado -gerente de una hostería- como vara para m edir las exigências familiares. M idió lo que hacía en calidad de parienta no remunerada comparándose con una empleada paga. Desde el lado familiar de la ffontera mercantil, considero que hacía demasiado y tenía derecho a sentirse molesta. Desde el lado mercantil, imaginaba que habría recibido una recompensa justa. De esa manera media tácitamente los costes de oportunidad que conllevaba no trabajar. Llevaba el mercado en la imaginación, incluso mientras cocinaba en su cabana.20 Otras esposas sobrecargadas que entrevisté increpaban a su marido diciéndole que no eran “ su mucama”. A l comentar que pasaba “ dem a­ siado tiempo” con sus nietos, una m ujer en buena posición económica exclamó: “ ;Yo no soy la ninera!”.21 Es posible que dentro de veinticinco anos tales comentários hogarenos se refieran a nuevos roles híbridos - “Yo no soy tu anfitriona o tu masajista asalariada”- , como si se tratara de algo común y corriente. O incluso “Yo no soy tu media esposa”, como si ese rol hubiera alcanzado el peso moral de la “esposa” por un lado y la “ secretaria” por el otro. El mercado modifica nuestros parâmetros. Cuando toma conceptos de un lado de la ffontera mercantil para usarlos en el otro, la sociedad expresa ambivalência en relación con la familia. De hecho, la mercantilización proporciona una manera individual de que­ rer o no querer determinados elementos de la vida familiar. La existência de estos sustitutos mercantiles deviene una forma de legitimar socialmente la ambivalência. Para volver al milionário tímido, no podemos saber qué pensaron quienes respondieron al anuncio. Pero sí sabemos que cinco de mis setenta estudiantes de Berkeley confesaron su deseo de hacerlo. Tal como lo expresó una alumna, “dado que [este cuestionario] es anónimo, puedo decir que me gustaría responder al anuncio. Es un buen negocio, creo [tachado y reemplazado por ‘quizá’] ”. Otra dijo estar “casi tentada de postularme, salvo que no cumplo con las condiciones”. Y una tercera respondió que se presentaría si la propuesta fuera real. Algunos estudiantes menospreciaron el

20 Si se desea consultar un análisis dei “yo potencial”, véase Hochschild, 1997a: 235. 21 Agradezco a Allison Pugh (Departamento de Sociologia, Universidad de Califórnia, Berkeley) por este ejemplo.

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anuncio, pero predijeron que otras personas de la clase se postularian de buena gana. “ Lo peor -d ijo uno de ellos- es que si alguien necesita el dinero probablemente acepte la oferta del anunciante ” En su ensayo sobre la ambi­ valência, Smelser senala que a veces somos ambivalentes en relación con nuestras fantasias y nuestros impulsos internos, y a veces somos ambiva­ lentes en relación con el mundo real que está fuera de nosotros. La ffontera de la mercancia es real, y quizá nuestra ambivalência en relación con ella sea una buena serial.

3 Los códigos de género y el juego de la ironia*

En Gender advertisements, Erving Goffman nos muestra la “apariencia” de las mujeres en la publicidad estadounidense moderna. En las aproximada­ mente quinientas fotos publicitarias de hombres y mujeres que incluye en su libro, las mujeres aparecen retratadas como ninos, en el piso o cerca de él, o con actitudes quejumbrosas o suplicantes. Goffman nos muestra muje­ res en poses de payaso o haciendo mohines, y hombres que no son retra­ tados en esas poses. Nos muestra que las modelos, al igual que los ninos, toman la mano de un hombre por detrás, y manifiestan más emoción que los modelos varones (“a raudales”, como lo enuncia él): expresan emoción porque no se espera que estén a cargo de nada. Goffman muestra cómo las mujeres son retratadas escuchando atentamente lo que dicen los hombres, o mirando a hombres que senalan un objeto distante con autoridad. Mues­ tra una modelo encantadora y boquiabierta, que flexiona las piernas con actitud tímida junto a un hombre fuerte y protector. En los detalles de esas imágenes y escenas, el autor descubre para nosotros regias latentes que indican cómo “verse femenina”. Y dichas regias parecen sugerir una analogia: el hombre es a la mujer lo que los padres son a los hijos. Las imágenes insinúan una desigualdad implícita entre mujeres y hombres, a la m anera

* El presente ensayo fue escrito en ocasión dei Segundo Simposio Indo-Canadiense sobre “ Institución, comunicación e interacción social: el legado de Erving Goffman”, que tuvo lugar en Mysore, India, desde el 29 de diciembre de 1987 hasta el 1 de enero de 1988, y se publico en Stephen Harold Riggins (ed.), Beyond Goffman: Studies on communication, institution, and social interaction, Paris, Mouton, 1990, pp. 277-294; se reimprime aqui con permiso de Mouton de Gruyter. (Si se desea consultar los análisis pertinentes del género, véanse Goffman, 1976, 1977 y 1967.) Existe una rica literatura sobre la historia de los libros de consejos y de autoayuda, tanto para hombres como para mujeres. Véase, por ejemplo, el clásico de Norbert Elias sobre la historia de los buenos modales, en Elias, 1978.

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aparentemente natural en que los padres y los hijos son desiguales. Según el autor, esta “ apariencia” simple y supuestamente desprovista de ideolo­ gia constituye una astuta reafirmación dei patriarcado. En la articulación de sus argumentos, Goffman es nuestro más atento observador. Las imágenes mencionadas dejan entrever varias cuestiones. En primer lugar, tal como lo senala Goffman, los modelos retratados en Gender advertisements no parecen considerar o decidir cómo posar, sino que lo saben por intuición. Así, la mujer en la pose de nina tímida con las piernas flexionadas difiere de “ Preedy en la playa”, el afectado personaje de ficción que el mismo autor retrata en La presentación de la persona en la vida cotidiana. La modelo parece saber qué debe hacer: todo indica que no lo elige conscientemente. En cambio, Preedy-un inglês que va de vacaciones a una playa espanola- es un actor consciente y estratégico. Goffman (1959: 55 trad. esp.: 17) lo describe así: Mediante tortuosos manejos, daba oportunidad de ver el título de su libro a todo aquel que lo deseara -u n a traducción de Homero al espanol, clásico en este caso, pero no atrevido; también cosmopolita-, y luego recogía su bata de playa y su bolso en una prolija pila a prueba de arena (Preedy metódico y sensato), se levantaba de manera lenta para estirar a sus anchas su enorme figura (Preedy felino) y echaba a un lado sus sandalias (Preedy despreocupado, después de todo) .* La imagen de la modelo que flexiona las piernas con timidez también difiere de la imagen dei actor que aparece en los otros escritos de Goffman. Allí, Goffm an nos offece un mundo de regias inamovibles, tontas pero necesarias. Parece tomar el punto de vista de las regias, mientras nos offece -e n un aparente tono b u rló n - a un actor que se esfuerza incansablemente por evadirias. Resulta curioso observar que Goffm an no aplica todo su “ Goffm an” cuando analiza el género: muchas de sus herramientas conceptuales quedan guardadas en la caja. Entonces, podríamos comenzar por aplicar sus observaciones “ sobre todo lo demás” al tema dei género tal como aparece en los libros de autoayuda, pues algunos de estos textos suponen un actor que se asemeja a “ Preedy en la playa”. Tanto la modelo de piernas flexionadas como Preedy son ejemplos toma­ dos de la clase media estadounidense blanca o casi blanca, y la pregunta que debemos hacernos es en qué medida los ejemplos inspirados en otros grupos raciales o étnicos y de otras clases sociales indican importantes Traducción modificada. [N. de la T.]

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variaciones dei mismo tema psicosocial, o bien temas diferentes. Al posar como posan, los modelos de Goffman parecen seguir todo un cuerpo de réglas sociales tácitas de género, y no sólo un par o alguna combinación de varias. Goffm an da por supuesta la hegemonia cultural de una cierta version del patriarcado, y asume la tarea de revelamos ese código mediante un análisis de la exhibiciôn. Su elección temática -lo s anúncios publicitá­ rio s- dificulta el análisis de las dudas, los conflictos o el extranamiento que pueden sentir las personas reales en relación con un código. Aunque Gender advertisements se publico en 1976, parece reflejar la quietud social de una era anterior. Sin embargo, a medida que las mujeres acceden al trabajo asalariado, tanto en Occidente como en el m undo no Occidental, la cuestión que ocupa el centro de la cuestión no es la afirmación ritual o la reproducción cultural, sino la diversidad, la agitación y el desafio culturales. Ahora la pregunta es otra: ^cómo eligen las mujeres entre los muchos códigos culturales que compiten entre sí? (véanse West y Zim m erm an, 1987). En lo que a ello se refiere, las mujeres de cualquier clase participan en la experiencia m inoritária de adoptar códigos múltiples, pues el código dominante no fue concebido para ellas. En Gender advertisements, Goffman se limita a describir regias aplicables a la apariencia de los actores - a su exterioridad- y pasa por alto la tarea de describir las regias aplicables a los sentimientos, es decir, al fiiero íntimo. Aunque muchos de los ejemplos que incluyó en otras obras dejan entrever regias de los sentimientos -tal como las denomino- este concepto no alcanza un desarrollo teórico completo, quizá porque Goffman se resiste a la idea de un yo imbuido de sentimientos (Hochschild, 1983: 201-222). Pero si efectivamente suponemos la existência de un yo dotado de una vida inte­ rior, no podemos dejar de explorar los códigos de género que regulan la base emocional de esa vida tanto como lq hace la superfície interaccional. Por último, aunque Goffm an a menudo se inclina por estudiar la ten­ sion entre regias contundentes y un yo frágil, no busca aqui tal tensión, pero podemos hacerlo nosotros si seguimos sus propias huellas. Entonces, inspirándome en ideas tomadas de otras obras de Goffman (1959,1974,

1977) y también de Ann Swidler (1986), en el presente ensayo analizo los libros más populares de autoayuda para mujeres de la misma manera en que Goffm an analizó los anúncios publicitários. Sin embargo, entre nuestros análisis media una diferencia. Desde mi punto de vista, las mujeres - a diferencia de las modelos de G offm an- no adquieren intuitivamente tal o cual manera de ser. Guando se enfrentan a nuevos desafios, su “ vieja” intuición a menudo no funciona. Entonces reelaboran la vieja intuición para hacer el intento de crear una intuición

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nueva. No son exactamente un Preedy que actùa ante un público imagi­ nário -aunque no cabe duda de que Preedy relata parte de la cuestión-, sino artistas culturales en acción. Se inspiran en las expresiones de las premisas culturales que tienen a su alcance: los códigos de género. Cambian, mezclan y “equilibran” los códigos, tratando semiconscientemente de parecer “ asi de femenina” en un aspecto dei yo para mostrarse “así de masculina” en otro. A l hacerlo, no quedan para siempre separadas de su obra. A la manera de los artistas reales, conllevan su yo más esencial, o al menos lo intentan. En este punto me alejo de Goffm an para acercarme a Freud. ^Se corresponde un código con el yo más esencial?

no lo hace?

La vida consiste en probarlos y descubrir cómo se siente un determinado aspecto de un código, y la ironia es el tono que adoptamos cuando no pode­ mos seguidos ni dejarlos pasar. Los libros estadounidenses de autoayuda para mujeres parecen inspirarse en uno de dos códigos arquetípicos -e l tradicional o el igualitário-, a pesar de que abundan otros códigos. Aqui me propongo describir ambos códigos arquetípicos, y luego mostrar cómo estos libros invitan a las muje­ res a extraer elementos de cada uno, mezclando y equilibrando regias a fin de armar una identidad femenina. Los libros de autoayuda no retratan la manera en que las mujeres reales ponen en práctica la feminidad, sino que fimcionan como manuales para el usuário. Los libros tradicionales se inspiran en la vida de salón que llevaba la clase alta de las ciudades estadounidenses a fines del siglo x ix , y expresan la dependencia económica de las mujeres respecte de los hombres de la misma manera en que se ajustan a ella. (Es el código que se refleja visualmente en las imâgenes de Gender advertisements.) El código tradicional propor­ ciona las pautas sociales para eî establecimiento de la superioridad mas­ culina, exagera las diferencias entre la apariencia de las mujeres y la de los hombres y establece réglas asimétricas de interacción: las mujeres deben escuchar con más atención, adherir al juicio y a la autoridad de los hom ­ bres, y en general realzar la autoestima de los hombres más de lo que los hombres lo hacen con las mujeres. El código tradicional prescribe réglas asimétricas de deferencia y lleva a considerar apropiado el hecho de que las mujeres tengan menos poder que los hombres. Cualquiera que sea el poder que tienen los hombres, no lo obtienen sólo a través de su posición en el orden social general, sino también a través de las relaciones personales, especialmente en el seno de la familia. El segundo código es igualitário: está ligado al ingreso de las mujeres en el mundo del trabajo y a los idéales culturales del movimiento femi­ nista. Extiende a las mujeres muchas réglas sociales de la cultura laborai

LOS C Ó D I G O S DE G É N E R O Y EL J U E G O DE LA I R O N Í A

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masculina, proporciona pautas sociales para establecer la igualdad entre los sexos y aboga por regias de deferencia igualitaria. En el marco de este código, las mujeres deben escuchar y halagar a los hombres tanto como los hombres deben hacerlo con ellas. Las diferencias pierden énfasis y las muje­ res gozan dei mismo poder que los hombres. El código igualitário tiene al menos dos versiones: una basa la igualdad en los viejos referentes mascu­ linos, y la otra lo hace en los viejos referentes femeninos. Quizá pueda decirse que los códigos igualitários más modernos combinan hoy ambos referentes. El cuadro i muestra un bosquejo aproximado de los dos códigos des­ critos. La mayoría de los ejemplos dei código tradicional provienen de La mujer total, de Marabel Morgan, y los dei código moderno, de Outrageous acts and everyday rebellions, de Gloria Steinem (que si bien no es un libro de consejos, ofrece muchos consejos). Para ilustrar la manera en que se combinan ambos códigos a fin de crear un código tradicional m odifi­ cado, he extraído ejemplos de Having it all, de Helen Gurley Brown. Un código nos dice qué (el aspecto, el estilo interaccional) va con qué (tipos de manejo emocional). Las relaciones entre las partes, el carácter, el predominio, la rigidez y la soltura de cada parte pueden cambiar con el paso dei tiempo. Así, es posible que un código de género que nos parece coherente y consensuado en cierto m om ento y lugar se m odifique de manera paulatina, como una imagen caleidoscópica cuyas piezas se mueven en câmara lenta, y establezca otra base para la coherencia. Para que un código cambie deben modificarse las circunstancias que lo sostienen, y a pesar de que la globalización actual produce câm bios que dificil­ mente podamos vaticinar hoy en día, en Occidente estos arquétipos occidentales mantienen - p o r el m om ento- su coherencia. Tal como sugiere acertadamente Ann Swidler, cuando intentamos adaptamos a nuevas cir­ cunstancias, solemos mezclar los códigos disponibles.

L A M E Z C L A D E CÓDIGOS

En la vida cotidiana, el actor individual combina un aspecto con otro, un estilo de interacción o ideal emocional con otro. No dei todo deliberadamente, mezcla partes de ambos códigos o alterna entre ellos según la situación de que se trate. Los libros de autoayuda hacen lo mismo, agregando en ocasiones otros elementos culturales. Por ejemplo, La mujer total de Marabel Morgan se inspira en el código tradicional tal como lo conocían

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I LA M E R C A N T I L I Z A C I Ó N DE LA V I D A Í N T I M A

Guadro 1 Códigos de género Tradicional (jerárquico)

Moderno (una form a dei igualitarismo)

Aspecto

muy diferenciado por género

menos diferenciado por género

Vestimenta femenina

colores pastel

colores tenues “masculinos”

estampados pequenos

estampados llamativos

materiales suaves, seda

materiales ásperos

encaje, volados, adornos

sin adornos

apariencia de “dulces dieciséis” : vestidos informales o pantalones deportivos para estar en casa o ir de compras; atuendo de “dama” para lasfiestas

apariencia de mujer profesional: trajes para ir al trabajo; atuendo de “dama de clase alta” para las fiestas

zapatos de taco alto

tacos bajos

unas largas

unas cortas y sin adornos

pelo largo

pelo corto

Estilo interaccional

disimulo y artimanas: “engatusamiento de los hombres” por médios indirectos; llanto; aprovechamiento de la compasión masculina

trato directo, sin artimanas (las artimanas no están a la altura de la mujer moderna, son “solapadas” )

Rostro

diferenciado dei masculino; expresiones de timidez; rubor fácil; mirada baja como instrumento de expresión emocional; “ojitos”

mirada directa; ausência de rubor; expresión firme y abierta; expresión emocional enmascarada y abierta

LOS C Ó D I G O S DE G É N E R O Y EL J U E G O DE LA I R O N I A I T J

Tradicional (jerárquico)

Moderno (una form a dei igualitarismo)

Cuerpo

ocupar el menor lugar posible; postura inclinada; piernas flexionadas con recato; cabeza inclinada a un lado

asumir todo su tamano; postura erecta; apoyo dei peso en ambas piernas

Apretón de manos

apretón “ huidizo” ; version modificada de la presentación de mano para el beso ritual

apretón directo y formal

Conversation

buena recepción de las interrupciones; uso de vocabulário “femenino” : por ejemplo, “precioso”

desaliento de las interrupciones; uso de vocabulário masculino

Regias dei sentimiento

asimetría de género en el amor; posición privilegiada dei amor masculino; cultivo dei amor; subordination de las ambiciones

simetria de género en el amor; igual categorización dei amor para ambos sexos

supresión 0 expresión indirecta dei enojo

evitatión de la dependencia

no ser “demasiado” dinâmica, activa 0 independiente

no ser “demasiado” pasiva 0 dependiente

supresión de las iniciativas; esfuerzo por adaptarse a la personalidad que corresponde al “código”

supresión de la pasividad; esfuerzo por demostrar firmeza

Manejo de las emociones

principalmente las mujeres blancas de las ciudades a fines dei siglo x ix . En ambos libros se aconseja a las esposas ceder de buen talante ante la autoridad dei marido y cultivar una presencia doméstica aparte: ser “el sol dei hogar” Por otra parte, Marabel M organ escribió en 1973 con el objeto de dar una respuesta cristiana de derecha a la revolución sexual de los anos sesenta, inspirándose simultaneamente en la Biblia y en Playboy, y ganó

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notoriedad por aconsejar a las mujeres que recibieran a sus maridos en la puerta de entrada llevando diferentes disffaces. Dice Morgan (1973:117): He oído quejarse a las mujeres: “A mi marido no le basta conmigo. Desea a muchas otras. iQué puedo hacer?”. Tú puedes ser muchas mujeres dife­ rentes para él. Los disfraces proporcionan variedad sin que él necesite salir nunca de casa. Creo que todo hombre precisa diversión y grandes aventuras en su hogar. Nunca le dejes saber qué lo esperará cuando abra la puerta: dale un regalo sorpresa. Puede que se encuentre con una chica sexy y provocativa o con una belleza fresca, cien por ciento americana. Sé un duendecillo o un pirata, una chica vaquera o una chica dei espec­ táculo. Tómalo desprevenido. Al combinar la noción de variedad sexual de los anos sesenta con el matri­ m onio cristiano m onógam o, M organ hace más concesiones culturales de las que se había propuesto. Por com batir el fuego con fuego, intro­ duce la idea de la variedad sexual en el hogar cristiano -territó rio que por lo demás resultaria inhóspito para tal noción-, y crea así una nueva tarea y una serie de apariencias para la esposa cristiana: a la idea de ser “el sol dei hogar”, Morgan agrega la de ser juguetona, entretenida y sen­ sual. Las mujeres tienen ahora por delante una nueva misión: la de hacer divertida la monogamia. A su vez, algunos aspectos importantes de la mezcla que hace Morgan aparecen en H aving it all, de Helen Gurley Brown (1982). Brown reduce la gama de contextos en los que deben aplicarse las reglas de la deferencia femenina y expande la gama de contextos en los que es preciso regirse por pautas igualitarias. Aconseja a las mujeres sobre las combinaciones de con­ texto y código. Por ejemplo, en su libro se afirma que una mujer debe ser halagüena, astuta y sumisa con su nuevo amor o marido, pero en el trabajo debe mostrarse firme y no tener miedo de “desfeminizarse”. De la misma manera en que Morgan crea un código híbrido combinando la Biblia con Hollywood, Brown construye un híbrido entre Morgan y Wall Street.

E L PR IN C IPIO D EL EQ U ILÍBRIO

Además de mezclar códigos -agregando así otros elementos culturales-, algunos libros de autoayuda indican a sus lectoras cómo equilibrar las conductas y las reglas sentimentales “ masculinas” con las “ femeninas”. Algu-

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nos libros de autoayuda urgen a las mujeres a adoptar modales “ masculi­ nos”. En The right moves, Charlene M itchell insta a las mujeres a mostrarse desapegadas, frias y formales, y a aprender acerca de equipos y puntajes de futbol con el fin de entablar conversación. Otros libros de autoayuda aconsejan adoptar modales “femeninos”. En Direcciónfemenina: cómo triun­ fa r en los negocios sin actuar como un hombre, M arilyn Loden insta a las mujeres a poner en práctica su intuición “ natural” (como si el solo uso de un libro de autoayuda no cuestionara la intuición), su calidez y sus cualidades maternales para despertar lealtad y dedicación en sus subordina­ dos y en sus colaboradores. En H aving it all, Helen Gurley Brown recomienda a las mujeres ejecutivas no adoptar actitudes que imaginan propias de un hombre, tales como pasearse de un lado a otro, hablar de manera efectista o darse aires de importancia. Sin embargo, en otros aspectos, los consejos de Brown se inclinan hacia el lado “masculino” : en su libro no se mencionan los comportamientos o los sentimientos maternales; en cambio, el paquete incluye desarrollar una voluntad de hierro “como los hombres”, pero comportarse y actuar “como una mujer”. Previendo que sus lectoras pueden temer no sentirse suficientemente femeninas, Brown (1982:40) las tranquiliza: No tengas miedo de que el êxito te “de-feminice” [...]. Robin Smith, ex presidenta y gerente general de la Division Club de Libros de Double­ day and Company, ahora presidenta de Publishers’ Clearing House, la agencia de suscripción a revistas más grande del mundo, dice lo siguiente: “ Cuando te haces ejecutiva, no levantas la voz ni hablas enérgicamente o con aire masculino. Llegaste adonde llegaste [... ] por ser racional [...]. En esas cualidades reside tu fortaleza, y en ellas no hay nada de mascu­ lino. También consigues lo que quieres gradas a tu obstinación... un rasgo muy femenino”.1 Brown recomienda evitar los gestos superficiales de la autoridad mascu­ lina, pero adoptar los rasgos menos tangibles asodados con ella. Parece dar por sentado que las lectoras consideran la racionalidad un rasgo mascu­ lino, y las insta a disociarla dei género para que puedan sentirse femeni­ nas aunque actúen racionalmente.

1 La autora da por sentado que la racionalidad es “masculina” (en una mujer o en un hombre) y la emocionalidad, femenina (también en una mujer o en un hombre). Y al igual que mucha gente, presupone que la racionalidad y la emocionalidad no se mezclan.

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I LA M E R C Â N T I I I Z A C I Ó N DE LA V I D A ( N Ï I M A

La autora no cuestiona los códigos de género en si mismos. Para ella, la determinación es masculina y la obstinación es femenina. No obstante, Brown re-etiqueta ciertas conductas como obstinadas. Con esta “ fachada” femenina, una mujer puede permitirse la actitud autoritaria que necesita para obtener buenos resultados en el trabajo. Al igual que la ultramasculinidad, la ultrafeminidad puede enmascarar el principio social subyacente dei “equilíbrio”. Esta estratégia dei “ equilíbrio” es una de las respuestas posibles a un conflicto que, segùn supone Brown, enffentan muchas lectoras heterosexuales. Por un lado, quieren ser vistas como “femeninas” por temor a mostrarse poco atractivas o anormales. Por otro lado, muchos rasgos impor­ tantes para el trabajo se asocian tradicionalmente con la masculinidad. Una mujer que cultiva un rasgo “ masculino” puede poner en riesgo su “ feminidad” Entonces recurre a la estratégia dei equilíbrio: se m uestra“màs” feme­ nina en un âmbito a fin de permitirse tener rasgos masculinos en otro. Dado que muchos de los rasgos necesarios para la supervivencia económica se definen culturalmente como masculinos; dado que las mujeres conforman el 46 por ciento de la fuerza laborai, y dada la casi infinita variedad de maneras en que una persona puede ser definida como “ masculina” o “ feme­ nina”, los potenciales elementos de compensación son innumerables. Así, una mujer puede compensar su excesiva agresividad en las ventas usando unas muy largas, blusas m uy sedosas y tacos muy altos. Pero el equilíbrio tiene sus limites.

E L YO Y E L CÓDIGO: E L A R G U M EN TO DE LA S A R T IM A N A S FE M E N IN A S

Una de las controvérsias que atraviesan los libros de autoayuda tanto tradicionales como igualitários radica en determinar si deben usarse o no las artimanas femeninas: los autores de ambos bandos se sienten obligados a tom ar posición respecto dei tema. En los Estados Unidos dei siglo x ix , las “ artimanas femeninas” constituían una estratégia reconocida -aunque no m uy adm irada- mediante la cual una m ujer tenía posibilidades de conseguir indirectamente lo que queria cuando el acceso directo al poder le estaba vedado: las artim anas eran tradicionales. A m edida que las mujeres fueron adquiriendo poder e influencia gracias a su educación y a su ocupación, las artimanas cayeron en descrédito, aunque no por completo.

LOS C Ó D I G O S DE G É N E R O Y EL J U E G O DE LA I R O N Í A

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M arabel M organ proponía em plear artim anas burdas en las tareas que asignaba durante sus Clases para Mujeres Totales (que, a la manera de los grupos concientizadores feministas, surgieron para apoyar a las mujeres en sus esfuerzos por seguir siendo tradicionales). Dice Morgan

(1973:71» 184): En una clase asigné a las chicas la tarea de admirar el cuerpo de su marido, y una de ellas puso manos a la obra de inmediato. El marido era más petiso que ella, pero bastante buenmozo

Esa noche, mientras él

leia el periódico, ella se sentó a su lado en el sofá y comenzó a acariciarle el brazo. Luego de un rato se detuvo en los bíceps y los apretó. Él tensionó inconscientemente los músculos, y ella dijo: “ jOh, no había notado que fueras tan musculoso!” En líneas más generales, la autora recomienda a las mujeres que planeen “el momento y la atmosfera apropiados” para sacar a colación sus pedidos: “ Déjalo que se relaje y date tiempo para juzgar su hum or”. Sin embargo, Morgan se siente obligada a prever las objeciones de sus lectoras a las artimanas y el reconocimiento de la propia conducta que sus consejos despiertan en la practicante, es decir, la conciencia de estar actuando y mintiendo: Una esposa me dijo: “ Me siento culpable cuando uso artimanas femeninas con mi marido. Me parece deshonesto. ^Por qué tengo que men­ tir para engrandecerlo? Quiero ser honesta sin dejar de satisfacer sus necesidades”. [... ] No te insto a mentir ni a estimular superficialmente el ego de tu marido. Hasta un tonto puede ver qué hay detrás de los halagos. Lo que digo es que él siente una profunda necesidad de recibir admiración sincera. Busca nuevos aspectos para halagar a medida que lo miras con ojos nuevos (ibid.: 73). Morgan “ resuelve” el problema de la deshonestidad pasando dei consejo sobre la actuación superficial -tratar de parecer sincera cuando se dice un cum plido- al consejo sobre la actuación profunda: cómo tratar de sentirse realmente sincera. Explica a las mujeres de qué manera, mediante la autoexhortación, pueden convencerse de que creen los cumplidos que le hacen al marido. Con el m ejor de los ânimos, las apremia: “A partir de esta noche, toma la determinación de admirar a tu marido”. “ M ira hacia atrás, y recuerda la época en que estabas convencida de que él era el hom bre apropiado para ti.” Una vez que te crees el cumplido, sugiere Morgan,

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los halagos dejan de ser “ artimanas”. Y agrega: “ Recompone el ego destrozado de tu marido al final de cada dia. Eso no es usar artimanas femeninas: es la verdadera naturaleza del amor” (Morgan, 1973: 73). La tarea ya no consiste en manipular al marido sino en manipularse. Morgan pide a las lectoras que digan en serio lo que dicen cuando son arteras, es decir, que pongan su yo detrás de su acto. Helen Gurley Brown (1982: 264) toma otro camino, y da estos alegres consejos: “ Quizá no haya muchas otras personas en el mundo que le digan que es maravilloso, aparte de ti. En realidad, no importa demasiado si los halagos con que lo colmas rayan en la tonteria: sigue adelante [...] hazlo por mi [... ]. jOh, Dios!, parezco Marabel Morgan”. En una sección titulada “ Más cosas para hacer en las primeras etapas” (del noviazgo), Brown recomienda: Cuando te enamoras de un hombre, debes tener cuidado de no aburrirlo [...]. Supongamos que estân en el auto y él se ha enfrascado en un monó­ logo sobre el tratado

salt 11

[...]. Entonces pasan por una casa donde

tú vivias antes o por tu escuela secundaria. No veo ninguna razón para interrumpir la maratón discursiva del

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a fin de senalar la casa o

la escuela, a menos que él sea arquitecto. Muéstraselas en otro momento, cuando no esté tan inmerso en su tema. Brown agrega: “ Guárdate la necesidad de hablar para cuando estés con tus amigas [...]. Es mucho más seguro llamar a una amiga a quien puedas contarle tus confidencias [...]. Desahógate con ella en lugar de hacerlo con tu marido exhausto”. Y da aun más consejos: “ Creo que toda mujer necesita tener en su vida entre cuatro y seis ‘personas principales’ aparte de su marido, además de diez o veinte periféricas” (ibid.: 209,262). A una posible candidata se le recomienda mostrarse considerada. Debe ayudar a su futura cunada a vender rifas, lavar el Porsche de su novio y fotocopiar artículos periodisticos sobre él. Debe hacerse pasar por una buena persona. Debe comprender que esos favores son “sandeçes ‘aceptables’ pero necesarias” (ibid.: 210). El discurso de Brown sobrepasa los consejos comunes y corrientes. La autora guia a la lectora para que sepa qué pensar acerca de los consejos que recibe. “ Haz estas cosas -parece decir B row n-; acéptalas como nece­ sarias, pero no es preciso que tengas ganas de hacerlas. No te preocupes si te sientes irritada por verte obligada a proceder asi.” M organ insta a las lectoras a tomar en serio la adulación, a creerse los halagos o a tratar de creerlos, mientras que Brown propone un enfoque

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más ligero y burlôn: invita a las lectoras a objetar su cinismo. Tal como lo expresa ella, “ no te gusta que liame ‘sandeces’ a estas cosas, ^verdad? Está bien, llámalas como quieras (y nadie duda de que las haces porque lo amas), pero hazlas” (ibid.: 209). Al poner entre parêntesis los sentimientos “ reales” de las lectoras, Brown reduce sus consejos a estratage­ mas motivadas por una actitud pragmática. “Aplica estos médios lisonjeros £de chica’ -parece d ecir- pero sólo porque funcionan, no porque créas en ellos.” Morgan invita a la lectora a creer en la adulación, los favo­ res extra y la virtud de escuchar: más generalmente, a creer en las regias asimétricas de interacción. Pero es Brown la verdadera goffmaniana que dirige la puesta en escena de la Preedy femenina. En verdad, tanto Morgan como Brown han escrito manuales de actuación. Sólo difieren en el tipo de actuación que defienden. Morgan propone una actuación profunda a través de la cual nos persuadimos de nuestro acto, es decir, nos fundimos con nuestro acto, en tanto que Brown recomienda una actuación de superficie que mantenga un yo cínico separado del acto. Huelga decir que muchos libros de autoayuda condenan por com­ pleto las artimanas femeninas, y recomiendan a la lectora que coloque su “yo entero” detrás de una interacción basada en las negociaciones direc­ tas. En Smart cookies don t crumble,* Sonya Friedman menosprecia los con­ sejos de otra autora, más tradicional, en relación con las estrategias para enamorar a un hombre: “ Copia sus gestos”, nos aconseja Cabot [Tracey Cabot, autora de How to make a man fa ll in love with you], “porque eso lo réconforta, y res­ pira siguiendo su respiración” Luego nos revela la manera de adquirir este saber secreto. “ Puedes advertir a qué velocidad respira un hombre si le miras los hombros. Toma como referencia un punto de la pared que está detrás de él y observa cómo suben y bajan. Después, sencillamente, comienza a respirar con el mismo ritmo.” Friedman (1985:173) hace un comentário irónico: “ Respira como respira él, y pronto te quedarás sin aliento”. Las autoras difieren respecte de la medida en que el yo debe participar en otras instancias, aparte de las artimanas femeninas. En su libro Outra­ geous acts and everyday rebellions, Gloria Steinem offece ejercicios para lograr que los hombres escuchen a las mujeres tanto como las mujeres escu* “Las chicas listas no se desmigajan” (juego de palabras con cookie (“galletita” ), smart cookie (“chica lista” ) y crumble (“desmigajarse” o “desmoronarse” ). [N. de la T.]

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chan a los hombres, y cómo debe tomarse el sentimiento de “excesiva incomodidad” que genera el intento de urgir a los hombres a que escuchen más. ^Gómo pueden las mujeres corregir un desequilibrio de género en la charla? Grabando las conversaciones de cenas o reuniones para luego hacer que el grupo escuche la cinta. Steinem (1986: 205) sugiere tomarles el pelo a los hombres que interrumpieron mucho; decirles “ ésa es la primera”, y pro­ meter ponerlos en evidencia cuando el número de interrupciones mascu­ linas llegue a tres. También recomienda que las mujeres monitoreen sus propias reacciones para detectar una penosa autocensura: Supervisa la política conversacional oculta en tu propio comportamiento. ^Sube tu nivel de ansiedad (y tiemblan tus instintos de anfitriona) cuando las mujeres hablan y los hombres escuchan en lugar de que ocurra lo contrario? Por ejemplo, a los hombres en general no parece molestarles hablar sin parar durante horas mientras las mujeres escuchan, pero las mujeres, en presencia de los hombres, suelen hablar sólo durante un breve lapso hasta que comienzan a sentirse ansiosas, se excusan e invitan a hablar a los hombres. Si comienzas a sentirte equivocadamente incómoda por hacer que los hombres te escuchen, prueba este ejercicio: continúa hablando, y anima a tus hermanas a que hagan lo mismo. Honra a los hombres tratándolos con la misma honestidad con que tratas a las mujeres. De esa manera les permitirás que aprendan. Morgan insta a las lectoras a sentirse bien con ellas mismas cuando, con adoración, “escuchan en demasia”. Steinem les aconseja que se sientan bien con ellas mismas cuando abandonan ese hábito. A pesar de sus posiciones diametralmente opuestas, ambas difíeren de la más cínica Brown. Si M or­ gan dice “créete tu acto” y Brown dice “ni te molestes en creértelo”, Steinem dice “ no actúes”.

R EG LA S DE LOS SEN T IM IEN T O S: AM O R Y GR ATITU D

Tanto M organ como Brown recomiendan a las mujeres que no esperen de su marido tantos cuidados como los que ellas deberían prodigarle. Tal como con cierta ligereza senala Brown (1982:271), en su casa “ no abundan los mimos a la esposa enferma, pero a la vez ninguna mujer de la casa se enferma, de manera que el plan unilateral de cuidados a enfermos fun­ ciona bastante bien”. Morgan (1973:82) encuentra respaldo en la Biblia para

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las mismas expectativas desparejas. Tal como lo proclama esta autora, “ Dios ordenó al hombre que fuera la cabeza del hogar, su presidente, y a su esposa que fuera la vicepresidenta ejecutiva [...] permitir que tu marido sea tu presidente no es más que un buen negocio” De ahi M organ deriva una “política” emocional que se manifiesta en la siguiente receta para las mujeres: aceptar al hombre, admirarlo, adaptarse a él y apreciarlo. Esta política se basa en la idea de que los hombres y las mujeres tienen necesidades dife­ rentes; tal como argumenta la autora, “ las mujeres necesitan ser amadas; los hombres necesitan ser admirados” (ibid.: 63), proposición que Steinem rechaza de piano. Además de proponer réglas para el amor, M organ ofrece orientation respecto de la medida en que las mujeres deberían sentirse agradecidas a los hombres. Si una mujer siente el agradecimiento adecuado por su marido, le resultará más fácil aceptarlo, admirarlo, adaptarse a él y apreciarlo. Y para lograr este cometido, resulta útil poner de relieve los posibles moti­ vos de agradecim iento... M organ explica cómo una mujer puede inducirse a ser la primera en pedir disculpas luego de una pelea: Te diré qué me ayuda a pedir disculpas con bastante sinceridad. Me digo - y me lo digo en serio, palabra por palabra- “eres afortunada, muy afor­ tunada de que este hombre se haya casado contigo, querida, porque gra­ cias a eso tienes marido. Si tu matrimonio se acabara, no existe un gran depósito de posibles nuevos maridos donde puedas conseguir uno para ti, a tu edad. Esa gondola está prácticamente vacía, pero no ocurre lo mismo con la gôndola donde él consigue una esposa nueva” (ibid.: 283). Así, hasta una tradicionalista acérrima como Morgan basa su llamamiento a las lectoras en un frio cálculo de la posibilidad de conseguir un nuevo cónyuge, y no en el argumento de que la gratitud femenina es su propia raison d'être. El agradecimiento debido no deriva de las concesiones propias del matrimonio, sino del mercado de nuevos matrimonios, que es un factor absolutamente externo. Dado este mercado matrimonial y laborai, Morgan concluye su razonamiento diciendo que las mujeres deberían sen­ tirse más agradecidas que los hombres por tener un cónyuge. Com o consecuencia, las mujeres también deberían estar más agradecidas por todos los pequenos acontecimientos de la vida matrimonial. Las defensoras del código igualitário abogan por una política emocio­ nal m uy diferente, aunque por momentos igualmente rudimentaria. El código moderno llama a establecer una simetria entre la gratitud y el amor adeudados, con lo cual las autoras igualitarias se alejan del enfoque tradi-

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cional. Pero los libros modernos de autoayuda también difieren entre ellos en cuanto a la elección de las réglas sentimentales: para hombres y mujeres por igual, unos proponen las viejas réglas “ femeninas” del amor, y otros, las viejas réglas “ masculinas” En Smart cookies do n t crumble, lejos de argu­ mentar que los hombres deberían sentirse más agradecidos, Sonya Fried­ man (1985: 36) aboga por que las mujeres dism inuyan su gratitud. En tono de advertencia les dice que “ la gratitud es una trampa”, y agrega: Cuando te sientes agradecida por pequenos favores, otorgas a los demás el poder de manejar tu vida. En lugar de proceder así, date poder a ti misma para conseguir lo que quieres. Quedarte con un hombre que te retacea el amor día tras día te asegura una dieta “a base de humillaciones”. Quedarte en un empleo que limita tu potencial socava la energia y sofoca el establecimiento de metas. Ningún libro de autoayuda lleva a las mujeres al extremo de adoptar ima posición en materia de gratitud que pueda imaginarse “masculina” ; es decir, ser la parte menos agradecida. Pero muchos llegan bastante lejos en esa dirección en tanto que critican a las mujeres por ser demasiado amorosas, dadivosas, pegajosas o dependientes y por obsesionarse en exceso con el romance, actitudes que en estos libros se describen com o “ enfermas” o psicológicamente defectuosas. En “ The compassion trap”, Margaret Adams (1985) sostiene que la regia tradicional que gobiema el amor marital de las mujeres resulta en una vida dedicada a servir a otros, a hacer que los demás se sientan cómodos y cuidados. Ello exige a las mujeres que renuncien a sus propias ambiciones, advierte la autora. Tal como comenta Friedman (1985: 10 9 ,110 ) , “ es un obstáculo para la afirm ación [...] Suena a nobleza y altruismo, y lo es, dentro de lo razonable. Pero recuerda: no déjà de ser una trampa”. Friedman agrega ejemplos de esta trampa: una secretaria que permanece en un trabajo sin perspectivas porque su jefe le dice que nadie podria reemplazarla; una mujer que continuamente busca excusas para justificar la negativa de su novio a aceptar el compromiso dei matri­ monio, o la esposa que atribuye a las presiones laborales y al alcohol el trato poco amable que le prodiga su marido. También en otros libros -L a s muje­ res que aman demasiado (Robin Norwood) y E l complejo de Cenicienta (Colette Dowling)-, el problema radica en el código emocional femenino tradicional (no en el masculino tradicional), del cual se dice que hace infelices a las mujeres. Friedman advierte sobre los peligros que encierra el consejo de Morgan: “ Si pones a otros delante de ti, a menudo ellos no tendrán mayores inconvenientes en avanzar dejándote atrás” (ibid.: 109).

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Otras autoras partidarias dei igualitarismo proponen que los hombres aprendan a amar siguiendo las viejas regias femeninas. Tal como lo expresa Shere Hite en su libro Mujeres y amor (1987; véase también Hochschild, 1987), el problema “ no es que las mujeres amen demasiado, sino que los hombres aman demasiado poco”. Hite invoca aqui una revolución cultu­ ral que espero tenga lugar algún día. De la misma manera en que la publicidad devela las regias latentes que indican cómo m irar y coreografiar una escena con hombres y mujeres, los libros de autoayuda más populares nos proporcionan regias para actuar y sentir: suponen que podemos mejorar nuestra intuición; guían a las muje­ res en su “actuación superficial” (mediante la cual éstas intentan cambiar sus manifestaciones externas) y en su “actuación profunda” (destinada a m odificar los sentimientos reales); guían a las lectoras en su actuación superficial mostrándoles cuál debe ser su apariencia, y en su actuación pro­ funda mostrándoles cómo ver y sentir. Goffm an dice que todos somos actores, y que todos, por implicación, actuamos de la misma manera. Pero estos libros de autoayuda sugieren algo más: algunas personas actúan más que otras. Si bien puede ser verdad que todos nos preocupamos por mostrar un determinado rostro al mundo y elaboramos nuestras emociones para fijar un yo a ese rostro, no lo hacemos en la misma medida. El esclavo actúa más que el amo; hay más cosas que dependen de su complacência. En la medida en que las muje­ res están subordinadas a los hombres, se ven obligadas a actuar más. Desde el punto de vista social, les cuesta más “caro” expresar libremente la frustración o la irritación. Incluso hoy en día, las mujeres suelen timonear menos el barco y verse en situaciones en las que deben adaptarse rápida­ mente a câmbios iniciados por otra persona -tratar de sentir lo que no sentían hace cinco m inutos-, y además deben crear la apariencia de que “ todo anda bien”. Especialmente para las personas subordinadas de manera per­ manente o temporária, las regias de los sentimientos y la elaboración de las emociones son asuntos de gran importância. Quizá sea por eso que en las estanterías no hay tantos libros para hombres como los que Morgan, Brown y Friedman dirigen a las mujeres. Los libros de autoayuda también indican a las lectoras cómo tomar sus consejos: con ironia, cinismo, ligereza, seriedad, alegria, culpa o resentimiento. Invitan a las lectoras a establecer una determinada relación entre el yo y las regias, es decir, entre el yo y el código. Si la guerra entre los libros de autoayuda constituye un pequeno indicio dei conflicto contem­ porâneo que suscitan los câmbios en el rol de las mujeres, una de las maneras de llevar adelante esta guerra consiste en recurrir a insinuaciones iró-

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nicas, lúdicas y humorísticas: los diversos modos de enmarcar las viejas regias para que se vean poco serias, pragmáticas o levemente tontas. En libros como el de Brown, parecería que la manera correcta de seguir una regia antigua en un mundo moderno reside en desafiliarse de ella, en sentirse distante de ella. “ Es posible que aún necesites recurrir a artimanas femeninas -parece decir esta autora-, así que siéntete libre de usarias cuando sea preciso.” “ Sin embargo, dado que ya no existen propósitos ni legitimidad para las artimanas femeninas, haz la vista gorda, deshazte de ellas y busca otro libro de autoayuda.” La ironia deviene una manera de aguantar y pasar por alto. Así como en una sociedad que atraviesa un proceso de urbanización el campesino migra a la ciudad y se ve forzado a cambiar, las mujeres han ingresado en un nuevo conjunto de escenas sociales en el trabajo y en el hogar. Así como el campesino que se urbaniza se pregunta cómo habrá de adaptarse a la vida urbana sin perder todas sus costumbres campesinas, las mujeres urbanas se preguntan cómo habrán de adaptarse al mundo indus­ trial dei trabajo sin perder toda su cultura doméstica. Así como algunos campesinos se adaptan por completo a la vida urbana, otros regresan a su tierra y otros se convierten en aldeanos-urbanos, las mujeres se asimilan, o bien no lo hacen, en diversas medidas. Cuando el mundo unifique más su economia, la total diversidad de sus códigos culturales comenzará a ponerse de manifiesto. Entrarán en circulación otras versiones dei código tradicio­ nal. No obstante, en la nueva mezcla de códigos por venir, estas nuevas versiones pueden ornamentar un código igualitário cada vez más estabili­ zado.

qué será de las contradicciones? De ellas se encargará la ironia.

4 Liviandad y pesadez* Los libros de autoayuda japoneses y estadounidenses con Kazuko Tanaka

Hoy en día, los maridos y las esposas, los padres y los hijos ya no se dicen “ hola” por la manana. A veces, la esposa no solo no prepara el desayuno, sino que ni siquiera se levanta de la cama. Si crees que eso significa igualdad entre los sexos y que el hombre es un “ marido tierno”, estás equivocada. Soshitsu Sen, jQué hermosa mujer! (1980) En iQué hermosa mujer!, libro japonês de autoayuda que fue bestseller en 1980, Soshitsu Sen mira con escepticismo a la esposa trabajadora que duerme hasta tarde. A l igual que los otros best sellers de autoayuda publicados en los Estados Unidos y el Japón entre 1970 y 1990, éste especifica todo un con­ junto de acciones - o inacciones- que, en opinion del autor, honran o deshonran a una mujer. Nos informa acerca dei espacio cultural del que dis­ pone una mujer para moverse. Hablamos de espacio cultural porque algunos aspectos de la cultura - la marcación de género que caracteriza a la lengua japonesa, por ejem plo- a veces inmovilizan indirectamente a una mujer. De modo similar, la atmosfera de reverencia por las antiguas tradiciones -e n especial las que la sociedad pide a las mujeres que reafirmen de buena gan a- incrementa los castigos sociales que recibe quien desobedece. A l mismo tiempo, el grado de respaldo social con que espera contar una mujer puede hacer que cada paso particular se vuelva un poco más colectivo. En * Kazuko Tanaka ensena sociologia en la Universidad Kokugakuin de Tokio. Nuestro ensayo, cuyo título original era “Ways to see working mothers: American and Japanese advice books for women 1970-1990”, apareció primero en Kaisa Kauppinen y Tuula Gordon (eds.), Unresolved dilemmas: Women, work and the fam ily in the United States, Europe and the form er Soviet Union, Aldershot, Inglaterra, Ashgate Publishing, 1997, pp. 196-214, y se reproduce aqui con permiso de la editorial. En todo el artículo hemos utilizado el orden occidental de los nombres.

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el proceso de indicar qué debe hacerse, tanto los libros de autoayuda estadounidenses como los japoneses revelan numerosos indícios de sus res­ pectivas nociones dei espacio cultural. Así, cuando hablamos de “cultura de género” -tanto en los Estados Uni­ dos como en el Japón - no nos referimos sólo a determinadas actitudes en relación con las mujeres, sino que también senalamos ciertas cualidades generales de cada cultura. Por ejemplo, al igual que cualquier otro aspecto de la cultura, la cultura de género está infundida de a) un sentido de conexión entre el presente y el pasado (peso cultural), b) una vinculación con otras personas desconocidas que pertenecen a la cultura propia (elasticidad cultural) y c) una vinculación con otras personas en el lugar inmediato que se ocupa en esa cultura (inserción cultural). Mediante la enunciación de historias, comentários y exhortaciones, los libros de autoayuda japone­ ses y estadounidenses reflejan posiciones en relación con cada una de esas dimensiones de la cultura. Por ejemplo, algunos de estos libros implican un gran “peso cultural” al invocar juicios sérios y fidedignos que se ligan a un pasado reverenciado y distante, incluída -e n algunos casos- la veneración a los antepasados de sexo femenino. O bien, un comentário adquiere “ liviandad” porque no reconoce ese pasado o no le rinde tributo. Los libros de autoayuda también dejan entrever cierto grado de elasticidad cultural. Es decir, implican o no la conciencia, la tolerância o la aceptación de diversos modelos sociales. Es por ello que cabe preguntarse si en el libro, o incluso en la lista de libros de autoayuda más vendidos en determinado momento, se describe una serie de posibilidades culturales. ^Puede ocurrir que los consejos de un libro sean diametralmente opuestos a los que brinda otro libro que goza de la misma popularidad? Los libros de autoayuda también suponen un grado de inserción cul­ tural. Senalan la medida en que se espera, de manera implícita, que un indi­ víduo coordine su línea de acción con la de otras personas. La madre durmiente de Soshitsu Sen se inserta claramente en una escena social. Sin embargo, también es lícito preguntarse si el libro la retrata como alguien que decide una línea de acción por su cuenta o en estrecha coordinación con los demás. Estas tres dimensiones profundas de la vida cultural general dei Japón y los Estados Unidos -e l peso, la elasticidad y la inserción- configuran ias negociaciones culturales que en nuestro pensamiento adquieren la forma de “consejos” u “opiniones”. En la medida en que los dos gigantes capita­ listas modernos reclutan mujeres para su fuerza de trabajo, cabe pregun­ tarse cómo difieren en su estilo de incorporación cultural. O bien, para revertir la pregunta, £qué cualidades culturales facilitan a las feministas el

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comienzo de una revolución de género? Y también, ^qué cualidades les permiten concluir la revolución incorporándose a la fuerza de trabajo en tér­ minos de igualdad y a la vez asegurando que los ninos y los ancianos reciban cuidados de alto nivel? Basândonos en el pragmatismo cultural de Pierre Bourdieu (1977), el análisis de marcos o “encuadres” de la experiencia desarrollado por Erving Goffm an (1974) y la noción de cultura como campo de batalla que pro­ porciona Randall Collins (1975), exploramos los best setters de autoayuda para mujeres publicados entre 1970 y 1990 en el Japon y en los Estados Unidos.1 Tanto los cursos de acción que ponen en práctica las mujeres como el espacio cultural del que disponen para hacerlo son el resultado de cierto trabajo cultural que lleva adelante toda la población. Es como si los maridos y las esposas, los abuelos, los maestros y los empleadores de diferen­ tes sectores de la sociedad se sentaran a una imaginaria mesa de negociaciones para discutir acuerdos respecto de cuàl es el papel apropiado que debe desempenar una esposa, un marido, una madre, un padre. Ello es asi porque estas poblaciones cierran tratos culturales colectivos que dependen de diversas condiciones. Cualquier elección libre -im plican- tiene lugar en el contexto histórico de dichos acuerdos culturales. Claro que éstos no son visibles, pero los libros de autoayuda proporcionan algunos indicios. Las culturas siempre estân en movimiento. Ahora bien, ^cómo se producen los cambios culturales? Segùn Randall Collins, son el resultado de una lucha darwiniana entre ideas antagónicas: una idea cultural “ triunfa” sobre otra. Collins está en lo cierto, por supuesto, pero necesitamos agre­ gar a la imagen que nos proporciona una cierta comprensión de la manera en que se negocian las ideas culturales. En efecto, preferimos pensar làs cul­ turas como el resultado de “ acuerdos” que se renegocian sin césar. Es como si algunas personas gritaran “ |Queremos esta idea cultural!”, y otras gritaran “ iNo, queremos aquella idea cultural!” Entonces, los intermediários culturales -com o los autores de libros de autoayuda—intervienen proponiendo una solución de compromiso. Por ejemplo, un autor o una autora

1 Tal como sostiene Pierre Bourdieu, la cultura es una respuesta a las cuestiones prácticas de la vida. Cuando nos enfrentamos a situaciones novedosas, cuando es posible que se produzcan resultados inciertos y, en consecuencia, surgen inquietudes en relación con lo que debemos hacer, buscamos orientación. La buscamos en lo que Bourdieu llama “intermediários culturales” : la radio, los comentadores, las personalidades televisivas, las estrellas de cine y los autores de libros de autoayuda. Estos autores, en particular, suelen contar historias largas que implicitamente desbrozan el camino hacia una linea de acción que se percibe problemática: por ejemplo, no levantarse a hacer el desayuno por la m afian a

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podria decir lo siguiente: “Aceptemos la abreviación de ciertos rituales, dado que las madres que trabajan fuera del hogar no tienen tiempo para llevar a cabo su preparación completa y apropiada, pero mantengamos la idea del sacrifício materno. Tomemos los rituales con mayor ligerezay la maternidad con mayor seriedad”. Los libros de autoayuda no dicen quién acepta qué trato, pero muestran cuáles son las propuestas del momento y la cantidad y la índole de espacio cultural que dejan a las mujeres. La negociación cultural se asemeja en algunos aspectos a otras formas de negociación colectiva, pero también difiere de ella. Cuando los repre­ sentantes de los trabajadores y los empresários entablan negociaciones, lo hacen en un escenario formal e institucional. Los representantes designa­ dos por los em presários se encuentran con los representantes elegidos por los trabajadores, y cada negociador debe responder a sus electores. Se introducen árbitros, y los acuerdos finales son legalmente obligatorios. En la negociación cultural, en cambio, los actores son figuras de una u otra palestra de los médios masivos. En lugar de electores ante quienes deben responder, las partes hablan para oyentes, compradores y lectores. Las nego­ ciaciones entre trabajadores y empresários dirimen los términos de una relación entre el sindicato y la empresa, en tanto que los árbitros cultura­ les forjan acuerdos entre maridos y esposas o padres e hijos; o bien, en términos más generales, entre los hombres como un estrato y las mujeres como otro. En las negociaciones entre trabajadores y em presários se negocia el sustento diário: salarios, horas y benefícios. En el âmbito informal de la cultura, en cambio, los elementos a negociar son ideas relacionadas con virtudes y defectos, estatus y honor, el peso que se otorga al pasado, y la elasticidad o la inserción culturales. Por otra parte, cuando los trabajado­ res y los empresários procuran llegar a un acuerdo, la negociación es for­ mal y consciente, mientras que la negociación cultural se caracteriza por su incoherencia y su inconciencia relativas. En el caso de los libros de auto­ ayuda, el acuerdo no se manifiesta levantando la mano sino haciendo sonar la caja registradora. No obstante, de la misma manera en que las negocia­ ciones entre los trabajadores y los empresários de una companía establecen un modelo para toda la industria, los libros de consejos y autoayuda más vendidos -creem os- describen las nociones dominantes del espacio cultural que se concede a las mujeres y a los hombres. Algunas nociones culturales refuerzan el patriarcado; otras lo debilitan, y muchas ideas parecen neutras en su efecto. Por ejemplo, es lícito con­ siderar las nociones culturales relacionadas con el honor -e n si un pro­ blema importante para los japoneses- como posiciones en el marco de una

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negociación. Un escritor podria decir: “ Las mujeres pueden ser honorablemente modernas en un sentido (trabajando, digamos), pero deben per­ manecer honorablemente tradicionales en otro (mostrando deferencia por su marido, por ejemplo)”. El acuerdo séria el siguiente: “ las mujeres pue­ den trabajar si siguen mostrando deferencia por su marido en el hogar”. Entonces, el estudio de los libros de consejos y autoayuda es el estudio de esos acuerdos culturales, y el éxito que obtiene cada clase de libro nos da un indicio de su aceptación pública.

EL C O N TEXTO JA P O N ÊS Y E L CO N TEXTO EST A D O U N ID E N SE

El espacio cultural se crea en el marco de un contexto más amplio, y si bien los contextos japonês y estadounidense se asemejan en algunos aspectos, difieren notablemente en otros. Ambas sociedades tienen un “ pasado” en el que la mayoría de las mujeres estaban más subordinadas a los hombres que en el presente. Gran parte de las negociaciones culturales que se producen en cada una de estas sociedades consisten en determinar cuánto de qué prácticas y creencias que en el pasado se vinculaban con el género debe incorporarse al presente. Pero en la tradición japonesa siempre ha sido mucho más profunda la división entre los géneros, mucho mayor la subordinación de las mujeres y mucho mayor el peso de la tradición. Además, si bien ambos países son gigantes capitalistas, el Japón, una sociedad homogénea formada por 127 millones de personas, ha emergido dei feudalismo agrario hace relativamente poco tiempo y a paso acelerado. De constituir ima casta virtualmente inferior en cada nivel de la jerarquia feu­ dal confuciana, las mujeres japonesas se han transformado en actoras secun­ darias de la economia nacional moderna. Durante los últimos cincuenta anos, la mitad de las mujeres japonesas ha trabajado fuera de la casa -e l número de mujeres que ingresan a las grandes empresas aumenta rápidamente-, y un sector pequeno pero cada vez mayor de esas empleadas está formado por madres de ninos pequenos. En la década de 1980, cuando se publicaron los libros de consejos y autoayuda que se analizan aqui, las mujeres japonesas representaban una quinta parte de los estudiantes universitários de grado y posgrado, y casi el 90 por ciento de los alumnos de institutos preuniversitarios. Sin embargo, el peso de la cultura japonesa -su lengua, sus costumbres y sus ritos- ha producido una separación mucho más rotunda entre hombres y mujeres que la existente en los Estados Unidos. El propio carác­ ter japonês que significa “esposa” simboliza la expresión “dentro de la casa”.

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En un best seller de consejos que publico en 1972, Minoru Hamao (1972:20) -e x preceptor del emperador y de dos príncipes- llegó incluso a recomen­ dar libros de texto separados para varones y mujeres. Los japoneses han honrado historicamente la ie, línea familiar paterna, y han ligado estrechamente el honor de las mujeres al sacrifício materno por el marido, los parientes políticos y los hijos. Según una extraordiná­ ria tesis de Masahiro Yamada, sociólogo de la Universidad de Tokio, el Japón construyó el capitalismo sobre la base de este sacrifício materno. Los hombres adultos -sugiere Yamada- transfieren la dependencia de la madre sacri­ ficada al escenario de una empresa exigente y, al igual que su madre en la familia, se sacrifican por la empresa en el proceso de construcción dei capi­ talismo. Si ello es plausible, también pueda decirse quizá que la tradición dei sacrifício materno es el aspecto más saliente de la negociación cultural que se refleja en los libros japoneses de consejos y autoayuda para mujeres. Sin embargo, hoy en día la familia por la cual debe sacrificarse la mujer está en proceso de transformación. Cada vez menos padres conciertan el casamiento de sus hijos y cada vez se casa menos gente, dado que ahora la boda es menos obligatoria que en el pasado. Quienes se casan suelen vivir con independencia de sus padres y, en comparación con generaciones ante­ riores, tienen menos hijos. Aunque sigue siendo muy bajo, el índice de divór­ cios se ha incrementado desde la década de i960: en la década de 1980 se divorciaba una cuarta parte de los matrimônios, y en la de 1990, un tercio. Con una sociedad más grande (267 millones) y más plural desde el punto de vista étnico, los Estados Unidos carecen de un pasado feudal, salvo el que trajeron consigo los inmigrantes de Europa y Asia. En 1900, una quinta parte de las mujeres trabajaban fuera de la casa, la mayoría en empleos “ femeninos”. Hoy lo hacen dos tercios de las mujeres estadounidenses, y casi en cualquier tipo de empleo. Es cierto que en los últimos doscientos anos la gran mayoría de las mujeres estadounidenses han pasado de ser ayudantes dei marido en pequenas granjas a trabajar en fábricas, empleos domésticos, ofi­ cinas y empresas de servicios, pero en contraste con sus hermanas japone­ sas, un número mucho mayor de mujeres estadounidenses están ingresando en ofícios, profesiones y empleos gerenciales “masculinos”. En la actualidad, más mujeres que hombres estadounidenses asisten a los colleges, es decir, siguen estúdios superiores que duran entre dos y cuatro anos. En comparación con la japonesa, la vida familiar estadounidense tuvo un punto de partida cultural muy diferente, aunque ha avanzado en la misma dirección. Excepto en ciertos pequenos enclaves étnicos, en los Estados Uni­ dos nunca se concertaron los matrimônios. En tanto que la familia japo­ nesa era patrilineal y patrilocal, las famílias estadounidenses, tal como sena-

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laron William Goode y Talcott Parsons, son desde hace mucho tiempo neolocales y cada vez menos patrilineales. Sin embargo, a pesar de sus diferen­ tes puntos de partida, las tendências familiares apuntan en la misma dirección: hacia una disminución de los matrimônios, un matrimonio más tardio, un aumento de los divorcios y un menor número de hijos. Además, las mujeres han ganado mayor autonomia en ambas culturas. Entonces, cabe preguntarse de qué manera la textura de cada cultura su peso, su elasticidad y sus nociones de vinculación- altera las perspecti­ vas para las madres que trabajan, y qué indícios de este fenómeno nos dan los libros de autoayuda.

CÓMO PERCIBIM O S L A CU LTU RA

De las listas de libros japoneses y estadounidenses de no ficción más vendi­ dos, seleccionamos quince libros japoneses y veintiocho estadounidenses que, a juzgar por el título, la tapa y el índice de contenidos, se dirigen a las mujeres o a cuestiones sociales que interesan directamente a las mujeres. Seleccionamos libros de tapa dura o en edición rústica, dei mercado comer­ cial y masivo, publicados entre las décadas de 1970 y 1990. Para evaluar el êxito de los libros estadounidenses nos basamos en las listas de Publishers Weekly. Los critérios utilizados por este semanario para determinar qué libro es best seller cambiaron a través de los anos, y hemos seguido esos câmbios. El sistema estadounidense para catalogar un libro como bestseller se basaba en la cantidad de ejemplares que las editoriales enviaban a las librerías, mientras que el japonês tomaba como critério un sondeo entre los propietarios de las librerías más importantes. Excluímos los libros que trataban sobre la pérdida de peso, el tabaquismo, el alcoholismo, el acicalamiento personal, la planificación económica, las técnicas sexuales, el espiritualismo o la edificación moral, pero incluímos otros libros menos vendidos para mujeres y algunos best sellers para hombres y para ambos sexos. Los autores de los libros que analizamos aqui no transmiten la cultura en forma pasiva, claro está, sino que la interpretan en forma activa, mezclando lo viejo con lo nuevo a medida que intentan ayudar a sus lectores a resolver problemas de la vida cotidiana. Por consiguiente, su manera de transmitir la cultura es en sí misma un mensaje. Hay más libros japoneses que toman una posición pedagógica, al estilo “así es como debes hacerlo”, en tanto que la mayoría de los estadounidenses se enuncian en un tono más amable y “democrático”. Además, la mayoría de los libros japoneses de

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consejos y autoayuda están escritos por hombres, en contraste con la mayoría de los libros estadounidenses, cuyas autoras son mujeres. Ocho de los doce autores japoneses (de los quince libros japoneses, tres eran dei mismo autor) son hombres. De los veintiocho libros estadounidenses, diecinueve fueron escritos por un solo autor, y entre ellos se cuentan catorce mujeres y cinco hombres. Entre los libros de consejos y autoayuda japoneses predominan los libros sobre moralidad (virtudes interiores) y modales (comportamiento exte­ rior). Los autores suelen ser reservados, rara vez establecen una relación personal con el lector y casi nunca son confesionales. En un libro sobre mo­ dales escrito por Kenji Suzuki (1984) -Cóm o ser considerado con los demás-, el autor instruye a las mujeres en el intrincado arte de la reverencia, incluidos el punto de origen, el ritmo, la profundidad y la solemnidad de la inclinación. En otro libro, La ternura hace hermosas a las mujeres, Suzuki ensena a las mujeres que deben hablar con suavidad, asentir con la cabeza durante las conversaciones y evitar dar pasos largos al caminar, cruzar las piernas y lanzar carcajadas repentinas y estrepitosas que muestren las encías supe­ riores “como los caballos” (mostrar las encías inferiores está bien). En contraste, la mayoria de los libros estadounidenses de consejos y auto­ ayuda publicados en las décadas de 1970 y 1980 se basan en un enfoque de psicoterapia popular. Lejos de centrarse en la moralidad y en los modales, hacen hincapié en los sentimientos. Sus autores a menudo describen los miedos, la dependencia o los problemas maritales que los aquejaban en el pasado, para luego relatar la victoria que obtuvieron sobre tales adversida­ des. Dos autores estadounidenses de sexo masculino, Connell Cowan y Melvyn Kinder, en su libro Smart women, foolish choices (1985), por ejemplo, indican a las mujeres cómo reconocer sus necesidades ocultas de depen­ dencia y liberarse de una “adicción al am or”. Sólo unos pocos best sellers estadounidenses de autoayuda publicados durante el período analizado aqui tratan de m oralidad y modales, aunque resulta interesante senalar que muchos libros estadounidenses decimonónicos encajan en esta descripción. En comparación con sus homólogos estadounidenses, los libros japo­ neses de consejos y autoayuda dedican más espacio a la vida colectiva. Por ejemplo, en los tres volúmenes de Introducción a los ritos depasaje (best seller en 1970 y 1971), la autora Yaeko Shiotsuki detalla con admiración los ritos, las celebraciones y los festivales por cuya declinación se entristece. Indica cómo las familias de los hijos mayores deben saludar a las familias de los hijos o hijas menores para celebrar el Ano Nuevo. Describe cómo deben disponerse los munecos -e l príncipe, la princesa, tres damas de honor, cinco músicos de sexo m asculino- para celebrar el Dia de la Nina. (El Dia

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dei Nino varón fue rebautizado “ Día de los Ninos” varones y mujeres, y se transformo en una festividad nacional japonesa. El Día de la Nina conti­ nua celebrándose como una festividad menor.) Shiotsuki no se cuenta entre los escritores más tradicionales de libros de consejos y de autoayuda: propone modificaciones en las ceremonias -com o las bodas tradicionalesde manera tal que no dejen de verse apropiadas en tanto que se adaptan a las necesidades urbanas modernas. Esta autora escribió su trilogia bestseller sobre la vida ritual a principios de los anos setenta, cuando la mitad de las mujeres japonesas, que suelen serias principales guardianas de la vida ritual familiar, se habían incorporado al trabajo asalariado. ^Cómo podría una mujer trabajar ocho horas fuera dei hogar y celebrar todos los ritos y festivales tal como lo habían hecho en el pasado sus madres y sus abuelas, que gozaban de mucho más tiempo libre? Shiotsuki ofrece una solución de compromiso: una mujer debe mantener una actitud de apreciación y cui­ dado en relación con las celebraciones rituales, pero puede reducir su práctica real. Shiotsuki rechaza el abandono total de los rituales o su realización cínica, desapegada o mecânica: sugiere que quien abrevie la vida ritual lamentará haberlo hecho. Por otra parte, la autora se muestra flexible en lo que respecta a la medida de preparación ritual que una madre trabajadora puede dejar de lado. Al ratificar la vida ritual y evitar el tema de las necesidades y los deseos de trabajar que pueden acometer a las mujeres, Shiotsuki evoca tácitamente el modelo de la mujer decimonónica de clase media alta de la era Meiji. De esta manera, opone cierta resistência a los câmbios que se producen en la cultura femenina. Sin embargo, su solución de compromiso ofrece a las mujeres que trabajan la posibilidad de inclinarse en ambas direcciones al mismo tiempo; por ejemplo, llevarse bien con su suegra y estar en condiciones de pagar el alquiler. Entre los libros estadounidenses de consejos y de autoayuda no existen equivalentes a Introducción a los ritos depasaje: ni siquiera hay alguno que se le acerque. El texto japonês sugiere un principio organizador diferente dei que dejan entrever los estadounidenses. Los autores japoneses escriben sobre el pasado otorgándole un gran peso. Dan por sentado que los lectores tienen las mismas ideas acerca de la gravitas que consideran inherente a la tradición, y sólo difieren respecto de cuánto vale la pena preservar. Los autores estadounidenses escriben sobre el pasado como si éste fuera liviano, delgado, maleable y fácil de distorsionar. Así, las tradiciones de ambos países no sólo divergen en cuanto a su contenido: la tradición propiamente dicha sepercibe de diferente manera en cada cultura. Los libros japoneses parecen alinearse naturalmente en un continuo que va desde la afirmación total, pasando por la incorporación parcial, hasta

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un rechazo total dei pasado. A diferencia de los autores estadounidenses, para los autores japoneses la cuestión básica reside en gran medida en la manera de enfrentar el pasado. La Historia de lafeminidad, de Kenji Suzuki, y [Quê hermosa mujer!, de Soshitsu Sen, afirman el pasado, en tanto que Introduction a los ritos de pasaje adapta la tradición a las circunstancias modernas. Libros como La capatidad de la mujer depende del lenguaje, de la autora Kumiko Hirose, rechazan firmemente la tradición, en especial ciertas prácticas lingüisticas tradicionales. De los libros estadounidenses surge un principio organizador diferente. La pregunta directriz no es “ ^aceptas o no el pasado?”, sino “ ^cuànto peso o cuànta liviandad tiene para ti el pasado?” El equivalente más cercano a Introduction a los ritos de pasaje es Miss manners’ guide to rearing perfect children, de Judith Martin, escrito en tono ligero, y encubiertamente desdenoso respecto de la “tradición”. John M olloy (1977:18), autor del libro estadounidense Vestida para el êxito, se autodenomina “ ingeniero en guardarropas”, y su texto no parte de la tradición sino de un estúdio científico sobre la respuesta que despiertan en los ejecutivos de sexo masculino diver­ sos aspectos de la ropa (colores, cortes y texturas) de las mujeres que trabajan. Incluso el más tradicional de los libros estadounidenses de autoayuda publicados durante las décadas de 1970 y 1980, La mujer total (Marabel Morgan, 1973), una guia cristiana fundamentalista para amas de casa, se percibe curiosamente moderno en contraste con sus homólogos japone­ ses. Morgan defiende la tradición, pero no porque ésta sea “correcta” o “ verdadera”, sino por su utilidad. Así, puede decirse que cuando los libros estadounidenses de consejos y autoayuda analizan la tradición, lo hacen con humor, ironia o pragmatismo. Además de evidenciar una percepción diferente de la tradición, los libros de autoayuda japoneses tienen un contenido claramente más patriarcal. Promueven virtudes de belleza, sentido maternal y deferencia que harían sentir culpable a una madre trabajadora y exhausta. De los quince libros japoneses de autoayuda más vendidos, nueve son tradicionales, si por “tra­ dicional” entendemos que el autor se opone abiertamente a la igualdad entre mujeres y hombres; cuatro son modernos, en el sentido de que abogan por la igualdad entre mujeres y hombres, y dos combinan ambas carac­ terísticas. En cambio, de los veintiocho libros estadounidenses de autoa­ yuda más vendidos, quince son modernos, nueve son tradicionales y cuatro combinan ambas características. Tomado como totalidad, el grupo más grande de libros japoneses de autoayuda (ocho, o aproximadamente la mitad) se ocupa de las prácticas culturales y de las virtudes morales de las mujeres, que se manifiestan en

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todo lo que éstas hacen. Un número más pequeno trata del amor hetero­ sexual (très), las relaciones entre padres e hijos (très) y la vejez (uno). El grupo más grande de libros estadounidenses de autoayuda (quince, o apro­ ximadamente la mitad) se ocupa del m atrim onio y del am or heterose­ xual. Una cantidad mucho menor trata de las “virtudes” femeninas (siete), haciendo hincapié en aspectos psicológicos - y no m orales- del carácter. Al igual que en el Japon, cerca de una quinta parte de los libros (seis) examinan las relaciones entre padres e hijos. Ninguno de los libros estadouni­ denses de autoayuda publicados durante este período trata de la vejez. Algunos libros tradicionales, como ;Q ué hermosa mujer!, de Soshitsu Sen, ensalzan la virtud de la mujer que se preocupa por su aspecto. Sen (1980:32) cita a un novelista que recuerda asi a su madre: Como tenia seis hijos, estaba muy ocupada por las mananas. Sin em ­ bargo, ninguno de sus hijos la vio jamás con un camisón desalinado o con la ropa sucia, porque mi madre despertaba antes que nosotros. Abria la pequena ventana, comenzaba a disolver su polvo facial en agua y en un instante se empolvaba el rostro, se peinaba el cabello y se ponía el kimono con gran prolijidad. Es por eso que mi madre siempre se ve her­ mosa en mis recuerdos. Además de la belleza, los libros japoneses tradicionales ponen de relieve la modéstia y la deferencia. En Cómo disciplinar a las ninas, M inoru Hamao (1972: 62) dice que las madres deben ser deferentes con su marido en todo momento frente a las ninas. “ M i esposa suele decir a mis hijas: ‘Espere­ mos a papá para comer porque llegará pronto’” Si Hamao llega tarde, su esposa permite que las ninas coman antes y lo espera para comer con él. “ No sólo en lo que respecta a la comida, sino en todos los asuntos impor­ tantes, mi esposa deja que yo tome la décision final. Si m i hija quiere dinero, mi esposa le dice [... ] ‘Si papá dice que si, te lo doy’.” Más importante aun, la esposa japonesa debe ser maternal tanto con sus hijos como con su marido: debe hacer por su marido muchas de las cosas que hace por sus hijos. Por ejemplo, en Historia de lafeminidad, Kenji Suzuki (1983b: 17-18) describe con orgullo la diligencia con que su esposa elige la ropa interior, las medias, la camisa, el saco y el panuelo que él usará cada dia. Suzuki cuenta que en una oportunidad, durante su ninez, se lastimo la rodilla. Recuerda que una nina se le aproximo y “ saco un panuelo de la manga de su kimono mientras me preguntaba: ‘^Estás bien, Kenchan?’, y vendó m i herida [...]. Fue mi primera experiencia de la ternura femenina [...]. Desearia que la herida siguiera doliéndome, para que Sacchan pudiera

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venir a mi casa”. Después agrega, con resentimiento: “ Eso ocurrió cuando las ninas aún eran tiernas”. Los libros japoneses modernos de autoayuda hacen hincapié en la independencia de las mujeres y en lo que se interpone implacablemente en su camino: la cultura japonesa. A diferencia de los libros estadounidenses modernos, que ven pocos obstáculos culturales en el camino de “tenerlo todo”, los libros japoneses modernos de autoayuda hacen foco en las costumbres. Quizás el mejor ejemplo de esta tendencia sea el libro La capacidad de las mujeres depende dei lenguaje (1985), de Kumiko Hirose, una famosa locutora radial de la Corporación Radiodifusora Japonesa. En su libro, Hirose (1985:140-144) describe cómo luchó para que su audiência la escuchara cuando compartia el m icrófono con un locutor de sexo masculino: “Yo no podia hacer preguntas, y los invitados al programa sólo miraban a mi colega hombre. Me convertí en una tsuma, una guarnición del sashimi en el plato de la cena”. Su lucha la llevó a abogar por la introducción de câmbios en la manera en que los hombres y las mujeres hablan japonês. (Conviene senalar que la lengua japonesa se ensena con diferentes entonaciones, tonos y vocabulário según el género, de manera tal que las muje­ res hablan un dialecto diferencial. El pronombre “yo” [ Watashi] que usan las mujeres es cortês y de género neutro, a diferencia dei más agresivo “yo” [Ore] usado por los hombres.) Hirose llama a usar un japonês más unisexual a fin de que las mujeres tengan la posibilidad de asumir la misma autoridad en la vida pública, aunque ella misma sienta que no puede usar vocabulário masculino ni siquiera en el trabajo. Dado lo que a muchas mujeres japonesas les parece natural, y dado el deseo que siente Hirose de establecer un vínculo con su audiência, la locutora cree que no resultaria adecuado hacer la elección personal de hablar el idioma de los hombres. Cree que primero debe producirse un cambio en la cultura más general. Resulta elocuente la manera en que Hirose cree que su lucha contra la cultura japonesa es perfectamente compatible con los estrechos lazos maternales y filiales que la unen a su familia y a sus amigos. Hirose habla a su audiência como si se dirigiera a su familia y a sus amigos, y así remeda el sistema de parentesco. Cuando se enferma, sus admiradores le mandan car­ tas. Cuando ellos se enferman, ella les escribe o les envia regalos. Hirose se resiste a ser una mera tsuma decorativa en el mundo masculino de la radio japonesa, pero no arremete “por su cuenta” como tipicamente recomiendan los libros estadounidenses de autoayuda. En la radio, asume el papel de una joven que recibe el estímulo de una mujer mayor. Por ejem­ plo, cuando estuvo a punto de abandonar su program a de los sábados por la tarde -cuenta Hirose-,

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la razón más importante por la que no lo hice fue una tarjeta enviada por una mujer de mediana edad, que decía así: “ Cuando estaba en el hospital, me reconfortaba profundamente escucharte en la radio”. Para mí, que era casi presa de mis nervios [a raiz de su lucha contra los cole­ gas de sexo masculino que trabajaban en la estación de radio], sus palabras fueron como rayos de sol. Hirose dice lo siguiente de su audiência: “ La calidez que me brindaron los oyentes me ayudó a sanarme dei aislamiento y de la soledad, así que nunca permitirá que se sientan solos o aislados” (ibid.: 140-141,241). Hirose también relata cómo trató de obtener el respaldo de su escéptica suegra para la lucha que llevaba adelante en el trabajo. Cuenta que su madre, al ver cuánto trabajaba, le recomendo que invitara a su suegra a observar la vida que llevaba en el estúdio de radio y así apreciar su tra­ bajo. Hirose no escribe sobre su familia y sus amigos como si éstos fueran incompatibles con su dura batalla para lograr equidad en el trabajo: da por sentado que ambas cosas van juntas. Quizá ese supuesto aceptado con calma, junto con el espacio cultural que parece implicar, constituya su consejo más esencial. Unos pocos libros japoneses de autoayuda tratan principalmente de cómo combinar el trabajo con la crianza de los hijos. En Cartas de un empre­ sário a su hija, la traducción japonesa de un autor canadiense, Kingsley Ward cuenta que su esposa (aunque no él) tomó licencia de un trabajo ejecutivo de alto vuelo cuando sus hijos eran pequenos, para convertirse en escritora independiente. M ás tarde, la esposa adquirió fam a desempenándose como guionista de programas televisivos infantiles: se adaptó a las necesidades de sus hijos y alcanzó el êxito. Otros libros modernos promueven un papel más activo para el padre. Kingsley Ward (1989:16) exhorta a los padres jóvenes a que cambien pana­ les, lleven a sus hijos al médico, laven los platos y hagan las compras, todo ello de buen talante. En Este amor es para siempre: Diario de Yakadaisho para la crianza de los hijos (1981), Uzo Kayama -u n actor famoso que repre­ senta a un valiente aventurero- cuenta cómo cambia panales a las tres de la manana y juega a la pelota y al tren con sus cuatro pequenos. Aunque su esposa ama de casa hace más que él en el hogar, el modelo que offece Kayama significa un avance con respecto al estereotipo dei hombre asalariado japonês, quien -com o dice un reffán - llega a la casa, se sienta y pro­ nuncia tres palabras: “ cena, bano, sueno”. El libro de Kayama se asemeja al best seller estadounidense de Bill Cosby, Fatherhood [Paternidad] (1987). Ambas obras son biografias de actores famosos casados con amas de casa,

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y ambas celebran la paternidad activa desde la distancia segura de su rol de principal proveedor. Éstas podrían ser buenas y malas noticias para la madre trabaj adora dei Japón. Por un lado, la tradición de ese país es más fuerte. A ojos de la mayoría de los autores japoneses conservadores que escriben libros de consejos y de autoayuda, la madre que sale a trabajar, incluso si se ve obligada a hacerlo, corre el riesgo de perder su feminidad, su sentido maternal y posiblemente sus buenos modales. Por otro lado, Hirose brinda respaldo social a su familia y a su comunidad, y también recibe agradecida el res­ paldo que éstas le brindan.

T R A D IC IO N E S E ST A D O U N ID E N SE S: “ t o c a L A B O CIN A SI A M A S a j e s ú s ”

En contraste con los japoneses, los libros estadounidenses tradicionales restan importância a la tradición. Por ejemplo, Tener hijos no es para cobar­ des, del doctor James Dobson (1987:129), ofrece un poema humorístico sobre los tiempos modernos. En “ ^Dónde han ido todas las abuelas?” el autor dice lo siguiente: En un remoto y distante pasado, cuando los tiempos eran pausados, la abuela tejía en la mecedora cuidaba ninos a toda h ora... Pero hoy en día no se la ve; se fue al gimnasio o salió a correr, con la pandilla se fue a viajar o llevó a unos clientes a almorzar. En efecto, a diferencia de los tradicionalistas japoneses, que emplean un tono serio, nostálgico o reganón, muchos bestsellers tradicionalistas esta­ dounidenses son humorísticos. Los tres de Erma Bombeck - Motherhood: The second oldest profession, Aunt Erm a’s cope book y The grass is always greener over the septic tank- no tratan sobre el ama de casa bella, perfecta y maternal, sino sobre su antítesis cómica. Bom beck se rie de su propia fealdad, y cuenta que cuando se ve el cuello en un espejo recuerda que ya hace rato no hace caldo de gallina. También bromea sobre la deferencia con su marido. Cuando su marido le pregunta si se casó con él por amor

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o por su habilidad para hacer reparaciones en la casa, ella se queda mirándolo sin decir palabra. Finalmente, él dice: “ Está bien, voy a reparar la pileta de la cocina”. Bombeck incluso bromea sobre el sentido maternal. Por ejemplo, escribe en su diário: “ Estoy terriblemente preocupada por Fulanito, o como se liame”. O se queja de que “ el punto culminante de m i dia es el momento en que desanudo con los dientes los cordones de las zapatillas que un nino ha sudado durante todo el día” Cuando, después de que el m atrimonio se mudó a los suburbios para criar a sus hijos, el marido le pregunta por qué necesita tener su propio auto, la autora bromea sobre el aislamiento de la esposa suburbana: “Así podré ir a la tienda, entrar al equipo de bolos, almorzar en el centro con las chicas, hacer trabajo voluntário [...]. Quiero ver el ancho mundo [...]. Quiero rodar mis neumáticos con el resto de las chicas. ^No lo entiendes? [Quiero hacer sonar la bocina si amo a Jesús!” (Bombeck, 1976:113-155). Así, Bom beck abraza el rol de ama de casa suburbana, pero no lo hace con seria nostalgia -com o ocurre con su análogo japonês- sino riéndose dei papel que asumió. De manera similar, en Love and marriage Bill Cosby (1989: 247) senala que él es el hombre de la casa, pero es su esposa Camille quien tiene “ las llaves”. Entre los libros japoneses, el hum or suele encontrarse en el extremo moderno dei conti­ nuo -com o en Guia dei amor para hombres perezosos, de Shusaku E n d o y no en el más severo extremo tradicional. El humor trae aparejado el tema de la diversión. Los libros estadounidenses tradicionales, como los de Morgan, Bombeck y Cosby, defienden las bondades del tradicionalismo, no porque sea lo correcto -com o en el caso de los japoneses-, sino porque es divertido. Así, el argumento más pro­ fundo en favor de la tradición no es lo que ésta representa en algún sen­ tido objetivo, sino la sensación que produce. Los best sellers estadounidenses modernos celebran a la madre trabajadora y preparan para ella un camino emocional. Si los libros tradiciona­ les adoptan un aire de conversación jovial de sobremesa, los modernos ubican a la lectora en el diván dei psicoanalista para que exam ine sus “cuestiones” con seriedad. A menudo centrados en los problemas con los hombres, los libros como Smart women, foolish choices, de Cowan y Kin­ der, o Las mujeres que aman demasiado, de Robin Norwood, no dedican su tono más serio a la veneración del pasado sino a la sanación del corazón moderno. Los libros estadounidenses modernos también honran menos, si no dedican menor atención, al respaldo social de la familia, los amigos y los companeros de trabajo. Los progresistas no cuentan historias equivalen­ tes a la de Kumiko Hirose y su invitación a la suegra para que la vea tra-

104 I LA mercantilización

de la vida íntima

bajar en el estúdio de radio. En ellos escasean las menciones agradecidas de la madre o de los buenos amigos. De vez en cuando aparece alguna refe­ rencia al respaldo que puede brindar un amigo o un pariente, pero estas ideas se expresan como al pasar, sin incluir comentários apreciativos sobre los benefícios que proporcionan tales instancias. En tanto que la locutora japonesa pone de relieve una oportunidad en la que una adm iradora de mayor edad le infunde valor, los textos estadounidenses apuntan sus reflectores hacia una heroína solitaria. En los libros japoneses, los lazos sociales ayudan a una persona a lograr sus obje­ tivos; en los estadounidenses, en cambio, parecen obstaculizar el camino. Tanto los autores japoneses como los estadounidenses parecen dar por sen­ tado que una mujer necesita espacio cultural para lograr la igualdad con los hombres. Pero los estadounidenses dan a entender que las mujeres obtienen ese espacio por su cuenta, mientras que los japoneses suelen hacer hincapié en la ayuda potencial que pueden proporcionar los aliados en el marco de la familia y la comunidad. La diferencia entre las dos culturas en relación con los vínculos sociales no se limita a la valoración: también es distinto el objeto dei vínculo. Ninguno de los libros estadounidenses aborda exclusivamente el tema de los ancianos, y la mayoría lo menciona poco y nada. Cuando se hace alusión a la vejez -com o en Having it all, de Helen Gurley Brow n- no se la considera una ocasión para ayudar a los demás sino un aspecto a evitar o disimular. En el best seller japonês Cómo envejecer juntos, el autor Hajame Mizuno aborda el conflicto entre el trabajo de las mujeres fiiera dei hogar y el cui­ dado de los ancianos, y sugiere que los ancianos deben desarrollar sus propios intereses. Además, M izuno (1978:105) senala que los hombres tendrán que aprender a ser más considerados con su esposa cuando se jubilen: “ Se suele decir que si no se usa el cerebro al envejecer, el cerebro se avejenta con mayor rapidez. Si te quedas en casa sin hacer nada y le dices a tu esposa: ‘Dame tabaco, dame fuego, dame mis periódicos’ - s i actúas a sí- tu cerebro envejecerá más velozmente y tu destino final será la senilidad”. Según un dicho popular japonês, los hombres jubilados “ se pegan a la esposa como las hojas caídas a los pies”. Los libros japoneses modernos aconsejan a los hombres que se encarguen ellos mismos de ir a buscar el tabaco y colaboren con las tareas de la casa. Tal como ocurre en el Japón, en los Estados Uni­ dos son principalmente las mujeres quienes cuidan a los ancianos. Al evi­ tar el tema de la vejez, los libros estadounidenses de autoayuda evaden un problema fundamental para las madres trabajadoras, y como consecuencia no abordan las políticas y las reformas laborales que necesitan muchas mujeres para combinar su trabajo con el cuidado de otras personas.

LIVIANDAD Y PESADEZ

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Los libros estadounidenses de autoayuda -m odernos y tradidonales por igual- suelen hacer silencio sobre los hermanos, los tios, los primos, los parientes políticos y los feligreses para centrar la atención en un solo hombre que ocupa el lugar principal en la vida de una mujer: indican cómo encontrarlo, cómo reparar el vínculo con él y cómo mantenerlo al lado. Tal vez ello se deba a que en los Estados Unidos ese único hombre ha pasado a ser el equivalente emocional de la comunidad. Considerados en su totalidad, los libros de autoayuda dejan entrever dos lados dei individualismo estadounidense. El lado bueno de este individualismo permite a las mujeres encontrar el espacio cultural para beneficiarse con las oportunidades dei capitalismo avanzado, pero el lado maio equipara el respaldo social con una carga y lleva a preferir las soluciones individuales a las sociales.

CO M PARACIÓ N DE L A E L A ST IC ID A D C U LTU R A L: TONO Y C O N TEN ID O

En relación con sus homólogos estadounidenses, los libros japoneses de autoayuda reflejan un abanico mucho más amplio de nociones sobre el papel que desempenan las mujeres. En el extremo conservador se ubica Cómo disciplinar a las ninas, de M inoru Hamao, ex preceptor del emperador y de dos príncipes. Hamao (1972:62) recomienda que “ las madres muestren respeto por la autoridad superior de su marido en toda circunstan­ cia”. En el otro extremo, la locutora Kumiko Hirose denuncia la autoridad diferencial incorporada a los estilos lingüísticos de hombres y mujeres. Entre los libros estadounidenses de autoayuda, los extremos están mucho más cercanos. El ex preceptor del emperador y la locutora de radio refle­ jan una elasticidad cultural más amplia que la existente entre, por ejemplo, Tener hijos no es para cobardes, de James Dobson, y Smart women, foolish choices, de Cowan y Kinder. Paradójicamente, en una cultura más homogénea como la japonesa, los libros de autoayuda parecen expresar un abanico más amplio de perspectivas que los de la heterogénea cultura esta­ dounidense. Quizás esta circunstancia se deba a que en las décadas de 1970 y 1980 se produjeron câmbios más rápidos en el Japón que en los Estados Unidos, con lo cual se abrió una brecha más amplia entre lo viejo y lo nuevo. También la gama de tonos de autoridad es mucho más amplia en los libros japo­ neses de autoayuda. Algunos autores escriben con un severo tono de mando, como si dijeran: “ Tengo un derecho incuestionable a decirte qué debes

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hacer”. Por ejemplo, los consejos del ex preceptor imperial toman la forma de un centenar de mandamientos (“ Debes..

“ No debes..

Las reglas

son absolutas -n o dependen del contexto- y Hamao adopta la posición de único árbitro. En uno de los prefácios a Cómo disciplinar a las ninas, el autor senala lo siguiente: “ Este libro es para padres y madres de ninas, para muchachas jóvenes que están a punto de casarse y para mujeres estudiantes. Quiero que esas personas lean mi libro y también quiero recibir críticas de los maestros y de otros educadores” (Hamao, 1972:5). El autor no invita a que las ninas o las jóvenes formulen críticas. Algunas autoras japonesas parecen escribir con el espíritu de una hermana mayor: “ ^Por qué no lo intentas de esta manera? Podría funcionar”. Es probable que tal gama de tonos también se deba a la mayor diferencia que existe en el Japón entre las maneras en que las mujeres y los hombres -a l menos los hombres más viejos y conservadores- asumen la autoridad. Entre comienzos de los anos setenta y fines de los ochenta se angostó un poco la brecha de género que diferenciaba los estilos de aconsejar, con lo cual sólo quedaron tres tipos de voces: la vieja voz autoritaria masculina, la nueva y más democrática voz m asculina y la nueva voz democrática femenina. En los homólogos estadounidenses faltaba la vieja voz autori­ taria masculina. Aunque la mayoría de los libros japoneses de autoayuda fueron escri­ tos por hom bres, el tono autoritário no proviene dei tradicionalism o, sino de la masculinidad. Una mujer tradicional -Yaeko Shiotsuki, autora de Introducción a los ritos de pasaje y gran maestra de la ceremonia japo­ nesa dei té - comienza su obra con modéstia: “ Cuando el editor me animó a que escribiera este libro me preocupé por las limitaciones de mi habilidad para hacerlo, pero decidí aceptar la oportunidad que se me presentaba. Consultando a otros profesionales de esta especialidad, finalmente fui capaz de terminarlo” (Shiotsuki, 1970:3). Las autoras japonesas feministas, tales como Kumiko Hirose y la hum o­ rista Fumi Saimon, adoptan un tono más firme, pero también más expuesto, igualitário y fraternal, que las asemeja más a las autoras - e incluso a los autores- estadounidenses. Por ejemplo, Saimon (1990: 227-228) termina así su Arte de amar. ^Por qué pude escribir sobre el amor? [...]. Si alguien es genio de nacimiento y resuelve ecuaciones dificiles de un plumazo, ^de qué le servi­ ría a la mayoría de la gente que relatara cómo aprobó el examen de ingreso a la Universidad de Tokio? Lo mismo ocurre con el amor. Si con sólo caminar por la calle, una mujer es abordada por hombres que le pro-

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ponen acostarse con ellos o recibe propuestas de los más ricos o pala­ bras de amor de los artistas, y luego escribe acerca de sus experiencias amorosas, su libro será inútil para la mayoría de las jóvenes (aunque muy interesante como historia). Las personas comunes deberían darse por satisfechas si se enamoran una o dos veces en la vida [...]. Yo misma me enamoré perdidamente sólo una o dos veces. Y ésos son los tesoros de mi vida. Experimentar el amor verdadero una o dos veces en la vida representa un gran êxito para las personas comunes y corrientes. El tono de las autoras estadounidenses no difiere mucho dei que usan los autores de sexo masculino, porque los autores hombres basan su autoridad -a l igual que las m ujeres- en la experiencia profesional y personal. También escriben apelando al deseo que siente el lector de encontrar una manera eficaz de relacionarse con el sexo opuesto, y no al anhelo de corrección moral. En Smart women, foolish choices, lejos de impartir ordenes “ Debes o no debes..

Cowan y Kinder (1985: x v i, xm ) dicen:

Quizá te preguntes quiénes somos, y por qué creemos que tenemos algo que decir a las mujeres inteligentes sobre sus relaciones con los hom ­ bres. Somos psicólogos clínicos y trabajamos con sesiones individuales de psicoterapia [...]. Como hombres, creemos entender cómo piensan, sienten y reaccionan otros hombres. Vamos a contarte acerca de algunas estratégias que funcionan con ellos y [... ] revelar ideas y estratégias que esperamos te convencerán de que el aparente enfrentamiento actual entre los sexos puede dar un giro y transformarse en tu oportunidad de rei­ vindicar experiencias encantadoras y satisfactorias con los hombres. A l respaldar la credibilidad de sus consejos con algo tan personal como su género, Cowan y Kinder se asemejan a autoras como Robin Norwood (Las mujeres que am an dem asiado) o Susan Forw ard y Joan Torres ( Cuando el amor es odio: hombres que odian a las mujeres y mujeres que siguen amándolos). Ambos conjuntos de libros abren una ventana fascinante que nos permite contemplar un repertorio de supuestos culturales respecto del espacio cul­ tural del que disponen las mujeres para vivir una vida moderna. Los libros japoneses definen el espacio cultural haciendo referencia a lo virtuoso o no virtuoso (moralidad), o a los buenos o malos modales. Los estadouni­ denses definen el espacio cultural en relación con los sentimientos autên­ ticos o inautênticos.

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En ambas culturas, las creencias y las prácticas son objeto de negociaciones culturales colectivas. Los libros de autoayuda nos muestran las propuestas que traen las mujeres en proceso de modernización, y sus aliados - y los hombres tradicionales y sus aliados- a la imaginaria mesa de negociaciones. Desde esta perspectiva, algunas costumbres son herramientas en manos de quienes defienden el patriarcado, y otras sirven a quienes propugnan la equidad. También hay costumbres que son útiles para ambas partes, o bien para ninguna. Las costumbres que se sostienen con liviandad -p o r ejemplo, con h um or- valen menos como elemento de compensación que las costumbres que se consideran sagradas. En libros como éstos, la afirmación dei desafio a la cultura dominante forma parte de una bata11a silenciosa por establecer términos culturales que favorezcan a la madre trabajadora. Para las mujeres japonesas, el problema radica en promover una revolución de género. A fin de lograrlo, deberân cuestionar divisiones de género cuya raigambre es muy profimda. Creemos que el ethos más comunitário del Japon también plantea problemas a las madres trabajadoras japone­ sas, pues son las mujeres quienes se encargan de los rituales que mantienen ese ethos. Por otra parte, su orientación en cierto modo más colectiva las protege contra la trampa de caer en el estancamiento de la revolución, es decir, de emanciparse individualmente en el marco de una sociedad que déjà a cada mujer librada a sus propios medios. El problema que enffentan las mujeres estadounidenses consiste principalmente en hallar la salida de ese estancamiento, y para lograrlo necesitan un enfoque más comuni­ tário que el “ hágalo usted misma” propuesto por los libros estadouniden­ ses. Paradôjicamente, a fin de comenzar una revolución de género necesitamos una cultura “ liviana” que brinde a las mujeres espacio cultural para desplazarse, pero a fin de llevarla a término necesitamos apoyarnos en la cultura más “densa” de cuya matéria se compone el respaldo social.

Segunda parte Un yo imbuido de sentimientos

La capacidad de sentir*

Una imagen en la pantalla de cine, un pasaje literário o una mirada pueden conmovernos profundamente. ^Qué se conmueve en nosotros? ^Córno contribuye la cultura a nuestra emoción? ^Cómo entienden los sociólo­ gos el papel que desempena la cultura? En el presente ensayo examino las respuestas de sociólogos y psicoanalistas para luego proponer una pers­ pectiva sociológica dei sentimiento que continuará exponiendo en los cuatro ensayos siguientes. Cabe aclarar que por “emoción” me refiero a la conciencia de la cooperación corporal con una idea, un pensamiento o una actitud, y a la etiqueta adosada a esa conciencia. Por “ sentimiento” entiendo una emoción más suave. Tan esenciales son para nuestra vida social los sentimientos y la emo­ ción que resulta notable cuán escasa atención les han dedicado los soció­ logos. iPor qué ocurre esto? No porque la gente que estudiamos no tome por real el “ hecho” de sentir. Tampoco ocurre porque factores como el empleo, el sexo, la edad, la procedência étnica o la experiencia religiosa se sepan desligados de las maneras de sentir en determinadas situaciones. En otras palabras, no ocurre porque nos falte evidencia ni porque el tra-

* Con el título original de “ The sociology of feeling and emotion: Selected possibilities”, el presente ensayo se publicó por primera vez en Marcia Millman y Rosabeth Moss Kanter (eds.), Another voice: Feminist perspectives on social life and social science, Garden City, n y , Anchor Press/Doubleday, 1975 [© Sociological Inquiry], pp. 280-307, y se reproduce con permiso de Blackwell Publishing, Oxford. Escribí este ensayo en 1974 (apareció en 1975), y desde aquellos tiempos ha surgido una nueva especialidad de la sociologia -la sociologia de las emociones-, así como la Sociedad Internacional de Investigaciones sobre la Emoción, ambas en la década de 1980. Si se desea consultar una bibliografia sobre la especialidad, véase mi The managed heart (1983; reimpreso con nuevo epílogo en 2003).

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bajo de los sociólogos haya pasado por alto la manera en que los actores sienten. Por lo general, la etnografia, la psicologia social experimental y la sociologia cualitativa mencionan los conceptos de emoción y sentimiento cuando explican por qué las personas proceden como proceden y piensan como piensan, pero hasta ahora no han colocado los sentimientos en primer lugar para considerados desde una perspectiva sociológica. Quizá la razón principal que explica esta carência consista en que como sociólogos somos miembros de la misma sociedad a la que pertenecen las personas que estudiamos. Compartimos sus sentimientos y sus valores. Al igual que la nuestra, la cultura de esas personas separa el pensamiento dei sentimiento y define a aquél -la cognición, el intelecto- como algo supe­ rior al sentimiento. Resulta significativo que los términos “emocional” y “ sentimental” hayan pasado a connotar formas degeneradas o excesivas de los sentimientos. Así, cuando miramos a través dei prisma de nuestra cul­ tura racionalista, vemos la emoción como un impedimento para actuar y para percibir el mundo tal como es en realidad. Pero incluso si efectivamente desacreditáramos la emoción como dimensión de la experiencia -algo que yo no hago-, ^por qué habrían de igno­ raria los sociólogos, si estudian muchas otras cosas que han caído en des­ crédito?1 Creo que ello se debe al empeno que ha puesto esta disciplina en ser reconocida como “ciência real”, empeno que se remonta a la cândida aspiración de Auguste Comte, supuesto padre de la sociologia, de hacer de ella una física social. Esta búsqueda desacertada que sólo nos permite estudiar los aspectos más objetivos y mensurables de la vida social coin­ cide con los valores de la cultura tradicional “masculina”, a la que las mujeres académicas, por exclusión, han estado en cierto modo menos expuestas. Pero si procuramos acercar la sociologia a la realidad cerrando un ojo para no ver los sentimientos, el resultado será m uy pobre. Necesitamos abrir ese ojo y reflexionar acerca de lo que vemos.

TR E S IM Á G E N E S D EL YO

Gran parte de la ciência social parece basarse en dos imágenes dei yo que, como todas las imágenes de este tipo, ponen de relieve ciertos aspectos de la vida a la vez que se alejan de otros. La primera imagen es la dei yo cons-i i Por cierto, los grandes sociólogos, eri especial Durkheim, M a rx y -p o r supuestotambién Freud, han tocado el tema de las emociones.

LA C A P A C i O A D DE S E N T I R

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ciente, cognitivo. De acuerdo con ella, queremos algo conscientemente (por ejemplo, dinero o estatus) y calculamos a conciencia los méritos que suponen diversas maneras de conseguirlo. Por ejemplo, Erving Goffm an nos introduce en un mundo de la persona que se presenta y, más en particu­ lar, en el mundo de los cálculos racionales que nos conducen a montar cada presentación. Es un mundo del hombre común como ilusionista, un mundo de impresiones que se manejan y manipulan con el objeto de trazar un autorretrato favorable. Considérese la cita de Willard Waller que incluye Goffman (1959:4; trad, esp.: 16): “ Numerosos observadores han informado que cuando una joven recibe una llamada telefónica en los dormitorios, con frecuencia se deja dejar llamar varias veces antes de acudir para dar a las otras jóvenes amplia oportunidad de enter arse”.* Goffm an nos muestra que calculamos mucho más de lo que pensamos, pero pasa por alto el hecho de que también sentimos de maneras socialmente establecidas mucho más de lo que creemos hacerlo. No nos muestra, por ejemplo, que un sentimiento inducido socialmente -com o la ansiedad o el m iedo- puede llevar a una joven que vive en una residência estudiantil a calcular sus ventajas de manera compulsiva. Cierto es que tales cálculos no constituyen un rasgo constante de la conciencia de todos. Es posible que los forasteros y los subordinados se preocupen por verse, sonreír o hablar apropiadamente más que los reyes y las reinas, cuya presentación de la persona (del yo) se apoya sin conflicto en un título hereditário incuestionable. Al igual que muchas imágenes, ésta no es desacertada, pero su utilidad es sólo parcial por lo que elige poner de relieve. Implica que sabemos con claridad lo que queremos, y hace hincapié en el hecho de tener una meta (no en la duda o en el triunfo adosados a ella) y en el uso de un medio (no en la culpa, la aprensión o el regocijo que conlleva). Quienes postulan el modelo de un yo racional no suelen negar que los actores sientan. Pero suponen que pierden poco si pasan por alto los sentimientos, o si los clasifican prolijamente como “ médios” y como “ fines” La segunda imagen, que debemos a Sigmund Freud, es la del yo emo­ cional inconsciente. Aqui nos guían motivaciones inconscientes, y hacemos o pensamos cosas cuyos significados son más comprensibles para los exper­ tos que para nosotros. Se dice que este yo es “movido” o “empujado” por un número limitado de “ instintos”, “ impulsos” o “ necesidades” con el objeto de lograr, adoptar o hacer una serie de cosas que emergen como meros médios o fines. Philip Slater (1968), por ejemplo, explora el âmbito dei afecto inconsciente centrando la atención en los canales subterrâneos a traTraducción modificada. [N. de la T.]

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m e r c a n t i l i z a c i ó n de la v id a í n t i m a

vés de los cuales la energia emerge en forma de conducta, y casi circunvalando por completo la conciencia o el sentimiento dei actor.2 Esta imagen, al igual que la dei actor cognitivo consciente, no niega la conciencia afectiva: las imágenes no niegan nada. Antes bien, la focalización en el pensamiento consciente, como propone Goffman, o en los impul­ sos inconscientes, como proponen Freud y Slater, abandonan los sentimientos conscientes en una tierra de nadie que se extiende entre ambos enfoques. Como consecuencia, necesitamos una tercera imagen: la dei yo sensible, un yo que tiene capacidad de sentir y conciencia de tal caracterís­ tica. Lejos de calcular con ffialdad o expresar ciegamente emociones incontroladas, el yo sensible es consciente de sus sentimientos, así como de las numerosas directrices culturales que los configuram En la vida cotidiana a menudo definimos conscientemente nuestros estados subjetivos (“ Hoy me siento ansioso” ), lo que a su vez contrasta con una corriente de experiencia previa que se da por sentada (“ No suelo sentirme ansioso” ). Más aun, seleccionamos diversas etiquetas (como ansiedad, molestar, tensión) de los vocabulários emocionales que están a nuestra disposición en cierto momento y lugar dei mundo, y las aplicamos a esos estados. Todo estúdio sociológico se centra en una gama de variaciones. En el estúdio dei yo sensible, distinguimos entre uno y otro estado emocional según el vocabulário que tengamos a mano para definir las emociones. Exploramos lo que esperamos sentir y lo que queríamos sentir. Con percepción clínica, a veces ligamos esos estados emocionales a procesos incons­ cientes que se desarrollan bajo la “ punta dei iceberg” de la conciencia, pero no perdemos de vista las pautas implícitas en los términos que apli­ camos a nuestros estados emocionales ni el “prestigio” que supone cada término. Podemos describirnos como “ apáticos”. Pero ^hasta qué punto es maio ser apático? ^Es siempre un problema? ^Alguna vez es un estado normal o promedio? Tal como observan Gordon Allport y H. S. Odbert (1936), ciertos términos (como depresión, hastío, disgusto, apatia)* comenzaron a ser usados en inglês sólo después dei siglo x v i i i , y el sentido moderno de algunos términos más antiguos se ha vuelto más subjetivo (por ejemplo, inhibición, vergüenza, decepción).** Estas etiquetas no so n -tal como senalan dichos autores-“símbolos unívocos que han correspondido a varie­

2 Por ejemplo, Slater (1968) sugiere que la madre esclava-cautiva griega descarga su agresión inconsciente en el hijo, y causa así su homosexualidad. Véanse también Slater, 1964,1966; Seeley, 1967; Marcuse, [1955] 1969. * Depression, ennui, chagrin y apathy, respectivamente. [N. de la T.] ** Constraint, embarrassment y disappointment, respectivamente. [N. de la T.]

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dades fijas de la disposición humana a través de diferentes épocas” (ibid.: 3). Además, los sentimientos -ta l como los indivíduos los describen para sí mismos y para los dem ás- pueden variar de acuerdo con diversos parâ­ metros sociales. Así como determinadas conductas (como el suicídio, el homicídio y la delincuencia) se distribuyen de manera despareja a través de las capas sociales y la corriente temporal, también necesitamos preguntarnos si las diversas emociones, como el goce o la depresión, se despliegan de maneras que reflejan patrones sociales más abarcadores, y por qué lo hacen. Ahora bien, ^no nos coloca en una situación peculiarmente embarazosa el carácter esquivo de nuestro tema? En primer lugar, los sentimientos se relacionan con los actos de muchas maneras, por lo cual no pueden ser en absoluto indicadores claros y ordenados de las acciones. Por ejemplo, William Kephart (1967) planteó la siguiente pregunta a unos jóvenes que iniciaban sus estúdios universitários: “ Si una persona tuviera todas las cualidades que ustedes desean, ^se casarían con ella aunque no estuvieran ena­ morados?” El 64 por ciento de los varones, pero sólo el 24 por ciento de las mujeres, respondió que no. En apariencia, el enamoramiento se vincula de diferente modo al acto de casarse para los hombres y las mujeres. También se suscita otra cuestión. ^Qué ocurre si en un momento pen­ samos que estamos enamorados, pero más tarde evaluamos el pasado y declaram os que sólo se trataba de un capricho pasajero? O bien, ^qué ocurre si pensamos que estamos enamorados, pero nuestro amado y nues­ tro terapeuta no están de acuerdo? Tales incertidumbres no constituyen razones para evadim os hacia otras preguntas que descansan sobre un terreno sociológico más sólido. Êste es terreno sociológico. Tiene la máxima solidez que el terreno sociológico puede alcanzar. Si queremos pretender que sabemos cuál “es en realidad” la emoción dei actor (por ejemplo, “ en realidad, es depresión” ) y llamar “ sesgo” a lo que la persona piensa que es (“ estoy cansado” ), aun así dificilmente escape por completo a ese “ sesgo” nuestra disposición intelectual. Porque cuando dejamos de lado la codificación dei sentimiento que hace el propio actor, y su ignorância o sus hábi­ tos lingüísticos, dejamos de lado aspectos sociales de la emoción. Elim i­ namos desde el comienzo lo que luego afirm am os no encontrar: una sociologia dei sentimiento y de las emociones. Entonces, sólo nos quedan inferências en relación con los instintos y con las motivaciones por un lado y la cognición por el otro, porque hemos planteado la pregunta de modo tal que no puede conducirnos a otro resultado. Por el contrario, si partimos de la idea de un yo capaz de sentir -d e un yo sensible-, nos interesamos en la definición propia que la persona tiene

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de ese sentimiento. Así aprendemos cómo el indivíduo usa un “vocabulá­ rio de las emociones” y qué situaciones o regias sociales provocan u ocultan los sentimientos. La imagen de un yo sensible no implica la ausência de fuerzas inconscientes que nos lleven a sentir como lo hacemos. No implica que dejarse llevar por las emociones o carecer de ellas en determinadas situaciones sea algo “ bueno” o “maio”, “enfermizo” o “ saludable”. El hecho de sentir suele considerarse “ racional” en el sentido más amplio de suponer adaptabilidad, y el de no sentir a menudo se ve como un fuerte indi­ cador de inadaptación. El empresário que sintió terror al ver, oler u oír hablar dei humo que salía dei World Trade Center, y por consiguiente huyó dei lugar, termino mejor que sus colegas que, trágicamente, no sintieron suficiente miedo. En su teoria de la organización económico-social, Weber (1966) pro­ pone un modelo de acción social basado en un conjunto desacertado de categorias: la acción social racional exenta de emociones y la acción em o­ cional irracional. De esa manera confunde la irracionalidad referida al pensamiento y a la acción con la irracionalidad referida al sentimiento, y como consecuencia da a entender que los indivíduos no necesitan emoción y sentimientos para comprender verdaderamente lo que sucede y seguir un curso de acción racional. También sugiere que las instituciones no necesitan personas que presten atención a sus sentimientos y a los sen­ timientos ajenos a fin de adaptarse a su entorno y actuar con racionalidad. Weber creia que las emociones eran importantes, y deploraba el “ sesgo racionalista” que podría desarrollarse a partir de algo que en su opinion no era más que una herramienta metodológica. No obstante, creo que no advirtió hasta qué punto las emociones son necesarias para hacer que las cosas funcionem Consideremos el ejemplo que propone para postular un curso de acción racional en la bolsa de valores. Weber analiza las desviaciones de la conducta racional como algo que el sociólogo podría expli­ car haciendo referencia a las “ emociones irracionales” (por ejemplo, el pânico). Sin embargo, en el âmbito de la emoción, la diferencia entre la bolsa de valores en estado normal y una brusca depresión de las acciones equivale a la diferencia entre los agentes bursátiles en estado de euforia y los agentes bursátiles sumidos en la desesperación. La noción según la cual las emociones sólo ingresan en la vida de los agentes bursátiles cuando cunde el pânico o sólo conducen a actuar de manera irracional resulta altamente cuestionable. No cabe duda de que la emoción y los sentimientos también son ingre­ dientes activos de la conducta racional. Una jornada normal en la bolsa de valores mostraria con creces que un dia de trabajo bueno y racional tam-

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bién incluye sentimientos tales como la excitación, la ansiedad o el regocijo. Weber confunde la ausência real de emociones con la norm a predo­ minante de neutralidad afectiva que suponemos han adoptado para sí los agentes bursátiles. Por otra parte, la imagen dei yo sensible no sólo guia nuestra mirada hacia las oleadas excepcionales de emoción, como las que inundan los pânicos bursátiles, los trances religiosos y las multitudes alborotadas, sino que también nos hace considerar las emociones normales que sentimos en la oficina, la fábrica, la escuela y el hogar.

LA R EFLEX IÓ N SOBRE E L SE N T IM IEN T O

Necesitamos una manera sociológica de reflexionar sobre la emoción, y para lograrlo es preciso reunir un pensamiento que está disperso entre las ciências sociales e inserto en diversos enfoques de los vínculos entre la estructura social y la emoción.3 En el prim er enfoque (asociado a la im a­ gen dei yo cognitivo y consciente) se establece un vínculo entre el con­ texto social y la reflexión sobre las emociones, pero sin analizar a fondo el sentimiento consciente. En el segundo enfoque (asociado con la imagen dei yo inconsciente) se establece un vínculo entre los fenómenos emocionales inconscientes y la estructura social, pero se omite una vez más el sen­ timiento consciente. En el tercer enfoque se analiza la relación entre la capacidad de sentir y sus etiquetas, pero desaparece de la vista el contexto social.4 El prim er acercamiento a la sociologia de las emociones consiste en estudiar qué y cómo pensamos en relación con la emoción y con el sentimiento. Éste es el interés de los teóricos de la atribución, que analizan las ideas de

3 Algunos escritores buscan raíces en la fenomenología (Davitz, 1969; Block, 1957; Sartre, 1948), en Freud (Seeley, 1967; Slater, 1964) o en Simmel (Klatsky y Teitler, 1973), en tanto que otros esquivan completamente a las ciências sociales y se remontan a Descartes (Davis, 1936), lo que sin duda es signo de infanda intelectual con un tranquilo desacuerdo respecto de la filiación. 4 Más aun, cada enfoque usa el término “emoción” de manera diferente. En el primer enfoque, el término se refiere a un concepto que utilizan los actores para darle sentido a su experiencia. En el segundo, la “emoción” se refiere a un concepto que utiliza el científico social para comprender la experiencia dei actor remitiéndose a su inconsciente. En el tercero, el término también se refiere a un concepto que utiliza el científico social, pero aqui se define como la asociación entre una experiencia corporal o psíquica y el significado y el rótulo cultural que se le asigna. Creo que lo mejor será partir de la tercera conceptualización y extenderla hasta incorporar nociones extraídas de las otras dos.

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los actores acerca de las causas de su conducta (Jones éta l., 1972). Los psi­ cólogos experimentales han estudiado cómo los actores utilizan dichas ideas en sus atribuciones de causalidad. El antropólogo Robert Levy (1973) también ejemplifica este enfoque. Entre los tahitianos -sen ala- la respuesta emocional a la pérdida de un ser querido se atribuye a una “enfermedad”. El amor romântico se vincula con los celos extremos, y ambos se relacionan con la “ locura” : son malos y anormales. De manera algo similar, Alan Blum y Peter McHugh (1971) hacen hincapié en el motivo y dejan de lado la emoción. Para ellos, un motivo es una manera de concebir la acciôn social. Desde la perspectiva de los etnometodólogos radicales, la “ manera de con­ cebir la acciôn social” no es poca cosa, dado que estos teóricos creen que en ello consiste toda acciôn social. Incluso si aceptamos este concepto de acciôn social, necesitamos saber qué piensa el actor de su propia vida afectiva -su capacidad de sentir- a fin de descubrir los supuestos en que basa sus explicaciones. Por ejemplo, en el estudio de los roles de género resultaria interesante explorar las diferencias entre los géneros en relación con los motivos que aducen para explicar el porqué de sus actos. En la década de i960 era común y aceptable que una m ujer de clase media dijera: “ Dejé la universidad porque me enamoré de tu padre”, pero no ocurría lo mismo con su equivalente masculino (“ Dejé la universidad porque me enamoré de tu madre” ). Una m ujer que en la actualidad hiciera esa declaración despertaria cuestionamientos, dudas y críticas, y lo mismo ocurriría con un hombre. El segundo enfoque, correspondiente al yo emocional e inconsciente, nos conduce a Freud y a las aplicaciones de su pensamiento a las ciências socia­ les. Si bien las obras de teóricos tan diversos como John Dollard et al. (1939), John Seeley et al. (1967), Philip Slater (1964), Geoffrey Gorer (1964), M ar­ garet Mead (1949), Erik Erikson (1950) y Bronislaw Malinowski (1927) nos brindan enriquecedoras integraciones de campos que están - o estabanconsiderablemente diferenciados (por ejemplo, el psicoanálisis y la socio­ logia), suelen pasar por alto el yo sensible. De ello resultan estúdios que centran la atención simultáneamente en el inconsciente y en lo social, con lo que el sentimiento consciente resulta derrotado esta vez por dos frentes. En Dollard étal. (1939:7), por ejemplo, se utiliza el término emocional“ frustración” para referirse a conductas observables que resultan de situaciones en las que no tienen lugar los actos que se esperaban. Entre la situación inductora y la conducta consecuente, Dollard sólo echa una mirada casual a la experiencia individual consciente de la frustración y a la respuesta que da el individuo a su experiencia. El “quid” de la frustración que se desplaza de un asunto a otro, el “quid” socialmente causado y a su vez causante de

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la conducta, permanece misteriosamente oculto a la vista. De Dollard apren­ demos más sobre el aspecto situacional que sobre la respuesta. No obstante, su investigación sugiere que la agresión -u n a vez que sabemos cómo la percibe la persona agresiva- puede ser “desplazada”. (Éste es el tema central de un apartado de su ensayo llamado “ Feelings and the politics o f aim”, y del ensayo “Amor y oro”, en la parte 4 de este libro.) El tercer enfoque, basado en la imagen del yo sensible, nos conduce a cartografiar el mundo interior de los sentimientos frente al âmbito cultu­ ral de las etiquetas, procedimiento que se lleva a cabo manteniendo la experiencia constante mientras se examinan las variaciones en las etiquetas, o manteniendo las etiquetas constantes mientras se examinan variaciones en la experiencia, o bien observando la interrelación entre ambos factores sin que ninguno de los dos se mantenga constante.5 Ejemplo de este último enfoque es el estúdio de Robert Levy sobre lo que él denomino experien­ cia transesquemática y esquema cultural entre los tahitianos. En una lista de 301 palabras que describían sentimientos en el diccionario misionero, 47 se referían a sentimientos de enojo y 27 a estados placenteros. A ojos occidentales, algunos sentimientos (como el enojo, la vergüenza y el miedo) eran bien discernibles, en tanto que otros (como la soledad, la depresión y la culpa) eran bastante imprecisos. Cuando se estudian las diferencias entre los sexos, podemos determi­ nar si las mismas etiquetas se refieren a experiencias distintas para hom5 Stanley Schachter ejemplifica el primer enfoque; Joel Davitz, el segundo, y Robert Levy, el tercero. Para Schachter, la emoción es básicamente una excitación fisiológica con un rótulo asignado (Schachter y Wheeler, 1962; Schachter, 1964; Walster, 1976). En un experimento, el autor dei estúdio aplico inyecciones de epinefrina a unos sujetos y placebo a otros. A algunos de los sujetos se les informo qué experiencia fisiológica se esperaba, a otros se les informo mal y a otros no se les dijo nada. Luego, todos los sujetos fiieron puestos en una situación que inducía al enojo (en una habitación con una persona enojada) o en una situación que inducía a la euforia (en una habitación con un hombre que arrojaba avioncitos de papel, etc.). Los sujetos excitados fisicamente por la droga que no habían recibido información y fueron expuestos a una companía iracunda o eufórica tendieron a equiparar su estado al que experimentaba la persona que estaba con ellos. Como consecuencia, clasificaron de distinta manera “la misma” experiencia fisiológica, según su propia explicación, y el medio social. Davitz (1969) hace lo opuesto: mantiene constantes las etiquetas y examina variaciones en los informes de la experiencia que los individuos les adjudican. Pidió a los participantes que completaran una lista de preguntas relacionadas con cincuenta emociones, informando acerca de sensaciones físicas, percepciones de la situación y conducta expresiva. En su limitada muestra universitária halló un consenso considerable en torno dei vínculo entre el rótulo emocional y la experiencia, aunque ello ocurrió más en el caso de algunas emociones.

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bres y mujeres, y de qué manera lo hacen. Por ejemplo, las mujeres estudiantes entrevistadas por Kephart (1967) dijeron haber experimentado más “enamoramientos fugaces” que los estudiantes varones. Según este autor, cuando las mujeres rememoran el pasado, “ asocian las aventuras amoro­ sas a enamoramientos transitórios [...] y las recuerdan como caprichos pasajeros” (ibid.: 472). Dado que las mujeres defienden el ideal monógamo -razonó Kephart- tienden a reetiquetar o re-recordar el amor dei pasado como “ mero enamoramiento pasajero”. Así, en relación con la primera imagen dei yo cognitivo consciente y la segunda imagen dei yo em ocional inconsciente, tenemos dos líneas de investigación que tienden a dejar de lado el sentimiento consciente. Pero si partimos de la imagen del yo sensible, nos encontramos con una línea de investigación que relaciona los sentimientos con una profusa comprensión cultural de éstos. Podemos desarrollar esta línea de investiga­ ción en dirección a la psicologia profunda (basándonos en Dollard, Erikson, Freud y Chodorow) o en una dirección cognitiva (siguiendo a Blum y McHugh). Los sociólogos también han senalado las causas y las consecuencias sociales de muy diversos sentimientos y emociones.6 En lo que hace a las causas, algunos autores -com o el historiador Herbert Moller (1958) y el filósofo C. S. Lewis (1959), en sus estúdios sobre el am o r- abordan el contexto histórico más amplio, en tanto que otros -com o Edward Gross y Anthony Stone (1964), en sus estúdios sobre la vergüenza- enfocan el escenario inmediato de las interacciones. En lo que respecta a las consecuencias, el antropólogo George Foster (1972) -entre otros-, en su clásico estúdio sobre la envidia analiza las costumbres y las instituciones que funcionan para prevenir este sentimiento mediante la devaluación, el ocultamiento o la repartición simbólica dei objeto envidiado. Para Foster, la desigualdad es causa natural de la envidia, que luego se previene mediante diversas costumbres sociales. En un estúdio igualmente clásico sobre los celos, Kingsley Davis (1936) pone en tela de juicio la naturalidad de los celos sexuales. Rechazando la posición dei historiador de la familia Edward Westermarck, según la cual el adultério “ naturalmente” despierta celos y así da lugar a la monogamia, Davis sugiere que la verdadera causa de los celos ocasionados por el adultério radica en las expectativas establecidas por la propia institución de la monogamia. Su estúdio se centra en los celos dei 6 Algunos autores analizan los celos (Davis, 1936), la envidia (Foster, 1972; Schoeck, 1966), la vergüenza (Modigliani, 1968; Gross y Stone, 1964), la confianza (Deutsch, 1958; Klatsky y Teitler, 1973), la agresión y la hostilidad (Berkowitz, 1962; Gurr y Ruttenberg, 1967; Walters, 1966), la pena profunda (Averill, 1968) y el amor (Goode, 1974; Huizinga, 1970; Lewis, 1959; Moller, 1958; Rubin, 1973).

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hombre por la esposa concebida como propiedad. Esta propiedad puede tomarse prestada o prestarse sin celos, como ocurre en algunas socieda­ des tradicionales: sólo el robo o la invasión de su propiedad despierta celos en los hombres. Así, los sentimientos adquieren su significado y su carácter total sólo en relación con un tiempo y un lugar dei mundo específicos. Y cada con­ texto tiene una dimensión norm ativa, una dimensión expresiva y una dimensión política. La dimensión normativa de un contexto se refiere a nuestro sentido de lo que creemos apropiado o correcto. Dirige nuestra atención hacia la rela­ ción entre el sentimiento y las regias dei sentimiento. Es así que podríamos decir: “ Esta situación me pone contento, pero yo no debería sentirme tan contento”. Tanto los sentimientos como sus regias son inducidos social­ mente, y lo mismo ocurre con el conflicto potencial entre ambos factores. La dimensión expresiva de cualquier contexto tiene que ver con la relación entre los sentimientos de una persona y la comprensión que otras personas tienen de esos sentimientos, al igual que su reacción ante ellos, es decir que está ligada con el problema de la comunicación, en cuyo marco nos enfrentamos con la verdad o con la falsedad inferida de los sentimientos y no con su incorrección. La dimensión política concierne a la relación entre los sentimientos de una persona y el objeto de esos sentimientos. Pone de relieve el afecto dirigido a quienes se ubican en un nivel más alto o más bajo, o son más o menos poderosos que el actor. La primera dimen­ sión nos inform a sobre los juicios con respecto de los sentimientos; la segunda, sobre la comunicación dei sentimiento, y la tercera, sobre la dirección dei sentimiento. Es la imagen dei yo sensible la que dirige nuestra mirada hacia estos tres aspectos dei sentimiento. Las regias dei sentimiento definen lo que im aginam os que deberíamos y no deberíamos sentir, y lo que nos gustaría sentir en una gama de circunstancias: muestran cómo juzgamos el sentimiento. Difieren de las regias de la expresión en el hecho de que una regia de los sentimientos gobierna nuestra manera de sentir, mientras que una regia de la expresión gobierna la manera en que expresamos el sentimiento. Podemos pensar las regias dei sentimiento como la parte inferior de las regias de encuadre (las regias que gobiernan nuestra forma de ver las situaciones). Juntos, el encuadre y el sentimiento determinan nuestra comprensión profunda de la situación que se desarrolla ante nosotros. Las regias dei sentimiento también suelen interiorizarse en profundidad, aunque -obviam en te- no tanto en el caso de los ninos, los locos y los traumatizados como en el caso de los adultos emocionalmente sanos.

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Si bien en el próximo ensayo (“ La elaboración dei sentimiento” ) exploraré las regias de los sentimientos, querría desarrollar aqui la idea gene­ ral. Cuando juzgamos inapropiado o incorrecto un sentimiento, en realidad aplicamos una de las tres varas de medir que podríamos denominar tipos de adecuación: a) la adecuación clínica se refiere a lo que se espera de las personas normales y saludables (la persona piensa que su enojo es “ saludable”, aunque sea moralmente incorrecto); b) la adecuación moral se refiere a lo que es legítimo desde el punto de vista moral (la persona se enfurece con un nino indefenso, pero ese sentimiento puede ser m oral­ mente inapropiado); c) la adecuación socio-situacional se refiere a lo que requieren las normas específicas de una situación (por ejemplo, sentirse exaltado en una fiesta). Estos tres tipos de adecuación corresponden a los roles dei clínico, el clérigo y el experto en etiqueta, y a menudo -a u n ­ que no siem pre- los tres sentidos dei término se refuerzan mutuamente o se fusionan en la práctica. Tomemos el ejemplo de la envidia, es decir, el sentimiento de desear lo que tiene otro. Las sociedades generan envidia cuando crean ganadores y perdedores y devalúan a los perdedores por el hecho de que pierden.7 Si bien el mandamiento moral contra la envidia es aplicable a ganadores y perdedores por igual, la envidia se distribuye desigualmente entre estas dos categorias. Hay más envidiosos entre quienes se sienten perdedores o creen que otros los consideran perdedores. Como consecuencia, la envidia social­ mente inducida (“te envidio” ) está en discórdia con la regia establecida por la sociedad (“ no debería envidiarte” ). Esta disyunción podría adquirir su mayor fuerza entre los pobres religiosos (para quienes se fomenta la envi­ dia y su prohibición) y debilitarse al extremo entre los ricos irreverentes (para quienes ambos factores podrían ser menores). Digo “podrían” por­ que la situación final siempre tiene lugar exclusivamente en el individuo (véase Chodorow, 1999). Es posible que la discrepância entre el sentimiento de la envidia social­ mente inducida y las regias de la envidia resulte en una serie de costumbres sociales y acuerdos institucionales que lidian con ella. El antropó­ logo George Foster (1972) sugiere que la experiencia de la envidia es el resultado de a) nociones sobre las reservas de “ bienes” limitados o ilimi­ tados que son objeto de deseo (dinero, amor, honor, seguridad), b) su distribución, y c) el principio de equivalência (la tendencia a igualar los bienes). Foster menciona vários dispositivos sociales que lidian con la envi­ dia: ocultar o negar la posesión de lo codiciado; compartirlo de manera 7 En cambio, sentimos celos cuando tememos que alguien se lleve lo que ya tenemos.

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real o simbólica. Las riquezas extremas que se han incrementado recientemente en los Estados Unidos, la ética de la “ igual oportunidad” y el indi­ vidualism o crean en conjunto una susceptibilidad general a la envidia. Sin duda, la gran popularidad de que gozan los juegos televisivos y los pro­ gramas que ofrecen la posibilidad de “casarse con un milionário” constituye una forma de reparto simbólico. Pero cabe preguntarse cómo recogen los individuos la posta que deja la cultura. Así como los sentimientos están ligados a regias en un contexto nor­ mativo, también se vinculan con expresiones en un contexto expresivo. De la misma manera en que evaluamos nuestra experiencia en un contexto de regias, también juzgamos las expresiones emocionales de los otros en un contexto de expresividad. Cuando cotejamos regias y sentimientos, juz­ gamos si un sentimiento es apropiado en el sentido clínico, moral o situacional. Cuando cotejamos expresiones y sentimientos, juzgamos si la expresión es verdadera o falsa, y si responde a una intención parcial o total: tratamos de determinar si corresponde a una experiencia subjetiva “ real”. Cuando dirijo una sonrisa a alguien, le offezco un indicio de m i senti­ miento; por ejemplo, el agrado. Cuando la otra persona me ve sonreír, hace una inferência instantânea, correcta o no. (“ ^Le agrado en serio o sólo trata de ser cortês? ^Es falsa o verdadera esa expresión?” ) Aparte de juzgar si m i agrado o el suyo son apropiados, el interlocutor emprende la tarea de inferir, a partir de mi sonrisa, cuál es mi sentimiento real. Las numerosas decisiones pequenas que nos conducen a descartar o a tomar en serio una expresión se basan en una variedad de factores: nuestro estilo interpretativo, nuestro conocimiento de los hábitos expresivos de la otra persona, nuestro conocimiento de los acontecimientos prévios al encuentro y cosas similares. Estos elementos también funcionan en un con­ texto social más amplio, en el que algunas expresiones son escasas según la costumbre y otras abundan. Así, el “ mercado” general de las expresio­ nes influye en el valor que atribuimos a una sonrisa particular, así como la probabilidad de percibirla como verdadera o falsa. Podemos considerar las expresiones emocionales como un medio de intercâmbio, y trazar una analogia entre la traducción de expresión a expe­ riencia y la traducción de un billete de dólar a las cosas que simboliza.8Al igual que el papel moneda, hay una gran cantidad de sonrisas y cenos fruncidos en circulación. Son simbólicos con referencia a ciertos acuerdos que se dan por supuestos, respecto de qué gesto corresponde a qué signifí8 Talcott Parsons (1968) aplica la idea de currency to power [la noción de dinero circulante aplicada al poder].

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cado y en qué contexto. A l igual que el dinero, las expresiones funcionan sobre la base de la confianza en que cierta expresión (por ejemplo, un puno cerrado) corresponde a una determinada gama de experiencias interiores (por ejemplo, el enojo o la bravata exuberante). Así, nuestra confianza en un gesto descansa en la confianza general que se deposita en la validez de tales expresiones, es decir, en el vínculo general que la une con la experiencia interior. Cuanto más se burocratiza nuestra sociedad, más se estandarizan, mercantilizan y despersonalizan las demostraciones públicas dei sentimiento, y tanto más las pasamos por alto. El botones saluda amablemente; el camarero dice “que disfrute de su comida” ; la recepcionista sonríe: todas esas expre­ siones abundan tanto que casi hemos cesado de imaginar que corresponden a algo real. Aun así, la amabilidad mercantilizada reviste enorme importância, porque de alguna manera nos hace sentir a salvo en medio de una multitud de extranos. Al igual que el suelo arable, la amabüidad pública preserva la vida, requiere mantenimiento y es vulnerable a la erosión. En una sociedad mercantilizada, la expresión positiva está más “ inflada” que las expresiones -p o r ejem plo- de envidia, enojo o resentimiento: hay más dólares falsos en circulación. Así, una leve expresión de enojo suele adjudicarse con más certeza a un enojo verdadero que una expresión de agrado a un agrado real. Las expresiones de enojo son más “ serias” y es más probable que se las perciba como “ verdaderas”.9 En el mercado general de las expresiones hay nichos particulares asociados con subpoblaciones o estratos regionales. En el mercado expresivo de Italia meridional, por ejemplo, el enojo es “ más barato” que entre los yanquis de Maine.10 Más aun, la socialización de roles de género puede conducir a que las expresiones de enojo sean más escasas y “ serias” para las mujeres que para los hombres. Daphne Bugental y sus coautores (véase Bugental, Love y Gianetto, 1971) muestran que, en comparación con los 9 El concepto de “falso” tiene al menos dos significados: la discrepância entre la manifestación percibida y el sentimiento inferido (“artificialidad” ) y la discrepância entre la naturaleza verdadera u original de algo y su versión expuesta (“ falta de autenticidad” ). Aqui uso el término en el primer sentido. 10 Los contextos expresivos también varían a lo largo dei tiempo, con câmbios de estilo en la expresión emocional. Quizás un análisis de la industria cinematográfica resulte esclarecedor en este sentido, en especial si se observan las películas “malas” y las que adquieren popularidad en diferentes momentos. Hollywood es a la expresión de las emociones lo que el Departamento de Estado es a las relaciones exteriores: ejerce cierta hegemonia cultural en el âmbito de las emociones, en tanto nos ensena cómo “ se besa” y cómo “se pelea”, es decir, cómo han de expresarse y manejar se los sentimientos.

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hombres, las mujeres son más propensas a sonreír cuando sienten enojo o frustración. En su estúdio de las expresiones faciales, el psicólogo Paul Eckman (en una comunicación personal) halló que las mujeres tienden más a enmascarar (ocultar rápidamente) el enojo, en tanto que los hom ­ bres suelen enmascarar el miedo. Un estúdio de la manifestación dei afecto en los cuentos infantiles podría mostrar que en ellos se retrata a las ninas expresando más el miedo que el enojo, mientras que en el caso de los ninos es más probable lo opuesto. En cualquier caso, la traducción de expresión (exterioridad) a sentimiento (interioridad) y viceversa se lleva a cabo con referencia a diferentes expectativas respecto de las expresiones de enojo en hombres y mujeres. Los sentimientos no sólo se ligan con regias (en contextos normativos) y con expresiones (en contextos expresivos), sino también con sanciones (en contextos políticos). Aqui podemos explorar la relación entre poder11 y sanción, por un lado, y el objeto dei sentimiento y la expresión, por otro lado. En tanto que los primeros dos niveles se relacionan con sentimien­ tos y con pensamientos conscientes (el yo sensible y cognitivo), este tercer nivel se vincula con sentimientos que suelen ser inconscientes. La relación entre sanción y sentimiento varia según los sentimientos. En la medida en que el enojo se desvia de su objeto “ legítimo”, por ejemplo, suele desviarse hacia “ abajo” y caer en relativos vacíos de poder. Así, es más probable que el enojo se dirija a personas cuyo poder es menor, y menos probable que recaiga en personas más poderosas: el enojo corre por los canales que ofrecen la resistência más débil. Este proceso alcanza su máxima claridad en el caso de las expresiones de enojo, pero creo que, más ligeramente, lo mismo ocurre con la experiencia dei enojo propiamente dicha. El patrón general que se describe aqui es análogo a la jerarquia de las bromas observada por Rose Coser (1960). Luego de analizar las conversaciones salpicadas de episodios humorísticos que el personal de un hospi­ tal psiquiátrico mantuvo en sus reuniones a lo largo de tres meses, Coser llegó a la siguiente conclusión: “ Quienes tenían una posición más alta tomaban la iniciativa de incluir el hum or con mayor frecuencia. M ás significa­ tivamente aun, si estaba presente, la persona que era blanco de las bromas nunca gozaba de una autoridad más alta que el iniciador” (ibid.: 95). En la medida en que las bromas con un “ blanco” funcionan como encubrimiento benigno de la hostilidad, reflejan el patrón de esta manera. 11 Algunos ven en la emoción un gran factor igualador, pues presuponen que los poderosos no necesariamente gozan de más sentimientos buenos que quienes carecen de poder. Soy escéptica en este sentido, porque dudo de que el poder y la emoción estén desvinculados.

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Por el contrario, los sentimientos más positivos suelen subir la cuesta sociopolítica (por ejemplo, besar la mano dei papa, inclinarse ante la reina, estrechar la mano dei presidente). Bajo el gobierno dei miedo socialmente organizado se desarrollan a la vez la tendencia descendente de los senti­ mientos negativos y la tendencia ascendente de los sentimientos positi­ vos, dirigidos a poderosas figuras paternales (véanse Dollard et al., 1939: 40-44 ; Levy, 1973: 286).12 Cuando se los desvia, el enojo y el resentimiento suelen encaminarse hacia abajo. Pero de más está decir que no todo enojo se desvia hacia abajo: estallan revoluciones y se difunden ideologias que desafían a la élite y encienden a las masas. Aun así, al menos gran parte de la cultura estadounidense nos ensena a dirigir hacia arriba nuestros canales de identificación y hacia abajo nuestro desdén y nuestro enojo. Además, los poderosos pueden protegerse (mediante porteros y secreta­ rias) de la exposición a la hostilidad, recurso al que tiene mucho menos acceso la gente sin poder. Si bien es posible que el enojo se dirija hacia arriba y se suspenda la regia contra la envidia, como en el caso de las revo­ luciones, resulta asombroso observar cuán rara ha sido siempre esa cir­ cunstancia en los Estados Unidos.13 Aqui, el aspecto emocional de la “ falsa conciencia” -sentirse contento con un destino injustamente distribuidoes más la regia que la excepción entre los desposeídos. ^Por qué? ^Cómo “ organizan” y canalizan el descontento, e inhiben el desafio, los médios masivos o el aparato político? Para saberlo, sin duda, es preciso comprender la política con que se determina el sentido de las direcciones. Este patrón de corrientes ascendentes y descendentes tiene consecuencias enormes para los âmbitos emocionales que habitamos. Quienes se ubican cerca de la base en la pirâmide de jerarquias de poder suelen soportar una cantidad desproporcionada de enojo desplazado. Por ejemplo, una mujer no sólo recibe la frustración que su marido desplaza de la oficina a la casa, sino también el enojo de otras mujeres que sufren desplazamientos similares. De la misma manera en que una mujer traslada su enojo hacia 12 En el caso de las emociones positivas que se dirigen hacia arriba, a menudo existen benefícios secundários latentes. Cuando una persona de menor estatus se identifica positivamente con una de mayor estatus, puede producirse una “transferencia mágica” de bienes (“mediante la identificación con mi jefe o jefa obtengo algo que de lo contrario no conseguiría: su poder y su prestigio). Véase Hochschild, 1973: cap. 5. 13 Hay cuatro factores principales que parecen explicar los câmbios de dirección: un cambio en la fuerza de los incentivos que llevan a apuntar en cierta dirección, un cambio en la fuerza de los controles que determinan la dirección, un cambio en las condiciones que sirven de “válvula de escape” o de seguridad, y un cambio en la medida dei contacto y la integración afectiva de las personas involucradas.

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abajo (hacia los ninos), y ocasionalmente hacia el costado (las otras mujeres), ella deviene el objeto menos poderoso del enojo de hombres y mujeres. Los menos poderosos son bianco de m uy diversas hostilidades. En un sentido, se vuelven los empleados dei departamento de quejas de la sociedad. Quienes están en los peldanos más bajos de la escala política suelen percibir el m undo como un lugar hostil. Por el contrario, los poderosos no sólo reciben una cantidad despro­ porcionada de dinero y prestigio, sino que también disfrutan de más recom­ pensas emocionales. Los habitantes de la cima suelen percibir el mundo como un lugar benigno. Ello resultará más probablemente cierto cuantas más posiciones jerárquicas (clase, raza, género) se ocupen. Una de las razones por las cuales resulta deseable obtener poder, honor y gloria es, preci­ samente, la posibilidad de lograr protección contra la hostilidad y exponerse a la admiración y al agrado. Por consiguiente, puede afirmarse que las personas poderosas y las que carecen de poder viven en mundos em o­ cionales, sociales y físicos diferentes. Todas estas consideraciones tienen consecuencias para el estúdio de género. Podríamos examinar con considerable seriedad el caso proverbial dei jefe que pierde los estribos con el trabajador, el trabajador que pierde los estribos con su esposa, la esposa que se enoja con los hijos y los hijos que patean al perro. La tarea más importante consistiría en explorar los sentimientos conscientes de las personas que ocupan cada articulación de la serie de cataratas emocionales. En segundo lugar, deberíamos determi­ nar qué enojo parece estar “desplazado” y cuál no: podemos preguntarnos quién y cómo se enoja con quién y por qué razones. Cuando un marido se enfurece por un polio chamuscado, y cuando una madre pierde los estri­ bos por un pequeno error de continência, resulta viable hacer una conje­ tura sobre el desplazamiento dei enojo partiendo de la idea de que estos actores, “en realidad” o “ también”, se enojan por otra cosa. Sin embargo, a fin de desarrollar tales conjeturas, necesitamos inspeccionar las expectati­ vas contextuales de las personas que componen la “cadena de enojos”, así como las de los sociólogos que las estudian. Lo “ social” llega mucho más allá de lo que nuestras imágenes actuales dei yo nos llevan a creer. Los roles y las relaciones sociales no reflejan simplemente patrones de pensamiento y acción que dejan las emociones en un âmbito intocado, atemporal y universal. Lejos de ello, existen patrones socia­ les dei sentimiento propiamente dicho. Como sociólogos, nuestra tarea con­ siste en inventar una lupa y un par de binoculares a fin de seguir el rastro de los numerosos vínculos que existen entre el mundo que configura los sentimientos de las personas y las personas con capacidad de sentir.

6 La elaboración del sentimiento*

^Por qué la experiencia emotiva de los adultos normales es tan ordena­ da? ^Por qué la gente suele sentirse alegre en las fiestas, triste en los fiinerales y feliz en las bodas? Esta pregunta no se refiere a convenciones de la apariencia o dei comportamiento, sino que nos lleva a examinar las con­ venciones de los sentimientos. Tales convenciones sólo se vuelven sorpresivas cuando, por contraste, imaginamos hasta qué punto la actividad emo­ tiva puede carecer de patrones y volverse impredecible en las fiestas, en los funerales y en toda la vida adulta normal. En efecto, cuando los nove­ listas se proponen crear escenas conmovedoras, evocan todo el peso de una regia dei sentimiento. Por ejemplo, en Tendidos en la oscuridad, William Styron (1951: 291) describe a una novia confundida y desesperadamente infeliz en el “ feliz” día de su boda: Cuando ella dijo sus votos no separo los lábios como todas las novias que él había visto hasta entonces -exponiendo sus blanquísimos dientes en una pequena exhalación, extática y anh elan te- sino que lo hizo con una especie de resignación irónica y sombria. Había sido la * Este ensayo se publico por primera vez bajo el título “Emotion work, feeling rules, and social structure”, en American Journal o f Sociology 85, N° 3,1979:551-575 (copyright © The University o f Chicago. Todos los derechos reservados.) Resume parte del argumento presentado en The managed hearty “ La capacidad de sentir” (capítulo 5 de este libro). El estúdio que le dio origen ha recibido el generoso respaldo de una beca Guggenheim. Aunque las expresiones de gratitud en este tipo de notas al pie forman parte de una convención (como lo demuestra el presente ensayo), y aunque la convención dificulta el desciffamiento de la autenticidad, deseo de todos modos expresar mi reconocimiento a Harvey Faberman, Todd Gitlin, Adam Hochschild, Robert Jackson, Jerzy Michaelowicz, Caroline Persell, Mike Rogin, Paul Russell, Thomas Scheff, Ann Swidler, Joel Telles y a los resenadores anónimos de a j s .

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breve sombra de un estado de ânimo, apenas un destello, pero sufi­ ciente para que él notara que su “ Sí, quiero”, más que una promesa, parecia una confesión, como las cansadas palabras de una m onja afli­ gida y errante. Nada en la fingida alegria de la novia podia disfrazar esa circunstancia. En contraste con el caótico fluir de sentimientos que emerge de los víncu­ los reales, las regias dei sentimiento son más perdurables (aunque también cambiantes). En una cultura en cuyo marco las parejas amorosas se eligen libremente, la novia debería sentir que quiere dar el “sí” con “ una pequena exhalación, extática y anhelante”. Ahora bien, ^qué es el sentimiento o la emoción? Defino la emoción como la cooperación corporal con una imagen, un pensamiento, un recuerdo: una cooperación de la cual el indivíduo suele ser consciente. Usaré los términos “ emoción” y “ sentimiento” indistintamente, aunque el término “ emoción” denota un estado de sobrecogimiento que no surge de “ sentimiento”. La expresión “ manejo de las emociones” es sinónima de “elaboración de las emociones” y de “actuación profunda”. $Qué ocurre con las emociones? Erving Goffman (1961:23) sugiere tanto la sorpresa a explicar como parte de la explicación: Descubrimos que los participantes controlan ciertos estados psicológi­ cos y actitudes porque, en última instancia, la propia regia general de sumarse al humor que impera en el encuentro trae aparejado el acuerdo de suspender los sentimientos contradictorios [...]. De hecho, es tan general nuestra supresión de los afectos inadecuados que necesitamos buscar las inffacciones a esta regia para recordar la normalidad de su fiincionamiento. En este contexto, la palabra clave - y curiosamente burocrática- es “ inade­ cuados”. A la luz dei pasaje de William Styron citado más arriba, también podríam os agregar “ perturbadores”, o incluso, en el sentido emocional, “peligrosos”. “ Entonces, ^por qué está esa mujer en el altar?

por qué así?”,

nos preguntamos. Además, desde el punto de vista de los invitados, y sin duda dei novio, ^qué tienen de maio los sentimientos reales que subyacen a la alegria fingida de la novia? Esta línea interrogativa sugiere que tenemos en la mente el sentimiento correcto que debería experimentar la novia. ^Córno hemos de entender tal cosa? Tenemos a nuestra dispòsición dos enfoques posibles. Uno consiste en estudiar la situación que parece causar los sentimientos de la novia. El otro,

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en estudiar actos secundários realizados por encima de la corriente irreflexiva de experiencias emotivas primarias en curso, es decir, cómo trata o no trata la novia de alterar el estado de sus sentimientos. El prim er enfo­ que aborda la influencia que ejercen los factores sociales en los sentimientos; el segundo, la influencia que ejercen los factores sociales en lo que la gente piensa y hace en relación con sus sentimientos o con su percepción de lo que sentirá (es decir, actos mediante los cuales evalúan y manejan los sen­ timientos). Es posible que quienes adoptan el prim er enfoque piensen que el segundo es “demasiado cognitivo”, y quienes se inclinan por el segundo crean que la “estimulación de las emociones primarias” es simplista. Pero necesitamos ambos enfoques y, de hecho, el segundo (que se desarrollará aqui) se basa en cierta interpretación dei primero.1 Si tomamos como objeto de estúdio lo que pensamos o hacemos en rela­ ción con los sentimientos, surgen varias preguntas. ^Qué es una emoción? ^Cuán receptiva es la emoción a intentos deliberados de suprimiria o evocaria? ^Cómo se vinculan las regias de los sentimientos, el manejo de las em ociones, la ideologia y la estructura social? En prim er lugar, lexisten las regias de los sentimientos? ^Cómo las conocemos? ^Cómo se vuelven parâmetro de los intercâmbios sociales? ^Qué aspectos dei trabajo y de la crianza de los hijos podrían explicar las diferentes maneras en

1 W. McDougall (1948) y, en cierta medida, S. S. Tomkins (1962) ponen de relieve la relación entre las emociones y el instinto. (Tomkins elabora una relación entre las emociones y el “feedback facial” según la cual las emociones amplifican las senales fisiológicas.) Los temas centrales que dividen a ambos bandos teóricos son la fijeza, la reflexividad y el origen. Los teóricos organicistas, a diferencia de sus homólogos interaccionistas, suponen una fijeza básica de la emoción que se arraiga en aspectos biológicos dados. Suponen que la interacción básicamente social no afecta a la emoción propiamente dicha; la superfície social no deja de ser lo que implica el término “ superfície”. En el enfoque interactivo, las cosas no son así. El etiquetamiento, el manejo y la expresión dei sentimiento (que los interaccionistas diferencian con mayor claridad) son procesos que pueden “reaccionar” sobre la emoción, y de hecho llegan a constituir lo que queremos decir con el término emoción. Por otra parte, los teóricos organicistas se preocupan más por seguir el rastro de la emoción hacia sus orígenes. Para Freud y James, los orígenes son energéticos o somáticos, y para Darwin, filogenéticos. Los teóricos interaccionistas no se interesan tanto por el origen como por la interfaz entre una situación y una experiencia. La focalización en el origen conduce a los teóricos organicistas a hacer hincapié en los rasgos comunes entre pueblos diferentes y entre la gente y los animales. La focalización en la interfaz social lleva a los interaccionistas a poner de relieve las diferencias. Si se desea consultar innovaciones recientes en la tradición interactiva, véanse Kemper, 1978b; Averill, 1976.

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que los adultos de diversas clases sociales y culturas étnicas o religiosas manejan sus sentimientos?

DOS EX P L IC A C IO N ES DE L A EM O CIÓ N Y DE LOS SE N T IM IEN T O S

^Qué suponemos verdadero en relación con las emociones? Hay una explicación organicista y una interaccionista. Estos enfoques difieren en lo que implican con respecto a nuestra capacidad para manejar las emociones y, por consiguiente, con respecto a la importância de las regias que indican cómo manejarias. De acuerdo con la perspectiva organicista, las cuestiones primordiales conciernen a la relación entre las emociones y el instinto o impulso biologicamente dado. En gran parte, las cuestiones que plantean los teóricos organicistas reciben una explicación biológica. Los primeros escritos de Sigmund Freud, Charles Darwin y -sólo en algunos aspectosWilliam James concuerdan con este modelo.2 El concepto de “emoción” se refiere principalmente a franjas de la experiencia en las cuales no se plan­ tean conflictos entre uno y otro aspecto dei yo: el indivíduo “ se inunda”, está “ sobrecogido”. La imagen que viene a la mente es la de un síndrome reflejo automático y repentino: la expresión instantânea dei granido (Dar­ win), la descarga de tensiones en un determinado momento limite de la sobrecarga (Freud), la noción de una reacción visceral inmediata e ins­ tantânea a un estímulo (Jam es y Lange) cuya percepción tampoco está mediada por influencias sociales. En este prim er modelo, los factores sociales no se perciben como una influencia en la supresión o en la evocación activa de las emociones, sino que sólo se incorporan en relación con la manera en que se éstas estimulan y se expresan (e incluso aqui Darwin se inclina por la posición universalista) (véase Ekman, 1972,1973). De hecho, la emoción se considera fija y universal, y en gran medida se la equipara a un reflejo rotular o a un estornudo. Desde esta perspectiva, manejar una emoción seria tan difícil como manejar un reflejo rotular o un estornudo. Si el teórico organicista se enfrentara al concepto de regias de sentimientos, encontraria dificultades en dilucidar en qué inciden esas regias, o bien a qué capacidad dei yo se recurriría para tratar de obedecer una regia dei sentimiento. Las tenta2 Véanse Freud, 19 11,1915a, 1915b; Logfren, 1968; Darwin, 1955 [1872]; James y Lange, 1922.

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tivas más recientes de vincular una noción organicista de la emoción con la estructura social, tal como se lo propuso con maravillosa audacia Ran­ dall Collins, adolecen en primer lugar de los mismos problemas que subyacían ya a la explicación organicista. Al igual que Darwin, en quien se basa, Collins (1975:59) considera las emociones como capacidades (o suscepti­ bilidades) propias de una persona, que se detonan automáticamente por obra dei grupo que controla el aparato ritual encargado de desencadenarlas. De esta manera, se pasa por alto toda una via de control social -la de las regias dei sentimiento-, porque la capacidad que tiene el individuo de inten­ tar sentir (o no sentir) lo que corresponde según la regia no forma parte dei modelo organicista dei que parte Collins. En la explicación interaccionista, las influencias sociales penetran la emoción con mayor insistência, con mayor efectividad y en más coyunturas. En gran parte, las cuestiones que plantean estos teóricos se explican por factores psicosociológicos. Los escritos de Hans Gerth y C. Wright Mills, Erving Gofffnan, Richard Lazarus, James Averill, Stanley Schachter, Jerome Singer, Thomas Kemper y Judith Katz, junto con algunos aspectos del pensamiento freudiano y neofreudiano más reciente, concuerdan con este modelo.3 Para invocar el vocabulário freudiano, la imagen que se plantea aqui no es la de un ello en fuga, sino la de un yo y un superyó que actúan unidos configurando y reganando al ello, por m uy ineficaz, provisoria o consciente que resulte su actuación. A veces la emoción se postula como un medio psicobiológico de adaptación, análogo a otros mecanismos de adaptación, tales como el tem blor cuando hace frio o la transpiración cuando hace calor. La diferencia entre dichos mecanismos y la emoción estriba en que en esta última participan la percepción, la imaginación y el pensamiento, que en si mismos están sujetos a la influencia social. Al igual que en el primer modelo, los factores sociales influyen en la provocación y en la expresión de las emociones, pero desde esta perspectiva 3 Gerth y Mills, 1964; Goffinan, 1956,1959,1961,1967,1974; Lazarus, 1966; Lazarus y Averill, 1972; Schachter y Singer, 1962; Schachter, 1964; Kemper, 1978b; Katz, 1977; Averill, 1976. Schachter, Gerth y Mills, a quienes considero miembros dei bando interaccionista, no hacen particular hincapié en la volición. Goffman pone el énfasis en los fenómenos que exigen tácitamente aplicar la voluntad y senala los resultados según patrones. Sin embargo, no proporciona una explicación teórica de la voluntad propiamente dicha. No postula un actor en calidad de administrador de sus emociones que pueda llevar a cabo los actos que, por inferência, deben llevarse a cabo a fin de lograr los encuentros que el autor describe tan bien. Desde mi punto de vista, debemos reinstituir un yo capaz de experimentar la emoción y de elaboraria de maneras socialmente pautadas. (Sobre el tema de la voluntad, véanse Piaget en Campbell, 1976, y Solomon, 1973.)

134 I LA mercantilización

de la vida íntima

también guían nuestras maneras de etiquetar, interpretar y m anejar las emociones. Tales acciones, a su vez, vuelven a reflejarse en lo etiquetado, interpretado y manejado; en última instancia, son parte intrínseca de lo que llamamos emoción (véase Schafer, 1976). Esta segunda escuela de pensamiento adjudica a la emoción una profunda raigambre social. El modelo interaccionista adquiere un peso empírico particular en la obra de Lazarus, quien muestra de qué manera los adultos normales, como es el caso de los estudiantes universitários que él sometió a experimentos, pueden controlar sus emociones. La capacidad de estos adultos supera con creces la que se espera de un nino pequeno, un adulto loco o un animal, sujetos en quienes se inspiraron Freud y Darwin; dado que intentamos comprender la experiencia emocional de los adultos normales, haremos bien en explorar el modelo que m ejor les cuadra: la teoria interaccionista. Si es posible, en cierta medida, manejar las emociones y los sentimientos, ^cómo entenderíamos conceptualmente este acto desde una perspec­ tiva social? La teoria interaccionista de las emociones nos conduce a una palestra conceptual que se levanta “entre” el abordaje goffmaniano de las apariencias planeadas a conciencia, por un lado, y el abordaje freudiano de los acontecimientos intrafísicos inconscientes, por el otro. La focalización de A. H. Mead y Herbert Blumer en los gestos conscientes, activos y reactivos habría sido más fructífera si su hincapié en las acciones y en el pensamiento no hubiera oscurecido casi por completo la importância dei sentimiento. La idea dei yo como alguien que maneja sus emociones se nutre de ambas vertientes -G offm an y Freud-, pero no se encuadra por entero en ninguna. Aqui sólo esbozaré los préstamos y los puntos de partida más básicos, y éstos comienzan en Goffman (véanse Mead, 1934; Blumer, 1969; Shott, 1979). e r v in g g o f f m a n

. Este teórico

percibe una ironia importante: el individuo,

de manera consciente y activa, negocia momento a momento un curso de acción personal y aparentemente único, pero a largo plazo toda la acción suele parecer aquiescência pasiva con alguna convención social inconsciente. Sin embargo, la conservación de las convenciones no es un proceso pasivo. Es posible extender y profundizar el enfoque de Goffman mostrando cómo los individuos no sólo tratan de ajustarse exteriormente, sino que también lo hacen en su interior. “ Cuando se expiden uniformes, se expiden pieles”, dice Goffman. Y “dos pulgadas de carne”, podemos agregar (Goffman, 1974). ^Cómo se entienden las dos pulgadas de carne? (Goffman, 1961: 23). Goffm an cultiva una premeditada desatención a los vínculos entre las situaciones sociales inmediatas y la macroestructura, por un lado, y la

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personalidad individual, por otro lado. Si lo que nos interesa es establecer vínculos entre la estructura social, las reglas del sentimiento y el manejo de las emociones, esta premeditada desatención se vuelve un verdadero problema. El “ situacionismo” de Goffm an es una consecución brillante, y debe entenderse como un avance en la historia de la psicologia social. Décadas antes, una serie de obras clásicas vincularon la estructura social con la per­ sonalidad, o las instituciones dominantes con las identidades típicas, y así también relacionaron las conclusiones de la sociologia y la antropologia con las de la psicologia o la teoria psicoanalítica. Estos estúdios aparecieron en una serie de campos dei saber: en la antropologia (Ruth Benedict, 1946), en el psicoanálisis (Erich Fromm, 1942; Karen Horney, 1937; Erik Erikson, 1950), en la sociologia (David Riesman, 1952, i960; Guy Swanson y Daniel Miller, 1966; Gerth y Mills, 1964). Posiblemente en respuesta al trabajo de dichos teóricos, Goffm an pro­ pone un nivel intermédio de elaboración conceptual que se localiza entre la estructura social y la personalidad. Centra la atención en situaciones, episodios y encuentros, deteniéndose en cada uno de ellos. Sus encuentros emergentes no sólo están casi divorciados de la estructura social y de la personalidad: Goffman también parece formular su situacionismo como un sustituto analítico de tales conceptos (1976:77).4No sólo es posible trasponer la estructura -parece decir-, sino también reducirla “ hacia adentro y hacia abajo”, en tanto que la personalidad puede reducirse “ hacia arriba y hacia afuera”, hasta llegar al momento interaccional que “es ahora y luego ya pasó”. La estructura resultante suprime los determinismos de la insti­ tution y la personalidad, con lo cual ilumina el espacio disponible para desplazarse entre ellos. Pero cada episodio -u n juego de cartas, una fiesta, un saludo en la calleadquiere el carácter de un gobierno: nos cobra determinados “ impuestos” en la forma de apariencias que “pagamos” a fm de sostener el encuentro, y nos recompensa en la divisa de la protección contra el desprestigio.5 4 Agradezco a Harvey Farberman por las conversaciones sobre este punto. 5 A fin de vincular el acto momentâneo de la emoción con el concepto de personalidad debemos alterar nuestra perspectiva temporal. Después de todo, un episodio emotivo y el intento de configurado ocurren en un breve fragmento de tiempo. Las situaciones que estudia Goffman suelen ser momentâneas. Centra su atención en el acto, que finaliza cuando cierra el telón y comienza otra vez cuando el telón se reabre. Si extendemos el análisis de Goffman introduciendo la actuación “profunda”, centraremos la atención, al igual que él, en episodios breves, en los “fotogramas” que componen un largometraje. La noción de personalidad supone un modelo más bien perdurable, que trasciende las situaciones. La

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Este modelo de la situación en calidad de minigobierno ilumina algunos aspectos. Sin embargo, a fin de estudiar cómo y por qué “ los partici­ pantes [... ] controlan ciertos estados psicológicos” (Goffman, 1961:23) nos vemos obligados a salir dei situacionismo coyuntural para volver, al menos en parte, al modelo de la estructura social y la personalidad. Es asi que 11egamos a apreciar la importancia de la obra de Goffman de un modo en que él no parece haberlo hecho, como el conjunto crítico de tejidos conectivos con­ ceptuelles por medio de los cuales la estructura y la personalidad, reales por derecho propio, se unen con mayor précision. Porque si nos proponemos entender el origen y los cambios de las réglas del sentimiento -ese reverso de la ideologia- nos vemos obligados a retroceder del estudio de las situaciones inmediatas donde aquéllas se manifiestan para analizar aspectos tales como las relaciones cambiantes entre las clases, los géneros, las razas y las naciones, a fin de ver por qué cambian estas relaciones. Si hemos de investigar las maneras en que los individuos tratan de mane­ jar sus sentimientos, tendremos que postular un actor capaz de experimentar sentimientos, capaz de evaluar cuándo un sentimiento es “ inapropiado” y capaz de hacer el intento de manejarlo. El problema reside en que el actor propuesto por Goffman no parece sentir mucho, no parece estar en con­ sonância con los sentimientos, no los évalua ni los supervisa de cerca, no los evoca activamente, ni los inhibe ni los configura; en una palabra, no ela­ bora los sentimientos como debería hacerlo un actor a fin de alcanzar los resultados que, según este autor, se logran verdaderamente encuentro tras encuentro. Se nos deja con el conocimiento del “trabajo supresor” como resultado, pero sin saber nada acerca del proceso o las técnicas que llevan a su consecución. Si hemos de argumentar que los factores sociales influyen en nuestro manejo de los sentimientos, si vamos a llevar tan lejos lo social, tenemos que trasladar el foco de nuestro análisis más allá de la “caja negra” a que en última instancia hace referencia Goffman. Los personajes de Goffm an administran activamente las impresiones externas, pero no hacen lo mismo con sus sentimientos. El tema en sí, la sociologia de las emociones, presupone la capacidad humana -p o r no decir el hábito- de reflexionar sobre los sentimientos y configurados, hábito que

personalidad estilo “ Casper Milquetoast” [personaje de historieta tímido e inseguro, creado por Harold Webster en 1924 (N. de la T.)] puede vivir durante setenta y très anos evitando las ansiedades. Aqui no se trata de fotogramas momentâneos, sino de décadas y vidas enteras. Por otra parte, debemos cambiar nuestro enfoque situacional cuando, en el extremo estructural, pasamos a hablar de instituciones, que suelen sobrevivir a las personas.

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se distribuye desigualmente según el tiempo, la edad, la clase y el lugar. Tal variación desaparecería rápidamente de la vista si nos centráramos exclusivamente en la atención que presta el actor a la fachada conductual y supusiéramos una pasividad uniforme frente a los sentimientos. Esta vision sesgada del actor teórico se relaciona con un aspecto que, desde mi punto de vista, constituye otro problema: el concepto de actuación que se plantea aqui. Goffman sugiere que empleamos un gran esfuerzo en manejar las impresiones que causamos -e s decir, en actuar-, pero sólo habla de un tipo de actuación: el manejo directo de la expresión conduc­ tual. Sin embargo, sus ilustraciones en realidad apuntan a dos tipos de actua­ ción: el manejo directo de la expresión conductual (por ejemplo, la emisión dei suspiro, el encogimiento de hombros) y el manejo dei sentimiento que puede preceder a la em oción (por ejemplo, pensar en un proyecto imposible). Alguien que representara el papel dei Rey Lear podría llevar a cabo esta tarea de dos maneras. Un actor que adhiriera a la escuela inglesa se centraria en el comportamiento externo, en la constelación de expresiones m ínim as que corresponden a la sensación de fúria impotente que embarga a Lear. Éste es el tipo de actuación acerca dei cual teoriza Goffman. Otro actor, que siguiera la escuela estadounidense o a la teoria de Stanis­ lavski, guiaria sus recuerdos y sus sentimientos de manera tal que le fíiera posible provocar las expresiones correspondientes. Podemos denominar “actuación de superfície” a la primera técnica, y “actuación profunda” a la segunda. Goffman no distingue entre ambas técnicas y oscurece la impor­ tância de la “ actuación profunda”, dejándonos con la impresión de que los factores sociales sólo penetran en la “epidermis social”, en las apariencias que el indivíduo se esfuerza por manifestar. No nos queda sino subestimar el poder que ejercen las fuerzas sociales en nuestro autocontrol interno. En resumen, si aceptamos la teoria interaccionista de las emociones y estudiamos el yo como adm inistrador de las emociones, G offm an nos ensena acerca dei vínculo que existe entre la norma social y el sentimiento. Pero a fin de elaborar tal comprensión necesitamos aflojar los estoicos lim i­ tes teóricos de esta perspectiva para acercamos nuevamente a la estructura social y a la personalidad. S i g m u n d F r e u d . La necesidad

de reemplazar la “psicologia de la caja negra”

que desarrolla Goffman por alguna teoria del yo en el sentido más com ­ pleto del término parece conducir a la psicologia freudiana o neofreudiana. No obstante, al igual que en el caso de Goffman, sólo algunos aspectos dei modelo freudiano prestan utilidad a mi noción de los esfuerzos conscien­ tes y deliberados de suprimir o evocar el sentimiento.

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No cabe duda de que Freud aborda las emociones, pero las considera secundarias con respecto a la pulsión y propone una teoria general de las pulsiones sexuales y agresivas. Como derivado de los impulsos sexuales y agresivos, la ansiedad adquiere importância primordial, en tanto que una amplia gama de otras emociones, incluidos los celos, la alegria y la depresión, reciben relativamente poca atención. Freud desarrolló una noción que muchos otros teóricos continuaron elaborando desde entonces: el concepto de la defensa dei yo como medio en general inconsciente e involun­ tário de evitar el afecto doloroso o desagradable. Así, es la noción de “afecto inapropiado” la que se usa para dilucidar aspectos dei funcionam iento dei yo individual, y no las regias sociales según las cuales un sentimiento se considera o no apropiado para una situación. La perspectiva dei manejo de las emociones debe a Freud la noción gene­ ral de los recursos que poseen los diversos individuos para llevar a cabo la tarea de elaborar las emociones y la noción dei manejo inconsciente e invo­ luntário de las emociones, pero difiere dei modelo freudiano por su foco en la gama completa de emociones y sentimientos y en los esfuerzos cons­ cientes y elaborados de configurar el sentimiento. ^Córno entendemos la emoción inapropiada? David Shapiro (1965:192, mis cursivas) proporciona un ejemplo en su conocida obra sobre el “estilo neurótico” : Un paciente obsesivo compulsivo -hom bre serio, activo y con inclinaciones técnicas- siempre mostraba una conspícua carência de entusiasmo 0 excitación en circunstancias que parecían justificar tales sentimientos. En una ocasión, mientras hablaba sobre una buena perspectiva que se le había presentado de lograr una victoria importante en su trabajo, una sonrisa interrumpió por un instante la gravedad de su expresión. Luego de explayarse durante algunos minutos más haciendo grandes esfuer­ zos por mantener la seriedad, comenzó a referirse con cierta vacilación a determinadas esperanzas a las que antes sólo había hecho alusiones vagas. Luego sonrió de oreja a oreja, pero casi de inmediato recobro su habitual expresión preocupada. Al hacerlo, dijo: “ Claro que el resultado es absolutamente incierto”, y si algo sugeria su tono, era la certeza casi total de que el resultado seria un ff acaso. Luego de enumerar varias posibilidades específicas de que surgieran contratiempos pareció volver a ser él mismo, por así decir. Lo que aqui parece interesante difiere según se lo considere desde el punto de vista psiquiátrico o se tome la perspectiva dei manejo de las em ocio­

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nes. Al psiquiatra no le resulta demasiado problemático establecer qué cir­ cunstancias justifican un determinado grado y tipo de sentimiento. Un psi­ quiatra sabe por intuición cuál es el afecto inapropiado; uno debería sentirse feliz ante el êxito en el trabajo. El problema principal no estriba tanto en discernir la rica variedad de tipos de sentimientos inadaptados a la situación, sino en curar al paciente de lo que sea que interfiera con la experimentación dei sentimiento “correcto” Desde la perspectiva dei manejo de las emociones, por otra parte, la función justificadora de las circunstancias es un verdadero problema. ^Córno decide el psiquiatra lo que debería sentir el paciente? La manera en que lo decide bien puede ser la misma para un psiquiatra que para el dependiente de una tienda o para un preceptor escolar. Ello ocurre porque, en un sentido, todos actuamos como psiquia­ tras legos cuando usamos médios no sometidos a examen para determi­ nar exactamente qué circunstancias justifican cuánto sentimiento de deter­ minado tipo. El psiquiatra, el dependiente y el preceptor tienen un aspecto en común: el hábito de comparar la situación (por ejemplo, una gran oportunidad asociada a un logro laborai) con el rol (por ejemplo, las esperanzas, las aspiraciones o las expectativas típicas y esperables de quienes representan ese rol). Los factores sociales alteran nuestra expectativa de que una persona desempene un rol o, podríamos decir, se encuentre con él. Por ejemplo, si el paciente fiiera una mujer “ seria, activa y de inclinaciones técnicas”, y el observador (con o sin razón) supusiera que ella valora los lazos personales y familiares más que el êxito mundano (o esperara que así fuera), la ambivalência de la mujer ante las perspectivas de avance podría parecerle perfectamente apropiada: la falta de entusiasmo estaria justificada por ese factor social. Por otra parte, si el paciente fuera un activista antinuclear y su descubrimiento tuviera implicaciones para la energia nuclear, ello alte­ raria sus esperanzas y sus aspiraciones, y podría justificar la consternación. O bien, si se tratara de un inmigrante que ha sido enviado a triunfar en los Estados Unidos a cambio de un inmenso esfuerzo familiar, su entu­ siasmo podría estar imbuido de una sensación de endeudamiento con quie­ nes quedaron en casa. Evaluamos “ la adecuación” de un sentimiento cotejándolo con la situa­ ción, y no examinándolo en abstracto. Este cotejo brinda al evaluador un critério de “ normalidad” -u n a normalidad social- con el cual excluir los sistemas de significación personal que pueden llevar a que el actor distorsione su idea de “ la” situación y experimente sentimientos inapropiados en relación con ella. El psiquiatra mantiene constante el critério de nor­ malidad social y centra su atención en lo que hemos excluido, en tanto que

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el estudioso dei proceso emocional mantiene constante lo excluido y estudia las variaciones que se registran en los critérios de normalidad social. Hay una segunda diferencia en lo que ambas perspectivas consideran interesante en los ejemplos anteriores. Desde la perspectiva dei manejo emocional, lo que interesa es el carácter y la dirección de la volición y de la conciencia. Desde la perspectiva psiquiátrica, lo que interesa es la ins­ tancia previa a la voluntad y los mecanismos inconscientes. El hombre des­ crito no elabora sus emociones, es decir, no hace un intento consciente e intencional de alterar sus sentimientos, sino que controla su entusiasmo siendo “ él mismo” o, en términos de Alffed Schutz, manteniendo una “actitud natural”. Ya “no necesita esforzarse para no sonreír, dado que no está en ese estado de ânimo” (Shapiro, 1965:164). A fin de evitar la desviación afectiva, es posible que algunos individuos deban enfrentarse a una tarea difícil: la de elaborar conscientemente los sentimientos a fin de compen­ sar “ una actitud natural” -explicable en términos psicoanalíticos- que les ocasiona problemas. Probablemente, el histérico que trabaja en un entorno burocrático estrictamente controlado sentirá la necesidad de llevar a cabo una mayor elaboración emocional que el obsesivo compulsivo que encaja naturalmente en un lugar de tales características. En resumen, la perspectiva dei manejo emocional induce a dirigir la atención hacia la manera en que las personas tratan de sentir, y no, como ocurre con Goffman, hacia los intentos de aparentar determinados sentimien­ tos. Nos lleva a observar los sentimientos conscientes, y no, como ocurre con Freud, los sentimientos inconscientes. La teoria interactiva de las emo­ ciones senala coyunturas teóricas alternas: entre la conciencia dei sentimiento y la conciencia de las regias dei sentimiento, entre las regias dei sentimiento y la elaboración de las emociones, entre las regias dei sentimiento y la estructura social. Por “elaboración de las emociones” me refiero al acto de intentar que se produzca un cambio en el grado o la calidad de una emoción o un sen­ timiento. Para nuestros propósitos, “ elaborar” una emoción o un senti­ miento es lo mismo que “manejar” una emoción o llevar a cabo una “actuación profunda”. Nótese que la “elaboración de los sentimientos” se refiere al esfuerzo --al acto de intentar- y no al resultado, que puede o no lograr su cometido. Los actos malogrados de manejo no dejan de indicar cuáles son las formulaciones ideales que guían el intento, y por ello son tan interesantes como el manejo emocional exitoso. La propia noción de intento sugiere una posición activa frente al senti­ miento. Los participantes de mi estúdio exploratorio caracterizaron su ela-

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boración de las em ociones mediante diversas form as verbales activas: “ Me mentalicé [...], reprimí la ira [... ], hice todo lo posible por no decepcionarme [ ...] , me obligué a pasarlo bien [ ...] , traté de sentir agradecimiento [ ...] , aniquilé mis esperanzas”. También aparecen formas activas indirectas: “ Finalmente, me dejé caer en la tristeza” La elaboración de las emociones difiere dei “ control” o de la “ supresión” de las em ociones. Estos dos últim os térm inos sugieren un mero esfuerzo por aplastar o evitar los sentimientos, mientras que el concepto de “ elaboración” se refiere, de manera más amplia, al acto de evocar o configurar el sentimiento, así como al de suprimirlo. Evito el término “manipulación” porque sugiere una chatura que no aspiro a implicar. Entonces, podemos hablar de dos tipos amplios de elaboración de las emociones: la evocación, mediante la cual el foco cognitivo se dirige al sentimiento deseado que en el inicio está ausente, y la supresión, mediante la cual el foco cognitivo se dirige a un sentimiento no deseado que en el inicio está pre­ sente. Una participante que salía con un clérigo veinte anos mayor que ella ejemplifica el problema de la elaboración emocional evocativa: En fin, al principio intenté obligarme a que él me gustara. Me obligué a concentrarme en su manera de hablar, en ciertas cosas de su pasado. [... ] Cuando estábamos juntos me sentia atraída por él, pero al regresar a casa escribía en mi diário que no lo soportaba. Seguí cambiando mis sentimientos, y realmente pensaba qué él me gustaba de verdad cuando estábamos juntos, pero un par de horas después, cuando me quedaba sola, mis sentimientos se modificaban.6 Otra participante ejemplifica el tipo opuesto de elaboración: no ya la de exaltar el sentimiento, sino la de aplacarlo.

6 Los ejemplos de elaboración de las emociones fueron extraídos de un protocolo de 261 páginas. En el estúdio participaron los alumnos de dos clases dictadas en la Universidad de Califórnia, Berkeley, en 1974. Muchos de los ejemplos provienen de respuestas a consignas tales como “ Describa con la mayor minuciosidad posible una situación real, importante para usted, en la cual haya modificado una circunstancia real a fin de adecuarla a sus sentimientos, o haya cambiado sus sentimientos para adecuarlos a la situación real. iQué significó para usted?” Los protocolos se clasificaron según tres parâmetros. El 13 por ciento de los hombres, pero el 32 por ciento de las mujeres, respondieron al parâmetro de “cambiar los sentimientos” en lugar de cambiar la situación, y entre quienes cambiaron los sentimientos hubo muchas más mujeres que informaron haberlo hecho en calidad de agentes y no de manera pasiva. En todos los casos, el énfasis que aparece en estos ejemplos es mío.

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El verano pasado salía ff ecuentemente con un hombre y comencé a expe­ rimentar fuertes sentimientos por él. Sin embargo, sabia que él había roto con una chica hacía un ano porque ella había empezado a tomar la relación demasiado en serio, así que a mí me daba miedo mostrar mis sentimientos. También temia ser herida, de modo que intenté cambiar mis sentimientos. M e convencí de que no lo queria [... ] pero debo admi­ tir que no funciono por mucho tiempo. Para sostener ese sentimiento, casi tenía que inventar cosas malas en relación con él y concentrarme en ellaspara continuar diciéndome a m í misma que él no me importaba. Yo diría quef u e un endurecimiento de las emociones. Me daba muchísimo trabajo y era desagradable hacerlo, porque tenía que concentrarme en cualquier característica suya que pudiera irritarme. A menudo, los individuos ponen en funcionamiento un sistema de elaboración emocional para facilitar el trabajo: por ejemplo, hablan con sus amigos sobre los peores defectos que tiene la persona de quien quieren desenamorarse, y luego acuden a esos amigos para que los ayuden a reforzar una mala imagen de la persona que antes amaban. Ello sugiere otro punto: la elaboración de las emociones es un proceso que pueden efectuar el yo en sí mismo, el yo en los demás y los demás en el yo. En cada caso, el individuo es consciente de un momento de discrepância entre lo que siente en realidad y lo que quiere sentir (proceso que, a su vez, resulta afectado por lo que uno cree que debería sentir en tal situación). En respuesta, el individuo puede tratar de eliminar la discrepância ela­ borando los sentimientos. Tanto la sensación de discrepância como la res­ puesta a ella pueden variar con el tiempo. El acto de elaboración, por ejem­ plo, puede ser un trâmite de cinco minutos o un esfuerzo que se lleva a cabo durante una década, sugerido por la expresión “ trabajo minucioso”. Existen diversas técnicas para elaborar las emociones. Una es cognitiva: el intento de cambiar imágenes, ideas o pensamientos al servido de m odi­ ficar los sentimientos asociados con ellos.7 La segunda es corporal: el intento

7 Es posible distinguir diversos tipos de elaboración emocional cognitiva. Todos pueden describirse como intentos de cambiar nuestro modo de clasificar la experiencia. Intuitivamente, nos preguntamos: ^Esta situación me inculpa o me exculpa? ^Me da crédito o me desacredita? iQué categoria de mi esquema clasificatorio de las emociones concuerda con la emoción que siento ahora? QE1miedo, una ansiedad general, la desilusión?). A fin de expresar esta idea con el marco conceptual de Richard Lazarus (1966) podríamos hablar de un individuo que trata conscientemente de alterar su evaluación de una circunstancia con el objeto de cambiar el proceso mediante el cual se ajusta a ella.

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de cambiar sintomas somáticos u otros sintomas físicos de la emoción (por ejemplo, tratar de respirar lentamente o de no temblar). En tercer lugar, hay una elaboración expresiva de las emociones: tratar de cambiar gestos expresivos con el propósito de cambiar los sentimientos (por ejemplo, tra­ tar de sonreír o de llorar). Ésta última difiere de la simple exhibition en el hecho de que apunta a lograr un cambio dei sentimiento. Difiere de la elaboración corporal de las emociones en que el individuo trata de alterar o configurar alguno de los canales públicos clásicos que se destinan a expresar los sentimientos. Si bien estas tres técnicas son distintas desde el punto de vista teórico, a menudo van juntas en la práctica. Por ejemplo: Al mediar la escuela secundaria, yo era un jugador estrella. Pero había dejado de sentir el aumento de adrenalina antes de los partidos: en otras palabras, ya no me “ mentalizaba”. (Esto se debía a dificultades emocionales que aún hoy experimento. También era un estudiante de notas excelentes que por entonces estaban bajando.) Como en el pasado había sido un jugador fanático y emocional, un “ número uno” a quien los entrenadores reconocían por su gran dedication y su “ deseo”, la situación me afectaba mucho. Hacía todo lo posible por entusiasmarme. Trataba de mostrarme arrebatado o de temer a mis oponentes: cualquier cosa que hiciera correr la adrenalina. Intentaba mostrarme nervioso y concentrado antes de los partidos, para que al menos los entrenado­ res no se enteraran de la verdad [... ] pero en realidad me aburría la mayor parte del tiempo o, en todo caso, no me sentia exaltado. Incluso recuerdo que una vez, antes de que comenzara el partido, deseaba estar en la tribuna viendo jugar a mi prim o para su escuela en lugar de ser protagonista. La elaboración de las emociones deviene objeto d ela conciencia más frecuentemente, quizá, cuando los sentimientos dei individuo no encajan con la situación, es decir, cuando ésta no explica ni legitim a los senti­ mientos experimentados. Una situación (como un funeral) a menudo trae aparejada una definición apropiada de sí misma (“ Êste es un momento para enfrentar la pérdida” ): el marco oficial acarrea un sentido de lo que corresponde sentir (tristeza). Cuando de alguna manera se rompe la con­ sistência tripartita entre la situación, el marco convencional y el sentimiento -com o en los casos en que el deudo siente un deseo irrefrenable de reír encantado ante la idea de una herencia- entran en escena las regias y el manejo. En esos mom entos, el desarrollo norm al de las convenciones

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profundas - la fusion, más normal, entre situación, marco y sentimientose manifiesta como un logro de grandes proporciones. Es probable que las azafatas suaves y cálidas, la secretaria siempre ale­ gre, el empleado de atención al cliente que nunca se irrita, el proctólogo que no se asquea, el maestro que quiere a todos los estudiantes por igual y el imperturbable jugador de póquer que describe Goffm an necesiten embarcarse en una actuación profunda, una actuación que va mucho más allá de lo que meramente exteriorizam En su fuero íntimo, los individuos emprenden continuamente la tarea de hacer que el sentimiento y el marco concuerden con la situación. Pero lo hacen en obediência a regias de las que no son por completo responsables.

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Sentimos. Tratamos de sentir. Queremos tratar de sentir. Las pautas socia­ les que indican cómo queremos tratar de sentir podrían describirse como un conjunto de regias socialmente compartidas, aunque a menudo laten­ tes (no se las piensa a menos que se las sondee). Cabe preguntarse, entonces, de qué manera se conocen esas regias y cómo se desarrollan.8 Para empezar, consideremos varias formas comunes de evidencia para las regias dei sentimiento. En el lenguaje corriente, a menudo hablamos sobre nuestros sentimientos o los de otras personas como si fuera posible relacionados de manera directa con ciertos deberes y derechos. Por ejemplo, décimos que “tenemos derecho” a estar enojados con alguien. O que “deberíamos sentimos más agradecidos” con un benefactor. Nos reprendemos porque la desgracia de un amigo o la muerte de un pariente “deberían habernos afectado más”, o porque la buena suerte de otro, o la pro8 El mero hecho de que seamos capaces de individualizar “réglas del sentimiento” dice mucho acerca de la posición irónica que adoptamos hoy en dia en relación con los acontecimientos de la vida cotidiana. En comparación con las culturas tradicionales, las culturas urbanas modernas invitan a tomar una distancia mucho más grande respecto de los sentimientos (la distancia del yo observador). Jerzy Michaelowicz, un estudiante de posgrado de la Universidad de California, San Diego, observé que las subculturas tradicionales y muy unidas introducen a sus integrantes directamente en el marco de las réglas que rigen los sentimientos, y asi eliminan la distancia irónica y el sentido de elección en relación con ellas. El estudiante informé que en el curso de su investigación le preguntô a un rabino jasidico si se había sentido feliz durante la ceremonia de la Pascua. “ jPor supuesto!”, respondió el asombrado rabino.

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pia, deberían inspiramos más alegria. También conocemos regias dei sentimiento a partir de la manera en que reaccionan los demás ante lo que infieren de nuestra manifestación emotiva. Alguien podría decirnos: “No deberías sentirte tan culpable: no fue culpa tuya”, o “ No tienes derecho a sentirte celoso, dado nuestro acuerdo”. Otro podría simplemente opinar sobre la adecuación dei sentimiento a la situación y considerar que tiene autoridad para hacerlo. Otros podrían cuestionar un sentimiento particular en una determinada situación o pedir explicaciones en relación con él, en tanto que no piden explicaciones en relación con otro sentimiento situado (véase Lyman y Scott, 1970). Los llamados a dar explicaciones pueden considerarse recordatorios de regias. En otros momentos, una persona podría, además, recriminamos, fastidiarnos, reprendernos, rechazarnos o burlarse de nosotros -e n una palabra, sancionam os- por nuestros “ sentimientos equivoca­ dos”. Tales sanciones son un indicio de las regias que apuntan a imponer. Los deberes y los derechos establecen propiedades en cuanto a la medida (uno puede sentirse “demasiado enojado” o “ insuficientemente enojado” ), la dirección (uno puede sentirse triste cuando debería sentirse feliz) y la duración de un sentimiento, dada la situación respecto de la cual se lo evalúa. Estos deberes y derechos dei sentimiento dan una idea de la profundidad que caracteriza a las convenciones sociales, dei extremo al que llega el control social. Es posible trazar una distinción, al menos en teoria, entre una regia dei sentimiento tal como la captamos en función de lo que esperamos sentir en una situación dada y una regia tal como la captamos según nuestra sensación de lo que deberíamos sentir en esa situación. Por ejemplo, alguien podría tener la expectativa realista de aburrirse en una gran fiesta de Ano Nuevo (porque se conoce, y sabe cómo son las fiestas de su vecino), y al mismo tiempo reconocer que seria más apropiado sentir entusiasmo. Con frecuencia idealizamos lo que esperamos sentir en diversas situaciones. La comprensión dei mecanismo que se pone en funcionamiento varia en gran medida desde el punto de vista social, como lo demuestran los recuerdos de esta “ hija del flower power” : Cuando vivia en el Sur tenía un grupo de amigos. Solíamos reunimos al final dei dia, después dei trabajo o de la escuela. Consumíamos muchas drogas -tom ábam os ácidos o cocaína, o simplemente fumábamos m ari­ huana- y teníamos una filosofia que nos llevaba a ser muy comunitá­ rios y a hacer lo posible por compartir todo: ropa, dinero, comida y esas cosas. Yo salía con un hombre dei grupo, y pensaba que estaba “enamo­ rada” de él. El hombre, a su vez, me decía que yo era m uy importante

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para él. Entonces, ima mujer del grupo que en un momento fue muy amiga mia comenzó a tener relaciones sexuales con este hombre, supuestamente sin mi conocimiento. Pero yo lo sabia, y experimentaba sentimientos muy confusos. Pensaba que no tenia ningún derecho sobre ese hombre desde el punto de vista intelectual, y de hecho creia que nadie debía intentar poseer a otra persona. También creia que la relación entre ellos no era asunto mio ni motivo de preocupación, porque no se vinculaba en absoluto con mi amistad con cada uno en particular. También creia en la acción de compartir. Pero me sentia terriblemente herida, sola y deprimida, y no podia salir de la depresión. Encima de todo me sentia culpable por experimentar esos celos posesivos. Así que seguí formando parte dei grupo y traté de reprimir mis sentimientos. Mi ego estaba hecho anicos. Llegué al punto de no poder siquiera reír cuando estaba con ellos. Finalmente confronté a mis amigos, y en el verano me fui de viaje con un amigo nuevo. Más tarde comprendí la gravedad de la situación, y me llevó mucho tiempo recuperarme y sentirme entera otra vez. Ya sea que la convención liame a tratar de poseer alegremente o a tratar con calma de no hacerlo, el individuo compara y mide la experiencia con una expectativa que a menudo está idealizada. Corresponde a la motivación (“ lo que quiero sentir” ) mediar entre la regia dei sentimiento (“ lo que debería sentir” ) y la elaboración em ocional (“ lo que trato de sentir” ). Durante gran parte dei tiempo vivim os con una cierta disonancia entre el “deber” y el “querer”, y entre el “querer” y el “tratar”. Pero los intentos de reducir la disonancia emotiva funcionan como indicios periódicos de las regias dei sentimiento. Las regias dei sentimiento comparten algunas propiedades formales con regias de otro tipo: las de la etiqueta, las dei comportamiento corporal y las de la interacción social en líneas generates. Tal semejanza se registra en los siguientes aspectos: una regia dei sentimiento delinea una zona dentro de la cual tenemos permiso para sentimos libres de preocupaciones, culpa o vergüenza en relación con los sentimientos situados; establece un marco metafórico dentro de cuyas fronteras hay espacio para el movimiento y el juego; al igual que otras regias, las regias dei sentimiento pueden obedecerse a medias o violarse audazmente, esto último con diversos costos; pue­ den ser internas o externas en proporciones variables. Por otra parte, las regias dei sentimiento difieren curiosamente de otros tipos de regias en que no son aplicables a la acción sino a lo que suele tomarse como factor pre­ cursor de la acción. Como consecuencia, tienden a ser latentes y se resisten a la codificación formal.

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Las regias dei sentimiento reflejan modelos de pertenencia social. Algunas pueden ser casi universales, como la que ordena no disfrutar matando u observando el asesinato de un ser humano.9 Otras pertenecen exclusi­ vamente a grupos sociales particulares y pueden usarse como gobiernos o colonizadores alternativos de acontecimientos internos individuales.

R EG LA S DE EN C U A D R E Y R EG LA S D EL SE N T IM IEN T O : C U E ST IO N ES DE ID EO LO GÍA

Si bien la ideologia suele construirse como marco meramente cognitivo, desprovisto de implicaciones para nuestra manera de sentir, las réglas para manejar el sentimiento están implícitas en cualquier postura ideológica: son un “pilar” de la ideologia. Basándonos en Émile Durkheim, Clifford Geertz y Erving Goffman, podemos pensar la ideologia como un marco interpretativo, descriptible en términos de réglas de encuadre y réglas del sentimiento.10 Por “réglas de encuadre” me refiero a las réglas segùn las cuales adscribimos definiciones o significados a las situaciones. Por ejemplo, un hombre a quien acaban de despedir de su trabajo puede percibir la situaciôn como consecuencia de su fracaso personal o del capitalismo salvaje. Las réglas de encuadre y las del sentimiento se implican mutuamente: rigen a la par. Por consiguiente, cuando un individuo cambia su postura ideológica déjà de lado viejas réglas y adopta réglas nuevas para reaccionar ante diver9 Sin embargo, esta regia también parece variar con la cultura. Erving Goffman senala que los ahorcamientos del siglo x v i eran un evento social que “supuestamente debia complacer” a los participantes, régla que ha desaparecido de la sociedad civil. 10 En Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim aborda la relación entre la vision del mundo y las réglas del sentimiento: “Cuando los cristianos, durante las ceremonias que conmemoran la Pasiôn, y los judios, en el aniversario de la caída de Jerusalén, ayunan y se mortifican, no lo hacen para abandonarse a una tristeza que sienten espontâneamente. En tales circunstancias, el estado interior del creyente se halla fuera de toda proporción con la severa abstinência a la que se somete. Si está triste, ello ocurre ante todo porque acepta estar triste. Y acepta estar triste afin de reafirmar su fe” (1961:274; mis cursivas). Por otra parte, “un individuo [...], si está muy apegado a la sociedad de la que forma parte, siente la obligación moral de participar en sus penas y alegrias; la falta de interés en ellas equivaldría a una ruptura de los vínculos que lo unen al grupo, a renunciar a todo deseo de hacerlo y a contradecirse” (ibid.: 443; mis cursivas). Véanse también Geertz, 1964; Goffman, 1974.

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sas situaciones, tanto desde el punto de vista cognitivo como desde el emo­ cional. También se modifica la percepción de los deberes y derechos que son aplicables a los sentimientos situados. Se usan las sanciones de otro modo y se aceptan otras sanciones de los demás. Por ejemplo, las regias dei sentimiento vigentes en la sociedad estadounidense difieren según sean aplicadas a hombres o a mujeres, porque se basan en el supuesto de que la naturaleza interna de hombres y mujeres es esencialmente distinta. El movimiento feminista trae aparejado un nuevo conjunto de regias para encuadrar la vida laborai y familiar de hombres y mujeres: idealmente, ahora debe aplicarse el mismo equilibrio de prioridades laborales y familiares a hombres y mujeres. Ello conlleva implicaciones para el sentimiento. Hoy una mujer puede enojarse (como sentimiento opuesto a la desilusión) con la misma legitimidad que un hombre por abusos relacionados con el trabajo, dado que supuestamente ha dedicado todo su empeno a ese trabajo y tiene tanto derecho como un hombre a esperar progreso y ascensos. O un hombre tiene derecho a enojarse por haber perdido la custodia de sus hijos si ha demostrado que tiene mayor capacidad que su ex esposa para cuidarlos. Los sentimientos anticuados están tan sujetos a nuevas censu­ ras y persuasiones como las perspectivas anticuadas en relación con el mismo conjunto de situaciones. Es posible desafiar una postura ideológica mediante la defensa de dere­ chos y obligaciones alternativos en relación con los sentimientos, y no simplemente manteniendo un encuadre alternativo de la situación. Es posi­ ble hacer frente a una postura ideológica aplicando un afecto inapropiado y negándose a manejar las emociones a fin de experimentar el sentimiento que resultaria apropiado según el encuadre oficial. La actuación profunda es una forma de obediência a una determinada postura ideológica, y el manejo laxo de las emociones indica que se ha abandonado ima ideologia. A medida que algunas ideologias ganan aceptación y otras pierden vigor, avanzan y retroceden los conjuntos en pugna de regias dei sentimiento. Los conjuntos de regias dei sentimiento compiten por ganar un espacio en la mente de las personas a fin de servir como referencia vigente con la cual cotejar la experiencia vivida: por ejemplo, el primer beso, el aborto, la boda, el nacimiento, el prim er trabajo, el prim er despido, el divorcio. Cuando décimos que ha cambiado el clima de opinión, en parte nos referimos a un encuadre diferente dei mismo tipo de acontecimientos. Por ejemplo, dos madres pueden sentirse culpables por dejar a su hijito en la guardería mientras trabajan todo el dia. Una de ellas, feminista, cree que no debería experimentar tal sentimiento. La segunda, tradicionalista, cree que debe­ ría sentirse más culpable aun.

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Los así llamados “efectos psicológicos del cambio social rápido”, o malestar social, se deben en parte a modificaciones en la relación de la regia dei sentimiento con el sentimiento y a una falta de claridad con respecto a la regia, que se producen a raiz de conflictos y contradicciones entre regias en pugna y entre réglas y sentimientos. Los sentimientos se sacan de sus encuadres convencionales, pero no se colocan en encuadres nuevos. Como el hombre marginal, podríamos decir: “ No sé cómo debería sentirme” Queda por senalar, tal como propone acertadamente Randall Collins, que las ideologias a veces funcionan a la manera de armas en el conflicto entre élites y estratos sociales en pugna.11 Collins sugiere que las élites tratan de ganar acceso a la vida emotiva de sus adhérentes obteniendo un acceso legitimo al ritual, que él considera una forma de tecnologia em o­ tiva. Desarrollando esta idea, podemos agregar que las élites, y sin duda los grupos sociales en general, luchan por afirmar la legitimidad de sus réglas de encuadre y sus réglas del sentimiento. No sólo la evocación de las emo­ ciones, sino también las réglas que las gobiernan, devienen objetos de la lucha política.

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Cualquier gesto -u n saludo simpático, una risa apreciativa, la disculpa por un arrebato- se mide con referencia a un sentido prévio de lo que razonablemente se debe a otro, dado el tipo de vínculo existente. Medidos según este parâmetro, algunos gestos parecerán más que suficientes y otros no tanto. A su vez, el intercâmbio de gestos tiene dos aspectos: es un inter­ câmbio de actos de demostración -d e actuación superficial- y también un intercâmbio de elaboración emocional, es decir, de actuación profunda. En cualquier caso, las regias (de la demostración o dei sentimiento), una vez acordadas, establecen el valor de un gesto, y p o r lo tanto se usan en el inter­ câmbio social para medir el valor de los gestos emocionales. Es así que las regias dei sentimiento establecen las bases dei valor que debe adscribirse a un repertório de gestos, incluida la elaboración de las emociones. En un 11 Collins (1975:59) sugiere que los grupos de élite compiten no sólo por el acceso a los médios de producción económica o de violência, sino también a los médios de “producción emocional”. Los rituales se ven como herramientas útiles para forjar la solidaridad emocional (que puede usarse en contra de los demás) y para establecer jerarquias de estatus (que pueden dominar a quienes piensan que los nuevos ideales tienen efectos denigrantes).

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intercâmbio social, la elaboración de las emociones es un gesto; tiene una función en ese contexto, y no debe entenderse como una mera faceta de la personalidad.12 Al parecer, las reglas del sentimiento entran en juego en el intercâmbio social de dos maneras. De acuerdo con la primera, el individuo se toma a pecho, o en serio, el sentimiento “debido”. Por ejemplo, una joven que estaba a punto de graduarse se sentia ansiosa y deprimida, pero pensaba que “debía sentirse feliz”, y que “debía esa felicidad” a sus padres por haber hecho posible su graduación: Para m i familia y mis amigos, la graduación era un asunto m uy impor­ tante, en especial para mis padres, dado que soy la hija mayor. Sin embargo, por alguna razón, yo no lograba entusiasmarme. Había dis­ frutado de la universidad, pero tenía ganas de terminar y lo sabia. Además, habíamos practicado esa ceremonia tantas veces que ya no tenía ningún significado para mi. Si bien hice una puesta en escena -traté de simular emoción verdadera, abrazar a mis amigos y llo rar- en m i fuero íntimo sabia que esos sentimientos no eran reales (Hochschild, 1983:82). En otras palabras, la joven graduada “pagó” su deuda a los padres con una actuación superficial disociada de su definición “ real” de la situación. Si diera un paso más, podría pagarles con un gesto de actuación profunda, es decir, tratando de sentir. El gesto generoso por excelencia es el acto de autopersuasión exitosa, de sentimiento genuino y cambio de encuadre, actuación profunda que cuaja, funciona y deviene la emoción, aunque no se trate de un “ regalo natural”. El m ejor regalo, el regalo que desean los padres, claro está, es la felicidad real de su hija. La segunda manera en que las reglas dei sentimiento participan en el intercâmbio social tiene lugar cuando el individuo no toma en serio la convención afectiva, sino que juega con ella. Para dar un ejemplo, imagine12 Los vínculos entre la ideologia, las reglas dei sentimiento y el manejo de las emociones, aparentemente estáticos, cobran vida en el proceso dei intercâmbio social. Los estudiosos de la interacción social usan la expresión “ intercâmbio social” para referirse a dos cosas. Algunos la aplican al intercâmbio de bienes y servicios entre las personas (Blau, 1964; Simpson, 1972; Singelmann, 1972). Otros (como George Herbert Mead) se refieren a un intercâmbio de gestos, sin la estimación de costo-beneficio arraigada en el primer uso. Sin embargo, los actos de demostración también se intercambian en el sentido limitado de que el individuo a menudo cree que debe o se le debe un gesto de sentimiento. Aqui me refiero a los actos de demostración basados en un entendimiento o derecho previo y compartido.

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mos a dos agentes de viaje que trabajan en un aeropuerto, uno con experiencia y otro nuevo en el empleo. El agente nuevo tiene que reformular un pasaje complicado (tarea que incluye cambio de fecha, una tarifa más baja y acreditación de la diferencia entre la tarifa anterior y la actual en una tarjeta aérea, etc.). Busca sin éxito al agente experimentado, mientras los clientes que estân en la fila cambian continuamente de posición y le clavan deliberadamente la mirada. El agente experimentado reaparece a los diez minutos, y tiene lugar la siguiente conversación: “ Te estaba buscando. Se supone que eres m i instructor”, dice el agente nuevo. “ Oh, lo siento mucho, de verdad, me siento tan mal por no haber estado aqui para ayudarte”, responde el agente experimentado con una sonrisa irónica, y ambos se echan a reir. El sentimiento inapropiado (ausência de culpa, falta de solidaridad) puede traducirse de la siguiente manera: “ No te tomes a pecho mi falta de elaboración emocional o demostrativa. Lo que ocurre es que no tengo ganas de trabajar aqui. Tù puedes entenderlo”. La risa ante la distancia irónica que se establece respecte de la convención afectiva también sugiere una cercania: “ No necesitamos de esas convenciones para mantenernos unidos, porque compartimos nuestra rebeldia”.

M ER C A N T IL IZA C IÓ N D EL SE N T IM IEN T O

Al comienzo dei ensayo me pregunté cómo podría variar la relevância de las regias dei sentimiento entre las clases sociales. Un posible abordaje de esta cuestión consiste en analizar el vínculo entre el intercâmbio social, la mercantilización dei sentimiento y la importância que se otorga a la capacidad de manejar significados en muchos empleos de clase media. El sentimiento convencional puede llegar a adoptar las propiedades de una mercancia. Cuando los gestos profundos de intercâmbio ingresan en el sector mercantil y se compran y se venden como aspectos de la capacidad laborai, los sentimientos se mercantilizan. Cuando el gerente entrega a la companía su fe entusiasta y cuando la azafata trata a los pasajeros con reconfortante calidez (impostada pero casi genuina), el aspecto de la capacidad laborai que se pone en venta es la actuación profunda. Sin embargo, es posible que la mercantilización dei sentimiento no com­ porte la misma relevância para las personas de todas las clases sociales o de todo el sector ocupacional. A l hablar de clases sociales no me refiero estrictamente a los ingresos, la educación o el estatus ocupacional, sino también a un aspecto que a grandes rasgos está en correlación con estos

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factores: el trabajo de crear y sostener significados apropiados. Es posible que el gerente de banco o el ejecutivo de

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tengan la obligación de

sostener una definición dei yo, la oficina y la organización que los caracterice como “cada vez más exitosos”, “en funcionamiento constante”, “de­ dicados” o “confiables”, significados que se sostienen con mayor eficacia mediante la actuación sobre el sentimiento. Las regias dei sentimiento adquieren su mayor relevância en los empleos de este tipo, con lo cual entran más en juego los recordatorios y las sanciones. No es que el hombre m oderno de clase media “ venda” su personalidad -co m o sugieren Erich Fromm y C. Wright M ills-, sino que muchos empleos requieren una valorización de las regias de demostración, las regias dei sentimiento y la capacidad para la actuación profunda. Los empleos de la clase obrera suelen apelar al comportamiento externo dei individuo y sus productos: colocar un repuesto, conducir un camión a setecientos kilometros de distancia, reparar un camino. La creación y el mantenimiento de significados continúan, claro está, pero no es eso lo que paga el jefe. No obstante, algunos trabajos de la clase obrera o de las clases más bajas requieren gran elaboración emocional: por ejemplo, los de prostituta, sirviente, ninera y cuidador de ancianos. La observación de estos trabajadores resulta muy esclarecedora para comprender el manejo de las emociones. En vista de que reciben una recompensa menor que sus supe­ riores, quizá perciban con mayor claridad el proceso, a la vez que toman mayor distancia de él. De la misma m anera en que podemos aprender más sobre “ la adecuación entre situación y sentimiento” estudiando la inadecuación, es probable que entendamos mejor la mercantilización de los sentimientos observando a quienes se ven obligados a preguntarse más a menudo: ^Esto es lo que siento o lo que tengo que sentir? Pregunté por qué experimentamos sentimientos adecuados a la situación con tanta frecuencia. Una de las respuestas es que tratamos de manejar lo que sentimos de acuerdo con regias latentes. A fin de elaborar esta sugerencia consideré en prim er lugar la receptividad de las emociones a los actos mediante los cuales intentamos manejarias, tal como la explican las teorias organicista e interaccionista. Aun así, a veces las emociones nos sobrevienen como una inundación incontrolable. Nos sentimos embargados de pena, enojo o alegria. En la medida en que la emoción es, como sugiere Darwin, un sustituto de la acción, o action-manquée, podemos enfurecemos en lugar de matar, sentir envidia en lugar de robar, deprimimos en lugar de morir. O bien, la em o­ ción puede ser un preludio de la acción: y nos enfurecemos tanto que ma-

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tamos, envidiamos tanto que robamos y nos deprimimos tanto que morimos. Los diários hacen su agosto registrando este tipo de emociones. Pero la otra mitad de la historia hum ana se relaciona con la m anera en que nos calmamos antes de matar, deseamos algo pero no lo robamos, o hacemos a un lado las pastillas para dormir y llamamos a un amigo. Aunque los diários no digan cómo mantenemos, configuramos y -e n la medida de lo posible- dirigimos el sentimiento, quizá sea ésta la noticia que real­ mente importa.

La economia de la gratitud*

Una persona suele sentirse agradecida cuando recibe un regalo. Pero, ^qué es un regalo? Esta pregunta tiene dos respuestas. En el sentido convencio­ nal, un regalo es un objeto o servicio que se da voluntariamente, incluso cuando es esperado; por ejemplo, un regalo de Navidad. Pero en el sen­ tido emocional que abordo aqui, un regalo debe percibirse como algo extra, algo que está más allá de lo que solemos esperar.1 La cultura ayuda a fijar en el individuo un parâmetro mental según el cual una acción o un objeto se consideran adicionales, y por lo tanto equivalen a un regalo. Los câm­ bios que se producen en la cultura también modifican los numerosos y minúsculos parâmetros mentales que refuerzan el concepto de regalo que tiene una persona. El sentido del genuino dar y recibir form a parte dei amor. Así, usamos la cultura para expresar amor a través de la idea de regalo. En el Ensayo sobre el don, Marcel Mauss explora la manera en que, en las sociedades previas a la formación dei Estado, una persona daba rega­ los en nombre de su tribu o aldea a otra que los recibia en nombre de su tribu o aldea: regalos en el prim er sentido de la palabra. El gran jefe de una tribu de Micronesia podia, por ejemplo, entregar una canasta de cau­ ris a modo de regalo que un grupo offecia a otro. En esas sociedades, el intercâmbio de regalos funcionaba como una forma de diplomacia y con* Este ensayo se publico originalmente en David Franks y Doyle McCarthy (eds.), The sociology o f emotions: Original essays and research papers, Greenwich, co nn , jai Press, 1989, pp. 95-113. Se reproduce aqui con permiso de Elsevier Science. Agradezco especialmente a Adam Hochschild, Ann Swidler, Peggy Thoits, Steve Gordon y David Franks por sus perspicaces críticas. 1 Entre los escasos análisis sociológicos de la gratitud se cuentan los de George Simmel (1950) y los de Marcel Mauss (1967). Dentro de una tradición muy diferente, en buena parte basada en investigaciones experimentales, la teoria de la equidad (aunque no se ocupa de la gratitud per se) explora las circunstancias que conducen a que las parejas consideren satisfactorio o justo un vínculo social (véase Walster, 1976).

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llevaba fuertes obligaciones de dar, recibir y corresponder. En la sociedad moderna, el Estado se hace cargo de gran parte de la función dei regalo a la que se refiere Mauss. Tal como solemos pensaria, la entrega de regalos se realiza entre indivíduos particulares, y los regalos acarrean significados personales. Pero lo que trato de decir es que, incluso en las sociedades indi­ vidualistas de mercado, los significados personales de los regalos son sorprendentemente culturales. Consideremos el matrimonio moderno o algún vínculo equivalente. A la luz de los câmbios que se producen en las ideas culturales ligadas con la masculinidad y con la feminidad, ^qué espera una esposa de su marido? En qué trabaja? ^Qué lugar ocupa en la empresa? ^Cuánto gana? ^En qué medida es honesto y excelente en su trabajo? Puede ser un padre atento, generoso con su tiempo e imagina­ tivo en los juegos que comparte con sus hijos, pero estas características no contribuyen a su honor como hombre en la misma medida en que lo hace su desempeno en el trabajo. Para estimar el honor de una mujer, los tradicionalistas preguntan: ^Está casada? ^Con un buen hombre? ^Cuántos hijos tiene? ^Cómo les va a los hijos? ,jSu casa está limpia y ordenada? La mujer puede trabajar fuera de su casa, pero ningún honor que gane allí se convierte en honor ganado como mujer. De acuerdo con el código tradicional, el êxito de un hombre en su tra­ bajo se refleja en su esposa. El senor Pérez logra un ascenso en el banco, y a su esposa se la tiene en mejor estima. No es sólo que la senora de Pérez se enorgullezca dei senor Pérez. A ojos de los demás, ella asciende en estatus. Pero en una comunidad tradicional, el ascenso laborai de la senora de Pérez no mejora el estatus de su marido. La esposa no puede darle eso, por­ que el estatus dei senor Pérez como hombre se basa en la capacidad de mantener a su familia y mediante esa capacidad brindar a toda la familia un rango más alto en la escala de las clases sociales. Así, el trabajo o la pre­ sencia pública de su esposa sólo cuenta en la medida en que suma a esa base o sustrae de ella. De hecho, cuanto más êxito obtenga la esposa en el trabajo, más honor suele restar a su marido como hombre. El código igualitário dei honor es m uy diferente. En su marco, el honor masculino y el honor femenino se basan igualitariamente en los roles que los cónyuges desempenan en las esferas pública y privada. Las mujeres transfieren su honor a los hombres de la misma manera en que los hombres transfieren el suyo a las mujeres. Según este nuevo código, las muje­ res también pueden elevar a la familia en la escala social. Las comunidades de donde extraje las parejas que entrevisté diferían ampliamente; algunas apoyaban en general a la esposa trabajadora; otras, al ama de casa. La mayoría de las parejas tenían amigos que compartían sus valores, pero también se relacionaban con gente que no lo hacía. Uno de los hombres captó este sentido de pluralismo cultural: En algunos círculos sociales, tener una esposa profesional confiere un estatus alto. Diría que da más estatus tener una esposa respetada en su profesión que una que se queda en casa preparando la cena. Sin embargo, tenemos un amigo dentista que se niega a permitir que su esposa trabaje. Luego de un tiempo, el matrimonio nos tachó de su lista porque mi esposa le daba demasiadas ideas a la esposa de él.

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Los tradicionalistas puros eran minoria entre las parejas que habitaban en la bahía de San Francisco a principios de los anos ochenta. Entre ellos se contaban Frank y Carmen Delacorte.6 Frank tenía unos 30 anos, estú­ dios secundários, era serio y retraído, salvadoreno de origen y carpintero de profesión. Creia que su trabajo - y sólo su trabajo- debía sustentar a la familia. Le desagradaba el empleo no especializado que se había visto obligado a tomar -arm ador en una fábrica de cajas-, donde a diário inhalaba un pegamento que según sus temores podia ser danino. Aun así, se sentia orgulloso de mantener a su familia. Su esposa, Carmen, una mujer corpulenta, voluble y de cabello oscuro, dirigia una guardería infantil instalada en su propia casa donde recibía a los hijos de sus vecinas trabajadoras. Según explicó con firmeza, lo hacía “para ayudar a Frank” : “ Sólo trabajo porque cada vez que voy a la tienda de comestibles pago veinte dólares más. No lo hago para desarrollarme ni para descubrir m i identidad. De ninguna manera”. Frank se sentia agradecido de que Carmen lo ayudara a cumplir con su tarea... sin quejarse. Consideremos el “ sin quejarse”. Una noche, Frank y Carmen cenaron con una pareja amiga. La otra mujer lamentaba tener que trabajar de camarera, porque “es el hombre quien debe ganar el dinero”. Para incomodidad de los Delacorte, la mujer expuso abiertamente la vulnerabilidad de su marido, quien no ganaba lo suficiente para que ella pudiera quedarse en su casa. Una situación similar se suscito entre Frank y su capataz, un tradicio­ nalista ferviente y declarado. Tal como lo explicó Frank en tono vacilante, hablábamos sobre la necesidad de generar más dinero, y yo le conté acer­ ca dei negocio de Carmen [cuidar ninos en la casa]. Le dije: “ Tú tienes una casa. Tu esposa podría montar un negocio como el de Carmen; no está tan mal”. Y él decía: “ jNo, no, no! [... ] No quiero que nadie diga que mi esposa está cuidando a los hijos de otra gente”. Él cree que vive como debería vivir la mayoría de la gente: el marido en el trabajo y la mujer en la casa. En el mundo de los Delacorte se mantenía el viejo código: la esposa de un hombre aceptable no debería trabajar. A la vez, la caída dei poder adquisitivo que se produjo en los salarios masculinos a partir de los anos setenta significo que, les gustara o no, los hombres como Frank necesitaban que su esposa trabajara. Si bien la cultura patriarcal persistia, las tendências 6 Éstos y otros nombres personales usados en el presente ensayo son fictícios.

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más recientes estaban erosionando su base económica. M ientras tanto, Frank eludia el insulto de la camarera y recibía un golpe indirecto con la terminante respuesta negativa que le daba su capataz. Así que, gracias a Dios -pensaba Frank-, Carmen trabajaba sin quejarse. Por su parte, Carmen pensaba que su tarea consistia en cuidar la casa y los ninos, y esperaba que Frank trabajara afuera y la ayudara con las tareas de la casa cuando ella se lo pidiera. A l igual que la mayoría de las madres trabajadoras, sumando el tiempo de trabajo pago y no pago, Carmen tra­ bajaba quince horas semanales más que Frank, lo que sumaba un mes adi­ cional por ano. Sin embargo, dado su pensamiento tradicional, Carmen no podia definir como problema su “dia doble”. Al igual que otras mujeres tra­ dicionalistas que entrevisté para The second shiji, Carmen encontró la manera de sortear su dilema: se acusaba de incompetência. Ella no manejaba, así que Frank tenía que llevarla a hacer las compras. No se daba mana con las máqui­ nas, así que Frank tenía que sacar dinero dei cajero automático. De esta manera, Carm en se aliviaba un poco la carga sin dejar de aferrarse a sus ideales de mujer tradicional. Pero lograba su cometido, como senalaría Erving Goffman, a expensas de su “carácter moral”, porque la solución que había implementado la hacía verse un poco tonta. En lugar de adoptar un nuevo código de género que le permitiera reconocer el mérito de su trabajo pago y dei trabajo impago que aportaba Frank a la casa, Carm en continuaba considerando sus ganancias como “una ayuda para Frank” y las compras que hacía Frank como “una manera de ayudarla” : es decir, como regalos. Los Delacorte coincidían respecto de ciertos regalos simbólicos adicionales. En ocasiones, Frank le llevaba flores a Carmen, y Carmen a veces se tomaba el trabajo de hornear una tarta de manzana porque era el postre favorito de Frank. Las rosas y las tartas eran sus “extras” privados, símbo­ los de otros regalos privados. Las flores que un hombre obsequia a una m ujer y la comida que una mujer prepara para un hombre son símbolos compartidos dei dar: rega­ los de carácter ritual diferenciados p o r género. La publicidad comercial explota estas convenciones de género, a la vez que las perpetua y las extiende. La industria floral publicita las rosas como el regalo amoroso de un hom ­ bre a una mujer. Pillsbury promociona así su harina: “ Nada como algo horneado para decir ‘te amo’. Y Pillsbury lo dice m ejor”. Frank creia que Car­ men hacía la tarta porque a él personalmente - y no a ocho millones de televidentes- le encantaba la tarta de manzana. Carmen creia que Frank le llevaba rosas porque sabia que a ella - y no a todas las mujeres estadounidenses- le encantaban las rosas rojas de tallo largo. Ambos recurrían a la convención y a la publicidad como modelos para su vida privada. Habían

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inmigrado recientemente a la diversidad de San Francisco, y quizá las rosas y las tartas los hicieran sentir más estadounidenses. Así, la economia de la gratitud que practicaban los Delacorte seguia el arquétipo tradicional. La situación económica de la época ponía a prueba su ideal de género, pero Carmen había encontrado una manera de lograr que Frank la ayudara en la casa sin alterar ese ideal, y su método también era arquetípico para los tradicionalistas. Carmen y Frank estaban de acuerdo en cuanto a las condiciones; por lo tanto, lo que el dador consideraba un regalo también era un regalo para el receptor. Rara vez se malograba la recepción de regalos. No había ineficácia cultural en el intercâmbio de regalos, y ésa era una de las razones por las cuales su economia de la gratitud era tan rica. Michael Sherman era un amable ingeniero, de clase media alta, que en sus ocho anos de matrimonio, a instancias de su esposa Adrienne, había dejado de lado las regias tradicionales de género para adoptar las igualitarias. Adrienne era profesora universitária. Hacia el momento en que nacieron sus mellizos, los cónyuges habían acordado que ambos darían prioridad a la familia y harían todas las reducciones necesarias en sus ingresos y en su carrera. Adrienne no ayudaba a Michael a establecerse en un peldano de la escala social: su trabajo importaba tanto como el de él para ese sentido de ubicación. Cuando Michael banaba a los mellizos, no ayudaba a Adrienne: hacia lo que le corresponde a un buen padre. Adrienne no estaba agrade­ cida porque Michael banara a los mellizos: esperaba que él lo hiciera. Sin embargo, Adrienne estaba agradecida por otra cosa: Michael asumía un riesgo, porque los matrimônios igualitários aún eran muy poco frecuentes para los hombres de su generación y su círculo social. En este sentido, Adrienne sentia que Michael le había dado algo “extra”. Dado que ella se había esforzado por establecer las nuevas condiciones en su matrimonio, y dado que las regias eran nuevas en su círculo social y en la cultura más abarcadora, Adrienne percibía que esas condiciones eran frágiles. Michael recibía cierto respaldo social, pero no de la gente de quien él lo deseaba. Su esposa, las amigas de su esposa y algunas de sus amigas mujeres lo consideraban “maravilloso”. Pero sus padres, los padres de Adrienne y algunos de sus conocidos varones no hacían com entários. Pensaban que Adrienne era mandona y él, un marido dominado. Michael mismo sentia a veces punzadas de ansiedad y frustración: temia quedar rezagado en relación con sus colegas casados con mujeres que les quitaban de encima el peso de las tareas domésticas. Pero no se quejaba, porque no actuaba de esa manera sólo por Adrienne; también lo hacia por si mismo. Y Adrienne se sentia agradecida por eso.

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Por su parte, Michael se sentia agradecido porque, a pesar del igualitarismo que compartian, Adrienne se había mudado durante seis anos de ciudad en ciudad para seguirlo, trastocando una formación profesional m uy valiosa para ella. Los conocidos la malinterpretaron pensando que no era más que una “esposa que apoyaba a su marido”, y su mentor académico cuestionó la seriedad de sus propósitos. Adrienne se tragó el orgullo, y lo hizo por Michael. Además, así como la necesidad de un salario femenino ponia a prueba las viejas réglas de género, la brecha que se abria entre los salarios de los hombres y las mujeres desafiaba las nuevas réglas. Aunque Adrienne que­ ria que su marido considerase el trabajo de ella exactamente igual de impor­ tante que el de él, Michael ganaba el doble. Esta realidad decisiva minaba la reivindicación cultural de Adrienne según la cual ella ténia igual participación en el logro de la “posición” que ocupaba la familia en la sociedad. Por lo tanto, Adrienne se sentia agradecida de que Michael la respetara por su carrera haciendo caso omiso de la diferencia de ingresos. Adrienne se sentia especialmente agradecida por las pequenas senales de deferencia que Michael demostraba frente a sus contribuciones laborales. En una ocasiôn, Michael llevó a los hijos dei m atrimonio a un congreso donde ella daba una conferencia. Cuando Adrienne se puso de pie para comenzar a hablar, divisô a su radiante m arido con los inquietos mellizos en la quinta fila. Anos más tarde seguiría recordando em ocio­ nada esa escena. En la economia de la gratitud propia de los matrimonios estadounidenses modernos, la mujer igualitaria se parece extranamente al hombre tradicional. Una nueva realidad económica ha debilitado la identidad cul­ tural de ambos, y los lleva a sentirse agradecidos con su cónyuge por soportar de buen grado las dificultades que se presentan. Los Delacorte y los Sherman ilustran el vínculo que une un parâm e­ tro cultural, la definición de regalo y la gratitud. Los Delacorte extraen la gratitud de viejas trayectorias culturales; los Sherman, en cambio, la encuentran en nuevas sendas.7 Para ambos m atrim onios, el pensamiento

7 Estas dos parejas difieren en clase social, origen étnico y religion. Otras investigaciones sugieren que los integrantes de la clase obrera, las personas con ideas políticas conservadoras y las parejas en las que tanto la madre del marido como la de la esposa son amas de casa cultivan un mayor tradicionalismo. Las disimilitudes en cultura religiosa parecen tener poca influencia: los judios son levemente más igualitários y los católicos levemente menos, pero las diferencias religiosas también pueden reflejar diferencias de clase (véanse Baruch y Barnett, 1988; Pleck, 1982; Kimball, 1983; Hood, 1983).

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cultural implica un lenguaje mediante el cual “ se habla la gratitud”. En este sentido, los Delacorte y los Sherman hablan lenguas diferentes. De la misma manera en que un significado que se expresa en una lengua no se entiende en otra, los regalos expresados en un lenguaje de la gratitud no son intercambiables con los regalos expresados en otro. El regalo que hada Carmen de “ no quejarse” no habría significado nada según el parâmetro cultural de alguien como Michael Sherman. Adrienne nunca se habría quejado de tener que trabajar; lejos de ello, se desvivía por su profesión. Si ella se hubiera quejado, Michael se habría sentido completamente des­ concertado: habría pensado que su esposa había “ perdido” la ambición, que “deseaba fracasar”, y la habría instado a buscar un terapeuta. A la inversa ocurría lo mismo. Carmen jamás podría interpretar el orgullo de Michael por la contribución pública de su esposa como un cumplido. Después de todo, ella misma había dicho que no trabajaba para desarrollarse ni para descubrir su identidad. jDe ninguna manera! Los Delacorte y los Sherman representan dos polos culturales entre los cuales se abre un gran terreno intermédio y confuso donde se ubican casi todas las parejas. A diferencia de Carm en Delacorte, la mayoría de las madres que viven en la bahía quieren trabajar, pero al igual que Adrienne Sherman, su ingreso es secundário. A diferencia de Frank Delacorte, la mayoría de los hombres apoyan incondicionalmente el trabajo de su espo­ sa, pero a diferencia de M ichael Sherman, la mayoría no com parte las tareas domésticas ni el cuidado de los hijos. Más importante aun, la mayoría de las parejas difieren en cierta medida en sus ideas sobre masculinidad y feminidad, y por lo tanto difieren en su concepto de regalo. La “ barrera dei lenguaje” está entre la esposa y el marido. La forma más común de recepción malograda se produce cuando el hombre ofrece un regalo tradicional -esforzarse mucho en la oficin apero la m ujer quiere recibir un regalo moderno, como el de com partir las tareas domésticas. De manera similar, la mujer ofrece un regalo moderno -m ás dinero- en tanto que el hombre desea un regalo tradicional, como una comida felizmente cocinada en casa. A medida que las condiciones externas crean una brecha de género en la economia de la gratitud, trastocan las maneras comunes y corrientes en que los hombres y las mujeres expresan el amor. Muchos matrimónios se parecen a la pareja que O. Henry describe en “ El regalo de los Reyes Magos” : Delia y Jim son m uy pobres, pero están muy enamorados. Cuando llega la Navidad, cada uno de ellos quiere com ­ prar un regalo para el otro. Jim vende su reloj de oro, que había pertenecido a su padre y antes a su abuelo, para comprarle a Delia un costoso par

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de peinetas con que adornar su hermoso cabello, largo y castano, que le llega a las rodillas. Al mismo tiempo, Delia vende su cabello a fin de com­ prar una cadena para el reloj de Jim. Cada uno hace un sacrifício por el otro que le imposibilita recibir el regalo que el otro le ofrece. El elemento conmovedor dei cuento no se origina en el cruce de regalos en sí mismo, que es absurdo. Lo conmovedor surge de nuestro temor a que los aman­ tes no aprecien el sacrifício dei otro. Sin embargo, el cuento termina bien, cuando ambos descubren lo que ocurrió y expresan su agradecimiento. Hoy en día, las nuevas presiones económicas y los viejos códigos de género están creando en los matrimônios una versión social de “ El regalo de los Reyes Magos”, y a menudo los finales no son tan felices. En el cuento de O. Henry, los amantes se hacen regalos de Navidad, ocasión ritual que se reserva para el intercâmbio de regalos. Ambos regalos se eligen y se planean, y no son actividades sino objetos. Los objetos también se adecuan a las nociones vigentes de género: el cabello de Delia representaba un emblema de la belleza femenina, y el reloj de Jim , un emblema de la industria masculina. Delia y Jim quieren regalarse algo que saben preciado para el otro. El “ malentendido” se vincula claramente a circunstan­ cias externas: el momento y la condición secreta de cada sacrifício. Sin embargo, en la vida cotidiana de las parejas modernas se reserva poco tiempo para la entrega ritual de regalos. Las tareas domésticas no se perciben como ofrendas preciosas que se dan con la explícita intención de complacer al otro, sino más bien como actividades lianas, neutras y necesarias. Aun así, curiosamente, estas acciones “ lianas” pueden producir espon­ tâneos destellos de sentimentalismo: ella piensa “ a él le va a encantar” ; él dice “ jgracias, mi am or!” Estos destellos espontâneos instan a comparar un regalo navideno con el gesto de banar el perro un sábado por la tarde. Y para las parejas modernas, banar el perro es un material mucho más palpable de la economia de la gratitud.

SIG N IFIC A D O S L IV IA N O S Y PESA D O S: L A G R A TITU D POR E L CUID AD O

A veces, una “entrega malograda” carece de peso, es decir, el intercâmbio perdido no lleva a que alguno de los cónyuges se sienta poco amado. En otros momentos, interrumpe peligrosamente los signos gracias a los cuales los miembros de la pareja se saben amados. Consideremos un malen­ tendido “ liviano” entre Peter y Nina Loyola, casados hace doce anos y padres

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de dos hijos. Peter era un hombre sensible y elocuente, dueno de una librería. Nina era una mujer alta y vivaz, que comenzaba a descollar en el depar­ tamento de personal de una gran empresa en expansión. Al igual que los Delacorte, habían iniciado su relación según parâmetros tradicionales. Pero a medida que crecía la empresa donde trabajaba y se abrían oportunida­ des para las mujeres con estúdios universitários, Nina obtuvo un ascenso tras otro hasta triplicar los ingresos de su marido. Orgullosa de su carrera, estaba encantada de aportar su salario a las arcas familiares. Estaba encantada de hacer posible que Peter trabajara en lo que le gustaba -s u innovadora librería-, en lugar de dedicarse a un nego­ cio más lucrativo pero menos apasionante, como la venta de propiedades. Tal como lo expresó ella misma, “ m i salario y mis benefícios permiten que Peter se arriesgue con la librería. Realmente me encanta que tenga la oportunidad de hacerlo”. En esencia, Nina decía: “ toma, Peter; éste es mi regalo para ti”. Peter sabia que Nina consideraba su salario un regalo para él, pero no lograba aceptarlo. Estaba encantado de dedicarse al oficio que amaba y apreciaba todo lo que ambos podían hacer gracias al salario de su esposa: comenzar a pagar una casa nueva, com prar otro auto y pagar la educación de su hija mayor. Sin embargo, por mucho que amara a Nina, no podia decirle “gracias”, porque el regalo de su esposa era algo que, desde el punto de vista de Peter, él debía darle a ella. Peter se avergonzaba de que Nina ganara tanto más que él. ^Cuál era el origen de esa vergüenza? Peter no competia con su esposa, ni sentia que ella compitiera con él, sino que apreciaba genuinamente su talento y sus logros. Tal como lo expresó él mismo, “ no a todas las mujeres les va tan bien”. También apreciaba el aspecto físico de Nina. “ Es una m ujer m uy bella”, decía sin que le preguntaran. “ Me encanta veria por la manana, con el pelo brillante y recién lavado, cuando se prepara para comenzar el dia.” Queria que su hija fuera “exactamente como ella”. Peter se sentia orgulloso de Nina y por Nina, pero no podia compartir el nuevo estatus de su esposa. No podia “ recibir” lo que ella le “daba”. En consecuencia, Nina no podia dar le su nuevo estatus. En efecto, el ascenso de Nina reducía el de Peter, no en opinión de ella, sino a los ojos de los parientes, los vecinos y los viejos amigos, especialmente los hombres. A través de Peter, y con su consentimiento, esos otros imaginários desacreditaban el regalo de Nina, dado que juzgaban el honor masculino según el viejo código. Lejos de recibir ese salario como regalo, ambos lo trataban como un triste secreto con el que debían lidiar. No les dijeron nada a los padres de

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Peter: su padre, explico Peter, “ moriria” si se enterara. Tampoco se lo dijeron a los padres de Nina, porque “ ella incluso gana más que su padre”. No les contaron a los ex companeros dei secundário de Peter que vivian en su pueblo natal, en una zona rural de sur de California, porque “ armarian un escândalo”. Trataban el salario de Nina como si fuese pescado podrido. Tal como lo explicô Nina casi en un susurro, “ me entrevistaron para un artículo de la revista Business Week, y tuve que llamar al periodista y pedirle que por favor no publicara m i salario. Cuando me hizo la entrevista, me enorgulleci de contarle cuánto ganaba, pero luego pensé: ‘no quiero que lo incluyan en el artículo... por Peter’”. El tabù de conversar sobre el sala­ rio de Nina afectó incluso a los propios cônyuges. “ Luego de un tiempo dejamos de hablar sobre mi salario. Y seguimos sin hacerlo”, senalô la mujer. Otro problema rebajó aun más el regalo de Nina: a causa de su salario, ella podia esperar que su marido la ayudara un poco más en la casa: En ocasiones me pregunto si [mi salario] le molesta. Porque cuando tenemos un desacuerdo, él a veces da senales de pensar que yo actùo como si me sintiera superior. Dice cosas como “ ^quién te créés que eresV\ y yo respondo: “ antes no decías eso”. Entonces, él dice: “ realmente creo que te has vuelto mucho más firme y enérgica [risita nerviosa] de lo que eras”. Creo que Peter relaciona mi firmeza con m i salario. Por mi parte, no sé si las cosas son así, o si no es más que cansancio de hacer todas las tareas domésticas. Si el salario más alto de Nina significaba que Peter ténia que hacer más cosas en la casa, £qué clase de regalo era? En el clima de opinión donde se percibia inmerso, Peter se sentia un tipo de hom bre del que sólo habia “ uno entre cien”. Puesto que -d ecia con gran sentim iento- “ jla mayoria de los hombres no podrían tolerar que su esposa ganara tanto más que ellos!” Ambos pensaban que era una suerte para una mujer haberse casado con un hombre tan inusualmente comprensivo. Asi que el regalo, tal como lo veia Peter, no era de su esposa a él, sino de él a su esposa. Además, Nina se sentia afortunada porque sólo con un hombre tan inusualmente comprensivo podia tener ambas cosas: êxito en el trabajo y un matrimonio feliz. El regalo de Nina era “cosa de hombres” : era el tipo de regalo que “ un hombre debe dar a una m ujer”. Peter queria dar a Nina su propio salario alto y la posibilidad de elegir si trabajaba o no. Pero ella no necesitaba esa elección. Por su formación y sus oportunidades, siempre habría elegido trabajar. En cambio, lo que realmente queria era que su marido colaborara

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con el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos. Tal como estaban las cosas, Nina se veia obligada a pedirle y recordarle que ayudara: la participación de Peter no era un asunto resuelto. Dado que tenía que pediria, Nina no percibía la colaboración de su marido como un regalo. Si embargo, como Peter se avergonzaba de lo mucho que ganaba ella, Nina no queria presionarlo demasiado con el trabajo de la casa. Así que rara vez se lo solicitaba, y hacía ella misma la parte dei león. Nina compensaba la superioridad de su salario trabajando doble jornada.8*loDe esa manera, el viejo código de género reduçía el valor de las nuevas oportunidades económicas que se abrían para las mujeres e introducía un desequilibrio de poder en la eco­ nomia marital de la gratitud. En última instancia, Peter se beneficiaba con el alto salario de Nina, pero también se beneficiaba con un regalo de segundo orden que su esposa le debía por haberle dado el prim er regalo: una disculpa expresada en trabajo doméstico. Como la mayoría de los hombres son muy tradicionales, el “nuevo hombre” podia hacer un negocio fantástico gracias a su comprensión dei nuevo código, o incluso a su intento de comprenderlo. Peter apoyaba personalmente a Nina por su maternidad y su carrera en una medida inusual, pero

8 Si un hombre comparte las nuevas regias de género (de transferencia de estatus) puede recibir el salario de su esposa como un regalo. Esa esposa no tendría que “compensar” la transgresión de una regia rechazada con una devolución de favores “extra”. Una mujer que trabajaba procesando textos explico así la reacción de su marido (que trabajaba de sereno) ante su reciente ascenso: “ No creo que ocasione efectos negativos, porque miro la situación de esta manera: si gano más que Will, o él gana más que yo, ambos cosechamos los benefícios”. El regalo se ofrece y -tanto cultural como materialmente- se recibe. Así como muchos hombres no podrían aceptar que el salario de su esposa fuera más alto que el propio, otros tantos tampoco podrían aceptar el ascenso profesional de su esposa más allá de cierto punto. La reacción de vários hombres ante un período de capacitación que debía emprender su cónyuge fue muy distinta de la que tuvieron las mujeres en la situación inversa. Cuando un hombre estaba capacitándose para su carrera profesional, la esposa trabajadora veia ese aprendizaje como un signo promisorio de futuros regalos. En consecuencia, solía ocuparse de las tareas hogarenas y dei cuidado de los hijos para permitir que su marido estudiara. Pero los hombres no tomaban la capacitación ocupacional de su esposa con el mismo espíritu. En un ejemplo extremo, uno de ellos comento lo siguiente acerca la tesis de doctorado en ciências políticas que escribía su esposa: “ Detesto que lo haga. No puedo explicarle cuánto lo detesto. Siento que no me aporta nada. No es un empleo. No es una comida casera. No es nada. Simplemente lo detesto”. En el momento en que tuvo lugar la entrevista había una superabundância de candidatos en el mercado académico. Pero ninguno de los hombres participantes en las entrevistas que estuvieran escribiendo una disertación obtuvo semejante respuesta de su esposa.

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no aceptaba la manera en que la carrera profesional de su esposa se reflejaba en él ante los demás. Curiosamente, ella terminaba “ haciéndolo todo” -e ra la principal proveedora y también ama de casa- y además se sentia agradecida. He ahí el flanco emocional indefenso de la ideologia de género: no, como podríamos imaginar, en su forma más conocida de enojo y resentimiento, sino en su forma más común de disculpa y gratitud. Los cónyuges hablaban entre ellos de maneras que reducían la impor­ tância de estos malentendidos. Eludían la cuestión e intercambiaban muchos otros regalos. Nina también acabó comprendiendo la vision que su marido tenia dei problema, de modo que ambos conformaron un parâmetro cul­ tural de unión según el cual la recepción malograda por parte de él no era un problema marital, sino sólo un problema personal de ella en relación con el “conflicto de roles” : su propio cansancio por cargar con demasia­ das obligaciones. En otros matrimónios, los regalos se malogran de una manera mucho más profunda. Seth Stein, por ejemplo, era un médico internista que trabajaba entre once y doce horas diarias. “ Finalmente hice algunos câmbios que me permitieran regresar a casa a las 6:30 -e xp licó - cuando advertí que había estado muy ausente durante los dos primeros anos dei crecimiento de mi hijo.” Oficialmente, Seth apoyaba la profesión de su esposa Jessica. Tal como comentó él mismo, “ siempre supe que mi esposa era una mujer de carrera”. Seth pensaba que las mujeres en general debían obtener tanto espacio en la vida pública como los hombres. Pero también saltaba a la vista que su retórica externa encubría sentimientos profundos y m uy diferen­ tes en relación con el tema. Seth era igualitário en la superfície y tradicio­ nal en el fondo.9 Actuaba y sentia como si su trabajo valiera mucho más que el de Jessica, dado que el discurso sobre la reputación que sostenían sus colegas médicos era muy importante para él y para esos médicos, que valoraban la carrera profesional. No importaba cuántas veces Seth le leyera “ Los tres cerditos” a su hijo. Para Jessica -pensaba- debía ser diferente. Pero Jessica se había abierto su propio camino en la medicina y por entonces también ejercía como internista. En cierta medida, Seth se sen­ tia orgulloso de su esposa; no queria que fuera ama de casa, ni siquiera secretaria. Pero el código igualitário se detenía a mitad de camino y Seth se resistia al resto de esa lógica: su esposa podia ser profesional como él,9

9 Seth era un tradicionalista mixto -o “seudoigualitario”- en el sentido de que su retórica era más igualitaria que su economia de la gratitud. Este deslizamiento entre la superfície y el fondo de una actitud constituye una adaptación muy común a la presión que ejercen los câmbios, que en este caso venían de su esposa.

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pero el trabajo de ella no seria tan importante para la familia ni para él como su propio trabajo lo era para la familia y para ella. Dado que su trabajo tenía prioridad sobre el de ella, sus recompensas descanso y cuidados- también tenían prioridad sobre las de ella. Cuando Seth regresaba a su casa luego de un día agotador en la clínica, fantaseaba con disfrutar de una comida casera y vino, con los ninos acostados y Jessica dispuesta a apreciar abiertamente el trabajo y la companía de su marido. Para consternación de Jessica, Seth no procuraba reducir su prolongado horário, y lo consideraba un regalo para la familia. A cambio esperaba de ella otro regalo: la bienvenida al hogar. Por su parte, Jessica queria que Seth compartiera el trabajo de la casa. En su defecto, queria que al menos se sintiera mal por no hacerlo. Aunque la carrera de su marido no lo permitiera, Jessica queria que él deseara compartir las tareas domésticas. En su defecto, queria que hiciera a un lado el interés por su propio trabajo, a fin de apreciar el desempeno de ella en la crianza de los hijos. En contraste con la tradicionalista Carmen, Jessica queria, por sobre todo, que Seth apreciara su sacrifício: el de dedicar menos tiempo a la carrera profesional a fin de brindarle la oportunidad de avanzar a todo vapor en la suya. Tal como lo explicó Seth, A Jessica le molesta mucho m i incapacidad de contribuir más a la crianza de nuestro hijo y el hecho de que yo no haga el cincuenta por ciento [de las tareas domésticas]. Dice que no hago la parte que me corres­ ponde y que he dejado a su cargo la crianza de nuestro hijo. Su carrera ha suff ido las consecuencias: Jessica le resta el doble de tiempo en lugar de que yo reduzca las horas que dedico a la mia. Se queja de que yo no me parezca más a otros hom bres im aginários, o a hom bres que ella conoce. Esos hombres pasan más tiempo con sus hijos porque así lo desean, y porque saben que es muy importante. Yo no hago tantas tareas paternas, y eso la decepciona porque dice que no cumplo con m i obligación. Por otra parte, Jessica entiende m i posición. Así que suele aguantar, hasta que se harta y me echa todo en cara. Los conflictos relacionados con la gratitud se extendían a las tareas rela­ cionadas con el cuidado. Cuando le pregunté a Seth qué cosas esperaba de Jessica sin obtenerlas, él respondió con tristeza: Cuidados. No me cuida lo suficiente. El trato estuvo tan claro desde el prim er día que no estoy resentido, pero eso es lo que pienso cuando reflexiono sobre el tema: no tengo una esposa que me cuide. Cada tanto

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me molesto por eso y anhelo tener a alguien con tiempo y ganas de hacerme sentir cómodo cuando llego a casa, pero Jessica necesita tanto como yo un masaje en la espalda. Seth no podia reclamar prioridad en los cuidados. Deseaba a toda costa esa prioridad, aunque no estaba convencido de tener derecho a desearla. En ese momento de la entrevista comenzó a emplear por primera vez un inglês agramatical, como si quisiera distanciarse de lo que decía, como si dijera “no soy yo quien habla, sino alguien menos instruido”. La propuesta de Jessica era diferente: “ Si tú me ayudas en casa, me sen­ tirá agradecida por eso y te amaré”. A raiz de sus diferentes posiciones en relación con el código de género, se abrió entre ellos una profunda grieta con respecto a la concepción de regalo. Ambos creían dar regalos no agradeci­ dos que el otro perdia continuamente. Tal como lo expresó finalmente Seth, “ trabajo, trabajo, trabajo y regreso a casa £para qué? Para nada”. Por su parte, Jessica decía hacer “sacrifícios que él ni siquiera ve”. Ambos se sentían defraudados. Decepcionados y privados de sus “ regalos”, acabaron sintiendo un gran resentimiento mutuo. En otro matrimonio con desavenencias aun mayores, un marido similar explico su situación con profundo desconsuelo: Yo podría cavar un pozo de veinte metros y ella no lo notaria. Barbara se queja de que no hago mi parte. Nos enredamos en discusiones. Ambos estamos igualmente convencidos de que hacemos nuestra cuota de tareas domésticas y, en un sentido, consideramos a Jude [su hija de 2 anos] una tarea. Uno o el otro siempre cree ser víctima de una estafa. Sin duda, parte del problema que aqueja a los matrimônios como el de Seth y Jessica radica en alguna herida temprana abierta en el carácter humano, una temprana sensación de insuficiência que se proyecta en los detalles cotidianos de la vida adulta. No obstante, la entrega malograda también ocurre en parejas donde estos conceptos no son aplicables. En “ El regalo de los Reyes Magos” hallamos la clave dei problema.

PU N TO S DE R E F E R E N C IA PARA L A GRATITU D

La gratitud puede remontarse a très fuentes: ideas vigentes sobre el honor que derivan de un marco de referencia moral, ideas sobre realidades actuales que derivan de un marco de referencia pragmático, y precedentes que

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derivan de un marco de referencia histórico. Ya hablamos dei marco de referencia moral al describir el efecto dominó que los códigos de género producen en el matrimonio. Pasemos ahora a los otros dos: el pragmático y el histórico. Aplicamos un marco de referencia pragmático cuando invocamos ideas acerca de la ff ecuencia o la rareza con que una actitud deseable se inserta en el mercado contemporâneo de ideas y acciones. Por ejemplo, casi todas las mujeres casadas con un hombre igualitário hablaron sobre la gran suerte de tener un marido que apoyara tanto su trabajo, estuviera tan deseoso de com­ partir la carga de las tareas domésticas y fuera tan bueno con los hijos, carac­ terísticas muy inusuales en los hombres. En comparación con otras muje­ res, sentían que les había ido bien. Cuando los hombres hablaban de suerte, lo que ocurrió en mucho menor grado, lo hicieron con más ffecuencia en relación con la suerte de otros hombres, y no con referencia a las mujeres. Estas comparaciones de la suerte siguieron un determinado patrón. Cuando una mujer trataba de persuadir a su marido de que colaborara más en la casa, lo comparaba con otros hombres que hacían más, pero los m ari­ dos se comparaban con otros hombres que hacían menos. Sin embargo, a ambas comparaciones subyacían cuestiones relacionadas con el mercado de los géneros. ^Cuál era la tasa vigente de trabajo masculino en las tareas domésticas? ,>Y de ayuda con la crianza de los hijos? 'tY de apoyo al tra­ bajo de la esposa? ^Y de fidelidad? ^Y de respaldo económico? Algunas madres trabajadoras también agradecían la protección contra la desaprobación de parientesy vecinos. Muchas contaron historias de “pro­ tección” : historias en las cuales eran protegidas dei deshonor por haber roto el viejo código de género. Una de las madres trabajadoras recibía la pro­ tección de una mucama contra la mirada crítica de una vecina vigilante. A otra la protegia un companero de trabajo contra la desaprobación dei jefe. Otra había cursado estúdios avanzados de enfermería desoyendo el consejo de su madre, su suegra y su cunada, y su marido a veces la protegia de ese hostil clima de opinión. Tal como relató la mujer con agradecimiento: En una oportunidad, cuando estaba en la biblioteca preparando una conferencia, la madre de mi marido fue a casa de visita y preguntó dónde estaba yo. Evan le dijo que había ido a com prar ropa para Joey: me “cubrió”. De lo contrario, mi suegra me habría criticado mucho por dejar solos a Evan y a Joey un fin de semana. Cuando el clima de opinión es tan desfavorable para las ambiciones de las mujeres, algún inusual apoyo por parte dei marido a veces cuenta como

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puntaje extra en el marco de la negociación marital. Ese marido supera la “tasa vigente” de ventajas que puede ofrecer un hombre; como consecuencia, su esposa se siente afortunada. También es posible invocar un marco histórico de referencia. En gene­ ral, entre estas parejas que vivían en la bahía de San Francisco en los anos ochenta, mayor número de mujeres que de hombres dijeron sentirse “afor­ tunadas” por algún aspecto de su situación laborai y familiar. Se sentían afortunadas de tener una buena ninera, un jefe comprensivo, un marido cooperador, un hijo saludable. Varias dijeron ser afortunadas porque necesitaban pocas horas de sueno. En muchos aspectos, sus maridos parecían ser bastante más afortunados desde el punto de vista objetivo. Por trabajar sólo un poco más ganaban un sueldo dos tercios más alto. Hacían mucho menos trabajo doméstico y disffutaban de más horas de ocio. Si se divorciaban, tenían menos probabilidades de empobrecerse y más probabilida­ des de casarse otra vez. Era paradójico, entonces, que fúeran las mujeres y no los hombres quienes hablaban de su suerte. ^Por qué ocurría algo así?10 Quizá las mujeres, inconscientemente, se vieran favorecidas en comparación con mujeres de épocas anteriores, aun más oprimidas: sus madres y sus abuelas, que habían tenido menos oportunidades y derechos que ellas. Si bien muchos hombres han ascendido en la escala social, los hombres como género han perdido ciertos privilégios de los que gozaban sus padres y sus abuelos. En relación con los hombres dei pasado, es posible que se sientan menos favorecidos por la suerte que sus abuelos. Para decirlo de otro modo: si la vida se divide entre un âmbito doméstico femenino y un âmbito público masculino, si el âmbito femenino está devaluado en relación con el mascu­ lino, y si a lo largo dei último medio siglo las mujeres han ido ingresando al âmbito masculino y a los hombres se los ha animado a ingresar al feme­ nino, es probable que las mujeres perciban estos câmbios como un ascenso, en tanto que los hombres los perciben como un descenso. Es así que la his­ toria también proporciona un punto de referencia para la gratitud. Podemos recibir un regalo de una persona y sentimos agradecidos, o recibir un regalo de “ la vida en general” y sentimos afortunados. En ambos casos, el regalo es una cuestión profundamente social, dado que percibir io Muchas investigaciones arrojan evidencia considerable de que, en comparación con los hombres, las mujeres atribuyen más acontecimientos personales (como ganar en un juego o dar bien un examen, por ejemplo) a la “suerte”. Estos resultados suelen atribuirse al “locus de control” de las mujeres, que suele ser menor. Mis observaciones en el campo concuerdan con la evidencia de laboratorio, y simplemente agregan una explicación al menor locus de control y a la manera en que las mujeres lo manejan en el âmbito social.

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un regalo como regalo equivale a evaluar el momento presente en relación con un contexto. En parte, ese contexto es moral: “ Soy afortunado en relación con lo que el código cultural me lleva a esperar”. En parte, es pragmático: “ Soy afortunado en relación con lo puedo conseguir”. En parte, es histórico: “ Soy afortunado en relación con la suerte que corria la gente como yo en el pasado”. Cotejamos la experiencia presente con esos tres marcos de referencia, y la comparación dei marco con la realidad puede dar paso a sucesivos momentos de gratitud. Este análisis de la gratitud no constituye una alternativa al análisis basado en el poder. Sólo pone de relieve la profimdidad con que las desigual­ dades de poder penetran la vida emocional. El poder no funciona alrededor dei sentimiento de gratitud, sino a través de él, mediante el establedmiento de marcos de referencia morales, pragmáticos e históricos que bajan las expectativas de las mujeres y elevan las de los hombres. La gratitud describe un panorama similar en las relaciones entre personas de diferentes razas, clases sociales y naciones. En los anos venideros estaremos en condiciones de observar a través de ellas el efecto dominó que la globalización produce en la cultura. Esa historia tomará forma a través de las miles de instancias en que se intercambien regalos. Las tendências sociales alteran los marcos de referencia morales, prag­ máticos e históricos con que las parejas cotejan todo lo que les ocurre. Si el matrimonio es el amortiguador de la tension que se produce entre la rea­ lidad social y la económica y entre los puntos de vista de hombres y muje­ res, necesitamos entender los problemas “maritales” desde una perspectiva social más amplia. Cierto es que el matrimonio es una unión de dos per­ sonalidades: hay buena o mala química. Pero muchos matrimónios moder­ nos también están jaqueados por un aspecto esencialmente social, dado que el matrimonio también es la unión de dos visiones dei género, a menudo diferentes y usualmente cambiantes. Las posiciones frente al género, a su vez, afectan a lo que se percibe como regalo y muestra de amor. Gran par­ te dei diálogo marital constituye un intento por determinar en qué medida cuentan como divisa de gratitud la cuota de tareas domésticas, el escudo contra la desaprobación y “ocultar a los muchachos el salario de la esposa”. Posiblemente, las presiones que afectan al matrimonio moderno se vinculen menos com traumas personales que con el efecto dominó producido por tendências sociales más generates en torno de la noción de regalo. Las realidades cotidianas originan tensiones en la economia tradicional de la gratitud, porque la mayoría de las mujeres se ven obligadas a trabajar y quieren ser valoradas por ello; a la vez, las bajas escalas salariales de los trabajos femeninos producen tensiones en los matrimónios igualitários:

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tanto para las parejas tradicionalistas como para las igualitarias, la noción de regalo cambia continuamente. Los matrimônios de doble ingreso más felices que observé concordaban en matéria de regalos, y ese acuerdo también se ajustaba a la realidad dei momento. Ni siquiera los hombres más tradicionales felizmente casados llegaban a su casa, se sentaban a la mesa dei comedor y creían que sólo una cena lista los haría “ sentir agradecidos” o “ amados” : a menudo eso no ocurría. Todos encontraron algún reemplazo factible para las rosas y la tarta de manzana. Las parejas igualitarias felices, por su parte, buscaban apoyo social a fin de interiorizar plenamente las nuevas regias de género. Más importante aun, no se conformaban con menos gratitud, sino que buscaban una manera de intercambiar más regalos según nuevos térmi­ nos, y así resolvían el problema dei “regalo de los Reyes Magos”.

8 Dos maneras de ver el amor*

Todos los fundadores decimonónicos de la sociologia tocaron el tema de la emoción, y algunos lo profundizaron un poco más. M ax Weber llegó a elucidar el inquieto “espíritu dei capitalismo”, la atracción magnética dei carisma, e interpelo -aunque no desde este punto de vista- la “ racionalidad” ; Émile Durkheim centro la atención en la experiencia de la “ solidaridad” ; Karl M arx exploro la alienación, y su análisis dei conflicto de clases deja ver muchas implicaciones relacionadas con el resentimiento y el enojo; Georg Simmel examino el amor y la amistad, y M ax Scheler exploro la empatía y la simpatia. En el siglo xx, Erving Goffm an delineó la compleja marana de regias inconscientes de la actuación que ponemos en práctica para vivir dia a dia. Goffman deja entrever con considerable nitidez las regias dei sentimiento (aunque no llega a postularias abiertamente) y des­ cribe el tipo de persona que podría tomarias en cuenta. La sociologia actual abunda en obras que describen -y a sea desde el punto de vista teórico o desde el punto de vista em pírico- la amplia multiplicidad de sentimientos y emociones. La sociologia de las emociones parte de aquellos comienzos tempranos. Tal como ocurre con todo nuevo corpus, ha originado un animado debate y rápidamente se ha subdividido en áreas, enfoques teó­ ricos y metodologias, por lo cual hablar de un típico sociólogo de las em o­ ciones no resulta más fácil que hablar de un sociólogo típico. Aun así,

* Este ensayo se adaptó de una charla que tuvo lugar en la Asociación Psicoanalítica Alemana, en Saarbrucken, Alemania, el i° de octubre de 1995. Originalmente titulado “ The sociology o f emotion as a way o f feeling”, se publico en Gillian Bendelow y Simon J. Williams (eds.), Emotions in social life: Critical theories and contemporary issues, Londres, Routledge, 1998, pp. 3-15, y se reproduce aqui con permiso de la editorial.

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cabe pregimtarse cómo se ve el mundo desde la perspectiva dei sociólogo de las emociones (véase Collins, 199o).1 ^Cómo se comunica este modo de ver? Una manera de hacerlo consiste en mirar muy de cerca una partícula de arena y comparar los diversos mun­ dos que pueden verse en ella. En mi libro The managed heart, una joven nos describe así el día de su boda: M i ceremonia de casamiento fue caótica y totalmente distinta de lo que yo había imaginado. Lamentablemente, el día de la boda ensayamos a las 8:00 de la manana. Yo había supuesto que todos sabrían qué debían hacer, pero no fue así; entonces me puse nerviosa. M i hermana no me halagaba ni me ayudaba a vestirme, y nadie me ayudó a hacerlo hasta que lo solicité. Estaba deprim ida.;Queria sentirme tan feliz en el día de mi boda! Se supone que es el día más feliz de la vida. Me parecia increíble que algunos de mis amigos no pudieran venir. Cuando iba hacia la iglesia, pensando en todas esas cosas que nunca creí que ocurrirían en mi boda, me quebré y me puse a llorar. Pero pensé: “ Ponte feliz por los amigos, los parientes, los regalos”. Finalmente me dije: “ Eres tú la que se casa, no los demás”. M ientras caminaba hacia el altar divisé a mi marido. Nos miramos a los ojos; percibí que me amaba, y todo cambio en mi interior desde ese momento. Cuando nos tomamos dei brazo me sentí aliviada. La tensión se había ido. De allí en adelante, todo fue hermoso. Fue indescriptible (Hochschild, 1983:59)7 En realidad, “ ensayamos” para nuestra boda desde la infancia. Tal como senala Émile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, para cualquier grupo social los rituales crean un círculo en cuyo interior las cosas llegan a parecer extraordinárias, fantásticas y sagradas, y fuera dei cual todo parece común, corriente y profano. En la sociedad Occidental moderna, la ceremonia de casamiento sacraliza el vínculo entre los novios.12 1 En la actualidad, la sociologia de las emociones constituye una de las más de veinte subdivisiones de la sociologia estadounidense. Se estableció a mediados de la década de 1980 y cuenta con un boletín trimestral donde se publican notas sobre los nuevos artículos y libros de la especialidad. La Asociación Sociológica Britânica tiene un “grupo de estúdio”, al igual que la Asociación Sociológica Internacional. También a mediados de los anos ochenta se estableció la Asociación Internacional para las Investigaciones sobre la Emoción, a fin de reunir a los científicos sociales interesados en el estúdio de las emociones. 2 La formulación ha sufrido leves modificaciones a fin de que resulte más coherente.

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Los votos y los anillos dirigen la atención de todos hacia lo mismo, y así la pareja se siente enaltecida por formar parte de im todo que los incluye y los respalda: una comunidad de familia y amigos, la sociedad. El amor que se profesan se sostiene desde el exterior al igual que desde el interior. Pero la boda de esta joven no funcionaba en los términos de Durkheim, dado que los miembros de su familia y sus amigos, uno tras otro, iban desentendiéndose de sus roles ceremoniales. La novia sólo logró conmoverse cuando centro la atención en sí misma - “ Eres tú la que se casa, no los demás”- y en su novio. Se enfrentaba a una ceremonia que había per­ dido el carácter ceremonial, a un rito durkheimiano que no estaba inmerso en una atmosfera durkheimiana. Nerviosa y decepcionada, comprendió que debía sustraerse de la ceremonia a fin de percibir su boda como algo sagrado y experimentar una transformación personal. Los finales son impor­ tantes, y la novia finaliza su relato describiendo cómo se sumergió en una mirada recíproca con su novio que la hizo sentirse transformada. El desconcierto de la ceremonia echa luz sobre la historia moderna donde ésta se inserta: cuando la comunidad no rodea a una pareja, cada miembro de la pareja debe representar una comunidad entera para el otro. El círculo durkheimiano conserva su magia, pero se encoge. ^Qué parte de la historia relatada por la novia podría llam ar la aten­ ción de un psicoanalista? Christa Rohde-Dachser (quien comento una versión anterior de este ensayo que fue expuesta ante la Asociación Psicoanalítica Alemana en 1995)3 o íf ece la siguiente interpretación: La joven novia abriga “ expectativas narcisistas en relación con ese día”. Espera sentirse importante, elevada y enaltecida, y se decepciona al advertir que sus expec­ tativas no se cumplen. Cuando se enfrenta a la desatención de su hermana, la ausência de sus amigos y la torpeza de las damas de honor, se preocupa ante la idea de tener que adoptar la “ solución depresiva femenina” : aban­ donar la esperanza de satisfacer sus propias necesidades y centrarse en las necesidades más urgentes de los demás. Sin embargo, después experimenta una sensación de “ triunfo edípico” (“ Eres tú la que se casa, no los demás” ), un momento en que abandona el blanco desierto de sus primeros anos, cuando observaba desde los márgenes la felicidad sexual de sus padres: ahora ella puede experimentar su propia gratificación sexual. ^Por qué se pregunta también Rohde-Dascher- la historia termina en un momento de unión feliz? $Es ésta una fusión de las expectativas narcisistas con el

3 La doctora Christa Rohde-Dachser dirige la cátedra de Psicologia Sigmund Freud en la Universidad de Frankfurt y es miembro dei Instituto de Psicoanálisis de la Universidad de Frankfurt.

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triunfo edípico, en un lugar central y unidos para siempre? Además, ^son dichos elementos una negación de la realidad? Esta mirada psicoanalítica se basa en la noción de estructura de la personalidad, estructura que se forma en el transcurso dei desarrollo psicosexual temprano, en el marco de la familia inmediata. Ello ocurre porque el psicoanálisis es un corpus teórico que se ocupa dei desarrollo humano individual. Dado que enfocan la atención en los momentos dei desarrollo humano en que las cosas salen mal, los psicoanalistas a menudo hacen hincapié en la emoción extrema o patológica y centran su práctica en la curación de las heridas emocionales. La cultura entra en juego como el medio donde tienen lugar el desarrollo humano, la herida y la reparación. Es posible que el psicoanalista no pregunte cómo es que una determinada emo­ ción -sentir el amor dei novio- sobresale entre un conjunto de sentimientos esperables o apropiados, y se apoye en una noción intuitiva de afecto apropiado, a su vez basada en una noción anterior de respuesta mentalmente saludable a esa situación, en esa cultura y en ese momento. Entonces, ^cómo percibiría a la misma novia un sociólogo de las emo­ ciones? Al igual que el psicoanalista, el sociólogo de las emociones percibe la angustia de la novia, y relaciona esa angustia con los significados que la novia atribuye al evento. El sociólogo no centra la atención en el desa­ rrollo humano per se, en la herida o en su reparación, sino en el contexto cultural y social de los individuos, heridos y sanos por igual. Parte de ese contexto consiste en una cultura de las emociones. ^Qué expectativas o esperanzas abrigaba la novia en relación con sus sentimientos antes de sentir lo que sintió? Ella nos dice: “ [Queria sentirme tan feliz en el día de mi boda! Se supone que es el día más feliz de la vida”. Para abrigar la esperanza o la expectativa de experimentar un sentimiento determinado, la novia necesitaba tener una idea previa de cuáles son los sentimientos apropiados. Debía apoyarse en una noción previa de los senti­ mientos que “ofrece la cultura” : sentimientos previamente reconocidos, nombrados y articulados que la cultura pone a disposición de sus inte­ grantes. Podemos decir que nuestra novia coteja intuitivamente su senti­ miento con el sentimiento más cercano que encuentra en un diccionario emocional colectivo. No imaginemos ese diccionario como un objeto pequeno exterior a ella, sino como una entidad cultural gigantesca en cuyas páginas la novia es un ser diminuto.4 Al cotejar sus sentimientos con el

4 Si la cultura es un medio, la mayoría de los sociólogos dirían que no es un medio pasivo, sino activo. Podría decirse que la cultura funciona como el “ambiente facilitador” de D. W. Winnicott (1965).

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diccionario emocional, la novia descubre que algunos sentimientos son apropiados y otros no lo son. Si sintiera atracción y amor homosexuales en China, por ejemplo, descubriría que allí el amor homosexual no es “maio” para mucha gente, sino que sencillamente no está en el diccionario: no existe. Al igual que otros diccionarios, el diccionario em ocional refleja un acuerdo entre las autoridades y no reconoce usos locales. También está sujeto a câmbios graduales que se producen a lo largo dei tiempo. Pero expresa la idea de que un lenguaje grupai de las emociones contiene deter­ m inadas experiencias em ocionales, cada una con su propia ontologia. Así, para comenzar, la sociologia de las emociones plantea varias preguntas: iC on qué sentimientos dei diccionario cultural de su lugar y su época coteja la novia su experiencia interior? ^Su sentimiento de felicidad en el dia de la boda es una coincidência perfecta, una coincidência aproximada o una divergência atemorizadora? Para el sociólogo de las emociones, el poderoso procedimiento inconsciente mediante el cual se coteja la expe­ riencia interior con el contenido de un diccionario cultural constituye una parte compleja, misteriosa e importante dei drama que se desarrolla en la vida interior de esta novia. En segundo lugar, ^qué cree la novia que debería sentir? Coteja su expe­ riencia no sólo con un diccionario, sino también con una biblia. Tiene ideales que le indican cuándo debería sentirse entusiasmada, importante y enaltecida, y cuándo no debería hacerlo. Tiene ideas respecto de quién debería ser objeto de su amor y quién no debería serio, y respecto de qué profundidad debería tener su amor y qué formas debería asumir. Tiene ideas respecto de cuáles son las indicaciones de este amor y cuánta impor­ tância debería tener para ella. El poeta Byron escribió: “ El am or dei hombre es de su vida una cosa aparte; el de la mujer es su existência entera”. ^E1 amor ocupa un lugar más importante para la novia que para el novio? ella ahora intenta lograr que el amor sea una parte más pequena de su vida, tal como lo han hecho en el pasado los hombres de su cultura? ^Cuáles son las nuevas regias dei sentimiento en relación con el lugar que ocupa el amor en la vida de una mujer? ^En qué medida es deseable o valiosa la emoción dei amor o el vínculo amoroso? £Con qué conjunto de significados culturales se vincula la mágica mirada recíproca de los novios? Las culturas difieren en las imágenes dei “amor perfecto” que proyectan.5 De acuerdo con la “ ética romântica dei amor” que corresponde al período

5 Tal como sostiene el historiador John Gillis (1994), nunca antes ha sido tan grande el valor que se deposita en la vida familiar. En efecto, los valores familiares son cada vez más nuestros únicos valores. Este sentido de sacralidad que la tradición

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industrial de Occidente, el indivíduo debe “enamorarse perdidamente”, sentir que pierde el control. En la lengua alemana, la expresión romantische Liebe tiene una connotación levemente despectiva que está ausente en los Estados Unidos. En muchos sectores de las sociedades no occidentales, como en la índia, el amor romântico se considera una emoción peligrosa y caótica, que amenaza con desestabilizar la devoción que las parejas casadas deben a los padres dei marido, con quienes viven en la misma casa. Sobre la base de entrevistas que mantuvo con hombres hindúes, el sociólogo Steve Derne (1994,1995) descubrió que para éstos existe y puede existir el acto de “ enamorarse perdidamente”, pero se trata de algo que les inspira miedo y culpa. De más está decir que ese miedo se mezcla con el sentimiento amoroso propiamente dicho, y por consiguiente lo altera. Así, no es que las personas de diferentes épocas y lugares experimenten el mismo viejo sentimiento y lo expresen de otra manera: el senti­ miento es distinto. Para dar sólo un ejemplo, el amor que se experimentaba en una aldea de agricultores de Nueva Inglaterra en la década de 1790 no es el mismo que sentia la clase alta de Beverly Hills en 1995 o los mineros católicos de Saarbrucken, Alemania. Cada cultura tiene su diccionario emocional singular, que define y delimita los sentimientos, y su biblia emocional, que define lo que debería y lo que no debería sentirse. Como aspectos de la cultura “civilizadora”, estos elementos determinan nuestra posición frente a la experiencia emocional. Configuran las predisposiciones mediante las que interactuamos con nosotros mismos en el transcurso dei tiempo. Reconocemos, recibimos bien y fomentamos algunos de los sentimientos que aparecen en la corriente de la vida emocional; a otros los reconocemos de mala gana, y aun hay otros que la cultura nos invita a negar por completo. Además, el diccionario, la biblia y nuestra posi­ ción alteran en cierta medida lo que sentimos. A l igual que otros sociólogos, el sociólogo de las emociones atiende al contexto social de un sentimiento. ^Está divorciada la madre de la novia? ^Asistió el padre separado a la boda?

qué ocurre con la familia dei novio?

iQué amigos fueron a la boda y cuáles son sus posiciones frente al matri­ monio? ^Quiénes están presentes en la fantasia? ^Cuáles son las historias judeocristiana alguna vez atribuyó a la Familia de Dios -la Iglesia-, expresado a través de la comunidad general y dirigido a ella, ha experimentado un acrecentamiento de su secularidad y su privacidad. Gillis senala lo siguiente: “ Los victorianos fueron los primeros en hacer lugar para un hogar espiritualizado, y crear en el seno de sus hogares una serie de tiempos y espacios familiares en los que una familia ideal pudiera sentirse libre de las distracciones cotidianas. Las famílias han pasado a ser un fetiche”.

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de sus dias más felices? Este contexto también otorga significado a los sentimientos que experimenta la novia en el día de su boda, de la misma manera en que el fondo confiere significado a una figura, o un rompecabezas lo hace con una pieza. Dados el diccionario emocional vigente y la biblia en uso, por un lado, y el contexto social, por otro, cada cultura transmite a sus miembros una paradoja singular. La paradoja occidental moderna del amor parece ser la siguiente: como nunca antes, la cultura invita a las parejas a que aspiren a un amor m uy comunicativo, íntimo, lúdico y sexualmente satisfactorio, pero el propio contexto social, a la vez, precave contra la confianza excesiva en el amor. Es así que la cultura invita cada vez más a las parejas a “entregarse de verdad” y confiar plenamente, pero también les advierte: “en realidad, no estás a salvo si procedes de ese modo. Tu ser amado podría irse”. Así como los anúncios publicitários que saturan la televisión estadounidense evocan la belle vie en el marco de una economia en decadên­ cia que se la niega a tantos, emerge el nuevo permiso cultural para expe­ rimentar una vida amorosa rica, plena y satisfactoria, en tanto que nuevas incertidumbres la subvierten. Intentaré desarrollar un poco más esta idea. Por un lado se registra una creciente tendencia a esperar que el am or sea más expresivo y em ocio­ nalmente satisfactorio. Las razones económicas para que los hombres y las mujeres unan sus vidas han perdido magnitud, y las razones emocionales han adquirido más importância. Además, el amor moderno tam ­ bién se ha vuelto más pluralista. La revolución sexual y emocional que tuvo lugar en los últimos treinta anos ha cambiado el am or romântico de la misma manera en que la Reforma protestante m odificó la hegemo­ nia de la Iglesia católica.6 Ahora, el ideal de am or romântico heterose­ xual es un modelo levemente más pequeno dentro de un panteón cre­ ciente de amores valiosos, cada cual con la subcultura que lo sostiene. En los Estados Unidos, los amantes homosexuales comienzan a disfrutar de abierto reconocimiento. Si no aparece el hombre apropiado, algunas muje­ res solteras heterosexuales prefieren vivir romances apasionantes y pasajeros, que com plementan con amistades femeninas cálidas y perdurables. Esta diversificación am orosa expande las categorias sociales de 6 Es posible rastrear la transmutación de este ideal amoroso: su creciente asociación a la expresión sexual, al matrimonio, a la procreación y, por cierto, a la institución de la familia burguesa. En los Estados Unidos, la nueva síntesis cultural de amor romântico, matrimonio y procreación alcanzó su pleno desarrollo en la década de 1950, cuando el 95 por ciento de la población se casaba en algún momento de su vida.

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personas elegibles para experimentar el amor romântico y también pro­ porciona alternativas. En general, sin embargo, el ideal de amor rom ân­ tico parece retener su poderosa influencia cultural mediante su exten­ sion y adaptación a un número mayor de poblaciones. Paradójicamente, si bien se ha ampliado la libertad para amar con toda la plenitud que pueda desearse, cada vez hay menos certeza de que el amor perdure. El índice estadounidense de divorcios se ha elevado desde el 20 por ciento que registraba a principios dei siglo x x hasta el 50 por ciento actual, y continúa siendo el más alto dei mundo. El índice de rupturas entre parejas que conviven sin haberse casado es aun más alto. También hay más mujeres que tienen y crían hijos por su cuenta, y más mujeres que no tienen hijos.7 Las normas que solían seguir los adolescentes estadounidenses en la década de 1950 -ponerse de novios, romper, ponerse de novios otra vez con otra persona- ahora son aplicables a los adultos. Estas tendências burlan a la novia de nuestro ejemplo. Ella se inspira en la imagen de un amor más grandioso, pero vuelve a la realidad ante la “ increíble levedad dei ser”.8 La promesa de apertura expresiva pierde valor ante el temor a la pérdida, porque la seguridad de que nuestro amor (en última instancia, quizás un símbolo de nuestra madre) no va a dejarnos plantados nos ayuda inmensamente a enfrentar el desafio de compartir nuestros miedos más íntimos. Frente a esta paradoja, es posible que la novia de nuestro ejemplo intente manejar sus emociones de diversas maneras. Podría tratar de obtener un amor perdurable recurriendo al empleo de médios “mágicos” inconscien­ tes. En un estúdio de las reacciones ante la “cultura dei divorcio”, la soció­ loga Karla Hackstaff (1994) senala que algunos jóvenes enamorados que se habían criado en hogares con padres divorciados conjuraban inconscien-

7 El índice de divorcios ha afectado enormemente a las relaciones entre padre e hijos; según un estúdio, la mitad de los ninos estadounidenses de entre 11 y 16 anos que viven con su madre divorciada no han visto a su padre durante todo el ano anterior. Según los resultados de un estúdio exhaustivo sobre matrimónios divorciados residentes en Califórnia y con hijos, la mitad de los hombres y dos tercios de las mujeres se sentían más contentos con la calidad de su vida después dei divorcio, aunque sólo uno de cada diez ninos se hallaba en la misma situación. La mitad de las mujeres y un tercio de los hombres continuaban intensamente enojados con sus ex cónyuges diez anos después dei divorcio. Véanse Wallerstein y Blakeslee, 1989, y Hochschild, 1991:106-115. También véase Hetherington, 2002. 8 En El amor como pasión, Niklas Luhmann (1986) sugiere que la sexualidad ha devenido un “código comunicativo”, un lenguaje antes que una experiencia, integrado a un repertório completo de lazos y controles sociales implícitos. Véase también Alberoni, 1983.

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temente el “ ojo maligno” dei divorcio en su propia vida amorosa creando un “primer amor fallido” y un “ segundo amor que funciona” La novia de nuestro ejemplo podría haber tenido un novio perfectamente agradable antes de conocer a su marido. Sin embargo, en el afán por evitar un pri­ mer divorcio al que se siente destinada, proyecta en su primer amado “todo lo maio” y trata de desapegarse de él. Luego conoce a un segundo joven, igual que el primero, en quien proyecta “ todo lo bueno”. Trata de conser­ var el amor que los une, ahora que el “divorcio” ha quedado atrás. Mediante esta magia inconsciente, la novia convierte su prim er matrimonio en un segundo matrimonio simbólico y disipa el peligro de divorcio. Alternativamente, la novia puede tratar de adaptarse a las inquietantes incertidumbres dei amor, ya no defendiéndose de un hombre que traiga peligrosas malas noticias, sino de su propia necesidad de contar con otra persona: intenta dism inuir sus expectativas y sus preocupaciones.9 En una época de laissezfaire emocional y sexual, la novia de nuestro ejemplo se vuelve una espartana emocional. Puede ataviarse con esta arm adura emocional de muchas maneras. En un estúdio que involucraba una pequena muestra de mujeres afroamericanas solteras, Kim DaCosta (1998) halló que las participantes trataban de limitar su confianza en los hombres, de ahogar sus fantasias en relación con el establecimiento de un vínculo rico y emocional con ellos, a la vez que expandían sus fantasias vinculadas con el desarrollo de un gran am or por los hijos. Con los hijos podían atreverse a “enamorarse”, y quizá desplazar hacia ellos las necesidades de dependencia que no creían poder permitirse con los hombres. Frente a la paradoja dei am or m oderno, es posible que cada vez más mujeres jóvenes adopten la estratégia emocional de estas mujeres afroamericanas.10 El temor a la pérdida no es en si mismo nada nuevo. En todas las épo­ cas, la gente ha perdido a sus seres amados a causa de enfermedades, gue­ rras y rivalidades, y se ha protegido de tales pérdidas. Pero cuando las defensas contra la incertidumbre surgen de la propia cultura dei amorycuando el

9 Ann Swidler (2001) y Francesca Cancian (1987) sostienen que el compromiso ocupa un espacio cada vez menor en la noción que la gente tiene dei amor, en tanto que la idea de crecimiento y comunicación adquiere mayor importância. Los datos que arrojan las encuestas nacionales de opinión realizadas en los últimos veinte anos documentan una decadência dei compromiso con el amor a largo plazo, lo que en cierta medida parece probar esta aserción. 10 La idea de que cada vez nos protegemos más a medida que aumentan las libertades se contrapone a la noción popular según la cual las décadas de 1970 y 1980 fueron un período de la “cultura dei narcisismo”, tal como la denomina el historiador Christopher Lasch (1979).

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diccionario cultural elabora variedades de amores y ex amores protegidos - y cuando esa cultura dei amor está ligada al capitalismo-, necesitamos ape­ lar a nuestras reflexiones más profundas para comprender lo que ocurre. La paradoja dei amor moderno podría ser el resultado de una agitada cabalgata en el caballo fugitivo dei capitalismo. El capitalismo no sólo es un sistema económico: también es una cultura. Tal como argumentaron Anthony Giddens y otros autores, la economia, el Estado y los médios masivos de comunicación han conformado un vasto império que eclipsa, socava y desarraiga las culturas locales. Si todos vivim os en una “ aldea” de algún tipo, el capitalismo transforma y a veces disuelve los lazos que nos unen a ella. Uno de los recursos que usamos para desarraigamos de nuestra cul­ tura local es la aplicación de metáforas. Es posible que en nuestro incons­ ciente colectivo apliquemos la metáfora de “capital emocional”, lo cual nos plantea una nueva serie de preguntas. ^Podemos hablar de nuevas estra­ tégias de inversión em ocional?Pensam os las emociones como aquello que invertimos o desinvertimos a fin de que la relación entre el yo y los sentimientos adquiera cada vez más liviandad? ^La em oción adopta las propiedades dei capital? (véase Schaffner, 1994). En comparación con épocas pasadas, ^disfruta este capital emocional de una mayor “ movilidad” a tra­ vés dei território social? ,>Es lícito hablar de una desregulación de la vida emocional que la hace fluir a través de nuevas ffonteras ligadas a las nociones de ganancia personal? Si ello es así, ^cómo influye en la manera en que una joven novia maneja sus emociones? Si tenemos en cuenta que la mitad de los padres divorciados que participaron en un estúdio estadounidense no habían visto a sus hijos en el último de los cinco anos transcurridos desde su divorcio, también podemos preguntarnos cómo afecta a los hijos esta cultura emocional capitalizada. No estoy diciendo que hoy la gente establezca relaciones con mayor liviandad que hace treinta anos, o considere que los vínculos superficiales son mejores que los profundos, sino que una importante estratégia para manejar las emociones consiste en ãesarrollar la hàbilidad de limitar los vínculos emocionales, dado que nos adapta a la supervivencia en la cul­ tura desestabilizadora dei capitalismo. Por muy pasajero que sea, el manejo de las emociones dice mucho acerca dei yo que desarrollamos cuando vivim os en esta cultura capitalista. En el caso de los sentimientos m oderados, los actos de autocontrol pueden contribuir a la configuración dei sentimiento en sí. Es posible que inten­ temos alterar la expresión de nuestro sentimiento, y con ello en realidad alteramos el sentimiento en nuestro interior (un tipo de actuación pro­ funda). También podemos incitamos verbalmente a sentir una emoción

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en lugar de otra (otro tipo de actuación profunda). O bien tratamos de adoptar un modo diferente de ver el mundo (otra “ actuación metódica” ). Cualquiera que sea el método con que manejamos nuestras em ocio­ nes, éstas no son independientes de la manera en que las manejamos. Las emociones siempre involucran el cuerpo, pero no constituyen eventos bio­ lógicos cerrados. Tanto el acto de “ conectarse con el sentimiento” como el de “ tratar de sentir” pasan a integrar el proceso que hace dei sentimiento con que nos conectamos lo que éste es. Al manejar el sentimiento, en parte lo cream os.11 A través de la manera en que nos hace ver las relaciones, definir la experiencia y manejar el sentimiento, la cultura dei capitalismo se abre camino hacia el verdadero núcleo de nuestro ser. La novia entreteje los jirones de una tradición que mengua a fin de internarse en una burbuja emocional privada: su día más feliz. Bajo esta luz, la boda es tanto una reliquia como un acto de resistência. La novia quiere que el día de su boda sea el más feliz de su vida, pero el día se empena en alojarse dentro de la cultura que lo contiene, lo que expresa la paradoja dei amor moderno. En última instancia, quizá se origine allí el malestar que siente la novia. La paradoja que describo es en sí misma un resultado de la disyunción entre las viejas regias dei sentimiento (un diccionario-biblia anterior) y un contexto social de reciente aparición. Sin embargo, las regias dei sentimiento cambian, y lo mismo ocurre con los contextos sociales. Es así que necesitamos preguntarnos, como lo hacen los sociólogos de las emociones: ^qué dilema emocional intentamos resolver a fin de vivir la vida que queremos? ^Mediante qué interacción dialéctica entre regias y contexto se produce una paradoja emocional? A la luz de estas paradojas, ^qué estratégias emocionales adquieren sentido? ^Creemos que una determinada estratégia emo­ cional, por muy “normal” que parezca, nos lastima o nos ayuda? En última instancia, tal vez la novia fije en el novio toda su atención, sus esperanzas y su noción de significado porque el resto de la escena en que se desarrolla la boda, ese círculo supuestamente mágico que describe Durkheim, se ha desmoronado. El novio se vuelve el tótem venerado, y la

n El propio acto de manejar las emociones puede verse como parte de la emoción resultante. Pero esta idea se pierde si suponemos, tal como lo hacen los teóricos organicistas, que la manera en que manejamos o expresamos los sentimientos es extrínseca a la emoción. Los teóricos organicistas se proponen explicar cómo la emoción es “motorizada por el instinto”, y así pasan por alto nuestro modo de evaluarla, etiquetaria y manejaria. Los teóricos interaccionistas suponen, al igual que yo, que la cultura puede incidir en la emoción de maneras que influyen en lo que senalamos cuando décimos “emoción” (Hochschild, 1983:18,28; véanse también los apêndices A y B).

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novia, la devota solitaria. Elio podría intensificar su amor, tal como lo pres­ cribe la cultura, pero también sobredimensiona las exigencias que se depositan en cada participante de ese amor. Si la boda refleja de algún modo los otros lazos sociales que mantiene la novia, cabe preguntarse cómo se vincula su amor por el novio con su falta de conexión con los demás. Cuando los círculos microdurkheimianos del matrimonio son tan ffágiles, quizá -paradójicam ente- necesitemos más bodas apropiadas en las que las hermanas sean ff aternales y los amigos, verdaderos: quizá se necesite toda una aldea para que el amor funcione, y reparar esa aldea para que perdure.

9 Los caminos dal sentimiento*

iH ay estratégias emocionales que preparan el terreno para las estratégias conductuales que emplean los hombres y las mujeres cuando combinan el trabajo con la vida familiar? (véase Thoits, 1989; véanse también Swidler, 1986; Goffm an, 1969). Si es así, ^cuáles son esas estratégias? éQué consecuencias emocionales conlleva cada una? Para saberlo, entrevisté a cincuenta parejas casadas cuyos integrantes tenían empleos de tiempo com­ pleto y también se ocupaban de sus hijos menores de 6 anos. Hablé con sus nineras y también realicé observaciones en los hogares de diez famílias. Al menos uno de los integrantes de cada pareja trabajaba en una gran empresa multinacional situada en la bahía de San Francisco.

ID EO LO GÍAS DE GÉN ERO Y R EG LA S D EL SE N T IM IEN T O

Las ideologias de género que profesaban los hombres y las mujeres que estudié pueden clasificarse en très categorias principales: tradicional, igualitaria y de transición. Cada una de estas ideologias llevaba implícitas réglas del sentimiento que establecían cómo deberia sentirse uno en relación con el tra­ bajo y con las tareas domésticas. Los hombres y las mujeres tradicionales creian que el lugar de una mujer era la casa -incluso en los casos en que ella se viera obligada a trabajar afuera- y que el lugar de un hombre era el trabajo, incluso si se necesitara su colaboración en la casa. Muchas muje-

* Adaptado de “ Ideologies, strategies and emocional pathways”, incluido en Theodore D. Kemper (ed.), Research agendas in the sociology of emotions, con el permiso de State University o f New York Press. © 1990 State University of New York. Todos los derechos reservados.

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res tradicionales hablaban como si su aporte a la manutención de la familia fuera una cortesia y se reservaban cierto derecho a sentirse molestas por tener que prestar esa ayuda, dado que ganar dinero no era su tarea. A la inversa, los maridos tradicionales pensaban que su colaboración en las tareas domésticas era un favor que le hacian a la esposa, por el cual ella debia sentirse agradecida. Además, las mujeres tradicionales no crelan que filera correcto identifkarse con su empleo pago o amar demasiado su trabajo, aun cuando algunas lo hicieran con cierta sensación de culpa, en tanto que los hombres tradicionales no deseaban identifkarse demasiado con el trabajo de las mujeres en la casa, aunque -u n a vez m ás- a algunos les ocurria. De acuerdo con la perspectiva de los hombres y las mujeres igualitários que participaron en el estúdio, ambos cónyuges debían compartir tanto el trabajo pago como las tareas no pagas. Era correcto que la esposa se iden­ tificara con su trabajo y considerara que su carrera profesional era tan importante como la de su marido, aunque en el fondo algunas mujeres igualitarias no creían que su profesión fuera tan significativa. A la vez, se suponía que el m arido igualitário debía pensar que su dedicación a la casa y a los hijos era tan importante como la de su esposa, aunque a algu­ nos no les ocurría. Los hombres y las mujeres con ideologia de transición adherían a una mezcla de las ideologias tradicional e igualitaria. De los diversos tipos de ideologias de transición que detecté entre estas parejas me centraré aqui en una según la cual la pareja creia apropiado que una m ujer trabajara tiempo completo fuera de la casa, pero que también era su responsabilidad hacer la mayor parte de las tareas domésticas. Debía formarse ima identidad fuera de la casa, y ténia el derecho de cuidar y disfrutar de su trabajo pago. Sin embargo, no ténia derecho a enojarse si su marido no la ayudaba mucho, dado que él no compartia con ella la obligación de identificarse con el trabajo de la casa y tampoco estaba obligado a sentirse dema­ siado culpable si no colaboraba. Asi fimcionaban las réglas del sentimiento de esta ideologia de transición. En la década de 1980, los tradicionalistas eran una pequena minoria en la bahia de San Francisco; en cuanto al resto, había más mujeres igualita­ rias y más hombres con ideologia de transición, es decir que los hombres y las mujeres a menudo aplicaban diferentes réglas a sus verdaderos sentimientos en relación con el trabajo y la casa. Más allá de las diferencias en cuanto al contenido de la ideologia de género y las réglas del sentimiento, me llamaron mucho la atención las diversas formas individuales de sostener las creencias propias. Unos pocos tradicionalistas despotricaban apasionadamente contra la era [Equal Rights

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Association, Asociación por la Igualdad de Derechos], el aborto y la necesidad económica de que las esposas trabajaran, como si un orden moral de vital importância corriera peligro de derrumbarse; otros exponían las mismas creencias con total naturalidad, y vários hombres parecían ser iguali­ tários en la superfície pero tradicionalistas en el fondo. Ello me llevó a preguntarme de qué manera los sentimientos infunãen las ideologias y cómo abordan los actores sus creencias: ^apasionadamente, con indiferencia, con ira, sin esperanzas, con temor? Los sentimientos subyacentes de algunos entrevistados parecían reforzar su ideologia de superfície, en tanto que los de otros parecían subver­ tida. Algunos de los sentimientos subyacentes se atribuían a “ relatos con moraleja” : episodios importantes que habían tenido lugar en el pasado de una persona y encerraban significados para el futuro. Por ejemplo, la salvadorena y ferviente tradicionalista Carm en Delacorte, casada con un obrero fabril y que trabajaba cuidando ninos en su casa, hablaba con vehemencia contra la era , el valor equiparable, el derecho al aborto y cualquier otra cosa que pudiera escindir dei hogar a la identidad femenina. La acción de reforzar su ideologia de género reflejaba el apremiante deseo de evitar la agotadora lucha que había debido afrontar su madre, cuyo m arido la había abandonado junto a su bebé (la pequena Carmen), porque -tal como lo expresó ella m ism a- “era una mujer demasiado dominante”. La m ora­ leja de este relato parecia ser la siguiente: “ Sométete a tu hombre para que él no te abandone”. Por otra parte, la ideologia de género de algunas igua­ litárias apasionadas parecia alimentarse dei terror que inspiraba la m ora­ leja de otro relato: una madre que carecia de autoestima, se sentia depri­ mida y se había vuelto un “ felpudo” para su marido. En estos casos, la idea era: “ Trabaja y hazte valer para sentirte bien contigo misma”. En muchos casos, el sentimiento oculto bajo la ideologia de género pare­ cia derivar de la interrelación entre una experiencia virulenta dei pasado y una situación que emergia en el presente. Por ejemplo, un obrero afroamericano con tres hijos se resistia firmemente a las súplicas de su mujer, empleada de facturación, quien lo instaba a ayudar con las tareas domés­ ticas y el cuidado de los ninos. Aunque su esposa trabajara tiempo com­ pleto, estaba profundamente convencido de que las tareas domésticas no eran “cosa de hombres”. La firmeza con que expresaba su creencia era mayor que la de otros entrevistados que se hallaban en la misma situación y compartían sus opiniones. Cuando comenzaba a preguntarme por qué, el hombre se refirió a una pérdida temprana: cuando tenía 3 anos, su madre lo había dejado al cuidado de una tia y había regresado recién diecisiete anos más tarde, cuando él tenía 20. Ahora, el hombre deseaba asegurarse

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de que su esposa biciera su “ trabajo” : cuidarlo a él. Tanto este obrero como la cuidadora de ninos aportan claves biográficas según las cuales su ideo­ logia de género se arraiga en la emocionalidad. En otros casos, el sentimiento subyacente parecia subvertir la ideologia de superfície. Consideremos el ejemplo de John Livingston, un empresá­ rio blanco que había vivido un tiempo al borde dei divorcio y había bus­ cado ayuda terapêutica para su matrimonio pocos meses antes de nuestra entrevista. Describió una infancia de extremo abandono en el seno de una familia irlandesa de clase obrera, con un padre inclinado a recluirse y una madre adicta al trabajo. Su madre, que trabajaba de camarera durante la semana, había tomado un empleo extra como vendedora de helados los fines de semana. John me explico cuánto significaba para él haberse casado y “ finalmente poder comunicarse con alguien”. Desde el punto de vista ideológico, John era igualitário. Su madre siempre “ había trabajado” ; él siempre había tenido la expectativa de que su esposa trabajara y estaba “completamente a favor de compartir” los roles de proveedor y ama de casa en su matrimonio. Pero cuando nació su hija Cary, estas regias dei sentimiento se volvieron mucho más difíciles de seguir. En primer lugar, John percibió con absoluta nitidez que su esposa se alejaba de él. Tal como lo expresó él mismo, “ me sentí abandonado, podría decirse, y también enojado”. Cuando la esposa se reintegro a su exigente empleo, John se molesto y opuso gran resistência: Quizás estuviera celoso de Cary porque durante los seis anos anterio­ res a su nacimiento yo había sido la persona más importante para Bar­ bara. A lo largo de vários meses, mientras mi esposa cumplía con su pro­ longado horário de trabajo, yo regresaba a casa y pasaba la mayor parte de la noche con nuestra hija, lo cual me agradaba. Pero estaba molesto por la ausência de Barbara. Queria disponer de unos minutos para mí. Después sentí que Cary era víctima de una estafa porque su madre no estaba en casa. ;Y yo queria que Barbara pasara más tiempo conmigo! Así que me aparté. No queria quejarme ni hacerla sentir culpable por trabajar tanto, pero la situación me molestaba. John creia que Barbara hacía bien en compenetrarse con su trabajo, pero a la vez esa actitud lo enfurecia. Sus regias dei sentimiento colisionaban con sus sentimientos. Dado que John tenía el hábito de alejarse cuando estaba enojado, se aparto de su esposa en todo sentido, incluso sexualmente. Su esposa se disgustó por el alejamiento, y así entraron en un doloroso punto muerto que ambos eludieron a pesar de los largos horários de tra-

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bajo y dei cuidado de Cary (estrategias de súper-mamá y súper-papá). Finalmente se separaron, se divorciaron y pelearon implacablemente por la tenencia de su hija.

LOS C AM IN O S EM O CIO N A LES QUE SIG U EN LA S EST R A T EG IA S DE GÉNERO

No sólo adoptamos ideologias y regias dei sentimiento en relación con el reparto de las tareas domésticas, sino que también ponemos en práctica estrategias de género: líneas persistentes de sentimiento y acción mediante las cuales reconciliamos nuestra ideologia de género con las situaciones que se presentan. Así, nuestros actos de manejo emocional no se distribuyen de manera aleatória en las situaciones y en el tiempo, sino que se guían por un objetivo: el de sostener un ideal dei yo en relación con el género; por ejemplo, ser “ una mamá que hace leche con galletitas”, una “ mujer de carrera ascendente”, etc. Además, dicho objetivo apuntala un determinado equilibrio ideal de poder y una división dei trabajo entre el marido y la esposa. Si no nos vemos sólo como personas sino también como implementadores de estrategias de género, y si nos ponemos en sin­ tonia con las regias dei sentimiento que las guían, percibiremos un deter­ minado patrón en la colisión de los sentimientos con las regias y en los sentimientos que necesitamos manejar. Nuestra estratégia de género suele concordar con lo que consideram os nuestro “ yo real”. La persona que tratamos de ser -com o hombre o como m u jer- se corresponde con quien pensamos que somos en realidad. También es posible que nuestra estra­ tégia de género esté renida con nuestro “yo real”, o que apenas tengamos una vaga idea, o ninguna, de nuestras estrategias de género y de los conflictos que plantean para nuestro “ verdadero yo”. Una estratégia de género es una “estratégia de acción”, tal como la define Ann Swindler -u n plan consciente o inconsciente de lo que debe hacerse-, pero también es una estratégia que indica cómo sentir. Cuando evocamos o reprimimos activamente diversos sentimientos, también desbrozamos un camino emocional que prepara nuestras acciones. Tratamos de cam­ biar nuestra manera de sentir para que se corresponda con la manera en que debemos sentir a fin de seguir un determinado curso de acción. En su reparto dei trabajo doméstico y el cuidado de los hijos y en sus sentimientos al respecto, las parejas que estudié reflejaban estrategias de género a largo plazo. Unas pocas madres trabajadoras siempre habían com-

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partido con sus maridos las tareas domésticas e intentaban mantener ese acuerdo de equidad estabilizada. Las que no siempre habían compartido el trabajo de la casa aplicaban una de dos alternativas: o bien presionaban a su marido para que se ocupara de un mayor número de tareas domésti­ cas, o bien no lo hacían. Algunas de las esposas que trataban de que su ma­ rido hicieran más en la casa ejercían una presión directa y activa: empleaban la persuasión, se lo recordaban, discutían o a veces amenazaban con un enfrentamiento (una estratégia de cambio activo). Otras esposas pre­ sionaban al marido de manera pasiva o indirecta: “ se hacían las tontas” o “ se enfermaban”, con lo cual lo obligaban a hacerse cargo de un mayor número de tareas domésticas. Algunas mujeres incrementaban el costo de la falta de colaboración aislando emocionalmente a su cónyuge o perdiendo el interés sexual en él por estar “demasiado cansadas”. También había madres trabajadoras que conservaban para ellas la m a­ yor parte de la responsabilidad por las tareas domésticas. Se convertían en “ súper-mamás” con largos horários de trabajo fuera de la casa y permitían que sus hijos (luego de dormir la siesta en la guardería) se acostaran más tarde por la noche a fin de poder brindarles atención. Otras madres trabajadoras reducían su tiempo, esfuerzo o compromisos en el empleo y en la casa, y con su marido y sus hijos, administrando la carga excesiva mediante diversas combinaciones de recortes. A fin de preparar el terreno para implementar su estratégia de conducta, las madres trabajadoras creaban un determinado camino emocional: inten­ taban sentir lo que resultara útil para poner en práctica sus líneas de acción. Por ejemplo, algunas mujeres confrontaban (o casi conffontaban) al marido con un ultimátum: “ O bien compartes conmigo la responsabilidad por las tareas domésticas, o me voy”. Para avanzar con el enfrentamiento, la mujer tenía que fijar la atención en la injusticia que representaba para ella llevar esa carga sobre sus hombros, y llegaba a obsesionarse con la impor­ tância de la cuestión. Se distanciaba de todos los sentimientos que experi­ mentaria por su marido en otras circunstancias y suspendia la empatía por la situación en que se encontraba él; es decir, se endurecia frente a la resis­ tência de su cónyuge. Una de estas mujeres describió así la manera en que abordo a su marido: Ya estaba harta. Estaba hecha polvo. Y él seguia yendo a su juego de squash, tal como lo había hecho antes de que naciera el bebé. Entonces me endu­ recí. Me preparé. Le dije: “ Esto no puede seguir así”. [...]. Imaginé que si no podia mostrarme consideración, no me amaba. Estaba harta. Quiero decir, los matrimônios se terminan por conflictos de este tipo.

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Otras madres trabajadoras empleaban médios indirectos para evitar el endurecimiento: desarrollaban incompetências en la casa e involucraban a su marido en las tareas alegando que “necesitaban ayuda” para pagar las cuentas o conducir. Entonces debían enfrentarse a la tarea de mantener la autoestima distanciándose de la imagen desvalida de sí mismas que habían cul­ tivado. Las madres trabajadoras que reducían su horário de trabajo fuera de la casa a menudo se preparaban de antemano para implementar dicha estra­ tégia tratando de reprimir o alterar sus sentimientos en relación con el tra­ bajo y el significado que éste tenía para su identidad. A pesar de que había llevado a cabo esta elaboración anticipatoria de las emociones, una empre­ saria muy exitosa, con un master en negocios que había dejado su trabajo para ejercer una consultoria de media jornada, se sentia desnuda en público sin el escudo protector que le brindaba el estatus de su rol profesional: Era fanática dei trabajo -exp licó - pero decidí que debía dejar esas cosas de lado mientras mis hijos fueran chicos. Sin embargo, es mucho más difícil de lo que había pensado, en especial cuando camino por el super­ mercado y los demás piensan que soy una simple ama de casa. Me dan ganas de gritarles: “ jTengo un master! jTengo un master en negocios!”. Otras madres trabajadoras se aferraban a sus compromisos laborales, pero renunciaban a preocupaciones anteriores en relación con el aspecto de la casa o el sabor de las comidas. Dado que interpretaban el aspecto de la casa como un reflejo de sí mismas, las mujeres tradicionales se avergonzaban cuando la casa estaba desordenada. En contraste, las mujeres igualitarias trataban de no preocuparse por cómo se veia su casa; algunas incluso se enorgullecían de lo poco que notaban el desorden, de que el polvo “ y a no les importaba” o de cuán lejos estaban de sentirse avergonzadas. Además de acotar las tareas domésticas, las madres trabajadoras a veces resolvían su conflicto recortando el tiempo y la atención que prodigaban a sus hijos. Bajo la tremenda presión que implicaban las exigências labo­ rales y familiares, reducían en escala sus ideas en relación con las necesidades de sus hijos. Una de ellas describió de la siguiente manera los senti­ mientos que le ocasionaba el hecho de dejar a su hija de 3 meses ai cuidado de una ninera durante diez horas por día: M i hija duerme largas siestas durante la tarde, pero no obstante tengo que admitir que diez horas es mucho tiempo, sea como sea. Cuando comencé, me dije: “ No te sientas culpable”. Pero cuando dejo a mi hija en la casa de mi cunada, veo que su familia es perfecta. Ella se queda en

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su hogar todo el día con los hijos. Tienen un perro y uri jardín. Pienso en que mi mamá se quedaba en casa todo el día conmigo. Me pregunto si le estoy dando a mi hija las sólidas bases que me dio mi madre. Después me digo: “ jNo te sientas culpable! Tu culpa tiene que ver contigo, no con tu bebé. Tu bebé está m uy bien”. Al menos, yo creo que mi bebé está muy bien. Las estratégias de género que empleaban los hombres eran en parte comparables a las de las mujeres y en parte no, porque tradicionalmente no correspondia a los hombres cumplir con las tareas domésticas ni cuidar a los hijos, y no solían hacer más que la esposa en ese terreno. Como consecuencia, no era frecuente que presionaran a su cónyuge para compartir las tareas domésticas. Por el contrario, los hombres eran objeto de tales presiones con mayor frecuencia, y su resistência adquiria diversas formas: desentenderse de la tarea a realizar, disminuir las necesidades, sustituir la tarea por otras ofrendas al matrimonio y alentar de manera selectiva los esfuerzos de la esposa. Algunas estratégias iban más a contrapelo de las emo­ ciones que otras, y requerían mayor preparación emocional. Quizá la estra­ tégia masculina que exigia la mayor preparación emocional fuera la de “reducir las necesidades”. Algunos hombres reconocían que era justo compartir, pero se resistían a incrementar su contribución a las tareas domésticas rebajando la prioridad de las tareas a realizar. Uno de los hombres explicó que nunca iba de compras porque “no necesitaba nada”. No necesitaba ir a com­ prar muebles (la pareja acababa de mudarse a una casa nueva) porque no le importaba amueblar la casa. No hacía la cena porque el cereal ff ío “estaba bien”. Su esposa aceptaba la reducción de prioridades, pero sólo hasta cierto punto; luego se rendia, y entonces amueblaba el apartamento, hacía la comida y se resentía por tener que hacerlo. En tanto que algunos hombres sólo simulaban haber reducido sus necesidades, otros sostenían a conciencia esta estra­ tégia: reprimían verdaderamente sus deseos de confort. Tal como lo describió un hombre que tenía dos empleos e hijos pequenos, “es como estar en el ejército. Uno deja atrás las comodidades dei hogar”.

C O N SE C U E N C IA S EM O CIO N A LES

Tal como ocurre con los caminos emocionales que se siguen para cada línea de acción, las consecuencias emocionales difieren entre si. Muchas madres trabajadoras que sostenían ideales de género igualitários pero tenían un

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marido que se negaba a compartir el trabajo de la casa pensaban y sentían que tenían derecho a resentirse. Por otra parte, muchas mujeres tradicionales no buscaban en el marido una solución a su doble jornada; no creían tener derecho a resentirse con él, y por lo tanto no lo hacían. Sin embargo, ante la presión, se enfermaban más a menudo, se sentían frustradas respecto de la vida en general o adoptaban una posición sacrificada. Si la carrera profesional era muy significativa para su identidad, las mujeres que se veían obligadas a restringiria severamente a menudo debían enffentarse a la pérdida de autoestima y a la depresión. A su vez, las mujeres que consideraban importante el cuidado dei hogar y abreviaban las tareas domés­ ticas solían perder autoestima y sentirse culpables. En general, la combinación de la ideologia de género que adoptaba un actor y el verdadero resultado que arrojaba la interacción de las estratégias de género imple­ mentadas por cada integrante de la pareja parecia determinar la manera en que se sentia ese actor. Nancy Holt, una de las mujeres entrevistadas, había puesto en escena un “enfrentamiento” con su marido (una estratégia de cambio activo) en relación con las tareas a compartir. El problema de cómo repartirse las tareas domésticas y el cuidado de los hijos rebosaba de significados simbólicos para ambos, y había escalado hasta convertirse en el ojo de la tempestad que asolaba su matrimonio. A Nancy, la resistência de su marido a compartir las tareas domésticas le recordaba a su propio padre: “ Llegaba a casa, se apoltronaba y le gritaba a m i mamá para que lo sirviera. M i miedo más grande es que me traten como a una sirvienta. Incluso tuve pesadillas con ese tema”. Para Evan, el marido, la insistência de Nancy equivalia a una forma de dominación. También sospechaba que Nancy deseaba tanto su colaboración en la casa sólo porque ella aspiraba a hacer menos. Su madre alcohólica casi no había cuidado a los hijos, y él sentia que su esposa también estaba dejando de cuidarlo. Los Holt peleaban encarnizadamente para determinar quién asumiría cada responsabilidad y cuánto le correspondia hacer a cada uno, hasta que llegaron a un punto muerto. Nancy no renunciaba a su deseo de que Evan hiciera la mitad dei trabajo doméstico, y Evan se negaba a hacer esa mitad. Nancy comprendió que debía elegir entre sus ideales de género y la conservación dei matrimonio. Además de tener hijos pequenos y una red de parientes católicos de orientación familiar y clase media que se preocupaban por ellos, Nancy y Evan se amaban. Así, a fin de salvar el matrimo­ nio, Nancy dio el brazo a torcer y se adapto a la idea de hacer el noventa por ciento dei trabajo doméstico, aunque sin dejar de resentirse por ello. Esta “ solución” planteaba un problema para Nancy: determinar de qué manera manejaria su resentimiento. Com o feminista que se veia obligada

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a trabajar dentro y fuera de su casa se sentia enojada, pero como mujer que queria seguir casada con un hombre machista debía encontrar una manera de manejar su enojo. No podia cambiar el punto de vista de su marido ni dejar de lado la profunda convicción de que a los hombres les corresponde compartir el trabajo de la casa; entonces se abocó personalmente a mane­ jar su ira. Para evitar el resentimiento, pasaba por alto una serie de conexiones entre la resistência de su cónyuge a compartir la carga de las tareas domésticas y todo lo que tal circunstancia simbolizaba para ella: desvalorización a ojos dei marido, y falta de consideración e incluso de amor por parte de aquél. Nancy seguia pensando que el principio de repartirse las tareas domésticas debía funcionar en el m undo en general, pero en su caso particular no lo consideraba relevante. También encapsulo su enojo separando el problema de las tareas domés­ ticas de la igualdad como idea cargada de emociones. “ Rezonificó” el terri­ tório conflictivo de manera tal que sólo se indignaria si Evan no paseaba a los perros. Si acotaba la atención a un asunto de menor importância como el de los perros, no necesitaba enojarse por la doble jornada en general. La compartimentación de su enojo le permitia seguir siendo feminista -seguir creyendo que compartir el trabajo de la casa implica igualdad, e igualdad implica am or-, pero ahora esta cadena de asociaciones se cenía más espe­ cíficamente a la atención que prodigaba Evan al cuidado, la alimentación y el paseo de los perros. Otro puntal dei programa que se había impuesto Nancy para manejar sus emociones - y que compartia con Evan- era la supresión de comparaciones entre sus horas de ocio. Tal como otras mujeres que no se sentían enojadas por combinar un empleo de tiempo completo con la mayor parte de las tareas domésticas, Nancy tomaba como referencia a otras madres trabajadoras y evitaba compararse con Evan y con otros padres trabajadores. Se veia más organizada, más activa y más exitosa que esas mujeres. Nancy y Evan también acordaron establecer un diferente parâmetro de comparación entre Evan y otros hombres. Si Nancy lo comparaba con su ideal de marido liberado o con hombres conocidos que hacían más cosas en la casa, se enojaba ante la actitud de Evan. Pero si limitaba sus comparaciones al padre de Evan o a su propio padre, o a los hombres que su marido elegia como parâmetro, no necesitaba enojarse, porque él hacía lo mismo o más que ellos en la casa. Nancy y Evan atribuían la desigualdad de sus contribuciones a una dife­ rencia de carácter. Tal como lo enunciaba Evan, la diferencia entre las horas de ocio de que disfrutaba cada uno no era un problema, sino el re­ sultado de la continua y fascinante interacción de dos personalidades. “Yo

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tengo personalidad de holgazán -exp licab a- y no soy muy organizado. Necesito hacer todo a m i propio ritm o. Soy ese tipo de persona.” Por otra parte, Nancy se describía como “ com pulsiva” y “ bien organizada”. Seis meses después dei estallido, cuando explicaba por qué Evan no com ­ partia las tareas domésticas, Nancy dijo lo siguiente -c o n un fatalismo que antes no había expresado-: “A m í me ensenaron que debía atender la casa. A Evan no lo socializaron así”. Si la actitud de Evan se atribuía a la infancia, no podia cambiar: el problema era en cierto modo inevitable, y ello sepultaba más el temible enojo mutuo. Nancy no había dejado de preocuparse por la igualdad de género. Por el contrario, recortaba artículos de revista sobre el mayor avance de los hombres en el bienestar social (la especialidad de Nancy) en relación con las mujeres. Se quejaba de la gran diferencia entre los salarios de hombres y mujeres, y dei deplorable estado en que se hallaba el servido de guarderías infantiles. Nancy llevó su feminismo a un estádio diferente. Se indignaba por la discriminación que se localizaba “afuera” sin amenazarla a ella, pero no por la falta de colaboración en su propia casa: había sesgado sus creencias para desligarias dei dilema que la aquejaba. No todas las maneras de enmarcar la realidad a fin de evitar el enojo eran obra de Nancy. Juntos, ella y Evan desarrollaron un mito que los libraba de ese sentimiento. Unos meses después de la pelea matrimonial, pedí a Nancy que revisara una larga lista de tareas domésticas: preparar el almuerzo, sacar la basura... Agitando enérgicamente la mano, ella me interrumpió para sintetizar: “Yo hago el piso de arriba y él, el piso de abajo”. “ ^Qué es el piso de arriba?”, le pregunté. Con actitud práctica, Nancy explico que el piso de arriba era el living, el comedor, la cocina, dos dormitorios y dos banos: en pocas palabras, toda la casa. El piso de abajo era el garaje, un lugar para guardar cosas y dedicarse a pasatiempos, los pasatiempos de Evan. No había vestígios hum orísticos en la división de tareas entre el piso de abajo y el piso de arriba. Más tarde, Evan también me habló de esa fórmula para repartir las tareas. Ambos parecían estar de acuerdo en ese sentido. En la explicación de la división por pisos, el garaje se equiparaba plenamente al resto de la casa desde el punto de vista moral y práctico. A Evan le correspondia cuidar el auto, el perro y el piso de abajo. La división por pisos me pareció una ficción familiar, un modesto sis­ tema enganoso que ocultaba el reparto desigual dei trabajo, la indignación que sentia Nancy ante la desigualdad y el miedo de ambos al enojo de Nancy. Ese enojo aún era perceptible, no porque ella lo reconociera, sino porque tiempo después de la crisis usaba palabras fuertes y levantaba la voz al hablar sobre la doble jornada. Nancy había manejado su enojo separando men­

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talmente las ideas que lo evocaban, evitando maios pensamientos, cam­ biando el foco de su atención y sosteniendo el mito de la división por pisos, pero el enojo parecia persistir y filtrarse hacia otras áreas de la vida fami­ liar. El mito de la división por pisos se convirtió en la sepultura visible de la noción de conflicto y enojo. Se convirtió en el encubrimiento familiar de una gran cuestión marital irresuelta. A grandes rasgos, oculto el con­ flicto entre la ideologia igualitaria y sus regias dei sentimiento, por un lado, y un matrimonio tradicional, por otro. Al igual que Nancy Holt, muchas mujeres se hallan atrapadas entre su nueva ideologia de género y una realidad más antigua: las “ nuevas” regias de la m ujer y los “viejos” sentimientos dei hombre. Ante la ausência de câmbios básicos en los hombres, en la cultura masculina y en la estructura laborai que sigan los câmbios acelerados de las mujeres, la noción femenina dei manejo emocional suaviza las contradicciones. La elaboración personal de las emociones toma la posta donde la abandona la transformación social. En este caso, la elaboración emocional es el costo que pagan las mujeres por la ausência de câmbios en los hombres y en sus cir­ cunstancias. Dado que el enojo de Nancy se filtraba a pesar de que ella elaborara sus emociones, Evan también pagaba un precio emocional. En efecto, la ausência de câmbios en respuesta a las presiones sociales que se ciernen sobre los hombres como Evan puede tener un costo m uy alto: la danina ambivalência que esta circunstancia introduce en el am or de su esposa. Entre los cónyuges trabajadores que estudié, los matrimônios eran tanto más felices cuanto más se aviniera el marido a compartir la carga de las tareas domésticas. En resumen, los hombres y las mujeres que formaron parte de m i estú­ dio empleaban estratégias de género, creaban caminos emocionales para aplicarias y experimentaban las correspondientes consecuencias emocio­ nales. En el cuadro 2 se esbozan los vínculos entre las estratégias de género, la preparación emocional para ponerlas en práctica y las consecuencias emocionales que éstas conllevan. Así como hablamos de estratégias de género, podemos delinear estra­ tégias de raza y de clase. Dada la ubicación de un individuo en la jerar­ quia de razas y clases, podemos preguntarnos qué regias dei sentimiento tendrán sentido para él y qué manejo de las emociones necesitará imple­ mentar. Muchos de nosotros consideramos la raza, la clase y el género como sistemas de estratificación que forman parte dei paisaje social “exterior”. Si bien en parte estas estructuras son externas, no dejan de guiar nuestra orientación interna. Analizamos las oportunidades disponibles “para una persona de mi raza” o “una persona de mi clase”. A la luz de nuestra

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Cuadro 2 Ideologia, estratégia y emociones de género Ideologia de género

Igualitaria

Tradicional

Actitud frente al trabajo

Cuando las esposas trabajan tiempo completo, los hombres deben compartir las tareas domésticas. El sacrifício no es más natural para las mujeres que para los hombres.

Aunque las mujeres trabajen tiempo completo, es su tarea ocuparse de la casa. La posición sacrificada de las mujeres es una virtud.

Regias dei sentimiento

Los hombres deben querer compartir: no se les adeuda gratitud. Está bien que las mujeres disfruten dei estatus laborai y que se identifiquen con su trabajo. El hombre merece su propio respeto y el de su esposa cuando se identifica con las tareas domésticas.

Los hombres tienen derecho a esperar gratitud por su ayuda. Sólo importa lo que la mujer hace en su casa; sólo importa lo que el hombre hace en el trabajo.

Estratégias de género preferidas

Estratégias de cambio activo o mantenimiento de la igualdad.

Estratégias que apuntan a mantener la desigualdad. Algunas estratégias de cambio pasivo.

Caminos emocionales

Endurecer el yo para hacerse valer, ser capaz de indignarse

Suprimir las necesidades personales, las ambiciones laborales

Consecuencias para la elaboración de las emociones

Más felicidad en el matrimonio o, si el marido se resiste a compartir, manejo de la decepción o dei enojo.

Expresión indirecta dei descontento por la presión. Atontamiento: “No sé qué siento”.

percepción intuitiva dei lugar que ocupamos en un sistema de estratificación, se vuelven atractivas determinadas ideologias y regias dei sentimiento, y se desarrollan determinadas estratégias de acción. ^Cómo lidia una persona con el antagonismo racial o la discriminación? ^Los asimila, retro-

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cede o pasa a integrar una subcultura separada? ^En qué medida alteramos nuestra estratégia y coordinamos nuestra elaboración emocional para adap­ tam os a cada contexto diferente? En su ensayo “ The hero, the sambo and the operator”, Stephen Warner, David Wellman y Leonore Weitzman (1977) senalan la existencia de ciertos “ roles raciales”. El zambo funciona evitando el conflicto, congraciándose y eludiendo las expresiones de enojo. El operador se desapega de los demás. El héroe confronta las inequidades sin ambages y expresa abiertamente sus sentimientos en relación con ellas. Si concebimos tales actitudes como posiciones activas frente a la estratificación, podemos explorar las emociones que las acompanan.1 Una de las preparaciones emocionales que suelen emplear las minorias a fin de integrarse al grupo mayoritario consiste en desarrollar un sexto 1 Si tomamos la organización en lugar dei indivíduo como unidad de análisis, vemos que aquélla proporciona contextos donde se desarrollan las estratégias. En el programa de capacitación de Delta Airlines que estudié en el marco de mis investigaciones para The managed heart, los auxiliares de vuelo recibían instrucciones en relación con los clientes perdidos, malhumorados o indisciplinados, los pilotos mandones o los companeros de trabajo que se quejaban: no sólo se les indicaba qué impresión causarles, sino también cómo percibirlos y cómo sentirse ante ellos. Es posible que las aerolíneas lleven más lejos las regias explícitas de los sentimientos, pero creo que otras organizaciones que prestan servicios al público se rigen por el mismo principio. Las iglesias, las escuelas y las empresas promueven un sentido de lo que debe y no debe hacerse en materia de sentimientos. iQué son estos conjuntos de regias dei sentimiento? iQuiénes son los “ lugartenientes” que las hacen cumplir, y quiénes se rebelan frente a ellas? èQué rituales sociales -qué procedimientos formales e informalesponen en práctica las empresas para lograr que los indivíduos experimenten los sentimientos “correctos” ? En The managed heart sugiero que un tercio de los empleos estadounidenses exigen tareas emocionales: una cuarta parte de los masculinos y la mitad de los femeninos. Otros autores también han analizado el trabajo emocional que se requiere de los trabajadores en el rubro de servicios; por ejemplo, Smith (1988a, 1988b) ha estudiado el trabajo emocional de las enfermeras, y Tolich (1988), el de los cajeros de supermercado. Sin embargo, aún hace falta responder algunas preguntas: £en qué difieren exactamente los trabajos emocionales de un ejecutivo y una secretaria? ^En que difieren los trabajos emocionales de un médico y una enfermera, o de un médico y una médica? Además, ^córno establecen las culturas ocupacionales los márgenes de hostilidad, celos y companerismo de distintas maneras? ^Las oficinas donde sólo trabajan hombres difieren en cultura emocional de aquellas donde sólo trabajan mujeres? ^Cómo influye el género en el trabajo emocional? Jennifer Pierce (1988) ha comparado la naturaleza dei trabajo emocional de hombres y mujeres en tres ocupaciones: abogados litigantes (profesión masculina estereotípica), sus asistentes (ocupación intermedia) y sus secretarias (trabajo femenino estereotípico). Véanse también Ortiz, 1988; Dressier, 1987.

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sentido protector, una sensibilidad especial frente a los demás, que pone de relieve o extrae los mensajes que los otros “me envían como negro, como gay, como anciano, como pobre”. Esta paranoia social, como podríamos llamarla, nos permite defendemos dei dolor o de la humillación, y reencuadrar los insultos personales calificándolos de “el prejuicio de x ” : es la equivalência psicológica dei escudo protector que proporciona el estatus. En efecto, cuanto más alto es nuestro estatus, más protegidos estamos dei insulto o de la humillación y menos armas emocionales necesitamos para enffentarlos. Es así que las estratégias de género, de etnia y de clase tienen en común ciertas características emocionales. En cada caso, nuestra estabilidad social depende de nuestro contexto. Algunas de las mujeres que participaron en mi estúdio dejaron la oficina, donde su estatus funcionaba como escudo protector, por la casa, donde carecían de tal protección (Hochschild, 1983; Clark, 1987). Una madre trabajadora de 35 anos que había obtenido un ascenso de secretaria a gerente subalterna describió así su situación: Aqui [en la oficina] me reúno con abogados e indico a los especialis­ tas qué deben hacer, como si fuera un magnate. Después subo al autobús, bajo y llego a casa. Entonces me deshago por completo de mi personalidad laborai. La personalidad que tengo en la oficina no es la misma que tengo en casa. Es frustrante salir de una reunión de alto nivel donde se trató un asunto que involucra millones de dólares y dos horas más tarde tener que pedirle a mi marido que apague la luz cuando sale de la cocina, porque él cree que ése es m i trabajo. Las primeras horas dei cambio son difíciles -jh iervo por dentro!-, pero los fines de sem ana... estoy bien. Por otra parte, ima chicana con cuatro hijos empleada en un taller de indu­ mentária se quejaba de la situación inversa. En la casa se sentia una orgullosa figura de autoridad frente a sus hijos, pero cuando operaba su máquina de coser en medio de una larga hilera de obreras se sentia una humilde trabajadora. Queria evitar que sus hijos la vieran en el taller porque se habría sentido “m uy avergonzada”. Estos ejemplos suscitan más preguntas. ^Quién “asciende” y quién “desciende” en estatus cuando llega a casa dei trabajo? ^Cómo varia dicha circunstancia según la raza y la clase? ^Dónde - relati­ vamente hablando- nos sentimos orgullosos y dónde nos sentimos avergonzados? ^Qué elaboración emocional se necesita para hacer la transición? En última instancia, atravesamos los caminos dei sentimiento para lidiar con las realidades de la estratificación externa, y -c o n un poco de suertepara cambiarias.

Tercera parte El dolor reflejo de una sociedad conflictiva

10 De la sartén al fuego*

Un anuncio de Avena Quaker publicado en la revista Working M other echa luz sobre la interacción entre el consumo y la aplicación de la idea de eficiência al tiempo de la vida privada que tiene lugar en la actualidad estadounidense (véase Hochschild, 1997a). En el anuncio, una madre vestida con traje de oficina abraza con carino a su hijo sonriente. Debajo de la imagen leemos: “Avena Quaker instantânea, para madres que tienen mucho amor, pero no mucho tiempo”. El anuncio continúa con un breve relato: “ Nicky es m uy selectivo con la comida. Con Avena Quaker instantânea puedo darle un fantástico desayuno caliente en solo 90 segundos. \Y no necesito perder tiempo intentando que lo coma!” Después se presentan “datos” sobre la madre y el hijo: “ Sherry Green­ berg, con Nicky, de 4 anos y medio; ciudad: Nueva York, estado de Nueva York; ocupación: profesora de música; sabor favorito: manzana con canela”. Cabe imaginar que los disenadores de este anuncio quieren dar a los lectores la sensación de que han presenciado un m om ento m atinal coti­ diano tal como lo vive una familia estadounidense de clase media. En ese momento cotidiano, Sherry Greenberg se ajusta a un horário “adulto” apretado y acelerado, mientras que el tiempo “ infantil” de Nicky transcurre con más calma y lentitud. Com o consecuencia, la madre se enfrenta con un dilema. Para cumplir con sus plazos laborales se ve obligada a insertar a Nicky en el tiempo “ adulto”, pero para ser una buena madre debe brindar a su hijo un desayuno caliente (aqui, “caliente” se asocia con la devoción y el amor). El problema estriba en que Sherry necesita tiempo para prepa­ * El presente ensayo, que fue sometido a una sustancial revisión, toma como punto de partida el texto “Globalization, time, and the family”, publicado por primera vez en alemán por el Institut fur die Wissenschaften vom Menschen (Instituto de Ciências Humanísticas), Viena, 1998, e incluído en Krysztof Michalski (ed.), Am Ende des Milleniums, Stuttgart, Klett-Cotta, 2000, pp. 180-203.

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rar un desayuno caliente, y el anuncio sugiere que la solución está en el cereal, ni más ni menos. El cereal pródiga am or porque es un desayuno caliente, pero a la vez permite ser eficiente porque su cocción es rápida. Según parece, este producto reconcilia una imagen de la maternidad estadounidense de la década de 1950 con el rol laborai que han asumido las mujeres en el ano 2000. Además, el cereal ahorra a Sherry la desagradable tarea de pelear con su hijo por la escasez de tiempo. En el anuncio, el ritmo lento de Nicky se atribuye implicitamente a su carácter (“ N icky es m uy selectivo con la comida” ), y no al hecho de que se lo introduzca en el ritmo acelerado dei horário laborai adulto, o de que proteste contra la aceleración de los adul­ tos montando una “escena retardatoria”. Mediante el recurso de sugerir a la madre que evitará una pelea con su hijo por cuestiones de tiempo, el anuncio evoca con brillantez un problema común y propone una mer­ cancia como solución. La cultura dei tiempo que expone el anuncio trae aparejada una lógica social oculta, pero fundamental. El retrato de esta madre trabajadora actual trae reminiscências de Frederick Taylor, el célebre experto en eficiência de la industria moderna, pero no sitúa el principio de eficiência en el trabajo, personalizado en el propietario, el capataz o el obrero, sino en la “ traba­ jadora como madre”. En lugar de ver a un jefe que presiona a los trabajadores para que sean más eficientes en la oficina, nos encontramos con una madre que presiona a su hijo para que coma en casa con mayor eficiên­ cia. La búsqueda de eficiência se transfiere dei hombre a la mujer, dei lugar de trabajo a la casa y dei adulto al nino, en tanto que Nicky se vuelve el propio amo de su tarea y engulle rápidamente el desayuno porque el cereal es delicioso. Frederick Taylor ha saltado la cerca que separa la fábrica dei hogar y al adulto dei nino, para luego zambullirse en la caja de cereal: ha devenido una mercancia. Ha pasado a ser algo que brinda eficiência. Así, el mercado refuerza dos veces la idea de eficiência: una en el lugar de producción, donde se presiona al trabajador para que sea más eficiente, y otra como proveedor de bienes de consumo, mediante la promesa de entregar la misma eficiência que exige. La Avena Quaker puede funcionar como paradigma de una creciente variedad de bienes y servicios -cenas congeladas, servicios de compras por computadora, teléfonos celulares1 y cosas por el estilo- que ofrecen

1 Los teléfonos celulares, los aparatos de fax para el hogar, las máquinas de dictado para el auto y otros aparatos similares se usan con la premisa de que, al igual que el cereal, “ahorrarán tiempo” para que el consumidor pueda disfrutar de más

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ahorrar tiempo a los padres ocupados. Estos productos y servicios suelen ahorrar tiempo en la casa, pero también suscitan una pregunta: £para qué queremos ahorrar tiempo?2 En el caso antes descrito, la imagen feliz de la madre y el hijo sugiere que la madre apura a su hijo a tomar el desayuno, no para correr a un absorbente empleo en una empresa cibernética, sino para dar unas pocas lecciones de piano. La foto no pone en cuestión nuestra idea de la primacía, incluso dei carácter sagrado, de que goza el hogar de Nicky. En consecuencia, la astuta insinuación de Frederick Tay­ lor en la escena pasa más desapercibida.

L A S A B ID U R ÍA C O N V EN C IO N A L FR E N T E A L A SA B ID U R ÍA NO C O N V EN C IO N A L

Si nuestra mirada occidental moderna nos permite advertir que los Green­ berg del anuncio son una familia normal, podemos imaginar que la vida familiar sustituye para ellos todos los otros aspectos de la vida; es decir, de acuerdo con la sabiduría convencional moderna, la vida familiar feliz es un fin en sí mismo. Los médios para lograr este objetivo son los ingresos y el gasto de dinero. El hogar y la comunidad son primordiales; las tiendas y el lugar de trabajo son secundários. Salimos a trabajar para llevar el pan a la mesa familiar y solemos ir a las tiendas para comprar regalos de Navidad o cumpleanos, o presentes hogarenos “para la familia”. En otras palatiempo libre. Sin embargo, en la práctica, esta tecnologia a menudo deviene un sistema de entrega mediante el cual es posible presionar para que el usuário trabaje más. Con las nuevas tecnologias se imponen nuevas normas. El correo electrónico, por ejemplo, que alguna vez fue saludado como una forma de “ahorrar tiempo”, ha hecho escalar las expectativas acortando el período de tiempo luego dei cual se considera grosero o desatento no responder. 2 Entre los estadounidenses más ricos, los bienes y servicios que ahorran tiempo a menudo obligan a los padres y a las madres a definir la paternidad y la maternidad haciendo menos referencia a la producción y más al consumo. Por ejemplo, suele pensarse que la “buena madre” de la clase media estadounidense es la que prepara el cumpleanos de su hijo, hornea la torta, infla los globos y se encarga de invitar a los amigos de su hijo a la fiesta. No obstante, cada vez más se tienta a la madre trabajadora y ocupada a que compre la torta, y en las ciudades estadounidenses se consiguen nuevos servicios de cumpleanos que ayudan a organizar la fiesta, enviar las invitaciones, comprar los regalos, inflar los globos y preparar la comida. La definición de “buena madre” se traslada de la producción al consumo. Ahora, la “buena madre” también es la que disfruta de la fiesta junto a su hijo: el regalo consiste en desracionalizar el tiempo.

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bras, el hogar y la comunidad ocupan un lugar sagrado, mientras que el trabajo y las tiendas son profanos. Somos quienes somos en casa y en nuestra comunidad; hacemos lo que hacemos en el trabajo, y compramos lo que compramos en las tiendas. Cierto es que también existe el raro adicto al trabajo o a las compras; sin embargo, tal como implican dichos términos y dada esta manera de ver las cosas, el interés excesivo por los âmbitos profanos dei trabajo y el comer­ cio transgrede los limites morales. Sherry Greenberg se ajusta perfectamente a tal noción: está en la cocina alimentando a su hijo y tiene un tra­ bajo que uno imagina fácil de manejar; el único y pequeno inconveniente es que desea apurar un poco las cosas. Esta noción convencional de la familia implica la idea de que nuestro uso dei tiempo se asemeja a un lenguaje: nos sirve para hablar. Cuando décimos cómo queremos pasar el tiempo o cómo pasamos el tiempo en realidad, estamos diciendo qué cosas consideramos sagradas. Quizá no lo pensemos exactamente así, pero damos por sentado que cada “empleo dei tiempo” o cada enunciado de nuestros sentimientos en relación con el tiempo (“ Ojalá pudiera pasar el tiempo así” ) es una profunda reveren­ cia a lo que consideramos entranable: una form a de adoración. Por otra parte, Sherry Greenberg simboliza la importância de la familia, aunque se ubica sutilmente en el margen de la imagen convencional porque está apurada para salir de ella. El anuncio de Avena Quaker apela a una im a­ gen de la vida según la cual “ la familia está prim ero”, y a la vez la desafia con sutileza al tomar partido por el deseo maternal de alimentar a Nicky “con eficiência”. Creo que el sutil desafio que plantea el aviso senala una contradicción más abarcadora que subyace a historias como la de los Greenberg. Trataré de explorar este punto recurriendo a m i investigación sobre una de las quinientas empresas que integran el ranking de la revista Fortune, que llamaré Amerco. Nuestra creencia en la prioridad de la familia colisiona cada vez más con la atracción emocional que ejercen el lugar de tra­ bajo y las tiendas. En efecto, yo diría que una constelación de presiones empuja cada vez más a hombres y a mujeres hacia el âmbito dei trabajo y de las tiendas, mientras que la televisión -e n última instancia, una tubería que conduce a las tiendas- los mantiene allí. Entretanto, la vida fam i­ liar y la vida comunitária han perdido centralidad como lugares donde hablar y relacionarse, y en gran medida han dejado de ser objeto de rituales colectivos. Sin embargo, muchos de nosotros respondemos a estas tendências mellizas elevando la importância m oral de la familia y la comunidad en lugar

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de darles la espalda. Tal como afirman David Popenoe con referencia a la familia y Robert Putnam en relación con la comunidad, lejos de estar en decadência, para mucha gente la familia y la comunidad han adquirido incluso mayor importância que antes. Encapsulamos la idea de la preciada familia (véase Gillis, 1994; también Popenoe, 1989; Putnam, 2000); sepa­ ramos el ideal de la práctica; disociamos la idea de “ pasar tiempo con x ” de la idea de “ creer en la importância de x ” ; desligamos pensamiento y acción. O bien, com o lo expresa un em pleado de Am erco en lenguaje empresarial, “ en casa no hago lo que predico”. Encapsular nuestro ideal de familia nos permite hacer lugar para algo que es al mismo tiempo una necesidad pragmática y una fuente rival de significado: la religion del capi­ talismo. Digo necesidad pragmática porque la mayoría de los estadounidenses -hom bres y mujeres por igu al- necesitan trabajar para pagar la comida y el alquiler. Al mismo tiempo se desarrolla una nueva historia cultural. (El capita­ lismo no es una fuente de adoración exenta de ambigüedad|el capitalismo estadounidense, en última instancia, es en realidad un sistema económico profundamente complejo e internamente diverso cuya meta consiste en hacer, publicitar y vender cosas. No obstante, y sin exagerar el argumento, es cierto queQ. capitalismo es un sistema cultural además de económico, y que los símbolos y los rituales de este sistema cultural compiten con los símbolos y los rituales de la comunidad y la familia, por mucho que parezcan servirles. Ello significa que el trabajo prolongado y los grandes gastos de dinero -e n lugar dei tiempo com partido- se transforman cada vez más en nuestra manera de decir “ te amo” en el hogar^Tal como argu­ menta Juliet Schor en The overspent American, en los últimos veinte anos los estadounidenses han elevado el parâmetro de los ingresos que consideran suficientes para vivir más o menos bien. De acuerdo con una encuesta Roper, el 10 por ciento de los entrevistados mencionaron un segundo tele­ visor en colores como parte de “ la buena vida” en 1975, y lo mismo hizo el 28 por ciento en 1991. Una encuesta de 1995 realizada por el Merck Family Fund mostro que el 27 por ciento de la gente que ganaba 100.000 dólares o más estaba de acuerdo con el siguiente enunciado: “ No me alcanza el dinero para comprar todo lo que realmente necesito”. A la vez, entre 1945 y 1991 declino el lugar que ocupaba la familia en la noción de “ vivir bien”, en tanto que aumentó la importância dei dinero. La importância de la felicidad matrimonial como componente de la “ buena vida” descendió dei 84 por ciento en 1975 al 77 por ciento en 1991, en tanto que la posesión de “ mucho dinero” ascendió dei 38 por ciento en 1975 al 55 por ciento en 1991 (Schor, 1998:16-17).

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Me pregunto cuán largo es el trecho a recorrerjpara pasar de las ten­ dências que seftala Schor a la audaz tesis d eto irvey CoxX^Õqi}) según la cual elçanitalismo ha devenido una religión. fh í como lo expresa Cox, Así como ha emergido un mercado verdaderamente global por primera I v

-síf .. • “ t V f

vez en la historia humana, ese mercado funciona sin mojones ni limitaciones morales y ha pasado a ser la institución más poderosa de nuestra época. Ni siquiera los estados-naciones pueden hacer mucho por res­ tringiria o regularia. La noción de “mercado” se construye cada vez más como la manera “natural” en que ocurren las cosas y cada vez menos como creación cultural (“ hecha por manos humanas”, como dice la Biblia con referencia a los ídolós). Por esta razón, la “ religión” que genera el mer­ cado a menudo escapa a la crítica y a la evaluación, e incluso a la mirada. Para quienes viven según sus preceptos, se vuelve tan invisible como lo era la religión de los australianos ágrafos estudiados por Durkheim, que la describían como “el modo en que se dan las cosas” (ibid.: 124). Cox senala que el capitalismo tiene su mito de origen, sus leyendas sobre la caída, su doctrina dei pecado y la redención, su noción de sacrifício (el ajuste de cinturón dei Estado) y su esperanza de salvación a través dei sistema de

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libre mercado.^Ên efecto, si la Iglesia medieval brindaba una orientación

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básica para la vida, en la actualidad la corporación multinacional como lugar

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de trabajo, con sus “enunciados sobre la misión”, sus plazos urgentes y sus exigências de rendimiento máximo y calidad total, hace lo m i s r ^ ^ a d ó jicamente, el sistema secular por excelencia (el capitalismo), organizado en tom o de las actividades más profanas (ganarse la vida, comprar), proj

porciona un sentido de lo sagrado]Así, lo que comenzó como medio para •alcanzar un fin -e l capitalismo "tomo medio, vivir bien como fin - ha deve­ nido un fin en sí mismo. El cambio de misión es ostensible^las catedrales dei capitalismo dominan nuestras ciudades, su ideologia impregna la radio y la television, el capitalismo llama al sacrifício a través de prolongados hora-

y I rios de trabajo y offece sus bendiciones en forma de mercancíãij. Quizá los terroristas que atacaron las torres gemelas el 11 de septiembre las hayan elegido como blanco porque veían en ellas un templo rival más poderoso, otra religión. Por m uy crueles que hayan sido, no se equivocaron cuando vieron en el capitalismo, simbolizado por las torres gemelas, una religión que competia seriamente con la suya. Al igual que otras religiones más antiguas, el capitalismo en parte crea las preocupaciones ante las que se propone como respuesta necesaria. Como el sermón de fuego y azuffe que comienza apelando al “ Hombre, pecador

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solitário” para anunciarle que “ sólo esta iglesia puede redimirte”, el ethos del mercado tacha a los pobres o desempleados de “ holgazanes indignos” y ofrece el trabajo y un nivel de vida más alto como forma de salvación. Entonces, ^capitalism o no es simplemente un sistema al servido de la familia y la comunidad, sino que compite con la familiapCuando separamos la fantasia sobre la vida familiar -nuestras ideas de “ ser una buena madre y un buen padre”- de nuestras expresiones cotidianas de paternidad y maternidad, los ideales perviven eternamente mientras veneramos el altar más grande de la ciudad con dias de diez horas laborables y largos viajes al centro de compras. M . - M ,j * kf t * los ninos tienen sus propias percepciones de lo que los adultos quieren para ellos y de ellos. Seleccionan la información que desean obte­ ner, y a partir de ella se forman su propia imagen de lo que ocurre. A fin de construir su propia imagen de la realidad, los ninos también miran la escena general que se desarrolla más allá de sus padres. En su carácter de pequenos sociólogos, los hijos ven a sus padres en contexto (véanse tam ­ bién Corsaro y Miller, 1992; Scheper-Hughes y Sargent, 1988; Van Manen y Levering, 1996). La socialización se desarrolla mientras los ninos están en contacto directo con los adultos y también cuando no lo están. No se construye a partir de mensajes que los padres envían, sino de los mensajes que los hijos reciben: recogen, interceptan o, al igual que Rufus y Catherine, hurtan sigilosa­ mente. En consecuencia, la socialización, además de gestos y aserciones vinculadas con la relación directa entre padres e hijos (“ te quiero” ) o la caracterización maternal o paternal dei hijo (“eres un buen chico” ), tam­ bién incluye mensajes indirectos que no están dirigidos al nino sobre la naturaleza de su cuidado (“ lo tengo cubierto hasta las 5:00”, o “ te toca a ti” o “ Betty [la abuela] nos falló otra vez para el viernes a la noche” ). La cultura apunta sus reflectores hacia la familia nuclear, donde se supone que transcurre la acción. Sin embargo, los ninos también llegan a saber sobre la inclinación de los reflectores culturales, entre otras cosas, mediante la exploración dei mundo exterior a la familia: las nineras, los vecinos, los parientes, el personal de la guardería. iY qué desean saber estos pequenos

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investigadores? En primer lugar, quieren saber si seguirán cuidándolos en el futuro las personas que los cuidan hoy. ^Durará esta ninera? ^Nos visitará con frecuencia y regularmente la tia Alicia? ^Cuánto tiempo me quedaré en el campamento de verano? En segundo lugar, quieren saber cuál es la relación entre las personas que los cuidan. ^Mis padres le tienen más miedo a mi maestra de tercer grado o mi maestra de tercer grado les tiene más miedo a mis padres? ^Qué siente mi ninera por mi madre: resentimiento, envidia, amor o apenas un tibio aprecio? En tercer lugar, quieren saber cómo influyen esas relaciones en lo que siente por ellos la persona que los cuida, l i e gusta cuidarme a la tia Alicia, o se aburre conmigo? ^Es amable conmigo, pero se muestra resentida cuando habla por teléfono con mi mamá? ^Qué relación tiene su resentimiento conmigo y qué relación tiene con el vínculo entre la tia Alicia y mi mamá? He aqui la clase de preguntas que permiten a los ninos adivinar cuán amoroso o predecible es su mundo. En un sentido, este ensayo aborda el punto de vista de un nino en el marco de la importante investigación realizada por Lynet Uttal (1993,1996,1998), Cameron Macdonald (1998) y Julia Wrigley (1995) sobre las relaciones adul­ tas entre los padres y las personas que cuidan a los hijos.

DOS N IN A S , U N SOLO SÍN D R O M E

Conoci a Janey King y Hunter Escala mientras me relacionaba con ambas famílias en el transcurso de très veranos a principios de los anos noventa. La primera vez que las vi tenían 4 anos y eran hijas de matrimónios con doble ingreso: los padres y las madres de ambas trabajaban en Amerco, una empresa que investigué con el objeto de averiguar cómo respondían los empleados a las políticas favorables a la familia. Las dos ninas tenían mucho en común: los progenitores de ambas eran carinosos, estaban felizmente casados y hablaban sobre sus hijas con gran aprecio y conocimiento. También trabajaban con el mismo horário prolongado en la misma empresa, en la misma ciudad y en la misma época. Sin embargo, las hijas respondían al horário laborai de sus padres de manera totalmente distinta. Janey era la menor de los dos hijos de Vicky King -ejecutiva en rápido proceso de ascenso- y del dentista Kevin, marido de Vicky; tanto la madre como el padre de Janey trabajaban durante muchas horas (véase Hochschild, 1997a: 81). Cuando conocí a la nina, durante el primer verano que pasé allí, ésta asistía a un programa veraniego de lunes a viernes, desde las 7:00 de la manana hasta las 5:00 de la tarde. Además, a veces se quedaba

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de 5:00 a 7:00 de la tarde al cuidado de una estudiante universitária, cálida y muy competente, llamada Cammy. Al final del día, Janey y su madre caían muchas veces en lo que pasé a denominar “ sindrome del tiempo exiguo”. La empresa presionaba sin pausa a la madre de Janey para que alcanzara las metas de producción, atrapándola en su fuerte cultura corporativa y extendiendo su horario de trabajo. El padre de Janey era menos exitoso en su trabajo, que en verdad no resultaba tan exigente; sin embargo, por una cuestión de orgullo, Kevin trabajaba tantas horas como su esposa. Además, los horários de ambos cónyuges eran simultâneos. En respuesta al prolongado horario laborai de sus padres, Janey se volvió cada vez más resentida, malhumorada, hosca y demandante, en espe­ cial ante de su madre. Se negaba a contar lo que le había ocurrido durante el día o a mostrar interés en lo que relataban otras personas. Así, entre las 6:00 de la tarde y las 8:00 de la noche, la familia vivia su “ hora de las brujas” -ta l como lo expresaba la madre de Janey con una pizca de hum or-, y Vicky hacía su “ tercer turno”, es decir, debía lidiar con el resentimiento que su largo día de trabajo despertaba en Janey. El malhumor de Janey exacerbaba las presiones dei regfeso a casa y, de manera encubierta, tentaba a extender el horario de oficina. Éste era el sindrome dei tiempo exiguo. En otra casa situada en otra parte de la ciudad, Hunter Escala, de 4 anos, respondia de manera muy distinta a una version obrera dei mismo largo día de trabajo. Hunter era la segunda de los tres hijos que había engen­ drado un m atrimonio ítalo-estadounidense de trabajadores fabriles. Su madre, Deb, trabajaba en un turno rotativo y cambiante con algunas horas extras, tal como lo habían hecho sus propios padres antes que ella. El padre de Hunter, Mario, cumplía turnos diurnos fijos que también incluían horas extras, y se jactaba de ser un “trabajador de sesenta horas semanales”. Los tres hijos quedaban, en diversos mom entos, al cuidado de una amable vecina, las dos abuelas, la prim a dei padre y otros parientes variados que vivían en la ciudad. Cuando sus padres llegaban a casa dei trabajo, Hunter parecia m uy feliz de verlos: éste fue el informe general que dio el matrimonio sobre la interacción con su hija en los diversos horários en que fmalizaban sus jornadas laborales, a las 3:00 de la tarde, a las 4:30, a las 5:00 y a otras horas. De hecho, dado que los horários de sus padres cambiaban conti­ nuamente, a Hunter le resultaba difícil saber de semana a semana cuándo se producirían los regresos al hogar, y a menudo pedia que se le dijera a qué hora volvería cada uno. Pero Hunter no parecia haberse enzarzado en una campana de conffontación, a la manera de Janey, con el objeto de ganar

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más tiempo en com panía de su madre o de su padre. Por el contrario, andaba de aqui para allá junto a su hermana y su hermano, y buscaba alternativamente la atención de su madre, de su padre y de Gina, su hermana mayor, quien la cuidaba a la vez que la mangoneaba. Cabe preguntarse por qué Janey y Hunter respondian de manera tan diferente a situaciones que parecen similares, al menos en lo que respecta al tiempo compartido con los padres. Consideremos algunas posibles explicaciones para esta diferencia. En primer lugar, podria deberse a características del temperamento: Janey se mostraba más nerviosa e inse­ gura, y Hunter, más distendida y segura de si misma. O bien, quizá Janey tuviera en su yo la fortaleza suficiente como para desafiar a su madre, en tanto que Hunter no se atrevia, y en lugar de ello diversificaba sus afectos como mecanismo de defensa para paliar la necesidad de pasar más tiempo con su padre y su madre. Ambas explicaciones son posibles, pero dudo de que alguna de ellas resuelva definitivamente la cuestión. También podria pensarse que Janey no sentia tanto carino por su madre, y que su madre se preocupaba demasiado por el trabajo, inmersa como estaba en una fuerte y absorbente cultura laborai. Quizá Vicky King no fiuera lo que D. W. Winnicott (1986) ha denominado “ una madre suficientemente buena”. Sin embargo, la madre de Janey estaba informada con respecto a su hija y se referia a ella con frecuencia, expresando calidez. Sabia mucho acerca de la vida de Janey, de sus am igos y sus actividades favoritas, y hablaba con gran sensibilidad sobre los problemas que aquejaban a la nina. Vicky no se mostraba deprimida ni enojada. Amaba su trabajo, y eso pare­ cia reflejarse en su casa. Además, sus amigos y sus companeros de tra­ bajo la describían como muy buena madre. En todo caso, quien se veia un poco cansada y deprimida era Deb Estrada, la m amá de Hunter. Quizás el factor más crítico fuera la participación dei padre en cada familia, pero en este caso los resultados también son confusos: Janey, quien expresaba mayor infelicidad, parecia recibir algo más de atención por parte de su padre, Kevin King, un dentista que se sentia m uy orgulloso de su identidad de padre comprometido; por otra parte, el padre de Hunter Escala, un simpático trabajador fabril, siempre estaba dispuesto a salir de la casa para ir a jugar al béisbol con cualquier excusa, aunque se involucraba mucho con los hijos cuando estaba con ellos. De diferentes maneras, los dos hombres habían asumido un compromiso. El padre de Janey entablaba largas conversaciones con ella, mientras que el padre de Hunter jugaba alegre­ mente con sus tres hijos en el jardín trasero. El padre de Janey era prudente, considerado, apacible y metódico, pero no saltaba a la vista que se divirtiera demasiado cuando estaba con Janey. Aunque menos confiable, M ario

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Escala expresaba m ejor sus em ociones y era más alegre cuando estaba con Hunter. En este terreno me resulta difícil establecer un patrón que rela­ cione el tipo de vínculo paterno con el síndrome dei tiempo exiguo. ^Que ocurría con la relación entre las ninas y sus hermanos? Janey tenía uno y Hunter tenia dos. Es decir, Hunter debía compartir la atención de sus padres con un nino más que Janey. Podríamos haber esperado que Hunter evidenciara el malestar del hijo dei medio, tan presente en el folklore de los padres, pero esta hipótesis tampoco cuadra demasiado. ^Es factible postular un efecto relacionado con la clase social y con los hermanos? El hermano mayor de Janey se esmeraba mucho en sus tareas escolares, sacaba notas muy altas en la escuela y -ta l como suele ocurrir con los ninos de clase media alta, según la investigación de Annette Lareau (1998a, 1998b; véase también Loreau y Horvat, 1999)- su familia lo exhortaba a concentrarse en los logros ind ividu als. Por otra parte, los herma­ nos de Hunter recibían más estímulos para formar lazos fiiertes con parientes y amigos que para perseguir logros individuales. Paralelamente al género, el contexto de clase puede contribuir a explicar el hecho de que la hermana de Hunter funcionara como una “pequena m am á”, en tanto que el her­ mano mayor de Janey no era su “pequeno papá”. La clase social también podría - y creo que así ocu rrió- incidir en otros aspectos. En su clásico Worlds o f pain, Lillian Breslow Rubin (1976) observo que los hijos adultos de padres de clase obrera perdonan a sus padres por haber pasado una infancia mucho más difícil que los hijos de clase media, quienes se quej an más abiertamente. Quizá Hunter ya hubiera llegado a la conclusion de que la vida era difícil para sus padres y pensara compasivamente que “ hacen todo lo que pueden”, en tanto que Janey, comparándose con hijos cuyas madres de clase media se quedaban en su casa, había llegado a la conclusion de que su madre no hacía todo lo que podia. Otra posible influencia de la clase social es la importância relativa dei vínculo con la familia extendida. En Spotted Deer, la ciudad factoría de características más bien rurales donde vivían las familias que estudié, la posición de los empleados se ligaba estrechamente con la proximidad geo­ gráfica de los parientes. La empresa reclutaba a sus gerentes y profesionales de una reserva nacional de postulantes, pero buscaba a sus trabajadores no especializados en la comunidad local. Como consecuencia, la mayoría de los gerentes vivían lejos de sus parientes y la mayoría de los trabajadores fabriles vivían cerca de los suyos. Era así que Janey, hija de una gerente, quedaba al cuidado de una ninera paga y del personal de la guardería infan­ til de Amerco. Vicky King se había mudado m uy lejos de sus padres y her­ manos, y la pareja estaba distanciada de los padres de Kevin, que vivían

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cerca pero eran dominantes y m uy críticos. Hunter Escala, hija de obreros, recibía los cuidados de una ninera vecina, dos parejas de abuelos -e n especial las abuelas- y una prim a de Mario. El contexto social de Janey me recordaba a El hombre organization, de William Whyte (1956), con la presencia agregada de mujeres-organización, mientras que el de Hunter evocaba escenas de The urban villagers, de Herbert Gans (1972). Ambas madres organizaban y coordinaban una serie de cuidadores, pero el cui­ dado de Janey se basaba en vínculos mercantiles y el de Hunter se forjaba más en lazos familiares con algunos pagos de por medio. Cada una de las piezas de este rompecabezas encierra algo de verdad, pero no debe pasarse por alto una pieza adicional: la observation que hacen los hijos de la manera en que los padres negocian su cuidado. En el curso de mi trabajo de campo percibí que ambas ninas advertían que sus padres hadan tratos con las personas que las cuidaban: oían conversaciones telefónicas y prestaban atención cuando sus padres hablaban del tema entre ellos, o con nineras, parientes y amigos. Las conversaciones escuchadas son la version infantil del “ mundo vislumbrado” de Erving Goffman (1959): el mundo cuya esencia captamos mientras pasamos apresuradamente a su lado. Pero los tratos que los ninos vislumbran al pasar son los que sostienen su mundo y evidencian lo que ellos signiftcan para los demás en ese mundo. En The private worlds o f dying children, M yra Bluebond-Langer (1980) muestra cómo los ninos enfermos terminales, por el solo hecho de ver a los enfermeros, a los médicos, el hospital y la escena que los circunda se enteran de todo lo que sus padres no tienen el valor de decirles directamente. Los ninos saludables hacen lo mismo. Janey y Hunter trataban de dilucidar cómo era su cultura del cuidado. En tales circunstancias, un nino se plantea una serie de preguntas.

cuántas personas pueden sus padres

confiarles su cuidado? QCuán grande es su cultura del cuidado?) ^Con qué ffecuencia no aparece un cuidador, y cuantas llamadas telefónicas cargadas de ansiedad acarrea esa circunstancia? QCuán confiable es su cultura del cuidado?) ^Se conocen y se gustan mutuamente las personas que los cuidan? QCuánta coherencia tiene su cultura del cuidado?) ^Se les paga a los cuidadores? Si es así, ^cuáles son las diferencias de poder y estatus? (^El cuidado se basa en el mercado o en la familia? éQué diferencia em o­ cional implica cada alternativa?) Los ninos -e n este caso, Janey y H unter- también sopesan su asidero personal en esa cultura dei cuidado. ^Quién se siente obligado a cuidarlos y lo hace a reganadientes? iQuién desea hacerlo de corazón? ^Cuál es el tono emotivo asociado a cada trato que se hace sin su participación? ^Los adul­ tos se offecen a cuidarlos por sentido dei deber o por lo que Carol Stack

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ha denominado kinscription?* (véase Stack y Burton, 1994).

lo hacen

principalmente porque así lo desean? O bien, icuáles son las medidas exactas de sentido del deber y de deseo? ^Las personas que trabajan cuidando ninos lo hacen por sentido dei deber profesional y necesidad de dinero? Si es así, cómo se combina el profesionalismo con el deseo de cuidar? ^Qué se espera a cambio, si es que se espera algo? Estas preguntas definen el alcance de la investigación que desarrollan los ninos.

JA N E Y Y H U N TE R

Entrevisté a los padres y a las otras personas que se ocupaban de las nenas en cada familia, y pasé tiempo observando ambos núcleos familiares en dias de semana y de fines de semana. También hablé con Janey y Hunter, aunque no abordé la cuestión de las conversaciones ajenas. En el trans­ curso dei tiempo que pasé con ellas observé que en varias oportunidades las ninas escuchaban conversaciones de otras personas, y que Hunter aguzaba los oídos durante las entrevistas que yo mantenía con su madre. Spotted Deer no es una ciudad de Suécia o de Noruega, donde el cui­ dado infantil es un derecho garantizado hace mucho tiempo, fácilmente disponible y subsidiado con fondos públicos. Tanto los King como los Escala hacían numerosas llamadas telefónicas y visitas cargadas de preocupación en relación con el cuidado de sus hijos. Así, las nenas recibían el mensaje de que sus cuidados, lejos de producirse automáticamente, constituían un problema. Más allá de esta circunstancia, había diferencias entre los dos hogares en relación con los sistemas de cuidado y las maneras en que los padres los organizaban. Mientras sus padres estaban en la empresa o en la fábrica, Janey quedaba a cargo de los empleados de la guardería infantil corpora­ tiva y de Cammy, una estudiante universitária que trabajaba en parte de su tiempo libre, mientras que el cuidado de Hunter provenía en gran medida de sus parientes. En una de mis conversaciones con Vicky King, advertí que Janey aguzaba los oídos cuando su madre hablaba de Cam m y con gran entusiasmo: “ Cam m y es fantástica. Tiene mucho talento para tratar con la gente y es maravillosa con los ninos. Me gustaría conseguirle trabajo en * Juegos de poder entre miembros de la familia para reclutar a indivíduos que hagan el trabajo de apoyo familiar, incluso si ello impide o inhibe las ambiciones y las metas personales de dichos indivíduos (véase Silvia Dominguez, http://revista-redes.rediris.es/html-vol7/vol7__1.htm) [N. de la T.].

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Amerco”. Janey sabia que Vicky había emprendido una búsqueda exhaustiva para contratar a Cammy. Ahora que la había empleado, también le offecia otros favores, incluida la ayuda para que Cammy iniciara una carrera profesional en Amerco. Ahora bien, ^cómo podia interpretar Janey esa conversación? En prim er lugar, Vicky no decía: “ Cam m y es fantástica. Es la persona justa para cuidar a Janey”. El cuidado de Janey aparecia en un escenario adyacente a la atracción principal: Amerco. Una persona que tuviera verdadero talento, el tipo de talento que su madre admiraba, no debia dedi­ c a t e a cuidar ninos. A raiz de esa conversación, Janey también podria Uegar a la conclusion de que Cammy, por muy amigable que fuera, no iba a cuidaria para siempre. Además, Janey sabia que a su ninera le pagaban por el trabajo de cuidaria, y que ése era probablemente el motivo que la había llevado a aceptar el empleo. Si Cam m y era una persona temporaria en la vida de Janey, y su padre era permanente pero no estaba tan atento, la madre pasaba a ser el espectáculo principal. En consecuencia, Janey diri­ gia sus quejas a su madre. En contraste, Hunter oyó una conversación sobre su abuela paterna, una persona que representaba un vinculo a largo plazo, pero con quien su madre tenia grandes diferencias en cuanto a la crianza de los ninos. Hunter estaba cerca del sofá donde su madre y yo manteníamos una entre­ vista, y jugaba a ensenarle a su muneca cómo hacer huevos revueltos. En un momento de la conversación entre adultos, Hunter levantó la cabeza con interés, aunque sin decir nada. Deb me confiaba sus reservas con respecto a dejar a Hunter al cuidado de su abuela. “ La abuela le permite comer dulces antes de las comidas y no interviene de inmediato cuando Gina [la hermana mayor de Hunter] la molesta.” Hunter probablemente haya conjeturado que su madre y su abuela no concordaban en algunas cuestiones, pero que el vínculo entre ellas no corria peligro. Quizás el asunto de los dulces se modificara, pero la abuela seguiría cuidándola. Entonces, £por qué Hunter estaba más contenta que Janey con el horá­ rio laborai de sus padres? Quizá se sintiera felizmente rodeada de sus dos abuelas, una serie de tias y una ninera amiga que vivia en la casa vecina, todas las cuales parecían permanentes y en cuyo mundo ella ocupaba un lugar importante. En parte, su presencia en esa red implicaba oír chismes, quejas e historias interminables acerca de la gente que la integraba. Al igual que los padres de Janey, los padres de Hunter pagaban un sueldo a su ninera, pero ésta vivia enfrente y era una amiga. Detrás dei trato de servicio pago había una atmosfera comunitária, pero no ocurría lo mismo con Janey. Cuando un nino escucha conversaciones sobre los tratos que hacen los padres en relación con su cuidado se entera de hechos específicos (mamá

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le va a conseguir a Cam my un trabajo nuevo; la abuela me da demasiados dulces), pero también comprende la esencia de la estructura profunda que subyace al cuidado de los ninos, es decir, el “cableado social” del cui­ dado. Hay distintos tipos de cuidado y, al igual que un adulto, un nino puede distinguir entre los servicios del mercado y la ayuda que prestan familiares y amigos, además de diferenciar las posibilidades que incluye cada alternativa. Discierne entre el cuidado pago que se parece al de los parientes y el cuidado pago que es más mercantil. Advierte la diferencia entre el servicio mercantil que brinda una vecina amiga y el que presta un profesional apreciado, o el servicio mercantil que presta “ la única persona que logré encontrar”. Distingue entre el cuidado familiar a cargo de un pariente resentido y sobrecargado, y el que brinda un pariente que lo hace con gusto. A lo largo de los últimos treinta anos se ha incrementado la proporción de ninos en edad preescolar cuyos padres hacen uso dei servicio de cuidadores pagos, en tanto que ha disminuido la proporción de ninos cui­ dados por parientes. Así, posiblemente en el futuro habrá más ninos en la situación de Janey que en la de Hunter. El cuidado pago difiere en gene­ ral dei gratuito, pero a menudo esto ocurre de maneras extranas y complejas.1 En el cuidado pago, los padres pagan por la prestación de un ser­ vicio específico que se lleva a cabo durante un período relativamente corto de tiempo, mientras que en el cuidado que brindan amigos y parientes, los padres piden un favor y es posible que se espere un favor a cambio, pero en un marco temporal vago, tácito y extendido. En el servicio mercantil, los limites dei intercâmbio son claros y ffontales, y los actos de cuidado están menos imbuidos de significados intensamente importantes; en el que realizan amigos y parientes, en cambio, esos significados aparecen mucho más. Cuando los padres critican el cuidado pago, las quejas se refieren a expectativas establecidas por estándares profesionales o por un acuerdo formal de lo que es lícito recibir a cambio de determinada tarifa (“yo no pagué por esto” ). Cuando los padres solicitan a un pariente quei

i En el momento de escribir este ensayo no estoy al tanto de investigaciones que comparen la satisfacción relativa de los padres con el cuidado mercantil en contraposición al que ofrecen parientes o amigos. A partir de la actual tendencia a romantizar la familia y la comunidad, muchos trabajadores de clase media con un hijo de 4 anos preferirían una apasionante experiencia preescolar Montessori (si tan sólo pudieran pagaria) al cuidado que puede offecer una malhumorada y poco imaginativa tía Matilde. Aun así, los parientes son los parientes, y el deslizamiento hacia el cuidado pago probablemente continúe originando cierta preocupación.

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cuide a un nino, el pedido apela a una red previa de obligaciones, y las quejas se refieren a los supuestos personales en relación con aquéllas (“eso no es de buena hermana” ). De manera similar, si una amiga cuida a un nino, las quejas pueden referirse a una noción previa de lo que los ami­ gos deberían estar dispuestos a dar (“ no es justo que actúe así después de todo lo que hemos pasado juntas” ). En la vida real, los ninos perciben muchos tipos de relaciones entre padres y proveedores que combinan los diferentes hilos de cada tipo de acuerdo. Cuando un chico escucha las conversaciones entre adultos, selecciona retazos de evidencia con los cuales arma luego una compleja imagen mental, no solo de sus padres en particu­ lar -aunque ellos sin duda dominan el cuadro- sino también de la estructura más profunda del cuidado. Los padres, por su parte, no recurren a convénios prefabricados de “mer­ cado” y “parentesco”, sino que participan activamente en su configuración.2 Por ejemplo, los padres de Hunter expandieron culturalmente su amistad con Melody, la ninera. Le pagaban de la misma manera en que los padres de Janey pagaban por los servidos de Cammy, pero los padres de Hunter imbuyeron de amistad ese vínculo mercantil. Melody vivia hacia mucho tiempo en la casa de enfrente, y ya era vecina y madre de una amiguita de Hunter antes de comenzar a cuidaria. Como consecuencia, intercambiar regalos de Navidad y canastas de Halloween o compartir búsquedas dehuevos de pascua no equivalia a dar un gran paso. Los Escala no celebraban el cumpleanos de Melody, pero cruzaban la calle para celebrar el de su hija. En la gramática de tales encuentros, los Escala estaban diciendo que Melody era “como de la familia” (véanse Uttal, 1998; Snack y Burton, 1994). En con­ traste, la familia King trataba a Cam m y como se trata a una estudiante uni­ versitária y futura profesional: una mujer que era maravillosa con los ninos, pero que solo estaba de paso. Asi, Janey se veia a si misma a lo largo de muchas horas con una ninera que sabia temporária, y lo sabia por haber oido una cantidad de conversaciones que bastaban para captar la esencia del cuadro completo, de la misma

2 Tal como lo ha mostrado la investigación de Lynet Uttal, los padres y las nineras negocian muchos tratos diferentes en relación con el cuidado, algunos basados en la idea de que la madre traspasa parte de su responsabilidad al proveedor de cuidados y otros basados en la idea de que la responsabilidad se comparte. Según senala Uttal (1998:575), muchos padres y madres están cambiando su definición de crianza: ya no la consideran una actividad privada, sino una actividad social. Uttal da con una tecla importante cuando se pregunta: ^cómo se reparten exactamente la responsabilidad entre los padres y el proveedor de cuidados? Por otra parte, £cuál es la naturaleza dei vínculo entre ellos?

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manera en que Rufus y Catherine Follet oyeron a su madre hablar con el padre Jackson. Con un padre ausente desde el punto de vista emocional, un hermano competitivo y con un alto grado de individuación y una ninera muy agradable pero claramente temporária, Janey llegó a la conclusion de que su mamá era lo más importante para ella, pero su mamá no estaba alii. De ahi que contrajera el sindrome del tiempo exiguo. Si Janey hubiera contado con una escena completa cuya estructura organizativa se asemejara más a la de Hunter, con una hermana que cumpliera funciones de madre, una ninera que fuera como de la familia y parientes por todas partes, quizás habría experimentado la ausência de su madre con mayor confianza en que su mundo estaba intacto y ella ocupaba en él un lugar central. Habría percibido un cableado social que le prometia fuentes estables, si bien diver­ sas, de lo que para ella contaba como verdadero cuidado. Si, tal como dice el reffán, se necesita una aldea entera para criar a un nino, podemos preguntarnos en qué tipo de aldea vivian Hunter y Janey. En la actualidad estadounidense, los ninos como ellas viven cada vez más en contextos que son aldeas por su función, pero no por su estructura. Este cuadro se ajusta más al caso de Janey que al de Hunter. Su maestra y sus companeros de la guarderia, su ninera, su hermano, sus padres, su profesora de natación, sus abuelos y el hijo del vecino de sus abuelos funcionaban como su aldea. Pero la mayoria de esos aldeanos no se conodan entre si ni tenian la coherencia de una comunidad. Janey no vivia en una tribu durkheimiana, cohesiva y autosuficiente: vivia en una aldea urbana. La “ aldea” de Hunter tenia más piezas, pero éstas se combinaban con mayor coherencia y estabilidad. En última instancia, mientras se entretienen con videojuegos, miran television o leen historietas, los ninos también hacen otra cosa: escuchar conversaciones. A l igual que Rufus y Catherine, Janey y Hunter captaban retazos de charlas adultas a partir de las cuales vislumbraban la esencia de una red más profunda de relaciones en las que se basaba su cuidado. Por m uy alegre que sea un cuidador o fascinante que sea un videojuego, los ninos a menudo se esfiierzan mucho por conocer la estructura profunda del cuidado, lo cual ofrece una lección a los padres que luchan por esca­ par al sindrome del tiempo exiguo. Parte de la solución reside en lograr horários más cortos y flexibles, pero otra parte se vincula con la manera en que entretejemos nuestra cultura del cuidado y a la interpretación que de ella hacen los ninos.

Cuarta parte La ecologia dei cuidado

14 Amor y oro*

En el dormitorio situado en el sótano de la casa donde trabaja, en la ciudad de Washington, Rowena Bautista ha colocado cuatro fotografias sobre la cómoda: dos son de sus hijos -q u e quedaron en Cam iling, una aldea agrícola de Filipinas- y las otras dos son de los chicos de quienes ha sido ninera en los Estados Unidos. Las fotografias de sus hijos, Clinton y Princela, datan de hace cinco anos. Tal como le contó recientemente a Robert Frank, reportero del Wall Street Journal, esas fotos “me recuerdan cuánto he perdido”.1 Ha perdido las dos últimas navidades y, en su más reciente * Este ensayo también fue incluído en Barbara Ehrenreich y Arlie Russell Hochschild (eds.), Global woman: Nannies, maids, and sex workers in the new economy, Metropolitan Books, 2003. Se incluye aqui con permiso de la editorial. 1 La información sobre Rowena Bautista se extrae del artículo de Robert Frank, “High paying Nanny positions puncture fabric of family life in developing nations”, Wall Street Journal, 18 de diciembre de 2001. Todas las entrevistas en las que no se aclare lo contrario son de mi autoria. También véase Hochschild, 2000:32-36. El análisis sobre la “globalización de la maternidad” que hizo Rhacel Parrenas en su disertación de 1999 me llevó a reflexionar sobre el tema por primera vez; véase también Global servants (2001), de dicha autora. También véase el filme When mother comes home for Christmas, dirigida por Nilita Vachani. En general, hasta hace poco tiempo se ha hecho escaso hincapié en el tema dei “drenaje de cuidado”, incluso entre los académicos cuyo trabajo se centra en el género. Gran parte de los escritos sobre la globalización hacen foco en el dinero, los mercados y el trabajo masculino. Gran parte de las investigaciones sobre las mujeres y el desarrollo, por otra parte, ponen el énfasis en el impacto producido por las políticas de ajuste estructural (ligadas a los préstamos dei Banco Mundial) en la vida cotidiana de las mujeres y los ninos. Entretanto, la mayor parte de las investigaciones sobre las mujeres trabajadoras en los Estados Unidos y en Europa se concentran en la imagen de un malabarismo imparcial de dos personas o en la “supermamá” solitaria, omitiéndose el cuidado de los ninos. Afortunadamente, en anos recientes, Evelyn Nakano Glenn, Janet Henshall Momsen, Mary Romero, Grace Chang y otras becarias han producido investigaciones importantes sobre los inmigrantes que realizan trabajo doméstico.

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visita al hogar, Clinton, que ya tiene 8 anos, se negó a tocaria. “ ^Por qué volviste?”, le preguntó. Hija de una maestra y un ingeniero, Rowena Batista estudió ingeniería durante tres anos, pero luego abandono la carrera y viajó al extranjero en busca de trabajo y aventuras. Unos anos más tarde, durante sus viajes, se enamoro de un ghanés obrero de la construcción, tuvo dos hijos con él y regresó a Filipinas con su nueva familia. Como no conseguia empleo en Filipinas, el padre de sus hijos se traslado a Corea en busca de trabajo y fue perdiendo contacto con ellos. Rowena viajó nuevamente al Norte para engrosar las crecientes filas de madres dei Tercer Mundo que trabajan en el extranjero durante largos períodos de tiempo porque el dinero que ganan en su país no les alcanza para vivir. Dejó a sus hijos con su madre, contrato una ninera para que ayudara en la casa y viajó a la ciudad de Washington, donde tomó un empleo de ninera cuyos ingresos equivalían a los de un médico rural en las Fili­ pinas. De los 792.000 trabajadores domésticos legales de los Estados Uni­ dos, el 40 por dento son extranjeros, igual que Rowena. De los inmigrantes filipinos, el 70 por ciento son mujeres, como Rowena. Rowena llama “mi bebé” a Noa, la nina estadounidense que está a su cui­ dado. Una de las primeras palabras de Noa fue “Ena”, diminutivo de Rowena. Y la pequena ha comenzado a balbucear en tagalog, la lengua que su ninera hablaba en Filipinas. Rowena levanta a Noa de su cuna a las 7:00 de la manana, la lleva a la biblioteca, la hamaca en el parque y se acurruca con ella a dor­ mir la siesta. Tal como le explico a Frank, “ le doy a Noa lo que no puedo darles a mis hijos”. A su vez, la nina estadounidense le da a Rowena lo que ésta no consigue en su hogar. En palabras de Rowena, “me hace sentir madre”. Los hijos de Rowena viven en una casa de cuatro dormitorios con sus abuelos maternos y otros doce miembros de la familia, ocho de ellos ninos, algunos de los cuales también son hijos de mujeres que trabajan en el extran­ jero. La figura que ocupa el lugar central en la vida de los ninos - la persona a quien ellos llaman “ Mama”- es su abuela, la madre de Rowena. Pero la abuela trabaja de maestra con horários sorprendentemente prolonga­ dos, desde las 7:00 de la manana hasta las 9:00 de la noche. Cuando Rowena relata su historia, dice poco acerca de su padre, el abuelo de sus hijos (a los hombres filipinos no se los anima a participar activamente en la crianza de los ninos). Y el abuelo materno no se relaciona mucho con sus nietos, por lo cual Rowena ha contratado a Anna de la Cruz, quien llega a la casa todos los dias a las 8:00 de la manana para cocinar, limpiar y cuidar a los ninos. A su vez, Anna de la Cruz deja a su hijo adolescente al cuidado de su suegra octogenária.

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La vida de Rowena refleja una importante y creciente tendencia global: ia importación dei amor y el cuidado de los países pobres por parte de los países ricos. Hace ya algún tiempo, muchos profesionales prometedores y altamente capacitados abandonan hospitales sin suministros, escuelas empo­ brecidas, bancos vetustos y otros lugares relegados dei Tercer Mundo en busca de las mejores oportunidades y los salarios superiores que les ofrece el primero. A medida que las naciones ricas se enriquecen y las pobres se empobrecen, esta corriente unidireccional de talento y capacitación continúa ampliando la brecha que separa a ambos mundos. Pero paralelamente a este drenaje de cerebros se ha desarrollado una tendencia más oculta y desgarradora: las mujeres, que suelen cuidar a los ninos, los ancianos y los enfermos en sus propios países pobres, se mudan a los países ricos para cui­ dar allí a ninos, ancianos y enfermos, en calidad de mucamas, nineras o asistentes de guarderías y geriátricos. Se trata de un drenaje dei cuidado. El movimiento de trabajadores dei cuidado desde el Sur hacia el Norte no es completamente nuevo. Sin embargo, uno de sus aspectos no tiene precedentes: el alcance y la velocidad que han adquirido las migraciones de mujeres en busca de estos empleos. Una gran cantidad de factores contribuyen a la creciente feminización de las migraciones. Entre ellos se cuenta el ensanchamiento de la brecha que separa a pobres y ricos dei mundo. En 1949, H arry S. Truman declaro en su discurso inaugural que el hemis­ fério Sur -donde se hallan las naciones poscoloniales de África, Asia y Amé­ rica Latina- estaba subdesarrollado, y que era tarea dei Norte ayudar al Sur a “ponerse al dia”. Pero en los anos que transcurrieron desde entonces, la brecha entre el Norte y el Sur no ha hecho más que ensancharse. En 1960, por ejemplo, las naciones dei Norte eran veinte veces más ricas que las dei Sur. Hacia 1980, la diferencia ya había superado su duplicación, y el Norte era cuarenta y seis veces más rico que el Sur. De hecho, según un estúdio dei Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la situación de sesenta países estaba peor en 1999 que en 1980 (New York Times, 1 de septiembre de 2001, a 8 ). Las corporaciones multinacionales son “ el músculo y el cerebro” detrás dei nuevo sistema global y su creciente desigualdad -com o senala William Greider (1998:21)-, y las quinientas corporaciones más grandes (168 en Europa, 157 en los Estados Unidos y 119 en el Japón) han septuplicado sus ventas a lo largo de los últimos veinte anos. Como resultado de esta polarización, la clase media dei Tercer Mundo gana ahora menos que los pobres dei primero. Antes de migrar desde Fili­ pinas a los Estados Unidos e Italia, los trabajadores domésticos entrevis­ tados por Rhacel Parrenas en la década de 1990 ganaban un promedio de 176 dólares por mes, a menudo trabajando como maestros, enfermeros y

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empleados administrativos. Sin embargo, por desempenarse en trabajos menos especializados -aunque no menos difíciles-, como los de ninera, mucama o asistente de guarderías infantiles, tienen la posibilidad de ganar 200 dólares mensuales en Singapur, 410 en Hong Kong, 700 en Italia y 1.400 en Los Angeles. Para tomar sólo un ejemplo, en Colombo, Sri Lanka, una mujer que cursó hasta el quinto grado de la escuela puede ganar 30 dóla­ res mensuales más cama y comida como mucama doméstica, o 30 dólares como vendedora de tienda sin alojamiento ni comida, pero trabajando de ninera en Atenas gana 500 dólares por mes, con habitación y comida. El dinero que esas mujeres envían a su casa proporciona alimento y techo a su familia, y a veces también ahorros para montar un pequeno negocio. De los 750 dólares que Rowena Bautista gana por mes en los Esta­ dos Unidos, envia 400 a casa para la comida, la ropa y la educación de sus hijos, y 50 a Anna de la Cruz, quien comparte ese dinero con su suegra y sus hijos. Tal como lo evidencia la historia de Rowena, una manera de responder a la brecha que separa a los países ricos de los pobres con­ siste en cerraria personalmente, emigrando con el propósito de conseguir un empleo mejor pago. A medida que se ensancha la brecha entre los ricos y los pobres dei mundo, el mundo en si -su capital, sus imágenes culturales, sus preferen­ cias de consumo y sus pueblos- se integra cada vez más. A raiz de la actual difusión de películas y programas televisivos occidentales -especialmente estadounidenses-, los pueblos del Sur pobre han adquirido muchos conocimientos sobre el Norte rico. Sin embargo, como si se tratara de una especie de striptease material, aprenden sólo acerca de lo que tiene la gente. La ascendente desigualdad y el atractivo que ejerce la prosperidad dei Norte han contribuido indudablemente a lo que Stephen Castles y Mark M iller (1998: 8; véase también Zlotnik, 1999) llaman “globalización de las migraciones”. Para hombres y mujeres por igual, la migración ha devenido la solución personal de un problema público. Desde 1945, y en especial desde mediados de los anos ochenta, se han producido migraciones de una proporción pequena pero creciente de la población mundial. Los em i­ grantes salen de países diferentes para llegar a países aun más diferentes. La migración no es en absoluto un proceso inexorable; sin embargo, tal como observan Castles y Miller, “en la actualidad, el volumen de las migra­ ciones aumenta en todas las regiones más importantes” (1998:5). La Organización Internacional de Migraciones estima que 120 millones de perso­ nas se trasladaron de un pais a otro en 1994, en condiciones de legalidad o ilegalidad. Entre 15 y 23 millones de esos emigrantes -e l 2 por ciento de la población m undial- son refugiados o solicitan asilo. En cuanto al resto,

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algunos viajan para reimirse con miembros de la família que han emigrado antes, pero la mayoría lo hace en busca de trabajo. Tal como lo muestra una serie de estúdios, la mayoría de las migracio­ nes tienen lugar a través de contactos personales con redes de emigrantes compuestas por parientes y amigos, y parientes y amigos de parientes y amigos: un emigrante induce al otro. Redes y vecindarios enteros abandonan su país para buscar trabajo en el extranjero, y luego regresan con historias, dinero, experiencia y contactos. Así como los hombres forman redes a través de las cuales se transmite información laborai, las trabajadoras domésticas que emigraron a Nueva York, Dubai o Paris instruyen a sus parientas y amigas acerca de cómo arreglar los papeies, viajar, buscar empleo y establecerse. Hoy en día, la mitad de los emigrantes dei mundo son mujeres. Uno de cada diez ciudadanos de Sri Lanka -m ujeres en su m ayoría- trabaja en el extranjero. Castles y Miller (ibid.: 9) explican lo siguiente: Las mujeres desempenan un papel cada vez más significativo en todas las regiones y en todos los tipos de migraciones. En el pasado, la mayo­ ría de los emigrantes por motivos laborales eran hombres. Muchos movimientos de refugiados estaban formados principalmente por hombres, y las mujeres solían ser encasilladas en la categoria de “reunion fam i­ liar”. A partir de los anos sesenta, las mujeres han desempenado un papel fundamental en la emigración de trabajadores. Actualmente son mayo­ ría en movimientos tan diversos como el de los caboverdianos que migran a Italia, el de los filipinos que migran a Medio Oriente y el de los tailandeses que migran a Japón.2 De esas trabajadoras, una enorme cantidad emigra para tomar empleos domésticos. La demanda de sirvientes domésticos ha aumentado en los países desarrollados, donde casi se había extinguido, y también en las eco­ nomias de rápido crecimiento, como Hong Kong y Singapur, donde -según Castles y Miller (ibid.: x i ) - “gradas a los sirvientes inmigrantes -d e Fili­ pinas, Indonesia, Tailandia, Corea y Sri Lanka- las mujeres de las econo­ mias más ricas pueden aprovechar nuevas oportunidades laborales”.

2 Véase también el simposio técnico sobre Migración internacional y desarrollo, Asamblea General de las Naciones Unidas, sesión especial sobre la Conferencia Internacional acerca de población y desarrollo, La Haya, Holanda, 29 de junio/2 de julio de 1998, Resumen Ejecutivo. Véase también Migrant News, N° 2, noviembre de 1998, p. 2.

274 I

la

mercantilización

de la vid a

Intima

Hoy en día hay muchas más mujeres dei Primer Mundo que tienen un trabajo pago. Trabajan más horas por día, más meses por ano y durante más anos. En consecuencia, necesitan ayuda para cuidar a su familia (véase Hochschild, 1997a: x x i, 268). En la década de 1950, sólo el 15 por ciento de las mujeres con hijos menores de 6 anos tenía un empleo asalariado, en tanto que hoy en día el índice ha ascendido al 65 por ciento. En la actualidad trabaja el 72 por ciento de las mujeres estadounidenses. Entre ellas se cuentan las abuelas y las hermanas que hace treinta anos se habrían que­ dado en la casa a cuidar a los hijos de los parientes. Así como las abuelas dei Tercer Mundo pueden trabajar cuidando personas en el extranjero, también hay más abuelas dei Primer Mundo que trabajan: una razón más por la cual las famílias dei Primer Mundo buscan asistentes fuera dei núcleo familiar. Las mujeres que quieren obtener êxito profesional o corporativo en el Primer Mundo se enffentan a fuertes presiones laborales. La mayoría de las carreras laborales siguen basándose en un modelo muy conocido (mas­ culino): llevar a cabo tareas profesionales, competir con los colegas, obte­ ner reconocimiento por el trabajo, hacerse una reputación, lograrlo durante la juventud, acaparar el escaso tiempo disponible y minimizar el trabajo doméstico mediante la contratación de otras personas. En el pasado, el pro­ fesional era un hombre; la “otra persona” era su esposa. La esposa supervisaba a la familia, y la familia era una institución flexible y preindustrial involucrada en experiencias humanas que el lugar de trabajo excluía: nacimientos, crianza, enfermedades, muerte. Hoy en día existe una creciente “ industria dei cuidado” que ha ocupado el lugar tradicional de la esposa, circunstancia que crea una demanda m uy real de mujeres inmigrantes. No obstante, en tanto que las mujeres de clase media dei Primer Mundo abordan carreras profesionales moldeadas según el antiguo parâmetro mas­ culino, cumpliendo horários prolongados en empleos exigentes, sus nineras y otras trabajadoras domésticas padecen una versión extremadamente exagerada de la misma situación. Que dos mujeres trabajen por un salario es algo bueno, pero que dos madres renuncien a todo por el trabajo es algo bueno que ha ido demasiado lejos. En última instancia, tanto las muje­ res dei Tercer Mundo como las dei primero participan en un juego eco­ nómico que las supera y cuyas regias ellas no han escrito. Las tendências esbozadas más arriba -polarización global, contacto cada vez mayor y crecimiento de redes femeninas transcontinentales- han incre­ mentado la migración de mujeres. También han modificado las razones por las cuales migran las mujeres. Cada vez se trasladan menos mujeres en pos

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de la “ reimificación familiar”, y cada vez más mujeres lo hacen en busca de trabajo. Y cuando encuentran trabajo, a menudo ingresan en el creciente “sector dei cuidado”, que ahora, de acuerdo con la economista Nancy Folbre (2001:55), abarca el 20 por ciento de los empleos estadounidenses. Al parecer, un número grande de las mujeres que migran para ocupar dichas posiciones son madres que crían solas a sus hijos. Aqui cabe men­ cionar que aproximadamente una quinta parte de los hogares dei m un­ do tienen una mujer como cabeza de familia: el 24 por ciento en el mundo industrializado, el 19 por ciento en África, el 18 por ciento en América Latina y el Caribe, y el 13 por ciento en Asia y el Pacífico. Algunas de esas mujeres están solas porque el marido las abandono o porque escaparon de matri­ mônios en los que recibían maios tratos. Además de las madres solas, existe un grupo fantasma de madres “casi” solas, casadas sólo nominalmente con hombres alcohólicos, jugadores, o simplemente demasiado vencidos por las penúrias de la vida como para salir adelante. Por ejemplo, una ninera filipina que ahora trabaja en Califórnia estaba casada con un hombre cuyo pequeno negocio había colapsado a causa de la competência exterior. Dado que no lograba encontrar un empleo aceptable y bien pago en el extranjero, el hombre instó a su esposa a que “ saliera a hacer dinero” como bailarina erótica en un café dei Japón para volver a poner en marcha su negocio con los ingresos obtenidos de esa manera. Horrorizada ante el pedido, la mujer se separó de su marido y viajó a los Estados Unidos para trabajar de ninera. Muchas de las mujeres inmigrantes - s i no la m ayoría- tienen hijos. La edad promedio de las mujeres que migran a los Estados Unidos es de 29 anos, y una proporción considerable proviene de países como Filipinas o Sri Lanka, donde la identidad femenina se desarrolla en torno de la maternidad y donde se registra un alto índice de nacimientos. Las mujeres inm i­ grantes, en especial las indocumentadas, a menudo no pueden llevar a sus hijos con ellas. La mayoría trata de dejarlos al cuidado de abuelas, tias y padres, aproximadamente en ese orden. El último recurso es un orfanato. Un número considerable de nineras que trabajan en el Primer Mundo contratan nineras para que atiendan a los hijos que dejaron en su país, ya sea como únicas cuidadoras o como asistentes de las parientas que quedaron a cargo de ellos. Por ejemplo, Carm en Ronquillo emigro de Filipinas a Roma para trabajar de mucama en la casa de una arquitecta, madre sola de dos hijos. En su país quedaron su marido, dos hijos adolescentes... y una mucama (véase Parrenas, 1998: 60). Sin embargo, cualquiera que sea la manera en que esas madres organizan el cuidado de sus hijos, la mayoría sufre enormemente a raiz de la separación y expresa remordimientos durante las entrevistas. Una madre

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inmigrante que había dejado a su bebé de 2 meses a cargo de un familiar dijo lo siguiente al ser entrevistada por la investigadora Rhacel Parrenas (1998:123,154): “ Los primeros dos anos sentí que me volvia loca. Créame si le digo que parecia tener graves problemas psicológicos. Me sorprendía a m i misma con la mirada perdida, pensando en m i bebé”. Otra mujer inm igrante relato entre lágrim as algo sim ilar: “ Cuando v i a m is hijos otra vez, pensé: ‘Oh, los ninos crecen incluso sin su madre’. Cuando me fui, la menor tenía 5 anos. Cuando la vi otra vez ya tenía 9, pero aún que­ ria que la alzara en brazos”. Las mujeres que emigran para trabajar suelen permanecer en sus paí­ ses adoptivos con mayor ffecuencia que los hombres; en realidad, la mayoría se queda. Al hacerlo, esas madres permanecen separadas de sus hijos, elección que para muchas implica una terrible tristeza. Algunas nineras inmigrantes, aisladas en la casa de sus empleadores y debiendo enfrentar un trabajo que suele ser deprimente, hallan consuelo en prodigar a los ninos ricos a su cargo todo el amor que desearían brindar a sus propios hijos. En una entrevista con Parrenas, Vicky Diaz, una maestra con estúdios uni­ versitários que dejó cinco hijos en Filipinas, expresó lo siguiente: “ Lo único que puedes hacer es dar todo tu amor al nino [a tu cargo]. En ausência de mis hijos, mi mejor alternativa era dar todo mi amor a ese nino” (ibid.: 123). Sin querer, esa m ujer ha participado en un trasplante global de corazón. Por mucho que sufran las madres, sus hijos sufren más. Y son muchos. Aproximadamente el 30 por ciento de los ninos filipinos -aproximadamente ocho m illones- viven en hogares donde al menos uno de los padres se ha ido al extranjero, y tienen sus homólogos en África, India, Sri Lanka, América Latina y la ex Union Soviética. ^Córno están esos ninos? No muy bien, de acuerdo con un estúdio realizado sobre la base de más de setecientos casos que llevó a cabo el Centro de Migraciones Scalabrini, de Manila, en 1996. En comparación con sus companeros de clase, los hijos de los trabajadores emigrantes caían enfermos con mayor ffecuencia; eran más propensos a expresar enojo, confusion y apatia y su desempeno escolar era particular­ mente insatisfactorio. Otros estúdios de la misma población muestran un aumento de la delincuencia y el suicidio infantil.3 Cuando se les preguntó a los ninos entrevistados si también emigrarían cuando crecieran, dejando a sus propios hijos al cuidado de otras personas, todos respondieron que no. Tales circunstancias permiten entrever el funcionamiento de una suerte de injusticia que vincula las privaciones emocionales de los ninos en cuestión con la plétora de afecto que reciben sus homólogos del Primer Mundo. 3 Véase Frank, “High-paying Nanny positions”.

AMOR Y ORO

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En su estúdio sobre mujeres de color que hacen trabajos domésticos en su país de origen, Sau-Ling Wong (1994) argumenta que el tiempo y la ener­ gia que estas trabajadoras dedican a los hijos de sus empleadores se sustraen de los que, de lo contrario, recibirían sus propios hijos. Pero no todo es tiempo y energia, sino que también está implicado el amor. Desde esta perspectiva, podemos hablar dei amor como un recurso injustamente distribuído: se lo extrae de un lugar y se lo disfruta en otro. ^Es el amor verdaderamente un “recurso” al que el nino tiene derecho? Sin duda, en la Declaración de Derechos dei Nino de las Naciones Unidas se afirma que todos los ninos tienen derecho a disfrutar de una “ atmosfera de felicidad, amor y comprensión”. Sin embargo, en cierta manera, resulta difícil poner en práctica esta reivindicación. Cuanto más amamos y nos aman, más profundamente podemos amar. El amor no tiene un carácter fijo como la mayoría de los recursos materiales. En otras palabras, si el amor es un recurso, es un recurso renovable; crea más de si mismo. No obstante, Rowena Bautista no puede estar en dos lugares a la vez, y su dia tiene una determinada cantidad de horas. Quizá también sea verdad que cuanto más amor Rowena le pródiga a Noa, menos les da a sus tres hijos que quedaron en Filipinas. Noa recibe más amor en el Primer Mundo, en tanto que Clinton y Princela reciben menos en el tercero. En este sentido, el amor se asemeja a un recurso escaso y limitado, a un mineral que se extrae de la tierra. Quizá pueda decirse, entonces, que los sentimientos son recursos dis­ tributivos, pero que su comportamiento difiere en cierto modo dei que caracteriza a los recursos materiales, ya sean escasos o renovables. De acuerdo con Freud, no “ retiramos” ni “ invertimos” el sentimiento, sino que lo desplazamos o lo desviamos. Se trata de un proceso inconsciente, por medio dei cual no renunciamos a un sentimiento de amor u odio, por ejemplo, sino que buscamos un nuevo objeto para él; en el caso de los sentimien­ tos sexuales, un objeto más apropiado que el original, que para Freud es nuestro progenitor dei sexo opuesto. Si bien Freud aplicaba la idea de desplazamiento principalmente a las relaciones que se desarrollan en el interior de la familia nuclear, no recorremos un trecho muy largo si nos valemos de ella para describir relaciones como las de Rowena y Noa. Tal como dijo Rowena en su entrevista con el reportero dei Wall Street Jour­ nal, “ Le doy a Noa lo que no puedo darles a mis hijos”. Como era de esperar, los padres dei Primer Mundo reciben encantados e incluso fomentan la desviación dei amor que ponen en práctica sus nineras. Tal como lo describen algunos de estos empleadores, el am or que prodigan las nineras a los chicos que cuidan es un producto natural de la cultura dei Tercer M undo, con sus mayores expresiones de carino, sus

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cálidos lazos familiares, su intensa vida comunitária y una tradición muy establecida de paciente amor maternal por los ninos. Cuando contratan una ninera, muchos de los empleadores abrigan la esperanza implícita de importar la “cultura nativa” de un país pobre, y así reabastecer la diezmada cultura dei cuidado de su propio país rico: importan los benefícios implí­ citos en los “valores familiares” dei Tercer Mundo. El director de una guardería infantil cooperativa de la bahía de San Francisco declara lo siguiente: Quizá suene extrano, pero las asistentes mexicanas y guatemaltecas saben cóm o amar a un nino m ejor que los padres blancos de clase media. Son más tranquilas, pacientes y alegres. Disfrutan más de los ninos. Los padres profesionales tienen poco tiempo y están muy ansiosos por \

desarrollar los talentos de sus hijos. Yo les digo que realmente pueden aprender de las latinas y filipinas a expresar su amor. Cuando se le preguntó por qué las madres anglosajonas se relacionan con sus hijos de manera tan diferente de la que caracteriza a las asistentes fili­ pinas, el director de la guardería especulo lo siguiente: “ Las filipinas se crían en un entorno más relajado y amoroso. No son tan ricas como nosotros, pero tampoco suffen tantas presiones respecto dei tiempo, ni son tan mate­ rialistas ni tan ansiosas. Su cultura se orienta más hacia el afecto y la familia”. Una abogada estadounidense con un hijo expresó una idea similar: Carmen simplemente disfruta de mi hijo. No se preocupa por [...] ver si aprende las letras o ingresa en un buen preescolar. Simplemente dis­ fruta de su companía. Y eso es lo que en realidad necesita Thomas, con los padres ansiosos y ocupados que tiene. Amo a mi hijo más que a nada en el mundo, pero Carmen es mejor para él en esta etapa. Las nineras filipinas que entrevisté en California describen un cuadro muy diferente dei amor que prodigan a los ninos a su cargo. No se trata de la im portación de un feliz amor maternal y campesino, sino de un sentimiento que en parte se desarrolla en estas tierras, configurado por la ideo­ logia estadounidense de los lazos materno-filiales y alimentado por una intensa soledad y la anoranza de los hijos propios. Si el amor es un recurso precioso, no se extrae simplemente dei Tercer Mundo para luego implan­ tado en el primero; antes bien, el amor de las nineras se “ensambla” aqui con elementos que vienen de aqui y de allá. Para María Gutiérrez, que cuida el bebé de 8 meses de dos profesiona­ les con mucho trabajo (una abogada y un médico filipinos que se radica-

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ron en San José, Califórnia), la soledad y el horário prolongado de trabajo fomentan el amor que siente por la hija de sus empleadores. “Am o a Ana más que a mis dos hijos. jSí, más! Es extrano, lo sé. Pero tengo tiempo para estar con ella, ya que me pagan por hacerlo. Aqui me siento sola; tra­ bajo diez horas por día, con un día libre. No conozco a ningún vecino de la cuadra. Así que esta nena me da lo que necesito”. Además, Maria está en condiciones de prodigar a la hija de sus emplea­ dores una clase de atención y cuidados diferentes de los que pudo brindar a sus propios hijos. “ Soy más paciente -explica-, más tranquila. Ana está en primer lugar. En cambio, a mis hijos los traté igual que como me trató mi madre.” Guando le pregunté cómo la había tratado su madre, respondió: M i madre creció en el seno de una familia agrícola. Llevábamos una vida difícil. M i madre no era cálida conmigo. No me tocaba ni me decía “ te quiero”. No creia que debiera hacerlo. Antes de que yo naciera, ella ya había perdido cuatro hijos: dos en abortos espontâneos y dos que murieron cuando eran bebés. Creo que temia amarme porque pensaba queyo también podia morir. Luego me hizo trabajar de “pequena madre” : sobre m i recayó la tarea de cuidar a mis cuatro hermanos y hermanas m eno­ res. No tuve tiempo para jugar. Por fortuna, una mujer mayor que vivia en la casa vecina se encarinó con Maria; a menudo la alimentaba e incluso la llevaba a dormir a su casa cuando la nina estaba enferma. Maria se sentia más cercana a los parientes de esa mujer que a sus propias tias y primas biológicas. En cierta medida, la habían “adoptado informalmente”, una práctica que ella describe como habitual en las áreas rurales filipinas e incluso en algunas ciudades, durante las déca­ das de 1960 y 1970. De algún modo, Maria experimento una infanda premoderna, marcada por la alta mortalidad infantil, el trabajo infantil y la ausência de senti­ mentalismo, inserta en una cultura de fiierte compromiso familiar y apoyo comunitário. Con reminiscências de la Francia dei siglo x v que describe Philippe Ariès (1962) en E l nino y la vida fam iliar en el antiguo régimen, ésta era la infancia anterior a la idealización dei nino y a la ideologia de la maternidad intensiva desarrollada por la clase media moderna (véase también Hays, 1996). Lo más importante no era el sentimiento, sino el compromiso. El compromiso de Maria con sus hijos, que tenían 12 y 13 anos cuando ella emigro para trabajar, lleva la impronta de esa crianza. M aria los llama y les envia dinero, lloren o se enojen y pase lo que pase. El compromiso está

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presente, pero el sentimiento requiere cierto esfuerzo. Ahora, cuando llama a su casa -d ice M aria- “ le digo a mi hija ‘te quiero’. Al principio sonaba falso, pero luego de un tiempo se volvió natural. Y ahora ella me lo dice a mi. Por extrano que parezca, creo que en los Estados Unidos aprendí que estaba bien decir esas cosas”. La historia de María deja entrever una paradoja. Por un lado, el Primer Mundo extrae amor dei Tercer Mundo. Pero parte de lo que se extrae se produce aqui, a raiz dei tiempo libre, el dinero, la ideologia de la infancia, la intensa soledad y la anoranza de los hijos propios. En el caso de María, una infancia filipina premoderna y una ideologia estadounidense posmoderna de los cuidados maternales y la infancia, sumadas a la soledad de la emigración, se combinan para producir el amor que ella brinda a la hija de sus empleadores. Ese amor también es fruto de su libertad en relación con las presiones y las ansiedades que embargan a los padres en una cultura desprovista de protección social: una cultura en la que tanto padres como hijos tienen que “arreglárselas” con su trabajo porque ninguna polí­ tica estatal, ninguna comunidad o vinculación familiar alcanza la confiabilidad necesaria para sostenerlos. En este sentido, el amor que María brinda en calidad de ninera no padece los efectos discapacitantes dei capitalismo tardio en su version estadounidense. Si todo ello es verdad -s i es cierto que el am or de la ninera es producido, al menos en parte, por las condiciones en las que se brin da- cabe preguntarse si el amor que siente M aría por un nino del Primer Mundo realmente se sustrae dei que deberían recibir sus hijos del tercero. Y la respuesta es sí, porque a esos hijos se les ha quitado la presencia diaria de la madre, y con ella la expresión cotidiana de su amor. Si bien es cierto que quien pone en práctica la sustracción es la propia ninera, también es verdad que ella sufre a la par de sus hijos esa pérdida dei afecto. He ahí la libra de carne que reclama la globalización. Por curioso que parezca, el suffimiento de las mujeres emigrantes y de sus hijos rara vez se hace visible a los ojos de quienes se benefician con el amor de la ninera en el Primer Mundo. La madre de Noa pone de relieve la relación que establece su hija con Rowena. La madre de Ana pone de relieve la relación que establece su hija con M aría. Rowena ama a Noa y M aría ama a Ana: eso es todo lo que importa. El amor de la ninera es una cosa en sí misma. Es exclusivo, privado: es un fetiche. M arx habló del fetichismo de las mercancias, no de los sentimientos. Cuando hacemos un fetiche de un objeto -u n automóvil lujoso, por ejem plo- vemos ese objeto con inde­ pendência de su contexto. Hacemos caso omiso de los hombres que recolectaron el látex, los obreros que atornillaron los neumáticos en la línea de

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montaje, y así sucesivamente. De la misma manera en que aislamos la idea que tenemos de un objeto de la escena humana en que éste fue producido, también separamos sin advertirlo el amor entre ninera y nino dei orden capitalista dei amor al cual pertenece en gran medida. La noción de extraer recursos dei Tercer M undo a fin de enriquecer el primero no es en absoluto novedosa. Se remonta al imperialismo en su forma más literal: la extracción decimonónica de oro, marfil y caucho dei Tercer Mundo. Ese imperialismo abiertamente coercitivo y centrado en los hombres, que persiste hoy en día, siempre trajo aparejado un imperialismo más silencioso en el que las mujeres ocupaban un lugar menos periférico. Ahora que el amor y el cuidado han pasado a ser el “ nuevo oro”, el aspecto femenino de la historia ha adquirido mayor prominencia. En ambos casos, a raiz de la muerte o el desplazamiento de sus padres, los ninos dei Tercer Mundo pagan los platos rotos. El imperialismo en su forma clásica implicó el saqueo de los recursos materiales dei Sur por parte dei Norte. Casi todos sus protagonistas eran hombres: exploradores, reyes, misioneros, soldados, y también los hom ­ bres dei lugar que recolectaban el látex y otros recursos a punta de pistola. Los estados europeos otorgaron legitimidad a tales iniciativas y en su res­ paldo se desarrollaron ideologias - Ta carga dei hombre blanco” en Gran Bretana y la mission civilisatrice en Francia-, que ponían de relieve los bene­ fícios que conllevaba la colonización para los colonizados. La brutalidad que caracterizó al imperialismo de aquella era no debe minimizarse, y mucho menos si comparamos la extracción de recursos materiales dei Tercer Mundo que se produjo por entonces con la extrac­ ción actual de recursos emocionales. El Norte de hoy no extrae amor dei Sur por la ftierza: no hay funcionários coloniales de cascos broncíneos, ni ejércitos invasores ni barcos armados que navegan hacia las colonias. En su lugar, vemos una escena benigna con mujeres dei Tercer M undo que empujan cochecitos de bebé y trabajadores dei Tercer Mundo que, arma­ dos de paciência, caminan dei brazo con los ancianos a quienes cuidan y se sientan junto a ellos en las calles y en los parques dei Primer Mundo. Hoy en día, la coerción actúa de otra manera. Si bien el comercio sexual y algunos servicios domésticos se imponen con brutalidad, en líneas generales el nuevo imperialismo emocional no se ejerce a punta de fusil. Es verdad que las mujeres eligen emigrar para hacer trabajos domésticos, pero lo eligen porque las presiones económicas las compelen a hacerlo. El abismo que se abre entre los países ricos y los países pobres es en sí mismo una coerción, pues empuja a las madres dei Tercer Mundo a buscar trabajo en

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el primero por falta de opciones más cerca de su hogar. Sin embargo, dada la ideologia imperante de libre mercado, la migración se considera una “elección personal” y sus consecuencias se ven como “problemas personales”. En este sentido, lejos de constituir una carga del hombre blanco, la migración crea, a través de una serie de eslabones invisibles, una carga dei nino moreno. Es posible que algunos hijos de mujeres emigrantes de Filipinas, Sri Lanka, M éxico y otros lugares reciban muy buenos cuidados de parientes carinosos en su comunidad. Necesitamos más información si queremos saber realmente en qué situación están esos chicos. Sin embargo, si descubrimos que no les va bien, ^cómo hemos de responder? Se me ocurren tres enfoques posibles. En prim er lugar, podríamos decir que las mujeres de cualquier lugar deberían quedarse a cuidar a su propia família. El problema de Rowena no es la emigración, sino el descuido de su rol tradicional. Un segundo enfoque consistiría en negar la existência dei problema: el drenaje del cuidado es un resultado inevitable de la globalization, que en sí es buena para el mundo. Una oferta de trabajo ha satisfecho una demanda; ^cuál es el problema? Si el primer enfoque condena la migración mundial, el segundo la celebra. Y ninguno de los dos reconoce sus costos humanos. De acuerdo con un tercer enfoque -p o r el cual me inclino-, el cuidado pago y afectuoso de los ninos con horários razonables es algo bueno. Y la globalization trae aparejadas nuevas oportunidades, tales como el acceso a un buen salario por parte de una niííera. Sin embargo, también intro­ duce realidades emocionales nuevas y dolorosas para los ninos dei Tercer Mundo. Es preciso comprender las necesidades que aquejan a las socieda­ des dei Tercer Mundo, incluídos sus ninos. Necesitamos desarrollar un sen­ tido global de la ética que se ajuste a las realidades emergentes de la eco­ nomia global. Si vamos a comprar un par de zapatillas Nike, tenemos que saber cuán bajo fue el salario y cuán prolongado el horário laborai dei trabajador que làs fabricó en el Tercer Mundo. De la misma manera, si Rowena cuida a un chico de 2 anos a diez mil kilometros de su casa, nos incumbiría saber qué ocurre con sus propios hijos. Si elegimos este tercer enfoque, ^cuál seria nuestro deber, o el de las per­ sonas del Tercer Mundo? Un itinerário obvio estribaria en desarrollar la eco­ nomia de las Filipinas u otras dei Tercer Mundo de modo tal que sus ciudadanos ganen tanto dinero en su país como en el extranjero. Entonces, las Rowenas dei mundo podrían mantener a sus hijos sin verse obligadas a salir de su país. Si bien una solución tan obvia - p o r m uy difícil que sea lograrlo- parece ideal, Douglas Massey (1998,1999), especialista en migra-

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ciones, senala algunos problemas inesperados que podrían surgir, al menos a corto plazo. En opinión de Massey, no es el subdesarrollo lo que envia a los emigrantes como Rowena al Primer Mundo, sino precisamente el desarrollo. Cuanto más alto sea el porcentaje de mujeres que trabajan en las fábri­ cas locales, sostiene Massey, mayores serán las posibilidades de que cualquier mujer emprenda un primer viaje al extranjero sin documentos. Quizás esas mujeres amplíen sus horizontes. Quizá conozcan a otras que ya han ido al extranjero. Quizá lleguen a desear mejores empleos y más bienes. Cualquiera sea su motivación original, cuantas más personas de su comunidad migren, mayores serán las posibilidades de que migren ellas también. Si el desarrollo suscita migraciones, y si somos partidários de alguna forma de desarrollo, necesitamos encontrar respuestas más humanas a las migraciones que pueda ocasionar ese desarrollo. En el caso de las mujeres que migran para huir de maridos abusivos, parte de la respuesta consisti­ ría en crear soluciones que no las alejen dei hogar; por ejemplo, refúgios contra la violência de género en sus países de origen. Otra respuesta con­ sistiría en facilitar la posibilidad de que las mujeres emigrantes lleven a sus hijos con ellas. O bien, como último recurso, seria lícito exigir a los empleadores que financiaran viajes regulares de la ninera a su país. Claro está que una solución más elemental consiste en elevar el valor laborai dei cuidado, de manera tal que quienes lo llevan a cabo obtengan mayores recompensas. En este caso, el cuidado ya no seria un empleo pasajero. Y he ahí la cuestión: bajo el impacto de la globalización, el valor dei trabajo realizado para criar a un nino -q u e siempre ha sido bajo en relación con otros empleos- ha descendido más aun. Huelga decir que los ninos tienen un valor inconmensurable para sus padres, pero la tarea de criarlos no gana mucho crédito a los ojos dei mundo. Cuando las amas de casa de clase media criaban ninos en calidad de tarea impaga de tiempo com­ pleto, su trabajo estaba dignificado por el aura de la clase media. Ése era el único aspecto positivo que el culto de la clase media decimonónica y de princípios dei siglo x x otorgaba a la feminidad, a la que restringia en todos los otros aspectos. Pero cuando el trabajo impago de cuidar a un hijo devino el trabajo pago de los empleados que cuidan ninos, su bajo valor de m er­ cado revelo la pertinaz desvalorización atribuída en general al trabajo de cuidar personas, y descendió aun más. El escaso valor que se atribuye al trabajo de cuidar no resulta de una ausência de necesidad ni de su simplicidad o facilidad. Antes bien, el valor decreciente de la tarea de cuidar ninos resulta de una política cultural basada en la desigualdad. Puede comparárselo con el valor decreciente de los cul­ tivos alimentícios en relación con los bienes manufacturados en el marco

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del mercado internacional. A pesar de que son claramente más necesarios para la vida, los cultivos como el trigo y el arroz valen cada vez menos, en tanto que los bienes manufacturados se valorizan cada vez más. Del mismo modo en que el precio de mercado adjudicado a los productos primários mantiene al Tercer Mundo en una posición desventajosa dentro de la comunidad de naciones, el escaso valor que se atribuye al trabajo de cuidar personas mantiene bajo el estatus de las mujeres que lo hacen y, en última instancia, el valor de todas las mujeres. Una excelente manera de elevar el valor dei cuidado consiste en involucrar al padre en su realización. Si los hombres de todo el mundo compartieran con las mujeres la tarea de cuidar a la familia, el cuidado se expan­ diría lateralmente en lugar de traspasarse hacia abajo en la escala de las clases sociales. En Noruega, por ejemplo, todos los hombres empleados tienen acceso a un ano de licencia por paternidad con el 90 por ciento dei salario, y aproximadamente el 80 por ciento de los hombres noruegos hacen uso de ella durante más de un mes. En este sentido, Noruega es un modelo para el mundo, porque fueron en realidad los hombres quienes siem pre eludieron el trabajo de cuidar a otras personas, y fueron ellos quienes crearon el modelo de delegar la tarea en estratos inferiores. En todas las sociedades desarrolladas, las mujeres trabajan fuera dei hogar. De acuerdo con la Organización M undial dei Trabajo, la mitad de las mujeres de entre 15 y 64 anos tienen un empleo pago. Entre las déca­ das de i960 y 1980, sesenta y nueve de los ochenta y ocho países estudiados mostraron una creciente proporción de mujeres trabajadoras. A par­ tir de 1950, el índice de incremento se ha disparado en los Estados Unidos, ha permanecido alto en los países escandinavos y Gran Bretana, y mode­ rado en Alemania y Francia. Si queremos sociedades desarrolladas con mujeres médicas, líderes políticas, maestras, conductoras de autobuses y programadoras de computación, necesitaremos personas calificadas que brinden cuidados afectuosos a sus hijos. Y no hay razón p o ria que en todas las sociedades no debiera existir ese tipo de trabajo pago. Más aun, quizá sea verdad que Rowena Batista o M aría Gutiérrez son las personas más apropiadas para llevarlo a cabo, siempre y cuando sus hijos tengan la posibilidad de permanecer con ellas o bien de recibir todos los cuidados nece­ sarios. Después de todo, el artículo 9 de la Declaración de los Derechos dei Nino (onu , 1959) -q u e sólo Estados Unidos aún no ha firm ado- establece una meta importante tanto para Clinton y Princela Bautista como para el feminismo: dice que necesitamos valorar el cuidado como nuestro recurso más precioso y tener en cuenta de dónde proviene y adónde va a parar, porque, en estos dias, lo personal se ha vuelto global.

15 La geografia emocional y el plan de vuelo del capitalismo*

A lo largo de las últimas dos décadas, los trabajadores estadounidenses se han dividido cada vez más en una mayoría que trabaja demasiadas horas y una m inoria que no trabaja en absoluto. Aunque esta división perjudica a las familias que se ubican en ambos extremos, centraré la atención en la creciente escasez de tiempo que aqueja a quienes trabajan con horários excesivamente prolongados. Para muchos de ellos, la aceleración de la oficina y la fábrica ha marginado la vida dei hogar, de manera tal que la frase “ equilíbrio entre el trabajo y la familia” suena como un eslogan anodino con escasa vinculación con la vida real. Basándom e en la investigación que llevé a cabo en Amerco, una de las 500 empresas más importantes según el ranking de la revista Fortune, llegué a la conclusión de que la política corporativa “ favorable a la familia” no va más allá de la geografia emocional dei trabajo y el hogar, ffonteras trazadas y retrazadas que separan lo sagrado de lo profano. Según aproximadamente un quinto de los empleados de Amerco con quienes hablé a principios y mediados de la década de 1990, la vida fam i­ liar se asemejaba cada vez más al “ trabajo” y el trabajo se asemejaba cada vez más al “ hogar”. Los más recientes avances de la ingeniería corporativa habían incrementado la atracción magnética que en ellos ejercía el trabajo, en tanto que la tensión y las fisuras habían reducido la gravitación de la familia. También encontré excepciones a esta inversión cultural, variaciones en su interior y tendências que se le oponían. Pero en los Estados Uni-

* Con el titulo original de “Emotional geography versus social policy: The case of family-friendly reforms in the workplace”, este ensayo se publicô por primera vez en Lydia Morris y E. Stina Lyon (eds.), Gender relations in public and private: New research perspectives, Houdmills, Basingstoke, Macmillan Press, 1996, pp. 13-36, y se reproduce aqui con permiso de la editorial.

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dos las nuevas “dudades corporativas” crecen actualmente según el modelo cultural de mundos invertidos: se trata de ciudades que ofrecen una curiosa forma de socialismo a los profesionales y a los gerentes de las corporaciones m ultinacionales, y capitalismo para todos los demás. Tal como lo demuestran estas entidades, el problema dei desequilíbrio no se limita a las prioridades individuales, sino que abarca mundos sociales enteros. Son tres los factores que crean la actual aceleración de la vida laborai y familiar en los Estados Unidos. (El término “ familia” abarca aqui a todos los adultos que crían hijos: parejas no casadas pero comprometidas con el núcleo familiar, parejas dei mismo sexo, madres solas, parejas con doble ingreso y parejas formadas por proveedores dei sustento y amas de casa.) En prim er lugar, cada vez más madres trabajan fuera dei hogar. Tal como lo senalé en la introducción, en 1900 tenían un trabajo pago menos de una quinta parte de las mujeres estadounidenses y menos de un 10 por ciento de las mujeres casadas. Hacia el ano 2000, dos tercios de las muje­ res casadas trabajaban fuera dei hogar, y entre ellas se contaban más madres que mujeres sin hijos. En la actualidad, más de la mitad de las mujeres con hijos de 1 ano o menos tienen un trabajo pago. En segundo lugar, de acuerdo con un informe que la Organización Internacional dei Trabajo emitió en 1999, los trabajadores estadounidenses actuales cumplen horarios más prolongados que sus homólogos de hace una década, y más pro­ longados que sus homólogos actuales dei Japón (véase el capítulo 10, y también Doohan, 1999). En tercer lugar, los estadounidenses tienen empleos que en general carecen de flexibilidad, y en muchos lugares de trabajo - s i no en la m ayoría- el modelo de “empleo” y “carrera laborai” se basa en la imagen tradicional dei hom bre cuya esposa se queda en el hogar cui­ dando a los hijos. En la actualidad, muchas mujeres tienen empleos que se ajustan a este molde. En comparación con la década de 1970, las madres actuales toman menos tiempo de licencia por el nacimiento de un hijo y son más propensas a trabajar durante el verano y también a trabajar de m anera continua hasta su jubilación a los 65 anos. Es decir, se ajustan cada vez más al perfil dei trabajador vitalicio de ano completo, modelo que siguen hace ya mucho tiempo los hombres tradicionales. Entretanto, los hombres trabajadores con hijos no han reducido sus horários de trabajo, sino que en todo caso los han expandido, por lo cual puede decirse que cada vez más padres y madres padecen el problema dei “tiempo exiguo”. No todos los padres y las madres que trabajan y disponen de más horas libres pasan ese tiempo en casa acompanando a los ninos y a los parientes mayores, haciendo teatro callejero y lecturas de poesia o cultivando vegetales orgânicos en huertas comunitárias. Sin embargo, si no se tiene la opor-

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tunidad de pasar más tiempo en el hogar tampoco es posible determinar cuál es la mejor manera de aprovechar esas horas de ocio. Entonces, ^cómo debemos analizar el problema dei tiempo exiguo? Si exploram os escritos recientes, discernimos tres posiciones en relación con el tema. Una de ellas es la posición moderna-fría, según la cual la aceleración se ha vuelto “ normal”, e incluso está de moda. La reducción dei tiempo que se pasa en el hogar no “ margina” la vida familiar -dicen los defensores de esta perspectiva- sino que la hacen diferente, incluso mejor. A l igual que muchos otros populares libros de autoayuda dirigidos a la madre trabajadora y muy ocupada, The superwoman sinãrome (1984), de Marjorie Schaevitz, offece consejos para eludir los pedidos de ayuda provenientes de vecinos, parientes y amigos, y para dejar de sentirse culpable en relación con el ejercicio de la maternidad. Instruye a las madres sobre cóm o m edir frugalmente el “ tiempo cualitativo”, es decir, el tiempo que pasan con la familia, y abandona el proyecto de lograr que los hombres se involucren más en el hogar por considerarlo un caso perdido. Los m odernos-ff íos no proponen câmbios en el lugar de trabajo, ni en la cultura ni en los hom ­ bres. Para ellos, la solución al problema de la racionalización en el trabajo consiste en implementar la racionalización en el hogar. Los autores de estos libros aceptan tácitamente lo que algunos de nosotros consideramos efectos corrosivos dei capitalismo global en la vida familiar, e incluso en la noción de las condiciones necesarias para vivir felizmente. Hay una segunda posición frente a la aceleración laborai y familiar que puede denominarse tradicional, porque insta a las mujeres a que regresen al hogar de manera permanente, o cuasi-tradicional, en tanto que admite que las mujeres con hijos sigan una trayectoria laborai de menor rango e importância secundaria (véase Schwartz, 1989). Quienes eligen esta pers­ pectiva creen que la aceleración laborai y familiar es un problema, pero no admiten que hoy en día la mayoría de las mujeres necesitan trabajar, quieren trabajar y adoptan el concepto de igualdad de género. Consideran que los hombres y las mujeres difieren en aspectos esenciales y agregan a esta idea nociones esenciales dei tiempo: tiempo “ industrial” para los hombres y tiempo “ familiar” para las mujeres.1 1 En el siglo x ix -sostiene Tamara Hareven (1975,1982)- los acontecimientos se median según el “tiempo familiar”, de acuerdo con un calendário familiar (nacimientos, casamientos, muertes), por unidades familiares (generaciones) y tomando en cuenta las necesidades familiares (la necesidad de atender a los recién nacidos y a los agonizantes, por ejemplo). La vida familiar, que antes se resistia a la racionalización, ha adquirido una creciente planificación en los últimos treinta

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Los defensores de la tercera alternativa, que puede describirse como moderna- cálida, ven la aceleración como un problema pero también adhieren a un ideal igualitário (en la casa y en el trabajo). Abogan por el acortamiento de la semana laborai, tal como ocurre en Noruega y en Francia, y por la implementación de políticas corporativas favorables a la familia. ^Cuáles son estas reformas favorables a la familia? • horario flexible: un dia de trabajo con horários flexibles para comenzar y terminar, y que usualmente sea de 40 horas, con la posibilidad de “acumular” horas para reclamarias después; • lugar flexible: trabajo basado en la casa o a distancia; • horario parcial regular o permanente: un trabajo que no sea de tiempo completo, con benefícios totales o prorrateados y oportunidades de ascenso en proporción a la capacidad o la contribución; • empleo compartido: puesto de trabajo compartido por dos personas con salario y benefícios prorrateados; • semana laborai condensada: cuatro dias de diez horas con très dias libres, o très dias de doce horas con cuatro dias libres; • licencia paga por maternidad o paternidad; • consideración de las obligaciones familiares al asignar el trabajo por turnos y las horas extras obligatorias. Un movimiento que abogara por horários más cortos y este repertorio de reformas favorables a la familia podría potencialmente diseminar el tra­ bajo, incrementar el control de los horários por parte del trabajador y crear un mundo “moderno y cálido” en cuyo marco las mujeres pudieran alcanzar la igualdad. Pero tal como ocurrió con las metas políticas en los Esta­ dos Unidos, el trabajo compartido y el acortamiento de la semana laborai “ han muerto e ido al paraíso”, donde perviven como ideales utópicos e imposibles. No obstante, cabe preguntarse si algunas empresas offecen estas reform as. Y si así fuera, seria preciso confirm ar su seriedad. La buena noticia es que cada vez más empresas estadounidenses ponen a disposición de sus trabajadores horários laborales alternativos que favorecen la anos y sigue cada vez más el reloj industrial. El “tiempo cualitativo” (el que se pasa con la familia) se demarca del “tiempo cuantitativo”, de la misma manera en que el tiempo de oficina que se emplea “para trabajar” se diferencia del tiempo que se pasa “haraganeando junto al bebedero”. Uno cree que no debería ponerse a charlar sin ton ni son (desde el punto de vista “cuantitativo” ) durante el tiempo “cualitativo” que pasa con los hijos. Incluso los ciclos vitales, como los casamientos y los nacimientos, se planifican a veces según las necesidades de la oficina (Martin, 1992).

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vida familiar. De acuerdo con un estúdio realizado en 1991, el 88 por ciento de las 188 empresas encuestadas ofrece trabajo de medio tiempo, el 77 por ciento cuenta con algún tipo de horario flexible, el 48 por ciento permite compartir el trabajo, el 35 por ciento ofrece algún tipo de lugar flexible y el 20 por ciento permite condensar la semana de trabajo (véase Galinsky, Friedman y Hernândez, 1991). La mala noticia es que en la mayoria de las empresas, el trabajador interesado en tales alternativas debe procurar y recibir la aprobación de un supervisor o jefe de departamento. Más impor­ tante aun, la mayoria de las políticas no son aplicables a los trabajadores de niveles inferiores cuyas condiciones de trabajo estân aseguradas por contratos syndicales. Asi, un nuevo trato fáustico -le damos políticas favo­ rables a la familia si usted acepta la inseguridad laborai- ha comenzado a empanar el proyecto en su totalidad. En este contexto, aunque se offezcan las nuevas alternativas, pocos tra­ bajadores aprovechan realmente las correspondientes ventajas. Un estudio realizado en 384 empresas senala que sólo 9 empresas informaron acerca de algún padre que hubiera tomado una licencia oficial sin goce de sueldo al nacer su hijo (Friedman, 1991:50). Pocos trabajadores tenian un empleo de medio tiempo, ya fuera en forma temporaria o permanente, y aun menos trabajadores compartian su empleo. De los trabajadores con hijos de 12 anos o menores, sólo el 4 por ciento de los hombres y el 13 por ciento de las mujeres no alcanzaban las 40 horas semanales (véanse Galinsky, Fried­ man y Hernândez, 19 9 1:123). Para los 26.000 empleados de Amerco, la semana laborai promedio comprendia entre 45 y 55 horas. Muchos geren­ tes y obreros trabajaban entre 50 y 60 horas por semana, en tanto que los empleados administrativos en general cumplían una semana más nor­ mal, de 40 horas semanales. Todos coincidieron en que la empresa era “ un lugar que generaba bastante adicción al trabajo”. £Por qué los trabajadores no intentaban obtener más tiempo libre? Quizás evitaran solicitar licencias o reducciones de horario porque no podian permitirse ganar menos. Ello explica, sin duda, por qué los padres y las madres jóvenes conservan sus horários prolongados. Sin embargo, no explica por qué los trabajadores que gozan de una mejor posición econó­ mica, los gerentes y los profesionales, se cuentan entre los menos interesados en obtener más tiempo libre. Incluso para los obreros fabriles de la empresa, que en 1993 recibian un salario de entre 11 y 12 dólares la hora y competían regularmente por la obtención de horas extras opcionales, dos sueldos de 40 horas por semana sin horas extras bastaban, según dijeron ellos, para mantener a la familia. Aun asi, la perspectiva de hacer horas extras se consideraba bastante atractiva.

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Quizá los empleados se abstuvieran de solicitar horários más cortos por­ que temían, no sin razón, que su nombre ocupara un lugar más alto en la lista de trabajadores que podían ser despedidos en un período de crisis eco­ nómica. A lo largo de la década de 1980, un tercio de las empresas estadounidenses más grandes recurrieron a la posibilidad de implementar algunos despidos, aunque éste no fue el caso de los gerentes y los trabajadores administrativos de Amerco. En cuanto a los trabajadores de producción, los contratos sindicales les aseguraban que, de tener lugar, los despidos se harían exclusivamente según critérios de antigüedad y no se tendrían en cuenta otros factores, como el número de horas que había trabajado cada empleado. No obstante, la adicción al trabajo se mantenía en pie. Además, los empleados que trabajaban en los sectores más redituables de la empresa no mostraban una mayor tendencia a solicitar horários más cor­ tos o más flexibles por razones familiares que los empleados de los secto­ res menos redituables. ^Acaso los trabajadores que podían permitirse cumplir jornadas más breves no tenían conocimiento de las políticas favorables a la familia que brindaba la empresa? Tampoco era ése el caso. Los 130 padres y madres que entrevisté habían oído acerca de los horários alternativos y sabían dónde podían obtener más información. Quizá los gerentes encargados de implementar las políticas favorables a la familia en realidad las estuvieran saboteando. Aun cuando la política de la empresa permitia la flexibilidad, los trabajadores necesitaban la aprobación de su jefe. Y el jefe de la sección de ingeniería me dijo, sin ambages: “ M i política en relación con los horários flexibles es que no hay horarios flexibles”. Otros jefes de sección que en apariencia eran permisivos controlaban a los supervisores que también eran estrictos respecto de esta cuestión, pero incluso los gerentes que eran manifiestamente coope­ rativos recibían escasas solicitudes de horários alternativos. Los trabajadores también podían solicitar tiem po libre y obtenerlo “ extraoficialmente”, lo que en cierta medida hacían Un padre flamante podia tomarse algunos dias con parte de enfermo cuando nacía su bebé en lugar de solicitar una “ licencia por paternidad”, por temor a quedar estigmatizado como trabajador poco serio. No obstante, incluso si se computan las licencias informales, la m ayoría de las mujeres gerentes retomaban su horário de 40 a 55 horas (tiempo completo) relativamente pronto después de sus seis semanas de licencia paga por maternidad. La mayoría de las secretarias volvían luego de seis meses, y la mayoría de las mujeres que trabajaban en el sector de producción, luego de seis semanas. La mayo­ ría de los hombres que acababan de convertirse en padres se tomaban a

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lo sumo unos pocos dias. Incluso “extraoficialmente”, a los padres y a las madres que trabajaban en Amerco les resultaba difícil pasar más tiempo en su casa. La aceleración de la empresa en respuesta a la competência global pare­ cia superar en importância a todos estos factores. A principios de la década de 1990, ano tras ano, los trabajadores hablaban de prolongar sus horarios más de lo que lo habían hecho el ano anterior. Cuando se les preguntaba por qué, explicaban que la empresa trataba de “ reducir costos”, en parte solicitando a los empleados que hicieran más que lo que hacían antes. No obstante, el mero hecho de que una empresa acelerara su ritmo no explica por qué los empleados no intentaban resistirse, por qué no había más oposición. Los padres y las madres manifestaban grandes deseos de explicarme que su familia estaba en prim er lugar, y que esa prioridad era clara para ellos. (Y las encuestas nacionales también muestran que entre las creencias más firmes de los estadounidenses, la creencia en “ la familia” ocupa el segundo lugar, inmediatamente después de la creencia en Dios.) Sin embargo, las prácticas que podrían expresar tal creencia -com o la de compartir el desayuno y la cena- tomaban la dirección contraria. En la mente de gran número de padres y madres de hijos pequenos, las intenciones modernas-cálidas se fusionaban con prácticas modernas-frias. De algún modo, quienes participaban de dicha aceleración no daban senales de intentar una disminución de la velocidad.

qué aspecto de su expe-

riencia podia atribuirse esta circunstancia?

íq u é s u b y a c e a l a c u l t u r a d e n o o p o n e r r e s is t ê n c ia

?

A fin de captar la respuesta completa necesitamos basarnos en una variedad de perspectivas que están dentro y fuera dei campo “ trabajo-familia”. La literatura sobre el tema trabajo-familia que goza de mayor aceptación en los Estados Unidos es útil e inútil a la vez. La voluminosa investigación -cuantitativa, levemente optimista y orientada hacia la formulación de políticas- que llevaron a cabo Ellen Galinsky y Dana Friedman, del Insti­ tuto del Trabajo y las Familias, proporciona algunos de los mejores datos estadísticos disponibles sobre las maneras en que los trabajadores abordan la vida familiar y laborai, y sobre la acción y el pensamiento corporativos con respecte a las reformas que favorecen la familia (véanse Friedman, 1991; Galinsky, Friedman y Hernández, 1991). Sin embargo, esta línea de inves­ tigación no cuestiona la construcción de los âmbitos sociales que confi-

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guran la actitud de la gente en relación con su família ni indaga en profundidad las paradojas que reflejan sus propios datos. Un segundo corpus bibliográfico hace hincapié en la desinstitucionalización de la fam ília, ya sea desde una perspectiva declinista (véanse Lasch, 1977; Popenoe, 1989) o adaptacionista (véase Skolnick, 1991). No obstante, por centrarse en la familia, esta línea de investigación pasa por alto la rela­ ción simbiótica -incluso parasitaria- que se desarrolla entre la familia y el trabajo. En cuanto a las indagaciones que sí se ocupan de la relación entre la familia y el trabajo, éstas se basan en supuestos no cuestionados acerca de la manera en que se perciben las famílias y los lugares de trabajo, y los significados que se les atribuyen (véanse Kanter, 1977; Zedek et al.y1992). Un tercer corpus se centra en la “ cultura corporativa” (véanse Hofstede, 1980; Kanter, 1983; Alveson y Berg, 1992; M artin, 1992; Trice y Beyer, 1993). Reciente, relevante y en proceso de expansión, esta literatura es amplia y m uy ffuctífera desde el punto de vista teórico, pero los autores rara vez hacen hincapié en el equilíbrio entre la fam ilia y el trabajo, la cultura emocional o el género.2 En torno de estas literaturas hay indagaciones que nos ayudan a ver el tema dei equilíbrio entre el trabajo y la familia en su contexto más amplio. Dado que pone de relieve las pequenas maneras en que cambian las gran­ des “estructuras”, el concepto de “estructuración” propuesto por Anthony Giddens (1976) ayuda a comprender procesos que podríamos llamar de “ familización” y de “ laborización”. En este espíritu de conceptos “ licuantes”, si transformamos los sustantivos y los adjetivos en verbos podemos hablar de ritualizar y desritualizar, sacralizar y desacralizar, los m om en­ tos de la vida familiar y laborai. Ello nos permite considerar la historia reciente de la vida laborai y familiar como la historia de tales procesos subyacentes. En los tiempos que corren, el trabajo se está volviendo un poco más ritualizado y sagrado, en especial para los “ trabajadores valiosos”, en tanto que la familia va perdiendo estas propiedades. No obstante, según la dirección que tome la lógica dei capitalismo y según la fuerza que adquiera la resistência que se le opone, los rituales y el sentido de lo sagrado también pueden fluir en la dirección contraria. En lugar de pensar el trabajo o la familia como estructuras cosificadas e inflexibles, Giddens nos invita a ver las estructuras como entes fluidos y cambiantes. A fin de que cambien las estructuras deben producirse câm­ bios en lo que hacemos y -m e permito agregar- en lo que sentimos, por­ 2 Si se desea consultar excepciones, véanse van Maanen y Kunda, 1989; Bowen y Orthner, 1991; Negrey, 1993.

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que las estructuras traen aparejadas - y también “ son”- culturas emocionales (ibid.: 121,157). Un cambio de estructura requiere un cambio de cul­ tura emocional. Hasta ahora carecemos de un vocabulário que nos per­ mita describir este tipo de cultura, y lo que sigue es un intento rudimentario de crearlo. Una cultura emocional es un conjunto de rituales, de creencias en torno de los sentimientos y de regias directrices de los sentimientos que inducen a focalizar las emociones e incluso inspiran un sentido de lo “sagrado” que selecciona algunos vínculos sociales y los prioriza sobre otros: selecciona y re-selecciona relaciones para ubicarlas en el núcleo o en la peri­ feria de la vida familiar. Así, las familias tienen un núcleo más o menos sagrado de rituales priva­ dos y de significados compartidos que varían enormemente a través dei tiempo y el espacio. En algunas familias, lo más sagrado es la sexualidad y la comunicación maritales (masajearse la espalda, mantener conversaciones íntimas, tener relaciones sexuales), y en otras familias, lo “ sagrado” se reserva para los lazos maternales y paternales (mimos a la hora de acostarse, hora dei bano, comidas colectivas, charlas entre los padres sobre los hijos). Además, las familias cuentan con zonas secundarias de rituales diários, semanales y estacionales menos importantes que respaldan los rituales centrales. Estos rituales contrastan con una capa externa y profana de la vida fami­ liar en la cual los miembros “no hacen nada en particular” (cuando realizan tareas domésticas, miran televisión, duermen): el carácter y las ffonteras de los aspectos profanos y sagrados de la vida familiar dependen dei cris­ tal con que se los mira. Sin embargo, el sentido de lo sagrado -lo que se mantiene aparte por otorgársele importância central - se vincula fuertemente con las prácticas seculares que separan una actividad de otra. En el contexto de la aceleración dei trabajo y la familia, muchos hablan de administrar, invertir y ahorrar el tiempo con el propósito de aprovecharlo. También hablan de custodiarlo o defenderlo a fin de “estar” en él. En un intento por controlar más activamente sus horários, muchos padres y madres que trabajaban en Amerco ponían el contestador automático a la hora de la cena, hacían a un lado los teléfonos celulares y apagaban la computadora. Así, las acciones de encender o apagar un aparato, resistir el impulso de levantar el auricular o ir hacia la computadora pasaban a ser prácticas seculares. E incluso la manera en que se hablaba dei tiempo era en sí misma una práctica secular que custodiaba o no un núcleo sagrado en el seno de la vida familiar. Las familias cultivaban diferentes patrones de sacralidad. En algunas se formaban núcleos m uy espesos y protegidos de tiempo colectivo coordinado y “cinturones” más precários de tiempo periférico durante el cual

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m e r c a n t i l i z a c i ó n de la v i d a

In t i m a

los miembros se dedicaban a actividades más bien intrascendentes. Otras familias tenían núcleos porosos que apenas se distinguían dei tiempo menos im portante, casual, individualizado y factible de ser interrum pido. En ambos casos, las familias reservaban tiempo para los aspectos sagrados. En cuanto a las zonas intermedias y periféricas de la vida familiar, muchos individuos las describían como “matar el tiempo” o “no hacer nada” Sentían que era lícito renunciar a esos momentos porque se trataba de tiempo libre. No obstante, algunos se reservaban períodos para “ no hacer nada”, que percibían como sagrados. A juzgar por la manera en que los descri­ bían, era como si hubieran subido una especie de puente levadizo a fin de holgazanear en el interior del castillo. Y subir el puente levadizo era un acto de devoción. Sin embargo, las cosas a las cuales se dedica la gente han cambiado. Tal como senala el historiador John Gillis, la transformación de la familia en un âmbito privado y exclusivo con una vida ritual separada de la comu­ nitária ha tenido lugar en tiempos bastante recientes.3 Pero cabe senalar que la actual escasez de tiempo privatiza a la fam ilia aun más. Dado que obliga a las familias a suprimir las actividades menos importantes, la aceleración debilita los lazos que unen la familia con la sociedad. Así, bajo las presiones de la aceleración, es posible que las familias se vean obligadas a dejar de lado sus vínculos periféricos con vecinos, ninos explorado­ res o parientes lejanos, que hasta entonces se habían sostenido gracias al tiempo “extra”. Tanto la familia como el lugar de trabajo se vinculan con âmbitos que les brindan respaldo. En el caso de la familia, estos âmbitos incluyen el vecindario, la parroquia y la escuela. El lugar de trabajo, por su parte, cuenta con bares, restaurantes, salas de conferencias, hoteles y la red de amigos que se trasladan a la oficina o a la fábrica en vehículos colectivos. Una pérdida en la estructura que respalda a la familia puede redituar en ganancia para el lugar de trabajo, y viceversa. El crecimiento de lo que Jerry Useem (2000: 62-70) llama “ la nueva ciudad corporativa” incluye gimnasios, clu­ bes para solteros, grupos de apoyo para el câncer de mama y grupos de estúdio de la Biblia -la vida cívica propiamente dicha- bajo el paraguas social del trabajo. A l mismo tiempo, a lo largo de los últimos treinta anos, el número de familias cuyos miembros cenan juntos ha disminuido en un 10 por ciento (véanse Blyton, 1985; Fuchs, 1991). Las familias se han vuelto menos propensas a recibir visitas en el hogar y a visitar a otras personas. 3 Sin embargo, ello no incluye la asistencia a la iglesia, que no parece declinar a medida que se incrementan las horas de trabajo de los padres. Véase Fischer, Hout y Latham, 2000.

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Incluso ha disminuido el tiempo dedicado a conversar en la casa. En resumen, a medida que la vida familiar pierde sus aspectos rituales, los ingenieros culturales se abocan a incrementar la ritualización del trabajo en algunos sectores de la economia. En determinados momentos, el cambio que se produce en un número considerable de historias personales puede describirse como un cambio cultural, y creo que cuando las entrevisté muchas familias de Amerco se hallaban en ese punto de inflexion. Atraídas hacia el trabajo por un con­ junto de fuerzas y expelidas de la familia por otro, es posible que una creciente cantidad de personas esté alterando involuntariamente las culturas mellizas dei trabajo y la familia (véanse Kanter, 1977; Lasch, 1977). A medida que se fortalece el escudo cultural que rodea el trabajo, el que protege a la familia se debilita. Estos procesos mellizos -u n o se desarrolla en el hogar y el otro en el trabajo- se aplican de manera irregular en todo el espectro de clases sociales. La atracción hacia el trabajo es más fuerte en la cima de la escala ocupacional, y la m arginación de la vida fam iliar es más pro­ nunciada en la base. De hecho, el cuadro que describo es uno más dentro de una amplia serie de estructuraciones laborales y familiares que resultan de diversas combinaciones de fuerzas sociales. Si bien esta “ inversión” de los lugares que ocupan la casa y el trabajo no fue algo que simplemente les ocurrió a las personas que entrevisté, seria un error muy grande veria como el fruto de una elección o un deseo. La mayoría de los trabaj adores que participaron en éste y otros estúdios afirman valorar la vida familiar por encima de cualquier otra cosa. El trabajo es lo que hacen; la familia es la razón de su vida. Por consiguiente, creo que la lógica descrita avanza a pesar de las firmes intenciones y los deseos más profundos de quienes están presos en ella, y no por su causa. Cuando comencé a investigar este campo, supuse que los padres y las madres que trabajaban querrían pasar más tiempo en su casa. Imaginé que para ellos el hogar era un sitio de reposo, donde se sentían em ocio­ nalmente protegidos y apreciados tal como “eran en realidad”. Me im a­ giné que el trabajador exhausto percibiría su casa como el lugar donde podia quitarse el uniforme, ponerse la bata, tomarse una cerveza, exhalar: un cuadro sintetizado en la imagen dei trabajador que abre la puerta diciendo: “ Hola, mi amor. jYa llegué!” Es cierto que la vida hogarena no está exenta de emergencias y tensiones, pero yo imaginaba que el hogar era el sitio que todos asociaban al descanso, la seguridad y el aprecio. Por consiguiente, todos querrían maximizar el tiempo que pasaban en su casa. También supuse que los padres y las madres que trabajaban, en especial si se trataba de obreros fabriles o trabajadores de servicios con bajos

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salarios, no se sentirían particularmente relajados, seguros o apreciados en el trabajo, o al menos no más que en su hogar. Sin embargo, cuando entrevisté a los trabajadores de la empresa emergió un cuadro que no se compadecia totalmente con este modelo de vida familiar. Por ejemplo, una supervisora fabril de 30 anos, madre de dos hijos y casada en segundas núpcias, describía así su regreso a casa después dei trabajo: Llego a casa, y apenas introduzco la llave en la cerradura aparece mi hija mayor. Es comprensible; necesita hablar con alguien sobre lo que le ocurrió durante el día. La beba todavia está despierta [...] ya debería haberse acostado hace dos horas, y eso me hace enojar. La mayor viene directamente a la puerta a quejarse de cualquier cosa que haya dicho o hecho su padre esa tarde, o habla sobre su trabajo. M i marido está en la otra habitación, gritándole a mi hija: “ ;Tracy, nunca tengo tiempo de hablar con tu madre porque siempre monopolizas su tiempo primero, antes de que yo pueda abrir la boca!”. Todos me abordan a la vez. La escena que la esperaba en su casa -peleas sin trégua, platos sucios y exigências apremiantes de otras personas- contrasta con la descripción de su llegada al trabajo: Suelo llegar temprano al trabajo sólo porque quiero salir de m i casa. Tengo que estar allí quince minutos después de la hora, y ya todos están esperándome. Nos sentamos, hablamos, bromeamos. Les cuento las novedades, les indico dónde debe estar cada uno y qué câmbios he hecho para el turno ese día. Nos quedamos charlando durante cinco o diez minutos. Hay risas, bromas, diversión. Nadie me fastidia por nimiedades. El clima es m uy ameno desde el principio hasta el final, aunque a veces me estreso cuando una máquina funciona mal o no podemos com­ pletar la producción. Otra empleada de 30 anos y madre de dos hijos, también trabajadora fabril, relataba lo siguiente: M i m arido me ayuda mucho [con el cuidado de su h ijo]. Pero no hace las tareas domésticas, y ni siquiera se ocupa dei bebé cuando estoy en casa. Cuando estoy en casa, mi hijo se convierte en mi trabajo. M i marido se figura que si trabaja cinco dias por semana no tiene por qué ponerse a lim piar cuando llega a casa. Pero nunca se detiene a pensar que yo

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trabajo siete dias por semana [...]. ^Por qué tengo que ser yo, sin ayuda de nadie, quien haga las tareas dom ésticas cuando llega a casa? He hablado con m i marido sobre este tema una y otra vez. Si al menos él levantara los platos de la mesa y los apilara mientras estoy en el tra­ bajo, ya habría una gran diferencia. Pero no hace nada. Cuando tiene un fin de semana libre, me veo obligada a llamar a una ninera para que él pueda ir a pescar. Cuando yo tengo m i día libre, me quedo con el bebé todo el día. Él ayuda cuando yo no estoy [ ... ] pero apenas llego, deja todo el trabajo para mí.

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Para esta madre trabajadora, la familia no era un refugio ni una zona de alivio y descanso: era un lugar de trabajo. Peor aun, sólo podia librarse de su trabajo doméstico yendo a la fábrica. Tal como continuo diciendo, “ tomo muchas horas extras. Cuanto más tiempo me quedo fuera de casa, mejor estoy. ;Suena terrible, pero así lo siento!” Yo había supuesto que los empleados percibirían el lugar de trabajo como un lugar dei que podían ser despedidos según el antojo de un jefe ávido de ganancias, mientras que en la familia, a pesar de todas sus complicaciones, se sentirían a salvo. Por basarse en el mecanismo impersonal de la oferta y la demanda o la ganancia y la pérdida, el trabajo inspiraria inseguridad, una sensación de estar la jungia. Lejos de ello, un número considerable de empleados que entrevisté trabajaban en la empresa desde hacía veinte anos o más, en tanto que ya iban por su segundo o tercer m atri­ monio. Para ellos, el trabajo era la roca, su fuente principal de seguridad, mientras que en la casa corrían peligro de ser despedidos. Por cierto, casi todos los trabájadores con quienes hablé querían basar su sensación de estabilidad en el hogar, y muchos lo hacían. Pero también me impresionó la lealtad que prodigaban a la empresa y la lealtad que sentían por parte de la empresa, a pesar de circunstancias que parecían probar lo contrario: la aceleración, la reestructuración, los despidos que se producían en otras empresas. Incluso en Amerco, a principios de los anos noventa, la empresa podia “des-contratar” a los trabajadores de una división que no diera buenos resultados y recontratarlos en una más exitosa. Así ocurrió con una ingeniera, y si bien la situación la disgustó en grado sumo, la manera en que respondió resulta muy elocuente: Me había ido m uy bien en la empresa durante doce anos, y pensaba que m i jefe me apreciaba mucho. Eso era lo que él me había dicho. Pero cuando nuestra división comenzó a andar mal y a vários de nosotros nos rescindieron el contrato, se nos dijo que buscáramos otra posi-

2 9 8 I LA M E R C A N T I L I Z A C I Ó N DE LA V I D A Í N T I M A

ción dentro de la empresa o afuera. Yo pensé: “ jOh, Dios! iAfueràV\ jEstaba atónita! Más tarde, cuando entré en otra división, fue como si me hubiera casado por segunda vez [...]. Me preguntaba si podia vol­ ver a amar. Si bien el trabajo no estaba asegurado, el hogar, en la versión que habían conocido estos empleados, lo estaba cada vez menos. Tal como relato una mujer, “un día, mi marido volvió a casa y me dijo: ‘me enamoré de una mujer dei trabajo [...]. Quiero el divorcio” ’. Por último, el modelo dei hogar como refugio me había llevado a suponer que el lugar donde los individuos se sentirían más reconocidos y apre­ ciados seria su casa y el lugar donde encontrarían la menor medida de reconocimiento y apreciación seria el trabajo. Me parecia que en el trabajo tendrían la sensación de ser “ un engranaje de la máquina”, imagen inspi­ rada en Tiempos modernos, el clásico de Charles Chaplin sobre la vida fabril. Pero la fábrica ya ha dejado de ser ese lugar arquetípico y, lamentablemente, muchos trabajadores se sentían más apreciados por lo que hacían en el tra­ bajo que por lo que hacían en su hogar. Por ejemplo, cuando le pregunté a un técnico de 40 anos si se sentia más apreciado en su casa o en el tra­ bajo, me respondió lo siguiente: Amo a mi familia. M i familia está primero [...], pero no estoy seguro de sentirme más apreciado por ella [risas]. M i hijo de 14 anos no habla demasiado con nadie cuando llega de la escuela. Es m uy quejoso. No sé si he sido un buen padre [...]. Los sábados arreglamos autos juntos. M i esposa trabaja en turnos opuestos a los mios, así que sólo nos vemos los fines de semana. Necesitamos más tiempo para estar ju n tos... Necesitamos ir más al lago. No sé... El trabajador parecia sentirse más satisfecho con su habilidad para repa­ rar máquinas en la fábrica que con su manera de ejercer la paternidad. Y no se trata de algo tan inusual como podría pensarse: de acuerdo con un estúdio en gran escala realizado por A rthur Emlen, el 59 por dento de los empleados calificaron su desempeno en la fam ilia com o “ bueno o inusualmente bueno”, en tanto que el 86 por ciento asignó una calificación similar a su desempeno en el trabajo (véanse Emlen, Koren y Grobs, 1987; Friedman, 19 91:16). Este cambio general de la cultura puede en parte explicar por qué muchos trabajadores aceptan la aceleración dei trabajo y la familia sin oponer resis­ tência. Un estúdio llevado a cabo por el Instituto dei Trabajo y las Fami-

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lias, en el que participarem 3.400 trabajadores de todo el país, refleja dos tendências bastante contradictorias. Por un lado, según sus resultados, el 80 por ciento de los trabajadores pensaban que sus empleos exigían un “ trabajo m uy intenso”, y el 42 por ciento “ a menudo [se sentia] exhausto al finalizar la jornada laborai”. Por otro lado, cuando se les pedia que compararan la medida de tiempo y energia que en realidad dedicaban a su familia y a su empleo o carrera laborai con lo que les habría gustado dedicarle a cada uno, la diferencia era pequena. Los trabajadores estimaron que brindaban el 43 por ciento de su tiempo y energia a la familia y los amigos, el 37 por ciento a su trabajo o carrera laborai y el 20 por ciento a si mismos. Pero lo que querían era muy similar a lo que ocurría en realidad: 47 por ciento para la familia y los amigos, 30 por ciento para el tra­ bajo y 23 por ciento para si mismos (véase Galinsky, Bond y Friedman, 1993: i> 98). Alrededor de una quinta parte de los trabajadores con quienes hablé concuerdan con el modelo de mundos invertidos, en tanto que un núm ero sustancial dei resto lo experimentaba en menor m edida, y quizá también ocurriera algo similar en la vida de otros trabajadores. Tres conjuntos de factores parecen exacerbar esta inversion de las cul­ turas familiar y laborai: tendências familiares, tendências laborales y un creciente consumismo que refuerza las tendências registradas en los dos âmbitos. En prim er lugar, la mitad de los matrimônios estadounidenses termina en divorcio: es el índice más alto dei mundo. Ello puede deberse, en parte, a la ausência de políticas que apunten a proteger al matrimonio de las filosas aristas del capitalismo (por ejemplo, la recapacitación labo­ rai en vista de la errática demanda de trabajo), y quizá también influyan los câmbios culturales que atenúan la necesidad dei matrimonio y disminuyen los reparos que se oponen al divorcio. Otro aspecto relativamente nuevo es la gran cantidad de esposas que trabajan “doble turno” -u n o en la casa y otro en el trabajo- y deben lidiar con la resistência de los maridos a colaborar plenamente con la carga de tareas domésticas, circunstancia que suele llevar a que ambos cónyuges se sientan poco apreciados (Hochschild, 1989). Esta tension también subyace a muchos divorcios. Quienes integran un matrimonio sujeto a tensiones a menudo encuentran una amplia reserva de personas divorciadas que son elegibles para un segundo matrimonio, lo cual, a su vez, es un resul­ tado dei alto índice de divorcios. Y luego de las segundas núpcias, las asociaciones con los ex cónyuges y los nuevos hijastros presentan retos especiales que no todos los padres y madres están preparados para enfrentar, factor que probablemente tenga alguna incidência en el elevado índice de divorcios que se producen entre quienes vuelven a casarse.

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Entretanto, otro conjunto de factores afecta a la vida laborai. Muchas corporaciones han urdido un âmbito de rituales amistosos y de reafirmación positiva para los gerentes altos y médios, y en menor medida para el resto dei personal. Amerco había implementado un programa de capacitación llamado Calidad Total. Con un costo de vários millones de dólares, la empresa incluía a todos sus empleados, desde los estratos más bajos hasta los más altos, en una serie de actividades que se llevaban a cabo a lo largo de dos dias. En varias divisiones, los trabajadores formaban equipos que se reunían periódicamente para conversar sobre las maneras de mejorar la productividad y crear un fiierte espíritu de equipo. Las reuniones perió­ dicas de los equipos de alta producción devinieron un rito corporativo muy difundido, lo cual creó en el trabajo una solidaridad durkeimiana que a veces estaba ausente en el hogar. Además, el presidente de la companía emitió una serie de eslóganes tales como “Amerco valora al cliente interno”, enunciado que en la jerga cotidiana significa que todos los empleados deben tratar a los demás empleados con la misma amabilidad con que se dirigen a los clientes. Los eslóganes apuntaban a m ejorar las relaciones sociales en la empresa, circulaban entre los empleados y se los debatia con solemnidad pública. Los empleados de Relaciones Humanas daban seminários sobre los problemas humanos que se suscitaban en el trabajo. Los equi­ pos de alta producción, basados en la cooperación entre iguales autogerenciados, tendían a fomentar las relaciones intensivas en el trabajo. La empresa organizaba ffecuentes ceremonias para entregar prêmios a la excelencia laborai y se colgaban placas donde se elogiaba a algún trabajador por logros recientes. Eran comunes los almuerzos de reconocimiento, las reuniones entre empleados de un departamento y las celebraciones informales de cumpleanos. Las sesiones con el supervisor para planificar la carrera laborai y las reuniones que mantenían los equipos con el propósito de con­ versar sobre “ modelos, mentores y relaciones laborales” con los companeros de trabajo rayaban en la psicoterapia y se inspiraban en ella. A veces, los trabajadores de Amerco asistían a más reuniones dei “empleado dei mes” en el trabajo que a cumpleanos u otras fiestas en su casa. Algunos emplea­ dos casados que evitaban usar el anillo de bodas lucían orgullosamente en la solapa la insignia de la empresa. A pesar de los problemas y las tensiones, la empresa era el lugar donde muchos trabajadores recibían aprecio y honores, y donde tenían amigos de verdad. En contraste, en la casa había menos “ceremonias de premiación” y solían escasear las conversaciones amables con el propósito de subsanar errores. Además, en la actualidad se percibe una tendencia a que el noviazgo y la selección de pareja, antes más o menos confinados a la comunidad basada

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en el hogar, se trasladen a la esfera dei trabajo. La postergación dei matri­ monio, la mayor proporción de gente soltera y el elevado índice de divór­ cios crean en el trabajo una reserva siempre renovable de posibles novios y novias. La eliminación de la segrègación por género en el lugar de tra­ bajo y el alargamiento de la jornada laborai también brindan oportuni­ dades de conocer gente y desarrollar vínculos românticos o cuasi român­ ticos. Para los obreros fabriles, el romance puede desarrollarse en el salón comedor, en el bar o en el estacionamiento; para los gerentes de alto nivel, en las conferencias, en “escenarios de fantasia” situados en hoteles lujosos y en restaurantes poco iluminados (véase Kanter, 1989: 281). Entonces, £qué se percibía más como un hogar y qué se percibía más como un lugar de trabajo en el contexto de Amerco? Cuando les pregunté a los empleados si se sentían más competentes en su casa o en el tra­ bajo, m uchos respondieron “ en el trabajo”. Cuando les pregunté si se sentían más relajados en su casa o en el trabajo, muchos respondieron “ en el trabajo”. Cuando les pregunté dónde podían expresar m ejor su verdadera identidad, las respuestas variaron, pero un número considerable respondió “en el trabajo”. Cuando les pregunté dónde se sentían seguros, la mayoría respondió “en casa”, aunque los múltiples m atrimônios de algunos indicaban otra cosa. En general, aproximadamente una quinta parte de los empleados de Amerco describieron el trabajo como el “ refugio” y su casa como un refugio menor, si no como un mundo despiadado. Hoy el capitalismo es la fuerza económica más importante dei mundo, y afecta a todo lo que toca. Con su elaborada ingeniería social, el capita­ lismo estadounidense moderno se revela como un sistema no sólo econó­ mico, sino también cultural. En casi todas sus encarnaciones, el sistema capitalista presenta un desafio a las culturas locales, incluida la cultura local de las familias. Al igual que las culturas tribales que fueron pisoteadas por la globalización, es posible que las culturas familiares dei Primer Mundo tropiecen con dificultades cuando compiten con la fuerza centrífuga de las culturas laborales que establece el capitalismo. Las empresas como Amerco son a la vida familiar de los trabajadores lo que Wal-Mart es a las tiendas familiares. Se percibe aqui un patrón de género: en una época anterior, una cantidad indeterminada de-henibres escapaban de su casa para ir al bar, a pes­ car y a la oficina. Parafraseando el título de un artículo de Jean Duncombe y Dennis M arsden (1993), puede decirse que había “ hombres adictos al trabajo” y “mujeres quejumbrosas”. Ahora que las mujeres representan casi la mitad de los trabajadores estadounidenses, algunas familias están compuestas por padres y madres adictos al trabajo y ninos quejumbrosos.

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Las fuerzas que expulsan a los trabajadores de la vida familiar y los atraen hacia el lugar de trabajo están en movimiento perpetuo gracias al consumismo. El consumismo actúa para mantener la inversión emocional dei trabajo y de la familia. Expuestos a un bombardeo continuo de anúncios publicitários durante un promedio diário de tres o cuatro horas de televisión (la mitad de su tiempo libre), los trabajadores se persuaden de que “necesitan” más cosas. Para comprar lo que necesitan, precisan dinero. Para ganar dinero, extienden sus horários de trabajo. Para compensar su pro­ longada ausência dei hogar compran regalos que cuestan dinero, es decir, materializan el amor. Y así continúa el ciclo (véase Schor, 1992). Una vez que el lugar de trabajo comienza a devenir un escenario de apreciación más cautivante que la casa se impone una profecia autocumplida: si la gente va al trabajo para escapar de las tensiones hogarenas, las tensiones hogarenas pueden em peorar; y cuanto más se intensifiquen las tensiones en el hogar más se afianzará el lugar de trabajo en las necesidades adquiridas. Todo este proceso ha llevado a que algunas personas perciban el tra­ bajo como una familia, en tanto que la familia se asemeja más a un trabajo. Sin embargo, el que se describe aqui no es más que uno de los cinco mode­ los de trabajo y de familia que cobraron forma en diversos sectores dei paisaje económico. En la cima de la escala social es más probable que encon­ tremos un modelo tradicional en el que la casa y el trabajo exhiben atractivos diferenciados por género: el trabajo es para los hombres y la casa es para las mujeres. Este modelo anticuado parece estar dando paso de manera creciente a un modelo tradicional modificado, en cuyo marco las mujeres tienen empleos de medio tiempo y los hombres trabajan tiempo completo. En un nivel más bajo encontramos el modelo dei refugio, según el cual el trabajo es un mundo despiadado y la familia continúa equiparándose a un refugio: muchos trabajadores fabriles y otros obreros encajan en este modelo, y la proliferación de empleos de bajo salario y mínima seguridad puede conducir a que existan más familias de este tipo. Entre las parejas formadas por profesionales y empleados gerenciales encontramos fuertes^ indicios dei modelo dei trabajo semejante a la casa y la casa semejante al trabajo. En la base de la escala social aparece el modelo “ doblemente nega­ tivo”, de acuerdo con el cual ni la red de parientes ni los companeros de trabajo brindan un anclaje emocional al individuo, sino más bien una pandilla, companeros de copas en el bar u otros grupos similares. En todos los niveles -q u izá tanto por azar como por planificación y circunstan­ cias- encontramos el modelo milagroso: la pareja con doble ingreso y el tan anhelado equilibrio entre la casa y el trabajo.

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El predomínio de un modelo de família y de trabajo depende en parte de la fuerza adquirida por las presiones externas que se ejercen tanto sobre la familia como sobre la economia. Una de las tendências que se observan actualmente en la economia estadounidense se orienta hacia la consolidación cultural de la vida en torno dei trabajo: hacer dei lugar de trabajo una pequena ciudad donde se satisfagan todas las necesidades. De manera encubierta, dicha tendencia conduce hacia el modelo de mundos invertidos. En el marco de este proceso, los ingenieros de la cultura corporativa han ampliado el modelo de Amerco agregando a sus empresas muchos bienes y servicios propios de los centros comerciales y la animada vida cívica de los pueblos estadounidenses. Estas “ nuevas ciudades corpora­ tivas”, como las llama Jerry Useem (2000), concentran la vida en un solo lugar. Todas las necesidades hallan satisfacción en el lugar de trabajo; de esta m anera, las empresas reclutan y retienen trabajadores altamente calificados en períodos de bajo desempleo. Amplían el modelo dei trabajo-hogar, pero también reducen la sensación de que el hogar es un trabajo resolviendo tareas que antes se hacían en la casa. Mediante el mismo re­ curso, estas empresas parecen absorber la vida dei hogar en el trabajo a la vez que desdibujan la separación de la esfera hogarena. En un artículo de la revista Fortune, Useem describe empresas que albergan en sus instalaciones bancos, tiendas, tintorería, peluquería y salón de manicura. Cuarenta y seis de las “100 mejores empresas para trabajar”, según Fortune -senala el autor-, ofrecen comida para llevar. Veintiséis ofrecen servicios de asistentes a quienes los empleados pueden contratar para que les organicen envios de flores, elijan regalos de cumpleanos o planifiquen el bar mitzvah de sus hijos. Algunas empresas cuentan con agencia de citas, y según un estúdio realizado por Roper Starch Worldwide en 1999, el 38 por ciento de los participantes dijeron haber tenido un romance con un companero de trabajo (ibid.).4 Las empresas están aportando el tipo de comunidad cívica que, según afirma Robert Puntnam (2000) en su libro Solo en la bolera, ha decaído en la sociedad estadounidense. LandsTEnd, una empresa de venta de indu­ mentária por correo, y la firma de biotecnologia Amgen establecieron clu­ bes de “ajedrez, genealogia, jardinería, aeromodelismo, oratoria, tenis, karatê, buceo y caridad” para sus empleados, actividades que solemos imaginar propias de la vida comunitária y familiar,

sas

Institute, una empresa de

software situada en Carolina dei Norte, incluye entre sus servicios un grupo 4 Véase también la introducción a la edición revisada (2000) de The time bind (Hoschchild, 1997a).

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de apoyo para el câncer de mama, un grupo de madres y padres solos, un grupo de gente sin pareja y un club internacional que prepara comidas mensuales originarias de los países de donde provienen sus miembros. Además, en aproximadamente mil empresas de todo el país, la Hermandad de Empresas de Cristo Internacional (Fellowship o f Companies for Christ International,

f c c i)

ofrece grupos de estudio de la Biblia.

Esas empresas aim no constituyen un lugar de trabajo típico de los Esta­ dos Unidos, pero dejan entrever una importante estratégia corporativa que apunta a lograr el cumplimiento de dos metas: retener a trabajadores valiosos en épocas en que esos trabaj adores son difíciles de conseguir y mantenerlos en el trabajo durante horários prolongados. ^Cómo se mantiene felices a los trabajadores talentosos? Resolviendo uno de sus mayores problemas: el equilibrio entre el trabajo y la familia. El trato fáustico que la empresa propone al trabajador parece ser el siguiente: “ Nosotros le traemos la vida cívica al trabajo y usted trabaja durante muchas horas”. Useem (2000: 63-64) nos informa acerca de las declaraciones de un jefe de recursos humanos de b m c (una empresa de software radicada en Houston) en relación con el equilibrio: “ Sé que resulta difícil de creer, pero mientras estás aqui te sientes como si hubieras salido. [La oficina] te da una vida equilibrada sin que necesites irte”. Sin embargo, esta idea de equilibrio deja afuera a los hijos y a la abuela, por no mencionar todas las actividades cívi­ cas a raiz de las cuales Alexis de Tocqueville alguna vez elogio a los Esta­ dos Unidos. Y la base dei “equilibrio” que propone

bm c

no es más firme

que el margen de ganancias dei último trimestre. Las “ nuevas ciudades corporativas” también conducen el modelo dei trabajo como casa y a la casa como trabajo en la insólita dirección dei antiguo socialismo. En las empresas como

bm c

,

Lands’ End o

sas

Institute,

una autoridad se propone satisfacer todas las necesidades de la gente que está bajo su gobierno. Las ciudades corporativas parecen sustraer gran parte de la lucha emprendedora que caracteriza la vida cotidiana. Incluso dejan entrever el intento de eliminar el desequilibrio

y

la alienación, tal como

M arx vislum braba la vida bajo el socialismo. Uno podría ser pescador por la manana, granjero por la tarde y filósofo por la noche. Sólo que en bm c

,

la pesca y la producción deben beneficiar a la empresa.

Mientras estas empresas brindan la vieja utopia socialista a una élite de trabajadores calificados que integran el nivel superior de un mercado labo­ rai cada vez más dividido, otras empresas offecen lo peor dei capitalismo temprano a trabajadores semicalificados y no calificados. En el marco de esta doble estratificación de la economia, que se ha desarrollado a lo largo de los últimos veinte anos, el estrato inferior padece bajos salarios, menor

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seguridad laborai y, por cierto, menos “ambiente hogareno” en el trabajo. Así, los empleos disponibles en los restaurantes de comidas rápidas, la industria de la confección y la venta minorista reflejan el aspecto dei capi­ talismo que M arx más criticaba: el que se apodera dei fruto dei trabajo e ignora al trabajador. Quizás esternos percibiendo los primeros indicios de un modelo que gradualmente se volverá más claro en los anos por venir: socialismo para los ricos y capitalismo para los pobres.5 Pero hay una paradoja más. El socia­ lismo de estas nuevas ciudades corporativas se confina a lugares “cerrados” de trabajo, análogos a los barrios cerrados donde viven muchos empleados de élite. En los lugares donde trabajan los pobres prevalece el espíritu capitalista dei individualismo competitivo, abierto a todos, donde cualquiera puede ocupar cualquier lugar. En los estratos superiores, las empre­ sas invierten mucho dinero en mantener felices a sus trabajadores; en el estrato inferior, las empresas invierten m uy poco. En los estratos superio­ res puede ocurrir que el empleado necesite ir al trabajo para encontrar entretenimiento, un sentido de participación en la vida cívica, incluso afecto (como en los seminários de abrazos). En el estrato inferior, muchos tra­ bajadores no tienen oportunidad de obtener esas cosas. Si es cierto que la vida cívica estadounidense ha experimentado una seria decadência -ta l como sostiene Robert Putnam (2000) en Solo en la bolera-, los trabajado­ res que no tienen acceso a las nuevas ciudades corporativas tampoco accederán a la participación cívica. No obstante, tanto en los estratos superiores como en los inferiores se impondrá la misma exigencia: para ser ciudadano es preciso trabajar. Ni el gobierno (luego de la reforma de 1996 en el campo de la asistencia social) ni la familia (con escasas licencias pagas por maternidad y paternidad, pocos empleos buenos de medio tiempo o compartidos y la mayoría de las madres en el trabajo) sostendrán a las personas que “ sólo” brindan cuidados. En últim a instancia, el trabajo es una parte im portante de la vida humana. Thorstein Veblen alguna vez escribió poéticamente sobre el “ ins­ tinto artesano”, el am or al oficio que m ejora nuestra experiencia de vivir. Si bien Veblen estaba en lo cierto, dificilm ente haya vislum brado hace cien anos la empresa moderna que toma prestado el sentido cultu­ ral de la familia y la comunidad de familias y comunidades “ reales” a fin de mantener a sus trabajadores en la oficina. Como consecuencia, Veblen no exploro qué podría ocurrir cuando los trabajadores comenzaran a que­ rer hacer lo que la empresa quiere que hagan, y ello implicara permane­ 5 Agradezco a Jim Stockinger por conversar conmigo sobre este punto.

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cer diez horas en la oficina. Necesitamos agregar a la celebración dei trabajo que hace Veblen una noción de equilíbrio entre el trabajo y la vida, y tener en cuenta que ese equilíbrio no debe producirse sólo entre una y otra parte dei día de una persona, sino también entre uno y otro âmbito social. Todos los modelos de vida laborai y familiar parecen estar en alguna etapa dei plan de vuelo dei capitalismo tardio, pues la competência capi­ talista no se lim ita a la mera expansión global dei m ercado, sino que también incluye las geografias locales de la emoción. El desafio, tal como lo veo, radica en com prender los estrechos vínculos que unen las ten­ dências económicas, las geografias emocionales y los bolsones de resis­ tência cultural: porque es en esos bolsones donde podemos buscar las respuestas “modernas-cálidas”.

16 La cultura de la política* Los idéales de cuidado: tradicional\ posmoderno, m oderno-frio y m oderno-cálido

Hay una imagen clásica entre las que simbolizan el cuidado en el mundo occidental moderno: el retrato de una madre con su hijo en brazos. La madre que aparece allí suele estar en su casa sentada en un sillón, o en un escenario de ensueno, como un jardín. Impresa a menudo en anticuadas tarjetas de cumpleanos y en los anúncios publicitários de lana que aparecen en revistas para mujeres, la imagen es una version secular y de clase media de la Madona con su Hijo. Quien brinda cuidado en ella no es un hom bre, sino una mujer. No está en un lugar público, sino en su casa. Además, el cuidado que se retrata parece un acto natural, que no requiere esfuerzo. La mujer está sentada, quiescente, no parada ni en movimiento (posiciones asociadas con el “ trabajo” ). Parece disfrutar del cuidado que brinda a su hijo, y el rostro dei hijo a menudo sugiere que la madre es buena en la tarea de cuidarlo. De este modo, la imagen dei cuidado se vincula con cosas femeninas, privadas y naturales que funcionan bien, a la vez que evoca un determinado ideal. Inspirada en la vida de salón decimonónica de la clase media alta, dicha imagen ha adquirido un amplio uso comercial. Los publicistas corporati­ vos suelen yuxtaponer la imagen de madre e hijo a diversos productos, como seguros de salud, servicios telefónicos, curitas, panales, talco y una amplia variedad de alimentos.1 Nuestra constante exposición a la imagen * Este capítulo se publico por primera vez en Social Politics: International Studies in Gender, State, and Society, 2, N° 3, otono de 1995, pp. 331-346, y se reproduce con permiso de Oxford University Press. Agradezco mucho a Adam Hochschild, Ann Swidler y Sonya Michel por sus útiles comentários, y a Laurie Schaffner por su excelente asistencia en la investigación. Además, la idea de la necesidad creciente y la oferta decreciente de cuidado se desarrolló en el marco de una conversación con Trudie Knijn. 1 A veces ello se hace mediante la aplicación directa de la misma imagen a un nuevo contexto, y a veces representando su imagen en negativo. Por ejemplo, los

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comercial de la madre nos coloca a corta distancia de ella. Paralelamente, el término “cuidar” sufre en los Estados Unidos un uso comercial excesivo, que lo asocia con el jugo de naranja, la leche, la pizza congelada y los hornos de microondas. Por consiguiente, tanto la imagen dei cuidado como la palabra que lo designa han llegado a identificarse con lo femenino, natu­ ral y privado, a la vez que denotan una emocionalidad vacía, sosa, insulsa, e incluso excesivamente sentimental. En la pequena pero creciente literatura feminista sobre el cuidado, los académicos han comenzado a cuestionar el silencio que sobre la cuestión practica gran parte de la teoria social convencional. Autoras como Trudy Knijn, Clare Ungerson, Kari Waerness y Joan Tronto senalan que el cuidado ocupa un lugar más central en la vida de las mujeres que en la de los hombres, dado que suelen ser las mujeres quienes cuidan a los ninos, a los enfermos y a los ancianos. En tanto que los primeros escritos aca­ démicos feministas hicieron hincapié en la explotación que caracterizaba a los roles femeninos tradicionales, los trabajos feministas más recientes, tal como lo expresa Kari Waerness, “ reflejan un esfuerzo por redefinir los fundamentos de la teoria feminista”. La búsqueda de nuevos “ temas culturales” coincide con un dilema con el que deben lidiar muchas muje­ res modernas. Según senala Waerness (1987: 229,208), “ las mujeres [... ] se enfrentan a la tarea de cuidar a los ninos, a los enfermos, a los inváli­ dos y a los ancianos en la esfera privada, a la vez que intentan acrecentar el control sobre su propia vida y lograr una mayor medida de indepen­ dência económica”.2 Sin embargo, el problema en cuestión dista de concernir sólo a las muje­ res. En épocas recientes, en los Estados Unidos se expandió la necesidad de cuidado a la vez que se contrajo la oferta de este tipo de servicios, con lo cual se origino un “déficit dei cuidado” tanto en la vida pública como en la vida privada. En la vida pública, el déficit dei cuidado puede verse en las reducciones federales, y a veces también estatales, de los fondos desti­ nados a las madres pobres, a los inválidos, a los enfermos mentales y a los ancianos. En su esfuerzo por reducir el déficit financiero, los legisladores aumentan el “déficit dei cuidado”. El déficit dei cuidado subyace en estado latente a gran parte dei debate político. Quienes participan en el debate, a su vez, se inspiran en imágeorganismos gubernamentales y las organizaciones de voluntários a menudo exhortan a la dadivosidad con los necesitados retratando un nino abandonado y solo en un lugar público, lejos de un regazo acogedor. 2 Véanse también Holter, 1984; Waerness, 1984; Sassoon, 1987; Ungerson, 1990; Knijn, 1994; Tronto, 1993.

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nes que remiten a cuatro modelos de cuidado.3 Estos modelos culturales establecen los términos básicos dei debate político acerca dei trabajo de cuidar, por lo cual merecen un análisis más minucioso. El primero es el modelo tradicional, representado por la imagen de la madre ama de casa. El segundo es el modelo posmoderno, representado por la madre trabajadora que “ lo hace todo” sin ayuda adicional de ningún tipo ni adaptación de su horário laborai. Esta imagen a menudo concuerda con un descenso tácito en los estándares dei cuidado, a la vez que da una apariencia de normalidad a la consecuente precarización. El tercero es el modelo modernofrio, representado por el cuidado impersonal que brindan instituciones tales como las guarderías anuales de doble turno y los hogares geriátricos. El cuarto es el modelo moderno-cálido, en el que las instituciones proporcionan algunos cuidados a ninos y ancianos, en tanto que mujeres y hombres unen equitativamente sus esfuerzos para brindar cuidados en la esfera privada. Cada modelo trae implícita una definición dei cuidado, así como también ideas acerca de quiénes proporcionan cuidados y qué medida de cuidado es “aceptable”

EL D É FIC IT D EL CUID AD O T IE N E DOS C A R A S

En primer lugar, con el término “cuidado” me refiero a un vínculo em o­ cional, usualmente recíproco, entre la persona que brinda el cuidado y la que lo recibe. En el marco de ese vínculo, la persona que brinda el cuidado se siente responsable por el bienestar de otros y lleva a cabo un trabajo men­ tal, emocional y físico a fin de cumplir con esa responsabilidad. Por consiguiente, cuidar a una persona implica interesarse por ella. Aqui centraré la atención en el cuidado de los más pequenos y de los ancianos, tarea que seguimos considerando “cuidado familiar” (véase Abel y Nelson, 1990). En su mayor parte, el cuidado requiere un desempeno tan personal, tan imbuido de sentimientos, que rara vez lo imaginamos como un tra­ bajo. Pero seria ingênuo suponer que se trata de una tarea completamente natural o exenta de esfuerzo. El cuidado resulta de una gran cantidad de pequenos actos sutiles, conscientes o no (véase Ruddick, 1989). Conside­ remos el caso de una mujer anciana que se enferma y cae en el abatimiento. 3 Los cuatro modelos que describo fueron armándose fragmento a fragmento en las entrevistas con parejas que volqué en The second shift (1989). Allí hago hincapié en el dinamismo familiar, mientras que en este ensayo centro la atención en el destino público de los cuatro ideales de cuidado.

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Su hija de mediana edad la visita. Ayuda a la madre a reconocer su enfermedad (“conviene ir al médico” ) y la lleva en auto al consultorio. Le levanta el ânimo con una conversación amena: la alegra. La abraza, le prepara caldo de gallina, descifra los intrincados formulários dei seguro social, paga la consulta con el médico, habla con él y se ofrece a cuidar a su madre a largo plazo en la casa; en resumen, pone en práctica algunas de las múltiples formas de prodigar cuidados. Mientras realizamos estos actos, todos los momentos en que intentamos llevar a cabo la tarea con buena predisposición y con los sentimientos apropiados constituyen el trabajo em o­ cional de cuidar (véanse Hochschild, 1983; Smith, 1988a). Por consiguiente, ponemos algo más que naturaleza en el cuidado: ponemos tiempo, senti­ mientos, actos y pensamiento. A medida que ha ido ensanchándose la brecha económica entre los paí­ ses desarrollados y los subdesarrollados (sin considerar los países ricos en petróleo y los de la costa dei Pacífico) a lo largo de los últimos cuarenta anos, la necesidad de cuidado se ha expandido en gran parte dei mundo en desarrollo, especialmente en África y en algunas partes de América dei Sur. En este ensayo me centraré en los Estados Unidos, un país que se ha enrique­ cido relativamente durante dicho período. Aun cuando haya aumentado la riqueza, dentro de este “núcleo” dei capitalismo se ha ensanchado la bre­ cha entre las clases sociales y también parece haberse erosionado el cui­ dado de muchas personas dependientes. Una investigación más exhaustiva podría sacar a la luz paralelismos aproximados entre el caso estadounidense y la situación de los países de Europa Occidental, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Japón.4 Quizás estos modelos nos permitan percibir la entretela cultural, a menudo oculta, que subyace a las políticas dei cuidado en los Estados Unidos y en el resto dei mundo desarrollado. Con la excepción dei Japón, en esos otros países desarrollados parecen prevalecer condiciones similares: una fuga dei capital hacia las reservas de mano de obra barata que proporciona el mundo en desarrollo, la desaparición de empleos industriales bien pagos y el aumento de empleos mal pagos en el área de servicios, el debilitamiento de los sindicatos y la afluência de trabajadores inmigrantes, todo lo cual impuso restricciones al obrero medio. Además, la recesión 4 En el mundo en desarrollo, la crisis originada por las deudas a partir de la década de 1970, el creciente costo de las importaciones y el decreciente valor de las exportaciones, sumados a los problemas duraderos dei subdesarrollo, han perjudicado a poblaciones enteras; sin embargo, la mayor parte de los danos se traslada hacia abajo, hacia los segmentos más vulnerables: inmigrantes, refugiados y particularmente mujeres y ninos, entre quienes se han elevado los índices de enfermedad y muerte (Vickers, 1991).

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económica de la década de 1980 y la reducción de costos ocasionada por la competência global que tuvo lugar en los anos 1990 han conducido a un estancamiento de la clase media y al deterioro de las clases más pobres. A medida que se profundiza la division entre las clases sociales, se producen câmbios en la estructura dei trabajo y la familia. A lo largo de los últimos cuarenta anos han caído los índices de nacimientos, con lo cual se redujo la demanda dei cuidado de ninos. En los Estados Unidos, Canadá, el Japón y los Países Bajos, el promedio de ninos nacidos de cada mujer ascendia a poco más de 3,0 en 1951, y hacia 1988 había descendido a menos de i,9.5 Al mismo tiempo, se elevó la proporción de ancianos, con lo que se incremento la necesidad de atención y cuidados para personas mayores.6 Entre 1950 y 1990, la proporción de personas mayores (de 65 en adelante) en la población estadounidense creció dei 8 al 12 por ciento. En la mayor parte dei mundo más industrializado también ha ascen­ dido el índice de divorcios, y con él ha aumentado la importância de la fami­ lia monoparental. La mitad de los matrimónios estadounidenses terminan en divorcio.7 Si bien solemos imaginar a la madre o al padre sin pareja en una fase temporária que precede a las segundas núpcias, una tercera parte de las madres solas nunca se casa de nuevo, y de los dos tercios que contraen un segundo matrimonio vuelve a divorciarse más de la mitad. Así, el índice de divorcios ha incrementado la cantidad de famílias monoparentales de modo tal que en el ano 2000 el 18 por ciento de los hijos menores de 18 anos vivían con su madre, y el 4 por ciento, con su padre.8Dado que el índice de segundas núpcias es más bajo entre las mujeres que entre los hombres (porque los hombres suelen casarse otra vez con mujeres más jóvenes), y 5 En Alemania, el cambio que se produjo durante el mencionado período fue menor (dei 2,1 al 1,4), como ocurrió en Francia, Inglaterra, Italia y Dinamarca. 6 La proporción de personas mayores ha crecido en la mayor parte de Europa. En Suécia, las personas mayores de 65 anos ascendían al 10 por ciento en 1950 y al 18 por ciento en 1990. En Canadá y en los Estados Unidos, el aumento fue más pequeno (dei 8 por ciento a aproximadamente el 12 por ciento). La mayoría de los otros países experimento índices de aumento entre ambos extremos. En cierta medida, el índice decreciente de chicos que necesitaban cuidados fue reemplazado por un número creciente de personas mayores que requerían ese servicio. 7 En Europa occidental, la proporción correspondiente es de aproximadamente un divorcio por cada tres o cuatro matrimónios. Los índices de divorcio han sido historicamente bajos en el Japón, pero comenzaron a aumentar a partir de los anos sesenta. Las estadísticas de divorcio también subestiman la realidad social de la disolución, dado que no se cuentan las separaciones y las rupturas de parejas convivientes. 8 Hoja informativa dei Centro de Prioridades Presupuestarias y Normativas, 15 de junio de 2001 < http://www.cbpp.org/6-15-01wel2.htm>.

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dado que es altamente probable que las mujeres divorciadas obtengan la tenencia de sus hijos, la mayoría de las familias monoparentales están encabezadas por una mujer. Los hombres divorciados se ocupan mucho menos de sus hijos que los hombres casados, mientras que las mujeres divorcia­ das lo hacen mucho más. Sin embargo, como la mayoría de las mujeres divorciadas trabajan fuera de la casa, el ascendente índice de divorcios crea la necesidad de planificar de otra manera el cuidado de los hijos. Además, en todo el mundo desarrollado -con la excepción dei Japón- se ha incrementado la proporción de mujeres solteras que dan a luz. En los Esta­ dos Unidos, el índice de dichos nacimientos se incremento dei 5 por ciento en 1960 al 23 por ciento en 1986 y al 33 por ciento en 2000 (véase Sorrentino, 1990: 44) .9 La mayoría de las madres solteras cohabita con el padre de sus hijos, pero el índice de ruptura entre parejas de convivientes es más alto que el correspondiente a parejas casadas.10 Com o consecuencia, muchos ninos reciben la mayor parte de sus cuidados en un hogar monoparental. La creciente fragilidad de los vínculos entre mujeres y hombres también ha debilitado los vínculos entre los hombres y sus hijos. Luego dei divor­ cio, además de ausentarse fisicamente dei hogar, los padres reducen el con­ tacto con sus hijos y a medida que pasa el tiempo les van dando menos dinero (véanse Arendell, 1986; Weitzman, 1985). Un estúdio nacional indico que la mitad de los padres estadounidenses divorciados desde hacía tres anos no habían visitado a sus hijos durante todo el ano anterior, es decir, no habían puesto en práctica la forma más básica dei cuidado (véanse Furstenburg y Cherlin, 1991; Wallerstein y Blakeslee, 1989). Un ano más tarde, la mitad de los padres divorciados no pagaba la cuota de manutención, y la mayoría de los demás la pagaba de manera irregular o aportaba menos de lo que había asignado la justicia (Arendell, 1986). Los ricos eran tan pro­ pensos a la negligencia como los pobres. Así, si se toman en conjunto las tendências más recientes que incidieron en la estructura de clases, ciertos câmbios demográficos y la decadência de la familia, estos factores han modi­ ficado la población que necesita cuidados, han reducido de manera drás­ tica los respaldos sociales en el frente hogareno y han traspasado de los hom­ bres a las mujeres una gran parte de la carga que implica prodigar cuidados. 9 En este período, el índice en Suécia subió de 11 por ciento a 48 por ciento. En los Países Bajos, el incremento fue sólo dei 1 por ciento al 9 por ciento, con Italia y Alemania ubicadas en este intervalo de valores más modestos. Los índices más altos de la actualidad se registran en los Estados Unidos, Dinamarca, Suécia, Francia y el Reino Unido. 10 En Suécia, el 28 por ciento de los chicos que viven con su madre divorciada no tuvo contacto con su padre luego dei divorcio.

LA C U L T U R A DE LA P O L Í T I C A

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E L D É FIC IT D EL CUID AD O : L A C U E ST IÓ N D E L A OFERTA

Entretanto, a medida que la necesidad de contar con servicios públicos crece, los votantes estadounidenses se vuelven cada vez más partidários de que el gobierno reduzca su oferta de cuidados,

y

muchos abogan por

que la asediada familia constituya la fuente principal dei cuidado: recurren a la imagen de la Madona y su Hijo. A pesar de los signos de suffimiento y

mengua dei bienestar que manifiesta la creciente cantidad de ninos pobres

(disminución dei rendimiento académico e índices elevados de abuso de sustancias, depresión e incluso suicidio adolescente), gran parte de la clase media estadounidense responde con “ fatiga de la solidaridad”, pues algunos de sus hijos también están en problemas. En tanto que la cantidad de personas indigentes mentó durante las presidências de Ronald Reagan

y

y

sin techo se incre-

de George W. Bush,

los servicios gubernamentales comenzaron a sufrir reducciones. Ambos presidentes intentaron salvar la brecha abierta entre la demanda y la oferta de cuidados mediante una estratégia cultural: privatizar nuestra idea dei cuidado. El presidente Bush recortó el presupuesto nacional para come­ dores escolares y la Asistencia a Famílias con Hijos Dependientes (Aid to Families with Dependent Children, a f d c ), y a cambio instó a las mujeres a seguir voluntariamente el ejemplo de su esposa Barbara, que no trabajaba fuera del hogar. De este modo, Bush proyectó una version colectiva -aunque privada- de la madre y el hijo como supuesta solución al creciente conjunto de males sociales. Bajo la administración democrata del presidente Bill Clinton, la “ fatiga de la solidaridad” manifestada por la clase media persistió y aumento. Por ejemplo, la ley de Responsabilidad Personal, introducida en enero de 1995 y aprobada en 1996, propugnaba recortes permanentes en la asistencia social a madres solteras menores de 18 anos, a todos aquellos que hubieran recibido asistencia durante sesenta meses o a cualquiera que tuviese un hijo mientras permanecia en el régimen de asistencia. En 2002, bajo la presi­ dência de George W. Bush, la ley comenzó a exigir que los padres y las madres que encabezan hogares monoparentales y se encuentran bajo el régimen de asistencia lleven a cabo “actividades constructivas” durante cuarenta horas a la semana, y el cuidado de sus propios hijos o parientes ancianos no cuenta como una de ellas. El ritmo continúa: obligar a emplearse por un salario a quienes deben ocuparse de otras personas, a la vez que se reducen los servicios públicos de cuidado y asistencia. Si el Estado se rehúsa a crear programas de servicios a fin de brindar una solución pública a las dificultades que jaquean el cuidado de personas depen-

314

I

la

M E R C A N T I L I Z A C I Ó N DE LA V I D A Í N T I M A

dientes, ^puede el sector privado (familiar) llevar a cabo la tarea? Al igual que las mujeres que habitan en la mayor parte del mundo desarrollado, las mujeres estadounidenses han ingresado en el sector del trabajo asalariado en cantidades extraordinarias. El i960, el 28 por ciento de las muje­ res casadas con hijos menores de 18 anos habia ingresado en el âmbito labo­ rai; en 1966 trabajaba el 68 por ciento de esas madres. Hoy en dia trabajan más mujeres con hijos que sin hijos. El 1948, el 11 por ciento de las muje­ res casadas con hijos de 6 anos y menos trabajaba fuera del hogar. En 1991 lo hacia el 60 por ciento. En la actualidad, más de la mitad de las mujeres con hijos de 1 ano y menos forman parte del mercado de trabajo. Las madres que trabajan fuera del hogar también trabajan más horas hoy que hace veinte anos. En La excesiva jornada laborai en Estados Uni­ dos, Juliet Schor (1994) sostiene que los estadounidenses trabajan “ un mes adicional” por ano en comparación con lo que ocurria veinte anos atrás. Toman vacaciones más cortas, tienen menos dias libres remunera­ dos e incluso no remunerados y trabajan durante más horas diarias. De acuerdo con una encuesta nacional realizada en 1992, el trabajador promedio pasa 45 horas semanales en el trabajo, incluidas las horas extra y el tiempo de traslado (véase también Galinsky, Bond y Friedman, 1993). En verdad, la esfera privada a la que recurren los conservadores para brindar una solución al déficit dei cuidado está agobiada por numerosos problemas que requieren ese servicio. Muchos de quienes necesitan cuida­ dos y asistencia se encuentran atrapados entre la sensibilidad endurecida de una clase media de contribuyentes aquejados por la recesión y los recor­ tes gubernamentales, por un lado, y una merma en la cantidad de perso­ nas que pueden brindar ayuda, provocada por la excesiva demanda que suffen las redes de parentesco, por otro lado.

“ í Q U IÉN H A R Á LO Q UE H A C ÍA M A M Á ?”

Las madres que trabajan fuera dei hogar se enfrentan con la desalentadora tarea de equilibrar el trabajo y la vida familiar, a menudo en ausên­ cia de dos recursos: companeros que compartan las tareas domésticas y un lugar de trabajo que offezca horários flexibles a ambos progenitores. Las mujeres que se encuentran en esta situación han quedado atrapadas en lo que he denominado “ punto muerto de una revolución de género”. Se trata de una revolución, porque en dos décadas las mujeres han salido de su casa para ingresar masivamente en el m undo dei trabajo. Está en un punto

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muerto porque las mujeres han experimentado dicho cambio en el marco de una cultura que no ha renovado su noción de virilidad a fin de facili­ tar la participación de los hombres en las tareas hogarenas ni ha reestructurado el âmbito laborai a fin de permitir más control dei trabajo por parte de los trabajadores y una mayor flexibilidad de los horários. Atrapadas en este punto muerto, las mujeres disponen de poco tiempo para cuidar a sus hijos y a sus parientes ancianos, y mucho menos a un vecino enfermo, a un amigo deprimido o a una companera de trabajo que se divor­ cia. Asimismo, pocas encuentran tiempo para hacer trabajo voluntário en un refugio para indigentes. La “oferta” privada con que los conservadores proponen responder a las crecientes necesidades de cuidado está formada en gran medida por mujeres atascadas en este punto muerto de la revolución. Las parejas que describo en The seconâ shift peleaban por determinar quién y en qué medida debía encargarse dei “ cuidado” de la casa y los hijos (Hochschild, 1989).11 El cuidado de la casa constituía un punto de tensión en esos m atrim ônios. Con frecuencia, los integrantes de la pareja discrepaban respecto de cuánto cuidado debía aportar cada uno, cuánto había aportado y con qué predisposición. También solían discrepar res­ pecto de cuánto era necesario hacer en realidad. El marido que compartia plenamente el “ segundo turno” a menudo deseaba que su esposa estuviera más agradecida con él por ser tan servicial, actitud inusual entre los hombres, en especial cuando el mundo exterior no los elogiaba por hacer tareas domésticas. Por otra parte, la esposa que reducía sus horários de tra­ bajo para dedicar más tiempo a las tareas dei hogar deseaba que el marido apreciara su sacrifício laborai. Desde mi punto de vista, los sentimientos heridos que albergaba cada parte por la insuficiente gratitud de la otra se arraigaban en la escasa valorización de las tareas que “ solía hacer m amá” para cuidar a los otros miembros de la familia. De los maridos que entrevisté, uno de cada cinco compartia plenamente el cuidado de los hijos y la casa con su esposa trabajadora. M ás de la mitad dei 80 por ciento de los maridos que no lo hacían -p ero ofrecían “ ayuda” en las tareas domésticas y en el cuidado de los h ijos- sentían que su esposa los presionaba para que contribuyeran más, pero la mayoría se resistia. Algunas madres de clase obrera presionaban a su marido por médios indi­ rectos. Se enfermaban o simulaban ineptitud para pagar cuentas, hacer 11 El estúdio volcado en The second shift se basó en entrevistas exhaustivas con cincuenta y dos parejas (que tenían hijos de 6 anos o menos) y las personas que se encargaban de cuidar a los hijos, todos residentes en la bahía de San Francisco. También observé una docena de familias en su hogar, siguiendo a los trabajadores de casa al trabajo y dei trabajo a casa.

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compras e incluso cocinar y coser, porque -tal como me dijo una de ellas con un guino- “ mi marido lo hace mucho m ejor”. Otras mujeres trabajadoras utilizaban médios directos: confrontaciones drásticas o discusiones serias. Frente a la intransigência dei marido, algunas esposas montaban “ enfrentamientos por falta de colaboración”. Hacían “ huelga” : se negaban a cocinar o dejaban que se apilara la ropa sucia. Una madre llegó a permitir que su hijo esperara ser recogido en la escuela aunque sabia que su marido había olvidado que debía hacerlo él. Algunas comenzaron a cobrar a su marido por cada hora de tareas domés­ ticas que superaba su correspondiente mitad. Apelando a estos recursos, la esposa trataba de obligar a su marido a hacer más, pero a menudo ff acasaba en el intento. Ninguno de los cónyuges podia permitirse el “ lujo” emocional de tener un matrimonio exento de peleas en torno de las tareas relacionadas con el cuidado de la casa o de los miembros dependientes de la familia. En ausência de câmbios más amplios en la cultura de la virilidad y en el lugar de trabajo, las parejas de doble ingreso padecían una versión micro dei déficit que afectaba al âmbito dei cuidado. En m i opinión, el desafio que se cierne ante nosotros consiste en incre­ mentar la oferta de cuidados sin renunciar a las victorias laborales femeninas que tanto costó conseguir. Pero a fin de perseguir esta meta necesitamos tom ar conciencia de las imágenes dei cuidado que compiten en nuestra cultura, pues la batalla se ganará con la fuerza persuasiva de esas imágenes. Las parejas que estudié parecían inspirarse en cuatro imágenes diferentes dei cuidado, que presento aqui como “tipos puros”, aunque las ideas de cualquier persona suelen combinar aspectos de vários. Estos m o­ delos también aparecen en el discurso público sobre las políticas sociales, con lo cual proporcionan una herramienta para decodificarlo. Cada modelo -e l tradicional, el posmoderno, el moderno-ff ío y el modemo-cálido- constituye una respuesta al déficit que jaquea el âmbito dei cuidado. Cada uno de ellos plantea cuestiones diferentes y otorga un valor distinto a la tarea de cuidar. Cada uno de ellos también compite con los demás para ganar un espacio cultural en el discurso, tanto privado como público. La solución tradicional consiste en replegar a las mujeres a la casa, donde brindan cuidados no remunerados. El discurso tradicional se centra en el tema de los lugares donde las mujeres deberían o no deberían estar, y a menudo presenta el oficio de cuidar como parte inherente dei rol femenino. En efecto, esta “ solución” aboga básicamente por la reversión total de la industrialización y llama a revocar la liberación de las mujeres. Como los hombres están muy lejos de la esfera dei cuidado y el cuidado se repliega a un âmbito devaluado y premonetario, las amas de casa devienen una

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“colonia” en el marco de im Estado moderno aun más masculino, que tiene el poder de imponer su hegemonia cultural.12 Para los hombres, este modelo es ventajoso y desventajoso a la vez. Es ventajoso porque las mujeres se encargan dei trabajo de cuidar, y el cuidado se “ personaliza”. Es desventajoso porque existen poderosas tendências a largo plazo que se mueven en la dirección contraria, y es probable que la mayoría de las mujeres opongan resistência. A medida que la economia crece y las familias se achican, más mujeres quieren trabajar fuera de la casa: necesitan el dinero, desean la seguridad, el desafio y la comunidad y aspiran a la identidad que proporciona un trabajo. Para las mujeres, la pregunta es: “ ,5realmente quiero ser ama de casa?”. E incluso si así lo desean, en una era en que la mitad de los matrimônios termina en divorcio, la siguiente pregunta es: “ ^me atrevo a pensar que lo seré durante toda mi vida?” En contraste con la tradicional, la solución posmoderna consiste en libe­ ram os de la imagen de la madre y el hijo, reemplazarla con nada y afir­ m ar que todos son felices igual. En este escenario dejamos los problemas tal como están, con mujeres que trabajan y hombres que hacen poco en el hogar. Legitimamos el déficit dei cuidado reduciendo nuestra noción de lo que “realmente necesitan” los ninos, las esposas, los maridos y los padres ancianos para estar m uy bien. En efecto, las expresiones “estar bien” y “ ser feliz” pasan de moda, y se reemplazan por nociones más delgadas y restrictivas dei bienestar humano, implícitas en las expresiones “ dar resul­ tado”, “ sobrellevar” y “ sobrevivir”. La psicologia popular y los libros de autoayuda suelen exaltar una vida para las mujeres que está relativamente exenta de la carga que implica brindar cuidados. La cultura ha producido nuevas imágenes para la infancia y la vejez que se ajustan a este cuadro. Ha emergido un lenguaje orwelliano de “superchico” que apunta a normalizar lo que en un pasado reciente se calificaba de negli­ gencia. En un artículo dei New York Times (1985) sobre nuevos programas para los ninos que tienen la llave de su casa porque están solos cuando llegan dei colégio se cita a un profesional dei cuidado infantil que argumenta en favor de usar la expresión “ ninos en autocuidado” en lugar de “ ninos con llave”.* Esta última fiie acunada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando 12 En algunos países europeos, como los Países Bajos, la mano de obra inmigrante puede inhibir la plena participación de las mujeres europeas en la economia, en parte predisponiendo a la sociedad a adoptar una solución tradicional o cuasitradicional (Knijn, 1994). * El término acunado durante la Segunda Guerra Mundial es latchkey children y el propuesto por el profesional es children in self-care. Traducimos lo más I literalmente posible. [N. de la T.] f

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muchos ninos cuyas madres trabajaban en industrias militares regresaban solos a su casa con la Have colgando del cuello. La expresión “ninos en auto­ cuidado” sugiere que los ninos están cuidados, pero que se cuidan a sí mismos (Hochschild, 1989: 231). El conocido film M i pobre angelito* retrata a un nino de aproximadamente 8 anos que queda accidentalmente solo en la casa cuando sus padres se van de vacaciones a Francia con la familia. El nino rompe la alcancía de su hermano para comprar pizza congelada, y se defiende de unos ladrones hasta triunfar alegremente y sin ayuda de nadie. El libro de autoayuda Teaching your child to be home alone, de los psicoterapeutas Earl A. Grollm an y G erri L. Sweder (19 8 9 :14), incluye el siguiente mensaje para los ninos: El final del día suele ser un momento difícil para los adultos. Es natu­ ral que a veces estén cansados o irritables [...]. Antes de que tus padres lleguen a la guardería, comienza a aprontarte y prepárate para despedirte de tus amigos para que el momento en que pasan a buscarte sea más fácil para todos. Además, los psicoterapeutas aconsejan a los ninos con gran severidad: “ No vayas temprano a la escuela por la sola razón de que no te gusta quedarte solo en casa. Los maestros están ocupados preparándose para el día y no tienen la obligación de cuidar a los ninos hasta el comienzo oficial del horario escolar” (ibid.: 4). En otro folleto dirigido a los padres que dejan a sus hijos “en autocuidado”, la organización sin fines de lucro Instrucciones para el Trabajo y la Familia presenta un “contrato” modelo que debe ser firmado por los padres y el hijo -sem ejante a un documento legal, pero con marco de puntillas-, donde se estipulan las condiciones dei “autocuidado” A los ancianos también se los retrata cada vez más como personas “con­ tentas con su independencia”. Un anuncio publicitário de la television estadounidense mostraba que los ancianos pueden vivir “ felizmente” solos, en companía de un aparato electrónico portátil que les permite pedir un servicio de ambulancia en caso de sufrir un ataque cardíaco o ima caída. Al igual que la expresión “ninos en autocuidado”, la imagen dei anciano que vive “ feliz” solo puede funcionar como un disfraz para el estoicismo posmoderno. Escasas de tiempo, las parejas de doble ingreso que estudié ponían en tela de juicio la necesidad de diversos tipos de cuidado. Un marido dijo que “en realidad no necesitamos una comida caliente por la noche porque comemos bien al mediodía”. Una madre cuestionó la importância de incluir * El título original de la película es Home alone; literalmente, “En casa solo”. [N. de la T.]

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verduras en la comida si a su hijo no le gustaban. Otra llegó a objetar la necesidad de que el hijo se banara todos los dias o llevara ropa limpia: “ Le encantan sus pantalones marrones; ^por qué voy a impedirle que los use durante toda la semana?” Junto con revisiones comprensibles de ideas anticuadas en relación con “ la m anera correcta de cuidar” esta línea de pensamiento también puede conducir a la minimización de las necesidades emocionales que tienen los ninos. El padre de un bebé de 3 meses que pasaba nueve horas diarias en una guardería dijo de su hijo: “ Quiero que sea independiente”. En el modelo posmoderno, tales reducciones no escandalizan a nadie. Algunas iniciativas dei sector público también se corresponden con el modelo posmoderno. Muchos hospitales han adoptado prácticas posmodernas; por ejemplo, la de enviar a las madres a su casa el día siguiente dei parto o dar de alta a pacientes poco después de una intervención quirúrgica seria. Con gran avidez por reducir costos, muchos seguros de salud cubren psicoterapias de diez sesiones en lugar dei período más prolongado que requerirían los tratamientos para dar resultados verdaderamente eficaces. Por encima de todo, la expresión más acabada dei modelo posmoderno reside en el hecho de que el gobierno estadounidense no haya creado una política familiar que proteja a los ninos y respalde a las mujeres. Temerosos de que los tradicionalistas exploten el malestar de la gente con el propósito de mandar a las mujeres de vuelta al hogar, algunos auto­ res esgrimen argumentos parciales: “ Deje de sentir que se ha producido una pérdida. No sienta nostalgia por los hogares intactos de los anos cincuenta. Nunca logrará recuperarlos y, de todos modos, aquellos hogares no eran mejores” (véanse Coontz, 1992; Stacey, 1990). Esta crítica de la nos­ talgia se confunde -sin ninguna necesidad, creo- con el mensaje posm o­ derno implícito: “ ^Cuidados? No los necesitamos tanto”. La ventaja de la solución posmoderna estriba en que su implementación resulta verdaderamente fácil. No tenemos más que continuar con la vida tal cual suele presentarse, hacer de la actual necesidad una virtud y decir “estoy bien, no necesito que me cuiden”, o “están bien, no necesitan cuidados”. La desventaja fundamental, claro está, consiste en que seguimos necesitando cuidados a pesar de la extraordinária variedad de nociones culturales en relación con las “ necesidades”, y reprimir el deseo de cuidar o de ser cuidado requiere un vigoroso esfuerzo emocional. El modelo posmoderno minimiza el valor dei cuidado porque la vida que hacemos en su marco nos ensena a reprimir la propia necesidad de cuidados, con lo cual desaparece el problema de hacer visible esa necesi­ dad. Pero hay necesidades que resultan imposibles de suprimir, y quienes deben ocuparse de ellas se resienten por la invisibilidad de su tarea. El con­

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texto social -e l déficit dei cuidado- se transforma culturalmente en una cuestión psicológica:

Puedo manejar mis necesidades emocionales para ajus-

tarme a las normas minimalistas dei cuidado?” La solución moderna-ffía consiste en institucionalizar todas las formas dei cuidado humano. Determinar cuántas horas diarias ha de permanecer un nino en la guardería o cuánto tiempo de su vida ha de permanecer un anciano al cuidado de ima mstitución es una cuestión de grado, pero la posición moderna-fria exige el máximo de horas y de control institucional. Se basa en la premisa de que es posible obtener la mayor parte dei cuidado necesario fuera de la familia. Todo debe organizarse para que las familias estén en condiciones de hacer menos, no para que tengan la posibilidad de hacer más. Un ejemplo es el modelo soviético, con guarderías infantiles donde los chicos pueden permanecer de 7:00 de la manana a 7:00 de la tarde e instalaciones alternativas donde también pueden quedarse a dormir durante toda la semana. El debate público que refleja esta posición a menudo se aboca a determinar qué médios son los más “prácticos, eficientes y racionales” para brindar cuidados, dadas las incuestionables necesidades de la vida moderna. Entre los defensores dei ideal moderno-frio se cuentan las corporaciones que apuntan a minimizar las cargas familiares de los empleados a fin de m aximizar su devoción por el trabajo. Algunas empresas estadounidenses han expandido las horas de guardería infantil para que los “trabajadores de fin de semana” puedan dejar a sus hijos allí. También cuentan con programas infantiles de verano, de modo tal que los padres tienen la posibilidad de mandar a sus hijos a la guardería durante todo el ano. Si bien los horários tan prolongados siguen siendo poco comunes para los ninos muy pequenos, algunos empleados -e n especial los agobiados profesionales y gerentes, que ahora “trabajan temerosos” ante la amenaza de un des­ pid o - sienten la tentación de recurrir a las soluciones modernas-frias. De acuerdo con el escenario moderno-frio, una parte cada vez más grande de la vida -d e hombres y mujeres por igual- transcurre en el marco de la economia basada en el dinero, con guarderías infantiles yhogares de andanos, clínicas-guarderías donde los chicos enfermos pueden quedarse mientras sus padres trabajan y organizaciones como “ Meais on Wheels” [“ Com i­ das sobre ruedas” ], que llevan comida a domicilio para ancianos e inválidos. Estos programas se encargan de brindar cuidados que antes estaban en manos de la familia. En contraste con la solución posmoderna, aqui se nos invita a pensar que los seres humanos necesitan cuidados. Pero en con­ traste con la solución tradicional, el cuidado proviene de instituciones ajenas a la familia. No hay una “colonia dei cuidado” que atrape a las muje­ res en la casa. Los hombres y las mujeres no se pelean por determinar quién

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cuida a los ninos o hace más tareas relacionadas con el cuidado en gene­ ral. Aqui, el punto de tensión se ubica entre quienes prodigan cuidados y quienes podrían hacerlo. La pregunta básica para los padres que llevan a sus hijos a una guardería o la gente de mediana edad que interna a sus padres ancianos en un hogar geriátrico es la siguiente: ^en qué medida es personal o genuino el cuidado que ofrecen las instituciones? Hay un cuarto modelo de cuidado: el moderno-cálido. Es moderno por­ que las instituciones públicas participan en la solución y es cálido porque no delegamos en ellas toda la tarea de cuidar. También es igualitário, por­ que hombres y mujeres comparten lo que no delegan. En contraste con el modelo posmoderno, las nociones de necesidad no se reducen ni se niegan, con lo que el cuidado se reconoce como un trabajo importante. En contraste con la solución moderna-fría, el modelo moderno-cálido insta a satisfacer esas necesidades, en parte personalmente. De los cuatro modelos, el tradicional se vuelve hacia el pasado, los dos “ modernos” miran hacia el futuro, y el posmoderno hace dei “aguante” una virtud en la dolorosa transición entre el pasado y el futuro. De los cuatro, sólo el ideal moderno-cálido combina características de la sociedad que son cálidas y modernas a la vez. Lo hace abogando por câmbios básicos tanto en la cultura masculina como en la estructura laborai. Así, el modelo moderno-cálido llama a luchar en tres terrenos: la participación de los hombres en las tareas domésticas, la flexibilización de los horários laborales y la valoración dei cuidado. Si bien las feministas no están menos con­ fundidas que los demás en su pensamiento sobre el cuidado, probablemente la mayoría defienda el ideal moderno-cálido, por m uy difícil que resulte hacerlo realidad. Las naciones, al igual que los individuos, adoptan modelos culturales de cuidado. Enfrentadas a un similar déficit dei cuidado, las naciones desarrolladas han respondido de maneras m uy diferentes. Suiza y Portugal se han inclinado más por el modelo tradicional; los Estados Unidos se encaminan a paso seguro hacia una síntesis entre el modelo posmoderno y el moderno-ffío, en tanto que Noruega, Suécia y Dinamarca siguen liderando al mundo en la tarea de establecer el modelo moderno-cálido (Moen, 1989). ^Cuáles son los factores que predisponen a una sociedad a inclinarse por el modelo moderno-cálido dei cuidado? Hay tres que son fundamentales. En primer lugar, una economia que dependa dei trabajo femenino: la fuerza económica de las industrias en que predominan los hombres y las fuentes alternativas de mano de obra barata en las industrias en que predominan las mujeres hacen que la sociedad se incline por mantener a las mujeres ricas en el hogar, y vuelve esta “ alternativa” socialmente deseable para las

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mujeres. En segundo lugar, se necesita una cultura pública dei cuidado: si bien las culturas de extremo individualismo (como la estadounidense) pueden legitimar los derechos individuales, entre los que se incluye el derecho al cuidado, desalientan los esfuerzos colectivos que contribuyen a pro­ porcionados. Además, cuanto más se fortalezcan y m ejor se coordinen los “grupos de interés” dei modelo moderno-cálido, más posibilidades de imponerse tendrá este modelo. Dichos grupos de interés incluyen a todos los trabajadores dei cuidado, reciban o no remuneración. Tanto en el modelo moderno-frío como en el moderno-cálido, la transferencia de la tarea de cuidar desde el hogar hacia la esfera pública se considera positiva (los modelos sólo difieren en cuanto a la cantidad que se transfiere). Y ambos modelos modernos propugnan un estatus más elevado para las personas que brindan cuidados en la esfera pública. Si los trabajadores de las guarderías infantiles o los hogares geriá­ tricos han de elevar el valor de su trabajo, deben “profesionalizarse” más (Wilensky, 1964). A fin de lograrlo, necesitan grupos ocupacionales bien orga­ nizados que controlen su acreditación, monitoreen los ingresos y egresos de profesionales y presionen para obtener la implementación de otras medi­ das que incrementen el reconocimiento público de su trabajo emocional. Los defensores dei modelo moderno-cálido tienen aun otra tarea por delante: la de incrementar el valor dei cuidado en el âmbito privado (Abel y Nelson, 1990; Sidel, 1990). A medida que se debilita el sistema de paren­ tesco decae el apoyo informal a las personas que se encargan de brindar cuidados. ^Quién agradece a una madre que cria sola a sus hijos por el trabajo que hace en la casa? ^Quién respalda a un padre soltero o casado nuevamente por permanecer en contacto con sus hijos? ^Obtienen reco­ nocimiento las madrastras y los padrastros por cuidar bien a los hijastros o ex hijastros? Estas cuestiones son inmensamente importantes para el modelo moderno-cálido. En última instancia, cada ideal de cuidado supone una noción diferente de la persona que brinda cuidados, y en consecuencia implica un “efecto de goteo” diferente para quien los recibe. Cuanto más desvalido está un nino y cuanto más débiles se sienten los padres ancianos, más vivamente perciben su condición de “carga”. La política cultural dei cuidado afecta principalmente a quienes lo reciben. Por consiguiente, se trata de una política en bene­ ficio de los más necesitados. Huelga decir que también está en juego el valor que se atribuye a la equidad de género. En una sociedad moderna-cálida, el gobierno no endosaría un cúmulo de problemas sociales a las amas de casa, porque eso no es justo, y los hombres compartirían el cuidado de los ninos y los ancianos, no sólo porque es justo sino también porque es importante.

Quinta parte Personalmente hablando...

17 En el reloj de las carreras laborales masculinas*

Hace algunos anos me hicieron un comentário casual que no ha dejado de dar vueltas en mi cabeza. Hablaba con una conocida durante el almuerzo y, como suele ocurrir entre mujeres académicas, poco antes de despedirnos salió el tema de las dificultades que implica combinar la docência de tiempo completo con la familia (“ ^cómo te las arreglas?” ), y ser una mujer en un mundo de hombres (“ ^cómo te sientes?” ). M i conocida era una de las dos únicas mujeres en un departamento de cincuenta y cinco miembros, una situación tan común en 1973 que no temo poner en riesgo su anonimato. Como al pasar, me dijo lo siguiente: “ El otro día, m i marido llevó a nuestro hijo a la pileta de natación de la universidad y le dio mucha vergüenza ser el único hom bre entre las esposas de los profesores que habían llevado a sus hijos”. Guando pasamos al tema de nuestro trabajo, mi conocida agrego: “Ayer estuve en una reunión de departamento y siempre me cohíbo un poco, ^sabes? No es que los demás no sean am igables... Es sólo que me da la sensación de que no encajo”. Se sentia incómoda en un mundo de hombres, y a su marido le daba vergüenza estar en un mundo de mujeres. Desde entonces no he dejado de pensar en el doble mundo de piscinas y reuniones de departamento, y en la vergüenza de él y la incomodidad de ella.

* Este ensayo salió de mi máquina de escribir en ima atmosfera de gran secreto. Se publico en 1975, pero no dije una palabra sobre el tema en mi departamento. Por triste que resulte constatado, creo que la historia que en él se relata sigue siendo tan pertinente hoy en día como lo era cuando lo escribí. El ensayo se publico por primera vez en Florence Howe (ed.), Women and the power to change, Nueva Cork, Mc-Graw-Hill, 1975, y una version actualizada apareció en Kathryn Meadow Orlans y Ruth Wallace (eds.), Gender and the academia experience: Berkeley women sociologists, Lincoln, University o f Nebraska Press, pp. 125-139, de donde se reproduce con permiso de la editorial.

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Recordé vívidamente esta conversación cuando me reuní con la Comisión sobre el Estatus de las Mujeres, una comisión de rectorado que se había formado en 1972 en la Universidad de Berkeley. La reunión se celebró en el Club de Hombres dei Profesorado, un lugar de paredes oscuras ador­ nadas con retratos de hombres académicos, donde había camareras que nos servían café y retiraban la vajilla. Hablamos sobre la discriminación y el plan afirmativo de acción, delineado en un documento reticente y ambiguo. Allí se decía -p ara citar el recargado lenguaje-“que es deseable remo­ ver los obstáculos a fin de que las capacidades puedan desempenar los roles ocupacionales apropiados”. El bienintencionado biólogo que formaba parte de la comisión se disculpaba en nombre de su departamento; el ingeniero decía una y otra vez que “ tenían grandes dificultades para encontrar” una m ujer y un afroamericano, y otro profesor nos recordaba que la situación mejoraba cada vez más. Pero recuerdo haber sentido algo que muchos de nosotros probablemente percibía y callaba: tuve la sensación de que cortábamos deli­ cadamente en minúsculos bocaditos un problema de enorme complejidad para que pudiera digerirlo la gigante burocracia; la realidad era abrumadora: un mundo de hijos, mujeres y piletas de natación por un lado, y hom­ bres, departamentos y reuniones de comisión por el otro; un mundo de hombres que se avergonzaban y de mujeres que se sentían incómodas. Yo me preguntaba si esos m undos dobles podrían comenzar a fusionarse gracias a algún aspecto de nuestro plan afirmativo y otros similares que se ponían en práctica en todo el país. Lo que dichos planes pasan por alto es el hecho de que la carrera académica existente subcontrata el trabajo de las familias: un trabajo que llevan a cabo las mujeres. Si no se m odifica la estructura de la carrera profesional y su relación imperial con la familia, resultará imposible que las madres lleguen lejos en su profesión y que los padres compartan las tareas domésticas. Me gustaría comenzar por el planteo de una pregunta sencilla: £por qué en 1972, en una universidad pública como la u c Berkeley, las mujeres constituían el 41 por ciento de los alumnos de prim er ano, el 37 por ciento de los graduados, el 31 por ciento de los aspirantes a cursos de posgrado, el 28 por ciento de los admitidos en cursos de posgrado, el 24 por ciento de los estudiantes de doctorado, el 21 por ciento de los estudiantes avanzados de doctorado, el 12 por ciento de los doctorados, el 38 por ciento de los ayudantes, el 9 por ciento de los profesores auxiliares, el 6 por ciento de los profesores adjuntos y el 3 por ciento de los catedráticos? (véase Ervin-Tripp, 1973). Tales estadísticas se repetían en todas las universida­ des más importantes a principios de la década de 1970, y la situación en

EN EL RE L OJ DE LAS C A R R E R A S L A B O R A L E S M A S C U L I N A S

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casi todas ellas, al igual que en la u c Berkeley, era peor que en 1930 (Graham, 1971). He oido dos explicaciones clásicas para este patron récurrente, pero dudo de que alguna llegue al fondo de la cuestión. Según una de ellas, la universidad discrimina a las mujeres. Si tan sólo manana filera posible aca­ bar con la discriminación e instalar una meritocracia imparcial, habría más mujeres académicas. De acuerdo con la segunda explicación, las mujeres “pierden el entusiasmo y se hacen a un lado” porque se les inculca desde tem prano la evitación dei êxito y de los roles de autoridad, y a ello se suma la falta de modelos. Dado que ya se han realizado excelentes estúdios objetivos sobre esta cuestión,1 en el presente ensayo me propongo explorar mi propia experiencia -com parándola en ocasiones con los resultados de diversos estú­ d ios- a fin de mostrar por qué hay una tercera explicación que me parece más verdadera; a saber, que el perfil clásico de la profesión académica está hecho a la medida dei hombre tradicional con su esposa tradicional. Antes de preguntarnos por qué las mujeres no son catedráticas ni llegan en gene­ ral a ocupar otros estratos superiores de la economia necesitamos plantear una cuestión previa: ^qué significa ser un catedrático de sexo masculino -desde el punto de vista social, moral y h um ano- y cómo es el sistema que coloca a los hombres en ese lugar? La profesión académica se basa en algunos supuestos peculiares sobre la relación que existe entre llevar a cabo el trabajo y com petir con los demás, competir con los demás y obtener reconocimiento por el trabajo, obtener reconocimiento y hacerse una reputación, hacerse una reputación y lograrlo durante la juventud, lograrlo durante la juventud y dedi­ car todo el tiempo posible a tal empresa, dedicar todo el tiempo posible a tal empresa y minimizar la vida familiar, minimizar la vida familiar y dejarla en manos de la esposa: ésa es la cadena de experiencias en la que parece arraigarse la profesión académica tradicional. Incluso en el caso de que la meritocracia funcionara a la perfección, incluso si las mujeres no perdieran el entusiasmo y no se hicieran a un lado, sospecho que el sis­ tema que define las profesiones de este modo sólo permitiría la llegada a la cima de unas pocas mujeres. Si Maquiavelo hubiera usado su pluma -com o lo han hecho tantos escri­ tores satíricos m odernos- para ensenarle a un provinciano el arte de lle1 Véanse Rossi y Calderwood, 1973; Mitchell, 1968, y una publicación basada en el reciente estúdio masivo que patrocino la Comisión Carnegie para la Educación Superior: Feldman, 1974. Véase también Carnegie Commission on Higher Education, 1973.

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gar a ser catedrático, quizá hubiera dado el siguiente consejo: entra a la escuela de posgrado con la misma mentalidad que, segùn créés, tendras al egresar. Confia en ti mismo, sé ambicioso y sigue la direction que te has propuesto. No pierdas el tiempo. Busca un buen tema de investigación lo antes posible y consigue un benefactor im portante, pero bondadoso e inofensivo, dei quien realmente puedas aprender algo. Más importante aun, entrégate por completo a tu carrera profesional en los anos cruciales que siguen a la obtención del doctorado -entre los veintitantos y los treintitan tos- sin dar prioridad a nada más. Acepta la m ejor oferta laborai y trasládate adonde sea preciso, cualquiera que sea tu situation familiar o social. Publica tu prim er libro en una editorial conocida, y si se présenta la más mínima oportunidad de mejorar tu position, múdate a la otra punta del pais si es preciso. Extiende amplia y profundamente tus ambiciosas pretensiones en el campo de la investigación, el trabajo de comisiones y la édi­ tion a fin de haberte hecho un nombre antes de cumplir los 30 o, a lo sumo, antes de los 35. Si en algún momento del camino la docência se convierte en el equivalente psíquico de un trabajo voluntário, no te inquietes: ahora eres catedrático y puedes guiar a otros novatos que toman por esa senda. Quizá mi description sea una caricatura, pero recordemos que trato de dilucidar por qué a principios de la década de 1970 sólo habia un 3 o 4 por ciento de catedráticas mujeres en universidades como Berkeley: no creo equivocarme si afirmo que esta description se aproxima bastante a la carrera “ ideal”. Los idéales son la medida de la experiencia: su rechazo por princi­ pios morales no exime al estudiante -sea hombre o m ujer- de la compe­ tência con otros que llegarân a la cima para ejemplificar y mantener el ideal. Ahora bien, en la description de esta carrera académica hay algo que queda oculto: la familia. Y los hombres y las mujeres siempre han tenido (y siguen teniendo) diferentes vínculos con la familia. Creo que no se trata de una circunstancia accidentai, dado que la universidad procura inmunizarse contra las vicisitudes de la existência humana que estân fuera de su control. Algunas de estas vicisitudes se expresan en la familia y son absorbidas por ella: el nacimiento en un extremo del ciclo vital y la muerte en el otro. La jubilación a edad más temprana lidia con el “problema” de la muerte, y la exclusiôn de las mujeres resuelve el “problema” del nacimiento. (Si fuera posible, la universidad también se protegería de otros traumas humanos, como la enfermedad, la demencia y la depresión posterior al divorcio, que ahora mantiene a raya gracias a los anos sabáticos y a las licencias.) En cierto sentido, la familia es una institución preindustrial; su tiempo es el de la vida privada, un tiempo más flexible que transcurre a inmensa distancia del imperecedero reloj industrial. La familia absorbe las vicisi-

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tudes que descarta el âmbito del trabajo: es el ministério de bienestar social de la universidad, con mujeres por asistentes sociales. Es decir que la familia desempena una función para la universidad y las mujeres están más liga­ das a la familia que los hombres, por lo cual el consejo de Maquiavelo no resulta demasiado útil para ellas. En los anos setenta, las mujeres que habian hecho un doctorado en los Estados Unidos dedicaban aproximadamente 28 horas semanales a las tareas domésticas (véase Graham, 1971). Más impor­ tante aun, las mujeres suelen tener hijos entre los 20 y los 30 anos de edad, y en menor grado entre los 30 y los 40 anos, pero es precisamente en esa etapa de la vida cuando se supone que uno debe hacer “contribuciones serias al campo de estudio” y construir una “reputación” más o menos promete­ dora que las de otras personas de la misma edad. Los resultados saltan a la vista en unos pocos detalles cruciales del curriculum vitae de una mujer: ^cuánto tiempo le llevó graduarse?, ^trabajó a tiempo completo y sin interrupciones?, ^cuáles fueron sus trabajos anteriores, los mejores que logró conseguir? Pero el resultado también se manifiesta en la vision que esa mujer tiene de si misma como profesional: muchas mujeres académicas se han socializado al menos dos veces, una para ser mujeres (como amas de casa y madres) y otra para ser como los hombres (en profesiones tradiciona­ les). La segunda socialización plantea el problema de la asimïlaciôn a la cultura masculina ligada con la vida académica; la primera pone sobre el tapete lo que las mujeres abandonan en el proceso. La cuestión que debemos sacar a la luz se ubica entre la primera socialización y la segunda: £en qué medida quieren las mujeres que las profesiones las cambien y en qué medida quieren ellas cambiar las profesiones? r

L A D ISC R IM IN A C IÓ N

Cuando ingresé a Berkeley como estudiante de posgrado, en 1962, asistí a una clase de metodologia junto a aproximadamente cincuenta estudiantes que también habían ingresado esa semana. Uno de los dos profesores de sociologia que se hallaban en el podio nos habló así: “ Les diremos algo que décimos siempre al comenzar las clases. Miren a su derecha y miren a su izquierda. De todos ustedes, dos de cada tres se irán antes de terminar los estúdios, probablemente en el transcurso de los primeros dos anos”. Miramos perplejos a derecha e izquierda, y una risa breve y nerviosa estalló en toda la clase. Ahora, muchos anos después, me pregunto que pensó en ese momento cada uno de nosotros. Sólo recuerdo que no oi nada más

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durante el resto de la clase, porque no podia dejar de preguntarme si el que abandonaria los estúdios seria el companero de la izquierda, el de la derecha o yo. Una quinta parte de los alumnos de esa clase inicial eran mujeres y, efectivamente, en el transcurso de los tres anos siguientes, tres cuartas partes de las mujeres (y la mitad de los hombres) abandonaron los estúdios.2 Pero también hubo unos cuantos que no abandonaron ni siguieron adelante: quedaron varados entre la maestria y los orales, o entre los orales y la disertación, luchando contra el demonio personal del papel en bianco o bien dándose un respiro en tan ambiguo pasaje, como esos “edi­ fícios temporários” que continuaban en pie en el campus de Berkeley déca­ das después de la Segunda Guerra Mundial. Algunos incluso desarrollaron un sentido del hum or para replicar a las dolorosas bromas que se hacian sobre ellos: “ iqué llevas en ese maletín, muestras gratuitas?” La situación descrita también afecta a los hombres, pero cabe preguntarse por qué afecta tanto más a las mujeres. De acuerdo con algunos ana­ listas, las mujeres abandonan la academia a raiz de la discrimination que sufren en relation con cuestiones tales como la obtención de becas, las ofer­ tas de trabajo o los ascensos. Helen Astin (1969), por ejemplo, llega a la conclusión de que ésta es la causa principal, e informa que un tercio de las mujeres doctoradas entrevistadas por ella en los anos sesenta denunciaron haber sido victimas de discrimination. Otros autores, como Jessie Bernard (1966:49), sugieren que “ solo cuando faltan otros motivos para el rechazo entra en juego la discrim ination prejuiciosa p er se”. Sospecho que Ber­ nard se acerca más al bianco. Si bien es llamativo que un tercio de las muje­ res denuncien discrimination, también resulta notable que los dos tercios restantes no lo hayan hecho.

2 iDónde fueron a parar esas mujeres? Algunas suspendieron sus estúdios de grado -tratando de encontrar la manera de continuar- para seguir a su marido adonde lo llevaran los estúdios, el servicio militar o el trabajo, o para tener hijos o para trabajar mientras su marido continuaba los estúdios. Una de ellas abandonó la universidad con un gesto más extravagante: escribió un anuncio que permaneció largo tiempo en el pizarrón dei salón de estudiantes, donde nos recordaba que podíamos comprarle sándwiches de palta y porotos de soja en un puestito de la plaza Sproul Hall. Un informe decenal sobre la promoción 1963 del college Harvard and Radcliffe contenia declaraciones de los ex alumnos acerca de lo que les habia ocurrido después de su graduation, con muchos casos similares al siguiente: “Nos mudamos de la ciudad de Nueva York a las montanas, por encima de Boulder [... ] un cambio muy afortunado. Dan ensena matemáticas en la Universidad de Colorado y yo continúo trabajando a paso lento en mi disertación mientras espero otro bebé que llegará en mayo y cuido a Ben”.

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Gran parte dei argumento relacionado con la discriminación depende de la amplitud con que definimos el concepto y de nuestro adiestramiento para detectaria. Las mujeres se han acostumbrado a la discriminación, la esperan, la reciben y tratan de eludiria. Dado que mi recuerdo de esos primeros dias cambia a medida que lo analizo a través de diferentes prismas, me resulta difícil decir si yo misma experimenté alguna vez discriminación. Creo que no, a menos que cuente una oportunidad en que entré a la oficina de un profesor a conversar sobre mi monografia para su curso. Se nos había asignado una lectura que trataba sobre el vínculo entre la enfermedad mental y las clases sociales. Según había aprendido yo, la clase social se media de acuerdo con el índice de Hollingshead y Redlich. En algún momento de la entrevista, mientras explicaba la monografia que esperaba escribir, fui lo bastante pretenciosa como para mencionar ese índice, que involucra la educación, el prestigio ocupacional y la residência. El profesor me ff enó en seco con una mirada glacial. “ ^Usted es una estudiante de posgrado (no de grado)?” Fue como si me hubieran pegado un punetazo en el estômago, y me llevó unos segundos recuperarme.3 La entrevista continuo como si el intercâmbio no hubiera existido; luego salí de la oficina con un nudo en la garganta, fui al bano de mujeres y me eché a llorar. Ahora me sonrojo cuando recuerdo mis ansias de complacer. Claro que el problema no es que yo fuera demasiado pretenciosa, sino que lo hice mal. En los numerosos ensayos imaginários dei segundo encuentro (nunca regresé), la conversación se desarrollaba de la siguiente manera: “ El índice de Hollingshead y Redlich, m m m ..., es mejor que el viejo índice de Warner, pero también carece de algunos de los indicadores más sofistica­ dos con que cuenta la escala de Chapin, un recurso más actualizado”. Cuando comencé a pensar que la ocupación y el nivel educativo dei hombre se tomaban como indicadores que predecían la clase social de su esposa y de sus hijos, dejé de imaginar conversaciones con ese profesor en particular. En los anos setenta, una encuesta de Carnegie en la que participaron 32.000 estudiantes y profesores de posgrado mostro que el 22 por ciento de los hombres y el 50 por ciento de las mujeres estudiantes de sociologia consideraban que los profesores “no toman en serio a las mujeres estudiantes 3 Los datos de Feldman sugieren que en los campos académicos donde el 30 o el 50 por ciento de los estudiantes son mujeres - y entre ellos se cuenta la sociología-, el 40 por ciento de los hombres y el 50 por ciento de las mujeres dijeron que el profesor más cercano a ellos los veia “como un estudiante”, o bien no tenía contacto con ellos fuera dei aula. El 60 por ciento de los hombres y el 49 por ciento de las mujeres dijeron que el profesor más cercano a ellos los veia “como un colega” o “como un aprendiz” (Feldman, 1974: cuadro 33,92-93).

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de posgrado” ; de hecho, una cuarta parte de los profesores de sexo mascu­ lino coincidieron en que “ las estudiantes universitárias mujeres no ponen tanta dedicación en la especialidad como los varones” (Feldman, 1974:71). Cuando se les hizo la misma pregunta a los estudiantes de posgrado, una cuarte parte de ellos -hombres y mujeres por igual- opinaron que “las muje­ res no son tan dedicadas”. Sólo las mujeres profesoras se negaron a respon­ der de esta manera, quizá porque pensaron lo mismo que advertí yo al res­ ponder el cuestionario: que no había lugar para decir, entre el si y el no, que la dedicación debía medirse teniendo en cuenta los incentivos visibles o perceptibles para seguir adelante, y que la falta de dedicación podia ser una prevision defensiva ante la posibilidad de ser ignorado. Para las mujeres en particular, la línea que separa el abandono de los estúdios, la permanência y el traslado siempre ha sido delgada y fluctuante. La encuesta de la Comisión Carnegie hacia la siguiente pregunta a los estu­ diantes de posgrado: “ ^ha pensado alguna vez durante el ano pasado en dejar la escuela de posgrado para siempre?” Sólo el 43 por ciento de las mujeres y el 53 por ciento de los hombres no habían considerado hacerlo (véase Sells, 1975).4 Lo tuve en cuenta hasta el punto de someterme a varias entrevistas de trabajo en Nueva York al terminar m i lamentable prim er ano, todas ellas infructuosas. M ás allá de esa circunstancia, m i incertidumbre se reflejó en casi todas las monografias que redacté durante los primeros dos anos de clases. Apenas puedo leer esos trabajos ahora, por­ que al parecer no cambié la cinta de la máquina de escribir en un ano y medio. Tal como comento un profesor en uno de ellos, Por fortuna, la exposición y el análisis marcan un agradable contraste con el manuscrito, que por su apariencia física promete lo peor. Buen trabajo de comparación entre Condorcet y Rousseau [...]. Posiblemente, la autora se habría beneficiado si [... ] hubiera resuelto de manera más sistemática el problema planteado -a l menos tentativamente-, a fin de mitigar su propia y evidente ambivalência en relación con el tema. Ahora no estoy tan segura de que m i ambivalência se refiriera a Condor­ cet y a Rousseau. Creo que se centraba en una serie de cuestiones, pero una de ellas, probablemente, era la relación entre la carrera profesional que podría iniciar y la familia que podría formar. Digo “probablemente” por-

4 Había más mujeres solteras (39 por ciento) que hombres solteros (29 por ciento); además, el 43 por ciento de las mujeres solteras y el 61 por ciento de los hombres solteros no habían considerado abandonar los estúdios durante el ano anterior.

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que en ese momento no lo percibí así con claridad, y en realidad no veia nada con claridad. Los poderosos a menudo justifican los juicios categóricos que aplican a las mujeres aduciendo que la familia está en prim er lugar. Ahora llamamos “discriminación” a esos juicios. Un jefe de departamento cuyas palabras fueron impresas en 1967 dijo lo que probablemente pensaban -pero ya no decían- muchos otros jefes: Suelo asignar a las mujeres aproximadamente el 50 por ciento de las ayudantías y el 30 por ciento de los cargos de profesor auxiliar. M i temor de que haya una proporción demasiado grande de mujeres nombradas surge de las siguientes consideraciones: 1) que las mujeres son menos propensas a completar los programas de grado que han comenzado; 2) que incluso si lo hacen, es muy probable que intervenga el matrimonio para impedir o retardar considerablemente su entrada en la profesión docente; 3) que incluso en el caso en que lleguen a ser profesoras de tiempo completo [... ] su sentido primário de la responsabilidad se refiere al hogar, de manera tal que obtienen reconocimiento profesional sólo hasta cierto grado; 4) que son mucho menos propensas que los hombres a alcanzar posiciones de liderazgo en su profesión (Bernard, 1966:43). Estos juicios oficiales no son completamente absurdos. Se basan en evi­ dencia empírica de diferencias categóricas entre mujeres y hombres, que deja de lado las excepciones especiales. Ignorar este hecho no lo hace desa­ parecer. Si lo ignoramos, damos nuestro asentimiento tácito a la noción de los funcionários universitários según la cual la familia, en última ins­ tancia, es un asunto de la esfera privada que no les concierne. Ignorarlo nos impide preguntarnos si no hay algún aspecto dei sistema académico propiamente dicho que perpetúe esta desigualdad “privada”.

LA S M U JE R E S QUE PIER D EN E L EN TU SIA SM O

La segunda explicación para el desgaste de las mujeres en la academia toca la desigualdad privada de manera más directa: tarde o temprano, las mujeres pierden el entusiasmo y se hacen a un lado, empujadas por una forma de “ autodiscriminación”. El origen de la desigualdad no se atribuye aqui a las decisiones que toman las autoridades, sino a toda ima constelación de desventajas que alteran los deseos de una mujer.

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Es preciso admitir que resulta difícil distinguir entre las mujeres que se van de la universidad por decisión propia y las que son obligadas a irse o empujadas a tom ar la decisión de irse. En m i caso, hubo innumerables aspectos de la escuela de posgrado que no eran demasiado discriminató­ rios ni dejaban de serio. Algunos eran simplemente desalentadores: la invisibilidad de las mujeres entre los profesores y los autores de los libros que leiamos o entre los retratos que colgaban de las paredes en el club de pro­ fesores; la escasez de mujeres en las reuniones informales para beber cerveza después dei seminário; las bromas que hacían los profesores al comienzo de la clase (para romper el hielo), muchas de ellas referidas a las chicas lindas que podían llegar a ser una distracción o a la incursión en campos “vírgenes” ;5 el continuo y semiconsciente trabajo que suponía detectar y evitar a los profesores de quienes se sabia que despreciaban o desacreditaban a las mujeres o a tipos particulares de mujeres. Uno de los profesores de m i departamento sugirió seriamente que se agregaran más conocimientos matemáticos a los requerimientos de metodologia a fin de reducir la cantidad de especialidades para mujeres estudiantes. Además, las espe­ cialidades “ femeninas” -com o la sociologia de la familia y la educacióngozaban de poco prestigio, y muchas feministas de aquella época, como yo, las evitamos escrupulosamente por esa tonta razón. Los estúdios más pres­ tigiosos, claro está, eran los de sociologia política y teoria general: esas espe­ cialidades eran casi exclusivamente masculinas, y de ellas se salía con un “dominio” de la bibliografia más importante. Las mujeres pueden caer en el desaliento por la competência y por la necesidad de hacer a un lado, a pesar de su formación, toda ambivalência en relación con sus ambiciones. La ambición no es un aspecto estático ni dado, como el color de los ojos. Se asemeja más a la sexualidad: variable, sujeta a influencias y ligada a amores, privaciones y rivalidades dei pasado, además de a innumerables acontecimientos que hace tiempo se borraron de la memória. Hay personas que serían ambiciosas en cualquier parte, pero las situaciones de competência suelen enterrar la ambición femenina. A pesar dei respaldo que puedan recibir de algunos mentores, muchas muje­ res se atemorizan por motivos intangibles en los entornos competitivos y eluden el discurso competitivo de los seminários, e incluso los escritos argumentativos. Si bien las feministas han desafiado el miedo a la competên­ cia -y a sea porque compitieron con êxito o también porque se negaron a

5 Suele decirse que las feministas no tienen sentido dei humor. Lo que ocurre en realidad es que, luego de descubrir que el chiste es sobre nosotras, desarrollamos un sentido dei humor diferente.

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com petir- y si bien algunos hombres marginados que siguen la dirección contraria desaconsejan la competência, para la mayoría de nosotras no se ha zanjado la cuestión. Quienes no se imaginan inmersos en un entorno competitivo se hacen otra pregunta: ^hasta qué punto se trata de un pro­ blema mío y hasta qué punto es un problema de mi situación?

M ODELO S DE G E N T E Y LU G A R ES

Suele decirse que un buen “modelo de rol” femenino a veces compensa el omnipresente desânimo que invade a las mujeres en la academia. Por modelo de rol me refiero simplemente a una persona a quien una estudiante quiere parecerse en el presente o en el futuro. Se trata de alguien que la estu­ diante puede incorporar mágicamente a su yo; alguien que, con o sin intención, le arroja una cuerda psicológica salvadora. Es decir que el modelo de rol es en gran medida personal e idiosincrásico, aunque también es posible que se corresponda con un patrón social. Por mi parte, sé que participo en un desfile invisible de modelos. Si bien yo misma busco un modelo, en otro sentido funciono como modelo para estudiantes que, a su vez, son modelos para otras estudiantes. En la universidad se entrecruzan diversos modelos de rol, y todos se remontan al pasado en el tiempo psicológico. Por ejemplo, recuerdo con absoluta claridad que mi madre, cuando yo tenía 16 anos, me orientaba hacia un modelo de m ujer profesional que seguia a su marido por el extranjero adonde fuera que lo destinaran. M i madre se esforzó mucho por respaldar el trabajo de mi padre en el ser­ v id o diplomático, y si bien su circunstancia le impedia desarrollar una profesión, siempre había admirado esa alternativa. En una oportunidad, durante un cóctel concurrido y bullicioso, me susurró al oído: “ Ésa es la senora de Cohen. Habla con ella. Es doctora, ^sabes?” Yo vacilé, porque no tenía idea de qué decirle o preguntarle, pero m i madre me hizo una sena con los ojos y finalmente me aventuré a acercarme a la doctora (senora de) Cohen, que resultó ser la anfitriona de la fiesta. Uno de sus tres hijitos se quejaba porque no podia abrir el candado de su bicicleta; una ban­ deja de entremeses se había caído al piso, y la senora de Cohen estaba muy nerviosa. Ignorando momentáneamente las protestas de su hijo y los entre­ meses desparram ados, trataba de concentrarse en la tarea de rellenar más huevos, mientras comia uno de cada cinco. Cuando comencé a pre­ parar los huevos con ella, me explico que le resultaba prácticamente imposible ejercer la psiquiatria fuera dei país, y que de todas formas las reite­

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radas mudanzas habrían desbaratado sus relaciones con los pacientes, en caso de tener alguno. Después engulló un huevo más y desapareció entre la multitud. Sí, la senora de Cohen era un modelo de algo, el mejor modelo que m i madre podia encontrar para mí, y sólo muchos anos más tarde comencé a entender realmente cuál era la situación de esa mujer y también la de mi madre. No fue en realidad la doctora Cohen en sí, sino su vida entera -com o parte de lo que Hanna Papanek (1973) denomina la “carrera para dos”- lo que pasó a ser mi modelo negativo. Desde la perspectiva de los anos setenta, imagino que veinte anos más tarde las mujeres jóvenes también habrán escudrinado modelos individuales a fin de percibir la situación subyacente, los pequenos imperialismos que la carrera profesional de un hombre ejerce en la vida de su esposa. El marido de la doctora Cohen tenia un rol, y su rol había creado dos roles para ella. Las carreras profesionales que construyen los hombres en otros campos, incluida la academia, difieren de este caso sólo en grado. He aqui el segundo sentido en el cual podemos hablar de modelos: mode­ los de situaciones que permiten a una mujer ser lo que gradualmente empieza a querer ser. Modelos de personas y situaciones, algunos atractivos y otros angustiantes, marchan silenciosamente por el recinto universitário. Entre los líderes inspiradores de este desfile se cuentan algunos ejemplos atemorizadores de mujeres que no obtuvieron la recompensa exterior, sim­ bólica o material, que merecían sus logros: los grados, los empleos presti­ giosos, los ascensos y las becas que recibieron sus hom ólogos de sexo masculino. En algunos casos, esas mujeres también muestran los signos interiores: una creatividad que se ha reducido a modestos apêndices, reproducciones de investigaciones viejas o reformas de teorias desarrolladas por algún hombre; en resumen, investigaciones que no “ herirán los sentimientos de nadie”. Lo penoso no es simplemente que se le haya negado un empleo a una mujer en particular, sino que esa mujer tenga que enfrentarse a la experiencia cotidiana de ser encasillada en el papel de hija obediente, insulsa o poco prometedora en el campo de la investigación. Esa mujer no sólo se enfrenta con el problema de verse obligada a elegir entre la dedicación com­ pleta a su familia o el pleno compromiso con su carrera profesional, sino que también debe cargar con el destino de permanecer soltera entre parejas, 0 soportar que su vida sexual se transforme en objeto de curiosidad y entretenimiento. Para otras no se trata sólo dei agobio de hacer todo lo posible por cumplir con su trabajo y llevar adelante una familia al mismo tiempo, sino dei envejecimiento prematuro alrededor de los ojos, el tercer trago de la noche, la exhausta resignación cuando se abre la puerta para

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recibir a un alumno entusiasta de primer ano que quiere saber “cómo las ciências sociales pueden salvar el mundo de la pobreza y las guerras” 6También hay otra clase de modelos. A principios de los anos setenta, las mujeres habían obtenido grados y buenos empleos, y algunas incluso habían logrado establecer acuerdos igualitários en el hogar. Pero es probable que esas mujeres sigan siendo una minoria a raiz de las limitaciones de que adolece el mercado de trabajo y el sistema de carreras profesionales, y también porque las mujeres que ingresan en la academia a menudo se abstienen de ejercer presión para abrir las puertas a más mujeres: no seria profesional. Hablando sólo por mi, me ha resultado extremadamente difí­ cil ejercer presión para que se produzcan câmbios mientras asistía a reuniones de departamento repletas de profesores hombres con antigüedad en el cargo, entre ellos mis mentores. Me he sentido tótem o representante más que agente dei cambio social, desacreditada por algunos profesores a causa de lo que era y por algunas feministas por no ser más de lo que era. Huelga decir que cuando digo lo que pienso, lo hago con demasiado sentimiento. Es inconmensurablemente más fácil -u n alivio placentero- sumergirme en el território privado de mi clase, donde me vuelvo más audaz desde el punto de vista intelectual y moral. Si tuviera que situar el campo de m i batalla, senalaría sin vacilar aquella sala de la comisión. Las mujeres no responden simplemente a la cuerda de salvación psico­ lógica que les arrojan sus modelos, sino también a la ecologia social de la supervivencia. Si hemos de hablar sobre buenos modelos, debemos refe­ rim os al contexto que los produce. Ignorar esta circunstancia equivale a toparse con los problemas que tuve yo cuando acepté mi prim er nombramiento como la primera mujer socióloga en un pequeno departamento de la Universidad de Califórnia, en Santa Cruz. Me ocurrieron cosas m uy extranas, pero no estoy muy segura de que hayan afectado al departamento o a la universidad. Escasas y m uy dispersas entre los numerosos departa­ mentos de aquella universidad, las mujeres creamos un nuevo estatus mino­ ritário en un lugar donde antes no había existido nada semejante; éramos modelos de mujeres incluidas por puro formulismo.

6 No defino a esas mujeres como oprimidas conscientes. Algunas lo son de manera explícita y otras no, y es posible que analicen o comprendan de maneras muy diversas los efectos dei sexismo personal e institucional. En general, creo que entre las académicas de mayor edad de los anos setenta prevaleció un estilo cultural “protestante” de lidiar con la opresión, según el cual es indecoroso sufrir eternamente 0 incluso permitir que los problemas adquieran visibilidad. Los estilos culturales “católicos” o “judios”, que otorgan cierta legitimidad al abierto reconocimiento dei dolor, al menos resultaron más apropiados en aquella época.

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En mi primera semana de trabajo comencé a recibir artículos fotoco­ piados de revistas y periódicos que elogiaban el movimiento feminista, detallaban la pésima “ situación de las mujeres” en el campo de la medi­ cina o describían a las dentistas danesas. Esos recortes que engrosaban cada vez más mis archivos llegaban invariablemente acompanados de una nota cordial: “ me pareció que podría interesarle” o “ vi este artículo y pensé en usted”. En una oportunidad, me detuve en el pasillo a hablar con un colega mayor que yo a fin de agradecerle por un artículo que me había hecho llegar, y le pregunté qué pensaba dei contenido. Me dijo que no lo había leído. Poco a poco fui advirtiendo que me había convertido en el tótem amigable de mis colegas, en una representación dei feminismo. Cuando me decían cosas como “estoy totalmente de acuerdo con ustedes”, parecían estar pidiéndome que los eximiera de la tarea. Y así era, en efecto. Cada vez que leia una monografia sobre la filosofia de Charlotte Gilman, la historia dei sin­ dicato de la confección, la familia de profesión dual o las mujeres y el arte, me preguntaba si no debía dejar una copia en los buzones de los amigos que se dedicaban a enviarme recortes. Me había envuelto en un capullo feminista que dejaba el árbol serenamente erguido como siempre. No era suficiente: se necesita mucho más que ese tipo de “ modelo”.

EL RELO J D EL S IS T E M A PR O FESIO N AL

No resulta fácil recortar y acotar el asunto que describo para insertarlo en el espacio cuadrangular de los “problemas administrativos”. El contexto se vincula con el propio reloj de un sistema profesional que no elimina a las mujeres desobedeciendo con malicia las buenas regias, sino más bien ela­ borando regias que convengan en primer lugar a la mitad de la población.7 A pesar de la gran agitación que estalló en los anos sesenta, esas regias no se habían modificado en lo más mínimo a princípios de los setenta. El ano 1962 había sido un momento muy interesante para estar en Berkeley, y en 1972 la

7 A continuación me centraré en los problemas que aquejan a las mujeres en el sistema de carreras profesionales, dando por sentado que las virtudes dei mundo académico hacen que valga la pena criticarlo. Quizás esté de más decir que pocas personas aman su trabajo tanto como los profesores, y tampoco puedo imaginar una vida más absorbente y fascinante que la que se dedica a descubrir cómo funciona el mundo y üeva a apreciar la cultura y la investigación. Sin embargo, este ensayo no indaga las causas por las cuales las mujeres deberían estar en la universidad, sino que apunta a dilucidar por qué no están allí.

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situación era deprimente. El movimiento de 1964 por la libre expresión y sus sucesores, el dei poder negro y el de la liberación de las mujeres, parecían haber quedado atrapados entre la década de 1950 y Eisenhower por un lado, y los anos 1970, Nixon y Ford por el otro. Las cuestiones que quedaron aplastadas bajo el libro en la sala de conferencias en 1963 se irguieron para constituirse en aquella obstinada plaza pública que la ciudad-Estado circundan­ te se negaba a incorporar. Era algo así como si se hubiera hecho un corte transversal del Queen Mary: por un momento quedó todo su interior expuesto a la historia, desde la sala de calderas hasta la cubierta superior, con las cadenas internas de mando y los vínculos externos con la industria y los m ili­ tares, en un proceso que se había anunciado a sí mismo como una búsqueda mística de la Verdad. Y luego todo volvió a su cauce; el barco recu­ pero su integridad y se mantuvo a flote. Lo más impresionante fue lo que no cambió. Por un lado, el movimiento por la libertad de expresión, el poder negro y la liberación de las mujeres habían pasado a ser temas de disertación: títulos como “ Movimiento por la libre expresión: estúdio de difusión de la información”, “El poder negro como movilidad dei estatus” y “La imagen cambiante de las mujeres profesionales” se contaban entre otros aun más novedosos, como “Al servicio de la luz: ensayo sociológico sobre el saber dei gurú Maharishi y la experiencia de sus devotos”. Cada movimiento dejaba un teatro propio e inspiraba frias conversaciones a la hora de la cena, que hacia el final de la noche volvían a dividirse por género. Por otro lado estaba lo que no cambió: el sistema de carreras académi­ cas o profesionales. Clark Kerr (1963) hace una descripción brillante de ese mundo en The uses o f university, pero da a entender de manera acrítica algunos aspectos de la competência en los que debo centrarme aqui. El primero es el acuerdo implícito según el cual el trabajo toma la forma de una “carrera”, y toda carrera comprende una serie de posiciones y logros que se miden según parâmetros estrictos y competitivos en comparación con otras carreras, de modo tal que cuentan hasta las diferencias más minúsculas entre los logros de cada una. Las universidades y los departamentos compiten a fin de conseguir los “grandes nombres”, y los individuos compiten para convertirse en las personas por las que compiten las instituciones. Hay com ­ petência entre Berkeley y Harvard, entre la Universidad de Stony Brook y la de Nueva York, entre la sociologia y la historia, entre uno y otro profesor auxiliar: la competência va derramándose de nivel en nivel. Las personas que ocupan cada nivel inspeccionan con la mayor minúcia diferencias rela­ tivamente irrisórias en el marco de una franja sorprendentemente estrecha de posibles rivales que se postulan para obtener recompensas escasas pero m uy codiciadas. Esta circunstancia quizá se vuelva más manifiesta en

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las universidades “casi” famosas que en las famosas, y más en las ciências duras -cuyos profesionales tienen más para vender (y agotar)- que en las blandas. Se vuelve más manifiesta en las convenciones profesionales que en las aulas, más en el discurso de los estudiantes de posgrado que en el de los estudiantes de grado, más entre los hombres que entre las mujeres. La carrera académica en sí misma se basa en una serie de contiendas, que a su vez no dependen tanto dei buen trabajo que se lleve a cabo como de los créditos que se obtengan por haber hecho un buen trabajo. Un colega me explico estas cosas en una carta. (Yo le había escrito con el propósito de preguntarle por qué los empleadores no se muestran más entusiastas en relación con el trabajo de medio tiempo para hombres y mujeres.) Al referirse a la creatividad artística y científica, m i colega senaló lo siguiente: Ser el primero en resolver un problema te ayuda a ser el primero en re­ solver un problema que depende de la solución dei primero [problema intelectual], siem prey cuando te aboques a resolver el segundo proble­ ma antes de que todo el mundo se entere de cómo resolviste el primero. Creo que las clientelas funcionan de manera bastante similar: si en un determinado círculo social adquieres fama de buen médico o buen abogado de divorcios y te recomiendan dos amigos de una persona, será mucho más probable que consigas el cliente que si sólo te recomienda uno. En las profesiones cuyas clientelas vienen de la calle o en respuesta a un anuncio, como ocurre con los negocios inmobiliarios, no importa tanto si trabajas medio tiempo o tiempo completo. “ Ser el primero” en resolver un problema no equivale, según el sistema de carreras profesionales, a resolver el problema; “ conseguir el trabajo” en lugar de otro profesional no equivale a satisfacer las necesidades dei cliente. En la universidad, ello significa “ ser el primero” en investigar y, en mucha menor medida, “conseguir el trabajo” de ensenar. Para expresarlo en el lenguaje dei movimiento, de esta manera uno puede lograr hacerse una reputación en el “ sistema dei estrellato”. Querer convertirse en una “estrella”, o saber que es preciso querer ser una estrella, o incluso convertirse en una estrella menor: eso es lo que aprenden las mujeres en las profesiones hechas por los hombres. La reputación se mide según el parâmetro dei tiempo; es decir, según el ano en que uno haya nacido. Vários estúdios han mostrado que los logros intelectuales suelen llegar a una edad sorprendentemente temprana en los tiempos modernos. Según indica el sólido estúdio de Harvey Lehman

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(1952,1962,1965) sobre los hombres eminentes de las ciências, las artes, las letras, la política, el ejército y el sistema judicial, la edad promedio en que éstos llegaron a su máximo desempeno es temprana: los químicos y los físi­ cos, apenas pasados los 30 anos; los músicos y los escultores, antes de los 40; incluso en la filosofia los mayores logros se alcanzaron alrededor de los 40. Para muchas de las especialidades que incluye la universidad, el vínculo entre edad y logro se asemeja más al de los atletas que al de los papas o los jueces. Resulta interesante notar que los logros llegaban más tarde en la vida de los hombres anteriores a 1775, es decir, antes de que la burocratización masiva dei trabajo impregnara el sistema de profesiones. Una reputación es una promesa imaginaria que se le hace al mundo según la cual si alguien es productivo durante la juventud también lo será más tar­ de en la vida. Y la universidad, por no tener muchos otros aspectos en que basarse, recompensa la promesa de los jóvenes o los relativamente jóvenes. La discriminación por edad no constituye una injusticia externa que se adosa desconsideradamente a las universidades: es una consecuencia inevitable de los supuestos más básicos que subyacen a las carreras universitá­ rias. Si los puestos de trabajo son escasos y las reputaciones prometedoras son importantes, ^quién quiere a una mujer de 50 anos y con tres hijos que casi ha terminado su disertación? Dado que la edad es la medida dei logro, la competência suele tomar la forma de horários prolongados y un trabajo más intenso que el dei próximo postulante.8 Esta definición dei trabajo no hace referencia a la docência, el trabajo en comisiones, las horas de oficina, las conversaciones telefónicas con estudiantes ni la edición de sus trabajos, sino que se constrine más estrechamente al trabajo propio. El tiempo deviene un recurso escaso que se acumula con avidez, y es el tema dei que se habla mientras se lo derrocha. Si “ hacer el trabajo propio” es una cuestión de amor, el amor propiamente dicho adquiere una base económica y honorífica. Esta concepción dei amor, a su vez, deviene parte indeleble dei yo profesional.9 Las profesiones moldeadas en la masculinidad introducen a las 8 No toda la competência puede explicarse en estos términos, pero la competência podría en parte explicar por qué algunos grupos ocupacionales trabajan con horários más prolongados que otros. Por ejemplo, en 1970, los gerentes, los funcionários y los propietarios (el 27 por ciento de los hombres en ese ano) trabajaron 60 horas por semana o más, mientras que sólo el 2 por ciento de los empleados administrativos trabajo tanto. Los trabajadores autónomos, como los productores agropecuários, trabajaban más que los empleados. En las grandes burocracias, quienes estaban en los estratos más altos (quienes hacían carrera) solían cumplir los horários más prolongados. 9 Algunas de las ideas que presento aqui se inspiraron en la lectura de Freedom and culture (1965), de Dorothy Lee, un estúdio sobre los indígenas americanos

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mujeres en una nueva form a de la conciencia tem poral: la edad no se mide según la belleza, como aprendimos en nuestra “ prim era” formación, sino según el logro. Tal como he senalado, esa medida de la edad se relaciona con las otras cosas que hace una persona; por ejemplo, con lo que hace en la familia. El yo profesional experimenta el tiempo como algo lineal y la carrera profesional como la línea que debe medirse, en tanto que las otras partes dei yo quedan en segundo lugar. El tiempo se objetiva en la vita académica, que se extiende con cada artículo y con cada libro, y no con cada huerta, cada viaje de campamento, cada reunión política o cada hijo. El potencial multifacético dei individuo se trata en gran medida como una inversión de capital en una empresa que en sus inicios era marginal. Lo que se gana para la huerta se pierde para la vita. Para el yo profesional, las comparaciones casuales con los colegas que investigan el mismo problema se magnifican hasta transformarse en una contienda: él ha publicado el artículo en primer lugar; sus buenas noticias son malas noticias para mí. Tales comparaciones se agigantan en la mente, mientras que el resto dei mundo y dei yo se empequenecen en la experiencia. Si el trabajo, conceptualizado como una carrera profesional, se vuelve una línea medida, la línea a menudo adquiere una inclinación ascendente. A pesar de algún cinismo residual en relación con el poder, la línea profe­ sional ascendente suele asociarse también con una agradable creencia en el progreso dei mundo. Incluso quienes se hayan rehusado a ajustarse al perfil que se describe aqui saben m uy bien que sus logros se miden, según este parâmetro, desde la perspectiva de quienes llegan a la cima profesio­ nal y establecen las pautas imperantes mirando el mundo desde allí.

L A PSIC O LO G ÍA SO C IA L D EL D ISCU R SO SOBRE L A C A R R ER A PR O FESIO N AL

La carrera académica crea una cultura propia y un sentido especial dei yo, especialmente en el marco de la élite y sus aspirantes, pero también entre los rezagados y los inadaptados. El mercado se sitúa en algún lugar “exteque insta a repensar el concepto de la contraposición entre individuo y sociedad, antagonismo dei que son partidários los sociólogos occidentales. Los indios wintu que describe esta autora no conceptualizan un “yo” sobre el cual basar una carrera; el concepto de yo no tiene significado en su configuración tribal, y no hay palabra que se corresponda con ella.

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rior”, en el gran mundo desconocido de la oferta y la demanda; se insinúa en la propia fibra de la comunicación humana en relación con las cosas que importan. Además de escribir, los académicos principalmente hablan, y quizás el discurso sea el mejor ejemplo de los efectos que produce esta cultura. En cualquier parte, el discurso recibe las influencias dei contexto en el que se desarrolla. Si un cubano o un indio wintu caminan por el cuarto piso dei edifício Barrows Hall, en Berkeley, es posible que tengan la impresión de atravesar un despojado túnel color mostaza, largo y débilmente iluminado, que arroja sombras fantasmagóricas bajo los ojos de los “ intrusos” que se aventuran por allí. Las puertas cerradas a derecha e izquierda offecen unos pocos letreros que anuncian horários de clase, sobres que contienen exámenes corregidos y un cartel sarcástico fijado hace algunos meses por un hombre que acababa de obtener su titularidad: m á q u i n a f u e r a d e s e r . Todo indica que se trata de un sitio deshabitado. Es el lugar donde

v ic io

los profesores deberían estar disponibles para los estudiantes, pero como los estudiantes, sin advertirlo, obstaculizan la extension de la vita, los pro­ fesores rara vez aparecen por allí. Sólo los ayudantes que aún no han ingresado a la contienda por la titularidad definitiva y los profesores más viejos que ya la superaron podrían responder si alguien llama a la puerta. El resto, al parecer, se ha perdido entre sus varias oficinas (el instituto, el depar­ tamento, la casa). A menudo recogen su correspondência en el crepúscu­ lo o al amanecer, cuando la oficina dei departamento está cerrada. Los fran­ ceses los llaman “ la clase apresurada”. El día en que un profesor de medio rango, según anuncia un letrero impreso, estará en su oficina, se reúne una pequena sociedad de estudiantes que esperan sentados en el piso con la espalda apoyada contra la pared. Han anotado sus nombres en una plani11a con casilleros que dividen el tiem po en cuartos de hora, y posiblemente estén repasando lo que se proponen decir. En el otono de 1971, un estudiante de posgrado se inscribió para una visita a mi oficina. En la planilla que colgaba de mi puerta anotó

Th o m p s o n

en

letras mayúsculas y enérgicas. Al ver que el nombre estaba escrito con letras más grandes que los demás imaginé que vería aparecer una figura voluminosa e imponente, pero en realidad Thompson era unos cinco centímetros más bajo que yo. Y creo que también se sentia menos imponente, porque después de arrellanarse en la silla “de los estudiantes” y cruzar las piernas con lentitud, comenzó, sin que yo le hiciera ninguna senal, a brindarme una prolongada y flemática descripción de su evolución intelectual, desde los modelos matemáticos que había estudiado en la Universidad de Michigan hasta la sociologia histórica, y posiblemente, sólo posiblemente - y ése era

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LA m e r c a n t i l i z a c i ó n de l a v i d a í n t i m a

el motivo que lo había llevado a mi oficina- hasta la sociologia de la familia. La enumeración de sus logros le llevó cerca de media hora. Lo más notable era la lentitud y la parsimonia con que hablaba, como si estuviera dictando un manuscrito y debiera matizar cada oración con salvedades, hacer exasperantes notas al pie de cada generalización y offecer síntesis en los puntos apropiados, a la manera de nuestro jefe de departamento. Luego de que concluyera la entrevista, con una pequena confusion respecto de quién debía abrir la puerta (^de quién era el picaporte?, ^él era un estudiante o un hombre?, i j o era una mujer o una profesora?), oí una conversación entre Thompson y uno de sus companeros de posgrado; era una charla ligera e informal, matizada de risas y divagaciones.

Th o m pso n

hablaba normal­

mente: no le estaba vendiendo su inteligência a un profesor. Th o m p s o n

pensó que en esa entrevista se lo juzgaría en comparación

con otros estudiantes de posgrado. Y estaba en lo cierto. Cada uno o dos meses recibo un formulário confidencial de mi departamento donde se me pide que califique de mediocre a excelente a una serie de entre diez y veinte estudiantes. Los profesores somos las últimas personas a quienes recurren los estudiantes cuando tienen un problema intelectual y las primeras a quienes se acercan cuando lo han resuelto, porque si exponen su vulnerabilidad o su confusion se arriesgan a ser calificados de “ medíocres” en el formulário confidencial. Lamentablemente, la cultura dei sistema de carreras académicas no se confina a la entrevista en la oficina dei profesor. A pesar de los signos de espiritualidad, los autos bohemios, los parches de jean y las barbas, la universidad es un mundo mercantil, un mundo de consumo ostentoso. Pero no se consumen broches de oro ni cadillacs, sino discurso intelectual. En el corre­ dor que conduce a mi oficina, en las cenas y en incontables reuniones, a veces tengo la impresión de que la vita habla con la vita, de que los nombramientos definitivos se ganan en un torneo de conversación, de que nuestros exámenes escaparon de su casillero semestral y se colaron por las paredes, el piso y el techo dei discurso. En su libro Working through, Leonard Kriegel llama a este fenómeno “ las docenas intelectuales”.* Es en las conversaciones aca­ démicas casuales donde uno recibe la calificación informal de excelente, * Las “docenas” (The dozens): “torneo verbal” espontâneo propio de la comunidad negra estadounidense. El juego tuvo su origen en la época de la esclavitud, entre los esclavos que debido a sus peores condiciones físicas se vendían por docenas. Son intercâmbios de comentários ingeniosos que realizan dos personas frente a un público con el objeto de exhibir su creatividad, ingenio y destreza verbal. Suelen jugarlos los jóvenes del Bronx y otras comunidades similares de todo el país y dieron origen a géneros musicales como el rap y el hip-hop. [N. de la T.]

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bueno, satisfactorio, mediocre o pésimo. Quien ayuda a otro para que se destaque (tal como se nos ensena a las mujeres que debemos hacer) en lugar de desplazarlo, obtiene malas calificaciones. No aprender a hablar así en este lugar equivale a vivir sin piei: se trata de un lenguaje obligatorio. Suele decirse que las mujeres no hablan en clase tanto como los hombres, y yo también lo he notado, a veces hasta en m i sem inário de posgrado sobre los roles de género. Sospecho que ello se debe a que las muje­ res son conscientes de no haber perfeccionado el estilo correcto. (A menudo son las mujeres de mayor edad, que aún no han advertido los requerimientos estilísticos, quienes hablan en voz alta.) Hay quien dice también que las mujeres son ignoradas en la conversación porque se las considera objetos sexuales; sin embargo, creo que en la mayoría de los casos se las ve como animadoras dei torneo verbal. El torneo verbal también parece requerir un negativismo socialmente compartido en relación con el trabajo de otras personas. A menudo se con­ sidera que la velada ha sido fructífera si los interlocutores se dedicaron a destrozar a Merton y su teoria de la anomia, o a sostener que Susan Sontag está sobreestimada, que Erving Goffm an pasó de moda o que el último artículo de Noam Chomsky, como la mayoría de los textos que uno ha leído últimamente, no dice nada nuevo. Es como si, de algún modo, quienes participan en esas demoliciones colectivas de edifícios intelectuales emergieran de ellas engrandecidos. Pero el discurso negativo acerca de la estupi­ dez que caracteriza las conversaciones académicas, de las tonterías que se publican en la revista American Sociological Review- que uno proclama con orgullo no haber leído en dos anos- también establece un piso de urbanidad, un pacto silencioso para ser amigos o asociados sin tener en cuenta los ascensos o descensos que puedan experimentarse en el mercado. Con cierta tristeza, el pacto dice: “A pesar de las paredes cuadriculadas que nos rodean, tenemos algo en común”. Hay aun otro tipo de discurso que no se desarrolla en los despachos pri­ vados ni en los pasillos, y rara vez en las fiestas, sino en la oficina principal: es el que usan los profesores con las secretarias. La conversación suele ser breve y amable, y rebosa de chismes universitários, o de novedades sobre la fotocopiadora o comentários sobre buenos restaurantes. Obedece a las regias de urbanidad y oscurece las irritaciones o los celos que podrían detener momentáneamente el trabajo. También tiende a fomentar la identificación de las secretarias con la profesión catedrática. En los anos setenta hubo en mi departamento un grupo muy “ liberado” de secretarias, que juzgaba ese discurso desde una óptica feminista y lo consideraba condescendiente y manipulador, una suerte de aceite de la maquinaria que mantiene

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el salario y el estatus de esas empleadas muy por debajo de lo que habría indicado un cálculo prévio de su potencial. Imposibilitadas de cambiar su condición esencial, conservaron celosamente en la pared de la oficina prin­ cipal su póster de la mujer vietnamita y dejaron de sonreír a cualquiera que invadiese su espacio público, en vista de que carecían de espacio pri­ vado. Su nuevo modelo de discurso era el que se mantiene entre un nego­ ciador dei sindicato y un representante de la empresa. En este caso no había una conversación entre vita y vita, sino entre trabajador y jefe, fiiera éste un hombre o una mujer (asimilada). La administración veia al grupo de secretarias como un “problema”, pero el nuevo estilo impuesto por ellas no sólo representaba un cuestionamiento de su estatus inferior, sino que también ponía en tela de juicio todo lo que el discurso mantiene en su lugar. Las mujeres negocian con la cultura profesional de diversas maneras. Tanto los hombres como las mujeres suelen considerar que el discurso de mercado indica falta de aplomo: quién consiguió qué trabajo; quién ganó qué beca o logró que tal revista aceptara publicar su artículo. Por otra parte, una mujer se gana el mote de “poco seria” o cabeza hueca si se muestra totalmente ajena a ese discurso. Algunas mujeres adoptan una solución de compromiso: apoyan públicamente los valores anticompetitivos o no competitivos, pero en privado aplican los competitivos. Desacreditan la com petitividad moderna y luego, durante el fin de semana, se incorporan a ella a escondidas en su casa. El discurso académico refleja la vida académica, y la vida académica refleja el mercado. Las ideas se vuelven productos que tienen “dueno”, o productos que se toman “prestados” o se “ roban” a sus duenos, que suben y bajan en el valor de mercado a través dei discurso y de la imprenta, que se han alienado de sus productores. El mercado domina la vida de con­ servadores y radicales por igual: para ambos, las ideas son “ productos”. Incluso si con el crecimiento de los monopolios gigantes, el país como totalidad ya no es capitalista en el sentido tradicional, la universidad lo es de una manera peculiar, especialmente para sus miembros más jóvenes. Sospecho que un sistema diferente produciría otro discurso. Y las muje­ res que se han formado para seguir este tipo de carrera profesional aprenden involuntariamente a admirar en otros y perfeccionar en ellas mismas el discurso que corresponde al sistema, porque, en última instancia, el objeto de la discriminación es el discurso no competitivo y desproviste de maquillaje, que respalda a los demás y se aleja de la noción de producto. Por extrano que parezca, no me siento cínica por escribir con cinismo sobre el discurso profesional, y he tratado de dilucidar por qué. Creo que se debe a que, en m i fuero más íntimo, sé que la propia impersonalidad

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creada por la competência abre paso al rol “ humanizador” que tanto me agrada desempenar. Sé que sólo en una jerarquia edificada sobre el miedo (que es un “ respeto” mal entendido) hay lugar para quienes lo reducen. Sólo en un cuerpo de estudiantes conservadores tiene sentido la “ casa radi­ cal”. Sólo en un departamento donde no hay mujeres, la primera que ingresa es una mujer “destacada”. Por irónico que parezca, un sistema malvado produce en su base un mercado para los “ buenos muchachos”. Conozco esta circunstancia, pero de alguna manera ello no me impide amar la docên­ cia. Porque este lugar indulgente situado en pleno vientre de la ballena es el único desde donde es posible contraatacar la segunda socialización de las mujeres en el discurso profesional, y todo lo que ésta conlleva.

L A F A M ÍLIA Y L A C U LT U R A PR O FESIO N AL

Los lazos que unen la competência, la carrera profesional, la reputación y la conciencia dei tiempo se extienden a aspectos de la vida que están fuera de la universidad, pero a la vez forman parte de la cultura profesional: me refiero a la familia y a la esposa dei profesor. La universidad no tiene una política administrativa form al en relación con las famílias de sus miembros. No he oído hablar de ningún mecanismo equivalente al “ sistema de subcontratación fam iliar” implementado en la era industrial temprana, ni de alguna práctica que incorpore a las famílias a la universidad a la manera de las fábricas decimonónicas. Sin duda, nunca hemos sabido de una fami­ lia que gane una beca de la Fundación Ford, de tios que lleven a cabo las entrevistas o de un matrimonio que se encargue dei análisis y la escritura dejando las notas al pie para los hijos. Si bien ha habido esposas que tipiaron o escribieron parcialmente algunos libros, la familia nunca ha sido la unidad productiva en la academia. No obstante, creo que tenemos algo que podría considerarse una polí­ tica tácita en relación con la familia. Consideremos la siguiente hipótesis: si todos los otros factores son iguales, ^quién tendría más probabilidades de sobrevivir bajo el régimen de carreras profesionales, un hombre con una esposa que es ama de casa y madre de tiempo completo, un hombre con una esposa que tiene un empleo de ocho horas e hijos que asisten a una guardería infantil durante el día o un hombre que trabaja medio tiempo a la par de su esposa cuando sus hijos son pequenos? En mi opinión, el principio general que determina la respuesta es el siguiente: las posibilidades de supervivencia de un hombre disminuyen en la medida en que sufam i-

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lia no lo ayudafehacientemente en su trabajo o leplantea exigências en relación con su tiempo y su energia física que compiten con el tiempo y la ener­ gia que dedica a su trabajo. Ello vale en tanto y e n cuanto el hombre compite con otros hombres cuyas esposas los ayudan o bien no interfieren con su tra­ bajo. En igualdad de condiciones, la universidad premia al hombre casado que no está preso de su familia. Sin embargo, la productividad intelectual suele considerarse un don otorgado por el cielo a unos pocos elegidos, y totalmente desvinculado de la familia o dei entorno social. Si analizamos el contexto social de la pro­ ductividad masculina, a menudo nos encontramos con mujeres anónimas y algunos hombres más jóvenes que aportan referencias, procesan textos en la computadora, buscan libros en la biblioteca y preparan la cena para el individuo “ productivo”. No se trata simplemente de que las mujeres, solteras o casadas, estén en competência con los hombres, sino de que com­ piten con jefes de pequenas industrias. Algunos prefácios narran la historia familiar. En un libro sobre la opresión racial escrito en 1972 se lee lo siguiente: Finalmente, desearía agradecer a mi esposa______ , que sufrió las incon­ veniências ocasionadas por las prolongadas sesiones de escritura con tanta gracia como podia esperarse, y que instruyó a mis h ijo s,_____ y _____ , a respetar la privacidad que merece el trabajo de su padre. Un prefacio anterior, de 1963, dice: De muchas maneras, m i esposa Suzanne debería ser coautora. Com partió conmigo los problemas de la planificación y la realización dei tra­ bajo de campo, y la vida de esposa-madre-entrevistadora en otra cul­ tura resultó mucho más difícil de lo imaginable. Aunque no participo en la escritura propiamente dicha, fue ima paciente caja de resonancia, y su interés por los casos individuales brindó un necesario equilibrio a m i irreprimible deseo de trazar el cuadro general. Hay uno más, de 1962: ____ , con quien estaba casado por entonces, ayudó en el trabajo de campo, y varias de las observaciones son de su autoria. Estos libros son excelentes y me han ensenado mucho, pero también lo han hecho sus prefácios.

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Si estas circunstancias ponen a los hombres liberados en desventaja com­ petitiva, de más está decir que lo mismo ocurre con las mujeres liberadas. En los círculos de mujeres es una broma muy conocida decir: “ lo que real­ mente necesito es una esposa” Según la encuesta Carnegie de 1969, entre los estudiantes de posgrado era más probable encontrar mujeres con m ari­ dos académicos (63 por ciento) que hombres con esposas académicas (14 por ciento). Página tipiada por página tipiada, renglón corregido por renglón corregido, hora tranquila por hora tranquila, sospecho que, en igualdad de otras condiciones, un hombre tradicional menos una mujer moderna tiene las mayores probabilidades de llegar a ser gerente. Esta situación a menudo se percibe como un “problema de la m ujer”, de su conflicto con los roles, como si ese conflicto pudiera desmontarse dei sistema profesional propiamente dicho. La elección entre unas pocas opciones preempaquetadas -ser ama de casa, ser profesora, o tratar de armar un collage de ama de casa, madre y carrera tradicional- es un problema que atane a la mujer. La opción que no aparece es la que también haría de esta circunstancia un problema dei hombre o de la universidad: la paternidad y la maternidad combinadas con un tipo de carrera profesional radical­ mente nuevo. Los planes afirmativos de acción no la mencionan. En vista de la carrera académica tal como se la conoce hoy en día, las mujeres sólo pueden improvisar alguna que otra solución práctica para combinar su familia con su trabajo. Muchas mujeres profesionales de mi generación postergaron la llegada de los hijos hasta dos anos después de haber conseguido su primer empleo “verdadero”, o bien dieron a luz antes de empezar la escuela de posgrado. Una tuvo a sus hijos en el ínterin y resolvió las presiones de la dualidad usando a sus hijos como datos para sus libros. Las que esperaron hasta alrededor de los 30 anos para convertirse en madres a menudo lo hicieron a fin de evitar la discriminación prema­ tura, sólo para descubrir que el verdadero punto de presión no se hallaba atrás sino poco más adelante. Casi la mitad de las mujeres que permanecen en la vida académica resuelven el problema evitando casarse o tener hijos. Según un estúdio realizado en 1962 entre científicos e ingenieros -21.650 hombres y 2.234 m ujeres-, las mujeres de esa población tenían seis veces más probabilidades que los hombres de no casarse nunca. Las que se casaban tenían menos probabilidades que sus colegas hombres de formar una familia: el 36 por ciento de las mujeres y el 11 por ciento de los hombres no tenían hijos. Las mujeres que sí tenían hijos, los tenían en menor cantidad: las famílias de mujeres científicas e ingenieras tenían un hijo menos en comparación con las de sus colegas de sexo masculino (véase David, 1973). Entre los estudiantes de posgrado, la proporción que consi­

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dera la posibilidad de dejar los estúdios en el caso de las mujeres aumenta con cada hijo nacido, pero permanece igual en el caso de los hombres.10 Otro estúdio sobre personas que obtuvieron su doctorado entre 1958 y 1963 en diversos campos académicos mostro que hacia 1967 sólo el 50 por ciento de las mujeres participantes se habían casado, mientras que entre los hom ­ bres lo había hecho el 95 por ciento (véase Simon, Clark y Galway, 1967). La mitad de las mujeres y casi todos los hombres se casaron: es una estadística pequena y dolorosa, y digo esto sin connotación peyorativa para las mujeres solteras. Una cosa es que una mujer decida libremente no casarse o no tener hijos considerando estas alternativas por su propio mérito, y otra muy distinta es verse obligada a elegir esa opción porque el sistema profesional está hecho por hombres a la medida de los hombres cuya famí­ lia no representa un problema.11

10 De acuerdo con los datos de Carnegie, el 57 por ciento de los hombres sin hijos, el 58 por ciento de los que tenían un hijo, el 58 por ciento de los que tenían dos y el 59 por ciento de los que tenían tres consideraron la idea de dejar definitivamente los estúdios en el ano anterior. En cuanto a las mujeres, lo mismo ocurría con el 42 por ciento sin hijos, el 48 por ciento con uno, el 42 por ciento con dos y el 57 por ciento con tres. Tres parece ser un número crucial. En el nivel nacional, entre 1958 y 1963, el 44 por ciento de los hombres y el 55 por ciento de las mujeres dejaron la escuela de posgrado, pero se trataba dei 49 por ciento de los hombres con hijos y el 74 por ciento de las mujeres con hijos (Sells, 1975). Según los resultados de Simon, Clark y Galway (1967), la cantidad de mujeres casadas sin hijos que habían publicado un libro era levemente menor que la de mujeres con hijos. Aqui no se considero la edad, que sin duda podría explicar este resultado imprevisto. El 40 por ciento de las mujeres solteras, el 47 por ciento de las casadas sin hijos y el 37 por ciento de las casadas con hijos eran profesoras auxiliares; el 28 por ciento, el 16 por ciento y el 15 por ciento eran profesoras adjuntas, y el 18 por ciento, el 8 por ciento y el 8 por ciento eran catedráticas (■ibid.). El 58 por ciento de las mujeres solteras, el 33 por ciento de las casadas sin hijos y el 28 por ciento de las casadas con hijos (entre las que se graduaron en 1958-1959) habían obtenido un nombramiento definitivo. Otro estúdio que comparaba a hombres y mujeres mostro que el 90 por ciento de los hombres, el 53 por ciento de las mujeres solteras y el 41 por ciento de las casadas había obtenido una cátedra veinte anos después de haber terminado los estúdios (Rossi, 1970). 11 Según los cuestionarios que un college de mujeres hizo entre 1964 y 1971 a las alumnas ingresadas, el 65 por ciento de la camada de 1964 queria ser ama de casa con uno o más hijos. En los anos siguientes, el porcentaje decreció de manera constante: 65,61,60,53,46 y 31. La proporción de estudiantes que deseaban una carrera profesional y un matrimonio con hijos se duplico: aumento desde el 20 al 40 por ciento entre 1964 y 1971 (véase Carnegie Commission, 1973).

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SITU AC IÓ N Y C O N C IE N C IA

Es en el caso de la m inoria de mujeres académicas con hijos donde las contradicciones aparecen en todo su esplendor. Quizá mi solución sea poco común, pero no ocurre lo mismo con los contornos generales dei dilema que me aqueja. Cuando a los 31 anos decidí tener m i primer hijo, traté de dilucidar cuál seria la manera más práctica de organizar las cosas a fin de estar en condiciones de continuar con la docência, algo que significa mucho para mi. Tenía varias alternativas posibles, pero decidí hacer un experi­ mento preindustrial: introducir a mi familia en la universidad, es decir, llevar al bebé conmigo al cuarto piso de Barrows Hall durante m i horário de trabajo. Entre los 2 a los 8 meses, n iih ijo David fue, en casi todos los aspectos, el invitado perfecto. Le preparé una pequena caja de cartón con mantas donde pudiera dormir (era lo que hacía la mayor parte dei tiempo), y coloqué una sillita de bebé desde donde mi hijo miraba con suma atención los llaveros, los cuadernos de colores, los aros y los vasos. A veces, los estudiantes que esperaban su turno para entrevistarse conmigo lo llevaban al pasillo y se lo pasaban entre ellos. David se volvió un tema de conversación con estudiantes tímidos, y algunos volvían exclusivamente para verlo. Yo introducía un nombre ficticio en la lista de citas cada cuatro horas, y lo amamantaba cuando me quedaba sola o mientras hablaba por teléfono. La presencia dei bebé resultó ser un test de Rorschach, porque despertaba reacciones m uy diferentes. A los hombres mayores, las estudiantes de grado y unos pocos hombres más jóvenes parecia gustarles la idea de que David estuviera allí. En la oficina de al lado había un distinguido profesor de 74 anos que siempre me hacía un chiste m uy gracioso: cada vez que oía llorar al nino se asomaba a la puerta sacudiendo la cabeza y decía: “ ^Ya le estás pegando al bebé otra vez?”. Los editores y los vendedores de libros, con sus elegantes trajes y sus patillas exquisitas, solían escandalizarse. Las estudiantes de posgrado a menudo hacían preguntas cautelosas, y algunas feministas reaccionaban con antipatia, quizá porque los bebés no estaban de moda o porque la presencia de mi hijo en la oficina parecia “poco profesional”. Un incidente definió claramente mi identidad y el bizarro poder de la universidad para mantener las relaciones frente al cambio. Ocurrió alrededor de 1971. Un estudiante de posgrado había llegado antes de hora para su entrevista. El bebé había dormido más que de costumbre y quiso comer más tarde de lo que yo había programado según el tiempo de Barrows Hall. Hice pasar al estudiante, que se llamaba John; dado que nunca nos habíamos visto, él se presentó con extrema deferencia, y yo respondí a su defe-

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rencia exagerando un poco la formalidad, como a menudo siento el impulso de hacer en esas circunstancias. Con cierta cautela, el estudiante comenzó a detallar sus intereses sociológicos y mencionó el deseo de contar con mi presencia en la comisión de sus orales. Tenía ante sí la gravosa tarea de explicarme que era un estudiante dotado, confiable y obediente, pero que los campos académicos no estaban organizados como él se proponía estudiarlos; además, debía arriesgarse a preguntarme, sin conocer mi opinión, si podia estudiar a M arx en el marco de la sociologia dei trabajo. En el transcurso de esa prolongada explicación, el bebé comenzó a 11orar. Yo le di un chupete y seguí escuchando a mi entrevistado con la mayor atención posible. Mientras el estudiante continuaba hablando, el bebé escupió el chupete y estalló en berridos. Por último comencé a amamantarlo tratando de actuar con naturalidad, pero la minúscula personita siguió 11orando y rebelándose como nunca lo había hecho hasta entonces. Sin dejar de sonreír con cortesia, el estudiante descruzó una pierna y cruzó la otra, tosiendo un poquito mientras esperaba que amainara la pequena crisis. Me excusé y me puse a caminar de un lado a otro con David en brazos tratando de calmarlo. “ Nunca hice esto antes. Es sólo un expe­ rimento”, recuerdo haber dicho. “ Tengo dos hijos”, respondió el estudiante. “ Pero no están en Berkeley. Me divorcié y los extrano mucho.” Intercambiamos una mirada de apoyo mutuo, hablamos un poco más de nuestras familias, y pronto el bebé se calmó. Un mes más tarde, cuando John se inscribió para una segunda entrevista, entró a mi oficina y se sentó con gran formalidad. “ Tal como quedamos en la entrevista anterior, profesora Hochschild... ”. No dijimos nada más sobre el primer encuentro, pero lo que me asombró profundamente fue que nada hubiera cambiado. Yo seguia siendo la profesora Hochschild y él seguia siendo John: la relación de poder había subsistido a pesar de todo. Cuando recuerdo esos tiempos me siento un poco como uno de los personajes de E l doctor Dolittle y los piratas, un caballo con dos cabezas que veían y decían cosas diferentes. Una de mis cabezas se sentia aliviada de que la maternidad no hubiera hecho mella en mi profesionalismo, pero la otra se preguntaba qué función cumplían las omnipresentes diferencias de poder. Y por qué la presencia de los hijos en las oficinas no formaba parte de la escena “normal”. Al mismo tiempo, envidiaba la cómoda situación de mis colegas varones, que no traían sus hijos a Barrows Hall. A veces ese sentimiento me car­ come; por ejemplo, cuando me cruzo en el campus con un colega hombre que salió a trotar (un deporte m uy popular entre los académicos porque insume poco tiempo) y luego veo a su esposa llevando al hijo de ambos al

EN EL RE L OJ DE L AS C A R R E R A S L A B O R A L E S M A S C U L I N A S

programa de gimnasia infantil de la

ym ca

.

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También lo siento cuando, al

final de la tarde, veo llegar a las esposas en el auto familiar, el codo sobre la ventanilla y dos ninos atrás, a la espera de un hombre que baja las escaleras a paso ligero y portafolio en mano. Ese momento del día parece ser especialmente placentero para ellos. Me recuerda a aquellas esplêndidas tardes de viernes, cuando m i herm ano mayor y yo nos trepábam os al viejo Hudson, y mi madre, con una canasta de picnic, nos llevaba de los suburbios a Washington para buscar a m i padre, que salia a las 5:00 en punto del Departamento de Estado. É 1bajaba las escaleras a paso ligero y portafolio en mano, y nos ibamos de picnic a la cuenca Tidal, cerca del monumento a Jefferson. M is padres hablaban sobre los acontecimientos del día, y más tarde volvíamos a casa inmersos en ese clima festivo. Algo en mi interior se parte en dos cada vez que veo escenas similares, porque no soy ni el hombre que baja las escaleras portafolio en mano ni la esposa y madre que lo espera con una canasta de picnic, y a la vez soy ambos. La universidad está concebida para esos hombres, que tienen hogares a la medida de esas mujeres. Todo parece resultarles más fácil, y parte de m i los envidia por esa razón. A la envidia subyace una sensación de desventaja competitiva frente a los hombres con quienes se me compara y con quienes me comparo. También advierto la singularidad de mi expe­ rimento con la caja para el bebé y, paradójicamente, sé que envidio una vida que en realidad no me gustaria vivir. La mitad invisible de esta escena, claro está, es la mujer que espera en el coche familiar. Ella ha elegido otra de las alternativas posibles para resol­ ver el “problema”. Pero si tanto su solución como la mia finalmente conducen a tensiones, quizás el problema no nos incumba sólo a nosotras: quizá sea el resultado inevitable de un sistema público que no está organizado para las mujeres con familia, sino para los hombres cuya familia no repre­ senta una carga.

E L PR O B LEM A E N SU TO TALID AD: LA S PARTES DE U N A SOLUCIÓ N

El problema que aquejaba a las mujeres estadounidenses de los anos setenta no radicaba ya tanto en su posibilidad de trabajar, dado que más dei 40 por ciento de las mujeres en edad de trabajar se habían incorporado al mer­ cado de trabajo y nueve de cada diez mujeres habían trabajado en algún momento de su vida. El problema era el de la movilidad ascendente, y ello

354 I

la

mercantilización

de

la

vida

In t i m a

significaba el ingreso a las carreras profesionales. De modo más funda­ mental, el problema para las mujeres que ingresan en la vida académica o emprenden otro tipo de carreras profesionales reside en la alteración dei vínculo entre la fam ilia y la carrera y, en líneas más generales, entre la vida pública y la vida privada. Existen varias alternativas que parecen tan posibles como justas. En prim er lugar, las mujeres podrían adoptar una relación con su casa y con su familia que resultara indistinguible de la que tienen sus compe­ tidores de sexo masculino. Las mujeres podrían casarse con “amos de casa” -s i los encuentran- o, en su defecto, contratar esposas-madres sustitutas. De esa manera, las mujeres académicas podrían establecer una vida de dos roles para otra persona (su marido) o dividir esos roles entre el marido y la empleada doméstica. Si ésta recibiera un buen salario y estuviera sin­ dicalizada, quizá pudiera decirse que se trata de una situación justa; de lo contrario, creo que no. No obstante, ni una empleada doméstica ni una guardería infantil resolverían totalmente el problema, porque quedarían pendientes otras tareas que suelen hacer las esposas: atender a los enfer­ mos, cuidar a los ancianos, escribir tarjetas navidenas y acompanar a los demás en los maios ratos. Desde mi punto de vista, aun cuando hubiéramos eliminado la elaboración innecesaria dei rol de esposa, una vida huma­ namente satisfactoria requiere que alguien haga esas cosas. Una segunda alternativa consistiría en que los hombres académicos renunciaran al matrimonio y a los hijos, tal como lo hacen muchas m uje­ res académicas. Si la primera alternativa asemeja a las mujeres a los hom ­ bres, la segunda asemeja a los hombres a las mujeres académicas, dado que les hace extensiva la obligación de elegir acotadamente entre dos casilleros: el de la familia y o el de la carrera profesional. Seria una situación más justa, pero también más triste, y no creo que semejante medida goce de popularidad entre los hombres. Es posible entender a las mujeres que optan por la primera alternativa, dada la ausência de otras opciones. Sin embargo, en la medida en que no hacen más que invertir el imperialismo familiar, no veo cuál es su ventaja con respecto a la opción masculina original. Tampoco puedo apoyar la se­ gunda alternativa, porque me parece importante que al menos exista la opción de la vida familiar. Dado que ninguna de las dos me resulta atractiva como solución de largo alcance, me inclino por una tercera alternativa: la posibilidad de establecer un matrimonio igualitário que concuerde con una carrera profesional radicalmente distinta, lo que implica crear un sistema diferente en cuyo marco quepa el desarrollo de esa carrera diferente: un sistema que volvería normal el matrimonio igualitário.

EN EL RELOJ DE LAS C A R R E R A S L A B O R A L E S M A S C U L I N A S

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La universidad no hace prácticamente nada para ajustarse a la família, pero la família tradicional se adapta bastante a la universidad. Y no es el hom bre que baja rápidamente las escaleras portafolio en m ano quien hace los ajustes “ por el bien de la familia” (de alguna manera amorfa vin ­ culada con su carrera profesional), sino la esposa que lo espera con la canasta de picnic. Creo que ello ocurre porque resulta más fácil introducir câm­ bios en las famílias que en las universidades. No obstante, las contradicciones que resultan de introducir câmbios en la familia sin modificar las carreras profesionales producen migrarias, o bien pensamientos entusias­ tas y rebeldes. En un primer momento, cualquier perspectiva de cambiar algo tan apa­ rentemente inflexible como el sistema profesional puede parecer absurdo o utópico. Sin embargo, tal como senaló alguna vez Karl Mannheim (1936), todos los movimientos que buscan el cambio social necesitan una utopia, construída con partes que se toman prestadas de sociedades diferentes o teó­ ricas. No tiene por qué tratarse de una utopia para sonar que permanezca separada de la vida real, sino más bien de una utopia que, al igual que la lectura de un buen libro, nos indique en qué dirección y hasta dónde necesitamos avanzar; una visión que permita entender la ff ustración analizando su origen. En una época en que las utopias han pasado a ser un objeto curioso, en que la perspectiva pública ensombrece muchas pequenas metas priva­ das, en que los empleos escasean y se magnifica la competência, la búsqueda de una visión orientadora se ha vuelto más necesaria que nunca. Para comenzar, todos los departamentos de veinte hombres que trabajan tiempo completo podrían expandirse a departamentos de cuarenta hombres y mujeres que trabajen medio tiempo. Ello ofrecería una solución al dilema que se nos presenta hoy en dia cuando tratamos de alcanzar las metas de la acción afirmativa en el marco de una economia conti­ nua (o decreciente); redundaria en una mayor cantidad de empleos para hombres y mujeres; democratizaria - y por ende elim inaria- las desventajas competitivas, con lo cual ofrecería una oportunidad a algunas de las mujeres que llegan en el coche familiar. En muchos campos académicos, la investigación avanzaría a pasos agigantados si dos personas -e n lugar de u n a- se abocaran juntas a la solución de un problema. La docência no se vería perjudicada en lo más mínimo por esta manera de organizar las cosas, e incluso podría salir beneficiada de las energias adicionales. Si bien la organización administrativa resultaria fácil de manejar, im a­ gino que pueden suscitarse cuestionamientos en relación con la eficiên­ cia. ^Es económico form ar cuarenta doctores para que trabajen medio tiempo si veinte son capaces de hacer la misma cantidad de trabajo? iQ ué

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ocurriría con quienes simplemente no quieren trabajar medio tiempo? En respuesta a estas preguntas, cabría senalar la superabundancia de doctores: si los que ensenan actualmente en las universidades estadounidenses dividieran y com partieran sus empleos, muchos más obtendrlan la oportunidad de trabajar. Si bien el efecto no eliminaria la competencia por los empleos universitários, al menos la reduciria. El trabajo de medio tiempo suele convertirse en un trabajo de tres cuartos de tiempo, porque se ensena a estudiantes y no a clases. Si un estudiante de posgrado se muda a Ecuador y me envia su monografia, la leo. Si una ex estudiante viene de visita a la universidad, hablo con ella. Si hay una reu­ nion, no me voy antes de que termine. El medio tiempo a menudo redunda en una disminución de la cantidad en favor de la calidad. Pero ello saca a relucir la cuestión económica. Lamentablemente, por razones de presupuesto, la mayoria de los hombres y algunas mujeres no pueden permitirse el lujo de tener un empleo de medio tiempo. Quizá los trabaj adores podrían depositar dinero en un fondo cuando aún no tienen hijos y retirar de él cuando los tienen. Las universidades podrían sub­ sidiar la vivienda. Y mucho de lo que los académicos definen como necesidades económicas se basa en su experiencia con el respaldo público para el contexto general en que se desarrolla su vida. Si las escudas públicas fueran realmente buenas, a los académicos no los tentaria tanto gastar dinero en escuelas privadas. Si en las ciudades resultara más fácil conse­ guir viviendas de bajo costo, no se verían obligados a esforzarse por pagar una cuota inicial. Si el sistema de transporte público funcionara bien, no necesitarían dos vehículos. Alguien me contó que un grupo de profesores adjuntos dei

itm

que

habían trabajado hasta tarde porque competían unos con otros por los ascensos mientras sus esposas cuidaban a los hijos hicieron un pacto para reducir sus horários y pasar más tiempo con sus hijos pequenos. Quizá muchos pactos privados lleven a la consecución de un pacto público más abarcador, pero ello sólo seria factible si se involucran las personas que establecen las pautas. Si bien es posible debatir sobre las virtudes o los defectos de la compe­ tencia, se trata de un aspecto de la vida universitária que no debe darse por sentado, y que es preciso y necesario que suffa modificaciones. Algunos de los elementos de mi utopia provienen dei experimento cubano, que abordo el problema de la competencia. En la Revolución Cubana se han cometido muchos errores, y no todos sus êxitos pueden aplicarse en un país industrial rico. Sin embargo, de Cuba se aprende que la competencia puede modificarse no sólo mediante la division de los empleos (cuya imple-

EN EL RE L OJ DE LAS C A R R E R A S L A B O R A L E S M A S C U L I N A S

I 357

mentación en este caso no se intento), sino también mediante la creación de empleos que se ajusten a las necesidades sociales. Quizá tal conclusion no parezca ligarse demasiado con el tema de las universidades, pero mi análisis me conduce en esa dirección porque, desde mi punto de vista, no podemos cambiar la situación de las mujeres en la universidad sin cam­ biar el sistema de carreras profesionales basado en la competência, y no podemos cambiar esa estructura competitiva sin alterar también la eco­ nomia, el marco más amplio donde se sitúan la oferta y la demanda de trabajadores. Es por ello que necesitamos explorar experimentos con el fin de producir las alteraciones necesarias. Visité la Universidad de La Habana en el verano de 1967 y me sumé a algunos estudiantes y profesores que hacían “ trabajo productivo” (ellos no creen que esta frase sea redundante), plantando café en el cinturón que rodea La Habana. A medida que avanzábamos por los surcos, vários cuba­ nos contaban cómo había sido la universidad antes de la revolución. En algunos aspectos, el cuadro que describían sonaba como una versión más intensa de Berkeley en las décadas de i960 y 1970. La competência por los escasos trabajos profesionales existentes en las ciudades era tan feroz que los estudiantes ricos compraban los títulos (a sólo un paso del rentable cinismo implícito en las industrias de m onografias trimestrales, como “ Quality Bullshit”,* en Berkeley, donde los estudiantes tienen la posibilidad de encargar y comprar una monografia correctamente escrita por gra­ duados sin empleo). Además, antes de 1958, los estudiantes cubanos pululaban por los cafés universitários dejando y retomando los estúdios una y otra vez mientras se preguntaban por su identidad. Unos 3.000 estudiantes de la Universi­ dad de la Habana trataban de acceder al servido diplomático, en tanto que el país contaba apenas con un punado de ingenieros eléctricos. La revolu­ ción puso a la universidad en contacto con las realidades económicas, y las cambio creando empleos donde la sociedad los necesitara. Desde la revolución, la tarea a realizar ya no consiste en restringir el ingreso a la uni­ versidad, sino en satisfacer la enorm e necesidad de médicos, dentistas, maestros y arquitectos a fin de que el gobierno pueda contratados para asegurar el bienestar de los pobres. La revolución no hizo más que reconocer y legitimar una necesidad que siempre había estado allí. Creo que existe una “ necesidad social” correspondiente a la oferta de graduados que las universidades estadounidenses producen cada ano. Por ejemplo, hay una gran necesidad de maestros para las pobladas aulas, Traducción literal: “estupideces de calidad”. [N. de la T.]

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y sin embargo hablamos dei “excedente” de maestros. A pesar de la Asociación Estadounidense de Médicos y de la feroz competência que implica el ingreso a la Facultad de Medicina, necesitamos médicos en las ciudades dei interior. Necesitamos guarderías infantiles de calidad, organizadores comunitários, artistas itinerantes. Sin embargo, décimos que hay “demasia­ da gente” y “escasez de empleos”. Si la necesidad social coincidiera con la demanda social de capacidades, si el valor de mercado concordara con el valor real, podríamos eliminar -a l menos en algunos cam pos- la compe­ tência innecesaria generada fuera de la universidad, que también afecta a lo que ocurre en su interior. Personalmente no creo que la respuesta sea la “educación para el ocio”, pues esta noción ignora todos los males sociales que persisten en los Estados Unidos a pesar de su riqueza, por no men­ cionar muchos más que afectan a otros países. Si redefinimos el concepto de necesidad social y concebimos empleos que satisfagan las necesidades sociales, también reduciremos la exagerada competência que vemos en nuestras universidades, circunstancia que inevitablemente expulsa a las mujeres. Si la división de los empleos alivia la competência entre los aca­ démicos, la creación de empleos nuevos puede eliminar la competência entre los potenciales trabaj adores, incluidos, claro está, los profesores.12 Hay otra lección que es posible aprender de Cuba. En la m edida en que se asemejan a los hombres profesionales, las mujeres profesionales estadounidenses se orientan hacia el êxito y la competência. Hoy en día, la condición de mujer académica se mide por el êxito, tal como ha ocurrido tradicionalmente con la virilidad. Pero la virilidad, para los hombres académicos estadounidenses de clase media, se basa más en el hecho de que “ les vaya bien” que en el de “ hacer las cosas bien”. En los círculos pro­ fesionales, la virilidad se vincula con el êxito, que se mantiene escaso y parece valioso. Los hombres se socializan para la competência porque se socializan para la escasez. Es como si la identidad sexual, al menos en la clase media, no fuera libremente otorgada por la naturaleza, sino sólo con­ servada por quienes hacen mérito para ganarla. Al parecer, los hombres son despojados de la virilidad que les corresponde por nacimiento sólo para que puedan volver a ganarla. El nino que se inclina por la lectura recibe 12 A fin de determinar la manera en que una nación o una universidad pueden “legislar” la oferta de empleos para satisfacer la demanda sin volverse autoritarias, no sólo es preciso resolver cuestiones administrativas, sino que también debe enffentarse un serio problema político para el cual no tengo una respuesta fácil. Lo único que me propongo mostrar aqui es que la división de los viejos empleos y la creación de empleos nuevos brindan la posibilidad de aliviar la competência que subyace al sistema de carreras profesionales.

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el mote de afeminado, y luego, con un extrano giro, gana su virilidad al convertirse en un académico creativo. El hombre que no logra triunfar pierde licenciaturas en virilidad. Creo que existe una propensión humana a la competência -q u e Thorsten Veblen denomina simplemente “ instinto artesano”- , pero ésta adquiere un significado secundário para la virilidad. La competência que toma la forma de secreto en torno de las nuevas ideas antes de que la versión final esté lista para su publicación, el discurso de la vita, las semanas laborales de sesenta horas, la esposa con el auto familiar: todos estos aspectos se relacionan con dicho sentido secundário dei trabajo, el segundo estrato de valor asociado con el êxito y con la virilidad. Las mujeres creen que deben adoptar análogamente este segundo significado y competir con él. Sin embargo, la reputación así ganada suele distar de la utilidad social o de los fines morales. Para estos hombres, la moralidad ha devenido un lujo. Las mujeres que aprenden a aspirar a tal deficiência pierden lo más valioso de su primera formación: una formación que les ensena no sólo a volverse invisibles, sino también, en un sentido más amplio, a “ hacer las cosas bien” en lugar de limitarse a que “ les vaya bien”. En la medida en que las mujeres, al igual que otros grupos marginales, nos ajustamos excesivamente a las normas en el intento de ganar aceptación, nos encontramos aun más orien­ tadas hacia el êxito y menos hacia la moralidad que algunos hombres. En mi opinión, la Revolución Cubana al menos ha resuelto este dilema, mediante el simple intento estructural de equiparar el hecho de que a uno “ le vaya bien” con el de “ hacer las cosas bien”, es decir, el logro con el pro­ pósito m oral. La asimilación de las mujeres cubanas en una economia dominada por los hombres no parece implicar el eclipse de la moralidad. Las mujeres cubanas no han escapado de la casa de munecas para entrar en una carrera profesional basada en el “ individualismo burguês” : a pesar de sus m uchos otros problem as, han escapado también de la segunda circunstancia. Un ano después de haber regresado de La Habana, cuando aún era estudiante de posgrado en Berkeley, inicié el Grupo de Mujeres dei Departa­ mento de Sociologia. En otros departamentos (inglês, historia, antropo­ logia, etc.) de diversas universidades dei país surgían grupos similares. Era la época dei movimiento de las mujeres, y las estudiantes de posgrado -frente a la escena que he descrito, con pocas mujeres profesoras que las guiaran por el camino a seguir- ábandonaban los estúdios a diestra y siniestra. Con la excepción de una mujer que hacia tiempo era ayudante, no profesora - y a quien todos consideraban injustam ente un apêndice de su marido, un pez gordo dei departamento-, todos los profesores de nuestro

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departamento eran hombres. Sin embargo, una quinta parte de los estudiantes de posgrado eran mujeres que aspiraban a ser profesoras algún día. ^Córno se suponía que lo lograrían? Varias mujeres que habían venido a mi oficina durante el otono de aquel ano hablaban informalmente de dejar la escuela de posgrado. Cuando una mujer extremadamente capaz, Alice Abarbinel, me dijo que planeaba aban­ donar los estúdios, sentí que algo estallaba en mi interior. ,jPor qué Alice dejaría los estúdios? Yo sabia por qué x o y podían abandonar, p ero ... iAlice? A ella le iba tan bien. .. Parecia estar tan a gusto... Ésa fue una de las partes que me llevaron a cuestionar el todo. Una semana más tarde, después de hablar con algunas amigas, invité a las mujeres dei posgrado a mi apartamento, donde ocurrió algo m uy extrano. Las mujeres que nos reunimos aquella noche nos sentamos en círculo en el suelo de la sala de estar; bebimos café y cerveza, comimos papas fritas y sentimos que estaba ocurriendo algo nuevo. Sin embargo, cuando pregunté si había algún problema compartido por todas, en calidad de muje­ res, que pudiera ser causa de desânimo entre nosotras, todas respondieron, una por una: “ no” ; “ no” ; “ no”. Una de ellas dijo: “ Me resultó muy difícil definir el tema de mi monografia”. Otra dijo: “Yo también quedé trabada, pero tuve un profesor difícil; no tiene nada que ver con el hecho de que sea un hombre”. Otra dijo: “ No estoy segura de haber elegido la disciplina apropiada”. Ninguna hizo la menor alusión a un posible vínculo entre todas esas vacilaciones y su condición de mujer. Recuerdo que me volví hacia una amiga y le dije por lo bajo: “ No im porta; al menos lo intentamos”. Sin embargo, luego de que se levantara la sesión, las cosas tomaron otro cariz: nadie se fue. Dos horas más tarde ya se habían formado grupos bulliciosos de estudiantes que charlaban sobre los profesores, los cursos, la vivienda, los seres queridos: se había levantado una barrera invisible. Después de aquella prim era reunión nos encontramos periodicamente a lo largo de vários anos. Éramos excelentes cuando nos cuestionábamos los conceptos básicos de la sociologia y tratábamos de imaginar cómo se vería nuestra disciplina si las experiencias de las mujeres contaran tanto como las de los hombres. ^Qué es el estatus social? ^Y la movilidad social? Estos conceptos ocupan un lugar central en la sociologia; sin embargo, cabe preguntarse cómo se mide el estatus de una mujer. ^Por la ocupación de su marido (como se hacia a principios dei siglo xx) o por la suya?, iy qué ocurre si la mujer es ama de casa? Además, ^influye su empleo en el status social de su cónyuge?, ^medimos su movilidad social comparando su ocupación con la de su padre?, ^o con la de su madre?, ^cómo difieren las relaciones entre los géneros para los ricos y para los pobres?

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M ientras hablábamos profusamente de cambiar la sociedad en cuyo marco buscábamos la igualdad, el reloj de las carreras profesionales mas­ culinas no cambio demasiado. En aquellos dias también se hablaba de la raza, la etnia y la elección sexual, pero por entonces aún no se había comprendido plenamente la centralidad de estos temas. Hablar sobre los males dei sistema que afectan a unas pocas mujeres aca­ démicas equivale en cierto modo a hablar sobre los problemas dei subúr­ bio mientras hay gente hacinada en el centro de la ciudad. Pero los pro­ blemas no afectan sólo al intento de encontrar una carrera profesional significativa, sino también al hecho de hacer una carrera que se ajuste a las pautas dei sistema. El problema de encontrar un trabajo académico y conservar la hum anidad luego de haberse desempenado en él por un tiempo conduce, en última instancia, a la formulación de supuestos en relación con las familias que están detrás de las carreras profesionales. Desde la posición estratégica de principios de los anos setenta, puede decirse que las mujeres son eliminadas paso a paso de la vida académica, o bien imperceptiblemente obligadas a adquirir las minusvalías morales y físicas que habían debido sufrir los hombres académicos. Si hemos de llevar más mujeres a la universidad en todos los niveles, tendremos que hacer algo más extremo de lo que imaginaron quienes concibieron los planes de acción más afirmativos: cambiar la entente entre la universidad y su agencia de servicios, la familia. Si modificamos este pacto, también introduciremos en la academia algunos de los valores que solían considerarse una especialidad femenina. Aligeram os el ethos dei logro con un ethos de cuidado y la cooperación; aligeramos la Gesellschaft con los valores de la Gemeinschaft. Después de todo, no sólo se ha discriminado a las mujeres, sino también algunos valores femeninos. No sólo nos faltan modelos de rol que sean mujeres: también escasean los ejemplos de este ethos alternativo. Para dar a las mujeres una justa pausa, lo que intento decir es que la justicia social es una meta que habla por sí misma, que llama a los hom ­ bres a hacer lo que les corresponde en su vida privada y a las mujeres a obtener lo que les corresponde en la vida pública. Pero hay dos maneras de crear esta justicia social: una implica ajustarse a la meritocracia tal como es; la otra apunta a cambiaria. En la medida en que nos limitamos a extender el “ individualismo burguês” a las mujeres, pedimos “ una habitación propia”, una reputación o la posibilidad de discutir con los demás, nos ajus­ tamos bien a la distorsión de parâmetros con que se juzga normalmente la importância dei êxito frente a los propósitos morales, es decir, la expe-

3Ó2

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riencia dei tiempo o la calidad dei discurso que han experimentado los hombres de clase media. El prim er paso consiste en reconsiderar qué partes de la receta cultural de nuestra primera socialización -la que nos preparaba para cuidar y nutrirvale la pena conservar, y el segundo paso, en dilucidar cómo extenderlas e institucionalizarias en nuestro lugar de trabajo. La segunda manera de crear justicia social habla por sí misma con menor frecuencia: reside en demo­ cratizar y recompensar virtudes femeninas dei pasado a las que no siempre se hace justicia, como la cooperación, el cuidado y las preocupaciones morales. Necesitamos esas virtudes en las carreras profesionales; las necesitamos entre nuestros catedráticos de ambos sexos. M i universidad utó­ pica no es una fam ilia campesina de Tolstoi, pero tam poco es la vita hablando con la vita. Requiere tomar iniciativas en pos dei equilibrio entre la competência y la cooperación, entre el hecho de que a uno le vaya bien y el de hacer las cosas bien, entre tomarse el tiempo para ensenarle a nadar a un hijo y tomarse el tiempo para votar en una reunión de departamento. Cuando hayamos logrado este cambio, no cabe duda de que se manifestará en los prefácios y en el discurso de la oficina.

L A P E R SP E C T IV A D ESD E

2000

H A C IA E L FU TURO

Mientras reflexiono ahora sobre este ensayo escrito en 1973, me impresionan las cosas que han cam biado - la cantidad creciente de mujeres que ingresan a la sociologia y el impacto que han producido-, pero también me impresiona lo que no ha cambiado: el reloj de las carreras mas­ culinas. Cuando era profesora auxiliar en la u c Berkeley, en 1971, las muje­ res eran el 12 por ciento de los doctores, el 9 por ciento de los profesores auxiliares, el 6 por ciento de los profesores adjuntos y el 3 por ciento de los catedráticos. Yale tuvo su prim era profesora en 1959 y Harvard tuvo su primera mujer catedrática en 1947; por otra parte, en Princeton no hubo más mujeres catedráticas a partir de 1961; ya en 1970 había sólo dos profesoras con nombramiento definitivo en la Facultad de Artes y Ciências de Harvard, y en Berkeley y otras universidades de alto nivel había una proporción más baja de profesoras que en las universidades y en los colleges de los Estados Unidos en general. La situación ha cambiado enorme­ mente tanto en Berkeley como en todo Estados Unidos. En 2000, las muje­ res son el 33 por ciento de los profesores auxiliares, el 39 por ciento de los adjuntos y el 17 por ciento de los catedráticos en la u c Berkeley. Y entre

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los colleges y las universidades de los Estados Unidos en general hay una mayor proporción de mujeres en todos los niveles de la vida académica. He aqui los câmbios: M U JE R E S EN CO LLEG ES/ 19 7 0 -19 7 1

2002

43

57

que obtienen doctorados

13

44

Porcentaje de profesoras auxiliares

21

45

Porcentaje de profesoras adjuntas

15

35

Porcentaje de catedráticas

9

2 1 13

U N IV E R SID A D E S

Porcentaje de ingresadas Porcentajes de mujeres

Otra circunstancia positiva es el hecho de que las ciências sociales hayan comenzado a reflejar el cambio. En 1962 aún se había escrito m uy poco sobre las mujeres como tema explícito. Entre 1873 y i960, menos dei 1 por ciento de los libros que figuraban en la Subject guide to books in print* trataban expresamente sobre el tema de las mujeres. Durante dicho período, sólo dieciséis tesis doctorales de historia concernian a las mujeres, una de las cuales - “ Recent popes on women’s position in society”- era obra de un hombre. Hoy en día hemos desarrollado una industria académica: la tarea consiste en seleccionar las perlas entre cientos de artículos que aparecen ano a ano. Ahora contamos con bibliografia de primera clase sobre las mujeres de color, sobre los hombres desde una perspectiva feminista y sobre la experiencia gay y lesbiana. No obstante, el lado negativo también es elocuente. A lo largo de los últi­ mos veinticinco anos se ha incrementado considerablemente la cantidad de mujeres que deben arreglárselas solas haciendo malabarismos con el trabajo y la casa, situación que resulta mucho más difícil de amoldar al reloj de las carreras masculinas. Además, a las mujeres académicas actuates se les presentan aun menos posibilidades de casarse y ser madres. Y si tienen hijos, tienen menos que sus colegas de sexo masculino. Un estúdio de

13 Los guarismos de 1970-1971 provienen dei informe de la Carnegie Commission on Higher Education [Comiskm Carnegie sobre la Educación Superior], 1973, p. 11. Agradezco profundamente a Jerry Karabel por el material sobre Yale, Harvard y Princeton. Los guarismos de 2002 fueron extraídos del sitio web del Centro Nacional de Estadísticas Educativas del Ministério de Educación de los Estados Unidos (http://nces.ed.gov). * Boletín bibliográfico con listas de libros publicados, ordenados por tema. [N. delaT.]

364 I

la

mercantilización

de l a v i d a í n t i m a

próxima aparición sobre las mujeres en la u c Berkeley muestra hasta qué punto ha persistido la dificultad de combinar una carrera profesional con la formación de una familia. Entre los profesores permanentes de 40 a 50 anos que ensenan ciências duras en esa universidad, el 70 por ciento de los hombres y el 50 por ciento de las mujeres tienen hijos. Entre los pro­ fesores permanentes de 40 a 50 anos que ensenan humanidades y ciências sociales, el 60 por ciento de los hombres y sólo el 38 por ciento de las muje­ res tienen hijos.14 Los estudiantes que forman famílias pueden pausar el ritmo de sus estú­ dios, pero en tal caso son considerados morosos de acuerdo con una nueva medida que se ha implementado en Berkeley, la dei “tiempo normativo”. Sólo obtienen privilégios económicos quienes avanzan rápidamente en un programa de grado. Entre los profesores que aspiran a ascender de catego­ ria, conozco una cantidad minúscula en toda la universidad que no trabaja tiempo completo. Hay algunos ayudantes de medio tiempo, pero for­ man parte de una fúerza de trabajo secundaria que se contrata ano a ano por un salario más bajo. Ésa no puede ser la respuesta. El reloj de las carreras profesionales masculinas ha resultado más fácil de adoptar que de modi­ ficar. Hay más mujeres, incluídas las mujeres de color, que se embarcan en carreras profesionales, pero el reloj de las carreras nunca detiene su tictac. Una mirada retrospectiva al desarrollo general de la cultura durante el último cuarto de siglo muestra que ciertos aspectos dei movimiento femi­ nista han pasado a formar parte de la ideologia dominante en los Estados Unidos, en el marco de un proceso que Herbert Marcuse denomino “ resis­ tência a través de la incorporación”. La cultura estadounidense incorporó los elementos dei feminismo que cuadran con el capitalismo y con el indi­ vidualismo, pero opuso resistência a los demás. Incorporó la idea de “ igual salario por igual trabajo” y la diversidad, pero prescindió de todo desafio a las prioridades dei sistema allí donde querían ingresar las mujeres. Es por ello que, desde mi punto de vista, aún queda mucho por lograr.

14 Hal Cohen, “ The baby bias”, New York Times, “ Education life”, 4 de agosto de 2002, sec. 4A, p. 25.

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