Arte y composición : el problema de la forma en el arte y la arquitectura
 9789875841918, 9875841919

Table of contents :
ARTE Y COMPOSICIÓN (...)
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ÍNDICE
EL PROBLEMA DE LA FORMA Parte Primera
INTRODUCCION SOBRE LA COMPOSICIÓN
COMPOSICIÓN Y ESTRUCTURA FORMAL
TEORÍAS MODERNAS SOBRE LA FORMA
TEORÍAS IDEALISTAS
Schiller y el idealismo de la libertad
El idealismo absoluto de Hegel
El idealismo trascendental de Schelling
TEORÍA IDEAL-MATERIALISTA
Gottfried Semper, (1803-1879)
TEORÍAS FORMALISTAS: DESDE LA PURA VISUALIDAD A LA GESTALT
La Pura visualidad de Konrad Fiedler, (1841-1895)
La teoría de Adolf von Hildebrand, (1847-1921) El problema de la forma en la obra de arte,
El formalismo de Heinrich Wölfflin y Paul Frankl
Las teorías de la Gestalt
TEORÍA DE LA VOLUNTAD ARTÍSTICA (KUNSWOLLEN)
Alois Riegl (1858-1905)
TEORÍA PSICOLOGISTA O DE LA EMPATÍA (EINFÜHLUNG)
Theodor Lipps (1851-1914)
Los conceptos de abstracción y empatía en Wilhelm Worringer, (1881-1965)
Interpretación expresionista (individualista)
Interpretación psicoanalítica
Interpretación sociológica
Interpretación socialista
Interpretación esencialista
Interpretaciones semióticas y estructuralistas
Interpretación simbolista
NOTAS
LA VIDA DE LAS FORMAS Y EL PROBLEMA DE LA ABSTRACCIÓN
INTRODUCCION
LA VIDA DE LAS FORMAS
EL SENTIDO DE LA ABSTRACCIÓN
Los aspectos expresivo y formal de la moderna abstracción
El sentido de la antigua abstracción
EL ARTE PRIMITIVO Y LA MODERNA ABSTRACCIÓN
NOTAS
EL SENTIDO DE LA ORIGINALIDAD Parte Tercera
IINTRODUCCION SOBRE EL GENIO
EL SENTIDO DE LA IMITACIÓN
MÍMESIS: EL ORIGEN DE LA INTELIGENCIA CREADORA
ANALOGÍA Y ORIGINALIDAD
La piedra y la red
La piedra pulida y el huevo
La red y la retícula
El rayo y la tumba
NOTAS

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ARTE Y COMPOSICIÓN El problema de la forma en el arte y la arquitectura

Manuel de Prada Profesor de Composición Arquitectónica en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid

de Prada, Manuel Arte y composición: el problema de la forma en el arte y la arquitectura. - 1a ed. Buenos Aires: Nobuko, 2008. 220 p.: il.; 21x15 cm. - (Textos de arquitectura y diseño) ISBN 978-987-584-191-8 1. Teoría de la Arquitectura. I. Título CDD 720.01

Textos de Arquitectura y Diseño Director de la Colección: Marcelo Camerlo, Arquitecto Diseño de tapa: Sheila Kerner Diseño gráfico: Karina Di Pace Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina / Printed in Argentina La reproducción total o parcial de esta publicación, no autorizada por los editores, viola derechos reservados; cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

© de los textos, Manuel de Prada © de las imágenes, sus autores © 2008 de la edición, nobuko I.S.B.N.: 978-987-584-191-8 Noviembre de 2008 Este libro fue impreso bajo demanda, mediante tecnología digital Xerox en bibliográfika de Voros S.A. Bucarelli 1160. Capital. [email protected] / www.bibliografika.com En venta: LIBRERÍA TÉCNICA CP67 Florida 683 - Local 18 - C1005AAM Buenos Aires - Argentina Tel: 54 11 4314-6303 - Fax: 4314-7135 - E-mail: [email protected] - www.cp67.com FADU - Ciudad Universitaria Pabellón 3 - Planta Baja - C1428BFA Buenos Aires -Argentina Tel: 54 11 4786-7244

Manuel de Prada Arte y composición

nobuko

ÍNDICE

06

EL PROBLEMA DE LA FORMA | Parte primera

08

Introducción | SOBRE LA COMPOSICIÓN

18

COMPOSICIÓN Y ESTRUCTURA FORMAL

24

TEORÍAS MODERNAS SOBRE LA FORMA

26 29 32 35

TEORÍAS IDEALISTAS Schiller y el idealismo de la libertad El idealismo absoluto de Hegel El idealismo trascendental de Schelling

38 38

TEORÍA IDEAL-MATERIALISTA Gottfried Semper (1803-1879)

44 44 48 49 51

TEORÍAS FORMALISTAS: DESDE LA PURA VISUALIDAD A LA GESTALT La Pura visualidad de Konrad Fiedler (1841-1895) La teoría de Adolf von Hildebrand (1847-1921) El formalismo de Heinrich Wölfflin y Paul Frankl Las teorías de la Gestalt

54 54

TEORÍA DE LA VOLUNTAD ARTÍSTICA (KUNSTWOLLEN) Alois Riegl (1858-1905)

58 58 59 64 64 65 65 66 67 68

TEORÍA PSICOLOGISTA O DE LA EMPATÍA (EINFÜHLUNG) Theodor Lipps (1851-1914) Los conceptos de abstracción y empatía en Wilhelm Worringer (1881-1965) Interpretación expresionista (individualista) Interpretación psicoanalítica Interpretación sociológica Interpretación socialista Interpretación esencialista Interpretaciones semióticas y estructuralistas Interpretación simbolista

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NOTAS

76

LA VIDA DE LAS FORMAS Y EL PROBLEMA DE LA ABSTRACCIÓN | Parte segunda

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INTRODUCCIÓN

82

LA VIDA DE LAS FORMAS

92 95 104

EL SENTIDO DE LA ABSTRACCION Los aspectos expresivo y formal de la moderna abstracción El sentido de la antigua abstracción.

118

EL ARTE PRIMITIVO Y LA MODERNA ABSTRACCIÓN

138

NOTAS

144

EL SENTIDO DE LA ORIGINALIDAD | Parte tercera

146

Introducción | SOBRE EL GENIO

156

EL SENTIDO DE LA IMITACIÓN

164

MÍMESIS: EL ORIGEN DE LA INTELIGENCIA CREADORA

176 180 181 190 200

ANALOGÍA Y ORIGINALIDAD La piedra y la red La piedra pulida y el huevo La red y la retícula El rayo y la tumba

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NOTAS

EL PROBLEMA DE LA FORMA Parte Primera

Paul Klee. Contemplación, 1938.

Introducción SOBRE LA COMPOSICIÓN

La composición, o el diseño de una forma en abstracto, es curiosamente universal en sus fundamentos, tanto en la pintura y escultura, como en la arquitectura. Lo claro y oscuro, el vacío y el lleno, las masas –cualquiera que sea el sentido que demos a la palabra– siempre significan lo mismo en todas esas artes.1 Robert Atkinson. F.R.I.B.A. 1924.

La palabra composición, que en lenguaje corriente se aplica con naturalidad a ciertas artes, se convierte en un término impreciso cuando se refiere a la arquitectura. Cualquier persona tiene una idea de lo que es una composición musical, una composición pictórica o una composición literaria, pero la misma persona dudará si es preguntada acerca de la composición arquitectónica. Esto se debe a que la palabra composición se ha ido devaluando entre los arquitectos para ser sustituida por

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la palabra proyecto, más actual y dinámica. Parece que el arquitecto ya no compone, sino sólo proyecta, es decir, lanza una idea personal hacia adelante con el fin de resolver un problema. La devaluación de la Composición como disciplina procede del rechazo moderno a las maneras académicas y la arquitectura de imitación estilística. Mies, por ejemplo, decía, no reconocer problemas formales y sólo dedicarse a los problemas de construcción. Wright, por su parte, afirmó que la composición ha muerto para que viva la creación.2 Este rechazo de la forma y la composición tenía un fuerte componente sentimental y formaba parte de la reacción de los artistas plásticos contra los valores de una sociedad decadente e injusta, confiada en las apariencias. Con la cruel guerra del 14, los espíritus más sensibles de la época vieron como se confirmaban sus más oscuros presentimientos: el europeo más civilizado podía comportarse como el bárbaro más cruel, aunque no estuviera en juego su supervivencia. Este hecho, que hoy sigue resultando sorprendente, había sido anunciado por filósofos, como Nietzsche, cuando denunció el fetichismo de la razón en su obra, El ocaso de los ídolos (1888), había sido presentido por artistas, como Kandinsky, cuando hizo notar que el cielo está vacío en, De lo espiritual en el arte (1910) y había sido comprendido por psicólogos, como Freud, cuando avisó a sus contemporáneos de que la decepción ante la barbarie no estaba justificada: el hombre civilizado no ha caído tan bajo como vemos porque no se ha elevado tanto como suponíamos. El trauma que produjo la primera Guerra Mundial entre los artistas fue enorme. A veces tengo la sensación de que sólo los hombres primitivos son todavía hombres genuinos, mientras nosotros nos parecemos a títeres desfigurados, artificiosos y arrogantes, escribió Emil Nolde en 1914. El mismo año, Fernand Leger ironizaba con tristeza: no hay nada más cubista que una guerra como ésta, que divide limpiamente al hombre en varios pedazos y los lanza a los cuatro puntos cardinales. La desconfianza en la civilización condujo a muchos artistas a desconfiar de las Bellas Artes y a concebir su trabajo como un acto de voluntario despojamiento. La belleza de las figuras y el tema de las composiciones servían para ocultar una fea realidad. El objeto del nuevo arte, en consecuencia, fue la forma pura y abstracta. Con ella los artistas

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esperaban aproximarse a un fundamento estable y duradero en el cual poder confiar. Cuanto más horrible se vuelve el mundo más abstracto se vuelve mi arte, escribió Paul Klee en 1914. Franz Marc, el mismo año, 2 años antes de morir en el frente de Verdún, escribió lo siguiente: noté que el hombre era feo. Los animales parecían más amables y puros... y mi pintura se fue haciendo más esquemática y abstracta. En términos muy generales el rechazo de la composición académica se realizó de acuerdo con dos tendencias artísticas diferenciadas: la racionalista, que perseguía un orden objetivo en las cosas y la expresionista, que perseguía la expresión libre de un contenido interior. Mientras los idealistas de la razón abstracta pretendieron alcanzar la forma pura como representación de un orden (o razón) esencial, tratando de acceder a la estructura de las cosas para expresarla de la manera más clara posible, los idealistas de la expresión libre confiaron en el poder de la intuición, en el instinto y la improvisación, para presentar en sus obras los contenidos más profundos del alma. Para los idealistas de la forma pura, el acceso al orden objetivo de las cosas, a su forma o composición esencial, debía elevar al hombre sobre lo circunstancial y hacerle participar (y disfrutar simpáticamente) del orden del cosmos. Este ideal, sin embargo, no era muy diferente de los antiguos ideales que otros artistas de vanguardia decían combatir. La sentencia, todo es medida, número y disposición equilibrada, por ejemplo, aparecida en la revista De Stijl, podría atribuirse tanto a la escuela de Pitágoras como a Palladio o Alberti. Si la composición es la única expresión pura del arte, entonces los medios de expresión han de estar en completa conformidad con aquello que deben expresar. Si pretenden la expresión directa del universo, no pueden ser más que universales, es decir, abstractos, explicaba Piet Mondrian en la misma revista.3 Para decir com-posición, los griegos decían syn-tesis. Ese espíritu de síntesis condujo a los artistas modernos a presentar, a través de sus obras, la esencia universal de las cosas. El espíritu de síntesis, escribió el pintor Joaquín Torres García en el año 1930, es el que está llamado a realizar la construcción total del cuadro, de una escultura y a determinar las proporciones en la arquitectura. Lo que está bien en nosotros, aclaró, es ese valor absoluto que concedemos a la forma.4

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Piet Mondrian. Árbol en flor, 1912.

Ahora bien, sólo gracias a su sólida formación técnica y académica, los artistas pudieron alcanzar la abstracción y rechazar el arte de las apariencias. Los que perseguían el orden formal depuraron sus composiciones figurativas hasta descubrir el entramado de relaciones invisibles que las sostenía. Una vez descubierto el orden estructural, el artista debía someterse a él, luchando para conseguir expresarlo de la manera más clara posible. Actuaban como intermediarios al servicio de una idea de orden o de un orden ideal. Tengo que seguir componiendo, contestaba Paul Klee cuando alguien le reprochaba que lo pintado no se parecía mucho al modelo: esto me tira todo demasiado a la izquierda; tendré que poner un contrapeso a la derecha para restablecer el equilibrio.5 Y cuando

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la palabra composición avergonzaba, se usaron otras, como suprematismo, construcción, contracomposición o proun. Los artistas de la expresión libre, por su parte, también pretendían someterse a un orden ideal, pero no lo buscaron en las cosas exteriores, sino en el interior del sujeto. Les movía un ideal de romántica libertad que se oponía a los excesos de las Academias, al valor absoluto de la norma y al arte de imitación. Los expresionistas se oponían al mudo, bello y amable arte impresionista, pues el arte, si debía expresar los complejos acontecimientos que tienen lugar en el interior del sujeto, no podía reducirse a bellas composiciones y luminosos paisajes. Sentían que no todo en el mundo era claro y luminoso, como arte académico y el impresionista hacía ver, sino muchas veces oscuro y conflictivo. Pronto se alejaron del orden y la bella apariencia, para alcanzar un mundo desconocido, en el que los aspectos más oscuros de la existencia también resultaran significativos. Fue entonces cuando las representaciones de los niños, los primitivos y los alienados, adquirieron un sentido inesperado.6 Mientras tanto los surrealistas, con sus objetos encontrados, juegos de azar y montajes, pretendían dejar hablar a los objetos. Al margen de análisis esquemáticos, como el que se acaba de presentar, los ideales racionalista y expresionista pueden relacionarse con tendencias del hombre, presentes en cualquier época y cultura. Pueden relacionarse, por ejemplo, con los instintos apolíneo y dionisíaco que Nietzsche asoció con el arte en su obra, El nacimiento de la tragedia.7 Según el filósofo alemán, esos instintos eran potencias que brotan de la naturaleza, sin mediación del artista: el primero, que los griegos personificaron en Apolo (dios del orden y la belleza, de la luz y la claridad), conduce al hombre hacia la mesurada limitación; el segundo, que personalizaron en Dionisos (dios de las fuerzas instintivas, de la oscuridad y la embriaguez), conduce al individuo a prescindir de las reglas y limitaciones para llevarlo hacia un entusiasmo inconsciente y fundirlo en una alianza original con el resto de los hombres. Éste es el instinto que conduce al hombre a olvidarse de sí y a romper los límites de su yo, superando el principio de individuación… ante la eruptiva violencia de lo general-humano y lo universal-natural.

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Vasily Kandinsky. Boceto del Diluvio, 1912.

El arte, para el joven Nietzsche, era la consecuencia de la lucha entre instintos: mucho habremos ganado, concluyó, cuando nos demos cuenta de que el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco pues, entre estos impulsos, la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo periódicamente. La relación entre idealismo de la forma pura y el instinto apolíneo es evidente. Pero la relación entre el impulso dionisiaco y el idealismo de la expresión pura es sólo pertinente si se considera que el objetivo del expresionista no es presentar la singularidad del alma individual, sino lo profundo y común del alma humana.

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Los ideales racionalista y expresionista se pueden también relacionar, quizás con más propiedad, tanto con las sensibilidades clásica y romántica (o clásica y pintoresca, tal y como se entendieron en los siglos XVIII y XIX), como con los afanes de abstracción y empatía definidos por Worringer. Se verá más adelante. Pero los esfuerzos realizados por algunos artistas para aproximarse a uno u otro ideal, para resolver las polaridades citadas, se tradujeron en una gran variedad de composiciones animadas por una saludable tensión; una tensión que en algunos casos tiende a desaparecer, dando paso a una nueva polaridad, menos idealista sin duda, entre un arte de apariencias y un arte sin forma, a veces condicionada por vanidades y caprichos, cuando no por intereses inconfesables. En el campo de la arquitectura, dos obras muy próximas en el espacio y el tiempo, la Filarmónica de Berlín proyectada por Hans Scharoun y la Nueva Galería Nacional de su amigo Mies van der Rohe (construida poco después a su lado), representan los ideales citados, así como sus correspondencias. Según Kenneth Frampton, es difícil superar las diferencias que existen entre los ideales que estas obras presentan, pues es posible que estén arraigadas en aquellos polos del pensamiento humano fundamentalmente distantes –el viejo cisma que se expresa, a veces, en términos de clásicos y románticos.8 Pero según Hans Scharoun, lo moderno encierra también una parte de eterno... pues contiene la tradición en lo que ella tiene de viviente... La característica del paisaje espiritual puede ser dinámica o estática, y tal diversidad es generatriz del progreso. Sólo ella puede activar las fuerzas y superar las relaciones de oposición.9 La Filarmónica, en rigor, es una forma expresiva que no renuncia por completo ni a la simetría ni a la centralidad. La forma artística supera naturalmente la polaridad. Si es composición, es síntesis o conjunción. Así lo entendieron los principales artistas y teóricos del siglo XIX. Antes se ha sugerido que la actual devaluación de la composición procede de un simple malentendido, pues los mismos arquitectos que negaron la composición nunca dejaron de componer. Esto permitió que algunos principios compositivos de la arquitectura moderna, como

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por ejemplo los cinco puntos de Le Corbusier, fueran interpretados en relación a los principios clasicistas que aparentemente combatían.10 La palabra composición, de hecho, fue recuperada en los años 50 para ser aplicada a las obras de los mismos arquitectos que la cuestionaban: según Alan Colquhoun, no sería la primera vez que un movimiento revolucionario ha tomado prestadas las estructuras e instituciones del mismo régimen que trataba de destruir.11 Hoy sabemos que los maestros modernos, sin excepción, conocían los principios de la composición académica. Sabemos, además, que esos principios les sirvieron de referencia para sus creaciones libres, aunque a veces, inmersos en debates moralizantes e ideológicos, terminaron por avergonzarse de ellos y rechazar, cara al público, la forma y la composición. Un breve repaso a sus dibujos y proyectos de juventud es suficiente para comprobar que la libertad y originalidad de sus obras se fundamentaba en una sólida formación. El problema es que la formación, sin sensibilidad, no lo puede todo en el arte. Argumentamos, demostramos, apuntalamos: todas cosas excelentes, pero que no bastan para una totalización, escribió Klee. La formación sólo es el necesario soporte para una floración. Pero este problema tiene solución, pues la sensibilidad, afortunadamente, también se forma. El problema de fondo, como reconoció Max Weber, es que los sistemas de valores no pueden defenderse científicamente pues, como ha ocurrido siempre y seguirá ocurriendo, aquí luchan también distintos dioses entre sí. De nuevo Apolo contra Dionisos, aunque transfigurados. El dionisiaco genio, ahora, realiza obras maravillosas sin esfuerzo. Por eso se opone a la formación; no la necesita. El genio, como el de la fábula de la lámpara maravillosa, crea mágicamente de la nada; él es el origen del que brotan las ideas; es una especie de fuente. Pero con la fábula del artista genial y creador, precisamente, aparece la necesidad de cuestionar la posibilidad de un arte sin forma y un artista sin formación. El mito siempre presenta dos caras. Una generadora de reales ilusiones y otra simplemente ilusionante. Habrá que diferenciarlas. Ocuparse de la forma, que es tanto como ocuparse de la composición, es además

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condición necesaria, aunque no suficiente, para aprehender y utilizar adecuadamente el capital heredado de los maestros. Veremos que la forma y la formación son condiciones de originalidad. Primero, definiendo el fundamento de la composición y repasando las distintas teorías sobre la forma en el arte. Después, mostrando que la imitación es el fundamento de toda consciencia y, por tanto, de la forma y la originalidad.

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Planta de la Filarmónica proyectadas por Hans Scharoun y Mies van der Rohe. Berlín, 1956-1963.

Planta de la Nueva Galería Nacional, proyectada por Hans Scharoun y Mies van der Rohe. Berlín, 1962-1968.

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COMPOSICIÓN Y ESTRUCTURA FORMAL Un arquitecto es un compositor. Su actividad más importante es componer y no diseñar. El diseño es la consecuencia de la lucha por componer. Todas las maravillosas sutilezas del diseño son para reforzar unos elementos que deben ser inseparables entre sí. Si tengo una idea clara que relacione los distintos elementos de manera que estos no puedan ser separados (cuando usted quita uno el conjunto se desmorona) entonces tengo el dominio completo del proceso de diseño y, por consiguiente, del diseño de todos los pequeños detalles, ya que éstos se producen porque elementos vivos se han relacionado bien entre sí... Louis Kahn. Entrevista con Peter Blake.

Para iniciar estas notas no se considera necesario replantear el significado de la palabra composición; bastará aceptar su significado habitual. Componer significa poner juntos varios elementos o, lo que es igual, formar de varias cosas una sola que sea algo más que la simple suma o acumulación. La composición, por tanto, implica la existencia de elementos y relaciones. Elemento es cualquier principio constituyente o cualquier parte integrante de algo. En lo que se refiere a la forma, un elemento debería tener suficiente autonomía como para poder separarse del conjunto aunque sólo sea mentalmente. Relaciones son los vínculos estructurales que mantienen la cohesión entre los elementos y los integran en una totalidad coherente. El conjunto de las relaciones constituye el orden formal. No es necesario insistir en que la composición se refiere específicamente a la forma; las analogías entre la composición arquitectónica, la

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musical, la literaria, la pictórica, etc. son válidas en tanto todas estas manifestaciones del arte son formas. Pero conviene precisar el término forma para no confundirlo con aspecto. El aspecto, aunque pueda ser un modo en que se manifiesta la forma, no es forma en sí mismo. El interés de Leonardo por los cadáveres no era morboso; necesitaba conocer, sencillamente, el orden interno que daba lugar al aspecto. Según Erich Kahler, sólo en la medida en que el aspecto exterior constituye la apariencia exterior de una estructura, es decir, de una organización interna, de una coherencia en la organización de un ente limitado, pertenece a la forma.12 La unidad entre el orden interno de un objeto y su apariencia exterior se resume en las nociones forma o estructura formal. Ludovico Quaroni, (Ocho lecciones de arquitectura) definió la estructura formal en los siguientes términos: la estructura formal, a diferencia de la simple agrupación de elementos, es un todo formado por fenómenos solidarios de manera que cada uno de ellos dependa de los demás y no pueda ser sino en virtud de su relación con ellos; es decir, estructura es una entidad autónoma de dependencias internas.13 Las pinturas están hechas, insistía Degas, de pigmentos y espacios relacionados entre sí. Esta idea de forma, que se identifica con la idea de composición, fue compartida por antiguos y modernos. No existen razones de peso, por tanto, para que sea replanteada. León Battista Alberti, por ejemplo, escribió lo siguiente: el modo de realizar una construcción (o composición) consiste en obtener una estructura compacta íntegra y unitaria. Se dirá íntegro y unitario a aquel conjunto de elementos que no contenga partes escindidas o separadas de las demás, o fuera de su sitio, sino que en toda la extensión de sus líneas demuestre coherencia y necesidad.14 Y Paul Klee, 400 años después: el artista se esfuerza en agrupar sus materiales con tal lógica y con tal claridad que cada uno de ellos (los materiales o elementos) ocupe un sitio necesario sin que atente contra los demás.15 Estas afirmaciones, en razón de la distancia que separa a sus autores, permiten enunciar unas condiciones generales de la forma o condiciones de la composición. Son las siguientes: Unidad, que obliga a la forma a presentarse como un todo completo y limitado, afectado por un principio de orden estructural.

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Integridad, que obliga a una presencia activa de todos los elementos que componen la forma sin que se pueda echar de menos alguno. Coherencia (de cohesión), que vincula los elementos entre sí mediante un sistema de relaciones que afecta tanto a los elementos como al conjunto. Claridad, que obliga a evitar la confusión. Y Necesidad, que obliga a prescindir de todo lo que resulte superfluo. Las confirman numerosas citas, de artistas y pensadores. De Aristóteles, por ejemplo: En el caso de la trama o intriga, la acción debe ser una e íntegra, y los actos parciales (elementos) deben estar unidos de manera que cualquiera de ellos que se quite o mude de lugar, se cuartee y descomponga del todo, porque lo que puede estar o no estar en el todo no es parte del todo.16 De Chejov: Si en el primer acto de un drama se ve un fusil colgado de la pared, ese fusil tiene que utilizarse en el último acto.17 De Yeats: Nuestras palabras deben parecer inevitables. O Matisse: En el cuadro, cada parte desempeña el papel que se le ha asignado, sea principal o secundario; todo lo que no sea útil en el cuadro va en detrimento suyo. (Los novelistas suelen decir: el adjetivo, cuando no ayuda, mata). Es posible, además, enunciar otras dos condiciones, más discutibles quizás, que son la simplicidad, o reducción a lo esencial que evite cualquier complicación innecesaria, y la economía, o reducción de la forma a los elementos y relaciones que impliquen un menor esfuerzo o coste material. Los conceptos de simplicidad y economía, referidos a la arquitectura, deben matizarse, ya que su exclusiva consideración como condiciones de la forma conduce a identificar composición y disposición, como hiciera Durand en sus, Lecciones de Arquitectura. Según Durand, la regularidad y la economía eran los fundamentos de la forma arquitectónica. Un edificio será tanto más económico cuanto más

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simétrico, regular y simple sea, escribió. La composición, sin embargo, es algo más que economía y disposición. Durand aclaró que la simplicidad, aunque proscribe absolutamente todo lo que es inútil, no está reñida con la variedad: la arquitectura se puede reducir a un pequeño número de ideas generales y fecundas; a unos pocos elementos, pero suficientes para la composición de todos los edificios; a unas cuantas combinaciones simples, pero que dan lugar a unos resultados tan ricos y variados como las combinaciones de elementos en el lenguaje.18 Es cierto que, como afirmaba Anton Von Webern, el arte es la capacidad para dar a una idea la forma más clara, aprehensible y sencilla posible, pero es necesario diferenciar entre simplicidad ingenua, preconsciente, que no ha tenido contacto o no ha asimilado la complejidad de los fenómenos (la simpleza), y la simplicidad consciente, resultado del máximo esfuerzo para mantener la complejidad sin perder los vínculos estructurales entre los elementos. El académico J. F. Blondel se refirió a la Bella simplicidad en los siguientes términos: una arquitectura simple debería ser la más estimada de todas; la simplicidad es lo propio de las obras de los grandes maestros; comporta un carácter que el arte no puede definir y que el más hábil profesor no puede enseñar: ella sola puede encantar al alma y a los ojos; lleva a lo sublime y es siempre preferible, se diga lo que se diga, a esas composiciones forzadas que revelan el arte y a esa multitud de ornamentos con los que los hombres sin doctrina sobrecargan sus producciones, porque es más cómodo complacer el vulgo por la confusión de los miembros y la prodigalidad de la escultura, que por la simplicidad de la que hablamos: sólo un pequeño número de conocedores saben sentirla y apreciarla.19 La conocida sentencia de Mies, menos es más, tiene exactamente ese sentido. Todas las condiciones de la forma enunciadas responden a un ideal de orden que se opone a lo desintegrado, lo incompleto, lo incoherente, lo confuso, lo complicado, lo contingente y lo arbitrario, pero no a la variedad, la complejidad, la tensión, el conflicto o el contraste. Incluso las anomalías, los contrastes y las deformaciones pueden ser aspectos de la forma si se refieren a un orden significativo que les conceda valor. Si en la composición se tratara de evitar la complejidad, las estructuras resultantes carecerían de tensión y perderían, tanto su capacidad para representar un mundo complejo, como su capacidad para evolucionar. Los conflictos, los contrastes, las oposiciones y las rupturas, para bien y para mal, forman parte de la vida.

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De acuerdo con todas las consideraciones anteriores, las condiciones de la forma se podrían ordenar en dos columnas que representen ideales correlativos. Cada condición tendría su correlativa a su lado. En la columna del ideal de forma pura (del Orden con mayúsculas, del afán de abstracción, del instinto apolíneo, de los fuertes vínculos entre los elementos, de la máxima perfección, etc.), se situarían las condiciones enunciadas: unidad, integridad, coherencia, necesidad, claridad y simplicidad. En la columna del ideal de expresión libre (de la Libertad con mayúsculas, del afán de empatía, del instinto dionisíaco, de los débiles vínculos entre los elementos, de la relativa perfección, etc.) se situarían las condiciones correlativas o complementarias, a saber: diversidad, excepcionalidad, contraste, azar (entendido como derecho de la naturaleza), oscuridad y complejidad, respectivamente; unas al lado de las otras. El pedagogo aplaudiría: la síntesis es posible. Para intuirla, es suficiente enunciar cada par de condiciones. Obtendrá lo siguiente: unidad y diversidad, integridad y excepción, coherencia y contraste, necesidad y azar, claridad y oscuridad y, por último, complejidad y simplicidad. Faltaría una tercera columna, sin embargo; la correspondiente a la negación del ideal. Ésta sería la columna del desorden y la informalidad. En esta columna de lo informe, al lado de las condiciones correlativas anteriores, deberían situarse, siguiendo el orden anterior, el amontonamiento, la desintegración, la incoherencia, lo innecesario (o superfluo), la confusión y, por último, la complicación. Ahora sólo faltaría distinguir entre lo amontonado y lo diverso, entre lo desintegrado y lo excepcional, entre lo incoherente y lo contrastante, entre lo azaroso (con-sentido) y lo innecesario, entre lo oscuro y lo confuso y, por último, entre lo complejo y lo complicado. Al pedagogo, ahora, le tocaría trabajar con sus alumnos. El problema del pedagogo es que la composición no puede reducirse a un sistema de reglas, simples o complejas, por muy reconfortantes que sean. El ejemplo de la Academia de la Lengua es significativo pues, aunque mantiene que su cometido es limpiar y fijar el lenguaje, todos aceptamos que el lenguaje es algo vivo en continua evolución. El lenguaje, como el arte, sólo vive gracias a los cambios, los mestizajes y las anomalías, que los propios académicos tratan (o trataron) de evitar. Sabemos que las únicas lenguas estables son las lenguas muertas. Pero también es dudoso que la ausencia de normas, la simple trasgresión o la negación de la herencia recibida, impliquen vitalidad, libertad 22

u originalidad. La ausencia de un sistema de referencia estable suele producir complicación, confusión y arbitrariedad. Quizás sean aspectos de la vida individual, pero un arte que refleje un asunto puramente individual, pensaba Jung, merece ser tratado como una neurosis. Desgraciada o afortunadamente, las condiciones ideales dispuestas en las columnas citadas no son suficientes para que una forma sea expresiva. Para que esto ocurra, tendrán que referirse a sus correlativas. Sólo disociamos para poder concebir, pensaba Bergson. Y así matamos, paradójicamente, lo que pretendemos aprehender. De ahí la importancia del arte y la forma: expresan sin disociar, realizando poéticamente las cosas. Las condiciones ideales enunciadas son condiciones necesarias de la vida y la forma, pero si la vida está abierta al sentido, no parece muy sensato pretender que el problema de la forma quede determinado. La apertura al sentido es condición de libertad y la libertad, condición necesaria del arte. Al menos eso pensaban los idealistas. Ahora bien, si el mundo se interpreta como un conjunto de signos que se refieren a otros signos, si no es posible afirmar ninguna verdad, entonces no hay mucha diferencia entre un signo matemático y una obra de arte. Se imponen el escepticismo y la indeterminación. Las presencias reales sólo son ilusiones; los idealistas, ingenuos. Se impone la desconstrucción. Y el arte se convierte en objeto de especulación, cuando no en puro espectáculo. Los idealistas pensaban, sin embargo, que la verdad aparece en el arte cuando la forma es condición de libertad de acuerdo a la Idea, es decir, cuando la obra reúne los distintos aspectos del ser que el pensamiento presenta separados. Es cierto que Hegel no confiaba mucho en el arte. Al igual que Platón, pensaba que el pensamiento es superior. Pero en el arte, como en el mito, se resuelven naturalmente las paradojas: al margen del arte y el mito, ¿sabemos algo de vida sin muerte, de espíritu sin materia, de tiempo sin eternidad, de sujeto sin objeto, de orden sin libertad? Las teorías sobre la forma artística que se gestaron a lo largo del siglo XIX, hoy casi olvidadas, insistieron en la posibilidad de expresar mediante la forma artística aquello que no se puede expresar de otro modo. Conocerlas, por tanto, es un requisito para apreciar el sentido (o la falta de sentido) del arte actual. Más, si el genio, como aquí se ha supuesto con cierta ironía, es una mágica figura que crea cosas de la nada.

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TEORÍAS MODERNAS SOBRE LA FORMA

Las distinciones clásicas entre materia y forma (en Aristóteles hilemorfismo) y entre forma y contenido (la primera constituida por principios, relaciones o razones y el segundo por un principio que atribuye a los objetos sentido y emotividad) han permitido relacionar la forma con los principios de unidad en lo múltiple, coherencia armónica y claridad. W. Tatarkievicz, en su, Historia de seis ideas, ha señalado que la noción forma ha sido interpretada de distintas maneras en función de nociones

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opuestas, correlativas o complementarias. 20 Así, distinguió entre la forma como disposición de las partes (correlativa a los elementos o partes constituyentes), forma como lo que se da directamente a los sentidos (correlativa al contenido), la forma como límite o contorno del objeto (correlativo a la materia), la forma como esencia conceptual (opuesta a los accidentes circunstanciales) y la forma como lo que pone a priori la mente al objeto percibido (opuesta a lo que se da desde a fuera a través de la propia experiencia). También es posible distinguir, como hizo Mario Perinola (La estética del siglo XX), entre forma suprasensible (eidos en griego y species en latín), forma sensible (morfé en griego y forma en latín) y forma de las acciones (schema en griego y habitus en latín), entre otras posibilidades.21 Aunque en la composición interesan particularmente las dos primeras, es decir, la forma entendida como estructura invisible de relaciones y la forma como lo que se da a los sentidos, todas se encuentran relacionadas entre sí, condicionándose mutuamente. Por otro lado, es posible prestar atención al tipo de relación que se establece entre los correlativos mencionados, por ejemplo, entre estructura formal (invisible) y configuración (visible) o entre forma y contenido, como ocurre en las teorías de la pura visualidad y la empatía, que se verán más adelante. Estas teorías, que dependían de la concepción del mundo instaurada con la Ilustración, en ocasiones se enfrentaron entre sí. Algunas parecían irreconciliables, pues enfocaban el problema de la forma desde perspectivas opuestas. Es verdad que destacaban sólo un aspecto de la forma tratando de imponerlo sobre los demás. Pero debían considerar todos los aspectos, bien para refutarlos o bien para presentar alguna aportación original. Las teorías sobre la forma artística que se desarrollaron a lo largo del siglo XIX, en cualquier caso, no interesan porque fueran más o menos originales; interesan por tres razones fundamentales: son el fundamento del arte del siglo XX, siguen siendo poco conocidas y mantienen, a pesar de los años transcurridos, completa actualidad. Hoy es posible considerarlas concepciones complementarias del mundo que, integradas, podrían contribuir a aclarar el confuso panorama del arte actual. A continuación, se presentan algunas de las más importantes e influyentes.

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TEORÍAS IDEALISTAS

El idealismo, en general, considera que la forma artística es la representación de una idea. Pero no de la idea a la que nos referimos hoy cuando decimos he tenido una idea. La idea del idealismo se refiere a la esencia real de las cosas, es decir, a la esencia formal e ideal de aquello que se presenta ante nuestros sentidos. No es, por tanto, la idea brota del individuo particular y es equivalente a ocurrencia, sino la Idea impersonal, trascendente y original, que antes se escribía con mayúsculas.

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La palabra idea procede del verbo griego eidein y los sustantivos eidos e idea, que significaban aspecto o visión de la esencia. Platón, como es sabido, pensaba que todo aquello que se da a nuestra percepción es sólo apariencia; que el mundo sensible es sólo el reflejo imperfecto del mundo ideal-real. Si confundimos lo que percibimos con la realidad (aunque sólo percibamos los reflejos que las Ideas proyectan), nos ocurre lo mismo que a los hombres encadenados en su fabulosa caverna, cuando pensaban que las sombras proyectadas sobre la pared (por un fuego que no podían ver) eran la única realidad. Las Ideas son las realidades que producen las apariencias. En la fábula, las sombras son las apariencias; el fuego o el sol, metáforas de las Ideas; de la Belleza y el Bien en primer lugar: realidades absolutas; inalcanzables; pero aprehensibles intelectualmente, según Platón, mediante la dialéctica: todavía hoy, los términos reflexión (de reflejo) y especulación (de espejo) parecen aludir al descubrimiento de la esencia de las cosas atendiendo intelectualmente a los reflejos que producen las Ideas. Platón, en consecuencia, negó que la Idea pudiera manifestarse en el arte técnico de su época.22 Rechazó las artes de imitación, como la poesía y la pintura, por alejarse de la naturaleza en tres grados. La pintura, se preguntaba, ¿es la imitación de la apariencia o de la realidad? De la apariencia, contestaba. El arte de imitar está, por consiguiente muy distante de lo verdadero, y si ejecuta tantas cosas es porque no toma sino una pequeña parte de cada una.23 En otras palabras, pensaba que el arte no podía aproximarse a la idea pues sólo reflejaba un aspecto falso de ella como ídolo o fantasma. La Idea sólamente podía aparecer en la dialéctica cuando ésta ilumina progresivamente la esencia de las cosas para determinar su participación en el principio y la razón del orden de las cosas (lagos).24 Según Platón, sólo el filósofo y el arrebatado, cuando éste se encuentra poseído por la divina manía, podían aproximarse a la Idea. Aristóteles, sin embargo, planteó la posibilidad de que el productor de una obra poética dejara de ser un mero copista, falsificador de la realidad, para convertirse en un corrector de sus imperfecciones y adecuar así su obra, una tragedia, por ejemplo, al orden ideal de las cosas. El productor de la obra ahora podía aprehender la forma ideal para reflejarla en la forma de sus producciones.25 Según G. Morpurgo-Tagliabue,

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con Platón lo bello (la idea de lo bello) superó al arte y con Aristóteles el arte aventajó a lo bello.26 A pesar del tiempo transcurrido, el idealismo de Platón y Aristóteles ha logrado mantener parte de su vigencia. Emmanuel Kant (1724-1804), por ejemplo, considerado el sistematizador del racionalismo moderno, puede relacionarse con el idealismo (los neokantianos lo relacionaron con Platón) al menos en un aspecto: para Kant el espacio, el tiempo y la causalidad eran formas a priori de la intuición o sensibilidad. Según Kant, la forma de los objetos procede de la idea a priori que necesariamente nos hacemos de ellos y no de la percepción del objeto. En otras palabras, leemos en la experiencia lo que antes hemos puesto en ella. Pero la separación que realizó Kant entre formas a priori y realidad exterior no facilitaba la relación entre la idea y la forma artística. La belleza ideal debía ser necesariamente desinteresada y sin finalidad, al margen de cualquier uso y del espacio real, siempre útil. Por eso se conformó con explicar que la obra de Edmund Burke, Investigación filosófica acerca del origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello (1756) era la investigación más importante publicada en el mundo del arte. Kant, en el fondo era un romántico. Compartía con Burke, que lo sublime estaba por encima de lo bello. Pensaba que, al lado del equilibrio clásico, del orden y sus efectos de sosiego y racionalidad, estaba lo sublime, relacionado con los estados violentos que experimenta el hombre ante la naturaleza salvaje, con los sentimientos de miedo y terror que experimenta ante los oscuros bosques, los abismos o los mares tormentosos. Después de Kant, el idealismo y el romanticismo se fundieron. El idealismo fue un movimiento romántico que reaccionó contra el racionalismo ilustrado de la Revolución y contra el empirismo, pero que también se enfrentó al irracionalismo, para mantener la inteligibilidad del mundo, al relativismo, para defender la vigencia de un orden, al positivismo, para afirmar la unidad y el sentido del mundo, y al pragmatismo, para mostrar que la verdad y el conocimiento no pueden reducirse a simples medios que sirvan a la organización práctica de la existencia. Con el idealismo, el arte volvió a considerarse la manifestación sensible de la Idea, personificada en la Naturaleza, y el arte, el modo fundamental de autorrealización del espíritu por medio del hombre. La frase que

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Hölderlin (Hiperión, 1797), el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, resume el aspecto más romántico del idealismo.

Schiller y el idealismo de la libertad Johann Christoph Friedrich Schiller, (1759-1805). Escritos sobre estética,27 (1793-1803). Schiller, poeta y dramaturgo, amigo de Goethe, admiraba y criticaba la obra de Kant, a la vez que apoyaba sus propias teorías estéticas en los textos de la antigüedad clásica. Injustamente eclipsado por Hegel, puede hoy considerarse el nexo entre el idealismo clásico y las teorías de la forma de finales del siglo XIX. Pensaba que lo bello nos produce placer por la simpatía que sentimos hacia los objetos externos. Pero esta simpatía debe entenderse en su acepción original, es decir, como la conformidad entre nuestros sentimientos (syn-pathos) y los acontecimientos externos. La simpatía hace que lo bello se sienta como proporción (o magnitud de las partes que depende de la fuerza del todo), perfil (o victoria sobre las partes de la fuerza configuradora) y acorde (o predominio de la concordancia sobre la diversidad). De acuerdo con estos principios, el arte permite al hombre desplazarse de lo subjetivo a lo objetivo, de la sensibilidad a la razón (o forma ideal), como final de un proceso que comienza en la materia informal, se continúa en la forma y culmina en la perfección y la belleza.28 El arte es la expresión más desarrollada de la libertad y, por tanto, de la verdadera naturaleza del hombre, pensaba Schiller.29 Pero el auténtico arte no busca sumir al hombre en el sueño de un instante de libertad, sino hacerle efectivamente libre, despertando y formando una fuerza en él que desplace el mundo sensible hacia lo objetivo. En otras palabras, el arte es una fuerza capaz de transformar el mundo sensible (del sujeto) en una obra libre que domine lo material con ideas. El mundo sensible es sólo una carga de materia bruta sobre nosotros y un poder ciego que nos oprime.

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Ser libre es estar determinado por sí mismo, es decir, de adentro hacia afuera. Pero, sólo con la ayuda de la técnica puede exponerse sensiblemente la libertad. Entendía la técnica de un modo semejante a los griegos: técnico es el modo de producir bien las cosas, conforme a una regla dictada por su naturaleza; en palabras de Schiller, el surgir natural o el producir artístico conforme a la ley. La forma técnica, la que se deja tratar según la regla, da ocasión al entendimiento para preguntar por el fundamento de la determinación, pero no es necesario que el entendimiento conozca la regla, basta que sea guiado por ella: no hay más que contemplar una sola hoja de árbol para apreciar la imposibilidad de que lo múltiple en la misma se haya podido ordenar así casualmente y sin regla alguna. La reflexión inmediata sobre el aspecto de la hoja enseña ésto sin que uno necesite comprender la regla en cuestión.30 La forma, por tanto, es el enlace de las partes constitutivas del objeto; el enlace que permite unir lo múltiple material en un todo. Este enlace presupone que la fuerza que actúa sobre el todo es superior a las fuerzas que actúan sobre cada parte. La fuerza que actúa sobre el todo, al conciliarse con las fuerzas que actúan sobre las partes, se convierte en una fuerza creadora (libre y natural) que imponiéndose al caos da lugar, tanto a la vida, como al arte y la belleza. En toda gran composición es necesario que lo individual se someta a restricción para dejar hacer efecto al todo, escribió. Si la naturaleza es el principio interno de la existencia de todas las cosas y, a la vez, el fundamento de su forma (su necesidad interna como condición de libertad), la forma debe ser autodeterminante y estar autodeterminada. La forma es autodeterminante, en tanto la regla está dada por la propia naturaleza; debe estar autodeterminada, en tanto se encuentra regida por la cosa misma. La forma es autónoma en la técnica, pues el uso subjetivo de la forma no puede suprimir la objetividad del fundamento. El fundamento de la libertad que se adjudica al objeto yace en él mismo, en su propia ley de formación. La forma, por tanto, es semejante al juego: confía a la regla la aparición de la libertad. Una composición tiene valor artístico cuando las distintas partes de que consta juegan unas con otras de tal manera que, al jugar, cada una se pone sus propios límites. Cuando esta restricción es efecto de su libertad, cuando lo individual se pone a sí mismo su propio límite, la

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composición es bella. Cuando las formas de los animales, sirven ciegamente a la fuerza de la gravedad, respondiendo con masa y pesadez, no resultan bellas sino toscas; su movimiento, además, resulta torpe. Por el contrario, cuando la masa es dominada por la forma, es decir, por las fuerzas interiores vivas, aparece la belleza. Es la gacela contra el elefante: la victoria de las formas orgánicas sobre la fuerza de la gravedad, para Schiller, estaba perfectamente representada por el vuelo de los seres alados. Ahora bien, para que aparezca la belleza, no sólo se requiere que la naturaleza de la cosa sea su forma técnica (reglada), sino también que la técnica misma aparezca determinada por la naturaleza de la cosa. La naturaleza (o libertad de la cosa) debe implicar el consenso espontáneo de la cosa con su técnica. Un ejemplo de falta de correspondencia entre forma y técnica es la copa de un árbol recortada como una esfera. En este caso, la naturaleza de la esfera exige que sea perfectamente esférica, pero la esfericidad entra en conflicto con la naturaleza del árbol, que es su forma natural: y nos place cuando el árbol, desde su libertad interna, anula la técnica que le ha sido impuesta. La belleza es una fuerza domada por sí misma, una limitación que brota de la fuerza. Es una fuerza que se manifiesta en la vida del hombre y la colectividad, cuando se reprimen los instintos, vinculados a la materia, para elevarlos a una manifestación de vida superior. La autolimitación es el sacrificio que se impone lo individual para armonizarse con la libertad del todo, pues la armonía (entre partes o individuos) nace precisamente de que cada cual, por libertad interna, se prescriba la restricción necesaria para que el todo pueda exteriorizar su libertad. En su ensayo, Sobre el uso del coro en la tragedia (1803), aclaró: yuxtaponer configuraciones fantásticas arbitrariamente no significa encaminarse a lo ideal, así como representar imitativamente lo real efectivo no significa representar la naturaleza. El arte sólo es verdadero cuando abandona lo que se da a los sentidos para volverse hacia lo real-ideal. Es tan sólo la naturaleza de lo imitado (su ley libremente expresada) lo que esperamos encontrar en una obra de arte. Para ello la materia (la naturaleza de la materia que se usa para imitar, por ejemplo, de la piedra en la escultura) tiene que perderse en la forma (en la naturaleza de lo imitado). El cuerpo tiene que perderse en la idea y la realidad efectiva, en la aparición. Aunque Schiller no podía saberlo, esto fue lo que ocurrió con el arte técnico

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de los primitivos y ocurriría en algunas manifestaciones del arte del siglo XX, en las figuras reclinadas de Moore, por ejemplo. En resumen, para Schiller la belleza es naturaleza (o libertad) conforme a arte (o técnica). Bello es lo que existe por sí mismo, natural y libremente, conforme a la regla. El fundamento de lo bello es la libertad, pero la técnica sólo contribuye a la belleza cuando sirve para representar esa libertad. Libertad en la aparición (de la idea) es ciertamente el fundamento de la belleza, pero "técnica" es la condición necesaria de nuestra representación de la libertad.

El idealismo absoluto de Hegel Georg Wilhelm Friedrich Hegel, (1770-1831). Introducción a la Estética,31 (1835-38). Hegel admiraba a Schiller, pero su relación con el arte fue más racional que sensible. Para Hegel, lo Bello artístico era superior a lo Bello natural porque es un producto del espíritu… sólo lo espiritual es verdadero... lo Bello natural es un reflejo del espíritu.32 Pero el arte no ofrecía el medio más perfecto para acceder a lo espiritual: el pensamiento, en este aspecto, le es superior. Platón, de nuevo, planeaba sobre Hegel. En la jerarquía de los medios que sirven para expresar lo absoluto (la Idea), la religión y la cultura nacida de la razón ocupan el grado más elevado, muy superior al arte, escribió Hegel. El pensamiento constituía, para él, la naturaleza más íntima y esencial del espíritu. Pensaba que la obra de arte es incapaz de satisfacer nuestra última necesidad de lo Absoluto; que el arte es una manifestación sensible de la idea. Pero al ser sólo sensible, está sujeta a unas limitaciones de las que carece el pensamiento. Según Hegel, el espíritu posee el poder de pensar en sí mismo y en todo lo que emana de él, por ejemplo, en el arte. Y así, de paso, justificaba la necesidad de su Estética. Al igual que Platón, desconfiaba del arte. Pero aspiraba a desentrañar, pensándola, su naturaleza más íntima. Sentía que el arte de su tiempo no participaba de la vida como lo hizo en otros tiempos, cuando com-

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partía el destino de la religión y la filosofía, y cuando las obras de arte eran la expresión más elevada de la idea. Ya no estamos en condiciones de apreciar el arte en su justo valor, de darnos cuenta de su misión y de su dignidad… el arte no ocupa ya, en lo que hay de verdaderamente vivo en la vida, el lugar que ocupaba en el pasado; su lugar ha sido llenado por las representaciones generales y las reflexiones. Consideraba que el arte romántico de su época, al poner en primer plano la inspiración y la fuerza generadora del genio inconsciente (y a este respecto citó, con ironía, los buenos servicios que rinde una botella de Champaña), impedía a las formas artísticas aproximarse a la idea. El arte, para él, era una especie de manifestación alienada del espíritu, mediante la cual el espíritu objetivo se reconoce en su esencia (el Pensamiento) por relación a lo que no es, es decir, a eso otro diferente que es la sensibilidad. Por medio de la obra de arte, el hombre intenta exteriorizar la consciencia que tiene de sí mismo; intenta verse desde fuera, se enajena y hace que sus sentimientos aparezcan ante él como algo exterior, objetivándolos en cierta medida. Mediante el arte el hombre se re-crea a sí mismo para olvidarse de lo particular y aproximarse a lo universal. Pero esta recreación es sólo aparente; un aspecto parcial del espíritu que no debe confundirse con la idealidad absoluta del pensamiento. Las obras de arte, por tanto, son tan sólo sombras sensibles de la Idea. Reconocía, no obstante, que la tarea del arte consiste en conciliar la idea y su representación sensible (forma) para configurar una libre totalidad. El arte debe unirse a la tarea del pensamiento para conciliar los contrarios (la libertad con la necesidad, lo particular con lo universal, el sujeto con el objeto, la naturaleza con el espíritu) y así colaborar con la evolución del espíritu. El espíritu, antes de llegar a su esencia absoluta, debe pasar por distintos grados de evolución. A cada uno de estos grados le corresponden distintos momentos y manifestaciones del arte. En un primer momento, el arte aspira a la unidad absoluta entre la forma (la representación sensible) y el contenido (idea). Pero sólo puede aspirar a ello sin conseguirlo, pues la forma y el contenido no llegan a conciliarse. Es el momento del arte simbólico u oriental y tiene su máxima expresión en la arquitectura.

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En este primer momento del espíritu, la forma no es adecuada a la idea. La idea intenta apropiarse de la forma, violentándola. La consecuencia es que la forma se queda en un estado de intento, y puede aparecer sublime, pero no bella: se obtienen así gigantes colosos, estatuas con cien brazos y cien piernas. Al intentar el arte que la forma sea adecuada a la idea y no conseguirlo, aparece lo monstruoso, se desfigura la forma y se convierte en grotesca. La arquitectura de este momento simbólico del espíritu, con su pesada masa y con su obligación de seguir las leyes naturales (a las leyes de la estática y a las abstractas leyes de la simetría) es el arte por excelencia. Pero al trabajar sobre la naturaleza objetiva, abre la vía hacia lo absoluto (que aquí Hegel personificó en Dios). La arquitectura le erige templos, le crea estancias y le limpia el terreno, es decir, le recorta y delimita el espacio; le prepara la naturaleza, en definitiva, para recibirle. Gracias a la arquitectura, el mundo orgánico exterior experimenta una purificación; es ordenado por el hombre de acuerdo con la ley natural para aproximarlo al espíritu. Y el templo de Dios, la casa de la comunidad, queda lista. La entrada plena de Dios en el mundo se encuentra representada por el momento clásico del arte. En ese momento, el contenido (o idea) recibe la forma que le conviene y lo ideal del arte se eleva en toda su realidad. La representación más adecuada a ese momento del arte es la figura humana, y la escultura, el modo artístico que mejor se corresponde con él. El templo ha recibido un alma, un contenido espiritual, bajo la forma de un dios creado por el arte. Pero este dios (con minúscula en Hegel) tiene ahora forma humana. Se ha humanizado. La figura humana esculpida, característica del momento clásico del arte, no puede ser un símbolo del espíritu, pues reproduce la figura divina. El arte clásico, a pesar de que logra una adecuación absoluta entre forma y contenido, tiene una debilidad: es sólo arte y, por tanto, una forma alienada del espíritu. Esta insuficiencia conduce de nuevo a una ruptura entre el contenido y la forma; conduce a una especie de vuelta al simbolismo, pero que interpretó como un progreso. Denominó este nuevo momento del arte, romántico o cristiano. En él la idea se libera de la forma para ofrecerse directa y libremente a la sensibilidad. La consciencia de la subjetividad, para Hegel, era el fundamento del arte romántico. Al elevar al hombre por encima del animal, implica también

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consciencia de su participación en el espíritu. (El hombre por el hecho mismo de que sabe que es un animal, deja de serlo). Esa consciencia subjetiva de su participación en el espíritu se convierte ahora en el contenido real del arte. Ahora aparece lo sensible como una parte esencial de la idea. El espíritu goza de plena libertad y, seguro de sí mismo, no teme las aventuras ni las sorpresas, no retrocede ante los caprichos de las formas. El mundo interior (el sujeto) celebra su triunfo sobre el mundo exterior (sobre el objeto o la idea) y afirma ese triunfo negando todo valor absoluto a las manifestaciones sensibles. Las manifestaciones sensibles del arte romántico son circunstanciales y dependen del sujeto, pensaba. Ahora lo absoluto (el Dios que surgió con las formas simbólicas) aparece transmutado en eso otro que no es su esencia, es decir, en sensibilidad, individualidad y subjetividad. Las artes que se corresponden con este momento del espíritu, según las características del material, son las siguientes: la pintura (relaciones entre colores), la música (relaciones entre sonidos) y la poesía (relaciones entre signos sonoros). Con el arte romántico, para Hegel, culmina un proceso espiritual que comenzó cuando el hombre ordenaba la naturaleza para recibir a Dios y terminó cuando el hombre se liberó de la materia, haciéndose un mundo a medida del sujeto, condicionado por el vasto dominio de los sentimientos, del querer y del no querer humanos.

El idealismo trascendental de Schelling Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, (1775-1854). Filosofía del arte,33 (1802-1803). Para Schelling la belleza se produce siempre que lo ideal y lo real entran en contacto, es decir, cuando lo real se acerca al arquetipo o idea. Mucho más vinculado al mundo del arte que su amigo Hegel, llegó a identificar espíritu y naturaleza. La naturaleza, para él, se desarrolla desde lo inorgánico a lo orgánico, desde el espíritu inconsciente al consciente y desde éste al arte, que es la culminación de la vida del espíritu. El arte, por tanto, no trata de imitar la realidad sino que

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reproduce (o recrea) la propia actividad inconsciente de la naturaleza. Tiende a resolver la contradicción entre lo inconsciente y lo consciente, haciendo que se den la mano tiempo y eternidad. Esta interpretación, que debe mucho a Schiller, hace que Schelling pueda relacionarse con algunos de los más influyentes pensadores del siglo XX, como Freud, Jung, Jaspers y Heidegger, pero también con las ideas de Nietzsche y Darwin. Anticipándose a las modernas teorías que interpretan la evolución natural como el producto de la conjunción entre azar y necesidad, y llegando incluso más lejos al aplicarlas al arte, pensaba que el arte es la última etapa de un proceso natural: el arte se comporta en el mundo ideal como el organismo en el real, escribió. Pensaba que el arte, como la naturaleza, es una síntesis o compenetración recíproca de la libertad y la necesidad. Una figura es bella cuando la naturaleza la ha conformado actuando con la máxima libertad y dentro de la más estricta necesidad y regularidad. Dado que la oposición de lo general y lo particular, de lo ideal y lo real, se expresa por primera vez en el mundo ideal como oposición de la necesidad y la libertad, el producto orgánico expone esa oposición todavía sin superar (porque aún no está desarrollada) y la obra de arte la representa anulada... Necesidad y libertad se comportan como lo consciente y lo inconsciente. Por esa razón, el arte se basa en la identidad de la actividad consciente y la inconsciente.34 En sí, belleza y verdad son lo mismo, pues idealmente ambas implican identidad entre lo subjetivo y lo objetivo: la verdad, intuida subjetivamente, y la belleza, objetivamente, como imagen reflejada. Por medio del arte se representa objetivamente la creación divina... la acertada palabra alemana, Einbildungskraft (imaginación constructiva), significa en realidad la capacidad de unificación en la que, de hecho, se basa toda creación.35 Por eso en la copia sólo se puede admirar el artificio con que se consigue la apariencia de lo natural, sin unirlo a lo divino. En definitiva, si todo arte es construcción y toda construcción es representación de las cosas en lo absoluto, en dicha representación deben integrarse necesariamente lo ideal y lo real, lo infinito y lo finito, lo general y lo particular, lo inconsciente y lo consciente, la libertad y la necesidad.

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Las teorías idealistas se enriquecieron con las aportaciones de un hombre singular, que malgastó buena parte de sus energías ridiculizando a Hegel. Me refiero a Schopenhauer. En su obra principal, El mundo como voluntad y representación (1819), presentó el arte y la vida como manifestaciones de la misma Voluntad esencial que mueve al cosmos. Al igual que los idealistas, pensaba que arte es conocimiento puro de lo unitario, de lo típico y universal, de las ideas percibidas en las cosas, frente a lo gracioso y atractivo (reizende) de la ocurrencia, que sólo satisface al individuo particular. Hay que aclarar que la Voluntad de Schopenhauer, con mayúscula, no era la voluntad individual que hoy concebimos, sino la fuerza vital inconsciente que mueve y ordena el mundo. Lo que llamamos mundo, las cosas y sentimientos, los pensamientos y las sensaciones, eran, para él, sólo representación. Gracias a los idealistas, la Naturaleza y la Idea pudieron considerarse aspectos de lo mismo; aspectos que se reflejan en las formas de vida y en las formas del arte. Así lo entendió el arquitecto Gottfried Semper.

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TEORÍA IDEAL-MATERIALISTA

Gottfried Semper, (1803-1879) 36 Los cuatro elementos de la arquitectura, (1851). Teoría de la belleza formal, (1856-1859). El estilo en las artes técnicas y tectónicas o Estética práctica, (1860-1863). Semper se oponía al idealismo absoluto de Hegel y consideraba que la materia, la finalidad y la técnica eran los valores positivos que condicionaban la forma. No obstante, se distanció del materialismo exclusivista

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al matizar que, es la materia la que debe servir a la idea y no la determinante exclusiva de su aparición. El principio fundamental de sus teorías es que el hombre, cuando se orienta por su instinto artístico, tiende a reproducir el orden del Universo. La belleza formal, el arte y el estilo, proceden pues del orden natural, pudiéndose establecer una relación causal entre las fuerzas que actúan en la naturaleza (momentos) y el orden estructural de las formas, tanto naturales como artificiales. En su obra Die vier Elemente der Baukunst (Los cuatro elementos de la arquitectura), realizó una clasificación de las formas producidas por las artes industriales según los modos tradicionales de trabajar los materiales (o la naturaleza del material), diferenciando entre el arte aplicado a la cerámica, a la industria textil, a la carpintería y a la albañilería, y refiriendo el origen de la arquitectura a las construcciones textiles de pueblos primitivos, al ensamble y la urdimbre como estructuras-decoración. Según Semper los cuatro elementos de la arquitectura, basamento, hogar, estructura portante-techo y membrana de cerramiento, que vio confirmados en la cabaña caribeña expuesta en la exposición londinense del año 1851, se correspondían con distintos materiales y técnicas, entendidas éstas como maneras arquetípicas y simbólicas de trabajar los materiales: el basamento estereotómico, con la mampostería; el hogar, con el trabajo del metal y la cerámica; el esqueleto estructural tectónico, con la carpintería; y el cerramiento, con el tejido y el trabajo de anudado. En la introducción a su obra, Theorie des Formell-Schönen (Teoría de la belleza formal) titulada, Atributos de la belleza formal, definió la tectónica (de teckton, carpintero o constructor) como el arte de construir formas que toma como modelo la Naturaleza, es decir, un arte cósmico en el sentido de orden y ornato (cosmética).37 La tectónica implica acuerdo y coincidencia entre orden macrocósmico y microcósmico, en un primer estadio, cuando el hombre adorna su cuerpo, por ejemplo, con las pinturas rituales, los tatuajes o las escarificaciones, decorativas y significativas, que implicaban decoro en el ritual. Pero el elemento tectónico más significativo era el nudo: la unión anudada que podía dar lugar tanto al ensamblaje de elementos diferentes como al tejido de revestimiento.

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Estas manifestaciones tectónicas se continuaron en la cerámica, la construcción de utensilios y la arquitectura. Esta última, aunque más evolucionada, también se refiere a la armonía, el ritmo (euritmia) y la analogía (o proporcionalidad) que presentan las formas naturales. Pensaba que la esencia de la arquitectura se encontraba en el diálogo y transición entre el basamento estereotómico y la estructura tectónica. Esta distinción entre los modos tectónico y estereotómico de construir es hoy clásica y se refiere a la que existe entre el ensamble de elementos, lineales o superficiales, y el corte de un sólido virtualmente homogéneo. En la introducción a la obra, Der Stil in den technischen und tektonischen Künsten, order praktische Aesthetic (El estilo en las artes técnicas y tectónicas o Estética práctica), insistió en su teoría empírica del arte, aunque idealista, al estudiar la lógica interna de las formas como la manifestación de un orden natural (cósmico, trascendente e ideal) que debía afectar tanto a las creaciones naturales como a las humanas, en definitiva, también creaciones naturales. Su objetivo era deducir los principios generales y los rasgos fundamentales de una teoría empírica del arte. No un manual para la práctica del arte ni una historia del arte, sino su modo de formación, resaltando sus leyes intrínsecas que, en el mundo de las formas artísticas, proceden de la naturaleza y evolucionan desde las artes técnicas a la arquitectura, del mismo modo que ella. Su idealismo, como se ve, era racionalista y naturalista a la vez. Entendía el desarrollo del arte como una evolución cíclica de lo informe a lo formado (Renacimiento) y de lo formado, de nuevo, a la informalidad, que consideraba característica del momento artístico que vivía: el Eclecticismo. Pensaba, igual que Schiller, que las fuerzas que actúan sobre la naturaleza lo hacen según leyes (o reglas) que pueden compararse con las de un juego. Gracias a ese juego, el hombre evoca la perfección que le falta, fabrica un mundo en miniatura en el que las leyes cósmicas se manifiestan. En el juego, el hombre satisface su instinto cosmogónico, escribió Semper. Las distintas fuerzas naturales (momentos) que actúan en el juego se reflejan en la forma artística y condicionan su configuración. El fenómeno, forma natural u objeto artístico desarrollado, se confronta así con

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las fuerzas naturales como contrapunto (o respuesta) objetivo (de la forma en sí) y subjetivo (de la intención). Estos momentos o fuerzas de la configuración, actúan en la generación de las formas en correspondencia con las tres dimensiones del espacio: altura, anchura y profundidad. Para configurar la unidad, las formas se ordenan en relación con los momentos de tres maneras diferentes para dar lugar a las tres condiciones necesarias de la belleza formal (propiedades estéticas de la belleza formal o propiedades de lo bello); éstas son las siguientes: Simetría, (parte de la euritmia) que implica unidad u orden microcósmico: completo y cerrado en sí mismo, pero referido directamente al orden natural. Proporción, que implica unidad u orden microcósmico: de las formas individuales, entre sus partes y entre las partes y el todo. Y dirección, que implica unidad u orden del movimiento: de dirección de crecimiento según el eje de configuración (gestaltungaxe) y dirección de movimiento según la dirección de volición (willensrichtung). Concibió la simetría como un modo parcial de la euritmia, o yuxtaposición cerrada y alternada, con cadencias y cesuras, de partes del espacio de igual forma o de formas alternas, por ejemplo, en un cristal o una flor regular que alterne la estructura de sus elementos, radios o pétalos. La euritmia es simetría cerrada en sus dos acepciones, física y abstracta (perfecta) e implicaba unidad formal en torno a un centro y regularidad. Es simetría por rotación, tanto en el espacio como en el plano, de las formas minerales, de los cristales de nieve, de las flores y los polígonos o poliedros y la esfera, la forma eurítmica más elemental, aunque carezca de la autoridad de la simetría. Para Semper, los cristales representaban el orden inferior (máximo y elemental) de la naturaleza, en tanto aparecen como estructuras muy unitarias, completas en sí mismas e indiferentes al exterior, que tienen un sólo momento o fuerza generadora desde el centro y que implica a la vez, simetría, proporción y dirección. Las formas simétricas, en cambio, no son completamente cerradas en sí mismas, como las radiales. Representan un orden superior, con el que se viste la naturaleza orgánica, por ejemplo, el que aparece en las hojas, o en las plantas respecto a su eje de crecimiento vertical, aunque en

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éstas con matices, ya que las plantas son eurítmicas al considerar, en lugar de su proyección simétrica sobre un plano vertical, la proyección horizontal que pone de manifiesto la organización radial de las ramas. Por otro lado, las plantas se encuentran en relación macrocósmica con la tierra, pues el tallo o tronco (dirección de crecimiento) coincide con el radio de la tierra, respondiendo a la ley de la gravedad y manifestando la autoridad macrocósmica de la euritmia (en la organización de las ramas sobre el tronco) y de la simetría (de su equilibrio general y de las hojas) como momentos dominantes que generan su configuración. La proporción, o ley de proporcionalidad, se observa en las formas radiales y regulares, pero aparece mucho más desarrollada en las formas orgánicas que se articulan, bien de abajo hacia arriba o de adelante hacia atrás. Esta articulación se suele producir generalmente entre tres partes; en vertical, entre la base (o soporte), el miembro dominante (o culminación-cabeza) y el miembro intermedio (cuerpo sustentante y sustentado, idealmente, media proporcional). La relación entre las partes se encuentra condicionada por la resolución del conflicto entre la fuerza de la gravedad y el crecimiento vertical en el primer caso y entre el movimiento y la inercia (o resistencia al movimiento), en el segundo. La estructura del hombre, entonces, representaría la culminación de este proceso al verse afectada por todas las autoridades mencionadas. La belleza formal surge cuando las autoridades que se corresponden con cada uno de estos modos (las que quieren destacarlo sobre los demás) interactúan juntas armónicamente. Entonces, la forma alcanza la unidad más elevada posible: la unidad de propósito o idoneidad de contenido. En arquitectura, por ejemplo, esta unidad expresa la Idea (con mayúscula en Semper), bien como autoridad de la euritmia (la regularidad de las pirámides y templos circulares), como autoridad de la simetría y proporción (en las fachadas de los monumentos y la proporción vertical de torres y cúpulas) o como autoridad de la dirección (en la organización direccional de los templos). El templo griego era, para Semper, el objeto más perfecto, pues en él consiguieron los antiguos la máxima unidad de propósito en la más pura armonía. Entendía que la unidad en la variedad y el reposo en movimiento que caracterizan el templo griego, reflejo de la armonía del cosmos, eran condiciones de la idea y la belleza formal.

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Más adelante Schmarsow, apoyándose en Semper, refirió el origen de la arquitectura a la formación de un espacio tridimensional vacío que el hombre configura alrededor de su cuerpo, tanto para su protección física, como para satisfacer sus propias exigencias espirituales.38

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TEORÍAS FORMALISTAS: DESDE LA PURA VISUALIDAD A LA GESTALT

La Pura visualidad de Konrad Fiedler, (1841-1895) Sobre el juicio de las obras del arte plástico,39 (1876). El pensamiento de Fiedler ha sido considerado el antecedente y la justificación del arte abstracto desarrollado por las vanguardias. La conocida frase de Paul Klee el arte no reproduce lo visible; hace visible, lo resume en pocas palabras. Fiedler resulta fundamental para

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comprender el tránsito del idealismo re-creador hacia un subjetivismo configurador, intuitivo y expresivo. La teoría de Fiedler, a grandes rasgos, es el punto medio entre el idealismo de la forma pura y el expresionismo. El fundamento del arte, para él, no se encuentra ni en la belleza, que también apreciamos en determinadas formas naturales, ni en el contenido (o los significados), que es circunstancial y anecdótico. El fundamento del arte se encuentra en la forma, entendida como expresión visible de un fundamento natural. El arte es una expresión natural del mundo que se fundamenta la visión intuitiva que tenemos de él, cada vez más clara y ordenada. El contenido de la forma artística es su mismo formarse (o configurarse) para expresar la ley. Su teoría de la Pura visualidad (Sichtbarkeit) partió de la distinción establecida por Kant entre la percepción subjetiva (que determina el sentimiento de placer o displacer) y la objetiva, que es la representación de la cosa en sí y el objeto del arte. De acuerdo con esta teoría, el arte debe entenderse como el desarrollo autónomo de un proceso activo interior (no contemplativo ni intelectual) que va desde la percepción visual (pura, sensible, intuitiva e imaginativa) a la expresión clara (concreta, duradera, rica y significativa) de lo visto. El objetivo del arte es configurar lo informe, es decir, elevarse sobre la naturaleza para conjurar su apariencia visible, fugaz, arbitraria y confusa, obligándola a manifestarse con claridad y poner de manifiesto la ley. La forma artística no pretende distanciarse de la naturaleza sino, por el contrario, la mayor aproximación posible a ella, es decir, penetrar en sus fundamentos. En su ensayo, Sobre el juicio de las obras del arte plástico, explicó la actividad artística como una elevación desde la sensación a la intuición y desde la intuición a la expresión. Para el artista el mundo es sólo apariencia; a él se aproxima como a un todo que aspira a reproducir como totalidad en su intuición. Intuir equivale a la aprehensión sensible de aquello que es esencial en la realidad aparente. La sensación por sí misma, especialmente si resulta placentera, en lugar de ayudar puede convertirse en un impedimento para acceder a la intuición creativa. Si, por ejemplo, persistimos en la sensación de la belleza de un objeto, podemos penetrarnos por completo

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de esta sensación, convertirla en el contenido predominante de nuestra existencia momentánea, sin por ello avanzar un paso en el dominio intuitivo del objeto. La intuición es una fuerza singular del espíritu humano que lleva al hombre a aprehender de manera inmediata y natural la razón de los fenómenos. Fundamento de la actividad artística, no es caprichosa, sino virtud necesaria, enigmática y gratuita (o libre) del talento artístico. Gracias a ella, el artista se eleva sobre los fenómenos y se aproxima a la ley. La actividad artística no es ni imitación esclava ni descubrimiento arbitrario, sino configuración libre. Comienza cuando el hombre se ve enfrentado al mundo como algo infinitamente enigmático en su apariencia visible, donde, impulsado por una necesidad interna, se apodera espiritualmente de la confusa masa de lo visible y la convierte en existencia configurada. La actividad artística, basada en la intuición, es totalmente original y autónoma, es decir, independiente de otras formas de intuición, como la racional (o filosófica) y la científica; es una actividad espiritual que prolonga (y se incorpora) a las fuerzas que actúan en la naturaleza. En este sentido, Fiedler puede considerarse un continuador de las teorías de Schiller y Schelling. En el ensayo titulado Sobre el origen de la actividad artística (1887), insistió en la relación entre la actividad del artista y la idea de pura visualidad. De nuevo, afirmó la autonomía de la visualidad por tratarse de un proceso activo que evoluciona, gracias a la actividad formadora de la visión, desde la sensibilidad a la intuición y desde ésta a la configuración, es decir, a la expresión de la ley. En este aspecto, coincidía con los idealistas. La actividad artística se remonta desde lo subjetivo hasta lo objetivo. Lo subjetivo se refiere a la capacidad del artista para ejercer libre y gratuitamente su actividad; lo objetivo, a su capacidad para expresar la ley como si estuviera proyectando la naturaleza hacia adelante. Aunque en este punto coincidía con Schiller, encontró más dificultades que él para relacionar arte y naturaleza: el arte no es naturaleza, puesto que significa una elevación, una liberación de los elementos a los que generalmente está ligada la consciencia del mundo visible; y, sin embargo, es naturaleza: pues no es sino el proceso en el que es conjurada la apariencia visible de la naturaleza y obligada a una manifestación

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cada vez más clara y desvelada de sí misma. Como se ha indicado, este desvelar intuitivo no es el desvelar del pensamiento, la ciencia o la contemplación; es el desvelar autónomo de la visión configuradora o pura visualidad como actividad formadora: mientras cada paso que se da por la senda del saber y del conocer requiere un gasto de energía intelectual, el mundo que se nos presenta como sensiblemente perceptible es como un regalo desde que nacemos. La misma naturaleza enseña el uso de los sentidos. A pesar de todo, mientras nos encontremos en el dominio de lo sensible estaremos en el punto más bajo del proceso. Cuando aislamos la actividad del sentido de la vista y llenamos con ella todo el espacio que le corresponde en nuestra consciencia nos enfrentamos a las cosas de este mundo como fenómenos visuales en sentido propio, pero lo que percibimos como visual en nuestra consciencia son fragmentos incoherentes, apariencias fugaces y transitorias. Entonces, nos encontramos desvalidos e inseguros. Por el contrario, al trazar aunque sólo sea un contorno hacemos para la vista algo que jamás podemos hacer para el tacto: creamos algo que nos presenta la visualidad del objeto y al hacerlo producimos algo nuevo, algo distinto de lo que antes constituía el ámbito de nuestra representación visual. Trazar un contorno es ya un acto formativo que desarrolla el proceso de la visión. Al trazar un simple contorno, constatamos que la apariencia de las cosas no domina toda su visualidad. Lo que distingue al artista es que no se entrega pasivamente a la naturaleza ni se abandona a los estados de ánimo, sino que pretende apropiarse de lo que se le ofrece a sus ojos. Por paradójico que parezca, el arte empieza allí donde la contemplación acaba. El artista no se distingue por un talento intuitivo especial ni porque sea capaz de ver más o de una manera más intensa... Se distingue más bien porque el talento singular de su naturaleza le permite pasar directamente de la percepción intuitiva a la expresión gráfica: su relación con la naturaleza no es contemplativa sino expresiva. En tal caso, el poder que ejerce el contexto histórico sobre el quehacer artístico es infinitamente pequeño comparado con el poder que ejerce la naturaleza al equipar al hombre con más o menos talento formante. La consciencia del artista es una consciencia que ningún pensamiento puede alcanzar, pues le permite acceder inmediatamente a una

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configuración positiva vinculada a cualidades fijas. Es una alta consciencia que se aproxima a las fuerzas inconscientes que rigen la naturaleza. Y allí donde el artista se disuelve en lo que hace, donde se olvida de él mismo... experimenta en su actividad esa elevación suprema de la consciencia en la que cree despertar a la verdadera aprehensión del fenómeno visible. En definitiva, el proceso artístico implica tomar consciencia del mundo visible para configurar lo informe, para crear formas concretas y duraderas allí donde parece que sólo existen impresiones dudosas y transitorias, para elevar las impresiones visuales recibidas a una claridad y determinación cada vez mayor. El proceso artístico es siempre un proceso de la confusión a la claridad, de lo inferior a lo superior, de lo imperfecto a lo perfecto: en palabras de Fiedler, de la imprecisión del proceso interior a la precisión de la expresión exterior. Las teorías de Fiedler, por último, influyeron en el pensamiento de Hildebrand y en las historias sin nombres de Wölfflin y Frankl.

La teoría de Adolf von Hildebrand, (1847-1921) El problema de la forma en la obra de arte,40 (1893). Hildebrand fue un escultor que adjudicó a la representación en el plano (y en relieve) el valor artístico más significativo. Para él, el objetivo del arte plástico era retirar de lo cúbico lo inquietante. Pensaba que la representación sólo tiene valor artístico si abstrae en el plano, de manera significativa, las relaciones espaciales reales, lo que suponía afirmar la poca importancia de la medida de la profundidad real para la aprehensión del volumen; algo evidente en la pintura, pero que Hildebrand extendió a la escultura y la arquitectura. Para Hildebrand, sólo partiendo del efecto de una imagen lejana podemos abstraer correctamente el valor de la forma. (Más adelante se verá que así también lo entendió Worringer cuando definió la abstracción como selección en el plano de los rasgos expresivos fundamentales de los objetos y cuando calificó como abstractos los relieves egipcios). El problema plástico del escultor consiste en conseguir que la obra presente siempre al espectador una imagen uniforme, semejante a la que

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nos ofrece la visión lejana de los objetos; una imagen que libere a la naturaleza del cambio y del azar y haga que la forma real (daseinsform) alcance la verdadera unidad y la plena fuerza expresiva. Esta imagen, unitaria, uniforme y expresiva a la vez, sólo puede conseguirse mediante la representación de la ley en el plano. Con esta idea, quizás, pretendía reforzar el valor artístico de su obra frente a las plásticas esculturas de su contemporáneo y competidor Auguste Rodin. En resumen, para Hildebrand, la escultura no tiene por qué dejar al espectador en un estado intranquilo o desagradable ante lo tridimensional o lo cúbico. Sólo cuando cause el efecto de un plano, aunque sea cúbica, adquirirá forma artística, es decir, significado para la representación visual. La coherencia, la unidad y el significado de la obra plástica se obtienen poniendo todos los elementos que la componen al servicio de la unidad de la imagen. Con este fin... el artista elimina todos los rasgos débiles y poco significativos situándose en una posición ventajosa frente a la naturaleza. Mediante este sistema purificador (la abstracción), la imagen llega a convertirse en obra de arte.

El formalismo de Heinrich Wölfflin y Paul Frankl Heinrich Wölfflin. Renacimiento y Barroco,41 (1888) y Conceptos fundamentales de la Historia del Arte,42 (1915). Paul Frankl. Principios fundamentales de la Historia de la Arquitectura,43 (1914). Influido por el idealismo de Kant y Hegel, Heinrich Wölfflin definió la arquitectura como un arte de la masa corpórea que evoluciona por una necesidad interior cuando se agota la generalidad del sentimiento de las formas según sus propias leyes, es decir, cuando las leyes que rigen las formas dejan de resultar significativas para la colectividad (teoría de la obsolescencia). Interpretó la evolución de la arquitectura desde el Renacimiento al Barroco, en función de cinco pares de categorías relativas a la forma. Las primeras de cada par, correspondientes al Renacimiento, habrían evolucionado hacia las segundas, del pintoresco Barroco. Estas categorías son las siguientes:

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• Lo lineal y lo pictórico

La tendencia a lo lineal, propia del Renacimiento, se manifiesta en que la línea y el límite guían la visión de las formas. Esta tendencia obliga a que los elementos queden definidos por contornos y superficies claramente delimitadas. La tendencia a lo pictórico, propia del Barroco, conduce a prescindir de los límites para favorecer la unión entre los distintos elementos. Así, mientras en el primer caso el interés se centraba en la aprehensión de los distintos elementos como valores concretos y asibles, en el segundo, cada elemento se integraba en la totalidad como si fuese una vaga apariencia. Si lo lineal puede asociarse con lo estático y lo proporcionado, lo pictórico se podría asociar al movimiento y a la infinitud. • Lo superficial y lo profundo

La valoración de la superficie, propia del Renacimiento, hace que la forma se entienda a partir de planos y estratos diferentes que deben integrarse. La valoración de la profundidad, propia del Barroco, implica relación y continuidad entre el elemento y el fondo, y la vista organiza las cosas en el sentido de anteriores y posteriores. • La forma cerrada y la forma abierta

La primera implica rigor tectónico y un elevado nivel de orden perceptible (que, en ocasiones procede de la estricta aplicación de una serie de reglas). La segunda, en cambio, implica una relajación de las reglas y del rigor tectónico. • Lo múltiple y lo unitario

La valoración de lo múltiple hace que en el ensamble clásico cada componente defienda su autonomía a pesar de lo trabado del conjunto, es decir, que lo particular este supeditado al conjunto sin perder por ello su ser propio. La valoración de lo unitario, por el contrario, requiere la concentración de partes en un motivo y la subordinación de elementos bajo la hegemonía absoluta del uno. Mientras la valoración de lo múltiple exige un análisis que permita delimitar cada elemento para hacer inteligible su relación con el conjunto, la valoración de lo unitario requiere de una síntesis capaz de hacer prevalecer el conjunto sobre las partes.

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• La claridad absoluta y la claridad relativa

La claridad absoluta implica que la claridad del motivo sea tan importante como la claridad del conjunto, mientras la claridad relativa no hace necesario que la forma se ofrezca en su integridad: basta con que se ofrezcan los asideros esenciales. Paul Frankl continuó y amplió estas teorías estudiando por separado diferentes fases evolutivas de la forma: de la forma espacial, de la forma corpórea, de la forma visible y de la intención del propósito, correspondientes a su vez, a cuatro períodos de tiempo concretos, determinando al final, sus características comunes y distintivas. Intentando tan sólo ver las obras con los ojos de Wölfflin... mis medios más importantes fueron el análisis de cada construcción en sus cuatro elementos básicos: espacio, cuerpo, luz y objeto (estructura), así como los conceptos de Renacimiento y Barroco como contrastes polares.44 El contraste más significativo, para Frankl, era el que se producía entre la composición aditiva (de los años 1420-1550) y la divisiva (de 1550-1700). Las teorías de Wölfflin y Frankl pueden relacionarse tanto con la teoría de la pura visualidad, como con la teoría de la voluntad artística definida por Riegl. Con la pura visualidad, porque presentaron las formas como una función exclusiva de sus leyes de configuración, es decir, en función de sus características morfológicas más relevantes, al margen del contexto y de su capacidad para expresar determinados contenidos. Con la voluntad artística, porque presentaron el desarrollo del estilo como un proceso natural que trasciende las características nacionales y los artistas individuales. Sus estudios anticiparon el moderno análisis tipológico pues, partiendo de los principios formales deducidos de los objetos particulares, establecieron unas conclusiones generales válidas para cada uno de los períodos estudiados.

Las teorías de la Gestalt Mediante el término alemán Gestalt (forma, figura o configuración) la forma se identificó con la configuración esencial de lo que se percibe.

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Desde que el filósofo Christian von Ehrenfels (1859-1932), definiera la figura como una totalidad perceptiva esencialmente superior a la suma de las partes (Sobre las cualidades de la figura, 1890), la psicología de la Gestalt se ha opuesto a la que separaba sensación y percepción. (La psicología clásica distinguía entre la sensación, que se refiere a las cualidades de las cosas, como el tamaño, el color, la textura etc., y la percepción, una síntesis posterior de las sensaciones). Los teóricos de la Gestalt rechazaron que la percepción fuera un compuesto de sensaciones primarias para concebirla como una composición inmediata y espontánea de éstas. La Escuela de Berlín, primera de la Gestalt, estuvo representada por Max Wertheimer, su fundador, (Teoría de la forma, 1925), Wolfgang Köhler (Psicología de la forma, 1929) y Kurt Koffka (Principios de la psicología de la forma, 1935), entre otros. Según la teoría de la Gestalt, sólo se perciben configuraciones (gestalten). Las configuraciones son estructuras perceptivas que no se definen por sus elementos constituyentes, sino por las relaciones que vinculan a estos elementos. (Aunque un círculo sea mayor o menor, se construya con unos elementos u otros, se seguirá dando a la percepción como la gestalt autónoma círculo). La percepción, además, se organiza de manera espontánea según leyes invariables. Algunas de ellas interesan al arte, especialmente al arte abstracto, en tanto prescinde de las configuraciones naturales para “inventar” otras nuevas. Éstas son la ley de simplificación, pregnancia o buena forma, por la cual todo campo perceptivo tiende a organizarse de la manera más simple, equilibrada y regular posible, su variante, la ley del completamiento o clausura y, quizás la más conocida, que relaciona de manera dual y ambivalente el fondo con la figura. (Según el danés Rubin, todos los datos sensibles se organizan inmediata y espontáneamente de tal manera que unos aparecen cono figura y otros como fondo: la figura se identifica con la forma, con lo estructurado, lo próximo, lo limitado y con carácter de cosa, mientras el fondo, con las características contrarias, con lo informe, no estructurado, lo lejano, ilimitado y con carácter de sustancia). Theodor Lipps, por otro lado, destacó la importancia de la figura en el arte al describir, como después haría Arnheim, la operación que realiza un caricaturista cuando selecciona intuitivamente los rasgos esenciales de un rostro para convertirlos en una configuración significativa. Es

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conocido que Rudolf Arnheim aplicó las teorías de la Gestalt al arte del siglo XX (Arte y percepción visual,45 1957), y Gombrich, a las artes decorativas de otros momentos y culturas (El sentido del orden,46 1979). Anton Ehrenzweig, por último, intentó superar la teoría de la forma proponiendo, frente a la supuesta visión analítica y articulada de la Gestalt, una visión sincrética, indiferenciada y subliminal, que procedía de la visión desenfocada y global que Piaget había descubierto en los niños. Según Ehrenzweig, mientras el principio de la Gestalt consciente fuerza a escoger una figura definida, la atención multidimensional abarca tanto la figura como el fondo... la percepción indiferenciada puede aprehender, en un sólo acto de comprensión indiviso, datos que para la percepción consciente serían incompatibles.47 También propuso estrategias inarticuladas de montaje visual comparables a las producidas por el arte surrealista y los sueños: la teoría de la Gestalt, al observar por doquier figuras articuladas (o figuras en nacimiento) y no prestar atención a las experiencias formales inarticuladas, cometió la falacia del psicólogo... Freud ha demostrado que las experiencias formales inarticuladas son mensajeras de la mente inconsciente; nuestra falta de disposición a concederles la atención debida quizá esté relacionada con nuestra reticencia general a reconocer el papel de la mente inconsciente en nuestra vida mental.48 En cualquier caso, todas las teorías formalistas aquí agrupadas se basan en la configuración como una actividad fundamental del hombre que le permite captar espontáneamente, y posteriormente expresar, los rasgos estructurales de lo que se percibe.

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TEORÍA DE LA VOLUNTAD ARTÍSTICA (KUNSWOLLEN)

Alois Riegl (1858-1905) Problemas de estilo. Fundamentos para una historia de la ornamentación,49 (1893). Riegl definió la Kunstwollen (voluntad artística) como el momento primario y a priori que determina la forma. Según Riegl, los momentos definidos por Semper, la utilidad, la materia prima y la técnica, actúan a posteriori, por lo que, en lugar de determinar la forma, simplemente la condicionan.

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En el primer capítulo de su obra principal, definió el concepto de voluntad artística al constatar que los útiles de hueso producidos por los trogloditas de Aquitania, que habían sido recientemente descubiertos, presentaban motivos figurativos y geométricos que no podían vincularse a un origen técnico-material. No podían proceder de los enlazados característicos de la técnica textil, pues los primitivos, al vestirse con pieles que sólo tenían que coser, no necesitaban dicha técnica. El impulso artístico que llevó a los primitivos a decorar el útil, no puede proceder de la técnica textil, como suponía el determinismo materialista, sino más bien, de la decidida volición artística de dichos pueblos. Esta primaria volición fue definida por Riegl en los siguientes términos: un impulso artístico inmanente que existía antes de toda invención, de toda protección textil para el cuerpo y que, luchando por abrirse paso, condujo al hombre a formar un mango de hueso con la figura de un reno. Los motivos geométricos que aparecen en útiles y vasijas de la antigüedad, no deben hacer pensar que tuvieran como modelo los ritmos y simetría de la técnica textil o que nacieran, por decirlo así, de ésta. Hoy nadie puede decir si los más antiguos ornamentos lineales, como los podemos observar, por ejemplo, en los utensilios de los habitantes de las cavernas de Aquitania, fueron primeramente tallados en huesos, grabados en maderas o cáscaras de frutas, o tatuados en la piel. Riegl, al reparar en que el estilo geométrico apareció espontáneamente en toda la superficie terrestre, incluso en pueblos aislados que no tuvieron las influencias de otros, llegó a la conclusión de que la voluntad artística del hombre aparece, desde el origen, dirigida a romper las barreras técnicas. No obstante, admiraba al gran maestro Semper y aceptaba, en términos generales, sus teorías expuestas en Der Stijl, lo que no le impedía manifestar que reducir el origen de todo arte a la técnica textil y al trenzado de esteras (que también suponía la reducción de los adornos de superficie al principio de revestimiento) era una estimación exagerada. Pretendía mostrar que el arte decorativo no es un producto que evoluciona a partir de la técnica, sino una manifestación natural y original del hombre que puede relacionarse con distintas técnicas, pero que no

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tiene por qué estar determinado por ellas. El objetivo declarado de su investigación era disminuir la importancia creadora que, inmerecidamente, se atribuye a la técnica en el campo de las formas artísticas. Ahora bien, la lectura que hizo de la teoría de Semper (como de la de Darwin) es parcial. La Idea, que Semper escribía con mayúscula, quedó reducida en su obra a una idea con minúscula que, no obstante, superaba el deseo de imitación mecánico-materialista para conducir a la libre voluntad creadora. De esta manera Riegl transformó el idealismo cósmico de Semper en un idealismo de la voluntad: una especie de empirismo que podría entrar tanto en la psicología de los pueblos como en la psicología del artista individual. El instinto cósmico que según Semper conducía al hombre a producir de acuerdo a la técnica y la finalidad quedó transformado en libre creación de una voluntad imprecisa. Es verdad que Riegl citó las formas de espiga y las líneas en zig-zag grabadas en los huesos de reno pero, curiosamente, afirmaba no encontrar en ellas copias de la naturaleza, sino puras formas elementales destinadas a adornar una superficie. Nada quedaba en su teoría de los momentos de la configuración de Semper ni de posibles relaciones entre las formas y los significados. Esta vinculación se correspondía con una fase más evolucionada del proceso artístico. La historia del arte, así, se entendía como una continua lucha contra la materia; una lucha donde no era lo primordial la herramienta o la técnica, sino el pensamiento creador que asume la tarea de ensanchar el mundo y enriquecer su sentido. Para Riegl (como para numerosos estudiosos condicionados por la supuesta primacía del arte figurativo sobre el abstracto), la escultura, en tanto reproduce las formas naturales en sus tres dimensiones, era más antigua y primitiva que el relieve o la pintura. Esto lo justificó, al igual que Hildebrand, porque la representación en superficie exige del ingenio humano la eliminación de una dimensión, la profundidad, para transformar los objetos en algo que no existe en realidad y que hubo de inventar libremente el hombre. Al abandonar la corporeidad y contentarse con la apariencia, se libera la fantasía de la severa observancia de las formas de la naturaleza, dando paso a un trato y a unas combinaciones menos serviles de aquellas. El final de este proceso es la decoración geométrica pura, donde el artista crea con la propia línea, sin tener a la vista un modelo inmediato y

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acabado de la naturaleza. Las configuraciones geométricas que se formaron con la línea recta, el triángulo, el cuadrado, el rombo, el zig-zag, el círculo, la línea ondulada y la espiral, cumplían con las leyes artísticas fundamentales de la simetría y el ritmo. Pero pensaba que el estilo decorativo abstracto y geométrico, aunque más perfecto que el naturalista, es inferior, pues fue propio de los pueblos que atravesaban una etapa de civilización descendente. Esta interpretación lineal del arte decorativo, desde la plasticidad mimética de los primitivos a la abstracción libre que crea formas para destacar la ley, ha estado vigente hasta hace pocos años, siendo defendida por Hauser frente a los que defendían el proceso evolutivo contrario. Pero si atendemos a los datos de que hoy disponemos, es posible concluir que la imitación plástica y la estilización, sea tridimensional o bidimensional, figurativa o abstracta, aparecieron al mismo tiempo como maneras correlativas de representar el orden de las cosas (visibles o invisibles). Todas las formas de la representación se encuentran presentes en el arte de la antigüedad y todas llegaron en algún momento a convivir, incluso en la misma pieza, en muchas ocasiones. La intención de Riegl, no obstante, era sustituir la vieja idea de estilo (fija, normativa y clasificatoria) por una idea más flexible y viva, la voluntad artística, que pudiera referirse a un fundamento existencial. No importaba tanto que este fundamento no quedara muy bien definido. Más adelante, en el año 1920, Panofsky (Alois Riegl y el concepto de kunstwollen) amplió el sentido de la voluntad artística desde un nivel psicológico primario hasta la esfera filosófico-trascendental. Pero también podría ampliarse a la esfera de las concepciones del mundo (Weltanschauung), tal y como fueron definidas por Dilthey en el año 1911. Riegl no pretendía tanto. Se conformó con analizar los motivos decorativos de superficie y estudiar la decoración floral, desde la cultura egipcia a la árabe, para demostrar que los arquetipos formales no dependen de las condiciones técnicas particulares sino de la decidida voluntad artística de los pueblos.

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TEORÍA PSICOLOGISTA O DE LA EMPATÍA (EINFÜHLUNG)

Theodor Lipps (1851-1914) Los fundamentos de la Estética,50 (1891). La teoría de la empatía, aplicada anteriormente al ámbito de la psicología por Robert Wischer, relacionó el arte con la capacidad del hombre para proyectar su vida interior sobre los objetos exteriores. (En psicología, la empatía es la capacidad para ponerse en el lugar del otro).

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Para Lipps, el fundamento del arte lo constituyen las potencialidades del yo propias del vitalismo naturalista. La principal potencialidad del yo es proyectarse hacia el mundo exterior para convertirlo en algo animado y significativo. La empatía hace que el hombre proyecte sus emociones y sentimientos en las formas de manera que, a la vez les transfiere parte de su vida espiritual, las formas le devuelven sus emociones transformadas. Ante un capitel dórico, por ejemplo, cabe una observación óptica, que hace de él un simple elemento de articulación, y una observación estética, condicionada por la sensación del espectador ante el peso que soporta dicho elemento. La empatía es el vehículo y condición fundamental del goce estético y podría relacionarse con el concepto de apercepción animadora (la belebende apperception que Wundt definió como la fusión de sentimientos y significados que da lugar a la fantasía y al mito) y con la participación mística, o indiferenciación entre sujeto y objeto que el antropólogo Lévy-Bruhl encontró en los primitivos y Jung extendió también al hombre actual. ¿Quién no se enfada con los objetos cuando se resisten a su voluntad?

Los conceptos de abstracción y empatía en Wilhelm Worringer, (1881-1965) Abstracción y empatía,51 (1908). Worringer definió los afanes de abstracción y empatía como los dos polos extremos entre los que se mueve la sensibilidad artística del hombre. Partió del principio de la empatía con la intención de demostrar que este principio no puede aplicarse a todos los campos del arte. Según Worringer, la empatía sólo se corresponde con un aspecto determinado de la actividad artística: con el impulso que lleva al hombre a aproximarse hacia lo orgánico. Para demostrarlo tuvo que apoyarse, tanto en el concepto de voluntad artística de Riegl, como, sin citarlo, en la pura visualidad de Fiedler. Pensaba que el objetivo de la obra de arte no es la imitación de las formas naturales, sino la expresión de un sentimiento vital frente al cosmos o voluntad artística. Ahora bien, el afán de

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empatía sólo puede considerarse un supuesto de la voluntad artística cuando ésta tiende hacia lo realista-orgánico, es decir, hacia un naturalismo expresivo que va más allá de la imitación. Sólo en este caso, lo que hace bella la forma es el sentimiento vital que oscuramente introducimos en ella. Pero ante una pirámide, continuaba, no es posible hacer tal afirmación. Nos encontramos, entonces, ante un impulso diametralmente opuesto al afán de empatía que tiende a negar lo que constituye su particular satisfacción, es decir, lo orgánico. Se trata del afán de abstracción, una tendencia primordial artística, también instintiva, que nos impulsa a buscar la ley entre el caos de los fenómenos. El afán de abstracción también surge de la voluntad de arte de los pueblos, pero en lugar de encontrarse condicionado por una relación confiada entre el hombre y el mundo, como ocurre con la empatía, lo hace condicionado por la fuerte inquietud y temor que siente el hombre frente a los fenómenos amenazantes y caóticos de la naturaleza. Es, en definitiva, un impulso hacia la trascendencia de los fenómenos particulares paralelo al impulso religioso. Un impulso que consiste en elevarse sobre los fenómenos para liberarlos de su condición arbitraria y casual; para aproximarlos a su valor absoluto y poder encontrar seguridad y reposo en la necesidad de la ley. Al definir las características del afán de abstracción, Worringer no pudo resistir la tentación de aplicarlas al momento que vivía. Dejó claro que el afán de abstracción era propio de los pueblos en su más primitivo nivel cultural, que el hombre de un nivel superior, dominado por el intelecto y la costumbre, perdió la fuerza instintiva que permitía al primitivo acceder directamente a la cosa en sí; pero también constató que: precipitado desde las orgullosas alturas del saber, el hombre vuelve a encontrarse ante el mundo tan perdido e indefenso como el hombre primitivo; que este mundo visible en que nos encontramos, como explicaba Schopenhauer, es también un mundo de apariencia sin realidad, de ilusión óptica y sueño. Entonces, cuando el espíritu humano ha recorrido en una evolución milenaria toda la órbita del conocimiento racionalista, se despierta en él de nuevo, como postrera resignación del saber, el sentimiento para la cosa en sí. Pero lo que antes había sido instinto es ahora el producto del conocimiento, y el conocimiento es artísticamente estéril porque transforma al

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hombre en individuo y lo desprende de la colectividad: sólo la fuerza dinámica que descansa en una muchedumbre ligada por un instinto común, había podido crear desde sí misma estas formas supremas de belleza abstracta. El individuo es demasiado débil para tal esfuerzo de abstracción, pensaba Worringer. La esencia primera y más honda de toda vivencia estética es el enajenarse del propio yo, algo que sólo se cumple plenamente en el afán de abstracción primordial. La objetivación del yo a la que conduce este afán encierra un enajenarse del yo. En el afán de abstracción, el ansia del enajenamiento del yo es incomparablemente más intensa que en el afán de empatía, pues el goce estético asociado al afán de abstracción, que definió como autogoce objetivado, implica introducir nuestra ansia de actividad natural en un objeto exterior, entrar en él para redimirnos de nuestro ser individual mediante la contemplación de un algo necesario e inmutable. Obsérvese que es ahora el afán de abstracción (que corresponde más con el instinto apolíneo que con el dionisíaco), el que conduce al hombre a enajenarse del yo. Esto se justifica porque el hombre no sólo rompe los límites del yo embriagándose y fundiéndose con los demás, sino también participando de la armonía y el orden del cosmos. Como antes hicieran Riegl, Fiedler e Hildebrand, Worringer explicó que la supresión de la tercera dimensión en la obra de arte era un imperativo del afán de abstracción. Con esta supresión, el hombre trató de redimir a la forma individual del volumen y presentar la ley que la gobernaba de la manera más clara y aprehensible posible, es decir, en el plano. En otras palabras, el hombre intentó acercar el objeto al plano para evitar la dificultad de aprehensión que supone su tridimensionalidad: el movimiento a su alrededor y la unión en la mente de varios escorzos. Concibió el estilo, por tanto, como el resultado del afán de abstracción. El estilo se opone al simple naturalismo en tanto implica estilización; pero no estilización como balbuceo infantil de los pueblos primitivos, matizaba, sino como manifestación acabada de una voluntad artística colectiva; como manifestación de una voluntad que tiende, bien a re-producir la realidad en el plano, bien a incorporar a la representación el mundo de lo cristalino-geométrico. Un evolucionista afirmaría, escribió Worringer, que en nuestro organismo repercuten todavía,

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como un leve eco, las leyes constitutivas de la naturaleza inorgánica. Quizás afirmaría, además, que toda diferenciación de la materia organizada, toda evolución... se halla acompañada de una tensión; por una nostalgia hacia atrás... hacia esa forma más primitiva. Quizás, debido a la tendencia hacia lo inorgánico, hacia un estado anterior donde pueda eliminar la tensión que afecta siempre a lo orgánico, que Freud denominó instinto. El hombre, al contemplar la ley abstracta que se manifiesta en su obra, se libraría de la tensión que implica mantener un yo diferenciado de los demás. Así, podría descansar y gozar de su fórmula más sencilla, es decir, de la ley primigenia de su formación. Ésa era la satisfacción del espíritu que Le Corbusier encontraba las formas puras y la satisfacción que mucho antes encontró en ellas Santo Tomás.52 Según Worringer, Wölfflin demostró muy fina sensibilidad al mencionar que: la regularidad ya constituye una especie de transición al campo de la empatía. Pero también se remitió a Lipps: nosotros estamos de acuerdo con Lipps en que los productos de regularidad geométrica son objetos de deleite porque aprehenderlos como un todo es natural al alma o porque corresponden en alta medida a algún rasgo de nuestra naturaleza o de la esencia de nuestra alma. En el tercer capítulo de su libro, Worringer analizó el desarrollo de la ornamentación siguiendo las teorías de Riegl y repitiendo, entre otras cosas, la importancia del descubrimiento de la abstracción en las producciones de los trogloditas de Aquitania. Al igual que Riegl, antepuso la voluntad artística a cualquier otro impulso de carácter simbólico, reduciendo la actividad artística al afán instintivo del hombre por compartir (y descansar en) la ley. A pesar de ello, pensaba que el arte de los primitivos no debería incorporarse a la historia del arte, pues el estilo geométrico no alcanza su madurez hasta que no consigue un equilibrio entre los elementos de abstracción y empatía, es decir, cuando la ley, a priori inexpresiva, se convierte en expresiva regularidad. Éste era el caso de los griegos cuando utilizaron las líneas onduladas y espirales como motivos decorativos. (Para Worringer el arte abstracto puro era trascendental, primario,

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original, instintivo y vinculado a la religión, mientras el arte clásico, más desarrollado, se encontraba atemperado por el intelecto. La constitución anímica de las épocas clásicas se caracteriza porque instinto e intelecto se fundieron en un sólo órgano encargado de aprehender el Universo). Por último, en el apéndice, afirmó que la historia evolutiva del arte es redonda como el Universo y que no existe polo que no tenga su antipolo. Pero lo que en los comienzos era un sentimiento instintivo para la cosa en sí, terminó perdiéndose bajo el dominio del intelecto. Vista desde el instinto, escribió, toda la historia del conocimiento intelectual y del dominio intelectual sobre el Universo nos da la impresión de un esfuerzo estéril, de un dar vueltas absurdo. Y una amarga necesidad nos obliga a ver el aspecto opuesto de las cosas. Nos hacemos cargo de que con cada progreso del entendimiento el panorama del mundo se ha vuelto más hueco y superficial; de que cada progreso intelectual se ha tenido que pagar con la atrofia de un órgano: de la innata capacidad del hombre para sentir el insondable misterio de la vida. La civilización europea se encuentra orientada hacia lo terrenal. El hombre, henchido de confianza en sí mismo, se ha atrevido a identificar la verdadera esencia de las cosas con la imagen que se hace de ellas y con venturosa ingenuidad a asimilado toda obra de la creación a su propio nivel humano. Pero no encontraba una solución al problema pues, sea que volvamos al punto de partida de la evolución (al sentimiento instintivo para la cosa en sí), sea que nos situemos en el término final (del intelecto, de la filosofía de Kant o de la ciencia), desde ambos lugares nuestra cultura europeo-clásica nos parece igualmente problemática. Nuestra cultura, según Worringer, no es ni una cosa ni otra. Con independencia de la valoración que se realice de cada una de estas teorías, más o menos idealistas, el idealismo fue debilitándose ante la fuerza del yo aparentemente autónomo del empirismo y el positivismo que, sujeto al cálculo y el interés, transforma el mundo en objeto. En la medida en que hoy se pierde de vista el mundo como un todo coherente, desaparece también la posibilidad de su representación mediante una forma artística ideal y original. Surge entonces el arte de lo casual y el capricho; el pequeño arte de la novedad que, expresando contingencias, priva al hombre de presencias reales.

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Después de todas las teorías generalistas, fueron apareciendo interpretaciones parciales de la forma, que valoraban alguno de sus condicionantes, en ocasiones sin prestar demasiada atención a los demás.53 Las principales son las siguientes.

Interpretación expresionista (individualista) Benedetto Croce. (Estética, 1921 y Estética como ciencia de la expresión y teoría del lenguaje, 1922). Para Croce, como para los idealistas, lo único real era el espíritu; un espíritu que evoluciona, como explicó Hegel, hacia la intuición y el intelecto. Identificó la expresión y el lenguaje con la intuición. Intuir es ya expresar, pues la expresión y el lenguaje, en realidad, se producen en el interior del individuo, es decir, en la consciencia. Expresar y hablar implican siempre un hablar con uno mismo. La comunicación es posterior y puede existir o no. Los objetos artísticos, por tanto, no son exactamente expresiones artísticas. Puesto que las expresiones artísticas reales sólo existen en el interior de los hombres, los objetos que consideramos arte son sólo productos (o signos) realizados mediante alguna habilidad técnica, es decir, re-producciones imperfectas de una expresión o intuición original que se produce espiritualmente en el interior del sujeto. Según esta interpretación, los hechos estéticos y el lenguaje son creaciones perpetuas de una individualidad irreductible que el espíritu produce gracias al genio del artista.

Interpretación psicoanalítica Sigmund Freud. (Introducción al Psicoanálisis, 1916-17, y Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, 1922). Para Freud, la conducta del hombre está movida por impulsos inconscientes (muchas veces reprimidos) que la razón debe canalizar. Pensaba que la forma artística era una expresión sublimada de los contenidos

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inconscientes e instintos vitales no satisfechos (o reprimidos) del artista. El disfrute de la obra, por su parte, también debía estar condicionado por los contenidos inconscientes presentes en la mente del espectador. (Por ejemplo, pretendía demostrar la homosexualidad de Leonardo a partir del análisis de alguno de sus recuerdos y dibujos). La relación entre las fuerzas del inconsciente y los productos del arte también fue planteada por Schelling y Hartmann (1842-1906). Para Hartmann, por ejemplo, la fuerza que mueve el mundo es puramente inconsciente y alcanza su máxima realización cuando inspira al artista a producir sus obras. (Según Hartmann, las obras de arte serán tanto más valiosas cuanto menos intervenga en ellas la inteligencia).

Interpretación sociológica Charles Lalo (La estética experimental contemporánea, 1908 y Estética, 1927). Se trata de una posición cientificista y objetivista que entiende la forma como una consecuencia de los condicionantes sociales que actúan sobre el individuo: la expresión artística no sólo es un fenómeno individual, sino también social, pues lo primero se incluye en lo segundo. De acuerdo con esta interpretación, la técnica, social y materialmente determinada, condicionaría la forma en mayor medida que la capacidad de expresión del artista.

Interpretación socialista Primer Congreso de Escritores Soviéticos, (1934). Al igual que la anterior, también es objetivista, pues considera que la forma artística se encuentra supeditada a condicionantes sociales de índole superior. El arte no debe ser una actividad individual, ni sus valores autónomos. El arte, y por tanto la forma, es un medio al servicio de la transformación social. El artista, un servidor del pueblo que actúa bajo la orientación del estado. ¡Abajo el arte, viva la técnica!, ¡abajo el

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mantenimiento de las tradiciones artísticas! fueron algunas de las consignas constructivistas realizadas en el año 1922.

Interpretación esencialista Martin Heidegger (El origen de la obra de arte, 1935/36 y Conferencias y artículos, 1954). El pensamiento de Heidegger estaba fuertemente influido por visión fenomenológica de Husserl. Según Husserl, si queremos remontarnos a las esencias ideales, es decir, pasar del acontecimiento (fenómeno) a la esencia (noumeno), de lo particular a lo general o de lo temporal a lo eterno, tenemos que prescindir de la envoltura que pone a dichas esencias nuestra experiencia sensible cotidiana. Para Heidegger, el ser-creación de la obra (de arte) significa la fijación de la verdad en la figura. Ella es el entramado por el que se ordena el rasgo. Lo que aquí recibe el nombre de figura debe ser pensado siempre a partir de aquel situar y aquella com-posición, bajo cuya forma se presenta la obra. Es decir, la figura hace presente la verdad (un edificio, un templo griego, no copia una imagen... su seguro alzarse es que hace visible el invisible espacio) en tanto ordena el rasgo o, lo que es igual, la estructura de la apariencia. El rasgo, finalmente, bosqueja en una unidad todos los rasgos: el perfil y el plano fundamental, el corte y el contorno. Esta interpretación del arte como expresión del orden en la figura en la unidad de todos los rasgos, viene a reafirmar aquella unidad ideal (de propósito, finalidad o contenido) a la que Semper refería la belleza y el arte. Heidegger aplicó estas ideas a la construcción cuando, en una conferencia dirigida a los arquitectos alemanes que tenían que reconstruir el país después de la segunda guerra, explicó que el construir pertenece al habitar y el habitar al sentido. Más tarde Ch. Norberg Schulz (L'abitare, 1984) recogió sus teorías para aplicarlas a la forma arquitectónica: si el lenguaje es la morada del ser, o verdad puesta en palabras, la arquitectura es la verdad puesta en materia.

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La arquitectura es como el lenguaje en tanto permite que el hombre habite en el mundo, pero no tanto físicamente, como participando del sentido que le presentan las formas. Esta interpretación suponía un rechazo de la semiología corriente, que consideraba las formas un sistema de signos convencionales arbitraria y culturalmente determinado, adecuado para la comunicación pero no para la revelación.

Interpretaciones semióticas y estructuralistas Fundamentadas en las teorías lingüísticas de Saussure y las antropológicas de Lévi Strauss. (Brandi, Moles, Barthes, Eco, etc.). La interpretación estructuralista considera las formas y sus elementos como sistemas de signos ligados por vínculos estructurales (fijos y estables) análogos a los del lenguaje. La arbitrariedad de la relación entre significante (signo) y significado es entendida como la causa de la diversidad de las formas (y de las lenguas), frente a necesidades comunes: cobijo, etc. en el caso de la arquitectura y comunicación, en el caso del lenguaje. Los estilos, en este caso, podrían ser comparados con una gramática que se impone estructuralmente a los deseos particulares de los artistas. Según esta interpretación, el arte es una lógica original que no se ha organizado rígidamente como lo hizo el lenguaje. Lévi-Strauss, además, entendió que el arte, como el mito o el totemismo, tiene su fundamento en los procesos físico-químicos que se producen en el cerebro, por lo que no necesitó referirlo a una realidad trascendente. El poeta Octavio Paz, sin embargo, discutió esta cuestión en varios ensayos sobre la obra del antropólogo. George Steiner, por su parte, ve el arte como una manifestación un algo desconocido y trascendente que sólo puede ser aprehendido poéticamente, es decir, mediante metáforas y analogías. La teoría desconstructivista, por el contrario, sostiene que los signos sólo se refieren a otros signos, en una especie de juego universal y gratuito.

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Interpretación simbolista (Ernst Cassirer. Filosofía de las formas simbólicas, 1924. Carl Gustav Jung, von Franz, Aniela Jaffé, Mircea Eliade, etc.). El hombre transforma inconscientemente los objetos que produce en símbolos y los expresa, tanto en su religión, como en las artes visuales. El principal defensor de esta interpretación fue Cassirer, que corrigió la definición que hizo Aristóteles del hombre como animal social y racional (zoon politikón) para denominarle animal simbólico. Para Cassirer toda consciencia es simbólica. La consciencia estética es la primera que verdaderamente supera el problema de la existencia de los objetos. El verdadero arte posee una legalidad propia, pero también es pura expresión de la fuerza creadora del espíritu. Cassirer, como se ve, logró fundir su visión simbolista con el idealismo. Jung, sin embargo, se limitó a considerar que algunas formas arquetípicas aparecen recurrentemente en las artes, condicionadas por su simbolismo. El círculo, por ejemplo, simboliza el sí mismo (selbst) como totalidad. Las formas de edificios y ciudades ideales del Renacimiento son formas simbólicas comparables a los mandalas orientales. Antes que Jung, en el año 1725, Gianbattista Vico explicó que los primitivos eran capaces de trasladar sus sentimientos a las formas naturales para convertirlas en símbolos. Las teorías de la empatía, de la apercepción animadora y de la participación mística antes citadas, también pueden relacionarse con esta interpretación. Por supuesto, es posible proponer tantas interpretaciones alternativas y variaciones como se desee. La interpretación de Herbert Read, por citar alguna de las más conocidas, es deudora tanto del formalismo Fiedler (el arte como actividad puramente formativa) y el simbolismo de Cassirer (el arte como forma simbólica), como de la ideas de Freud, Jung y Heidegger. Según Herbert Read, la imagen siempre precede a la idea. La interpretación de Max Bense, por su parte, es deudora del idealismo de Hegel y la semiología. Otras interpretaciones, como la semiológica de Barthes o la iconológica de Panofsky, son más personales.

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También podrían desarrollarse aquí las más recientes, como las desconstructivistas, pero estamos de acuerdo con George Steiner en que tienen la misma categoría autonegadora de aquel cretense (Epiménides) que declaraba que todos los cretenses son unos mentirosos. Una teoría que sostenga que los signos no tienen un sentido subyacente y sólo se refieren unos a otros en un juego vacío de contenido quizás debería limitarse al entretenimiento. De cualquier manera, no se ha pretendido ser exhaustivo. Sólo mostrar que las teorías sobre la forma artística planteadas después de la Revolución son el fundamento del arte actual.

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NOTAS 1

Robert Atkinson, en la introducción al libro de Howard Robertson: The Principles of

Architectural Composition. The Architectural Press, Londres, 1924. 2

Citados por Colin Rowe en su escrito Carácter y composición, o algunas vicisitudes del

vocabulario arquitectónico del siglo XX, escrito en 1953-54 y publicado en la revista Oppositions II en 1974 e incluido en la recopilación Manierismo y arquitectura moderna, Ed. G. G. Barcelona, 1978. (Tit. Or. The Mathematics of the Ideal Villa and Other Essays, 1976). 3

Piet Mondrian en la revista De Stijl. La primera sentencia pertenece al libro de los

Proverbios y se reprodujo en latín: omnia in mesura et numero et pondere disposuisti, Vol. IV. Pág. 89. La segunda es del Vol. I. Pág. 5. 4

Joaquín Torres García en Querer construir. Rev. Art Concréte, Nº 1. Abril, 1930.

5

Paul Klee. Acerca del arte moderno. Conferencia pronunciada en Jena en 1924 e

incluida en el libro Paul Klee. Teoría del arte moderno. Ed. Calden. Buenos Aires, 1971. Pág. 34. 6

En 1922 se publicó la obra de Hans Prinzhorn La creación plástica de los enfermos

mentales (Verlag) donde se revelaba el parentesco entre el sentimiento del mundo esquizofrénico y el que se manifiesta en el arte contemporáneo, relacionándose, además, con los sentimientos del mundo infantil y primitivo. Años antes, en 1912 (revista Die Alpen) Paul Klee manifestó que las obras de los enajenados han de ser tomadas más en serio que todos los museos de Bellas Artes. 7

Friedrich Nietzsche. El nacimiento de la tragedia, o Grecia y el pesimismo. Alianza Ed.

Madrid, 1973. (1872). 8

Kenneth Frampton. Génesis de la Filarmónica. Cuadernos Summa-nueva visión,

Nº 15. Buenos Aires, 1968. Pág. 29. 9

Citado por Klaus-Jacob Thiele en el artículo Hans Scharoun: sus ideas y evolución de

la revista L’Architecture D’Aujourd’hui. Agosto, 1967. 10

Alan Colquhoun. Arquitectura moderna y cambio histórico. Del capítulo Desplaza-

miento de conceptos en Le Corbusier. Ed. G.G. Barcelona, 1978. Págs. 113-126. 11

Alan Colquhoun. Modernidad y tradición clásica. Del capítulo Composición versus

proyecto. Jucar Universidad. Madrid, 1991 (1989). Pág. 62. 12

Erich Kahler. La desintegración de la forma en las artes. Siglo XXI Ed., 1969 (1968).

Pág. 12.

70

13

Ludovico Quaroni. Proyectar un edificio, ocho lecciones de arquitectura. Xarait Ed.

1980 (1977). Pág. 47. 14

Leone Battista Alberti. De Re Aedificatoria. Ed. Akal. Madrid 1991 (Florencia, 1550.

1485), pág. 127. También citado por L. Quaroni (op. cit. pág. 47). 15

Paul Klee, op. cit., pag. 34.

16

Citado por Erich Kahler (op. cit., pág. 16) de Aristóteles. Véase Poética. Obras com-

pletas. Ed. Aguilar. Madrid, 1967. Puede verse también la traducción de José Goya y Muniain, de 1798, en El arte poético. Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1964. Págs. 44 y 45. 17

Esta cita y las siguientes han sido tomadas de Erich Kahler (op. cit. pág. 19) que las

tomó, a su vez, de Robert Goldwater y Marco Treves. Artist on Art. Nueva York, 1945. 18

Jean-Nicholas-Louis Durand. Compendio de lecciones de arquitectura. Ed. Pronaos.

Madrid, 1981. (Tit. or. Précis des leçons d'architecture données a l'Ecole Polytechnique. París, 1819). Del capítulo Forma de estudiar la arquitectura. Plan del curso. 19

Texto reproducido por Werner Szambien en Simetría, gusto y carácter. Ed. Akal.

Madrid, 1993 (1986). Pág. 211. Véase también Jacques-François Blondel. Curso de Arquitectura, capítulo V, reproducido en Fuentes y documentos para la historia del arte. Ilustración y Romanticismo. Ed. G. G. Barcelona, 1982. Págs. 147-158. 20

Véase Wladyslaw Tatarkievitcz. Historia de seis ideas. Ed. Tecnos. 1990 (1976).

21

Véase Mario Perinola. La estética del siglo XX. A. Machado libros. Madrid, 2001 (1997).

22

Dialektike era originalmente el arte de conversar con el fin de esclarecer la esencia

de las cosas (idea) mediante el entendimiento (dianoia), en un proceso cíclico de afirmación y negación o en un movimiento de vaivén entre la sensibilidad (aisthesis) y la razón (logos). 23

Platón. La República. Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1975. Pág. 280.

24

El término logos procede de legein, que significa reunir o recoger. El logos reúne el

sentido de las cosas y culmina en la palabra. El logos de Heráclito, sin embargo, era la razón ordenadora que gobierna el cosmos. Para que el orden pudiera manifestarse en la obra, el artista debía sacrificar su libertad y originalidad en favor de la ley, como ocurría, según Platón (y mucho después, curiosamente, de Hildebrand y Worringer), en las representaciones abstractas y regladas del arte egipcio. 25

Véase Erwin Panofsky. Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte. Ed. Cátedra.

1998 (1924).

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26

G. Morpurgo-Tagliabue. La estética contemporánea. Una investigación. Ed. Losada.

Buenos Aires, 1971 (1960). Pág. 24. 27

Johann Christoph Friedrich Schiller. (1759-1805). Escritos sobre estética. Ed. Tecnos,

1990 (1793-1803). Entre los escritos se encuentra Calias o sobre la belleza, (1973) que aquí se comenta. 28

Schiller, en su ensayo Calias o sobre la belleza, aclaró que lo bello puede explicarse,

bien sensible-subjetivamente (como en la interpretación comentada de Edmund Burke), bien subjetivo-racionalmente (la interpretación de Kant), bien racional-objetivamente (de acuerdo a un ideal inteligible de perfección absoluta) o bien sensibleobjetivamente (su propia interpretación). 29

Schiller consideraba que arte y belleza eran las manifestaciones más altas del ser, es

decir de la naturaleza de las cosas entendida como aquello que les es propio (o natural). Aunque identificó los términos naturaleza y libertad, pues ambos son condición de lo que está autodeterminado, reconoció que prefería utilizar el término naturaleza porque, a la vez que designa el campo de lo sensible, anuncia en él la esfera de la libertad. 30

Schiller en Calias o sobre la belleza, (1793). (op. cit. pág. 35).

31

Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Introducción a la Estética. Ed. Península. Barcelona,

1971 y 2001 (1835-38). 32

Hegel. Ibid. Pág. 13. La traducción usada aquí es de Ricardo Mazo, (2001). Para

Hegel la idea absoluta es la estructura de la razón del mundo y fundamento del ser. Esa idea absoluta se manifiesta en el desarrollo del Espíritu. El Espíritu se realiza de acuerdo a la idea de tres maneras posibles: como espíritu subjetivo, del individuo particular (que evoluciona desde el alma natural, encadenada a la materia, hasta el alma sensible, y desde ésta hasta la síntesis de ambas o espíritu libre), como espíritu objetivo, que ha despertado para la libertad y se realiza en las formas comunitarias de los hombres (en la historia y el desarrollo del Estado) y, por último, como espíritu absoluto (la síntesis final), que se manifiesta en las grandes formas en que se desarrolla la historia: en el arte, la religión y la filosofía. 33

Friedrich W. J. von Schelling. Filosofía del arte. Ed. Tecnos. 1999 (1802-1803).

34

Ibid. Pág. 40.

35

Ibid. Pág. 42.

36

Las obras clásicas de Gottfried Semper, Die vier Elemente der Baukunst (Los cuatro

elementos de la arquitectura) 1851 y Der Stil in den technischen und tektonischen

72

Künsten, oder praktische Aesthetik (El estilo en las artes técnicas y tectónicas o Estética práctica, 1860-63) no se encuentran traducidas al castellano, aunque existen traducciones de algunos capítulos (Elementos básicos de la arquitectura, Atributos de la belleza formal, Ciencia, industria y arte y Prolegomena, en los anexos del libro de Juan Miguel Hernández León La casa de un solo muro. Ed. Nerea. Madrid, 1990. Sobre la obra de Semper puede consultarse, además, Wolfgang Herrmann. Gottfried Semper. Architetture e teoria. Ed. Electa. 1981. (Tit. or. Gottfried Semper im Exil, 1978). 37

La palabra tectónica procede de tékton, carpintero o constructor.

38

En la última década del siglo XIX Schmarsow, influido por Semper, Lipps e Hilde-

brand, definió la arquitectura como creadora de espacios y la historia de la arquitectura como la historia de un sentimiento por el espacio. Basándose en las teorías de Semper y el concepto de apercepción animadora de Wudnt (animación de los objetos mediante nuestro sentimiento afectivo), concibió el arte como la manera en que el hombre aumenta su sentido vital al sintonizar con las fuerzas del Universo. Pero los momentos de la configuración de Semper, al corresponderse las tres dimensiones del espacio, le sirvieron para definir el tipo de relación espacial que establece el hombre con su entorno, tanto física como espiritualmente. La arquitectura es una relación creativa del sujeto humano con su entorno espacial, con el mundo exterior como totalidad espacial, de acuerdo a las dimensiones de su propia y verdadera naturaleza. Esto no se refiere exclusivamente al hombre como cuerpo físico, como se suele creer, sino que se realiza de acuerdo a las características del intelecto humano de acuerdo a su constitución física y espiritual. Resultado de esto es una base común, la ley de existencia del espacio, por la cual el hombre y su mundo se construyen mutuamente, y es aquí exactamente donde se fundamentan los valores objetivo y subjetivo de sus creaciones. (Citado por Benedetto Gravagnuolo en Adolf Loos. Ed. Rizzoli, 1982 de Über den Wert der Dimensionen in menschlichen Raumgebilde, 1896). En La esencia de la creación arquitectónica, (1894) y obras posteriores, definió la forma espacial (raumgestaltung) como representación de una idea espacial. Pero, cualquiera que fuera la forma o idea espacial que el hombre pueda producir, el espacio vacío debía tener siempre su contrapartida en la masa, lo que suponía, por otra parte, un rechazo al arte del vestir y la teoría del revestimiento propuestas por Semper, en favor de un sentimiento del espacio relacionado con la empatía. Según Renato De Fusco (La idea de arquitectura. Ed. G.G. Barcelona, 1976), Schmarsow se conecta tanto con la empatía como con la pura visualidad, lo que es cierto porque entendió la arquitectura como un acuerdo creativo entre el hombre (su sentimiento del espacio, sus coordenadas psicofísicas y su movimiento direccional en el interior) y el Universo (la ley de la existencia del espacio). De Fusco citó a Schmarsow: cuando estamos

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en un edificio, la experiencia fundamental le corresponde a la concepción simultánea (del espacio vacío), puesto que asumimos en nosotros el paralelismo de los lados en nuestro avance, dejamos atrás como posesión duradera el espacio ya atravesado y reconocemos en el mismo eje del movimiento la "autoridad" simétrica que mantiene unido al conjunto (pág. 85). Por otro lado, Albert E. Brinckmann y Hermann Sörgel (Estética Arquitectónica, 1918) insistieron en las teorías de Schmarsow al definir la arquitectura, especialmente la barroca, como representación de una idea espacial que implica, como en la escultura, unidad de masa y vacío. Según Van de Ven (El espacio en la arquitectura. Ed. Cátedra. Madrid, 1981), estas teorías debieron influir decisivamente en la obra de Giedion Espacio, tiempo y arquitectura. Bruno Zevi continuó concediendo al espacio autoridad sobre la masa construida, aunque realizando una interpretación individualista (naturalista y expresionista) del arte y la arquitectura. 39

Konrad Fiedler. Sobre el juicio de las obras del arte plástico, 1876. Ensayo incluido en

Escritos sobre arte. Visor Ed. Madrid, 1991. Puede verse también Konrad Fiedler, De la esencia del arte. Selección de escritos realizada por Hans Eckstein. Ed. Nueva visión. Buenos Aires, 1958. 40

Adolf von Hildebrand. El problema de la forma en la obra de arte. Visor Ed. Madrid,

1988 (1893). Hildebrand, amigo y admirador de Fiedler, es conocido por su distinción entre la visión lejana, cercana y táctil. La primera, bidimensional, proporciona la unidad y totalidad de la apariencia, es decir, la correspondencia entre todos los elementos, la proporción y la armonía. En la segunda, cesa la totalidad y aparece el movimiento ocular y el tiempo. La tercera, la visión táctil, es una especie de barrido ocular. 41

Heinrich Wölfflin. Renacimiento y Barroco. Alberto Corazón Ed. 1977 (1888).

42

Heinrich Wölfflin. Principios fundamentales de la historia del arte. Ed. Espasa Calpe.

Madrid, 1976 (1915). 43

Paul Frankl. Principios fundamentales de la Historia de la Arquitectura. El desarrollo

de la arquitectura europea: 1420-1900. Ed. G.G. Barcelona, 1981 (1914). 44

Paul Frankl. Ibid. Pág. 15.

45

Véase Rudolf Arnheim. Arte y percepción visual. Psicología de la visión creadora. Ed.

Eudeba. Buenos Aires, 1962 (1957). 46

E. H. Gombrich. El sentido del orden. Estudio sobre la psicología de las artes decorativas.

Ed. G.G. Barcelona, 1980 (1979).

74

47

Anton Ehrenzweig. El orden oculto del arte. Ed. Labor. Barcelona, 1973. Pág. 51.

48

Anton Ehrenzweig. Psicoanálisis de la percepción artística. Ed. G.G. Barcelona, 1976.

Pág. 24. 49

Alois Riegl. Problemas de estilo. Fundamentos para una historia de la ornamentación.

Ed. G.G. Barcelona, 1980 (1893). Existen traducciones parciales de Spätrömische kunstindustrie en Antología crítica de Luciano Patetta. Ed. Blume. Madrid, 1984 (1975). Págs. 57, 61, 76 y 87. 50

Theodor Lipps. Los fundamentos de la estética. Ver la segunda sección Sobre el con-

cepto de empatía. Ed. Daniel Jorro. Madrid, 1923 (1891). 51

Wilhelm Worringer. Abstracción y naturaleza. Ed. Fondo de cultura económica. Bue-

nos Aires, 1966. (Tit. or. Abstraktion und einfühlung, 1908). Worringer, al igual que Riegl, afirmó la voluntad artística como momento primario y a priori de toda creación artística que se manifiesta, al objetivarse, en forma, y rechazó el materialismo de los seguidores de Semper así como su pretensión de hacer de la utilidad, la materia prima y la técnica, factores determinantes de la forma. Por consiguiente, las particularidades del arte de la antigüedad no se deberían a una falta de capacidad en la representación sino a una voluntad diferente, orientada en otro sentido. Consideró que los tres factores que para los materialistas determinaban la forma eran, bien simples condicionantes de la voluntad de forma que actúan a posteriori, o bien factores negativos que actuarían como coeficientes de fricción dentro del producto total (Riegl). Wölfflin también pensaba que la técnica no crea jamás un estilo, porque lo primario es el sentimiento de la forma y las formas producidas por la técnica sólo perduran si son compatibles con él. 52

Sensus delectantur in rebus debite proportionatis sicut sibi similibus: nam et sensus

ratio quaedam est, et omnis virtus cognoscitas, escribió Tomás de Aquino. (Los sentidos se complacen en las cosas debidamente proporcionadas así como en lo que se les parece: puesto que el sentido también es una forma de razón, igual que todo poder cogsnoscitivo). 53

Se omiten las notas y referencias bibliográficas a este apartado por considerarlas

poco relevantes en este contexto.

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LA VIDA DE LAS FORMAS Y EL PROBLEMA DE LA ABSTRACCIÓN

Parte Segunda

Piet Mondrian. Árbol gris. 1911

Introducción

El problema de la forma en el arte se puede enfocar desde distintas perspectivas. La diversidad de los enfoques, sin embargo, no impide enunciar principios generales de la forma o composición. La unidad, la integridad, la coherencia, la claridad, la necesidad, la economía y la simplicidad, como se ha visto, fueron afirmados por distintos artistas desde el Renacimiento. Estos principios también se pueden afirmar, como hizo Jeanne Hersch, partiendo de la identidad ontológica entre la forma y el ser.1

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Las conclusiones de Hersch nos servirán para recordarlos, para introducirnos en la vida de las formas y para profundizar en el sentido de la abstracción. Según Hersch, la primera condición que comparten la forma y el ser es la coherencia. La coherencia es condición de existencia aunque la existencia sea esencialmente milagrosa. En nuestra época, escribió Hersch, algunos han querido preservar el sentido de los milagros despreciando la coherencia, pero no se dan cuenta que el verdadero milagro es perfectamente coherente; sólo ocurre que su coherencia no es la misma coherencia que utiliza el determinismo científico. Nuestra experiencia, continuaba Hersch, nunca es coherente por sí misma, sino por su relación con el todo en cuyo seno le conferimos significado. Cualquier parte de lo que se da a nuestra experiencia, separada del todo, pierde su coherencia, es decir, su ser parte de un todo. Del mismo modo, las formas del arte nunca son coherentes por sí mismas sino por su relación con el contexto al que pertenecen y en el que adquieren significado. Para Hersch, la totalidad es la segunda condición de la forma estética o segundo aspecto de la coherencia. Ahora bien, la totalidad a la que se refiere la coherencia es mucho más que una simple reunión de elementos, pues procede de un sistema de vínculos o relaciones estructurales que afecta simultáneamente a las partes y al todo. Por eso, reproducirlo todo no es reproducir un todo; por eso la copia pura es en esencia incoherente. La totalidad coherente, por tanto, no se caracteriza por los elementos que la componen sino por el conjunto de vínculos estructurales que se denominan forma o estructura formal. La tercera condición (o aspecto de la coherencia, según Hersch) es la limitación. La limitación implica exclusión, negación y elección, pero no como condiciones que atenten contra la coherencia o la totalidad, sino como condiciones positivas que permiten que los elementos, en lugar de tomar su realidad del exterior, se pongan a existir por ellos mismos y se afirmen como válidos gracias a las relaciones necesarias que se establecen entre ellos.

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El cuarto aspecto de la coherencia es la necesidad interna, una legalidad autónoma o principio objetivo del arte y la forma que sólo puede ser desvelado por una existencia subjetiva. ¿Qué podría significar la autonomía sin sujeto? se preguntaba Hersch. Aparece así un quinto aspecto de la coherencia, la adhesión, la cual procede de una intencionalidad de la obra hacia sí que dimana de la transformación del objeto en sujeto. Esta intencionalidad no es capricho, sino la fuerza que hace que la obra exprese una adhesión a sí misma. La adhesión es condición de coherencia, de totalidad, de limitación y de autonomía; es lo que hace que la obra se dirija hacia algo esencial y que manifieste su libertad al configurarse como una necesidad querida. Es, en definitiva, lo que permite que la obra exprese libremente su propia naturaleza. Cuando se cumplen estas condiciones, la obra es creada gratuitamente y de manera verdaderamente desinteresada, es decir, para sí misma y no para un fin exterior. Entonces algo ha sido actualizado por la pura alegría de crear, por pura potencia del ser. Eso es lo que se llama arte. A pesar de todo, concluyó Hersch, lo que hemos llamado forma, la estructura coherente, limitativa, totalizadora y legisladora, es un secreto para la mayoría, pues el valor del arte no reside en la imitación o la interpretación; tampoco en la belleza, la expresión o el valor de significación (gehalt). El elemento capital, crucial, es el elemento re-creador, es decir, el elemento que convierte la forma en una actualización del ser y el que la convierte en un asunto de toda la humanidad. Hersch, desde su posición romántica e idealista, coincidía con Étienne Sourieau: el arte es la actividad instauradora que tiene por finalidad (desinteresada) la existencia de un nuevo ser en el mundo o, dicho de otra manera, de una nueva forma del ser en el mundo. (La correspondencia de las artes, 1947). Las condiciones de esta recreación, y por tanto de la forma artística, son expresión y composición; ambos son aspectos correlativos de la forma que no deben confundirse con la improvisación gratuita o el frío ejercicio académico. La expresión y la composición son aspectos de la forma artística que nunca se encuentran separados. De acuerdo con Herbert Read, la actividad del hombre puede ser expresiva (mágica, instintiva y emotiva) o

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constructiva (racional, estructural y tectónica), pero por sí mismas ninguna de estos dos tipos de actividades conduce a la forma artística. Son agencias del espíritu creador que necesitan conciliarse.2 La distinción entre expresión y composición, por tanto, es artificial y expresa el eterno conflicto del pensamiento entre lo interior y lo exterior, lo subjetivo y lo objetivo, el romanticismo y el clasicismo, la vitalidad y la belleza formal.3 La forma que instaura un nuevo ser en el mundo ha sido en ocasiones definida como una combinación de espíritu y materia. Pero el espíritu sólo se manifiesta en el arte cuando la materia ha sido re-creada, es decir, cuando el artista recrea aquello que es para la colectividad espiritualmente necesario y eterno. La forma artística es una modalidad del ser que participa de la vida del espíritu al convertirse en un signo capaz de presentar de manera inmediata algo esencial. Pero no en un signovalor o en un signo-utilidad, sino en un signo-aparición que, como explicó Heidegger en su peculiar estilo, levanta un mundo y crea la tierra.4 No importa que el signo sea figurativo o abstracto pues, aunque Bense distinguió entre la obra de arte como signo para algo (la comunicación del objeto propia del arte de imitación) y la obra de arte como signo de algo (la comunicación de la existencia propia del arte de estilización), esta diferencia desaparece si consideramos que todo arte tiene un componente de abstracción y que ese componente convierte la obra en una comunicación de forma universal e inmediata.5

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LA VIDA DE LAS FORMAS

Las formas del arte nacen, evolucionan y mueren. Desde esta perspectiva, merecen ser consideradas formas de vida. Las formas artísticas comparten con la vida, tanto el dinamismo que hace de ella una realidad compleja y en constante evolución, como los rasgos que la preservan y protegen. El dinamismo que afecta a la vida y el arte puede parecer un atentado contra la integridad y, en consecuencia, contra los principios o condiciones de la forma antes enunciados. Dicho dinamismo, sin embargo, es sólo el

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aspecto correlativo a la estabilidad. Las tendencias al cambio y la estabilidad que comparten el arte y la vida son aspectos de una misma realidad. Si se reúnen los distintos aspectos polares antes enunciados se obtienen al menos tres síntesis ideales aplicables al arte y la vida. Éstas son la permanencia en el cambio, la unidad en la diversidad y la libre necesidad. Explicar el hecho paradójico de que las formas evolucionan porque tienden a la estabilidad implica explicar, por extensión, que la diversidad se refiere a la unidad, y la libertad, a la necesidad. Henri Focillon, en su libro La vida de las formas, explicó que el orden al que se someten las formas se encuentra animado por los impulsos que afectan a la vida. La tesis de Focillon se resume en el siguiente axioma: la vida es forma y la forma es una modalidad de vida.6 Mientras el principio biológico de la metamorfosis afecta a las formas para renovarlas, el principio de los estilos tiende a fijarlas. El principio estabilizador de los estilos procede, según Focillon, de la voluntad de arte, es decir, de la fuerza a priori e instintiva que obliga a los hombres a perseguir un ideal de perfección de acuerdo a su modo de concebir lo real. La voluntad de arte es siempre colectiva; es una fuerza que sólo se puede intuir a posteriori, cuando se reconocen las constantes estilísticas de un conjunto de formas configuradas por ella. La voluntad de arte se reconoce en el estilo. Las raíces de la palabra estilo informan de su significado. En la Grecia clásica, stylos significaba columna: los términos actuales estilobato (base sobre la que se apoyan las columnas), peristilo (rodeado de columnas) o estilita (el anacoreta que, para mayor austeridad, decidía vivir sobre una columna), lo recuerdan. El término stylos también estaba emparentado con stela, la columna conmemorativa o, más propiamente, la piedra vertical que sustituía al fallecido en el mundo de los vivos al quedar animada por su espíritu. Después, la palabra latina stilus (del verbo griego stizein, marcar, punzar) se aplicó al punzón con el que se grababan caracteres en las tablillas enceradas. De aquel stilus proceden las palabras estigma, estilete y estilográfica. Las palabras stylos, stela y stilus, por tanto, se referían a todo aquello que debe permanecer en el mundo (levantado o grabado sobre la piedra) por resultar significativo para la colectividad.

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Denominamos estilo a las constantes formales que caracterizan un conjunto de obras y las hacen significativas para la colectividad. Estilo es aquello que caracteriza la obra de un artista, de una época o de una cultura determinada, pero Focillon descubrió que es posible encontrar un mismo estilo en formas muy alejadas entre sí. El estilo, en tal caso, es la cualidad formal que hace que una obra trascienda su propio contexto para adquirir un valor estético universal. Ahora bien, con independencia de que se entienda por estilo un valor absoluto de las formas, es decir, la cualidad superior de una obra de arte que la permite evadirse de su tiempo y contexto (una cumbre entre laderas o ligne des hauteur, según Focillon), o se entienda por estilo un valor relativo y variable consecuencia de que la armonía es tanteada por distintas vías, el estilo procede de la estilización. Estilizar es destacar los rasgos más significativos de lo visible. Las expresivas obras de los hombres prehistóricos eran generalmente estilizaciones. Pero el estilo no se concibió hasta que no se reconocieron los rasgos comunes un conjunto de formas. (El estilo manierista, por ejemplo, no existió hasta el siglo XX). Primero fue la estilización y después el estilo. En el estilo, según Focillon, el hombre se reconoce en toda su inteligibilidad... en lo que tiene de estable y universal, más allá de los altibajos de la historia, más allá de lo local y particular. Malraux insistió en esta posibilidad proponiendo un museo imaginario que incluyera todas las creaciones del arte. Dicho museo reflejaría el poder generador del espíritu. Esta propuesta se entiende porque las colecciones de objetos artesanales han sacado a la luz distintas familias de formas antes desconocidas. Porque gracias a las colecciones y los museos es posible entender que las analogías y parentescos formales entre obras producidas en distintas épocas y culturas son la manifestación (la cifra o el signo) de un espíritu que trasciende, tanto los individuos, como los condicionantes del contexto.7 Las formas artísticas cambian adaptándose a nuevas condiciones. La tensión entre el cambio y la permanencia de las formas artísticas preocupó a Wölfflin y Kubler, entre otros. En los años 1885 y 1886, Wölfflin aprendió de Dilthey que el análisis histórico de las formas no debe basarse sólo en las causas exteriores que las producen, sino también en el dinamismo interno de las concepciones del mundo en que se inscriben. En su primera obra, Renacimiento y Barroco, Wölfflin planteó el

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problema de la evolución de las formas (y, por tanto, del estilo) en los siguientes términos: ¿por qué ha terminado el Renacimiento y por qué es precisamente el estilo Barroco el que le sucede? Nada más lejos de nuestro pensamiento que hacer remontar el origen del estilo a la arbitrariedad de un individuo, que habría experimentado una satisfacción en crear lo que no habría existido jamás en otro tiempo. No es cuestión tampoco de arquitectos aislados, donde alguno se habría dedicado a semejante experiencia y otro a tal otra, sino de un estilo cuya marca esencial es la generalidad del sentimiento de la forma.8 Según Wölfflin, dos pueden ser las causas del cambio de estilo. La primera es independiente del contexto y se explica con la teoría de la obsolescencia.9 Esta teoría se basa en el hecho obvio de que cuando algo ha sido muy visto deja de actuar sobre la sensibilidad. Entonces se produce un debilitamiento del sentimiento por las formas hasta que dichas formas mueren por agotamiento de sus propias leyes. La segunda depende del contexto y se relaciona con la teoría que ve en el estilo una consecuencia directa de la sensibilidad de una época o de una cultura determinada: cuando cambia la sensibilidad, cambian las formas. Pero ambas teorías pueden reducirse a una sola si se considera que los modos de la sensibilidad, aunque estén culturalmente determinados, también se transforman y agotan. Wölfflin, en cualquier caso, dedicó buena parte de su tiempo a estudiar los Principios fundamentales de la Historia del Arte sin tener apenas en cuenta el contexto y los artistas.10 Sus obras y las de su discípulo Paul Frankl, de hecho, han sido consideradas las primeras historias del arte sin nombres de la historia. Estas propuestas, que según Kubler tanto incomodaron a los especialistas rigurosos, fueron los primeros intentos para integrar, en una visión comprensiva de la historia, las tendencias hacia la estabilidad y hacia el cambio que actúan sobre la vida y las formas.11 La historia del arte, a partir de ellas, dejó de presentarse como el continuum lineal reconstruido a posteriori que Battisti denominó historia vertical. El modelo vertical de la historia, según Battisti, conduce a cometer dos errores: simplificar lo complejo y presentar las conclusiones como si fueran las únicas posibles.12

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Battisti, aunque reconoció algunas ventajas a la historia vertical, pensaba que toda situación concreta del arte se encuentra definida por dos líneas que se cruzan: una era la tradición y la otra, la desordenada fenomenología del presente. Para precisar el significado de una forma, por tanto, es necesario cruzar su historia vertical (tanto de la forma como de sus significados) con los acontecimientos y significados con los que se asocia en la actualidad. El problema que plantea esta interpretación es que, mientras en las sociedades antiguas el ritual favorecía la conservación de las formas, en la actualidad las formas quedan reducidas a un fenómeno puramente visual que se consume rápidamente. Si la forma de un ídolo del neolítico, por ejemplo, era una forma tipo que mantenía su vida durante muchos siglos, la forma de la mayoría de las imágenes actuales se consume, al agotar sus significados, en unos pocos años. La hélice se cierra en espiral, como la concha de un caracol, quizás anunciando el fin de la historia o el fin del arte. Es evidente que los distintos estratos que configuran la historia vertical presentan unas diferencias sustanciales que deben tenerse en cuenta. También, que las formas no son culturalmente intercambiables. Pero el encuentro horizontal entre formas pertenecientes a distintas épocas y contextos ha servido muchas veces para revitalizarlas y renovar sus significados. La irrupción del arte primitivo y la artesanía africana en el ámbito del arte moderno es un ejemplo de ello. La aparición de nuevos significados del encuentro horizontal entre formas producidas en distintos contextos indica que la tradición y el presente, la historia vertical y la horizontal o las interpretaciones diacrónica y sincrónica de los hechos, son aspectos de una misma realidad; aspectos de algo que se expresa naturalmente en el arte y que el pensamiento tiene dificultades en aprehender. Un contenido sólo es histórico allí donde dos acontecimientos se cortan; allí donde se temporaliza un contenido sobre la base del atemporal comprender. Pasado y futuro son contemporáneos. Por eso todas las obras contempladas por la Historia del Arte, sin excepción, se encuentran fuera de su tiempo y contexto, incluso las que se encuentran en su sitio. El problema de la Historia, según Battisti, es que no ve más allá de sus narices. ¿Quién le habría dicho a Cézanne que llegaría a ser el fundador

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del arte abstracto cuando sólo quería elevar su pintura a la concreción de las antiguas obras maestras? ¿Quién le habría dicho a Van Gogh la relevancia que alcanzarían sus obras?, se preguntaba. De acuerdo con Lévi-Strauss, aunque podamos pensar que el hecho histórico es algo que ha ocurrido realmente en el exterior, aquello que realmente ha ocurrido sólo ocurrió en la mente de los que participaron en el acontecimiento: en una multitud de movimientos psíquicos individuales... fenómenos cerebrales, hormonales, nerviosos, etc. Si el hecho histórico sólo se produce en la representación, es el historiador quien, abstrayendo, eligiendo, cortando y recortando, como si fuera un bricoleur, construye la historia. Una historia total sería un caos; se neutralizaría a sí misma, pensaba el antropólogo: puesto que la historia aspira a la significación, se condena a elegir regiones, épocas, grupos de hombres e individuos en esos grupos, haciéndolos resaltar como figuras discontinuas sobre un continuo que apenas sirve para tela de fondo. La Historia siempre acontece en el presente. Y así como los cuerpos sólo determinan su lugar recíprocamente, y a causa de ello la totalidad del mundo corporal no está en ningún lugar (puesto que no hay nada fuera de ella), tampoco corresponde ningún tiempo a la historia, pensaba Simmel. La Historia del Arte, considerada desde esta perspectiva, es un montaje que nos impone, al igual que los relieves estratificados de la antigüedad, una visión sincrónica de los acontecimientos. Pero entendida como una suerte de montaje, permite desvelar las profundas conexiones que existen entre las obras del hombre. De acuerdo con Régis Debray, el Arte no es una invariante de la condición humana, sino una noción tardía propia del Occidente moderno. Esta abstracción mítica ha extraído su legitimidad de una Historia del Arte no menos mitológica, último refugio del tiempo lineal utópico. La observación de los ciclos reales de la invención plástica, a la larga, conducirá más bien a reemplazar la idea mesiánica de una evolución lineal de las formas por la idea de revolución, es decir, la línea recta por la espiral; aunque un estructuralista habría preferido la retícula. Lo paradójico de la Historia es que, para hacerse inteligible, se ve obligada a separar y estabilizar lo que imagina continuo y cambiante. No se puede interesar por lo que ocurre en la mente de dos contendientes, por ejemplo, pues en tal caso se disolvería. Y aunque aspire a

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reflejar la continuidad que caracteriza la vida, sólo puede hacerlo reuniendo imágenes discontinuas. Es cierto que los productos del artesano y el artista moderno tienen distinto poder y significación. Que las obras de arte dependen de su contexto. Pero si se tiene en cuenta que la diferencia entre la edad del tótem y la nuestra no es tanto cualitativa como cuantitativa; si se piensa que no es tanto de nivel, como material y técnica (es decir, ideológica, según Lévi-Strauss), es posible suponer una profunda relación estructural entre las obras del hombre. El poder de conmoción que mantienen en nuestro mundo muchos objetos producidos en tiempos y culturas remotas por humildes artesanos, lo confirma. De acuerdo con José Ortega y Gasset, el idioma que presenta las cosas ejecutándose, que hace patente su intimidad situándolas a medio camino entre su imagen y su esencia, es el arte, y la figura poética de que se vale este idioma es la metáfora, el poner una cosa en lugar de otra. La metáfora y la analogía, como se verá, son los principios estructurales de toda producción significativa. También el fundamento de lo que nos incita a pensar por parejas, distinguiendo entre tiempo y eternidad, por ejemplo. La analogía es el principio universal y original del pensamiento simbólico; el principio que permitió al hombre establecer relaciones entre las impresiones sensibles y las formas que producía; entre lo particular y lo universal, lo cambiante y lo estable. Implica vivir que esto es como aquello a pesar de la diferencia y se produce en la poética imitación. El poietés griego, el artífice de formas significativas, por ejemplo, fabricaba recreando la idea, es decir, los rasgos significativos de los objetos que antes otros habían producido. Recreaba, por así decirlo, el carácter o el estilo. El artífice producía el objeto como siempre, conforme a su naturaleza y destino, pues poiein, para los griegos, (léase piín) significaba hacer. Hacer leyes o cocinar, en consecuencia, entraban dentro del ámbito de la producción técnico-poética y se fundaban en la mímesis (originalmente ritual). Por eso los griegos no trataban de crear nada nuevo, ni de realizar la actividad creativa que hoy denominamos arte; trataban de perfeccionar y recrear lo que antes otros habían hecho. (Incluso el inspirado por las musas, el mousikós, debía su producción a la diosa Memoria, madre de las musas y la inspiración). Sin embargo, al pretender hacer las cosas como siempre, como se debían hacer de acuerdo

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Bóvido dibujado en la cueva de Lascaux. Período magdaleniense. (15.000-13.000 a.C.)

con la naturaleza de las cosas, el artífice podía intentar aproximar su producto a la idea. Cuando el artífice recreaba las formas, recreándose en ellas, producía la diferencia entre lo singular (la forma concreta de la cosa que fabricaba) y lo universal (la idea que la cosa reflejaba). Es cierto que Platón desconfiaba tanto del mito como de la actividad del artista, en este caso por considerarle un vulgar imitador de las cosas producidas por otros fabricantes. También que Aristóteles matizó que el poeta no sólo podía imitar el orden de los hechos originales sino también el orden de lo que pudo haber sido o de lo que idealmente debería ser. Pero mucho antes de que esto ocurriese, los artesanos ya producían formas abstractas y estilizadas que expresaban la esencia ideal de las cosas: de los dioses, la muerte y la generación, en primer lugar.

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Pablo Picasso. Abstracciones sucesivas a partir de la figura de un toro (1946). Dibujo a lápiz. (1964).

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EL SENTIDO DE LA ABSTRACCIÓN

La simbolización y la abstracción son modos de conocimiento que originalmente se confundían. Estaban afectados por un principio de sincronismo que hacía del tiempo una eterna repetición de las cosas. Hoy suponemos que el conocimiento desarrollado se fundamenta en la abstracción, es decir, en el pensamiento inductivo que nos permite pasar de lo particular a lo general. Pero mucho antes de que el pensamiento inductivo y abstracto se desarrollara, los procesos de simbolización

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permitieron al hombre, no sólo aprehender el sentido de las cosas, sino mantenerlo a lo largo de generaciones. La abstracción, en rigor, es un modo de conocimiento que evolucionó a partir del pensamiento simbólico; salvaje o mítico-poético, según lo calificó Lévi-Strauss. Abstraer (del griego afairesis y del latín abs-trahere) significa literalmente sacar fuera y consiste en separar un aspecto determinado de la realidad aparente para considerarlo al margen de los demás y someterlo a una consideración más intensiva. También se puede interpretar como el acto de retirar de las cosas lo accidental para acceder a su esencia. De cualquier manera, abstracto significa separado o extraído, bien de la materia, de la experiencia o de los casos particulares. Lo abstracto, en cualquier caso, se opone siempre a lo concreto, lo circunstancial y lo particular. Aristóteles, de acuerdo con esta definición, diferenció tres niveles de abstracción. El primer nivel implica la separación (o la consideración por separado) de una cualidad común a distintos objetos o seres. Éste es el nivel de la conceptualización, de las ciencias naturales, de las clasificaciones por géneros, por especies, etc. Es el nivel del logos, donde la palabra presenta la ley. La palabra latina lex-legis, ley, se encuentra emparentada con legere, leer, y las griegas légein, reunir y hablar, y logos, palabra, aserto o razón, así como con nuestra palabra léxico. También es significativo que el término griego nomos, fundamento, regla y ley, se relacione con onomos, nombre, y la palabra latina nomen, pues al nombrar se reúnen y separan los aspectos significativos del mundo. La palabra es la ley que pone ante el hombre el orden de las cosas. De hecho la taxonomía o clasificación es el fundamento de la ciencia. El segundo nivel supone la separación (o consideración exclusiva) de la cantidad, prescindiendo de toda cualidad. En este nivel se desenvuelven las ciencias matemáticas y la geometría, pero también el arte cuando se refiere al orden de las dimensiones. El tercer nivel implica la consideración exclusiva del ser, al margen de la cualidad y la cantidad. Es el fundamento de la metafísica. La palabra abstracción tiene hoy dos acepciones diferenciadas: la racional (conceptual e intelectual) y la sensible (de las imágenes o

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imaginaria). La primera, que se acaba de comentar, se suele considerar el fundamento del pensamiento inductivo (lógico y racional) y de la ciencia, pues permite reconocer semejanzas, establecer relaciones y definir leyes comunes a distintos fenómenos. La segunda se aplica a las formas que no reproducen lo que se presenta ante los sentidos pero que tienen cierta semejanza con ello. Es la abstracción que permite que una imagen esquemática desvele algo importante y significativo para la colectividad. Los ídolos primitivos, por ejemplo, a pesar de que eran figuras deformes o sumamente esquematizadas, ofrecían a la visión un aspecto del mundo permanente y estable. La visión del eidolon se vivía en colectividad como un reflejo de la unidad original entre lo particular (el objeto) y lo universal (lo que significaba). Pero es necesario insistir en que ambas interpretaciones de la abstracción son imperfectas pues, tanto la ley que expresan las palabras como la que expresan las imágenes estilizadas proceden de un mismo modo original de consciencia, que no es racional, sino simbólico o mítico-poético. El pensamiento abstracto es un modo de consciencia muy reciente que, según confirmó la psicología analítica, se sostiene en el lo inconsciente. Nada profundo y evidente nace ni vive de razones, pensaba Ortega. El hombre no es tanto un animal racional como un productor de símbolos, concluyó Cassirer. La etnología y la antropología lo confirmaron. El modo de abstracción que aquí interesa, por tanto, no es el del pensamiento inductivo, sino el poético, a la vez sensible y estético; el modo que logra conceder significado a las formas sin que medie el pensamiento racional. El modo estético de la abstracción, por su parte, también se puede interpretar de dos maneras diferentes. La primera, que fue definida por Worringer en 1908, opone el término abstracción al de empatía. La segunda, empleada en el lenguaje común, enfrenta los términos abstracción y figuración. Antes se ha mencionado que el afán de abstracción fue definido por Worringer como un polo de la sensibilidad, correlativo al afán de empatía, condicionado por la necesidad de dar respuesta a un mundo caótico y hostil; que la abstracción fue la consecuencia de un proceso instintivo, de naturaleza espiritual, que comenzó cuando el hombre se enfrentó a la hostil naturaleza para redefinirla desde su origen más profundo y

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encontrar el reposo en la ley. Esta interpretación de la abstracción, que se refería al arte de la antigüedad, la decoración geométrica y los relieves egipcios, ha sido relacionada con el arte expresionista; con las improvisaciones de Kandinsky y con los ejercicios de Ittem en la Bauhaus. Pero ni la abstracción definida por Worringer ni el hecho de abstraer lo universal de lo particular, son el fundamento del arte expresionista. Algunos estudiosos han señalado que el arte abstracto, al lograrse mediante el acto de concentrar un fenómeno, un proceso, una impresión o una idea, no debería vincularse al arte expresionista.13 Es cierto, pero Worringer nunca relacionó el afán de abstracción con la libre expresión del artista (que correspondería mejor con la empatía), sino con la estilización. De la otra parte, la distinción entre arte abstracto y arte figurativo también resulta problemática, pues toda obra figurativa implica cierto grado de abstracción. La pura réplica, más que ajena al arte, es un imposible metafísico. A pesar de todo, y para no complicar demasiado las cosas, seguiremos diferenciando, para entendernos, arte abstracto del figurativo. Si la abstracción es un polo de la sensibilidad, como sostenía Worringer, debió estar presente en el arte de todas las épocas y culturas. Al afirmar esta posibilidad no se pretende negar la importancia de la moderna abstracción sino, por el contrario, concederle todo su valor.14

Los aspectos expresivo y formal de la moderna abstracción Antes se aceptó, provisionalmente, que los artistas modernos llegaron a la abstracción por dos vías diferenciadas: la expresionista y la racionalista. Esta dualidad se justifica porque, mientras unos se dedicaron a explorar las profundidades del sujeto para expresar los profundos contenidos del alma, otros intentaron reflejar en sus obras la razón objetiva de las cosas. Ahora bien, profundizar en el mundo interno del sujeto y hacer sensible la razón de las cosas podría conducir, al final, a descubrir dos aspectos de lo mismo o dos tipos de coherencia idealmente conciliables. Sólo tenemos que escarbar lo bastante profundamente en el individuo para descubrir lo universal, escribió Herbert Read.

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Para analizar la posible unidad original entre los aspectos del ser que se expresan en la abstracción, el expresivo y el formal, es necesario volver sobre ellos. Se ha visto que el expresionismo pretendía la expresión de un sentimiento interior que fuera vital, intenso, profundo y verdadero; que este movimiento se oponía a la aceptación del mundo exterior del arte impresionista y que, en general, fue una reacción contra el mundo de las apariencias. Pero el expresionismo moderno no apareció de repente. El expresionismo procedía del idealismo romántico y, como éste, no pretendía la expresión libre de contenidos individuales, sino la expresión de las profundas conexiones que existen entre los mundos objetivo y subjetivo. Con el romanticismo, la abstracción, que se había ocultado durante el Renacimiento en las artes decorativas, volvió a resurgir. La relativa informalidad que presentan muchas obras que pueden calificarse como románticas, las pinturas de Goya, Willian Blake, Victor Hugo, Gustave Moreau o Turner, entre otros, anuncian el expresionismo. Es cierto que algunos teóricos del Romanticismo, como Edmund Burke (Investigación filosófica acerca del origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello), al reivindicar para el arte la intensa emoción de lo sublime y el lado oscuro de la naturaleza, tuvieron una enorme influencia en el arte de la expresión. Pero los románticos no pretendían la expresión de las singularidades del sujeto. La obra romántica, como explicó Walter Benjamin, debía someterse a la legalidad objetiva del arte a través del arte o, lo que es igual, en el seno del arte. La forma romántica debía aparecer como una consecuencia natural de la libre autolimitación del artista, es decir, como una consecuencia natural de la absoluta liberalidad unida al rigor absoluto. La obra de arte expresionista debía surgir por sí sola, misteriosamente vinculada al azar. Se diría, afirmaba Kandinsky, que es la evolución orgánica (y oculta) de una sabiduría antigua e inconsciente. Novalis, antes que Kandinsky, afirmó que la mayor sabiduría, la que rige el todo, no se revela en la regularidad sino en los azares de una vida salvaje y violenta. De acuerdo con esta visión, la obra expresiva, la que se genera azarosa y espontáneamente, debía estar provista de una vida propia al margen de las intenciones del artista. El artista sólo era el encargado de abrir la puerta que conduce a lo profundo y desconocido del alma

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humana. Cosa que también pretendieron, aunque con otros medios, los dadaístas y surrealistas.15 El azar apareció así como la ley que comprende todas las demás: el que sigue la ley del azar crea vida en su estado más puro, escribió Jean Arp. Paralelamente, la biología y la física modernas reconocieron que el azar es un derecho de la naturaleza, tanto en la generación y evolución de los seres vivos, como en los universales y naturales procesos irreversibles. También la mántica permite que el azar conceda sentido a las cosas, pues deja que se proyecten sobre lo azaroso los contenidos del inconsciente. Algunos artistas del siglo XIX, junto con filósofos como Schopenhauer, Schelling y Hartmann, pensaban que si el artista dejaba fluir libremente las fuerzas inconscientes aumentaría el sentido de sus producciones. La psicología analítica, un siglo después, confirmó que la vida consciente se encuentra condicionada por las fuerzas que emanan del inconsciente y que dichas fuerzas pueden colaborar con la consciencia. La relación entre arte e inconsciente, no obstante, es un asunto delicado que ha dado lugar a numerosas polémicas. Para Jung, por ejemplo, el impulso creador procede de una especie de ser vivo y espiritual que está implantado y crece en el alma del hombre. Este impulso procede de un complejo autónomo con vida propia que, en ocasiones, llega a separarse la consciencia produciendo en el artista, como si de un efecto secundario se tratara, una falta de interés por las actividades normales y, en ocasiones, un retroceso hasta alcanzar un estado infantil y arcaico, algo parecido a una degeneración. (Sobre las relaciones de la psicología analítica con la obra de arte poética. 1922). Jung, a pesar de reconocer los efectos del complejo autónomo del artista moderno, pasó serios apuros para encontrar el valor (o significado) de las pinturas de Picasso y de la novela de Joyce, Ulises. Sólo después de realizar un gran esfuerzo intelectual, después de varios intentos infructuosos y lecturas interrumpidas por la desesperación y el aburrimiento, en el caso de la novela de Joyce, entendió que estas obras eran la manifestación de un espíritu indiferente y destructivo que representa un mundo de aconteceres descarnados.16 Algunas obras modernas, es verdad, parecen complacerse en la destrucción de las formas heredadas del pasado. La tentación de descalificar en

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bloque el arte de la libre expresión es grande. Pero el que se califique este arte como infantil, deshumanizado, absurdo o fraudulento, no cambia el hecho de que sea el arte de nuestra época. El deshumanizado arte abstracto, según lo calificó Ortega, es un fenómeno colectivo que ejerce su influjo en los ámbitos más diversos; quizás porque todo arte, como pensaba Bataille, comparte con los estados infantiles y arcaicos su afán expresivo y destructivo. Quizás el artista moderno, cuando destruye los criterios de belleza y sentido heredados, no obedezca, aunque pueda parecerlo, a un impulso individual, sino a una corriente que tiene su origen en el inconsciente y que se desarrolla en colectividad. Joyce lo explicó de otro modo: el artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, trasfundido, evaporado de la existencia... indiferente... entretenido en arreglarse las uñas.17 Entonces el arte de la expresión libre podría considerarse una especie de realidad compensatoria con la misión de poner las cosas en su sitio y desvelar, como lo hacía desde otra perspectiva la psicología, las limitaciones del saber racional. Tras el cinismo de Ulises se oculta la gran compasión, el padecimiento de un mundo que no es bello ni bueno, concluyó Jung. Paralelamente al desarrollo del ideal expresionista, algunos artistas pretendieron acceder a una idea de orden universal oculta tras la apariencia de las cosas. Para conseguirlo, debieron anteponer la regularidad y la ley a la expresión libre de un contenido interior. Los artistas que perseguían la forma pura, pretendían expresar, mediante formas simples y colores, las leyes que rigen el cosmos. Pensaban que gracias al arte el hombre podría sentirse en consonancia armónica con ellas. Las abstracciones de Mondrian o van Doesburg, de hecho, han sido comparadas (muchas veces por ellos mismos) con la música (la armonía de los sonidos) y la matemática (la armonía de los números y las dimensiones). La evolución de la obra de estos pintores, desde la figuración a la abstracción, muestra que pretendían abstraer el orden formal del orden figurativo. No es absurdo suponer, por lo tanto, que los ejercicios de dibujo analítico de Kandinsky y Klee, las transiciones compositivas que Mondrian realizó con árboles y bodegones, las de Van Doesburg 18 (realizadas a

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Theo van Doesburg. Transfiguración estética de un objeto (La vaca) en cuatro pasos. 1916-1925.

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partir de la figura de una vaca, de un retrato o del cuadro de Van Gogh, El sembrador) y Picasso (realizadas a partir de la figura de un toro), así como las realizadas en la escuela VHUTEMAS en Moscú, fueron consecuencia del mismo afán de abstracción que condujo a los antiguos, especialmente a los egipcios, hacia la representación en el plano y la estilización. El paso gradual de la escritura pictográfica a los motivos abstractos, común en diversas culturas, puede considerarse un proceso de abstracción comparable al que realizaron los artistas modernos. Hace unos 5.500 años no existían los artistas, pero el proceso se produjo. En el arte de la moderna abstracción, una vez alcanzada la forma pura, la pintura, la escultura y la arquitectura pudieron aproximarse entre sí para dar lugar a la tan deseada obra de arte total. Los collages espaciales y las esculturas de Tatlin, las construcciones espaciales de los hermanos Stemberg, los monumentos de Natan Altman, los PROUN de El Lissitzky, las axonométricas y arquitectones de Malevich y Suetin, las esculturas de Georges Vantongerloo, los relieves de Chachnik y las composiciones espaciales de Kidekel, entre otros, se encuentran a medio camino entre el mundo de la pintura y el mundo de la arquitectura. No eran estrictamente esculturas; eran construcciones que compartían con la nueva arquitectura su papel de condensador social, es decir, la intención de aparecer ante la sociedad como signos (o mecanismos de significar) capaces de representar y condensar en su imagen los valores de la nueva sociedad. La tendencia hacia la forma pura, al menos en un primer momento, no se consideró compatible con la libre expresión. Esta incompatibilidad, observada desde posiciones ideológicas, dio lugar a enfrentamientos. Uno de los más relevantes se produjo en la Bauhaus en el año 1923. La Bauhaus de Gropius, si quería consolidarse como escuela, no podía confiar exclusivamente en la intuición o en la capacidad de experimentación formal de sus alumnos, como pretendía Ittem. Era necesario disponer de un cuerpo disciplinar, basado en formulaciones teóricas, que pudiera ser transmitido a los alumnos para orientarles en sus trabajos de taller. Así lo hicieron Kandinsky y Klee. Las obras Punto y línea sobre el plano (del primero) y El ojo pensante 19 (del segundo) fueron la consecuencia de aquella necesidad.

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Piet Mondrian. Cuatro fases del tema Árbol anteriores al año 1912.

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Theo van Doesburg. Gran Pastoral (1921-1922). Desarrollo de la vidriera para la Escuela de Agrónomos de Dachten partiendo del cuadro de Van Gogh, El sembrador.

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Theo van Doesburg. Vidriera de la Escuela de Agrónomos de Dachten (1922)

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Puesto que los fundamentos disciplinares de la Bauhaus debían encontrarse al margen de la bella apariencia, era necesario definir los nuevos principios de orden desde cero, es decir, desde la percepción inmediata de las formas y sus relaciones. Ése fue el significado de los ejercicios de Klee con letras mayúsculas y el sentido de los ejercicios de Kandinsky con puntos, líneas y planos. Las formas elementales, el triángulo, el cuadrado y el círculo, debían constituirse, para Kandinsky y Herbert Bayer, en una especie de alfabeto visual de la Bauhaus.20 A pesar de aquellos enfrentamientos y de la distinción que aquí se acaba de realizar, la forma pura no se opone a la expresión. Ni los idealistas de la forma podían renunciar a la expresión ni los expresionistas a la forma. Habría sido imposible pues toda forma necesita expresarse y toda expresión conformarse. En el caso de Kandinsky, por ejemplo, ambas tendencias se conjugaron. Las formas del arte abstracto no son un capricho particular ni cuestión de marca personal. Tampoco expresión de lo común, pues lo común puede ser una simple convención o una costumbre pasajera. El arte abstracto es un producto del espíritu. En él se funden lo individual y lo universal, lo formal y lo expresivo, para hacer poéticamente lo real.21 Proponer la unidad de la idea implica en el arte reconocer que razón y expresión, como el orden y la libertad, son aspectos correlativos de un único principio que trasciende lo individual. La abstracción, como muestra el arte primitivo, es vital y formal a la vez. Es cierto que hay artistas modernos que sólo parecen exponer los restos de una perturbación psíquica; que existe un arte denominado informal y que algunos han pretendido elevar los dibujos de los niños y los alienados a la categoría de arte. Pero el productor de formas artísticas siempre actúa como un instrumento bien afinado. Y la afinación, en el arte, requiere formación.

El sentido de la antigua abstracción El lenguaje, el arte y la escritura son fenómenos tardíos de la evolución humana. Las primeras herramientas que se conocen son unas cien veces más antiguas que los primeros productos del arte y el lenguaje.

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Recipiente ritual (Ritón) de las Islas Cícladas con marcas incisas. C. 2500 a.C.

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Pero no hay un consenso sobre ello. Entre las hachas bifaces, cuya perfección y empleo en supuestos enterramientos implican según algunos conciencia simbólica, y la piedra de Blombos con líneas cruzadas incisas (la manifestación del arte plástico más antigua, según sus descubridores), hay más de 300.000 años. Y puesto que la aparición del lenguaje se cifra en unos 250.000 años, es probable el lenguaje y el arte surgieran al mismo tiempo y como aspectos diferenciados de un mismo proceso. En cualquier caso, si tenemos en cuenta la totalidad del desarrollo de los homínidos, el período del arte y el lenguaje representa un pequeñísimo lapso de tiempo.22 Muchos se han preguntado por qué los productos del hombre superaron la simple utilidad y se convirtieron en objetos de representación. Las dos hipótesis más comunes son la naturalista (o estrictamente mimética) y la idealista, fundamentada en la abstracción. La primera supone la necesidad del hombre de apropiarse de lo particular reproduciendo lo que veía a su alrededor. La segunda supone la necesidad de apropiarse de lo universal, de las leyes que gobiernan las cosas, y de expresarla mediante representaciones abstractas. Según la hipótesis naturalista, el arte nació cuando el hombre comenzó a reproducir la apariencia de las cosas. Según la idealista, nada prueba que el arte naturalista (también denominado realista o figurativo) fuera el impulso creador dominante en las primeras formas de arte. El realismo naturalista, en tal caso, surgió después de que el hombre alcanzara un alto grado de sensibilidad para la forma y un notable dominio de la técnica.23 Es verdad que el primer arte del hombre fue un arte técnico y utilitario, pero no se puede descartar que también estuviera destinado a la contemplación. Según Nougier, el primer arte fue un arte concreto, técnico y material, que surgió cuando el artesano gozaba de la perfección técnica que conseguía en sus herramientas y útiles. Esta etapa utilitaria desembocó con el tiempo en las representaciones de animales; primero, aprovechando la forma de un hueso o el saliente de una roca; después, con independencia del soporte. Es posible que algunas hachas bifaces, de unos 400.000 años de antigüedad, fueran las primeras formas-signo producidas por los seres

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Venus de Lespugue y de Willendorf. C. 20.000 a.C.

Marcas abstractas de la cripta dolménica de Gavrinis (XX milenio, Bretaña francesa). Ídolo oculado de Tell Brak. Siria. 3300-3000 a.C.

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humanos.24 También que fueran las líneas cruzadas grabadas sobre unas piedras de ocre encontradas recientemente en la cueva de Blombos (Sudáfrica) y que están datadas en unos 74.000 años de antigüedad. Hay teorías para todos los gustos. Pero fueran cuales fueren, debieron ser la expresión original de una naturaleza que, a través del hombre, tomaba consciencia de sí. Gracias a ellas, el hombre primitivo debió sentir que era parte del cosmos; debió sentir que, recreando el orden de las cosas, participaba de las fuerzas que lo configuraban. Suponer que el primer arte plástico del hombre fue un arte abstracto, sin embargo, induce a cierta confusión, pues no es muy correcto aplicar la palabra arte a las formas-signos producidas por los primitivos. Ahora las consideramos así, pero ya se ha indicado que el arte y el artista moderno son realidades muy recientes; que antes del Renacimiento no existía el artista creador que hoy nos parece el fundamento del arte. Pero establecer una distinción absoluta entre el llamado arte primitivo y el arte actual quizás nos aleje aún más de los fundamentos del arte, pues el cerebro del hombre prehistórico es también nuestro cerebro. Quizás por eso los antropólogos y los historiadores, cuando se refieren al arte primitivo, siguen llamándolo arte. Los historiadores, cuando se refieren al arte abstracto de los primitivos, distinguen entre estilización (esquematización y deformación expresiva de un motivo naturalista), y abstracción pura (o decoración geométrica). Pero estos modos de la representación no sólo convivieron, sino que se fundieron y superpusieron. En algunos casos, una fuerte estilización acerca la obra a la abstracción. Es el caso de las adiposas venus del paleolítico, de las figurillas femeninas con forma de violín y de los ídolos oculados mesopotámicos del neolítico. En otros, los rasgos abstractos se superponen a los figurativos. Es el caso de los útiles de hueso tallados por los trogloditas de Aquitania (que tanto impresionaron a Riegl), de los ídolos de la Península Ibérica y de algunos vasos rituales cicládicos. Y en otros, por último, la estilización casi alcanza la pura geometría, como en la cripta dolménica de Gavrinis y en la cerámica de Samarra. Por consiguiente, no importa cómo se denominen estas producciones, sino el hecho de que todas ellas eran formas-signo que implicaban estilización y abstracción a la vez. Las formas-signo de los primitivos,

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como todo arte, implican cierto grado de esquematización, aunque unas veces se traduzca en estilización expresiva (naturalistas o figurativa) y otras en abstracta geometría. Este hecho, sin embargo, no ha sido siempre bien aceptado. Las diferencias entre los defensores de la abstracción y los de la figuración como fundamentos originales del arte se convirtieron, durante las primeras décadas del siglo XX, en abierto enfrentamiento ideológico. Arnold Hauser, por ejemplo, en su obra Historia social de la literatura y el arte, resucitó la vieja polémica entre los idealistas y los materialistas al afirmar que todo arte, incluso el arte decorativo, tiene un origen naturalista e imitativo. Según Hauser, la tendencia a la abstracción y estilización fue un fenómeno tardío, propio de una sensibilidad artística muy refinada.25 Para demostrarlo, no tuvo apuros en afirmar que los que pensaban como él, citando a Riegl, eran idealistas, liberales y progresistas, mientras que los que pensaban lo contrario, como Semper, eran materialistas, académicos y conservadores. Para Hauser, el arte naturalista y sensualista del paleolítico, el arte primero del hombre, era característico de una sociedad individualista, anárquica y no trascendente; de una sociedad de cazadores en la que la vista aguda era fundamental para la subsistencia. El arte del neolítico, en cambio, que calificó como geométrico, rígido, estilizado y conceptual, era característico de la organización unitaria y conservadora propia de una sociedad de agricultores basada en la producción y la previsión. Además, pensaba que mientras el arte del paleolítico estaba vinculado a la magia, por lo que carecía de cualquier intención estética u ornamental, el arte posterior del neolítico, por estar vinculado al animismo, tendía a la abstracción: mientras la magia es sensualista y se adhiere a lo concreto, el animismo es dualista y se inclina a la abstracción, escribió. Con esta teoría, creía defender a Riegl de los seguidores de Semper, sin considerar que la coexistencia de rasgos figurativos y abstractos en el arte del paleolítico podía ser más significativa, incluso, de lo que Riegl suponía. Hauser, por otro lado, negó cualquier relación entre el arte prehistórico y el arte infantil, así como entre el arte de los antiguos primitivos y el arte de los actuales primitivos. Pensaba que las producciones de los niños y de las razas primitivas actuales, a diferencia del arte sensorial primitivo, muestran no lo que se ve, sino lo que se conoce, lo cual conduce a la

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teoría intelectualista, posteriormente contestada por Arnheim en su libro Arte y percepción visual. Ahora bien, al margen de las teorías de Hauser, es necesario replantear la pertinencia de la comparación entre el arte abstracto de los primitivos y el arte abstracto moderno. Los estudiosos del pensamiento primitivo piensan que, mientras los hombres civilizados vivimos en un mundo gobernado por la causalidad, el hombre primitivo vivía (o vive, aunque a punto de extinguirse) en un mundo gobernado por el azar; sólo que no lo llama azar, sino intención, y que atribuye dicha intención, mágicamente, a los espíritus y las cosas. Atendiendo a lo extraordinario, el primitivo descubrió mágicas relaciones entre las cosas. El pensamiento mítico-poético era una lógica concreta de cualidades sensibles, una genuina ciencia de lo concreto, que permitía al primitivo el conocimiento y clasificación de las cosas. Y de aquel pensamiento mágico y mítico-poético surgió, con el tiempo, el pensamiento desarrollado. Podemos pensar que los mitos no son verdad, pero hicieron el mundo. Podemos pensar, como se pensaba hasta hace poco, que los primitivos eran salvajes. Este argumento, sin embargo, fue puesto en duda por varias razones. Porque su mundo es mucho más complejo de lo que se suponía, porque se adaptaron con pocos medios a las duras condiciones que les imponía la naturaleza y porque son nuestros contemporáneos, ya sea porque su mente configuró nuestra mente o porque algunos, muy pocos, conviven con nosotros. El hombre civilizado tenía la seguridad de ser superior al hombre primitivo. Por eso podía libremente disponer de sus vidas. No hay que olvidar que era legal ayer la esclavitud. El hombre civilizado, sin embargo, fue poco a poco descubriendo que no era tan civilizado como imaginaba. Descubrió que no era el centro de la creación y que todas las formas de vida existentes, desde las más elementales a las más complejas, tienen la misma edad evolutiva. Finalmente, descubrió que comparte con los primitivos un modo fundamental de consciencia que consiste en la proyección de su alma y su ánimo en las cosas que le rodean. ¿Quién no se enfada con las cosas cuando se revelan contra a sus deseos o habla con los animales? Lo que combatimos en el otro, escribió Jung, suele ser nuestra propia inferioridad.

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Plato de cerámica de Samarra decorado con figuras muy estilizadas. Vasija antropomórfica de la misma cultura (V milenio).

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Para el hombre primitivo, no afectado todavía por la moderna magia de la causalidad, todo poder se encontraba fuera de él, y sólo gracias a este poder le estaba permitido vivir. Esa dependencia del mundo exterior condicionaba su producción. Incluso las imágenes que producía tenían un poder real y efectivo que no dependía de él, sino de un proceso colectivo de animación. La imagen, es verdad, dependía de la recreación interior de aquel que la producía. Las pinturas naturalistas de las paredes de Lascaux o Altamira, por ejemplo, se realizaron en la oscuridad, a la luz de fuegos o antorchas, sin tener a la vista el modelo. Esto implica que el pintor había aprehendido previamente al animal. Había proyectado su alma sobre él y éste se la había devuelto transformada, es decir, animada. De ahí, el animal. Sólo una vez interiorizada pudo trasladarla al interior de la cueva y recrearla. Es cierto. Pero la recreación del animal en la imagen pintada no era un acontecimiento individual, sino colectivo. Siempre se producía en el ritual. Una vez fija en la pared, la imagen se convirtió mágicamente en el animal. No en este ni en aquel, sino en el ser genérico que la imagen representaba. El gen de lo genérico y la ciencia, al parecer, se generó en la imagen. Y del mismo modo, cabe suponer, la palabra hizo antes la cosa. Éste debió ser, a grandes rasgos, el proceso de animación que permitió que una figura, abstracta o estilizada, pudiera sustituir al objeto de la representación. El novelista Mario Vargas Llosa lo explicó de la siguiente manera: los árboles del bosque de Oma (pintados por Ibarrola) me llevaron a las grandes llanuras amazónicas, a las aldeas aguarunas y huambisas del Alto Marañón, a un pueblecito de los zarpas, donde vi al perro de un enemigo de la tribu encarcelado y vigilado en tanto que su dueño discurría libre y sin molestias entre sus captores. (El País, 2-12-2007). El perro enjaulado, el signo, era el lugar del acontecimiento. Y mientras el signo-perro producía lo real, el irrelevante personaje que compartía su alma con el animado animal, mágicamente atado a él, podía circular libremente entre sus captores. Son las ventajas de la magia. También las de nuestra magia, aunque no lo percibamos. ¿Acaso no consideramos todavía la propiedad como una sagrada realidad? ¿Qué son, sino mágicos signos, las escrituras de propiedad, las lindes, los billetes de banco, etc.? ¿No nos atan estos signos a las cosas con lazos invisibles? ¿No hacen la muerte los objetos propiedad del fallecido? Nos guste o no, la magia es el origen de las cosas.

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Petición de los indios Chippewa al presidente de los Estados Unidos para que les devolviera su tierra y sus derechos de pesca en el lago Ontario. (1849). (Los animales tótem identifican a los jefes de las tribus).

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Las antiguas abstracciones, del mismo modo, ataban mágicamente al hombre con las cosas: con el orden sensible de las cosas necesarias, de las espigas, por ejemplo, así como con el orden y los ritmos de los cuales dependía la vida; desde el ritmo del corazón, en la música, al ritmo de los ciclos estacionales. La animación del mundo que tuvo lugar cuando el hombre primitivo recreó lo exterior fijando las impresiones sensibles mediante sonidos o figuras visibles, indica que el primer pensamiento no fue racional, sino simbólico (mítico, poético, metafórico o analógico). Lo importante, por consiguiente, no es que el proceso de animación condujera primero al naturalismo o primero a la abstracción, sino que todos los modos de la representación, abstractos, estilizados o naturalistas, aludieran simbólicamente al orden de las cosas. En la representación ritual, el mundo interno de las sensaciones se conectaba con mundo externo de los objetos; lo interno se fundía con lo externo y los hombres con seres diferentes. De aquella mágica fusión, recreada en la imitación ritual, surgió la diferencia entre los seres. El arte de los primitivos actuales reproduce esta situación, pues estos pueblos, al aprehender mágicamente la realidad, no distinguen entre lo naturalista y lo simbólico. Las extrañas máscaras, los tatuajes, los adornos, la música y la danza tienen para ellos una finalidad de representación y conocimiento sensible. Son objetos que les permiten participar de manera inmediata con lo exterior; objetos necesarios en la mímesis ritual. El primitivo actual, generalmente ágrafo, también realiza sus obras para materializar y transmitir creencias colectivas pues, al margen de ellas, el individuo es insignificante. En el arte funerario, por ejemplo, los ídolos son dobles mágicos del difunto. Son dobles animados por su alma que aluden a la perduración de la vida y la trascendencia de las cosas. Por eso, cuando los primitivos actuales recrean la cosa en la imagen, convierten la imagen en un ser-signo con más poder y realidad que la cosa, siempre circunstancial. (Cuando Picasso respondía “ya se parecerá” a los que le recriminaban que su retrato de Gertrud Stein no se parecía al modelo, estaba expresando algo parecido: el valor del retrato no reside tanto en el parecido con el modelo, como en lo que tiene de recreación; por eso es insignificante el valor artístico de una figura de cera idéntica al modelo). Las formas visibles o audibles producidas por los hombres de la prehistoria hacían igualmente significativo un contenido espiritual que apuntaba 114

Estatuillas encontradas en Cernavoda, Rumanía (IV milenio). Ídolos cicládicos estilizados (III milenio). Ídolos de la Península Ibérica: Cádiz (c. 2500 a.C.) y Extremadura (1800-1250 a.C.).

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más allá de la esfera sensorial. Con ellas debió aparecer un modo independiente de configuración, una especie de segunda naturaleza y una actividad específica de la consciencia, que empezó a diferenciarse de la percepción. De acuerdo con Cassirer, esta fue la actividad (simbolizadora) que permitió utilizar los datos sensibles como vehículos de expresión. Herbert Read defendió esta tesis al asociar el primer momento del arte a la relación entre una forma y un contenido simbólico que no podría expresarse de otra manera. Para él, la propia consciencia es formal pues, aunque desde el comienzo es una actividad simbolizadora, no existe contenido alguno que no sea interpretado de acuerdo con alguna estructura formal. Lo simbólico y real no era la apariencia circunstancial de la cosa (sólo una sensación pasajera), sino la forma-signo, fija y estable, que se confundía mágicamente con ella. Y así, recreándose en las imágenes, los hombres de la prehistoria lograron producir, analógica, metafórica y poéticamente, la realidad de las cosas. Las figuras esquemáticas más conocidas de la prehistoria son las obesas Venus del paleolítico, las figuras de Cernavoda y los ídolos de mármol producidos por los artesanos de las Cícladas. Pero a pesar de ser muy conocidas no se ha llegado a un consenso sobre su uso y destino. Las hipótesis planteadas son: sustitutos de fallecidos, acompañantes en las tumbas, ajuar funerario para el más allá, amuletos, sustitutos de sacrificios, portadores de almas, ídolos con poderes mágicos, imágenes de altar, imágenes de diosas, etc. No es posible, por tanto, adjudicar a estas figuras una utilidad determinada, pero todos los estudiosos aceptan que aluden a la generación y la continuidad de la vida después de la muerte.26 Lo curioso es que algunos ídolos producidos durante el neolítico, aunque fueron fabricados en lugares muy alejados entre sí (la Península Ibérica, el centro de Europa o las Islas Cícladas del Egeo), muestran rasgos muy semejantes. Esto se debe, en parte, a que no pretendían reproducir fielmente ningún objeto particular. Los animados ídolos de la prehistoria, las estelas que los griegos denominaban kolossós, por ejemplo, hacían que el hombre pudiera prescindir de lo circunstancial y ocuparse del orden de las cosas. Por eso un parecido más desarrollado entre la forma del ídolo y el ser que representaba, habría sido más un inconveniente que una virtud.

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La imagen-signo no era una invención; era una forma tipo que los artesanos recreaban, recreando su mágico poder. La imagen, entonces, se vivía como una realidad tan real, sino más, que aquello que nosotros hoy consideramos real. Las formas abstractas que producía el artesano eran mucho más que su apariencia. Estaban vivas y animadas por múltiples significados. No eran objeto de disfrute o contemplación, sino seres con los cuales el hombre dialogaba encontrando sentido a las cosas: a lo bueno y lo malo, a la salud y la enfermedad, a la vida y la muerte. Las estilizadas formas de los ídolos, en definitiva, ordenaban las sensaciones y producían, con dicho orden, las cosas y los acontecimientos. Eran poemas que trascendían tanto las intenciones de sus productores como las condiciones del contexto. Quizás por eso pudieron ser utilizadas por los artistas modernos como fuentes de inspiración. Los milenios que nos separan de ellas son, además, sólo un instante en la evolución de la consciencia. De acuerdo con Lévi-Strauss, la revolución neolítica y la industrial se encuentran tan próximas en la evolución del hombre que a todos los efectos pueden considerarse una misma revolución. En tal caso, habría que mostrarse prudente al afirmar que nuestra técnica esté destinada a cambiar el sentido. Es posible, por tanto, que exista una relación más profunda de lo que suponemos entre la artesanía y el arte. Así quedan las conclusiones de Lévi-Strauss cuando se sustituyen sus palabras, cambios tecnológicos por la palabra abstracción: la aparición de la misma abstracción en territorios tan vastos y en regiones tan separadas, demuestran claramente que no se deben al genio de una raza o cultura, sino a condiciones tan generales que se sitúan fuera de la consciencia de los hombres. En lo que sigue se intentará comprobar hasta que punto esto puede ser cierto; hasta que punto la moderna abstracción está emparentada con la primitiva abstracción y hasta que punto ambas abstracciones son comparables.

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EL ARTE PRIMITIVO Y LA MODERNA ABSTRACCIÓN

Se ha escrito mucho sobre las relaciones entre la moderna y la primitiva abstracción. Algunos artistas de vanguardia han reconocido su deuda con las formas abstractas producidas por los primitivos, pero ambos tipos de abstracción se diferencian al menos en un aspecto: mientras el arte abstracto actual quiere ser original, el arte abstracto de los primitivos es (o fue) verdaderamente original. El arte de los primitivos, sin duda, fue primero; fue el fundamento, sin discusión, de todo arte posterior.

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La primitiva y la moderna abstracción presentan otra diferencia. Mientras la primera fue producida por artesanos, la segunda fue producida por artistas. Pero las obras de los primitivos se acercaron a las obras de arte cuando, al igual que las obras de los artistas modernos, se convirtieron en piezas de colección y museo. Este desplazamiento tuvo importantes consecuencias. La principal, quizás, es que permitió comparar las formas que produjeron distintas culturas para constatar que podían definirse estilos con independencia del lugar, la cultura y el tiempo de producción. Primero permitió descubrir que las culturas no se podían reducir a fórmulas, limitar a lugares concretos o inscribir en momentos históricos determinados. Después, descubrir que las formas producidas en la antigüedad prehistórica eran fenómenos irreductibles y vivos mucho más complejos de lo se suponía. Con el desplazamiento de las obras de los primitivos a los museos se vio que las culturas, además de desarrollarse, crecer y morir, también se influyen y transfiguran. Según el antropólogo Jacques Maquet, cuando los distintos locus estéticos de los objetos chocan, los significados y las formas se renuevan. Denominó locus estético al componente artístico de los objetos que está determinado por el momento histórico y el contexto, e insistió en que los objetos de otras épocas y culturas que hoy consideramos arte no se produjeron para ser contemplados sino con diversos fines utilitarios, desde armas o insignias a su participación en rituales ceremoniales. Es evidente que no eran objetos artísticos y nunca dejaron de usarse en su contexto, como hacemos nosotros, por ejemplo, al convertir una talla religiosa en obra de arte. (Algunas estatuas y máscaras tradicionales de África, por ejemplo, se tiraban después de su uso ceremonial). Los objetos producidos exclusivamente para ser contemplados no fueron comunes hasta después del Renacimiento. Pero desde el siglo XVIII, el locus estético de la tradición occidental se ha limitado prácticamente al arte de contemplación.27 Las esculturas clásicas de dioses, por ejemplo, al perder en el Renacimiento su significación religiosa, comenzaron a concebirse sólo como formas bellas. Pero las imágenes africanas que descubrieron las modernas expediciones estaban vivas y competían en poder con las fuerzas e imágenes triunfantes del cristianismo. Por esta razón los

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hombres civilizados vieron en ellas entidades negativas y hostiles, comparables a los ídolos y fetiches de la antigüedad, pero no al arte. Su estilo, además, chocaba con el naturalismo idealizado de la época, haciendo que resultaran feas y grotescas. Con la dominación europea de África, consumada en la segunda mitad del siglo XIX, se iniciaron las colecciones de objetos primitivos en algunos museos; pero sólo se trataba de reunir las extrañas cosas que producían los salvajes. Para los modernos, el salvajismo era la etapa de la evolución cultural anterior a la cerámica; le seguían la barbarie, o edad de la cerámica, y la civilización, la edad de la escritura. Los objetos que producía el salvaje, puesto que se desviaban de la tradición naturalista occidental, fueron percibidos como un fracaso involuntario, debido a la ingenuidad, la falta de habilidad o la degeneración. Sólo más adelante, cuando los hombres civilizados se comportaron como bárbaros en la primera guerra mundial, algunos artistas vieron en esos objetos nuevas formas de expresión, descubriendo en ellos unos valores estéticos que superaban la tradición figurativa del arte. Y algunos, incluso, llegaron a considerarlos superiores al arte civilizado. La perdida del contenido de los objetos producidos en otros tiempos y otras culturas los convirtió, finalmente, en objetos de experiencia puramente estética. Según Maquet, al llegar al completo dominio del locus estético del arte, nos acercamos al tiempo de la desaparición del arte. Pero es posible que este sólo sea el punto de vista del antropólogo. Quizás el arte, como sugiere Maquet, surgió cuando los productos técnicos del hombre perdieron su función principal, por obsolescencia o conquista de otras culturas, para dejar en el aire una especie de residuo estético independiente del uso, que sería su artisticidad. No está claro que ese residuo, la artisticidad, pueda seguir evolucionando de un modo autónomo. Pero el choque entre el arte antiguo y el moderno permitió al hombre entender que las culturas son también formas del espíritu; que las formas y las culturas no pueden clasificarse en superiores e inferiores y que las modernas obras de arte no son tanto una culminación, como la consecuencia de un momento del espíritu relacionado con todos los demás. Lo que sentimos y concebimos es sólo la recreación de lo sentido y concebido por nuestros antepasados a lo largo de la evolución, descubrió la psicología analítica.

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Vaso de los pescadores de Milos (c. 1500 a. C.). Pablo Picasso, Retrato de Dora Maar (1937).

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Es posible, por tanto, que las coincidencias formales entre las abstracciones de los antiguos y los modernos no se deban a la casualidad. Herbert Kühn, en su obra, El arte rupestre en Europa (1957), no tuvo reparo en comparar las pinturas estilizadas del neolítico con las pinturas de Klee; pero también podría haberlas comparado, de haberlas conocido, con otras composiciones del siglo XX, como las de Henri Michaux que presentan figuras danzantes. Una visita al Museo Arqueológico de Atenas, por ejemplo, puede mostrar que el ojo frontal que Picasso pintaba en un lado de la cara tiene varios milenios de antigüedad. Según Juan-Eduardo Cirlot es un error suponer que el arte actual se debe sobre todo a la influencia del arte primitivo, pues la influencia es débil en comparación con la misteriosa convergencia de hechos y de intuiciones: algunas obras de Brancusi y ciertas esculturas de las islas Cícladas, más que semejantes, parecen hermanas gemelas.28 Las analogías generales entre las obras del arte primitivo y las del arte moderno han sido repetidamente señaladas. Las más significativas, quizás, son la tendencia a la abstracción y el empleo de mecanismos expresivos semejantes, como las deformaciones, las superposiciones de figuras en el mismo plano y los cambios de escala en una misma representación. Pero más allá de coincidencias morfológicas, como las que Cirlot encuentra entre obras de la antigüedad y obras contemporáneas (entre los grabados circulares de las piedras del norte de Europa y las pinturas de Delaunay, entre la decoración gestual de un vaso de vidrio romano y el arte de Georges Mathieu, entre el motivo del ropaje de una figura bizantina y una composición de van Doesburg, etc.), interesa precisar hasta qué punto la tendencia a la abstracción puede considerarse un fenómeno universal e intemporal. La influencia del arte primitivo en el arte del siglo XX ha sido muchas veces señalada por los especialistas. Pero también por aquéllos que se beneficiaron de ella. Paul Gauguin, por ejemplo, manifestó que su principal tarea consistía en remontarse a las fuentes, a la infancia de la humanidad, para recuperar una visión original del mundo que permitiera volver a conectar al hombre con las fuerzas esenciales de la naturaleza; prueba de ello son sus estilizadas figuras y sus relieves realizados al modo de los habitantes de las islas Marquesas. Poco después, entre los años 1905 y 1906, el arte africano comenzó a interesar a la mayoría de

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Estatuilla descubierta en Hasan Orlan, Turquía (c. 3000 a.C.). Alberto Giacometti, Objeto invisible: manos sujetando el vacío (1934-35).

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artistas que se encontraban en París, que vieron en él la respuesta a sus propios interrogantes. El robo de las piezas primitivas encargado por Picasso ilustra este interés. Las visitas de los artistas al Musée de l’Homme eran frecuentes. Un fragmento de una carta de Kandinsky, reproducida en el almanaque El jinete azul, muestra la gran influencia que tuvo el arte primitivo y africano en los artistas del siglo XX. La perniciosa separación entre un arte y otro, y también entre el Arte (con mayúscula) y el arte popular, el infantil y la etnografía (mi entusiasmo por la etnografía es antiguo: cuando era estudiante en la universidad de Moscú me di cuenta, aunque de forma un tanto inconsciente, de que la etnografía era a la vez arte y ciencia. El hecho decisivo fue, sin embargo, la impresión sobrecogedora que experimenté más tarde en Berlín, en el museo etnográfico, ante el arte negro, hizo que los gruesos muros del museo, construidos entre unos fenómenos que a mis ojos eran tan parecidos, no me dejasen descansar.29 Es posible citar otros muchos ejemplos que demuestran la fuerte impresión que causó el arte primitivo entre los artistas del siglo XX. El caso de Giacometti resulta especialmente significativo. La escultura de Giacometti, Objeto invisible, por ejemplo, con independencia de que su origen estuviera en la niña con las rodillas medio dobladas que tiempo atrás había impresionado al escultor, en la extraña máscara que encontró paseando con Ardré Breton por un mercadillo de París o en una estatuilla de las islas Salomón, presenta un tipo de estilización que la acerca a las figuras del arte fenicio, al arte de las islas Cícladas o al arte primitivo del Este de Europa. El origen concreto de las piezas de Giacometti no parece relevante si se compara con la importancia que concedió al arte primitivo y al arte tribal africano. Rosalind E. Krauss, en su ensayo, Se acabó el juego, analizó algunas obras de Giacometti destacando su relación con otros artes.30 La Mujer cuchara, por ejemplo, realizada en el año 1926, no compartía el estilo africano a la moda (y que él mismo empleó en algunas obras como, La pareja). Esta obra, según Krauss, conecta con el arte africano a un nivel más profundo pues es, como las cucharas antropomórficas de Liberia o Costa de Marfil, una metáfora de la mujer receptáculo. También resulta significativa, por la misma razón, la semejanza entre la estilización vertical de las figuras de la última etapa de Giacometti y las figuras filiformes

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Alberto Giacometti. Mujer cuchara, (1926).

Mujeres cuchara de las tribus Dan (Liberia y Costa de Marfil).

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del neolítico del Levante español, aunque estas últimas sean mucho más dinámicas que las del escultor. Según Oteiza, el adelgazamiento de la representación o la desocupación del espacio que se produjo en ambos casos, estaba condicionado por la necesidad espiritual de un vacío. Los biógrafos de Giacometti han explicado que el escultor había copiado la Venus de Laussel y que consideraba que copiar el arte antiguo era una actividad fundamental, tanto para reconstruir los procesos creativos originales, como para conocer los problemas y las soluciones que se ocultan detrás de las imágenes producidas en un pasado lejano. Copier pour mieux voir, escribió Giacometti. Cuando se copia se ve mejor, y cuando se ve mejor, todo se hace simultáneo. Para Giacometti, en definitiva, las obras de los primitivos eran portadoras de significados que podían renovarse. Picasso, Braque, Brancusi, Lipchitz, Miró y muchos otros compartían esta idea. Pero ¿cómo pudieron participar de unos modos de producir tan ajenos al mundo moderno? La respuesta, quizás, se encuentre en las ingenuas comparaciones que muchas veces se han realizado entre los dibujos de los artistas modernos, de los niños y de los primitivos. Quizás en la ingenuidad de la comparación exista un fundamento de verdad. Según G. H. Luquet (L’Art primitif. 1930), las representaciones de los niños y los primitivos tienen un origen común en tanto ambas se inician sin ninguna pretensión figurativa, por el simple placer de experimentar con trazos y garabatos. Algunos de estos tanteos encuentran un significado cuando comienzan a relacionarse, seguramente por azar, con la idea de un objeto. La evolución y perfeccionamiento de este proceso (o realismo intelectual) dio lugar, posteriormente, a las representaciones figurativas. Según esta teoría, el momento primigenio del arte no sería tanto la voluntad inconsciente de plasmar la realidad, como el juego de dibujar y realizar marcas que acompañen el movimiento de la mano para inmovilizarlo sobre la pared. Las superposiciones de imágenes y las transparencias, las deformaciones y distorsiones, así como los cambios de escala, comunes en los dibujos de los niños y los primitivos, serían las consecuencias de este proceso. Años después, Rudolf Arnheim desarrolló esta teoría para adecuarla a los principios visuales definidos por la psicología de la Gestalt.

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Según Arnheim, la moderna abstracción comparte con el arte de los niños y primitivos el apuntar más directamente que el arte naturalista a los mecanismos ocultos de la naturaleza. La presencia abrumante de los objetos en el arte naturalista, en lugar de ayudar, oscurece la significación. De todos modos, concluyó, lo que cuenta es que el artista debería pertenecer a esa especie de hombres que advierten en todo lo que hacen y lo que ven, que la existencia es una manifestación de la vida y muerte, de amor y violencia, de armonía y desarmonía, de orden y desorden.31 La relación entre el arte primitivo y el infantil fue señalada por Georges Bataille, al reparar en que las figuras de animales fueron representadas en el paleolítico de manera más naturalista que las figuras humanas: que las adiposas venus citadas, por ejemplo. Este hecho le sirvió para cuestionar las teorías de Luquet y para defender, frente al placer y el juego como origen del arte, un impulso destructor común a todo lo humano y original. Éste sería el impulso que llevó al hombre a deformar y distorsionar las figuras humanas, el que hace que los niños disfruten con la destrucción y el que condujo a los artistas del siglo XX hacia la desintegración de la forma en el arte. Las marcas que hace el niño sobre el papel, las deformaciones del arte primitivo y las formas del arte moderno, responderían a ese afán destructor. Responderían a un instinto destructor que también se podría relacionar con la necesidad de liberar los instintos reprimidos, con el sadismo y el instinto de muerte, definidos por Freud. Se trata, en cualquier caso, de una destrucción constructiva, heredera de aquella ironía formal que los románticos defendían. El arte del siglo XX, por tanto, podría considerarse un esfuerzo coherente para mantener viva la dialéctica generación-destrucción, como ocurre con los niños y los primitivos. Como un esfuerzo, indefinitiva, por generar verdad destruyendo. Buena parte del arte moderno, de hecho, pone de manifiesto la paradoja fundamental que implica la negación del hombre civilizado, su falsa elevación y culminación, tanto en el sentido biológico como en el moral. (Para los surrealistas, por ejemplo, la máscara más adecuada al hombre moderno era la máscara de gas; una máscara que, cuando la utilizó en la guerra química, le descubrió como una especie de horrible insecto). Podría pensarse, por tanto, que el arte primitivo colaboró a realizar la catarsis colectiva que el hombre moderno

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necesitaba, provocando la destrucción constructiva de los significados que sostenían un mundo de falsas apariencias y apariencia de civilización. Desde una perspectiva contextualista se podría pensar que las analogías formales entre obras antiguas y modernas se deben al capricho de los artistas deseosos de innovar, lo cual pondría en duda, de paso, la pertinencia de comparar obras producidas en épocas y contextos diferentes. Pero algunos historiadores rigurosos las han comparado sin reparos. George Kubler, por ejemplo, afirmó que las pinturas rupestres del paleolítico y las pinturas de Bushman realizadas en Sudáfrica en el siglo XVIII de nuestra era, a pesar de encontrarse separadas en el tiempo unos 16.000 años y de no existir conexión alguna entre ellas, pueden ser provechosamente comparadas como elementos de una sucesión formal que incluye el arte de hoy. La condición de esta comparación, que conduce hacia una interpretación estructuralista del arte, es lograr conjugar la lógica de la identidad con la lógica de la diferencia. Los defensores de la lógica de la diferencia pretenden apropiarse del objeto histórico analizándolo en su contexto. Confían en que la transparencia de la realidad visible del objeto dé acceso a una verdad objetiva que ya no está presente en la actualidad. Este es el caso de los historiadores del rigor, como Panofsky o Wittkower. Los defensores de la lógica de la identidad, sin embargo, pretenden apropiarse del objeto trasladándolo al presente y relativizando la distancia que lo separa del momento actual. Otros confían en que la opacidad propia de cualquier objeto histórico permita que éste viva en el presente, incluso revitalizado por nuevos significados. Es el caso de Herbert Read y Malraux, por ejemplo. Pero, ¿por qué no referir la una a la otra? Es evidente que oponer la lógica de la identidad a la lógica de la diferencia no aclara nada. Si al enfoque subjetivo, basado en la opacidad de las formas, se opone el enfoque objetivo, basado en la transparencia, si a la identidad se opone la diferencia, resultará imposible concebir una síntesis abarcadora que nos permita hacer las paces con el pasado sin renunciar al contexto.32 LéviStrauss, al menos, insistió en que las operaciones estructurales sólo adquieren sentido cuando se basan en el rigor histórico de los hechos. Según el antropólogo, Erwin Panofsky fue un gran estructuralista porque fue un gran historiador.

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Vasily Kandinsky. Lírica (1911). Escena ritual en el abrigo de Valltorta. Castellón, España (Tercer milenio).

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Es cierto, como señaló Barthes, que la estructura presenta un simulacro del objeto; también, que el análisis estructural sólo reconstruye el objeto para descubrir las reglas de su funcionamiento. Pero esta reconstrucción es también una re-composición. Según Manfredo Tafuri, más allá de la simple individuación de los tipos, la búsqueda estructural ha de plantearse forzosamente el descubrimiento de la red de relaciones subyacente a las elecciones figurativas. Cassirer y Lévi-Strauss lo habían confirmado: el análisis de las formas simbólicas demuestra que, más allá de las imágenes, existe una arquitectura del espíritu humano. La Historia del Arte no niega la estructura, sino que la confirma: no hay cambio sin estabilidad ni tiempo sin eternidad. La obra de Sigfried Giedion, El presente eterno 33 y los ensayos de Herbert Read enfocaron el problema de la abstracción desde este punto de vista. Para Giedion, la abstracción implica la destilación de los elementos esenciales de una multiplicidad, bien en forma de signos y símbolos, o bien por simplificación o estilización de una forma visible, como en el caso de la escritura pictográfica. Rechazó la teoría de la primacía del arte naturalista (de Hauser y muchos otros), para afirmar que el arte de la abstracción fue anterior al arte naturalista, que nació con el pensamiento simbólico y que todos los modos de abstracción conocidos, antiguos o modernos, provienen de un modo original de abstracción. Según Giedion, la expresión de una totalidad esencial y significativa ha sido y será el objetivo del arte. Así parecen indicarlo las teorías de la Gestalt y las conclusiones de Semper, Lipps, Riegl y Worringer, a los cuales citó expresamente. Pero si nuestra actitud ante lo desconocido no ha podido variar de manera significativa, es lógico pensar que las analogías que existen entre obras antiguas y modernas, entre los ídolos del neolítico y las esculturas de Giacometti, entre los símbolos en forma de peine del magdaleniense y las formas de Miró, entre las pinturas del Levante español y algunas pinturas de Kandinsky, por ejemplo, no se deben a la casualidad. La relación estructural entre el arte abstracto moderno y el arte de la antigüedad adquiere sentido si se considera que el afán de abstracción es intemporal. Cuando los artistas modernos se encontraron con el arte primitivo, quizás se aproximaron al componente intemporal de toda creación. La abstracción, en cuanto medio artístico de expresar exigencias

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Máscara Bobo, Burkina Fasso (detalle). Detalle de Objeto invisible. A. Giacometti 1934-35.

Figura de Tell Asmar (2750-2500 a.C.). Paul Klee, Máscara azul (1938).

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emocionales había estado enterrada durante siglos, recluida en el inconsciente. Al renacer, en torno a 1910, los tipos que encontramos en el arte primitivo pasaron de nuevo a primer plano, escribió Giedion.34 La actitud psicológica del artista ante el mundo, a pesar de las diferencias con la del artesano, podría tener puntos en común. Se ha insistido en que la relación que el hombre primitivo mantenía con el mundo era prelógica e irracional, encontrándose regida por el azar y orientada por lo que Lévy-Bruhl denominó participación mística. Pues bien, para Jung, ese estado primigenio de participación mística es el secreto de la creación artística y sus efectos: en ese nivel de la vivencia ya no es el individuo quien experimenta, sino la colectividad. Jung insistía en que la esencia de la obra de arte no consiste en su vinculación con peculiaridades personales, pues el arte sólo es arte si es capaz de elevarse por encima de lo personal para hablar desde el espíritu y al corazón de la humanidad.35 No negaba que el proceso creativo implique rasgos paradójicos, pues por una parte es personal-humano y por otra un proceso impersonal. Pero pensaba que si predomina lo creativo predominará, frente a la consciencia y la voluntad individual, lo inconsciente como fuerza conformadora. El poeta recrea lo real, pero no lo hace conscientemente, pues se encuentra al servicio de algo que desconoce y le trasciende. El infantilismo, la arrogancia, los malos modos y el egoísmo que algunos artistas pueden llegar a manifestar son, dijimos, efectos secundarios de la inconsciencia. Síntomas, según Jung, de la situación de inferioridad en que se encuentra el yo consciente respecto a lo inconsciente. Las coincidencias entre obras primitivas y modernas quizás se deban a una comunión profunda entre los hombres cuando pretenden alcanzar, movidos por fuerzas inconscientes, el sentido de un nuevo ser en el mundo. André Malraux, en el prólogo del libro de André Parrot titulado Sumer y que trataba sobre el antiguo arte sumerio, planteó esta posibilidad. Según Malraux, las obras que el libro de Parrot presentaba, en su mayoría desconocidas hasta el año 1930, se hicieron visibles como obras de arte cuando fueron descubiertas.36 Sabía que todas ellas, en lugar de relacionarse con la belleza, como el arte posterior, se relacionaban con

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Máscara de las tribus Fang, Gabón. Amadeo Modigliani. Cabeza de mujer (1911-12).

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lo sagrado. Pero advirtió que el poder del arte consiste en poder sugerir lo que escapa a los ojos de los vivientes, incluso cuando está lejos de concebirse como arte. La estilización y deformación de los ídolos antiguos sería el signo de la necesaria presencia, junto al hombre, de un mundo no humano. El artista, incluso cuando trabaja para los vivos y no para los muertos, trata de que la forma humana manifieste cuanto no es propiamente humano, escribió Malraux. Y en esto coincidía con el diagnóstico que realizó Ortega sobre el deshumanizado arte moderno. El poder mágico de los ídolos mesopotámicos radicaba en aquello en que los apartaba de la pura imitación. La violenta esquematización, las barbas escalonadas como las escaleras de un Zigurat, los enormes ojos asombrados o las pequeñas manos de las estatuillas de los dioses sumerios, fueron los recursos formales que utilizó el artífice para señalar a los vivos la presencia del mundo sobrenatural. El fin del artesano sumerio no era expresarse como individuo, sino liberar de su humanidad a la figura humana para emparentarla con los dioses. Los ídolos que representaban al Dios Abu o la Diosa de Tell Asmar no representaban personajes reales; eran la revelación de que algo sobrenatural y fascinante se encontraba por encima del hombre. Más importante que el asombro hipnótico de estas figuras es que señalan, todavía hoy, hacia un mundo desconocido; hacia eso otro no humano, asombroso y aterrador, que el poeta Octavio Paz definió de la siguiente manera: una experiencia repulsiva, o más exactamente revulsiva, que consiste en abrirse a las entrañas del cosmos para ver que los órganos de gestación son también los de la destrucción y sentir que, desde cierto punto de vista (el de la divinidad), vida y muerte son lo mismo.37 A través de los vastos dominios de la metamorfosis –que ha hecho a las estatuas monocromas y que las ha hecho pasar del templo al museo–, el arte sumerio nos toca por su rechazo del ilusionismo, por su esquematismo y su libertad, emparentados con los modernos, escribió Malraux. Para él, las imágenes de la antigüedad dialogan con todas las figuras que se van incorporando al museo imaginario de nuestra civilización. La acción que ejercen sobre nosotros es una acción específica, asegurada por las formas: hemos admirado la escultura de los pueblos del Oriente antiguo o

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de los africanos antes de conocer su fe y su pensamiento. La gran resurrección a la que estamos asistiendo ha comenzado en los talleres, no en los institutos de religiones comparadas. Son las formas cuyo orden sustituye al de las apariencias para comunicar y presentar lo que está más allá de lo humano. Las estatuillas sumerias, como todo el arte primitivo, se han transfigurado al reunirse con el arte occidental. Pero el locus estético que han perdido, alumbra en nosotros lo que han adquirido y comparten con la totalidad de las obras reunidas en nuestro museo imaginario, incluso con aquellas que no tienen carácter religioso alguno. La resurrección de todos los artes del pasado saca a la luz poco a poco, frente a las referencias que afirman el parecido o similitud de la obra de arte, la presencia manifiesta u oculta de aquellas otras que afirman su disimilitud esencial: la disimilitud que orienta la similitud. Lo que han perdido, precisamente, desvela aquello que sólo puede experimentarse por medio del arte. Las mencionadas reencarnaciones de objetos que se apartan de lo naturalista sugieren que nuestra más profunda relación con el arte es de orden metafísico. Las analogías entre las imágenes actuales e imágenes de la prehistoria, además de mostrar que son producidas por un espíritu colectivo que abarca toda la humanidad, hacen además significativas las diferencias entre la figura humana y la representación. Son imágenes que deshumanizan lo humano, que transforman la figura humana en algo insólito, y a veces aterrador, para dar sentido a lo desconocido y situado más allá de lo humano. (También lo siniestro, como descubrió Freud, hace referencia a lo cotidiano). El sorprendente parecido de muchas figuras del neolítico (de los ídolos con grandes ojos del arte sumerio, de las cabezas de Prediónica, de los ídolos de la cultura japonesa shako dogu y de tantas otras figuras), con la imagen que todos tenemos de los extraterrestres, no es una casualidad. Los rostros imaginarios y los estilizados cuerpos de los supuestos extraterrestres son, como el arte, producto de la imaginación colectiva. (Si Jung hubiera conocido la imaginería actual del extraterrestre, no habría dudado en interpretarla de esta manera, pues ya interpretó la redondez de los platillos volantes como una imagen arquetípica producida por el espíritu para señalar hacia la unidad completa y circular de todo lo desconocido). Las coincidencias entre obras

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antiguas y modernas, por tanto, se deben a que en el afán de abstracción se cumple la más honda de las vivencias artísticas que consiste en el enajenarse del yo. La abstracción, en definitiva, redime al individuo de su condición separada y le permite participar de la ley que gobierna las cosas. Ya se ha señalado que Worringer pensaba que el afán de abstracción es propio de los pueblos primitivos; que los pueblos evolucionados, dominados por el intelecto y la costumbre, perdieron la fuerza instintiva que permitía a los hombres acceder directamente a la cosa en sí. Pero el hombre desarrollado, precipitado desde las orgullosas alturas de su saber, vuelve a encontrarse ante el mundo tan perdido e indefenso como el hombre primitivo. Entonces, cuando el espíritu humano ha recorrido en una evolución milenaria toda la órbita del conocimiento racionalista, se despierta en él de nuevo, como postrera resignación del saber, el sentimiento para la cosa en sí. El problema es que lo que antes era instintivo y colectivo es hoy el producto del conocimiento. Y los individuos, sin el apoyo de una voluntad artística que les vincule y obligue a salir del yo, no tienen fuerza suficiente para encontrar el sentido de las formas abstractas. Pero seguimos movidos por fuerzas que nos trascienden, aunque no nos demos cuenta de ello. Quizás nuestro hacer, a pesar de la importancia del yo creador, siga siendo un hacer colectivo. Nuestro mundo, sospechan algunos, no es menos mítico que el mundo de los primitivos. El yo separado es un ejemplo. El precio de las obras de arte, prehistóricas o modernas, otro. Un pequeño ídolo mesopotámico con cuerpo humano y cabeza de león, de 5 milenios de antigüedad, acaba de ser vendido a un particular por 40 millones de dólares. El Brooklyn Museum debía necesitar fondos, pero nos priva de la participación. El ídolo ha recuperado su poder, aunque transfigurado. Los cuadros de Pollock no se quedan atrás. Lo que se paga por ellos también expresa su mágico valor. Mágica y sagrada posesión, siempre fundada en signos. Poseídos por la posesión. La propiedad privada se decía en Grecia idios. De ahí la palabra idiótes, la particularidad o singularidad (escrita con omicron) y también la persona privada, el particular, el ciudadano común, el plebeyo y el vulgar (escrita con omega). La otra cara del mito, la que desvelan las palabras, dice que lo exclusivo excluye, lo privado priva y el dinero se invierte, es decir, se cambia y

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sustituye por su contrario. Sólo ocurre que, al hacer del mito lo real, como siempre, nos falta perspectiva para apreciarlo. (Al margen de la representación, alguien cambia una tela con goterones de pintura por un montón de papelitos impresos y producidos en serie, parecidos a los del monopoly). Quedan, pues, muchas dudas por aclarar. La principal, quizás, el destino del arte. Las variadas y a veces incomprensibles manifestaciones del nuestro arte quizás sólo pretendan apurar hasta el límite el espíritu de nuestra época. Pero es posible que sólo llegando hasta el final se renueve el sentido de la abstracción, lo cual es tanto como decir, el sentido de la originalidad.

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NOTAS 1

Jeanne Hersch. El ser y la forma. Ed. Paidós. Buenos Aires, 1969.

2

Herbert Read. Carta a un joven pintor. Ed. Siglo XX. Buenos Aires, 1985 (1960). Pág. 11.

3

Del ensayo La ambigüedad de la moderna escultura. Ibid. pág. 157. El arte que defen-

día Read era un arte de exaltación interior; un arte de liberación y salvación (erlösung, en alemán o deliverance, en inglés), capaz de dar sentido a la vida al aceptar, tanto los impulsos del instinto y los reclamos impersonales del inconsciente (arquetípicos), como los descubrimientos de la consciencia (de la meditación y de la atención introspectiva). 4

Martin Heidegger. El origen de la obra de arte. Caminos del bosque. Alianza Ed.

Madrid, 1995 (1936). Pág. 38. 5

Max Bense. Estética. Consideraciones metafísicas sobre lo bello. Ed. Nueva Visión.

Buenos Aires: 1969 (1954). Según Bense, los medios de la pintura abstracta (los colores y las formas) se convierten en signos de sí mismos para dar lugar a un auténtico mundo correal, estético, donde no resulta necesario ningún rodeo que pase por las figuras y su ordenación. Los colores y las formas, aunque signos de sí mismos, se comportan entonces como los objetos. El arte abstracto desnuda la composición, que aparece autónoma e independiente del contenido, como un sistema estructural de relaciones que se vale por sí mismo, semejante al de la física o la lógica moderna. Según Bense, las abstracciones que tienden hacia las formas puras tienen siempre una significación de composición, y las abstracciones ideativas (o estilizaciones) están al servicio de una representación esencial que se entiende como el poner entre paréntesis los caracteres contingentes de lo existente (o reducción eidética). Así el arte, como abstracción y comunicación existencial, se aproxima siempre a una ontología fundamental, donde la libre y abierta posibilidad tiene predominio sobre la realidad, aparentemente conclusa, sujeta y limitada. 6

Véase Henri Focillon. La vida de las formas y elogio de la mano. Ed. Xarait. Madrid,

1983. (Tit. or. Vie des formes suivi de eloge de la main, 1934). Es conveniente aclarar que el valor de esta analogía, tal y como fue planteada por Focillon, es más metafórico que real, pues las metamorfosis en biología se producen por mutaciones que modifican las formas al azar, para que en rarísimas ocasiones, algunas sigan reproduciendo la misma anomalía al resultar adecuada a un nuevo medio (Este es el sentido del monstruo promisorio al que se referían los biólogos ingleses). En cualquier caso, si una fuerza vital inconsciente orienta la evolución en

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un sentido ascendente hacia la consciencia, porqué no habría de hacerlo también el arte. Lo único que podría ponerse en duda es que dicha evolución sea lineal. 7

Para Eugenio Battisti, sin embargo, la visita al museo se relaciona con el modo verti-

cal de acceder a la historia, pues la disposición de las piezas en los museos suele realizarse según un criterio lineal, temático o cronológico. El otro modo de acceder a la historia, el modo horizontal, sí podría compararse con la visita al museo de antropología, aunque Battisti lo comparó con la visita a una ciudad donde lo nuevo coexiste con lo viejo y el valor con la banalidad. Véase Eugenio Battisti, Renacimiento y Barroco. Ed. Cátedra. Madrid. 1990. 8

H. Wölfflin. Renacimiento y Barroco. Alberto Corazón Ed., 1977 (1888). Pág. 129.

9

La teoría de la obsolescencia de Wölfflin procede, como él mismo reconoció, de la

teoría del cansancio estético (formermüdung) que un año antes había definido el profesor del politécnico de Stuttgart Alfred Göller. Según esta teoría, la familiaridad produce cansancio e irreverencia. 10

Los cinco pares de categorías que Wölfflin definió pueden entenderse de dos for-

mas diferentes: pueden aplicarse a cada uno de los estilos históricos, como haría él mismo con el Renacimiento y el Barroco, para considerarlos partes de una secuencia evolutiva necesaria, o pueden concebirse como pares de categorías estables que afectan y condicionan cualquier objeto artístico. Ambas interpretaciones, además, no tienen porqué excluirse. Para evitar las simplificaciones y recordar la necesidad de integrar en una misma idea los pares de categorías opuestas, Bernard Teyssèdre matizaba: ninguno de los cinco (pares de) conceptos posee consistencia autónoma, posición absoluta; cada uno deriva de una tensión; cada punto de equilibrio es relativo a lo que le precede y a lo que le sigue. Resumiendo, diría que no se trata propiamente de cinco conceptos sino, en el sentido Hegeliano, de los cinco momentos de una misma idea. Véase Bernard Teyssèdre en el prólogo al libro de Wölfflin Renacimiento y Barroco. Op. cit. pág. 13. 11

George Kubler. La configuración del tiempo. Cap. 3, La propagación de las cosas. Ed.

Nerea. Madrid, 1988. (1962). De acuerdo con Kubler, toda nuestra tradición cultural favorece los valores de lo permanente, pero las condiciones de la existencia actual requieren la aceptación del cambio continuo. Los deseos humanos en cualquier instante oscilan entre la réplica y la invención, entre el deseo de volver al patrón conocido y el de escapar de él a través de una nueva variación. Generalmente ha prevalecido el

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deseo de repetir el pasado sobre los impulsos de alejarse de él. Ningún acto es completamente nuevo y ninguno puede cumplirse completamente sin variación... Muchas sociedades han proscrito todo reconocimiento de la conducta inventiva, prefiriendo recompensar la repetición ritual. Por otra parte, no puede concebirse sociedad alguna que permita a cada persona la libertad de variar sus acciones indefinidamente. (Págs. 130 y 134). 12

Para Battisti la historia vertical es parcial y ciega, no ve más allá de donde llega la

vista, despreciando todo aquello que no entra en sus esquemas y convierte en estériles las situaciones humanas que son siempre innovadoras y conservadoras a la vez. Op. cit. pág. 212. 13

Véase Erich Kahler. La desintegración de la forma en las artes. Ed. Siglo XXI, 1969.

Pag. 64. Es cierto que el libro de Kandinsky, De lo espiritual en el arte se publicó el mismo año que el libro de Worringer Problemas formales del gótico. También es cierto que existen algunas coincidencias respecto al contenido, por ejemplo, Kandinsky explicaba que la tendencia a la abstracción era de naturaleza espiritual y Worringer, que el arte gótico, que tanto complacía a los expresionistas, era la máxima expresión artística y espiritual de los pueblos del norte, movidos por el afán de abstracción. Pero es posible que los expresionistas sólo se fijaran en que la abstracción de Worringer era un proceso instintivo y espiritual, sin considerar que se refería a los relieves egipcios. Ésto, quizás, debió bastarles para relacionar expresionismo y abstracción. 14

La importancia que hoy tiene la moderna abstracción no podía concebirla Worrin-

ger. Pero tampoco se esperaba el éxito de su obra porque, cuando la escribió, no podía estar seguro del giro hacia la abstracción que se comenzaba a producir en el arte de su época; sin embargo debió intuirlo, pues desde principios de siglo, y aún antes, algunos artistas comenzaron a prescindir del objeto representado, a menudo independientemente unos de otros y, en general, de forma gradual. Cor Blok, por ejemplo, mencionó en su, Historia del arte abstracto (Ed. Cátedra. Madrid, 1992) la posible relación del arte abstracto con las vistas informales que se tenían en los vuelos en globo, así como con las vistas que ofrecía el microscopio, pero no según una relación causal, sino como disposición de una generación de artistas a imaginar nuevos y desconocidos mundos en los que la acción de la gravedad quedaba abolida. Por otro lado, la idea de simultaneidad y la abolición del tiempo y el espacio de la ciencia moderna, así como su inseguridad al definir la materia, debieron también influir para que los artistas comenzaran a descomponer la forma en fragmentos.

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Para el expresionista Hartung, la llamada pintura abstracta no es ni una tendencia

artística, como ha habido tantas en los últimos tiempos, ni un estilo... sino un medio de expresión totalmente nuevo, un nuevo lenguaje humano, más inmediato que la pintura precedente. Sin embargo, otros expresionistas, como Georges Mathieu, aceptaron que la pintura, antes y después, continúa siendo la expresión de un contenido eterno, que es el drama del hombre frente al mundo (y, cabría añadir, frente a él mismo). El arte, entonces, sería una especie de continuación de la misma vida orgánica que lo ha creado. Según Cor Blok (op. cit.), la concepción decididamente mítica de la obra de arte moderna se relaciona con el hecho de que el arte, en lugar de apuntar ahora a la espiritualización de la vida social, lo hace a la dramatización de la vida privada del artista y, particularmente, del proceso de creación. El artista es un creador que sufre y lucha para cuestionar permanentemente el orden de las cosas y trabaja con la esperanza de que algo muy importante se manifieste. El arte es una empresa muy peligrosa y sólo el que no teme el peligro puede ser un artista. En tal caso, el arte actual también sería mágico y el artista una especie de mago que no tiene que dar razón de su obra ni a sí mismo; su arte, una especie de rito iniciático. Sin embargo, esta faceta del expresionismo ha sido muy criticada. Herbert Read, por ejemplo, en su, Carta a un joven pintor, lo hizo con ironía al transcribir un texto de Jaspers muy crítico con la actitud de los filósofos modernos y aplicarlo al artista de la expresión pura. Para Read, el artista que persigue la simple expresión y que se limita a desenrollar la embrollada confusión de sus propias entrañas en lugar de infundir vida a un hecho nuevo y objetivo actúa como el antiguo mago: según Jaspers, el mago ignora lo que él mismo hace y cómo lo hace... el mago examina no tanto la verdad como sus propios gestos, los modos de expresión y la manera de impresionar otros. El mago rechaza que se ponga a prueba su propia verdad... En realidad, no puede dialogar con otros; es incapaz de entablar una discusión sincera. Tiene los prejuicios de sus ideas, tanto de las ideas que el mismo elabora, como de las que incorpora. Representa una personificación de la voluntad de poder y jamás llega a percibir la esencia de sus propios motivos. Op. cit. pág. 31. 16

Véase Carl Gustav Jung. Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y la ciencia. Obras

Completas, vol. 15. Trotta Ed., 1999. 17

James Joyce. Retrato del artista adolescente. Alianza Ed. Madrid, 1978 (1916). (Trad.

Dámaso Alonso). 18

Véase Theo van Doesburg. Principios del nuevo arte plástico y otros escritos. Ed.

COAAT de Murcia, 1985.

141

19

Paul Klee. Das bilduerische Denken. Verlag. 1956. Existe traducción al inglés: The

Thinking Eye, editada por Jürg Spiller. Lund Humphries, 1961. 20

Véase Rainer Wick. Pedagogía de la Bauhaus. Ed. Alianza. Madrid, 1986 (1982).

21

Erich Kahler. Op. cit. pág. 22.

22

Louis-René Nougier. Arte prehistórico. Historia del arte. Tomo I. Ed. Salvat. 1976.

23

Herbert Read. Orígenes de la forma en el arte. Ed. Proyección, 1965. Cap. III: Los orí-

genes de la forma en las artes plásticas. 24

La denominada Excalibur, encontrada en las excavaciones de Atapuerca, es un

ejemplo de ello, aunque algunos dudan que fuera un objeto simbólico. 25

Arnold Hauser. Historia social de la literatura y el arte. Ed. Guadarrama, Ed. Barcelo-

na, 1980 (1951). 26

Véase Cycladic Culture. Naxos in the 3rd Millenium BC. Ed. P. Goulandris Foundation,

1990. Interesan especialmente los capítulos Religión, de V. Lambrinoudakis y Sculpture, de L. Marangou. 27

Jacques Maquet. La experiencia estética. Una mirada antropológica a las artes visua-

les. Ed. Celeste, 1999 (1986). 28

Juan-Eduardo Cirlot. El espíritu abstracto. Ed. Labor, 1993.

29

Carta reproducida en el libro de Paul Vogt, Der Blaue Reiter: un expresionismo ale-

mán. Ed. Blume, 1980. (1977) Pág. 102. 30

Rosalind E. Krauss. La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos. Alianza

Ed. Madrid, 1996 (1985). 31

Rudolph Arnheim. Arte y percepción visual. Psicología de la visión creadora. Eudeba.

Buenos Aires, 1962 (1957). Pág. 107. 32

Véase el análisis del problema que hace Panayotis Tournikiotis en su libro La historio-

grafía de la arquitectura moderna. Ed. Mairea-Celeste, 2001 (1999). 33

Sigfried Giedion. El presente eterno: Los comienzos del arte. Alianza, Madrid, 1988 (1961).

34

Ibid, pág. 68.

35

Véase el capítulo psicología y poesía de Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y la

ciencia. Carl Gustav Jung. op. cit.

142

36

Véase André Malraux. Prefacio al libro de André Parrot, Sumer. Ed. Aguilar, 1981

(1960). 37

Octavio Paz. Puertas al campo. Seix Barral, 1972 (1966).

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EL SENTIDO DE LA ORIGINALIDAD

Parte Tercera

Rem Koolhaas. Cubierta del modelo para el Grand Palais de Lille. 1990-94.

Introducción SOBRE EL GENIO

La vida es forma y la forma una modalidad de la vida, pensaba Focillon. Todo arte, por tanto, es esencialmente formativo: la formación es condición de expresión. El impulso básico que conduce al hombre hacia la producción de formas artísticas procede de la instintiva necesidad de organizar las impresiones sensibles en la representación. La forma se recrea en la representación, pensaría un idealista. En el gran teatro del mundo, la realidad de las cosas se hace poéticamente. También el hombre, hace sólo 2 siglos, si hacemos caso a Foucoult. El artista, en tal caso, es un intermediario; una especie de médium. Y un actor, como todos, pues ciertamente sólo podemos imaginar lo que

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somos en la imagen que nos hacemos de las cosas y en la imagen que ofrecemos a los demás. En el mundo contemporáneo, sin embargo, se considera al artista un creador. El artista es un ser original cuya misión es producir cosas nunca vistas. Debe ser rompedor, piensan algunos, lo cual conduce a un callejón sin salida: romper lo roto. No es la primera vez que se anuncia la muerte del arte, y es posible que la ausencia de formación que expone el arte contemporáneo se corresponda con un momento particular del Espíritu. No somos adivinos ni tenemos suficiente perspectiva para apreciar la evolución del Espíritu. Podemos intuir, sin embargo, que no hay arte sin origen; que el arte, además de contextual, es intemporal, pues amplia la esfera de la consciencia y aproxima al hombre al ser de las cosas. Es la razón de que nos emocionen obras de otras culturas y nos sigan hablando las obras de la antigüedad. La originalidad es la principal condición de las formas artísticas; pero no entendida en su sentido convencional, sino el sentido que todavía mantiene la palabra: la originalidad se refiere al origen. La gente siempre habla de originalidad, sin embargo, ¿qué quiere decir eso?, se preguntaba Goethe. Nada más nacer, continuaba el poeta, el mundo empieza ya a influir en nosotros y sigue haciéndolo hasta el final. Y, en definitiva, ¿qué podemos considerar propio más que la energía, la fuerza y la voluntad? Si pudiera enumerar todo lo que les debo a mis predecesores y coetáneos, poca cosa quedaría de la lista.1 El contexto determina las opciones de la imaginación. También las opciones del artista: un ser formado, tanto en el sentido biológico como en el cultural. La soledad del momento creador, el autismo del poeta, sospecha Steiner, está muy poblada. Quizás los seres que viven en el interior del artista, la constelación de personajes de distintas épocas y culturas con los que dialoga en silencio y en cuya presencia trabaja, se han transfigurado mágicamente en una nueva especie de genio que no desea ver su mérito cuestionado. Quizás nuestra visión del artista dependa de una especie de mito. No de un relato mítico, como los antiguos, que permita vivir el orden de las cosas por relación con un acontecimiento fabuloso acontecido en un tiempo primordial; pero sí de una historia igualmente fabulosa que se vive colectivamente de manera inconsciente. La diferencia entre los antiguos mitos y esta especie de mito (en el caso de que deseemos seguir llamándolo mito) consiste en que, mientras las antiguas

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historias míticas se relataban, transmitiéndose de generación en generación, la nueva historia no necesita ser relatada porque se presenta en los medios de comunicación: desde los peluqueros hasta los fabricantes de coches, todos nos consideramos creadores. La idea moderna de un artista creador, sin duda, depende del desarrollo que adquirió la idea de individualidad en el Renacimiento. Los grandes talentos del Renacimiento impulsaron su desarrollo. Pero la esencia de la individualidad no se consideró genérica y positiva hasta el siglo XVIII. En la segunda mitad del siglo, con Rousseau, se comenzó a pensar que la esencia positiva del hombre se manifestaría cuando los condicionantes sociales y las circunstancias accidentales no se impusieran al individuo, coartando su libertad y bondad natural. Era lógico, por tanto, aspirar a la libertad y la igualdad de los individuos. Ahora bien, tan pronto como el yo se fortaleció suficientemente en los sentimientos de libertad e igualdad, buscó de nuevo la singularidad. Estaba muy bien ser libre e igual a los demás, pero era mejor ser único y diferente. Ocurrió entonces que el individuo, sintiéndose único, dependiendo de sus propias fuerzas, comenzó a necesitar un respaldo exterior; un respaldo que, sin el reconocimiento divino a su bondad, sólo pudo encontrar en el reconocimiento de los demás hacia sus méritos y singularidad. La fiebre de los premios y la mágica transfiguración de los individuos en creadores fueron algunas de sus consecuencias.2 Durante el siglo XX, desde la filosofía, la psicología, la epistemología y la antropología, se ha insistido en que aquello que se considera real, el mundo de los objetos, de las ideas y por tanto de la propia existencia, se produce natural y mágicamente en la obra del hombre, lo cual equivale a decir, en la representación. Los trabajos de Simmel, Jung, Benjamin, Cassirer, Piaget, Wallon, Read, Durkheim, Lévi-Strauss y Steiner, entre muchos otros, y desde distintas perspectivas, mostraron que aquello que consideramos real es la ilusión que el espíritu produce en la representación. Nuestra realidad, vienen a decir, no es menos ilusoria o más real que las realidades del mito, la magia y la religión, realidades primeras, además, fundadoras de toda realidad posterior. Ernst Cassirer, en particular, destacó que aquello que el hombre puede llegar a comprender no es la esencia de las cosas (que el Espíritu nunca estará en condiciones de aprehender) sino sólo los significados que sus obras producen. Sus estudios sobre las formas primeras del pensamiento muestran

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que el lenguaje, el arte, el mito y la religión son los únicos objetos verdaderamente adecuados al conocimiento humano. El hecho de que lo real estuviera primero constituido por acontecimientos mágicos y después por acontecimientos causales sólo muestra la capacidad del Espíritu para recrear lo real. No se trata aquí, sin embargo, de menospreciar el talento y el genio del artista. Se trata de conceder al artista su verdadero valor como parte necesaria en el proceso de la recreación de las cosas. Situando las obras del artista moderno en el amplio contexto de las producciones del hombre, se pretende encontrar una conexión estructural entre las obras producidos por el hombre. Según el crítico Max Raphael, la originalidad no es el impulso de ser diferente a los demás ni de producir lo totalmente nuevo; es asir, en el sentido etimológico de la palabra (coger o aprehender) el origen; aprehender las raíces, tanto nuestras como de las cosas. Pero aquí surge el primer problema, ya que hoy no entendemos eso por originalidad. Originalidad es, para casi todo el mundo, incluyendo a muchos artistas, el impulso de hacer lo que nadie antes había hecho, es decir, lo completamente nuevo, lo diferente y lo singular. Ser original equivale hoy a ser un creador, un ser especial que genera, apoyándose exclusivamente en su intuición, unas formas nunca vistas que serán admiradas por la colectividad. La sociedad reconocerá a tal ser un extraordinario valor y le concederá, como a los actuales héroes del deporte y a los antiguos sacerdotes, extraordinario valor. El altísimo precio que alcanzan algunas obras de arte, ya se ha señalado, es un indicio de su mágico valor. También resulta misterioso, por otra parte, que todas las obras producidas por los artistas de gran prestigio sean consideradas inmediatamente obras de arte, aunque algunas puedan estar hechas con la única pretensión de obtener a cambio una gran suma de dinero. ¿Podría haber producido Picasso alguna obra sin valor? Quizás el ídolo-artista, fabricado mágicamente por la colectividad, tiene también el mágico poder de producir siempre objetos con valor. Picasso lo sabía, y ganaba enormes sumas de dinero. Cualquiera habría hecho lo mismo. Esto es sólo una caricatura, pues sabemos que los grandes artistas merecen nuestro reconocimiento. Lo único que se quiere dejar claro con la ironía es que la intuición no puede darse al margen de la formación y que la formación depende de la colectividad. Ahora bien, la formación no tiene por qué reducirse a su condición académica, aunque

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alguien la considere muy importante, ya que es un fenómeno natural que afecta en primera instancia a la sensibilidad. La sensibilidad no nace espontáneamente, aunque pueda parecerlo. Requiere formación. Llegamos entonces a un punto delicado y paradójico del desarrollo de la consciencia: la formación de la sensibilidad es originalmente inconsciente. Se realiza en el ejercicio. De ahí, que los idealistas entendieran la actividad artística como unión de lo consciente y lo inconsciente, lo racional y lo irracional, la necesidad y la libertad. Mucho se puede conseguir con la formación académica; pero no todo, pensaba Klee. La formación académica sin la intuición, no llega muy lejos. Tampoco la intuición sin formación. Argumentamos, demostramos, apuntalamos; construimos y organizamos: todas cosas excelentes, pero que no bastan para una totalización… Precioso es el conocimiento de las leyes, con la condición de precaverse de todo esquematismo que confunda ley desnuda con realidad viva. Semejantes equívocos conducen a la construcción por sí misma, promiscuidad de asmáticos timoratos que nos dan reglas en lugar de obras. Que carecen de aliento para comprender que las reglas no son más que el necesario soporte de una floración.3 La idea que hoy tenemos de la originalidad surgió de la sensibilidad romántica y del idealismo alemán. Es, por tanto, la consecuencia de la manera en que se concibió la actividad artística durante los siglos XVIII y XIX. Esta idea estaba condicionada por las potencialidades generativas y expresivas que se fueron descubriendo en el sujeto y que entraron en conflicto con las potestades de las Academias para controlar el valor de las formas artísticas. A partir del siglo XIX, la idea de genio creador se enfrentó a la coacción que ejercen las reglas sobre la espontaneidad e imaginación del artista. Ya sabemos cómo terminó este conflicto: las Academias perdieron casi toda su influencia en el arte, arrolladas por las capacidades que se fueron atribuyendo al sujeto para generar, libre y autónomamente, obras de arte. Esta situación ha conducido a una escisión entre razón y expresión, para dar lugar a un panorama extremadamente confuso, donde las obras sólo parecen representar las inquietudes que afectaron a los propios artistas en el momento de concebirlas. Queda, no obstante, un consuelo, pues es posible que esas inquietudes, si son las de un verdadero artista, también sean las inquietudes de todos. Pero la importancia que se concede hoy al sujeto creador es tan grande que incluso un notable

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divulgador como José Antonio Marina, cuando expone su Teoría de la inteligencia creadora, se centra en lo que denomina, Yo creador, así con mayúsculas; un Yo ejecutivo que se autoconstruye sin que parezca influirle mucho la colectividad.4 Veremos que no ha sido el primero en hacerlo. La noción de genio expresa lo que se considera característico del artista. Para los antiguos, sin embargo, genio (genius) era el ser invisible y espiritual que se encontraba ligado a una persona o una cosa durante toda su existencia. El genio nacía con su objeto y su misión consistía en conservar su carácter y existencia. Era lo que los griegos llamaban daimón, el espíritu de algo o de alguien. Incluso el amor, según Platón, tenía su genio. También había genios destructivos: daimonios. (Mal genio, decimos de alguien con mal carácter). La palabra genio (del griego, genos, origen, nacimiento o linaje) está emparentada con gen, genética, género, génesis e ingenio, pero también con genérico y general. El gen y lo genérico, que se refieren a lo común, se convirtieron en personas geniales; irrepetibles. La máscara del actor se recrea. Ser un genio hoy significa ser creador y original. Pero, a la vez que el genio goza de un gran prestigio en nuestra sociedad (se buscan genios y todos aspiramos a serlo), experimenta una fuerte devaluación, y hoy se llama genial a cualquier ocurrencia. La concepción moderna del genio debe mucho a Rousseau quien, anticipándose al romanticismo, pensaba que el genio natural se opone a su alienación por la sociedad civilizada. Para él, el difícil arte del preceptor era dirigir sin preceptos (Emilio). Pero es necesario reparar en que Rousseau, como después los románticos y los idealistas, pensaba que la principal condición del genio era su relación con la naturaleza. Los románticos, que pretendían una estrecha vinculación con una naturaleza generadora e inconsciente, se consideraban creadores, pero no autónomos. Genio era aquel capaz de profundizar en la verdadera naturaleza de las cosas. Para Shaftesbury, por ejemplo, el orden natural de las cosas se encontraba, en primer lugar, en la Naturaleza. Este era el orden generador (y genuino) del Gran Genio y del Genio del lugar; un orden situado por encima del arte, la vanidad y el capricho de los hombres. No podré resistir más la pasión que crece en mí hacia las cosas de orden natural; allá donde ni el Arte ni la vanidad ni el capricho de los hombres haya echado a perder su orden genuino destruyendo su primitivo estado, escribió.

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La idea de un artista libre y genial se suele relacionar con la sensibilidad del Romanticismo; un movimiento que se suele caracterizar por su independencia frente al gusto y los preceptos clásicos, por las intensas sensaciones que produce la salvaje naturaleza, las pasiones exaltadas, la expresión libre de los sentimientos, la preponderancia de la imaginación sobre el análisis crítico, la evasión a través de la fantasía o el exotismo (relativo a otros pueblos o tiempos pasados) y por el individualismo o culto al yo. Pero en el Romanticismo, en rigor, se encuentra el germen de una idea de arte que trasciende la individualidad del artista. No es éste el lugar, sin embargo, para analizar en profundidad los modos característicos de la poesía romántica. Es suficiente apuntar, de momento, que la intención de los románticos no era rendir culto al sujeto, sino encontrar, a través del sujeto, el fundamento objetivo del Espíritu: la frase de Novalis toda obra de arte lleva un ideal a priori en su seno, una necesidad de existir, por ejemplo, refleja un punto de vista al que no podía conducir ni una valoración de la obra según reglas, ni una teoría que entienda la obra de arte como el producto de una cabeza genial: el autor de auténticas obras de arte encuentra su límite en aquellas relaciones en las que la obra se somete a la legalidad objetiva del arte, escribió Schlegel. La legalidad objetiva a la que está sometida la obra de arte romántica, según Benjamin, es su forma; no la expresión de la belleza, sino del arte. Por eso la crítica de arte, que según la concepción actual es lo más subjetivo, era considerada en el Romanticismo la instancia regulativa de toda subjetividad. La crítica, así entendida, no consistía en la estimación (valorativa) de la obra singular, sino en la exposición de todas sus relaciones con todas las obras de arte, que los románticos consideraban un continuum unitario e infinito de formas, es decir, una obra del Espíritu a la cual debe acogerse la obra del artista.5 La obra romántica debía someterse a la legalidad objetiva del arte a través del arte o, lo que es igual, en el seno del arte. Sólo en el seno del arte, entendido éste como el medio (medium) en el cual se produce la reflexión, adquiere significado la obra. La forma romántica, en definitiva, debía aparecer como una consecuencia natural de la libre autolimitación del artista, esto es, como una consecuencia natural de la absoluta liberalidad unida al rigor absoluto. Para resolver esta paradoja los románticos confiaron en la ironía formal: un tipo de ironía positiva y objetiva, según la definió Benjamin, que no podía ser consecuencia del esfuerzo, la sinceridad o las intenciones 152

del autor, ni tampoco del capricho, el éxtasis o el puro entusiasmo, pues provenía del espíritu del arte y no de la voluntad del artista. La romántica ironía no debe ser entendida, según es costumbre, como índice de una subjetiva carencia de límites, sino que debe ser apreciada como un momento objetivo de la misma obra. Representa el intento paradójico de construir aún a través de una demolición, escribió. Es fácil confundir la ironía defendida por los románticos con el capricho o la pura subjetividad. Hegel fue el primero en hacerlo, afirmando que la vida artísticamente irónica, que ha recibido el nombre de divina genialidad, es una vida para la cual todo y todos son cosas desprovistas de sustancia. La ironía defendida por los románticos, para él, reducía el arte a la expresión de la pura subjetividad e implicaba la destrucción de todo lo que es noble, grande y perfecto.6 Esta confusión era la consecuencia del enfrentamiento entre el idealismo y el empirismo; entre la concepción de la Idea como una realidad objetiva y trascendente, de un lado, y la concepción de una idea subjetiva, de origen empirista, equivalente a ocurrencia. Los románticos pensaban que el arte superaba el conflicto. Sin embargo, una vez que el empirismo se impuso como visión hegemónica del mundo, una vez que se rechazaron las ideas innatas y se reafirmó que todo conocimiento procede de la experiencia, las antiguas Ideas se convirtieron en ideas geniales. El genio exterior se trasladó al interior, concediendo al artista, como si fuera el viejo genio de la lámpara, la mágica capacidad de crear. También sabemos cómo ha terminado este conflicto: las ingeniosas ideas lograron ocupar el lugar de las Ideas, robándoles la denominación. Es cierto que Kant intentó conciliar la Idea absoluta (principio regulador de la Razón) con la idea particular del sujeto. Pero este intento no le salió del todo bien, pues unas veces definió el genio como un talento capaz de producir algo para lo que no hay reglas determinadas, y otras, como el talento capaz de producir según las reglas de la naturaleza. Finalmente, planteó la siguiente solución de compromiso: genio es el talento natural que da reglas al arte. El genio, por tanto, era un intermediario entre la naturaleza y el arte; el medio por el cual la naturaleza da la regla al arte. De esta manera el producto del genio se convierte en ejemplo a seguir por otro genio, que es despertado así a consciencia de su propia originalidad, concluyó Kant.

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Goethe descalificó el poder de la Composición y afirmó el poder del demónico genio sobre el artista. Hegel, como se ha visto, desconfiaba del papel del genio en el arte. Sabía que no se puede hacer una obra de arte acomodándose sólo a las reglas; pero pensaba que las reglas se estaban abandonando en su época para dejar paso al capricho. El modo de producir abandonado a la singularidad y despreocupado de la Idea, según Hegel, se basa en el supuesto de que el arte es una creación del genio, del talento o la inspiración. Pero no debe perderse de vista que el genio, para ser fecundo, debe poseer un pensamiento disciplinado y cultivado, y una práctica más o menos larga. Estas teorías conducen a la virtuosidad de una vida artísticamente irónica, a la divina genialidad, que rechaza lo exterior como algo desprovisto de sustancia y contenido. Ante el genio, pensaba Hegel, el gusto retrocede. Poniendo el genio en el primer plano, se afirma la vanidad de lo concreto y se niega el mundo objetivo. La significación de la genial ironía divina es la concentración del yo en el yo. Aparece, entonces, el reino de lo cómico, la chifladura, la manía y el capricho particular. Y el sujeto cae en una especie de tristeza lánguida. Schlegel inventó este estado del alma, según Hegel; otros, como Solger, le siguieron. Para Solger, sin embargo, genio era el ser particular que recibía la revelación de la Idea. La expresión del genio, para él, podía ser un modo particular de un fundamento universal. La concepción del genio del idealismo se refería a la fuerza natural que permite al artista conciliar lo universal con lo particular, el objeto con el sujeto, la necesidad con la libertad y lo consciente con lo inconsciente. La intuición o sensibilidad, era el puente entre el artista y la naturaleza. Poco a poco, sin embargo, fue adquiriendo autonomía, llegando a convertirse el fundamento subjetivo de la creación. El artista, en lugar de imitar la naturaleza, podía tener el control sobre ella. La fuerza generadora se encontraba en su interior. No se trata aquí de analizar los problemas que la noción de genio planteó a la estética idealista. El libro de Peter Bürger, Crítica a la estética idealista, lo hace muy bien.7 Pero es importante insistir en que la actividad del genio creador se ha relacionado siempre con algo exterior que, al igual que los genes, no surge del interior del sujeto, sino que es una herencia. Incluso un marxista como Lukács, que negaba cualquier esencia eterna del hombre, consideraba que el genio era aquel que logra

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incorporar lo objetivo y externo como su posesión más íntima y subjetiva. Pero incorporar lo exterior al mundo interior se llama consciencia y la consciencia es el modo primero de la originalidad. En ocasiones se ha considerado que el arte moderno de la ruptura y la desintegración es una reacción frente a la alienación y pérdida de sentido que produce en los hombres la moderna sociedad. Para Bürger, por ejemplo, la clave para comprender el arte actual consiste en renunciar a la reconciliación para asumir que el montaje y la ruptura son hoy las categorías estéticas más significativas. Pero el arte, más que crítica, es vivencia, y las vivencias adquieren sentido cuando, al referirse a un origen común (a la vivencia original), trascienden el ámbito de lo individual. Por eso rechazar la relación entre el mundo interno y el externo o, desde otro punto de vista, la relación entre sensibilidad y razón, entre la inconsciencia y la consciencia, es tanto como renunciar a la consciencia en sentido propio. Esta renuncia supone aceptar un mundo de apariencias sin reparar en unas contradicciones que afectan, primero a la vida y luego al arte. Renunciar a la necesaria correlación entre los mundos interno y externo, en definitiva, implica asumir un arte y una vida sin peso ni profundidad. Proponer una vuelta a los modos originales de producir, sin embargo, parece una ingenuidad. El arte se ha separado de la artesanía. Pero es posible que las distintas clases de imágenes que podemos reconocer como intermediarias originales entre el yo y el exterior, las imágenes del arte, sean tipos de apropiación que se encuentran en nuestra memoria genética.8 En tal caso, esas intermediarias originales, las imágenes, nos seguirán ayudando a encontrar el sentido del ser en el mundo. Es cierto que las imágenes del arte, de momento, no parecen ayudar. De acuerdo con Régis Debray, perseguimos la cuadratura del círculo, es decir, el sentido sin la comunidad: el error del día consiste en creer que se puede hacer una cultura con comunicaciones, una cultura con equipamientos culturales. A pesar de ello, el sentido seguirá surgiendo de la comunidad. El sentido no se conjuga en singular. Veremos que el mundo exterior se pudo incorporar al interior gracias al mágico poder de la imitación; que la imitación implica un salir del yo, para ser (o aparentar ser) otra cosa, en la representación. Originalmente en el ritual colectivo. De ahí considerar la imitación, el fundamento de la originalidad. 155

EL SENTIDO DE LA IMITACIÓN

El arte se ha relacionado tradicionalmente con la imitación. El hombre produce las cosas imitando la naturaleza, pensaban los primeros filósofos. Pero los conceptos, arte e imitación, han ido variando sus significados con el tiempo. En la época de Platón y Aristóteles, por ejemplo, no existían unos términos específicos para nuestras palabras arte, genio y originalidad. Para los primeros filósofos la naturaleza abarcaba todo lo existente, tanto lo que se genera espontáneamente, como los productos del hombre. Pensaban, sin embargo, que el hombre no produce imitando las cosas generadas por la naturaleza, sino imitando el modo de producir de la naturaleza. (Según Demócrito, por ejemplo, el hombre aprendió lo más importante imitando a los animales, de la araña, el tejido y el zurcido, de la golondrina, la cerámica, de las aves canoras, el canto). A pesar de todo, las obras de los griegos se han interpretado como obras de arte y se han unido a las 156

obras de los artistas modernos y de los hombres de la prehistoria, para configurar la gran obra (y montaje) que denominamos Historia del Arte. La palabra arte deriva del latín ars, de raíz ar, unir o ensamblar: de ahí armar o articular. Ars era la traducción del término griego tejné, destreza para producir de acuerdo con reglas no escritas, tanto objetos materiales como realidades inmateriales: útiles, cuadros, música, leyes, tragedias, discursos, etc. Los griegos, por tanto, no tenían nombres diferentes para las diferentes artes, aunque distinguían entre modos de producir que hoy nos parecen superfluos, como el arte de tocar la flauta, de tocar la lira, de fabular, etc. En el término tejné (o techné), se puede asociar con lo que hoy llamamos artesanía. Pero era un concepto mucho más amplio que afectaba a cualquier producción que pudiera aprenderse y transmitirse de acuerdo a unas reglas no escritas. No era ni arte ni artesanía, ya que incluía cualquier producción reglada, como la medicina, el deporte o el arte culinaria, y se entendía siempre en relación al orden natural de las cosas, bien porque ejecutara lo que la naturaleza no puede hacer, o porque la imitara en la representación. El tejnikón basaba pues su producción en un conocimiento sensible de las reglas, heredado de su maestro. No aprendía de libros, sino mirando e imitando, como hace hoy el aprendiz de un taller. Nuestra idea de imitación, por tanto, no se corresponde con la antigua imitación de los griegos (mímesis), pues mientras para ellos era el fundamento de toda producción, para nosotros es una actividad sin mucho interés ni prestigio: sólo imita el tonto, el que es no es capaz de crear, o el listo, cuando quiere burlarse de algo. La idea de imitación parece excluir la originalidad, pero por el contrario la produce. Mediante la imitación ritual, por ejemplo, el hombre, haciendo como si fuera otro, construyó la individualidad. Es necesario insistir en que imitación no es ni copia ni reproducción, pues la perfecta reproducción es un imposible metafísico. Mediante la imitación ritual no sólo se incorporaba el mundo exterior al interior, sino que también se producía poéticamente lo real. Es verdad que implicaba cierta alienación, pero una alienación muy diferente, y en ciertos aspectos opuesta, a la alienación negativa que rechazaron Rousseau y Marx en sus manifiestos. La alienación que produce la original imitación es constructiva, pues implica un salir del yo para

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configurar la individualidad. (El yo, como es obvio, sólo se puede configurar por relación con lo que no es yo, esto es, con lo otro). La idea de imitación de Platón, sin embargo, expuesta pormenorizadamente en la República (Libro X),9 es semejante a la idea negativa que hoy tenemos de ella. Según Platón, las artes de imitación, como la poesía y la pintura, debían quedar fuera de la República y rechazarse por alejarse de la naturaleza en tres grados. Los argumentos de Platón, resumidos, son los siguientes: Cuando un fabricante (demiourgós, fabricante, artesano, operario o artífice) produce un objeto particular, por ejemplo un mueble, lo hace conformándose a la idea que tiene de dicho mueble. Pero lo que no puede hacer es producir la propia idea del mueble, pues esa idea ya ha sido producida antes por el Artesano que ha construido todo lo que existe en el cielo y la tierra, incluyendo la ideas, es decir, por el Dios engendrador y productor de todo lo creado. El artesano particular, por tanto, sólo re-produce una idea que no ha creado (la del mueble). Ahora bien, el pintor (zografós) o el poeta (poietés) también pueden reproducir el mueble particular que fabricó antes el artesano, bien pintándolo (grafike tejné) o describiéndolo poéticamente (poietike tejné). En tal caso, podremos distinguir entre tres muebles diferentes: el ideal o esencial, producido por el Demiurgo, el particular, que produce el carpintero y, por último, el que produce el pintor o el poeta. Este último, que imita al mueble fabricado por el artesano, se aleja de la naturaleza, de la esencia ideal o de la naturaleza verdadera del mueble, en tres grados. Por eso Platón no consideró al pintor y al poeta como productores, sino sólo como imitadores; unos imitadores que no imitan la realidad, como hace el fabricante, sino sólo su apariencia, es decir, un aspecto particular de una idea esencial. En resumen, para Platón, el arte de imitar está muy distante de lo verdadero, y si ejecuta tantas cosas es porque toma una pequeña parte de cada una; y aún esta pequeña parte no es más que un fantasma. (R. pág. 280). Este fantasma es un eidolón, una imagen que falsifica la idea en tanto sólo considera el aspecto parcial de ella que se da a la visión. Si el artista que imita estuviera realmente versado en el conocimiento de lo que imita, creo que querría dedicarse más a producir por sí mismo, que a imitar lo que hacen los otros, escribió. (R. pág. 281). Pero, el autor de fantasmas, es decir, el 158

imitador, sólo conoce la apariencia de los objetos, y de ninguna manera lo que tienen de real. (R. pág. 282). Sólo el que conoce la razón de las cosas, que se nos muestra en el número, en la medida y en el peso, podría dirigir al operario en su trabajo. Pero el imitador está todavía por debajo pues, no tiene ni principios seguros ni una opinión fija, tocante a lo que debe ser bueno o malo en todo lo que imita. A pesar de ello, se dedicará a imitar lo que parece bello a la multitud ignorante. (R. pág. 284). Es evidente que la idea de imitación que Platón expuso en la República se parece mucho a la idea que hoy tenemos de ella, excluyendo, naturalmente, el papel del Demiurgós. Pero cabe la sospecha de que Platón, despreciando al artista, sólo estuviera reforzando la importancia de los filósofos y, por tanto, la suya. La idea de imitación de Aristóteles difiere de la de Platón. La expuso en su obra, El arte Poética, en rigor es más un manual para producir obras trágicas que un ensayo filosófico.10 Pensaba que la imitación es tarea del tejnikón, pero en lugar de considerarla una actividad negativa y deshonrosa, como Platón, la consideró natural. El imitar es connatural al hombre desde niño... y por ella adquiere las primeras noticias... Siéndonos, pues, tan connatural la imitación como el canto y la rima. (P. pág. 31). Esta idea, que Aristóteles sólo podía intuir, es la base de toda la epistemología moderna. Al igual que Demócrito, pensaba que la imitación es connatural al hombre desde niño. El hombre aprende lo que sabe imitando lo existente (fysis), pues lo que es sólo puede venir de lo que es, y no puede ser generado por la actividad humana, escribió Aristóteles. A pesar de ello, distinguió en lo existente dos regiones diferenciadas: la que tiene su principio y fin en sí misma, que abarca todo lo espontáneamente generado, y la que abarca los productos del hombre, tanto materiales como inmateriales. Con su conocida sentencia, el arte es imitación de la naturaleza, quería decir, por lo tanto, más o menos lo siguiente: el hombre produce cosas significativas cuando lo hace recreando técnico poéticamente la naturaleza esencial (o ideal) de las cosas. Pero además, pensaba que los productos del hombre podían recrear la naturaleza de las cosas de dos maneras diferentes: bien imitando lo existente, los acontecimientos del relato mítico, por ejemplo, tal y como les fueron transmitidos por los primeros poetas, o bien realizando aquello que la naturaleza no pudo acabar. Y así como la misión del retratista era recrear la naturaleza del retratado y la misión del poeta recrear los acontecimientos originales, la misión del 159

constructor era recrear el orden del cosmos. El templo griego no imitaba ninguna cosa producida espontáneamente por la naturaleza; imitaba el orden y la regularidad natural; según Heidegger, poniendo la realidad ante el hombre y concediendo al hombre su propia realidad. La mejor obra poética, para Aristóteles, era la que use menos de discursos morales o sentencias bien torneadas y se atenga a la ordenación de los sucesos. Lo que se debe imitar en el arte de la tragedia es la ordenación que presentan naturalmente los sucesos trágicos. Primero, procurando manifestar la unidad según su modo secuencial, es decir, con un principio, un medio y un fin. Segundo, colocando cada parte en su sitio y evitando la desmesura, es decir, la acción excesivamente larga o los elementos excesivamente grandes o pequeños. Tercero, procurando la unidad y la necesidad de todas las partes constituyentes. Y aquí aparece el modo de componer que más veces se ha tomado de Aristóteles y antes se ha mencionado: la fábula, que es la imagen de una acción, debe ser unitaria e íntegra de la misma manera que lo es la imagen de un sujeto cuando se produce con otras técnicas (por ejemplo, la pintura); en tal caso, cuando las partes (de los hechos) son trastocadas o movidas de lugar, harán que el todo se transforme y cambie, pues aquello que puede existir o no existir, ni es importante ni debe formar parte del todo. (P. págs. 44-45). Por esta razón, no importa tanto el contar las cosas como sucedieron en realidad, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente (P. pág. 45), lo que equivale a decir, conforme a la propia naturaleza de los hechos. Esta es la clave para entender las diferencias entre la mímesis de Aristóteles y de Platón. Aristóteles, en lugar de considerar al poeta y al pintor simples copistas, les concede libertad para adecuar los hechos un orden ideal. Siendo el poeta (se refería al productor de representaciones dramáticas o tragedias) imitador a la manera del pintor o de cualquier otro autor de retratos, ha de imitar precisamente una de estas tres cosas: cuales fueron o son los (hechos) originales; cuales pudieron haber sido, o cuales debieron ser (P. pág. 82). Aparece aquí la posibilidad de que el artista se ocupe sobre todo de los tipos ideales (o caracteres) para hacer de lo singular (la obra) algo universal. La música y la danza, siempre incluidas en las representaciones trágicas, eran las más imitativas de todas las artes, pues el ritmo solo, es suficiente para que el danzante exprese los caracteres de las personas, así como lo que hacen y lo que sufren. 160

En resumen, para los griegos, todo lo que produce el hombre con destreza era tejné. El hombre, cuando produce de acuerdo a la naturaleza de las cosas, sea artesano, escritor de tragedias, músico, pintor, escultor o arquitecto, no puede ser original ni inventar nada, pues toda su producción se refiere a un orden y un origen anterior. Ahora bien, mientras el imitador de la República no podía acercarse al origen (a la Idea, el Bien o la Belleza) por encontrarse muy alejado de él, el imitador de la Poética sí, cuando lograba ajustar el orden de lo que producía a la naturaleza de las cosas (o acciones). En cualquier caso, el artesano no podía competir con el filósofo o el mántico (el arrebatado por la divina manía) porque su actividad era de un orden diferente y muy inferior. Lo paradójico de los griegos es que no creían en el arte y fueron los más artistas, escribió Debray, pues consideraba el Arte una realidad muy reciente. Pero cuando contemplamos las obras de los antiguos griegos, su arquitectura, su escultura y su pintura, seguimos sintiendo la misma belleza (kalós) y viviéndola con emoción. Esto quiere decir que, a pesar del bajo nivel que ocupaba la tejné respecto al pensamiento, el poder de las formas se mantiene, aunque transfigurado. El arte técnico de los griegos, que sólo imitando encontraba el sentido de la originalidad, es una prueba del poder de la mímesis. Cuando los griegos producían un templo, por ejemplo, producían siempre un mismo tipo formal, pero con diferentes características. La producción era re-creación. Pero una recreación colectiva, pues la creatividad individual, de haber existido, habría sido considerada un obstáculo para la re-creación de las cosas. Nosotros, ni somos los griegos de la antigüedad, ni estamos sujetos, en apariencia al menos, a una concepción mítica del mundo. Por eso sería absurdo pretender volver a las producciones técnicas y miméticas de los griegos y los primitivos. No podríamos hacerlo, aunque nos empeñáramos. Pero eso no quiere decir que confundamos la imitación con la copia. Platón y Hegel ya lo hicieron, considerando la imitación un artificio: ¿qué necesidad tenemos de ver en el arte lo que ya vemos en la naturaleza?, escribió Hegel. Tenía razón, pues pensaba que el copista priva al arte de su libertad; de su poder para expresar lo bello. (Pensaba que el arte, cuando no va más allá de la reproducción, sólo puede ofrecernos una caricatura de la vida. Cada elemento figurativo, por tanto, debía situarse en el sitio que le correspondía de acuerdo con el orden ideal de las cosas).

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Es evidente que las obras de los artistas más relevantes del siglo XX, como Klee, Kandinsky o Matisse, fueron un acontecimiento singular y original, un nacimiento que enriquece con una nueva forma la imagen del mundo concebida por el espíritu humano. (Matisse, 1934). Pero se han convertido en un fenómeno universal. Desgraciadamente, no podemos precisar el papel que en ello tuvo la intuición, ni el proceso que los artistas debieron seguir para dar sentido a lo original. Pero podemos reconsiderar la relación entre mímesis y originalidad. En una conferencia titulada Imitación de la naturaleza. Acerca de la prehistoria de la idea del hombre creador, Hans Blumenberg señaló las causas de la oposición entre mímesis y originalidad.11 Según Blumenberg, el artista moderno, consciente de su potencia creadora, contrapone sus obras a las construcciones de la naturaleza, procurando alejarse lo más posible de ella. Así, producir lo nuevo se convierte en una actividad más metafísica que productiva, y la invención, en el acto más significativo del mundo moderno. Antes se ha indicado que, desde el siglo XVIII, la originalidad del genio hacía referencia al origen natural de las cosas, pues entre la obra de arte y la naturaleza mediaba el genio. Pero en los siglos XIX y XX, algunos artistas rechazaron su papel de mediadores al reivindicar un tipo de actividad autónoma y libre que no debiera nada a la regla. El instinto y el azar, misteriosamente, debían guiarles, igual que hace con los niños o a los primitivos; no importaba que el primitivo expresara un mundo colectivo y no el yo, y que el moderno hiciera aparentemente lo contrario. El problema de la moderna originalidad podría plantearse de la siguiente manera: ¿queda algo en la obra de los artistas modernos de las producciones técnicas de los antiguos artesanos? o, por el contrario, toda referencia a la tejné y la mímesis es inútil, pues estos modos se encuentran superados por la expresión libre del artista. ¿No habremos interiorizado mítico-poéticamente la antigua potencialidad del Dios para crear? La lenta transición de la potencia de crear, desde Dios al sujeto, ha sido analizada por numerosos estudiosos del arte, entre los que cabe destacar a Blumenberg y Tatarkiewitcz.12 No se trata insistir en ella. Bastará recordar que la originalidad se identificó con la novedad y que el arte abandonó su tradicional relación con la naturaleza y la belleza. La vieja idea de mímesis perdió así su actualidad para convertirse, como antes se indicó,

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en una actividad que sólo realizan los incapaces o los idiotas; más, cuando la naturaleza se nos presenta como un gran mecanismo, objeto de disfrute y explotación, que llegaremos a comprender cuando investiguemos lo suficiente, si es que no pensamos que ya la comprendemos. Según Mircea Eliade, el mito del artista maldito que obsesionó al siglo XIX y cuyos principales exponentes fueron Gauguin y Van Gogh, hoy ha perdido casi toda su efectividad. Aunque los artistas pretenden reducir la representación al estado primordial de la materia prima, no aparece tensión alguna entre artista y sociedad. La agresiva incomprensión del público y los críticos a los primeros movimientos innovadores, desde el impresionismo al cubismo, ha constituido una dura lección, y hoy el único miedo es no ser suficientemente innovador o avanzado.13 Pero es posible que en lo que produce el hombre convencido de su potencial creador, todavía se aloje, inopinadamente, un presentimiento de lo siempre existente, es decir, lo ancestral, lo que siempre ha sido del fondo originario de la naturaleza. En tal caso, ¿no será esto un círculo que nos lleva de vuelta hacia el punto exacto de donde habíamos salido?, se preguntaba Blumenberg. Es posible que el paso de la potencia creadora desde Dios al sujeto sea sólo un momento particular de un proceso complejo; que al momento del arte actual caracterizado por la regresión de las formas a lo indistinto de la materia prima (que se podría referir, tanto a los temas batailleanos de lo informe y el placer de la destrucción que caracteriza a los niños, como al instinto de muerte definido por Freud), le siga una nueva recreación equiparable a una cosmogonía. Destruir para crear es lo que acontece en la mímesis. Y es posible que en esta condición paradójica de la imitación se encuentre el sentido de la originalidad. La originalidad (o creatividad), es una constante por la que tendemos a completar y formalizar los datos que recibimos del exterior. Pero lo característico de la originalidad consiste en conseguir que esa interiorización, traducida en una forma sensible, resulte significativa para la colectividad. Si tenemos en cuenta que imitar es suplantar y suplantar requiere incorporar, el vínculo entre la imitación y la originalidad resulta evidente. Entonces, haciendo caso a Blumenberg, volveremos al punto de donde salimos, es decir, al origen. Ahora considerado desde la perspectiva del sujeto.

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MÍMESIS: EL ORIGEN DE LA INTELIGENCIA CREADORA

La palabra griega mímesis procede de mimos, que significaba el representar o encarnar a un ser alejado de uno mismo.14 La palabra mimos se refería originariamente al cambio de personalidad que se experimentaba en ciertos rituales en que los fieles sentían que se encarnaban en ellos seres de naturaleza no humana, divina o animal, o héroes de otro tiempo. La mímesis ritual hacía que todos los individuos de la colectividad sintieran que formaban parte de una unidad de sentido que abarcaba el mundo interior y el exterior, el sujeto y el objeto. Esa unidad original, que era también la unidad de la tribu, se manifestaba en la unidad de la representación. La representación mimética obligaba a que todos los individuos de una comunidad perdieran su individualidad para convertirse en otros seres diferentes. Los movimientos, los gestos, los disfraces, las máscaras, los ornamentos y las pinturas corporales, se imponían al individuo para hacerle perder la conciencia de sí y fundirse con el mundo exterior.

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Valeriano Bozal, en su libro Mímesis: las imágenes y las cosas, ha explicado el sentido original de la imitación. Para Bozal, la mímesis puede compararse con la metáfora (poner una cosa en lugar de otra) porque consiste en afirmar que, esto es aquello. Pero quizás sería más justo compararla con la suplantación. En el capítulo El creador de fantasmas, explicó que el objeto de la mímesis es afirmar la identidad en la diferencia.15 Cuando el que participaba en una acción ritual imitaba a un animal, a un héroe o a una divinidad, no sólo estaba representando algo exterior a sí mismo, sino encarnándolo, es decir incorporándolo a su interior para transfigurarse, mágicamente, en él. De esta manera, la imitación se convertía en una realidad que era más real que los propios acontecimientos cotidianos, pues mostraba la posibilidad de una integración y unidad completa entre el mundo interno y el externo. Pero lo misterioso de la imitación es que a la vez que generaba la unidad, generaba la diferencia. En otras palabras, en la imitación ritual el sentido nacía al vivir lo otro en colectividad. La importancia de la mímesis radica en que es capaz de hacer que cosas diferentes pudieran asemejarse en la representación. Entonces, lo original se constituye como siendo antes, en el momento en que la obra lo presenta.16 Para Bozal, el sentido original de la mímesis es la construcción de lo universal en lo singular como universalidad previa ya existente. Pero ese también es el sentido que tiene la mímesis en la formación y desarrollo de la consciencia. La psicología ha demostrado que la imitación es la actividad por la cual el niño comienza a aprehender el mundo exterior. Los estudios de Jean Piaget son la referencia obligada para conocer la formación de la consciencia en el niño. Partiendo de ellos, y arriesgándonos a diversos deslizamientos, intentaremos aproximarnos desde otro ángulo al sentido de la originalidad. La idea básica de Piaget es que el desarrollo intelectual constituye un proceso de adaptación que prolonga la adaptación biológica. Este proceso presenta dos aspectos diferenciados: la asimilación de los datos del mundo exterior y su acomodación. Cuando estos aspectos se relacionan se produce adaptación. Pero lo más relevante es que el sujeto adopta un papel activo en este proceso. El sujeto es primero un actor: conforme actúa, va construyendo estructuras intelectuales que le permiten una mejor adaptación.

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Según Piaget, en la formación de los conocimientos no sólo está en juego la percepción, sino que se añade a ella, como otro origen necesario, la acción y sus coordinaciones (o experiencia sensoriomotora), lo cual equivale a decir, la inteligencia.17 Entendía la inteligencia en un sentido amplio que comprende tanto la percepción como el funcionamiento de los sistemas de acción. La percepción se organiza en función de los esquemas de conocimiento (o nociones) y éstos, a su vez, se encuentran estrechamente vinculados al esquematismo sensomotor. (Cuando alguien olvida algo tiene que volver sobre sus pasos para encontrarse con el momento en que lo perdió). Para conocer los objetos, el sujeto tiene que actuar sobre ellos y transformarlos pues tanto las acciones sensoriomotoras como las operaciones intelectuales más complejas están vinculadas continuamente a acciones y operaciones, es decir, a transformaciones. Y el origen de todas las transformaciones es la imitación. La imagen mental, pensaba Pieget, no es más que una imitación interiorizada. La primera imitación del niño es sensoriomotora y se adquiere en presencia del modelo a los 8 ó 9 meses de edad. Pero la verdadera imitación (diferida) comienza después, cuando el niño evoca por el gesto y la mímica un modelo ausente. Esta imitación diferida supone la interiorización de la anterior (sensoriomotora) por mediación de la imagen simbólica, que surge, precisamente, del proceso de interiorización. La imitación diferida, el juego simbólico (también llamado fantástico) y la imagen gráfica o mental, dependen directamente de la imitación, pero no entendida como transmisión de modelos exteriores dados, sino como recreación e interiorización de un sentido. (Hasta los 2 años la inteligencia del niño es práctica y se basa sólo en indicios, es decir, significantes indiferenciados de los significados, pero a partir de esa edad, con la aparición de la función simbólica, se hace representativa). La función simbólica se define como la capacidad del sujeto para representarse un objeto o acción no presentes por medio de objetos o acciones (símbolos o rituales) que sirven para evocarlos. Un modo particular del desarrollo de la función simbólica es el lenguaje, donde las cosas y las acciones son sustituidas por signos sonoros culturalmente determinados. El símbolo surge de la vivencia de una separación original entre el mundo interior y el mundo exterior, entre significante y significado. La palabra símbolo procede de symballein, que implica conjunción, pues

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originalmente significaba acercar las dos partes de una tablilla (previamente partida en dos) para verificar que fueron una unidad y poner de manifiesto una amistad o un compromiso.18 El símbolo es una forma intermediaria entre el mundo interno y el externo que surge originalmente para conciliar la escisión; una forma portadora del sentido de unidad original que afecta a todo lo existente. Por eso se ha considerado el principio más potente del que surge la ideación y el punto de partida de toda intelección, pero es importante señalar que el pensamiento simbólico no es conceptual, porque se basa en imágenes concretas que no se asocian por caminos lógicos, sino por analogía sensorial o vivencial. Para algunos representantes de la escuela analítica, los símbolos son expresiones arquetípicas anteriores a la racionalización y su energía deriva de que son capaces de expresar, mediante una imagen, una experiencia que por su complejidad y unicidad no puede ser aprehendida por el intelecto. (Una vez que los símbolos son analizados y formulados intelectualmente pierden su poder). Para Piaget, sin embargo, el símbolo responde a la necesidad del sujeto de proyectar su contenido interior sobre los objetos, por falta de consciencia de sí.19 En cualquier caso, todos los estudiosos del pensamiento aceptan que el sujeto accede a su individualidad mediante su inserción en el orden simbólico que gobierna su mundo y que ese orden simbólico se basa en los simulacros que se realizan en el ámbito de la imitación. Henri Wallon, que fue el principal oponente a las tesis de Piaget, pensaba que el sentido de la imitación radica más en la diferencia que en la similitud. La imitación da lugar a simulacros que oponen de forma tajante el signo y la cosa (el objeto que representa). Pero si la imitación implica una estructura conflictiva, tejida de contrarios, no es simple copia sino invención. La imitación no excluye la variación pues en ella tiene su origen, y si la variación se demuestra efectiva, se imitará después. En su libro, Del acto al pensamiento, escribió: es fundamental para el futuro intelectual del niño, como lo ha sido para la especie, el pasaje que se opera desde su fusión con la situación o el objeto... hasta el momento en que puede darles un equivalente compuesto de imágenes o símbolos.20 La imitación estaría destinada a mostrar las formas y condiciones de este desdoblamiento, que en cierta medida también produce la empatía.21

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En el niño, la imitación diferida (o verdadera imitación), pronto se convierte en ficción (o fantasía). Las ilusiones del juego muestran su deseo continuo de crear ficciones donde la representación no tiene porqué corresponderse literalmente con lo representado. De hecho, esta falta de correspondencia es más un estímulo que un problema para el desarrollo de la consciencia en el niño. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el niño convierte una caja en un coche y juega con ella imitando los ruidos y el movimiento de un coche real pero no presente. Pero, ¿porqué una caja y no cualquier otro objeto? Seguramente porque la caja, a pesar de no parecerse al coche, presenta con él una analogía esencial: es una forma simple y pregnante capaz de representar cualquier otra forma igualmente simple. La caja es una creación original de la mente del niño que no representa un coche particular sino "el coche", es decir, cualquier coche que pueda imaginar. La caja, de hecho, tiene para el niño más poder que un coche bien reproducido a escala en tanto éste sólo puede representar un modelo concreto y no a otros. El poder de la simple caja recuerda el que tenían los ídolos primitivos cuando presentaban ante el hombre algo de mucho más valor que el simple objeto producido por el artesano. Ahora bien, acabamos de introducir un deslizamiento disciplinar al comparar el papel de la caja en la vida del niño y el papel del ídolo en la vida del primitivo. Este deslizamiento no es nuevo y ha sido muy criticado por todos los que pretenden el rigor científico de la investigación. El problema que estamos analizando tiene tantos componentes irracionales y sociales, que también parece arrogante querer reducirlo, como hizo Piaget, a sus aspectos cuantificables. De hecho, es posible que el sentido de la originalidad se encuentre precisamente en los componentes de irracionalidad.22 Antes se ha indicado que la mentalidad prelógica del primitivo consiste en el establecimiento de relaciones entre acontecimientos diferentes que se unen mediante enlaces casuales y circunstanciales (mágicos o místicos). De esos enlaces surge un sentido y unos efectos que pueden suscitarse mediante simulacros (ídolos, bailes, mitos o ritos). Esos simulacros eran siempre una apelación a las potencias sobrenaturales que el primitivo consideraba regían el destino del hombre en el mundo. La obra de Ernst Cassirer ha puesto de manifiesto la importancia del pensamiento mítico en la formación de la consciencia colectiva y, de

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paso, en la formación de imágenes artísticas como pura expresión de la fuerza creadora del espíritu.23 Parece claro, sin embargo, que ni el hombre actual ni el niño participan de este modo primitivo de conocimiento. El hombre actual, por motivos obvios: el pensamiento racional y la acción experimental, de donde nacieron la filosofía, la ciencia y la técnica, se opone hoy a todos los modos irracionales de consciencia (a los símbolos, los mitos, los ritos y las leyendas). El niño, porque depende del instinto y, a diferencia del primitivo, no se encuentra plenamente socializado. Pero aquí se descubre una primera analogía entre los modos de consciencia infantil y primitiva: son irracionales, y opuestos al modo de concebir el mundo que tiene el hombre civilizado. Para Wallon, las analogías que se observan entre los modos de consciencia del niño y el primitivo son más coincidencias que verdadero paralelismo. Es cierto. Pero coincidencias muy significativas.24 De hecho, él mismo puso de manifiesto las analogías entre las representaciones del niño y el primitivo cuando se refirió al pensamiento sincrético y al dibujo. Al principio, cuando el niño relaciona objetos distintos entre sí, no reconoce tipos sino que procede por analogía o asociación de alguna característica o experiencia concreta. Este pasar de lo individual a lo individual se ha denominado pensamiento sincrético y se produce también en la mente primitiva. El sincretismo hace que el mundo de los niños y los primitivos sea un mundo fijo, pero en completa y constante movilidad; un mundo en el que no intervienen ni el análisis ni la síntesis racional. El sincretismo es, según Wallon, un modo de consciencia siempre semejante a sí mismo. Para superar esta limitación el niño, y en cierta medida el primitivo, deben aprender a distinguir lo uno de lo múltiple y que varias impresiones pueden constituir una unidad. Sólo con imitación diferida aparece esa distinción entre lo uno y lo múltiple (o del todo y las partes), es decir, tanto la posibilidad de reunir en una realidad nueva y sintética (imagen o idea, forma o razón) lo que antes no tenía cohesión, como la posibilidad de descomponer en partes lo que antes se presentaba como una unidad (análisis). A la realidad, tal como le es dado vivirla al principio, el niño debe saber oponer la imagen de esta realidad. Ésta es una sustitución que no se efectúa sin choques ni

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contradicciones. Por su naturaleza, la representación es antinómica de lo que tiene, paradójicamente que expresar. Abre al niño (y al hombre, se podría añadir) toda una serie nueva de oposiciones que deberá traducir.25 En resumen, podría decirse que la imitación del niño y del primitivo (y en cierta medida la del tejnikón) tienen un mismo fin: la generación de sentido. Imitar es simular, hacer como si fuéramos otro, pero lo paradójico de la imitación es que, basándonos en lo común, construimos la individualidad. Imitar es representar y recrear la unidad original de todas las cosas: tanto la del mundo interior como la del mundo exterior. Antes de que Wallon y Piaget desarrollaran sus teorías sobre el papel de la imitación en el desarrollo de la consciencia, Benjamin dedicó varios ensayos a definir las conexiones relación entre la imitación y las formas del lenguaje, la escritura y el arte. El ensayo titulado, Sobre la facultad mimética, insistió en que el hombre es un ser que se caracteriza por la capacidad de percibir semejanzas y en que esta capacidad es un vestigio de la primitiva necesidad de ser semejante a lo exterior y de comportarse como tal. El niño, explicaba Benjamin, juega a ser otro y convertirse en otras cosas, en un molino de viento o una locomotora. Para él, este tipo de imitación, que denominó inmaterial (no fundada en analogías formales entre el ser que imita y el ser imitado) es el que dio lugar al lenguaje y la escritura: archivos perfectos de semejanzas inmateriales y momentos supremos del comportamiento mimético, según sus palabras. La lengua, reconocía Benjamin, tiene un fundamento onomatopéyico, pero el hecho de que distintas palabras (habladas o escritas) signifiquen la misma cosa en distintos idiomas, expresa la posibilidad de una mimesis fundada en semejanzas inmateriales. El puente entre las palabras y las cosas, por tanto, no debe buscarse en la semejanza sensible de las onomatopeyas, ni en la conexión puramente arbitraria que defienden las teorías nominalistas del lenguaje. El puente entre las palabras y las cosas se produce mágicamente en el lenguaje gracias al poder de la imitación inmaterial. También los primeros signos visibles implicaban, para él, una modalidad de la semejanza inmaterial. El poder de la mimesis inmaterial se muestra, según Benjamin, en la lectura de lo que nunca había sido escrito, la más antigua que existe, anterior a toda lengua, en la lectura de las vísceras, de las estrellas y las danzas y, más tarde, de runas y jeroglíficos.26

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George Steiner, confirmando el punto de vista de Benjamin, sostiene que cualquiera que sea la novedad de la obra de arte, cualesquiera que sean sus técnicas de dislocación, la ficción verbal, la pintura, la escultura son en última instancia miméticas. La categoría de lo mimético explica, desde Aristóteles, la suma de lo que experimentamos como arte. Leemos poemas y novelas, contemplamos pinturas porque, aunque a menudo sean de un desconcertante estilo oblicuo o enmascarado, son del mundo o tratan sobre él. Esta residencia dependiente, esta referencialidad, incluso cuando los espejos están trucados, reclama y satisface un profundo impulso hacia el reconocimiento. Por esa razón, piensa Steiner, las tácticas de los surrealistas, los montajes, los collages y los juegos no figurativos con la palabra o la forma, eran simplemente disfraces.27 El juego y el dibujo son, junto con el lenguaje, las primeras manifestaciones de la inteligencia creadora; son originalmente simulacros, realizados en el ámbito de la imitación. Mediadores entre el mundo interior y el exterior, o formas de la representación, que permiten al hombre, desde niño, construir su individualidad. Los primeros dibujos pueden considerarse modos del juego. Así lo demostró Wallon cuando descubrió que las etapas por las que pasa el dibujo del niño se corresponden con las diferentes etapas de sus juegos: el juego de ejercicio de la fase sensoriomotora (hasta el año y medio), el juego simbólico, libre o fantástico, de la etapa preoperatoria (entre los 2 y 4 años) y el juego de reglas, en adelante.28 Según Luquet y Corman, los primeros dibujos del niño no son una copia de la realidad sino una copia del modelo interno de que dispone el sujeto. El dibujo comienza como un juego de ejercicio cuando en niño empieza a realizar garabatos y a darse cuenta de que tiene el poder de fijar la huella del movimiento de su mano. Pronto el niño comienza a atribuir a los garabatos un significado, aunque sigan siendo simples garabatos. Esta etapa se ha denominado realismo fortuito porque el descubrimiento de los significados se realiza de forma casual durante la realización. En esta fase el niño descubre alguna analogía entre el dibujo y lo que ve, atribuyendo al dibujo un significado. Posteriormente aparece una etapa en la que el niño realiza tanteos y deformaciones para acercar el gesto a la realidad (realismo frustrado).

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A ésta le seguirá el llamado realismo intelectual, cuando pretenda representar los rasgos esenciales del objeto sin tener en cuenta la perspectiva y, por último, a partir de los 8 años, se iniciará el realismo visual, donde el dibujo, al acercarse a lo que el niño ve, perderá la espontaneidad y el poder mediador que antes tenía. (El niño ya no quiere jugar con cajas sino con modelos a escala de coches reales). Finalmente llegará un momento en que el niño, al no poder conseguir la completa aproximación a la realidad, se desengañará y perderá el interés por las imágenes que representa. Algunos niños, sin embargo, lograrán mantener el interés por las imágenes que producen si destacan por su habilidad para reproducir fielmente lo que ven, o si logran ampliar el sentido de la representación más allá de los aspectos puramente imitativos, bien al considerar los aspectos relativos a la significación, esquematizando o deformando la imagen, o aspectos relativos a la composición, imponiendo un orden estructural a los distintos elementos. El juego de la imaginación, la recreación del yo en las imágenes, es el verdadero configurador de la consciencia desarrollada. La configuración se consigue de la siguiente manera. El niño repite en sus juegos las impresiones que acaba de vivir y, al imitarlas, las recrea. Según Wallon, en el caso de los más pequeños, la imitación es la regla del juego. La imitación es lo único accesible para ellos mientras no puede superar el modelo concreto y viviente... pues la comprensión infantil es tan sólo una asimilación de otro a sí mismo y de sí mismo a otro, en la cual la asimilación desempeña justamente un gran papel.29 Pero la asimilación del otro no es casual, sino selectiva, pues se vincula directamente a los seres que suscitan su afecto, generalmente sus padres. El niño, imitando, quiere ponerse en el lugar del modelo imitado pero, como no puede lograrlo por completo, pronto comienza a tener consciencia de una oposición entre sus actos de imitación y el modelo. Esto suele generar cierta frustración y culpa, pero también autonomía en la imitación, es decir, imaginación, fantasía y recreación. (Hoy todavía se habla del juego como el recreo de los niños). Acabamos de ver que la representación comienza cuando el niño imita un modelo ausente, es decir, cuando los esquemas sensoriomotores propios se asimilan como evocación de algo exterior. La representación, entonces, nace como un juego original que da lugar a la unión de unos significantes (las imitaciones) con los significados (los modelos ausentes que las imitaciones evocan). 172

El juego de la representación tiene siempre un carácter simbólico. En un principio, el juego de la representación es pura asimilación, es decir, un estadio primario de consciencia donde no intervienen ni las coacciones ni las sanciones sociales. Este juego de asimilación sólo transforma lo real a las necesidades del yo. Poco después, comenzará la acomodación del juego a los datos de la realidad. La acomodación es el principio de la verdadera imitación pues, con ella, aparece la posibilidad de una recreación original del mundo exterior, es decir, el juego de la imaginación. El juego de imaginación es un modo simbólico de someter las limitaciones y reglas del mundo exterior a los impulsos libres del yo interior. Con la aproximación del niño a la realidad exterior, sin embargo, el juego terminará por asumir reglas y limitaciones, aunque las reglas del juego no sean las de la realidad, sino las de su representación. Con esas reglas, el niño adapta sus imágenes simbólicas (o su imaginación) a la realidad para dar lugar a creatividad y originalidad. El equilibrio entre asimilación y acomodación implica, según Piaget, adaptación, es decir, inteligencia operativa. Pero a pesar del desarrollo de la inteligencia, el juego seguirá manteniendo su sentido como función autónoma. Siempre se opondrá al pensamiento que se pliega a las exigencias de la realidad exterior. La distancia que media entre la representación y el modelo constituye el lugar del juego libre, es decir, el lugar donde se desarrolla el verdadero juego de la representación. El juego evoluciona de este modo en medio de oposiciones y se realiza superándolas. Por eso es siempre una actividad autónoma e indiferente al esfuerzo y gasto de energía que suele implicar. El juego simbólico, en definitiva, es una acción mediadora entre el mundo interno y el externo que, cuando está suficientemente desarrollado, libera las actividades exteriores de su componente práctico y utilitario para convertirlas en libres y estimulantes. Según Stanley Hall, los juegos son un revivir las actividades que en el curso de las civilizaciones se han sucedido en la especie humana. Pero ya se ha indicado que este tipo de comparaciones debe entenderse en sentido metafórico y no literal. La comparación entre ontogénesis y filogénesis es para muchos dudosa, pero es evidente que el medio social siempre impone al individuo, aunque los rechace, sus medios, sus objetos y sus fines. Es cierto que el juego colectivo tiene, como el arte, su

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razón en sí mismo. Se podría aplicar al juego la definición que dio Kant del arte: una finalidad sin fin, o una realización que sólo tiende a realizarse a sí misma. Pero la comparación no tiene porqué terminar aquí si consideramos que el juego se orienta espontáneamente hacia el sentido. Entonces el juego podría considerarse también expresión, pues su finalidad consiste en realizar, mediante satisfacciones desviadas, una verdadera catarsis, es decir, una liberación, purga y purificación de las emociones. El juego colectivo, al ser sólo un simulacro del objeto o acción verdaderos, da ocasión para que las emociones se expresen sin peligro. Nietzsche, por su parte, pensaba que la madurez del hombre significa haber reencontrado la seriedad que tiene el niño en el juego. Pero el juego no es tanto la otra cara de la seriedad, como el verdadero fundamento vital de la naturalidad del espíritu, ligadura y libertad a la vez. Las configuraciones de nuestro jugar, son las formas que toma nuestra libertad, escribió Nietzsche. El carácter gratuito (convencional e, incluso, arbitrario) de las reglas y su necesaria obediencia por parte de los jugadores, podría parecer un atentado contra el juego como actividad libre y re-creativa, pero sucede al revés. Las convencionales reglas del juego son el fundamento de la creatividad del jugador y lo que permite que la intervención del azar en el juego sea un componente esencial del propio juego. En otras palabras, la dialéctica entre libertad y necesidad que imponen las reglas al juego no le restan valor, sino que se lo conceden como representación. El juego es una acción que vincula libertad y necesidad al ser vivido como un simulacro de la propia vida, inofensivo y estimulante a la vez; es una acción que representa la vida concediendo especial significado a su papel generador. El juego imita la vida, permitiendo la originalidad. Es evidente que los mejores jugadores son siempre los más originales; los que, aceptando las reglas, son capaces de elevar el juego al máximo nivel de recreación y, por tanto, de “recrearnos”. La relación entre arte y juego ha sido puesta de manifiesto en numerosas ocasiones por poetas teóricos del arte. Schiller, por ejemplo, entendió que es tan sólo la naturaleza de lo imitado, su orden interno libremente expresado como juego de relaciones, lo que esperamos encontrar en un producto de arte.30 Semper, por su parte, definió el arte como el

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juego de construir una especie de mundo en miniatura (o imitar el mundo en un juego), donde las leyes cosmogónicas se manifiesten y donde el hombre encuentre la perfección que le falta.31 Más adelante, Adolf Behne, refiriéndose a Schwitters, definió el arte como compromiso entre juego y finalidad: entre el juego de los racionalistas, que supone comunidad orden y regla, y la utilidad de los funcionalistas, que atiende a lo individual. Johan Huizinga, en su ensayo, Homo ludens, ha señalado el papel fundamental del juego como constructor de la consciencia.32 En la esfera del juego... nosotros somos otra cosa y hacemos otra cosa, escribió. Jugar es imitar; es participar y representar otra cosa. Pero primero es el juego (tanto del niño como del primitivo) y después el sentido. Según Huizinga, el sentido surge después, quizás cuando el hombre percibió las diferencias entre el orden que se vive y el que se presenta en el juego. Los animales más evolucionados juegan y su juego tiene una finalidad biológica, pero en el hombre al juego se añadió el sentido. Por eso sería extraño que el carácter lúdico de las representaciones rituales y el culto no se hayan trasladado al arte actual. Otra cosa es que seamos capaces de percibirlo. Para Gadamer, en la obra de arte acontece lo que todos hacemos al existir: construcción permanente del mundo... y acaso todas las fuerzas del guardar y del controlar, las fuerzas que soportan la cultura humana, descansen sobre eso que nos sale al paso de un modo ejemplar en el hacer del artista y en la experiencia del arte: que una y otra vez volvemos a ordenar lo que se nos desmorona.33 ¿No es acaso la misma creación artística un instinto lúdico?, se preguntaba.34 Según Gadamer, la diferencia entre el juego simple y el juego del arte consiste en que en éste no es ensoñación ni un mundo sustitutorio. En el juego del arte no nos podemos nunca olvidar de nosotros mismos pues el espectador pasivo no existe en absoluto. El juego del arte es, más bien, un espejo en el que nos vemos reflejados de un modo inesperado y a veces extraño; es un espejo en el que vemos cómo somos, cómo podríamos ser y lo que pasa con nosotros. Por eso insistir en la contraposición entre la vida y el arte es, para Gadamer, propia de un mundo alienado. Y no tiene sentido contraponer el arte del pasado, con el cual se puede disfrutar, al arte contemporáneo, en el cual uno se ve obligado a participar.35 En el juego del arte, como en el de la vida, todos somos jugadores.

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ANALOGÍA Y ORIGINALIDAD

La acción experimental, de donde nace ciencia y la técnica moderna, hoy se opone al pensamiento simbólico. Ambos modos de la consciencia, el racional y el sensible se consideran prácticamente opuestos, especialmente cuando, con la hipertrofia de la razón técnica, hemos asumido una concepción física y mecánica del universo. Sin embargo, algunos estudiosos del desarrollo del pensamiento, como Wallon o Lévi-Strauss, afirmaron que la diferencia intelectual entre la edad del

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tótem y la de la ciencia no es tanto de nivel, como material y técnica, es decir, ideológica. Según Wallon, las potencias invisibles del primitivo evidentemente no guardan semejanzas con las fuerzas que mide el físico pero, a su modo, desempeñan el mismo papel: organizar la vida del hombre, la sociedad y la naturaleza, mediante analogías. En ambos casos, lo oculto es una categoría, o más bien la matriz de las categorías, por las que el hombre se ha esforzado en obrar sobre el universo, suponiéndole una realidad más profunda que las apariencias y los apetitos inmediatos. En otras palabras, si el principio es la identificación mágica de la representación con el ser, el final también es otra identificación: la de las fórmulas con las relaciones observables entre el efecto y la causa técnica que los produce.36 Wallon explicó que existe una relación estrecha entre nuestras ideas y actos con su objeto pues, primero tienden a reproducir los objetos de nuestra sensibilidad por acomodación al propio cuerpo, después por simulacros y, por último, por técnicas especializadas. En cualquier caso, el fin de lo que hacemos es realizar o recrear lo objetivo mediante la representación. Pero la identificación de la representación (o las fórmulas) con el ser es condición necesaria para la aprehensión de las diferencias. Por eso se consideran originales aquellos adultos que saben mejor reconocer las discordancia entre los esquemas convencionales y el objeto de la representación. Sin ese desacuerdo entre los objetos y las imágenes que el espíritu se hace de ellos, el mundo sería pronto una imagen congelada. No se trata, por tanto, de recuperar el valor de la primitiva representación, sino de encontrar un modo de la representación que permita vivir los mundos subjetivo y objetivo como aspectos de una misma realidad. Si no se consigue, tendremos que seguir pensando que un artista sólo puede ser original cuando disocia el mundo subjetivo del objetivo y se comporta como un iluminado, o peor aún, como un niño caprichoso. Hemos adelantado, refiriéndonos a Wallon, que ese modo original es la analogía. La palabra analogía (del griego ana-logón, transposición lógica), significa el conocimiento indirecto de algo por relación a otra cosa

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conocida. Analogía es metáfora: transporte de sentido. Veremos, apoyándonos en la antropología, cómo la consciencia se generó mediante analogías. Claude Lévi-Strauss, en su libro, El totemismo en la actualidad, cuestionó las teorías funcionalistas de Malinowski, que relacionaban el totemismo (asociación entre un animal y un clan) y la magia, bien con una finalidad práctica (con la utilidad o el interés), bien con una finalidad afectiva (o con algún estímulo, por ejemplo, de admiración o temor).37 Para Lévi-Strauss, el tótem es básicamente un signo, pero un signo que se relaciona estructuralmente con la realidad sin que lo condicionen las pulsiones y emociones de los sujetos particulares. La relación que originalmente establecieron los grupos humanos con especies naturales, generalmente animales, fue de orden metafórico. En este tipo de relación (totémica) el mundo animal era aprehendido en forma de relaciones sociales, como las que prevalecen en la sociedad humana. Pero lo que nos interesa del totemismo es que, para obtener este resultado las especies naturales se clasifican en parejas de oposiciones, y esto no es posible más que a condición de elegir especies que tengan al menos un rasgo en común que permita compararlas.38 La oposición sólo puede darse al sentido si existe algo en común entre cosas diferentes. Lo contrario no sería oposición sino arbitrariedad. Por esta razón, el principio (totémico) que consiste en la unión de los opuestos por la intermediación de algo común, fue interpretado como un principio universal y estructural mediante el que se expresan unas correlaciones y oposiciones que podrían también formularse de otras maneras: con otros animales-signos, por ejemplo, u otros tipos de relación. (El sentido no se decreta, no se halla en ninguna parte sino que se encuentra por doquier, escribió Lévi-Strauss). El totemismo, por tanto, es un modo original y particular de hacer que la oposición, en lugar de ser un obstáculo para la integración, sirva para producirla; algo que se resolvió en oriente gracias a la unión-oposición de los principios Yin y Yang. Radcliffe-Brown, al que cita Lévi-Strauss como inspirador de esta teoría, pensaba que la asociación por contrariedad es el rasgo del pensamiento humano que nos incita a pensar por parejas de contrarios: arribaabajo, fuerte-débil, negro-blanco, etc. Para Lévi-Strauss, esta lógica

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elemental es la expresión directa de la estructura del espíritu (y detrás del espíritu, sin duda, del cerebro). Esta lógica de las oposiciones y correlaciones, de las exclusiones y las inclusiones, de las compatibilidades y las incompatibilidades, es la que explica las leyes de la asociación humana, y no al contrario; es la misma estructura espiritual que define las leyes del lenguaje y el pensamiento, pues la lógica primaria del simbolismo viene a coincidir con la que opera por medio de oposiciones binarias. Para concluir, planteó la existencia de una homología entre el pensamiento humano en ejercicio y los objetos humanos a los que se aplica, sean instituciones, representaciones o situaciones: las costumbres remiten a las creencias y éstas remiten a las técnicas; pero los diferentes niveles no se reflejan simplemente unos en otros: reaccionan dialécticamente entre sí, de tal manera que no podemos esperar conocer uno sin haber estimado primero, en sus relaciones de oposición y correlación respectivas, las instituciones, las representaciones y las situaciones. Hoy esta tarea puede parecer imposible por falta de perspectiva, pero algunos antropólogos piensan que fueron (y quizás son) los signos, los que determinan los acontecimientos, y no al revés. Esta suposición, que resulta extraña a nuestro pensamiento basado en la causalidad, quizás pueda entenderse mejor con un ejemplo. Según una teoría reciente, los incas encontraban en el cielo el sentido de los que les ocurría en la tierra. Pero los astros, al decirles lo que ocurría, también condicionaron lo que les iba a ocurrir. Las configuraciones de los astros, la posición del sol en determinadas épocas y la posición de la Vía Láctea, con sus manchas oscuras que asimilaban a animales totémicos y su desplazamiento en el cielo que la hacía en ocasiones desaparecer, fueron convertidas en signos y mitos que se transmitieron oralmente entre todas las tribus. Estos mitos explicaban su mundo, pero también condicionaban las actitudes del grupo frente a él. Cuando la Vía Láctea desapareció en el horizonte del siglo XVI, les anunció un cataclismo. Pero ese conocimiento mítico del inminente cataclismo se convirtió en historia cuando, al hacer que perdiera sentido su mundo, perdió también sentido su defensa colectiva ante unos pocos españoles. La Vía Láctea, finalmente, impuso su razón: el cataclismo se produjo y su cultura desapareció.

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Es sólo una teoría, pero Lévi-Strauss pensaba que hoy como antes, explicar una cosa es explicar cómo una cosa participa de una o varias naturalezas pues, cuando unimos mediante un lazo interno términos heterogéneos, identificamos por fuerza contrarios, tanto si usamos la lógica del pensamiento religioso (o simbólico) como cuando usamos la lógica del pensamiento científico. La integración metodológica del fondo y la forma, según el antropólogo, refleja a su manera una integración más esencial: la del método y la realidad. La analogía, entonces, sería el modo en que se produce la integración entre el fondo y la forma; una integración que refleja, a su vez, la integración esencial entre conocimiento y realidad. Partiendo de esta hipótesis relacionaremos, mediante analogías, algunas representaciones contemporáneas con su modelo original. Se trata de comprobar si en la analogía se puede encontrar el fundamento estructural de la originalidad.

La piedra y la red La piedra pulida y la red representan dos modos de producir que fueron originalmente recreación y revelación. El pulimento y el anudado son modos técnicos de producir que desvelaron originalmente la naturaleza de las cosas.39 El canto rodado es resultado de un proceso natural que transforma la materia prima en algo diferente caracterizado por la suavidad y redondez. Pero este modo de la naturaleza no debió resultar significativo hasta que no se convirtió en una recreación técnico-poéticamente producida de los efectos de la erosión. Cuando la piedra se pulió artificialmente, comenzó a transformar lo que el hombre, oscuramente, ponía en ella; comenzó a transmutar en sentido la informalidad de las sensaciones del que la estaba manipulando. La redondez, la lisa materialidad y la cerrazón de la piedra, ya no se ofrecían sólo a la sensación, a la mirada, al tacto o la caricia, sino que además generaban una poética realidad más profunda, sólida y duradera que la meramente sensible: la materia, misteriosamente, daba lugar al espíritu.

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La red, también natural en su origen, debió igualmente transformarse en algo diferente cuando se convirtió en recreación, es decir, cuando se trenzaron o anudaron elementos flexibles y se desveló, tanto el sentido del orden pautado, como las múltiples utilidades del objeto fabricado. Al reproducir los efectos de la naturaleza sobre la materia flexible (de los animales al tejer, por ejemplo), la materia flexible también debió “hablar”, aunque mostrando un sentido muy diferente al que revelaba la piedra cuando se pulía. Lo que ahora mostraba el tejido era algo distinto, ya no significativo por su peso, suavidad, redondez, materialidad o perdurabilidad, sino por otras características muy diferentes, como el orden estructural, el ritmo y la repetición. Unas características, que se podían relacionar analógicamente con el orden estructural que presentaban los fenómenos naturales. La piedra pulida y la red representan dos de las técnicas originales que pusieron al hombre en el mundo y le dispusieron para habitar. En lo que se refiere a la transformación de la piedra, la técnica del pulimento estuvo acompañada de las técnicas de percusión, que hacían de la piedra un útil de corte, y del alzado de enormes piedras, aún a costa de enormes esfuerzos colectivos.

La piedra pulida y el huevo La primera técnica que se empleó para transformar la piedra en algo diferente fue la percusión. Sabemos que algunos homínidos, al golpear las piedras entre sí, consiguieron unas aristas vivas que convertían la piedra en un útil. Pero estos primeros momentos de la técnica se remontan a un período tan remoto (unos 800 milenios) que resulta difícil imaginar el sentido que aquellos homínidos pudieron encontrar en la transformación. Las técnicas de alzado y pulido de piedras, a diferencia de la percusión, debieron producir una verdadera transfiguración de la piedra, pues iba más allá de la utilidad. Estos modos técnicos de producir debieron generar una consciencia colectiva de lo otro, produciendo una mágica unión y separación del mundo interno y el externo. El pulido de piedras es una actividad humana muy antigua y conocida. Algunos aborígenes australianos, por ejemplo, aún creen que sus antepasados continúan existiendo en piedras, y que si frotan esas piedras,

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aumentan su poder. La costumbre de colocar piedras pulidas en las tumbas, compartida por muchas culturas, se relaciona también con la idea simbólica de la permanencia del fallecido. El poder de las piedras pulidas para desvelar el sentido del mundo se encuentra directamente relacionado con su simbolismo, y este simbolismo, a su vez, con la capacidad del hombre para proyectar su vida en los objetos e intercambiar con ellos su alma, es decir, con la participación mística del hombre con las cosas, según fue definida por el antropólogo Claude Lévy-Bruhl. Con el alzamiento y el pulimento de piedras, los objetos se transfiguraron simbólicamente en cosas animadas que tenían el poder de actuar. Lo otro que la piedra descubría era, paradójicamente, lo menos material: el espíritu. Las piedras alzadas eran mecanismos de significar que hacían poéticamente lo real: el cielo en relación con la tierra; el lugar en relación a lo indiferente y lo natural por relación a la artificialidad del levantamiento. Jorge de Oteiza explicó que los estudios realizados sobre los cromlech de Oyarzun (Guipúzcoa) no han dado ningún resultado. Hemos encontrado nada, insistió.40 Ése era, para él, el resultado positivo de la investigación: una Nada con mayúsculas, que es la misma Nada-cromlech que apareció, según el escultor, en las obras de Mondrian y Malevich, pero también, cabría añadir, en la obra de Chillida y el propio Oteiza, de Heizer, Kapoor, Moore, Hepworth, Arp, del expresionismo abstracto y tantas otras manifestaciones del arte del siglo XX. Y antes, de los vacíos de la tradición oriental, de la pintura china y japonesa, de los jardines-templo de Kyoto, de los budas de Bamiyán, los templos de Kailasa y Lalibela, etc. Valeriano Bozal ha señalado, refiriéndose a Vernant, que el kolossós, la piedra clavada en el suelo (que después se denominó estela), a la vez que sustituía al fallecido para hacerlo presente, conectaba mágicamente el mundo de los vivos con el de los muertos. Lo mágico del kolossós era que encarnaba, sustituía, doblaba y representaba al fallecido, sin referirse a sus características singulares. No era un retrato; era un signo, presente y material, que tenía el poder de hacerles sentir a los hombres la unidad esencial entre la vida y la muerte.41 Aquello que permitía la mágica relación entre una piedra y el fallecido no era sólo la falta de ánimo (o alma) de ambos, como sugiere Bozal, sino quizás el

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Churinga australiano de piedra (Aranda o Warramenga) pintado con ocre. Cabeza de mármol de un ídolo producido en las islas Cícladas (2700-2300 a.C.).

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misterio de su inmovilidad y perdurabilidad, es decir, el misterio que hace que la piedra, como la muerte y el espíritu, sea algo permanente y siempre presente. Según Jung, el lapis representa el hombre interior (el antropos pneumáticos de los griegos), cuyos atributos son la incorruptibilidad, la permanencia y la divinidad.42 Este lapis, o materia prima transfigurada, será hasta el Renacimiento el filius microcósmico, el cual desvelará que el espíritu surge del mundo material. La piedra filosófica de los alquimistas, por su parte, era un símbolo destacado de la totalidad del hombre que reunía los ámbitos material y espiritual que confluyen en su naturaleza. La paradoja entre la materialidad de la piedra y la inmaterialidad del espíritu reafirma lo simbólico de esta relación. Reafirma que, para el alma, espíritu y materia son aspectos de una misma realidad. El extendido coleccionismo de piedras encontradas nos lo recuerda. También la fascinación de Moore, Hartung, Miró, entre otros artistas contemporáneos, por los cantos rodados.43 La animación de la piedra mediante el pulimento y la estilización ha sido compartida por los artistas primitivos y por los modernos. Ejemplos de ello son las gruesas venus del paleolítico, los ídolos cicládicos y las formas de Arp, Brancusi, Moore, entre otros. Esta animación también ha sido explicada, desde el punto de vista psicoanalítico, como una proyección sobre la piedra del inconsciente. En una carta que Max Ernst escribió a Giacometti el año 1935 se lee lo siguiente: trabajamos con rocas de granito, grandes y pequeñas, procedentes de las morrenas del glaciar Forno. Maravillosamente pulidas por el tiempo, las heladas y la intemperie, son fantásticamente bellas por sí mismas. Ninguna mano humana puede hacer esto. Por tanto, ¿por qué no dejamos el duro trabajo a los elementos y nos limitamos a esbozar en ellos las runas de nuestro propio misterio? 44 Oteiza reconoció que se había equivocado al vaticinar que la tarea de Hartung, dedicada a recoger guijarros redondeados de la playa para decorarlos, acabaría pronto, cuando Hartung se asegurase de su originalidad. Según Oteiza, la nueva fe de Hartung en los guijarros de la playa se rompería pronto como un gran huevo. Pero me equivocaba: este huevo es de piedra y esta fe es la de un hombre con su canto rodado de nuevo en la mano. Lo que hizo cambiar a Oteiza de opinión fue el descubrimiento

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Guerrero de Nueva Guinea con máscara de barro. Jacques André-Boiffard enmascarado en una exposición de arte surrealista, 1930.

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de que Hartung sólo estaba reproduciendo lo que hicieron los hombres del neolítico en la cueva francesa de Mas d'Azil.45 Si el guijarro pulido representa la perfección e inmutabilidad del espíritu, su analogía formal con el huevo hace que también pueda presentarse como promesa de generación y fuente de vida. Jung analizó algunas leyendas primitivas, como la de Mitra, que narran nacimientos en piedras. También explicó la importancia para los aborígenes australianos del churinga, un canto rodado o una piedra alargada a la que se da forma y decora para ocultarla o enterrarla y favorecer así el crecimiento y multiplicación de frutas, animales y hombres.46 Los churinga, según Jung, también servían para pulir la piedra de los niños, que era el lugar donde habitaba su alma. La piedra-huevo se asocia a la cabeza, pues la cabeza es, como un huevo, redonda y generadora. La cabeza-huevo es, además, una especie de máscara que puede sacar a la luz algo inquietante y desconocido; una máscara que oculta el aspecto exterior del individuo y lo transfigura en otro ser, a veces terrible, que carece de individualidad o está investido con atributos ajenos. Las máscaras de barro de los nativos de Nueva Guinea son un buen ejemplo; además, les resultaron muy útiles cuando descubrieron que con ellas podían aterrorizar a sus enemigos. El ser que desvelan las máscaras es un ser desconocido, muchas veces terrible, que habita en otro sitio. Pero en un sitio doble, pues es interior y exterior a la vez: interior, oculto en el fondo de la consciencia, y exterior, proyectado en espíritus y dioses. El ser de la máscara es un ser con el que los primitivos necesitaban convivir, pues para ellos la esfera de lo terrible, de lo oscuro e inconsciente, era un elemento más de su imagen del mundo. Sólo los civilizados tratamos de erradicar esa imagen de lo terrible insistiendo en un mundo de razones y causas aparentemente seguro y confortable. El lado inquietante de las máscaras-huevo apareció en varias obras de los surrealistas: en la fotografía de Jacques-André Boiffard de un siniestro personaje con cara de huevo (1930), en alguna cabeza de Giacometti o en la inquietante fotografía, realizada en abril de 1950, donde los artistas surrealistas aparecían cubiertos con máscaras-huevo.47

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Giorgio de Chirico. Los maniquíes de la torre roja, 1915. Actor enmascarado: Oskar Schlemmer, 1924.

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Los surrealistas, además, vieron en las máscaras de gas usadas en la primera guerra mundial, el verdadero rostro del hombre civilizado; una imagen que le descubría como una especie de insecto. La cabeza-huevo-guijarro y la máscara-huevo son figuras recurrentes en el arte, tanto en el arte primitivo como en el arte de las vanguardias. Pero no sólo vinculadas a lo desconocido y al terror, como en el caso de los surrealistas, sino también a un esquema figurativo, como en las esculturas cicládicas, en las figuras y máscaras de Oskar Schlemmer, las cabezas pulidas de Brancusi o las cabezas de los maniquíes de las pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico, seguramente basadas en las cabezas de Brancusi. En la escultura sumeria, según Malraux, la esquematización supone una transformación, aunque en unos casos obtenida mediante recursos y deformaciones geométricas y en otros, mediante la referencia a formas primordiales como la esfera y el huevo.48 Quedó impresionado porque las cabezas esculpidas por los sumerios comparten sus rasgos más significativos (que son la forma de huevo y la transformación de la ceja en una línea de fuerte relieve que se continúa en la nariz) con algunas esculturas de Brancusi. Por esta razón interpretó la forma primordial del guijarro-huevo como una especie de forma-prueba que obliga a la figura esculpida a participar de su fuerza misteriosa. Gracias a esta forma-prueba, escribió Malraux, los artistas descubrieron el peso que proporciona al rostro humano el guijarro ideal... y Egipto, India, China, Camboya y Siam, nos muestran una admirable plenitud de rostros. La forma significante guijarro-huevo traspasó el ámbito de la escultura para reaparecer en la arquitectura contemporánea. La Terminal marítima de Zeebrugge (Bélgica) de Rem Koolhaas (1989) y el Palacio de Congresos y Exposiciones de Lille (1988-91) son ejemplos que podrían ilustrar este fenómeno. También los cubistas enmarcaron algunas pinturas con un óvalo generador que recuerda la mandorla del Románico.

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Brancusi. Señora Pogany (1913). Cabeza encontrada en Prediónica (Kosovo). Cultura Vinca. 4500-4000 a.C.

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La red y la retícula La palabra red se usa hoy tanto para denominar un arte de pesca como para definir un sistema de comunicaciones global. Esta dualidad pone de manifiesto su condición material (o técnica) y abstracta a la vez. El sentido técnico y material de la red se encuentra en Semper, quien escribió que el nudo es quizás el símbolo técnico más antiguo y la expresión de las primeras ideas cosmogónicas que surgieron entre los hombres, pensando en que la urdimbre y las técnicas textiles eran los modos originales de producir que dieron lugar al arte, la arquitectura y la ornamentación.49 Sabemos que Semper fue acusado de materialista por anteponer la técnica a la voluntad de arte de los pueblos. También que el modelo textil de producir que propuso se transfiguró en modelo de revestimiento, influyendo en la obra de algunos arquitectos, como Otto Wagner y Adolf Loos. Pero la red, en rigor, nació como una imagen simbólica capaz de aludir al orden del mundo. La primera manifestación del arte que se conoce, de momento, es una red de trazos grabados con un punzón sobre una piedra de ocre encontrada por el antropólogo Christopher Henshilwood en la cueva de Blombos (Sudáfrica), en el año 1999. Estas marcas en forma de red fueron realizadas, según la datación por termolunimiscencia, hace unos 77.000 años. En un documental realizado por la BBC 2 (emitido el día 20 de febrero de 2007), varios antropólogos realizaron los siguientes comentarios sobre la piedra encontrada en Blombos. Alison Brooks (George Washington University): vivimos esencialmente en un mundo que hemos creado en nuestras cabezas. Chistian Henshilwood (African Heritage Research Institute): tenemos aquí el primer ejemplo de la habilidad de los humanos para almacenar algo fuera del cerebro. Se está almacenando un mensaje significativo que alguien más del mismo grupo puede recibir y comprender. Es el comienzo del arte, de la escritura y de todo lo que siguió. Dr. Francesco D’errico (University of Bordeaux): las líneas fueron realizadas con un punzón y no por un cuchillo o herramienta de corte porque se aprecia un movimiento inestable en el trazo, son el resultado de una acción o acciones deliberadas realizadas por el grabador con una herramienta concebida para tal fin. Más adelante, en algunos ídolos de placa del neolítico, como el encontrado en Valencina de la Concepción (Sevilla) y el ídolo mesopotámico

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Piedra de ocre encontrada en la cueva de Blombos (Sudáfrica) por Chistian Henshilwood en el año 1999. Datada en unos 77.000 años de antigüedad mediante luminiscencia. Ídolo de placa de Valencina, Sevilla (3000-2100 a.C.) e ídolo mesopotámico de la misma época expuesto en el Museo de Pérgamo, Berlín.

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que se encuentra en el Museo de Pérgamo, se superpusieron retículas geométricas a figuras estilizadas. La retícula también apareció pintada en paredes de cuevas o tallada sobre útiles, como en el caso de las figuras de hueso encontradas en Aquitania, que tanto impresionaron a Riegl y que le sirvieron para negar el “materialismo” de Semper y sus seguidores. El poder simbólico de la retícula se puso de manifiesto en el arte y la arquitectura del siglo XX. Paul Klee, por ejemplo, en sus escritos pedagógicos de la Bauhaus, definió la retícula como una forma abstracta poseedora de un ritmo estructural muy primitivo. Según Rosalind Krauss, los modernos emplearon la retícula porque la vieron como una entidad original a salvo de la contaminación de la tradición. La retícula posee una especie de ingenuidad primitiva, escribió. Tiene potencialidad de regeneración continua, de perpetua autogestación.50 Es significativo que la retícula, en el plano o en el espacio, fuera el fundamento de los distintos métodos de aprendizaje y dibujo ensayados con niños a lo largo del siglo XIX; de los métodos de Pestalozzi, Buss y Froebel.51 La retícula es la imagen de un comienzo absoluto, una especie de papel cuadriculado en el que el niño se orienta y que remite a la originalidad. La retícula, como forma simbólica, también presenta otros aspectos, por ejemplo, el aspecto que el arte moderno oculta y que se encuentra vinculado a las principales características estructurales de la retícula, es decir, a la repetición y la recurrencia. Este es el aspecto no evolutivo y antihistórico de la originalidad; el mismo que hizo que los modernos racionalistas afirmaran el poder de lo que se repite, de la normalización y del tipo, para servir a la reproducción técnica y la belleza: piénsese en Le Corbusier cuando comparaba los templos griegos con los automóviles de su época, quejándose de que la casa moderna, aún, no se adecuaba a una “razón” técnica y estructural. Para Rosalind Krauss, la retícula es la forma simbólica (el mito) que permite al artista moderno superar, ocultándola, la dualidad paradójica entre originalidad y repetición. La retícula que reaparece en el arte moderno, desde Klee y Mondrian, hasta Sol LeWitt, sería el modelo de lo antievolutivo, de lo antinarrativo y antihistórico, esto es, el ejemplo de lo esencialmente estructural pues como forma simbólica se refiere

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al orden original de las cosas.52 Y aunque no es en rigor un mito, desvela la estructura del mito. (Según Lévi-Strauss, los rasgos secuenciales del mito se reordenan para formar una organización espacial en red o retícula). La retícula, por tanto, es una especie de mito sin narración; una forma simbólica que actúa como un mito al revestir las contradicciones con una narración (una imagen, en este caso) y mantener, aunque oculto, el sentido. Ferdinand de Saussure, en su Curso de lingüística General (1916), concibió el lenguaje como una especie de retícula que recorta y organiza en signos el continuo indiferenciado “sentir” antes de que el lenguaje existiera. A partir de Saussure, el lenguaje podía considerarse una red de vínculos estructurales que se ordenan verticalmente en columnas, al definir las relaciones entre la forma-significante-sonido y el contenidosignificado-concepto, y horizontalmente, en filas, al establecer las diferencias, tanto entre los significantes como entre los significados. Pero también como una red que entrecruza el funcionamiento del lenguaje en un momento determinado del tiempo (interpretación sincrónica) con su desarrollo a lo largo de la historia (interpretación diacrónica). La red, en definitiva, que Battisti recogería para interpretar las formas artísticas como cruce entre la historia horizontal y la historia vertical, y la original red constituida por los componentes del mito, si hacemos caso a Lévi-Strauss. Ellen Lupton, influida directamente por Krauss, ha relacionado el estructuralismo lingüístico con los intentos de las vanguardias por definir un alfabeto visual de formas simples y colores. Según Lupton, paralelamente al proyecto de la semiología de desvelar la función estructural de los signos, los teóricos del diseño moderno han buscado un sistema de signos formales que, al basarse en unas facultades de percepción estables, sea a la vez natural y universal.53 La retícula representa la simplicidad de una teoría del signo que, basada en su arbitrariedad (l’arbitraire du signe de Saussure), niega su dimensión existencial y lo reduce a una dimensión mecánica y utilitaria. Entonces, según Krauss, también puede aparecer como la reja de una cárcel; la cárcel en la que se encontraron todos los que pretendieron comprender el arte en términos semiológicos y estructuralistas. Una cárcel que, sin embargo, también es promesa de liberación.

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Paul Klee. Cúpulas. Túnez, 1914.

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Sol LeWitt Proyecto serial 1ABCD 6 (1968). Peter Einsenman. Esquema para una casa. (Fin d’Ou T Hou S (1969-71).

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El arquitecto Peter Einsenman, rey de la retícula, afirmó a finales de los años 80 que la historia puede ser utilizada para averiguar qué es lo que está reprimiendo. Yo uso la abstracción, explicaba, para encontrar lo que reprime -la abstracción reprime la figuración- y por ello comienza a aparecer la figuración en mis proyectos.54 La negación de su etapa "estructuralista" y las deformaciones torturadas a las que las sometió a sus retículas confirman la necesidad de liberarse de la red estructural y simbólica que él mismo se impuso. La retícula es el symbollón que desvela y oculta a la vez los aspectos técnicos del mundo. Es la reja de una cárcel, pero deja que las cosas se vean a su través, como aquella rejilla-filtro que demandaba Jacques Derrida a Peter Einsenman para construir el Parque de la Villete en París: una estructura extremadamente sólida que pareciera al mismo tiempo una telaraña, un tamiz o una cuadrícula (rejilla).55 Y si la retícula es el símbolo de lo estructural, el nudo lo es del encuentro, nodo, cruce y cruz que, al generalizarse y expandirse, se convirtió en retícula urbana (suma de encrucijadas) y en el crucero de las iglesias. La función positiva del mito-retícula, quizás, es permitir que aspectos de la vida aparentemente incompatibles, como son la originalidad y la repetición, lo particular y lo universal, puedan quedar momentáneamente en suspenso, evitando el bloqueo al que podría conducir la dualidad cuando sus términos se consideran desde un punto de vista lógico y racional. La retícula suspendería provisionalmente la contradicción, disfrazándola de una forma-símbolo (o una forma-narración), que mantenga oculto el sentido. Quizás en la retícula, el yo diferente del artista moderno se esté presentando como algo estructural que se fundamenta en la repetición, pues la huella del yo creador que con tanto afán pretende el arte contemporáneo, resulta ser igual a la de otros cuando afirma la retícula. (También el efecto singular de la experiencia pintoresca se basó en el reconocimiento previo de los propios caracteres de lo pintoresco, pues era un reconocimiento que sólo se podía producir al existir una experiencia previa que lo hacía significativo). La idea de originalidad del siglo XX ha pretendido suprimir la idea de repetición y perfeccionamiento del arte. Pero a medida que se van incorporando al presente otras manifestaciones artísticas producidas

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Joseph Cornell. Sin título (Ventana fachada) 1950. Louise Nevelson. La marcha del rey I, 1960.

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en el pasado, el mundo necesita ser reconsiderado y unificado. El repetido uso de la retícula por los artistas modernos expresa quizás esta necesidad: la necesidad de componer una red de significados atendiendo a los cruces entre los estratos verticales que constituyen la tradición acumulativa y los estratos horizontales que configuran el presente. La retícula también desvela, en algunas obras del siglo XX, un ser desprovisto de toda cualidad. La retícula de los cuadros de Mondrian y Van Doesburg, de Joseph Cornell y Louise Nevelson, tiende a identificarse con el ser. Pero la insistencia en la pura geometría de la retícula, de Sol LeWitt, por ejemplo, expresa de la manera más cruda y descarnada que la contradicción entre lo original y lo estructural no ha terminado de resolverse. (En arquitectura no existió este problema, pues la retícula permitió conciliar naturalmente la expresión con la técnica. Pero debido a lo justificado de su empleo, es decir, a los aspectos técnicos, económicos y estructurales que la justifican, tendió a la insignificancia, materializándose, por ejemplo, en insignificantes muros-cortina). Del lado de la abstracción, la retícula ha servido a la representación de distintas maneras. Los egipcios, por ejemplo, organizaban sus representaciones sobre las paredes de los templos y tumbas de acuerdo a una red de líneas horizontales, donde se situaban generalmente las figuras, y verticales, donde se colocaban los símbolos. Pero si comparamos estas retículas de los antiguos con el triste muro cortina de algunos edificios modernos encontramos lo que separa la producción técnica actual de los modos antiguos de producir. El muro cortina que surge del cálculo es la representación más clara de ese otro aspecto de la técnica que, convertido en mito, se impone a todos los demás; nos referimos a la razón científica y la utilidad, cuando conducen a una vida completamente ocupada en un yo indiferente al sentido. Si consideramos sólo un aspecto del mito, tendremos la impresión de que la fuerza del arte moderno se agota. El mito, sin embargo, está siempre abierto al sentido, y por el aspecto que se impone podemos conocer los demás. Nos lo recuerdan las obras de arte más originales. La escultura de Giacometti, Caja, por ejemplo, constituida por unos elementos redondeados que parecen haber caído en una red, por unas formas ovoides, huevos, frutos, piedras o semillas encerradas en el

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Alberto Giacometti. Caja. (1930-31). Proyecto de Le Corbusier para la exposición Ideal Home. Londres (1938-39)

Rem Koolhaas. Proyecto para la Biblioteca de Francia, (1989).

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interior de una especie de jaula prismática, podría interpretarse como una metáfora de un posible diálogo entre la piedra y la red; en última instancia, entre dos modos originales de producir. Esta escultura muestra que los proyectos el proyecto que realizó Rem Koolhaas para la Biblioteca de Francia, muy valorado en su momento por su originalidad, es también una re-creación. Y lo hace, con independencia de que se trate o no de una analogía consciente. La semejanza estructural entre la escultura de Alberto Giacometti (1931), el monumento proyectado por Le Corbusier para la exposición londinense Ideal home (1938 y 1939) y el proyecto de Koolhaas para la Biblioteca de Francia (1989), remite a una idea de superposición entre lo orgánico y lo geométrico que también se encuentra en muchas obras artesanales de épocas remotas, como en los ídolos de placa de la península Ibérica y en los recipientes de terracota y las sartenes de las islas Cícladas. La red, al perecer, quiere seguir dialogando con el huevo. Comenzó sobre las cabezas de las Venus de Brasesempouy y Willendorf, hace unos 20.000 años. Continúa haciéndolo en el Palacio de Congresos de Lille proyectado por Koolhaas. Los diálogos y analogías entre los distintos objetos del arte anuncian, a pesar del moderno mito del artista creador, que las formas siguen estando animadas (y viven) gracias a una fuerza espiritual que se impone a las intenciones e intereses particulares de los individuos. Veamos otro ejemplo.

El rayo y la tumba En la cueva de Altamira, los hombres del paleolítico superior realizaron sobre las paredes una serie de líneas paralelas y sinuosas que no parecen representar nada. Es posible que estos trazos libres, que en ocasiones se superponen, sólo sean pruebas de pintura o simples juegos, pero lograron materializar y preservar el rápido movimiento de la mano que los realizó. Las líneas sobre las paredes de Altamira nos pueden recordar los garabatos de los niños o los dibujos que realiza un adulto de forma inconsciente y automática cuando presta atención a otra cosa, pero congelaron el movimiento y nos presentan lo que ocurrió en la mente de alguien hace muchos milenios.

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Dibujos sinuosos de la cueva de Altamira (Ilust. De J-E Cirlot, El espíritu abstracto). Debajo, en el centro, esquema conceptual del proyecto de Koolhaas para la Biblioteca de Jussieu (París, 1992). A los lados, arriba, Kandinsky: curva libre y quebrada libre (De Punto y línea sobre el plano); abajo, Wolfgang Köhler: figuras curva y angular (1933).

Kandinsky. Dibujo de Punto y línea sobre el plano, 1923.

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Se ha visto que el movimiento es el primer momento de la inteligencia, que los primeros garabatos de los niños no tienen por objetivo reflejar nada, sino presentar, es decir, sacar a la luz algo que antes no existía. Según Arnheim, este interés en el producto visible por sí mismo está presente en toda obra de arte.56 De hecho, algunos artistas de vanguardia han pretendido recuperar la importancia, el significado y la originalidad de este primer momento de la consciencia. Moholy-Nagy, por ejemplo, volvió a ver en el dibujo libre un registro gráfico del movimiento. Todo dibujo, decía, puede entenderse como un estudio del movimiento, como una senda de movimiento registrada por medios gráficos. Klee, por su parte, manifestó que la línea activa, la que transcurre libremente, sin objetivo, como en un paseo, es un elemento que ya existía en la antigüedad de los pueblos, cuando la escritura y la pintura estaban unidas. Nuestros niños, continuaba, también comienzan a menudo con él. Los trazos libres de los expresionistas abstractos, Pollock, Kline, Mathieu, etc., y antes de la pintura y caligrafía orientales, son ejemplos de este modo de producir. El trazo libre también se trasladó a la arquitectura. Para comprobarlo, basta echar un vistazo a las últimas revistas. Vasily Kandinsky, al analizar el trazo libre en su obra, Punto y línea sobre el plano, distinguió entre dos posibilidades: que la acción de la fuerza (que actúa sobre el punto) lleve a la recta o que, por el contrario, actúen varias fuerzas sobre el punto para conducirle, bien hacia lo curvo, si actúan libre y simultáneamente, o bien a lo quebrado, si actúan libre y alternativamente. Reiner Wick, por otro lado, ha señalado el sorprendente paralelismo que existe entre los dibujos de Kandinsky y las tablas de test de Edgar Rubin (1921) y las figuras que empleó Köhler para estudiar las correspondencias entre la forma gráfica y lingüística (1933).57 Es cierto que existen en el arte primitivo líneas abstractas quebradas, por ejemplo, las grabadas en una piedra encontrada en Laugerie Haute (Dordoña) o las líneas, también abstractas, de los ídolos cilíndricos de la península Ibérica. Pero son líneas quebradas sujetas a un orden. En Australia se encuentra Namargón, el hombre-relámpago, al que se representa con un rayo luminoso alrededor, pero un rayo curvo. Más significativa, sin embargo, es la figura que se encuentra a su lado, pintada

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Vasily Kandinsky. Línea-mancha. (1927).

Proyecto urbano de Daniel Libeskind para el IBA. (Berlín, 1987).

Oskar Schlemmer. Danza con listones para la Bauhaus (1927).

Proyecto IBA de Libeskind.

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según la técnica denominada de rayos X. En cualquier caso, cualquiera que pretenda representar el rayo sobre un papel llegará a una configuración similar a los esquemas de Kandinsky, Rubin y Köhler. En algunas pinturas que Kandinsky un rayo aparece cruzándolas. Ocurre en Línea quebrada y Línea-mancha, ambas de 1927. Los rayos volvieron a aparecer en al ámbito de la arquitectura en el concurso para el IBA de Berlín realizado por Daniel Libeskind en el año 1987. La coreografía que Oscar Schlemmer realizó en 1927 para la Bauhaus, y en la cual largos listones cruzados prolongaban los miembros y el movimiento del danzante, recuerda el proyecto de Libeskind. El rayo se hizo paisaje, por ejemplo, en la obra de Michel Heizer titulada Nine Nevada Depressions: Rift I. (1968) y en la de Richard Serra titulada Shift (1970-72) y constituida por seis tramos de hormigón que se enterraban parcialmente formando una línea libre y quebrada. Del paisaje pasó a la arquitectura, para destacar como motivo recurrente en la obra de algunos arquitectos contemporáneos. Para Daniel Libeskind, por ejemplo, la línea es un fenómeno eterno que plantea por un lado la infinitud y por otro la imposibilidad de aprehender cuales son sus fuentes. (Se refiere al sentido de la dualidad continuidad-discontinuidad). En ese sentido, la línea del movimiento en el Museo de Berlín posee propiedades arquitectónicas, pero también cualidades cinéticas y organizativas.58 En el museo Judío de Berlín, según Libeskind, los espacios son parte de la mirada y parte de ese estar allí, aún antes de haber llegado. Es posible que la figura del rayo apareciera en el arte moderno debido al potencial destructivo de su configuración. Los helicoides y las líneas inclinadas representaron en el arte constructivista el dinamismo al que debía someterse la nueva sociedad. Pero el rayo además representa, junto con la retícula muda y abstracta, la culminación de aquel proceso hacia la deshumanización del arte al que se dedicó Ortega entre los años 1924 y 1925.59 El rayo y la retícula son formas deshumanizadas que excluyen lo humano de la representación y colaboran para bajarle del pedestal en el que recientemente se subió. El deshumanizado arte moderno tumba al hombre para ponerle en su sitio y recordarle su procedencia. Bataille, por ejemplo, negó explícitamente que el eje vertical debiera representar la

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Michel Heizer: Nine Nevada Depressions: Rift I. (1968). Daniel Libeskind. Museo Judío de Berlín, (1990).

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elevación espiritual del hombre pues pensaba que la verdadera fuente de energía se encuentra en lo inferior, en su vinculación a la tierra y el lodo, lo cual remite siempre a lo horizontal. La verticalidad, para Bataille, era represiva, pues la base y el fundamento del hombre es la "bajeza". (Para expresarlo inventó el término basesse, híbrido de base, base, basa o fundamento, y bassesse, bajeza, abyección y vileza). Rosalind Krauss explicó que en las esculturas realizadas por Giacometti en torno al año 1930 aparece una clara tendencia a sustituir el tradicional eje vertical por el eje horizontal. Las obras Mujer reclinada que sueña, 1929, Proyecto para un paso, 1930, Cabeza-paisaje, 1930 y Se acabó el juego, 1933, muestran un singular gusto por la tierra y lo horizontal, aunque quizás sólo estaba incorporando la tendencia hacia la horizontal que en esos años se manifestaba en la arquitectura. (Cuando Giacometti rechazó su vinculación al surrealismo y las vanguardias, sus obras volvieron a recuperar la verticalidad). Las obras mencionadas de Giacometti nacieron tumbadas; las dos últimas, con unos vacíos rectangulares abiertos al cielo que semejan tumbas. Pero lo más llamativo es que, consideradas en su conjunto, ofrecen algunas claves para interpretar el Hotel y Palacio de Congresos que el arquitecto Rem Koolhaas no llegó a construir en Agadir; un proyecto muy difundido que también sorprendió por su originalidad. Este edificio se configura como un gran sandwich vacío que comparte su horizontalidad y corte sinuoso con las dos primeras esculturas de Giacometti mencionadas. La parte superior, sin embargo, se asemeja a las dos últimas. La cubierta del edificio de Koolhaas parece un tablero de juego, una forma análoga a la obra Se acabó el juego, donde también aparecen excavadas distintas configuraciones, rectangulares y circulares, según un orden complejo. (En el proyecto de Koolhaas, son los patios de las habitaciones y los vaciados que rodean las piezas singulares). El proyecto para las piscinas Sloterpark de Maas van Rijs (Amsterdam, 1994), por último, es uno más entre los que han intentado transfigurar la planta libre de Le Corbusier en una sección libre. Pero en este caso, además, la figura del rayo (que configura la sección longitudinal) y la figura del tablero tumbado, se integran. La libre quebrada se hace estructura: el rayo se pone de lado, configurando a la vez la piscina, los

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Alberto Giacometti. Se acabó el juego, (1933). Mujer recostada (1927).

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sólidos y los vacíos. No se trata aquí de forzar analogías sin cuento: la vinculación y el parentesco es evidente. Poco importa Libeskind conociera la obra de Heizer o Koolhaas las de Giacometti, pues la vida de las formas se impone, tanto al tiempo y la distancia, como a las artes. Las analogías aquí expuestas señalan que quizás no es el artista quien hace el arte, sino el arte al artista. Para José Ortega y Gasset, el poeta aumenta el mundo, añadiendo a lo real. Autor viene de auctor, el que aumenta. Pero ante la nueva fisonomía de la obra, el pobre rostro del hombre que oficia de poeta sólo puede desaparecer, volatilizarse. Ortega resumió en unas pocas frases lo que aquí se pretende aclarar: no puede existir para nosotros nada si no se convierte en imagen, en concepto, en idea, es decir, si no deja de ser lo que es para transformarse en una sombra o esquema de sí mismo.60 En un artículo del diario El Sol (Diálogo sobre el arte nuevo, 1924), expuso una significativa conversación entre Baroja y Azorín, para situarse al lado de Baroja y defender la necesidad del cambio y la innovación en el arte. Es la siguiente. Azorín sostenía que el arte, como el espíritu, es eterno; sostenía que el arte no puede cambiar y que las renovaciones en el arte son siempre superficiales. Baroja, por el contrario, se burlaba de la ingenuidad de Azorín con ejemplos concretos: ¿Le parece a usted floja la diferencia entre una catedral gótica y el Partenón? A mí, continuaba Baroja, esa eternidad del arte me parece pura carrocería. Cuando preguntaron a Galileo si el sol era eterno, supongo que sonriendo, respondió: eterno non; ma ben antico. Según Baroja (y el propio Ortega) las semejanzas que se puedan encontrar en el desarrollo de las diversas culturas no atentan contra una evolución del arte y la humanidad hacia estados siempre nuevos. Finalmente, Ortega remató la cuestión con fina ironía: siempre se puede encontrar, entre dos cosas diferentes, alguna característica común; los caballos y las ostras se parecen en que no se suben nunca a los árboles. Y quizás sea eso lo que aquí se este haciendo. Pero Ortega, sin quererlo, daba en el clavo pues ese es, exactamente, el modo original que tiene la mente de producir significados; el modo poético, analógico y metafórico, que dio lugar al arte y la ciencia. No le preocupaba

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Rem Koolhaas. Proyecto para Hotel y Palacio de Congresos en Agadir. Marruecos, (1990).

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que, en el orden de la estética, todo se hubiera vuelto problemático. Pensaba que la vida no es un conjunto de soluciones. Vivir es arriesgar y el riesgo es un síntoma de que uno no está consignado en un corral: arte es producción, y se diferencia de la cría caballar en que no es reproducción. Es cierto. Todo arte surge de un modo profundo de ver el mundo. Y nada profundo y evidente nace ni vive de razones.61 Pero la profundidad, para Ortega, estaba determinada por los supuestos culturales. Pensaba que el arte de cada época, aunque es una creación del espíritu, se debe a las condiciones y supuestos que la caracterizan. No hay pura retina, no hay valores plásticos absolutos. Todos ellos pertenecen a algún estilo, son relativos a él, y un estilo es un sistema de convenciones vivas. Por eso, sólo el que no tiene sensibilidad refinada, sólo el que no se entera de las cosas, cree que se entera, sin especial esfuerzo, de una creación antigua. Cabe por tanto que, al comparar obras diferentes y producidas en diferentes contextos, nos encontremos en esta situación. El arte moderno, para Ortega, era un fino juego sin solemnidad; un juego que, separado del mito y la religión, ni redime ni salva. Pero el filósofo sabía que, a cambio, la existencia cobra una inmensa variedad de planos, se hace profunda, de hondas perspectivas. Cada tiempo es una aventura. Es cierto que los hombres nos hemos quedado solos sobre la tierra, que no nos acompañan ni los dioses, ni el pasado o los antepasados, pero es lo que acontece siempre que llega el mediodía.

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MVRDV. Proyecto para las piscinas Sloterpark, (1994).

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NOTAS 1

J. P. Eckermann. Conversaciones con Goethe. Ed. Acantilado. Barcelona, 2005. Pág.

185. Tit. or. Gespräche mit Goethe in den letzten Jahren seines Lebens. (Escrito entre 1823 y 1832). 2

Véanse los ensayos, El individuo y la libertad (1913) y Estética sociológica, (Die Zukunf,

1896) en Georg Simmel, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. (Tit. or. Brüke und Tür. Essais des Philosophen zur Geschihcte, Religión, Kunst und Gesellschaft, 1957). 3

Paul Klee. Teoría del arte moderno. Ed. Kalden. Buenos Aires, 1971. De Caminos diver-

sos en el estudio de la Naturaleza, 1923. 4

José Antonio Marina. Teoría de la inteligencia creadora. Ed. Anagrama. Barcelona,

2000 (1993). A pesar de la importancia que concede al Yo creador y ejecutivo, Marina critica la idea de inspiración y reconoce que gran parte de la tarea creadora consiste en una hábil gestión de las restricciones. (Pág. 164). Afirma que nadie es completamente original, pues también el artista, al que consideramos el creador por antonomasia, adopta el modelo de creador vigente en su época. (Pág. 172). 5

Véase Walter Benjamin. El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán.

Ed. Península. Barcelona, 1995. (Tit. or. Der Begriff der Kunstkritik in der deutschen Romantik, 1920). 6

Hegel pensaba que los románticos se aferraron a la ironía para justificar un impro-

ductivo culto al sujeto singular. Sabía que no se puede producir una obra de arte acomodándose a las reglas y reconocía que hay una parte de verdad en que la obra es una creación del genio, de la inspiración inconsciente y del talento innato. La verdadera inspiración, pensaba, se consigue en la madurez: no se debe olvidar que el genio, para ser fecundo, debe poseer un pensamiento disciplinado y cultivado, así como una práctica más o menos larga. Véase G. W. F. Hegel. Introducción a la estética. Ed. Penínula. Barcelona, 2001. (Tit. or. Das Individuum und die Freiheit. Lecciones impartidas en Berlín entre los años 1823 y 1826). 7

Peter Bürger. Crítica a la estética idealista. Ed. Visor. 1996 (1983).

8

Régis Debray. Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente. Ed Pai-

dós. Barcelona, 1994 (1992). Pág. 183. 9

Platón. La República o el Estado. Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1975.

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10

Aristóteles. "El arte poética". Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1964. Esta edición tiene el

valor de ser una traducción directa del griego realizada por José Goya y Muniain en el año 1798, pero se ve afectada por un preciosismo barroco que hace difícil su lectura. Por eso, se ha decidido retocar las citas lo imprescindible para adecuarlas al lenguaje actual y mantener su sentido. 11

Hans Blumenberg. Las realidades en que vivimos. Ed. Paidós. Barcelona, 1999 (1956).

12

Wladyslaw Tatarkiewicz, en Historia de seis ideas. (Ed. Tecnos, 1992-1976), ha analiza-

do también la relación entre arte e imitación. Pero el problema se complica si consideramos que los griegos, además de la imitación, conocían otros modos más inmediatos de aproximarse al origen (o Idea). Estos eran, la mousike (inspiración de las musas), la fantasía (o imaginación) y un modo original de poiesis, vinculado al mito, la profecía y la revelación. A estos modos también podría añadirse la "participación" (metexis), pero Platón no logró distinguirla con claridad de la mímesis. Todos estos modos de referirse al origen, que hoy se podrían vincular mejor al arte moderno, no eran los propios del artífice griego, sino los que se adjudicaban al poeta inspirado por las musas, al arrebatado, al místico, o al profeta. El modo original de la poiesis era el que hacía del poeta, no un poetike tejnikon, sino un intermediario entre Dios y los hombres. La obra de este poeta surgía por inspiración y participación en la locura divina, es decir, del arrebato poético o manía. Platón escribió en Ion que, no es por tejné, sino por inspiración y sugestión divina (manía) por lo que todos los grandes poetas épicos componen sus hermosas poesías. Originalmente la poiesis debía encontrarse muy próxima a la mousike, término con el que los griegos designaban las actividades patrocinadas por las musas y no sólo la producción de sonidos. El mousikós no era un "teknikon", en sentido estricto, pues su obra procedía de la inspiración. Sólo después, en el período clásico, la actividad del poeta se redujo a la producción de versos reglamentados. 13

Mircea Eliade. Mito y realidad. Ed. Labor. Barcelona, 1991. Tit. or. Aspects du Mythe.

(1963). 14

Francisco R. Adrados. Sobre los orígenes griegos del teatro. Ed. Planeta. Barcelona,

1972. Pág. 52. 15

Valeriano Bozal. Mímesis: las imágenes y las cosas. Ed Visor. Madrid, 1987.

16

Hoy la imitación parece haber desaparecido del mundo, pero sigue apareciendo en

las fiestas y los bailes, cuando se coordinan los movimientos de distintos danzantes y estos con la música aunque, en lugar de vincularse con algo exterior, tienen su sentido exclusivamente en la coordinación. Por su parte, la música basada en ritmos simples,

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que tanto estimula a los jóvenes, todavía nos recuerda que fue, tanto la imitación de los ritmos y ciclos naturales como, del ritmo interior del corazón al latir. 17

Jean Piaget. Psicología y epistemología. Ed. Ariel. Barcelona, 1973. Pág. 103.

18

Sym-bollon significa literalmente lanzar juntos y se refiere a la posibilidad de unifi-

cación entre las partes cuando conjuntamente se lanzan. Lo contrario al sym-bollon, lo que acerca y reúne, es el dia-bollon, lo que aleja y separa, lo dia-bólico. Resulta muy esclarecedor el análisis que hace del símbolo Eugenio Trías en su obra La edad del espíritu. Ed. Destino, 1994. 19

Véase Jean Piaget. El papel de la imitación en la formación de la representación.

Monografías Infancia y aprendizaje Nº 2. Ed. S. XXI, 1981 (1976). Sobre este tema pueden verse también de Piaget, Psicología del niño. (Ed. Morata. Madrid, 1973. Cap III) y La formación del símbolo en el niño. (Ed. F. C. E. México, 1961). 20

Henri Wallon. Del acto al pensamiento. Ed. Psique. Buenos Aires, 1974 (1942).

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Aunque Wallon apuntó que la imitación podría tener su motivo en la empatía definida

por Lipps, parece que esta vía de análisis, que conduce directamente al arte, no le resultó suficientemente atractiva, pues no volvió a establecer dicha relación. Para nosotros en cambio, es evidente que la empatía, en cuanto supone un salirse del yo para ponernos en lugar de otra cosa, es uno de los caminos originales del arte. El problema es que el término que se corresponde con esta posibilidad, el término alienación (en alemán, entfrendung), fue empleado por Worringer para definir lo característico del afán de abstracción. Según Worringer, la objetivación del yo a la que nos conduce el afán de abstracción encierra un enajenarse del yo, un salir del yo para participar del exterior y encontrar sentido y abrigo en la ley. Pero la alienación también se produce cuando, en la experiencia catártica, la representación (trágica) dejaba de ser tal para convertirse en una vivencia de lo "otro" o cuando en los rituales primitivos el danzante salía de sí para vivir su experiencia dentro del animal que imitaba o al caer en el mundo de la inconsciencia (trance). A esta complicación habría que añadir que el mismo término alienación fue empleado por Marx, y posteriormente por Lacan, en un sentido negativo. Según Lacan, si el acceso al logos es cosa saludable en cuanto provee al sujeto de una individualidad propia, la escisión que produce entre mundo real y representación origina la dialéctica de las alienaciones del sujeto. Y así como la palabra engendra la muerte de la cosa y así como es preciso que la cosa se pierda para que se la pueda representar, también el sujeto se pierde en su realidad y su verdad. (Véase A. Rifflet-Lemaire. Lacan. Ed. Sudamericana. Buenos Aires, 1986).

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22

Según Wallon, Piaget se plegó a la oposición "razón-irracionalidad" cuando opuso el

pensamiento del niño (irracional) al del adulto (lógico y racional) y pretendió derivar éste de aquel, ligándolo a un progreso de la sociabilidad. Para Wallon, sin embargo, debía invertirse el orden de los factores, pues el niño comienza por una sociabilidad estrecha con su ambiente humano, no pudiendo subsistir sino por una estrecha dependencia de ella. Por tanto, lo que necesita el niño para desarrollarse no es un progreso, sino una disminución de la sociabilidad, es decir, una progresiva diferenciación del ambiente en el que se encuentra inmerso desde que nace. 23

Ernst Cassirer. Filosofía de las formas simbólicas. Véase el Tomo II, El pensamiento

mítico. Ed. F.C.E. México, 1998 (1924). Cassirer relacionó el modo mítico de consciencia con el idealismo. Frente a la realidad empírica, las formas imaginarias de la consciencia estética superan el problema de la existencia real de los objetos. Confiesan ser ilusión, pero una ilusión que tiene su propia verdad en tanto posee una legalidad propia. De esa legalidad, que supera los modos propios del mito y la religión, surge una nueva libertad de la consciencia. Entonces, la imagen ya no repercute sobre el espíritu como una cosa independiente, sino que se convierte en pura expresión de su propia fuerza creadora. (Pág. 319). Este es, en pocas palabras, el fundamento del idealismo. 24

En este sentido, podría ser interesante estudiar la utilización en los niños de objetos

transicionales definidos por Winnicott. Los objetos transicionales son objetos que usa el niño que participan tanto de la realidad exterior como de la interior y que entrañan una mezcla de yo y no-yo. (De R. D. Winnicott: Realidad y juego. Ed. Gedisa. Barcelona, 1982). Pero también podrían compararse los ídolos primitivos con los fantasmas de los niños, es decir, con las imágenes arquetípicas que brotan del inconsciente y que muchas veces son aterradoras. Es posible que la comparación de estos fantasmas (y quizás la imago de Melanie Klein) con los ídolos primitivos, con las obesas Venus del paleolítico, las figuras ofídicas del arte sumerio, los deformes fetiches del neolítico, las figuras de enormes ojos asombrados o las máscaras aterrorizantes de los primitivos, pueda también esclarecer el sentido de la originalidad, pero esta es una tarea complicada que nos alejaría de la imitación original para acercarnos de nuevo al problema de la alienación. 25

Henri Wallon. Del acto al pensamiento. Op. cit. Pág. 180.

26

Véase el ensayo Sobre la facultad mimética, en Walter Benjamin, Angelus Novus.

Edhasa, Barcelona, 1971. (Tit. or. Über das mimetische Vermögen. Ges. Schriften, Vol II). En este ensayo, no obstante, aparecen ciertas ambigüedades y contradicciones. Por ejemplo, comienza afirmando que producir semejanzas es la característica del hombre y continúa, inmediatamente, refiriéndose al don de percibir semejanzas. Si el hombre

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produce las semejanzas, las semejanzas aparecen con él, pero si sólo las percibe, las semejanzas estaban antes en las cosas, lo cual explica su teoría del lenguaje de las cosas. Se podría suponer que el hombre sólo produce las semejanzas no sensibles (produciendo con ellas nuevas realidades, una superrealidad, como pretendían los surrealistas) y percibe las sensibles, recreando así la realidad objetiva de las cosas, pero de sus afirmaciones se deduce a veces lo contrario. 27

Nuestros verdaderos familiares son nuestros yoes fantasmales que nos oyen y res-

ponden cuando les dirigimos nuestro discurso silencioso. Unos familiares que suelen aparecer y montarse al margen de nuestra intención. Lo puso de manifiesto Joyce en Ulises. Incluso cuando nuestra escucha y atención son caprichosas, nuestra consciencia es un monólogo cuyas fuerzas creativas apenas han sido analizadas, piensa Steiner. Véase George Steiner, Presencias reales. Ed. Destino. Barcelona 2001. Pág. 246. (Tit. or. Real Presences, 1989). 28

Véase Henri Wallon. La evolución psicológica del niño. Ed., Psique. Buenos Aires,

1976 (1941), donde el autor distinguió entre juegos funcionales (movimientos rítmicos) juegos de ficción, juegos de adquisición y juegos de fabricación (combinar objetos). Todos implican creación en tanto relacionan cosas para descubrir un nuevo sentido. 29

Ibid. pág 64.

30

Véase J. Ch. F. Schiller. Escritos sobre estética. Ed. Tecnos, 1990 (1793-1803).

31

Adolf Behne. La construcción funcional moderna. Ed. Serbal, 1994 (1923).

32

Johan Huizinga. Homo ludens. Ed. alianza, 2000 (1938).

33

Hans-Georg Gadamer. Estética y hermeneútica. Ed. Tecnos. Madrid, 1996 (1976-86).

Pág. 93. 34

Ibid. pág. 129.

35

Véase Hans-Georg Gadamer. La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y

fiesta. Ed. Paidós. Barcelona, 1991. 36

Op. cit. Del acto al pensamiento. Págs. 94-95.

37

Claude Lévi-Strauss. El totemismo en la actualidad. Ed. Fondo de Cultura Económi-

ca, 1997 (1962). 38

Ibid. pág. 129.

39

Esta interpretación puede deducirse del concepto de técnica definido por Schiller en

216

Escritos sobre estética. Ed. Tecnos, 1990 (1793-1803) y de Martin Heidegger. La pregunta por la técnica. Cap. I de Conferencias y artículos. Ed. Serbal. Barcelona, 1994 (1954). 40

Véase Oteiza. Quousque tandem...! Ed. Pamiela. 5ª ed. S. f. Ilustraciones 43 a 53. Su

cuaderno Estética del huevo, a pesar del título, no aporta nada relevante al problema que nos ocupa. 41

Véase J. P. Vernant. Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Capítulo titulado, La

categoría psicológica del doble. Ariel Ed. Barcelona, 1982. Según Vernant, cuando el doble (kolossós) se hace presente (en el ritual) su carácter insólito lo descubre como perteneciente a otro lugar inaccesible, como lo otro, diríamos, o la otredad a la que se refería Octavio Paz en sus ensayos. 42

C. G. Jung. Psicología y simbólica del arquetipo. Ed Paidós. Barcelona, 1992. Cap. Las

visiones de Zósimo, 1937. 43

Véase M. L. von Franz. El proceso de individuación. De El hombre y sus símbolos. C.

G. Jung y otros. Clarat Ed. Barcelona, 1976 (1964). 44

Ibid. pág. 233.

45

Oteiza. Op. cit. Véanse figs. 35, 36, 37 y 38.

46

C. G. Jung. Op. cit. pág.41.

47

Oteiza comentó de esta fotografía: El artista con su cara borrada de huevo. Todavía el

artista mismo, que aquí vive poéticamente (en esta encantadora fotografía), no vive naturalmente. Vivir detrás de una máscara, en una secta (artística, política o religiosa) es seguir con la dualidad: un huevo en la cara, una patata en el corazón. O la patata (el gesto) en la cara (como siempre) pero con un huevo (como siempre) en el corazón. Op. cit. Figura 39. Sin pag. 48

André Malraux. Prefacio al libro de André Parrot, Sumer. Ed. Aguilar, 1981 (1960).

Según Malraux, los sumerios encontraron en los guijarros el poder de sugerencia que los extremo orientales encontraron en las montañas y los celtas en las piedras alzadas. 49

Gottfried Semper. Der Stil... Vol I, pág. 169. Véase también Joseph Rykwert Al princi-

pio fue la guirnalda y el nudo. (Revista Arquitecturas Bis, 1975). 50

Rosalind E. Krauss. La originalidad de las vanguardias y otros mitos modernos. Alian-

za. Ed. Madrid, 1996 (1985). Pág. 171. 51

Véase el ensayo Escuela elemental de J. Abbott Miller en El abc de la Bauhaus y la

teoría del diseño. Ellen Lupton y J. A. Miller. Ed. G.G. 1994.

217

52

Rosalind E. Krauss. Op. cit. Del ensayo Retículas, 1978. Pág. 36.

53

Véase, Ellen Lupton, Diccionario visual. Op. cit. pág. 23.

54

Peter Einsenman. Revista Arquitectura. Nº 270 (1988). Pág. 130.

55

Revista Arquitectura,Nº 270, 1988. Pág 70.

56

Rudolf Arnheim. Arte y percepción visual. Ed. Nueva Visión. Buenos Aires, 1962

(1957). Pág. 136. 57

Rainer Wick. Pedagogía de la Bauhaus. Ed. Alianza. Madrid, 1993 (1982).

58

Véase su entrevista para la revista El Croquis, Nº 80, 1986.

59

Según Ortega (véase José Ortega y Gasset. La deshumanización del arte y otros

ensayos de estética. Ed. Espasa Calpe, 1987 (1925), el arte nuevo pretende ser sólo artístico, es decir, alejarse de lo circunstancial, eliminando progresivamente los elementos humanos, para acercarse a lo objetivo y esencial, pues en el arte, como en la moral, no depende el deber de nuestro arbitrio; hay que aceptar el imperativo de trabajo que la época nos impone. Este imperativo se caracteriza por las siguientes tendencias: deshumanización de la realidad u objetivación, eliminación de las formas vivas, autonomía de la obra, juego, ironía, verdad y falta de trascendencia. Esta última tendencia se puede detectar en el alejamiento del arte del eje que sostiene al hombre, vaciándose de patetismo y asumiendo una posición secundaria (y humilde) en la vida. 60

José Ortega y Gasset. Op cit. pág. 73.

61

En un manuscrito que escribió para la inauguración de una exposición de jóvenes

artistas catalanes (enero del 26) se puede leer: La creación artística es, en lo que tiene de tal, una misteriosa labor inconsciente. El pintor da cuadros como el manzano manzanas. Generalmente el artista entiende muy poco de arte en general y, en consecuencia, del suyo en particular... El manzano no entiende de botánica. El buen aficionado a la estética (por él mismo) suele sufrir y callar mucho cuando oye al artista hablar de su arte (lo que era una educada manera de decirles a la cara que suelen decir tonterías). El artista suele desconocerse a sí mismo y casi nunca penetra en la bodega mágica donde fermenta su inspiración...Todo lo viviente procede de igual modo. Op. cit. pág. 220.

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