Introduccion A La Arqueologia

Citation preview

VERE 0ORDON CHILDE

INTRODUCCIÓN A LA ARQUEOLOGÍA

Prólogo de JU A N M ALUQUER DE MOTES

EDICIONES ARiEL Esplugu es de Llobregat BARCELO N A

Título del original inglés: A 5H O R T IN TRO DUCTXO N T O A R C H A EO LO G Y

T rad ucción castellana de M .a E U G E N IA A U B E T

C ub ierta: Alberto Corazón

©

1 9 5 6 y 1 9 6 0 : Frederik M uller L td ., London.

©

1 9 7 2 de la traducción castellana p ara Esp aña y A m érica: Ed iciones Ariel, S. A ., Esplugues de L lobregat (B arcelona).

D ep. leg al: 2 0 - 1 9 7 2

1972. - Ariel, S .A ., Av. J Antonio, 134-138, Esphigv.es de Llobregat. Barcelona

PRÓLOGO

Uno de los fenómenos sociales más notables de nuestro tiempo constituye lo que podríamos llamar el proceso de democratización de la cultura. La multipli­ cación de los medios de información, en particular los audiovisuales, al ofrecer al gran público, y no sólo al urbano sino incluso al rural, amplias informaciones de síntesis y de aspectos parciales de las distintas ciencias, ha obrado de estímulo poderoso que ha despertado la afición hacia determinadas materias en amplios secto­ res de la sociedad tradicionalmente alejados de las preocupaciones culturales. En este campo de nue­ vas preocupaciones, la Arqueología y la Prehistoria ocupan un lugar destacado por su juventud como cien­ cias y por su propia naturaleza, en la que el rigor cien­ tífico se une a una emoción personal de descubrimien­ to, de interpretación, incluso con el suspense que ante­ cede a la obtención de un dato. En este sentido la labor arqueológica satisface y colma por sus resultados al espíritu más inquieto. De modo lógico ese movimiento de afición ha bus­ cado en seguida ampliar sus conocimientos en la bi­ bliografía arqueológica, pero la estrictamente científica resultaba de difícil comprensión para quien se iniciaba, y en consecuencia ha nacido toda una bibliografía paraarqueólógica asequible a todo el mundo, que a su vez ha contribuido de modo eficaz a ampliar el estímulo preexistente.

N-o sin asombro, pero sin duda con gran satisfacción, los arqueólogos profesionales han visto el desarrollo de este nuevo movimiento y han comprendido la nece­ sidad de pilotarlo, y prueba de ello son las numerosas síntesis sobre metodología arqueológica publicadas en los ííltimos años. Sin embargo, existía el evidente peli­ gro de que, frente al complejo y difícil panorama me­ todológico, que implica en muchos casos la interco­ nexión con otras muchas ciencias prácticamente inase­ quibles a la propia afición, se malograra ese amplio movimiento democrático o, lo que sería aún peor, que quien quisiera iniciarse en la arqueología se desviara del verdadero sentido arqueológico. Existía en particular el peligro de que, ante la difi­ cultad de algunos métodos, la nueva y amplia corriente de estudiosos iniciara de nuevo su labor con la destruc­ ción de inmensos caudales de formación arqueológica, tal como había sucedido en nuestra propia ciencia cuan­ do se inició en el Renacimiento, e ignorara todo el largo proceso que, superando etapa tras etapa, le ha otorgado la actual categoría de verdadera ciencia his­ tórica. Vere Gordon Childe (1892-1957), la incliscutida pri­ mera figura de la prehistoria universal y quien más ha contribuido a orientar nuestra ciencia, al observar y prevenir el rápido impacto que en la sociedad actual habrían de causar los nuevos métodos de difusión, quiso orientar desde un principio esa nueva corriente de estudiosos y a ello responde esta preciosa Introduc­ ción a la Arqueología en la que se pretende guiar al interesado hacia el verdadero sentido de la arqueología centrada esencialmente en el hombre, como estudio de los residtados fosilizados del comportamiento hu­ mano.

V. Gordon Childe insiste en que la Arqueología no es una simple ciencia auxiliar de la Historia, sino que es una fuente de la Historia y, por consiguiente, que la información arqueológica constituye documentación histórica por derecho propio y no mera aclaración a los textos escritos. Esta información constituye la médula del objetivo de la Arqueología que sólo ha podido conseguirse cuando, mediante la máxima depuración de una com­ pleja metodología, ha logrado obtener verdadera ca­ tegoría de ciencia y su propio camino. La insistencia de V. Gordon Childe en ese punto esencial se explica fácilmente ante la necesidad de borrar para siempre el inmovilismo de determinados sectores historicistas, de modo particular el de algunos seudohistoriadores de la antigüedad e incluso de algu­ nos de nuestros profesores universitarios que, ceñidos al infantil y a la par viejo y caduco concepto de Histo­ ria como «historia escrita», continúan ignorando deli­ beradamente la tremenda limitación que supone para el conocimiento del comportamiento humano, es decir, para la verdadera Historia, la valoración exclusiva de los datos escritos. Es de todos bien sabido que los textos escritos en todo caso ofrecen un concepto «orientado» y parcialísimo de algún aspecto histórico concreto, pero no constituyen la Historia. Más del 99 por ciento de la vida de la Humanidad ha vivido sin escritura y cier­ tamente su comportamiento no deja de ser Historia humana. Pero incluso la historia de las sociedades cultas, sean antiguas o no, precisa de la documenta­ ción arqueológica para ser completa. Otro aspecto de máximo interés es el de la elabo­ ración del testimonio arqueológico, que V. Gordon Childe define, con su habitual maestría, haciendo hin­

capié en que un objeto arqueológico en sí mismo ca­ rece de todo valor y que aislado de su «contexto» de nada sirve para la arqueología. Esta afirmación y su razonamiento son muy oportunos, puesto que los co­ mienzos de la actividad arqueológica en cenáculos aris­ tocráticos, por error de concepto, crearon un tono de «antiquarismo» que ha sido una de las mayores trabas para el desarrollo de la actual ciencia arqueológica, en particular en Inglaterra, donde se ha tardado mu­ cho tiempo en superar. En este libro no encontrará el lector eruditas y teó­ ricas relaciones de los métodos de investigación ar­ queológica, sino las sencillas, oportunas y necesarias nociones que un primer especialista con un profundo sentido humano juzga necesario conocer como punto de partida de cualquier afición arqueológica. No son «lecciones» de un maestro, sino aquellas enseñanzas que todo gran maestro transmite a sus discípulos en su cotidiano alternar fuera de clase. La claridad, minuciosidad y profundo sentido hu­ mano de este libro de V. Gordon Childe, aunque diri­ gido preferentemente al público inglés, constituyen un modelo de precisión y lo convierten en el libro indis­ pensable para quienes quieran iniciarse en los campos de la Arqueología y la Prehistoria. J.

M a lu q u er d e M o tes

D irector del Instituto de A rqueología y Prehistoria de la Universidad de B ar­ celona

Barcelona, noviembre de 1971,

CAPÍTULO I

ARQUEOLOG ÍA E HISTORIA

1. — E l

te s t im o n io a r q u e o ló g ic o

La arqueología es una fuente de la historia y no sólo una simple ciencia auxiliar. La información ar­ queológica constituye documentación histórica por de­ recho propio y no una mera aclaración de los textos escritos. Al igual que cualquier otro historiador, un ar­ queólogo estudia y trata de reconstruir el proceso que ha creado el mundo humano en que vivimos, y a noso­ tros mismos en tanto que somos criaturas de nuestro tiempo y de nuestro medio ambiente social. La infor­ mación arqueológica está constituida por los cambios del mundo material que resultan de la acción humana o, más sucintamente, por los resultados fosilizados del comportamiento humano. El conjunto de información arqueológica constituye lo que puede llamarse el testimonio arqueológico. Este testimonio presenta ciertas peculiaridades y deficiencias, cuyas consecuencias for­ man un contraste más bien superficial entre la historia arqueológica y la de tipo más conocido basada en do­ cumentos escritos. No todo el comportamiento humano se fosiliza. Las palabras que yo pronuncio, y que se oyen como vibra­ ciones en el aire, son sin duda cambios realizados por el hombre en el mundo material y pueden tener un gran significado histórico. No obstante, no dejan nin­ guna huella en el testimonio arqueológico, a menos

que sean registradas por un dictáfono o anotadas por un oficinista. El movimiento de tropas en el campo de batalla puede “cambiar el curso de la historia”, pero es igualmente efímero desde el punto de vista del ar­ queólogo. Y lo que es quizá peor, la mayor parte de las materias orgánicas son perecederas. Todo cuanto está hecho de madera, cuero, lana, lino, hierba, pelo y materias similares, casi todos los alimentos animales y vegetales, etc., se pudrirán y desaparecerán en el pol­ vo en unos pocos años o siglos, salvo si se hallan bajo condiciones muy excepcionales. En un período relati­ vamente corto el testimonio arqueológico queda redu­ cido a simples fragmentos de piedra, hueso, vidrio, metal, terracota, a latas vacías, goznes sin puertas, cristales de ventana rotos y sin marcos, hachas sin em­ puñadura, huecos para pilares donde ya no quedan en pie los pilares. La gravedad de este vacío puede apre­ ciarse mediante una rápida ojeada por las salas etno­ gráficas de cualquier museo. Mejor aún, miremos el catálogo de unos grandes almacenes como “Army and Navy”, y arranquemos todas las páginas correspon­ dientes a alimentación, productos textiles, material de escritorio, mobiliario y artículos similares; el grueso tomo habrá quedado reducido a un delgado folleto. Y recordemos que incluso en Inglaterra hace pocos si­ glos, no sólo carros sino también máquinas de compli­ cado engranaje fueron construidos enteramente de ma­ dera y cuero sin clavos de metal siquiera, mientras que en una alquería normal los recipientes de frágil made­ ra y cuero sustituyeron los conocidos utensilios de por­ celana y terracota. Pero, aun a pesar de ello, la ar­ queología moderna, mediante la aplicación de técnicas apropiadas y métodos comparativos, ayudada por unos pocos descubrimientos afortunados en turberas, desier­

tos y tierras heladas, puede llenar gran parte de este vacío. Lo que ha desaparecido de forma irreparable son los pensamientos no expresados y las intenciones no llevadas a término. Actualmente se ha dicho que toda la historia es la historia del pensamiento. ¿Anula este juicio, entonces, la pretensión de la arqueología de ser una fuente de la historia? No; a menos que se expresen como ofensa premeditada —por escrito o de palabra—, no hay pensamiento ni propósito que puedan preten­ der en absoluto poseer significado histórico alguno. Por extraordinaria que sea la visión otorgada a un profeta, por ingenioso que sea el proyecto concebido por un inventor, si no lo puede expresar y comunicar, su sig­ nificado histórico es totalmente nulo, a menos que pue­ da inducir a discípulos a que acepten y propaguen el mensaje; a menos que adiestre aprendices a que repro­ duzcan su invento y persuadan a los clientes para que lo usen. De hecho, un historiador sólo debe y puede considerar los pensamientos objetivados por la aproba­ ción de una sociedad, adoptados, aplicados y realizados por un grupo de pensadores también activos. Toda la información arqueológica está constituida por expresiones de pensamientos y propósitos humanos y es valorada sólo como revelación de éstos. Esto dife­ rencia la arqueología de la filatelia o del arte de colec­ cionar cuadros. Los sellos y los cuadros se valoran por sí mismos, la información arqueológica solamente por los datos que aporta sobre los pensamientos y modus vivendi de las personas que la proporcionaron y la usaron. Los resultados más evidentes del comportamiento humano, la información arqueológica más conocida, pueden denominarse artefactos —objetos hechos o des­

hechos deliberadamente por la acción humana—. Los artefactos incluyen utensilios, armas, ornamentos, vasi­ jas, vehículos, casas, templos, canales, diques, pozos de mina, escombreras, incluso árboles cortados por el ha­ cha de un leñador y huesos rotos intencionadamente para extraer el tuétano o destrozados por un arma. Al­ gunos son objetos transportables que pueden recogerse, estudiarse en un laboratorio y quizás exponerse en un museo; a éstos se les puede denominar reliquias. Otros son demasiado pesados y voluminosos para un trato de esta índole o están profundamente arraigados en la tierra, como los pozos de mina; a éstos se les puede llamar monumentos. Pero una gran parte de la infor­ mación no consiste estrictamente en artefactos, ni en reliquias ni monumentos. Una concha del Mediterráneo en un territorio de cazadores de mamuts cerca del Don central o en un poblado neolítico en el Rhin, constituye un precioso documento para la historia del comercio, pero no es un artefacto. La deforestación del sudoeste de Asia y la transformación de las praderas de OMahoma en lugares polvorientos son la consecuencia de la acción humana. Ambos son hechos significativos desde el punto de vista histórico, y por definición constituyen información arqueológica. No obstante, sus autores, con cortedad de visión, en ninguno de los dos casos pre­ vieron conscientemente ni planificaron deliberadamen­ te los lamentables resultados. Si bien un sistema de rie­ go es un artefacto, un desierto producido accidental­ mente no lo es. El público, sospecho, aún considera los monumentos como ruinas enmohecidas y como bloques aislados de piedra, tallados o grabados. Para muchos, las reliquias son monedas sueltas o útiles de sílex, descubiertos al excavar o al arar, o bien recuerdos personales —un bo-

ton de la chaqueta del príncipe Carlos, la juntura del dedo del pie de un mártir, un diente de Buda—. Nada de esto, y menos aún el último grupo, puede constituir información arqueológica significativa. Para tener un significado que un arqueólogo pueda aspirar a desci­ frar, un objeto tiene que encontrarse dentro de un con­ texto. Un arqueólogo puede clasificar ruinas y extraer historia de ellas justamente porque no se hallan ni va­ cías ni aisladas. Contienen —también en fragmentos— reliquias dejadas por sus constructores y ocupantes; normalmente, en cualquier provincia arqueológica, va­ rias ruinas se ajustan con más o menos semejanza a un mismo plan y cabe esperar que aparezca en ella una colección de reliquias muy similar. En este caso, de la distribución de los monumentos se puede deducir algún modelo, algún plan estratégico o administrativo. 2. — T ip o s

Naturalmente, si en un monumento hallamos la ins­ cripción “John Doe, muerto en 1658”, por ejemplo, pue­ de clasificarse al menos cronológicamente. Lo mismo ocurre con una reliquia sellada con el nombre del fa­ bricante y la fecha de fabricación. Un utensilio de pie­ dra, por otro lado, si se halla solo, no tendrá ningún significado a menos que se asemeje muy estrechamente a otros utensilios que hubieran sido encontrados en un contexto significativo— para expresarlo de forma más técnica, a menos que correspondiera a un Upo recono­ cido—. Como cualquiera puede apreciar si echa una ojeada a una colección, los utensilios son muy diferentes en tamaños y formas. Un tipo aparece en la Gran Bre­ taña, en tumbas bajo túmulos redondos, frecuentemente acompañado de pequeños objetos de cobre o bronce;

otro tipo aparece en túmulos largos que jamás incluyen ninguna clase de objetos metálicos; en cambio, se pue­ de hallar otro tipo en cuevas, junto con huesos de reno o de animales extinguidos; y así sucesivamente. Si el utensilio aislado corresponde a algunos de los tipos an­ teriores, un arqueólogo puede atribuirle una edad rela­ tiva. Luego deduce que, durante el período así deter­ minado, vivían hombres cerca del lugar donde se en­ contró. Pero si el utensilio es único, no constituye un dato informativo para la arqueología, ni mucho me­ nos; queda como una curiosidad hasta que un objeto similar, o sea, uno del mismo tipo, puede ser observado en un contexto arqueológico significativo. Por consiguiente, la definición dada en la página 9 puede volverse a plantear de la siguiente manera: el testimonio arqueológico se compone de tipos encontra­ dos en asociaciones significativas. Ambas palabras, “tipo” y “asociación”, requieren una explicación adi­ cional. La arqueología se inicia como una ciencia clasificadora tal como empezaron la biología y la geo­ logía. Únicamente después de clasificar los datos pue­ de el arqueólogo empezar a interpretarlos, a extraer de ellos historia. Ahora bien, una clase es una abstrac­ ción. Así pues, los arqueólogos tratan con abstraccio­ nes. Lo mismo hacen otros científicos. Un zoólogo, por ejemplo, puede estudiar los caballos —especies y subespecies de caballos—, pero no el caballo en sí. De sus estudios puede sacar generalizaciones y luego realizar predicciones sobre un probable comportamiento de cualquier representante típico de una subespecie (raza) dada, como, por ejemplo, sus posibilidades de tirar eficientemente de un arado o de llevar carga por altas montañas. Pero ningún zoólogo puede predecir qué ca­ ballo ganará una carrera. La información confidencial

que recibe el que apuesta no constituye una deducción de generalizaciones científicas, sino que está basada en evaluaciones subjetivas de la “forma”. El arqueólogo debe imitar al zoólogo; estudia abstracciones —tipos de reliquias, de monumentos y de acontecimientos ar­ queológicos—; el cometido que desempeña el “infor­ mador” en las carreras incumbe al experto. Es evidente que dos objetos producidos por la mano del hombre no son nunca totalmente idénticos. Incluso el comprador de un automóvil que ha salido de la línea de montaje a base de piezas prefabricadas, puede des­ cubrir diferencias desconcertantes en el funcionamiento de su última adquisición. Las divergencias entre varias sillas o varios pares de zapatos, fabricados a mano por un mismo artesano, pueden ser más evidentes. Pero aún así, todos los zapatos producidos por el señor X co­ rresponden suficientemente a un modelo standard para satisfacer a sus clientes y en general su modelo se ajus­ ta tan perfectamente a la moda del calzado masculino en boga en el West End en 1950 que sus clientes no se sentirán ridículos ni llamarán la atención en sus clubs. De hecho, a pesar de las pequeñas diferencias en el corte y en el acabado, todos los zapatos que lleva en la ciudad de Londres la alta clase media se parecen tanto unos a otros que cualquier par podría identificarse inmediatamente como una aproximación a uno de los tres o cuatro tipos del calzado de moda. De la misma forma, aunque las modas hayan cambiado con el tiempo, todos los cuchillos usados en Inglaterra en una misma fecha, ya sea 1950, 1750, 1250, 250 o 250 a. C., reproducirán exactamente uno u otro de unos limitados tipos de moda. El arqueólogo debe ignorar las pequeñas peculiaridades individuales de un deter­ minado cuchillo y tratarlo como un ejemplar pertene-

cíente a uno u otro de aquellos tipos estándar, como un miembro de aquella clase de cuchillos. Únicamente así puede reducirse la confusa variedad del comportamiento humano a proporciones manejables para el método científico. De este modo, un arqueólogo rechaza algunos de los cometidos habitualmente reivin­ dicados por los historiadores. Un arqueólogo como tal puede estudiar las características generales de las pin­ turas de los vasos griegos, trazar su evolución estilísti­ ca y distinguirías del arte de la cerámica fenicia o egipcia. En cambio, dejaría de ser un arqueólogo para ser un historiador del arte si atribuyera una determina­ da fíala a Eufronio en lugar de Eutímides, o preten­ diera una apreciación estética de la idiosincrasia de este o aquel pintor. De forma similar, un arqueólogo, sin ayuda alguna, podría confiar en determinar vaga­ mente dónde y cuándo se inventaron el carro de rue­ das o la locomotora. Sin la ayuda de los textos escritos podría admitir que la Rocket I fue en realidad la pri­ mera locomotora y, como los carros se inventaron antes eme la escritura, nunca podrá identificar cuáles fueron los primeros. En cada caso, solamente cuando el mode­ lo original fue copiado y reproducido, fue cuando se convirtió en un tipo, y de esta manera también en un dato informativo arqueológico normal. La reducción de la arqueología a unos tipos repre­ senta naturalmente la exclusión de agentes individuales de la historia arqueológica. Dicha historia no puede as­ pirar a ser biográfica, y los arqueólogos quedan exclui­ dos de la escuela de la historia de los “grandes hom­ bres”. Veremos dentro de un momento que los actores, en la historia arqueológica, son las sociedades, y que la desaparición de la persona individual no debe eliminar

el drama del interés humano. Pero la palabra “asocia­ ción” requiere una aclaración antes que nada. Se dice que los datos que constituyen la informa­ ción arqueológica están asociados cuando se puede observar que aparecen juntos bajo condiciones que in­ dican que han sido usados en una misma época. Un ejemplo clásico nos lo ofrece un enterramiento pagano. Tomemos un guerrero con sus atavíos y distintivos, pro­ visto de alimento y bebida y de un servicio completo de mesa, yaciendo de espaldas en un ataúd formado por un tronco de roble vaciado y cubierto a su vez por un túmulo (montículo funerario). En este ejemplo, el esqueleto, el ritual funerario y los diversos objetos que componen el equipo mortuorio están asociados; consti­ tuyen lo que podemos llamar un conjunto. De la mis­ ma forma, todos los objetos dejados en el suelo de una casa que haya sido abandonada precipitadamente, jun­ to con la casa misma y sus instalaciones fijas, se consi­ deran asociadas y se les llama “conjunto”. Por otro lado, este término no puede aplicarse sin reservas a todo lo encontrado en el mismo banco de arena de un río. Si la casa estuvo ocupada durante generaciones, objetos de distintas épocas pudieron ser pisoteados o arrinconados en hendiduras y grietas. El contenido de la escombrera local puede ser igualmente variado. En ambos casos las técnicas modernas deberían permitir al excavador dis­ tinguir y recoger de la escombrera y de la casa varios conjuntos consecutivos. No ocurre lo mismo con un banco de arena. El mismo lecho de arena fluvial puede contener utensilios de piedra, elaborados y perdidos por hombres que en realidad acamparon al otro lado del curso del río, junto con otros utensilios que yacían ya en el suelo en la zona de desagüe 100.000 años an­ tes de que las aguas los recogieran y los arrastraran al 2,

C H IL D E

banco de arena. En un agregado de esta índole, nin­ guna excavación, aunque se llevara a cabo de la mane­ ra más experta, distinguiría conjuntos de tipos aso­ ciados. En este sentido, un examen del “estado de conservación” de los utensilios podría ser de gran avuda. ✓

3. — C ulturas

Ahora se ha descubierto que, dentro de una zona o provincia determinadas, aparecen los mismos tipos asociados conjuntamente en varios lugares distintos. Así, actualmente, en los emplazamientos de las ciuda­ des bombardeadas en Inglaterra deberíamos encontrar que la mayoría de las casas en ruinas habían sido concebidas siguiendo un mismo plan, construidas con el mismo sistema de ladrillo, y conteniendo fragmen­ tos de las mismas clases de teteras, cacerolas, calderas, cuchillos, enchufes, botellas de cerveza, válvulas de radio, etc. Por lo menos, la misma uniformidad habría podido observarse en las ruinas de las ciudades bom­ bardeadas del norte de Rusia durante la misma época, pero las casas hubieran sido de madera, no de ladri­ llo, y sus plantas, mobiliario y contenido visiblemente diferentes de las inglesas. A un conjunto de los mismos tipos que se repite en varios lugares distintos los ar­ queólogos lo llaman cultura. Al poder comparar dos o más de estos conjuntos, como por ejemplo los de las ciudades de Inglaterra y de Rusia, pueden igualmente usar la palabra en plural. De hecho, al igual que los antropólogos, los arqueólogos emplean esta palabra de uso tan frecuente en el sentido partitivo. En este sen­ tido, la palabra “cultura” se usa tan frecuentemente

en la literatura arqueológica y este empleo es tan poco conocido, que necesita explicarse y justificarse más am­ pliamente, incluso corriendo el riesgo de incurrir en una digresión. Los antropólogos y los arqueólogos usan esta pa­ labra para indicar modelos de comportamiento comu­ nes a un grupo de personas, a todos los miembros de una sociedad. La totalidad del comportamiento en cuestión es comportamiento aprendido, aprendido por el niño de sus mayores, por una generación de la ge­ neración anterior. De hecho, casi todo el comporta­ miento humano se aprende de esta forma. Los hom­ bres heredan muy pocos instintos innatos o más bien unos instintos tan generalizados que necesitan que se les dé forma por medio de la educación, si es que han de encauzarse hacia acciones seguras y satisfactorias. Por contraste con los corderos y los gatitos, a los niños se les tiene que enseñar lo que se debe comer, y el efecto de este prematuro adiestramiento es tan consi­ derable que muchas personas no logran digerir alimen­ tos perfectamente sanos y nutritivos a los que no han sido habituados. De ello se deduce que no existe un único modelo de comportamiento al que se ajuste el comportamiento de todos los miembros de nuestra es­ pecie, como ocurre con el comportamiento de todas las ovejas o de todos los lucios. Por otro lado, cada socie­ dad de hombres impone a sus miembros una estrecha sujeción a normas fijas de comportamiento más o menos rígidas. Evidentemente, todos debemos hablar el mismo idioma. Yo no inventé las palabras que utilizo, ni tam­ poco las reglas de la gramática y de la sintaxis que regulan su uso. La sociedad las presenta ya elaboradas y no tengo más solución que aceptarlas. Incluso las

posibilidades de elegir nuestra indumentaria se hallan hoy día muy limitadas. Al inglés medio no se le ocu­ rriría ir por la calle con un taparrabos y una túnica sin mangas en lugar de llevar pantalones y abrigo. Y si se le ocurriera, no podría comprar dichas prendas en ninguna tienda de ropas de Londres. Y en caso de poder persuadir a un sastre para que se las hiciera especiales para él, ¡se sentiría ridículo o incómodo cuando subiese en el autobús! Claro está que siempre está permitido algún desvío individual. Nunca dos personas pronuncian las palabras de modo idéntico, ni usan tampoco el mismo vocabulario. A pesar de la educación obligatoria y de la BBC, mucha gente usa him en lugar de he, y her en lugar de she, y quizás estos últimos vestigios de inflexión se vean eliminados del habla inglesa como ha ocurrido con el modo subjuntivo y con el caso dativo. En otros terrenos se permite, entre gente civilizada, una más amplia posibilidad de elección y una mayor libertad para el capricho individual. Pero cuanto menor es una sociedad, menos libertad se otorga al individuo para desviarse de la norma de conducta aceptada. En un atolón de coral en el Pacífico o en un valle entre montañas en Nueva Guinea, el comportamiento es infi­ nitamente más uniforme que en Manchester o en Zurich. Por un lado, al isleño del Pacífico o al hombre de la tribu papú, apenas se ofrecen alternativas de comportamiento, alternativas que sí se ofrecen al in­ glés culto que al menos ha leído acerca de las curio­ sas costumbres de los extranjeros y puede haber visto a los chinos comer con palillos. Por otro lado, la fuer­ za de la opinión pública es mucho mayor en una co­ munidad pequeña. En una ciudad grande, las peque­ ñas excentricidades en el vestir no provocarán gritos

de burla o demostraciones hostiles; en cambio, en un pueblo, los niños se mofarán de cualquier anormalidad y los adultos pueden hacer sentir su desaprobación por medios aún menos agradables. Los modos tradicionales de comportamiento se diferencian con mayor claridad unos de otros entre las pequeñas sociedades que entre las grandes. Pero inclu­ so en el mundo contemporáneo de la mecanización y de la rápida comunicación de normas de conducta, las formas de cortesía y de belleza son diferentes para los rusos, los americanos y los británicos. Y muchas de estas divergencias de tradición se expresan, como aca­ bamos de demostrar, por medio de diferencias visibles en los objetos materiales, capaces de convertirse en datos de información arqueológica. Las diferencias en la moda del vestido o de la arquitectura local queda­ rán reflejadas hasta cierto punto en el testimonio ar­ queológico, pero no así las diferencias dialectales. Los arqueólogos usan tradiciones divergentes cuyos resultados se fosilizan, o más bien los distintos resul­ tados de acciones inspiradas por dichas tradiciones, para distinguir varias culturas. Y creen que cada una de estas culturas representa una sociedad. Como se re­ cordará, una cultura es simplemente un conjunto de tipos que se han encontrado repetidamente en asocia­ ción en varios lugares. Ahora bien, un tipo es un tipo porque constituye el resultado de diferentes acciones, inspiradas todas ellas por una misma tradición. Los tipos están asociados porque las distintas tradiciones expresadas en ellos son mantenidas y aprobadas por una sola sociedad. El mismo conjunto de tipos asocia­ dos se repite en varios lugares, porque todos los sitios fueron ocupados por miembros de una misma sociedad.

Qué clase de unidad haya sido aquella sociedad —una tribu, una nación, una casta, una profesión— apenas puede deducirse de unos simples datos arqueológicos. Pero estas sociedades, comoquiera que sean designadas, proporcionan a los arqueólogos los actores de un dra­ ma histórico. 4. — T ie m p o

d e e v o l u c ió n a r q u eo ló g ic a

El comportamiento tradicional puede cambiar con el transcurso del tiempo. Los tipos que expresan dicho comportamiento pueden diferenciarse no sólo porque están producidos por diferentes sociedades, sino tam­ bién porque las modas han cambiado dentro de una misma sociedad. De acuerdo con esto, podemos estable­ cer un contraste entre la cultura inglesa en 1945, la cul­ tura inglesa en 1585, y asimismo la cultura rusa en 1945. El plano de una ciudad del período Tudor y los edificios que la componen, con sus instalaciones y su contenido, son tan diferentes de los de una ciudad inglesa contem­ poránea como estos últimos de los de una ciudad rusa. Concretamente, pues, la cultura significa lo mismo en ambos casos —un conjunto distinto de tipos asociados de forma repetida—. Pero el significado secundario, la interpretación, es diferente. Deducimos de testimonios escritos, y podríamos inferir probablemente sólo de la información arqueológica, que la cultura inglesa con­ temporánea, con todos sus componentes, es una evolu­ ción de la cultura inglesa Tudor que ha seguido un proceso gradual y continuo del progreso tecnológico y científico, del cambio económico y político, sin ninguna ruptura en la tradición y sin ninguna sustitución de la sociedad de distinta constitución genética o antigüedad cultural. De hecho, lo que queremos decir con “cul­

tura Tudor” es “cultura inglesa del período Tudor”. Sería mejor expresarlo así, ya que no siempre resulta tan evidente por sí solo. Ahora bien, en los sucesivos niveles de un lugar es­ tratificado, los arqueólogos observan conjuntos de tipos diferentes que se suceden unos a otros. En otras pala­ bras, observan una sucesión de culturas y luego dicen que han establecido la secuencia cultural del lugar. Teniendo en cuenta que los mismos conjuntos aparecen en el mismo orden en diversos lugares —y dentro de una región natural, esto es generalmente cierto—, este uso es literalmente correcto. Como es natural, un pe­ ríodo arqueológico en cualquier provincia y en cual­ quier lugar de aquella provincia, está constituido de hecho por la cultura, o más bien por los tipos caracte­ rísticos que distinguen los correspondientes estratos de aquellos oíros que les preceden o siguen. Se puede pro­ ducir una confusión al aplicar el mismo nombre a una división cronológica del testimonio arqueológico y a un grupo de agentes que aparezcan en dicha división. En el caso de la “cultura Tudor” no surge ningún equívoco; nadie imagina que pueda representar una fase de la cultura francesa o rusa, o cualquier otra que no sea la inglesa. El estudiante debe advertir inmedia­ tamente que un uso similar aplicado a conjuntos pre­ históricos ha producido tremendas confusiones (página 52). Debe aprender a distinguir entre “períodos cul­ turales”, es decir, fases de la cultura, y las culturas que resultan de las divergencias de la tradición social en uno y el mismo período arqueológico. La termino­ logía debería reflejar esta distinción, pero desgracia­ damente no siempre es así. Finalmente, algunos tipos cambian más rápidamente que otros, y muchos modelos tradicionales de conducta

son comunes a varias sociedades distintas. En los últi­ mos cincuenta años, los tipos de automóvil han cam­ biado de una forma casi increíble; los tipos de carro, en cambio, no. En el mismo período, la moda en el calzado masculino ha permanecido casi inalterable, mientras que el gusto respecto a los sombreros ha va­ riado de forma muy marcada. De la misma manera, las bombillas del alumbrado eléctrico y las tazas de té de una ciudad bombardeada en Rusia se parecerán mucho más a las inglesas que las estufas y las teteras. Distintos conjuntos, ya sean cronológicos u otras divi­ siones del testimonio arqueológico, se diferencian habitualmente por medio de unos pocos tipos solamente. A los tipos que de este modo resultan útiles para dis­ tinguir culturas, o fases de culturas, se les denomina generalmente fósiles-tipo —este concepto, de hecho, está tomado de la geología—. Sea cual fuere el con­ junto donde se descubra un tipo que sea característico de un período, el conjunto será “fechado” por aquel tipo y asignado al período del que dicho tipo es un fósil-tipo característico. Para la clasificación cronológi­ ca, por lo tanto, es suficiente un solo ejemplar asociado de un fósil-tipo bien establecido para fechar el conjunto con el cual se ha encontrado asociado. Para definir una cultura, sin embargo, el fósil-tipo debe aparecer repetidamente y en varios emplazamientos. Pero, na­ turalmente, los fósiles-tipo no caracterizan o constitu­ yen ninguna cultura, a pesar de que los prehistoriado­ res a menudo escriben como si así fuera. Las bombillas del alumbrado eléctrico eran elementos tan significati­ vos de la cultura rusa como las estufas. Los hombres han estado viviendo y actuando en la tierra durante medio millón de años aproximadamente. A lo largo de este vasto período han efectuado cambios

en el mundo material, con lo cual han dejado huellas en el testimonio arqueológico. La historia arqueológi­ ca recorre, o intenta recorrer, la totalidad de estos 500.000 años. No más de 5.000 años atrás algunas so­ ciedades —los egipcios y los sumerios— inventaron sis­ temas de escritura y comenzaron a registrar nombres y hechos, iniciando de este modo los testimonios escri­ tos. Posteriormente, otros pueblos —los habitantes del valle del Indo, los hititas de Asia Menor, los minoicos de Creta, los micénicos de la Grecia continental, los chinos— comenzaron a escribir, y la práctica se difun­ dió hasta que actualmente la mayoría de los pueblos humanos, aunque 110 todos desde luego, son cultos o al menos cuentan con algunas personas que saben leer y escribir. Los textos escritos, como es lógico, comple­ mentan y enriquecen el testimonio arqueológico sin entorpecerlo o sin convertirlo en algo superrluo. A pe­ sar de ello, el enriquecimiento del contenido de la his­ toria por medio de los textos escritos es algo tan dra­ mático que se ha convertido en una costumbre el hacer del comienzo de la escritura la base para una dicotomía del testimonio arqueológico. La parte que no se halla amparada por textos escritos contemporá­ neos se denomina de un modo convencional prehisto­ ria; cuando los documentos escritos comienzan en cualquier región, allí se inicia la arqueología del pe­

ríodo ■histórico. Esta división no tiene un significado filosófico pro­ fundo ni implica ningún cambio fundamental en el método. Todos los términos usados para la compara­ ción, clasificación e interpretación de los datos pre­ históricos son igualmente aplicables a las llamadas secciones históricas del testimonio. Pero, naturalmen­ te, la existencia de fuentes escritas hace innecesarios

algunos de ellos e introduce otros. Ahora bien, para manejar los vestigios arqueológicos se han ideado los conceptos arqueológicos más puros y las técnicas de excavación más refinadas. A falta de datos escritos, tenía que inventarse un sistema arqueológico de cro­ nología diferenciador, basado exclusivamente en datos no escritos, pero a menudo resulta conveniente aplicar también el sistema a períodos posteriores. Entonces, los vestigios dejados por nuestros primitivos e incultos antepasados, por no hablar de los hombres anteriores del Pleistoceno, son tan raros y tan pobres comparados con los que nos han legado los civilizados romanos, griegos, egipcios o sumerios, que los prehistoriadores tuvieron que recoger escrupulosamente y estudiar de manera minuciosa cualquier fragmento subsistente, e ingeniar modos de descubrir y reconstruir huellas que estaban casi totalmente borradas. Por el contrario, la arqueología mesopotámica consistió durante largo tiempo exclusivamente en la caza de tablillas con ins­ cripciones y de objetos de arte, en la cual se destru­ yeron alegremente, o se desecharon sin registrar, casas privadas, cerámica doméstica, armas y utensilios de metal y otras sencillas reliquias similares. Pero aun así, los documentos literarios más antiguos de Mesopotamia y también de Egipto son fragmentarios, y muy li­ mitados y faltos de contenido. Ha sido únicamente en las últimas dos o tres décadas, por medio de la apli­ cación en lugares de Sumer y Babilonia de técnicas de excavación y de conceptos interpretativos elaborados por los prehistoriadores, cómo el cuadro vivo de que se dispone ahora sobre la vida en el Antiguo Oriente ha podido ser reconstruido. Se tuvo que recurrir inclu­ so, con respecto a la cronología, a datos puramente ar­ queológicos para corregir las ambigüedades y los erro­

res de los antiguos documentos escritos; uno de los resultados fue reducir la época del primer gran legis­ lador Hammurabi en casi 250 años. Del mismo modo, y durante largo tiempo, los ar­ queólogos clásicos concentraron tanto su atención en los rasgos arqueológicos de los edificios públicos, en la estatuaria, mosaicos, joyas grabadas y vasos con fi­ guras, que nadie supo liasta 1935 cómo era en realidad una casa griega del período clásico. Mientras que los historiadores griegos y romanos nos han legado rela­ tos voluminosos sobre acontecimientos políticos y mi­ litares, se muestran en cambio lastimosamente reticen­ tes acerca de asuntos mundanos tales como el co­ mercio, la densidad de población y la tecnología. El volumen y la extensión del comercio griego con los bárbaros —se denominaba así a todos los que no eran griegos, incluyendo a los egipcios y a los babilonios— están siendo recuperados por los arqueólogos a base de enumerar las ánforas de vino griegas excavadas en el sur de Francia, el sur de Rusia, Irán y otros territo­ rios “bárbaros”, y trazar los lugares de los hallazgos en mapas. Los cálculos sobre la población de Atenas —la ciudad más famosa de la Antigüedad—, basados en referencias de la literatura, varían entre 40.000 y 160.000. La excavación completa de una ciudad, como Olinto, al revelar el número total de casas, aporta da­ tos sustanciosos para una estimación fidedigna. Incluso en la historia militar, a la que los autores clásicos die­ ron tanta importancia, la excavación arqueológica ha completado e incluso corregido sus testimonios. Los estratos correspondientes a las destrucciones y recons­ trucciones en los fuertes y campamentos de las legio­ nes del norte de Gran Bretaña, revelan las vicisitudes de la fortuna romana y las fluctuaciones de la política

imperial, sobre las cuales las fuentes literarias nada nos dicen. En realidad, todas las ramas de la historia, tal como se entienden ahora, deben basarse en datos arqueológi­ cos no escritos. Para la historia de la ciencia, por ejem­ plo, sus aplicaciones en la tecnología son por lo menos tan importantes como las especulaciones de los teólogos o incluso de los filósofos. Aun así, hasta el siglo xvi se ignora virtualmente a la tecnología en los textos escri­ tos. La historia de las máquinas de movimiento rota­ torio se ha ido escribiendo paulatinamente gracias al descubrimiento, por parte de los arqueólogos, de verda­ deros molinos de mano y ruedas hidráulicas, o de sus representaciones en grabados o mosaicos. Así pues, sigue siendo conveniente distinguir la prehistoria de las demás ramas de la arqueología. Pero no son necesarias más justificaciones para otorgar a aquella rama el lugar prominente que se merece.

BIBLIOGRAFÍA CHn.DE, V. G: Piecing together the Past (Londres, 1956). Una discusión exhaustiva sobre los términos y conceptos expli­ cados aquí en los capítulos I y II. Í d e m : Progreso y Arqueología (Buenos Aires, 1960). Í d e m : La evolución de la sociedad (Madrid, 1965). Í d e m : Orígenes de la civilización (México, 1967). Í d e m : Nacimiento de las civilizaciones orientales (Barcelona, 1968). Í d e m : Los orígenes de la sociedad europea (Madrid, 1968).

CAPÍTULO II

CLASIFICACIÓN

1. — L a t r ip l e ba se

Para extraer historia de la información que posee, el arqueólogo debe primero clasificarla. Para ello em­ plea forzosamente tres bases distintas de clasificación, que pueden ser denominadas: funcional, cronológica y corológica. En otras palabras, el arqueólogo se plan­ tea tres cuestiones acerca de cada dato: “¿para qué sirvió?”; “¿cuándo se hizo?”; “¿quién lo hizo?” El lector puede sentirse alarmado, cosa justificable, a la vista de los altisonantes términos que acabamos de em­ plear. Para ayudarle, pues, a comprender su contenido consideraremos un ejemplo imaginario —no del todo imaginario, ya que la clasificación cronológica básica que aún se utiliza para los datos prehistóricos fue en realidad concebida para ordenar los objetos en un museo—. Imaginemos al director de un museo poco común clasificando una colección excepcionalmente variada de piezas, recogidas no sólo en Inglaterra, sino en varios países europeos y en partes de Asia e incluso Austra­ lia, para su exposición, y preparando a la vez etique­ tas con la explicación de cada una. La colección se reduce a artefactos —objetos fabricados por el hom­ bre—, pero incluye no solamente ejemplares reales, sino también fotografías, planos y dibujos, ya que una iglesia o un castillo tienen tanto de artefacto como

una pipa o un dedal, aunque son menos adecuados para meter en una vitrina. El objeto que persigue el museo es exponer y presentar de un modo visible la vida de las gentes y de las sociedades en diferentes períodos de su historia —es decir, estadios sucesivos de sus culturas (en el sentido que se da en la página 18) y es evidente que los monumentos constituyen una parte de la cultura exactamente igual como puedan serlo las reliquias—. El museo está concebido, en realidad, para dar a conocer la evolución de la cultura e igualmente para ser una historia perceptible y concreta de la cultura, tal como se entiende este término actualmente. Por lo tanto, el director deberá presentar conjuntamente los objetos que fueron usados conjuntamente —en la mis­ ma época y por la misma gente (página 23)—. Dado que la historia es un proceso en el tiempo, una secuen­ cia de sucesos consecutivos, esta enorme colección de­ berá ser distribuida entre una serie de salas, cada una dedicada a un solo período y todo dispuesto por orden cronológico. Nuestro director imaginario tiene la suerte de tener a su disposición un rascacielos, una verdade­ ra Torre de la Historia. De este modo puede dedicar un piso entero a cada período importante. El visitante subirá desde los sótanos prehistóricos hasta, digamos, los pisos romano, anglosajón, normando, Tudor, jacobi­ no, georgiano, Victoriano, para llegar al final al piso neoisabelino contemporáneo. Si la colección es tan extensa como nosotros nos imaginamos, necesitará naturalmente una serie de ras­ cacielos análogos y conectados entre sí —digamos, unas alas— para albergarla. Los indios contemporá­ neos, por no mencionar a los papúes, visten indumen­ tarias muy diferentes de las de los ingleses contempo­

ráneos. Aunque en ambos casos las vestiduras se llevan en una misma época, en general no son usadas conjun­ tamente. Al ser contemporáneas, deberían ser coloca­ das en el mismo piso, pero al mismo tiempo deberían ocupar distintas salas, en diferentes alas. En realidad, cuanto más descendemos, mayores son las divergencias locales que encontramos. Afortunadamente, como todos los rascacielos, nuestro museo imaginario es más ancho en la base que en la cúspide. Podemos observar de paso que la simple división geográfica de las alas del edificio no será suficiente para hacer justicia a la diversidad real de las culturas de cualquier período, es decir, de cualquier piso. Den­ tro de un mismo país pueden darse dos o más grupos de personas cuyas culturas sean tan distintas que debe­ rían asignárseles salas diferentes. Incluso en Inglate­ rra, los gitanos que estuvieran en los pisos Victoriano y georgiano merecerían por lo menos un grupo de vi­ trinas aparte. En el ala india sería necesaria una sepa­ ración más completa; si los artefactos fabricados y usa­ dos por los hindúes, por los musulmanes y por los parsis no se diferencian entre sí de un modo tan drástico como para precisar salas distintas, hay tribus paganas como los todas y los oraones, cuyos sistemas de vida son tan diferentes de los de la mayoría “civilizada” y el uno del otro, que cada una de ellas podría exigir para sí una sala propia. Por suerte para el director, el comportamiento de dichas tribus deja considerable­ mente menos resultados fosilizados que el de la ma­ yoría. Una sala alojará de manera adecuada los obje­ tos explicativos de cada una. En los tiempos primitivos, sociedades aún más di­ ferentes habitaban en una misma pequeña zona. En la Edad de Piedra, por ejemplo, se pueden distinguir tres

de ellas en un país tan pequeño como es Dinamarca. No obstante, a pesar de que se ha fosilizado el suficien­ te comportamiento de cada una de ellas para que al prehistoriador no le queden dudas de que se enfrenta con tres modelos totalmente distintos, la totalidad de los resultados podría ser expuesta de un modo adecuado en tres cajas pequeñas. Cada una de estas sociedades, ya sean los tres grupos anónimos de la Dinamarca pre­ histórica, los hindúes y los todas en la India, o los ingleses y los gitanos, ha creado una cultura propia y esta cultura ha evolucionado, o por lo menos ha cam­ biado con el tiempo, por lo cual debería estar repre­ sentada en más de un piso. En realidad, nuestro mu­ seo imaginario no pretende explicar la evolución de la cultura, ya que no existe tal cosa. Todo lo que puede enseñar es la evolución de las culturas, el cambio de los modelos de comportamiento de las distintas socieda­ des humanas. Ésta es la razón por la cual el edificio posee muchas alas. Cada ala, compuesta por varios pi­ sos, constituye un departamento y necesitará un con­ servador distinto que ordene y clasifique su contenido.

2 . — C l a s ific a c ió n

f u n c io n a l

Como es lógico, el director y los conservadores que le ayudan tendrán que marcar con etiquetas cada ejem­ plar con el fin de informar a los visitantes de cómo era usado, para qué servía, en una palabra, la función que desempeñaba en la vida de la sociedad que lo fa­ bricó y lo usó. Por lo tanto, el personal tendrá que cla­ sificar las muestras y objetos expuestos y agrupar con­ juntamente, por ejemplo, los adornos personales, los aparatos para el afeitado, los medios de transporte, los

objetos y edificios usados para el culto, el recreo y el juego, etc. Darán a cada ejemplar un número apropia­ do, lo que podría denominarse su coordenada funcio­ nal, y redactarán una breve etiqueta que explique para qué servía. La elaboración de estas etiquetas no resulta tan fá­ cil como podría imaginarse. Aparte del hecho de que son necesarios conocimientos de enciclopedia para com­ prender el uso de los innumerables aparatos utilizados en las industrias modernas o incluso en las antiguas, el significado de los símbolos de los millares de cul­ tos, órdenes y logias rivales, y la complejidad de los juegos populares, los objetos expuestos que represen­ tan estadios primitivos ofrecen problemas muy pecu­ liares. Los ejemplares arqueológicos de cualquier anti­ güedad remota es fácil que estén incompletos por las razones indicadas en la página 10. Así, las azadas y las lanzas más antiguas no tendrán mango. De los arpones de pesca tan sólo subsistirán las púas de hueso barba­ das. Las cabezas de hacha de piedra 110 se parecen en absoluto a las hachas que usamos hoy. Los mangos han desaparecido, como es natural, pero es evidente que 110 pasaban a través de ningún agujero en el ex­ tremo de la cuchilla, ya que esta última no está per­ forada. En realidad, se suponía en la Antigüedad clá­ sica y en la Inglaterra medieval que tales utensilios eran meteoritos. Su verdadero uso se conoció solamen­ te cuando se pudo observar que los indios pieles rojas de América utilizaban precisamente como cabezas de hacha objetos de piedra similares. Igualmente, puntas de hueso barbadas, recogidas en yacimientos daneses y suecos muy antiguos, fueron registradas generalmente como “arpones” hasta que se observó que se parecían mucho más a las púas de los arpones de pesca de hie3.

C H IL D E

rro (leisters) usados actualmente por los pescadores es­ candinavos. Más adelante se dedica un capítulo a indicar cómo pueden completarse con certeza los fragmentos que subsisten en el testimonio arqueológico. Los dos ejem­ plos que acabamos de citar pretenden indicar la for­ ma en que las referencias al folklore y a la etnografía pueden contribuir a esclarecer la función de algunos ejemplares arqueológicos misteriosos. En rincones de Europa que todavía escapan a la industrialización, en las Islas Occidentales de Escocia, en las profundidades de los bosques finlandeses o a lo largo de los valles menos accesibles de los Balcanes, los campesinos y pes­ cadores han conservado intactas tradiciones que se re­ montan, sin interrupción, a la Edad de Piedra y que ellos expresan por medio de utensilios y productos que pueden ser equiparados con las reliquias y monumen­ tos de hace cuatro mil años o más. En el Ártico o en el desierto de Kalahari las gentes viven aún de forma muy parecida a como vivían los europeos durante el período glaciar o como vivían los contemporáneos de estos últimos en el norte de África. Las semejanzas existentes en los avíos que han subsistido justifican que, en cierto modo, tratemos a estos salvajes actuales como representantes de las sociedades de la Antigua Edad de Piedra. Cuando las muestras se han distribuido de esta ma­ nera en grupos funcionales, es muy posible que nues­ tro director se sienta desconcertado al ver que en mu­ chos de los grupos hay demasiados objetos para expo­ ner en su Torre de la Historia, por muy espaciosa que sea. Puede reducir estos grupos a proporciones más manejables pasando por alto las diferencias poco im­ portantes que existen entre las piezas individuales. Por

consiguiente, algunas de ellas se considerarán como pertenecientes al mismo tipo y únicamente será nece­ sario exponer una, pudiendo almacenarse o desecharse las restantes. Por ejemplo, la Bulby Motors Inc. ha producido anualmente desde 1925 un millar de sus Democrats 5-HP, que se diferencian entre sí únicamente por el número del motor y de chasis. Nuestro director ha adquirido cuarenta ejemplares del modelo de 1928, que se distingue especialmente por la forma de sus guardabarros. Pero, para sus propósitos, este detalle tiene tan poca importancia como el de los números. Expondrá uno como ejemplar-tipo y desechará los treinta y nueve restantes. Así también, una colección puede estar compuesta de treinta trajes de caballero, diferenciándose naturalmente por las tallas y la tela, pero correspondiendo todos al mismo corte en boga. Un solo traje será suficiente para representarlos. Los vestidos de señora pueden ocasionar más dificultades, puesto que las “creaciones” de la alta costura son evi­ dentemente menos manejables en este sentido. No obs­ tante, los vestidos de un pueblo balcánico, y a veces de toda una provincia, son todos de idéntico modelo, con excepción de los dibujos bordados en cada uno. Estas últimas diferencias pueden ser pasadas por alto; un solo vestido representará al tipo común en la pro­ vincia de Split. Aplicando de esta forma el concepto de tipo, ya expuesto en la página 13, el director podrá eli­ minar lo superfluo de su colección y reducir cada uno de sus grupos funcionales a un conjunto de tipos no demasiado voluminoso. Podrá entonces distribuir los ejemplares-tipo así seleccionados entre los diversos conservadores de sus departamentos. Cada uno de ellos deberá reagruparlos en el piso adecuado, asignan­

do a cada uno un segundo número indicador: su coor­ denada cronológica.

3 . — C la s ific a c ió n

cro n o ló g ica

La primera medida que tomará el conservador de un departamento será probablemente la de agrupar en orden cronológico los ejemplares que le han sido asig­ nados, siguiendo su estudio desde los más primitivos a los más modernos. El conservador intenta, como re­ cordaremos, exponer conjuntamente objetos que se usaron en la misma época. Así pues, junto con su Democrat modelo 1928, presentará el modelo de traje que la persona que lo conducía pudo haber llevado, el mo­ delo de casa que pudo haber construido o comprado recién construida, una lápida sepulcral como la que pudo haber encargado para su esposa, y así sucesiva­ mente. En tomo a una diligencia, el conservador reu­ nirá un grupo semejante de indumentarias, viviendas y lápidas completamente diferentes. Un carro de com­ bate podría formar el centro de un grupo más peque­ ño de piezas de exposición, aunque no tanto como el grupo formado por las piezas expuestas en torno a la motocicleta, etc. El conservador proyecta, por último, mostrar los cambios sucesivos que ha experimentado la cultura británica por medio de una serie de escenas o cuadros, cada una en un piso diferente y que repre­ sentará una fase significativa de lo que en realidad fue un proceso continuo. Cada escena representa una fase y cada sala es parte integrante de un período. El conservador puede otorgar a cada período, de modo arbitrario, un título adecuado ‘Victoriano”, “georgiano”, “Tudor”, “romano-británico”, “neolíti­

co secundario”— y marcar las futuras muestras de acuerdo con este orden. Para sus propósitos inmedia­ tos, estos nombres 110 significan nada más que posicio­ nes en una serie. También los números servirían para el mismo fin. De hecho, es posible que muchas de sus últimas muestras lleven ya dichos números indicado­ res. Es seguro que las motocicletas y las lápidas se­ pulcrales llevarán fechas inscritas; en cambio, los ves­ tidos no. Todos los números cardinales indican la posi­ ción relativa en la serie de números naturales: 1926 viene después de 1852. Los números-fecha indican el número de años que han transcurrido; por ejemplo, el número de veces que la tierra ha girado alrededor del sol entre el comienzo convencional de la era y el he­ cho fechado —digamos la erección de la lápida sepul­ cral—. (Nótese que los años pueden ser calculados a par­ tir del número cero de la era en cualquier dirección, hacia atrás o hacia adelante.) Para el departamento inglés, lógicamente el punto de partida de la era será “el nacimiento de Cristo”. Otros departamentos de la Torre de la Historia utilizarán otras eras —por ejem­ plo, la Héjira o huida de Mahoma de la Meca, en 622 d. C. Los números que indican la fecha antes o después de una era, no sólo indican las posiciones relativas de dos hechos en la secuencia que constituye la historia inglesa, sino que colocan cada hecho en su lugar en una serie de hechos que afectan a toda la superficie de la tierra —su lugar en un marco de referencia uni­ versal, o por lo menos global—. Esta forma de fechar se denomina cronología absoluta, en contraste con la cronología relativa. Probablemente se sabe que las lámparas de arco precedieron a las bombillas incan­ descentes (es decir, su cronología relativa), aunque no

se sepa cuántos años hace que ambas fueron inventa­ das. En un lenguaje más técnico: se sabe la edad re­ lativa de los dos hechos, pero no su edad absoluta. Mientras se dedique simplemente a poner en orden los ejemplares que tengan que ser expuestos en su depar­ tamento, el conservador puede contentarse con la cro­ nología relativa. La cronología absoluta le será nece­ saria únicamente cuando tenga que decidir en qué piso del museo mixto deberá ser instalada cada sala representativa de un período. Al mismo tiempo, una fecha en años es una medida de la antigüedad de un hecho; por ejemplo, la fabribación de un coche. Al agrupar las piezas en su propio departamento para representar períodos sucesivos, un conservador no necesita preocuparse por la duración de los varios períodos representados. Mientras se aten­ ga a su propio departamento, únicamente necesita sa­ ber el orden en que se suceden los períodos. Así, pues, podemos decir que sólo necesita mantener el tiempo de evolución arqueológica. Porque el tiempo de evolución arqueológica indica las sucesiones, pero no la dura­ ción. El orden de los hechos puede determinarse por métodos puramente arqueológicos. Sin la ayuda de la física nuclear, la astronomía, la geología o los docu­ mentos escritos, la arqueología no puede determinar el tiempo transcurrido desde que un hecho aconteció o una casa fue construida, o cuánto duró un período. Para su proyectada exposición, el conservador tiene que saber qué piezas fueron de hecho contemporá­ neas en el uso. Naturalmente, puede mirar las fechas inscritas en ellas y agrupar las que lleven fechas más o menos similares. O puede consultar las descripciones escritas. Ninguno de los dos procedimientos, sin em­ bargo, es del todo satisfactorio, pues ambos son váli­

dos únicamente para una pequeña parte de la colec­ ción. Haría mejor en recurrir al principio arqueológico de asociación. Al fin y al cabo, la mejor garantía de que los tipos fueron de uso contemporáneo es la de que deberían haber sido hallados asociados en las circustancias indicadas en la página 17. (Las imágenes contemporáneas —si se dispone de ellas— pueden pro­ porcionar tan buena evidencia para el uso contempo­ ráneo como las investigaciones realizadas en el curso de una excavación.) La asociación no nos dará por sí sola una idea acer­ ca del piso que un conjunto dado de tipos deberá ocu­ par en fin de cuentas. Para establecer el proyectado orden cronológico, el hecho de destinar un conjunto a un piso apropiado depende de la posición relativa de este conjunto en una secuencia de conjuntos. Es in­ dudable que si una o dos piezas asociadas a cada con­ junto tuvieran una fecha inscrita, la posición adecuada de todo el grupo de tipos asociados sería evidente, pero únicamente a la luz de los testimonios escritos. Porque a menudo se dan las fechas no como números de años de una era, sino más bien en la forma "Quinto año del rey Jorge III” o “en (el año de) el consulado de Craso” o “en el año en que el rey...”. Estas fórmulas sólo pueden ser traducidas a años antes o después de nuestra era cuando se puede disponer de testimonios escritos completos. Pero todo lo que nuestro conservador necesita sa­ ber por el momento es la edad relativa de las distin­ tas muestras. Tiene que saber que este automóvil es más viejo que aquél, pero es a la vez contemporáneo de aquella lápida sepulcral. Se puede determinar la cronología relativa mediante métodos puramente ar­ queológicos sin hacer en absoluto referencia a las in­

vestigaciones de los historiadores literarios. Se puede apelar a dos principios: estratigrafía y tipología. Esta última, aunque es menos digna de confianza, es la más clara y el conservador podría aplicarla sin tan siquiera salir del museo. Las locomotoras ofrecen un ejemplo sencillo. Nadie creería que la “Royal Scot” es más antigua que el tipo “Rocket”. Lo contrario resulta ob­ vio al documentarse, y una inversión en la relación sería inconcebible. Se podría disponer fácilmente una serie de dibujos y fotografías con el fin de demostrar cómo perfeccionamientos acumulativos condujeron des­ de la “Rocket”, relativamente primitiva e ineficaz, hasta las locomotoras de los expresos contemporáneos. Al conocerse los dos extremos, se podría disponer con certeza los diversos tipos intermedios en su orden co­ rrecto, sin referencia a las fechas con que el cumplido fabricante marcaba sus productos. Una sucesión se­ mejante de tipos progresivamente eficaces constituye lo que se denomina una serie tipológica. Las fases o períodos que la componen pueden ser utilizados para determinar las posiciones relativas de los conjuntos enteros a los que uno u otro está asociado. Los conser­ vadores de museos gustan de sentarse cómodamente en sus estudios ordenando sus ejemplares —o las tar­ jetas que los representan— en claras series tipológicas. Pero, por muy bonitas que parezcan, poco se puede confiar en ellas a menos que sean corroboradas por la autoridad literaria o bien por medio del otro test ar­ queológico: la estratigrafía. Pero, para aplicar este test, el conservador debe salir del museo y excavar él mismo en la tierra sucia o por lo menos leer cuidado­ samente los aburridos informes de los excavadores. El concepto de la estratigrafía la arqueología lo ha tomado de la geología. El principio afirma que en

cualquier yacimiento que no haya sido excavado, la capa inferior es la más antigua y la superior la más reciente. El principio es tan importante que en el pró­ ximo capítulo deberemos volver sobre sus aplicacio­ nes, y contentarnos aquí con un esquema muy incom­ pleto. Si una cueva o un poblado han sido habitados durante varías generaciones, se acumularán capas de desperdicios en el suelo de la cueva, en las calles o en una escombrera, y constituirán datos de información arqueológicos, incluyendo tipos de artefactos durade­ ros: botones, botellas y cerámica rota, acesorios de co­ ches, etc. Al menos algunos de los tipos variarán de capa a capa. El principio de la estratigrafía afirma que los tipos más antiguos son los de la capa inferior, a menos que el yacimiento haya sido excavado. En el caso de que el último ocupante hubiera cavado una escombrera en el suelo de la cueva, se podrían encon­ trar objetos recientes a mayor profundidad que los ob­ jetos más antiguos. Si se excavara sistemáticamente un lugar estratifica­ do (es decir, formado por capas), se podría reconocer que dos o tres tipos se hallan limitados a cada capa y no aparecen más arriba ni más abajo del sitio donde se encuentran otros tipos diferentes. Los tipos así res­ tringidos, por ejemplo, al estrato C son considerados como característicos de este estrato. Con suerte se en­ contrarán los mismos tipos en los estratos correspon­ dientes, es decir, en estratos que ocupen la misma po­ sición relativa en otros lugares dentro de la provincia. En ese caso se les puede denominar fósiles-tipo (según se ha explicado en la página 24) y pueden utilizarse para fijar un período arqueológico, una división del testimonio arqueológico local. Todos los yacimientos en que aparezcan serán considerados como contempo­

ráneos —en el tiempo de evolución arqueológica— y asignados al mismo período, al que pertenecerán igual­ mente todos los tipos asociados a ellos. La posición relativa del período así establecido en la secuencia local de los períodos arqueológicos, su lugar en el tes­ timonio arqueológico local, se determina mediante la posición estratigráfica de los fósiles-tipo. El lector debería prestar especial atención a dos puntos. El período determinado por los fósiles-tipo no constituye una división del tiempo sideral, sino úni­ camente una división del tiempo de evolución arqueo­ lógica, el cual se limita a la región en la que los tipos característicos eran de uso corriente: un samovar po­ dría determinar un período en la arqueología rusa, pero no en la británica. En segundo lugar, no todos los fenómenos arqueológicos son idóneos para produ­ cir fósiles-tipo. Sobre el primer punto volveremos más tarde. El segundo ya ha sido suficientemente tratado en la página 24. Si nuestro conservador hubiera sido el director de un museo independiente de antigüedades locales, la estratigrafía y la tipología le habrían facilitado toda la información que necesitaba para clasificar sus colec­ ciones por orden cronológico. Pero únicamente tiene a su cargo un departamento en un museo mixto, en el que los tipos de uso contemporáneo no sólo en Ingla­ terra, sino también en Grecia, Irak, India, Nueva Ze­ landa y otros lugares, deben ser expuestos en el mis­ mo piso. El visitante, como se recordará, debería po­ der avanzar no sólo de forma vertical desde una fase de la cultura india o inglesa a la siguiente, sino tam­ bién horizontalmente con el fin de ver lo que sucedía en Inglaterra, India, Nueva Zelanda y otros lugares durante la misma época.

Ahora bien, las etiquetas que indican los períodos —“Tudor”, “normando”, “romano-británico”, “neolítico secundario”— no ayudarán al conservador del depar­ tamento inglés en su tarea de asignar las piezas así marcadas al piso correspondiente, que deberá alber­ gar los ejemplares de uso contemporáneo en el Irak o en la India. Estos ejemplares llevarán etiquetas com­ pletamente diferentes —otomanos, abasidas, partos, acadios o mogoles, los gupta, greco-bactrianos, harappienses—. En tanto que estas etiquetas puedan ser tra­ ducidas a fechas numéricas en términos de la era cris­ tiana, mahometana u otra era, en tanto que la crono­ logía relativa pueda ser convertida en cronología abso­ luta, las cifras resultantes indicarán suficientemente el piso adecuado en las distintas alas. Pero esta traduc­ ción depende principalmente de los datos informati­ vos procedentes de los documentos escritos. Ahora bien, los maorís de Nueva Zelanda eran analfabetos cuando el capitán Cook desembarcó durante el período georgiano de la arqueología inglesa; los pieles rojas del Canadá aún no poseían documentos escritos durante el período Tudor de la arqueología británica; la mis­ ma Inglaterra era aún prehistórica cuando Julio César invadió el país e incluso cuando Claudio César lo ane­ xionó al imperio romano. Así pues, fuera de estos lí­ mites, la historia escrita no puede ofrecer ninguna orientación a los distintos conservadores, por mucho que hagan la geología y la física nuclear. El director tendrá que decidir en qué piso deberán ser expuestas las diversas colecciones. Hasta cierto punto, al colocar en el mismo piso pie­ zas de uso contemporáneo en las regiones representadas por las distintas alas del edificio, podría al menos re­ solverse su problema por medios puramente arqueo­

lógicos. Tipos comentes en la Inglaterra Tudor fue­ ron transportados a través del Atlántico y vendidos a los pieles rojas de América, mientras que algunos arte­ factos contemporáneos de los amerindios eran llevados a Inglaterra como objetos curiosos. Algunas colecciones de América del Norte pueden, pues, ser identificadas como contemporáneas del grupo Tudor de Inglaterra y ser asignadas con certeza al mismo piso. De la misma manera, aunque de una forma más sorprenden­ te, productos británicos llegaban a la Grecia micénica, mientras que armas y collares, de moda en Grecia en el período micénico, eran importadas a Inglaterra. Así pues, un modelo de Stonehenge y reliquias de las que se sabía eran contemporáneas de dicho santuario, pue­ den indiscutiblemente ser expuestos en la misma plan­ ta que el modelo de la Puerta de los Leones de Micenas y que las réplicas de los tesoros de las tumbas de Pozo, 1550-1400 a. C.

4 . — C l a s ific a c ió n

co ro ló g ic a

En nuestra explicación sobre la clasificación crono­ lógica, hemos supuesto que el director sabía a qué de­ partamento debían ser asignadas las piezas, y que dejaba al conservador la tarea de clasificarlas cronoló­ gicamente. Para expresarlo en jerga técnica, ya había llevado a cabo la clasificación corológica de la colec­ ción antes de que el contenido de ésta hubiera sido clasificado cronológicamente. En la práctica esto hu­ biera sido imposible sin la ayuda de una fuente de información exterior. Pero, por medio de procedimien­ tos puramente arqueológicos, el director podía haber distribuido sus piezas, no en departamentos regionales

tal como nosotros lo hemos enfocado, sino en culturas en el sentido expuesto en el primer capítulo, siempre y cuando supiera qué piezas estaban asociadas con otras. Pero habría tenido que clasificarlas primero cro­ nológicamente. De todas formas, la mayoría de los conservadores deberá proceder así con parte de sus colecciones. Sus procedimientos ya han sido sintetiza­ dos en la página 36. Dentro de la misma clase o período cronológico aún se encontrará todavía una gran variedad de tipos, todos ellos cumpliendo funciones idénticas. ¿Cómo se explican estas diferencias? Un tipo americano de loco­ motora exprés es evidentemente diferente de cual­ quier tipo británico; por ejemplo, está provisto de un quitapiedras, una campana y un faro proyector. Estos aditamentos, no obstante, no aumentarían la eficacia de la locomotora para arrastrar trenes exprés en los ferro­ carriles británicos. Por lo tanto, no pueden representar perfeccionamientos del modelo británico más antiguo. Así, pues, estas diferencias no son debidas a discrepan­ cias en la edad —a diferencias cronológicas—. La ex­ plicación es que debe de tratarse más bien de una distinción corológica, de una divergencia de tradición entre dos sociedades distintas (la colocación de traviesas en los ferrocarriles o el uso de carreteras públicas para transportar vías férreas es, naturalmente, una cuestión de tradición social, y en ningún caso algo inherente a la naturaleza de los ferrocarriles como tales). Ahora bien, los tipos están repetidamente asociados unos con otros no sólo porque fueron de uso corriente durante la misma época, sino también porque fueron hechos y utilizados por las mismas personas. Recíprocamente, la razón de que existan diferencias entre los tipos dentro de un mismo grupo funcional se debe atribuir ya sea

a ios perfeccionamientos y cambios de la moda a tra­ vés del tiempo, ya a las divergencias en las maneras tradicionales de actuar y en los gustos entre personas distintas. El contraste entre la “Rocket” y la “Royal Scot” se debe a la primera causa; el que existe entre esta última y la “Bostoniana”, a la segunda. Si se uti­ lizan las locomotoras como fósiles-tipo, todo lo que pueda asociarse con la “Royal Scot” —no sólo vagones de corredor y señales, sino también granjas, indumen­ taria de los pasajeros, palos de cricket y cuchillos de mesa— es asignado a una cultura y representa a una gente; y todo lo que se asocie con la “Bostoniana”, a otra. Naturalmente muchos artículos serán comunes a ambos conjuntos; pero, considerados en su totalidad, el contraste entre las dos culturas es evidente. En el ejemplo tomado de culturas contemporáneas, la distin­ ción puede comprobarse con facilidad y la explicación ofrecida puede justificarse empíricamente. Además, pueden asignarse nombres políticos o étnicos a cada cultura. Lo mismo sucede también con culturas de las que subsisten informes escritos. Pueden sacarse las mismas deducciones de las diferencias existentes entre colecciones prehistóricas. Pero a éstas no se les puede asignar propiamente ninguna etiqueta política. Con la ayuda de la toponimia y de las fuentes es­ critas, se puede asignar excepcionalmente una etique­ ta lingüística, por ejemplo “celta” o “ibérica”, a cultu­ ras prehistóricas tardías. Normalmente, los conjuntos reconocidos tienen que ser distinguidos por medio de algún nombre totalmente convencional. Tanto puede tratarse de la designación de un fósil-tipo como de un rasgo característico; así, tenemos las culturas del “ha­ cha de combate”, del “enterramiento individual” y del “vaso campaniforme”. Algunas veces se aplica a una

cultura el nombre de mía provincia donde se halla ampliamente representada, por ejemplo, “lusaciana”; mucho menos frecuentemente un nombre geográfico calificado por un adjetivo cronológico: “Neolítico tesaliense A”, “edad de hierro británica A” (el término geográfico podría omitirse en un libro dedicado exclu­ sivamente a la prehistoria británica). No obstante, el sistema normal hoy en día es el de llamar a una cul­ tura según el lugar donde se distinguió por primera vez, o donde se halla representada de forma más típi­ ca. Desgraciadamente se usan eventualmente los mis­ mos términos para designar divisiones locales del tes­ timonio arqueológico local, esto es, períodos locales. Las culturas y los períodos prehistóricos tienen de he­ cho que ser identificados con la ayuda de los fósilestipo, y ambos están constituidos substancialmente por conjuntos de tipos. Los dos conceptos aún están per­ fectamente diferenciados, pero pueden ser confundidos fácilmente si se les designa del mismo modo. Con ob­ jeto de ayudar al estudiante a entender los libros de texto más antiguos y evitar el peligro inherente a las ambigüedades de la terminología prehistórica, este ca­ pítulo debe terminar con un apéndice histórico.

5. — C u l t u r a s

y pe r ío d o s p r e h is t ó r ic o s

Las divisiones locales del tiempo de evolución arqueológica, los capítulos sucesivos del testimonio ar­ queológico local, deben ser diferenciados por medio de algún género de etiqueta. En las secciones prehistó­ ricas, los números referentes a años, las fechas en tér­ minos de una era, no son utilizables ex hypothesi. Desde aproximadamente 1815 se ha hecho habitual di­

vidir las secciones prehistóricas de los testimonios ar­ queológicos en tres edades, un sistema ideado por Thomsen cuando organizaba el nuevo Museo de Anti­ güedades Nórdicas en Copenhague. Thomsen había decidido exponer conjuntamente aquellos objetos que habían sido usados al mismo tiempo. La colección in­ cluía muchos conjuntos de tipos que habían sido en­ contrados asociados en concheros (shell-mounds), en turberas, en tumbas megalíticas y en túmulos. Así pues, sabía qué tipos debía exhibir juntos, pero no en qué orden debía colocarlos. Pero, al igual que el poe­ ta romano Lucrecio, creía que antes de que los hom­ bres aprendieran el uso del hierro, fabricaban sus ins­ trumentos de cortar y sus armas en bronce y, aún mucho antes, cuando desconocían totalmente el me­ tal, contaban con piedra, hueso y madera. Así, Thom­ sen agrupó todos los objetos de hierro y todos los tipos que siempre se habían encontrado asociados a este metal, y atribuyó todos ellos a la Edad de Hierro, cualquiera que fuese el material del que cada ejem­ plar estuviera hecho. En cuanto al resto, fueron sepa­ rados y asignados a la Edad de Bronce todos los objetos de bronce y todos los tipos de piedra, hueso, madera o cerámica encontrados en asociación con ellos. Los objetos restantes llenaron una sala de la Edad de Piedra. Posteriormente, las excavaciones estratigráficas proporcionaron justificación objetiva al or­ den ideado por Thomsen y demostraron que su siste­ ma podía aplicarse a Suiza, Italia, Francia y Gran Bretaña, además de Dinamarca. De hecho, es de apli­ cación universal. Pero las “tres edades” son en realidad tres etapas tecnológicas consecutivas que siempre se sucedían en el mismo orden, dondequiera que fuere. Quizás habría

sido más sensato denominarlas “etapas” desde un prin­ cipio. Porque, aunque siempre ocupa la misma posi­ ción en la secuencia —para expresarlo de forma téc­ nica, en todas partes es homotáxica—, una “edad” no ocupa en todos los lugares la misma parte de tiempo sideral, es decir, no es siempre contemporánea. La Edad de Piedra finalizó en Australia con la fundación de una colonia británica en Botany Bay, en América central con el desembarco de Cortés, en Dinamarca alrededor del 1500 a. C., en Egipto antes del 3000. La palabra “edad” podría sugerir una franja de tiempo absoluto, una división de la cronología absoluta, mien­ tras que tan sólo se pretende designar una etapa en una secuencia. Se considera que las edades, épocas y períodos geológicos son contemporáneos en toda la Tierra y que pertenecen, por tanto, al dominio de la cronología absoluta. Las edades arqueológicas son di­ visiones del tiempo de evolución arqueológica y co­ rresponden a la cronología relativa. Por otro lado, el sistema de las “tres edades” en su forma original pro­ porcionó un marco satisfactorio dentro del cual se ha creado una cronología prehistórica fidedigna. Los in­ tentos para perfeccionar este sistema han ocasionado a los prehistoriadores un sinfín de problemas. Cuando después de 1859 se reconoció la existencia del hombre del Pleistoceno y se recogieron útiles de piedra en los depósitos geológicos formados durante o incluso antes del período glaciar, la primera “edad” de Thomsen resultó evidentemente de una duración desproporcionadamente larga. En 1863 fue dividida en dos: una Antigua y una Nueva, el Paleolítico y el Neolítico. Se asignaron a la primera los útiles de pie­ dra tallada encontrados en depósitos del Pleistoceno con los restos de animales extinguidos y exclusivamente de 4.

C H IL D E

caza. Como neolíticos se consideraron aquellos artefac­ tos, incluyendo instrumentos cortantes afilados y puli­ mentados, que habían sido hallados en los palafitos o habitaciones lacustres (lake-dwellings) suizos y en los dólmenes daneses asociados a una fauna reciente y a los huesos de animales domésticos y a indicios de agri­ cultura. La división se basó, pues, en tres criterios: 1) geológico (Pleistoceno o reciente); 2) tecnológico (afilado por medio de lascado solamente o pulimenta­ do), y 3) económico (una economía de cosecha silves­ tre —recolección— o de cultivo —producción—). Se supuso que los tres criterios coincidían, pero en reali­ dad no fue así. Luego, después de 1921, se añadió una tercera división de la Edad de Piedra: el Mesolítico. Actualmente, el Paleolítico equivale al Pleistoceno, y todas las culturas posteriores al Pleistoceno que man­ tienen invariable la antigua economía de caza, pesca y recolección, se clasifican como Mesolíticas. O más bien deberían estarlo: en la práctica, el término no se aplica a los recolectores contemporáneos de Aus­ tralia, África del Sur o Tierra de Fuego, ni tampoco a las tardías culturas prehistóricas de las zonas de coni­ feras o de tundra del norte de la región eurasiática. Tres edades proporcionaron una base lógica e inequí­ voca para la clasificación cronológica, o al menos suce­ siva; cinco edades, no. Sin embargo, aún así represen­ tan en cualquier región estadios sucesivos que tam­ bién constituyen divisiones del tiempo de evolución arqueológica, secciones del testimonio local. Se han propuesto “edades” adicionales, pero en ge­ neral no han sido adoptadas, afortunadamente, y sólo se hace necesario mencionarlas para tranquilizar al es­ tudiante que pueda tropezar con ellas durante su lec­ tura. Algunos autores han sugerido que se inserte entre

las Edades de Piedra y de Bronce (etapas), un Calcolítico (en italiano Eneolítico, en francés ÉnéoUthique). Tal como era empleado en su origen por los prehisto­ riadores italianos, este término significaba una etapa o período en el que se habían utilizado instrumentos y armas de cobre, junto con tipos similares de piedra. Pero esto ocurría en todas partes durante las fases pri­ mitivas de la Edad de Bronce, ya que los metales, que resultaban muy costosos, sólo eran asequibles a unos pocos miembros de la mayoría de sociedades y apenas se usaban para puntas de armas arrojadizas o para instrumentos destinados a trabajos groseros. Esta etapa, pues, no puede compararse ventajosamente con la "Edad del Bronce Antiguo”, denominación más generalizada. Quizá sería más práctico distinguir una etapa en la que se empleaba solamente el cobre nativo, tratado como si fuera una clase superior de piedra y forjado. El Calcolítico se aplica a veces a esta etapa tecnológi­ ca. Pero, debido a que el cobre nativo es muy poco frecuente, dicha etapa no precede universalmente a la Edad de Bronce y, por consiguiente, no representa una etapa general del progreso tecnológico. De vez en cuando se emplea la expresión “Edad de Cobre” para indicar dicha etapa, pero aún más frecuentemente se utiliza para designar un período en el que se utilizaba el cobre sin alear en lugar del bronce, que es una alea­ ción de cobre y estaño. No obstante, esta norma es difícil de aplicar, ya que, sin la ayuda de análisis, los artefactos de cobre no pueden ser distinguidos con se­ guridad de los de bronce. Siempre que se ha podido disponer de análisis fuera de Europa, ha resultado que la mayor parte de utensilios y armas atribuidos tradi­ cionalmente al Bronce Antiguo, eran en realidad de

cobre sin alear. Él término "Edad de Bronce” es, pues, químicamente inexacto y sería mejor reemplazarlo por “Paleómetálico”. Pero el intento de diferenciar una “Edad de Cobre” independiente en este segundo sentido sólo puede ocasionar mayores confusiones. Los arqueólogos turcos, inducidos a error por un ex­ cavador alemán, usan desgraciadamente los términos Edades del “Calcolítico”, del “Cobre” y del “Bronce” para designar fases consecutivas de la prehistoria de Anatolia. De hecho, su “Edad de Cobre” es tipológi­ camente equivalente, y ampliamente contemporánea también, a lo que se conoce como el “Bronce Antiguo” en las costas del Egeo y en Siria-Palestina. El “Calco­ lítico”, que precede, parece ser sobre todo homotáxico con el Neolítico de Grecia, aunque quizá cubra tam­ bién el Bronce Antiguo del Egeo. Así pues, las Edades del Calcolítico y del Cobre pueden ser rechazadas. El Mesolítico se halla hoy demasiado firmemente estable­ cido para hacer lo mismo. ¡El estudiante deberá luchar con cinco edades! Incluso cinco edades ofrecen un marco demasiado tosco para reflejar satisfactoriamente el progreso de la cultura humana. La primera, y la más larga, de las edades, el Paleolítico, fue subdividida por De Mortillet en el siglo pasado. Basándose en la estratigrafía observada en diversos lugares de Francia, distinguió seis conjuntos o culturas que se sucedían unos a otros en el mismo orden en todos los lugares correspondien­ tes. Los adoptó para representar períodos dentro de la Edad Paleolítica y, por analogía con el Devónico, Cámbrico, etc. en la nomenclatura geológica, denomi­ nó a cada uno según el lugar donde había sido des­ cubierto por primera vez o se hallaba bien representa­ do —Chelles, Saint-Acheul, Le Moustier, Aurignac,

Solutré, La Madeleine (aquí he simplificado un poco la historia, a propósito). Ahora bien, en tanto que las series de De Mortillet reflejaban la sucesión estratigráfica observada (no sucedía lo mismo en su forma ori­ ginal), estas seis culturas representaban divisiones cro­ nológicas del testimonio arqueológico en Francia y etapas del desarrollo de la cultura en Francia. Pero bajo la influencia de la entonces nueva doctrina de la evolución, fueron adoptadas para representar etapas en la evolución de la cultura humana y períodos del tiem­ po absoluto, tan universalmente contemporáneos como los períodos y eras de los geólogos. En realidad, Auriñaciense o Magdaleniense o cual­ quier otro de estos nombres, denota un conjunto de tipos asociados unos con otros repetidamente en un área específica. Fuera de esta área, no todos los tipos se encuentran en asociación, y los mismos tipos diver­ sos que la componen no son universales. Así, pues, es totalmente erróneo hablar de “período Auriñaciense” en Siberia o África del Sur. No obstante, muchos pre­ historiadores han incurrido precisamente en este error. En los libros y artículos ingleses publicados antes de 1938 y en los trabajos rusos llevados a cabo hasta 1950, los términos de De Mortillet se utilizan para indicar divisiones del tiempo absoluto (geológico, si no sideral) y se aplican a conjuntos que el escritor suponía que ocuparían en la secuencia local la misma posición que la cultura originalmente designada ocupaba en la se­ cuencia francesa. La verdad es que el Auriñaciense, el Magdaleniense, etc., indican culturas —unidades en la clasificación corológica—. Se presta a confusión el uso del mismo término para significar divisiones cronoló­ gicas. Este abuso no se limita a las divisiones de la Edad

de Piedra Antigua. Los nombres de culturas, es decir, de divisiones corológicas, se aplican todavía a divisio­ nes cronológicas de la prehistoria de Mesopotamia y Egipto, y a subdivisiones de la Edad de Hierro euro­ pea. Incluso en Inglaterra el rótulo “Hallstatt” se aplica a conjuntos de tipos, de los cuales ninguno ha sido ha­ llado en el lugar epónimo, ni en sitios relacionados con éste en Europa central y este de Francia, y que en el tiempo son contemporáneos de las culturas de La Téne de estas últimas regiones. El problema, pues, es el siguiente: una división del tiempo de evolución ar­ queológica o período, y una división corológica o cul­ tural, están constituidas ambas por un conjunto de tipos característicos que el nombre indica. Su ambivalencia no causa equívoco alguno cuando la división cronoló­ gica corresponde a los tiempos históricos. Si hablamos de cultura jacobina, no significa que la estemos compa­ rando con la cultura coetánea de Francia o la India, sino con la cultura Tudor o la georgiana, es decir, con la cultura de la Inglaterra Tudor o georgiana. Para dicha comparación podemos traducir jacobina por “si­ glo xvn”, gracias a los documentos escritos. En un tra­ bajo sobre historia arqueológica local, muchas veces es conveniente y totalmente inocuo usar el nombre de una cultura para designar una división cronológica del testimonio local; en un trabajo sobre historia mundial debería darse preferencia a un cronómetro indepen­ diente. Puede disponerse de uno incluso en prehistoria. Las culturas paleolíticas pueden, de este modo, asignarse a las divisiones adecuadas del testimonio geológico dado por los avances y los retrocesos de los glaciares, y por los flujos y reflujos del mar (es decir, los períodos de mareas altas y bajas). La única excusa para escribir

acerca de un período “Musteriense” o un “Magdaleniense” sería una profunda desconfianza hacia las co­ rrelaciones corrientes de estas culturas con fases del período glaciar. En este caso sería mejor hablar de pe­ ríodos del Paleolítico Inferior, Medio y Superior, y di­ vidir este último en fases diferenciadas por medio de números. “Solutrense” sería entonces reemplazado como período por “Paleolítico Superior Occidental I I ”. En épocas posteriores al Pleistoceno es menos fácil encontrar un subtítulo para los nombres de las cultu­ ras. Se ha intentado con los términos descriptivos —los nombres de los fósiles-tipo—. Así, los prehistoriadores daneses tenían la costumbre de hablar de los períodos “Dolménico”, “de los dólmenes de corredor” y “Dagger” (“Período de los puñales o espadas cortas”) refe­ rentes al Neolítico local, y los alemanes actualmente llaman la última fase de la Edad de Bronce en Europa central el período “de los campos de urnas” ( Urnenfelder). Dichos términos, si están calificados por un ad­ jetivo geográfico —danés, alemán sudoccidental— tie­ nen la ventaja de expresar abiertamente lo que signi­ fican. Pero los dólmenes de corredor o los campos de urnas en realidad sólo son característicos de una de las varias culturas que florecieron durante el período así denominado. Los prehistoriadores daneses, por consi­ guiente, prefieren hablar ahora del Neolítico Antiguo, Medio y Reciente, y los prehistoriadores ingleses están siguiendo su ejemplo. Durante largo tiempo se ha ve­ nido aplicando una división tripartita similar de la Edad de Bronce a la Europa cisalpina y a PalestinaSiria, mientras que en Creta, Grecia, las Cicladas y Chipre el término “Edad de Bronce” ha sido rempla­ zado por “Minoico”, “Heládico”, “Cicládico” y “Chi­ priota”, respectivamente. Quizá sería mejor abandonar

la cuestión de las “edades” e indicar los sucesivos pe­ ríodos de cultura de cada provincia con los números consecutivos. Lo ideal sería, claro está, correlacionar las diversas series locales por los medios arqueológicos esbozados en la página 44, con el fin de que toda la prehistoria quedara comprendida en un sólo esquema de divisiones numeradas. Es más fácil que llegue a ser posible convertir las diversas fechas relativas en fechas absolutas con la ayuda de la física y la astronomía.

BIBLIOGRAFÍA C h i l d e , V. G.: Piecing together the Past (Londres, 1956). C l a r k , J. G. D.: Archaeology and Society (Londres, 1939). C l a r k , J. G. D.: Prehistoric Europe: the Economic Basis (Lon­

dres, 1953). W. J.: Ancient Hunters and Their Modern RepresentaUves (Londres, 1921). D a n i e l , G. E .: A Hundred Years of Archaeology (Londres, 1950). C h i l d e , V. G.: “The Constitution of Archaeology as a Science”, en Ashworth-Underwood (ed.), Science, Medicine, History (Londres, 1953). S o lla s ,

YACIMIENTOS A RQUEOLÓGICOS Y SU ESTRATIGRAFÍA

Los materiales antiguos pueden ser hallados aisla­ dos y sobresaliendo de la superficie de la tierra, o pue­ den ser desenterrados en el transcurso de trabajos de arado y de excavación. Dichos objetos constituyen en sí mismos solamente información arqueológica en po­ tencia, mientras que la ubicación de cada uno de ellos es un dato informativo, aunque normalmente no cons­ tituye un monumento. Las reliquias y los monumentos únicamente llegan a ser datos si se ajustan a tipos cla­ sificados, y los tipos sólo pueden ser clasificados según sus asociaciones y el contexto en el que han sido en­ contrados. La información histórica sólo puede ser ex­ traída de aquellos tipos de los que se han hallado ejemplos en compañía de otros tipos en un lugar. Los lugares pueden ser de diversa índole —habitaciones, tumbas, fortalezas, minas, santuarios, pozos, etc. Vamos a examinar unos cuantos con especial referencia a la información cronológica que se espera de ellos. 1. — C u ev a s

Las habitaciones más antiguas de los hombres, que fueron ocupadas ya a comienzos de la Edad de la Pie­ dra Antigua, fueron las cuevas y, como refugios tempo­ rales o residencias permanentes, las cuevas han sido frecuentadas hasta el presente por cazadores y pastores,

excursionistas y refugiados, ermitaños y bandidos, con­ trabandistas y pescadores. Resultado de un proceso na­ tural, las cuevas no constituyen en sí datos de infor­ mación arqueológica ni monumentos, pero muchas tie­ nen las paredes cubiertas de pinturas o grabados, ins­ cripciones o representaciones, que pueden elevarlas a dicha categoría, pues las cuevas arqueológicas tienen una particular ventaja: sus ocupantes no son, y raras veces lo han sido, demasiado ordenados. Con frecuen­ cia dejan tras sí una gran cantidad de objetos en de­ sorden: latas abolladas y botellas rotas, cuchillos desgas­ tados y huesos roídos. Toda esta basura es pisoteada contra el suelo y enterrada bajo la tierra de la cueva o bajo una roca caída, y de este modo se ha conser­ vado. Por otro lado, salvo en tiempos muy primitivos, los ocupantes de las cuevas suelen ser gente relativa­ mente humilde. Así pues, los desperdicios que dejan tras sí no son en modo alguno representativos del nivel medio de prosperidad y de los adelantos técnicos de las sociedades a que pertenecen los habitantes de la cueva. Si un arqueólogo olvida esta advertencia, puede tomar a una familia de vagabundos o a una banda de contrabandistas por ingleses típicos del siglo xix. Pero este fallo es compensado con una segunda ventaja. Las cuevas pueden conservar un testimonio estratigráfico muy claro 1.# Algunas personas acampan en el suelo de la cueva; del fuego se esparcen cenizas por tierra, y los desperdicios de su comida y de las vasijas y utensilios rotos son pisoteados contra el suelo, for­ mándose así una capa o nivel de ocupación. Cuando la cueva es abandonada, esta capa —bajo condiciones *

Estos números se refieren a la bibliografía de la página 9 9 .

apropiadas— quedará cubierta por una capa estéril de estalagmita, tierra de la cueva, excremento de murcié­ lagos o trozos de roca caídos del techo, que se adhiere al nivel de ocupación que se halla debajo aislándolo del depósito que se dejará encima de la capa estéril si los hombres regresan y vuelven a ocupar el refugio. Bajo las condiciones de baja temperatura del período glaciar, las capas estériles se formaron con rapidez y por lo general suelen ser duras e impermeables. Así, en las cuevas de piedra caliza de la Europa occidental aparecen estratificados en serie niveles de ocupación musterienses, auriñacienses, gravetienses, solutrenses y magdalenienses, y cada uno se halla netamente aislado por medio de un lecho estéril, facilitando de este modo una prueba contundente del orden en que dichas acti­ vidades se sucedían unas a otras. Desgraciadamente, estas condiciones no siempre se cumplen y en los últimos períodos apenas se observan. Con gran frecuencia la formación de las capas de la cueva consiste en tierra desprendida, movida fácilmen­ te por animales de madriguera o cavadores humanos, o alternativamente en pedazos angulares de roca por en medio de los cuales deslizarse artefactos, que también pueden ser transportados por las ratas. En casos así, como los hombres a menudo cavan sepulturas u otros hoyos en los suelos de las cuevas y los animales de ma­ driguera frecuentan estos refugios tan a menudo como los hombres, la estratigrafía puede ser fácilmente alte­ rada. No se deben sacar conclusiones meramente de la profundidad a que se encuentran las reliquias, a no ser que un excavador experimentado pueda conven­ cerse a sí mismo de que proceden de capas intactas. Desde los tiempos del Pleistoceno Medio, las cue­ vas han sido utilizadas para enterramientos. Cronoló­

gicamente, los enterramientos lian de ser posteriores a la capa sobre la cual descansan; los cadáveres son, cuando más, los de los hombres que abandonaron la capa o nivel de ocupación situado inmediatamente en­ cima de ellos, pero pueden ser muy posteriores. Si las capas sucesivas estuvieran bien delimitadas, sería posi­ ble determinar cuántas capas han sido atravesadas por una fosa sepulcral; la última corresponde cronológica­ mente a la capa en la que se ha cavado la fosa. Las cuevas son veneradas frecuentemente como lu­ gares sagrados. La famosa gruta de Lourdes es un ejemplo reciente de una costumbre que se remonta al menos a 5.000 años de antigüedad. Los piadosos visi­ tantes suelen depositar ofrendas votivas en estos santos lugares y algunas de éstas, por ejemplo imágenes de arcilla u ornamentos de metal, subsisten con facilidad. Habitualmente no se observa ningún orden en la dis­ posición de las ofrendas. Pero si éstas incluyen tipos, fechados de un modo diverso por la estratigrafía de otros lugares donde aparecen, el último de los mismos dará una fecha en la que el culto tuvo que haber empezado. Por último, las paredes de muchas de las cuevas están decoradas, consagradas o desfiguradas con pintu­ ras, grabados, esculturas o raspaduras dejados por los visitantes o los residentes. El hábito de grabar o gara­ batear el propio nombre junto con una fecha ha sido una costumbre universal entre personas cultas desde el siglo vi a. J. C. Por mucho que hoy desaprobemos este uso, los arqueólogos se sienten inclinados a acoger como preciosos documentos históricos las inscripciones más antiguas, aunque hayan sido ejecutadas como mera diversión. Las pinturas, grabados y bajorrelieves paleolíticos en las cavernas de Dordoña, los Pirineos y

tos montes cantábricos tienen renombre mundial; pro­ porcionan a los historiadores información única en cuanto a la capacidad artística, la psicología, las ocu­ paciones y el ambiente de los hombres del Paleolítico, y a los zoólogos un complemento indispensable a la escasa información que pueden extraer de unos huesos fosilizados en cuanto al aspecto de animales hoy extin­ guidos totalmente, como son el mamut y el rinoceronte lanudo. Casi tan instructivas son las figuras pintadas o grabadas en abrigos rocosos y poco profundos en el sudeste de España, norte de África y África del Sur. Solamente hace desmerecer el valor de la información que dimana de ellas la incertidumbre que existe res­ pecto a su antigüedad. Las paredes de cuevas corres­ pondientes a épocas más tardías y culturas más sofisti­ cadas arrojan también una valiosísima información, desde las soberbias pinturas budistas de Arjanta en la India hasta los toscos “símbolos pictos” y las “inscrip­ ciones paleocristianas” en las cuevas costeras de Es­ cocia. La edad arqueológica de las pinturas o de las ins­ cripciones sin fecha en las paredes de una cueva pue­ de a veces determinarse, o al menos delimitarse, direc­ tamente. En varios yacimientos franceses2 parte de una escena en la pared se halla cubierta por el sedi­ mento o nivel de ocupación del suelo. En otras dos, los fragmentos de una escena se han desprendido de la pared y se han encontrado empotrados en un sedi­ mento o nivel de ocupación en el suelo. En ambos casos la pintura ha de ser tanto o más antigua que el sedimento que la cubre o en el que se han incrustado partes de la misma. Por fortuna, los sedimentos en cuestión contienen tipos que pueden ser clasificados cronológicamente con precisión y, por lo tanto, fecha­

dos. No obstante, para fechar el arte parietal y las pin­ turas rupestres tenemos que fiarnos generalmente de las comparaciones entre las armas, indumentaria, orna­ mentos y otros artefactos representados junto con los tipos directamente fechados desde el punto de vista ar­ queológico o por medio de fuentes escritas. La cronología relativa de las pinturas en una sola cueva o provincia puede, no obstante, determinarse di­ rectamente. Con frecuencia los artistas, en diferentes períodos del tiempo de evolución arqueológica, usaron la misma superficie rocosa como lienzo. Si las diversas composiciones fueron pintadas, sus edades relativas pueden ser establecidas por medio de la estratigrafía. Un examen minucioso puede revelar capas de color que constituyen partes de distintas pinturas que se hallan superpuestas en algunos lugares. La capa infe­ rior corresponde a la composición más antigua; aque­ llas que se pintaron encima han de ser posteriores. De esta forma, Breuil pudo establecer una serie regudar de estilos de pintura en la región franco-cantábri­ ca. La estratigrafía carece de sentido con respecto a los grabados. Pero cuando dos o más representaciones se hallan sobrepuestas en la misma superficie rocosa, se puede a menudo determinar qué línea corta otra línea ya incisa. Esta última corresponderá a la más antigua de las dos representaciones.

2 . — C asas

y

p o b la d o s

Después de todo, la mayoría de personas viven, y han vivido desde los tiempos del Paleolítico Superior, en abrigos artificiales construidos con tepe, barro, la­ drillo, madera o piedra. No hay duda de que antes de

1940 en general se creía y se repetía constantemente en los libros populares que los hombres prehistóricos, incluyendo a los “antiguos británicos” hasta la inva­ sión de Julio César, vivían habitualmente en “fondos de cabaña”, entera o parcialmente excavados en el sue­ lo. Es evidente que las cámaras subterráneas o semisubterráneas ofrecen protección contra los excesos de calor y de frío y que en realidad se hallan hoy habita­ das tanto en el lejano Norte como en los desiertos sub­ tropicales. Los emplazamientos de habitaciones subte­ rráneas de esta índole que fueron ocupadas durante el último período glaciar, han sido identificados en Rusia y en Moravia. Pero la mayoría de estos “fondos de cabaña” (pit-dwellings, Wohngruben, fonds de cabane ) citados por los primeros escritores, ya sea excavados en el yeso de Inglaterra o hendidos en el loess de Europa central, fueron, según opinión de todas las autoridades competentes, solamente silos, gredales, escombreras, porqueras o, a lo más, cavidades de telar. Las cavida­ des de telar recibirían los extremos inferiores de las hebras de la urdimbre, que se colgaban en un telar vertical y se estiraban por medio de pesas de telar de piedra o de arcilla; éstas deberían encontrarse en el fondo del hoyo y revelar de este modo su función. Los muros de las casas prehistóricas, así como de las casas posteriores, se elevaban generalmente por en­ cima de la superficie de la tierra y deberían poder ser distinguidas por los arqueólogos aunque hayan sido arrasadas o se hayan derrumbado. Pero las trazas de estas casas difieren entre sí según el material con el que están construidas —barro, madera, piedra o ladri­ llo. Los suelos de las casas eran menos variables, sien­ do el reconocimiento de los suelos un elemento deci­ sivo en la excavación de un lugar de habitación, aun­

que sólo sea por su sentido cronológico. Desde luego, si el suelo estaba pavimentado con losas, baldosas, la­ drillo cocido o mosaico, puede ser reconocido con facilidad; no obstante, en el pasado, las losas rara vez se usaban, y los pavimentos de baldosas, mármol o mosaico son característicos de las sociedades civiliza­ das y cultas, e incluso entre éstas se limitan general­ mente a las residencias de los ricos o a edificios pú­ blicos. Los suelos de madera eran mucho menos corrientes en la antigüedad que hoy día y no nos consta su exis­ tencia en los tiempos prehistóricos, ya que incluso los suelos de los palafitos eran de arcilla, aunque ésta se aplicaba sobre una plataforma de maderos horizontales (no tablas). Así, pues, en la mayoría de emplazamientos arqueológicos los suelos son simplemente de tierra, al igual que en las casas actuales de los campesinos de Irlanda o de los Balcanes. Dichos suelos de tierra o ar­ cilla son bastante difíciles de reconocer en una exca­ vación. Al estar fuertemente apisonados, con un poco de suerte pueden ser advertidos por un excavador que trabaje con paleta, pero una azada los atravesaría sin notarlos. Si el suelo no estuviese demasiado bien ba­ rrido, una fina capa de cenizas o desperdicios podría ayudar a distinguir la superficie del suelo y manifestar­ se incluso en sección. En los pueblos pantanosos cerca de los Alpes, donde los suelos de las casas tenían que ser renovados repetidas veces a causa de la humedad, se aplicaba corteza de abedul como capa aislante de la humedad debajo de cada suelo de arcilla. Una sec­ ción vertical puede revelar la existencia de una docena de suelos de arcilla uno encima del otro y separados netamente entre sí por la delgada capa negra de cor­ teza. La magnífica estratigrafía que de ello resulta no

ha podido ser demasiado utilizada para la clasificación cronológica de reliquias, pues los aldeanos que habita­ ban en los pantanos no sólo barrían su suelo, sino que incluso limpiaban, frotándola, la superficie sucia antes de extender la base de corteza del nuevo suelo.3 No obstante, alrededor del hogar el suelo es fácil que esté superficialmente cocido. Por tanto, la dura y roja su­ perficie resultante debería proporcionar un indicio so­ bre el nivel general del suelo. Un indicio más completo aún pueden proporcio­ narlo los objetos que están en el suelo o las construc­ ciones erigidas encima del mismo. Una sala de estar, salvo en climas cálidos, es casi seguro que contendrá un hogar pavimentado con losas o guijarros o enmar­ cado dentro de una moldura de barro cocido o un re­ borde de piedra. En climas muy fríos puede haber también en el suelo un horno de barro, igualmente co­ cido. Su base puede proporcionar un buen indicio acerca del nivel del suelo. Éste se puede deducir tam­ bién de la posición de un umbral de piedra o ladrillo o de la “piedra con cavidad” (socket stoné) en la que se hallaba montada la puerta por medio de un pivote. (Los goznes se inventaron más tarde; antes de eso, un saliente de uno de los ángulos inferiores de la puerta giraba dentro de una cavidad en el umbral o en una piedra colocada al mismo nivel, mientras que el co­ rrespondiente saliente del ángulo superior de la puerta se colgaba de una anilla de cuero o metal.) Para los muros de una casa el barro compacto, ge­ neralmente mezclado con guijarros o paja, constituye un excelente material de construcción en un clima seco, y las ruinas de casas construidas de esta forma ofrecen a los arqueólogos un brillante testimonio estratigráfico. Durante la construcción, como es lógico, el material 5, —

C H IL D E

ha de estar suficientemente húmedo para ser maleable y permitir que las hiladas sucesivas se peguen unas a otras; pero, expuesto al sol, se volverá duro y se soli­ dificará. Utilizado de esta manera, el material se deno­ mina, incluso en inglés, tapia (ot pisé j. Si las masas de barro se moldean primero con las manos hasta con­ seguir la forma deseada y luego se dejan endurecer al sol antes de juntarlas, tenemos ya los adobes; pero de momento son sólo ladrillos a mano. Se obtienen mejo­ res resultados si todas las masas de barro son reducidas a la misma forma a base de comprimirlas en un molde de madera mientras están húmedas y maleables. Los resultados, que son como los ladrillos a mano, se deno­ minan adobes regulares, para distinguirlos de los la­ drillos cocidos en un homo. Estos últimos se utiliza­ ban ya en el año 3000 a. J. C., pero solamente en palacios y templos. En un clima seco, los ladrillos co­ cidos en horno constituyen un lujo innecesario, ya que consumen un trabajo inútil y bastante combusti­ ble, que suele ser poco abundante. Los adobes se colocan en mortero de barro húmedo y la superficie de los muros se reviste generalmente con capas de argamasa de barro que pueden ser blan­ queadas o pintadas seguidamente. Siempre que la parte superior de los muros esté protegida por anchos aleros de paja, losas o baldosas de piedra, una casa de tapial o de adobe se mantendrá en pie durante un par de gene­ raciones, quizás incluso durante muchos siglos en un clima seco. Por todo el sudoeste y el centro de Asia el ladrillo de adobe es aún, y siempre lo ha sido, el mate­ rial corriente para la construcción de casas. Donde la lluvia cae con bastante fuerza, como en ciertas partes de Turquía y la península balcánica, los cimientos de los

muros han de consistir en dos o tres hiladas de piedra que sostengan la obra de adobe. Muchos de los ladrillos primitivos, a pesar de estar formados con un molde, son bastante diferentes de los nuestros en cuanto a la forma. Los primeros ladrillos usados en Mesopotamia fueron planos como baldosas.

2 F ig . 1 1. Adose planoconvexo; 2 . Param ento de opus spiccitum.

Luego, en el llamado período Dinástico Primitivo, di­ gamos del 2750 al 2350 a. J. C., fueron remplazados por los llamados adobes planoconvexos, planos en una cara, pero abombados en forma de almohadilla en la otro. Éstos se colocaban con frecuencia no horizontal­ mente, sino de forma oblicua con cada hilada alterna inclinada en dirección opuesta. Cada dos hiladas adop­ taban así la forma de una espina de pescado horizon­ tal. Las piedras se disponían a veces de la misma ma­ nera, dando como resultado la mampostería en espina de pez (herring-bone masonry), que se utilizó en todo el Egeo en el Bronce Antiguo y puede verse todavía en diques de piedra en seco en España y Cornualles. Pero la fábrica de ladrillos en espina de pez no estaba

hecha para ser vista, sino que se disimulaba por medio de un manteado de barro. Un grupo compacto de edificios de adobe o de la­ drillos de adobe ocupados durante muchas generacio­ nes, constituye un ejemplo clásico de lugar estratifica­ do.4 Con el tiempo, los muros fabricados con dichos materiales se desmoronan y se convierten de nuevo en barro sin forma. Para entonces el nivel de suelo exte­ rior habrá aumentado con la acumulación de los des­ perdicios que habitualmente se arrojan a las estrechas callejuelas que separan las casas. Los muros que se están derrumbando pueden ser arrasados entonces has­ ta el nuevo nivel de calle y sus ruinas, al ser simple tierra, pueden ser esparcidas sobre el antiguo suelo, apisonadas y aplanadas. La superficie así preparada sirve como suelo de una casa nueva cuyos muros se le­ vantarán encima del nuevo nivel de calle, más o menos verticalmente encima de la primera casa. La repetición de este proceso produce la formación de una colina artificial, denominada corrientemente tell. (Es ésta una palabra árabe; un tell se llama “hüyük” en Turquía, “tepe” en el Irán, “maghoula” o “mogila” en los Bal­ canes y “kurgan” en Asia central, aunque los dos últi­ mos términos se utilizan también para designar los montículos funerarios). Las llanuras de los Balcanes, del sudoeste de Asia, del Pakistán y de Asia central están enteramente cu­ biertas de montículos que corresponden a ciudades, villas o aldeas, y pueden verse todavía elevándose en el Irak y en la India. Algunos de ellos alcanzan alturas imponentes: Tepe Gawra, en el Kurdistán, se eleva 35 metros por encima de la llanura. Tales alturas, sin embargo, son anormales y sus cimas generalmente re­ sulta que han estado ocupadas por ciudadelas o luga­

res sagrados. En un tell los arqueólogos pueden en­ contrar, cuidadosamente dispuestos en el debido orden unos sobre otros, reliquias y monumentos característi­ cos de períodos sucesivos. Aquí, volúmenes consecuti­ vos del testimonio arqueológico se hallan amontonados por orden estratigráfíco. Aun así, la recuperación de dichos volúmenes por medio de la excavación de un tell ofrece dificultades y sorpresas inesperadas. Los muros de adobe y los ladrillos de adobe, al ser en realidad sólo tierra, son extremadamente difíciles de distinguir de la tierra sin forma con la cual han sido modelados, sobre la cual se derrumban y en la cual se encuentran hundidos. Solamente la experiencia pue­ de revelar las sutiles diferencias en textura y color que permiten establecer una distinción. En una superficie cuidadosamente nivelada y alisada, como la que mos­ trará la planta de una casa de madera, no aparecerán nunca trozos de muros de adobe a no ser que por ven­ tura una o ambas caras de un muro estén pintadas. En tal caso la parte superior del muro debería estar mar­ cada con una línea blanca o de color, muy delgada (o un par de líneas), sólo perceptible en una sección horizontal neta. Fue así como fueron descubiertos el antiquísimo Templo Blanco de Erech, en Mesopotamia, y su predecesor. En segundo lugar, la tierra de la que están hechos los ladrillos de adobe o con la que se han rellenado espacios en el muro, puede fácilmente contener reli­ quias abandonadas por antiguos ocupantes del lugar, el cual puede en este caso hallarse muy por encima del nivel al que corresponden históricamente dichas reliquias. Por ejemplo, los primeros granjeros de Me­ sopotamia fabricaron y rompieron miles de cacharros de cerámica pintada, y todavía puede hallarse una

gran cantidad de fragmentos de cerámica diseminados por todas partes en los emplazacimientos de sus pobla­ dos. De hecho, algunos de estos fragmentos quedaron incorporados al adobe usado para edificios mucho más tardíos —el Templo Blanco en Erech constituye uno de estos casos—. Se hallan, pues, en estratos que co­ rresponden a períodos posteriores, que se sucedieron mucho después de que dicha cerámica pasara de moda. Por último, en un tell, más aún que en una cueva, un excavador debe recordar que los hombres pueden —y sobre todo, en este caso, deben— cavar pozos, es­ combreras, desagües o sepulturas por debajo de la su­ perficie del suelo en el que viven, de modo que, cuan­ do estos hoyos se hunden, los objetos que los cavado­ res usaban o llevaban pueden ser hallados en el mis­ mo nivel en que se encuentran los objetos que ya esta­ ban anticuados mucho antes. De un modo ideal, el ex­ cavador 5 debería poder observar los niveles de suelos, reconocer las bocas de pozos o de tumbas de fosa, y asignar el contenido de estos últünos al nivel del cual se han desprendido. Pero este método de excavación requiere mucho tiempo y mucho dinero. Se puede obtener información mucho más de prisa y de un modo mucho más económico si se abre un pozo de sondeo 6 a través de los diferentes niveles de un tell, juntando las reliquias halladas a la misma pro­ fundidad (generalmente a medio metro por debajo de un dato arbitrario). De una excavación de este tipo pueden sacarse conclusiones en cuanto a la secuencia estratigráfica únicamente de aquellas reliquias que son lo suficientemente numerosas para permitir un proceso estadístico, esto es, cuando está representada cada una de ellas por varios miles de ejemplares. Supongamos, por ejemplo, que tres estilos de cerámica, A, B y C.

han sido sucesivamente de uso corriente entre los ocu­ pantes de un lugar. Fragmentos de cerámica A serán recuperados de todos los niveles, pero un 80 por ciento de los mismos se habrá concentrado en el nivel infe­ rior. De modo similar, algunos fragmentos de cerámi­ ca C habrán caído de la parte superior, correspondien­ do a un 5 por ciento los del fondo, aunque un 75 por ciento ha sido recogido del nivel superior. De la cerá­ mica B un 15 por ciento puede proceder del nivel más alto, un 70 por ciento del nivel medio y un 15 por cien­ to del nivel más bajo. Estas cifras constituyen una prueba estratigráfica satisfactoria de que, de hecho, los tres estilos se sucedieron uno al otro en el orden A, B y C. Gracias a las enormes cantidades existentes, se puede pasar por alto el desplazamiento de ejempla­ res individuales. Con respecto a un único sello o a un broche aislado procedentes, digamos, del nivel medio, no existe garantía alguna de que no se hubiera incor­ porado a un ladrillo hecho de desperdicios procedentes de una ocupación más antigua o deslizado desde la parte alta hasta un desagüe o un agujero de ratón. La madera constituye el material de construcción más útil y apropiado allí donde las lluvias son suficien­ tes para favorecer el crecimiento de un bosque. Pero, como es natural, la madera sólo sobrevive bajo condi­ ciones especiales —en los desiertos, donde, sin embar­ go, los árboles son escasos, o en los pantanos—. No obs­ tante, en terrenos normales y con la aplicación de téc­ nicas especializadas pueden ser recuperadas al menos las plantas de las casas de madera. Los muros y el te­ cho pueden sostenerse por medio de pies derechos cla­ vados firmemente en el subsuelo. Aun cuando toda la madera se haya podrido, los orificios en los que se asen­ taron los soportes verticales pueden siempre ser recu­

perados en una superficie, convenientemente limpia y nivelada, de suelo virgen. (Este término se refiere al subsuelo debajo del humus, que no se halla entorpecido por las raíces de la hierba o de las plantas; es mucho más difícil descubrir orificios de pies derechos en un suelo entorpecido por raíces, por ejemplo, un sedimen­ to de ocupación.) En un terreno limpio, los orificios de los pies derechos deberían aparecer como unos parches oscuros o al menos como parches, de los cua­ les salen pequeñas raíces cuando el terreno circundan­ te ha sido limpiado de hierbajos y nivelado. Por regla general, algunas partículas de madera negra carboni­ zada deberían ser visibles en el fondo del orificio, mientras que habría piedras de relleno apretujadas como refuerzo alrededor de sus bordes. Porque un ori­ ficio de pie derecho debería significar el agujero ca­ vado para recibir un pie derecho; la señal dejada por un soporte clavado verticalmente en la tierra debería denominarse "cavidad de pie derecho” (post socket). Las cavidades para soportes más delgados de madera pueden ser calificados de “orificios de estaca” (stakeholes). Los orificios de pie derecho deberían bastar para determinar la planta esquemática del edificio, aun cuando puede no siempre ser posible distinguir los pies derechos que sostienen la parhilera de un techo de aquellos que sirven como soporte de muros me­ dianeros. El espacio comprendido entre los soportes vertica­ les puede ser tapiado con tepe; con tapial o simple adobe; con zarzo y argamasa barata (toattle-anddaub) (es decir, mimbres entrelazados y enlucidos con barro o estiércol); con palos, maderos rajados o tablas, verticales y colocados muy juntos; o con tablas o rolli­ zos horizontales. El empleo de rollizos horizontales re­

cibe a menudo el nombre de arquitectura de “cabaña de madera” (log-cabin). Con frecuencia, el enzarzado, y normalmente los palos verticales o troncos de madera rajados, van colocados en una estrecha zanja que pue­ de ser descubierta por medio de los mismos indicios que los orificios de pie derecho. Si los muros están hechos de arcilla o han sido enlucidos con arcilla, pue­ den ser distinguidos solamente si la casa se ha que­ mado. En ese caso la arcilla estará cocida y de este modo se habrá convertido en un material tan duradero como la cerámica o el ladrillo cocido al horno. Los restos de estos muros así cocidos de un modo involun­ tario pueden haber quedado en pie, mientras que frag­ mentos de enlucido de barro cocido mostrando las hue­ llas de maderos o de trabajo de enzarzado, deberían estar esparcidos por el suelo. En efecto, después de un incendio se han conservado trozos de un tejado emba­ durnado con barro, fragmentos de las molduras que adornaban los remates, como por ejemplo una cabeza de toro en arcilla, ¡e incluso nidos de avispas! En la arquitectura de “cabaña de madera” tan sólo el rollizo inferior habrá dejado una marca poco pro­ funda en el subsuelo y los soportes verticales firme­ mente hincados en la tierra pueden estar desprovistos de ella. En lugar de pies derechos, clavados en el sue­ lo, los soportes verticales para muros y techumbre pue­ den estar ensamblados en una viga horizontal muy re­ sistente, conocida como “viga horizontal” (sleeper beam). Si las vigas horizontales descansan en el suelo o están empotradas dentro del mismo en una zanja horizontal, el contorno del edificio podrá ser recuperado a pesar de ello mediante una técnica muy refinada. No obstante, como ocurre en las casas noruegas contem­ poráneas, pueden descansar sobre bloques de piedra.

Y a no ser que éstos hubieran sido dispuestos de un modo muy regular y no hayan sido tocados, habrá muy poca esperanza de recuperar la planta del edificio o incluso de admitir su existencia. Si se han construido sucesivamente casas de made­ ra en un mismo lugar, sus ruinas respectivas no pro­ ducen casi nunca acumulaciones de capas superpuestas como ocurre con las casas de adobe. No hay tells en la zona de bosques de Eurasia, en el norte del valle del Po, ni en la planicie húngara. Allí donde se han erguido en un mismo lugar una serie de casas con so­ portes verticales firmemente clavados en tierra, sólo queda como resultado un laberinto de orificios de so­ porte. Un examen minucioso de plantas detalladas puede revelar grupos de orificios que formen un mo­ delo, la planta de una casa individual, y correspondien­ do, por consiguiente, todos a un mismo período. Pero, como todos los orificios se hallan en el mismo nivel, la estratigrafía no facilita ningún indicio en cuanto al crden de estos períodos de arquitectura. Un detallado estudio del suelo puede revelar casos en que los ori­ ficios de soporte se cruzan los unos con los otros o atraviesan zanjas de cimentación. En tal caso debería distinguirse el orden de los edificios a los que corres­ ponden los respectivos orificios de soporte y zanjas. Chozas cónicas o tiendas de tepe pueden sostener­ se mediante un soporte central único. No es necesario que este último esté clavado en tierra, sino que puede descansar sobre una piedra plana, no dejando así nin­ gún orificio en el suelo como testimonio de su exis­ tencia. Columnas de madera exentas pueden también descansar sobre bases de piedra. La función de tales piedras puede revelarla su relación con otros rasgos distintivos —por ejemplo, si una ocupa el centro de

un círculo de piedras que pudiera servir para sujetar las faldas de una tienda, o si cuatro de ellas están simétricamente agrupadas alrededor de un hogar—. O, asimismo, las piedras sustentantes pueden estar cuidadosamente talladas para servir como bases de columna, como ocurre en los palacios minoicos y micénicos. La piedra constituiría el material de construcción más económico únicamente en los países rocosos y sin árboles. Pero su mayor durabilidad y su menor impor­ tancia racional le han dado tal prestigio que las socie­ dades, equipadas adecuadamente con los instrumentos apropiados, convirtieron la arquitectura de madera, de tapial, o de adobe en manipostería de piedra para la construcción de templos y palacios. Éstos fueron imitados en casas particulares por aquellos que podían permitirse un lujo semejante. Para los muros, un albañil podía utilizar toscos can­ tos rodados recogidos de la superficie de la tierra, losas de cantera o bloques labrados con caras paralelas —cubos o paralelepípedos—. Algunas rocas, como la piedra caliza de Cotswold o las lajas de Caithness, se rompen de un modo natural formando losas planas y di­ chas losas pueden hallarse esparcidas en una playa o al pie de un acantilado, ya partidas en tamaños fáci­ les de manejar. Si no bastan o son imposibles de hallar en la región, pueden ser extraídos de afloramientos próximos bloques de forma y tamaño igualmente apro­ piados. Losas planas de este tipo pueden ser colocadas en hiladas, una encima de la otra, con o sin mortero de arcilla, formando un muro de tres metros y medio o más de altura. El poblado neolítico de Skara Brae en Orkney fue construido de esta manera y casi en­ teramente con bloques ya hechos, recogidos de la playa

próxima. Actualmente se construyen aún diques de piedra en seco a base de losas sin labrar, a pesar de que el constructor de diques posee excelentes instru­ mentos de hierro. Toda obra de este tipo en la que no se emplea mortero de cal se denomina manipostería de piedra en seco o a hueso (dry-stone masonry). El em­ pleo de mortero, naturalmente, no sólo contribuye a impedir calados y humedades, sino que aumenta la es­ tabilidad y la duración de un muro. Aun así, en Skara Brae se pueden ver muros de piedras colocadas a hue­ so, los cuales se han mantenido en pie a una altura de dos metros y medio durante 3.500 años, mientras que la torre de piedra de Mousa en Shetland construida a hueso, con sus 13 metros de altura, tiene como mí­ nimo veinte siglos de antigüedad. Con un buen mortero es posible construir muros sólidos y estables con cantos rodados irregulares o con grandes fragmentos de roca refractaria sin labrar; las iglesias del este de Inglaterra, construidas con nodulos de sílex, demuestran cuán duraderos son dichos mu­ ros. Sin él, un muro de cantos rodados redondeados o de piedras desproporcionadas no puede erigirse a ninguna altura, a menos que esté construido con una anchura exagerada. Los mejores resultados se obtienen empleando piedras de gran tamaño, colocadas de can­ to o de pie, como cimentación. Una hilera de cantos rodados juntos, colocados de canto o mejor aún dos hileras paralelas, con ripio para rellenar las rendijas y nivelar las partes superiores, puede soportar suficien­ tes hiladas de cantos rodados más pequeños para en­ cerrar una choza baja. Si los grandes bloques se colocan de pie, pueden denominarse ortostatos y deberían ser suficientemente altos para llegar hasta el techo sin necesidad de hi­

ladas suplementarias de piedras de menor tamaño. Pero como los toscos ortostatos no tienen de ninguna manera la misma altura y además no son de perfil rectangular, han de introducirse piedras de menor ta­ maño para rellenar los resquicios entre sus aristas y nivelar las partes superiores de los soportes verticales más cortos. Este tipo de construcción ortostática se uti­ lizó principalmente en tumbas, denominándose enton­ ces megalítica. Aun cuando etimológicamente este tér­ mino se refiere al gran tamaño de las piedras, se emplea de un modo convencional y restringido para designar monumentos sepulcrales. Para construcciones civiles a base de piedras enormes, como los muros de Tirinto o de Bogaz Koy, se usa con preferencia el tér­ mino “ciclópeo”. Pueden construirse muros más estables sin mortero si se tallan los bloques de tal forma que las aristas que han de ir unidas encajan perfectamente una con otra. Por otra parte, la cara que queda al descubierto generalmente está labrada de un modo uniforme. Los bloques tallados no han de tener necesariamente las caras paralelas; los muros de las ciudades de la Grecia arcaica estaban construidos con bloques poligonales. No obstante, los muros de piedra más duraderos y econó­ micos están construidos con bloques tallados y labra­ dos de tal forma que cada tres pares de caras opues­ tas son paralelos. Colocados en hiladas horizontales, cada una de las cuales tiene normalmente la misma anchura a lo largo de todo el muro, constituyen lo que se denomina fábrica (o manipostería) de sillería (ashlar ivork). Como muchos de los bloques son del mismo tamaño y mutuamente intercambiables, la cantidad necesaria puede ser producida en masa por mediación de un molde standard, mientras que en la mamposte-

ría de tipo poligonal cada bloque ha de ser labrado individualmente con el fin de ajustarse al bloque vecino. Tanto en la fábrica de sillería, como en la construc­ ción a hueso a base de losas sin labrar y en la obra de ladrillos, las juntas entre bloques en una hilada no deben coincidir jamás con las juntas de las hiladas situadas inmediatamente encima y debajo. Una junta recta (straight joint), que es una junta que atraviesa verticalmente varias hiladas, constituye un indicio ine­ quívoco de que ha habido una adición o una modifica­ ción. Por regla general, los muros de piedra y de ladri­ llo tienen como mínimo dos hiladas de espesor. Un sistema útil de unir hiladas paralelas es el de alternar las sogas y los tizones. Cada dos bloques o ladrillos son comunes en cada dos hiladas paralelas y están colocados con su eje longitudinal en ángulo recto con los de sus vecinos en la misma hilada horizontal. Pero frecuentemente se emplea un núcleo de ripio como re­ lleno entre las dos caras de un muro de hiladas. Los muros de piedra, naturalmente, deberían estar cimentados en la roca. Esto, por lo general, requiere cavar una zanja de cimentación con el fin de que la base del muro quede muy por debajo del nivel del suelo. Los constructores primitivos, sin embargo, des­ cuidaban con frecuencia esta precaución. Los muros de las casas de Skara Brae (pág. 75) están literalmen­ te cimentados en la arena y, no obstante, algunos de ellos se han mantenido en pie hasta una altura de más de dos metros y medio durante más de 3.000 años. Sin embargo, casi todos los muros de piedra descansan sobre una especie de plinto, es decir, una o más hila­ das de losas planas más anchas que el muro que sos­

tienen y que de este modo rebasan la línea de la cara del muro. El derrumbamiento de un edificio de piedra o de ladrillo produce un montón irregular de bloques que constituiría una base poco apropiada para un nuevo edificio. Si éste ha de ser erigido en el antiguo empla­ zamiento, deberán quitarse dichos escombros, todos los bloques intactos se volverán a utilizar probable­ mente en la nueva construcción y se asentarán cimien­ tos nuevos encima del nivel antiguo. Si se conservan “los fundamentos subsistentes del antiguo muro, los espacios entre ellos deberán ser nivelados con un re­ lleno a base de escombros diversos que puedan incluir objetos de cualquier fecha hasta la cimentación del nuevo edificio. Dicho relleno no debe ser tomado erró­ neamente por un sedimento estratificado de ocupación. Además, es muy probable que los edificios de pie­ dra y de ladrillo tengan basamentos —sótanos, alma­ cenes, criptas o calabozos— construidos debajo del ni­ vel del suelo y principalmente debajo del nivel de tie­ rra contemporáneo. Es fácil que los basamentos se conserven, incluso en el caso de que el propio edificio haya sido enteramente arrasado. Así, hileras de alma­ cenes estrechos constituyen los vestigios más notables que se han conservado en los palacios de la Creta minoica, y se puede encontrar casi intacta la cripta de una iglesia primitiva incluso cuando los pavimentos de la nave y del presbiterio han desaparecido. Estas construcciones subterráneas o semisubterráneas no se limitan en modo alguno a edificios sofisticados hechos con mampostería de sillares o con obra de ladrillos co­ cidos al horno. Las casas de tierra (earth-houses) de Escocia, los fogous de Comualles y los subterráneos (.souterrains) de Irlanda y de Francia son sótanos y re­

fugios bajo tierra revestidos de muros de piedra en seco y cubiertos con dinteles de piedra o madera de construcción al nivel del suelo, que se hallaban unidos a endebles viviendas de la Edad de Hierro, de todo lo cual no se conserva generalmente nada. Tres mil años atrás se cavaron y se techaron sótanos muy simi­ lares en el poblado predinástico de Maadi, cerca de El Cairo. Y las reliquias encontradas en el suelo de estos anexos subterráneos han de ser contemporáneas de los edificios a los que pertenecen. Pero a menudo los basamentos eran rellenados deliberadamente y un relleno de este tipo puede contener objetos más tardíos que otros que podrían ser hallados en el suelo de la casa situada encima del anexo. Los lugares domésticos constan por lo general de varios edificios diversos. Incluso una granja aislada o una dependencia de granja solitaria puede contener, además de la casa-habitación, un establo, un granero, una cavidad de telar y otros accesorios. Nonnalmente, las casas se agrupan en aldeas, villas y ciudades. Estas últimas deben incluir, además de las viviendas, uno o más templos o iglesias, un palacio o una casa consisto­ rial, y otros edificios públicos. Cada poblado puede estar rodeado de algún tipo de fortificación o al menos de una valla para evitar la entrada de las bestias, y necesitará calles y caminos que pueden estar empedra­ dos con guijarros, pavimentados (con losas) o cubiertos con troncos de madera (con vástago o rollizos coloca­ dos horizontalmente). La total excavación de un po­ blado que revele el número de viviendas y las fun­ ciones de los diversos edificios, puede suministrar una información única en cuanto a la demografía, econo­ mía y sociología de los habitantes. Los lugares domés­ ticos, incluyendo las cuevas, ofrecen la mejor probabi­

lidad de obtener una división estratigráfica del testi­ monio arqueológico local, y bajo condiciones favora­ bles pueden suministrarnos la más viva imagen de la vida primitiva, Pero no es probable que suministren objetos completos o ejemplares interesantes para su ex­ posición en las vitrinas de un museo. Éstos han de ser buscados en las sepulturas.

3. — L

u g a res d e en t e r r a m ien t o

Los hallazgos arqueológicos más sensacionales, los objetos más espectaculares expuestos en museos, pro­ ceden de enterramientos paganos. El lector tiene que haber leído o visto los tesoros procedentes de la tum­ ba de barco sajona de Sutton Hoo, de la tumba de Tutanlchamon, de las tumbas de pozo de Micenas y del cementerio real de Ur. Es probable que no sepa que la inmensa mayoría de los vasos griegos y las fi­ guras de porcelana chinas, por no mencionar las espa­ das de bronce prehistóricas y las copas más humildes y las urnas cinerarias, constituyen asimismo hallazgos de tumbas. Sin ellos, los arqueólogos raras veces sa­ brían qué eran en realidad los fragmentos que excavan en los lugares domésticos. Además, algunos hallazgos de tumbas proporcionan la mejor prueba posible de asociación (pág. 17). Sin embargo, los datos de infor­ mación estratigráficos son difíciles de obtener en los depósitos sepulcrales. Puede resultar apropiado aquí distinguir las sepulturas de las tumbas y ambas a su vez de los monumentos funerarios visibles superficial­ mente. Aun cuando esta distinción no es lógica en rea­ lidad y no puede ser sostenida de un modo estricto, será tenida en cuenta a lo largo de todo este apartado. 6.

C H IL D E

Las sepulturas son esencialmente hoyos cavados en la tierra —fosos, zanjas o pozos—. Pueden estar revesti­ das de esteras o trabajo de cestería, de madera, de obra de ladrillos o de losas de piedra. Una sepultura revestida de losas técnicamente se denomina cista —o más exactamente, cista de piedra; ya que el término “cista (de ladrillo)” se aplica corrientemente a las se­ pulturas de ladrillo—. En las Islas Británicas se acos­ tumbra distinguir entre cistas cortas (short cists) y cistas alargadas (long cists). Las primeras están general­ mente revestidas con cuatro losas de canto y cubiertas con una quinta losa. Son suficientemente amplias para acomodar en ellas solamente un esqueleto encogido (doblado) y se las atribuye generalmente a nuestra Edad de Bronce. Las cistas alargadas están ideadas para recibir un cadáver extendido en toda su longitud, de modo que se requieren varias losas a los lados y piedras para cubrimiento. Las cistas alargadas más tí­ picas en estas islas corresponden a la época cristiana primitiva y unas pocas a la Edad de Hierro. A los fosos sepulcrales profundos se les puede de­ nominar pozos (shafts). Hay con frecuencia un travesa­ rlo en las paredes laterales, a unos dos pies por enci­ ma del fondo, para sostener una cubierta. En las se­ pulturas de pozo del sur de Rusia, las estacas de ma­ dera que sirven de cabios para sostener el techo se han podido distinguir con sus extremos todavía descansan­ do en el travesaño. En el fondo del pozo puede haber un nicho excavado en una de las paredes laterales, que constituiría el verdadero lugar de enterramiento. Luego tenemos también lo que se conoce con el nom­ bre de foso (pit cave). Pero un foso constituye ya una tumba, puesto que todo receptáculo artificial para ca­

dáveres más trabajado que una simple excavación ver­ tical merece este título. Las tumbas pueden estar excavadas en el suelo o construidas, total o parcialmente, por encima del nivel del suelo. La mayoría consta de una o más cámaras a las que se penetra por medio de una especie de entra­ da, que frecuentemente va precedida de un pasadizo. Al fin y al cabo, la tumba era la morada del difunto y podía imitar de un modo manifiesto una casa o un pa­ lacio. Incluso en los cementerios cristianos eran muy corrientes a principios del siglo xrx las reproducciones de fachadas de casas. La tumba de un faraón o un no­ ble egipcio en la dinastía III era una fiel reproducción de su morada, excavada en la roca viva y provista de una serie de habitaciones, ¡incluyendo letrinas y un harén! Una tumba de este género estaba concebida para albergar los restos mortales de un solo individuo, ya que en esa época las esposas, concubinas y servi­ dores necesarios podían proporcionarse de un modo mágico. Sin embargo, una serie de cámaras subterrá­ neas igualmente complicadas, como el hipogeo neolí­ tico de Hal Safiieni, en Malta, numerosas tumbas de la Edad de Bronce en Chipre y las catacumbas en Roma, sirvieron como depósito de una multitud de ca­ dáveres. Entre estas moradas subterráneas o laberin­ tos y el simple nicho del foso, podría establecerse una serie completa de formas intermedias. De las tumbas con cámaras subterráneas, cuyas paredes y techos no están construidos, se dice que están excavados en la roca, aun cuando la “roca” sea arcilla resistente. Con frecuencia, las entradas de las tumbas excava­ das en la roca están cuidadosamente talladas imitando, por ejemplo, un portal de madera. Podían estar tapa­ das por medio de una pesada piedra o con una puerta

auténtica. A no ser que las tumbas estuvieran excava­ das en la cara de un acantilado vertical, el acceso al fondo debía realizarse por medio de un dromos (un corredor inclinado o rampa) o de una escalera. Tramos regulares de peldaños excavados en la roca conducían al fondo de las tumbas egipcias ya en la Dinastía I. Por otro lado, allí donde, como sucede en Chipre, se podía sostener un techo muy delgado de roca, bas­ taba un pozo vertical con un solo travesaño que servía de peldaño, lo que nos lleva nuevamente al foso. La boca del corredor o de la escalera de entrada puede a su vez tener la forma de un portal. Lo más corriente es que estuviera cuidadosamente disimulada y todo el corredor o escalera tapado con ripio. Donde la roca del subsuelo o la roca local no per­ miten la excavación de cámaras subterráneas, se podía construir una tumba en el fondo de un gran pozo o en una amplia zanja cavada en una ladera. En el cemen­ terio real de Ur 7 se construyó una simple cámara de ladrillo de adobe o de piedra caliza para el “rey” o la “reina”, al fondo de un enorme pozo en el que se pe­ netraba por medio de una rampa descendente. Los cuerpos de los servidores, así como el carro fúnebre y otros atavíos se dejaron en el suelo del pozo fuera de la cámara, y el pozo entero fue rellenado. Del mis­ mo modo, se erigieron casas mortuorias hechas con ro­ llizos en el fondo de pozos para jefes hallstátticos en la Europa central, para reyes escitas en el sur de Ru­ sia y para príncipes en el Altai.8 En mucho casos, gran parte de la madera de construcción se ha conser­ vado en el suelo húmedo, mientras que en el Altai la construcción entera, junto con tapices y colgaduras, se ha conservado en el hielo. (De paso, estas tumbas constituyen una información acerca del tipo de cons-

tracción de madera que podía servir para albergar a los seres vivos durante el período en cuestión.) tínica­ mente se conservan los orificios de estacas en el suelo del pozo sepulcral para demostrar que algunos jefes de la Edad de Bronce en Inglaterra y en el sur de Rusia habían sido depositados en tiendas o cabañas mortuorias. La dirección de los orificios prueba que los postes convergían en la cúspide de la estructura. Las casas mortuorias podían igualmente estar cons­ truidas de madera o con un armazón de madera en­ cima del suelo, y de hecho se han descubierto huellas de las mismas bajo túmulos, por ejemplo en Holanda, Suiza y Escocia. A la inversa, algunas de las cámaras construidas en piedra que se describirán a continua­ ción, fueron de hecho edificadas en zanjas o pozos o en cortes abiertos en una ladera. Algunas de estas cá­ maras de piedra se denominan corrientemente cistas y concuerdan con la definición dada en la página 82, con la salvedad de que están provistas de puertas u orificios de entrada. No obstante, al ser subterráneas y no estar provistas de dromos o pozo de acceso, es evidente que las “entradas” eran simplemente 'porta­ das simuladas (dummy portáis), habiéndose introduci­ do los cadáveres por el sistema de alzar las losas de techado o las piedras de cubrimiento como en una cista corriente. Las tumbas de piedra más célebres y de construc­ ción más notables son las que se han clasificado como megalíticas.9 Originariamente aplicado a las cámaras funerarias con las paredes y el techo construidos con gigantescos bloques de piedra sin labrar, que pueden ser calificados ahora de ortostáticos (vid. pág. 78), el término se ha extendido a las cámaras de idéntica planta, pero con muros realizados en manipostería de

ripio en hiladas y con techo en forma de falsa bóveda. Se cree que en un principio todas las tumbas en cues­ tión fueron construidas bajo tierra de modo artificial a base de cubrirlas con un túmulo de tierra o un mon­ tículo de piedras (cairn), aunque en muchos casos no existe en la actualidad evidencia alguna en la super­ ficie del túmulo de cubrimiento. Según la planta, las tumbas megalíticas han sido divididas tradicionalmente en dólmenes (ing. dolmens, dan. dysser), dólmenes de corredor (ing. passage gra­ ves, fr. dolmens a galerie, al. Granggraber) y galerías cubiertas o cistas alargadas de piedra (ing. gallery gra­ ves o long stone cists, fr. allées couvertes, sueco hallkistor). Los dólmenes deberían estar formados por cuatro piedras verticales sosteniendo una sola piedra de cu­ brimiento, diferenciándose entonces de las cistas sola­ mente por la magnitud de las piedras. De hecho, los dysser daneses fueron concebidos en un principio para contener un solo cadáver extendido. Los dólmenes constituyen la forma más simple de tumba megalítica, pero al parecer únicamente en Dinamarca son más antiguos que otros tipos. En un dolmen de corredor, la cámara debería ser más ancha y más alta que el corredor a través del cual fueron introducidos los cadáveres. En las galerías cubiertas, la cámara en sí es larga y estrecha y está precedida solamente por un porche o antecámara poco profunda, generalmente de la misma anchura. No se debe exagerar demasiado el significado de esta dife­ rencia y la atribución de una tumba a uno u otro gru­ po es a menudo una cuestión de gusto, como sucede, por ejemplo, con los “dólmenes de corredor no dife­ renciados” o las “galerías cubiertas con transepto” ci­

tados por Daniel. En ambos tipos de tumba puede haber nichos o celdas abiertos fuera de la cámara prin­ cipal. Al menos algunas veces estos nichos servían

F ig . 2 1. Dolm en poligonal; 2 . Sepulcro de corred or; 3 . Galería cubierta con pu erta perforada.

como verdaderos lóculos para los cadáveres. El cuerpo podía depositarse también en una sepultura cavada en el suelo de la cámara. En una forma especial de dolmen de corredor, que se halla clásicamente representada en Portugal y que

Daniel ha denominado “dolmen de corredor paviano”, nombre derivado de un cementerio de dicho país, la cámara es un polígono regular. Traducida a obra de manipostería de ripio en hiladas, una cámara de este género será de planta circular y, al estar techada por medio de hiladas horizontales de piedras voladas o sea, por aproximación de hiladas (lo que se denomina “fal­ sa cúpula”), tomará la forma de una colmena. Estas _L

2 F ig . 3 1. Sección de una falsa bóveda; 2 . íd em de una auténtica bóveda de m edio cañón.

tumbas en forma de colmena han sido denominadas tradicionalmente tholoi —una palabra griega que ori­ ginariamente se aplicaba a las cámaras o rotondas en forma de colmena cuya función no era la de servir como sepulcro—. En España y Portugal aparecen tholos junto con dólmenes de corredor ortostáticos. Pero los tholoi más célebres son los de la Grecia micénica. La mayoría de éstos están construidos con excelente manipostería de sillares y algunos, como el “Tesoro de Atreo” en Micenas, estaban provistos de puertas orna­ mentadas. (Parte de la puerta de la citada tumba se la llevó lord Elgin y se halla ahora en el Museo Británi­ co.) Tumbas en forma de colmena, de planta idéntica

a la de los tholoi, fueron excavadas también en la roca —por ejemplo, en Sicilia—. De hecho, casi todas las variedades de tumba megalítica han sido reproducidas en cámaras talladas en la roca. Escuelas opuestas de prehistoriadores de distintas maneras han concedido prioridad a las cámaras excavadas en la roca, a los tholos con falsa cúpula o a los dólmenes de corredor ortostáticos, o han intentado demostrar que el método de construcción estaba condicionado por la configura­ ción geológica local. Ninguna de las teorías antagóni­ cas han merecido la aprobación universal. Las tumbas de cámara no son bajo ningún concep­ to exclusivamente prehistóricas. Es evidente que el Santo Sepulcro mismo era una tumba rupestre corrien­ te. Se construyeron muchas tumbas en forma de col­ mena con mampostería de sillares o con ladrillos coci­ dos en la Grecia clásica y helenística y en el período romano, si no en la Grecia arcaica, Etruria, Tracia, Anatolia y en las proximidades del mar Negro. Inclu­ so se utilizaba la construcción ortostática en los tiem­ pos históricos, aun cuando las gentes lo suficientemente civilizadas como para saber escribir sabían general­ mente labrar los ortostatos, que eran megalíticos en cuanto a tamaño, pero no en cuanto a tosquedad. Las paredes de las tumbas megalíticas en ocasio­ nes estaban embellecidas con esculturas, grabados o pinturas, especialmente en la Bretaña y en Irlanda. Los temas son representaciones muy esquematizadas de rostros, bustos, hachas, puñales y otros elementos simi­ lares, o formas puramente “geométricas”, como espira­ les y rombos. En los tiempos históricos las paredes de las tumbas estaban decoradas con pinturas más ani­ madas o con esculturas realistas. Las pinturas de las tumbas egipcias son conocidas; las tumbas etruscas,

tracias y escitas conservan también muchas escenas bellas e instructivas. Como hemos visto, la puerta de una tumba de cá­ mara constituía el objeto de una especial atención. No vendrían al caso aquí descripciones en detalle. Pero hay un tipo de entrada muy peculiar, que merece ser mencionado y que se encuentra asociado con las tum­ bas megalíticas (incluyendo los tholoi) de Suecia, las Islas Británicas, el norte de Francia, el sur de España y Portugal, el sur de Italia, Bulgaria, el Cáucaso, Siria y la India peninsular. Una piedra para cerrar una en­ trada es una losa que, formando un extremo de una tumba megalítica o interrumpiendo el corredor de en­ trada, se ha tallado en ella cuidadosamente una aber­ tura redonda o casi rectangular a través de la cual se puede tener acceso a la cámara. (La abertura puede adoptar asimismo la forma de una espaciosa ranura en el borde inferior de la losa, como la que se ve en la parte delantera de una persona, o la forma de unas ranuras semicirculares talladas en los bordes próximos de un par de losas.) En la Europa occidental, las pie­ dras para cubrir una entrada pueden dar acceso a cualquier tipo de tumba megalítica, aunque se em­ plean más corrientemente en las galerías cubiertas, y en el Cáucaso y en la India únicamente se utilizan en cistas megalíticas (dólmenes). En estas últimas regio­ nes, las aberturas son por lo general demasiado peque­ ñas para permitir el acceso a un hombre vivo o a un cadáver, pero más hacia el oeste podían ser atravesa­ das por los funcionarios de pompas fúnebres que diri­ gían las operaciones de enterramiento en el interior de las cámaras. La diferencia entre tumba y monumento carece de­ cididamente de lógica. Un túmulo —un montículo fu­

nerario de tierra (tumulus) o un montículo funerario de piedras, galgal (cairn)— constituye indudablemen­ te un monumento, Pero la mayor parte de las tumbas de cámara estaban cubiertas por un túmulo; éste a menudo constituía una parte integrante de la tumba y poseía una importancia especial en el ritual funera­ rio. La entrada a una tumba megalítica en las Islas Británicas, por ejemplo, da frecuentemente a un patio preliminar (forecourt) semicircular, delimitado por un muro o por un arco de ortostatos, que al mismo tiempo forma una fachada y un revestimiento del montículo. Con el solo objeto de interpretación, sin embargo, los túmulos pueden ser citados en términos generales sin referencia alguna a la tumba que cubren. De hecho, la mayoría de túmulos no cubren una tumba en el sen­ tido que nosotros le damos, sino una simple sepultura o incluso un cuerpo depositado en la superficie del suelo o el emplazamiento de una pira funeraria. Los túmulos, incluyendo bajo este término tanto los montículos de tierra como los montículos de pie­ dras, pueden ser redondos o alargados, a pesar de que la inmensa mayoría entran dentro de la primera cate­ goría. Algunos túmulos alargados (long barrows) son suficientemente largos para cubrir sólo una tumba de cámara alargada como es la galería cubierta, pero mu­ chos en Gran Bretaña y Polonia son mucho más lar­ gos de lo que era necesario para tal fin, mientras que en Dinamarca y norte de Alemania se han enterrado simples dólmenes bajo túmulos rectangulares alarga­ dos. De cualquier modo, quizás un túmulo no era sim­ plemente un montículo de tierra o de piedras amonto­ nadas. Muchos, al ser excavados, han demostrado que fueron construidos siguiendo un plan determinado, con esmero y metódicamente. El túmulo en sí puede sos­

tenerse por medio de un muro de tepa, piedra o la­ drillo o mediante una serie de ortostatos o postes de madera o bien por medio de dos o más líneas con­ céntricas a base de muros o de soportes verticales. Si los muros o soportes verticales eran o no visibles en la estructura acabada del monumento, constituye un punto discutible en cada caso particular; actualmente se hallan por regla general tapados por la tierra o el ripio. Un círculo de soportes verticales de piedra se denomina técnicamente un peristálito (peristalith) (el término “peristáxilo” debería ser utilizado, aunque nunca lo es, para referirse a postes), mientras que un muro sustentante de piedra se conoce con el nombre de crepis. El crepis que rodea la base de los túmulos históricos está construido generalmente con manipos­ tería de sillares, que puede ser completada por medio de pilastras o incluso con un friso esculpido. El mon­ tículo, incluso en el caso de que esté compuesto esen­ cialmente de tierra, puede estar cubierto con guijarros blancos de cuarzo, con una capa de piedra o con un revestimiento de manipostería de sillares. Su cima puede estar coronada por un pilar de madera, una piedra vertical o una construcción esculpida. Una stupa budista reproduce en su superficie, como una cás­ cara de piedra o de ladrillo, el aspecto de un montícu­ lo redondo ornamentado, aun cuando su bóveda hueca conserve únicamente un diminuto fragmento o símbolo de un cadáver. Un túmulo de tierra puede estar rodeado total o par­ cialmente de una zanja o un foso. Estos servían como cantera de la que se extraía el material para el mon­ tículo, pero es indudable que también poseían un significado ritual. De hecho, una zanja circular alre­ dedor de la sepultura central se encuentra a veces

enteramente cubierta por el túmulo. Los arqueólogos ingleses 10 distinguen varias clases de túmulos redon­ dos rodeados de una zanja. Un túmulo en forma de cuenco (bowl barrow) arranca directamente del bor­ de interno del foso circundante. En un túmulo en forma de campana (bell barrow) hay un espacio liso, la berma, entre la zanja y el pie del montículo, mien­ tras que en la parte externa de la zanja puede haber un banco o terraplén (bank). En un túmulo en forma de disco (disk barrow ) la tierra procedente de la zan­ ja forma un terraplén en el exterior de la misma, mientras que uno o más montículos pequeños cubren enterramientos en la zona uniforme rodeada por la zanja. Finalmente, un túmulo en forma de estanque (pond barrow ) no es ningún montículo, sino una de­ presión en el yeso en forma de platillo, cuyos escom­ bros han sido amontonados alrededor del margen para formar un terraplén circular bajo (fig, 4). Después que se ha amontonado y formado un tú­ mulo encima del enterramiento original o enterramiento primario, pueden introducirse dentro del mismo in­ humaciones secundarias. Estas últimas, por regla general, se hallarán a un nivel más alto que el del ente­ rramiento primario o más alejadas del centro del mon­ tículo. Frecuentemente se han hallado túmulos que han sido agrandados, en ocasiones más de una vez, con el fin de albergar inhumaciones secundarias. El descubrimiento de las relaciones entre enterramientos primarios y secundarios, y entre estos últimos entre sí en un túmulo constituye la principal contribución al establecimiento de la cronología relativa que puede esperarse de la excavación de un lugar de enterramien­ to. No obstante, no debe darse por sentado que un

túmulo ha de ofrecer una estratigrafía clara y precisa. El pozo destinado para sepultura de un jefe rico y poderoso puede muy bien estar cavado a mayor pro­ fundidad que el de un antecesor más pobre y puede

2

3 . -7^

^^

7777777777^

4

F ig . 4 1 -3.

Diversas

secciones

posibles de túm ulos; recinto cóncavo.

4.

Sección

de un

desplazar los restos del último hacia el centro del tú­ mulo. Con el fin de completar y rectificar las conclu­ siones sacadas de la relación espacial entre los ente­ rramientos, el excavador debería hallarse a la búsque­ da de intersecciones de pozos sepulcrales y debería intentar determinar desde qué nivel se ha cavado el foso en el montículo. Las ampliaciones llevadas a cabo en un túmulo aparecerán, como es natural, en sección

como capas superpuestas en la superficie del montícu­ lo original y una encima de la otra por orden estratigráfico. Un enterramiento puede difícilmente ser más antiguo que la capa en la que se encuentra, pero pue­ de ser posterior. Dejando a un lado las simples lápidas sepulcrales, los túmulos constituyen el tipo más corriente y más universal de monumento funerario. Las pirámides de Egipto,11 por el contrario, constituyen los más célebres, En su origen, la pirámide no constituyó un túmulo magnífico y glorioso (aun cuando se ha sostenido que los monumentos faraónicos de piedra labrada o de la­ drillo inspiraron los montículos de piedras y los túmu­ los de tierra de los bárbaros), sino que se desarrolló a partir de una construcción bastante distinta. Encima de las tumbas de pozo de los primitivos faraones y de sus nobles se erigieron construcciones rectangulares hechas con ladrillos de adobe, ahora llamadas mastabas, que incluían cuartos-almacén para contener el ajuar funerario del difunto. Los muros exteriores de una mastaba no estaban perforados con una puerta auténtica, sino decorados con contrafuertes y entran­ tes, imitando quizá la fachada del palacio de madera del faraón. Uno de los entrantes, pintado en forma de portada simulada o falsa puerta, servía como capilla mortuoria donde se hacían las ofrendas. El conjunto estaba rodeado por un muro de ladrillos de adobe. Bajo la dinastía III, la mastaba de ladrillos se sustituyó por obra de mampostería, la cual incluía generalmente una capilla mortuoria más amplia y el muro del recin­ to original. La pirámide escalonada proyectada para Zóser, último rey de la citada dinastía, puede conside­ rarse como cuatro mastabas de dimensiones decrecien­ tes dispuestas una encima de la otra. Su sucesor,

Cheops, de la dinastía IV, instituyó la forma clásica. Barcas rituales fueron enterradas en sepulturas cons­ truidas especialmente al lado de las antiguas mastabas y de las pirámides. En vista de que una mastaba servía como casa-al­ macén para los objetos funerarios y constituía una par­ te integrante de la tumba, el mobiliario almacenado en ella es contemporáneo del que se depositaba en la cámara funeraria subterránea en el momento del ente­ rramiento. Esta afirmación no se extiende al contenido de la capilla mortuoria, puesto que las ofrendas depo­ sitadas en ella han de ser posteriores al enterramiento. Las mismas observaciones se pueden aplicar a las di­ versas clases de monumentos realizados en la superficie terrestre, que combinan las funciones de lápida sepul­ cral, altar y quizás incluso la de sepulcro, tal como era corriente en los tiempos grecorromanos y posteriores. Sepulturas y túmulos, tumbas de cámara excavadas en la roca y construidas, aparecen frecuentemente jun­ tas en cementerios. Pero en algunas comunidades ha sido costumbre enterrar a los muertos debajo de las casas donde habían vivido, o cerca de ellas. Tales en­ terramientos se efectuaban generalmente en simples sepulturas, pero en el sudoeste de Asia se construían o se excavaban en la roca tumbas de cámara debajo de las viviendas de los ciudadanos ricos. Así, uno tenía simplemente que levantar una losa del suelo para hallarse junto a sus antepasados. La costumbre de en­ terrar niños bajo el suelo de las casas estaba todavía más extendida. Ya estuvieran enterrados en una sepultura, o en una tumba, los cadáveres podían estar envueltos en es­ teras o pieles, metidos en un ataúd de mimbre o de tablones, en el tronco vaciado de un roble, en un sar­

cófago de piedra o en una gran jarra. (Cualquier jarra grande era denominada pithos en Grecia, pero en otros países los arqueólogos limitan el uso de este término a las jarras funerarias.) Los huesos incinerados eran introducidos generalmente, aunque no siempre, en una vasija más pequeña de cerámica, metal o piedra, lla­ mada urna cineraria. Un cementerio de urnas cinera­ rias recibe el nombre de campo de urnas (urnfield). Un ataúd de roble procedente de un túmulo de la Edad de Bronce de Loose Howe, este de Yorkshire, tenía la forma de una canoa ahuecada y algunos ataúdes de roble tenían la forma de una barca, cuando no eran barcas auténticas. Un poco más tarde, en Suecia, la verdadera sepultura se rodeó de una estructura en for­ ma de barca o de un cordón de piedras. Finalmente, durante el período de Migración y en la subsiguiente Edad Vikinga, los gobernantes y los nobles fueron in­ humados en auténticas barcas con un equipo comple­ to. Los enterramientos de barco hallados en Gseberg, Noruega, y en Sutton Hoo, Suffolk, son mundialmente conocidos. Los barcos estaban generalmente cubiertos con un túmulo, pero al pudrirse los maderos el mon­ tículo se ha hundido, y en la actualidad no tiene un aspecto demasiado imponente. Si un túmulo cubre varias sepulturas, en general cabe la posibilidad de determinar el orden relativo de los enterramientos (pág. 93). En un cementerio de se­ pulturas planas, no existe, por regla general, ninguna estratigrafía. Por otra parte, cada sepultura, se halle o no bajo un túmulo, contiene un solo enterramiento. Si cuando dos esqueletos, que se conservan intactos por un igual, son hallados juntos en la misma sepultura, tienen que haber sido enterrados simultáneamente. (Es­ queletos masculinos y femeninos yuxtapuestos de este 7.

C H IL D E

modo se interpretan generalmente como casos de sati (,suttee: costumbre de inmolar a la viuda junto con el marido difunto).) Por consiguiente, los objetos funera­ rios procedentes de una sepultura individual son todos contemporáneos arqueológicamente y ofrecen un ejem­ plo clásico de asociación. Las tumbas de cámara pue­ den asimismo contener los restos de una sola persona, como sucedía en Egipto, y en ese caso sus respectivos contenidos pueden ser considerados igualmente asocia­ dos. Por otro lado, la mayor parte de las tumbas de cámara eran “criptas familiares” y contienen enterra­ mientos colectivos, habiendo recibido sucesivamente en el transcurso de muchas generaciones los miembros fallecidos de una familia, un linaje o un grupo todavía más amplio. Así pues, las tumbas de cámara pueden contener los esqueletos de cien o más individuos y lo mismo sucede con las cuevas, ya que las cuevas natu­ rales eran usadas con bastante frecuencia como sepul­ cros colectivos. Es evidente que las reliquias de dichas tumbas no son todas contemporáneas y sólo raras ve­ ces la posición de los objetos funerarios depositados en la tumba revela su edad relativa respectiva en la suce­ sión de enterramientos. Además, las antiguas tumbas de cámara eran a veces utilizadas posteriormente como lugares de culto. Así, los griegos del período arcaico celebraban su culto a los héroes en algunas tumbas micénicas, mientras que los galos del período romano depositaban ofrendas votivas en los dólmenes de corre­ dor y galerías cubiertas neolíticos de la Bretaña. Fi­ nalmente, el saqueo de las tumbas en Egipto constitu­ yó una industria regular y lucrativa desde los comien­ zos de la historia escrita, mientras que los túmulos han atraído en todas partes la atención de los ladro­ nes. Las sepulturas planas y las tumbas excavadas en

la roca, cuyas entradas han sido sagazmente disimula­ das, son las más idóneas para haberse conservado in­ tactas. Pero por esta misma razón el descubrimiento de sepulturas intactas por parte de los arqueólogos ha sido generalmente una cosa puramente accidental. Si el excavador no ha sido afortunado, entonces tiene que tener en cuenta las reliquias dejadas por los anteriores ladrones.

BIBLIOGRAFIA Excavaciones clásicas de cueva: (1) G a r r o d , D., y B a t e , D.: The Stone Age of Mount Car­ mel, I (Oxford, 1937). P e y r o n y : “La Ferrassie”, en Préhistoire, III (1934). B e r n a r b ó B r e a , L .: Gli scavi nella caverna delle Arene Candide (Bordighera, 1946). (2) B u r jc ixt , M. C.; The Oíd Stone Age (Cambridge, se espe­ ra una edición revisada). (3) P a r e t , O.: Das Steinseitdorf Ekrenstein bei Ulm (Stuttgart, 1955). (4 ) F r a n k fo r t , H .: The Birth of Civilization in the Near East (Londres, 1951). (La formación de un tell.) (5) Excavaciones clásicas de tell: a) Tapial y adobe solo. L l o y d , S., y S a f a r , F .: “Tell Hassuna”, / . Near Eastern Studies, IV (Chicago, 1945). S p e i s e r , E . A., y T o b l e r : Excavations at Tepe Gawra (Filadelfia, 1935, 1950). J . M a l u q u e r d e M o t e s : El yacimiento hállstáttico de Cortes de Navarra. (Pamplona, I. 1954, II. 1958.) h) Ladrillo sobre cimientos de piedra. L a m b , W .: Excavations at Thermí in Lesbos (Cam­ bridge, 1936). G oldm an , H.: Excavations at Eutresis (Cambridge, Mass., 1931). La inmensa mayoría de los poblados ibéricos utilizan como técnica constructiva paredes de tapial o de adobe

en ias v iv ien d as, so b re G i m p e r a : Etnología de

(6)

(7) (8)

(9)

(10) (11)

un zó ca lo d e p ie d ra . P. B o sc h la Península Ibérica. (B a rce lo n a ,

1932.) Pozos de experimentación: M a ix o w a n , M. E. L .: en Liverpool Annals of Archaeology and Antkropology, XX, 1933. H e u r t l e y , W . A.: Prehistoric Macedonia (1939). W o o l l e y , L .: Ur Excavations, II; The Royal Cemetenj (Londres, 1934). R ud en k o , S. I.: Kultura Naseleniya gornogo Altaya v sldfskoe Vremya (Moscú-Leningrado, 1953). C h i l d e , V. G.: “Megalitlis”, en Ancient India, IV (Nueva Delhi, 1948). Cf. D a n ie l , G. E .: “The Dual Nature of tlie Megalithic Colonizatíon”, en Proc. Prehistoric Soc., VII (Cambridge, 1941). G r i n s e l l , L. V.: The Ancient Burial Mounds of England (Londres, 1953). E d w a r d s , I. E . S.: The Pyramids of Egypt, Pelican (Lon­ dres, 1947).

ORIENTACIONES PARA IDENTIFICAR MONUMENTOS SOBRE EL TERRENO

A las arqueólogos se les pregunta a menudo: “¿Cómo sabe usted dónde hay que excavar?” De hecho, muchos, si no la mayoría de yacimientos ar­ queológicos (con excepción de depósitos del Paleolíti­ co), vienen señalados por algún detalle de superficie, observable para el ojo experto, tales como montículos u orificios en el suelo. Además, estas indicaciones de superficie están calculadas, sin necesidad de una exca­ vación, para facilitar a un experto mía a modo de guía orientativa acerca de qué clase de monumento se trata y, en tal caso, qué puede llegar a hallarse si se practica una excavación. En consecuencia, puede ser útil dar unas pocas orientaciones acerca de las con­ clusiones que pueden derivarse de los fenómenos ar­ queológicos vulgares que el lector pueda observar al deambular por el campo inglés. Bancales tales como excrecencias o depresiones relativamente blandas y a menudo cubiertas de hierba, tradicionalmente han sido contrapuestas a los más duros montones de piedras que pueden ser el indicio del emplazamiento de cons­ trucciones de mampostería o de montículos conmemo­ rativos de piedra. Será conveniente adoptar dicho sis­ tema, aun cuando no parezca muy lógico, y empezar por los bancales. Éstos pueden dividirse en simples montículos, montículos alargados en una dirección de­ terminada, o bien terraplenes y depresiones.

Un montículo de planta aproximadamente circular puede ser un simple montecillo natural formado por los glaciares y capas de hielo que en un tiempo llega­ ron a cubrir Escocia, el País de Gales, y la mayor parte del norte de Inglaterra. Si el montículo es artificial, lo más probable es que se trate de un monumento fune­ rario, más concretamente de un túmulo. Pero la mis­ ma ambigüedad de las expresiones nativas “kurgan”, “maghoula” y “mogila” (pág. 68) debe haber puesto en guardia al lector, que superficialmente un tell for­ mado por la superposición de niveles de ocupación, difícilmente se distingue de un túmulo de enterramien­ to. De hecho, lo más probable es que un tell sea proporcionalmente más bajo y menos regular, y que su superficie, si no está demasiado cubierta de espesa hierba, esté salpicada de restos de cerámica y objetos similares. Los auténticos tells son inexistentes en las Islas Bri­ tánicas. Pero en los niveles superficiales de turberas en marismas desecadas, por ejemplo en las proximidades de Glastonbury, hay unos montículos redondos, muy bajos, que denotan el emplazamiento de chozas circu­ lares pertenecientes a un poblado lacustre.1 El suelo de las cabañas estaba hecho de arcilla esparcida sobre una plataforma formada con rollizos o ramas jóvenes que, a su vez, descansaban en una turbera más o me­ nos esponjosa. A medida que toda la estructura se iba hundiendo gradualmente, o que el nivel del agua cre­ cía lentamente, el suelo de la cabaña y finalmente toda la infraestructura tenía que renovarse periódica­ mente. El resultado final del proceso era que se llega-

ba a formar un montículo de hasta dos metros de al­ tura. La estructura de madera podía llegar a conser­ varse si el nivel del agua aumentaba hasta el extremo de sumergirla. Por encima del nivel del agua, sólo so­ brevivían las sucesivas capas de arcilla, y éstas se han conservado en mejores condiciones y con mayor espe­ sor en el lar central, donde la arcilla estaba endu­ recida. Estos pequeños montículos no es fácil confundirlos con un túmulo, pero las motas o motillas (mottes) sí que se asemejan a grandes túmulos recientes. Los tú­ mulos estaban generalmente rodeados de zanjas (pá­ gina 92); los tells nunca. En cambio las motas siempre están rodeadas por un foso. La palabra motte 2 no es más que una corrupción del latín monte(m), que sig­ nifica un monte artificial. Como en el caso de tell, la expresión no puede ser más adecuada. Las motas tie­ nen siempre su cima plana, por cuanto en la cumbre se asentaba una torre de madera rodeada de firme empalizada. Estos montículos consisten totalmente en tierras que han sido removidas, y carecen de estrati­ grafía. No obstante, en la cima, y en condiciones favo­ rables, un excavador experimentado puede llegar a descubrir los orificios que alojaban los soportes que a su vez sostenían la torre y la empalizada. A menudo, también, la estructura de madera ha sido sustituida por manipostería con mortero, pues las motas inglesas fueron construidas por los normandos y fueron los pre­ cursores inmediatos de los reductos fortificados de piedra, muchos de los cuales aún pueden verse coro­ nando una mota. Si se conservan aún restos de tales reductos fortificados, no hay que abrigar ninguna duda sobre la clasificación funcional del montículo. De lo contrario, una mota podría ser fácilmente confundida

con un amplio túmulo. Sin embargo, una mota o motilla nunca existía sola. En su base siempre había un recinto mayor, llamado patio (bailey )5 y la muralla y el foso que lo rodeaban siempre pueden llegar a ser puestos al descubierto, aun cuando pueden haber sido seriamente dañados por los trabajos del campo tales como la arada. Los monumentos ingleses comprenden no sólo mon­ tículos redondos, sino también alargados, es decir, lar­ gos túmulos (pág. 91). Estos montículos, cuya longitud oscila entre 30 y 100 metros, estaban formados por ma­ teriales extraídos de profundas zanjas que se prolon­ gaban paralelamente a los lados. Esta característica permite diferenciar los túmulos largos de los restos de muros de ballestería. Ahora bien: un montículo, si es lo suficientemente alargado, puede ser denominado un terraplén (bank) y, en contraposición a un montículo propiamente dicho, un terraplén puede incluir un es­ pacio abierto. 2 . — R e c in t o s

Cualquier espacio caracterizado por uno o varios terraplenes puede ser calificado de recinto. Normal­ mente existe una zanja que se prolonga a lo largo de los píes del terraplén. Probablemente sirvió para pro­ veer de material al terraplén, pero si la zanja estaba practicada en el contorno exterior, debía servir como obstáculo adicional para la entrada al recinto. Por lo tanto, siempre que el foso estuviese practicado fuera del terraplén o “bank”, el recinto puede clasificarse como “defensivo”, es decir, ideado para alejar fieras salvajes e incluso ganado trashumante y quizá tam­ bién enemigos.

Existe, no obstante, en Gran Bretaña, un tipo impor­ tante de monumentos que se caracterizan porque las zanjas se hallan en el interior del terraplén. De ser así, constituirían un obstáculo para los defensores. Por tal motivo, estos monumentos se consideran usualmen­ te como de tipo “ritual”. La mayoría son de planta circular y comprenden túmulos acampanados, túmulos de disco (pág. 93) y henges .3 En estos últimos, el área central es lisa, a menos que su superficie haya sido interrumpida por la presencia de uno o varios círculos de piedras en posición vertical (como ocurre en Avebury) o de pilares (como en Arminghall, cerca de Norwich). A diferencia de los monumentos funerarios propiamente dichos, el terraplén o “bank” y la zanja quedan interrumpidos por una o varias aberturas o calzadas que servían de acceso. Atkinson clasifica los monumentos “henge” en dos categorías: la clase I que sólo tiene una entrada, y la clase II que tiene dos. Las excavaciones han demostrado que algunos “hen­ ges” de la clase I habían sido utilizados como cemen­ terios de incineración por comunidades del Neolítico (secundario). Aun cuando su función primitiva pudiera no haber sido funeraria, algunos campos de urnas de nuestro Bronce Reciente estaban rodeados por terra­ plenes y zanjas más pequeños y más estrechos que en los “henges” neolíticos. Los cementerios parroquiales de tipo circular podrían ser una forma de perpetuar una tradición nativa que se remontaría a una Edad de Piedra pagana, tal como Hadrian Allcroft apuntó hace algún tiempo. Los “henges” de la clase II se atribuyen a nuestra Edad del Bronce Antiguo, pero sus funcio­ nes específicas son aún más inciertas. Las estaciones romanas de señalización, considera­ das en planta, desconciertan por su similitud con los

“henges” de la clase I. Se identifican superficialmente por una zanja penanular cuyo material extraído ha sido apilado fuera de la zanja. Collingwood ha creído que tales zanjas servían principalmente para el desa­ güe; de todos modos, nunca son de grandes proporcio­ nes. El terreno así cerrado mide de 10 a 13 metros en sección. En el centro había al principio una torre cua­ drada, de madera o piedra. Si era de piedra, sus ci­ mientos pueden aún distinguirse e incluso verse. Las ruinas de un anfiteatro romano —un anexo indispensa­ ble para cualquier comunidad que se respetase a sí misma durante el imperio— son menos probables de ser confundidas. En Dorchester (Dorset), por ejem­ plo, un monumento “henge” prehistórico funerario fue adaptado para ser utilizado como anfiteatro local (Círculos de Maumbury), habiéndose rellenado com­ pletamente la zanja interior. No obstante, los anfitea­ tros no eran circulares como los “henges”, sino de planta oval, con aberturas en ambos extremos, y diá­ metros del orden de los 90 por 75 metros. Un terraplén penanular (es decir, un círculo inte­ rrumpido por una sola abertura), sin el acompaña­ miento de la consabida zanja y con un diámetro de 7 a 13 metros, constituye probablemente un círculo de chozas (hut circle). El “bank” o terraplén viene re­ presentado por el muro bajo de turberas, arcilla o tie­ rra, y además las piedras sobre las que descansaba un techo probablemente cónico. Excavaciones practicadas en este tipo de construcciones han puesto de manifies­ to un hogar central, un desagüe practicado bajo el sue­ lo desde el centro hacia la abertura de entrada, o una trinchera de drenaje por debajo, o inmediatamente fue­ ra, del terraplén, tal como se practica hoy alrededor de las tiendas de campaña, y orificios para las jam­

bas de las puertas y para otros postes. Los círculos de chozas mejor conservados se hallan en terreno rocoso y sus paredes están compuestas parcialmente de pie­ dra. El terraplén se orienta hacia el exterior y a me­ nudo también hacia el interior, con cantos rodados colocados de canto muy juntos unos con otros. Estos cantos rodados sostienen un núcleo hecho de ripio mezclado con tierra o tepe. No se ha podido demostrar que los círculos de chozas sean anteriores a la Edad de Hierro; algunos pueden incluso ser medievales. La palabra rath se aplica a construcciones circu­ lares de tierra, que se parecen a los círculos de chozas y a los “henges” de la clase I porque sólo disponen de una entrada, pero se diferencian de los primeros por su mayor tamaño —de 17 a 170 metros de diáme­ tro— y de ambos tipos de construcción por la presen­ cia de una zanja externa que debe ser “defensiva”. Algunos “raths” están rodeados por dos o incluso tres anillos concéntricos de terraplenes y de zanjas. Los “raths” son muy frecuentes en Irlanda, pero también se los encuentra en las tierras bajas del País de Gales, Escocia y la isla de Man. Su emplazamiento raramen­ te parece haber sido determinado pensando en la de­ fensa, sino que normalmente están en zonas bajas, incluso a veces dominados por tierras altas. De ello parece deducirse que un “rath” englobaba y protegía la vivienda de un granjero o ranchero próspero, que a lo mejor era un jefe local o incluso un rey en el sen­ tido irlandés. Efectivamente, en muchos “raths” irlan­ deses se han encontrado los cimientos de una casa o cuando menos un paso subterráneo (pág. 79) que de­ bía comunicar con una vivienda situada en campo abierto. Sin embargo, el Dr. Bersu,4 como resultado de ex­

cavaciones llevadas a cabo en varios “raths” de la isla de Man (con diámetros de 25 a 30 metros), y en Lissue, en el Ulster (diámetro de 50 metros), sostiene la teoría de que el terraplén anular (interno) no era el muro del patio de una granja, sino el muro exterior de la propia granja, en el cual se apoyaban los extre­ mos de los cabios que sostenían una cubierta o techo que recubría todo el interior. La zanja exterior habría servido principalmente de cantera para el material de que se construyó el muro y también para el desagüe, pero de ninguna manera para la defensa. Los especia­ listas británicos e irlandeses no se inclinan a aceptar generalizaciones como resultado de sus observaciones en tres o cuatro localidades, máxime desde que Jope ha diseñado la planta de una casa aislada en otro “rath” del Ulster. Algunos “raths” irlandeses parecen datar del Bronce Reciente local, pero la mayoría de­ muestran ser romanos o paleocristianos. Bancales circu­ lares muy similares han sido localizados en Dinamarca y Suecia, y en esos países se les considera como de­ fensivos. Un caso típico excavado en Trelleborg, en la isla danesa de Zelandia, resultó ser un campo forti­ ficado donde la joven marinería de la flota vildnga se alojaba en construcciones en forma de navio, cada una de estas construcciones con capacidad para albergar la tripulación de una nave larga. Los bancales rectilíneos son más frecuentes, más variados y, en consecuencia, más difíciles de detectar por una simple inspección. Algunos, a pesar de presen­ tar una zanja exterior, sólo pueden clasificarse como rituales. Los más notables son los denominados cursús 5 (cursus es una palabra latina de la cuarta decli­ nación, de modo que el plural es cursus). Su existen­ cia parece limitarse a las Islas Británicas, tanto es así

que hasta el año 1955 no se habían encontrado vesti­ gios al norte de la Escocia meridional. En términos de la arqueología británica, cursus significa una franja de terreno, relativamente estrecha, rodeada por sus dos lados por terraplenes paralelos con zanjas exteriores que se unen a cada extremo. El nombre fue dado al caso de Stonehenge, el único reconocido, por Stukely, quien supuso se trataría de un estadio en el cual te­ nían lugar carreras de carros ceremoniales. Aun cuan­ do hoy se descarta la idea de que existiesen tales carros en Gran Bretaña en la época en que se constru­ yeron los cursus, no se ha podido ofrecer hasta ahora una explicación más satisfactoria. En Stonehenge, el cursus mide 2.770 metros de longitud, y 100 de anchura, pero el de Dorset, aun cuando sólo tiene una anchura de 20 metros, puede comprobarse que en una lon­ gitud de nada menos que nueve kilómetros y me­ dio se prolonga ascendiendo o descendiendo a lo largo de colinas, ¡incluso alguna que otra cumbre peñascosa! Por supuesto, un bancal de tal naturaleza no puede llegar a ser identificado como un “recinto”, como no sea gracias a una vista aérea. Basándonos en los esca­ sos resultados obtenidos en dos pequeñas excavaciones y su relación con túmulos alargados, se cree que los cursus pertenecen a la misma época que los “henges” de la clase I, es decir, al Neolítico (secundario). Aparentemente confinados al condado de Wessey y pertenecientes al Bronce Reciente, hay unos recin­ tos claramente trapezoidales, frecuentemente relacio­ nados con senderos naturales (pág. 116). Parece tratarse en su origen de corrales o parideras, pero en algunos casos, después de excavados los cimientos, han mos­ trado tratarse de simples y endebles cabañas circulares. Recintos rectangulares provistos de una entrada en

el centro de una de sus caras o de dos entradas situa­ das centralmente en lados opuestos, se consideran tam­ bién como corrales, si bien de época romana. La plan­ ta rectilínea podría estar inspirada en la arquitectura militar romana. Pero bancales rectangulares similares (denominados en alemán Viereckschanze) han sido construidos por tribus celtas aún libres, en las Galias y en la Europa central. Por lo tanto, la idea puede haber sido originariamente ítalo-celta, introducida en Gran Bretaña mucho antes de la anexión en tiempos de Claudio. En estos casos ha sobrevivido a los roma­ nos. Las casas solariegas provistas de fosos , de princi­ pios de la época medieval, nos recuerdan nuestros recintos para ganado en cuanto a su planta, con la diferencia de que los fosos están a menudo llenos de agua. Los bancales rectilíneos más imponentes son monu­ mentos de la ingeniería militar romana, tales como campamentos provisionales, campamentos semipermanentes, fuertes y fortificaciones. Teóricamente, todos deben ser de planta rectangular con ángulos redon­ deados, pero hay variantes de este prototipo, impues­ tos por los accidentes del terreno, y que no son infre­ cuentes en campamentos y fortificaciones. Todos ellos presentan como característica común que los lados son rectos, tienen cuatro entradas, y éstas están siempre situadas en el centro de uno de los lados. Todos están protegidos por un foso (;fossa) y, separado de él por un espacio plano, la llamada berma, hay un terraplén (agger) que servía de base para la empalizada, o sea, el llamado vallum. A menudo había más de un foso, tanto es así que en Ardoch, en el Perthshire, hay casos en que hasta seis fosos paralelos protegían el lado des­ cubierto de la construcción. Las entradas iban refor­

zadas a menudo con claviculae, o sea terraplenes situa­ dos de forma que impidieran el acceso directo a la puerta, y obligar a quienquiera que se acercase a ella a dar una vuelta y exponer su flanco a la guarnición. Los campamentos provisionales se erigían teórica­ mente en aquellos casos en que el ejército romano en campaña tenía que vivaquear por una noche. La cons­ trucción era, por tanto, más bien provisional y con probabilidades de que no quedase rastro de ella. Los campamentos semipermanentes eran ocupados durante toda una campaña o sitio (como los que rodeaban los oppidum nativos de Burnswark, en Dumfriesshire). Las fortificaciones se hallaban guarnecidas permanente­ mente por un destacamento, mientras que los fuertes proporcionaban acuartelamiento para toda una legión. En Gran Bretaña, estos fuertes ocupaban entre 10.000 y 35.000 metros cuadrados de terreno. En los dos tipos de construcción descritos pueden descubrirse, a lo lar­ go de los glacis (ramparts), indicios de plataformas para artillería (balistae). Estas plataformas están algu­ nas veces construidas con piedras y mortero, pero la mampostería es escasamente visible a menos que se practique una excavación. En los fuertes habían edifi­ cios importantes tales como graneros, baños, oficina de la oficialidad, etc., los cuales, no obstante, no sobresa­ lían del conjunto y por tanto no eran visibles desde el exterior. Los fuertes de colina presentan un contraste muy marcado con la estricta regularidad que caracteriza las obras militares romanas y, como derivación de ello, a los círculos rituales británicos. Sus emplazamientos, evidentemente, han sido escogidos con vistas a la de­ fensa, y las obras de protección aprovechan hasta el máximo los accidentes del terreno, para acentuar así

las dificultades de un asalto. En otras palabras, siguen los contornos del terreno, lo que explica las irregulari­ dades que presenta su planta. En este tipo de fuertes de colina cabe distinguir los fuertes de promontorio y los fuertes de cumbre. En los primeros, el perímetro defendido ocupa la cumbre de un risco cuyos lados son verdaderos precipicios virtualmente inaccesibles. Los únicos bancales indispensables eran, por tanto, zanjas y terraplenes o “banks” a través del cuello que enla­ zaba la extremidad del cerro principal. Por lo demás, las defensas no difieren en cuanto a estructura ni en lo que se refiere a la disposición de las puertas en comparación con el tipo de defensas que circundan los fuertes de promontorio. Las defensas comprenden habitualmente tanto un terraplén o glacis como una zanja o foso en su exte­ rior. Si no existe foso, el glacis acostumbra ser un muro de piedra, aun cuando no se vea mampostería a tra­ vés del tepe. Pero incluso en los casos en que el glacis es un verdadero bancal, no por ello hay que presupo­ ner que en un principio ofrecía a un asaltante poten­ cial un talud tan suave como da a entender su aspecto actual. Muchos glacis de tierra se apoyaban en un revestimiento de madera, sostenido por sólidos pila­ res, cuyas cavidades aún pueden descubrirse, en una excavación, bajo los bordes del terraplén actual. En al­ gunos casos, el glacis consistía en una serie de casa­ matas (cámaras o grandes cajas), cuyo armazón eran rollizos horizontales, y que se rellenaban de tierra. En ambos casos, el asaltante se hubiera enfrentado con una pared de madera casi vertical, reforzada, y soste­ niendo a la vez una enorme masa de tierra. A lo largo de la crestería de esta construcción habría un paso de ronda protegido por maderos firmes sobresaliendo

de la línea de fachada. Aun en aquellos casos en que el glacis no estaba revestido de la forma descrita, de todos modos iba coronado por una empalizada. La cumbre o promontorio puede estar defendida por dos o más glacis y zanjas paralelos. En estos casos, el fuerte se denomina multivallado. También puede darse el caso de que existan una serie de obras exter­ nas que dividan todo el recinto en una sucesión de po­ siciones defensivas que culminan en una ciudadela. El acceso al fuerte tenía lugar por una o varias puer­ tas, representadas por aberturas en los terraplenes, con sus correspondientes interrupciones de la zanja. La puerta estaba siempre fuertemente guardada, aun cuando las precauciones tomadas contra posibles sor­ presas no pueden ser plenamente apreciadas si no se procede a una excavación. En los fuertes de un solo glacis principalmente, la entrada por lo general, se abría hacia adentro. Los glacis no se interrumpen a cada lado de las aberturas, sino que continúan hacia adentro y se prolongan por espacio de 7 a 10 metros por el interior del fuerte. De esta forma, el acceso a la entrada se convierte en un corredor flanqueado a cada uno de sus lados por terraplenes reforzados con tron­ cos y probablemente provistos a cada extremo de puer­ tas macizas. Esta disposición puede haber llegado a tener el aspecto de un túnel, ya que el hipotético cami­ no de ronda seguiría sin solución de continuidad me­ diante un puente a través, y por encima, del acceso a la entrada, y quizás ampliado formando una torre de barbacana. En los fuertes multivallados (pero no en los “raths”, en que las aberturas y los accesos de entra­ da están situados normalmente en línea recta) la aber­ tura en el glacis exterior nunca coincide directamente con la del glacis interior, sino que está dispuesta de 8.

C H IL D E

ínanera que quien se acercase se veía precisado a girar primero a la izqiuerda al atravesar la puerta exterior, y luego proseguir con el lado derecho del cuerpo sin protección, exponiéndose a recibir el impacto de armas arrojadas desde el glacis interior, antes de poder llegar a la puerta de acceso. A menudo se construían obras de defensa externas en frente de la puerta de acceso para así ejercer una vigilancia más efectiva. En Gran Bretaña, la mayor parte de los fuertes de colina fueron construidos durante la Edad de Hierro, si bien hay un grupo de ellos, fácilmente identificable, que debe ser atribuido a la etapa neolítica. La carac­ terística de estos fuertes neolíticos6 —o campamen­ tos— es que sus zanjas se hallaban interrumpidos a intervalos frecuentes por accesos de entrada con sus correspondientes aberturas en el glacis. De ahí que estos bancales se conozcan como campamentos con cal­ zadas. Este tipo de campamentos del Neolítico son co­ nocidos también en Francia y en la región del Rhin, pero en el continente existen fuertes neolíticos que no presentan la característica de disponer de zanjas inte­ rrumpidas. La mayor parte de los grandes fuertes de la Europa templada pertenecen a la Edad de Hierro, como la Gran Bretaña, o a la fase final de la Edad de Bronce. Alrededor del Mediterráneo se construyeron, desde luego, fortalezas imponentes durante la Edad de Bronce, y en esta misma Edad las ciudades cultas de Oriente estaban dotadas de murallas gigantescas.

3 . — B a n c a les

l in e a l e s

No todos los sistemas de terraplenes y de zanjas rodean un área reconocible. Tanto en las Islas Británi­

cas como en el continente, el lector puede llegar a en­ contrar un terraplén más o menos conspicuo, con una zanja en uno de sus lados, y reseguirla durante muchas millas sin llegar a encontrar indicios de que volviese al punto de partida. Estas obras eran probablemente fronteras territoriales o defensas fronterizas, y de hecho se sabe que pertenecen a distintos períodos arqueológi­ cos. Los ejemplos más antiguos en Gran Bretaña per­ tenecen al Bronce Reciente; otros, corresponden a la Edad Media. Los más antiguos, o por lo menos los más sencillos, son discontinuos. La consulta de mapas geo­ lógicos para estudiar su curso revela que las supuestas aberturas estaban de hecho cerradas por obstáculos naturales tales como zonas pantanosas o bosques espe­ sos. Los diferentes bancales que atraviesan las tierras bajas de Wessex, vulgarmente conocidas con el nom­ bre de Grim’s Dyke, pueden haber sido las líneas fron­ terizas de grandes granjas o de territorios tribales. Hawkes sugiere la posibilidad de que el impresionante Bokerley Dyke fuese la frontera de un imperio duran­ te los siglos n o m. El Offa’s Dyke,7 en las Marcas de Gales, es una verdadera frontera atribuible a los Mercíanos del siglo vin. Los bancales de defensa más célebres de nuestro continente fueron erigidos por los romanos para prote­ ger y delimitar las fronteras de su imperio. Ocasional­ mente se trataba de muros de piedra, pero la Muralla Antonina, que discurre desde el Forth hasta el Clyde, y la versión primitiva de la Muralla de Adriano, que discurre desde el Tyne al Solway, más conocida, eran verdaderos bancales. En esencia, la “muralla romana” consistía en una trinchera de defensa, luego un espacio liso o berma, y finalmente un glacis macizo de tierra. Por detrás del glacis transcurría una vía militar y a

intervalos había fortalezas para alojar guarniciones per­ manentes, así como también “castillos miliarios” (mile castles). Caminos y calzadas también surgen sobre el terre­ no como bancales lineales. Una calzada romana puede mostrársenos como un terraplén muy bajo pero ancho, flanqueado a ambos lados por zanjas estrechas o cune­ tas paralelas entre sí y completamente rectas en largos trechos. El terraplén o “bank” indica la línea de la calzada terraplenada (agger), y las cunetas son simples desagües, como los que hoy bordean las modernas carre­ teras. A menudo puede apreciarse la existencia de una hilera de pequeños agujeros paralela a la misma línea de la calzada. Se trata de canteras de donde se extraía el material para la construcción del agger. Un sendero natural en cierto modo da una impresión negativa de una calzada romana. Se presenta como una zanja flan­ queada por terraplenes paralelos, pero un sendero na­ tural nunca tiene un trazado recto como ocurre con la calzada romana. La “zanja” no es más que el rastro de las pisadas de los ganados, de las bestias de carga y del hombre, mientras que los terraplenes, como las vallas del ferrocarril, protegen el terreno por ambos lados.

4 . — C am po s ,

granjas y minas de s í l e x

En el suelo, los senderos naturales conducen a los emplazamientos donde estaban localizados sistemas de terrenos de cultivo, poblados o granjas. Procedamos a reseguirlos. Los antiguos terrenos de cultivo se distin­ guen fácilmente en repechos donde se presentan en forma de terrazas discontinuas, técnicamente denomi-

nadas lynchets 8 (fig. 5). Cuando una parcela de terre­ no en declive es labrada repetidamente, la tierra que se desprende al arar tiende a acumularse gradualmen­ te hacia la parte baja de la parcela y asentarse en su

Lynchet F ig . 5 Sección de campos inclinados: A) Prim eros años de cultivo; B) Resultados de nivelación, debidos a la “ agricultura de arado” .

límite más bajo. Con el transcurso del tiempo, el borde superior de la parcela de terreno irá sufriendo una depresión mientras la tierra desplazada formará un terraplén en la parte más baja. Es costumbre dejar entre las parcelas de terreno unas fajas no labradas en las cuales el campesino amontona pedruscos y otros residuos encontrados en la tierra. A lo largo de estas fajas se forman unos “lynchets” que transcurren para­ lelamente a los contornos del declive; un “lynchet” negativo queda excavado al pie de la faja superior, mientras el terreno arado va a acumularse contra la faja no labrada al fondo: esto es un “lynchet” posi­ tivo. La faja que transcurre a lo largo de los contor­ nos del terreno se conservará formando un bajo sa-

líente cerca del extremo superior del terreno, mientras puede quedar ligeramente aplanada cerca del extremo inferior. Como resultado de este proceso, en Inglaterra se han hecho visibles dos tipos de terreno de cultivo. Al­ gunos son aproximadamente cuadrados y se les llama tradicionalmente campamentos celtas. Datan desde el Bronce Reciente y perduran hasta los últimos tiempos del imperio romano. Los otros son largos y estrechos y se les denomina adecuadamente strip Itjnchets. Todos los campamentos anglosajones y de principios del Me­ dioevo se adaptan a dicho principio y la mayoría mi­ den 220 por 20 metros. Ahora bien: los “strip lynchets” datan de tiempos prerromanos, por lo menos en aque­ llas partes de Inglaterra ocupada por los “Belgae”, mientras que campamentos similares, largos y estre­ chos, de época prerromana, también han sido identifi­ cados en Dinamarca y en Holanda. Es probable que los campamentos celtas fuesen aptos para el arado suave, denominado en latín aratrum y en danés ard, es decir, un sistema de labranza que simplemente ara­ ba la capa superficial del terreno; precisamente, para esta forma de labranza, el arado cruzado era el más adecuado. Ello no era necesario con un arado de ver­ dad, provisto de reja y de una vertedera de arado, para eliminar las matas, para lo cual una franja larga era lo más práctico. Las tenazas de cultivo 9 que pueden verse en la parte sur de Arthur’s Seat, en Edimburgo, y en otros cerros, son similares en cuanto a su función a los “strip lynchets”, pero genéticamente diferentes. Aun cuando son largos y estrechos, son por lo general curvos, si­ guiendo los contornos del cerro. El lado de cada franja junto a la ladera inferior del cerro, es de hecho una

terraza, es decir, un terraplén formado con piedras y arcilla apiladas deliberadamente. Estas terrazas son a menudo asociadas a recintos huecos (pág. 120) y datan probablemente de los tiempos medievales. Un modelo completamente diferente y que presen­ ta un aspecto más regular es el originado por el siste­ ma romano de partición de tierra, llamado centuriación. De acuerdo con las reglas prescritas en los libros de textos latinos, al tratar de agrimensura, un cuadricu­ lado se extendía en torno a dos vías principales, a sa­ ber, el decurio maximus, de unos 15 metros de anchu­ ra, y el cardo maximus, de unos 7 metros de anchura —que se cruzaban entre sí formando ángulo recto. De cada vía principal partían vías secundarias formando ángulo recto a intervalos de 800 metros. Estas vías se­ cundarias debían tener 3 metros de anchura pero se exigía una anchura de 4 metros a una de cada cinco de estas vías secundarias. Estas servían de límite a las porciones de tierra (centuriae) y como acceso a ellas. Todas las vías debían estar empedradas y flanqueadas a cada lado por desagües. Estas zanjas de desagüe son perfectamente visibles sobre el terreno, y proba­ blemente también desde el aire. Indicios de centuriación que se remontan a los tiempos de la República, han sido descubiertos en Italia y después han apare­ cido todo a lo largo del imperio. Terraplenes bajos pueden subsistir todavía, seña­ lando los límites de campamentos primitivos, pero más a menudo delimitan antiguos corrales de granja. En este caso, lo más probable es que estén conectados, por una parte con senderos naturales, y por otra con granjas. Es imposible intentar ni tan siquiera pasar re­ vista a la gran variedad de restos de estas granjas que puedan subsistir, incluso en Inglaterra. Pero como sea

que hemos mencionado los recintos huecos,10 será bue­ no explicarlos. En las laderas de cerros en Escocia y el País de Gales, el campesino medieval practicaría una excavación ancha pero poco profunda, de fondo alisado, que penetraría horizontalmente en el declive, apilando la tierra extraída y los pedruscos en frente de la zanja, para formar así una plataforma. El corona­ miento de tal plataforma y el fondo de la zanja practi­ cada formaban así un suelo nivelado para levantar un edificio que podría apoyarse sobre el fondo de la zanja. Los monumentos, por supuesto, comprenden, ade­ más de montículos levantados por encima del nivel del terreno circundante, unos agujeros practicados en el terreno. Depresiones en forma de cráter pueden ser in­ dicio de la existencia de un yacimiento de sílex, de un pozo, de una cámara subterránea hundida, o cualquier otra cosa. Sólo una excavación puede resolver de qué se trata. Pero la presencia de un grupo de tales cráte­ res en un terreno blando yesoso puede ser indicio de yacimientos de sílex como los que se explotaron en el Neolítico y en la Edad de Bronce. En regiones meta­ líferas, una sucesión de trincheras profundas puede ser el resultado de minas a cielo abierto de cobre, plata o plomo. La confirmación de tal diagnóstico vendría faci­ litada por la presencia de montones de escorias en las proximidades. Los montones de escorias pueden a ve­ ces distinguirse de simples pilas de piedra o incluso de rocas naturales, por la falta de vegetación. De todos modos, en términos generales, no es aconsejable deci­ dir, por una simple inspección, si una abertura en el terreno señala la boca de un antiguo pozo o mina, o si se trata de una mina de yeso o de un gredal reciente. Del mismo modo, trabajos de afloramiento poco pro­ fundos no son fáciles de distinguir de canteras de las

que se ha extraído piedra para levantar un dique o un encierro para el ganado. Si una edificación de este tipo no es visible en las proximidades, la segunda hipótesis queda excluida, sin que presuponga prueba de la pri­ mera de las hipótesis expuestas.

5. — M o n tíc u lo s

d e pied r a s

Un montículo de piedras de tamaño regular y de contorno aproximadamente circular, puede ser un montículo funerario, provisto o no de cámara. Puede también tratarse de los restos de un fortín o de un edificio familiar de manipostería a hueso. (En Caithness, estos montículos funerarios presentan generalmen­ te la forma de piedras grises sueltas, mientras que las construcciones de tipo familiar se hallan habitualmen­ te recubiertas de hierba, con lo cual pasan a ser “mon­ tículos verdes”.) Si un fragmento de un peristalito (pá­ gina 92) o un bordillo de cantos rodados muy juntos es visible junto al borde del montículo, su diagnóstico como montículo conmemorativo puede ser aceptado. De todos modos, no siempre se halla un peristalito, y aún, de haberlo, puede estar completamente desfigu­ rado por pedruscos desprendidos o por la invasión de turba. Al derrumbarse un edificio circular, tal como un pequeño “dun”, ha de surgir en el centro un hueco en forma de cráter, pero esto no es probable que ocurra en un montículo conmemorativo por causa del hundi­ miento de la cámara mortuoria o por la acción de los ladrones. Una casa circular o un fortín han de tener una entrada señalada por una depresión que se dirige radialmente a través del montículo partiendo del cen­ tro, pero esto también podría ocurrir en el caso de que

el corredor que conduce a la cámara funeraria se hu­ biese desplomado. Las hiladas de un lado de la mura­ lla, de curva reentrante, examinadas a través de los cascotes, pueden ser indicios de un pequeño fortín anu­ lar, de un “dun” o de un “broch” (torre circular de piedra). Pero algunos montículos conmemorativos pro­ vistos de cámaras están circundados por dos o incluso tres muros de piedra en seco, cuyas caras son visibles en casos muy excepcionales, por cuanto los muros de los montículos conmemorativos son simples revesti­ mientos, que presentan como fachada una sola de sus caras. Si el presunto montículo conmemorativo no es en realidad el cubrimiento de una cámara sepulcral, lo más probable es que se trate de un pequeño fortín anular o “dün’\ Se han excavado casos que han resul­ tado consistir en un muro sólido o paramento de mani­ postería de piedra en seco, de 2,5 a 5 metros de espe­ sor y con caras al interior y al exterior, pero conte­ niendo ripio en su espacio interior. Incluso estando desplomadas, una de las caras o ambas pueden ser descubiertas al sobresalir de entre las piedras sueltas, pudiendo ocurrir lo mismo con la línea del acceso de entrada. Esta entrada está probablemente provista de un pasadizo entre muros bien paramentados, pasadizo que se estrechaba en el centro mediante jambas que sobresalían de ambos muros laterales. En el interior de las jambas, a 60 o 90 centímetros sobre el suelo, hay que esperar encontrar hendiduras de tranca a cada lado. Una de estas hendiduras consiste en un canal profundo practicado en el grueso del muro, y en el cual podía correrse la viga de madera que sujetaba la puerta, cuando no se utilizaba. Para atrancar la puer­ ta, se corría la viga hasta que su extremo encajase

dentro de la hendidura menos profunda del muro opuesto. Este procedimiento de atrancar una puerta no es, desde luego, exclusivamente prehistórico; hende­ duras de tranca, e incluso las mismas trancas, pueden verse aún hoy en castillos medievales. Por otra parte, dicho procedimiento ya estaba en uso en el poblado neolítico de Skara Brae. En los fortines anulares puede haber cámaras prac­ ticadas en el grueso de los muros, en lugar de estar ambos paramentos rellenados con ripio. Estas cámaras son características de un tipo específico de construc­ ción, característico de Escocia, y conocido con el nom­ bre de broch. En los muros de un “broch” ha de ha­ ber, a ras del suelo, además de un cuerpo de guardia que domina la entrada, y a su izquierda, una celda intramural de la que arranca una escalera que ascien­ de en el sentido de las agujas de un reloj por entre los paramentos del muro y que conduce por lo menos a un camino de ronda. Pero en algunos “brochs”,11 si no en todos ellos, el muro macizo rellenado con ripio era precisamente el basamento sobre el cual se levan­ taba una torre hueca que, en un caso concreto, en Mousa, en las islas Shetland, aún subsiste con una al­ tura de 13 metros. La escalera continuaría girando ha­ cia arriba, entre los paramentos interior y exterior, afianzados mediante losas horizontales incrustadas en ambos paramentos y formando con ello el suelo de unas supuestas “galerías”. Estas torres no eran muy es­ tables. Al desplomarse, la masa enorme de piedras lle­ naría el patio central hasta el extremo de que la masa informe presentaría el aspecto de un enorme montícu­ lo conmemorativo redondo. “Brochs” como los descri­ tos, localizados en Caithness, Orlcney, las islas Shet­ land, en Sutherland y en las Hébridas, parecen haber

sido erigidos al principio de nuestra era, pero por lo menos algunos de ellos se hallaban ocupados, frecuen­ temente después de una importante reconstrucción, hacia el año 600 después de Cristo o más tarde. Exis­ ten otros fortines pequeños, de piedra, cuya fecha no puede ser determinada por simple inspección, y mu­ chos de los cuales pueden remontarse a los principios de la era cristiana. Sólo un fortín pequeño anular, con un diámetro interior de 10 metros o menos —y todos los “brochs” excavados, con una única excepción, están comprendi­ dos en este límite— puede presentar el aspecto de un simple montículo conmemorativo cuando está en rui­ nas. Pero los fortines anulares, al igual que los “raths”, eran todos de distintos tamaños. Los restos de uno de mayor tamaño pueden presentar el aspecto de un te­ rraplén anular de ripio rodeando una depresión, nor­ malmente cubierta por vegetación. ¡Pero un sheepree (palabra escocesa equivalente a sheepfold circular, o sea, un redil circular) destruido presentará precisa­ mente aquel mismo aspecto! Si el terraplén de ripio representa realmente el glacis de un “fortín”, origina­ riamente habrá presentado las mismas características que el muro de una obra menor —o sea, paramentos interno y externo, pasadizo de entrada con jambas y hendeduras para las trancas, excepcionalmente celdas intramurales y, más raramente aún, escaleras. Coinci­ diendo con ello, los fortines anulares de piedra deno­ minados cashels en Irlanda, son la reproducción en terreno rocoso de los “raths” descritos en la pág. 107, y deben ser interpretados en igual forma. La mayor parte de los recintos descritos en la sec­ ción 2) podrían ir rodeados de muros de piedra en lugar de terraplenes o “banks” de tierra y de zanjas, y

en efecto ello era así por lo general en terreno rocoso. Si el muro estaba construido a base de obra en seco, su desmoronamiento habría dejado simplemente un te­ rraplén de pideras que, con el transcurso del tiempo, se cubriría de vegetación. El muro, como es natural, habría tenido paramentos por uno o por ambos lados, pero los paramentos permanecerían de pie sólo en cuanto se hallasen sostenidos por los restos desprendi­ dos de puntos más elevados apoyados en dichos para­ mentos y, por lo tanto, ocultándolos completamente. De todos modos, hay casos en que los paramentos pue­ den llegar a ser puestos al descubierto sin necesidad de proceder a una excavación. Los paramentos del muro pueden, desde luego, es­ tar compuestos simplemente de hiladas irregulares de losas seleccionadas, como en la muralla de un fortín anular. Pero la obra de piedra puede haber sido refor­ zada con madera de construcción, o combinada con maderamen, con témpanos de tierra vegetal o con la­ drillos. Así se puede dar el caso de que unos postes verticales sostengan a intervalos un paramento de pie­ dra en seco, en forma parecida a como sostenían el re­ vestimiento de madera de un glacis de tierra (pág. 112). Los postes, por supuesto, habrán desaparecido, pero las hendeduras verticales o nichos en que descansaban pueden identificarse, viendo cómo interrumpen las hi­ ladas de la manipostería. Hileras de postes, a lo largo de los paramentos interno y externo del muro, enlaza­ das por vigas transversales, formaban un excelente ar­ mazón para un glacis estable. O también dos para­ mentos construidos de manipostería pueden estar enla­ zados mediante vigas transversales, colocados horizontalmente y ensamblados entre sí. En los paramentos las cavidades que en su día sostenían los extremos de

estas vigas de sujeción, pueden ser detectados por un ojo experimentado, pues aparecen como hileras de aberturas uniformemente separadas entre sí e interrum­ piendo la construcción de piedra a cada dos o tres hila­ das. Este tipo de muralla ha sido descrito como enla­ zado con maderamen (timber-laced ),12 pero ha sido incorrectamente llamado muralla gálica (murus gallicus). El murus gallicus descrito por Julio César era en realidad una forma especial de muralla enlazada con maderamen en la que se habían tomado precau­ ciones para aislar los elementos componentes de ma­ dera situados en canales de piedra, para evitar la propagación del fuego en caso de que una viga se incendiase. Cualquier combinación de maderamen y manipos­ tería, especialmente el tipo de muralla sencillo con entramado de madera enlazada, estaba expuesta a in­ cendiarse por causa de accidente o por acción enemi­ ga. De ocurrir tal siniestro, el espacio existente entre los paramentos se convertiría en un horno en el que podría generarse una temperatura lo suficientemente elevada como para llegar a fundir piedras tales como el basalto, que son fácilmente fundibles. El resultado de ello nos ha llevado a lo que hoy se denomina un fortín vitrificado. Las piedras fundibles se han fundido y han convertido terrones de rocas más refractarias en masas vitrificadas de tamaño variable. Estas masas vi­ trificadas forman los restos más conspicuos del glacis, que puede presentar el aspecto de un muro continuo de material fundido. Por ello, se creyó en un tiempo que estos "muros” habían sido construidos delibera­ damente, aun cuando nadie supiera explicarse cómo. Se admite ahora que son el resultado de la destruc­ ción por incendio de murallas de madera entrelazada.

Sin llegar a practicar una excavación, el examen aten­ to ha puesto de manifiesto en unos pocos casos que, bajo las masas vitrificadas, había las hiladas básicas del paramento edificado de la muralla e incluso las hende­ duras practicadas en ella para sostener el vigamen. La combustión de un glacis de madera entrelazada cons­ truido con piedras más refractarias, no llegará a fun­ dirlas hasta el extremo de producir la vitrificación, sino que simplemente las calcinará, produciendo con ello unos efectos más difíciles de identificar. En las islas Británicas los fortines vitrificados se limitan virtualmente al territorio de Escocia. Se sospe­ cha que allí su vitrificación fue obra de las legiones romanas bajo Agrícola en el año 84, pero aún se sigue discutiendo acerca de cuándo fueron erigidos. En la Europa occidental, también, algunos fortines vitrifica­ dos se atribuyen a la Edad de Hierro prerromana, concretamente a su fase primitiva o hallstática. En cam­ bio, al este de la Europa central, muchos datan la loca­ lización de fortalezas eslavas en los siglos viir o ix. Con todo, en fortines neolíticos de Francia, algunos glacis muestran señales de haber sido calcinados. Es creencia general que la verdadera muralla gálica fue ideada por los galos, quizás incluso por el propio Vercingetórix, el temible adversario de César, como réplica a la inva­ sión romana en el año 60 antes de Cristo. Las ruinas de edificios históricos, habitualmente construidos con mampostería de sillares con la ayuda de mortero de cal, no tienen cabida en el presente ca­ pítulo. Por otra parte, los que aún son visibles se han de explicar por sí mismos. Por lo demás, los lugares en que se hallaban emplazados se han utilizado como canteras por constructores posteriores. Todos los blo­ ques dignos de ser aprovechados habrán sido apropia­

dos y rentilizados en alguna otra parte. En el mejor de los casos, sólo se habrá dejado el núcleo del ripio. Aho­ ra bien, el ripio fundido en una buena masa de morte­ ro tiene una duración extrema y puede haber subsis­ tido mucho después que los bloques que lo encuadra­ ban fueron arrancados. A menudo la zanja de la ci­ mentación es todo lo que queda de una buena muralla de sillares. Esto sólo se puede descubrir mediante una excavación, e incluso los núcleos centrales del ripio subsisten todavía bajo la capa de tepe. ¡En campo abierto (con contadas excepciones) aún se encuentran menos restos de una villa romana o de una capilla cel­ ta primitiva, que de un montículo conmemorativo con cámara, o de un “broch” prerromano!

BIBLIOGRAFIA J.: A Guide to the Prehistoric and B.oman Monuments of England and Wales (1951). O ’R io d a in , S.: Antiquities of the Irish Countryside (Londres, 1953). (1 ) B u l l e i d , A., y G r a y , G .: The Glastonbury Lake Village (Londres, 1911-17). (2) H o p e - T a y l o r , B.: “A motte at Abinger”, Arch. CVII (1950). (3 ) A tk in s o n , R ,, et al.: Excavations at Dorchester, Oxon. (Oxford, 1951). (4) B e r s u , G.: “Celtio Hoxnesteads in the Isle of Man”, J. Manx Museum, V, n.° 72; “The Rath in Townland Lissue”, Ulster J. Arch., X (1947). (5) A tk in s o n , R.: “The Dorset Cursus”, Antíquity, XXIX (1955). — Excavations at Dorchester, Oxon, II (Oxford, en prensa). (6) P x g g o t t , S.: Neolithic Cultures of the Britísh Isles (Cam­ bridge, 1954).

H aw k es,

Fox, C.: Offas Dyke (Londres, 1955). C r a w f o r d , O. G. S.: Air Survey and Archaeology (O. S. Prof. Papers, 7, 1924). C u r w e n , E. C.: Plough and Pasture (Nueva York, 1953). (9) G r a h a m , A.: “Cultivation Terraces in S.E. ScoÜand”, Proc. Soc. Ant. Scot., LXXIII (1938-9). (10) Fox, A.: “Early Welsh Homesteads on Gelligaer Common”, Arch. Cambrensis (1939); S t e v e n s o n , R. B. K., en Proc. Soc. Ant. Scot., LXXV (1941), pp. 92-115, LXXXI (1947), pp. 158-68. (11) C h i l d e , V. G.: Prehistory of Scotland (Londres, 1935). (12) C o t t o n , M.: “British Camps with Timber-laced Ramparts”, en Arch. CXI (1954); c f . W h e e l e r , “Earthwork since Hadrian Allcroft”, ibid., CVI, Suplemento (1952). (7) (8)

9.

C H IL D E

INTERPRETACIÓN DE DATOS ARQUEOLÓ6IC0S; TE C N 0 L0 6 ÍA ELEMENTAL

Para poder interpretar los objetos que colecciona, clasificarlos e incluso llegar a describirlos correctamen­ te, un arqueólogo debiera teóricamente estar capacita­ do para elaborarlos por sí mismo. Por lo menos debe poseer algunos conocimientos de cómo están hechos. Estos conocimientos básicos sólo pueden adquirirse en la práctica, y sólo pueden ser transmitidos mediante demostraciones. No es nuestro propósito ni tan siquie­ ra intentar explicar al lector cómo hay que elaborar puntas de flecha de sílex o estatuas de bronce fundido. El modesto objetivo del presente capítulo es el de ex­ plicar algunas de las expresiones técnicas inevitable­ mente utilizadas al describir los procedimientos em­ pleados en la fabricación de las clases más corrientes de reliquias. Con ello, esperamos confiadamente que el lector podrá seguir con más facilidad aquellas demos­ traciones de que pueda ser testigo presencial e incluso observar por sí mismo ciertas características significa­ tivas existentes en reliquias que, de otra manera, po­ drían pasar inadvertidas.

1. — L a t a l l a d e s í l e x

A falta de metal, una herramienta aguda y cortan­ te puede ser obtenida con suma facilidad partiendo de una piedra cripto-cristalina tal como el sílex u ob-

sidiana (un cristal natural volcánico). Como sea que el sílex es el más común, constituirá la base para las des­ cripciones que van a seguir, aun cuando la palabra “sílex” puede llegar a ser substituida por “obsidiana” o “cristal”, sin afectar al sentido de la frase. El sílex presenta la forma de grandes nodulos o núcleos irre­ gulares, y más raramente de losas planas —sílex lami­ nar— en yeso y en ciertas piedras calizas; y los nodu­ los, que a su vez derivan de estas formaciones, pueden con frecuencia hallarse en terrenos arenales de cursos fluviales o glaciales. Los nodulos se presentan habitual­ mente cubiertos de una capa gruesa y opaca, denomi­ nada corteot (corteza, bark). Bajo esta corteza el sílex surge brillante y translúcido, pero a veces se presenta opaco y blanco o manchado ■ —patinado— debido a procesos que no han sido todavía comprendidos satis­ factoriamente. El nodulo, en su estado natural, no po­ día ser empleado como herramienta, pero partiendo de él y fragmentándolo en forma adecuada, podían elaborarse utensilios. El mayor o menor aprovecha­ miento depende de la forma cómo el sílex se frag­ menta (quiebra). Si se da un golpe en sentido vertical, precisamente en el centro de un disco de sílex o de cristal, las ondas de expansión del golpe tenderán a propagarse a tra­ vés de la masa en un cono cuya cúspide es el punto donde se ha ejercido el impacto. (Fig. 6, 1). Teórica­ mente, el cono así formado se desprenderá de la parte inferior del disco y presentará en su superficie señales de la onda de choque, de la misma manera como se presentan ondulaciones en la superficie de un estanque cuando se lanza una piedra, sólo que son tridimensio­ nales y consecuentemente congeladas. Si el golpe hu­ biera tenido lugar cerca del borde del disco, a un án-

guio adecuado, se habría desprendido una lasca en forma de sección cónica. Inmediatamente debajo del lugar del impacto, la cúspide del cono algo deformada, presentará el aspecto de un bulbo de percusión, que constituye el foco de una serie de trazos ondulados más o menos elípticos (Fig. 6, 2), La cara de la lasca

F

ig

. 6

1. Plano de percusión en un bloque de sílex; 2 , Bulbo de percusión con las huellas de las ondas vibratorias,

que en un principio estaba en el interior, es decir, jun­ to al núcleo, y presenta la protuberancia búlbea, se denomina plano de lascado. En el bloque del cual se ha desprendido la lasca se verá su asiento • —la lasca— y una depresión —el bulbo negativo— que correspon­ de a la protuberancia de la lasca, igualmente redon­ deado por trazos ondulados. El bloque del que se desprenden las lascas —en este caso el disco imaginario— se designa técnicamen­ te como el núcleo, y la superficie plana sobre la que se descargó el golpe separador se denomina plano de percusión. Un examen de los bulbos y de los trazos ondulados en cualquier pieza de sílex revela la situa­ ción y la dirección de los golpes mediante los cuales

ha sido conformada. Estas observaciones son particu­ larmente útiles para distinguir utensilios elaborados a mano de lascas fracturadas de modo natural. Hay que tener en cuenta que la acción de golpear mediante otros nodulos en una playa o el impacto que pueda producir una reja de arado en un terreno puede hacer desprender lascas que presentan señales de la onda de choque y bulbos como si hubieran sido producidos por golpes con una piedra de amartillar, si bien las señales de los golpes así producidos serán sin orden ni con­ cierto. Para producir un buen utensilio partiendo de un nodulo, es esencial disponer una preparación prelimi­ nar, especialmente formar superficies planas que sir­ van de plano de percusión y que presenten un ángulo de intersección inferior a 90°. Después de efectuado este desbastado preliminar mediante golpeo, el nodulo se convierte en un núcleo (artificial). De este núcleo pueden obtenerse dos tipos de utensilios: por una par­ te se pueden obtener lascas del núcleo hasta que éste ha quedado reducido al tamaño deseado, con el resul­ tado de que lo que queda del núcleo es el útil que se deseaba obtener o cuanto menos un esquema del mis­ mo, que en este caso se denomina acertadamente un núcleo trabajado (core tool). Por otra parte, las lascas pueden ser utilizadas —o empleadas— en la fabrica­ ción de utensilios que en este caso pueden describirse como industria de lascas (flake tools). Después de efectuado el trabajo preliminar que se acaba de describir, el núcleo bastamente trabajado o lasca puede ser sometido a un segundo proceso o reto­ que, para mejorar su contorno general o el canto del mismo. Los mejores núcleos trabajados (algunos están hechos con lascas gruesas) son los denominados hachas

de mano (coups de poing) de las industrias del Paleo­ lítico Inferior Abbevillense (Chelense) y Achólense. Es­ tos instrumentos se han obtenido mediante la separa­ ción de lascas sucesivamente de ambas caras del nú­ cleo, todo a su alrededor. Por ello pueden definirse como trabajadas bifacialmente, tanto es así que en francés se las denomina bifaces. El trabajo preliminar dejaba un canto ondulante, pero la segunda etapa ya va encaminada a alisar los salientes eliminando peque­ ñas lascas poco profundas. Las hachas de mano se fue­ ron convirtiendo en herramientas para todo uso y pro­ bablemente no llegaron nunca a ser utilizadas como hachas en el verdadero sentido de la palabra. Las ha­ chas de sílex del Neolítico eran a menudo desbastadas de igual forma. Un artilugio especial para producir un hacha, o un canto de azuela en un núcleo o lasca grue­ sa, es el llamado golpe de tranchet. Mediante ello se consigue separar de un extremo de la pieza una las­ ca transversal (en ángulo recto) al eje principal del núcleo o lasca. El resultado es lo que se llama tranchet en francés, y los arqueólogos ingleses han adoptado la misma palabra. Los “tranchets” son muy corrientes en el Mesolítico y a principios del Neolítico en el noroeste de Europa, pero también se los encuentra en Egipto, en Palestina e incluso en las islas Salomón. Las lascas podían a menudo ser utilizadas sin nece­ sidad de retoque alguno, pero si se deseaba producir una lasca de configuración y tamaño determinados, era indispensable proceder a una preparación bastante mi­ nuciosa del núcleo, en el transcurso de la cual una buena parte del nodulo era susceptible de convertirse en virutas. Dos o tres lascas de perfil similar pero de tamaño creciente, pueden ser obtenidas de un “núcleo en tortuga” mediante la “técnica Levallois”, muy co­

mún en el Paleolítico Medio. Una serie completa de lascas largas y estrechas, con sus cantos más o menos paralelos, puede llegar a obtenerse partiendo de un núcleo cónico o de forma piramidal. La expresión hoja debe ceñirse a las lascas obtenidas de tal tipo de nú­ cleo. La producción de hojas a escala regular se inició en la Europa occidental durante el Paleolítico Superior, hasta el extremo de que se identifica dicha producción como característica de aquel período. No obstante, pro­ ducciones contemporáneas, por ejemplo en África, con­ tinuaron adoptando la tradición Levallois, mientras que verdaderas hojas ya se las encuentra en niveles geológicamente anteriores en tierras de Palestina y con­ tinuaron produciéndose en el Mesolítico y en etapas subsiguientes. Las lascas y las hojas pueden ser trabajadas todavía más, retocándolas hasta convertirlas en hojas cortan­ tes, raspadores, punzones y otra clase de utensilios. Para la elaboración de hojas cortantes, la siguiente fase del trabajo consiste generalmente en “rebajar el dorso” de la pieza, es decir, uno de los bordes de la lasca, de forma que no llegue a cortar el dedo o rajar la empuñadura de madera cuando se emplea el canto no trabajado para cortar o para serrar. Las hojas de dorso rebajado, o simplemente los dorsos rebajados, constituyen una denominación de comodín para toda clase de utensilios elaborados de la forma descrita. La segunda etapa del trabajo se practica generalmente partiendo de la superficie redondeada o bulbosa, de modo que las señales dejadas en las lascas quedan vi­ sibles en la superficie superior o dorsal. Los buriles (fr. burin), no obstante, están hechos por el procedi­ miento de arrancar una lasca o lámina a lo largo de uno de los bordes de la hoja mediante un golpe o

choque propinado en un extremo ya acondicionado. En este extremo se deja un fuerte cincel o canto en forma de media caña, que puede volverse a afilar fá­ cilmente separando simplemente otra lámina del mis­ mo extremo. Los buriles constituyen unas herramien­ tas admirables para practicar incisiones profundas en hueso, astas, marfil y piedra, y fueron utilizadas positi­ vamente para confeccionar utensilios de hueso, así como para grabar en paredes de cavernas (pág. 61). En la Europa occidental su producción a escala se inició con el Paleolítico Superior, y continuó durante el Mesolítico, pero no se prolongó más allá de él. Con el fin de retocar lascas y hojas puede utilizarse la presión en lugar de la percusión. Mediante este sis­ tema pueden llegar a desprenderse lascas relativamen­ te largas pero poco profundas, que se prolongan a tra­ vés de la superficie de una hoja. A menudo, se utilizó la simple presión para separar hojas de ambas caras de una misma lasca, dando como resultado un producto sumamente delgado que, con todo, puede ser clasifi­ cado como bifacial (pág. 134). En la Europa occiden­ tal, el sistema de presión se utilizó al principio para producir, en la cultura solutrense, puntas de flecha o de puñal, en forma de hojas de laurel, recortadas por ambas caras. La misma técnica se adoptó normalmente para la fabricación de puntas de flecha en épocas pos­ teriores, como por ejemplo entre los actuales aboríge­ nes de Australia y de América. Tuvo su desarrollo en el Egipto pre-dinástico para producir estupendos cu­ chillos de lasca ondulada, así como en el Norte de Eu­ ropa para la fabricación de una serie muy célebre de puñales y de objetos de forma caprichosa. Los microlitos son utensilios diminutos, de menos de una pulgada (o pulgada y media) de longitud. Al­

gunos son simples hojas delgadas hechas de núcleos diminutos, cónicos o prismáticos, pero la mayoría pre­ sentan señales de un retoque cuidadoso y pueden ser simples fragmentos de hojas de mayor tamaño. Las as­ tillas de pequeño tamaño, de forma irregular y no reto­ cadas, producidas a millares como resultado del trabajo del sílex, no han de ser confundidas con los micro­ litos. El objeto del trabajo secundario de estos últimos puede haber sido simplemente el de redondear la parte posterior del instrumento o darle una configuración es­ pecial o terminarlo en punta. Algunos microlitos, no todos, han sido reducidos hasta alcanzar formas regu­ lares —un triángulo, un trapecio, un rombo o un arco de círculo (lunado)— y por ello se han clasificado como geométricos. Los microlitos se emplearon como puntas de flecha o bien, agrupados, como puntas arrojadizas; al separarse en forma de cortadura, tendrían tenden­ cia a permanecer abiertos y así asegurar la muerte de la presa. Los instrumentos de sílex presentan con frecuencia señales distintivas de las fuerzas naturales a que han estado expuestos, o del empleo a que han sido someti­ dos. El mero hecho de estar a la intemperie puede ge­ nerar una pátina, hierro u otras substancias, tiñendo de color marrón o naranja las aguas subterráneas. La ro­ dadura, es decir, el golpeo producido por otros gui­ jarros entre los cuales los instrumentos se hallaron mezclados en una playa o en el lecho de un torrente, embota los cantos del instrumento, y los nervios que separan la lasca rayan su superficie. Un embotamiento parecido se produce por el empleo del instrumento como fahricator o como encendedor. El lascado a pre­ sión se efectuaba a veces oprimiendo la lasca que tenía que ser recortada contra los bordes de una pieza de

sílex en forma de varilla, es decir, lo que se llama “fabricator”. De los cantos de la varilla también podían desprenderse pequeñas astillas hasta que dichos cantos quedasen embotados. Si se golpea un trozo de hierro —minerales de hierro no fundido tales como las piritas servirán para el mismo fin— contra una varilla similar de sílex, producirá una chispa que encenderá la yesca, pero al mismo tiempo embotará los cantos de la vari­ lla. El empleo del utensilio como instrumento cortante producirá pequeñas astillas o recortaduras a lo largo del borde de la lasca que se haya utilizado con tal fin. El serrado de la madera producirá una franja estrecha abrillantada a lo largo del borde, si bien el cortado de la paja dejará una franja mucho mayor de lustre relu­ ciente. Las hojas de sílex que presentan este brillo han sido utilizadas probablemente para montar hoces de madera empleadas para la recogida del grano y, por lo tanto, pueden describirse como sílex falciformes.

2 . — P ied r a s

d e grano f in o

Como es fácilmente comprensible, rocas cristalinas pueden ser talladas exactamente de la misma mane­ ra que el sílex, pero los cantos que de ellas se obtienen son menos afilados y menos duraderos que los de un núcleo o una lasca de sílex. Para proporcionar a tal herramienta un borde cortante efectivo, ha de ser afi­ lado amolándolo y pulimentándolo. El sílex también puede ser afilado por pulimentación, pero aun cuando el canto así obtenido sea más resistente, hay que supo­ ner que los cuchillos y hachas de sílex se pulimenta­ ban mayormente por puras razones estéticas o de pres­ tigio.

Las herramientas más comunes de tierra labrada son las denominadas “hachas de piedra”, que servían de hachas, de hojas de azuela, de cinceles o gubias. An­ tes de proceder al pulimentado, el hacha de piedra debía ser desbastada de un trozo mayor de roca me­ diante desconchado, como si se tratara de elaborar un utensilio nuclear de sílex (pág. 133), golpeando y amar­ tillando con una piedra a guisa de martillo —es decir, picando— o bien aserrando. Si la configuración preli­ minar se ha hecho picando, la parte no pulimentada del hacha de piedra presentará las señales de los gol­ pes del martillo. El aserrado producirá un hacha de piedra con sección transversal atravesada. Las piedras de consistencia blanda podían ser aserradas mediante una hoja de sílex, pero por lo común el aserrado se efectuaba mediante un polvo raspante, usualmente are­ na, que podía ser manipulado mediante una correa de cuero o un palo. El hacha de piedra era afinada ras­ pándola vigorosamente de arriba abajo contra una su­ perficie lisa de piedra arenisca o alguna otra roca are­ nosa. Superficies rocosas vaciadas y ranuradas por este procedimiento son conocidas en muchas partes de Eu­ ropa, por ejemplo en las cercanías de París, y se deno­ minan polissoirs en francés. Las hachas de piedra por lo común se adherían a un mango de madera, pero la piedra puede llegar a ser perforada, y se sabe de la existencia de hachas de pie­ dra provistas de un agujero para el mango, similares a las modernas hachas de hierro. Para practicar un agu­ jero en un bloque de piedra, previamente desbastado, se han empleado dos o tres técnicas diferentes, a) Per­ cusión, es decir, golpeando repetidamente mediante una piedra-martillo o escoplo en un punto determina­ do, hasta formar un orificio o depresión. Cuando la pro­

fundidad de este hueco alcanzaba aproximadamente la mitad del espesor del bloque, se giraba éste y se repe­ tía el procedimiento en el lado opuesto. El resultado final era un agujero que, visto en sección, tiene la for­ ma de un reloj de arena. Las señales producidas por el martilleo generalmente son perceptibles alrededor de la perforación, b) Perforado sólido; el agujero se inicia por percusión, como en el caso a) y se continúa mediante un taladro metálico o de sílex, o más fre­ cuentemente utilizando un abrasivo accionado por un taladro, que puede ser de material más blando. El ta­ ladro puede sostenerse con la mano y retorcido —pro­ cedimiento llamado de perforación— o sujeto a una broca y hecho girar, con lo que tenemos un caso prác­ tico de taladrado. Con esta técnica, asimismo, el blo­ que se invertía generalmente al llegar la perforación a su mitad, y el proceso repetido por la cara opuesta. En este caso la perforación es bicónica. Las estrías o raspaduras espírales dejadas en sus paredes por el gra­ nulado del material abrasivo, son fácilmente visibles. En cualquiera de las dos técnicas descritas, toda la pie­ dra que al principio ocupaba lo que después fue agu­ jero, ha de ser reducida a polvillo por la fuerza muscu­ lar. c) Perforado en vacío . Este procedimiento elimina gran parte del esfuerzo muscular. La herramienta per­ forada no es más que un tubo hueco. Este tubo puede ser hecho fácilmente de metal, por ejemplo enrollando una tira de cobre laminado, si bien una boquilla vacía podría servir igualmente aun cuando su duración sería menor. El raspado es efectuado mediante un material abrasivo. Por el sistema de perforado en vacío, sólo se necesita desgastar, hasta reduciría a polvillo, una capa tubular de la piedra. Cuando el taladro ha perforado todo el bloque, ha de desprenderse un cilindro sólido

de piedra de un diámetro ligeramente inferior al de la perforación. Esto se denomina núcleo perforado (de hecho raramente es un verdadero cilindro, ya que uno de los extremos acostumbra ser un poco mayor que el otro). Toda la masa de la piedra contenida en el núcleo habrá tenido que pulvorizarse por la acción del perfo­ rado o de la percusión. Núcleos perforados se hallan a menudo en sitios donde la piedra ha sido taladrada o todavía en su lugar de origen en utensilios no termi­ nados que se rompieron antes de que la perforación se hubiese efectuado. Se podían formar vasos vaciando un bloque de pie­ dra con los mismos métodos utilizados para la perfora­ ción. Si se adoptaba el sistema de percusión, el artesa­ no interpondría normalmente un cincel de sílex o de metal entre el martillo y el bloque. Pero, salvo cuando se trataba de vasijas sencillas o primitivas, tenía que emplearse algún sistema de perforación. Una vasija ci­ lindrica podía ser fácilmente formada, incluso emplean­ do como abrasivo un pedazo de sílex y arena. Para formar vasijas globulares o de otro tipo que solían ser más estrechas en su boca que en su cuerpo bajo, los egipcios habían ideado una técnica muy sencilla pero ingeniosa en tiempos de los primeros faraones, hace unos 5.000 años. Utilizaban una serie escalonada de trozos de sílex en forma de media luna, pero cuya an­ chura aumentaba gradualmente entre las puntas de la media luna. La boca perforada, que era sencillamente una varilla en forma de horquilla, sujetaba la media luna de sílex por su centro cuando se hallaba en su debida posición. Pero tenía que ser introducida de lado a través de la estrecha boca de la vasija y luego hecha girar. Medias lunas de estos sílex, así como también vasijas en todos los cursos de fabricación, se han ha-

liado por millares, especialmente en el Fayum, por Catón Thompson. Más tarde, cuando el metal fue más abundante, se emplearon taladros tubulares. Éstos po­ dían ser introducidos a cualquier ángulo deseado a tra­ vés de la boca de la vasija, si bien dejaban una serie de núcleos incompletos de perforación que sobresa­ lían de las paredes de la vasija, y que luego tenían que ser eliminados.

3 . — T ra ba jo

en m eta l

El cobre, que fue el primer metal utilizado por el hombre, puede ser moldeado a golpe de martillo pues es maleable. Pero el martilleo persistente lo endurece excesivamente y lo hace quebradizo para un futuro moldeado en frío. La maleabilidad, no obstante, puede restablecerse mediante el templado, es decir, calentan­ do el metal al rojo mate. Batiendo y templando suce­ sivamente un pedazo de cobre se le puede dar casi cualquier configuración deseada. En la Europa prehis­ tórica y en el Asia occidental, durante los tiempos his­ tóricos primitivos, hojas de hacha, hachas de piedra, puntas de flecha y cuchillos eran configurados median­ te la forja. Pueden descubrirse algunas veces en los utensilios señales de picado, producidas por el mar­ tillo. En la América pre-colombina, en la región de los Grandes Lagos, el cobre en su estado natural era mar­ tillado hasta convertirlo en grandes láminas delgadas. La misma técnica del batido se empleaba en el Viejo Mundo para la fabricación de calderas, cubos y otros recipientes, cascos, corazas, y otras piezas de armadu­ ra, así como otros objetos, desde el principio de la

Edad de Bronce, y se sigue utilizando aún hoy en toda Asia por caldereros. Tales objetos de metal laminado, aparte del cobre, también pueden ser fabricados de bronce, oro o plata. Incluso sin necesidad del templa­ do, el simple empleo de herramientas adecuadas per­ mite martillar objetos bastante grandes y complicados partiendo de un pequeño núcleo de metal mediante el procedimiento denominado de alzada (raising). Objetos de mayor tamaño y aún más complicados podían ser elaborados acoplando varias láminas metá­ licas mediante remaches o por soldadura. El metal la­ minado también puede ser decorado con relieves o bu­ rilado, con suma facilidad. Si el trabajo es en relieve, batido por detrás, se denomina propiamente trabajo repujado. Pero el efecto de relieve también puede ob­ tenerse mediante cincel, es decir, trabajando con un puntero o buril muy fino en la cara frontal de la lámi­ na, o sea, la cara visible. La enorme ventaja del metal —por lo menos del cobre o del bronce— sobre la piedra es que es fundi­ ble. Por ello, en la Edad de Bronce, la mayoría de uten­ silios, armas y adornos, e incluso algunos tipos de vasija, se moldeaban por fundición. El cobre, calenta­ do a 1.083° centígrados, y el bronce —que es una alea­ ción de cobre y estaño —a bastante menos temperatu­ ra, se funden y pueden ser vertidos en forma líquida en moldes cuya forma adquirirá el metal al enfriarse. La forma más sencilla de preparar un molde de fundición consiste en vaciar un negativo del objeto de­ seado en un lecho plano de arcilla o una losa de piedra. En el caso de la arcilla el negativo se obtiene por sim­ ple presión de un objeto similar, el modelo, contra arci­ lla plástica, retirarlo a continuación y dejar que la arcilla se endurezca. Esta técnica se conoce como fundi­

ción en horno abierto. Por supuesto, sólo puede utili­ zarse en la elaboración de objetos una de cuyas caras sea plana y la otra exenta de ángulos entrantes. Al prin­ cipio de la Edad de los Metales la fundición en horno abierto se empleaba para la elaboración de hachas pla­ nas, puñales y objetos similares, y continuó siendo utili­ zada para fundir simples barras o discos a partir de los cuales pudieran ser forjados o producidos otros utensi­ lios. Moldes de horno abierto, hechos de piedra, para fundiciones sencillas, son comunes en toda la arqueo­ logía. Para producir un objeto más complicado se precisa por lo menos un molde bivalvo. Un molde tal ha de estar integrado por lo menos por dos piezas o valvas, cada una de las cuales soporta el negativo de la mitad del objeto deseado. Para llegar a fundir un utensilio que esté exento de ángulos reentrantes por ambas ca­ ras, se puede disponer fácilmente un molde bivalvo, a base de arcilla, en la forma que se describe a conti­ nuación. El modelo se sumerge hasta la mitad de su espesor en un bloque plano de arcilla plástica y húme­ da. A continuación se recubre el modelo y la superfi­ cie descubierta del bloque con carbón vegetal o con grasa para evitar que se enganche, y se comprime el modelo y la superficie descubierta del bloque con otro bloque de arcilla. Cuando ésta se ha secado y se ha endurecido, se separan ambos bloques y se retira el modelo. En este momento, cada bloque presenta una depresión que corresponde a medio modelo. Estos dos bloques se unen nuevamente, se recubren de arcilla, y se inyecta metal fundido en el interior a través de una abertura que se habrá dejado en uno de los extremos y que se conoce como el portillo. Para extraer la pieza fundida es preciso romper el molde. Se han encontra­

do muchos fragmentos de tales moldes en Jarlshof, en Shetland, y en otras localidades del Bronce Reciente. En algunos de estos fragmentos aún es visible el grano de la madera con que se confeccionó el modelo. A menudo, ambas valvas se hacían de piedra o in­ cluso de metal en lugar de arcilla. En este caso podían ser separadas para retirar la pieza fundida, y utiliza­ das de nuevo; muchas muestras de este tipo de moldes aún subsisten. Algunos ejemplares europeos que se con­ servan datan de la Edad de Bronce Antiguo o Medio; en el Bronce Reciente, moldes de piedra se utilizaban simultáneamente con las de arcilla. Los moldes, que consistían de tres y hasta cuatro valvas, debieron em­ plearse para fundir cadenas de bronce y otros objetos complicados. La fabricación de hachas de piedra provistas de ca­ vidades o puntas de lanza presentaba una mayor com­ plicación. Había que empezar por preparar un núcleo de arcilla o de piedra, del mismo diámetro y longitud que la cavidad tubular en la que tenía que adaptarse la vara de madera, y quedar ligeramente suspendida entre las valvas del molde, de manera que el metal que ha de formar el tubo pueda fluir por todo su alre­ dedor. La suspensión puede lograrse mediante unas argollas que sobresalen del extremo del núcleo y que se adaptan al portillo del molde, o bien adhiriendo a la superficie del núcleo un par de pasadores de metal delgado que se fundirán y serán absorbidos por el me­ tal fundido cuando se desliza en el interior. La expre­ sión fundición por núcleo indica el empleo de tal tipo de núcleo. Aun cuando las valvas puedan llegar a acoplarse bien, es inevitable que algo del metal fundido se de­ rrame a lo largo de la superficie de unión. Al enfriarse, 10.

C H IL P E

esto presentará el aspecto de un pequeño ribete, deno­ minado costura, que se prolongará a lo largo de los dos lados de la fundición al ser retirada del molde. Esta costura era a menudo limada por el herrero, pero ves­ tigios de ella pueden a menudo hallarse en puntos poco destacados, por ejemplo dentro de los ojales de que al­ gunas veces se hallan provistas las puntas de puñal y las hachas. La presencia de una costura o nervio cons­ tituye la prueba indudable de que se ha utilizado un molde bivalvo; su ausencia, empero, no demuestra lo contrario. A veces, ambas piezas no han encajado con precisión o se han deslizado durante la fundición. Los objetos de bronce que muestren estos defectos son fre­ cuentes, y pueden llegar a ser de utilidad como dato informativo de la técnica seguida. El procedimiento de la cera perdida (cire perdue, lost wax) es el tercero de los empleados para fundir objetos de bronce. En este caso, el patrón es un mo­ delo reproducción del objeto que se desea obtener, modelado en cera. El modelo se cubre totalmente de ar­ cilla, quedando encerrado en ella, con excepción de un orificio o abertura en el extremo superior. Cuando la arcilla está seca, el modelo recubierto se calienta, procurando que el orificio quede situado hacia abajo. Con ello la arcilla se cuece y la cera fundida sale a través del orificio. Una vez la envoltura se ha vaciado totalmente, se invierte y se inyecta metal fundido a través de la abertura, en el vacío interior. Como puede fácilmente comprenderse, el metal fundido adquiere la forma exacta del modelo de cera. Para retirar la pieza fundida es preciso romper el molde. Los moldes rotos constituyen una de las señales más permanentes y, por tanto, más corrientes en las actividades de un forjador en una localidad determinada. Por supuesto, con el

procedimiento de la cera perdida no queda rastro de costura en los moldes. La técnica de la cera perdida todavía se emplea hoy en día para fundir estatuas de bronce, y se han encon­ trado vestigios de su utilización que se remontan a la Edad de Bronce. De todos modos, hay objetos que se suponía habían sido fundidos por el procedimiento de la cera perdida, pero que en realidad pueden haber sido fabricados mediante sencillos moldes de arcilla, tal como sea ha descrito en la pág. 143. Patrones delicados podrían, desde luego, haber sido fácilmente elaborados practicando incisiones en un modelo de cera, y queda­ rían fielmente reproducidos en el modelo fundido. Se ha alegado que elementos exquisitamente decorados por incisión en armas y ornamentaciones de la Edad de Bronce, encontrados en el norte de Europa y en el curso medio del Danubio, fueron ejecutados por dicho sistema, pero tal alegación es probablemente un error. Todo moldaje, cuando sale del molde, necesita ser acabado por el forjador. De una manera especial, los bordes de instrumentos cortantes y de armas arrojadi­ zas han de ser afilados a martillo, lo cual los endurece al mismo tiempo. El achaflanado de la hoja de un hacha de cobre o de bronce es en parte el resultado de este martillado y, en un principio, no fue más que el resultado secundario inesperado de la operación princi­ pal del afilado. En su secuela, fue deliberadamente exagerada configurando el molde en forma de trapecio, visto de plano, en lugar de ser rectangular. Excepto en los moldeados por el procedimiento de la cera perdida, era también indispensable alisar la costura, las partícu­ las de metal que hubieran quedado en la abertura (lo que se conoce como “jet”) y otras excrecencias acci­ dentales, mediante la lima o la sierra. Las limas de

metai eran desconocidas antes de la Edad de Bronce Reciente, pero la superficie del moldaje podía ser afi­ nada mediante piedra pómez o piedra arenisca. Peque­ ños serruchos de bronce eran característicos del equipo de una fundición durante la Edad de Bronce Reciente. El hierro probablemente no llegó a ser fundido has­ ta la Edad Media. Hasta entonces sólo se disponía de hierro forjado. Los procedimientos adoptados por he­ rreros prehistóricos, orientales y grecorromanos son prácticamente idénticos a los que aún pueden verse hoy día en el taller del herrero del pueblo y, por lo tanto, 110 precisan ser descritos. Los antiguos fabrican­ tes de armaduras también conocían las técnicas de embutido, damasquinado y similares, pero estas técni­ cas resultan demasiado sutiles para ser tratadas en un capítulo dedicado exclusivamente a la tecnología ele­ mental. Excepto en condiciones desfavorables del suelo, como ocurre por ejemplo en Mesopotamia, los objetos hechos de cobre y de bronce tienen grandes posibilida­ des de perdurar miliares de años. El hierro está más expuesto a la corrosión y puede llegar a desintegrarse totalmente al cabo de poco tiempo. La desintegración se ve acelerada especialmente por cambios de hume­ dad; la capa de orín que se forma en un objeto de hie­ rro al humedecerse puede llegar a desprenderse si el objeto se seca. Por lo tanto, si el lector liega a descu­ brir un objeto importante de hierro, encontrándolo en terreno húmedo de Gran Bretaña, debe proceder inme­ diatamente a sumergirlo en agua o a envolverlo con un paño mojado, hasta que se le pueda dar el tratamiento adecuado por un especialista. A la inversa, si el objeto es hallado en las arenas resecas del desierto egipcio, ha de ser protegido herméticamente, utilizando de pre­

ferencia (pero sin llegar a tocarlo) un agente deshidra­ tante tal como cal viva o sosa cáustica. La manipula­ ción de los metales constituye una operación delicada que sólo debe realizarse en el laboratorio y por un especialista.

4 . — C er á m ic a

Desde el punto de vista químico, la cerámica no es más que arcilla calentada a una temperatura —supe­ rior a los 400° C— lo suficientemente elevada para provocar una reacción química, a saber, la expulsión del agua contenida en la arcilla. Aun así, nadie podría llegar a producir una vasija partiendo simplemente de la arcilla. Es preciso agregarle una determinada pro­ porción de materia arenosa, técnicamente llamada tem­ pla (o también desengrasante), a menos naturalmente que ya la contenga la arcilla. La templa puede consis­ tir en paja desmenuzada, arena, piedra pulverizada o cáscaras, o incluso pequeños fragmentos de cerámica. La naturaleza de la templa utilizada puede llegar a constituir un excelente indicio de la edad y proceden­ cia de la vasija, y de las tradiciones culturales de quie­ nes la fabricaron. Una vasija puede ser hecha partiendo de una masa de arcilla, debidamente templada, mediante dos —o más propiamente tres— procedimientos. Puede ser he­ cha: 1) moldeada o formada a mano; 2) colocando la masa en el torno de alfarero, o finalmente 3) compri­ miéndola en una matriz. 1) La fabricación manual comprende a su vez di­ versos procedimientos opcionales que es muy difícil detectar en el producto terminado, incluso por un pro­

fesional. La vasija puede ser vaciada con los dedos partiendo de la masa de arcilla, o bien puede ser cons­ truida formando anillos o finalmente enrollada. En el enrollado la arcilla es amasada hasta formar un rollo largo en forma de salchichón, que se curva formando espiral hasta constituir la pared de la vasija. En la construcción a base de anillos, unas tiras planas se do­ blan enroscándolas para acomodarse a la circunferen­ cia que deberá tener la vasija proyectada, y apiladas una encima de otra. En ambos casos cada anilla o rollo ha de ser oprimido firmemente con las manos moja­ das encima del anillo o rollo que queda debajo y la unión untada con arcilla húmeda. Por otra parte, cada anillo o rollo superpuesto ha de dejarse endurecer lo suficiente para que pueda sostener el que vendrá enci­ ma. Todo ello hace que la fabricación de una sola va­ sija presuponga un trabajo tedioso y prolongado y ade­ más introduce un elemento de fragilidad; la vasija pue­ de quebrarse por donde hay las junturas, y ello ha ocu­ rrido con bastante frecuencia. Cuando una gruesa va­ sija se ha roto por los motivos dichos, un borde del fragmento presenta el aspecto de un reborde mal ter­ minado, y puede llegar a ser confundido con éste, aun cuando puede descubrirse algún indicio de la presen­ cia del anillo siguiente, como si fuese un pellejo inme­ diatamente debajo del falso reborde. Las vasijas hechas a mano, si son plasmadas, desbastadas y batidas con cuidado, pueden llegar a presentar un efecto sorpren­ dente de simetría y paredes sumamente delgadas. No obstante, las señales dejadas por los dedos del alfarero, o por la herramienta utilizada para el acabado, son irregulares y nunca rigurosamente paralelas. Esta irre­ gularidad, más que la aspereza o falta de simetría de

la vasija, es la determinante para diferenciar una vasi­ ja hecha a mano de una hecha a torno. 2) En el segundo procedimiento, en la rotación (throwing), la masa de arcilla húmeda es “movida por rotación” o colocada precisamente en el centro de un disco montado sobre un eje, y que puede hacerse girar libremente. Cuando este “torno” gira a más de cien revoluciones por minuto, la fuerza centrífuga impartida a la masa que está sometida al movimiento de rotación, permite que el alfarero la modele sin necesidad de ejer­ cer más fuerza física que la representada por la suave presión de sus dedos. Pero los dedos dejan unas suaves estrías, siempre paralelas o concéntricas, en las paredes de la vasija. Estas estrías constituyen la prueba más evidente del empleo del torno. Desgraciadamente el al­ farero tropezaba a menudo con dificultades para elimi­ nar estas señales y para ello alisaba o amartillaba las protuberancias visibles. Son más fáciles de descubrir en las paredes interiores de la vasija o en su base. Con la ayuda del torno, una vasija puede ser for­ mada en cuestión de minutos, siendo así que hubieran tenido que invertirse horas para hacerla a mano. Ahora bien, el torno de alfarero es un utensilio apto para la producción en masa de objetos de poco precio. Sólo puede ser accionado con éxito por un obrero altamente cualificado, que generalmente es un profesional o un especialista con plena dedicación. Fue necesario pro­ porcionar ayudas a lo que no pasaba de ser un mer­ cado de ámbito local, pues las vasijas eran demasiado frágiles para ser exportadas en cantidad hasta que se hubieron perfeccionado medios adecuados de transpor­ te. Por otra parte, es tan fácil fabricar una vasija a mano como tejer una pieza de tela, e incluso coser ésta para formar un jubón. Por este motivo, en las comu­

nidades actuales no industrializadas de África o de América una de las funciones domésticas normales pro­ pia de la mujer sigue siendo la fabricación de vasijas y la elaboración de tejidos para el hogar. Probablemen­ te lo mismo debió ocurrir en tiempos prehistóricos en Europa y Asia. El torno de alfarero ya estaba inven­ tado antes de 3.000 años antes de Cristo, y se emplea­ ba en las grandes aglomeraciones de población que iban formándose en el sudoeste de Asia, y en el valle del Indo, pero no llegó a ser utilizado al norte de los Alpes antes del 400 a. C., es decir, la II Edad de Hie­ rro, mientras que en Escocia y en el norte de Europa los aldeanos más atrasados todavía dependían de la cerámica hecha a mano, mil años más tarde. 3) En la técnica del moldeado (moidding), la arcilla es introducida a presión en un molde previamente mo­ delado, que usualmente estaba hecho de barro cocido. Al igual que en la fundición de metales, el molde pue­ de consistir de dos o más piezas unidas entre sí, pero cuando la arcilla se ha secado, el molde puede ser reti­ rado por piezas y vuelto a utilizar después de extraída la vasija. El interior del molde puede ser tallado o grabado, con el negativo de un dibujo que haya de aparecer hundido o en relieve en la vasija terminada. Utilizando esta técnica del moldeado, no quedan es­ trías. Esta técnica se empleó extensamente para la fa­ bricación de vasijas decoradas, incluso utensilios de térra sigillata, o cerámica samia, en las épocas helenís­ tica y romana. Después del moldeado por cualquiera de las técni­ cas 1 o 2, la vasija se recubría por lo general con engobe (slip, engobe Überzug), una delgada capa de la misma arcilla de que se había fabricado el núcleo, pero exenta de cascajos toscos, y presentando una consisten-

cía cremosa, de modo que pudiese “deslizarse” cu­ briendo la superficie. Antes de su aplicación, a la men­ cionada capa de revestimiento se le añadía óxido de hierro, o algún otro color terroso, en cuyo caso se la podía calificar de pintura. Una tal capa de revestimien­ to o barniz externo realza el aspecto exterior de una vasija y, además, la hace menos porosa. Pero puede llegar a descascarillarse. A menos que este proceso se haya iniciado ya, la existencia de engobe es difícilmen­ te reconocible. Una capa muy tenue de tal revesti­ miento, si ha sido diluida con agua suficiente hasta convertirla en prácticamente líquida, se denomina a menudo un baño ([wash). Tanto si la superficie externa de una vasija ha sido recubierta o no con engobe, puede ser barnizada fro­ tándola fuertemente con una piedra lisa o con un hueso pulimentado, antes de que se seque excesivamente. La operación del barnizado no sólo mejora el aspecto ex­ terno de la vasija, sino que también le proporciona un brillo, y reduce su porosidad. Puede llegar a producir una capa superficial de arcilla muy fina, que tenga el aspecto de una capa superpuesta de revestimiento, y por lo tanto descrita como engobe mecánico. Un en­ gobe mecánico no tiende a descascarillarse. Queda todavía el recurso de que, antes de proce­ der a la cocción, pero siempre antes o después del barnizado, la vasija sea decorada. Esta decoración pue­ de efectuarse rascando en la superficie mientras la ar­ cilla está todavía algo plástica {incisión), grabando un sello (impresión), superponiendo tiras o salientes de arcilla (relieves), pellizcando la superficie o aplicando simplemente unas tiras coloreadas (pintura). Raspar la superficie de una vasija después de la cocción, median­ te una punta afilada de sílex o de metal, puede descri­

birse como grabado, mientras qne colores aplicados en cantidad después de la cocción producen “utensilios incrustados” (si bien, contrariamente a lo que sucede con la pintura, dichos colores pueden desaparecer fá­ cilmente). Las decoraciones en relieve de la cerámica helenística (Megárica) y de la cerámica samia de la época romana se obtenían tallando el modelo en el negativo del molde. Sólo después de ejecutadas estas labores prelimina­ res la vasija quedaría lista para la cocción, es decir, para su conversión en cerámica. Esta operación no sólo realizaba la transformación química indispensable, sino que también afectaba al colorido del producto acaba­ do. Todo ello podía depender de las impurezas conte­ nidas en la arcilla o deliberadamente agregadas a ella; de la temperatura y de las condiciones de la cocción. Las vasijas pueden ser cocidas, ya sea a “fuego abier­ to” —que de todos modos puede consistir simplemente en carbón colocado en un hueco— o en un horno en el cual el aire insuflado y la temperatura pueden ser re­ guladas. En términos generales, la cocción a fuego abierto y a bajas temperaturas es probable que produz­ ca un utensilio de tono gris obscuro o de color de ba­ rro. Pero si la arcilla contiene una cantidad considera­ ble de componentes férricos o si un engobe contenien­ do un elevado porcentaje de sales de hierro (es decir, ferruginosas) es utilizado, la cara externa de la vasija se volverá roja si se expone al aire en el momento cíe la cocción, y negra si el aire es eliminado. De todos modos, un color negruzco puede haberse producido por la acción de someter al fuego arcilla que contenga mu­ cha materia orgánica, a bajas temperaturas, momento en que la materia orgánica queda carbonizada —a tem­ peraturas elevadas quedaría consumida totalmente—- o

sometiéndola a un fuego humeante, momento en que el hollín se depositaría en las porosidades de la arcilla. Objetos de tono pálido —amarillo cremoso, o grises verdosos o pálidos— sólo pueden ser obtenidos me­ diante cocción a temperaturas relativamente elevadas —por ejemplo a 1.000° C o más— en un horno o fue­ go abierto. Los tonos de las pinturas, consistentes principal­ mente de arcilla, quedan desde luego tan afectados por la cocción como el cuerpo mismo de la arcilla a que han sido aplicados. Así, pues, una capa de pintura ferruginosa tendrá aspecto negro o rojizo según sea la cantidad de oxígeno del aire ambiente que haya pe­ netrado durante la cocción. Además, los silicatos fun­ dibles presentes en la pintura pueden llegar a vitrificar­ se parcialmente de modo que las superficies pintadas presenten un aspecto brillante. Estas pinturas brillan­ tes se denominan acertadamente lustrosas, en contra­ posición a los colores mates. A menudo, pero incorrec­ tamente, se las describe como pinturas vitreas, o bien, si se aplican como una delgada capa o lavado sobre la totalidad de la superficie de la vasija, como barniz o lustre. Pero tal barniz es vidrio, y vitrificar significa aplicar una capa o producir en la superficie, una pe­ lícula delgada de vidrio. El “brillo” negro intenso de los vasos de la Grecia clásica, y el “brillo” rojo de la cerámica samia de la época romana, parecen ser real­ mente engobes de arcilla que incorporan ingredientes fungibles y materias colorantes, por cuanto no dejan una película delgada de vitrificación sobre la superficie de la vasija. En rigor, deben ser denominados engobes

vitreos. El verdadero brillo y las pinturas vitreas sólo pue­ den aplicarse con éxito a vasijas que hayan sido some­

tidas a la acción del fuego. Una segunda cocción es indispensable para fundir y vitrificar el abrillantado. Pinturas vitreas auténticas ya fueron utilizadas por los asirios unos 1.250 años antes de Cristo, pero su uso no se generalizó hasta finales de la época romana.

5. — V id rio

Desde el punto de vista químico, el vidrio es un silicato fácilmente fundible, generalmente de sosa, potasa, cal o plomo. Cuando se está fundiendo es per­ fectamente fluido; al enfriarse se vuelve muy duro y brillante, pero entre estos dos extremos se mantiene plástico, como la melaza, durante bastante tiempo. En la práctica, el vidrio puede llegar a obtenerse calen­ tando a un mismo tiempo arena de cuarzo (es decir, sílice), natrón, una sal de sosa natural o potasa, y yeso en polvo o piedra caliza. Estos elementos han de pro­ ducir una sustancia incolora y transparente, pero que puede ser teñida de azul, rojo, marrón, amarillo, etc., o puede volverse opaca si se le añade, en pequeñas pro­ porciones, unos compuestos de cobre, hierro, manga­ neso o cobalto, u otras sustancias apropiadas. El vidrio ya era conocido en Egipto 3.000 años an­ tes de Cristo, y probablemente no mucho más tarde en Mesopotamia. Pero nunca llegó a dársele forma por el sistema del soplado, hasta después del 500 antes de Cristo. Al principio, el vidrio se trabajaba moldeándolo o prensándolo mientras aún estaba en estado plástico. De un crisol lleno de vidrio fundido no es demasiado difícil extraer hilos o tiras (como los festones de jarabe de melaza que cuelgan de una cuchara) que pronto se endurecen, y manipulando dichas tiras, elaborar pe­

queños objetos tales como abalorios, anillos y brazale­ tes. Incluso vasijas de vidrio llegaron a ser elaboradas modificando ligeramente dicha técnica. Los cántaros y las botellas, por ejemplo, se fabricaban envolviendo con láminas de vidrio en estado plástico un núcleo de arena, previamente modelado a la configuración de­ seada, sobre un alambre de cobre. Los efectos decora­ tivos se podían obtener hincando burbujas o hilos de vidrio de distintos colores en la superficie aún pegajosa de la vasija o del abalorio, o modelando estos últimos partiendo de tiras entrelazadas de varios colores. A partir del 1200 antes de Cristo, vasijas y otros objetos de vidrio ya se elaboraron empleando moldes. El vidrio, no obstante, no era vertido en los moldes en estado líquido, como lo hubiera sido el bronce, sino comprimido en ellos mientras aún estaba en estado plástico, en forma parecida a como si se tratara de vasijas de arcilla moldeada. La invención posterior del vidrio soplado no ha llegado a reemplazar a las anti­ guas técnicas que se han descrito. De esta forma, el vidrio puede llegar a ser utilizado por sí mismo no sólo en la elaboración de vasos y adornos, sino también para revestir y decorar objetos fabricados con otros materiales. La fayenza (fayence ) consiste en un núcleo opaco revestido y mantenido compacto mediante un barniz de color. El núcleo parece consistir en una pasta hecha de arena (sílice) mezclada con un poco de agua y un pegamento. El objeto que se desea obtener, tanto si es un abalorio, un vaso, como si es una figurilla, ha sido previamente plasmado en dicha pasta, ya sea mediante modelado o comprimiéndola en un molde, y es luego sumergido en un crisol que contiene vidrio fundido, coloreado adecuadamente. Pequeños objetos tales como

abalorios de fayenza ya se practicaban en Egipto antes del año 3000 a. C. y en Mesopotamia por las mismas fechas. Con posterioridad, la técnica se fue generali­ zando en el Próximo Oriente para la elaboración de pe­ queños abalorios, adornos y figurillas, incluso los típi­ cos ushabtis egipcios, hasta el punto que abalorios de “fayence” eran exportados desde aquella región con destino a Inglaterra y Polonia en época tan remota como el año 1500 a. C. El esmaltado es una técnica para decorar superfi­ cies metálicas mediante el empleo de mezclas opacas de vidrios coloreados. Un procedimiento primitivo de esmaltado consistía simplemente en remachar con ta­ chuelas de esmalte la superficie que se deseaba deco­ rar. Lo más usual era que los esmaltes, a menudo de colores variados —rojo, blanco, azul, amarillo y ver­ de—, fuesen incrustados en celdillas por una cual­ quiera de las técnicas que se mencionan a continua­ ción. Con la técnica champlevé las celdillas o cavidades que tenían que rellenarse de materia colorante eran sumergidas totalmente. En la técnica cloisonné los compartimientos poco profundos eran armados y divi­ didos mediante tiras de alambre soldadas a la superfi­ cie. El arte del esmalte mediante la técnica champlevé ya había tomado un auge considerable entre los pue­ blos celtas del Oeste de Europa durante el período de La Téne, y continuó floreciendo durante el Imperio Romano, y de una manera especial en Irlanda, a prin­ cipios de la era cristiana.

Sección 1: K.: Man the Tool-maker (Londres, 1949). W a t s o n , W .: Flint Implemento (Londres, 1950). L e a k e y , L. S. B.: Adatas Ancestors (Londres, 1954). — A Histonj of Technology, ed. Singer, Holmyard and Hall (Oxford, 1954), págs. 128-43. O a jc le y ,

Sección 3: H. H.: Notes on the Prehistoric Metallurgy of Copper and Bronze (Oxford, 1951). F o r r e s , R. J.: “Extrácting, Smeliing and Alloying”, en A History of Technology, págs. 572-99. M a r y o n , H.: “Fine Metal-work”, ibid., pp. 623-62. — “Technical Methods of the Irish Smiths”, Proc. R. Irish Acad., XLIV, C (1938). O l d e b e r g , A. E .: Metallteknik under forhistorisk Tid (Leipzig, 1943). C o g h la n ,

Sección 4: H a r r is o n , H .

S.: Pots and Pans (Londres, 1928). “Pottery“, en A History of Technology,

S c o t t , L in d s a y :

p ág s.

376-412. Sección 5: No existe ningún libro reciente que describa las técnicas de los antiguos trabajadores del vidrio, comparándolas con sus productos, excepto L u c a s , A. M.: Ancient Egyptian Mate­ rials (Londres, 1948). Para “brillo” en las cerámicas griega y romana, cf. L a ñ e , A.: Greek Pottery (Londres, s. f.).

INTERPRETACIÓN DE DATOS A R Q U EO ­ LÓGICOS: COMPLETANDO LOS FRAGMENTOS Para interpretar un ejemplar arqueológico es más vital saber lo que fue que saber cómo fue hecho. Sin embargo, como se ha indicado en la página 10, la ma­ yoría de artefactos sobreviven únicamente como meros fragmentos de los utensilios reales, cuyas partes deci­ sivas de conexión, hechas de material de fácil descom­ posición, están destruidas. Es decir, un arqueólogo puede verse obligado a reconstruir todo un carro a par­ tir de dos pezoneras y del juego de riendas que se apoyaban en el eje. A continuación se pueden dar tan sólo unas pocas indicaciones con el fin de sugerir la forma cómo, en los casos más corrientes, las partes que faltan deberían reconstruirse en la imaginación, para llegar a descubrir cómo funcionaba realmente el artefacto completo.

1. — H achas

y

a z u e l a s ; h a c h a s pr e h is t ó r ic a s

DE PIEDRA

Las hachas de mano y las azuelas de piedra y fre­ cuentemente también de metal, se ajustaban normal­ mente a, o dentro de, un mango o empuñadura de madera, que no se introducía penetrando o atravesan­ do un agujero en el extremo. El método más simple, pero el menos eficiente, de sujeción consistía en ama­ rrar la parte superior al extremo de un palo recto, pe-

gando las correas con goma. Este método era utilizado por los aborígenes australianos, pero no está esclareci­ do por ningún ejemplar superviviente de Eurasia o de África neolíticas. Se obtenía una unión ligeramente más segura si se rajaba el extremo del palo y la cabeza de piedra se amarraba y se pegaba entre las ramas de la horquilla. Este sistema tampoco está representado por ningún ejemplo prehistórico existente. En tercer lugar, las hachas de mano podían introducirse en o a través de un agujero practicado cerca del extremo de un trozo de madera recio. Muchas hachas de piedra prehistórica montadas de esta manera como hachas de mano, se han recuperado en habitaciones lacustres al­ pinas y en turberas de las Islas Británicas, del norte de Europa y de Rusia (Fig. 7, 1), y de España. En lugar de insertar las hachas de piedra directa­ mente en una empuñadura de madera tal como la des­ crita, podían introducirse en el extremo vaciado de una punta, o de una sección de un madero, de un asta, y este mango de asta (gaine) introducido a su vez en la empuñadura de madera (Fig. 7, 2). El asta, sien­ do ligeramente elástica, actúa de soporte para el man­ go y reduce el riesgo de que éste se quiebre de resul­ tas del golpe. Además, se puede tallar el asta mucho más fácilmente que la piedra, de forma que se pueda introducir perfectamente en el agujero rectangular de la empuñadura. Cortando el madero justo por debajo de la unión con la punta, se puede ajustar el final de esta última para formar un calcañar que atascaría la madera del mango, eliminando así el peligro de que cada golpe de hacha impulsase la cabeza y más y más hacia la empuñadura hasta que cayera por detrás. Fi­ nalmente podía perforarse una sección del asta y pa­ sar la vara por el agujero así formado (Fig. 7, 3). Un 11. —

C H IL D E

mango así perforado (gaine perforée), provisto de una hoja afilada de piedra insertada en un extremo, en principio correspondería de hecho a las hachas de mano contemporáneas de hierro. Los mangos de asta se encuentran entre los hallazgos más corrientes en las habitaciones lacustres alpinas y en los lugares neolíti­ cos citados anteriormente. Pero los mangos perforados eran ya corrientes en la fase mesolítica de Dinamarca, y aparecen fuera del área alpina en Francia en contex­ tos del Neolítico Reciente. Los melanesios empleaban habitualmente cañas de bambú como montura para sus hachas de piedra, completamente iguales a los tipos más simples de los mangos de asta. Las hachas de piedra pueden montarse en mangos, y servir como azuelas (es decir, con el filo formando ángulo recto con la vara) y también como hachas de mano, con el filo paralelo a la empuñadura. De hecho, algunas tribus melanesias montaban hachas de mano en mangos giratorios, que se introducían en orificios circulares de la empuñadura, para que pudieran con­ vertirse en azuelas con sólo hacer girar el mango en 90°. Las hachas de piedra pueden montarse directamen­ te como azuelas sólo con usar lo que se llama un eje acodado, el cual se podía emplear asimismo como una empuñadura de hacha. Un eje acodado se podía formar con suma facilidad cortando un árbol joven y firme jus­ to por debajo y unos pocos centímetros por encima del punto de bifurcación de una rama formando un ángulo abierto (75°-90°). La rama se convertía normalmente en empuñadura y el hacha de piedra se fijaba en la parte del tronco principal que quedaba encima del punto de las dos bifurcaciones. Si el hacha de piedra tenía que servir como azuela, era suficiente separar una tira

F ig . 7 Diversos sistemas de enm angar las hachas de piedra: 1. D irecto; 2 -3 . Con talón suplem entario; 4 -7 . Con hendidura en el m ango.

de parte a parte en la sección extrema del tronco, en la parte opuesta a la empuñadura. El hacha de piedra podía amarrarse simplemente a la superficie plana así obtenida (Fig. 7, 6). Alternativamente, la sección del tronco podía partirse por el centro y el hacha de pie­ dra ajustarse en la hendedura. El resultado, en el caso de que esta rajadura fuera paralela al tronco, era un mango de hacha (Fig. 7, 4) y si era perpendicular a él, un mango de azuela. Finalmente el eje acodado podía usarse conjuntamente con un mango de asta he­ cho de una sección de madero, cuyos dos extremos habían sido vaciados. El tronco —o en este caso la rama— no está rajado sino simplemente biselado, y la punta encaja en el extremo vaciado del mango, mientras que la otra sostiene el hacha de piedra (Fig. 7, 7). Este procedimiento puede llamarse un manguito de encaje. En las viviendas lacustres de la región alpi­ na aparecen mangos de encaje de tiempos del Neolí­ tico Medio. Se han recobrado hachas de piedra montadas en ejes acodados con puntas afiladas, en los lagos alpinos, en una tumba de Alemania central y en otros lugares. Las hachas de piedra con cantos y lados de metal, y las hachas de bronce de las Edades de Bronce Antiguo y Medio deben haber sido montadas exactamente de la misma manera, y en efecto, en las minas de sal y de cobre de los Alpes orientales se han conservado ejes acodados quebrados que sostenían hachas. Las hachas de piedra vaciadas características de la Edad de Bron­ ce Reciente en el norte de Eurasia, desde China hasta Irlanda, así como sus descendientes de la Edad de Hie­ rro Antiguo I, sólo pueden haber sido montadas de la misma forma que un manguito de encaje, descrito en el párrafo anterior.

Así pues, exceptuando quizá las hachas lisas de co­ bre más tempranas, todas las hachas de bronce y de hierro al norte de los Alpes se montaban por el siste­ ma de ejes acodados. Se desconoce cómo se montaban las hachas lisas de metal • —no aparecen otras varieda­ des— en el sudoeste de Asia e India. En Egipto el ex­ tremo recto de las hachas lisas locales se alargaba por ambos lados, proyectándose en forma de agarraderas. Las correas alrededor de estos salientes servían para sujetar el hacha de mano a su mango. Las azuelas se montaban en ejes acodados de mango corto.

2. —

P u n ta s de p r o y e c t i l

Las varas de arco eran naturalmente de madera, pero estaban normalmente reforzadas en el extremo con puntas de sílex, de hueso, de pizarra o de metal. Desde luego, las puntas de flecha constituyen la parte más prominente y atractiva de muchas colecciones de superficie, de instrumentos de piedra. Las puntas de flecha de sílex se fijaban normalmente en los extre­ mos partidos de las varas de madera, y afianzados en su debida posición mediante resina, “Birkenteer” (resi­ na de abedul, una goma preparada a base de corteza de abedul), y otros adhesivos naturales. Entonces se golpeaba la vara en todo su contorno para evitar que se partiese más. En el caso de los tipos afilados o bar­ bados, tan familiares como el marcado a hierro de un convicto, se cubría tan sólo la punta con la madera de la vara. En el caso de puntas de flechas filiformes, triangulares o de base cóncava, debe solaparse la mitad o los dos tercios del largo en ambas caras por medio del extremo bifurcado de la vara.

Las puntas de flecha triangulares, hechas con plan­ cha metálica, o puntas de flechas afiladas, forjadas a partir de una varilla metálica, podían montarse como las puntas de sílex. Pero algunas puntas de flecha sumerias primitivas, hechas de plancha metálica, han sido provistas de cavi­ dades, las cuales se forman doblando, hasta formar un tubo, una tira de metal que sobresale de la base del triángulo. Las puntas de flecha barbadas con cavida­ des moldeadas pertenecen a las Edades de Bronce Re­ ciente y del Hierro. En esta última fase, las puntas de flecha cóncavas de los escitas tenían tres puntas, de for­ ma que en corte transversal se parecían a la letra Y. El tipo parece derivar de las puntas de flecha de hue­ so mencionadas más abajo. Por lo menos, algunos de los módulos de sílex lla­ mados microlitos (pág. 136) servían como puntas de flecha. En habitaciones del Paleolítico Superior recien­ te del norte de Europa se han encontrado pequeñas puntas asimétricas con saliente, fijadas al extremo de varas de madera, con la parte saliente en forma de pe­ dúnculo. Posiblemente las lúnulas también se monta­ ban a veces de tal manera que un cuerno formaba la punta, mientras que el otro se proyectaba hacia los lados del eje y servía de pedúnculo. Sin embargo, las lúnulas y los trapecios se montaban más frecuentemen­ te de forma que la cuerda del arco o el lado más largo del trapecio, puesto en ángulo recto con la línea del eje, formaba un canto transversal o cincelado; el arco o el lado más corto del trapecio estaba empotrado en la vara. Tales proyectiles se conocen como puntas de flecha transversales, o flechas de canto cincelado. En una turbera mesolítica de Dinamarca se recuperó un trapecio montado de esta manera, y en los documentos

de los primitivos faraones de Egipto y en las escultu­ ras contemporáneas de Mesopotamia, y más tarde en sellos minoicos de Creta, se describen flechas de canto cincelado. Algunas tribus cazadoras contemporáneas las usan aún hoy. También se usaban los microlitos como puntas para flechas o dardos. Se pegaban en ranuras practicadas a lo largo de uno o más lados de la vara de madera; el trabajo minucioso observado en los dorsos de microli­ tos se hacía para evitar que rajaran la madera y para dar, a la vez, mayor fuerza al material adhesivo. Pero se ha desenterrado hace poco en Suecia un microlito que estaba adherido a la parte lisa de la vara, simple­ mente con resina de abedul. En este caso el retoque formaba, al parecer, un bisel que encajaría en la super­ ficie curva de la vara. En hueso, pueden haber servido como puntas de flecha simples astillas, pulimentadas hasta que la sec­ ción resultase cilindrica y ambos extremos en punta. En etapas neolíticas y posteriores se moldeaba el hue­ so para producir una punta con sección triangular o rómbica, de la que sobresalía una punta afilada. La punta debía haber estado ajustada, no en el extremo bifurcado de una vara, sino en una baqueta cóncava que, o bien ella misma formaba la vara, o bien servía de antevara, dentro de cuyo extremo inferior se intro­ ducía una vara de madera. Estas puntas de flecha óseas se cambiaban algunas veces muy literalmente por pun­ tas de pizarra, de sílex o de metal, que se montarían de la misma forma. Un arpón es un proyectil equipado con una punta barbada separable, a la que se ata firmemente una cuerda de manera que, en cuanto la punta penetre en la carne de la presa, la víctima quede bien sujeta. El

mango es normalmente de madera; la punta puede es­ tar hecha de hueso, asta, marfil o metal. Para identifi­ car con certeza una punta barbada como punta de ar­ pón, un arqueólogo debe encontrar en el extremo, o bien un agujero, o bien una muesca para atar la cuer­ da. Los arpones de asta de ciervo debidamente iden­ tificados son muy característicos de la cultura magdaleniense del Paleolítico Superior en Europa. Puntas de asta de ciervo aparecen en culturas azilienses mesolíticas y en algunas neolíticas de Eurasia. Las puntas de hueso barbadas de los natufienses mesolíticos de Pales­ tina y de los neolíticos del Fayum, así como puntas de marfil del Egipto predinástico y del Sudán, eran tam­ bién muy probablemente puntas de arpón. Pero la ma­ yoría de puntas de hueso barbadas o ranuradas, que son tan frecuentes en las culturas de los bosques me­ solíticos del norte de Europa, y que han sido designadas como “ampones”, eran muy probablemente utiliza­ das como dientes para arpones de pesca (leisters). Se ataban dos o tres puntas barbadas a una empuñadura de madera convenientemente moldeada de tal manera que las púas del extremo se proyectaban hacia aden­ tro, unas hacia las otras; en la púa del medio, si existía, debía hacerse una muesca a lo largo de las dos caras. El arpón de pesca trasladado a metal se convierte en el tridente, símbolo de Neptuno; pues los tres dientes pueden convertirse o forjarse convenientemente en una sola pieza.

3. — A r r e o s

Los animales de carga pueden equiparse con cuer­ das o correas que no dejan ninguna huella en el testi­

monio arqueológico. Poco después del 3000 a. C., entre los sumerios, se dominaba a los bueyes de carga, como ocurre hoy día con los toros bravos, con narigueras de cobre, que es lo único que ha sobrevivido. Tam­ bién los caballos podían dominarse con narigueras y con rózales, e incluso las antiguas bridas podrían haber consistido en varillas de madera o en tiras trenzadas de cuero, pasadas por entre los dientes del animal, y todo ello igualmente de fácil descomposición. Pero para evitar que una brida tal se saliera por los lados, cada extremo podía sujetarse con un elemento de qui­ jada. Estos elementos de quijada podían estar hechos de madera frágil, pero se hacían frecuentemente de asta. Así tienen gran posibilidad de sobrevivir y de pro­ porcionar la única clave con respecto al tipo de arreos que se empleaban, en realidad la única evidencia acer­ ca de la domesticación de caballos. Un elemento de quijada hecho de asta consiste en una punta perfora­ da con tres agujeros; dos de ellos son siempre parale­ los, pero el de en medio puede formar ángulo recto con respecto al plano de los otros dos. Por supuesto, los elementos de quijada se usaban a pares con los extre­ mos de la brida propia (o embocadura) pasados a tra­ vés, o sujetados a los agujeros de en medio. Los agu­ jeros restantes asían los extremos de los elementos de quijada bifurcados, con cuya ayuda se podía mantener todo el aparejo en su sitio sobre la cabeza del caballo. La brida y los elementos de quijada fueron reem­ plazados por metal después del 1500 a. C. en el Próxi­ mo Oriente, pero en ninguna parte se reemplazó el cuero o el asta, hasta que se pudo disponer de hierro libremente. La brida se convirtió en ima barra de me­ tal sólida o articulada, que generalmente se la curvaba imitando a su precursora de cuero, y siempre termina­

da en ojales para las riendas. Los elementos de qui­ jada fueron convertidos en barras de metal curvadas, o más raramente en láminas estrechas, igualmente pro­ vistas de tres perforaciones u ojales; incluso cuando, como en algunas bridas de Asia occidental, la brida se moldeaba formando una sola pieza con los elementos de quijada, estos últimos llevaban perforaciones que corresponden a los ojales extremos de la brida. Los caballos se emplearon primero para tirar de ca­ rros o carruajes, y siempre se les acoyundaba por pares a ambos lados de un palo, y no entre varas. Por esto, tumbas y tesoros escondidos contienen habitualmente dos bridas y cuatro elementos de quijada. Pueden en­ contrarse cinco discos ornamentales de bronce, o rose­ tas con orificios en el dorso asociados con cada brida. Decoraban, y al mismo tiempo reforzaban las juntas de las diversas correas que se requerían para comple­ tar una brida. Se fijaba uno de estos discos a cada lado de la quijada donde se bifurcaba para unirse con los dos extremos del elemento de quijada. Un segundo dis­ co quizá decoraba el empalme del otro extremo de cada quijada con una carrillera que rodeaba el hocico. El quinto disco, más ancho que los restantes, adornaba la frente del caballo, probablemente donde una correa frontal se unía a la carrillera para pasar por entre las orejas. Con el desarrollo de la equitación, los elementos de quijada pasaron gradualmente de moda, incluso para los caballos de tiro. En Europa, durante la Edad de Hierro II (La Téne) ocuparon su lugar grandes anillas (a menudo de hierro recubierto de bronce) que pasaban a través de los extremos perforados de la brida, y a los que se ataban las riendas. Al mismo tiempo se inser­ taba a veces un tercer eslabón —podía ser simplemen­

te una pieza de alambre retorcido formando un 8— en­ tre las dos ramas de la brida usualmente articulada. Este tipo de bridas de tres eslabones aparece esporá­ dicamente en sepulturas de La Téne en Francia, desde donde pasaron a Gran Bretaña a través de los invasores celtas, probablemente los parisios, y evolucionaron aquí según los rasgos originales. En Inglaterra, cada uno de los eslabones exteriores de la brida vino a ser fundido en una sola pieza junto con la anilla, que, originalmente, se podía mover li­ bremente en el orificio exterior. Lo que antes había sido el extremo de la brida, ahora se convertía en un saliente sin función alguna concreta dentro de la anilla del extremo, y fue convertida en un medio de decora­ ción. Pero como las bridas aún se usaban para dominar a los caballos emparejados, únicamente aparecía del todo visible un extremo de cada brida. Así, pues, estas bridas británicas son asimétricas regularmente, estan­ do un extremo más ricamente decorado que el otro.

4 . — V e h íc u l o s

Los carros tirados por caballos, después de 1800 a. C., tales como los carromatos, carretas y arados, que habían sido arrastrados por bueyes y onagros por espa­ cio de 1.500 años, podían ser hechos ahora enteramen­ te de materiales perecederos —madera y cuero. Apro­ ximadamente una docena han sobrevivido en ciénagas o como manchas en la tierra, pero la mayoría han desa­ parecido sin dejar el mínimo rastro. Habitualmente, sólo si alguna parte del vehículo ha sido reforzada o ataviada con alguna pieza metálica, puede ser detecta­ da la anterior existencia de un vehículo. Las partes así

tratadas no son las que normalmente imaginaría el mo­ torista contemporáneo, ni siquiera un carretero eduardino. Constituyen por orden de antigüedad los primeros ejemplos que han sobrevivido: juegos de riendas, lori­ gas, pezoneras, llantas, cubos de rueda y ejes. No se necesita ninguno de estos elementos en los automóvi­ les de hoy, así que haríamos mejor en dedicar unas pocas palabras para explicar al menos los que no se requieren en los modernos vehículos tirados por caba­ llos; pues no es necesario viajar fuera de Europa para ver todavía caballos tirando de vehículos, incluso en 1955. Como los animales de carga se agrupaban en pares o cuatro de frente a ambos lados de un polo central, las riendas debían estar cruzadas para que el conduc­ tor pudiera tirar a la vez de los dos o de los cuatro, proviniendo las riendas del mismo lado de las bocas de los animales de carga, estuvieran en el lado del polo que estuvieran. El cruce se efectuaba por medio de un juego de riendas o portarriendas atado al polo. En Asia occidental se usaban, durante el tercer milenio, juegos de riendas metálicas, consistentes en un par de anillas coronadas por una “mascota”. Anillas de bronce en forma de riñón, en ocasiones encerrando un núcleo de hierro, eran un medio favorito de decoración en la cultura británica de La Téne y su subsistencia en el período romano. Una pezonera es una clavija o pasador sujeta por la parte exterior a través del extremo del eje de la rue­ da para evitar que ésta se suelte. Puede estar hecha de madera, pero en épocas tan remotas como el 2000 a. C. en Elam, la clavija de madera podía en ocasiones ser reemplazada por un robusto perno de “bronce”, con un cabezal decorativo. En la Edad de Hierro, las pe­

zoneras se hacían comúnmente de metal. Aun cuando normalmente eran de hierro, entre los celtas de La Téne, y particularmente en Gran Bretaña, estaban fre­ cuentemente recubiertos de bronce y adornados. Los cantos de las ruedas de vehículos súmenos y elamitas, poco después del 3000 a. C., estaban a veces reforzados con clavos de cobre para protegerlos, y qui­ zá también para permitir acoplarlos de llantas de cue­ ro; después del 200 a. C. en Elam se adaptaron llantas de cobre a algunas ruedas. De todos modos, las llan­ tas de metal tan sólo empezaron a ser de uso corriente en la Edad de Hierro, y estaban hechas invariablemen­ te de hierro. Se las ajustaba a la pina de la rueda con largos clavos de hierro, cuyas cabezas, en algunos ve­ hículos asirios y europeos, estaban ideadas como re­ fuerzos para proporcionar fuerza adicional a los cantos de las ruedas, como los clavos de cobre sumerios. En la Edad del Bronce Reciente y posteriores, los extremos de los ejes estaban protegidos y decorados por casquetes metálicos. Discos de bronce, de aproxi­ madamente 6,7 cms. de diámetro, con una anilla que sobresalía de una cara, tal como aparecen en cier­ tos tesoros de la Edad de Bronce Reciente, parecen haber sido usados, así como casquetes de eje, por su posición en algunas tumbas de carro de Bohemia de la Edad del Hierro I. También los cubos de rueda esta­ ban sujetos con anillas metálicas ornamentales.

GLOSARIO DE PALABRAS TÉCNICAS Absolute chronology: cronología absoluta, 37. Adobe: adobe, tapia, 66. Ages: edades, 48. Aggregate: agregado, 18, Annealing: templado, 142. Antier sleeve: mango de asta, 161. Archaelogical record: testimonio arqueológico. 9. Archaelogieal time: tiempo de evolución arqueológica, 38. Arrow-heads: puntas de flecha, 166. Artifacts: artefactos, 11. Ashlar: sillería, 77. Assemblage: conjunto, 17. Association: Asociación, 17. Baclced blades: hojas de dorso rebajado, 135. Bailey: patio, 104. Bank: banco o terraplén, 93. Barrows: túmulo, 91. Bell barrow: túmulo en forma de campana, 93. Berm: berma, 93, 110. Bore-core: núcleo perforado, 141. Bowl barrow: túmulo en forma de cuenco, 93. Bricks: ladrillos, adobes, 66. Brochs: “brochs”, 123. Bronze Age: edad de bronce, 48. Bulb of percussion: bulbo de percusión, 132. Bulbar surface: plano de lascado, 132.

Cairns: montículos de piedras, 91. Camps: campamentos, 111. Casemates: casam atas, 112. Cashels: “cashels” , 124. Casting: fundición, 143. Causewayed cam ps: campamentos con calzadas, 114. Celtic JBelds: campamentos celtas, 118. Celts: hachas de piedra, 13 9 , 160. Centuriation: centuriación, 119. Chalcolithic: calcolítico, 51. Chamber tom b: tumba de cám ara, 83. Champlevé: "cham plevé” , 158. Cheek-piece: elemento de quijada, 169. Chorological: corológico, 44. Chronology: cronología, 36. Cinerary urn: urna cineraria, 97. Cire perdue: cera perdida, 146. Claviculae: “claviculae” , 111. Cloisonné: “cloisonné”, 158. Collective burial: enterramiento colectivo, 98. Contemporary: contemporáneo, 49. Context: contexto, 13. Contracted burial: enterramiento de cadáveres encogidos, 82. Copper Age: edad de cobre, 51. Core casting: fundición por núcleo, 145. Core toool: núcleo trabajado, 133. Cortex: corteza, 131. Crepis: “crepis”, 92. Cultivation terraces: terrazas de cultivo, 118. Culture: cultura, 18. Culture period: período de cultura, 52. Culture sequence: secuencia cultural, 21. Cursus: “cursus”, 108. Disk barrow: túmulo en forma de disco, 93. Dolmens: dólmenes, 88.

Dry-stone masonry: manipostería de piedra en seco o a hueso, 76. Dummy portáis: portadas simuladas o falsas puertas, 85. Dun: “dun”, 121. Earth-houses: casas de tierra, 79. Earthworks: bancales, 101. Enamelling: esmaltado, 158, Enclosures: recintos, 104. Extended burial: enterramiento de cadáveres extendidos, 82. Fayence: fayenza, 157. Flake-scar: lasca, 132. Flake tools: industria de lascas, 133. Flint-mines: minas de sílex, 120. Floors: suelos, 64. Folk-lore: folklore, 34. Forecourt: patio preliminar, 91. Foreshaft: antevara, 167. Forts, Koman: fortificaciones romanas, 110. Fossils, see Types: fósiles, véase tipos. Gaine: mango de asta, 161. Gallery graves: galerías cubiertas o cistas alargadas de pie­ dra, 86. Gallic walls: muralla gálica, 126. Gate: portillo, 144. Glaze: brillo, 155. Gravers: buriles, 135. Hallstatt period: período hallstáttico, 54. Hand axes: hachas de mano, 133-134. Hand-bricks: ladrillos hechos a mano, 66. Harpoons: arpones, 167. Henge monuments: monumentos “henge”, 105. Herríng-bone masonry: manipostería en espina de pez o paramento de opus spicatum, 67.

12. —

C H IL D E

Hill-top forts: fuertes de colina: 111. Hollow boring: perforado en vacío, 140. Hollow way: sendero natural, 116. Homotaxial: homotáxico, 49. Hut circle: círculo de chozas, 106. Inturned entrance: entrada abierta hacia adentro, 113. Iron Age: edad de hierro, 48. Keeps: reductos fortificados, 103. Knee-shaft: eje acodado, 162. Leisters: arpones de pesca, 168. Log-cabin architecture: arquitectura de cabaña de ma­ dera, 73. Long barrows: túmulos alargados, 91. Long cists: cistas alargadas, 82. Lost wax: cera perdida, 146. Lunate: arco de círculo o lunado, 137. Lustrous paint: pintura lustrosa, 155. Lynchets: “lynchets”, 117. Lynch-pin: pezonera, 172. Mastabas: mastabas, 95. Matt paint: pintura mate, 155. Megalithic: megalítico, 77, 86. Mesolithic: mesolítico, 50. Microliths: microlitos, 136, 166. Monuments: monumentos, 12. Mottes: motas, motillas, 103. Moulded pottery: cerámica moldeada, 152. Mud bricks: ladrillos de adobe, adobes regulares, 66. Multi-vallate: multivallado, 113. Murus gallicus: muralla gálica, 126. Negative lynchet: “lynchet” negativo, 117. Neolithic: neolítico, 49.

Open-hearth casting: fundición en horno abierto, 144. Orthostat: ortostato, 76. Orthostatic: ortostático, 85. Paint: pintura, 153. Paleolithic: paleolítico, 49. Passage grave: dolmen de corredor, 86. Penannular: penanular, 106. Peristalith; peristalito, 92. Pisé: tapia, 66. Pit caves: fosos sepulcrales, 82. Pit-dwellings: fondos de cabaña, 63. Pithos burial: enterramiento en “pithos”, 97. Plano-convex bricks: adobes planoconvexos, 67. Plinth: plinto, 78. Pont barrow: túmulo en forma de estanque, 93. Port-hole stone: piedra para tapar la entrada, 90. Post-holes: orificios de pies derechos, 71. Post socket: cavidad de pie derecho, 72. Prehistoric: prehistórico, 25. Primary interment: enterramiento primario, 93. Promontory forts: fuertes de promontorio, 112. Rath: “rath”, 107. Rein-ring: juego de riendas, 170. Relative chronology: cronología relativa, 37. Relies: reliquias, 12. Retouching: retoque, 133. Ring-building: construcción a base de anillos, 150. Ripple-marks: señales de la onda de choque, 131. Roads, Román: calzadas romanas, 116. Rock-cut tombs: tumbas excavadas en la roca, 83. Rolling: rodadura, 137. Samian ware: cerámica samia, 152. Scooped enclosures: recintos huecos, 120. Seam: costura, 146.

Secondary interments: inhumaciones secundarias, 93. Shaft graves: sepulturas de pozo, 82. Short cists: cistas cortas, 82. Signal stations: estaciones de señalización, 105. Sleeper beam: viga horizontal, 73. Sleeve (antier): mango (de asta), 161. Slip: engobe, 152. Souterrains: subterráneos, 79. Stake-holes: orificios de estaca, 72. Stone Age: edad de piedra, 48. Straight joints: juntas rectas, 78. Stratigraphy: estratigrafía, 40, 58, 69. Strike-a-light: encendedor, 137. Striking platform: plano de percusión, 132. Strip lynchets: “strip lynchets” , 118. Tell: tell, 68. Temper: templa, 149. Test pit: pozo de sondeo, 70. Three Ages: tres edades, 48. Timber-laced (walls): enlazado con maderamen, 126. Time, archaelogical: tiempo de evolución arqueológica, 34. Tranchet: “tranchet”, 134. Transverse arrow-heads: puntas de flecha transversales, 166. Type-fossils: fósiles-tipo, 24, Types: tipos, 13, 18. Typological seríes: serie tipológica, 40. Urnfield: campo de urnas, 97. Valve mould: molde bivalvo, 144. Vitreous slips: engobes vitreos, 155. Vitrified Forts: fortines vitrificados, 126. W ash: baño, 153. W attle-and-daub: zarzo y argamasa barata, 72. W heel-made: fabricado a torno, 151.

ÍNDICE Prólogo ..................................................................... I. — Arqueología e historia............................ E l testimonio arqueológico. — Tipo. — — Tiem po de evolución arqueológica.

Culturas.

TI. — Clasificación................................................ L a triple base. — Clasificación funcional. — C la­ sificación cronológica. — Clasificación corológica. — Períodos y culturas prehistóricos.

III. — Yacimientos arqueológicos y su estrati­ grafía ............................................................ Cuevas. — Casas y poblados. — terram iento.

Lugares de en­

IV. — Orientaciones para identificar monumen­ tos sobre el terreno................................... M ontículos. — Recintos. — Bancales lineales. — C am pos, granjas y minas de sílex. — Montículos de piedras.

V. — Interpretación de datos arqueológicos: tecnología elemental.................................. T alla de sílex. — Piedras de grano fino. — bajo en m etal. — C erám ica. — Vidrio.

T ra­

V . — Interpretación de datos arqueológicos: completando los fragmentos. H achas y azuelas; hachas prehistóricas de pie­ dra. — • Puntas de proyectil. — Arreos. — V e­ hículos.

Glosario de palabras técnicas ............................