El Zen y los pajaros del deseo

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PAJAROS d$l DESEO

Kairos

THOMAS M ERTON

EL ZEN Y LOS PAJAROS DEL DESEO

editorial L/airós Numancia, 117-121 08029 Barcelona

Título original: ZEN AND THE BIRD S OF APETITE Traducción: Rolando Hanglin © by Thomas Merton © de la edición española: 1972 by Editorial Kairós, S.A. Primera edición: Noviembre 1972 Sexta edición: Septiembre 2005 ISBN : 84-7245-308-1 Dep. Legal: B -35103-2005 E.U. Impresión y encuademación: Publidisa

SUMARIO

Nota del A u to r .............................................................

9

PRIMERA PARTE El Estudio del Z e n .................................................. 13 La Nueva Conciencia............................................. 29 Una visión cristiana del Z e n .............................. 49 D. T. Suzuki. El hombre y su o b ra .................... 79 Nishida: Un filósofo Z e n ................................... 89 Experiencia tra sc en d e n ta l................................... 95 El N i r v a n a .............................................................105 El Zen en el arte ja p o n é s ................................... 117 Apéndice: ¿El Budismo niega a la vida? . . . 121 SEGUNDA PARTE Sabiduría del Vacío Diálogo entre Daisetz T. Suzuki y Thomas M e rto n .............................................................

127

Conocimiento e in o c e n c ia ................................... 133 por Daisetz T. Suzuki La reconquista del p araíso ................................... 149 por Thomas Merton Observaciones fin ales............................................. 169 por Daisetz T. Suzuki Observaciones fin a le s............................................. 171 por Thomas Merton P o s tf a c io ..................................................................177 Notas

.......................................................................183

Sin el canto de un ave en la montaña aún mayor es la quietud. PROVERBIO ZEN Guía tu caballo sobre el filo de la espada Ocúltate entre las llamas Capullos del árbol de los frutos florecerán en el fuego Por la tarde sale el sol. PROVERBIO ZEN

NOTA DEL AUTOR

Cuando en algún lugar se pudre la carroña, los pájaros carnívoros vuelan en círculos; descienden. Vida y muerte son dos. Los vivos atacan a los muertos para su propio beneficio. Nada pierden, con esto, los muertos. Salen ga­ nanciosos, tal vez, cuando de ellos alguien se sirve. O por lo menos así parece, si es que debemos considerar esto en términos de ganar y perder. ¿Nos abocaremos al estudio del Zen, entonces, en la creencia de que con ello ganaremos algo? Esta pregunta no pretende constituirse en velada acusación. Pero sin embargo es una pregunta muy seria. Allí donde se albo­ rota en torno a la «espiritualidad», la «iluminación» o simplemente la «puesta en onda», a menudo no hay más que buitres bajando sobre un cadáver. Sus merodeos, su vuelo circular, su descenso, esta celebración de una vic­ toria, en fin, no son lo que pretende el Estudio del Zen, aunque en otro contexto puedan resultar ejercicios de singular utilidad, porque enriquecen a los pájaros del deseo. El Zen nada enriquece. No hay cuerpo alguno que podamos hallar. Las aves pueden acudir y volar en círcu­ los, durante un tiempo, sobre el lugar donde se cree que está en cadáver. Pero muy pronto se marchan hacia otros parajes. Cuando ya no están, aparece de pronto la «nada», él «no-cuerpo» que allí estaba. Este es él Zen. Lo que no ha cesado de estar allí, todo el tiempo, sin que se aperci­ bieran las aves devoradoras de carroña: no es el tipo de presa que ellas codician.

PRIMERA PARTE

EL ESTUDIO DEL ZEN

Mejor es ver su rostro que oír su nombre PROVERBIO ZEN «Nada hay — dice Lévi-Strauss — que pueda ser conce­ bido o comprendido al margen de las exigencias básicas de su estructura.» Se refiere a los sistemas primitivos de parentesco, particularmente al importante papel que en ellos juegan los tíos por parte de madre. Desde un princi­ pio admitiré que los tíos nada tienen que ver con el Zen; no pretendía probar lo contrario. Pero la afirmación es universal. «Nada podemos comprender sin considerar las exigencias básicas de su estructura.» Esto sugiere un cu­ rioso interrogante: ¿Cómo encaja el Zen en los criterios de la antropología estructural? ¿Puede ser «comprendido» desde ese punto de vista? De inmediato se advierte que, probablemente, quepa responder a esta pregunta con un «sí» y un «no». En tanto integra el Zen un complejo social y religioso, en tanto parece vincularse con otros elementos de un sis­ tema cultural, «sí». En tanto que Budismo Zen, «sí». Pero en este caso, lo que se asimila al sistema es el Budismo más que el propio Zen. Cuando consideramos que el Zen es budista, lo dejamos al nivel de una expresión del im­ pulso cultural y religioso del hombre. En tal caso, puede decirse que el Zen posee un tipo especial de estructura dotada de exigencias esenciales, que son exigencias estruc­ turales y, como tales, están al alcance de la investigación

científica; su carácter particular, en fin, puede ser deter­ minado y «comprendido». Estudiado de esta manera, el Zen tiene por marco al contexto de la historia china y japonesa. Se lo describe como a un fruto del encuentro del Budismo hindú, especu­ lativo, con la practicidad del Taoísmo chino e incluso del Confucianismo. Es estudiado a la luz de la cultura de la dinastía T'ang y según las enseñanzas de varias «casas». Se lo asocia con otros movimientos culturales. Se examina su entrada al Japón, así como su integración con la civi­ lización japonesa. Es entonces que llegan a parecer impor­ tantes, incluso fundamentales, muchas cosas relacionadas con el Zen. El Zendo o sala de la meditación. El lugar del Zazen. El estudio del Koan. El traje. El asiento del loto. Los arcos. Las visitas al Roshi y la técnica del Roshi para determinar si uno ha experimentado un Kensho o un Satori, colaborando con estos logros. Bajo este enfoque, el Zen puede contraponerse a otras estructuras religiosas; por ejemplo la del Catolicismo, con sus sacramentos, liturgia, plegaria mental (que ya mu­ chos no practican), devociones, leyes, teología, catedrales y conventos, sacerdotes y organización jerárquica, conci­ lios, encíclicas y, en fin, con su Biblia. Podemos examinar a ambos, concluyendo en que tie­ nen unas pocas cosas en común. Comparten ciertas moda­ lidades culturales y religiosas. Son «religiones». La una, asiática, la otra occidental o más bien judeo-cristiana. La primera ofrece una iluminación metafísica, la segunda una salvación de carácter teológico. Ambas pueden consi­ derarse meras curiosidades, resabios gratos de un pasado que ya no existe, pero que sin embargo podemos apreciar, como apreciamos la escultura de Chartres, la música de Monteverdi o los tesoros del Renacimiento. Aguzando un poco más la investigación, uno llega a imaginar — erró­

neamente — que, puesto que el Zen es simple y austero, se asemeja notablemente al monasticismo cisterciense, que también es, o solía ser, austero. Efectivamente, en ambos casos se saborea la simplicidad, y es posible que los constructores de las iglesias cistercienses del siglo xn, en Borgoña y Provenza, estuvieran iluminados por una especie de instintiva visión Zen de su trabajo, que exhibe en efecto aquellas luminosas pobreza y soledad que el Zen denomina Wabi. Sin embargo, como estructuras, sistemas o religiones, el catolicismo y el Zen hacen tan mala mezcla como el aceite y el agua. Puede esperarse que personas de uno y otro lado, del Zendo y de la universidad, monasterio o cu­ ria, se avengan respetuosa y seriamente. Pero sus diferen­ cias permanecerían intactas. Regresarían a sus respectivas estructuras, se acogerían a sus propios sistemas, tras ad­ quirir suficiente comprensión del rival como para recono­ cer la pasmosa diferencia que los separa. Todo esto será así mientras consideremos que el Zen es, específicamente, Budismo Zen, una escuela o secta búdica que forma parte del sistema religioso conocido por «religión budista». Pero, cuando examinamos más de cerca el caso, en­ contramos que practicantes muy serios y responsables del Zen niegan, primero, que sea «una religión» y luego que se trate de una escuela o secta, rechazando toda inte­ gración dentro de los confines del Budismo y su «estruc­ tura». Por ejemplo, uno de los grandes maestros japone­ ses del Zen, el fundador del Soto Zen, llamado Dogen, ha dicho categóricamente: «Aquel que considera al Zen como escuela o secta del Budismo, llamándolo Zen-shu, escuela Zen, es un demonio». Definir al Zen en términos de sistemas o estructuras religiosas equivale, en realidad, a destruirlo... o más bien a perderlo de vista por completo, pues lo que no puede ser

«construido» tampoco puede sufrir destrucción alguna. El Zen no queda definido dentro de limites precisos, ni está dotado de perfiles característicos o formas fácilmente reco­ nocibles de modo que, a la vista de estas formas tan distin­ tivas y particulares exclamemos: «¡ Helo ahí!». El Zen no se comprende cuando lo alineamos en su propia categoría, separándolo de todo lo demás: «Es esto y no aquello». Por el contrario, Zen es, según las palabras de D. T. Suzu­ ki, «más allá del mundo de los opuestos, construido por el discernimiento intelectual... un mundo espiritual de indiscernimiento que implica un punto de vista absoluto». Sin embargo, estas palabras pueden convertirse fácilmente en una trampa si «discernimos» el Absoluto del no-absoluto en forma occidental, platónica. Por eso agrega de inme­ diato Suzuki: «el Absoluto no se distingue del mundo de la discriminación... el Absoluto está en el mundo de los opuestos y no fuera de él». (D. T. Suzuki, The Essence of Buddhism, Londres 1946, p. 9). De esto se deduce que el Zen se encuentra fuera de todas las estructuras particula­ res y formas distintivas; no se opone a ellas, ni deja de oponerse. No las niega ni las afirma, no las odia ni las ama, no las rechaza ni las desea. El Zen es conciencia no estructurada por formas o sistemas particulares, una con­ ciencia trans-cultural, trans-religiosa, trans-formal. Por lo tanto, en cierto sentido es «vacío». Pero puede brillar a través de este o aquel sistema, religioso o a-religioso, tal como brilla la luz a través de cristales azules, verdes, ro­ jos o amarillos. Si tuviera alguna preferencia, se inclina­ ría por el cristal plano e incoloro, un «simple cristal». En otras palabras, tomar el Zen mera y exclusivamen­ te como Budismo Zen es falsificarlo y, sin duda, delata el más rotundo fracaso en su comprensión. Claro está que esto no significa que no puedan existir los «budistas Zen», sino que éstos sabrán, precisamente porque son hombres

del Zen, la diferencia entre su Budismo y su Zen, aunque consideren que, para ellos, el Zen es la más pura expresión del Budismo. Naturalmente, esto se debe a que el propio Budismo — más que cualquier otro «sistema religioso» — apunta más allá de los «ismos» teológicos y religiosos. Pretende no ser un sistema, presentando al mismo tiem­ po, como otras religiones, una peculiar tentación para los sistematizadores. El impulso real del Budismo va hacia una iluminación que, precisamente, se encuentra más allá de los sistemas, de las estructuras sociales y culturales y del rito y las creencias religiosas, aun aceptando diversas variedades de superestructuras culturales y religiosas sis­ temáticas como la tibetana, la japonesa, la nepalesa, etc. Ahora bien; si reflexionamos un instante comprende­ remos que también en la cristiandad — y en el Islam — existen estas personas declaradamente inusuales que ven más allá del aspecto «religioso» de su fe. Karl Barth fue uno de estos casos: dentro de la más pura tradición pro­ testante, se negó a llamar «religión» al Cristianismo, pro­ clamando con vehemencia que la fe cristiana no podía ser comprendida mientras se la asimilara a las estructuras sociales y culturales. Estas estructuras, pensaba, eran por completo ajenas al Cristianismo y lo pervertían. En el Islam, los sufíes hablan de Fana, extinción del ser social y cultural determinado por las formas estructurales de las costumbres religiosas. Esta extinción da paso a un reino de libertad mística en la que el «ser» se pierde, re­ constituyéndose luego en Baqa: algo semejante al «Nue­ vo Hombre» de que hablaban los místicos cristianos, in­ cluyendo a los Apóstoles. «Vivo — dijo Pablo— pero no soy yo, sino Cristo quien vive en mí». En la iluminación Zen, el descubrimiento del «rostro original de cuando tú no habías nacido» no significa que uno ve a Buda sino que uno es Buda, y que Buda no con­

firma lo que podría esperarse a partir de las imágenes del templo: pues ya no hay imagen alguna, y por lo tanto nada para ver, nadie que lo vea: sólo un Vacío en el cual ni siquiera puede concebirse una imagen. «La verdadera visión — dijo Shen Hui — llega cuando ya no se ve». Esto significa, entonces, que el Zen se halla fuera de todas las formas y estructuras. Podemos servirnos de al­ gunas modalidades exteriores del monasticismo budista Zen, así como de las pinturas de artistas Zen, sus poemas, sus dichos breves y vividos, pero sólo para ayudarnos en nuestro acercamiento al Zen. La peculiar condición del arte chino y japonés de influencia Zen reside en que su­ giere lo que no puede ser dicho y, usando un mínimo im­ prescindible de formas, nos despierta a lo que no tiene forma. La pintura Zen nos dice sólo lo necesario, advir­ tiéndonos sobre lo que no está pero sin embargo está «ahí mismo». La caligrafía Zen, con su delicadeza, dinamismo, abandono y desprecio por lo «bonito» y por el «estilo» formal, nos revela una libertad que no es trascendente en el sentido abstracto o intelectual pero que, empleando un mínimo de forma sin aferrarse a ésta, se emancipa considerablemente de la forma. La conciencia Zen es como un espejo. Dice un moderno escritor Zen: «El espejo carece absolutamente de ego y de preocupaciones. Llega una flor: él refleja una flor; llega un pájaro y él lo refleja. Muestra que un obje­ to bello es bello y que un objeto feo es feo. Todo se revela tal cual es. No hay una mente que discrimina, o una conciencia de sí por parte del espejo. Si algo viene a él, es reflejado; si desaparece, el espejo lo deja desaparecer... no queda huella alguna tras él. Un desprendimiento tal, este estado de no-mente, esta faena auténticamente libre del espejo, se ase-

mejan a la sabiduría pura y lúcida del Buda». (Zenkei Shibayma, On Zazen Wasan, Kyoto, 1967, p. 28.) Esto significa que la conciencia Zen no distingue ni categoriza lo que ve, según criterios sociales y culturales. No trata de asimilar las cosas a estructuras artificialmen­ te preconcebidas. No juzga la belleza o la fealdad de acuerdo a cánones de gusto; aun a pesar de que pueda poseer su propio gusto. Si aparenta juzgar y distinguir, es sólo lo necesario para señalar más allá del juicio, ha­ cia el vacío puro. No se instala en su juicio como si fue­ ra definitivo. No erige estructuras en torno a su juicio, para defenderlo de todos los demás. A esta altura será provechoso reflexionar sobre el pro­ fundo significado de la frase de Jesús: «No juzgues, y no serás juzgado». Más allá de sus proyecciones morales, por todos conocidas, hay una dimensión Zen en estas pala­ bras del evangelio. ¡Y sólo percibiendo esta dimensión Zen resulta plena la claridad del mensaje moral! En cuanto a la noción de la «mente de Buda», no se trata de algo estético, a ser adquirido laboriosamente, algo que «no está allí» y que debemos poner allí (¿dón­ de?) por medio de la asidua frecuentación mental y física de Roshis, Koans y todo lo demás. «El Buda es tu men­ te de cada día». El problema es que, mientras usted se entrega a dis­ tinguir, juzgar, categorizar y clasificar — o aun a contem­ p lar— sobreimprime algo al espejo puro. Usted filtra la luz con un sistema, como si creyera que así mejorará la calidad de dicha luz. Las formas y estructuras culturales están allí, qué duda cabe. No existe nuestra vida sin ellas, ni podemos tratarlas como si no existieran. Pero llega por fin un mo­ mento en que, como Moisés, vemos que, súbitamente, el

espina de las formas culturales y religiosas está en llamas, y se nos llama a marchar sobre él, descalzos y probable­ mente también sin pies. ¿Es el fuego otro que el espino? ¿Más que el espino? ¿O es tal vez más espino que el pro­ pio espino? El Espino Llameante del Exodo nos recuerda extrañamente al Prajnaparamita Sutra: «La forma es va­ cío, el vacío en sí mismo es form a; la forma no difiere del vacío (el Vacío), ni éste de la form a; lo que sea la forma será el vacío, lo que sea el vacío será la forma...» Así tam­ bién las palabras del episodio de las llamas y el espino en el Exodo: «Yo soy lo que soy». Estas palabras van más allá de la afirmación y la negación: de hecho, nadie sabe exactamente lo que significan. Los estudiosos presentan interpretaciones según el espíritu de la época: ora esencialistas — «el Ser Puro sobrevive al Ser en acción» — ora existencialistas: «No te lo diré, de modo que tú a lo tuyo, que no es saber, sino hacer lo que harás la próxima vez que venga a ti». En otras palabras, comenzamos a vislumbrar que el Zen no sólo se encuentra más allá de las formulaciones del Budismo sino también, en cierto modo, «más allá» del mensaje revelado de la Cristiandad, que incluso parece señalar hacia el Zen. Esto es decir que, cuando uno sale fuera de los límites de la religiosidad — o irreligiosidad — cultural y estructural, se encuentra en condiciones de dar con un vacío muy simple, por «nacimiento en el Espíritu» o por mero despertar intelectual: allí todo es libertad, porque todo es la acción inactiva que los chinos llaman Wuwei y el Nuevo Testamento «libertad de los Hijos de Dios». No se trata de que teológicamente sean una sola y misma cosa, sino que poseen en cualquier concepto el mis­ mo tipo de ilimitación, idéntica falta de inhibición, igual plenitud psíquica de creatividad, todo lo cual indica una madurez plenamente integrada, propia del «yo ilumina­

do». La «mente de Cristo» descrita por San Pablo en Filipenses-2 puede hallarse a mundos teológicos de distancia de la «mente de Buda»: personalmente, no me creo auto­ rizado a determinarlo. Pero el tremendo «auto-vaciamiento» de Cristo — así como el auto-vaciamiento que hace al discípulo uno con Cristo en Su kenosis— puede enten­ derse, y ha sido entendido, muy al estilo Zen, en el plano de la experiencia y la psicología. Dicho sea tomando debida nota de las vastas diferen­ cias doctrinales entre Budismo y Cristianismo, y con el mayor de los respetos por las aspiraciones de las distintas religiones: sin confundir la «visión de Dios» cristiana con la «iluminación» búdica podemos decir que ambas tienen en común esta «infinitud» psíquica. Y tienden a describir­ la con lenguajes marcadamente similares. Se habla ora de «vacuidad», ora de «oscura noche», aquí de «libertad perfecta», allí de «no-mente», en fin, de «pobreza» en el sentido de Eckhart y en el de D. T. Suzuki, en otros pasa­ jes de este mismo libro. A estas alturas me parece oportuno confesar claramen­ te que, en mi diálogo con el Dr. Suzuki, mi elección de la pureza de corazón de Casiano como expresión cristiana de la conciencia Zen fue un tanto desafortunada. No cabe duda de que algunos pasajes en Casiano, Evagrio Póntico y otros contemplativos del desierto egipcio sugieren cierto parentesco con el «vacío» del Zen. Pero, en Casiano, la idea de «pureza de corazón», con sus connotaciones plató­ nicas, con su contenido místico o sin él, no tiene aún un carácter Zen porque conserva la noción de que la concien­ cia suprema reside en un corazón distinto, que es puro, y que por lo tanto se encuentra preparado para, e incluso merece, la visión de Dios. Aquí existe, todavía, una percep­ ción acentuada de la conciencia del ser, diferente y sepa­ rada. Meister Eckhart nos da una expresión más plena y

legítima del Zen en la experiencia cristiana. «Para ser mo­ rada digna de Dios — dice — v adecuada a la acción que Dios cumplirá dentro suyo, el hombre debe, también, en­ contrarse libre de todas las cosas y acciones, no sólo inte­ rior sino también exteriormente». Esta es la «pureza de corazón» de Casiano, correspondiente también a la idea de «virginidad espiritual» de algunos místicos cristianos. Pero prosigue Eckhart, declarando que hay aún mucho más: «El hombre debe ser tan pobre como para no ser ni poseer un lugar para la acción de Dios. Reservar un lu­ gar equivaldría a mantener discriminaciones. Tan desin­ teresado y liberado se sentirá el hombre que no sabrá lo que Dios está haciendo en él». «Pues si llega el caso de que el hombre se ha vaciado de todas las cosas y criaturas, de sí mismo y de dios, y si aún halla dios lugar en él para ac­ tuar... no será este hombre pobre con la más ínti­ ma de las pobrezas. Pues no es voluntad de Dios que el hombre reserve un sitio para tus trabajos, ya que la auténtica pobreza de espíritu exige que el hombre se vacíe de dios y de todos sus trabajos de modo tal que, si Dios desea actuar en su alma, él mismo será el lugar sobre el que actuará... (Dios asume, luego) la responsabilidad de su propia ac­ ción y (es) él mismo el escenario de la acción, pues es Dios el que actúa en sí mismo». (R. B. Blakney, Meister Eckhart, a Modern Translation, sermón «Blessed are the Poor», N. Y., 1941, p. 231). A causa de los peculiares problemas que este difícil texto plantea a la ortodoxia cristiana, el editor de la ver­ sión inglesa (Blackney) ha impreso la palabra Dios con mayúsculas, a veces, y en otras con minúsculas. Tal vez, un escrúpulo innecesario. De cualquier modo, este pasaje

refleja la ecuación eckhartiana de Dios como abismo y te­ rreno infinitos (léase Sunyata) muy a la manera Zen, con el verdadero ser del yo asentado en El; he aquí lo que cree Eckhart: sólo cuando ya no queda un yo en tanto que «lugar» para la acción divina, sólo cuando Dios ac­ túa puramente en Sí mismo, recuperamos finalmente nuestro «yo verdadero», que en términos Zen es el «noyo». «Es aquí, con esta pobreza, que el hombre recobra el ser eterno que antes fue, que es ahora y será por siempre jamás». Es fácil comprender por qué aquellos que inter­ pretaron todo esto, puramente, en función del sistema teológico de la época — en lugar de hacerlo de cara a la experiencia de tipo Zen que pretendía expresar— lo en­ contraron inaceptable. Sin embargo, la misma idea, dicha con palabras ligera­ mente distintas por Eckhart, resiste a la interpretación más ortodoxa: Eckhart menciona una «pobreza perfecta» en la cual el hombre se halla desprovisto incluso de Dios, y de «lugar alguno en sí mismo donde pueda Dios hacer su obra»; es decir, que se encuentra más allá de la pure­ za de corazón. «La última y más sublime despedida del hombre se produce cuando, por amor a Dios, él se aleja de dios. San Pablo abandonó a dios por amor a Dios, y se deshizo de todo lo que podría recibir de dios, así como de lo que podría dar, librándose al tiempo de toda idea de dios. Despidiéndose de todo esto, abandonó a dios por amor a Dios, y Dios permane­ ció en él como es Dios en su propia naturaleza — no como persona alguna cree que es — como un estar siendo, como Dios es en realidad, y no ya como algo que debamos alcanzar. Entonces él y Dios fueron uno, esto es, la pura unidad. Así es como uno se

convierte en una persona real para la cual no puede haber sufrimientos, tal como no los hay para la esencia divina». (Blakney, MeisterEckhart, p. 204-5). En este estado de perfecta pobreza, dice Eckhart, uno puede aún tener ideas y experiencias, pero sin embargo está libre de ellas: «(Yo) no las considero mías, para cogerlas o de­ jarlas en el pasado o en el futuro... Yo (soy) libre y estoy vacío de ellas en este momento preciso, en el presente...». (Blakney, Meister Eckhart, p. 207). Más allá del yo que piensa, reflexiona, desea y ama, y aún más allá de la «chispa» mística en el fondo del alma, se encuentra el sublime agente, «a la vez puro y libre como Dios y perfecta unidad, como él». Pues «en el alma hay algo tan estrechamente afín con Dios que ya es uno con él y no necesita ser unido a él». Eckhart prosigue desarrollando esta idea de unidad dinámica con una imagen maravillosa que, aunque característicamente occidental, denota una profunda cualidad del tipo Zen. Este parentesco divino que hay en nosotros es el núcleo de nuestro ser y se en­ cuentra «en Dios» más que «en nosotros», siendo el mis­ mísimo foco del inextinguible goce creativo de Dios. «En esta semejanza o identidad goza tanto Dios que vuelca en ella toda su naturaleza y su ser. Tan grande es su placer, para hacer una comparación, como el que siente un caballo al que se libera en un verde prado, cubierto de césped suave y parejo, para que galope como cualquier caballo haría, a la máxima velocidad que le es posible, sobre el verde: pues ésta es la naturaleza del caballo, y tal su pla­ cer. Así ocurre también con Dios. Es su goce y su frenesí al descubrir la identidad, porque siempre

puede volcar en ella toda su naturaleza: él mismo es, pues, esta identidad» (Blakney, Meister Eck­ hart, p. 205). Desde el punto de vista de la lógica, este desarrollo poé­ tico carece directamente de sentido, pero, como expresión de una percepción inexpresable del mismo núcleo de la vida, resulta incomparable. Inciden talmente, nos muestra cómo entendía Eckhart la doctrina cristiana de la crea­ ción. Admitía la separación entre criatura y Creador, pues este «Algo está aparte y es extraño a toda la creación». Sin embargo, la distinción entre Creador y criatura no quita que exista, también, unidad básica en nosotros, hacia la cúspide de nuestro ser, donde somos «uno con Dios». De identificarnos exclusivamente con esta cúspide, se­ ríamos otros y no ya los que experimentamos ser, pero también mucho más verdaderamente nosotros de lo que somos actualmente. Así, dice Eckhart: «Si uno fuera ínte­ gramente esto (es decir, este «Algo» o «Unidad») sería no sólo no-creado sino también distinto a toda criatura... Si yo me hallara en esta esencia, aun por un instante, no otorgaría a mi personalidad terrenal más importancia que a un gusanillo del estiércol» (Blakney, Meister Eckhart, p. 205). Debemos acotar inmediatamente, empero, que en esta sublime unidad descubrimos, por fin, la dignidad e importancia de nuestro simple «yo terrenal», que no exis­ te fuera de ella, sino en y por ella. La tragedia reside en que nuestra conciencia se encuentra totalmente alienada de este fondo recóndito de nuestra identidad. Y, en la tra­ dición mística cristiana, este extravío interno y esta alie­ nación constituyen el verdadero contenido del «pecado original». Todo esto se aproxima notablemente a las expresiones que hallamos por doquier entre los maestros del Zen. Pero

se define como puramente cristiano en cuanto, como dice Eckhart, es precisamente en esta pura pobreza por la cual uno ya no constituye un «yo», donde se recupera la autén­ tica identidad en Dios: esta última es el «nacimiento de Cristo en nosotros». Curiosamente, pues, para Eckhart, cuando perdemos nuestra identidad religiosa y cultural, especial y separada — el «yo» o «persona», sujeto de vir­ tudes tanto como de visiones, que se perfecciona por las buenas acciones y progresa en la práctica piadosa — Cristo nace por fin en nosotros, en el sentido más eleva­ do. (Eckhart no niega la enseñanza sacramental del naci­ miento de Cristo en nosotros por medio del bautismo, pero le interesa algo más plenamente desarrollado). Obviamente, se consideró que estas enseñanzas de Eck­ hart eran muy perturbadoras. Su gusto por la paradoja, su deliberado uso de expresiones que ultrajaban las suscep­ tibilidades religiosas convencionales, con el objeto de que su audiencia despertara a una nueva dimensión de expe­ riencia, lo dejaron a merced de los ataques de sus enemi­ gos. La Iglesia condenó oficialmente algunas de sus ense­ ñanzas ; muchas son reinterpretadas, ahora, por los estu­ diosos, en un sentido plenamente ortodoxo. Pero no es esto lo que aquí nos concierne. Podemos apreciar mejor a Eck­ hart por lo que, realmente, era mejor en é l: y esto no se halla en el marco de referencia de un sistema teológico sino fuera de él. En todo lo que Eckhart intentó decimos —fueran sus términos familiares o sorprendentes— había una referencia a algo que no puede estructurarse, que no puede acomodarse dentro de los límites de sistema algu­ no. No deseaba construir una nueva teología dogmática, sino dar expresión a la gran renovación creativa de la conciencia mística que alentaba por aquel entonces en los Países Bajos y la región renana. Examinado en función del marco de referencias de una estructura cultural y religio­

sa, Eckhart intriga, sin duda alguna; pero es probable que así perdamos contacto con lo que en verdad decía, desviándonos hacia temas laterales. Si lo comparamos con aquellos maestros del Zen que, al otro lado del planeta, pronunciaban, como él, deliberadamente, expresiones en extremo paradójicas, destacaremos, en él, un tipo de con­ ciencia idéntico al del Zen. Sea lo que fuere esto último y cualquiera la definición que uno elija, está presente en Eckhart, de una u otra manera. Pero no se trata por ello de definir el Zen a priori, aplicando luego la definición a Eckhart y a los maestros japoneses. El verdadero estudio del Zen consiste en penetrar una concha exterior para paladear la pulpa interna, que carece de definición. Sólo entonces comprende uno, en sí mismo, la realidad de que estamos hablando. Como dice Eckhart: «Para que salga fuera lo que está dentro, debe­ mos abrir la concha, pues cuando tú quieres coger la pulpa.no tienes más remedio que romper su en­ voltura. Y, por tanto, si deseas descubrir la desnu­ dez de la naturaleza debes destruir sus símbolos, y cuanto más lejos llegues en esto, más cerca ven­ drás a su esencia. Cuando arribas al Uno que den­ tro de sí reúne todas las cosas, ahí te quedas». (Blakney, Meister Eckhart, p. 148). La perfecta síntesis en un Mondo Zen: Dijo a su discípulo un maestro Zen: «Ve y tráeme mi abanico de cuerno de rinoceronte». Discípulo: «Lo siento, maestro. Está roto». Maestro: «Pues vas y me traes el rinoceronte».

LA NUEVA CONCIENCIA

Me gustaría dar comienzo a esta exposición con una declaración simple y tranquilizadora, sin sombra de duda o ambigüedad: la renovación cristiana ha terminado por producir una amplia apertura de los cristianos hacia las religiones asiáticas, según las palabras del Vaticano para «conocer, preservar y promover los bienes espirituales y morales» que ellas contienen. Pero no es tan fácil. En algunos aspectos, los cristianos progresivos jamás han estado menos dispuestos a esta clase de apertura. Es cierto que aprueban todas las formas de comunicación y diálogo ínter-religioso, en teoría. Pero la nueva Cristian­ dad secular y «post-cristiana», que es activista, antimís­ tica, social y revolucionaria, tiende a dar por ciertas las concepciones marxistas que condenan a la religión como opio de los pueblos. De hecho, estos movimientos propo­ nen una suerte de arrepentimiento cristiano en este sen­ tido, buscando, con llamativo fervor, demostrar que ellos ya no venden opio. En cambio, puesto que poco y nada saben de las religiones asiáticas, y asociando de alguna manera el opio con Asia — \ Gracias al conveniente olvido de que fue Occidente quien introdujo el opio en China por medio de una guerra! — se siguen contentando con los viejos clichés sobre «el Budismo que niega la vida», «la contemplación egoísta del propio ombligo» y el Nir­ vana, esa especie de trance drogadictivo.

El propósito de este libro no es polémico; pero si lo fuera me sentiría obligado a salir en defensa del Budismo contra estos prejuicios absurdos y jamás revisados. Esta­ ría tentado de señalar, por ejemplo, que una religión que prohíbe quitar cualquier vida, sin necesidad absoluta, mal puede ser calificada de «anti-vida» (ver el Apéndice), agre­ gando que resulta ligeramente extraña esta acusación en labios de gentes que, invocando a veces el nombre de Cristo, están arrasando un pequeño país asiático por me­ dio de napalm y dinamita, con la decidida intención de reducir regiones enteras de aquella tierra al estado de to­ tal ausencia de vida en cualquiera de sus formas. Pero, repito, éste no es un libro polémico. Por supuesto, hay muchos cristianos que tienen per­ fecta conciencia de que hay cosas que aprender del Hinduismo, el Budismo y el Confucianismo, y particularmente del Yoga y el Zen. Entre ellos se cuentan los pocos jesuítas del Japón que han tenido el coraje de practicar Zen en mo­ nasterios Zen, así como los cistercienses japoneses, que se interesan por el Zen desde sus propios monasterios. Tam­ bién hay benedictinos americanos y europeos que exhiben un interés más que académico en las religiones del Asia. Hay problemas, sin embargo. Tanto los cristianos con­ servadores cuanto los progresistas recelan de las religio­ nes orientales, por distintas razones. Los conservadores porque creen que todo el pensamiento religioso asiático es panteístico e incompatible con la creencia cristiana en Dios como Creador. Los progresistas, a su vez, están per­ suadidos de que todas las religiones asiáticas son pura y simplemente evasiones que niegan el mundo y promueven el trance, sistemáticos repudios de la materia, el cuerpo, los sentidos y demás, con el resultado final de que resul­ tan pasivas, quietistas y retrógradas. Esto forma parte del mito general de Occidente sobre el Oriente misterioso,

del que se supone que vegeta desde tiempos remotos en una serena muerte psíquica, sin esperanzas de ningún tipo de salvación, a excepción del Oeste dinámico, pro­ gresista, creativo, afírmador de la vida. Ahora bien; es cierto que a las civilizaciones de la India y China — y de otras regiones del Asia — les ha resultado imposible lidiar con el colonialismo occidental sin recurrir a algunos métodos aprendidos del propio Occidente. Y cier­ to es, también, que el mundo entero se encuentra en plena revolución cultural y social, con epicentro actual en Asia. Finalmente, la propia revolución cultural china es uno de los repudios más radicales y brutales de la antigua heren­ cia espiritual del Asia. Todos estos hechos, muy conocidos, agregan peso a las ideas que prevalecen en el Oeste sobre el «misticismo asiático», al que en el mejor de los casos se califica de sistemático suicidio moral e intelectual. La moda occidental, bastante desconcertante, de ex­ plorar la experiencia religiosa asiática, no convence a los cristianos progresistas de que algo bueno pueda salir de todo esto. Hippies, beatniks y otros tipos de ese estilo han obtenido un envidioso respeto por parte de los cristianos, que ven en ellos unas sectas casi escatológicas; pero no son sus tendencias místicas lo que ha seducido al cristia­ no progresista. La influencia de Barth y la Nueva Ortodo­ xia (entre los protestantes) junto al renacimiento bíblico que florece por doquier, es, probablemente, muy impor­ tante, dentro de estas inclinaciones antimísticas. Al mismo tiempo, no debemos generalizar. Un teólogo de la «Muerte de Dios» como Altizen demuestra encon­ trarse no sólo bien informado sobre el Budismo, sino también atraído por él. Por esto es que nada definitivo podemos decir sobre la actitud de los nuevos pensadores cristianos hacia el Hinduismo, el Budismo o el Zen, considerado este últi­

mo, tal vez, como forma «extrema» de la negación asiáti­ ca de la realidad. La postura generalizada de recelo, des­ confianza y rechazo se basa en la ignorancia. Este ensayo no se referirá tanto al Zen cuanto a la propia conciencia cristiana, y a la evolución reciente que ha tornado a la Cristiandad de nuestros días, activista, secular y antimística. ¿Es la nueva conciencia, realmente, un regreso al primitivo espíritu cristiano? ¿En qué se di­ ferencia del estado de conciencia que se ha mantenido aproximadamente invariable desde Agustín hasta Maritain, en el Catolicismo occidental? Hasta hace poco se suponía que la experiencia de los primeros cristianos era aún accesible a los cristianos fer­ vorosos de nuestros días, en toda su pureza, siempre que ciertas condiciones fueran satisfechas a conciencia. El mo­ derno cristiano — se pensaba — sentía esencialmente lo mismo que el de los tiempos apostólicos. Si existían va­ riantes, se debía sólo a ciertos accidentes de la cultura y a la expansión de la Iglesia en el tiempo y en el espacio. Los estudiosos modernos han objetado severamente esta creencia. Han planteado el problema de la radical discontinuidad entre la experiencia de los cristianos pri­ mitivos y la de las generaciones posteriores. Los prime­ ros cristianos se experimentaban a sí mismos como hom­ bres «de los últimos días», recién creados en Cristo como miembros de su nuevo reino y a la espera de su inminen­ te regreso: estos hombres provenían enteramente de la «vieja era» con todas sus preocupaciones. Sentían una nue­ va vida de liberación «en el Espíritu» y la perfecta liber­ tad de hombres que todo lo reciben de Dios como puro don, en Cristo, sin otra responsabilidad hacia «este mun­ do» que la de anunciar alegremente el inminente «resta­ blecimiento de todas las cosas en Cristo». En una pala­ bra, estaban preparados para ingresar al reino y ser tes­

tigos de la nueva creación dentro de los días de su vida. «¡Dejad que venga la Gracia — decía el Didache — ... y dejad que pase este m undo!» Estos elementos aún están presentes, por supuesto, en la teología cristiana. Pero el desarrollo de una nueva di­ mensión histórica del cristianismo alteró radicalmente la perspectiva y también, por lo tanto, la experiencia por la cual estas verdades de la fe son aprehendidas por los cristianos en tanto que individuos y en tanto que comu­ nidad. Con ayuda de conceptos tomados de la filosofía he­ lénica, estas ideas escatológicas cobraron una dimensión metafísica. Estas verdades de la creencia cristiana comen­ zaron a experimentarse «estáticamente» y no ya en forma dinámica, y de aquí que, por responder a la intuición me­ tafísica, evolucionaron hasta el nivel de experiencias mís­ ticas. Cuando se descubrió que la Parusía (venida del Cris­ to) había sido desplazada al futuro, el martirologio se convirtió en un camino directo de entrada a su reino, aquí y ahora. La experiencia del martirio fue, de hecho, para muchos de los mártires, una experiencia mística de unión con Cristo en su crucifixión y resurrección, como en el caso de San Ignacio de Antioquía. Luego del período de los mártires, los monjes y ascetas buscaron la unión con Dios a través de sus vidas de soledad y auto-negación, que justificaban, filosófica y teológicamente, recurriendo a ideas helénicas y orientales. Por esto, el sentido existencial del encuentro cristiano con Dios en Cristo y en la Iglesia, en tanto que acontecimiento (señalado por la di­ vina providencia, gracia pura) se convirtió cada vez más en una experiencia de estado, esto es, estabilizada: la con­ ciencia cristiana ya no giraba en torno a un evento sino a la adquisición de un nuevo status ontológico, o «nueva naturaleza». Se llegaba a experimentar la Gracia no como

El Zen y los pájaros dél deseo acto de Dios, sino de resultas de una naturaleza divina compartida por «filiación de Dios» y, en última instancia, por «divinización». Esto evolucionó finalmente hacia la idea de los esponsales místicos con Cristo o, en términos del misticismo ontológico (Wesenmystik), hacia una ab­ sorción en la Divinidad, a través del Verbo y por acción del Espíritu. Aquí no disponemos de espacio para desarrollar este análisis crítico histórico o para evaluarlo. Lo que impor­ ta es el interrogante que plantea: el problema de un giro radical en la conciencia cristiana, y por lo tanto en la experiencia que para el cristiano representa su propia vinculación con Cristo y la Iglesia. Desde muchos ángulos se examina esta cuestión en los círculos católicos, a partir del Concilio Vaticano II. Está implícita en nuevas explo­ raciones de la naturaleza de la fe, en nuevos estudios de Eclesiología y de Cristología, así como en la liturgia mo­ derna; en todas partes. A los católicos conservadores los perturba este cuestionamiento de las categorías acepta­ das. Los progresistas tienden a reaccionar enérgicamente contra cualquier conciencia metafísica y aún mística, cali­ ficándola de «no-cristiana». La estabilidad metafísica de esta antigua concepción, que a lo largo de los siglos se ha vuelto tradición, era segura y tranquilizadora. Más aún, estaba inseparable­ mente ligada a un concepto estable y autoritario de la es­ tructura jerárquica de la Iglesia. Volver a una Cristiandad más dinámica y carismática — como, según se afirma, era la primitiva — fue lo que, esencialmente, hicieron los pro­ testantes, en su ataque contra aquellas viejas estructuras, que dependían de una perspectiva estática y metafísica. Esto lo han comprendido ya los católicos más radicales, que tal vez se complacen utilizando una terminología fluida y elusiva, calculada para producir el máximo de

ansiedad y confusión en las mentes menos audaces. Este dinamismo cuestiona todo lo estático y aceptado, y gana eventualmente las primeras planas de la prensa, pero no siempre pueden tomarse muy en serio sus resultados. De todos modos, esto afecta al problema del misticismo cris­ tiano, especialmente católico, en su conjunto. Identificado el misticismo, sumariamente, con la experiencia cristiana «helénica» y «medieval», es rechazado una y otra vez como no-cristiano. El nuevo católico radical tiende a efec­ tuar esta identificación. Se invita al cristiano a repudiar toda aspiración a la unión contemplativa personal con Dios y a una profunda experiencia mística porque ésta es una infidelidad hacia la verdadera revelación cristiana, un sustituto humano para la palabra salvadora de Dios, una evasión pagana, un escape individualista de la comunidad. En este contexto, también los diálogos cristianos con las religiones orientales — particularmente con el Hinduismo y el Zen— son considerados como altamente sospecho­ sos, aunque, naturalmente, siendo el concepto de diálogo tan «progresista» no cabe atacar de frente. Podríamos señalar aquí que el término «ecumenismo» no fue escogido pensando en el diálogo con los no-cristia­ nos. Hay una diferencia esencial, dicen estos católicos progresivos, entre el diálogo de los católicos con otros cristianos y el de los propios católicos con hindúes o bu­ distas. Mientras se cree que católicos y protestantes pue­ den aprender unos de otros, progresando hacia un nuevo entendimiento cristiano, muchos católicos de avanzada niegan estas proyecciones al intercambio de los no-cris­ tianos. Una vez más, surge la creencia de que el Hinduis­ mo y el Budismo, por «metafísicos» y «estáticos» e inclu­ so por «místicos», ya no tienen lugar en nuestro tiempo. Sólo los católicos conscientes de la importancia del mis­ ticismo cristiano tienen, también, conciencia de que hay

mucho que aprender de las técnicas y experiencias de las religiones del Oriente. Pero estos católicos son blanco de las miradas desconfiadas, cuando no burlonas, de progre­ sistas y conservadores. He aquí la pregunta: ¿Qué perspectiva está más cerca de la primitiva experiencia cristiana? ¿La perspectiva su­ puestamente «estática» y metafísica es realmente una rup­ tura y una contradicción; viola la pureza de la conciencia cristiana original? ¿La actitud «dinámica» y «existencial» es acaso un retorno a la visión primitiva? ¿Debemos op­ tar entre ellas? ¿Es la larga tradición de misticismo cristiano, desde la etapa post-apostólica, desde los Padres de Capadocia y Alejandría, hasta Eckhart, Tauler, los místicos españoles y los modernos, una simple desviación? ¿Cuando las per­ sonas que no pueden confiarse a la Iglesia, tal como está hoy en día, miran con interés y simpatía los escritos de los místicos, han de ser censurados por los cristianos y exhortados a buscar una experiencia algo más limitada y comunal, en compañía de los creyentes progresistas de la hornada más reciente? ¿Es ésta la única forma verda­ dera de entender la experiencia cristiana? ¿Existe de ve­ ras un problema, y si existe, de que se trata exactamente? Suponiendo que la única experiencia cristiana auténtica fuera la de los primeros cristianos, ¿hay algún modo de recobrarla y reconstruirla? Y si efectivamente lo hay, ¿será «místico» o «profético»? Y de cualquier modo, ¿qué es? Estos apuntes no tienen la pretensión de respon­ der a tantos interrogantes. Sólo aspiran a considerar el conflicto de la conciencia cristiana, hoy por hoy, formu­ lando una o dos conjeturas sobre la dirección que segui­ rán las exploraciones futuras. Antes que nada, la «conciencia cristiana» del hombre moderno jamás podrá asimilarse, pura y simplemente, a la

conciencia de un habitante del Imperio Romano del siglo primero. Está obligada a ser una conciencia moderna. Al evaluar la conciencia moderna tenemos que consi­ derar la importancia aún descollante del cogito cartesia­ no. El hombre actual, en la medida en que aún es carte­ siano (naturalmente, está avanzando más allá de Descartes en muchos aspectos) da prioridad absoluta a su propia sensación de identidad como «yo» pensante, observador, mensurador y estimador. Para él, ésta es la única «reali­ dad» indudable, a partir de la que comienza toda verdad. Cuanto más desarrolla su propia conciencia como contra­ posición de sujeto y objetos, más puede comprender a las cosas que se le relacionan, y que se relacionan entre sí, manipulando estos objetos en su propio interés; pero también, al mismo tiempo, tiende a aislarse en su prisión subjetiva, convirtiéndose en un observador separado, dis­ tanciado de todo lo demás dentro de una especie de bur­ buja impenetrable, alienada y transparente, que contiene toda la realidad bajo la forma de una experiencia pura­ mente subjetiva. La conciencia moderna, entonces, tiende a crear esta solipsística burbuja de sensibilidad: un ego prisionero de su propia conciencia, aislado y falto de con­ tacto con otros egos similares, en la medida en que éstos son más «cosas» que personas. Exacerbada hasta lo extremo, ésta es la conciencia que ha hecho inevitable la llamada «muerte de Dios». El pen­ samiento cartesiano comenzaba con un intento de alcan­ zar a Dios como objeto, a partir del yo pensante. Pero, cuando Dios se convierte en objeto, tarde o temprano «muere», pues en última instancia Dios como objeto es impensable. No sólo por tratarse de un concepto mera­ mente abstracto, sino porque contiene tantas contradic­ ciones internas que deviene por completo inaceptable, a menos que se lo solidifique como ídolo, protegiendo su

existencia por un mero acto de deseo. Por largo tiempo el hombre conservó este acto de deseo, esta voluntad reli­ giosa : pero, actualmente, esto representa un esfuerzo ex­ tenuante y muchos cristianos lo encuentran inútil. Aban­ donando el esfuerzo, han dejado que se evapore el «Diosobjeto» que sus padres y abuelos solían manipular para sus propios fines. Su tremenda fatiga ha acentuado un factor de resentimiento, convirtiendo a este «asesinato» de la deidad en un hecho consciente. Liberada de la ten­ sión de mantener compulsivamente la vida de un Diosobjeto, la conciencia cartesiana permanece, sin embargo, prisionera de sí misma. He aquí, entonces, la necesidad de romper esta prisión para dar con «lo otro» en un «en­ cuentro», «apertura», «camaradería», «comunión». No qbstante, el gran problema reside en que para la conciencia cartesiana lo «otro» es, básicamente, un obje­ to. No es necesario, aquí, subrayar el importantísimo es­ fuerzo de los .tiempos modernos por restaurar la percep­ ción humana del prójimo en un plano de «Yo-Tú». ¿Aca­ so es posible, para un sujeto puramente cartesiano, al­ gún tipo de genuina relación Yo-Tú? A todo esto, no olvidemos que hay otra conciencia me­ tafísica al alcance del hombre moderno. No parte del su­ jeto pensante y auto-perceptivo sino del Ser, otológica­ mente considerado como anterior y englobante de la divi­ sión sujeto-objeto. Por debajo de la experiencia subjetiva del yo individual hay una experiencia inmediata del Ser. Esta última es totalmente distinta de la experiencia cons­ ciente del yo. Resulta definidamente no-objetiva. Carece de la alienación y las lagunas características del sujeto que se percibe a sí mismo como un casi-objeto. La conciencia de Ser (al margen de que se la considere positivamente, o negativa y desapasionadamente como en el Budismo) es una experiencia inmediata que va más allá de la percep­

ción reflexiva. No es «conciencia de» algo sino conciencia pura, en el seno de la cual «desaparece» el sujeto como tal. A posteriori de esta experiencia inmediata de un cam­ po que trasciende la experiencia misma, surge el sujeto con su auto-percepción. Pero, como han señalado las re­ ligiones orientales tanto como el misticismo cristiano, este sujeto auto-perceptivo no es final o absoluto; es una construcción provisional, una individualidad que sólo existe a efectos prácticos y en una esfera de relatividad. Su existencia sólo tiene sentido mientras no se la fija, o se la centra en sí misma como último fin, y siempre que aprenda a funcionar ya no en torno a su propio centro sino alrededor «de Dios» o «de los otros». El término cris­ tiano «desde Dios» se refiere a lo que las filosofías reli­ giosas noteístas conciben como hipotético Centro Unico de todos los seres, lo que T. S. Eliot llamó «el punto in­ móvil del mundo giratorio», con la diferencia de que el Budismo, por ejemplo, no lo visualiza en términos de «punto» sino de «Vacío». (Y, por supuesto, el Vacío no es visualizado en absoluto.) ‘ Brevemente, puede decirse que esta forma de concien­ cia asume un tipo totalmente distinto de auto-percepción, en comparación con el yo-pensante cartesiano que resul­ ta su propia justificación y su propio centro. Aquí, el in­ dividuo se percibe como un yo-a-disolverse dando de sí, amando, desprendiéndose, extasiándose, uniéndose a Dios: hay muchas formas de decirlo. El vo no es su propio centro ni órbita en torno a sí mismo; su centro es Dios, que lo es también de todo lo demás, estando «en todos y en ningún lado», donde todo se une, de donde todo proviene. Desde el mismo comien­ zo, esta conciencia se dirige a un encuentro con «el otro», con el que de cualquier modo ya está unida «en Dios». La intuición metafísica del Ser está referida a un cam­

po de claridad, en verdad una especie de claridad ontológica o generosidad infinita que se comunica con todo lo que existe. «El bien es difusivo de su propia naturaleza» o «Dios es amor». No se trata de adquirir esta claridad, sino de un don radical que ha sido extraviado y debemos recuperar, pero que aún se encuentra, en principio, «allí mismo», en las raíces de nuestra existencia tal como fue creada. Este lenguaje es más o menos metafísico, pero hay también una forma no metafísica de decirlo. Esta consiste en no considerar a Dios como Inmanente ni Trascendente, sino como gracia y presencia, esto es, que no se lo imagina como un «Centro», ubicado en cierto lu­ gar «fuera» o «dentro de nosotros». De esta forma damos con él, pero no como Ser sino como Libertad y Amor. Di­ ría yo que lo importante es no oponer este concepto profético de la gracia a la idea mística y metafísica de unión con Dios, sino demostrar que estas dos concepciones in­ tentan, en realidad, expresar el mismo tipo de conciencia, o al menos aproximársele, por caminos diferentes. El marxista francés Roger Garaudy ha dicho que la experiencia religiosa de Santa Teresa le resulta particu­ larmente digna de interés y estudio, dentro del Cristianis­ mo. Tal vez esto perturbe a los cristianos más interesa­ dos en el diálogo con los marxistas. No hay duda de que los místicos cristianos, aún repudiados por algunos de los propios cristianos actuales, siguen constituyendo signos misteriosos y desafiantes para los apartados de la Iglesia y «no-creyentes» confesos que buscan, a pesar de todo, una dimensión de conciencia más profunda que los desplazamientos horizontales sobre la superficie de la vida: lo que Max Picard llamó «el vuelo» (desde Dios). Estas personas sienten una fuerte atracción por la con­

ciencia mística, pero es pareja su repugnancia por la ins­ titución triunfalista de la Iglesia y por la alharaca acti­ vista y agresiva de ciertos progresistas. Santa Teresa es un clásico de la experiencia cristiana. Aunque dotada de su propio carisma especial, esta místi­ ca — al menos para los católicos tradicionales — no hizo más que percibir, por medio de su conciencia mística, ciertas realidades comunes, pero ocultas para la mayoría de los devotos. Las cosas que otros creían, ella las expe­ rimentó de hecho y personalmente. La conciencia mística de Santa Teresa implica cierta actitud básica hacia el yo. El yo que piensa, siente y desea no es el punto de partida de toda realidad verificable, o de toda experiencia. La verdad primaria, el fondo de todo ser y verdad, está en Dios, Creador de todo lo que es. El punto de partida de toda creencia y experiencia cristiana — en este contexto— es la realidad primaria de Dios como Realidad Pura. La «existencia de Dios» no se deduce de nuestra percepción consciente o de nuestra existencia per­ sonal. Por el contrario, la experiencia de los místicos cris­ tianos clásicos tiene sus raíces en una metafísica del ser, por la cual Dios es intuido como «El que Es», realidad Suprema, puro Ser. Naturalmente, la percepción egocén­ trica del yo es una realidad psicológica pragmática, pero una vez que se ha producido la iluminación interior de la realidad pura o percepción de lo Divino, el yo empírico, por comparación, es como «nada», contingente, evanes­ cente, relativamente irreal, o sólo real en relación a su fuente y fin en Dios, considerado no ya como objeto sino como libre fuente ontológica de la propia existencia y de la subjetividad. Para comprender este concepto debemos recordar que, según esta visión de las cosas, el Ser no es una idea abstracta objetiva sino una intuición fundamen­

talmente concreta, adquirida por la vía directa de una ex­ periencia personal, a la vez indiscutible e indescriptible. La nueva conciencia cristiana, que tiende a rechazar el Ser de Dios en tanto que irrelevante (o incluso a aceptar como perfectamente obvia la «muerte de Dios»), pertene­ ce a un plano enteramente distinto. No existe aquí intui­ ción metafísica alguna del Ser, por lo que el «ser» queda reducido a un concepto abstracto, algo que sin duda no puede ser experimentado concretamente. Lo que se expe­ rimenta como fundamental no es ya el «ser» o la «entidad» sino la conciencia individual, la auto-percepción reflexiva. Hay en esto una distinción de particular importan­ cia, pues si el dato primario de la experiencia, y prueba última de toda verdad, es este sujeto consciente con su auto-perccpción, verificando lo que a su propia conciencia resulta obvio, la auto-percepción parecería bloquear e in­ hibir toda intuición real del ser. Por su propia naturaleza, el ser, en esta nueva situación, se presenta no ya como dato inmediato de la conciencia intuitiva sino como obje­ to de observación empírica, cosa de hecho imposible. Esto tiene muchas consecuencias importantes. Dado este tipo de conciencia, una intuición metafísica no-objetiva, o mística, resulta incomprensible. La mismísima noción del Ser parece anodina y aun absurda. Por ejemplo, cuando el místico (de tipo clásico) decla­ ra haber permanecido absorto en una simple intuición de la presencia de Dios, y de su amor, sin «ver» ni «experi­ mentar» objeto alguno, la conciencia reflexiva — que yo denomino cartesiana por parecerme más conveniente — interpreta esto en forma muy peculiar: bien como obstina­ da fijación en un objeto imaginario, «algo que está ahí fuera», bien como narcisístico reposo de la conciencia

en sí misma. Es cierto, por otra parte, que el falso misti­ cismo puede ofrecer, eventualmente, este último aspecto. La única solución a este problema consiste en admitir que muy probablemente no haya, para la conciencia de tipo «cartesiano», forma alguna de comprender de qué hablan * los místicos del género clásico. (De ahí la asom­ brosa mezcla de cosa auténtica e inauténtica en libros como Variedades de la Experiencia Religiosa, de James.) Lo mismo ocurre, probablemente, con la conciencia fenomenológica. En ambos casos, debe hallarse un camino enteramente distinto hacia la realización personal y cris­ tiana. La nueva conciencia se vuelca naturalmente hacia la historia, el evento, el movimiento, el progreso, y busca su propia identidad y realización en la acción a favor de bie­ nes histórico-políticos o críticos. En la proporción en que también es bíblica y escatológica, se aproxima a la primi­ tiva conciencia cristiana. Pero podemos ver, ya, que el pensamiento «bíblico» y «escatológico» no se acomoda mayormente a este tipo particular de conciencia: existen síntomas de que ésta pronto deberá declararse post-bíblica, además de post-cristiana. A todo esto, las drogas hacen su aparición como un deus ex machina, permitiendo que la conciencia cartesia­ na auto-perceptiva expanda su percepción de sí misma con apariencia de salir fuera de sí misma. En otras pala­ bras, las drogas proporcionan al yo auto-perceptivo un sustituto de la auto-trascendencia metafísica y mística. ¿También, acaso, un sustituto del amor? No lo sé. De cualquier modo, la nueva conciencia cristiana pa­ rece el producto de una especie de fenomenología que tiende a repudiar y a objetar cada vez más todo lo que * La bastardilla es nuestra y pretende conservar cierto énfasis que posee la oración en el original inglés. (N. del 7.)

tenga apariencia «metafísica», «helénica» y, sobre todo, «mística». Poco y nada le preocupa ya Dios como existen­ cia presente (en su creación) pues la absorbe la palabra de Dios, como mandato de acción. Dios está presente, pero no como presencia trascendente, experimentada, que re­ sulta «totalmente otra» y reduce lo demás a la insignifi­ cancia, sino en el papel de un verbo inescrutable que ex­ horta a los hombres a vivir en comunidad unos con otros. Pero... ¿Qué comunidad? ¿Y cuáles otros? Se critica seve­ ramente a la Iglesia por sus tradicionales estructuras au­ toritarias, que no por tales son necesariamente malas. Pero la idea bastante más fluida de comunidad que «ocu­ rre» cuando la gente se reúne por orden de Dios puede pecar, quizá, también, de una acentuada vaguedad subje­ tiva. En teoría, es excitantemente carismática; en la prác­ tica suele mostrar extraños caprichos. Puede degenerar, concebiblemente, en una mera convivencia, o en un pac­ to provisional entre partidarios políticos, o en una débil confabulación de hippies clericales. Obviamente, no es este lugar apropiado para examinar una concepción nueva y completamente fluida que no ha cobrado aún forma concreta. Pero sí podemos afirmar que la conciencia cristiana en formación es, en principio, activista, antimística, antimetafísica; aspira a modalida­ des concretas y bien definidas, y tiende a identificarse con movimientos activos, progresivos e incluso revoluciona­ rios que están en camino de cierta definición clara, aun­ que aún no la han alcanzado. En este contexto, pues, el concepto del yo como un centro de decisión muy presente y concreto tiene conside­ rable importancia. Nos concierne notablemente lo que estamos pensando, diciendo, haciendo y decidiendo aquí y ahora. También nuestros compromisos actuales, con quién estamos, contra quién estamos, a dónde creemos

que vamos, qué pancarta agitamos y por quién votamos: todo esto es de la mayor importancia. Obviamente, lo di­ cho resulta adecuado a aquellos hombres de acción que sienten que han envejecido ciertas estructuras, que pro­ yectan derribar para edificar otras nuevas. Pero de esta clase de hombres no esperemos ni paciencia ni compren­ sión hacia el misticismo. Sentirán la irresistible tentación, derivada de su propio estilo mental, de rechazarlo, por ocioso y tal vez por no-cristiano. Yo, a mi vez, me pregun­ to si lo que ellos están desarrollando no acabará en un nuevo tipo de conformismo: más dinámico, novedoso, menos dogmático... ¡Pero siempre conformismo! Por otra parte, debemos responderles con algo mejor que la mera reafirmación de las antiguas posiciones, está­ ticas y clásicas. Es bastante posible que el lenguaje y los presupuestos metafísicos de la concepción clásica se en­ cuentren fuera del alcance de muchos hombres modernos.. Podemos decir con alguna certeza que las viejas categorías helénicas se encuentran decididamente desgastadas y que el pensamiento platonizante, aunque vivificado por los je­ ringazos que a las venas de su brazo han aplicado el Yoga y el Zen, ya no presta servicio alguno al mundo moder­ no. ¿Entonces, qué? ¿Hay alguna posibilidad nueva, algu­ na otra apertura para la conciencia cristiana de hoy? De haberla, tendrá que hacer frente, ineluctablemen­ te, a las grandes necesidades del hombre que menciono a continuación: Primera: Su necesidad de comunidad, de una rela­ ción genuina de auténtico amor con el prójimo. Esto im­ plica, también, una profunda y de hecho completamente radical seriedad en el examen de los críticos problemas concernientes a la forma en que se amenaza a la propia supervivencia del hombre como especie terrenal: la gue­ rra, el conflicto racial, el hambre, la injusticia económica

y política, etc. Cierto es que las posiciones antiguas o clá­ sicas — con sus contrapartidas orientales — han favore­ cido con excesiva asiduidad un cierto quietismo indife­ rente hacia estos problemas. Segunda: La humana necesidad de una comprensión razonable del yo cotidiano, con su vida ordinaria. Ya no hay lugar para aquella filosofía de corte idealista que re­ mitía toda realidad a los reinos celestiales, negando todo sentido a la existencia temporal. El viejo enfoque metafísico no hacía tal cosa, en realidad, pero en tanto que pen­ samiento idealista tendía a devaluar o ignorar lo concre­ to. El hombre precisa dar con un sentido último, aquí y ahora, dentro de los humildes problemas y aspiraciones humanos de cada día. Tercera: La necesidad que siente el hombre de una experiencia integral y total de su propio yo a todo nivel, tanto corporal como mental, emocional, espiritual, inte­ lectual. No hay lugar para cultivar una sola parte de la conciencia humana, un aspecto de la experiencia humana, en perjuicio de los otros, ni siquiera con el pretexto de que lo que cultivamos es sagrado, y todo el resto profano. Una «sacralidad» falsa y divisoria, o «supernaturalismo», haría del hombre un ser baldado. Recordemos que la conciencia moderna se refiere cada vez más a signos en lugar de cosas, no hablemos ya de personas. La razón de este proceso es la superpoblación de objetos que registra la conciencia: los signos son nece­ sarios para simplificarla. Esto es inevitable a causa de los propios hechos de la vida moderna. Pero es, también, mu­ tilante y divisorio en grado sumo. Sin embargo, sería erróneo suponer que estas grandes necesidades exigen una hipertrofia de la conciencia del yo junto a una elefantiasis de la voluntad personal, sin las cuales cae el hombre en la duda de su propia realidad.

Por el contrario, yo mencionaría una cuarta necesidad del hombre moderno, que es justamente la liberación de su descontrolada conciencia de sí, de su monumental autopercepción, de su obsesiva afirmación personal, para que pueda gozar de la despreocupada libertad de ser simple­ mente lo que es, aceptando las cosas tal como son, con el objeto de obrar en ellas lo mejor que pueda. De cara a todas estas necesidades — particularmente la última — los cristianos harían bien en volver a las sim­ ples lecciones del evangelio y comprenderlas, si pueden, no ya en términos de una inminente segunda venida de Cristo, sino de una nueva y liberada creación «en el Es­ píritu». Entonces se desharán de la obsesión de una cul­ tura que funciona sobre el estímulo y la explotación del deseo egocéntrico. Pero también deberían girar hacia la religión asiática adquiriendo una noción más fiel de su «no-mundanidad». En materia de ignorancia, entrega e iluminación, la ense­ ñanza básica del Budismo', ¿es realmente anti-vida, o se trata en verdad de la misma clase de liberación vital que hallamos en la Buena Nueva de la Redención, la Gracia del Espíritu y la Nueva Creación? Los ensayos que siguen no pretenden desarrollar una tesis sistemática sobre este asunto, sino que versan sobre diversos aspectos del Zen, visto siempre desde un ángulo cristiano y occidental, pero también en la creencia de que ni el Zen ni el Budismo pueden considerarse como total­ mente ajenos a dicho ángulo occidental y cristiano. Por el contrario, pienso que el Zen tiene mucho que decir no sólo al cristiano sino también al hombre moderno en general. No es dogmático sino concreto, directo, existencial, y so­ bre todo se ocupa de la vida misma, no de ideas sobre la vida, y menos aún de plataformas partidarias en terreno político, religioso, científico, o cualquier otro.

UNA VISION CRISTIANA DEL ZEN *

Se encuentra el Dr. John C. H. Wu en una posición pri­ vilegiadamente favorable para interpretar el Zen de cara al Occidente. Ha dictado cursos de Zen en universidades tanto chinas como americanas. Eminente jurista y diplo­ mático, chino converso al catolicismo, académico pero también dotado de profunda simplicidad humorística y libertad espiritual, puede escribir sobre el budismo no sólo de oídas, o en el plano del estudio teórico, sino desde dentro. El Dr. Wu no vacila en admitir que, al ingresar al cristianismo, trajo consigo el Zen, el Tao y el Confucianismo. De hecho, en su conocida traducción china del Nuevo Testamento puede leerse, al comienzo del Evange­ lio de San Juan: «En el comienzo era el Tao». En ninguna parte se siente este hombre obligado a si­ mular que el Zen le provoca tartamudeos o palpitaciones cardíacas. Tampoco se aboca a la faena compleja y frus­ trante de reconciliar la perspicacia Zen con la doctrina cristiana. Simplemente, toma al Zen y lo presenta sin co­ mentarios. Cualquiera que tenga cierta familiaridad con el tema admitirá inmediatamente que es la única forma de hablar de él. Examinándolo con gafas, intelectuales o * Este artículo se publicó por primera vez como prefacio del libro de John C. H. Wu The Colden Age of Zen, editado por el Committee on Compilation of the Chínese Library.

teológicas, se acaba por caer en la mayor de las confu­ siones. La verdad sobre este asunto es que no se puede equiparar al Zen con el Cristianismo, codo a codo, para efectuar una comparación. Esto equivaldría, o casi, a in­ tentar un paralelo entre las matemáticas y el tenis. Si es­ cribe usted un libro sobre tenis, que presumiblemente leerán muchos matemáticos, nada ganará con traer las matemáticas a colación: mejor constríñase al tenis. Esto es lo que ha hecho el Dr. Wu con el Zen. Por otra parte, el Zen es deliberadamente críptico y desconcertante. Parece decir las cosas más escandalosas sobre la vida del espíritu. Incluso, da la impresión de sa­ car a la mente budista de sus familiares rutinas mentales e imaginerías devotas, por lo que sin duda resultará aún más chocante para aquellos cuyas posiciones religiosas se alejen del Budismo. En ocasiones, el Zen puede sonar franca y desembozadamente irreligioso. Y lo es, en el sen­ tido de que ataca directamente al formalismo y al mito, considerando a la religiosidad convencional como obstácu­ lo del desarrollo espiritual maduro. Por otro lado, ¿existe acaso algún sentido en que el Zen sea propiamente «reli­ gioso»? ¿Y, sin embargo, dónde podemos hallar un «Zen puro» disociado de matrices culturales o religiosas de al­ gún tipo? Algunos de los maestros Zen fueron iconoclas­ tas. Pero la vida de un templo Zen ordinario abunda en ri­ tual y piedad budistas, mientras que cierta literatura Zen rebosa devoción y conceptos religiosos del Budismo con­ vencional. De todo lo cual está por completo desprovisto el Zen de D. T. Suzuki. ¿Pero, a éste podemos llamarlo «tí­ pico»? Una de las ventajas del tratamiento cristiano que da el Dr. Wu al tema reside en que también es capaz de ver al Zen fuera de su accidental localización. Es como examinar la doctrina mística de San Juan de la Cruz apar­ te del trasfondo, de alguna manera indiferente, del barro­

co español. De cualquier modo, en todo el estudio del Zen menudean las preguntas de este tipo, y cuando el bienin­ tencionado estudiante recibe respuestas a sus preguntas, centenares de nuevos interrogantes surgen para reempla­ zar a los dos o tres que acaban de ser «evacuados». Aunque se ha dicho, escrito y publicado mucho en Oc­ cidente sobre el Zen, la generalidad de los lectores no es, probablemente, experta en el tema. Y, a menos que tenga cierta idea de lo que es el Zen, el lector occidental podría engañarse ante el libro del Dr. Wu, que está lleno del material Zen clásico: anécdotas curiosas, acontecimientos extraños, declaraciones crípticas, explosiones de humor absurdo, además de contradicciones, incoherencias, com­ portamiento excéntrico e incluso insensato. ¿Y todo esto para qué? Para un propósito aparentemente esotérico, que no resulta jamás aclarado a satisfacción para la ló­ gica mente occidental. Ahora bien: en el lector provisto de un algún tipo de formación judeo-cristiana (¿Y quién no tiene algo de eso en Occidente?) habrá una predisposición natural a malinterpretar el Zen, pues se colocará instintivamente en la posición de quien confronta «un sistema de pensamiento rival» o «una ideología competitiva» o una «visión del mundo extranjera» o más simplemente «una religión equi­ vocada». Quien adopte esta clase de posiciones se privará a sí mismo de ver lo que es el Zen, creyendo por anticipa­ do que debe ser algo que el propio Zen niega expresamen­ te. No se trata de una explicación orgánica de la vida, no es un camino ascético de perfección, no es misticismo, tal como es entendido en Occidente, y de hecho no se amolda a ninguna categoría conveniente, entre las que nosotros poseemos. Es por esto que todos nuestros intentos de etiquetarlo o despacharlo con rótulos como «panteísmo», «quietismo», «iluminismo», «pelagianismo», resultan por

completo incongruentes, procediendo como proceden de la ingenua creencia de que el Zen pretende justificar los actos de Dios a los ojos del hombre, y hacerlo con false­ dad. El Zen no se ocupa de Dios, a la manera cristiana, aunque cabe descubrir sofisticadas analogías entre la ex­ periencia Zen del Vacío (Sunyata) y la experiencia de Dios en el misticismo cristiano. A pesar de esto, no puede concebirse con veracidad al Zen como mera doctrina, pues aunque en él existen elementos doctrinarios implí­ citos, éstos son enteramente secundarios de cara a la in­ descriptible experiencia Zen. De veras, no podemos comprender realmente al Zen chino sin aprehender el sentido de la metafísica budista implícita, que aquél, por así decirlo, dramatiza. Pero la metafísica budista, en sí misma, tiene un escaso nivel doc­ trinal, en el sentido elaboradamente filosófico y teológico que damos a esta expresión: la filosofía budista interpreta la experiencia humana ordinaria, pero no revelada por Dios ni descubierta por el acceso de la inspiración, ni avi­ zorada a la luz de la mística. Esencialmente, la metafísica búdica es una elaboración muy simple y elemental de la experiencia de iluminación del propio Buda. El Budismo no busca, en principio, comprender o «creer en» la ilumi­ nación de Buda como solución de todos los problemas hu­ manos, sino que propone una participación existencial y empírica en dicha experiencia iluminadora. Es concebible que una persona determinada experimente la «ilumina­ ción» sin estar al tanto de las implicancias discursivas y filosóficas del caso. Estas derivaciones — según esta con­ cepción— no tienen entidad ni significación teológica, y sólo señalan hacia la condición natural del hombre ordi­ nario. Es cierto que en esta dirección se arriba a ciertas deducciones fundamentales que, con el transcurrir del tiempo, han sido elaboradas en el seno de complejos siste­

mas religiosos y filosóficos. Pero la característica eminen­ te del Zen reside en un rechazo de todas estas elaboracio­ nes sistemáticas, con el objeto de regresar, en lo posible, al puro, desarticulado, inexplicado campo de la experien­ cia directa. ¿La experiencia directa de qué? De la propia vida. ¿Qué significa esto de que Yo vivo, de que Yo exis­ to? ¿Quién es este Yo que existe y vive? ¿En qué se dife­ rencian la percepción auténtica y la ilusoria del yo que existe y vive? ¿Cuáles son, y cuáles no son, los hechos esenciales de la existencia? Cuando hablamos, en el Occidente, de los «hechos esen­ ciales de la existencia», inmediatamente nos inclinamos a concebir a estos hechos como reductibles a ciertas propo­ siciones austeras e infalibles: enunciados lógicos cuyo sen­ tido está garantizado, porque pueden verificarse empíri­ camente. Son lo que Bertrand Russell denominaba «hechos atómicos». Ahora bien, para el Zen es inconcebible que los hechos esenciales de la existencia pueden presentarse en una simple proposición, por más atómica que ésta sea. Pues el Zen, desde el mismo instante en que el hecho es presentado en una afirmación, considera que se lo ha falsi­ ficado. Deja uno de tener cogida la desnuda realidad de la experiencia, para suplirla con una simple fórmula verbal. La verificación a que aspira el Zen no ha de hallarse en una transacción dialéctica, que reducirá el hecho a enun­ ciado lógico (como implica el procedimiento opuesto), es decir, un enunciado verificable por los hechos. Podemos decir que, mucho antes de que Bertrand Russell acuñara sus «hechos atómicos», el Zen había fraccionado el átomo, efectuando su propio tipo de formulación por medio de la explosión de la lógica en el Satori, o iluminación. El núcleo mismo del Zen consiste no ya en formular declaraciones infalibles sobre la experiencia, sino en asir directamente la realidad, sin medicación de la verbalización lógica.

¿Pero cuál realidad? En el Zen existe, indudablemente, una especie de dialéctica viviente y no-verbal, entre la ex­ periencia cotidiana ordinaria de los sentidos (a la que de ningún modo repudia arbitrariamente) y la experiencia de la iluminación. El Zen no es un rechazo idealista de lo sensorial y lo material, destinado a producir un ascenso en la dirección de una realidad supuestamente invisible y real por sus propios medios. La experiencia Zen es una aprehensión directa de la unidad de lo visible y lo invisi­ ble, de lo nouménico y lo fenoménico, o, si ustedes prefie­ ren, un descubrimiento vivencial de que no hay en tales divisiones más que pura ilusión. Dice D. T. Suzuki: «Saborear, ver, experimentar, vivir: todos estos actos demuestran que hay algo común a la experiencia iluminadora y a la sensorial; la primera tie­ ne lugar en lo más profundo de nuestro ser, la otra en la periferia de nuestra conciencia. La experiencia personal, entonces, parece ocupar la fundación misma de la filoso­ fía búdica. En este sentido el Budismo es un experimentalismo o empirismo radical, cualquiera sea la dialéctica iluminadora» *. Ahora bien, el gran obstáculo para la comprensión mutua de cristianos y budistas reside en la tendencia occi­ dental a enfocar no ya la experiencia búdica, que es esen­ cial, sino su explicación, que es accidental, y que el pro­ pio Zen considera por completo trivial y aun engañosa. La meditación budista, y sobre todo la del Zen, no in­ tenta explicar sino prestar atención, percibir, estar aler­ ta; en otras palabras, desarrollar un cierto tipo de con­ ciencia que escapa a la falsedad de las fórmulas verbales o de la excitación emotiva. ¿Falsedad... en qué aspecto? * D. T. Suzuki, Mysticism: Christian and Buddhist. N. Y., 1957, página 48.

En el sentido de tratar de asir algo como lo que realmen­ te es, y no coger más que una mera verbalización. Esta es la falsedad resultante de una desviación o distracción de lo que está aquí mismo: la propia conciencia. De modo que el Zen pretende un determinado tipo de certidum bre: pero no se trata de la certidumbre lógica, emanada de la demostración o prueba filosófica, y menos aún de la certidumbre religiosa, que se explica como aceptación de la palabra de Dios por la obediencia de la fe. Más bien estamos ante la certidumbre que acompaña a una auténtica intuición metafísica, a la vez existencial y empírica. El propósito de todo Budismo es refinar la conciencia hasta que logra este tipo de percepción, y las implicaciones religiosas de esta percepción sufren luego una variada elaboración, aplicándose a la vida humana según las diferentes tradiciones búdicas. En la tradición Mahayana, que incluye al Zen, la prin­ cipal expresión de esta certidumbre en términos de la condición humana es Karuna, la compasión, que conduce a una paradójica inversión de lo que la propia percepción parece demostrar. En lugar de retirarse alegremente del mundo fenoménico del sufrimiento, el Bodhisattva opta por permanecer en él, encontrando en él su Nirvana, por causa no sólo de una metafísica que identifica lo noumén ico y lo fenoménico, sino también del amor compasivo que identifica a todos los dolientes de la rueda del naci­ miento y la muerte con el Buda, cuya iluminación, poten­ cialmente, comparten. Aunque los budistas creen en un infierno y en un cielo, estas entidades no son últimas, y de hecho resultaría por completo ambiguo este Buda, conce­ bido como Salvador, si guiara a sus fieles discípulos a un Nirvana con características de cielo negativo. (El Budis­ mo de la Tierra Pura, o Amidismo, es, sin embargo, una religión decididamente salvacionista).

Nunca se repetirá demasiado que, para comprender al Budismo, es un gran error concentrarse en la «doctrina», filosofía de la vida ya formulada, descuidando la experien­ cia, que es absolutamente esencial, verdadero corazón del Budismo. En cierto sentido, esto es perfectamente opues­ to a la situación de la Cristiandad. Pues el Cristianismo comienza con la revelación. Aunque sería engañoso clasifi­ car a ésta simplemente, como una «doctrina» y una «expli­ cación» (es mucho más que eso: la revelación del propio Dios por el misterio de Cristo), se nos comunica la fe por medio de palabras y enunciados; todo depende de que el creyente acepte la veracidad de lo que se le dice. De aquí que la Cristiandad otorgue siempre una par­ ticular importancia a estos enunciados: la fidelidad de su transmisión desde las fuentes originales, la comprensión precisa de su significado exacto, la eliminación y, por su­ puesto, condena de las falsas interpretaciones. En ocasio­ nes, esta actitud se ha extremado casi hasta convertirse en obsesión, inspirando una insistencia arbitraria y faná­ tica en las distinciones más imperceptibles y las perfec­ ciones de carácter teológico. Esta obsesión por las fórmulas doctrinales, el orden jurídico y la exactitud ritual ha logrado que la gente olvi­ de que en el corazón del Catolicismo hay, también, una ex­ periencia viviente de unidad en Cristo que escapa amplia­ mente a las formulaciones conceptuales. Lo que se soslaya con excesiva frecuencia, en consecuencia, es que el Catoli­ cismo equivale al sabor y la experiencia de la vida eterna: «Te anunciamos la vida eterna que era con el Padre y se nos ha aparecido. Lo que hemos visto y oído nosotros te lo anunciamos, para que tú también tengas amistad con nosotros y sea nuestra amistad con el Padre y con Su Hijo Jesucristo» (I Juan 1:2-3). Demasiado a menudo, el cató­ lico se cree obligado a conformarse con una fe meramente

correcta y exterior, manifestada por una conducta moralmente buena, en lugar de ingresar de lleno a la vida de esperanza y amor consumada por la unión con el Dios in­ visible «en Cristo y en el Espíritu»; es decir, a una parti­ cipación plena en la Naturaleza Divina. (Efesios 2:18, 2 Pedro 1:4, Col. 1 :9-17, I Juan 4:12-12). El Segundo Concilio Vaticano ha puesto punto final, felizmente, a esta obsesiva tendencia de la investigación teológica católica. Pero queda otro problema: para el Cristianismo, una religión del Verbo, la comprensión de los enunciados que expresan la revelación que Dios nos hace de Sí mismo conserva una importancia prioritaria. La experiencia cristiana no es más que el fruto de esta comprensión, su desarrollo y profundización. Al mismo tiempo, la propia experiencia cristiana viene profundamente afectada por la idea de la revelación que sustenta cada cristiano. Por ejemplo, si se considera que la revelación no es más que un sistema de verdades sobre Dios y una explicación de la forma en que el universo reci­ bió su existencia, de lo que luego ocurrirá con él, del pro­ pósito de la vida cristiana, sus normas morales, las recom­ pensas adjudicadas a los piadosos y demás, se reduce efectivamente el Cristianismo a una visión del mundo, tal vez una filosofía religiosa, pero prácticamente nada más, con el sustento de un culto más o menos elaborado, una disciplina moral y la estricta observancia de un código de Leyes. En este tipo de marco teológico, se distorsionará y disminuirá inevitablemente la «experiencia» del signifi­ cado interior de la revelación cristiana. ¿En qué consistirá tal experiencia? Pues no tanto en una sensación viviente y teológica del misterio de Cristo, cuanto en una cierta seguridad relativa al propio acierto : la confianza de haber sido salvado. Esto se funda sobre la certeza de que uno sustenta la visión legítima de la creación y propósito del

mundo, perteneciendo su conducta al tipo de las que serán recompensadas en la próxima vida. O, tal vez, puesto que pocos arriban a este nivel de confianza en sí mismos, se degrada la experiencia cristiana en una mera, ansiosa es­ peranza: luego vienen la lucha contra ocasionales dudas relativas a las «respuestas correctas», el doloroso e ince­ sante esfuerzo por conformarse a las severas exigencias de la moralidad y la ley, y un continuo regreso, casi desespe­ rado, a los sacramentos, que siempre esperan a los débiles, para ayudarlos en su constante caída y recuperación. Por supuesto, los párrafos precedentes constituyen un resumen paupérrimo de la verídica experiencia cristiana, basado en una distorsión del contenido substancial de la revelación de Cristo. Sin embargo, es la impresión exacta que suelen tener los no-cristianos de la Cristiandad, vista desde fuera, y cuando uno intenta comparar, digamos, la experiencia Zen, en su pureza, con este tipo disminuido y distorsionado de «experiencia cristiana», la comparación resulta de una lógica tan escasa y engañosa como un hipo­ tético paralelo entre la filosofía y teología cristianas en sus expresiones más elevadas y sofisticadas, por un lado, y los mitos de un Budismo folklórico y decadente por el otro. Cuando equiparamos Budismo y Cristianismo, lado a lado, debemos tratar de establecer los puntos que denoten un genuino campo común. En el momento actual, esta ta­ rea no es fácil. De hecho, aún resulta prácticamente impo­ sible, como se ha dicho más arriba, dar con un verdadero campo común, salvo de una manera muy esquemática y artificiosa. Después de todo, ¿qué significa para nosotros Cristianismo, y qué significa para nosotros Budismo? ¿Es el primero la Teología Cristiana? ¿La Etica? ¿La Mística? ¿El culto? ¿Nuestra idea de Cristianismo debe entenderse sin calificación ulterior, es decir, como Iglesia Católica Apostólica Romana? ¿O incluye a la cristiandad protestan­

te? ¿El Protestantismo de Lutero o el de Bonhoeffcr? ¿El de la escuela de Dios-ha-muerto, acaso? ¿El Catolicismo de Santo Tomás? ¿De San Agustín y los Padres de la Iglesia Occidental? ¿Un Cristianismo supuestamente «puro», diga­ mos el evangélico? ¿O un Cristianismo desmitologizado? ¿Un «evangelio social»? ¿Y que es lo que llamamos Budis­ mo? ¿El Budismo Theravada de Ceilán, o el de Burma? ¿El Budismo Tibetano?¿ El Budismo Tántrico? ¿El Budis­ mo de la Tierra Pura? ¿El Budismo Hindú del medioevo, con sus especulaciones y su escolástica? ¿O el Zen? La inmensa variedad de formas que toman el pensa­ miento, la experiencia y el culto, o la práctica moral, tanto en el Budismo cuanto en el Cristianismo, hacen que toda comparación resulte fútil, y cuando por fin alguien como el fallecido Dr. Suzuki anuncia un estudio titulado Mysticism : Christian and Buddhist, éste se limita, prácticamen­ te, a una comparación entre Meister Eckhart y el Zen. Es­ pecificar el tema en esta forma es de por sí muy importan­ te, aunque escoger a Meister Eckhart como representante subrayar, al mismo tiempo, que el Dr. Suzuki estaba por de la mística cristiana me parece aventurado. Debemos completo persuadido de que Eckhart era una excepción en su tiempo, y de que sus afirmaciones debían haber escan­ dalizado a muchos de sus contemporáneos. Lo que conde­ nó a Eckhart fue, de hecho, la rivalidad entre dominicos y franciscanos, por lo menos en parte, y sus temerarias enseñanzas, aunque en algunos puntos no podían salvarse de la condenación, se basaban en gran medida en las de Santo Tomás, inscribiéndose en una tradición mística que aún mostraba fuertes signos de vida y que, en realidad, inspiraba la fuerza religiosa más vital en el Catolicismo de su tiempo. Sin embargo, erraríamos el camino si iden­ tificáramos directamente a Eckhart con el Cristianismo. No era ésta la intención de Suzuki. No pretendía compa­

rar la teología mística de Eckhart con la filosofía búdica de los Maestros del Zen, sino la experiencia de Eckhart, ontológica y psicológicamente, con la experiencia de los Maestros del Zen. Lo cual constituye una empresa razona­ ble, que ofrece la pequeña esperanza de unos resultados válidos e interesantes. ¿Pero es posible destilar de la experiencia mística o religiosa ciertos elementos puros, comunes en todos lados a todas las religiones? ¿O tanto determinan las doctrinas, en su variedad, las concepciones básicas de la naturaleza y el contenido de la experiencia, que toda comparación de experiencias nos arroja inevitablemente a una controver­ sia de creencias metafísicas o religiosas? Tampoco es fá­ cil esta pregunta. Cuando un místico cristiano atraviesa una vivencia que puede compararse fenomenológicamentc con una experiencia Zen, ¿importa que el cristiano crea, de hecho, que se ha unido personalmente con Dios, mien­ tras el hombre Zen interpreta su vivencia como Sunyata, o el vacío, percibiéndose a sí mismo? ¿En qué sentido merecen estas dos experiencias el nombre de «místicas»? Supongamos que los Maestros del Zen repudian enérgica­ mente todo intento cristiano de obsequiarles con el títu­ lo de «místicos»... Por cierto, debemos objetar aquel tipo de pensamiento concordista que con excesiva facilidad adopta el dogma básico de que «los místicos» de todas las religiones experi­ mentan, todos ellos, una misma cosa, asemejándose tambin en su liberación de las diversas doctrinas, explicacio­ nes y credos que atormentan a sus menos afortunados correligionarios. Según este criterio, todas las religiones «se unen en la cumbre», desnudando la insignificancia de las distintas teologías y filosofías, simples medios para arribar al mismo fin, todos ellos de parecida eficacia. Nun­ ca se ha demostrado rigurosamente esta teoría, y aunque

algunas mentes talentosas y avezadas lo han conjeturado en forma convincente, debemos subrayar la vastedad de los estudios e investigaciones que serán necesarias antes de que podamos expedirnos sobre esta cuestión de gran complejidad. Una vez más, parece surgir una visión pura­ mente formalista de las doctrinas filosóficas y teológicas, como si una creencia fundamental fuera, para el místico, una suerte de vestimenta de la que pudiera despojarse; como si la mismísima experiencia no sufriera modifica­ ción alguna por el hecho de que el místico sustente una determinada creencia. Al mismo tiempo, desde que para nosotros la experien­ cia personal del místico se conserva inaccesible, prestán­ dose a la exclusiva evaluación por los textos y otros testimonios — a veces escritos o brindados por terceras personas — jamás podemos decir con seguridad si lo que un místico cristiano y un Sufi y un Maestro Zen experi­ mentan es en verdad «la misma cosa», o no. ¿Qué signifi­ caría, realmente, tal afirmación? ¿Podría formularse, aca­ so, sin implicar la noción altamente dudosa de que estas sublimes experiencias son «experiencias de algo»? En rea­ lidad, seguimos en presencia del muy serio problema de distinguir, en todas estas formas superiores de conciencia religiosa y metafísica, lo que constituye la «experiencia pura» de lo que hasta cierto punto es determinado por el lenguaje, el símbolo o, naturalmente, por la «gracia de un sacramento». Estamos lejos de saber lo suficiente sobre los distintos estados de conciencia y sobre sus implicacio­ nes metafísicas como para compararlos con razonable de­ talle. Pero existen, a pesar de todo, ciertas analogías y co­ rrespondencias que ahora mismo resultan evidentes, y que podrían, quizás, señalar el camino hacia un mejor entendimiento mutuo. No las tomemos groseramente por «pruebas»: sólo son indicios significativos.

¿Es, por lo tanto, lícito decir que cristianos y budistas pueden, ambos por igual, practicar el Zen? Sí, mientras nos referimos al Zen, específicamente, como búsqueda de la experiencia pura y directa en un nivel metafísico, des­ pojado de fórmulas verbales y preconceptos lingüísticos. En el plano teológico, este interrogante cobra una com­ plejidad más acentuada. Nos referiremos a esto en el fi­ nal de este ensayo. Todo lo que podemos decir es que en ciertas religiones — por ejemplo el Budismo — el marco de referencias filo­ sóficas o religiosas es de un carácter tal que puede ser descartado con especial facilidad, porque posee dentro de sí un «dispositivo eyector» incorporado, por así decirlo, que expulsa al meditador, en un cierto punto, del aparato conceptual, hacia el Vacío. Para un Maestro Zen es posi­ ble decir a su discípulo muy plácidamente: «Si encuentras al Buda... ¡Mátalo!» En cambio, en la mística cristiana, todavía se debate calurosamente la cuestión de si el mís­ tico puede desenvolverse sin la «forma» (Gestalt) huma­ na, o aquélla de la sagrada humanidad del Cristo; la opi­ nión mayoritaria se pronuncia, decididamente, a favor de la imprescindible presencia del Cristo de fe, como icono central de la contemplación cristiana. Nuevamente, en este caso, la pregunta se confunde porque no se suele dis­ tinguir con lucidez entre la teología objetiva de la expe­ riencia cristiana y los hechos psicológicos reales del mis­ ticismo. Luego, se pregunta uno: ¿A qué altura del pro­ ceso se reconocerá la preeminencia de las exigencias abs­ tractas de la teoría sobre los hechos psicológicos de la experiencia? ¿O hasta qué punto se precisa la teología de un teólogo sin experiencia de interpretar correctamente la «teología experimentada» por el místico, que tal vez no es capaz de articular el significado de su vivencia en una forma satisfactoria?

No cesamos de volver a un problema central, en dos form as: la relación entre la doctrina objetiva y la mística subjetiva o experiencia metafísica, y la diferente expre­ sión de esta relación en el Cristianismo por un lado, y el Zen por el otro. La cristiandad reconoce prioridad a la doctrina objetiva, no sólo en el tiempo sino en importan­ cia. En cambio, para el Zen la experiencia siempre va por delante, si no en el tiempo, siempre en importancia. Esto ocurre porque el Cristianismo se basa en la revelación so­ brenatural, mientras que el Zen, descartando toda noción de revelación e incluso juzgando con notoria independen­ cia a las tradiciones sagradas — por lo menos las escri­ tas — intenta penetrar en el fondo del ser, natural y ontológico. El Cristianismo es una relación de gracia y don di­ vino, por tanto, sienta una dependencia total del hombre hacia Dios. El Zen se resiste al rótulo de «religión» — de hecho, puede separarse fácilmente de cualquier estructu­ ra religiosa, para florecer incluso en el terreno de credos no-búdicos, o de un medio no religioso— y en todos los casos coincide con las variadas formas del Budismo en la tarea de hacer del hombre una entidad libre e indepen­ diente, aun durante su afanosa búsqueda de la salvación y la iluminación. ¿Independiente de qué? De apoyos y au­ toridades meramente externos que le impiden acceder a los profundos recursos de su propia naturaleza y psiquis y hacer uso de ellos. (Nótese que el Zen chino y japonés se desarrolló, de hecho, en culturas de una extrema disci­ plina autoritaria. De modo que su énfasis en la «autono­ mía» expresaba concretamente el hallazgo humilde y pos­ trero de la libertad interior, agotadas todas las posibili­ dades que ofrecía un aprendizaje intensamente estricto y de austera autoridad, tal como se desprende claramen­ te de los métodos de los Maestros del Zen...) Por otro lado, permítaseme insistir en que no debe ol­

vidarse el relevante papel cumplido por la experiencia en el Cristianismo. Empero, la experiencia cristiana observa siempre una modalidad especial, debida a su inseparable ligazón con el misterio de Cristo y la vida colectiva de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Experimentar místicamente (o de cualquier otro modo) el misterio de Cristo equivale siempre a trascender el nivel psicológico meramente indi­ vidual «experimentando teológicamente con la Iglesia»: sentire cuín Ecclesia. En otras palabras, esta experiencia puede reducirse siempre a una fórmula teológica compartible con el resto de la Iglesia, o presentarse como una fracción de lo que experimenta el resto de la Iglesia. Se advierte, por lo tanto, en el registro de las experiencias cristianas, una tendencia natural a describirlas según un lenguaje y unos símbolos de fácil acceso para el común de los creyentes. A veces, puede haber en esto una tra­ ducción inconsciente de lo indescriptible a símbolos fa­ miliares, que siempre se encuentran al alcance de la mano para su utilización inmediata. Por otra parte, el Zen resiste obstinadamente la tenta­ ción de ofrecerse en una comunicación fácil, y gran parte de la paradoja y la violencia de la enseñanza y práctica del Zen tiene el propósito de volar los cimientos de la expli­ cación precipitada y el símbolo tranquilizador, retirar los pilares que soportan la presunta «experiencia» del discípu­ lo. La experiencia cristiana resulta aceptable en la medi­ da en que concuerda con un patrón teológico y simbólico establecido. La experiencia Zen sólo es aceptable sobre la base de una absoluta singularidad, aunque de alguna ma­ nera debe ser comunicable. ¿Cómo? No comenzaremos a comprender cómo se manifiesta la experiencia Zen, comunicándose entre maestro y discí­ pulo, a menos que nos enteremos de lo que es comunica­ do. Si no sabemos qué es lo que se supone que alguien

está significando, el extraño método de esta significación nos dejará por completo desconcertados, y en una oscu­ ridad aún más impenetrable que la que nos rodeaba cuan­ do comenzamos. Ahora bien, en el Zen lo que se comunica no es un mensaje. Tampoco una simple «palabra», ni si­ quiera la «palabra del Señor». No se trata de un «qué». No se nos ofrecen «noticias» que ya no supiéramos, sobre algo que los receptores del informe no conociéramos an­ tes de la comunicación. Lo que el Zen transmite es una percepción que, potencialmente, ya existe, aunque sin con­ ciencia de sí misma. No hay, pues, en el Zen un Kerygma sino una comprensión, no revelación sino conciencia, no la nueva del Padre que envía a Su Hijo a este mundo, sino la percepción del fondo ontológico de nuestro propio ser aquí y ahora, en pleno centro del mundo. Más adelan­ te veremos que el Kerygma sobrenatural y la intuición metafísica del fondo del ser están muy lejos de ser incom­ patibles. Podría decirse que uno prepara el camino para el otro. Pueden complementarse a la perfección, y por esto el Zen es plenamente compatible con la fe cristiana, así como, naturalmente, lo es con el misticismo de signo cristiano, si entendemos al Zen en su estado puro, como intuición metafísica. Si esto es cierto, debemos entonces admitir como per­ fectamente lógica la afirmación de los Maestros del Zen, en el sentido de que «el Zen nada enseña». Uno de los más grandes Maestros chinos del Zen, el Patriarca, Hui Neng (siglo vn d. C.) escuchó de un discípulo la inquie­ tante pregunta que sigue: «¿Quién ha heredado el espíri­ tu del Quinto Patriarca?». Esto equivalía a preguntar quién era el actual Patriarca. Replicó Hui Neng: «Uno que comprende el Budismo». El monje volvió a la carga: «¿La has heredado tú mis­ mo, pues?»

Huí Neng d ijo : «No». «¿Por qué no?», preguntó el monje. «Porque yo no he comprendido el Budismo». Esta anécdota ilustra precisamente el hecho de que Hui Neng había, efectivamente, heredado la condición patriar­ cal, o el carisma de la enseñanza del más puro Zen. Estaba calificado para transmitir la iluminación del propio Buda a sus discípulos. De haberse arrogado una autoridad do­ cente por la que esta iluminación resultaría comprensible a los que no la poseyeran, nuestro hombre estaría ense­ ñando otra cosa, es decir una doctrina sobre la ilumina­ ción. Se encontraría dedicado a la diseminación del men­ saje de su propia comprensión del Zen, y en tal caso no estaría despertando el Zen dentro de los demás y para los demás, sino imponiéndoles el molde de su propia com­ prensión y enseñanza. El Zen no tolera esta clase de cosas, incompatibles con su verdadero propósito: despertar una profunda percepción ontológica, una intuición-sabiduría (Prajna) en el fondo del ser de aquel que es llamado a despertar. Y, de hecho, la pura conciencia de Prajna no sería ya tan pura, ni tan inmediata, si se tratara de la conciencia de que uno comprende el Prajna. De todo esto surge que el lenguaje utilizado por el Zen es, en cierto sentido, un anti-lenguaje, habiendo en su «ló­ gica» interna una radical inversión de la lógica filosófica. El dilema humano de la comunicación consiste en que no podemos comunicarnos, normalmente, sin palabras o sig­ nos, mientras que hasta la más ordinaria de las vivencias tiende a ser falsificada por nuestros hábitos dé verbalización y racionalización. Las utilitarias herramientas del lenguaje nos permiten decidir de antemano lo que noso­ tros pensamos que significan las cosas, tentándonos con la facilidad de verlas sólo en forma adecuada a nuestros pre­ juicios lógicos y fórmulas verbales. En lugar de atender a

las cosas y hechos tal como son, vemos en ellos nada más que proyecciones y verificaciones de los enunciados que hemos edificado, previamente, en nuestras mentes. Olvida­ mos muy rápido el arte de ver, simplemente, las cosas, pues las hemos reemplazado por nuestras palabras y fórmulas, manipulando los hechos para no ver más que los que conforman satisfactoriamente a nuestros prejui­ cios. El Zen lanza al lenguaje contra sí mismo para hacer estallar estas preconcepciones, destruyendo la especiosa «realidad» que se ha instalado en nuestras mentes: de esta forma nos devuelve la capacidad de ver directamen­ te. Como ha dicho Wittgenstein, el Zen equivale a esta ex­ hortación : «No pienses. ¡Mira!». Puesto que la intuición del Zen persigue el despertar de una conciencia metafísica directa, más allá del ego em­ pírico que piensa, conoce, desea y habla, esta percepción debe presentarse inmediatamente, esto es, prescindiendo de toda mediación atribuible al conocimiento conceptual, reflexivo o imaginativo. Y, sin embargo, muy lejos de asu­ mirse como mera negación, el Zen presenta un contenido enteramente positivo. Escuchemos lo que el Dr. D. T. Su­ zuki puede decirnos a este respecto: «El Zen aspira siempre a la aprehensión del he­ cho central de la vida, que no puede tumbarse so­ bre la mesa de disección de nuestro intelecto. Para asir este hecho central de la vida, el Zen se ve obli­ gado a presentar una serie de negaciones. La mera negación, sin embargo, no es el espíritu del Zen...» (He aquí, dice, por qué los Maestros no afirman ni tampoco niegan, sino que simplemente actúan o ha­ blan en forma tal que la acción o el discurso en sí mismos son hechos claros y sencillos, rebosantes de Zen...) Prosigue Suzuki: «Cuando se aprehende

en toda su pureza el espíritu del Zen, salta a la vis­ ta que ese acto (en este caso un manotazo) es una cosa muy real. Pues no hay en él negación, ni afir­ mación, sino un hecho simple, una pura experien­ cia, la mismísima fundación de nuestro ser v nues­ tro pensar. Toda la quietud y vacuidad que podría­ mos desear en el seno de la más activa de las me­ ditaciones se encuentra dentro suyo. No os dejéis llevar por nada exterior o convencional. La forma de coger el Zen es con las manos desnudas: sin guantes». (D. T. Suzuki, Introduction to Zen Btiddhism, Londres, 1960, página 51). Es en este sentido que el «Zen nada enseña; tan sólo nos permite despertar y estar enterados. No inculca: se­ ñala». (Introducción de Suzuki, p. 38). Los actos y adema­ nes de un Maestro del Zen se parecen tanto a «afirma­ ciones» como la campanilla de un reloj despertador. Todas las palabras y acciones de los Maestros y sus discípulos deben ser comprendidos en este contexto. Habi­ tualmente, el Maestro no hace más que «producir hechos» muy elementales, hechos que el discípulo ve o no ve. Muchos de los cuentos del Zen, que casi siempre esca­ pan a la comprensión en términos racionales, equivalen al sencillo campanillazo de un reloj despertador, y a la consiguiente reacción del durmiente. Por lo común, la res­ puesta del sobresaltado durmiente consiste en apagar la campanilla para volver a sus sueños. A veces salta del le­ cho con un grito de estupor, pues se le ha hecho tarde. Y otras veces no hace más que seguir durmiendo... ¡No ha escuchado la campanilla! En la medida en que el discípulo atiende al hecho como signo de otra cosa, se deja guiar por él hacia un falso ata­ jo. El Maestro, por medio de algún otro hecho, debe tratar

de que su discípulo tome conciencia de esto. A menudo es precisamente cuando el discípulo advierte su tremendo desconcierto que se hace cargo también de otras cosas : en primer lugar, de que no había nada que comprender, fue­ ra del propio hecho. ¿Qué hecho? Si puede usted respon­ der, es porque ha despertado. ¡Ha oído la campanilla! Pero nosotros los occidentales, habituados a una tra­ dición de obcecada practicidad egocéntrica, movilizados enteramente hacia el uso y la manipulación de todo lo que nos rodea, pasamos siempre de una cosa a otra, de la cau­ sa al efecto, de lo primero a lo segundo y de aquí a lo último y luego volvemos a lo primero. Todas las cosas señalan hacia otras cosas, y he aquí que jamás nos dete­ nemos en un punto, porque no podemos: tan pronto como hacemos una pausa, la escalera mecánica llega al fin de su trayecto y debemos descender, para buscar otra escalera mecánica. A nada se le permite ser, simplemente, sí mis­ mo, y significar sólo eso: todo debe implicar misteriosa­ mente a otra cosa. El Zen ha sido concebido para frustrar a la mente que piensa en estos términos. El «hecho» Zen, sea el que fuere, yace siempre atravesado en nuestro ca­ mino, como esos árboles caídos que nos cierran el paso. No faltan los hechos de este tipo en el Cristianismo: la Cruz, por ejemplo. Así como el «Sermón de Fuego» de Buda transforma radicalmente la percepción que el bu­ dista tiene de todo lo que le rodea, la «palabra de la Cruz» despierta, en forma marcadamente similar, dentro del cristiano, una nueva conciencia del significado de su vida, de su relación con los hombres y del mundo en que habita. En ambos casos, los «hechos» no pueden ser tildados de meramente impersonales y objetivos; pertenecen a la experiencia personal. El Budismo y el Cristianismo se emparentan en este uso de la existencia humana ordinaria

de cada día como materia prima de una radical transfor­ mación de la conciencia. Puesto que la vida diaria está llena de confusión y sufrimiento, es obvio que uno .debe hacer buen uso de estas dos cosas para transformar su percepción y su comprensión, superándolas hasta arribar a la «sabiduría» en el amor. Grave error habría en supo­ ner que lo que el Budismo y el Cristianismo ofrecen son tan sólo diversas explicaciones del sufrimiento o, peor, diversas justificaciones y mistificaciones elaboradas so­ bre este hecho ineluctable que es el sufrimiento. Por el contrarío, en ambos credos el sufrimiento es más inexpli­ cable que nunca, particularmente para aquellos que tra­ tan de explicarlo con el objeto de evadirlo, o creen que la propia explicación es, ya, un escape. Pues, por sobre todo, el sufrimiento no es un «problema», algo de lo que poda­ mos excluirnos, algo que podamos controlar. El Budismo y el Cristianismo, cada uno a su modo, lo conciben como parte de nuestra propia ego-identidad y existencia empí­ rica : ante el sufrimiento lo único que podemos hacer es zambullirnos directamente en el seno mismo de la contra­ dicción y la confusión, para ser transformados por lo que el Zen denomina la «Gran Muerte», para el Cristianismo «morir y elevarse con Cristo». Volvamos ahora a los «hechos» obscuros y torturan­ tes de que se cuida el Zen. Durante la relación entre maestro y discípulo, el «hecho» que encontramos con ma­ yor frecuencia es la frustración del alumno, su incapaci­ dad de ir a ninguna parte de la mano de su propia vo­ luntad o de su propio razonamiento. La mayoría de los proverbios acuñados por los Maestros del Zen versan so­ bre esta situación, tratan de persuadir al discípulo de que su experiencia de sí mismo y de sus capacidades anda básicamente descaminada. «Cuando se detiene el carro — dijo Huai-Jang, el Maes­

tro de Ma-Tsu —, ¿azotas al carro o al buey?» Luego agregó: «Cuando uno ve el Tao desde el punto de vista de hacer y deshacer, juntar y desperdigar, lo que en ver­ dad está viendo no es el Tao». De resultar obscura esta observación sobre azotar al carro o al buey, tal vez otro Mondo (pregunta y respuesta) pueda expresar el mismo concepto de modo más cristalino. Un monje pregunta a Pai-Chang: «¿Quién es el Buda?» Pai-Chang responde: «¿Quién eres tú?» Un monje desea saber qué cosa es Prajna, la sabiduríaintuición metafísica del Zen. Y no sólo esto, sino también Mahaprajna, la Gran o Absoluta Sabiduría. La faena total. Responde el Maestro, despreocupadamente: «Cae la nieve con rapidez, y está envuelta en la bruma». El monje queda en silencio. El Maestro pregunta: «¿Has comprendido?» «No, Maestro, no he comprendido?» Entonces el Maestro compone una rima para su discípulo: Mahaprajna No es recibir ni dar. Si no lo comprende uno, Frío es el viento, la nieve cae. (Suzuki, Introducción, p. 99-100) El monje estaba «esforzándose por comprender» cuan­ do en realidad debía tratar de mirar. Las parábolas apa­ rentemente misteriosas y crípticas cobran una singular sencillez a la luz del contexto integral de la «atención» bú­

dica, que en su forma más elemental consiste en una «atención desnuda» que solamente ve lo que ahí está, sin agregar comentario alguno, así como tampoco interpreta­ ciones, juicios o conclusiones. Tan sólo ve. Aprender a ver de este modo es el ejercicio básico y fundamental de la meditación budista. (Ver The Heart of Buddhist Meditation, por Nyanaponika Thero-Colombo, Ceylon, 1956). No hay tragedia alguna en alcanzar el punto en que vacila nuestra comprensión: esto nos anima a dejar de pensar para comenzar a mirar. Después de todo, tal vez no sea necesario que se nos «ocurra» nada: tal vez sólo debemos despertar de nuestro sueño. Dijo un monje: «He estado contigo (Maestro) duran­ te largo tiempo, y sin embargo me siento aún incapaz de comprenderte. ¿Cómo es esto?» A lo que respondió el Maestro: «Dónde tú no com­ prendes se encuentra justamente el germen de tu com­ prensión». «¿Pero cómo será posible comprender aquello que es incomprensible ? » Dijo el Maestro: «La vaca da a luz un elefantito; so­ bre el océano se alzan remolinos de polvo» (Suzuki, In­ troducción, p. 116). En un lenguaje más técnico, y por lo tanto más com­ prensible, tal vez, para nosotros, dice Suzuki: «Prajna es acto puro, pura experiencia... se caracteriza por su cuali­ dad no-ética... pero no es racionalista... tiene un carácter distintivamente inmediato... no debe confundirse con la intuición ordinaria... pues en el caso de la intuición praj­ na no existe un objeto identificable que ha de ser intui­ do... En la intuición prajna, el objeto intuido jamás coincide con un concepto postulado por algún proceso elaborado por el razonamiento: jamás se trata de «esto» o «aquello»; lo que no desea el prajna es amarrarse a un

objeto particular». (D. T. Suzuki, Studies in Zen, Londres, 1957, p. 87-9). Por esta razón, concluye Suzuki, la intui­ ción Prajiui difiere del «tipo de intuición de que hablan, generalmente, los discursos religiosos y filosóficos» : en ella, Dios o el Absoluto son el objeto de la intuición y «el acto mismo do intuir se da por consumado cuando tiene lugar un estado de identificación entre el objejto y el su­ jeto». (Su/.uki, Studies, p. 89). Este no es lugar adecuado para examinar la compleja e interesante cuestión que acaba de plantearse. Digamos sólo que de ningún modo podemos dar por cierto que la intuición religiosa, o más genéricamente mística, vea siem­ pre a Dios «como objeto». Es de notar que Suzuki se pro­ nuncia con una opinión bastante radical cuando admite que la intuición mística de Eckhart es idéntica al Prajna. Dejando de lado este problema, se impone aclarar que aquel que pretenda formular una interpretación doctri­ naria o filosófica de los proverbios Zen, como los repro­ ducidos en párrafos anteriores, se habrá extraviado deci­ didamente. Si nos presentan el argumento de que PaiChang, al señalar la caída de la nieve como respuesta a una pregunta sobre el Absoluto, identificó a la nieve con el Ab­ soluto, dando a esta intuición, en otras palabras, el carác­ ter de una percepción reflexiva y panteísta del Absoluto en tanto que objeto, corporizado por la nevada, nuestro hipotético interlocutor se alejaría sideralmente de la com­ prensión del Zen. Imiginar en el Zen una «enseñanza panteísta» equivale a adjudicarse la intención de explicar algo. Repetimos: el Zen no explica nada. Sólo ve. ¿Qué es lo que ve? No un Objeto Absoluto, sino un Absoluto Ver. Aunque todo esto parece encontrarse a gran distancia del Cristianismo, que es decididamente un mensaje, de­ bemos recordar la importancia que en la Biblia se conce­ de a la experiencia directa. Todas las formas de «saber»,

especialmente las que pertenecen a la esfera religiosa, y espccialmcnie en lo tocante a Dios, poseen una validez pro­ porcional a su condición de experiencias y contactos ínti­ mos. Todos estamos familiarizados con la expresión bíbli­ ca «conocer», en el sentido de poseer en el acto sexual. No es oportuno examinar, aquí, posibles analogías de tipo Zen en las experiencias de los profetas del Viejo Testa­ mento. ¡ Por cierto, suenan tan fácticas, existenciales y desconcertantes como cualquier hecho del Zen! Tampoco podemos más que indicar brevemente, aquí, la bien cono­ cida relevancia de la experiencia directa en el Nuevo Tes­ tamento. Naturalmente, este rasgo se reconoce sobre todo, en la revelación del Espíritu Santo, misterioso Don por el cual Dios se vuelve uno con el creyente, conocién­ dose y amándose a Sí-mismo en el creyente. En los dos capítulos iniciales de la primera Epístola a los Corintios, San Pablo distingue dos clases de sabiduría: una de ellas consiste en el conocimiento de palabras y enunciados, una sapiencia racional y dialéctica, mientras que la otra, a la vez experiencia y paradoja, se encuentra más allá del alcance de la razón. Para obtener esta sabidu­ ría espiritual, debe uno liberarse, primeramente, de la servil dependencia que supone la «sabiduría del discurso». (I Cor. 1:17). Se efectúa esta liberación por la «palabra de la Cruz», que carece de sentido para quienes se conforman con sus propias nociones familiares y hábitos mentales, definiéndose como un medio por el cual Dios «destruye la sabiduría del sabio». (I. Cor. 1:18-23). El nombre de la Cruz resultaba completamente equívoco y desconcertante para los griegos, con su filosofía, así como para los judíos con su Ley. Pero en cuanto uno se liberaba de las fórmu­ las verbales y estructuras conceptuales de que dependía anteriormente, la Cruz devenía una fuente de «poder». Esta potencia emanaba de la «tontería divina», y hacía

uso de instrumentos igualmente «tontos» (los Apóstoles) (I Cor. 1:27). Por otro lado, aquel que aceptaba esta pa­ radójica «tontería» sentía crecer dentro suyo un poder secreto y misterioso, el propio poder de Cristo viviendo en él como fondo de una vida totalmente nueva y un nuevo ser. (I Cor. 2:1-4, Ef. 1:18-23, Gal. 6:14-16). En este punto es esencial recordar que, para un cris­ tiano, «el nombre de la Cruz» nada tiene de teórico, pues contiene una experiencia áspera y existencial de unión con Cristo en Su muerte, encaminada a compartir Su resurrec­ ción. Este «oír» plenamente, «recibiendo» la palabra de la Cruz, significa mucho más que un simple asentimiento ante la proposición dogmática de que Cristo murió por nuestros pecados. Significa tanto como estar «clavado con Cristo en la Cruz» de modo tal que el yo-ego pierde la con­ dición de principio de nuestras más profundas acciones, que ahora proviene del Cristo que vive en nosotros. «Ya no vivo yo mismo, pues ahora Cristo vive en mí». (Gal. 2:19-20; ver también Romanos 8:5-17). Acoger la palabra de la Cruz indica la aceptación de un auto-vaciamiento total, una Kenosis en unión con el auto-vaciamiento de Cristo, «obediente hasta la muerte». (Fil. 2:5-11). Para el verdadero Cristianismo, es imprescindible que esta expe­ riencia de la Cruz y el auto-vaciamiento ocupe una plaza central en la vida del cristiano, quien así podrá recibir abiertamente al Espíritu Santo, conociendo (otra vez por experiencia) todos los bienes de Dios, en y por el Cristo. (Juan 14:16-17, 26; 15:26-27; 16:7-15). Cuando dice Gabriel Marcel que «hay umbrales que jamás podemos cruzar si pensamos en ellos solos y libra­ dos a su propia suerte... se requiere una experiencia: la experiencia de la pobreza y la enfermedad...» (citado por A. Gelin, Les Pauvres de Yahvé, París, J954, p. 57) no

hace más que expresar una sencilla verdad cristiana, en términos familiares al Zen. Jamás debemos olvidar que el Cristianismo es mucho más que la aceptación intelectual de un mensaje religioso por la fuerza ciega y sometida de una fe que no acierta a comprender lo que el mensaje dice, salvo en términos de interpretaciones autorizadas que distribuyen, exteriormente, unos expertos en nombre de la Iglesia. Muy por el con­ trario, la fe es idéntica a la puerta de la plena vida interior de la Iglesia, no sólo incluye el acceso a una enseñanza autorizada sino, sobre todo, una profunda vivencia perso­ nal que, aunque única, es compartida con el Cuerpo de Cristo en su totalidad, en el Espíritu de Cristo. San Pablo compara este conocimiento de Dios en el Espíritu con el conocimiento subjetivo que cada hombre tiene de sí. Así como nadie puede conocer mi yo interior excepto mi pro­ pio «espíritu», Dios sólo puede ser conocido por el Espí­ ritu de Dios: sin embargo este Espíritu Santo nos es dado en forma tal que Dios se conoce a Sí-Mismo en nosotros, experiencia ésta tremendamente real, aunque no podamos comunicarla en términos comprensibles para quienes no la comparten. (Ver I Cor. 2:7-15). En consecuencia, finali­ za San Pablo, «tenemos la mente de Cristo». (I Cor. 2:16). Ahora bien: habida cuenta de que, para el Budismo, puede describirse al Prajna como un «tener la mente en Buda», es seguro que debe haber alguna posibilidad de tra­ zar una analogía entre la experiencia budista y la cristiana, aunque en este momento hablamos más en términos de doctrina que de pura experiencia. Pero esta doctrina se refiere a la experiencia. No podemos avanzar en nuestra investigación más allá de este punto, dentro del presente trabajo, pero señalemos el significativo comentario for­ mulado por Suzuki al leer las siguientes líneas de Eckhart (inscritas en una teología católica perfectamente ortodo­

xa y tradicional) a las que calificó de «idénticas a la intui­ ción del Prajna». (D. T. Suzuki, Mysticism: East and West, p. 40; la cita proviene de la traducción por C. de B. Evans del texto de Eckhart, Londres, 1924, p. 147). «Dándonos Su amor, Dios nos ha hecho entrega del Espíritu Santo para que podamos amar a El, con el amor por medio del cual El se ama a Sí-mismo». El Hijo que, por nosotros, ama al Padre, en el Espíritu, fue tra­ ducido por Suzuki a términos del Zen: «un espejo que refleja a otro; no hay sombra entre ellos». (Suzuki: Mys­ ticism: East and West, p. 41). También cita Suzuki, frecuentemente, una frase de Eckhart — «El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo a través del cual Dios me ve a mí» (Suzuki, Mysticism: East and West, p. 50) — como expresión exacta de lo que el Zen entiende por Prajna. La interpretación del texto según criterio Zen, por el Dr. Suzuki, puede ser teológicamente perfecta desde todos los ángulos o no, ya lo veremos, pero a primera vista no surgen razones por las que no debiéramos aceptarla a con­ ciencia. Lo que a nosotros nos concierne en todo esto es la elevada sugestión y el interés que esta interpretación despierta, por sí misma, al reflejar una especie de intui­ tiva afinidad con el misticismo cristiano. Además, da mu­ cho que pensar esta notable apertura de un pensador ja­ ponés formado en el Zen, de cara a lo que esencialmente constituye el misterio más obscuro y difícil dé la teología cristiana: el dogma de la Trinidad y la misión de las Di­ vinas Personas en el cristiano y en la Iglesia. Esto pare­ cería indicar que el área realmente investigable en la búsqueda de analogías y correspondencias entre el Cris­ tianismo y el Budismo, después de todo, pertenece a la teología, más bien que a la psicología o al ascetismo. Al menos, no cabe excluir a aquella teología experimentada

por la contemplación cristiana, y no ya aquella versión es­ peculativa de los libros de texto y las polémicas eruditas. Las pocas palabras escritas en esta introducción, así como las proposiciones breves y sencillas que contiene, no pretenden constituirse de ningún modo en «compara­ ción» aceptable de la experiencia cristiana y la del Zen. Obviamente, lo que hemos hecho es poco más que expre­ sar la piadosa esperanza de que algún día se descubra un campo común. Pero creo haber logrado, al menos, que el lector occidental y cristiano se encuentre en condiciones de internarse en este libro con la mente abierta; tal vez lo he ayudado a suspender el juicio por un tiempo, abste­ niéndose de decir inmediatamente que el Zen es tan eso­ térico y remoto que carece virtualmente de interés o im­ portancia para nosotros. Muy por el contrario, el Zen puede enseñar mucho a Occidente, y hace poco que Dom Aelred Graham, en un libro que cosechó merecida popu­ laridad (Graham, Zen Catholicism, N. Y., 1963) desarrolló la teoría de que no poca substancia del Zen podía apli­ carse a nuestras prácticas religiosas y monacales. Apa^ rentemente, es posible adaptar al Zen a la función de des­ pejar nuestro aire de gratuidades ascéticas, lo cual nos ayudaría a recuperar un saludable equilibrio en nuestra comprensión de la vida espiritual. Pero debemos asir al Zen en su simple realidad, sin imaginarlo o racionalizarlo en términos de fantásticas y esotéricas interpretaciones de la existencia humana. Es indudable que muy pocos occidentales llegarán ja­ más a comprender realmente lo que es el verdadero Zen, pero sin embargo, para todos tendrá un gran valor el mero exponerse a sus aires frescos y temerarios.

«On peut se sentir fier d’étre contemporain d’un certain nombre d'hommes de ce temps...» ALBERT CAMUS El tiempo que vivimos es inusual. No puede sorpren­ dernos, por lo tanto, que los hombres que lo animan re­ sulten, a veces, ligeramente insólitos. Aunque tal vez me­ nos conocido, a nivel mundial, que figuras de la talla de Einstein y Gandhi (elevadas a la categoría de símbolos de nuestra era) Daisetz Suzuki no ha sido un hombre menos notable que los nombrados. Y a pesar de que su trabajo careció de mayor resonancia o efecto público, su contri­ bución a la revolución espiritual e intelectual de nuestro tiempo no es de las pequeñas. El impacto del Zen en el Oeste alcanzó su plenitud inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando también conocía su auge la ola existencialista. Los albores de la era atómica y cibernética, con la reli­ gión y la filosofía occidentales en estado de crisis y la conciencia del hombre amenazada por la más profunda alienación, enmarcaron el trabajo y la influencia personal del Dr. Suzuki, probablemente oportunos y fructíferos: mucho más quizá de lo que ahora comenzamos a descu­ brir. No me estoy refiriendo al entusiasmo bastante su­ perficial de los occidentales por lo puramente exterior y burbujeante del Zen (que el propio Dr. Suzuki evaluó con

indulgencia, pero también con objetividad), sino a la acti­ va levadura del enfoque Zen que él sumó al fermento del pensamiento occidental, a través de sus contactos con el psicoanálisis, la filosofía y el pensamiento religioso, como en el caso de Paul Tillich. No se discute que el Dr. Suz.uki obsequió a esta era de diálogo su aporte muy característico de su personalidad: me refiero a su capacidad de aprehender y ocupar las posiciones que facilitaran la más efectiva comunicación posible. Lo hacía con sorprendente idoneidad porque se encontraba (y esto podía no percibirlo inmediatamente) libre de los dictados de todo patrón mental partidario o ritualismo académico. No se dejaba arrastrar a los com­ plejos juegos que, en el mundo intelectual, nos obligan a cabalgar en busca de una meta. En consecuencia, este hombre se elevó, muy naturalmente y sin esfuerzo, a una prominente posición.'Se expresaba con la autoridad de un hombre simple y clarividente que se hace cargo de las limitaciones humanas sin sacar provecho de ellas con esas grandes estructuras artificiales que carecen de significado real. No necesitaba poner otra cabeza sobre la suya, como dice un proverbio Zen. Esto, por cierto, es una ventaja en función del diálogo, pues, cuando los hombres tratan de comunicarse, les resulta propicio expresarse con voces personales y distintas, y no difuminar sus identidades, ha­ blando a través de diversas máscaras oficiales al unísono. Tuve la suerte de conocer al Dr. Suzuki, sosteniendo con él un par de brevísimas conversaciones. La experien­ cia no sólo fue gratificante sino también, diría yo, inolvi­ dable. En mi vida personal tuvo la dimensión de un even­ to extraordinario, puesto que, en el ámbito en que me desenvuelvo, no suelo conocer a la clase de personas que me serían presentadas profesionalmente si actuara, por ejemplo, como profesor universitario. Yo tenía noticias de

sus trabajos desde hacía ya largo tiempo, habíamos inter­ cambiado correspondencia, publicando también un corto diálogo durante el cual nos ocupábamos de la «Sabiduría del Vacío» tal como se la presenta, comparativamente, en el Zen y en los Padres del Desierto Egipcio (ver la Segunda Parte de este libro). En ocasión de su último viaje a los Estados Unidos tuve el gran privilegio y el placer de cono­ cerlo personalmente. Había que tratar a este hombre para apreciarlo con plenitud. A mí me parecía una corporización de todas las cualidades imprecisables del «Hombre Superior» de las antiguas tradiciones del Asia: el Tao, el Budismo y el Confucianismo. O tal vez uno tenía la sen­ sación de estar ante el «Verídico Hombre sin Título» de que hablan Chuang Tzu y los Maestros del Zen. Y ésta es, por supuesto, la clase de persona que uno de veras desea conocer. ¿Qué más se puede pretender en la materia? En­ contrándome con el Dr. Suzuki para beber con él una taza de té sentía que, realmente, estaba conociendo una de estas raras personalidades. Era como llegar, por fin, a mi propia casa. Una experiencia muy feliz, para decirlo con toda moderación. No hay mucho que pueda contarse so­ bre el episodio, porque extendiéndome en demasía podría distraer la atención hacia detalles que, después de todo, carecen de importancia. Cuando uno se encuentra en com­ pañía de una persona, la multiplicidad de detalles se in­ tegra naturalmente en una unidad, que es vista pero no expresada como tal. Cuando uno se refiere a ella «de se­ gunda mano» sólo quedan los detalles aislados. El Verídi­ co Hombre, mientras tanto, hace tiempo que se ha mar­ chado para cuidarse de lo suyo en algún otro lugar. Hasta aquí he hablado como simple ser humano. Debe­ ría hacerlo también en mi condición de católico, o de in­ dividuo formado por cierta tradición religiosa occidental pero dotado de una curiosidad (que espero legítima) hacia

las otras religiones, abiertamente consideradas. Por todo esto, sólo podría emitir juicios sobre el Budismo en un acto de audacia, pues carezco de la certidumbre que brin­ da una percepción fiel de los valores espirituales de una tradición con la cual se tiene cierta familiaridad. En lo que a mí respecta, me atrevo a decir que, en el Dr. Suzuki, el Budismo se me hizo, por fin, completamente comprensi­ ble : antes me daba la impresión de una maraña de pala­ bras, confusa y misteriosa, erizada de vocablos, imágenes, doctrinas, leyendas, rituales, arquitecturas, y demás. Tenía la sensación de que la enorme y perturbadora exhuberancia cultural que revestía las variadas formas del Budismo, en sus diversos epicentros asiáticos, no era más que una bella indumentaria destinada a cubrir algo extremadamen­ te sencillo. De hecho, todas las religiones superiores son muy simples. Entre ellas se observan muy importantes diferencias esenciales, a qué dudarlo, pero, en su realidad interior, el Cristianismo, el Budismo, el Islam y el Judais­ mo son de una marcada simplicidad — aunque también capaces, como he dicho antes, de inquietantes exhuberancias — y acaban todas con la más simple y desconcertante de todas las cosas, como es la confrontación directa con el Ser Absoluto, el Amor Absoluto, la Piedad Absoluta o el Absoluto Vacío, a través de un compromiso inmediato y plenamente despierto con la vida de cada día. En el Cris­ tianismo, la confrontación reviste modalidades teológicas y afectivas; se sirve de la palabra y el amor. En el Zen se trata de un proceso metafísico e intelectual, a través de la percepción y la vacuidad. Sin embargo, la Cristiandad también es depositaría de una tradición contemplativa, la del conocimiento en el «no-conocer»; las últimas palabras que recuerdo haber oído de labios del Dr. Suzuki (antes de las salutaciones de uso) son: «Lo más importante es el Amor». Debo reconocer que, como cristiano, esto me con­

movió profundamente. En verdad, el Prajna y el Karuna son uno y el mismo (como dicen los budistas), vale decir que la Caritas (amor) equivale al más elevado conoci­ miento. Sólo vi al Dr. Suzuki en dos breves visitas, durante las cuales opté por no malgastar el tiempo solicitándole ex­ plicaciones abstractas o doctrinarias de su tradición. Sen­ tí que hablaba con un ser humano que, a partir de una formación completamente distinta a la mía, había madu­ rado y se había completado, hallando su propio camino. No es posible comprender al Budismo antes de conocerlo de este modo existencial, a través de una persona en la cual el Budismo está vivo. Entonces desaparece el proble­ ma de la comprensión de esas doctrinas que, inevitable­ mente, resultan un tanto exóticas a los ojos de un occi­ dental, y todo se reduce a apreciar un valor que, de por sí, es evidente. Estoy seguro de que ningún occidental alerta e inteligente pudo conocer al Dr. Suzuki sin una experiencia de este tipo. Esta misma calidad existencial se desprende, en otra forma, de la vasta obra publicada por el Dr. Suzuki. Tra­ bajador enérgico, original y productivo, agraciado con el don de una larga vida y poseído por un entusiasmo incan­ sable por su temática, nos ha legado una biblioteca íntegra sobre el Zen, en idioma inglés Lamentablemente, no estoy familiarizado con sus trabajos en japonés, ni puedo juzgar sus alcances. Pero lo que tenemos en inglés es, sin la me­ nor duda, la más completa y auténtica presentación de la tradición y la experiencia asiáticas que haya efectuado hombre alguno en términos accesibles para el Occidente. La excepcionalidad del trabajo del Dr. Suzuki radica en la forma directa en que este pensador asiático ha logrado comunicar su propia experiencia de una tradición antigua y profunda, en una lengua occidental. Esta situación difie­

re notoriamente de las traducciones más o menos fidedig­ nas de textos orientales, debidas a la pluma de académicos europeos desprovistos de experiencia en materia de valo­ res espirituales asiáticos, o sólo informados de las tradi­ ciones recogidas y divulgadas por otros occidentales. Una de las razones que explican la peculiar eficacia de la comunicación establecida por el Dr. Suzuki con el Occi­ dente consiste en su capacidad de transponer el Zen a los auténticos términos de las tradiciones místicas occiden­ tales más afines. Ignoro la profundidad de los conoci­ mientos del Dr. Suzuki sobre los místicos occidentales, pero me consta que había leído concienzudamente a Meis­ ter Eckhart. (Podría señalar, entre paréntesis, que estoy de acuerdo con el Dr. Suzuki en su posición final sobre el Zen y el misticismo; en este sentido, optó por decir que el Zen «no es un misticismo», con el objeto de evitar cier­ tas ambigüedades desastrosas. Pero éste es un tema que requiere nuevos estudios.) Aunque el Dr. Suzuki aceptaba la idea occidental pre­ dominante, y bastante superficial, de que Eckhart no era más que un fenómeno único y por completo herético, ten­ dremos que admitir, junto a los estudiosos más moder­ nos, que Eckhart representa en realidad una vertiente pro­ funda, amplia y decididamente ortodoxa del pensamiento religioso occidental: ésta se remonta a Plotino y a PseudoDionisio y arribó al Oeste con Escoto Erigena y la escue­ la medieval de San Víctor, afectando también, profunda­ mente, al maestro de Eckhart, Santo Tomás de Aquino. Establecido su contacto con esta tradición relativamente poco conocida, Suzuki encontró que congeniaba con ella, y supo darle muy buen uso. He descubierto, por ejemplo, que en el diálogo que sostuve con él — reproducido en la parte final de este libro — se expresó en el lenguaje mítico propio de la descripción bíblica de la Caída del Hombre,

con un decidido beneficio psicológico y espiritual. En for­ ma fácil y natural se refirió a las implicancias de la «Caí­ da» en tanto que alienación del hombre con respecto a sí mismo, con un estilo simple y espontáneo, digno de Padres de la Iglesia como San Agustín o San Gregorio. A decir verdad, hay numerosos puntos en común entre la con­ cepción espiritual de los Padres de la Iglesia y el pensa­ miento existencial cristiano de orientación psicoanalítica, por ejemplo en el caso de Paul Tillich, que por su parte ha experimentado una influencia agustiana de insospecha­ da intensidad. El Dr. Suzuki se encontraba a sus anchas en esta atmósfera, gracias a su perfecto dominio de los símbolos tradicionales. De hecho, estaba más familiariza­ do con todo esto que muchos teólogos occidentales. Com­ prendía y apreciaba el lenguaje simbólico de la Biblia y los Padres, mucho más directamente que algunos de nues­ tros contemporáneos, incluyendo católicos, para quienes este asunto no es más que un compromiso embarazoso. La realidad total de la Caída se inscribe en nuestra naturale­ za según patrones que Jung denominaba arquetipos sim­ bólicos, y los Padres de la Iglesia — así como también, qué duda cabe, los redactores de la Biblia — ponían ma­ yor interés en esta significación arquetípica que en la Caí­ da como «evento histórico». Además del Dr. Suzuki, otros no-cristianos han llegado a captar la importancia de este símbolo. Dos nombres vienen súbitamente a mi memoria: Erich Fromm, el psicoanalista, y ese poeta notable y de­ masiado desconocido que se llamó Edwin Muir, autor de las traducciones inglesas de Franz Kafka. No creo que el Dr. Suzuki perteneciera al tipo de personas que se moles­ tan en preguntarse si su grado de «modernidad» es sufi­ ciente o no. Al Verídico Hombre sin Título estos rótulos le tienen sin cuidado, puesto que no conoce otro tiempo

que el presente, sabedor de que no puede aprehender el pasado ni el futuro, salvo en el presente. Puede decirse que todos los libros del Dr. Suzuki se ocupan aproximadamente de lo mismo. En ocasiones, re­ trocedía unos pasos y enfocaba al Zen desde el ángulo de la cultura, o el psicoanálisis, o desde el punto de vista místico cristiano (en Eckhart), pero ni siquiera en estos casos dejaba que el tema del Zen cediera su primacía a otro diferente, o presentaba una concepción radicalmente novedosa de su tema habitual. En realidad, Suzuki dice siempre las mismas cosas, narra las mismas maravillosas anécdotas Zen, tal vez con palabras ligeramente distintas, desembocando invariablemente en una misma conclusión: cero igual a infinito. A pesar de todo lo cual no hay mono­ tonía alguna en sus trabajos, y no se percibe que este hombre se repita, porque de hecho cada libro es una fla­ mante creación. En cada uno de sus volúmenes palpita toda una nueva experiencia. Quienes hemos escrito mucho no podemos menos que admirar esta condición del mate­ rial del Dr. Suzuki: su notable consistencia, su unidad. Pseudo-Dionisio afirma que la sapiencia del contempla­ tivo se desplaza según un motus orbicularis: ese movi­ miento circular que efectúan las águilas cuando acechan a sus presas, o los planetas en torno a sus soles. La obra del Dr. Suzuki rinde testimonio del silencioso oibitar del Prajna que, para decirlo con las palabras de la mismísima tradición occidental de Erigena y los Pseudo-Aeropágicos, traza «un círculo cuya circunferencia está en ninguna par­ te y cuyo centro se halla en todas partes». El resto de nosotros viaja en vuelos lineales. Vamos lejos, atacamos remotas posiciones, libramos feroces batallas, preguntán­ donos luego por qué nos hemos exaltado tanto; construi­ mos sistemas que pronto nos parecen chatarra vieja, deambulamos, en fin, por todos los continentes en bús­

queda de algo nuevo. El Dr. Suzuki no se movió de donde estaba, de su propio Zen, al que encontró inagotablemente nuevo con cada nuevo libro. Esto indica, sin duda, un don especial, cierta cualidad particular del genio del espíritu. Bajo cualquier punto de vista, nos queda en su obra una gran herencia, una de las realizaciones espirituales e intelectuales únicas de nuestra era. Por sobre todo, nos resulta preciosa por haber inspirado un desplazamiento del Este hacia el Oeste y viceversa, produciendo un acuer­ do a nivel profundo entre Japón y América, acercando cuando todo parece conspirar en favor de los conflictos, divisiones, incomprensiones, confusiones y guerras. Nues­ tro tiempo jamás se ha destacado por sus aportes a la paz. Podemos sentirnos orgullosos, pues, de este contem­ poráneo que ha dedicado su vida a una labor de esta clase, alcanzando en ella el más rotundo de los éxitos.

El eminente filósofo japonés Kitaro Nishida (18701945) hizo por el Budismo Zen lo que Jacques Maritain por la filosofía católica: elaboró, dentro de su propia cul­ tura mística y sobre la base de sus intuiciones espirituales y tradicionales, una filosofía que, al mismo tiempo que se dirige al hombre moderno — incluso al occidental — con­ serva su apertura hacia la elevada sabiduría que persigue la unión con Dios. El Dr. Daisetz Suzuki no se equivocaba cuando decía que era difícil comprender a Nishida care­ ciendo de una cierta familiaridad previa con el Zen. Por otro lado, ciertos conocimientos de fenomenología existencialista pueden servir de preparación para comprender el único libro de Nishida que, hasta el momento, ha sido traducido al inglés, libro que por otra parte es su primer título: A Study of Good, editado por la Comisión Nacio­ nal Japonesa para la UNESCO en 1960, en versión inglesa de V. H. Viglielmo. Como Merlau-Ponty, Nishida se interesa por la estruc­ tura básica de la conciencia, intentando conservar la uni­ dad que existe entre la propia conciencia y el mundo ex­ terior que en ella se refleja. El punto de partida de Nishi­ da es la «pura experiencia» o «experiencia directa» de unidad indiferenciada, en gran medida lo contrario de aquel cogito con que empezaba Descartes.

En la conciencia de sí, reflexiva, del sujeto pensante individual, como si dijéramos exterior y distinto a los otros objetos del conocimiento, encuentra Descartes su in­ tuición esencial. Desde el punto inicial del pensamiento reflexivo, el sujeto dispone a dos conceptos abstractos — el de sí mismo y el de su propia acción — en función de objetos: cogito ergo sum. Para Nishida (como también para Maritain, pero en otro contexto) lo prioritario es la intuición unitiva, esto es la percepción de la unidad bási­ ca del sujeto y el objeto en el ser, profunda «aprehensión de la vida» en su existencia concreta y «en la base mis­ ma de la conciencia». Esta unidad básica no es un concep­ to abstracto sino el mismo ser, potenciado con el dinamis­ mo del espíritu y el amor. En ese sentido, podríamos de­ cir que Nishida parte de un sum ergo cogito. Pero esto debemos tomarlo siempre con algunos granos salados y perturbadores de Zen. «Yo soy»... pero... ¿Quién es este «Yo»? La realidad fundamental no es externa ni tampoco interna, objetiva ni subjetiva. Precede a todas las diferen­ ciaciones y contradicciones. El Zen la llama vacuidad, Sunyata, «eso». La madura percepción del vacío, primor­ dial, en el cual todas las cosas son una, se denomina Praj­ na o sabiduría. Esta sabiduría consiste en la experiencia directa del «Uno» y el «Absoluto», no en abstracto sino en tanto que «Sí-mismo» o «naturaleza de Buda». Para esta percepción unitiva, Nishida utiliza el término «Espíritu», definiéndo­ lo como unión de amor. Demasiado Zen hay en la mente de Nishida para redu­ cirlo todo, simplemente, a una abstracta unidad original y dejarla allí para que se esfume. Esto sería una traición contra la realidad y la vida, como él ha dicho repetidas veces. A partir de la unidad original indiferenciada de la experiencia pura deben desarrollarse las contradicciones,

y a través del conflicto y la contradicción se abrirán cami­ no la mente y la voluntad del hombre, creando laboriosa­ mente una unidad superior donde la primitiva «experien­ cia directa» se manifestará en un nivel más elevado. De este modo se revuelven las contradicciones y conflictos en una unidad trascendente que, de hecho, constituye una experiencia religiosa. Para describirla, Nishida utiliza el término «mística». Otros autores Zen han evitado este vo­ cablo en particular, por considerarlo engañoso. El aspecto más original, sin duda el más revoluciona­ rio, del pensamiento de Nishida, al menos desdt el punto de vista búdico, es su personalismo. La conclusión a que arriba en su A Study of Good dice que, en realidad, el bien supremo es el bien de la persona. A primera vista, esto parecería entrañar una contradicción lisa y llana de los presupuestos básicos de la religión bu­ dista. Buda enseñó que todo mal tiene sus raíces en la «ignorancia» que nos induce a tomar a nuestro ego indi­ vidual por nuestro ser verdadero. Sin embargo, Nishida no confunde a la «persona» con el ser externo e individual. Tampoco sé reduce esta «persona», para él, a un «sujeto» en relación con varios objetos, ni siquiera a un Dios den­ tro del vínculo Yo-Tú. La raíz de la personalidad ha de ser buscada en el «verdadero sí-mismo» que se manifiesta en la unificación básica de la conciencia, cuando sujeto y objeto son uno sólo. He aquí por qué el bien supremo es «la fusión del sí-mismo con la suprema realidad». La per­ sonalidad humana es definida como la fuerza que efectúa esta fusión. Todas las esperanzas y deseos del sí-mismo externo e individual, de hecho, se oponen a esta unidad superior. Pues tienen su centro en la afirmación del indi­ viduo. Es sólo cuando las esperanzas y temores del ser individual se superan y olvidan que «aparece la auténtica persona humana». En una palabra, la realización de la

personalidad humana en este elevado sentido espiritual es, para nosotros, el bien hacia el que debe orientarse toda la vida. Es idéntico, incluso, al «bien absoluto», en la medida en que la personalidad humana se encuentra, para Nishida, en una relación íntima e incluso, probable­ mente, esencial, con la personalidad de Dios. Esta tesis también resulta revolucionaria dentro del Budismo. Nishida declara en forma clara y decidida que «la más profunda exigencia del corazón humano», o «exi­ gencia religiosa», es el ansioso requerimiento de un Dios personal. Esta exigencia no conduce a la satisfacción últi­ ma de las aspiraciones individuales: por el contrario, pre­ supone su sacrificio y muerte. El sí-mismo individual debe cesar para establecerse como «centro de unificación» y de conciencia. Dios mismo, el Dios personal, es el centro más profundo de conciencia y unificación; no olvidemos el uso que San Juan de la Cruz daba a esta expresión. Com­ prender esto plenamente, no por aniquilación quietista o por inmersión, sino por la percepción activa y creativa que da el amor, es nuestro bien supremo. Para el filósofo cristiano, existe el problema de que Dios es explícitamente personal en Nishida, pero también explícitamente panteístico, convirtiéndose en el Espíritu de unidad y verdad que ocupa el centro del universo, suer­ te de anima mundi. Pero todo aquel que esté familiarizado con el pensamiento oriental podrá ver que lo que a noso­ tros nos parece una confusión filosófica surge de la irrup­ ción de elementos puramente religiosos y místicos en la estructura filosófica, que de tal modo se transforma en una extrapolación de profundas experiencias espirituales. El pensador cristiano jamás perderá de vista ciertas perspectivas y distinciones que han sido desarrolladas por su propia cultura, pero que, en cambio, el Oriente ja­ más consideró necesarias. El advenimiento del pensa­

miento técnico filosófico en Occidente constituye, para el Japón, una novedad. Las filosofías orientales han com­ binado siempre el pensamiento filosófico y religioso con expresiones concretas de experiencia espiritual. Lo impor­ tante es que, en términos de una metafísica panteísta, Kitaro Nishida expresa intuiciones religiosas de gran pure­ za y profundidad que recuerdan a las de algunos grandes pensadores contemplativos de nuestra propia tradición. Las líneas finales de su libro pueden servir para que no olvidemos este hecho. «Dios no es alguien a quien hemos de conocer por me­ dio del análisis o el razonamiento. Si consideramos que la esencia de la realidad es una cosa personal, hallaremos a Dios como lo más personal del conjunto. Sólo podemos conocer a Dios por la intuición del amor o la fe. Por lo tanto, quienes decimos que no conocemos a Dios, sino que tan sólo lo amamos y creemos en El somos los que más cerca estamos de conocerlo.» Se nos escaparía el pensamiento de Nishida si no sin­ tiéramos su aliento profundamente religioso y «místico». Un pasaje de páginas anteriores resume sus conclusiones sobre el bien supremo: «Si mi corazón puede quedar tan puro y simple como el de un niño, creo que, probable­ mente, ésta será la más grande e incomparable de las fe­ licidades».

EXPERIENCIA TRASCENDENTAL

¿Quién es el que experimenta lo trascendente...? Esta nota se propone plantear un vital interrogante; de hecho, quiero plantear mis serias dudas sobre suposi­ ciones que, incorporadas con la mayor ligereza al campo de lo «comprobado», confieren una marcada ambigüedad a toda exposición sobre las experiencias trascendentes y, más concretamente, «místicas». Esta ambigüedad tiende a esterilizar y frustrar las disciplinas y otros medios utili­ zados para «obtener» las experiencias trascendentales. En primer térm ino: ¿Qué significa exactamente esto de experiencia trascendental? El término es insatisfactorio, pero perfila un campo preciso: la experiencia trascenden­ tal es algo más definido que la «experiencia límite» *. Se trata de una vivencia de auto-trascendencia metafísica o mística y también, al mismo tiempo, una experiencia de lo «Trascendente» o el «Absoluto» o «Dios» más en tér­ minos de Sujeto que de objeto. El Fondo Absoluto del Ser (y detrás de éste la Divinidad como «Urgrund», es decir como libertad infinita y no-circunscrita) sólo pue­ de comprenderse, por así decirlo, «desde dentro»: es com­ prendido desde dentro de «Sí-mismo» y desde dentro de * La escuda psicológica de Abraham Maslow, que ha aportado los conceptos de «auto-realización» y «peak-cxperience» (experiencia límite), incorporando elementos existencialistas y orientales a la psicología social y terapia analítica, define a la experiencia límite como un instante de excepcional plenitud vital. (N. del T.)

«yo-mismo», aunque «yo-mismo» se ha perdido ahora y es «hallado en El». Estas expresiones metafóricas apuntan, todas, hacia el problema que se alza ante nosotros: la cuestión del ser que es «no-ser», que de ningún modo se trata de un «ser alienado» sino, por el contrario, de un Ser trascendente que, para esclarecerlo en términos cristia­ nos, se diferencia metafísicamente del Ser de Dios pero, sin embargo, se identifica perfectamente con aquel Ser por amor y libertad, de modo que en esta acción no pare­ ce haber más que un solo Ser. Es la vivencia de esto lo que llamamos aquí «experiencia trascendental» o también iluminación de sabiduría: Sapientia, Sophia, Prajna. Arri­ bar a esta experiencia equivale a penetrar en la realidad de todo lo que es, asiendo el sentido de la propia existen­ cia y su verdadero lugar en el esquema de todas las cosas, donde uno se relaciona perfectamente con todo lo que existe, por lazos de identidad y amor. Lo que esto no es: No es una inmersión regresiva en la naturaleza, el cos­ mos o el «puro ser», una quietud, narcisista, una alegre pérdida de identidad en un suspiro tibio, regresivo, oscu­ ro y oceánico. No puede identificarse, concretamente, con experiencias límite de tono erótico, aún cuando éstas sean auténticamente personales y no ya (como diría Fromm) simbióticas. Aquí hay más que una trascendencia estética, aunque esta última puede entrar en la combinación y ele­ varse a un nivel superior de percepción metafísica, como ocurre con la pintura Zen. Tampoco se limita al plano de la trascendencia moral, esto es, la experiencia de aquella heroica generosidad en el dar-de-sí que nos arrastra más allá y por encima de nuestras propias limitaciones: pero puede, por supuesto, combinarse con, o surgir del heroís­ mo moral, proyectándolo al plano místico de un auto-sa­ crificio y una entrega de sí.

Finalmente, se encuentra más allá del nivel ordinario de las experiencias religiosas o espirituales (ambas autén­ ticas, naturalmente) durante las cuales la inteligencia y «el corazón» — término tradicional y técnico en el Sufis­ mo, el Hesicaísmo y el misticismo cristiano, por regla general — se iluminan gracias a la percepción del sentido de la revelación, o del ser, o de la vida. Todas estas expe­ riencias pertenecen a un nivel en el cual el sujeto cons­ ciente de sí mismo conserva una conciencia mayor o menor de sí mismo en tanto que sujeto, elevando y purifi­ cando al mismo tiempo esta percepción de su propia sub­ jetividad. Pero durante la experiencia trascendente se da un cambio radical y revolucionario en el sujeto. Este cambio no debe confundirse con la regresión psicológica, aunque, a veces, el impacto sufrido por la psiquis y el organismo alcanza una intensidad tal que, «cegado por un exceso de luz», el sujeto se siente apaleado, arrojado a una especie de regresiva oscuridad en la cual se preparará para el ac­ ceso a la pura trascendencia, la libertad, la luz, el amor y la gracia. ¿Quién es el que tiene esta experiencia? Muy a menudo, las descripciones y exposiciones de esta experiencia parecen dar por sentado que el único su­ jeto de esto es el ser-ego, la persona individual. Presumi­ mos que este ego empírico, capaz de tomar conciencia de sí mismo y afirmarse diciendo «Yo soy», o mejor «yo ten­ go experiencias y por lo tanto soy», es a un tiempo sujeto y beneficiario de las experiencias trascendentes. Estas se convierten en una gloriosa coronación del ego y la autosatisfacción. Admitimos sin sombra de duda que, trascen­

diéndose, el ego va efectivamente «más allá» de sí mismo, aunque esta demostración de elasticidad espiritual se sume, finalmente, a su hijo de méritos y servicios. Cuanto más lejos llega sin quebrarse, tanto mejor y más respeta­ ble es un ego. En realidad, el ego se adiestra a sí mismo para llegar a un grado de elasticidad que le permita esti­ rarse casi hasta el punto de la desaparición, para luego regresar, apuntándose un nuevo tanto en su papeleta. Este no es ni remotamente un caso de auto-trascendencia. Sólo se ha efectuado un «viaje», que en última instancia no hace mas que refrescar e intensificar la conciencia del ego. Tal vez resulten necesarias las siguientes observacio­ nes sobre este tipo de descripción de la experiencia tras­ cendental : 1) Puede satisfacer a quien sólo desea plantear una ex­ periencia de nivel estético, o incluso moral. Pero tan pron­ to como este lenguaje interviene en la descripción de una experiencia trascendental en sentido religioso o metafísico, como el éxtasis místico, el Satori Zen y demás, no sólo siembra la confusión sino que arroja al pensamiento so­ bre una maraña de contradicciones irreconciliables. 2) Esta es la razón por la cual el Zen, el Sufismo y el misticismo cristiano — para mencionar sólo las concepcones de la experiencia trascendental con las que está familiarizado el autor — encuentran tan decisiva una ob­ jeción radical e incondicional del ego que aparenta ser protagonista de la experiencia trascendente, objetando, pues, con idéntica virulencia, la naturaleza total de la pro­ pia experiencia, entendida precisamente como tal. ¿Pode­ mos seguir hablando de experiencia cuando el sujeto de la misma ya no es un sujeto empírico, delimitado, bien definido? O, para decirlo en otras palabras: ¿Podemos se­ guir hablando de «conciencia» cuando el sujeto conscien­ te ya no es capaz de percibirse como ente separado y úni­

co? Entonces, si el ego empírico tiene realmente concien­ cia, ¿se verá a sí mismo como trascendido, abandonado, superado, insignificante, ilusorio, incluso como raíz de toda ignorancia o Amidya? 3) Aclarado esto, vemos que una nueva luz alumbra los términos en que podemos referirnos a esta experiencia trascendental como cosa regresiva. Aún cuando se hable de una «regresión al servicio del ego», ésta parece guardar escaso o ningún parentesco con la experiencia auténtica­ mente trascendental, que es un caso de superconciencia más que una caída en la preconciencia, o en la inconciencia. El «inconciente» Zen es más metafísico que psicológi­ co. El término tradicional del misticismo cristiano, «raptus» o rapto no tiene el sentido de «ser transportado» que se aplica correctamente a experiencias estéticas o eróticas — aunque muchas imágenes eróticas se usan para descri­ birlo, en ciertos tipos de misticismo cristano — sino el de un transporte ontológico «por sobre uno mismo»: supra se. En la tradición cristiana, el foco de esta «experiencia» no debe localizarse en el ser individual en tanto que ego separado, delimitado y temporal, sino en Cristo, o el Es­ píritu Santo «dentro» de este ser. En el Zen, se trata del Ser con una S mayúscula, indicando algo diferente del ser-ego. Este Ser es el Vacío. Es cierto que las declamaciones sobré la completa ani­ quilación del yo deben tomarse siempre con ciertas reser­ vas, y evidentemente se las formula con idéntica preven­ ción, sobre todo en el caso de los místicos cristianos, pero sin embargo cae de su peso que la identidad o persona que actúa como sujeto de'esta conciencia trascendental no es el ego, aislado y contingente, sino la persona «hallada» y «realizada» en unión con Cristo. En otras palabras, para la tradición cristiana, la identidad del místico jamás se reduce simplemente al mero ego empírico — menos aún,

al ser neurótico y narcisista — sino que equivale a la «per­ sona» identificada con Cristo, una con el Cristo. «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí». (Gal. 2: 20.) También se refiere la tradición cristiana a esta trascen­ dencia personal en términos de «tener la mente de Cris­ to» o ver y conocer «en el Espíritu de Cristo», siendo en este caso el Espíritu una entidad estrictamente personal, no sólo una referencia vaga a cierto clima emocional inte­ rior. Este Espíritu, que «está en todo, incluso en el abis­ mo de Dios» y «comprende los pensamientos de Dios» así como comprende el hombre su propio corazón, nos «es dado» en Cristo, como superconciencia trascendente de Dios y de «el Padre» (ver I Cor. 2, Romanos 8, etc.). Más específicamente, toda experiencia trascendental es, para el cristiano, una participación en «la mente de Cristo»: «Dejad que entre en vosotros esta mente que también estuvo en Jesucristo ... que lo abandonó... obe­ diente hasta la muerte... Por lo cual Dios lo elevó, confi­ riéndole un nombre por sobre todos los nombres». (Fil. 2:5-10.) Esta dinámica de vaciamiento y trascendencia expresa con toda veracidad la transformación de la con­ ciencia cristiana en Cristo. Se trata de una transformación kenótica: vacía todo el contenido de la conciencia del ego, convirtiéndola en un espacio a través del que se ma­ nifiestan la luz y la gloria de Dios, radiación plena de la infinita realidad de Su Ser y Amor. Lo dice Eckhart en términos perfectamente ortodoxos y tradicionales para el Cristianismo: «Dándonos Su amor, Dios nos ha dado Su Espíritu Santo, de modo que poda­ mos amarlo con el amor con que El se ama a Sí mismo. Amamos a Dios con Su propio amor; comprenderlo nos deifica». D. T. Suzuki cita este pasaje, complacido, trazan­ do un paralelo con la sabiduría Prajna del Zen. (Suzuki, M ysticism: East and West, p. 40.)

Nótese que, en el Budismo, el desarrollo superior de la conciencia consiste, también, en un completo vaciado del ego individual, que se identifica entonces con el Buda ilu­ minado, o, más bien, descubre que él es en realidad la mente del Buda iluminado. El Nirvana no equivale a la conciencia de un ego que siente que ha cruzado «a la otra orilla» (pues estar «en otra orilla» es lo mismo que no haber cruzado) sino al Absoluto Fondo-Conciencia del Va­ cío, donde no hay orillas. De modo que el budista accede al auto-vaciamiento y la iluminación del Buda tal como el cristiano accede al auto-vaciamiento (crucifixión) y glori­ ficación (resurrección y ascenso) de Cristo. La diferencia capital entre ambos reside en que lo primero es existen­ cial y ontológico, mientras que lo segundo pertenece al plano de lo teológico y personal. Pero aquí debemos dis­ tinguir «persona» de «ego individual y empírico». 4) Esto explica por qué, fen todas estas tradiciones religiosas superiores, el sendero de la percepción trascen­ dental es un sendero de auto-vaciamiento ascético y «nega­ ción de sí», lejano a toda auto-afirmación o auto-satisfac­ ción, o «logro de lo perfecto». Por esto ha sido necesario que dichas tradiciones se refirieran con términos marca­ damente negativos a la experiencia del sujeto-ego que, en lugar de «asumirse» dentro de su propia y limitada enti­ dad, desaparece simplemente de la escena. Esto no impli­ ca una pérdida de status metafísico, ni siquiera físico, por parte de la persona, o un regreso a la no-identidad, sino más bien el concepto de que su status real no concuerda con lo que empíricamente nos ha parecido a través de la vida cotidiana. Por esto, sentimos entonces que es de una importancia absoluta abandonar nuestra concepción coti­ diana de nosotros mismos, como sujetos potenciales de experiencias únicas y especiales, o como candidatos para la realización, la satisfacción y el éxito. En otras palabras,

esto significa que un guía espiritual digno de tal nombre librará una batalla incesante contra todas las formas de ilusión que surjan de la ambición espiritual y la auto-complaccncia, encaminadas a establecer la gloria espiritual del ego. A esto se debe la hostilidad de San Juan de la Cruz contra las visiones, los éxtasis y todas las demás for­ mas de «experiencia especial». Por esto mismo dicen los Maestros del Zen: «Si das con el Buda, mátalo». En esto debemos ser estrictos. Es necesario destruir al «Objeto Sagrado» en tanto que ídolo, encarnación de los deseos, aspiraciones y poderes secretos del ego. Por otra parte, resultaría trivial y hasta siniestro dar al traste con lodos los demás ídolos para proclamar un nuevo dios absoluto y final, que no es otro que el ego, presuntamen­ te dotado de la autonomía suprema y capacitado para se­ guir sus propias directrices espirituales. Esto no es liber­ tad espiritual, sino el colmo del narcisismo. Más aún, hay cabida, decididamente, para las discipli­ nas que se basan en una relación Yo-Tú entre discípulo y maestro o entre el creyente y su Dios. Es precisamente en el seno de la adoración litúrgica y la disciplina moral que el iniciado halla su identidad, gana confianza en su ejercicio espiritual y aprende que la vida del espíritu tie­ ne un objetivo perfectamente accesible. Empero, el pro­ gresivo debe también aprender a aflojar las piezas de su concepción de lo que ese objetivo, es, y de «quién» lo al­ canzará. Aferrarse empecinadamente al «sí mismo» y a su propia satisfacción es la garantía de que no habrá satis­ facción en absoluto. En cuanto al estudio de todo este asunto del «ser-ego» y la «persona» — de crucial importancia para el diálogo entre la religión occidental y la oriental — es indudable que pertenece al campo de la metafísica, y el ego como hipótesis de trabajo de la psicología no debe confundir­

se con la persona metafísica que, por sí sola, es capaz de unirse trascendentalmente al Fondo del Ser. En realidad, la persona tiene sus raíces en ese Fondo absoluto, y no en la contingencia fenoménica del ego. Por lo tanto, si la persona intentara salir «fuera» de este fondo metafísico para experimentarse a sí misma en tanto que existente y actuante, o para observarse como un objeto que funciona entre otros objetos, la experiencia del saber unitivo le re­ sultaría del todo imposible, dividida como está la persona en dos: he aquí la paradoja de que, tan pronto como hay «alguien» que tiene una experiencia trascendental, se fal­ sifica «la experiencia» misma o, peor aún, se torna impo­ sible.

EL NIRVANA

Tan importante es la percepción metafísica, para el Budismo, que reemplaza a la teología, y haría de la tra­ dición búdica una filosofía religiosa más que una «reli­ gión» si no fuera porque carecemos de una definición se­ ria para el término «filosofía religiosa». Esta última expre­ sión refleja pobremente la profundidad de la experiencia búdica, para la cual adjetivos como «religiosa» o «filosó­ fica» resultan insatisfactorios. Aunque se ha especulado mucho, en las diversas escuelas filosóficas del Budismo, su concepción esencial trasciende a la especulación; re­ nuncia a ella. El propio Sakyamuni (Buda) se negó a res­ ponder a interrogantes especulativos, y desautorizó las discusiones filosóficas abstractas. Su doctrina no era una doctrina, sino un modo de estar en el mundo. Su religión no era un manojo de creencias y convicciones, o ritos y sacramentos, sino una apertura al amor. Su .filosofía no era una visión del mundo sino un significativo silencio, durante el cual la fractura característica del conocimien­ to conceptual se disgregaba plácidamente, apareciendo de nuevo la realidad, el misterioso «eso». A pesar de todo, los conceptos básicos del Budismo son filosóficos y metafísicos: intentan penetrar el fondo del Ser y el conocimiento, no por el razonamiento, a partir de principios y axiomas abstractos, sino por la purifica­

ción y expansión de la conciencia moral y religiosa, que culmina en un estado de superconciencia o metaconciencia, definida como un hallazgo de la unidad del sujeto y el objeto. Esta comprensión o iluminación se llama Nirvana. Obviamente, la mejor manera de abrir un diálogo serio entre el pensamiento búdico y el Cristianismo comenza­ ría por examinar la naturaleza de la iluminación budista, en busca de alguna analogía con el pensamiento cristiano. Se nos ofrecen tres enfoques más o menos obvios: el pri­ mero opera en el plano del misticismo y la experiencia mística. A primera vista parecería el más fructífero, pero tropieza y se complica con problemas teológicos, del lado cristiano, y con la ausencia de substancia teológica, que sería necesaria como material comparativo, del lado bu­ dista. En segundo término tenemos el enfoque ético: la compasión búdica se aparea a la caridad cristiana. Pero, a causa de que la caridad cristiana es una virtud teológica, nos vemos nuevamente ante el mismo problema: elaborar a dos niveles distintos que no llegan a tocarse. Finalmente vemos el plano de la metafísica. El encuentro parece más factible en este terreno. El ensayo de Sally Donnelly alien­ ta particularmente esta esperanza, y debemos agradecerle que nos haya revelado algunas analogías muy interesan­ tes entre las doctrinas básicas del Budismo y el existencialismo cristiano de Gabriel Marcel. (No olvido que Marcel repudió este rótulo en tiempos del Humani Gcneris, cuando todo existencialismo soportaba una mala repu­ tación de irreligiosidad. ) Desde el punto de vista metafísico, Sally Donnelly nos muestra varios aspectos en que se vislumbra una corres­ pondencia entre las concepciones filosóficas budistas y cristianas. Sobre la base de esta correspondencia, pode­ mos m irar un poco más allá, avizorando otras posibilida­

des, de acuerdo a la comprensión religiosa de la existen­ cia humana y de la conducta práctica en la vida. El valor especial del estudio de Sally Donnelly reside en su énfasis sobre la presencia en el mundo, común al Budismo y al Cristianismo. La idea búdica del Dharma (palabra casi intraducibie, en cierto modo afín al Logos) y la del Tatatha («eso» o «es-idad») contienen una percep­ ción de que estamos presentes; el Nirvana corporiza, a su vez, la imagen de una «pura presencia», no así las ideas de ausencia o negación. El hallazgo del significado de la vida sigue a una apertura, a una plena atención hacia el ser y «estar presente». La iluminación búdica, o Nirvana, supremo objetivo del hombre, ha sido completamente malinterpretada en Occidente. Tal vez esto se deba a que el concepto de Nir­ vana llegó a Occidente, por primera vez, por la vía de tra­ ducciones de los ascéticos textos del Pequeño Vehículo, que subrayaban la extinción del deseo y el aspecto negati­ vo de la iluminación budista. Esto cayó en manos de pesi­ mistas románticos como Schopenhauer, y en resumidas cuentas el estereotipo occidental del Budismo trazó la si­ lueta de una religión que negaba la realidad mundana, par excellence, proclamando el ideal de pasar la propia existencia terrenal en un trance ininterrumpido, gracias al cual, luego de la muerte, ingresaría uno a la más pura nada. De acuerdo a esta imagen, se niega todo valor posi­ tivo a la existencia terrenal. Es difícil imaginar que este supuesto culto de la inercia y la muerte pudiera inspirar los manifiestos alardes de vitalidad y regocijo que halla­ mos en el arte budista, así como en la literatura y la cul­ tura de todo el Lejano Oriente. En realidad, esta distorsión se asemeja a la que sufren místicos cristianos como San Juan de la Cruz, a quien se considera un asceta que negaba la vida y odiaba el mun­

do, cuando su mística rebosaba materialmente de amor, vitalidad y alegría. La verdad es que cierto tipo de menta­ lidad no tolera que se ponga en tela de juicio a lo munda­ no y temporal, bajo ningún concepto ni forma: todo intento de ubicar a estos valores en el plano de lo contin­ gente y relativo es condenado como denigración maniquea de la adorable tierra. Pero si tratamos a los valo­ res terrenales y temporales, de hecho, como absolutos: ¿Quién podrá gozar de ellos? Se tornan irreales, deformes, y la persona que los ve a través de esta ilusión es incapaz de aprehender el valor auténtico que contienen. La trage­ dia de una vida que gira en torno a las «cosas», a la apre­ hensión y manipulación de objetos, reside en que este tipo de existencia encierra al ego en su propio armazón, como si se tratara de un fin en sí mismo, arrojándolo a una ba­ talla sin esperanzas contra otros seres hostiles y perver­ sos, que compiten por las posesiones mundanas, que les brindarán poder y satisfacción. En lugar de estar «abier­ tas al mundo», estas mentes, en realidad, le dan la espal­ da, y sus titánicos esfuerzos para construir un mundo conforme a sus propios deseos acaban finalmente en la ambigüedad y destructividad que las caracterizan. Pare­ cen aspirar a la luz, pero luchan en medio de una impe­ netrable oscuridad moral. El Budismo y la Cristiandad bíblica coinciden en su visión del actual estado del ser humano. Ambas tienen conciencia de que el hombre se encuentra, de algún modo, alejado de su relación correcta con el mundo y las cosas que en él se hallan, o más bien, para decirlo con exacti­ tud, vislumbran en el hombre una misteriosa tendencia a falsificar dicha relación, invirtiendo luego grandes dosis de energía para justificar sus falsos conceptos sobre el mundo y su lugar dentro de él. Esta falsificación es lo que el Budismo llama Avidya. Habitualmente traducido por

«ignorancia», este elemento es la raíz de todo mal y sufri­ miento, porque coloca al hombre en una posición equívoca y de hecho imposible. Es un fallo invencible, concerniente a la naturaleza misma de la realidad y el hombre. Se define como una disposición a considerar al ego como realidad absoluta y central, refiriéndose a todas las cosas como objetos de su deseo o repulsión. Para el Cristianismo, esta visión del hombre y la realidad debe atribuirse al «pecado original». Marcel expresa el sentido real de esta ceguera cuando dice que el ser crea su propia oscuridad, ubicán­ dose entre el Yo y el otro, que en realidad forman parte de una unicidad inter-subjetiva. La historia de la Caída nos dice, en lenguaje mítico, que el «pecado original» no es simplemente un estigma que, arbitrario, proyecta la culpa sobre los buenos placeres, sino una inautenticidad básica, una especie de propensión a la mala fe en nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo. Implica una determinada voluntad de hacer que las cosas pasen por algo distinto de lo que son, con el objeto de que sir­ van, en cualquier momento, a nuestro deseo individual de placer y poder. Pero, puesto que las cosas no obedecen a nuestros impulsos arbitrarios, puesto que no podemos obligar al mundo a confirmar y concordar con la imagen que de él nos dictan nuestras necesidades e ilusiones, esta voluntad es inseparable del error y los sufrimientos. He aquí, según el B.udismo, por qué la propia vida ilusoria se encuentra en un estado de Dukkha, por qué todo movi­ miento de deseo tiende a fructificar en última instancia bajo la forma del dolor, y no ya de gozo duradero, produ­ ciendo más odio que amor, más destrucción que creación. (Anotemos, de paso, que aunque la capacidad tecnológica parece brindar al hombre un poder absoluto y efectivo para manipular al mundo, este hecho no afecta en absolu­ to su condición original de equivocado, su quebranto esen­

cial, sino que torna todo esto más obvio. Nosotros, que vivimos en la era de la Bomba H y de los campos de ex­ terminio, haríamos bien en reflexionar sobre esta cues­ tión, aunque se trate de una reflexión impopular.) Mientras perdure esta «ruptura» de la existencia, no hay escape de las contradicciones internas que nos impo­ ne. Un hombre que se ha roto la pierna, pero pretende seguir andando con ella, sufre sin remedio. Si el propio deseo es una especie de fractura, cada movimiento suyo producirá dolor, inevitablemente. Pero también es un mo­ vimiento el deseo de acabar con el dolor del deseo, y también esto causa dolor. El deseo de quedar inmóvil es un movimiento. El deseo de escapar es un movimiento. El deseo del Nirvana es un movimiento. El deseo de la extinción es un movimiento. Y, sin embargo, no nos es posible estarnos quietos con una «quietud compulsiva» en el plano del deseo. En una palabra, el deseo no puede de­ tenerse a sí mismo, prohibirse desear: debe continuar su movimiento, causando así dolor cuando sólo busca libe­ rarse de sí mismo, cuando sólo desea su propia extinción. La respuesta final cristiana a este problema es tipifica­ da por San Pablo: «Deseo hacer el bien y, sin embargo, lo que hago está mal. Coincido entusiasmado con la Ley de Dios en mi fuero interno, pero encuentro que otra ley, en mis miembros, contradice la de mi mente y hace de mí un prisionero del pecado (falsedad, ruptura, ilusión voluntarista, distorsión culpable de los valores)... ¿Quién me librará, desdichado pecador como soy, de esta muerte viviente? Dios, por Su gracia, en Jesucristo nuestro Se­ ñor» (Romanos 7: 21-25). Esto significa, por supuesto, la muerte por la Cruz y la resurrección en Cristo: una vida de amor «en el espíritu». La respuesta budista se expresa en las cuatro nobles verdades por las que, siguiendo la enseñanza y la experien­

cia de Buda, el hombre trata de aprehender la naturaleza real de su existencia, redescubriendo pacientemente sus legítimas raíces en el verdadero fondo de todo ser. Cuan­ do el hombre se apoya sobre verdad y amor auténticos, se desgajan las raíces del deseo, llega a su fin la ruptura y comienza el hallazgo de la verdad en la totalidad y simpli­ cidad del Nirvana: conciencia perfecta, perfecta compa­ sión. Nirvana es la sabiduría del amor perfecto, de pie so­ bre sí mismo y resplandeciendo a través de todo, sin oposición alguna. El corazón de la ruptura es visto, en­ tonces, como lo que era: una ilusión, pero una ilusión persistente e invencible del aislado ego, alzándose contra el amor, exigiendo que se acepte a su propio deseo como ley del universo, sufriendo a causa de que el deseo lo ha fracturado por dentro, lo ha alejado de la sabiduría de amor en que debía fundar sus cimientos. En una palabra, el «deseo», o «apetito» o «sed» (Tanha) — lo cual incluye aquella sed de existencia individual continua, o de inexistencia, que sentimos cuando nos afe­ rramos tenazmente a nuestro propio ego, aislado e indi­ vidual — se constituye en antagonista del amor y el ser. En ultima instancia, estos dos son una misma cosa: la gran «vacuidad» de Sunyata se describe como vacuidad sólo porque carece absolutamente de límites o particula­ ridades, pero por esto mismo es la suya, también, una perfecta plenitud. Cuando decimos «plenitud» tendemos inevitablemente a imaginar un «contenido», con un límite que lo define y contiene; de modo que el Budismo prefie­ re hablar de «vacuidad», no porque conciba a la última realidad como mera nada y vacío, sino porque es cons­ ciente de que el infinito no tiene límites ni definición. Por lo tanto, el Nirvana no es un «contenido consciente» apre­ hendido. De aquí que los conceptos metafísicos del Ser Puro en las filosofías budista y cristiana — lo que Ga­

briel Marcel llamaba «misterio del Ser»— estén más pró­ ximos, uno del otro, de lo que hasta ahora se ha sospe­ chado. Cuando se aprecie la pureza de esta metafísica bú­ dica en su dimensión verdadera, habrá bases serias para un eventual diálogo con los budistas sobre su idea de Dios: la Realidad Absoluta que es también Persona Abso­ luta ; pero nunca objeto. Como dije antes, el deseo de experimentar el Nirvana es fuente de sufrimientos, porque conserva la fractura que separa al objeto del fondo de su propio ser, el Sunyata. Esto es importante. El Budismo se esmera en suprimir toda posible triquiñuela o trampa por la que el deseo-delego pudiera escabullirse, salvándose por sus propios me­ dios del naufragio del mundo de ilusión y dolor. El Budismo se niega a consentir embellecimientos o cultivos del alma. Desnuda implacablemente todo deseo de iluminación o salvación, encaminado meramente a la glorificación del ego por la satisfacción de sus deseos en un reino trascendente. No porque esto sea «inmoral» o «incorrecto» sino porque, simplemente, es imposible. El deseo-del-ego jamás puede culminarse en felicidad, satisfación y paz, porque es una fractura que nos separa del fondo de la realidad, donde se encuentran la verdad y la paz. Mientras el ego intente «asir» o «coger» dicho fon­ do como contenido objetivo de conciencia, resultará frus­ trado y quebrantado. Cuando Sally Donnelly, en su ensayo, dice que el Nir­ vana es una «experiencia de amor», nos obliga a observar la mayor prudencia para no confundir el sentido de su expresión. Si una experiencia es algo que uno puede «te­ ner», y «asir» y-«poseer», si puede ser objeto de deseo, contenido de la conciencia, no se trata del Nirvana. En cierto sentido, el Nirvana está más allá de toda experien­ cia. Sin embargo, también puede llamársele la «experien­

cia suprema» en tanto que liberación de las limitaciones psicológicas. Las palabras «experiencia de amor» no de­ ben entenderse en términos de satisfacción emocional, de deseo y posesión, sino de plena comprensión y despertar total: una percepción completa del amor, no como mera emoción de un sujeto que siente, sino como vasta inmen­ sidad del propio Ser, la comprensión de que el Ser Puro es un Infinito Dar, o de que el Vacío Absoluto es también Absoluta Compasión. No es ésta una comprensión inte­ lectual o abstracta, sino concreta. Según las palabras de Cristo, es «el Espíritu y la Vida». No se trata, pues, tan sólo de la conciencia de un sujeto amante, en el sentido de que lleva el amor dentro de sí, sino de la conciencia del Espíritu de Amor como fuente de todo lo que es, y de todo amor. Tal amor está más allá del deseo y de todas las restric­ ciones de un ser egocéntrico y lleno de deseos. Es un amor que sólo nace cuando el ego renuncia a sus pretensiones de autonomía absoluta y deja de habitar en un minúsculo reino de deseos, dentro del cual él mismo es su única ra­ zón y fin de la existencia. La caridad cristiana persigue la realización de la unidad con el prójimo «en Cristo». La compasión búdica propone restañar la ruptura de la divi­ sión y la ilusión, hallando la totalidad no en un abstracto y metafísico «uno», ni siquiera en un inmanentismo panteísta, sino en el Nirvana: el vacío que es Realidad Abso­ luta y Absoluto Amor. En ambos casos, la suprema ilumi­ nación del amor es una explosión del poder de la eviden­ cia del Amor, en el cual todos los límites psicológicos del sujeto «experimentador» se disuelven; lo que queda es la trascendente claridad del amor en sí mismo, realizado en el sujeto desprovisto de ego por un misterio que escapa a toda comprensión, pero no al asentimiento. Para el deseo egoísta no hay, no puede haber, saciedad

ni salvación. La única salvación, como dijo Cristo, se halla en la pérdida de sí-mismo: esto es, abriéndose al otro, como otro sí-mismo. No se arriba al Nirvana gracias a su­ tiles y pacientes meditaciones, experimentando con los Koans del Zen, estándose sentado interminablemente, son­ sacando una respuesta secreta a algún experto espiritual, o domesticando el propio cuerpo por medio de posturas tántricas. El Nirvana es la extinción del deseo y el pleno despertar que resulta de esta extinción. No sólo implica la disolución de todos los límites del ego, una expansión casi infinita del ser en un océano de auto-satisfacción y aniquilación de lo individual. Esta es la última y peor de las ilusiones del asceta que, habiendo «cruzado a la otra orilla» se dice con orgullo. «Finalmente he cruzado a la otra orilla». Naturalmente, este hombre no ha cruzado nada. Se encuentra aún donde antes estaba, tan quebran­ tado como siempre. Lo rodea la oscuridad del Avidya. Sólo que se las ha apañado para dar con una píldora que produce una luz espúrea y mitiga ligeramente el dolor. La iluminación no consiste en juguetear con la facticidad de la vida ordinaria, aventándola con el espíritu. Como dicen los budistas, el Nirvana se halla en medio del mundo que nos rodea, y no es otro el lugar de la verdad. Estar aquí y ahora, donde estamos, en «esto» es también estar en el Nirvana, sólo que, lamentablemente, mientras tengamos «sed» o Tanha, seguiremos falsificando nuestra situación, incapaces de comprenderla como Nirvana. Mientras seamos inauténticos, mientras nos interponga­ mos, oscureciéndola, ante la presencia de lo que realmen­ te es, seguiremos sufriendo esta ilusión, este dolor. Si fué­ ramos capaces de un momento de perfecta autenticidad, de sinceridad completa, veríamos al instante que Nirvana y Samsara son una misma cosa. Insisto: aquí no hay hui­ da del mundo real, denigración o repudio de lo mundano,

sino justamente una comprensión real del valor que es del mundo. Sin embargo, esta comprensión es imposible mientras uno desee las cosas que apetecen al mundo, aceptando al Avidya terrenal como fuente de las grandes respuestas.

EL ZEN EN EL ARTE JAPONES

El arte japonés ha sido, tradicionalmente, una íntima expresión de la espiritualidad nipona: Shintoísta, Confucianista y Búdica. En particular, las pinturas más contem­ plativas, los dibujos a tinta, las caligrafías y el famoso «arte del té» han estado profundamente impregnados del espíritu Zen, floreciendo sobre todo en los monasterios Zen. Un estudio del Zen en el arte japonés como el pre­ sentado por Toshimitsu Hasumi * versará, por lo tanto, no sólo sobre las implicaciones religiosas del tema, sino especialmente sobre el arte como «forma de experiencia espiritual» en el Japón. En otras palabras, las formas artísticas más contem­ plativas del Japón son consideradas, tradicionalmente, como algo más que simples manifestaciones o representa­ ciones simbólicas de fe religiosa, adecuadas al uso litúrgi­ co de la comunidad. Por sobre todas las cosas se asocian estrechamente con la intuición contemplativa de una ver­ dad fundamental, a través de una experiencia básicamen­ te religiosa y también, en cierto sentido, «mística». Pero este libro de Toshimitsu Hasumi resulta particu­ * Zen in Japartese Art, por Toshimitsu Hasumi. Traducido del ale­ mán por lohn Petrie; Londres. Rotledge and Kegan Paul, 1962: New York, Philosophical Librarv, 1962.

larmente interesante en cuanto nos transmite algunas ideas estéticas fundamentales del filósofo Kitaro Nishida, cuyos trabajos sobre temas estéticos aún no han sido editados en lenguas occidentales. Sin embargo, ciertas diferencias separan al discípulo de su maestro. Por ejemplo, Hasumi no acepta la idea de Nishida sobre un Dios personal. Pero su concepción de Dios como fondo básico de todo ser y toda experiencia, fondo básico al que se denomina «Nada» o «Vacuidad», es idéntica a la de Nishida y también, naturalmente, a la tradición búdica general. Esta «Nada» es motivo de una cuidadosa explicación del autor. Deja bien claro que esta figura verbal carece de ento­ naciones negativas o pesimistas; en otras palabras, no guarda relación con lo que Sartre llamaba néant. Al con­ trario, es el «exacto contrario del nihilismo pesimista y negador del mundo real», y su condición es absolutamen­ te «afirmativa de la vida, puesto que el Zen, y el arte Zen, ven en el ser una acción de la Nada informe que se desen­ vuelve por sí misma». Específicamente, la función de lo bello consiste, por así decirlo, en una epifanía del informe y Absoluto Vacío, que es Dios. Es una corporización del Absoluto, por me­ diación de la personalidad del artista, o tal vez sea mejor decir de su «espíritu» y experiencia contemplativa. La contribución del Zen al arte se ha dado en térmi­ nos de una profunda dimensión espiritual que transfor­ ma al arte en una experiencia esencialmente contempla­ tiva, durante la cual despierta «la conciencia primigenia oculta dentro de nosotros, a quien debemos toda activi­ dad espiritual». En este concepto tradicional del arte nipón no halla­ mos divorcio alguno entre arte y vida, o arte y espirituali­ dad. Por el contrario, bajo el poder unificador de la dis­

ciplina y la intuición Zen, el arte, la vida y la experiencia espiritual se congregan en una inseparable fusión. En nin­ gún caso se nos muestra este fenómeno con mayor clari­ dad y belleza que en el «arte del té». Las páginas que el autor dedica a este tema son de superlativo interés para los monjes del mundo entero, pues pintan un estilo de vida monástico y contemplativo dentro del cual el arte, la experiencia espiritual y las reJaciones comunitarias y per­ sonales tienen cabida, juntas, en una expresión de Dios en Su mundo. Lejos de constituir una formalidad social en­ diosada, como pueden haber imaginado algunos observa­ dores occidentales, la «ceremonia del té» es una expresión artística profundamente espiritual — y uno se siente ten­ tado a llamarla «litúrgica» — que a la vez refleja un esta­ do de fe. Todo es importante en la ceremonia del té, todo ha sido previsto por normas tradicionales, aunque en este tradicional cuadro de referencias hay también cabida para la originalidad, la espontaneidad y la libertad espiri­ tual. El espíritu de la ceremonia del té se define por las normas básicas que lo gobiernan: Armonía, Respeto, Pu­ reza (de corazón) y Quietud, en el sentido de guies y de hesychia. Pero, para hacer que este espíritu resulte más evidente, podemos decir que se trata del mismo tipo de inspiración que manifiestan con toda simplicidad la arqui­ tectura cisterciense del siglo xn, en Fontenay o Le Thoronet: un regocijo interior por la pobreza y la sencillez, idéntico al que expresa el intraducibie término japonés Wabi. En un llamativo pasaje, Hasumi describe este esta­ do de ánimo como «una pobreza estética que despierta ecos interiores». Sin duda es éste un concepto de suma importancia para quienes luchamos por recobrar algo del concepto espiritual y contemplativo de simplicidad y po­ breza que hace a la esencia del modo de vida cisterciense. La «quietud» y la «actitud de escuchar» con la que «reve­

renciamos a la pobreza del hombre, la armonía del mundo y. la inconclusión de la Naturaleza» se abre a una profun­ da atención «hacia el eterno presente en el cual todos los ideales flotan juntos en la Nada». Esta expresión de la ex­ periencia contemplativa puede desconcertar, tal vez, al lector cristiano que no está al tanto de su propia herencia espiritual en su vertiente de tradición mística. De ningún modo se trata de mera vacuidad, quietista e inerte. Tam­ poco niega o ignora la realidad humana. Al contrario, «las almas del huésped y el anfitrión rinden sus identidades personales y terminan por unirse. En la realidad de esta esfera, la antinomia entre cuerpo y alma es abolida, flore­ ciendo una armoniosa unidad. El propio hombre se ha convertido, ahora, en un alma, bajo la forma del arte. La separación de la existencia y el ser ya no existe, se ha libe­ rado al alma de su cuerpo y el hombre se siente un ser solitario pleno de significados y cercano a la esencia de las cosas». Esta descripción, impresionista y poética más que exacta en un sentido científico, debería servir para formarnos una idea del «arte del té» como fuerza espiri­ tual hondamente influyente en la tradición japonesa. En conclusión, debemos subrayar que el autor es cons­ ciente de las semejanzas y contrastes que se aprecian en­ tre las tradiciones cristiana y búdica. En conexión con esto formula una afirmación que podría resultar esclarecedora para aquellos que comienzan a interesarse en un posible diálogo entre las dos religiones. «El Cristianismo es una manifestación de la Encarna­ ción de Dios, en tanto que el Zen es una iluminación inten­ siva e interior del ser divino que los japoneses han apre­ hendido como Nada, y que necesita que la manifestación de la Encarnación lo complemente, totalice y eleve». He aquí un concepto sin duda generoso y perspicaz sobre lo que esperan los budistas de sus hermanos cristianos.

Sin intención de embarcarme en una controversia ex­ haustiva, quisiera citar, simplemente, unos pocos textos, con el mínimo comentario imprescindible. Suele creerse, en Occidente, que la actitud de un bu­ dista consiste sencillamente en dar la espalda al mundo y a las demás personas, a las que considera «irreales», culti­ vando la meditación con el objeto de entrar en trance y experimentar, eventualmente, un estado por completo ne­ gativo que recibe el nombre de Nirvana. Pero la «mentaIización» budista, lejos de desdeñar la vida, muestra una extremada solicitud hacia todas las formas de vida. Tiene dos aspectos: uno, la penetración en el significado y la realidad del sufrimiento por la meditación; y dos, la pro­ tección de todos los seres contra el sufrimiento, por la compasión y la no-violencia. El pasaje siguiente del Samyatta Nikaya muestra cómo la meditación y la no-violencia se dirigen, ambas, hacia la protección de la vida en uno mismo y en los otros, al tiempo que unen compasión y desprendimiento, percepción y piedad. La percepción obtenida por medio de la meditación no desprecia a la vida sino que le profe­ sa un auténtico respeto. Sin esta percepción no puede existir un auténtico respeto por la vida. Sin esta percep­ ción es muy fácil multiplicar bonitas palabras, declararse

«afirmador de la vida» y cantar loas al propio amor por el prójimo, mientras a pesar de todo esto se destruye a diestra y siniestra. «He de protegerme», puesto que las Fundacio­ nes de la Mentalización deben ser cultivadas. «Pro­ tegeré a los otros», puesto que deben ser cultivadas las Fundaciones de la Mentalización. Protegiéndo­ se, uno protege a los otros; protegiéndolos, uno se protege a sí mismo. ¿Y cómo protege uno a los otros, protegiéndo­ se? Por la práctica repetitiva, el cultivo de la men­ te que brinda la meditación, y cuidándose conti­ nuamente de esto. ¿Y cómo se protege uno, protegiendo a los otros? Por medio de la paciencia, de una vida noviolenta, por el amor, la cortesía y la compasión. (Nyanaponika Thera, The Heart of Buddhist Meditation, Colombo, 1956, p. 57.) ¿Pero no hay algo de morboso, de masoquista, en es­ tas meditaciones búdicas sobre el sufrimiento, encamina­ das a obtener la liberación de la ignorancia y de la «rue­ da del nacimiento y la muerte»? ¿No destila un cierto desprecio por la vida misma? Dice Suzuki: «El valor de la vida humana reside en el hecho del sufrimiento, pues donde no hay dolor ni con­ ciencia de la servidumbre kármica tampoco puede existir el poder de alcanzar la experiencia espiri­ tual que permite arribar al terreno de la indiferenciación. A menos que aceptemos el sufrimiento, no podemos liberamos de él». (Esencia del Budismo, página 13.)

Comparemos esto con la trivialidad de un optimismo «afirmador de la vida» superficial, que sólo pretende es­ capar del sufrimiento por medio de lo que Pascal llama­ ba «diversión» o «distracción»: ¡Un intento de huir del enfrentamiento con el dolor, realidad inseparable de la vida misma! ¿Acaso el Budismo busca sólo escapar de la vida? Dice el Lama Angarika Govinda: «(El camino del Mahayaná) no es una senda para huir del mundo, sino que conduce a través del creciente conocimiento (Prajna) hacia la supe­ ración del mundo, por la vía del amor activo (Maitri) hacia nuestro prójimo, de la participación in­ terior en los gozos y alegrías de los otros (Karuna, Mudita) y de la ecuanimidad (Upeksa) con res­ pecto a nuestros propios bienes y aflicciones.» {Foundations of Tibetan Mysticism, p. 40.) ¿Predica el Budismo un desprecio puramente negati­ vo por el mundo? El mismo autor describe así la actitud budista: «(El mundo) no está condenado en su totalidad ni fraccionado en contrarios irreconciliables, pues se nos muestra un puente que va del mundo tem­ poral ordinario de las percepciones sensoriales al reino del conocimiento intemporal: sendero que nos lleva más allá del mundo, pero no a través de su negación o del desprecio por él, sino de la puri­ ficación y sublimación de las condiciones y cuali­ dades de nuestra existencia presente» (Govinda, Foundations, p. 108).

¿La meditación de los budistas niega enteramente al cuerpo y propone un transporte al reino de la abstracción puramente espiritual? Todo lo contrario. El cuerpo cum­ ple un importante papel en la meditación budista, y en realidad puede decirse que en ningún otro tipo de medi­ tación se adjudica una importancia tan crecida a lo cor­ poral. En lugar de eliminar, o tratar de eliminar, toda conciencia corporal, la meditación budista mantiene una aguda conciencia del cuerpo. Para dominar la mente, la meditación budista busca, antes que nada, el señorío del cuerpo. «Si el cuerpo se muestra rebelde (a la medita­ ción) también lo hará la mente; dominado el cuerpo, la mente obedece.» «Puesto que los procesos mentales sólo resultan cla­ ros para quienes alcanzan a dominar lo corporal con ple­ na lucidez, toda intentona de asir los procesos mentales deberá basarse en la aprehensión de lo corporal, y de nin­ gún otro modo». (Nyanaponika Thera, The Heart, p. 78.)

SEGUNDA PARTE

SABIDURIA DEL VACIO

Diálogo entre Daisetz T. Suzuki y Thomas Merton Nota introductoria En la primavera de 1959, completadas algunas traduc­ ciones del Verba Seniorum, que ha sido publicado por New Directions bajo el título de La Sabiduría del Desier­ to * se decidió enviar el texto de la traducción a Daisetz Suzuki, uno de los académicos y contemplativos más pro­ minentes en el campo oriental. Se creía que el Verba, por su austera simplicidad, acusaba notorias semejanzas con algunas de las narraciones de los Maestros del Zen, y que el Dr. Suzuki probablemente se interesaría en el caso, por dicha razón. Efectivamente, la sugerencia de intentar un diálogo sobre la «sabiduría» de los Padres del Desierto y la de los Maestros del Zen fue recibida con agrado. Existía la impresión de que un intercambio de ideas representaría un aporte al entendimiento mutuo entre el Oriente y Occidente, y de que la confrontación entre los monjes egipcios de los siglos cuarto y quinto con los chi­ nos y japoneses de una fecha ligeramente posterior resul­ taría altamente esclarecedora. (El Zen ** se iniciaba en China cuando la gran era de los Padres del Desierto se * The Wisdom of the Dcsert. * * Zen es un término japonés por el chino Ch’an, del sánscrito Dhyana. Por razones de comodidad, utilizo «Zen» cuando me refiero a Ch’an.

aproximaba a su fin en Egipto.) Hoy en día, el Budismo Zen despierta considerable interés en Ocidente, principal­ mente a causa de su simplicidad paradójica y altamente existencial, que parece desafiar a las ideologías complica­ das y verbalísticas que han venido a substituir a la reli­ gión, la filosofía y la espiritualidad en el mundo occidental. Incontables narraciones Zen reproducen en forma casi exacta al Verba Seniorum: obviamente, se trata de inci­ dentes bastante previsibles toda vez que los hombres bus­ quen y efectivicen el mismo tipo de vacuidad, pobreza y soledad. Siempre se presenta, por ejemplo, el caso del la­ drón, acompañado por un humilde monje que no sólo le permite robar todas sus pertenencias, sino que incluso corre tras él para entregarle un objeto que se le ha olvi­ dado. Como puntualiza el Dr. Suzuki en su análisis de la «inocencia», esto se halla realmente por encima del nivel del problema-y-su-solución. En tanto y en cuanto el monje demuestra la vacuidad primitiva e inocencia que el Zen denomina «esto» o «eso» o «es-idad» *, para el cristiano «pureza de corazón» y «caridad perfecta», el problema ni siquiera se presenta. Dice San Pablo: «Contra éstos no hay ley.» También podría haber dicho que para éstos no hay ley. Ambas proposiciones son ciertas: para ellos, la ley no presenta ventajas ni desventajas. No claman por su ayuda ni sufren sus efectos. Se encuentran «más allá de la ley». Esta idea, empero, es frecuente motivo de malas inter­ pretaciones y aún peores aplicaciones. Dondequiera que aparece una espiritualidad simple y mística, las mismas dificultades vienen a afligir al estudiante común que obser* La expresión original inglesa es intraducibie: «suchncss», algo así como «condición de lo que es tal como es». f.V. ilel T.)

va el caso desde fuera. Las mismas preguntas sin respues­ ta, idénticas acusaciones a refutar. Siempre abundan los que confunden la «libertad de los hijos de Dios» con la licencia que reclaman los esclavos de la ilusión y el deseo. Tanto en el Este como en el Oeste, los contemplativos han soportado siempre los reproches que motivan sus su­ puestos escapismo, quietismo, misantropía, ociosidad y otros cien pecados. Y la mayoría de las veces se los acusa de desdeñar las formas corrientes de la disciplina ética y ascética o de arrojar por la ventana toda moralidad y toda política. A los hombres del Zen se los recibe, a menu­ do, esgrimiendo la imputación de que no hacen más que contradecirlo todo caprichosamente * con su estilo estremadamente paradójico y a veces chocante, que recuerda a los «tontos por Cristo» que en otro tiempo abundaban en la cristiandad rusa. De hecho, la boga actual del Zen predomina, en Amé­ rica, entre aquellos que menos se inquietan por la disci­ plina moral. Puede decirse, incluso, que el Zen se ha con­ vertido, para nosotros, en símbolo de una revuelta moral. Es cierto, el desdén con que los hombres del Zen contem­ plan a las costumbres sociales convencionales y formalis­ tas es un fenómeno saludable, pero sólo en tanto y en cuanto supone una libertad espiritual basada en la liber­ tad de toda pasión, egoísmo y auto-engaño. Esa actitud pseudo-Zen que justifica un absoluto colapso moral a base de un puñado de racionalizaciones de las enseñanzas de los Maestros no es más que una nueva forma de auto-engaño burgués. No expresa la revuelta saludable, sino tan sólo una variante del mismo convencionalismo inerte y sin vida contra el que parece protestar. El Dr. Suzuki no se ocupa del aspecto ético del Zen a *

La expresión del autor es «antinomianism». (N. del T.)

causa de la comparación con los Padres del Desierto, sino más bien porque otro interlocutor, a la sazón anónimo, terció en el diálogo. En el verano de 1959, el Dr. Suzuki asistió a la conferencia de filósofos Oriente-Occidente de Hawaii, donde debió hacer frente a la objeción ética que suele alzarse contra el Zen. Su respuesta sirvió de punto de partida para su ensayo sobre los Padres del Desierto. Cosa que no le desvía del tema, sino que apunta directa­ mente al corazón. A la vez, esto le ha permitido formular algunas observaciones sobre la espiritualidad del desier­ to, sus avatares y limitaciones. El punto subrayado por el Dr. Suzuki, en este aspecto, no es del todo desconocido para el Occidente actual. Se trata de la cuestión de la «ciencia y la sabiduría» que tan­ to preocupó a los tomistas como Maritain y Gilson, aun­ que en contextos más técnicos y escolásticos. Tema éste antiguo y tradicional en la teología patrística, de papel esencial, también, en la espiritualidad de San Agustín y sus seguidores, así como en los escritos de los Padres Griegos. En realidad, ya le prestaban particular atención los autores que, desde Alejandría, brindaron las bases in­ telectuales a la espiritualidad del desierto. Pero lo más fascinante de este ensayo particularísimo reside en que los conceptos de «vacuidad», «discrimina­ ción» y otros clásicos del Zen son evaluados en los térmi­ nos de la relación bíblica de la Caída de Adán. El Dr. Su­ zuki presenta una equiparación de «Conocimiento» con «Ignorancia» y verdadera Sabiduría con Inocencia, vacui­ dad o «ser-tal-como-todo-es». Este es, precisamente, el en­ foque escogido por los primitivos Padres Cristianos. Por supuesto, existen diferencias importantes, pero mucho mayores son las coincidencias. Y es para subrayar esto último que he agregado mi propio ensayo sobre la «Re­ conquista del Paraíso», expresión con que he querido re­

presentar el retorno a la «pureza» o «vacuidad» que, para los primitivos Padres, implicaba la unión con la luz divi­ na, no considerada como «cosa» u «objeto» sino como «divina pobreza» que enriquece y transforma nuestro ser en su propia inocencia. La Reconquista del Paraíso equi­ vale al descubrimiento del «Reino de Dios con nosotros», para utilizar la expresión evangélica en el sentido que siempre le han dado los místicos cristianos. Es una recon­ quista del perdido parentesco del hombre con Dios, en la simplicidad más pura e indivisa. Espero que esto esclarezca aún más la extraordinaria significación del estudio del Dr. Suzuki, sin duda uno de los más cristalinos entre sus trabajos recientes, al menos para el lector cristiano. Es curioso, sin duda, que este escritor oriental, al emprender un examen de los Padres del Desierto, escoja como tema fundamental el contraste entre la «inocencia» de Adán en el Paraíso — con su co­ rrespondiente «sabiduría» — sapientia-Prajna— y el «co­ nocimiento» del bien-y-el-mal, la scientia que resultó de la Caída y, en cierto sentido, la constituyó. Es, ciertamente, muy significativa esta elección del Dr. Suzuki: le ha pare­ cido que el terreno común mejor y más obvio, para un diálogo entre el Este y el Oeste, no se hallaba en la super­ ficie exterior de la espiritualidad del Desierto — con sus prácticas ascéticas y su meditabunda soledad — sino en el dato más primitivo y arquetípico de la espiritualidad judeo-cristiana en su conjunto, a saber: el relato de la Crea­ ción y la Caída del Hombre según el Libro del Génesis.

CONOCIMIENTO E INOCENCIA por Daisetz T. Suzuki

1 Cuando expongo el Zen a un público occidental, for­ mado generalmente en la tradición cristiana, la primera pregunta que se me formula es, generalmente, la que si­ gue: «¿Cuál es el concepto Zen de moralidad? Si el Zen pretende estar por encima de todo valor moral... ¿Qué puede enseñarnos a los simples mortales?» Si he comprendido correctamente a la Cristiandad, su autoridad moral proviene de Dios, inspirador del Decálo­ go, y se nos dice que, de violarla en cualquier sentido, reci­ biremos nuestro castigo, siendo arrojados al fuego eterno. Por esta razón se cree que los ateos son gente peligrosa: carecen de Dios y no respetan código moral alguno. Tam­ bién el hombre del Zen, con su desconocimiento de un Dios de tipo cristiano y su proclama de una superación del dualismo bien-contra-mal, o de lo cierto y lo falso, o de lo acertado y lo erróneo, o de la vida y la muerte, suele despertar fuertes sospechas. La noción de los valores so­ ciales, imbricada profundamente en las mentes occidenta­ les, tiene mucho que ver con la religión, hasta el punto de que aquéllas tienden a creer que la ética y la religión son una sola y la misma cosa y que la religión no tiene dere­ cho a relegar la ética a una posición de importancia secun­ daria. Cosa que aparentemente se atreve a realizar el Zen;

de ahí que se plantee la siguiente pregunta * : «El Dr. Su­ zuki ha escrito que todos los valores morales y prácticas sociales provienen de esta vida de Lo-que-es-tal-como-es, que es Vacuidad. Por lo tanto, «bien» y «mal» son para él dos diferenciaciones accesorias. ¿En qué consisten sus di­ ferencias, y cómo haré yo para distinguir lo que es «bue­ no» de lo que es «malo»? En otras palabras: ¿Es posible, y en caso afirmativo, cómo es posible derivar una ética de la ontología del Budismo Zen?» Todos somos entes sociales, y la ética representa nues­ tra preocupación por la vida social. El hombre Zen no pue­ de vivir fuera de la sociedad. Tampoco ignorar los valores éticos. Lo único que pretende es limpiar meticulosamente su corazón de todas las impurezas arraigadas en el «Cono­ cimiento» ** que nos fue dado al comer el fruto del árbol prohibido. Retornando al estado de «Inocencia» (ver pie de página sobre «Conocimiento») todo lo que hagamos será bueno. Dice San Agustín: «Ama a Dios y haz lo que quie­ ras». La idea búdica de Anabhoga-Carya *** corresponde a la noción de Inocencia. Cuando en el Jardín del Edén, don­ de campea la Inocencia, despierta el Conocimiento, tiene lugar la diferenciación del bien y el mal. Del mismo modo, * Esta pregunta me la formuló uno de los participantes de la Tercera Conferencia de Filósofos del Este y el Oeste, en la Universi­ dad de Hawaii, junio y julio de 1959. Se basaba en el documento con que contribuí a esta conferencia. La respuesta que adjunto requiere más elaboración de la que en esta oportunidad me permite el espacio disponible. Se relaciona con mi concepción del relato de la creación judeo-cristiano. * * En este ensayo, el término «Inocencia» debe entenderse por el estado mental propio de los habitantes del Jardín del Edén, vecinos de la vida, cuyos ojos aún no se han abierto, desnudos, sin pudor alguno ni conocimiento del bien y del mal; mientras que la palabra «Conocimiento» alude a todo lo contrario, particularmente a un par de ojos discriminatorios, ampliamente abiertos al bien y al mal. * * * Ver D. T. Suzuki (trad.) Lankavatara Sutra (Londres: Routledge & Kegan Paul), 1957, pp. 32, 43, 89, etc., donde el término se traduce por «acto desprovisto de esfuerzo» o de «no empeñarse».

el pensamiento emana misteriosamente del Vacío de la Mente, y allí está el mundo de las multiplicidades *. La idea judeo-cristiana de la Inocencia es una interpre­ tación moral de la doctrina búdica de la Vacuidad, de ca­ rácter metafísico, mientras que la concepción judeo-cris tiana del Conocimiento equivale, epistemológicamente, a la noción budista de Ignorancia, aunque a nivel superficial estos dos conceptos parezcan opuestos. La filosofía búdica considera que la discriminación de todas sus formas — morales y metafísicas — es un producto de la Ignoran­ cia, que oscurece la luz original de Lo-que-es-tal-como-es, o Vacío. Pero esto no significa que el mundo entero merez­ ca nuestro desdén por tener su origen en la Ignorancia. Lo mismo vale para el Conocimiento, pues éste es el resulta­ do de haber nosotros perdido la Inocencia, al comer el fruto prohibido. Pero, jamás deshacerse del Conocimien­ to para recuperar el Paraíso en el que podría disfrutar de la bendición de la Inocencia con la plenitud que les era dada a los hombres cuando la Creación. Lo que debemos comprender, entonces, es el significa­ do del «Conocimiento» y de la «Inocencia», es decir, que necesitamos examinar con el máximo de penetración el vínculo que une a estos dos conceptos antagónicos: Ino­ cencia y Luz Original por un lado, y Conocimiento e Igno­ rancia por el otro. En cierto sentido, parecen irreductible­ mente contradictorios, pero por otro lado resultan com­ plementarios. En lo concerniente a nuestro humano en­ tendimiento, no podemos concebir ambas formas al mis­ mo tiempo, pero nuestra vida real consiste en un cons­ tante apoyo de cada uno de los términos en el otro, o mejor dicho en una inseparable cooperación. * D. T. Suzuki (trad.), Asvaghosa’s Awakening o} Faith, Chicago, Open Court Publishing Co., 1900, pp. 78-9.

La llamada oposición entre Inocencia y Conocimiento, o entre la Ignorancia y la Luz Original, no pertenece al tipo de antagonismo que hallamos entre blanco y negro, bueno y malo, correcto y erróneo, ser y no ser, tener y no tener. Esta oposición pareciera corresponder a la que existe en­ tre lo contingente y lo contenido, entre el fondo y la forma, entre una pista y los jugadores que en ella se des­ plazan. El bien y el mal juegan sus papeles antagóni­ cos sobre un campo que permanece neutral, indiferente, «abierto», «vacío». Es como la lluvia, que tanto cae sobre el justo cuando empapa al injusto. Como el sol, cuyos rayos acarician por igual al malo y al bueno, a nuestros amigos y a quienes nos odian. En cierto modo, el sol es inocente y perfecto, al igual que la lluvia. Pero el hombre, perdida su Inocencia a cambio del Conocimiento, diferen­ cia los justos de los injustos, el bien del mal, lo cierto de lo equivocado, los amigos de los enemigos. Por tanto no es ya inocente, ni perfecto, sino intensamente «moral». Evidentemente, la «moral» implica la pérdida de la Ino­ cencia; la adquisición del Conocimiento, en términos reli­ giosos, no siempre conduce a nuestra felicidad interior, ni a la bendición divina. La responsabilidad «moral» pue­ de llevar, eventualmente, a una violación de las leyes civi­ les. La íntima bondad del «gran ermitaño» que libera a los criminales de su prisión (Wisdom of the Desert, 37) * * «Había una vez un gran eremita en las montañas, que fue ata­ cado por salteadores. Sus gritos atrajeron a otros ermitaños de la ve­ cindad, que se unieron para capturar a los criminales). Estos fueron trasladados, bajo custodia, a la ciudad, donde un juez los condenó a prisión. Pero esto entristeció y avergonzó a los hermanos, pues por su denuncia se había juzgado a los ladrones. Fueron al Abad y le narraron todo lo acontecido. Y el mayor escribió al eremita, diciendo: “ Recuerda quién cometió lo primera traición, y sabrás la razón de la segunda. A me­ nos que te hubieran traicionado antes tus pensamientos, jamás habrías enviado a estos hombres a que los juzgaran” . El ermitaño, conmovido por estas palabras, púsose de pie en el acto y fue a la ciudad y rompió

puede producir resultados más bien indeseables. Inocencia y Conocimiento requieren un razonable equilibrio. Para esto es necesario que el Conocimiento se someta a una dis­ ciplina y que, al mismo tiempo, el valor de la Inocencia sea estimado en adecuada relación con el Conocimiento. Dice el Dhammapada: No hacer nada de lo que es malo, Hacer todo lo que es bueno, Purificar totalmente nuestro corazón: He aquí lo que Buda enseñó. (verso 183) Las dos primeras líneas se refieren al Conocimiento, mientras que la tercera describe el estado de Inocencia. «Purificar» significa «purgar», «vaciar» todo lo que conta­ mina nuestra mente. La contaminación proviene de la con­ ciencia egocéntrica, responsable de la discriminación en­ tre lo bueno y lo malo, el yo del no-yo, denominada Igno­ rancia o Conocimiento. Hablando metafísicamente, ésta es la mente que comprende la verdad de la Vacuidad; cuando así lo ha hecho, sabe que no hay ser, ni yo, ni Atman para contaminar a la mente en su estado de cero. A partir de este cero, se realiza todo el bien, así como se esquiva el mal. El cero de que hablo no es un símbolo matemático. Es el infinito, almacén o matriz (Garbha) de todos los bienes o valores posibles. cero: infinito, y también infinito: cero Esta doble ecuación no sólo debe entenderse estática­ mente sino también en un sentido dinámico. Está entre los cerrojos de las celdas, liberando a los salteadores de la prisión y el tormento.» The Wisdom of the Deserí, XXXV11.

ser y devenir. Pues estas dos nociones no se contradicen. Lo vacuidad no es lisa y llana vacuidad, o pasividad, o Inocencia. Es todo eso y al mismo tiempo no lo es. Es Ser, es Devenir. Es Conocimiento y también Inocencia. El Co­ nocimiento de que debemos hacer el bien y no el mal no basta; debe arraigar en la Inocencia, donde la Inocencia es Conocimiento y el Conocimiento es Inocencia. El «gran eremita» es culpable de no haber compren­ dido el Vacío, esto es, la Inocencia, y el Abad comete un error cuando aplica la Inocencia por sobre el Conocimien­ to en los asuntos mundanos. Los salteadores deben sufrir la prisión por haber afligido a la comunidad; en tanto que criminales, han de perder su libertad : pues así es el mundo en que atendemos nuestros negocios, ganando el pan por medio de duras y honradas faenas. Nuestro negocio sólo es posible viviendo en el mundo del Conocimiento, porque cuando prevalece la Inocencia el trabajo no es necesario: «Todo lo que nuestra existencia necesita, Dios nos lo da gratuitamente». Porque vivimos en comunidad, debemos observar todo tipo de leyes. Somos pecadores, esto es, conocedores, no sólo individual sino también colectiva­ mente, comunitaria y socialmente. Los salteadores deben ser encarcelados. Como seres espirituales debemos procu­ rar la Inocencia, la Vacuidad, la iluminación, la vida de plegaria. «El gran eremita» debe vivir en la penitencia y en la plegaria, pero sin interferir con las leyes de la tie­ rra que regulan nuestra vida secular. Donde se desarrolla la vida secular hay un predominio del Conocimiento: de absoluta necesidad resultan las labores más duras y ho­ nestas, y cada individuo tiene derecho a los frutos de sus fatigas. «El gran eremita» no lo tiene, en cambio, a liberar a los criminales, amenazando así la paz de sus semejan­ tes respetuosos de la ley. Cuando no se ejercita adecuada­ mente el Conocimiento se producen fenómenos extraños

e irracionales. Sin duda, nuestro eremita es un miembro muy bondadoso del orden social y no tiene intención de dañar a sus conciudadanos; son los criminales quienes perturban la paz de la comunidad a la que pertenecen. Se impone apartarlos de la sociedad. El ermitaño merece también su castigo por violar la ley, liberando a estos in­ dividuos antisociales. Así es como el hombre bueno es encarcelado mientras los malvados merodean libres e im­ punes, hostigando a los ciudadanos amantes de la paz. No es esto, estoy seguro, lo que deseaba el eremita. 2

En el plano económico, el concepto metafísico de Va­ cío resulta convertible en pobreza o desposesión: «Biena­ venturados los pobres de espíritu». Define Eckhart: «Po­ bre es aquel hombre que nada desea, nada sabe y nada po­ see». Esto sólo es posible cuando el hombre se ha vaciado «de sí mismo y de todas las cosas», completamente purifi­ cada su mente de Conocimiento o Ignorancia, es decir, de las consecuencias de la pérdida de la Inocencia. En otras palabras, obtener nuevamente la Inocencia es ser pobre. Lo que parece sorprendente o extraño es la identificación eckhartiana del hombre pobre como aquel que no sabe nada. Es una afirmación muy notable. El Conocimiento da comienzo cuando la mente sufre la invasión de una varie­ dad de pensamientos impuros, entre los cuales el peor es «yo mismo». Pues en nuestra adicción al ego arraigan to­ dos los males y corrupciones. Como dirían los budistas, la comprensión del Vacío no es más, ni menos, que mirar la inexistencia de una substancia-ego cosificada. Esta es la suprema piedra angular de nuestra disciplina espiritual, que en verdad no consiste en liberarse del yo, sino en com­

prender que, fundamentalmente, el yo no existe. Esta comprensión equivale a la «pobreza» del espíritu. «Ser pobre» no significa «empobrecerse»: «ser pobre» implica que desde un principio no se está en posesión de cosa alguna, ni se entrega lo que se tiene. Nada que ganar, nada que perder; nada que dar, nada que tomar; ser de este modo, y sin embargo rico en inagotables posibilidades: esto es ser «pobre» en el sentido propio y característico de la palabra, esto es lo que nos dicen todas las experien­ cias religiosas. Ser absolutamente nada es serlo todo. Cuando se encuentra uno en posesión de algo, este algo evita el arribo de otros algos. A este respecto, Eckhart exhibía una maravillosa per­ cepción de la naturaleza de lo que él llamaba die eigentlichste Armut. Generalmente imaginamos que cuando la mente, o el corazón, están vacíos «del yo y de todas las cosas» se desocupa una habitación para que Dios entre en ella y la habite. Esto es un gran error. La misma idea, aún la más ligera, de hacer lugar a algo es una desviación gran­ de como un templo. Un monje acudió a Ummon, el gran Maestro Zen (fallecido en 949) y le dijo: «¿Qué pecado comete un hombre cuando no hay un solo pensamiento que ocupe su conciencia?». A lo que respondió un rugien­ te Ummon: «¡El Monte Sumeru!». Otro Maestro Zen*, Kyogen Chikan, cantó así a la pobreza : La pobreza del último año aún no fue perfecta; La pobreza de este año es absoluta. En la pobreza del último año había lugar para la cabeza de un alfiler; Tal es la pobreza de este año que hasta el propio alfiler ha desaparecido. *

Discípulo de lsan Reiyu, 770-853.

El pensamiento de Kyogen tiene su equivalente en otro de Eckhart, de típico sabor cristiano: «Si llega el caso de que un hombre se ha vaciado de cosas, criaturas, de sí rpismo y de Dios, restando aún cierto lugar en que pueda Dios realizar sus ac­ tos dentro de este hombre, decimos: mientras exis­ te dicho lugar, este hombre no es pobre con la po­ breza más íntima (eigentlichste Armut). Pues Dios no desea que el hombre le reserve un lugar para sus obras, siendo que la verdadera pobreza de espí­ ritu requiere que el hombre se vacíe de Dios y de todos sus trabajos, de modo que si Dios desea ac­ tuar en el alma, él mismo deba servir de sitio en que actuar: y esto le placerá. Pues si Dios diera al­ guna vez con una persona pobre hasta este extremo asumiría la responsabilidad de su propia acción, convirtiéndose él mismo en escenario de los actos, ya que Dios es aquel que actúa en sí mismo. Es así, en esta pobreza, que el hombre recobra el ser eter­ no que fue alguna vez, que es ahora y será por siempre jamás.» Tal como yo interpreto a Eckhart, Dios es a la vez el lugar donde El actúa, y el acto mismo. Este lugar es cero, o «el Vacío como Ser», mientras que el trabajo que se desarrolla en el lugar llamado cero es el infinito, o «el Va­ cío como Devenir». Cuando comprendemos la doble ecua­ ción cero: infinito e infinito: cero arribamos a la eigen­ tlichste Armut o esencia de la pobreza. Ser es devenir, y devenir es ser. Cuando uno se separa del otro, la pobreza resultante se ve coja y baldada. Sólo se recupera la pobre­ za perfecta cuando una vacuidad perfecta es también per­ fecta plenitud.

Cuando un monje ha prestado algo * y se muestra an­ sioso por la devolución, no es aún pobre, no se ha vaciado perfectamente. Hace unos años, cuando yo estudiaba las historias de piadosos budistas, recuerdo haber hallado la de un granjero. Una noche, este granjero creyó oír ruidos en su jardín. Descubrió que un joven de la aldea estaba trepado a uno de sus árboles, donde le robaba algunos frutos. En silencio, se dirigió al establo, donde cogió la escalera, llevándola bajo el árbol, para que el intruso pu­ diera descender sin peligro. Volvió a su cama sin ser notado. El corazón del granjero, vaciado de yo y de pose­ sión, no podía pensar en otra cosa que el riesgo sufrido por el joven ladronzuelo de la aldea. 3 Existe un conjunto de lo que podríamos llamar virtu­ des morales fundamentales de perfección, conocidas en el Budismo Mahayánico por el hombre de las Seis Paramita. De los devotos del Mahayana se espera que ejerciten estas virtudes en la vida cotidiana. Ellas son: (1) Dana, «dar»; (2) Sila, «observar los preceptos»; (3) Virya, «espíritu de la hombría»; (4) Ksanti, «humildad» o «paciencia»; (5) Dhyana, «meditación»; y (6) Prajna, «sabiduría trascen­ dental», que es una intuición del orden altísimo. '* «Cierto hermano preguntó a uno de sus mayores, diciendo así: "Si un hermano me debe algún dinero, ¿crees que debo reclamárselo?" Díjole el mayor “ Pídeselo una sola vez, y con humildad” . Respondió el hermano: “ Supón que así lo hago y no me lo devuelve. ¿Qué haré luego?” Dijo entonces el mayor: “ No vuelvas a reclamárselo” . A lo que contestó así el hermano: “ Pero no puedo librarme de la ansiedad que esto me produce a menos que se lo reclame''. El mayor: “ Olvida tus ansiedades. Lo importante es no entristecer a tu hermano, puesto que eres un monje” .» The Wisdom o/ ¡lie Desert, XV CV III.

No explicaré cada una de estas seis virtudes en el pre­ sente trabajo. Todo lo que puedo hacer es un intento de llamar la atención de nuestros lectores sobre el orden en que han sido presentadas. Primero tenemos a Dana, dar, y en el último término a Prajna, especie de percepción es­ piritual de la verdad del Vacío. La vida del budista co­ mienza con «dar» y acaba en el Prajna. Pero, en realidad, el final es el principio, y el principio está al final; las Paramita se mueven en círculo, sin comienzo ni fin. Sólo es posible dar cuando existe el Vacío, el cual es sólo acce­ sible cuando se efectúa este dar en forma incondicional: esto es lo que Eckhart ha denominado die eigentlichste Armut. Como el Prajna ha sido discutido frecuentemente, me limitaré a exponer el Dana, o dar. No se refiere a una entrega caritativa, ni al desprendimiento de posesiones materiales, como entendemos generalmente cuando habla­ mos de «dar». Significa que algo sale de uno mismo, dise­ minando conocimiento, ayudando a la gente en dificulta­ des de todo tipo, creando arte, promoviendo la industria o el bienestar social, sacrificando la propia vida por una causa valiosa y demás. Pero todo esto, aunque noble — como dirían los budistas — no es suficiente si el hom­ bre abriga la idea de dar, en uno u otro sentido. El genui­ no dar consiste en la ausencia de todo pensamiento acerca de lo que sale de nuestra mano o es recibido por otra per­ sona ; esto es que en el dar no debe existir idea alguna de dador o de receptor, ni de un objeto de esta transferencia. Cuando esta acción de dar se desarrolla en el plano del Vacío, es el auténtico Dana, primera Paramita, emanando directamente de Prajna, Paramita final. De acuerdo a la definición de Eckhart que citamos anteriormente, ésta es la pobreza en su sentido verdadero. En otro pasaje, la referencia a ejemplos le permiten ser más concreto.

«San Pedro dijo: “Hemos dejado todas las co­ sas”. Dijo San Diego: “Todo lo hemos abandonado". San Juan dijo : “Nada nos queda”. En consecuencia os pregunta el Hermano Eckhart: ¿Cuándo dejamos todas las cosas? Cuando abandonamos todo lo con­ cebible, todo lo expresable, todo lo audible o visi­ ble, entonces y sólo entonces hemos dejado todas las cosas. Al abandonarlo todo en este sentido en­ tramos en el campo de la luz que brilla con Dios». Dice Kyogen, el Maestro Zen: «La pobreza de este año es tal que hasta el alfiler ha desaparecido». Esto es sim­ bólico. De hecho, significa que uno ha muerto para uno mismo, de acuerdo a: Visankharagatam cittam, Tanhanam khayam ajjhaga*

La mente marchó a su diso­ lución, Los apetitos han llegado a su fin.

Esto es parte del verso que se atribuye a Buda en el momento de alcanzar la suprema iluminación, y recibe el nombre de «Himno de la Victoria». El alfiler se ha «disuelto», el cuerpo está «disuelto», la mente está «di­ suelta», todo se ha «disuelto» por igual: ¿No es ésta la Vacuidad? En otras palabras, estamos ante el perfecto estado de pobreza. Eckhart cita a San Gregorio: «Nadie recibe tanto de Dios cuanto el hombre que está comple­ tamente muerto». Ignoro el sentido exacto que da San *

El Dhammapacla, verso 154.

Gregorio a la palabra «muerto». Pero es un vocablo muy significativo si lo entendemos a la manera del poema de Bunan Zenji * que sigue: Aunque vivo, quédate muerto, acabadamente muerto: entonces todo será bueno, hagas lo que hagas. Vacío, pobreza, muerte o disolución: todo esto se realiza y se comprende cuando uno atraviesa las experien­ cias de «salir-fuera» que no son otra cosa que la «ilumi­ nación» (Sambochi). Citando nuevamente a Eckhart: «Cuando salgo-fuera... trasciendo todas las cria­ turas y no soy Dios ni criatura: soy lo que he sido y seguiré siendo ahora y siempre. Luego recibo un impulso (Aufschwung) que me lleva por sobre to­ dos los ángeles. En este impulso concibo el goce fugaz de no estar satisfecho de Dios, en tanto que Dios, en tanto que su divina obra entera, pues cuando salgo fuera de este modo descubro que Dios y yo somos una misma cosa...» No sé cómo recibirán estas afirmaciones mis lectores cristianos, pero desde el punto de vida búdico es obligada una salvedad, a saber: aunque esta experiencia de «salir fuera» sea trascendental en grado sumo y por encima de todas las formas de condicionamiento, nuestra interpreta­ ción de la experiencia puede resultar siempre una versión distorsionada. El Maestro Zen nos aconseja, por lo tanto, trascender o «arrojar» la misma experiencia. Este es el *

Vivió entre 1603 y 1676.

objeto del ejercicio del Zen: desnudarnos por completo, ir más allá, incluso, de la recepción de un «impulso» de cualquier tipo, estar absolutamente libres de todo posible resabio de las ligaduras que nos han maniatado desde la adquisición del Conocimiento. Es entonces y sólo enton­ ces que descubrimos que somos, nuevamente, los vulga­ res Juan, Pedro y José que hemos sido hasta el momento. Joshu, uno de los supremos maestros del T'ang, confesó algo parecido : «Me despierto temprano, por las mañanas, y me contemplo: ¡ Con qué pobreza visto! Mi túnica está hecha harapos, mi capucha cuelga deshecha. Tengo la ca­ beza cubierta de mugre y cenizas. Cuando me inicié en el estudio del Zen, soñaba con convertirme en un sacerdote elegante y respetado. Pero jamás imaginé que acabaría viviendo en esta pocilga y comiendo desperdicios. Después de todo, no soy más que un pobre monje pordiosero». Un monje vino a este hombre, preguntando: «Si un hombre viene a ti, libre de toda posible propiedad. ¿Qué le dirás?». Respondió Joshu: «¡Que arroje todo lejos de sí!» Vino otro discípulo y le dijo: «¿Quién es Buda?». Al instante replicó Joshu: «¿Quién eres tú?». Una anciana visitó a Joshu, diciéndole: «Soy una mu­ jer, y de acuerdo al Budismo me someto a cinco prohibi­ ciones *; ¿Cómo podría superarlas?». Esto es lo que Jos­ hu le aconsejó: «Yo rezaría para que todos los seres vi­ vieran en el Paraíso; pero, en cuanto a mí mismo, pediría quedar por siempre en este océano de tribulaciones.» Podemos enumerar una cantidad de virtudes prescri­ tas para los monjes, tanto budistas cuanto cristianos: po­ rt Se refiere a que las mujeres no están calificadas para ser: (1) Mahabrahman, «espíritu suprem o»; (2) Sakendra, «rey de los cie­ los»; (5) Mara, «el m alo»; (4) Cakravartin, «gran señor», y (5) Buddha.

breza, tribulación, discreción, obediencia, humildad, abs­ tinencia de todo juicio hacia el prójimo, meditación, si­ lencio, simplicidad y muchas otras; pero la más fundamer.tal de todas ellas, en mi opinión, es la pobreza. O to ­ lógicamente, la pobreza corresponde a la Vacuidad, y en términos psicológicos es igual a la desyoización y a la Ino­ cencia. Aquella vida que otrora disfrutamos en el Jardín de Edén simboliza a la Inocencia. La grave pregunta que el tiempo nos plantea a nosotros, hombres modernos, exi­ giéndonos una solución perentoria, es cómo recuperar esta mentalidad primitiva, o mejor tal vez, cómo advertir que aún la poseemos, en plena industrialización y rodeaaos de la propaganda en favor de la «vida fácil». En otras palabras: ¿Cómo actualizar la sabiduría trascendental del Prajna en un mundo que nos exhorta a acrecer el Co­ nocimiento a diestra y siniestra, de mil y un modos? De­ bemos hallar una respuesta; y esto es urgente. Ya no volverán los días de los Padres del Desierto: velamos a la espera de un nuevo sol que se eleve sobre el horizonte del egoísmo y la sordidez, en todo sentido.

LA RECONQUISTA DEL PARAISO por Thomas Merton

1 Uno de los «santos» de Dostoievski, el Staretz Zosima, hablando como típico testigo de la tradición de la Iglesia Rusa y Griega, nos ha dejado una sorprendente declara­ ción. Ha dicho: «No comprendemos que la vida es el pa­ raíso; pues bastaría con que deseáramos comprenderlo para que el paraíso se nos presentara en el acto, ante nuestros ojos, con toda su belleza». En el contexto de los Hermanos Karamazov, contrastando con el fondo de vio­ lencia, blasfemia y asesinato que caracteriza a esta obra, esta afirmación causa justificado estupor. ¿Zosima habla­ ba realmente en serio? ¿O se trataba de un idiota iluso, delirando en pleno sueño frenético inspirado por el «opio de los pueblos»? El lector moderno pensará como quiera acerca de este concepto, pero no cabe duda de que era un elemento bá­ sico del Cristianismo primitivo. Recientes estudios sobre los Padres han demostrado, más allá de toda discusión, que uno de los motivos principales que impulsaron a los hombres a abrazar la «vida angélica» (bios angelikos) de soledad y pobreza en el desierto era, precisamente, esta esperanza de que actuando de ese modo regresarían al paraíso. Ahora bien : debe comprenderse este concepto con pre­ cisión y honestidad. El paraíso no es «el Cielo». El paraí­

so es un estado, e incluso un lugar, en la tierra. El paraíso pertenece más estrictamente a la vida presente que a la futura. En cicrto sentido, corresponde a ambas. Es el estado en que, originariamente, fue creado el hombre para vivir en la tierra. Se lo concibe, también, como una suerte de antecámara, del cielo, después de la m uerte: por ejem­ plo, al final del Purgatorio del Dante. Cristo, agonizante en la cruz, dijo al buen ladrón que a Su lado estaba: «Este día estarás conmigo en el Paraíso», y es evidente que esto no significaba, ni podría haber significado, el cielo. No debemos imaginar al Paraíso como un lugar de ocio y placeres sensuales. Es un estado de paz y descanso, en todo sentido. Pero lo que buscaban los Padres del De­ sierto cuando pensaban que podrían hallar el «paraíso» en aquellas soledades, era la inocencia perdida, vacuidad y pureza de corazón poseídas por Eva y Adán en el Edén. Es notorio que no pudieron haber soñado con hallar her­ mosos árboles y jardines en el reseco desierto abrasado por el sol. Obviamente no abrigaban la menor esperanza de dar con un rinconcillo, entre abruptas rocas y cuevas, donde pudieran reposar plácidamente, al fresco de la sombra, escuchando el murmullo de un arroyuelo. Lo que buscaban era el paraíso dentro de ellos mismos, o mejor dicho, más allá y por encima suyo. El paraíso se identifi­ caba con la reconquista de aquella «unidad» hecha peda­ zos por el «conocimiento del bien y del mal». Al comienzo, Adán era «un hombre». La caída lo divi­ dió en «una multitud». Cristo restauró la unidad del hom­ bre en Sí mismo. El Cristo Místico fue un «Nuevo Adán» y en El todos los hombres pudieron regresar a la unidad, a la inocencia, a la pureza, convirtiéndose en «un hom­ bre». Omnes in Christo unum. Naturalmente, esto no auto­ rizaba a vivir a nuestro antojo, según el capricho de nues­ tro ego, de nuestra limitada y egoísta espiritualidad, sino

que prescribía ser, con Cristo, «un espíritu». «Aque­ llos que están unidos al Señor — dice San Pablo — son un espíritu». Unirse a Cristo significa unidad en Cristo, de modo que cada uno de los que están en Cristo, puede de­ cir con Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí». Es el propio Cristo quien vive en todas las co­ sas. Con Cristo, el individuo «muere» en tanto que «viejo hombre», entrega su ser exterior y egótico, «elevándose» en Cristo un hombre nuevo, ser divino y desprendido que es también el único Cristo, aquel que es «todo en todo». En esta encrucijada se presenta la gran divergencia entre cristianos y budistas. Desde un punto de vista metafísico, el Budismo parece definir la «vacuidad» como com­ pleta negación de toda personalidad, mientras que el Cris­ tianismo encuentra en la pureza de corazón y la «unidad de espíritu» una realización suprema y trascendental de la personalidad. Estamos ante un problema extremadamente complejo y difícil que yo no me siento capaz de abordar. Pero tengo la sensación de que, hasta el momento, la ma­ yoría de las discusiones sobre este tema han sido por com­ pleto equívocas. Muy a menudo, del lado cristiano, identi­ ficamos «personalidad» con el ser egótico exterior e iluso­ rio, que por cierto no es la auténtica «persona» cristiana. Por parte de los budistas parece no existir la menor idea positiva de la personalidad: el pensamiento búdico carece absolutamente de este valor. Pero, sin embargo, en la práctica budista es un concepto que no está ausente, ni muchísimo menos, como se advierte claramente en la ob­ servación del Dr. Suzuki de que, al cabo del ejercicio del Zen, cuando uno ha quedado «absolutamente desnudo» descubre que, otra vez, es el vulgar «Juan, Pedro o José» que siempre ha sido. Me parece que, en la práctica, esto corresponde a la idea de que un cristiano puede dejar tras de sí al «viejo hombre» y hallar su ser verdadero «en Cris­

to». La diferencia clave reside en que el lenguaje y la prác­ tica del Zen son considerablemente más radicales, austeros y estrictos: cuando el hombre del Zen dice «vacuidad», no deja resquicio para que concepto o imagen alguna venga a confundir la idea auténtica. El tratamiento cristiano de este tema hace uso discrecional de expresiones metafóri­ cas y de imágenes concretas, aunque debemos penetrar cuidadosamente a través de la superficie exterior para lle­ gar al contenido más profundo. De todos modos, la «muer­ te del viejo hombre» no es una destrucción de la persona­ lidad sino la disipación de una ilusión, y el hallazgo del hombre nuevo equivale a un enterarse de lo que ha estado allí mismo todo el tiempo, al menos como posibilidad ra­ dical, en razón de que el hombre es la imagen de Dios. Estos temas cristianos que llamamos «vida de Cristo» y «unidad en Cristo» son bastante familiares, pero tengo la sensación de que, actualmente, no se los comprende en toda su hondura espiritual. Pocas veces se exploran sus implicaciones místicas. Nos explayamos, en cambio, con mucho mayor interés, sobre las connotaciones sociales, económicas y éticas. Me pregunto si lo que el Dr. Suzuki ha dicho con respecto a la «vacuidad» nos ayudará a pro­ fundizar más de lo habitual en esta doctrina nuestra de unidad mística y pureza en Cristo. Cualquiera que haya leído a San Juan de la Cruz y conozca su doctrina de la «noche» se formulará la misma pregunta. ¿Si hemos de morir en nosotros para vivir «en Cristo», significa esto que de algún modo debemos quedarnos «muertos» y «vacíos» con respecto a nuestro propio ser? ¿Si hemos de movernos entre todas las cosas por la gracia de Cristo, debemos con­ siderar, en cierto sentido que esta acción proviene de la vacuidad, emana del misterio de la pura libertad que es «amor divino», y que ya no es una producción de nuestro

ser egótico y exterior, ligada a nuestros deseos, referida a nuestro propio interés espiritual? San Juan de la Cruz compara al hombre con una venta­ na, a través de cuyos cristales resplandece la luz de Dios. Cuando esta ventana está limpia de toda mancha, comple­ tamente transparente, ya no la vemos: está «vacía» y sólo se ve la luz. Pero cuando un hombre está salpicado de manchas de egoísmo espiritual y preocupación por su ser ilusorio y exterior, aunque sus «intenciones» sean buenas, los cristales resultan claramente visibles, en razón de la suciedad que los cubre. Por lo tanto, al deshacerse el hom­ bre del polvo y las manchas que le produce su propia ñjación a lo que resulta bueno o malo en referencia a su persona, se convertirá en Dios, siendo entonces «uno con Dios». Usando las palabras de San Juan de la Cruz: «Permitiendo de este modo que Dios actúe en ella, el alma (despojada de todas las impurezas y fallos de las criaturas, lo que consiste en poseer una voluntad perfectamente unida a la de Dios, pues amar es afanarse por desnudarse y despojar­ se, en alabanza a Dios, de todo lo que no es Dios) se ilumina de inmediato, convirtiéndose en Dios, y Dios le comunica Su ser sobrenatural en forma tal que el alma se siente Dios Mismo, y tiene todo lo que Dios Mismo tiene... Todas las cosas de Dios y el alma son una, en transformación participante; y el alma parece ser Dios, más que alma, y en rea­ lidad es Dios, por participación». (San Juan de la Cruz, Ascenso al Monte Carmelo, II, v. trad. Peers, vol. 1, p. 82, edición en inglés). Como veremos más adelante, esto es lo que los Padres denominaban «pureza de corazón» y corresponde a la re­

cuperación de la inocencia adánica del Paraíso. Las nume­ rosas historias en que los Padres del Desierto demuestran un extraordinario dominio de las bestias salvajes se en­ tendían, originariamente, como manifestación de esta re­ conquista de la inocencia paradisíaca. Como declaró uno de los autores más tempranos, Paulo el Eremita: «Cuan­ do uno adquiere la pureza, todo se le ofrece graciosamen­ te, como ocurría con Adán en el paraíso, antes de la caí­ da». (Citado por Don Anselmo Stoltz en Théologie de la Mystique, Chevetogne, 1947, p. 31.) Aún aceptando lo dicho por Staretz Zosima, en el sen­ tido de que el paraíso es algo accesible porque, después de todo, está presente en nosotros y sólo debemos descu­ brirlo, podríamos detenernos a examinar un aspecto de su afirmación: «uno sólo debe desear comprenderlo para que ante nuestros ojos se presente el paraíso en toda su belleza». Esto parece un poquillo demasiado fácil. Se re­ quiere mucho más que un simple deseo. Cualquiera puede desear cosas. Pero el tipo de «deseo» a que se refiere aquí Zosima está más allá de las ensoñaciones y los pensamien­ tos llenos de ilusión. Por supuesto, denota una absoluta conmoción, una transformación total de la propia vida. Debe uno «desear» sólo esta realización, abandonando los deseos de todo otro tipo de cosas. Uno debe olvidar su ansiedad por todos los demás «bienes». Se le exige una entrega de todo corazón y con toda el alma a esta recon­ quista de su «inocencia». Y sin embargo, como muy bien señala el Dr. Suzuki, y asimismo nos enseña la doctrina cristiana aunque con otros términos, ésta no es faena para nuestro propio «yo». Es inútil que el «yo» trate de «purifi­ carse» o de «hacer lugar» para Dios en su propia substan­ cia. La inocencia y pureza de corazón propias del paraíso equivalen a un completo vaciamiento del yo, en el cual todo es la acción de Dios, expresión libre e impredecible

de Su amor, obra de la gracia. En la pureza de la inocen­ cia original, todo se ha obrado en nosotros pero sin noso­ tros, in nobis et sine nobis. Pero antes de arribar a este nivel también debemos aprender a obrar en el otro plano del «conocimiento» — scientia— donde la gracia hace su faena en nosotros pero «no sin nosotros»: in nobis sed non sine nobis. En sus propios términos, el Dr. Suzuki ha señalado muy correctamente el grave error que habría en pensar que uno puede izarse a sí mismo, tirando de los cordones de sus zapatos para regresar al estado de inocencia y lue­ go proseguir tranquilamente por la vida sin otra preocu­ pación por la existencia concreta. La inocencia no despla­ za ni destruye al conocimiento. Ambos van juntos. Es en este punto donde, sin duda, han fracasado muchos hom­ bres aparentemente espirituales. Algunos de ellos eran tan inocentes que habían perdido todo contacto con la reali­ dad cotidiana de la vida en el complejo y batallado mun­ do de los hombres. Pero esta inocencia no era la auténti­ ca. Había en ella una ficción, una perversión y frustración de la verdadera vida espiritual. Su vacuidad era la del quietista, un vacío meramente blanco y flojo: una ausen­ cia de conocimiento sin la presencia de la sabiduría. Igno­ rancia narcisista del bebé y no vacuidad del santo que, sin reflexión ni auto-conciencia, es animado por la gracia de Dios. A esta altura, sin embargo, me siento inclinado a ob­ jetar la interpretación del Dr. Suzuki sobre la anécdota del «gran eremita» que hizo arrestar a los ladrones. Estoy tentado de creer que en ésta su reacción existe, tal vez, una pizca de lo que podríamos llamar «sobrecompensación». De hecho, hay mucho Zen en esto de los bandidos y el «gran eremita». Sin duda éste es el tipo de historia que el lector occidental distinguirá inmediatamente como

representativa del espíritu del Zen. Y tal vez el Dr. Suzuki se halla tan en guardia contra una interpretación de ese cariz que, por supuesto, resultaría propicia a la vieja acu­ sación de antinomismo. El «gran eremita» no parece tener demasiado respeto por leyes, cárceles y policías. Pero, cuando examinamos la fábula con mayor dete­ nimiento, advertimos que su idea central va por otros rumbos. Nadie dice que los ladrones no deban ir a la cár­ cel. Lo que se afirma es que los eremitas no cuentan entre sus faenas la de enviar criminales a prisión. Claro está que el salteador debiera haber respetado los derechos de la propiedad; pero el ermitaño, consagrado a una vida de pobreza y «vacío», ha renunciado a su derecho a pose­ siones, propiedades o seguridad material alguna. Por lo tanto, si es lo que debiera ser, hará lo que el granjero del Dr. Suzuki, que facilitó una escalera a quien le hurtaba sus manzanas. Pues n o : estos monjes están espiritualmen­ te enfermos. Lejos de haberse vaciado de sí, están llenos de ellos mismos, reaccionan coléricos cuando alguien toca, o sólo amenaza, sus intereses egoístas. Cobran venganza de los males que se les causan, porque son indefensos pri­ sioneros de un «yo» que, como tal, puede ser dañado y sentirse ofendido. En las palabras del «Sendero de Vir­ tud» (Dhammapada): No es de verdad un anacoreta aquel que oprime a los demás; No es asceta quien aflige a un semejante. Esto es casi idéntico a un dicho del Abate Pastor: «Aquel que riñe no es monje; quien devuelve mal por mal no es monje; quien se enfada no es monje». (The Wisdom of the Desert, XiLIX.)

De modo que hay más culpa en los eremitas iracundos que en los ladrones, pues son precisamente las personas de esa calaña quienes hacen criminales de los indigentes. Aquellos que adquieren desmesuradas posesiones y las defienden contra sus semejantes obligan a estos últimos a robar para ganarse la vida. Eso es, al menos, lo que pien­ sa Poemen, el Abad, quien al aconsejar al «gran eremita» que liberara a los criminales de sus calabozos no se mues­ tra sentimental ni antisocial: sólo ofrece a sus monjes una lección de pobreza. Ellos se habían negado a conocer el paraíso que había dentro suyo, por medio del despren­ dimiento y la pureza de corazón: por el contrario, habían deseado la oscuridad y el engaño por amor a sus propias posesiones y comodidades. Desdeñando la «sabiduría» que «saborea» la presencia de Dios en libertad y vacui­ dad, optaron por el «conocimiento» de lo «mío» y lo «tuyo», la violación de cuyos derechos se «venga» por medio de la policía y la tortura. 2

Los padres de la Iglesia han interpretado la creación del hombre «a imagen y semejanza de Dios» como prueba de que es capaz de la contemplación y de la inocencia edénica, siendo incluso estas cualidades el propósito mis­ mo de su creación. El hombre está hecho de forma tal que, en estado de vacuidad y pureza de corazón será espe­ jo de la pureza y libertad del Dios invisible y, por lo tan­ to, perfectamente uno con El. Pero la reconquista de este paraíso que se esconde siempre dentro de nosotros, al me­ nos como posibilidad, plantea grandes dificultades prácti­ cas. Dice el Génesis que un ángel guarda el sendero de re­ torno al Paraíso, blandiendo una espada llameante que

«gira en todas direcciones». Pero no por esto el regreso es completamente imposible. Como dice San Ambrosio: «Todos quienes aspiren a regresar al paraíso han de ser probados por el fuego». (Oporteí omnes per ignem probari quicumque ad paradisum redire desiderant. In Psalmam 118, XX, 12. Citado por Stoltz, p. 32.) Fatigas y ten­ taciones nos acechan en la senda que conduce desde el conocimiento hasta la inocencia o purificación del cora­ zón. En ella hay que lidiar con inmensas dificultades y su­ perar obstáculos que parecen exceder, y así es en reali­ dad, las fuerzas de un ser humano. El Dr. Suzuki no ha mencionado a uno de los actores protagonistas del drama de la Caída: el demonio. En el Bu­ dismo existe, sin duda, un concepto muy definido de este personaje (Mora: el tentador) y si ha existido alguna vez una espiritualidad más preocupada por lo diabólico que la del desierto, es la del Budismo Tibetano. En cambio, el demonio hace escasas apariciones en el Zen. Podemos verlo, ocasionalmente, en estos «Dichos de los Padres». Pero su presencia resulta notoria, por doquier, en el de­ sierto, que por otra parte es su cubil. El primero y más grande de los eremitas, San Antonio, compone un tipo clásico: el luchador contra el demonio. Los Padres del Desierto invadieron el territorio exclusivo del diablo para recobrar el paraíso venciéndolo en lucha frente a frente. Sin abordar la delicada faena de identificar plenamen­ te a este espíritu ubicuo y malévolo, recordemos que en las primeras páginas de la Biblia aparece como un perso­ naje que ofrece al hombre el «conocimiento del bien y del mal» como cosa «mejor», superior y más «divina» que el estado de inocencia y vacío. Y en las últimas páginas de la Biblia el diablo resulta «apartado» finalmente: se restau­ ra en el hombre la unidad con Dios en el Cristo y esto des­ tierra al demonio. El punto más significativo en estos ver­

sos del Apocalipsis (12: 10) reside en que al diablo se lo llama «acusador de nuestros hermanos... que los inculpó ante Dios, día y noche». En el Libro de Job, el diablo no sólo es quien causa las aflicciones de Job, sino que tam­ bién desempeña el papel de «tentador» a través de la mo­ ralización de los amigos de Job. Estos últimos suben al escenario como consejeros y «consoladores» ofreciendo a Job los frutos de su ciencia moral. Pero cuando Job insiste en que sus sufrimientos no tienen explicación, siéndole imposible descubrir la ra­ zón de sus padeceres por medio de conceptos éticos con­ vencionales, sus amigos se convierten en acusadores, y fustigan a Job pecador. De modo que, de consoladores, han pasado a torturadores, por obra y gracia de su pro­ pia moralidad, y haciéndolo así se convierten en instru­ mentos del demonio mientras gritan su condición de abo­ gados del Señor. En otras palabras, en el reino del conocimiento o scientia el hombre es víctima de la influencia diabólica. Esto en nada altera el hecho de que el conocimiento es bueno y necesario. Pero aún cuando nuestra «ciencia» no nos de­ fraude, tiende sistemáticamente a engañarnos. Sus pers­ pectivas no coinciden con las de nuestra íntima naturaleleza espiritual. Y al mismo tiempo nos desconciertan sin cesar la pasión, la adicción al yo y las «estratagemas del diablo». El reino del conocimiento es, pues, tierra de alie­ nación y peligro en la que no somos de verdad nosotros mismos, amenazados como estamos de una total esclavi­ tud a manos del poder de la ilusión. Todo esto es cierto no sólo cuando caemos en el pecado sino también cuando lo evitamos. Los Padres del Desierto descubrieron que la más peligrosa actividad del demonio se descargaba contra el monje sólo cuando éste alcanzaba la perfección moral, esto es una «pureza» y virtud en apariencia suficiente para

permitirle cierto orgullo espiritual. En este punto comen­ zaba la batalla contra el último y más sutil de los lazos te­ rrenales : el aprecio por la propia excelencia espiritual, el amor por el propio yo espiritualizado, purificado y «va­ ciado», narcisismo de los perfectos, los pseudo-santos y los místicos de la impostura. Como dijo San Antonio, la única salida es la humildad. Y el concepto de humildad de los Padres del Desierto co­ rresponde muy estrechamente al de pobreza espiritual, que acaba de describirnos el Dr. Suzuki. Uno no debe po­ seer ni retener absolutamente nada, ni siquiera un yo en el cual pueda recibir angélicas visitas, ni siquiera una desyoización de la que pueda enorgullecerse. La legítima san­ tidad no es la obra del hombre que se purifica a sí mis­ mo, sino Dios en Persona, presente en Su propia luz tras­ cendental que, para nosotros, es el vacío. 3 Examinemos detenidamente dos textos de la Patrísti­ ca sobre la ciencia (scientia) o conocimiento que surgie­ ra del pecado de Adán. Dice San Agustín: «Se describe a esta ciencia como el reconoci­ miento del bien y el mal porque el alma debe diri­ girse hacia lo que está por sobre ella misma, esto es hacia Dios, olvidando lo que está por debajo, que, es el goce del cuerpo. Pero si, abandonando a Dios, el alma se vuelve hacia sí misma con ánimo de dis­ frutar su propio poderío espiritual, como prescin­ diendo del Señor, hínchase del orgullo que está en el principio de todos los pecados. Y cuando recibe, entonces, el castigo que le han valido sus faltas,

aprende por experiencia la vastedad de la distancia que separa al bien que desdeñó del mal en que ha caído. Esto es, pues, lo que signiñca haber probado el sabor del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal». (De Genesi contra Manichaeos, ix. Migne, P. L., vol. 34, col. 203.) Y también, en otro pasaje: «Cuando el alma se aparta de la sabiduría (sapientia) del amor, que es siempre inmutable y uno, deseosa del conocimiento (scientia) que genera la experiencia de las cosas temporales y tornadizas, resulta inflada, más que edificada. Y abultada de este modo el alma se precipita de su beatitud, como llevada por su propio peso». {De Trinitate xii, II. Migne, P. L., vol. 42, col. 1.007.) Unas breves palabras de comentario echarán más luz sobre este concepto del «conocimento» y sus efectos. Pri­ meramente, puede decirse que el estado en que el hombre fue creado se define por una inconciencia-de-sí, una «ex­ tensión» hacia lo que metafísicamente es superior que él, aunque, sin embargo, se encuentra presente en la intimi­ dad de su propio ser, de modo que él mismo está oculto en Dios y unido a El. Para San Agustín, esto corresponde a la inocencia edénica y a la «vacuidad». El conocimiento del bien y del mal se inicia con la fruición de cosas senso­ riales y temporales por sí mismas, acto que confiere al alma la conciencia de sí, centrándola en su propio placer. Percibe ahora lo que es bueno o malo «para ella». Tan pronto como esto ocurre, se produce un rotundo cambio de perspectiva, por el que el alma pasa de la unidad o sa­ biduría (idénticas a vacuidad y pureza) a una nueva situa­

ción de dualidad. Esta se caracteriza por su ñamante con­ ciencia de sí misma y de Dios, como dos entidades separa­ das. El alma ve en Dios un objeto de sus deseos, una razón para sus temores, pues no está ya perdida en El como su­ jeto trascendente. Dios se le antoja, además, una criatura antagónica y hostil. Y, sin embargo, se siente atraída ha­ cia El como bien supremo. Es la experiencia de sí misma lo que, convertido en una «carga», gravita alejándola de Dios. Cada acto de auto-afirmación acrecienta la tensión dual entre el yo y Dios. Recordemos la frase de Agustín: amor meus, pondus meum. «Mi amor es un peso, una fuerza gravitacional». Amando las cosas temporales, uno va ganando cierta engañosa solidez, cierta entidad que gravita «hacia abajo», comunicándonos, en otras palabras, la necesidad de cosas que, en la escala del ser, están más abajo que uno mismo. De estas cosas depende nuestra autoafirmación. Esta suerte de carga gravitacional culmina con la esclavitud de las fatigas materiales y temporales, y finalmente con el pecado. Sin embargo, el propio peso no es más que una ilusión, el resultado de un «hinchar» con orgullo, «abultando» sin realidad. El yo que parece hun­ dirse bajo el peso de su amor, arrastrado por las cosas materiales, es, de hecho, una cosa irreal. A pesar de esto, conserva cierta existencia empírica que le es propia: es lo que pensamos que somos. Y esta existencia empírica re­ cibe un refuerzo en cada acto de deseo o temor egoístas. Pero no es el ser verdadero, la persona cristiana, la ima­ gen de Dios signada por el parentesco de Cristo. Se trata del falso yo, la imagen desfigurada, la caricatura, la vacui­ dad que ha sido hinchada y ahora está llena de sí misma, generando para sí una ficticia solidez. Tal es el comenta­ rio de Agustín sobre la frase de San Pablo: scientia inflat. «El conocimiento hincha». Estos dos pasajes de San Agustín son suficientemente

paralelos al proceso que el Dr. Suzuki describe en aquello de que «de la Vacuidad de la Mente surge misteriosamen­ te un pensamiento y así tenemos el mundo de las multi­ plicidades». Por supuesto, no diré que San Agustín ense­ ñaba Zen. ¡ Nada de eso! Restan diferencias profundas y significativas que no es necesario estudiar en este punto. Bástenos con dejar dicho que también existen ciertas im­ portantes semejanzas, atribuibles en gran parte al plato­ nismo de San Agustín. Una vez instalados en el estado de «conocimiento del bien y del mal», nos es preciso admitir el hecho y com­ prender nuestra situación, viéndola en relación con la ino­ cencia para la cual fuimos creados, que hemos extraviado y que podemos recuperar. Pero, mientras tanto, se impone tratar al conocimiento y la inocencia como realidades complementarias. Este es el más delicado de los proble­ mas examinados por los Padres del Desierto; a muchos los condujo al desastre. Conocían la diferencia entre el «conocimiento del bien y del mal» por un lado y la ino­ cencia o vacío por el otro. Pero, como ha observado sa­ biamente el Dr. Suzuki, corrían el riesgo de concebir solu­ ciones abstractas y super-simplificadas. Fueron demasia­ dos los que, entre ellos, pretendieron desenvolverse con la pura inocencia, prescindiendo del conocimiento. En nuestros Dichos, Juan el Enano es un caso a propósito. Desea alcanzar un estado en el que no exista la tentación, ni siquiera la inquietud de una ligera pasión. Todo esto no es más que una sofisticación del «conocimiento». En lugar de conducimos a la inocencia, nos lleva a la quinta esencia del más puro amor de sí. Induce a la creación de una pseudo-vacuidad, un yo exquisitamente purificado, tan perfecto que puede descansar sobre sí mismo sin el me­ nor indicio de grosera reflexión. Pero esto no es el legíti­ mo vacío: ha sobrevivido un «yo» que es sujeto de la pu­

reza y propietario de la vacuidad. Y esto, como advirtie­ ron los Padres del Desierto, proclama la victoria final de la tentación sutil. Lo que queda es un hombre arraigado y aprisionado en su puro ser, que discierne hábilmente lo bueno de lo malo, el yo del no-yo, la pureza de la impure­ za. Pero que, sin embargo, no es inocente. Es, sí, un maes­ tro del conocimiento espiritual. Y como tal, pasivo aun ante las acusaciones del demonio. Puesto que es perfecto, lo azota el peor de todos los engaños. Si fuera inocente, estaría libre del engaño. El hombre que halla, verdaderamente, su desnudez es­ piritual, comprendiendo que está vacío, no viene de ad­ quirir su vacuidad ni de convertirse en algo vacío. La ver­ dad es que «ha estado vacío desde el principio», como ha observado el Dr. Suzuki. O, para decirlo con el lenguaje más afectivo de San Agustín y San Bernardo, «ama con el puro amor». Esto es, que ama con una pureza y una liber­ tad que emanan directa y espontáneamente del hecho de que ha recuperado plenamente la semejanza divina, per­ dido ahora en Dios y convertido en su yo verdadero y to­ tal. Es uno con Dios y con El se identifica, por lo cual nada sabe de ego alguno que habite dentro suyo. Sólo sabe del amor. Como dice San Bernardo: «Aquel que ama de esta forma, simplemente ama, y nada conoce fue­ ra del amor». Qui amat, amat e aliud novit nihil. Los Padres del Desierto pueden haber articulado ple­ namente o no su expresión de este tipo de vacuidad, pero sin duda lo intentaron. Y el instrumento con que abrieron los cerrojos sutiles del engaño espiritual fue una virtud llamada discretio. A la discreción calificó San Antonio como la más importante de las virtudes del desierto. Gra­ cias a ella había aprendido el valor de la sencilla faena manual. Ella enseñó a los padres que la pureza de cora­ zón no consistía sólo en el ayuno y la mortificación. La

discreción — también llamada discernimiento de los espí­ ritus — es hermana, en verdad, del reino del conocimien­ to, puesto que distingue lo bueno de lo malo. Pero ejerci­ ta sus funciones a la luz de la inocencia y referida a la vacuidad. No juzga en términos de entidades abstractas tanto como en referencia a la pureza interior del corazón. La discreción formula juicios e indica opciones, pero unos y otras señalan siempre hacia la dirección del vacío o pu­ reza de corazón. La discreción es función de la humildad, y por lo tanto se define como rama del conocimiento, lo­ calizada fuera del alcance de la confidencia diabólica y su perversión. (Ver Casiano, Conferencia II, De Discretione. Minge, P. L., vol. 49, c. 523 ff.) 4

Juan Casiano, en su relato de las «conferencias» que escuchó entre los Padres del Desierto, nos informa de la norma básica de la espiritualidad del desierto. ¿En qué consiste el propósito y fin de la vida monástica? Tal es el tema de la primera conferencia. La respuesta dice que la vida monástica tiene un pro­ pósito que se despliega en dos aspectos. Debe encaminar al monje, primeramente, a fin intermedio, y luego a un fin último, estado terminal de totalización. El fin intermedio o scopos es lo que hemos estado llamando pureza de co­ razón, y corresponde aproximadamente al término «va­ cuidad» del Dr. Suzuki. Este corazón es puro, o también «perfectum ac mundissimum» (perfecto y de máxima pu­ reza), en otras palabras, se ha liberado por completo de pensamientos y deseos intrusos. El concepto, de hecho, corresponde más bien a la apatheia de los estoicos que a «aquello-que-es-tal-como-es» del Zen. Pero, de todos mo­

dos, el parentesco es cercano. Estamos ante el quies, o re­ poso, de la contemplación: un estado de libertad de to­ das las imágenes y conceptos que perturban e invaden el alma. El clima favorable para la theologia, suprema con­ templación, que excluye hasta las ideas más puras y espi­ rituales, no admitiendo concepto de ninguna clase. No co­ noce a Dios por conceptos o visiones, sino tan sólo por «desconocimiento». Este es el lenguaje de Evagrius Ponticus, severamente intelectual, lo que le aproxima al Zen con ventaja sobre teólogos más emotivos de la plegaria, como es el caso de San Máximo y San Gregorio de Nyssa. El propio Casiano, aunque próximo a Evagrius y simpati­ zando con él, da al concepto de pureza de corazón un equilibrio afectivo característicamente cristiano, insistien­ do en que debe definírsela simplemente como «perfecta caridad» o amor a Dios incontaminado de todo regreso al yo. Esta calificación corporizaría una diferencia consi­ derable entre la «pureza de corazón» de los cristianos y el «vacío» del Zen, pero las relaciones entre estos dos conceptos requieren un estudio ulterior. Resta decir una cosa, que es de la mayor importancia. La pureza de corazón no es el fin último de los afanes del monje en el desierto. Se trata solamente de un escalón. Hemos dicho más arriba que el paraíso no es, todavía, el cielo. El paraíso no constituye el objetivo final de la vida espiritual. De hecho, representa sólo un regreso al verda­ dero comienzo. Es un «empezar de nuevo». El monje que realiza en sí la pureza de corazón y, en cierta medida, res­ taura la inocencia perdida por Adán, no está aún al final de su viaje. Sólo se encuentra pronto para partir. Está dispuesto para una nueva faena que «no ha visto ojo algu­ no, ni han escuchado oídos humanos ni ha llegado a con­ cebir el corazón del hombre». La pureza de corazón, dice Casiano, es el fin intermedio de la vida espiritual. Pero el

fin último no es otro que el Reino de Dios. Esta es una dimensión que no forma parte del reino del Zen. Podría objetarse que esto último desbarata, directa­ mente, todo lo que se ha dicho acerca de la vacuidad, re­ tomándonos a un estado de dualidad y, por lo tanto, al «conocimiento del bien y del mal», dualismo del hombre ante Dios, etc. Pero no hay tal regresión. La pureza de co­ razón sitúa al hombre en un estado de unidad y vacío donde él es uno con Dios. Pero ésta es una preparación necesaria, no para la batalla entre el bien y el mal, sino para la auténtica obra de Dios que se revela en la Biblia: el acto de la nueva creación, la resurrección de los muer­ tos, la restauración de todas las cosas en Cristo. Esta es la dimensión real del Cristianismo, dimensión escatológica que le es propia y peculiar, sin paralelo alguno en el Budismo. El mundo fue creado sin el hombre, pero la nueva creación, que es en verdad Reino de Dios, será obra divina en y a través del hombre. Ha de ser el acto gran­ de, misterioso, del Cristo Místico, el Nuevo Adán en quien todos los hombres como «una Persona» o como «hijo de Dios» transfigurarán el cosmos para ofrecerlo, resplande­ ciente, al Padre. Aquí mismo, durante esta transfigura­ ción, tendrá lugar el apocalíptico matrimonio entre Dios y Su creación, consumación final y perfecta que no han soñado siquiera los misticismos terrenales, aunque se la discierne vagamente en los símbolos e imágenes de las últimas páginas del Apocalipsis. Naturalmente, a esta altura hemos regresado al reino del concepto y la imagen. Pensar en estas cosas, especular en su torno, es, tal vez, un alejamiento desde el «vacío». Pero se expresa por una actividad de fe, que pertenece a nuestro plano del conocimiento y nos condiciona para una inocencia superior y más vigilante: inocencia como de sabias vírgenes que están a la espera con sus antor­

chas encendidas, vacías de una vacuidad que es la de la gloria del Verbo Divino, inflamadas por la presencia del Espíritu Santo. Esta presencia y aquella gloria no son objetos que «entran» a la vacuidad y la «llenan». No son otra cosa que la propia condición de Dios, «el-que-es-talcomo-es».

No estoy perfectamente al tanto de toda la literatura cristiana producida por los teólogos cultos, talentosos y mentalmente agudos que han intentado esclarecer intelec­ tualmente sus experiencias, y, por lo tanto, es posible que mis comentarios sobre la Cristiandad, sus doctrinas y tra­ diciones, resulten por completo descaminados. No obs­ tante, me atrevo a decir que existen dos tipos básicos de mentalidad, que difieren fundamentalmente entre sí: (1) afectiva, personal y dualística, y (2) no-afectiva, im­ personal y no-dualística. El Zen sustenta la última y el Cristianismo, naturalmente, la primera. El contraste bá­ sico puede ilustrarse por medio del concepto de *va­ cuidad». Temo que la vacuidad del Padre Merton, cuando utili­ za este término, no va lo suficientemente lejos, ni hondo. Ignoro quién formuló por primera vez la distinción entre la Divinidad y el Dios como Creador. Es una noción sor­ prendentemente ilustrativa. La vacuidad del Padre Mer­ ton se halla, aún, a nivel de Dios Creador, y no se ha re­ montado hasta la Divinidad. Lo mismo ocurre con Juan Casiano. De acuerdo al Padre Merton, aquél tiene a «la condición de Dios tal-como-es» por fin último de la vida monacal. A mi juicio, esta interpretación corresponde a la vacuidad de Dios como Creador, y no a la de la Divinidad. El vacio del Zen no es vacío de la nada, sino de plenitud en la cual «nada se gana ni se pierde, ni aumenta o dismi­

nuye», expresado por esta ecuación: cero-infinito. La Di­ vinidad es esta ecuación. En otras palabras, cuando Dios Creador surgió de la Divinidad, no dejó a esta última de­ trás suyo. Tiene a la Divinidad consigo al mismo tiempo que realiza la obra de la creación. Esta es una labor con­ tinua, que prosigue hasta la consumación de los tiem­ pos, que en realidad no tiene fin y por lo tanto tampoco principio. Pues la creación proviene de la inextinguible nada. El Paraíso jamás fue perdido; por eso jamás lo recu­ peraremos. Como dice Staretz Zosima, según el Padre Merton, tan pronto como uno lo desea, es decir, tan pron­ to como uno toma conciencia del hecho, el Paraíso está íntimamente con uno, y esta experiencia es el ba­ samento sobre el que se edifica el reino de los cielos. Escatológicamente esto es incomprensible, aunque lo comprendemos en cada momento de nuestra vida. Lo vemos siempre frente a nosotros, pero en realidad no dejamos de estar en él. Este es el engaño que estamos condicionados para sufrir como seres en el tiempo, o más bien com «devenires» en el tiempo. La ilusión se disipa en el preciso instante en que experimentamos todo esto. Intelectualmente hablando, es el Gran Misterio. En términos cristianos, la Divina Sabiduría. Hay, no obs­ tante, un extraño aspecto: cuando experimentamos esto cesan nuestras preguntas; lo aceptamos, o simplemente lo vivimos. Teólogos, dialécticos y existencialistas pue­ den seguir con sus controversias sobre el asunto, mien­ tras la gente común, incluyéndonos a todos nosotros, fo­ rasteros, vive «el misterio». Una vez preguntaron a un Maestro Zen: —¿Qué es Tao? (Podemos tomar a Tao como última verdad o realidad.)

—Es la mente nuestra de cada día. —¿Qué es nuestra mente de cada día? —Cuando estás fatigado, duermes; cuando tienes hambre, comes.

Los temas planteados por el Dr. Suzuki son de singu­ lar relevancia. Ante todo, es obvio que el tono fuertemen­ te personalista del misticismo cristiano, aún en sus expre­ siones más desapasionadas, parece eliminar en términos generales una equiparación con la experiencia Zen. Sor­ teando prudentemente la distinción entre «Dios y la Di­ vinidad» no hago más que evitar un espinoso problema teológico. Esta distinción, de un carácter claramente dualístico, ha sido condenada técnicamente por la Iglesia. Lo que el Dr. Suzuki quiere expresar, en sus autorizadas im­ presiones sobre Eckhart y los místicos renanos, debe plantearse en otros términos. Los teólogos de la Iglesia Oriental han tratado de significarlo con su distinción en­ tre «energías divinas» (en las cuales y por medio de las cuales Dios «obra» fuera de Sí mismo) y «substancia divi­ na», más allá, esta última, de todo conocimiento y expe­ riencia. John Ruysbroeck lo reduce a una distinción entre la Trinidad de Personas y la Unidad de la Naturaleza. No puedo resolver aquí si esto es satisfactorio o no. El éxta­ sis místico de Ruysbroeck se define como «vacuidad sin modo». Por «modo» parece entender Ruysbroeck una ma­ nera determinada de ser que pueda ser aprehendida y concebida intelectualmente. Conocemos a «Dios» en nues­ tros conceptos de Su esencia y atributos, pero «más allá

de cualquier modo» (y por lo tanto de toda concepción) en Su realidad trascendente e inefable que, para el Dr. Su­ zuki, es la «Divinidad» o «lo-que-es-tal-como-es». Si es esto lo que ha querido decir, pienso que su enfoque es por completo aceptable y coincido de todo corazón. Dice Ruysbroeck: «Pues la impenetrable ausencia de modo en Dios es tan oscura, tan sin modo, que en sí misma englo­ ba todos los modos divinos... y en el abismo de la innominación de Dios hace el deleite Divino. En esto hay un gozoso abandono y un dejarse flotar y un sumergirse en la desnudez esencial, con todos los nombres Divinos y to­ dos los modos de Dios y toda razón viviente que tenga su imagen en el espejo de la verdad divina: todos éstos se precipitan en esta simple desnudez, en busca de un modo y sin razón». Creo que esta «desnudez esencial» corres­ ponde a la vacuidad de la Divinidad en los términos del Dr. Suzuki, más claramente que la cita de Cassiano. Pero es indudable que Ruysbroeck ha avanzado en el camino hacia el Zen mucho más que los Padres del Desierto o Cassiano. Ruysbroeck es discípulo de Eckhart, quien a su vez ha impresionado al Dr. Suzuki como el místico cristiano más próximo al Zen. Si en mi propia exposición no he hablado demasiado de este «sumergirse en la desnudez esencial» de Dios no es porque insista en la percepción humana del Dios como Creador sino que más bien, por lo menos implícitamente, he subrayado la dependencia que el hombre experimenta hacia el Señor como Salvador y dador de gracia. Claro que al mencionar un «dador», un «receptor» y un «don» me expreso más en términos de Conocimiento que de Sabidu­ ría. Y esto es inevitable, justamente porque, de acuerdo al Dr. Suzuki, nuestra condición presente nos impone una ineludible preocupación ética. Pero lo ético no es último. Más allá de toda consideración sobre lo bueno y lo malo

está la simplicidad, la pureza, la vacuidad o condición de «lo-que-es-tal-como-es» para las que no hay ni puede ha­ ber mal en absoluto, puesto que no puede coexistir con el ordenamiento moral. Tan pronto como se produce el pe­ cado, el «yo» se hace presente, afirmando su propio ego­ centrismo y destruyendo la pureza de la auténtica liber­ tad. Al mismo tiempo, me parece que desde un punto de vista cristiano la suprema pureza, la vacuidad, la libertad y «el-ser-tal-como-es» tienen, aún, el carácter de don gra­ tuito de amor, y es tal vez en esta libertad de dar sin ra­ zón, sin límites, sin devolución, sin cálculo egoísta donde se halla el auténtico secreto del Dios que «es amor». No puedo desarrollar la idea en este momento, pero tengo la impresión de que, en el plano de los hechos, el equivalen­ te cristiano más puro para la fórmula del Dr. Suzuki cero .'infinito debe buscarse precisamente en la básica in­ tuición cristiana de la divina misericordia. No me refiero a la gracia como substancia concreta que nos es dada por Dios de la nada, sino a la gracia estrictamente como va­ cuidad, como libertad o liberalidad, como don. Quisiera agregar que el Dr. Suzuki ha tratado este tema desde el mismo punto de vista en sus ensayos, extremadamente in­ teresantes, sobre el Nembutsu y el «Budismo de la Tierra Pura» *. Esto ya no es Zen, y está mucho más cerca del Cristianismo que el Zen. En términos cristianos, la «va­ cuidad» y la «desnudez» se identifican con la plenitud en tanto y en cuanto dones gratuitos. Pero, para no contami­ nar a la idea de don con un tono divisorio y «dualístico», recordemos que Dios es Su propio Don, que el Don del Espíritu es un obsequio de libertad y vacuidad. El acto de dar surge de Su Divinidad, y, como dice Ruysbroeck, a * Por ejemplo, «Passivity in the Buddhist Life», en Essays in Zen Buddhism, Serie II, Londres, 1958.

través del Espíritu nos sumergimos en la desnudez esen­ cial de la Divinidad, donde «las propias profundidades permanecen incomprendidas... Este es el obscuro silen­ cio en que se pierden todos los que aman». Comparto, naturalmente, el rechazo del Dr. Suzuki por una vacuidad que está meramente vacía, no siendo más que un contrapeso de cierta imaginaria plenitud que en ella reclina su aislamiento metafísico. No. Cuando nos hemos vaciado somos capaces de una plenitud que ja­ más ha faltado en nosotros. Se ha perdido el Paraíso en la medida en que nos hemos implicado en la compleji­ dad, hiriéndonos hasta el punto de enajenarnos nuestra propia libertad y nuestra simplicidad. Sólo un gracioso don de la misericordia divina puede abrirnos el Paraíso. Sin embargo, es también cierto que el Paraíso ha estado siempre presente en nosotros, puesto que el Mismo Dios lo está, aunque tal vez en forma inaccesible. Creo que la intuición del Dr. Suzuki con respecto a la naturaleza escatológica de la realidad es intensamente vi­ vida y profunda, y, se me antoja, mucho más profunda­ mente cristiana de lo que tal vez él mismo imagina. Tam­ bién en este sentido quisiera contemplar esta realidad des­ de el punto de vista de la libertad y el «don». Estamos en la «plenitud del tiempo» y todo nos es «dado» en nuestras manos. Imaginamos que estamos viajando hacia un fin que ha de venir, y en cierto sentido esto es cierto. La Cristiandad se desplaza en una dimensión esencialmente histórica, hacia la «restauración de todas las cosas en Cristo». Sin embargo, dicha restauración ya se ha cumpli­ do cuando Cristo conquistó a la muerte y cuando fue en­ viado el Espíritu Santo. Sólo le resta una acabada ma­ nifestación. Pero también debemos recordar, como los Padres del Desierto, que «el juicio ñnal es ahora». Para quien no experimenta la realidad que alienta detrás del

concepto, esto no es más que una ilusión. Para quien lo ha entrevisto, la consecuencia más obvia consiste en ha­ cer lo que aconseja el Dr. Suzuki: vivir su propia vida ordinaria. Según las palabras de los primeros cristianos, alabar a Dios y tomar nuestros alimentos «en simplicidad de corazón». Esta simplicidad a la que se refieren es la completa ausencia de preocupaciones formales sobre ali­ mentos buenos o prohibidos, maneras de comer correc­ tas o incorrectas, maneras de vivir justas o condenadas. «Cuando estás cansado, duermes; cuando tienes hambre, comes.» Para el budista, la vida es una plenitud estática y ontológica. Para el cristiano se trata de un don dinámi­ co, una plenitud de amor. Hay muchas diferencias entre las doctrinas de ambas religiones, pero me siento profun­ damente agradecido por haber descubierto en este diálo­ go con el Dr. Suzuki que, gracias a sus penetrantes intui­ ciones sobre el pensamiento místico occidental, podemos comunicarnos mutuamente en forma tan fácil y agrada­ ble, en el nivel más profundo y significativo. Siento que, cuando me dirijo a él, dialogo con un «conciudadano», cuyas creencias difieren en muchos aspectos de las mías, pero con quien comparto un clima espiritual común. Esta unidad de aspiraciones y propósitos me parece de una importancia decisiva.

POSTFACIO

Este libro está, realmente, cabeza abajo. El ensayo que ha sido escrito más recientemente es el primero. La mayoría de los materiales proviene de los últimos tres o cuatro años. El diálogo con Suzuki se remonta aún más allá: cerca de diez años. Estuve tentado de suprimir mis propias «observaciones finales» en el diálogo, a causa de su extrema confusión. No es que resulten «erróneas» en el sentido de «falsas» o «inexactas» sino que todo intento de volcar al Zen en un lenguaje teológico está condenado al fracaso. Si he dejado estas observaciones donde ahora están ha sido para brindarles un ejemplo de cómo no han de aproximarse al Zen. Por otro lado, invertir el orden para que cada artículo coincidiera con su ubicación cronológica adecuada hubie­ ra resultado contraproducente. Si el lector tiene dificul­ tades con estas últimas páginas, le conviene volver a leer la Nota del Autor, en el comienzo. Podría limpiar el te­ rreno. Si ha comenzado a leer el libro por el postfacio, como hacen algunos, ha de saber que es libre de leer el resto del volumen en el orden que más le agrade. Una observación más. La cita Wittgenstein («No pien­ ses, mira») no debe ser malinterpretada. La intuición Zen, que ve la realidad en la vida ordinaria, está, de hecho, en el polo opuesto de la canonización del «lenguaje vulgar»

por el análisis lingüístico. Es cierto que ambos casos ejempliñcan un rechazo de las mistificaciones y superes­ tructuras ideológicas que, en su intento de darnos cuenta de lo que hay frente a nosotros, se interponen en nuestro camino. Pero, por una vez, voy a coincidir completamente con el análisis de Herbert Marcuse sobre el «pensamiento unidimensional», según el cual la propia racionalidad y exactitud de la sociedad tecnológica y sus variadas justifi­ caciones viene a reforzar una mistificación total. Es posi­ ble que alguna gente comprenda al Zen en una especie de sentido positivista, repudiando al «misticismo», entonces, desde un ángulo meramente «burgués». Pero el Zen no puede ser aprehendido mientras uno permanece confor­ mado, pasivamente, a cualquier cuadro de imperativos culturales o sociales, sean éstos ideológicos, sociológicos o cualesquiera otros. El Zen no es unidimensional, y su re­ chazo del pensamiento dualísíico no implica la aceptación de una cultura totalitaria, aunque una mala interpretación fatal podría, de hecho, promover una adaptación al facismo, y en realidad así ha ocurrido en algunos casos. El Zen propone una salida, una explosiva liberación del confor­ mismo unidimensional, una reconquista de la unidad que no equivale a la supresión de los opuestos, sino que apun­ ta a la simplicidad que está más allá de ellos. Existir y funcionar en el mundo de los opuestos mientras se expe­ rimenta a este mundo en términos de una primaria simpli­ cidad implica, por cierto, si no una metafísica formal, al menos un fondo de intuición metafísica. Esto implica una perspectiva totalmente diferente a la que domina nuestra sociedad, y brinda a ésta su dominio sobre nosotros. De aquí, el dicho Zen: antes del Zen, las montañas no eran más que montañas y los ríos nada más que ríos. Cuando me interné en el Zen, las montañas ya no fueron montañas y los ríos tampoco fueron ríos. Pero cuando

Postfacio comprendí el Zen, las montañas fueron sólo montañas y los ríos, sólo ríos. La idea es que los hechos no son sólo meros hechos. Hay una dimensión cuyo fundamento está fuera del plano de lo fáctico y lo ordinario. La cultura industrial de Occi­ dente se encuentra en una curiosa situación: simultánea­ mente, ha alcanzado el éxtasis de una racionalidad organi­ zativa enteramente totalitaria y el de un absurdo comple­ to y autocontradictorio. Los existencialistas y otros pocos más han señalado este absurdo. Pero la mayoría insiste en ver sólo la maquinaria racional, contra la que no valen las protestas: porque, después de todo, es «racional», y es «un hecho». Así es, también, su contradicción interna. Lo que tiene el Zen es que lleva las contradicciones hasta sus últimas consecuencias, donde uno debe optar entre la locura y la inocencia. Y el Zen sugiere que, en escala cósmica, podríamos estamos dirigiendo hacia una u otra. Hacia ellas, sí, porque, de un modo u otro, locos o inocentes, ya estamos en ellas ahora mismo. Sería bueno abrir nuestros ojos y ver.

El artículo «El estudio del Zen» fue publicado por pri­ mera vez en Cimarrón Review de la Universidad Esta­ tal de Oklahoma en junio de 1968. El capítulo segundo, titulado «La nueva conciencia», es un resumen del ensayo «El yo del hombre moderno y la nueva conciencia cristiana», publicado y registrado originariamente por R. M. Bucke Memorial Society de Montreal en su Newsletter-Review, Vol. II, N.° 1, abril de 1967. « Una visión cristiana del Zen» fue publicado, por primera vez, como prefacio del libro de John C. H. Wu, The Golden Age of Zen, editado por el Committee on Compilation of the Chínese Library. El artículo sobre «D. T. Suzuki: el hombre y su obra» apareció en agosto de 1967 en la Universidad Otani de Kyoto, Japón, en The Eastem Buddhist (Nueva Se­ rie) Vol. II, N.° 1. El ensayo sobre «La experiencia trascendental» fue, tam­ bién, publicado y registrado originariamente por la R. M. Bucke Memorial Society de Montreal en su Newsletter-Review, Vol. I, N.° 2, septiembre de 1966.

Notas La nota sobre «El Nirvana» presentó el ensayo de Sally Donnelly «Marcel and Buddha: A Metaphysics of Enlightenment», a manera de introducción, en el Journal of Religious Thought de la Universidad Howard, Vol XXIV, N.° 1, 1967-68. El capitulo titulado «El Zen en el arte japonés» fue publi­ cado por primera vez, como crítica literaria, en The Catholic Worker de julio-agosto de 1967. El diálogo de la segunda parte vio la luz en 1961, a tra­ vés de New Directions 17. Los restantes pasajes fueron redactados por Thomas Merton con el propósito especifico de dar forma in­ tegral a este libro.

Made in the USA Middletown, DE 07 May 2018