El cerebro moral : lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad 9788449327155, 8449327156

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El cerebro moral : lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad
 9788449327155, 8449327156

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PATRICIA S. CHURCHLAND EL CEREBRO

MORAL

Lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad

PAIDÓS

Título original: Bmintrust de Patricia S. Churchíand Publicado en inglés por Princeton University Press Traducción de Carme Font Paz Cubierta de Judit G. Barcina

I a edición, mayo 2012

© 2011 by Princeton University Press All rights reserved © 2012 de la traducción, Carme Font Paz © 2012 de todas las ediciones en castellano, Espasa Libros, S. L, U., Avda. Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona, España Paidós es un sello editorial de Espasa Libros, S. L, U. www.paidos.com www.ospacioculturalyacadomico.com www.planetadelibros.com ISBN: 978-84-493-2715-5 Depósito legal: B-9791-2012 Impreso en Limpergraf, S, L. El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico Impreso en España - Prínted in Spain

Es un vicio con fia r en todo e l m undo, y lo es tam bién no con fia r en nadie. Séneca

A hí radica nuestro con flicto com o m am íferos: q u é dam os a los dem ás y q u é nos quedam os pa ra nosotros mismos. D elim itar esa línea, m a n ten er a los dem ás a raya m ientras ellos hacen lo p rop io con nosotros, es lo q u e llam am os moralidad. Ian McEwan, A mor perdu rable

SUMARIO 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

Introducción................................................................................................ Valores de base cerebral.......................................................................... Cuidar de los demás y ap reciarlo s...................................................... Cooperar y c o n f ia r ................................................................................... Redes de contacto: genes, cerebros y conducta.............................. Habilidades para la vida social.............................................................. No como n o rm a ........................................................................................ Religión y m oralidad................................................................................

11 23 39 77 111 135 181 209

Listado de ilu stracio n es................................................................................. N o tas...................................................................................................................... Bibliografía........................................................................................................... Agradecim ientos................................................................................................. índice analítico y de nombres.......................................................................

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Capítulo 1

INTRODUCCIÓN

Cuando en el colegio me enseñaron lo que era un juicio de Dios me pa­ reció algo ridiculam ente injusto. ¿Cómo una institución así pudo haber perdurado cientos de años en Europa? La idea básica era sencilla: gracias a la intervención de Dios, la inocencia se revelaría por sí sola, ya que el ladrón acusado se hundiría en el fondo del lago, o el adúltero acusado no se quem aría en el poste. (Para las brujas, en cambio, el suplicio era menos «benévolo»: si la m ujer acusada de brujería se ahogaba obtenía la presun­ ción de inocencia; si salía a flote, entonces se la consideraba culpable, y por ello la arrastraban hasta una hoguera.) Com o disponíamos de tiem ­ po, mi am iga y yo diseñamos un plan. Ella me acusaría falsamente de haberle robado el monedero, y luego colocaría mi mano sobre la estufa a ver si se quemaba. Ambas esperábamos que me quem ara, y así fue. Por tanto, si el resultado del experimento era tan elocuente, ¿cómo es posible que tantas personas confiaran en el juicio de Dios como sistem a para adm inistrar justicia? Los clérigos medievales hubieran considerado que nuestra prueba era un acto de frivolidad, y que Dios no se dignaría a intervenir milagrosa­ mente para entretener a unas niñas. Pero esa respuesta nos parecía artificio­ sa. ¿Qué pruebas existen de que Dios haya intervenido alguna vez a favor de una persona acusada injustamente? Esta cuestión se complicaba aún más cuando teníamos en cuenta a los no creyentes, como las comunidades humanas que todavía no habían recibido la influencia de los misioneros, o... ¿tal vez yo? Con todo, aquella respuesta despertó nuestra curiosidad por el tema de las creencias metafísicas (o, tal como las llamábamos enton­ ces, «creencias sobrenaturales») en las prácticas morales, y también nos dimos cuenta de que lo que a nosotras nos parecía una obviedad a la hora de determinar la culpabilidad de una forma justa podría no serlo tanto. M i profesor de historia trató de explicarnos el contexto de aquella práctica medieval en un esfuerzo por su parte por suavizar nuestro sentido

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K I.C K R n R R O M O RAL

de superioridad sobre nuestros antepasados del Medievo. En los juicios de Dios, los culpables tenían más probabilidades de confesar, puesto que creían que Dios no intervendría para beneficiarlos, mientras que los ino­ centes, convencidos de que Dios les prestaría ayuda, estaban preparados para someterse al juicio. Por este motivo el sistema podía funcionar bas­ tante bien para obtener confesiones de los culpables, aunque no servía de mucho para proteger a los inocentes. Esta respuesta nos alertó de la pre­ sencia de la pragmática en la práctica moral, un hecho que nos pareció menos noble de lo que se nos había inducido a esperar. Era sumamente injusto ser una persona inocente y someterse a juicio. Era capaz de visua­ lizarme a mí misma, inmovilizada por unas cuerdas, hundiéndome en un río tras ser acusada de brujería por mi profesora de piano.1 ¿En qué consiste ser justo? ¿Cómo sabemos lo que se considera justo? ¿Por qué consideramos que el juicio de Dios es una práctica injusta? De este modo abrimos la puerta al vasto y espeso bosque de preguntas sobre lo que es bueno y malo, el bien y el mal, las virtudes y los vicios. Durante la mayor parte de mi vida adulta como filósofa, evité sin reservas sumer­ girme en esa clase de preguntas sobre la moralidad. Esta decisión se debía en gran parte al hecho de que no alcanzaba a ver una salida sistemática en ese espeso bosque, y a que buena parte de la filosofía moral contemporá­ nea, por muy venerada que fuera en el ámbito académico, estaba total­ mente desvinculada de «lo tangible»; es decir, no guardaba una estrecha relación con la evolución o el cerebro, y por tanto corría el peligro de flotar en un mar de simples opiniones, por muy convincentes que pare­ cieran. Sin lugar a dudas, los clérigos medievales también se mostraban muy convencidos de lo suyo. Todo parecía indicar que Aristóteles, Hume y Darwin estaban en lo cierto: somos seres sociales por naturaleza. Pero ¿qué implicaciones tiene esta afirmación para nuestros cerebros y nuestros genes? Para poder avan­ zar más allá de los instintos generales sobre nuestra naturaleza, necesita­ mos un elemento sólido al que poder aferramos. Sin datos verdaderos y fidedignos procedentes de la biología evolutiva, la neurociencia y la gené­ tica, no alcanzaba a ver el modo de unir las ideas sobre «nuestra naturale­ za» con datos precisos. A pesar de mi desconcierto, comencé a valorar que los recientes avan­ ces en el campo de la biología nos permiten ver a través de esa espesura, y

que además com ienzan a permitirnos discernir distintos senderos despe­ jados por los nuevos datos. El fenómeno de los valores morales, que hasta hace poco era tan desconcertante, ahora lo es menos. No es que las cosas estén del todo claras, sino que son menos confusas. Al aunar nuevos datos coincidentes de los campos de la neurociencia, la biología evolutiva, la psicología experim ental y la genética, y al proporcionar un marco filosó­ fico que encaje con esos datos, nos encontramos en situación de aproxi­ marnos a la pregunta del origen de nuestros valores. El caudal de inform ación puede abrum arnos fácilm ente, pero el hilo principal sigue una trayectoria bastante lineal. M i objetivo en estas pági­ nas es explicar lo que es probable que sea cierto acerca de nuestra natura­ leza social, y qué es lo que im plica a la hora de ofrecer una plataform a neuronal de conducta moral. Según explicaré más adelante, la platafor­ ma en cuestión es sólo un punto de partida; no constituye toda la historia de los valores morales hum anos. Las prácticas sociales y la cultura en tér­ minos más generales no constituyen el foco de atención de este libro, aunque por supuesto tienen una gran im portancia en los valores con los que vivimos las personas. Los dilem as morales particulares — como por ejem plo cuándo una guerra puede considerarse justa o si los impuestos de sucesión son justos— tampoco nos ocupan en este momento. A unque las observaciones de tipo general sobre nuestra naturaleza suelen captar la atención del público, esos mismos oídos pueden ensorde­ cer cuando empezamos a ofrecer detalles sobre el circuito cerebral. C uan­ do nos referimos a la posibilidad de relacionar preguntas a gran escala sobre nuestra mente con los avances de las neurociencias, siempre hay algunos que están dispuestos a levantar un dedo para advertirnos sobre los peligros del cientismo. Por lo que he podido saber, eso significa cometer la ofensa de acercar la ciencia a lugares en los que se supone que no tiene nada que aportar, contribuyendo así al gran engaño de que la ciencia puede explicarlo todo y hacerlo todo. El cientismo, según me han adver­ tido, puede llegar m uy lejos. La queja de que un enfoque científico aplicado al estudio de la mora­ lidad com eta el pecado del cientism o exagera el alcance de la ciencia, puesto que las iniciativas de carácter científico no pretenden desplazar a las artes o las hum anidades. Shakespeare, M ozart y Caravaggio no com­ piten con las proteínas quinasas y el micro ARN . Sin embargo, es cierto

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Kl CEREBRO MORAl.

que las afirmaciones filosóficas sobre la naturaleza de las cosas, como la intuición moral, son vulnerables. En tal caso, la filosofía y la ciencia ope­ ran en el mismo campo, y los datos deberían superar cualquier reflexión especulativa. En la actualidad, no discutimos el hecho de que la ciencia se inmiscuya en todos los dilemas para decirnos lo que está bien o no. Es más, adquirir una comprensión más profunda del porqué los humanos y los animales somos seres sociales y de lo que nos predispone a cuidar de los demás puede conducimos a una mejor comprensión del modo en que abordamos nuestros problemas sociales. Y eso no puede ser malo. Tal y como observó el filósofo escocés Adam Smith (1723-1790), «la ciencia es el gran antídoto del veneno del entusiasmo y la superstición». Aquí por «entusiasmo» entendía «fervor ideológico», y es indudable que su obser­ vación se aplica especialmente a los dominios de la moralidad. En térmi­ nos realistas, cabe reconocer que en cualquier caso la ciencia no está a punto de explicarlo rodo acerca del cerebro, la evolución o la genética. Sabemos más ahora de lo que sabíamos hace diez años; y dentro de una década sabremos más. Pero siempre quedarán preguntas pendientes que nos acecharán desde el horizonte. No obstante, esta reprimenda puede subir de tono cuando advertimos la lógica absurdidad de basarnos en las ciencias biológicas para enten­ der la base de la moralidad. Aquí la acusación es que un objetivo así se fundamenta en un error de principiante al pasar de un «es» a un «debería ser»; es decir, de los «hechos» a los «valores». Nos sermonearán severa­ mente puesto que la moralidad nos indica lo que «deberíamos» hacer; la biología, en cambio, sólo puede corroborar hechos.2 Con cierto grado de impaciencia, se nos reprochará que no hayamos prestado suficiente aten­ ción a la advertencia de otro filósofo escocés del siglo xvm , David Hume (1711-1776), de que no se puede derivar una afirmación condicional de premisas factuales. Según esto, mi proyecto es confuso e ilegítimo. «Es el momento de cerrar este libro», afirmaría algún gruñón. Pero dicha reprimenda es infundada. En primer lugar, Hume hizo su comentario para ridiculizar la convicción de que la razón — una noción simplista de la razón desprovista de emociones, pasiones y cuidados— es la línea divisoria de la moralidad. Hume, al reconocer que los valores fundamentales son parte de nuestra naturaleza, fue firme al defender que: «La razón es y sólo debería ser la esclava de las pasiones».3 Por «pasión» él

entendía algo más general que la «em oción»; pensaba en una orientación práctica de la realización de la acción en el m undo social o físico.4 H um e creía que la conducta m oral, por m uy inform ada que estuviera por el entendim iento y la reflexión, se enraíza en una profunda, am plia y dura­ dera m otivación social a la cual se refería como «el sentim iento moral». Esta es parte de nuestra naturaleza biológica. H um e, al igual que A ristó­ teles antes que él y D arw in después, era un auténtico naturalista. Así pues, ¿de dónde procede la advertencia sobre el «debería» y el «es»? La respuesta es que tal advertencia se explica precisam ente porque era un naturalista: H um e tenía que dejar claro que el naturalista sofisticado no tiene nada que ver con sencillas y descuidadas inferencias que van de lo que «es» a lo que «debería ser». H um e desafió a quienes consideraban que el entendim iento de la m oral era un coto reservado para la élite, especial­ m ente el clero, que tendía hacia las tenues inferencias entre descripciones y prescripciones.’ Por ejem plo, podríamos decir (pongo ejem plos míos, no de H um e), que «los maridos son más fuertes que sus esposas, de modo que las esposas deberían obedecer a sus maridos» o «tenemos una tradi­ ción según la cual los niños trabajan como deshollinadores, y por tanto deberíam os perm itir a los pequeños trabajar de deshollinadores», o bien, «es natural odiar a las personas con deform aciones, por tanto es correcto odiar a las personas que presentan deform idades». Esta clase de inferen­ cias son estúpidas, y precisam ente porque H um e era un naturalista, quiso desvincularse de ellas y de su estupidez. H um e entendió que necesitaba una explicación sutil y sensible sobre la com pleja relación entre las decisiones morales por un lado, y la interac­ ción dinám ica de los procesos m entales por otro — motivaciones, pensa­ mientos, emociones, m em orias y planes— . Y eso es lo que hizo en una prim era aproxim ación. Hizo un esbozo de la im portancia del dolor y del placer tanto para el aprendizaje de las prácticas sociales como para m ol­ dear nuestras pasiones; de la im portancia de las instituciones y las cos­ tumbres a la hora de proporcionarnos un marco de estabilidad y prospe­ ridad; de la im portancia de la reflexión y la inteligencia para recuperar las instituciones existentes y las costum bres.6 Entendió que las pasiones y las m otivaciones — así como los principios morales— pueden a m enu­ do entrar en conflicto entre sí, y que existe una variable de carácter indi­ vidual en el tem peram ento social.

Así pues, y para continuar con un lenguaje contemporáneo, la rela­ ción entre los impulsos y las prácticas sociales que sirven al bienestar no es sencilla ni desde luego silogística; hallar soluciones óptimas a los pro­ blemas sociales suele requerir una gran dosis de sabiduría, buena volun­ tad, capacidad de negociación, conocimiento histórico e inteligencia. Tal y como Hume explicó. El naturalismo, además de alejarnos de las inferen­ cias estúpidas, halla las raíces de la moralidad en cómo somos, en lo que nos ocupa y lo que nos preocupa, en nuestra naturaleza, en definitiva. Ni el supranaturalismo (los dioses sobrenaturales) ni un enrarecido concepto poco realista de la razón nos explica en qué consiste la placa base moral.7 Así pues, ¿cómo es que la idea de que «no se puede derivar un condi­ cional de una premisa factual» adquiere entidad filosófica como antiguo y fiable antagonista de un enfoque naturalista a la moralidad? En primer lugar, una apreciación semántica nos ayuda a explicar la historia. Derivar una proposición de lógica deductiva requiere, en términos estrictos, un argumento válido a nivel formal; es decir, que la conclusión debe dedu­ cirse de las premisas sin margen de maniobra ni basándose en probabili­ dades, por elevadas que éstas sean (por ejemplo, «todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal»). Suponiendo que las premisas sean ciertas, la conclusión también debe serlo. Así pues, en rigor, no podemos derivar (en el sentido de construir un argumento formalmente válido) una afirmación sobre lo que debería hacerse a partir de una serie de datos factuales. La otra parte de la historia es que muchos filósofos morales, especialmente los que han seguido a Kant, pensaban que Hume estaba muy equivocado en su naturalismo, y que la biología en general no tiene nada que enseñarnos sobre la moralidad en sí. De este modo se aferraron al naturalismo sobre la base de la observación de Hume sobre los condicionales y los hechos factuales. Pero Hume tenía razón en su naturalismo. En un sentido mucho más amplio de la palabra inferir que el de ‘derivar’, se puede inferir (‘diluci­ dar’) lo que uno debería hacer, basándose en el conocimiento, la percep­ ción, las emociones y el entendimiento, y comparando todas estas consi­ deraciones entre sí. Lo hacemos constantemente, tanto en el mundo físico como en el social. En cuestiones de salud, cuidado animal, horticultura, carpintería, educación de los más jóvenes, y en multitud de ámbitos, a menudo dilucidamos lo que deberíamos hacer basándonos en los hechos

de un caso particular y de nuestro conocimiento del contexto en cuestión. ¿Tengo un dolor de muelas espantoso? Entonces debería ir al dentista. ¿El horno está ardiendo? Debería apagarlo con bicarbonato de soda. ¿Hay un oso en mi camino? Debería cam inar despacio, tarareando para mis aden­ tros, siguiendo una trayectoria ortogonal. Lo que nos permite movernos por el mundo no es sólo la deducción lógica (la derivación). En gran m e­ dida, nuestra forma de resolver problemas — lo que nos perm ite dilucidar y razonar— se parece a un proceso de «satisfacción de restricción», no a una deducción o a la aplicación de un algoritm o. Por ejemplo, una m ana­ da de lobos observa a un rebaño de caribús y necesita seleccionar a una posible víctim a — un anim al que sea débil, joven, o que esté aislado del resto— . La m anada está m uy ham brienta y necesita alim ento, y por tanto un anim al herido o viejo será una opción mejor que un tierno recién na­ cido, aunque sea una acción más arriesgada. Los cazadores quieren con­ servar la energía, y adquirir al mismo tiempo una fuente rica de energía; deben tener en cuenta la ubicación del río, cómo encam inar a la víctim a hacia un par de lobos que la esperen, etcétera. Los humanos nos enfren­ tamos a problemas parecidos con asiduidad, cuando tenemos que com ­ prar un coche, diseñar una vivienda, cambiar de trabajo, o decidir si op­ tamos por un tratam iento agresivo para la metástasis de un cáncer o si ingresamos en una clínica para enfermos terminales. En cualquier caso, es evidente que la mayor parte de la resolución de nuestros problemas no se basa en la deducción. Son problemas prácticos y sociales fundamentados en la satisfacción de restricción, y a menudo nuestros cerebros toman buenas decisiones a la hora de hallar una solución.8 lódavía no entende­ mos la definición de «satisfacción de restricción» en términos neurobiológicos, pero en términos generales podemos afirm ar que im plica diversos factores de distinta im portancia y probabilidades que interaccionan hasta derivar en una solución óptim a a una cuestión. No es necesariamente la mejor solución, pero sí es una solución adecuada. Por tanto, la tesis más importante de mi proyecto es bastante sencilla; el que no se pueda derivar un condicional de un hecho tiene por ahora poca influencia en cuanto a la resolución de problemas en el mundo. Los cerebros se ubican en el mundo causal reconociendo y categorizando episodios por los que se preocupan, del mismo modo que el animal se procura el sustento: qué bayas son las más sabrosas, dónde encontrar jugosas

termitas y cómo pescar.9 La hipótesis de trabajo es que el tránsito del mundo social depende en gran medida de los mismos mecanismos neuronales — motivación e impulso, recompensa y predicción, percepción y memoria, control de los impulsos y toma de decisiones— . Estos mismos mecanismos pueden emplearse para tomar decisiones físicas o de carácter social; para construir un conocimiento del mundo o de la sociedad, como por ejemplo, qué personas son irascibles o cuándo se espera de mí que comparta el ali­ mento o defienda al grupo de los intrusos o me enfrasque en una pelea.10 Este tránsito o navegación social es un ejemplo de navegación causal en términos generales, y se amolda a las condiciones ecológicas existentes. En el ámbito social, las condiciones ecológicas incluirán la conducta so­ cial de los miembros del grupo así como sus prácticas culturales, algunas de las cuales reciben la denominación de «morales» o «legales». En gran medida, los seres humanos, como cualquier otro mamífero sociable, se sienten fuertemente motivados para formar parte de un grupo y compar­ tir sus prácticas con él. Nuestra conducta moral, aunque es más compleja que la conducta social de otros animales, es parecida en tanto en cuanto representa nuestro intento por conducirnos adecuadamente en la ecolo­ gía social existente. En definitiva, desde la perspectiva de la neurociencia y la evolución cerebral, el rechazo rutinario de los enfoques científicos a la conducta moral basada en la advertencia de Hume en contra de la derivación de condicionales a partir de hechos parece desafortunado, especialmente porque la advertencia se lim ita a las inferencias deductivas. Podemos des­ cartar este dictamen para optar por una perspectiva neurobiológica más profunda, aunque programática, sobre la naturaleza del razonamiento y la resolución de problemas, el modo en que funciona la navegación social, de qué modo los sistemas nerviosos acometen los procesos de evaluación y cómo los cerebros de los mamíferos toman decisiones. Sería cierto afirmar que los valores enraizados en el circuito que nos impulsa a cuidar de los demás — ocuparnos de nuestro bienestar, del de nuestra descendencia, parejas, parientes, etcétera— conforman el razona­ miento social acerca de muchas cuestiones: la resolución de conflictos, el mantenimiento de la paz, la gestión de la defensa, el comercio, la distribu­ ción de recursos y otros muchos aspectos de la vida social en toda su amplia riqueza. Estos valores y su base material no sólo restringen la resolución de

problemas sociales, sino que son al mismo tiempo hechos que otorgan fun­ damento a los procesos que nos ayudan a dilucidar qué hacer en un mo­ mento dado: el hecho de que nuestros hijos nos importen y por tanto cui­ demos de ellos y de nuestro «clan». Un hecho relacionado con estos valores es que algunas soluciones a los problemas sociales son mejores que otras; y en relación a estos valores, podemos negociar decisiones de práctica política. La hipótesis predominante es que lo que nosotros, los humanos, lla­ mamos «ética» o «moralidad» es una estructura de conducta social en cuatro dimensiones que viene determinada por la interrelación de distin­ tos procesos cerebrales: (1) el cuidado o la atención a los demás (enraiza­ do en el apego a nuestros familiares y la preocupación por su bienestar),11 (2) el reconocimiento de los estados psicológicos de los demás (basado en las ventajas de predecir la conducta de terceros), (3) la resolución de pro­ blemas en un contexto social (por ejemplo, cómo deberíamos distribuir los bienes cuando son escasos, cómo resolver disputas territoriales o cómo deberíamos castigar a los sinvergüenzas) y (4) el aprendizaje de prácticas sociales (m ediante un refuerzo positivo y negativo, por im itación, por ensayo y error, por diversos condicionamientos y por analogía). La senci­ llez de esta estructura no significa que sus formas, variaciones y mecanis­ mos neuronales sean simples. Al contrario, la vida social es increíblem en­ te compleja, puesto que el cerebro es el órgano que la administra. La capacidad de los seres humanos para aprender y resolver problemas de carácter social, restringidos como estamos por impulsos sociales fun­ damentales, conforma la base de lo que entendemos comúnmente por «valores sociales». Sin duda, teniendo en cuenta los distintos contextos y las diversas culturas, el modo particular en que se articulan dichos valores adoptará diferentes formas y matices, incluso en los casos en los que se compartan las mismas necesidades sociales subyacentes. Según esta hipó­ tesis, los valores son más fundamentales que las normas. Las diversas leyres que rigen la vida social, reforzadas por un sistema de recompensa y casti­ go, pueden con el tiempo articularse e incluso modificarse tras una larga deliberación, o pueden seguir siendo un conocimiento im plícito sobre lo que «nos parece correcto».12 La reflexión sobre las necesidades que han ido creando culturas en condiciones m uy distintas y sobre cómo debió de ser la vida social de los seres humanos que vivían en grupos reducidos hace doscientos cincuenta

mil años nos lleva a preguntamos qué es lo que distingue los valores mo­ rales de orro tipo de valores.1’ Por lo general, me abstengo de improvisar una definición precisa de «moral», y prefiero reconocer que existe un am­ plio espectro de conductas sociales, algunas de las cuales se relacionan con cuestiones de gran calado, y tienden a ser llamadas «morales», como por ejemplo esclavizar a los prisioneros capturados en un conflicto o el aban­ dono de niños, mientras que otras cuestiones son menos trascendentes, como las pautas convencionales de conducta en una boda, por ejemplo. Las fronteras del concepto de «moral», al igual que las de «casa» o «ver­ dura», son borrosas incluso en los casos más prototípicos, lo cual impi­ de ser precisos a la hora de definir.111 Los valores morales no tienen por qué implicar normas, aunque a veces sea así; no tienen que ser necesaria­ mente explícitas, sino que los niños pueden aprenderlas implícitamente mientras se desenvuelven en su mundo social, del mismo modo que tam­ bién aprenden de un modo implícito a avivar un fuego o a cuidar de las cabras. Aunque reconozco el papel fundamental que desempeñan las creen­ cias y las prácticas culturales en la moralidad, mi intención en este libro es analizar los cimientos de la sociabilidad de los mamíferos, en general, y de la sociabilidad humana en particular. Emprendí este proyecto porque quería entender qué es lo que tienen los cerebros de los mamíferos alta­ mente sociables que permite esa sociabilidad, y como consecuencia de ello, lograr una mayor comprensión de los fundamentos de la moralidad. También quería estudiar las variables del temperamento social, tal y como se reflejan en nuestro instinto de pertenencia, de sentir empatia y de crear vínculos afectivos. Aunque el enfoque de las distintas ciencias biológicas puede aportarnos mucho acerca de esa base social, ésta no es, en modo alguno, la esencia de la moralidad humana. No obstante, unida a las hi­ pótesis sobre la evolución cultural y sobre cómo la cultura puede cambiar la ecología de una especie,l? la perspectiva neurobiológica puede contri­ buir a redondear el retrato de los valores morales humanos que van com­ poniendo las ciencias que se ocupan del cerebro y de la conducta. M i contribución a la ciencia de la conducta moral es modesta, puesto que muchas preguntas en el campo de la neurociencia y la genética conductista siguen todavía sin respuesta. También resulta muy incompleta, ya que se centra en el cerebro, no en la cultura recientemente desarrollada

en la que viven los cerebros modernos. Es lim itada porque no podemos estudiar los cerebros o la conducta de los humanos primitivos, ni tam po­ co la de nuestros antecesores hom ínidos.16 Poco a poco, iremos recabando más datos sobre el genoma de los homínidos extinguidos gracias a la re­ cuperación de fragmentos de ADN de los huesos, y de ahí obtendremos más información. Aunque reconozco todas estas lim itaciones, espero que si mi hipótesis no se desvía del camino correcto, podrá com plementar las actuales investigaciones en el campo del cerebro y la conducta. El núcleo del enfoque biológico de la moralidad hum ana que presen­ ta este libro no es nuevo, aunque mi forma particular de sintetizar los datos y abarcar la tradición filosófica pertinente puede ser nueva. Este enfoque se remonta a Aristóteles (384-322 a.C.) y al gran filósofo chino M encio (siglo iv a.C .); enlaza con esos sensatos escoceses del siglo xviii, David Hum e y Adam Sm ith; se fundam enta en el trabajo de Charles Darwin. Los avances en el terreno de las ciencias biológicas y sociales han hecho posible la exploración a fondo de las relaciones existentes entre la moralidad y la evolución del cerebro de los mamíferos que produjo «la forma de vida fam iliar»,1' y, en consecuencia, el manantial de cuidado y compasión que configura la geografía moral. En definitiva, la estrategia para poder desarrollar el argumento central de este libro es la siguiente. El próximo capítulo tratará del trasfondo de las restricciones evolutivas en la conducta social y moral. El tercer capítulo se adentra en la evolución del cerebro de los mamíferos y el modo en que éste favorece el cuidado y la atención a los demás, analizando el papel que desempeñan en ello hormonas como la oxitocina. El capítulo cuatro se centra en el tema de la cooperación, especialmente la cooperación hu­ mana, y analiza los datos sobre la importancia de la oxitocina en la coope­ ración y la confianza. El capítulo cinco, que aborda el tema de los genes, adopta un punto de vista prudente, centrándose en lo que se conoce y en lo que se ignora acerca de los «genes» de los módulos morales que se hallan en el cerebro. El sexto capítulo trata la importancia social de la capacidad para atribuir estados mentales, así como la posible base cerebral para una capacidad de este tipo. En el capítulo siete, el tema de las normas y del papel que adoptan las leyes en la conducta moral lleva la discusión a un formato filosófico más tradicional. La religión y su relación con la mora­ lidad son cuestiones que se tratan en el capítulo final de conclusiones.

Capítulo 2

VALORES DE BASE CEREBRAL Los valores morales sirven de fundamento a una vida social. En la raíz de las prácticas morales humanas están los deseos sociales; básicamente, estos deseos implican apego a los miembros de nuestra propia familia, atención a nuestras amistades, y la necesidad de pertenencia a un grupo. Motiva­ dos por estos valores, tanto a nivel individual como colectivo tratamos de resolver los problemas que pueden causar tristeza e inestabilidad y que amenazan la supervivencia. Puesto que nuestros cerebros están organiza­ dos para valorar el bienestar propio así como el de nuestra progenie, sue­ len producirse conflictos entre las propias necesidades y las de los demás. La resolución de problemas sociales, basados en la necesidad social, nos conduce a formas distintas de gestionar estos conflictos. Algunas solucio­ nes son más eficaces que otras, y algunas pueden ser socialmente inesta­ bles a largo plazo o cambiar según las circunstancias. Así es como surgen las prácticas culturales, las convenciones y las instituciones. A medida que un niño crece dentro de la ecología social de estas prácticas, las intuicio­ nes más sólidas sobre el bien y el mal arraigan y florecen. ¿De dónde provienen los valores? ¿De qué modo los cerebros llegaron a preocuparse por los demás? Si mis genes organizan mi cerebro de modo que se centre en mi supervivencia, y en la reproducción y transmisión de esos genes, ¿cómo dichos genes organizan mi cerebro para valorar a los demás? Solamente alcanzamos a comprender una parte de la neurobiología implicada en este proceso. Sin embargo, en primer lugar tenemos que plantearnos una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que los cerebros «se preocupen» por algo?1 O bien, si queremos formular esta pregunta de un modo más tendencioso: ¿pueden las neuronas preocuparse por algo?; ¿qué significa que un sistema de neuronas «se preocupe» por algo o «valo­ re» algo? Lo cierto es que sabemos bastante acerca de estas cuestiones, y las respuestas nos conducirán hasta los complejos dominios del cuidado social.

En todos los animales, el circuito neuronal asienta el bienestar propio y el cuidado de uno mismo. Estos son valores en el sencido más elemental del término. Si no tuviera ninguna motivación para preservar su vida, ningún animal sobreviviría mucho tiempo ni tampoco se reproduciría. Éste es un hecho tan evidente, que la existencia de los valores sociales y de la conducta dirigida hacia el cuidado no de uno mismo sino de los demás puede parecemos profundamente desconcertante. ¿Por qué nosotros y otros mamíferos sociables cuidamos de los demás? Esto sí que lo sabemos a ciencia cierta: cada conducta debe, directa o indirectamente, servir al bienestar de los animales involucrados en ella. Si no cumple ese requisito, Ja conducta se desecha, puesto que implica un coste — en concreto, un coste energético— y, en ocasiones, un riesgo para la vida. Es decir, salvo por los beneficios de compensación para los animales que incurren en los costes de la conducta de «cuidado de los demás», con el paso del tiempo la cifra de los animales que se preocupan por los demás dism inuiría, y crecería, en cambio, la de los que cuidan de sí mismos. El perfil de la población cambiaría. Lo que en última instancia determina la relación de costes y beneficios es el éxito reproductivo; esto es, la propagación de los genes a lo largo de muchas generaciones. Probablemente los mecanismos neuronales que derivan en la con­ ducta cooperativa evolucionaron muchas veces. Los sistemas nerviosos de los insectos y los mamíferos son distintos en tamaño y organización, y los mecanismos que generan conductas que consisten en el cuidado de los demás variarán enormemente entre las hormigas y los humanos, por ejemplo. Las hormigas pueden demostrar niveles mucho más elevados de altruismo que los humanos, en el sentido de incurrir en un coste propio para beneficiar a terceros. La sociabilidad y la asociación voluntaria entre individuos que se aprecia en los humanos, así como el estilo de coopera­ ción y cuidado de los demás, se debe en gran medida a los cambios evo­ lutivos específicos del cerebro de los mamíferos y a las presiones evoluti­ vas que existieron en el origen de los mamíferos hace unos trescientos cincuenta millones de años.2 Dentro de la fam ilia de los mamíferos — existen unas cinco mil setecientas especies conocidas— todas las espe­ cies comparten un mínimo de sociabilidad en el sentido de que los indi­ viduos se juntan para reproducirse y las madres cuidan de su descenden­ cia. Algunas especies, como los babuinos y las suricatas, son mucho más

sociales que otras especies, como los osos negros y los orangutanes, aun­ que es habitual que los animales solitarios se muestren más sociables cuando la abundancia de recursos reduce la competitividad. Por ejem­ plo, tenemos vídeos que muestran a un oso polar en estado salvaje jugue­ teando amigablemente con un perro esquimal. Aunque se hayan desarro­ llado estilos m uy distintos de vida social, los parecidos en materia de mecanismos neuronales debidos a rasgos organizativos comunes en el cerebro mamífero ayudan a explicar la existencia de la sociabilidad de los mamíferos en general. Una serie convincente de evidencias procedentes del campo de la neuroendocrinología, que estudia las interacciones entre las hormonas y el cerebro, indica que en los mamíferos (y posiblemente en las aves sociales) la organización neuronal en virtud de la cual los individuos procuran por su bienestar se modificó para generar nuevos valores, a saber, el bienestar de terceros.5En las primeras etapas de la evolución de los mamíferos, esos «otros» sólo incluían a la descendencia indefensa. Según las condiciones ecológicas y la aptitud de los implicados, el cuidado continuado destina­ do al bienestar de la descendencia en algunas especies de mamíferos se ha extendido a otros miembros de la prole, a amigos e incluso a desconoci­ dos a medida que ampliamos el círculo. Esta ampliación de la conducta social del cuidado de los demás marca el inicio de lo que, con el tiempo, se convierte en moralidad. La forma particular que adopta la vida social de una especie determinada dependerá en gran medida de cómo esa espe­ cie se gane el sustento. Para algunas especies, la vida en comunidad es bastante ventajosa, especialmente en cuestiones de caza y de defensa con­ tra los depredadores; a otros, como los osos, les basta con realizar incur­ siones en solitario y practicar la autodefensa. La oxitocina, un péptido m uy antiguo (una cadena de am inoáci­ dos), se encuentra en el centro de la complicada red de adaptaciones de los mamíferos para el cuidado de los demás, anclando de este modo las m uy variadas versiones de sociabilidad que hemos visto, en función de la evolución del linaje en cuestión (véase figura 2.1). La oxitocina se halla en todos los vertebrados, pero la evolución del cerebro mamífero adaptó la oxitocina a las nuevas tareas de cuidado de la descendencia y, con el paso del tiempo, también a la tarea de am pliar el círculo de socia­ bilidad.

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ELCERF.BRO MORAL

FnuHA 2.1. La estructura molecular de la oxitocina. Pueden apreciarse sus nueve aminoáci­ dos (la cisterna aparece en dos ocasiones) unidos a otras moléculas. En cambio, la hem o­ globina, la molécula de la sangre que contiene hierro y transporta el oxígeno, tiene cerca de quinientos aminoácidos. Por eso la oxitocina se considera un péptido simple (una cadena de aminoácidos). No puede apreciarse la estructura tridimensional de la oxitocina. Aparte de las nuevas funciones de la oxitocina y otras hormonas, dos cambios evolutivos adicionales e interdependientes en el cerebro tuvieron una importancia crucial para la sociabilidad de los mamíferos, que supuso la antesala de la moralidad. El primero de ellos im plicaba una serie de modificaciones que dieron lugar a sentimientos negativos de miedo y an­ siedad ante la perspectiva de separación de la descendencia o de amenaza contra ella, junto con la motivación para adoptar acciones correctivas. Además, el placer y el alivio se obtienen cuando los padres vuelven a unir­ se con su descendencia o cuando la amenaza ha desaparecido.4 La segun­ da modificación importante fue una mayor capacidad para el aprendizaje, relacionada con el dolor y el placer, que sirvió al individuo para adquirir un conocimiento detallado de las «costumbres» de los otros miembros del grupo. La ampliación de las capacidades memorísticas impulsó la capaci­ dad del animal para anticiparse a los problemas y poder planificar con mayor efectividad. Estas modificaciones incitan a los mamíferos a perma­ necer juntos, así como al desarrollo de una «conciencia» que sintoniza con las prácticas sociales locales; es decir, tienen lugar una serie de res­

puestas sociales moldeadas por el aprendizaje y que se regulan a grandes rasgos por la aprobación y la desaprobación, así como por las emociones. En términos más sencillos, podemos afirmar que los mamíferos están mo­ tivados para aprender prácticas sociales porque el sistema negativo de re­ compensas, que regula el dolor, el miedo y la ansiedad, responde a la ex­ clusión y a la desaprobación, y el sistema positivo de recompensas responde a la aprobación y al afecto. En definitiva, la idea es que el apego — refrendado por el dolor de la separación y el placer de la compañía y gestionado por complejos circui­ tos neuronales y sustancias neuroquímicas— constituye la plataforma neurológica de la moralidad. En mi uso de la palabra apego estoy adoptan­ do la terminología de la neuroendocrinología, un campo en el que el apego hace referencia a la disposición para cuidar y atender a otras perso­ nas, al deseo de estar con ellas y al hecho de entristecerse tras la sepa­ ración.'’ Los datos arqueológicos indican que el Homo sapiens anatómicamente moderno existía en África hace unos trescientos mil años.6 Las pruebas que apuntan a la existencia de una cultura, en la que encontramos herra­ mientas de hueso como leznas, puntas afiladas y puntas pulidas, así como grabados de ocre, se remonta a unos setenta y cinco mil años (según los hallazgos, por ejemplo, de la cueva de Biombos en Sudáfrica)/ Curiosa­ mente, también disponemos de pruebas que apuntan hacia un comercio intergrupal a esta edad tan temprana.8 Curtis Marean, de la Arizona State University, halló restos aún más antiguos (de unos ciento diez mil años de antigüedad) en la región sudafricana de Pinnacle Point acerca del uso de elevadas temperaturas para «calentar con fuego» una sustancia común — el silcreto— utilizada para fabricar herramientas especialmente afila­ das. Se trata de un impresionante logro cognitivo que requiere una serie de pasos ejecutados con precisión: cavar un hoyo de arena para calentar la piedra a trescientos cincuenta grados Celsius, conservar la temperatura durante un tiempo y luego bajarla lentamente.9 Las herramientas hechas de madera pueden haber sido comunes, pero de ser así, no han podido conservarse el tiempo suficiente para que las encontremos. Determinar si un fósil es coherente con la anatomía humana moderna es difícil pero posible. Sin embargo, determinar si es el responsable de que actuaran de un modo que nosotros consideraríamos como «moderno» es

del todo imposible. Los escasos datos que hemos podido recabar proce­ den de los descubrimientos arqueológicos de herramientas, objetos y adornos corporales, restos de viviendas, el entierro ritual de los muertos, etcétera. En los yacimientos europeos hacia los que emigró un pequeño grupo de H omo sapiens., los hallazgos tecnológicos, incluidas las pinturas rupestres y utensilios, datan de unos cuarenta mil o cincuenta mil años atrás. Antes de los descubrimientos de la cueva de Biombos y de Pinnacle Point, se creía que estos hallazgos arqueológicos europeos marcaban la primera aparición de la cultura humana, y que éstos indicaban a algunos antropólogos que los cambios genéticos de los primeros humanos que provocaron cambios en nuestro cerebro debieron de darse en el H omo sapiens que emigró a Europa hace unos cincuenta mil años. Tanto los datos supuestos como la teoría que pretende explicarlos parecen, a día de hoy, poco plausibles, especialmente a la luz de los hallazgos de la cueva de Biombos y de Pinnacle Point, que se remontan a setenta y cinco mil y ciento diez mil años atrás. Estos hallazgos más antiguos también debilitan la sensación de que los genes del lenguaje, de la tecnología más avanzada o de la moralidad aparecieron hace sólo cincuenta mil años. En cuanto a los hallazgos que se han encontrado hasta este momento, el aspecto central radica en el descubrimiento de que la cultura posible­ mente no fue un factor de mucho más peso en las prácticas sociales hu­ manas que en las prácticas sociales del bonobo o del babuino, por ejem­ plo, hasta la proliferación de los humanos hace unos ciento cincuenta mil años. Parece probable que gran parte de la vida social de los primeros humanos, como la dependencia tecnológica de sencillos utensilios de hueso y piedra, fuera posiblemente rudimentaria, y que implicara a pe­ queños grupos que vagaban por África, Asia y Europa. Son herramientas «sencillas» si las comparamos con la vida social actual o incluso con la vida en ciudades de la antigüedad como Atenas, pero evidentemente no eran utensilios sencillos si los comparamos con la vida social de los casto­ res o de los topos. Según los datos arqueológicos, la capacidad craneal de los humanos que vivieron hace doscientos cincuenta mil años era prácticamente la misma que la nuestra (entre mil trescientos y mil quinientos centímetros cúbicos), teniendo en cuenta las pequeñas variaciones individuales que ocurrían entonces tanto como ahora. (A modo de comparación, los cere­

bros de los chimpancés miden unos cuatrocientos centímetros cúbicos, y el cerebro del H omo erectus sólo medía entre ochocientos y mil cien cen­ tímetros cúbicos, basándonos en el tamaño del cráneo.) Evidentemente, desconocemos si los detalles de la anatomía neural eran los mismos que los de ahora, puesto que el cerebro tarda m uy poco en descomponerse después de la muerte. Si hacemos la razonable suposición de que los hu­ manos de la Edad de Piedra M edia (entre trescientos mil y cincuenta mil años de antigüedad) tenían cerebros que, en el momento de su nacim ien­ to, se parecían bastante a los nuestros, al menos en cuanto a sus capacida­ des de predisposición social y de resolución de problemas, entonces cual­ quier teoría sobre los fundamentos neurales de la moralidad humana también debería aplicarse a ellos. Las diferencias culturales de las prácticas morales, tanto entonces como ahora, serán sin duda alguna notables, del mismo modo que existen diferencias en la tecnología y en las viviendas del pasado y del presente. A diferencia de nuestros antepasados de la Edad de Piedra M edia (o Mesolítico), los seres humanos contemporáneos aprenden por lo general a leer, a montar en bicicleta y a tocar la guitarra. Puesto que el aprendizaje requiere unos cambios estructurales en el cere­ bro, entonces, evidentemente, los cerebros de quienes han adquirido estas habilidades serán distintos de los cerebros de quienes no las hayan adqui­ rido. En este sentido, mi cerebro será distinto al de mis primos más anti­ guos de hace unos cien mil años. Sin embargo, basándonos en nuestros conocimientos actuales, es bastante probable que ellos y yo hayamos ini­ ciado nuestra vida con el mismo «equipamiento» neural de sociabilidad y cognición. La suposición de que existen parecidos en las capacidades cognitivas y sociales entre nosotros y nuestros parientes de la Edad de Piedra, a falta de datos convincentes que demuestren lo contrario, nos permite prote­ gernos de las incursiones de ideas procedentes de la era moderna en el campo de la «naturaleza humana». Significa que no podemos dar por sentado que nuestros antepasados del Mesolítico que vivían en Áírica y Europa gozaban de algo parecido a las convicciones morales de nuestros coetáneos, a pesar de compartir la misma base fundam ental.10 Así pues, cuando la filósofa Susan Neiman señala hacia lo que ella entiende como una profunda necesidad humana de propósito moral, de un anhelo hu­ mano por el progreso moral, probablemente sus perceptivos comentarios

sólo se aplicarán a los humanos que viven en el pasado más reciente, y quizá, entonces, sólo a quienes hayan gozado de la prosperidad, la longe­ vidad, el tiempo libre y el bagaje cultural para reflexionar sobre cuestiones de propósito m oral.11 Estos deseos de avance moral podrían también estar condicionados culturalmente, al igual que las ideas de avance tecnológico o científico. No me extrañaría que, en gran parte de la historia, nuestros antepasa­ dos estuvieran demasiado ocupados con el nacimiento y la muerte, el alimento y el cobijo, como para pararse a pensar con detenimiento en el avance moral, aunque sabemos lo que hacían en su tiempo libre. Del mismo modo que el cerebro no evolucionó para aprender a leer, sino para discernir complejas pautas de reconocimiento para favorecer la acción guiada, es m uy posible que ese cerebro tampoco evolucionara para favo­ recer los derechos humanos ni un juicio con jurado. Esto no significa que la idea del avance moral no nos motive actualmente, aunque indica que debemos ser cautos a la hora de atribuir a estos valores un anhelo de progreso moral en el Homo sapiens temprano, y, en consecuencia, a nues­ tra naturaleza esencial aquí y ahora. Comparado con el de otros mamíferos, el cerebro de los humanos es m uy grande en relación al tamaño del tronco; disponemos de una mayor flexibilidad cognitiva, así como de una capacidad más amplia para la abs­ tracción y la planificación a largo plazo, y demostramos tener una habili­ dad especial para la imitación, así como predisposición para ello.12 No obstante, qué es lo que entendemos por un cerebro de tamaño grande y cómo ese hecho contribuye a «crear» inteligencia no está del todo claro.15 Resulta frustrante que el vínculo entre una corteza cerebral amplia y el coeficiente de inteligencia no se acabe de entender, aunque sabemos que la corteza prefrontal es importante para la toma de decisiones, para el control de los impulsos, para atribuir objetivos y para percibir a los de­ m ás.14 Son muchas las especulaciones en torno a la relación entre inteli­ gencia y tamaño cerebral, pero hasta que no sepamos más sobre la fun­ ción del cerebro y cómo se organiza, estas especulaciones son sólo bonitas historias. Los humanos han desarrollado lenguajes altamente complejos y cul­ turas ricas, y por tanto nuestra sociabilidad y nuestros sistemas de valores éticos también han ganado complejidad como consecuencia de ello. Pare­

ce probable que nuestra tecnología y nuestro arte — y me atrevería a decir, nuestro lenguaje— fueran relativamente primitivos durante al menos doscientos mil años. Las hachas de piedra, por ejemplo, parecen haber sido la única herramienta fabricada y utilizada por los neandertales, así como la única herramienta del H omo sapiens durante unos doscientos mil años. La tecnología de la lanza nos puede parecer m uy sencilla y evidente hoy en día, pero hace doscientos mil años no se le habría ocurrido a na­ die. Pongamos otro ejemplo. Hoy en día plasmar las palabras por escrito también nos parece una perogrullada, pero la escritura y la lectura no fueron inventadas por el H omo sapiens hasta hace cinco mil cuatrocientos años. En consecuencia, no podemos suponer que tener un cerebro grande convirtiera los inventos y las innovaciones, tanto en el terreno tecnológi­ co como en el social, en un asunto inevitable y evidente. El periodista científico M att R idley defiende que cuando los hum a­ nos empezaron a practicar el cambio y el trueque, varios útiles, como los arpones o los adornos corporales, empezaron a intercambiarse entre gru­ pos, y de este modo se aceleró la innovación social y en el u tillaje.15 Los datos existentes sobre el intercambio de bienes entre grupos se remontan a unos cien mil años atrás, lo cual significa que los humanos no se dedi­ caron al intercambio durante unos doscientos mil años. El valor único que se obtiene al intercambiar lo que tengo por cosas distintas que tienen los demás fue, en opinión de Ridley, un punto de inflexión en las econo­ mías humanas que marcó el inicio del largo y lento desarrollo de tecnolo­ gías y especialización en el trabajo. Si yo ensamblo un montón de lanzas pero no tengo redes, y luego intercambio algunas de mis lanzas por tus redes, de pronto mi caja de herramientas se ha duplicado. Como conse­ cuencia de ello, mis oportunidades para conseguir comida han aumenta­ do considerablemente. Tal y como explica la hipótesis de Ridley, el trueque y el intercambio recompensaban la innovación y la especialización, lo que a su vez favore­ cía más intercambios y trueques, inspirando así una mayor innovación y especialización. Es probable que los primeros pasos de la práctica de in ­ tercambio no se reconocieran como tales, pero las ventajas del trueque o del intercambio sí que eran reconocidos por algunas personas, ya que la práctica se difundió y se sofisticó. Esta realimentación positiva favoreció la creación de las prácticas sociales en el comercio, lo cual incrementó las

probabilidades de prosperidad para la innovación y para los que partici­ paban de ese intercambio. Del mismo modo que se inventó la escritura sin «un gen de la escritu­ ra», también es muy probable que el intercambio y el comercio se encon­ traran casualmente y luego se fueran perfeccionando sin el apoyo de un «gen del trueque». La capacidad para resolver problemas, implique lo que implique en cuanto a circuitos cerebrales, permite el surgimiento de nue­ vas conductas sin contar con la ayuda de genes nuevos. La historia cultural y la evolución han sido el centro de un elegante trabajo empírico y teórico en las ciencias sociales.16 Un tema importante que surge a partir de este trabajo tiene que ver con la dinámica de la evo­ lución cultural; por ejemplo, la evolución cultural puede ocurrir mucho más rápido que la evolución biológica, y las instituciones culturales pue­ den constituir un cambio en las condiciones ecológicas que a su vez pue­ den alterar las presiones de la selección.1 Las ventajas del intercambio y el trueque de bienes distintos entre sí (mis lanzas por tus redes) constituye un ejemplo de un cambio en la ecología social que altera las presiones de la selección ampliando el ámbito de los recursos disponibles. Cazar a una ardilla con hilo bramante, por ejemplo, es mucho más rápido y más fiable que tratar de cazarla a golpes. El paso lento desde un tipo de subsistencia basada en la caza y la reco­ lección a un sistema agrario que empezó hace unos diez mil años fue una transformación cultural que provocó numerosos cambios en las condicio­ nes de la vida social. Los suministros regulares de leche y de carne de ca­ bra, así como la cosecha de cereales y verduras, disminuyeron en cierta medida la incertidumbre de depender únicamente de las salidas para ca­ zar. Uno de los cambios sociales más importantes fue la incorporación de miembros ajenos a la familia en grupos más amplios. La vida en esos gru­ pos dio pie a nuevas oportunidades para mejorar el bienestar, y además ofreció nuevas formas de relaciones intergrupales y de competitividad en­ tre grupos, a la par que planteaba distintos problemas sociales que debían resolverse. Disponemos de pruebas de la existencia de cambios genéticos en los últimos diez mil años, pero por el momento estos cambios no atañen al circuito cerebral, la cognición o el temperamento social, sino a propieda­ des que en principio se amoldan al cambio evolutivo sin desencadenar

una sucesión perjudicial de cambios. Un ejemplo importante en este sen­ tido es el cambio genético que permitió a los adultos humanos digerir leches de origen animal. Las crías de mamífero no podrían vivir de la le­ che si no fuera por la lactasa, una enzima necesaria para digerir la leche. En la Edad de Piedra, la lactasa de los humanos desaparecía con el destete (como ocurre en la mayoría de mamíferos), y con ella, la capacidad para digerir la leche. Pero hace unos diez mil años — coincidiendo con la épo­ ca en la que las cabras y las vacas fueron domesticadas— los humanos que tenían un gen que seguía produciendo lactasa en la edad adulta (lactasapersistente) gozaban de una ventaja selectiva porque podían digerir la le­ che. De este modo, en las poblaciones ganaderas, las cifras de humanos adultos lactasa-persistentes fueron incrementándose poco a poco.ls Como mínimo se conocen cuatro cambios genéticos distintos relacionados con la tolerancia a la lactosa, que aparecieron en distintos momentos en Eu­ ropa y Africa, y seguramente corrieron parejos al desarrollo del cuidado de los rebaños y a la práctica de ordeñar leche.19 Los supuestos cambios genéticos relacionados con la conducta social y cognitiva son mucho más difíciles de demostrar, y por fascinantes que resulten, siguen siendo meras conjeturas. La dinám ica de esos cambios puede ser certera, pero la ciencia necesita más datos antes de considerarlos válidos. H ay que tener en cuenta que los genes crean las proteínas, y que existen rutas causales m uy largas entre las proteínas y el circuito cerebral, así como rutas causales aún más largas entre el circuito del cerebro y el entorno, que a su vez incide en la expresión genética y las proteínas. Los genes forman parte de las redes genéticas, y esas redes interaccionan.con el entorno de maneras complejas. No cabe la menor duda de que nuestros genes ocupan un lugar central en aquello que somos y en la diversidad que existe entre nosotros, pero a partir de esa misma observación, no podemos concluir ningún dato específico, como por ejemplo que exista un «gen para» la justicia, la religión o las ansias de viajar. Evidentemente, haríamos mal en suponer que los cambios en el genoma humano que inciden en la estructura cerebral se detuvieron hace doscientos mil años. Sin embargo, demostrar una relación causal entre los genes y la conducta, y luego demostrar que el gen y la conducta estuvieron sujetos a un proce­ so de selección, no puede establecerse con una sencilla y llam ativa histo­ ria. Lo más asombroso de los seres humanos es con cuánta facilidad

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H I.C LR hR R O M ORAL

aprendemos una amplia variedad de cosas, cosas que —debido a la cultu­ ra— no hubiéramos tenido la oportunidad de aprender hace doscientos mil años. Dentro de una cultura tecnológica e institudonalmente rica, las cosas que aprendemos suelen hacernos más inteligentes en comparación con otros seres de culturas más sencillas. Si la fabricación de lanzas atando hachas de mano a ramas robustas me parece una obviedad o si plasmar por escrito lo que una persona me debe después de un intercambio tam­ bién me parece una evidencia, es así porque mi cultura me hace inteligen­ te en estos sentidos. Si hubiera vivido en Africa hace doscientos mil años, ¿se me habría ocurrido la idea de fabricar una lanza arrojadiza en vez de empuñarla para cortar? Lo dudo mucho. A modo de breve ejemplo, mencionaré que hace unos veinte años me fui con diez estudiantes aventureros de licenciatura de la Universidad de California en San Diego a un descenso en balsa por el Artico, desde el nacimiento del río Firth en el mar de Beaufort hasta la isla Herschel en el océano Ártico. Eran estudiantes destacados de su promoción que se­ guían estudios de medicina, economía y otras disciplinas, pero todos ellos sabían muy poco acerca de moverse en un entorno salvaje. En nuestro segundo día de excursión, nuestro guía inuit me preguntó con la mayor reserva, después de una cena, si esos jóvenes eran alumnos especialmente tontos. La cuestión era que esos estudiantes eran unos ineptos a la hora de levantar tiendas de campaña, preparar comida, cargar las lanchas, navegar por el río, etcétera. Las actividades que para nuestro guía y sus hijos pe­ queños eran el pan de cada día, como comprobar los cambios en el cielo para predecir el tiempo, eran habilidades que mis estudiantes descono­ cían por completo. Sin embargo, no tardaron en aprenderlas, algo que nuestro guía agradeció, y al cabo de una semana se mostró muy generoso enseñándoles a seguir las huellas de un rebaño de bueyes almizclados.

P er o ¿ es c ie r t o q u e s ó l o lo s h u m a n o s s o n s e r e s m o r a l e s ? Cuando nos detenemos a considerar las diferencias y los parecidos entre los cerebros de los humanos y otros mamíferos, surge una pregunta de fondo: ¿sólo los seres humanos tienen valores morales o podemos afirmar que otros animales también los tienen, aunque sean valores que se amol­

den mejor a su organización social y a su ecología? Puesto que existen motivaciones de fondo comunes y mecanismos en la conducta de los mamíferos sociales en general, la cuestión de si los seres no humanos tie­ nen valores morales no es sencilla de responder. Además, la moralidad «de estilo humano» no constituye un conjunto único de valores morales, dado el índice de variabilidad en lo que las culturas humanas atribuyen como sus valores morales. Algunas culturas aceptan el infanticidio de los seres discapacitados o no deseados, otras lo consideran una aberración moral; algunas consideran que tomar un bocado de la carne muerta del enemigo es un requisito indispensable para ser un guerrero valiente, mientras que otras lo consideran un acto de barbarie. A pesar de que el apego puede ofrecer una base para la moralidad, no existe un sencillo conjunto de pasos — ninguna operación deductiva ni normas precisas de aplicación— que nos lleven del «yo cuido y valoro» a la mejor solución para resolver problemas morales concretos, especial­ mente los que surgen dentro de culturas complejas. Es más que evidente que la resolución de problemas sociales es un complejo asunto prácti­ co que ocurre en el interior del cerebro, en el que muchos factores interaccionan, compiten y restringen la decisión que establece el cerebro. Al­ gunas restricciones se priorizan sobre las demás; algunos factores serán conscientes, otros no; algunos pueden ser expresados, y otros no. Por norma general, la toma de decisiones es un asunto de restricciones y satis­ facciones, y cuando se desarrolla bien, podemos afirmar que ha prevaleci­ do la racionalidad.20 Pero aún más complejo que la toma individual de decisiones es el asunto de abordar problemas sociales dentro de un grupo social, en el que los intereses en liza, las creencias, los temperamentos y las tradiciones restringen la decisión que establece el grupo, y donde cada cerebro indi­ vidual aporta su propio conjunto de restricciones internas.21 El progreso moral, aunque se encarne en instituciones y leyes, parece depender en gran medida de pautas de negociación, historia institucional y políticas de partido. En la reflexión sobre las diferencias existentes entre la conducta social de los humanos, por un lado, y la de los chimpancés, babuinos, oreas, elefantes, suricatas y titíes, por el otro, será de gran utilidad dar carpetazo a la suposición de que existen dos tipos de moralidad; la humana y la

animal. El problema con esta suposición es que cada especie social parece ser única en distintos sentidos, aunque tengan algunos rasgos en común. Los bonobos, por ejemplo, son únicos en emplear el sexo como medio para reducir la tensión social; los chimpancés y los babuinos no actúan así. Los gibones socializan con grupos vecinos; los gorilas y los lémures, en cambio, no proceden del mismo modo. Los humanos emplean la risa como medio de distensión, los chimpancés jadean de un modo juguetón, haciendo muecas, para satisfacer esa misma función de distensión,22 pero los babuinos v los lémures no parecen tener un equivalente a dicha con­ ducta. Las hembras de chimpancé que se acercan a la edad reproductiva abandonan su grupo para buscar un nuevo hogar, pero en el caso de los babuinos son los machos los que abandonan la manada al llegar a la edad adulta. La pauta de los chimpancés parece repetirse en algunas sociedades cazadoras-recolectoras como en la de los inuit del Artico. Estas pautas de conducta inciden en muchos aspectos relacionados con el orden jerárqui­ co. En las suricatas, la hembra alfa matará a las crías de una hembra me­ nos dominante, y además la expulsará del grupo; en cambio, en los babui­ nos, todas las hembras fértiles de la manada dan a luz. Además, dentro de una misma especie pueden darse variaciones locales de estilo (quizá sean «normas», aunque no se formulen a nivel lingüístico).23 En los pequeños grupos de humanos cazadores-recolectores, como los inuit antes del siglo xx, era bastante común capturar a mujeres de los campamentos de otras tribus, y eso era, indudablemente, una práctica que servía, sin pretenderlo, para diversificar la reserva de genes. Las per­ sonas de nuestras sociedades occidentales modernas que favorecen un enfoque normativo de la moralidad seguramente condenarían esa prácti­ ca por considerarla una violación de las normas morales. Sin embargo, no creo que sea una cuestión fácil de valorar, puesto que la alternativa — la endogamia— acarrea ciertos riesgos que no quisiera para la población inuit, como tampoco los habría querido para mí si hubiera sido una inuit viviendo en el Artico durante el período preeuropeo. Dentro de nuestra culrura, solemos mostrarnos en desacuerdo acerca del modo en que debe­ mos valorar una acción. En el año 1972, un piloto de avionetas llamado M artin Hartwell se mostró muy valiente al acceder a realizar un vuelo de emergencia a pesar del mal tiempo, aunque la avioneta acabó estrellándo­ se en un trágico accidente. Entre sus pasajeros se encontraban un niño

inuit que necesitaba desesperadamente una apendicetomía y una enfer­ mera que cuidaba de él. La enfermera murió en el acto, y el niño murió poco después. Con dos piernas rotas, muriéndose de hambre al cabo de varias semanas de esperar en vano a que lo rescataran, Hartwell se comió la pierna de su amiga, la enfermera muerta. Al final, después de pasar treinta y un días en un clima ártico, Hartwell fue rescatado. Las opinio­ nes varían ampliamente respecto al tema del canibalismo en estas circuns­ tancias extremas, y dudo de que exista una única respuesta correcta, in­ cluso en los casos en los que conocemos los detalles de lo sucedido. Muchas personas bien alimentadas se horrorizan ante la posibilidad de tener que comerse a su perro, pero los inuit tradicionales se horrorizarían en igual medida ante la estupidez de morirse de hambre cuando comerse un perro los mantendría con vida hasta hallar animales de caza. Sabemos perfectamente que las personas racionales pueden mostrarse en desacuer­ do sobre la manera más óptima de administrar los impuestos, la edu­ cación de los más jóvenes o nuestras guerras preventivas. A menudo se barajan opciones mejores o peores, pero no existe una única opción co­ rréela; en estos casos, la pauta de satisfacción por restricción realiza su tarea, que consiste en equilibrar, armonizar y por último establecer una decisión adecuada. Lo que acabo de exponer también indica que haríamos bien en evitar una suposición según la cual sólo los seres humanos gozan de «verdadera» moralidad; otros animales, según este punto de vista, pueden ser comple­ jos y sociales, pero en rigor podemos considerarlos seres «amorales». En parte, las aportaciones a esta cuestión dependen del rigor con el que uti­ licemos nuestras palabras. No hay ningún «zar del significado» cuya opi­ nión rija el uso de las palabras. Si definimos las palabras de un modo en el que la verdadera moralidad requiera un lenguaje y unas normas formu­ ladas en términos lingüísticos, entonces sí, podemos deducir que sólo los humanos gozan de verdadera moralidad. Pero ¿qué avances obtenemos con esta normativa semántica? Y, en cualquier caso, ¿por qué definir la «verdadera moralidad» como algo que requiera un lenguaje? Algunos au­ tores, como la filósofa moral contemporánea Christine Korsgaard, se ci­ ñen a un argumento m uy distinto: sólo los seres humanos son genuinamente racionales, la moralidad depende de la racionalidad, y por tanto los animales no humanos no son morales.’4 Puesto que muchas especies de

aves y mamíferos constituyen buenos ejemplos de resolución de proble­ mas y planificación, esta afirmación sobre la racionalidad parece estrecha de miras y desinformada.21 Es evidente que los mamíferos no humanos comparten valores socia­ les; cuidan de sus crías y, a veces, de sus parejas, de sus parientes y amista­ des; cooperan, pueden castigar, y pueden reconciliarse después de un con­ flicto.26 Podríamos enfrascarnos en una disputa semántica acerca de si esos valores son realmente «morales», pero no sacaríamos nada en claro de ese laberinto de palabras. Desde luego que sólo los seres humanos poseen una moralidad «humana». Pero eso no es ninguna novedad, es sencilla­ mente una tediosa muestra de tautología. También podríamos afirmar que sólo los titíes tienen una moralidad de «tití», y así con todas las espe­ cies. Podemos mostrarnos de acuerdo en que las hormigas no comparten la misma moralidad que los humanos, y que la conducta social de los babuinos y de los bonobos es mucho más parecida a la nuestra. Como no disponemos de documentales televisivos que nos iluminen al respecto, no hay forma de saber si la conducta social de otros homínidos, por ejemplo, la del Homo erectus o la del Homo neanderthalensis o la del Homo heidel bergensis , se parecía mucho a la conducta social de los humanos moder­ nos. Tal vez sea mejor dejarlo así, a la espera de obtener datos científicos de mayor calado.

Capítulo 3

CUIDAR DE LOS DEMÁS Y APRECIARLOS ¿Qué es lo que ocurre en el cerebro para que un animal cuide de los de­ más o exprese valores sociales? Según la hipótesis predominante, esto se explica básicamente por la neuroquímica del apego y los vínculos afecti­ vos de los mamíferos. Por tanto, con el fin de entender la plataforma cerebral de los valores sociales, primero tenemos que plantearnos la pre­ gunta más fundamental, que nos conducirá de vuelta a los valores socia­ les: ¿cómo es posible que los cerebros se preocupen por algo? O, dicho de otro modo, ¿cómo es posible que las neuronas otorguen valor a algo? La primera parte de esta historia, y la más importante, tiene que ver con la autopreservación.2 Todos los sistemas nerviosos se organizan para cuidar de la supervivencia básica del cuerpo del que forman parte. Desde una perspectiva evolutiva, lo fundamental es muy sencillo: se elige el «cui­ dado» de uno mismo frente al «descuido» de uno mismo. Los animales que 110 consiguen preservarse a sí mismos no tienen posibilidad alguna de transmitir sus genes, mientras que los animales que consiguen mantener sanos sus cuerpos tienen opciones para transmitir sus genes. Para que un animal sobreviva, se pone el mundo patas arriba para conseguir energía, agua y lodo lo necesario para que el organismo funcione. El dolor y el miedo son señales de supervivencia que indican la necesidad de una con­ ducta correctiva. Los distintos tipos de dolor indican distintas vías para la corrección de una conducta. Estas observaciones de carácter general suscitan preguntas sobre los mecanismos neuronales: ¿cómo es posible que un ratón, por ejemplo, sepa el lugar donde encontrar comida, se apresure a entrar en una madri­ guera o construya una ratonera?; ¿de qué modo las decisiones conductuales que sirven para conseguir nuestro bienestar llegan a las neuronas? La respuesta más sencilla a esta pregunta es que las neuronas del tallo cerebral y del hipotálamo del ratón controlan el «medio interno» del ra­ tón; es decir, el estado interior de su cuerpo en relación a los parámetros

que son importantes para la supervivencia. Cuando se detecta una nece­ sidad en concreto, se genera una emoción motivacional. En el ratón, del mismo modo que en los humanos, el tallo cerebral y las neuronas hipotalámicas regulan la temperatura corporal, los niveles de glucosa, la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y los niveles de dióxido de carbono. La homeostasis es el proceso mediante el cual el medio interno del organismo se regula para aproximarse al rango necesario para la supervivencia. Y el dolor, tal como ha observado el neurocientíflco Bud Craig, es una emo­ ción homeoslática.5Todos nosotros estamos familiarizados con los cam­ bios del medio interno que indican la necesidad de corregir un desequili­ brio: el pánico que experimentamos cuando nos falta el oxígeno; la incomodidad que sentimos cuando tenemos frío; la sensación de sed, las náuseas y el dolor que produce el hambre extrema. Estas señales van acompañadas de distintos impulsos: el de buscar calor, agua, alimemo, vomitar, escaparse, acurrucarse, etcétera. Al utilizar señales perceptuales, como los olores y los sonidos, el cere­ bro subcortical del ratón también hace una valoración de los riesgos y las oportunidades que ofrece el mundo exterior. En las ratoncitas, el olor de las semillas provoca una conducta de acercamiento; en los ratoncitos, el olor que desprende una hembra en celo genera una conducta de cortejo. Un ratón que se adentre en un territorio nuevo en el que huela el orín de otro ratón macho se marchará a otra parre. En nuestro caso, el miedo que suscita en nosotros el gruñir de un perro o el pánico inducido por un humo impredecible son sensaciones inconfundibles y desagradables. Estas sensaciones importantísimas para preservar la vida se integran en el organismo, y se coordinan con un mo­ vimiento de respuesta adecuado por parte de las estructuras subcoriicales del tallo cerebral y del hipotálamo, así como en la corteza insular y la corteza cingulada (véase figura 3.1). Los mecanismos del sistema nervioso simpático preparan el cuerpo para «la lucha o la huida», y cuando la ame­ naza ha pasado, otros mecanismos del sistema parasimpático restablecen la presión sanguínea y el rumo cardíaco a un estado de menor desgaste energético que nos invita a «descansar y digerir». Además, el circuito es sensible a las prioridades, de modo que el miedo a un depredador que se acerque supera a las ganas de comer una sabrosa nuez o al deseo de apa­ rearse con una hembra en celo.

Corteza frontal

BF

Aoh Tálamo

Acoumbens

Amígdala

Cerebelo

G ang lios basales Hipotálamo

V. t

i 5HÍ ^NA fl-list

Ficíuha 3.1. Esta figura ¡lustra esquemáticamente algunas de las estructuras subcorticales y su relación con la corteza cerebral. Obsérvense, en concreto, las numerosas vías que existen entre las zonas frontales y las subcorticales, Incluidas las que Implican una recompensa (el núcleo accumbens) y el miedo (amígdala). El hipotálamo está ampliamente relacionado con muchas estructuras, y suele estarlo de forma bldirecclonal. Del tallo cerebral surgen cuatro sistemas de proyección neuronal con sustancias neuroqulmicas distintas, y cada sistema llega a muchas zonas distintas. Las cuatro sustancias neuroqulmicas. que a veces se deno­ minan neuromoduladores, son la serotonina (5HT), la noradrenalina (NA), la dopamlna (DA) y la histamina (Hist). Diagrama basado en los datos de Josef Parvizi, «Corticocentric Myopia; Oíd Blas in New Cognitive Sciences», Trends in Cognitive Sciences 13, n° 8, 2009. págs. 354-359. (Para ver la ubicación de la amígdala en un espacio tridimensional, véase chttp:// commons.wiklmed¡a.org/wik¡/F¡le:Amygdala_small.g¡f>.) El circuito límbico del tallo cerebral, al integrar las señales tanto del me­ dio interno como de la superficie corporal, supone la base organizativa que se encarga de la autoprcscrvación, y, por consiguiente, de un mínimo sentido del ser.4 Conservar la salud y el bienestar del cuerpo constituye el andamiaje neurobiológico para los niveles elevados de autorrepresentación, como la sensación que se tiene de uno mismo como persona que pertenece a un gru­ po social y que tiene vínculos especiales con algunos individuos concretos.3 Así pues, en un sentido muyr elemental, el «cuidado» es una función básica de los sistemas nerviosos. Los cerebros están organizados para pro-

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H .C l'.R K B R Ü MORAI

curar el bienestar y para buscar alivio ante cualquier incomodidad. Por tanto, de un modo perfectamente claro y directo, el circuito para la autopreservación y el rechazo del dolor se encuentra en el origen de los valores más elementales: los valores de permanecer vivo y bien. Para las ranas, los salmones y los tritones, este tipo de cuidado es todo lo que tienen, y poco más. No obstante, este nivel de integración, que todos los seres vertebra­ dos tienen en alta consideración, es de una complejidad exquisita. La presión que ejerce el proceso de selección para procurarse el cuida­ do de uno mismo es evidente, aun cuando el circuito subyacente se vea oscurecido por su propia complejidad. ¿Cómo podríamos explicar el cui­ dado o la atención a los demás? Tal y como propuse en el capítulo 2, la idea fundamental es que, en el caso de los mamíferos, los ajustes evoluti­ vos en los sistemas emocionales, endocrino, nervioso y de recompensa/ castigo amplían de un modo efectivo el rango de individuos por los que el animal se preocupa, al menos en lo relativo a un conjunto determinado de conductas relevantes para la supervivencia. De este modo, la madre rarón se comporta como si sus recién nacidos estuvieran incluidos en su ámbito básico homeostático: se les debe alimentar, limpiar y calentar, y también hay que protegerlos de los distintos peligros del mundo. Cuan­ do los cachorros están amenazados, su bienestar le importa a la hembra tanto como su propio bienestar, y por consiguiente es capaz de empren­ der acciones correctivas. El dolor y el miedo, sus emociones homeostáticas que conforman el sentimiento y la motivación, se activan cuando el bienestar de sus cachorros está amenazado. Es como si el círculo dorado del «yo» se ampliara hasta incluir a «mis» indefensos cachorritos (véase figura 3.2).6 Si bien es cierto que un lobo o una rata suelen abandonar a sus cacho­ rros cuando se percibe una amenaza tan grande que ella misma debe po­ nerse a salvo, aunque ello implique no salvar a sus cachorros. Así pues, la ampliación de su ámbito homeostático hasta incluir a los cachorros sigue permitiendo reconocer la distinción entre uno mismo y su querida des­ cendencia. Asimismo, los progenitores humanos que se enfrentan a un enemigo sobrecogedor pueden optar por salvarse a sí mismos, aunque a veces la motivación para salvar a los más jóvenes puede llevar al autosacrificio del progenitor. La conducta humana en estas difíciles circunstancias también dependerá de otros muchos factores, como la naturaleza de la

3.2. Esta ilustración muestra las distintas esferas del cuidado. El circuito que permite nuestra propia supervivencia y bienestar en los mamíferos sufre modificaciones hasta abra­ zar a nuestra prole. En los mamíferos sociales, este abrazo puede incluir a nuestros parientes más cercanos, a miembros de otros grupos e incluso a desconocidos, siguiendo pautas decrecientes de intensidad según el grado de apego. F iu in a

calamidad, el temperamento del individuo, el trasfondo sociocultural y la existencia o no de otros hijos. Son sistemas muy poderosos que interaccionan con el sistema de auropreservación, pero que al mismo tiempo van más allá de él. Ese «ir más allá» no ocurre al azar, sino que se relaciona sistemáticamente con el bienestar de otras personas, especialmente nues­ tros parientes. Eos pasos cruciales que nos llevan de cuidar sólo de nosotros mismos a una variedad de tipos de sociabilidad (el cuidado de los demás), que es un rasgo típico de los mamíferos, dependen de los mecanismos neuronales y corporales que «maternalizan» el cerebro de los mamíferos hembra, que a su vez depende de los neuropéptidos como la oxitocina (OXT) y la vasopresina arginina (VPA), junto con otras hormonas. Es casi seguro que estos mecanismos no fueron, en un principio, seleccionados para servir a una serie amplia de finalidades sociales, sino que sólo pretendían asegurar que la hembra contara con los recursos y la motivación necesarios para amamantar, defender y, en términos más generales, dedicarse al bienestar de sus indefensos pequeños hasta que pudieran valerse por sí mismos. Los mamíferos cuyo circuito los preparaba para el cuidado de su descendencia registraban un mayor índice de supervivencia de sus crías que los que se mostraban más negligentes en su cuidado. Sin embargo, la modificación que nos lleva a cuidar de los demás, básicamente los que forman parte de nuestra descendencia, puede experi­ mentar modificaciones adicionales, tal vez de carácter menor, hasta exten­

derse al cuidado de individuos que no son de nuestra propia descendencia pero cuyo bienestar es de alguna manera significativo para el bienestar propio y el de nuestra descendencia. Según la especie y su presión de se­ lección, se elije a favor de distintas disposiciones de tipo social, y en ese caso intervienen otros muchos mecanismos cerebrales. De este modo, en una manada de lobos o en una colonia de castores, sólo encontramos una pareja reproductora; en los grupos de babuinos y en los de oreas, todas las hembras fértiles son reproductoras. Los lémures de cola anillada son marrilineales; las hembras son dominantes en relación a los machos, y se emparejan con múltiples machos. En las nutrias de río y los osos pardos, las manadas están compuestas de una hembra y sus cachorros, y la hem­ bra procrea con cualquier macho apto que la corteje adecuadamente. En el caso de los macacos Rhesus, las crías sólo se relacionan con la madre, mientras que los monos tití están más unidos al padre que a la madre. Esta es sólo una pequeña muestra de la gama de patrones sociales que encontramos en los mamíferos, pero en el trasfondo de todo esto encon­ traremos probablemente distintos patrones de receptores de oxitocina y otras hormonas y sustancias neuroquímicas. Los neurocientíficos Porges y Cárter plantean la pregunta de por qué la OXT y la VPA deben adaptarse a sus funciones especiales dentro del cerebro de los mamíferos.8 A modo de respuesta, señalan que estos péptidos son sumamente antiguos (tienen al menos setecientos millones de años y anteceden a los mamíferos), y que además están relacionados con la regulación del agua y de las sustancias minerales en los organismos de los animales terrestres en general. Una versión evolutivamente anterior de la oxitocina y la vasopresina — la vasotocina— desempeña una fun­ ción en la conducta de apareamiento entre anfibios y es importante para los animales que ponen huevos. Mucho antes de la aparición de los ma­ míferos, la vasotocina formaba parte del juego reproductor. En los mamí­ feros, la regulación del agua y los minerales se hizo mucho más sofistica­ da, ya que durante el embarazo, la hembra tenía que desarrollar una placenta y un saco de líquido amniótico lleno de un fluido en el que cre­ cen los bebés, y después del nacimiento la hembra tenía que producir le­ che para esos bebés.9 Esto nos indica en términos generales por que la OXT y la VPA se prestan a mutaciones evolutivas dentro del campo de la reproducción de los mamíferos, y por qué los homólogos de estos pép-

tidos son importantes en la sociabilidad de las aves. Tal y como ha obser­ vado el biólogo James Hunt, «la sociabilidad, al igual que la m ulticelularidad, ha aparecido en numerosas ocasiones, en diversas taxonomías y ha alcanzado niveles muy distintos de integración».10 No podemos suponer que todas esas formaciones requieren una OXT y una VPA, y para aque­ llas que sí las necesitan, el modo en que las emplean puede ser m uy dispar. ¿Cómo se consigue, a nivel neural, el apego en los mamíferos? Con el fin de seguir avanzando en esta cuestión, primero debemos explorar con mayor detalle el desarrollo de esre concepto de «apego».

V a l o r e s f a m il ia r e s : p e r t e n e n c ia y d e s e o d e p e r t e n e n c ia En todas las mamíferas embarazadas, incluidas las mujeres humanas, la placenta del feto libera una variedad de hormonas al torrente sanguíneo de la madre que surte el efecto de «maternalizar» su cerebro." Estas hor­ monas, incluidas la progestina, el estrógeno y la prolactina, acman prin­ cipalmente sobre las neuronas de las estructuras subcorticales.'1 En los roedores y los gatos, por ejemplo, esta conducta provoca que la hembra embarazada coma más, prepare un nido para su camada y encuentre un lugar considerado seguro para dar a luz. Las hembras humanas también responden a ese impulso del «nido» a medida que se acerca el momento de dar a luz, y (puedo dar fe de ello a título personal) empiezan a limpiar la casa con ahínco y a ultim ar los preparativos para la llegada del nuevo bebé. La producción de OXT se regula al alza (es más abundante) duran­ te el embarazo; en el momento del nacimiento, la liberación de OXT participa de la contracción del útero. La OXT también es fundamental en la subida de la leche durante la lactancia. En el cerebro, la liberación de OXT desencadena la plena conducta maternal, que incluye la preocupa­ ción por los bebés, amamantarlos y ocuparse de que estén calientes, lim ­ pios y seguros. En los seres humanos, la conducta maternal también se activa cuando una mujer adopta a un bebé, y esc apego puede ser tan poderoso como el apego que se siente hacia un bebé al que se haya gesta­ do y alum brado.13 Es m uy probable que la liberación de oxitocina tam­ bién intervenga en esta conducta. Las tías de las crías de suricatas también responden de este modo. Otros mamíferos, con bebés propios, pueden

cuidar de las crías de orras especies, como cuando una perra se deleita en dar de mamar a un cerdito o un gatito. Es probable que los opiáceos endógenos, es decir, las moléculas pare­ cidas al opio que se generan en nuestro cerebro, también desempeñen un papel crucial en las relaciones maternas, y la hembra que amamanta ob­ tiene la recompensa del placer a partir de los opiáceos que se liberan du­ rante la lactancia. Según mi experiencia, diría que la lactancia es agrada­ ble y tranquilizadora, pero no te provoca ninguna clase de «subidón». Las madres de los macacos Rhesus a los cuales se administra naloxona, una sustancia química que bloquea los receptores de opiáceos y, por tanto, también bloquea su efecro, muestran indiferencia hacia sus crías, y tien­ den a mostrarse negligentes con ellas. Las ovejas a las que se les inyecta naloxona rechazan activamente a sus corderitos. Aunque existen factores sociales que complican la comparación, las adictas humanas a la heroína tienden en su mayoría a mostrarse negligentes con sus hijos o a abando­ narlos. Cabe suponer que en las personas que sufren adicción, el efecto modesto de los opiáceos endógenos queda aniquilado por los abrumado­ res efectos de las cantidades relativamente grandes de heroína,14 aunque los niveles anormales de OXT también pueden tener algo que ver. Las madres que consumen cocaína, por ejemplo, registran niveles más bajos de OXT que los grupos de control de madres no adictas, y además mues­ tran una conducta menos m a te r n a l.S in embargo, por lo general, aten­ der a un bebé es una recompensa; sienta bien. En cambio, los niveles de ansiedad se disparan cuando el bebé llora, se separa de la madre o sufre, porque son situaciones que sientan muy mal. Estas consideraciones nos conducen al tema del dolor, o, en términos más generales, al afecto negativo, que es un aspecto central en el naci­ miento de la conducta social de los mamíferos.1'’ Aunque el dolor puede parecer una reacción muy sencilla cuando se experimenta, cabe añadir que se apoya en una anatomía asombrosamente complicada, que incluye muy distintas especializaciones, componentes, sustancias neuroquímicas, vías y conexiones.1 Aparte de los cambios que requieren oxitocina, el sistema mamífero del afecto negativo — dolor, miedo, pánico, ansiedad— también se modificó. En todos los seres vertebrados, el miedo, la ansiedad y el dolor físico se registran como señales de advertencia en el tallo cere­ bral y el hipotálamo que incitan a «protegerse». Estos cambios conducen

a un repertorio de conductas correctivas a lo largo del circuito de autopreservación. Las modificaciones evolutivas de estos sistemas básicos asegu­ ran que los mamíferos respondan a la amenaza y al ataque a su descenden­ cia como a sí mismos. Las respuestas y los sentimientos implicados en las tácticas de «protegerse a uno mismo» también se hallan en las tácticas de «proteger a los míos». Un rasgo de firma del cerebro de los mamíferos es la corteza: una su­ perficie compuesta de seis capas uniformes que conforma el borde exte­ rior de los hemisferios cerebrales (véase figura 3 .3 ).1S Este sorprendente invento evolutivo concentra gran parte de la estructura de procesamiento en un espacio restringido, utilizando de forma inteligente una organiza­ ción microcósmica para sacar el máximo rendimiento a las facultades de procesamiento sin sufrir pérdidas de accesibilidad; es decir, existen co­ nexiones densas a nivel local, conexiones sueltas con regiones lejanas, pero gracias a las excelentes conexiones con los vecinos, cualquier zona puede llegar a otras sólo con dar unos pocos pasos. En nuestra historia, la modificación de un interés particular tiene que ver con la elaboración cortical de la representación del dolor, y en concreto, del dolor que se produce cuando nos separamos de nuestros seres queridos o cuando su­ fren una amenaza. Tal y como el neurocientífico A. D. (Bud) Craig reconoce tím ida­ mente, el dolor es un enigma. Aun así, los principales descubrimientos de los últimos quince años, muchos de ellos realizados por Craig y sus cola­ boradores, han corregido algunas ideas equivocadas que se han ido arras­ trando desde hace tiempo, y ha convertido el dolor y todas sus rarezas en un misterio menos im penetrable.11’ Al clasificar el dolor como una emo­ ción homeostática, en vez de como una sensación como la presión, Craig pretende hacer hincapié en el amplio conjunto de mecanismos de autopreservación. Esto supone un contraste con la función de la visión y la audición, que principalmente se dedican a representar el mundo externo pero no im plican de modo automático una «sensación» modvacional del mismo modo que lo hace, por ejemplo, una quemadura. Desde luego, el contraste es una cuestión de grado, puesto que en últim a instancia la vi­ sión y la audición también sirven a la autopreservación — a veces sólo un poco menos directamente— . Al igual que con la sed o el frío, las señales del dolor que proceden de las tripas del cuerpo, los músculos o las articu-

Tálamo Sistemas modulatorios del tallo cerebra;

Otras zonas corticales, delante del hemisferio

Tálamo

Corteza cerebral

F igura 3.3. Vista del cerebro en sección co­ ronal (un corte de una oreja a otra). Los bor­ des grises de la superficie exterior son la cor­ teza (manto cortical). La diferencia de color entre la materia blanca y la materia gris de­ pende de la presencia de la mielina, que está compuesta de células ricas en grasa que se envuelven alrededor de los axones de las neuronas, proporcionando un tipo de aislamiento que facilita una transmisión más rápida de señales. La materia gris carece de miellna. La sección representa la organización laminar de la corteza y su arquitectura altamente regular. No puede apreciarse la densidad de las neuronas; existen unas cien mil neuronas en un milímetro cúbico de tejido cortical, con aproximadamente mil millones de conexiones sinápticas entre ellas. Adaptación de A. D. Craig, «Pain Mechanisms: Labeled Unes versus Convergence in Central Processing», Annual Review of Neuroscience, n° 26, 2003, págs, 1 -30, y E. G. Jones, «Laminar Distribution of Cortical Efferent Cells», en A. Peters y E.G. Jones ícomp.), Celíuíar Components of the Cerebral Cortex, Nueva York, Plenum, 1984, vol. 1, págs. 521-553.

laciones activan la necesidad de corrección. Como parte de los procesos dinámicos para mantener la homeostasis, el aspecto sensorial del dolor puede variar incluso cuando el estímulo permanece inalterable; por ejem­ plo, los soldados que reciben un balazo en el fragor de la batalla pueden no sentir dolor hasta que se sienten a salvo en el hospital, del mismo modo que pueden no sentir sed o hambre. J al y como aparece reflejado en la figura 3.4, el sistema central del dolor en los seres humanos nace de una región de la médula espinal lla­ mada lám ina I, en la que las señales sobre el dolor (nocicepción) se reci­ ben de los tejidos corporales y de los órganos. I,a vía neural transporta estas señales hasta la médula espinal, en el sistema cerebral, donde se pro­ duce un diálogo entre regiones que regulan las respuestas homeostáticas, y después continúa hasta las regiones específicas del tálamo. Este sistema, conocido como tracto espinotalámico, permite la localización muy preci­ sa de señales nociceptivas, así como distintas clases de sentimientos dolo­ rosos — la diferencia entre un dolor punzante y una sensación de quema­ zón o la sensación de pérdida— . A nivel cortical, hay dos lugares que desempeñan un papel crucial en el procesamiento del dolor: la ínsula (arremolinada debajo del lóbulo frontal y que puede pasar desapercibida) parece un elemento esencial en el procesamiento de las sensaciones des­ agradables que nos aportan las experiencias dolorosas — los aspectos cua­ litativamente negativos— mientras que la corteza cingulada anterior (CCA), a la cual está conectada, domina el aspecto motivacional (el de «hacer» algo) del dolor. La ínsula, tal y como aparece en la figura 3.5, integra la sucesión de señales corporales para que envíen un informe com­ pleto sobre el estado del organismo. Primero, las señales llegan a la parte posterior de la ínsula, y luego parece que se reprocesan a través de una serie de pasos que van desde la parte de atrás al área frontal de la ínsula, y probablemente asciendan en complejidad e integración según lo que se intenta representar. La ínsula parece representar el «estado de uno mismo» y «el estado de lo mío», ya que integra las señales procedentes de todo el cuerpo y del cerebro. Cuan­ do se registra una señal de que «algo va mal», como un frío paralizante o un ataque inminente, el sistema responde con señales de incomodidad o dolor, motivando así una acción de respuesta. Siendo fieles a su neuroanatomía, los pacientes con demencia frontotemporal, que implica la

Fk :ur, . 3.-1. La ilustración representa la vía dominante que sigue el dolor en el cerebro huma­ no y la médula espinal tal y con o se vería en una secclór cororal. La corteza y otras cstruc turas de materia gris (principalmente los cuerpos de neuronas) aparecen sombreadas con un gris más oscuro; la materia blarca (principalmente, axones mieiinízados de neuronas), con un gris claro. Obsérvese que el tracto espínotaiámico lateral realiza conexiones en el tallo cerebral con la reglón que regula la homeostasis, y luego continúa estableciendo conexiones sinópticas en dos núcleos distintos (regiones de materia gris) en el tálamo. Un núcleo talámico se proyecta hacia la ínsula anterior (la corteza in:eroceptiva). que contiene una representacón del estado fisiológico del cuerpo, y hada la corteza somatosensorial (área 3a); el otro núcleo envía neuronas al OCA (corteza cingulada anterior). Extraído oe A. D. Craig, «Paln Mechanisms: Labeled Lines versus Convergence in Central Processing», Annual Review of Neuroscience, n° 26. 2003, págs. 1-30. (Reproducido con el permiso del autor.)

he 3.5. Una fotografía anatómica que muestra la ínsula del hemisferio izquierdo oel ce­ rebro. La ínsula ha quedaoo expuesta al diseccionar partes del lóbulo frontal, el lóbulo tem ­ poral y el lóbulo parietal. La ínsula también puede quedar expuesta sin ser diseccionada separando el lóbulo frontal del temporal, a, m, p: giro anterior, medio y posterior de la ínsula anterior; A, P: giro anterior y posterior oe la ínsula posterior; APS: surco peninsular anterior; SPS: surco peri.nsular superior; IPS: surco peninsular Inferior; H: giro Heschel. (Jn «giro» o «crcunvolución» es un mortículo; ur «surco» es una hondonaoa; esta geografía viene dada por el efecto de plegaao a medida que el cerebro crece y se amolda a la estructura del crá­ neo. Los puntos de referencia son aproximados y varían sensiblemente de una persona a otra.) Extraído de Thomas P. Naídlch y otros. -The Insula: Anatomlc Study and MR Imaglng Dlsplay at 1.5 T*. American Journal o f Neuroradiology, n° 25, 2004. pág. 226. (Reproducido con el permiso del autor.) destrucción de las neuronas situadas en la ínsula, muestran una pérdida pronunciada de respuestas empáticas así como una disminución de la experiencia del dolor. La región situada en la parte superior de la jerarquía de procesamien­ to — la ínsula anterior— parece ser un rasgo único de los primates, y está más desarrollada en los humanos que en otros primates.20 No se sabe con exactitud lo que estas diferencias significan en cuanto a la disparidad de capacidades, pero pueden incidir en la complejidad de representación del «estado del yo» y el «estado de lo mío».21 Puesto que los seres humanos tienen cerebros sociales, nuestro sistema de dolor más generalizado nos hace sentir mal no sólo cuando nuestro bienestar se ve amenazado, sino cuando el bienestar de nuestros seres queridos también lo está. Las crías de mamífero están asustadas cuando se separan de quienes sienten apego, y emiten llamadas de socorro. Se trata de un rasgo positivo, puesto que no pueden alimentarse por sí mismos ni defenderse, y necesitan a su madre o a su padre.22 Además, las madres mamífero, y, en algunas especies, los padres, sienten ansiedad y malestar

cuando oyen a sus crías em itir llamadas de ayuda. También es un rasgo positivo por la misma razón: sus crías los necesitan. Tanto la ínsula como la CCA responden al dolor físico, pero también responden al dolor social motivado por la separación, la exclusión o la desaprobación, así como al dolor que resulta de errores y predicciones incorrectas. ^ Cuando una madre mamífero logra poner a salvo a su bebé y satisfa­ cer sus necesidades, se liberan opiáceos endógenos y OXT, tanto en el cerebro del bebé satisfecho como en el de la madre satisfecha. Estar juntos les sienta bien. Los humanos conocemos este sentimiento aunque no se­ pamos nada acerca de la oxitocina ni de los opiáceos endógenos. Los sentimientos de remordimiento, culpa y vergüenza son típicos de la mayoría de seres humanos (no todos) después de dañar a alguien. Los psicópatas, aunque conozcan la importancia social de expresar remordi­ mientos durante un juicio, en realidad no sienten ninguno, aunque ha­ yan causado terror, mutilaciones y muerte. Los psicópatas son personas que pueden ser astutos y encantadores en un determinado entorno social pero que carecen de conciencia, y no tienden a crear vínculos afectivos.24 Los estudios que existen sobre los psicópatas (las palabras «psicópata» y «sociópata» suelen emplearse como sinónimos) nos han permitido sinte­ tizar una serie de criterios muy precisos para su diagnóstico.23 Los indivi­ duos a quienes se les diagnostica una psicopacía suelen tener seis o más delitos graves en su historial delictivo, son reacios a formar relaciones a largo plazo, son manipuladores, embaucadores, y no tienden a experi­ mentar sentimientos profundos, sean positivos o negativos. Ted Bundy, que confesó haber cometido treinta asesinatos entre 1974 y 1978 y que se dedicó a la tortura y a la necrofilia, fue el clásico ejemplo de psicopatía. No sentía ningún tipo de remordimiento o culpa por sus acciones, pero en cambio era un tipo atractivo y encantador. Por el contrario, Charles Manson, el líder de una secta acusado de conspiración para cometer los asesinatos de Tate y LaBianca en Los Angeles en 1969, sufría un espejis­ mo, y se veía a sí mismo como el líder de una revolución que beneficiaría a la humanidad. ¿Son distintos los cerebros de los psicópatas? Por lo visto, sí. Los datos de los que disponemos indican diferencias importantes entre los cere­ bros de los psicópatas y los de los sujetos de control sanos en las zonas que regulan las emociones, los impulsos y las respuestas sociales. En concreto,

las regiones paralímbicas del cerebro son distintas en los psicópatas tanto a nivel anatómico (son de un tamaño más reducido) como funcional (re­ gistran niveles más bajos de actividad en el aprendizaje emocional y en las tareas de toma de decisiones).2" Las zonas paralímbicas incluyen las áreas que uno esperaría que estuviesen implicadas: estructuras subcorticales que regulan las respuestas emocionales, como la amígdala y el septo, estructu­ ras relacionadas con la memoria (las zonas del hipocampo), y las zonas de la corteza que se sabe que participan de las interacciones sociales, inclui­ dos los sentimientos de dolor y placer social (la ínsula, la CCA, la corteza orbital frontal y el lóbulo temporal lateral; véase figura .3.6).2 Los estudios en gemelos y en miembros de una misma familia indican que la psicopatía es hereditaria en un rango aproximado del 70%; las condiciones de abuso o desatención durante la infancia pueden agravar la psicopatía de quienes están predispuestos genéticamente a ella.28 Puesto que una parte muy importante de la población carcelaria (quizá un 30 o un 40%) registra patrones elevados en los criterios para diagnosticar la psicopatía, y debido a que los psicópatas pueden ser embaucadores y des-

F iguua 3.6. Dibujo del cerebro humano en el que se muestra la ubicación de la corteza clngulada anterior, la corteza orbitofrontal (llamada así porque está situada encima de las órbi­ tas de los ojos), el giro del hipocampo, el giro frontal superior, el giro temporal inferior, el giro 'usiforme y el cuerpo calloso (la principal vía de conexión entre los dos hemisferios). Basado en Wikimedia Cornmons ().

tructivos, nos encontramos ante un trastorno social de gran calado. La psicopatía también nos recuerda la importancia del afecto negativo en nuestras relaciones sociales — su papel crucial en el aprendizaje de una conducta social adecuada, en acallar las acciones antisociales y en desarro­ llar una conciencia. Si no se siente dolor social, entonces causar una mutilación que acabe con una vida tiene la misma importancia que una broma de colegial.2'' Puesto que los cerebros humanos poseen amplias regiones prefrontales y límbicas, no necesitamos responder con rigidez a situaciones des­ agradables.’0 Podemos considerar otras opciones que nos permitan evitar el dolor en un futuro, o podemos soportar un dolor inmediato para obte­ ner un beneficio posterior. Podemos trazar planes a largo plazo y pensar en sus posibles consciencias. El modo en que efectuamos todas estas ope­ raciones es un tema de constante investigación, aunque aún no alcance­ mos a comprenderlo del todo.31 Lo que sí sabemos es que aplazar la grati­ ficación suele implicar un grado de conciencia así como el estímulo de la imaginación al pensar en los efectos que tienen nuestras acciones en el futuro, pero también pueden influir hábitos arraigados que estén instala­ dos en nuestro sistema de recompensas.32 Sin embargo, esta evaluación no debería considerarse como una cuestión «estrictamente cognitiva», en el sentido de no estar influenciada por las emociones, como lo sería el cálcu­ lo de una suma de las cifras 29 y 57. De hecho, la valoración de aconte­ cimientos futuros imaginados, un proceso de restricción y satisfacción, está moldeada por señales del circuito de valencias que constituye la esen­ cia misma del ser, de sentirse bien y de desenvolverse socialmente. La «fría» razón no está desprovista de emociones. Se diría que queda equili­ brada por las emociones de actitudes como la prudencia, la vigilancia y la cautela. H ay otra modificación evolutiva en el cerebro de los mamíferos, que implica al nervio vago y al tallo cerebral (véase figura 3.7). El nervio vago es una clase de conducto que permite enviar y recibir señales detalladas de todos los aspectos del cuerpo — interno, muscular, piel y huesos— . Los mamíferos desarrollaron una nueva rama del nervio vago que modificó de un modo profundo una respuesta especializada de conducta ante el peli­ gro, a saber: la paralización. Quedar paralizado puede confundir a un depredador, ya que depende del movimiento para saber dónde se encuen-

F ü ijra 3.7. Las vías del nervio vago. Izquierda: diagrarra esquemático que muestra la ubi­ cación del nervio vago (el dccirro nervio craneal) cuando entra en el tallo cerebral, visto desde la parte Interior del cerebro. Derecha: diagrama esquemático que muest'a la gama excepcionalmente amplia de inervación por el nervio vago. Se cree que las «intuiciones» dependen de las señales del nervio vago. Copyright Rloomsbury Educational Ltd., . (Adaptado co n permiso.) tra exactamente la presa. Una lagartija puede quedarse quieta si se la asus­ ta, por ejemplo. El neurocienrífico Stephen Porges33 afirma que las modi­ ficaciones en los mamíferos del circuito de «congelación» permite una nueva conducta que mantiene la parálisis pero expulsa el miedo asociado a ella, permitiendo de este modo la inmovilidad sin temor. ¿Por qué este factor es importante? Porque las madres mamífero nece­ sitan la capacidad de estar inmóviles sin sentir temor mientras permane­ cen vigilantes. Desde la perspectiva de los reptiles, ésta es una extraña combinación de estados, pero para amamantar a las crías durante varias horas al día, una madre mamífero necesita quedarse muy quieta para que las crías puedan alimentarse sólo de su alimento.

Su cuerpo no puede estar en «modo de apagado», sino preparado para responder a amenazas y a intrusos. Cuando las madres mamífero están tranquilas, el cuerpo y el cerebro no deben responder como si estuvieran paralizadas con miedo, porque paralizarse con temor movilizaría el siste­ ma simpático, amortiguando los efectos de la oxitocina, e interrum pien­ do así el flujo de la leche. La madre lactante debe estar quieta, calmada y relajada, pero también preparada por si surge un peligro. La madre m am í­ fero también necesita estar tranquila para la cópula (pensemos en las va­ quillas que básicamente se quedan quietas mientras el toro deposita enér­ gicamente su esperma) yrpara el parto (correr sería peligroso para la madre o la cría). De este modo el nervio vago, que a menudo se tiene por otro aburrido y viejo nervio craneal que se debe memorizar para el examen de anatomía, es, en el caso de los mamíferos, una parte m uy especial de nuestra naturaleza social. Para las ratas, los ratones y otros muchos mamíferos con una corteza prefrontal (CPF) pequeña en comparación con el tamaño del cuerpo, el tallo cerebral y otras estructuras subcorticales son los elementos principa­ les en la integración de señales y en la toma de decisiones, como si se debe huir ahora y comer después, si se debe luchar ahora o dentro de unos días, o si se debe incurrir en una experiencia dolorosa para defender a las crías de un depredador. En los primates, como los monos, los chimpancés y los humanos, la amplia corteza prefrontal implica que las estructuras subcor­ ticales participan del proceso de toma de decisiones pero no suelen domi­ nar en él, aunque puede ser así en episodios de pánico.14 De ahí que, en los primates, exista una relación más flexible y más compleja entre los estímulos y la conducta. Barry Keverne ha descrito esta holgura como una especie de liberación de los patrones fijos de acción que vemos en los mamíferos de cerebro pequeño.33 La incursión en la compleja espesura del dolor, el miedo, el placer y el sistema de recompensas tiene una contrapartida más. La predicción, tal y como señala el neurocientífico Rodolfo Llinás, es la función cerebral más importante y más generalizada de todas.36 Esto es así porque a la hora de guiar la conducta, las operaciones predictivas están al servicio de la super­ vivencia y el bienestar. Cuanto mejor sea la predicción, más probabilida­ des hay de que el individuo sobreviva a un depredador, encuentre buena comida y evite los peligros. Al igual que en la magia del interés compues­

to, las capacidades predictivas ganan exponencialmente en capacidad y abstracción gracias a la expansión de las redes neurales entre la entrada sensorial y la salida motora. Los primeros mamíferos podían utilizar su neocorteza para anticiparse con mayor efectividad a una circunstancia potencialmente peligrosa. Los mamíferos de gran cerebro pueden ser in­ cluso más inteligentes en sus predicciones y en su modo de actuar.’ Para los mamíferos sociales, anticiparse a lo que harán los demás es sumamen­ te valioso: ¿el otro compartirá, morderá, pegará, se emparejará o qué hará? Saber anticiparse a un problema social suele implicar una carga emo­ cional, y motiva la acción preventiva de un modo adecuado a las circuns­ tancias. Además, el bebé aprende a anticiparse a la conducta de su madre y a la de sus compañeros de camada, llegando incluso a predecir las accio­ nes de ciertos movimientos depredadores — juego, heridas, etcétera— . Según proponen DonTucker y sus colaboradores, esta dinámica marca el modesto inicio de una representación interna de los objetivos de otros individuos,38 una representación que es más abstracta que una predicción de movimiento pero que depende de haber aprendido una serie de asocia­ ciones mediadas por las neuronas neocorticales.39 Desde hace m uy poco tiempo, los experimentos en conducta animal se han centrado en descu­ brir si los animales no humanos tienen un modelo mental de los objetivos y los puntos de vista de terceros, y algunos de los resultados son asombro­ sos. Según ha demostrado la etóloga Nicola Clayton, un arrendajo en­ tiende lo que otros arrendajos pueden ver, y es capaz de adaptar su estra­ tegia de caza como consecuencia de ello.40 Si un arrendajo que esté en posición predominante puede ver el alijo de bellotas de otro arrendajo, el propietario de esos alimentos mueve el alijo. Pero no lo hará si el arrenda­ jo que observa no es predominante dentro del grupo. Los chimpancés han demostrado ser totalmente capaces de ajustar su conducta de un modo m uy parecido al de los arrendajos. Pensemos en un chimpancé madre que anticipa que su cría provocará una reacción hostil en el macho alfa si esa cría se atreviera a coger parte de la comida destina­ da a los adultos. La madre siente cierto dolor anticipatorio al detectar las intenciones de la cría, y la ahuyenta antes de que empiecen los problemas. En los seres humanos, estas humildes pero útiles herramientas predictivas conducen a un amplio esquema de los estados mentales de los demás; a saber, una «teoría de la mente» repleta de representaciones abstractas

como son los «objetivos» y las «creencias». (Me referiré a la neurobiología de la «teoría de la mente» en los capítulos 4 y 6 de este libro.) La creciente comprensión neurobiológica del apego en los mamíferos encaja con la observación de que el sistema nervioso conserva un gran parecido entre especies. Las neuronas son m uy parecidas y presentan un funcionamiento muy similar en los humanos, los ratones y las babosas; la paleta de sustancias neuroquímicas que incide en las neuronas y los múscu­ los es sustancialmente la misma en todos los vertebrados e invertebrados; los patrones básicos del desarrollo del cuerpo y del cerebro también son parecidos entre los vertebrados y los invertebrados. Lo más curioso es que las modificaciones más modestas en las estructuras neurales existentes — la expansión de una zona auditiva o la ampliación de una región que repre­ sente el tacto de los dedos, por ejemplo— pueden generar resultados dis­ tintos, como una mayor capacidad para discernir patrones de sonidos o de tacto.11 En este sentido, el neurobiólogo Jaalc Panksepp sugiere que el do­ lor que sienten los mamíferos ante una separación social puede deberse a una modificación de un antiguo instinto de «preferencia por un lugar» — con su correspondiente ansiedad ante un espacio desconocido— que suele apreciarse en los animales no mamíferos.42 La familiaridad es agrada­ ble porque permite una mayor predictibilidad, y ello conlleva una reduc­ ción de la ansiedad. El placer de estar en compañía de otros miembros de un mismo grupo explota el circuito de sentirse cómodo en unas condicio­ nes conocidas y seguras, es decir, en un estado de «reposo y digestión». Los cambios evolutivos de los mamíferos, en virtud de los cuales se siente do­ lor ante la separación de nuestros seres queridos, son tal vez leves modifi­ caciones desde el punto de vista del circuito cerebral, pero generan algo bastante distinto en un nivel más amplio: procurar cariño a los demás. La evolución biológica no logra adaptaciones diseñando un nuevo mecanismo desde el principio, sino que modifica poco a poco lo que ya existe. Las emociones sociales, los valores y la conducta no son el resulta­ do de un plan de ingeniería completamente nuevo, sino más bien una adaptación de patrones existentes y mecanismos que están íntimam ente relacionados con el circuito de autopreservación para la lucha, la paraliza­ ción y la huida, por un lado, y para el reposo y la digestión, por otro. El dolor de la exclusión, la separación y la desaprobación, por ejemplo, no requiere un nuevo sistema, sino que explota, amplía y modifica lo que ya

existe para registrar el dolor físico y las emociones homeostáticas en los mamíferos. En el próximo apartado analizaremos cómo el sistema nervio­ so de algunos mamíleros amplió sus patrones de apego más allá del círcu­ lo restringido de su descendencia.

A p e g o a l a s p a r e ja s Aunque a veces damos por sentado que se trata de un patrón único que caracteriza a los seres humanos, lo cierto es que el apego a largo plazo a una pareja se halla en un 3% de todos los mamíferos, incluidos los casto­ res, los marmosetas, los macacos tití, los gibones, el ratón de patas blan­ cas, los ratones de campo y el ratón de los pinos.4’ Sin embargo, la mayo­ ría de mamíferos, aunque sean sociales, son promiscuos o estacionales en sus pautas de emparejamiento. Una proporción mucho más elevada de aves (cerca del 90%) sienten una fuerte preferencia por su pareja y man­ tienen relaciones a largo plazo.11 Nuestros parientes vivos más cercanos (los chimpancés y los bonobos) no establecen relaciones de pareja a largo plazo, y lo mismo ocurre en la mayoría de roedores y monos. El apego a largo plazo a una pareja es una forma altamente significa­ tiva de sociabilidad: amamos al otro, queremos emparejarnos con él, estar juntos, verle prosperar y cuidarlo. Nos entristecemos durante la separa­ ción o cuando nuestra pareja está herida o amenazada. Cuando una pare­ ja fallece, el miembro superviviente se deprime y a veces le cuesta mucho recuperarse de esa tristeza.43 Sin embargo, el apego a una pareja no impli­ ca exclusividad sexual — tal y como revelan los estudios genéticos en roe­ dores y humanos— ,46 lo cual podría estar relacionado con la diversidad genética, tal y como sugieren los estudios sobre el topo común (que tiene el evocador nombre científico de Cryptomys hottentotus hottentotus).' Pero, actualmente, la cuestión que se baraja es la siguiente: cuando detec­ tamos una intensa preferencia por una pareja en los ratones de campo, por ejemplo, ¿qué información procesa el cerebro para que un ratón de campo sienta inclinación por una misma pareja de por vida, pero no ocu­ rra lo mismo, en cambio, en un ratón de montaña? Los ratones son roedores cuyo aspecto es muy parecido al de los rato­ nes gorditos con colas cortas. Los ratones de campo y de montaña, por

mucho que se parezcan físicamente, son muy distintos en cuanto a sus hábitos sociales: los ratones de campo se emparejan de por vida; los de montaña no muestran ninguna preferencia por sus parejas. Los ratones macho de campo resguardan a la hembra y la protegen de posibles intru­ sos, y los machos comparten el cuidado de las crías, lamiéndolas, movién­ dolas y defendiéndolas. En el caso de los ratones de montaña, sólo las hembras cuidan de sus crías, y lo hacen por un período más breve que en los ratones de campo. Los niveles generales de sociabilidad también son distintos. Si los colocamos al azar en una sala amplia, los ratones de cam­ po tenderán a permanecer juntos; en cambio, los de montaña se confor­ man con estar a solas. Las parejas macho-hembra de ratones de campo proporcionan la base para crear grupos familiares más amplios, en los que los parientes ayudan en el cuidado de los más jóvenes. No ocurre así en los ratones de montaña. Los ratones de montaña y los de campo son m uy parecidos en la es­ tructura general de sus cerebros, pero si los comparamos a nivel microestructural descubriremos diferencias en su neurobiología que explicarían estas grandes diferencias en sus hábitos de sociabilidad. En la década de 1970, Sue Cárter, una neuroendocrinóloga de la U ni­ versidad de Illinois, había estado estudiando los efectos de las hormonas en el cerebro y la conducta cuando observó que los ratones de campo muestran preferencias por una pareja y que, además, el vínculo afectivo se forma en el primer emparejamiento. Mientras se preguntaba acerca de este sorprendente fenómeno, llegó a pensar que las hormonas sexuales — probablemente el estrógeno— tenían la clave para explicar las inusua­ les pautas de apego de los ratones. Aunque fue una suposición acertada, sus experimentos no corroboraron la hipótesis del estrógeno. Buscó la respuesta en otra parte, y reflexionó acerca del extraordinario trabajo neuroendocrinológico del biólogo Barry Keverne realizado en ovejas.18 El la­ boratorio de Keverne había demostrado que una inyección del neuropéptido oxitocina en el cerebro de una oveja sexualmente inexperta podía suscitar una conducta maternal plena, incluido un vínculo entre oveja y cordero. Corno bien sabrá cualquier granjero, conseguir que una oveja se una afectivamente a un corderito huérfano es m uy difícil, incluso en el caso de las ovejas que acaban de dar a luz a un cordero muerto y estarían dispuestas a cuidar de otro. El resultado era, por tanto, sorprendente. Si

el apego entre madre y crías está regido por la oxitocina, ¿podríamos afir­ mar que los vínculos afectivos con la pareja son una extensión de esta misma pauta? El instinto de Cárter resultó ser de gran utilidad, y puso en marcha una serie de investigaciones al respecto. Mientras leía acerca de estos estudios, empecé a sospechar que éste era el vínculo asociado con el tipo de cuidados que normalmente relacionamos con la conducta moral humana.^ Quizá Hume lo aceptaría como el germen del «sentimiento moral».

Los MECANISMOS DEL APEGO A LA PAREJA Tal y como mencioné anteriormente, la oxitocina es un péptido muy sencillo y muy antiguo; se trata de una cadena compuesta de nueve esla­ bones de aminoácidos (la hemoglobina, en cambio, es una cadena alta­ mente compleja, con más de quinientos eslabones de aminoácidos). La molécula de la OXT tiene un pariente, la vasopresina arginina (VPA), y ambas parecen haberse desarrollado a partir de un antepasado común, del que sólo diferían en dos aminoácidos. A] igual que la OXT, la VPA se halla en el cerebro y en el organismo, donde desempeña un papel funda­ mental en el mantenimiento de la presión sanguínea y el equilibrio del agua. La OXT y la VPA se liberan naturalmente en el hipotálamo, y de ahí se esparcen ampliamente a otras áreas subcorticales, como las que están implicadas en las dinámicas de recompensa (incluido el núcleo accumbens), en la regulación de la conducta sexual (el septo) y en la regulación de los hábitos de parentesco. La OXT es más abundante en las hembras que en los machos. La VPA se libera a partir de otras áreas subcorticales, incluyendo la amígdala medial, el septo lateral y el núcleo periventricular, y es más abundante en machos que en hembras. Los niveles de VPA au­ mentan cuando el macho entra en la pubertad; se libera durante la etapa de excitación sexual y decae poco antes de la eyaculación. En las ratas macho, la OXT favorece la función eréctil, llegando a un nivel máximo durante el orgasmo y descendiendo a niveles mínimos al cabo de treinta minutos después de dicho orgasmo.50 El factor de liberación de corticotropina (FLC) también es una pieza muy importante de la vida social de

los mamíferos. Se relaciona con el estrés, y por tanto con la ansiedad y sus incomodidades. Cuando los animales se sienten seguros y cómodos, sus niveles de OXT suben y sus niveles de FLC descienden del nivel de «lucha o huida». Por consiguiente, se reduce la ansiedad. Sin embargo, cabe des­ tacar que niveles moderados de FLC incrementan los lazos afectivos en los ratones macho de campo.11 Con el fin de hacer sentir sus efectos, la OXT y la VPA se vinculan a receptores específicos de proteínas en la superficie de las neuronas, y de ahí que el papel de la OXT en la conducta dependa de su abundancia relativa, pero también de la densidad de los receptores de las neuronas en una zona particular del cerebro. Por ejemplo, las ratas hembra que lamen y cuidan más de sus crías presentan una mayor densidad de receptores de OXT que otras hembras. La OXT sólo tiene una clase de receptor, pero la VPA tiene dos receptores distintos en el sistema nervioso. Vincularse a uno significa desempeñar una función determinada en los lazos afectivos del emparejamiento y la conducta de los progenitores respecto a su prole, mientras que vincularse al otro se relaciona con la ansiedad y la agresión, especialmente en cuestiones de protección de la pareja.12 En las investigaciones llevadas a cabo hasta la fecha, el principal con­ traste neurobiológico entre los ratones macho de montaña y los ratones macho de campo es que estos últimos tienen una densidad m uy superior de receptores de VPA y OXT en dos regiones subcorticales muy específi­ cas del cerebro: el pálido ventral y el núcleo accumbens (ambos forman parte del sistema de recompensas y castigo; véase figura 3 .8 ).x! Aunque todos los mamíferos tienen OXT y VPA en el sistema nervioso central y todos tienen receptores para ambos, los experimentos han demostrado que es la densidad del receptor en estas dos regiones concretas y altamen­ te interconectadas lo que determina una diferencia clave en la conducta social. Si a modo de experimento bloqueamos los receptores de manera que la OXT y la VPA no puedan vincularse, entonces los ratones tratados no establecerán vínculos afectivos después del primer emparejamiento, y no mostrarán la conducta social típica de los ratones de campo. Como la neurobiología es lo que es, no debería sorprendernos que otros factores adicionales, como las variaciones en los circuiros neurales y en los niveles de otras hormonas, tuviesen un papel destacado en el hecho de que los individuos de una especie formen lazos afectivos a largo plazo o no. Por

Puntos calientes hedónicos

h> .1 1 • 3.8. Dibujo del cerebro de una rata en el q je se muestra e. c roulto principal del sisterra de recompensas. Tres estructuras subcortlcales crucales conforman el núcleo accumbens, el pa'ido ventral y el núcleo parabraquial. Las princpales estructuras corticales relac»nadas con los puntes calientes hedónicos son la clngulada anterior, la corteza orbitofrontal, la ínsula y la corteza ironía! ventrornedíal. El AVT (área ventral tegmental) contiene neuronas que liberan doparrina, y estas neuronas se proyectan en el pálido ventral, el núcleo accumbens y la corteza orbitofrontal, y son importantes en el aprendizaje del sistema de recompen­ sas. Todas las estructuras y vías también existen en el cerebro humano. Extraído de Kent, C. Berridge y Morten Kringelbach, “Attectlve Neuroscience ot Pleasure: Reward ¡n Humans and Animáis», Psychopharmacology, n° 199, 2008, págs, 457-480. (Reproducido con el permiso del autor.) eso es mejor considerar los datos sobre las elevadas densidades de recep­ tores que se correlacionan con las relaciones afectivas a largo plazo como el inicio de la historia, no como su final. ¿Cuál es exactamente el efecto que se produce en las neuronas cuando estos dos péptidos, la OXT y la VPA, se vinculan a sus respectivos recep­ tores? Ya se están llevando a cabo investigaciones en esie sentido, aunque

aún no tenemos respuestas concluyentes. Además, las respuestas van a ser sin duda alguna complejas, incluso en el caso de los ratones, puesto que las neuronas que inciden en estos procesos forman parte de un sistema más amplio, lo cual significa que lo que ocurra en otras partes (en el ám­ bito de la percepción, la memoria, etcétera) también tendrá un impacto. La OXT se libera durante las interacciones sociales positivas, y se ha de­ mostrado que inhibe las conductas defensivas, como la lucha, la huida y la parálisis. Al parecer, lo hace mediante la interacción con el eje hipotalámico-pituitario-adrenal con el fin de inhibir la actividad en la amígdala, una estructura evolutivamente antigua que, entre sus distintas funciones, tiene la de regular las respuestas al miedo. La liberación de OXT también tiende a regular a la baja (a amortiguar) las respuestas automáticas de lu­ cha y huida en el tallo cerebral, y en general reduce la reactividad del sis­ tema nervioso ante los factores que provocan estrés. En consecuencia, sus efectos dependen del contexto en el que se encuentren. La OXT adminis­ trada a las ratas macho incrementa la agresión hacia un intruso, pero hace descender la agresión hacia las crías. ¿Se extiende el perfil de densidad de receptores que vemos en los rato­ nes de campo a otras especies monógamas? Al parecer la respuesta es po­ sitiva en los monos marmosetas,'’4 los macacos titP5 y los ratones de patas blancas (Peromyscus californicus). En cambio, las especies promiscuas como el mono Rhesus y la varie­ dad Peromyscus leucopus del ratón de patas blancas tienen un perfil de re­ ceptor de OXT y de VPA parecido al del ratón de montaña (que es pro­ miscuo). Aún no se han determinado datos comparables acerca de la densidad de receptores en la anatomía humana, puesto que los métodos de inyección para etiquetar los receptores no pueden llevarse a cabo en humanos vivos, y no son eficaces cuando se aplican a cerebros de personas fallecidas. Sin embargo, debido a que los mecanismos y las estructuras se conservan bastante bien entre distintas especies, es razonable suponer que los humanos que forman relaciones estables a largo plazo tendrán densi­ dades de receptores más parecidas a las de los ratones de campo, los mar­ mosetas y los gibones que a las de los monos de montaña y los chimpancés. En su investigación de las relaciones existentes entre los genes, el cere­ bro y la conducta en humanos, Eíeike Tost indicó recientemente que una variante particular del gen receptor de OXT (OXTR) se corresponde con

algunos tipos de variables en la sociabilidad estudiada en humanos, in­ cluidos algunos tipos de impedimento social.5r’ El alelo (el gen OXTR se conoce como rs53576 y el alelo como rs53576A) establece una correla­ ción con diferencias anatómicas concretas (relacionadas con los sujetos normales de control): descensos en el tamaño de la materia gris en el hipotálamo; mayor conectividad entre el hipotálamo y la amígdala y entre el hipotálamo y la corteza anterior cingulada; y, sólo en los machos, un incremento en el volumen de la materia gris de la amígdala.17 En las prue­ bas para determinar si ese factor incidía en la actividad cerebral durante una tarea que supusiera una inversión emocional, los investigadores regis­ traron un descenso en los niveles de actividad de la amígdala. En cuanto a la conducta, utilizando escalas establecidas de autovaloración,w el alelo estaba relacionado con una menor sociabilidad (deseo de pertenencia, empatia hacia los demás, paternidad y maternidad responsa­ bles, capacidad de crear vínculos afectivos a largo plazo, etcétera). Todavía no existe ninguna técnica para determinar directamente la densidad y la distribución de los receptores en sujetos vivos, de ahí que las investigacio­ nes se centren en estructuras neurales que se sabe que aíslan la OXT (por ejemplo, el hipotálamo) o que están altamente conectadas con áreas que tienen receptores de OXT (por ejemplo, la amígdala). Para explicar las variaciones en el temperamento social, Tost y otros señalan que, en los sujetos que tienen el alelo rs53576A, la estructura y la conectividad no estandarizadas entre el hipotálamo, la amígdala y la cingulada anterior pueden generar sentimientos menos positivos (incluso negativos) acerca de las interacciones sociales. Lo que un sujeto de control podría interpre­ tar como una interacción agradable — como cuando charla con un desco­ nocido haciendo cola en una tienda o cuando ayuda a un vecino a cargar unas bolsas— , esos otros sujetos lo interpretan como interacciones des­ agradables. Son datos plausibles, debido a lo que ya sabemos sobre el importante papel que desempeña la amígdala en las sensaciones de miedo y de respuestas al miedo, así como en las respuestas sociales positivas.19 Son muchos los factores que ejercen una función en la sociabilidad de los seres humanos y — tal como debatiremos en el capítulo 5— los genes por sí solos rara vez surten grandes efectos, a no ser en función de si partici­ pan de redes genéticas de múltiples nodulos y de si participan de las redes de un entorno cerebral con múltiples bucles. Como consecuencia de ello,

el hallazgo sobre una variante significativa del gen del OXTR, aunque es importante, seguramente sólo será parte de la historia de la sociabilidad humana y su amplia variabilidad. Para llegar a apreciar estos otros factores, hay que tener en cuenta que existe un efecto generacional de la conducta materna en los niveles de OXT del bebé, así como en su consiguiente conducta social. Michael Meany y sus colaboradores demostraron que las ratas madre que registran niveles elevados de conducta materna también presentan niveles altos de OXT; los receptores de su conducta materna también tienen niveles altos de OXT y se ha demostrado que este hecho está en parte relacionado con el cuidado y las lameduras de la madre. Cuando los cachorros hembra maduran y tienen sus propias camadas, también ellas son muy materna­ les, también tienen niveles elevados de OXT y a su vez sus crías registran niveles elevados de OXT.M I.as pruebas cruzadas demuestran que la con­ ducta de los progenitores en la experiencia temprana de las crías es más influyente en este asunto que los genes en sí mismos.61 Un resultado se­ mejante se ha obtenido en el estudio de los macacos.6'1En los seres huma­ nos, los niveles elevados de OXT se corresponden con niveles altos de interacciones maternas, que a su vez se corresponden con niveles altos de OXT en los bebés. Tal y como Ruth Feldman y su equipo han indi­ cado, se produce un bucle de biorretroalimentación entre la OXT, el cui­ dado de los hijos y la competencia social infantil en seres no humanos, aunque esca pauca también puede registrarse en humanos.63

¿ H a y a l g o m á s a p a r t e de la o x it o c in a ? Disponemos de más información acerca de la función que desempeña la vasopresina en machos que en hembras. En los machos resulta esencial para unirse a una pareja, y posiblemente también tenga algo que ver en las pautas agresivas, especialmente cuando son actos de defensa de las crías o de la pareja. No obstante, en condiciones concretas, la VPA surte efectos contrarios a los de la OXT. Por tanto, administrar VPA a un ratón macho incrementa su nivel de actividad y excitación, y eso suele relacionarse con posturas defensivas y no tanto con actitudes «amistosas». Mientras que administrar OXT a las hembras reduce su movilidad e induce quietud, la

VPA administrada a los machos parece provocar el efecto contrario. Por supuesto, los sistemas de la OXT y la VPA interaccionan con otras hor­ monas como el estrógeno y la progesterona, tanto durante la gestación como después del nacimiento. También interaccionan con neurotransmisores como la dopamina y la serotonina,'’4 y actualmente se están estu­ diando los detalles. (Los neurotransmisores — que hay de muchos tipos— son sustancias secretadas por una neurona que se vinculan a otra neurona después de esparcirse en el espacio comprendido entre dos neuronas, constituyendo así una forma de comunicación entre neuronas que están separadas en el espacio. La sustancia liberada incrementará o reducirá la probabilidad de que la neurona receptora se active.) Aparte de los sistemas de la OXT y la VPA, el sistema de la dopamina parece ser también importante en la expresión de la conducta social. La dopamina es un neurotransmisor que desempeña múltiples papeles en distintas funciones. Tiene dos tipos de receptor, el DI y el D2,6>que son particularmente relevantes para la conducta social, y cada uno de ellos cumple una funcionalidad distinta. Se sabe que la dopamina es crucial para el aprendizaje, y que media en los cambios neuronales en el sistema de recompensa y castigo cuando los animales aprenden sobre el mundo y llegan a predecir un evento a partir de otro. Por ejemplo, para que los ratones de campo creen vínculos afectivos con su pareja, necesitan poder reconocer con qué otro ratón se han emparejado, ese reconocimiento re­ quiere un aprendizaje, y ese aprendizaje requiere dopamina. Desde hace poco sabemos que la dopamina desempeña una función en el afecto entre las parejas y en la conducta paternal/maternal. Se nece­ sita tener acceso a los receptores de dopamina D2 para formar un vínculo afectivo de pareja, mientras que la activación de los receptores de dopa­ mina DI bloquean ese mismo vínculo. Después de la formación del vín­ culo, los receptores de DI se regulan al alza, impidiendo así la formación de un segundo vínculo. Para que la dopamina funcione en los empareja­ mientos, sus receptores de D2 tienen que estar situados cerca de los recep­ tores de la OXT en las mismas neuronas del sistema de recompensas; para las hembras, esa estructura de localización conjunta tiene que darse en el núcleo accumbens, mientras que en los machos, debe existir en el pálido ventral (ambas estructuras forman parte de los sistemas de recompensa y castigo).

La liberación de los opiáceos endógenos se produce después de la re­ unión de animales separados o de una respuesta satisfactoria a las llamadas de socorro de las crías.66 Por lo que a la conducta se refiere, puede obser­ varse esta dinámica en la alegría que muestra un perro cuando se reúne con su compañero o con su amo, una conducta que es m uy distinta de la tristeza que muestran cuando los amos dejan las maletas en el vestíbulo de su casa. Cuando los perros se reencuentran, por ejemplo, se lamerán la cara, darán saltos y moverán la cola con frenesí. La naturaleza exacta del papel que desempeñan los opiáceos endógenos, así como sus interacciones con otras hormonas como la prolactina, la OXT y la VPA, aún tiene que dilucidarse. Aunque las informaciones de las que disponemos son incom­ pletas, y, además, se van complicando a medida que nos adentramos en este tema, su base fundamental (el hecho de que la densidad del receptor de OXT y VPA interviene en cada apego) explica parte del misterio. Ya he señalado que existe una compleja relación entre la OXT y el FLC, una hormona del estrés, pero uno de los hallazgos más extraordina­ rios amplía esa complejidad hasta llevarla al ámbito inesperado de la salud en general y de la curación de heridas en particular. Las condiciones estre­ santes, como pasar apuros, pueden retrasar la cicatrización de heridas, un resultado que se da tanto en humanos como en roedores. Y lo que es aún más importante, se ha demostrado que si se administra OXT se acelera la cicatrización de heridas en ratas que padecen estrés. Este hallazgo suscita una pregunta muy inquietante acerca de las relaciones que existen entre la OXT y otras sustancias de las que se sabe que desempeñan un papel en la curación de heridas, como las citoquinas ambulantes (parte de la res­ puesta del sistema inmunológico) y otras sustancias que reducen la infla­ mación. En un artículo reciente, el neurocientífico Jean-Philippe Gouin y sus colaboradores67 hicieron pruebas sobre la cicatrización de heridas en sujetos humanos. Treinta y siete parejas, que mostraban m uy distintos grados de afecto o de tensión, ingresaron para una visita hospitalaria de veinticuatro horas, y en ese período participaron en una «tarea de apoyo a la interacción social estructurada». Se midieron los niveles de OXT y de VPA en saliva cuando los sujetos ingresaron. Uno de los hallazgos fue que los niveles más altos de OXT y de VPA se relacionaban con las relaciones humanas afectuosas y de apoyo, y los niveles más bajos se relacionaban con una «comunicación negativa» entre los miembros de la pareja. En

cuanto a la «herida», a todos los sujetos se les provocó una pequeña am­ polla por succión en el antebrazo. El avance de la cicatrización de esa herida se supervisó a diario durante ocho días, y una vez más en el duo­ décimo día. Los principales hallazgos, dejando a un lado las estadísticas, fueron que los individuos con niveles altos de OXT cicatrizaban mucho más rápido, y las mujeres con niveles elevados de VPA también. Asimismo, cabe señalar en este sentido las propuestas del uso terapéu­ tico de la oxitocina en el tratamiento de los casos de trastorno por estrés postraumático (TEPT) que se resisten a la terapia cognitiva. Debido a la relación existente entre los niveles de oxitocina y las sensaciones de segu­ ridad, confianza y placer que experimentamos en compañía de otras per­ sonas, y debido a que el debilitamiento de las respuestas condicionadas por el temor implica también un debilitamiento de las reacciones de la amígdala a un estímulo, la estrategia terapéutica de la oxitocina se está analizando.68

P a t e r n id a d Todo lo expuesto anteriormente nos permite situar parte de los datos conocidos sobre el afecto entre parejas, pero aún nos queda mucho por decir acerca de los mecanismos en virtud de los cuales los ratones macho de campo muestran una paternidad espontánea. Los nuevos datos indi­ can que, en principio, la OXT y la VPA también intervienen en esta conducta, aunque no de modo exclusivo. La neurocientífica Karen Bales demostró que los ratones macho de campo sin experiencia reproductiva se implican en la alocría (cuidado de crías que no son propias) de camadas a las que están expuestos, mostrando así una paternidad pasiva (acari­ ciar a las crías) y activa (apartarlos del peligro y lamerlos).69 Sin embargo, si se trata a los machos con sustancias que bloquean los receptores de OXT y de VPA, la alocría se reduce y los ataques contra los cachorros aumentan. Con dosis inferiores de bloqueantes, la respuesta a las crías es más lenta y los ataques, menores, lo cual indica una dependencia entre la reacción y la dosis. Si sólo se bloquea un tipo de receptor (tanto el OXTR como el VPAR), no se consigue el mismo efecto. Así pues, cualquiera de los dos receptores parece bastar para mediar en la alocría. Por último,

parece ser que en un ratón macho de campo sin experiencia reproductiva, la simple exposición a las crías incrementa su nivel de OXT, reduce su nivel de corticostestora (una hormona del estrés) y refuerza las probabili­ dades de unirse posteriormente a una hembra. Los biólogos evolucionistas se preguntarán por qué los ratones macho de campo se preocupan por cuidar de sus crías e incluso de crías que no son suyas. ¿Qué les aporta a ellos y a sus genes? A fin de cuentas, las ca­ madas de ratón de montaña se las arreglan sin sus padres. Por lo que sé, no hay una respuesta definitiva a esta cuestión. Los entornos de los rato­ nes de montaña y de campo son m uy distintos, y los de campo son posi­ blemente más vulnerables a la depredación por parte de los halcones y los cernícalos que los ratones de montaña, que, por lo general, pueden res­ guardarse entre las rocas y los arbustos. En campo abierto, el cuidado de los machos puede ayudar a defender el nido, y, al aportar alimento adicio­ nal, los machos pueden fortalecer a sus crías para que sean más resistentes a la depredación. En cualquier caso, el hecho de que la mediación de la 0 X 1 y la VPA en la paternidad se aprecie en los machos también apunta hacia un concepto más global; a saber, que en el caso de los mamíferos se consigue una mayor sociabilidad con pocas modificaciones genéticas, lo cual a su vez modifica el circuito cerebral, las sustancias neuroquímicas y los receptores con el fin de favorecer nuevos niveles de sociabilidad. Al inicio de las investigaciones en el emparejamiento monógamo de los ratones de campo, se decía que las diferencias genéticas entre las pare­ jas monógamas y las demás podían relacionarse con las variantes de un tramo concreto del ADN que regula la expresión del receptor vasopresina. Se descubrió que ese tramo del ADN en concreto era más largo en los ratones de campo que en los de montaña, y por tanto se suscitó la pregun­ ta de si eso se daría también en otras especies que se emparejan a largo plazo. Las investigaciones llevadas a cabo posteriormente en otras especies han cuestionado esta idea. En el emparejamiento a largo plazo intervie­ nen múltiples mecanismos, y el análisis genético demuestra que las pautas de emparejamiento monógamo han evolucionado en múltiples ocasiones en los mamíferos, y al menos dos veces dentro del género del Perom yscus.7" No sería, por tanto, acertado referirnos a un «gen de la monogamia». 1 ¿Y qué hay de los vínculos afectivos que se establecen entre parejas humanas? ¿Somos nosotros, por naturaleza, como los ratones de campo?

La respuesta a esta pregunta parece ser que los humanos son flexibles en sus pautas de apareamiento. Los vínculos intensos y a largo plazo son comunes, pero, según los antropólogos George Murdock y Suzanne Wilson, un 83% de las sociedades admiten patrones de poliginia. Sin embar­ go, según las circunstancias, aunque se permita la poliginia, la mayoría de hombres no disponen de suficientes recursos y por tanto optarán por te­ ner una única esposa.72 En consecuencia, la monogamia de facto puede prevalecer, aunque los hombres ricos pueden tener más de una esposa. Los datos históricos nos indican que, en el pasado, un hombre rico podía establecer un vínculo afectivo especial a largo plazo con una hembra, aun­ que al mismo tiempo disfrutara de la compañía de otras mujeres e incluso las fecundara. Así pues, incluso en los casos en los que la poliginia es una práctica local, la tendencia de los individuos es la de formar vínculos afec­ tivos a largo plazo. En el 17% restante de sociedades, tanto modernas como antiguas (por ejemplo, Grecia y Roma), se ha practicado la monogamia. Una po­ sible explicación a las variantes culturales que existen en las prácticas ma­ trimoniales viene dada por las variaciones en las condiciones ecológicas y culturales, y, en concreto, por si existen convenciones para heredar pro­ piedades y otras formas de riqueza, así como una fortuna específica que aguarda ser heredada. Basándose en datos históricos y etnográficos, los biólogos Laura For­ tunato y Marco Archetti arguyen que cuando un varón cuenta con varias esposas con hijos, y, por tanto, múltiples herederos, transferir los recursos a todos esos herederos da como resultado un debilitamiento de su valor como «aptos»; por ejemplo, las parcelas de tierra que se heredan son cada vez más pequeñas y pierden la capacidad de alimentar a las familias que dependen de esos terrenos.73 Un hombre podría seleccionar a una esposa en concreto cuyos hijos heredasen toda su fortuna, pero eso favorece la competitividad entre los miembros de la descendencia y suele ser una solución inestable. En estas condiciones, una estrategia más estable para reforzar el bienestar de la propia descendencia sería tener una única espo­ sa, asegurarse de la paternidad de la descendencia e invertir concentrada­ mente en el bienestar de los hijos de esa hembra. Fortunato y Archetti observan que la monogamia surgió en Eurasia a medida que la agricultu­ ra se iba extendiendo, ya que las tierras y los ganados se convirtieron en

una fuente importante de riqueza que podía heredarse. Cuando ciertas prácticas se convierten en normativas, cuando se demuestra que aportan beneficios y reducen los problemas, y cuando se ven reforzadas por la aprobación y la desaprobación social, entonces todo indica que esas prác­ ticas van en el camino correcto.

¿ E n q u é c o n s is t e l a r e l a c ió n e n t r e e l a p e g o AFECTIVO Y LA MORALIDAD? Es probable que la OXT y la VPA, así como una amplia gama de distri­ buciones de receptores, sean elementos importantes para explicar los dis­ tintos estilos humanos de sociabilidad, y este dato neurobiológico acarrea ciertas implicaciones para el origen y la base de la moralidad humana. Los seres humanos, al igual que los babuinos, los marmosetas, los leones y algunos otros mamíferos, son seres intensamente sociables. Nuestros ce­ rebros se estructuran para atender a nuestros propios intereses, pero tam­ bién a los de nuestra prole. Aunque la vida social puede suponer muchas ventajas, también incrementa la competitividad entre el mismo grupo, así como la rivalidad para conseguir recursos entre parientes, parejas y veci­ nos. La resolución de problemas sociales, fundamentada en los vínculos afectivos, pero también moldeada por una preocupación por la repu­ tación y el miedo a ser castigado o a ser excluido, provoca una cierta ate­ nuación de los conflictos, como los que implican amenazan externas y rivalidades internas. Así pues, en los seres humanos, la monogamia como práctica social puede ser una buena solución para reducir la competitivi­ dad entre hembras, así como para heredar los recursos. Algunas solucio­ nes sociales son más eficaces que otras, ya que permiten la estabilidad y la seguridad dentro del grupo, pero otras pueden ser socialmente inestables a largo plazo o pueden volverse inestables para el bienestar de los miem­ bros cuando cambian las condiciones. La conducta social y la moral pare­ cen ser parte del mismo espectro de acciones, en el sentido de que esas acciones que consideramos «morales» implican unos resultados de mayor trascendencia que las acciones de tipo social como hacer un regalo a una madre que acaba de dar a luz. El hecho de que la conducta social y moral forme parte de una misma línea continua está modestamente corrobora­

do por los datos neurocientíficos que demuestran que tanto si un sujeto considera un acto como «social» como si lo considera «moral», las regio­ nes de la corteza prefrontal que registran un incremento de la actividad son las m ism as/1 En los seres humanos, las prácticas culturales, las convenciones y las instituciones van cambiando a medida que las soluciones a los problemas sociales se vuelven más complejas. Esas prácticas pueden ser muy explíci­ tas, como aprender a no lamer un cuchillo en la mesa, o más implícitas, como aprender las formas aceptables de abrazar y besar a tu prole. Los seres humanos son extraordinariamente buenos aprendiendo, pero aún son mejores imitadores. A veces, sin darnos cuenta, copiamos gestos, es­ tilos, tecnologías, prácticas y simbolismo grupal. La resolución de problemas sociales es probablemente un ejemplo de resolución de problemas de ámbito general, y se fundamenta en la capaci­ dad, que en algunos humanos resulta prodigiosa, de idear y evaluar las consecuencias de una acción planificada. También depende de la capaci­ dad, posiblemente relacionada con la práctica del juego, de modificar las prácticas y las tecnologías actuales a medida que cambian las condiciones ambientales. La variabilidad cultural de las prácticas sociales de los huma­ nos está bien documentada por los científicos de las ciencias sociales, y cubre una amplia gama que va desde la propiedad de las tierras o las nor­ mativas bancadas hasta las respuestas adecuadas a un insulto o a las for­ mas más apropiadas de expresar el sentido del humor.7'’ Pero del mismo modo que existen coincidencias entre culturas en el adorno del cuerpo o en la cría de animales, también hay temas comunes sobre el castigo, la resolución de conflictos, las interacciones entre pareja e hijos, la gestión de la propiedad y la defensa grupal. Por ejemplo, el rechazo o evitación como forma de castigo a una conducta social inadecuada es un rasgo común en muchas culturas y especies, y la reconciliación después del conflicto suele implicar roces y caricias, así como una postura ritualizada de sumisión. El rechazo y la reconciliación se relacionan a su vez con cambios evidentes en el circuito neuronal que provocan dolor o alivio respectivamente. La generalización de las prácticas sociales se debe en parte a la sim ili­ tud de nuestros deseos sociales básicos y sus mecanismos neurobiológicos, que se conservan en todos los mamíferos con ciertas modificaciones se­ gún la especie.

Aún no es posible establecer con exactitud lo que el cerebro humano acepta o permite por acumulación cultural, y qué condiciones ecológicas lo refrendan.76 En el capítulo 4 prestaremos mayor atención a lo que podemos apren­ der de la neurociencia y la antropología sobre la extensión de la confianza y la cooperación más allá de los grupos familiares reducidos, hasta alcan­ zar a los parientes más lejanos e incluso a auténticos desconocidos.

En el caso de los mamíferos, podemos afirmar que existen numerosos procesos cerebrales que participan de las dinámicas de sociabilidad, pero son tres los factores que destacan en este sentido: (1) los impulsos para velar por nuestro bienestar y el de nuestra descendencia, pareja y afiliados; (2) la capacidad para evaluar y predecir lo que uno mismo y los demás sentirán y harán en determinadas circunstancias; y (3) un sistema neural de recompensas y castigos relacionados con la interiorización de prácticas sociales y su correcta aplicación, que está a su vez relacionado, en térmi­ nos generales, con aprender las expectativas y las costumbres de los pa­ dres, los hijos y otros miembros de la familia.7 La forma que adopta la sociabilidad en los individuos de una misma especie depende de su posición y de cómo se ganan el sustento. La so­ ciabilidad no se juega a «todo o nada», sino que viene escalonada. Los pumas tienden a ser muy poco sociables, los humanos tienden a serlo mucho, y los cuervos figuran en un estado intermedio. La sociabilidad depende también en gran medida de los recursos alimentarios. Tal y como Benjamin Kilham ha demostrado en sus maravillosos estudios, los osos negros, tildados desde siempre como criaturas solitarias a excepción de las manadas formadas por madres osas, serán asombrosamente sociales siempre y cuando existan reservas de comida para alimentar a todo el m undo.78 Por último, dentro de una misma especie se registra una amplia variación entre individuos, tal y como hemos observado anteriormente, y ello se debe en parte a los genes del receptor de la OXT, pero también a la interacción entre padres e hijos. Algunos seres humanos tienden a desarrollar una conducta grupal y se preocupan mucho por su reputa­ ción, mientras que otros viven a gusto en los márgenes de la sociedad y son felices con su excentricidad; en un extremo, encontramos a los seres

humanos con trastornos claramente desfavorables para su sociabilidad, como el autismo. Si los valores morales se afianzan en la neurobiología de la sociabili­ dad y si la cooperación es una conducta importante y moralmente rele­ vante, el próximo paso de nuestra investigación es fijarnos con mayor atención en la cooperación, y por último discernir cómo es posible que las interacciones cooperativas en un clima de confianza puedan darse con asiduidad entre amigos y desconocidos sin ningún vínculo familiar. Al mismo tiempo, tenemos que ser conscientes de que la sociabilidad tiene también un lado oscuro, y, en el caso de los seres humanos, puede verda­ deramente ser muy oscuro.

Capítulo 4

COOPERAR Y CONFIAR

Ampliar nuestro cuidado a los bebés dependientes, y luego a las parejas, a la prole y a los sujetos afiliados a ésta determina el cambio crucial que nos convierte en seres sociales.1 En el centro de esta compleja red de conexio­ nes neurales se encuentra la oxitocina (OXT), un poderoso péptido que en los mamíferos se encarga de organizar el cerebro de modo que el cui­ dado y la atención a uno mismo se extienda a los bebés, y de ahí a un círculo cada vez más amplio de relaciones de cuidado. La oxitocina se ha relacionado con la confianza, debido en gran parte a que eleva el umbral de tolerancia a los demás y reduce el miedo y las respuestas de evitación. En condiciones de seguridad, cuando el animal se encuentra entre amigos y familiares y los niveles de OXT son elevados, los miembros de la pareja se cuidan entre sí, se acarician y se relajan. Además, el cuidado y el tacto parecen elevar los niveles de OXT, lo cual induce una mayor relajación y es indicativo de un proceso bioconductual.2 Aunque la relación entre la OXT y los opiáceos endógenos aún no se comprende del todo, parece ser que en muchas condiciones en las que se libera OXT también se liberan opiáceos endógenos. Es decir, que obrar bien sienta bien, al menos en algunas ocasiones. El objetivo de este capítulo es analizar la cooperación como fenóme­ no social, y fijarnos en el modo en que ésta puede estar relacionada con conductas sociales que dependen de la OXT, la VPA y su carpeta de re­ ceptores. Una cuestión preliminar, que se defenderá y se ilustrará más adelante, es la relativa a las escasas probabilidades de que exista un único mecanismo para la cooperación entre mamíferos. Una segunda cuestión preliminar es que ciertas conductas sociales de algunas especies, como la alocría (el hecho de criar a los bebés de terceros) por parte de los ratones de campo macho, podrían no ser seleccionadas para ese fin, sino ser el resultado de una situación de dependencia del circuito necesario para prestar apoyo a una conducta para la que sí son seleccionadas, como la

disposición general a cuidar de las crías que suele desplegarse cuando los cachorros en cuestión son los propios. En tercer lugar, tal como argumentan Robert Boyd y Petcr Richerson,3 en los seres humanos la ampliación de esa cooperación más allá de la propia prole y de los miembros conocidos de la tribu se fue generalizando después de la implantación de la práctica agríco­ la hace unos diez mil años. Cuando la fuente principal de alimento eran la caza y las expediciones, como ocurría por ejemplo en las distintas tribus inuit en la época en la que el antropólogo Franz Boas las estudió entre 1883 y 1884, la competitividad por los recursos tendía a mantener separa­ dos a los distintos grupos, salvo en su reunión anual para intercambiar utensilios y otros bienes, o para reunirse con los miembros de la familia.'1 Los nuevos datos de los antropólogos de campo que estudian las pau­ tas de conducta de gente de comunidades m uy distintas cuando juegan a juegos de intercambio como Ultimátum o Dictador (de los que hablare­ mos más adelante en este capítulo) indican sin ninguna duda que los ni­ veles de confianza y cooperación con desconocidos son mucho mayores entre las personas cuyos grupos tienen una mayor «integración en el mer­ cado» (un término que emplean los antropólogos para referirse a la pro­ porción de calorías de la dieta que se compran o se intercambian, a dife­ rencia de lo que ocurre en el grupo que cultiva o caza).’ A medida que los asentamientos humanos iban creciendo hasta dar cabida a miles de indi­ viduos, las ventajas de interactuar con miembros de familias distintas y con desconocidos se hacían cada vez más evidentes, de modo que llegaron a estabilizar prácticas justas de comercio. Al mismo tiempo, cada vez más se fueron creando instituciones para estructurar la cooperación y penali­ zar su ausencia — instituciones que regulan la propiedad de la tierra, la herencia, el trueque y el comercio, y que además comparten el coste de los servicios comunes— .6 Tanto los modelos de simulación como los datos antropológicos indican que los grupos más amplios tienden a disponer de más herramientas, y además más complejas, que los grupos más peque­ ños.7 Asimismo, los grupos más numerosos tienden hacia las prácticas sociales más complejas, incluidas las de comercio e intercambio, que im ­ plican ciertos niveles de confianza. La confianza puede ampliarse más allá del círculo familiar si las pautas institucionales pueden garantizar un nivel razonable de fiabilidad entre sus participantes, tanto conocidos como desconocidos. Aunque la natu­

raleza de las instituciones más antiguas estaba determinada por un trasfondo de apegos sociales a los miembros de la propia familia, también estaba influida por una variedad de factores: la naturaleza de los proble­ mas que se debían resolver, la disposición a castigar a los infractores, las idiosincrasias de los miembros en cuestión, así como el modo de hacer las cosas en ese momento de la historia. Así pues, los sistemas cooperativos que iban más allá del reducido grupo de familiares dependían, en gran medida, de la cultura: de las creencias, las actitudes y los hábitos adquiri­ dos que son adoptados de una manera general en una com unidad, así como de los patrones institucionales existentes para reducir el riesgo en la cooperación con desconocidos. Una institución religiosa com partida puede ser, tal y como Joseph H enrich y su equipo han observado, un modo de am pliar las fronteras de la confianza hasta llegar a hacer posible que se interactúe con desconoci­ dos.8 Este efecto se debe probablemente al hecho de que la conducta es más predictible cuando se sabe que se comparten las mismas convencio­ nes. Las personas integradas en el mercado tienden a mostrar un mayor grado de confianza en su trato con desconocidos que los cazadores-reco­ lectores que no han experimentado las ventajas de las convenciones coo­ perativas, y que por lo tanto no han adquirido los hábitos apropiados para llevar a cabo dichas interacciones. Cuando las instituciones estable­ cidas se vuelven poco fiables o corruptas, se retira la confianza, a la vez que crece el recelo entre desconocidos, familiares e incluso miembros de una misma familia. En tiempos más recientes, encontramos un im pac­ tante y trágico ejemplo de esa pérdida de confianza en las instituciones de la antigua Unión Soviética bajo el régimen de Stalin y sus gobiernos pos­ teriores.9

¿Q u é s ig n if ic a e x a c t a m e n t e e n l o s m a m íf e r o s l a c o o p e r a c ió n ? La cooperación no es una pauta de conducta única, como lo pueda ser, por ejemplo, el amamantamiento. Así pues, en la conducta de los anim a­ les, ¿qué supone la cooperación? Los biólogos evolutivos otorgan un sig­ nificado muv preciso a la cooperación y a otros conceptos relacionados con ella:10

1. Una conducta es social si tiene consecuencias en las capacidades del actor y del receptor. 2. Una conducta que es beneficiosa para el actor y costosa para el receptor (+/-) es egoísta. 3. Una conducta que es beneficiosa para ambos es mutuamente bene­ ficiosa (+/+). 4. Una conducta que es beneficiosa para el receptor pero costosa para el actor es altruista (-/+). 5. Una conducta que es costosa tanto para el actor como para el re­ ceptor es perniciosa (-/-). 6. El hecho de que una conducta sea costosa o beneficiosa se define en función de: — las consecuencias de por vida a nivel de capacidad (es decir, no sólo se miden las consecuencias a corto plazo); — las consecuencias de capacidad en relación con la población entera (es decir, no sólo las que atañen al individuo o al grupo social con el que el sujeto interacciona). 7. La cooperación es una conducta que ofrece una ventaja a otro indi­ viduo (receptor) y cuya evolución depende del efecto beneficioso para el receptor. Estas clarificaciones resultan muy útiles, especialmente si queremos di­ lucidar qué «consecuencias tiene la cooperación para la capacidad», ya que las evaluaciones de la adecuación de una conducta pueden ser fuente de desacuerdo entre científicos, y en ocasiones éste se reduce a una simple cuestión de semántica. A pesar de la utilidad de estas definiciones, soy reti­ cente a adaptar la última de ellas (la referida a la cooperación) en este libro, puesto que parece excluir gran parte de la conducta de los seres humanos que normalmente consideraríamos cooperativa. Ahora explicaré por qué. Según la definición dada, la cooperación sería una conducta seleccio­ nada por sus efectos beneficiosos en el receptor. Así pues, probablemente la cría compartida de los cachorros es seleccionada en el caso de las marmosetas y los monos tití, como lo es la conducta de «centinela» en las suricatas. La lógica de esta proposición es la siguieñte; sin la cláusula de «selección», podríamos afirmar que los elefantes cooperan con los escara­ bajos del estiércol para producir mucho estiércol. Pero no hay nadie que

crea en realidad que las funciones intestinales del elefante puedan consi­ derarse un acto de cooperación con los escarabajos del estiércol. Diríamos que el escarabajo del estiércol evolucionó hasta aprovecharse de una rica fuente de alimento, que, por lo visto, está ampliamente disponible allí donde haya elefantes. Así pues, para prevenir absurdidades de ese tipo, se incluye en la definición de «cooperación» el requisito de que la conducta considerada como cooperativa sea seleccionada por sus efectos beneficio­ sos en el receptor. Las copiosas evacuaciones del elefante no fueron selec­ cionadas como parte de la interacción con los escarabajos del estiércol, y por tanto no constituyen un ejemplo de cooperación. Aunque esa enmienda sirve para descartar los casos como el del ele­ fante en relación con los escarabajos del estiércol, se corre el peligro de descartar otros casos muy comunes de cooperación humana. Cuando mi vecino y yo hacemos un esfuerzo conjunto para reparar un tractor porque nos beneficia a los dos y a uno solo le costaría mucho hacerlo, ese acto es lo que comúnmente llamaríamos «cooperación». Sin embargo, puesto que la conducta de reparación conjunta no es presumiblemente el resul­ tado de la selección natural (nuestros cerebros no evolucionaron para re­ parar tractores), entonces, siguiendo la definición del biólogo, nuestra experiencia no sería un acto cooperativo. No obstante, cuenta como un acto de mutualismo (+/+), y, siguiendo de nuevo la definición de los bió­ logos, este término no implica que la conducta haya sido seleccionada (véase la definición anterior). Si nos ceñimos a la definición de coopera­ ción ofrecida, la mayor parte de iniciativas conjuntas humanas no logran llegar a ser casos de cooperación. Cuando los biólogos evolutivos hablan sólo a otros biólogos evolutivos, este modo de proceder me parece correc­ to. El problema en este contexto es que la definición requiere un cambio en la acepción común de la palabra, y eso suele provocar una enorme confusión a menos que los beneficios a nivel conversacional sean abruma­ dores. Podríamos emplear el término m utualismo, pero esa palabra no tiene todas las acepciones de cooperación ; puedo decir «¿deberíamos cooperar?» pero es absurdo decir «¿deberíamos mutualizar?». «Billy no es un chico cooperativo en la escuela» acabaría siendo «Billy no es bueno mutualizando en la escuela» o algo parecido. La definición también resulta limitada si se aplica a ciertas formas de cooperación entre primates (en un sentido amplio). Los antropólogos

de campo que trabajaron en la reserva biológica de Lomas Barbudal en Costa Rica observaron que los monos capuchinos de cara blanca coope­ raban para apartar a un mono pequeño de los apretones de una boa constrictor. Algunos miembros del grupo atacaron físicamente a la serpiente, mientras que otros se esforzaron para sacar al mono de las espirales de la boa. Cuando el macho alfa llegó a la escena del ataque, empezó a dar golpes a la serpiente, y posiblemente también la mordiera, mientras que la madre, desde el extremo opuesto, atacaba a la serpiente. Este modo de proceder logró salvar al cachorro. Los capuchinos también coóperan en los ataques agresivos contra otras manadas de capuchinos." Puesto que los grupos de capuchinos tienden a estar muy unidos, puede darse la circunstancia de que liberar a un miembro de ese grupo de las fauces de una serpiente no haya sido un proceso selectivo, aunque sí lo sean los intensos lazos afectivos. De este modo cooperan en diversas circunstan­ cias, y según el dilema que atraviese el compañero del grupo actuarán en consecuencia, haciendo valer su conocimiento del pasado y su capacidad para resolver problemas. En cuanto al significado de «cooperación», ésta es la acepción princi­ pal que ofrece el Oxford English D ictionary. «La acción de cooperar, por ejemplo, hacia un mismo fin, propósito o efecto; acción conjunta». La idea de realizar un «esfuerzo conjunto» parece abarcar un gran número de iniciativas humanas, y posiblemente también las de otros primates. Ade­ más, parece excluir el caso del elefante y los escarabajos del estiércol. La ventaja de esta descripción para la finalidad de este libro es que deja abier­ tas las preguntas sobre la selección, y sólo requiere cierto nivel de direc­ ción en los objetivos. Esta forma de proceder podría no aplicarse a la conducta de las hormigas y los peces, pero quizá la mejor opción para nuestros propósitos sea ceñirnos temporalmente a la definición del dic­ cionario, admitiendo que no hay ninguna definición de cooperación que sea adecuada para todas las especies.

C o o p e r a c ió n en m a m íf e r o s : a l g u n o s e j e m p l o s La cooperación en los mamíferos puede adoptar muchas formas, desde cuidar de la higiene de los demás sacándoles los parásitos — tal como

hacen los babuinos y los chimpancés— hasta formar un círculo cada vez menor para acorralar a los peces, como hacen los delfines y las oreas. Al­ gunas especies se dedican a los «cantos territoriales» en los que los indivi­ duos producen colectivamente señales de alarma como respuesta a posi­ bles intrusos en el territorio. Dentro de una misma especie, la conducta cooperativa depende de las condiciones locales y de las variaciones individuales en el ámbito de la sociabilidad. La higiene y el acicalado parecen reportar placer a ambas partes, lo cual es posible porque el circuito neuronal que favorece lamer a los bebés — una práctica importante también para el desarrollo normal del cere­ bro— tiene un aspecto hedónico que perdura en la madurez.12 Aunque ha habido esfuerzos considerables para explicar el cuidado y la higiene de los demás desde la perspectiva de las ventajas selectivas de este cuidado social, una explicación más sencilla de esta conducta de cuidado puede ser que resulta agradable tanto para el donante como para el receptor, y si no hay otra cosa que hacer, se trata de un modo agradable de pasar el tiempo. El coste es mínimo y la recompensa, significativa. La predilección huma­ na por pasar el rato charlando se parece mucho a la del cuidado y la higie­ ne en los babuinos.13 Acurrucarse juntos para generar calor también es una forma de coope­ ración, aunque más sencilla; todos los participantes se benefician del he­ cho de tolerar una estrecha proximidad durante una noche ventosa. Acu­ rrucarse es una forma típica de conducta entre padres e hijos, y los adultos que se acurrucan para vencer al frío hallan una solución evidente a un problema meteorológico. En este caso no se requiere ninguna explicación que invoque a un circuito neuronal especializado ni una contribución genética en particular. Obsérvese que, según la definición biológica de cooperación de la sección anterior, si se trata sólo de una solución a un problema que idea el cerebro, acurrucarse para paliar el frío no sería un acto de cooperación, sino sólo de mutualismo. La caza cooperativa, practicada por lobos, perros africanos salvajes, delfines, oreas y aves como los cuervos constituye una forma m uy distin­ ta de cooperación si la comparamos con el gesto de acurrucarse, puesto que implica una serie de respuestas sofisticadas, organizadas y rápidas a una sucesión cambiante de contingencias.114 La neurobiología de la caza cooperativa es difícil de estudiar, y tampoco se acaba de entender, pero los

mamíferos que la practican tienden a ser listos, en el sentido común del término, y también suelen ser hábiles para predecir la conducta de terce­ ros basándose en la atribución de objetivos e intenciones. Sin embargo, las referencias a la inteligencia suscitan dificultades acerca del modo en que se define, se mide y se prueba la inteligencia en animales no lingüís­ ticos, por no mencionar las cuestiones sobre el significado de las observa­ ciones de campo en vez de las pruebas en un entorno de cautividad, así como el reproche siempre conveniente de «antropomorfismo».11 Se cree que la alocría es poco habitual en los mamíferos, pero ocurre en algunos casos. A pesar de que los estudios en chimpancés cautivos han demostrado que son indiferentes al sufrimiento de los miembros ajenos a su prole, un trabajo reciente de Christophe Boesch y su equipo de estu­ dios de campo reveló dieciocho casos de adopción de huérfanos, la mitad de ellos efectuados por machos.16 En los ratones de campo, los machos ejercen una paternidad activa, pero los parientes también suelen ayudar en la cría de los cachorros. Ea alocría también la practican las suricatas, en las que una o dos tías ayudan a la madre a cuidar de sus cachorros, y, en el transcurso de ese cuidado, pueden incluso llegar a amamantar a las crías. Los lémures rojos salvajes practican una alocría extensa, que incluye ocul­ tar a una cría en la copa de un árbol, proteger un nido, transporte y nu­ trición.1 Las marmosetas comunes, que viven en grandes grupos, tam­ bién practican la alocría, que incluye transporte y aprovisionamiento, es­ pecialmente por parte de; los parientes. El rechazo activo a la descendencia de terceros puede haber sido selec­ cionado en las especies de mamíferos en las que las crías pueden caminar inmediatamente después del nacimiento, y robar los recursos de otra ma­ dre si no se las detiene. Las ovejas, por ejemplo, desalientan a los huérfa­ nos necesitados (que reconocen por el olor) dándoles patadas o apartán­ dolos con la cabeza. El hecho de que la alocría sea poco común entre las ovejas no es sorprendente, debido a lo que cuesta cuidar de los más jóve­ nes y a las pocas ventajas que cabe esperar a cambio. Sin embargo, las consecuencias de la alocría en cuanto a su idoneidad (en toda la pobla­ ción, y a largo plazo) parecen ser positivas en algunas especies, según el modo en que se procuren el sustento. También puede darse una cooperación entre especies (una vez más, el mutualismo), como cuando los cuervos conducen a los coyotes hasta

el cadáver de un alce con la expectativa de ocuparse de la limpieza cuando los afilados dientes de los coyotes acaben con la carnicería.18Por supuesto, los humanos y los perros han cooperado de m uy diversas formas, posible­ mente desde hace unos treinta mil años.19 Los humanos han utilizado a los babuinos para reunir a las cabras de un rebaño. Hocsch ofrece detalles sobre cómo una babuina hembra, Ahla, dirigía las cabras de un granjero por la mañana, daba la señal de alarma si veía a un depredador, devolvía las cabras al granero por la tarde, se ocupaba de la higiene de las cabras y, a menudo, acompañaba a las cabritas hasta sus respectivas madres.20

C o n f ia n z a y o x it o c in a : ¿ q u é s a b e m o s s o b r e s u s e f e c t o s EN LOS SERES HUMANOS? La hipótesis principal de este libro, que la moralidad se origina en la neurobiología del apego y los vínculos afectivos, depende de la idea de que la red de oxitocina-vasopresina en los mamíferos puede modificarse para permitir el cuidado a terceros más allá de la propia prole o camada, y que, si se con­ serva esa misma red como telón de fondo, el aprendizaje y la resolución de problemas se incorporan a la gestión de la propia vida social. Podríamos predecir, por tanto, que la cooperación y la confianza son sensibles a los ni­ veles de OXT. Esto suscita una cuestión importante: ¿pueden los cambios en los niveles de OXT incidir en la conducta cooperativa de los seres humanos? Algunas líneas de investigación se proponen explorar los efectos de la OXT en la conducta de los humanos administrando cantidades determi­ nadas de OXT y analizando si cambia la conducta de confianza y coope­ ración. La OXT suele administrarse a través de un espray nasal, de modo que llegue al cerebro subcortical a través de las vías de los receptores del olor en la nariz hasta el bulbo olfatorio del cerebro. El siguiente paso — hallar una conducta adecuada que nos permita medir los resultados— requiere cierto nivel de inventiva. M ichael Kosfeld, un neuroeconomista (se ocupa de estudiar el modo en que el cerebro toma las decisiones) se planteó la siguiente pregunta: si se administrara OXT a determinados sujetos antes de jugar a un juego de economía en el que la confianza desempeñara un papel fundamental para conseguir el éxito (es decir, para ganar más dinero), ¿tendrían más éxito

los sujetos de control que no hubieran recibido OXT?21 Para responder a esta pregunta, él y sus colaboradores eligieron un juego de mesa llamado Trust que trata sobre economía y toma de decisiones. Trust funciona del siguiente modo: un jugador es el «inversor» y otro es el «depositario», pero no pueden hablar ni verse y sus identidades son secretas. Se trata de algo artificial, por supuesto, pero evita que intervengan factores de dis­ tracción como la amistad y las apariencias, que podrían incidir en la con­ ducta. A cada jugador se le dan doce dólares reales para empezar. El inversor puede invertir cero dólares, cuatro, ocho o doce dólares con el deposi­ tario. El investigador triplica la cantidad invertida y paga al depositario; por ejemplo, si el inversor invierte ocho dólares, el depositario acumula ( 8 x 3 ) + 12 - 36. El depositario puede devolver a su antojo toda esa can­ tidad, o una parte de ella, al inversor. Cuanto más devuelve el depositario, más podrá invertir el inversor en posteriores rondas del juego, y por tanto a los dos les irá mejor a largo plazo. Un simple cálculo matemático revela que ambos rentabilizarán sus ganancias si el depositario, después de reci­ bir una primera inversión, confía en el inversor y devuelve una buena cantidad. Bajo esas condiciones, si el inversor confía e invierte generosa­ mente, los dos pueden ganar mucho dinero en el transcurso de varias rondas. La cuestión es si podemos modificar el nivel de confianza del in­ versor administrándole OXT. La respuesta es positiva. Los sujetos del experimento de Kosfeld juga­ ron cuatro rondas. A quienes se les administró OXT con un espray nasal estaban mucho más dispuestos a confiar en el depositario, transfiriendo dinero un 45% de las veces (frente al 21% de los sujetos de control a quienes se les administró un espray de placebo), y haciéndolo además con una media de un 17% más de dinero por transferencia que los sujetos de control. Y lo que es aún más importante, el efecto desapareció si el inver­ sor creía que estaba jugando con un programa de ordenador que hacía de depositario, en vez de con un depositario humano. Además, aunque tenía cierto efecto en la conducta del inversor, el espray nasal de OXT no tuvo ninguna incidencia en la conducta del depositario. Esta pauta tiene senti­ do porque el éxito del rol de depositario no requiere confianza, aunque, tal y como hemos visto antes, el depositario no necesita reconocer cuándo un inversor está enviando una señal de confianza (por ejemplo, invinien­ do una gran cantidad de sus fondos).

¿Pueden ciertas condiciones psiquiátricas afectar a la capacidad de los depositarios y los inversores para negociar con éxito una conducta coope­ rativa? Los datos más relevantes en este sentido proceden de los estudios realizados en personas con un trastorno lím ite de la personalidad (TLP). El TLP es una enfermedad mental grave que se caracteriza por la inesta­ bilidad en los estados de ánimo en las relaciones interpersonales, en la imagen que se tiene de uno mismo y de la propia conducta, y también por niveles bajos o fluctuantes de confianza. Esta enfermedad se cree que afecta al 2% de la población, y causa serias dificultades a los miembros de la fam ilia del sujeto que la padece así como al propio enfermo. El neuropsicólogo Brooks King-Casas estudió a cincuenta y cinco su­ jetos previamente identificados como enfermos de TLP con el fin de identificar las regiones del cerebro relacionadas con esta patología.22 En la parte conductual del estudio, los sujetos con TLP desempeñaron el papel de depositario en el juego de Trust durante diez rondas, mientras que un sujeto sano de control desempeñó el rol de inversor. La clase de compara­ ción la constituían parejas de inversor-depositario formadas por sujetos de control sanos. Tal y como observé anteriormente, la mejor estrategia para rentabilizar los ingresos es que el inversor empiece con una inversión bastante elevada, y que el depositario devuelva más de lo que el inversor le adelantó como muestra cié confianza (recordemos que el experimento triplica la cantidad que el inversor envía al depositario). Cuando se esta­ blece la confianza, el inversor prudente envía más dinero al depositario. Si esa confianza se ve coartada por un déficit en los pagos, la generosidad del depositario presenta una disposición a enm endar esa pérdida. Los depositarios con TLP no lograron establecer o m antener una re­ lación de confianza, y tampoco consiguieron dar señales de fiabilidad para reparar una brecha de confianza, incluso cuando el investigador in­ citaba al sujeto a hacerlo. Como resultado de ello, los beneficios de los sujetos con TLP fueron menores que los de los voluntarios sanos. Tam­ bién registraban niveles más bajos de confianza que los de los controles sanos. Gracias a la resonancia magnética funcional (R M F), podemos comparar los niveles de actividad cortical de los controles sanos con los de los sujetos con TLP. Una de las diferencias radica en la ínsula anterior, de la que se sabe que incide en la incom odidad que genera el rechazo y la violación de las normas (véase el capítulo 2). King-Casas descubrió en

concreto que en los sujetos con TLP que recibían una «injusta» cantidad pequeña del inversor no suscitaba ningún incremento de actividad en la ínsula anterior, mientras que el envío de una cantidad injusta sí lo hacía. Esto indica que estos sujetos esperaban ser tratados injustamente, mien­ tras que al mismo tiempo eran capaces de evaluar qué era para ellos una cantidad injusta. En cambio, en los sujetos de control sanos, las transac­ ciones «injustas», tanto las recibidas como las enviadas por ellos, iban acompañadas de un incremento de la actividad insular anterior. KingCasas sugiere que el efecto de la ínsula anterior es coherente con el típico perfil de un sujeto con TLP: bajas expectativas y una evaluación negativa de los demás. Un experimento obvio en este sentido sería administrar OXT a suje­ tos con TLP y ver si mejoran en confianza y en capacidad para reconocer señales de confianza. Aunque se trate de una idea aparentemente sencilla, en realidad es un experimento de una dificultad casi heroica, si tene­ mos en cuenta la cifra de pacientes que se necesitarían para obtener resul­ tados relevantes a nivel estadístico, y la cifra de sujetos que se negarían a participar debido a su TLP. No obstante, los resultados obtenidos en el estudio de King-Casas ofrecen una curiosa mirada sobre la complejidad de la confianza y nos recuerdan que una menor capacidad para formar y mantener vínculos de confianza con los demás anticipa las numerosas ventajas de la cooperación. Las personas que tienen dificultades para esta­ blecer relaciones de confianza se encuentran en una gran desventaja fren­ te a los demás. En un estudio reciente con sujetos sanos masculinos, el neuropsicólogo Carsten De Dreu exploró una pregunta de especial interés para la hi­ pótesis que defiendo: ¿qué efecto tiene la OXT intranasal en la coopera­ ción grupal, la cooperación con miembros externos al grupo y la hostilidad hacia esos miembros?23 Al igual que en estudios anteriores, la prueba im­ plicaba jugar a un juego con dinero de verdad en la que un sujeto podía beneficiarse en relación a sus compañeros de grupo (otras dos personas), el grupo entero podía beneficiarse o se podía infligir una pérdida de dine­ ro a sujetos fuera del grupo con un coste mínimo. Tal como estaba estruc­ turado el juego, la cooperación promovía los beneficios del grupo, el egoísmo redundaba en beneficios personales y el resentimiento permitía el castigo a miembros externos del grupo sin coste alguno para los que sí

pertenecían al grupo, aunque conllevase una penalización para los exter­ nos. Ésta era la dinámica. A cada sujeto se le dieron diez euros. Cada euro retenido contaba como un euro para la persona; por cada euro que se aportaba a la reserva del grupo el investigador añadía cincuenta céntimos de euro a cada miembro del grupo, incluida la persona que había hecho la aportación; por cada euro aportado a la reserva de un grupo interme­ dio, el investigador añadía cincuenta céntimos a cada miembro del gru­ po, incluida la persona que había hecho la aportación, y, también, restaba cincuenta céntimos de los que no pertenecían al grupo. Esta dinámica permitía expresar hostilidad a los miembros que no pertenecían al grupo, y hacerlo sin incurrir en un coste para los miembros del grupo. Se distri­ buía a los distintos sujetos al azar, y se jugaba con un ordenador; las con­ tribuciones de los jugadores eran confidenciales. El hallazgo fundamental fue que los hombres a los que se les aplicó tratamiento intranasal con OXT eran significativamente más cooperati­ vos (de media, aportaban más al grupo interno que los individuos de los grupos de control), pero la hostilidad hacia los miembros externos al gru­ po seguía siendo la misma. La clasificación de los sujetos como «egoístas» (los que por lo general conservaban su asignación), «cooperadores dentro del grupo» (por lo general contribuían a la reserva del grupo) o «detracto­ res del exterior del grupo» (por lo general, elegían la opción rencorosa), tuvo como resultado las siguientes cifras: en el grupo de control, el 52% eran egoístas, el 20% eran cooperadores del grupo y el 28% eran detrac­ tores de los miembros externos al grupo; en cambio, a quienes se les apli­ caba OXT por vía intranasal, el 17% eran egoístas, el 58% eran coopera­ dores de grupo y el 25% (una cifra que no se diferencia demasiado de la del grupo de control) odiaba a los sujetos ajenos al grupo. El resultado indica que la OXT surte efecto en la cooperación grupal. La artificialidad de este juego es lo que permite cuantificar los resultados, pero también supone que es fundamental ir con cuidado a la hora de generalizarlos en relación a la vida cotidiana, en la que las personas se conocen bien entre sí, han participado de otras interacciones en el pasado que inciden en sus sentimientos, y pertenecen a una gama de grupos que unas veces se sola­ pan y otras no (familia, colaboradores, socios del club de golf, compañe­ ros de un curso de yoga, miembros de una congregación, etcétera). Por cierto, resulta sorprendente que una cuarta parte de los sujetos, tanto los

que recibieron OXT nasal como los sujetos de control, estuvieran dis­ puestos a infligir algún tipo de penalización a los miembros ajenos al grupo, personas que, fuera del experimento, no tenían ninguna relación con ellos. En otro estudio en el que se administró OXT por vía intranasal a su­ jetos de control sanos, el neuroeconomista Paul Zak trató de determinar si podrían existir diferencias entre los niveles de generosidad en una situa­ ción en la que el receptor puede responder, y por tanto incidir en el resul­ tado final, frente a otra situación en la que el receptor acepta lo que se lo ofrece pero es incapaz de reaccionar.24 Cada par de sujetos jugaba al U lti­ mátum o al Dictador sólo una vez. En el juego del Ultimátum, al sujeto 1 que tomaba las decisiones (Si D) se le asignaba una cantidad de dinero, por ejemplo, diez dólares, y podía ofrecer una parte (hasta diez dólares) al segundo sujeto que tomaba las decisiones (S2D). Si el S2D aceptaba la oferta, los dos se embolsaban lo que tenían y se acababa el juego. En cambio, si el S2D rechazaba la oferta, ninguno de los dos se llevaba nada. Las pruebas realizadas con Ultimátum demuestran que la media de sujetos norteamericanos tiende a ver como insultantes las ofertas que no sobrepasan una cantidad mínima de, pongamos por caso, un 30% , y cuando se les ofrece esa cantidad, re­ chazan la oferta y castigan a ambos jugadores. En el juego del Dictador, el receptor no roma decisiones, no ofrece respuesta alguna, y por tanto no puede incidir en el resultado final. El dinero simplemente se divide tal y como especifica el dictador. Por ese motivo hay dos jugadores: el dictador-donante y el receptor pasivo. ¿Cómo se compara la conducta de los donantes a quienes se Ies adm i­ nistró OXT con la de los sujetos de control? En Ultimátum , los donantes con OXT ofrecían un 21% más que los sujetos de control. En cambio, en Dictador la OXT no surtía ningún efecto. Ello implica que la reacción anticipada del jugador receptor (S2D) de Ultimátum , al ver la posibilidad de rechazar la oferta y la pérdida consiguiente, fue un factor que incidió en la decisión sobre qué podía ofrecer. Zak interpretó los resultados en el sentido de que los sujetos de OXT que jugaban a U ltim átum sentían una mayor empatia por los receptores que al recibir una oferta muy baja pu­ dieran sentirse ofendidos y rechazarla. Pero yo propongo una explicación ligeramente distinta; esto es, existe una mayor conciencia de los senti­

mientos de los demás en los sujetos a quienes se les administró OXT, puesto que se anticipan a la interacción. Podían rechazar una oferta poco generosa, y a nadie nos gusta que nos rechacen ofertas, puesto que es una señal de desaprobación. Según esta interpretación, los sujetos con OXT son un poco más sensibles al rechazo que los sujetos de control, y por tanto se muestran más atentos a los sentimientos y a las respuestas proba­ bles del otro jugador. Esta interpretación suscita la pregunta más amplia de la atribución mental, y, en términos generales, de la predicción de la conducta en un contexto social recurriendo a la «teoría de la mente». El éxito en el mundo social depende de aprender las costumbres y los perfiles de los demás; cuanto más sofisticada y precisa sea la maquinaria predictiva — hacerse a la idea de los estados mentales de los demás— ma­ yores serán las ventajas. Parece probable que, en los mamíferos, la elabo­ ración de la capacidad rudim entaria para detectar y responder a los dis­ tintos tipos de malestar en su descendencia dio lugar a facultades más sofisticadas para atribuir objetivos, intenciones y emociones a los demás, puesto que los cerebros más grandes permitían anticiparse a los sucesos del futuro, incluidas las conductas sociales de los demás, que podían cas­ tigar o recompensar.23 En el capítulo 6, dedicado a las habilidades socia­ les, analizaremos en profundidad las hipótesis que se ocupan de la base neuronal de las atribuciones mentales. Aquí sólo tenemos en cuenta si los cambios en los niveles de OXT pueden incidir en la precisión de las ta­ reas de la «teoría de la mente». Y la respuesta es positiva. En el estudio del papel de la OXT en la identificación de los estados psicológicos de los demás, los psicólogos demostraron que los humanos varones que reci­ bían OXT por vía intranasal mejoraban su rendimiento en esta tarea. Usaron para ello la prueba de «lectura de la mente con los ojos», una prueba desarrollada por primera vez por Simón Baron-Cohen.26 En esta prueba, el sujeto ve a una persona que expresa una emoción, pero sólo puede verle los ojos. I,a tarea del sujeto consiste en elegir, a partir de cuatro opciones, lo que la persona está pensando o sintiendo. Los prime­ ros ejemplos son sencillos, pero se van complicando a medida que avanza la prueba. Con OXT, se incrementaban los aciertos en los ejemplos más difíciles. Cuando creemos que ya hemos detectado y entendido un fenómeno, aparecen nuevos datos que nos indican que todo es mucho más sutil. Al

parecer, administrar OXT a través de un espray nasal tiene efectos neuronales distintos en hombres y en mujeres en una tarea que requiera el re­ conocimiento de los estados emocionales a través del rostro. Se realizó un estudio en el que se hacía una resonancia magnética a los sujetos varones mientras observaban rostros y escenas terroríficas, y también mientras observaban objetos neutros. Los datos eran coherentes con las pruebas anteriores, en el sentido de que demostraban que la OXT reducía los ni­ veles de miedo y ansiedad. También hallaron un descenso de la actividad en la amígdala y en las zonas del tallo cerebral con las que se conecta en sujetos que habían recibido un espray de OXT.2/ Sin embargo, un estudio posterior realizado por otro grupo de investigadores halló resultados dis­ tintos en este experimento cuando los sujetos eran mujeres.28Más concre­ tamente, sus sujetos con OXT (comparados con los sujetos de control) mostraban una mayor actividad en la amígdala izquierda, el giro fusifor­ me y el giro superior temporal como reacción a la observación de rostros asustados. F,n todas estas áreas, más el giro frontal inferior, se incrementó la actividad durante la observación tamo de rostros iracundos como feli­ ces (véanse figuras 3.6 y 6.3). En un estudio sobre la administración de VPA en hombres y mujeres, los psicólogos hallaron marcadas diferencias entre los sexos en sus res­ puestas faciales y sus percepciones cuando veían rostros desconocidos.29 Las mujeres a quienes se les había administrado VPA respondían a imáge­ nes de mujeres desconocidas con expresiones faciales afiliativas (es decir, amistosas), y las consideraban más amigables que los sujetos de control. Los hombres a quienes se les administró VPA respondían a imágenes de varones desconocidos con una actividad en los músculos superciliares de la frente, y percibían esos rostros como menos amistosos que los suje­ tos de control. Los investigadores constataron que en todos los sujetos, los rostros amenazadores y aterrorizados incrementaban la respuesta auto­ nómica y, en consecuencia, los niveles de ansiedad. Según los investigado­ res, los datos corroboran la hipótesis de que cuando las mujeres están ansiosas se muestran dispuestas a utilizar una estrategia que podría descri­ birse como «estrategia amistosa de tender la mano», y no una «estrategia de luchar o huir», que sería más típica de los hombres.30 Las diferencias entre los sexos se irán incementando en el transcurso de la investigación,31 debido a las diferencias sexuales en las densidades de

los receptores de la VPA (más en los hombres que en las mujeres) y la OXT (más en las mujeres que en los hombres), y debido a las diferencias del circuito subcortical en estructuras como el hipotálam o.’2 Natural­ mente, también se aprecian diferencias dentro de un mismo sexo. Los sujetos a quienes se les administra OXT ¿son conscientes de cual­ quier cambio en sus actitudes conscientes, como por ejemplo el sentimien­ to de confianza? Por ahora, la respuesta es negativa. Los efectos parecen ser sutiles, y estar por debajo del nivel de la conciencia plena, aunque tal vez otros estudios que se lleven a cabo en el futuro hallarán un efecto más concreto sobre la conciencia en algunas situaciones. Muchas personas se preguntan si los electos de la OXT son lo suficientemente positivos como para rociar esta sustancia por todas partes cuando queremos reducir tensio­ nes, por ejemplo, durante un debate en la Asamblea General de la ONU. Y varias empresas anuncian un espray nasal de OXT por Internet como método para mejorar la confianza en transacciones comerciales.” Debe­ mos ser muy cautos a la hora de administrar OXT. En ocasiones, tendemos a suponer que la abundancia de algo es positiva (tal como pregonó la actriz Mae West al decir «mucho de lo bueno es maravilloso»), pero no siempre es así. Se sabe que la biología suele ceñirse a una curva en fT. el rango efec­ tivo máximo de algo no suele ser ni su nivel máximo ni el mínimo. Dema­ siada cantidad de algo bueno puede dar un resultado catastrófico. Los neurocientíficos sentían curiosidad por los efectos de esta dosis extra de OXT, y se sorprendieron al observar que si se administraba una dosis adicional de oxitocina a un ratón de campo normal de sexo hembra se producía un debilitamiento del apego a su pareja. Además, la OXT extra también hacía entrar en celo a esa ratonciia de campo.34Aunque la OXT podría tener efectos muy distintos en las hembras humanas, estos datos constituyen un prudente recordatorio de que la OXT es una hor­ mona poderosa que desempeña numerosas funciones en el cerebro y el cuerpo. No se recomienda andar jugando con la OXT, del mismo modo que tampoco lo haríamos con hormonas sexuales como el estrógeno o la testosterona. Lo cierto es que nadie tiene ni la menor idea de los efectos a largo plazo de la medicación con OXT, y los niños pueden ser especial­ mente vulnerables a ella.33 Otra advertencia nos la proporciona un resultado obtenido por Tilo­ mas Baumgartner y su equipo. Los sujetos de control que jugaban a Trust

solían ajustar los niveles de las transacciones monetarias cuando se producía una pérdida de confianza —cuando el depositario devolvía una cantidad escasa— . Sin embargo, los sujetos con OXT tienden a continuar con su nivel elevado de confianza, a pesar de esa pérdida.’6 En un contexto más realista, es poco probable que esa persistencia sirva de algo a un sujeto. Efectivamente, en la vida real, perseverar en la confianza a pesar de tener todos los datos en contra es la típica actitud de la persona excesivamente generosa que fácilmente será engañada por los embaucadores. Enseñamos a nuestros hijos a ser precavidos con ciertas pautas de conducta y ante de­ terminadas personas; la confianza ciega es una receta segura para el desastre. ¿La OXT puede tener usos terapéuticos? Algunos grupos de investiga­ ción se han planteado si en el trastorno del espectro autista (TEA) falla el circuito para sentirse seguro y confiado, así como la consiguiente capaci­ dad para interpretar las emociones, y si ese trastorno podría aliviarse ad­ ministrando 0 X 1 . Dadas las dificultades para hallar un tratamiento efec­ tivo del TEA, parece una línea de investigación atractiva. En este sentido, el neurocientífico Eric Hollander administró OXT por vía intravenosa a un grupo de adultos autistas y con el síndrome de Asperger, y luego les pidió que detectaran el afecto (feliz, indiferente, enfadado o triste) en el discurso que oían. Para evitar variables contradictorias que harían impo­ sible una interpretación de los datos, el contenido de cada frase era neu­ tro, y sólo la prosodia (el ritmo y la entonación) mostraba emoción. En comparación con los sujetos de control, el grupo de prueba registraba una mejora significativa si se le administraba OXT, y la mejoría perduró varias semanas. 57 En un experimento relacionado, los investigadores observaron que los sujetos con OXT registraban un descenso en las pautas de con­ ducta repetitiva del TEA. En una serie de experimentos recientes, la neurocientífica Angela Sirigu también registró efectos significativamente po­ sitivos después de la inhalación de OXT en treinta sujetos con TEA avanzado.38 Esos efectos incluían un contacto ocular prolongado, así como interacciones más intensas con los compañeros de juego socialmen­ te cooperativos en el juego de ordenador Cyberball. Por muy sugerentes que sean estos resultados, es necesario complementarlos con otros estu­ dios, y es importante no sacar conclusiones fuera de contexto. Si existe un componente de OXT en el TEA, entonces, ¿qué podría alterarse concretamente en la red de OXT? ¿Los receptores de OXT o las

vías dentro de las estructuras subcorticales, o la síntesis de OXT en el hi­ potálamo? ¿O algo completamente distinto? Varios estudios han registra­ do algunas variaciones del gen (por ejemplo, polimorfismos) para el recep­ tor de OXT basadas en análisis genéticos de familias con miembros que padecen TEA. Desgraciadamente, los análisis más recientes han suscitado dudas sobre la hipótesis de que el receptor de OXT, o sus anormalidades, desempeñen un papel relevante en el TEA.39 No queda claro por qué la administración experimental de la OXT surte los efectos registrados. Otro resultado — descrito como de carácter m uy preliminar— ha de­ mostrado que los niveles de OXT en el fluido cerebroespinal de las muje­ res que habían sufrido malos tratos infantiles o abandono eran mucho menores que los de quienes no los habían padecido.40 Las categorías de abuso incluían el maltrato físico, emocional, abusos sexuales, abandono físico o emocional. Los sujetos que habían registrado traumas en más de tres categorías registraban niveles de OXT muy inferiores a los que habían sufrido una única categoría de trauma. No se aportó ninguna informa­ ción acerca de su conducta social, y los autores del estudio señalan que antes de extraer conclusiones debería estudiarse una muestra mucho más amplia. Aun así, si las investigaciones futuras ofrecen muestras de que existe una relación causal, entonces este resultado tendrá importantes im­ plicaciones sociales. Tal como mencioné en el capítulo 3, existe otra posi­ ble intervención terapéutica, para el trastorno por estrés postraumático que se resiste a la terapia cognitiva. Aunque la intervención médica es una vía importante que debe explorarse, también en este sentido es recomen­ dable la prudencia.41 A pesar de que los datos presentados demuestran que existen relacio­ nes importantes entre la conducta social, la OXT, la VPA y sus receptores, entender la naturaleza precisa de estas relaciones requerirá una mayor comprensión de cómo se toman las decisiones, y del modo en que la per­ cepción afecta y es afectada por las emociones.42Además, hay que tener en cuenta que la OXT no debería llamarse La «molécula de la función social y cognitiva», porque se trata de una parte de una compleja red flexible e interactiva de genes, interacciones entre esos genes, las neuronas, las sus­ tancias neuroquímicas y el entorno, y las interacciones entre el cuerpo y las neuronas.

C a s tig o y c o o p e r a c ió n 43 Los animales sociales que cooperan se benefician de ello, pero los tram­ posos que evitan pagar los costes pueden beneficiarse aún más. Sin un castigo selectivo, los tramposos acabarían teniendo más éxito a la hora de difundir sus genes, y con el tiempo acabarían siendo la población predo­ minante.44 Puesto que 110 ha sido así, es justo suponer que se tiende a poner un freno a la conducta tramposa. El rechazo es una forma muy efectiva de castigo en los mamíferos altamente sociales, especialmente porque una persona sola tiene menos probabilidades de acceder a los re­ cursos y es muy vulnerable ante los depredadores. Por ejemplo, a lo largo de un período de siete años, Bekoff descubrió que el 60% de los coyotes jóvenes que trataban de ir por su cuenta morían, mientras que sólo el 20% de los que vivían en grupo fallecían.'0 Los coyotes castigan la falta de juego limpio, y los macacos Rhesus castigan a los miembros que no avisan cuando encuentran un reducto de comida.46 Tal y como observa el biólogo Tim Clutton-Brock, el problema de ir por cuenta propia (aceptar los beneficios pero no acarrear con los incon­ venientes) puede verse atenuado cuando, como ocurre en muchos casos, el grupo es pequeño y los individuos de ese grupo se conocen bien. En tal caso, la cooperación no suele implicar una demora entre los costes coope­ rativos y la obtención de beneficios.47 En esas circunstancias, habrá pocas oportunidades de que un miembro vaya por su cuenta. La vida de los primeros homínidos satisfacía estas condiciones bastante sencillas. Ade­ más, muchos individuos de un grupo estarán emparentados, y por tanto la tendencia al «cuidado» de la OXT se extenderá a sus parientes. El castigo a los tacaños y a los gandules se ha estudiado, en el caso de los seres humanos, recurriendo a juegos económicos. En un experimen­ to, los neuroeconomistas Ernst Eehr y Simón Gáchter compararon la conducta de los participantes en un juego en público48 que funciona de la siguiente manera: a cada jugador se le asigna una cantidad de dinero, y puede invertir cualquier cantidad en un cofre público o guardarse una parte. El investigador multiplica por un factor, supongamos que por tres (tiene que ser un número mayor de uno pero menor que el número de jugadores), la cantidad que se halla en el cofre público, y en el reparto final, el dinero del cofre público se divide a partes iguales entre los juga­

dores y cada uno conserva la cantidad que se quedó. El conjunto del grupo funciona mejor cuando todos los participantes invierten su dinero en el cofre público, y este hecho salta a la vista cuando se explican las normas a los participantes. Sin embargo, un individuo sale ganando si todos los demás depositan el dinero en el cofre público y él retiene toda su asignación. Esto ocurre porque su rendimiento por cada unidad de dinero que invierte en el cofre público es menos de uno. Fehr y Gáchter dispusieron que los sujetos jugaran en dos modalida­ des: una con castigo y la otra sin. Y lo que era aún más importante, el castigo en estos experimentos implicaba un coste para la persona que aplicaba el castigo; un jugador tenía que pagar una cuota de su propia caja con el fin de castigar a otro jugador reduciendo su reserva privada. El juego se desarrollaba en grupos de cuatro personas, y para evitar que se fuera desarrollando una reputación individual en el transcurso de las diez rondas del juego, los sujetos eran anónimos y la composición de los gru­ pos cambiaba al azar de una ronda a otra. Fehr y Gáchter descubrieron, en sintonía con estudios anteriores que no incorporaron el elemento punitivo, que cuando no se castigaba, las aportaciones al cofre público eran moderadas al principio y descendían en las rondas subsiguientes hasta llegar a una estrategia dominante de aportación cero. En las sesiones en las que se permitía el castigo, los suje­ tos estaban dispuestos a penalizar a otros individuos que aportaban muy poco, o nada, al fondo público. Los sujetos lo hacían aunque supusiera para ellos un coste y a pesar de que, debido al diseño que primaba el ano­ nimato de los jugadores, podían no volver a interactuar con el individuo penalizado (y no lo sabrían aunque lo hicieran). La posibilidad de aplicar un castigo tenía un efecto espectacular en la cooperación: las aportaciones medias eran entre dos y cuatro veces supe­ riores en la modalidad de castigo que en la que no lo permitía, y las apor­ taciones en las últimas rondas eran entre seis y siete veces y medio más cuantiosas cuando se permitía un castigo. Además, sólo la mera posibili­ dad de aplicar una penalización era una forma eficaz de incrementar la cooperación. En una sesión experimental, los sujetos jugaron a un juego de veinte rondas en el que no se permitía ningún tipo de penalización en las primeras diez rondas; aquí se observó un descenso del patrón estándar de aportaciones partiendo de un nivel modesto. Pero cuando se permitie­

ron las penalizaciones en la ronda once, las contribuciones se m ultiplica­ ron casi por cuatro respecto del nivel de la ronda diez y continuaron su­ biendo progresivamente hasta la última ronda. Un estudio posterior de Fehr y Gáchter indica que el mecanismo psi­ cológico relevante que podríamos llamar «castigo altruista» es una emo­ ción negativa dirigida hacia las personas que no hacen aportaciones (los desertores)/'9 (El castigo es «altruista» porque, tal y como se ha observado anteriormente, es costoso y no reporta ningún beneficio material al que lo inflige. Por lo visto, las personas pagan un coste para castigar a los de­ sertores aunque sean «terceras partes», individuos que se lim itan a obser­ var un juego sobre economía en vez de jugarlo.)10 El diseño y los resulta­ dos conductuales de este estudio eran m uy parecidos a los del estudio anterior. Los participantes jugaban un juego de azar sobre bienes públicos en dos modalidades, con o sin penalización, en el que los jugadores eran anónimos. Las aportaciones eran, una vez más, mucho más elevadas en la modalidad con castigo, y el simple cambio de la modalidad de castigo a la que no lo era, o al revés, daba como resultado un cambio inmediato en los niveles de aportación media. Cuando se permitía la opción con casti­ go, las aportaciones subían inmediatamente y seguían creciendo; cuando se abandonaba esa opción, las aportaciones descendían bruscamente y seguían en descenso. Una vez más, la frecuencia de la penalización era elevada a pesar de su coste. En un típico juego de seis rondas, el 84,3% de los sujetos penalizaba a alguien al menos en una ocasión, y el 34,4% lo hacía más de cinco veces. Los desertores eran, con diferencia, los recepto­ res de esos actos de castigo, con un 74,2% del total, y los cooperadores (quienes contribuían con cantidades por encima de la media) lendían a ser los que aplicaban la penalización. En este último experimento, Fehr y Gáchter trabajaron sobre la hipó­ tesis de que las emociones negativas hacia los desertores podrían ser el mecanismo de proximidad que se escondía detrás de un castigo altruista. Para probar esta hipótesis, entregaron a los sujetos que acababan de jugar al juego de bienes públicos varias descripciones por escrito de escenarios hipotéticos. Uno podría ser, por ejemplo: «Supongamos que decides in­ vertir dieciséis francos en el proyecto. Un segundo miembro invierte ca­ torce, un tercero invierte dieciocho, y un cuarto invierte dos francos. Ahora te encuentras por casualidad a este cuarto miembro. Por favor,

describe tus sentimientos hacia esta persona».^1Los sujetos determinaban el enfado que sentían, si ése era el caso, utilizando una escala de siete puntos en la que el siete era el máximo nivel de enfado. En la versión del planteamiento anterior, en la que el sujeto había aportado una cantidad elevada comparada con la del desertor, el 47% de los individuos determi­ naron un nivel de enfado de seis o siete, y otro 37% eligió un nivel de cinco. Además, cuando a los sujetos se les planteaba un escenario hipoté­ tico en el que ellos eran los desertores (y el resto de personas aportaban grandes cantidades) y se les pedía que midieran el enfado que sentirían los demás, volvían a elegir un baremo m uy elevado, con un 74,5% que elegía entre seis o siete, y otro 22,5% que se decantaba por un cinco. Estos estudios demuestran que la ira es un poderoso acicate para una conducta moral canónica; es decir, el castigo de los malhechores favorece actuaciones «morales». Además, la mayoría de personas es consciente de ello, tal como indican las puntuaciones de cómo creen que se sienten los demás ante su conducta impropia. Este hecho podría explicar el salto brusco de las aportaciones que se observa en el cambio de una modalidad de no castigo a otra en la que sí se permite el castigo. Por consiguiente, es probable que las emociones desempeñen un pa­ pel importante no sólo en el proceso de efectuar un juicio moral, sino también en el hecho de motivar respuestas conductuales a esos juicios, y — a través de la anticipación de esas respuestas motivadas por la emo­ ción— en la forma de impedir que de entrada las personas se comporten inmoralmente.52 No es de extrañar que la reputación sea un elemento importante en las pautas emergentes de cooperación y castigo en los juegos que implican bienes públicos, del mismo modo que ocurre en la vida real.Si Los neuroeconomistas Bettina Rockenbach y Manfred M ilinski investigaron el modo en que forjarse una reputación de tacaño (según mi propia descrip­ ción) puede ser utilizado por los jugadores que no son tacaños como una razón para castigar a los tacaños y retirar cualquier tipo de ayuda. Ade­ más, querían comparar la efectividad de retirar esa ayuda amparándose en la reputación, incurriendo en un coste, en el que el castigador tenía que pagar para penalizar al tacaño. Una vez más, el juego de bienes públicos descrito anteriormente era la herramienta experimental. La idea era que la reputación podía premiarse o penalizarse en el período posterior al

juego (en realidad, la segunda etapa del juego de bienes públicos).34 Las opciones eran «no castigo», «castigo costoso» (penalizar al desertor está penalizado), y lo que los investigadores llamaron una «reciprocidad indi­ recta», una transacción posterior al juego que requiere cierta explicación. Después de completar varias rondas del juego de bienes públicos, se asig­ nan tres unidades monetarias a los jugadores que se han forjado una «bue­ na reputación» en el juego anterior. Tienen la oportunidad de ayudar a otro jugador que, a su vez, ve cómo el investigador triplica ese donativo. La reciprocidad indirecta ofrece la oportunidad de aplicar un castigo me­ nos costoso al negarse a ayudar a un desertor. Se llevaron a cabo algunos experimentos en los que ambas clases de castigos, la reciprocidad indirec­ ta y el castigo de coste directo, se ofrecían como opción. Los desertores podían recibir doble castigo — una vez como coste directo y otra como negativa a recibir ayuda— . Los juegos con este doble perfil de penaliza­ ción resultaron ser especialmente interesantes. A riesgo de simplificar en exceso este experimento tan complejo, el hallazgo fundamental de mayor interés es que aunque en un principio los sujetos tienden a elegir al grupo de no castigo, la mayoría, cuando se les ofrece esa opción, cambian sus preferencias hacia el grupo con opción de castigo costoso, y prefieren el sistema de penalización doble a la penaliza­ ción única (sólo la directa). Además, cuando se les ofrece la posibilidad de aplicar el castigo menos costoso, ocurren dos cosas: los ejemplos de casti­ go costoso (directo) — según se mide por la media de puntos de penaliza­ ción distribuidos por cada miembro del grupo— descienden a casi la mitad; pero cuando se aplica una penalización directa, ésta es más severa que cuando se contempla como única opción disponible.53 (Constato, por cierto, que yo misma me inclinaría por esta opción, basándome en el hecho de que si alguien «gorronea» a pesar de conocer la posibilidad del doble castigo, después podrá mostrarse más generoso si se le da un se­ gundo empujoncito.) Por último, se registra un incremento neto de las aportaciones al cofre público, y aumenta la aportación de todos los parti­ cipantes. Estos experimentos también nos recuerdan que el castigo puede adoptar muchas formas, que pueden producirse efectos interactivos, y que las personas están dispuestas a castigar a los «gorrones» aunque esto implique un coste para ellos. La reputación de que una persona es fiable es un valor.36

E l e f e c t o de la te n s ió n s o c ia l s o b r e l a c o o p e r a c ió n Partiendo del reconocimierno de que los cambios evolutivos del cerebro de los mamíferos favorecen la extensión del cuidado más allá del indivi­ duo, podemos analizar la teoría que defiende que en los animales alta­ mente sociales, el nivel y el grado de conducta cooperativa pueden incre­ mentarse o ser posible debido a las diferencias temperamentales típicas de una especie, que a su vez se relacionan con las estructuras sociales típicas de los grupos en las distintas especies. La neurobiología de las diferencias temperamentales relevantes se encuentra en un estado embrionario; aquí sólo nos ocuparemos de las conductas. Según las especies y las condiciones, la vida social puede albergar una gran tensión de fondo. La vida grupal aporta beneficios, pero también crea rivalidades dentro del grupo, competitividad y enfados. Las personas pueden vivir juntas, y salir a cazar juntas, pero los individuos de rango inferior recelan de los individuos más dominantes cuando se alimentan, buscan lugares para cobijarse y también cuando copulan; los individuos más dominantes tienen que vigilar a los advenedizos. Cuando prevalece una rígida organización jerárquica y se recurre a la agresión para mante­ ner el respeto o avanzar en rango, el miedo hacia los que están por debajo, o por encima, es más o menos constante. En el caso de los machos, el principal beneficio que aporta tener un rango superior es el acceso preferente a las hembras y a los alimentos; el coste evidente de ello está relacionado con mantener niveles elevados de vigilancia y acallar de vez en cuando a quienes cuestionan ese rango en interacciones de carácter físico. Un coste menos evidente tiene que ver con los límites de la cooperación para obtener un beneficio mutuo, debi­ do a la dificultad para establecer vínculos cooperativos entre individuos de rangos distintos. A modo de ejemplo, podemos decir que un macho de rango elevado tiende a mostrarse intolerante a la hora de compartir su alimento con un macho de rango inferior, quien a su vez no encuentra ninguna ventaja en cooperar con un superior que acabará monopolizan­ do los resultados de esa cooperación. Ello indica que la cooperación pue­ de quedar bastante lim itada en organizaciones sociales en las que las jerar­ quías de dominación son intensas y se mantienen con pautas de agresión. La cooperación entre hembras también puede ser sensible al rango, como

ocurre en el caso de los babuinos. El psicólogo Brian Liare1’ ha investiga­ do el tema de la tensión social y su efecto en la cooperación; describiré los resultados de sus estudios más adelante.18 Los babuinos tienden a tener un trato más fácil que los chimpancés, debido supuestamente a que su territorio de caza al sur del río Congo es mucho más rico en grandes árboles frutales que los territorios de chim ­ pancés del norte del río Congo.19 Tal y como Haré explica, «en general, las grandes extensiones de frutales y los niveles elevados de hierbas de alta calidad a las que recurrir cuando no se puede consumir fruta reducen los costes de la alimentación conjunta y la vida comunal de los bonobos en relación a los chimpancés».60 Con una menor competitividad para la caza, habrá menos agresiones, y por tanto una forma de vida más relajada. Si los bonobos están relajados significa que serán tolerantes con la presencia de otras especies mientras comen. En cambio, los chimpancés tienen una organización social bastante estresante con una rígida jerarquía de domi­ nancia masculina. Las hembras bonobo crean vínculos estrechos dentro de un grupo, especialmente entre una misma línea de parentesco, y aun­ que los machos tienen una jerarquía de dominación, un grupo de hem­ bras puede arremeter contra un macho. Una bonobo hembra le sacará la comida a un macho, y morderá a quien se le resista, una conducta que rara vez se observa en los chimpancés, aunque también sea común en los lémures de cola anillada. Los chimpancés también son menos propensos que los bonobos a tolerar la presencia de observadores, sean de rango su­ perior o inferior, mientras se alimentan.61 lia re se preguntaba si los bonobos de trato fácil tendrían más éxito que los chimpancés socialmente más tensos a la hora de resolver un pro­ blema que requiriese la cooperación de dos animales.62 Para probar este dato, los investigadores entrenaron a los chimpancés colocando dos pla­ tos de comida separados por dos metros y setenta centímetros sobre una plataforma en una jaula. Para retirar la comida, los dos animales tenían que tirar simultáneamente de los extremos de una cuerda unida a la jaula. Los chimpancés aprendieron rápidamente la tarea, aunque después el ex­ perimento cambió y los investigadores sólo dejaron un plato de comida que los chimpancés podían compartir si lograban acercarse a la platafor­ ma. Lo que Haré observó fue que si un chimpancé podía trabajar con un «amigo» (un chimpancé más o menos de su mismo rango), la cooperación

era fluida, pero si él o ella tenía que vérselas con alguien «no amistoso», como por ejemplo un chimpancé más dominante, entonces la coope­ ración no era posible, aunque ambos supieran lo que tenían que hacer para conseguir la comida. En otros experimentos, un chimpancé podía salir a buscar a otro chimpancé para que le ayudara en la labor de retirar la bandeja de comida. Con estas condiciones, por lo general los chimpan­ cés elegían a alguien que Fuera amigable y habilidoso. ¿Cómo lo hicieron los bonobos? Aunque los chimpancés tenían más experiencia con esta tarea, los bonobos poco experimentados acabaron superándolos. Cuando se colocó un solo plato, y, después de tirar de la plataforma, los dos animales empezaron a compartir la comida. Los chim­ pancés recelaban de que hubiera un único plato porque, o bien no que­ rían interactuar con un chimpancé más dominante, o bien porque ese chimpancé más dominante no podía renunciar a su preeminencia sobre todo el alimento. Curiosamente, se registraron resultados m uy parecidos en dos especies de macacos: el Rhesus, con una jerarquía m uy estricta y del que se sabe que es susceptible socialmente, era menos cooperativo que el macaco deTonkean, del que se sabe que tiene un trato social más fácil.Ai En su análisis de los resultados, Haré indica que un nivel relativamen­ te elevado de cooperación en una especie puede venir dado por el sistema social y el perfil temperamental que lo refrende. Tanto los chimpancés como los bonobos son lo suficientemente inteligentes como para saber cómo cooperar y comprender el valor de la interacción cooperativa, pero la cooperación es mucho más lim itada en el sistema social del chimpancé. Tal como observé anteriormente, en estado silvestre los bonobos viven en un entorno más rico en recursos que los chimpancés, y esta circunstancia debió de facilitar el desarrollo de un temperamento más sociable. En cambio, los elevados niveles de agresión e intolerancia social de los chim­ pancés cuando se alimentan pueden haberles servido en un entorno alta­ mente competitivo para conseguir comida.

La e v o l u c ió n y l a c o o p e r a c ió n h u m a n a La cooperación fiable puede surgir con mayor facilidad, según sugiere Hare,Aris­ tóteles y Confucio ya se dieron cuenta de que el contexto es importante, y por eso consideraban que el conocimiento moral se asentaba en las ha­ bilidades y la disposición de una persona, no en un conjunto de normas ni, según Hauser, en una «gramática moral». Cabe hacer otra advertencia: nuestras intuiciones más vehementes so­ bre lo que es desagradable o incorrecto no son una muestra de que la in­ tuición tenga una base innata, Es algo coherente con esa posibilidad, pero también lo es con la posibilidad de que la intuición refleje una práctica social adquirida durante la infancia e inculcada a través del sistema de recompensas.41’ Además, tal como señala el filósofo de Cambridge Simón Blackburn como respuesta a Hauser, muchos dilemas morales se abordan no de for­ ma automática ni instantánea, sino mediante la reflexión, tras una larga y considerada deliberación.41 A veces permanecen sin resolver durante lar­ gos periodos de tiempo. Los juristas y los gobernantes, así como las per­ sonas normales y corrientes, pueden mantener una dura batalla para ges­ tionar problemas morales en el terreno de las leyes sobre la herencia, para imponer intereses en los préstamos, para fijar los impuestos, para regular la donación de órganos, el trato de las personas superdotadas, la adapta­ ción de los niños discapacitados mentales en el colegio, la eutanasia para los enfermos terminales, las políticas de inmigración, la guerra, la custo­ dia de los hijos o la pena de muerte. En todos estos temas, las intuiciones instantáneas pueden proporcionar respuestas desafortunadas, y los des­ acuerdos como resultado de una actitud imparcial pueden durar décadas. La afirmación de Hauser de que el juicio moral no implica un razona­ miento consciente puede aplicarse en algunas situaciones, como la de observar a un niño ahogándose durante la cena, pero es evidente que no se aplica a otras muchas situaciones, como por ejemplo si se debe declarar la guerra a un país enemigo o no. En sintonía con las realidades que despiertan dudas sobre la delibera­ ción moral y la negociación, Blackburn desafía la analogía de Hauser entre las intuiciones morales y las lingüísticas: «En definitiva, [las intui-

dones morales] no son en apariencia abundantes, ni instantáneas, ni inar­ ticuladas, ni inflexibles, ni certeras. Cualquier similitud con el procesa­ miento del lenguaje es, por tanto, meramente superficial, y me temo que también deben serlo las perspectivas de descomponer esos procesos para hallar los principios ocultos que los lim itan».42 El resumen de Blackburn capta perfectamente las profundas discrepancias entre las intuiciones lin­ güísticas y el juicio moral. Quizá sería apropiado añadir que el germen de esa analogía (lo que se da en llamar el «órgano del lenguaje» y los univer­ sales gramaticales) es por sí mismo un tema que ha generado más de un debate escéptico.43

JONATHAN HAIDT Y LOS FUNDAMENTOS MORALES El psicólogo Jonathan Haidt4“ propone que la moralidad humana se basa en cinco intuiciones fundamentales, y que cada una de ellas se correspon­ de con una adaptación a un estado ecológico que, a su vez, cuenta con su emoción característica. Su teoría incluye una hipótesis que viene a decir que la evolución favorecía a los seres humanos que mostraban esas cinco virtudes. La lista que ofrece está compuesta por pares de nombres para los dominios de las intuiciones, que se corresponden con la conducta adaptativa. 1. Daño/cuidado-, proteger y cuidar a los familiares jóvenes, vulnera­ bles o heridos. 2. Imparcialidad/reciprocidad, cosechar los beneficios de la coopera­ ción diádica con personas que no son parientes. 3. Exclusividad/lealtad, cosechar los beneficios de la cooperación grupal. 4. Autoridad!respeto-, negociar la jerarquía, posponer selectivamente. 5. Pureza!santidad, evitar los microbios y los parásitos.4’ Elaborar un listado de las virtudes fundamentales es algo que cuenta con una venerable historia en el campo de la filosofía. Sócrates, por ejem­ plo, empieza con cinco virtudes (sabiduría, valentía, moderación, piedad, y justicia), pero, después de pensárselo, retira la piedad de su listado, ale­

gando que no se trata verdaderamente de una virtud humana, sino de una cualidad que recae en el Oráculo de Delfos. La lista del Abhidharma bu­ dista nos invita a evitar «los tres venenos» (el odio, el deseo y la ilusión) así como todas sus distintas derivaciones. Recomienda que nos adhiramos a las «cuatro nobles verdades» (el amor-bondad, la compasión, la alegría agradecida y la ecuanimidad)."16 Mencio, un filósofo de la China clásica (siglo iv a.C.), elaboró un listado de cuatro virtudes generales: benevolen­ cia, justicia, decencia y sabiduría. La lista de Aristóteles distingue entre las virtudes intelectuales y las que él da en llamar virtudes de carácter o virtudes éticas. Aristóteles resal­ tó el hecho de que establecer unos hábitos apropiados a una edad tempra­ na era un rasgo fundamental de la sabiduría práctica. En lo tocante a la sabiduría práctica, propuso que elegir un punto medio entre dos extre­ mos era una guía fidedigna, aunque no infalible, para llevar una vida virtuosa, una especie de regla general conocida como el «justo medio» (no debe confundirse con la Regla de Oro: «Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti mismo»). El justo medio nos aconseja que el término medio es, por lo general, bueno: no deberíamos ser imprudentes ni tí­ midos, sino suficientemente valientes; ni tacaños ni manirrotos, sino adecuadamente generosos; ni indulgentes ni abstemios, sino moderados; etcétera. Cómo alcanzar ese punto medio no es algo que se consiga apli­ cando una norma, según Aristóteles; requiere sabiduría práctica, adquiri­ da por medio de la experiencia y la reflexión. Los estoicos hicieron hincapié en la importancia de la prudencia, la sabiduría, el valor y la moderación, entre otras virtudes. En la Edad Me­ dia, otros autores, como Tomás de Aquino y Ockham, también hicieron listados de virtudes, pero, a diferencia de Sócrates, en ellos «obedecer a Dios» ocupaba un lugar destacado. Cada una de las fábulas de Esopo ter­ mina con un proverbio que resume un aspecto de la sabiduría moral que se corresponde con una virtud, que a menudo se relaciona con la pruden­ cia, la modestia o la bondad: «La moraleja de la historia es...».47 Posterior­ mente se resaltaron cualidades como la frugalidad y el trabajo duro, tal como ocurre en la lista de trece virtudes de Benjamín Franklin y, en una época más reciente, en la lista de diez virtudes de W illiam Bennett.4ís Así que Haidt está bien acompañado por los filósofos más respetados de la historia. Sin embargo, Haidt aspira a hacer algo más que un listado

respetable en compañía de otros filósofos. Quiere reivindicar una base evolutiva que explique por qué algunas intuiciones morales de ese listado (por ejemplo, la imparcialidad) son fundamentales e innatas, mientras que otras (por ejemplo, la veracidad, la entereza o la perseverancia) tienen un carácter secundario. La estrategia de Haidt tiene tres partes: (1) iden­ tificar los dominios básicos de la intuición a partir de lo que sabemos sobre las condiciones evolutivas de los primeros humanos; (2) demostrar que estas predisposiciones hacia los valores son un rasgo común de distin­ tas culturas; y (3) demostrar que cada predisposición hacia un valor cuen­ ta con su «emoción característica» única, refrendando de este modo la idea de que esa predisposición estaba seleccionada y de que se trata de un rasgo fundamental, no secundario. *9 Aunque la ambición del proyecto de Haidt es loable, su concreción decepciona, pues no proporciona evidencias suficientes. No se recaba in­ formación procedente de la biología molecular, ni de la neurociencia, ni de la biología evolutiva, cuando se realizan afirmaciones sustantivas acer­ ca de los dominios básicos de las intuiciones. El peligro de este proyecto es que deducir qué rasgos de conducta fueron seleccionados para la evo­ lución humana no puede resolverse apelando a vividas imágenes sobre la condición ancestral y a datos seleccionados sobre parecidos entre culturas, unos datos que podrían explicarse de muy distintas maneras.50 Es éste un problema que salta a la vista cuando Haidt incluye la pure­ za y la santidad como dominios fundamentales. Su idea es que en la evo­ lución del cerebro humano las religiones habrían servido al bienestar de los individuos del grupo que se adhirieran a ellas, por lo cual esa incli­ nación habría sido seleccionada en la evolución biológica del cerebro hu­ mano. Según este punto de vista, las intuiciones beneficiosas sobre la limpieza y la pureza, que en un principio se relacionaban con el alimento, acabaron por referirse de forma natural a las prácticas religiosas locales y a sus objetos. Las citas anteriores sirven para explicar lo que Haidt cree que es una inclinación innata hacia una creencia religiosa, y pretende ex­ plicar la incidencia generalizada de las religiones. El problema es que son muchas las teorías que explican las religiones en relación con la selección natural, pero la falta de datos sustanciales las hace poco atractivas. Un ejemplo de ello es la hipótesis conocida como «señalización costosa», m uy popular entre antropólogos y psicólogos,

que pretende explicar la conducta religiosa; según ella, la conducta reli­ giosa es una conducta destinada a señalar una intención cooperativa y de fiabilidad. Serían ejemplos de esa señalización costosa los sacrificios de cabras y pollos, o la renuncia a comodidades como un baño caliente, o a los placeres del baile o el sexo. En términos muy sencillos, diríamos que la idea de esta teoría es que las personas que se unen a un grupo y aceptan gustosamente sus renuncias (señalización costosa) pueden iden­ tificarse como cooperadores fidedignos. La pertenencia al grupo reporta beneficios; la señalización costosa es el precio que pagamos para ser miembros de esa comunidad, y permite rechazar a los caraduras o a los impostores, quienes, ex hypothesis, no estarían dispuestos a pagar ese precio. Según la hipótesis de la señalización costosa, la predisposición a mostrar esas señales costosas vendría dada por selección natural en el transcurso de la evolución de la especie, puesto que los individuos po­ drían recurrir a ella para encontrarse y reconocerse, así como para am­ pliar los grupos con miembros altamente cooperativos. Así pues, la reli­ gión — que por lo general implica señales costosas, como los sacrificios y las renuncias— aparece como un módulo innato.11 Expresada de este modo, parece una explicación razonable, salvo por el hecho de que los datos a favor de esta hipótesis de la «señalización costosa» brillan por su ausencia. Tal como han demostrado los filósofos, ninguna de las versio­ nes de esta perspectiva es coherente en términos lógicos ni tiene un res­ paldo sólido suficiente.’2 Otras estrategias que explican la ubiquidad de las religiones argumen­ tan que los lazos entre los miembros del grupo se crean durante los ritua­ les religiosos, fortaleciendo así el apego y la lealtad, y que en consecuencia la religión es el resultado de una unión social. De este modo, la predispo­ sición religiosa fue seleccionada para obrar en beneficio de intensos lazos grupales. Fue algo ventajoso para los distintos aspectos de la vida social en la que la cooperación era necesaria. Fiay otra teoría según la cual existen lazos estrechos entre las religiones y la guerra. La observación que motiva esta teoría es que los dioses y los espíritus de la guerra son muy comunes, al igual que los rituales que se relacionan con la guerra y la lucha, así como las recompensas para los luchadores valientes. El éxito en la guerra, tanto en su faceta de ataque como de defensa, es una ventaja selectiva, y la religión favorece una iniciativa-bélica.’ 3 Otros sostienen que ya que las

personas con predisposición religiosa eran en general más sanas, esa pre­ disposición fue seleccionada.1* A pesar de la oposición a sus argumentos y a los datos que demuestran que los pacientes enfrascados en una «lucha» religiosa pueden estar menos sanos,” para muchas personas este vínculo con la salud sigue siendo atractivo como justificación para la fe religiosa/6 Otro conjunto popular de hipótesis mantiene que la predisposición hacia las creencias religiosas no es seleccionada como tal, sino como resul­ tado de otras muchas funciones, como el apego a los padres, el deseo de ayudar en momentos difíciles o la tendencia a explicar los misterios y las catástrofes extrapolando la atribución de los estados mentales de los hu­ manos que observan al dominio «los otros» que no lo hacen. Puesto que las religiones son sumamente diversas y existen deidades con todo tipo de formas, poderes y números (incluido el cero), no hay ninguna explicación de este tipo que por sí sola resulte prometedora. Más bien encontramos una retahila de explicaciones a distintos aspectos de una conducta que damos en llamar «religiosa» por comodidad, del mismo modo que llama­ mos «música» a un conjunto de factores diversos/7 En cualquier caso, el hecho de que exista una plétora de teorías basadas en la selección que explican la prevalencia de las creencias religiosas, ninguna de ellas refren­ dada hasta el momento por los hechos, demuestra por qué los biólogos evolucionistas prudentes y los genetistas han archivado un montón de teorías sobre módulos innatos como simples «relatos»/8 Las especulacio­ nes son de utilidad para inspirar experimentos, y no debemos desalentar­ las. La cuestión es que yo no quiero quedarme con ninguna, ni tener que responder ante cualquiera de ellas, hasta que los resultados corroboren su veracidad. El problema del que adolecen todas las teorías de la conducta innata es que, a falta de datos que corroboren la relación de los genes con un determinado circuito cerebral, las teorías se tambalean cuando las pones a prueba. Por ejemplo, Haidt se basa en el hecho de que una habilidad se aprenda o no fácilmente para reconocer habilidades para las cuales el ce­ rebro está «preparado» de forma innata, que se diferencian de las habili­ dades para las que el cerebro no está preparado.19 Pero ¿cómo defender, sin recurrir a atajos convenientes, la naturaleza innata de algunas cosas «fácilmente aprendidas» al tiempo que se excluyen otras cosas aprendidas

con la misma facilidad, como montar en bicicleta, hacer un nudo mari­ nero, ponerse los zapatos o pescar una trucha poniendo un gusano en un anzuelo? Y a la inversa, aprender habilidades de autocontrol, algo para lo que se supone que el cerebro está preparado, no siempre es fácil. La faci­ lidad del aprendizaje de una habilidad es coherente con su cualidad inna­ ta, pero no la implica. Los problemas a los que se enfrentan las teorías sobre la cualidad innata de las conductas morales fundacionales son enor­ mes, y sin unos datos que las refrenden, sus afirmaciones quedan suspen­ didas en el aire.

Aristóteles, en sus debates sobre moralidad, hace hincapié en las habilida­ des sociales como la flexibilidad, la idoneidad y el sentido práctico para prosperar en el ámbito social. Según esta perspectiva, el ejercicio de las habilidades sociales depende de la adquisición de los hábitos adecuados, y puede verse influenciado por los modelos, las prácticas sociales y las instituciones que encontramos en la vida diaria. Un componente esencial de la sociabilidad normal atañe a nuestra capacidad para atribuir estados mentales a los demás. Sin esta capacidad, no podemos sentir empatia hacia su sufrimiento, ni entender sus intenciones, sentimientos, creencias y planes. La mayoría de seres humanos tienen la habilidad para identifi­ carse con los demás, y, en términos más generales, para «leerles la mente», es decir, para saber lo que los demás sienten, intentan, quieren, etcétera. Cuando esa capacidad empieza a fallar, por ejemplo como resultado de una demencia frontotemporal, que implica la degeneración del tejido neural en las cortezas frontal y temporal, el efecto es verdaderamente ca­ tastrófico. Este dato nos recuerda la enorme importancia que tienen las habilidades que acostumbramos a ejercer sin esfuerzo, de un modo fluido y rutinario. En el siguiente capítulo, analizaré la información de la que disponemos sobre la neurobiología de la comprensión de la mente, tanto de la mente de los demás como de la nuestra.

Capítulo 6

HABILIDADES PARA LA VIDA SOCIAL

Desde hace mucho tiempo, el mundo social y su asombrosa complejidad han sido el centro de atención de todo tipo de representaciones: desde obras teatrales informales de campamento en torno a una hoguera hasta, en un entorno más formal, elaboradas producciones profesionales que se representan en varios escenarios. Entre los distintos personajes que po­ demos encontrar en una obra de teatro, todos ellos muestran inevitable­ mente distintos grados de inteligencia social, lo cual a vcces implica un final trágico, como en el caso de El rey Lear. A menudo la comedia va envuelta en contrastes entre los personajes más hábiles socialmente y los más patosos en este sentido. Un personaje sumamente divertido, como Basil Fawlty (interpretado por John Cleese en Fawlty Towers), nos re­ cuerda la agonía que provoca una estúpida mentira que tiene que ser protegida con subterfugios cada vez más complejos para evitar proble­ mas más graves, o bien somos testigos de un breve lapso de autocontrol cuando trata con un cliente muy pesado. La esposa de Basil, Sybil, con­ trasta con él al ser más fría y hábil socialmente. La profesionalidad hote­ lera de ella hace resaltar aún más los embrollos sociales innecesarios en los que Basil cae constantemente. El hecho de que el pobre Basil sea un personaje entrañable es algo que redunda en beneficio de la atmósfera humorística, mientras que Sybil, cuya sinceridad suele ponerse en duda, no genera esa nota cómica. ¿Qué diferencias cerebrales encontramos en­ tre una persona hábil socialmente y otra que no lo es? ¿Qué son las ha­ bilidades sociales? ¿De qué modo el juego social humano llegó a hacerse tan complejo, tan sutil y tan lleno de matices sobre distintas capas de significado? En la parte delantera del cerebro yace U corteza prefrontal (CPF), una gran extensión de corteza cuya región anterior se encuentra detrás de la frente.1 Es la CPF, así como sus vías hacia las estructuras emocionales del cerebro, la que produce la inteligencia en la conducta social humana.

Cuando nos golpeamos la frente después de cometer un error tonto, lo que estamos haciendo es darle un toque a la CPF. A lo largo de la evolución del cerebro de los homínidos, la CPF se agrandó, de modo que en los humanos es mucho mayor en relación con el tamaño del cuerpo que en nuestros parientes mamíferos, como los mo­ nos (véase figura 6.1). La CPF de los humanos no sólo difiere en tamaño, sino también en la densidad de las principales vías que la conectan con las zonas sensoriales de las partes posteriores de la corteza.2 Los neurocientíficos consideran que las ventajas selectivas de la CPF incluyen una mayor capacidad para predecir, tanto en el ámbito social como en el físico, unida a una mayor capacidad para capitalizar esas pre­ dicciones retrasando la gratificación y ejerciendo medidas de autocon­ trol.'’ Esto ha permitido una mayor flexibilidad en las respuestas ante lo que sucede en el mundo, lo que a nivel educativo nos libera de las res­ puestas colectivas a la amenaza y al dolor que vemos en mamíferos más simples, como los roedores. Contar con una mayor capacidad de predic­ ción conlleva una mayor capacidad para manipular tanto en el ámbito social como en el físico. Las estructuras corticales fundamentales para el movimiento y la con­ ducta también se encuentran en la corteza frontal, detrás de la CPF; las habilidades cognitivas complejas, a su vez, se fundamentan en la coordi­ nación entre el lóbulo frontal y las estructuras subcorticales, como los ganglios basales. No obstante, la madre naturaleza parece haber dado con una baza segura en la CPF, y debido a su papel en tantas funciones supe­ riores, la CPF se ha dado en llamar «el órgano de la civilización».4 Desgra­ ciadamente, los mecanismos según los cuales los circuitos neuronales de la corteza frontal desempeñan cierta variedad de funciones no se acaban de comprender, aunque los neurocientíficos han desenterrado algunos elementos esenciales de esta historia. Los anatomistas han demostrado que las estructuras prefrontales están densamente conectadas con estruc­ turas subcorticales evolutivamente más antiguas, como las amígdalas, el hipotálamo, los ganglios basales y el núcleo accumbens, además de estar estrechamente unidas a las emociones, los sentimientos, la sensación, los impulsos y el estado general del organismo.5 Una nueva técnica anatómi­ ca, la obtención de imágenes por medio de un tensor de difusión (ITD), es especialmente beneficiosa en este estudio, puesto que a diferencia de las

Mono Rhesus

Chimpancé

F igura 6,1. La zona oscura se corresponde con la corteza prefrontal de cada una de las seis especies elegidas. Se muestran dos imágenes: la lateral-frontal (como si se observara de costado y por la parte delantera) y una vista media, de modo que se vea la envergadura de la corteza prefrontal en el aspecto interno del hemisferio. No está representado a escala. Re­ producción de Joaquín Fuster, The Prefrontal Cortex, 4a edición, Ámsferdam, Academic Press/Elsevler, 2008. (Reproducido con el permiso de Elsevier.)

técnicas tradicionales anatómicas puede utilizarse en sujetos vivos, inclui­ dos los seres humanos.6 La investigación con ITD revela un patrón de conectividad que es común en toda la corteza, incluida la CPF: densas conexiones locales y conexiones lejanas dispersas que configuran el todo como un «mundo

pequeño». No todo está conecudo con todo lo demás, pero a través de vecinos «bien conectados», una serie de saltitos te permite llegar a cual­ quier parte. Varias observaciones clínicas m uy cuidadosas de pacientes que han sufrido apoplejías y pacientes con daños localizados en la CPF han mos­ trado la correlación que existe entre el daño producido en áreas concretas y unos déficits funcionales en dichos pacientes. Estos estudios han ayuda­ do a esbozar la organización funcional del enorme territorio cortical. Por ejemplo, el daño causado a las zonas orbitofrontales (es decir, la zona de la corteza que queda por encima de la órbita ocular) puede producir hipcractividad, déficits en la valoración de las señales ambientales, falta de empatia, un descenso de la agresividad ante una amenaza y el enajena­ miento emocional y social. Las lobotomías prefrontales que se llevaban a cabo con asiduidad en pacientes difíciles hasta mediados de la década de 1950 provocaban apatía y una escasa respuesta emocional en las personas a quienes se las practicaban.8 La investigación neurofarmacológica sobre la función de la dopamina, la norepinefrina y sus receptores demuestra que las funciones de la CPF son altamente sensibles a los cambios en los niveles de estos neurotransmisores, cambios que inciden en la atención, el estado de ánimo, la conducta social y las respuestas normales al estrés.9 La serotonina también desempeña una función importante en los neuro­ transmisores, especialmente en las cuestiones relativas a la autorregula­ ción y la elección impulsiva.10 Los neurocientíficos también han demos­ trado que el descenso de la serotonina se relaciona con un mayor rechazo de las ofertas injustas en una transacción, un hallazgo que nos adentra en las sutilezas de la CPF.11 Durante el proceso de maduración, la CPF va a la zaga del resto de zonas corticales, y en los seres humanos algunos estadios del desarrollo neural de la CPF no maduran hasta la edad adulta, un ha­ llazgo que parece cohcrcntc con la apreciación común de que, en su con­ ducta social y su capacidad de autocontrol, los adolescentes no son del todo maduros. Sería estupendo que este capítulo pudiera explicar el substrato neural de la conducta social compleja y que dilucidara los mecanismos implica­ dos en la conducta a un nivel macro y micro del circuito cerebral. Desgra­ ciadamente, el conocimiento neurobiológico no ha satisfecho nuestros deseos.

En todos los aspectos de la neurociencia, parece como si las enormes lagunas de conocimiento nos miraran fijamente a la cara, y la CPF es un territorio especialmente difícil de estudiar. La CPF ocupa un lugar desta­ cado de la jerarquía cerebral de procesamiento, y recibe información alta­ mente procesada de todo el cerebro.12 La actividad de una neurona de la CPF puede ser difícil de interpretar: ¿se relaciona esa actividad con una emoción, con la atención, con un estímulo sensorial, con un dato alma­ cenado en la memoria, con algo esperado en el futuro o con la anticipa­ ción a un movimiento?; ¿o bien se relaciona con alguna combinación de todos estos factores? Si un investigador puede controlar la información que recibe una neurona, como ocurre con las neuronas de la corteza vi­ sual, es muy probable que se obtengan resultados significativos sobre el papel que desempeña esa neurona. Al controlar y monitorizar los datos que recibe una neurona en la corteza visual, los neurocientíficos han ha­ llado neuronas que, por ejemplo, responden únicamente cuando el estí­ mulo es un haz de luz que se mueve hacia arriba, mientras que otras res­ ponden sólo cuando esc mismo haz de luz se mueve hacia abajo, y así sucesivamente con los cuatro puntos cardinales. Basándonos en esta estra­ tegia, los neurocientíficos han podido investigar la conducta de las neuro­ nas más allá de la jerarquía de procesamiento, y se han fijado en las que extraen una conclusión sobre la dirección del movimiento cuando se acu­ mulan datos sobre un estímulo visual.13 Estudiar la corteza motora plantea un problema inverso: aunque sa­ ber el significado exacto de los impulsos de una neurona supone todo un desafío, si su desenlace puede relacionarse con ciertas respuestas conductuales específicas, como por ejemplo el movimiento del pulgar, entonces el investigador puede emplear esa información para dilucidar la tarea a la que se dedica esa neurona. El principal hallazgo por el momento en rela­ ción con la CPF recurriendo a técnicas para registrar la actividad de neu­ ronas concretas implica a la CPF dorsolateral (si nos colocamos la mano entre la oreja y la sien, en el interior se encuentra la CPF dorsolateral).14 Eso es lo que se hizo en el mono Rhesus. Se ha demostrado que algunas neuronas de esta zona retienen la información durante una tarea memorística. Si la tarea consiste en recordar la ubicación de una luz de un en­ tramado cuando se apaga la iluminación, las neuronas de la CPF dorsola­ teral se activan y seleccionan a nivel espacial. Algunas se activarán si la luz

estaba en la zona superior derecha, otras si estaba en el lado inferior iz­ quierdo, etcétera. Su actividad decae cuando al mono se le permite seña­ lar hacia la pantalla en dirección a donde había estado la luz. Pero ¿qué hay del papel de la CPF en los distintos aspectos de la conducta social? ¿Cuál es la base neuronal de la compasión, el autocontrol o la resolución de problemas sociales? Se han empleado diversas técnicas que han dado resultados óptimos en la investigación del funcionamiento de la CPF, pero en el estudio de la función humana de la CPF la técnica más común es la «imagen por reso­ nancia magnética funcional» (RMF), altamente valorada por ser una téc­ nica no invasiva: no se implantan electrodos, no hay lesiones, ni refrige­ ración, ni radioactividad. En resumen, su funcionamiento es el siguiente. La resonancia magnética ofrece una imagen estática del órgano interno de una persona basándose en los cambios a nivel subatómico que se pro­ ducen cuando esa persona entra en contacto con un campo magnético intenso. La IRM funcional se añade a esa imagen sacando el máximo rendimiento a una afortunada propiedad magnética de la sangre: hay una diferencia en las propiedades magnéticas de la sangre que transporta oxí­ geno si la comparamos con la sangre cuyo oxígeno ha quedado absorbido por las células (sangre desoxigenada). Esta diferencia, llamada contraste dependiente del nivel de oxígeno en la sangre (BOLD en sus siglas en inglés), puede ser captada por los detectores. Se extrae la media de las se­ ñales cada cierto tiempo (por lo general, unos cuantos segundos). Estos cambios no serían interesantes si no fuera por el hecho de que la señal BOLD guarda una correlación con el nivel medio de actividad de las células en un volumen de tejido neural, tal vez menos de un milímetro cúbico de tamaño, según la intensidad del imán utilizado. Cuanto más activas sean las neuronas, más oxígeno emplean, y la señal BOLD refleja este hecho, proporcionando de este modo una medida indirecta de las propiedades fisiológicas. Aunque la actividad neuronal no se mide direc­ tamente por el contraste BOLD, amparándose en la suposición de que la medida indirecta es un buen reflejo de la media de actividad neuronal en un volumen reducido (el llamado vóxel, por analogía al píxel, sólo que aquí se mide un pequeño volumen cúbico), un investigador puede em­ plear este dato para diseñar experimentos que midan la actividad cerebral durante una tarea específica, como fijarse en un rostro feliz y sonriente en

vez de fijarse en un rostro con el ceño fruncido. Para mostrar la ubicación de las regiones exploradas en los experimentos, las zonas coloreadas que se corresponden con la intensidad de la señal de BOLD quedan super­ puestas a una imagen anatómica del cerebro del sujeto. Se debe prestar especial atención al diseño del experimento y al análisis de los datos reca­ bados con el fin de obtener resultados significativos, aunque en estos úl­ timos años los experimentos con IRM han mejorado mucho. A pesar de que la IRM es una técnica sumamente efectiva para estu­ diar el cerebro de seres humanos sanos, para entender los resultados es importante que se tengan en cuenta las limitaciones de esta técnica, que a menudo no se reflejan en las noticias de los experimentos con IRM que aparecen en los medios de comunicación. Los cambios en la señal BOLD detectada en los experimentos con IRM son muy reducidos, y el uso del color, que se añade para favorecer la visibilidad de los datos, puede en­ mascarar este hecho. Si la imagen del cerebro muestra una región colorea­ da de rojo y otra de verde, un lector poco atento podría suponer que los cambios son sustanciosos, aunque en realidad no lo son. Según las con­ venciones de color utilizadas por los investigadores, sólo la región en la que se aprecian cambios está coloreada, y el resto del cerebro está a oscu­ ras. Se trata de un procedimiento útil para los expertos, pero los estudian­ tes tienden a creer que en condiciones experimentales sólo la región colo­ reada estaba activa, mientras que el resto del cerebro permanecía dormido. Esta conclusión es incorrecta, puesto que la región coloreada sólo repre­ senta un cambio en la actividad básica de una única región. Es indudable que se registraba una intensa actividad en otras zonas, gran parte de la cual presta apoyo a la actividad neuronal de la actividad que está colorea­ da, pero a menos que cambiara el nivel de actividad, éste no aparecía re­ presentado en la imagen. Un escáner de IRM con resolución espacial de un milímetro cúbico es una maravilla científica si la comparamos con las técnicas que teníamos a nuestro alcance hace veinte años. Sin embargo, resulta increíble darse cuenta de que en un milímetro cúbico de tejido cortical existen aproxi­ madamente cien mil neuronas y unos mil millones de sinapsis.11 La señal BOLD no puede monitorizar los cambios de actividad en neuronas indi­ viduales — en algunas aumenta, en otras disminuye y en otras permanece inalterada— en un milímetro cúbico. Como mucho, refleja la actividad

conjunta en el transcurso de unos cuantos segundos. Tampoco puede determinar qué operaciones (qué pasos computacionales) llevan a cabo las redes de neuronas en un voxel determinado. Además, algunas de las neuronas incluidas en un espacio de un m ilí­ metro cúbico tendrán conexiones locales muy cortas, mientras que otras tendrán conexiones que miden varios centímetros de largo y por tanto van más allá de los límites de la población representada en el vóxel. Algu­ nas recibirán información procedente de otras fuentes, y algunas la envia­ rán a otras partes, pero la señal BOLD no es sensible al flujo de informa­ ción. Observar cómo una señal de IRM presenta un incremento de la actividad en una zona restringida es como oír un murmullo cada vez más alto en el cuarto de los niños, pero sin saber lo que trama cada uno de esos pequeños. Además, aunque no escuchemos un murmullo en la cocina, la ausencia de ese murmullo no significa que los niños no estén haciendo travesuras en esa parte de la casa. En definitiva, la IRM es una técnica sumamente importante para estudiar la organización del cerebro en los seres humanos, ya que permite ver, por ejemplo, dónde radican las dife­ rencias entre los cerebros de los psicópatas y los de los sujetos de control.16 Un efecto de convertir el análisis de los datos del IRM a un formato que pueda visualizarse es que las imágenes de los cerebros con zonas colo­ readas que se corresponden con tareas ejecutivas específicas de un sujeto, como el reconocimiento de un modelo de coche (el Cadillac Seville o el Ford Corona Victoria), fomentan la idea de que la corteza tiene módulos o centros relativamente autónomos, como un módulo que se dedica a reconocer los disrintos modelos de coche. Aunque el cerebro muestra una especialización por regiones, la idea de un módulo autónomo es sustan­ cialmente más robusta que la de una región especializada, ya que dicha idea implica que las neuronas de un módulo sólo se dedican a esa tarea y que esa tarea sólo puede llevarse a cabo con esas neuronas. La hipótesis de que la corteza está compuesta de módulos autónomos motivó a algu­ nos psicólogos a afirmar que el cerebro se organiza igual que una navaja suiza, en la que cada herramienta funciona de forma autónoma a las de­ más.17 Una razón anatómica de peso que rebate esta idea es la naturaleza de bucle de las vías neuronales: son vías largas y cortas que discurren hacia delante, hacia atrás y hacia los lados. En todas las partes de la corteza observamos la convergencia y la divergencia de información.18 La hipóte­

sis del módulo autónomo puede ser coherente con los datos existentes de la IRM, pero no cuenta con evidencias concluyentes. La región que capta es, a fin de cuentas, una región que sólo difiere de un modo discernible entre el estado de reposo y el estado de tarea (por ejemplo, identificar el modelo del vehículo). A menos que la región reciba datos de otras mu­ chas zonas del cerebro, podría ocurrir que en ella no se llevara a cabo la función encomendada (identificar el modelo de coche). La conectividad es un rasgo crucial del cerebro, y los bucles de las vías neuronales son la norma, lo d o ello ensombrece la teoría de la división modular del modelo de la «navaja suiza».'l| Diseñar técnicas reveladoras no es el único problema al que se enfren­ tan los investigadores de la CPF. En el fondo, no estamos seguros de cuá­ les son las funciones de una CPF. ¿Contamos con el vocabulario correcto? Interpretar las lesiones y los datos de la IRM suele conllevar un despliegue de categorías conocidas sobre la teoría de la mente, como la postergación de la gratificación y el autocontrol, pero debemos cuestionarnos si estas cate­ gorías son las adecuadas para captar lo que está ocurriendo desde el punto de vista del cerebro. En cambio, en las primeras etapas de la corteza visual, la investigación sobre esas categorías es menos problemática. Podemos afirmar razonablemente que una neurona está preparada para responder a una dirección de movimiento en vertical cuando se le aplica un estímulo, por ejemplo. Sin embargo, resulta menos evidente que expresiones como «aplazar la gratificación» o «llegar a una conclusión» o «sentir miedo irra­ cional» sean consideradas por un circuito cerebral. ¿Expresiones como «falta de voluntad» o «fuerza de voluntad», por ejemplo, se corresponden verdaderamente con las funciones de la CPF? Para los botánicos, la expresión «mala hierba» no capta en realidad una categoría que pertenezca en concreto al mundo de las plantas; su aplicación depende en gran medida de los intereses humanos, que pueden variar según una amplia gama de especificaciones y de criterios externos. Algunas personas consideran que el eneldo es una mala hierba, mientras que otros la cultivan. Asimismo, en el ámbito de la mente y el cerebro, algunos términos, como «toma de decisiones» o «inhibición de la respuesta», nos sirven probablemente para localizar el circuito cerebral, pero otras expresiones procedentes de nuestro vocabulario relativo a la conducta, por muy útiles que sean en el día a día de nuestra vida social, pueden

servirnos de m uy poco cuando estudiamos el circuito de la CPF. Esta preocupación teórica se convierte en una preocupación real para los neurocientíficos que estudian la CPF, quienes tratan de diferenciar los térmi­ nos científicamente explicativos de los que no sirven para definir un de­ terminado entramado neuronal, como por ejemplo «ataque de nervios», que seguramente implica una gama de causas que se superponen entre sí, o «fuerza de voluntad», que podría no corresponderse con una única pro­ piedad cerebral.20 En aras del pragmatismo y la prudencia, analizaremos ciertas ideas que están de moda sobre los vínculos entre comprensión social y mecanis­ mos ncuronales, especialmente las que conciernen a la base neuronal en la asignación de estados mentales propios y ajenos («teoría de la mente»), así como las que conciernen a las «neuronas espejo» (que explicaré más adelante). Las convicciones comunes sobre el modo en que las neuronas espejo explican habilidades de atribución mental han tenido un éxito tal que los datos y las pruebas se han ido acumulando, y por tanto puede ser útil someter esta idea a un estricto procedimiento de criba para determi­ nar lo que tiene realmente solidez científica. Sin embargo, antes tendre­ mos que fijarnos en los aspectos fundamentales de la cognición social, y entre ellos se encuentra la adquisición de la consciencia. La última parte del capítulo tendrá en cuenta si se ha establecido un vínculo entre el autismo y las neuronas espejo defectuosas. Nos fijaremos en una fascinante conducta social conocida como «mimetismo inconsciente» y explorare­ mos una posible explicación de por qué los seres humanos, y otros mamí­ feros y aves sociales, dedican asiduamente tanta energía a dicha conducta.

E l c o n o c im ie n t o s o c ia l , e l APRENDIZAJE SOCIAL Y LA TOMA DE DECISIONES SOCIALES La vida social de los primates es mucho más compleja que la de los roe­ dores. En las manadas de babuinos, por ejemplo, el estatus social depende de la posición de la línea materna — es decir, el linaje que pasa de madre a hija— en la que nace un individuo. Las manadas de babuinos son ma­ triarcales; los jóvenes babuinos macho abandonan la manada natal, mien­ tras que las hembras permanecen en ella. Cada animal entiende a qué lí­

nea materna pertenece cada uno, de qué modo las líneas maternas se relacionan entre sí y quién ocupa las distintas posiciones de esa línea (las crías de más edad ocupan una posición superior en relación a las más jó­ venes).21 Las relaciones de higiene, las amenazas y las vocalizaciones específicas dependen en gran medida de la posición que un babuino ocupe en ese espacio social. Estar al corriente de quién es quién en la manada, de la reputación de sus miembros y de las expectativas que los demás tienen sobre ti o sobre terceros implica cierto conocimiento social. Cuanto ma­ yor sea la capacidad de hacer predicciones sociales óptimas y de tomar decisiones acertadas — suponiendo que el resto de factores permanezcan inalterados— mayores serán las opciones de bienestar, y, a su vez, mayores serán las probabilidades de una reproducción óptima. La vida social de los humanos, tanto si se encuentran en pueblos ca­ zadores-recolectores, como en pequeñas localidades o en grandes ciudades, parece ser mucho más compleja que la de los babuinos o los chimpancés. Un rasgo típico de los seres humanos es su conocimiento detallado del carácter, el temperamento, las relaciones de parentesco y la reputación de numerosos individuos.22 Además, los seres humanos son especialmente hábiles para ajustar la conducta según el contexto — en las bodas, los fu­ nerales, las ferias comerciales, en una catástrofe, de caza, en el trabajo, en la guerra, etcétera— . El conocimiento sobre cómo comportarse en distin­ tos contextos se adquiere a menudo sin una instrucción explícita de las convenciones que regulan esc contexto. Aunque la motivación para ad­ quirir conocimiento sobre prácticas sociales puede surgir de la predispo­ sición del cerebro a pertenecer a un grupo y a rechazar la separación, lo cierto es que también se necesitan hechos y habilidades específicas. Al igual que con los animales no humanos, algunas personas pueden apren­ der mejor o más rápido o de un modo más eficiente que los demás. Los seres humanos son imitadores consumados, tal vez mucho más que cualquier otro mamífero.23 La capacidad para im itar una habilidad aprendida por un mayor proporciona al joven humano una ventaja singu­ lar: no tiene que aprender mediante ensayo y error.24 Un niño puede aprender de sus mayores a encender un fuego y a mantenerlo ardiendo, puede aprender a acechar a un alce, a prepararse para el invierno o a repa­ rar un hueso roto. El instinto de aprender por imitación junto con la ac­

tualización de ese conocimiento con ideas nuevas es lo que genera una acumulación gradual de formas inteligentes de hacer las cosas que pueden transmitirse de una generación a la siguiente. Así se crea una cultura. Los seres humanos, por muy impresionantes que sean sus habilida­ des para el aprendizaje, no son los únicos en adquirir conocimientos específicos de sus congéneres. Los loros, las cacatúas, los pájaros myna, los pinzones y los gorriones también son adeptos imitadores, y aprenden canciones complejas. Los ruiseñores de nuestro vecindario cantan a ve­ ces como las codornices, y luego pasan al canto de los ruiseñores o im i­ tan el timbre de una llamada telefónica. Algunas aves, como el manaquín azul de Argentina, aprenden complejos movimientos de danza y compiten por las hembras exhibiendo sus dotes de baile.2’ Los delfines de nariz de botella imitan la conducta de sus entrenadores,26 y los jóve­ nes depredadores como los pumas y los linces aprenden de sus padres a acechar y matar a una presa, así como el lugar donde encontrarlas. La madre puma llevará a un conejo herido a su madriguera para que las crías aprendan. Las suricatas veteranas traen a su guarida a los escorpio­ nes sin aguijón para que las crías puedan practicar sin correr riesgos. Andrew W hiten, Victoria Horner y Frans de Waal, después de llevar a cabo estudios experimentales controlados sobre la «transmisión cultural» de los chimpancés, también descubrieron que los chimpancés aprendían una nueva estrategia de incursión en un territorio observando a otro chimpancé experimentado, mientras que los chimpancés que no obser­ vaban esa habilidad no eran capaces de desplegar el mismo método de reconocimiento.2’ (Según los investigadores, en el estudio de la imitación animal es muy importante que la conducta que se elige para imitar sea algo ecológica­ mente relevante para esos animales en concreto, y algo por lo que ellos se preocupen.) Las observaciones de campo de los antropólogos revelan que un grupo particular de babuinos puede tener sus propias costumbres lo­ cales, como por ejemplo cuando los machos sostienen los testículos de sus compañeros — quizá se trate de un ritual de confianza— cuando se pre­ paran para una incursión agresiva contra machos de una escala superior. Los monos capuchinos de rostro blanco del Proyecto Mono de Lomas Barbudal de Costa Rica también tienen tradiciones locales únicas, como meter el dedo en el globo ocular y lamer los dedos de los demás, o juegos

en los que un mono le arranca un mechón de pelo a otro mono y enton­ ces se enfrascan en una reyerta juguetona sobre derechos de posesión.Jfi La imitación neonatal también se observa en macacos R hesusr' y en la mí­ mica facial de los jóvenes orangutanes cuando juegan.30 En cuanto a datos anecdóticos sobre perros, ofrezco la siguiente infor­ mación: por lo general, saco a pasear a nuestro par de cobradores dorados por un campo de g o lfa primera hora de la mañana, antes de que los ju­ gadores de golf hagan su aparición. Con cierto esfuerzo, entrené al primer par de perros para que se apartaran de las trampillas de arena y se alejaran de los greens (apenas puede apreciarse la diferencia entre los greens y los senderos de la pista, a menos que uno sea jugador de golf; la diferencia radica en la longitud del césped). Cuando uno de los perros murió a los trece años, nos hicimos con otro par de cachorros. No tardaron en hacer­ se muy amigos del viejo Max, y él también se encariñó con ellos. Cuando empezamos nuestros paseos por el campo de golf, creía que tendría que volver a entrenar a Duff y a Farley como había hecho con sus antecesores. Sin embargo, no necesitaron mis lecciones, y se limitaron a evitar los greens y las trampillas de arena. Esta conducta continuó inalterada incluso después de la muerte de Max al cabo de unos meses. Nunca había visto un patrón que pudiera identificar sin ningún género de duda como una conducta por imitación. Puedo afirmar que esos cachorros copiaron a Max, y que esa imitación se llevó a cabo de forma muy sutil.

A p r e n d e r h a b il id a d e s s o c ia l e s Los seres humanos jóvenes nacen con cerebros muy inmaduros, y por tanto dependen de los padres y de otras personas durante un largo perio­ do de tiempo. La ventaja de nacer con un grado de inmadurez elevado es que los cerebros en desarrollo pueden sacar mayor provecho a las inte­ racciones con el entorno o ajustarse a la m ultitud de formas que les ofrece el mundo físico y social en el que viven. Jugar en esos mundos, hacer el tonto o gandulear puede llevarlos a descubrimientos muy útiles. El juego, en el caso de los depredadores jóvenes, está claramente relacionado con la conducta que después perfeccionarán cuando maten a las presas, se apa­ reen o se defiendan.31 Desde una perspectiva evolutiva, el aprendizaje

ofrece evidentes ventajas en cuanto a la eficiencia y la flexibilidad, y es mejor que haber nacido con «todo incorporado».32 En todos los mamíferos altamente sociales, las crías deben aprender a relacionarse con el grupo, primero con sus padres, y luego con sus herma­ nos, primos, etcétera. El bebé aprende a no morder el pecho de su madre, el niño pequeño que empieza a caminar aprende a evitar al tío refunfu­ ñón, y los niños de más edad deben aprender a respetar los turnos, a tole­ rar la frustración, a jugar limpio, a hacer los deberes, etcétera.

A d q u ir ir u n a c o n c ie n c ia A medida que nos hacemos mayores, recibimos refuerzos positivos si res­ petamos las normas y nos recriminan si infringimos las prácticas sociales, y además sentimos placer o dolor como consecuencia de ello.33 El apren­ dizaje moral en una edad temprana se organiza en torno a prototipos de conducta, y depende de un sistema de recompensas que nos hace sentir dolor emocional ante la perspectiva de ciertos episodios (por ejemplo, robar), y alegría emocional ante otros episodios (por ejemplo, el resca­ te).31 Por medio del ejemplo, el niño aprende a reconocer el prototipo de la imparcialidad, la grosería, el acoso, el compartir y la ayuda. Esta com­ prensión también se configura a partir de los chismorreos del grupo, sus relatos y canciones. Tal como nos recuerda el filósofo Simón Blackburn: El entorno emocional y moral en el que crecen los niños es amplio e incluye numerosas facetas, todas ellas cuidadosamente elaboradas por sus criadores, llenas de dramones, historias, sagas y habladurías con héroes y villanos, amenizadas con sonrisas y gestos de desaprobación así como abun­ dantes señales de estimación y rechazo, asimiladas poco a poco por la prác­ tica, la imitación, la corrección y el perfeccionamiento. Cuando el niño ha interiorizado las prácticas locales y sabe lo que cabe esperar, la simple idea de considerar el engaño o el robo irá acompa­ ñada de las imágenes de las posibles consecuencias de esas acciones, y cuando esas imágenes incluyan la desaprobación social, se activará el sis­ tema del dolor, aunque sea a un nivel bajo. Podríamos afirmar que el niño

reconoce de este modo que el plan es incorrecto, o que su conciencia le dicta que llevar a cabo esa acción estaría mal (la figura 3.8 muestra el sis­ tema de recompensas). • Puesto que el dolor generalizado del rechazo y la desaprobación gene­ ran repulsa, y el placer de la aprobación y el sentimiento de pertenencia resultan gratificantes, lo aprendido en materia de prácticas sociales tiene como consecuencia un intenso valor emocional. Tan arraigados están esos sentimientos sobre lo que es correcto o incorrecto que pueden llegar a adquirir la condición de un origen divino. En tal caso, dichas prácticas se considerarán objetivas y universales. Las prácticas del propio clan pue­ den parecer absolutas y racionales; las prácticas diferentes, en cambio, pueden parecer bárbaras e irracionales. En conjunto, probablemente la interiorización de los baremos socia­ les a través del sistema de recompensas y penalizaciones sirva bastante bien a los grupos sociales humanos. Las personas arriesgarán mucho, a veces incluso su vida, para defender al grupo, o bien un principio como la abolición de la esclavitud o la idea de que existe el cielo. Esta interiori­ zación también significa que las prácticas predominantes pueden caer en una inercia, y que sólo pueden cambiar muy despacio y de forma paula­ tina. Cuando esas prácticas encarnan una sabiduría adquirida hace siglos, pueden ser beneficiosas. Cuando las condiciones requieren un cambio, esta inercia puede ser perjudicial. A pesar de que los humanos se den cuenta de que conviene un cambio, por ejemplo, en la educación de las mujeres para mejorar la prosperidad económica de una comunidad, las actitudes cambian muy despacio; pero pueden cambiar, y por lo gene­ ral lo hacen a través de los jóvenes y no de los viejos, y en especial cuando esas personas están más expuestas a valores que no se corresponden con los de su grupo.56 Algunas actitudes arraigadas, como la hostilidad a grupos externos en forma de racismo, por ejemplo, pueden ser especialmente resistentes al cambio. En estos casos, la profunda interiorización de las prácticas socia­ les puede no servir bien al grupo, sino que contribuye a reforzar las ines­ tabilidades y a incurrir en distintas clases de coste, no sólo social. En los últimos tiempos, el conflicto étnico en Ruanda y en los Balcanes nos ha recordado que la hostilidad hacia personas que no pertenecen a una co­ munidad puede estar muy arraigada y provocar efectos desastrosos.

A t r ib u ir e s t a d o s m e n t a l e s p r o p io s y a j e n o s Si podernos aprender a predecir la conducta de los demás, a menudo también podemos anticiparnos y evitar los problemas o aprovecharnos de oportunidades inesperadas. A la hora de predecir una conducta compleja, resulta muy conveniente interpretar la conducta de los demás como una expresión de sus estados mentales internos. De este modo podríamos ex­ plicar el error de una persona como un fallo de cálculo o de atención; podríamos predecir la participación de alguien en la futura defensa del pueblo sobre la base de su elevado grado de motivación para proteger a su familia. Interpretar la conducta de los demás en función de sus estados men­ tales, como sus intenciones o percepciones, puede incrementar la efecti­ vidad de las predicciones si lo comparamos con la estrategia de simple asociación de un movimiento corporal con un resultado concreto (por ejemplo, una mano que se levanta se asocia a apagar las luces). He aquí una de las razones: este mismo movimiento puede ser el desenlace de in­ tenciones diversas. Por ejemplo, levantar los pulgares puede tener senti­ dos muy distintos según las convenciones locales: algunos jugadores de fútbol lo utilizan como disculpa ante un error; cuando se monta en una canoa kayak, utilizamos el pulgar levantado para decir «ya», tal como hacen los pilotos en sus naves; en la época de los romanos, se empleaba para dejar vivir al gladiador; en países de Oriente Medio puede significar un traspaso de funciones. Así pues, predecir el siguiente paso es más eficaz si tengo la capacidad de interpretar la conducta de terceros en función de sus intenciones o sentimientos en vez de asociar simplemente movimien­ tos específicos con resultados particulares. Llegar a esta forma más abs­ tracta de representación requiere información básica sobre deseos y creen­ cias, sobre reputación y contexto, aparte de otras muchas cosas que se añaden a la construcción de la representación abstracta de lo que la otra persona intenta hacer. Por el contario, la misma intención puede llevarse a cabo por medios distintos: puedo beber inclinándome delante de una fuente, ahuecando la mano para beber de un riachuelo, levantando un vaso o dejando que el agua de la lluvia entre por mi boca abierta.37 Puedo hacer trampa de mil formas distintas, o cooperar de infinidad de maneras. Una vez más, la interpretación de lo que uno hace o vaya a hacer en cuan­

to a sus objetivos e intenciones es más abstracto y mucho más efectivo que una simple asociación de movimientos específicos con resultados particulares. No sólo se incrementa la precisión de las predicciones, sino que con­ tar con un marco sistemático para atribuir estados mentales nos abre la puerta a todo un ámbito de comprensión que a su vez permite interaccio­ nes más complejas. He aquí un caso sencillo y artificial para ilustrar este punto. Si yo sé que puedes ver al bebé gateando hacia el lago y sé que quieres asegurarte de que esté a salvo si quiere nadar, y tú crees que yo no actuaré como socorrista en esta ocasión, entonces puedo predecir que caminarás con el pequeño hasta el lago, predigo que seguirás tu camino hasta el jardín, y tendré que avisarte de que no lo hagas. La cuestión es que, al establecer las conexiones sistemáticas entre varios estados menta­ les, dispongo de una poderosa herramienta para moverme en mi mundo social y avanzar en un futuro entorno social. A la vista de estas ventajas, podríamos considerar la posibilidad de tener una teoría de la mente — disponer de las habilidades para atribuir estados mentales propios y ajenos— en función de unas prácticas representacionales que refrenden la predicción efectiva y la explicación. Algunas personas son mucho más hábiles que otras en situaciones sociales m uy complejas, como las reuniones de departamento o las con­ venciones políticas. Por ejemplo, Jon Stewart (el presentador de The D aily Show) es sumamente hábil para medir la interacción de sentimientos, miedos, expectativas y percepciones de sus invitados en el plato, además de contar con buena información, y por tanto es capaz de guiar una con­ versación con soltura de un modo perspicaz y a veces desconcertante. Es precisamente la sistematización del marco para la atribución de estados mentales lo que ha alentado la denominación de «teoría de la mente», puesto que las distintas partes están unidas en un conjunto dinámico como lo están las distintas partes de una teoría científica. Los seres humanos tienen la habilidad de atribuir objetivos, deseos, intenciones, emociones y creencias. Podemos concebir el mundo desde la perspectiva de otra persona, y podemos imaginarnos escenarios futuros. También sentimos compasión por el dolor y el sufrimiento de los demás. A juzgar por la conducta de los monos, los chimpancés y los arrendajos, es evidente que los seres humanos no están solos en alcanzar cotas de

poder representacional en la predicción de la conducta de los demás a través de la capacidad para atribuir estados mentales a los demás.38 La capacidad para atribuir los estados mentales de terceros puede ser más o menos rica, y más o menos sofisticada. Los macacos Rhesus pueden ser muy precisos en atribuir objetivos y sentimientos concretos, pero no son tan buenos como los humanos o los chimpancés en atribuir objetivos complejos. Los perros, que crecen con la capacidad para ser sensibles a los distintos propósitos de los humanos, pueden parecer misteriosamente há­ biles en predecir lo que su amo quiere o se dispone a hacer. Además, aunque el lenguaje puede añadirse a la sofisticación del esquema repre­ sentacional, el lenguaje no es un elemento necesario, al menos en vina versión rudimentaria de la atribución mental — los arrendajos y los chim­ pancés carecen de lenguaje— . Por otra parte, puesto que los niños son capaces de aprender la lengua de la atribución mental, es posible que ya dispongan de algunas habilidades representacionales en las que basarse. La «lectura mental» es la denominación más común que dan los psicólo­ gos a esta capacidad, pero ya que esa expresión parece tener más connota­ ciones referidas a los logros cognitivos que al registro de datos, yo prefiero utilizar una expresión más modesta: «capacidad de atribución mental».39 Ahora quisiera centrarme en estas cuestiones: ¿qué sabemos sobre los mecanismos neuronales que subyacen a las distintas habilidades involu­ cradas en la atribución de estados mentales en los demás y en uno mismo? Suponiendo que esta capacidad atribuya muchos componentes entrelaza­ dos (intenciones, creencias, sentimientos, deseos, etcétera) que confor­ men algo parecido a un esquema representacional, ¿cuál es la dinámica interna de este esquema? ¿En qué consiste su coherencia?

L a s n e u r o n a s e s p e jo y la a t r ib u c ió n m e n t a l (|J\ TEORÍA DE LA MENTE) En el estudio de los mecanismos neuronales para comprender los estados mentales de los demás, muchos científicos cognitivos se han visto alenta­ dos por el descubrimiento de las neuronas espejo en el mono Rhesus.40 El descubrimiento se realizó en la Universidad de Parma, en el laboratorio de Giacomo Rizzolatti, y fue comentado por primera vez en 1992.41 Las

neuronas espejo son una subcategoría de neuronas en la corteza frontal del mono — concretamente, una región llamada F5, en la corteza premotora y en la corteza parietal inferior (IP) (la figura 6.2 muestra las ubica­ ciones de estas zonas)— que responden tanto cuando el mono ve que otro individuo coge un objeto (por ejemplo, cuando me llevo comida a la boca) como cuando él mismo realiza esa acción (por ejemplo, cuando él mismo se lleva comida a la boca). Sólo una minoría de las neuronas F5 testadas, aproximadamente el 17%, mostraron esta propiedad. Las accio­ nes sin sentido, las acciones sin un objeto, la mera presencia de un objeto o la acción efectuada por una mano cuando el resto del cuerpo no puede ver, no activan estas neuronas particulares en el mono. Después del descubrimiento inicial, el laboratorio de Rizzolatti de­ mostró que las neuronas espejo pueden ser sensibles a diferencias muy pequeñas entre dos acciones observadas parecidas.'*2 Algunas neuronas responden de forma distinta a las observaciones de «sujetar para conseguir» y «sujetar para comer», aunque los dos movi­ mientos sean muy parecidos a nivel cinético. Por ejemplo, un subconjunto de neuronas responde cuando el mono ve o hace un amago de movi­ miento en el que el objeto que se coge se coloca en un recipiente sobre el hombro, aunque una población distinta de neuronas responda cuando ve o hace un movimiento m uy parecido que coge un objeto y se lo lleva a la boca.43 En sus informes, el laboratorio de Rizzolatti interpretó estos datos en el sentido de que estas neuronas representan una «finalidad» o «inten­ ción». No es de extrañar que esta afirmación causara una conmoción por­ que implica un vínculo entre las neuronas espejo y la atribución de esta­ dos mentales — o al menos un estado mental, que es el intencional— . Por consiguiente, planteaba la posibilidad de que el descubrimiento de las neuronas espejo abriera una puerta a la comprensión de la neurobiología de la atribución mental en términos más generales.44 Sin duda alguna, las perspectivas eran sumamente emocionantes. Inspirados por la idea de que las neuronas espejo pudieran codificar las intenciones, empezó a predominar una hipótesis más ambiciosa: tal vez un sistema de neuronas espejo podría explicar una «teoría de la men­ te» en virtud de la cual no sólo puedo atribuir un objetivo a terceros, sino también miedos, deseos, sentimientos y creencias. La idea de que fuese posible una explicación para la «lectura mental» a partir del descubrí-

F igura 6.2. A (arriba): bosquejo del cerebro de un mono, en el que se muestra la zona Fñ en la corteza premotora donde se hallaron por primera vez las neuronas espejo. F1 es la princi­ pal área motora, F2, F4 y F5 son áreas premotoras anteriores a la franja motora; AS es surco arcuato. B (abajo): oosquejo de la región frontal del cerebro humano que muestra la zona 44 (parte del giro frontal inferior), la zona que se cree que es homologa a la F5, y, junto con ei área 45, la iro é ri conocida en el cereoro humano como zona de Broca. El somDreado repre­ senta áreas con homologías anatómicas y funcionales. IF: surco inferior frontal: SF: surco superior frontal; IPa: surco inferior precentral; SP: surco superior precentral. Los otros núme­ ros se refieren a la numeración que hace Brodmann de las distintas áreas. Extraído de G. Rlzzolalti y M. Arbib, «Language wilhln Our Grasp», Trends in Neuroscíences, n° 21, 1998, págs. 188-194. (Reproducido con el permiso de Elsevier.)

miento de las neuronas espejo fue sorprendentemente popular entre los científicos cognitivos casi de inmediato. La gente tomó estas neuronas espejo como si la conexión con las atribuciones mentales se explicara por sí sola, poco más o menos. En 1998, el neurocientífico Vittorio Gállese y el filósofo Alvin Goldman propusieron que las neuronas espejo favore­ cían la detección de los estados mentales de los demás a través de un proceso de «simulación». De este modo, ofrecieron una hipótesis general para explicar operaciones de atribución mental en virtud de una función neuronal espejo." Esto está bien, pero ¿de qué modo el cerebro realiza una simulación que produzca tales resultados? El modo en que se supone que funciona la atribución a través de la simulación es el siguiente: cuando veo que realizas un movimiento deter­ minado, como asir un alimento para comerlo, las neuronas de mi corteza premotora simulan ese movimiento, como si quisieran hacerlo pero sin hacerlo en realidad. Si la actividad neuronal resultante se corresponde con la actividad que suele darse cuando intento asir un alimento, entonces se lo que tú intentas hacer. Puesto que sé lo que ese movimiento significa en mi simulación (yo intento comer), debo deducir que significa lo mismo para ti (tú intentas comer). La explicación que se daba era la siguiente: «Puesto que el mono conoce el resultado del acto motor que ejecuta, re­ conoce el objetivo del acto motor realizado por otro individuo cuando este acto desencadena el mismo grupo de neuronas que se activan duran­ te la ejecución de ese acto».16 El mecanismo propuesto pretende explicar sólo la atribución de intenciones u objetivos, no la cuestión de cómo se supone que funciona la atribución de las creencias o las emociones. To­ mado en su conjunto, el paquete parecía muy pro metedor. Por fascinante que fuera la propuesta de la simulación, en ese momen­ to era altamente especulativa, e iba más allá de los datos de los monos que sólo mostraban que un subconjunto de neuronas permanecía activo tanto en la ejecución como en la observación de la acción de coger objetos. Los neurocientíficos fueron raudos en quejarse de que los datos disponibles no descartaban la hipótesis más rudimentaria, pero no por ello menos interesante, de que la codificación de los movimientos por parte de las neuronas espejo puede ser m uy sutil, y por tanto que permita distinguir entre «asir para conseguir» y «asir para comer». Ello indica que tal vez se podrían entender esos datos sin la hipótesis más ambigua de la sim ula­

ción, una hipótesis no carente de problemas, tal como veremos a conti­ nuación. Los monos del laboratorio de Parma habían estado expuestos a muchos casos de alimentos y herramientas que tenían que asirse, así como de observaciones de sí mismos cogiendo esos alimentos y herramientas. Siendo prudentes, diríamos que parece probable que estas relaciones guardaran algún tipo de vínculo a través de la mera exposición. Así pues, en lo referente a los datos, estas neuronas multimodales (que responden tanto a la vista como al acto) tal vez sean sólo... bueno, tal vez sean sólo neuronas multimodales. Si es así, las propiedades de su respuesta son el resultado de una convergencia sensorial y motora que codifica las asocia­ ciones entre el mono que observa su propia mano y ejecuta un movimien­ to, que luego se generaliza según el contexto.47 La atribución mental en un sentido completo del término (sea lo que sea lo que signifique) puede no formar parte de lo que ocurre en absoluto.48 (Este comentario no de­ nigra en modo alguno el aprendizaje asociativo como si fuera una «simple asociación», ya que puede tener efectos muy variados.) La hipótesis de que la simulación desempeña un papel en la atribu­ ción de intenciones debe quedar compensada por una explicación del mecanismo de su funcionamiento. En el año 2005, un trabajo importan­ te del laboratorio de Rizzolatti afirmó lo siguiente: «El mecanismo para comprender la intención parece ser bastante sencillo. Según qué cadena de motor se active, el observador obtendrá una representación interna de lo que, con toda probabilidad, va a hacer el agente de la acción. Resulta algo más complejo especificar el modo en que se produce la selección de una cadena específica. A fin de cuentas, lo que el observador ve es sólo una mano que coge un trozo de alimento o un objeto».49 En definitiva, la teoría de la simulación asegura que el proceso cerebral para atribuir una intención a otra persona implica tres pasos: (1) el movimiento observado se corresponde con la activación de mi propio sistema motor; (2) la inten­ ción asociada a ese movimiento en particular se me representará automá­ ticamente y se me dará a conocer, y (3) atribuiré esa misma intención a la persona observada.10 Esos tres pasos se enfrentan a tres problemas interrelacionados: (1) ¿de qué modo el cerebro selecciona una cadena motora?; (2) ¿cómo, median­ te la observación y la simulación de tu movimiento, llega mi cerebro a representar lo que sería mi intención de hacer el movimiento que has

hecho?; y (3) ¿cómo decide el cerebro cuál es la intención relevante del individuo observado en un simulacro de movimiento? Tal como recono­ ció Fogassi en el estudio de 2005, a partir del movimiento no podemos decir mucho sobre la intención del individuo observado, aunque él no aporta detalles sobre la complejidad del problema. Pero esta cuestión no es un simple cabo suelto, sino que se trata de un grave problema. Supongamos que observo a una persona hacer un movimiento con el brazo. ¿Me está haciendo señas a mí o a sus amigos? ¿Está haciendo esti­ ramientos o me quiere formular una pregunta? ¿Está intentando confun­ dirme o es que no consigue verme? Tal como vimos en la sección dedica­ da a la atribución mental, las asociaciones entre movimientos y resultados no bastan para llegar m uy lejos en las respuestas sobre cuestiones comu­ nes de intencionalidad. Debemos saber mucho más: lo que la persona observada probablemente piensa, sabe y quiere, por ejemplo. Así pues, si mi cerebro sólo simula una mano que se levanta, sigo sin tener ni idea de la intencionalidad de ese gesto. La primera incógnita consiste en abordar el modo en que el cerebro averigua qué «cadena de motor» es la que se corresponde con la observa­ ción y me permite realizar el simulacro. Erhan Oztop, Mitsuo Kawato y M ichael Arbib desarrollaron un modelo de red neurálgica artificial.51 U ti­ lizando un algoritmo estándar de entrenamiento, su modelo aprende pri­ mero a crear asociaciones entre la ejecución y la autoobservación de un movimiento específico; luego la red pasa del reconocimiento a la observa­ ción de movimientos de los demás. Aunque consiga copiar los movimien­ tos básicos, el modelo se lim ita a «comprender» sólo las acciones básicas de los demás, como el hecho de levantar mi brazo, a diferencia de accio­ nes más complejas, como saludar o advertir con un gesto del brazo levan­ tado. Sin menospreciar este logro de simulación, podemos dilucidar que detrás de una amplia mayoría de acciones sencillas existe un nivel supe­ rior de intencionalidad, en el que una acción sencilla es sólo un medio para alcanzar una finalidad compleja. Así pues, en definitiva, puedo le­ vantar el brazo motivado por numerosas intenciones que son muy distin­ tas entre sí: formular una pregunta al profesor, indicar a los soldados que cambien o informen de su posición a mi pelotón, hacer estiramientos de mis músculos del hombro, votar para construir una escuela, etcétera.’2 De hecho, no puedo recordar la última vez que levanté el brazo sin ninguna

otra intención; tal vez cuando era un bebé en la cuna. La simple copia de un movimiento no revelará la gama de intenciones que puede tener aso­ ciada, ni seleccionará la correcta, porque para eso necesitamos mucha más información de fondo que probablemente incluya una teoría de la mente. Otra de las limitaciones del modelo de la red neural en su formato actual es que atribuir una intención a una acción requiere que el observa­ dor haya realizado esa misma acción. ¿Podemos comprender, por tanto, las acciones que no terminan de realizarse (es decir, podemos atribuirles una intención apropiada)? A menudo, sí. Si he observado cómo se orde­ ña una vaca al menos en una ocasión, en otra puedo reconocer bastante bien la intención que hay detrás de inmovilizar a una vaca, acercarse el taburete y colocar un balde para la leche debajo de la ubre — aunque yo jamás haya ordeñado una vaca— . (Esto también se aplica a mi perro, que no puede ordeñar una vaca.) Además, aunque jamás haya visto ordeñar a un camello, reconoceré por analogía ese acto basándome en mi conoci­ miento de ordeñar vacas. Lo mismo ocurre con un millón de otras accio­ nes que podemos comprender: sacar dientes, preparar un cuerpo para su entierro, amputar una pierna, cazar con arpón una foca, etcétera. Incluso puedo entender una acción que jamás haya ejecutado ni observado con anterioridad, como despellejar un conejo, deslizar troncos, viajar en ala delta o colgar de una liana. Si sólo pensamos en la atribución de intenciones en un entorno arti­ ficialmente restringido, por ejemplo atribuir intenciones motoras básicas que implican acciones muy conocidas que el observador ya ha realizado con cierta frecuencia, entonces el modelo de Oztop, Kawato y Arbib pa­ rece ser un avance. Pero tan pronto como contemplamos la riqueza de intenciones en nuestra vida cotidiana, el progreso, por mucho que esté en la línea correcta, parece limitado.33 La cuestión es si el modelo supone un buen primer paso o si es un paso en falso. La cuestión es que, sin ningún estímulo, la simulación de mi cerebro acerca de tu movimiento no dará como resultado que mi intención o la tuya sean representadas en mi cerebro. Irónicamente, parece más probable que si podemos imitar a los demás en nuestra imaginación, eso se debe en parte a que ya contamos con las habilidades que se corresponden con una teoría de la mente. Ir en la otra dirección — explicar esas habilidades sólo en función de una imitación de movimientos— parece poco prometedor.

Alguien podría protestar y decir que la crítica está muy bien, pero ;acaso estoy proponiendo una teoría mejor para esas habilidades sociales o sobre cómo se adquieren y desarrollan? No, pero no quiero alejarme de la búsqueda de una buena teoría invirtiendo tiempo y esfuerzo en un enfoque que parece tener un futuro m uy incierto. Se supone que atribuir una intención cuando una persona levanta el brazo (por ejemplo, porque quiere formular una pregunta) depende de que el cerebro del observador represente las intenciones del observador si él o ella hiciera ese mismo movimiento. I.a autoatribución de una inten­ ción (paso 2) sería la parte más sencilla de la teoría de la simulación. De­ trás de la aparente simplicidad a la que se refería el informe de Rizzolatti de 2005 (cuando una cadena de órdenes motoras se activa en el observa­ dor, el observador conoce las intenciones del otro) existe una enorme complejidad neuronal, altamente desconocida, que refrenda el «autoconocimiento».14 No queda claro en absoluto cómo puedo ser consciente de mis intenciones, creencias, deseos o sentimientos. Pensémoslo de este modo: ¿cómo otras neuronas representan la actividad de las neuronas premotoras y la relacionan con una intención específica, como por ejemplo la intención de disculparse en vez de la intención de insultar? Una neuro­ na, por m uy compleja que sea a nivel computacional, es sólo una neurona. No es un homiinculo inteligente. Si una red neuronal representa algo complejo, como la intención de insultar, debe contar con la intención correcta y estar en el lugar adecuado del circuito neuronal para hacer eso.” Basándose en la introspección, Descartes llegó a la conclusión de que los aspectos particulares de los estados mentales propios son «claros» o «dados»; son evidentes, sencillos y simples. Así pues, conocer un estado mental concreto y en qué consiste (por ejemplo, una creencia sobre los perros galeses de la reina Isabel en contraposición a un pensamiento sobre cómo abrir una ostra) no requiere ningún tipo de explicación. Según el filósofo cartesiano, ser autoevidente es sólo el modo en que se producen los procesos de un alma no física. Sin embargo, desde una perspectiva neurocientífica, todos sabemos perfectamente que la atribución de esta­ dos mentales propios puede quedar refrendada por un complejo proceso computacional (procesamiento de la información) y por determinados mecanismos de representación. Y sabemos m uy poco acerca de estos me­ canismos.

La existencia de mecanismos computacionales subyacentes a la atri­ bución normal propia es más que evidente en los casos patológicos, como el de los sujetos con cerebros divididos en los que los dos hemisferios se han separado quirúrgicamente como resultado del tratamiento de una epilepsia incurable. En tal caso, se corta el cuerpo calloso, que es una capa de nervios que conecta los hemisferios derecho e izquierdo por la línea central. Esta práctica quirúrgica se denomina comisurotomía, y su efecto consiste en alterar la comunicación entre los hemisferios derecho e iz­ quierdo. En estos sujetos, la conducta intencional puede quedar reflejada en la mano izquierda, por ejemplo como respuesta a una orden enviada por el investigador sólo al hemisferio derecho («cierra la puerta»). Debido a la sección del cuerpo calloso, la corteza del hemisferio izquierdo (que es el dominante en el acto de habla) no tiene acceso a la presentación de la intención que se forma en el hemisferio derecho; no sabe nada sobre la orden enviada por el investigador. Tal como ha observado el neurocientífico M ichael Gazzaniga, el hemisferio izquierdo, cuando se le pregunta acerca de la acción, confabula infructuosamente («cerré la puerta porque soplaba un viento frío»).’6 No se trata sólo de que el hemisferio izquierdo carece de acceso a la actividad premotora del derecho, sino que también carece de acceso a la circunstancia que lo motiva — a la orden recibida sólo por el derecho, al deseo de responder a la orden, y quién sabe qué otras cosas más— aunque tenga acceso pleno a la observación visual de todo el movimiento corporal. Aquí la cuestión es que conocer las inten­ ciones propias no es evidente para uno mismo ni ocurre como por arte de magia, sino que requiere una organización elaborada de la información. El «síndrome de la mano ajena» es otro ejemplo que demuestra la complejidad que se esconde detrás del conocimiento de las intenciones y las motivaciones propias. En esta condición neurológica, la lesión en la comisura anterior (otra capa de comunicación más limitada entre los he­ misferios izquierdo y derecho) o el cuerpo calloso puede dar como resul­ tado que una mano ejecute acciones de las que la persona —o al menos el hemisferio izquierdo— no tenga conciencia. De vez en cuando, las ma­ nos izquierda y derecha pueden enfrascarse en acciones que compiten entre sí; por ejemplo, una mano responde al teléfono y otra lo cuelga, o una mano puede iniciar una tarea como por ejemplo hacer una tostada, mientras que la otra empieza a cocinar un potaje. En casos extremos, una

de las manos del paciente puede intentar ahogarlo, mientras que la otra procura alejar la mano agresora del cuello del paciente. En estos casos, cada intención motivadora parece limitarse a un único hemisferio, y por tanto ambas manos pueden realizar acciones contrapuestas que estén guiadas por intenciones diferenciadas. La evidencia propia del conocimiento de mis intenciones es un rasgo superficial de introspección, parte del modelo cerebral propio que enmas­ cara gran parte de los confusos detalles neuronales de una inspección más profunda. Para complicar aún más las cosas, algunas supuestas verdades acerca de los estados mentales son en realidad falsas. Podríamos suponer que es evidente que, en un momento dado, la claridad (la zona de alta resolución) de tu percepción visual se corresponde más o menos con el tamaño de la pantalla del ordenador que tienes delante. Sin embargo, cualquier alumno de psicología se sorprende al saber que, en un intervalo de trescientos milisegundos, la zona de percepción de alta resolución sólo mide el tamaño de la punta de tu pulgar en relación a la longitud del brazo. Tus ojos efectúan un «movimiento sacádico» (un leve cambio en la dirección focal) unas tres veces por segundo, y luego tu cerebro integra a lo largo del tiempo las señales recibidas por la retina para crear la ilusión altamente útil y atractiva de claridad en el ordenador portátil en un mo­ mento determinado. Si tenemos en cuenta esta dinámica, cabría pregun­ tarnos cuánta información que nos parece certera sobre nuestras intencio­ nes es más dudosa que veraz. Además, las dudas sobre la exactitud y la precisión del conocimiento de las intenciones propias quedan refrendadas por los cuidados experi­ mentos de los psicólogos sociales.1' Curiosamente, los datos indican que en el transcurso de una toma de decisiones ordinaria, nuestras intencio­ nes no son tan específicas ni concretas como afirmamos que han sido después de esa transacción.sti De hecho, en algunos casos, la especificidad detallada parece surgir sólo cuando se nos pide explicaciones sobre lo que hemos hecho: por qué elegimos A en vez de B. Por ejemplo, en un expe­ rimento llevado a cabo en un centro comercial, se ofrecía a los transeúntes la posibilidad de probar dos tipos de mermelada sin etiqueta, luego tenían que elegir la que preferían y llevársela gratis. Después de efectuar su elec­ ción y decantarse, por ejemplo, por la mermelada de albaricoque, el inves­ tigador, mientras se apresuraba a darle supuestamente el tarro de la mer­

melada escogida, cambiaba de tarro y le daba otro (por ejemplo, una mermelada de arándanos). Entonces se les pedía que volvieran a probarla y verificaran su elección, algo que la mayoría de personas hacían sin co­ mentar nada acerca del cambio. Cuando se les preguntaba acerca de su elección, decían cosas como que la mermelada de arándanos (el sabor que no habían elegido, sino el que habían recibido) siempre había sido su fa­ vorita, que les gustaba su sabor intenso, etcétera. No parecían haber ad­ vertido el cambio, y se sorprendían cuando el investigador se lo hacía notar. Evidentemente, elegir un sabor de mermelada no es un acto tras­ cendente, y puede ser que en muchos de nuestros actos en los que la elección no importa demasiado la intencionalidad no sea tan específica como en casos más trascendentes.'’9 En conductas que requieren ciertas habilidades, como jugar a hockey o cocinar, muchos aspectos de la toma de decisiones se fundamentan en el hábito, y por tanto están automatizadas. Un jugador de hockey puede explicar, cuando se le entrevista después del encuentro, por qué hizo un pase a un compañero en vez de disparar a gol él mismo, pero es posible que esa intención bien formada y consciente desempeñe un papel funda­ mental en la actividad neuronal que generó esa conducta. Se produjo un patrón de reconocimiento seguido de un movimiento hábil, pero no me­ dió deliberación alguna en la acción. Por último, al considerar el modo en que desarrollamos la capacidad de atribuciones propias, es más probable que la atribución de intenciones y objetivos no se arraigue en la conciencia de uno mismo y que luego ésta se extienda a los demás; cabría decir que la atribución de actos propios y ajenos sigue un proceso de aprendizaje conjunto.60 Como nota al margen, los psicólogos Roy Baumeister y E. J. Masicampo proponen que el pensa­ miento consciente es una adaptación que surge de la presión por lograr complejas interacciones sociales y culturales, incluida la simulación de posibles resultados — cómo podrían sentirse los demás, cómo responde­ rían y reaccionarían— , y, en el caso de los seres humanos, la simulación del habla.61 Se trata de una idea bastante atractiva que se relaciona con lo expuesto anteriormente acerca de la eficacia representacional de la atribu­ ción de estados mentales.

H u m a n o s , in t e n c io n e s y n e u r o n a s e s p e j o Por el momento, nuestro debate acerca de las pruebas que existen de las neuronas espejo se ha limitado a los monos. La suposición de que las neu­ ronas espejo también están detrás de nuestra capacidad humana para atri­ buir objetivos c intenciones en los demás se fundamenta en la idea razo­ nable de que los cerebros humanos se organizan de un modo parecido al de los monos. ¿Hay zonas del cerebro humano que muestren esa conduc­ ta de «espejo» en el sentido de que las neuronas de esas regiones respon­ dan tanto a la observación de otro cuerpo realizando una acción concreta como a la ejecución propia de esa misma acción? Por razones éticas, no se realizan experimentos con neuronas de seres humanos, así que no contamos con evidencias directas al respecto.62 Sin embargo, las técnicas de imagen, como la tomografía por emisión de po­ sitrones (TLP) o la resonancia magnética funcional (RM F), pueden pro­ porcionarnos indicios indirectos. Los datos de una conducta clásica de espejo en humanos serían una demostración de mayor actividad en una zona del cerebro que es homologa a la zona F5 de los monos o a la del giro frontal inferior, en condiciones de observación de una acción y su corres­ pondiente ejecución. Aunque esto pueda verificarse satisfactoriamente, no se puede demostrar que una neurona concreta responda en ambas condiciones, como ocurre con los datos de que disponemos sobre células individuales en los monos, pero por lo menos ofrecerá evidencias signifi­ cativas de una conducta espejo. Aunque desde hace tiempo los neurocientíficos cognitivos están con­ vencidos de que la conducta espejo descrita también se aplica a los hum a­ nos, lo cierto es que esta afirmación sigue siendo materia de debate. La discusión se debe en parte a las distintas dificultades vinculadas al análisis de los datos procedentes de la RMF, como sacar la media de los resultados en un conjunto de individuos, algo que puede ensombrecer la cuestión de si cada sujeto presentaba las coincidencias necesarias en un área en con­ creto.63 También se han registrado diferencias en el protocolo experimen­ tal de distintos laboratorios, y este hecho no favorece la claridad en las distintas comparativas. Por último, en el año 2009 los neurocientíficos Valeria Gazzola y Christian Keysers emprendieron un estudio en el que analizaban datos de

RMF procedentes de sujetos concretos, en contraposición a sacar la me­ dia de varios sujetos, y probaron precisamente si se registraba una mayor actividad en condiciones de observador o de ejecutor. En los dieciséis sujetos del experimento, hallaron mayor actividad en algunos vóxels con­ cretos del área 44 (que se considera homologa a la F5 de los monos) y la corteza parietal inferior, tanto durante la fase de observación como du­ rante la fase de ejecución. Según mi escéptica opinión, éste fue el primer hallazgo convincente que refrenda una activación conjunta en humanos del área 44 (parte del giro frontal inferior o IFG) y de las zonas parietales inferiores de un modo que se parece a los datos hallados en monos cuan­ do se estudiaban células individuales.64 Naturalmente, esos datos no res­ ponden a cuestiones interpretativas ni causales.6’ Resulta interesante des­ tacar, sin embargo, que los datos revelaron muchas zonas adicionales cuya actividad también se incrementó: la premotora dorsal, la suplementaria motora, la cingulada media, la somatosensoria, la parietal superior, la cor­ teza temporal media y el cerebelo. Se trata de una zona muy amplia del paisaje cerebral, y se extiende más allá de las zonas «clásicas» de neuronas espejo descritas en los experimentos con monos.66 Para complicar aún más las cosas a los defensores del sistema espejo, Rebecca Saxe halló corre­ laciones entre la atribución de estados mentales y otras áreas: la unión parietal temporal, especialmente en el hemisferio derecho, y también en la corteza prefrontal media.67 Las dudas también surgen a partir de otros laboratorios que han em­ pleado la RMF y que han dado resultados en los que se implica a la cor­ teza prefrontal media en la representación de las propias intenciones, y no al área 44 (el sistema clásico de las neuronas espejo).68 En un protocolo experimental, se pedía a los sujetos del escáner que eligieran una de dos acciones que podían realizar —que consistían en sumar o restar dos nú­ meros— y que retuviesen mentalmente esa intención específica durante un tiempo indeterminado (entre tres y once segundos) hasta que se les presentaban las dos cifras que tenían que sumar o restar. La pauta espacial de actividad en el polo medio frontal era distinta según los sujetos tuvie­ ran intención de sumar o de restar cuando los números aparecían. Si co­ nocer la intención propia implica que el cerebro represente esa intención, parece como si las zonas posteriores, como la zona 44, fueran menos im­ portantes que las zonas anteriores de la corteza prefrontal (véase figu­

ra 6.3). La teoría de la simulación implica que si estas zonas están relacio­ nadas con el conocimiento de las propias intenciones, también tendrán que estarlo con el hecho de simular la intención de los demás. Podríamos apelar a distintas intuiciones en este sentido, pero las preguntas centrales siguen sin respuesta: ¿cuáles son los mecanismos implicados en la atribu­ ción mental propia y ajena, y cuán importante — si es que tiene alguna importancia— es la simulación a la hora de ejecutar esas funciones?

E s p e j o y e m p a t ía Como todavía existen pocos datos que corroboren que un sistema de neuronas espejo sea el substrato que permite la capacidad de atribuir in ­ tenciones a los demás, muchos investigadores consideran que nuestras respuestas empáticas se explican mejor a partir de la simulación como medio para identificar los estados mentales de los demás.69 Según este punto de vista, el hecho de que sienta empatía por tu su­ frimiento depende de que mi cerebro simule tu expresión facial triste.

- iGura 6.3. Diagrama del hemisferio izquierdo del cerebro humano que muestra la localiza­ ción de los surcos y los giros principales, así como la del lóbulo parietal inferior (sombreado en gris). Basado en Wikimedia Commons, dominio público, ()

Esta acción me entristece un poco, y por tanto puedo reconocer lo que estás experimentando. Lo mismo ocurre con el miedo, el desagrado, la ira, etcétera. Al adoptar esta idea bastante antigua y presentarla con el envoltorio de las neuronas espejo, el neurocientífico Marco lacoboni ha propuesto una explicación general de la empatia según la cual «el circuito de imitación central simularía (o imitaría internamente) las expresiones faciales emocionales de otras personas. Luego esta actividad modularía la actividad del sistema límbico (a través de la ínsula) donde la emoción relacionada con una expresión facial es percibida por el observador».70 Tal como Tacoboni resume la hipótesis, la imitación precede al reconocimien­ to de los sentimientos, y nos aporta la base para atribuir un sentimiento a una persona. 1 Es de sobras conocido que observar el sufrimiento de otra persona nos suele causar tristeza, y que nuestro estado de ánimo se aviva al observar la alegría de terceros. Eso no es nada nuevo, lacoboni considera que el reco­ nocimiento de la tristeza de otra persona requiere una imitación efectua­ da a través del «circuito de imitación central». ¿Qué evidencias tenemos de esta afirmación? Pensemos primero en las distintas correlaciones; luego podremos pen­ sar en causalidades. En un estudio de referencia, Bruno Wicker y sus co­ laboradores72 hicieron resonancias magnéticas a varios sujetos mientras éstos observaban un rostro que parecía contrariado y cuando percibían un olor desagradable. Los cambios en la actividad cerebral se localizaban en el mismo sitio — el opérculo frontal inferior (la «corteza del gtisto» opercular) y la ínsula adyacente anterior— . Se sabe que ambas zonas son sen­ sibles a los gustos desagradables (véase figura 3.5). En cuanto al dolor, disponemos de datos en seres humanos sobre unas neuronas concretas registradas en el transcurso de una cirugía cingulada en circunstancias psiquiátricas refractorias. W D. Eíutchison y sus cola­ boradores registraron la actividad de células individuales en la corteza anterior cingulada (CAC) durante una cingulotomía, y hallaron varias células en tres sujetos que respondían tanto al estímulo doloroso como a la observación de un estímulo doloroso aplicado a otra persona. Registra­ ron que la respuesta de la célula al dolor observado era menor que la res­ puesta al dolor propio del sujeto, y propusieron que la respuesta en la condición de observación podría deberse a una «anticipación» de un estí­

mulo doloroso aplicado al sujeto en cuestión. ’ El informe no aborda la cuestión del papel causal que tienen estas células en el hecho de atribuir estados dolorosos a otras personas. Una serie de laboratorios que han utilizado RMF han hallado una activación conjunta de la CAC y la ínsu­ la anterior tanto cuando los sujetos reciben un estímulo doloroso como cuando ven a alguien que hace muecas de dolor por ejemplo durante una aplicación de agujas de acupuntura. Algunos laboratorios también regis­ traron niveles de actividad en la corteza somatosensoria (procesamiento del tacto, la presión, la vibración, etcétera; véase figura 3.4) en ambas condiciones. 4 Además, se registró una correlación entre la intensidad del dolor (tanto sentido como observado) y el nivel de actividad en las zonas somatosensorias. s Por otro lado, las diferencias en los niveles de actividad en la CAC varían según si la persona a la que se ve sufrir es un ser querido (nivel alto) o un desconocido (nivel bajo).76 Los psicólogos han utilizado técnicas conductuales para investigar si el sistema motor desempeña una función en la simulación de sentim ien­ tos. Por ejemplo, cuando los investigadores piden a los sujetos que reali­ cen una sencilla tarea de imitación facial mientras observan un rostro que expresa una emoción, la observación interfiere con la tarea m otora.'7 En otros estudios se descubrió que morder la punta de un lápiz interfería más con el reconocimiento del sujeto de rostros felices que en el de rostros que expresaban miedo, desagrado o tristeza. Este hallazgo se corresponde con la observación de que las expresiones de felicidad generan gestos faciales más marcados, e indica que el reconocimiento de expresiones emociona­ les puede ser muy sensible a la sim ulación.78 Sin embargo, las personas que sufren una parálisis facial pueden reconocer las expresiones faciales de las emociones, de modo que no acabamos de comprender con nitidez el papel que desempeña el sistema motor en el reconocimiento de las emo­ ciones. Uno de los experimentos más cuidados con RMF para probar la co­ rrelación de la actividad durante el dolor visto y sentido fue llevado a cabo por los neurocientíficos India Morrison y Paul Downing. 9 Tomados en su conjunto, los datos indicaban una activación conjunta de una pequeña región de la corteza cingulada anterior y la ínsula anterior. Este solapamiento parece refrendar la presencia de una conducta espejo. Al recono­ cer que efectuar una media del grupo puede enmascarar diferencias im ­

portantes entre sujetos individuales, los investigadores volvieron a analizar los datos fijándose en los casos concretos. Entonces apareció un cuadro muy distinto. En seis de los once sujetos se detectó una pequeña área ac­ tiva tanto en condiciones de observación como de sentimiento; sin em­ bargo, en los cinco restantes, las zonas activadas por el dolor visto y sen­ tido no se solapaban. En todos los sujetos, los niveles de activación diferían según si el dolor era visto o sentido, y eso era coherente con los datos de Hutchison y su equipo. Los resultados de Morrison y Downing incrementan el nivel de incertidumbre acerca del análisis de los datos por RMF en general, y, en particular, si la activación conjunta de las neuronas durante las sensaciones observadas y sentidas de las emociones es un ele­ mento necesario de la empatia. ¿Qué podemos decir sobre la causalidad y sus mecanismos? En mi opinión, la propuesta de simulación tal como lacoboni80 la postula no queda suficientemente probada.B1 Se trata del tipo de adivinanza que complica una sencilla conexión causal: los estudios en animales y humanos indican que el procesamiento del dolor está fuertemente vinculado a la amígdala, y los libros de texto afirman generalmente que los sentimientos de temor surgen a partir de la actividad en el circuito de la amígdala. Sin embargo, tres pacientes que, debido a una extraña enfermedad, sufrieron una pérdida de la amígdala en ambos lados del cerebro, efectúan un reconocimiento normal de los rostros temerosos y pueden mostrar miedo en un entorno social.82 Las lesiones se produjeron en la edad adulta, y por tanto se desconoce si el patrón de reconocimiento del temor en terceros sería distinto en una persona que hubiera sufrido lesiones de amígdala a una edad muy tem­ prana. Lo que está claro es que los pacientes con demencia frontotemporal y cuya corteza insular está dañada tienden a no sentir empatia ni emociones intensas.83 La ínsula desempeña un papel importante en el sentimiento del dolor social y la pena, pero por ahora no se ha relaciona­ do directamente con las neuronas espejo. Aunque estas observaciones no descartan la hipótesis de la simulación, sí que resaltan la necesidad de que esta hipótesis dé cuenta de ellas de un modo sistemático. Llegados a este punto, quizá sería saludable suavizar el escepticismo respecto al postulado de que la empatia depende de la simulación, así veríamos a dónde nos conduce. Por tanto, siendo consciente de los fallos,

empezare por mí misma. ¿Qué siento exactamente cuando veo a alguien llorar después de que una avispa le pique en el pie (sé lo que se siente)? F,1 contexto puede ser muy variado y puede depender, por ejemplo, de quién recibió la picadura (si ha sido mi bebé o un intruso). He aquí mi fenome­ nología, por si sirve de algo. Cuando veo que una avispa ha picado a mi nieta y a mi marido, yo no siento literalmente ese dolor ni nada que se le parezca en las piernas. Debería advertirse que las personas que sienten «una sinestesia del tacto» — cerca del 1% de la población— aseguran que sienten literalmente la misma sensación y en el mismo lugar que la perso­ na observada, y se les activan las zonas somatosensorias inferiores y supe­ riores cuando observan acciones táctiles en los demás.84 Lo que yo sentí fue una sensación visceral y generalizada de horror (esa emoción homeostática que Bud Craig investiga), así como el impulso de aplicar antihistamínicos o, a falta de ellos, lodo. Más concretamente (o tal vez menos) yo diría que me sentía mal por ellos. Además, aunque se registre una sensa­ ción distinta según te quemes, te cortes o seas aguijoneado, mi respuesta de rechazo parece ser la misma en cada uno de esos percances. El hecho de que las personas que sufren esas sinestesias sean sólo una fracción dim inu­ ta de la población indica que el resto suele responder con sensaciones generalizadas de rechazo cuando alguien se queja del dolor de un aguijo­ nazo. Además, la anatomía sensoria de las personas con sinestesias es un poco distinta. Otros aspectos que suscitan escepticismo requieren nuestra atención. Es posible que observar a alguien que está enfadado no genere ira en el observador, sino miedo o vergüenza o, según el contexto, posiblemente incluso risa. Puedo reconocer que alguien se queja o se disgusta sin que­ jarm e ni sentirme disgustado por algo. Puedo reconocer que alguien está decepcionado sin sentir esa decepción. Si mi enemigo sufre dolor, yo pue­ do no sentirlo, puedo incluso sentir cierto alivio (relacionado con la schadenfreude, que puede no ser una respuesta moralmente loable, aunque sea bastante común). Si veo a un colega que parece decepcionado cuando hago una propuesta en una reunión de departamento, yo también tende­ ré a sentirme disgustada o divertida, pero no indignada. Este tipo de es­ collos con la teoría de la simulación de la atribución mental se han detec­ tado hace tiempo, y el entusiasmo actual respecto a las neuronas espejo no hace nada para acallarlos.

Goldman se enfrenta a estas dificultades reconociendo que pueden utilizarse mecanismos distintos a la simulación para atribuir estados men­ tales. Sin embargo, sostiene que la simulación sigue siendo el proceso fundamental.81 Aunque esto pueda ser correcto, esta concesión bien pue­ de ser una forma conveniente de explicar los resultados contradictorios invocando a «otros mecanismos» desconocidos, mientras que la defensa de la simulación como requisito causal fundamental en la atribución mental todavía tiene que demostrarse. Lna hipótesis distinta y aparentemente más sólida acerca de los meca­ nismos que subyacen a la compasión es que las respuestas empáticas son una extensión del sentimiento de rechazo que surge en los mamíferos cuando nuestros pequeños están tristes o se separan de nosotros, y cuando dan una voz de alarma.86 Si, tal como se ha teorizado, el círculo de cuida­ do en los seres humanos es más amplio e incluye a compañeros, parientes y miembros de la comunidad, entonces la compasión hacia esas personas no requerirá mecanismos especiales de simulación, aunque la capacidad de imaginar y de evaluar futuras consecuencias de un plan puede ampliar­ se hasta llegar a imaginar otras muchas cosas. Este enfoque también es coherente con el hecho de que, en general, las personas muestran una respuesta más intensa al sufrimiento de los demás en función de la rela­ ción que se tenga con la persona herida. Por ejemplo, los padres son muy sensibles a las tribulaciones de su descendencia, y lo son mucho menos con las de los desconocidos.8 Los psicólogos del desarrollo han propuesto que el bebé parece mos­ trar una predisposición o una atención innata hacia los movimientos que son «como los míos» en un sentido muy rudimentario del término.88 Se trata de una especie de plataforma que puede desembocar en un marco cada vez más sofisticado, ya que el niño va tomando conciencia de su propio cuerpo y de sus sentimientos e interacciona con los demás. En cierto sentido, que aún no entendemos del todo a nivel neuronal, el mar­ co «como yo» se va enriqueciendo de forma gradual, al tiempo que segu­ ramente también evolucionan las atribuciones propias y ajenas. El neurocientífico Gyorgi Buzsáki lo explica de esta manera: «Poco a poco, el cerebro adquiere conciencia de sí mismo aprendiendo a predecir la actua­ ción neuronal de los otros cerebros [...]. La adquisición de la conciencia de uno mismo requiere la respuesta de otros cerebros».89 Comprender los

mecanismos neurobiológicos que subyacen a esta clase de habilidades so­ ciales, como el seguimiento con la mirada, la atribución mental y la em ­ patia, supone un desafío continuo. Para el investigador prudente, salta a la vista que aún falta mucho por descubrir.

I m it a c ió n y « n e u r o n a s e s p e j o » Puede parecer evidente que la im itación está estrechamente relaciona­ da con la finalidad y el movimiento reflejo, y que, por tanto, también lo está con un «sistema de neuronas espejo». lacoboni, citado con anterio­ ridad, se refiere a un «circuito central de im itación» que en su opinión se despliega en las acciones em páticas.90 U na vez más, el análisis atento de los datos disponibles nos invita a ser cautos acerca de los planteamientos sobre los circuitos neuronales que favorecen la imitación. En primer lugar, el fenómeno de espejo tal como se describe en los experimentos clásicos con monos no es una imitación; el mono no im ita lo que ve, y sus músculos tampoco muestran un movimiento incipiente. En segundo lugar, aunque suele considerarse que el área 44 (en el giro frontal inferior) se corresponde con el área F5 del macaco, un m etaanálisis reciente demostró que no existen datos fehacientes de que el área 44 participe durante los procesos de im itación.91 Sin embargo, otras zonas sí que registraron un incremento de la actividad, incluidas las zonas premotoras 6, la 7 (la corteza parietal) y el área 40 (temporal superior). Incluso la zona motora, el área 4, estaba un poco más activa que el área 44. En definitiva, el metaanálisis no demuestra que el «sistema de neuronas espe­ jo» no participe de la imitación. Sólo nos muestra que la presunta afirm a­ ción de que el área 44 forma parte del sistema humano de neuronas espe­ jo y que por tanto forma parte del circuito básico de la imitación no es coherente con los datos de la IRM que resalta las zonas que registran una mayor actividad durante la imitación. El resultado de todo ello es que en realidad ignoramos el modo en que se produce la conducta im itativa.92 Con el tiempo llegaremos a identificar las vías neuronales y sus mecanis­ mos, pero por ahora no es así.

L a TEORIA DE IA MENTE, EL AUTISMO Y LAS NEURONAS ESPEJO Las personas a quienes se les diagnostica autismo se mostrarán retraídas ante cualquier interacción social, sufrirán trastornos del sueño, tendrán una escasa comprensión de la conducta de los demás, serán poco comu­ nicativas, carecerán de empatia y de conducta de preservación (no adap­ tarán la conducta al cambio de condiciones).1,5 Muchas personas autistas dan muestras de retraso mental, un 25% sufre ataques, algunas aprenden un idioma y otras no. Las múltiples variables en el nivel de gravedad de los síntomas que presenta el autismo han llevado a los investigadores a revisar el diagnóstico del «autismo» y a considerarlo un «trastorno del espectro del autismo» o TEA. Si lo compararnos con el síndrome de Down, los sujetos con TEA tienden a no efectuar contacto visual, no son cariñosos, ni alegres, ni son propensos a implicarse espontáneamente en una interacción social. Como dato de particular interés para este capítulo, diremos que los autistas sue­ len tener dificultades para imitar/’1 La naturaleza desconcertante de la etiología de este trastorno, unido a su terrible coste en sufrimiento huma­ no, ha propiciado que los investigadores busquen explicaciones relaciona­ das con las anormalidades cerebrales. Tal como John Hughes se lamentó en uno de sus informes más recientes, se ha invocado casi toda la etiología conocida para explicar este grave trastorno.9' Pero por ahora no se ha detectado ninguna anormalidad estructural en el cerebro, de manera que todo parece indicar que esas diferencias se dan a un nivel microestructural, y que tal vez se reflejarán fisiológicamen­ te con métodos como la RMF y el electroencefalograma. Puesto que los sujetos con TEA presentan un déficit en la atribución de estados menta­ les,96 los investigadores se preguntaron si podría existir una anormalidad en el sistema de las neuronas espejo que pudiera explicar dicho déficit. Algunos estudios han demostrado diferencias conductuales entre los sujetos con TEA e individuos sanos de control durante la imitación es­ pontánea. Por ejemplo, un estudio ofreció a los participantes con TEA y a sujetos de control fotografías de rostros claramente felices y de rostros claramente tristes.9 Las respuestas de los participantes ante esas fotogra­ fías fueron medidas con sensores colocados en distintos músculos faciales responsables del gesto de sonreír y fruncir el ceño. Los participantes de

control respondían rápidamente a los rostros felices con una sonrisa, y fruncían el ceño ante los rostros iracundos. Sin embargo, los rostros de los participantes con TEA permanecieron inalterables, y eso no se debía a que ellos no pudieran reconocer la felicidad o la ira, sino que no sabían cómo sonreír o fruncir el ceño. Cuando los investigadores pidieron explí­ citamente a los participantes con TEA que «pusieran las mismas caras que las de la pantalla» sus respuestas faciales eran acertadas e indistinguibles de las del grupo de control. Otros estudios que recurrieron a otros estí­ mulos y diseños registraron resultados parecidos. Estos hallazgos indican que es mucho más difícil (aunque no imposible) despertar espontánea­ mente el proceso imitativo de los sujetos auristas.18 En defensa de la expli­ cación de las «neuronas espejo» en estas diferencias conductuales, un es­ tudio con RM F observó una activación inferior del área 44 (entre otras áreas) cuando los niños con TEA veían expresiones faciales em otivas." Una medida clave que está supuestamente relacionada con la activi­ dad en el sistema de neuronas espejo es el cambio en una ¡i-form a de onda (p-supresión), detectada por un electroencefalograma durante la realiza­ ción de una acción y su observación.100 Algunos investigadores han regis­ trado diferencias entre los sujetos con TEA y los controles sanos, descar­ tando de este modo la hipótesis de que la ¡a-supresión es un índice de actividad de las neuronas espejo; por otro lado, si existe un índice así, entonces descalifica la hipótesis de que la actividad de neuronas espejo es anormal en sujetos con TEA. No queda claro qué alternativa es la correc­ ta. Los sujetos con TEA presentan grandes diferencias en inteligencia, y un estudio de sujetos preadolescentes inteligentes con TEA puede dar resultados distintos de uno que incluya una am plia variedad de coeficien­ tes de inteligencia y edades.101 Por m uy decepcionante que sea, lo máximo que podemos afirmar sobre el autismo y su relación con las neuronas es­ pejo es que es necesario estudiarlo más. Mientras tanto, una vez más, la prudencia parece estar a la orden del día.

I m it a c ió n , m im e t is m o in c o n s c ie n t e y c a p a c id a d e s s o c ia l e s Debido a que la aparición de tradiciones culturales altamente desarrolla­ das entre los seres humanos se ha relacionado con la capacidad humana y

la propensión a imitar,11'2 hay un punto adicional que deseo explorar bre­ vemente: el mimetismo inconsciente. Los estudios psicológicos sobre el mimetismo inconsciente en seres humanos muestran que la postura, los gestos, la inflexión de la voz. y las palabras de una persona son mimetizadas inconscientemente por otra. La mayoría de personas llevan a cabo con regularidad estos actos de imitación y los integran en sus interacciones sociales normales. En los experimentos psicológicos que exploran este fe­ nómeno, un sujeto estudiante y un ayudante de investigación (no se iden­ tificó como tal ante el estudiante, y éste no lo conocía) están en la misma sala con el pretexto de que han de trabajar en un proyecto en el que los observadores registran si se produce una conducta de mimesis en el trans­ curso de la interacción. Los sujetos suelen imitar los movimientos del ayudante, como por ejemplo llevarse la mano a una mejilla, dar golpecitos con un lápiz, cruzar las piernas, reclinarse en la silla, etcétera. Los su­ jetos no son conscientes de su imitación, y por tanto la llamamos «mime­ tismo inconsciente». En otra prueba, los ayudantes reciben instrucciones para imitar a los sujetos con los que trabajan o bien para inhibirse a ha­ cerlo. Los sujetos a quienes el ayudante imita a consciencia tienden a evaluar a ese asistente de un modo más favorable que los que no son imi­ tados.103 Los sujetos imitados también tienden a ser más solícitos que los no imitados. Por ejemplo, cuando, en el momento de partir, cae una caja al suelo y desparrama lápices, los sujetos imitados tenderán a recoger los lápices y dejarlos en la mesa, a diferencia de los sujetos no imitados. Ello sugiere que la mímica inconsciente desempeña un papel significativo en procesos de afiliación y en el establecimiento de una relación cordial. Por cierto, si estás en una reunión en la que quizá no conoces a varias personas e intentas inhibir tu mimetismo, seguramente tendrás dificultades de so­ cialización. La tendencia habitual es sonreír cuando los demás también lo hacen, reírse con los demás, levantarse, etcétera. Otra prueba de manipulación consiste en crear tensión social en un sujeto antes de que entre en la estancia para trabajar con el ayudante. Eso se consigue haciendo que el sujeto juegue a Cyberball en el ordenador, un juego en el que se tira una pelota virtual entre los jugadores, uno de los cuales es el sujeto. Los investigadores alteran el juego de manera que al cabo de unos minutos apenas va a parar al sujeto. Este aislamiento virtual genera un nivel de tensión social que incide en el mimetismo. Los sujetos

que perciben este tipo de tensión social tienden a im itar más — según las condiciones del experimento— que los sujetos que no sienten esa presión social. Es como si los sujetos presionados se esforzaran el doble (incons­ cientemente) para ganarse el favor de la otra persona. La hipótesis dom i­ nante que explica los datos de la mímica inconsciente es que la mímica actúa como cohcsionador social.11" Es una hipótesis plausible, pero no dejo de preguntarme: ¿por qué la mímica funciona como elemento de cohesión social?; ¿por qué nos sentimos mejor con las personas que im i­ tan nuestros gestos de rango bajo, incluso cuando no somos en absoluto conscientes de esa imitación?; ¿por qué el cerebro dedica mucho esfuerzo — y por tanto mucha energía— a la mímica, y qué relevancia puede tener la información que recibe? Probablemente nos gusta el mimetismo a este nivel bajo porque de­ muestra que esa persona es como yo. Pero ¿por qué debería importarme eso? Porque me permite predecir la conducta del otro, y eso sería más difícil si esa persona fuera distinta a mí. ¿De qué modo el mimetismo permite una predicción de este tipo? Probablemente la respuesta sea que yo sé cómo respondo, y por tanto puedo utilizar esa información para predecir el modo en que responderá esa persona que se comporta como yo. El componente neural relacionado que sospecho que refrenda esta dinámica es el siguiente: la imitación por parte de los m uy jóvenes es una señal temprana de una corteza frontal que se desarrolla con normalidad, algo necesario en todos los mamíferos, especialmente los altamente socia­ les. La chimpancé madre o Rhesus o humana no tiene por qué ser cons­ ciente de esa señal. Sólo tiene que responder a la imitación como un rasgo atractivo de sus pequeños. La intensidad del apego a través de la imitación lleva implícito el reconocimiento de la madre de que, desde la perspectiva del lóbulo frontal, el bebé está siguiendo una vía de desarrollo normal. La actuación im itativa predice que el bebé tiene los recursos neuronales para aprender lo que necesita para sobrevivir, especialmente en el mundo social, pero también en otros ámbitos. Más concretamente, un bebé que pueda imitar tendrá un cerebro social normal. Si el resto de elementos son normales, una capacidad de aprendizaje social normal es un buen indicativo de que el niño prosperará, y por tanto merece la pena invertir en ello — hablando en términos biológicos— . La im itación indi­ ca la presencia de una capacidad social, es decir, la capacidad de aprender

a predecir lo que los demás harán y sentirán, la capacidad de aprender prácticas grupales y la capacidad emocional para comportarse adecuada­ mente. También predice que el niño puede adquirir conocimientos sobre cómo desenvolverse en la vida: cómo realizar incursiones, cómo defen­ derse, cómo construir un refugio, etcétera.105 En cambio, si el bebé no consigue imitar, esa carencia indica que las cosas no irán bien para el pe­ queño.106Aunque sería difícil de demostrar, especialmente en experimen­ tos de campo, la hipótesis predice que los bebés cuya organización frontal no es capaz de imitar a una edad temprana pueden acabar estando menos atendidos, disponer de menos recursos y, por tanto, tener dificultades para prosperar.107 Los padres se muestran m uy contentos cuando el bebé imita, lo cual posiblemente incrementa los actos de imitación del peque­ ño, y viceversa; de este modo el bebé se adentra en el valioso sendero de la comprensión social.108 Esto tal vez explicaría la alegría de los padres ctiando su bebé los im i­ ta. Pero ¿de dónde surge nuestro gusto por el mimetismo en etapas pos­ teriores de la vida? La hipótesis que vincula la imitación con las respuestas de filiación puede ampliarse sobremanera, aunque yo prefiero simplifi­ carla para centrarme en los puntos más claros y relevantes. Nos gusta la imitación en contextos sociales (me río cuando te ríes, me como el filete asado cuando tú te lo comes, etcétera) porque la conducta imitativa (en su justa medida) es un poderoso indicio de competencia social que me permite predecir que eres m uy parecido a mí. En definitiva, a todos nos gusta la imitación porque nos revela que tu cerebro frontal es muy pare­ cido al mío. Si no te conozco demasiado bien, es una señal tranquilizadora ver que te comportas como yo porque entonces, en cierto modo, puedo predecir tu conducta; eres como yo, lo cual significa que puedo predecir, aunque sea a grandes rasgos, las cuestiones que suscitan agresividad en ti, cómo te comportarás con los bebés, de qué modo te reconciliarás después de una pelea, si tiendes a mostrarte receptivo, etcétera. Cuando yo me tranquili­ zo, mis niveles de cortisol (la hormona del estrés) descienden, yeso signi­ fica que siento menos ansiedad y mi estado de ánimo es más favorable. Además, sentir que alguien es de confianza suscita una emoción positiva de unión que se relaciona con la oxitocina. Nuestra imitación mutua también podría indicar que cuidamos de nuestras respectivas reputacio­

nes de una forma normal; es decir, de un modo que favorece la armonía del grupo y la buena ciudadanía. Podríamos resumirlo con las siguientes palabras: «Tú eres como yo, y como los míos. Ellos son buena gente, así que probablemente tú también lo seas». Sin embargo, una conducta extraña provoca ansiedad en mí porque no puedo predecir lo que harás — si serás peligroso o desagradable— pues­ to que una persona peligrosa o desagradable entre nosotros puede provo­ carnos dolor. La posibilidad de que seas una persona peligrosa hace subir mis niveles de cortisol, ya que tengo que estar en situación de alerta, un estado de mi cerebro que no me resulta agradable. Puesto que ese tipo de apreciaciones sociales duran varios minutos, suponiendo que reciba las señales preliminares necesarias, puedo percibir que debo ofrecer señales tranquilizadoras. De este modo, cumplo con mi parte y realizo gestos de imitación para que no empieces a observarme ansiosamente, lo cual me haría sentir mayor incomodidad o exclusión, y eso me haría sentir aún peor.109 Estas dinámicas explicarían a grandes ras­ gos el mimetismo inconsciente. Esto no es más que una especulación sobre las ventajas del mimetismo inconsciente en la vida social de nuestros homínidos ancestrales. La in­ corporación de otras personas a un grupo puede servir para fortalecerlo en caso de defensa o ataque, o puede incrementar el número de hembras fértiles y así diversificar la reserva genética. Sin embargo, la incorporación de nuevos miembros también acarrea sus riesgos, ya que los recién llega­ dos pueden socavar el bienestar y la armonía del clan. H ay muchos facto­ res de los que protegerse, incluido el contagio de enfermedades nuevas, pero los factores relacionados con la sociabilidad son de crucial importan­ cia. Es decir, antes de aceptar a un miembro nuevo, el clan querrá asegu­ rarse de que los recién llegados no son problemáticos a nivel cognitivo o emocional. Como filtro prelim inar de la confianza, y por tanto de un cerebro social normal, el mimetismo, aunque sea inconsciente, nos sirve bastante bien. Supongamos que un desconocido llega a nuestros dominios. Su con­ ducta dúctil sugiere que tiene una capacidad social normal, que sabe adquirir las prácticas locales y que está dispuesto a hacerlo. De mil m a­ neras distintas, su sociabilidad será importante para los miembros del grupo. Además, si los miembros del grupo de parentesco comparten

ciertas peculiaridades y símbolos sociales, un recién llegado puede ganar­ se la aceptación del grupo demostrando que está dispuesto a invertir energía en adoptar esas particularidades y esos símbolos. La conducta imitativa satisfactoria nos abre muchas puertas porque es un buen indi­ cio de competencia social. No es una señal infalible, pero sirve para fil­ trar a las personas que tienen problemas a nivel social. La aceptación plena en el grupo se producirá, sin duda alguna, de forma gradual. Hume advirtió que nos mostramos más amables con las personas que son como nosotros, con quienes se parecen a nosotros. Y parece que su apreciación es cierta; en mi opinión, la explicación reside en la prueba para aceptar a los recién llegados como miembros dignos de confianza del grupo. Para empezar a testar esta hipótesis, los psicólogos pidieron a los suje­ tos que vieran una grabación de dos hombres que interactuaban en una entrevista, y que luego evaluaran la competencia del entrevistador y el entrevistado (ambas personas eran actores).110 En una versión del video, el entrevistador se muestra bastante ausente y patoso socialmente, mien­ tras que en la segunda está mucho mejor. En el experimento también variaba la conducta del entrevistado: en una versión, no devolvía recípro­ camente los gestos del entrevistador, pero en la otra imitaba sutilmente sus gestos y sus movimientos corporales. Los espectadores no suelen pres­ tar atención a las imitaciones de forma consciente. El resultado más sor­ prendente fue que los espectadores calificaron al entrevistado como una persona menos competente cuando imitaba al entrevistador «patoso» que cuando imitaba al entrevistador «acertado». Al parecer, imitar a una per­ sona ausente merecía una calificación menor que imitar a una persona simpática. Este dato indica que la imitación de una persona de extracción baja o que inspira poca confianza es considerada por los demás como una señal desacertada por parte del imitador. El hecho de que los observadores de estos mimetismos juzguen a los demás de este modo indica que las personas son altamente sensibles no sólo al mimetismo en general, sino también a quién no deberían imitar. Esta dinámica se relaciona también con los hallazgos en el campo del aprendizaje social que demuestran que la mayoría de sujetos prefieren imitar a personas de éxito, sea cual sea el ámbito de actividad en el que se refleje ese éxito.111 El hecho de que varios observadores de interacciones sociales hayan realizado estas valoraciones

indica que existen muchos niveles de información en el campo del apren­ dizaje social.

La neurobiología de las habilidades sociales, y en particular la naturaleza de la capacidad para atribuir estados mentales a los demás, es un área to­ davía joven pero vigorosa. La evolución conjunta de la psicología y la neurociencia aportará, sin lugar a dudas, un nuevo conocimiento de este ámbito del conocimiento que conllevará numerosas sorpresas en el trans­ curso de la próxima década. F.n el siguiente capítulo abordaré el tema de las reglas y las normas e intentaré analizar qué papel desempeñan en la conducta moral.

Capítulo 7

NO COMO NORMA

Llegados a estas alturas del libro, las reglas, las normas, las leyes y sus su­ cedáneos han quedado al margen de este debate, mientras que los valores, el aprendizaje y la resolución motivada de problemas han tomado la de­ lantera. Se trata de una consecuencia de la lógica que estructura este pro­ yecto, que admite que aunque la resolución de problemas sociales puede, con el tiempo, culminar en reglas específicas, los haremos implícitos las anteceden de un modo más básico y surgen a partir de unos valores com­ partidos, es decir, de prácticas que la mayoría de personas captan sin ser aleccionados sobre ello, haciéndolo sólo por imitación y observación.1 Por ejemplo, 110 tender una mano en una circunstancia en la que seme­ jante oferta podría ser tomada como un insulto no se formula explícita­ mente como una regla, puesto que los barcinos locales son muy variados.2 El grado de contacto visual que se debe establecer con un desconocido, cuándo inhibir la risa, o cuándo deja de ser aceptable adular a un profesor también son conductas que se aprenden implícitamente, y pueden variar entre culturas. En cambio, las leyes que prohíben el trabajo infantil en las fábricas y minas, las que lim itan el poder del monarca para recaudar im ­ puestos o las que utilizan los impuestos para costear un sistema de alcan­ tarillado son normas explícitas, y surgen de la percepción de dolor y tris­ teza que se desprenden del statu quo, así como del reconocimiento colectivo de que las cosas podrían ir mejor si se modifica el modo en que se llevan a cabo. Para las personas que están dispuestas a cambiar el estado actual de cosas, transformar un ideal ambiguo en una ley en vigor suele requerir un gran dispendio de tiempo y energía, y a veces se incurre en un gran coste personal. No es de extrañar que las consecuencias imprevistas de una nue­ va legislación echen a perder las aspiraciones sinceras de quienes han de­ seado mejoras sociales, como ocurrió con la ley de Estados Unidos (19201933) que prohibía la fabricación, la importación, el transporte y la venta

de bebidas alcohólicas.' En términos generales, las reglas explícitas co­ mienzan con una reflexión sobre las prácticas actuales, y dependen de que alguien imagine que las cosas podrían ser distintas.1 Conseguir que se apruebe una ley dependerá de multitud de variables; entre ellas, de la es­ tructura de la organización social existente. Con el paso del tiempo, las leyes pueden sufrir modificaciones por muchas razones, algunas de las cuales pueden servir a los intereses de un poderoso subgrupo; otras, al bienestar del grupo en su conjunto, y otras reflejarán los desvarios psiquiátricos de un déspota manipulador. En opinión de Aristóteles, la sabiduría social depende del desarrollo temprano de adquirir buenos hábitos, así como de la capacidad para ra­ zonar juiciosamente sobre cuestiones sociales específicas. Requiere tener habilidades complejas, incluida la habilidad para tratar de un modo efec­ tivo con el desorden y la inestabilidad social, anticiparse a las consecuen­ cias de un plan y predecir nuevos problemas, así como la habilidad para negociar productivamente sobre las normas explícitas y las instituciones. Las buenas instituciones, como el juicio con jurado en vez del juicio de Dios, o las instituciones que regulan nuestras divisas, tienen un fuerte impacto en el bienestar de los individuos dentro de los grupos sociales, así como en el modo en que se moldean las respuestas del individuo a los problemas sociales. Según Aristóteles, lo más importante para llevar una vida digna es desarrollar buenas instituciones para proporcionar una es­ tructura armoniosa a la vida social de los individuos que viven en una ciudad o un estado.1 Si adaptamos las lúcidas ideas de Aristóteles a la actualidad, podría­ mos afirmar que, la mayoría de las veces, la constante roma de decisiones del cerebro depende de un proceso continuado en el que se buscan solu­ ciones a problemas de satisfacción de las propias limitaciones. Las diver­ sas limitaciones asignan distinios valores, y cuando se acerca el momento de tomar una decisión, las redes neuronales establecen un mínimo que pueda satisfacer esos límites.6 Cuando el sistema de recompensas respon­ de a las experiencias de dolor y satisfacción, se adquieren habilidades so­ ciales y se establecen hábitos.7 Los hábitos constituyen una poderosa limi­ tación, y representan soluciones que funcionaron lo suficientemente bien en el pasado como para instaurarse en el sistema de recompensas, aprove­ chando así el proceso de satisfacción de limitaciones. Los hábitos reflejan

el aprendizaje social sobre lo que el grupo considera correcto o incorrecto. Los hábitos también reflejan un aprendizaje sobre el mundo físico. Al seleccionar un sendero por una pista de esquí o las palabras con las que debo responder a la pregunta de un estudiante, mis habilidades adquiri­ das, mis experiencias recientes y las valoraciones no conscientes de las circunstancias son límites poderosos y cruciales sobre la elección de con­ ducta.8 Los detalles de la naturaleza de los procesos neuronales que inci­ den en la toma de decisiones están aún por determinar, pero forman par­ te de la investigación más relevante para este libro. Algunos distinguidos filósofos morales se quejan de que Aristóteles es ambiguo y confuso — que no logra establecer principios específicos sobre lo que es bueno o malo— . En cambio, prefieren la teoría de que las reglas son la esencia de la moralidad. De este modo, «la moralidad es una serie de reglas fundamentales que guían nuestras acciones», escribió el difunto Robert Solomon en su merecidamente popular libro El peq u eñ o libro de filosofía .9 John Rawls, de quien se podría afirmar que es el filósofo moral más influyente del siglo xx, trató heroicamente de formular las reglas universales de la imparcialidad que deberían regir la política, la legislación y el desarrollo de las instituciones.10 Legiones enteras de filósofos morales han consagrado sus vidas intelectuales a que el enfoque de Rawls funcio­ nase. En uno de los debates más profundos sobre por qué el enfoque de Rawls es irremediablemente defectuoso, el filósofo Owen Flanagan lo re­ sume de este modo: «No existen intuiciones éticas universales en el nivel en el que Rawls intentó localizarlas inicialm ente».11El filósofo M ark John­ son presenta este mismo argumento con mayor contundencia: Propongo que es moralmente irresponsable pensar y actuar como si po­ seyéramos una razón universal y desencarnada que genera reglas específicas, procedimientos de toma de decisiones y leyes universales o categóricas en virtud de las cuales podemos distinguir lo verdadero de lo falso en cualquier situación en la que nos encontremos.1’ M i objetivo no es burlarme de los intentos bien intencionados de formular normas óptimas para nuestras complejas sociedades. De hecho, mi objetivo es explicar, aunque sea de forma esquemática, el modo en que los seres humanos son capaces de valorar que una ley es mala, buena, o

justa, y hacerlo sin apelar a una ley aún más profunda — algo que en rea­ lidad se hace con cierta regularidad— . Tal como hemos comentado ante­ riormente, la evaluación se asienta en las emociones y las pasiones que son endémicas en la naturaleza humana, así como en los hábitos sociales ad­ quiridos durante la infancia. Los procesos evaluativos sacan el mayor pro­ vecho posible de la memoria y de la capacidad para resolver problemas. La razón no crea valores, sino que se configura en torno a ellos y los lleva hacia nuevas direcciones. 3 Este capítulo adoptará una mirada escéptica ante la idea comúnmente aceptada de que las reglas, así como su aplicación racional y consciente, son definitorias de la moralidad. A modo de apunte preliminar, diré que si las reglas definen la moralidad, y las reglas necesitan del lenguaje, en­ tonces, por definición, los humanos verbales son los únicos organismos con moralidad. Esta parece una conclusión innecesariamente restrictiva, dada la conducta de cuidado que manifiestan algunos animales no huma­ nos altamente sociales.1’ Una segunda cuestión preliminar es que las reglas favoritas que se suelen citar como aspectos nucleares de la moralidad chocan con otras normas igualmente importantes: «la caridad bien entendida empieza por uno mismo» suele entrar en conflicto con «ama al prójimo como a ti mis­ mo»; «mentir está mal» puede entrar en conflicto con «la falta de amabi­ lidad está mal»; «honrarás a tu padre y a tu madre» puede entrar en con­ flicto con «no ayudes ni acojas nunca a un asesino». Cada una de estas reglas tiene sus limitaciones, cuyo reconocimiento suele ser implícito. A modo de ejemplo, citaremos la regla prototípica que conoce todo el m un­ do: «matar está mal». Pero la mayoría de personas considera que matar es un acto aceptable cuando se está en guerra, a pesar de que incluso en guerra matar puede ser incorrecto; por ejemplo, uno no mata a los prisio­ neros de guerra, ni a los no combatientes, aunque sobre este punto de vista existen opiniones divergentes acerca de si matar a no combatientes está mal si actúan voluntariamente como escudos humanos para el ene­ migo... Los matices y las conjeturas se van amontonando sin cesar. Curiosamente, el exjuez del Tribunal Supremo David Souter hizo el mismo comentario acerca de la flexibilidad de los distintos artículos de la Constitución estadounidense. Según observó, la Primera Enmienda, se­ gún la cual «el Congreso no aprobará ninguna ley... que coarte la libertad

de expresión o de prensa» no es absoluta; de hecho, puede entrar en con­ flicto, y así ha sido en ocasiones, con la responsabilidad del gobierno de garantizar el orden y la seguridad de la nación. El conflicto particular que se debatía tenía que ver con los Papeles del Pentágono, que los periódicos New York Times y Washington Post deseaban publicar, mientras que el go­ bierno quería evitar esa publicación a toda costa amparándose en el inte­ rés de la nación. Tal como Souter explicó: Hay que hacer una elección, no porque el lenguaje sea ambiguo, sino porque la Constitución encarna el deseo del pueblo americano, como el de la mayoría de pueblos, de tener ambas cosas. Queremos orden y seguridad, y queremos libertad. Y no sólo queremos libertad, sino también igualdad. Estos deseos parejos pueden entrar en conflicto, y cuando lo hacen, un tri­ bunal se ve obligado a elegir entre los dos, entre el bien constitucional y otro bien. El tribunal tiene que decidir cuál de nuestros deseos aprobados tiene la prerrogativa en un momento y circunstancias determinados, y un tribunal tiene que hacer algo más que procurar la justicia cuando hace esta clase de elección.1'’ La capacidad para apreciar cuándo una circunstancia es una excep­ ción justa, o qué norma seguir cuando las reglas entran en conflicto, en­ carna algunos de los aspectos más sutiles del entendimiento social. Al desenvolvernos en la vida, gracias a nuestras experiencias — que incluyen historias, ejemplos y observaciones— , vamos adquiriendo un gran cono­ cimiento sutil, que a veces no puede expresarse. A menudo, los chismorreos cuentan planes que se han frustrado, un desastre que pudo haberse evitado, una actitud indulgente que provoca dolor, o un acto de hipocre­ sía que hace tambalear la elevada posición moral de una persona. Las ex­ cepciones a las normas suelen levantar ampollas, como cuando el herma­ no del terrorista Unabomber lo delató a regañadientes; o cuando el obstetra Henry Morgentaler se opuso a las convenciones antiabortistas de Canadá, y, después de cumplir condena en la cárcel, vio cómo se redacta­ ban nuevas leyes sobre el aborto; o cuando Galileo se retractó a duras penas de su afirmación de que el Sol era el centro del universo conocido con el fin de evitar la tortura de la Iglesia católica. De este modo, se dice que los adultos que son obstinadamente insensibles a las excepciones ra­ zonables carecen de sentido común, y son objeto de escarnio en relatos

como el del necio que se niega a mentir a un esquizofrénico delirante que empuña un rifle de asalto. Por lo general, dejando a un lado la barroca legislación del impuesto sobre la renta, lo que cuenta como una excepción razonable a una norma no está determinado por otra norma más profun­ da que especifique excepciones permitidas a la primera norma, y así suce­ sivamente. En cambio, las excepciones suelen estar determinadas por una valoración sensata e imparcial, sea la que sea. Pero en cualquier caso, el desarrollo de hábitos positivos parece ser un aspecto importante de esas excepciones. Nos referiremos a ello más adelante. Las teorías morales que permiten excepciones a las normas tienden a parecemos incompletas. Como consecuencia de ello, la extrañeza de tra­ tar con excepciones a normas demasiado sencillas (por ejemplo, «di siem­ pre la verdad») ha motivado que muchos filósofos morales busquen nor­ mas de aplicación universal que no conlleven excepciones. Se supone que estas normas se aplican a todo el mundo, en cualquier circunstancia, in­ dependientemente de las contingencias de la situación concreta. La Regla de Oro («Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti») suele citarse como una norma juiciosa, una norma sin excepciones, y una regla que es aceptada por casi todo el mundo. (Resulta tal vez iró­ nico que Confucio, a pesar de que prefería el desarrollo de virtudes a través de la instrucción y no de un conjunto de normas, estuviera entre los primeros en dar voz a una versión de este refrán, aunque dado su en­ foque amplio de miras sobre la moralidad, es posible que lo presentara como un consejo general y no como una norma sin excepción.)16 Así que nos vemos obligados a preguntarnos lo siguiente: puesto que estamos fa­ miliarizados con la Regla de Oro, y nos parece una norma excelente, ¿por qué los filósofos morales siguen buscando una norma fundamental que guíe toda nuestra conducta? ¿Qué otra cosa necesitamos, aparte de la observancia de la Regla de Oro, para llevar una vida virtuosa? El atractivo general de la Regla de Oro no ha pasado desapercibido a los filósofos morales, aunque también se han dado cuenta de que tiene sus limitaciones como guía fiable en un conflicto moral. Si sometemos la Regla de Oro a escrutinio, veremos que no hay para tanto. En primer lugar, aunque «Haz a los demás...» es de utilidad en las primeras etapas de la socialización de un niño, y es una norma general óptima para las inte­ racciones sociales diarias, su aplicación no tiene el carácter tan general

que solemos atribuirle. Pensemos en un ámbito amplio de acción hum a­ na, por ejemplo, una guerra defensiva. Los soldados matan a sus enemi­ gos mientras desean con todas sus fuerzas que los enemigos no los maten a ellos. Y se considera que ésa es la conducta correcta de un soldado, aun­ que se contradiga con la Regla de Oro. Desgraciadamente, si un soldado hiciera a sus enemigos lo que le gustaría que le hicieran a él, no progresa­ ría en su carrera. En un ámbito más general, por ejemplo en la protección y el mante­ nimiento de la paz, la frase «haz a los demás» tampoco está exenta de problemas que a menudo escapan a su sentido literal. Si soy un agente de policía, puedo encerrar a un secuestrador de niños en la mazmorra sin desear que él me encierre a mí. Asimismo, el jurado puede sentirse obli­ gado a enviar al acusado a prisión sin querer ir ellos a prisión, aunque ellos hubieran sido igual de culpables, etcétera. Alguien podría responder que evidentemente la Regla de Oro no está pensada para aplicarse en estos contextos. Bien, pero entonces su aplica­ ción universal queda en entredicho, y, en cualquier caso, vuelve a surgir el problema de la excepción a la norma. Si existen reglas «para todo», ¿qué otra norma básica podríamos invocar que no sea la Regla de Oro? ¿A qué es­ tamos apelando cuando aplicamos una norma evidente y moralmente aceptable? ¿Tal vez una versión más profunda de la Regla de Oro, a la que podríamos llamar Regla de Platino? ¿Qué norma sería ésa? Tal como ex­ puse anteriormente, saber lo que es «obvio» en este caso depende, tal como pensó Aristóteles, de un sentido común básico o raciocinio moral. Sin embargo, no se trata de una capacidad que consulte a un conjunto de normas para decirnos cuándo una excepción a la Regla de Oro es acepta­ ble. La mayoría de personas reconoce una excepción evidente cuando llega el caso, pero no tenemos constancia de que efectúen ese mismo re­ conocimiento mediante la aplicación de una norma más profunda. Existe otro campo m uy amplio en el que la aplicación de la Regla de Oro es confusa y ambigua en el mejor de los casos — el mundo de los negocios y el comercio— . A pesar de que hace mucho tiempo que se ha reconocido la importancia del comercio justo, esto se debe en gran parte al hecho de que tener buena reputación es bueno para el negocio. Sin embargo, tal como da a entender la expresión nada trivial «el negocio es el negocio», una parte de ese negocio consiste en ganar beneficios, caveat

emptor, y en no ser tan blando que uno no pueda despedir a un empleado, recaudar deudas y rechazar un crédito. Dirigir un negocio solvente re­ quiere sentido común, y el sentido común requiere que uno no aplique literal e incondicionalmente la máxima «haz a los demás» en todos los casos. El juicio y el sentido común son fundamentales. Aparte de estos enormes ámbitos de actividad, no es difícil considerar otros muchos dominios en los que apelar a la Regla de Oro resulta infruc­ tuoso. Por ejemplo, a veces las necesidades de tu propia familia entran en conflicto con la ayuda que se preste a los demás. Aunque ofrecerse a aco­ ger a niños huérfanos en casa pueda amoldarse a la Regla de Oro, supon­ gamos que eso pusiera en peligro el bienestar de mi descendencia, ¿sigo teniendo el deber de aceptar a esos huérfanos, aunque a m í me hubiese gustado que una familia me acogiera si me hubiera quedado huérfana? ¿La Regla de Oro me informa sobre cómo adjudicar las prioridades de estas opciones? No, al menos sin recurrir a otras normas morales sustitu­ torias que se remontan a las premisas aristotélicas detrás de aplicaciones sensatas a la Regla de Oro. He aquí otro caso. Si necesitara un riñón, evidentemente querría que alguien me lo donara. ¿Significa eso que debería donar un riñón a un desconocido? Una aplicación literal de la Regla de Oro diría que sí, pero muchas personas virtuosas no creen que tengan la obligación de hacerlo. Hay distintos factores que inciden en la decisión de donar un riñón, y aunque la Regla de Oro podría motivarnos a considerar esta acción, eso no resuelve el dilema. ¿Estaba el personal médico del Memorial Hospital de Nueva Orleans, durante la terrible tragedia del huracán Katrina, aplicando la Regla de Oro en sus decisiones de elegir a personas agonizantes?1' Intentaron hacer todo lo posible por la mayoría de pacientes, pero debido a la falta de re­ cursos y a las dificultades para evacuar a los enfermos, los médicos tuvie­ ron que tomar decisiones morales difíciles. Algunos pacientes acabaron en la parte baja de la lista de evacuados — desde luego, no es algo que me gustaría que me hicieran a mí, pero al menos es una decisión menos trá­ gica que no prestar ayuda— . lodos estos casos, que pueden multiplicarse varias veces, no son excepciones sin importancia, sino excepciones de gran trascendencia, y además indican que la comprensión moral que subyace a las normas específicas es algo más parecido a una habilidad que una

proposición concreta como «haz a los demás lo que te gustaría que te h i­ cieran a ti». Aunque suele aceptarse como verdadero que básicamente todas las sociedades defienden la Regla de Oro, esta afirmación es confusa. Tal como observa el filósofo Stephen Anderson,18 hay versiones negativas y positivas. En la versión negativa, se nos pide que no causemos ningún daño. Por ejemplo, Confucio dice en Los Analectos-, «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti». Esta versión requiere m ucha menos interferencia e intervención por nuestra parte que la versión positiva de la máxima, como la del jainism o: «Un hombre debería tratar a todas las criaturas como a él le gustaría que le trataran». La versión positiva es una norma más proactiva hacia hacer el bien, y por tanto puede suscitar todas las alarmas. No sólo nos invita a evitar el daño sino a hacer todo lo posible para donar riñones y acoger a huérfanos, mientras que la cláusula de «to­ das las criaturas» im plica tal vez que no podemos m atar a las ratas de la cocina. A su vez, esto plantea la cuestión de quiénes son exactamente los «otros», y si éstos incluyen a mi com unidad o a todos los seres humanos o a todos los mamíferos, o a qué. Las opiniones al respecto son m uy va­ riadas, y la Regla de Oro no puede dirim ir tantas divergencias de opinión. El problema más grave, especialmente con la versión articulada en po­ sitivo, tiene que ver con la variabilidad de los distintos entusiasmos m ora­ les de los seres humanos. Ahí radica el fallo clásico de la Regla de Oro: hay cosas que no querría que me hicieran, aunque fuera por pane de un devo­ to y bienintencionado seguidor de la versión positiva de la Regla de Oro. Es decir, puedes querer hacerme algo que te gustaría que te hicieran a ti, pero yo no quiero en absoluto que me lo hagan a mí. Ser convertida a la cienciología, por ejemplo. O enfrascarme en rituales sadomasoquistas, o ser abstemia, evitar la utilización de métodos anticonceptivos, impedir que me suicide para poner fin a una enfermedad terminal m uy dolorosa, o, como ocurrió en el siglo xix, disuadirm e de vacunarme contra la virue­ la o de aplicarme anestesia durante una operación de cesárea para no aca­ bar en el infierno.19 A principios del siglo xx, los burócratas canadienses bienintencionados sacaron a unos niños indios de sus hogares y los ence­ rraron en escuelas residenciales de ciudades como W innipeg y Edmonton con la esperanza de integrarlos en la sociedad blanca mayoritaria. Pensaron que eso es lo que habrían querido para sí mismos si se hubieran encontra­

do viviendo en campamentos en medio del bosque. Los resultados fueron una catástrofe en toda regla. Una persona de bien que abogue por una ideología disparatada puede creer que «si ella estuviera en mi lugar» opta­ ría por ser gaseada o enviada a vivir a un gulag, o por beber té con estric­ nina, y se esforzaría por facilitarme mi propio destino. Hemos sido testi­ gos de este tipo de conductas en el siglo pasado. Las perspectivas del ideólogo dedicado a pensar acerca de lo que es bueno para mí, y de lo que él querría para sí mismo si se encontrara en mi situación, no coincide ne­ cesariamente con mis propias consideraciones al respecto. Lo que estos últimos ejemplos demuestran es que cuando ensalzamos la Regla de Oro, suponemos que ambas partes son decentes, no retorci­ das, que ambas partes comparten el mismo conjunto de valores, que los demás sienten lo mismo que nosotros acerca de la realidad. Cabe decir que esta suposición no es moralmente neutra, sino que contiene un con­ tenido moral — un contenido independiente de la Regla de Oro en sí misma— . Además, lamentablemente, es un hecho que esta suposición de decencia universal no siempre se mantiene, o que como poco no siempre es igual, incluso entre partes que se consideran valedores morales. Desgra­ ciadamente, no andamos escasos de extremismos ideológicos ni de sectas religiosas, ni de sadomasoquistas ni de sociópatas, y estas personas pue­ den aplicar la Regla de Oro con el mismo rigor que cualquier otra. Ninguna de estas preocupaciones da a entender que, com o norma g e ­ neral , «haz a los demás...» sea una norma inútil. Para alentar a un niño a adoptar la perspectiva de otra persona, le decimos: «¿Cómo te sentirías si Sally te hubiera hecho esto a ti?». Una explicación al hecho de que distin­ tas versiones de la Regla de Oro aparezcan en muchas sociedades es que, en la vida social, tener en cuenta el modo en que los demás se sienten y responden a algo que hacemos tiene una importancia vital, tal como vi­ mos en el capítulo 6. Predecir cómo los demás reaccionarán es una acción prudente porque la reputación de ser amable, justo y trabajador, en con­ traposición a ser avaro, tramposo y vago, por ejemplo, tiene un gran im­ pacto en la prosperidad de una persona.20 Acostumbrarse a ser sensible a las necesidades y los sentimientos de los demás, un hábito que tratamos de inculcar a los niños, también es una práctica moral sabia. Así pues, la respuesta fundamental a por qué los filósofos morales no han aceptado simplemente la Regla de Oro como norma incondicional

de aplicación universal que sirva para guiar nuestras acciones es bastante sencilla: porque no es una norma incondicional de aplicación universal. En muchos casos, como en el de la tragedia del M emorial Hospital, la Regla de Oro no nos sirve de mucho. Y lo que es peor, en esos casos en los que la persona «bienintencionada» es un ideólogo fanático, la aplicación de la Regla de Oro puede darle precisamente la justificación que necesita para cometer actos que los demás considerarían atroces, como emprender un genocidio con las mejores intenciones del mundo.

KANT Y SU IMPERATIVO CATEGÓRICO Los famosos imperativos categóricos de Immanuel Kant (1724-1804) pretenden especificar una norma completamente incondicional y sin ex­ cepciones (por eso es categórica ) de la conducta moral. Al igual que sus antecesores, m uy especialmente David H um e,21 Kant reconoció que la imparcialidad es importante en el terreno de la moralidad. La tesis de Hume era que no podemos argum entar que algo es bueno para mí y malo para ti sólo porque «yo soy yo y tú eres tú». Tiene que haber, como m íni­ mo, una diferencia moralmente relevante entre nosotros. Por ejemplo, no se considera justo afirmar que «los demás paguen impuestos, pero yo no los pago porque soy yo». Kant reconoció la importancia de la impar­ cialidad en los deberes morales, pero lo verdaderamente especial de su enfoque fue que él creía haber encontrado el modo de elevar esa impar­ cialidad al terreno de la gran teoría moral. Kant estaba convencido de que la facultad de la razón pura, comple­ tamente desprovista de cualquier emoción o sentimiento moral, puede utilizar la idea abstracta de la aplicabilidad universal de las reglas morales para establecer un criterio para seleccionar qué normas sustantivas defi­ nen nuestros deberes morales reales. De este modo, su imperativo categó­ rico (en el sentido de «lo que todo el mundo tiene que hacer, sin excep­ ciones») es en realidad una especie de filtro que se supone que separa las reglas morales de las inmorales.22 ¿De qué modo la razón pura alcanza este resultado? Las reglas candidatas que pasaron por el «filtro» propuesto por Kant son sólo las que en todo momento pueden adoptarse fielmente y apelando a la voluntad por todas las personas de la comunidad moral.

Kant hace hincapié en que puedan aplicarse «en todo momento», y eso no se corresponde con la racionalidad de buscar el bienestar propio. Su idea es que no puedes postular una regla si su observancia socava tu bie­ nestar. Decidir vivir con una norma así sería irracional. Milagrosamente, en el esquema de Kant, el conjunto de normas de vinculación universal y permanente son las normas morales. Esto tendría un resultado, efectivamente, milagroso, pero como ocu­ rre en la mayoría de los supuestos milagros, la promesa resulta ser mucho más amplia que el resultado. Una prueba evidente de la idea de que las reglas universales y constantes son normas morales es la siguiente: ¿po­ demos caracterizar una norma universalmente vinculante que sea una norma sin duda alguna inmoral (es decir, para el propósito que nos ocu­ pa, nosotros aceptamos que es inmoral) y que, aun así, sea una regla que alguien pudiera adoptar sin caer en ninguna contradicción ni irracionali­ dad? Hace mucho tiempo que sabemos que la respuesta es «sí». Abordemos esta cuestión paso a paso. Pensemos en la norma posible de que «a todos los neonatos anencefálicos con cáncer terminal doloroso se les debería aplicar la eutanasia». Un kantiano podría suponer que mis facultades de razonamiento son incapaces de defender una norma así, porque si yo fuera un neonato anencefálico con un cáncer terminal dolo­ roso estaría a favor de morir de forma natural (eso es, supuestamente, una incoherencia y por tanto un acto irracional). Pero de hecho, puedo creer racionalmente que si yo fuera un neonato anencefálico con un cáncer terminal doloroso, se me debería aplicar la eutanasia. Ni siquiera se detec­ ta el leve hedor de una incoherencia lógica o un acto de irracionalidad. Puesto que la regla anencefálica pasa el filtro de Kant, ahora tenemos una receta para construir un montón de otras normas — algunas de ellas sumamente desagradables— que también pasarían ese filtro. He aquí la receta: acceder a que la norma se aplique a uno mismo, aunque ello su­ ponga la muerte. Esto es en realidad el simple reconocimiento de que muchas personas creen que existen cosas peores que la muerte — el des­ honor, ir al infierno, sufrir un dolor mortificante, etcétera— . Se trata de sustituir al «neonato anencefálico» por un adjetivo como «tutsi» o «infiel» y veremos que el filtro kantiano no tiene más remedio que dejar pasar a muchos fascistas coherentes con sus creencias así como a multitud de fa­ náticos de la moral racionalmente coherentes consigo mismos.23

Estos problemas indican que tomar la racionalidad pura y la coheren­ cia como entramado de la moralidad es un camino equivocado.24 En cual­ quier caso, la convicción de Kant de que el desapego emocional es esen­ cial para definir las obligaciones morales no se corresponde en absoluto con lo que sabemos sobre nuestra naturaleza biológica. Tal como hemos advertido anteriormente, desde una perspectiva biológica, las emociones básicas son el modo que tiene la Madre Naturaleza de orientarnos para actuar con prudencia. Las emociones sociales son un modo de orientar­ nos hacia una acción social correcta, y el sistema de recompensa y castigo es un modo de aprender a utilizar las experiencias del pasado para mejorar nuestro rendimiento en ambos campos.

CONSECUENCIALISMO Y MAXIMIZACIÓN DE LA UTILIDAD Jerem y Bentham (1748-1832) propuso una regla incondicional que pos­ tula, en su versión más sencilla, que una persona debería actuar para ge­ nerar la mayor felicidad posible al mayor número de personas posible. Esta afirmación es lo que muchas personas entienden por utilitarismo, donde «utilidad» hace referencia grosso modo a felicidad o bienestar. El «consecuencialismo» es la etiqueta genérica que damos a la idea de que lo moralmente relevante son las consecuencias de una acción, a diferencia de la sencilla conformidad a un texto sagrado, por ejemplo. Según la fórmula de Bentham, así como la de varios consecuencialistas contemporáneos, estamos obligados a aspirar a maximizar la utilidad en nuestras elecciones de carácter general. Aunque se acostumbra a rela­ cionar a John Stuart M ili (1806-73) con el utilitarismo, los estudios que se han realizado sobre él demuestran que las percepciones de M ili acerca de la vida social eran profundas, y que se apartó radicalmente de la norma maximizadora de Bentham.25 Lo que M ili postulaba en realidad como principio de utilidad era que lo único que es deseable como fin en sí mis­ mo es la felicidad. Por cierto, es una opinión que se remonta siglos atrás a la afirmación de Aristóteles de que el sum m um bonum (el bien mayor) es la eu daim on ia (un término que podríamos traducir como «felicidad», en la acepción antigua de «vivir bien» o «prosperar»).26 H ay dos ideas interconectadas que explican el rechazo explícito de

M ili a maximizar los requisitos de las decisiones en general.2 En primer lugar, para M ili, la esfera moral trata fundamentalmente de una conducta que perjudica, hiere o maltrata a los demás o sus intereses. La conduc­ ta injuriosa, como el robo y el asesinato, es incorrecta y punible. La con­ ducta que recae fuera de esos ámbitos no debería ser restringida ni consi­ derada incorrecta. Así pues, en opinión de M ili, yo no debería envenenar el suministro de agua de mi vccino, porque evidentemente eso le causaría un perjuicio. Por otro lado, no estoy obligada a dejar de tocar la guitarra, puesto que esta acción (al menos, normalmente) no es perjudicial para los demás, aunque otra acción sustitutoria generaría una mayor felicidad. Un consecuencialista maximizador diría que mi concierto de guitarra es per­ judicial en el sentido grotesco de que yo podría lograr una mayor felici­ dad si me olvidara de mi ensayo y trabajara en el comedor de la parroquia o en una clínica de tuberculosos. Sin embargo, para M ili, se trata de una absurda extensión de lo que entendemos por «conducta perjudicial», por­ que yo no hago nada malo si elijo seguir tocando la guitarra, a menos que mi vecino haya sido atropellado por su tractor y necesite desesperada­ mente mi ayuda para sobrevivir, en cuyo caso tendré que salir a buscar ayuda. Pero estas cosas pasan pocas veces, y atender una emergencia es algo m uy distinto a la incesante maximización que implica la adherencia a las normas de Bentham. El juicio — tener criterio— es esencial, tal como aconsejó Aristóteles, puesto que no hay ninguna norma en la que se especifiquen todas las emergencias y las excepciones, sino que se apren­ den a través de ejemplos concretos. En segundo lugar, para M ili, las cuestiones de autodefensa — y por tanto, de moralidad— están estrechamente vinculadas con temas relacio­ nados con los límites aceptables de la libertad personal.28 Según la consi­ derada opinión de M ili, el único objetivo por el que la libertad puede restringirse es la autodefensa, es decir, la defensa de una conducta perju­ dicial, dañina o injuriosa. Por tanto, me pueden impedir que contamine el pozo de mi vecino, pero no que despida a un empleado crónica e irre­ mediablemente holgazán. El despido puede causar un daño al empleado, pero impedir que yo lo haga alegando que eso perjudicará al empleado perezoso y sus intereses supondría infringir mi libertad como propietario de un negocio. La explicación que ofrece M ili a las malas acciones no prohíbe ese tipo de acciones, como tampoco su perspectiva prohíbe la

conducta que simplemente molesta a los demás, como la competitividad en el mercado o ejercer presión para que el Papa sea arrestado por haber colaborado en un delito.21’ Aquí la cuestión importante es que el enfoque de M ili no tilda una acción como «incorrecta» sobre la base de que otra posible acción podría producir una mayor felicidad. La integración de las ideas de M ili acerca de la libertad con sus ideas sobre la mala conducta moral nos alerta de los problemas que conlleva una norma que maximiza la felicidad.30 Así pues, en lo concerniente a la regla absoluta, M ili es menos parecido a Bentham que a Aristóteles, puesto que identifica la maldad en el debate de ejem­ plos prototípicos en vez de hacerlo a través de las normas. Aunque por lo general se suele considerar a M ili como una especie de padre intelectual, los consecuencialistas maximizadores no consiguen en­ tender su profunda interpretación de la com plejidad de la vida social, y en particular su férrea convicción sobre la importancia social de la liber­ tad. Desde luego, es posible que no les gusten sus opiniones sobre la li­ bertad, pero ésa es otra cuestión que debería argumentarse sobre otras premisas. Un aspecto que sigue siendo atractivo del utilitarism o de M ili es que reconoce la particular importancia de la felicidad humana, en vez de defender la consecución de un deber para el bien de una finalidad m eta­ física, como agradar a Dios o purificarse del pecado interior o reencar­ narse como águila en una vida posterior. El filósofo Donald Brown se explaya en este punto: «Uno de los principales acicates de esta teoría es que excluye de toda consideración moral gran parte de lo que debe ex­ cluirse: la blasfemia, el honor familiar, la realpolitik, la obscenidad y las entidades falaces».31 En un sentido m uy amplio, gran parte del consecuencialismo, dejando de lado lo absurdo que resulta maximizar la feli­ cidad general, parece com pletamente normal y sensato. A fin de cuentas, solemos considerar que si alguien valora las consecuencias de un plan concreto, eso es una muestra de racionalidad; sin lugar a dudas, en la mayoría de las decisiones que tienen trascendencia social están im plica­ dos el bienestar o la felicidad humanas, y, al igual que M ili, nos sentimos obligados a ser m uy cautelosos si una acción puede tener consecuencias perjudiciales para los demás. No obstante, maximizar el consecuencialismo según el estilo de Bentham nos lleva más allá de lo que es sensato.

Para ilustrar este punto, será necesario prestar mayor atención al modo en que cumplimos nuestras obligaciones en cuanto a la maximización de la felicidad general. Primero fijémonos en un inconveniente de carácter práctico. Realizar los cálculos pertinentes con seriedad para medir la felicidad general es una pesadilla. Por ejemplo, nadie tiene la menor idea de cómo comparar los dolores de cabeza leves que sienten cinco millones de personas con las piernas rotas de tres millones, o las necesidades de tus dos hijos con los cientos de niños que sufren lesiones cerebrales en Serbia. Además, podríamos preguntarnos: ¿esta clase de cálculos «lejanos» son siempre realmente necesarios en nuestra práctica de «decencia moral» mientras transitamos por este mundo social? ¿Sócrates o Confucio, dos ejemplos de seres humanos moralmente buenos, calcularon las cosas en términos consecuencialistas de maximización? ¿Estoy obligada a donar un riñón a un desconocido cuya vida corre peligro? ¿O quizá a alguien conocido que de otro modo moriría? ¿Debo convertir la mayor parte de mi casa en un refugio para soldados abandonados? ¿Es correcto hacer un donativo a mi escuela local, o es mejor dar ese dinero a una clínica de Uganda? Estas cuestiones suscitan problemas relacionados con el hecho de tratar por igual a todas las personas afectadas por mi elección. Muchos consecuencialistas maximizadores, como el filósofo Peter Singer,32 arguyen que generalizar la felicidad de todos requiere hacer mu­ cho más que considerar las consecuencias de un plan para la felicidad de nuestros seres queridos, a quienes tenemos cerca. Según él, a la hora de calcular las consecuencias, todo el mundo — rodos— con un interés en las consecuencias de esa acción debería ser tratado por igual. Curiosa­ mente, ello implica que no debo anteponer el bienestar de mis hijos al de los desconocidos que viven en la otra punta del planeta. Singer se da cuenta de que los padres y los hijos tienen una relación especial, pero él lo considera coherente con su opinión, puesto que, según dice, se derivan mejores consecuencias si los padres cuidan de sus hijos antes de cuidar de los demás. Aun así, según los principios de Singer, parece ser que estoy obligada a no enviar a mi hijo a un colegio privado si por el mismo precio puedo enviarle a él y a dos niños thai a un colegio público, y además estoy obligada a no pagar un tratamiento de ortodoncia para mi hijo si con ese dinero puedo proporcionar servicios dentales básicos a cinco niños haitia­

nos. Aunque haga donativos a distintas causas, Singer me instaría siempre a dar más desprendiéndome de algunos lujos como comprar un ordena­ dor nuevo o irme de vacaciones, etcétera. El consecuencialismo de Singer es mucho más exigente, y mucho más entrometido, que el moral mente moderado, que es el que yo considero razonable. A veces las prerrogativas de los ardientes partidarios del utilita­ rismo me alarman del mismo modo que lo hacen las de las personas bien­ intencionadas pero entrometidas, no sólo porque vulneren mi libertad sino porque entran en conflicto con lo que habitualm ente entendemos como sentido común. No obstante, debo reconocer que no siempre en­ tiendo lo que Singer y el consecuencialismo generalista quieren decir.33 Tal como propone Thomas Scanlon, la tesis de fondo es que «lo único que cuenta moralmente es el bienestar de las personas, y en ese sentido uno no cuenta más que los dem ás».34 Por último, según sea el trasfondo en concreto, la norma del conse­ cuencialismo generalista puede chocar con otras cuestiones m uy preciadas, como el castigo de los culpables, el respeto a la privacidad, la donación de órganos de personas fallecidas si ellas o sus familias han dado su consenti­ miento o el hecho de no cambiar nunca el testamento de un fallecido aunque sus artículos sean inútiles y se pudiera dar mejor uso a ese dinero. Estas cuestiones me incitan a tener en cuenta el bienestar general ante un dilema particular. Algunos generalistas contemporáneos dicen: «Bien, la norma de la felicidad general debería predominar sobre el resto de normas y temas morales». Otros, en cambio, se sienten menos cómodos con ciertas posibles aplicaciones de esta norma. De ahí los constantes y acalorados debates sobre estas cuestiones. Muchos filósofos morales han intentado modificar aspectos de la teoría para hacerla más precisa, manejable, com­ prensible y universalmente aplicable. Por m uy brillantes que sean estos intentos generalistas, ninguno ha sido satisfactorio, en parte porque no pueden evitar el hecho de pedirnos cosas que una persona moralmente decente no haría. Por otro lado, el mal que se deriva de adoptar un enfoque más moderado de M ili puede ser mucho menor que el mal que se deriva de ceñirse a una norma, como, por ejemplo, «obedece a Dios». En mi opinión, el consecuencialismo es de gran utilidad si se defiende no como una norma sin excepciones, sino como un conjunto de prototi­ pos morales ejemplares, de casos acerca de los cuales todo el mundo pue­

de estar de acuerdo en que el cálculo de las consecuencias prototípicamenre óptimas (las relacionadas con el bienestar) nos sirven de forma adecuada. Entonces, al igual que en las categorías no morales, a partir de los prototipos podemos extendernos a otros casos por analogía, y ser sen­ sibles a las múltiples limitaciones. Evidentemente, los desacuerdos crece­ rán a medida que nos acerquemos a los límites borrosos de una categoría. Una persona puede argumentar que le perjudica el hecho de que su veci­ no trabaje un sábado, pero los casos fronterizos de este tipo no se resuel­ ven bien tratando de rentabilizar el bien general.3'1 De todos modos, tal como M ili percibió, señalar las consecuencias del bienestar humano, por muy difícil que sea cuantificarlas en términos precisos, siempre es un ejercicio relevante. Lo que preocupaba a M ili, y también me preocupa a mí, son las afir­ maciones de carácter moral, a menudo formuladas de un modo rígido y dogmático, que pasan por alto el bienestar humano. Cuando era niña, descubrí el prototipo de esa perversidad con la norma de que uno debe hacer lo que Dios ordena. Especialmente preocupante era su aplicación en el episodio bíblico de Abraham e Isaac, un relato que mis oídos de seis años escucharon en la clase de catequesis. Abraham considera que obede­ ce la orden de Dios de llevar a su amado hijo Isaac hasta la cima de una montaña para matarlo con un cuchillo y quemarlo a modo de ofrenda sacrificial. Al escuchar la llamada, lleva a Isaac a las montañas. Por suerte llega un ángel en el último momento para comunicarle que Dios quiere salvar la vida de Isaac. En mi mente infantil, parecía evidente que ese Dios en cuestión era alguien aterrador y poco fiable, y que Abraham era un necio desequilibrado. Me sentí aliviada al comprobar que mi padre no daba muestras de comunicarse con Dios o con los ángeles, y todo ello hizo que no sintiera inclinación alguna por el fervor teológico. Más tarde, descubrí otra desagradable lección de fervor ideológico que despreciaba el bienestar humano a pesar de proclamar lo contrario. Me refiero, por ejemplo, a los horrores que tuvieron que soportar los científicos e intelec­ tuales chinos, por no mencionar a otros muchos, durante la Revolución Cultural china iniciada por Mao Tse-Tung en 1966. La historia, e incluso las sociedades actuales, proporcionan numerosos ejemplos de normas que exigen cosas que parecen contrarias al bienestar de los ciudadanos. Curiosamente, a menudo ese bienestar salta a la vista.3'’

M atar a las víctimas femeninas ele una violación, por ejemplo, no contri­ buye al bienestar de nadie, ni tampoco lo hace prohibir las vacunas contra el sarampión y la polio o el uso de preservativos. Permitir que las armas militares de asalto puedan ser adquiridas por la población civil no contri­ buye al bienestar de nadie. Instalar mecanismos para la detección tempra­ na de un tsunami sirve al bienestar de muchos. Permitir la patente gené­ tica tal vez no sirva para el bienestar de los seres humanos a largo plazo, pero eso está menos claro. En otros muchos casos, el bienestar resulta difícil de evaluar, especialmente cuando una práctica está m uy arraigada en una institución con una historia larga y apreciada, ya que eso dificulta el acuerdo sobre lo que a los seres humanos les conviene a largo plazo. Una vez más, el filósofo Owen Flanagan aporta su sabiduría sobre esta cuestión. Cuando se produce un conflicto sobre la opción que sirve mejor al bienestar humano, se pregunta: ¿qué fuentes consultamos para aclarar­ nos?; ¿al gurú que vive en lo alto de una montaña, o a nuestro dibujante de cómics preferido?; ¿a un supuesto hombre santo? La respuesta de Fla­ nagan es: «Al mundo. No hay otro lugar adonde ir».37 ¿Qué quiere decir con ello? Su argumento es que el proceso de reflexión acerca de las distin­ tas alternativas, la comprensión de la historia y las necesidades humanas, el hecho de ver las cosas desde la perspectiva de los demás y hablar con ellos puede llevarnos a efectuar una evaluación más acertada de una prác­ tica social a largo plazo. Es decir, siempre es mejor eso que depender de unas autoridades morales autoproclamadas y de su listado de normas. A veces este proceso puede hacernos cambiar de opinión, e incluso cambiar a las instituciones que veneran la práctica.38 Lo que no existe es un cielo platónico en el que residan las verdades morales, como tampoco existe un cielo platónico en el que residan las verdades físicas.

A lg u n o s h e c h o s a c e r c a d e l u s o de la s n o rm a s Las personas normales, sensatas y competentes, ¿deciden lo que deberían hacer sin apelar a estas normas? Sí, en efecto. No sólo de vez en cuando, no sólo cuando se encuentran sometidas a circunstancias inusuales, sino que lo hacen con regularidad y eficacia, tanto en los dominios de la pru­ dencia como en los de la m oral.39 Para poner un ejemplo del ámbito de la

prudencia, diré que cuando a mi hijo le veo unas pequeñas marcas rojas en la pierna, inmediatamente me doy cuenta de que debo aplicarle una pomada antihistamínica, porque reconozco que ese sarpullido es una re­ acción al contacto con una hiedra venenosa. La decisión se fundamenta en parte en el recuerdo de casos anteriores similares a éste, así como tam­ bién en mi conocimiento de la flora local. La memoria basada en casos, tanto si es consciente como si no lo es, va unida a la evaluación negativa de un caso de envenenamiento por hiedra que no se curó a tiempo. He tomado una decisión según el contexto concreto. Es decir, si de repente surgen cuestiones más apremiantes, por ejemplo si aparece un perro ra­ bioso ante la puerta de mi casa o se produce un incendio en el horno de la cocina, entonces la aplicación del antihistamínico se vuelve menos prioritaria que disparar al perro rabioso de la puerta o aplacar un incendio doméstico. El razonamiento basado en casos implica hacer uso de un prototipo almacenado en la memoria que se parece al caso que nos ocupa en ese momento y resolver esa similitud con una respuesta parecida a la anterior.4" Además, a menudo el cerebro depende de este razonamiento basado en casos cuando no puede determinar los hechos con precisión. Por ejemplo, el padre de un amigo mío me hace una curiosa observación y algo en sus gestos y sus palabras despierta en mí un recuerdo y una leve sensación de alarma. Creo que debería evitar a ese hombre y no mostrar­ me demasiado amable con él. No puedo precisar por qué. Sólo estoy siendo prudente. ¿A qué norma estoy apelando? A ninguna conocida. Aunque las normas sin excepciones suelen considerarse como necesa­ rias en el ámbito de la moral, nadie parece suponer que sean necesarias para los condicionales prudentes, cotidianos y no morales. Gestionamos bastante bien nuestras interacciones con el mundo físico sin unas normas básicas que no permitan excepciones. En términos generales, las gallinas cluecas deberían apartarse del resto de gallinas, la levadura debería guar­ darse en la nevera, la presión de los neumáticos debería comprobarse una vez al mes, los dientes deberían limpiarse con hilo dental después de cada comida, se debería dar un gran rodeo al ver una mofeta, deberían admi­ nistrarse vacunas del tétanos cada siete años, y así con multitud de cosas. Así pues, si podemos actuar de modo prudente sin la ayuda de una norma prudencial sin excepciones, ¿por qué no podemos hacer lo mismo en el ámbito de la moral?11

Estamos aquí ante un «condicional» moral, determ inado a partir de un conjunto de hechos usando un razonamiento com ún basado en casos. M i vecino se ha ausentado de su casa y puedo ver como un ciervo ha sal­ tado la valla y merodea entre sus jóvenes manzanos. Sé que mi vecino no quiere que un ciervo acabe destrozando su huerto, de modo que inte­ rrum po mi trabajo, llamo a los perros, cojo una escoba, ahuyento al cier­ vo y reparo la valla. Decido lo que debería hacer sin consultar una norma fundacional, como por ejem plo «siempre debes perseguir a los ciervos que están en el jardín» o «ayuda siempre a tus vecinos». Una estrategia para dilucidar el modo en que las personas tom an de­ cisiones morales consiste en idear dilemas morales diseñados para contra­ poner la premisa de «m ata a uno para salvar a muchos» y la de «no mates a nadie y deja que todos mueran». Los sujetos del experimento leen las distintas situaciones y puntúan la adecuación moral de las alternativas. No es de extrañar que las respuestas varíen de un participante a otro. La interpretación dom inante de la variación principal es que unos (los que se niegan a matar a un individuo para salvar a muchos) muestran una adhe­ sión autom ática y em ocional a un conjunto de normas, mientras que los otros (los que m atarían a un individuo para salvar a muchos) emplean la razón para decidir y están menos regidos por las normas o las emociones. Las situaciones se presentan desprovistas de cualquier detalle sobre las personas y su biografía, el contexto, las leyes del país, las ramificaciones relativas a la reputación, etcétera. Esta falta de detalles está pensada para que los detalles no confundan, pero presenta un nuevo fallo: la situación es tan artificiosa que la dependencia norm al del cerebro a los datos mo­ ralmente relevantes que sirvan para guiar la resolución de problemas se ve menguada. Una interpretación más plausible es la siguiente: todo el m undo utili­ za un razonamiento basado en casos, pero debido a nuestra historia par­ ticular y a nuestro temperamento individual podemos basarnos en casos distintos para guiar nuestra valoración de un caso concreto. Un estudian­ te puede responder negativam ente al «sacrificio de muchos» después de haber leído sobre los sacrificios innecesarios que hicieron los rusos duran­ te la era com unista. Otro estudiante puede responder positivamente ba­ sándose en una asociación mental con una película de un subm arino tor­ pedeado en el que todos se hundirían a menos que se sellara la sala de

motores, lo cual condena a muerte al ingeniero encargado de esa acción. Hay otros prototipos que pueden interponerse en la mente de los partici­ pantes, orientándolos hacia una dirección u otra. Las normas pueden in­ vocarse después de los hechos, aunque sólo para satisfacer la expectativa social de una explicación basada en normas. Si, tal como sospecho, los dilemas morales a los que nos enfrentamos en el mundo real suelen resol­ verse mediante la satisfacción de restricciones, entonces las analogías ba­ sadas en casos, las emociones, la memoria y la imaginación casi siempre intervienen en este proceso.12 Surgió un ejemplo que ilustra mi argumento sobre el papel de las normas, sin previo aviso y para alegría de todos, durante una entrevista con el representante del estado de Georgia, Lynn Westmoreland, en el programa satírico de televisión The Colbert Repon. Stephen Colbcrt y Westmoreland se enzarzaron en un largo debate acerca de una reciente decisión del Tribunal Supremo que prohibía la exhibición pública de los Diez Mandamientos en el vestíbulo del palacio de justicia de Luisiana, y acerca de la justicia o injusticia de tal decisión. El congresista estaba de­ fendiendo su postura de granito valiéndose de varios argumentos, pero básicamente venía a decir que, a nivel colectivo, esas diez normas consti­ tuyen los cimientos de nuestra moralidad, en la medida en que tenemos moralidad. Su defensa, por tanto, sólo podía servir para realzar el nivel de la moralidad individual. Stephen Colbert aprovechó la oportunidad para asentir con la cabeza en un supuesto gesto de aceptación, y preguntó a su invitado: «¿Podría por favor citarnos esos preceptos, congresista?». Westmoreland, que no se esperaba en absoluto esa pregunta, contestó titubeando: «No mentir, ... no robar, ... no matar, ...»; mientras tanto Colbert, levantando las cejas en un gesto de expectación, iba contando las respuestas con los dedos: uno, dos y tres... Llegados a ese punto, y tras una incómoda pausa, el congre­ sista, que se había quedado en blanco después del tercer mandamiento, con valentía y haciendo gala de una gran honestidad, dijo: «No, lo siento, no puedo citar todos los mandamientos». En ese momento, Colbert le dio las gracias ostentosamente a su invitado por su sabiduría y cerró la entrevista con una conclusión repleta de sonoras carcajadas. La ironía de la situación saltaba a la vista y no necesita ninguna expli­ cación por mi parte. Pero hay una lección más profunda que debemos

extraer de este intercambio. El hecho es que probablemente ese congresista sea tan buen ejemplo de carácter moral como lo pueda ser cualquier trabajador de correos o cualquier vendedor del mercado. A fin de cuen­ tas, inspiró la confianza de un número suficiente de personas para salir elegido, y considera que la m oralidad es un tema suficientemente impor­ tante como para defenderlo por televisión con cierta pasión e iniciativa. (Obsérvese, no obstante, que fue W estmoreland quien, en el transcurso de una entrevista durante la últim a campaña presidencial, describió a Barack Obama como «engreído».) Pero si él es un supuesto ejemplo de un hombre concienzudo, sus virtudes no se deben en absoluto al hecho de que pueda recitar de memoria un listado concreto de normas discur­ sivas, normas que pueda invocar de inm ediato, normas que pueda con­ sultar literalm ente para guiar su conducta social cotidiana. A fin de cuen­ tas, sólo pudo recordar tres de los diez «mandamientos» y, según mi ejem plar de la Biblia, ni siquiera supo citarlos adecuadamente. Si lo que buscamos es una explicación del terreno que pisamos en nuestra conduc­ ta moral, la premisa de que todos seguimos un conjunto específico de normas discursivas para generar esa conducta parece forzada y trillada, como poco.

N o r m a t iv id a d y c o n d ic io n a l m o r a l Coincidiendo con Robert Solomon en el hecho de que la definición mis­ ma de m oralidad im plica normas, Bernard Gert, en la entrada que lleva por título «La definición de moralidad» de la S tanford E ncyclopedia o f Philosophy, plantea lo siguiente: La palabra m oralidad puede utilizarse: 1. D escriptivam ente, para referirse a un código de conducta propues­ to por una sociedad, o a) algún otro grupo, como por ejemplo una religión, o b) ser aceptado por un individuo por su conducta, o 2. N orm ativam ente, para referirse a un código de conducta que, debi­ do a sus condiciones específicas, sería defendido por todas las per­ sonas racionales.43

La distinción entre descripción y norma — entre lo que es y lo que debería ser— es aceptada como obvia e incuestionable en el campo de la filosofía moral contemporánea, tal como apunté en el capítulo 1.'* La mayoría de filósofos morales tienden a considerar la descripción de los códigos sociales de una cultura como algo que tiene principalmente un interés antropológico, no como algo que está en el centro de la moralidad en su sentido profundo y normativo — qué norma/s debería/n seguir­ se— . Asimismo, las descripciones que hace la neurobiología sobre la so­ ciabilidad se consideran simplemente como descripciones de lo que es, y por tanto no pueden decirnos nada sobre lo que deberíamos hacer. Es el proyecto normativo — la especificación de las normas que serían acepta­ das por todas las personas racionales— lo que se acepta como vocación intelectual de la filosofía moral, tal como ejemplifica el trabajo de Peter Singer y John Rawls. Este enfoque privilegiado sobre el proyecto norma­ tivo se explica en gran parte por una aceptación casi universal de la idea de que la distinción entre lo que es y lo que debería ser — entre los hechos y los valores, entre lo descriptivo y lo normativo— supone que el proyec­ to normativo es en última instancia autónomo en relación con las des­ cripciones de los hechos. Los hechos están en el mundo para que los po­ damos observar, pero no así las normas. Si no hay normas, entonces no existen decisiones genuinamente morales. En respuesta al argumento de que la moralidad no puede originarse en mandamientos divinos, los filó­ sofos morales han preferido fijarse en la racionalidad como fuente sufi­ ciente para las normas morales. Dadas sus convicciones sobre la autonomía del dominio normativo, muchos filósofos morales consideran la distinción entre hechos y valores como algo que echa por tierra toda la empresa de este libro. Por muy equivocados que crea que estén, me tomo sus reservas muy en serio, y analizaré sus argumentos en la siguiente sección.

La

f a l a c ia n a t u r a l is t a

Desde hace tiempo, los filósofos han argumentado que aplicar el natura­ lismo al campo de la ética, es decir, el hecho de apelar a nuestra naturaleza para abordar valores fundamentales, es algo que descansa en un error, un

error m uy tonco. Según la versión más famosa, el naturalismo im plica una sencilla falacia conocida por todos y enseñada en las aulas como «falacia naturalista», una expresión acuñada por el filósofo británico G. E. Moo­ re.'0 La falacia naturalista da por supuesto que propiedades como «bueno», «malo», o «valioso» pueden identificarse con alguna propiedad natural o con un conjunto de propiedades, como la felicidad, la prosperidad o el amor; por ejemplo, Aristóteles creía que el bien más fundamental era la felicidad (la prosperidad). Cualquier intento de este tipo, según el argu­ mento de Moore, es evidentemente falaz, puesto que según defendía po­ día quedar en entredicho al reflexionar sobre ello; para cualquier afirma­ ción que identifique una propiedad natural — como la propiedad de ser bueno o valioso; por ejemplo, «la felicidad es buena» o «el amor es valio­ so»— siempre existe una pregunta abierta perfectamente razonable: «pero ¿es buena la felicidad?», o «¿es valioso el amor?». Si las dos propiedades (por ejemplo, la bondad y la felicidad) fueran realmente idénticas, cual­ quier oyente competente lo sabría, y una pregunta como «¿es buena la fe­ licidad?» sería absurda. Pero la pregunta «¿es buena la felicidad?» no es trivial. Por lo tanto, añadía, las propiedades no podían ser idénticas. La verdadera cuestión de fondo, según Moore, es que no hay una respuesta a la pregunta de qué propiedades naturales se corresponden con lo bueno, con lo correcto o con lo valioso. Eso es así porque siempre puede formu­ larse una pregunta abierta para cualquier postulado. Supuestamente, nues­ tro único recurso para lo correcto o lo bueno consiste en referirnos al crudo hecho de nuestras intuiciones. Según Moore, el lecho de la intuición que queda al descubierto por el argumento de la pregunta abierta significa que lo «bueno» es una propiedad no natural — es decir, una propiedad que no puede ser estudiada por la ciencia, en el sentido de que la prosperidad, por ejemplo, sí puede ser estudiada por la ciencia— . Decir que las intui­ ciones morales son un hecho crudo fue su forma de afirmar que esas intuicio­ nes no pueden explicarse. Las propiedades no naturales pueden ser estu­ diadas por los filósofos (como él), pero no por los científicos. Después de crear un foso místico en torno a la conducta moral, Moo­ re siguió analizando alegremente lo que él considera falaz en el naturalis­ mo: si la propiedad de ser agradable fuera idéntica a la propiedad de ser bueno, entonces el significado de «felicidad» y de «bueno» sería el mismo. Sería como decir que ser soltero es lo mismo que ser un hombre no casa­

do. Pero si eso fuera así, continuaba, entonces la afirmación de que «la felicidad es buena» equivaldría a «la felicidad es la felicidad» y sería una frase carente de sentido. Pero decir que la felicidad es buena es informati­ vo y no resulta trivial, según Moore. La falacia, concluía, no podía ser más evidente. Moore pensó que esto significaba que cualquier intento de identificar propiedades naturales con lo valioso o lo bueno encalla en las aguas de la falacia naturalista. La teoría de Moore acerca de las propiedades no naturales reforzó el atractivo presupuesto de fondo de que los valores están completamente desvinculados de los hechos, así como la idea de que los hechos sobre nuestra naturaleza no pueden decirnos nada sobre lo que es verdadera­ mente valioso. Aunque los argumentos de Moore son falaces, tal como demostraré más adelante, su separación entre ciencia y filosofía moral se estableció como ortodoxia; cruzó esa frontera sólo por haber quedado prendado de la falacia naturalista. En el siglo xx, se pregonaba la filosofía moral como una disciplina normativa, preocupada por lo que debería hacerse, y especialmente en relación con las normas fundacionales de la moralidad. A grandes rasgos, muchos filósofos morales creyeron que del mismo modo que la ciencia no puede decirnos nada esencial sobre lo bueno o lo valioso, tampoco puede decirnos nada sobre cómo deberíamos vivir. Podría ser informativa res­ pecto a lo que cierta tribu piensa sobre la bondad, pero si esa bondad es genuina es siempre una pregunta abierta. Podría decirnos cómo conseguir aquello que es valioso, pero el valor en sí mismo está más allá de la cien­ cia. Ése fue el desafortunado legado de Moore. Si analizamos los argumentos de Moore con mayor atención, veremos que son extraños. Por ejemplo, su afirmación de que decir que A es B requiere una sinonimia de los términos A y B es completamente falsa. No se sostiene en absoluto cuando A y B son términos científicos. Para ilus­ trar este hecho, tomemos los siguientes elementos identificativos demos­ trados científicamente: la luz (A) es radiación electromagnética (B), o la temperatura (A) es energía cinética a nivel molecular (B). En estos casos, A y B no son términos sinónimos, pero se ha descubierto que la propie­ dad medida de un modo es la misma que la propiedad medida de otro modo. Las afirmaciones son de carácter factual, y gracias a ellas se realiza un descubrimiento también factual. Pensemos en un caso más cercano:

supongamos que descubro que mi vecino Bill Smich (A) es en realidad el ¡efe de la CIA (B): ¿Son las expresiones «mi vecino Bill Smith» y «el ¡efe de la CIA» sinónimas? Por supuesto que no. ¿Qué ejemplo podríamos poner en el que, si dijera que «A es lo mis­ mo que B», las expresiones A y B fueran sinónimas? El mejor ejemplo de ello surge cuando hacemos una afirmación semántica, no factual, es decir, si digo que A es «el significado de STOP» y B es «el significado de ARRE­ TE», entonces en ese caso diría que «el significado de STOP es el mismo que el significado de ARRETE». El pobre Moore se habría dado cuenta de que esta clase de ejemplo no corroboraba su teoría. El resultado de todo ello es que si en general las identificaciones no requieren una sino­ nimia en los términos, ¿por qué deberían tenerla en el ámbito de la mo­ ralidad? Y si no es así, entonces el argumento de Moore hace aguas. Huelga decir que no todos los postulados de la ciencia son ciertos: los virus no son bacterias, y la temperatura no es un fluido calórico. Quizá fuera la sim plicidad de los ejemplos concretos de los postulados de valio­ so con, por ejemplo, placer, lo que llevó a Moore a una teoría totalmente confusa sobre los postulados y a sus extrañas ideas acerca de las «propie­ dades no naturales». Nuestros cerebros, así como los cerebros de los ani­ males en general, se organizan para valorar la supervivencia y el bienestar; la supervivencia y el bienestar son valiosos. Nuestras percepciones están impregnadas de valor, y en ese sentido actúan como valencias.47 Si Moore se hubiera lim itado a señalar que la relación entre nuestra naturaleza y lo bueno resulta compleja, no sencilla, habría pisado un te­ rreno más firme. Lo mismo ocurre con la relación entre nuestra naturale­ za y la salud, que es también compleja. Al igual que con la moralidad y los valores, no hay ninguna fórmula sencilla que baste por sí sola para expli­ car esta relación. Puesto que no podemos comparar la salud, por ejemplo, con la baja presión sanguínea o con dormir adecuadamente, si Moore comentara aspectos relacionados con la salud diría que la salud es una propiedad no natural — no analizable y metafísicamente autónoma— . Emplear la ciencia para averiguar lo que deberíamos hacer para estar sa­ nos será gratificante, según esta perspectiva de Moore, ya que se trata de un proyecto «condicional» — un proyecto normativo, no factual— . Evi­ dentemente, esta perspectiva nos parece extraña, y lo es aunque haya m u­ chos aspectos de una vida saludable sobre los que no hay acuerdo, como

por ejemplo el grado en el que el juego o la meditación contribuyen a un estado mental saludable, si el alcoholismo debería considerarse una enfer­ medad, si se debería prescribir estatinas a cualquier persona mayor de cincuenta años, cuál es la dinámica de los placebos, que es la delgadez extrema, etcétera. A pesar de estas desavenencias, sabemos lo que debería­ mos hacer para mantenernos sanos, basándonos en los hechos proporcio­ nados por la ciencia. A medida que ha ido avanzando la ciencia de la biología, hemos ido recopilando más información sobre la salud y sobre los tipos de condicio­ nes que contribuyen a evitar o a reducir la incidencia de ciertas enfermeda­ des. A medida que se van adquiriendo conocimientos sobre las diferencias concretas y las relaciones que existen entre los distintos factores ambienta­ les y particulares de las enfermedades, empezamos a darnos cuenta de la complejidad de la salud humana. Es un ámbito en el que la ciencia puede enseñarnos, y ya lo ha hecho, gran parte de lo que deberíamos hacer. Asimismo, el ámbito de la conducta social es muy complejo, y podemos aprender mucho de la observación común y de la ciencia acerca de las con­ diciones que favorecen la armonía y la estabilidad social, así como la calidad de vida individual. No hay nada en el argumento de Moore que muestre lo contrario. De hecho, desde la perspectiva de la biología evolutiva, el rechazo de Moore a la intuición no analizable como base para la moralidad parece, siendo educados, poco prometedora. A fin de cuentas, las intuiciones son productos del cerebro; no son canales milagrosos hacia la verdad. Las intui­ ciones son generadas de algún modo por los sistemas nerviosos; sin duda alguna dependen de la experiencia y de las prácticas culturales, por muy ocultas que esas causas permanezcan para la conciencia. El hecho de que no podamos hacer inspeccionar esa fuente sólo nos indica un rasgo de la fun­ ción cerebral: nos indica qué es consciente y qué no lo es. No implica nada sobre la verdad metafísica acerca de lo que esas intuiciones nos revelan. Ninguno de estos debates implica que la ciencia pueda resolver todos los dilemas morales, ni siquiera que los científicos o los filósofos sean moralmente más sabios que los granjeros o los carpinteros. Pero sí indica que deberíamos mostrarnos abiertos a la posibilidad de que una com­ prensión más profunda de la naturaleza de nuestra sociabilidad pueda esclarecer algunas de nuestras prácticas e instituciones, y motivarnos a considerarlas desde una perspectiva más sabia.

Capítulo 8

RELIGIÓN Y MORALIDAD

Podemos considerar la moralidad como un fenómeno natural: limitado por las fuerzas de la selección natural, arraigado en la neurobiología, mol­ deado por la ecología local y modificado por los avances culturales. Sin embargo, la imparcialidad me lleva a reconocer que a menudo este tipo de enfoques naturalistas de la moralidad se han mostrado insensibles a las ideas metafísicas sobre la moralidad, como si la moralidad dependiera esencialmente de una fuerza sobrenatural de información y valor moral. Puesto que no se trata de un punto de vista poco frecuente, haremos bien en detenernos a considerar lo que un enfoque sobrenatural puede ense­ ñarnos.

C o n c ie n c ia y m o r a l id a d Cuando se les pide, la mayoría de seres humanos son capaces de relatar un acto moralmente valeroso o moralmente decente. Las historias que rela­ tan pueden provenir de su propia vida, y contar, por ejemplo, el modo en que un vecino intervino para evitar que un hombre recibiera una brutal paliza a manos de un padre borracho o cómo el pueblo hizo acopio de sus escasos recursos para construir una escuela y contratar a un profesor. También pueden contar una historia conocida, la de Schindler cuando protegió a los judíos de la Gestapo, la de Atticus Finch defendiendo a Tom Robinson de los cargos de haber violado a una mujer blanca en la novela de Harper Lee, M atar a un ruiseñor, la de Horacio mostrándose valiente ante su condena en el puente, la del doctor Ignaz Semmelweis (hacia 1840) y sus intentos por convencer a sus hostiles colaboradores de que lavarse las manos antes de examinar a las parturientas reducía la mor­ talidad de las madres. Por lo general, no tenemos ningún problema en reconocer las diferencias entre una admirable austeridad y la pura avari­

cia, o entre un liderazgo imparcial y los grandes alardes de un poder egó­ latra. Sin embargo, a veces las fronteras de una categoría, moral o de otro tipo, nos parecen confusas. Y nos preguntamos: ¿es este plan una muestra de apaciguamiento o de diplomacia?; ¿es esto debilidad o cortesía? A veces se defiende que la conciencia es nuestra guía en las decisiones morales. Eso es correcto. Sin embargo, se podría añadir que la moralidad se origina en la conciencia humana, y como regalo de Dios, la conciencia es una entidad que contiene la ley natural que Dios desea que sigamos.1 La conciencia, una entidad dada por Dios, decidiría si seguir un plan o no; nos impediría que sucumbamos a la tentación. A veces se nos advier­ te de que la conciencia nos guiará por el buen camino si sabemos escuchar lo que nos dice en realidad. Según este argumento, eso es así porque a todos se nos otorga la misma conciencia moral como derecho de naci­ miento. Esta tesis de la conciencia suele contener dos partes: (1) que a menudo albergamos sentimientos intensos sobre lo que es correcto y lo que es incorrecto, y (2) que existe una especie de entidad metafísica, la conciencia, a la que podemos recurrir para hallar soluciones moralmente correctas a los dilemas morales. La primera parte de este argumento sobre la «conciencia» está en con­ sonancia con lo que sabemos sobre el aprendizaje social en los humanos normales. Tal como expliqué en capítulos anteriores, si se tienen unas re­ des neuronales normales, el dolor de ser rechazado y el placer del senti­ miento de pertenencia, junto con la imitación de las personas a las que admiramos, dan pie a poderosas intuiciones sobre la corrección o equivo­ cación absolutas de las distintas conductas. Este esquema de respuestas, gran parte del cual se va conformando durante las interacciones entre el cerebro, los genes y el entorno cuando el niño empieza a vivir en sociedad, es la realidad neurobiológica que se oculta detrás de toda nuestra cháchara sobre la conciencia. Sin embargo, si la desvinculamos de la neurobiología de la sociabilidad y del aprendizaje social, la concepción de conciencia como entidad metafísica con un conocimiento moral pierde paso. Una dificultad asociada desde hace tiempo a esta idea, tal como Sócra­ tes (469-399 a.C.) reconoció a regañadientes, es que nuestra voz interior no siempre nos aconseja de la misma manera — no es la misma que acon­ seja a otras personas, ni siquiera la misma que nos aconseja a nosotros con el paso del tiempo— , aunque realmente la escuchemos. Las voces inter-

ñas son sensibles a los baremos de la comunidad, y éstos cambian de una cultura a otra e incluso dentro de la misma cultura. La voz interna de una persona le dice que cuando los no combatientes desean actuar como escudos defensivos, los soldados pueden tratarlos como combatien­ tes; la voz interna de otro le puede decir que ese proceder socava la legiti­ midad del papel de los soldados en el conflicto. La voz interna de una persona puede no oponer ninguna objeción a comer aves criadas en casa; otra puede sentirse horrorizada ante el hecho de comer carne. Según cuen­ ta la leyenda, la conciencia del dramaturgo George Bernard Shaw le habló y le dijo: «Los animales son amigos míos, y yo no me como a mis amigos». En cambio, yo, como me crié en una granja pobre donde la carne era un lujo, no tardé en retorcer el pescuezo de las gallinas a las que alimentaba m uy amorosamente a diario.2 M i voz interior y la de Shaw dijeron cosas distintas. Algunas voces interiores parecen ser más compasivas que otras. Algunas demuestran el típico perfil'de «vive y deja vivir». Otras exigen una adherencia estricta e inflexible a las normas. A veces la conciencia no nos sirve de guía y el conflicto entre distintas opciones sigue dolorosamente irresoluble: ¿debería un subordinado dar la voz de alarma respecto a un caso de corrupción y poner en peligro una carrera y tal vez una vida? La voz interna de la conciencia es sensible a los avances del conoci­ miento y a las experiencias de la madurez. Es sensible a los fármacos y a la escasez de sueño. La voz interna parece ser algo más parecido a una espe­ cie de espejismo auditivo, refrendado por nuestra imaginación visual acerca de las consecuencias de una elección, generada por el cerebro cuando ejercita su capacidad para resolver problemas, en vez de ser el pronuncia­ miento de un almacén platónico metafísicamente separado e indepen­ diente del cerebro. F.n la próxima sección, discutiré si el enfoque metafísico podría ser más satisfactorio si se deja llevar por la metafísica de una deidad sobrenatural.

M o r a l id a d y r e l ig ió n Una perspectiva relacionada con la anterior y tal vez más generalizada es que la religión es la fuente de los principios morales de nuestras vidas; la bondad y la maldad son lo que son sólo porque existe un ser divino.

Según las creencias doctrinales de algunas religiones, la moralidad la impone un Dios a los humanos malvados e indolentes por su propio bien, con la amenaza de recibir un castigo si no cumplen las normas. En ciertas versiones de esta doctrina, las normas proporcionadas por la deidad son tangenciales a la felicidad humana en un ámbito terrenal. Tal como el predicador Franklin (hijo de Billy) Grahain ha dicho, es mucho mejor satisfacer a Dios que a nosotros mismos, por muy alto que sea el precio.’ Así pues, en algunas doctrinas los principios morales definen una forma de vida necesaria para acceder a otra vida, pero son indiferentes al sufri­ miento del aquí y el ahora. En consecuencia, las diferencias culturales de algunos principios se explican a veces — a ambos lados de la línea diviso­ ria cultural— como errores, por ejemplo por haber establecido una rela­ ción con una deidad incorrecta o con un Dios que no era el auténtico, o por haber interpretado erróneamente las intenciones de Dios. Estas dife­ rencias no siempre han favorecido la cordialidad. Las religiones en las que una metafísica de los seres divinos ocupa un lugar poco destacado suelen tener una visión más mundana de los oríge­ nes de la moralidad y su propósito. Figuras ejemplares, como Buda o Con­ fiado, son admiradas como personas excepcionalmente sabias, pero no como dioses. Se puede recurrir a ellos para obtener un consejo útil y sabio, aunque no nos den normas cerradas y establecidas sobre cómo llevar una vida virtuosa. En estas religiones con una metafísica ligera, la sabiduría moral es humana, pero se ha adquirido con dificultad y mediante una gran complejidad. Dependiendo de la secta, llevar una vida buena puede ser importante para lo que suceda en el más allá, pero básicamente es im­ portante para aprovechar al máximo la vida en el aquí y el ahora, y quizá sea de especial importancia para el bienestar de las generaciones futuras. En las tradiciones con una metafísica intensa, la conexión entre Dios y la moralidad ha sido en ocasiones considerada como axiomática. Sócra­ tes, que siempre se cuestionaba todo lo que era supuestamente evidente, albergaba sus sospechas al respecto. Empezó a pensar sobre la función exacta que tenían los dioses en el ámbito de la moralidad, y el debate so­ bre esta cuestión quedó recogido por Platón en su magnífico diálogo El

Eutifrón. Imaginémonos la escena. Sócrates se pasea por los tribunales, dispues­ to a que le sentencien por corromper a la juventud ateniense. Pero en

realidad se ha dedicado a ridiculizar a algunas de las grandilocuentes au­ toridades al poner en entredicho la «sabiduría convencional». Sócrates, que nunca pecó de falta de realismo, predice adecuadamente su condena, y, por último, su ejecución por envenenamiento. Enfrentarse a una pena de muerte ofrece una ocasión de oro para indagar en los preceptos funda­ mentales de la ética: ¿qué es la justicia?; ¿de dónde proceden las leyes morales?; ¿cuál es el origen de la motivación moral?; ¿qué relación existe entre el poder y la moralidad? Sócrates se dirige a los tribunales acompañado de Eutifrón, un sacer­ dote inteligente y satisfecho de sí mismo. La escena se presta a un debate acerca de la moralidad, y no sólo por la inminente condena de Sócrates. Al parecer, Eutifrón se dirige a los tribunales para acusar a su propio padre por haber arrojado a un esclavo al arroyo. El caso no está exento de ambi­ güedades morales — un padre amoroso está a punto de ser reprendido públicamente por un hijo arrogante, cuando la cuestión de los malos tratos a un esclavo podría haberse resuelto sin causar alboroto en el seno de la familia— . Sócrates queda fascinado por la inquebrantable pompo­ sidad moral de Eutifrón y la de sus acusadores. Y de este modo empieza el diálogo. Sócrates hace una pregunta aparentemente sencilla: «Dinos, Eutifrón, ¿qué es el bien?».4 Y Eutifrón, con absoluto aplomo, ofrece una respuesta de tipo religioso: «El bien es lo que los dioses estipulan que es el bien». (Si lo adaptamos al monoteísmo, sería: «Es bueno lo que Dios dice que es bueno».) Sin embargo, Sócrates insiste después de detectar una ambigüe­ dad fatal en la respuesta de Eutifrón. Sócrates detecta hábilmente el pro­ blema de esa respuesta religiosa al plantear su acuciante dilema: ¿algo es bueno porque los dioses dicen que es bueno (decirlo es la clave), o los dioses dicen que algo es bueno porque es bueno (es decir, actúan como mensajeros de peso sobre un hecho independiente)? Como Eutifrón no era tonto, reconoce de inmediato que la primera opción es insostenible, y contraataca. Si algo es correcto simplemente porque los dioses dicen que lo es, entonces cualquier pronunciamiento de los dioses, por muy horrible que parezca desde una perspectiva humana, es ipso facto correcto (por ejemplo, supongamos que Zeus dice: «Hierve a tu primogénito y dáselo como alimento a los perros»). ¿Qué pasaría, entonces, con la segunda opción, en la que los dioses dicen que algo es

correcto porque de hecho lo es? Esta segunda opción parece más prome­ tedora. Sócrates insiste, señalando sus implicaciones menos agradables: de ser así, entonces la fu en te u origen de la bondad (la justicia) no puede ser un dominio de los dioses. Los dioses simplemente comunican, y, por lo que podemos adivinar, lo hacen bastante mal. El problema es que esta opción no aclara qué es lo que tienen ciertas acciones o instituciones que las convierte en buenas o justas. No nos ayuda con nuestro juicio moral. Y, lo que es aún más perturbador, no esclarece la conexión entre la vida humana y la moralidad. ¿Por qué, entonces, tenemos que invocar a los dioses? Sócrates, con la modestia que lo caracteriza, confiesa que ignora la respuesta a su propia pregunta sobre los orígenes de la moralidad. No obstante, el patrón de preguntas indica que sea lo que sea lo que haga que algo sea bueno, justo o correcto, se asienta en la naturaleza de los seres humanos y la sociedad establecida, no en la naturaleza de los dioses que inventamos. Hay algo en los hechos que se refieren a las necesidades hu­ manas y a la naturaleza humana que implica que algunas prácticas socia­ les son mejores que otras, que ciertas conductas humanas no pueden to­ lerarse, y que ciertas formas de castigo son necesarias.’’ Esto no significa que las prácticas morales sean simples convenciones equiparables a saber utilizar un tenedor o lucir un sombrero en un funeral. Las prácticas mo­ rales suelen ser relevantes en contextos más serios, como el modo de com­ portarse en tiempos de guerra o la distribución de los escasos recursos naturales. Otro de los problemas de la segunda opción (los dioses como comunicadores) es lo que yo doy en llamar «problema de manos fuera». Si queremos recibir consejo moral de fuentes sobrenaturales, ¿de qué modo fidedigno consigo esta información? Como los dioses pertenecen al ám­ bito sobrenatural, no forman parte de nuestro mundo natural. La mayo­ ría de nosotros nos negamos a creer que podamos ser receptores directos de una divinidad y establecer un vínculo de comunicación con ella. ¿Quién tiene, pues, esa información? No es que no haya gente que asegu­ re, de forma sincera o no, que tiene contacto o comunicación especial con mandamientos divinos sobre lo que deberíamos hacer. Pero, y ésta es la pregunta importante que nos ocupa, ¿son creíbles esas afirmaciones? Al­ gunas de las personas que se postulan como canales divinos se engañan a

sí mismas, tal como me inclino a decir del evangelista Jim Jones, quien convenció a sus devotos seguidores para construir una comuna en Guya­ na y luego persuadió a novecientos de ellos, niños incluidos, para consu­ mir un zumo de frutas repleto de estricnina. Otros, como los televangelistas Jim m y Swaggart y Peter Popoff, han sido desenmascarados por fraude y por embaucar a los ingenuos creyentes. Sus intentos por demos­ trar su fiabilidad apelando a curaciones milagrosas fueron un engaño. Así pues, ¿cómo podemos determinar quién tiene un contacto fidedigno con Dios para que nos informe, al resto de mortales, acerca del modo en que Dios quiere que nos comportemos? La respuesta no está exenta de dificultades porque, incluso dentro de una misma confesión religiosa, pueden existir desavenencias en cuanto a los mandamientos de Dios. Los protestantes no creen que Dios prohíba la anticoncepción; a nivel doctrinal, los católicos romanos sí que la prohí­ ben, aunque en realidad la mayoría de católicos utilicen métodos anticon­ ceptivos. Los católicos romanos creen que el Papa es infalible cuando habla ex cátedra, expresando así las opiniones de Dios debido a su espe­ cial relación con él; los protestantes, los judíos y los musulmanes conside­ ran que ese posicionamiento es incorrecto. Los testigos de Jehová creen que Dios prohíbe las transfusiones de sangre, y los episcopalianos están razonablemente seguros de que Dios no las prohíbe. El Levítico 25, 4446 nos tranquiliza diciendo que la esclavitud es correcta, pero pocos cris­ tianos, sea cual sea su confesión, se tomarían esas palabras en serio.6 En Efesios 5, 24 encontramos una afirmación tajante: «Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido»; y eso es algo que no todos los cristianos ni los judíos toman en serio. O fijémonos en Lucas 14, 26: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo». Parece ser un requisito radical y poco caritativo. Algunos pre­ dicadores evangélicos aseguran contar con un conocimiento especial acer­ ca de lo que Jesús quiere que hagamos sobre el control de armas, el reclu­ tamiento militar, los bonos de Wall Street y el SIDA. George W. Bush, cuando era presidente de los Estados Unidos, decía que estaba en comu­ nicación con Dios acerca de algunos asuntos de estado. Todas las personas que hablan de los deseos de Dios aseguran que sus mensajes son fidedig­

nos, y eso mismo indica, dadas las incongruencias de esas comunicacio­ nes, que nadie está recibiendo la información de un mismo y nítido canal. Además, incluso en el supuesto de que las religiones se muestren de acuerdo con los mandamientos de Dios, sus seguidores rara vez siguen esos preceptos al pie de la letra. Los Diez Mandamientos, por ejemplo, incluyen el mandamiento de no matar, pero en la práctica los cristianos y los judíos, muy razonablemente, consideran que matar en tiempos de guerra, y matar como medida de autodefensa, son actos aceptables. Sea cual sea la condición de los mandamientos, no pueden quedar exentos de excepciones.' Por tanto, el problema de «manos fuera» es grave. Y lo que es peor, hace estragos cuando los miembros entusiastas de una secta se sienten impulsados a matar a multitud de personas de otra secta que no están de acuerdo acerca de lo que sus dioses consideran que es correcto. Pero hay otra cuestión. Tal como advertí anteriormente, no todas las religiones entienden la moralidad como un factor que dependa de Dios, y algunas ni siquiera cuentan con deidades sobrenaturales. Cientos de millones de seres humanos son religiosos en un sentido que no implica a un creador, a un legislador o a un ser divino. El budismo, el confucianismo, el taoísmo y otras religiones asiáticas pueden venerar a los ancestros, y venerar incluso a ciertas personas de enorme sabiduría, o pueden adorar al sol y la luna. Algunas religiones occidentales son panteístas, y creen que la naturaleza es merecedora de una veneración espiritual, y que por el hecho de vivir cerca de la naturaleza nos sometemos a un proceso de de­ sarrollo moral. Estos enfoques religiosos carecen de la teología de una persona divina; su sabiduría moral es de este mundo, no es sobrenatural, y se ocupa de cómo los humanos deben comportarse en la vida.8 La sabi­ duría que han ido acumulando estas religiones está abierta a discusión y debate, así como a una continua actualización para estar al día de los cambios en las condiciones ecológicas y en nuestra comprensión social. Sin duda alguna existe una conexión entre religión y moralidad, pero por lo visto es un vínculo principalmente sociológico,9 no metafísico. Las cuestiones morales surgen y se debaten en un contexto religioso; se incul­ can prácticas morales a los jóvenes, y se recuerdan a los adultos. Los en­ cuentros religiosos pueden ser una ocasión para crear lazos grupales en torno a ciertas cuestiones morales, como por ejemplo la defensa contra un grupo de agresores, la celebración de un nuevo líder o la supervivencia

durante un invierno duro y la necesidad de distribuir los escasos recursos. Los rituales religiosos son importantes para reafirm ar las jerarquías socia­ les y reforzar las coaliciones sociales, y algunas prácticas religiosas se es­ tructuran con el fin de increm entar la compasión, la bondad, la arm onía y el am or.10 Asimismo, los rituales de afiliación pueden suscitar el entusias­ mo contagioso de un grupo hacia la empresa y pueden ser útiles para re­ solver cierto tipo de problemas sociales, como la organización de la defen­ sa contra el ataque, o, como en el caso de las Cruzadas o las Inquisiciones, para organizar un ataque. Sin embargo, advirtamos que estos efectos, por m uy fascinantes que puedan parecer, son aspectos tangenciales a la pre­ gunta que nos ocupa: ¿tiene la m oralidad una base sobrenatural? Tal vez la vida sería mucho más sencilla si existiera un ser divino a quien pudiéram os apelar para recibir una respuesta sencilla sobre cuestio­ nes morales, una respuesta que fuera clara para todos nosotros. Quizá entonces las ambigüedades, las distintas perspectivas, las diferencias por origen y educación, las tensiones generadas por las desavenencias y las agonías de las tomas de decisiones, todo eso podría acallarse, o tal vez no. En cualquier caso, al igual que la tan deseada fuente de la juventud o la m áquina del movimiento perpetuo, se trata sólo de un deseo, no de una realidad. Por tanto, no tenemos más remedio que lidiar con cuestiones sociales difíciles, escuchar al otro y atender sus diferencias, negociar lo más sabia­ mente posible, entender la historia e intentar extraer consecuencias para el futuro. Puede invocarse la sabiduría de los ancianos, puesto que algunas de sus máximas han perdurado en el tiempo: «No dejes que lo mejor sea enemigo de lo bueno» o «No quemes tus naves». Las leyes y las institucio­ nes pueden cambiar, pero incluso con la mejor de las intenciones, una ley puede tener malas consecuencias no intencionadas. A veces no existe una única respuesta correcta, un solo desenlace favorable, sino sólo formas más o menos decentes de evitar un horror aún peor.

¿E sto s ig n if ic a q u e l a m o r a lid a d e s u n a ilu s ió n ? Según el genetista Francis Collins, actual director de los institutos nacio­ nales de salud de Estados Unidos, «Dios dio a la hum anidad el conoci­

miento de lo bueno y lo malo (la ley moral)» y, «si la ley moral es sólo un efecto secundario de la evolución, entonces es que el bien y el mal no existen».11 Esta afirmación nos lleva a pensar en el extraño supuesto de que si Dios estuviera muerto, entonces todo se permitiría.12 El dios en el que piensa Collins es el Dios de alguna confesión crisüana, no los dioses de la tribu haida, de los druidas o de los antiguos griegos o egipcios. En cuanto a mi hipótesis sobre la base neural de la conducta moral, la moralidad es tan real como puede serlo — es tan real como la conducta social— . La verdadera conducta moral humana, con toda su gloria y complejidad, no debería abaratarse con un falso dilema del tipo: o bien Dios asegura la ley moral o la moralidad es una ilusión. Se trata de un falso dilema porque la moralidad puede estar —y yo digo que lo está— asentada en nuestra biología, en nuestra capacidad para sentir compasión y en nuestra capacidad para aprender e imaginar. De hecho, algunas prác­ ticas sociales son mejores que otras, algunas instituciones son peores que otras, y pueden llevarse a cabo evaluaciones válidas sobre los haremos con los que contribuyen o no al bienestar humano.13 Conceder el derecho a voto a las mujeres ha dado buenos resultados, a pesar de las desastrosas predicciones que se hicieron en su momento, mientras que las leyes que permiten a los civiles comprar rifles de asalto en Estados Unidos han te­ nido nefastas consecuencias. La abolición de la esclavitud, aunque es un avance bastante reciente, es sin duda alguna mejor que la esclavitud en materia de bienestar. El hecho de que algunas personas se muestren en desacuerdo sobre varios asuntos no implica que sin Dios todo sea cues­ tión de simple opinión. En el campo de la ciencia, el hecho de que haya quien no esté de acuerdo con que la Tierra sea esférica, o que tiene más de seis mil años de antigüedad, no implica que éstas sean simples cuestiones de opinión. ¿Cuál es exactamente la ley moral a la que se refiere Collins? Me aven­ turo a decir que los Diez Mandamientos son el punto de partida. Aristó­ teles entendió claramente la trampa de suponer que la religión propia es la única y verdadera religión y que las intuiciones morales propias las in­ culca en la conciencia un Dios especial y propio. Para empezar, convierte la intolerancia en una virtud — quienes no están de acuerdo conmigo en cuestiones morales tienen que estar equivocados— . En segundo lugar, promueve la arrogancia moral exactamente en esos aspectos de la vida

social en los que más necesitaríamos hum ildad y reflexión. Pensar que tengo una relación especial con Dios, en virtud de la cual yo sé que los demás están equivocados, pero yo no porque además cuento con la ben­ dición de Dios, es una suposición m uy peligrosa. Las personas que sostie­ nen esta opinión pueden ser muy amables y virtuosas, pero a menudo son entrometidas a nivel moral. El siguiente problema con la idea de que sin un Dios la moralidad es una ilusión es que muchas personas que no son en absoluto partidarias de una religión deísta y que no albergan ninguna creencia teológica son de hecho ejemplos de conducta moral. Esto mismo puede aplicarse a socie­ dades enteras, como las asiáticas que adoptan el confucianismo, el taoísmo o el budismo, pero que no se decantan por una deidad legisladora. Ése fue el caso de Aristóteles y Marco Aurelio (121-180 d.C.) y de David Hume, todos ellos seres humanos moralmente sabios. Es cierto en el caso de ateos y unitarianos. Su moralidad es totalmente verdadera, y desechar­ la como ilusoria porque no comparte una metafísica de la divinidad raya en el delirio. Tanta certeza sobre uno mismo es moralmente cuestionable. El capítulo 3 consideró la hipótesis sobre la aparición de la sociabili­ dad en los mamíferos y el circuito del tallo cerebral y las estructuras límbicas que permiten el cuidado de uno mismo y de su descendencia; y en las especies altamente sociales, ese cuidado se extiende a la pareja, los pa­ rientes, los colaboradores y, tal vez, a los desconocidos. Huelga decir que Aristóteles no sabía qué aspectos de nuestro ser físico nos hacen sociales por naturaleza. No sabía nada de los genes, las neuronas, la oxitocina y la vasopresina. Pero al igual que Confucio, Aristóteles entendía la moralidad no como una cuestión divina o mágica, sino como un tema esencialmente práctico. Él consideraba que aprobar buenas leyes y crear instituciones óp­ timas eran tareas cooperativas que requerían inteligencia y comprensión, así como el conocimiento y la comprensión de los hechos relevantes. No pensó ni por un momento que la moralidad fuera una simple ilusión. Aho­ ra bien, reconocerlos problemas morales en toda su m agnitud— problemas prácticos y difíciles que surgen de vivir en sociedad— nos niega el sencillo lujo de suponer que las respuestas de Dios están escritas en nuestras intui­ ciones más profundas.

M o r a l id a d , c o n f ia n z a y c o n s t r u c c ió n d e l n ic h o c u l t u r a l Hume «describe una naturaleza humana en parte egoísta y en parte com­ pasiva, que es capaz de tener en cuenta un punto de vista compartido con los demás y que es capaz de crear instituciones que refuerzan su seguri­ dad, felicidad, conveniencia y placer».14 Las apreciaciones de Simón Blackburn sobre David Hume demuestran lo mucho que Hume entendía acerca de la moralidad y la naturaleza humana, al vincular los cuatro componentes esenciales de una sociabilidad satisfactoria: cuidado de uno mismo, cuidado de los demás, teoría de la mente y resolución de proble­ mas sociables. Los primeros capítulos de este libro sólo han ofrecido de­ talles, muchos de ellos recién descubiertos, que abundan en las percepcio­ nes de Hume. La confianza entre padres c hijos, entre parejas, entre socios o compañeros de trabajo o socios comerciales es sumamente importante en la sociabilidad humana, y ahora sabemos que la confianza tiene mucho que ver con la oxitocina y la vasopresina, la distribución de sus receptores, así como el complejo circuito en las estructuras límbicas, el tallo cerebral y las estructuras de la corteza prefrontal. En la vida social humana moderna, la confianza no se limita en abso­ luto a los parientes que han demostrado ser de confianza. Muchas inte­ racciones diarias, desde depositar dinero en el banco, comprar un libro en la red o permitir que un médico nos cure un hueso roto dependen de un cierto grado de confianza. ¿Cómo llegamos a sentir confianza en todos estos ámbitos? La respuesta que tenemos más a mano es que hemos creci­ do en una cultura de instituciones reguladas desde hace mucho tiempo, y nuestra confianza en estas instituciones radica en un conocimiento pro­ fundo sobre el modo en que pueden ser merecedoras de nuestra con­ fianza.15 Dicho de otro modo, tenemos creencias y expectativas que existen debido a nuestra cultura, y ello implica creencias sobre la confianza que nos inspiran ciertas instituciones y las personas que trabajan en ellas. La placa base de la confianza sigue siendo la familia, y los lazos de confian­ za se extienden poco o mucho a otros familiares y amigos. Aun así, la verdadera confianza, custodiada y protegida con distintos grados de intensidad, puede llegar a extenderse más allá de nuestro círculo fa­ miliar.

Hume entendió perfectamente este aspecto de la conducta social me­ jor que nadie en su tiempo. Sabía que, precisamente porque los grupos humanos se expanden más allá de sus pequeños clanes y pueblos, la crea­ ción de instituciones estables que nos permitan fiarnos de ciertas transac­ ciones sin tener que estar pidiendo siempre muestras de esa confianza, permite que personas que apenas se conocen confíen las unas en las otras, v, de este modo, se refuerza el bienestar mutuo. En un reducido clan de veinte personas, la vigilancia social puede coartar de un modo efectivo cualquier propensión a hacer trampas o a engañar. En tales circunstan­ cias, una reputación mancillada puede acarrear un coste significativo para la propia prosperidad y para la prosperidad de nuestra familia, y todos nos percatamos de ello.16No obstante, en grupos más amplios, o en ciudades en las que como mucho uno puede mantener sólo una relación cordial con un cajero de banco o un policía, la confianza no es tanto una relación entre individuos que trabajan en esa institución, sino en la institución que representan. Cuando la institución es estable, porque está refrendada por leyes que permiten confiar en ella y en la aplicación de las leyes, en­ tonces todo el mundo sale ganando. Existen muchas razones por las que uno puede esconder un fajo de dinero debajo del colchón, pero los ban­ cos son, por lo general, un lugar seguro en el que depositar nuestro dine­ ro. De vez en cuando, un empleado del banco roba, pero los auditores acaban detectando el robo, y en un alarde de publicidad, el malversador es encarcelado. Los anestesistas acreditados son, en general, buenos en su trabajo, y confiamos en que las facultades de medicina ahuyenten a los incompetentes. Confiamos también en que los órganos de supervisión de los hospitales despidan a los anestesistas acreditados que no realicen bien su labor. Lo más doloroso de los episodios de abusos sexuales a niños por parte de sacerdotes, que además han sido bastante generalizados, es la hiriente y desorientadora violación de la confianza. La tesis de Hume sobre las instituciones puede pasar desapercibida por quienes entienden que la clave de la moralidad es una norma sin ex­ cepciones o del «deber por el deber». Para Hume, estas dos premisas son ilusorias. Hume, al igual que su compatriota escocés Adam Smith, se dio cuenta de que la prosperidad es importante para el bienestar, y que la prosperidad puede quedar reforzada o coartada por la calidad de las insti­ tuciones sociales existentes — incluidas las instituciones poco glamurosas

del sistema de alcantarillado, la red de carrereras, los planes de evacuación en caso de incendio, los bancos (tal como se nos recuerda una ve/ más), y, desde hace poco, Internet— . Hume no era un hombre romántico y se dio cuerna de que no es posible una relación de confianza a menos que exista cierto tipo de aplicación forzosa de las reglas del juego, puesto que incluso una persona concienzuda se dará cuenta de que, si los demás infringen las normas, entonces seguir las normas le perjudicaría mientras que los demás prosperarían. Anticipándose al conocido ecologista Garrett Hardin y su famoso artículo de 1968 titulado The Tragedy o f the Commons, Hume reconoció que la confianza a nivel cultural acarrea grandes ventajas, aunque se trate de un fenómeno complicado de cooperación cultural. En primer lugar, requiere soluciones culturales al problema de procurar la adhesión a la norma en virtud de la cual a todos les va bien pero a nadie le va tan bien que eso ponga en peligro los recursos de la comunidad. Muchos de los acuciantes problemas morales de nuestro tiempo tie­ nen que ver con el modo en que regulamos ciertas prácticas, organizacio­ nes e instituciones, en cómo resolvemos mejor los problemas a nivel glo­ bal que local, y en cuál es el mejor modo de alcanzar la sostenibilidad. Muchos científicos sociales y periodistas, funcionarios del gobierno y ciu­ dadanos de a pie, están recabando información y trabajando para com­ prender en qué se equivoca la política y el mejor modo de enmendarla. Las culturas humanas se han vuelto tan complejas que incluso la com­ prensión de una pequeña parte de ellas, como el derecho penal de un país, se convierte en una tarea de gran envergadura. Pensemos en el siguiente ejemplo: ¿qué tipo de normas deberían regir la investigación de las células madre? Para empezar a hacer algún avance sobre esta cuestión, tenemos que tener amplios conocimientos científi­ cos: saber qué son las células madre, qué es lo que las hace aptas para la investigación y la terapia médica, qué enfermedades podrían curarse con la investigación en células madre y qué objeciones pueden interponerse a ello. Y ahora consideremos ejemplos completamente distintos: ¿qué nor­ mas deberían regular la caza de lobos?; ¿qué reglamento debería regular el consumo de drogas como la marihuana, la cocaína y la heroína?; ¿cuánta tolerancia religiosa es demasiada? En todas estas cuestiones, el conoci­ miento siempre es preferible a la ignorancia; siempre hay mucho que

aprender. Una de las cuestiones más importantes de nuestra cultura tiene que ver con en quién confiamos en el ámbito del conocimiento. Para contestar a esta pregunta, debemos saber algo para albergar una creencia razonable sobre quién puede ser de fiar para obtener los datos técnicos que necesitamos.

LISTADO DE ILUSTRACIONES 2.1. 3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 3.5. 3.6. 3.7. 3.8. 6.1. 6.2. 6.3.

La estructura molecular de la oxitocina Las vías subcorticales Las esferas del cuidado La corteza cerebral El sistema humano del dolor La anatomía de la ínsula La corteza cingulada, la corteza orbitofrontal, la amígdala y el campo Las vías del nervio vago El sistema de recompensa cerebral La corteza prefrontal de seis especies Neuronas espejo en la corteza premotora Las zonas de referencia de la superficie del cerebro humano

NOTAS 1. I n tr o d u c c ió n 1. Edwin McAmis amplió mis conocimientos sobre historia legal al señalar que la justicia inglesa adquirió sus inconfundibles características sólo después de la conquista normanda del año 1066. Al principio, los normandos no hicieron nada para cambiar el juicio de Dios de los anglosajones. De hecho, introdujeron su propia variante dependiente de Dios —un juicio por batalla—. Todo ello cambió poco después de que Enrique II accediera al trono en 1154. Enrique supo que muchas de las tierras que antes eran de la realeza y que estaban desper­ digadas por Inglaterra pertenecían a terceros. La violencia, incluso la anarquía que acechó al reinado de Esteban I, el predecesor de Enrique II, pudo haber sido la causante de semejante deterioro. ¿Eran esas personas que ocupaban las tierras sus legítimos poseedores, o habían recibido algún tipo de licencia de un antiguo monarca? La respuesta tardó en llegar porque el gobierno ingles no se preocupó de crear y mantener un archivo de sus leyes hasta bien entrado el siglo xui. El rey Enrique no quería pelear por unas tierras. Introdujo un método de resolución de disputas que en esa época era conocido en Normandía pero no en Inglaierra. El rey ordenó al gobernador de cada condado con tierras comprome­ tidas que reuniera a un grupo de doce hombres para decidir acerca de los dere­ chos superiores de cada parcela de terreno. Las personas seleccionadas tenían que ser de la zona y conocer los datos sobre la pertenencia de las tierras en mo­ mentos determinados. Los convocados se reunieron y decidieron quién tenía más moiivos para poseer un terreno. Fuera cual fuera la decisión, el rey Esteban aceptó el resultado siempre que la decisión fuera aceptada por unanimidad. Como este método funcionó, los barones del rey Enrique, que se enfrenta­ ban al mismo problema, le pidieron permiso para utilizar ese mismo procedi­ miento. El rey emitió escrituras a cualquier funcionario a cambio de un impues­ to a la tesorería real. A partir de entonces, otras personas empezaron a pedir escrituras y documentos por escrito para resolver todo tipo de controversias. De este modo, la administración de justicia real se instauró en Inglaterra. Antes de esa época, la justicia había sido administrada por el condado o el señorío. Se

consideraba que el rey no tenía nada que ver con ello. Con el paso del tiempo, se fueron instaurando los tribunales reales y los jueces reales se regían por el de­ recho común (es decir, una ley común a todo el pueblo de Inglaterra). Esto marcó el inicio del sistema judicial inglés. Al principio, los vecinos te­ nían que conocer los hechos y no se llamaba a testimonios. Pasaron doscientos años hasta que se convirtió en práctica estándar pedir a los jueces que determi­ naran los hechos basándose en lo que oían y veían en el tribunal, y no en su conocimiento. 2. Véase este punto en Philip Kitcher, «Biology and Ethics», en The Oxford Handbook ofEthics, D. Copp (comp.), Oxford, Oxford University Press, 2006, págs. 163-185; y en Catherine Wilson, «The Biological Basis and Ideational Superstructurc ofEthics», Canadian Journal o f Philosophy, 26 (suplemento), 2002, págs. 211-244. Lo que Hume dijo en realidad estuvo más matizado que lo que cuenta la leyenda: En cada sistema de moralidad que hasta ahora he encontrado, siempre he co­ mentado que el autor procede por un tiempo en la manera ordinaria de razonar, y establece el principio de Dios, o hace observaciones concernientes a los asuntos humanos; cuando de repente me sorprendo de encontrar que, en vez de las usuales conjunciones de proposiciones, es y no es, no encuentro ninguna proposición que no esté conectada con un debe, o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero es, sin embargo, de consecuencias últimas. Porque como este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que esto sea observado y explicado; y al mismo uempo que una razón sea dada, por lo que parece inconcebible cómo es que esta nueva relación pueda ser una deducción de otras, que son totalmente dife­ rentes de ella. David Hume, Tratado sobre la naturaleza humana, en Félix Duque (comp.), Madrid, Editorial Tecnos, 2005, 3.1.1.27. 3. David Hume, Tratado sobre la naturaleza humana, op. cit. 2.3.3.4. 4. Simón Blackburn, «Response to Marc Hauser’s Princeton Tanncr Lecture», manuscrito no publicado, 2008, disponible en: . 5. Simón Blackburn, How to Read Hume, Londres, Granta, 2008. 6. Tal como Annette Baier ha señalado, « The Treatise (El tratado) utilizó primero la reflexión para destruir una versión de la razón, luego para establecer la clase de costumbres, hábitos, habilidades y pasiones que pueden soportar su propio examen moral». Véase Annette Baier, A Progress o f Sentiments: Reflec tions on Humes Treatise, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1991, pág. 288.

7. Véanse los capítulos 7 y 8. 8. Paul Thagard y Karstcn Verbcurgt, «Cohcrcncc as Constraint Satisfaction», Cognitive Science 22, n° 1, págs. 1-24. 9. Véase ¡ames Woodward, «Interventionist Theories of Causation in Psychological Perspective», en A. Gopnik y L. Schulz (comp.), Causal Learning: Psychology, Philosophy and Computation, Nueva York, Oxford Univcrsity Press, 2007, págs. 19-36. 10. David Danks, «The Psychology of Causal Percepdon and Reasoning», en H. Beebee, C. Hitchcock y P. Menzies (comp.), The Oxford Handbook o f Causation, Oxford, Oxford University Press, 2009, págs. 447-470. 11. Me refiero a la red de parientes y amigos que conforman un entorno cercano de comunidad. 12. Véase también James Woodward y John Allman, «Moral Intuition: Its Neural Substrates and Normative Significance», Journal ofPhysiology-Paris 101, n° 4-6, 2007, págs. 179-202; Alex Mesoudi, «IIow Cultural Evolutionary Theory Can Inform Social Psychology and Vice Versa», Psychological Review, n° 116, 2009, págs. 929-952. 13- Véase el libro de Alasdair Maclntyre titulado Tras la virtud (Barcelona, Crítica, 2001) para un maravilloso debate sobre la historia de las distintas for­ mas en que la moral, el valor, las virtudes y la ética se han enrendido. La concep­ ción actual de las sociedades occidentales no es, desde luego, la única. 14. Mark Johnson, Moral Imagination: Implications o f Cognitive Science fo r Ethics, Chicago, University of Chicago Press, 1993. 15. F.ytan Avital y Eva Jablonka, Animal Tradi.ti.ons: Behavioural¡nheritance in Evolution, Nueva York, Cambridge University Press, 2000; Robert Boyd y Peter J. Richerson, «Solving the Puzzle of Human Cooperation», en Stephen C. Levinson (comp.), Evolution and Culture, Cambridge, VIA, MIT Press, 2005; Peter J. Richerson y Robert Boyd, N otby Genes Alone: How Culture Transformed Human Evolution, Chicago, University of Chicago Press, 2005. 16. Los homínidos se definen como el último ancestro común de los seres humanos (Homo sapiens sapiens) y todas las especies extintas de la subfamilia Horno, incluidos los Homo erectus, Homo habihs, Homo rudolfensis, Homo ergaster, Homo floresiensis, Homo heidelbergensis y Homo neanderthalensis, así como nueve o diez homínidos transitorios. Para una perspectiva más amplia, véase Bcrnard A. Wood, Human Evolution: A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2005; Chad E. Forbes y Jordán Grafman, «The Role of the Prefrontal Cortex in Social Cognidon and Moral Judgment», Annual Review o f Neuroscience, n° 33, 2010, págs. 299-324. 17. Tomo prestada una expresión acuñada por el difunto ncurocientífico

Paul MacLean. Véase, por ejemplo, Pauil D. MacLean, The Triune Rrmn in F.volution: Role in Paleocerebral Functions, Nueva York, Plenum Press, 1990.

2 . V a l o r e s de ba s e c e r e b r a l

1. Véase también Owen J. Flanagan, The Really Hard Problem: Meaning in a Material World, Cambridge, MA, MIT Press, 2007. Véase especialmente el capítulo 4. 2. C. Sue Cárter, james Harris y Stephen W. Porges, «Neural and Evolutionary Perspectives on Empathy», en I. Decety y W. Ickes (comp.), The Social Neuroscience ofF.mpathy Cambridge, MA, MIT Press, 2009, págs. 169-1 82. 3. Eric B. Keverne, «L^nderstanding Wcll-Bcing in thc Evolutionary Context of Brain Development», Philosophical Transactions o f the Royal Society o f London B: Biological Sciences 359, n° 1449, 2004, págs. 1 349-1 358. Podría ser que el cuidado a los padres y la pareja surgiera en los mamíferos por evolución convergente, pero tal como Ralph Greenspan me hizo notar, pue­ de ser que existiera un ancestro común que cuidara de sus pequeños. Véase Qingjin Mengy otros, «Palaeontology: Parental Care in an Ornithischian Dinosaur», Nature 43 n° 7005, 2004, págs. 145-146. 4. Jaak Panksepp, «Feeling tbe Pain of Social Loss», Science 302, n° 5643, 2003, págs. 237-239. Obsérvese, no obstante, que los caimanes defenderán su nido si las crías empiezan a chillar. Se considera que los sinápsidos, que son unos mamíferos en forma de reptiles, son una rama de los saurópsidos (reptiles) que surgió hace más de trescientos quince millones de años. Se sabe poco de la evo­ lución de los mamíferos porque son los únicos descendientes directos de los si­ nápsidos', ya que todas las especies intermedias se han extinguido. 5. Lo menciono porque algunos psicólogos clínicos hacen un uso distinto de la palabra apego. 6. E. Vigilant y otros, «African Populations and the Evolution of Human Mitochondrial DNA», Science, 253, n° 5027, 1991, págs. 1 503-1 507. 7. Christopher S. Henshilwood y otros, «An Early Bone Tool Industrv from the Middle Stone Age at Biombos Cave, South Africa: Implications for the Origins of Modera Human Behaviour, Symbolism and Language», Journal o f Human Evolution 41, n° 6, 2001, págs. 631-678; Christopher Henshilwood y otros, «Middle Stone Age Shell Beads from South Africa», Science 304, pág. 404. 8. Sally McBrearty y Alison S. Brooks, «The Revolution That Wasn’t: A New Interpretation ofthe Origin of Modcrn Human Behavior», Journal o f Hu­ man Evolution 39, n° 5, 2000, págs. 453-563.

9. Curtis W. Marean, «When the Sea Saved Humanity», Scientific Ameri­ can 503, 2010, págs. 55-61. 10. Véase Marean, «When the Sea Saved Humanity». 11. Susan Neiman, Moral Clarity: A Cuide for Crown-up Idealists, Orlando, FL, Harcourt, 2008. 12. Angie A. Kehagia, Graham K. Murray y Trevor W. Robbins, «Learning and Cognitive Flexibility; Frontostriatal Funcrion and Monoaminergic Modulation», Current Opinión in Neurobiology 20, n° 2, 201 0, págs. 199-204; Derek E. Lyons, Andrew G. Young y Frank C. Keil, «The Hidden Structure of Overimitation», Proceedings of the National Academy o f Sciences 104, n° 50, 2007, págs. 19731-19756. 13. Ian J. Deary, Lars Penke y Wendy Johnson, «The Neuroscience of Hu­ man Intelligence Difíerences», Nature Reviews Neuroscience 11, n° 3, 2010, págs. 201-211. 14. T. W. Bobbins y A. F. T. Arnsren, «The Neuropsychopharmacology of FrontoExecutive Function: Monoaminergic Modulation», Annual Review of Neuroscience 32, n° 1, 2009, págs. 267-28715. Matt Ridley, The Rational Optimist, Nueva York, Harper Collins, 2010. 16. Roy F. Baumeisrer, The Cultural Animal Human Nature, Meaning, and Social Life, Nueva York, Oxford University Press, 2005; Ernst Fehr y Simón Gáchter, «Cooperation and Punishment in Public Goods Experiments», Ameri­ can Economic Review 90, 2000, págs. 980-994; Herbert Gintis, The Bounds o f Reason: Gante Theory and the Unification o f the Behavioral Sciences, Princeton, Princeton University Press, 2009; Sarah Blaffer Hrdy, Mother Nature: A History o f Mothers, Infants, and Natural Selectioii, Nueva York, Pantheon Books, 1999; Richard E. Nisbett y Dov Cohén, Culture o f Honor: The Psychology ofViolence in the South, Boulder, GO, Wesrview Press, 1996; Peter J. Richerson, Roberr Boyd yjoseph Henrich, «Gene-Culture Coevolution in the Age ofGenomics». Procee­ dings o f the National Academy o f Sciences 107, Suplemento 2, 2010, págs. 8 9858 992. 17. Avital y Jablonka, Animal Traditions; Gregorv Cochran and Henry Harpending, The 10,000 Year Explosion: Hoiv Civilization Accelerated Human Evolution, Nueva York, Basic Books, 2009. 18. Avital y [ablonka, Animal Traditions. 19. Todavía no está claro si los cambios genéticos se produjeron primero e hicieron que beber leche de camello y de vaca fuera ventajoso, o si los productos lácteos precedieron a los cambios genéticos, tal vez como modo de sumarse a la leche materna, y a partir de ahí se sucedieron cambios genéticos. 20. David Danks, «Constraint-Based Human Causal Learning», Procee-

dings o f the 6th International Conference on Cognitive Modeling (ICCM-2004), en M. Lovett, C. Schunn, C. Lebiere y R Munro (comp.), Mahwah, NJ, Lawrence Erlbaum Associates, 2004, págs. 342-343. 21. Véase Patricia S. Churchland, «Inference to the Best Decisión», The Oxford Handbook o f Philosophy and Neuroscience, en John Bickle (comp.), Nueva York, Oxford University Press, 2009, págs. 419-430. Véase también Deborah Talmi y otros, «How Humans Integrate the Prospects of Pain and Reward During Choice», Journal oj Neuroscience 29, n° 46, 2009, págs. 14617-14626. 22. Matthew Gervais y David Sloan Wilson, «The Evolution and Functions of Laughter and Humor: A Synthetic Approach», Quarterly Review o f Biology 80, n" 4, 2005, págs. 395-430. 23. Robert M. Sapolsky, A Primates Memoir, Nueva York, Scribner, 2001. 24. Véase Christine M. Korsgaard, TheSources ofNormativity, Nueva York, Cambridge University Press, 1996. 25. Véase Amanda M. Seed, Nicola S. Clayton y Nathan J. Emery, «PostconflictThird-Parry Affiliation in Rooks, Corvusfugilegus», Current Biolo­ gy 17, n{>2, 2007, págs. 152-158. 26. G. Cordoni y E. Palagi, «Reconciliation in Wolves (Canis lupus)'. New Evidente for a Comparative Perspective», Ethology 114, n° 3, 2008, págs. 298308.

3.

C u id a r d e l o s d e m á s y a p r e c ia r l o s

1. Muchas especies de aves también son altamente sociales, y lo que sabe­ mos por el momento sobre su equivalente de nuestra oxitocina, la mesotocina, indica que también desempeña una función en el apego a la descendencia y a la pareja de un modo similar al que obra la oxitocina en los mamíferos. Es posible que se aprecien algunas diferencias de funcionamiento, puesto que el ancestro com ún de los mamíferos y las aves vivió hace unos trescientos millones de años y los cerebros de las aves se organizan de forma muy distinta a la de los mamífe­ ros. La argumentación de este libro se centra únicamente en los sistemas nervio­ sos de los mamíferos, de los que se sabe mucho más, pero de vez en cuando haré observaciones pertinentes sobre la sociabilidad de las aves. Sobre esta última cuestión, veáse Nicola S. Clayton, Joanna M. Daily y Nathan J. Emery, «Social Cognition by Food-Caching Corvids: The Western Scrub-Jay as a Natural Psychologist», Philosophical T?~ansactions o f the Royal Society B: Biological Sciences 362, n(>1480, 2007, págs. 507-522; James L. Goodson, «The Vertebrare Social Behavior Network: Evolutionary Themes and Variations», Hormones andBeha-

vior 48, n° 1, 2005, págs. 11-22; James L. Goodson y otros, «Mesotocin and Nonapeptide Receptors Promote Estrildid Flocking Behavior», Science 325, 2009, págs. 862-866; Jaak Panksepp, Affective Neuroscience: 'The Foundations o f Human and Animal Emotions, Nueva York, Oxford Universitv Press, 1998. 2. Panksepp, Affective Neuroscience. Antonio R. Damasio, The Feeling o f What Happens: Body and Emotion in the Making o f Consciousness, Nueva York, Harcourt Brace, 1999. 3. A. D. Craig, «A New View of Pain as a Homeostatic Emotion», Trends in Neurosciences 26, n° 6, 2003, págs. 303-307; Craig, «Pain Mechanisms: Labeled Lines versus Convergence in Central Processing», Annual Review o f Neuro­ science 26, n° 1, 2003, págs. 1-30. 4. A. D. Craig, «How Do You Feel? Interoception: The Sense of the Physiological Condition of the Body», Nature Reviews Neuroscience 3, n° 8, 2002, págs. 655-666; Rodolfo R. Llinás, I o f the Vortex: From Neurons to S elf Cam­ bridge, MA, MIT Press, 2001; Damasio, The Feeling o f What Ilappem; Pank­ sepp, A ffective Neuroscience. 5. Antonio R. Damasio, S elf Comes to Mind: Constructing the Conscious Brain, Nueva York, Knopf/Pantheon, 2010. 6. Yawei Cheng y otros, «Love Hurts: An fMRI Study», Neuroimage 51, n° 2, 2010, págs. 923-929. 7. Esto es tal vez lo que Hume tenía en mente cuando utilizó la expresión «sentimiento moral». Véase Blackburn, How to Read Hume. 8. Stcphcn W. Porges y C. Suc Cárter, «Neurobiology and Evolution: Me­ chanisms, Mediators, and Adaptive Consequences oí Caregiving», en S elfhiterest and Beyond: Towarda New U nderstandingofH uman Caregiving, S. L. Brown, R. M. Brown y L. A. Penner (comp.), Oxford, Oxford University Press, en pren­ sa. Véase también Eric B. Keverne, «Genomic Imprinting and the Evolution of Sex Differences in Mammalian Reproductive Strategies», Advances in Genetics 59, 2007, págs. 217-243. 9. Porges y Cárter, «Neurobiology and Evolution». 10. Citado en Elizabeth Pennisi, «On the Origin of Cooperation», Science 325, n° 5945, 2009, págs. 1 196-1 199. 11. Keverne, «Genomic Imprinting and the Evolution of Sex Differences». 12. Véase Donald W. Pfaff, The Neuroscience ofF air Play: Why We (Usually) Follow the Golden Rule, Nueva York, Dana Press, 2007. 13. K. D. Broad, J. P. Curley y E. B. Keverne, «Mother-Infant Bonding and the Evolution of Mammalian Social Relationships», Philosophical Transaclions o f the Royal Society B: Biological Sciences 361, n " 1476, 2006, págs. 2 199-2 214. 14. Eric B. Keverne, «Understanding Well-Being in the Evolutionary Con-

text of Brain Development», Philosophical Transactions o f the Royal Society of London B: Biological Sciences 359, n° 1449, 2004, págs. 1 349-1 358. 15. Kathleen C. Light y otros, «Déficits in Plasma Oxytocin Responses and Increased Negative Affect, Stress, and Blood Pressure in Mothers with Cocaine Exposure During Pregnancy», Addictive Behaviors 29, n° 8, 2004, págs. 1 5411 564. 16. Véase Don M. Tucker, Phan Luu y Douglas Derryberry, «Love Hurts: The Evolution of Empatille Concern through the Encephalizadon of Nociceptive Capacity», Development and Psychopathology 17, n° 3, 2005, págs. 699-713; Cheng y otros, «Love Hurts: An fMRI Study». 17- A. D. Craig, K. Krout y E. T. Zhang, «Cortical Projections ofVMpo, a Specific Pain and Temperature Relay in Primate Thalamus», Abstrcurts-Society for Neuroscience 21, 1995, pág. 1165. 18. Gcorg F. Striedter, «Prccis of Principies of Brain Evolution», Behavioral and Brain Sciences 29, n" 1, 2006, pa'gs. 1-12. 19. A. D. Craig, «Pain Mechanisms: Labeled Lines versus Convergence in Central Processing», Annual Review o f Neuroscience 26, n° 1, 2003, págs. 1-30. 20. A. D. Craig, «Interoception and Emotion: ANeuroanatomical Perspective», en Michael Lewis, Jeannette NI. Haviland-Jones y Lisa E Barren (comp.), Handbook of Emotions, 3a ed., Nueva York, Guilford, 2008, págs. 272-288. 21. A. D. Craig, «How Do You Feel-Now? The Anterior Insula and Hu­ man Awareness», Nature Reviews Neuroscience 10, n° 1, 2009, págs. 59-70. 22. Véase Damasio, The Feeling o f What Happens. Sobre la función que desempeña el miedo, véase Pfaff, The Neuroscience o f Fair Play. 23. Naomi I. Eisenberger y Matthew D. Lieberman, «Why Rejection Hurts: A Common Neural Alarm System for Physical and Social Pain», Trends in Cognitive Sciences 8, n° 7, 2004, págs. 294-300. 24. Véase Robert D. Haré, Without Conscience: The Disturbing World o f the Psychopaths among Us, Nueva York, Pocket Books, 1993; Martha Stout, The Sociopath Next Door: The Ruthless versus the Rest o f Us, Nueva York, Broadway Books, 2005. 25. Robert D. Harc, Manual for the Haré Psychopathy Checklist-Revised, 2a ed., Toronto, Multi-Hcalth Systems, 2003; D. Harc y C. N. Neumann, «The PCL-R Assessment of Psychopathy: Development, Structural Propertics, and New Directions», en C. Patrick (comp.), Handbook o f Psychopathy, Nueva York, Guilford, 2006, págs. 58-88; R. J. R. Blair, «Neuroimaging of Psychopathy and Antisocial Behavior: A Targeted Review», Current Psychiatry Reports 12, n° 1, 2010, págs. 76-82. Véase también mi entrevista (mayo 2010 en Oxford, Ingla­ terra) con Walter Sinnott-Armstrong sobre The Science Network, . 26. Kent A. Kiehl, «A Cognitive Neuroscience Perspective on Psychoparhy: Evidenee for Paralimbic System Dysfunction», Psychiatry Research 142, 2006, págs. 107-128. 27. A. Raine y otros, «Hippocampal Struetural Asymmetry in Unsuccessful Psychopaths», BiologicalPsychiatry 552, 2004, págs. 185-191. 28. T. D. Gunter, M. G. Vaughn y R. A. Philibert, «Behavioral Genetics in Antisocial Speetrum Disorders and Psychopathy: A Review of the Recent Literature», Behavioral Sciences & the Law 28, n° 2, 2010, págs. 148-173. 29. Véase «Acquiring a Conscience» en el capítulo 6. 30. Todd M. Preuss, «Evolutionary Specializations of Primate Brain Sys­ tems», en M. J. Ravoso y M. Dagosto (comp.), Primate Origins andAdaptations, Nueva York, Kluwer Academic/Plenum Press, 2007, págs. 625-675. 31. Sara Jahfari y otros, «Responding with Restraint: What Are the Neurocognitive Mechanisms?», ¡ournal o f Cognitive Neuroscience 22, n° 7, 2010, págs. 1 479-1 492; Carolinc H. Williams-Gray y otros, «Catechol O-Methyltransfcrase Val'^met Genotype Influences Frontoparietal Activity During Planning in Patients with Parkinson’s Disease», Journal of Neuroscience 27, n° 18, 2007, págs. 4832-4838; S. F. Winder-Rhodes y otros, «Effects of Modafinil and Prazosin on Cognitive and Physiological Functions in Healthy Volunteers»,/