Europa Y El Islam En La Edad Media

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H en r i B resc PlERRE GUICHARD R o ber t M a n t r a n

Eu r o p a y el I s l a m e n la Ed a d M e d ia

C r it ic a Barcelona

Traducción castellana de Mercedes Trías (capítulos 1 y 2), Marta Carrera (capítulos 3 y 4), Rafael Santamaría (capítulo 5) y Manuel Sánchez (Glosario), revisada por Manuel Sánchez Fotocomposición: Víctor Igual, S.L. Cubierta: Joan Batallé © 1982, 1983 y 2000: Armand Colin Editeur © 2001 de la traducción castellana para España y América: E d it o r ia l C r í t i c a , S.L., Provenía, 260,08008 Barcelona ISBN: 84-8432-169-X Depósito legal: B. 2.796-2001 Impreso en España 2001.—A&M Gráfic, S.L., Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)

PRÓLOGO La aparición del Islam en la historia de la humanidad constituye un fenómeno de primer orden. Hoy es una potencia espiritual, económica y política que influye día tras día en el destino del mundo. Varios centenares de millones de creyentes se encomien­ dan, en ocasiones por medio de ritos divergentes, a la palabra de dios, revelada al pro­ feta Mahoma y transcrita por él en una «recitación», el Corán, cuya autoridad es re­ conocida por todos. Más de cuarenta estados, de los 170 que pertenecen a la ONU, se identifican con esta cultura. Pese a ello, su esplendor dista de haber sido continuo, pre­ visible y sencillo: los ocho o nueve siglos de su historia, que recorre el presente libro, constituyen el sorprendente testimonio de este fenómeno. La revelación espiritual que interpretó el árabe Mahoma a principios del siglo vn debe su originalidad al hecho de haber aparecido en el punto de encuentro de los tres grandes conjuntos culturales y religiosos de los mundos de Occidente y Oriente Próxi­ mo: el mundo cristiano, en el que destacaba por su esplendor el Imperio bizantino, he­ redero, al menos parcialmente, del Imperio grecorromano de la Antigüedad y centro de confluencia de los saberes antiguos; el Imperio persa sasánida, donde el culto zoroástrico y varios grupúsculos cristianos mantenían vivos el ideal monoteísta y la llama del pasado caldeo o iranio y, por último, las comunidades judías, dispersas desde los co­ mienzos de la era cristiana alrededor del Mediterráneo y en las ciudades, pero cuya cul­ tura y religión seguían dotadas de gran poder de seducción y esperanza. Este conjunto territorial, que se extiende desde la península griega o África del norte hasta el Indo y el borde de los desiertos asiáticos, se caracterizaba por unos suelos que sin duda adole­ cían de graves carencias en agua, madera y hierro, pero contenían riquezas indudables, como oasis exuberantes o cultivos en terrazas, rebaños y minas de oro. Hacía siglos que en su vida urbana se concentraba el grueso de las poblaciones sedentarias, que renun­ ciaron a sus tierras estériles en beneficio de las caravanas y los nómadas. Sin embargo, estas semejanzas enmascaran notablemente las oposiciones políti­ cas y las rivalidades económicas. Es posible que la «explosión» musulmana se viera apuntalada por la evidente sencillez del mensaje profético, pero su éxito se debió en buena medida a contingencias coyunturales: la oposición secular entre «griegos» y «persas», la aspiración constante a la independencia de las viejas tierras de África del norte, o futuro Magreb, aún númida y escenario del Egipto eterno. Explotando estas tensiones, ganando a su causa a pueblos que iban arrebatando a los griegos, persas o godos, y que sometían a una autoridad muy leve y tolerante, los árabes crearon, en cien años, un imperio de tipo militar y fiscal cuyos únicos elementos unitarios eran el empleo preponderante de la lengua coránica y un culto inspirado en los judíos y cris­ tianos, pero que se abstuvieron de imponer.

Será durante los tres primeros siglos de su existencia, de la muerte de Mahoma a mediados o finales del siglo x, cuando el Islam vivirá su apogeo. Su extensión territo­ rial es, sin lugar a dudas, el rasgo que antes salta a la vista. Entre 635 y 750, los com­ batientes del Islam redujeron a cenizas el Imperio persa, arrebataron a Bizancio Asia menor, Oriente Próximo y África del norte, y a los godos España y el Languedoc. A mediados del siglo viii, esta primera oleada fue contenida por los francos en la Galia del sur, por los griegos bajo las murallas de Constantinopla y por los chinos en Transoxiana. De hecho, si hablamos de «árabes» en esta ¿poca es por mera comodidad. La mayoría de los príncipes o jefes militares todavía proceden de esta etnia, pero los sol­ dados y el grueso de la población es bereber, española, egipcia, siria, turca o kurda; el gobierno de las ciudades está en gran parte en manos de los dhimmis, los «sometidos», «gentes del Libro» —léase «la Biblia»— , es decir, judíos y cristianos no conversos, y son sobre todo los judíos quienes controlan el comercio. De hecho, pronto no habrá uno sino tres «imperios» o califatos: uno, el de los omeyas, en Córdoba y de tenden­ cia liberal; el segundo, fatimí, en El Cairo y herético; el último, abasí, en Bagdad y apegado a una estricta ortodoxia. Pero es sin duda entre 750 y 1050, por este contacto con las tradiciones de los pueblos incorporados, cuando la civilización musulmana brilla con mayor esplendor: caravaneros y vendedores de esclavos, doctores de la fe y copistas de textos antiguos, acuñadores de monedas de oro y marinos consumados, los musulmanes son los amos del mar, el desierto y el pensamiento. Hay que distinguir una segunda fase en la historia del mundo musulmán, entre 950 ó 1000 y 1200 ó 1250. Se produce un repliegue, primero territorial: se pierde prácticamente España y luego Córcega y después Sicilia; las costas de Asia menor, primero reconquistada por los griegos y más adelante recuperada por los turcos, deja­ rán de ser musulmanas; los «francos» se implantan brutalmente en numerosas regio­ nes del norte de África o de Siria y Palestina durante dos siglos; más al este, los tur­ cos islamizados empiezan a retroceder ante el avance de los nómadas mongoles, impíos. Aunque todavía tenga poderosos arrebatos defensivos tanto en España comp en Jerusalén, y aunque su prestigio cultural parezca intacto, el Islam padece cada vez con mayor agudeza la presión cristiana; el oro africano escapa en parte a su control; los comerciantes italianos parecen ubicuos y el Mediterráneo ha dejado de ser un «mar árabe». Además, la situación económica se modifica: el gigantismo de las ciu­ dades mata el campo y los desgarros religiosos acaban arruinando a los pueblos alza­ dos en armas: uno tras otro, los tres califatos desaparecen. La brutal conquista mongol que lleva a las tribus asiáticas hasta el Mediterráneo y Europa central asesta al Islam un golpe casi mortal, pues las hordas tártaras despre­ cian la civilización urbana tanto como la unicidad de la fe; entre 1250 y 1350, el Islam se retrae hacia el sur, África o el Indo, y pierde la hegemonía cultural durante siglos. Pese a todo, el vigor de este gran organismo herido no ha desaparecido, ya que la fe musulmana se extiende poderosamente en esas nuevas direcciones: el África negra o el mundo de las Indias. Aún más: después de 1350, los turcos otomanos franquean el Bósforo e inundan los Balcanes eslavos. Tras 1500, este nuevo Islam de semblante turco extenderá su control a una gran parte de las tierras musulmanas de África y las tierras cristianas del Danubio, pero se trata ya de un Islam sin brillo cultural ni vigor económico: es un «hombre enfermo» acechado por el expansionismo europeo. R

París, 15 de enero de 2001

o ber t

F

o s s ie r

Capítulo 1 DEL MODELO HEGIRIO AL REINO ÁRABE (siglo VII - mediados del siglo VIII)* El mundo islámico de los primeros siglos medievales se define no tanto por una comunidad de estructura económica social o técnica sino más bien por el pre­ dominio absoluto de un sistema de valores y de un modelo político y cultural que arrolla los «conjuntos» que le han precedido en el espacio geográfico oriental y mediterráneo, que aniquila su recuerdo y llega a reducir y enquistar los restos de los mismos. Pero este mundo en elaboración y en construcción presenta las mis­ mas características generales que los mundos bizantino y sasánida a los que susti­ tuye: sus economías y sociedades, cuando pueden ser objeto de estudio y puede analizarse su evolución, no constituyen entidades autónomas cuyo sistema políti­ co y cultural sería un mero reflejo de las mismas; la conquista musulmana no superpone simplemente un lenguaje .común a los mundos que unifica ni impone sólo un código fiscal como símbolo de una dependencia efectiva. El Estado, al igual que en la Antigüedad, es al mismo tiempo un espejo de las desigualdades y un instrumento represivo que las codifica e inmoviliza; es también el motor de la circulación de bienes y valores. En función de este Estado se establece una clase de privilegiados, casi de funcionarios, constituida en un principio por la to­ talidad del pueblo musulmán que se ha lanzado a la conquista y, más tarde, por los grupos sectarios o las clientelas dinásticas; gracias al Estado funciona una eco­ nomía monetaria en la que la única función del metal es reforzar la jerarquía me­ diante una imposición fija sobre la producción de las pequeñas unidades campe­ sinas. Al igual que el mundo antiguo, del que la Dár al-lslám (conjunto de países musulmanes) constituirá un reflejo no sólo de sus grandes rasgos sino incluso de sus más pequeños detalles, el mundo nuevo se presenta como una totalidad; to­ * La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio Sanisó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.

dos los elementos se relacionan y, en él, la adhesión es profunda y vital: la duda constituye el enemigo principal, y es un riesgo de anarquía social y de maldición que aniquila la personalidad. Poder, facciones, familia y pensamiento religioso son los motores de la evolución social. La propiedad de los medios de producción o el lugar que se ocupa en la circulación de bienes son factores secundarios ya que dependen, en primer lugar, del ejercicio de un poder del Estado que va siem­ pre acompañado de una adhesión ideológica total a una dinastía gobernante, que constituye la garantía de la justicia, la armonía y la salvación. El modelo teocrá­ tico encarnado por el Profeta ejercerá una misma influencia sobre todas las expe­ riencias revolucionarias o conservadoras que surgirán en el futuro. Serán, no obs­ tante, el pensamiento antiguo y, sobre todo, la gnosis los encargados de articular en programas políticos esta sed de unidad y de salvación así como la esperanza apocalíptica. Analizar las mutaciones del mundo islámico entre los siglos viii y xi aplicando esquemas de conflicto entre burgueses y militares «feudales» puede, evidentemente, llegar a aclarar ciertos aspectos de una realidad que se ha renova­ do repetidam ente, pero sin duda también contribuirá a oscurecer una originalidad y una permanencia sorprendentes.

U n O r ie n t e P r ó x im o d e s g a r r a d o a n t e u n a r e v o l u c ió n r e l ig io s a

En el año 610, en el momento en que comienza la profecía islámica, el O rien­ te Próximo se encuentra dividido en dos grandes imperios, dos sociedades monár­ quicas provistas de una aristocracia de Estado y de un clero centralizado pero carentes de una unidad ideológica o religiosa: la monarquía y la dinastía se iden­ tifican, en efecto, con un pueblo dominante y con una cultura hegemónica. El Oriente Próximo bizantino somete, a la autoridad de los griegos y a la ortodoxia establecida en el 451 en el concilio de Calcedonia, a toda una serie de naciones antiguas semihelenizadas cuyas opciones religiosas, las «herejías», intentarán re­ forzar la originalidad de los grupos nacionales bebiendo en el manantial de las polémicas teológicas. La persecución melkita (en nombre del rey, el em perador bizantino) no fue siempre uniforme, ni las opciones heréticas resultaron, tal como se ha visto, un simple reflejo de las peculiaridades lingüísticas y de las tradiciones étnicas. En Egipto, en donde los melkitas son poco numerosos y la opinión se aglutina en torno a la iglesia monofisita, la lengua copta constituye un elemento unificador eficaz así como un signo de oposición a los griegos. Hacia el 610 surge en este país un clima de terror tras el exilio del patriarca Benjamín y la apostasía forzosa de los obispos, sacerdotes y monjes, obligados a adoptar la solución im­ puesta por Heraclio (638) al problema cristológico, el «monotelismo». Sirios y mesopotamios, de lengua aramea y siriaca, se encuentran por el contrario dividi­ dos en tres confesiones: los melkitas son numerosos entre la aristocracia de Jerusalén, donde un solo patriarca mantiene la ortodoxia griega; los monofisitas, que se identifican con la tendencia «jacobita» definida por Severo de Antioquía y lue­ go implantada por Jacobo Baradai, un predicador itinerante, se agrupan en torno al patriarca de Antioquía y su fuerza se apoya esencialmente en una base monás­ tica; tenemos, finalmente, el grupo constituido por la cristiandad iraquí e irania cuyos obispos eligieron, desde el 484, la teología de Teodoro de Mopsuente y

establecieron, en el 485, un catholicos nestoriano en Ctesifón. Cuando, hacia el año 491, el em perador Zenón expulsó a todos los nestorianos del Imperio, sólo logró reforzar la posición de esta Iglesia semioficial para todos los cristianos del imperio persa. Si los jacobitas de Siria se sienten en comunión con los coptos de Egipto, se encuentran, por otra parte, separados de los siriacos de Mesopotamia así como de los armenios, los cuales, por su parte, abrazan mayoritariamente la Iglesia oficial; la misma separación existe, por otra parte, con respecto a los monotelitas de Antioquía, agrupados en torno al monasterio de San Marón. El imperio sasánida tampoco se encuentra sólidamente unificado: además de las divisiones «horizontales» entre la aristocracia persa y los pueblos vencidos y sometidos del Iraq y de A rm enia, el mundo iranio en sí mismo sólo se ha conver­ tido de manera aparente a la ortodoxia zoroastriana. Si bien se han apagado los fuegos sagrados de las restantes ramas herederas del antiguo mensaje del Avesta, el zorvanismo y otros movimientos heréticos subsisten en el inconsciente o en el fervor popular, se enraizan en el seno de la corte y agitan las masas. El príncipe Mani había predicado, en el siglo m, un sincretismo y una moral de la verdad absoluta, de la división de los principios buenos y malos, del rechazo de la carne y de cualquier obra de muerte. Ejecutado en el año 276, Mani dejó una amplia herencia ideológica que quedó inerme ante la represión. Hacia el año 500, en tiempo del sháh Kubadh, el filósofo Mazdak arrastró al imperio a una guerra de­ sastrosa: apoyado en un principio por el mayor de los príncipes herederos, provo­ có luego su caída y facilitó el acceso al poder del más joven de estos príncipes, Cosroes II (Jusráw II). Todo el nordeste del imperio se escapa, así, a la religión zoroastriana: en torno a Balj (Bactria), la Bactriana y los antiguos países irania­ nos situados más allá del Oxus o Amu Darya, la Fargána y la Ushrusana en la montaña, los principados sogdianos de Samarcanda y Bujára se convirtieron pro­ fundamente al budismo. En Balj se encuentran más de cien pagodas (viharas), así como 3.000 monjes y, sobre todo, el «nuevo Vihara», en Nawbihar, cuyo prior será el antepasado de la poderosa familia de visires Barmakíes, en tiempo de los califas cabbásíes. Estas debilidades son, por consiguiente, estructurales: oposición larvada de enormes masas campesinas, sólidamente apoyadas por una red de monasterios y de predicadores errantes; resistencia moral y fiscal combinada en provincias ente­ ras; finalmente, divisiones teológicas de los medios políticos y religiosos de las cortes reales, los cuales se mostraban siempre dispuestos a buscar una solución de conjunto o a seguir una «herejía». D urante los años 600-610 se añade a esta situación el agotamiento debido a la guerra encarnizada entre los dos imperios: ésta se desarrolla en buena parte con ayuda de guerreros pertenecientes a los dos principados árabes/vasallos, ambos cristianos, el de los gassáníes, situado en los confines de Siria, y el de los lajmíes de las riberas del Éufrates. De esta manera los árabes, hasta entonces recluidos en la reserva de valores y principio de liber­ tad que constituye el desierto, se introducen de manera gradual en el gran conflic­ to teológico y político de O riente. Estos árabes son, fundamental y etimológicamente, nómadas. Al sur se en­ cuentran los árabes «puros» y al norte los «arabizados», todos ellos unidos y fe­ derados por el centro caravanero y religioso de La Meca, custodiado por la tribu de Quraysh. Al norte encontramos un mundo de pastores, conservador, aferrado

a los valores de la libertad que impone la estructura tribal o el estado de guerra perm anente entre los grupos; al sur se halla un mundo urbano, aislado de la evo­ lución religiosa y cultural de los países semíticos debido a la barrera del desierto de Arabia, orgulloso de su tradición de libertad (se trata del único pueblo semí­ tico autónomo) y provisto de estructuras sociales y culturales arcaizantes (ciuda­ des-estado, panteones locales). Las guerras, que lanzan nuevas fuerzas al asalto del Yemen, detienen el proceso evolutivo del reino yemení de Himyar que avan­ za hacia un imperio militar y hacia un monoteísmo judaizante. Por otra parte, se refuerza la solidaridad de los árabes meridionales y septentrionales: en el 525 los etíopes de Axum, empujados por los bizantinos, conquistan Yemen y acaban con la monarquía himyarí; no obstante, los supervivientes se alian con las tribus del norte y dan nueva fuerza a una confederación, centrada en La Meca, que acabará con la ocupación etiópica en el 571. Esta resistencia cristalizó en torno al orgullo que los árabes sentían por su originalidad lingüística y cultural. Asimismo valori­ zó un «humanismo tribal», con su énfasis en el honor y su ética de libertad y virilidad, aunque subrayó también sus contradicciones con las exigencias de mo­ noteísmo.

Mahoma Si las debilidades o la crisis, que se definen a posterioriy no pueden constituir el único factor determinante de la caída de los imperios del Oriente Próximo, ello se debe a que el Islam se presenta, ante todo, como una revolución. No se trata de una revolución social, ya que el Islam no atribuye ningún valor especial a la pobreza, por más que la expansión musulmana pudo verse acompañada, es­ porádicamente, de venganzas y ajustes de cuentas. Tampoco es una revolución «nacional» de pueblos minoritarios sometidos a los grandes imperios. Se trata, en cambio, de una revolución religiosa, lo cual implica que afecta, a la vez, los planos político, intelectual y filosófico, y está centrada en una nueva apelación a la fundamental unidad de lo divino y marcada por la experiencia inefable de la profecía, o sea de la relación directa con Dios. La llamada desde La Meca a una mutación de valores y a una ruptura con el paganismo que se está organizando hace surgir la extraordinaria fuerza del monoteísmo. El período durante el cual Mahoma reside en Medina dará lugar, en cambio, a una corriente profética que se disciplina y se canaliza hacia la creación de un Estado, cuya estructuración no se term inará nunca pero que constituirá el modelo ideal incierto de su legitimi­ dad, a medida que se vea agitado por las fuerzas explosivas que surgen y son suscitadas por la llamada del Profeta. En veinte años se forja el conjunto de prin­ cipios en los que se apoya una cultura, una fe y una ley, frente a un Estado que siempre se pone en tela de juicio. Podemos extrañarnos de la inmensa adhesión del mundo cristiano de Asia y de África o del conjunto de países dominados por el orden zoroastriano-sasánida a una religión defendida por un grupo, numéricamente muy modesto, constituido por los árabes del Hidjáz, que no se caracterizaban por una capacidad filosófica particular ni por mantener relaciones estrechas y sostenidas con los grandes cen­ tros de cultura —Antioquía, Alejandría, Harrán, Ctesifón o D jundishapur— en

los que se había producido la fusión entre la herencia clásica y las grandes corrien­ tes religiosas monoteístas. El «escándalo» intelectual del nacimiento del Islam fue­ ra de las áreas ya convertidas al monoteísmo recuerda, de hecho, el carácter tam­ bién subversivo y marginal de la mayoría de estas tendencias religiosas en sus orí­ genes: el Islam redescubre la radicalidad del judaismo o del cristianismo primiti­ vos frente a los panteones y a las construcciones filosóficas complejas de su tiem­ po. En el Islam, la cultura semítica de expresión griega encuentra, por vez prime­ ra, su originalidad y su verdad: abandona las expresiones extranjeras que la aho­ gaban así como las teologías filosóficas, por más que las recupere más tarde. En el momento en que empieza la predicación de Mahoma (Muhammad) en La Meca, la Arabia central sigue experimentando la tensión provocada por la invasión del Yemen por los etíopes cristianos, tal vez en represalia por las perse­ cuciones de las que fueron objeto los cristianos árabes de los oasis a manos de los príncipes yemeníes judaizantes. El valor simbólico de la victoria que obtiene la coalición árabe en el Año del Elefante (571) ante La Meca es enorme. El san­ tuario abriga, en efecto, los ídolos ciánicos y tribales, reunidos, bajo la custodia de la tribu de Quraysh, en el «recinto de Abraham», en torno a la Kacba, el «cubo», la primera casa, iiarto rudimentaria, de Ismael, el hijo de Abraham. En ella cristaliza la relación con los orígenes mismos del monoteísmo y justifica la elaboración de una vía original, propiam ente árabe al culto del Dios único a tra­ vés de los hanífSy hombres piadosos cuya fe en Dios contiene referencias explíci­ tas a Abraham . Por otra parte, dado el carácter de santuario federal, aunque in­ formal, que tiene la Kacba, La Meca espera y desea la aparición de un profeta capaz de estructurar un panteón jerarquizado, para que pueda consolidarse la he­ gemonía de las tribus y de los qurayshíes. El poder de estos últimos se encontraba en auge debido a los cambios sufridos por las vías comerciales: la decadencia de los transportes marítimos a través del mar Rojo y la de las rutas caravaneras hacia el codo del Eufrates* debido a la guerra entre persas y bizantinos, había estimu­ lado el desarrollo de una nueva ruta caravanera que pasaba por los oasis del Hidjáz, entre el Yemen, productor de plantas aromáticas e importador de especias indias, y Siria. El enriquecimiento y la irrupción de la economía monetaria am e­ nazaban el equilibrio tradicional de las estructuras ciánicas y de las relaciones en­ tre clanes; el dinero iba a sustituir a los valores del «humanismo» tribal: virilidad, generosidad y solidaridad agnática. Esta es la razón por la cual el movimiento iniciado por la predicación de M ahoma tiene, por una parte, el carácter de revo­ lución debido a su adhesión radical a una nueva moral familiar y, por otra, cons­ tituye una restauración de los valores fundamentales del monoteísmo que, a lo largo de la historia del O riente Próximo, había mostrado su creciente decadencia. Construcción de una fe «total» y, al mismo tiempo, revolución árabe que logre el retorno triunfante del Dios único a los templos de los que había sido expulsado debido al olvido del pacto fundamental de los hombres con Él, por paganismo o por la complejidad de las disquisiciones de los teólogos, empeñados en conocer la naturaleza divina. Mahoma se sitúa, desde un principio, en la tradición de los grandes profetas del judaismo y de las restantes ramas de la revelación: los Shu3ayb, SSlih, HOd, los profetas de Moab y de los pueblos árabes del norte de­ sempeñan un papel fundamental en el Corán y evocan la omnipotencia divina y la inminencia del Juicio.

De la predicación a las armas La ruptura protagonizada por este mercader, rico, responsable en el seno de su comunidad (administraba la reconstrucción de la K a'ba) y monógamo, ha sido com parada con otros destinos místicos: se trata de una aventura que, en un prin­ cipio, tiene un carácter individual y cristaliza en predicación tras un largo período de meditación. En un principio el Profeta procede, sin duda, a una búsqueda per­ sonal de salvación: la revelación del 610 constituye, para él, un mensaje que con­ mueve a un alma exigente, un mensaje espiritual, una llamada a la justificación y al respeto de los imperativos de la vieja moral ciánica, aunque depurada de su orgullo y de su egoísmo. Al condenar el matrimonio consanguíneo y maldecir el asesinato de las niñas recién nacidas, Mahoma tendía a destruir la sociedad tribal por explosión demográfica o por ruptura de la solidaridad de clan. En esta prime­ ra etapa la revelación profética se deja arrastrar por la propia evolución de la sociedad mekí, sin tratar de remodelarla pero sin integrarse tampoco en ella. Mahoma se niega a vestirse como un adivino (káhin) o a asumir sus funciones; sus contactos con otros hanifsy incluso la competencia con otro profeta (Maslama), el hecho de que se reúnan en torno a él «jóvenes y débiles» excluidos de la sociedad tribal, son un conjunto de hechos que cambian gradualmente su función: del mensaje que afirma la preeminencia del Dios de salvación, Mahoma pasa pro­ gresivamente a la reforma política y social. Los qurayshíes no se equivocan cuando le ofrecen el liderazgo de un movi­ miento de reforma y le sugieren que sea, a la vez, el Licurgo y el Hesíodo llama­ do a establecer un nuevo panteón. El Profeta acepta en un principio la tarea de fijar la genealogía de los dioses pero pronto se echa atrás ante una doble presión: por una parte es consciente de que Dios habla por su boca y, por otra, el rechazo de la idea por sus primeros conversos. Sólo le protege la moral tribal de la soli­ daridad a pesar de las condenas que lanza contra el orgullo y la violencia de ías familias qurayshíes. Insertado gradualmente en la tradición monoteísta, su men­ saje se cristaliza por la adhesión de los primeros fíeles, las «gentes de la Casa», sus parientes Jadídja, su única esposa, cAlí, a la vez sobrino y yerno, el liberto Zayd, un verdadero hijo adoptivo, más tarde algunos vecinos como el omeya cUthmdn y cUmar ibn al-Jattáb, y finalmente personajes más humildes como Bilál, el esclavo negro perseguido por su amo y rescatado por Mahoma. El mensaje profético, que durante mucho tiempo permanece difuso, se integra en el rito de la oración cotidiana y constituye, hacia el 619, una primera comunidad de natura­ leza particular, igualitaria y revolucionaria. A la muerte de su tío Abú TAlib, que ha protegido al grupo de creyentes sin sumarse a la nueva religión, el Profeta decide una ruptura sin precedentes: para escapar a la persecución se impone la emigración y las mujeres y niños parten en dirección a la Etiopía cristiana. Esto confirma la existencia de lazos con el cristianismo en un momento en el que sur­ gen versículos coránicos que exaltan a la Virgen y recuerdan la concepción de Jesús por obra del Espíritu, con lo que adquiere un lugar excepcional en la línea profética. Mahoma entabla contactos con los hantfs y con los clanes árabes de Yathrib, la ciudad por excelencia en el momento en que el Profeta se establezca en ella (Madtna, Medina). Allí se encuentran también varias tribus judías y se le ofrece el papel de árbitro. Su emigración (hidjra, ‘hégira’) hacia el refugio, el 24

de septiembre del 622, funda el Islam como comunidad universal: es la «hégira», la emigración provisional, ruptura y exilio voluntario. El Islam, religión de la duda en la que nada puede escapar a la omnipotencia divina, se afirma por este acto original como una religión del exilio que obliga a abandonarlo todo y a de­ pender únicamente de la voluntad divina. La acogida por parte de los mediníes, los denominados «auxiliares», a los in­ migrantes que han llevado a cabo la hégira (los muhádjirún), seguida de la con­ versión a la fe musulmana, bastante rápida, de los primeros, da lugar a la consti­ tución de la primera comunidad, la um m a, pacto de solidaridad total, adhesión intima y familiar a la sombra de lo divino omnipresente; pues Dios está hablando por boca de su Profeta con menos solemnidad en Medina que durante los prime­ ros tiempos de la revelación. Se comprende mejor, de esta manera, la extraordi­ naria nostalgia que suscita en toda la historia del Islam esta comunidad musulma­ na de la hégira, en la dár al-hidjra, ‘casa de la emigración’, expresión con la que se denomina a Medina. Cada siglo será testigo de las tentativas, incluso sectarias, de volver a la pureza de las relaciones entre los hombres, y entre éstos y Dios, a esta simplicidad del Estado, simple caja común alimentada por las contribucio­ nes voluntarías de cada ciudadano o por el botín de guerra obtenido en la lucha contra los infieles. Se trata de un pueblo armado, al que se reúne con facilidad, que vive en una igualdad que traduce la igualdad fundamental de la oración. Este «modelo» sostendrá siempre la marcha ofensiva del Islam en sus fronteras, estre­ chamente ligado a la «vocación» de las almas por Dios, menos preocupado por la conversión que por la conquista, menos predicador que defensor activo de los derechos de Dios. Será el modelo que animará todos los movimientos de retorno a un Islam primitivo, desde las secesiones járidjíes hasta las insurrecciones cármatas, la «vocación» fatimí y, con el transcurso de los siglos, volverá a encontrar­ se en el mahdismo sudanés del siglo xix o en la Sanúsiyya de la Libia contempo­ ránea. Medina es también el laboratorio en el que se definen las relaciones del Islam con las religiones monoteístas: el contacto con el judaismo en esta ciudad resulta fructífero para el Profeta, que adopta sin reservas las costumbres judías, las prohibiciones alimentarias, el ayuno (fijado entonces en el día 10 del mes de muharram) y refuerza los lazos de su doctrina con la religión de la ley. El Islam escapa de esta manera a la atracción de un cristianismo que resulta únicamente moralizante e incapaz de fundar un Estado, mientras que los elementos judaizan­ tes se ponen inmediatamente al servicio de la lucha militar que la umma ha em­ prendido en contra de los paganos de La Meca. Éstos subrayan, al igual que la oración comunitaria dirigida hacia Jerusalén, la unidad de los musulmanes «com­ batientes» de la fe y de la ley. No obstante, este hecho se produce debido a un malentendido extraordinario: Mahoma se considera un profeta dentro de la línea que une a Noé, A braham y Moisés con Jesús; liga su mensaje con las llamadas y la visión de Dios de sus predecesores y afirma inmediatamente su carácter uni­ versal con lo que rompe con la noción de «pueblo elegido». Para los judíos o judaizantes de Medina, Mahoma era únicamente un profeta árabe, destinado a difundir en árabe y para los árabes una especie de religión paralela al judaismo. Tras un período de colaboración militar eficaz se producirá la ruptura en dos eta­ pas: expulsión de las tribus judías en el 625 y, más tarde, aniquilación de los

Q urayza en el 627 tras haber sido acusados de traición. El profetismo de Mahoma apela, entonces, de manera más estrecha al personaje de Abraham y al de su hijo Ismá^l y reafirma el papel central de la Kacba de La Meca. Es el momento en el que se modifica la dirección de la oración, que apunta ahora a La Meca, y en el que el ayuno se endurece y extiende a un mes lunar entero de abstinencia de alimentos y continencia diurnas: se trata del mes de ramadán (ramadán), que re­ cuerda el aniversario de la primera profecía. Finalmente, se abandonan las pres­ cripciones alimentarias aunque se conserven las interdicciones más tradicionales relativas al cerdo o a los animales muertos. El horror por el consumo de la san­ gre, de origen judío e implantado en Medina, marcará igualmente al musulmán. Los principales resultados de la hégira son, no obstante, la militarización de la comunidad y la vida basada en el botín que obtiene una umma hegemónica y combatiente: en enero del 624, sin respetar las treguas sagradas establecidas en torno a la Kacba durante tres meses cada año, Mahoma inicia una campaña de guerrillas contra los mekíes, atacando a las caravanas y llegando a cambiar la na­ turaleza misma de la guerra. La «guerra elegante», cuya finalidad era hacer pri­ sioneros y someter a las tribus bajo la apariencia de una dependencia familiar, es sustituida por el Profeta por una guerra total, sin piedad, que pretende la destruc­ ción de las estructuras políticas o religiosas del mundo mekí. La derrota sufrida en el año 627 por el ejército qurayshí, bajo el mando de los omeyas Jálid y cAmr, implica el hundimiento moral de la tribu. Sin renunciar a su militarización, el organismo mediní insistirá, a partir de este momento, en el retorno a los valores fundamentales del pueblo árabe: tras la conversión al Islam de los generales om e­ yas se llega a un acuerdo entre La Meca y Medina, en el 628, que permite que los musulmanes de Medina tengan, el año siguiente, la vía abierta para efectuar la peregrinación a la Kacba. Mahoma procede entonces a una recuperación y sacralización de los ritos, restableciendo su significado dentro de la historia de Abraham: siete circunvalaciones en torno a la Kacba, siete carreras entre Safá y Marwa, detención para rezar en el monte cArafát, lapidación de Satán en el valle de Miná y, finalmente, la Pascua, la «fiesta grande» que conmemora, de manera aún más exclusiva que las pascuas judía y cristiana, el sacrificio fundamental de A braham. La peregrinación pacífica del año 629 garantiza a los qurayshíes, por consiguiente, que La Meca siga siendo el centro político y comercial de Arabia a pesar de la islamización definitiva del santuario. Por otra parte, las expediciones mediníes habían ampliado el ámbito de influencia musulmana que, limitada en un principio a las tribus del Hidjáz, se extendía ahora a amplias zonas del sur y de los confines siro-palestinos. En el año 630 un* gran ejército de 10.000 musulma­ nes comparece para realizar la peregrinación: el hadjdj se convierte en una entra­ da victoriosa, se destruyen los ídolos y se restablece la unidad entre la tribu de quraysh y el más ilustre de sus hijos. Al año siguiente se prohíbe definitivamente la peregrinación a los no-musulmanes y se opera una identificación entre e(l Islam y el marco sagrado que le precedió. No obstante, la capital del Estado islámico no será nunca La Meca: entre el 630 y el 632, fecha de la muerte del Profeta, al igual que bajo los primeros califas, la capitalidad se asociará sólidamente con M e­ dina, que seguirá siendo el principio de legitimidad, el centro de insurrecciones eventuales de varios anticalifas y la residencia predilecta de los parientes más pró­ ximos del Profeta, los descendientes de cAli.

E l MODELO DE E STA D O M EDINÍ

El estado mediní se encarna en el monumento por antonomasia del Islam pri­ mitivo, la primera «mezquita», el masdjid de Medina: se trata de un «santuario» privilegiado (no en vano el mundo entero es el santuario de Dios) que dará forma a un prototipo de edificio cultual musulmán, la mezquita con patio, lugar de ora­ ción y centro político en el que se reúne la comunidad para trabajos y ceremonias colectivas. En un terreno ligeramente irregular, el Profeta dispuso un gran patio cuadrado rodeado de una pared de ladrillos con tres entradas; un tejadillo, sus­ tentado por columnas rústicas formadas por troncos de palmera, bordeaba el muro norte, que señalaba la dirección de Jerusalén y, más tarde, después del 624, el muro norte, la alquibla, dirigido hacia La Meca. Fortín de defensa, lugar de reunión política y militar, espacio encerrado en sí mismo al igual que la casa mu­ sulmana, el santuario de Medina se encuentra dominado por la sede del Profeta, su almimbar, y comprende su casa y un rosario de habitaciones dispuestas a lo lar­ go del muro este. A la hora de la oración la comunidad igualitaria de los musul­ manes se dispone en una serie de filas, paralelas al muro de la alquibla, y sólo queda aislado el imám (imán), el «guía» de este culto de alabanza y adoración. Pero, tras la muerte de M ahoma, ¿quién mantendrá el contacto entre el Dios tras­ cendente y la comunidad de sus adoradores? ¿Cómo llevar a cabo la unidad de los creyentes y responder a las nuevas preguntas que se planteen? ¿Cómo se podrá desarrollar y defender el mensaje divino ya que únicamente el Profeta se encon­ traba en relación directa con Dios y daba testimonio de la voluntad divina me­ diante sus juicios, sus hadices, así como mediante el ejemplo mismo de su vida?

El Estado recluido íntegramente dentro de la mezquita El ejemplo de la mezquita muestra tanto la unidad de función en el seno de una organización única de la sociedad-Estado de los musulmanes, como el conser­ vadurismo de un sistema que reproducirá dócilmente el modelo de Medina en todo el Dar al-Islám. Por todas partes los musulmanes construyen santuarios que conservan la forma cuadrada del prototipo, su espacio prohibido y cerrado, la asimetría de su organización, así como los grandes rasgos de su mobiliario: el almimbar, estrechamente relacionado con la oración del viernes a mediodía, que expresa la solidaridad militante del pueblo en armas, es el lugar desde el que el predicador, también armado y vestido ritualmente, proclama la legitimidad de la dinastía que ocupa el poder; es la ceremonia de la jutba, que une a la comunidad. Un nicho vacío, el m ihráb, señala la «dirección espiritual» de la oración y está situado junto al púlpito del predicador; en este mihráb ha querido verse un resi­ duo de una capilla reservada al califa, pero se trata de una hipótesis a descartar sin que ello implique perder de vista el estrecho vínculo que une la mezquita con el palacio, tanto si se trata del palacio califal como el del gobernador. Debe ex­ ceptuarse el caso de Jerusalén, donde la Cúpula de la Roca constituye una remi­ niscencia del lugar del sacrificio, consagrado ya por el templo de David, y la mez­ quita al-Aqsá es la última mezquita, la del juicio y del fin de los tiempos. En todos los demás casos, la mezquita aljama (djámic) o mezquita del viernes se en­

cuentra junto al palacio, unida a él por un pasadizo que desemboca en el espacio cerrado llamado maqsúra, aislado de la parte pública, donde reza el titular de la autoridad. Como en M edina, estas mezquitas asumen durante mucho tiempo las funciones de lugar de reunión del ejército, de hospital, de tribunal y de tesoro público: tal es el caso de Damasco, donde el edículo del tesoro se alza sobre una columna en un ángulo de la mezquita de los Omeyas. En el año 632, a la muerte del fundador, se han establecido ya los grandes principios de un Estado y de una sociedad. Tenemos, en primer lugar, «los cinco pilares del Islam»: la profesión de fe monoteísta, la oración, el ayuno del Ramadán, la peregrinación y, finalmente, la limosna legal del diezmo (zakdt, azaque), engranaje esencial del Estado. Por otra parte, aparecen las «buenas costumbres», establecidas por el ejemplo del Profeta y por sus «dichos», los hadices, manifes­ tación en tono menor de la función profética, pronunciados en Medina con m oti­ vo de la organización de la vida secular. Los múltiples hadices serán jerarquizados en la práctica consuetudinaria de los musulmanes y, más tarde, discutidos y orga­ nizados en corpus por los primeros doctores dé la ley. Estos corpus constituirán la sunna o tradición, que sigue en importancia al Corán (QurVS/i), recitación que contiene la revelación divina, en la enumeración de las fuentes del derecho mu­ sulmán. Entre las buenas costumbres antes aludidas, una de ellas, el djihdd, «es­ fuerzo» militar contra los paganos y contra los que desconocen los derechos de Dios, adquirirá pronto una jerarquía casi igual a la de los Cinco Pilares. Otras tradiciones, más o menos islamizadas, se reintroducen en la vida religiosa y en la organización de la familia: la circuncisión, por ejemplo, la obligatoriedad del velo femenino que el Profeta sólo recomendaba a las mujeres de su casa y a las espo­ sas de los creyentes; también, pese a haber sido condenada por Mahoma, la endogamia, que constituía un signo de nobleza en una sociedad basada en el linaje y era una garantía contra la dispersión de los patrimonios que podía traer consigo la legislación mediní sobre la herencia (una parte para cada hijo, media parte para cada hija); finalmente la poligamia, autorizada por los múltiples m atrimo­ nios del Profeta, uniones tanto políticas como amorosas, que fue estrictamente limitada por la doctrina a cuatro esposas cuyos derechos debían ser iguales y res­ petados, incluso en el plano de la sensualidad, cuyos valores son asumidos por el Islam. La restauración de las costumbres de la aristocracia mekí y su difusión como modelo en el conjunto de la Dár al-Islám es el signo de un compromiso entre la sociedad igualitaria de los creyentes -siem p re horizontal, teocrática y enteram en­ te dependiente de la voz de Dios en su administración o su ju sticia- y la sociedad mekí cuyos valores anclados en un pasado lejano, como la pureza del linaje fami­ liar, la jerarquía tribal o la solidaridad agnática, constituyen un instrumento ex­ traordinario de poder pero también un riesgo de inestabilidad. El sistema tribal se impone, en efecto, al ejército musulmán y colonizará el Estado omeya: se apo­ ya sobre una red eficaz de dependencias y adhesiones y constituye una «república de primos» basada en un principio aristocrático. A la muerte del Profeta, el Is­ lam, conducido por los generales omeyas, será el vehículo de transmisión del po­ der de las grandes familias. En todas partes se impondrá un modelo genealógico que redescubrirá las viejas costumbres agnáticas mediterráneas patrilineales. La poligamia, por su parte, funcionará como un poderoso disolvente de las socieda-

LOS OMEYAS (661-750) Quraysh

•Abd al-Muttallb

Umayya

_ l __ Abó-l-*Aa

Harb

•A(fin •Ulhmin 644 656 4. Marwin I 683-685 5. *Abd al-Malik 685-70T

eAbd al-'Axte |

7^5

6. al-WaKd I 706-715

_L

12. Yazld III 744

7.Sulaymán 715-717

--------- 1

O.YazIdll 720-724

13. Ibráhlm 744

10 Hiahim 724-743

6 «Umarll 717-720

AbúTaNb «AbdAMah al-*Abb«s

Abú SufyAn1 I I M u eAwtya

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(661-68Ó)

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2. Yazld I M f> » 3

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3. Mu «iwtya II I 683

I

11. ai-Wadd ll 743-744

14. Marwin II 744-750

des vencidas, obligadas a entregar a sus mujeres. La guerra de conquista y el de­ recho familiar constituyen, por consiguiente, de manera sorprendentemente para­ dójica y en buena parte extraña a la profecía, una sociedad original cuya gestión impondrá un considerable esfuerzo de interpretación y de reflexión. Pero desde el momento mismo de su constitución, e incluso antes de su triunfo sobre sus enemigos* la túnica sin costura del Islam mediní se desgarra en «escuelas», divi­ didas en temas como los principios de la devolución del poder, las relaciones en­ tre el libre arbitrio y la omnipotencia divina, y el vínculo entre la fe y la reflexión humana.

La «familia» ante los poderes El «asunto de familia» que constituye la sucesión del Profeta, con sus episo­ dios trágicos, sus nimiedades y sus luchas de facciones, revela la debilidad funda­ mental del Islam durante muchos siglos: la dificultad de definir la legitimidad del poder. Esta dificultad trae consigo la elaboración de múltiples doctrinas políticas y, por tanto, religiosas, siempre profundizadas, enriquecidas por aportaciones ex­ teriores y que con frecuencia se encuentran al borde de la herejía, aunque sólo sea bajo forma de «exageración», algo muy frecuente en el Islam. A la muerte del Profeta, una solución conservadora y eficaz permite confiar el poder a viejos

musulmanes respetados y unidos por lazos de matrimonio a la familia de M aho­ ma: Abú Bakr y cUmar que inician el período de las grandes conquistas. Al hacer estó, se descarta a otros parientes más próximos del Profeta: su tío cAbbás, cuyos descendientes destacarán más tarde sus méritos y derechos y, sobre todo, su so­ brino CA1!, el primer converso después de Jadidja, creyente escrupuloso y activo en torno al que cristaliza un partido cuando, a la muerte de cUmar, un tercer «lugarteniente» (Jalifa, ‘califa') se instala en el poder: se trata de cUthmán, un omeya apoyado por su clan y que empieza a colonizar el Estado. Este provoca la oposición de los creyentes a la antigua usanza, fieles a la vieja um m a, o la de los testigos de la Revelación, los «recitadores» del Corán: al ordenar el estableci­ miento de una vulgata o versión única del libro de la Revelación, de la que se han censurado las maldiciones lanzadas en un principio contra su clan, cUthmán se precipita hacia su propio asesinato que tendrá lugar en 656. cAli, por consiguiente, llega muy tardíamente al poder, en medio de una at­ mósfera de intrigas y venganzas. Acusado por el gobernador de Siria, Mucáwiya, de haber instigado el asesinato de su pariente cUthmán, CA1T contemporiza y pier­ de a sus partidarios. Forzado a una guerra civil entre sus hombres, agrupados en Küfa, y el ejército de Siria, evita un choque sangriento al aceptar, en Siffín, so­ meterse a un arbitraje que establecerá su responsabilidad eventual en el asesina­ to. Esta debilidad provoca, no obstante, el furor de los que protestan contra un juicio humano en un asunto de esta índole. A partir de este momento el Islam sufrirá una división en tres partidos: de entre los antiguos partidarios del yerno de Mahoma, algunos salen de la umma inicial; son los járidjíes, intransigentes y rigoristas, que denuncian a los imanes pecadores o a los creyentes relapsos y pre­ conizan que la pureza de conciencia es el único camino posible. En torno a cAli sólo permanece un grupo de creyentes, que pronto serán sectarios y que no lo­ gran protegerle del cuchillo de un járidjí. El hijo mayor del califa asesinado re­ nuncia a luchar, pero el menor, Husayn, se alza contra Mucáwiya y los omeyas: su martirio en KarbalS3, en el año 680, provoca la creación de un «partido» (shFa) pro-cAlt, el de los shFíes, legitimistas y minoritarios, refugiados en una atmósfera de arrepentimiento trágico y teatral. En cambio, en torno a MucSwiya, el vencedor, se reúnen los moderados, los oportunistas, los indiferentes y los am­ biciosos que aceptan apoyar este poder militar reflejo de Quraysh y de las tribus antiguas: han llegado los Omeyas. En conjunto, no obstante, las doctrinas filosóficas y políticas que se elaboran en el ámbito musulmán, resultan bastante desfavorables a los Omeyas: el escán­ dalo de Siffín, la desposesión y el martirio de la familia de cAlí suscitan la refle­ xión sobre la validez del imamato, sobre la responsabilidad del hombre e incluso sobre la naturaleza del Corán o los atributos divinos. La razón, específicamente musulmana para estos tiempos, reflejada en el kalám (teología dogmática), afir­ ma la libertad humana contra la «coacción», defendida implícitamente por los Omeyas, y contra la predestinación. Los que insisten en la inaccesibilidad de Dios y en su unidad forman una gran corriente de pensamiento, el «muctazilismo»: se trata de una organización clandestina, que lucha contra el antropomorfismo y contra la inmoralidad de los califas omeyas y defiende la obligatoriedad de un «gobierno del bien» y de rebelarse contra los jefes injustos o impuros. Estas doc­ trinas abren camino a la propaganda de los descendientes de cAbbás que se infil­

tran en el seno del movimiento m uctazil. Alejados de los járidjies en el tema de la condición del musulmán pecador, los miftazilíes se aproximan a éstos en la idea de un imán justo y que pueda ser destituido por los creyentes, mientras que en el plano propiamente filosófico se encuentran más cercanos a los medios shNes. La elaboración del Islam es, pues, principalmente, una profundización, una reflexión racional sobre los elementos de la fe. Los contactos, los préstamos de otras culturas y las polémicas resultan limitados. Desde luego, el Islam queda so­ metido a los ataques de los teólogos cristianos de las escuelas sirias como Juan Damasceno y Abú Q urra, pero la reflexión musulmana va fundamentalmente di­ rigida contra el escepticismo radical de los «libertinos», los zindtqs, herederos del dualismo iranio. El problema del mal les motiva mucho más que el del logos he­ lénico del que hablan los cristianos de Siria. Las tesis muctazilíes excluyen cual­ quier responsabilidad divina en la existencia del mal cuyo origen se encuentra únicamente en el libre arbitrio humano; su doctrina de un «Corán creado» tiene como finalidad desechar los argumentos de los adversarios del Islam que habían encontrado imperfecciones en el texto sagrado, que es palabra divina. En esta atmósfera de profundización intelectual, las opciones filosóficas implican siempre una aplicación política inmediata. El Islam, religión y Estado, impone una res­ ponsabilidad a este respecto a cada musulmán. La cristalización de los partidos y, en particular, el de los seguidores de cAli, trae consigo la introducción de ideo­ logías que, en un principio, eran totalm ente extrañas al Islam. Por más que el movimiento de partidarios de cAli se mantiene durante mucho tiempo como una tendencia familiar, dirigida por los miembros más antiguos de este linaje, y como un partido legal, surgen pronto sectarios que introducen o desarrollan en él gérmenes de «exageración»: esperanzas mileiíaristas que les con­ ducen a atribuir una función profética a los imanes y, en particular, a esperar la aparición del «bien guiado» (el mahdi). El fracaso en las empresas llevadas a cabo por los imanes, reconocidos sucesivamente como m ahdísy llevó al grupo a adoptar la idea de la clandestinidad en espera del retorno de un mahdi salvador que sería descendiente de CA1T; de este modo acabaron reconociendo, en la cadena de los imanes ocultos, las encarnaciones de la divinidad, lo que les indujo a aceptar los temas helenísticos de la metempsicosis y a empezar a reflexionar sobre la gnosis del mundo cristiano. Hacia el 760, en los medios shNes de Küfa el profetismo y el milenarismo, protegidos por el recuerdo de los tiempos de Medina y de La Meca, se prolongan en una pléyade de sectas siempre en ebullición: partidarios de cAlí y creyentes en su probable retorno mesiánico; partidarios de su hijo Muhammad ibn al-Hanafiyya; partidarios de Abú Háshim; devotos de la descen­ dencia de Husayn; activistas reagrupados en torno a la rama de Hasan, dentro de la familia de cAIt, y partidarios fervientes de una oposición militar (los zaydíes). Fronteras inciertas separan el «partido» legal de la shFa, engarzado con frecuencia en revueltas violentas y efímeras, de los grupúsculos de carácter exage­ radam ente místico, que se ven finalmente obligados a refugiarse en una clandes­ tinidad impotente. De este modo, incluso antes de haber logrado alcanzar la m á­ xima cantidad posible de su cosecha, el Islam veía crecer la cizaña.

L A COSECHA D EL ISLAM

El gobierno de los Omeyas se elabora, por tanto, en una atmósfera de conflic­ to perm anente -político, ideológico, fam iliar- entre las distintas facciones que surgen en el seno del pueblo árabe. El mundo del Islam, que gracias a la conquis­ ta adquirirá dimensiones similares a las de los mayores imperios de la Antigüe­ dad, podrá ser administrado al descubrirse soluciones al triple problema del po­ der en la comunidad, de las relaciones entre vencedores y vencidos y de la defi­ nición de las doctrinas jurídicas. El fracaso final de la dinastía no debe movernos a subestimar su capacidad creativa, que llegó a expresar una síntesis entre ele­ mentos contradictorios, entre el mensaje igualitario y universalista y las realida­ des de una estructura jerárquica y de la existencia de clientelas dentro del pueblo árabe. Los Omeyas no son, evidentemente, simples generales de la aristocracia qurayshí: siempre serán considerados responsables de la ruptura con los partida­ rios de CA1!, más prestigiosos, y se les acusará fácilmente de inmoralidad y amor al lujo; deben tenerse en cuenta, no obstante, las necesidades que les impuso la construcción de un centro de poder, de una corte y de servicios administrativos privados que les separaron de un pueblo armado, indócil y nostálgico. Por otra parte, siempre tuvieron conciencia tanto de sus deberes con respecto a la com u­ nidad -d e b e re s de ejemplo moral, generosidad y ju sticia- como de su legitimi­ dad incierta o, por lo menos, com partida con las restantes ramas de la familia. Con ellos la represión de las insurrecciones no alcanzará jamás la ferocidad de las represalias cabbasíes posteriores: la jornada fatal de Karbalá3, en la que murió Husayn, hijo y heredero de cAlt, es la única excepción.

Desde el Turquesíán hasta Libia La construcción del Estado mediní y la difícil sucesión de Mahoma se sitúan sobre un trasfondo de expansión, conquista y fundación de un imperio universal. Los acontecimientos se suceden rápidamente: si las primeras expediciones, en Vida del Profeta y bajo Abú Bakr, logran que las tribus se alíen con el Islam y se asocien a los primeros conversos en una empresa militar común, los éxitos ex­ traordinarios de los generales qurayshíes traen consigo, menos de seis años des­ pués de la muerte del Profeta, la construcción de un nuevo imperio que trastorna las fronteras tradicionales del O riente Próximo. En el año 636 la batalla de Qádisiyya marca la caída brutal de la dinastía sasánida: bastarán pocos años para que la dominación musulmana llegue al Zagros (642), al Fars y al Jurásán (651). En el otro extremo del Creciente Fértil la toma de Damasco (635) y, tras la batalla de Yarmük (636), la de Jerusalén, abren a la ambición de los conquistadores, casi sin resistencia, el camino de Egipto, la alta Mesopotamia y A rm enia (641). D ebe subrayarse que fueron los mekíes, aliados tardíam ente al Islam, y en particular los Omeyas qurayshíes, de fuerte tradición tribal y militar, quienes se hicieron cargo de las expediciones y, más tarde, de la administración de los territorios conquistados: Mucáwiya fue gobernador de Siria desde el 637, mientras que Jálid y cAmr gobernaron las provincias de Irán y Egip­ to. Crearon las condiciones de una autonomía muy amplia de los gobernadores

locales, que se incrementó aún más dada la diversidad de pactos concluidos con las distintas poblaciones. La existencia de estas fuerzas tribales y de estos mandos descentralizados subraya la importancia del consenso político y religioso sobre el que se apoya el Estado musulmán: una unidad ideológica en la que ha hecho mella, no obstante, la dura lucha en tom o a la legitimidad del poder. Lo esencial del imperio islámico, Egipto, Siria, Iraq e Irán, ha sido ya con­ quistado en 656, cuando estalla la gran querella (fitna) entre CA1! y los herederos de cUthmán. La expansión continúa en el Jurásán y en el Sidjistán, alcanza las marcas iranias del nordeste, limítrofes con el país de los turcos, y las avanzadillas del imperio chino. Violentos enfrentam ientos tribales acompañan la reducción progresiva de estos viejos países iranios de la Transoxania, mosaico de principa­ dos zoroastrianos o budistas que, en un principio, fueron sometidos a tributo y, más tarde, suprimidos. El ejército de conquista, puram ente árabe, trasladado des­ de KQfa y Basra, se divide muy pronto en partidos que se enfrentan en torno al problema del reparto del botín entre los guerreros y la administración central de los Omeyas: los Banü Qays, que se encontraban al frente de un grupo de tribus del Hidjáz, llegan a apoyar a los adversarios de los Omeyas para pasar, después del 691, incluso a aliarse con estos últimos en contra de los árabes de origen yemení. Muy pronto todas estas tribus se llenan de «clientes» (mawáU): soldados de ocasión, antiguos esclavos iranios, prisioneros de guerra. Su manumisión viene acompañada por un deber de fidelidad y entrega a la tribu de la que formarán parte en lo sucesivo, aunque dentro de una categoría inferior (mawlá indica la relación de subordinación entre el señor y el subordinado). Son contingentes de mawálí, o sea, iranios arabizados, los que participan, después del período 705­ 715, en la conquista de Bujára, de Samarcanda, del Jwárizm y de los altos valles de Fargána que abren la vía de entrada a la China. En el año 731, 1.600 infantes mawálíes y un millar de conversos de Samarcanda serán los que ayuden al ejército regular árabe, formado probablem ente por unos 40.000 hombres, a term inar con la amenaza del ján turco de Turgesh. A hora la frontera está bien defendida y los chinos, que intentan una contraofensiva para recuperar el control de sus antiguos tributarios de la Transoxania, son rechazados en el río Talas (751): es cterto, por otra parte, que el Islam no parece preparado para adentrarse más en las tierras del imperio chino. Más allá de los límites que se han alcanzado, tanto si se trata del país de los turcos, del Cáucaso o de las montañas situadas al sur del mar Caspio, del Afganistán o de Nubia, se encuentra el «país de la guerra» y de las razzias o algazúas: En él actúan los «voluntarios de la fe» junto al ejército regular. Poco a poco, la sedentarización de los árabes y el menor papel que desempeñan los soldados oficiales dará un mayor relieve a estos voluntarios, los gázis o guerri­ lleros. Su prestigio crecerá sin cesar y, en época cabbásí, veremos que los gázis de la frontera irania acuden en ayuda del ejército tribal árabe que se encuentra en dificultades en el Taurus, frente a Bizancio. Por este lado, al igual que en las islas del M editerráneo oriental, la conquista había proseguido bien en un principio, pero cuando surge la reivindicación de un imperio universal, ésta va unida a una fascinación acerca del papel sagrado que desempeña la nueva Roma. Se cree que la toma de Constantinopla acabará con ciertos secretos escatológicos y coronará el triunfo del Islam. El esfuerzo que lle­ van a cabo los Omeyas es inmenso: no obstante, en tierra, una vez agotado el

LAS GRANDES EXPEDICIONES

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632 Muerte del Profeta ■; 642 10 aAos después 652 20 atos después

702 70 atos después



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732 100 artos después

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. Regiones de penetración o ----- - implantación diHcles en las ------- que sólo se realizaron . . ,. o sea, el buen gusto. Y dado que la capital había reunido y sometido a las normas del Islam y del arabismo las adquisiciones culturales de Irán y del helenismo, el manual de la cultura mundana hará confluir la etiqueta de los espejos de príncipes persas y el saber aristotélico, conocido fundamental­ mente a través de las traducciones siriacas del seudo-Aristóteles. Responde asi­ mismo a las críticas irónicas de los secretarios iranios y forja un humanismo ori­ ginal que está de acuerdo con las tradiciones árabes. Debido al sincretismo que empieza a actuar en Oriente, las ciudades serán los catalizadores fundamentales del saber. A este respecto, la creación de la «Casa de la Sabiduría» en Bagdad por al-Ma3mün, en 832, constituye una fecha básica para la historia del pensamiento humano, pues marca el encuentro de la filosofía y de la ciencia helénicas con la cultura árabo-irania e hindú. Los musulmanes recibieron con avidez y respeto a los grandes autores griegos: la traducción de Platón, Aristóteles y también la de Hipócrates, Galeno, Dioscórides, Ptolomeo, Euclides, Arquímedes, Herón de Alejandría o Filón de Bizancio constituyeron un acicate para los doctores que reflexionaban sobre la revelación coránica o, de manera más simple, sobre las virtualidades de la lengua, el empirismo de la me­ dicina o la observación astronómica. Al-Kindí (m. 873) y al-Farábí (m. 950) fue­ ron los primeros en adoptar la lógica aristotélica y el movimiento niuctazilí del \ q u e hemos hablado antes obtuvo gracias a ella buena parte de su fuerza argumen­ tativa. La magnitud de las «bibliotecas» que se constituyeron de este modo nos Aparece, hoy, extraordinaria: en los comienzos del período fatimí en Fustát se nos habla de 18.000 manuscritos antiguos, de 40 almacenes de libros, de 400.000 vo­ lúmenes, cifra, esta última, que se repite, en Occidente, para la Córdoba de la misma época. El campo científico sacó provecho, esencialmente, de este sincretismo. Por otra parte, cualquier pensador, es a la vez, filósofo, biólogo y matemático: el «Ptolomeo de los árabes», Isháq ibn Hunayn (m. 910) reunió y desarrolló las teo­ rías antiguas sobre la visión, la óptica y la luz, mientras que sus contemporáneos

Abú Macshar (m. 886) y Thábit ibn Q urra (m. 900) hicieron lo mismo con el movimiento de los planetas y la trigonometría respectivamente. No obstante, debe observarse que, por una parte, antes de la aparición de las grandes síntesis iranias del siglo xi, se trata esencialmente de asimilar, verificar y propagar: por ejemplo, las teorías geocéntricas griegas del cosmos todavía no se ponen en tela de juicio. Por otra parte, en un punto esencial, la reflexión científica musulmana se separa de la herencia helénica. Nos referimos al cálculo: en esta ocasión la India —y no Ptolomeo o D iofanto— constituirá el punto de apoyo fundamental de la reflexión matemática; nada mejor para probarlo que la obra, amplia y pre­ coz, de al-Jwárizmi (m. 830), introductor del sistema decimal y del cero hindúes y también vulgarizador del sistema de ecuaciones de segundo y tercer grado que también toma de la matemática hindú. Su libro al-Djabr, es decir, el «número que restaura» la unidad, cubrió, en lo sucesivo, toda reflexión algebraica.

Una civilización urbana sin igual en la Edad Media Las fundaciones imperiales (Bagdad y Samarra, pero también Raqqa, capital de Hárún al-Rashid situada cerca de la frontera siria, Tyana, Tarso en Cilicia, donde reside al-Ma3mün) y las capitales provinciales (Fustát, que será más tarde la capital de Ibn Tülün, en Egipto) se injertan, con mejor o peor fortuna, en un desarrollo urbano evidente. Surgen numerosas aglomeraciones en Iraq (Haditha, Oasr ibn Hubayra, Rahba, Djazirat ibn cUmar), en el norte de Siria (Hisn Mansür, Hárüniyya, Masisa e Iskandarúna, reconstruidas frente a los bizantinos) y en Palestina (Ramla), mientras brotan las ciudades iranias en torno al arrabal árabe. Debe, no obstante, tomarse todo esto con una cierta reserva y no creer en exceso en un aparente desarrollo urbano: ciertos éxitos brillantes pueden ocultar el des­ plazamiento de las poblaciones y la decadencia de las antiguas metrópolis. Esto es lo que sucede en Egipto con el abandono casi total de Alejandría, que queda reducida a menos de la mitad del espacio encerrado dentro de las murallas de la Antigüedad y se instala, en lo sucesivo, en el cordón litoral anexo al muelle del Heptastadio, un pequeño puerto sin importancia que ni siquiera tiene un pequeño taller para la fabricación de moneda. De la misma manera en Siria se producirá la regresión de Antioquía. En realidad, la evolución demográfica se conoce muy mal y los cálculos son puramente hipotéticos. Recordemos principalmente el fin de las grandes epidemias bajo los cabbásíes tras la etapa en que las pestes se pro­ ducen repetidam ente desde los primeros decenios del siglo vn hasta aproximada­ mente el año 745. Puede pensarse, por tanto, que la urbanización no tiene como premisa una punción de la población rural tan catastrófica como bajo los Omeyas o, al menos, que pudo repararse más fácilmente. ^ x Si bien, en general, una red urbana sustituyó a otra (en ^ iria, dotade son nu­ merosos los abandonos de las ciudades costeras, también en fegipto, c \ \ o s confi­ nes de la Anatolia y quizá también en Irán), en Iraq se produjo en cambio una auténtica urbanización colosal: Bagdad mide, en el año 892, entre 6.000 y 7.000 ha, por lo menos cuatro veces más que Constantinopla y 13 veces más que Ctesifonte. La ciudad parece contar con medio millón de habitantes: a principios del siglo x, en dos de las cuatro mezquitas en las que se pronuncia la jutba (a la que.

en principio, se convoca a todos los varones adultos) se cuentan 64.000 asistentes. Se trata de un peso demográfico com pletamente nuevo ya que el crecimiento de Bagdad no va acompañado por la decadencia de las ciudades de tamaño mediano, por lo menos antes de que los Zandjs incendien Basra en 871. Sólo puede expli­ carse debido a la movilización de los recursos financieros de un imperio, que per­ mite el «despegue» de las grandes capitales y por el aum ento de la productividad agrícola en las tierras sometidas a cultivo intensivo, que permite la supervivencia de estas enormes aglomeraciones en las que el artesanado sólo contribuye en una parte mínima a los ingresos fiscales y a la creación de riqueza. Las ciudades no venden su producción al campo y la circulación de bienes entre la ciudad y el campo es puramente fiscal. El propio peso de las ciudades constituye un límite infranqueable para el desarrollo urbano. La expansión que acompaña a la urbanización en el imperio cabbási no implica la unidad del urbanismo. Debe dejarse de lado la idea de un «tipo musulmán» de ciudad, en la que la mezquita ocupa una posición central y los mercados están dispuestos en un orden iniciático fijo: las capitales omeyas y cabbásíes siguen un modelo contrario al de la ciudad centrada en el palacio. Bagdad y Samarra opo­ nen su topografía de grandes avenidas, muy distintas de los callejones de los ba­ rrios de los mercados, al espacio limitado y recortado de Fustát, en el que se mantiene la disposición tribal, y a la estructura de las ciudades antiguas descom­ puestas por la privatización y la usurpación del suelo de las calles. No obstante, en todas partes se impone un modelo de casa con pequeñas variantes: se trata de la bayt de Samarra, que conocemos gracias a las excavaciones realizadas en la capital califal, constituida por un amplio domicilio rodeado de paredes sin venta­ nas y cuyas habitaciones geométricas se abren a un patio central. El análisis de las excavaciones de Fustát confirma que este modelo data del siglo ix: se trata de tres habitaciones, alineadas tras un pórtico o antesala con tres vanos, de las que la central presenta dos entrantes laterales (habitación en T invertida, de acuerdo con la denominación usual). El patio dispone de un estanque, la disposi­ ción general es frecuentemente asimétrica, y tanto las habitaciones como el palio están embaldosados de forma irregular. Sobre este esquema común, que encontramos tanto en el Magrib como en Siraf, la necesidad y el azar injertan una serie de rasgos particulares: en las casas de mercaderes de Siraf falta la antesala, pero las paredes altas y gruesas soportan pisos que se utilizan como almacenes. En Fustát, al igual que en los palacios de los príncipes, se combinan dos patios que, a veces, se componen de dos bayts, situadas una frente a la otra, con el fin de obtener apartamentos funcionales: en unos casos se oponen la zona de recepción y la zona familiar o secreta (harim), en otros las habitaciones de verano y las de invierno. Todas las excavaciones ar­ queológicas muestran un mismo lujo: calidad de la construcción, buena piedra y ladrillo cocido, fábrica bien cuidada y excelentes morteros, decoración de estuco y, sobre todo, abundancia de agua pese a las dificultades existentes para obtener­ la. En Siraf la traen dos acueductos procedentes de la montaña y que se dirigen hacia el emplazamiento de la ciudad, árido y aplastado por el calor. En Fustát existen depósitos jerarquizados (para el riego de las calles, lavado y consumo) excavados en las rocas, que se encuentran próximos a un sistema potente de eva­ cuación de las aguas residuales, canalizaciones y fosas sépticas protegidas por mu­

ros y que se limpian regularmente desde el exterior de las casas: prueba de ello es su contenido arqueológico, homogéneo y contemporáneo de la época en que fueron abandonadas. El ingenio, el afán de limpieza y la eficacia se descubren, incluso, en Fustát en la construcción, en las terrazas en las que se encuentran sistemas de captación de vientos frescos que, a continuación, se distribuyen m e­ diante canalizaciones: todo ello llevará, en los siglos x y xi, a la multiplicación de instalaciones hidráulicas. Así, en una casa simétrica ordenada en torno a una canalización a cielo abierto, una fuente, provista de una cascada que humedece y refresca el aire, conduce a un estanque con surtidores y criaderos de peces rojos, rodeado de arriates y zanjas para los árboles. Este modelo, que ya es fatimí, tiene una doble simetría orientada y corresponde a las casas de grandes di­ mensiones. La tipología diversificada de las ciudades islámicas y la originalidad de las for­ maciones urbanas y de sus topografías no deben hacernos olvidar que la genera­ ción de las ciudades cabbásíes presenta rasgos comunes: surge una clase que sube y que recibe el nombre de «patriciado», constituida por gentes que viven de las rentas de la tierra, por profesionales de la religión y por mercaderes, y que se codea con los representantes del poder central, los secretarios, o sea, los funcio­ narios de las oficinas, y los militares. Con diversos orígenes religiosos (nestorianos, zo roas tríanos, musulmanes) y sociales (juristas y profesores de tradiciones —hadith—, dihgans, antiguos funcionarios sasánidas del distrito, mercaderes de la ruta de la seda que lleva desde el Jurásán hasta la Transoxania y la China), pero estrechamente asociados en función de los matrimonios que los llevan a fu­ sionarse, rápidamente, en familias de actividades económicas muy variadas, los linajes patricios de Nishápúr unen el prestigio de la ascendencia árabe y musulma­ na de los conquistadores (los Harashi, familia de cadíes, descienden, por ejemplo, del califa cUthmán, de quien toman el nombre) y las realidades del poder econó­ mico local: los Harashí-cUthmání reciben también numerosas propiedades por sus matrimonios con hijas de funcionarios y se asocian, en el siglo x, a mercaderes de origen persa, los Balawí. Una imagen arqueológica extraordinariam ente precisa de la hegemonía de la clase dominante nos la proporcionan las excavaciones de Fustát y de Siraf: son mansiones inmensas, que parecen fortificadas, protegidas por los alojamientos de los porteros y, a veces, con entradas acodadas. Su extensión resulta sorprendente:/ en Siraf los domicilios excavados miden entre 210 y 540 m 2 de superficie en la| planta baja, con una media de 361 m 2, sin contar la planta alta. En Fustát la planta, menos clara (los muros, con frecuencia, han sido arrasados al nivel de los cimientos), y la irregularidad de la parcelación, nos permiten, a pesar de todo, reconocer conjuntos muy amplios y hacen surgir dos módulos distintos: uno, sen­ cillo, con un solo patio, que tiene de 180 a 200 m 2, y otro, con doble patio, y 400, 500 y hasta 1.200 m 2. En ambos lugares, el emporium iranio y la metrópolis egipcia, estas enormes mansiones ocupan todo el espacio, especialmente en el campo de excavaciones de Fustát B (350 m de longitud por una anchura com pren­ dida entre 50 y 100 m), en el que enmarcan amplios complejos industriales (talle­ res de alfarería y vidrio). No se encuentra ningún tipo de hábitat de menor enver­ gadura con la excepción de ciertos restos de squatters tardíos situados en los islo­ tes muy destruidos que rodean la encrucijada principal. Las casas patricias, que

en Fustát han sido denominadas «castillos», aparecen perfectamente unidas sin dejar entre sí espacio alguno que perm itiera la presencia de un tejido de casas pequeñas que ocupara los huecos. Tampoco se encuentran casas de alquiler, del tipo de la antigua ínsula, que los visitantes caracterizaban por sus múltiples pisos. ¿Dónde vive el «vulgo», la clase baja? y ¿dónde están las tiendas? Si puede pen­ sarse que los inmigrantes vivían en habitaciones de alquiler situadas sobre las te­ rrazas de los patricios y que los trabajadores habitaban en los mismos talleres, estas constataciones multiplican los límites de la pretendida exuberancia de los mercados y del desarrollo de la clase media de los artesanos. Surge, entonces, una imagen de la ciudad que manifiesta la dependencia íntima de los asalariados y supone la integración de los débiles en el seno de estas grandes casas: esto ilus­ tra la existencia de clientelas familiares y, de manera más general, la base familiar de la organización urbana.

Un poderoso dinamismo artesano y una expansión artística El desarrollo urbano impone y estimula una diversificación creciente de las actividades, que se desarrollan a la sombra de las residencias de la «élite». La ciudad musulmana hereda de la Antigüedad tardía una extensa gama de oficios artesanales cuyo número se ha precisado y multiplicado debido, en parte, a la preocupación puntillosa por la calidad y por el control de los precios. De entrada hay que prescindir de la idea de una vida corporativa que agrupara a los maestros artesanos en una asociación privada obligatoria, así como de la teoría de un ca­ rácter iniciático y democrático de las agrupaciones profesionales a partir de un «pacto de honor» artesano cuyo gran maestro habría sido el barbero del Profeta, Salmán el Persa, llamado «el Puro». Se ha podido dem ostrar que esta especula­ ción es tardía y que establece una confusión entre el nacimiento de la futuw w a, una sociedad política sin carácter profesional, contaminada por los ritos iniciáticos de los ismá^líes, que surge a fines del siglo IX, y la organización estatal dedi­ cada a la supervisión del trabajo urbano. Esta última es muy antigua: en ciertos oficios se organiza desde la época om e­ ya y, bajo los cabbásíes, empieza a someterse al control de los guardianes del comercio, los almotacenes o muhtasibs. Éstos son especialistas elegidos para ga­ rantizar la calidad del producto, supervisar los precios y asegurar que los maes­ tros se inscriban en los registros fiscales. Bajo su guía los oficios se mantienen abiertos: el aprendizaje, la admisión en la profesión y su ejercicio no están some­ tidos a ninguna regla restrictiva o coercitiva. Tampoco se impone la localización topográfica de las actividades por más que se vea con buenos ojos la agrupación de los oficios que permite una vigilancia más fácil. Si nace un «espíritu de cuer­ po», ello se debe al mismo peso sociológico que hace que los hijos sigan las pro­ fesiones de sus padres o de sus tíos y sólo podemos citar un número limitado de casos de conflictos de grupo entre oficios (encargados de baños contra comercian­ tes de sal en La Meca, oficios de la alimentación contra zapateros y mercaderes de telas en Mosul, en 919 y 929). En este cuadro institucional o contra él, el mundo artesano no manifiesta ninguna aspiración democrática determinada y no se constata ninguna penetración masiva de las teorías ismá^líes en los medios pro­

fesionales; por otra parte, el interés que manifiestan los escritores por el mundo del trabajo no es más que una reminiscencia escolar de la cultura antigua. En todas las ciudades del mundo islámico, las necesidades del consumo impo­ nen la presencia de los oficios relacionados con la alimentación y con la transfor­ mación final de los productos. Junto a los proveedores de las residencias aristo­ cráticas (mercaderes de hortalizas y frutas, frecuentemente especializados de ma­ nera muy específica en un único producto, comerciantes en granos, lecheros, mercaderes de vinagre, vino y vino de dátiles, pescaderos, vendedores de maris­ cos, carniceros y vendedores de aves de corral) y a todos los oficios relacionados con las cadenas de producción (desde el mercader de ganado hasta el matarife, descuartizador, carnicero, tripero y fabricante de salchichas; igualmente y, desde el mercader en grano hasta el molinero, vendedor de harina, panadero, hornero y una gran variedad de tipos de pastelero), el mercado o zoco ve surgir gran nú­ mero de fabricantes de diversos platos cocinados, destinados a la alimentación de las clases populares que no cocinan, bien sea por temor a los incendios o por falta de medios para comprar alimentos al por mayor, y recurren a la casa de comidas. Son platos de pescado, arroz, legumbres, carnes en salsa (de buey, que se contrapone al cordero considerado como la carne de los ricos, y de camello), menudos, buñuelos y dulces de miel. La comunidad social y cultural se expresa, desde al-Andalus y Sicilia hasta el Irán, gracias a la difusión de esta cocina calle­ jera; existen platos que permanecen sólidamente implantados, en el Palermo del siglo xx, con sus nombres árabes (cália o sfincio). También el hammám surge por todas partes: se ha olvidado su origen griego, que se ha visto desplazado por la necesidad ritual que impone el Islam. También en todas partes se desarrollan los oficios relacionados con la construcción, que son muy numerosos, los fabri­ cantes de muebles (cofres, asientos, armarios), las profesiones relacionadas x^n el cuero (esenciales para el mobiliario y los recipientes), con los tejidos (el sastre, cuyo salario elevado y prestigio social subrayan el carácter altamente técnico del oficio) y las artes del fuego (herrero y ceramista). La circulación interregional de productos de artesanía afecta, además de a un gran número de productos alimenticios que se conservan (confituras, frutas con­ fitadas, frutos secos, verduras en vinagre) y pueden transportarse sin excesiva di­ ficultad, a los productos elaborados de alta calidad y, en particular, a los textiles, armas, papel y cerámica decorativa. Las técnicas, pese a la unidad política, se difunden lentamente y su difusión se debe más a la emigración de los operarios que a la imitación (así, en Fustát, los fabricantes de pañuelos de lino proceden de Amida, en Mesopotamia). Esto concuerda con la extraordinaria capacidad vi­ sual que adquieren los clientes para reconocer las calidades, los orígenes y la ha­ bilidad manual adquirida por las sucesivas generaciones que trabajaban con una continuidad perfecta, de tal modo que se llegan a inventar expresiones para deno­ minar los trabajos efectuados, de acuerdo con las normas y procedimientos tradi­ cionales de las regiones de origen, por los obreros emigrados: de esta manera, los tapices tejidos en Ramla, Palestina, por operarios procedentes del Tabaristán recibirán el nombre de tabart ramlt. La localización de estas «especialidades» se debe en gran parte a las materias primas que, cuando son pesadas, resultan de transporte difícil. De este modo, la metalurgia se sitúa principalmente en las re­ giones mineras: es el caso de las industrias de armamento armenias, afganas y de

la Transoxania, de la siderurgia damascena, que no se encuentra lejos del hierro del Taurus y de la Cilicia, de las forjas del Dágistán, del Adhárbaydján, de Nishápúr, de Isfáhán, de la calderería de Mosul y de la industria del latón en Herát y Baykand. Pero Damasco, donde se desarrolla una industria del cobre, y el delta egipcio, donde Tinnis crea una industria especializada de cuchillería, muestran el papel que adquieren los medios artesanales de tradición antigua y de alto nivel técnico a la hora de establecer tales centros y poner de relieve su fama. La industria textil —sin duda la de mayor importancia y la que acapara lo esencial de las inversiones familiares dedicadas a la adquisición del mobiliario y al establecimiento de una reserva eventual— presenta una especialización análoga de los centros de producción que, de la misma manera, se distribuyen en función de las materias primas: lana de Egipto, de Siria y del arco de montañas que va del Taurus al Irán a través de Armenia y del Tabaristán, lino del delta egipcio, algodón del Jurásán y de la Djazíra, seda cruda del Jurásán y de al-Ahwáz. Evi­ dentem ente, el transporte, más fácil, de ciertas materias primas, que se cotizan de manera especial, favorece la multiplicación de centros y la diversificación a ultranza de los productos: tapices de Tiberíades, de Armenia, del Adhárbaydján, del Tabaristán, del Jurásán y de Transonia, tapices bordados con agujas del Fars, mantos a rayas del Yemen, tejidos de algodón del Kima, pañuelos del Tabaristán, satén del Jurásán, brocado y dibádj (trama y urdimbre de seda) de Tustar, tafetán cattábí de seda y algodón de Siria, vestidos del Fars, tejido siqlatün con grandes círculos ornamentados de Bagdad, gasas de lino egipcio, el sharb y el qasab del delta. Esta breve lista sólo nos permite atisbar la gran variedad de productos exis­ tentes, entre los que se encuentran ciertas imitaciones declaradas de modelos de prestigio como los «cinturones armenios» de Tib, en al-Ahwáz. Por otra parte, nos encontramos ante la primera fase original de un arte deco­ rativo que puede calificarse de «musulmán», de la misma manera que el arte de los Aqueménidas acabó por ser «persa». Dicho de otro modo, al encontrarse en presencia de tradiciones frecuentem ente antiguas y poderosas como la exuberan­ cia floral hindú, el arte que representa figuras de animales en el Oriente Medio mesopotamio y las representaciones «historiadas» y en materiales suntuosos de Egipto y Siria bizantinos, los califas o su entorno no pensaron por un momento en imponer una tradición exótica que, por otra parte, no les proporcionaba el arte árabe preprofético. Atrajeron en torno a ellos, y sin pretender una colabora­ ción exclusiva, a artistas de las regiones más diversas y, en una primera etapa, les permitieron trabajar de acuerdo con modelos que, indiscutiblemente, eran bi­ zantinos o sasánidas, como sucedió en Damasco o en la cúpula de la mezquita de la Roca en Jerusalén. En el 722, el califa omeya Yazid II trató de presionar sobre el arte al prohibir, incluso antes que los bizantinos y sufriendo tal vez la influencia de una concepción muy rigorista en el O riente Medio, toda representa­ ción de criaturas, considerada como una manifestación inadmisible de «compe­ tencia» con Dios. Pero, si bien los edificios dedicados al culto se adaptaron a estas exigencias —que, por otra parte, fueron suscritas con mayor suavidad por los cabbásíes—, subsiste un número suficiente de motivos decorativos en edificios privados, así como de cerámicas o miniaturas anteriores al siglo x, en los que aparecen figuras humanas: tal es el caso del palacio de Qusayr cA m ra, en Jorda­ nia, y ello nos permite dudar de la eficacia del espíritu iconoclasta musulmán.

A partir de aquí, y en una segunda etapa, la concurrencia de las diversas co­ rrientes estéticas hizo surgir una fuente de inspiración original que resultó, en definitiva, bastante homogénea de un extremo al otro del Dár al-Islám. Dado que la pared, la puerta, la columna o el plato no deben utilizarse como com enta­ rio o ilustración de un versículo sagrado o de un tratado jurídico, carece de im­ portancia que el arte apunte, o no, a la realidad, a lo concreto. Por ello la expre­ sión artística musulmana será abstracta, se situará al margen de la vida, como puro sueño y misterio, sin más significado que la armonía de las formas. La esti­ lización, la geometría, la imbricación y la repetición infinita de las figuras consti­ tuyen su tema fundamental. Curvas, contracurvas, rombos, mocárabes y orna­ mentos florales que se multiplican, debido a un horror al vacío que es, aquí, to­ talmente medieval, sobre el estuco, la madera, el marfil, el barniz de los azulejos, el tejido, el vestido, hasta alcanzar un exceso que resulta agobiante para nuestra estética occidental. Los dos únicos elementos que podrían romper esta monotonía exuberante no alteran mucho el conjunto: el primero es el «arabesco», o sea, la inscripción piadosa en rasgos estilizados que se mezcla con la decoración, la cual, a su vez, toma sus formas del aspecto mismo de la escritura árabe que se constru­ ye a base de bucles y cortos segmentos curvados. Estas inscripciones resultan, a veces, difíciles de distinguir de la ornamentación floral vecina. En lo que respecta a la introducción, típicamente «oriental», de motivos a base de figuras de anima­ les, tanto si se trata de monstruos como de fauna real, elefantes, camellos, leo­ nes, pavos reales, pero también aves fénix, dragones, unicornios, pájaros de fue­ go, que encontramos luchando, enfrentados, formando filas, la estilización les hace perder buena parte de su interés «óptico», que es sustituido por eTv&lor simbólico que encarnan y que resulta bien conocido. Sin duda, es algo artificial el contemplar el nacimiento de este arte desde la ciudad: muchos palacios rurales han desaparecido. Pero la riqueza y el costo pro­ bable del arte desarrollado en la corte o asociado con el culto justifican su asocia­ ción con los centros fundamentales de aculturación que son los enormes conjun­ tos urbanos.

A l Oeste, una reanimación y no un despegue... En el Oeste, las indicaciones relativamente numerosas que poseemos sobre el desarrollo de la función del «señor del zoco», el sáhib al-süq, en Córdoba y en Qayrawftn, deben relacionarse con los aspectos generales del desarrollo urbano que, por su parte, se muestran de acuerdo con los modos de urbanización que aparecen en todo el mundo musulmán. Aquí, una vez más, puede insistirse en la precocidad de esta estructuración urbana de tipo oriental. Qayraw&n, en sus orígenes, es una ciudad-campamento que puede compararse con Kúfa, Basra o Fustát, en las que, de entrada, se delimitan los barrios tribales y el núcleo monumental. El gobernador Hassán ibn al-Nucmán (692-705) em pren­ dió, de manera muy activa, la construcción de la mezquita catedral y sabemos que la obra fue concluida bajo el califa Hishám ibn cAbd al-Malik (724-743). En ella se utilizaron las técnicas del ladrillo y la reutilización sistemática de las co­ lumnas antiguas; es una de las más bellas del Islam (80 m por 135 m son las me­

didas del conjunto constituido por el patio y el oratorio), contiene 17 naves de techo plano y una cúpula sobre el tramo en el que se abre el mihrábi La decora­ ción, a base de cerámica con reflejos metálicos, deriva directamente de Samarra. La mezquita fue objeto de modificaciones sucesivas después del 774 y, más tarde, en 836 y 862 fue ampliada de nuevo y su alminar cuadrado adquirió mayor altura hasta alcanzar los 30 m. También hacia esta época se construyó su mercado cen­ tral, a lo largo del Simát, la gran avenida que dividía la ciudad en dos; el gober­ nador Yazid ibn Hátim, algo más tarde, lo estructuró y especializó de acuerdo con los oficios. Pero al margen de este urbanismo oficial, la ciudad se estructura asimismo de manera espontánea en torno a los zocos y mezquitas de barrio, mu­ chas de las cuales aparecen documentadas desde antes de mediados del siglo v i i i . La capital de Ifriqiyá siguió creciendo a ritmo rápido en época aglabi, pero los gobernantes de esta dinastía la duplicaron construyendo ciudades principescas a la manera cabbásí: primero fue al-cAbbásiyya, en los comienzos de la dinastía y, más tarde, Raqqáda, a fines del siglo IX. Para las necesidades de aprovisiona­ miento de agua de esta metrópolis se llevó a cabo, ya desde la época de los go­ bernadores, y, más tarde, durante el período aglabí, una red completa de obras hidráulicas —depósitos de almacenamiento y canalizaciones— de la que todavía quedan restos en los alrededores de la ciudad. La línea general de la evolución es la misma en todo el occidente musulmán aunque debe tenerse en cuenta que, en la mayoría de los casos, se trata de la reanimación y de la reestructuración de ciudades antiguas en decadencia más que de la fundación de ciudades nuevas. La excepción principal está constituida, evi­ dentem ente, por Fez, fundada hacia el 789 bajo Idris I y, más tarde, ampliada a principios del siglo ix por Idris II, quien distribuyó a los árabes procedentes de Ifriqiyá y al-Andalus en barrios tribales. En Túnez, la mezquita catedral (la Zaytüna) fue construida por el gobernador Ibn al-Habháb (732-741) y se vio rodeada, rápidamente, de zocos. En el Magrib occidental, la urbanización del país se desa­ rrolló dentro del marco de los principados idrisíes, cuyos centros fueron ciudades fundadas en el siglo ix, como al-Basra, o pequeños núcleos preislámicos. De en­ tre ellos, varios acuñan moneda y las abundantes emisiones de dirhemes dan tes­ timonio de la progresiva «monetarización» de la economía. Apenas conquistada Córdoba, el gobernador al-Samh (719-721) hace recons­ truir en piedra el puente romano sobre el Guadalquivir y restaurar la muralla parcialmente derruida. La historia de las ampliaciones sucesivas de la mezquita aljama, corazón material y espiritual de la aglomeración, ofrece claros indicios sobre el crecimiento de la gran metrópolis andalusí. En al-Andalus, este edificio tiene un papel que puede compararse al santuario de Qayrawán, en el Magrib: hacia el año 766 o 768 se empezó a construir, en el emplazamiento de la catedral, adquirida a los cristianos, un edificio al que se hicieron continuas adiciones hasta mediados del siglo x, con lo que adquirió un tamaño grandioso. La sala de ora­ ción (180 m por 120 m), más grande que las de Samarra o Fustát, comporta 19 naves sostenidas por más de 850 columnas de mármol, unidas por una doble red de arcos de piedra blanca y ladrillo rojo. Varias cúpulas recubiertas de mosaico, una decoración floral a base de estuco y paneles de alabastro grabados con ins­ cripciones piadosas dan testimonio de una inspiración claramente autóctona, «vi­ sigótica», por no decir romana. Este edificio, el más considerable que nos ha le­

gado el Islam medieval, constituye, por sí solo, una prueba de la amplitud de medios y de la fuerza política y económica de los emires omeyas que se refugia­ ron en España tras la matanza del 750. Para los viajeros árabes, Córdoba es la única rival posible de Bagdad. La célebre «revuelta del arrabal» del 818 muestra la extensión, ya considerable en esta época, que han adquirido los barrios popu­ lares situados frente a la antigua ciudad romana, al otro lado del Guadalquivir. Habrá que esperar, no obstante, a la primera mitad del siglo x, bajo el califato, para que Córdoba, como Qayrawán, se vea superada por una ciudad principesca, Madinat al-Zahrá3. Estas ciudades o, al menos, las más notables de entre el Ins. se convierten rá­ pidamente en núcleos de vida intelectual. Esto no afecta sólo que comprende a los artesanos, pe­ queños comerciantes, jornaleros y asalariados de todo tipo, y la élite o al-jássa, cuya imagen en O riente acabamos de ver. La élite com prende, en primer lugar, el grupo titular del poder, asimilable en los emiratos occidentales del siglo ix a un auténtico clan de parientes, por línea paterna, y de clientes de la dinastía rei­ nante que ocupan los puestos clave del gobierno, la administración y el ejército y representan, la igual que en O riente, un conjunto de varios centenares de per­ sonas a las que se han atribuido las pensiones más elevadas e importantes propie­ dades territoriales. También forma parte de la jássa la antigua aristocracia militar, básicamente de origen árabe, pero que abarca también a los mawáli de origen oriental y, en Ifriqiyá, a numerosos jurásaníes. Constituyen el núcleo antiguo del ejército y algunos de sus elementos permanecen a sueldo debido a su participa­ ción relativamente frecuente en las campañas militares (como los djunds sirios en al-Andalus), mientras que a otros les han sido concedidas amplias concesiones territoriales, razón por la cual se encuentran relativamente «desmovilizados», en la medida en que no dependen directam ente del Estado para su subsistencia. Este último, por otra parte, confía más, pai'a las operaciones de policía y expediciones de importancia limitada, en la guardia del príncipe o en las tropas acuarteladas formadas por mercenarios o soldados de condición servil que han sido reclutados entre los bereberes, esclavones (esclavos de origen europeo) o negros, por encon­ trarlos siempre a su disposición y por considerarlos más seguros, dada su expe­ riencia de las múltiples revueltas del ejército tradicional. No obstante, en caso de campaña importante o de peligro inminente, siempre puede apelar a este último. Se clasifica también dentro de la élite a la categoría importantísima de los fu qaháy es decir los intelectuales, especialistas en las ciencias jurídico-religiosas o fiqh> cuyos nombres llenan los diccionarios biográficos y que, partiendo a veces de un origen humilde, podían elevarse gracias a su ciencia hasta los más altos puestos del Estado. De este modo, el cadí de Qayrawán, Asad ibn al-Furát, en­ cargado en el 827 de dirigir al ejército que se embarcaba para Sicilia, al acordarse de su pasado de modesto alfaquí en medio de los honores que le rodeaban, se

dirigió a sus compañeros exhortándoles a cultivar la ciencia del derecho que —se­ gún les decía— podía abrirles todas las puertas, incluso la del mando de los ejér­ citos. Muchos acceden a funciones oficiales, en primer lugar a las de la judicatura (cadí o juez, m ufti o consejero del cadí) o a cargos relacionados con el servicio de las mezquitas (dirección de la oración y de la predicación). Los más famosos entran en los consejos de los soberanos, pero algunos tienen el prurito de recha­ zar cualquier compromiso con el poder, lo que, evidententemente, incrementa su fama entre el pueblo. Orgullosos de este prestigio pueden, a veces, llegar muy lejos en la crítica o, incluso, en la oposición declarada a determinada medida adoptada por el poder. Algunos se dedican, simplemente, a la enseñanza y esta actividad les proporciona, por lo menos, una parte de sus medios de subsistencia. Este grupo social unificado por su formación y por su función (se trata, siem­ pre, de establecer lo que es conforme a derecho), así como por sus orígenes y actitud con respecto al poder, representa un papel fundamental en la sociedad musulmana entre fines del siglo v i i i y principios del x. Son los alfaquíes los que difunden en Ifriqiyá y al-Andalus la doctrina málikí, una de las escuelas más rigo­ ristas dentro del Islam ortodoxo. A unque pueden proceder de las categorías so­ ciales más diversas, la mayoría de ellos parece haber surgido de una especie de clase media, situada al margen de la división entre al-jdssa y al-cámma y constitui­ da por los comerciantes que formaban una burguesía de hecho aunque no estuvie­ ra reconocida por la jerarquía oficial; pese a esto último debe señalarse que, en Córdoba, los notables más acomodados de los arrables y de los bazares aparecen, a veces, ocupando el último lugar dentro del orden protocolario. En efecto, a través del laconismo de las biografías en torno al tema de los medios de existencia de estos alfaquíes, se entrevé que un número considerable de ellos procedían de familias de mercaderes e incluso se dedicaban, ellos mismos, al comercio en una civilización en la que esta actividad no era, en modo alguno, objeto de ningún descrédito social ni religioso, sino más bien lo contrario. Numerosas obras atraen la atención sobre la imbricación de intereses entre comerciantes y alfaquíes y subrayan el respeto de los primeros por la ciencia del derecho y la interconexión de las redes de circulación de los mercaderes y los intelectuales puesta de manifiesto por los esquemas de viaje que combinaban los intereses de ambos órdenes, así como el hecho de que la ley islámica fue codifi­ cada en la época en que la sociedad urbana musulmana estaba dominada por una mentalidad comercial. Puede discernirse, entre los alfaquíes andalusíes del siglo ix, la existencia de una oposición entre un primer grupo de juristas estrechamente especializados en el fiqh e interesados por el ejercicio del poder, y una generación posterior, abierta a las ciencias religiosas que entonces nacían, cuyos representan­ tes se dirigieron a O riente y adquirieron un prestigio superior al de sus rivales. Tal vez los segundos sean el resultado de una creciente integración de al-Andalus en las redes de intercambio del mundo musulmán, así como de la ascensión de las clases urbanas ligadas al desarrollo de la producción y del comercio. A pesar de ello no debe llevarse demasiado lejos la identificación entre clase comerciante y clase intelectual: en primer lugar porque existen categorías de comerciantes con un nivel social muy diferente (los tudjdjár, que se dedican al gran comercio y están relacionados con los medios dirigentes, y los pequeños tenderos de los zo­ cos ciudadanos, que forman parte de la cámma y están sometidos a la jurisdicción

del sáhib al-süq). Desde luego, los intereses de estas dos categorías no son los mismos. La prosperidad del comercio a gran distancia que, en buena parte, es practicado también —especialmente en O ccidente— por mercaderes no musulma­ nes, judíos y cristianos, carece de relaciones estrechas con el contexto económico regional o local. Sería abusivo, por otra parte, presentar a los alfaquíes como una clase exclusivamente urbana, por más que se encuentren muy ligados al medio ciudadano por su formación y, frecuentem ente, por sus actividades ulteriores.

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LAZOS DEL COM ERCIO

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movimiento de técnicas y técnicos desde el este hacia el oeste tiene una U E1portancia fundamental en el proceso de unificación cultural del mundo islámicb: denota la presencia de gustos comunes y subraya el papel que representan las clases dirigentes en la difusión de los productos. De este modo, la producción textil, que moviliza grandes masas de obreros, hilanderas, tejedores y tintoreros, recupera tradiciones técnicas y artísticas anti­ guas coptas y, sobre todo, sasánidas y bizantinas (trabajo del brocado en efectos de fondo y de trama) y más tarde innova al inventar, por ejemplo, el trabajo del lampote de múltiples tramas. También populariza nuevas fibras como el algodón o la seda cuya difusión de O riente a Occidente resulta muy rápida: el algodón, introducido en el siglo vm a partir de su lugar de origen en el Jurásán, llega antes del siglo xi a Hispania, Túnez y Sicilia desde donde será exportado, en rama, ha­ cia el centro industrial egipcio. El gusano de seda, que ya conocían los bizantinos y los sasánidas, y la técnica compleja de su cultivo, de su devanado e hilado, cuya introducción o perfeccionamiento se atribuye a los chinos que fueron hechos pri­ sioneros en el Talas en 751, llega a Hispania muy pronto. Al-Andalus se convierte en la principal región dedicada a la sericultura, tal vez porque fue poblada por árabes de Siria, mientras que Sicilia se convierte, a partir del siglo x, en la gran productora de seda bruta del mundo musulmán, de la misma manera que Cala­ bria, en la zona situada alrededor de Reggio, es uno de los grandes proveedores de materia prima de las sederías bizantinas. Algo similar sucede con el papel cuya introducción se atribuye, asimismo, a los prisioneros chinos del 751. De hecho, su fabricación se implanta primero en Samarcanda donde, todavía a principios del siglo x, se elaboran papeles de gran calidad que los ijshidíes importan en Egipto. La administración adoptará el papel a fines del siglo vm (la primera fecha segura es el 799) y éste sustituirá a los restantes materiales utilizados para escri­ bir, en los que las correcciones se distinguen menos bien que sobre el papel. Las grandes variedades de éste se denominan a partir de nombres de príncipes o de altos cargos de la administración: «faraónico», sulaymáni (derivado del nombre del tesorero de Hárún al-Rashid), djcffari (de Djacfar, visir de HárQn), talhi (de Talha, hijo de Táhir), táhiri y núht (de NQh el Samáni). A partir del 794 se fabrica papel en Bagdad, en el siglo x en Egipto y, poco después, en España, particular­ mente en Játiva, iniciándose así un comercio de exportación de papel de gran calidad hacia Egipto. Se trata de un papel fabricado con trapos desmenuzados a los que se añade cola de almidón, que se alisan, finalmente, sobre una capa su­ perficial de harina y almidón y cuya masa se colorea con frecuencia. Toda una

gama de colores (amarillo, azul, violeta, rosa, verde, rojo) muestra la perfección técnica que se ha alcanzado, mientras que su uso como envoltorio (cucuruchos y paquetes) a partir del siglo xn da testimonio de la democratización del producto. La arqueología nos permite seguir la circulación de O riente a Occidente de un producto de gran difusión como la cerámica. La herencia bizantina y sasánida (vidriado plomífero y decoración estampada) se une, en un principio, al deseo de imitar las producciones chinas importadas a través del golfo (el verde celadón y los gres T ’ang). Varias escuelas nacen dentro de uña atmósfera de revolución téc­ nica impetuosa que revela un extraordinario espíritu inventivo: Irán imita los splash ware T ’ang (policromía con trazos de color por debajo del vidriado) y aña­ de una variante propiamente islámica, la incisión por esgrafiado bajo la decora­ ción coloreada. Susa, Rayy y Samarra, para imitar la porcelana blanca de los Song (cuyo procedimiento de vitrificación a alta tem peratura sigue siendo desco­ nocido), inventan una loza monocroma blanca con incisiones delicadas bajo el vidriado estannífero y, sobre el blanco opaco de la loza, añaden una decoración seudo-epigráfica y temas florales en azul cobalto. El conjunto constituye una de las grandes aportaciones de los fabricantes de loza islámicos que será adoptado, a su vez, por la China e inspirará las fábricas de Delft. En Níshápúr y en la región que la rodea aparecerá una cerámica ornam entada con barnices de colores sobre barniz blanco que adopta, en tom o al motivo Tao, una decoración a base de epi­ grafía cúfica. En Samarra, finalmente, se lleva a cabo la elaboración precoz del lustre metálico: la cocción, en una atmósfera reductora, de las piezas de loza hace aflorar en la superficie las sales metálicas, mezcladas en exceso con el vidriado, e imita la vajilla metálica condenada por los doctores rigoristas. Estos productos (con excepción de los barnices jurásáníes) aparecen asociados al lujo de las capi­ tales califales y se difunden muy rápidamente por la gran vía que va de O riente a Occidente. Son exportados, tal como sucede con los azulejos polícromos brillan­ tes que se utilizan, en 862, en la mezquita de Qayrawán y con los que llegan, en 936, a la capital española de Madínat al-Zahrá, cerca de Córdoba. También son objeto de imitaciones: azulejos bícromos de Qayrawán, reflejos metálicos y esgra­ fiado del Egipto fatimí, en el que trabajan artesanos de la loza coptos que llevan a cabo obras religiosas. A partir del 771 se fabrica, en Fustát, vidrio esmaltado de acuerdo con una técnica semejante y, hacia el 900, junto a los vidrios tradicio­ nales tallados y grabados con torno, surge un vidrio decorado con trazos de color. Estos últimos ejemplos muestran las estrechas relaciones existentes entre las dis­ tintas artes que utilizan el fuego, subrayan la función ejercida por las capitales provinciales como etapas en la migración de técnicas y justifican la solidez de las relaciones de intercambio en todo el ámbito islámico.

¿Para qué clientela se produce? El papel del lujo resulta, evidentemente, esencial en la elaboración y difusión de estos artesanados: lujo de pobres en el caso de las cerámicas de brillo metálico o en el de los falsós verdes celedones, lujo costoso, en cambio, en las artes que utilizan materias primas raras y preciosas: marfil, oro y plata de joyeros y tejedo­ res de brocados, perlas y coral utilizados por los bordadores de tapices, lana de

mar del biso tejida en una tela de colores cambiantes (que fue pronto imitada utilizando tintes menos costosos) y tintes importados desde países muy lejanos (brasil de la India, laca, goma arábiga). La búsqueda de los productos menos corrientes explica los precios asombrosos que citan los autores: 50.000 dinares por una pieza de brocado de la madre de Hárün al-Rashid, 1.000 dinares por la vestimenta del mismo tejido del médico de al-Ma3mún, 400 diñares por el manto del jurisconsulto Abú Hanifa, que la polémica opone al valor, más que modesto, de 5 dirhemes de la ropa de Ibn Hanbal. La función de reserva explica asimismo la acumulación de productos artesanales en los armarios de los miembros de la élite, como los 200 pares de pantalones de seda del jurista Abú Yüsuf y, sobre todo, del príncipe. Las colecciones colosales de los palacios cabbásíes no son, de acuerdo con las cifras que se citan, utilizables en realidad y ni siquiera suponen una auténtica reserva valiosa, ya que sólo son parcialmente negociables: se trata, en realidad, de un simple símbolo. La reserva califal se renueva gracias a los talleres oficiales del tiráz. Su función es proporcionar continuamente regalos, en especial vestidos honoríficos (jila3) que se distribuyen a funcionarios y cortesanos y que las embajadas llevan a los príncipes extranjeros. Esta organización de la producción textil del Estado, que conocemos mejor en el Egipto fatimí que en el imperio cabbási, tiene dos vertien­ tes: en el palacio califal y en el de los emires de las provincias existen sastres que preparan los vestidos honoríficos; en otros centros textiles que, dada su especia­ lidad, tienen una fama particular hay talleres descentralizados o, mejor, marcos administrativos dirigidos por el «señor del tiráz», con capacidad jurídica para mo­ vilizar a los artesanos a cambio de una remuneración justa. El taller califal no es una manufactura sino una administración. En cada centro existe una residenciaalmacén que, en el caso del tiráz egipcio, es un vínculo simbolizado por la barca nilótica del «señor» que recoge los productos y procede a verificar el funciona­ miento de su máquina administrativa. El estatuto eminente de este alto funciona­ rio queda subrayado por su presencia en las ceremonias califales, en las que pre­ senta los vestidos reservados al príncipe de los creyentes. El tiráz (una palabra persa que significa ‘bordado’) forma parte en realidad de los derechos exclusivos de la majestad soberana, al igual que la oración y la moneda. En efecto, en los tres casos se exalta el nojnbre del príncipe: el tiráz es una banda de tejido en el que aparece su calámay su divisa, bordada en oro o en color. Sólo puede llevarlo el soberano o, en virtud de una orden expresa suya, aquellos a los que hace objeto de una gracia especial. Su carácter político queda subrayado por la presencia de eulogias y bendiciones propiamente dinásticas y, a veces, bajo los fatimíes, por expresiones tomadas del credo ismá^lí y por ins­ cripciones con los nombres de los visires o allegados al califa —sus mawáli, sus clientes— que han ordenado la fabricación del tiráz. Es una prerrogativa sobera­ na que se asocia con el derecho califal de revestir la Kacba con un velo de seda tejido por el taller estatal, con la práctica de la distribución de un turbante y una vestimenta negra al predicador oficial encargado de la oración. No es de extrañar, por ello, que H árün al-Rashid mencione el tiráz en su testamento junto al impues­ to territorial, el correo o el Tesoro, entre los engranajes del Estado y precisamen­ te como expresión de la gloria del califa. Del mismo modo, el primer indicio de la revuelta de al-Ma3mún será suprimir el nombre de su hermano de los bordados

del Jurásán. A partir de los Omeyas, Egipto parece privilegiado en la repartición geográfica de los talleres: Ajmím, luego Fustát y, más tarde, Bansha, Dabíq y los tiráz del Sa^d, el A lto Egipto. Las indicaciones que nos suministran los frag­ mentos que se han encontrado en Samarra y en Egipto establecen la diferencia entre una oficina destinada a la producción reservada al califa, tiráz al-jássa, y otra de carácter público, tiráz al-cámmat que, bajo al-Amin, se encuentra en Fus­ tát, y cuyos productos gozaban de una distribución más amplia y eran, sin duda, distribuidos a los funcionarios, a los servidores del califa (en particular a los pre­ dicadores oficiales) y a los militares, o incluso vendidos. Esta comercialización no deja de ser hipotética: se encuentra excluida en Tinnis en 1047, por el testimo­ nio de Naslr-i Jusráw, pero podría justificar la gran dispersión de los hallazgos.

Las falsas apariencias del «despegue» comercial Una tradición cómoda pretende ver en el imperio cabbásí la edad de oro del comercio musulmán. La unificación política de regiones que, hasta la conquista, se encontraban separadas por una frontera rígida, el desarrollo urbano y la irriga­ ción monetaria, permitida por el botín, el gasto público y el oro del Sudán hacen imaginar «un crisol cronológico y geográfico, un plano de intersección, una in­ mensa coyuntura y una cita fabulosa». La realidad es más modesta y, sobre todo, resulta cronológicamente desfasada: el desarrollo comercial se encuentra estre­ chamente relacionado con las disponibilidades y necesidades de las clases sociales dominantes. Se adapta a la sociedad califal de las grandes capitales y excluye todo comercio de masa. Este primer punto debe quedar claro: el imperio califal verá la desaparición —que durará doce siglos, salvo en ciertas regiones— del carruaje (cuyo nombre mismo, carabay es hoy de origen turco) y de la rueda. Esta falta, en un mundo montañoso y com partimentado, expresa y refuerza la ausencia de todo comercio de productos pesados limitando, en particular, los transportes de granos a unidades geográficas restringidas situadas en tom o a un río o junto al mar. Egipto provee al Hidjáz desde que cAmr abre de nuevo el canal que une el Nilo con el mar Rojo pero no puede exportar a Siria más que cantidades muy reducidas, limitadas a las pocas toneladas que puede desplazar una caravana de camellos. La Djazira suministra a Bagdad y Sicilia a Túnez pero, en conjunto, las cantidades que se transportan son muy exiguas. El mundo musulmán constitu­ ye una inmensa masa continental y, con la excepción del mar Rojo y del golfo que, por otra parte, se abren a regiones desérticas, los mares interiores resultan inutilizables para las relaciones interregionales. Sólo el Éufrates asume esta fun­ ción mientras que la fachada mediterránea se encuentra desierta de manera dura­ dera. En lo que se refiere al camello, éste puede transportar, según el arnés, en­ tre 70 y 240 kilos y una caravana compuesta por la cifra impresionante de 500 animales desplazará entre la cuarta parte y la mitad de la carga de un navio de tamaño medio (250 toneladas). Por otra parte, la unificación política, aunque rápida, permaneció durante lar­ go tiempo incompleta, sobre todo en el Asia central que, desde la Antigüedad, mantuvo estrechas relaciones comerciales con la China. Tampoco puede decirse que unificación política implique necesariamente unificación comercial ya que

subsisten aduanas interiores como el mcfsin de Djedda, que grava las mercancías procedentes de Egipto. Asimismo las acuñaciones monetarias respetan durante largo tiempo las peculiaridades regionales, los monometalismos en plata y oro. Sólo de forma muy lenta se producirá una unificación de la circulación, tal como lo atestiguan los tesoros, mientras permanecen áreas comerciales muy distintas que traducen importantes desniveles en los precios: Iraq y la Djazira por una par­ te, Siria y Egipto por otra. La abundancia misma de las emisiones monetarias no puede haber impulsado de manera decisiva la circulación comercial y la produc­ ción. La economía del imperio resulta perfectam ente rígida al no producirse una revolución técnica —de la que sólo hay indicios en la cerámica y, de manera tar­ día, en el siglo x, en la industria textil de lujo— y sólo en una etapa mucho más tardía se constituirán nuevos mercados gracias a la democratización de las sede­ rías de la que dan testimonio los documentos judíos de la Genizá en Egipto. La puesta en circulación de metales preciosos sólo trae consigo un alza de precios. Los datos que se han podido recoger con enorme paciencia permiten apreciar su enorme importancia: en el siglo vm los precios del grano y del pan se multiplican, al menos, por cuatro. El fenómeno se explica, en parte, por la reducción de las superficies cultivadas acompañada por un probable crecimiento demográfico, pero debe aceptarse el testimonio del propio HdrQn al-Rashid: un dirhem de alMansúr valía más que uno de los dinares que él acuña 30 años más tarde. Por consiguiente, la conquista musulmana sólo contribuye a unificar la clase mercantil, a particularizar los tipos de mercaderes e instituciones comerciales, en particular las formas de cooperación descritas por las obras jurídicas a partir del siglo vm. Junto al artesano productor-distribuidor que vende directamente al cliente, el mundo musulmán ve desarrollarse la figura del cambista, liberado de los límites institucionales que enm arcaban su esfera de acción. Se produce un re­ troceso en la distribución estatal (desaparición de la anona). La gran propiedad autárquica y la autosubsistencia campesina desaparecen ante el mercado libre, es­ timulado por la fiscalidad. El comerciante se ve, asimismo, liberado de las obliga­ ciones tradicionales: obligación de afiliarse a una asociación, derecho preferente y monopolístico de compra por parte del Estado o de la corporación. Por otra parte, sigue sometido a la obligación de residencia en factorías en el extranjero, se le encargan misiones de espionaje y está ligado al poder, que lo utiliza como banquero y recaudador de impuestos. Al igual que en el conjunto del mundo an­ tiguo, su rápido enriquecimiento se encuentra regulado por grandes confiscacio­ nes, de modo que el comerciante se ve sometido a sangrías brutales: en el año 912 se pone una multa de 100.000 dinares al mercader egipcio Sulaymán. En el siglo vm surge una jerarquía dentro de los comerciantes. En la parte más baja de la escala se encuentra el mercader itinerante que recoge las mercan­ cías en los centros de producción y las traslada a los mercados periódicos. Por encima está el «viajero» que va a ver la mercancía en países lejanos llevando con­ sigo la correspondiente lista de encargos, un capital en metálico o en especias que deberá comercializar por cuenta de un gran mercader del tercer tipo. Este último, el mercader «estacionario», el único que tiene derecho al título respetuo­ so de tádjir, actúa desde los lugares más importantes, a través de encargos y tam­ bién con informaciones que circulan por cartas y gracias a la cooperación amisto­ sa e informal cuyo apogeo se encuentra en el mundo de la Genizá. En el interior

del grupo de los tádjir, poco numerosos y fabulosamente ricos como el egipcio Sulaymán, circulan los productos preciosos y el dinero fiduciario de los bancos, órdenes de pago siempre al portador, órdenes de pago de ejecución diferida (su fíadjas), pagaderas a la vista por los corresponsales del tádjir. Suftadjas y cheques (sakkas) circulan ampliamente alcanzando las mayores distancias, pero el présta­ mo con interés resulta raro y se limita a graves necesidades extracomerciales. Pro­ bablemente es considerado inmoral y sólo aparecerá en los negocios de manera tardía* en el siglo xn, mientras que la letra de cambio no se utiliza en el mundo musulmán, que conserva su unidad monetaria y numismática ideal y sólo trabaja con su moneda de cuenta, el diñar o dirhem «puros», con la que se relacionan todas las monedas reales. Las estructuras de la cooperación comercial se constituyen muy pronto. En las obras de Málik ibn Anas (m. 795), fundador de la escuela jurídica málikí, y del hanafi al-Shaybáni (m. 803), autor de un Libro de las sociedades y de un L i­ bro del préstamo, surgen las formas que se introducirán o reinventarán en Italia en el siglo x. Tenemos, en primer lugar, la «sociedad» (shariká) que constituye un capital común, limitado a una sola operación, a una mercancía, a una suma en efectivo, o, por el contrario, ilimitado y universal lo que, en este último caso, coincide con la solidaridad de un grupo familiar. El contrato impone a los socios un deber de garantía colectiva así como de representación recíproca, que encuen­ tra también su complemento y sus raíces en una colaboración amistosa, informal y patriarcal. En el préstamo con participación (qirád, muqárada), conocido en el Hidjáz a partir del siglo vi, el gran comerciante confía un capital o unas mercan­ cías a un «viajero» que obtendrá como recompensa una parte de los beneficios (un tercio si no se responsabiliza de las pérdidas eventuales), con lo que se le pagarán su trabajo y los riesgos personales en que incurra durante el viaje. El préstamo de mercancías, prohibido en teoría debido a la incertidumbre que pesa sobre la formación de los precios, se admite de hecho en la escuela hanafi. En efecto, la escuela hanafi tiende, en conjunto, a respetar las antiguas costumbres mercantiles y al desarrollo de formas jurídicas que constituyen subterfugios lega­ les para rehuir la prohibición de las prácticas usuarias y que son rechazados por las escuelas jurídicas rivales de los sháfftes y málikíes. La clase de los comerciantes, un grupo cerrado, poco numeroso y cuyos miembros se conocen bien entre sí, lleva a cabo la operación que implica la pesa­ da tarea de negociar las mercancías de sus corresponsales sin solicitar por ello compensación, comisión o beneficio alguno, únicamente con la seguridad de ob­ tener, en el futuro, una revancha amistosa. Esta tarea implica el deber de ayudar a los «viajeros», asegurar la expedición, así como la vigilancia y transporte de los productos y, sobre todo, de mantener siempre informados a los amigos lejanos acerca del movimiento de los precios, de la calidad y cantidades de los bienes disponibles en el mercado y de las ocasiones que ofrecen navios y caravanas ca­ paces de desplazarlos hasta su destino. Los manuales de mercaderes como el de al-Dimashqi, escrito en el siglo xi en medio fátimí, y las cartas de los comerciantes de El Cairo se muestran de acuerdo en la constante práctica de la búsqueda de una información segura, y en la rapidez en las operaciones, sin las cuales no pueden obtenerse los altos bene­ ficios a los que aspiran los mercaderes: entre el 25 y el 50 por 100 del precio de

coste, en el que se incluyen los gastos de adquisición, transporte y venta. Exclu­ yen de su esfera de acción y de sus intereses el comercio destinado a las masas, con lo que se dibuja la figura del gran comerciante al que sólo le importan las mercancías preciosas (piedras de gran valor, especias raras de importación, teji­ dos de precio elevado) y, principalmente, las materias primas, además del artesa­ nado de transformación (orfebrería, droguería y farmacia, bordado de tejidos con hilo de oro). Se trata de un comerciante que conoce bien las técnicas «capitalis­ tas» (prestar y tomar en préstamo, prestar con participación), y que se interesa fundamentalmente en la reinversión de sus capitales, en el subarriendo de los im­ puestos y en las operaciones inmobiliarias y agrícolas. Se constituye así una aris­ tocracia mercantil, que en modo alguno se encuentra prisionera de su función comercial y está al servicio de un consumo ostentoso, principesco y aristocrático.

El mercado rey La fiscalidad estatal mantiene en todas partes el mercado local, cuya edad de oro fueron los siglos vu y vm y que se caracterizó, en el terreno monetario, por la abundancia de moneda fraccionaria, fals de cobre omeyas y cabbásíes, especial­ mente en Basra. Se trata de un mercado que asombra a los peregrinos occidenta­ les: Arculfo, que visita Alejandría en el año 670, y Bernardo el Monje, que ve, ante Santa María la Latina de Jerusalén en el año 870, un foro en el que para vender hay que pagar una tasa de dos dinares al año. En realidad sólo se trata de la entrada en la ciudad del mercado rural, bajo el aguijón del impuesto que exige el pago en metálico y sitúa al productor rural en una posición débil ya que se ve obligado a vender a cualquier precio. Este mercado anima el campo sin crear salidas para las actividades urbanas ya que los campesinos deben conservar sus ganancias y sólo compran excepcionalmente, con lo que el mercader tiene escasas oportunidades de insertarse en él. El Mirbad de Basra, el Kunása de Kúfa, el mercado del martes de Bagdad, el del miércoles en Mosul, el del lunes en Damasco son centros totalmente abiertos en principio y existe una completa libertad para instalarse en ellos. Allí, como en la mezquita, el primero que llega ocupa el mejor lugar. No obstante, el zoco se cierra progresivamente bajo los últimos Omeyas: las plazas quedan reservadas y los vendedores pagan un alquiler al «señor del zoco». Pronto los zocos se especializan y surgen los jáns en los que los funduqs constituyen pequeñas «bolsas», cada una dedicada a un producto y muy pronto, a partir del siglo vm , aparece un mercado cerrado y vigilado para los productos de lujo, la qaysariyya o alcaicería (la «casa del César» del mundo antiguo), mientras que el mercado alimentario, excluido del centro urbano, se descentraliza en suwayqas, los mercadillos de barrio. Si bien la topografía de la ciudad musulmana excluye una repartición jerárqui­ ca fija de los zocos, la actividad comercial se especializa hasta el límite. Al igual que los cuerpos constituidos por los oficios artesanales, los oficios comerciales, no muy distintos de los anteriores, se caracterizan por una determinación minu­ ciosa, filológica, del producto que se vende. En su libro La clave de los sueños, al-Dinawari enum era casi 150 actividades comerciales en la Bagdad del año 1006, mientras que la Genizá cita 90 oficios comerciales. El mercado, vigilado en época

Omeya por un wálí en las ciudades principales (La Meca, Medina, Kúfa, Basra, Wásit) y más tarde por un almotacén (muhtasib) que fija los precios, cobra el diezmo y el alquiler de la plaza utilizada, controla pesos y medidas y juzga acerca de la honradez de las transacciones realizadas, es un organismo enteram ente monetarizado. No obstante, la ley de la oferta y la demanda no determina el precio de las vituallas que, en un principio, es «político» y ha sido calculado por el «se­ ñor del zoco» en función de las necesidades de una masa turbulenta. Esta «tasa­ ción» de las mercancías puede adquirir, de manera precoz, el aspecto de una in­ tervención de la autoridad bajo la forma de un granero público destinado a regu­ larizar la carestía. La Sicilia normanda heredará, así, en el siglo xn la institución de esta rahba. Por su parte, el mercado rural obedece a otras reglas, ya que los vendedores se ven obligados a vender productos voluminosos y perecederos a cualquier precio para obtener las cantidades en efectivo que necesitan para pagar los impuestos. Finalmente, el mercado artesano resulta evidentemente especulati­ vo ya que apunta a la calidad, a la originalidad y a la acumulación de trabajo en el objeto. El precio no viene determinado por la productividad ni por la ley de la oferta y la demanda sino por la moda y por la técnica consumada del fabrican­ te, más artista que artesano. La historia de los precios se limita fatalmente, por una parte, a la de las carestías, en una coyuntura uniformemente favorable al consumidor urbano y, por otra, a la fastuosidad de los ricos o a sus deseos de ostentación.

Rutas lejanas hacia el Este y productos de excepción El desarrollo de los grandes centros de poder de Iraq y de algunas capitales provinciales refuerza un gran comercio que resulta ya antiguo y está destinado a proveer de suministros de consumo a una élite refinada y de enormes disponibi­ lidades financieras. Además de en las capitales califales se encuentra en las gran­ des ciudades de Iraq meridional, Kúfa, Basra y Wásit, cuyos comerciantes parti­ cipan, gracias a su enriquecimiento, de los privilegios de la élite, en el Fustát de los Tülúníes, así como en Rayy, Nishápúr y en las grandes ciudades de la Transoxania. Las rutas comerciales se modelan de acuerdo con la demanda de los cen­ tros y, en particular, de las capitales de los emires. Siria permanece mucho tiem­ po al margen de la circulación de estos bienes. La arqueología confirma que tras la primavera precoz del lujo omeya no existe lujo iraquí ni iranio al oeste del Eufrates y que se adoptan con lentitud las modas que vienen de China a través de Irán, como la loza recubierta por una capa estannífera o la cerámica de refle­ jos metálicos. Un famoso texto de al-Djáhiz en torno a las importaciones de Iraq describe un comercio de productos caros, caballos, especias, esclavos, frutos y productos confitados, vestidos, tejidos y armas que se estructura en torno a tres polos: un consumo militar que concuerda con el carácter fundamental del estado cabbásí (caballos de China y de A rabia, armaduras afganas, de los jazares y yemeníes, arneses chinos, espadas indias y también francas); un consumo ostentoso de pro­ ductos tropicales (especias, drogas, marfil, maderas preciosas y, en particular, la teca procedente de la India), nórdicos (pieles procedentes de Siberia a través del

Jwárizm) o incluso exóticos (papel, seda y verdeceledones de la China, animales para su exhibición en un zoo, fieltro de los turcos de Dzungaria); finalmente, una circulación interregional de productos de uso cotidiano que resultan, pese a ello, lujosos. Son las especialidades artesanales y agrícolas, el papiro egipcio, el azúcar y las golosinas del Jwárizm y del Ahwáz, los productos textiles como los tejidos de seda del Ahwáz, el lino egipcio, los tapices y tejidos de lana de Armenia y de la Djazira, y las numerosas variedades de productos alimenticios de calidad como las alcaparras confitadas de Búshandj, faisanes del Djurdján, trufas de Balj, cirue­ las de Rayy, manzanas y membrillos de Isfahán. El producto más precioso, el esclavo, es objeto de un gran tráfico. Se traen esclavos de la India (técnicos), Zandjs (negros) del Sahel africano oriental, así como eslavos y turcos que son traídos por búlgaros y ja zares a través del Jurásán. Hacia el año 870 Bernardo el Monje sale de Bari, capital de un em irato dedicado a la trata de esclavos, acom­ pañado por seis navios cargados de cautivos que son lombardos afincados en el sur de Italia. Se trata de 9.000 prisioneros de los que 3.000 van destinados a T ú­ nez, 3.000 a Trípoli y 3.000 a Alejandría. El comercio del mundo musulmán apa­ rece como la conjunción de múltiples corrientes de importación que no se preocu­ pan de las balanzas económicas y se fundamentan en el principio del placer. No hay que extrañarse, por lo tanto, de que, en la historia del desarrollo del tráfico comercial, las rutas que se explotan de manera más temprana y rápida sean precisamente las que llevan a lugares más lejanos los productos más raros y más preciosos. Las excavaciones de Satingpra, en el istmo malayo, un punto de paso obligado entre el océano índico y el golfo de Siam, muestran la presencia, entre los siglos vi y ix, de gres procedente de la China y verdeceladones T ’ang junto con vidrios de Alejandría. Las fuentes chinas mencionan mercaderes persas a partir de los años 671, 717, 748. En el año 758 se produce la primera ruptura de relaciones entre la China y el golfo ya que los mercenarios musulmanes que­ man Cantón y la ruta de la China permanecerá cortada hasta el año 792. Una vez reanudadas las relaciones, la ruta se verá de nuevo abandonada tras el perío­ do 875-878 en el que los rebeldes matan a 120.000 mercaderes musulmanes en Cantón. Si bien esta cifra está claramente exagerada, las fuentes árabes confir­ man la importancia de este puerto —cuyo alminar sirve de faro—, la precocidad de las expediciones comerciales (hacia el año 750 los comerciantes musulmanes acuden a Cantón para comprar áloe) así como su regularidad. En el año 851 se publica un portulano, la Relación de la India y de la China, a nombre del merca­ der Sulaymán, siendo revisado en el año 916 por el comerciante Abú Zayd de Siráf y completado, en el año 950, por las Maravillas de la India de Buzurg, ne­ gociante del puerto de Ram-Ormuz. Este texto describe el itinerario que lleva de Basra hasta los puertos del golfo (Suhár y M asqat, seguidos por Siráf y Ormuz) y luego a la costa de Malabar, evitando cuidadosamente a los piratas de la costa del Beluchistán y del Sind, para seguir hasta Ceilán, donde se establece una co­ lonia musulmana desde el 700, y hasta Kalah, en Malasia, donde los árabes tom a­ ron contacto con los chinos después de los acontecimientos de los años 875-878. Desde Kalah, por el Champa, el antiguo país de los jmers, los navios musulmanes llegaban, tras tres meses de navegación, hasta los puertos de Cantón y de Zaytún, en la desembocadura del Yang-Tsé. La presencia musulmana se consolida a lo largo de esta ruta y surgen las colonias del Sind (Daybul y Mansüra), de la costa

ISLAM Y EL RESTO DEL MUNDO EN LA ÉPOCA CABBÁSÍ ___________________________________1_____________________ # QrandMiMMpofeiMgúncI pópalo rt-Muq«ddMl (i. x) •

Otra* dudada* importantaa. puarioa. aiapa* caiavanara* PrindpaÉa* víaa da coocrtcación

de la India (antes del 956 al-Mascúdi visita una ciudad de 10.000 musulmanes en Saymúr), de Sumatra y de Java. Sulaymán y Abü Zayd precisan que los navios son escasos y que regresan con mercancías raras y preciosas: áloe, teca, porcela­ na, alcanfor, brasil y estaño de Malasia. Añadamos otro testimonio de la arqueo­ logía: la presencia de porcelana blanca translúcida china y de verdeceladón en Samarra, Rayy, Susa y Nishápúr. La segunda gran «fachada» del comercio del imperio califal comenzó a ani­ marse desde la época sasánida, se desarrolló con los táhiríes, alcanzó su apogeo bajo los sámáníes y entró en brusca decadencia a partir del año 1000. Es la ruta de las pieles, procedente de la taiga rusa, polaca y siberiana, y también la ruta de los esclavos. La trata se efectúa desde los centros urbanos de los pueblos tur­ cos del Volga, Bulgár, capital de los búlgaros, situada cerca de Kazán, y la ciudad de los Burtas, que se encuentra cerca de Nijni-Novgorod. Los descubrimientos de monedas islámicas permiten establecer una cronología y una geografía de los intercambios: un tesoro, encontrado en Novgorod y perfectamente fechado por la dendrocronología, permite asegurar la existencia de un intervalo breve entre la fecha de la acuñación más reciente y el momento en el que fue enterrado (no más de 15 años). De un conjunto de 66 fechas estudiadas de este modo, 2 son del siglo vm, 20 del ix, 41 del x y sólo 3 del siglo xi, cronología que resulta confirmada por el análisis de los tesoros que han sido publicados de manera ínte­ gra y que revelan una superioridad aún mayor del siglo x sámání. En lo que res­ pecta a la distribución en el espacio de estas monedas, parece falseada en parte por una fuerte concentración de tesoros en la costa báltica (en el año 1910 se enumeran 11 tesoros en el «gobernorado» de San Petersburgo y 42 en Livonia). Esto suele explicarse por el drenaje que debieron efectuar los vikingos de las ri­ quezas acumuladas por los pueblos que transitaban la región, bien como botín de guerra o como consecuencia de los intercambios. Pero un mapa de estos descubri­ mientos muestra que estaban enterrados, fundamentalmente, en los límites meri­ dionales de la gran zona de bosques, en los antiguos «gobernorados» de Kazán (14 tesoros), de la Viatka (15) y de Yaroslav (11). La enorme cantidad de rique­ zas escondidas en Rusia (varios tesoros superan los 1.500 dirhemes y el de Vladimir alcanza el número de 11.077, de los que 140 son cabbásíes, 4 táhiríes, 16 djacfaríes, 2 sádjíes, 16 büyíes y 10.079 sámáníes), así como también en Polonia, Escandinavia e incluso en Gran Bretaña y Alemania, ascienden a un total de me­ dia tonelada de plata pura (120.000 dirhemes en Rusia y más de 40.000 en Escan­ dinavia), que sólo puede constituir una pequeña parte del flujo de monedas islá­ micas. Todo ello revela la importancia del movimiento comercial así como su ca­ rácter puramente importador.

Mayores incertidumbres en Occidente Al contrario de lo que sucede en estas «fachadas» activas, el siglo x verá sur­ gir un Sahel africano activo que, en la etapa anterior, sólo conocía la animación de unas pocas factorías que se encontraban tanto en las costas del océano índico (donde se establecen colonias en Berbera, Zayla, Sofala y Zanzíbar) como en las metas meridionales de las rutas saharianas, que fueron, quizás, descubiertas por

Sidt cUqba a partir del año 666 y más tarde exploradas e islamizadas, en los siglos x y xi, por los bereberes Sanhádja. La costa m editerránea, por otra parte, se encuentra esterilizada por la guerra y las algazúas. De hecho, jel .mar se encuentra en manos de los piratas «sarracenos», cuya primera expedición conocida es el co­ nato de invasión de las Baleares en el año 798. A continuación, en los primeros años del siglo ix, las fuentes mencionan ataques contra las islas pequeñas situadas junto a las costas de Sicilia e Italia meridional, así como contra Cerdeña, Córcega y, en el año 812, Civitavechia y Niza. Se trata de flotas importantes y aparente­ mente bien organizadas, procedentes sobre todo de las costas levantinas de alAndalus y, de manera secundaria, del Magrib occidental, y que llevan a bordo, principalmente, a bereberes si es que debemos interpretar estrictamente el apela­ tivo de mauri con que los designan las fuentes carolingias. Pero las crónicas ára­ bes que se ocupan de esta época, generalmente basadas en anales scinioficiales, no nos proporcionan información alguna acerca de estas operaciones, ya que sue­ le tratarse de empresas de carácter privado cuyo punto de partida se encuentra en regiones que, de hecho, escapan al control de los poderes políticos estableci­ dos en las grandes capitales del Islam occidental, o que, incluso, llegan a encon­ trarse en un estado de disidencia abierta. Esta piratería andalusí se desarrolla en la segunda mitad del siglo IX en el que lleva a cabo ataques contra el litoral de la Provenza y establece una instalación permanente en la base de Fraxinetum, que perdurará desde el año 890 hasta el 970. También Italia se ve seriamente inquietada por los sarracenos. En realidad las incursiones marítimas, como el célebre ataque a Roma del año 846, probable­ mente obra de piratas andalusíes, tiene menor importancia que la actuación de las bandas de mercenarios musulmanes, al servicio de las pequeñas dinastías del sur de la península desde antes de mediados del siglo, que rápidamente han esca­ pado a todo control. También aquí los musulmanes dispondrán de establecimien­ tos permanentes que, en el caso del em irato de Bari (841-871), llegarán a adoptar la forma de un auténtico, aunque pequeño, Estado. El propósito de todas estas agresiones sarracenas, es, ante todo, la captura de esclavos por los que se obtiene un buen precio en los mercados del mundo musulmán, en los que existe una fuer­ te demanda. Los mercaderes del sur de Italia exportaban esclavos a Ifriqiyá desde finales del siglo vm , pero quizá ciertos aventureros decidieron acudir para apode­ rarse de la mercancía con las armas en la mano dada la insuficiencia de la oferta y la esperanza de lograr mayores beneficios. En vano, en el año 836 el príncipe de Benevento pretendió prohibir su comercio a los napolitanos. Las expediciones contra las islas se han querido justificar, también, por el deseo de abastecerse de madera para la construcción naval. Si bien las flotas sarracenas no dejaban de atacar los barcos mercantes cuando se encontraban con ellos, éstos no consti­ tuían, sin duda, su principal objetivo. No se puede, por tanto, tal como se ha hecho a veces, argumentar partiendo de esta piratería para postular la existencia, en esta época, de un comercio todavía im portante en el M editerráneo occidental. La situación resulta diferente en el M editerráneo central, donde Sicilia y las ciudades del sur de Italia mantienen relaciones estrechas con el mundo bizantino del mismo modo que Ifriqiyá se encuentra ligada, económica y políticamente, de forma más directa con el imperio cabbásí que el resto del Magrib y al-Andalus. En este sector el mar se ha visto siempre recorrido por importantes corrientes de

intercambio y ha estado controlado por las flotas bizantinas, de modo que los poderes establecidos en Qayrawán se ven forzados a interesarse por él. Las rela­ ciones entre las ciudades comerciantes del antiguo ducado de Nápoles (la propia Nápoles, G aeta y Amalfi) y la costa africana se mantienen de manera sostenida incluso después de la conquista musulmana la cual, como hemos visto, estimuló probablemente ciertos tráficos como la trata de esclavos. Por su parte, los aglabíes de Túnez tratan de no perder oportunidad alguna de participar en empresas que podrían escapárseles y, por ello, toman la iniciativa de una operación de djihády la conquista de Sicilia, que se inicia en el año 827. No obstante, incluso durante el emirato aglabí, los centros urbanos y las regiones del interior como Mila, Laribus, Sbiba, el Záb, el Nafzáwa adquieren tanta importancia en el equi­ librio general del país como los centros costeros de Túnez o Süsa. Ciudades ma­ rítimas como Gabes o Trípoli deben su peso a ser etapas o metas de las caravanas terrestres procedentes de Egipto más que a su condición de puertos. Ciudades caravaneras importantes son, también, Tahert (fundada en el año 761) y, sobre todo, Sidjilmása (757), gran centro comercial situado en el límite del Sáhara Occidental. Son etapas en las rutas que recorren el Magrib en direc­ ción este-oeste y, sobre todo, puntos de partida de un tráfico importantísimo con el África negra a través del desierto, consistente en la exportación de sal y pro­ ductos manufacturados y en la importación de esclavos y, sobre todo, de oro. Este comercio desarrolla otras ciudades del sur de Marruecos como Agmát o Tam dult, ciudad esta última fundada por un emir idrisí en el siglo ix. Asimismo contribuye a explicar la importancia de las ciudades situadas al borde del desier­ to, durante el emirato aglabí, o sea de Tozeur en la Qastiliya y de Tubna en el Záb. Pero conocemos muy mal la cronología del desarrollo de este comercio, controlado enteram ente por los bereberes járidjíes del emirato de Tahert. Parece, en particular, que el papel de Sidjilmása no fue preponderante hasta el siglo x cuando los fatimíes extendieron su control al conjunto del Magrib y redujeron T ahert, hasta entonces uno de los polos principales de este tráfico, al papel de simple etapa en la ruta este-oeste. O tro sector animado por intercambios comer­ ciales que tampoco conocemos bien es 1? frontera entre el imperio carolingio y los Estados surgidos de su desmembración. Las ciudades de la Marca Superior (Zaragoza, Huesca y Lérida) ven pasar por ellas a comerciantes judíos, y proba­ blemente también a mozárabes, que se dirigen a los países de los francos por una parte a través de Barcelona y, por otra, por Pamplona y los Pirineos occidentales, para volver con esclavos blancos (saqálibá), pieles y, tal vez, armas.

Pero los comerciantes extranjeros penetran ampliamente en el Islam Las «fachadas» del imperio, si bien manifiestan el espíritu de iniciativa de los mercaderes musulmanes y la audacia de los marinos, no revelan en modo alguno la superioridad comercial del mundo islámico. Ponen, simplemente, en contacto unos círculos de comerciantes que buscan los productos reclamados por el consu­ mo aristocrático con otros círculos de mercaderes capaces de tener iniciativas. Si los musulmanes penetran ampliamente en la India, Insulindia, Indochina y China y si exploran franjas de África y Siberia para comprar, se encuentran práctica­

mente ausentes del Imperio Bizantino, que agrupa a los escasos visitantes en fac­ torías sometidas a una vigilancia estricta, e ignoran totalmente a la Europa Occi­ dental. Por el contrario, la preocupación que sienten las capitales califales por conseguir suministros incita al imperio musulmán a abrir sus fronteras a los mer­ caderes extranjeros, pertenecientes a grupos marginales dentro de sociedades me­ nos desarrolladas y menos urbanizadas y a grupos móviles cuya actividad no sirva en modo alguno los intereses políticos de los grandes estados enemigos, Bizancio y los jazares. Estos mercaderes se desplazan dentro del mundo del Islam bajo la vigilancia del «contraespionaje» de los «señores» del correo (baríd). Será precisamente un señor del correo, Ibn Jurdádhbih (en el año 870 era responsable de la oficina central), quien nos deje una descripción precisa de las rutas que utilizaban dos de estos grupos. Si bien los itinerarios resultan, en algu­ nos puntos, inverosímiles e inciertos, es indudable el valor que .tiene este testimo­ nio en su conjunto. Asegura que, sin duda hacia el año 840 (Ibn Jurdádhbih em ­ pieza a escribir en 844), un grupo penetraba en el mundo del Islam, mientras que se autorizaba a otro a atravesarlo en su istmo central con la finalidad de llegar al Océano índico. El primer movimiento lleva, en efecto, a los mercaderes rusos, de raza eslava, desde las «regiones más remotas» (precisamente las de los cazado­ res de la taiga y de la tundra) hacia el mar Caspio a través del Don, el Volga y la capital de los Jazares. Atraviesan el Caspio y desembarcan en la costa del Djurdján desde donde se dirigen, por caravana, hasta Bagdad y allí unos eunucos eslavos les sirven de intérpretes. Otros mercaderes van a Bizancio por el Dniéper y el mar Negro. Todos venden pieles, esclavos (palabra que deriva etimológica­ mente de eslavo) y armas francas (espadas fabricadas cori técnicas superiores), así como sus propios servicios. Estos rusos no hacen, evidentemente, más que prolongar el amplio movimiento hacia el este de los varegos. Se trata, sin duda, de eslavos conducidos por escandinavos e Ibn Jurdádhbih precisa que son cristia­ nos. En otras circunstancias el itinerario dejará de ser comercial para convertirse en ruta de invasión: entre los años 864 y 884, y más tarde en el año 909, en 913, en 943, en 969, y en 1030-1032 los rusos franquearán el Cáucaso o atravesarán el Caspio para atacar el Tabaristán y el Adharbaydján, llegando a ocupar la capi­ tal de este último. Como puede verse, el comercio resulta inseparable del pillaje. Puede observarse que los pueblos turcos del Volga, jazares y búlgaros (estos úl­ timos acuñaron, no obstante, monedas bastante abundantes que imitaban las mu­ sulmanas) no desempeñaron el papel de intermediarios que la geografía parecía reservarles. Este gran movimiento de hombres en compañía de sus mercancías atestigua la irregularidad de las transacciones y su carácter rudimentario lo que está de acuerdo, a fin de cuentas, con los altos precios que se pagan. El movimiento de los judíos «rádháníes» constituye un tema más importante y muchos más discutido por los historiadores, que han llegado a negar la misma autenticidad del texto, convirtiéndose en el núcleo central de un debate. D urante mucho tiempo se ha querido ver en el relato de Ibn Jurdádhbih la prueba de la especialización comercial de la comunidad judía y, en fecha más reciente, la de su supremacía en unas rutas que estaban abiertas a todos. Ambas posturas deben descartarse y, si bien hay que aceptar que ciertos detalles del itinerario indicado por Ibn Jurdádhbih provienen de una «contaminación» con otras rutas, en con­ junto debe admitirse que revela un episodio breve pero significativo. Estos mer­

caderes judíos, políglotas (hablan persa, griego, árabe y las lenguas francas, espa­ ñolas y eslavas) traen de Occidente eunucos, esclavas, muchachos, seda, pieles y espadas. Se embarcan en el país de los francos, en el mar occidental (queda, por tanto, excluida Narbona y debe tratarse de uno de los puertos oceánicos del im­ perio carolingio), franquean el istmo de Suez entre Farám a (la esclusa) y Qulzum (Suez), llegan a los puertos de la península arábiga, al-Djark y Djidda y, final­ mente, a la India y la China. El regreso, en este primer itinerario, lo efectúan siguiendo el mismo camino, provistos de especias y plantas aromáticas. Una va­ riante pasa por Antioquía y llega al Éufrates, a Bagdad y al puerto de Ubulla para acabar en las mismas regiones del Extremo O riente. Una tercera ruta parte de al-Andalus y del país de los francos y pasa por Tánger, el Sús, Ifriqiyá, Egipto y Siria. Finalmente, la cuarta ruta, avanza «por detrás de Bizancio» y por el país de los eslavos, llega a la capital de los jazares y penetra en el mundo islámico por el Djurdján. A través de Balj y la Fargána, llega a China. Es probable que Ibn Jurdádhbih haya unido, en su descripción de las rutas rádháníes, varios segmentos de itinerarios que, en un principio, eran indepen­ dientes. El paso por Marruecos y Túnez parece, de manera particular, haber sido añadido para completar y no se relaciona con el conjunto. Muchos otros elem en­ tos, en cambio, concuerdan perfectam ente con informaciones que tenemos docu­ mentadas por otras fuentes. Hacia el año 825 Luis el Piadoso concedió privilegios comerciales a unos mercaderes judíos llamados D onato, Samuel, A braham de Zaragoza, David y José de Lyon y, de forma paralela, según Ibn Jurdádhbih los rádháníes regresaron «junto al rey de los francos». El hecho de que no se mencio­ ne Alejandría en el itinerario se corresponde con la etapa en la que este puerto quedó relegado por ser la sede de una república de corsarios. El paso de una ruta «por detrás de Bizancio» se encuentra confirmado por la existencia de una hilera de tesoros —en su mayoría algo más tardíos, del siglo x, que contienen monedas sámáníes y búlgaras— en Galitzia y Bohemia. En el año 973 el andalusí al-Turtüshi encontró, en Maguncia, especias indias y dirhemes sámáníes fechados en el periodo 913-915, lo que constituye un buen indicio de la existencia de esta ruta. Queda aún una duda acerca de la apertura precoz del mar Rojo y, de ma­ nera particular, que ésta resultara accesible a grupos minoritarios como los ju ­ díos: observemos, simplemente, que en el año 950 Buzurg encuentra en el océano índico a un mercader judío, un dhimmí, que disfrutaba de la «paz califal» mucho antes que los comerciantes de la Genizá. Puede, por tanto, considerarse que los itinerarios son verosímiles así como aceptar la lista de productos mencionados. Sólo queda por identificar quiénes son los rádháníes. En ellos se ha querido ver a judíos oriundos del mundo musulmán ya que Rádhán es el nombre de un distrito del Sawád, situado al este del Tigris. Esta etimología resulta decisiva y debe descartarse la que recurría al persa Rah-dar (‘el que conoce los caminos1) o la que, de manera fantástica, pretende relacionar a los rádháníes con el Rhodanus o Ródano. Pero el texto atestigua de manera explícita el carácter europeo de estos mercaderes judíos que aparecen como «ju­ díos del rey». No obstante, si aceptamos que este comercio aventurero y marginal tiene un carácter particular y que establece una relación azarosa y atrevida (aun­ que se efectúe con suficiente regularidad como para que el señor del correo llame la atención sobre ella a los secretarios del monarca), puede concebirse que un

nombre de origen iraquí, con el que se designe una familia o una pequeña comu­ nidad, hay sido conservado por un grupo inmigrado o englobado por lá conquista en el imperio franco. Este grupo pudo conservar el uso del árabe y del persa (indicio revelador de la verosimilitud de la hipótesis) y aprovechar su carácter de bisagra o puente y de la indefinición de su estatuto jurídico para lanzar operacio­ nes comerciales que resultan inauditas desde un punto de vista comercial pero que, sin duda y tal como hemos visto, eran bastante normales para los mercade­ res del D ár al-Islám. Puede pensarse, evidentemente, en los judíos de Narbona, reconquistada por Carlomagno, cuyo prestigio se mantuvo muy alto en los siglos sucesivos pero nada lo confirma y las relaciones de los rádháníes con España pue­ den explicarse mediante el itinerario oceánico, mencionado por Ibn Jurdádhbih, que pasaba por Gibraltar. Pero, en su conjunto, la Rádhániyya, que no tuvo su­ cesores, corresponde a la expansión del imperio carolingio. Se extingue con la crisis —invasiones normandas y reanudación de la ofensiva musulmana hacia la Provenza— pero anuncia en gran medida las características del gran comercio del siglo x i: papel de las minorías y del mar Rojo y desarrollo de las rutas sámáníes hacia la India.

Elaboración de un modelo de sociedad El mundo cabbásí nos aparece como el heredero directo del D ár al-Islám om e­ ya. La estructura del mundo antiguo se encuentra aún en pie, la capital absorbe las disponibilidades monetarias que proporciona un aparato fiscal eficaz, el poder permanece indiscutible, tanto el del Estado como el de su clase administrativa, principa] beneficiaría de la redistribución social del impuesto, pero capaz también de aspirar, como por capilaridad, la fortuna y el prestigio de las viejas aristocra­ cias transmitidas por herencia familiar o surgidas de la guerra. Una lista cerrada y jerarquizada, bien delimitada por la memoria de los síndicos de las familias pri­ vilegiadas, pero provista de una apertura que permite el ascenso de los esclavos mediante el parentesco adoptivo. Las luchas de facciones en el seno de los estra­ tos más abiertos y más cambiantes de esta clase privilegiada expresan las tensio­ nes para lograr el poder, o sea la fortuna. La dislocación del ejército árabe y de su aristocracia de grandes linajes deja que compitan entre sí letrados y oficiales. Estos dos grupos están constituidos, por una parte, por los técnicos de la belleza del lenguaje y de la caligrafía y por los administradores fiscales distinguidos y, por otra, por profesionales ambiciosos nacidos en las capas sociales más modes­ tas, más remotas, y en los lugares más miserables: se trata, en último término, de los esclavos turcos y jazares. La competencia y los conflictos no oponen, sin embargo, a los grupos sociales sino a las facciones, que son alianzas móviles y momentáneas. El pueblo musulmán, ahora sólidamente constituido gracias a la conversión masiva y la aculturación de las minorías, unificado por la circulación de la ense­ ñanza y su normalización, parece excluido de la vida política, dominada por la autocracia califal y por el poder real de las camarillas, así como también del po­ der económico. Cabe imaginarse una vida social duramente sometida a la pirámi­ de de las clientelas, agrupadas en torno a las grandes fortunas de la adm inistra­

ción y del círculo de los mercaderes que aprovisiona a la jássa, la élite. Todo da testimonio de esta hegemonía que aparece traducida en imágenes arqueológicas y urbanísticas. No obstante, una realidad social, una conciencia colectiva, un «Is­ lam horizontal» subsisten y rebrotan, hundiendo sus raíces en el modelo surgido de la hégira. La jássa, excesivamente móvil y dislocada por las confiscaciones no puede fundar nada auténticamente estable. La verdadera fuente de toda estabili­ dad sigue siendo el saber y la normalización de la enseñanza multiplica tanto can­ didatos como posibilidades y desestabiliza las fracciones cuya posición parece ad­ quirida de forma definitiva. Las clases populares, cuya filosofía se adapta bien a esta revancha, oponen a esta movilidad las virtudes de la estabilidad y de la hu­ mildad. Sus esperanzas se vuelven hacia la polémica religiosa, el milenarismo y el afecto que sienten por los nobles descendientes de CA1! que sufren en una semiclandestinidad y que estudian las «ciencias religiosas». De este modo la figura del «doctor» gana peso y adhesión por parte de las masas. No aparece sólo como el jefe de partido, sabio, buen filósofo y dispuesto a levantar prontam ente el estandarte de la revuelta y de la pureza. Es, también y cada vez más, un maestro cuyo enraizamiento en la masa se establece gracias al contacto cotidiano, en la mezquita o en su domicilio, con los hijos del pueblo cuya pobreza y dependencia comparte en gran número de casos. La cdm m ay el pueblo bajo que vive sin duda aglomerado y aglutinado en torno a los poderosos del momento, protegido y explotado a la vez, encuentra, no obstante, en la eco­ nomía monetaria, en el mercado, la posibilidad de despegarse y de adquirir una independencia moral que contrastan con la estructura jerarquizada de las tribus de la primera generación de las ciudades islámicas. Al ganar poco, no descubren garantías ideológicas ni fidelidades afectivas en el vínculo que les une a los pode­ rosos. Pueden por ello deslizarse hacia otros señores y, sobre todo, reencuentran su libertad en su adhesión, en un principio tumultuosa y, más tarde, secreta, a las esperanzas revolucionarias. El milenarismo no tiene asignada ninguna misión social si no es la inversión de papeles y la esclavitud de los amos como consecuen­ cia lejana del retorno al modelo egalitario surgido de la hégira. Realmente, no hay modo de salirse de un doble modelo: uno realista, en el que sólo el poder trae consigo la riqueza y en el que el saber es una introducción al ejercicio del poder, y un segundo, ideal, en el que el poder es un servicio que sólo se justifica por el saber. La mirada, el juicio y la valoración de los criterios constituyen, en ambos casos, el privilegio de los doctores.

Capítulo 3 LA FRAGMENTACIÓN DEL MUNDO ISLÁMICO (de finales del siglo IX a finales del siglo X)* Desde el último cuarto del siglo ix hasta finales del siglo xi el Islam conoce un inmenso paréntesis ismá°ilí al mismo tiempo que un despertar de las econo­ mías mediterráneas adormecidas: el fracaso ideológico de la monarquía islámica, apreciable ya en 812, su incapacidad para controlar las relaciones entre el poder central legítimo y el poder de pura fuerza de los generales del ejército, goberna­ dores de provincias, abre una brecha por donde resurge el milenarismo de las masas adictas a la construcción intelectual de los ismá^líes. Oficiales y soldados, rentistas del Estado desde siempre, acentúan su presión y aumentan su sangría sobre los ingresos fiscales; pero sería oponerse al buen criterio querer presentar­ los como «feudales» que hubieran limitado la esfera de acción de una «burguesía urbana». Nada cambia fundamentalmente en el campo, aunque las dependencias se refuerzan conforme a una tendencia plurisecular; en la sociedad urbana se pro­ duce una readaptación. Bajo la hegemonía de los militares y de sus secretarios la posición de los intelectuales se refuerza, conservando firmemente, frente a la fuerza de los emires, un principio de «disidencia» que les une a las multitudes, en cuestiones morales, religiosas y políticas. La importancia del movimiento inte­ lectual destaca además por el ascenso y la acción del partido ismá^lí en búsqueda de una síntesis entre el modelo mediní y la experiencia de la ciencia helénica. Los equilibrios fundamentales no son ni alterados ni rotos; sólo el lento creci­ miento de las zonas occidentales trastorna finalmente - y tard íam en te- la red de rutas comerciales.

* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.

L A DESCOMPOSICIÓN D E O R IE N T E

La guerra civil en la época de Al-Ma3mün, la malograda experiencia de un acuerdo con los cShicíes y de un gobierno del Imperio desde el Jurásán han hecho fracasar las grandes esperanzas de la monarquía islámica; el poder cabbásí, com­ prometido en su lucha por imponer la ideología del Estado, es violentamente con­ testado en Bagdad y su autoridad se basa de hecho sólo en las autonomías que ha concedido a los gobernadores de provincias.

La cabeza ardiente Desde Hárún al-Rashid, Ifriqiyá, en el oeste, posee su propia dinastía emiral de la familia aglabí y sólo proporciona a Bagdad y a Samarra un tributo anual; en el este, desde 820, los hijos y nietos de Táhir son el verdadero soporte de la dinastía cabbásí, ya que, a pesar de que el propio Táhir había mostrado cierta independencia en su inmensa provincia oriental, sus descendientes aseguran la estabilidad y la paz en el Imperio. Desde Nishápúr, su capital, gobiernan el Jurá­ sán, el Kirmán, las provincias sudcaspianas y la Transoxiana donde instalan a los gobernadores de la familia sámání: sin embargo, los desórdenes son constantes: los hijos de Táhir colaboran con el visir de Bagdad en 822 para someter los altos valles de la Transoxiana, posteriorm ente aplastan a los rebeldes járidjíes en el Sistán y luchan contra una rebelión copta o contra las infiltraciones zajdíes en Tabaristán. Por su parte, los calíes intentan aprovecharse del rápido proceso de islamización del Irán para implantar poderes dinásticos sobre las regiones fronterizas des­ de donde poder amenazar el centro del Estado califal: en 834, un breve intento en el Jurásán y otro, después de 864, se apoyan en las dinastías tradicionales de la montaña sudcaspiana del Daylam. Allí se agitan fuerzas que sienten la inevita­ ble evolución del califato hacia poderes descentralizados: Mazyar, un descendien­ te de los antiguos «marqueses» del Tabaristán, se hace musulmán, es recibido por Al-Ma3mün, y formando parte de su clientela regresa como gobernador, con­ vierte a las clases dirigentes, construye centenares de mezquitas y se asegura todo el poder sobre la montaña eliminando a las familias rivales y a su propio clan. Denunciado a Al-Ma’mün en 827 a causa de la opresión fiscal a la que es some­ tida esta región, es, a pesar de ello, confirmado en su autoridad y aprovecha la ocasión que le proporciona la acelerada islamización del Irán y la ascensión al poder de los táhiríes para romper en su propio beneficio con el pasado tribal y establecer un emirato de nuevo cuño: una guardia de 1.200 esclavos mercenarios, un tesoro de 96.000 diñares y 18 millones de dirhemes. El intento, prematuro, fracasa en 839: el ejército capitula sin combate ante un cuerpo de expedicionarios enviado desde Samarra. Esta empresa no tiene ninguna relación con una proba­ ble tradición mazdeísta o comunista: Mazyar saqueó en efecto los bienes de va­ rios de sus enemigos, pero no les atacó en absoluto en cuanto a clase; significó simplemente un ascenso de fuerzas locales. La confusión también aparece entre los táhiríes; el Sistán debe organizarse por sí mismo. Esta vez se trata de un poder insurreccional de origen plebeyo e

iranio, el primero en la historia del Islam en romper escandalosamente con la unidad del Imperio y con las tradiciones tribales, militares y religiosas de la legi­ timidad. Reúne un ejército de voluntarios en torno a Yacqúb ibn Layth, quien se proclama emir del Sístán en 861, somete a los járidjíes y los incorpora a su ejér­ cito, se lanza sobre Afganistán, saquea los templos paganos y conquista las gran­ des minas de plata de A ndaraba. Extiende su poder sobre las provincias táhiríes (Kirmán, Jurásán) y paga generosamente el reconocimiento de sus conquistas por parte del califa Muctamid. La revuelta de los zandjs le permite incluso atacar Bag­ dad, pero es derrotado en las puertas de la ciudad por el regente Muwaffaq. AI morir en 878 su sucesión es asegurada por su hermano cAmr, quien consigue una patente oficial para el Fars, Jurásán, Kirmán, Sistán y Sind a cambio de un tribu­ to de un millón de dirhemes al año, aum entado a 10 millones en 889. Capturado por los sámáníes en 900, cAmr es enviado a Bagdad donde es ejecutado: éste es el final de un poder de pura fuerza, personal, muy hostil a los cabbásíes, sostenido por un patriotismo iranio. Y el recuerdo de su buena administración o de la gloria de sus victorias será esencial en el renacimiento persa que se desarrollará a través de la poesía en la corte sámání y posteriorm ente en Gazna. Estos trastornos no implican el restablecimiento de la autoridad cabbásí; la dinastía carece efectivamente de jefes enérgicos y de generales, con la excepción del regente Muwffaq, apartado del poder supremo, y de su hijo, que aplastará en 896 las rebeliones járidjíes y se enfrentará a los qármatas del Iraq. Muwaffaq había combatido especialmente la principal revuelta del siglo, la de los zandjs, que amenazaba al califato en el mismo centro de su poder, en el Iraq. Al igual que los movimientos persas del siglo precedente, los zandjs expresan las aspira­ ciones de una minoría duramente explotada de poner en práctica el modelo me­ diní en su propio beneficio. Son negros importados como esclavos desde el siglo vu a las marismas que separan KOfa, Wásit y Basora, y utilizados como peones para romper la capa de natrón que convierte en yermo las tierras del bajo Iraq. Sus primeras insurrecciones datan de 689 y su situación, excepcional en el Islam medieval, así como su número (Tabarí habla de 15.000 esclavos), constituyen una fuerza que canaliza la propaganda shN. El debilitamiento de la autoridad califa!, enfrentada con las revueltas, permite a un pretendiente, cAIí ibn Muhammad, de genealogía cambiante y discutida pero reconocido por las tribus beduinas, desen­ cadenar una revuelta servil en 869 que pronto se extiende por toda la región; las ciudades del Ahwáz son ocupadas e incendiadas y posteriormente Basora es des­ truida en 871. El fuerte sentido de solidaridad de los sublevados les permite resistir al ejér­ cito turco de los generales cabbásíes y constituir en las marismas un Estado gue­ rrero, comunidad militar de los zandjs y de sus aliados los beduinos, en torno a CA1Í, quien se proclama mahdi y se rodea de una corte califal, que, sin embargo, no incluye a ningún zandj. El jefe insurrecto acuña moneda y en sus dirhemes aparecen leyendas de resonancia járidjí; construye una capital, Mujtára, con diwáns%hipódromo y talleres palatinos, mientras que la economía del Estado se basa en el botín y la tributación de las regiones sometidas, cuya estructura social no se modifica. En 878 es el momento de máximo esplendor: una colaboración de hecho con los sublevados del Este, contactos no fructíferos con los qármatas y una potencia militar que permite al «señor de los zandjs» atacar la región de

Bagdad y prohibir la peregrinación. Muwaffaq necesitará cinco años y 5.000 hom­ bres para reducir la insurrección; la participación personal del regente y de su hijo en los combates, en los que son heridos, es indispensable para abrir brecha en las murallas de Mujtára en 883. Y sin embargo, no es la desesperación la que guía a la resistencia encarnizada de los zandjs: los combatientes que se rinden son integrados en cuerpos particulares y homogéneos del ejército cabbásí. De esta manera se demuestra el carácter mesiánico de la revuelta, ya que, aunque la base social sea evidente, no oculta que se ha moldeado totalmente en el mundo de la comunidad hegiriana y que sus referencias explícitas al shícismo activista anuncian el vasto movimiento ismá^lí de Iraq y de Siria. Después de la muerte de Muctadid, en 902, la estrecha vigilancia que m antie­ nen los emires y visires sobre los califas hábilmente escogidos por su juventud, por su debilidad, no ofrece oportunidades a la dinastía si no es bajo una sumisión aparente. El califato, único principio de legitimidad en la Dár al-lslám, resulta imprescindible para los poderes transitorios que nacen de la lucha política. Los califas estarán obligados a jugar la cartas de las rivalidades entre emires; los pri­ meros fracasarán: Mutaqí, que buscaba el apoyo de los jefes occidentales, será destituido en 944; Tá3ic, que persistirá en el intento, será destituido en 991. De 991 a 1031 y de 1031 a 1075 tienen lugar los dos largos reinados de Qádir y de Q á’im: protegidos por la amenaza fátimí, que fuerza a los emires buyíes a un acuerdo, se apoyan sistemáticamente en las ascendentes fuerzas rivales de los grandes emires. Reciben así regalos y homenajes de los gaznawíes y posterior­ mente de los seldjüqíes y se preocupan activamente de relacionarse con la opinión tradicional («sunní») en vías de constitución: de este modo, Qádir deja condenar al puritanismo muctazilí, hace maldecir a los ismá^líes y suscribe una profesión de fe que lo une estrechamente a los tradicionalistas. Es cierto que alrededor del califa se reúnen puristas y hombres de religión que sueñan con la restauración de su autoridad, en particular el valiente Mawardi que protesta en 1038 contra la usurpación del título de «rey de reyes» por el emir iranio buyí. Q á3im, fortalecido por este partido, resistirá mucho tiempo a las pretensiones del turco seldjúqí Tugril para acabar aceptando finalmente un compromiso con su sucesor, Alp Arslán, a condición de que su dignidad superior y moral sea salvaguardada. La mo­ narquía islámica, relegada a un papel de árbitro y desde entonces atenta a la opi­ nión formulada por los predicadores, permanece como una amenaza y un recurso al mismo tiempo.

Emires y visires: un constante trastorno Las piezas claves del edificio político de la monarquía islámica siguen siendo el visirato, el ejército y la fiscalidad; pero ahora dejan de estar al servicio exclu­ sivo de la dinastía para convertirse gradualmente en las bases de verdaderos go­ biernos provinciales; sin embargo, estas formaciones políticas no llegan a adquirir el papel de estados periféricos, jerarquizados y, de alguna manera, federales: con la excepción del emirato sámání, no son más que trampolines para conquistar el poder central y la responsabilidad del emir supremo. No obstante, muestran la extrema ductilidad del aparato administrativo y su capacidad para servir eficaz­

mente a las ambiciones de los generales y de los gobernadores de provincia. Estas provincias no se libran de la vigilancia y de la fiscalidad de los dtwáns, pero la ya antigua descentralización de poderes constituye una base financiera y militar que les permite alcanzar el control de la capital y compartir la autoridad del ca­ lifa. En un primer momento, sin embargo, en Bagdad y en Samarra, el visirato se enfrenta a otras fórmulas de gobierno: por ejemplo, bajo Muctasim el visirato está sometido de hecho a un «primer ministro», el «gran cadí» Ahmad ibn Abí Du^ád, que asegura la dirección política e ideológica del Imperio; con Ma3mún, el emir táhirí, poderoso en Bagdad, donde conserva las funciones de prefecto de policía y de gobernador militar, lleva el peso del poder; en el reinado de Mutawakkil, se asiste al retorno de los visires asociados a la familia califal por un lazo de pa­ rentesco espiritual, particularmente a un príncipe o incluso a un califa. Después del episodio revolucionario del asesinato del califa y de la guerra civil entre sus hijos, el visirato, que conoce la intervención de un primer «regente» en la persona del turco Utamish, queda bajo la autoridad del regente Muwaffaq y recupera des­ pués toda su eficacia durante los conflictos entre emires que marcan la primera mitad del siglo x. El visirato se introduce profundam ente entonces en las rivalidades faccionales, siendo el propio visirato lo que está en juego en un largo conflicto entre dos par­ tidos familiares de secretarios: los «escribas nestorianos», pertenecientes a las fa­ milias Banü al-Djarráh y Banü Majlad, y técnicos financieros shNes del linaje de los Banü Furát, cuya adhesión a las sectas extremistas no les impide servir a la monarquía cabbásí ni participar con fuerza en las intrigas a partir de 950. Los conflictos de visires y las rivalidades entre emires aumentan la inestabili­ dad dinástica; impiden una política a largo plazo y agotan la energía de los admi­ nistradores y de los jefes militares en un lucha que parece inútil y fastidiosa. Sin embargo, no hay que olvidar la continuidad de la administración, de los funciona­ rios y de las autoridades administrativas. El aparato administrativo sigue siendo un instrumento sólido, reproducido en los grandes dominios provinciales, en la Bujára sámání, en Gazna, en Shíráz, entre los buyíes, que permite mantener un buen conocimiento de los distritos vigilados - u n a auténtica piel de zapa a causa del reparto de las competencias fiscales en iqtác— y de las técnicas matemáticas necesarias para la fiscalidad: el Kitáb al Háwi proporciona a los secretarios y a los geómetras fórmulas para calcular las superficies fiscalmente imponibles, la base del impuesto territorial, la parte dejada a los cambistas y el precio de las entregas. El poder emiral imitará también al visirato cabbásí: los sámáníes culminan su aparato burocrático con un visir, un tesorero y un jefe de Correos, y conservan igualmente las instituciones rivales del gran chambelán y del comandante del ejér­ cito, mientras que los gaznawíes duplican el visirato organizando una poderosa «Oficina de la revista de Soldados» que verifica las listas y la presencia de los combatientes o paga la soldada. Entre los buyíes, que hacen depender totalmente el visirato del em irato y que no dejan al visir del califa más que la sombra de un poder administrativo, una serie de grandes técnicos, como el poderoso Ibn cAbbád en las provincias persas, llevan a cabo una eficaz gestión. Este último, secre­ tario primero y después ministro, es también un letrado de cultura universal.

Además de sus Epístolas, manual de cancillería y también de política y gobierno (en el que manifiesta especialmente su hostilidad hacia los autonomistas urbanos y el activismo de los «jóvenes», esto es, de la Futuwwa), nos ha dejado numerosas obras de teología muctazilí, de historia, de lexicografía y de gramática, y un diwán de poesías. Los visiratos iranios participan ampliamente no sólo en el renacimien­ to literario persa sino también en el desarrollo de las ciencias en la D ár al-Islám, como Avicena (Abú cAli Husayn, llamado Ibn Siná, 980-1037), hijo de un funcio­ nario sámání de Bujára, filósofo y médico desde su adolescencia, es decir, sabio universal, que escribe sus libros en los momentos libres que le deja su actividad de consejero y de visir de los príncipes buyíes de Hamadhán y de Ispahán. El desarrollo del ejército profesional ha ampliado progresivamente la autono­ mía de los oficiales: la revolución cabbásí ha supuesto el fin del dominio tribal, cuyos equilibrios y conflictos eran regulados por los antiguos modelos del mundo árabe beduino. La constitución de un ejército de profesionales pagados, es decir de una corporación militar unida por un derecho dinástico e ideológico, podría desembocar en un mayor riesgo de conflicto entre los príncipes y el cuerpo de generales procedentes del O riente cabbásí. En cambio, el reclutamiento de con­ tingentes homogéneos permitía jugar con otro «sentido de solidaridad» y prevenir los riesgos de golpes de Estado a causa de la multiplicación de cuerpos del ejér­ cito desunidos y antagónicos. Los turcos, más seguros, mejores guerreros, lingüís­ ticamente aislados de los conflictos religiosos, constituyen desde 830 la base de este nuevo ejército así como su espina dorsal, la caballería pesada, sin tener no obstante la exclusiva en el reclutamiento: árabes de la Djazira, kurdos, esclavos negros de Egipto, hindúes de las fronteras orientales constituyen otros tantos cuerpos, así como los jinetes beduinos y los soldados de infantería persas armados con el hacha y la jabalina. Los daylamíes, superiores en los combates en montaña o en terrenos pantanosos, se eclipsan ante los turcos que introducen nuevas tác­ ticas, como la huida simulada, la infantería montada, el uso del arco a caballo, y acaban con sus rivales en el siglo xi. El peso de este ejército (cuyos efectivos son mal conocidos, entre 50.000 y 100.000 hombres) se ve aum entado por la importancia de las pagas. Éstas, muy elevadas (los ingresos de los distritos fiscales distribuidos que corresponden a un jinete serán valorados entre 1.000 y 1.200 dinares, y a un emir entre 1.300 y 2.000), son además complementadas mediante asignaciones en especie y donacio­ nes con motivo de proclamaciones de califas y de acontecimientos extraordina­ rios, actos que la presión del ejército hace totalmente obligatorios. En conjunto, en la época de Muctadid (892-902), el ejército central necesita 5.550 dinares por día, 2 millones de dinares al año, y se puede valorar en 5 millones de dinares el coste total de la paga de un ejército de 50.000 hombres, es decir, junto con los gastos de armamento y de mantenimiento, casi la mitad del presupuesto del Im­ perio, que en el momento de su apogeo era de 16 millones. La «oficina del ejér­ cito» (Díwán al Djaysh), que llevaba perfectamente sus registros en los que eran anotados los nombres de los soldados, su genealogía y sus características físicas, a fin de evitar los «falsos soldados», tendía a absorber toda la fiscalidad del E sta­ do y a someter a ella las oficinas del fisco; así, entre los gaznawíes, el jefe de la «oficina de la revista de soldados» se convierte en uno de los personajes principa­ les del em irato, y, bajo la enérgica dirección de los emires buyíes, el ejército asu­

me la administración fiscal y territorial, el catastro, la valoración de lps ingresos, y distribuye directam ente las competencias fiscales.

La ciqtác, especificidad del Islam El poder emiral responde a las necesidades del ejército, y en particular del ejército buyí, arbitrando un nuevo tipo de concesión de los ingresos fiscales en la que se ha querido ver un principio de «feudalismo» islámico. Sin embargo, esta nueva ciqtác no tiene nada que ver con el modelo feudal occidental; aunque refuerce, provisionalmente, la autoridad y la influencia de los concesionarios, so­ bre todo de los oficiales turcos, nunca merma el carácter público, estatal, del po­ der, no crea una propiedad hereditaria ni cambia la naturaleza de las relaciones sociales. Recordemos que en el siglo ix la ciqtdc consistía en la distribución de propiedades sujetas a diezmo sometidas a la «oficina de los Dominios»: el titular percibía de los campesinos un impuesto territorial y entregaba un diezmo al Esta­ do; se hacía cargo de los trabajos de irrigación y mejoramiento e incrementaba la diferencia entre su renta y aquellas prestaciones. El dominio permanecía some­ tido al derecho común y su titular sólo podía ampliar su esfera de influencia im­ poniendo una «protección» tarifada, frente al bandolerismo y a los abusos del fisco, a las comunidades rurales vecinas que progresivamente iban entrando en el marco institucional de la aparcería. Los límites de esta «gran propiedad» son evidentes: incluso estabilizada no permite ejercer el derecho de justicia; no goza de ningún privilegio en relación a la ley musulmana, y, sobre todo, no se libra de las reglas de la herencia que la desmiembran imponiendo una difícil reconsti­ tución. Otras formas jurídicas de percepción del impuesto territorial son las que ha propiciado la nueva ciqtác: contratos que conceden a jefes militares o a arrendata­ rios generales la percepción exclusiva de las tasas -s in intervención ni control de las «oficinas»- a cambio del pago de una cantidad fija. Estos contratos, frecuen­ tes sobre todo en las zonas fronterizas, serán sistematizados por los buyíes en el Iraq y posteriormente introducidos en el Irán por los seldjüqíes, bajo la forma de (iqtác de «correspondencia»: el titular, el muqtacy se hace cargo de la recaudación de un impuesto que corresponde en teoría a la paga que le debe el Estado. Toda la renta fiscal del distrito está bajo su responsabilidad y esta competencia escapa del conocimiento y control del fisco, lo que posibilita una presión fiscal máxima. El Estado mantiene la vigilancia -m in u c io sa - del cumplimiento del servicio y no establece relaciones personales, estables e institucionales, entre un oficial y sus hombres: cada militar, simple soldado a caballo o emir, es en efecto titular de una ciqtác que corresponde a su paga. El peso del impuesto territorial junto con la usura, la violencia y la encomendación forzosa, sin duda han contribuido a agravar la situación de los campesinos, que pasan a la categoría de tenentes o de «clientes» jurídicamente dependientes. La asimilación frecuente de los cargos de gobernador, administrador financiero y de muqtac en la persona de un oficial o de un visir crea amplias zonas de autoridad y de explotación de los ingresos fiscales que pueden ser acompañadas de la creación de grandes propiedades. Es­ tos «señoríos» son, sin embargo, inestables: sobreexplotadas y arruinadas, las

ciqtács son devueltas al fisco y no duran más que el tiempo del servicio o de la fortuna del titular cerca del príncipe. Por otra parte, no todo el mundo musulmán conoció esta evolución, que em­ pezó en el Iraq buyí, donde el pillaje ocasionado aceleró las deserciones e impuso a los seldjúqíes una rigurosa revisión. Nizám al-Mulk aplicará la doctrina buyí, pero reservando la ciqtác para los oficiales y sometiéndolos a un intercambio trie­ nal de su competencia a fin de evitar la dilapidación del capital fiscal. El Jurásán sámání y el Irán oriental gaznawí conservan el modo tradicional de pago de la soldada a partir de los ingresos del Tesoro, alimentado por los impuestos sobre el comercio con los países turcos y por el botín de la guerra fronteriza. Los seld­ júqíes extenderán su modelo de ciqtác y en términos generales en el Irán se cons­ tituirán amplios dominios concedidos a los jefes de tribus turcómanas y a los prín­ cipes seldjúqíes. En Egipto, por último, que, con los tülúníes, aparecía como una inmensa ciqtác de nuevo tipo combinada con la concesión de la autoridad guber­ namental, los fátimíes concederán a sus oficiales competencias fiscales sobre las que ejercen una vigilancia constante; paralelamente, en Siria, utilizarán la conce­ sión de rentas fiscales junto a un dominio político y militar para controlar el país. La extensión de la ciqtác señala, pues, en el conjunto del mundo oriental, la preo­ cupación, al mismo tiempo, de efectuar el pago regular y pacífico de las soldadas militares (y de las pensiones administrativas, subsidiariamente) y de descentrali­ zar el poder, obsesión de las dinastías califales primero y emirales después. El ascenso de los militares que se observa en el Estado buyí no conlleva la creación de una pirámide estable y sigue estando relacionado con la suerte de las dinastías, que depende de la autoridad personal y del espíritu de solidaridad del grupo que la apoya. El carácter inestable y revocable del poder de los militares se manifiesta en el desarrollo y en la extinción de las «protecciones» institucionales multiplicadas en la época de los buyíes: es decir, la encomendación concedida a los campesinos frente al impuesto (bajo la forma de una aparcería ficticia, que realmente confis­ caba la tierra, o bien de una simple tasa), al «chantaje» llevado a cabo por los cuerpos de policía a los tenderos y propietarios de inmuebles, o la protección de rutas, concedida, bajo el control del Estado, a verdaderas empresas privadas de seguridad pública, que percibían peajes y tasas. El conjunto de estos ingresos y de las fuerzas que los aseguraban habían permitido el desarrollo de una red de poderes locales, combinados con la ciqtác o independientes, más o menos recono­ cidos por el Estado, que serán marginados y sustituidos tras la invasión seldjúqí. Muy lejos de desembocar en una estructura estable y jerarquizada y de ser coro­ nado por el consenso ideológico, el ascenso de estos poderes choca con la falta de arraigo y con la disidencia de los intelectuales apegados a modelos distintos, califales o mesiánicos, capaces de arrastrar y movilizar a las multitudes.

Buena dirección de los dominios periféricos, los califas bajo tutela La estabilidad, la duración y la paz son las características de las grandes dinas­ tías periféricas que así aseguran el relevo del poder califal: desde 867, Egipto ha sido confiado a Ahmad ibn Tülün, un oficial turco, hijo de un esclavo mercenario

procedente de Bujára. En 872 consigue su independencia financiera y no m antie­ ne otra relación con Samarra que el envío de un tributo de 1.200.000 dinares; resiste al regente Muwaffaq cuando éste obtiene su revocación: Ibn Túlfln se apo­ ya, contra éste, en el califa Muctamid, a quien propone acoger en 882 en su ma­ lograda huida, y no duda en conquistar Siria y las marcas fronterizas. Ya lo ve­ mos, una buena administración y la paz interior no son posibles sin intervenciones constantes en la política califal, que term inan, en el caso de Ibn Tülün, con un armisticio: Muwaffaq le otorga en 884 la investidura por 30 años e impone un tributo de 200.000 dinares, aum entado a 300.000 dinares al año en 893. Egipto es nuevamente reconquistado en 905 y perdido en 936. A nte la presión fátimí, Bagdad reconoce el poder del prefecto de Damasco, un general persa que adopta un nombre principesco, el de Ijshid, título de los antiguos reyes de Fargána. Aunque necesario localmente, para el califa el poder emiral no es más que ün auxiliar incómodo y que pronto se convierte en peligroso; únicamente los sa­ mantes, Ahmad, sus hijos Nasr y Ismá0!!, el hijo de éste último Ahmad, y Nasr II, hijo y sucesor de Ahmad, cuyo reino, concluido en 943, señala el apogeo de la dinastía, no parecen haber tenido la ambición de dominar al califa: dirigen des­ de 900 el conjunto del dominio iranio (excepto el Fars), que administran por me­ dio de sus propios gobernadores turcos. Su administración, basada en el modelo de Bagdad, muestra la facilidad con la que el Imperio crea los órganos de su descentralización: un visir, un gran chambelán, un tesorero, un jefe de correos y un comandante en jefe del ejército con el título persa de sipah-salar, una podero­ sa burocracia bilingüe que gobierna enormes ciudades -Sam arcanda, Bujára y N íshápür- y administra los beneficios de una amplia circulación comercial, pieles de Rusia y de Siberia y sobre todo esclavos turcos. Aunque los sámáníes se han mantenido apartados y no han participado en el conflicto iraquí, éste compromete a tres principales interesados: a los generales turcos de la guardia califal, a los hamdáníes, árabes de la Djazira, y a condottieri iranios del Daylam, el eficaz linaje de los buyíes. Los primeros muestran una ex­ traordinaria capacidad de asimilación y una gran energía, pero no consiguen con­ trolar de un modo estable el califato; son simples jefes militares que se entregan a una rabiosa competencia por el título de «emir de los emires», que constituye desde entonces la base del poder efectivo, pero que no fundan verdaderas dinas­ tías duraderas y capaces de transmitir la autoridad. Únicamente los hamdáníes de la Djazira, árabes, demuestran una capacidad de permanencia que durante 60 años, de 930 a 990, les convierte en candidatos serios al em irato supremo: su integración en el mundo tribal de los beduinos ára­ bes y de los nómadas kurdos les permite canalizar en beneficio propio las energías del «espíritu de solidaridad» de los clanes de la región de Mosul. Después de haber participado en los conflictos de facciones de los años 860-890 en las filas járidjíes, los hamdáníes pasan al servicio de los cabbásíes con sus contingentes tribales. Enriquecidos por sus victorias sobre los kármatas y por el saqueo de Fustát en Egipto, a partir de 930 refuerzan su autoridad en Mosul, antes de recibir el em irato supremo en 942; su jefe toma el nombre de Násir al-Dawla. El ejemplo hamdání demuestra la fragilidad del poder militar: Násir al-Dawla conservará sólo un año la responsabilidad y los beneficios del poder central del que será ex­ pulsado; se retirará a Mosul, aceptando o rechazando el pago del tributo (de 2

a 7 millones de dirhemes) según la relación de fuerzas que le oponga a los buyíes. Las rivalidades entre hamdáníes y los violentos conflictos entre los árabes de la Djazira (algunos de los cuales prefieren la emigración y la conversión entre los bizantinos que la sumisión a los hamdáníes) cortan las alas a los intentos de re­ conquista de Bagdad, mientras que un hermano de Násir, CA1Í, llamado Sayf alDawla, constituye desde Siria a Arm enia una amplia marca fronteriza a la que defiende enérgicamente contra los griegos. De 931 a 967 la guerra «sayfí» con­ vierte a los hamdáníes en los únicos defensores del Islam frente a los esfuerzos de la conquista bizantina, mientras que el califa, Ijshíd de Siria, y los buyíes re­ chazan cualquier responsabilidad. A la muerte de Sayf queda en Siria un princi­ pado hamdání, recortado al norte (pérdida de Alepo, provisional, y de A ntio­ quía, definitiva), que paga tributo a los bizantinos y que dura hasta 1002: es ad­ ministrado por los oficiales de los emires, capitanes turcos y chambelanes esclavos que terminan por hacerse dueños de todo el poder. El caso de los hamdáníes ilustra admirablemente las características del em ira­ to: un poder exclusivamente militar que segrega sus propios órganos de gobierno, su propio visirato, pero también un poder faccional, cuya supervivencia procede únicamente del «sentido de solidaridad» tribal y familiar, que ayuda al califato a neutralizar a sus competidores enfrentándolos. De este modo el califato sobrevive al em irato, que no posee los medios teóricos para sustituirlo; pero demasiado comprometidos en los conflictos entre emires, los príncipes de Bagdad pueden ser asesinados (932), depuestos o cegados (934, 944 y 946). Los buyíes instalados en la capital oprimen a la dinastía cabbásí, pero, a pesar de sus convicciones shicíes, no se atreven a anularla, quizás por temor a verla sustituida por un califato alida más enérgico. Condottieri persas, originarios del Daylam, los tres hijos de Büya, tres oficiales, cogen las riendas del ejército del noroeste del Irán; dueños del Fars en 935, entran en Bagdad en 945 y reparten sus fuerzas siguiendo el principio de una prudente solidaridad. Ahmad recibe del califa un título de regen­ te y lo domina; Hasan gobierna el Fars, quedando la autoridad suprema en ma­ nos del mayor, cAlí-cImád al-Dawla, instalado en Shiráz. Bagdad pierde entonces importancia: sigue siendo una gran metrópoli, pero aislada por las guerras qármatas; centros económicos potentes y rivales se constituyen en Irán, en Rayy, en Nishápür, en Shiráz, que permiten a los buyíes imponer su voluntad al emir de Bagdad: una «confederación» en la que la autoridad familiar pasa de mano en mano. Incluso se ha asistido a una verdadera restauración del Imperio sasánida: título de «rey de reyes», reaparición de las regalía persas, trono, corona, indu­ mentaria, signo astrológico de Leo, inscripción pahleví en las medallas, nombres persas a los príncipes, y en particular, nombres propiciatorios, y por último teoría del doble poder (la profecía a los árabes y al califa; la realeza a los persas). Pero hay una especie de doble conciencia: los símbolos persas son destinados a la corte y al ejército daylamí, mientras que el buyí toma, en las monedas y en la plegaria, otros títulos destinados a la comunidad musulmana; y cuando su nieto, ya con menos fuerzas, arrancará al califa el título de sháh-ansháhy en 1027, se producirá una rebelión. El gobierno buyí pone fin gradualmente a la anarquía: se hacen frágiles acuer­ dos con los hamdáníes, los sámáníes y sobre todo con los kurdos, cuyo desarrollo tribal y nómada multiplica las dinastías locales. Se recobra la seguridad a lo largo

de la ruta del Jurásán y grandes empresas son llevadas a cabo en el Iraq: recons­ trucción de Bagdad, programas de irrigación... Las rivalidades entre príncipes bu­ yíes, cuyos poderes se han multiplicado, y algunas guerras civiles cortas 110 com­ prometen la suerte de la dinastía emiral hasta 1012. En efecto, los dominios reu­ nidos por cImád al-Din en 1040 son considerablemente mermados por el avance de los turcos uguz, guiados por el clan seldjüqí. A la muerte de clmád al-Dín, en 1048, su hijo Cosroes Firúz (observemos los dos nombres sasánidas) toma el título casi impío de «Rey perdonador», al-Malik al-Rahim, pero su poder es una piel de zapa, compartido en 1055 con el seldjüqí Tugril y pronto liquidado por el tur­ co. El califato ha sabido aprovecharse de la oposición entre buyíes, gaznavíes y seldjüqíes para poder sobrevivir: ha adoptado una ideología oficial, ampliamente inspirada en el hanbalismo, que es la principal forma del sunnismo. La «profesión de fe» del califa Qádir, continuada y difundida por su hijo Qá3im, es contraria a la opinión popular shH que habían desarrollado y organizado los buyíes (fiestas en los aniversarios del martirio de Husayn, hijo de CA1Í, y de la designación de CA1Í por el Profeta; gran mezquita shící en Bagdad; constitución de una corpora­ ción de descendientes de Abü Tálib, padre de CA1Í, etc.). Pero, de hecho, es so­ bre todo la desaparición progresiva de los regimientos daylamíes, apartados pri­ mero y después sustituidos por contingentes de esclavos turcos, lo que mina la fuerza militar buyí y pone a la dinastía en las manos de su ejército.

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El Oriente Próximo hacia el año 1000

GAZNAWÍES

La entrada en escena de los turcos Hl ascenso de los emires turcos en el mundo oriental anuncia, en efecto, un po­ deroso empuje migratorio que cambiará la población y la estructura de las provin­ cias iranias: primero, los gobernadores sámáníes de Gazna en Afganistán, Alp Tigin y Subuktigín, constituyen un vasto emirato autónomo que prosigue en las fronteras de la India la guerra santa y las expediciones de saqueo de los templos paganos. Dividido entre los hijos de Subuktigín, este dominio* que incluye el Ju­ rásán, es reunificado por Mahmúd (998-1030) y gobernado con firmeza por Mascüd (1030-1040). Empieza entonces una dinastía emiral como cualquiera otra, que conoce los corrientes problemas de sucesión y cuya fuerza se basa en la capacidad individual de aquellos grandes generales que lanzan ofensivas masivas sobre la In­ dia. No convierten a nadie; se limitan a arruinar los templos (en particular Somnath en 1026) y a exigir pesados tributos cuyas rentas, junto con el fruto de los pillajes, les permiten comprar el reconocimiento del califa, diplomas de legitima­ ción y títulos honoríficos que forman parte de la plegaria y figuran en las monedas y en los tejidos del tiráz. Su administración y su ejército no se diferencian en ab­ soluto de los de los sámáníes, pero son turcos puros, que hablan en turco, a pesar de una profunda aculturación en un medio iranio (en Gazna reciben a poetas per­ sas, entre los cuales está Firdúsí), y su adhesión incondicional a los cabbásíes re­ fuerza el califato y frena el desarrollo del extremismo shH, especialmente del ismá^lismo en el Sind. Ellos darán paso al sunnismo intransigente de los seldjúqíes. El empuje turco, que sin duda es debido a un rápido crecimiento demográfico de los pueblos de la estepa, fue durante mucho tiempo frenado, amortiguado, por las luchas entre tribus y por una inmigración constante y abundante hacia el imperio musulmán de esclavos capturados por los «combatientes de la fe» o ven­ didos por las tribus enemigas. Muqaddasí cifra en 12.000 el número de hombres entregados cada año por los sámáníes al poder califal. Incluso si la cifra es exce­ siva, los ejemplos individuales confirman la importancia de los grandes mercados de esclavos en Isfídjáb y en Shásh (Tashkent), donde Subuktigín es vendido; el oficio de militar esperaba a los niños, mientras que las niñas serían destinadas a los harenes, especialmente el del califa. Sin duda, el cambio se debe a la conver­ sión de las tribus turcas: constituidas en sociedades musulmanas —no sin amplias zonas de paganismo y de sólida conservación de tradiciones consuetudinarias— se han dotado de estructuras políticas más fuertes, emiratos locales y confedera­ ciones tribales. Estos Estados-ejército, en los que curiosamente encontramos cier­ ta resonancia del modelo hegiriano, representan una fuerza militar determinante, animada por una csabiyya tribal y por la bravura, sinceridad y violencia de los tiempos preislámicos. Desde un principio prohíben a las dinastías emirales el re­ clutamiento de sus ejércitos de esclavos y son grandes grupos tribales quienes reemprenden una marcha colectiva hacia el este, llevando con ellos su modo de vida nómada, cuyos débiles recursos imponían la actividad militar como comple­ mento o como actividad principal. En Transoxiana, los qarluq, guiados por ilek jáns (los qarajáníes) de Kashgar y de Khotan invaden Bujára en 992 y se adueñan de ella; en el Jurásán, son turcómanos o turcos uguz, que ya habían estado ante­ riormente al servicio de los gaznavíes e incluso de los buyíes, quienes efectúan una penetración decisiva en 1034.

Guiados por el clan seldjüqí, los hermanos Tugril y Tchagri, constituyen un pueblo numeroso y compacto: en 1040, en la batalla de D andanqan, cerca de Merv, que pone fin al Imperio de los gaznawíes, son unos 16.000 combatientes. Una hábil utilización política del terror (el saqueo de Rayy abre todas las puertas de las ciudades), unas relaciones establecidas con el califa Q á3im y el respeto a los deberes del Islam extienden rápidam ente el poder de Tugril. A unque el califa no se apresura en absoluto en reconocerlo (espera a 1050 para otorgarle un título honorífico y a 1057 para la primera audiencia), el seldjüqí se proclama su cliente y se aprovecha de la situación debilitada del califa para justificar su marcha hacia Bagdad, donde en 1055 entra bajo pretexto de peregrinación. Eliminará sin pro­ blemas a todos sus rivales, que rápidamente se alian a los fátimíes para encontrar un apoyo contra aquél. En 1057 la estrella de los seldjüqíes brilla sobre todo el Oriente: Tugril, «Piedra angular de la fe» y «Poder» (sultán), encabeza un pue­ blo-ejército cuya instalación, pasado el momento de choque, contribuye a la pros­ peridad del Irán; los turcos uguz se implantan en Transoxiana, en Ádharbaydján y en las orillas del lago de Van, de donde expulsan a los armenios. La modifica­ ción étnica de estas regiones será definitiva; introduce en Anatolia un nuevo no­ madismo, y la necesidad de pastos junto con el dinamismo de los turcos ejercerá, desde entonces, una gran presión sobre el Asia Menor. En 1071, el cerrojo bizan­ tino salta inesperadamente en la batalla de M antzikert y la penetración turca se efectúa en masa, sin ningún proyecto preconcebido y en desorden, a través de la península hasta entonces inviolable. En el interior del Islam, los seldjüqíes, enfrentados a continuas revueltas de sus tropas turcómanas, partidarias de una gestión más clásica del poder que el emirato impide, consolidan su autoridad: título de sultán que refuerza al de «rey», adjetivos prestigiosos, matrimonios impuestos al califa (que, sin embargo, se resiste y retrasa sin cesar un reconocimiento que le priva de libertad de manio­ bra y de influencia sobre Tugril), campaña en Irán, donde la Transoxiana es re­ conquistada por Alp Arslán, hijo de Tchagi, y posteriorm ente, de 1073 a 1092, en la época de Malik Sháh (de relevante nombre: «rey» en árabe y en persa), reorganización de la administración por parte de Nizám al-Mulk. Este visir iranio, «tutor» y padre espiritual, átábeg, del califa, ha dejado expuestos los principios de su gobierno en su Siyásat-Námeh (Libro del gobierno), escrito en 1091. En el apogeo de la dinastía seldjüqí, esta colaboración entre el visir persa y el sultán turco señala la realidad de un renacimiento persa literario, lingüístico y, hasta cierto punto, «nacional».

La revancha cultural de Irán Este renacimiento se inscribe, en efecto, en un mundo iranio desde entonces totalmente islamizado: únicamente permanece vivo un frente de conversión diri­ gido por misioneros shffies, como el ismá'ílí Nasir-i Jusraw, autor del admirable relato de viajes Safar-Námeh, militante, filósofo gnóstico y gran escritor persa a la vez. El despertar de la literatura persa no significa ningún tipo de separatismo, sino sólo la afirmación de glorias propiam ente iranias, con, quizás también, algu­ nas reivindicaciones de una supremacía que confirme el ascenso de las dinastías

emirales y la iranización cultural de los gaznawíes y de los seldjúqíes. Primero se lleva a cabo la construcción de una nueva lengua, el neopersa, a partir del dialec­ to persa común, el dari (que había sustituido a la antigua lengua literaria pahleví). Ésta asimila un gran componente léxico árabe y somete «el metro silábico iranio a la prosodia cuantitativa árabe». Algunos poetas, en la corte de los sámá­ níes y posteriormente en Gazna, abren el camino al restaurador de la lengua per­ sa, Firdúsi. Éste, nacido en TQs en 940 de una familia de juristas, se arruina para poder hacer su obra, reuniendo los anales dinásticos y las colecciones de tradicio­ nes orales ya recogidas por el gobernador de Tús, que constituirán la base m ate­ rial de un gran poema histórico. Este Libro de los Reyes (Shdh-Ndmeh) ensalza a los reyes benefactores, a los héroes iranios, entre ellos a Rustam, y también las virtudes de la aristocracia sasánida (pureza, acción, abnegación), desarrollan­ do una historia pesimista, en la que la lucha eterna del bien y del mal evoca la filosofía preislámica, pero acercándose sin embargo al pesimismo general de un Islam que duda profundamente de su porvenir. De su porvenir, pero no de su cultura, ya que la semilla sembrada en aquel prerrenacimiento del siglo ix ha fructificado ahora; las ciencias, maduradas lentam ente en las Casas de la Sabidu­ ría, han alcanzado el nivel de la síntesis; síntesis como las de Abü Bakr al-Rází (muerto en 923), el Razés de los Occidentales, y sobre todo de Ibn Siná (muerto en 1037), Avicena, enciclopedias médicas del saber y de la experimentación anti­ gua y persa en las que Europa basará sus conocimientos sobre la circulación de la sangre, el tejido óseo, las enfermedades contagiosas y la cirugía, hasta el siglo xiv; la óptica de Ibn al-Haytham (muerto en 1039) es también una continuación de las investigaciones del siglo x sobre la luz y constituirá una base que no será modificada hasta Kepler. Curiosamente, por otra parte - o quizás a causa de los problemas militares que hacían inseguro el edificio—, la arquitectura religiosa o civil no ha producido testimonios de una calidad comparable, ya que los dos únicos monumentos excep­ cionales de este período, la mezquita de Ibn Túlún en Fustát (hacia 878-890) y la de Malik-Sháh en Ispahán (hacia 1090), dejan precisamente una importante laguna en la historia del arte. Pero esto sería así si no tuviéramos en cuenta, en cambio, el desarrollo, que ya no cesará, de las «artes menores», como se las suele llamar erróneam ente sobre todo en el Islam más que en cualquier otra área cul­ tural, ya que el tejido, el artesonado, las alfombras, no sirven sólo para la deco­ ración sino que también son objeto de intercambio, de obsequio, de ofrenda, y es su número el que determina la riqueza, más que las casas o los dinares: las maderas esculpidas de Egipto y de Siria representan pequeñas escenas de la vida profana, caza, danzas, conciertos, orgías; los tapices y las alfombras son adorna­ dos con hileras de pájaros y de liebres, también como en Egipto, o con motivos antiguos, trenzas, círculos, óvalos, como en Irán; los tejidos y las sedas llevan dibujos cada vez más complicados, herméticos y simbólicos; la loza es brillante con un fondo pardo o policromo. Todos estos objetos son testimonio desde en­ tonces de una originalidad en la que el peso de Irán y su gusto por lo maravilloso, pero también por el rigor de la coordinación, triunfan indiscutiblemente. En este sentido, los turcos no han hecho más que reforzar el peso de O riente en la D ár al-Islám; fomentan y precipitan las dos fallas que dividen en tres partes al mundo musulmán: la que abrieron los ismá^líes y la que les separa del Oeste.

L a ORGULLOSA s u p e r v i v e n c i a u r b a n a

La crisis del poder califal, desgarrado por las intrigas de los oficiales y de los príncipes o debilitado por la duda sobre la legitimidad de la dinastía, sacudido por las revueltas iraquíes y por el surgimiento de nuevos poderes emirales, impli­ ca una merma constante de la base fiscal del imperio cabbásí. La renta del Iraq disminuye de 100 millones de dirhemes a principios del siglo ix a una cifra que oscila entre 30 y 40 millones en el siglo x; la renta de las provincias de la Alta Mesopotamia cae de más de 10 millones antes de 900 a 3 millones en 959 y a 1,2 millones alrededor de 965. El tesoro califal se ve primero y en mayor medida afectado que la fiscalidad provincial (no se observa un debilitamiento semejante ni en Siria ni en Irán) a causa de las distribuciones de ciqtács. El empobrecimiento de la dinastía se manifiesta en el abandono provisional de la muy elevada tasa de metal precioso de la moneda califal: los diñares, excelentes con los omeyas, los primeros cabbásíes, en Bagdad y en Samarra, ven su ley disminuir de un 96-98 por 100 a un 76 por 100 en la época de Muntasir y se deterioran constantemente con los buyíes, los sámáníes y los gaznawíes (entre un 50 por 100 y un 87 por 100, excepto en Níshápür, sin embargo, donde la ley de la moneda se mantiene), mientras que el sistema de pesos se disloca. El diñar de oro cae de 4,25 gr a menos de 4 gr. No hay que insistir en la importancia de las manipulaciones mo­ netarias, punción fiscal suplementaria de las dinastías débiles. Así pues, parecía que estaban reunidas todas las condiciones para dar nacimiento a una crisis urba­ na que afectaría primero a los grandes centros cuyo nivel de consumo estaba ba­ sado en los ingresos fiscales.

Bagdad: un mundo agitado Sin embargo, la vitalidad del organismo musulmán se manifiesta contraria­ mente, al entrar en el siglo x, mediante una diversificación de las actividades ur­ banas, la altiva supervivencia de las capitales y la multiplicación de los centros comerciales enlazados tanto con la red de abastecimiento de las capitales cabbásíes como con la de circulación de productos. El despertar de la actividad urbana en las costas mediterráneas y las multiplicaciones de capitales bajo el dominio de los fátimíes son un eco de la prosperidad de las ciudades iranias, simbolizadas por Níshápür, a pesar de las continuas guerras civiles, del viraje insurreccional de 860-950 y de los conflictos de facciones que lo prolongan. El éxito de Bagdad llama primero la atención por la incorporación de un organismo económico fuerte y el desarrollo de una verdadera función municipal sobre la antigua ciudad-cam­ pam ento de los califas. En efecto, los mercados de Bagdad desarrollan una producción artesanal de envergadura: los artesanos, que se han establecido cerca de los lugares de consu­ mo, tejedores de Tustar, contratistas de obras, estucadores y albañiles de Mosul, Ahwáz e Ispáhán, contratados por los buyíes. Como en toda producción artesa­ nal, el textil es lo principal en Bagdad: en 985 un proyecto de fijación de precios calcula en un total de 10 millones de dirhemes la producción de sedas y de telas de algodón de la capital. No es, sin duda, extraordinario: según Yácqüb (que es­

cribe en 889), los impuestos locales proporcionaban 12 millones y la renta espera­ da en 985 (un millón) es algo superior a la de los molinos de la ciudad, el impues­ to de consumo más clásico. Pero esto nos muestra que la metrópolis califal ha dejado de ser una mera bomba aspirante: se construirán varios mercados cubier­ tos en Karj para albergar la venta de materias primas textiles; algunos bordadores producen allí tejidos de alta calidad, especialmente los velos para la cabeza (taylásáns). La presencia de los buyíes junto al poder califal multiplica las fundacio­ nes, las construcciones (nuevos mercados, nuevos hospitales, como el de cAdud al-Dawla en 982, habilitado en el antiguo palacio de luid, palacios múltiples) que mantienen la actividad edilicia y los trabajos públicos: los emires conceden la m a­ yor atención a la restauración de los diques del Tigris que protegen a la ciudad de las crecidas. Las descripciones de Bagdad muestran, además, la formidable actividad y el refinamiento de los mercados. En su elogio de la ciudad, Ibn cAqil recuerda el lujo del mercado de pájaros y del mercado de flores. Insiste también en el barrio de las librerías, en el que los intelectuales tenían naturalmente su lugar de reunión y del que conocemos la producción de manuscritos hacia el año 1000 gracias al catálogo de Ibn al-Nadím, el Fihrist. Si estos comercios muestran la difusión de modelos culturales muy modernos (la compra de pájaros y de flores es realmente popular), la presencia de contingentes militares alrededor del pala­ cio emiral de la Dár al-Mamlaka estimula el desarrollo de grandes mercados es­ pecializados (zocos de armas, caballos, heno) que confirman la importancia del consumo del ejército en el crecimiento urbano. El ensanchamiento hacia el este de la capital continúa, aum entando la super­ ficie registrada en el catastro de una manera fantástica: en la época de M uqtadir (908-932) ésta supera las 8.000 hectáreas, pero con amplias extensiones desocupa­ das, jardines (el Harim de los táhiríes, el Z ahtr, vergel califal de 32 hectáreas), inmensos cementerios, campos militares y plazas de armas en la Ciudad Redonda y en Shammásiya, y también ruinas de palacios abandonados. El tamaño desme­ surado de la ciudad llama la atención a los coetáneos: se calculan 1.500 baños, 869 médicos, 30.000 barcos, en 993; 33 mezquitas y 300 tiendas son destruidas en el incendio del Karj en 971, pereciendo 17.000 personas. En esta extensión in­ mensa, las emigraciones desencadenadas por el hambre o simplemente por el au­ mento de precios provocan daños irreparables. El riesgo en Bagdad consistía en quedar dividida en barrios enfrentados, separados por extensiones abandonadas; estos barrios se caracterizaban en efecto por un «sentido de solidaridad» popular muy activo, sunní en Harbiyya, cerca, de la tumba de Ibn Hanbal, en Báb al Táq, en la orilla este; y shN en Karj. Manifestaciones, rebeliones, expediciones de tropas son indicio de este conflicto faccional perm anente. Las dos orillas del Tigris también se oponen: cada una tiene su cadí y su prefecto de policía. Final­ mente, la diarquía califa-emir enfrenta el centro califal, el Dar aUJiláfa, y el pa­ lacio emiral, el Dár al-Mamlaka, construido por el buyí cAdud al-Dawla en 980 en Mujarrim, donde se instalan los mercados militares, cerca de la plaza de armas de las tropas daylamíes. A pesar de las violencias que enfrentan a los partidos religiosos y a los barrios (en 1002, 1007, 1015-1016, 1045 y 1051, 1055 y de nuevo en 1072, 1076, 1082, 1089), en la capital se constituye una conciencia común que forma parte de sus reservas de fuerza. Un patriotismo bagdadí ya se había manifestado ante los ase­

dios de 812-813 y de 865; una colaboración política incluso hace desaparecer, pro­ visionalmente, las oposiciones sectarias y segmentarias en las grandes ocasiones: en 1049 shFíes y sunníes realizan una peregrinación común hacia los martyria de Alí y de Husayn. Y, sin que exista verdaderam ente un cuerpo municipal, dos medios intelectuales preservan la continuidad política: junto a los «secretarios», que hasta la invasión mongol mantienen el eficaz aparato administrativo iraquí, los docentes, los ulemas, constituyen el armazón político y moral de la ciudad. En general son juristas y hombres de partido, pero estaría muy lejos de la reali­ dad considerarlos aislados: su saber y su curiosidad enciclopédicos, demostrado por la extraordinaria diversidad cultural de un Ibn cÁqil, les relaciona con medios sociales muy diversos. Desde H árún, ulemas y poetas, por ejemplo, mantenían sus reuniones en el Mercado de las Librerías, en Shanimásiya. La existencia de partidos, de facciones religiosas y filosóficas asegura, por otra parte, la circula­ ción de las ideas y de la autoridad entre los ulemas y los cuerpos de voluntarios que garantizan la lucha contra los símbolos de la inmoralidad y contra los defen­ sores de la herejía en los barrios. En ausencia de una representación municipal, los universitarios detentan el papel de una autoridad política multiforme en con­ tacto con todos los antagonismos urbanos.

Intelectuales, facciones, «jóvenes» En Bagdad los tradicionalistas hanbalíes asumen la autoridad principal luchan­ do constantemente contra los shffes y los muctazilíes, antes de que Tugril o Nizám al-Mulk instauren nuevas madrasas o casas de ciencia para oponerse a la enseñanza shFÍ. Los grandes momentos de la historia política de la capital son principalmente las controversias religiosas y las abjuraciones: la ejecución del disidente Mansúr al-Halládj, el «cardador de los corazones», el 26 de marzo de 922; la rebelión de 1031 llevada a cabo contra los buyíes por los voluntarios de la guerra santa que desfilan antes de su partida hacia el frente bizantino; la capi­ tulación del cadí Saymari que renuncia al muctazilismo; la rebelión de 1067 contra el muctazilí Ibn al-Walíd; el exilio y la posterior retracción de Ibn cÁqil. La llega­ da de los turcos no cambia en absoluto el dinamismo del hanbalismo y no se les podría atribuir más que un sunnismo somero, militar: Tugril y su visir son tole­ rantes y Nizám convierte a la madrasa Nizámiya, su fundación privada, en un centro de enseñanza jurídica y filosófica en Bagdad. La madrasa, en la segunda mitad del siglo XI, desempeña un papel cada vez más relevante en las ciudades del Islam: empezó siendo hacia 1020, en Irán, un centro de acogida para los sa­ bios que llegaban en busca de las tradiciones, transformándose en un centro de enseñanza, con un cuerpo de profesores retribuidos (basado en el modelo de las cátedras que existían en las mezquitas), colegios constituidos, en fundaciones pri­ vadas por generosos mecenas y estudiantes becarios. Así pues, la madrasa refuer­ za la cantidad y el papel social de los intelectuales profesionales, permite una democratización del reclutamiento y crea, frente al poder, una clase de árbitros y de censores dispuestos a invocar la ley ante los abusos. Un autonomismo urbano parecido al de Bagdad se manifiesta en Irán a través de los conflictos entre facciones. También aquí son los partidos religiosos quienes

asumen frecuentemente la organización y la evolución de la comunidad urbana: en Níshápür, la escuela sháfffi, relacionada con los místicos, se opone a los hanafíes más próximos al niuctazilismo. La lucha entre estas facciones conlleva una alternancia en el seno del poder local, simbolizada por la elección del cadí: éste es hanaff con los sámáníes, sháficí con sus gobernadores, nuevamente hanafí con los gaznawíes. La lucha de facciones, tanto en Níshápür como en Bagdad, es acompañada de alianzas con las dinastías emirales, las cuales financian la cons­ trucción de madrasas, y persiguen y someten a procesos y retracciones a los jefes de los partidos opuestos; esta lucha desaparecerá con los seldjúqíes, que pondrán fin provisionalmente a la rivalidad asegurando el triunfo de los hanafíes y des­ mantelando los colegios contrarios. ¿Esta larga rivalidad esconde acaso antago> nismos sociales? Los místicos se han establecido en el barrio pobre de Manashik y quizás hayan canalizado la hostilidad hacia los poderosos de Híra, residencia de los comerciantes. Sin embargo, esta oposición permanece marginal, mientras que predominan las luchas entre opciones jurídicas y filosóficas hereditarias apo­ yadas por otros tantos partidos plurifamiliares. En Irán, como en todo el mundo musulmán, el desarrollo de múltiples grupos de facciones va acompañado de la decadencia de la autoridad central: en 897, el califato prohibió oficialmente las manifestaciones de los «espíritus de solidaridad» urbanos, que se expresaban mediante conflictos entre ciudades, a nivel provincial Tustar contra Susa, en Ahwáz), entre partes de la ciudad (en Níshápür, Manshik contra Híra) o entre clientelas familiares. Así, en Qazwín, en el noroeste de Irán, dos linajes se repartían el poder local administrando la ciudad, cada uno agrupa­ do en torno a un raJis hereditario. Un tercer poder, el de los grandes propieta­ rios, interviene en su lucha, mientras que las autoridades administrativas y milita­ res delegadas por el emir arbitran los conflictos, intentando evitar que no degene­ ren, respetando el ejercicio corporativo y múltiple de la autonomía municipal. Estas luchas de facciones mantienen partidos armados que intentan restablecer el orden público cuando falla la función de policía. Las milicias de «Jóvenes» (ahdáth) movilizados al servicio de los rcfís locales, pasan fácilmente de un estatuto ambiguo de irregulares, medio ladrones medio vagabundos, al de protectores, que extorsionan a los mercaderes de los zocos y que se alistan en los cuerpos de seguridad urbana y en los de «voluntarios» que acompañan al ejército regular y que incluso pueden sustituirlo. En Qazwín, hacia 970, los «pillos» se alzan contra los «nobles» Dja^arí. La organización de los «Jóvenes» en la ciudad se presenta como una fuerza militar y política muy solidaria. Por otra parte, se inserta en un largo movimiento disidente de «hombres jóvenes», apartados del matrimonio y que viven en comu­ nidades, sin ataduras, en un compañerismo que inquieta a las autoridades; lo en­ contramos en las grandes ciudades desde el siglo vm y participa en la resistencia de Bagdad contra Al-Ma3mún. Las agrupaciones de «jóvenes» se multiplican en la segunda mitad del siglo x, en Irán y en Bagdad, pero también en Siria, donde se unen a la facción antifátimí, y en Egipto, donde aparecen en el seno de la población copta de Tinnis, siendo exterminados por las fuerzas califales tras la denuncia de los notables cristianos. La extensión de grupos de «jóvenes», clase de edad bloqueada por la concentración de las fortunas en manos de las genera­ ciones establecidas, al mismo tiempo que comunidad de excluidos y de depen­

dientes en una sociedad en la que la autoridad se identifica supuestamente con la mayoría de edad y la dependencia con el aprendizaje, se manifiesta incluso en el seno de religiones minoritarias y, sin embargo, fuertem ente estructuradas: los documentos de la Genizá judía muestran la inquietud de los notables ante las facciones y los grupos conflictivos que se constituían en «asociaciones de cam ara­ dería», trastornando la autoridad de los «viejos», de los ancianos. En todas partes son exaltadas las virtudes de los «jóvenes», generosidad, fuerza física, heroísmo y solidaridad: en persa, la palabra que los designa significa «joven héroe». En cambio, la base religiosa de las facciones es cambiante y constituye sólo un em ­ blema, renovado continuam ente pero de carácter general, que cubre los antago­ nismos urbanos.

E l p a r é n t e s i s i s m á c!l í

Durante la crisis de confianza que afecta a la dinastía cabbásí, los movimientos filosóficos y políticos desarrollados a partir del shffsmo original son capaces de presentar una ideología y un programa. Aunque la ideología es compleja, acumu­ lando una cosmología, una interpretación de la historia, también un derecho, como en cualquier movimiento musulmán, y una tradición, una sunna propia, el programa político aparece como un milenarismo sólidamente anclado en una filo­ sofía de la historia, guiada por un «Señor del Tiempo», que permite vivir un A po­ calipsis de Salvación y de Victoria.

Profunda crisis ideológica en el Islam El principal movimiento, el de los ismá^líes o Bátiniyya (‘los del secreto’), posee extraordinarias capacidades de movilización, a pesar de sus incertidumbres teóricas, sus rupturas internas y, finalmente, de su fracaso práctico. No sólo las masas (beduinos iraquíes, bereberes del Norte de África, gente de ciudades y del campo de Iraq y de Yemen) han hecho de sus consignas un símbolo de su indig­ nación contra los poderes injustos, recuperando la inspiración original de la co­ munidad mediní, sino que también hay que destacar la adhesión general de los intelectuales y de los hombres de ciencia a las concepciones filosóficas e históricas de los ismá^líes. En efecto, éstos llevan a la perfección lógica la construcción ela­ borada por los sabios musulmanes en contacto con el pensamiento helénico. Han integrado al Islam las especulaciones cosmológicas de los pitagóricos y de los neoplatónicos en una teoría, no carente de inspiración, que afirma la primacía del saber y de lo racional, pero que implica también una iniciación progresiva a la verdad, dejando cierto margen a los errores políticos y reforzando la hegemonía de los intelectuales sobre el «partido» y posteriorm ente sobre el Estado. El «partido ismá^lí» es propiam ente la realización combatiente del Islam shicí; nace en la atmósfera de la revolución cabbásí y de los conflictos interminables que enfrentan a las camarillas personales de los príncipes calíes, en Bagdad y en Samarra. La seguridad de contar entre ellos con un imán dotado de capacidades sobrenaturales, la dificultad de reconocerlo y la esperanza del súbito retorno de

un mahdi que vengará a los perseguidos, divide el movimiento shicí en numerosos grupos. Y la incertidumbre conduce, finalmente, a la mayoría de sus partidarios a una. adhesión apenas disimulada a los cabbasíes: una teoría de la «ocultación» (gayba) explica la historia pasada y sitúa la esperanza en un horizonte bastante lejano. Doce imanes impecables se han sucedido desde el Profeta; su martirio es la prueba de su sucesión legítima; el decimosegundo, «oculto», invisible, volverá para iniciar la «Era de la Verdad» que precederá al juicio y que permitirá el ajus­ te de las cuentas acumuladas. Sin una adhesión explícita y en una postura altiva y crítica, los shicíes desarrollan el culto a los imanes mártires y a la esperanza del mahdi\ dominan el mundo intelectual y la sensibilidad religiosa, influyen incluso en la dinastía cabbásí, pero apenas actúan. Los grupos activistas, al contrario, uni­ dos en torno al chiismo político tradicional, se consagran a la realización inmedia­ ta del régimen justo, expansión de la justicia sobre la tierra y restablecimiento de la legitimidad de la casa de CA1Í. Pero sus éxitos, aunque no son despreciables, son marginales: emirato del Tabaristán, que durará hasta principios del siglo xn, em irato del Yemen fundado en 897, sólidamente implantado pero aislado. El ismailismo, partido de una camarilla personal, la de Ismá^l ibn Djacfar y de su hijo Muhammad, crecido en la atmósfera de constantes revueltas, realizará una penetración sorprendente mediante una atrevida síntesis: partido com batien­ te, asume el rigor del movimiento shN y atrae a los activistas; movimiento clan­ destino de estructura iniciática es capaz de durar, de renacer de sus cenizas, y de proteger, multiplicando las coberturas, a sus jefes secretos. Sus imanes no son «ocultados» pero sí bien escondidos, tan bien escondidos que permanece la incer­ tidumbre sobre sus nombres y su lista, y que desde el siglo xi sus adversarios han denunciado la no pertenencia de los fátimíes del Norte de África a la familia de cAlí. El primero de ellos, cUbayd Alláh el Mahdi, sería efectivamente descen­ diente de otro linaje, el de Maymún el Oculista, que ha proporcionado «padres espirituales» a los fátimíes clandestinos, representándolos y organizando el parti­ do y los movimientos revolucionarios. Según una antigua fuente, Mahdi sería un imán de este linaje apócrifo, pero que habría adoptado a Q á3im, hijo del imán escondido y calí realmente legítimo. La existencia de estos dos tipos de imanes, los «activos», contingentes y sim­ ples depositarios, y los «silenciosos», permanentes y necesariamente auténticos, ha sido discutida. Aunque no haya sido verificada, intenta justificar la incertidum­ bre de su genealogía, que los fátimíes de Mahdiya y de El Cairo no aclararán nunca en sus circulares secretas a sus afiliados, y la importancia del parentesco místico, relación de educación (la verdadera filiación es la de maestro a discípu­ lo). La designación y la transmisión del imamato, del secreto, predomina sobre la filiación material, insignificante y transitoria a fin de cuentas. Y, por esta cues­ tión, el movimiento se ha desarticulado, efectivamente, repetidas veces. La progresiva introducción de especulaciones neoplatónicas aporta un sentido cosmológico a la historia y a la filosofía política del shfism o ismá^lí; su carácter de totalidad, de «engranaje» necesario, justificaba plenamente la acción revolu­ cionaria, cumplimiento propiamente de la ley del mundo. Culmina entre 961 y 980 con la redacción de las Epístolas de los Hermanos de la Pureza, enciclopedia de todas las ciencias que tiene en cuenta los conocimientos racionales y revelados de la Antigüedad y los somete a un imanismo generalizado. Sin que los ismá^líes

recurran verdaderamente a la metempsicosis, se cumple la transmigración de las almas individuales a lo largo de siete ciclos milenarios, guiado cada uno de ellos por un profeta, A dán, Noé, A braham , Moisés, Jesús, Mahoma y Q á3im, el «re­ surgente». La presencia del imán es, pues, necesaria: está siempre presente y es, entre Dios y los hombres, el vínculo y el testimonio de la ascensión de las almas. En esta filosofía unitaria, en la que todo es un símbolo, la acción es esencial: únicamente el esfuerzo, moral, científico y político a la vez, permite liberar la luz del alma de la pesadez material. Y éste pasa por la iniciación al «secreto» (bátín) y a lo esotérico. Incluso antes de la proclamación de la nueva ley, la acción política pone en práctica una organización clandestina y, sin duda, jerárquica, que ha sido compa­ rada, con acierto, a los grados de la francmasonería y del carbonarismo; en la práctica de la ciudad espiritual las funciones sociales corresponden a las faculta­ des humanas, a las virtudes: el imán «divino», los reyes «verídicos», los jueces «virtuosos» y los artesanos «piadosos y compasivos» encuadran el «pueblo co­ mún» que representa a la razón en potencia. La presencia, real, de trabajadores manuales no significa que ésta sea sólo una máscara de la revolución social: mo­ vimiento escatológico guiado por intelectuales activistas, está únicamente abierto a la presencia y a las aspiraciones de los medios populares. Hasta 899 el movimiento clandestino de los ismácilíes permanece unido bajo una dirección central situada en Ahwáz, después en Basora, y finalmente en los límites sirios del desierto, en la ciudad de Salamiyya. Toma la forma de una «re­ surrección» parecida a la revolución cabbásí y rápidamente tiende a extenderse por el mundo musulmán: un misionero implanta el movimiento en Rayy hacia 877, otro instala un Estado en Yemen en 881 y a partir de allí se extiende a lo largo de las vías comerciales; la misma familia consigue fundar un principado re­ volucionario en el Sind en 883, mientras que AbúcAbd Alláh el Shící convierte a la tribu beréber de los kutáma en 893 y una amplia zona de disidencia se estable­ ce desde 891 en el bajo Iraq, donde los rebeldes, constituidos en comunidades rurales, ponen en común el botín, el ganado y los instrumentos de producción, así como todos los bienes de uso. Estos éxitos fulminantes hacen prever una vio­ lenta ruptura: el jefe de los ismailíes del Sawád y de Kúfa, Hamdán Q aim at, he­ redero de la tradición activista más antigua del shicismo, rompe con el imán clan­ destino cUbayd Alláh, quien pierde también la adhesión del Bahrayn. Por su par­ te, el jefe de los beduinos sirios, unidos al movimiento, proclama mahdi a un misterioso «amo de la camella» y consigue asombrosas victorias en Siria en 902 y 903, y después en Iraq, hasta su muerte en 907. También él ha roto con cUbayd Alláh, quien a duras penas se escapa de ser asesinado al huir hacia el Yemen. A partir de 907 él movimiento continúa en Iraq bajo la dirección de antiguos lugar­ tenientes de Qarm at, que siguen anunciando la llegada de un m ahdi: una gran tarea política y filosófica llevada a cabo por los «misioneros» qármatas de Irán consigue reunir las diversas ramas del movimiento en espera del mahdi. La constitución en Bahrayn de un foco «qármata», donde la esperanza mesiánica se combina con la acción militar, trastorna a todo el Oriente: la era mesiánica, anunciada en 928 según la creencia en las especulaciones astrológicas (conjun­ ción de Júpiter y Saturno), empieza con una expedición contra La Meca en 930, la masacre de los peregrinos y el secuestro de la Piedra Negra. En 931 (año 1500

de la era zoroástrica), convencidos de la cosmología cíclica neoplatónica y contan­ do con bastantes iranios, reconocen al mahdi en un mago de Ispáhán y proclaman el fin de la Era Islámica y su superación. Es un fracaso: habrá que matar al mahdí que pretendía restaurar el culto al fuego. El movimiento qárm ata, desmoralizado, se divide, unos se integran en los cuerpos de mercenarios de los ejércitos de los estados emirales, otros mantienen la esperanza en el m ahdiy en Bahrayn, en una colectividad fuertem ente estructurada, pero sin aliarse más tarde a los fátimíes y rompiendo con el antinomismo que definía los tiempos mesiánicos de 923-931. Al participar con los emires y los turcos en la destrucción del imperio califal, el partido qármata limita su Estado revolucionario a una comunidad de elegidos: hacia 1045, Nasir-i Jusraw lo describirá como un Estado colectivamente propieta­ rio de 30.000 esclavos negros y dirigido colegiadamente por los descendientes de su fundador, un Estado-Providencia, reflejo del comunismo campesino de finales del siglo ix en el Iraq rebelde.

El triunfo de los cal(es fátimíes La explosión de estos movimientos ha modificado, sin retrasarlo, el adveni­ miento del imanato fátimí: el mahdi cUbayd Alláh había preparado su «hégira» al Yemen. La adhesión de los misioneros yemeníes a los qármatas le obligó a realizar una larga y peligrosa emigración hacia el foco niagrebí, entre los Kutáma: es hecho prisionero en 903 y conducido a Sidjilmása, donde sus afiliados le libe­ rarán en 909 después de la conquista de la capital aglabí del Norte de África, Raqqáda. La entrada triunfal del mahdi en 910 señala la realización de las espe­ ranzas mesiánicas, pero el advenimiento de los fátimíes, que toman el nombre de la hija del Profeta, significa la llegada de una dinastía de legitimidad discutida y obligada a revisiones constantes de su doctrina: en la clandestinidad los imanes se consideraban únicamente depositarios del imanato; en 953, Mucizz, para recu­ perar a los grupos disidentes y en particular a los intelectuales adictos a las doc­ trinas neoplatónicas, deberá introducir su cosmología y afirmar que Muhammad ibn Ismá0!! es el Q á3im esperado, considerado como el antepasado de los fátimíes. Estos problemas teóricos reales explican, tanto como las constantes disensiones familiares, las terribles crisis escatológicas del siglo xi. Es difícil explicar la historia entrecortada de los fátimíes sin poner en un pri­ mer plano las impulsiones mesiánicas y ante todo la ambición de una monarquía universal, nunca conseguida sin embargo y posteriorm ente incluso abandonada. Esta dinastía parece ser la de la duda. Todo su comportamiento es, en efecto, ilógico: en 909-969, y mientras el orden se mantenga duramente en el Magrib y en Sicilia, todos sus esfuerzos son dirigidos hacia el este, hacia la conquista de Egipto. En 913 se realiza una primera expedición, seguida en 919, en 921, en 935. Los propósitos ismá'ílíes son anulados por la resistencia del emir iranio, lla­ mado Ijshid. La capital instalada en 920 en una península, Mahdiyya, simboliza la próxima ruptura con el Norte de África y la determinación de llevar la guerra, por tierra y por mar, hacia Oriente. Una activa propaganda contra los cabbásíes y los omeyas de Al-Andalus insiste sobre la legitimidad de una familia destinada a un imperialismo universal, «unida a Dios por un lazo espiritual sólidamente ata­

do»; los fátimíes se presentan como los únicos califas auténticos, los adalidades de la moralidad islámica frente a los emires turcos borrachos y corrompidos; sólo tienen una esposa y viven sin ningún lujo; también aseguran defender los dere­ chos de la religión: en 951 consiguen de los qármatas la restitución de la Piedra Negra. Cuando en 969 el siciliano Djawhar entra por fin en Fustát y funda al año siguiente la nueva capital dinástica de El Cairo, la «Victoriosa», los fátimíes pa­ recen haberse instalado en su situación de jefes de una minoritaria cofradía de iniciación: el aislamiento religioso ismá^lí parece total. Djawhar se ha com prom e­ tido a respetar los ritos y los derechos de los egipcios: una actitud prágmática y tolerante, muy abierta a las minorías cristianas y judías, que no aspira a obtener conversaciones si no es mediante la predicación y la enseñanza. Por otra parte, tras la conquista de Siria frente a los qármatas, el esfuerzo por la guerra cesa: ningún intento serio se realizará para agredir a los cabbásíes ni desalojar a los buyíes. La dinastía vive violentas tensiones internas: Mucizz intenta en 985 rectificar la doctrina y la genealogía fátimíes para evitar las críticas de los qármatas y rea­ firmar el origen calí de la familia. Un conflicto sucesorio marca el fin de su reina­ do, cuando la autobiografía de Djawhar muestra la penetración de las esperanzas y de las creencias populares en el seno de la jerarquía ismáctlí. Exteriormente la dinastía se presenta como la de todos los musulmanes; y, sin embargo, se vale de buen grado de ministros cristianos (después de Ibn Killis, de origen judío pero ismá^lí convencido, es el copto cIsa ibn Nastúrus quien gobierna Egipto). Se des­ gasta por su propio mesianismo y la necesidad de aplazar siempre para más tarde la realización de las esperanzas escatológicas en que se basa su éxito. La tensión estalla con Al-Hákim, «el imán del año 400». Es proclamado en 996 a la muerte de cAziz; este último es el hijo de una cristiana y el sobrino de los patriarcas melkíes de Jerusalén, O reste, y de Alejandría, Arsenios. Es aún un niño y el poder pronto es destrozado y disputado por el jefe de la milicia beréber de los kutáma y el eunuco Bardjawán, del cual Al-Hákim se deshace asesinándolo en el año 1000. La inminencia del cuarto centenario de la hégira (en 1009) comporta actitudes y decisiones aparentem ente incoherentes que reflejan el conflicto inte­ rior que desgarra a Al-Hákim: de 1003 a 1007 restablece las reglas morales tradi­ cionales del Islam, prohíbe la promiscuidad, las bebidas alcohólicas, los gastos inútiles (matanza de bueyes de labranza, por ejemplo, vestidos ostentosos); res­ taura las prescripciones indumentarias contra las minorías. A esta obra de comba­ tiente, de muhtasib, muy popular, se añade en 1005-1007 una violenta propagan­ da sh?0! e ismá^lí, a la que responde la proclamación de un antiguo califa omeya en al-Andalus: inscripciones contra los Compañeros del Profeta, lecciones en la Casa de la Sabiduría, apertura de la secta a las conversiones. En 1008 empieza la persecución contra los cristianos y las otras minorías: confiscación de los waqfs, de la iglesias, y destrucción de los signos externos de las religiones sometidas al Islam, lo que formaba parte de la tradición del muhtasib, suplicio o conversión forzosa de varios altos funcionarios, entre ellos el patriarca Arsenios, tío materno del califa; finalmente, en 400 (1009), destrucción de las iglesias y en particular el Santo Sepulcro en una atmósfera de apocalipsis. Sin duda, el califa y su entorno esperaban del nuevo siglo cambios radicales, la culminación mesiánica de la his­ toria en la abolición de las otras religiones y el retorno a la unidad.

El fracaso de la persecución, que cesa en 1014 y que será parcialmente olvida­ da en 1021 (restitución de los bienes, reconstrucción de los edificios, autorización de la apostaste de los convertidos a la fuerza), posibilita una reactivación de la propaganda shFí. Nuevos iniciados afirman que Al-Hákim sí es el Qá3im, el «re­ surgente» esperado: en un ambiente de rebelión, de 1017 a 1019, y sin que el califa admita el movimiento ni asuma la posición que aquéllos le atribuyen, orga­ nizan una secta en el seno de la dacwa\ la excentricidad del califa, modesto, gene­ roso, imprudente, está sin duda en relación con la afirmación de.su propia con­ fianza en su destino; sus «actos sin motivo» se sitúan en la perspectiva de un sen­ tido oculto e iniciático, pero su costumbre de realizar paseos nocturnos solitarios es también una ocasión para hacerlo desaparecer en 1012. El movimiento ismá^lí y la dinastía fátimí salen malparados de este malogrado apocalipsis: la revolución continúa, pero en la periferia, en Irán, en Yemen, y en la India; en Egipto, los lugartenientes de Hamza prosiguen la predicación y dan origen a la comunidad de los drusos. Por lo que se refiere a la dinastía, ésta entra en letargo, pero no sin un último cisma en 1094 por el problema sucesorio que da origen al extraño ismá^lismo nizárí. La secesión de los misioneros que reconocen como imán legítimo a Nizár con­ duce a la constitución de un Estado-refugio en las montañas del Antilíbano y a la conjunción del tradicional «disimulo» de los sh?cíes con un espíritu de sacrificio extraordinario que permite la consolidación de un distrito independiente alrede­ dor de la fortaleza de Alamüt; los ismá^líes aterrorizan a las filas sunníes median­ te asesinatos teatrales. El linaje del gobernador de Alamüt durará hasta 1256. Sus descendientes dudarán entre varias opciones: continuar con el terrorismo en la perspectiva apocalíptica (dos califas cabbásíes serán víctimas de ello), constituir un mini-califato calí proclamándose descendientes de Nizár (del mismo modo que los fátimíes lo habían hecho con Ismá^l) o adoptar la ley sunní y constituir un emirato periférico. En esta incertidumbre volvemos a encontrar los conflictos en­ tre las esperanzas mesiánicas y las realidades que habían proporcionado una fuer­ te originalidad a los qármatas. Pero estas dudas no han impedido que los nizáríes de Alamüt y de la Siria central continúen perpetrando una serie de asesinatos con tal desprecio por ía muerte que sus enemigos lo atribuían al uso del hachís y los llamaban los cómplices hashishiyya, «asesinos». Contribuyen a deshacer el mundo musulmán, cuya estructura se cristaliza en la personalidad de jefes milita­ res y políticos y en el que los partidos personales y las fidelidades combatientes e intelectuales ocupan todo el terreno en política. Vecinos permanentes de los Asesinos, los cristianos de Tierra Santa comprenderán pronto el interés en buscar apoyo en su jefe, el «Viejo de la Montaña», naturalm ente sin intentar penetrar en su filosofía.

L a r e a p e r t u r a d e l a s v ía s y d e l m a r

El auge de un nuevo tipo de gran jándonos una gran cantidad de restos sión de una nueva función del mundo bia, con múltiples zonas económicas,

comercio mantiene la actividad urbana, de­ arqueológicos y documentales. Es la expre­ islámico: en esta geografía que apenas cam­ se establece un eje mar Rojo-Mediterráneo

orientado hacia Occidente. En efecto, el Occidente -m usulm án y cristian o - es a partir de entonces el motor de una inmensa transformación: en primer lugar, ahora lo veremos, jn u ta d ó n alz^ n d aju s^ u e-d e-u n a-so cied ad rural, tribal y militar ve surgir un mundo urbano com pletamente nuevo, perfectam ente arabizado_s[jno_t.Qtalmentej5lainizadov y .que.¿dQpta. el estilo,.las modas y el refinamiento deJSagdad. Así, las principales relaciones, que conocemos a partir de los archivos de la Genizá de El Cairo, se establecen con destino a al-Andahis, con escala en Sicilia y en Túnez: los productos del consumo musulmán tradicional circulan por el eje Fustát-Mazara (o Mahdiyya)-Almería. Este comercio amplía las estructuras y el área geográfica del Oriente cabbásí sin cambios ni rupturas. Al mismo tiempo integra la acción de nuevos intermediarios comerciales que hacen participar al mundo franco en el consumo y prestigio del Oriente urbanizado y refinado, pri­ mero los amalfitanos y posteriorm ente los mercaderes de las repúblicas marítimas de- la alta Italia.

Reconstrucción de un eje mediterráneo El desarrollo de este tráfico este-oeste reanima un mar desierto, un niar-frontera entre potencias navales, empobrecido por el corso que tenía lugar en los pe­ ríodos de debilidad musulmana, cuando la actividad militar estaba impedida. Este desarrollo tardío del M editerráneo como vía de transporte ha sido propiciado sin duda por el agotamiento de los dos rivales, califas fátimíes preocupados por sus problemas interiores y dispuestos a firmar largas treguas con Bizancio, y em pera­ dores macedonios satisfechos de la reconquista de las marcas sirias y preocupados únicamente en conservar su superioridad estratégica. No conocemos que hayan intentado interrumpir el comercio a lo largo de las costas de la Cirenaica a partir de la Creta reconquistada, siendo sin embargo esta vía especialmente vulnerable. Pero, señalemos también que, en el despertar del M editerráneo, Bizancio y el Islam continúan constituyendo dos mundos aparte, raramente unidos en expedi­ ciones económicas; y su punto principal de contacto es Trebisonda, en la ruta de Arm enia, como lo atestigua Istajrí en 940: allí los musulmanes van a comprar los brocados y otros tejidos de origen griego. La importancia del nuevo comercio m editerráneo es considerable: en el siglo xi se calcula que hay en Fustát una decena de navios por temporada, procedentes de Mazara y del Occidente. Cada uno lleva de 400 a 500 pasajeros, es decir, tan­ tos o más que la caravana que, en ocasión del hadjdj, recorre paralelamente la ruta de Sidjilmása y Q a y r a w á n hasta Fustát, donde se une con la masa de peregrimos de La Meca. La escala siciliana y tunecina redistribuye, en primer lugar, los productos de un intercambio interior entre las dos partes del M editerráneo mu-) sulmán: seda andalusí y siciliana, productos mineros ibéricos, sobre todo cobre( antimonio (el kuhl)y mercurio y también azafrán hispánico, plomo, papel de exce-V lente calidad, algodón siciliano y tunecino a cambio del lino de Egipto, que e s / muy importado a Occidente y cuyo precio de producción (de 2,5 a 4 dinares por cien libras) se duplica en el mercado de Fustát y sube a una media entre 7 y 11 diñares, con máximos de 17,5, en Sicilia y en Túnez. A estos productos se añaden la cerámica egipcia, el aceite, el arroz, el vidrio y, pronto, incluso el vidrio roto

exportado a las vidrierías italianas que imitarán, con un retraso técnico considera­ ble, las producciones egipcias utilizando sus desechos. Hay que añadir también las especias y las drogas de Egipto, de Siria y, evidentemente, los productos en tránsito del Lejano Oriente: Fustát comercializa las sales amoniacales de Wádí Natrdn, la goma adragante del desierto, la nuez moscada, la laca, el brasil y la pimienta sobre todo, cuyo precio se duplica o triplica entre Fustát y la escala si­ ciliana y tunecina, de 18 a 34 dinares y hasta 62 dinares por 100 libras, mientras que Trípoli de Siria exporta el azúcar sirio, la mermelada de rosas o las violetas confitadas. Todos estos productos son, ya lo vemos, mercancías caras y preciosas, y las enormes diferencias de precios cubren ampliamente los riesgos del mar y la eventualidad de un mercado bruscamente saturado. Notaremos la ausencia de productos de masa, cereales, ganado. El impulso del consumo «occidental» con­ tribuye sin embargo a que la producción egipcia de azúcar y de papel adquiera un carácter industrial: mientras que el modo normal de producción artesanal si­ gue siendo el taller familiar o la asociación de varios miembros, la refinería es ya un potente organismo cuya inversión exige un millar de diñares. El desarrollo del comercio amalfitano da una nueva dimensión a este tráfico: mientras que en el siglo ix el sur de Italia, afectado por la expansión militar mu­ sulmana y empobrecido, y también ruralizado y poco consumidor, no parece que haya tenido relaciones comerciales con Egipto ni con la Sicilia hostil, en el siglo x se observa un desarrollo precoz de la Campania; las roturaciones en la penínsu­ la amalfitana y la difusión de la moneda de oro musulmana, el tarín de oro, un cuarto de diñar, de poco peso .y de uso cómodo, van a la par con la aventura comercial: en 871, primer indicio, un amalfitano de Qayrawán advierte al prínci­ pe de Salerno de un inminente ataque aglabí; en 959, existía en Fustát un merca­ do de «griegos»; en el viejo centro de Babilonia, y con el nombre de «griegos» (en árabe Rúm) se denomina a todos los cristianos extranjeros, y, sin embargo, los bizantinos no están presentes en Egipto. En 978, un primer contacto confirma la presencia de un amalfitano en El Cairo, y un texto de Yahya de Antioquía expone que el 5 de mayo de 996, después del incendio de la flota fátimí en el Maks de El Cairo, las tropas bereberes se precipitan sobre «los Rúms amalfitanos», matando a 160; el Dar Manak, la factoría italiana, es saqueada, la iglesia melkita y la iglesia nestoriana son incendiadas, 90.000 dinares de mercancías per­ didas. De este acontecimiento excepcional varios aspectos llaman la atención: la confusión, espontánea, de la gente amalfitanos y bizantinos, que atribuye a los primeros un sabotaje del que evidentemente se benefician los segundos; la pre­ sencia, que parece normal, en Fustát, al sur de la ciudad califal de El Cairo, en el corazón de Egipto, pues, de mercancías y de navios que no son fondeados en los puertos mediterráneos y cuyo escaso tonelaje Ies permite atravesar el delta (sin duda se trata, por otra parte, de crear cerca del palacio califal una factoría forzosa para poder vigilar a los extranjeros y ejercitar un monopolio de compra califal, y que es identificado a este Dár Manak, seguramente el almacén de los Occidentales); finalmente, el desplazamiento hacia el este de las actividades co­ merciales de los amalfitanos, que parecen masivas: 160 muertos significan varias tripulaciones a la vez. Hay que insistir en la precocidad de estos tráficos y en el clasicismo de los intereses amalfitanos: especias y drogas a cambio, seguramente, de productos de la agricultura intensiva que se pone en práctica en este momento

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