Fe Cristiana Y Sociedad Moderna

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FECRISTIANA Y SOCIEDAD MODERNA

Ateísmo y ocultamiento de Dios W alter Kern / W alter Kasper

Espíritu y Espíritu Santo W alter Kern / Yves Congar

Tiempo y eternidad Raphael Schulte

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Biblioteca dirigida p or

Franz Bóckle Franz-Xaver Kaufmann Karl Rahner y Bernhard Welte y coordinada por Robert Scherer Edición e s p a ñ o la dirigida por

Alfonso Alvarez Bolado Adela Cortina Orts José Ramón García-Murga Antonio López Pina Juan Martín Velasco y Andrés Torres Queiruga y coordinada por Jesús Larriba

Fe cristiana y Sociedad moderna 22

Biblioteca dirigida por Franz Bóckle Franz-Xaver Kaufm ann K arl R ahner Bernhard Welte y coordinada por Robert Scherer

Edición española dirigida por Alfonso Alvarez Bolado Adela Cortina Orts José Ram ón G arcía-M urga Antonio López Pina Ju a n M artín Velasco Andrés Torres Queiruga y coordinada por Jesús Larriba

Fe cristiana y Sociedad moderna 22 Ateísm o y ocultamiento de D io s W a lte r K e r n / W a lte r K a s p e r

E spíritu y E spíritu Santo W a lte r K e rn / Y ves C o n g a r

Tiempo y eternidad R a p h a e l S c h u lte

ediciones J 5BJoaquín Turma 39

28044Madrid

Introducción

E l presente volumen de Fe c ris tia n a y S o cied ad m o d e rn a aborda tres cuestiones fundamentales para la comprensión de ese doble mis­ terio de Dios y del hombre, su imagen, que, sin disolverlo, la f e cristiana viene a iluminar. Y, fie l al espíritu de la enciclopedia, las aborda en contacto y en confrontación con la sociedad moderna, sus inquietudes, sus sombras, sus aspiraciones y sus preguntas. T a l es el hilo conductor que engarza los tres temas del ocultamiento de Dios y el ateísmo, el Espíritu Santo y el tiempo y la eternidad, temas claramente diferentes pero que confluyen en aportar una luz inesti­ mable para la comprensión de lo eterno en el hombre y del eclipse que padece en la situación contemporánea. E l tema del ocultamiento social y cultural de Dios y del ateísmo es abordado desde la doble clave de interpretación de la filosofía fW . K e r n ) y la teología (W . K a s p e r j.

Redacción editorial: Robert Scherer R u dolf Walter Título original: Christlicher. Glaube in m odem er Gesellschaft © Verlag Herder, Friburgo de Brisgovia, 1982 © Ediciones SM, 1987 Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

Diseño de cubierta: Alfonso Ruano Distribuidor exclusivo: CESMA, S.A. Aguacate, 25 - 28044 Madrid ISBN de la obra completa: 84-348-1513-3 ISBN del tomo 22: 84-348-2522-8 Depósito legal: M-33578-1988 Fotocomposición: Grafilia, S.L. Impreso en España / Printed in Spain Imprenta SM - Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

E l estudio de W . Kern recorre las cuatroform as más importantes del ocultamiento de Dios para el pensamiento de nuestro tiempo y las raíces históricas de cada una de ellas. Se refiere, en primer lugar, al cambio de form a de pensar y de imagen del mundo originado por la ciencia, que desplaza a Dios del cosmos, siguiendo un impul­ so producido por la doctrina bíblica de la creación y estableciendo una secularización legítima del pensamiento explicativo del mundo para desembocar más tarde en un «ateísmo doctrinario» infunda­ do e inconsecuente con los mismos procedimientos metódicos de la ciencia. En segundo lugar estudia la mentalidad dominadora del h o m o fab e r, el orgullo de la mentalidad que engendra la técnica y las derivaciones de la misma actitud que suponen el ateísmo humanista y la doctrina nietzscheana de la voluntad de poder. A continuación describe el ocultamiento de Dios en la insuficiencia del lenguaje hu­ mano sobre él y los ateísmos semánticos surgidos de ese ocultamiento. 7

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Por último se refiere al problema del mal comofuente de ocultamiento de Dios y al ateísmo «preocupado» (K . Rahner) que origina.

da por supuesto que Dios no existe. Sólo que, como interpretaciones radicales del conjunto de la realidad, ambas posiciones se ven abo­ cadas al diálogo y a dar cada una razón también de la posibilidad de la otra.

E l centro de interés de la consideración teológica del ocultamiento de Dios y del ateísmo propuesta por W . Kasper reside en la insis­ tencia sobre el momento negativo de toda teología cristiana como consecuencia de la condición misteriosa de Dios que la revelación cristiana no disuelve sino que preserva,ya que «la revelación consiste en que Dios revela su misterio como misterio de una libertad. La revelación de Dios es, pues, paradójicamente la revelación del ocul­ tamiento de Dios». Así, el ocultamiento de Dios no es «la última palabra del autoconocimiento humano, sino la primera palabra del conocimiento de f e ofrecido por Dios». Pero el ocultamiento cristiano de Dios no conduce a la noción de una trascendencia indeterminada y alejada de los hombres, sino a un Dios de los hombres que asume la condescendencia de una proximidad amorosa y que precisamente por ello es misterio insondable. E l ocultamiento de Dios en el cris­ tianismo no es, por último, palabra de la especulación teórica, sino palabra práctica, de juicio y salvación, que condena las pretensiones idolátricas del hombre y le concede la salvación por la gracia.

E l tema del Espíritu Santo es estudiado por el P. C o n g a r con la riqueza de datos y la claridad que han caracterizado siempre su pensamiento. La peculiaridad de la enciclopedia impone a este tema central de la teología un tratamiento que comienza por el estudio del espíritu en la historia del pensamiento occidental. W . K e rn persigue en él con agudeza lo que podríamos llamar sem in a S p iritu s en el pensamiento filosófico. E l P. Congar comienza su exposición teo­ lógica por las dificultades con que se enfrenta la doctrina del Espíritu en la actualidad como consecuencia de planteamientos teológicos uni­ laterales de otros tiempos: irracionalismo, menosprecio del cuerpo, sospecha de proyección y visiones demasiado estrechas de la historia humana. E l tratamiento propiamente teológico se distingue por arran­ car de una consideración que, sin perder nada del rigor sistemático, sitúa todos sus pasos en el interior de una verdadera teología espi­ ritual que tiene en cuenta la necesidad de interioridad, la actividad de la oración, la capacidad liberadora y la incitación a las reformas que comporta la presencia del Espíritu en la Iglesia.

La identificación del ocultamiento de Dios como objeto de la revelación obliga a la teología a plantearse deform a nueva el tema de la justificación racional de la f e en ese Dios oculto al hombre por su propia esencia. Las filosofías atentas al carácter negativo de las afirmaciones humanas sobre el Absoluto no desembocan en un teísmo natural, sino en una más radicalizada d o c ta ig n o ra n tia que mues­ tra, eso sí, la apertura del hombre a un más allá de s í mismo que sólo la f e identificará inequívocamente como Dios.

E l tercer estudio del volumen aborda el tema «tiempo y eterni­ dad». Como los anteriores, ofrece un resumen apretado de las más importantes concepciones del tiempo y la eternidad presentes en la historia del pensamiento, además de aludir a las concepciones prefüosóficas que transparentan los mitos y los símbolos y de exponer con detenimiento la concepción bíblica del tiempo y la eternidad.

Junto a este tratamiento verdaderamente teológico del oculta­ miento de Dios, W . Kasper ofrece un resumen admirablemente claro de las más importantes valoraciones teológicas del ateísmo en las teologías católicas y protestantes posteriores al Vaticano II. Pero entre la tesis teológica sobre el ocultamiento de Dios y el ateísmo no hay correspondencia sino conflicto frontal, en cuanto la primera parte de la afirmación de la realidad siempre mayor de Dios y el segundo

E l núcleo central del artículo constituye un tratamiento de la temporalidad como dimensión de la existencia en el interior de la an­ tropología cristiana y estudia sucesivamente el marco previo de la temporalidad humana, la temporalidad como rasgo de la experiencia humana personal, la condición de criatura como fundamento y origen de la temporalidad humana y la relación entre temporalidad e his­ toricidad.

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INTRODUCCIÓN

Toda persona interesada por el doble misterio de Dios y del hombre —y ¡quién puede no estaj interesado por esta cuestión ra­ dical!— tiene en este breve volumen un relato f ie l de la form a en que se lo han planteado nuestros antepasados, y pistas, sugerencias y materiales para seguir planteándoselo en consonancia con la men­ talidad y la sensibilidad de nuestra generación. J u a n M a r tín V elasco

Ateísmo y ocultamiento de Dios

Walter Kern Walter Kasper

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I.

Formas ateas del ocultamiento de Dios (Walter Kern) 14 1. Dios, desplazado del cosmos 14 a) b) c) d)

El aspecto numinoso de la antigua imagen del mundo 15 El im pacto de la revolución copernicana 17 Desarrollo y éxito de las modernas ciencias de la naturaleza 19 La fe bíblica en la creación, impulso para las ciencias naturales modernas 20 e) Transm utación ilegítima en un ateísmo doctrinario 21 f) Reflexión teológica 23

2. La expulsión de Dios por el homo faber 24 a) La quiebra del orden de las esencias inmutables en la Edad Media 25 b) El saber como saber hacer y como poder en Bacon y en Vico 26 c) El concepto de homo faber en el ateísmo hum anista 27 d) La voluntad de poder en Nietzsche, últim a caída en el nihilismo 29 e) Previsión hum ana y gobierno de Dios 31

Artículos complementarios Acción y contemplación; antropología y teología; autonomía y condición creatural; burguesía y cristianismo; cristianismo y religiones del mundo; diálogo; dimensión pública del mensaje cristiano; emancipación y libertad cristiana; espíritu y Espíritu Santo; experiencia cotidiana y espiritualidad; experiencia de la contingencia y pregunta por el sentido; experiencia y fe; fenómenos naturales y milagros; historia del mundo e historia de la salvación; humanismos y cris­ tianismo; ideología y religión; Ilustración y revelación; lenguaje literario y len­ guaje religioso; ley y gracia; materialismo, idealismo y visión cristiana del mundo; mito y ciencia; mundo técnico-científico y creación; negatividad y mal; persona e imagen de Dios; realidad - experiencia - lenguaje; reconciliación y redención; religión y política; secularización; símbolo y sacramento; sociali­ zación religiosa; sociedad y reino de Dios; sufrimiento; teoría de la ciencia y teología; tiempo y eternidad; tolerancia y pretensión de validez universal; tras­ cendencia y Dios de la fe.

3. La insuficiencia del lenguaje como forma del ocultamiento de Dios 52 a) Crítica de la religión en el atomismo y el empirismo lógicos 33 b) O tras críticas analíticas y reacciones filosófico-teológicas 34 c) Nuevas objeciones a la crítica analítica del discurso sobre Dios 38

4. El ateísmo «preocupado» 39

II.

Ateísmo y ocultamiento de Dios desde el punto de vista teo­ lógico (Walter Kasper) 41 1. Aporías de la teología actual ante el ateísmo 41 a) Crisis del modelo apologético de confrontación teológica con el ateísmo 42 b) El modelo dialógico y sus aporías 43 c) Planteamiento y problemática de un modelo dialéctico 46

2. Tradición y refundamentación de la teología negativa 49 a) Origen y desarrollo de la teología negativa desde la Antigüedad hasta Tomás de Aquino 49 b) Enfoques y aporías de la teología negativa en la época moderna 51

3. El ocultamiento de Dios en su revelación 54 a) El carácter paradójico de la revelación divina en el Antiguo y el Nuevo Testam ento 54 b) Triple determinación del ocultamiento de Dios 56

4. Ateísmo y fe en Dios en el debate sobre el hombre 59

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LA ANTIGUA IMAGEN DEL MUNDO

I.

Formas ateas del ocultamiento de D io s

(aristotélico-tolomea) del m undo, caracterizada por la pansacralidad. a)

El ocultamiento de Dios aparece — en la m edida en que lo oculto como tal puede «manifestarse» — como un estadio final de los caminos del esfuerzo cognoscitivo de los hombres. Entre tales ca­ minos figuran ciertos rodeos y senderos falsos y equivocados. Estos caminos, en el sentido más amplio del término, pueden originar diferentes ateísmos, y de hecho los han originado en el curso de la historia del pensamiento europeo, a través de un proceso que puede explicarse psicológicamente. Pero su consecuencia lógicoracional, y muy im portante en el plano existencial, puede ser una purificación de la comprensión del Dios de la fe cristiana, el cual se revela en sus ocultamientos y, precisamente así, se hace «más patente» nuevam ente en cada caso. Los caminos mentales que conducen a la negación ilegítima de Dios y a su ocultamiento legítimo, que contrasta con este trasfondo negativo, recorren diferentes esferas de la realidad. Tales esferas pueden compendiarse genéricamente bajo los epígrafes «cosmos empírico», «creación técnica» y «estructuras lingüísti­ cas». Los análisis en torno a dichas esferas no pretenden agotar la problem ática y se hacen a título de ejemplo. H ay que recordar algunos hechos y tesis conocidos por el de­ bate de los últimos decenios sobre el ateísmo. Y habrá que poner el énfasis en la valoración, que se hará sucintam ente desde el punto de vista filosófico y luego se desarrollará con más detalle en el plano teológico.

1.

Dios, desplazado del cosmos

Desde 1945 se repite como un eslogan que Dios se ha quedado sin hogar, y un panfleto ateo de 1958 proclam aba que, una vez que el prim er sputnik había explorado el espacio, no quedaba «en el universo ningún lugar para Dios». Esto refleja la falsa conse­ cuencia de un desarrollo secular que arranca del desmorona­ m iento — unido al nom bre de Copérnico— de la antigua imagen 14

El aspecto numinoso de la antigua imagen del mundo

El cosmos de la Antigüedad englobaba en un todo numinoso, en una totalidad sacral, a los hombres, los dioses — o lo divino— y el m undo perceptible por los sentidos. En ese todo tenían su lugar «natural» inequívoco los seres terrestres y los poderes supraterrenos e' infraterrenos. Así ocurre en los mitos olímpicos y en los primeros comienzos de su racionalización filosófica. Y esta visión numinosa del orden del universo seguía vigente un milenio y me­ dio después de la im plantación de la fe bíblica en la creación, en principio desmitogizante, como lo prueba el grandioso ejemplo de la Divina comedia de Dante, con su viaje desde el «infierno» hasta el «paraíso». Según Hegel (cf. K ern 1969, espec. 293-296), la religión griega une al m undo y al hom bre m ediante el vínculo de la «armonía» divina (Hegel 528). Los dioses, «formas de la fantasía y de la belleza» (604), no son señores de la naturaleza; «Helios no es el dios del Sol, sino el propio Sol en cuanto Dios; Poseidón no es el dios del m ar, sino el dios M ar» (587). Y Poseidón es la personificación tanto de la fuerza natural del m ar como de la fuerza cultural de la navegación. Así, los dioses son, por encima de su origen natural, imágenes de la «hum anidad idealizada»: «Dios es la esencia del hombre» (575). «De este modo, lo divino recibe su honra a través de la honra de lo hum ano, y lo hum ano, a través de la honra de lo divino» (573). La sobrecogedora visión de la «naturaleza eternam ente divina» (683) se les manifiesta a los griegos, en una especie de transición hacia el afán de unidad de la filosofía, como el gran Pan «con la flauta de siete notas... en que resuena inequívocamente la arm onía general del univer­ so» (562). «Todo está lleno de dioses», dice Tales de Mileto (ed. Diels, A 22), determ inando el fundam ento básico — el agua— de todo lo naturalm ente escrutable e iniciando así el paso del mito al logos (a un logos muy numinoso todavía), dado, al parecer, por la fi­ losofía antigua. Empédocles da aún el nom bre de las deidades más im portantes — Zeus, H era, etc.— (ed. Diels, B 6-17) a las 15

ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

EL IMPACTO DE LA REVOLUCIÓN COPERNICANA

cuatro «raíces» del m undo «descubiertas» por él y denom inadas más tarde «elementos». Tam bién para los clásicos Platón (Timeo 92b) y Aristóteles (Sobre la filosofía, escrito de juventud, ed. Ross, 18), el cosmos es «el Dios perceptible por los sentidos» o «el gran Dios visible». Para dem ostrar la existencia de los dioses, el último Platón (Leyes 886d) aduce — ¿apologéticamente?— «el Sol y la Luna, las estrellas y la T ierra como dioses». Pero la verdadera realidad son para él las ideas, de las que las cosas del m undo m aterial son sólo una participación e imitación pálida y desdi­ bujada. Aristóteles traza la línea divisoria dentro del m undo vi­ sible. Los cuatro grandes elementos constituyen el m undo «sub­ lunar», imperfecto y desordenado; por encima de él, en el reino cuasi-espiritual y divino del éter, de la quinta esencia, im pera el perfecto movimiento rotatorio de los astros. En el siglo II después de Cristo, Tolomeo desarrolla esta imagen del m undo en términos astronómicos. Cicerón (De natura deorum 2,8 21) pretende m ostrar que «el m undo es Dios», y Plinio (Hist. nat. 2,1), el naturalista del siglo I. d.C., ensalza hímnicamente el «mundo sagrado». Las filosofías tardías de la Stoa y del neoplatonismo llevaron a cabo con respecto al hom bre lo que ya se hallaba en germen desde el prin­ cipio: su inclusión en el antiguo cosmos sagrado m ediante el pro­ gram a de su divinización y su progresiva asimilación con lo «di­ vino» (Epicteto, Discurso 1,9,1; M arco Aurelio, Meditaciones 7,9). La apoteosis de los emperadores romanos es la expresión más clara de la tendencia a identificar al hom bre con Dios en el cerrado m undo sagrado del único universo. Según una visión del m undo que no era exclusiva de los es­ tratos populares, todo lo existente tenía su correspondiente lugar originario dentro de la estructura arm ónicam ente ordenada — tal es el significado de «cosmos»— de una pansacralidad re­ ligioso-natural: los seres hum anos, en la cara o superficie de la Tierra; los demonios o, en lenguaje cristiano, Satanás y sus se­ cuaces, en las entrañas de la T ierra, en los cráteres subterráneos; en el espacio supraterreno, más allá de los astros visibles, en el empíreo, en el tercero, séptimo o noveno cielo, Dios, los ángeles y los santos, con sus coros y clases jerarquizados. Así, las elevadas dimensiones de lo divino y las abisales dimensiones de lo de­ m oniaco están fijadas con toda claridad a p artir de la T ierra inmóvil del hom bre. Los cuadros medievales de los ésjata apo­

calípticos o postrimerías representan plásticam ente cómo se efec­ tu ará al final de los tiempos la ascensión de los salvados para siempre y — más gráficam ente— la caída de los condenados al infierno. Es comprensible que Copérnico o, mejor dicho, el editor de la obra De revolutionibus orbium coelestium 1 intentara presentar al público su heliocentrismo — tras un antecedente prem aturo que no encontró ningún eco: Aristarco, siglo III a.C .— como una m era hipótesis m atem ática, que era útil porque facilitaba los cál­ culos astronómicos (—►cristianismo y religiones del m undo; mito y ciericia).

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b)

El impacto de la revolución copernicana

El nom bre de Copérnico es el exponente de un giro que dio origen a un nuevo m undo y a una nueva era, la Edad M oderna, o de un im pacto que dejó al hom bre y a su T ierra sin un lugar seguro, situación que resultaba más titánica e inquietante porque afectaba a Dios y a todo lo divino y parecía d a r al traste con ellos y, por tanto, desarraigaba a los hom bres y los sumía en la incertidum bre en todos los aspectos, incluido el suprem o y de­ finitivam ente válido. Se había quedado sin hogar el propio Dios y, con él, el hom bre, cuya T ierra era ahora un astro más en un espacio hom ogéneo e infinito, al menos tendencialm ente, sin nin­ gún punto de apoyo claro. El im pacto de la revolución copernicana de la im agen del m undo ha quedado reflejado en num erosos testim onios litera­ rios a lo largo de los siglos (Lówith 1958, 68-86; B lum enberg 1965 [1] y [2]). En In g laterra, el nuevo heliocentrism o se di­ fundió y encontró seguidores ya en el siglo x v i. C hristian Heydon (A Defence o f Iudicial Astrology, 1603) reacciona con a m a r­ gura: C opérnico «trastocó todo el orden de la natu raleza en aras de su hipótesis». Y Jo h n D one (Anatomy o f the World, 1611) se expresa así:

1 El mismo año 1543 apareció un segundo escrito, «que hizo época», de Versalius, quien llevó a cabo algo que hasta entonces estaba prohibido: la disección de cadáveres hum anos; el escrito se titu lab a De humani corporis fabrica (cf. aquí II).

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ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

«U na nueva filosofía pone en d u d a todo. El elem ento del fuego se ha extinguido; han desaparecido el Sol y la T ierra, y ninguna inteligencia m uestra al hom bre dónde puede encontrarlos. Y el hom bre confiesa sin rodeos que el m undo entero se ha agotado cuando uno busca siempre cosas nuevas en los planetas y en el firm am ento y ve que todo se resuelve en átomos. Todo está en fragm entos sin cohesión alguna». Pascal (Pensées, ed. Brunschwicg 72.206) piensa que el hom ­ bre se halla en el inconsistente ám bito que m edia entre la in­ m ensidad del espacio cósmico y la infinita pequeñez del átom o. «¿Qué es un hom bre en el universo infinito?» «El eterno silencio de estos espacios infinitos me estremece». K an t, hom bre nada visceral, experim enta un sentim iento análogo (Crítica de la razón práctica, 1788, A 289) y dice: la visión del «cielo estrellado sobre mí» — «poblado de m undos y más m undos y de sistemas de sis­ temas», que abarca «tiempos infinitos», con los que yo me hallo «en un contacto puram ente casual»— «aniquila, por así decir, mi im portancia» y me hace sentirm e «como una m era criatura anim al obligada a devolver al planeta (un simple punto del uni­ verso) la m ateria de la que surgió, tras un breve plazo en el que (no se sabe cómo) estuvo do tad a de fuerza vital». Y en la Crítica de la razón pura (21787, B X V II), K a n t había com parado ya con el giro copernicano su revolución de la teoría del conocim iento hum ano, revolución que sigue la p a u ta de Galileo (!). U n excelente testigo de la profunda conmoción de los espí­ ritus es Goethe (Materiales para la historia de la teoría de los colores): «Entre todos los descubrimientos y reflexiones no hay probable­ m ente nada que haya tenido tanto influjo en el espíritu hum ano como la teoría de Copérnico. T a n pronto como se reconoció que la T ierra era redonda y constituía un cuerpo cerrado sobre sí mismo, la propia T ierra tuvo que renunciar al enorm e privilegio de ser el centro del universo. Es posible que la hum anidad no se haya visto nunca ante un reto más grande. Porque este recono­ cimiento diluía todo en brum a y humo: un paraíso tem poral, un 18

DESARROLLO DE LAS CIENCIAS NATURALES

m undo de inocencia, de poesía y de piedad; el testimonio de los sentidos; la convicción de una fe poético-religiosa... No es extraño que muchos se resistieran a abandonar todo esto y com batieran con todos los medios a su alcance una doctrina que justificaba y exigía en quienes la aceptaban una libertad de pensamiento y una am plitud de convicciones desconocidas e insospechadas hasta entonces». Nietzsche formuló concisamente la conclusión: «Desde Copérnico, el hom bre rueda desde el centro hacia una incógnita» [Der Wille zur Machí, ed. M usarion, X V III,8). E interpreta el nuevo sistema cósmico como una de las «consecuencias nihilistas de la ciencia natural», que han hecho la existencia hum ana «más azarosa y más ociosa» (Zur Genealogie der Moral II, ed. M usarion, X V ,440) (-» universo - T ierra - hombre). c)

Desarrollo y éxito de las modernas ciencias de la naturaleza

Entre los resultados positivos de esta convulsión existencial figura el desarrollo de las ciencias naturales m odernas, que se lim itan a describir procesos físicos de condiciones y consecuencias que pueden expresarse m atem áticam ente, prescindiendo m etódica­ m ente de lo no expresable de ese modo, de lo meta-físico. Galileo, sobre todo, abordó la naturaleza con una pregunta que estaba determ inada por la respuesta esperada de antem ano, que debía poder formularse en términos m atem áticos con la m ayor preci­ sión posible. La observación, más bien el experim ento, que ex­ cluye los factores perturbadores, debía decidir sobre el supuesto hipotético. Así surgieron las ciencias exactas, com enzando por la física celeste o astronom ía. O bviam ente, Dios no se manifiesta en el ám bito de los objetos de la física, constituido por el método de la experiencia m ensurante y de la representación m atem ática. Por esta vía no es posible llegar a Dios ni encontrarlo. El bisturí del cirujano tam poco puede tropezar con el alm a del hom bre, ni la psicología em pírica puede registrar el acto libre de la vo­ luntad hum ana. El hecho de prescindir de los aspectos metafísicos y de limi­ tarse a su específico «asunto m undano» es el verdadero factor constitutivo de las ciencias m odernas y lo que posibilitó su éxito espectacular. Este proceso de secularización y de em ancipación con respecto a la teología y la filosofía fue fundam ental para la 19

ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

TRANSMUTACIÓN EN UN ATEÍSMO DOCTRINARIO

M odernidad europea. Según una teoría bien fundada, entre los factores decisivos de tal proceso figura la radical desacralización a que la fe bíblica en la creación sometió la «sacro-cósmica» actitud de las religiones extrabíblicas ante el m undo. Esquem atizando en aras de la claridad y de la brevedad, se puede decir que son constitutivos de las ciencias naturales mo­ dernas, al menos en la época de su surgim iento, (1) el supuesto de que la naturaleza se rige por leyes estrictas, expresables m a­ tem áticam ente, y (2) la verificación o falsificación de esta hi­ pótesis apriórica por el experimento. No es difícil advertir que, cuando se cree que todo el cosmos está regido por un factor di­ vino y habitado por dioses y semidioses, tiene que parecer ilícito someter im placablem ente la naturaleza a experimentos. Por otra parte, ni en el deficiente m undo m aterial de Platón ni en la parte sensible y sublunar del cosmos aristotélico se puede esperar un orden y una regularidad m atem áticam ente inteligibles. Ésa es la razón de que entre los griegos, a los que se rem onta la ciencia racional, apenas se desarrollara la física terrestre 2 (-»• deter­ m inación y libertad; fenómenos naturales y milagros; m undo técnico-científico y creación; naturaleza e historia).

El hecho de que este influjo de la fe bíblica en el surgim iento de las ciencias naturales m odernas sólo surtiera efecto relativa­ m ente tarde puede interpretarse, con Hegel, como un avance lento del «espíritu del m undo» o, más bien, como el necesario período de incubación de un acontecim iento que m arca una época. Esto no excluiría, sino que incluiría, el concurso de otros factores necesarios, como la racionalidad griega, la idiosincracia rom ana y germ ánica y el Renacim iento. Esto explica que, siguiendo los pasos de algunos historiadores de la ciencia y de ciertos filósofos (cf. K ern 1969, 303s), deter­ minados teólogos recientes (cf. K ern, ibid. 301-303) valoren po­ sitivam ente, a veces bajo el pretencioso título «teología de la secularización», el proceso de desmitologización y desacraliza­ ción del m undo, proceso que ya se refleja claram ente en algunos aspectos de los relatos veterotestam entarios de la creación * y que es característico e incluso constitutivo de la M odernidad (de E u­ ropa occidental) (-» autonom ía y condición creatural; secula­ rización).

d)

T an to la sensación am biental y difusa — provocada por la in­ versión de la im agen del m undo— de que Dios se ha quedado sin lugar como la prescindencia m etódica — que llega a constituir un rasgo básico de la ciencia em pírica m oderna y se hace cada vez más consciente— de todo lo m etaem pírico podían d a r pie, máxime cuando los dos fenómenos se superponían y se reforza­ ban m utuam ente, para afirm ar la no existencia del Dios así des­ plazado de la ciencia y de la im agen del m undo en un ateísmo doctrinario. En la im agen precopernicana del m undo, todo lo existente estaba localizado en la T ierra, encim a de la T ierra o debajo de ella. Es lo que se llam a un universo con tres pisos o plantas. La

La fe bíblica en la creación, impulso para las ciencias naturales modernas

La fe de la Biblia en la creación abrió el camino para m atem atizar la naturaleza y someterla a la experimentación. El artículo de fe «Dios hizo el m undo de la nada» excluye que el m undo surgido de la nada sea de naturaleza divina o esté dotado de una dignidad numinosa, con independencia de la forma en que se conciba esto. La circunstancia de que el hacedor del m undo sea el Dios todo­ poderoso, y no un simple demiurgo incapaz de vencer la resis­ tencia de la m ateria preexistente, garantiza que, en sus estructuras y en su funcionamiento, el m undo se ajusta plenam ente a las ideas creadoras de Dios en «medida, núm ero y peso» (Sab 11,21) 3.

e)

Transm utación ilegítima en un ateísmo doctrinario

der Phánomene, Berlín 1968, 178-258) aduce que la au to rid ad en que se apoyó G alileo no fue el Platón histórico y auténtico, sino el Platón cristianizado por 2 S. Sam burski, Das physikalische Weltbild der Antike (Z urich 1965), espec. 518.598-619. 3 C ontra la objeción de que, en lo concerniente a su nueva orientación científica, G alileo se basó en P latón y no en la Biblia, J . M ittelstrass (Die Rettung 20

Agustín y por la filosofía platonizante del R enacim iento en el sentido indicado (las ideas se desplazan a la m ente del C reador). * Cf. W. K ern , Z ur theologischen Auslegung des Schopfungsglauben, en Myst. Sal. II (1967) 464-545; 509ss.

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ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

REFLEXIÓN TEOLÓGICA

existencia de un ser y su lugar natural estaban tan obvia y pal­ m ariam ente unidos que podían considerarse como sinónimos y equivalentes. Esta parece haber sido la razón básica del im pacto copernicano: Dios se quedó sin lugar, y tal desaparición de lo divino del cosmos visible tenía que experim entarse como un no estar presente o estar a m ano que no parecía distinguirse de la no existencia de Dios. Pero tras esta equiparación, aparente­ m ente plausible, entre no estar localizado y no existir, un análisis atento descubre una argum entación errónea, una especie de hí­ brido silogístico surgido de los principios de la antigua imagen del m undo y de los de la nueva: lo que existe está localizado ( = antigua im agen del m undo); Dios no está localizado ( = nue­ va im agen del m undo); luego Dios no existe. Sem ejante argu­ m entación late tras el título de un libro publicado en Moscú en 1959: Sputnik atheista. El paso de una ciencia em pírica a una vi­ sión del m undo pseudocientífica incurre en la misma figura a r­ gum entativa inadmisible. Se cuenta que Napoleón preguntó a Laplace en 1805 qué opinaba sobre «el buen Dios», y el astró­ nomo contestó: «Sir, yo no tengo necesidad de esa hipótesis». Laplace quería decir que no la necesitaba en astronom ía, y, en ese sentido, la respuesta es correcta. En la misma época, su colega L alande pasó de la abstracción m etódica 5 a la negación doc­ trinaria: «De este modo es posible explicar todo sin Dios (con el método y en el ám bito de la ciencia em pírica); por eso (?) Dios no existe». U na argum entación de ese tipo subyace al ateísmo doctrinario, que elim ina a Dios m ediante explicaciones que dan un alcance m eta-em pírico a hechos empíricos o a meras hipótesis. Esto puede afirmarse del m aterialism o y del sensualismo de la Ilustración francesa del siglo XVIII (Helvétius, d ’H olbach, Condillac, D estutt de T racy), y de lo que M arx llam a m aterialism o vulgar de la Alem ania de m ediados del siglo X IX (Vogt, Büchner, M oleschott, etc.), pero tam bién del m aterialism o dialéctico, más refinado, que Engels formuló el año 1883 en su escrito Dialéctica de la naturaleza al suponer una naturaleza que se mueve eterna­ m ente a sí misma 6. T am bién parece haber una diferencia me-

ram ente secundaria entre la pretensión de explicar todo sin Dios, característica de la m entalidad de los siglos x v m y X IX , y el conformarse con la totalidad del azar, que reem plaza a Dios. Porque aun cuando J . M onod invita hoy a los hom bres a resig­ narse al papel del «gitano situado en la periferia del universo», ¿no d a la impresión de que la carencia de hogar del hom bre poscopernicano, asum ida con talante heroico o nihilista, repre­ senta la últim a p alab ra cuasi metafísica? (-» causalidad - azar providencia; Ilustración y revelación; teoría de la ciencia y teo­ logía).

L a expresión «ateísm o metodológico» de las ciencias n aturales, au n es­ tando objetivam ente bien fu n d ad a, parece am b ig u a y poco recom endable. No es preciso explicar aquí que las razones de un arg u m en to cosmológico

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f)

Reflexión teológica

Si la aparición de las ciencias empíricas m odernas (juntam ente con el heliocentrism o astronómico) debe atribuirse en parte a la doctrina cristiana de la creación y representa una consecuencia legítim a de la misma, ¿no habría que considerar la m encionada transform ación ilegítima de la ciencia em pírica en una visión atea del m undo como una falsa consecuencia de la postura cris­ tiana ante el m undo, de esa desacralización del propio m undo basada en la Biblia? De hecho, el ateísmo universal y radical es un fenómeno posterior a Cristo: se circunscribe a la M odernidad y al ám bito cultural cristiano (K ern 1969, 289-293). Tam bién en este aspecto es el ateísmo un «problem a teológico» (Figl 82-118). «El m undo, científicamente objetivado, se ha quedado m udo ante la pregunta sobre el puesto que el hom bre ocupa en él. El hom bre no tiene otra salida que formularse esa pregunta a sí mismo» (Blumenberg 1965 [1], 368). En un m undo — el m undo real— que no puede ofrecer un lugar a Dios, el hom bre consti­ tuye un problem a para sí mismo. ¿A la vista de Dios? A la vista del Dios de una trascendencia absoluta (estando en este marco inevitablem ente vinculado a categorías espaciales el discurso so­ bre un Dios «supram undano» o «transm undano»), el cual es al mismo tiem po, en una correspondencia esencial, una inm anencia absoluta, pero no localizable sin más. Trascendencia e inmaen favor de la existencia de Dios se sitúan en un plano radicalm ente distinto (cf. K ern 1981, 102-132).

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LA QUIEBRA DEL ORDEN DE LAS ESENCIAS

ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

nencia han de entenderse en el sentido de san Agustín (Confesiones 111,6,11): Dios es «superior suprem o meo et interior intim o meo». Y del mismo modo que no se debe relegar a Dios a la periferia del m undo, tam poco hay que equipararlo al centro de nuestra mismidad. La problem ática situación del hom bre a la vista de Dios puede ser tergiversada o violentam ente encauzada por derroteros erróneos. El retorno del politeísmo por el que hoy se aboga en Francia 7 y últim am ente en Alem ania equivaldría a reentronizar en un cosmos resacralizado unos dioses y unos héroes que se invocarían por motivos políticos y no religiosos. Por otra parte, la secularización (legítima), aquí bloqueada e incluso en declive, afecta ilegítim am ente, desde hace tiempo, al propio hom bre como homo technicus, sepultando su profunda referencia a Dios. 2.

La expulsión de Dios por el h o m o fa b e r

Ya antes que M artin Buber, Joseph Górres señaló que el «eclipse de Dios» constituye un signo de la época actual 8. T am bién la expresión nietzscheana de la «m uerte de Dios» resuena desde m ucho antes, desde principios del siglo x m , en la doctrina eso­ térica de la cábala, donde aparece en un contexto absolutam ente actual. El «hom bre loco» de Nietzsche (La gaya ciencia \2b) irrum pe en la plaza pública con su inaudito mensaje, y los ase­ sinos de Dios, que «fueron capaces de borrar todo el horizonte», se precipitan tras él en todas las direcciones en el m undo sin centro. El viejo relato de la cábala, en cambio, no arguye en el terreno de una teoría cósmica 9, sino en el de la praxis del hom ­ bre, del homo faber, que transform a el m undo 10. 1 Cf. A. D um as, Renaissance du paganisme: L um iére et vie (Lyon) 156 (1982) 8 Según E. Biser en T heol. R evue 76 (1980) 89. 9 E n m edio de las reflexiones cosmológicas, sólo u n a indicación, om itida en la versión im presa — h ab la en tono escéptico y negativo— de la cu ltu ra cread a por el arquitecto hom bre: «¿Q ué será de nuestro arte de edificar sin esta línea ( = Dios)? ¿Seguirán m anteniéndose en pie nuestras casas?» (según E. Biser 1971); cf. K ern 21979, 56ss). 10 G. Scholem , Z ur Kabbala und ihrer Symbolik (Z urich 1960) 234ss; cf. K ern 21979, 39-41.

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El profeta Jerem ías y su hijo Sira estudiaron durante tres años el «libro de la creación» ", hasta que lograron crear un hom bre com binando correctam ente las letras. En su frente había esta inscripción: Tahve Elohim ’emeth, «Dios, el Señor, es fiel». Pero el hom bre recién creado llevaba un cuchillo en la m ano y con él borró la prim era letra de ’emeth. La inscripción quedó así: Tahve Elohim meth, «Dios, el Señor, ha m uerto». Entonces Jerem ías se rasgó las vestiduras y preguntó: «¿Por qué has borrado el alef de ’emeth?». El nuevo hom bre respondió: «Te voy a contar una p a­ rábola: U n arquitecto construyó m uchas casas y ciudades; nadie llegó a conocer el secreto de su arte ni pudo apropiarse sus co­ nocimientos y su habilidad. Pero un día dos personas lo conven­ cieron de que les enseñara su arte; ahora esas dos personas co­ nocían todo de forma adecuada. Y ya no tenían necesidad de tratarlo con tanto m iram iento. Riñeron con él, lo abandonaron y se hicieron arquitectos como él, con la única diferencia de que ellos hacían por seis m aravedís todo aquello por lo que él cobraba un real de vellón. C uando las gentes lo advirtieron, dejaron de honrar al prim er m aestro, acudieron a sus discípulos, los hon­ raron y les dieron sus encargos cuando necesitaron una cons­ trucción. De igual modo, Dios os creó a vosotros a su im agen y semejanza. Pero ahora que vosotros dos habéis creado un hom ­ bre, como hizo él, se dirá: En el m undo no hay otro dios que estos dos». Con su intención atea (elim inada en las versiones posteriores), este porm enorizado relato da en el blanco (antici­ pándolo con gran audacia) de un desarrollo que iba a m arcar una época. a)

La quiebra del orden de las esencias inmutables en la Edad Media

El hom bre, im agen de Dios y representante suyo en la T ierra, aun siendo la corona de la creación, estaba sujeto al orden previo de las cosas que Dios había creado según sus géneros y especies. En una especie de prolongación de este orden divino eternam ente válido, al hom bre se le había encom endado cultivar, conservar y cuidar lo que la naturaleza producía (cf. Gn 1,26-31). Ni la " El libro Jeztra, ap arecido hacia el 500 d.C ., se basa en el poder creativo de la p alab ra , in te rp re ta d o a la luz de G n 1: «Dijo Dios...».

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ATEtSM O Y OCULTAMIENTO DE DIOS

EL HOMO FABER EN EL ATEISMO HUMANISTA

más elevada exaltación bíblica de la posición del hom bre — «sólo un poco» por debajo de Dios (Sal 8)— rom pe el esquem a in­ dicado. La cosmología de la alta escolástica fija en consonancia con esto la estructuración jerárquica del m undo: sobre la base de lo inanim ado o m ineral se alzan los reinos de las plantas y los animales, y el hom bre engloba los grados ónticos inferiores y los supera por su naturaleza espiritual. La estructura jerárquica une y concilia el m undo visible con el supram undo de lo divino, que aparece, por así decir, retrospectivam ente unido a este orden suyo. Con el nominalismo, la filosofía y la teología de la Edad M e­ dia tardía rom pieron el orden de las esencias inm utables. Al de­ saparecer los eslabones esenciales entre lo divino ultraterreno y lo cosístico-empírico, que ahora podía nom brarse, pero no com­ prenderse, esto quedó nivelado en la individualización, y lo di­ vino y ultraterreno fue relegado a la lejanía del poder arbitrario. La anterior inteligibilidad — real o supuesta— fue sustituida por el voluntarism o de Dios y del hom bre en ambos campos. La potentia absoluta de Dios, que se separaba «especulativam ente» de la sabiduría y la justicia, únicam ente seguía respetando, en el m ejor de los casos, la ley formal de la no contradicción; y en el m undo del hom bre, la bondad y la verdad consistían en el acatam iento ciego de los decretos de un Dios Señor, a menos que el hom bre op tara por sustraerse a tal sometim iento m ediante la rebelión (—►hum anismos y cristianismo).

el program a de la utopía de Bacon, titulada La nueva Atlántida, es «conseguir dom inar todo». «Los sueños de Bacon se han hecho realidad: hoy es posible acelerar la floración de las plantas, au­ m entar el tam año de los frutos y los animales, crear nuevas es­ pecies, transform ar diferentes especies com binándolas entre sí..., m atar y reanim ar artificialm ente, provocar el gigantism o y el enanismo, la fecundidad y la esterilidad... En las instalaciones industriales de su utopía hay ya estaciones meteorológicas, fri­ goríficos, cám aras clim atizadas para el tratam iento de enfermos, centrales hidráulicas, rascacielos, aparatos de calefacción, etc.» (Lówith 1968, 20). G iam battista Vico reflexiona con más clarividencia y m ayor profundidad. Deduce de las palabras creadoras de Dios (Gn 1) que et factum et verum cum verbo convertuntur, que «hecho» y «ver­ dadero» son «sinónimos» (Lówith 1968, 8 nota 4), de acuerdo con la expresión latina dictum factum («dicho y hecho») y con lo que sugiere Goethe cuando en el Fausto traduce el logos creador por Tat (acción). Lo que es válido en el caso de Dios, Vico lo traslada a la im agen y semejanza de Dios: el poder hacer es la condición del verdadero conocimiento: «El criterio de lo ver­ dadero es el haberlo hecho personalm ente (veri criterium es id ipsum fecisse)» (Lówith 1968, 9). P ara Vico, el cam po de la acción hu­ m ana no es la naturaleza, como p ara Bacon, sino la historia. La luz inextinguible de la verdad consiste en que «este m undo civil ha sido hecho sin duda por los hombres; por eso es posible en­ contrar sus principios... en las modificaciones de nuestro propio espíritu hum ano» l3. Pero, en Vico, la fatídica equiparación de «hecho» con «verdadero» esta vinculada todavía al fundam ento teológico-cristiano del conocim iento y la acción creadora de Dios.

b) El saber como saber hacer y como poder en Bacon y en Vico Bacon, hacia el 1600, y Vico, hacia el 1700, extrajeron las pri­ meras consecuencias. Francis Bacon puso el saber — que p ara él era el conocimiento de la naturaleza— al servicio del hacer. En su opinión, el hom bre, del mismo modo que estudia la palabra de Dios, así tam bién, y con m ayor razón, debe investigar su obra, sin una hum ildad falsa, en aras de un «progreso sin límites». La m eta es el «reinado del hom bre». Y la idea directriz, que el saber y el poder coinciden 12. Saber es poder, posibilidad de hacer. Y Scientia et potentia in idem coincidunt o «el conocim iento h u m an o y el poder h u m ano son u na m ism a cosa» (según Lówith 1968, 29).

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c) El concepto de homojaber en el ateísmo humanista En el últim o siglo y medio, el alegato del ateísmo hum anista o postulado en favor del homofaber se dirige contra el Dios creador. Registremos un nom bre que representa algo más que un simple 13 La Scienza nuova Seconda, ed. Nicolini M953; según Lówith 1968, 52.

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LA VOLUNTAD DE PODER Y EL NIHILISM O

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preludio: Ludw ig Feuerbach. H acia 1840, Feuerbach sostiene que es preciso reducir la teología a la antropología, devolviendo al hom bre todo aquello de lo que él se ha privado en favor de Dios. Así, «el hom bre será Dios para el hom bre». Esto presupone, y así piensa efectivamente Feuerbach, que los atributos de la om nipotencia, la omnisciencia, la om nipresencia, etc., proyec­ tados como predicados divinos sobre un más allá celestial, co­ rresponden en el fondo al hom bre y han de ser realizados por él en cuanto m iem bro de la especie en el espacio y el tiem po de la hum anidad entera. Los comienzos de tal realización pueden ad ­ vertirse ya en una sociedad altam ente industrializada. K arl M arx reprocha a Feuerbach haber considerado la re­ ligión como raíz de la miseria de los hom bres, cuando en realidad sería sólo un síntom a de tal miseria. En cam bio da un valor decisivo a la inversión de las relaciones entre la teoría y la praxis llevada a cabo por Vico l4. M undaniza enteram ente el m undo del hom bre, al que ap u n ta b a n Bacon y Vico. Produciéndose a sí mismo m ediante el trabajo, el hom bre produce su m undo, que debe ser cam biado y no sólo interpretado de otro modo. M arx elogia a Hegel por «haber concebido la autoproducción del hom ­ bre como un proceso». T al proceso no es posible si el hom bre no «emplea todas las fuerzas de su especie, lo cual exige, a su vez, la acción conjunta de todos los hombres, y sólo es posible como resultado de la historia» (ed. Lieber 1,574). Esto se efectuaría m ediante el trabajo, la «actividad vital» (516) del hom bre en cuanto m iem bro de la especie, «condición en la que tiene que corroborarse y activarse m ediante su ser y su saber» (579). Vía y m eta de este proceso laboral son «la historia de la industria y la existencia objetivada de la industria», «libro abierto de las fuerzas esenciales del ser hum ano» (542). En las sociedades de clases del pasado, donde los esclavos, los siervos y los proletarios trabajaban p ara los otros, el proceso de autoproducción del hom ­ bre sólo era «posible en form a de alienación» (574), de modo que «esta realización del trabajo aparece... como una desreali­ zación del trabajador» (512). El carácter clasista de la sociedad H U n a n o ta de E l capital (1,4,13; ed. Lieber IV ,425a9) rem ite a Vico, según el cual «la historia h u m an a se distingue de la historia n a tu ra l en que nosotros hemos hecho la prim era y no la segunda».

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origina la superestructura ideológica estabilizadora: la religión que, según M arx, en determ inadas situaciones (¡que no de­ berían darse!) actúa tam bién benéficam ente como opio— , los principios morales, el aparato represivo del Estado... Al desa­ parecer la división de clases, desaparece tam bién este reflejo suyo. Pero el desarrollo ocasionado por el mal radical de la división del trabajo y de la propiedad privada fue un mal necesario hasta la transform ación crítica del capitalismo: la superabundante pro­ ducción de bienes como consecuencia de la industrialización y la autom atización (¡así se expresa M arx! 15), y no un comunismo prim itivo (cf. 583), posibilita el autodesarrollo integral de todos los hom bres, que en el comunismo perfecto — en la coincidencia ideal del naturalism o y el hum anism o lograda m ediante el acto del trabajo (cf. 536-539ss)— son sus propios creadores. El críti­ co del capitalism o com parte con éste el presupuesto decisivo: que el hom bre es el hacedor, o creador, de su m undo y de sí mismo. d)

La voluntad de poder en Nietzsche, última caída en el nihilismo

Friedrich Nietzsche intentó expresar conceptualm ente el destino y el ser (o no ser) del homo faber m oderno. Su diagnóstico es que «los valores supremos se devalúan. No hay una meta; no hay u na respuesta al porqué» (Der Wille z.ur Macht, ed. M usarion, X V , 145; cf. Heidegger). Por eso el nihilismo, «el más inquietante de todos los huéspedes», está ante la puerta y va a determ inar la historia los dos siglos próximos (XV, 137). M ás aún, «así surge la últim a form a de nihilismo, que incluye no creer en un m undo metafisico... y que prohíbe la fe en un m undo verdadero» (XV, 149). El m undo «verdadero» es el m undo irreal del más allá, que vive a costa del más acá. Está regido tanto por las ideas de Platón como por los principios absolutos y las norm as abso­ lutas de la metafísica cristiana; el cristianismo es un platonism o para el pueblo. El nihilismo, al rechazar ese m undo, afirm a la «im potencia de todo lo suprasensible a que el hom bre debe so­ meterse». Porque el supram undo es el transm undo que hace del hom bre que se rige por él un ser transm undano. A hora bien, el 15 Das Elend der Philosophie... (1847): ed. M E W I V ,157.

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ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

Dios cristiano, exponente de ese ultram undo supuestam ente ver­ dadero, ha perdido su poder sobre el destino del hom bre. Nietz­ sche com pendia esta conclusión en la lapidaria frase «Dios ha m uerto». Lo que Nietzsche expresa al caracterizar una época por la «m uerte de Dios» es la tendencia decadente de la m oderna civilización técnica: que ya no es posible señalar una m eta ni encontrar un sentido p ara el m undo ni, por tanto, p ara la crea­ ción de mundos por parte del hom bre, pues «los valores supremos se devalúan». Porque «todos estos valores, reconsiderados psi­ cológicamente, son los resultados de determ inadas perspectivas de utilidad, establecidas p ara conservar e increm entar estruc­ turas hum anas de dom inio, pero proyectadas erróneam ente so­ bre la esencia de las cosas» (XV,151). «En suma, las categorías “ fin” , “ u n id ad ” y “ ser” , con las cuales hemos atribuido un valor al m undo, son desechadas de nuevo por nosotros, y ahora el m undo aparece como falto de valor» (XV, 150). Nietzsche pretendía superar el nihilismo, en el que a su juicio desem bocan la historia del pensam iento y el m undo de la vida de la E uropa m oderna. La presunta superación es en realidad — al menos, según la interpretación de M. H eidegger (340)— su culm inación o la «últim a caída en el nihilismo». Nietzsche pro­ clam a la transm utación de todos los valores anteriores en virtud de la voluntad de poder, que es el «principio de la nueva — y, en el fondo, de toda— fijación de valores» (Heidegger 340); su per­ sonificación será el superhom bre. Pero el poder sólo es poder en la m edida en que es «más poder», increm ento de poder, en la m edida en que subyuga (cf. Heidegger 36). «Por eso, el nuevo orden tiene que ser el dom inio incondicional del poder puro so­ bre el globo terrestre a través del hom bre» (Heidegger 39, cf. 108.126), concretam ente a través del nuevo tipo de hom bre, que ocupa el puesto de Dios. «¡Adelante, adelante, hom bres superio­ res! A hora comienza a estar de parto el m onte del futuro h u ­ m ano. Dios ha muerto; ahora queremos que viva el superhom ­ bre» (V I,618). Este program a de dom inio iniciaría «la época de la plena objetivación incondicional de todo lo que es» (387); sería «más inquietante que la ausencia de Dios» (396). Heidegger, cuyo «pensam iento centrado en la historia del ser», de claro acento místico (389 y passim), no es preciso recoger ni explicar detenidam ente, somete dicho program a a la escueta crítica de 30

PREVISIÓN HUMANA Y GOBIERNO DE DIOS

que constituye una «m anipulación que se olvida del ser» (13, cf. 256). «El aseguram iento del m áximo e incondicional autodesarrollo de todas las facultades de la hum anidad en busca del dom inio incondicional de toda la Tierra» constituiría el «aguijón secreto» que im pulsa al hom bre m oderno a tom ar constante­ m ente iniciativas nuevas (145). Sólo así se transform aría el ni­ hilismo en lo que es: un nihilismo perfecto y acabado, «el ideal del poder suprem o». Sem ejante concepción del homo faber ter­ m inaría por convertir al hom bre en un «bruto bestial» m ediante la glorificación del peligro («¡vivid peligrosamente!») y m ediante el abuso de la violencia (393), por lo que la frase nietzscheana de la «bestia rubia» no sería una m era hipérbole ocasional (200). e) Previsión humana y gobierno de Dios En todo caso, la interpretación que hace Heidegger de la técnica m oderna y de todo el desarrollo de E uropa occidental, califi­ cándolos de «economía m ecanizada» y de «cóm puto autom ati­ zado de la actividad y la planificación» (165), ha encontrado gran eco en la crítica de la época en los últimos tiempos, p a r­ ticularm ente a raíz del estudio de M eadow sobre los Límites del crecimiento, publicado en 1972. T al eco no se ha debido en prim er térm ino al diagnóstico nihilista de Nietzsche ni a su radicalización por Heidegger, que incluye en su veredicto al propio Nietz­ sche, ni tam poco a la ya vieja predicción de Hegel (ed. Glockner V II,25) sobre el m oderno «ateísmo del m undo ético»; lo decisivo ha sido la lacerante constatación de que, desde la física atóm ica a la bioquím ica, no basta centrarse exclusivamente en el «cómo» de la factibilidad sin plantearse la pregunta sobre el últim o «para qué» de todo eso, sobre el «de dónde» y el «hacia dónde» de la existencia hum ana como tal. No vamos a discutir aquí si el op­ timismo del progreso y la fe en la ciencia no se han transform ado en el extrem o contrario de una visión desm esuradam ente pesi­ mista de la civilización (cf. Splett 1982, donde se estudia este punto y se analiza si tal cam bio de m entalidad hace que la evo­ lución de la M odernidad resulte todavía peor p ara el cristia­ nismo, a la vista de Gn 1,28). La ideología de la autocreación radical y universal del hom bre y el ateísmo postulatorio, acorde con ella, han sido superados con toda justicia por un nuevo rea­ 31

ATEISM O Y O CU LTA M IENTO DE DIOS

lismo que ya no tiene com o norte lo h u m an a m en te posible, sino lo necesario p a ra el hom bre. A m i juicio, tam bién es d a r un salto excesivo e ir dem asiado lejos afirm ar que el pronóstico cartesiano (Discours de la méthode, 1637) de que la ciencia m oderna h a rá a los hom bres «dueños y poseedores de la n aturaleza» constituye el com ienzo de u n a supuesta historia de decadencia de la M o­ d e rn id ad que desem boca en la posición de dom inio pseudo-absoluto del hom bre. E n todo caso, así se rectifica la precipitada glorificación de la «ortopraxis». Y los vaivenes de los puntos de vista valorativos no deben ocultarnos la sencilla aportación po­ sitiva de la experiencia que el hom bre, en cu an to homofaber mo­ derno, h a hecho consigo mismo: al igual que en el cosmos visible, tam bién en el contexto experiencial inm ediato del estrecho ám ­ bito de la vida h u m an a está oculto Dios. Y la peste, el ham bre y la guerra, «antiguos instrum entos de poder de un Dios que castigaba y al que se suplicaba que m odificara el curso de los acontecim ientos» (Seckler 182), se im p u tan en prim er térm ino a la falta de previsión humana, consecuencia de culpas y nece­ dades. El gobierno de Dios sólo podrá percibirse en las encru­ cijadas del destino individual y colectivo, centrando la atención en determ inadas experiencias fundam entales del hom bre, de su existencia ética y de su am or personal, y en el esfuerzo por la últim a fundam entación de la libertad y de los derechos hum anos (cf. K e r n 21979, 152-182; 1980, 129-155) (-» hum anism os y cris­ tianism o).

EL A TOM ISM O Y EL EM PIR ISM O LÓGICOS

W. v. H u m b o ld t l7, las «relaciones gram aticales» deberían «ajus­ tarse exactam ente a las lógicas». Pero ¿cómo expresar el logos de Dios en u n a g ram ática hum ana? a) Crítica de la religión en el atomismo y el empirismo lógicos

T am bién el «descubrim iento del lenguaje como problem a» (Dalferth 1981, 13), incluso como «el problem a que rebasa y abarca todos los dem ás problem as» 16, ha contribuido a bloquear el acceso al conocim iento de Dios. El interrogante con m ayor trasfondo es el siguiente: ¿disponemos de recursos lingüísticos p ara form ular preguntas de alcance teológico? Porque, según

En el Tractatus logico-philosophicus (1921/22; cf. D alferth 1981, 94120) L udw ig W ittgenstein presupone un m odelo lingüístico cuyo p u n to débil es u n a estricta teoría de la reproducción: las estruc­ turas de la realidad se corresponden con los elementos de la pro­ posición. De ahí que esta prim era form a de filosofía analítica del presente siglo reciba el nom bre de atom ism o lógico. E ntre sus representanes figuran tam bién G. E. M oore y B. Russell. Las proposiciones, tal como las entiende el Tractatus, sólo tienen una función analítica; no am plían el conocim iento, sino que se li­ m itan a clasificarlo y explicarlo m ediante la explicitación del sujeto efectuada en el predicado. El sujeto representa u n a cosa de este m undo; el predicado, u n a propiedad o actividad nece­ saria del sujeto. «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi m undo» ( Tractatus, n. 5.6). A hora bien, de aquí se sigue que todas las proposiciones metafísicas y religiosas carecen de sentido porque a te n tan contra la posibilidad de la lógica del len­ guaje (6.43); son pseudoproposiciones, ya que pretenden expre­ sar lo que es inefable y sólo puede experim entarse como senti­ m iento (6.45). «Pero lo inefable existe..., es lo místico» (6.522). Sin em bargo, «sobre lo que no se puede h a b la r hay que g u ard ar silencio» (7). En el planteam iento del prim er W ittgenstein, la reducción del lenguaje a lo descriptivam ente enunciable tiene que g u a rd a r silencio sobre Dios, porque «Dios no se m anifiesta en el m undo» (6.52). Con m ayor radiculidad — y sin m irar más allá de las fronteras del lenguaje y de la ciencia, ni entrever el sentido místico del m undo en cuanto totalidad— , el empirismo lógico excluye el discurso sobre Dios. Según el Círculo de V iena (R. C arnap, M . Schilick y otros) y el inglés A. J . Ayer, hay dos clases de proposiciones con sentido: las analíticas, que fijan ciertos sím-

16 W. Flach, en J. Simón (ed.), Aspekle und Probleme der Sprachphilosophie (Fri­ burgo 1974) 69.

” Über das Entslehen der grammatischen Formen... (18” ), ed. Flitner-Giel 111,41; según Dalferth 1981, 14.

3.

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La insuficiencia del lenguaje como form a del ocultamiento de Dios

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ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

bolos lingüísticos a un uso determ inado, y las sintéticas, que ver­ san sobre hechos de experiencia. En el caso de las proposiciones de la segunda clase, que siempre son m eram ente probables, es preciso poder indicar observaciones que sean relevantes para su verdad o falsedad. A hora bien, tal cosa es imposible en el caso de la proposición «Dios existe». Puesto que «Dios» designa un existente que trasciende la experiencia, las proposiciones sobre él no pueden ser confirm adas ni refutadas m ediante la experien­ cia (Ricken 1979, 183). Pero la formulación de este criterio de la experiencia, del llam ado principio de verificación, crea a toda la crítica de la religión efectuada por la filosofía del lenguaje dificultades no resueltas hasta ahora. En 1950, A. Flew trató de soslayarlas en su «parábola del jardinero» (citada aquí, según Ricken 1979, 184): «Dos exploradores llegan a un claro abierto en la jungla, donde crecen flores y maleza. U no de ellos sostiene que el claro es cultivado por un jardinero; el otro piensa que no hay ningún jardinero. Por eso levantan sus tiendas y m ontan guardia; pero no logran ver ningún jardinero. Entonces, el prim ero afirm a que se tra ta de un jardinero invisible. Pero ni con una alam brada eléctrica ni con perros de presa logran c a p tu rar a tal jardinero. No obstante, el explorador crédulo persiste en su opinión, si bien ahora la modifica de la form a siguiente: el jardinero es insensible a las descargas eléctricas; los perros no pueden olerlo; no hace ningún ruido. El escéptico le pregunta qué queda de la afir­ m ación prim itiva y en qué difiere tal jardinero de un jardinero im aginario o inexistente». Según esto, la proposición sobre la existencia de Dios representa p ara Flew 18 «un ejemplo típico de una afirmación degenerada».

b)

Otras críticas analíticas y reacciones filosófico-teológicas

Algunos teólogos estadounidenses, que entre 1960 y 1970 crearon la «teología de la m uerte de Dios», suelen repetir, en la línea de la parábola de Flew, que «Dios había m uerto a causa de mil cualificaciones» (Dóring 275-353; H asenhüttl 1980, 183-206). God and Philosophy (L ondres 1966) §§ 8.25; 8.28.

34

OTRAS CRÍTICAS LINGÜÍSTICAS

Así, Paul van Burén (80s,98) sostiene que, en la época actual, no sólo ha m uerto Dios, sino tam bién el térm ino «Dios». La dificultad no residiría en «lo» que se dice sobre Dios, sino en el mero hecho de hab lar de Dios. «No sabemos “ qué” es Dios ni podemos com prender cómo se em plea la palabra “ Dios” ... El problem a no puede resolverse tam poco sustituyendo la palabra Dios por otras palabras». Y: «Hoy día ni siquiera podemos com­ prender la exclamación nietzscheana de que Dios ha m uerto, ya que, si fuera así, ¿cómo podríam os saberlo? No; hoy el problem a es que ha m uerto la palabra “ Dios” ». Partiendo de una posición dialógico-operativa, la Escuela de Erlangen (P. Lorenzen, W. K am lah y otros) subraya en Ale­ m ania que la palabra «Dios» no puede adquirir su significado m ostrando el objeto en cuestión, como las palabras «mesa» o «monte». Sólo podría adquirir significado como función del con­ texto en que se usa («sincategóricamente» o como «sinsemántico»). M. G atzem eier 19 aborda una y otra vez, a lo largo de 400 páginas, el problem a de la posibilidad o im posibilidad de em plear apropiadam ente la palabra «Dios». A F. K am bartel 20, en cam bio, le bastan cuatro páginas para presentar sus pro­ puestas sobre un uso razonable del térm ino en una asociación de palabras compleja, concretam ente en el complejo verbal «vi­ vir en Dios», que él describe como «vivir creyendo y confiando en la consecución de la paz». Esto desemboca, finalmente, en «vivir confiando en la suficiente buena voluntad de los otros y cooperando en los necesarios esfuerzos comunes en pro de una vida razonable». Como puede verse, el Dios oculto tras las p a ­ labras se desvanece en los postulados de un hum anitarism o uni­ versal. Algunos filósofos de la religión ingleses habían hecho antes propuestas de diferente naturaleza sobre un uso del térm ino «Dios» que no estuviera expuesto al reproche de vacío semántico y de falta de sentido. C uando no se quería caer en una estrategia de inm unización (J. Hick: «verificación escatológica»), se afir­ m aba la posibilidad de un lenguaje religioso no cognitivo-aserls Theologie ais Wissenschaft, 2 vols. (S tu ttg art 1974/75). 20 Theo-logisches. Definitorische Vorschlage zu einigen Grundtermini im £usammenhang christlicher Rede von Gott: Zeitschrift fíir evang. E thik 15 (1971) 32-35.

35

OTRAS CRÍTICAS LINGÜISTICAS ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

tivo, sino no-cognitivo en uno u otro sentido: lenguaje afectivo, apelativo, invocativo, etc. T al lenguaje no pretende transm itir constataciones, sino com unicar actitudes; adem ás, en él queda al m argen el problem a de la verdad o la falsedad. Así, R. M. H aré aboga ppr el reconocim iento del lenguaje religioso como com unicación de una determ inada visión — que él llam a blik— de la realidad. M ás conocida es la referencia de I. T . Ram sey a situaciones de disclosure o desvelamiento, de a p ertu ra de expe­ riencias nuevas. A todas estas propuestas les había preparado el cam ino la teoría del últim o W ittgenstein (Investigacionesfilosóficas 1953) sobre los «juegos lingüísticos» condicionados por la co­ rrespondiente forma de vida, sustancialm ente diferentes entre sí y legítimos a su modo. Pero se objetó con razón que en el discurso sobre Dios tiene que estar prim ariam ente en juego la verdad y su conocimiento; de lo contrario caería en la sospecha de ser m era proyección e ilusión. Incluso cuando ciertos teólogos em pleaban el equívoco discurso de la «m uerte de Dios» lo hacían, en definitiva, para contribuir a que el evangelio de Jesús cobrara una verdad nueva, viva. «Sea lo que fuere lo que los hom bres puedan haber buscado cuando buscaban a “ Dios” , sólo puede encontrarse encontrando a Jesús de N azaret» (v. Burén 137). W. H am ilton, que se declara exponente radical de la «teología de la m uerte de Dios», dice 21: «N uestra espera de Dios, nuestra carencia de Dios, es en parte búsqueda de un lenguaje y de un estilo que nos perm itan estar de nuevo ante él...». Y este esperar e incluso pedir el retorno de Dios constituye el «camino a Jesucristo». Así, la consigna con­ testataria «Dios ha m uerto» significa, negativam ente, que ya «no hay un poder u ltram undano que pueda alienar la vida del hom ­ bre» 22 y, positivam ente, que el representante terreno perm a­ nente del Dios Padre y Señor no experim entable y trascendente es Jesús, el herm ano de los hombres, y que así, en Jesús, la au ­ sencia de Dios se transform a en «un modo de su ser-para-nosotros» (Sólle 1965). 21 «Death o f God Theology» in den Vereinigten Staaten: P astoraltheoloeie 56 (1967) 353-362; 425-436. “ C om o in terp re ta M . M ayenberger (según G atzem eier, aq u í n o ta 19: 1,132s nota 6), m uy benévolam ente, la o b ra Cospel o f Christian Atheism de T h . J . J . Altizer.

36

La crítica atea de la religión que acabam os de presentar desde el ángulo de la filosofía analítica como lo que se podría llam ar un ateísmo semántico, intentaron desvirtuarla algunos teó­ logos, sobre todo en el decenio 1960-1970, reduciéndola a un rechazo de las concepciones tradicionales del teísmo filosófico. En una teología entre comillas y entre paréntesis, tales teólogos propugnaban un «cristianismo “ a-teo” » (cf. K ern 21979, 134151). T ras este intento parece latir, de un lado, la aversión de la teología reform ada contra el conocim iento natural de Dios por p a rte de la razón hum ana; de otro, el esfuerzo de pensar la «his­ toria de Dios», que culm ina en la m uerte en cruz del Hijo de Dios hum anado, pero que parece estar en contradición con los predicados divinos teístas de la perfección, la inm utabilidad y la im pasibilidad. A hora bien, si se elim inara uno de los aspectos cognoscitivos, el teísta, tal eliminación redundaría en detrim ento de los datos en cuestión, hacia los cuales debe orientarse real­ mente la reflexión filosófica, pese a que no pueda expresarlos sin más, lo mismo si se intenta interpretarlos preferentem ente como la historia del espíritu de Dios, de acuerdo con la dialéctica de Hegel, que si se prefiere explicarlos como la paradoja del «Dios en forma de siervo», en la línea de K ierkegaard 23. Sólo la con­ frontación serena con la posición teísta consciente de sus límites, que es preciso fijar con toda claridad, im pedirá que la apelación directa al Dios sólo cognoscible en la cruz de Jesús únicam ente represente, para muchos hombres, el más aventurado de los mi­ tos (cosa que también es). ¿No constituye tam bién el teísmo un modo de ocultam iento — relativam ente legítimo— de Dios, toda vez que no puede d a r respuesta a las preguntas, existencialm ente im portantísim as, del hom bre por la justicia y/o la misericordia de su Dios? Porque hoy no brota de nuestros labios tan fácil y rápidam ente como en tiempos de Tom ás de Aquino el «et hoc omnes nominant deum» cuando analizam os los enunciados filosóficos sobre el últim o fundam ento. " W. K ern, Philosophische Pneumatologie. Zur theol. Aktualitat Hegels, en W. K asper (ed.), Gegenwart des Geistes (Friburgo 1979), espec. 78-90. T am bién >d., Menschwerdung Gottes im Spannungsfeld der Interpretationen von Hegel und Kier­ kegaard, en A. Z iegenaus (ed.), Wegmarken der Christologie (D onauw órt 1980) 81-126.

37

c)

Nuevas objeciones a la crítica analítica del discurso sobre Dios

Ya hemos indicado los diferentes reparos que pueden oponerse a las distintas variantes de la crítica analítica del discurso metafisico y religioso sobre Dios. La lógica del lenguaje que su­ puestam ente fuerza al prim er W ittgenstein a negar que una pro­ posición que rem ite más allá de la experiencia pueda reivindicar un sentido com unicable es en realidad la lógica de su concepción reduccionista del lenguaje. El principio de verificación del em­ pirismo lógico, según el cual sólo las proposiciones sintéticas a posteriori, adem ás de las analíticas, pueden ser verdaderas, no se puede com probar analíticam ente ni sintéticam ente a posteriori (si fuera verdadero, habría que definirlo, con K ant, como una «sín­ tesis a priori», como una am pliación cognoscitiva dependiente de la experiencia). De ahí que en el curso de la evolución pos­ terior se aban d o n ara el principio de verificación en favor de una progresiva aproxim ación a la «verdad» m ediante falsaciones des­ lindantes; pero, según H ans A lbert y otros, aquí surge la misma dificultad por el hecho de que la equiparación entre «no falsable» y «sem ánticam ente vacío» no puede someterse a la prueba que se exige en los demás casos. La parábola flewiana del jardinero, plausible p ara algunos, supone lo que hay que dem ostrar: que la existencia de Dios sólo puede com probarse em píricam ente, e incluso con un m aterial de observación tan precario como ese jard ín de flores (y m aleza). Lo que hemos dicho sobre el Tractatus de W ittgenstein puede aplicarse al constructivism o de Erlangen, que llega a los mismos resultados partiendo de planteam ientos diferentes. Como las contribuciones teológicas orientadas de acuerdo con las teorías lingüísticas no suelen d ar m ucha cabida a las ideas filosóficas, conviene recalcar positivam ente la «coextensión» del lenguaje con el pensam iento hum ano, el cual le perm ite que, en virtud de su capacidad de negar, enuncie con una fundada pre­ tensión de sentido y de validez la existencia y la esencia de Dios, el Incondicional y el Infinito, bajo la m odalidad de una doble negación, por más que no pueda expresarlas, pues esto desborda lo hum anam ente posible y queda reservado a la libre autorrevelación de Dios ( —* lenguaje literario y lenguaje religioso; rea­ lidad - experiencia - lenguaje; teoría de la ciencia y teología). 38

4,

E l ateísmo «preocupado»

Además de los ateísmos que aquí hemos analizado y calificado de ateísmo doctrinario, postulatorio y semántico, hay otros. Estos últimos se sitúan en un plano diferente y menos accesible todavía a la argum entación. De todos modos, como los hom bres no po­ demos renunciar enteram ente al pensam iento, una actitud ag­ nóstica tiene que incluir elementos no reflejos, por lo menos, de la crítica señalada, o de otra semejante, que fundam enten de algún modo la abstención del juicio. En un ám bito difícilmente accesible a la discusión filosófica se sitúan estos dos extremos: el «ateísmo preocupado», agobiado por el problem a de la teodicea, y la irreflexiva despreocupación de un ateísmo m eram ente (?) prác­ tico, que se supone — y en realidad lo está— m uy difundido en O ccidente (¿y no ocurre lo mismo en el Este?). El sufrimiento en todas sus formas y grados y el mal en este m undo constituyen la instancia más dolorosa y menos refutable contra la existencia de Dios; por eso, Georg Büchner ha dicho que representan «la roca del ateísmo». Como es sabido, ésa es la razón de que, en la novela de Dostoievski, Iván K aram azov quiera devolver el billete de entrada en este m undo; y Camus recogió el grito de protesta contra una creación en la que se tortura a niños. Ya Hegel (ed. Glockner X IX ,472) com batió el optimismo de Leibniz en su Teodicea de 1710, obra a la que se rem onta la expresión «justificación de Dios»: para él, Dios «ven­ dría a ser la alcantarilla en que confluyen todas las contradic­ ciones». Esto constituye el polo opuesto de este candoroso mo­ tete: «A quien deja que el buen Dios reine... Dios le conservará m ilagrosamente». En ningún sitio está Dios, el supuesta y real­ m ente infinitam ente poderoso, sabio y bueno, tan oculto, tan profundam ente encubierto por lo deforme e inquietante como en la enemistad entre los hombres, en el asesinato y la guerra, en el odio y la calum nia. Aquí sirve de poco «el Dios general», que «para los atenienses era aún el Dios oculto» según H ch 17,23 (y Hegel, ed. Glocker V I I I ,359). Sobre el trasfondo del aconteci­ m iento del Gólgota, que culm ina en el grito de abandono de Jesús (M e 15,34), la frase de Pablo en Rom 8,32 — «si Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿no 39

ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

nos regalará todo con él?»— arroja alguna luz sobre la inson­ dable oscuridad del misterio del mal. K arl R ahner, a quien se rem onta la expresión «ateísmo preo­ cupado» 24, engloba en ella un am plio espectro de fenómenos: «el horror ante la ausencia de Dios en el m undo, el sentimiento de no poder com prender ya lo divino, la consternación por el silencio de Dios, por su cerrarse en su propia inaccesibilidad, por la absurda profanización del m undo, por la opaca e informe ob­ jetividad del m undo, incluso cuando no se tra ta ya de la n atu ­ raleza, sino del hom bre...». Pero esta «auténtica experiencia de la más profunda existencia» es, en el fondo — y esto es lo único que pretendían aclarar las presentes páginas— , un testimonio del «crecer de Dios en el espíritu de la hum anidad». ¡Ojalá sea así! En este horizonte hay que escuchar la constitución pastoral Gaudium et spes, prom ulgada por el Concilio V aticano II en 1965 (19-22), que atribuye parte de la responsabilidad del ateísmo m oderno a aquellos cristianos que, «con la exposición inade­ cuada de la doctrina o incluso con las deficiencias de su vida religiosa, m oral y social, velan más que revelan el verdadero rostro de Dios y de la religión» (19), creyendo — podríam os añ a­ dir— encontrar fácilmente a Dios en la naturaleza visible o en una providencia sobre el destino hum ano, individual o colectivo, o m ediante una «teoría em pírica de la comunicación religiosa a través de textos» (Dalferth 1981, 271) (-» negatividad y mal; sufrimiento; trascendencia y Dios de la fe).

W alter Kern [Traducción: M . Olasagasti]

24 K . R ahner, ¿Es la ciencia una confesión?, en id., Escritos de teología I I I (M a­ d rid 1961) 427-443,432.

II.

1.

Ateísm o y ocultamiento de D io s desde el punto de vista teológico

Aportas de la teología actual ante el ateísmo

El ateísmo es sin d u d a «uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (Gaudium et spes 19). C aracteriza nuestra época y forma parte de «los signos del tiempo». M . H eidegger habla de una «ausencia de Dios»; M. Buber, del «eclipse de Dios» en nuestra época. D. Bonhoeífer y A. Delp reflexionaron bajo el nazismo sobre la crisis que tal situación provocó en la teología y, sobre todo, la sufrieron vicariam ente como hom bres y como cristianos. Sin duda, siempre ha habido ateos aislados, si bien hay que preguntar en cada caso qué se entiende exactam ente por ateísmo (K ern 1979, 15ss). La teología siempre ha tenido conciencia de la invisibilidad de Dios, de su ocultam iento y de su carácter mis­ terioso. Es erróneo afirm ar (como Ebelin 1979, 1,167ss) que la teología clásica se desarrolló como una especie de idilio en la aséptica atm ósfera de la ausencia de oposición y bajo el fanal de la obviedad de la fe en Dios. N ada menos que Tom ás de Aquino form ula al comienzo de su teología los dos argum entos que se siguen form ulando en la actualidad como objeciones clásicas con­ tra la fe en Dios: el m undo puede explicarse tam bién suponiendo que Dios no existe. La realidad del mal habla contra la hipótesis de un Dios que debería ser concebido como bondad infinita {S. th. 1,2,3). La M odernidad no ha añadido gran cosa a estos argum entos; en el fondo, se ha lim itado a desarrollar lo que dijo Tom ás de Aquino. Lo nuevo en nuestra situación m oderna consiste en el fenó­ meno del ateísmo masivo. La negación de Dios ha dejado de ser un asunto provocador y arriesgado; hoy representa más bien lo plausible y aceptado en grandes sectores. En esta situación, la fe en Dios ha perdido la capacidad de expresarse lingüísticam ente y de comunicarse. Carece de imágenes, símbolos, conceptos y categorías universalm ente reconocidos con cuya ayuda pueda 41

ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

EL MODELO DIALÓC1CO Y SUS APORÍAS

hacerse entender. Esta crisis de los presupuestos hermenéuticos del discurso sobre Dios constituye la verdadera crisis de la teo­ logía. En términos más técnicos: la crisis de la teología actual radica en la desaparición de los preámbulojidei o presupuestos que la fe necesita para poder ser tal fe. Las aporías en que se halla la teología a causa del ateísmo m oderno aparecen con claridad recordando los diversos modos en que la teología ha abordado dicho ateísmo (-» autonom ía y condición creatural; negatividad y mal).

incluye no sólo el politeísmo pagano, sino a veces tam bién el monoteísmo judío e islámico. Las declaraciones expresas del m a­ gisterio sobre el ateísmo m oderno en el sentido estricto son muy tardías. El mismo V aticano I sólo m enciona el ateísmo de pasada y en términos m uy generales; afirm a que es contrario a la razón y destruye los fundam entos de la sociedad hum ana (Proemio de la constitución Dei Filius). En la encíclica Mater et magistra de Ju a n X X II I (1961) encontram os una prim era tom a de postura detallada, pero que sigue los cauces tradicionales: el ateísmo es contrario a la razón y socava los fundam entos de todo orden hum ano y social. La encíclica no ofrece un análisis preciso del fenómeno mismo ni de sus impulsos positivos, aunque desviados, para la construcción de un m undo más justo y más hum ano (-» teoría de la ciencia y teología).

a)

Crisis del modelo apologético de confrontación teológica con el ateísmo

Lo prim ero que tenía que e n trar en crisis en la nueva situación era el modelo apologético de confrontación con el ateísmo. Es explicable que la teología de la segunda m itad del siglo X IX y de la prim era m itad del siglo X X intentara echar m ano, en su confrontación con el ateísmo m oderno, de las formas con que la Biblia, los Santos Padres y la teología escolástica de la Edad M edia habían desarrollado su controversia con las m odalidades del ateísmo de sus épocas o con lo que se designaba con tal ex­ presión. Se intentó m ostrar que los argum entos de los ateos no eran concluyentes y probar que la fe en Dios, por el contrario, era acorde con la razón. T al vía de la controversia se encuentra ya germ inalm ente en la Biblia. Sólo los necios dicen que «no hay Dios» (Sal 10,4; 14,1; 36,2). Para el Salmista, esta necedad no es estulticia, sino insolencia y m aldad, pues el gobierno de Dios en la creación y en la historia es dem asiado claro. Según el Libro de la Sabiduría, son necios en este sentido todos los que carecen del conocimiento de Dios, «pues la grandeza y la belleza de la creación perm iten descubrir a su Creador» (13,5). El Nuevo Tes­ tam ento recoge esta argum entación (Rom 1,18-20; H ch 14,1416; 17,26-29). Al igual que el A ntiguo Testam ento, sólo ve en la increencia una m aldad que no quiere reconocer como Dios al Dios conocido y, por eso, venera como ídolos a elementos terre­ nos, lo cual conduce a la m áxim a perversión y depravación mo­ ral (Rom 1,24; Gál 4,8; 1 Tes 4,5; E f 2,12; 4,17-19). Los Santos Padres desarrollan estos planteam ientos bíblicos; en este m arco m anejan un concepto muy am plio de ateísmo, que 42

b)

El modelo dialógico y sus aporías

La encíclica Ecclesiam suam de Pablo V I abre por prim era vez una página nueva en la confrontación con el ateísmo y establece pautas nuevas. A unque se opone categóricam ente al ateísmo, la encíclica inicia una relación dialógica con él. En la carta apos­ tólica Octogésima adveniens (1971), Pablo V I entabla este diálogo con el ateísmo de signo m arxista. Pero lo que representa la ver­ dadera carta m agna de una relación dialógica es la constitución pastoral Gaudium et spes (cf 19-22) del Concilio V aticano II. Pese a la firmeza en los principios, aquí se inaugura un nuevo estilo de confrontación que ya no aborda el problem a desde un pen­ samiento abstracto y esencialista, sino partiendo de un enfoque histórico y concreto. El nuevo acceso al problem a puede com pendiarse en tres as­ pectos. En prim er lugar hay que m encionar el intento de des­ cribir m atizadam ente el fenómeno del ateísmo, sus diversas cau­ sas y sus formas de expresión, así como, sobre todo, el intento de valorar sus impulsos y motivos positivos. En segundo lugar, el Concilio transform a estos argum entos e impulsos en un interro­ gante a la postura propia y reconoce que los creyentes son p ar­ cialm ente culpables de la aparición del ateísmo. Por tanto, no habla de la fe en sí, sino de la fe concreta, históricam ente en­ señada y vivida, en sus formas deficientes. Por eso, el ateísmo 43

ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

tiene que servir para purificar el discurso cristiano sobre Dios y la praxis cristiana. Por últim o, tam bién en la confrontación ar­ gum entativa aparecen acentos nuevos. El argum ento del cono­ cimiento de Dios por la razón se com plem enta con la referencia a la experiencia hum ana; pero el verdadero argum ento es la dig­ nidad del hom bre, que sin Dios constituye un interrogante sin respuesta. Por eso, el reconocim iento de Dios no se opone a la dignidad del hom bre, sino que la fundam enta y la perfecciona. Esta argum entación antropológica se prosigue luego cristológicam ente, porque sólo el misterio de Jesucristo arroja verdadera luz sobre el misterio del hom bre y aclara el enigm a del sufri­ m iento y de la m uerte. Así pues, el Concilio no argum enta pri­ m ariam ente partiendo del conocim iento n atural de Dios presu­ puesto por la fe, sino desde el núcleo de la fe cristiana. Pero tam bién en este texto se echan de menos algunas cosas. El enfoque concreto, histórico y existencial no basta por sí solo p ara d ar respuesta a los interrogantes intelectuales del ateísmo. Por eso, el aspecto histórico tendría que haberse arm onizado más claram ente con la doctrina tradicional sobre la posibilidad del conocim iento natural de Dios. Por otra parte, el Concilio pasó por alto la doctrina de la teología negativa, la tesis del oculta­ m iento de Dios. T al doctrina podría haber servido p ara subrayar m ejor la función positiva, purificadora, del ateísmo p ara la fe en Dios. Finalm ente, se echa de menos una referencia a los presu­ puestos morales de la fe en Dios, el cor fiurum et purificatum. Pero, pese a esta crítica, hay que reconocer que los capítulos 19-22 de la constitución pastoral «pueden incluirse entre las declaraciones más im portantes de este Concilio» y representan «un hito en la historia de la Iglesia de nuestro siglo» ^J. R atzinger). El principal ensayo de entablar una relación dialógica con el ateísmo hecho tras el V aticano II se debe a K arl R ahner. En la línea de Tom ás de Aquino, R ahner parte de que la condición de posibilidad de todo conocim iento finito es una «anticipación» hacia el ser infinito. Según R ahner, en esta «anticipación» hacia el ser, en cuanto condición de posibilidad del conocim iento del existente finito, siempre está ya coafirm ada la realidad de Dios. Por tanto, la aprehensión atem ática de Dios se efectúa con una necesidad trascendental en todo acto espiritual, incluso en el acto de la negación de Dios. Esta tesis es de capital im portancia para 44

EL MODELO DI ALÓGICO Y SUS APORlAS

la confrontación con el ateísmo. C aben cuatro posibilidades (R ahner 1967 [2], 200ss): a)

b)

c)

d)

El hom bre interpreta categorialm ente su referencia tras­ cendental como teísmo y asume el teísmo m ediante una decisión libre. El hom bre interpreta categorialm ente su referencia tras­ cendental como teísmo, pero niega a Dios m ediante una decisión libre. Es el ateísmo culpable tradicional, prác­ tico y teórico. El hom bre acepta su referencia trascendental, pero la in­ terpreta sirviéndose de un concepto erróneo de Dios, que él rechaza, o no llega a un concepto de Dios. Es el ateísmo inculpable, que en el fondo es un teísmo anónim o. T raicionando su propia conciencia, el hom bre niega la referencia trascendental y, por eso, rechaza el concepto de Dios, sea recto o erróneo, o no llega a un concepto de Dios. Es el ateísmo culpable, p ara el que no hay po­ sibilidad de salvación m ientras el hom bre perm anezca en esa actitud.

Esta teoría de R ahner, que en conjunto se sitúa plenam ente en la línea de la tradición escolástica, representa un avance gi­ gantesco porque perm ite por prim era vez analizar intrateológicam ente el fenómeno del ateísmo y sus posibilidades internas, en lugar de rechazarlo como algo extraño y absurdo. Esta teoría posibilita por vez prim era un diálogo que presupone esencial­ m ente una base común. En cierto sentido, se puede afirm ar que la teoría rahneriana sobre el ateísmo es la contrafigura de la teoría atea de la religión. Si esta últim a interpreta ateam ente el teísmo como proyección del hom bre, R ahner explica teísticam ente el ateísmo como una interpretación errónea del hom bre y de su trascendencia. Según esto, el problem a entre el teísmo y el ateísmo es cómo debe entenderse la trascendencia del hom bre, aceptada en com ún por ateos y teístas. La polémica en torno a Dios es, en últim a instancia, una polém ica en torno al hom bre. Pero, pese a la fecundidad de esta teoría, quedan algunas cues­ tiones que giran en torno a la idea central de R ahner sobre la necesidad de la afirmación de Dios. ¿Puede haber, con este pre­ supuesto, un ateísmo real que no sea un teísmo anónim o encu­ 45

ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

bierto? ¿Cabe tom ar en serio, dentro de esta teoría, la decisión en favor o en contra de Dios? Por im portantes que sean lgs es­ fuerzos de K. R ahner tendentes a arrojar un poco de luz sobre el ocultam iento de Dios y sobre su carácter de misterio y a re­ novar la teología negativa, no parece que el eximio teólogo haya tenido suficientemente en cuenta sus aporías m odernas (cf. infra) antropología y teología; diálogo). c)

Planteamiento y problemática de un modelo dialéctico

M ientras el modelo dialógico busca en la tradición de la teología natural una base común de entendim iento a p artir de la cual puedan la fe en Dios y el ateísmo comprenderse y discutirse m u­ tuam ente y, así, entablar un diálogo, el modelo dialéctico cuestiona precisam ente esa base común. Este modelo no conoce ningún engarce positivo, sino sólo un engarce en la contradicción. Tal es la dirección en que, siguiendo a K arl Barth, aborda una gran parte de la teología evangélica actual la discusión con el ateísmo moderno. Por obra de K arl Barth, el problem a de la teología n atu ­ ral ha llegado a constituir en nuestro siglo un punto de contro­ versia nuevo y antes desconocido; más aún, el punto de controver­ sia por antonomasia. Barth sitúa la teología natural en la misma línea que la teología m odernista de la Ilustración y del libera­ lismo, contra la que dirigió sus ataques desde el principio. Según él, la teología natural hace de la naturaleza, de la razón, de la historia y de la religiosidad natural del hom bre el m arco y el criterio de la fe y reduce el cristianismo a un caso especial de lo neutral y genéricam ente hum ano. Sobre este trasfondo hay que entender el famoso capítulo «La revelación de Dios como su­ peración de la religión» del tomo 1/2 de la Dogmática eclesiástica. Su tesis central es que «la religión es increencia; la religión es cosa del hom bre no creyente» (327). Es hechura caprichosa del hom bre, el arrogante intento hum ano de adueñarse de Dios y moldearlo a im agen y semejanza del propio hom bre. Es idolatría y justicia de las obras. Feuerbach tiene razón: el ateísmo desvela el misterio de la religión. «La revelación no enlaza con una re­ ligión del hom bre ya presente y confirm ada, sino que se opone a ella, como antes la religión se oponía a la revelación»; la «ab­ 46

UN MODELO DIALÉCTICO

sorbe» como antes la religión «absorbía» la revelación (331). Pero esta oposición es de naturaleza dialéctica; la revelación «ab­ sorbe» la religión en el doble sentido de que la niega y la conserva superada. Por eso, «la religión cristiana es la religión verdadera» (357). M ás tarde, B arth rectificó en buena parte su d u ra condena de la teología natural tal como la entiende la teología católica, a diferencia de la teología de la Ilustración, y formuló afirm a­ ciones positivas sobre la religión. Pero su planteam iento prim i­ tivo ha tenido grandes repercusiones en la teología protestante de nuestro siglo. Todas estas repercusiones confluyen en el in­ tento de encontrar una posición más allá del teísmo y del ateísmo y de asum ir las preocupaciones legítimas del ateísmo rechazando el teísmo. Esto es lo que hace, de form a en cierto modo perio­ dística, la teología de la m uerte de Dios o la teología después de la m uerte de Dios, representada con matices diferentes por J . A. T . Robinson, G. V ahanian, W. H am ilton, T h. J . J . Altizer, P. van Burén, D. Sólle y otros. El Dios crucificado de J . M oltm ann constituye un ensayo teológico sólido. Si se tom a en serio la m uerte de Dios en la cruz, el ateísmo form a parte de la realidad de Dios y, al mismo tiempo, está superado en ella. «Con la teo­ logía trinitaria de la cruz, la fe soslaya la disputa y la alternativa entre teísmo y ateísmo» (239). W. Pannenberg es quien más enérgicam ente se ha enfrentado con esta teología radical de la revelación. A su juicio, dicha teo­ logía no va más allá de una afirmación vacía de Dios y, por tanto, constituye ella misma un caso extremo de la subjetividad mo­ derna. «E ntre los casos de adaptación desm esurada de la teología a las modas intelectuales de la época figura el hecho de que la teología dialéctica ha creído poder aceptar la argum entación atea y superarla m ediante una fe radical en la revelación. En lo que respecta al esfuerzo intelectual de los teólogos, esto repre­ senta la form a más trivial de m odernidad» (18). Paradójica­ mente, la teología hace del ateísmo el presupuesto natural de la fe y, por tanto, lo convierte en la teología natural. Según P an­ nenberg, la teología, si ha de seguir siendo racional, tiene que despojarse de su form a autoritaria y enfrentarse con el ateísmo m oderno sobre la base de la argum entación. La posición barthiana no es el único punto de partida desde 47

LA TEOLOGIA NEGATIVA

ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

el que la teología protestante actual entabla el debate con el ateísmo m oderno. J u n to a ella se defiende tam bién la posición luterana, que tiene sus principales representantes en G. Ebeling y E- Jüngel. Coincide con la barthiana en que sin la fe no hay verdadero conocim iento de Dios. «Porque — escribe Lutero en el G ran Catecismo— los dos, Dios y la fe, se hallan unidos» (BSLK 560). Pero, a diferencia de Barth, esta posición no sólo afirm a la correlación entre Dios y la fe, sino que tam bién tiene en cuenta la correlación entre la fe o la palabra y la situación. En la palabra «Dios» y en la palabra de Dios no sólo se m ani­ fiesta Dios, sino que tam bién se revela la situación del hom bre. En efecto, para Lutero, el objeto de la teología es «el hom bre reo y perdido» y, a la vez, «el Dios que justifica y salva» (WA 40/2,327). El conocim iento de Dios y el conocim iento del hom bre están, pues, indisolublem ente unidos. Q ue Dios es el misterio de la realidad, sólo lo sabe el hom bre por la palabra; sólo la palabra de Dios m uestra que el hom bre está siempre tocado por Dios. Por eso, con anterioridad a la palabra de Dios, no es posible conocer a Dios como el misterio de la realidad; pero la palabra «Dios» y la palabra de Dios pueden verificarse en el ser del hom ­ bre y del m undo. La disputa con el ateísmo es, pues, una disputa sobre el m undo y sobre el hom bre. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la teología natural y en la determ inación dialógica de la relación entre la fe en Dios y el ateísmo m oderno, esta disputa no se desarrolla sobre la base de un terreno neutral común, de una posibilidad n atural de conocer a Dios previa a la fe y a la increencia. La fe no es un caso especial dentro de algo común genérico — aquí coincide la crítica luterana con la de Barth— , El punto de partida es la realidad de la fe, que sale al encuentro de la realidad de la increencia como situación fáctica del hom bre. El punto de partida es la promesa de Dios, la promissio de la palabra revelada, que la fe acepta y la increencia rechaza. El pensam iento luterano no se mueve en el esquem a «conocimiento n atu ral de Dios y conocim iento sobrenatural del mismo Dios», sino en el esquema «ley y evangelio». Pero la consecuencia de la tesis de que sin fe no hay verdadero conocim iento de Dios reside en que no podemos hab lar de Dios en sí, prescindiendo del hom bre, sino sólo de Dios p ara mí y para nosotros, de Dios en su relación con el hom bre (Ebeling, op. cit. 48

205). El que prescinde de esta relación y habla abstractam ente del ser de Dios en sí, corre el peligro de objetivar a Dios y des­ pojarlo de su divinidad. A firm ar la existencia de Dios es tan ateo como negarla. Por eso, se puede decir que el Deus supra nos, nihil ad nos, que ese Dios no nos afecta en absoluto. «La concepción de un Dios sin m undo es un m ero pensam iento límite que expresa la verdad de que, en la conjunción de Dios y el m undo, la pri­ m acía corresponde a Dios» (Ebeling, op. cit. 224). Es claro que esta posición, con su crítica de la metafísica, se halla peligrosa­ m ente cerca de la tesis hegeliana, con todas sus am bigüedades, de que Dios no puede existir sin el m undo. U n a m irada retrospectiva perm ite com probar, en síntesis, que todas las posiciones teológicas analizadas se hallan ante el ateísmo m oderno en una profunda aporía común. La aporía afecta tanto a la posición apologética y dialógica, que trabajan con la teología natural, como a las posiciones dialécticas, que niegan dicha teología y por ello están en peligro de convertirse en una teología puram ente natural, apenas diferenciable ya de una interpretación atea. No creemos equivocarnos si decimos que nos encontram os ante la aporía por excelencia de la teología actual. D ado el reto del ateísmo, la fe y la teología tienen que replantearse de forma radical la pregunta por sus propios pre­ supuestos y por las condiciones de su posiblidad. Esto sólo puede hacerse recurriendo creativam ente a los modelos clásicos de la gran tradición teológica.

2.

Tradición y refundamentación de la teología negativa

a)

Origen y desarrollo de la teología negativa desde la Antigüedad hasta Tomás de Aquino

El concepto de teología negativa (apofática) aparece por prim era vez, dentro de la teología cristiana, en un autor desconocido del siglo v que se oculta tras el pseudónimo de Dionisio Areopagita, discípulo de Pablo. Él formuló el siguiente principio: «Con res­ pecto a lo divino, las negaciones (apopháseis) son verdaderas; las afirmaciones (katapháseis), insuficientes» (De caelesti hierarchia 2,3). Lo que Dionisio el Pseudoareopagita expresa con esta fór49

ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

m uía tiene una larga e ilustre tradición que se rem onta a los comienzos del pensam iento occidental con los presocráticos. Ya en el siglo V a.C., Jenófanes de Colofón critica las representa­ ciones míticas de los dioses, dem asiado antropom órficas. A nti­ cipando la crítica m oderna de la religión, descubre que los hom ­ bres crean en cada caso a los dioses a su im agen y semejanza. Sin em bargo, esto no induce a Jenófanes a negar lo divino, pero sí a una descripción negativa de lo divino, totalm ente distinto de los mortales: «U n único Dios, el más grande entre los dioses y los hombres, no sem ejante a los m ortales ni en la figura ni en el pensam iento». Es claro que la teología negativa, tal como se razona aquí, no concibe el predicado «negativo» en el sentido de negación, sino que ap u n ta a una afirmación que supera todo lo positivam ente decible. En este m arco no es posible exponer, ni siquiera a grandes rasgos, toda la historia de la teología negativa. En ella tuvo un influjo decisivo la dialéctica platónica. Por la vía de la recons­ trucción crítica, esta dialéctica busca el origen últim o y sin pre­ supuestos de todo el saber (Pol. V I,51 Ib) y llega a la conclusión de que la idea del bien constituye el últim o fundam ento de po­ sibilidad de todo conocer y ser. Pero sitúa tal idea «más allá del ser» (Pol. V I,508b), de modo que no es posible conocerla cien­ tíficamente, sino que sólo puede bro tar «súbitam ente» en el alm a, «como brota de una chispa la luz encendida» (Carta V III, 341c-d). De aquí surgió en el platonism o medio y en el neopla­ tonismo una tensión irreductible entre la experiencia mística pre­ supuesta y la reflexión, que nunca puede aprehender plenam ente tal experiencia. Así, el conocim iento dialéctico term ina por in­ terrum pirse (Plotino, Enéadas V I,9) y desem boca en el gran si­ lencio (Proclo, Theologia Platonis). Lo últim o es, como ya sabía Sócrates, un saber del no saber (Apol. 23b), fórm ula que rea­ parece posteriorm ente en Agustín (Ep. 130,15,28; 197), en Bue­ naventura (Breviloquium V,6,7) y, sobre todo, en Nicolás de Cusa ( De docta ignorantia). Los Padres de la Iglesia recogieron la teología negativa. Vie­ ron en ella un punto de engarce, una especie de laguna que podía llenarse positivam ente con las afirmaciones de la revelación (W. Pannenberg). El discurso de Pablo en el Areópago les brin­ d ab a ya este modelo de conciliación. En él, Pablo tom a pie de 50

LA TEOLOGIA NEGATIVA

un altar dedicado a un Dios desconocido p ara afirmar: «Eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (Hch 17,23). Esta teo­ logía negativa se fue elaborando y desarrollando, sobre todo, en la controversia con el racionalism o de los eunomianos. En este contexto expusieron Gregorio de N acianzo y Gregorio de Nisa su tesis de que el misterio de Dios «siempre es mayor». En el siglo v i, J u a n Dam asceno com pendió la aportación de la teología negativa en lo concerniente a la teología griega: Dios es el superser y, por eso, incom prensible e inefable (Sobre la fe ortodoxa 1,12). Dionisio A eropagita resume la misma tradición en lo con­ cerniente a la teología latina, hasta que encontró su expresión — a través de unos pasos interm edios que no podemos enum erar aquí— en la fórm ula clásica del C uarto Concilio de Letrán (1215): «Porque del C reador y de la criatura no puede afirm ar­ se ninguna semejanza que no incluya una desem ejanza m ayor» (DS 806; N R 280). Esta teología negativa encontró su expresión determ inante para la posteridad en el pensam iento de Tom ás de Aquino. Se­ gún Tom ás, de Dios no sabemos qué y cómo es, sino sólo qué y cómo no es (S. th. 1,3 prooem.). Para Tom ás, la vigencia de este principio no se lim ita al conocim iento natural: tam bién del orden de la gracia hay que afirm ar que sólo podemos conocer a Dios partiendo de sus obras y, por tanto, estamos unidos con él «quasi ignoto», como con un desconocido (ibíd. 12,13 ad 1). Pero la teología negativa no se disuelve en la nada, sino que ap u n ta a una afirmación de Dios superior y más em inente. La via negationis no puede separarse de la via positionis ni de la via eminentiae (ibíd. 13,2 y 3). Pero Tom ás, a diferencia de Hegel, no articula la via positionis y la via negationis en una síntesis superior, sino que la afirmación más elevada obtenida a través de la negación rem ite a una apertu ra sin límites y a un misterio inconcebible que sólo Dios puede descubrir al hom bre en la visión beatífica (ibíd. 12,1 ss).

b) Enfoques y aporías de teología negativa en la época moderna En la teología negativa existió desde el principio una tensión no resuelta entre la form a negativa de los enunciados y la m eta de 51

ATEISMO V OCULTAMIENTO DE DIOS

LA TEOLOGIA NEGATIVA

los mismos, em inentem ente positiva. En el curso de la E dad M o­ derna, esta tensión culm inó en una verdadera aporía cuando la teología negativa se desligó del pensam iento jerárquico de la me­ tafísica clásica, en el que estuvo inserta du ran te la A ntigüedad y durante la Edad M edia (Hochstafll 65ss; 140ss). La proble­ m ática surgida de esta circunstancia aparece ya claram ente en la mística del M aestro Eckhart. La em ancipación de las ante­ riores estructuras metafísicas (a la vez que políticas y religiosoeclesiásticas) de orden condujo, como Hegel analizó repetidas veces, a un m undo escindido: por una parte, un Absoluto pu­ ram ente ultram undano o puram ente interior; por otra, un m undo profano puram ente intram undano. Frente a una tras­ cendencia vacía y sin contenido, una inm anencia tam bién sin contenido, unidim ensional y vacía. Frente a un Dios sin m undo, un m undo sin Dios. La mística y el racionalism o o el positivismo son, dentro de la «vía dual de la historia del pensam iento mo­ derno» (J. R itter), dos caras de la misma m oneda. En el plano filosófico, esta dicotom ía entre una idea del Absoluto que la ra ­ zón teórica sólo puede aprehender como concepto lím ite y una razón ceñida al ám bito de la experiencia posible aparece con toda claridad en las antinom ias kantianas, que surgen siempre que se quiere hacer un uso trascendente de la razón. En la po­ lémica sobre el ateísmo suscitada por Fichte en 1798 se llega por vez prim era a un conflicto abierto sobre este tem a. Hegel em prende la titánica empresa de volver a reconciliar la escisión. La lleva a cabo tom ando en serio la «labor de lo negativo» (Phanomenologie, ed. HofFmeister 20), «el increíble po­ der de lo negativo» {ibíd. 29), y haciendo de lo negativo, por así decir, el m otor de un proceso dialéctico donde cada negación se transform a en m om ento de una nueva posición. Esto perm ite la conciliación de Dios y del m undo, de suerte que Dios sin m undo ya no puede ser Dios (Religionsphilosophie, ed. Lasson 1,148). Así, la antinom ia se convirtió en la dialéctica como m étodo del saber absoluto. Pero hacer de Jesucristo la unidad especulativa de Dios y el hom bre significa destruir el cristianismo, como señaló Kierkegaard, porque im plica elim inar el escándalo y la opción de la fe. «La cognoscibilidad inm ediata es una característica de los ídolos» (Einübung im Christentum, en Gesammelte Werke 26,139). Del Dios verdadero no se puede hablar directam ente, sino solo in­

directam ente, en form a de alusión, reconociendo la posibilidad de una opción y abriendo así un ám bito para la fe. El fracaso del pensam iento sistemático de Hegel se traduce de diferentes m aneras en el pensam iento actual, por ejemplo en la dialéctica negativa de la Escuela de Franckfort y en el axiom a, ya clásico, del prim er L. W ittgenstein «sobre lo que no se puede hablar, hay que callar» ( Tractatus 7). Pero tam poco esta teología negativa radical de W ittgenstein pretende negar la existencia de lo místico. No ocurre lo mismo en algunas de las formas de ateísmo semántico, para el que la misma pregunta sobre Dios carece de sentido (Peukert 67ss). H a tenido especial relevancia la «destrucción» de la teoontología u ontoteología tradicional en la filosofía de M . Heidegger. La filosofía del último Schelling reelabora racionalm ente la teología negativa polem izando con Hegel y enlazando — aunque en una línea más radical— con el neoplatonism o y con las aporías kantianas. Schelling constata aquí el fracaso de la filosifía dialéctica conocida desde Platón; por eso la cataloga como una filosofía negativa. Esta filosofía tropieza al final con «algo» cuyo an sit puede conocer, pero cuyo quid sit le resulta inaccesible (Philosophie der Offenbarung I,155ss). No llega a un teísmo n atural en el sentido de la tradición clásica, sino sólo a un concepto negativo de Dios. Con ello se desm orona la ontoteología o teoontología tradicional, como ha vuelto a recalcar en nuestro siglo M . H ei­ degger. Por eso, en la filosofía positiva, Schelling recomienza analizando el an sit del Absoluto como Dios, es decir, como señor del ser y, consiguientem ente, como libertad, y verificando, en la Filosofía de la revelación, esta opción en el m undo y en la historia {ibíd. 129ss). En el pensam iento actual, esta nueva fundam entación crítica de la teología negativa se halla presente en la «fi­ losofía de la esperanza» de P. R icoeur y en los planteam ientos de H. Bouillard, basados en E. Weil. De m ayor alcance es la prolongación de la diferencia ontológica de M. Heideg­ ger en la diferencia teológica de la «teología de la gloria» de H. U. von Balthasar (1965, 943ss). En el plano puram ente especulativo, todas estas formas de pensam iento dejan el Absoluto e Incondicionado en una últim a apertura, am bigüedad e indefinición. El pensam iento puro, tal como se presenta hoy, una vez que la filosofía se ha em ancipado

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ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

de la tradición religiosa, desemboca en una docta ignorantia m ucho más radical que la filosofía clásica. No conduce necesariam ente a un teísmo natural, sino que acaba en una a p ertu ra última. Sólo la fe, que acepta la autorrevelación de este Absoluto como libertad personal en el am or autocom unicativo, puede identificar inequívocam ente tal trascendencia como Dios. En esta form a de teología negativa, el pensam iento n atural no es directam ente, sino sólo de form a indirecta, punto de engarce p ara la fe. Pero, justam ente así, la teología o la filosofía negativa pueden dejar abierto un espacio p ara la fe. En sentido contrario, la fe puede verificarse m ediante la confrontación racional con la realidad del m undo, del hom bre y de la historia (-> espíritu y Espíritu Santo-, m aterialismo, idealismo y visión cristiana del m undo; teoría de la ciencia y teología; trascendencia y Dios de la fe).

3.

E l ocultamiento de Dios en su revelación

a)

El carácter paradójico de la revelación divina en el Antiguo y el Nuevo Testamento

Como en este contexto no es posible abordar toda la com plejidad del concepto de revelación, nos vamos a lim itar a decir lo si­ guiente. la autorrevelación de Dios significa que el misterio, que se abre m ediante el pensam iento, no es una m era cifra de la dimensión profunda del hom bre y del m undo. No es un mero predicado del m undo; es más bien sujeto, un sujeto capaz de h ab lar y actuar. El misterio no es un misterio silente ante el que sólo quepa postrarse en silencio. Es misterio hablante que inter­ pela al hom bre y al que nosotros podemos interpelar. Es el mis­ terio de una libertad de la que el hom bre no puede disponer en absoluto, que se sustrae y se oculta a su conocim iento, cuando no se revela y com unica ella misma con am or libre. Esto significa que la revelación no elim ina el misterio de Dios, de suerte que en esta vida lo conozcamos plenam ente. La revelación consiste en que Dios revela su misterio como misterio de una libertad. La revelación de Dios es, pues, paradójicam ente la revelación del ocultam iento de Dios. Este carácter de ocultam iento y de misterio de la revelación 54

EL CARÁCTER PARADÓJICO DE LA REVELACIÓN

aparece en muchos pasajes de la Biblia. Los relatos sobre teofanías nunca hablan de u n a figura visible de Dios. Sólo son visibles los signos de la presencia de Dios: la zarza en llamas (Ex 3,2), la colum na de nubes al salir de Egipto (Ex 13,21), las nubes y la torm enta del Sinaí (Ex 19,9.16; cf. D t 4,33-36). A Moisés se le dice expresam ente que no puede ver el rostro de Dios, «porque nadie puede verm e y quedar con vida». Por eso, a Moisés sólo se le perm ite que, una vez que Dios ha pasado delante de él, vea su espalda (Ex 33,20). Es particularm ente significativa la prohibición veterotesta­ m entaria de las imágenes: «No te harás imágenes de Dios» (Ex 20,4; D t 5,8). Interp retaría erróneam ente esta prohibición quien pretendiera considerarla como expresión de una singular espiritualidad del culto y pensara que indica que la veneración de Dios es asunto del corazón más que de los ojos y que no es posible representar en form a visible al Dios invisible. H ay que p artir de la concepción, existente en el m undo antiguo, de que la divinidad se hace presente en la im agen, y el m undo es trans­ parente p ara lo divino. Esta concepción es la que la prohibición de las imágenes considera contraria a la esencia de la revelación de Yahvé: el hom bre no puede adueñarse de Dios m ediante la imagen ni m ediante la pronunciación del nom bre de Dios. La libertad de Dios p ara revelarse cuando, donde y como quiera debe qu ed ar intacta. «Pero esto significa que la prohibición de las imágenes forma parte del ocultam iento en que se realiza la revelación de Y ahvé en el culto y en la historia... La destrucción im placable de las representaciones habituales de Dios... tiene una estrecha relación teológica, quizá tácita, pero real, con la pro­ hibición de las imágenes. T oda interpretación que se ocupe del fenómeno de la ausencia de imágenes de Yahvé y que no rela­ cione estrecham ente la prohibición de las imágenes con el con­ ju n to de la revelación de Yahvé pasa por alto lo esencial» (v. R ad 1,231). Así, la prohibición veterotestam entaria de las imágenes se sitúa más allá de la alternativa entre la idolatría y la iconoclastia. Su objetivo es salvaguardar el ocultam iento en la revelación de Dios. La dialéctica de revelación y ocultam iento rige tam bién en el punto culm inante de la revelación en Jesucristo. Como Hijo eterno de Dios, Jesucristo es la im agen, el icono de Dios Padre 55

ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

(2 Cor 4,4; Col 1,15), el reflejo de su gloria y la im pronta de su ser (Heb 1,3). En él se hace visible quién es Dios, el Dios con rostro hum ano. El que lo ve, ve al Padre (Jn 14,9). Esta visión es una visión de fe. Porque, en Jesucristo, el «ser en forma de Dios» está fusionado con el enajenam iento, «con la forma de esclavo» y con la «obediencia hasta la m uerte en cruz» (Flp 2, 6-8). A hora bien, la p alab ra de la cruz es escándalo decepcio­ nante para los judíos y necedad p ara los paganos; sólo p ara los creyentes es fuerza de Dios, sabiduría de Dios (1 C or l,23ss). Así, en su autorrevelación en Jesucristo, Dios se halla oculto sub con­ trario, bajo su contrario, como explica M artin L utero en su theologia crucis (WA 1,354; 362). Esta presencia oculta de Dios en Jesucristo se prolonga, de algún modo, en su presencia en los herm anos de Jesucristo, sobre todo en los pobres, los pequeños, los enfermos, los perseguidos y los m oribundos (M t 25,31-46). Por tanto, teológicamente, el ocultam iento de Dios no alude al Deus absolutus ultraterreno y lejano, sino al Deus revelatus, presente en medio de las alienaciones del m undo. En la m uerte y resu­ rrección de Jesús, la soberanía de Dios está presente bajo las condiciones de este «eón»: la soberanía de Dios en la im potencia hum ana, la riqueza en la pobreza, el am or en el abandono, la plenitud en el vacío, la vida en la m uerte. La síntesis más im presionante de esta convicción de fe se en­ cuentra en Is 45,15: «Realm ente, tu Dios es un Dios oculto». En este sentido, p ara la Biblia es obvio que Dios es invisible (Rom 1,20; Col 1,15) e incom prensible (Sal 139,6; J o b 36,26), que sus pensam ientos y designios son insondables (Rom ll,33ss), que m ora en una luz inaccesible (1 Tim 1,17) (—►Ilustración y re­ velación). b)

Triple determinación del ocultamiento de Dios

1. La frase sobre el ocultam iento de Dios no aparece en la Bi­ blia en el contexto de una teoría sobre el alcance y los límites del conocim iento hum ano, sino en el contexto de la autorreve­ lación de Dios. No es un principio gnoseológico, sino un principio teológico, no es la ultim a p alab ra del autoconocim iento hum ano, sino la prim era palabra del conocimiento de fe que nos otorga Dios. El ocultam iento de Dios no es el últim o horizonte, todavía 56

TRIPLE DETERMINACIÓN DEL OCULTAMIENTO

alcanzable, pero siempre huidizo, de nuestro conocimiento, sino el contenido fundam ental de la revelación de Dios. T al contenido es un enunciado no negativo, sino positivo; es una palabra que no condena al silencio, sino que faculta p ara el discurso, más concretam ente p ara la alabanza, la exaltación, la adoración y la glorificación de Dios. Esto no significa que conozcamos per­ fectamente a Dios. La revelación como revelación del oculta­ miento de Dios no es una aclaración que ponga fin al misterio de Dios, sino que constituye su constatación y corroboración de­ finitiva. El creyente no sabe sobre Dios más que el no creyente, y los teólogos no son los «consejeros privados» de Dios. Al con­ trario: el no creyente pretende conocer la respuesta definitiva; el creyente, en cam bio, sabe que no puede darse personalm ente la respuesta, y que la respuesta que Dios le da es la palabra del perm anente ocultam iento de Dios. Por eso, cuando hablam os de la revelación de Dios, debemos subrayar los dos extremos: la palabra «revelación», en la que Dios se com unica al conoci­ miento hum ano, y la p alab ra «Dios», porque en esta revelación suya Dios es sujeto y objeto y, así, revela su indom eñabilidad y su ocultam iento. 2. En la Biblia, la frase sobre el ocultam iento de Dios no se refiere a un ser de Dios alejado del hom bre, sino a su ser volcado hacia el hom bre, a sus designios salvíficos eternos y a la reali­ zación de los mismos en la historia. El ocultam iento divino no es el ser-en sí de Dios antes, sobre y «detrás» de la historia de la salvación, sino su ser-para-nosotros y con-nosotros en la historia. Así pues, la revelación del ocultam iento de Dios no nos conduce, como en el neoplatonism o, a las alturas nihilistas de un concepto de Dios puram ente negativo y sem ánticam ente vacío ni a una trascendencia indeterm inada y puram ente formal expresable sólo en cifras, sino al Dios de los hom bres, que se rebaja a las determ inaciones del espacio y el tiempo, a su condescendencia (rebajam iento). Por eso, el ocultam iento de Dios tam poco es, como en el nom inalismo de algunas afirmaciones de Lutero y de Calvino, un resto oculto y una periferia som bría de la insondable majestad de Dios, que infunden miedo y terror al hom bre; es más bien la voluntad salvífica de Dios, su entrega, su gracia y su autocom unicación sin reservas, su am or. De ahí que el Nuevo T estam ento pueda definir sintéticam ente el ocultam iento de Dios 57

ATEÍSMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

como am or (1 J n 4,8-16). Esto no quiere decir que Dios sea el «buen Dios» en el sentido anodino en que se suele entender esta expresión. El Nuevo T estam ento dice, más bien, que el incom ­ prensible misterio en que se adentra el hom bre no es una lejanía que se le escapa y lo juzga, sino una proxim idad benévolam ente volcada hacia él, y que precisam ente esto constituye un misterio asombroso, insondable, inderivable. 3. La revelación del ocultam iento de Dios no es una p alabra de la especulación teórica, sino una p alab ra «práctica» de sal­ vación. Es tanto una p alab ra de juicio como una p alab ra de gracia. Es, en prim er térm ino, una palabra de juicio porque dice definitivam ente que el hom bre no puede adueñarse del oculta­ m iento de Dios m ediante el conocim iento ni m ediante la acción. En este sentido, la revelación del ocultam iento de Dios es un juicio contra la soberbia hum ana, que quiere ser como Dios (Gn 3,5). Por eso, la revelación de Dios es un juicio sobre los ídolos autofabricados, sobre nuestras imágenes de Dios y sobre todas las absolutizaciones, que no nos liberan, sino que nos esclavizan. La revelación del ocultam iento de Dios, al ju zg ar al hom bre, le recuerda sus límites y, en este sentido, constituye p ara él un ali­ vio, una p alab ra de gracia. Deroga la ley del rendim iento, de la voluntad de rendim iento y de la presión de rendir y nos dice que la realización de nuestra vida no puede ni debe ser fruto de nues­ tro rendim iento. Estamos definitivam ente aceptados con nues­ tros límites; por tanto, no sólo debemos conocer nuestros límites, sino que tam bién no es posible y lícito aceptarlos. E stando ab­ solutam ente aceptados por Dios, podemos aceptarnos. Estando incondicionalm ente aprobados por Dios, podemos aprobarnos a nosotros mismos y ap ro b ar a los demás. En térm inos teológicos: la revelación del ocultam iento de Dios deroga la ley de la autojustificación por las obras y proclam a el evangelio de la jus­ tificación por la gracia sola. Así, la revelación del misterio y del ocultam iento de Dios es la revelación del misterio de nuestra salvación; es la verdad salvífica fundam ental y central de la fe cristiana.

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4,

Ateísmo y f e en Dios en el debate sobre el hombre

De todo lo dicho hasta aquí se desprende que la tesis del ateísmo y la tesis sobre el ocultam iento de Dios no son dos enunciados que se correspondan ni, sim plem ente, dos interpretaciones dife­ rentes de u n a experiencia común. T odavía sería más erróneo afirm ar que el ateísmo se lim ita a recordar el ocultam iento, siem­ pre m ayor, de Dios. U n a interpretación semejante constituiría una incautación teológica del reto del ateísmo. La tesis del ateísmo y la afirmación creyente del ocultam iento de Dios, cuando se tom an en serio, se presentan con una pretensión que abarca todo y, por eso, pretenden negarse recíprocam ente. De ahí que la tesis del ocultam iento de Dios pueda considerarse como m arco que perm ite explicar la posiblidad del ateísmo, del mismo m odo que, en sentido contrario, los ateísmos modernos son, en el fondo, intentos de explicar la génesis de la fe en Dios, considerada como un fenómeno secundario. En términos posi­ tivos: m ientras el ateísmo parte de que Dios no existe, la afir­ mación creyente del ocultam iento de Dios implica, por el con­ trario, aseverar la realidad de Dios, siempre m ayor y más profunda. Así pues, entre la tesis del ateísmo y la tesis del ocul­ tam iento de Dios no hay una correspondencia, sino un conflicto frontal. Como las dos tesis pretenden ser una interpretación de toda la realidad en lo concerniente a su fundam ento y a su sentido, tienen que acreditar su verdad m ostrando que son capaces de explicar la totalidad de la realidad y que, consiguientemente, pueden «absorber» en sí mismas el m om ento esencial de la otra. Así, cuando se tom an en serio, la fe en el ocultam iento de Dios y el ateísmo, pese a su radical oposición, tienen necesidad de un diálogo recíproco. La existencia de cada una hace patente a la otra que su posición no es obvia, e im pide tanto un ateísmo como un teísmo satisfecho de sí mismo o triunfalista. Sólo en la con­ troversia tom an la fe en el ocultam iento de Dios y el ateísmo verdadera conciencia de sí mismos. Así, el fenómeno del ateísmo, especialmente el ateísmo de masas, hace que la fe en Dios tome nuevam ente conciencia de que, en este m undo, es esencialmente una fe inquisitiva, en búsqueda, tentada. Además, el ateísmo desem peña una función purificadora con respecto a la imagen 59

ATEISMO Y OCULTAMIENTO DE DIOS

ATEISMO Y FE EN EL DEBATE SOBRE EL HOMBRE

de Dios de la fe. Destruye todas las identificaciones apresuradas de Dios con una determ inada visión histórica del m undo y con una praxis concreta y desm onta cualquier im agen de Dios an ­ quilosada y com pacta. Subraya nuevam ente el factor de la theologia negativa y, así, ayuda a tom ar conciencia de que Dios está oculto en su misma revelación. Y, en sentido contrario, la fe en Dios preguntará al ateísmo si no identifica dem asiado apresu­ radam ente determ inadas formas de fe, tal vez deficientes, con la propia fe y si no presum e así, precipitadam ente, de saber todo sobre Dios, el hom bre y el m undo. Preguntará, en particular, al ateísmo hum anista cómo quiere salvar el fundam ento y el sentido de la libertad hum ana negando a Dios, libertad absoluta, que no sojuzga la libertad hum ana, sino que, en su condescendencia, se interesa por ella, la perdona, la libera, la conforta y le cumple sus deseos de infinitud. ¿No es vano pretender salvar un sentido absoluto sin Dios? (M. H orkheim er). A través de la teología negativa radicalizada y renovada, tal como aquí la hemos expuesto enlazando con la filosofía del úl­ timo Schelling, es posible una m ediación indirecta entre la tesis del ateísmo y la tesis del ocultam iento de Dios. D icha teología m uestra que el pensam iento hum ano, una vez que se ha em an­ cipado de la tradición religiosa y no cuenta más que con sus propias fuerzas, desemboca en una «docta ignorancia» radical. Por eso, en el plano puram ente racional, el ateísmo es posible, pero en modo alguno necesario. Entre el ateísmo y la fe en Dios no se interpone un raciocinio lógico, sino una decisión de la vo­ luntad, una opción. La afirmación creyente del ocultamiento de Dios se presenta como una determinación de la experiencia indeterminada y ambigua de la trascendencia. No puede dem ostrar categóricam ente esta determ inación, pero puede aducir motivos sólidos para mos­ tra r que es razonable y responsable. No es tarea ni propósito del presente artículo ofrecer una fundam entación global (en el sentido, ya expuesto, de una in­ vitación fundam entada) de la fe en Dios acorde con la expe­ riencia y con la filosofía del lenguaje y racional. Tenemos que contentarnos con algunas indicaciones a modo de conclusión. La fe en Dios m uestra fundam entalm ente su verdad m ediante el hecho de que puede asum ir la actual experiencia atea del m undo como una parte de su experiencia de Dios determ inada por la

cruz (frente a todas las tendencias restauradoras) y de que puede am pliar, ah o n d ar y transform ar crítica y creativam ente tal ex­ periencia (frente a todas las tendencias secularistas). Esto se rea­ liza concretam ente m ediante la asunción crítica y superadora de las preocupaciones positivas del ateísmo hum anista. En este marco, la fe tiene que m ostrar, no sólo teórica, sino tam bién prácticam ente, que la trascendencia del Dios oculto fundam enta y garantiza la trascendencia, inviolabilidad y dignidad de la per­ sona h u m an a (Gaudium et spes 72). Es preciso y posible m ostrar que Dios no es el límite y la am enaza de la libertad hum ana, sino su fundam ento y su plenitud. En este contexto, la fe en el Dios oculto puede d ar razón no sólo de la grandeza del hom bre, sino tam bién de su miseria, de su culpa, de su sufrimiento y de su m uerte. A fin de cuentas, la única vía de acceso a la expe­ riencia del Dios oculto en su am or, dentro de las alienaciones del m undo, reside en el testimonio de am or hum ano y cristiano. Esto lleva a una nueva forma social y eclesial de la experiencia de Dios en la que el Dios existente por nosotros y con nosotros se revela en el ser-para-otros y el ser-unos-con-otros de los hombres. En este m arco se pueden asum ir las preocupaciones de la teología política y de sus intentos de superar «prácticam ente» el ateísmo m oderno y es posible desarrollarlos y darles m ayor profundidad m ediante la noción bíblica de representación vicaria. En una situación de creciente desesperanza, es tarea y misión de la fe en Dios m antener viva, en representación de todos, la esperanza siempre m ayor y d ar testim onio de ella con las palabras y las obras (—> humanismos y cristianismo).

60

W alter Kasper [Traducción: M . Olasagasti]

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Espíritu y Espíritu Santo

Walter Kern Y ves Congar

I.

El «espíritu» de los filósofos (Walter Kem) 72 1. Primera orientación de la pregunta por el «espíritu» 72 2. El «logos» de la Antigüedad 73 a) Heráclito 73 b) Aristóteles 75 c) La Stoa 77

3. La filosofía del espíritu de Hegel 79 4. La «filosofía de la mente» 83 5. Reflexión provisional sobre la naturaleza del espíritu 84 II.

70

El «Espíritu Santo» en la historia y hoy (Tves Congar) 88 1. Israel 88 2. Iglesia primitiva 88 3. Problemática actual 89

III.

Objeciones críticas contra el discurso sobre el Espíritu Santo 91 1. El mundo no ha cambiado 91 2. Fomento del ii'racionalismo 92 3. Menosprecio de lo corpóreo 93 4. Sospecha de proyección 94 5. Historia del mundo e historia de la salvación 96

IV.

El Espíritu como principio vital presente en nosotros y en la Iglesia 102 1. El anhelo de interioridad 102 2. El gesto de la oración 104 3. Principio de libertad 106 4. Principio de una libertad no meramente internay espiritual 107 5. Impulsor de renovacionesy reformas 110 6. Carismas e Iglesia de base 113

V.

Teología de la tercera persona 115 1. Sobre la historia de una teología del Espíritu Santo 115 2. Tres que son uno 116 3. ¿Tres «personas»? 118 4. El Espíritu como consumacióny don de la consumación 121 5. Dos aproximaciones al misterio: Orientey Occidente (FilioqueJ 122

Artículos complementarios Acción y contemplación; antropología y teología; arte y religión; ateísmo y acui­ tamiento de Dios; autonomía y condición creatural; causalidad - azar - provi­ dencia; comunidad; confesiones y Ecumene; cristianismo y religiones del mundo; crítica y reconocimiento; cuerpo y alma; determinación y libertad; evolución y creación; experiencia cotidiana y espiritualidad; experiencia y fe; fenómenos naturales y milagros; historia del mundo e historia de la salvación; humanismos y cristianismo; ideología y religión; Iglesia; Ilustración y revela­ ción; lenguaje literario y lenguaje religioso; ley y gracia; materialismo, idea­ lismo y visión cristiana del mundo; muerte y resurrección; orden político y libertad; participación; persona e imagen de Dios; pluralismo y verdad; rea­ lidad - experiencia - lenguaje; reconciliación y redención; religión y política; secularización; símbolo y sacramento; sociedad y reino de Dios; solidaridad y amor; sufrimiento; tiempo y eternidad; tolerancia y pretensión de validez univer­ sal; tradición y progreso; trascendencia y Dios de la fe; utopía y esperanza.

71

EL «LOOOS» DE LA ANTIGÜEDAD

I.

E l «espíritu» de los filósofos

1.

Primera orientación de la pregunta por el «espíritu»

Sería difícil definir de en trad a el espíritu. ¿Dónde se podría, en tal caso, encontrar algo más conocido que perm itiera deslindar de todo lo demás lo menos conocido, el «espíritu»? «Espíritu» es una palabra originaria que no se puede circunscribir m ediante ciertas determinaciones. A prim era vista, el espíritu parece per­ tenecer a una sola especie de vivientes terrestres, a nosotros los hom bres (y así es, en efecto). ¿Se trata, pues, de una obra cum bre de la evolución biológica? U na segunda m irada descubre que el espíritu constituye en el cam po del sujeto la correspondencia de todo lo que es posible en el cam po del objeto; por tanto, no sólo de la vida, sino tam bién del ser en general. Pero sobre esto volveremos más adelante. ¿Cómo definir y de-lim itar, pues, el «espíritu»? ¿No queda, entonces, o tra alternativa que com pendiar y ca­ racterizar todo lo que, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, el uso lingüístico hum ano ha designado como «espíritu»? Pero si alguien se propusiera escribir con la m ayor im parcialidad po­ sible una «historia del espíritu», por fragm entaria que fuera, cae­ ría en la nueva tram pa de esta expresión, que W ilhelm Dilthey introdujo hace unos cien años, reduciendo el espíritu, en el marco de su distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, a un modo de vida especial y más evolucionado. La historia del espíritu es m ucho más am plia que la «historia del espíritu» de Dilthey y difiere esencialmente de ella. El espíritu que habla sobre sí mismo se mete en un cam po ajeno, «sin acotar», en m ayor m edida que cuando habla sobre cualquier otro tema. Esta podría ser la forma originaria del «círculo hermenéutico», de un esfuerzo de comprensión cerrado circular­ mente. No obstante, la referencia a la historia del espíritu para conocer el significado de este térm ino es legítima. Pero ¿en fun­ ción de qué se ha de hacer la inevitable selección? Q uien en los prolegómenos de una teología del Espíritu Santo 72

pregunta por el concepto y significado genérico de «espíritu» en nuestro espacio cultural, se ve rem itido a la m archa configurativa de la historia del pensam iento europeo; en otros ám bitos habría que analizar la Bhagavadgita, por ejemplo. T am bién los datos que vamos a exponer orientan de antem ano nuestras pesquisas en determ inadas direcciones y nos llevan, por ejemplo, a preguntar por la universalidad del espíritu en el m undo, incluso por el m undo como espíritu, o por la trascendencia del espíritu hu­ mano. Como nuestra reflexión «conclusiva», de carácter más bien sistemático, toca los temas fundam entales de la alta esco­ lástica, la encuesta histórica puede limitarse a algunas formas representativas del pensam iento antiguo, por un lado, y a Hegel, exponente de la m oderna filosofía del espíritu, y a una m irada — basada en Jo h n M acquarrie— a la actual «filosofía de la mente», por otro (-» cristianismo y religiones del m undo; m a­ terialismo, idealismo y visión cristiana del m undo).

2.

E l «logos» de la Antigüedad

a)

Heráclito

Parménides (5)1 form uló de modo insuperable no sólo la corres­ pondencia, sino tam bién la identidad — ¿cómo entenderla?— en­ tre el pensam iento y el ser; y, un poco más tarde, Anaxágoras (12) atribuyó expresam ente a la razón la autoría del m undo. No obstante, fue H eráclito de Éfeso (hacia el 500 a.C .), llam ado «el Oscuro», quien entre los prim eros filósofos griegos dijo cosas más esclarecedoras sobre la razón, que es com ún a todos los hom bres vigilantes e insondable en el individuo y que, como logos del m undo, rem ite a una unidad suprem a: «lo sabio». «El pensam iento es com ún a todos» (113), «común» en po­ tencia y como im perativo. Porque: «Es preciso seguir lo común. Pero, aunque el logos es com ún, muchos viven como si tuvieran un conocim iento propio» (2). Son «gentes que no saben escuchar ni hablar» (19). «No lo com prenden (¿lo “ sabio” ?) aunque lo ' Los núm eros designan los fragm entos B de H . Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker I (71954).

73

EL «LOGOS» DE LA ANTIGÜEDAD

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

oigan; por eso, son como sordos. El proverbio se lo atestigua: “ Presentes, están ausentes” » (34). Se entregan a «juegos de ni­ ños» (70) y son como un «tropel de chiquillos» (52). «Los vi­ gilantes tienen un m undo único y común; de los durm ientes, en cambio, cada cual se centra en su propio m undo» (73). De ahí la conclusión: «No hay que actu ar y hablar como los durm ientes» (73). Porque «ellos se divorcian del logos, con el que, sin em bargo, tienen un contacto muy estable, y por eso les parecen extrañas las cosas con que se encuentran a diario» (72). Y H eráclito con­ cluye: «Si uno quiere hab lar con razón, tiene que fortalecerse con lo común a todos», es decir, con la razón, como explica el juego de palabras xyn noi (con razón) = xynói (a lo com ún) (114). Sobre el individuo que vive lo com ún con espíritu vigilante dice H eráclito lapidariam ente: «Yo me estudié a mi mismo» (101). Y he aquí lo que averiguó: «Los límites del alm a no los puedes encontrar cam inando, aunque recorras todos los senderos imaginables: ¡tan profundo es el logos que tiene!» (45). Esto obe­ dece, en últim a instancia, a que «es propio del alm a el logos que se acrecienta a sí mismo (logos heauton auxon)» (115). Pero tam bién aquí vuelve a refugiarse H eráclito en la com unidad de los seres hum anos y de su destino esencial: «A todos los hom ­ bres se les ha otorgado conocerse a sí mismos y pensar correc­ tam ente» (116). ¿Por qué el alm a del hom bre no se acaba m erced a su logos? «¿Cómo puede uno ocultarse a lo que nunca perece?» (16). Es «lo sabio», que im pregna y abarca a los hom bres y al m undo. «Si no me han escuchado a mí, sino al logos, entonces es sabio decir, conforme al logos ( homologein), que todo es uno» (50). «Este m undo, el mismo para todos, no lo ha hecho un dios ni el hom ­ bre, sino que siempre existió, existe y existirá...» (30). Pero «lo sabio es sólo una cosa: estar versado en el pensam iento que dirige todo hacia lo sabio» (41). Y así se abre la perspectiva: «De todos aquellos cuya p alab ra he escuchado, ninguno llega a conocer que lo sabio es algo separado ( kechórismenon) de todo» (108). «La dis­ posición invisible es más fuerte que la visible» (54). «U na sola cosa, lo único sabio, debe y no debe designarse con el nom bre de Zeus» (32)... No obstante, ante lo que «gusta de ocultarse» (cf. 123), hay que afirm ar del hom bre, de todo hom bre indivi­ dual en lo concerniente al destino en la tierra: «Viviendo está 74

en contacto con los m uertos en el sueño; en la vigilia está en contacto con los durm ientes» (26). ¿Es equivocado o elitista afirm ar que las palabras de H erá­ clito, al parecer tan crípticas, hablan claram ente por sí solas? b)

Aristóteles

Si para Platón «el espíritu es, por una parte, la facultad que capacita al hom bre p ara la contem plación de las ideas atem porales y eternas y, por o tra (en el últim o Platón), la potencia cósmica de la razón del ser y del m undo» (Puntel 206), Aris­ tóteles (384-322 a.C.) aborda esto de una form a nueva, que va a influir decisivam ente en el pensam iento de la alta Edad M edia. El que estudia los principios del devenir natural, de la physis, llega a la convicción de que el alm a es la form a sustancial del cuerpo y está esencialm ente referida a la m ateria, que es su coprincipio. J u n to a esta convicción y sin conciliar con ella coexiste el aserto, procedente del origen platónico de Aristóteles, de que lo espiritual del hom bre no nace y perece con lo corpóreo-m aterial. La razón penetraría en el hom bre thyrathen, «desde la puerta», es decir, desde fuera, como «lo único divino» (736b28); estaría «separada» ( choristos) , sería «impasible» y no estaría «mezclada» con la m ateria, «y sólo esto es inm ortal y eterno» (De anima 111,5; 430al7-23). Estas elevadas frases sobre la razón como lo eterno en el hom bre no es algo que Aristóteles se limite a tom ar de la tradición: son, en esencia, el resultado de una sólida reflexión. A diferencia de los sentidos, la razón conoce las cosas no sólo tal como aparecen, sino como son realm ente. Es la facultad del conocimiento verdadero. No lo sería si estuviera «m ezclada» con algo distinto, «extraño», m aterial, pues esto se interpondría entre el sujeto cognoscente y el objeto a conocer e im pediría, «obs­ truiría», que el objeto fuera aprehendido en conform idad con la realidad, como en el caso de las gafas de color o de los propios órganos sensoriales hum anos. Por eso, el espíritu pensante como tal tiene que estar «separado (choristos) del cuerpo» (111,4; 429al8-b5). Sólo así se garantiza que el espíritu no esté ocupado de antem ano por algo determ inado (lo cual llevaría a prejuicios), sino abierto a todo; más aún: él es, «en cierto modo, todas las 75

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

cosas»; del mismo modo que la m ano es el instrum ento de los instrum entos, así el espíritu es la forma de las formas (mentales: eidos eidon. 111,8; 431b21.432als). En una línea parecida, el sabio Laotse com paró la capacidad receptiva del alm a hum ana con un espejo infinitam ente terso y límpido. Aristóteles insiste tanto en que el espíritu, por actu ar en vir­ tud de su propia esencia, es pura energía y, por tanto, «lo único inm ortal» (111,5; 430al8.2), que la posterior interpretación «he­ terodoxa» de Averroes — según la cual los hom bres m ortales sólo participan, m ientras viven, del único espíritu, com ún a todos, que m ora en ellos procedente de fuera— está históricam ente fun­ dada, en contra de Tom ás de Aquino, el cual tra ta de idear lo más difícil: que el espíritu, con su apertu ra infinita, es parte esen­ cial del hom bre finito individual y, en realidad, lo constituye. Lo que la psicología de Aristóteles dice con una cierta in­ determ inación sobre la única razón existente en o sobre la h u ­ m anidad partiendo del hom bre, lo afirm a con gran claridad su metafísica, que se eleva sobre el m undo em pírico y asciende a Dios, fundam ento trascendente de su m eta y de su sentido. El pasaje más com entado (y, muchas veces, erróneam ente inter­ pretado; cf. K rám er 159s uo) de la Metafísica ( X I I,7; 1072bl430) dice del Dios principio, del que «dependen el cielo y la n a­ turaleza»: Su vida es lo excelente en el m áxim o grado, y ello perpetuam ente. Porque su energía es al mismo tiem po gozo. Pero lo más gratificante es el pensam iento, y el pensam iento más ex­ celso tiene por objeto lo mas excelso. Por tanto, la razón se piensa a sí misma; la razón y lo «percibido» son una misma cosa: «pen­ sam iento del pensam iento» (X II,9; 1074b34). La autocontem plación de Dios no es una teoría inerte: en él m ora la vida. Por­ que la energía de la razón es vida, y la energía de Dios es en sí misma vida suprem a y eterna. Aristóteles repite: «vida y d u ra ­ ción perpetua, eterna: eso es Dios» (con este pasaje, sin comen­ tario alguno, concluye Hegel su Enciclopedia de las cienciasfilosóficas 21827). El Dios espíritu, el «m otor inmóvil», en realidad viviente en grado suprem o, m antiene el orden del universo (X II, 10; 1075al 1-25), que está orientado hacia él como hacia lo buscado y añorado ( X I I,7; 1072b3) ( —►cuerpo y alm a).

76

c)

La Stoa

La Stoa fue el m ovim iento intelectual más im portante a lo largo de medio milenio. El estoicismo antiguo, en el que vamos a cen­ trar nuestra exposición, fue fundado en el siglo III a.C. por Zenón; su «teólogo» fue Oleantes ( Himno a Z eus)> su sistematizador, Crisipo. El principio central de la visión estoica del m undo y del hom bre es el logos: nada ni nadie puede sustraerse a sus leyes; él abarca y gobierna el cosmos y fija al hom bre su destino esencial, el objetivo de su vida. Lo mismo en el macrocosmos que en el microcosmos, el espíritu es — y debe ser— el poder que configura y gobierna todo. Esto es más sorprendente porque los estoicos no pueden con­ cebir el espíritu sin una corporeidad sutilísima y porque la génesis del m undo presupone la m ateria, si bien totalm ente pasiva, de modo que no cabe hablar — contra Pohlenz— de una verdadera creación por parte del logos. El principio del m undo que confi­ gura activam ente todo es denom inado, adem ás de logos, physis. La physis contiene en sí misma la capacidad de autom overse y la com unica a todo lo que se halla en devenir. En esta función está íntim am ente unida al fuego, el más activo de los elementos, extremo en el que, como en algunos otros, los estoicos enlazan con H eráclito. Así, para Zenón, la physis es «el fuego que con­ figura artísticam ente y que procede a la creación por vías me­ tódicas» (Pohlenz 1,68). A ctúa con conocim iento de causa, como el artista, y con la providencia universal e infalible que ordena todo racional y enteram ente en busca de la arm onía perfecta; en este punto, los estoicos no dejan m argen p ara las dudas. La fuerza prim igenia crea de acuerdo con leyes fijas, y como nada puede oponérsele, «lleva a cabo todo con la misma necesidad, igual el giro eterno de las estrellas que el m ovim iento de mi dedo meñique». Según Crisipo, tal fuerza es «la ley racional según la cual ha sido hecho lo hecho, se hace lo que está en devenir y se hará lo futuro» (102). El fundam ento de la acción y de la m eta del m undo, que es a un tiem po providencia consciente y nece­ sidad fatídica, logos y physis, es equiparado, finalmente, con la razón suprem a de Dios, con el propio Zeus. Es tanto fuego pen­ sante como espíritu ígneo, y como alm a del universo prodiga por doquier m ovim iento y vida. 77

ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

Las cosas terrenas participan del logos m erced al orden, que preside el cosmos entero, m erced a la diakosmésis. Todas y cada una de ellas poseen los logoi spermatikoi o fuerzas germinales de la razón; en ellos se manifiesta y con ellos se com unica la razón cósmica, la ley eterna. La peculiaridad de las cosas depende de su respectiva participación del espíritu, de diferente intensidad y pureza, de su pneuma. «Por eso hay una jerarq u ía del ser en la que, sobre una base general, se desarrollan formas de existencia superiores m ediante el increm ento del contenido de pneuma» (Pohlenz 183). Los grados inferiores, plantas y animales, son sólo la infraestructura de los superiores: del desarrollo del logos en el hom bre. T am bién en el hom bre, y en él particularm ente, la ver­ dadera sustancia es el pneuma. El pneuma une al hom bre con la divinidad. Pero tam bién organiza todo su ser y actuar; es la «causa que m antiene unido» todo m ediante la «tensión espiri­ tual» (42s). Las impresiones sensoriales son percibidas en la su­ perficie del cuerpo por los órganos encargados de ello y luego son conducidas al centro del alm a por las corrientes de pneuma que circulan en ellos. El pneuma facilita tam bién la procreación y hace posible el lenguaje. M ás aún: Oleantes atribuye el acto de cam inar a una corriente de pneuma que el corazón envía a los pies... (87.91). El logos es, sobre todo, el que da al hom bre la capacidad de form ar conceptos. «Así puede él elevarse por encim a de las impresiones m om entáneas, otear el pasado y el Futuro» y «construir su vida de cara a una m eta», m ediante una libre decisión que él tom a en virtud de su actitud aním ica global (89). En esta función del logos p ara la existencia ética del hom bre, único ser que distingue y realiza el bien y el mal, pone gran énfasis la Stoa. «¿Cuál es la esencia específica del hom bre? La razón. Por ella supera a los anim ales y sigue a los dioses. C uando la razón m an­ tiene su integridad y está plenam ente desarrollada, el hom bre alcanza la felicidad» (Séneca, siglo i d.C ., Carta 76,9s; Pohlenz 1,113). «El logos individual es una parte del logos cósmico y no difiere esencialm ente de él» (Pohlenz 1,133). Por eso, la norm a del logos rige incluso para la más insignificante acción cotidiana; todo lo dem ás son sólo allotria. El hom bre tiene que llegar a ser lo que es. Eso es lo im portante. Se logra cuando el hom bre se centra en su propia esencia, se «encasa» en ella (casa = oikos), 78

LA FILOSOFÍA DEL ESPÍRITU DE HEGEL

se hace acorde con ella o, más exactam ente, se consagra a ella (o ik é io sis). Esto significa — según la fórm ula y norm a de la gtoa vivir en consonancia con el logos (homologumenós zen; cf. 116-118). Sólo lo logra perfectam ente, en raras ocasiones, el sabio ideal del estoicismo. En él, al logos interno, a su daimon bueno, responde la endemonia, la felicidad de su existencia externa. Pero tam bién el estoico norm al am plía su solicitud más allá de sí mismo, de sus allegados y de su propia y lim itada polis y, tra ­ zando círculos cada vez más amplios, term ina por englobar en ella a la hum anidad entera, a la cosmopolis. Ésta se m antiene unida y estructurada m erced a la ley cósmica divina, que es tam ­ bién el derecho natural del hom bre, de todos los hombres (115.133). 3.

La filosofía del espíritu de Hegel

No hay que m inim izar ni disim ular el salto de la Stoa a Hegel. Porque han quedado por decir m uchas cosas sobre la Antigüe­ dad, e incluso sobre los estoicos, por ejemplo sobre la distinción del estoicismo m edio (siglo ii/i a.C .), tan im portante p ara la teoría trinitaria cristiana, entre el logos endiathétos, que actúa en el interior del hom bre, y el logos prophorikos, que se abre paso hacia fuera m ediante la voz. Con m ayor razón habría que hablar de la m oderna filosofía de la subjetividad que, desde Descartes hasta K ant y Fichte, precedió a Hegel. En la Crítica de la razón práctica (1788) de K a n t encontró su expresión más consecuente el ethos de la razón y del deber de la Stoa: como ley operativa del yo inteligible, inteligible porque, según Hegel (ed. Glockner II, 147), «el yo es el nosotros, y el nosotros es el yo». No obstante, nadie ha pretendido de form a tan resuelta y unilateral y gran­ diosa como Hegel (1770-1831) encontrar la estructura intelec­ tual del hom bre, su determ inación por el espíritu, tan central para la Stoa, en las estructuras lógicas de la realidad como tal, en la historia cultural de la hum anidad y en el ser y el obrar del propio Dios-Espíritu (cf. K ern 1979). Lo que constituye el pensam iento sobre las cosas no es un simple concepto externo de las mismas, conceptualísticam ente entendido: su verdadero concepto es, más bien, la propia cosa 79

ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

real, m ucho más real que «la vertiente de lo palpable y del exis­ tir-fuera-de-sí sensorial» ( Wissenschaft der Logik 1-111,1812-1816, o 1 ,21831; ed. Lasson 1923,1,32) de los objetos con que tratam os. La lógica tra ta del «pensam iento en tanto que es la cosa en sí misma» o de «la cosa en sí misma en tanto que es el pensam iento puro» (30). Según esto, las «determ inaciones inm anentes» del pensam iento, los conceptos, coinciden con la «verdadera n a tu ­ raleza de las cosas»; am bas poseen el mismo e idéntico contenido (26). Y del mismo modo que el m undo externo constituye un cosmos, así tam bién esta interna estructura conceptual suya. Por encim a de los múltiples conceptos particulares está «el concepto en sí mismo», o más bien subyace a ellos como «la base sustan­ cial». Y cada uno de los diferentes conceptos es «una determ i­ nación formal, un m om ento de la form a en cuanto totalidad, del propio concepto». Este no es contem plado ni representado sensi­ blemente; es sólo «objeto, producto y contenido del pensam iento y la cosa existente en sí y para sí, el logos, la razón de lo que es, la verdad de lo que lleva el nom bre de las cosas». Es «lo más íntim o de los objetos, su mero pulso vital». El logos fundam ento «pulsa» en los conceptos particulares, en sus propios momentos (de movere,mover), y se une en una especie de organism o cósmico de la lógica (18s). De todos modos, el entendim iento se detiene en los conceptos particulares y los conserva. Pero la razón los «volatiliza», ne­ gativam ente, trasladando toda determ inación a su contrario y, positivamente, «gestando así lo universal y com prendiendo en él lo especial». Este m ovim iento espiritual, «el desarrollo inm anente del concepto», constituye la dialéctica hegeliana (6s), que no es sólo un m étodo subjetivo de conocimiento, sino «la m archa de la cosa misma» (36). Como conclusión de su Lógica (Lasson 11,487-499), Hegel describe los tres pasos del «m étodo absoluto» de la dialéctica (1) de la generalidad inm ediata, im plícita o abs­ tracta, pasando por (2) las determ inaciones o especificaciones separadoras, a la (3) generalidad ya plena o concreta, que «se realiza m ediante el ser-otro y converge consigo misma m ediante la absorción de esta realidad (lo especial)» (11,498). La dialéctica describe al mismo tiem po la acción y la naturaleza del espíritu: el espíritu es «el ser constituido por el m ovim iento de conser­ var ( = 3) y desarrollar en su ser-otro ( = 2) la igualdad consigo 80

LA FILOSOFIA DEL ESPÍRITU DE HEGEL

mismo» ( = 1); más brevem ente: «la unidad consigo mismo en el ser-otro» o «el existir cabe sí en el ser-otro» (ed. Glockner 11,577; X V II,348; V I,49). «Espíritu es la unidad viva de lo m úl­ tiple», había escrito ya Hegel en su juventud (1800; ed. Nohl 347). Hegel form uló la ley fundam ental de la dialéctica del es­ píritu partiendo tanto del desarrollo del hom bre individual como de la historia educativa de la hum anidad (cf. K ern 1980; 1981). Para hacer plausible su idea de que la realidad está íntim a e intrínsecam ente determ inada por el espíritu, Hegel recurrió a la fe cristiana en la creación: puesto que Dios es espíritu, su obra tiene que d a r testimonio de ello. M ayores dificultades creó a H e­ gel, lo mismo que antes a la Stoa, trasladar el carácter de espíritu del m undo existente, de la naturaleza creada por Dios, al m undo cultural creado por el propio hom bre, a la historia de la h u ­ m anidad. Pero ¿no es el hom bre im agen y semejanza de Dios, según la Biblia (Gn 1,26)? Y si la razón actúa en la criatura irracional, ¿cómo no va actu ar en el hom bre, que es una criatura racional? A nte los hechos fatales, el filósofo de la historia Hegel tiene que recurrir a la «astucia de la razón», en virtud de la cual el «espíritu del m undo», desm em brándose en el «espíritu nacio­ nal» de la hora histórica correspondiente, utiliza a los grandes personajes de la historia universal — a Alejandro M agno o a N a­ poleón, por ejemplo— como ejecutores de sus fines superiores, sin que tales personajes, y m ucho menos las masas, lo quieran o lo sepan. U n a necesidad superior im pera en y sobre el arbitrio de la libertad hum ana: la necesidad del espíritu. Pero no se puede negar que la «visión intelectual del universo» de Hegel ( Wis­ senschaft der Logik, ed. Lasson 1,31) resulta precaria. A priori tienen que parecer mayores las posibilidades de en­ contrar en el arquetipo del espíritu hum ano, en el propio Dios, la ley dialéctica fundam ental del espíritu. P ara Hegel 2, la his­ toria religiosa de la hum anidad culm ina en la fe cristiana en el Dios uno y trino. Si la religión ju d ía de la sublim idad quedó fascinada ante la infinitud de su Dios Señor absoluto y trascen­ dente, y si los griegos evocaron la más bella finitud en sus «dei­ dades plásticas» (142), los dos momentos de lo infinito y lo finito Vorlesungen über die Philosophie der Religión (1821-1831), ed. Lasson II/2 (*929); cf. K ern 1979, 70-78.

81

ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

se unen en la historia trinitaria de D ios (54), que engloba la historia del m undo: «El espíritu es la historia divina, el proceso de dis­ tinguirse y dirimirse... retornando a sí mismo» (65). Dios en su eternidad, considerado «antes» de la creación del m undo, es lo infinitam ente absoluto en sí, en la generalidad del pensam iento puro; al parecer, Hegel habló en alguna ocasión del «reino del Padre» (cf. 30s, nota 1). Pero «la naturaleza del espíritu es m a­ nifestarse, objetivarse; su acción y su vitalidad» (33) consiste en revelarse. Porque la religión cristiana es esto: «Espíritu p ara el espíritu». Dios «no crea el m undo de una vez por todas, sino que es el C reador eterno...; tal es su concepto, su determ inación» (35). La generalidad de la prim era «forma» de Dios siempre se ha superado ya en dirección a lo otro de sí misma, a las espe­ cificaciones de la «segunda forma», al «reino del Hijo», que in­ cluye la creación del m undo y la encarnación de Dios en Jesús de N azaret. Para Hegel, todo el «m undo de la finitud» (85) es, en sentido amplio, hij© de Dios. Y Hegel cree poder dem ostrar que esto tiene que expresarse aquí y ahora (o allí y entonces: en Palestina en tiempos de Augusto) en la «existencia más finita», oculta y perdida (132) de un individuo hum ano que fue de forma singular y exclusiva Hijo de Dios. Con la m uerte expiatoria de J e sú s por nosotros en cuanto «m om ento del espíritu» (158s, nota 3), se «llevó al extrem o... la lim itación de la conciencia» (158). Y con la resurrección de J e sú s y el envío del espíritu en Pente­ costés, tal lim itación se transform a en el «reino del espíritu» per­ fecto e infinito. «La particularidad de la idea divina... en forma de un ser hum ano sólo se consum a en la realidad “ reconduciendo” a los m últiples individuos a la unidad del espíritu, a la com unidad, y existiendo allí como autoconciencia real general» (164). La com unidad cristiana es «el espíritu existente» (198), porque en ella Dios «llega a su verdad y realidad perfecta» (E nzyklopadie 3, §381, adición). La particularidad de Jesús está superada en la universalidad del Espíritu Santo dado al m undo, a todas sus regiones y a todas las épocas. T al es la historia, a un tiempo eterna y tem poral, de Dios con el m undo de los hombres: como espíritu único y universal (-*• historia del m undo e historia de la salvación; m aterialismo, idealismo y visión cristiana del m undo; reconciliación y redención). 82

4.

La «filosofía de la mente»

D u r a n te el ú ltim o c a m b io d e sig lo , la filo so fía in g le s a e s tu v o d o ­ m in a d a p o r u n m a r c a d o n e o h e g e lia n is m o . P e r o la p o s te r io r «fi­ lo so fía d e la m e n te » d e jó d e c o n s id e ra r a l e s p ír itu c o m o la r e a ­ lid a d f u n d a m e n ta l y — e n c o n s o n a n c ia c o n la n u e v a c o n c ie n c ia e m p ír ic a , m á s a c o r d e c o n la tr a d ic ió n in g le s a — só lo v io e n él u n f a c to r m á s d e l m u n d o . E s ta filo so fía n o s b r i n d a el e je m p lo d e u n a te o r ía d e l e s p ír itu p o s id e a lis ta y a c tu a l. El «realista» Ch. D. Broad (1887-1971; T h e M in d and its Place in N ature) trató de definir por una vía empírica, en la m edida de

lo posible, el estatuto del «espíritu», apoyándose en fenómenos parapsicológicos como la telepatía. Dentro de los límites de un empirismo estricto, creyó que este procedimiento perm itía es­ tablecer algo, no sobre un alm a inmortal del hom bre, pero sí sobre un «factor psíquico» que sobrevive durante un tiem po des­ pués de la m uerte, el cual sería una fornia sutil o «característica emergente» de la m ateria/energía. M ayor eco encontraron G ilbert Ryle (1900-1976) y su obra T he Concept o f M in d (1949). Su empirismo, unido a un riguroso análisis lógico y lingüístico, se enfrenta polém icam ente al d u a­ lismo de Descartes: «el espíritu (ghost) en la m áquina». Según Gilbert Ryle, el espíritu (la «mente») y el cuerpo son insepara­ bles. Ryle analizó detenidam ente las diferentes actividades psí­ quicas del hom bre y llegó a la conclusión de que tales actividades pueden explicarse sin suponer ningún agente interno, contra lo que sugieren erróneam ente los sustantivos «espíritu», «alma», «inteligencia». Peter Strawson (*1910; Individual j, 1959) elaboró una «me­ tafísica descriptiva» que supera los planteamientos de Ryle. Ci­ temos un ejemplo significativo: cuando yo digo «Juan quiere a su mujer», expreso una conducta empíricamente observable, que es la paradigm ática para Ryle. Pero cuando digo «yo quiero a mi mujer», no indico que he observado mi conducta, sino que describo una actitud que experimento directam ente como per­ sona que am a (loving agens). Y sin embargo, el verbo «querer» tiene en los casos el mismo sentido, que parece poseer una acep­ ción o referencia interna y otra externa que no pueden reducirse a una sola vertiente, al aspecto meramente empírico del espíritu. 83

ESPIRITU Y ESPÍRITU SANTO

REFLEXIÓN PROVISIONAL

En una línea distinta se sitúa la metafísica de C. L. M organ, S. Alexander y A. N. W hitehead, que en una filosofía natural evolucionista encuentran lugar no sólo para formas finitas del espíritu, sino tam bién para el espíritu cósmico-universal. Además defienden un pampsiquism o que atribuye a toda realidad un do­ ble polo, físico y psíquico (—►evolución y creación; participa­ ción).

turas. Se tra ta de una diferencia de alcance infinito. Dios es ser; es según Tom ás de Aquino, el esse ipsum, el propio ser. Las cria­ turas sólo tienen ser según su modo finito, sustancial o accidental, cualitativo o relacional. Pero ¿qué tienen que ver estos breves datos sobre la analogía entis con la supuesta estructura espiritual de la realidad? Sobre esto puede arrojar alguna luz la tesis segunda de la ontología clásica sobre las propiedades trascendentales de todo ente. El significado de la palabra «ente» puede explicarse conceptualm ente como «algo a lo que le com pete el ser». Así queda patente una tensión entre un «quid», una esencia o form a en el sentido más amplio, por un lado, y un «quod» o hecho de que a tal «quid» le compete un ser y, por tanto, un acto (actualidad) o — en términos aris­ totélicos— una energeia, por otro. El m om ento «quid» es la formafundam ento más universal — específica para cada ente— de la inteligibilidad. Aristóteles describe operativam ente lo que no­ sotros llamamos con-cepto en estos términos; «el “ ¿qué es esto?” » (to ti e stin ); «lo que da respuesta a la pregunta “ qué es esto” ». El segundo m om ento de la com petencia del ser es de otro género; es activo, energético. La form a es o deviene acto; la esencia re­ clama realidad y eficiencia; el «algo» tiende a la realización, «quiere» ser. En la estructura óntica que m edia entre el «quid» y el «quod» se anuncia una estructura espiritual. La filosofía escolástica afir­ m aba estas dos tesis sobre los trascendentales: «omne ens est verum», todo ente es verdadero — es decir, está referido al conoci­ miento por su «quid»— , y «omne ens est bonum », todo ente es bueno, es decir, susceptible de ser querido en razón de su «quod». Las cosas aparecen como verdaderas y buenas en su estructura óntica cuando son consideradas en relación con el espíritu. La relación con el espíritu en cuanto cognoscente establece su verdad; la relación con el espíritu en cuanto capaz de am ar y querer es­ tablece su bondad. En sentido originario y originante, esto se aplica al espíritu del Dios creador; la relación del espíritu hum ano con la realidad es secundaria, subsiguiente. A hora bien, así se ha determ inado básicamente la form a de actu ar y el modo de ser del espíritu, su estructura doble y única como razón (que conoce) y como vo­ luntad (que am a).

5.

Reflexión provisional sobre la naturaleza del espíritu

En un prim er resum en podemos afirm ar lo siguiente: 1.

2.

3.

4.

La reflexión sobre el espíritu se basa en la experiencia que los hom bres hacemos con nosotros mismos, con nuestro pen­ sam iento y con nuestro querer. En tal experiencia no nos percibimos como un yo aislado, sino como un yo abierto a la com unidad («en vigilia», diría Heráclito) del «nosotros» hum ano, a una solidaridad y a una convivencia auténtica y libre. El fundam ento profundo de tal com unidad en el espíritu es el prototipo incondicionado e infinito de espíritu denom i­ nado «Dios». Como el m undo es creación de Dios, cabe esperar que haya en él, incluso en el aspecto en que no es de naturaleza hu­ m ana, estructuras espirituales.

Partiendo de la citada universalidad — centrada en sí misma y articulada en múltiples grados— del espíritu en el hom bre, en Dios y en el m undo, hay que decir algo sobre la tesis clásica de la analogía del ente, tanto de este concepto como de la realidad que en cada caso responde a él. Sus ám bitos coinciden en que les compete el ser; pero a la vez son fundam entalm ene distintos por el modo en que puede afirmarse de ellos tal cosa. Y eso es lo que significa la analogía: coincidencia diferenciada, deseme­ jan za (el cuarto Concilio de Letrán, 1215, dijo, incluso, «mayor desemejanza»; DS 806) dentro de la semejanza en la «posesión del ser». H ay diferencia, sobre todo, entre el C reador y las cria­ 84

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REFLEXIÓN PROVISIONAL

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

El idealismo alem án 3 hizo suya la gran tradición filosófica — sin conocer bien la escolástica medieval— cuando trató de concebir el espíritu como la realización de la identidad del sujeto y el objeto. T al identidad se realiza cuando el cognoscente aloja en sí mismo el objeto en tanto que conocido, y cuando el am ante se vuelca sobre el am ado y se entrega a él. Las dos funciones básicas no se hallan yuxtapuestas sin conexión alguna; en el fondo son inseparables. Es obvio que nada puede ser querido si no es conocido («nihil volitum nisi cognitum »). Pero tam bién el conocimiento verdadero presupone que el sujeto de la volición no se cierre librem ente a la realidad, sino que se abra a ella. La frase del evangelio (Jn 8,32) «la verdad os h ará libres», la com­ pleta Hegel (ed. Glockner 10,31) con la frase contraria: «La ver­ dad hace libre al espíritu — como ya dijo Cristo— ; la libertad lo hace verdadero». La verdad y la libertad, el conocim iento racional y la voluntad am orosa se condicionan y se interpenetran. El es­ píritu es las dos cosas juntas. Se da en él, entre sus dos momentos funcionales, la «pericoresis» o circumincessio de que habla la teo­ logía trinitaria (cf. infra, pp. 116ss) 4. Tam bién la teología cris­ tiana desde su prim era época, o al menos desde Agustín, vio en la estructura deducida del espíritu hum ano un reflejo de la vida una y trina de Dios, de modo que, partiendo de tal estructura, es posible, si no deducir, sí explicar dicha vida; del mismo modo que todo conocimiento se expresa en su palab ra cognitiva — ini­ cialm ente interna— , así tam bién Dios como Padre se conoce en su P alabra eterna, el Hijo; del mismo modo que el am or se con­ suma en la unión de los am antes, así la relación am orosa del Padre y del Hijo es la tercera persona en Dios, llam ada Espíritu Santo. Hegel trató de interpretar la T rinidad intradivina o «in­ m anente», ju n to con la «disposición salvífica» de Dios sobre la hum anidad (la «T rinidad económica»), como la historia ontológica del espíritu divino-hum ano. Pero no sería difícil m ostrar que Hegel se obsesionó con la ley funcional de un logos concebido

demasiado unilateralm ente en términos griegos, con la ley del espíritu cognoscente y de su necesidad 5. H acia el 350, M arcelo de A ncira (De incamatione... 8; PG 26,996) esboza un panoram a más am plio y más fecundo: «El Logos e Hijo del Padre, unido a la carne, se hizo carne, hom bre pleno y perfecto, para que los hombres, unidos al Espíritu, lleguen a ser un solo espíritu (pneuma)» en am or y libertad (-* antropología y teología; persona e im agen de Dios).

* Ejem plo: G. W. F. H egel, Grundlinien der Philosophie des Rechts (1821) 4. P ara el anterior epígrafe 5, cf. K ern 1964. 4 1 omás de A quino (De virt. in communi 7) dice del verum et bonum: se invicem circumeunl; Hegel (ed. G lockner 1,301) habla de u n a «originaria identidad bi­ lateral».

5 Cf. L. O eing-H anhoff, Hegels Trinitátslehre: T heol. u. Philos. 52 (1977) 378-407. Cf. W . K ern , Dialektik und Trinitát in der Religionsphilosophie Hegels'. Z K T h 102 (1980) 129-155; tam bién puede leerse con fruto, en parte, Das Verhaltnis von Erkenntnis und Liebe ais philosophisches Grundproblem bei Hegel und Thomas von Aquin: Scholastik 34 (1959) 394-427, espec. 414-427.

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W alter Kern [Traducción: M . Olasagastt]

87

PROBLEMÁTICA ACTUAL

II.

1.

E l «E spíritu Santo» en la historia y hoy

Israel

La enseñanza tradicional del cristianismo, que tiene raíces judías, contiene una afirmación que resuena en todas las épocas y en todos los lugares. D ada la pluralidad de fuentes, es sorprenden­ temente homogénea. Dice así: Dios está presente y actúa en nues­ tra vida m ediante un poder que no coacciona; nosotros lo lla­ mamos «Espíritu Santo». H e aquí algunos testimonios, seleccio­ nados entre cientos: Los setenta ancianos que asisten a Moisés (hacia el 1230 a.C .): «T an pronto como el Espíritu reposó sobre ellos, cayeron en trance profético» (Nm 11,25). Samuel a Saúl (hacia el 1040 a.C.): «Encontrarás un grupo de profetas... El espíritu del Señor vendrá sobre ti y tú caerás en trance como ellos y te transfor­ m arás en otra persona» (1 Sm 10,5-6). Ezequiel (hacia el 580 a.C .): «Entonces me arrebató el espíritu...» (3,12). «Yo os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en vosotros. A rran­ caré el corazón de piedra de vuestro pecho y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vosotros...» (36,26-27). El profetismo característico de la historia de Israel es éste: «El Señor Dios me envió y envió su espíritu» (Is 48,16; alrededor del 550 a.C .). Los profetas d an a conocer las promesas de Dios: «Yo d erram aré mi espíritu sobre toda carne...» (Joel 3,1). De este texto dice Pedro el día de Pentecostés: ahora está sucediendo esto, como podéis com probar (Hch 2,17).

2.

Iglesia primitiva

Jesús ha llegado. El Espíritu es principio de su nacim iento, de su misión y de sus actividades. Y Jesús prom ete a sus discípulos: «C uando os lleven a los tribunales, no os preocupéis por lo que vais a decir... El Espíritu de vuestro Padre h ab lará por medio de vosotros» (M t 10,19-20). «Si uno no nace del agua y del Es­ 88

píritu, no puede e n trar en el reino de Dios» (Jn 3,5). «Yo rogaré al Padre, y él os d a rá otro abogado..., el Espíritu de la verdad» (14,16). «Pero el abogado, el Espíritu Santo..., os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (14,26; 16,13). Ésta es tam bién la experiencia de la Iglesia y, puesto que la Iglesia es el «nosotros» de los cristianos, dentro de ella, la expe­ riencia de los discípulos, ya que, «por el único Espíritu, en el bautismo fuimos acogidos todos, judíos y griegos, esclavos y libres, en único cuerpo por el mismo Espíritu; y todos fuimos rociados con el mismo Espíritu» (1 Cor 12,13). «Así, el propio Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). ¿Cómo evocar los veinte siglos de esta historia? No obstante, es preciso aducir algunos testimonios. Ireneo (hacia el 180) con­ sidera que el Espíritu renueva sin cesar el contenido y el conti­ nente del cristianismo: la fe y la Iglesia (Adv. haer. 111,24,1). En su conocida Confesión, Patricio (f 460) n a rra su experiencia per­ sonal: «Tam bién en otra ocasión advertí que alguien oraba en mí — esta vez me pareció que yo estaba en mi cuerpo— y lo vi por encim a de mí, es decir, por encim a del hom bre interior, y allí oraba en voz alta entre suspiros. Yo estaba adm irado y sor­ prendido y pensaba quién podría estar orando en mí. Pero al final de la oración dijo que era el Espíritu. Entonces desperté y recordé las palabras del Apóstol: “ El Espíritu acude en auxilio de la debilidad de nuestra oración. Porque nosotros no sabemos lo que debemos pedir; pero el Espíritu en persona ora por no­ sotros con gemidos inenarrables” (Rom 8,26)» (§25s).

3.

Problemática actual

Como es natural, aquí no podemos escribir una historia de la espiritualidad, ni la historia de la santidad. U n a serie de hechos y de testimonios avalan la convicción de que hay una experiencia que consiste en el «goce del Absoluto» (J. M aritain). A unque puedan discutirse muchos de tales hechos y testimonios, quedan bastantes válidos. Hoy, como ayer y siempre, sigue habiendo vidas que cam bian por la acción del Espíritu. Recordemos este proverbio m usulm án: «Si te dicen que un m onte ha variado de lugar, créelo. Pero si te dicen que un hom bre ha cam biado su 89

ESPIRITU Y ESPÍRITU SANTO

carácter, no lo creas». El «carácter» reaparecerá probablem ente, pues uno reacciona siempre con lo que es. No obstante, es un hecho que ciertos hom bres y mujeres dan una nueva orientación a su vida, cam bian sus norm as de conducta, porque irrum pe en ellos súbitam ente una fuerza, un impulso que ellos atribuyen al Espíritu Santo. En tales casos pueden contem plarse nuevam ene las virtudes que ya Pablo denom inó «frutos del Espíritu Santo»: «am or, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dom inio de sí» (Gál 5,22-23). U no de los rasgos más im presionantes de esta historia es la coherencia y hom ogeneidad de tales testimonios, pese a la di­ versidad de las situaciones. N aturalem ente, se puede pensar que tal hom ogeneidad se debe a que las necesidades y las estructuras psíquicas son siempre las mismas. Nosotros no ignoram os este aspecto. Pero ¿es lícito considerar como simples visiones qui­ méricas lo que personas extrem adam ente ponderadas y creativas atribuyan a la iniciativa de otro? Se podría objetar que en todas las religiones e incluso en ciertas filosofías hay afirmaciones análogas. Baste recordar el cham anism o y la Stoa (con Crisipo y Séneca). A esto habría que responder que las analogías sólo lo son en parte; no son equi­ valentes a una vida anim ada y transfigurada por el Espíritu, a la vida de la Iglesia. De todos modos, el Espíritu actúa tam bién fuera de los límites visibles y oficiales de la Iglesia. Lo que se aduce como objeción, no lo es en realidad.

90

III.

Objeciones críticas contra el discurso sobre el E spíritu Santo

El m undo surgido de la Ilustración sospecha de nuestras afir­ maciones sobre el Espíritu Santo. Se le ha enseñado a desconfiar de cualquier explicación por una «causa» trascendente, no verificable. Está en favor del espíritu, pero de nuestro espíritu, no de ese desconocido que m ora más allá de las nubes. La sospecha se produce en m uchas direcciones. Sin pretender ser exhaustivos, vamos a m encionar algunas de las formas, desde la objeción más simple hasta la más clarividente, en que se manifiesta la sospecha (-» ideología y religión; Ilustración y revelación). 1.

E l mundo no ha cambiado

Los cristianos hablan de una nueva vida. M ás aún: dicen que con la resurrección de Jesús y con Pentecostés penetró en el m undo y está actuando en él el principio de un orden nuevo, el germen del futuro absoluto. Esto es dem asiado bello, dem asiado sublime. Es conocida la anécdota que suelen n a rra r los autores judíos. Alguien dice a un rabino: «H a venido el Mesías». El ra ­ bino se acerca a la ventana, echa una m irada a la calle y contesta: «No. Las cosas siguen igual». Los cristianos han hecho guerras, incluso unos contra otros y, a veces, con más crueldad que contra los no cristianos. «Algunos santos aprobaron las cruzadas y la Inquisición. Yo no puedo sustraerm e a la idea de que se equi­ vocaron. Y tam poco puedo rechazar los dictámenes de la con­ ciencia», escribía Simone Weil en 1942. Y ésta fue una de las razones que le im pidieron e n trar en la Iglesia. Los hechos son los hechos. Pero es preciso juzgar adecua­ dam ente las cosas, es decir, en el contexto histórico, que aclara el texto. Pablo dice que, de m om ento, sólo poseemos el Espíritu como «prenda» (cf. 2 C or 1,22; 5,4-5; Rom 6,5s; 8,18-25). Los exegetas modernos expresan esta situación m ediante la dialéctica del «ya» y el «todavía no». El Espíritu actúa ya; pero todavía 91

ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

no se ha adueñado soberanam ente de nosotros. H ay una lucha en la que, como dice H ans K üng, la Iglesia se ha dejado arrastrar más de una vez por su «anti-esencia». Esto es lo que principal­ m ente constata la historiografía. Pero la suma de los frutos del Espíritu — a veces sorprendentes, a veces tan insignificantes que pasan inadvertidos— m uestra que tam bién el «ya» es verdadero. 2.

Fomento del irracionalismo

Algunos temen que una preocupación por el Espíritu como la que se registra, por ejemplo, en la renovación carism ática pro­ picie la irrupción del irracionalism o (cf. W oodrow ). Si así fuera, yo sería el prim ero en d a r la voz de alarm a. Pero antes habría que fijar los límites de lo racional en nom bre de la verdad del hom bre, de su equilibrio y de su felicidad. Es comprensible que se perfile una reacción contra la asfixia de las fuerzas del corazón y de la poesía por un entorno excesivamente program ado, cifrado y tecnificado. M ejor que refugiarse en la violencia y en el furor destructivo, es buscar en la vida espiritual profunda, en la ple­ garia libre y en la alegría entusiasta válvulas de escape para la necesidad de recuperar la dimensión del corazón. Pero el Espíritu no debe m utilar al hom bre. J . D upont ha m ostrado el amplio espacio que ocupan en Pablo las exhortaciones al conocimiento. Ésta es una de sus más aprem iantes preocupaciones. Y si sólo se me perm itiera extraer de mis estudios sobre el Espíritu Santo una sola conclusión, ésta sería la de su estrecha relación con el Logos. No hay soplo sin sonido y articulación; de lo contrario, sería una dinám ica sin dirección, algo así como un torbellino, que es un movim iento sin punto de referencia. Ireneo com para al Logos y al soplo del Espíritu con dos manos que Dios utiliza p ara m odelar la arcilla (Adv. haer. V ,6 ,l; 28,4). Es decir, yo estoy en contra de un espiritualismo que tenga como program a un irracionalismo que elimine y menosprecie lo racional; pero estoy a favor de una concepción del Espíritu que va más allá de lo racional, porque hay una profundidad y unas aperturas en las que la razón sola no penetra ( —►crítica y reconocimiento).

3,

Menosprecio de lo corpóreo

Si la renovación carism ática, con su tonalidad afectiva y con el perceptible entusiasm o gozoso de sus reuniones de oración, re­ presenta un cierto retorno de Dioniso a nuestra racionalidad ca­ tólica (cf. van der M ensbrugghe), ¿basta esto como respuesta al acre reproche que hace Nietzsche al cristianismo acusándolo de que ha m enospreciado el cuerpo y ha aguado las alegrías de la vida? Reconozcam os con sinceridad que una cierta actitud as­ cética de orientación dualista, una cierta tradición del «menos­ precio del m undo» y un residuo de jansenism o han favorecido una espiritualidad que infravalora excesivamente el cuerpo, el placer, la sexualidad, la alegría e incluso la libre creatividad. Pero se tra ta de deformaciones de una espiritualidad bíblica del Espíritu Santo. En la Escritura, «carne» no designa el cuerpo, sino el apego egoísta a sí mismo. No obstante, hay una relación especial entre la carne y el cuerpo, y Pablo puede pasar de la una al otro (Rom 12,13). La experiencia espiritual y la tradición no vacilan sobre este punto: si uno cede a todas las incitaciones del cuerpo, no puede llevar una vida espiritual. Porque, en pri­ mer lugar, el cuerpo está escindido. Es capaz de lo mejor, pero tam bién de lo menos bueno. En segundo lugar, sus inclinaciones, aun las más honestas, tienden a crecer desorbitadam ente. Esto tiene especial vigencia en el caso de las satisfacciones sexuales. ¿Quién rechazará el testimonio de un hom bre tan lúcido y fuerte como Dietrich Bonhoeffer? Suyas son estas palabras: «Si sales en busca de la libertad, aprende ante todo la disciplina de los sentidos y del alm a, p ara que los apetitos y tus miembros no te lleven tan pronto a un lado como a otro. Q ue tu espíritu y tu cuerpo sean castos, estén enteram ente sometidos a ti y busquen obedientem ente la m eta que se les ha fijado. Nadie experim enta el misterio de la libertad si no es m ediante la disciplina» 6. 6 Bonhoeffer an tep o n e este texto a su Ethik. Cf. tam bién Bonhoeffer 1951, 250.

92

93

ESPÍRITU V ESPÍRITU SANTO

¿No puede afirmarse esto con m ayor razón del seguimiento de Cristo y de la com unión con el Dios tres veces santo a la que nos invita y nos conduce el Espíritu Santo? U n santo es algo com­ pletam ente distinto del superhom bre de Nietzsche, que no pasa de ser un mito literario que h a resultado peligrosam ente ambiguo en la historia. A hora bien, nunca ha habido santos que no hayan participado de la cruz de Cristo; pero a la cruz le sigue el retorno a la vida y la exaltación (-» cuerpo y alm a; historia del m undo e historia de la salvación).

SOSPECHA DE PROYECCIÓN

O tra objeción dice: lo que los cristianos, particularm ente la re­ novación carism ática, atribuyen al Espíritu Santo puede expli­ case psicológicamente. Se tra ta de deseos, sentimientos, ideas y tendencias emergentes que nosotros proyectam os y objetivamos. Los atribuim os a otro y le damos el nom bre correspondiente: Espíritu Santo, soplo de Dios. En este sentido, tales fenómenos constituyen una autoalienación. Pero en realidad todo surge de nosotros y en esos fenómenos nos encontram os con nosotros mismos. Esta objeción podría docum entarse con textos paulinos. Se­ gún Rom 8,15, el Espíritu nos hace exclam ar «¡Abba, Padre!». Pero somos nosotros quienes exclamamos. Según G ál 4,6, es él quien profiere esa exclamación en nosotros. ¿Es él o somos no­ sotros? Sin du d a somos nosotros, pero se lo atribuim os a él. En las reuniones de oración de la renovación carism ática se dan casos de personas que hablan, oran o cantan en lenguas. Estos fenómenos se atribuyen a una efusión o irrupción del Espíritu. Pero cuando se estudia el caso con más rigor, se advierte que intervienen tam bién el aprendizaje y la imitación. Ciertas formas de conducta desencadenan otras 7. Esto pertenece al dom inio de la psicología y tiene una explicación psicológica. Nosotros aceptam os el problem a. En los casos en que los he­

chos concretos se someten al discernim iento de que hablarem os más adelante, la pregunta por principio no plantea grandes di­ ficultades. Porque, prescindiendo de lo absolutam ente milagroso, la acción de Dios discurre a través de nuestras fuerzas psíquicas y físicas. Sería erróneo suponer que nuestra participación repre­ senta el setenta y cinco por ciento, por ejemplo, y que la inter­ vención de Dios comienza donde term inan nuestras fuerzas. Todo procede de nosotros y todo procede de Dios. Dios está y obra en el interior y es trascendente en esa misma inm anencia. En el mismo instante en que nosotros exclamamos con confianza amorosa «Padre nuestro», añadim os «que estás en los cielos». Q ue el Espíritu Santo, si realm ente es él, coincida con nues­ tros anhelos no tiene nada de extraño para una antropología no m aterialista. Y m ucho menos p ara un pensam iento bíblico que sostiene que el hom bre ha sido creado a im agen de Dios. Por ser espíritu, el hom bre está abierto a toda verdad expresable. En­ carna una infinitud potencial de conocimiento y de anhelo 8. Lo que los psicólogos llam an m egalom anía del anhelo es también m a­ nifestación de la infinitud potencial inherente a nuestro ser. Por ser «espíritu», sólo puede vislum brar un destino divino y encon­ trar su plenitud definitiva en Dios. D ado el carácter fijo y li­ m itado de las naturalezas, se ha dicho con razón que el hom bre es por naturaleza más que naturaleza: «El hom bre es infinita­ mente superior al hom bre» (Pascal). Por eso no hay por qué extrañarse de las coincidencias entre la acción de Dios en no­ sotros y nuestras aspiraciones y estructuras espirituales. Tales coincidencias pueden llegar m uy lejos. M ás adelante hablarem os de las imágenes de la Santísim a T rinidad. Pero citemos aquí un ejemplo concreto: las virtudes «teologales», la fe, la esperanza y la caridad. «Nosotros no las recibimos de fuera como algo he­ terogéneo con respecto a lo que somos, como algo que el Espíritu crea de la nada. No se nos injertan unas virtudes surgidas in­ dependientem ente de nosotros. No. T oda persona de constitu­ ción norm al posee una cierta capacidad de confiar — de lo con­ trario sería imposible la vida— . En el hom bre hay tam bién una

7 La docum entación más com pleta se en cu en tra en M cD onnell. Ni él ni yo creemos que la glosolalia p u ed a explicarse ú nicam ente p or aprendizaje e im itación.

8 Las lenguas constituyen un indicio de esta infinitud potencial. C ad a len­ gua ofrece infinitas posibilidades de com binación. Y hay alrededor de seis mil lenguas o dialectos en el m undo.

4.

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Sospecha de proyección

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ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

cierta tensión hacia el futuro, una expectativa, una esperanza. Y hay en él una cierta sim patía, un sentido de solidaridad con los otros» (Emery 38s). Con los conceptos y los instrum entos de la antropología tras­ cendental de K. R ahner se podría tra ta r detalladam ente esta cuestión. En nosotros hay algo que hace posible lo que afirmamos sobre el don y la acción del Espíritu. Como eso actúa en nosotros, cabe referirlo tanto a nosotros como a él. Pablo afirm a que el Espíritu ha sido enviado «a nuestro corazón», es decir, a lo más profundo de nuestra persona. Por eso puede ocurrir que uno atribuya al Espíritu Santo cosas que proceden sólo de nosotros. Así pueden justificarse fácilmente iniciativas problemáticas e incluso verdaderas desviaciones. Siem­ pre fue necesario hacer un discernimiento (cf. Therrien; Congar 1982, 290-292; Switek; Rulla). Pablo lo exige enfáticamente (1 Tes 5,19-22; 1 Cor 12,10; 14,1-33). Prescindiendo de un carisma que correspondería a una capacidad intuitiva para juzgar inm ediatam ente, el discernimiento se sirve de criterios que son reglas de objetividad: relación con Jesucristo; búsqueda de normas en la Sagrada Escritura (que es muy eficaz y ayuda mucho a m adurar); guiarse por los planes de Dios; que cuando se necesita una cierta casuística, se tomen por criterio, como Pablo, las exi­ gencias del amor, lo que «edifica» (cf. Congar 1958); soportar las pruebas, ese fuego que acrisola las obras de cada cual y muestra su bondad (1 Cor 3,13); conversión paciente de nuestra subjeti­ vidad, para que «se configure y se oriente cada vez más de acuerdo con la forma en que Jesús vivió el evangelio» (Emery 37; cf. 53,132); por último, la rectitud de vida: el am or es el que juzga sobre los verdaderos milagros (Pascal) (-+ antropología y teolo­ gía; fenómenos naturales y milagros; ideología y religión).

5.

Historia del mundo e historia de la salvación

La Ilustración es una historia que, bajo formas relativam ente nuevas, sigue siendo nuestra historia. Se quería protestar contra la alienación consistente en atribuir a causas trascendentes no verificables e inventadas por las religiones lo inherente a la na­ turaleza y a la razón. Es decir: se rechaza lo milagroso, lo so­ 96

H ISTORIA DEL MUNDO E HISTORIA DE LA SALVACION

brenatural, y se reduce a este m undo, a sus fuerzas y causalidades lo que por ignorancia se atribuía a supuestas realidades trascen­ dentes. El Espíritu está en el m undo, el Espíritu está en todas partes. Y si hay una dinám ica es la de la historia. Hegel (1770-1831) intentó rechazar la Ilustración. Quiso res­ tablecer la arm onía, incluso la unidad, entre la razón y la religión 9. En el fondo, la religión diría de forma simbólica y poética lo mismo que la filosofía dice m ediante conceptos. Se trataría de una filosofía del espíritu y de su dialéctica. El espíritu existe en sí mismo; luego se exterioriza y sale de sí; pero en una tercera etapa vuelve nuevam ente a sí mismo. La segunda fase es la de la creación, la encarnación y la m uerte de Dios en Jesu ­ cristo. Pero esta m uerte, a la que sigue la resurrección, es una muerte de la m uerte, una negación de la negación, la apertura a la positividad. Ésta será la tercera fase: el Espíritu universaliza el hecho singular de Cristo; es Dios en la com unidad y es el retorno al Espíritu absoluto. Así, la historia del m undo es la his­ toria de Dios. Y esta historia es trinitaria: según Hegel, se de­ sarrolla en el reino del Padre, en el reino del Hijo y en el reino del Espíritu Santo. Esta concepción se apoya en el pensam iento de Jo aquín de Fiore, cuya dinám ica atraviesa todas las épocas y sigue influyendo en nuestros días. Jo aq u ín había historizado la escatología e incluso la T rinidad. Hegel escribe: «La Edad M edia fue el reino del Hijo. En el Hijo, Dios no es aún perfecto; com ien­ za a serlo en el Espíritu, pues como Hijo se ha puesto fuera de sí y, por tanto, existe un ser-otro que debe ser superado en el Es­ píritu, en el retorno de Dios a sí mismo. Del mismo modo que la relación del Hijo tiene un factor exterior, así en la Edad M edia rigió la exterioridad. Pero con la Reform a comienza el reino del Espíritu, donde se reconoce realm ente a Dios como espíritu l0. 9 Cf. K ern 1979. Sobre J o a q u ín de Fiore y sobre los avatares de sus ideas, C ongar 1982 (bibliografía); de L ubac 1979, 1981. Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte (obra p u b licada en 1837, tras la m uerte del a u to r), en la ed. de G. Lasson, vol. IV , Die germanische Welt (Leipzig 1920) 881. Según Hegel, la R eform a, por su devaluación de las buenas obras y p o r su m enosprecio del m undo, se cerró en u n a interioridad abstracta Y no instauró la sociedad reconciliada por la unión de lo universal y lo singular, . 1° interior y lo exterior, com o h u b iera correspondido a la vocación del cris­ tianismo. Esta misión in cum plida la asum e luego el Estado.

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ESPIRITU Y ESPÍRITU SANTO

N uestra época es trib u taria de Jo a q u ín y Hegel. En ese le­ gado ha encontrado los m ateriales p ara elaborar una teología de la historia: Dios está im plicado en la historia; el Espíritu está presente en todas partes e interviene en todo. Esta historia es una historia de búsqueda de la libertad, una historia de la liberación del hom bre. Siguiendo a Hegel se ha visto ahí una historia de Dios, concretam ente del Dios uno y trino (cf. K ern 1979, 78s; cf. M oltm ann). K. R ahner (1958 [2]) ha subrayado el hecho innegable de que, en Jesucristo, Dios es sujeto de una historia. Dios, de suyo inm utable e impasible, se somete al sufrimiento y al cam bio en Jesús, en el cual se expresa. R ahner ha desarrollado lo que él considera como un axiom a fundam ental, sobre el que volveremos más adelante: que la T rinidad «económica», que se revela y com unica en la historia de la salvación, es la T rinidad inm anente, eterna, «y al contrario». En este sentido, la historia de la salvación es historia de Dios. Aquí no podemos exponer la teología de la m utabilidad de Dios y del sufrimiento en Dios. Lo han hecho los católicos H. M ühlen, H. K üng y F. Varillon, y los protestantes W. Elert, E. Jüngel y J . M oltm ann. Pero ellos se centran en la cristología: la historia de Dios en el m undo es, ante todo, la historia de Cristo y, en Cristo, la historia del sufrimiento. Jam ás hablan, por ejem­ plo, de su transfiguración... Q ue la T rinidad económica es la T rinidad inm anente y la revela se deduce de la teología patrística y escolástica de las «misiones divinas». Porque estas misiones — la del Hijo en la encarnación, la del Espíritu en su efusión el día de Pentecostés— no son sino las procesiones intradivinas en tanto que term inan en un efecto creado: la asunción de una naturaleza hum ana en la unión hipostática, la santificación de los discípulos. Pero el «y al contrario» sólo puede m antenerse m ostrando la distancia (imposible de explicar aquí) que m edia entre lo que Dios es en sí y para sí y lo que nos com unica sobre sí mismo en la economía y entre los modos de esta comunicación (Congar 1982, 17ss). En lo que se refiere a la idea de la presencia del Espíritu en todas partes, la acepto gustosamente. Es cierto que la tradición católica ha contem plado principalm ente al Espíritu en su acti­ vidad de santificar, vivificar e inspirar a las personas individuales y a la Iglesia y no lo ha considerado tanto como hacedor de la 98

H ISTORIA DEL MUNDO E HISTORIA DE LA SALVACIÓN

naturaleza en la obra creadora. Esta últim a era adjudicada al padre y atribuida a la sustancia del Dios vivo. Como es natural, hay que evitar identificar al Espíritu Santo con la m era respi­ ración o vivificación de la naturaleza, riesgo que se corre cuando se enlazan textos del A ntiguo Testam ento en que aparece el tér­ mino ruach = soplo, espíritu ", o cuando se considera al Espíritu Santo como vivificador del m undo y de su evolución l2. Pero el Espíritu-Paráclito de la revelación cristiana no es el pneuma de los estoicos. H ay que distinguir entre la acción del Espíritu — que naturálm ente supone su presencia, pero sólo una presencia como causa— y el don, la inhabitación del Espíritu como comunicación graciosa que nos capacita p ara vivir con Dios en com unión e intim idad familiar. U na vez dicho esto, hay que hablar de una presencia cósmica del Espíritu y de su función en el movim iento del m undo y en su desarrollo. El judaism o helenístico y los Padres de la Iglesia anteriores a san Basilio vieron en el texto de Gn 1,2 una función cósmica del Espíritu, que se cernía sobre las aguas (cf. Kretschm ar 27-36; A rm strong). «El Espíritu del Señor llena el orbe de la tierra y él, que da consistencia al universo, no ignora ningún sonido» (Sab 1,7). «Porque tu Espíritu incorruptible está en todo» (12,1). Si nos hallamos ante un eco de ciertas ideas estoi­ cas, tal eco está enteram ente teologizado. Se tra ta del soplo de Yahvé. H ay precedentes del uso de este pensamiento: el soplo de Dios se extiende no sólo al hom bre (Gn 2,7; 6,3; Jo b 21,3; 33,4; Ez 37; Ecl 12,7), sino a todos los vivientes (Sal 104,28-30; Jo b 33,14-15). Además, el «soplo de Dios» es un soplo creador (Jdt 16,27; Sal 37,6; 104,30). Al igual que la sabiduría y el logos, el espíritu de Dios actúa en todas partes. «En realidad — dice Ba­ silio— , la creación no posee ningún don que no proceda del Es-

11 A mi juicio, tal es el caso de E. Schweizer 1978; cf. K ern 1979, 66-68. Esta vez pensam os en P an n en b erg 1975, 31-56; cf. K ern 1979, 68-69. Cf. Isaacs; cf. tam bién E m ery 104: «El testim onio que estos cristianos dan de Dios será de g ran im p ortancia a los ojos de las personas religiosas que, no sin alg u n a razón, conciben a Dios com o la energía espiritual del universo. A tales personas se les podría decir: efectivam ente, Dios es esa energía, pero ae un m odo espiritual, es decir, trascendente, personal, como un a voluntad amorosa, com o u n a aspiración a la com unión».

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ESPÍRITU Y ESPIRITU

sa n to

píritu Santo» l3. U n texto paulino que renueva constantem ente nuestra esperanza m uestra al m undo en trance de alum brar su transfiguración escatológica; los creyentes, que poseen el Espí­ ritu como prim icia, participan en el m undo de esta aspiración a la vida, la libertad y la gloria de los hijos de Dios (Rom 8, 18-25). Esta acción del Espíritu se extiende obviam ente a las obras del espíritu hum ano — búsqueda de la verdad, derecho, creación literaria, cultura...— y a las religiones. En la Edad M edia era frecuente citar la frase del Ambrosiaster: Omne verum, a quocumque dicitur, a Spiritu Sancto est (cualquier verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo) 14. En el caso de las religiones, no se puede im p u tar al Espíritu Santo lo que hay en ellas de error, de inducción a la idolatría o sim plem ente al sincretismo. Pero po­ demos y debemos reconocer que el Espíritu Santo no actúa sólo en la oración de los fieles de estas religiones, sino tam bién en su mensaje, por m uy deform ado o am biguo que pueda ser. Es cierto que los cristianos las han com batido, no sólo confesando su fe — cuando fue preciso hasta la m uerte— , sino tam bién recha­ zando los cultos falsos y ambiguos y destruyendo los ídolos. En el pasado, los seguidores de los distintos credos establecían con todo rigor las líneas divisorias, luchaban encarnizadam ente unos contra otros y cada cual tra tab a de atra er al otro a su campo. Así ocurría claram ente todavía en el siglo X V I. Se procedía así por am or a la verdad; pero se tenía la idea de que la verdad era un monolito, y cada cual creía que se encontraba exclusivamente en su cam po. Hoy sabemos que la verdad está fragm entada y se halla tam bién entre los otros. Por eso, el mismo am or a la verdad, pero entendido de distinta forma, nos lleva a preconizar el ecumenismo, la libertad religiosa, el respeto a las otras religiones. La Iglesia misionera quiere ir al encuentro de tales religiones en actitud de comprensión y de crítica. T al es la posición del Concilio V aticano II (cf. Lumen gentium 17; A d gentes 9). En otro lugar he analizado si y cómo las religiones pueden ser medios de salvación (Congar 1972; 1973). Esto no afecta directam ente a nuestro tema, pero determ ina la respuesta a él (-* causalidad - azar - provi­

HISTORIA

d e l m u n d o e h i s t o r i a d e l a s a l v a c ió n

dencia; cristianismo y religiones del mundo; emancipación y li­ bertad cristiana; evolución y creación; historia del m undo e his­ toria de la salvación; Ilustración y revelación; reconciliación y redención; tolerancia y pretensión de validez universal; trascen­ dencia y Dios de la fe; utopía y esperanza).

13 Tratado sobre el Espíritu Santo (el añ o 375) X IX ,49. 14 PL 17,245, cf. O hm .

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EL ANHELO DE INTERIORIDAD

IV .

E l E spíritu como principio vital presente en nosotros y en la Iglesia

Prim ero hemos exam inado la ingenua, pero constante, afirm a­ ción de que el Espíritu de Dios actúa en nosotros y en el m undo; luego hemos abordado los principales problem as que esta afir­ m ación suscita. Es un paso que los creyentes conocen muy bien: tras un m om ento de posesión pacífica de la fe, surgen problemas. La fe implica, si no la duda, sí un perm anente interrogar que Tom ás de Aquino llam a cogitatio. Sólo con esta condición se llega a lo que Paul Ricoeur ha definido como «segunda ingenuidad»: el estado de una fe m adura, ilustrada. Aquí querem os llegar a ese estado con respecto al Espíritu Santo. Para ello exam inare­ mos su acción en nosotros, en la com unidad y en la Iglesia y luego expondrem os sencillamente lo que dice sobre él la teología o ciencia de la p alab ra de Dios y de la fe. 1.

E l anhelo de interioridad

El hom bre de hoy está especialmente necesitado del Espíritu Santo y lo anhela. La abundancia de publicaciones sobre el tema constituye una expresión literaria de tal necesidad y anhelo. En el plano de la reflexión científica sobre la fe se ha superado lo que H eribert M ühlen llam a im agen p retrinitaria de Dios o mo­ noteísmo pretrinitario. Las publicaciones teológicas y los libros de espiritualidad y de m editación, la liturgia, la poesía religiosa e incluso la música son hoy trinitarios. O liver M essiaen ha puesto música al escrito De trinitate de santo Tom ás... Al menos en F ran­ cia, este movim iento se beneficia de la presencia y la irradiación de la ortodoxia oriental, de su espiritualidad trinitaria y de su pneum atología viva. No es casual que este anhelo de la T rinidad y del Espíritu Santo aparezca en la misma época que la angustiosa búsqueda de identidad por parte del hom bre. A. T. Robinson cita un ora­ torio de N avidad de W. H. Auden donde los tres magos explican 102

por qué han seguido la estrella. El prim ero dice: «Yo quiero averiguar cómo se puede ser veraz hoy; por eso sigo la estrella». El segundo dice: «Yo quiero averiguar cómo se puede estar vivo hoy; por eso sigo la estrella». El tercero: «Yo quiero averiguar cómo se puede am ar hoy; por eso sigo la estrella». Y luego los tres: «Queremos averiguar cómo se puede ser hom bre hoy; por eso seguimos la estrella». H. K üng coincide con estos magos cuando titula así la últim a parte de su Ser cristiano: «Ser cristiano como ser radicalm ente hom bre». Alguien ha dicho que se trata de una arm onización dem asiado optim ista que no tiene suficien­ temente en cuenta ciertas exigencias más dram áticas, una cierta profundidad espiritual y el aspecto de la cruz (Lehm ann, en Kasper 1979, 189s). Pero la tesis fundam ental es verdadera: el sercristiano, cuyo principio en nosotros es el Espíritu Santo, realiza de modo radical nuestra búsqueda de un ser-hom bre pleno. A trapado en el m undo del asfalto, de la técnica, de la vida pre-program ada y de la com petencia im placable, el hom bre de hoy siente la necesidad de poseer un «dentro», un santuario per­ sonal y, a la vez, una com unión con otras personas. Pero un «dentro» — la expresión fue acuñada por T eilhard de C hardin— que no aísle. T eilhard pretendía m ostrar que la evolución del mundo, que se prolonga en la historia de la hum anidad, se pro­ duce sim ultáneam ente en dirección hacia una mayor personali­ zación y hacia una m ayor socialización, es decir, hacia la co­ m unidad y la comunión. Ahora bien, el misterio de una verdadera relación con los otros consiste en saber que tam bién ellos son su­ jetos, personas, centros de sentimientos y proyectos. Nosotros no somos los únicos que constituimos un centro semejante. Si alguien se considerara y se com portara como el único centro de esta na­ turaleza, trataría a los demás como objetos de sus propios deseos y empresas. Pero tam bién ellos son personas (Künkel). El Espíritu Santo es la presencia activa del Absoluto en no­ sotros que profundiza nuestro interior dándole vida y calor, y nos pone al mismo tiempo en com unión con otros. El Espíritu exige la communio y la facilita. Tengo un amigo que, cuando estudiaba en la universidad y no estaba aún bautizado ni había recibido formación religiosa, trabó am istad con una joven que era tam bién universitaria. Le pidió relaciones íntim as, y ella rehusó diciendo que era cristiana. 103

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

«Entonces descubrí — me dijo más tarde el joven— que en ella m oraba alguien». Efectivam ente, en nosotros m ora alguien. Ya lo dijeron Jesús (Jn 14,16.23) y Pablo (1 Cor 3,16; 6,19; Rom 8,9.11; cf. tam bién 1 J n 4 ,12s. 16). Los teólogos lo explican. Los creyentes lo viven. Es conocida la confesión de Agustín en su alabanza al Dios de la gracia: «Tú estabas dentro y yo estaba fuera». ¡Cuántas personas se hallan fuera de su m orada interior! Viven en el torbellino de las cosas, en la actualidad superficial de los acontecim ientos diarios y del ajetreo cotidiano. Y, sin em­ bargo, hay en nosotros una dimensión de eternidad, de relación con lo trascendente. Quienes la conocen por experiencia no pue­ den d u d a r de ella, pero se sienten incapaces de m ostrarla a los que carecen de sensiblidad para esa dimensión (-♦ antropología y teología; tiempo y eternidad). 2.

E l gesto de la oración

Esta dimensión se actualiza en la oración, en ese espléndido gesto que es específico del hom bre y lo cualifica como hom bre. No­ sotros podemos realizar la relación yo-tú no sólo horizontal­ mente, con un interlocutor hum ano, sino tam bién verticalm ente, con el interlocutor que está infinitam ente por encim a de nosotros y, sin em bargo, nos es más íntim o que nuestro yo más profundo. Tenemos tan ta necesidad de recurrir a él que tam bién aquí ca­ bría decir que se tra ta sim plem ente de una proyección de nuestro anhelo. Tenemos necesidad de un apoyo, de una ayuda. H ay personas que lo buscan en el alcohol, en la droga, en un gurú... ¿Será Dios una droga noble? Si existe — se puede dem ostrar que es razonable creer en él— , será algo com pletam ente «distinto». Pero, una vez más, lo religioso e incluso lo sobrenatural respon­ den a una estructura de nuestra existencia, cosa que es absolu­ tam ente norm al. Ésta es la solución real y concreta de un arduo problem a filosófico: ¿cómo es posible que algo sobrenatural pueda ser una respuesta a una llam ada de la naturaleza? El Espíritu asegura el carácter plenam ente cristiano de nues­ tra oración. Nos perm ite continuar la oración de Jesús. De ella se nos dice: «Lleno del Espíritu Santo, Jesús exclamó con gozo: “ T e alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocul­ 104

EL GESTO DE LA ORACIÓN

tado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien” » (Le 10,21). La exclamación «Abba, Padre querido», con su acento de cariño y fam iliaridad, es propia de Jesús, como ha dem ostrado Joachim Jerem ías. Es significativo que Pablo, que no ha conocido a Jesús «según la carne» y escribe en griego, adopte la expresión aram ea em pleada por Jesús, que la com unidad cristiana ha repetido sin duda a ejemplo de Jesús y transm itido a Pablo. A hora bien, se­ gún Pablo, es el Espíritu Santo el que nos hace pronunciar dicha invocación e incluso la pronuncia en nosotros (cf. Rom 8,15; Gál 4,6). El mismo Espíritu por medio del cual oraba Jesús suscita en nosotros la oración. Él es tam bién el que nos hace reconocer a Jesús como Señor (1 Cor 12,3). Aquí se desarrolla una especie de concierto trinitario. De hecho, según los testimonios más an ti­ guos, ya los cristianos dab an gracias a Dios Padre por m edio del Hijo/Cristo en el Espíritu. U saban en este sentido el siguiente texto paulino: «U n Dios y Padre de todos, que está por encim a de todo, en medio de todo y en todo» (Ef 4,16) 15. Éste sigue siendo el sentido profundo de la liturgia (cf. V agaggini 139-151). Todas nuestras plegarias eucarísticas concluyen con esta doxología: por Cristo, a ti Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria. El Padre es la m eta, así como el origen absoluto; Cristo, el Hijo, es nuestro sacerdote y m ediador; el Es­ píritu nos hace templos de este culto espiritual. Como hemos visto, esto lleva a una presencia tal que la exclamación «Abba, Padre» puede atribuirse tanto al Espíritu como a nosotros. Por­ que esta exclamación se forma en el «corazón» (—» acción y con­ templación; ateísmo y ocultam iento de Dios; trascendencia y Dios de la fe). 15 Así Ireneo (entre 180 y 200), Adv. haer. V ,18 (PG 7,1173; H arvey II, 374); en Demostración de la predicac. apostl. 1,5 (Patr. Or. X I I ,759) se lee: «Sobre esto dice certeram en te Pablo: “ U n solo Dios, que está sobre todos com o P adre y que está con todos y en todos nosotros” . P orque está sobre todos com o Padre; está con todos com o P alab ra, ya que por la P a lab ra entró todo en el devenir desde el Padre; pero está en todos nosotros com o E spíritu, el cual clam a ” A bba, P adre” y configura al hom bre com o im agen de Dios». H ipólito, a principios del siglo iii, Contra las herejías, ed. crítica de fragm entos por P. N au tin (París 1949) 254-256. Cf. G. K retschm ar: «El E spíritu S anto aparece en esta doxología com o el don de la gracia que nos cap acita y nos faculta a nosotros, a la Iglesia, p a ra conocer y ensalzar a Dios» (en K asper 1979, 123).

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PRINCIPIO DE UNA LIBERTAD NO MERAMENTE INTERNA

3. Principio de libertad Interioridad significa libertad. Jesús y Pablo asocian estas rea­ lidades: Espíritu, filiación, libertad. «Los hijos son libres», dice Jesús (M t 17,25s). «Si os libera el Hijo, seréis realm ente libres» (Jn 8,36). Y Pablo dice: «Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Cor 3,17b). Si el Espíritu es el don escatológico, como veremos, y si la historia cam ina hacia la libertad, como intenta dem ostrar Hegel, nada más norm al que esta asociación. Veamos sus aplicaciones y prolongaciones. Pablo habló de libertad frente a la ley en virtud de la fe en Cristo; pero los com entarios de los autores antiguos (Agustín, Tom ás de Aquino) y de los exegetas m odernos (H. Schlier, S. Lyonnet) m uestran que se tra ta de la libertad frente a la ley en tanto que obligación que se im pone desde fuera (cf. Congar 1982, 258-265; L yonnet/de la Potterie). No es que uno pueda hacer lo que quiera por estar «por encim a del bien y del mal»; no se trata de quietismo, sino de un movim iento que procede del Espíritu libre. El Espíritu no libera del contenido de la ley, del bien; pero sí libera de la coacción de las obligaciones, porque m ediante la gracia y el am or transform a en algo interior lo que las obligaciones exigen. Así, lo exigido por las obligaciones pro­ cede de mí, es un m ovim iento espontáneo mío. Esta situación del cristiano se encuentra bajo el signo del «ya» y del «todavía no». En lenguaje paulino, es la lucha entre el Espíritu de Dios y la «carne». Etim ológicam ente, «ascesis» sig­ nifica ejercitarse en algo; es una lucha. Todos los autores espi­ rituales de O riente y O ccidente han hablado de la vida espiri­ tual como de una lucha que d u ra toda la vida. El cura de Ars decía: nuestros apetitos m ueren un cuarto de hora después que nosotros. Ciertos libros espirituales y (con toda la seriedad que lo ca­ racteriza) el jansenism o han desarrollado este gran tem a de la lucha para llegar a la libertad en un m arco individualista. Esto es necesario, porque la conversión ha de hacerse personalmente; pero no es suficiente. El contenido de la ley que el am or nos perm ite realizar (Rom 13,8-12) se refiere al prójimo. Se da, en prim er lugar, la dimensión inm ediata: el prójimo es aquel con quien nos encontram os y tenemos una relación personal y di­ 106

recta. Pero es tam bién el hom bre y la m ujer cuya vida está con­ dicionada por la inserción en la sociedad, en cuanto que form an parte de un grupo y, quizá, de la sociedad entera. Por eso, am ar a este prójimo, cum plir con respecto a él lo que la ley exige, puede consistir en una acción en el plano de las estructuras y de las condiciones sociales de la existencia. Pío X I habló de una «caridad política». Tam bién en este plano de las estructuras y de las condiciones sociales de la vida hay «carne» en el sentido paulino del térm ino. Los últimos sínodos y papas han procla­ m ado que la liberación es parte integrante de la evangelización (-> determ inación y libertad; em ancipación y libertad cristiana; ley y gracia; religión y política; solidaridad y am or).

4.

Principio de una libertad no meramente interna y espiritual

Tam bién en otro aspecto va más allá de la esfera puram ente espiritual y privada de la vida interna y personal la libertad que nos proporciona el Espíritu. Ante todo, porque afecta tam bién a nuestro cuerpo, y no sólo por la espiritualización del rostro, que a veces es patente y bella. T am poco hay que pensar en he­ chos prodigiosos como los que se registran en la vida de algunos santos, en los que se m anifiestan rasgos que tienen algo de la transfiguración de Jesús o de las propiedades de su cuerpo resucitado ’6. Aquí, como en los verdaderos milagros, irrum pen el reino de Dios y la escatología. Porque nosotros anhelam os lo que Pablo llam a la «redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 21-23; cf. E f 4,30). En la tierra m antenem os en la existencia la vida de nuestro espíritu m ediante el cuerpo. Y conservamos la vida de nuestro cuerpo absorbiendo lo que nos rodea, sacri­ ficando anim ales y plantas — que tam bién poseen su vida— para nutrirnos. Y, sin em bargo, la vida del espíritu tendría que irra16 Cf. El inform e de M otovilow sobre su conversación con el san Serafín de Sarow (f 1834), en I. Smolitsch, Leben und Lehre der Starzen (V iena 1936) 240244. H ay tam b ién casos de ayuno total (M arth e R obin, f 1981), de trato fam iliar con anim ales salvajes y de levitación. Cf. E. R odríguez, en Dict. de Spiritualité, vol. IX (1976) 738-741.

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ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

diar sobre el cuerpo. Ésta será la «situación» escatológica, cuando los hijos del prim er A dán, que fue un «viviente terreno», se asemejen al eschatos Adam, que es «espíritu vivificante» (1 Cor 15,44-49): «se siem bra un cuerpo terreno, y resucita un cuerpo supraterreno...»). Ésta es la utopía cristiana. T al utopía va m u­ cho más lejos aún, cosa que es norm al, ya que, por nuestro cuerpo, somos un fragm ento decisivo — aunque mínimo en masa— del m undo, pues su evolución culm ina en nosotros y, por tanto, está englobada en nuestro destino 17. Nosotros esperamos «un cielo nuevo y una tierra nueva». Según Pablo (Rom 8,19s), la creación espera «la manifestación de los hijos de Dios», es decir, su transfiguración en gloria y libertad, una liberación. Esta uto­ pía cristiana no es absurda; pero, para poder ser aceptada, pre­ supone la fe, una fe razonable en el hecho de la creación. Es significativo que la liturgia nos m ande com enzar la cuaresm a, es decir, la preparación p ara la Pascua, con la lectura del libro del Génesis y que esta lectura se reanude la noche de la Pascua. Si se tiene conciencia de que el m undo es creado y depende radi­ calm ente de aquel que es por sí mismo, no es difícil aceptar que constituye una especie de bosquejo provisional y que su C reador consum ará su obra. Pero volvamos a nuestra situación actual. El Espíritu, cuando inhabita en un alm a, le confiere la fuerza p ara ser libre. Hipólito (comienzos del siglo III) observa que los Apóstoles negaron al Señor antes de Pentecostés, pero luego predicaron y dieron tes­ tim onio con la fortaleza inquebrantable que la Biblia llam a parrhesia 18. Como m uestran los Hechos de los Apóstoles, entre el Espíritu y la irradiación del testimonio hay una relación pro­ funda. Y tam bién entre el testimonio y la libertad cristiana. R e­ cuérdese el episodio del testimonio de las santas Perpetua y Fe­ licidad, del que se conserva el relato original; se tra ta probableConcilio V aticano II, Lumen gentium 48,1. Sobre el sentido de la prom esa de un nuevo cielo y u na nueva tierra, cf. Is 65,17; 66,22; 2 Pe 3,13; M t 19,28; H ch 3,21; A p 21,1. H ipólito, loe. cit. 256 y 257: «Los judíos glorificaron al Padre; pero no le dieron gracias, porque no reconocieron al Hijo. Los discípulos reconocieron al H ijo, pero no en el E spíritu S anto y, por eso, lo negaron». Sobre la parrhesia, cf. Sehlier, T h W N T III,887s. La parrhesia está en conexión con el E spíritu San­ to: Flp l,19s; 2 C or 3,7s y 12s; H ech 4,8; cf. 4,31; 18,25s.

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PRINCIPIO DE UNA LIBERTAD NO MERAMENTE INTERNA

mente de un diario com pletado por Tertuliano. Antes de que los testigos de Jesús entraran en el anfiteatro, se pretendió vestir a los hom bres de sacerdotes de Saturno y a las mujeres de sacer­ dotisas de Ceres. Ellos se resistieron y dijeron al tribuno: «No­ sotros hemos venido aquí voluntariam ente p ara que no se nos quite nuestra libertad; por eso hemos entregado nuestra vida... Ese pacto hemos hecho con vosotros» 19. La Iglesia siempre ha engendrado m ártires, pero nuestra época es especialmente rica en cristianos perseguidos y b árbaram ente encarcelados por re­ gímenes ateos, en personas que dan testimonio de las difíciles exigencias del evangelio en lo concerniente a los derechos del hom bre y de los pobres. Pablo habla de las dynameis, de los poderes, para decir que Cristo los ha vencido y triunfará plenam ente sobre ellos al final 20, un nuevo caso de «ya» y «todavía no». Refiriéndose a ellos, afirma: «Nosotros no lucham os contra hom bres de carne y hueso, sino contra los príncipes y las potestades, contra los dom inadores de este m undo tenebroso, contra los malos espíritus de la región celeste» (Ef 6,12). Si traducim os esto a términos concretos p ara nosotros, h ab rá que pensar en ciertas fuerzas su­ periores que son, a la vez o alternativam ente, personales y co­ lectivas, y que están presentes en las grandes corrientes del m undo y de la historia. Estas fuerzas tra tan de a p a rta r a la creación y a los hom bres del fin a que los ha destinado Dios; los impelen a buscarse úni­ camente a sí mismos ( quaerere quae sua sunt) y a actuar por cuenta propia. T ra ta n de d ar a las cosas y a la vida de los hom bres un fin y un sentido en el m arco exclusivo de los elementos del m undo actual. ¿Es preciso indicar sus nombres? Son los ídolos de la «carne»: la pretensión, existente desde siempre, de una auto­ nomía absoluta (cf. Gn 3,5) con sus teóricos; pero tam bién las imágenes deformes de Dios. Son los falsos mesías, el poder po­ lítico (¡o clerical!) que pretende ocupar el lugar de Dios y que en el Apocalipsis de J u a n recibe el nom bre de «bestia». Son nues­ tros ídolos modernos: el dinero, la raza, la ciencia, el confort, el 19 Passio SS. Felicitatis et Perpetuae X V I I I ,3. M Col 2,10 y 15; E f l,21s; 1 C or 15,24s; 1 Pe 3,22. Cf. Sehlier 1958. H ay tam bién «príncipes de este m undo» (Jn 12,31; 16,11).

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ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

IMPULSOR DE RENOVACIONES

sexo, la gnosis y las falsas místicas. Éstos son tam bién los adver­ sarios del hom bre espiritual, que debe dejarse guiar por el Espíritu (Gál 5,16). «Si el Espíritu es nuestra vida, entonces obremos conforme al Espíritu» (5,25). ¡Todo un program a! (-*• cuerpo y alm a; m uerte y resurrección; reconciliación y re­ dención).

lebraciones eucarísticas. Esta propiedad del Espíritu está ínti­ m am ente relacionada con su naturaleza profunda, con lo que él es en el misterio de Dios, con el hecho de que él, uno y el mismo, está en todos — prim ero en Jesús y luego en nosotros para vivificarlos 22. ¿No somos miembros de Cristo, cuerpo suyo, por la identidad del Espíritu? (cf. 1 C or 12,12-13; E f 4,4). Consi­ guientem ente, el Espíritu es al mismo tiempo principio de una enorm e diversidad y principio de unidad, pues distribuye dife­ rentes carismas, pero «para utilidad de los demás» (1 C or 12,7). De hecho, «comunión» significa unidad sin uniform idad, ar­ m onía o sinfonía de diferentes voces. No hay nada más sublime y más concreto al mismo tiempo. Nosotros lo vivimos. La Iglesia de hoy realiza de modo sorprendente el texto de 1 C or 12. H abría que reproducirlo aquí. En todo caso, es preciso leerlo. El Espíritu Santo «interioriza» y personaliza los bienes de la vida eterna que nos han sido otorgados en Cristo; al mismo tiempo, los «universaliza» comunicándolos a un gran núm ero de personas. Así hace a los creyentes miembros de un todo y, al mismo tiempo, sujetos personales de sus actividades. Es insepa­ rable del Logos (la im agen de las «dos manos» utilizada por Ireneo). El Logos es la forma, la determ inación. El Espíritu, la di­ nám ica de tal forma. La Iglesia católica cree que la plenitud de los dones del Es­ píritu se encuentra allí donde está presente la plenitud de las determ inaciones del Logos. De acuerdo con las categorías clásicas de la teología, la plenitud de la realidad ( res) espiritual se co­ rresponde con la plenitud del sacram ento Iglesia, totalidad or­ gánica de los medios de gracia. Pero entre estos dos planos de realidad no hay una correlación física y m ecánica. Por eso puede haber personas con una vida espiritual de calidad muy elevada pertenecientes a «Iglesias» que sólo pueden considerarse como Iglesias en m edida muy escasa. Pensemos, por ejemplo, en los cuáqueros: son personas profundam ente morales y religiosas y

5.

Impulsor de renovaciones y reformas

No se puede excluir que el Espíritu, que quiere traer la libertad, actúe en ciertos movimientos concretos que protestan contra la vigencia — quizá dentro de la propia Iglesia— de formas de­ m asiado rígidas y convertidas en normas, pues tales formas pue­ den ser perjudiciales e im pedir el avance del evangelio. Eviden­ tem ente, sería erróneo pretender que todo llam am iento a una conducta inconformista está inspirado por el Espíritu; pero tam ­ poco es lícito excluir de antem ano que el Espíritu actúe en los movimientos de protesta y de reforma. K arl August Fink (1 9 8 1 , 115) cita aprobatoriam ente dos estudios de G. Cracco (1971 [1], [2]), el cual sostiene que las manifestaciones de protesta del si­ glo XI — aisladas, pero m uy homogéneas— contra el aparato clerical están anim adas por carismas 21. Éste es el gran problem a de la reforma, de las innovaciones, de la aparición de lo nuevo en la Iglesia (cf. C ongar 1960; R ahner 1 9 5 8 ). T am bién esto form a parte de ella. Es inherente a la libertad del Espíritu. En cierto sentido, la Iglesia tiene que ser libre tam bién frente a sí misma, frente a todo lo que en ella hay de inerte, frente al espíritu del m undo que ha penetrado en ella, frente a la autojustificación, frente al lastre de su pasado e incluso de su presente. El Espíritu que habita en ella suscita incesantem ente, desde la base hasta la cúspide, iniciativas de reforma y de innovaciones creativas. Si tales iniciativas proceden de él, no destruirán la unidad, sino que, por su propia naturaleza y raíz, serán principio de com unión (Schnackenburg); recordemos 2 C or 13,13, texto que, como fórm ula de saludo, crea el m arco litúrgico de nuestras cePero C racco entiende el carism a en un sentido m uy am plio: compromiso personal por la propia salvación y por el progreso de la co m unidad cristiana.

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22 Sobre esta idea, cf. T om ás de A quino, I I I Sent., d. 13, q. 2, a. 1, ad 2; a. 2, q. 2; De vertíate, q. 29, a. 4; In loan, c. 1, lect. 9 y 10; S. th. II - I I , q. 183, a. 3, ad 3; Pío X II, encíclica Mystxci corporis, n° 54, en AAS 35 (1943) 219; Concilio V atican o II, Lumen gentium 7, §7. Esto exige obviam ente u na «cristologia pneum atológica», p a ra la que hay algunos planteam ientos aprovechables.

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ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

dan gran im portancia al Espíritu; pero apenas tienen «Iglesia» en cuanto totalidad orgánica de los medios de salvación. El Concilio V aticano II puso las bases, aunque de un modo incom pleto, de una eclesiología de com unión (cf. Acerbi; Congar 1982, 151-152; 167-176; Laminski; Congar 1981), del mismo m odo que, de form a incom pleta pero real, asumió una pneum atología. Al menos aplicó las dos al problem a ecuménico, que, ju n to con el m undo, constituyó el horizonte de su trabajo. El V aticano II no sólo reconoce que el Espíritu Santo actúa en este m undo 23, sino que, acerca de los otros cristianos, afirma: «A esto se añade la com unión de oraciones y de otros bienes espirituales, e incluso una verdadera unión en el Espíritu Santo, que con sus dones y gracias actúa tam bién en ellos con su virtud santificadora» 24. Refiriéndose al ecumenismo, el Concilio usa la cate­ goría «comunión imperfecta», que Pablo V I empleó tam bién en muchas ocasiones. Aquí aparece una vez más el «ya» y el «to­ davía no». Con ello tiene nuestro ecumenismo una base teológica seria, cuyas posibilidades distan de estar agotadas y cuyas con­ secuencias no se han extraído aún en su totalidad. Las dos cosas se conseguirán m ediante la vida y la praxis. En este plano se constata a m enudo una coincidencia m uy sustancial. De ella po­ drían extraerse consecuencias en el terreno doctrinal. En lo con­ cerniente a la pneum atología, concretam ente, hay perspectivas de resultados prom etedores 25. T rab aja el propio Espíritu, y lo hace mejor que nosotros (-> com unidad; Iglesia; tradición y pro­ greso).

53 Él llena el universo: Gaudium et spes 11, §1; fresb. Ord. 22, §3. «El E spíritu de Dios, que con adm irab le providencia dirige el curso de los tiem pos y renueva la faz de la tierra, secunda esta evolución»: Gaudium et spes 26, §4. 24 Lumen gentium 15. C iertas consecuencias q u e con respecto a las otras Iglesias ha extraído de este texto H . M ühlen van dem asiado lejos. Porque lo que hay que p reg u n ta r es si se d an todos los frutos eclesiales del E spíritu donde el sacram ento Iglesia es im perfecto. Cf. tam bién Unitatis redintegratio 3, §2 y 4; 4, §9. 23 U n ejem plo es el inform e final del tercer ciclo de coloquios de la comisión católico-m etodista internacional. Este inform e se refiere a la pneum atología y señala convergencias sustanciales (Servicio de Inform ación del Secretariado R om ano p ara la U nid ad 46 [1981/11] 87-100).

112

6.

Carismas e Iglesia de base

El Espíritu no es m onopolio de la jerarq u ía ni de algunos inconformistas. O torga sus carismas a todos los miembros vivos del cuerpo de Cristo. Por «carismas» no hay que entender necesa­ riam ente dones extraordinarios, como los milagros, las curacio­ nes y la glosolalia. Tales dones se dieron en otro tiem po y siguen dándose. En Pablo, de quien procede este térm ino, «carisma» designa un don, un «talento» que se halla enm arcado en el plan salvífico de Dios y afecta a dicho plan. Pablo enum era el m a­ trimonio entre los carismas y, en un solemne y conocido pasaje (1 Cor 13), proclam a que el am or es el carism a supremo. C ada cual posee sus dones, que debe poner al servicio de la construc­ ción del cuerpo de Cristo. U no (o una) instruirá en la fe a un grupo de niños; otro (otra) organizará las celebraciones litúrgicas, eventualm ente en ausen­ cia del sacerdote; otro (otra) m antendrá vivo un círculo bíblico o un grupo ecuménico. O tros estudiarán, otros tendrán el don de establecer contactos y relaciones. O tros — o los mismos— se com prom eterán por la justicia y la paz, trab ajarán en la diaconía y en los servicios asistenciales de la Iglesia... La Iglesia no se construye sólo desde arriba m ediante las acciones sagradas del ministerio jerárquico, aunque los ministros son necesarios y muy im portantes, ya que tienen que celebrar los sacram entos y ex­ ponen auténticam ente la doctrina de la fe. En ocasiones, esto ha ocupado todo el campo. En ciertas épocas se ha considerado la Iglesia como una pirám ide; hay abundantes ejemplos al res­ pecto. U na nueva concentración vertical en la acción del Cristo glo­ rificado y del Espíritu Santo ha propiciado una descentralización horizontal que afecta al cuerpo entero. Éste es el movim iento que se ha desarrollado en eclesiología du ran te los últimos cin­ cuenta años y en el V aticano II. En un m om ento en que todas las instituciones entran en crisis y se desplom an los gruesos muros de muchas estructuras, el Espíritu hace b ro tar de nuevo el evan­ gelio en todas partes. Este proceso se desarrolla a través de las personas y, por tanto, tiene algo de precario, de frágil e incluso de disperso. No obstante, como el mismo Espíritu habita en to­ dos, en el propio Jesús y en nosotros, un director de orquesta 113

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

oculto, pero soberano, arm oniza la diversidad en la unidad de una obra que es obra suya. Esta visión debe ampliarse a la Iglesia entera. C ada persona posee sus dones específicos. T am bién cada pueblo y su historia. Esta diversidad sinfónica construye la Iglesia en las Iglesias locales y particulares y partiendo de ellas, como dice el V aticano II. Del mismo modo que el Dios vivo, el Dios de la alianza, es im pensable sin un pueblo y una Iglesia, así tam bién esa Iglesia de la sinfonía de diferentes dones, de la corresponsabilidad, del intercam bio y la com unión es im pensable sin considerar a Dios en su Espíritu como aquel que establece relaciones, vincula y une. Pablo define al Espíritu como koinonia, com unicación, co­ m unión (2 Cor 13,13) (-*• com unidad; pluralism o y verdad).

114

V.

1.

Teología de la tercera persona

Sobre la historia de una teología del Espíritu Santo

Pasó m ucho tiem po antes de que se form ulara una teología del Espíritu Santo, de Cristo y de la T rinidad. No había ningún modelo; el tem a estaba todavía abierto; pero en cierto sentido se hallaba ya saturado. En la A ntigüedad, la Stoa estaba tan difundida que im pregnaba las capas populares e incluso el m undo de los esclavos. Enseñaba que el m undo está vivificado por un soplo divino, pero concebía ese soplo como un elemento del propio m undo. Tendía, pues, a considerar el logos o la sa­ biduría de Dios y, después, su espíritu-soplo (pneuma) como un instrum ento de la creación, como un simple eslabón entre Dios y la naturaleza, inm anente a esta últim a. No es extraño que algunos cristianos, al intentar expresar los hechos de la historia de la salvación — la intervención y don del Espíritu, la encar­ nación del Logos en Cristo— , interpretaran que el Logos y el Es­ píritu son los primeros eslabones o eslabones intermedios de la creación o, en el m ejor de los casos, simples plasmaciones del Dios creador y providente. La historia de las doctrinas cristianas designa estos intentos con nombres abstractos que expresan los errores condenados como herejías, y con los nom bres concretos de las personas que form ularon y defendieron tales doctrinas. Entre ellas figuran, ya a finales del siglo I, el m onarquianism o inspirado en el monoteísmo judío y propugnado por Cerinto; en el siglo m , el adopcionismo, unido al nom bre de Pablo de Samosata: Cristo habría sido sólo un hom bre, y Dios lo habría adoptado como Hijo en el bautism o... A mediados del siglo III, Sabelio, condenado en Rom a, defendió el modalismo. Y poco después de que C onstantino devolviera la paz a la Iglesia, Arrio, presbítero de Alejandría, consideró al Hijo como un eslabón in­ termedio entre el Padre y la creación. C ontra él se alzó Atanasio, que hubo de sufrir cinco veces el destierro por defender resuel­ tam ente la fe definida en el Concilio de Nicea, según la cual Jesús es de la misma naturaleza que el Padre. 115

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

TRES QUE SON UNO

A mediados del siglo IV, el obispo M acedonio de Constantinopla y los denom inados «pneum atóm acos» (adversarios del Espíritu Santo) propusieron una idea análoga a la del arrianismo. San Basilio libró contra ellos la misma batalla que Atanasio había librado ya contra los arríanos e incluso contra quie­ nes cuestionaban la divinidad del Espíritu. Si el Espíritu no es Dios, ¿cómo puede divinizarnos? Basilio redacta su tratad o sobre el Espíritu Santo en el año 375. En él se lee: debemos alabar (orar) como creemos, y creer como fuimos bautizados. Para no herir a los pneum atóm acos y para facilitarles el retorno a la doc­ trina verdadera, Basilio no llam a «Dios» al Espíritu ni habla de su consustancialidad con el Padre y el Hijo. El Concilio de Constantinopla (381) hace lo mismo. Se contenta con la afirmación (que seguimos recitando en el credo) «(creo) en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas». Esto equivale a afirm ar que es Dios. Pero notemos un extrem o subrayado por diversos autores (cf., por ejemplo, Schlink 265s): el pueblo de Dios piensa lo que vive; su doctrina se deduce de esta vida; al mismo tiempo, la vida es preservada y orientada por la doctrina. Como dice un texto atribuido al papa Celestino ( t 432), la regla del culto y de la oración es tam ­ bién la regla de fe (DS 246). Esto no term ina por coincidir con la concepción m odernista de George Tyrrell, p a ra el cual el cris­ tianism o consistía sólo en la experiencia espiritual, y la teología era una superestructura. Tyrrel pasa por alto que en el origen hay una revelación en palabras y textos que inspira y regula la praxis. Las dos realidades se interpenetran recíprocam ente. Si los creyentes están en contacto con la revelación en y por la praxis, la praxis depende prim ariam ente de la revelación. No es lícito confundir los dos elementos ni separarlos (-> tradición y progreso).

que objetar, ni motivo para escandalizarse de que uno equivalga a tres. N ingún m atem ático criticaría esto, pues las m atem áticas saben que la cantidad de lo infinito no puede aum entar. H ab lar de «tres personas» supone en Dios una distinción, pero no una cantidad. Los Padres de la Iglesia lo explicaron acertadam ente. Y un m atem ático soviético (ucraniano) actual dice: «Los sarcasmos de Tolstoi sobre la Santísim a T rinidad evi­ dencian su racionalismo. El aldeano más atrasado sabía que uno no puede ser igual a tres; por consiguiente, el dogm a de la T ri­ nidad sería absurdo y sólo serviría p ara entontecer a los creyen­ tes. Yo, como m atem ático, sé m uy bien una cosa: el principio de que la parte es m enor que el todo sólo rige para cantidades finitas. En el caso de m agnitudes infinitas, este principio no tiene validez alguna; aquí la parte puede ser igual al todo. Y por la lectura de un historiador soviético del cristianismo me he ente­ rado de que el fundador de la teoría de los grandes números, Cantor, comenzó su estudio reflexionando sobre el problem a de la equivalencia entre una hipóstasis de Dios y tres hipóstasis...» (Plioutch 55). Esta tri-unidad es p ara los cristianos una verdad fundam ental de su fe: la verdad de su bautism o «en el nom bre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Esta confesión triple y una cons­ tituye, ju n to con la triple inmersión o aspersión con agua, un único bautism o, como los Tres son un solo Dios. La liturgia no celebra por separado las tres personas divinas. No hay una fiesta del Padre; N avidad no es la fiesta del Hijo, sino la celebración del acontecim iento de su nacim iento en nuestro m undo; Pente­ costés no es una fiesta del Espíritu Santo, sino la celebración del acontecim iento de su misión sensorialmente perceptible a los pri­ meros discípulos. Se han ideado diferentes imágenes para trasladar el misterio de la T rinidad al universo de nuestras representaciones. U na de las más usuales es la del sol con su luz y su calor. Estos tres soles coinciden plenam ente. O la fuente, el río y el m ar, com paración frecuente entre los Padres griegos. O el pensam iento, la palabra y el soplo. O tam bién: la raíz, la ram a y el fruto. Se trata, ob­ viamente, de imágenes m uy imperfectas, que uno tiene que re­ tirar tan pronto como las propone. Puesto que hemos sido creados a im agen de Dios, es legítimo

2.

Tres que son uno

El Espíritu Santo es Dios. Dios es Padre, Hijo y Espíritu en la unidad de una misma e idéntica «sustancia» (es decir, realidad concreta que posee una existencia propia). Aquí no hay nada 116

117

ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

¿TRES «PERSONAS»?

que utilicemos, con las necesarias cautelas, los datos más esen­ ciales de nuestro ser profundo para expresar y construir intelec­ tualm ente (en eso consiste la teología) el misterio del Dios uno y trino. Paul Couturier, el virtuoso sacerdote a que tanto debe el ecumenismo, ha dicho: «En virtud de su infinitud, el abso­ lutam ente U no de la esencia infinita se hace una tríada de per­ sonas que agotan las posibilidades de la relación del Infinito con­ sigo mismo» (cf. Villain 326). En O ccidente ha habido grandes y geniales escritores religiosos que se han aventurado a hacer una teología de la T rinidad utilizando los m omentos esenciales de la vida inm anente, de la fecundidad interna del espíritu y del amor. Porque Dios es espíritu (Jn 4,24) y luz, pero es tam bién am or (1 J n 4,8). Agustín ( t 430), Anselmo ( t 1109), Tom ás de Aquino ( t 1274), y, entre los ortodoxos, Sergei Bulgakov (f 1944) se centran en la analogía con el espíritu hum ano; R icardo de San V íctor ( t 1172), B uenaventura (f 1274) y, en nuestro tiempo, Louis Bouyer prefieren la analogía del am or (cf. C ongar 1982; Bouyer 438s).

gracia de nuestro Señor Jesucristo, el am or de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros» (2 Cor 13,13). En varias fórmulas aparece el Espíritu Santo como sujeto de actividades referentes a nuestra vida espiritual: da testimonio de que somos hijos de Dios; acude en ayuda de nuestra debilidad; intercede por nosotros (Rom 8,16.26.27). En J u a n es «otro p a­ ráclito» Qn 14,6), como lo fue y sigue siéndolo Jesús (1 J n 2,1); nos enseña (Jn 14,26). Podemos «contristarlo» (E f4,30). Pode­ mos dirigirnos a él de persona a persona y hablarle de tú. «Recibe una misma adoración y gloria» con el Padre y el Hijo, decimos en el credo. Afirm ar que el Espíritu Santo es persona tiene la ventaja de que así no se le concibe como una m era fuerza impersonal; pero es preciso reconocer que tam bién plantea problemas. Ya Agustín confiesa que em plea el térm ino «persona» no tanto p ara decir algo como p a ra no decir nada 26, y Anselmo habla de tres nescio quid 27. La E dad M edia se encuentra con varias definiciones de persona. Boecio (f hacia el 525) la define como «sustancia in­ dividual de naturaleza racional» 28, definición que reúne los va­ lores de naturaleza espiritual, naturaleza individual y subsisten­ cia: un ser autónom o distinto de los otros. Esto resulta m uy metafisico y poco personal. Por eso, R icardo de San V íctor (hacia el 1170) critica esta definición y la sustituye por la fórm ula «al­ guien que existe conforme a un modo singular de existencia ra ­ cional» 29. Esto tiene una tonalidad más personal. La persona —dice R icardo— no es un quid, no es algo, sino un quis, es decir, alguien 30. Esto le perm ite desarrollar toda su teología trinitaria en el horizonte del am or. Tom ás de Aquino seguirá a Boecio, pero com pletándolo con Ricardo. El pensam iento de la Edad M oderna destacó y enriqueció aún más el valor personal. A ntón G ünther (f 1863) identificó «persona» y «autoconciencia», lo cual tenía el inconveniente de suponer en Dios una triple autoconciencia, cosa que raya en el tnteísm o. En la perspectiva del pensam iento m oderno, la auto-

3.

¿Tres «personas»?

Es cierto que, a veces, el Espíritu aparece en la Biblia y en la experiencia cristiana más como una fuerza o un dinam ism o que como una «persona». El Espíritu Santo se esconde, por decirlo así, detrás del fruto que produce. Se ha hablado ya de su kenosis. Pero «nuestra fe no recogería lo esencial del Espíritu si no con­ fesáramos que es una persona, como la del Padre y la del Hijo. Pero así la fe se encuentra en una situación extrem a, pues el Espíritu nos oculta intencionadam ente su rostro y evita presen­ tarse ante nosotros. En lo que respecta a las imágenes que nos perm iten pensar en el Espíritu Santo, hablar de él y alegrarnos en él, presentan el inconveniente de que no evocan a una per­ sona» (Emery 117). Son imágenes de una acción enérgica: el viento, el fuego, el agua viva, pero tam bién el ave que vuela y aletea. Pero en Pablo hay numerosas fórmulas trim em bres — se han contado hasta 47 (Blüml 230)— , algunas de las cuales son trinitarias. U na de las más expresivas es aquella con la que co­ menzamos muchas veces nuestras celebraciones eucarísticas: «La 118

26 27 28 29 30

De Trinitate V I I ,6,11 (PL 42,943). Monologion 79. Liber de persona et duabus naturis 3 (PL 64,1343). De Trinitate IV ,24. Ibíd. IV ,7.

119

EL ESPIRITU COM O CONSUMACIÓN

ESPIRITU Y ESPIRITU SANTO

conciencia y la autonom ía constituyen a la persona; ésta es un sujeto autónom o dotado de conciencia y de capacidad decisoria. M uchas exposiciones actuales aplican a las personas de la T ri­ nidad la psicología interpersonal; la idea de la relación con el otro, presente en dicha psicología, parece adecuarse especial­ m ente a las tres personas. Pero a veces se cae en un antropo­ morfismo superficial, si no en un triteísmo inconsciente, según el cual las personas divinas hablan entre sí y se am an unas a otras como personas individuales autónom as. Por eso, K. R ahner ha propuesto que, sin ab andonar el tér­ mino «persona», respaldado por la autoridad de una tradición solidísima, la teología hable de «modos de subsistencia» (R ahner 1967, 387s; Bantle). Así, el térm ino «persona» se explica de una form a que evita suponer una triple autoconciencia, un triple am or y tres centros de actividad inm anente. Esto no constituye un «modalismo», p ara el que sólo hay tres funciones y tres nom ­ bres de una única persona. O bviam ente, esta solución no es sa­ tisfactoria en todos los aspectos. Pero citemos como un posible precedente las palabras del Concilio de L etrán del 649, presidido por el papa M artín I y al que asistió M áxim o el Confesor, ambos m ártires de la verdadera fe: Unum Deum in tribus subsistentiis consubstantialibus («Un solo Dios en tres subsistencias de la misma esencia», DS 501). Es una fórm ula excelente, pero m uy técnica. Afirma que en la unidad de la sustancia divina (un solo Dios) hay tres m omentos entitativos, tres modos diversos, peculia­ res, específicos, de ser «ella misma». Dios, el Espíritu absoluto, existe de tres formas: como origen radical y existencia radical, como autoconocim iento y autoexpresión y, finalm ente, como autoam or. Esto no supone introducir en Dios la cantidad y el número, pues estos conceptos no tienen validez en lo infinito, en el océano inmenso del ser. Pero cabe hablar de un orden; los griegos lo llaman taxis. En este sentido, el Espíritu es el tercero. Pero eso no quiere decir que sea posterior al Padre y al Hijo en el orden tem­ poral: los tres son absolutam ente simultáneos, atemporales, de una esencia. Como «personas» diferentes se interpenetran m u­ tuam ente, existen y viven uno en otro, circunstancia que en griego se designa con el térm ino perichoresis y en latín con la palabra circumincessio o circuminsessio. «Yo estoy en el Padre y el Padre está 120

en mí» (Jn 10,38; 17,21). «Así, cada persona está en cada una de las otras, todas están en cada una, todas están en todas, y todas son uno» 31. La mística M atilde de M agdeburgo describe una de sus visiones en estos términos: «Entonces las tres personas bri­ llaron bellamente de consuno; cada una de ellas parecía arder me­ diante la otra y estaban enteram ente unidas» (cit. por Oehl 11,90) (-» persona e imagen de Dios).

4.

E l Espíritu como consumación y don de la consumación

Como tercero en la unidad de esencia, el Espíritu es el que con­ suma la autorrevelación y autocom unicación de Dios a la cria­ tura hecha a su im agen. El Nuevo T estam ento lo presenta como aquel que es prom etido tras la venida y el don del Hijo. Lo denom ina «el don» por excelencia. Es el don final, el que con­ suma los otros dones. Ireneo escribe: «El Espíritu Santo, el don que el Padre otorga a los hom bres por medio del Hijo, perfec­ ciona todo lo que posee» 32. Este perfeccionam iento o consu­ mación se designa con diferentes fórmulas: llegar a ser hijo de Dios, llegar a ser m iem bro de su familia (cf. Rom 8,14-16; Gál 4,6s; E f 2,19-22), divinización, nueva creación, vida eterna. Las últimas palabras del credo son «vida del m undo futuro». Así concluye lo que los protestantes llam an tercer artículo de la fe: el relativo al Espíritu Santo 33. De hecho, la profesión de fe es trinitaria. T oda la tercera parte habla de la acción que se a tri­ buye al Espíritu Santo. Se extiende hasta la escatología, hasta la vida del m undo futuro, que nos está prom etida, pero que sólo poseemos «en prenda» (2 C or 1,22; 5,5; E f 1,14). En todo esto actúan juntos Cristo, el Hijo, y el Espíritu Santo. Aunque cada uno es sujeto de una misión específica, los dos lle­ van a cabo la misma obra. Pero Cristo la realiza porque, en su 51 A gustín, De Trinitate V I ,10,12 (PL 42,932). 52 Adv. haer. V ,9 ,l. De ahí la división de las dogm áticas clásicas. Cf. G. Ebeling, Dogmalik des christlichen Glaubens: I. L a fe en Dios, creador del m undo; II. L a fe en Dios, redentor del m undo; I I I . L a fe en Dios, consum ador del m undo. Cf. tam bién H. Thielicke, Der evangelische Glaube. Grundzüge der Dogmalik', el vol. I I I (1978) "eva el título de Theologie des Geistes (Teología del E spíritu).

121

ESPIRITU Y ESPÍRITU SANTO

glorificación, fue im pregnado por el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 15,45; 2 Cor 3,17). 5.

Dos aproximaciones al misterio: Oriente y Occidente (F ilioque)

Como es sabido, en la doctrina sobre el Espíritu Santo o, más exactam ente, sobre su origen eterno en Dios, hay una diferencia de opinión entre el O riente ortodoxo y el catolicismo, cuyas con­ cepciones se form ularon en Occidente. Los católicos dicen: el Espíritu «precede del Padre y del Hijo». Lo dicen desde el siglo IV o V (Ambrosio, Agustín, León) y en varios concilios celebrados en Occidente du ran te los siglos v i y v il. Se tra ta de una larga época durante la cual, al m argen de algunos episodios lam en­ tables, vivieron en com unión recíproca la parte latina de la Igle­ sia y la griega. El O riente se atuvo a la fórm ula que J n 15,26 pone en labios de Jesús: «que procede del Padre». Así lo hizo tam bién el C on­ cilio de C onstantinopla (381), al que debemos nuestra profesión de fe. Su deseo e intención fue d ar con respecto al Espíritu un paso semejante al que el Concilio de Nicea había dado el año 325 con respecto al Hijo. Q uería corroborar el carácter divino del Espíritu y — sin em plear el térm ino— su igualdad de esencia con el Padre y el Hijo. Pero no determ inó n ad a sobre su relación eterna con el Hijo. Los Padres griegos no reflexionaron sobre este artículo como los latinos. No precisaron en qué relación está el Espíritu, en su origen eterno, con el Hijo. Varios Padres emplean fórmulas que sugieren una relación positiva: el Espíritu procede del Padre por medio del Hijo (Máximo, Ju a n Damasceno, el pa­ triarca Tarasio); es Espíritu de ambos (Cirilo de Alejandría); pro­ cede del primero, del Padre, por mediación de aquel que procede inm ediatam ente del primero, el Hijo (Gregorio Niseno); procede del Padre y recibe del Hijo (epíclesis siria, Epifanio, Gregorio Niseno); perm anece en el Hijo (Epifanio, Ju a n Damasceno). Pero los griegos reservan estrictam ente al Padre la propiedad de ser principio (arche) y causa (aitia). Insisten en la m onarquía del Padre. Tam bién los latinos lo hacen; pero esto no desempeña en ellos la misma función: la del fundam ento de la igualdad de esen­ 122

DOS APROXIMACIONES AL M ISTERIO

cia del Hijo y del Espíritu, que proceden del Padre; el Hijo, por generación; el Espíritu, por ekporese. ¿Por qué razones y por qué intereses se m antiene el Filioque? Agustín alega que el Nuevo T estam ento habla del Espíritu como Espíritu del Padre (M t 10,28; J n 15,26) y Espíritu del Hijo (Gál 4,6; cf. R om 8,9; Flp 1,19; él aduce tam bién J n 14,26; 20,22; Le 6,19). El Espíritu es, pues, Espíritu de ambos, su am or recíproco. Agustín parte del problem a de arm onizar estas dos afirmaciones: Dios es uno y Dios es tres. La unidad se expresa en los enunciados absolutos: sabio, todopoderoso, bueno, creador. En esto no di­ fieren las personas. «Padre», en cam bio, im plica una relación con el Hijo y del Hijo con el Padre. Las personas se distinguen, pues, por una relación, concretam ente por una relación de origen cuyo significado y plenitud entitativa se debe a que expresa la comunicación de la sustancia divina dentro de esta unidad de esencia. En el caso del Espíritu Santo, la relación es la existente entre el dador y el don, siendo jun tam en te el Padre y el Hijo el dador, m ientras que «don» designa al Espíritu Santo, que en la Biblia recibe a m enudo este nom bre (cf. H ch 8,20 y 2,38; 10,45; J n 6,10; H eb 6,4; 1 Tes 4,8; C ongar 1982, 32ls ). El Espíritu merece tal título aun antes de ser otorgado realm ente, cosa que presupone la existencia de seres creados por la acción libre de Dios. El Espíritu es en Dios la munificencia, pues es el am or que procede del Padre y del Hijo y — si se nos perm ite hab lar en términos hum anos— va más allá de la respectividad del Padre y del Hijo, de «Dios» y de su im agen, p ara abrir, p ara la co­ m unicación, p ara el don... El don sólo se otorgará realm ente cuando haya criaturas a las que puede concederse; pero en lo que se llam a «economía» (historia de la salvación), sólo term ina fuera de Dios lo que existe en Dios. W. K asper y H. M ühlen han form ulado esto más certeram ente 34. La teología de las misiones divinas establece una relación, e 34 M ühlen 1974 [1], 128: «El Pneum a es el ser-fuera-de-sí de Dios». Cf. tam bién M ühlen 1974 [2], 186; K asp er 1976, 34: «Él es lo m ás íntim o de Dios, u nidad de u n a lib ertad trascendente en sí m ism a, y, al mismo tiem po, lo más exterior, la lib ertad y posibilidad divina de com unicarse de un m odo nuevo, es decir, hacia fuera. Así pues, el E spíritu es, tan to en Dios com o entre Dios y el m undo, el vínculo de la u n id ad , de un a libertad en el am or que, uniendo, libera a la vez».

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ESPÍRITU Y ESPÍRITU SANTO

incluso una continuidad, entre la libre autocom unicación de Dios a su creación, la economía, y la vida intratrinitaria. Las misiones y los dones son la term inación de las procesiones intradivinas en la creación. Esta teología, que se encuentra en los Padres y en los grandes escolásticos, ha sido resum ida por algunos teólogos de nuestro tiempo, como K. B arth y K. R ahner, en lo que R ah n er llam a «axiom a fundam ental»: la T rin id ad econó­ mica, que nos ha sido revelada, es la T rinidad intradivina in­ m anente, y al contrario. El alcance concreto de esta teología aparece con claridad en el informe publicado por la Comisión p ara la Fe y la Constitución de la Iglesia. E n 1él se lee: «Cuando invocamos a Dios, no nos dirigimos y abrim os a ningún otro Dios que al que se nos ha revelado en su palabra». Y se establece que «el Dios vivo no ha sido, es ni será por los siglos de los siglos otro que el que se ha revelado en la historia» (Vischer 15s). Pero el «y al contrario» de K. R ahner tiene que salvaguardar la libertad de la autocom unicación y la trascendencia de la T rinidad eterna con respecto a su autocom unicación. No es seguro que todas las teologías de la T rinidad — por ejemplo la de Jü rg en Moltm ann— cum plan esta exigencia. No se puede afirm ar que la T rinidad eterna es sólo la T rinidad revelada en la economía de la gracia. En la economía de la salvación, el Espíritu es enviado tanto por el Hijo como por el Padre. Esta circunstancia no constituye el único motivo en favor del Filioque; pero lo confirma y lo aclara. Si la misión y la venida de las personas divinas a nuestra vida y a nuestra historia constituyen el térm ino de su procesión eterna, entonces la misión y la venida del Espíritu suponen su procesión del Padre y del Hijo. En la construcción teológica del misterio, el Hijo tiene todo lo que tiene el Padre, excepto el ser-padre; esto lo exige su igualdad de esencia. Por o tra parte, como las personas se distinguen por la oposición de su relación de origen — Padre, Hijo; dador, don— , el Espíritu, que procede del Padre, no se distinguiría hipostáticam ente del Hijo si no se diera entre él y el Hijo esta oposición en la relación de origen. Los ortodoxos rechazan esta construcción. Ellos tienen otra visión del misterio, que posee tam bién su coherencia interna. Piensan que el modo de proceder del Padre basta para distinguir entre sí al Hijo y al Espíritu. Las relaciones de origen, si bien 124

DOS APROXIMACIONES AL M ISTERIO

caracterizan a las personas, no las definen como tales. Y, ju n to a las relaciones de origen, existen entre ellas otras relaciones como la de manifestación y la de recepción m utua... Los orto­ doxos piensan que la construcción latina es dem asiado racional. Además creen que tal construcción hace depender al Espíritu del Logos, de Cristo; ésta sería la razón de que el O ccidente haya caído en un «cristomonismo» en el que el Espíritu es sólo «re­ presentante» de Cristo y no ocupa el lugar que le corresponde en una eclesiología de com unión, de un pueblo sacerdotal y ac­ tivo en su totalidad. U n a cristología no equilibrada m ediante una pneum atología plena llevaría a una im agen piram idal y cle­ rical de la Iglesia. En caso de que hayam os merecido esta crítica, el movim iento que hoy se registra en nuestra Iglesia le ha quitado gran parte de su legitim idad. Además, es una crítica dem asiado simple y no tiene en cuenta otros factores históricos im portantes. Pero no es eso lo principal. La cuestión de la doctrina sobre la procesión del Espíritu es m ucho más profunda. Afecta tam bién a las Igle­ sias protestantes y anglicanas, pues tam bién ellas sostienen la procesión ab utroque, que nadie ha defendido con más firmeza que K arl Barth; por eso, la cuestión figuró prim eram ente en el orden del día de los intentos de alcanzar un acuerdo entre la Iglesia rom ana y la ortodoxa (Ninfea, ju n to a Calcedonia, durante el siglo Xlll). En el Concilio de Florencia, sobre todo, se discutió seriamente la cuestión, y el 6 de junio de 1439 se firmó la unión sobre la base de la equivalencia de las fórmulas Filioque y per Filium, siendo interpretada la segunda en el sentido de la pri­ mera. La solución no fue totalm ente satisfactoria. Desde hace más de un siglo, la cuestión está en el orden del día de diferentes comisiones mixtas. En 1978 y 1979, la Comisión para la Fe y la Constitución de la Iglesia del Consejo M undial de las Iglesias reunida en K lingenthal, Alsacia, sostuvo un diálogo interesante en extremo. Allí se subrayó que «el Espíritu Santo procede sólo del Padre en tanto que el Padre es tam bién Padre del Hijo» (Vischer 18; todavía puede leerse con fruto Bolotor). La existen­ cia de la segunda hipóstasis es el presupuesto p ara la existencia de la tercera. Pero el diálogo mostró, sobre todo, que no es lícito hacer que todo gire en torno a este artículo de la fe, cuya im ­ portancia ha sido m agnificada por la polémica. En cualquier 125

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caso, aquí debemos m antener la posición que J u a n Pablo II adoptó en su carta del 25 de m arzo de 1981 al p atriarca Dimrtrios y en su hom ilía de Pentecostés del año 1981: el texto em a­ nado del Concilio del 381 es norm ativo; posee el m áxim o grado de autoridad dogm ática; ninguna interpretación en el sentido del Filioque puede contradecirlo. Pero la teología del Espíritu Santo presenta muchos más aspectos que la dependencia lineal, por así decir, del Espíritu con respecto al principio Padre-Hijo. U n a m entalidad cartesiana, geométrica, tiende a suponer que la persona del Padre estaba ya plenam ente realizada antes de la generación del Hijo y que tam bién el Hijo estaba ya plenam ente realizado antes de la espiración del Espíritu, cuando de hecho las tres personas son simultáneas. No existe una persona sin la otra, sino una persona con la otra y en la otra, condicionándose m utuam ente dentro de las procesiones del Padre. C ada hipóstasis, cada persona divina, vive una vida trinitaria. En la tra ­ dición y en los teólogos ortodoxos hay aspectos m uy enriquecedores sobre este punto. En la unidad de la sustancia divina, que es am or, cada per­ sona vive trinitariamente con las otras y en las otras. Por eso, el Espíritu no es ciertam ente «Hijo», pero sí es el Espíritu del Hijo: él suscita en M aría un ser que será llam ado Hijo de Dios; es otorgado a los cristianos y constituye en ellos el principio de la filiación divina por la gracia (Rom 8,15-17; Gál 4,6). H ace que lo que Dios realizó y nos dio en Jesús redunde en beneficio de muchas personas. Universaliza este acontecim iento único, centro y punto culm inante de la historia (—►confesiones y ecumene).

Tves Congar [Taducción: M . Olasagastí\

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K e r y g m a u n d D o g m a 3 (1957) 2 5 1 -3 0 6 . M . S c h m a u s , Heiliger Geist, e n Sacramentum M undi I I (F r ib u rg o 1968) 6 1 5 -6 2 5 ; tr a d . e sp a ñ o la : Espíritu Santo, e n Sacramentum M undi I I (B a rc e lo n a 1972) 8 1 4 -8 2 6 . R . S c h n a c k e n b u rg , Die Einheit der Kirche unter dem Koinonia-Gedanken, e n Einheit der Kirche (Q u a e s tio n e s D is p u ta ta e 85; F r ib u r g o 1979) 52 -9 3 . M . S c h n e id e r, «Unterscheidung der Geister» in der Interpretation von E . Przywara, K. Rahner und G. Fessard ( I n n s b r u c k e r th e o l. S tu d ie n ; In n s b ru c k 1983). E. S c h w e iz e r, Heilige Geist ( S t u tt g a r t 1978; tr a d . e sp a ñ o la : E l Espíritu Santo, S a la m a n c a 1984). — Zur Pneumatologie des Neuen Testaments, en Neotestamentica (Z u ric h S tu t tg a r t 1963) 153-235. I. S m o litsc h , Leben und Lehre der Starzen (V ie n a 1936). J . S te n z e l, Z ur Entwicklung des Geistbegriffs in der griechischen Philosophie (1 9 2 5 ), e n id ., Kleine Schriften zur griechischen Philosophie ( D a r m s ta d t 21956) 1 27-150. W . S tro lz (e d .), Vom Geist, den wir brauchen (F r ib u rg o 1978). G . S w ite k , Discretio spirituum: T h e o lo g ie u n d P h ilo so p h ie (19 7 2 ) 36-76. V . T h e r r ie n , Le discernement dans les écrits pauliniens (P a rís 1975). H . T h ie lic k e , Der evangelische Glaube. Grundzüge der Dogmatik I I I : Theo­ logie des Geistes ( T u b in g a 1978). P. T illic h , Systematische Theologie, vol. 3: Das Leben und der Geist. Die Ge­ schichte und das Reich Gottes ( S t u tt g a r t 1966; tr a d . e sp a ñ o la : Teología sistemática, v o l. I I I : La vida y el Espíritu. La historia del Reino de Dios, S a la m a n c a 1984). C. V a g a g g in i, Sentido teológico de la liturgia ( M a d r id 21965). M . V a lla in , L ’abbé Paul Couturier ( T o u r n a i 1957). L. V is c h e r (e d .) , Geist Gottes - Geist Christi (B eih eft z u r ó k u m e n is c h e n R u n d s c h a u 39; F ra n c f o rt 1981). H . D . W e n d la n d , D as Wirken des Heiligen Geistes in den Gláubingen nach Paulus, e n Pro veritate. H o m . L . J a e g e r / W . S tá h lin ( M ü n s te r 1963) 133-156. E. W o lf, Philosophie des Geistes. S o n d e ra u s g a b e a u s d e m H a n d b u c h d e r P h ilo so p h ie (M u n ic h -B e rlín 1927). A . W o o d ro w , Les résurgences équivoques de l ’Esprit: L u m ié re e t V ie 148 (1 9 80 ) 5-1 2 . Z ur Theologie des Heiligen Geistes: E v a n g e lisc h e T h e o lo g ie 41 (5 .6 .1 9 8 1 ). 131

Tiempo y eternidad

Raphael Schulte

I.

Introducción: El acceso a la cuestión del tiempo y de la eter­ nidad desde la experiencia y el lenguaje cotidianos 136 1. 2. 3. 4. 5.

II.

Paradojas de nuestra experiencia del tiempo 136 Aportas del tiempo 138 Lo personal del tener tiempo 139 Tiempo e historia 140 Experiencias en torno a la eternidad 141

Panorama histórico 143 1. Tiempo y eternidad desde el punto de vista prefilosófico y mítico 145 2. Tiempo y eternidad en la filosofía griega 146 a) Los primeros pensadores 146 b) Platón 147 c) Aristóteles 149

3. La concepción bíblica del tiempo y de la eternidad 151 a) Generalidades 151 b) Lo peculiar de la concepción bíblica del tiempo y de la eterni­ dad 152 a) E l tiempo como kairos y la eternidad 152 P) E l tiempo como aion y la eternidad 153 y ) L a alianza de vida Dios-hombre y el tiempo 154 8) Tiempo e historia 156 e) L a elección de Israel y el tiempo 156 O La «plenitud de los tiempos»; el acontecimiento de Cristo 157 T|) E l tiempo de la Iglesia, un tiempo de signo escatológico 159

2. Sobre la temporalidad humano-personal 178 a) b) c) d) e)

La experiencia fundam ental de nuestro ser: «yo soy» 179 La experiencia del ser y del obrar como duración 180 La vivencia de la plenitud del tiempo 181 U n ser-en-el-tiempo realizado personalmente 183 Dedicarse tiempo 183

3. Fundamento y origen de la temporalidad humana: creación y tiempo 185 a) El ser y el tiempo como don 185 b) La creación como comienzo del tiempo otorgado por Dios 186 c) El am or y la fidelidad de Dios como tiempo otorgado 187

4. El tiempo, don de la eternidad de Dios 189 a) El tiempo como concesión de la eternidad de Dios 189 b) La eternidad de Dios como «atem poralidad» e «¡limitación»; la li­ bre vinculación de Dios al tiempo 191 c) Eternidad y «validez eterna» de la verdad y la ley 192

5. Eternidad, temporalidad e historicidad 193 a) El dominio del hombre sobre el «pasado», el «presente» y el «fu­ turo» 194 b) El tiempo como período de decisión: la historia 196 c) Sobre la dirección tem poral de la historia 197 d) Responsabilidad histórica y responsabilidad temporal 198 e) El recuerdo (anamnesis) como acción sobre el tiempo; sacramento y conversión (metanoia) 199 f) La esperanza como confianza en el tiempo 200

6. La eternidad como fruto del tiempo 202

4. La trayectoria histórica hasta los planteamientos modernos 160 a) b) c) d) e)

III.

La época de los primeros Padres 160 Agustín 161 La alta Edad Media; Tomás de Aquino 164 La Edad M oderna; Hegel y Nietzsche 167 De Kierkegaard a Heidegger 167

Tiempo y eternidad en el horizonte de la concepción cristiana de la existencia 169 • 1.

El marco previo de la temporalidad humana 171 a) El ser-en-el-tiempo de los seres vivos 171 b) El tiempo definido físicamente 174 a ) E l «antes» y «después» físico 174 P) E l problema de la dirección temporal del acontecer cósmico 176

134

Artículos complementarios Acción y contemplación; angustia y confianza cristiana; animal y hombre; antropología y teología; autonomía y condición creatural; causalidad - azar providencia; cristianismo y religiones del mundo; cuerpo y alma; desarrollo y maduración; determinación y libertad; espírituy Espíritu Santo; evolución y crea­ ción; experiencia de la contingencia y pregunta por el sentido; experiencia y fe; historia del mundo e historia de la salvación; materialismo, idealismo y visión cristiana del mundo; mito y ciencia; muerte y resurrección; natura­ leza e historia; participación; persona e imagen de Dios; realidad - experiencia lenguaje; reconciliación y redención; rendimiento y ocio; símbolo y sacramento; tradición y progreso; trascendencia y Dios de la fe; universo - Tierra - hombre; utopía y esperanza.

135

PARADOJAS DE LA EXPERIENCIA DEL TIEMPO

I.

Introducción: E l acceso a la cuestión del tiempo y de la eternidad desde la experiencia y el lenguaje cotidianos

La pregunta por el tiempo y la eternidad pone sobre el tapete el problem a de la existencia hum ana. Ya un análisis superficial del modo y los momentos en que se usa el térm ino «tiempo» en el lenguaje cotidiano perm ite vislum brar la estrecha conexión existente entre la autocom prensión del ser hum ano y lo que de experiencias específicamente hum anas expresan términos como «tiempo» y «eternidad», «temporal» y «eterno».

1.

Paradojas de nuestra experiencia del tiempo

La experiencia más inm ediata, pero a la vez misteriosa y pro­ funda, es que el tiempo pasa. La vivencia primigenia parece ser ésta: el incontenible fluir de la corriente del tiempo, que brota fatídicamente de un m anantial desconocido y corre hacia lo eter­ nam ente pasado. T al fluir se vive unas veces como un torrente veloz, otras como un decurso lento y perezoso, otras como una cascada indom inable que arrastra todo consigo y nos deja pobres y despojados. M ientras la hora presente se le pasa a uno en un instante, otro se desespera porque para él dura una eternidad. Si en ocasiones experimentamos como una pérdida trágica el paso incesante de los días y los años, otras veces nos quejamos de que el tiempo se ha parado. Al parecer, estamos irremediablemente condenados a estas formas existenciales. A m enudo, el tiempo pa­ rece ser el curso informe e infinito de algo incontenible. No obs­ tante, cabe distinguir en él una especie de estructuras múltiples, por ejemplo los días y las horas que se me han otorgado y que puedo aprovechar y utilizar. Nosotros hablamos de que se nos ha dado tiempo, y ello de modo que podemos distribuirlo personalmente de forma que para 136

unas cosas tenemos tiempo suficiente, mientras que en otras no podemos perder más tiempo. En estas formas de expresión lin­ güística nos encontram os con el hecho experiencial — que nos im­ presiona sin cesar, unas veces inquietándonos y otras consolán­ donos, pero que siempre resulta paradójico— de que el tiempo al parecer no sujeto a nuestras decisiones o, al menos, algo de él está a nuestra disposición: tenemos tiempo para este asunto concreto; para otro, no. Podemos dedicar mucho tiempo a una cosa y poco a otra. Tenemos la vivencia (y la aprovechamos oportunam ente) de tomarnos tiempo para algo que nos interesa; podemos dejar pasar el tiempo para un asunto, mientras que otro nos aprem ia porque apenas queda tiempo. Decimos, como disculpa, que no tenemos tiempo, por ejemplo, para visitar a un amigo, mientras que en ocasiones tenemos tanto tiempo que no sabemos cómo «matarlo». La vida económica está presidida por el frenesí que se expresa en la frase «el tiempo es oro». A veces desperdiciamos el tiempo, y luego tenemos que reconocer que es demasiado tar­ de; el tiempo ha pasado irrem ediablem ente sin que lo hayamos aprovechado, aunque podríamos haberlo hecho. En suma, el tiempo es algo que nos es dado y con lo que se nos da una realidad acabada y, a la vez, por consumar; algo de lo que tenemos mucho o poco según las situaciones y las cir­ cunstancias de la vida y de lo que podemos disponer, aunque no absolutamente, en un sentido verdadero. Esto queda patente tam ­ bién cuando tomamos el tiempo que se nos ha concedido como algo puesto a nuestra disposición para hacer de él un uso no uti­ litarista, lúdico, y lo disfrutamos como tiempo libre o, incluso, lo llenamos con «pasatiempos». Lo específico de tal experiencia es lo siguiente: en esta vivencia deja oír su voz una vivencia del tiempo que se opone diam etralm ente a aquella otra que definimos como un aburrim iento que constituye el tiempo del tedio de la vida, del no saber qué hacer con el tiempo e incluso del odio del tiempo. Así pues, no parece constar que sea el propio tiempo el que decide qué es o puede ser para nosotros, pese a que conocemos tam bién la experiencia de vivir como un sino no deseado, ine­ xorable e incluso insoportable el tiempo que se nos otorga.

137

LO PERSONAL DEL TENER TIEMPO

2.

Aportas del tiempo

C uando reflexionamos sobre el flujo incesante del tiempo, éste se nos presenta a m enudo como lo más irreal de la vida. El tiempo que llamamos presente es tan inasible que, por su absoluta falta de extensión, no es nada a nuestros ojos: el «todavía no» del tiempo que fluye hacia nosotros es una nada, puesto que no existe todavía; en el mejor de los casos, llega a constituir la realidad del verdadero «ahora» en el instante del presente; pero tan pronto como la ha constituido, corre hacia el «ya no». El futuro se nos presenta como una lejanía inasible: en cuanto «todavía no», no es una realidad y, en rigor, no posee más ser que el futuro «ya-no» del pasado. A nuestros ojos, el pasado se prolonga has­ ta el infinito, pero como desaparecido, como (ya) no existente. El presente real, palpable, experimentable, es sólo el punto de contacto «entre» el futuro y el pasado, es decir, el punto de con­ tacto de dos «nadas», un punto que tiene como único destino no ser nada. En un prim er análisis no podemos aducir gran cosa contra semejante reflexión sobre la fugacidad del tiempo y su casi ab­ soluta falta de realidad. No obstante, conocemos tam bién una experiencia totalm ente distinta que nos perm ite captar la pro­ funda aporía de nuestra vivencia del tiempo. Fórmulas como «superar el pasado» o «no haberlo superado aún» y la realidad de una configuración planificada del futuro reflejan hasta qué punto el presente vivido es sustancialmente más que ese instante m atem ático entre el pasado, que ya no es, y el futuro, que no es todavía. El pasado no superado se halla ante nosotros como una tarea presente para el m añana, para nuestro propio futuro; to­ davía no ha configurado realmente mi hoy y, por tanto, sigue aún pendiente. Y el futuro a configurar planificadam ente es algo que se está realizando ahora, en la actualidad. Por eso, el hom bre en su presente siempre es el que ha sido, el que ha devenido; y ya es de algún modo el que será. Si hemos de dar crédito a nuestro idioma, el hom bre tiene en el ahora la vivencia no sólo, ni quizá en prim er lugar, de ese punto del presente, sino de sí mismo; y este él-mismo es el que ha devenido y, por tanto, el que «ahora» es su propia historia, y ello como prenda real de su m añana y pasado m añana, de su futuro, que en esa m edidad ésta ya «ahora» 138

en él mismo. La experiencia del impetuoso fluir del tiempo incluye siempre este elemento: la coexistencia e implicación de mi «pa­ sado» y mi «futuro» en el presente. Vivimos las dos cosas, la hui­ diza indom eñabilidad y la posibilidad personal de conservar y reconfigurar lo devenido, de ser señor del pasado personal y del futuro propio en el ahora del presente (-* realidad - experien­ cia - lenguaje; tradición y progreso).

3.

Lo personal del tener tiempo

Vamos a volver sobre un elemento de nuestra experiencia del tiempo, tal como se refleja en el lenguaje cotidiano, al que ya hemos aludido antes. «No saber qué hacer con su tiempo» (con el tiempo que, por tanto, parece haber sido puesto a disposición del interesado) viene a ser lo mismo que no saber qué hacer «con­ sigo mismo», «con su propia vida». De hecho, si uno me pregunta cuándo «voy a tener tiempo para él», desea que me tome tiempo para él. Q uiere que, al organizar el tiempo de que dispongo, lo tenga en cuenta para atenderle, de forma que ponga mi tiempo — y, con él, me ponga a mí mismo— a su disposición en lo que constituye su preocupación. El hecho de que el otro — el amigo o el cónyuge, por ejemplo— «nunca tenga tiempo» para uno se experimenta como un dram a hum ano y existencial. Sin perjuicio de la imposibilidad de dom eñarlo y medirlo exactamente, el tiempo aparece aquí como algo que ha de entenderse y valorarse personalmente. En consecuencia, están en juego la propia persona y sus relaciones personales, sobre todo la que se vive en el amor. La amistad, el am or y probablem ente la vida hum ana en general viven literalm ente del tiempo que se les dedica; pero tal dedica­ ción no se efectúa «autom áticam ente» por la m era convivencia físico-corpórea en el mismo lugar y durante las mismas horas, sino que tiene que ser un acto personal. Por eso, dedicar tiempo sig­ nifica darse uno mismo y m ostrar al otro, con un com portam ien­ to personal y libre, qué es uno para él en una presencia expresa (-* persona e imagen de Dios).

139

4.

Tiempo e historia

O tros giros lingüísticos reflejan otro elem ento de lo que el tiempo significa para nosotros. H ablam os de nuestros contem poráneos, es decir, de los que viven en el mismo tiem po que nosotros dentro de una colectividad, de un pueblo o un Estado, e incluso dentro del acontecer m undial, y, por tanto, form an una com unidad — cualquiera que sea la forma en que se articule y sea valorada— que se manifiesta justam ente como una com unidad tem poral. Aquí adquiere el térm ino «tiempo» un contenido enorme. Sa­ bemos qué pensamos cuando nos acom odam os o no nos aco­ modamos a los gustos del tiempo o al espíritu del tiempo, cuando m archam os al compás del tiem po o cuando juzgam os que los tiempos no están m aduros todavía para algo, no han llegado aún, y por tanto esperamos otros tiempos, tiempos mejores. Algunas personas añoran los buenos tiempos pasados y desperdician el presente porque viven sólo en el pasado. O tros se anticipan enor­ m em ente a su tiempo, cosa que tam bién puede llevar al fracaso. Tenem os conciencia de la no contem poraneidad de las genera­ ciones dentro del mismo hoy; los problem as generacionales pue­ den considerarse como una tarea peculiar de la superación del tiempo, tarea cuyo cum plim iento exige reflexionar y actu ar sobre lo inherente al tiempo. T odo esto m uestra que el tiem po está intrínseca e indisolublem ente relacionado con la historia, que uno y otra se refieren de algún modo a lo mismo, sin que por eso podamos decidirnos a identificarlos. T am bién aquí aparece el tiempo como algo esencialmente relacionado con nuestra li­ bertad hum ana. Pese a nuestra m undanidad antecedente y a una vinculación a la historia im puesta como un sino, nosotros nos experim entam os en nuestra tem poralidad como actores de la his­ toria, es decir, como seres a los que se les han im puesto en el tiem po tareas que es preciso llevar a cabo con libertad. M ás aún: tenemos la vivencia de que el tiempo, pese a su carácter inquie­ tante y fatídico, puede ejercer un papel de consolación, como se refleja en las expresiones «con el tiempo llega el consejo» o «el tiem po cura todas las heridas».

140

5.

Experiencias en torno a la eternidad.

En el análisis precedente no hay ninguna referencia — o, al me­ nos, así lo parece— a lo que llamam os «eternidad». El discurso sobre la «eternidad» surge de dos fuentes, sin que de m om ento pretendam os decidir si a fin de cuentas las dos vienen a constituir una sola. El adjetivo «eterno» suele emplearse p ara designar un tiempo largo o incluso un tiempo que parece infinitam ente largo: de ordinario se tra ta de un tiempo relacionado con nuestra vi­ vencia existencial, unas veces con respecto al pasado, otras con respecto al futuro y otras dentro de una vivencia actual. Cuando decimos a un m om ento «deténte, que eres bello», o hablam os de «perm anecer», «detenerse», «perdurar», etc., indicamos lo mismo que el adjetivo «eterno» significa en este aspecto. Pode­ mos conjeturar que la vivencia de la perduración de un tiempo determ inado, la perm anencia de una situación gratificante (o trágica) y la copresencia de personas que se quieren, en la me­ dida en que son fenómenos en los que se manifiesta una duración del presente, constituyen la fuente decisiva de lo que expresamos con el adjetivo «eterno». Actos como la esperanza y la espera indican que el hom bre tiene conocim iento de un ser hacia el cual tiende ahora, no en razón de lo que sabe de su no-ser (aunque se trate sólo de un «no ser todavía»), sino en razón de lo que sabe del ser o ser-ahí de lo esperado y aguardado, aunque a lo es­ perado y aguardado le com peta un modo de ser-ahí distinto del que ostenta lo presente y actual. En una palabra, nosotros te­ nemos la vivencia de un ser al que sólo con m ucha im propiedad se le puede aplicar el térm ino «tiempo». Es cierto que en tales casos no siempre usamos las palabras «eterno» o «eternidad»; pero sabemos que el ser, particularm ente nuestro propio ser, se halla por encim a de lo que el térm ino «tem poral» significa en sentido estricto. L a segunda (o quizá la misma) fuente de nuestro hab lar de «eterno» y de «eternidad» es lo que fundam enta la vivencia y el saber religiosos. Como es sabido, los términos «eterno» y «eter­ nidad» nunca aparecen en el lenguaje técnico y científico ni, en sentido estricto, en las ciencias históricas; en cambio, aparecen siempre donde y cuando hay que hab lar del ser hum ano en un sentido más global: en el discurso religioso y en el filosófico, de­ 141

TIEM PO Y ETERNIDAD

rivado del anterior. El ser hum ano tiene la vivencia de proceder de lo divino, deriva de lo divino su responsabilidad últim a y más propia y, consiguientem ente, hace de lo divino el centro supremo de sus intenciones vitales. Pues bien, lo divino — cualquiera que sea la form a concreta en que debe concebirse— se identifica con lo eterno. La expresión no implica sólo un correlato — sea cual fuere su naturaleza concreta— del «tiempo» y de la «tem pora­ lidad», sino tam bién la afirmación de que lo divino posee por sí mismo una capacidad de vida inagotable y, por tanto, no la recibe de fuera. Del mismo modo que el propio hom bre tiene conciencia de que, en su ser, en su vida y en su deber, se halla en una relación fundam ental con el «totalm ente O tro», con un ser superior (o como quiera llamársele), así tam bién su tem po­ ralidad y la eternidad se hallan en una relación análoga, cuya clarificación es tarea del presente artículo (-+ historia del m undo e historia de la salvación; utopía y esperanza).

142

II.

Panorama histórico

U na breve ojeada a la evolución histórica de la concepción del tiempo y de la eternidad resulta muy instructiva. Si las cosas son como las hemos presentado en nuestro análisis introductorio, el panoram a de la historia del pensamiento tendrá que m ostrar hasta qué punto la pregunta por el tiempo y la eternidad m archa de acuerdo con la pregunta por el ser hum ano como tal, hasta qué punto la una implica y aclara la otra. Como veremos, los diversos intentos de resolver estos problemas han barajado en el curso de la historia de la hum anidad todas las posibilidades conocidas. De una u otra forma, los problemas reaparecen constantemente. Así como el hom bre de cada época se siente cuestionado de una forma específica y no intercam biable, así tam bién el hom bre de cada generación se ve precisado a afrontar de modo nuevo, en la vida y en el pensamiento, aquello a lo que alude la pregunta por el tiempo y la eternidad. Ahora bien, en los últimos decenios es habitual presentar es­ quem áticam ente en dos formas básicas, opuestas entre sí, la con­ cepción del tiempo y de la eternidad tal como se ha plasm ado en el curso de la historia. Estas dos formas fundamentales tendrían su expresión característica pura en la concepción greco-helenística del tiempo y la eternidad (que luego suele identificarse con la filosófico-metafísica) y en la bíblico-cristiana. La prim era sería una concepción cíclica y tendría su símbolo adecuado en el círcu­ lo; la segunda, en cambio, sería lineal, y habría que presentarla mediante una recta ascendente dirigida hacia una meta. Aunque tal caracterización pueda ser útil para determinados propósitos, no debemos exponernos precipitadam ente a semejantes esquematizaciones; lo que hay que hacer es exam inar detenidam ente y sin prejuicios las concepciones constatables para captar sufi­ cientemente toda la complejidad de la pregunta por el tiempo y la eternidad. No pocas veces se añade que la concepción greco-helenística del tiempo y la eternidad se elaboró partiendo más bien del es­ pacio y que el espacio es determ inante p ara la correspondiente concepción de la existencia. Las cosas serían distintas en el caso 143

TIEM PO Y ETERNIDAD

de las concepciones bíblica y — si se conserva con la pureza de­ bida— cristiana de la existencia hum ana; aquí sería caracterís­ tico el tiempo, sobre todo en el sentido de historia. Esta diferencia m odelaría directam ente la concepción del hom bre, de su vida y, consiguientem ente, de sus ideas y formas de vida religiosa. Pero tam bién aquí se im pone la cautela. En general, hay que recordar que «tiempo» y «espacio», «tem poral» y «espacial», son en los idiomas (incluidos los bíblicos) términos más próximos y más entrelazados de lo que a prim era vista se podría pensar. Es fre­ cuente describir el tiempo con categorías espaciales; los conceptos de tiem po im plican lo espacial, y al contrario. Se aplican a ambos expresiones comunes. Lo mismo que el tiempo, un espacio puede ser corto o largo, incluso ilim itado e infinito. H ablam os de un «espacio de tiempo», y «espaciar las cosas» es au m en tar el in­ tervalo de tiem po entre ellas. El olam hebreo (originariam ente tiempo, duración tem poral) significa tam bién «m undo», «cos­ mos». El ám bito greco-helenístico no es el único que conoce lu­ gares santos y su trascendencia para la salvación. A unque quepa pensar que lo m entado con la expresión «tierra prom etida» no debe concebirse necesariam ente en términos geográficos, en todo caso Jerusalén y el tem plo tienen du ran te siglos su indiscutible significación religiosa y salvífica incluso como lugares entendidos en sentido espacial. Esto no impide reconocer que los lugares santos de Israel llegaron a serlo gracias a ciertos acontecimientos históricos y no «por su naturaleza» ni como consecuencia de he­ chos naturales y que, por tanto, no pueden asirse m ediante sis­ temas de coordenadas. T odo esto nos aconseja no dirigir preci­ pitadam ente nuestra m irada hacia un solo aspecto. Además, en la vista y el oído tenemos un caso análogo de esta singular in­ terpenetración, que llega hasta la intercam biabilidad, de los tér­ minos y las categorías, sin perjuicio de la distinción esencial de am bas facultades sensitivas: hablam os de tonos de colores y de música colorista, de tim bres claros y oscuros y de colores chillo­ nes, de voces blancas y de sopranos argentinas. Es probable que tam bién esto constituya un indicio de una unidad más profunda de lo diferente que convenga tener en cuenta.

144

Tiempo y eternidad desde el punto de vista prefilosófico y mítico U na ojeada a la tem prana época de los mitos y los poetas parece justificar la afirmación de que la vivencia de la naturaleza y de sus infinitos ciclos periódicos y la experiencia de la lim itada d u ­ ración de la vida hum ana, de la inexorabilidad de la m uerte y de la consiguiente transitoriedad y lim itación tem poral de la exis­ tencia del hom bre han sido la base del discurso sobre el tiempo y la eternidad. El hom bre conoce y adm ira que el acontecer se desarrolla uniform em ente desde tiempos inmemoriales y ve en tal uniform idad la promesa de un eterno retorno sin fin. Con­ sidera su propia vitalidad como una participación, aunque do­ lorosamente lim itada en el tiempo, de ese acontecer natural eterno. T odo esto se efectúa siempre en el m arco de una m en­ talidad que podríam os denom inar religiosa. De un lado está el hom bre, que se sabe transitorio y destinado a una existencia pu­ ram ente tem poral, pese a que participa de la naturaleza y de su vida, eternas por retornar y resurgir constantem ente. De otro, la naturaleza o los dioses o lo divino, dotado de inm ortalidad y de eternidad. El hom bre mítico resuelve la pregunta por el sen­ tido de su existencia tem poral considerándose él mismo y con­ cibiendo la historia hum ana como parte de la naturaleza, la cual posee el ser auténtico y divino incluso bajo la idea del eterno retorno de lo mismo, representada m ediante el símbolo del cír­ culo. Este m ito del eterno retorno representa la respuesta a la pregunta tanto por el universo físico como por el «deber ser» ético del hom bre. Las diversas realidades del universo, si no son de carácter eterno y divino como los astros, aparecen, se desa­ rrollan, desaparecen y em piezan de nuevo en virtud de la ne­ cesidad física del ser eterno y cíclico. En este ritm o se hallan inmersos tam bién los hombres: viven y m ueren con el universo para resurgir de nuevo con él y volver a llevar la misma vida que antes. El ciclo eterno del tiem po rige el m undo sin d ar la preferencia a ningún m om ento concreto; implica limitación (siempre lo mismo) e infinitud (siempre lo mismo) a la vez. Nosotros creemos que en estas ideas se refleja de algún modo la doble experiencia ya señalada: a todo lo que es tem poral en un sentido u otro subyace un envolvente, un supratem poral, del 145

TIEM PO Y ETERNIDAD

que el hom bre participa, pero sin poder escapar a la ley del tiempo; se tra ta de la posibilidad de disponer, aunque lim ita­ dam ente, sobre algo en realidad indom eñable. El eterno retorno de lo siempre idéntico, que, no sin razón, es vivido como trágico e incluso carente de sentido, garantiza una especie de consuelo existencial, porque, en la m edida en que participa de la natu­ raleza, el hom bre parece tener asegurada una perm anencia. En esta época prim itiva, la eternidad se refiere siempre a lo autén­ ticam ente divino, pues el concepto de eternidad incluye, junto al increm ento y la am pliación de la idea de tiem po (duración infinita; sucesión de diferentes espacios de tiem po cerrados, par­ ticularm ente en el sentido del ciclo), el com pendio del poder y de la fuerza (especialmente la pujanza de la vida, duradera, do­ tada de una eficacia ilim itada, im perecedera, inagotable y, por tanto, capaz de resurgir constantem ente (-► cristianismo y re­ ligiones del m undo; mito y ciencia). 2.

Tiempo y eternidad en la filosofía griega

A m edida que el hom bre fue adquiriendo conciencia de su dis­ tinción de la naturaleza, resultó insuficiente la concepción mítica del tiempo y de la eternidad. El hom bre individual consciente de su libertad no puede darse por satisfecho con la interpretación m eram ente natural de su ser. Por la distinción entre espíritu y naturaleza, el hom bre se sitúa por encim a del curso cíclico y comienza a considerarse él mismo — o a considerar el elemento espiritual de su ser— como atem poral y eterno, sin creerse por ello sustraído a la naturaleza en el tiem po (cf. la concepción de la inm ortalidad del alm a individual en Platón). Consiguiente­ mente, el pensam iento filosófico busca una visión más profun­ d a de lo que desde m ucho antes se designaba con los términos «eternidad» y «tiempo», sin olvidar enteram ente el origen re­ ligioso de esta problem ática (-» cuerpo y alm a; determ inación y libertad). a)

Los primeros pensadores

Los primeros pensadores griegos conciben el tiem po no sólo como un curso cosmológico natural y, por tanto, necesario y fatídico, 146

PLATÓN

sino tam bién en un sentido em inentem ente ético. El tiem po es juez de lo que el hom bre hace, como dicen expresam ente Anaxim andro, Solón y otros. A este aserto suyace la convicción de que el tiem po descubre y sanciona, incluso sin intervención del hom bre, las injusticias que se cometen. Porque el derecho no es sólo una convención m eram ente hum ana, sino una norm a eficaz existente en la propia realidad del cosmos. En todo el reino del ser hay un derecho inm anente que se im pone en todos los casos. De acuerdo con él se efectúan el surgir y el perecer. Por eso, incluso el acontecer físico está lleno de sentido y sujeto a una norm a estricta que, por representar la propia justicia divina, debe ser acatada. Así pues, tal norm a es de algún modo anterior a la libertad del hom bre y vinculante para ella. De esta forma, el devenir y el perecer, que los poetas lam entan a m enudo como una tragedia de la existencia hum ana, están objetivam ente jus­ tificados. No sólo explican el acontecer de la naturaleza, sino que pretenden desvelar un sentido más profundo, divino, que subyace a ellos y que es preciso aceptar. Es evidente que aquí se interpreta en sentido religioso, incluso en la vivencia de la limitación tem poral de la vida, la responsabilidad de la vida hum ana. Se tra ta de un factor que sigue influyendo, a u n ­ que no siempre aparezca en el prim er plano de la reflexión in­ telectual. b)

Platón

Para Platón, la cuestión fundam ental de la filosofía es la pre­ gunta por la esencia del hom bre y por su realización dentro de su existencia en el cosmos. El hom bre perecedero, acosado por el tiempo y el error, no está a la altura de su verdadera esencia m ientras no enm arca su vida en el cosmos cognoscible racio­ nalm ente. La esencia perm anente de las cosas y, por tanto, del orden del cosmos es accesible al conocim iento hum ano en su forma im perecedera, porque el alm a está unida con su origen merced a la m em oria ( = hondón rem em orativo del espíritu). La naturaleza, el cosmos, es la articulación de las cosas surgida por si misma y ordenada espontáneam ente, lo divino y eterno. Lo divino y eterno, por constituir el existente fundam ental, la arche, está presente en la totalidad de las cosas, constituye el funda­ 147

TIEM PO Y ETERNIDAD

m entó de la finalidad de su forma y de su articulación y abarca, preside y dirige todo. La eternidad de esta arche se basa en su condición de realidad no devenida, en su duración infinita y en su poder sobre todo. El devenir (y, por tanto, el tiem po dentro del m undo visible) no puede entenderse sin la «eternidad inmóvil y una» del verdadero ser, de la que el tiem po es una «imagen eterna que progresa según las leyes de los números» (Tim . 37d). Así pues, hay una forma esencial, perm anente y eterna, de la que el m undo visible es una imitación im perfecta que perece en el tiempo, pero que retorna constantemente. Este m undo visible es una vida que se ordena de acuerdo con relaciones numéricas. Su orden racional, visible en la rotación del cielo y en el movi­ miento cíclico de los seres vivos, se basa en la arche en cuanto razón cósmica. El núm ero es el poder que regula toda realiza­ ción, el proceso de todo devenir que se produce en el m undo. El tiempo es la m ediación entre la forma fundam ental eterna y lo informe. Como curso tem poral, es «la im agen eterna ( = d u ra­ dera por siem pre), que progresa según las leyes de los números, de la eternidad inmóvil y una». Platón no logró conciliar la eter­ nidad y el tiempo, particularm ente en lo que afecta a la vida hum ana, incluida la corporal, y a su sentido últim o. Esta falta de conciliación queda patente en sus ideas sobre el alm a (espí­ ritu) hum ana, por una parte, y sobre la corporeidad del hom bre, por otra. Así, según él, y según la concepción greco-helenística en general, la vinculación al tiempo tiene que constituir para el hom bre una esclavitud y una maldición. En consecuencia, toda búsqueda griega de redención tiene como norte liberar al hom bre de su corporeidad, del ciclo eterno o del encadenam iento al tiempo y, por tanto, en últim a instancia, del propio tiempo. En ocasiones se concibe la redención como un traslado al más allá, a la arche, donde uno no estará sometido al curso cíclico. Q ue la redención pueda efectuarse en el tiempo resulta im pensable, y no se espera, entre otras razones, porque la concepción cíclica del tiempo y la concepción de la eternidad como atem poralidad no ofrecen ningún m argen para ello (—►cuerpo y alm a; m uerte y resurrección).

148

c)

Aristóteles

Si ya Platón había interpretado la eternidad y el tiempo en un sentido cosmológico (aunque desde la perspectiva de la respon­ sabilidad del hom bre en la vida), este enfoque se im pone por completo en Aristóteles. Sus investigaciones e ideas filosóficas so­ bre el tiem po han seguido influyendo hasta nuestros días, aunque no siempre se ha reconocido esto explícitam ente. En su análisis del tiempo, Aristóteles se guía por el tiem po considerado como un modo de ser del ente en la naturaleza, en el cosmos, si bien entiende por «cosmos» la totalidad de la realidad o, en todo caso, mucho más que el m undo conocido por las ciencias naturales. A borda expresam ente las aporías que surgen de nuestra concep­ ción cotidiana del tiempo y, sobre todo, de su concepto científico e intenta resolverlas basándose en sus principios cosmológicometafisicos. La prim era aporía se refiere a la realidad del tiempo y del m ovim iento en su dimensión tem poral. Lo real en ellos es sólo el m om ento puntual presente, no su pasado ni su futuro. Así, el tiempo y el m ovim iento sólo son reales en uno de sus elementos; pero este elem ento no es más que el límite y el nexo sin duración de sus partes no reales. La segunda aporía surge de im aginar el tiempo como un pre­ sente que avanza o como un «flujo del ahora». Esto lleva a pre­ guntar si tal ahora perm anece idéntico en su avance o cam bia en cada caso. En el prim er supuesto, todos los «ahora» instan­ táneos serían el mismo y único «ahora», con lo cual desapare­ cería cualquier diferencia entre el antes y el después. En el se­ gundo supuesto se salvaguardaría la diversidad de los momentos temporales, pero resultaría incom prensible la continuidad del flujo tem poral, ya que no es posible construir una sucesión cons­ tante sobre la base de una pluralidad de diferentes «ahora» inextensos. Según Aristóteles, el m ovim iento y, paradigm áticam ente, el movim iento locativo constituye aquello con lo que podemos de­ term inar o m edir el tiempo. Com o movim iento en un medio ex­ tenso, garantiza la continuidad, de form a que donde hay algo que «se mueve en el espacio» es posible determ inar el tiempo m ediante el m ovim iento y m edir el movim iento por el tiempo. 149

TIEM PO Y ETERNIDAD

En consecuencia, Aristóteles define el tiempo como «el número del movim iento según el antes y el después». El antes y el des­ pués, al ser num erados por el alm a, adoptan la im pronta de la m edida que es el tiempo en sentido pleno, de suerte que si no hubiera alm a tam poco habría tiempo. La m edida modélica del tiempo la obtenemos del movim iento locativo continuo, concre­ tam ente de la rotación del cielo. El cielo (el m undo sideral, el éter) concebido en sentido cosmológico-metafísico es p ara Aris­ tóteles el origen últim o de todo el acontecer natural. Así, Aris­ tóteles introduce en su concepción del tiempo ideas decidida­ m ente metafísicas. Lo que se mueve irregularm ente (el devenir natural de la T ierra; las plantas, los anim ales y los hombres) está, en su surgir y perecer, referido al m ovim iento constante de lo que existe siempre («el cielo»). Este m ovim iento constante rem ite a su vez a un fundam ento que, siendo inmóvil y estando por tanto fuera del tiempo, lo m antiene en m archa. Este prim er m otor se llam a Dios; él es la razón que, pensando de antem ano la ordenación del todo, se piensa a sí misma. La principal preocupación de Aristóteles al definir la esencia del tiempo es de tipo cosmológico-metafísico y no de carácter ético-religioso, como ocurre en Platón. No obstante, son eviden­ tes tanto la relación intrínseca entre el tiem po y la eternidad como el trasfondo religioso del planteam iento. Los elementos de la comprensión del tiem po y de la eternidad analizados hasta aquí ejercieron un influjo decisivo en las épocas posteriores. Algunas novedades introdujo la confrontación ex­ presa de las ideas filosófico-éticas y religiosas de Grecia y del helenismo con el mensaje salvífico del cristianismo naciente. A unque ya hubo una influencia inicial y una interpenetración recíproca entre el pensam iento judeo-israelita y el acervo filosófico-religioso del helenismo (cf., por ejemplo, Filón), el influjo m utuo sólo adquirió verdadera profundidad du ran te los pri­ meros siglos después de Cristo. Por eso, para seguir el curso de la historia del pensam iento tenemos que analizar la concepción bíblica del tiem po y de la eternidad (-» cuerpo y alm a).

150

3.

La concepción bíblica del tiempo y de la eternidad

a)

Generalidades

Si examinam os la autocom prensión del hom bre bíblico-israelita y su inserción vivencial en la naturaleza y en la historia, com ­ probarem os que el israelita era consciente del acontecer natural y tenía una conciencia del tiempo acorde con tal circunstancia, al igual que los pueblos de su entorno. Como es obvio en un pueblo de nóm adas y pastores, el israelita conoce el curso del año, el constante retorno de las estaciones, con sus tareas espe­ cíficas. Conoce tam bién otros fenómenos periódicos de la n a tu ­ raleza, a los que se ajusta no sólo en la vida cotidiana, sino tam ­ bién en su vida religiosa (sobre todo porque el israelita no conoce esta distinción). Esto se refleja en la exactitud con que determ ina los diferentes tiempos festivos, que siguen un ritm o anual (cf. Gn 1,14; Ex y Lv passim; Eclo 33,8s), aunque no se basan en el ciclo del año natural. Recordemos, por ejemplo, la fijación de la fecha de la Pascua, que exigía una observación precisa del ciclo lunar. En este aspecto, Israel com parte casi todo con los demás pueblos, circunstancia que no debe pasarse por alto. Tam bién la concep­ ción del tiem po plasm ada en el Eclesiastés refleja una m últiple afinidad con otras ideas de la época en la vivencia e interpre­ tación del tiempo. Lo que allí se dice, cualquiera que sea la va­ loración concreta que m erezca, no debe pasarse por alto: «U na generación se va, otra generación viene. La tierra está eterna­ m ente quieta... Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso su­ cederá: no hay nada nuevo bajo el sol» (1,4.9). Y: «Todo tiene su hora. P ara todo lo que ocurre bajo el cielo hay un tiempo determ inado (el autor aduce numerosos ejemplos)... Dios hizo todo de modo perfecto a su debido tiempo. Introdujo la eter­ nidad en todo, pero sin que el hom bre pueda descubrir lo que Dios hizo desde el principio hasta el fin... Entonces comprendí: todo lo que Dios hace acontece en la eternidad: no es posible añadir ni q u ita r nada, y Dios hace que los hom bres lo tem an. Todo lo que aconteció ya había existido antes, lo que va a acon­ tecer ha acontecido ya, y Dios buscará de nuevo lo que ha huido» (Ecl 3,1.11.145). 151

EL TIEM PO COMO «AION»

b)

Lo peculiar de la concepción bíblica del tiempo y de la eternidad

Pero en la concepción bíblica del tiem po hay algo especial que conviene analizar más detenidam ente. Se trata, en pocas pala­ bras, de la conciencia específica de Dios, que es el factor deter­ m inante (como m uestran los propios textos, más bien fatalistas, del Eclesiastés) de lo que el tiem po significa p ara el pueblo y, dentro de él, p ara el individuo y de lo que el hom bre bíblico piensa cuando habla de la eternidad de Dios, por un lado, y de los días otorgados personalm ente por Dios a cada individuo, por otro lado. Esto puede deducirse del uso de los términos y giros pertinentes y de los contenidos m entados con ellos. Los dos con­ ceptos que más claram ente reflejan la concepción neotestamentaria del tiem po y, encerrada e incluida en ella, la del Antiguo T estam ento son los expresados con los térm inos kairos y aion. Pero no es fácil encontrarles equivalentes castellanos adecuados que no lleven involuntariam ente a unas concepciones básicas dis­ tintas. a)

El tiempo como kairos y la eternidad

En el vocabulario profano, kairos es la ocasión tem poral espe­ cialm ente favorable p ara una empresa, el m om ento oportuno. El uso histórico-salvífico del Nuevo T estam ento le d a el mismo sentido. Pero aquí no son las consideraciones y los planes de los hombres, sino las decisiones de Dios las que hacen de esta o aque­ lla fecha un kairos, y ello con respecto a la ejecución del plan salvífico de Dios. La realización de este plan se efectúa m ediante acontecim ientos a los que el propio Dios da el carácter de kairos. Así se instaura la historia de Dios con el hom bre, la historia de la salvación. Esto rige tanto para el individuo como para la co­ m unidad salvífica, para el pueblo o la hum anidad y el m undo en general. La idea de que hay m omentos especiales, existencialm ente decisivos, subyace tam bién al uso específicamente bíblico de otras expresiones tem porales análogas. Aquí hay que m encionar en prim er térm ino las palabras «día» y «hora», en griego hemera y hora, a las que corresponde en hebrero ’et. Este térm ino, que suele traducirse por «tiempo», designa en ocasiones un simple 152

lapso de tiempo; pero se aplica sobre todo al tiempo en tanto que ocurre en él algo decisivo, o al tiempo para una determ inada acción o pasión existencialm ente relevante. En este contexto es significativa la fórm ula «día del Señor (Yahvé)». Expresa la idea (y el hecho) de una ocasional intervención repentina de Dios y, así, alude enfáticam ente a la futura acción salvífica definitiva de Dios. Así pues, la propia intervención de Dios se efectúa en el tiempo y m ediante una acción tem poral, cosa que no tendría cabida en la concepción griega del tiempo. La «hora» significa en el N T el tiem po preestablecido por Dios para una acción o pasión, así como la posibilidad — otorgada por Dios a cada cual— de realizar una acción incluso m ala y, por tanto, la si­ tuación de prueba exigida por Dios (cf. J n 16,21; 2,4; 16,4; Le 22,53; M e 14,35 c o n jn 12,27; Rom 13,1 ls y passim). Entre estas expresiones figura tam bién el «ahora» ( nyn) enfático, que a p a ­ rece a m enudo en el N T. En principio, tiene un significado an á­ logo al de «hora»; pero se aplica especialmente al m om ento cul­ m inante del acontecim iento de Cristo o a la Iglesia. El N T llam a enfáticam ente «ahora» al tiem po determ inado por d aconteci­ m iento de Cristo, en contraposición al tiempo anterior a Cristo. Este «ahora» caracteriza al tiempo de la Iglesia, aunque en cierto sentido es un tiem po posterior a Cristo; en un sentido peculiar, tal tiempo es el «ahora» de la salvación definitiva. Este principio rige tam bién, con respecto a la apropiación de la salvación, para cada generación posterior al tiempo del cristianismo prim itivo y, dentro de ella, para cada persona individual: la gracia ofreci­ da al individuo le depara personalm ente el «ahora» de la ac­ ción salvífica definitiva (ya efectuada históricamente) de Dios (cf. 2 C or 5,15.18s; 6 ,ls ). Ésta es una clave decisiva para com­ prender el acontecim iento salvífico sacram ental en el tiempo de la Iglesia, acontecim iento que se caracteriza por una singular «supratem poralidad» dentro del tiempo. P)

El tiempo como aion y la eternidad

Si los términos analizados hasta ahora, que se agrupan en torno al concepto central de kairos, destacan momentos o lapsos de tiempo aislados decisivos subrayando su significado especial, aion, la otra expresión frecuente en el N T , recoge la extensión tem ­ 153

TIEM PO Y ETERNIDAD

poral, la duración. Aion se basa en el ’olam (largo tiempo) veterotestam entario, que designa originariam ente una extensión tem poral del pasado o del futuro. Esa longitud inherente a tal acepción es sum am ente indefinida o variable: puede tratarse sim­ plem ente de un decenio o de tiempos inconcebiblem ente largos. Aion no supone ningún tipo de valoración, de modo que cabe hablar, por una parte, de «este aion perverso» (Gál 1,4) y, por otra, llam ar a Dios «rey de los aiones» (1 T im 1,17). El plural de aion expresa una duración especialmente larga del período tem­ poral m entado y, por eso, puede ser sinónimo de lo que nosotros llamam os «eternidad». Es interesante observar que ni en el AT ni en el N T hay ninguna palabra específica que equivalga a «eternidad». C uando se usa el plural de ’olam o de aion en relación con Dios, designa a Y ahvé como el «Dios de (todos) los tiempos», es decir, como el Dios que se halla por encim a de todos los tiem­ pos, vive «eternam ente» y, lejos de estar lim itado por tiempo alguno, dispensa el tiempo. Así pues, en la concepción bíblica, la eternidad no se opone al tiem po ni im plica atem poralidad o term inación de la tem poralidad. El plural aiones sugiere más bien una prosecusión infinita, inasible p ara el hom bre, del tiempo o, más exactam ente, de la vida de Dios, el cual puede hacer que existan y surjan espacios ilimitados de tiem po que sólo él esta­ blece, conoce y m odela con su voluntad salvífica, si bien los pone a disposición del hom bre.

y)

La alianza de vida Dios-hombrey el tiempo

El «Dios de (todos) los tiempos» es el que, al crear el m undo entero, le fijó el comienzo, lo puso en el tiem po y le otorgó tiempo. Pero no lo hizo sólo para que existieran el m undo, el cosmos, la naturaleza y su tiem po y, apresado en ellos o surgido de ellos, el hom bre como parte de la naturaleza. La acción crea­ dora de Dios ap u n tab a de antem ano al hom bre o, mejor, a la alianza de vida de Dios con el hom bre en el m undo y en la historia. Con respecto a nuestra tem ática, esto significa que el «Dios de (todos) los tiempos», al crear al hom bre, lo hace par­ tícipe de su ser y de su vida y, por tanto, de su propio tiempo y de su dom inio sobre el tiempo. El tiem po del hom bre procede 154

LA ALIANZA DE VIDA V EL TIEM PO

de la m ano de Dios y está en manos de Dios. Al sellar la alianza con el hom bre, Dios penetra en el tiempo, determ inado por su acción creadora. Se com prom ete y actúa desde el «comienzo» en «los tiempos, los días y los años». Su perm anecer-siem pre-enla-alianza, su fidelidad a su acto del «comienzo», es su nom bre revelado y ofrecido como una realidad susceptible de vivencias. «Yahvé», es decir, «Yo estoy siempre con vosotros y, por tanto, constantem ente “ ah o ra” , “ hoy” , porque ya estuve “ ayer” y, por tanto, estaré “ en todo el tiem po” (eternidad), siempre y cons­ tantem ente entre vosotros». Este factor de la tem poralidad divina o de la tem poralización de Dios frente al hom bre en el m undo suele tratarse bajo el epí­ grafe «historia»: Dios realiza con el hom bre la historia de la sal­ vación y de la gracia y, así, manifiesta su existir-con-el-hombreen-el-tiempo. Pero el térm ino «historia» no basta en modo al­ guno p ara recoger enteram ente el ser-en-el-tiempo de Dios con el hom bre en el m undo de acuerdo con la concepción bíblica. Es cierto que la existencia hum ana im plica la historicidad, pero tam bién im plica otros aspectos, tal vez más elevados. H ay con­ tenidos vitales y, consiguientemente, temporales, realizaciones de la vida y acciones personales que se desarrollan en una esfera y con unas intenciones que no solemos recoger bajo el epígrafe «historia», si es que les prestamos alguna atención. Los actos vitales cotidianos (pero em inentem ente hum anos), por ejemplo la dedicación diaria de la m adre al hijo o la «sencilla» — pero viva y cargada de compromiso personal— unión de los amigos y el ritm o anual de la naturaleza — en otras palabras: todo el acontecer natural que se repite constantem ente y todas las manifestaciones constantes de solicitud am orosa— tienen «su tiem po porque Dios les confiere el ser y el tiempo» (cf. Ecl 3, 1-15) y el propio Dios está presente en ellos. «Mis tiempos están en tu m ano», dice el orante basándose en una experiencia viva. Dios da el comienzo, da contenido y sentido a las etapas de la vida, de modo que el hom bre puede «construir para la eterni­ dad», confiado en la fidelidad divina (cf. Sal 31,16 y passim). La vida hum ana y su tiempo, por limitados que sean y por inmersos que estén en procesos naturales recurrentes, están orientados al ser-con-Dios, han sido otorgados para la decisión libre, para la adhesión y la perm anencia en la alianza de vida que Dios es­ 155

LA «PLENITUD DE LOS TIEMPOS»

TIEM PO Y ETERNIDAD

tablece con cada uno. Aquí se basa la expectativa confiada de «la vida (eterna) en la región de los que viven». 8)

Tiempo e historia

A hora bien, el hom bre bíblico tiene una conciencia sum am ente viva de estar situado en su propio tiempo no sólo como individuo, sino tam bién como m iem bro del pueblo y, en últim a instancia, de la hum anidad, que es en su totalidad el interlocutor de Dios en la alianza. Aquí encuentra su lugar legítimo el térm ino «his­ toria». Por eso, la «eternidad» de Dios y su tem poralización están m arcadas, lo mismo que el tiempo del hom bre, por la histori­ cidad. Cómo están configurados los «tiempos» y qué «está en sazón» «hoy» es algo que se deriva de lo que desde el «co­ mienzo», desde el acto creador de Dios, ha ocurrido en el tiempo, es decir, en la historia de Dios con (toda la) la hum anidad o en el pueblo y con el pueblo; aunque de form a distinta, esto afecta por igual al hom bre y a Dios. El hom bre bíblico vive con la clara conciencia de que su vida, su «ahora» y «hoy», se halla troque­ lada por múltiples factores: en prim er lugar, por lo que estableció originariam ente Dios en su obra de la creación; luego, por lo que ocurrió en los «primeros tiempos» (hoy diríamos «por los acon­ tecimientos históricos») y tuvo repercusiones en la historia; fi­ nalm ente, por lo que la prom esa de Dios anuncia (todavía) sobre su intervención en los «tiempos venideros», particularm ente so­ bre el «día de Yahvé». Esto significa que el hom bre bíblico (y el que vive de la conciencia bíblico-cristiana de Dios y de la fe) sabe de una singular unidad, basada en Dios, del pasado y el futuro en el hoy, que afecta a Dios y al hom bre. El hoy debe su configuración concreta a lo que existió, a lo que ocurrió y llegó a ser, y a lo que Dios ha prom etido en su fidelidad.

e)

La elección de Israel y el tiempo

Además de lo dicho, es preciso subrayar una peculiaridad que concierne al pueblo veterotestam entario de la alianza y a su con­ ciencia histórica, así como a la hum anidad entera, en razón del acontecim iento (neotestam entario) de Cristo. Israel sabe que su existencia y, por tanto, su tiempo no están m arcados sólo por el 156

acto creador de Dios y su constante perm anencia actual, ni sólo por la im pía, y de graves consecuencias históricas, acción de la criatura contra Dios que recibe el nom bre de pecado original, y que precipitó en la perdición a la hum anidad entera y al m undo en general, sino tam bién por su elección con vistas a la salvación futura, al «día de Yahvé», que va a acontecer en favor de Israel y, dentro de él, p ara la salvación de todos los pueblos y del m undo entero. Esta elección se efectuó en el tiempo; ciertas per­ sonas históricas fueron llam adas por Dios a la alianza, y entraron librem ente en ella, personalm ente y como representantes de to­ dos aquellos a los que Dios destinó y destina la salvación en la historia: A brahán es el padre de todos los que creen (y creerán). La solemne prom esa de Dios a A brahán, Isaac y Ja co b como padres de la alianza y de la fe debía cumplirse en la historia, del mismo modo que había sido hecha históricam ente. Israel vive de este «pasado» de su elección, que m arca decisivamente, en el plano existencial, su tiem po y, en él, el de cada individuo. En esta historia de Israel, iniciada con la elección, ocupa un lugar especial la salida de Egipto por obra de Dios, ya que, si bien es un acontecim iento histórico con su significado particular en su época, determ ina la constitución «eterna» del pueblo de la alianza, constitución que define irrevocablem ente p ara todo el futuro el ser de Israel. Por eso, Israel no evoca este aconteci­ m iento fundam ental sim plem ente como un hecho del pasado his­ tóricam ente im portante, en la form a en que se hace com únm ente en la historia de los pueblos y de los Estados: la explicación del sentido de la fiesta de Pascua, celebración anam nética del éxodo y de la conclusión de la alianza con la sangre del cordero, pone de manifiesto que «aquel» acontecim iento implicó esencialmente a Israel a través de todas las generaciones y, dentro del pueblo, a cada uno de los individuos del hoy correspondiente: «para que recuerdes el día de tu salida de Egipto durante toda tu vida» (Dt 16,3), igual que el propio Yahvé «recuerda eternam ente su alianza, su orden salvífico p ara Israel» (Sal 106,8 y passim). 0

La «plenitud de los tiempos»; el acontecimiento de Cristo

Pero, al elegir y constituir a Israel como pueblo de la salvación, Dios tenía una meta: la salvación del m undo. Partiendo de aquí 157

TIEM PO Y ETERNIDAD

se com prende el mensaje neotestam entario de que «se han cum­ plido los tiempos» (M e 1,15; Gál 4.4 y p a ssim ). Los kairoi han alcanzado su plenitud por la obra de Dios en el hecho de Cristo, en el acontecim iento que se halla caracterizado eternam ente por el nom bre de Jesucristo (cf. 1 Cor 10,11 y p a ssim ). Así se ha constituido p ara el m undo entero un «ahora» que define esencial y perm anentem ente todos los tiempos «después de» Cristo. Esto merece especial atención en nuestro contexto, porque tales afir­ maciones atribuyen a la historia de la hum anidad y del m undo en general una determ inación derivada de un acontecim iento ! histórico y, por tanto, ocurrido en el tiempo («bajo Poncio Pilato»), pero que tiene una relevancia supratem poral y presente, tanto p ara el tiempo (sucesivo) de «este aion» y, consiguientemente para cada existencia histórica de tipo individual y com unitario, como p ara el futuro «día de Yahvé», que ahora queda definido como «segunda venida del Señor Jesucristo». El acontecim iento salvífico en el tiempo, del que se afirm a expresam ente que ocu­ rrió de una vez por todas (cf. H eb 7,27 y p a ssim ) y al que se atribuye un carácter histórico manifiesto, tiene un influjo y un significado que m arcan indeleblem ente a cada generación y a su tiempo. El acontecim iento sacram ental que se desarrolla en cada hoy, aquí y ahora, se caracteriza por d a r participación y par­ ticipar del acontecim iento de Cristo, de suerte que el creyente (es decir, el que ahora se deja librem ente determ inar por él) vive y experim enta actualm ente en cada hoy el pasado propio en J e ­ sucristo: «Vosotros habéis sido crucificados, sepultados y resu­ citados con Cristo» (cf. Rom 6,3-8; Col 2,12ss; 3,1 ss), para con­ figurar así el futuro propio y el del m undo en el «ahora». Con esto se afirm a en todo caso que el acontecim iento histórico de la m uerte y resurreción de Jesucristo bajo Poncio Pilato tiene una referencia al presente, una virtualidad siempre actual y un influjo perm anente de tal naturaleza que supera esencialmente la efi­ cacia de los restantes acontecim ientos históricos. La razón de ello reside en lo que el propio D ios realizó m ediante una acción his­ tórica, entrando en el tiem po de forma irrepetible y tem porali­ zándose — a través de la hum anización del Logos (cf. J n 1,14; Gál 4,4ss y p a ssim ) y de su m uerte y resurrección— . Por eso, si la fe cristiana ha de ser relevante para la concepción actual de la existencia, podemos y debemos concluir de ahí que la con­ 158

EL TIEM PO DE LA IGLESIA

cepción que el N T y, por tanto, el cristiano tiene del tiem po ha recibido de ese acontecim iento histórico una dimensión entera­ mente nueva, desde la cual se puede y se debe proyectar una luz decisiva sobre la comprensión general del tiempo y de la eter­ nidad, siempre que haya que hablar del único Dios y del único m undo creado por él y de su fidelidad inquebrantable a su de­ cisión del «comienzo»; y esto lo exige inequívocam ente la fe cris­ tiana y es coherente con lo que hemos logrado averiguar sobre el tiempo y la eternidad. rj)

El tiempo de la Iglesia, un tiempo de signo escatológico

Así pues, en la perspectiva del N T , el tiempo que se inicia con la m uerte y resurreción de Jesucristo, aunque en términos crono­ lógicos se define como tiempo después de Cristo, se concibe como tiempo de Cristo. Porque como tiempo de Cristo constituye el «ahora» del tiem po de la Iglesia y, de ese modo, el tiempo de la historia del universo, todavía en curso, hasta el «día de Yahvé». Este tiem po de Cristo es ya el tiempo del f i n , pues el aion futuro prom etido en la antigua alianza ha llegado ya con lo ocurrido en Jesucristo en el tiempo. Pero todo esto tiene nuevam ente una característica singular. En efecto, el tiem po de la Iglesia y, por tanto, el tiempo del cristiano y del m undo presente en general está m arcado tanto por el «ya» de la acción salvífica definitiva como por el «toda­ vía no» de su consumación definitiva y manifiesta el «día de Yahvé». Perm anece la tensión entre lo definitivam ente devenido y realizado y la consumación de sus repercusiones en una re­ solución eterna m ediante la segunda venida Jesucristo y el «so­ m etim iento del Hijo al Padre», para que «Dios todo en todas las cosas» (1 C or 15,28). Para nuestro tem a, esto significa, entre otras cosas, que examinaremos más adelante, que toda interpre­ tación cristiana de la existencia hum ana y de la historia hum ana debe evitar siempre los peligros que la acechan: el de considerar esta historia nuestra «desde» Cristo como la salvación ya con­ sum ada y vivir en consecuencia (es el peligro o la realidad que tuvo que afrontar 1 Cor) y el de seguir aferrándose a la actitud de espera de la antigua alianza o incluso retornar a la visión m ítica de un universo recorriendo infinitos ciclos, que hoy ap a­ 159

TIEM PO Y ETERNIDAD

rece no pocas veces bajo la noción de un acontecer cósmico en perpetuo desarrollo evolutivo hacia metas no decididas ni decidibles. Lo que hay que hacer es seguir la singular llam ada al «ser en el tiempo», llam ada que constituye un eco del mensaje y de la realidad de lo que, por obra de Dios, aconteció, fue re­ velado y cobró eficacia en Jesucristo: «Aprovechad el tiempo» (cf. E f 5,16; Col 4,5; tam bién Gál 6,10; Flp l,20ss; 1 Cor 10) (-» Iglesia; sociedad y reino de Dios). 4.

La trayectoria histórica hasta los planteamientos modernos

El encuentro de la concepción m ítica y greco-helenística del tiempo y la eternidad, en sus diversas variantes, con el mensaje cristiano de la salvación por Jesucristo como acontecim iento de­ sarrollado en el tiem po para la eternidad y constituido por la cruz y la resurrección de entre los m uertos condujo inicialmente a síntesis de rasgos no bien definidos y poco claros. En las reli­ giones y filosofías no cristianas de los prim eros siglos después de Cristo im pera un sincretismo multiforme. Y los primeros pen­ sadores y escritotes cristianos no lograron inicialm ente una ri­ gurosa reflexión intelectual sobre la fe que sintetizara en una visión arm ónica y aceptable desde el punto de vista cristiano las ideas de distinta procedencia que había que m antener en cada caso. Es cierto que procuraron atenerse expresam ente al legado de fe basado en la Biblia; pero no rom pieron las cadenas de la concepción básica (de cuño helenista) de su época. Citemos al­ gunos ejemplos característicos al respecto. a)

La época de los primeros Padres

En Clemente de A lejandría (f antes del 216) encontram os una versión cristológica del principio helenístico de la redención como retorno del alm a a su origen: Cristo es alfa y omega, prin­ cipio y fin (cf. Ap 21,6). La actividad soteriológica de Cristo consiste, según Clemente, en arm onizar el fin con el principio, de forma que el fin adquiera su perfección con el retorno al prin­ cipio. Cristo posee la perfección porque es kyklos, círculo. La sal­ vación y restauración del cristiano se efectúa m ediante una tras­ 160

AGUSTÍN

lación «a la m orada anterior». No es m uy distinta la forma en que Gregorio Niseno (f 394) entiende dos siglos más tarde la tem poralidad en el horizonte de la exigencia del ascenso ince­ sante del alm a a Dios. La tem poralidad es un medio fundam ental para la conform ación de la persona hum ana. Aquí encontram os un eco evidente de la perspectiva según la cual la concentración del ¿lima en su interioridad se interpreta como un retorno a su origen: la perfección consiste en trasladar el fin al principio (cf. Plotino). Esto está en relación directa con la idea, m uy fre­ cuente, del retorno al paraíso, que m arca decisivam ente el con­ cepto de tiempo: la restauración de la im agen divina se logra m ediante el m ovim iento que busca la dirección hacia lo perdido. Aquí se da unilateralm ente a lo prim igenio una prioridad y un valor no respaldados por la Biblia y se pasa por alto lo histórica y escatológicam ente nuevo, por no hablar de las reminiscencias de la concepción cíclico-mítica. Orígenes ( t hacia el 254) com pleta este principio en su doc­ trina de la apocatástasis o restauración del universo tal como era el principio. Además interpreta el tiempo como producto del pecado original y, por tanto, tiene que valorarlo negativam ente, lo mismo que la corporeidad. Pero el gnosticismo va m ucho más lejos. En últim a instancia, se atiene a la concepción greco-helenística del tiem po y de la eternidad, enriqueciéndola con con­ tenidos cristianos, de suerte que lo bíblico-cristiano no puede realm ente desplegar sus virtualidades. La gnosis, para la cual es absoluta la opción entre el m undo y Dios o entre el tiem po y la eternidad, no conoce ninguna valoración positiva del tiem po y de la historia. El tiem po no es un reflejo de la eternidad, sino una caricatura suya. Así, puesto que la revelación llega, en cierto modo, «desde arriba» como algo radicalm ente atem poral o in­ tem poral, tam poco el pasado tem poral puede m erecer otra cosa que la reprobación. El tiem po es angustia y perdición; lo tem ­ poral no puede eternizarse. b)

Agustín

U na vía m uy diferente sigue san Agustín, cuyas conocidas ex­ plicaciones sobre la concepción del tiem po y de la eternidad m ar­ caron la p a u ta a la filosofía y a la teología durante siglos. U n 161

TIEM PO Y ETERNIDAD

AGUSTIN

pasaje fundam ental de las Confesiones m uestra hasta qué punto la relación entre la inm ediatez y la reflexión constituye el pro­ blem a central no sólo del tiempo, sino tam bién de la comprensión de la existencia hum ana en general: «¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién lo explicará con facilidad y brevedad?... Pero ¿qué m en­ cionamos en nuestra conversación con más fam iliaridad y es­ pontaneidad que el tiempo? C uando pronunciam os esa palabra, la entendemos perfectam ente, y cuando oímos a otro hab lar del tiempo, lo entendemos tam bién. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me pregunta, no lo sé» (Conf. X I, 14). De hecho, Agustín refle­ xiona sobre el tiem po y la eternidad entretejiendo de forma muy personal puntos de vista existenciales y autobiográficos y pers­ pectivas filosóficas generales y teológico-cristianas, y no es casual que lo haga precisam ente en sus Confesiones. Es im portante tener esto en cuenta si no se quiere m utilar sus pensamientos. Agustín llega a su concepción del tiempo como tem poralidad partiendo de la relación del alm a con Dios. No sin razón comienza me­ ditando sobre la prim era frase del relato de la creación (cf. Gn 1,1; Conf. X I ,3.5). Así, toda su reflexión sobre el tiempo está presidida por la eternidad de Dios, que llam a lo creado a la existencia ju n to con el tiempo. La distinción entre la eternidad y el tiem po se basa en la distinción entre el C reador y la criatura. Desde este ángulo hay que entender y valorar tam bién las coincidencias, reales o supuestas, de sus afirmaciones con las de Aristóteles y Platón. Al igual que Aristóteles, Agustín exam ina la aporía del presente como punto inextenso entre el nondum, el todavía-no del futuro, y el iam non, el ya-no del pasado (X I,20). Los dos se plantean el problem a de la m edida del tiempo. Y los dos sitúan el principio de solución en el ser mismo. Pero Agustín no recurre ya al continuo inm utable de los movimientos astrales y celestes p ara averiguar la naturaleza del tiem po y su mensu­ rabilidad válida. Plantea el problem a partiendo directam ente de la experiencia vivida del propio ser hum ano y de su tem porali­ dad: es en el alm a donde el pasado y el futuro se hallan englo­ bados como presencia en el ahora. El alm a tiene conciencia de la duración {mora: X I,29), que supone una distentio (extensión y fraccionamiento) y que se experim enta incluso cuando no se pro­ duce ningún movim iento corporal. Gracias a la memoria, el alma

posee la extensión del ser sobre el pasado (haber sido) y el futuro en el ahora; puede desdoblar intencionalm ente el ser en deter­ m inadas direcciones de la conciencia y, a la vez, m antenerlo unido: puede «presencializar» el tiempo m irándolo retrospecti­ vam ente, contem plándolo directam ente y avistándolo en pers­ pectiva (es decir, recordando, contem plando y esperando). Consciente o inconscientemente, Agustín es tributario aquí del legado platónico. En analogía con la anamnesis de la gnoseología y la ontología platónicas (y, por tanto, con la correspon­ diente concepción de la eternidad y del tiem po), usa la m em oria como un concepto clave, si bien corroborándolo con la apelación de la obra creadora de Dios in principio, en la que es co -creado el tiempo, en el sentido estrictam ente cristiano del térm ino (cf. X,7) Es cierto que, al parecer, en la concepción de Agustín la memoria está dem asiado vinculada retrospectivam ente a su origen, acto en el cual se reconoce, en cierto modo, todo lo nuevo, lo que sucederá en el futuro; pero debe valorarse muy positivam ente el hecho de que él subraye expresam ente «los amplios espacios y los grandes palacios de la memoria», es decir, la am plitud espi­ ritual que perm ite captar el ser y, por tanto, el tiempo, incluso con su extensión. T am poco debemos pasar por alto que Agustín señala el efecto negativo del pecado para la posibilidad (capa­ cidad) o im pedim ento de la facultad tem poral de la memoria. Por el pecado, la distentio en que el alm a experim enta y ordena intencionalm ente la duración se ha transform ado en distentio en el sentido de incapacidad. El alm a no puede recuperar su po­ tencia originaria más que por la gracia y por la m irada — que la propia gracia posibilita— al Creador, que el hom bre ha ab an ­ donado al pecar. En todo caso, por lo que respecta a nuestro tem a conviene subrayar que, p ara Agustín, el hom bre es algo radicalm ente dis­ tinto de un simple caso de devenir intram undano. El alm a posee de antem ano en sí misma la visión de la verdad perm anente, superior a ella, que le proporciona la perspectiva justa, de acuerdo con la cual debe conocer y valorar el ser; por eso, dentro de su tem poralidad, está por encim a de tal tem poralidad en la m edida correspondiente a su dignidad de persona llam ada por Dios. A nteponiendo la experiencia interna del tiempo del alm a perteneciente a Dios al conocim iento del m undo, Agustín puede

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TIEM PO V ETERNIDAD

conciliar la fe cristiana en la creación, y todo lo que ella implica, con los datos perm anentes derivados de su inserción en la historia del pensam iento hum ano. c)

La alta Edad Media; Tomás de Aquino

Las aportaciones de Agustín para una concepción (filosóficoexistencial y, sobre todo) cristiano-teológica del tiem po y de la eternidad siguen vigentes a lo largo de toda la Edad M edia y m arcan la p a u ta en muchos aspectos, sin que aparezcan plan­ team ientos y conocimientos nuevos. En cierto sentido, constituye una excepción la definición de la eternidad de Boecio, sobre todo porque Tom ás de Aquino la recoge y la interpreta dentro de la concepción global de su teología (y de su filosofía). En la fórm ula de Boecio, transm itida y utilizada durante si­ glos — aeternitas est interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio, la eternidad es la posesión siempre actual y perfecta de una vida ilim itada— , Tom ás subraya dos elementos (S . th. 1,10.1 y passim): en prim er lugar, que habla de «vida» y no de «ser». Así, el con­ cepto de eternidad y, en consecuencia, el de tiem po se relacionan radical y prim ariam ente con la vida y se interpretan a p artir de ella. A esto se añade, corroborándolo, la expresión possessio, que es im portante porque subraya lo que hoy llamam os dimensión personal: el concepto de eternidad no tiene como punto de re­ ferencia un «ser» indiferente e indeterm inado, sino la «posesión», el «tener» consciente o, mejor, el vivir conscientem ente la vida en una autorrealización consciente. Y esto arroja luz sobre el concepto de tiempo, que se diferencia sustancial y análogam ente según el grado de participación (creatural) del ser — desde la naturaleza viva espiritual hasta la naturaleza inanim ada— : a la aeternitas de Dios se contraponen la aevitemitas ( aevum; el aion aris­ totélico) de los espíritus puros (y de otros aevitema) y el tempus, que es distinto a su vez en el caso del hom bre, en el del anim al, en el del vegetal y en el de la naturaleza inanim ada (—►cuerpo y alm a). d)

La Edad Moderna; Hegel y Nietzsche

El giro hacia la inm anencia iniciado con el nominalismo y el sub­ jetivismo de la Edad M edia tardía y el humanismo del Renaci­ 164

HEGEL Y NIETZSCHE

m iento alum braron en el racionalismo de la Ilustración (Descartes) nuevos planteam ientos e ideas nuevas sobre el tiempo y la eter­ nidad. A esto se añaden, como consecuencia de la atención de las ciencias m odernas a la naturaleza, al individuo y a la co­ m unidad hum ana, el empirismo, el sensualismo y el escepticismo (Bacon, Locke, H um e, Shaftesbury), el m aterialism o (Lam ettrie, D iderot), el naturalism o y el positivismo, corrientes todas ellas que tuvieron que abordar, de un modo o de otro, la problem ática del tiem po y la eternidad, sobre todo porque la filosofía cristiana y la teología de la época seguían haciendo valer sus plantea­ mientos. En general hay una tendencia a integrar los conceptos tradicionales en las preocupaciones de los diferentes enfoques, con las consiguientes interpretaciones unilaterales. Aquí sólo po­ demos destacar algunos m omentos característicos para d a r una idea del proceso. A hora, es com ún referir prim ariam ente la verdad a la con­ ciencia p u ra del conocim iento científico; de aquí surge progre­ sivam ente el uso lingüístico im propio de concebir la eternidad como vigencia supratem poral. Los sistemas del racionalism o fi­ losófico atribuyen una verdad ontológica a los principios lógicos de la razón (supratem poralm ente válidos). En Leibniz encon­ tram os la tendencia a reducir las verdades fácticas a las verdades eternas de la razón: el curso del tiem po es un reflejo del orden del universo ideado por Dios (recuérdese la concepción de la m ónada y del universo como una arm onía preestablecida). Dios pasa a constituir el principio del conocim iento racional del m undo, de m odo que la eternidad se predica de la razón que construye el sistema, con lo cual se pierde cada vez más, al principio inadvertidam ente, la relación con el Dios de la reve­ lación. En Hegel, lo eterno es lo tem poral, pues lo eterno no vive cabalm ente dentro de sí mismo, sino que se despliega en lo tem ­ poral en virtud del m ovim iento dialéctico. El ente es el espíritu exteriorizado en el tiempo, que se com prede como subjetividad en los estadios de su autorrealización y se reencuentra consigo mismo en las formas cam biantes de su manifestación tem poral. Por eso, en Hegel, no hay una eternidad por encim a del tiempo, sino sólo una eternidad como tiempo, es decir, como proceso dialéctico: «El tiem po es el destino y la necesidad del espíritu». 165

TIEM PO Y ETERNIDAD

En esta perspectiva, el espíritu com pendia la totalidad del acon­ tecer histórico; de este acontecer surge el círculo cerrado de la reflexión absoluta. A hora bien, así no se llega a la auténtica con­ cepción cristiana de la historia, aunque a prim era vista pueda parecer otra cosa. En Hegel, no cabe hablar de una esperanza cristiana que, basándose en la promesa divina, tienda hacia algo enteram ente nuevo. La consumación de la cruz y la resurrec­ ción en los ésjata — que Dios h ará realidad al final de la historia, pero más allá de ella— de una concepción genuinam ente cris­ tiana queda absorbida en la «idea suprem a», en el «concepto» atem poral-eterno; pero eso no significa que sea asum ida real­ mente. Esta singular im bricación e identidad de lo eterno y lo tem ­ poral aparece expresada de múltiples formas en la literatura y en el arte, donde encuentra expresión lingüística y plástica «lo eterno en el hom bre», al mismo tiempo que la pérdida de la conciencia de ser en el tiem po interlocutor libre y personal del Dios eterno que librem ente se revela y da vida (Novalis, Schopenhauer, Goethe). Tam bién en Nietzsche coinciden, aunque de form a distinta, el tiempo y la eternidad: lo tem poral es lo eterno. En efecto, para él distinguir lo eterno de lo tem poral y situar lo eterno por en­ cim a de lo tem poral como trascendente constituye el pecado ori­ ginal del cristianismo, que es un «platonism o invertido». Frente a este error, Nietzsche pretende volver a situar lo eterno en lo tem poral, que así pasa a constituir y constituye lo eterno. T al es el significado del nietzscheano «eterno retorno» de lo siempre idéntico, según el cual nada perm anece definitivam ente y nada perece definitivam ente. Nos hallamos, pues, ante la ilim itada re­ petición, sin principio ni fin, «de series absolutam ente idénticas» ( La voluntad de poder 1066). Todo ha sido ya innum erables veces, y todo volverá a ser innum erables veces. La eternidad no sig­ nifica otra cosa que un eterno retorno; el tiem po es eternidad. U na eternidad que trascienda el tiempo, aunque sea en grado ínfimo, constituye para Nietzsche una idea absurda (-» auto­ nom ía y condición creatural; espíritu y Espíritu Santo; m ateria­ lismo, idealismo y visión cristiana del m undo).

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e) De Kierkegaard a Heidegger La concentración expresa en la existencia, que tiene en K ier­ kegaard un exponente paradigm ático, introdujo un elem ento hasta cierto punto nuevo en la reflexión sobre el tiempo y la eternidad. A hora se analiza de form a enteram ente nueva el con­ cepto de tiempo, sobre todo relacionándolo esencialmente con la existencia hum ana, particularm ente en la situación en que se ve forzada a tom ar decisiones. La tem poralidad como ser-para-lam uerte es considerada como la experiencia fundam ental que de­ term ina la vida de la persona. M ediante la distinción religiosa entre el Dios eterno y el hom bre tem poral, K ierkegaard intenta d ar cabida a la fe y fundam entar la existencia tem poral en lo eterno. A finales del siglo pasado y comienzos del presente, la nueva reflexión sobre el tiem po y su recta comprensión im pugnaba un modo de describir nuestra experiencia viva del tiempo excesi­ vam ente influido por las ciencias naturales exactas y usual en la psicología y, por influjo de ella, en ciertas concepciones filosófi­ cas. Así, H. Bergson subraya enfáticam ente la «duración vivida» ( durée vecue) y su recta interpretación contra cualquier concep­ ción m ecanicista del tiempo. T oda una serie de relevantes psi­ cólogos y filósofos han insistido, aunque con diferentes matices, en las decisivas diferencias que existen entre el tiem po m ate­ mático-físico y el tiempo biológico-psicológico, con lo cual han hecho posible una comprensión más válida del ser hum ano como una existencia en el tiem po de carácter singular (cf. E. Husserl, M . M erleau-Ponty, L. Lavelle, J . Nogué, V. v. Weizsácker, F. J . J . Buytendijk, H. Plessner, W. Stern, M . Pradines y otros). Estas reflexiones psicológicas y fenomenológicas sobre el tiem po y la conciencia del tiem po influyeron decisivamente en el pensam iento de M . H eidegger sobre «el ser y el tiempo», que tuvo grandes repercusiones a mediados del siglo actual. H eideg­ ger reduce la «subjetividad trascendental» al ser-ahí «abierto» en la tensión de la existencia tem poral, al cual le es inherente ser-en-el-m undo. El ser-ahí «ex-siste», es decir, se halla fuera, en la ap ertu ra de su tem poralidad. El ser-ahí hum ano es esencial­ m ente un ser transitorio, un ser p ara el final o p ara la m uerte. El ser-ahí tem poral es un «ser entre el comienzo y el final», un 167

TIEM PO Y ETERNIDAD

mero «entre». El ser-en-el-m undo posee una estructura propia que H eidegger denom ina «cuidado» y que constituye el clima y la forma en que se desarrolla enteram ente el ser-ahí. En los tres «éx-tasis» del tiempo que se tem poraliza en él tiene el ser-ahí el ente en medio del cual se encuentra, lo trasciende en cada caso y establece un horizonte m undano. Heidegger indica más ade­ lante que el tiem po no es, sino que da, y añade: «El d a r que da tiem po se determ ina por la cercanía que deniega y retiene. Tal cercanía otorga lo abierto del espacio-tiempo y encierra lo que queda denegado en lo sido y retenido en el advenim iento» (Hei­ degger 1969, 16). D eliberada o indeliberadam ente, este pasaje deja abierta una puerta a través de la cual se puede m irar hacia la eternidad y, en una perspectiva cristiana, hacia Dios. Pero Heidegger, personalm ente, no rom pe las redes del tiempo. No obstante, algunos teólogos cristianos siguieron la p au ta de su pensam iento, como puede com probarse por el caso de R. Bultm ann, el cual sólo contem pla la existencia cristiana en un pre­ sente no tem poral, la concibe como una situación de opción existencial total y, por tanto, considera como ropaje mitológico todo lo tem poral e histórico, incluso lo concerniente al mensaje salvífico cristiano. En los últimos decenios se ha visto cada vez con más claridad, en filosofía y en teología, que p ara definir adecuadam ente la existencia cristiana e incluso la existencia hum ana en general y para presentar responsablem ente ciertas formas de vida que hoy parecen necesarias es preciso abordar lo m entado con los tér­ minos «tiempo» y «eternidad» de modo acorde con la visión ac­ tual de la existencia h u m an a en el m undo y del sentido de la misma. H ay que conjugar las aportaciones de las ciencias y de la filosofía con los de la teología cristiana y extraer las conse­ cuencias pertinentes. Es lo que vamos a in ten tar en el último capítulo del presente artículo (-► cuerpo y alm a).

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III.

Tiem po y eternidad en el horizonte de la concepción cristiana de la existencia

Todos los datos expuestos hasta ahora m uestran que el ser hu­ mano en todas sus dimensiones, cualquiera que sea la forma en que se viven y experimentan, está indisolublemente unido a eso que llamamos tiempo. T am bién ha quedado patente que, cuando se habla existencialmente del tiempo, aparece inevitablemente ante nuestros ojos lo que recibe el nom bre de eternidad. Así, hay que hablar de tiempo y eternidad siempre que están sobre el tapete el hom bre, su ser específico y su esencia peculiar. Y conocemos la tem poralidad del m undo y de su acontecer en virtud de la experiencia directa de la tem poralidad de nuestra existencia hu­ m ana, y ello no sólo en lo concerniente a nuestro concepto coti­ diano del tiempo, sino tam bién en lo que respecta a las concep­ ciones básicas del tiempo imperantes en las ciencias. El modo de concebir el tiempo es siempre un momento y un componente de la autocom prensión del hom bre tanto en su condicionamien­ to como en su libertad, es decir, en su facultad de decidir sobre su ser. De hecho, lo que más directam ente llam a nuestra atención es la am bivalencia o, incluso, aporía que registrábam os en la introducción: nosotros percibimos el tiem po como algo de lo que podemos disponer librem ente, pero de forma que encierra ele­ mentos de un factor indom eñable, de un inesquivable condicio­ nante de nuestra libertad, hasta el punto de que nuestra facultad de disponer de él parece quedar en realidad radicalm ente cues­ tionada. En efecto, nosotros sabemos realm ente en qué m edida formamos parte del universo y hemos sido injertados en él sin que se nos haya preguntado al respecto. Sin nosotros y mucho antes que nosotros se dan m uchas cosas — y probablem ente se­ guirán dándose m ucho tiem po después de nosotros— que per­ cibimos como un acontecer indom eñable en el plano tem poral: la génesis y evolución de un universo inm ensam ente grande, que se expande espacial y tem poralm ente de acuerdo con unas leyes férreas; el curso de los astros; el ciclo anual con sus estaciones 169

TIEM PO Y ETERNIDAD

siempre recurrentes; el ritm o del día con sus diferentes reper­ cusiones en la naturaleza anim ada e inanim ada; los múltiples acontecim ientos particulares — periódicos o articulados de cual­ quier otra forma— de la naturaleza y de la historia, que tienen un comienzo y tienden hacia una m eta determ inada y term inan en ella, sin que sea posible conocer con certeza en qué desemboca definitivam ente todo esto; por último, las variadísimas formas de los seres vivos, increíblem ente ricas, y de sus m odalidades tem ­ porales. Además, nosotros percibimos todo esto no como algo que acontece sólo fuera de nosotros mismos, sino como algo de lo que participam os y que nos afecta profundam ente en sentido estricto y, al parecer, en la totalidad de nuestro ser. Porque nues­ tra «corporeidad» implica que formamos parte del universo, in­ cluso en lo concerniente al acontecer tem poral del m undo y de la naturaleza, que fluye constantem ente y dom ina todo y que para nosotros se halla insoslayablemente m arcado y lim itado por el nacim iento y la m uerte. No es casual que la conciencia de todas estas cosas haya llevado a las correspondientes interpre­ taciones de la existencia (cf. los mitos y ciertas religiones y filo­ sofías). Pero, por otra parte, tam bién tenemos conciencia de que podemos decidir realm ente sobre nosotros mismos y sobre nues­ tro tiempo, hasta el punto de que nos consideramos capacitados y facultados no sólo p ara reclam ar tiempo p ara nosotros mismos, sino tam bién para tomárnoslo con el fin de dedicárselo a otros y de darnos a ellos con él. Con esto queda clara la secuencia de las reflexiones que va­ mos a exponer. Partim os de un dato previo del ser hum ano: de nuestra inserción natural en el universo y en sus procesos tem ­ porales. Luego m ostrarem os que nuestro ser y el del universo entero han de tener un fundam ento y origen com ún incluso en lo concerniente a la tem poralidad. Esta peculiaridad básica y decisiva es, en términos científicos, la contingencia y, en términos teológicos, la condición creatural. Por eso, el ser-tem poral del hom bre, al igual que su tener-personalm ente-tiem po-libre, debe contem plarse en el horizonte del ser contingente y creado, para ver en él lo específica y distintivam ente hum ano (-> evolución y creación; experiencia de la contingencia y pregunta por el sen­ tido). 170

1.

E l marco previo de la temporalidad humana

U n prim er m om ento de la tem poralidad hum ana que salta in­ m ediatam ente a la vista es la inserción del hom bre en el universo y en su devenir, con todas las estructuras dadas de antem ano. El propio ser personal en el tiempo, otorgado con vistas a una vida y una vivencia en clave de yo, aparece inserto en estructuras tem porales de carácter m aterial y biológico que, analizadas de­ tenidam ente, resultan ser datos previos y presupuesto de la li­ bertad hum ana. Comencemos por analizar esto (-> determ ina­ ción y libertad).

a)

El ser-en-el-tiempo de los seres vivos

En nuestro contexto es lógico p artir de una idea com únm ente aceptada desde hace tiempo: el ser-en-el-tiempo de los seres vivos difiere radicalm ente del propio de la naturaleza inanim ada y de las cosas existentes en ella (lo cual no tiene por qué estar en contradicción con una conexión evolutiva). T al idea no se deriva sólo del análisis del ser-en-el-tiempo explícitam ente hum ano: es algo que los estudiosos pertenecientes al cam po de las ciencias naturales exactas señalan de consuno con los biólogos, los psi­ cólogos y los filósofos. D onde hay vida — es decir, donde hay un ser vivo que «dura» individualm ente— , hay que reconocer la presencia de un tiem po especial. Por eso está justificado distin­ guir el tiem po biológico del tiem po físico. Porque lo propio de la física en sentido genérico y global es contem plar la totalidad del universo prescindiendo expresam ente (y legítim am ente den­ tro de su perspectiva) del aspecto del ser vivo y de todas sus implicaciones. El tiempo de los seres vivos en general, sean ve­ getales, anim ales u hombres, es un tiem po que no puede repre­ sentarse m ediante puntos tem porales, ni se compone de tales puntos, ni en realidad puede captarse adecuada y plenam ente con el esquem a pasado-presente-futuro. La generación de un ser vivo, por ejemplo, constituye un todo, un devenir con su tiempo específico, que no puede determ inarse, sino, a lo sumo, destruirse y fragm entarse, m ediante hitos tem porales externos. Si se quiere establecer un vector-tiem po biológico, es preciso tener presente 171

TIEMPO Y ETERNIDAD

EL SER-EN-EL-TIEMPO DE LOS SERES VIVOS

que el propio ser vivo fija el punto de partida desde el cual cabe h ablar de un «antes» y un «después», y sólo desde este punto de p artida vital y librem ente elegido tiene interés un «antes» y un «después» dentro de la duración vital de este viviente concreto. Sólo a p artir de ahí tiene sentido hablar de «demasiado pronto» o «demasiado tarde». Recordem os tam bién el devenir y el ser de un árbol. No es exacto decir que la semilla existió, p ara luego dejar de existir, porque «ahora» existe un árbol. Lo que existe es más bien un «roble» o, mejor, este roble: él existe y vive, si bien prim ero bajo el modo de ser de la bellota y luego bajo el modo de ser del árbol desarrollado. En todas estas fases existenciales, el roble es este roble. Él gesta — si se quiere hab lar así— el pre­ sente de sí mismo como roble en todos sus momentos, fijados como tales desde fuera. Será preferible no hab lar aquí de un «presente que trasciende el tiempo» (Auersperg, que quiere subrayar con esta expresión algo verdadero), porque entonces se entendería el «tiempo» como una m agnitud prim ariam ente física. En realidad, el ser vivo no «trasciende» el tiempo, sino que dom ina su tiempo específico de acuerdo con el grado de su correspondiente poder sobre el ser. El «pasado» del viviente individual puede definirse más rec­ tam ente como un «devenimiento» que lo contiene como su ser en el «ahora»; y su «futuro» está ya previam ente dado en su sergerm en, pero no como un mero no-ser-todavía, sino como ser que brota de él como vida. Por eso, para el ser vivo, el pasado no es sim plem ente pretérito. De hecho, lo «sido» del viviente es en él como individuo y, a través de él, p ara el universo algo devenido m ediante lo cual el presente (si lo concebimos como un punto) se halla m odelado y abierto con vistas al futuro concreto de un ser particular y del universo. Lo que en este m om ento deviene y luego ha devenido no está ya en cada caso absoluta y defini­ tivam ente decidido en virtud de constelaciones externas y de le­ yes naturales entendidas en un sentido exclusivam ente físico. Porque el viviente es un ser que se autoconfigura activa y vital­ m ente y cuya configuración de cada m om ento se plasm a y sigue configurándose — es decir, vive— en su «devenim iento» y en su ser-en-el-universo — y, por tanto, en su estar condicionado— con vistas a su futuro específico (cf. V. v. W eizsácker). En este m arco hay que tener presente que tam bién la vida se desarrolla de

acuerdo con determ inadas regularidades del tiempo y que, por tanto, el tiem po del ser vivo im plica a la vez condicionam iento y posibilidad de decidir. En esto radica la regularidad vital («tiempo biológico»), de cuya peculiaridad fundam ental hace abstracción la regularidad del tiem po entendida en sentido físico. El tiem po biológico no puede deducirse exclusivamente del tiempo físico, pese a que el prim ero incluye al segundo o se halla sometido a sus condicionam ientos (cf. la preocupación que se refleja en el térm ino «fulguración», em pleado por K. Lorenz, y en la interpretación del hecho evolutivo por M . Eigen). Por eso, si queremos ajustarnos a la realidad, hemos de em­ plear con cautela la imagen, usada a menudo, del flujo de los seres vivos o del curso tem poral de la vida. De hecho, la vida es manifestación de un acontecer espontáneo. Las funciones y pro­ cesos vitales forman un curso vivo porque m antienen en movi­ miento su propio flujo; de ahí que sean por principio algo diferente de lo que encontramos en el curso de una corriente continua de agua. El ser vivo ejerce desde dentro un influjo que tiene como térm ino su propio curso y que dirige tal curso en conformidad con su ser específico. Pero no es posible negar ni pasar por alto que, en sus actos vitales, los seres vivos dependen tam bién de con­ diciones externas y, por tanto, su ser-en-el tiempo está determ i­ nado tam bién por estructuras temporales externas. Ningún ve­ getal, por ejemplo, puede influir por sí mismo en el curso diario del Sol ni prescindir de él. Por eso, entre los seres vivos y el uni­ verso en general hay una conexión existencial y procesual en la tem poralidad. Pero lo decisivo para poder hablar de seres vivos es el ser-temporal actuado por ellos mismos de acuerdo con su respectiva especie, el realizarse ellos mismos y cum plir su tiempo específico y recorrer los momentos del mismo relevantes para la vida en las condiciones externas mencionadas y aprovechándolas vitalmente. Todo esto puede afirmarse tam bién del hom bre como ser biológico en el mundo. Pero antes de analizar este tema, vamos a echar una ojeada al tipo de «tiempo» que es característico de la naturaleza inanim ada o que se concibe y describe en la pers­ pectiva de las cieneias físico-naturales. Tras lo que acabamos de decir, es posible definirlo de forma más acorde con la realidad (-► anim al y hombre; naturaleza e historia; universo - T ierra hom bre).

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EL «ANTES» Y «DESPUÉS» FÍSICO

b)

El tiempo definido físicamente

En el m arco del tem a tiempo y eternidad no interesa realm ente el problem a — que las ciencias naturales se plantean y tienen que resolver— de la medición del tiempo y de la posibilidad o im­ posibilidad de constatar la sim ultaneidad (coincidencia) de los acontecim ientos naturales, sobre todo en el ámbito microcós­ mico. T am poco es preciso analizar aquí el problema del continuo espacio-tiem po y el lugar que ocupa en la teoría de la relatividad especial y general o en la m oderna física cuántica. N o obstante, parece im portante el hecho de que la física del cosmos se pre­ gunte por el «antes de» y el «después de» y, en consecuencia, por la efectividad y verificabilidad de una «dirección» tem poral de todo el devenir del cosmos. a)

El «antes» y «después»físico

En lo que respecta a la prim era cuestión, se suele apelar a la concepción m oderna de la causalidad, según la cual las relacio­ nes tem porales del antes y el después entre estados m omentáneos de un sistema im plican tam bién relaciones de determinación cau­ sal. Según esta concepción de la causalidad, que ya fue esbozada en la filosofía estoica y que, en gran medida, el pensam iento científico m oderno adoptó como p a u ta (muchas veces apelando a K an t), el preceder en el tiem po debe interpretarse como una relación de determ inación causal unilateral con respecto a lo que sigue. T al relación tiene su expresión lingüística en las conocidas proposiciones «si... entonces», en las que el «si» se entiende como «cuando» (tiempo) y como «en caso de» (condición). Al parecer, las relaciones de tiem po pueden reducirse a relaciones cosmo­ lógicas no recíprocas de causalidad y determinación. Aunque aquí quedan pendientes graves problem as de carácter metafísico, especialmente en lo concerniente a un concepto válido de cau­ salidad, se puede aceptar lo siguiente: La aplicación corriente (si bien todavía por analizar) de los conceptos de causa y efecto a fases sucesivas puede explicarse aceptando que, en el supuesto de un universo que se desarrolla en muchos estados m om entáneos, las cosas de cada m omento p articular son determ inantes y decisivas y, en este sentido, «cau­ 174

sativas» p ara la dirección y tendencia de los cambios de estado en una parte de este desarrollo y para el tipo de realizaciones que surgen en ellos. A unque esto no constituye siempre una cau­ sación en el sentido de «producir m ediante la acción sobre otra cosa» o de «hacer que em erja de uno una entidad», sí es prueba y expresión auténtica de que el ente tem poral tiene un poder ónticam ente dom inante y determ inante sobre un desarrollo tem ­ poral. Nos hallam os ante un aspecto de la relativa virtualidad y autonom ía óntica que el ente finito posee, sobre el trasfondo de su creaturalidad, del carácter de don de su existencia y de su desarrollo tem poral. La anterioridad de una fase de desarrollo con respecto a otra de la misma cosa o del mismo sistema significa aquí que la prim era es determ inante o codeterm inante p ara la cualificación de la segunda y de la secuencia de cambios de que forma parte. «Seguir» significa estar cualificado en consonancia con las determ inaciones de los momentos con los que se d a la relación de sucesión. La asim etría de las relaciones tem porales se basa en la unilateralidad esencial de las relaciones de deter­ m inar y estar determ inado en cada caso. C ontra esta concepción no hay nada que objetar, en prin­ cipio. Pero con ella sólo se afirm a que entre varias cosas o sis­ temas hay efectivamente una relación de determ inación y su­ cesión así entendida y que, por tanto, lo designado con el «antes» y el «después» tiene un fundam ento objetivo en la realidad. Pero, contem plada con la m irada puesta en los acontecimientos p ar­ ticulares del cosmos entero, la relación de determ inación así en­ tendida resulta ser físicamente necesaria y, sobre todo, no con­ vertible. Por eso, en el plano físico-cosmológico, no es posible decidir cómo, cuándo y en qué «dirección» son efectivas en cada caso tales determ inaciones. De ahí que determ inadas afirm acio­ nes sólo sean posibles en el sentido de la probabilidad de las leyes aleatorias. Desde la perspectiva de nuestra experiencia hum ana y personal del tiempo, el tiem po entendido de acuerdo con las leyes físico-naturales es una abstracción en la que, pese a darse una relación «antes-después», el «pasado», el «presente» y el «futuro» en el sentido de la vivencia hum ana no tienen signifi­ cado alguno. Dicho tiempo aparece más bien como un continuo hom ogéneo que, considerado exclusivamente en sí mismo, está sin estructurar. En ese tiempo, todo discurre necesariamente, de 175

TIEM PO Y ETERNIDAD

¿UNA DIRECCIÓN TEMPORAL DEL ACONTECER CÓSMICO?

suerte que la exposición de lo com prendido por las leyes n atu ­ rales puede em pezar en cualquier punto de cualquier vector tem ­ poral que se fije arbitrariam ente. Aquí carece de im portancia que partiendo de un determ inado punto se defina como «pa­ sado» algo que partiendo de un punto situado antes sería lla­ m ado «futuro». Por eso, el «antes» y el «después» de la física difieren radi­ calm ente de lo que esas mismas expresiones significan en la vida de los seres vivos. Pero las cosas cam bian cuando no se tra ta ya de la física, es decir, de establecer las leyes generales de la na­ turaleza, sino de hacer afirmaciones sobre hechos o cambios de estado fácticos que han acontecido o están aconteciendo en la realidad. En estos casos se parte, sin advertirlo expresam ente, de u na percepción consciente y, por tanto, de un acto m anifiesta­ m ente hum ano. Entonces la «presentidad», por ejemplo, es pri­ m ariam ente un atributo de los acontecim ientos observados que «ahora» se registran conscientemente. Pero esto no hace sino con­ firm ar lo que decíamos antes. Esta determ inación — necesaria por principio, pero de suyo indefinida— del acontecer natural físicamente descrito consti­ tuye en y por su indeterm inación (indefinición) un pre-supuesto de la vida, es decir, de ese poder sobre el ser que, autodeterm inándose, pone y m antiene en m ovim iento un acontecer es­ pecífico (lo cual significa «vivir»). Por eso, el m encionado poder de los seres vivos sobre el ser, que im plica en cada caso un poder específico sobre el tiempo, resulta ser un poder capaz de dirigir las relaciones de determ inación y de tiem po (físico), de suyo in­ definidas, hacia una definición en favor de la propia realización vital. Vivir significa siempre utilizar, m ediante una autodeter­ m inación, las regularidades naturales previtales como condicio­ nes previas p ara el desarrollo y la configuración de la propia existencia. Así pues, el tiempo biológico presupone y utiliza aque­ llo que la física constata sobre las relaciones de «tiempo» en la naturaleza físicamente considerada (—*■ causalidad - azar - pro­ videncia; determ inación y libertad).

hay actualm ente dos concepciones opuestas. Así, unos aducen que poseemos docum entos físicos del pasado, pero no del futuro. Esto dem ostraría que hay que atrib u ir al acontecer global de la naturaleza una dirección unívoca. En la misma línea apuntaría el segundo principio de la term odinám ica (ley de la entropía). Según esto, la «dirección futuro» aparece como un fenómeno colectivo del acontecer natural, el cual presupone obviam ente totalidades susceptibles de que se les atribuya una entropía. En este m arco se supone que todo los procesos particulares, al menos en su acum ulación, se hallan insertos en la secuen cuerpo y alm a). b) La experiencia del ser y del obrar como duración N uestra auténtica vivencia del tiem po es lo que nos afecta per­ sonalmente o lo que acontece como fruto de nuestra conducta y actividad personal y consciente. Intentem os explicarlo con al­ gunos ejemplos característicos. Pensemos en acciones nuestras como cam inar, escribir, ju g ar, etc.; son ejemplos claros de una duración (tem poral) dinám ica y unitariam ente vivida, que no­ sotros expresamos con los verbos correspondientes. Estos verbos de acción denotan actividades que surgen por iniciativa nuestra y que, por tanto, d u ran , lo cual constituye su verdadero ser como 180

LA VIVENCIA DE LA PLENITUD DEL TIEMPO

acciones. Son lo que son gracias a la tem poralidad. Pero, aunque tienen principio y fin, las acciones no son un puente p ara salvar la distancia entre el principio y el fin, sino que form an una uni­ dad dinám ica originaria y, por tanto, una «presencialidad». Al m argen de estos ejemplos, llevamos a cabo muchos actos per­ sonales que poseen una tem poralidad singular, establecida por nosotros. Recordem os lo que significa esperar, tener esperanza, creer, ser fiel, ser responsable, estar disponible para, etc. En todos estos actos, que nosostros hacemos «durar», «perm anecer», ac­ tuam os consciente y librem ente nuestro propio ser en el tiempo y hacemos que otros lo experim enten como procedente de no­ sotros. Tales actos se desarrollan en el tiempo, incluyen tiempo y, por tanto, pueden entenderse como «formas temporales». Si nos fijamos expresam ente en ello, abarcan, por así decir, lo que llamam os pasado, presente y futuro. Pero aquí no tiene sentido hab lar de una sucesión de m omentos presentes ni pensar en una duración naturalm ente determ inada — y, por tanto, cronom é­ tricam ente m ensurable— de fenómenos como la fidelidad y cosas semejantes. Su tiempo está m arcado por su contenido; no cesan porque pase el tiempo, sino cuando y en caso de que nosotros los abandonem os como actos personales nuestros y dejemos de en­ tregarnos a ellos y de entregarles nuestro tiempo. c) La vivencia de la plenitud del tiempo En muchos casos, el punto del presente tem poral e incluso la im a­ gen lineal del tiem po son inadecuados, si no erróneos, en lo que concierne a la vivencia hum ana y a determ inadas formas del tiempo. La vivencia visual de un paisaje durante un paseo sin fines utilitarios, el dejarse im presionar por un cuadro m uy ex­ presivo y otros hechos similares, por más que desde una perspectiva distinta, ajena al verdadero asunto, se desarrollen en una d u ­ ración m ensurable, son actos en los que la tem poralidad se vive como vitalm ente presente, condensada en una «reposada» ple­ nitud de ser («a pesar de» la finitud) que es considerada con razón como una participación de la eternidad: toda sucesión de horas queda «olvidada» en un sentido em inentem ente positivo porque se halla trascendida. Algo semejante ocurre con la au ­ dición de una sinfonía: esta vivencia constituye como tal un todo 181

DEDICARSE TIEMPO

TIEM PO Y ETERNIDAD

cuya estructura no se captaría siquiera, pese a los movimientos melódicos y a otros fenómenos análogos, si se prestara atención a los m omentos o lapsos de un «vector tiempo» cronom étrico (cosa que, por cierto, hace el ingeniero de sonido al g rab ar un disco). U n a melodía, una canción o una sinfonía, al igual que el diálogo en una reunión amistosa, representan en cada caso una form a de tiempo cualificada que sólo puede captarse per­ sonalm ente. Lo estético tiene su propio tiempo; por eso, las obras de arte, las composiciones, etc., poseen un carácter supratem poral y se hallan sustraídas al curso del tiempo. Aquí no hay propiam ente sucesión, sino conjunción y sim ultaneidad, per­ m anencia y perduración. Al contem plar un paisaje, al escuchar música y al realizar otros muchos actos semejantes de plenitud personal tomamos conciencia de que hay una riqueza entitativa que está por encima de cualquier concepción puntual y lineal. Si el «yo» posee un modo de extensión que difiere por prin­ cipio de la espacialidad definible en términos físicos o fisiológicosomáticos, algo semejante se puede afirm ar de la tem poralidad del yo vivida en determ inados actos concretos. Algo puede ser tan rico, tan grande, tan im ponente que necesitemos tiem po para «asimilarlo». La conclusión de un concierto no es el comienzo de un pretérito, sino una consumación o culm inación en cuanto presencia pasado-actual en el ser-ahí espiritual. El concierto ha pasado a constituir una presencia actual que, como tal, no co­ noce propiam ente ningún futuro, porque es un enriquecim ien­ to perm anentem ente vivido. La vivencia de tal ser-presente «quieto» y duradero no es un curso lineal, sino, para seguir con la imagen, como una superficie o una esfera con «todas» sus dimensiones, con la profundidad y el estar-elevado-a-las-alturas, es decir, la vivencia de una plenitud presente y perm anente. Pres­ tar atención a esto y experim entarlo siempre de forma presente y viva constituye el propósito de la m editación y la contem pla­ ción bien entendidas y practicadas, las cuales no representan algo suprahum ano, aunque com prueban la presencia de la eternidad en el tiempo. En tales situaciones, la «quietud» como «estado» hum ano personal es sum am ente relevante en el aspecto tem po­ ral, sin que tenga nada que ver con lo estático o inanim ado. Por eso, tam bién la fiesta forma parte de una realización auténti­ cam ente hum ana de la existencia del hom bre: en la fiesta, el 182

hom bre se percibe a sí mismo y percibe su tem poralidad de forma com pletam ente distinta — y com plem entaria y vitalm ente ne­ cesaria— que, por ejemplo, en el m undo de los im perativos la­ borales (—» acción y contem plación). d)

Un ser-en-el-tiempo realizado personalmente

En todos los ejemplos aducidos resonaba ya algo que ahora es preciso destacar expresamente. En efecto, la form a en que todos estos actos o vivencias son realm ente míos y han sido realizadas conscientem ente, e incluso el hecho de que sean actos personales míos o me afecten personalm ente, depende de que yo haga que existan tem poralm ente como actos míos y del grado en que haga tal cosa. Q ue algo dure p ara mí y cuánto dura para mí algo depende fundam entalm ente de que — cómo y cuánto— yo me detenga y prolongue mi presencia actuada personalm ente por mí. Esto puede lograrse o quererse más o menos plenam ente en cada caso: es el problem a del uso personal de mi poder sobre el tiempo. Cabe, incluso, que uno esté localmente presente y no se entregue personalm ente, por ejemplo porque se halla m om entáneam ente absorbido por un recuerdo y no se dedica a lo que ahora está en sazón. Se tra ta siempre del problem a de cómo uno se com porta consigo mismo y m aneja su tiempo. Encontrarse a sí mismo, estar cabe sí mismo y estar luego realm ente presente para otro es algo que requiere realizar un acto personal del propio poder sobre el tiempo; en determ inados casos, tenemos que poner freno al vér­ tigo externo (y, con frecuencia, al propio vértigo interior) del tiempo y recuperar la calm a para captarnos a nosotros mismos y cap tar lo otro o al otro en la quietud. A unque «el tiempo pasa», depende de mí que algo quede para mí sumido en lo eternam ente pasado o que permanezca asum ido en mí, porque me m antuve pre­ sente en el m om ento dado. De hecho, lo que me afecta «ahora» puede ocuparm e durante m ucho tiempo, si me dedico a ello, y llegar a constituir una riqueza perm anente. e)

Dedicarse tiempo

Adem ás de lo expuesto hasta ahora, el yo hum ano puede fijar un comienzo y, así, abrir y configurar creativam ente un tiempo 183

TIEM PO Y ETERNIDAD

para él mismo y p ara otros. El diálogo personal, particularm ente el de un intercam bio de ideas amoroso y enriquecedor, constituye a este respecto un ejemplo elocuente que rem ite a algo que, en últim a instancia, se da en toda relación yo-tú duradera. Para interpelar al otro se requiere una presencia personalm ente ac­ tuada; algo semejante hay que decir del interpelado, el cual tiene que dejarse llam ar en su ser-presente al acontecim iento de diá­ logo iniciado. El yo se abre en el «momento» de dirigir la p a ­ labra; el tú «tiene» que abrirse librem ente y hacerse presente para poder ser afectado e interpelado. Al interpelar, el inter­ pelante busca una respuesta que, naturalm ente, ha de esperar, pues tiene que d ar tiem po al otro p ara que se decida a dejarse interpelar y a dialogar. Como los dos interlocutores son personas, hay que respetar su indom eñabilidad en el ser y en el tiem po y darse tiempo para estar presentes el uno al otro. Así, el inter­ pelante abre un futuro para él mismo y p ara el otro. El inter­ pelado no puede negar ese futuro en cuanto abierto p ara él; pero que tal futuro llegue a ser su futuro y, luego, a constituir una «presencialidad» perm anente y duradera depende de él, de lo que él haga con el don de tiempo que se le brinda en la inter­ pelación. Aquí se dan muy diferentes grados de presencia. El modo más claro de com probarlo es analizar la form a suprem a de disponer personalm ente del tiempo: el acontecim iento del am or personal. El am ante ejercita su dom inio del tiempo, es decir, su poder sobre sí mismo y sobre su tiem po m ediante una presencialización que, por incluir toda la vida personal, es total. Lo que da vida a los am antes es el hecho de que, dándose tiem po m utuam ente y entregándose así uno al otro, se hacen con-tem poráneos y así logran dejar que el otro disponga del propio ser ahora, constan­ tem ente y por siempre. Así, el uno pasa a ser p ara el otro su futuro; por eso, los am antes pueden ser una presencia plena­ m ente actual en la libertad que se fia del otro, sin perderse con el tiempo; cada uno existe con vistas al otro, en un acto perfecto de autopresencia brindada. T am bién aquí está englobado todo lo que llamam os pasado, presente y futuro. Porque m antener la palabra con que uno se entregó am orosam ente significa haber decidido perm anentem ente sobre sí mismo p ara todo el tiempo propio con vistas al otro y m antenerse en tal decisión. 184

3.

Fundamento y origen de la temporalidad humana: creación y tiempo

Todas las consideraciones precedentes han ido centrando nuestra atención en algo que ahora es preciso abordar expresam ente. La constatación de las constantes tem porales del universo y, sobre todo, del m ayor o m enor dom inio de los seres vivos sobre el tiem po — dom inio que culm ina en la libertad personal del hom ­ bre frente a su propio ser y su propio tiempo— exige ahora for­ m ular una pregunta ineludible p ara un ensayo de conocimiento honesto: tras haberlo silenciado tácitam ente o, al menos, no h a ­ ber reflexionado expresam ente sobre él, es preciso preguntarse por el presupuesto fundam ental de todas nuestras experiencias y conocimientos, es decir, por el «de dónde» de la contingencia del universo y de nuestra libertad. A unque las ciencias particulares ignoren esta problem ática y, por tanto, no la traten, no por eso deja de acuciar al científico individual, lo mismo que a todo hom bre que intenta forjarse una idea de la totalidad del universo y de su propia existencia y encontrar una respuesta a la pregunta por el «de dónde» y el «hacia dónde», que inevitablem ente se plantea con respecto a dicha totalidad. a)

El ser y el tiempo como don

Podemos p a rtir de algo que ha encontrado expresión tanto en los mitos y las religiones como en las diversas filosofías de todas las épocas: que el tiempo aparece a los ojos del hom bre como existente antes que él y procedente de la eternidad. El hom bre tiene conciencia de ser el llam ado a la existencia sin pedirle su parecer, sea cual fuere la form a en que este hecho se ha inter­ pretado en el curso de la historia del pensam iento. El mensaje cristiano sobre Dios como creador no hace sino confirm ar lo que el hom bre ha conjeturado siempre de otro modo: por constituir un ser corpóreo-espiritual y tener la vivencia de serlo, el hom bre está llam ado y capacitado p ara existir él mismo librem ente en el m undo como persona con carácter de yo. «Pese a» su condi­ cionam iento corpóreo-m undano, se le han otorgado su propio ser y su propia vida p ara que los realice libre y autónom am ente. Con esto se le ha dado un tiem po que él, facultado p ara decidir 185

TIEM PO V ETERNIDAD

EL AMOR Y LA FIDELIDAD DE DIOS Y EL TIEMPO

responsablem ente, considera a la vez como don y tarea. Lo in­ dom eñable de la propia existencia en el m undo y, por tanto, del tiempo otorgado aparece como un don previo otorgado con vis­ tas a su posesión y realización. Además, el hom bre sabe por su propia experiencia vital que d a r tiempo y dejar tiempo, en cuanto actos de la propia libertad personal, sólo pueden cons­ tituir un acontecim iento plenam ente válido cuando tienen como destinatario otra persona y como norte otra libertad. De hecho, el hom bre se percibe como un ser que puede brin­ d ar y conceder tiempo a otras personas y entregarse con su tiempo a ellas sin perderse. Pero tam bién tiene conciencia de la peculiaridad de esta facultad suya: sólo puede d a r su tiempo y darse él mismo en la m edida en que puede disponer del tiempo y de sí mismo. Pero el hom bre no se posee a sí mismo ni posee el tiempo por su propia naturaleza ni en grado ilimitado. Existe y posee tiempo en virtud de algo exterior a él; además, se halla sometido a múltiples interpelaciones y exigencias, que proceden de su origen (cualquiera que sea), de los otros y del m undo y su devenir. H ay m uchas cosas que le quitan tiempo, que lo recla­ m an y reclam an su tiempo y que sólo le dejan tiem po en cierta m edida. Este saber originario del hom bre acerca de sí mismo y de su tiempo perm ite aceptar con honradez intelectual la afir­ m ación de la fe cristiana sobre dicho hecho básico como una in­ terpretación posible de la existencia hum ana o, incluso, asum irla personalmente.

gen. De hecho, «fuente» designa algo tras lo cual no tiene sentido seguir investigando para «esclarecer» la existencia del arroyo. Por eso, el tiem po del hom bre «comienza» en la nada de sí mismo, ya que es creación originaria de Dios. Por consiguiente, la existencia efectiva de la creación y del hom bre es una libre resolución divina que afecta en prim er tér­ m ino al propio Dios. Al transform ar su designio creacional en resolución y hacer así que la creación y el tiem po «comiencen» por iniciativa suya, Dios penetra personalm ente en la creación y en el tiempo. Se «tem poraliza» en su obra, a la que da tiempo. De hecho, la fe en que Dios creó lo creado y el tiempo y desde entonces, es decir, desde el «principio» (cf. G n 1,1 y J n 1,1), se halla frente a lo creado en el tiem po no se refiere sólo al acto instantáneo de establecer el comienzo. El hecho de que Dios sea creador por un acto de su libertad am orosa significa, más bien, que quiere ser permanentemente fuente y origen del ser creado, por­ que éste nunca puede existir por sí mismo. De hecho, a la criatura no le ha sido concedido crearse a sí misma, sino únicam ente existir en virtud de un don libre, si bien d urando realm ente ella misma y siendo dueña de sí misma m erced a tal don. Así pues, el de­ signio creacional de Dios im plica tam bién su decisión de per­ m anecer librem ente con-tem poráneo de lo creado como origen y fuente del ser y de la vida. Si se produce, el hecho de que Dios dé en la creación el ser y la vida y, por tanto, el tiem po constituye una dedicación y donación perm anente m ediante un acto cons­ tantem ente actuado. Aun siendo instauración del comienzo y del tiempo, la creación no es un pretérito, sino más bien una pre­ sencia actual de Dios bajo la m odalidad del compromiso personal del am or (-► autonom ía y condición creatural).

b)

La creación como comienzo del tiempo otorgado por Dios

La existencia y el tiempo del hom bre no com ienzan en virtud de una decisión eterna y necesaria, sino en virtud de una decisión eterna y libre de Dios. De esta decisión divina surge la criatura, el hom bre; y al hom bre, por otorgársele el ser-ahí, se le deja tiem po para que sea él mismo. La fuente de la existencia y de la vida del hom bre es la libre decisión am orosá de Dios, la cual, por ser am or, no tiene «tras sí», por definición, algo de lo que pueda nutrirse. Por eso, no se debe hablar de comienzo sino más bien de origen o, mejor, del autor del ser creado. Como la autoría del hom bre es atributo del amor de Dios, no tiene sentido seguir preguntando por un comienzo que se halle más allá de este ori­ 186

c)

El amor y la fidelidad de Dios como tiempo otorgado

Al tem poralizarse en la creación, Dios se tom a tiempo para ella, pues le dedica su propia eternidad como un tiem po otorgado librem ente. Por eso, afirm ar que Dios da tiempo al tiempo en el sentido de que concede tiempo a sus criaturas, particularm ente al hom bre, equivale a decir que se atiene a su p alab ra creacional. La criatura empieza de la nada y en la n ad a de sí misma; por eso, nunca posee el ser y el tiempo por sí misma, sino en virtud 187

EL TIEM PO COMO CONCESIÓN DE LA ETERNIDAD

U fc M i'U Y f c lf c K N llM D

de aquello por lo que fue «creada de la nada»: el am or de Dios. A hora bien, este am or, por ser absolutam ente libre, si m antiene en la existencia aquello por lo que se decidió, no puede hacerlo por una necesidad natural, sino únicam ente por fidelidad. La fi­ delidad de Dios a su p alab ra creacional es la m agnitud de la que depende y en la que está enm arcado el tiempo. Pero, en sentido estricto, sólo se puede hab lar de fidelidad cuando se tra ta de personas. A hora bien, el hom bre se sabe creado y llam ado por Dios como persona, como tú suyo y como respectividad personal de un sentim iento amorostf; por eso per­ cibe en el ser específico que se le ha otorgado el don previo del tiempo, al que Dios quiere responder con la fidelidad, la cual perdura, por tanto, m ientras subsiste el don previo. Porque la fidelidad im plica libertad y tiempo, ya que es una p alab ra m an­ tenida librem ente con vistas a la aceptación y la decisión del otro. De hecho, por ser persona y ser libre, el hom bre tiene la posi­ bilidad (y la necesidad) de decidir sobre sí mismo, sobre su autoaceptación en el ser-sí-mismo. Esto im plica que se le ha dejado tiem po p ara llevar a cabo esta acción decisiva de su vida. Así pues, el haberse-decidido de Dios (creación) se efectuó con vistas a una futura decisión del hom bre, todavía pendiente. P ara Dios, el don previo del tiem po al hom bre significa esperar la decisión del hom bre. Por eso, la propia fidelidad de Dios tiene tiempo, desea experim entar el tiempo, porque da tiem po p ara que la criatura personal decida librem ente aprovechando el tiem po li­ bre otorgado p ara la vida y para la opción por la vida. A fin de que el hom bre como criatura se tome tiem po para su opción vital definitiva, Dios m antiene su palabra; por eso está presente en el hom bre y en todas las criaturas como fuente de vida y origen de la libertad hum ana. U n a vez decidido a d a r el ser y el tiempo, Dios se «presencializa», se com prom ete personal­ m ente a una presencia perm anente y amorosa: es Yahvé, el Dios eternam ente presente a sus criaturas. Esto significa que la vida creada por Dios no es propiam ente algo que sale y se aleja de su origen y comienzo, como si fuera esencialmente pasajera y term inara por ser mero pasado. El ser-criatura de Dios, la vi­ talidad creada, consiste más bien en estar llam ado a recibir lo que se ofrece para que uno se lo apropie. La recepción es un acto que tiene como norte lo que se halla brindado y dado de ante­ 188

m ano con vistas a uno. C uando alguien llam ado a ello se apresta a aprehender lo así ofrecido y dado y se abre a ello consigue lo que le estaba adjudicado. Esto significa «presencializarse» libre­ m ente con vistas al don por recibir y, luego, recibido; es decir, hacerse presente tam bién a aquel que, como dador presente, nos posibilita aceptarnos y conservar la vida.

4.

E l tiempo, don de la eternidad de Dios

A hora podemos hab lar con m ayor concreción sobre la eternidad de Dios. No es ya difícil com prender que la «eternidad» no debe interpretarse como una extrapolación de las expectativas h u ­ m anas de vivir, como si fuera sólo un sueño irreal y un deseo irrealizable de que la vida hum ana dure ilim itadam ente.|El do­ minio que Dios le ha otorgado librem ente sobre la vida y el tiem po autoriza al hom bre a entender la eternidad en analogía con su propio ser. Porque este ser constituye para él una posi­ bilidad, otorgada por Dios, de conocer el ser propio de Dios. Por eso, no es erróneo sin más entender la «eternidad» en cuanto supratem poralidad de Dios partiendo de que el tiempo se dilata hasta lo infinito e ilim itado, o en el sentido de atem poralidad. No obstante, todos estos conceptos, formados aparentem ente a p artir del tiem po y de su comprensión originaria, deben inter­ pretarse rectam ente p ara que no resulten nuevam ente equívocos ni orienten el pensam iento hacia derroteros erróneos. a)

El tiempo como concesión de la eternidad de Dios

La eternidad de Dios es supratem poralidad por el hecho de que Dios da tiem po originariam ente. En cuanto fuente libre y eterna del tiempo, Dios es dador y, por tanto, autor del tiempo, como corresponde a la fuente. Por eso, desde una perspectiva cristiana, el tiem po y la eternidad no pueden contraponerse ni considerarse como m agnitudes que se excluyen m utuam ente por ser contra­ dictorias. No hay que afirm ar la eternidad contra el tiempo ni definir el tiem po como no-eternidad. En realidad, tam poco cabe decir que el tiem po no sea de algún modo eternidad. El tiempo debe considerarse, más bien, como una concesión de la eternidad. 189

TIEM PO Y ETERNIDAD

En términos metafóricos, el tiem po y la eternidad se relacionan entre sí como el arroyo y la fuente: ésta es concesión perm anente del ser del arroyo, el cual, aun no siendo fuente, es lo que es gracias a ella. El tiem po da parte y participa de lo que la eter­ nidad de Dios significa, concretam ente, de su ser eternam ente vida libre. Por eso, la eternidad de Dios no debe considerarse tanto como algo anterior, superior y posterior al tiem po (aunque sea tam bién esto) cuanto como algo existente para nosotros en el tiempo, como el don de vida que nos ha sido concedido y se nos concede constantem ente; como una m agnitud existente no más allá del tiempo, sino con vistas a él. Porque el ser de Dios «antes» y «durante la eternidad» es su propia vida. Esta vida consiste en vivirse-a-sí-mismo como acción libre de una autorrealización vi­ tal y consciente en la que Dios está enteram ente presente a sí mismo: la plena e inagotable autopresencia como acción óntica personal y consciente, p ara estar enteram ente presente como tal, si llega el caso (en virtud del ser-creador libre), tam bién a otros seres m ediante la actuación, librem ente querida, del propio ser como d ar con vistas a otros. Así, la eternidad es plena potestad sobre el tiempo y fundam ento de la concesión de un poder sobre el tiempo, pues cuando Dios da tiempo, da una participación de su vida y, por tanto, se hace librem ente presente como funda­ m ento originario. La eternidad de Dios resulta ser lo que se m a­ nifiesta como tener-tiempo de Dios para nosotros y para sus criaturas en general en el doble sentido del término: Dios, por decidirse librem ente como el eterno a tener tiempo para nosotros, nos da en propiedad el tiempo a nosotros y a todas las criaturas desde su propia supratem poralidad, es decir, desde la libertad frente a su propia eternidad; además, lo hace de modo que tiene tiempo para sus criaturas con vistas a estar presente a ellas con una presencia personal y com prom etida, es decir, ofreciéndose él mismo y ofreciendo su vida de modo perm anente y existencial. Esto m uestra que M. Heidegger no está en lo cierto cuando afirm a que «el d ar que da tiempo» está determ inado «por la cercanía que deniega y se reserva» (Heidegger 1969, 16). El d ar con m edida que continúa dando y nunca es reservarse y denegar; si la fuente pretendiera d a r de una vez su plenitud, tendría que agotarse y desaparecer, en detrim ento de aquello p ara lo que quiere ser fuente. 190

b)

La eternidad de Dios como «atemporalidad» e «¡limitación»; la libre vinculación de Dios al tiempo

M ientras la criatu ra debe su propio ser a Dios y, por tanto, tiene su «límite» en Dios como fuente del ser, p ara Dios no hay nada a lo que tenga que agradecer su ser y su acervo de tiempo. No hay ningún poder extradivino que de antem ano dé y fije tiempo a Dios, de modo que sólo después pueda Dios disponer del tiempo; de existir tal poder, tiene que tratarse de un poder creado y capacitado por Dios para ello, y eso es el hom bre. Por consi­ guiente, la eternidad significa ilimitación de la vida en el sentido de que sólo Dios fija el plazo de la opción y así da tiempo con vistas a una m eta (límite), para llegar a una decisión. Pero esta eternidad en cuanto ilimitación no representa una ausencia ab­ soluta de decisión y de leyes como si Dios no pudiera ponerse límites por una libre decisión propia. De hecho, lo hizo (y se atiene a ello) con el «comienzo», es decir, con la puesta en m ar­ cha de la creación, la cual fija el punto inicial de la decisión no sólo para ella misma, sino tam bién para el propio Dios. De este modo, Dios se ha fijado a sí mismo un «límite» tem poral, con­ cretam ente el comienzo de su ser-con-la-creación, de form a per­ m anentem ente válida, comienzo que significa un límite de su vida «posterior», aunque resulta ser una ley de am or. Además, Dios se ha fijado tam bién el limite tem poral consistente en dejar tiempo al hom bre. Porque Dios da tiempo al hom bre en cuanto ser creado y confiado a su propio tiempo y a su propia libertad, con el fin de que, en el período de vida que se le ha otorgado como propio, opte librem ente por lo que era y es resolución del propio Dios. Esto im plica que Dios tiene que ag u ard ar a dicha opción vital, ha de esperarla, p ara considerarla luego como tem ­ poralm ente realizada para él; es decir, tiene que dejarse tem ­ poralizar desde ella, de modo que la espera de Dios no singnifica persisitir en u n a infinitud inalterable. Desde esta perspectiva se puede definir rectam ente la eter­ nidad de Dios, si se quiere interpretarla como «atem poralidad». Dios es atem poral en un sentido absoluto en cuanto que no ha sido situado con su ser en el tiem po por algo ajeno a él y, en consecuencia, no se halla necesariam ente tem poralizado por nada exterior a él. Pero no es atem poral, sino que ha penetrado 191

TIEM PO Y ETERNIDAD

en el tiem po con libertad y poder divino en cuanto que se tem ­ poraliza librem ente (por ejemplo, poniendo en m archa la crea­ ción m ediante un acto libre y contingente) o se deja tem poralizar por otros seres (dándoles tiem po y poder sobre sí mismo, es decir, haciendo historia con ellos). La atem poralidad de Dios no sig­ nifica im posibilidad absoluta de vincularse al tiempo, siempre que haya vinculaciones por am or. Así pues, la atem poralidad de Dios rectam ente entendida no se opone a lo que significa el tiempo, sino que es el poder de donarse y, así, d a r tiempo por una virtualidad propia y no m er­ ced a un don recibido. De hecho, el hom bre d a tiem po al otro porque se le ha dado a él; Dios da tiempo en virtud de su sereternam ente-Dios, es decir, en virtud de su ser-eternam ente-dador-de-vida. La eternidad de Dios nos da nuestro tiem po y Dios quiere tem poralizarse en él, a fin de que nosotros nos decidamos por lo que o, mejor, por el que está en el tiempo, dedicándole nuestro tiem po y entregándonos así a él en correspondencia. c)

Eternidad y «validez eterna» de la verdad y la ley

Esto m uestra tam bién que yerran quienes confunden o interpre­ tan la «eternidad» con la validez o vigencia «eterna» de las leyes m atem áticas y, por derivación de ellas, de las leyes científicas o de cualquier otro tipo. Lo correcto es lo contrario: el libre vin­ cularse de Dios a lo contingente surgido de él y, en consecuencia, su m ostrarse fiel y su atenerse a su palabra constituyen el soporte y fundam ento de todo lo que él fijó librem ente y, así, elevó a la categoría de ley, de todas las «verdades» y proposiciones recta­ m ente conocidas por el hom bre en cualquier momento. Pero esto no significa en modo alguno que el Dios eterno pueda suspender arbitrariam ente en cualquier m om ento la va­ lidez de tales principios o leyes y volver a establecerla más tarde. Así se interpretaría erróneam ente el señorío de Dios sobre su propio ser y su propia palabra y, por tanto, sobre la validez del tiempo. Lo que ocurre es, más bien, que el Dios eterno, al crear librem ente y vincularse definitivam ente en ese acto a su creación (esto significa la fidelidad, que no debe confundirse con la ne­ cesidad natural), fundam enta la validez de las leyes y principios citados, ya que contienen su palabra, d ad a de una vez p ara siem­ 192

ETERNIDAD, TEMPORALIDAD E HISTORICIDAD

pre. Pero la fidelidad de Dios es algo radicalm ente distinto de la validez absoluta de los principios m atem áticos. Estos son «eter­ nam ente» válidos, pero tam bién eternam ente indiferentes. Dios, en cam bio, se com prom ete personalm ente (y no de modo indi­ ferente) a m antener su palabra. Porque ésta constituye la rea­ lidad, el hom bre puede «encontrar» tales leyes (de la naturaleza, etcétera) y expresarlas en fórmulas, justam ente porque él y el universo en cuanto criaturas son esa palabra libre de Dios y están llamados a conocerla tam bién como p alab ra revelada. 5.

Eternidad, temporalidad e historicidad

D urante el tiem po que se le ha asignado, la vida hum ana pre­ senta un doble rasgo característico. Por un lado es una vida exis­ tente y destinada por principio a la perm anencia, a la presencia y al puro gozo del existir en cuanto ser-con Dios en el m undo, una vida en la que, por ser participación de la vida divina (“ eterna” ), se experim enta y se degusta la eternidad. Pero, por otro lado, todo existe inicialm ente de modo «puram ente» tra n ­ sitorio, es decir, con el fin de que nos decidamos personalmente por lo que nos ha sido dado para poder conocerlo y poseerlo luego como definitivam ente decidido. La transitoriedad de nuestra vida (en este m undo) y, por tanto, de la historia no constituye su negatividad, sino la dinám ica que Dios les ha im prim ido. De hecho, el plazo de libertad otorgado p ara decidir significa — al m argen de que nosotros queram os o no que las cosas sean p ara nosotros como Dios quiere que sean— que nosotros tenemos que tom ar algún día nuestra decisión personal. Q ue un don se con­ vierta realm ente en don personal p ara nosotros, nos llegue y nos lo apropiemos y conservemos depende de nuestra decisión sobre la aceptación o no. Yo «tengo que» tom arla alguna vez. Porque lo que no he aceptado realm ente m ediante un acto libre, no lo poseo. A hora bien, lo que decido librem ente debe tener validez, so pena de que la libertad de opción personal no pase de ser una palabra vacía. Por eso espero profundam ente que mi decisión, una vez tom ada, valga tam bién como resolución p ara el dador.

193

DOM IN IO SOBRE EL «PASADO», EL «PRESENTE» Y EL «FUTURO»

a)

El dominio del hombre sobre el «pasado», el «presente» y el «futuro»

Si el hom bre ha de tom ar en su vida la decisión indicada, tiene que poseer el poder correspondiente sobre el lapso de su vida. De hecho, esto forma parte de nuestra experiencia cotidiana del tiempo: en cierto sentido, nosotros tenemos poder sobre lo que llamam os presente, pasado y futuro. El propio lenguaje refleja tam bién la enorm e gam a de posibilidades del hom bre en el m a­ nejo del tiempo. El hom bre puede hacer que el tiem po vivido «sea» extraordinariam ente variado. Puede dejar pasar algunas cosas, lograr que otras duren, saltarse una p ara hacerse contem ­ poráneo de otra. Se «presencializa» lo que no es cronológica­ m ente sim ultáneo y, en ocasiones, se advierte la intrascenden­ cia de la sim ultaneidad horaria. A unque no se puede negar el paso de las horas, una cosa puede ser urgente du ran te m ucho tiempo, p ara luego precipitarse súbitam ente en el «demasiado tarde». Así pues, el tiempo de la vida hum ana sigue la dirección de un avance singular. Pero física o cronológicam ente considerados, los años vividos no dicen nada sobre el progreso del interesado en su vida como persona. Los años pueden transcurrir, y su vida puede quedar estancada o retroceder y al contrario: un «ins­ tante» puede constituir toda una vida, com pendiar su trayectoria anterior y su estado actual y cam biarla radicalm ente de golpe. El nacim iento es un m om ento singular de la existencia hum ana individual, que con él queda confiada a sí misma y experim enta el acontecim iento radical del comienzo. Pero no es que el indi­ viduo se acerque a su fin, a su perfección, con cada paso que se aleja del comienzo. El universo cam ina (o parece cam inar) hacia el futuro y me lleva consigo de una u o tra forma. Pero, como soy persona, está en mis manos mi cam inar hacia el futuro y, por tanto, el tener tiempo para ello. T am bién puedo desperdiciarlo. Porque la «vida» no se desarrolla por sí sola: hay que ponerse en m archa personalm ente, recorrer el cam ino a que uno está llam ado, no tanto hacia el futuro considerado como categoría específica de tiempo cuanto hacia una riqueza ofrecida perso­ nalm ente, que no es algo, sino más bien aquel a quien uno debe su vida desde el comienzo. Al hom bre le es dado vivir de su 194

propia profundidad, es decir, penetrar en su propia profundidad considerada no como pasado personal, sino como el fundam ento de su propio ser, fundam ento que se nos ha dado para que nos nutram os de él. Así, el curso de la vida está lleno de un presente que es preciso aprovechar como kairos. De lo contrario, el kairos se convierte en pasado en sentido literal: cuando no lo aprove­ chamos, pese a que se nos brindó y, por tanto, estuvo presente y esperando, pasa de largo, se transform a en pasado cualificado, en culpa, en ayer irrecuperable. T odo «ahora» que me afecta como kairos reclam a mi decisión, ya que me reclam a a mí y re­ clam a mi presente con vistas al futuro. Pero tam bién se puede desperdiciar el presente refugiándose en el pasado o en el futuro. Ajustarse a lo que está en sazón significa, pues, hacerse contem poráneo a todo en consonancia con la realidad: al pasado como pasado y al futuro como futuro. Algo form a parte de mi pasado no p ar el mero hecho de ser pasado, sino porque me lo apropié. Esto no significa vivir en el pasado ni retenerlo como tal, sino «asumirlo» y hacerlo fecundo en el ahora del ¡presente con vistas al futuro personal. C uando miramos ál pasado, podemos lam entarlo y sentir rem ordim ientos de conciencia. Pero m ientras disponemos de tiempo, tenemos la posibilidad de m odificar cualitativam ente el pasado para el m a­ ñana. El tiem po como kairos es un tiem po que es preciso apro­ vechar o «agotar», es decir, un período de decisión que, como pasado, perm anece presente p ara mí en orden a una resolución definitiva, de form a que aquí, en este tiempo, no cabe un juicio definitivo sobre lo que el acontecim iento particular o el hom bre individual h an llegado a ser. De hecho, eso depende tam bién del futuro, es decir, de los poderes personales que asumen lo ya acon­ tecido como posibilidad de su libertad siempre nueva y, deci­ diendo, lo incluyen en una nueva resolución. Por tanto, m ientras está pendiente la últim a resolución, sobre todo la que ha de tom ar el propio Dios, cualquier pasado tiene futuro. Esto rige para la obra de la vida del hom bre y, más aún, para él como persona. Sólo al final se decide y queda patente la trayectoria del hom bre.

195

b)

El tiempo como periodo de decisión: la historia

Para que tomemos personalm ente nuestra decisión vital se nos concede el tiem po que dura nuestra vida en este m undo. No­ sotros somos insustituibles p ara nuestro Dios porque nos ha ideado como tú personal suyo; él quiere saber que somos suyos, que existimos con él y cabe él. Con este fin nos da tiem po para que correspondam os a su fidelidad prom etida y al «interés» de su amor. T al es el sentido del tiempo de nuestra vida. P ara expresar esto introducim os el térm ino «historia». Sobre la historia se habla detenidam ente en otros lugares de esta obra. En nuestro contexto basta decir sucintam ente que «historia» no designa cualquier acontecim iento de la naturaleza, del cosmos, etc., sino un acon­ tecer que, si bien depende de los presupuestos del acontecer cós­ mico del m undo, se desarrolla esencialmente en virtud de deci­ siones libres. La historia así entendida es en últim a instancia un acontecer personal en el kairos — preparado por Dios— de nues­ tra libertad hum ana. Como hemos visto, el ser del hom bre brota de la decisión creadora de Dios, para desem bocar, a través de una libre decisión hum ana con carácter de respuesta, en esa re­ solución de la vida que tiene como fundam ento la libertad de los dos, la de Dios como fundam ento divino y la del hom bre como fundam ento creado. En esta perspectiva, la historia se de­ sarrolla últim am ente como un acontecer personal entre Dios y el hom bre, entre Dios y la hum anidad entera de todas las ge­ neraciones, pueblos y culturas, sobre la base del universo m a­ terial. Según esto, vivir como hom bre — lo mismo si se entiende por hom bre el individuo que si se entiende la colectividad en­ tera— significa vivir conscientem ente en libertad como criatura del Dios que otorga la vida y el plazo de la existencia. En todo caso, el hom bre no debe expirar en y con el tiempo: debe existir en el m undo en presencia de Dios y no perecer sumido en la corrupción. Para Dios, el hom bre no es un evento tem poral tra n ­ sitorio, un episodio, sino que ha sido creado p ara una presencia perm anente (—» historia del m undo e historia de la salvación; naturaleza e historia).

196

c)

Sobre la dirección temporal de la historia

A hora podemos d ar una respuesta a la pregunta, ya form ulada, sobre la dirección de la tem poralidad hum ana y de todo el acon­ tecer cósmico. La historia tiene originariamente una dirección que procede de Dios. T al dirección brota de la decisión divina sobre el hom bre y es, por tanto, la dirección — anterior al hom bre y al m undo— del «tem poralizarse» de Dios al poner en m archa la creación. Aquí encontró (y conserva) su orientación irrever­ sible nada menos que la eternidad de Dios. La resolución de Dios de otorgarnos el ser, la vida y el tiem po y de dársenos así él mismo, lo h a determ inado por toda la eternidad a ser Dios-paranosotros. Esto quiere tenerlo presente en su m em oria «por toda la eternidad», como reza su promesa. Al rem em orar su decisión «del comienzo», se acuerda de nosotros con un recuerdo que implica presencia perm anente y compromiso personal. De aquí recibe su dirección el tiempo de nuestra vida, lo mismo que el acontecer del m undo entero. Porque tal dirección es un kairos preparado por Dios, un tiem po de decisión p ara nuestra opción vital en respuesta a la resolución de Dios, que persigue la unión eterna en el am or. La opción vital se hace en cada una de las «pequeñas» decisiones de nuestra vida cotidiana lo mismo que en las grandes decisiones (menos frecuentes), que exigen y re­ quieren toda nuestra existencia, y desem boca en la decisión única y auténtica que la m uerte consuma. A esto nos referimos cuando hablam os de la biografía personal que se encam ina hacia la op­ ción individual definitiva. Algo semejante se puede afirm ar de las diferentes com unidades y culturas hum anas e incluso de la colectividad global del m undo: todo tiene historia en el senti­ do de tiem po de decisión con vistas a la resolución final y defi­ nitiva. La historicidad y tem poralidad del hom bre se halla inserta en una com pleja tram a relacional de la que form an parte las relaciones sociales con el prójimo, las de la tradición, etc., las cuales son a su vez relaciones temporales. Los contem poráneos, el espíritu de la época correspondiente, así como el pasado co­ m unitario en cuanto gestación de la com unidad hum ana y las perspectivas y planes comunes (o individuales) p ara el futuro m arcan con su im pronta nuestro respectivo hoy. Este se presenta 197

TIEM PO Y ETERNIDAD

EL RECUERDO COMO ACCIÓN SOBRE EL TIEMPO

siempre como un kairos, en el que el propio Dios, aunque la m a­ yoría de las veces oculto tras los factores citados, espera nuestra opción por la adhesión y el asentim iento a su designio originario. Esto m uestra hasta qué punto la tem poralidad hum ana coincide con lo que nosotros llamam os responsabilidad personal y social sobre la historia. Esta responsabilidad m arca nuestra tem pora­ lidad, de suerte que en las decisiones de la vida hum ana nada es indiferente, porque todos y cada uno de sus factores conform an e incluyen nuestra decisión vital personal y están orientados h a­ cia lo definitivo (—> m uerte y resurrección).

juicioso se g u ard ará tam bién de la im paciencia existencial, del inhum ano increm ento del ritm o en la historia, en la técnica, en el progreso y en el uso del tiempo, porque advertirá que esta incesante aceleración representa lo contrario de lo que origina­ riam ente se buscaba: el vértigo y el paroxismo impiden que el hom bre se posea a sí mismo y goce de la vida con sosiego exis­ tencial, pues le hacen estar pendiente de lo que no existe (to­ davía) y, así, lo incapacitan p ara cualquier decisión. El hom bre consciente de que procede del Dios que le «da tiempo» puede realizar activam ente su vida en actitud de espera, tener paciencia consigo mismo, con los demás hom bres y con el acontecer del m undo porque sabe qué o, mejor, quién lo espera. El hecho de que se nos ha dado tiempo nos da valor para una confianza expectante que no es fatalismo, puesto que el tiem po que se nos ha otorgado personalm ente no es designio de un destino ciego. Si esperamos el acto amoroso de una persona y, en últim a ins­ tancia, esperamos a Dios, no es porque nos falte o se nos retenga algo, sino porque alguien m antiene su palabra, que ya poseemos y en la que está presente (-+ acción y contem plación; rendi­ m iento y ocio).

d)

Responsabilidad histórica y responsabilidad temporal

Esto explica que el hom bre, inmerso en el tiem po histórico, tenga que hacerse presente en su vida p ara adecuarse a su historicidad con responsabilidad personal. Esta responsabilidad actual exige de él una presencia personal y vigilante ante sí y ante Dios, que le prepara su kairos en situaciones históricas concretas. Ni el de­ sarraigo de la historicidad por la desaparición y pérdida culpable de la tradición ni un vivir-en-el futuro frenético y aparentem ente progresivo, que no puede detenerse en el hoy ni encontrar tra n ­ quilidad en él (ni siquiera m om entáneam ente), ni el someti­ m iento a la presión del tiem po hacen justicia a las exigencias de la tem poralidad hum ana. El huir del tiem po propio (sea hacia el futuro o hacia el pasado) es en realidad un huir de sí mismo que no perm ite llegar a ser uno mismo m ediante la autoaceptación. Y al contrario: perderse en el instante en cuanto «ahora» negativo y finito significa perderse en el tiem po y, por tanto, perderse uno mismo, pues así se aferra uno a m uchas cosas, pero finitas, que sólo poseen un tiem po lim itado, en lugar de afian­ zarse en Dios. El hom bre puede observar durante el tiem po de su vida com­ portam ientos m uy diferentes desde el punto de vista cualitativo. Si vive su tiem po reconociendo la realidad, es decir, como otor­ gado por Dios en orden a la libertad, h ará ciertas cosas y pro­ curará evitar otras. V ivirá por principio en actitud de agrade­ cim iento, como una acción de gracias existencial, porque tendrá presente que su ser y su tiempo son un don. La gratitud es una form a específica de realizar el propio ser en el tiempo. El hom bre 198

e)

El recuerdo (anamnesis) como acción sobre el tiempo: sacramento y conversión ( metanoia)

Con esto se halla estrecham ente unido lo que llamamos «recor­ dar» y «no olvidar». Lo que es preciso recordar puede ser un pasado histórico; pero en el plano personal es una presencia, aunque, naturalm ente, se tra ta de una presencia que yo tengo que hacer que lo sea m ediante mi acción personal. Así pues, lo recordado no es un ayer, sino un presente, una acción mía basada en el dom inio sobre el tiempo. Esto puede afirmarse en un sentido específico del acontecer divino-hum ano e históricam ente rele­ vante que se conserva y se halla presente en la anamnesis, es decir, en el recuerdo activo de Dios y del hom bre. La anamnesis no es aquí una vuelta al pasado, un «situarse en el pasado», sino una acción actual de la presencia viva de Dios y del hom bre con vistas a una opción vital definitiva. Esto se efectúa de forma especial en los sacramentos, es decir, en los acontecim ientos salvíficos del cristianismo en que, merced a una acción divina con poder sobre 199

TIEM PO Y ETERNIDAD

el tiem po y a una cooperación — requerida y prestada para ello— de la persona interesada, acontece aquí y ahora la sal­ vación que se hizo realidad histórica en Jesucristo «bajo Poncio Pilato». Del mismo modo se manifiesta el dom inio de Dios sobre el tiempo en el acontecim iento de la metanoia, es decir, en ese acon­ tecim iento de la conversión personal, que no significa desandar la biografía personal, sino superar, trascendiendo el tiempo, lo ya (culpablem ente) decidido m ediante un nuevo comienzo efec­ tuado de form a personal. M ientras d u ra el plazo de vida que se me ha concedido, cabe una conversión, una metanoia, de mi op­ ción existencial ya tom ada, y ello merced a un kairos que Dios me concede. La conversión en sentido cristiano significa hacer expresam ente que m uera y desaparezca un pasado personal o com unitario m ediante una nueva opción radical. De este, modo, el propio Dios relega eficazmente al «olvido», es decir, al «no acordarse más» activo, el pasado (m arcado por la culpa) e in­ cluso el presente y el futuro del «hom bre viejo», pues, al per­ donar, «vuelve las espaldas» a lo que el pecador recuerda (cf. Is 38,17). Así se me da nuevam ente fuerza p ara tender o tra vez a aquel que está presente p ara mí como mi origen y constituye mi fituro y me concede ser un «hom bre nuevo» como «converso» {—* símbolo y sacram ento).

f)

La esperanza como confianza en el tiempo

De este modo, la persona que, velando personalm ente, se halla presente a sí misma y hace que Dios esté presente p ara ella se encuentra en condiciones de afrontar el peligro de la «situación» existencial del hom bre que llam am os angustia. La angustia no tiene que oprim ir irrem ediablem ente al hom bre en lo concer­ niente a su pasado porque, de una parte, tal pasado, en cuanto procedencia personal, es el propio Dios y, de otra, porque Dios está dispuesto a cancelar la culpa contraída y, por el perdón, le concede al hom bre un futuro p ara acogerlo como «dis-culpado» y redim ido. El hom bre tam poco tiene por qué poner fin al «ahora», considerado insoportable o inviable, m ediante un sui­ cidio real o consum ado «sólo» interiorm ente, creyendo poder 200

LA ETERNIDAD COM O FRUTO DEL TIEM PO

despedirse de sí mismo, supuestam ente p ara siempre. Porque con eso no puede elim inar la presencia am orosa de Dios ni «librarse» de ella. La angustia lleva a la resignación, pues hace que uno comience a vivir contra la esperanza. En esta situación, uno no tiene valor p ara arriesgarse a la decisión, que es preciso tom ar, de la libertad propia. De hecho, nosotros estamos llamados a hacer, m ediante una decisión libre, que el tiem po de nuestra vida discurra hacia la eternidad de Dios y «term ine» o desem boque en ella. El ser-ahí que vive en la angustia no pasa, por así decir, de la experim entación consigo mismo y nunca llega a la ver­ dadera decisión de confiarse él mismo y confiar su tiem po a Dios. El hom bre puede estar seguro de que la vida tem poral no queda sum ergida en un pasado vacío, sino que desem boca en una d u ­ ración perm anente cabe Dios. De m odo sem ejante hay que valorar el intento del hom bre de escam otear su angustia ante la (supuesta) transitoriedad creando «obras eternas» y erigiéndose así un m onum ento «im­ perecedero» p a ra procurarse la «supervivencia», el futuro, sobre todo en el recuerdo de los otros. Q uien procede así, no ve que eso no es su futuro, sino una nueva alienación. Lo im portante, en suma, es cim entarse en el «ahora» de la presencia de Dios y m antenerse presente ahí, es decir, creer que Dios está ahora personalm ente presente p ara nosotros como nues­ tro origen y como el futuro de nuestra vida. De esta fe surge la esperanza, acto existencial que tiene como térm ino lo o, mejor, el que ha de venir. Del mismo modo que Dios, cuando me d a la vida y el tiem po en cierta m edida, no me niega su presencia, tam poco su venida a nosotros como futuro nuestro reside en que nos retiene (todavía) el presente (contra lo que afirm a Heidegger en El ser y el tiempo). En cuanto fuente de vida del hom bre, Dios es reserva eterna e inagotable (no retención) de ser creado y, porque d a por am or, distribuye am orosam ente con m edida col­ m ada (cf. Le 6,38), a fin de que el hom bre pueda nutrirse li­ brem ente sin ahogarse en la superabundancia (—►angustia y con­ fianza cristiana; culpa y pecado; m uerte y resurrección; utopía y esperanza).

201

LA ETERNIDAD COM O FRUTO DEL TIEM PO

6.

La eternidad como fruto del tiempo

El tiem po de la vida hum ana es un don basado en la promesa, y al hom bre se le d a du ran te su vida tiem po p a ra decidir, hasta el punto de que, en virtud del acontecim iento de la metanoia, efectuado por Dios, puede invalidar decisiones ya tom adas y en­ globarlas en u n a nueva decisión que las borra. No obstante, este tiem po de opción vital sería una tem poralidad aterradora, por negativam ente infinita, si nunca se llegara a una decisión defi­ nitiva que consume realm ente todo y sea irrevocable tam bién como resolución. Porque m ientras no es seguro que mi decisión libre es realm ente válida p a ra mí y, por tanto, p ara Dios, sin que quepan nuevas escapatorias ni excusas, mi libertad y mi plazo de tiempo serán una ilusión, un engaño y u n a burla del espíritu hum ano. Para que haya verdadera libertad es preciso que yo pueda llevar a cabo algo realm ente válido, es decir, algo irrevocable tam bién para todas las demás necesidades y liber­ tades. Esto explica que el tiempo de nuestra vida en cuanto pe­ ríodo de decisión esté orientado, por su misma naturaleza, hacia una m eta que constituye su plenitud y su culm inación. De hecho, el hom bre no espera para sí un futuro concebido como un tiempo que fluye incesantem ente, sino que, por vivir el tiem po de su vida como un kairos, espera y aguarda una resolución definitiva y la perm anencia de la misma. Sin duda, ahora percibimos ya el futuro como lo venidero que, al llegar, se convierte en adve­ nim iento y presente: el futuro llega a ser el correspondiente día de hoy. Pero m ientras la llegada sigue siendo presente en trance de llegar y no está absorbida en la perm anencia, yo tengo que con­ siderar mi decisión como no decisión todavía. La prom esa de la llegada, sobre todo de la llegada de Dios, exige un llegar y un haber llegado definitivo que luego es —-y será siempre— una per­ manencia libre y surgida de la libertad. Por tanto, lo que consti­ tuye el futuro del futuro como ésjaton es que no cabe esperar ni lograr nuevam ente un futuro concebido como tiempo, sino que ya no tiene por qué haber — ni h ab rá— tiem po p ara decidir, pues la vida eterna está ahí como decidida, existente como plenitud actual perm anente, como vida que, por ser «descanso eterno», es una vida presente y dotada de la m áxim a vitalidad, un hogar 202

que alberga como consum adas todas las vicisitudes de la exis­ tencia. La dirección de la eternidad creadora de Dios, que nos per­ mitió descubrir que el tiem po de la existencia h u m an a está orien­ tado desde Dios, aparece así como u n a dirección orientada hacia una resolución eterna que constituye su «final». L a resolución de Dios «al comienzo», perm anentem ente presente entre noso­ tros en su p alabra, tiene que transform arse un día en la escatológica y definitivam ente consum ada. Esto ocurrirá cuando la historia del hom bre se haya consum ado en su existir — tem po­ ralm ente— con Dios. A hora podemos afirm ar que es nueva­ m ente Dios quien decide cuándo ocurre esto, es decir, cuándo de­ semboca en la eternidad el tiem po como decidido: acaece en el m om ento en que Dios acepta como definitiva la opción vital de la criatu ra h u m an a y la transform a en resolución definitivam ente consum ada también para él. Sólo entonces quedan decididos p ara constituir u n a presencia perm anente el «pasado» del hom bre y el de Dios. Porque el pasado no es la sum a global de los acon­ tecimientos, sino lo alcanzado y decidido con vistas a una per­ m anencia plena y aceptada. Esta es la única form a de que la historia no sea un «juego» caprichoso y no vinculante. En esta perspectiva, la interpretación últim a de todo el acon­ tecer es nuevam ente la de Dios. Por eso, el «día de Yahvé» es tam bién el día de la revelación definitivam ente esclarecedora de las intenciones de los corazones, de las de Dios y de las de los hombres, es decir, de todas las intenciones vitales, que en ese «día» encontrarán su realización suprem a y definitiva y adqui­ rirán una validez eterna. La «vida eterna» así fundam entada e iniciada es, como puede verse ahora, el rendim iento de la cosecha del tiem po, concretam ente del tiem po que Dios se dio y dio a los hom bres p ara decidir sobre una com unión de vida perm a­ nente. Como Dios se tem poralizó en la historia desde el comienzo de la creación p ara acercarse al hom bre y como el tiempo de la vida hum ana estaba en la historia orientado a una m adurez lo­ grada m ediante tal decisión, la eternidad, que constituirá la fu­ tura «vida eterna» del «día de Yahvé», resulta ser un fruto del tiempo de Dios y del hom bre. En él, el mismo Dios que dio el tiempo como anticipo de la eternidad (y, al d ar el tiempo, se dio él mismo en prenda) afirma, corrobora y hace valer definitiva­ 203

TIEM PO Y ETERNIDAD

m ente el yo libre del hom bre y la com unión de todos los hom bres con Dios en el m undo. T a n to la eternidad de Dios que comienza el «día de Yahvé» como la eternidad de la «vida eterna» otor­ gada escatológicam ente al hom bre tendrán la form a que surja del tiem po y de su consumación y que m adure como fruto me­ diante la libre disposición de Dios y del hom bre: es una vida eterna m adurada en el tiem po (-» experiencia de la contingencia y pregunta por el sentido; historia del m undo e historia de la salvación; m uerte y resurrección). [Traducción: M . Olasagasti]

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TIEM PO Y ETERNIDAD

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índice analítico

Absoluto com o Dios (Schelling) 53 abu rrim ien to y tiem po 137 acontecer salvifico en el tiem po 153ss alienación 36 alm a ascensión del (G regorio de Nisa) 161 experiencia del tiem po (Agustín) 163 y E spíritu 108 y pneuma (Stoa) 78 am or de Dios y ho m b re 187ss y T rin id a d 126 anamnesis 199ss an tropocentrism o 18s antropología y E spíritu S an to 95 apocatástasis 161 ascesis 106 ateísm o d o ctrin ario (im agen científica del m undo) 21ss en el V atica n o I 43 en el V atica n o II 31, 43ss masivo m oderno 41, 60s m etodológico 22 preocu p ad o 39s sem ántico 37 y fe cristiana (diálogo) 43ss y fe en Dios 41ss, 59ss y ocultam iento de Dios 14ss y realid ad de Dios 44ss, 48 y teología 41ss, 46ss y teología política 61 y trascendencia del h om bre 44s, 60s autocom unicación de Dios y E spíritu S an to 121, 123s

autoproducción del hom bre 28s azar totalidad del (M onod) 23 bautism o T rin id a d 117 bien idea (Platón) 50 bien y m al discernim iento p o r el logos (Stoa) 78 y E spíritu S anto 109 cáb ala 24s caridad política (Pío X I) 107 causalidad y tiem po 174s ciencias naturales em ancipadas de la teología 9s m odernas (giro copernicano) 19 y fe en la creación 20s com unión y E spíritu S anto 103, 11 ls Concilio de C onstantinop la (doctrina tri­ n itaria) 122 de Florencia (doctrina trinitaria) 125 conversión dom inio de Dios sobre el tiem po en la 200 cosm ología de la alta escolástica 26 cosmos com o Dios (Platón) 16 em pírico y ocultam iento de Dios 14s sacral 15s y tiem po 147, 174s, 176s en física 174

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In d ic e

creación y E spíritu S anto 98s y tiem po 185ss creación, fe en la y ciencias naturales 20s cristianism o y ateísm o radical 23 C risto acontecim iento de C. y concepción del tiem po 153, 157s com o H ijo (T rinidad) 105, 118ss, 12 ls cristología y pneum atología 124s crítica de la religión atom ism o lógico 33 em pirism o lógico 33s cruz necedad y escándalo 56 acontecim iento de la e historia de Dios 37 y m uerte de Dios 47 cuerpo espíritu de vida 107s y espiritualidad 93 cuerpo-alm a tiem po y eternidad (Platón) 147s determ inación y tiem po 175s dialéctica del espíritu (Hegel) 80s negativa 53 platónica y teología negativa 50 Dios alianza de D. y tiem po 154ss carencia de 36 com o cosmos (Platón) 16 com o vida (Aristóteles) 76 e im agen (antigua) del m undo 15s en el nom inalism o 26 en la a lta escolástica 26 en la filosofía del lenguaje 32ss espera de 36 eternidad de D. y tiem po 155s, 186, 189ss, 199s

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In d ic e

a n a l ít ic o

fidelidad (tiem po y eternidad) 187s historia de (Hegel) 81s in tra trin ita ria m en te 122s m uerte de 34s teología de la 34s y acontecim iento de la cruz 47 P adre (T rin id ad ) 104s, 119 p rim er m otor (Aristóteles) 150 realidad de D. y ateísm o 44s, 48 tem p o ralid ad y etern id ad 154s, 186s, 191s, 199s tres personas 118ss T rin id a d 105, 118ss y concepción bíblica del tiem po 15 lss y física (objeto de la) 19 y h om bre 95, 102 y homo faber 24s econom ía de la g racia y T rin id ad 123s econom ía m ecanizada 31 em pirism o lógico 33s, 38 ente 85 entendim iento y razón (Hegel) 80 escatología 107 esperanza com o confianza en el tiem po 200s fe y c arid ad 95 espíritu acción del (Hegel) 80s a p e rtu ra infinita del (T om ás de A quino) 76 com o logas en H eráclito 73s en la Stoa 77ss en el idealism o alem án 86 en P latón 75 filosofía del (Hegel) 79ss «filosofía de la m ente» 83s in m o rtalid ad (Aristóteles) 76 necesidad del e. y lib ertad en H e­ gel 81s pam psiquism o 84 significado genérico 72s

y y y y

Dios en H egel 81s E spíritu S an to 72ss experiencia 84 m ate ria (en la Stoa) 77s

E spíritu S anto acción del 100 acción del h om bre y acción de Dios 95s, 103 com o don 105, 121 s, 123 consum ador de la revelación 121s dirección 109 e Iglesia 89s, 92, 98s, 102ss, 112ss e irracionalism o 92 en el A T 88 en el N T 88s experiencia del 89s Pentecostés 88, 91, 98 presencia del A bsoluto 103 p rincipio de lib ertad 106s p rincipio vital 102ss teología del 115ss tres personas (problem ática) 116s y antropología 95s y com unión 103, 112s y creación 98s y hom bre 102ss y m u n d o 91 s y oración 89, 94, 104s y renovación carism ática 92, 94 espiritualidad E spíritu S an to 89, 102 y co rporeidad 93 Estado y R eform a 97 eternidad com o d u ració n del presente 141, 146 de Dios y tiem po 189ss en el tiem po 181s experiencia de 141s fruto del tiem po 202ss y aion 153s y atem p o ralid ad 191s y devenir (Platón) 147s

a n a l ít ic o

y E spíritu S anto 104 y kairos 152s y tem poralidad e historicidad 193ss y tiem po 136ss en el cristianism o 169ss en Platón 146ss y Dios y hom bre 154ss eternidad, concepción bíblica 151 ss en A gustín 161 ss en la historia del pensam iento 143ss griega 146ss m ítica 145s m oderna 164ss y acontecim iento de C risto 157s y vida (T om ás de A quino) 164 eucarística, celebración y T rin id ad 118s experiencia fundam ental del ser 179s y espíritu 84 y E spíritu S anto 89s experiencia cotidiana del tiem po 136ss fe cristiana T rin id ad , verdad fundam ental de la fe 117 y ateísm o 43ss y E spíritu S anto 102ss fidelidad de Dios (tiem po y eternidad) 187s fiesta 182s fiestas religiosas y T rin id ad 117 filosofía concepción del tiem po y de la eter­ n idad 146ss de la revelación (Schelling) 53 del espíritu 79ss «filosofía de la m ente» 83s filosofía del lenguaje crítica de la religión 32ss futuro categoría tem poral 172, 194s

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In d ic e

a n a l ít ic o

In d ic e

giro copem icano 17s, 22 gnosis tiem po y eternidad 161 gracia justificante y ocultam iento de Dios 58 historia dirección tem poral de la I96ss trin itaria 81s, 97s y tiem po 140, 156 historia de la salvación e historia del m un d o (Espíritu Santo) 84ss y T rin id ad 71s, 98 hom bre autoproducción (M arx) 28s carencia de hogar (ateísm o) 23 com o homo faber 24ss, 27s com unidad del logos (H eráclito) 73s experiencia del tiem po 136ss responsabilidad tem poral 198s ser corpóreo-espiritual 185 tem poralidad 171, 178s en el m ito 145s origen 185ss trascendencia y ateísm o 44s, 60 y am o r a Dios 186s y Dios (E spíritu Santo) 95s, 103 y E spíritu S anto 102ss homo faber 24, 27s, 32 idealism o alem án espíritu e identidad 86 Iglesia de base 112ss ortodoxa (doctrina trinitaria) 122ss tiem po escatológico de la 159s y E spíritu S anto 89s, 92, 102ss, lllss Ilustración ateísm o de la I. francesa 22 crítica de las afirm aciones sobre el E spíritu 91 natu raleza y religión 96s

212

im agen, teoría de la (P latón) 148 im agen de Dios y orden divino 25s y T rin id a d 117 im ágenes, prohibición en el A T y ocultam iento de Dios 55 individuo y m odos tem porales 172 Israel elección de I. y tiem po 156s jansenism o 93, 106 Jesucristo « problem ática de las tres perso­ nas» 118ss judaism o y función cósm ica del E spíritu 99 kairos (tiem po y etern id ad ) 152s, 197s,

202 libertad y m artirio 108s y necesidad del espíritu (Hegel) 81 y verdad 86 liturgia de cuaresm a 108 y T rin id a d 105 lógica de H egel 79s logos co m unidad (H eráclito) 73s existencia ética p o r el 1. (Stoa) 78 y vida (Stoa) 78s m artirio y lib ertad 108s m aterialism o ateísm o d o ctrin ario en el (Ilu stra­ ción) 22s m isterio de Dios com o ocultam iento 41 en los Padres 51 trin itario 117s, 122ss

mística y teología neg ativ a 50, 52 mito concepción del tiem po 145s Dios y m u n d o en el 15s m undo estructuras espirituales del 84 y E spíritu S an to (dialéctica) 91s m undo, concepción cristiana del y ateísm o rad ical 23 m undo, im agen del an tig u a (Dios y m undo) 14s giro copernicano (im portancia) 17s heliocéntrica (Dios y m undo) 16s en T olom eo 16 naturaleza y concepción del tiem po 145s, 169s nihilism o (N ietzsche) 29ss nom inalism o 26 num inoso, lo en la an tig u a im agen del m undo 15ss ocultam iento de Dios determ inación 56ss en el cosmos em pírico 14s en la revelación 54ss según la B iblia 54ss y ateísm o (en teología) 41 y homo faber 32 y salvación 57s y teodicea 39 y trascendencia 60 oración y E spíritu S an to 89, 94, 104s orden divino e im agen de Dios (en la E. M edia) 25s ortodoxos d o ctrin a trin ita ria 122ss p a lab ra de Dios y conocim iento de Dios 48s

a n a l ít ic o

p articipación de la etern id ad de Dios (tiem po) 190 pensam iento logos en H eráclito 73s Pentecostés E spíritu S anto 88, 91, 98, 108, 117 persona tem poralidad de la 139, 178 tres p. en Dios 116ss pesimismo y optim ism o del progreso 31 pneuma en la Stoa 77, 99 y E spíritu S anto 99 poder S aber es p. (Bacon) 26s Sobre el tiem po 194 voluntad de (Nietzsche) 29ss praxis transform adora del m undo y ex­ pulsión de Dios 24s previsión hu m an a y gobierno de Dios 3 ls procreación y pneuma (Stoa) 78 prom esa y tiem po 156 pueblo Israel com o pueblo elegido y el tiem po 156s razón com unidad de la (H eráclito) 73s lo divino de la (Aristóteles) 75 y entendim iento (Hegel) 80 realidad estru ctu ra espiritual de la 85 reconciliación y escisión 52 redención del cuerpo 107s R eform a y E stado (H egel) 97 religión experiencia de la eternidad 141s y lenguaje (ocultam iento de Dios) 33ss

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In d ic e

religiones acción del E spíritu 90, 100 en el V aticano I I 100 responsabilidad personal e historicidad 198s resurrección de Jesús en H egel 82, 97 revelación autorrevelación de Dios y E spíritu S anto 121 filosofía de la (Schelling) 53 y ocultam iento de Dios 54ss saber y poder (Bacon) 26s sacram ento anamnesis 119s de la Iglesia 11 ls salvación y revelación del ocultam iento de Dios 58 y tiem po 144, 152s secularización y politeísm o 24 seguim iento de C risto y E spíritu S anto 94 ser en el tiem po 170 experiencia fundam en tal del 179s grados del s. (pneuma) 78 y ente (diferencia) 84s Stoa espíritu 77ss técnica según H eidegger 31 teísmo 47 anónim o 45s teodicea y ocultam iento de Dios 39 teología confrontación con el ateísm o 4Iss crisis de la (ateísm o) 4lss de la cruz 47 de la m uerte de Dios 34ss del E spíritu S anto (historia) I15ss n a tu ra l (crítica de B arth) 46ss

214

a n a l ít ic o

negativa en los Padres50s historia 49ss m o d ern a (aporías) 5Lss reform ada (conocim iento de Dios) 37 y ateísm o 60s en B arth 46ss y m ística 50, 53 política y ateísm o 61 testim onio Espíritu S an to 88s, 93s tiem po anamnesis 199s aporías (Aristóteles) 149 biológico 171s, 176, 180 com o aion y etern id ad 153s com o algo d a d o 137, 187s com o d u ració n (Bergson) 167 com o fenóm eno d e la vida 180 com o kairos 152s, 196, 202 ded ica r tiem po 183s dom inio sobre el 194s e historia 125, 156, 195s escatológico de la Iglesia 159s físico. 147, 174ss modos 138s, 172s, 194 personal (lo) del tiem po 139, 183ss p lenitud del (C risto) Í57s sentido ético del 147s ser-en-el-tiem po 171ss, 178, 183 ser y tiem po com o don, 185s significado salvífico 144, 152ss «tener tiem po» 139, 194 vivencia del 180s y cosmos 147, 174, 176s y creación 185ss y Dios 186ss y elección de Israel 156ss y esperanza 200s y etern id ad 136ss y prom esa 156

In d i c e

en A gustín 161ss en H eidegger 167s griega 146ss historia de la 143ss m edieval 164 m ítica 145s m o d ern a 164ss y acontecim iento de C risto 157ss y espacio 143s y n atu ra lez a 145s, 170 tiem po, experiencia del personal 183ss y acción 180s trascendencia del ho m b re y ateísm o 44ss y ocultam ien to de Dios 60 T rin id ad anhelo de la 102s d o ctrin a trin ita ria 115s e historia de la salvación 81s, 97s económ ica 98 in m an en te 98 m isterio 117s, 122s

a n a l ít ic o

teología de la 116ss ¿tres personas? 118s verdad fundam ental de la fe 117 valores transm utación de los (Nietzsche) 30 V aticano I sobre el ateísm o 43 V aticano II eclesiología de com unión 112 sobre el ateísm o 40, 43s sobre las religiones del m undo 100 verdad etern id ad de la 192s y espíritu (Hegel) 86 y lib ertad 86 vida Dios com o v. (Aristóteles) 76 e tern a 156 tiem po, fenóm eno de la v. 180 y E spíritu S anto 102ss y logos (Stoa) 78s

tiem po, concepción del bíblica 151ss y Dios 151ss cíclica 143s

215

Contenido

Introducción................................................................................... Ateísmo y ocultamiento de D ios................................................... I. Formas ateas del ocultamiento de Dios (Kem) .......................... II. Ateísmo y ocultamiento de Dios desde el punto de vista teológico (Kasper) ................................................................................ Espíritu y Espíritu S a n to ............................................................... I. El «espíritu» de los filósofos ( Kem) ........................................ II. El «Espíritu Santo» en la historia y hoy (Congar) ................... III. Objeciones críticas contra el discurso sobre el Espíritu Santo ... IV. El Espíritu como principio vital presente en nosotros y en la Igle­ sia V. Teología de la tercera persona ...................................................

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Tiempo y eternidad (Schulte) ....................................................... 133 I. Introducción: el acceso a la cuestión del tiempo y de la eternidad desde la experiencia y el lenguaje cotidianos .............................. 136 II. Panorama histórico ................................................................... 143 III. Tiempo y eternidad en el horizonte de la concepción cristiana de la existencia......................................................................... 169 índice analítico ..............................................................................

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BIBLIOTECA

FE CRISTIANA Y SOCIEDAD MODERNA

1 Realidad - experiencia - lenguaje Diálogo Trascendencia y Dios de la fe

2 Mito y ciencia Arte y religión Lenguaje literario y lenguaje religioso

3 Universo - Tierra - hombre Evolución y creación Animal y hombre Naturaleza e historia

4 Determinación y libertad Causalidad - azar - providencia Fenómenos naturales y milagros

5 Cuerpo y alma Muerte y resurrección

6 Mundo pulsional y personalización Desarrollo y maduración Fases y crisis de la vida - ayudas para vivir Relación entre los sexos y capacidad para el am or

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Matrimonio Familia

Estado - sociedad - Iglesia Estado social y diaconía cristiana

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Formación Rendimiento y ocio Acción y contemplación Trabajo

Desviación y norma Minorías, grupos marginales e integración social Solidaridad y amor Interés y desprendimiento

9 Experiencia de la contingencia y pregunta por el sentido Angustia y confianza cristiana Felicidad y salvación Negatividad y mal

10 Sufrimiento Salud - enferm edad - curación Agonía y asistencia a los moribundos Tristeza y consuelo

17 Justicia Pobreza y riqueza Economía y moral

18 Burguesía y cristianismo Secularización Autonomía y condición creatural Emancipación y libertad cristiana

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19

Orden político y libertad Participación Planificación, administración y autodeterm inación en la Iglesia

Humanismos y cristianismo Materialismo, idealismo y visión cristiana del mundo Pluralismo y verdad

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Derecho y moral Valores y fundam entación de normas Culpa y pecado Conciencia

Teoría de la ciencia y teología Mundo técnico-científico y creación Ciencia y ethos

13 Ley y gracia Paz Castigo y perdón

21 Ilustración y revelación Ideología y religión Crítica y reconocimiento

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Autoridad Soberanía - poder - violencia Revolución y resistencia

Ateísmo y ocultam iento de Dios Espíritu y Espíritu Santo Tiempo y eternidad

23 Tcádrción y progreso Utopía y esperanza Historia del mundo e historia de la salvación Reconciliación y redención

24 Antropología y teología Persona e imagen de Dios Sfctema y sujeto

25 Anonimato e identidad personal Experiencia cotidiana y espiritualidad Experiencia y fe Socialización religiosa

26 Tolerancia y pretensión de validez universal Cristianismo y religiones del mundo Judaismo y cristianismo

27 Derechos hum anos - derechos fundam entales Religión y política Legitimación

28 Sociedad y reino de Dios Dimensión pública del mensaje cristiano Símbolo y sacramento

29 Comunidad Iglesia Confesiones y Ecumene

30 Indices