El baile de los solteros: la crisis de la sociedad campesina en el Bearne
 9788433962126, 8433962124

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Pierre Bourdieu

E l baile de los solteros La crisis de la sociedad campesina en el Bearne Traducción de Thomas Kauf

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

i i t u lo a e la e d ic ió n o r ig in a l:

Le bal des céiibataires © Éditions du Seuil París, 2002

Publicado con la ayuda del Ministerio francés de Cultura-Centro Nacional del Libro

Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración: Photo D R

© KDITOR.IAL .AIMAGRANIA, S, A., 2004 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-6212-4 Depósito Legal: B. 42708-2004 Printed in Spain Liberduplex, S. L., Constkució, 19, 08014 Barcelona

El baile de Navidad, se celebra en el salón in­ terior de un café. En ei centro de la pista, brillan­ temente iluminada, bailan una docena de parejas, al son de unas canciones de moda. Son, principal­ mente, «estudiantes», alumnos de secundaria o de los institutos de las ciudades vecinas, en su mayo­ ría hijos del lugar. Y también hay algunos solda­ dos, muchachos de la ciudad, obreros o emplea­ dos, que visten pantalón vaquero y cazadora de cuero negro y llevan la cabeza descubierta o som­ brero tirolés. Entre las bailarinas hay varias mu­ chachas procedentes de los caseríos más alejados, que nada diferencia de las demás nativas de Lesquire que trabajan en Pau como costureras, cria­ das o dependientas. Varias adolescentes y niñas de diez o doce años bailan entre sí, mientras los cha­ vales se persiguen y se zarandean entre las parejas. Plantados al borde de la pista, formando una masa oscura, un grupo de hombres algo mayores observan en silencio; todos rondan los treinta años, llevan boina y visten traje oscuro, pasado de moda. Como impulsados por la tentación de par­ ticipar en el baile, avanzan a veces y estrechan el espacio reservado a las parejas que bailan. No ha

faltado ni uno de los solteros, todos están allí- Los hom bres de su edad que ya están casados han de­ jad o de ir al baile. O sólo van por la Fiesta M ayor o por la feria: ese día todo el m u n d o acude al Pa­ seo y todo el m u ndo baila, hasta los «viejos». Los solteros no bailan nun ca, y ese día n o es una ex­ cepción . Pero entonces llam an m enos la atención, porque todos los h om bres y las m ujeres dei pueblo han acudido, ellos para tom arse unas copas con los am igos y ellas para espiar, cotillear y hacer co n ­ jeturas sobre las posibles bodas. E n los bailes de ese tipo, co m o el de N avidad o el de A ño N uevo, los solteros n o tien en nada que hacer. S o n bailes «para los jóvenes», es decir, para los que no están casados; los solteros ya han superado la edad núbil, pero son , y lo saben, «in­ casables». S o n bailes a los que se va a bailar, pero ellos no bailarán. D e vez en cu and o, com o para disim ular su m alestar, brom ean o alb orotan un poco. T o c a n una m archa: una m u ch ach a se acerca al rin có n de los solteros y le pide a u no que baile co n ella. Se resiste u n p oco, avergonzado y encan­ tado. D a una vuelta por la pista de baile subrayan­ do deliberadam ente su torpeza y falta de agilidad, un poco co m o hacen los viejos el día del baile de la asociación de agricultores y ganaderos, y hacien­ do guiños a sus am igos. C u an d o acaba la canción, va a sentarse y ya no bailará más. «Ése», m e dicen, «es el h ijo de A n ... [un propietario im portante]. L a chica que lo ha invitado a bailar es una vecina. Lo ha sacado a dar una vuelta p or la pista para que esté con ten to.» T o d o vuelve a la norm alidad. Se­ guirán allí hasta la m edianoche, casi sin hablar, en m edio del ruido y las luces del baile, con tem plan ­ do a las inaccesibles m uchachas. L uego irán a la

sala de la fonda, donde se pondrán a beber senta­ dos unos frente a otros. C antarán a voz en grito antiguas canciones bearnesas prolongando hasta quedar afónicos unos acordes discordantes, m ien ­ tras, al lado, la orquesta to ca twists y chachachás. Y , en grupos de dos o de tres, se alejarán lenta­ m ente, cuando acabe la n oche, cam ino de sus re­ cónditas granjas. F ie r r e B o u r d ie u 5

1. Véase «Reproducción interdite. La dimensión symbolique de la domination économique», en Etudes rurales, 113-114, enero-junio de 1989, pág. 9.

IN T R O D U C C IÓ N

Los artículos recopilados aquí remiten en tres ocasiones ai mismo problema, pero cada vez con un bagaje teórico más pro­ fundo porque es más general y, no obstante, tiene mayor base empírica.1 Y, por ello, pueden resultar interesantes para aquellos que deseen seguir una investigación de acuerdo con la lógica de su desarrollo y llevarlos al convencimiento, que yo siempre he tenido, de que cuanto más profundiza el análisis teórico, más cerca está de los datos de la observación. Creo, en efecto, que, cuando se trata de ciencias sociales, la trayectoria heurística tie­ ne siempre algo de viaje iniclático. Y tal vez no sea del todo ab­ surdo ni esté del todo desplazado considerar una especie de BUdungsroman, es decir, de novela de form ación intelectual, la historia de esta investigación que, tomando como objeto los pa­ decimientos y los dramas asociados a las relaciones entre los se­ xos —así rezaba, más o menos, el título que había puesto, mucho antes de la emergencia de los gender studies, al artículo de Les Temps modemes dedicado a este problema—, ha posibilitado o ha obrado una auténtica conversión. El término conversión no es, a m i parecer, exagerado para designar la transformación, a la vez 1 . Fierre Bourdieu, «Célibat et condition paysanne», en Études rurales, 5-6, abril-septiembre de 1962, págs, 32-135; «Les stratégies matrimoniales dans le systeme de reproduction», en Armales, 4-5, julio-octubre de 1972, págs. 1105-1127; «Reproduction interdite. La dimensión symbolique de la dominación économique», op, c i t págs. 15-36.

intelectual y afectiva, que me ha llevado de la fenomenología de la vida afectiva (fruto también, tal vez, de los afectos y de las aflicciones de la vida, que se trataba de negar sabiamente), a una visión del mundo social y de la práctica a la vez más distanciada y realista, y ello gracias a un auténtico dispositivo experimental para propiciar la transformación del Erlebnis en Erfahrung, es decir, del saber en experiencia. Esta mudanza intelectual conlle­ vaba muchas implicaciones sociales puesto que se efectuaba me­ diante el paso de la filosofía a la etnología y a la sociología y, dentro dé ésta, a la sociología rural, situada en el peldaño infe­ rior dentro de la jerarquía social de las disciplinas, y que la re­ nuncia electiva que implicaba ese desplazamiento negativo en el espacio universitario tenía como contrapartida el sueño confuso de una reintegración en el mundo natal. E n el primer texto, escrito a principio de los años sesenta, en un momento en el que la etnografía de las sociedades euro­ peas es casi inexistente y en el que la sociología rural se mantie­ ne a una distancia considerable del «terreno», me propongo, en un artículo acogido entusiásticamente en Études rurales por Isaac Chiva (¿quién pondría hoy a disposición de un joven in­ vestigador desconocido casi medio número de una revista?), re­ solver ese enigma social que es el celibato de los primogénitos en una sociedad conocida por su apego furibundo al derecho de primogenitura. Todavía muy cercano de la visión ingenua, de la que, sin embargo, pretendo disociarme, me lanzo a una especie de descripción total, algo desenfrenada, dé un mundo social que conozco sin conocerlo, como ocurre con todos los universos familiares. Nada escapa a la furia cientificista de quien descubre con una especie de enajenamiento el placer de objetivar tal como enseña la G uide pratique d ’é tude directe des comportements culturéisy de Marcel Maget, espléndido antídoto hiperempirista contra la fascinación que ejercen entonces las elaboraciones estructuralistas de Claude Lévi-Strauss (y de la que da fe suficiente mi artículo sobre la casa cabileña, que escri­ bo más o menos en esa época). El signo más manifiesto de la transformación dei punto de vista que implica la adopción de

la postura del observador es el uso intensivo al que recurro en­ tonces de la fotografía, del mapa, del plano y de la estadística; todo tiene cabida allí: aquella puerta esculpida ante la que ha­ bía pasado mil veces o los juegos de la fiesta del pueblo, la edad y la marca de los automóviles y la pirámide de las edades, y en­ trego al lector el plano anónimo de una casa familiar en la que jugué durante toda mi infancia. El ingente trabajo, infinitamen­ te ingrato, que requiere la elaboración estadística de numero­ sísimos cuadros de gran complejidad sobre poblaciones reía" tivamente importantes sin la ayuda de la calculadora o del ordenador participa, como las no menos numerosas entrevistas asociadas a amplias y profundas observaciones que llevo a cabo entonces, de una ascesis de aire iniciático. A través de la inmersión total se realiza una reconciliación con cosas y personas de las que el ingreso en otra vida me había alejado insensiblemente y cuyo respeto impone la postura etno­ gráfica con la máxima naturalidad. El regreso a los orígenes va parejo con un regreso, pero controlado, de lo reprimido. D e todo ello apenas quedan huellas en el texto. Si algunos comen­ tarios finales, imprecisos y discursivos, sobre la distancia que media entre la visión primera y la visión erudita permiten adi­ vinar el propósito de reflexividad que presidía inicialmente toda la empresa (para m í se trataba de «hacer un Tristes trópicos al revés»), nada, salvo tal vez la ternura contenida de la descrip­ ción del baile, evoca el clima emocional en el que se llevó a cabo mi investigación. Pienso, por ejemplo, en el punto de par­ tida de la investigación: la foto de (mi) curso, que uno de mis condiscípulos, empleado en la ciudad vecina, comenta con un escueto y despiadado «incasable» referido a aproximadamente la mitad de los que salen en ella; pienso en todas las entrevistas, a menudo muy dolorosas, que he mantenido con viejos solteros de la generación de mi padre, que me acompañaba con fre­ cuencia y que me ayudaba, con su presencia y sus discretas in­ tervenciones, a despertar la confianza y la confidencia; pienso en aquel antiguo compañero de escuela, al que apreciaba mu­ cho por su finura y su delicadeza casi femeninas, y que, retirado

con su madre en una casa espléndidamente cuidada, había ins­ crito en la puerta del establo las fechas de nacimiento de sus terneras y los nombres de mujer que les había puesto. Y la contención objetivista de mi propósito se debe, sin duda, en parte al hecho de que tengo la sensación de cometer una especie de traición, lo que me ha llevado a rechazar hasta la fecha cual" quier reedición de textos que la publicación en revistas eruditas de escasa difusión protegía contra las lecturas malintencionadas o voyeuristas. N o tengo gran cosa que añadir sobre los artículos ulteriores que no haya sido dicho ya. Sin duda, porque los progresos que reflejan se sitúan dentro del orden de la reflexividad entendida como objetivación científica del sujeto de la objetivación y por­ que la conciencia de los cambios de punto de vista teórico del que son consecuencia se expresa en ellos con bastante claridad. El segundo, que marca de forma harto manifiesta la ruptura con el paradigma estructuralista, a través del paso de la regla a la estrategia, de la estructura al habitus y del sistema al agente socializado, a su vez animado o influido por la estructura de las relaciones sociales de las que es fruto, se publicó en una revista de historia, Les Armales, como para señalar m ejor la distancia respecto al sincronismo estructuralista; preparado por la larga posdata histórica, escrita en colaboración con Marie-Claire Bourdieu, del primer artículo, contribuye considerablemente a una comprensión justa, es decir, historizada, de un mundo que se desvanece. El último texto, que se inscribe en el modelo más general, es también el que permite comprender de forma más directa lo que se desvelaba y se ocultaba a la vez en el escenario inicial: el pequeño baile que yo había observado y descrito y que, con la despiadada obligatoriedad implícita en la palabra «incasable», me había hecho intuir que estaba ante un hecho social muy significativo, era, en efecto, una realización concreta y perceptible del mercado de bienes simbólicos que, al unificar­ se a escala nacional (como hoy en día, con efectos homólogos, a escala mundial), había condenado a una repentina y brutal devaluación a quienes tenían que ver con el mercado protegido

de los antiguos intercambios matrimoniales controlados por las familias. T odo, en cierto sentido, estaba, pues, presente, de en­ trada, en la descripción primera, pero de una forma tal que, como dirían los filósofos, la verdad sólo se manifestaba ocul­ tándose. No es baladí lo que se perdería obviando, lisa y llanamente, el apéndice del primer artículo, que pude elaborar con la cola­ boración de Claude Seibel y gracias a los recursos del Instituto bretón de Estadística: lleno de gráficos y de cifras, plantea una comprobación y una generalización puramente empíricas apli­ cadas al conjunto de los departamentos bretones de los resulta­ dos obtenidos a escala de un municipio bearnés (y ya compro­ bados a nivel del cantón, a requerimiento meramente rutinario e ingenuamente castrador de un cátedro sorbonero al que tuve que consultar). Especie de impecable callejón sin salida, limita la investigación a una comprobación positivista que fácilmente podría haberse coronado con una conformación y una formula­ ción matemáticas. El empeño de investigación teórica y empíri­ ca podría, sin duda, haberse limitado a eso, para satisfacción general: ¿no descubrí, acaso, al albur de unas lecturas que te­ nían que servir para preparar un viaje al Japón, que los campesi­ nos japoneses conocían una forma de celibato muy similar al de los campesinos bearneses? En realidad, sólo el establecimiento de un modelo general de intercambios simbólicos (cuya robus­ tez he podido comprobar en múltiples ocasiones, en ámbitos tan diversos como la dominación masculina y la economía do­ méstica o la magia del Estado) permite dar cuenta a la vez de las regularidades observadas en las prácticas y de la experiencia parcial y deformada que tienen de ellas los que las padecen y las viven. El recorrido, cuyas etapas señalan los tres artículos recopi­ lados aquí, me parece adecuado para dar una idea bastante exacta de la lógica específica de la investigación en ciencias so­ ciales, Tengo, en efecto, la impresión, que se fundamenta, tai vez, en las particularidades de un habitus, pero que la experien­ cia, al cabo de tantos años de investigación no ha dejado de co­

rroborar, que sólo la atención prestada a los datos más triviales, que otras ciencias sociales, que también hablan de mercado, se sienten legitimadas a obviar, en nombre de un derecho a la abs­ tracción que sería constitutivo del proceder científico, puede llevar a la elaboración de modelos comprobados de modo em­ pírico y susceptibles de ser formalizados. Y ello, en especial, porque, cuando se trata de cuestiones humanas, los progresos en el conocimiento del objeto son inseparablemente progre­ sos en el conocimiento del sujeto del conocimiento que pasan, quiérase o no, sépase o no, por el conjunto de los trabajos hu­ mildes y oscuros a través de los cuales el sujeto cognosciente se desprende de su pasado impensado y se impregna de las lógicas inmanentes al objeto cognoscible. Que el sociólogo que escribe el tercer artículo poco tenga en común con el que escribió el primero tal vez se deba, en primer término, a que se ha cons­ truido a través de una labor de investigación que le ha permiti­ do reapropiarse intelectual y afectivamente de la parte, sin duda, más oscura y más arcaica de sí mismo. Y también a que, gracias a ese trabajo de objetivación anamnéstica, ha podido reinvertir en un retorno sobre el objeto inicial de su Investiga­ ción los recursos irreemplazables adquiridos a lo largo de una investigación que tomaba como objeto, indirectamente, al me­ nos, el sujeto de la investigación, así como en los estudios ulte­ riores que la reconciliación inicial con un pasado que represen­ taba un lastre le facilitó llevar a cabo.

París, ju lio ele 2001

Prim era parte

Celibato y condición campesina

¿Por qué paradoja el celibato masculino puede representar para los propios solteros y para su entorno el síntoma más rele­ vante de la crisis de una sociedad que, por tradición, condena­ ba a sus segundones a la emigración o al celibato? N o hay na­ die, en efecto, que no insista en la condición y la gravedad excepcionales del fenómeno. «Aquí», me dice un informador, «veo primogénitos de 45 años y ninguno está casado. He esta­ do en el departamento de Altos Pirineos y allí pasa lo mismo. Hay barrios enteros de solteros». 0 .-P . A., 85 años). Y otro in­ formador comenta: «Tienes montones de tíos de 25 a 30 años que son “incasables”. Por mucho que se empeñen, y poco em­ peño le ponen, ¡pobres!, no se casarán»1 (P. C „ 32 años). Sin embargo, el mero examen de las estadísticas basta para convencerse de que la situación actual, por grave que sea, no carece de precedentes: entre 1870 y 1959, es decir, en casi no­ venta años, constan, en el registro civil, 1.022 matrimonios, o sea, una media de 10,75 matrimonios anuales. Entre 1870 y 1914, en cuarenta y cinco años, se celebraron 592 matrimo­ nios, una media de 13,15 matrimonios anuales. Entre 1915 y 1 . Este estudio es el resultado de investigaciones efectuadas en 1959 y 1960 en el pueblo que llamaremos Lesquire y que está situado en el Bearne, en el centro de la zona de colinas, entre ios ríos Gave de Pau y Gave de O lo­ tón.

1939, en veinticinco años, 3 0 7 matrimonios, 12,80 de media. Por último, entre 1940 y 1959, en veinte años, se contrajeron 173 matrimonios, una media de 8,54. No obstante, debido a la merma paralela de la población global, la caída del índice de nupcialidad se mantiene relativamente baja, como muestra el cuadro siguiente:1 Evolución del número de m atrim onios e índice de nupcialidad A ñ o de censo 1881 1891 1896 1901 1906 1 911 1921 1931 1936 1946 1954

P oblación global

N ú m ero de m atrim onios

2 .4 6 8 2 .0 7 3 2 .0 3 9 1 .9 7 8 1 .9 5 2 1 .8 9 4 1 .6 6 7 1 .6 3 3 1.621 1 .5 8 0 1 .351

11 11 15 11 18 16 ■15 7 7 15 10

In dice de nu p cia lid a d (2 M /P X 1 .0 0 0 ) 8 ,9 2 1 0 ,6 0 1 4 ,6 0 1 1 ,6 6 1 8 ,4 4 1 6 ,8 8 1 7 ,9 8 8 ,5 6 8 ,6 2 1 8 ,9 8 1 4 ,8 0

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A la vista de estas cifras, uno tiende a concluir que todos los informadores caen en el engaño o en la inconsecuencia. El mis­ mo que afirmaba: «[...] veo primogénitos [...] y ninguno está ca­ sado», añade: «Había antes segundones viejos y los hay ahora. [...] Había muchos que no estaban casados.» ¿Cómo explicar, en estas condiciones, que el celibato masculino sea percibido como algo excepcionalmente dramático y absolutamente insólito? 1. El índice de nupcialidad (entendido como el número de matrimo­ nios en un año por mil habitantes) se sitúa alrededor del 15 % todos los años en Francia. Ha y que introducir algunas correcciones a los índices que se pre­ sentan aquí. Así, en 1946 y en 1954 el número de matrimonios fue anormal­ mente alto. En 1960 el índice de nupcialidad sólo alcanzó el 2,94.

1. EL SIST E M A D E L O S IN T E R C A M B IO S M A T R IM O N IA L E S EN LA SO C IE D A D D E A N TA Ñ O

A los que prefieren perm anecer en el hogar pa­ terno [este régim en sucesorio], p roporciona la tranquilidad del celibato con las dichas y alegrías de la fam ilia. F r é d é r jc L e P l a y ,

L ’O rganisation de la fa m ille , pág. 3 6

Antes de 1914 el matrimonio se regía por unas reglas muy estrictas. Porque comprometía todo el futuro de la explotación familiar, porque era ocasión de una transacción económica de la máxima importancia, porque contribuía a reafirmar la jerar­ quía social y la posición de la familia dentro de esa jerarquía, era un asunto que competía a todo el grupo más que al indivi­ duo. La familia era la que casaba y uno se casaba con una fa­ milia. La investigación previa que se lleva a cabo en el momento del matrimonio abarca a toda la familia. Porque llevan el mis­ mo apellido, los primos lejanos que viven en otros pueblos tampoco se libran: «Ba. es muy rico, pero sus parientes de Au. [pueblo vecino] son muy pobres.» El conocimiento profundo de los otros que requiere el carácter permanente de la coexis­ tencia se basa en la observación de ios hechos y gestos ajenos —se hace broma a costa de esas mujeres del lugar que se pasan la vida, ocultas tras los postigos entornados de sus ventanas, es­ piando la calle—, en la confrontación constante de los juicios re­ feridos a los demás —lo que constituye una de las funciones de los «cotilleos»—, en la memoria de las biografías y de las genea­ logías. En el momento de tomar una decisión tan seria como la de escoger una esposa para el hijo o un esposo para la hija, es normal que se movilice todo el arsenal de esos instrumentos y esas técnicas de conocimiento, que se utilizan de forma menos

sistemática en el transcurso de la vida cotidiana. 1 Éste es el con­ texto en que hay que comprender la costumbre, vigente hasta 1955, de «quemar los pantalones» del hombre que, habiendo tenido relaciones con una mujer, se casa con otra. La primera función del matrimonio consiste en asegurar la continuidad del linaje sin comprometer la integridad del patri­ monio. En efecto, la familia es, ante todo, un apellido, índice de la situación del individuo dentro de la jerarquía social y, a este respecto, manifestación de su preeminencia o recordatorio de su humilde condición: «Cabe decir que cada individuo, en el campo, tiene una aureola que procede de su familia, de sus títulos de propiedad, de su educación. D e la grandeza y de la proyección de esa aureola depende todo su futuro. Hasta los cretinos de buena familia, de familias cotizadas, se casan con fa­ cilidad» (A, B.). Pero el linaje consiste, ante todo, en una serie de derechos sobre el patrimonio. D e todas las amenazas que se ciernen sobre él y que la costumbre tiende a alejar, la más gra­ ve, sin lugar a dudas, es la que se plantea con el matrimonio. Se comprende, pues, que el acuerdo entre ambas familias se pre­ sente en forma de una transacción regida por las reglas más ri­ gurosas. «Cuando tenía 26 años [1901], me puse en relaciones con una muchacha que se llamaba M .-F. Lou., mi vecina, de 21. M i padre había fallecido, así que se lo comuniqué a mi madre. Había que solicitar la autorización paterna y materna y, hasta los 21 años, había que firmar una “notificación” que se presen­ taba al alcalde. Y la chica igual. En caso de oposición, se reque­ rían tres «notificaciones». Com o yo era el segundón, m i herma­ no mayor, el primogénito, que estaba casado, vivía en casa. M i novia era heredera. Normalmente, tendría que haberme instala­ do en casa de mis suegros. Yo tenía 4 .0 0 0 francos de dote, en 1. Véase Marcel Maget, «Remarques sor le village comme cadre de recherches anthropologiques», Bulletín de fsychologie du groupe des ítudiants de psycbologie de l ’université de Parts VIII, n.° 7-8, abril de 1955, págs. 375-382.

metálico. Por supuesto, la costumbre mandaba que me dieran un ajuar, que no se consideraba dote. ¡Eso hacía que por fuerza se me abriera alguna puerta (que hesé urbi ue porté)\ M i novia tenía una hermana. En estos casos, la primogénita obtiene el tercio de todos los bienes con el acuerdo de los padres. Según es costumbre, mí dote de 4 .0 0 0 francos debía ser reconocida mediante capitulaciones. En el supuesto de que se vendiera la finca dos años después de la boda por un importe total de 16.0 0 0 francos, el reparto habría sido el siguiente, una vez res­ tituida la dote (toum edot): primogénita, 1/3 + 1/3 = 8.0 0 0 francos; segundona, 1/4 = 4 .0 0 0 francos. Las capitulaciones instituyen que el reparto definitivo no se hará hasta el falleci­ miento de los padres. Llegamos a un acuerdo mi futuro suegro y yo- Otorgará un tercio a su hija mayor mediante capitulacio­ nes. O cho días después, en el momento de firmar las capitula­ ciones ante notario, se echa atrás. D a su consentimiento al ma­ trimonio, pero se niega a conceder el tercio, aunque “reconoce la dote”. En este caso, el yerno tiene los poderes limitados. M e­ diante el reintegro de la dote, pueden obligarle a irse. Es un caso más bien raro, porque las mejoras suelen otorgarse de una vez y para siempre con las capitulaciones. El padre de mi novia fue víctima de la mala influencia de una tercera persona allega­ da de la casa que pensaba que mi presencia en el hogar men­ guaría la influencia en la familia de su “amigo”. “La tierra es mala, y tu yerno tendrá que buscarse algún empleo; irá de un lado para otro, y tú serás su criado.” La negativa en el último momento a concedernos el tercio por contrato nos hirió en nuestro amor propio, a mi novia y a mí. Ella dijo: “Vamos a es­ perar... Vamos a buscarnos una casa (ue case). N o vamos a ser aparceros ni criados... Tengo dos tíos que viven en París, los hermanos de mi madre, me encontrarán un empleo [en bearnés].” Yo le dije: “Estoy de acuerdo. No podemos aceptar ese rechazo. Además, siempre nos sentiríamos resentidos.” Ella: “Pues me marcho a París. Nos escribiremos.” Fue a hablar con el alcalde y con el cura y se marchó. Yo proseguí mi aprendizaje de capador en B. [un pueblo cercano].

»Yo intentaba colocarme en algún lado. Com o era segun­ dón menor, y no había podido casarme, tenía que encontrar un empleo, una tienda. Fui a las Landas y a los departamentos pró­ ximos. Encontré la casa de la viuda H o., y se la quise comprar. Estaba a punto de firmar los papeles (passapapes) con otra per­ sona. M onté una tienda, un café, y seguí con m i oficio de capa­ dor, y, en cuanto pude, me casé con mi novia, que regresó de París. M Í suegro venía todos los domingos a casa. La “calderilla” que su hija rechazaba, se la daba a los niños. Cuando falleció, mi mujer cobró su parte de la herencia sin m ejora legal. N o ha­ bía tenido ajuar ni dote. Se había ido de su casa y se había libe­ rado de la autoridad paterna. Su hermana, más dócil y cinco años más joven, había obtenido el tercio al casarse con un cria­ do de la comarca. “Éste está acostumbrado a que le manden”, dijo mí suegro. Pero se equivocaba, porque tuvo que alquilar la finca a su yerno, y marcharse de la granja» (J.-P. A.). Este caso, por sí solo, ya plantea los problemas principales. En primer lugar, el derecho de primogenitura integral, que tan­ to podía favorecer a las hembras como a los varones, sólo puede comprenderse relacionado con el imperativo fundamental, es decir, la salvaguarda del patrimonio, indisoluble de la conrinuidad de la estirpe: el sistema bilateral de sucesión y de herencia conduce a confundir el linaje y la «casa» como conjunto de las personas poseedoras de derechos permanentes sobre el patrimo­ nio, aunque la responsabilidad y la dirección de la hacienda in­ cumban a una única persona en cada generación, lou meste, el amo, o la daune, el ama de la casa. Que el derecho de primoge­ nitura y la condición de heredera (heretére) puedan recaer en una hembra no significa, en absoluto, que el uso sucesorio se rija por la igualdad entre los sexos, lo que contradiría los valo­ res fundamentales de una sociedad qué otorga la primacía a los varones. E n la realidad, el heredero no es el primogénito, hem­ bra o varón, sino el primer varón, aunque llegue en séptimo lngar. Sólo cuando hay únicamente hembras, para desespero de los padres, o bien cuando el primogénito se ha marchado, se

instituye a una hembra como heredera. Si se prefiere que el he­ redero sea un varón, es porque así se asegura la continuación del apellido y porque se considera que un hombre está mejor capacitado para dirigir la explotación agrícola. La continuidad del linaje, valor supremo, puede quedar garantizada indistinta­ mente por un hombre o por una mujer, puesto que el matri­ monio entre un segundón y una heredera cumple esa función exactamente igual que el matrimonio entre un primogénito y una segundona. En ambos casos, en efecto, las reglas que rigen los intercambios matrimoniales cumplen su función primera, o sea, la de garantizar que el patrimonio se va a mantener y a transmitir en su integridad. Encontramos una prueba suple­ mentaria de ello en el hecho de que cuando el heredero o la he­ redera abandonan la casa y la tierra, pierden su derecho de primogenitura porque éste es inseparable de su ejercicio, es decir, de la dirección efectiva de la hacienda. Se pone así de manifies­ to que este derecho no está vinculado a una persona concreta, hombre o mujer, primogénito o segundón, sino a una función socialmente definida; el derecho de primogenitura no es tanto un derecho de propiedad como el derecho, o mejor, el deber de actuar como propietario. Asimismo era necesario que el primogénito fuera no sólo capaz de ejercer su derecho, sino de garantizar su transmisión. Com o si se tratara de una fábula, resulta significativo que se pueda contar hoy en día que a veces, en ios casos en que el pri­ mogénito no tenía hijos o fallecía sin descendencia, se le pidiera a un segundón ya mayor, que permanecía soltero, que se casa­ ra para asegurar la continuidad de la estirpe (j.-P . A.). Sin tra­ tarse de una verdadera institución sancionada por el uso, el ma­ trimonio de un segundón con la viuda del primogénito, al que heredaba, era relativamente frecuente. Después de la guerra de 1 9 1 4 -1 9 1 8 los matrimonios de este tipo fueron bastante nume­ rosos: «Se arreglaban las bodas. En general, los padres presiona­ ban en ese sentido, en interés de la familia, para que tuviera des­ cendencia. Y los jóvenes aceptaban. Los sentimientos no contaban» (A. B .).

La regla imponía que el título de heredero recayera automáticamente en el mayor de los hijos; sin embargo, el cabeza de familia podía modificar el uso establecido en aras del interés de la casa: así sucedía cuando el hijo mayor no era digno de su rango o cuando existía una ventaja real en que uno de los otros hijos heredase. Aunque el derecho de modificar el orden de la sucesión no le perteneciera, el cabeza de familia poseía una au­ toridad moral tan grande, y aceptada de modo tan absoluto por todo el grupo, que el heredero según el uso no tenía más re­ medio que acatar una decisión dictada por el afán de garantizar la continuidad de la casa y de dotarla de la m ejor dirección po­ sible. A la vez linaje y patrimonio, la «casa» (la maysou), perma­ nece, mientras pasan las generaciones que la personifican; es ella la que lleva entonces un apellido mientras que los que la encarnan a menudo sólo se distinguen por un nombre de pila: no es infrecuente que llamen «Yan dou Tinou», es decir, Jean de Tinou, de la casa T inou , a un hombre que figura en el regis­ tro civil, por ejemplo, con el nombre de Jean Cazenave; puede ocurrir a veces que el apellido siga unido a la casa incluso cuan­ do ha quedado deshabitada, y que se les dé a los nuevos ocu­ pantes. En tanto que es la encarnación de la casa, el capmaysoue> el jefe de la casa, es el depositario del apellido, y de los intereses del grupo, así como del buen nombre de éste. Así, todo concurría a favorecer al primogénito (el aynat, o el hérete o el capmaysoué). Sin embargo, los segundones también tenían derechos sobre el patrimonio. Virtuales, estos derechos sólo se volvían reales, las más de las veces, cuando se concertaba su boda, que siempre era objeto de capitulaciones: «Los ricos siempre hacían capitulaciones, y los pobres también, a partir de 500 francos, para “invertir” la dote (coulouca l ’a dotj.» 0 .-P . A.). Por ende, l ’a dot designaba a la vez la parte de la herencia co­ rrespondiente a cada hijo, varón o hembra, y la donación efec­ tuada en el momento de la boda, casi siempre en efectivo, para evitar la fragmentación del patrimonio, y sólo excepcionalmen­ te en tierras. En este último caso, se consideraba que la tierra

estaba empeñada, y el cabeza de familia podía rescatarla me­ diante una cantidad fijada previamente. Cuando una familia sólo tenía dos hijos, como en el caso analizado aquí, el uso local establecía que en las capitulaciones se otorgara un tercio del va­ lor de la finca al hijo.m enor. Cuando había n hijos (n > 2 ), la parte de cada segundón era (P — P/4)/ n, y la del primogénito, P/4 + (P — P/4)/ n, donde P designa el valor atribuido a la ha­ cienda. La dote se calculaba de la manera siguiente: se hacía una valoración estimada lo más precisa posible de la finca, oca­ sionalmente recurriendo a peritos locales, para lo que cada par­ te aportaba el suyo. Com o base de la valoración se tomaba el precio de venta de una finca del barrio o del pueblo vecino. Luego se estimaban a tanto el «jornal» (joum ade) los campos, los bosques o los helechales. Eran unos cálculos bastante exac­ tos, y por ello todos los aceptaban. «Por ejemplo, para la finca T r., la valoración estimada fue de unos 3 0 .0 0 0 francos fhacia el año 1900]. Eran el padre, la madre y seis hijos, un varón y cin­ co hembras. Ai primogénito le dan el cuarto, o sea, 7 .5 0 0 fran­ cos. Quedan 2 2 .5 0 0 francos que hay que dividir en cinco par­ tes. La parte de las segundonas es de 3-750 francos, que puede convertirse en 3 .0 0 0 francos en efectivo y 7 5 0 francos en ropas, sábanas, toallas, camisones y edredones, es decir, en ajuar, lou cabinet (el armario), que siempre aporta la novia» (J.-P. A.). Resumiendo, el importe de la dote era siempre una función de­ terminada del valor del patrimonio y del número de hijos. N o obstante, las normas consuetudinarias no sólo parecían variar con el tiempo y según los pueblos, sino que nunca se aplicaban con un rigor matemático, en primer lugar porque el cabeza de familia siempre conservaba la potestad de incrementar o de re­ ducir la parte del primogénito y los segundones, y después por­ que la parte de los solteros no dejaba de ser virtual y, por lo tanto, permanecía integrada en el patrimonio. La observación de la realidad recuerda que no hay que caer en la tentación de establecer modelos demasiado sencillos. El «reparto» solía llevarse a cabo de forma amistosa, en el momento del matrimonio de alguno de los hijos. Entonces se

«instituía» al primogénito en su función de capmaysoue, de ca­ beza de la casa y de sucesor del padre. A veces, la «institución del heredero» se efectuaba por testamento. Así obraron muchos cabezas de familia en el momento de marchar al frente, en 1914. Tras la valoración de la hacienda, el cabeza de familia en­ tregaba a aquel de los segundones que se iba a casar un importe equivalente a su parte de patrimonio, y definía al mismo tiem­ po la parte de los demás, parte que recibían bien en el momen­ to de casarse, bien tras el fallecimiento de los padres. Dejarse engañar por la palabra reparto constituiría una grave equivoca­ ción. D e hecho, la función de todo el sistema consiste en reser­ var la totalidad del patrimonio para el primogénito, pues las «partes» o las dotes de los segundones tan sólo son una compen­ sación que se les concede a cambio de su renuncia a los dere­ chos sobre la tierra.1 Buena prueba de ello es que el reparto efectivo era conside­ rado una calamidad. El uso sucesorio se basaba, en efecto, en la primacía del interés del grupo, al que los segundones tenían que someter sus intereses personales, bien contentándose con una dote, bien renunciando a ella cuando emigraban en busca de empleo, bien, si se quedaban solteros, viviendo en la casa del primogénito y trabajando las tierras de sus antepasados. Por ello, sólo en última instancia se lleva realmente a cabo el repar­ to, o bien cuando, debido a desavenencias familiares, o a la in­ troducción de nuevos valores, se acaba tomando lo que no es más que una compensación por un derecho verdadero sobre una parte de la herencia. Así, hacia 1830, las tierras y la casa de Bo. (casona de dos plantas, de dus soules) acabaron repartidas entre los herederos, que habían sido incapaces de llegar a un acuerdo amistoso; desde entonces está «toda surcada por zanjas y setos» (toute croutzade de barats y de plechs).2 Com o el sistema 1. El carácter gracioso que debía de tener la dote antiguamente se refle­ ja en el hecho de que el padre era muy líbre de fijar su importe según sus preferencias, pues ninguna regla estricta establecía sus proporciones. 2. Había unos especialistas, llamados barades (de barat, zanja), que ve­ nían de las Landas y cavaban las zanjas que dividían las fincas.

estaba dominado por la escasez del dinero líquido, a pesar de la posibilidad, prevista por la costumbre, de escalonar los pagos a lo largo de varios años, y que a veces podía alargarse hasta el fa­ llecimiento de los padres, ocurría en ocasiones que resultara imposible efectuar el pago de una compensación y que no que­ dara más remedio que proceder al reparto cuando se casaba unos de los segundones, cuya dote tenía que pagarse entonces con tierras- Así se llegó a la liquidación de muchas haciendas. «Tras los repartos, dos o tres familias vivían a veces en la misma casa, y cada cual disponía de su rincón y de su parte de las tie­ rras. La habitación con chimenea siempre revertía, en estos ca­ sos, al primogénito. Así ocurrió con las haciendas de H i., Q u., D i. En el caso de An., hay trozos de tierra que nunca se han reintegrado. Algunos pudieron recomprarse después, pero no todos. El reparto creaba unas dificultades terribles. En el caso de la finca Q u ., que se repartieron los tres hijos, uno de los se­ gundones tenía que rodear todo el barrio para poder llevar sus caballos a un campo alejado que le había correspondido» (P. L .). «Había primogénitos que, para ser dueños, tenían que ven-, der propiedades y también se dio el caso de que vendieran la casa y luego no la pudieran recuperar»1 (J.-P.A.). O sea, la lógica de los matrimonios está dominada por un propósito esencial: la salvaguarda del patrimonio; actúa en una situación económica particular, cuyo rasgo principal estriba en la escasez de dinero, y está sometida a dos principios fundamen­ tales, como son la oposición entre el primogénito y el segundón, por una parte, y, por otra, la oposición entre matrimonio de aba­ jo arriba y matrimonio de arriba abajo, punto de encuentro don­ 1. En aplicación del principio según el cual los bienes de abolengo per­ tenecen más al linaje que al individuo, el retracto de sangre, o gentilicio, ororgaba a cualquier miembro de un linaje la posibilidad de recuperar la po­ sesión de bienes que hubieran sido alienados. La «casa madre» (la maysou mayrane) conservaba «derechos de retracto» (bus drets de retour) sobre las tie­ rras cedidas como dote o vendidas. Por ello, «cuando se vendían esas tierras, y como se sabía que tales casas tenían derechos sobre ellas, el vendedor se las ofrecía en primer lugar a sus propietarios» (J.-P. A.).

de se cruzan, por una parte, la lógica del sistema económ ico, que tiende a clasificar las casas en grandes y pequeñas, según el tama­ ño de las haciendas, y, por otra parte, la lógica de las relaciones entre los sexos, según la cual la primacía y la supremacía pertene­ cen a los hombres, particularmente, en la gestión de los asuntos familiares. D e lo que resulta que todo matrimonio es función, por una parte, del lugar que ocupa cada uno de los contrayentes en la línea sucesoria de su respectiva familia y del tamaño de ésta, y, por otra, de la posición relativa de ambas familias en la jerar­ quía social, a su vez función del valor de su hacienda. Debido a la equivalencia entre la parte del patrimonio here­ dada y la dote {l’adot; del verbo adouta, dotar), el importe de ésta queda definido de forma casi m atemática1 al mismo tiempo que las pretensiones del beneficiario; de igual m odo, las preten­ siones de la familia del futuro cónyuge respecto a la dote que calcula recibir se rigen de forma estricta por el tamaño de la ha­ cienda. En consecuencia, los matrimonios tienden a celebrarse entre familias equivalentes desde el punto de vista económico. Sin duda, una gran hacienda no basta para que una familia sea considerada grande. Nunca se otorgará carta de nobleza a las ca­ sas que sólo deben su elevada posición o su riqueza a su codicia, a su empecinada laboriosidad o a su falta de escrúpulos, y que no saben poner de manifiesto las virtudes que legítimamente cabe esperar de los poderosos, particularmente, la dignidad en el comportamiento y el sentido del honor, la generosidad y la hos­ pitalidad. Y, a la inversa, la calidad de gran familia puede sobre" vivir ai empobrecimiento. Por mucho que en la vida cotidiana la riqueza represente sólo un aspecto más en la consideración que merece una familia, cuando se trata de matrimonio la situa­ ción económica se impone como factor primordial. La transac­ ción económica a la que el matrimonio da pie es demasiado im­ portante para que la lógica del sistema de valores no ceda el paso 1. Así estaban las cosas hacia 1900 en el pueblo de Lesquire, pero el sis­ tema no funcionaba, en un pasado más lejano, de una forma tan rígida, pues la libertad del cabeza de familia era mayor.

a la estricta lógica de la economía. Por mediación de la dote la lógica de los intercambios matrimoniales depende estrechamen­ te de las bases económicas de la sociedad. En efecto, los imperativos económicos se imponen al pri­ mogénito con un rigor muy particular porque ha de conseguir, en el momento de su matrimonio, una dote suficiente para po­ der pagar la dote de sus hermanos y hermanas menores sin tener que recurrir al reparto ni a la amputación de la hacienda. Esta necesidad es igual para todas las «casas», ricas o pobres, porque la dote de los segundones crece proporcionalmente con el valor del patrimonio, y también porque la riqueza consiste esencial­ mente en bienes raíces y el dinero en efectivo es escaso. La elec­ ción dé la esposa o del esposo, del heredero o de la heredera, tie­ ne una importancia capital, puesto que contribuye a determinar el importe de la dote que podrán recibir los segundones, el tipo de matrimonio que podrán contraer e incluso si les será fácil contraerlo; a cambio, el número de hermanas y, sobre todo, de hermanos menores por casar influye de forma considerable en esa elección. En cada generación se plantea al primogénito la amenaza del reparto, que ha de conjurar a toda costa, bien ca­ sándose con una segundona provista de una buena dote, bien hipotecando la tierra para conseguir dinero, bien obteniendo prórrogas y aplazamientos. Se comprende que, en circunstan­ cias semejantes, el nacimiento de una hija no sea recibido con entusiasmo: «Cuando nace una hija en una casa», reza el prover­ bio, «se desploma una viga maestra» (Cuan bett ue hilhe hens ue maysou, que cat u pluterau). N o sólo la hija constituye una ame­ naza de deshonor, además hay que dotarla: encima de que «no se gana el sustento» y no trabaja fuera de casa como un hombre, se marcha una vez casada. Durante el tiempo que permanece soltera constituye una carga, mientras que un hijo aporta una valiosísima ayuda, pues evita tener que contratar criados. Por ello casar a las hijas se convierte en una prioridad. Los análisis anteriores permiten hacerse una idea de lo es­ trecho que es el margen de libertad.

«He visto renunciar a una boda por cien francos. El primo­ génito deseaba casarse. “¿Cómo vas a pagar a tus hermanos me­ nores? Si quieres casarte, vete.” E n la casa de T r. había cinco segundonas, los padres trataban al primogénito de un modo especial. Le reservaban los mejores bocados y lo colmaban de atenciones. Su madre no dejó de mimarlo hasta que empezó a hablar de casarse... Para las hijas no había carne ni bocados ex­ quisitos. Cuando llegó el momento de casar al primogénito, tres de sus hermanas ya estaban casadas. Quería a una joven de La. que no tenía un céntimo. Su padre le dijo: “¿Quieres casar­ te? He pagado [por] las hijas menores, tienes que traer cuartos para pagar [por] las otras dos. La mujer no está hecha para que la pongan en el aparador1 [es decir, para ser expuesta]. N o tiene nada. ¿Qué va a aportar?” El chico se casó con una chica de E. y recibió una dote de 5 .000 francos. El matrimonio no funcio­ nó bien. El primogénito empezó a beber y desmejoró. Murió sin descendencia. Tras una serie de conflictos, hubo que devol­ ver la totalidad de la dote a la viuda, que se volvió a su casa. Poco después de la boda del primogénito, hacia 1910, una de las hijas menores se casó en La., con una dote de 2.0 0 0 francos. Cuando estalló la guerra, hicieron volver a la hija que se había casado en S. [la finca colindante] para que ocupara el lugar del primogénito. Las otras hijas, que vivían más lejos, en Sa., La. y Es., se disgustaron mucho ante esa decisión. Pero el padre ha­ bía escogido a una hija casada con un vecino para incrementar su patrimonio»2 (J.-P. A., 85 años). La autoridad de los padres, custodios del patrimonio que hay que salvaguardar y aumentar, se ejerce de forma absoluta cada vez que hay que imponer el sacrificio del sentimiento al 1. Lou bacbere, mueble que solía colocarse frente a la puerta de la habi­ tación noble (¡oh salou) o, más a menudo, en la cocina, y en el que se expo­ nía la mejor vajilla. 2. Los T r. poseen la mayor hacienda de Lesquire (76 ha). Varias casas antaño habitadas (Ho., Ha., Ca., SÍ., Si.) fueron agregándose progresiva­ mente a su patrimonio.

Interés. N o es Infrecuente que los padres se encarguen de hacer fracasar los proyectos de matrimonio. Podían desheredar (deshereta) al primogénito que se casara en contra de su voluntad. «Eugéne Ba. quería casarse con una chica, guapa pero pobre. Su madre le dijo: “Si te casas con ésa, hay dos puertas; ella en­ trará por ésta y yo saldré por aquélla, o tú.” La chica se enteró, no quiso esperar a que él la dejara y se marchó a América. Eu­ géne vino a nuestra casa, lloraba. M i mujer le dijo: “Si le haces caso a m am á...” “¡Pues me casaré, a pesar de todo!” Pero la chica se había ido sin despedirse»1 (J.-P. A.) La madre desem­ peñaba un papel capital en la elección de la esposa. Y se com­ prende, teniendo en cuenta que ella es la daune, el ama de la casa, y que la mujer de su hijo tendrá que someterse a su auto­ ridad. Solía decirse de las mujeres autoritarias: «No quiere sol­ tar el cucharón» ( nou boou pas decha la gahe), símbolo de la au­ toridad en el gobierno de la casa.2 Que los matrimonios eran mucho más asunto de las familias que de los individuos es algo que evidencia todavía el hecho de que la dote, por lo general, se entregaba al padre o a la madre del cónyuge y sólo excepcionalmente, es decir, sólo en el caso de que sus padres ya no vivieran, al propio heredero. Algunas capitula­ 1. El mismo informador cuenta un montón de casos similares, entre los cuales destaca el siguiente: «B. tenía novia en su barrio. El no contaba gran cosa. Su madre le dijo: «¿Te vas a casar con ésa, qué aporta? Si entra por esta puerta, yo saldré por aquélla con mi hija [la hermana pequeña]”. Vino a verme y me dijo: “Perdiou/ (¡Válgame Dios!) T ú , tú estás casado; quiero ca­ sarme, ¿Dónde tengo que ir?” La chica se marchó a América. Volvió muy re­ finada y bien vestida, y ni siquiera se dignó a mirar a B. ¡Ya ves...!» 2. El manejo del cucharón es prerrogativa de la dueña de la casa. A la hora de sentarse en la mesa, mientras el puchero hierve, es ella quien echa las sopas de pan a la sopera. Ella es quien sirve el cocido y las legumbres; cuan­ do todo el mundo se ha sentado, coloca la sopera encima de la mesa, remue­ ve la sopa con el cucharón, para que se enfríe un poco, y luego deja el man­ do en dirección al cabeza de familia (abuelo, padre o tío), que se sirve en primer lugar. Mientras tanto la nuera se ocupa en otros menesteres. Para re­ cordar a la nuera quien manda y ponerla en su lugar, la suegra le dice: «To­ davía no suelto el cucharón.»

ciones prevén que en caso de separación el suegro puede limitar­ se a pagar los intereses de la dote; la hacienda no sufre merma y el yerno puede volver a casa si hay reconciliación. Toda dote lle­ va inherente un derecho de devolución ( tournedot) en el caso de que se extinguiera la descendencia del matrimonio en vista del cual se había constituido, y ello durante varias generaciones. Por regla general, si ei primogénito fallece sin hijos, su esposa puede quedarse y conservar la propiedad de la dote; también puede re­ clamar la propiedad de la dote y marcharse. Si la esposa fallece sin hijos, también hay que devolver la dote. El toum edot repre­ sentaba una seria amenaza para las familias, especialmente para las que habían recibido una dote muy elevada. Lo que significa­ ba una razón de más para evitar los matrimonios demasiado des­ iguales: «Supongamos que un hombre desea casarse con la hija de una familia rica. Ella le aporta una dote de 2 0 .0 0 0 francos. Sus padres le dicen: “Tom as 2 0 .0 0 0 francos, convencido de ha­ cer un buen negocio. D e hecho, vas a labrar tu ruina. Has recibi­ do la dote por capitulaciones. Vas a gastar una parte. Si te ocurre un accidente, ¿cómo vas a devolverla si tienes que hacerlo? No podrás.5’ Los matrimonios salen caros, hay que hacer frente a los gastos del banquete, mandar arreglar la casa, etcétera» (P. L.). U n gran alarde de protecciones consuetudinarias tiende a garan­ tizar el carácter inalienable, imprescriptible e intocable de la dote: la costumbre autorizaba al padre a exigir una garantía para la salvaguarda de la dote; la mayoría de las capitulaciones incluían unas condiciones de «colocación» del importe total de modo que estuviera seguro y conservara su valor. En cualquier caso, la nue­ va familia no tocaba la dote por temor a que uno u otro cónyuge pudiera fallecer antes de que nacieran los hijos. La esposa conser­ vaba la propiedad de la dote y el marido sólo tenía el usufructo. En realidad, el derecho de usufructo sobre los bienes muebles, el dinero, por ejemplo, equivalía a un derecho de propiedad, pues el marido sólo estaba obligado a devolver el equivalente en canti­ dad y en valor. Tanto es así, que un primogénito podía utilizarlo para dotar a sus hermanos menores. En cuanto a los bienes in­ muebles, sobre todo, la tierra, el marido sólo tenía el usufructo y

la gestión. La esposa tenía sobre los bienes dótales aportados por su marido derechos idénticos a los de un hombre sobre la dote de su esposa. Más exactamente, eran sus padres quienes, mientras vi­ vieran, disponían de las rentas producidas por los bienes aportados por su yerno y los administraban. D e modo que la dote tenía una triple función. En primer lugar, confiada a la custodia de la familia del heredero, o de la heredera, que se encargaba de su gestión, tenía que integrarse en el patrimonio de la familia fruto de ese matrimonio; en caso de disolución de la unión, com o consecuencia de la separación de los cónyuges, un supuesto harto infrecuente, o del fallecimiento de uno de ellos, si había hijos, iba a parar a éstos, pero el cónyu­ ge supérstite conservaba el usufructo, y si no los había, volvía a la familia de quien la hubiera aportado. En segundo lugar, por la dote aportada, la familia garantizaba los derechos de uno de los suyos en el nuevo hogar; cuanto más elevada era la dote, en efecto, más asegurada quedaba la posición del cónyuge sobreve­ nido. Aquel o aquella que aporta una dote considerable «entra como “amo” o com o “ama” (dctune) en el nuevo hogar».1 Lo que explica la renuencia a aceptar una dote demasiado elevada. Por último, por muy cierto que fuera, como se ha dicho más arriba, que el matrimonio es un asunto demasiado serio para ex­ cluir o relegar a un segundo plano las consideraciones económi­ cas, también es preciso implicar unos intereses económicos im ­ portantes para que el matrimonio se convierta de verdad en un asunto serio. En el momento de crear un nuevo «hogar» la transacción económica sancionada mediante capitulaciones asu­ me a la vez el papel de compromiso y de símbolo del carácter sa­ grado de las relaciones humanas instauradas por el matrimonio. D e todo lo que antecede se desprende que el primogénito no podía casarse «demasiado arriba», por temor a tener que de­ volver algún día la dote y perder toda autoridad sobre el hogar, 1. El importe de la dote adquiere una relevancia especial cuando se tra­ ta de un hombre, por ejemplo, un segundón que entra en el hogar de una heredera.

ni «demasiado abajo», por temor a deshonrarse con una unión matrimonial desacertada y encontrarse eñ la imposibilidad de dotar a sus hermanos y hermanas más jóvenes. Pero si, cuando se habla de «matrimonio de abajo arriba» (maridad]e de bach ta haut) o de «matrimonio de arriba abajo» (de h a u t ta bach), se toma siempre la perspectiva del varón (como muestra la selec­ ción de ejemplos), ello se debe a que la oposición no tiene el mis­ mo sentido según se trate de un hombre o de una mujer. Com o el sistema de valores confiere una preeminencia absoluta a los va­ rones, tanto en la vida social como en la gestión de los asuntos domésticos, resulta que el matrimonio de un hombre con una mujer de condición más elevada es visto con m u y malos ojos; por el contrario, el matrimonio inverso cumple con los valores profundos de la sociedad. Mientras la mera lógica de la econo­ mía tiende, por la mediación de la dote, a propiciar el matrimo­ nio entre familias de riqueza sensiblemente equivalente, ya que los matrimonios aprobados se sitúan entre dos umbrales, la apli­ cación del sistema que se acaba de definir introduce una disime­ tría en el sistema según se trate de hombres o de mujeres. Para un varón la distancia que media entre su condición y la de su es­ posa puede ser relativamente grande cuando juega a su favor, pero ha de ser muy reducida cuando juega en su contra. Para una mujer el esquema es simétrico e invertido. D e lo que resulta que el heredero ha de evitar a toda costa tomar por esposa a una mujer de condición superior a la suya; en primer lugar, como se ha mencionado, porque la importan­ cia de la dote recibida constituye una amenaza para la hacienda, pero también porque todo el equilibrio de las relaciones domés­ ticas resulta amenazado. No es infrecuente que la familia y, muy especialmente, la madre, principal interesada, se oponga a seme­ jante matrimonio. Las razones son evidentes: una mujer de ex­ tracción humilde se somete m ejor a la autoridad de la suegra. Siempre se le recordará, si falta hace, su origen: «Con lo que has aportado...» (Dap go q u i as pourtat...). Sólo cuando fallezca su suegra podrá decirse de ella, como suele hacerse, «ahora la nuera es daune». La hija de familia acomodada, por el contrarío, «es

d a u n e desde que pone los pies en la casa gracias a su dote (q u ’ey entrade daune), es respetada desde el principio» (P. L.). Pero, en consecuencia, la autoridad del marido queda en entredicho, y es sabido que nada hay peor, desde el punto de vista campesino que una explotación agrícola dirigida por una mujer. El respeto de este principio adquiere una importancia deci­ siva cuando se trata de un matrimonio entre un segundón y una heredera. E n el caso de Eugéne Ba., analizado anterior­ mente (pág, 33), la autoridad absoluta de la madre procedía del hecho de que era la heredera de la casa y de que su marido era de origen más humilde. «Ella era la daune. Era la heredera. Ella lo era todo en aquella casa. Cuando un segundón se instala en el hogar de una gran heredera, ella sigue siendo la dueña» (J.-P. A.). El caso límite es el del hombre de origen humilde, el cria­ do, por. ejemplo, que se casa con una heredera. Así, «una hija de buena familia se casó con uno de sus criados. Ella tocaba el piano, y el armonio en la iglesia. Su madre estaba muy bien re­ lacionada y recibía a gente de la ciudad. Tras diferentes inten­ tos de matrimonio, finalmente, se casó con su criado, Pa. Éste siempre fue considerado de casa de Pa., nunca de la de su espo­ sa. Le decían: “Tendrías que haberte casado con una buena campesinita; habría significado otra ayuda para ti.” Vivía dis­ gustado consigo mismo; lo consideraban como el último mono de la casa. No podía relacionarse con las amistades de su mujer. N o pertenecía al mismo mundo. Quien trabajaba era él, mien­ tras ella dirigía y se lo pasaba bien. Siempre se sentía molesto y cohibido, y también resultaba molesto para la familia. N i si­ quiera tenía suficiente autoridad para imponerle la fidelidad a su mujer»1 0 .-P . A.). D e aquel que se casa con una mujer de rango más elevado se dice que se coloca como «criado sin suel­ do» (baylet chens soutade). 1. P. L. cuenta otro caso: «H., criado en una casa, estaba enamorado de las tierras que cultivaba. Sufría (pasabe m au) cuando ia lluvia no llegaba. ¡Y el granizo! ¡y todo lo demás! Acabó casándose con la dueña. Todos esos tíos que hacen “matrimonios de abajo arriba” están marcados de por vida. Se sienten molestos y cohibidos.»

Si, tratándose de una mujer, se desaprueba el matrimonio de arriba abajo, sólo es en nombre de la moral masculina, moral del pundonor, que prohíbe al hombre casarse con una mujer de condición superior. D el mismo modo, obstáculos económicos aparte, nada se opone a que la primogénita de una familia mo­ desta se case con un segundón de una familia acomodada, mientras que un primogénito de familia modesta no puede ca­ sarse con una segundona de familia acomodada. Resulta mani­ fiesto, pues, que si los imperativos económicos se aplican con el mismo rigor cuando se trata de hombres o de mujeres, la lógica de los intercambios matrimoniales no es exactamente idéntica para los hombres que para las mujeres y posee una autonomía relativa porque se presenta como el punto donde se cruzan la necesidad económica e imperativos ajenos al orden de la eco­ nomía, concretamente, aquellos que resultan de la primacía otorgada a los varones por el sistema de valores. Las diferencias económicas determinan imposibilidades de hecho, y los impera­ tivos culturales, incompatibilidades de derecho. Así pues, como el matrimonio entre herederos quedaba prácticamente excluido, debido, sobre todo, a que implicaba la desaparición de un nombre y de un linaje, 1 y también, por razo­ nes económicas, el marrimonio entre segundones, el conjunto del sistema tendía a propiciar dos tipos de matrimonio, concre ­ tamente, el matrimonio entre primogénito y segundona y el ma­ trimonio entre segundón y primogénita. E n estos dos casos el mecanismo de los intercambios matrimoniales funciona con el grado m áxim o de rigor y de simplicidad: los padres del heredero (o de la heredera) instituyen a éste (o a ésta) como tal, los padres del hijo menor (o de la hija menor) le constituyen una dote. El matrimonio entre el primogénito y la hija m enor cumple perfec­ tamente los imperativos fundamentales, tanto económicos como I. Exceptuando, tal vez, el caso en el que ambos herederos sean hijos únicos y sus fincas estén próximas, este tipo de matrimonio está mal conside­ rado. «Es e) caso de T í., que se casó con la hija de Da. Se pasa el día yendo y viniendo de una finca a otra. Siempre está en camino, siempre en todas par­ tes, nunca en su casa. La presencia del amo es necesaria» (P. L.).

culturales: gracias a él, la familia conserva la integridad de su pa­ trimonio y perpetúa su nombre. Para comprobar que el matri­ monio entre una heredera y un segundón, por el contrario, corre siempre el riesgo de contradecir los imperativos culturales, basta­ rá con analizar la situación familiar resultante de ello. Para em­ pezar, ese matrimonio determina una ruptura definitiva y clara en el ámbito de los intereses económicos, entre el segundón y su familia de procedencia; mediante una compensación, hecha efectiva en forma de dote, el segundón renuncia a todos sus de­ rechos sobre el patrimonio. La familia de la heredera, a cambio, se enriquece con aquello que la otra familia acaba de perder. El yerno se desprende, en efecto, de todo lo que aporta en beneficio de su suegro quien, a título de aval, puede otorgarle una hipote­ ca sobre todos sus bienes. Si ha aportado una dote considerable y se ha impuesto por su trabajo y por su personalidad, se le honra y se le trata como al verdadero amo; en el caso contrario, tiene que sacrificar su dote, su trabajo y, a veces, incluso su apellido en bene­ ficio del nuevo hogar, sobre el cual sus suegros piensan seguir manteniendo su autoridad. No es infrecuente que el yerno pierda, de hecho, su apellido y sea designado por el nombre de la casa. 1 1. Así, en la familia Jasses (nombre ficticio), a ios yernos sucesivos siempre se les ha llamado, hasta la fecha, por su nombre de pila seguido por el apellido de un antepasado, cabeza de familia de importante proyección, hasta e¡ punto de dar nombre a la casa: «Aunque era un hombre honrado y bueno, el nombre de Jan de Jasses, procedente de Ar„ poco comunicativo, apenas se mencionaba (mentabut). Del yerno actual se habla algo más, pero se le conoce como Lucíen de Jasses» (J.-P. A.). JASSES O =

Jacq u e s d e J a SSES

(apellido en el registro civil: Lasserre) fallecido joven fallecido en 1918

¿ A = O Geneviéve de JASSES

Z\

O y Z \ Jan de JASSES (Lacoste) O

Lucien de JASSES (Laplume)

Además, como hemos visto, por poco que fuera su familia más humilde que la de su mujer, por poco que tuviera una personali­ dad más bien discreta, el segundón acababa asumiendo un papel subalterno en un hogar que nunca era del todo verdaderamente el suyo. Para aquellos segundones que no conseguían casarse con una heredera gracias a la dote, a veces incrementada con un pe­ queño peculio (lou cabau) laboriosamente amasado, no había más salida que la de marcharse a buscar oficio y empleo en una empresa, en la ciudad o en América.1 Era muy poco frecuente, en efecto, que se arriesgaran a arrastrar las incertidumbres de una boda con una segundona, el «matrimonio del hambre con las ga­ nas de comer»; algunos de los que contraían semejante enlace «se colocaban con su esposa como criados a pensión completa» (baylets apensiou) en las explotaciones agrícolas o en la ciudad, y re­ solvían así el problema más difícil, el de encontrar vivienda (ue case) y empleo. Para los demás, y sobre todo los más pobres, tan­ to si eran criados o empleados por cuenta ajena o en su propia fa­ milia, sólo quedaba el celibato, puesto que estaba excluido que pudieran fundar un hogar permaneciendo en la casa: paterna.2 Ese era un privilegio reservado al primogénito. En cuanto a las segundonas, parece que su situación siempre fue más llevadera que la de los segundones. Debido, principalmente, a que repre­ sentaban un lastre, había prisa por casarlas, y sus dotes, en gene­ ral, solían ser mayores que las de los varones, lo que incrementa­ ba considerablemente sus posibilidades de matrimonio. Pese a la rigidez y al rigor con el que impone su lógica, particu­ larmente a los varones, sometidos a las necesidades económicas y a los imperativos del honor, ese sistema no funciona nunca como un mecanismo. Tiene siempre suficiente «juego» para que el afecto o el 1. En el barrio de Ho., hacia 1900, sólo había una casa que no contara con un emigrado a América, por lo menos. Había en Olorón reclutadores que animaban a los jóvenes a marcharse: hubo muchos que se fueron duran­ te los malos años entre 1884 y 1892. 2. Hasta cierto punto, los imperativos propiamente culturales, concreta y principalmente la prohibición del matrimonio de abajo arriba, se impo­ nían a los segundones con menos rigor.

interés personal puedan inmiscuirse. Así, y a pesar de que, por lo demás, eran ellos los árbitros encargados de hacer respetar las reglas de juego, de prohibir los matrimonios desacertados y de imponer, prescindiendo de los sentimientos, las uniones conformes a las re­ gías, «los padres, para favorecer a un segundón o una segundo na predilectos, les permitían amasar un pequeño peculio (lou cabau); Ies concedían, por ejemplo, un par de cabezas de ganado que, en­ tregadas en gasalhes,1 reportaban sus buenos beneficios». Así pues, los individuos se mueven dentro de los límites de las reglas, de tal modo que el modelo que se puede construir no representa lo que se ha de hacer, ni tampoco lo que se hace, sino lo que se tendería a hacer al límite, si estuviera excluida cualquier intervención de principios ajenos a la lógica del siste­ ma, tales como los sentimientos. Que los elementos de las diagonales principales de la ma­ triz que figura a continuación sean nulos, salvo dos (probabili­ dad 1/2), se debe a que los matrimonios entre dos herederos o entre dos segundones están excluidos en cualquier caso, y más aún cuando a ello se suma la desigualdad de fortuna y de rango social; la disimetría que introduce el matrimonio entre una pri­ mogénita de familia humilde y un primogénito de familia acaudalada se explica por el hecho de que las barreras sociales no se imponen con el mismo rigor a las mujeres y a los hom ­ bres, pues aquéllas pueden casarse de abajo arriba. F am ilia acattdalada

Fam ilia hum ilde

Prim ogénito Segundón Prim ogénito Segundón Familia acaudalada

Primogénita Segundona

0 1

1 0

0 0

0 0

Familia hum ilde

(Primogénita [Segundona

0 1/2

1/2 0

0 1

1 0

1. Contrato amistoso mediante el cual se entrega a un amigo de confian­ za, tras haber hecho una valoración, una o varias cabezas de ganado; los pro­ ductos se comparten, así como los beneficios y las pérdidas que da la carne.

Si se adopta el principio de diferenciación utilizado por los propios habitantes de Lesquire, uno se ve abocado a oponer las «casas relevantes» y las «casas humildes», o también los «campe­ sinos relevantes» y los «campesinos humildes» (lous paysantots). ¿Se corresponde esta distinción con una oposición manifiesta en el ámbito económico? D e hecho, aunque la distribución de los bienes raíces permita diferenciar tres grupos, las fincas de menos de 15 hectáreas, que alcanzan la cifra de 175, las fincas de 15 a 30 hectáreas, que suman la cifra de 9 6 , y las fincas de más de 30 hectáreas, que llegan a la cifra de 3 1 , las separaciones no son demasiado insalvables entre las tres categorías. Los apar­ ceros y los granjeros son poco numerosos; las fincas diminutas (menos de 5 ha) y los latifundios (más de 30 ha) constituyen una proporción ínfima dentro del conjunto, respectivamente, 12,3 % y el 10,9 % . D e lo que se desprende que el criterio eco­ nómico no tiene entidad suficiente para determinar por sí solo diferenciaciones sensibles. Sin embargo, la existencia de la je­ rarquía social es algo que se siente y se afirma de forma mani­ fiesta. La familia relevante no sólo es reconocible por la exten­ sión de sus tierras, sino también por determinados signos externos, tales como la importancia de la casa: se distinguen las casas de dos plantas (maysous de dus soules) o «casas de amo» (maysous de meste) y las casas de una sola planta, residencia de granjeros, de aparceros y de campesinos humildes. La «casona» se define por el gran portón que da acceso al patio. «Las muje­ res», afirma un soltero, «miraban más el portón (lou pourtalé) que el hombre.» La familia importante también se distingue por un estilo de vida,- objeto de la estima colectiva y honrada por todos, tiene el deber de manifestar en grado máximo el res­ peto por los valores socialmente reconocidos, si no por respeto del honor, al menos por miedo de la vergüenza (per hounte ou per aunou). El primogénito de una familia relevante (loa gran aynat) ha de mostrarse digno de su nombre y del renombre de su casa; y para ello, más que cualquier otro, tiene que encarnar las virtudes del hombre de honor (hom i d ’a unou), es decir, la generosidad, la hospitalidad y el sentimiento de la dignidad.

Las «familias relevantes», que no son necesariamente las más ri­ cas del momento, son percibidas y se perciben a sí mismas como formando parte de una auténtica nobleza. D e lo que se desprende que la opinión pública tarda en otorgar su reconoci­ miento a los «nuevos ricos», al margen de su riqueza, estilo de vida o éxito. Resulta de todo ello que las jerarquías sociales que la con­ ciencia común distingue no son ni totalmente dependientes ni totalmente independientes de sus bases económicas. Ello es pa­ tente cuando se trata de contraer matrimonio. Nunca falta, sin duda, en el. rechazo de las uniones que se tienen por desacerta­ das la consideración del interés económico, debido a que en el matrimonio se produce una transacción de gran relevancia. Sin embargo, de igual modo que una familia de poco renombre puede hacer grandes sacrificios para casar a uno de sus hijos en una familia relevante, el primogénito de una casa relevante puede rechazar un partido más ventajoso desde una perspectiva económica para casarse según su rango. Com o más bien distingue jerarquías sociales que clases es­ trictamente determinadas por la economía, la oposición entre casas relevantes y humildes se sitúa en el orden social y es relati­ vamente independiente de las bases económicas de la sociedad. Aunque no sean nunca del todo independientes, hay que dis­ tinguir las desigualdades de rango y las desigualdades de fortu­ na, porque inciden de manera muy diferente sobre la lógica de los intercambios matrimoniales. La oposición basada en la desigualdad de rango separa de la masa campesina a una aristocracia rural distinta no sólo por sus propiedades, sino, sobre todo, por la «nobleza» de su origen, por su estilo de vida y por la consideración social de la que es objeto; implica la imposibilidad (en derecho) de determinados matri­ monios considerados desacertados, en nombre de unas razones primero sociales y luego económicas. Pero, por otra parte, las desigualdades de fortuna se manifiestan con cada matrimonio particular, incluso dentro del grupo al que se pertenece por la jerarquía social y a pesar de la homogeneidad de las extensiones

de tierras poseídas. La oposición entre una familia más rica y una familia menos rica no es nunca el equivalente de la oposi­ ción entre los «relevantes» y los «humildes». Aun así, debido al rigor con el que la necesidad económica domina los intercam­ bios matrimoniales, el margen de disparidad admisible perma­ nece siempre restringido de tal modo que, más allá de un um­ bral determinado, las diferencias económicas hacen que resurja la barrera, e impiden, de hecho, los enlaces. Así, junto a la línea de separación que separa dos grupos jerárquicos dotados de cierta permanencia debido a la estabilidad relativa de sus bases económicas, las desigualdades de fortuna tienden a determinar puntos de segmentación particulares, y ello muy especialmente cuando se trata de contraer matrimonio. La complejidad que re­ sulta de estos dos tipo de oposición se duplica debido ai hecho de que las reglas generales nunca se salen de la casuística espon­ tánea; ello es así porque el matrimonio no se sitúa nunca plena­ mente en la lógica de las alianzas o de la lógica de los negocios. Conjunto de bienes muebles e inmuebles que forman la base económica de la familia, patrimonio que ha de mantenerse indiviso a lo largo de las generaciones, entidad colectiva a la que cada miembro de la familia ha de subordinar sus intereses y sus sentimientos, la «casa» es el valor de los valores, respecto al cual todo el sistema se organiza. Bodas tardías que contribuyen a limitar la natalidad, reducción del número de hijos (dos por pareja como media), reglas que regulan ía herencia de ios bie­ nes, celibato de los más jóvenes, todo contribuye a asegurar la permanencia de la casa. Ignorar que ésa es también la función primera de los intercambios matrimoniales significaría vedarse la comprensión de su estructura.

Con semejante lógica, ¿quiénes eran los célibes? Sobre todo, los segundones, especialmente, en las familias numerosas y en las familias pobres. El celibato de los primogénitos, raro y excepcio­ nal, se presenta como ligado a un funcionamiento demasiado rí­ gido del sistema y a la aplicación mecánica de ciertos imperati­

vos. Como el caso, por ejemplo, de los primogénitos víctimas de la autoridad excesiva de los padres. «P. L.-M . (artesano del pueblo, de 86 años de edad] nunca disponía de dinero para salir; no salía nunca. Otros se habrían rebelado contra el padre, habrían tratado de ganarse un poco de dinero fuera de casa; él se dejó dominar. Tenía una madre y una hermana que estaban al tanto de todo lo que sucedía en el pueblo, fuera cierto o falso (a tor ou a dret), sin salir nunca. Dominaban la casa. Cuando él habló de casarse, se aliaron con el padre. “¿Para qué quieres una mujer? Ya hay dos en casa.” Hacía novillos en la escuela. Nunca le decían nada. Se lo to­ maban a broma. La culpa de todo la tiene la educación» (J.-P. A). Nada más ilustrativo que este testimonio de un viejo soltero (I. A.) nacido en 1885, artesano domiciliado en el pueblo: «Nada más acabar la escuela, me puse a trabajar con mi padre en el taller. Fui al servicio en 1905, serví en el X III Regimiento de cazadores alpinos, en Chambéry. Conservo muy buen re­ cuerdo de mis escaladas en los Alpes. Entonces no había esquís. Nos atábamos a las botas unas tablas redondas, lo que nos per­ mitía subir hasta la cima de los puertos. Al cabo de dos años de servicio militar, volví a casa. Tuve relaciones con una muchacha de Ré. Habíamos decidido casarnos en 1909. Ella aportaba una dote de 1 0 .0 0 0 francos y el ajuar. Era un buen partido (u bou partit). M i padre se opuso formalmente. En aquel entonces, el consentimiento del padre y de la madre era imprescindible.1 “N o, no debes casarte.” N o me dijo sus motivos, pero me los dio a entender. “N o necesitamos a ninguna mujer aquí.” No éramos ricos. Había que alimentar una boca más, cuando ya te­ níamos a mi madre y a mi hermana. M i hermana sólo estuvo fuera de casa seis meses, después de casarse. Volvió en cuanto enviudó y sigue viviendo conmigo. Por supuesto, podía haber­ me marchado. Pero, en aquel entonces, el primogénito que se 1. A la vez «jurídicamente» y materialmente. Sólo la familia podía ga­ rantizar un «hogar equipado» (lou ménadje gam it), es decir, el mobiliario do­ méstico: el “aparador”, el armario; la caja de la cama (rarcaillieyt), el somier, etcétera.

instalaba con su esposa en una casa independiente era una ver­ güenza [u escarní,1 es decir una vergüenza que desacredita y ridi­ culiza tanto al autor como a la víctima]. La gente habría dado por supuesto que se había producido una pelea grave. N o había que mostrar ante los demás los conflictos familiares. Por su­ puesto, habría tenido que irse lejos, alejarse del avispero (tiras de la baille: literalmente, “zafarse del brasero”). Pero era difícil. M e afectó mucho. D ejé de bailar. Las chicas de m i edad estaban to­ das casadas. Las otras ya no me atraían. Ya no me interesaban las chicas para casarme; antes, sin embargo, me gustaba mucho bailar, sobre todo, los bailes antiguos, la polca, la mazurca, el vals... Pero la quiebra de mis proyectos de boda había roto algo: se me habían pasado las ganas de bailar, de tener relaciones con otras chicas. Cuando salía, los domingos, era para ir a jugar a las cartas; a veces echaba un vistazo al baile. Trasnochábamos, en­ tre chicos, jugábamos a las cartas, luego regresaba a casa hacia medianoche.» (Entrevista realizada en bearnés.) Pero, sobre todo, era entre los capmaysoues, los primogénitos de las familias campesinas relevantes, donde los imperativos eco­ nómicos se ejercían con más fuerza, donde más abundaban los ca­ sos de ese tipo. Quienes querían casarse en contra de la voluntad de los padres no tenían más remedio que marcharse, exponiéndo­ se a ser desheredados en beneficio de otro hermano o hermana. Pero marcharse le resultaba mucho menos fácil al primogénito de una familia campesina relevante que a un segundón. «El primogé­ nito de la familia Ba. [cuya historia se relata en la página 33, el ma­ yor de Lesquire, no podía irse. Había sido el primero en el pueblo que llevó chaqueta. Era un hombre importante, concejal del ayun­ tamiento. No se podía ir. Y, además, tampoco era capaz de mar­ charse para ganarse la vida. Estaba demasiado enmoussurit ( “enseñoritado ”de moussu, señor)» (J.-P. A.). Obligado a mostrarse a la altura de su circunstancia, el primogénito era víctima, más que cualquier otro, de los imperativos sociales y de la autoridad fami­ 1. Ei verbo escarní significa «imitar burlonamente, caricaturizar».

liar. Además, mientras ios padres viviesen, sus derechos a la pro­ piedad no pasaban de virtuales. «Los padres soltaban el dinero con cuentagotas... Los jóvenes a menudo no tenían ni para salir. Ellos trabajaban y los viejos se quedaban el dinero. Algunos salían a ga­ narse unos dinerillos para sus gastos fuera; se colocaban durante una temporada como cocheros o jornaleros. Así, hacían algún di­ nero, del que podían disponer a su antojo. A veces, cuando tenía que ir a hacer el servicio militar, daban al hijo menor algún pecu­ lio (u cabau): o bien un rinconcito de bosque que podía explotar, o bien uri par de ovejas, o una vaca, lo que le permitía ganar un poco de dinero. Por ejemplo, me dieron una vaca que le dejé a un amigo en gasahles. Los primogénitos, muy a menudo, no tenían nada y no podían salir. “T ú te quedarás con todo” (qu’a t aberas to u t) decían los padres1 y, mientras, no soltaban nada. Muchos, antes, se pasaban toda la vida sin salir de casa. No podían salir por­ que no tenían ni un céntimo que fuera suyo, para invitar a unas copas. Y eso que entonces con cuatro perras te pegabas una buena juerga con tres o cuatro amigos. Había familias así donde siempre habían tenido solteros. Los jóvenes no tenían personalidad; esta­ ban acogotados por un padre demasiado duro» (J.-P .-A ). Que algunos primogénitos estuvieran condenados al celiba­ to, debido a la autoridad excesiva de los padres, no quita que, normalmente, hicieran buenas bodas. «El capmaysoue tiene don­ de escoger» (P. L.). Pero las posibilidades de matrimonio se re­ ducen paralelamente con el nivel social. Sin duda, al contrario que a los primogénitos de las familias relevantes, los segundones de origen más humilde, ajenos a las preocupaciones de los enla­ ces desacertados y a las trabas suscitadas por el pundonor o el orgullo, tenían, en ese aspecto, una libertad de elección mayor. Sin embargo, y a pesar de la sentencia que reza que más vale gente que dinero (que bou mey gen qu argén), también tenían, más por necesidad que por orgullo, que tomar en consideración la importancia de la dote que la esposa aportaría. 1. Una sentencia que se pronuncia a menudo irónicamente, porque se presenta como el símbolo de la arbitrariedad y de Ja tiranía de los ancianos.

Junto al segundón que huye de la casa familiar y se marcha a la ciudad, en busca de algún empleo modesto, o a América para hacer fortuna, 1 también existe el que se queda junto al primogénito por apego a la patria chica, al patrimonio familiar, a la casa, a la tierra que siempre ha trabajado y que considera suya. Entregado absolutamente, no piensa en el matrimonio. Su familia tampoco tiene prisa en verlo casado y trata a menu­ do de retenerlo, durante un tiempo, por lo menos, al servicio de la casa; algunos condicionaban la entrega de la dote a la con­ dición de que el segundón se aviniera a trabajar junto al primo­ génito durante un número determinado de años; otros se limi­ taban a prometer un aumento de la parte. En ocasiones, se llegaban a firmar auténticos contratos de trabajo entre el cttpm aysouey el segundón cuya situación era la de un criado. «Yo era el último de una familia de cinco hermanos. Antes de la guerra de 1914 (nació en 1894), estuve de criado en casa de M „ y luego en casa de L. Guardo muy buen recuerdo de esa época. Después hice la guerra. Cuando volví, me encontré una familia mermada: un hermano muerto, el primogénito, el ter­ cero amputado de una pierna, el cuarto un poco atontado por la guerra. Estaba contento de haber vuelto a casa. M is herma­ nos me mimaban, los tres eran pensionistas, mutilados de gue­ rra. M e daban dinero. El que estaba enfermo de los pulmones no podía valerse solo, yo le ayudaba, le acompañaba a las ferias y a los mercados. Tras su muerte, en 1929, pasé a depender de la familia del segundo de mis hermanos, que se había converti­ do en el primogénito. N o tardé en darme cuenta de lo aislado que estaba en esa familia, sin mi otro hermano ni mi madre, que tanto me mimaban. Por ejemplo, un día que me tomé la li­ bertad de ir Pau, mi hermano me echó en cara que se perdieran 1, Cadettou, el segundón, es un personaje de la tradición popular en el que a los bearneses Ies gusta reconocerse. Vivo, astuto, malicioso, se las arre­ gla siempre para hacer que el derecho le favorezca y salir airoso de las adver­ sidades gracias a su ingenio.

unas cuantas pacas de heno, que habían quedado al raso a mer­ ced de la tormenta, y que habría recogido si hubiese estado allí. Ya se me había pasado la edad de casarme. Las chicas de mi edad se habían marchado o estaban casadas; con frecuencia me sentía triste en mis momentos de asueto; me los pasaba bebien­ do con los amigos, que, en la mayoría de casos, estaban en la misma situación que yo. Le aseguro que, si pudiera volver atrás, dejaría a mi familia sin pensármelo dos veces y me colocaría en algún sitio,.y tal vez me casaría. La vida sería más agradable para mí. Para empezar, tendría una familia independiente, sólo mía. Y, además, el segundón, en una casa, nunca trabaja lo su­ ficiente. Siempre tiene que estar en la brecha. Se le echan cosas en cara que un patrón jamás se atrevería a reprochar a sus cria­ dos. MÍ único refugio, para tener un poco de tranquilidad, es encerrarme en casa de Es.;1 en el único rincón habitable he ins­ talado un catre» (testimonio recogido en bearnés). Por sendas opuestas, el segundón que se marchaba a la ciu­ dad para ganarse la vida y el hijo menor soltero que se quedaba en la casa garantizaban la salvaguarda del patrimonio campesi­ no.2 «Había unos segundones ancianos en unas casas que esta­ ban a unas dos horas de camino (unos 7 u 8 kilómetros), en casa de Sa„ en casa de C h., en el barrio Le., que venían a misa al pueblo, sólo los días de fiesta y que, a sus setenta años, nunca habían estado en Pau o en Oloron. Cuanto menos salen, me­ nos ganas de salir tenían. Claro, tenían que ir caminando. Y para ir caminando a Pau, hay que tener ganas. Si no tenían nada que hacer allí, pues, sencillamente, no iban. Y no tenían nada que hacer allí. El primogénito era el que salía. Ellos eran los pilares de la casa. Aún quedan algunos» (J.-P. A.). La situación del criado agrícola se parecía bastante a la del segundón que se quedaba en casa. A diferencia del obrero agrí­ 1. Ejemplo de casa que ha conservado su nombre, a pesar de haber te­ nido diversos propietarios y de estar abandonada en la actualidad. 2. El segundón tenía, en principio, el usufructo vitalicio de su parte. Cuando moría, si se había quedado soltero, ésta revertía al heredero.

cola jornalero, que sólo consigue «jornales» (journaus) en vera­ no y se queda a menudo sin trabajo durante todo el invierno y los días de lluvia, que con frecuencia no tiene más remedio que aceptar trabajos a destajo (a preys-heyt) para llegar a final de mes (ta ju n ta ), y que gasta prácticamente todo lo que gana («cinco céntimos al día, y la comida, hasta 1914») para com­ prar pan o harina, el criado (lou baylet) goza de mayor seguri­ dad.1 Contratado para todo el año, no tiene que temer la llega­ da del invierno ni los días de lluvia, pues tiene comida y techo y le lavan la ropa. Con su salario, puede comprarse tabaco e ir a «tomar una copa» los domingos. Pero, a cambio, el viejo criado tenía que resignarse al celibato las más de las veces, ora por ape­ go a la casa y devoción por sus patrones, ora porque no dispo­ nía de suficiente dinero para establecerse y casarse. Para el cria­ do, casi siempre un segundón de familia modesta, como para el obrero, el matrimonio era muy difícil, y en estas dos categorías sociales es donde más abundaban antes los solteros.2 «Como era segundón, me colocaron muy temprano, a los diez años, como criado en Es. Allí tuve relaciones con una chi­ ca. Si nos hubiéramos casado, habríamos hecho, como dicen, “el matrimonio del hambre con las ganas de comer” (lou m ari­ daje de la ham i dap la set). Éramos tan pobres el uno como la otra. El primogénito, claro está, ya tenía la “casa con todo” (lou 1. Se distinguía antes entre lous mestes o capmaysoues, es decir, los «amos», relevantes o modestos; lous bourdes-mieytades, los aparceros; íoiís bourdis en aferrne, los granjeros; lous oubres, ios obreros, y lous baylets, los criados. Un criado m u y bien colocado ganaba de 250 a 3 0 0 francos anuales antes de 1914. Si ahorraba mucho, podía esperar poder comprar una casa con unos diez o doce años de salario y, con la dote de alguna muchacha y un poco de dinero prestado, comprar una granja y algo de cierra. El jornalero, por el con­ trario, no tenía prácticamente ninguna esperanza de prosperar. En cuanto ha­ bían hecho la primera comunión, a los niños y a las niñas los colocaban como criados o sirvientas (gotiye). 2. La diferencia de edad entre los cónyuges era, como media, mayor antes que ahora. N o era infrecuente que hombres maduros, pero ricos y de familia relevante, se casaran con muchachas de 20 a 25 años.

m enadje g a m it) de nuestros padres, es decir los rebaños, el co­ rral, la casa, las herramientas agrícolas, etcétera, lo que le facili­ taba las cosas para casarse. La chica con la que yo tenía relacio­ nes se marchó a la ciudad; suele ocurrir, las chicas no esperan. Lo tienen más fácil para irse, para “colocarse” en la ciudad como criadas, deslumbradas por alguna amiga. Yo, mientras, me divertía a mi manera, con otros chicos que estaban en el mismo caso que 7 0 . Nos pasábamos noches enteras (noueyteya, literalmente: “pasarse de juerga” toda la noche», noueyt) en el café; jugando a las cartas hasta el amanecer, haciendo pequeñas “comilonas”. Casi siempre hablábamos de mujeres, las dejába­ mos muy mal, por supuesto. Y al día siguiente poníamos verdes a los compañeros de la juerga de la noche anterior» (N., criado agrícola, nacido en 1898; entrevista realizada en bearnés). E n las relaciones entre los sexos y en las bodas era donde más se ponía de manifiesto la conciencia de la jerarquía social. «En el baile, ningún segundón de familia humilde (u caddet de p etite garbure) se acercaba demasiado a la hija menor de Gu. [un campesino importante]. Los otros segundones en seguida hubieran dicho: ¡Menudo pretencioso! ¡Pretende camelársela por su dote! Los criados que tenían buena planta sacaban a ve­ ces a bailar a las herederas, pero no solía ocurrir. Había un cria­ do bien parecido que era aceptado por la buena sociedad; iba detrás de la heredera de Es. Y se casó con ella. Todo el mundo “puso el grito en cielo” al ver que se casaba con ella. Era algo ex­ traordinario. Todo el mundo estaba convencido de que sería su esclavo. D e hecho, no fue ni remotamente así: adoptó el com ­ portamiento de los padres de su mujer, que acababan de volver de América y vivían de renta, se convirtió en un señor y no vol ­ vió a trabajar. Todos los viernes iban a Olorón» (J.-P. A.). La lógica de los intercambios matrimoniales tiende a salva­ guardar y a perpetuar la jerarquía social. Pero, más profunda­ mente, el celibato de determinadas personas se encuentra inte-

grado en la coherencia del sistema social y, por ello, tiene una función social evidente. Por mucho que constituyera una espe­ cie de fallo del sistema, eí celibato de los primogénitos no era, en el fondo, más que el efecto lamentable de una afirmación ex­ cesiva de la autoridad de los padres, piedra angular de la socie­ dad. En lo que a los demás se refiere, segundones e individuos de origen humilde (de petite garbure), granjeros, aparceros, obreros agrícolas y, sobre todo, criados, su celibato se inscribe en la lógica de un sistema que rodea profusamente de protec­ ciones al patrimonio, valor supremo. En esa sociedad en la que el dinero es escaso y caro,1 donde lo esencial del patrimonio lo constituyen los bienes raíces, el derecho de primogenitura, cuya función estriba en garantizar las tierras trasmitidas por los ante­ pasados, es inseparable de la dote, compensación otorgada a los segundones para que renuncien a sus derechos sobre las tierras y la casa. Pero, a su vez, la dote conlleva una amenaza: por ello se hace todo lo posible para evitar un reparto que arruinaría a la familia. La autoridad de los padres, la fuerza de las tradiciones, el apego a la tierra, a la familia y al apellido determinan al se­ gundón a sacrificarse, ora marchándose a la ciudad o emigrando a América, ora permaneciendo en la finca, sin esposa ni salario.2 Basta, para explicar que el matrimonio constituye un asun­ to que pertenece más a la familia que al individuo, y que se lle­ va a cabo según los modelos estrictamente definidos por la tra­ dición, mencionar su función económica y social. Lo que no es 1. Todos los informadores suelen insistir en la escasez del dinero líqui­ do: «No había dinero, ni para las salidas de los domingos. Se gastaba poco. Una tortilla y una'chuleta o un pollo era todo io que pedíamos que nos hi­ cieran [en la fonda]» (A. A.). (Ahora hay una abundancia de dinero que en­ tonces no había. La gente no es más rica, pero circula más dinero; quien po­ día vivir en su casa y ahorrar unos céntimos era feliz, pero no quien tenía que comprarlo todo, el obrero, por ejemplo. Ése era el más desdichado de todos» (F. L,). 2. A la inversa de otras regiones rurales, Lesquire ignoraba las bromas rituales que suelen hacerse a los solteros, varones o hembras, durante los car­ navales, por ejemplo. (Véase. A. Van Gennep, M anuel de folklore frangais, tomo I, 1 y 2, París, Éditions Auguste Picard, 1943-1946.)

óbice para que también se practique, en la sociedad de antaño y aún en la actual, una segregación de los sexos brutal. Desde la infancia, chicos y chicas están separados en ios bancos de la es­ cuela y en el catecismo. D e igual modo, en la iglesia, los hom­ bres se agrupan en el coro o en el fondo de la lila central de bancos, cerca de la puerta, mientras las mujeres se acomodan en los bancos laterales y los primeros de la fila central. El café es un lugar reservado a los hombres, y cuando las mujeres de­ sean decirles algo a sus maridos no van ellas personalmente, sino que mandan a sus hijos. T odo el aprendizaje cultural y el conjunto del sistema de valores tienden a desarrollar en los miembros de uno y otro sexo actitudes de exclusión recíprocas y a crear una distancia que no puede cruzarse sin turbación. 1 D e tal modo que la intervención de las familias era, en cierto modo, impuesta por la lógica del sistema, y también la del «ca­ samentero» o «casamentera», llamado trachur (o talame , en el valle del Gave de Pau). «Hacía falta un intermediario para ha­ cer que se encontraran. U na vez se han hablado, ya marcha. Hay muchos que no tienen oportunidad de conocer a chicas o que no se atreven a ir a su encuentro. El anciano cura ha arre­ glado muchos matrimonios entre familias relevantes de biempensantes. Por ejemplo, B. no salía, era tímido, apenas iba al baile; el viejo cura va verle: “T e has de casar.” La madre: “H a­ bría que casarlo, pero no encuentra con quien, es difícil.” “N o hay que mirar la dote”, dice el cura: “hay una chica que será para usted [la madre] un tesoro.” Lo casa con una chica pobre, con la hija de unos aparceros a los que conocía a través de una tía muy devota. El cura también ha arreglado el matrimonio de L. En muchos casos ha conseguido que antiguas familias que no estaban dispuestas a rebajarse aceptaran una boda con hijas de familias pobres. M uy a menudo, el vendedor ambulante ( croufetayre) hacía las veces de trachur. La madre le decía: “Quiero 1. 'El lenguaje es revelador: las expresiones ha bistes (literalmente: «lan­ zar miradas») y parla ue gouyate (literalmente: «hablar a una chica») signifi­ can «cortejar».

casar a mi hijo.” Él lo hablaba con gentes que tenían hijas casaderas en Ar., Ga., Og., y los demás lugares por los que él pasa­ ba. M uchos matrimonios se arreglaban así. Otras veces, el que hacía de intermediario era un pariente o algún amigo. Se habla­ ba el asunto con los padres de la chica y luego se le decía al mozo: “Vente conmigo, vamos a pasear, te voy a presentar.”» (P. L., 88 años). Era costumbre, una vez el trato concluido, ofrecer algún obsequio al trachur y convidarlo al banquete de boda. D e quien había arreglado el matrimonio solía decirse: «Se ha ganado un par de botas» (que sa gagnat u p a de bottines). En este contexto ha de comprenderse el tipo de matrimo­ nio llamado barate en la llanura del Gave y crouhou en Lesqui­ re, por el que se unen dos hijos de una familia (dos hermanos o dos hermanas, o un hermano y una hermana) con dos hijos de otra. «La boda de uno de los hijos proporciona a los demás la ocasión de conocerse, y se saca buen provecho de ella» (P. L.). Nótese que, en este caso, salvo si una de las familias tiene más de dos hijos, no hay entrega de dote. La restricción de la libertad de elección tiene, pues, tam­ bién su lado positivo. La intervención directa o mediata de la familia, sobre todo de la madre, hace que se vuelva innecesaria la búsqueda de una esposa. Se puede ser bruto, patoso, tosco y grosero sin perder todas las posibilidades de llegar a casarse. El más joven de la familia Ba., «celoso, arisco, cascarrabias (rougnayre), desagradable con las mujeres, malo», ¿no fue novio de la hija de An., la heredera más guapa y rica de la comarca? Y tal vez no sea una exageración pensar que, gracias a ese mecanis­ mo, la sociedad garantiza la salvaguarda de sus valores funda­ mentales, en concreto, las «virtudes campesinas». ¿Acaso no opone la conciencia tradicional el «campesino» (lou paysk) al «señor» (lou moussit)? Sin duda, de igual modo que se oponía al campesino enmoussurit, «aseñoritingado», el buen campesino se oponía al campesino empaysanit, «acampesinado», al hucou,1 al 1. Este término tiende a designar en la actualidad al soltero, literalmen­ te, al «gato que maúlla».

hombre rudo, y tenía que saber comportarse como «hombre sociable»; lo que no quita que siempre se insistiera en las cuali­ dades de campesino. Sobre todo, hablando de matrimonio, lo esperado era que un hombre fuera trabajador y supiera trabajar, y que fuera capaz de dirigir su explotación, tanto por su com ­ petencia com o por su autoridad. Que no supiera trabar amistad ' (am igailha’s) con las mujeres y que pusiera tanto empeño en el trabajo que descuidara sus deberes sociales no solía tenérsele demasiado en cuenta. El juicio colectivo era inmisericorde, por el contrario, con quien se atreviera a «dárselas de señor» (tnoussureya) en detrimento de sus tareas de campesino. «Era dema­ siado señorito (moussu); no era bastante campesino. Muy buen mozo para salir a pasear, pero sin autoridad» (F. L., 88 años). Toda la educación básica preparaba a las muchachas a percibir y a considerar a los pretendientes en función de las normas ad­ mitidas por la comunidad.1 «Al “señorito” que le hiciera la cor­ te, la joven campesina le habría contestado como la pastora de la canción: " Yon q ’a ym i mey u bet hilh depaysa (Yo prefiero un buen hijo de campesino).»2 1. D e igual modo, el varón sólo podía admitir y adoptar el ideal co­ lectivo, según el cual la esposa ideal era una buena campesina, apegada a la tierra, laboriosa, «apta para trabajar dentro de la casa y fuera, en el campo, sin miedo a que le salgan callos en las manos y capaz de conducir el ganado» (F. L.). 2. «¿Quieres, hermosa pastora, darme tu amor? T e seré fiel hasta el final de mis días.

You q ’aym i mey u bet hilh de paysa... ¿Por qué, pastora, eres tan cruel?

E t bous mowsii ta qu ’e t tan amourous? (¿Y usted, señor, por qué está tan enamorado?) No m e gustan todas esas señoritas... E yo u moussu q u ’em foutis de bous... (y yo, señor, me río de usted)» (re­ copilado en Lescquire en 1959). Existe una retahila de canciones que, como ésta, presentan a una pasto­ ra que, astuta y sin pelos en la lengua, dialoga con un franchimctn de la ciu­ dad (nombre peyorativo aplicado a quien se esfuerza en hablar francés, fra n-

chimandeya).

2. C O N T R A D IC C IO N E S IN T E R N A S Y A N O M IA

Las m anos que aplauden en los teatros y los cir­ cos dejan descansar los cam pos y tos viñedos. COLUM ELA

A todas las familias campesinas se les plantean fines contra­ dictorios: la salvaguarda de la integridad del patrimonio y el respeto de la igualdad de derechos entre los hijos. La importan­ cia relativa que se otorga a cada uno de estos dos fines varía se­ gún las sociedades, así como los métodos empleados para alcan­ zarlos. El sistema bearnés se sitúa entre ios dos extremos: la herencia de uno solo, habitualmente el primogénito, y el repar­ to equitativo entre todos los hijos. N o obstante, la compensa­ ción otorgada a los segundones no es más que una concesión debida al principio de la equidad; la costumbre sucesoria privi­ legia abiertamente la salvaguarda del patrimonio, otorgado al primogénito, sin que lleguen a sacrificarse totalmente, como antiguamente en Inglaterra, los derechos de los segundones. C on el celibato de los segundones y la renuncia a la herencia el sistema se cumpliría en toda su lógica y alcanzaría el extremo hacia el que tiende, pero que nunca alcanza, porque eso equi­ valdría a exigir de toda una categoría social un sacrificio absolu­ to e imposible. Q ue el mismo fenómeno que, antiguamente, parecía caer por su propio peso sea percibido ahora como algo anormal sig­ nifica que el celibato de ciertas personas, que se aceptaba y con­ tribuía a salvaguardar el orden social, representa ahora una amenaza para los fundamentos mismos de este orden. El celiba­ to de ios segundones no hacía más que cumplir la lógica del sis­

tema hasta en sus consecuencias más extremas, y por ello podía ser percibido com o el sacrificio natural del individuo al interés colectivo; en la actualidad, el celibato se padece como un des­ tino absurdo e inútil. E n un caso, acatamiento de la regla, es decir, anomalía normal; en el otro caso, desajuste del sistema, es decir, anomia.

LOS NUEVOS SO LTERO S

El celibato se presenta como el signo más manifiesto de la crisis que aqueja al orden social. Mientras en la antigua socie­ dad el celibato iba estrechamente ligado a la situación del indi­ viduo en la jerarquía social, fiel reflejo, a su vez, del reparto de los bienes raíces, aparece hoy en día como ligado, ante todo, a la distribución en el espacio geográfico. Sin duda, la eficacia de los factores que tendían a propiciar el celibato antiguamente no ha quedado en suspenso. La lógica de los intercambios matrimoniales sigue dominada por la jerar­ quía social. U n cuadro que diferencia a los solteros nativos de los pueblos1 según la categoría socioprofesional, la edad, el sexo y la cuna evidencia a las claras que las posibilidades de matri­ m onio menguan paralelamente con la situación socioeconómi­ ca ( véanse páginas siguientes). El porcentaje de solteros crece regularmente a medida que se va hacia las categorías sociales inferiores: el 0,4 7 % de los sol­ teros son grandes hacendados, el 2 ,8 1 % son hacendados media­ nos, el 8 ,4 5 % son hacendados pequeños (es decir, el 11,7 3 % en el conjunto de los propietarios de tierras), el 4 ,2 2 % son obreros agrícolas, el 2 ,8 1 % son aparceros y granjeros, el 11,7 3 % son criados y el 6 9 ,5 0 % son ayudantes familiares. Hay que ponde­ 1. La población aglomerada (que se designará de ahora en adelante bajo el nombre de pueblo) es de 2 64 personas; la población dispersa (case­ ríos) es de 1.090 personas.

rar estas cifras teniendo en cuenta ia importancia numérica de las diferentes categorías.1 Entre aparceros y granjeros, el porcentaje de solteros llega al 2 8 ,5 7 % ; entre obreros agrícolas al 8 1 ,8 1 % ; entre criados al 100% .2 Aunque, como antiguamente, las posibi­ lidades de matrimonio son mucho menores para los individuos que pertenecen a las categorías más desfavorecidas, obreros agrí­ colas y criados en particular, resulta que el índice de solteros es relativamente elevado entre los propietarios de fincas. Los 28 ca­ bezas de explotación solteros y ios 22 primogénitos que, con los padres vivos, han sido incluidos entre los ayudantes familiares, representan al 2 2 ,3 2 % del conjunto de propietarios agrícolas de los caseríos.

1. Véase apéndice III: «Taille des familles selen la catégorie socioprofesionnelle des chefs de famiile», cuadros II IA y B, en P. Bourdieu, «Célibat et condition paysanne», op., cit. págs. 123-124. 2. A pesar de haberse convertido en algo muy escaso (y por ello muy valioso), los criados no gozan de una situación mucho mejor de la que goza­ ban hace cincuenta años. Totalmente sometidos a unos amos a menudo au­ toritarios que procuran denigrarlos en público para depreciarlos y evitar así que se los quiten, ni siquiera pueden pensar en casarse. Es posible hacerse una idea más cabal de su condición gracias al testimonio de uno de ellos, nacido en 1928: «Fui a la escuela hasta los once años, en el barrio de Rey. M i padre tenia una pequeña finca de ocho hectáreas, de heléchos y bosque, viñedos, algunos prados y tres fanegas de maíz. Yo tenía un hermano mayor y una hermana retrasada; me pusieron a trabajar en casa de L., como criado. Es un puesto arduo, los patrones son exigentes. Estuve allí como un esclavo duran­ te seis años. Estaba molido, física y moralmente. M e quedé deshecho. Había que reírle todas las gracias al amo, como un cretino. Con el consentimiento de mis padres conseguí liberarme del amo e ir a casa de R., un pariente, du­ rante ocho meses antes de marchar al servicio militar- Cuando me licencia­ ron, trabajé de obrero agrícola. Es duro, pero no es una esclavitud como ha­ cer de criado. Después, trabajé en varias empresas de los alrededores. Trabajé para el grupo escolar, para la traída de aguas. Ahora estoy en la fábrica de ladrilios. ¿Casarme? ¡Ay, si fuera poli, encontraría veinte novias! ¡Mire qué gor­ das están las mujeres de los gendarmes! No dan golpe.»

R ango p o r el nacim iento y sexo C ondición social y ed a d

V P rim ogénito

H Según dón

G randes hacendados (m ás de 3 0 ha) 1. 2 1 a 2 5 años 2 . 2 6 a 3 0 años 3 . 31 a 3 5 años 4 . 3 6 a 4 0 años 5. 41 años y m ás

P rim og én ita

Totales Segundona

1

1

H acendados m edianos (1 5 a 3 0 ha) 1. 21 a 2 5 años 2 . 2 6 a 3 0 años 3 . 31 a 3 5 años 4 . 3 6 a 4 0 años 5. 41 años y m ás

4

1

5

H acendados pequeños (m enos de 15 ha) 1. 21 a 2 5 años 2 . 2 6 a 3 0 años 3 . 31 a 3 5 años 4 . 3 6 a 4 0 años 5 . 4 1 años y más

1 1 1 1 12

1

2 1 1 2 12

A pareceros y granjeros 1. 21 a 2 5 años 2 . 2 6 a 3 0 años 3- 31 a 3 5 años 4 . 3 6 a 4 0 años 5. 4 1 años y más

1

1

1

2

3

2

1

4

Rango por e l nacim iento y sexo V

C ondición social y edad P rim o­ g énito O breros agrícolas 1 . 2 1 a 2 5 años 2 . 2 6 a 3 0 años 3. 31 a 3 5 años 4 . 3 6 a 4 0 años 5 . 41 años y más C riados 1. 21 2 . 26 3 . 31 4. 36 5. 4 i

a 2 5 años a 3 0 años a 3 5 años a 4 0 años años y más

Ayudantes fam iliares 1 . 2 1 a 2 5 años 2 . 2 6 a 3 0 años 3 . 31 a 3 5 años 4 . 3 6 a 4 0 años 5. 41 años y más T ótales

Totales

H Segun­ dón

P rim o g én ita

Segun­ dona

1

1

1

1

1

1 1

1

3

1

1

1

1

5 2 6

6 1

1

2

3

12

15

15 14

14 9

12

6

4 10

3 14

89

71

45 33

2

13 9 3 3 13

8

45

213

3 1

21 10

39

Hay que observar, por otra parte, que se cuentan 89 pri­ mogénitos solteros (o sea, el 5 5 >6 % ), entre los cuales hay 49 de menos de 35 años, contra 71 segundones (o sea, el 4 4 ,4 % ), en­ tre los cuales hay 38 de menos de 35 años. En cuanto a las chi­ cas, la relación se invierte, pues las primogénitas sólo representan el 15 % de las solteras, contra el 8 4 % de las segundonas. De lo que cabe extraer unas primera conclusión: las posibilidades de matrimonio dependen menos de la situación socioeconómi­ ca que antiguamente. El privilegio del propietario y del primo­

génito corre peligro. Aunque, evidentemente, el caprnaysou'e se casa más fácilmente que el criado o el obrero agrícola, no es in­ frecuente que se quede soltero, a pesar de todo, mientras el se­ gundón de familia modesta encuentra esposa. Pero lo esencial es que la oposición entre los primogénitos por un lado, y los segundones, los obreros y ios criados, por el otro, queda relegada a un segundo piano, sin quedar abolida, sin embargo, por la oposición entre el ciudadano del pueblo y el campesino del caserío. Estado civil de los habitantes de Lesquíre en función de la edad, del sexo y de la residencia Caseríos

P ueblo E dad

N acidos entre: 1933 y 1929 ( 2 1 a 2 5 años) 1928 y 1924 (2 6 a 3 0 años)

Solteros

Casados

Solteros

Casados

V

H

1/

H

v

H

V

4

2

4

4

30

14

1

1

6

4

36

15

1

4

6

20

7

5

54 75

67

1923 y 1919 (31 a 3 5 años) 1918 a 1914 (3 6 a 4 0 años)

1

antes de 1 9 1 4 9 T ótales 15

9 13

* Entre ellos un viudo. ** Entre ellas una viuda. *** Entre ellos 16 viudos. **** Entre ellos 95 viudas.

86

Totales

H 13

76

14

20

97

3

13

24*

71

14

3

14

14

58

63 163

15 50

5*

204*257** 250 328

678 980

P oblación de Lesquire en 1 9 5 4

R esidente en e l pueblo

M enores de 2 1 años M ayores de 2 1 años T ótales

75 189 264

R esidente en los caseríos

Totales

299

374

791 1 .0 9 0

980 1 .3 5 4

Mientras los solteros varones mayores de 21 años represen­ tan sólo ei 16,44 % de ia población masculina dei pueblo, for­ man el 3 9 ,7 6 % de la población masculina de los caseríos (es decir, 2 ,4 veces más), cuando el porcentaje para el conjunto de la población alcanza el 3 5 ,3 8 % . E n el grupo que tiene entre 31 y 40 años las diferencias son más notorias.1 Los solteros forman el 8 ,3 5 % de la población masculina del pueblo y el 5 5 ,7 3 % de la población masculina de los caseríos, y ei hecho esencial con­ siste en que el índice de solteros ha pasado del 2 3 ,6 % para ios varones de los caseríos de más de cuarenta años, es decir, la vie­ ja generación, a 5 5 ,7 3 % para los hombres entre 31 y 4 0 años, es decir, la joven generación, o sea, un crecimiento dei simple al doble. Entre las mujeres el fenómeno presenta un aspecto muy dife­ rente. Partiendo de que el número de mujeres que emigra del mu­ nicipio, para trabajar en la ciudad o para casarse, es mucho mayor que el número correspondiente de hombres, la comparación en­ tre el índice de solteros de los varones y el índice correspondiente de las mujeres no se justifica. N o sucede lo mismo con la compa­ ración entre el índice de mujeres solteras del pueblo y de mujeres de los caseríos. Las mujeres solteras representan ei 1 3 ,1 3 % de la población femenina del pueblo mayores de 21 años, contra el 1 3 ,2 2 % en los caseríos; partiendo de que el porcentaje para el conjunto del municipio es del 13,20 % , la diferencia es desprecia­ ble. En el pueblo las solteras constituyen el 17,39 % de la pobla­ ción femenina entre 21 y 4 0 años de edad, contra el 3 3 % en los 1. La edad media en el momento del matrimonio es de 29 años para los hombres y de 2 4 para las mujeres.

caseríos (es decir, una relación de 1 a 1,9). Así, mientras la oposi­ ción entre el pueblo y los caseríos está muy marcada en lo que a los hombres se refiere, resulta igual a cero si consideramos el conjunto de la población femenina adulta, aunque, con todo, las mujeres de los caseríos de la joven generación están desfavorecidas respecto a sus mayores, pero infinitamente menos que los hombres.1 Si establecemos un balance de los resultados obtenidos has­ ta el momento, patece manifiesto, en primer lugar, que las po­ sibilidades de matrimonio son siete veces mayores para un hombre de la joven generación (de 31 a 40 años) residente en el pueblo que para uno de la misma generación nacido en los caseríos; y, en segundo lugar, que la disparidad entre las mu­ chachas de los caseríos y las del pueblo es mucho menos impor­ tante que entre los mozos, pues las chicas del pueblo sólo tie­ nen dos veces menos de posibilidades de quedarse solteras que las chicas de los caseríos.2 1 . Si consideramos la población femenina residente en Lesquire (pres­ cindiendo de las mujeres nacidas en Lesquire y casadas o domiciliadas en la ciudad), queda patente que, en el pueblo, una mujer de más de 2 1 años de cada siete es soltera, y el índice sube a dos de cada 11 para las mujeres de 2 1 a 4 0 años. En los caseríos la proporción es la misma para las mujeres de más de 21 años: alcanza I /3 para las mujeres de 21 a 4 0 años. La influencia de la residencia sobre las posibilidades de matrimonio también afecta, pues, a las mujeres que permanecen en Lesquire. 2 . Consideremos sólo la distribución marginal de los datos siguientes:

Solteros

Hombres Casados

Total

Solteras

Mujeres Casadas

Pueblo Caseríos

15 163

75 250

90 413

13 50

328

99 378

Total

178

325

503

63

414

477

86

Total

La residencia y el estilo de vida correlativo influyen (de forma muy sig­ nificativa, x2 = 16,70) en el estado civil: hay cinco veces más hombres casa­ dos que solteros en el pueblo y sólo dos veces más (1,99) en los caseríos. Por el contrario, la residencia no influye de forma significativa (x2 = 0,67) en el estado civil de las mujeres.

LOS FACTORES Q U E HAN TRANSFORM ADO EL SISTEM A DE LOS IN TERCAM BIOS MATRIMONIALES

La aparición de esos fenómenos anormales revela que el sis­ tema de intercambios matrimoniales, en su conjunto, ha sufrido una profunda transformación cuyas causas esenciales hay que conocer antes de analizar la situación actual. Ese sistema empe­ zó a tambalearse cuando se resquebrajó la institución de la dote, que era su clave de bóveda. E n efecto, con la inflación que si­ guió al final de la Primera Guerra Mundial, la equivalencia en­ tre la dote como parte del patrimonio y la dote como donación otorgada al que se casa no pudo seguir manteniéndose. «Des­ pués de la guerra pensábamos que aquellos “precios de locura” bajarían. Hacia 1921 la vida empezó a bajar, y los cerdos y las terneras bajaron; pero sólo fue un movimiento aislado que no tuvo continuidad en el tiempo. Pocos meses después, los precios volvieron a dispararse. Y eso significó una verdadera revolución: los ahorradores quedaron arruinados; ¡cuántos pleitos y peleas entre propietarios y aparceros, entre granjeros y amos! Pasó lo mismo con los repartos: las segundonas, casadas desde hacía tiempo, pretendían una revisión al alza de la herencia de acuer­ do con los valores del momento. Para los matrimonios, las dotes Reagrupemos ahora los datos marginales referidos a los solteros:

Solteros

Casados

Total

Pueblo Caseríos

15 163

13 50

28 213

Total

178

63

241

De lo que cabe concluir que la residencia no ejerce la misma influencia sobre los hombres que sobre las mujeres, ni sobre los hombres del pueblo que sobre los hombres de los caseríos. Como ya quedó establecido que la di­ vergencia no depende de la diferencia de situación entre las mujeres del pue­ blo y las mujeres de los caseríos, ni entre los hombres del pueblo y las muje­ res del pueblo, sólo puede deberse a la situación particular de los hombres de los caseríos.

cada vez contaron menos. H oy día casi nadie les concede im­ portancia. ¿Qué valor tiene el dinero? Habría que pedir mucho. Una hacienda que valía 2 0 .0 0 0 francos antes de 1914 vale ahora cinco millones. Nadie podría pagar unas dotes en proporción. ¿Qué representa ahora una dote de 15-000 francos? Así que a nadie le importa» (P. L .-M .). Por todo ello, la dependencia de los intercambios matrimoniales respecto a la economía mengua o, mejor dicho, cambia de forma; en vez de la posición en la jerarquía social definida por el patrimonio agropecuario, es ahora mucho más la condición social —y el estilo de vida que lleva apa­ rejado—lo que determina el matrimonio. Pero no sólo se tambalea la base económica del sistema: también ha habido una profunda transformación de los valores. E n primer lugar, la autoridad de los mayores,-que se basaba, en última instancia, en el poder de desheredar, se debilita, en parte por razones económicas, en parte debido a la influencia de la educación y de las ideas nuevas. 1 Los padres que han pretendido manifestar su autoridad amenazando a los hijos con desheredar­ los han provocado la dispersión de su familia, pues los jóvenes emigran a la ciudad. Y eso es cierto, sobre todo por lo que refie­ re a las chicas, que antes estaban encerradas en casa y se veían obligadas a aceptar las decisiones de sus padres, «¿Cuántas chi­ cas hay hoy día que se queden en casa? N i una. Com o tienen instrucción, todas tienen empleo. Prefieren casarse con un em­ pleado, les da igual. Trae un “salario” todos los días. D e lo con­ trario, hay que trabajar todos los días en la incertidumbre. ¿An­ tes? ¿Y adonde había que marcharse? Ahora pueden, saben escribir...» 0 .-P . A.). «Las chicas salen tanto como los chicos; y son a menudo mucho más espabiladas... Eso es por la instruc1 . Hay familias en las que la autoridad de los padres sigue siendo abso­ luta. «Recientemente, a una de las chicas Bo„ la raayor, aún la casaron con un chico de la montaña; el muchacho vino a vivir a Lesquire. La madre ur­ dió la boda de su hija pequeña, que tenía 1 6 años, con el hermano mayor del marido de su hija mayor. Solía decir: “Hay que casarlas jóvenes, luego quie­ ren elegir ellas”» (J.-P. A ). A este tipo de boda se lo llama barate (ha ue ba­

rate).

ción. Antes había chicas colocadas en la ciudad, por supuesto. Ahora tienen un empleo; incluso estudian formación profesio­ nal y todo eso... Antes muchas chicas se colocaban para ganarse algún dinero para el ajuar, y luego volvían. ¿Por qué iban a vol­ ver ahora? Ya no hay costureras. C on la instrucción, se marchan cuando quieren» (P. L .-M .). El debilitamiento de la autoridad paterna y la apertura de los jóvenes a nuevos valores han privado a la familia de su papel de intermediario activo en la conclusión de los matrimonios. Paralélamente, la intervención del casamentero (lou trachur) se ha vuelto mucho más infrecuente. 1 Así, la búsqueda de un compañero es algo que depende ahora de la libre iniciativa de cada cual. C on el sistema antiguo se podía prescindir de «corte­ jar» y se podía ignorarlo todo del arte de hacer la corte. H oy todo ha cambiado. La separación entre los sexos no ha hecho más que ampliarse con la relajación de los vínculos sociales, particularmente en los caseríos,2 y con el espaciamiento de las ocasiones de coincidir y conocerse. Más que nunca, los «inter­ mediarios» serían ahora imprescindibles; pero «los jóvenes son más “orgullosos” que antes; se sentirían de lo más ridículos si los casaran» 0 .-P . A .). La generación joven, en general, ha deja­ do de comprender los modelos culturales antiguos. U n sistema de intercambios matrimoniales dominado por la regla colectiva ha dado paso a un sistema regido por la lógica de la competi­ ción individual. En este contexto el campesino de los caseríos está especialmente indefenso. A la vez porque son infrecuentes y porque todo el aprendi­ zaje tiende a separar y a enfrentar las sociedades masculina y fe­ menina, las relaciones entre los sexos carecen de naturalidad y de libertad. «Para seducir a las chicas, el campesino promete el matrimonio, o deja que lo supongan; el compañerismo y la ca­ 1. Un hecho significativo: las jóvenes generaciones no conocen el tér­ mino trachur, ni las costumbres de antaño. Todavía hay personas que pre­ tenden arreglar matrimonios. Pero se las considera con cierta ironía. 2. Véanse págs. 93 y siguientes.

maradería son inexistentes. No hay relaciones constantes entre los chicos y las chicas. El matrimonio cumple la función de se­ ñuelo. Antes tal vez funcionara, pero ahora no. El matrimonio con un campesino está desvalorizado. Se han quedado sin argu­ mentos de seducción» (P. C ., 32 años, aldeano). El mero hecho de acercarse a una chica y dirigirle la palabra es todo un proble­ ma. Aunque ~ y tal vez por ello— se conocen desde la infancia, el más insignificante acercamiento adquiere la máxima impor­ tancia porque quiebra bruscamente la relación de mutua igno­ rancia y de mutuo retraimiento que caracteriza el trato entre los jóvenes de uno y otro sexo.1 A la timidez y a la torpeza del chi­ co se suman las sonrisas bobas y la actitud avergonzada de la chica. No disponen del conjunto de modelos gestuales y verba­ les que podrían propiciar el diálogo: estrecharse la mano, son­ reír, bromear, todo resulta problemático. Y, además, está la opi­ nión que observa y juzga, que otorga al encuentro más trivial el valor de un compromiso irreversible. Si se dice de dos jóvenes que «se hablan», lo que se quiere, realmente, decir es que van a casarse... N o existen, no pueden existir, las relaciones neutras. Además, todo tendía antes a favorecer al buen campesino, pues el valor del dueño de una hacienda dependía del valor de ésta, y viceversa. Las normas que regían la selección de la pareja eran válidas, por lo menos a grandes rasgos, para el conjunto de la comunidad: el hombre cabal había de reunir las cualidades 1. «Carecen de confianza en sí mismos. N o se atreven, después de ha­ berla estado contemplando durante quince años, a acercarse a una chica. “No es para mí”, se dicen para sus adentros. Van a la escuela. Trabajan des­ apasionadamente. Tienen el certificado de estudios o el nivel elemental. Si los padres no los empujan, es la norma (las cosas están cambiando, desde hace unos años), se vuelven a ía finca y poco a poco se van amodorrando. Llevan una vida tranquila, disponen de un poco de dinero de bolsillo los do­ mingos. Se van al servicio militar, se hunden un poco más, se conforman. Regresan, van pasando los años y no se casan» (A. B.). «Hay que verlos. Se muestran tensos en presencia de las chicas. No saben expresar sus sentimien­ tos. Están avergonzados. Y no les falta razón. Tienen la oportunidad de ha­ blar durante cinco minutos cada quince días con una chicas en las que tal vez no han parado de pensar durante esos quince días» (P. C.).

que le convertían en un buen campesino y en un «hombre so­ ciable» y alcanzar un justo equilibrio entre lou moussü y lou hucou, entre el patán, y el hombre de ciudad, a fin de cuentas. La sociedad actual está dominada por sistemas de valores divergen­ tes: además de los valores propiamente rurales, como los que acabamos de definir, hay ahora otros procedentes del entorno urbano y adoptados principalmente por las mujeres; dentro de esta lógica, quienes salen privilegiados son el «señor» y el ideal de sociabilidad urbana, totalmente distinto del ideal antiguo, que teñía que ver, sobre todo, con las relaciones entre los hom­ bres; juzgado según estos criterios, el campesino se convierte en el hucou. Pero el hecho esencial es, sin duda, que esta sociedad, anta­ ño relativamente cerrada sobre sí misma, se ha abierto de forma clara hacia el exterior. D e lo que resulta, en primer lugar, que los primogénitos, atados a un patrimonio que no pueden aban­ donar sin deshonor, tienen a menudo más dificultades para ca­ sarse —sobre todo, cuando se trata de pequeños hacendados— que sus hermanos menores que han abandonado la tierra y se han marchado a la ciudad o a las aglomeraciones próximas. Pero el éxodo es, esencialmente, algo femenino, porque las mujeres, como hemos visto, están mucho m ejor pertrechadas que antaño para enfrentarse a la vida urbana y siempre aspiran, y cada vez más, a alejarse de la servidumbre de la vida campesina. «Las chi­ cas ya no quieren ser campesinas. N o les resulta fácil encontrar mujer a muchos jóvenes, hijos de granjeros, de aparceros e in­ cluso de hacendados, sobre todo, cuando la hacienda está en un lugar perdido en el campo, lejos de la escuela y de la iglesia, de las tiendas, de un lugar de paso, y más aún si el sitio es agreste, la tierra escasa y dura de trabajar. T odo empezó después de 1919. Cuando los hijos de campesino que no llevaban el amor a la tierra en la sangre empezaron a marcharse en busca de em­ pleo, las chicas pudieron encontrar partidos que les garantiza­ ban una vida de ocio y más acomodada, una casa donde podían ser “dueñas” (daunes) desde el primer día. Antaño, antes de la inflación, los padres de las chicas casaderas ( maridaderes) les da­

ban unas buenas dotes para “colocarlas” en las casas de los cam­ pesinos; saben que, con el dinero de ahora, esa dote, que tantos sacrificios les ha costado, ya no vale nada. Prefieren mandar afuera a sus hijas con un pequeño ajuar y cuatro chavos en el bolsillo; así saben que después no se les quejarán de que traba­ jan como una esclava a la que siempre tratan igual que a una ex­ traña» (P.--L. M .). (Véase también apéndice V .) Menos vinculadas a la tierra que los varones (que los primogé­ nitos, en cualquier caso), pertrechadas con la instrucción mínima imprescindible para adaptarse al mundo urbano, parcialmente li­ beradas de las obligaciones familiares gracias al debilitamiento de las tradiciones, más rápidas a la hora de adoptar los modelos de comportamiento urbanos, las chicas pueden emigrar a las ciu­ dades o a los pueblos más fácilmente que los chicos. Para calibrar la importancia relativa de la migración de los hombres y de las mujeres, basta comparar el número de chicos y de chicas nacidos en Lesquire durante un periodo determinado y que fueron censa­ dos en 1954, con el número de chicos y de chicas cuyo nacimiento fue inscrito en el registro civil durante el mismo periodo. C om paración de los nativos y de los censados A ño s de nacim iento 1923 a 1927

1928 a 1932

1 93 3 a 1937

1938 a 1942

T o ta l

88

80 49 31 38%

65 44 32%

40 33 7 17%

273 193 80 29%

65 41 24 27%

71 40 31 43%

47 35

269 156 113 42%

1. C h ico s N acid os en Lesquire Residentes en Lesquire en 1 9 5 4 Em igrados P orcentaje de em igrados

24%

. C h icas N acidas en Lesquire Residentes eñ Lesquire en 1 9 5 4 Em igradas P orcentaje de emigradas

40 46 53%

67 21

21

2

86

12

29%

Este cuadro no sólo evidencia un importante descenso de la natalidad (es decir, superior al 5 0 % entre 1923 y 1942), sino que pone de manifiesto que las mujeres emigran de Lesquire mu­ cho más que los hombres: entre las personas de 27 a 31 años en 1954, emigraron 2,2 2 veces m ás mujeres que hombres (y 1,4 ve­ ces en lo que se refiere a los años 1923 a 1942). A grandes rasgos, seis mujeres y cuatro hombres abandonan el pueblo cada año. Las mujeres se marchan pronto, desde ía adolescencia. Los hom­ bres tardan más; sobre todo entre los 22 y los 2 6 años, es decir, después del servicio militar. La magnitud del éxodo femenino (42 % , es decir, casi una de cada dos mujeres) no ha de ocultar la emigración masculina (2 9 % , o sea, casi uno de cada tres hom­ bres), pues si no resultaría incomprensible el crecimiento relativo del celibato femenino de la joven generación que ha permane­ cido en los caseríos, y cabría la tentación de explicar el índice pa­ tológico de celibato masculino por una penuria de mujeres.1 C on todo, los habitantes de Lesquire tienen una percep­ ción correcta de la situación objetiva: no hay informador que no invoque ei éxodo de las mujeres, sobreestimándolo las más de las veces. D e lo que resulta que las mujeres tienen la espe­ ranza de marchar de Lesquire, mientras que la mayoría de los hombres se sienten condenados a quedarse allí (y ello tanto más cuanto que se tiende a minimizar, en términos relativos, el éxo­ 1. Las causas del celibato de las mujeres no son exactamente las mismas que las del celibato de los hombres. No hay duda de que algunas mujeres si­ guen sometidas a determinismos parecidos a los que propician el celibato de los hombres. Es el caso de algunas muchachas empaysanides, rústicas, mal ves­ tidas, torpes; como sus compañeros de infortunio, se quedan comiendo pavo en el baile y para vestir santos. Es el caso de algunas herederas que se quedan en casa para no abandonar a sus padres, o el de las mujeres que se que­ dan junto a un hermano condenado al celibato; hay parejas de solteros de esta índole en una treintena de casas. También están las chicas que tienen mala fama y a las que los jóvenes, por miedo al ridículo y al qué dirán, no se atre­ ven a cortejar. Por último, para algunas muchachas del pueblo, el celibato se debe a Ja imposibilidad de encontrar un partido que corresponda a sus aspira­ ciones y a su estilo de vida, de modo que prefieren permanecer solteras antes que casarse con un campesino de los caseríos.

do masculino). Así pues, las mujeres están motivadas para pre­ pararse para la marcha desde las postrimerías de la adolescencia 7 a apartarse de los hombres del pueblo, mientras que los hom­ bres tratan de establecer su porvenir en la comarca natal. U n análisis de la ratio por sexos de las diferentes categorías de edad (según el censo de 1954) confirma estas observaciones. R atio por sexos y distribución según la residencia Pueblo Categoría de edad Anees de 1893 1 8 9 3 -1 9 0 2 1 9 0 3 -1 9 1 2 1 9 1 3 -1 9 2 2 1 9 2 3 -1 9 3 2 1 9 3 2 -1 9 5 4 T otal

Caseríos Ratio p . sex.

V

H

24 16 19 13 19 32

41 6 1 ,5 3 18 8 8 ,8 8 19 1 0 0 14 9 2 ,8 2 13 1 4 6 ,1 5 36 88,41

123

141

Ratio p . sex.

105. 125 8 6 ,0 6 7 0 52 134,61 87 7 4 1 1 7 ,5 6 63 4 2 150 9 7 67 1 4 4 ,7 7 157 151 103,98

8 0 ,1 2 166 86 70 1 2 2 ,8 5 106 93 1 1 3 ,9 7 76 56 135,71 116 80 145 189 187 9 6 ,2 5

5 79 511 1 1 3 ,9 7

702 652

V

8 8 ,4 8

C onjunto Ratio p . sex.

H

V

H

129

1 0 8 ,5 3

1 .3 5 4

Si recordamos que, para el conjunto de Francia, es en 1954 de 9 2 , vemos que la ratio por sexos de la población de Lesquire es anormalmente elevada; baja para las personas de más de 60 años y para las de menos de 2 2 , demasiado jóvenes para emigrar, es muy alta para todas las categorías intermedias, lo que permite concluir que el índice de emigración es más importante para las mujeres que para los hombres, y, sobre todo, en los caseríos, pues la ratio por sexos de la población que vive en el pueblo es siempre inferior a 100, excepto los años 1923 a 1932.

C O N TRA D IC CIO N ES INTERNAS

Así, por la acción de diversas causas, una auténtica reestruc­ turación se ha llevado a cabo. Sin embargo, aunque sus condi-

clones de ejercicio sean del todo distintas, el principio funda­ mental que domina la lógica de los intercambios matrimoniales, es decir, la oposición entre los matrimonios de abajo arriba y los matrimonios de arriba abajo, se ha conservado. Y ello porque ese principio está estrechamente vinculado a los valores funda­ mentales del sistema cultural. En efecto, por mucho que la igualdad sea absoluta entre los hombres y las mujeres en lo refe­ rente a la herencia, todo el sistema cultural sigue dominado por la primacía conferida a los hombres y a los valores masculinos. 1 En la sociedad de antaño, la lógica de los intercambios ma­ trimoniales dependía estrechamente de la jerarquía social, que, en sí misma, constituía un reflejo de la distribución de ios bienes raíces; más aún, su función social estribaba en salvaguardar esa jerarquía y, a través de ella, el bien más valioso, el patrimonio. De lo que resulta que los imperativos de orden económico eran al mismo tiempo imperativos sociales, imperativos de honor. Casarse de arriba abajo no sólo significaba poner en peligro la herencia de los antepasados, sino también, y sobre todo, rebajar­ se, poner en entredicho un apellido y una casa y, con ello, poner en peligro todo el orden social. El mecanismo de ios intercam­ bios matrimoniales era el resultado de la conciliación armoniosa de un principio propio de la lógica específica de los intercambios matrimoniales (e independiente de la economía) y de principios pertenecientes a la lógica de la economía, es decir, las diferentes normas impuestas por el afán de salvaguardar el patrimonio, ta­ les com o el derecho de los primogénitos o la regla de la equiva­ lencia de las fortunas. Sin duda, la influencia de las desigualda­ des económicas sigue siendo perceptible. No obstante, mientras que antaño, porque se integraba en la coherencia del sistema, este principio sólo impedía unos matrimonios para propiciar otros, todo sucede hoy en día como si la necesidad económica se ejerciera sólo de forma negativa, impidiendo sin propiciar. Y, porque sigue funcionando, mientras que el sistema dentro del 1 . La existencia de una diferencia de edad importante (cinco años, co­ mo media) a favor del marido constituye otro índice.

cual tenía una función esencial se ha desmoronado, io ánico que hace este principio es incrementar la anomia. «Ahora la necesi­ dad de una mujer es mayor. N i se plantea ahora rechazar un ma­ trimonio, como antes, por una cuestión de dote» 0 .-P . A.). Y, así y todo, aunque la necesidad incite a transgredir los principios antiguos, éstos actúan todavía, en cierto modo, como un freno y una remora. Las madres, por ejemplo, se preocupan mas de «ca­ sar» a las hijas que a los hijos, Id que ahora debería ser prioritario para ellas. Las normas antiguas (convertidas en «prejuicios») si­ guen obstaculizando más de una boda entre el primogénito de una familia relevante y una muchacha de baja cuna. 1 Por ello, entre los hombres de los caseríos, globalmente desfavorecidos, algunos lo están por partida doble; aquellos que ya lo estaban con el sistema antiguo, los segundones que se quedan en casa y los más pobres, aparceros, granjeros, criados. La exagerada preocupación por el importe de la dote, el te­ mor a los gastos que acarrean los fastos de la boda, el banquete en la casa, que es de tradición en el momento del casorio, la compra del ajuar, que se expone ante los invitados, la renuencia de las muchachas ante la perspectiva de soportar la autoridad excesiva de los suegros, que conservan el control del presupues­ to de gastos y de la explotación agrícola, son obstáculos o im­ pedimentos que a menudo hacen fracasar los proyectos de ma­ 1. Toda una categoría de solteros (sobre todo entre los hombres de 40 a 50 años) surge como «producto» de este desfase entre las normas antiguas y la nueva situación. «Algunos jóvenes de familias relevantes que no quieren rebajarse y que no se habían dado cuenta del cambio de situación se han quedado así, solteros. Es, por ejemplo, el caso de Lo., uno de esos campesi­ nos de Lesquire que, después de la guerra, tuvieron el viento en popa. Hijo de una familia acomodada, con dinero en eí bolsillo, siempre bien vestido, ha frecuentado el baile durante bastante tiempo. Forma parte de esos campe­ sinos, hijos de buena familia, adinerados, que tenían cierto éxito por todas esas' razones y que todavía no habían tenido “fracasos” por ser campesinos. Es indudable que alguna de las muchas chicas a las que "miró por encima del hombro” no le vendría mal ahora. Sin embargo, no parece lamentar haber dejado pasar la ocasión. Se consuela, todas las semanas, con un pintou (jarra de medio litro de vino) con sus compañeros de desgracia...» (P. C.).

trimonio. Va pasando el tiempo; la chica, entre tanto, ha «pes­ cado» al gendarme o al cartero. C on ellos todo es sencillo: no hay problema de dote, de ajuar, de ceremonias ni de despilfarros en fiestas, ni, sobre todo, de cohabitación con la suegra. Aunque sigue ejerciendo una influencia determinante so­ bre el mecanismo de los intercambios matrimoniales, la opo­ sición entre los primogénitos y los segundones tiene hoy un significado funcional muy diferente. El estudio de cien matri­ monios inscritos en el registro civil entre 1949 y 1960 es esclarecedor: se cuentan, en efecto, 4 3 matrimonios entre un here­ dero y una segundona, 13 entre un segundón y una heredera, 4 0 entre dos segundones y sólo 4 entre dos herederos. Así, los matrimonios entre segundones, excepcionales antaño, se han vuelto ahora casi tan numerosos como los matrimonios entre herederos y segundonas. Resulta comprensible sí se observa, por una parte, que los segundones casados con segundonas sue­ len estar empleados en sectores no agrícolas, y, por la otra, que, para la gente del pueblo, la oposición entre el primogénito y el segundón tiene una función muy secundaria en los intercam­ bios matrimoniales, pues los diferentes tipos de matrimonio se distribuyen al azar. M ucho menos dependientes que antaño de la «casa» porque se han garantizado otras fuentes de ingresos que les permiten instalarse en otro lugar, mucho menos pen­ dientes del importe de la dote, los segundones no dudan en ca­ sarse con segundonas sin bienes. La escasez relativa de matrimonios entre herederas y segun­ dones se debe, esencialmente, a que, por el mero hecho de mar­ charse de casa, muchas herederas que se casan fuera del pueblo o en el propio Lesquire renuncian al derecho de primogenitura, que recae las más de las veces en un hermano menor. Es el caso, principalmente, de las primogénitas de familias numero­ sas que no pueden esperar para casarse a que sus hermanos me­ nores hayan alcanzado la mayoría de edad y que prefieren mar­ charse a la ciudad. Tam bién es el caso, muy frecuentemente, de las «herederas modestas», que ceden la primogenitura a un her­ mano m enor. Por todo ello las herederas, que desde siempre

han sido menos numerosas que los herederos, tienden a esca­ sear aún más. Mientras que para los aldeanos, y más generalmente para los asalariados de los sectores no agrícolas, la mayor parte de los impedimentos antiguos han desaparecido, éstos siguen vigentes para los campesinos de los caseríos, como pone de manifiesto la extraordinaria escasez de uniones entre dos herederos (4 % ). Los matrimonios entre herederos y segundonas y, menos fre­ cuentemente, entre herederas y segundones, siguen siendo la regla. Pero la existencia de un índice de solteros elevado, inclu­ so entre los herederos, evidencia, una vez más, que el sistema antiguo ha conservado suficiente vigencia para imponer la ob­ servancia de los principios fundamentales, pero no para propi­ ciar de forma efectiva aquello que esos principios pretendían garantizar. En efecto, la lógica del sistema tendía a hacer que, por una parte, el patrimonio no pudiera ser alienado, parcelado o abandonado y que, por otra parte, el linaje se perpetuase; con este fin casaban siempre al heredero o a la heredera, quienes, cuando no tenían hijos, cedían sus derechos a un segundón. Si, de estas dos funciones, la primera se cumple —más eficaz­ mente, tal vez, que nunca, porque la marcha de los segundones y de las mujeres aleja la amenaza del reparto y deja la tierra al primogénito o a quien ocupa su lugar—,1 el celibato del primo­ génito anticipa el final del linaje. D el antiguo sistema sólo que­ dan para los campesinos de los caseríos los determinismos ne­ gativos. Así pues, aunque el índice de solteros haya crecido percep­ tiblemente en los últimos años, la transformación de los inter­ 1 . Los segundones que han emigrado a la ciudad están mucho menos apegados a sus derechos sobre la cierra. «¿Qué quieres que haga con la tierra el segundón que se ha marchado a la ciudad, que tiene un empleo de obrero o de funcionario? D e todos modos, lo ánico que puede hacer es venderla. Muchos prefieren una compensación en dinero, pero también los hay que tienen que conformarse con promesas» (A. B.). Otros factores tienden a afianzar la posición del primogénito, como la reducción del tamaño medio de las familias en los caseríos (Véanse págs. 98-99).

cambios matrimoniales no puede describirse como una mera modificación cuantitativa de la distribución de los distintos ti­ pos de matrimonio. Lo que se observa, en efecto, no es la de­ sagregación de un sistema de modelos de comportamiento que se verían sustituidos por meras reglas estadísticas, sino una ver­ dadera reestructuración. Un sistema nuevo, basado en la oposi­ ción entre el aldeano y el campesino de los caseríos* tiende a ocupar el lugar del sistema antiguo, basado en las oposiciones entre el primogénito y los segundones por una parte, y entre el grande y el pequeño hacendado (o el no hacendado), por otra. Considerado aisladamente, eí sistema de los intercambios ma­ trimoniales de los campesinos de los caseríos parece contener dentro de sí mismo su propia negación, tal vez porque sigue funcionando en tanto que sistema dotado de reglas propias, las de tiempos pretéritos, cuando se encuentra sumido en un siste­ ma estructurado según principios diferentes. ¿No será precisa­ mente porque continúa constituyendo un sistema por lo que este sistema resulta autodestructivo?

CAMPESINOS Y ALDEANOS

Para definir la función de la oposición recientemente surgi­ da entre aldeanos y campesinos de ios caseríos bastará con ana­ lizar, por un lado, los intercambios matrimoniales entre unos y otros, y, por otro lado, sus áreas de matrimonio respectivas.1 Entre 1871 y 1884 los matrimonios entre nativos del munici­ pio representaban el 4 7 ,9 5 % del número total de matrimo­ nios. E n el período de 1941 a 1960, sólo representaban el 3 9 ,8 7 % . Los intercambios matrimoniales entre el pueblo y los caseríos han disminuido considerablemente; si antes representaban el 1 3 ,7 7 % de los matrimonios, sólo representan ahora el 2 ,9 7 % . Paralelamente, el índice de matrimonios con el exterior 1. Véase la pirámide de edad de los habitantes de Lesquire, suprimida en esta edición, en P. Bourdieu, «Célibat et condition paysanne», op. cit. pág. 73.

crece sensiblemente (un 8 ,0 8 % ). Si se distribuyen los matri­ monios con un cónyuge de fuera del municipio según la dis­ tancia que media entre el lugar de procedencia de éste y Lesquirre, se constata que el área principal de los intercambios coincide, hoy como antaño, con el círculo de 15 kilómetros de radio dentro del cual se llevaban a cabo el 9 1 ,3 3 % de los ma­ trimonios, contra solo el 8 0 ,3 1 % hoy, 1 y, por otra parte, que la proporción de matrimonios ¡dentro de un radio superior a 30 kilómetros (área V II), desde siempre relativamente elevada, ha crecido de manera considerable en el transcurso del período re­ ciente (véase el cuadro siguiente) Variación del área m atrim onial según la residencia

Pueblocaserío 9

S Caseríofu e blo y

Am ­ bos del case­ río

15

12

56

cf

1871-1884 En % del número total de matrimo­ nios 1941-1960 En % del número total de matrimo­ nios

Am ­ 0-5 bos km del pue­ blo 11

39

5,1 10,1 15,1 20,1 25,1 30,1 Total -10 -15 -20 -25 -30 ■y km km km km km más

21

25

2

3

2

10 196

7,65 6,12 28,57 5,61 19,89 10,71 12,75 1,53 1,02 1,02 5,10 100 4

1

54

8

25

21

22

2

3

3

25

168

2,38 0,59 32,14 4,76 14,94 12,50 13,09 1.19 1,78 1,78 14,94 100

Para explicar la extensión del área de los matrimonios, y también la práctica desaparición de ios intercambios entre el pueblo y los caseríos, hay que estudiar la proporción de los ma1. El número de matrimonios consanguíneos es mínimo: sólo nueve dispensas fueron concedidas por la Iglesia entre 1908 y 1961, ambos inclusi­ ve, para matrimonios entre primos de primero y segundo grado.

trimonios de cada tipo en función del número total de matri­ monios de cada una de las cuatro categorías, lo que evidenciará el crecimiento relativo de las áreas respectivas de matrimonio y al mismo tiempo la estructura de la distribución de los diferen­ tes tipos de matrimonio para cada categoría (véase el cuadro si­ guiente). H o m b res d e los caseríos 1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 106) 1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 98 )

H o m b res d e l p u e b lo 1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 33 ) 1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 19)

M u jeres d e l p u e b lo 1 8 7 1 -1 8 8 4 ín = 3 7 ) 1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 9)

M u jeres d e los caseríos 1 8 7 1 -1 8 8 4 (n ■* 114) 1 9 4 1 -1 9 6 0 (n . 9 9 )

ó Caserío9 Pueblo

cí Caserío9 Caserío

S Caserío9 E xterio r

(n = 1 2 ) 1 1 ,2 % (n = 1 ) 1%

(n = 56) 5 2 ,8 % (n = 54) 5 5 ,1 %

(n = 3 8 ) 3 5 ,8 % (n = 4 3 ) 4 3 ,8 %

ó P ueblo9 Caserío