Dios salve la razon
 8474909155, 9788474909159

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Ensayos 357

BENEDICTO XVI, GUSTAVO BUENO, WAEL FAROUQ, ANDRÉ GLUCKSMANN, JON JUARISTI, SARI NUSSEIBEH, JAVIER PRADES, ROBERT SPAEMANN, JOSEPH H.H. WEILER

Dios salve la razón

Título original Dio salvi la ragione © 2007 para los textos de André Glucksmann, Wael Farouq, Sari Nusseibeh, Robert Spaemann y Joseph H.H. Weiler Edizioni Cantagalli, Siena © 2007 para los textos del Santo Padre Benedicto XVI Libreria Editrice Vaticana © 2008 para los textos de Gustavo Bueno, Jon Juaristi y Javier Prades, así como para la versión española del libro Ediciones Encuentro, S. A., Madrid Traducción Lázaro Sanz Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos. Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid Tel. 902 999 689 www.ediciones-encuentro.es

ÍNDICE

JAVIER PRADES Un testigo eficaz: Benedicto XVI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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BENEDICTO XVI Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones . . . . . . . . . El mundo tiene necesidad de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La fe es sencilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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GUSTAVO BUENO ¡Dios salve la razón! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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WAEL FAROUQ En las raíces de la razón árabe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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ANDRÉ GLUCKSMANN El espectro de Tifón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 JON JUARISTI Teología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 SARI NUSSEIBEH Violencia: racionalidad y razonabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145

ROBERT SPAEMANN Benedicto XVI y la luz de la razón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165 JOSEPH H.H. WEILER La tradición judeo-cristiana entre fe y libertad . . . . . . . . . . . 185

Presentación UN TESTIGO EFICAZ: BENEDICTO XVI JAVIER PRADES

El libro que presentamos se ocupa de tres realidades decisivas para la vida «buena» personal y social: Dios, la salvación, la razón. Nada menos. No hay muchos problemas que afecten a los hombres de cualquier época más que éstos. Como llenan bibliotecas enteras, es imposible abarcarlos. Nos conformamos con señalar algún lugar por el que abrir la discusión. Empezaremos por el final.

¿Está perdida la razón? Cuando se proclama que la razón debe ser salvada es porque se supone que se ha perdido a sí misma, ha frustrado, de modo provisional o definitivo, su finalidad y su naturaleza más propia. Quizá muchos de nuestros contemporáneos ni siquiera aceptarían esta suposición. Si hay algo en lo que confían llenos de seguridad es precisamente en la razón, que identifican con una cierta ideología cientifista. Serían más bien otros los aspectos de la vida social o personal que estarían perdidos. Quienes piensan así reflejan una «mentalidad moderna» que sigue teniendo notable peso en nuestra sociedad.

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Para localizar las raíces de esa mentalidad, conviene sobrevolar, aunque sólo sea, ese proceso clásico de Occidente que es la génesis de la modernidad y su evolución. Muchos especialistas han documentado con detalle este recorrido cultural, filosófico y teológico tan complejo y a ellos remito1. Al decir que la razón se ha perdido se alude al hecho de que la (pos)modernidad ha acuñado un concepto tan débil de razón que la despoja de los atributos que un día la convirtieron en símbolo del mundo moderno. ¿Cómo era la razón moderna? Se caracterizaba por reivindicar una capacidad de conocer (y de poder) que no se subordinaba a nada ni reconocía límites ajenos a ella misma. Se ha dicho que era una razón ab-soluta, en el sentido etimológico de la palabra (absolutum: suelto de, desligado), por dos motivos2. En primer lugar, la razón buscaba su fundamento desligándose de la experiencia sensible, que inducía a tantos errores, y de toda interferencia de las pasiones. Así se separaba ineludiblemente de la esfera afectiva y de la libertad, y con ello también de la condición histórica y social del ser humano, no menos expuesta a la mutabilidad de lo contingente. Aunque ambas, razón y libertad, se reivindican como las grandes conquistas del mundo moderno, no obstante, han procedido desde el principio de la modernidad en paralelo, como externas la una a la otra. El saber no se dejaba contaminar por la voluntad, precisamente porque la condición de su universalidad residía en la pretensión de ser neutral y objetivo. Sin embargo, la libertad y la dignidad de la conciencia ofrecían el motivo de legitimación del sistema público de la razón, reivindicando 1 Por citar algún clásico: C. Dawson, T.S. Eliot, R. Guardini, P. Hazard o G. de Lagarde. En perspectiva teológica siguen teniendo gran vigencia algunas intuiciones de H. de Lubac. Una reflexión interdisciplinar e interconfesional en: M. Ureña-J. Prades (eds.), Hombre y Dios en la sociedad de fin de siglo, Unión Editorial-Publicaciones Universidad Comillas, Madrid 1994. 2 Véase A. Scola, La experiencia humana elemental. La veta profunda del Magisterio de Juan Pablo II, Ediciones Encuentro, Madrid 2005.

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así su primacía en la civilización naciente. El modelo teórico del mundo moderno no consigue pensar unidos el saber y la libertad, cuyo ejercicio se consideraba sin embargo como el distintivo de la época. La razón se absolutizaba, además, en una segunda acepción radical, porque se llega a concebir como el horizonte total y completo de todo acceso a la realidad. A partir de la primera separación mencionada, seguirá un proceso en el que cada vez iba a costar más percibir desde dentro del dinamismo de la razón una procedencia (de dónde) y una remisión (hacia dónde) más allá de sí misma. Tendríamos pues, al final, un saber absoluto, que se fundamenta sobre sí mismo en cuanto que se separa de su relación intencional con la realidad (sensible, racional y afectiva) y en cuanto que no admite ninguna instancia superior, ninguna autoridad, señaladamente la de Dios. En un primer momento todavía se va a aceptar una cierta existencia de Dios, bajo dos condiciones: que no intervenga en la historia, y que quede, lo mismo que la metafísica, fuera del ámbito de lo estrictamente racional, que es la ciencia. En passant se puede discutir si la modernidad como tal se identifica sin más con esta concepción de la razón absoluta, por tanto inmanentista, que estamos describiendo. No faltan voces que reivindican la existencia de líneas minoritarias de pensamiento moderno, independientes de esta que llamamos aquí «la» razón moderna porque ha sido predominante3. En todo caso, esa razón, liberada de las ataduras de la tradición, de la religión o de la costumbre, podía por fin explicarse en sí y por sí. Podía pues ofrecer un saber universal tanto en el campo de las ciencias naturales y sociales como en el de la ética e incluso en el de la religión, dentro de los límites de la razón. Perseguía un ideal de 3 A. del Noce, «L’idea di modernità»: VV.AA., Modernità. Storia e valore di un’idea, Morcelliana, Brescia 1982, pp. 26-43.

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«autocercioramiento» que ha acompañado muchas adquisiciones de la investigación científica y de la reflexión filosófica o política de los últimos siglos, de cuya importancia para nuestro bienestar actual hay que dejar constancia. No es de extrañar que una razón así entendida llegara a ser venerada como una diosa, cuya omnipotencia nacía de su emancipación frente a toda instancia exterior. Sobre ella se apoyaba una civilización que avanzaría indefectiblemente hacia mejor. Bertrand Russell y Stefan Zweig, dos personajes poco afines, coincidían en que era casi imposible explicar cómo era aquel mundo a los que no lo conocieron: confiado, sólido, destinado a un progreso continuo. Un mundo que pereció para siempre, a juicio de ambos, en los campos de batalla de la Gran Guerra4. Y todavía faltaban la Segunda Guerra Mundial, la Shoah, los Gulag. La historia de la cultura europea ofrece un catálogo inabarcable de filósofos, ensayistas, literatos, pintores, cineastas, políticos… que a lo largo del siglo XX han ido arrancando a la razón moderna los atributos que casi la convertían en divina. En una especie de aceleración uniforme, han ido superándose unos a otros en el empeño de destituir a la razón de aquellas características. Esta insistencia «deconstructiva» identifica el punto al que ha llegado una «razón que quería dar razón sólo a partir de sí misma». Si la razón moderna se caracterizaba por algo era sobre todo por la conquista de su autonomía radical que superaba los modelos de fundamentación heterónoma típicos de épocas premodernas. Y sin embargo su pretensión está muy lejos de haberse confirmado, como muestran las críticas que ha ido sufriendo, desde dentro de su propia «tradición». Quizá el único punto —decisivo al fin y al cabo— en el que la (pos)modernidad no renuncia a su matriz 4 B. Russell, «El filósofo pacifista. Entrevista de R. Wheeler para Wisdom, NBC (1951)». S. Zweig, El mundo de ayer, El Acantilado, Barcelona 2001.

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moderna es precisamente el de la reivindicación del carácter absoluto de su capacidad deconstructiva, lo que algunos llaman el carácter «deponente» de la racionalidad posmoderna5. A lo mejor por eso nuestros contemporáneos posmodernos no acogerían de buen grado la sugerencia de que la razón vive una condición negativa. También por este motivo, no será desmedido hablar de un extravío de la razón (pos)moderna. Tras un camino largo y difícil, cuyo esclarecimiento excede el cometido de la presentación de un libro y la capacidad de quien escribe, lo que sí resulta claro es que una razón de este tipo se acaba reduciendo a un mero hecho aleatorio y vano, si nadie puede atestiguar su necesidad y garantizar su poder de alcanzar la verdad. Degradada de su condición divina, hoy es cada vez más habitual reducir la razón a un puro factum, a un dato neurobiológico, al modo de un sofisticado mecanismo cibernético, o considerarla como un puro hecho sociológico, resultado de la autorregulación impersonal de las estructuras sociales. En ese caso, no podría asegurarse a partir de sí misma un sentido propio. La mera contingencia experimental no puede fundamentar la razón. Éste es, a mi juicio, el diagnóstico decisivo: la razón (pos)moderna se concibe de tal manera que no puede dar razón de su sentido. No puede afirmar su sentido a partir de las premisas que ella misma establece. La actividad racional no sería entonces más que la mirada inmóvil de una cosa, de un «sujeto» (¿u objeto?) que se ignora a sí mismo. Esa parálisis no afecta sólo a las discusiones de gabinete académico, sino que ha tenido y tiene enormes repercusiones en la vida de nuestras sociedades. Cuando la dimensión racional y la dimensión afectiva-volitiva se separan desde su origen, salen perdiendo tanto una como otra. La razón «pura» que aparecía como la gran 5 G. Bontadini, Saggio di una metafisica dell’esperienza, Vita e Pensiero, Milano 31995.

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herramienta especulativa para llegar incluso a la identificación soberana de lo racional y lo real acaba por menguar hasta una simple racionalidad instrumental. Hoy es muy reconocible en la tecnociencia aplicada a la economía y la política, donde no sólo las respuestas, sino incluso las preguntas sobre el sentido carecen de él. Y la esfera afectiva, desenganchada de toda referencia racional, se erige cada vez más en un ámbito privado, gobernado (es un decir) por el puro sentimiento. No es tampoco extraño que muchas manifestaciones de la libertad sean mera reacción de violencia ante un orden de la razón instrumental que no es capaz de contemplar las exigencias y preguntas humanas. Ni la globalización financiera-tecnológica ni el mercado de masas, por una parte, ni la reducción de la política a mero pragmatismo de poder nacional o supranacional, por otra, pueden resolver esta situación en la que, de hecho, se excluye un fundamento, un sentido del sentido. Más que nunca resultan proféticas las advertencias de Hannah Arendt sobre la importancia de la razón en el campo de la convivencia social: «La preparación [para el totalitarismo] ha tenido éxito cuando [...] los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción, y la distinción entre lo verdadero y lo falso»6.

¿Por qué hay que salvar la razón? Para que interese salvar la razón habrá que comprobar no sólo que estaba perdida sino que merece la pena salvarla. A pesar de lo 6 H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, vol. 3, Alianza, Madrid 21987, p. 700.

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ya dicho, no parece ser una evidencia compartida socialmente. Muchos, en el mundo universitario o cultural, podrían mantener que si salvar la razón equivale a algo así como volver a abrir la pregunta por su sentido y por la verdad, entonces es mejor dejarla como está. En cambio, querrá salvar la razón quien considere que ésta es un bien. No un bien de cualquier tipo, sino un bien propiamente racional, porque la razón no es un hecho bruto, cuya utilidad es instrumental, carente en sí misma de significado y de valor. Si lo que hemos venido afirmando hasta ahora es correcto, el esfuerzo ímprobo de la razón, en su acepción dominante, para certificar su propio sentido y utilidad ha fracasado. Entonces, una de dos, o hay que resignarse a la opresión económica y política de la razón instrumental, cuyas consecuencias sombrías podemos imaginarnos enseguida, o es necesario «salvar la razón». Si acogemos la segunda opción, podemos pasar adelante y preguntarnos: ¿Quién puede asegurar el valor de la razón? ¿Quién fundamenta el sentido del sentido?

El mito de la edad adulta Para responder a esta pregunta, hay que retomar el segundo aspecto de la absolutización de la razón que habíamos mencionado. Ello nos obliga a volver atrás y rehacer un trecho del camino que ha llevado a disociar a Dios y la razón, aparentemente sin retorno. El episodio histórico no se refiere a la cuestión religiosa en general, sino a la revelación cristiana en sentido estricto. Es un problema típico de Occidente en su lucha para emanciparse del cristianismo, y sólo podía nacer en un mundo modelado por el cristianismo. No parece mera coincidencia que casi al mismo tiempo surgiera la pregunta moderna sobre una «esencia del cristianismo» cada vez

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menos evidente para los propios cristianos7. De nuevo aquí, nos limitamos a algunas pinceladas8. A partir de una combinación sumamente compleja de factores históricos y filosófico-teológicos, que viene desde la Baja Edad Media, llegó un momento en el que muchos europeos pensaron que la mediación de la tradición cristiana para acceder a la verdad era algo exterior, contingente, lo cual imponía a la razón un desvío inútil. Lo histórico no enseñaba nada universal, y la razón no debía esperar nada de los hechos contingentes de la historia si quería conocer verdades necesarias. Con el precedente decisivo de Spinoza, serán Kant y Lessing los grandes formuladores de esta «objeción» de la razón moderna contra la revelación cristiana —que ciertamente incidía también sobre las otras religiones positivas—. La tradición remite a acontecimientos históricos particulares que la razón no está obligada a tomar en consideración porque no les reconoce valor universal. Por ello cuando la revelación cristiana pretende ofrecer el sentido universal de lo Absoluto, provoca a la razón, desafía su autonomía9. Para la razón ilustrada es una contradicción pretender, como hacen los autores sagrados narrando los hechos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, que la verdad universal de Dios se encuentre en algo particular cambiante. El presupuesto que subyace a este rechazo de la mediación testimonial, propio de la razón absoluta, es una concepción de Dios como «ser absoluto» abstracto e indeterminado. Quizá porque la razón moderna en el fondo imite la concepción de Dios que presupone. 7 El debate se abre con Schleiermacher y pasa por Feuerbach y Harnack, en ámbito protestante, hasta los católicos Guardini y Adam en el siglo XX, por indicar algunos nombres. 8 Retomo libremente en lo que sigue algunas tesis de C. Bruaire, «Témoignage et Raison»: E. Castelli (a cura di), La testimonianza, Istituto di Studi Filosofici, Roma 1972, pp. 141-149. 9 J. Ratzinger, Fe, Verdad, Tolerancia. El Cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005, pp. 80-81.

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¿Cuál es entonces la utilidad de la tradición? Aunque la modernidad rechazaba la pretensión de la tradición cristiana, la podía aceptar todavía como sustituto provisional del ejercicio autónomo de la razón. Lo cristiano en la historia sería como un auxiliar de la evolución de la filosofía. Para Kant la revelación cristiana, exterior, agota su misión cuando llega la auto-fundamentación de la razón. Lessing considera que la religión histórica desempeña una función pedagógica, para guiar a la humanidad en su infancia y adolescencia hasta la vida adulta de la razón autónoma, sobre todo moral. Ahora bien, cuando uno es adulto se libera del pedagogo. La versión de Hegel es, en cierto sentido, diferente porque considera al cristianismo como la religión absoluta, pero la solución final es similar: se suprime el carácter histórico del cristianismo. En este caso, el cristianismo como forma histórica no sólo es algo del pasado sino que en cuanto tal es superado/asumido en su contenido, que es filosófico. El cristianismo se resuelve en religión, y la religión en filosofía. Por eso es absoluto, pero al precio —diríamos nosotros— de no ser ya el cristianismo de la tradición apostólica. Como la tesis de Lessing se ha convertido en una interpretación muy común sobre la religión, y sobre el cristianismo en particular, volvamos a ella. Nos resulta familiar el «mito de la edad adulta». Si examinamos la tesis de Lessing veremos qué es lo que le ha hecho tener tanto poder de convicción. Erige en sistema de la historia universal lo que constituye una experiencia común del aprendizaje de la razón: nadie se despierta espontáneamente al sentido, en su forma lógica, nadie aprende a hablar el lenguaje de la razón, sin una autoridad que responda y que atestigüe su verdad. Esta relación de autoridad es necesaria e insustituible, dada la separación que hay entre las exigencias de la vida natural y el carácter convencional del lenguaje —como expresión del sentido—, que en cuanto tal es inútil para el cuerpo. El sentido no

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corresponde a ninguna necesidad exigible en el orden biológico ni brota de ahí. Hay que empezar por creer en el sentido, es decir, por creer a los que dan testimonio de él (los padres respecto al niño). Los padres y educadores ejercen una autoridad muy valiosa pero provisional, ya que representan una autoridad que luego surgirá de la razón misma cuando se desarrolle autónomamente. Después pueden y deben desaparecer puesto que su función se ha agotado. Del mismo modo debe desaparecer la tutela de la religión histórica una vez que la humanidad occidental ha llegado a ser adulta. Se advierte la semejanza entre la mediación del adulto en la educación y la de la tradición cristiana en la historia. Si las cosas quedaran así, un mismo motivo serviría para justificar la suficiencia de la razón y la superación irreversible de la tradición cristiana. Pero sigamos hasta el final el mito de la edad adulta para ver en qué concluye. Es verdad que la educación a la razón no puede ser sino educación a la libertad, que no debe depender sólo de los argumentos de autoridad exterior. Pero la búsqueda libre de la verdad no puede ser más que una continua exigencia de un fundamento de la razón, una pregunta por el sentido del sentido, como la cultura de Occidente siempre ha perseguido. ¿Por qué? Porque lo racional, lo conceptual, el sentido articulado lógicamente, no nace a partir de sí mismo y queda en sí mismo sin apoyo. Un modo de ejemplificar esta dificultad es examinar los motivos por los que la razón moderna rechaza el testimonio histórico como fuente de conocimiento fiable (Hume). Dada la falibilidad de ese tipo de conocimiento, no se puede aceptar más que mediante la pretensión de ofrecer su fundamentación en el saber autónomo (experiencia empírica, evidencia o demostración racional). Pero ciertas corrientes contemporáneas de filosofía del lenguaje consideran ese intento inviable. Muestran cómo para justificar que un testimonio es fiable a partir

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de un conocimiento autónomo hay que servirse siempre de un lenguaje ya en uso, lo que implica la aceptación de uno o muchos testimonios como verdaderos. El saber testimonial está entonces implicado inevitablemente como condición de posibilidad de toda justificación individual a posteriori del testimonio10. Ya hemos mencionado antes el resultado de la pretensión de autofundarse, típica de la razón moderna. Ésa sería la traducción definitiva, realista, del mito de la edad adulta. Y lo mismo que la razón no puede pretender fundamentarse sobre sí misma en modo separado (ab-soluto), tampoco la historia del pensamiento y de la cultura occidental puede alimentar el mito de su autosuficiencia adulta, como resulta evidente en nuestra situación actual.

¿Cómo se salva la razón? Cuando la razón está inquieta sobre su propio sentido, re-flexiona para descubrir su raíz, para encontrar su función y su destino. Bien mirado, busca «lo otro», ya que ella misma, en su pura autonomía, se acaba reduciendo paradójicamente a un hecho bruto del que nadie responde. En este caso, en efecto, la pregunta que se formula la razón: ¿para qué sirve la razón? sería una aporía irresoluble en la (pos)modernidad. Por un lado, para responder no basta remitir al hecho de que la razón existe y funciona, sino que se está preguntando por su sentido. Por otro, si somos coherentes con la mentalidad moderna, el sentido de ese hecho que es la razón universal no se puede remitir a ningún acontecimiento singular propuesto por un testigo externo (los padres como testigos 10

C.A.J. Coady, Testimony. A philosophical study, Clarendon Press, Oxford

1992.

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del significado de la razón del niño, la revelación cristiana como testigo del significado del mundo…). ¿Cómo es posible entonces que el sentido del sentido no sea en sí mismo un mero concepto de la razón? ¿Cómo lo otro respecto de la razón no será sino lo mismo que la razón? La modernidad terminaría en una aporía porque no nos permitiría salir de la razón para establecer su sentido, y, a la vez, nos obligaría a quedarnos en el puro hecho de la existencia de la razón, en cuanto desprovista de sentido. La razón pura, encerrada en sí misma, no defiende sus prerrogativas más que confesando su impotencia para conocer de verdad: sería la incapacidad confesa del discurso racional para ser onto-lógico. Esta confesión delata un desconocimiento de la verdadera índole de la razón humana, en particular de su reflexividad tan apreciada en la época moderna. La re-flexión no es una reiteración fastidiosa de un desdoblamiento (la idea de la idea…) sino que el reflexionar, el tomar distancia, el retornar y retomar, sólo es posible y fecundo cuando la razón se descubre «ligada» a lo que no es ella: a la exigencia constitutiva que anima sus movimientos y la hace ser búsqueda de sentido. Dicho de otro modo, la razón no puede reflexionar si no descubre su relación necesaria con la unidad e integridad de la experiencia humana. Existe un vínculo insoluble entre el orden de la razón, expresado en el lenguaje racional, y el orden del deseo que impulsa y provoca a la razón a su apertura a la realidad. Aquí aparecería el camino de reconciliación de la esfera de la razón, la esfera afectiva-volitiva (deseo) y la corporalidad, como primera instancia para salvar una verdadera reflexividad de la razón y una verdadera apertura de sus preguntas, más allá del encerramiento de la razón sobre sí misma. Si queremos salvar la razón lo primero que hay que recuperar es la unidad de la experiencia humana en todas sus dimensiones. Lo había recordado, con claridad francesa, Jean Guitton al decir que «es razonable aquel que somete la propia razón a la

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experiencia»11. La experiencia humana elemental se caracteriza, en efecto, como un conjunto indisociable de exigencias y evidencias de orden teórico y práctico, que se despiertan y profundizan en el continuo intercambio con el mundo que nos rodea12. Esta visión de la razón humana, profundamente insertada en el conjunto de los demás dinamismos sensibles y afectivos, permite evitar las consecuencias negativas a las que abocan, por separado, una razón meramente instrumental y un dinamismo afectivo puramente sentimental. Por eso hay que apreciar aquellos planteamientos contemporáneos que despliegan la profunda unidad de la experiencia humana y consideran conjuntamente las propiedades trascendentales del ser. Confieren todo su valor a la unidad de la experiencia «estética» (pulchrum), la experiencia «dramática» (bonum) y la experiencia «lógica» (verum) como acceso a lo real13. Ya la mejor reflexión cristiana remitía a la implicación recíproca del saber y de la plenitud afectiva, que es la felicidad —cuando no ha sido así es porque se vivían períodos de decadencia en la teología—. Por citar alguna voz sobresaliente, Agustín de Hipona piensa que el hombre no tiene otro motivo que le impulse a filosofar que no sea su felicidad, y Tomás de Aquino afirma que la verdad primera coincide con el fin de los deseos y las acciones humanas14. ¡Qué necesidad tenemos de encontrar pensadores cuya actividad racional nazca del deseo de la felicidad, y, sobre todo, encamine a ella! La pregunta sobre la salvación de la razón reclama un paso más. Si seguimos examinando el dinamismo de la razón que está inquieta y busca el fundamento originario del vínculo indisociable entre lo racional y lo afectivo-volitivo, nos encontramos con que la propia J. Guitton, Arte nuova di pensare, San Paolo, Cinisello Balsamo 1991, p. 71. L. Giussani, El sentido religioso, Ediciones Encuentro, Madrid 1998. 13 H.U. von Balthasar, Trilogía (en 16 vols.), Ediciones Encuentro, Madrid 1985-1998. 14 De Civitate Dei, XIX, 1, 3. Summa Theologiae II-II q. 4 a. 2 ad3. 11 12

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libertad no consigue alcanzarlo efectivamente. En rigor, le resulta imposible. Y aquí la cuestión desvela todo su interés. La razón reconoce su sentido sólo si acepta que está ligada a «lo otro», primero al dinamismo afectivo-volitivo y a la corporalidad, que a su vez la abren a lo que ella no produce sino que encuentra en el mundo. La razón no puede producir, ni tampoco aferrar por completo, el fundamento original de ese vínculo, del que depende su propio sentido. Este hecho se refleja a nivel antropológico en el carácter insuperable que tienen las tres diferencias elementales en las que vive todo sujeto humano: cuerpo-alma, hombre-mujer, individuo-comunidad. En estas tres «polaridades» el ser humano experimenta la unidad de identidad y diferencia, sin que pueda resolver uno de los polos en el otro, ni poseerlos separadamente por completo. La imposibilidad que experimenta la razón para alcanzar su propio origen da pie a dos consideraciones que tan sólo dejo apuntadas. La primera la hemos mencionado en parte: el acceso al fundamento no puede ser puramente racional, sino que implica la totalidad del dinamismo humano, racional y afectivo-volitivo. El problema del «sentido del sentido» se convierte en un lugar privilegiado para mostrar la indisociable presencia de la libertad junto con la razón en el acceso al fundamento. Encuentra así salida una Ilustración siempre insatisfecha por su dificultad para mostrar la unidad de razón y libertad. En segundo lugar, la existencia en el hombre de una pregunta (racional-afectiva) como la que hemos venido describiendo, una «pregunta última», no es indicio tan sólo de la existencia de la pregunta sino de la existencia de la respuesta, es decir de un fundamento que no puede ser tan sólo pensado sino que aparece como «otro» respecto a la razón y le certifica su sentido. El testimonio sobre el sentido de la razón, que busca su fundamento originario, no puede ser testimonio de cualquiera sino que tiene que ser del Fundamento mismo. Dicho de otro modo, sólo por un testimonio del Absoluto, la razón puede alcanzar de un modo pleno aquello que busca.

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Dios salva la razón Reaparece aquí el tercer protagonista de nuestro título: Dios. El Fundamento, en cuanto «otro» respecto a la razón, da testimonio de sí mismo en la creación y en la historia, y así constituye y salva la razón. A fuer de ser pesado, recuerdo que los problemas que se plantean son enormes, por lo que me limito a algunas sugerencias. Si se me permite expresarme así, para que Dios como Fundamento sea la solución y no el problema, hace falta que sea real, que exista como una realidad independiente de nosotros. No puede ser una mera idea que regula nuestros pensamientos, porque no nos sacaría del callejón sin salida en que terminaba la (pos)modernidad. Sólo un fundamento real, otro respecto a la razón y a la vez constitutivo de la razón en cuanto que es su horizonte propio, puede asegurar el sentido que busca la razón misma. La tradición cristiana, católica, enseña que Dios es una realidad concreta y singular, un ser personal; es más real que cualquiera otra cosa que consideremos real. Su ser no es el de una mera idea universal, al modo de un género universalísimo. Cuando afirmamos la unidad divina, no tratamos sólo de afirmar que existe lo divino sino «este Dios»15. Y esa realidad una y única da testimonio de sí mismo en la unidad de la creación —a través de las cosas del mundo visible exterior y mediante la interpelación interior de la voz de la conciencia (Rm 1,18ss. y Rm 2,14-15)—. Dios creador, infinitamente libre, es la respuesta metafísica a la razón del hombre que busca su fundamento. El hombre debe pues modificar su comprensión de lo universal, a la luz de la singularidad del ser divino. En efecto, que el sentido universal de la razón sea Uno singular (Dios), limita definitivamente 15 Summa Theologiae I q. 11 a. 3. c. Tomás explica la unidad singular de Dios apelando a la analogía con la unidad singular de este hombre, Sócrates.

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los poderes del saber especulativo ab-soluto, y le «fuerza» a abrirse a la espera, a la escucha de una revelación histórica. Si el Fundamento es Uno singular, para conocerlo de verdad, para saber Quién es, será necesario escucharlo, si libremente quisiera desvelarse (como Platón había presentido en su Fedón). Aquí ya no estaríamos en una religiosidad genérica, de tipo creatural, sino en la expectativa de la realidad singular de un acontecimiento histórico. Ésta es, en el fondo, la más profunda espera de la razón misma. ¡Qué conmoción han experimentado tantos hombres, filósofos o no, cuando han oído anunciar la efectiva realidad de ese acontecimiento en la historia! El Logos de Dios se ha hecho carne y habita entre nosotros (Jn 1,14). Podemos conocer y amar personalmente a Aquel que es el fundamento de nuestra razón, fuente y fin último de nuestro deseo de felicidad.

Dar testimonio de la razón Para salvar la razón hay que dar testimonio de ella, en favor de ella. O, quizá más radicalmente, hay que utilizar siempre la razón en forma testimonial. Ello supone que debemos educarnos a esa modalidad plena del conocimiento de la realidad en la que la libertad está intrínsecamente implicada. Especialmente cuando está en juego el conocimiento y la decisión a favor del Fundamento, que se manifiesta a través de la realidad. En efecto, el primero que suscita nuestro testimonio es Dios mismo. Él interpela sin cesar nuestra capacidad cognoscitiva y moral por medio de su iniciativa que se manifiesta en la realidad exterior e interior. Así atestigua su Presencia siempre fiel y con ello mantiene viva nuestra razón y nuestro deseo según sus dimensiones originales, solicitándolas a un acto de asentimiento

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libre. El Padre, que no deja de dar testimonio de Sí a través de las criaturas, se hace presente en la historia por medio de su Hijo que es la Verdad en persona (Jn 14,6) y ha venido para dar testimonio de la Verdad (Jn 18,37). Es el Testigo fiel (Ap 1,5). No sólo: por el testimonio del Espíritu de la Verdad (Jn 15,26) permanece en la historia y en lo más íntimo de los corazones. Así, a través de la unidad de la historia de la salvación (creación y encarnación redentora), los hombres somos convocados personalmente a dar testimonio del Dios vivo y verdadero. Aunque suene algo chocante, la lección que podemos aprender es que la razón no se fortalece en un puro «razonar», sino utilizándola para conocer la realidad, de tal manera que demos testimonio de su valor y de su sentido. Esa tarea la cumple la razón cuando está ligada, arraigada en el vínculo profundo de la experiencia humana elemental en su unidad e integridad: razón, afecto, libertad, corporalidad, relación con los otros y con el Otro. De este modo puede recuperar la modernidad un valor que le fue muy querido: la capacidad de juzgar por sí mismo con certeza, y de defender la propia libertad, sin depender acríticamente del criterio de una autoridad externa. Un valor, por otro lado, que está en los inicios mismos de la civilización occidental, desde que Sócrates preguntaba a sus conciudadanos sobre la consistencia de sus propias convicciones. Los occidentales nunca hemos podido abandonar la tarea de dar razón de nuestras creencias, de preguntarnos por su verdad. Por poner sólo un ejemplo del siglo XIX, la pasión con la que John Henry Newman anunciaba la fe le llevaba a valorar tanto la razón que podía rescatarla de sus estrecheces empiristas o racionalistas. Únicamente de este modo hacía justicia al mismo tiempo a la fe católica y la salvaba de reducciones doctrinalistas o fideístas. Su vida, con el episodio tan recordado del brindis a la conciencia y al Papa, es un caso admirable de encuentro crítico entre la educación

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humanista (liberal) que había recibido en la juventud y su pertenencia inclusiva a la tradición católica16. Precisamente para quienes aman la razón, según las características que la identifican en Occidente, resulta tan luminosa la figura del papa Benedicto XVI. Ha emprendido una tarea infatigable de dirigirse a los areópagos de la cultura (pos)moderna para salvar la razón dando testimonio en favor de ella: Universidad de Ratisbona, Universidad La Sapienza de Roma, Universidad Católica de Washington, ONU en Nueva York, Collège des Bernardins en París… Al dar testimonio hace resplandecer la razón en acto ante sus interlocutores y ante el mundo. Cada vez que se expone ante la comunidad universitaria o política describiendo la condición propia del hombre, en sus dimensiones racional, moral, jurídica o política, estimula de nuevo el ejercicio de la razón y de la responsabilidad moral de todos. Sólo si un hombre da testimonio razonable y libre, puede obtener de sus interlocutores una respuesta igualmente razonable y libre. Así está sucediendo con muchos pensadores, de las más variadas tendencias de Occidente, que han acogido con respiro humano y satisfacción intelectual la trayectoria pública de Benedicto XVI. Como es también evidente, en el gran proceso del mundo todo testimonio puede suscitar rechazo y persecución hasta la muerte (Jn 14,17; 15,18-25). Algunas reacciones airadas, como las de La Sapienza, muestran la diferencia esencial entre un ejercicio de la razón y de la libertad que las hace posible, y otro que las encierra en la esterilidad. En su importante «Discurso a la Curia romana» de 2005 el Papa nos ha ofrecido un criterio hermenéutico de gran valor para emprender el diálogo con la modernidad europea17. A él remito 16 17

J.H. Newman, Carta al Duque de Norfolk, Rialp, Madrid 1996. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005.

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para percibir los matices con los que lee la relación entre la Iglesia y el mundo moderno. Puede ser un magnífico complemento de la Lección de Ratisbona. A la luz de estos textos, y de otros similares como la Lección de La Sapienza, resplandece también la actitud del teólogo Ratzinger que en sus largos años de actividad académica y pastoral ha apelado siempre a algunos posibles «aliados» modernos en su esfuerzo por defender la razón humana. Pensemos en sus abundantes referencias a la mejor racionalidad científica contemporánea, no contaminada de la ideología cientifista, a la hora de percibir los límites éticos y epistemológicos del saber científico, necesitado de una fundamentación extracientífica. O en su continua disposición para comparar su pensamiento con representantes agnósticos del mundo laico como Pera, Habermas o Flores D’Arcais. Siguiendo sus huellas se podrán encontrar en el mundo (pos)moderno interlocutores en la tarea de dignificar la razón. No faltan filósofos, científicos y hombres de cultura que advierten la imposibilidad de aferrar por sí mismos el fundamento de la propia razón, y que reconocen, con todos los matices del caso, la condición de estructural desproporción en la que estamos puestos. Pienso en autores que siguen reivindicando la legitimidad de la pregunta por el sentido de la vida y del lenguaje, o en hombres que han gritado su sentimiento de injusticia o de dolor ante tanto sufrimiento como hay en el mundo y en nuestros corazones, que anhelan una salvación real. Ciertas líneas de filosofía contemporánea siguen ofreciendo valiosas críticas a la reducción instrumental de la razón tecnológica y enriqueciendo la descripción de distintas dimensiones de la vida corporal y espiritual del hombre y de la comunidad. Serían botones de muestra de un posible diálogo crítico con autores y tendencias que provienen de aquella modernidad que hemos considerado fracasada en su empeño principal pero que ha dejado tantos puntos de progreso en la comprensión

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adecuada de la razón humana18. No es necesario decir que en este trabajo de reivindicación de la razón caminamos con los hombres sinceramente religiosos para los que la creencia en Dios ayuda a purificar la razón, y especialmente con los muchos y destacados representantes de la gran tradición del realismo cristiano en filosofía y teología.

El libro La existencia misma de este libro es una prueba de la bondad del método elegido por el papa Benedicto. Sus tomas de posición han suscitado la intervención de los colaboradores, de los cuales cabe destacar a la vez sus marcadas diferencias en cuanto a concepción filosófica y religiosa, y su sorprendente coincidencia para contribuir a la reflexión sobre los temas que ha suscitado el Papa. La coincidencia se hace unanimidad a la hora de apreciar favorablemente la figura del Pontífice y su modo de actuar. El libro reúne a hombres creyentes junto a hombres agnósticos o ateos; a hombres de Occidente junto a hombres de Medio Oriente; a hombres cristianos junto a hombres judíos y musulmanes. Además de los autores que intervenían en la edición original, Ediciones Encuentro ha propuesto a dos pensadores españoles que comenten la Vorlesung de Ratisbona. Jon Juaristi acierta a identificar enseguida con brillantez algunos de los méritos de la intervención papal en el ámbito académico alemán. Gustavo Bueno declara meridianamente su materialismo filosófico y ofrece los criterios

18 La encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio señala los posibles puntos de encuentro entre el realismo cristiano —sobre todo en su gran tradición occidental aristotélico-tomista y agustiniana— y algunas contribuciones de la filosofía moderna y contemporánea.

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que le llevan a mantenerlo. Después reflexiona sobre la relación entre Dios y la razón, y viceversa. Acaba con una motivada reivindicación del papel del Dios del catolicismo en defensa de la razón, frente a desviaciones de tipo supersticioso, gnóstico, nihilista o fundamentalista. No podemos menos que compartir una por una tales denuncias, a favor de esa razón y de la civilización que la ha acompañado. En el clima cultural de nuestra España es inusitado encontrar una postura así, que por ello mismo desvela —sit venia verbi— un espíritu libre y amante de la razón. Para concluir, me permito recordar aquella historieta bien conocida del padre Brown. Cuando descubre que Flambeau es un falso sacerdote, éste se admira de que haya descubierto su impostura. El simpático detective le resuelve enseguida la duda: «… Debo confesarle a usted que otra condición de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote. —¿Y qué fue? —preguntó el ladrón alelado. —Que usted atacó la razón y eso es de mala teología»19. Madrid, septiembre 2008

19 G.K. Chesterton, La inocencia del padre Brown, Ediciones Encuentro, Madrid 1995, p. 42.

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FE, RAZÓN Y UNIVERSIDAD. RECUERDOS Y REFLEXIONES1 BENEDICTO XVI

Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la Universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas —algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector—; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en 1 Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, martes 12 de septiembre de 2006.

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el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana. Recordé todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos2. Probablemente fue el mismo emperador quien anotó ese

2 De los 26 coloquios (diavlexi". Khoury traduce «controversia») del diálogo («Entretien»), Th. Khoury ha publicado la 7ª «controversia» con notas y una amplia introducción sobre el origen del texto, la tradición manuscrita y la estructura del diálogo, junto con breves resúmenes de las «controversias» no editadas; el texto griego va acompañado de una traducción francesa: Manuel II Paléologue, Entretiens avec un Musulman. 7e controverse, Sources chrétiennes n. 115, París 1966. Mientras tanto, Karl Förstel ha publicado en el Corpus IslamicoChristianum (Series Graeca. Redacción de A. Th. Khoury-R. Glei) una edición comentada greco-alemana del texto: Manuel II. Palaiologus, Dialoge mit einem Muslim, 3 vols., Würzburg-Altenberge 1993-1996. Ya en 1966 E. Trapp había publicado el texto griego con una introducción como volumen II de los Wiener byzantinische Studien. Citaré en adelante siguiendo a Khoury.

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diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las respuestas de su interlocutor persa3. El diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las «tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo quisiera aludir a un aspecto —más bien marginal en la estructura de todo el diálogo— que, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia. En el séptimo coloquio (diavlexi", controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2,256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial, en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas,

3 Sobre el origen y la redacción del diálogo puede consultarse Khoury, pp. 2229; amplios comentarios a este respecto pueden verse también en las ediciones de Förstel y Trapp.

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como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba»4. El emperador, después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre —dice—; no actuar según la razón (su;n lovgw) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona»5. En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios6. El editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad7. En este contexto, Khoury cita una obra del conocido 4 Controversia VII 2c: Khoury, pp. 142-143; Förstel, vol. I, VII. Dialog 1.5, pp. 240-241. Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación. Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto del emperador Manuel II sólo quería poner de relieve la relación esencial que existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II, pero sin hacer mía su polémica. 5 Controversia VII 3 b-c: Khoury, pp. 144-145; Förstel vol. I, VII. Dialog 1.6, pp. 240-243. 6 Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa. Ella nos ofrece el tema de mis reflexiones sucesivas. 7 Cf. Khoury, op. cit., p. 144, nota 1.

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islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría8. A este propósito se presenta un dilema en la comprensión de Dios, y por tanto en la realización concreta de la religión, que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda consonancia entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia. Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de toda la sagrada Escritura, san Juan comienza el prólogo de su Evangelio con las palabras: «En el principio ya existía el Logos». Ésta es exactamente la palabra que usa el emperador: Dios actúa su;n lovgw, con logos. Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en sueños vio un macedonio que le suplicaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (cf. Hch 16,6-10), puede interpretarse como una expresión condensada de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego. 8 R. Arnaldez, Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París 1956, p. 13; cf. Khoury, p. 144. En el desarrollo ulterior de mi discurso se pondrá de manifiesto cómo en la teología de la Baja Edad Media existen posiciones semejantes.

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En realidad, este acercamiento había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente, que distingue a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, y que afirma de él simplemente «Yo soy», su ser, es una contraposición al mito, que tiene una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito mismo9. El proceso iniciado en la zarza llega a un nuevo desarrollo, dentro del Antiguo Testamento, durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de la tierra y del culto, se proclama como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga aquellas palabras oídas desde la zarza: «Yo soy». Juntamente con este nuevo conocimiento de Dios se da una especie de Ilustración, que se expresa drásticamente con la burla de las divinidades que no son sino obra de las manos del hombre (cf. Sal 115). De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía desde sí misma al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después tuvo lugar especialmente en la literatura sapiencial tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento —la de «los Setenta»—, que se hizo en Alejandría, es algo más que una simple traducción del texto hebreo (la cual tal vez podría juzgarse poco positivamente); en efecto, es en sí mismo un testimonio textual y un importante paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el 9 Para la interpretación ampliamente discutida del episodio de la zarza que ardía sin consumirse, quisiera remitir a mi libro Einführung in das Christentum, Munich 1968, pp. 84-102 [traducción española: Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2005]. Creo que las afirmaciones que hago en este libro, no obstante el desarrollo ulterior de la discusión, siguen siendo válidas.

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nacimiento y difusión del cristianismo10. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la fe, Manuel II podía decir: no actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios. Por honradez, sobre este punto es preciso señalar que, en la Baja Edad Media, hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que pueden acercarse a las de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con esto, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más 10 Cf. A. Schenker, «L’Écriture sainte subsiste en plusieurs formes canoniques simultanées»: L’interpretazione della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Ciudad del Vaticano 2001, pp. 178-186.

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divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3,19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es logikh; latreiva, un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12,1)11. Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del de la historia universal, que también hoy hemos de considerar. Teniendo en cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no obstante haber tenido su origen y un importante desarrollo en Oriente, haya encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también a la inversa: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa. A la tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de la deshelenización del cristianismo, la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna. Si se analiza con atención, en el programa de la deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque vinculadas entre sí, se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones y sus objetivos12.

11 Este tema lo he tratado más detalladamente en mi libro Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Friburgo 2000, pp. 38-42 [traducción española: Joseph Ratzinger, El espíritu de la liturgia: una introducción, Cristiandad, Madrid 2007]. 12 De la abundante bibliografía sobre el tema de la deshelenización, quisiera mencionar especialmente: A. Grillmeier, «Hellenisierung-Judaisierung des

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La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI. Respecto a la tradición teológica escolástica, los reformadores se vieron ante una sistematización de la teología totalmente dominada por la filosofía, es decir, por una articulación de la fe basada en un pensamiento ajeno a la fe misma. Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica viva, sino como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena. La teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack. En mis años de estudiante y en los primeros de mi actividad académica, este programa ejercía un gran influjo también en la teología católica. Se utilizaba como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959, traté de afrontar este asunto13 y no quiero repetir aquí todo lo que dije en aquella ocasión. Sin embargo, me gustaría Christentums als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas»: Íd., Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspecktiven, Friburgo 1975, pp. 423-488. 13 Publicada y comentada de nuevo por Heino Sonnemanns (ed.): Joseph Ratzinger-Benedikt XVI, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein Beitrag zum Problem der theologia naturalis, Johannes-Verlag, Leutesdorf, 2. ergänzte Auflage 2005 (El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Encuentro, Madrid 2006).

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tratar de poner de relieve, al menos brevemente, la novedad que caracterizaba esta segunda etapa de deshelenización respecto a la primera. La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con el culto sustituyéndolo con la moral. En definitiva, se presentaba a Jesús como padre de un mensaje moral humanitario. En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto de vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las «críticas» de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. Por una parte, se presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad intrínseca, por decirlo así, que hace posible comprender cómo funciona y puede ser utilizada: este presupuesto de fondo es en cierto modo el elemento platónico en la comprensión moderna de la naturaleza. Por otra, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, en cuyo caso sólo la posibilidad de verificar la verdad o falsedad

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mediante la experimentación ofrece la certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede ser mayor o menor entre ellos, según las circunstancias. Un pensador tan drásticamente positivista como J. Monod se declaró platónico convencido. Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión. Volveré más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde esta perspectiva, cualquier intento de mantener la teología como disciplina «científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y adónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia» subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que

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irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente. Antes de llegar a las conclusiones a las que conduce todo este razonamiento, quiero referirme brevemente a la tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente. Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es del todo falsa, pero sí rudimentaria e imprecisa. En efecto, el Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza. Llego así a la conclusión. Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica —como ha

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Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones

aludido usted, Señor Rector Magnífico—, debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir su horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias. Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. Con todo, como he tratado de demostrar, la razón moderna propia de las ciencias naturales, con su elemento platónico intrínseco, conlleva un interrogante que va más allá de sí misma y que trasciende las posibilidades de su método. La razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de

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hecho, en el cual se basa su método. Ahora bien, la pregunta sobre el porqué existe este dato de hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología. Para la filosofía y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta. Aquí me vienen a la mente unas palabras que Sócrates dijo a Fedón. En los diálogos anteriores se habían expuesto muchas opiniones filosóficas erróneas; y entonces Sócrates dice: «Sería fácilmente comprensible que alguien, a quien le molestaran todas estas opiniones erróneas, desdeñara durante el resto de su vida y se burlara de toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida»14. Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad.

14 90 c-d. Para este texto se puede ver también R. Guardini, Der Tod des Sokrates, Maguncia-Paderborn 19875, pp. 218-221 [traducción española: Romano Guardini, La muerte de Sócrates, Emecé Editores, Buenos Aires 1997].

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EL MUNDO TIENE NECESIDAD DE DIOS1

Ante todo quisiera saludaros una vez más a todos con afecto: como ya he dicho, me alegra poder encontrarme de nuevo entre vosotros y celebrar juntamente con vosotros la santa misa. Me alegra poder visitar una vez más los lugares que me son familiares y que han ejercido un influjo decisivo en mi vida, formando mi pensamiento y mis sentimientos, los lugares en los que aprendí a creer y a vivir. Es una ocasión para expresar mi gratitud a todas las personas —vivas y muertas— que me han guiado y acompañado. Doy gracias a Dios por esta hermosa patria y por las personas que me la han hecho patria. Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que la liturgia de la Iglesia ha elegido para este domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que en el fondo es un único tema, acentuando un aspecto u otro según las circunstancias. Las tres lecturas hablan de Dios como centro de la realidad y centro de nuestra vida personal. «Mirad a vuestro Dios», dice el profeta Isaías en la primera lectura (Is 35,4). La carta de Santiago y el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo. Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el camino recto de la vida. 1 Santa Misa. Homilía del Santo Padre, explanada de la Nueva Feria de Munich, domingo 10 de septiembre de 2006.

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Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema social: nuestra responsabilidad recíproca, nuestra responsabilidad para que reine la justicia y el amor en el mundo. Esto se expresa de modo dramático en la segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un pariente cercano de Jesús. Se dirige a una comunidad en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque en ella se encuentran también personas acomodadas y distinguidas, mientras existe el peligro de que disminuya la preocupación por el derecho de los pobres. Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a pesar de ser descendiente de David, es decir, de linaje real, se hizo un hombre como los demás; no se sentó en un trono, sino que al final murió en la pobreza extrema de la cruz. El amor al prójimo, que es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios. Santiago lo llama «ley regia» (St 2,8), dejando vislumbrar la palabra preferida de Jesús: la realeza de Dios, la soberanía de Dios. Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más tarde o más temprano; significa que Dios debe llegar a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y nuestro obrar. Esto es lo que pedimos cuando oramos: «Venga a nosotros tu reino». No pedimos algo lejano, que en el fondo nosotros mismos ni siquiera deseamos experimentar. Por el contrario, pedimos que la voluntad de Dios determine ahora nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo; pedimos, por consiguiente, que la justicia y el amor se transformen en las fuerzas decisivas en el orden del mundo. Esa oración, como es natural, se dirige en primer lugar a Dios, pero también toca nuestro corazón. En el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos orientando nuestra vida en esa dirección? A la «ley regia», la ley de la realeza de Dios, Santiago la llama también «ley de la libertad»2: si todos pensamos y vivimos según Dios, 2

Cf. St 2,8 y 12 (ndr).

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entonces somos todos iguales, somos libres, y así nace la verdadera fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al hablar de Dios —«Mirad a vuestro Dios»— habla al mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y Santiago, hablando del orden social como expresión irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también habla de Dios, del que somos hijos. Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema. Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la fraternidad. Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros: Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos. No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y

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peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante. El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: «Effetá», «Ábrete»3. El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy. En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: «Effetá», «Ábrete», para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino. Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (cf. Jn 1,18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación. El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo? 3

Cf. Mc 7,31-37 (ndr).

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Antes de plantear más preguntas, quisiera referir algunas de mis experiencias en los encuentros con los obispos de todo el mundo. La Iglesia católica en Alemania es excelente en sus actividades sociales, en su disponibilidad a ayudar en todos los lugares donde existan necesidades. Durante sus visitas ad limina, los obispos, recientemente los de África, me hablan siempre con gratitud de la generosidad de los católicos alemanes y me piden que me haga intérprete de esta gratitud; y es lo que quisiera hacer ahora públicamente. También los obispos de los países bálticos, que vinieron antes de las vacaciones, me explicaron que los católicos alemanes les han ayudado con gran generosidad para la reconstrucción de sus iglesias, muy deterioradas a causa de las décadas de dominio comunista. De vez en cuando, sin embargo, algún obispo africano me decía: «Si presento a Alemania proyectos sociales, encuentro inmediatamente las puertas abiertas. Pero si voy con un proyecto de evangelización, más bien encuentro reservas». Como es obvio, algunos piensan que los proyectos sociales se han de promover con la máxima urgencia, mientras que las cosas que conciernen a Dios, o incluso la fe católica, son más bien particulares y menos prioritarias. Sin embargo, la experiencia de esos obispos es precisamente que la evangelización debe tener la precedencia; que es necesario hacer que se conozca, se ame y se crea en el Dios de Jesucristo; que hay que convertir los corazones, para que exista también progreso en el campo social, para que se inicie la reconciliación, para que se pueda combatir, por ejemplo, el sida, afrontando de verdad sus causas profundas y curando a los enfermos con la debida atención y con amor. La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. En ese caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la

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capacidad de destruir y matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al establecimiento del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo. De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no son sólo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el camino recto. Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de la visión del hombre, considerando que ésta es la forma más sublime de la razón, la que conviene enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana, sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación. Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios, el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto sólo puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para nosotros y en nosotros. Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a

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Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro corazón que pronuncie de nuevo su «Effetá», que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial nos enseñó en el padrenuestro. El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: «Llegará la venganza de Dios» (Is 35,4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su «venganza» es la cruz: el «no» a la violencia, el «amor hasta el extremo». Éste es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus testigos creíbles. Amén.

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LA FE ES SENCILLA1

«El que cree nunca está solo». Permitidme repetir una vez más el lema de estos días y expresar mi alegría porque podemos verlo realizado aquí: la fe nos reúne y nos regala una fiesta. Nos da la alegría en Dios, la alegría por la creación y por estar juntos. Sé que esta fiesta ha requerido mucho empeño y mucho trabajo previo. Por las noticias de los periódicos he podido conocer un poco cuántas personas han dedicado su tiempo y sus fuerzas para preparar esta explanada de un modo tan digno; gracias a ellos está la cruz aquí, sobre la colina, como signo de Dios para la paz del mundo; los caminos de entrada y de salida están libres; la seguridad y el orden están garantizados; se han preparado alojamientos, etc. No podía imaginar —e incluso ahora lo sé sólo sucintamente— cuánto trabajo, hasta los mínimos detalles, ha sido necesario para que pudiéramos reunirnos todos hoy aquí. Por todo ello quiero decir sencillamente: «¡Gracias de todo corazón!». Que el Señor os lo pague todo y que la alegría que ahora podemos experimentar gracias a vuestra preparación vuelva centuplicada a cada uno de vosotros. 1 Santa Misa. Homilía del Santo Padre, explanada del Islinger Feld, Ratisbona, martes 12 de septiembre de 2006.

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Me conmovió conocer cuántas personas, especialmente de las escuelas profesionales de Weiden y Amberg, así como empresas y particulares, hombres y mujeres, han colaborado para embellecer mi casa y mi jardín. Me emociona tanta bondad, y también en este caso quiero decir solamente un humilde «¡gracias!» por este esfuerzo. No habéis hecho todo esto por un hombre, por mi pobre persona; en definitiva, lo habéis hecho por la solidaridad de la fe, impulsados por el amor a Cristo y a la Iglesia. Todo esto es un signo de verdadera humanidad, que brota de haber sido tocados por Jesucristo. Nos hemos reunido para una fiesta de la fe. Ahora, sin embargo, surge la pregunta: ¿Pero qué es lo que creemos en realidad? ¿Qué significa creer? ¿Puede existir todavía, de hecho, algo así en el mundo moderno? Viendo las grandes «Sumas» de teología redactadas en la Edad Media o pensando en la cantidad de libros escritos cada día a favor o contra la fe, podemos sentir la tentación de desalentarnos y pensar que todo esto es demasiado complicado. Al final, por ver los árboles, ya no se ve el bosque. Es verdad: la visión de la fe abarca el cielo y la tierra; el pasado, el presente, el futuro, la eternidad; por ello no se puede agotar jamás. Ahora bien, en su núcleo es muy sencilla. El Señor mismo habló de ella con el Padre diciendo: «Has revelado estas cosas a los pequeños, a los que son capaces de ver con el corazón» (cf. Mt 11,25). La Iglesia, por su parte, nos ofrece una pequeña «Suma», en la cual se expresa todo lo esencial: es el así llamado «Credo de los Apóstoles». Se divide normalmente en doce artículos, como el número de los Apóstoles, y habla de Dios, creador y principio de todas las cosas; de Cristo y de su obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y la vida eterna. Pero en su concepción de fondo, el Credo sólo se compone de tres partes principales y, según su historia, no es sino una amplificación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los discípulos para todos

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los tiempos cuando les dijo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Esta visión demuestra dos cosas: en primer lugar, que la fe es sencilla. Creemos en Dios, principio y fin de la vida humana. En el Dios que entra en relación con nosotros, los seres humanos; que es nuestro origen y nuestro futuro. Así, la fe es al mismo tiempo esperanza, es la certeza de que tenemos un futuro y de que no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor de Dios quiere «contagiarnos». Esto es lo primero: nosotros simplemente creemos en Dios, y esto lleva consigo también la esperanza y el amor. La segunda constatación es la siguiente: el Credo no es un conjunto de afirmaciones, no es una teoría. Está, precisamente, anclado en el acontecimiento del bautismo, un acontecimiento de encuentro entre Dios y el hombre. Dios, en el misterio del bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro y así también nos acerca los unos a los otros. Porque el bautismo significa que Jesucristo, por decirlo así, nos adopta como hermanos y hermanas suyos, acogiéndonos así como hijos en la familia de Dios. Por consiguiente, de este modo hace de todos nosotros una gran familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, el que cree nunca está solo. Dios nos sale al encuentro. Encaminémonos también nosotros hacia Dios, pues así nos acercaremos los unos a los otros. En la medida de nuestras posibilidades, no dejemos solo a ninguno de los hijos de Dios. Creemos en Dios. Ésta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo: ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero cada vez que parecía que este intento había tenido éxito, inevitablemente resultaba evidente que las cuentas no

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cuadraban. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran. En resumidas cuentas, quedan dos alternativas: ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Ésta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional. Los cristianos decimos: «Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra», creo en el Espíritu Creador. Creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. Nos alegra poder conocer a Dios. Y tratamos de hacer ver también a los demás la racionalidad de la fe, como san Pedro exhortaba explícitamente, en su primera carta (cf. 1 P 3,15), a los cristianos de su tiempo, y también a nosotros. Creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo subraya sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta: ¿en qué Dios? Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros. La segunda parte del Credo nos dice algo más. Esta Razón creadora es Bondad. Es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la oscuridad. Se ha manifestado como hombre. Es tan grande que se puede permitir hacerse muy pequeño. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», dice Jesús (Jn 14,9). Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta el punto de dejarse clavar por nosotros en la cruz, para llevar los sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que conocemos las patologías y las enfermedades mortales de la religión y de la razón,

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las destrucciones de la imagen de Dios a causa del odio y del fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos y profesar con convicción este rostro humano de Dios. Sólo esto nos impide tener miedo a Dios, un sentimiento que en definitiva es la raíz del ateísmo moderno. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido. Durante esta solemne celebración de la Eucaristía dirijamos nuestra mirada al Señor, que está aquí ante nosotros clavado en la cruz, y pidámosle el gran gozo que él prometió a sus discípulos en el momento de su despedida (cf. Jn 16,24). La segunda parte del Credo concluye con la perspectiva del Juicio final, y la tercera parte con la de la resurrección de los muertos. Juicio: ¿se nos quiere infundir de nuevo el miedo con esta palabra? Pero, ¿acaso no deseamos todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a cuantos han sufrido a lo largo de la vida y han muerto después de una vida llena de dolor? ¿Acaso no queremos todos que el exceso de injusticia y sufrimiento, que vemos en la historia, al final desaparezca; que todos en definitiva puedan gozar, que todo cobre sentido? Este triunfo de la justicia, esta unión de tantos fragmentos de historia que parecen carecer de sentido, integrándose en un todo en el que dominen la verdad y el amor, es lo que se entiende con el concepto de Juicio del mundo. La fe no quiere infundirnos miedo; pero quiere llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella; tampoco debemos conservarla sólo para nosotros mismos. Ante la injusticia no debemos permanecer indiferentes, siendo conniventes o incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la historia y tratar de corresponder a ella. No se trata de miedo, sino de responsabilidad; se necesita responsabilidad y preocupación por nuestra salvación y por la salvación de todo el mundo. Cada uno debe contribuir a

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esto. Pero cuando la responsabilidad y la preocupación tiendan a convertirse en miedo, recordemos las palabras de san Juan: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2,1). «En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,20). Celebramos hoy la fiesta del «Nombre de María». A quienes llevan este nombre —mi mamá y mi hermana lo llevaban, como ha recordado el Obispo— quisiera expresarles mi más cordial felicitación por su onomástica. María, la Madre del Señor, recibió del pueblo fiel el título de «Abogada», pues es nuestra abogada ante Dios. Desde las bodas de Caná la conocemos como la mujer benigna, llena de solicitud materna y de amor, la mujer que percibe las necesidades ajenas y, para ayudar, las lleva ante el Señor. Hoy hemos escuchado en el evangelio cómo el Señor la entrega como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos nosotros. En todas las épocas los cristianos han acogido con gratitud este testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre la seguridad y la confiada esperanza que nos llenan de gozo en Dios y en nuestra fe en él. Acojamos también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce en la gran familia de Dios. Sí, el que cree nunca está solo. Amén.

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¡DIOS SALVE LA RAZÓN! GUSTAVO BUENO

El mejor homenaje que, como expresión no meramente retórica de mi admiración, creo poder rendir a S. S. Benedicto XVI, con ocasión de este mi comentario, amablemente pedido por Ediciones Encuentro, a la lección magistral por él pronunciada en la Universidad de Regensburg el martes 2 de septiembre de 2006, es el presente ensayo de «traducir» esa relección a las coordenadas del materialismo filosófico que profeso. Y dada la riqueza de cuestiones que esta Vorlesung remueve, intentaré mantenerme siempre en la perspectiva definida por el título del libro que Edizioni Cantagalli utilizó para publicar, en 2007, la lección del Papa, traducida al italiano y acompañada de comentarios de André Glucksmann, Wael Farouq, Sari Nusseibeh, Robert Spaemann y Joseph Weiler: Dio salvi la Ragione.

§ 1. De qué Idea de Razón y de qué Idea de Dios hablamos No faltará quien afirme que el enunciado optativo ¡Dios salve la razón! carece no sólo de verdad, sino de sentido, puesto que no es fácil advertir qué tenga que ver la Idea de Dios (ya sea la Idea de

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Dios como clase vacía, del ateo; ya sea la Idea de Dios de la teología de Aristóteles, de Marción o de Calvino) con la Idea de Razón, y menos aún con la «salvación», que implica el supuesto de una razón «caída» o en constante peligro de caer, de «despeñarse». Pero a quienes ponen en duda o niegan la verdad o el sentido del enunciado que da título al presente ensayo, también cabría advertirles que ni su Idea de Dios, ni su Idea de Razón, fuera de cualquier peligro de caer, no son las únicas ideas que todos comparten. Y esto es debido, sin duda, a que los términos «Razón» y «Dios» no son términos unívocos que podamos dar por sobreentendidos. Tienen significados muy distintos y aun incompatibles los unos con los otros. Y esto hace imprescindible, si no se quiere dar por consabido lo que acaso ni siquiera saben quienes sobreentienden el sentido de la expresión «¡Dios salve la razón!», comenzar declarando, en el momento de iniciar la exposición del enunciado titular, cuáles son los significados de la Idea de Razón y cuáles los significados de la Idea de Dios que seleccionamos dentro del «conjunto disponible» de significados de Razón y de Dios, si no queremos dejarnos arrastrar por un torbellino verbal, acaso muy erudito, de frases ambiguas, imprecisas, retóricas y aun aparentemente profundas, que cada cual podrá interpretar ad libitum. Me propongo, en consecuencia, «poner mis cartas boca arriba» en lo que se refiere a las Ideas de Razón y de Dios que parece preciso seleccionar en el momento de comenzar nuestra tarea.

I. Sobre la Idea de Razón de la que hablamos en el comentario a la lección de Regensburg En nuestra tradición histórica han ido apareciendo, y de un modo no gratuito, diferentes Ideas de Razón, a veces equívocas e

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inconexas, otras veces emparentadas, y muchas veces enfrentadas entre sí o, por lo menos, no fácilmente encadenables unas a otras: «razón lógico-formal», «razón geométrica», «razón calculadora», «razón política», «razón económica», «razón emocional», «razón de la sinrazón» de la que tanto gustaba Don Quijote, etc. Parece pues evidente que la Idea de Razón no se nos ofrece como una Idea simple, luminosa, transparente, clara y distinta, sino como una Idea compleja, opaca, oscura y confusa. Se hace preciso, por tanto, dejar de lado cualquier intento de definición de la Idea de Razón mediante otra Idea supuestamente equivalente, que acaso nos viniera dada a través de otro idioma: Lovgo", Ratio, Ragione, Vernunft... Comenzamos previniéndonos de la probable hipóstasis de la Idea de Razón, inducida por la forma gramatical sustantiva en la que se expresa en muchos idiomas. Y nos prevenimos acogiéndonos a su forma adjetiva (logística, racional, vernunftliche...), según la cual la Razón nos remite, antes que a alguna entidad sustantiva (acaso simple, el Espíritu, la Razón Pura, Dios...), a algún tipo de estructura o proceso de la que se predica como atributo («estructura racional», «proceso racional», «animal racional», «conducta racional», «conducta raciomorfa»). Pero ninguna sustancia simple, ni Dios ni el Alma espiritual, son racionales en su simplicidad; y cuando definimos al hombre como racional, es porque la racionalidad la predicamos de un animal humano, y acaso también de un animal no humano, de algún primate, de algún vertebrado o incluso de algún insecto del que pudiéramos pensar que, si no es racional (como el perro de san Basilio), sí al menos es raciomorfo. Para el análisis de la Idea de Razón necesitamos la contribución de otras varias Ideas, por lo menos de dos y, a partir de ellas, de otras dos, y aún de otras dos acumulativas involucradas entre sí. Aquí ensayaremos brevísimamente el análisis de la Idea de Razón

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que consideramos pertinente para nuestro propósito por medio de los tres pares de Ideas siguientes: A) el par de Ideas Materia/ Forma, B) el par de Ideas Términos/Relaciones, C) el par de Ideas Todo/Parte. A) Materia/Forma Acaso el par de Ideas Materia/Forma sea el que más propiamente sirve para internarnos en las estructuras o procesos que llamamos racionales, y esto debido acaso sencillamente a que estos procesos o estructuras racionales, lejos de ser entidades simples, son entidades compuestas de materia y forma, son entidades hilemórficas. Por supuesto, no tomamos aquí el hilemorfismo a la manera de la metafísica aristotélica de la sustancia; la composición hilemórfica de las entidades reales la derivamos (como acaso el mismo Aristóteles la derivó) de determinadas transformaciones tecnológicas de materiales tales como la arcilla (moldeada según diversas formas, en las técnicas o en las artes cerámicas) y posteriormente como los metales (en la metalurgia, desde el neolítico). La «racionalidad hilemórfica» de las técnicas o artes cerámicas o metalúrgicas nos lleva de inmediato a la involucración de la racionalidad hilemórfica con las operaciones «quirúrgicas», es decir, con las transformaciones, directas o inversas, con los productos de transformaciones, con las transformaciones idénticas (que no por ello dejan de ser transformaciones), con los grupos de transformaciones; por consiguiente, la «racionalidad hilemórfica» implica directa o indirectamente la actuación de los sujetos corpóreos operatorios, pero no como sujetos considerados desde su cerebro o desde su sistema nervioso, sino desde los órganos con musculatura estriada capaces de operar sobre los objetos del exterior. La estructura hilemórfica que atribuimos a cualquier entidad racional da cuenta de las dos grandes sustancializaciones que suele recibir la idea de racionalidad en función de las cuales se construyen

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las dos principales teorías clásicas (teorías límite, y erróneas desde nuestras coordenadas) de la racionalidad: el formalismo (lógico o psicológico) y el materialismo (sustancialista, no actualista). Las teorías formalistas de la racionalidad intentan reducirla a la condición de una forma pura, acaso compleja (como pudiera serlo, en la tradición aristotélica, la forma silogística), pero sin materia; las teorías materialistas sustancialistas de la racionalidad pretenden reducirla a algún tipo de materia categorial (cuantitativa, principalmente), definida precisamente por su racionalidad intrínseca. Como versiones clásicas del formalismo de la racionalidad citamos al formalismo lógico y al formalismo psicológico. El formalismo lógico cifra la racionalidad en una supuesta estructura puramente formal («válida para cualquier Mundo posible») capaz de conformar cualquier materia de cualquier Mundo real. El formalismo psicológico adscribe a la racionalidad la condición de una «facultad subjetiva» propia de los hombres —y acaso de otros vivientes no humanos, ni siquiera linneanos—, que les permite hacer discursos o razonamientos, a los cuales tanto Aristóteles como Kant les atribuían una estructura silogística (no podemos olvidar que la «Razón Pura», reinen Vernunft, según Kant, es el ejercicio de una racionalidad sin materia que consiste precisamente en la actividad de los silogismos categóricos, hipotéticos o disyuntivos, los cuales segregarían respectivamente, como Ideas vacías, las Ideas de Alma, de Mundo o de Dios). El racionalismo materialista sustancialista entiende la racionalidad como atributo intrínseco de alguna entidad material categorial, o universal, en el sentido del «panlogismo materialista», según el cual «todo lo real es racional» en el sentido del logos natural: la idea sunevceia, «coherencia», del estoicismo antiguo o medio (apud Alejandro de Afrodisia, De Anima, 131, 2, en Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, II, 448).

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Ahora bien: tanto el formalismo como el materialismo sustancialista pueden ser derivados, como teorías, del racionalismo hilemórfico, pero no al revés; es decir, el racionalismo hilemórfico no es una «síntesis ecléctica» de formalismo y sustancialismo, sino que son el formalismo o el sustancialismo los que resultan de una hipóstasis de los componentes hilemórficos de la realidad. El formalismo algebraico del álgebra booleana de clases contiene ya, como materia, a los propios símbolos A, B, C... de clases lógicas (A es el signo patrón de la clase de las menciones de A), y el supuesto racionalismo intrínseco de alguna sustancia material contiene, en rigor, las múltiples formas de las partes extra partes constitutivas de esa sustancia. Cuatro corolarios pertinentes para nuestro comentario se deducen del esbozo de análisis de racionalidad propuesto por medio de las Ideas de Materia y Forma. Corolario 1. La racionalidad no puede ser predicada de Dios, del Dios de la Teología natural de Aristóteles y sucesores. Del Dios de la Teología natural, en cuanto entidad simple (Acto Puro, sin composición hilemórfica, por tanto) e inmóvil (que no admite, en consecuencia, transformaciones en su seno), no se puede predicar la racionalidad. Aristóteles se arriesgó a asimilar al Acto Puro y Motor Inmóvil con el pensamiento humano; pero se trataba de una asimilación analógica, que destruye su propio fundamento porque mientras el pensamiento humano es el que procede discursivamente «por composición y división de objetos», el pensamiento divino no necesita de objeto exterior alguno que pueda dividir o componer. Es autista, porque el «único objeto» digno de sí mismo es su propio pensamiento (kai estin he noesis noeseos noesis, Metafísica, XII, 9, 1074b 34). Por este motivo, desconocemos el contenido del pensamiento divino («sólo Dios es teólogo») y sólo podemos decir de ello algo negativo, a saber, que Dios no es racional. Dios no

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necesita hacer silogismos, no necesita del discurso, su «pensamiento» no tiene nada que ver con el pensamiento racional. Se me permitirá recordar aquí que este corolario de la teología aristotélica fue reconocido por la tradición cristiana que incorporó la teología natural de Aristóteles, principalmente en la tradición del tomismo ortodoxo: In scientia divina nullus est discursus (dice santo Tomás en I/XIV/VII/r; también en I/XIII/XII/c, en I/XIV/V/3, etc.). El cardenal Cayetano, en su Comentario a la Summa, I, XIV, VII, dice: Scientia Dei nullo modo est discursiva... Discursus secundum succesionem consistit intelligendo unum post aliud: sed Deus omnia videt in uno quod est ipse: ergo non discurrit intelligendo unum post aliud... (Lyon 1575, p. 85). Y Juan de Santo Tomás (Quaestiones disputatae, XVI, III, Lyon 1663, p. 381): Unde proprie Deus non cognoscit ex causis, sed per causas, & in causis, quia lex dicit vel cognitionem desumptam a rebus, vel unam cognitionem deductam ex alia aut succedentem post aliam quod pluralitatem cognitionum importat, ... Dios no es racional, en la tradición aristotélica escolástica, ni su pensamiento ni su esencia tienen que ver con la Razón. Otra cosa es que la Teología natural «intelectualista» atribuya al Acto Puro una naturaleza suprarracional que contiene virtualmente a la Razón; pero también puede atribuirle una naturaleza extramental, no reducible a la «lógica intelectual», un pensamiento no racional, no sometido a la «lógica humana», en la tradición del voluntarismo de Avicebrón, de san Pedro Damián o del propio Duns Escoto (al que Benedicto XVI cita expresamente en su lección, p. 35), o de Pascal, del que luego hablaremos. Corolario 2. La concepción hilemórfica de la racionalidad no incluye, desde luego, la violencia de sangre, pero tampoco la excluye. Y esto es lo que parece querer decir la sentencia del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, que la lección de Regensburg cita

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(p. 32), y que dio lugar a una reacción totalmente desproporcionada y desajustada en el mundo mahometano: «Dios no se complace con la sangre; no obrar conforme a la razón, suvn lovgw, es contrario a la naturaleza de Dios». Podría defenderse esta sentencia pacifista, pero no en nombre de la Razón atribuida al Dios de la Teología natural aristotélica. Y no porque la Razón incluya la violencia, sino sencillamente porque no la excluye. La violencia no es, por sí misma, irracional o racional, porque la violencia, en cuanto materia de una transformación racional, puede asumir una forma racional. Porque la materia de la racionalidad hilemórfica no se reduce únicamente a la palabra, al discurso verbal o escrito. La racionalidad no tiene, como si fuera su materia única, el lenguaje, o los movimientos de la laringe, en diálogo con otras laringes: también las manos humanas son órganos de racionalidad cuando manipulan las cosas del mundo. Sería irracional pretender evitar que un hombre sordo o distraído que va a ser atropellado por un camión sea advertido por un discurso racional a través del cual se le haga saber el peligro inminente que corre: lo racional será, acaso, darle un violento empujón que despeje la vía, aun a riesgo de provocarle algunas heridas, que siempre serán un mal menor respecto del atropello mortal. Si la violencia se excluye de cualquier tipo de proceso o estructura racional, desaparecería la racionalidad constitutiva de las obras de ingeniería que requieren intervenciones violentas sobre el medio, pero sin embargo racionales (las llamadas «explosiones controladas», por ejemplo); habría también que borrar de la historia de la razón humana la estrategia y las tácticas que dirigen las batallas históricas, que sin perjuicio de su furiosa violencia son específicamente humanas, es decir, racionales. La estrategia de Aníbal en la batalla de Cannas, o la de Napoleón en Austerlitz, no serían entonces operaciones racionales por cuanto incluyen la violencia de sangre. Como la incluía la cruzada del papa Urbano II, la primera Cruzada, que condujo a la toma de Jerusalén

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el 15 de julio de 1099; más discutible sería la racionalidad de la quinta Cruzada, la promovida por Inocencio III, cuyo proyecto de conquista de Egipto fracasó. Corolario 3. La Paz política o religiosa no expresa la condición originaria de un orden racional. La Paz es el resultado de un conflicto, de una guerra, por la cual un orden previo ha sido conculcado; un resultado mediante el cual alguna de las partes en conflicto logra poner (no necesariamente restaurar) un orden nuevo, y por eso la Paz es siempre la Paz de la Victoria, de una victoria siempre precaria sobre la que no cabe, por tanto, edificar una Paz perpetua efectiva (no utópica). Corolario 4. La conformación (transformación) racional de un material dado no agota a ese material. Y no tanto porque en él subsistan siempre contenidos irracionales que «se resisten» a ser racionalizados, sino porque lo irracional, en cuanto tal, no procede tanto de una materia amorfa (no conformada racionalmente) sino de la confluencia eventualmente contradictoria de cursos diversos de conformación racional, a la manera como la irracionalidad o inconmensurabilidad de la diagonal del cuadrado con cualquier fracción de su lado fue un resultado sobrevenido a la «confluencia» del proyecto de establecer la medida con números fraccionarios racionales y con el teorema de Pitágoras. La racionalidad de un proceso operatorio discursivo específico no siempre es, según esto, armónica (sinfónica) con las racionalidades de otros procesos operatorios confluyentes, entre los cuales puede mediar diafonía. B) Términos/Relaciones El par de Ideas Materia/Forma mediante el cual hemos esbozado nuestro análisis de la racionalidad operatoria, está involucrado en el par de Ideas sintácticas Términos/Relaciones. En efecto,

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los términos pueden desempeñar el papel de materia de unas relaciones capaces de conformar la racionalidad del conjunto (sin perjuicio de que, a su vez, las relaciones dadas puedan constituirse en materia de otras estructuras racionales más complejas, a la manera como las razones entre segmentos de un plano pueden dar lugar a las razones dobles). Las formas racionales, en tanto asumen el papel de relaciones, permiten redefinir las relaciones (o razones) entre términos (de clases dadas) como razones entre esos términos. Ahora, la Razón es el logos (la ratio) entre los términos relacionados según un cierto tipo de relaciones matemáticas, aquellas mediante las cuales definimos los números racionales a/b. Razones o logoi que, a su vez, pueden componerse racionalmente en relaciones de ana-logía o proporcionalidad (a/b = c/d). Ahora bien, como las relaciones racionales entre términos han de ser finitas (determinadas) —no cabe hablar de proporción entre términos que no mantengan entre sí una razón o proporción finita, en cuyo caso estas relaciones serían arracionales o estarían «fuera de razón» (el caso de m/∞)— la razón habrá de entenderse como una relación seleccionada o recogida entre otras relaciones posibles, y esta connotación de la racionalidad (del logos) se corresponde con el sentido originario del verbo legein, en su sentido de recoger, seleccionar para componer, ensamblar. Si de un cestaño podemos decir que es una obra racional —es decir, dotada de logos— es porque hemos seleccionado los mimbres según criterios objetivos (que se imponen a la subjetividad corpórea operatoria) y los hemos entretejido en proporciones adecuadas, y por eso diferenciamos un cestaño bien hecho (con arte o técnica) de un amasijo caótico de ramas cortadas. De este modo podremos apreciar como caso particular, pero no necesariamente originario, de estructuras dotadas de logos, al discurso de palabras (al logos como palabra, verbum, sermo), al discurso de palabras entretejidas con otras pronunciadas por otros

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hombres (diá-logo), en torno a lo cual gira la metáfora, utilizada por Varrón, que concibe al habla, al diálogo, con las piezas de una tela entretejida por el sastre, sartor, interpretando el sermo como sartum (De lingua latina, VI, 64). La definición aristotélica del hombre como «animal que tiene logos» significa tanto «animal que razona» (que discurre silogísticamente) como «animal que habla»; lo que no puede darse por evidente es que la racionalidad proceda exclusivamente del lenguaje. Como corolario principal del análisis de la racionalidad mediante la idea de relación entre términos establecemos la naturaleza alotética de la racionalidad y, en consecuencia, la imposibilidad originaria de una racionalidad autotética. Este corolario presupone la tesis de que la idea de relación es siempre alotética, es decir, no reflexiva, lo que significa que las llamadas relaciones reflexivas, o no son reflexivas o no son relaciones, salvo en situaciones límite contradictorias (como pueda serlo la situación «clase vacía»). Según esto, si una persona es racional lo será en el proceso de interacción con otras personas, pero no en su sublime «soledad autista»; por tanto, el Dios de Aristóteles no puede recibir tampoco por esta vía el predicado de racional, porque el Dios de Aristóteles no puede hablar consigo mismo ni con el Mundo, al que no ha creado y al que desconoce. En consecuencia, cuando se aplica el logos a alguna persona divina es porque está en relación con otras personas divinas; situación que las religiones monoteístas-unitaristas, tales como el judaísmo o el islamismo, no pueden contemplar, y sí en cambio la religión católica, por su dogma del Dios trinitario de la Revelación que estudia la Teología dogmática (y que no cabe confundir con la Teología natural). La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la que se denomina Logos o Verbo Divino, es precisamente la que cumple la misión de Segunda Persona en cuanto Dios que habla a los hombres a través de Cristo (Francisco Suárez dice en De Trinitate, 9, 2, 7: Sermo autem in

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rigore significat orationem compositam. Et ideo aliquid curiose adnotarunt Sermonis vocis magis accomodari Christo, ut est persona composita, Verbum autem proprie dici de ipsa persona divina, secudum se, quamvis illa etiam sermo dici possit quia in sua simplicitate eminenter continet omnia quae longo sermone dici possunt). Y para muchos hombres Dios es precisamente el ser divino que nos habla, más que el ser que permanece eternamente «dialogando consigo mismo». Pascal: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo». C) Todo/Parte Por último, para completar el análisis de la racionalidad que estamos bosquejando, apelamos a un tercer par de Ideas, el constituido por las de Todo y Parte; par involucrado ante todo con el par B —Términos y Relaciones: un sistema de relaciones entre términos denominados partes es un todo, ya sea distributivo, ya sea atributivo— pero también con el par A —Forma, Materia—, sin que ello quiera decir que exista una correspondencia biunívoca de la forma con el todo y de la materia con las partes, puesto que la forma también está presente en las que llamamos «partes formales» de un todo dado (es decir, con las partes que implican la forma del todo, sin necesidad de ser semejantes a él, a la manera como los fragmentos de un jarrón quebrado o las macromoléculas constitutivas de un cromosoma pueden ser partes formales del jarrón o del cromosoma, es decir, no meras partes materiales de caolín o de aminoácidos respectivamente). Si la forma racional tiene la estructura de un todo, es en la medida en que éste consta de partes formales y no sólo de partes materiales. Pero tener «estructura de totalidad» equivale a decir (según la doctrina holótica que aquí presuponemos) que el todo racional ha de ser finito, es decir, que su dintorno ha de estar rodeado por un entorno o medio, delimitado por un contorno no siempre preciso (la finitud que podemos asignar a las totalidades en cuanto

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resultantes de operaciones de totalización no implican la finitud del número de partes de esa totalidad: el todo constituido por un segmento de la recta real es divisible en infinitas partes correspondientes a los números fraccionarios, racionales o irracionales). El corolario principal que deducimos es éste: que el Universo no puede recibir el atributo de racional (como tampoco lo recibe el Dios de la Teología natural). En efecto, el Universo no es un todo efectivo (aunque se nos presente, en cuanto omnitudo sustantiarum, como resultado de una totalización de los fenómenos), porque el Universo no tiene entorno, y por ello no tiene contorno o bordes. El orden racional que atribuimos al Universo habrá que referirlo a diversas regiones categoriales del mismo (matemáticas, físicas, biológicas, etológicas, históricas, institucionales), pero no a su conjunto. Esto no quiere decir que las relaciones intercategoriales, dadas en el Universo, sean irracionales. Quiere decir que su racionalidad, si se constata, será en todo caso distinta o análoga a la racionalidad constituida en el ámbito de cada categoría.

II. Sobre la Idea de Dios de la que hablamos en el comentario a la lección magistral de Benedicto XVI «Dios», como «Razón», se dice de muchas maneras. No son lo mismo los dioses del politeísmo, que vinculamos a las religiones que llamamos secundarias, y los Dioses de los monoteísmos, que vinculamos a las religiones que llamamos terciarias (las religiones que llamamos primarias no están vinculadas a los dioses, sino a ciertas entidades protodivinas que denominamos númenes). En cualquier caso, el Dios del monoteísmo no se vincula propiamente a ninguna religión, aun cuando las religiones monoteístas

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se vinculen a Él. Esto se debe a que el Dios del monoteísmo es acaso originariamente, antes que una idea religiosa, una idea filosófica, prefigurada, con antecedentes, por Platón, en el Timeo, como un Demiurgo que, sin embargo, no es el creador del Universo, pero sí el organizador de sus materias eternas (agua, aire, tierra y fuego) en una esfera cósmica gigantesca y admirable, sin que por ello el Demiurgo asuma ninguna connotación religiosa ante los hombres o ante los demás vivientes. Sin embargo, tal es nuestra premisa, el verdadero fundador del monoteísmo filosófico habría sido el más grandes discípulo de Platón, Aristóteles, porque Aristóteles habría sido el fundador de la Teología natural. El Dios de Aristóteles tampoco es el creador del Universo eterno; es su Primer Motor inmóvil, pero sobre todo es Acto Puro, «ocupado enteramente en hacerse presente por el pensamiento ante sí mismo» (Metafísica, 1072 b 25). El Acto Puro, por tanto, no conoce siquiera al Universo, ni a los hombres, y, menos aún, desde su distancia infinita (fuera de toda proporción), puede amarlos o ser amado por ellos (Ética a Nicómaco, VIII, 1159 a 1-10). La divinidad no tiene necesidad de amigos (Ética a Eudemo, VII, 12, 1245b, 14-19). El Acto Puro, el Dios aristotélico, carece, según esto, para los hombres, de significación religiosa, al menos si entendemos la religión como una relación con el Dios del amor, con el Deus charitas est de san Juan («el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor», primera Carta, IV,8; «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que está en el amor está en Dios», IV,16). El Dios de Aristóteles, el Dios de la Teología natural, influye (suponemos) en el judaísmo y en el islamismo mucho más de lo que influyó en el cristianismo; y esta diferencia puede servir para dar cuenta de las dificultades específicas que tuvieron que afrontar las religiones monoteístas judía e islámica al enfrentarse con instituciones constitutivas de las sociedades en las cuales actuaban

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(por ejemplo, las dificultades suscitadas por su iconoclastia o por su concepción teocrática del Estado). Esta diferencia permite afirmar también que el cristianismo representa una auténtica subversión de la Teología natural aristotélica, porque el Dios de los cristianos ya no es una «Sublime soledad», sino una Trinidad de tres Personas Divinas, la Segunda de las cuales, además, se une hipostáticamente con el hombre a través de Cristo (lo que representa una blasfemia para los mahometanos que, por ejemplo, en el siglo VIII llegaban a Covadonga a luchar, según cuentan los propios historiadores musulmanes, contra los «politeístas»). Por contra, muchas de las herejías que fueron surgiendo en el curso del desarrollo del cristianismo, podrían interpretarse como efectos de la influencia que seguía ejerciendo el Dios de Aristóteles, el «Dios de los filósofos» (desde el arrianismo de la Antigüedad y de la Edad Media —una herejía del cristianismo, según san Juan Damasceno— hasta el arrianismo moderno —en la forma del unitarismo de Miguel Servet o de Isaac Newton—). Pero cualquiera que fuera el grado de dificultad que la Teología dogmática cristiana planteaba a la Teología natural, lo cierto es que esta Teología dogmática resultaba estar más cerca de una religión soteriológica que veía a Dios como Verbo Divino, o Logos, a un Dios cuyas Personas podían ya «hablar entre sí» y amarse, así como podían hablar y amar a los hombres. Desde este punto de vista habría que mirar con gran recelo la tendencia a englobar, como especificaciones de un mismo género de religión (incluso como especificaciones accidentales) a las tres religiones monoteístas o, como suele decirse desde Max Müller, a las «tres religiones del Libro». Porque el concepto filológico de «religiones del Libro», circunscrito a las «tres Leyes» o a los «tres Órdenes de vida» —el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Corán, a los que se refiere Benedicto XVI en la p. 31 del

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texto de referencia— no constituye, ante todo, un criterio adecuado para contraponer las «tres religiones monoteístas» a otras religiones que también tienen su libro propio (los Vedas hindúes, el Zendavesta pérsico, el Tao chino, el Popol Vuh maya...), como viene a reconocer S. S. Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio, § 72; pero tampoco para mantener las diferencias esenciales entre las tres religiones monoteístas, diferencias que quedan oscurecidas por su ecualización en un componente oblicuo, al menos para el cristianismo católico, a mil leguas de distancia de ese «fetichismo del Libro», como única fuente de la Revelación, del que algunos acusan a Lutero. El Libro, para los católicos, no es, en efecto, tradicionalmente al menos, no ya la fuente única, pero ni siquiera el único canal por el cual llega a los hombres la Revelación, dado que el canal principal es la palabra hablada de Cristo (que no escribió libros), transmitida a los Apóstoles, que, a su vez, la predicaron a los fieles, incluso a millares de fieles analfabetos, en una tradición ininterrumpida (muchas veces se ha dicho que el «fetichismo de la lectura» se desarrolló antes en ambientes hebreos o musulmanes, después luteranos, que en los ámbitos católicos). En cualquier caso, el concepto de «religión del Libro», de Max Müller, toma su origen, según algunos filólogos (como el profesor Guy G. Stroumsa, de la Universidad Hebrea de Jerusalén), de una expresión del Corán, ahl al-kitab, literalmente «gentes del Libro», expresión con la cual el Corán se refería normalmente a los judíos, pero también a los cristianos, o a ambos a la vez (los judíos no se llamaban a sí mismos gentes del libro, pues su escritura sagrada tenía un nombre específico, la Torá). Como dice Stroumsa, el singular kitab se refiere o bien a un término genérico (cada comunidad posee un libro diferente) o bien a un libro individual (las diferentes comunidades han recibido el mismo libro celestial). Si el autor coránico hubiera pretendido enfatizar el hecho de que tanto judíos como cristianos tenían su propio libro, habría dicho ahl al-kutub (en plural). Esta

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ambigüedad parece estar reconocida en la forma como Benedicto XVI introduce la cita del «docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo». ¿Cuál es el alcance que podemos dar, en consecuencia, al concepto de «religión del Libro» para englobar a las tres religiones monoteístas en cuanto tales? Sin duda el alcance de un concepto orientado a ecualizar a las tres religiones, por la característica de aceptar un único Dios omnipotente, poniendo entre paréntesis (abstrayendo) las diferencias que cada una de estas religiones, pero principalmente las diferencias del cristianismo católico con las diferencias que las otras dos religiones del libro consideran, sin duda, esenciales. Y es entonces cuando podemos comenzar a ver el alcance del concepto «religiones del Libro» de Max Müller. Un alcance que llega precisamente hasta la idea de la Religión natural de la Ilustración, tal como fue escenificada en el drama Nathan el sabio de Lessing. Por ello, la alegoría «ilustrada» de los tres anillos que Lessing habría desarrollado (a partir de una alegoría de Boccaccio) no satisfizo ni a judíos, ni a cristianos ni a mahometanos, porque ella contenía un principio demoledor de los contenidos más positivos de cada una de las religiones. ¿A quién simboliza el Padre que en el drama de Lessing deja sus tres anillos (los tres Libros) a sus hijos, los judíos, los cristianos y los mahometanos? Esta cuestión, planteada desde una perspectiva metafísica, podría recibir acaso dos tipos de respuesta: la primera diría que el Padre es Dios, el Dios de la Religión natural, el Dios de los filósofos; la segunda diría que el Padre común es la Humanidad misma, el hombre racional y maduro (que Lessing vio, al parecer, simbolizado en Moisés Mendelsohn). Pero si planteamos la cuestión «quién es el Padre» no desde una perspectiva metafísica (teológico natural o humanístico trascendental), sino desde una perspectiva filosófica positiva, la respuesta que se nos impone es ésta: el padre es Aristóteles.

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§ 2. ¿Qué tiene que ver Dios con la Razón y qué tiene que ver la Razón con Dios? Si tenemos en cuenta las consideraciones expuestas en el precedente §1, concluiremos que estas dos preguntas capitales no pueden ser respondidas del mismo modo, en general. Las respuestas dependen obligadamente de la Idea de Dios o de la Idea de Razón con las que se trabaje.

I. ¿Qué tiene que ver la Razón con Dios? Mucho tiene que ver «la razón» con el Dios de los filósofos, si es que es el razonamiento, la razón, la que ha llevado a los hombres a concebir la Idea de Dios. Una razón que según algunos habría llevado a los hombres, ya desde los estadios más primitivos de su desarrollo individual (como sostuvo Abentofail en su Filósofo autodidacto), o ya desde los estadios primeros de su desarrollo social, como defendió la llamada «Escuela de Viena» (dirigida por el padre W. Schmidt) al aplicar la hipótesis según la cual los llamados entonces «pueblos naturales» (pigmeos, andamaneses, aruntas...) alcanzaron, por razonamientos muy similares a los que santo Tomás utilizó en las cinco vías, la Idea de un Dios único, omnisciente, etc. Pero también la razón tiene mucho que ver con el Dios de los filósofos cuando éstos son entendidos, no ya en sus estadios primitivos, sino en los estadios propios de las «épocas civilizadas». Tal sería el caso, por ejemplo, de los razonamientos que condujeron a Platón a dibujar la figura del Demiurgo y, sobre todo, los que condujeron a Aristóteles a establecer, en el libro VIII de su Física, la idea de un Primer Motor inmóvil (Física, 258b, 4-10), y a identificarlo después con la Idea de Dios en los libros de Metafísica

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(algunos de los cuales ya hemos citado en el párrafo precedente). La razón académica, refinada, apoyándose en la materia recogida por los sentidos, procede, según santo Tomás, por cinco vías distintas (la vía del movimiento, la vía de la causalidad, la vía de la contingencia, la vía de los grados de perfección y la vía de la finalidad), hasta llegar a establecer la necesidad de un Primer Motor, de una Causa incausada, de un Ser necesario, de un Ser perfectísimo, y de un Fin del Universo, ideas que confluyen en el Ser al que «todos llaman Dios»: quod omnes dicunt Deum (S.Th., I, q. II, art. III). Y, según Kant, la razón pura silogística, es decir, actuando sin necesidad de apoyarse en materia alguna sensible, sino ateniéndose a la pura forma de los silogismos disyuntivos, nos lleva a poner a la Idea de Dios, en cuanto forma pura que se nos ofrecerá como «Ideal de la Razón». Pero poco tiene que ver «la Razón» con aquello que Pascal designo como «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (designación que aparece también citada en la lección de Regensburg, p. 37). Un Dios que tiene que ver más que con «la razón», con «el corazón», con esas «razones del corazón» que la razón no comprende. Pascal viene a decirnos, en efecto (y lo dice, nos parece, con plena justificación, si se refiere al Dios de Aristóteles o al de Descartes), que el Dios de los filósofos en realidad nada nos manifiesta a los hombres, porque «es el corazón el que siente a Dios, y no la Razón» (Pensamiento 268), porque «la fe es un don de Dios; no penséis que es un don del razonamiento» (Pensamiento 269), y, sobre todo, cuando Pascal confiesa: «No conozco a Dios sino por Jesucristo» (Pensamiento 547). Sin embargo, también es cierto que en los siglos del cartesianismo fue decantándose una «idea mundana» de razón que, dejando de lado cualquier complicación escolástica, sobre si la razón tenía o no una estructura silogística, retenía su condición general de «facultad espiritual intelectual» que capacita a los hombres para

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alcanzar conocimientos superiores, claros y distintos (no oscuros, confusos o mitológicos); y paralelamente una Idea de Dios como poseedor de un Entendimiento infinito que, silogística o intuitivamente, se manifestaba en el Universo creado por él. Y por tanto en la propia razón humana que, en consecuencia, habría que considerar, al modo platónico, como un reflejo o participación del Entendimiento divino.

II. Y, ¿qué tiene que ver Dios con la Razón? Muy difícil es determinar qué tenga que ver Dios con la Razón, ante todo cuando nos referimos a la llamada Teología voluntarista, de larga tradición (Avicebrón, Algacel, Pedro Damián, Escoto, Descartes, Calvino, Pascal, Schopenhauer, Unamuno), para la cual Dios es tan distinto del hombre que su «lógica», si la tiene, nada tiene que ver con la vulgar lógica de los hombres, orientada a las más prosaicas tareas del ajuste racionalista tales como las de encajar las cien piezas de un carro o las cláusulas de un contrato de compraventa. Pero también es muy difícil determinar qué tenga que ver Dios con la Razón cuando nos referimos al Dios de la llamada Teología intelectualista, la de Aristóteles (que concibe a Dios como un «Pensamiento del Pensamiento») o la de santo Tomás de Aquino (que concibe a Dios como el Ipsum intelligere subsistens). En efecto, sin perjuicio de su denominación, la Teología natural intelectualista, como ya hemos dicho, niega que el intelligere divino pueda asumir la forma racional. Y por ello, y sin perjuicio de que esta teología se considere fruto del «razonamiento natural», concuerda con la Teología voluntarista en el hecho de resistir de cualquier modo a la equiparación del Entendimiento divino con la razón humana. Cabría decir que, en el terreno de la Teología

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práctica, Duns Escoto se mantiene muy próximo a santo Tomás de Aquino. Pero mucho tiene que ver Dios con la Razón cuando nos referimos al Dios cristiano, al Verbo Divino que se hace Hombre en la Persona de Cristo, para salvar al Género humano de la degeneración y aun de la destrucción derivada de su pecado original (cualquiera que sea el concepto que de este pecado se mantenga). ¿Cómo podría dejar de lado a la razón humana el Dios salvador del Género humano, salvador del hombre concebido como animal racional, si es que el pecado original también habría debido afectar a su razón natural? Parece indudable que la misión salvífica del Dios cristiano hecho hombre habrá de orientarse también a la salvación de la razón humana. Porque la razón humana también habrá sido afectada (según algunos teólogos, que siguen de cerca a san Agustín, quebrantada), y de muchas maneras, por el pecado original. La cuestión estriba, por tanto, suponemos, en reconocer que, desde el punto de vista de la Teología dogmática del cristianismo tradicional, Dios salvador ha de tener, entre sus misiones especiales, la misión de «salvar a la razón». La cuestión estriba en la dificultad de reconocer, desde el materialismo filosófico, la posibilidad misma de una racionalidad que haya de ser salvada de una supuesta degeneración original y constante, la posibilidad de dar algún sentido a esa «degeneración de la razón natural humana», y a la supuesta necesidad de algún tipo de ayuda externa que sea capaz, si no ya de regenerarla totalmente, sí al menos de salvarla de su destrucción total. Sólo si, desde posiciones no teológicas, sino materialistas, podemos reconocer algún sentido al proceso de «degeneración de la razón», podremos entender, incluso atender —es decir, tomar en serio, «dar beligerancia»—, a la fórmula teológica que reconoce a Dios como un principio de salvación de la razón humana degenerada.

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Y no encierra mayor dificultad, a nuestro juicio, desde el punto de vista del materialismo filosófico, reconocer, no ya la posibilidad, sino la realidad efectiva, de una «degeneración de la razón humana» cuando esta razón humana se considera a escala individual, a escala psicofisiológica: los médicos, los psiquiatras o los psicólogos conocen bien los trastornos de la conducta racional, los «delirios de Capgras», los delirios esquizofrénicos, las demencias juveniles o seniles. También son bien conocidos los remedios religiosos —incluyendo aquí a los exorcismos (cuando se supone que la obsesión o la posesión diabólica es la causa de los trastornos)— que se han arbitrado durante siglos para intentar salvar el juicio de tantas y tantas personas a quien la enfermedad les ha hecho «perder la razón». Pero no es de la racionalidad trastornada o degenerada a escala individual de lo que nos importa hablar aquí (en el momento de referirnos a los efectos salvíficos que específicamente pudieran atribuirse a la religión cristiana), ni tampoco de los efectos salvíficos que puedan ir asociados a determinados «remedios religiosos», en general, sin excluir a priori los exorcismos. Tales efectos salvíficos —en los casos en los que se produzcan, puesto que sabido es que en la mayoría de los casos los resultados de la aplicación de remedios religiosos a las «enfermedades subjetivas de la razón» son contraproducentes— intentarán ser explicados siempre apelando a mecanismos naturales, fisiológicos o psicológicos, actuando a través de las ceremonias religiosas, y en ningún caso atribuibles no ya a la acción soteriológica directa de Dios, como «salvador de la Razón», pero ni siquiera a la acción soteriológica de la religión cristiana, en cuanto contradistinta de las otras religiones del libro, o de otras religiones, incluso secundarias, en general. A escala de los trastornos individuales de la razón nos parece imposible disociar racionalmente los «principios médicos activos» incluidos en los tratamientos religiosos y los incluidos en los tratamientos quirúrgicos, farmacológicos, fisiológicos o psicosociales.

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A lo que nos referimos es a la posibilidad de reconocer procesos de «degeneración de la razón» que puedan ser definidos a escala histórica (social, por tanto), y en función de los cuales la acción soteriológica de la religión (o del Dios revelado que actúa por su mediación) pueda ya atribuirse precisamente y específicamente al cristianismo, más que a las otras religiones del libro, o a cualquier otra religión, incluidas las secundarias. Mientras que los «trastornos de la razón», considerados a escala individual, se clasifican mediante conceptos taxonómicos nomotéticos genéricos y distributivos (que desbordan, en virtud de su forma, la adscripción a alguna religión determinada, puesto que en todas las religiones hay dementes de tipo semejante, como en todas las sociedades hay débiles mentales congénitos, de características taxonómicas similares), los trastornos de la razón que cabe delimitar en determinadas épocas históricas, es decir, las desviaciones, si puede llamarse así, de una racionalidad que ya hubiera cristalizado en alguna tradición institucional, permite y requiere un análisis llevado a cabo mediante conceptos idiográficos o, al menos, específicos. Y esto significa, que si en el curso de estas desviaciones de la racionalidad, delimitadas a escala histórica, puede reconocerse la acción soteriológica de una religión precisa que, como la cristiana, apela a Dios como norma de la salvación, ya podremos conceder que encierran algún sentido las palabras de quienes ruegan a Dios que «salve a la Razón», y no ya tanto en los términos teológicos o cuasimilagrosos del exorcista que se refiere a una racionalidad subjetiva y genérica, indeterminada por tanto, sino en los términos histórico positivos del analista que se refiere a desviaciones o trastornos específicos de una racionalidad ya especificada y definida en términos positivos, dentro de coordenadas culturales y sociales precisas, y susceptibles de recibir la influencia correctora de instituciones también precisas, y, entre ellas, la influencia de esa «institución divina» característica que es la Iglesia católica.

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Suponiendo «ya en marcha», in medias res, a partir de una determinada época histórica, instituciones cuya racionalidad pueda considerarse ya refinada y evolucionada, dentro de sus coordenadas históricas —como puedan serlo determinadas instituciones tecnológicas (arquitectura, música, ingeniería), políticas, militares, comerciales o científicas—, podremos también hablar, y hablamos de hecho, de desviaciones —metafóricamente, de enfermedades o trastornos— de la racionalidad de estas instituciones. Desviaciones debidas ya sea a factores externos (como pudiera serlo la caída de la capacidad de consumo de un mercado hasta entonces en alza, que transforma a las industrias productoras de los bienes correspondientes al mantener «inercialmente» su ritmo de producción, en instituciones irracionales desde el punto de vista económico), ya sea a factores internos (como pueda ser el caso de las crisis de superproducción, en las cuales la irracionalidad de la empresa productora no deriva de la caída o déficit sobrevenido al mercado, sino del exceso de producción de bienes determinados por el «automatismo racionalizado» del crecimiento de los ritmos de producción), o a la confluencia perturbadora de cursos racionales que fluían independientemente. Entre las múltiples figuras de las desviaciones de la racionalidad que afectan a instituciones racionales históricamente consolidadas en el sentido dicho, nos referiremos aquí a cuatro tipos de desviaciones o trastornos característicos: A) Desviaciones o trastornos de orientación supersticiosa, en el sentido amplio que incluye por ejemplo a la magia negra o a la magia blanca —«teurgia»—, a los fetiches, a los talismanes, amuletos, conjuros, encantamientos, hechicerías, sortilegios, horóscopos, adivinaciones... que renacen con inusitado vigor en las sociedades industriales de nuestros días. Si hablamos aquí de supersticiones es para recoger los «bucles» o «divertículos» (no sólo individuales, sino grupales, propios de bandas, heterías, sectas) que generan

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desviaciones de la «corriente central» de alguna racionalidad que discurre por los cauces ordinarios. En efecto, la utilización del término «superstición» implica, suponemos, que el componente irracional que suele atribuirse a la superstición aparece como una desviación, bucle o trastorno sobrevenido (en su propio ejercicio) a determinadas conductas o instituciones normales o canónicas, y que las supersticiones no son, por tanto, expresiones de un «fondo irracional», acaso inconsciente, emanadas de la supuesta «mentalidad prelógica» de la «naturaleza humana». Las supersticiones serían «episodios» que surgen en el curso de los procesos mismos de desarrollo de las conductas o instituciones normales, racionales o raciomorfas (la llamada por B. Skinner «conducta supersticiosa» de las palomas, o de otros animales, sería sólo un concepto puramente metafórico, resultante de la interpretación de tal conducta supersticiosa como si ella tuviese una función causal para el animal que la practica). B) Desviaciones o trastornos (de orientación mitológica o ideológica delirante) que, sin perjuicio de sus componentes racionales, conducen a figuras que podrían llamarse monstruosas o irracionales, por relación a otros cánones de racionalidad que hayan sido institucionalizados como tales, por ejemplo, el canon de la causalidad material, el canon de la demostración geométrica, etc. El «sueño de la razón produce monstruos»; pero no por ser monstruosos o delirantes los grandes relatos míticos (pongamos por caso, el relato de Cronos devorando a sus hijos), dejarán de ser «productos de la razón», productos mito-lógicos, productos enfermos, si se prefiere; a la manera como los tumores malignos de un organismo son también productos vivientes segregados por este organismo cuyo desarrollo se mantiene dentro de la norma de su especie. C) Desviaciones de orientación escéptica o nihilista, en versiones suyas tales como el relativismo, la trivialización o el «posmodernismo». Si estas desviaciones pueden considerarse como trastornos de

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la racionalidad es porque afectan, en principio, a la racionalidad misma, y en consecuencia determinan una «crisis de confianza» en las expectativas de las instituciones consideradas racionales. Crisis que puede derivar de muchos factores, endógenos o exógenos. D) Registraremos también, como desviaciones de la racionalidad, los dogmatismos o fundamentalismos institucionales, es decir, aquellas situaciones en las cuales determinadas corrientes de racionalidad no pueden mantener una coexistencia recurrente con otras corrientes instituidas de su mismo género, y se declaran incompatibles con ellas, tendiendo por tanto a reducirlas, a neutralizarlas, o incluso a destruirlas. Lo que ordinariamente conocemos como dogmatismos o fundamentalismos podrían redefinirse acaso como resultantes de las tendencias de algunas corrientes institucionalizadas específicas a reducir, neutralizar o desbordar a las otras especies de su mismo género mediante el mecanismo de bloqueo y de impermeabilización ante el reconocimiento de sus componentes racionales. El fundamentalismo islamista de nuestros días, por ejemplo, podría definirse como incompatible con las otras «religiones del libro», cuando declara el Yihad contra ellas.

§ 3. En qué sentido puede decirse que el Dios del Catolicismo salva a la Razón de la superstición, del delirio mitológico, del escepticismo o del fanatismo Los efectos salvíficos respecto a la Razón que cabría atribuir al Dios de los cristianos los enmarcamos, obviamente, no tanto en la perspectiva de una Teología de la Redención del Género humano, cuya naturaleza racional hubiera sido quebrantada, si no destruida, por el pecado original, sino desde la perspectiva de la historia positiva de determinadas sociedades mediterráneas (con antecedentes

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muy diversos, aunque convergentes), pero de radiación universal, en las que ya sea posible hablar de una racionalidad institucionalizada según líneas entrecruzadas (tecnológicas, políticas, geométricas, filosóficas, etc.). Los límites del espacio que corresponde al presente comentario sólo permiten trazar algunos breves esbozos destinados, más que a otra cosa, a dar cuenta de la dirección por la que creemos podría proseguirse la búsqueda de resultados más precisos. En cualquier caso nos atendremos a los cuatro tipos de «desviaciones de la racionalidad» de los que hemos hablado en el § 2.

A) El Dios de los cristianos y su papel salvador de los extravíos de la razón por los cauces de la superstición Las desviaciones o trastornos de la racionalidad institucional han sido algunas veces señalados como tales. En la época imperial de la Antigüedad, por ejemplo, y como consecuencia del cosmopolitismo alcanzado por algunas grandes ciudades, las religiones más diversas —sacerdotes de Cibeles, mitraísmo, culto de Atis...— se extendieron y las prácticas mágicas se hicieron cada vez más abundantes (como si no hubieran existido las escuelas griegas de los escépticos o los académicos), y, según algunos investigadores, se pusieron al servicio de algunas personas extraordinarias que las utilizaron para sus fines, como pudieron serlo Simón Mago samaritano, o Apolonio de Tiana. El mismo Jesús se habría servido, aunque con suma prudencia, de algunas artes mágicas (Morton Smith, Jesus the Magician, Nueva York 1978). Las iglesias cristianas tuvieron que enfrentarse con estas supersticiones, y las «racionalizaron» estableciendo límites, dentro de sus principios teológicos que permitían neutralizar o desactivar tales supersticiones mediante la apelación constante a un Dios omnisciente,

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omnipotente y bondadoso, capaz de hablar a los hombres corrientes, como pescadores o artesanos. La misma interpretación cristiana del concepto de superstición podría servir de prueba de esta actitud racionalizadora de todo aquello que resultase superfluo en la «economía de la Redención». No hace falta aquí tratar de encarecer la superior racionalidad de la dogmática cristiana respecto de sus alternativas coetáneas; aun concediendo a los críticos la existencia de componentes supersticiosos de muchas prácticas utilizadas por los cristianos, bastaría tener en cuenta la progresiva extensión de sus normas y la asunción de su disciplina, para atribuir a estas prácticas la condición de «principios de racionalización», es decir, para dar cuenta de su capacidad para erigirse en criterios de «organización del caos». Por decirlo así, una superstición, cuando alcanza una universalidad y funcionalismo normativo constante y parsimonioso que le permite alcanzar la victoria sobre otras supersticiones múltiples en caótica ebullición, se constituye a sí misma como canon eficaz de «racionalización del caos». El cristianismo, al oponerse a las supersticiones, estableció un canon de racionalidad que salvó en los siglos sucesivos, y en numerosas ocasiones, a la razón de la «hemorragia supersticiosa». La misma conducta de los inquisidores (sobre todo en la Inquisición española) representó en muchas ocasiones un principio de racionalidad ante la pululación de fenómenos patológicos —aquelarres, posesiones y obsesiones diabólicas, brujerías...— que habitualmente se atribuían a Satán, o ni siquiera. Frente a los ardides perversos de los Genios malignos capaces de aterrorizar a los hombres, el Dios cristiano ofrecía una garantía de economía, de sobriedad y de seguridad entonces inexpugnable. No nos parece, en resolución, que esto justifique atribuir a Dios, a cualquier Dios en general, la función salvífica de la Razón, porque ello equivaldría a justificar la «nostalgia», por ejemplo, de la racionalidad de Traloc o de otros dioses aztecas o mayas, que inspiraban desde sus pirámides los

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horribles sacrificios humanos (y de cuya racionalidad o funcionalismo relativo, sin embargo, no cabe dudar, desde el punto de vista estrictamente antropológico). El Dios que sucedió victoriosamente, y arrasándola, a la «razón azteca» o a la «razón maya» fue el Dios que los cristianos españoles llevaron a América; y decimos esto a sabiendas de que podrá irritar a tantos indigenistas y algunos «teólogos de la Liberación», ocupados en husmear en las religiones precolombinas las «semillas del Verbo».

B) El Dios cristiano y su papel salvífico de los extravíos de la razón por la acción del «delirio gnóstico» Compitiendo con la sobreabundancia de las prácticas supersticiosas del helenismo tardío, apareció una floración no menos superabundante de cosmologías y teologías delirantes, muchas de las cuales son clasificadas en nuestros días dentro del concepto de «gnosticismo» (Valentín, Saturnilo, Carpócrates, Cerdón, Marción, Teódulo...). Si tomásemos como canon de racionalidad institucional (en el «género literario» de las cosmologías o teogonías) a los modelos más sobrios establecidos en la tradición de la filosofía griega (Parménides, Demócrito, Platón, Aristóteles), cabría considerar a las cosmogonías y teogonías de los gnósticos como ejemplos eminentes de racionalismo extraviado y patológico, por no decir, como efectos de una fantasía paranoica mitopoiéticamente desbordada. La lucha continuada de los teólogos cristianos contra el gnosticismo (san Ireneo, san Hipólito, Lactancio...) representa, en cierto modo, la victoria de un racionalismo más potente, actuando en el mismo campo del delirio gnóstico. La teología dogmática que fue surgiendo a lo largo de los siglos, a partir de estos debates, en gran medida ateniéndose al canon racionalista de la filosofía

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griega (de Platón a Aristóteles o Plotino, el «antignóstico» por excelencia), y que culminó en los grandes sistemas de san Basilio, de san Agustín, pero sobre todo de santo Tomás de Aquino, representó la victoria del canon racionalista trinitario, y no precisamente en el sentido de una mera recuperación de la filosofía griega. Porque la teología católica, precisamente en su proyecto de exploración de los dogmas revelados por el Verbo divino mediante «la razón» —es decir, mediante el canon racionalista establecido por los grandes filósofos griegos— logró transformar muchas de las ideas griegas en otras ideas que fueron precursoras de algunas de las ideas modernas más señaladas, pongamos por caso, la Idea de la Sustancia material con locación no circunscriptiva, es decir, incorpórea, implicada en la teoría de la transustanciación eucarística, y precursora de principios de la teoría electromagnética o de la física cuántica. De hecho, la contribución de la Iglesia cristiana, o si se prefiere, de los científicos cristianos que ocuparon la primera línea en la evolución de la ciencia moderna o contemporánea, deja en ridículo a la visión que, desde la Ilustración principalmente, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX (Draper, por ejemplo), pretendió presentar al cristianismo, y en particular al catolicismo, como una corriente reaccionaria que frenó las posibilidades que en el Renacimiento se habrían abierto para reanudar el racionalismo antiguo (los famosos «casos» de Giordano Bruno y de Galileo). Porque el Renacimiento no puede entenderse al margen, precisamente, del aliento de la Iglesia romana (que a nuestro juicio no tendría por qué «pedir perdón» retrospectivamente por el caso Galileo u otros similares). Y porque ninguna otra religión del libro, y particularmente el Islam, puede ofrecer una relación de figuras de primera línea que fueron decisivas en las revoluciones de la ciencia moderna y actual, sin dejar de ser cristianas, más aún, siendo cristianas, y por serlo (después de la muerte de Averroes

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ningún científico o filósofo de primera línea puede citarse en el Islam). No puede olvidarse que la Revolución copernicana, con la que se abre habitualmente la ciencia astronómica moderna, fue obra de un clérigo católico, el que le dio nombre, Nicolás Copérnico, ni puede olvidarse que la condenación de Galileo, por su copernicanismo, es una cuestión discutida en nuestros días, si es que esta condenación fue promovida antes por la voluntad de «distraer» la atención sobre el atomismo de Galileo —que ponía en peligro la teología eucarística de la transustanciación— que de declarar incompatible el geocentrismo con la Biblia. En cualquier caso, es totalmente discutible hoy la consideración del atomismo de Galileo como «el verdadero camino de la racionalidad científica» contemporánea, porque de hecho el atomismo tradicional obstaculizó la constitución de la Química, cuyo desarrollo, tras el descubrimiento de los isótopos, obligó precisamente a retirar la doctrina de los átomos indivisibles. Y después de Copérnico, ¿cómo dejar de lado a la figura del padre Saccheri, el precursor de las grandes revoluciones representadas por las geometrías no euclidianas? ¿Y cómo dejar de lado a Gregorio Mendel, en la revolución genética? O también, ¿cómo dejar de lado al abate Lemaitre, en el proceso de la «revolución cosmológica» representada por la teoría del big bang? Y en nuestros días, ¿acaso no puede seguir diciéndose que la racionalidad de la antropología o de la teología tomista es más sobria y, por así decirlo, más sana que la racionalidad de la antropología o teología cósmica desarrollada por algunos físicos eminentes de nuestros días, que enseñan en serio la «eterialización» de las personas, en el contexto de la teología cosmológica del «Punto w» de Frank J. Tipler, por ejemplo? Los peligros de una educación popular masiva desde supuestos estrictamente laicos, teniendo en cuenta la práctica imposibilidad

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de una educación filosófica materialista universal, son cada vez mayores. La supresión de la Inquisición y de otros controles comparativamente más racionales del Antiguo Régimen, permitió, sin duda, el desbordamiento, en la época industrial de los dos pasados siglos, de las corrientes más delirantes que actúan todavía en nuestro siglo, como puedan serlo el espiritismo, el mormonismo, el satanismo, el culto a los extraterrestres, la cienciología, la teosofía, la parapsicología, los horóscopos, las adivinaciones, quiromancias, profecías, escatologías, etc. Es de notar la progresiva expansión del recurso a un supuesto concepto «científico» que encubre gran parte de estas prácticas delirantes, a saber, el concepto dualista de «energía» («energía positiva», «energía negativa»), en función de la cual las más estúpidas actuaciones reciben una «explicación satisfactoria» por parte de sus agentes y de sus clientes. Los gobiernos que encuentran en el laicismo el cauce infalible para una educación racional ignoran, por completo, desde su panfilismo humanista, el estado de la cuestión, que afecta no solamente a los grupos analfabetos de nuestra sociedad, sino también a los grupos semicultos y aun a los que están provistos de una formación tecnológica especializada, incluso científica.

C) El Dios católico y su papel salvífico de los extravíos de la razón por los caminos del nihilismo El escepticismo universal, el nihilismo, el relativismo, el subjetivismo psicologista, etc., podrían entenderse como los sumideros en los cuales terminan deslizándose múltiples corrientes de racionalidad que, tras enfrentamientos mutuos, han ido emulsionándose, complicándose, fragmentándose, y desviándose de sus propios cursos originarios.

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Esta «etiología» que atribuimos al escepticismo universal parece dar cuenta ya del escepticismo griego resultante de los conflictos entre las escuelas presocráticas. Citaremos el caso de Gorgias, de Cratilo, de Pirrón, de Enesidemo o Sexto Empírico, o de tantos filósofos que se engloban bajo el rótulo de la «Academia media». Y acaso también podría aplicarse esta etiología a otras formas de escepticismo, el que asume, por ejemplo, la forma de fideísmo irracionalista, el de Algacel y san Pedro Damián, el de Francisco Sánchez el escéptico, el de Calvino, el de Hume. En la medida en la cual este escepticismo universal, en cualquier época, pueda considerarse como una desviación que, en su grado límite, suele experimentar la racionalidad respecto del curso normal de su propia corriente, cabría ver también la fe en el Dios omnisciente y humano de la Teología cristiana como una medicina que ha salvado y aún puede seguir salvando a muchos grupos de personas de esa dolencia extrema de la razón, que no puede ser derivada de factores exógenos.

D) El Dios católico y su capacidad salvadora de los extravíos de la razón por la acción del fundamentalismo y del dogmatismo Al fundamentalismo y al dogmatismo podrían atribuirse etiologías de sentido opuesto a las que hemos atribuido al escepticismo universal, porque ahora no estamos ante los resultados de un enfrentamiento entre diferentes corrientes racionales que corren el peligro de destruirse mutuamente, sino a un enfrentamiento en el cual una de las corrientes cree haber anulado a todas las demás, proclamándose intencionalmente como la única victoriosa, dando por supuesta su victoria futura. Y esto puede ocurrir porque las otras alternativas se dan por vencidas o por lo menos desfallecen en su propio impulso.

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El fundamentalismo, en el terreno político o religioso, toma casi siempre la forma de un fanatismo despótico o tiránico que no encuentra fácilmente frenos adecuados. Tal habría sido el caso, en el pasado, del despotismo vinculado al Imperio romano, que no encontró límites hasta que fueron creciendo precisamente las comunidades cristianas, que extendidas por todas las capas sociales llegaron hasta el mismo palacio imperial de Constantino el Grande. La «Ciudad de Dios» agustiniana, la Iglesia, pudo ir creando un amplio recinto de libertad frente al despotismo totalitario de la «Ciudad terrena». Es cierto que, no mucho después, el cristianismo, convertido en religión oficial del Imperio, desplegó a su vez un fundamentalismo característico que estaba llamado a enfrentarse con el fundamentalismo islámico. Gran parte de los conflictos que llenan la historia medieval (la Reconquista, las Cruzadas) podrían definirse como conflictos entre el Imperialismo cristiano y el Imperialismo mahometano. Pero acaso quien supo trazar, ya en el siglo XIII, desde dentro, los límites del cristianismo ecuménico cristiano fue santo Tomás de Aquino, al establecer las relaciones entre la Razón natural y la Revelación sobrenatural, reconociendo la imposibilidad de imponer esta Revelación por la fuerza. Asimismo habría sido el cristianismo quien propició el modo general de relación de los Estados con la Iglesia, a través de la doctrina de las «dos sociedades perfectas», cada una en su género, frente al llamado «agustinismo político», pero también frente a la teocracia arriana o islámica. La tolerancia, como criterio «racional» para evitar la destrucción de la propia racionalidad política o religiosa, que preveía su incapacidad en un momento dado para alcanzar la hegemonía incondicional, fue también la respuesta pragmática de unas iglesias cristianas frente a las otras, que habían alcanzado un poder equivalente, y que fundadas en los límites de la razón humana (establecidos por el canon de la omnisciencia divina) hizo posible que fuesen

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madurando fatigosamente diferentes ensayos de coexistencia pacífica, o al menos de guerra fría entre las diferentes confesiones. De hecho, en nuestros días, proyectos fundamentalistas similares a la Yihad islámica no se encuentran, ni de lejos, entre los cristianos de Occidente. Por último, el fundamentalismo religioso en su forma de fideísmo dispuesto a acatar las revelaciones y mandatos de un Dios voluntarista irracional y atrabiliario, cuya lógica no tiene por qué estar sometida a la lógica humana —el Dios de Calvino, que Max Weber puso en los orígenes de un capitalismo movido por la desesperación— encontró su correctivo salvador en el Dios sensato, racional y «prosaico» de la Teología católica, en el Dios de la razón económica, del do ut des, que justificaba como recurso dotado de gran funcionalismo racional y económico, dentro de sus límites, incluso la «venta de las indulgencias»; de un Dios que está, en efecto, mucho más cerca del racionalismo económico desplegado en el curso del capitalismo moderno, tal como lo explicó no ya Max Weber, sino Carlos Marx. El Dios trino del cristianismo tiene una estructura similar a la de las personas humanas que han desarrollado formas de racionalidad más potentes a través de sus instituciones históricas; de una racionalidad que no es solitaria ni autista, como lo es el Dios de Aristóteles o el de Mahoma; de un Dios que también es creador de un Mundo, que no es caprichoso o aleatorio, sino sometido a reglas que han sido contrastadas en el «Consejo divino», y sólo ante las cuales las grandes masas populares pueden mantenerse dentro de unos límites capaces de defenderse del pánico, del delirio, de la superstición o del horror. Un Dios que sin embargo mantiene las distancias respecto del Mundo, y por ello puede alterarlo o modificarlo, a través de la tecnología y de la ciencia; un Dios en el que se reconoce una razón política, una razón física, una razón tecnológica, muy próxima a las formas de racionalidad

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que históricamente se han desarrollado en los pueblos llamados «civilizados». No es difícil comprender, por tanto, que es precisamente el Dios de los cristianos quien ha salvado a la Razón humana a lo largo de la historia de Occidente, y hasta qué punto tiene sentido afirmar que podrá seguir salvándola en los momentos impredecibles, pero inexcusables, en los cuales los contactos de las «sociedades occidentales» con las «sociedades orientales», o de cualquier otra estirpe, ponga a la racionalidad históricamente conquistada ante el peligro de sus mayores extravíos. Oviedo, julio 2008

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I. La necesidad de racionalidad 1. Una respuesta a la realidad Este ensayo no pretende tomar como objeto propio el discurso de Su Santidad Benedicto XVI. Desearía más bien detenerme en una consideración importante: el discurso del Papa sobre la razón y la fe continúa menos de diez años después la reflexión análoga de su gran predecesor desaparecido, Juan Pablo II, con el mismo título, Fides et ratio. En ella Juan Pablo II —teniendo en cuenta iniciativas análogas de sus predecesores— declaraba escribir sobre tal argumento impulsado por las «actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano»1 que habían comenzado a manifestarse en el hombre contemporáneo, y no sólo en algunos filósofos. Esto sería síntoma de una crisis del racionalismo, «sobre todo en Occidente»2, de la que habría derivado una filosofía nihilista que «logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la 1 2

Juan Pablo II, carta encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, n. 5, § 3. Ib., n. 46, § 1.

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investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional»3. Aproximadamente un año antes del discurso de Ratisbona, Su Santidad Benedicto XVI había publicado su primera encíclica, Deus caritas est, en la que afirmaba: «En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste (el mandamiento del amor, ndt) es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás»4, desde el momento en que «Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor»5. Tal amor constituye una especie de fundamento de la fe y de la razón y requiere la presencia del otro y la implicación con él en una relación sincera, porque «Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo ‘piadoso’ y cumplir con mis ‘deberes religiosos’, se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación ‘correcta’, pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para Ib., n. 46, § 3. Benedicto XVI, carta encíclica Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005, n. 1, § 3. 5 Ib., n. 10, § 2. 3 4

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manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»6. El encuentro con el prójimo y el diálogo con él requieren que nos preparemos para ello. Y el Papa, en su último discurso, origen de tantas polémicas, afirma que «sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas»7. Por esto filosofía y teología deben recordar que «escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta»8. Prescindiendo del contenido de este discurso —que ha cambiado de naturaleza después de haber sido transformado en tema de los medios de comunicación de masas y en campo de enfrentamiento ideológico—, el contexto que hemos delineado nos lleva a algunas consecuencias de máxima importancia.

Ib., n. 18, § 1. Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia, discurso del Santo Padre en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, § 16 (ver supra pp. 41-42). 8 Ib., § 16 (supra p. 41-42). 6 7

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La primera: la necesidad humana de racionalidad y la crisis del racionalismo contemporáneo no están limitadas a una sola cultura y no son propias de los seguidores de una sola religión. A pesar de la gran diferencia en torno a las causas y a la naturaleza de esta crisis en toda cultura, se trata de una crisis general de la humanidad, de la que se deriva únicamente violencia, en diversas formas: la violencia cognoscitiva contra la vida humana encarnada por el espíritu nihilista dominante en Occidente y la violencia física contra la vida humana encarnada en el espíritu del extremismo y del terrorismo en el mundo árabe. El contexto del discurso que hemos evocado no une la violencia con el Islam, sino que invita a hacer del Islam, en cuanto gran tradición religiosa de la humanidad, rica en grandes experiencias y convicciones, una fuente de conocimiento. Ignorar estas tradiciones o rechazarlas constituiría un ataque a la capacidad de la razón. La crisis, en opinión de quien escribe, no reside en el Islam, sino en los mecanismos de pensamiento que lo precedieron, interactuaron con él en el momento de su comparecencia y se difundieron hasta el punto de convertirse en dominantes hasta nuestros días, como mostraremos en las páginas siguientes. Segunda consecuencia: la mejor prueba de las citas que hemos expuesto es cuanto se revela a través de la interacción y la respuesta a los interrogantes de la realidad, observando cómo la respuesta a la realidad no aspira sólo a mejorar las condiciones de la realidad misma, sino que impulsa la razón a la renovación y a la maduración. La razón, en efecto, no es un concepto autosuficiente y cerrado sobre sí mismo, sino al contrario es una apertura a la experiencia y a la realidad humanas, a cuyas necesidades responde y con cuyas manifestaciones interactúa creciendo y ampliándose a través de la implicación en ellas. Tercera consecuencia: el amor. El amor debe ser el motor y el fin de esta racionalidad, porque por medio del amor podemos experimentar

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los momentos más profundos de la existencia humana y superar «la alteridad» que la naturaleza impone, comprendiendo su auténtico significado. Tanto en el cristianismo, como en el Islam, no existe fe sin amor. Por esto nos agrada concluir nuestra introducción con estos textos: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a su hermano a quien no ve» (1 Jn 4,20). «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,18). «No sois creyentes si no os amáis recíprocamente» (dicho del Profeta, transmitido por el Muslim). «Ninguno de vosotros es creyente si no desea para su hermano cuanto desea para sí mismo» (dicho del Profeta, transmitido por al-Busari).

2. Razón y realidad entre los fundamentalistas guardianes de la identidad y modernistas impulsores de la renovación La urgente necesidad de racionalidad ha encontrado su clara manifestación, en la realidad árabe contemporánea tomada en toda su extensión geográfica, en las obras de varios pensadores. En efecto, en el último cuarto de siglo encontramos que la palabra «razón» y sus derivados han llenado los títulos de los libros. Recordemos aquí a título de ejemplo y sin pretensión de totalidad: La formación de la razón árabe y La estructura de la razón árabe de Mohammed Abed al-Jabri9; La renovación de la razón árabe de Zaki Neguib Mahmoud; La cultura del sistema caótico y Anatema contra la 9 En el texto citamos los nombres de estos pensadores en la forma en que son más conocidos en Occidente y en nota según la trascripción científica (ndt).

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razón o la razón del anatema de Ghali Shukri; Del esfuerzo interpretativo a la crítica de la razón islámica de Mohammed Arkoun; La razón encarcelada de Burhan Ghalioun; La abdicación de la razón en el Islam de George Tarabishi; Signos de racionalidad y superstición en el pensamiento político árabe de Faleh Abdul Jabbar; La tendencia racional en el comentario del Corán, de Nasr Hamid Abu Zayd. Podríamos enumerar decenas de trabajos de pensadores árabes, desde Marruecos hasta el Golfo Pérsico, pero queremos detenernos sobre todo en la información que tales obras ofrecen acerca de la crisis de la razón árabe contemporánea. A pesar de su gran variedad e, incluso, de su contradicción, podemos decir que también ellas representan una respuesta a la necesidad de la realidad; sin embargo este esfuerzo racional, en lugar de aclarar la complejidad de la realidad, se convierte en parte integrante de ella, porque —quiérase o no— cae en la trampa de partir de la dialéctica entre «autenticidad y contemporaneidad», «herencia del pasado y modernidad», «tradición y renovación», o como lo queramos llamar. Esta dialéctica se ha convertido en una especie de «agujero negro» que engulle todo esfuerzo intelectual y toda conciencia crítica que se acerque a ella, después de haberlos atraído hacia sí. Ella sustituye a la realidad, pasando de ser parte de la realidad a convertirse en la realidad total. Todo pensamiento que deriva de ella y se dirige a ella la consagra posteriormente y agranda la separación que tal dialéctica representa. «Así la lucha entre los defensores de la modernidad y los de la identidad/autenticidad se ha convertido en el eje en torno al cual gira la reflexión árabe moderna y en la fuente de los principales debates; la historia de la cultura árabe moderna se ha convertido en la historia del desarrollo de esta lucha, del cambio de sus formas, de su difusión sucesiva. De ella y contra ella descienden todas las

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demás posiciones a través de las cuales cada uno y cada corriente define la propia postura respecto a Occidente, a la civilización, a la fe o a la ciencia, al poder o al futuro»10. Esta dialéctica ha dividido el campo cultural árabe actual en partidos rivales, hasta el uso de la violencia y del homicidio, con acusaciones recíprocas de incredulidad y sumisión respecto a Occidente, de conservadurismo, reacción e inmovilismo. La esencia de estas contradicciones está en el hecho de que la modernidad es un modo de ser que nosotros —querámoslo o no— practicamos y vivimos. La modernidad no es un conjunto de afirmaciones gnoseológicas que podamos aceptar o rechazar o entre las que podamos elegir las que nos convienen; es una parte esencial de nuestra vida, la experimentamos en todo momento y las formas de las relaciones con el mundo que nos rodea y con la sociedad a la que pertenecemos están definidas por ella. La diferencia entre los dos grupos está en el hecho de que unos rechazan la modernidad —incluso viviéndola— hasta llegar a la ruptura, mientras otros se identifican con ella hasta ver en la tradición y en el contexto histórico un obstáculo al progreso. En la conciencia árabe contemporánea esta contradicción se refleja en la profundidad del desgarro y de la tensión que vive, un desgarro que ha hecho desaparecer la confianza en un discurso árabe capaz de hacerse cargo de la necesidad de renacimiento y progreso, puesto que todo discurso es siempre esclavo de una clasificación. «Los conceptos de que se sirve el discurso árabe moderno y contemporáneo no reflejan ni expresan la realidad árabe actual, sino que son tomados prestados en la gran mayoría de los casos del pensamiento europeo en el que indican, en referencia a

10 Burhan Galiyun, Igtiyal al-‘aql. Mihnat at-atqafa al-‘arabiyya bayn assalafiyya wa-’t-tab‘iyya (La razón encarcelada. La cultura árabe a prueba entre conservadurismo y dependencia), Dar at-Tanwir, Bayrut 19872, p. 22.

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Europa, una realidad que se ha materializado o está teniendo lugar, o del pensamiento árabe-islámico medieval, en el que poseían, al menos en opinión de quien los propugna, un contenido real y propio; en ambos casos tales conceptos son empleados para expresar una realidad anhelada e indefinida, oscura y lacerada, una imagen ideal presente en la conciencia y en la memoria árabe. De aquí deriva la ruptura de la relación entre el pensamiento y su objeto, que convierte al discurso que lo expresa en una proclamación de intenciones y no en una exposición de hechos»11. Quisiera especificar aquí —antes de seguir adelante— que no pretendo que tal contradicción y desgarro sean peculiares de la razón árabe, ni pienso que sean atribuidos únicamente a la difícil realidad política, económica y social que caracteriza a los países árabes. Japón, que dio en el siglo pasado pasos decisivos hacia el progreso, dando un salto impresionante hacia delante desde el punto de vista científico y económico, no ha conseguido todavía superar este desgarro, como afirma Junichiro Tanikazi: «Para alcanzar el punto en que está, le bastó a Occidente mantenerse en su estela natural; nosotros, en Oriente, hemos sido obligados a adoptar una civilización, cuya grandeza sería estúpido negar, profundamente diferente de la nuestra sin embargo; hemos dejado el camino que veníamos recorriendo desde hace milenios; caminamos, ahora, en otra dirección; han surgido muchas dificultades de esta desviación, y muchos inconvenientes»12. Esta indicación confirma pues la naturaleza teorética de esta problemática que toma forma en la vida cotidiana de cualquier

11 Muhammad ‘Abid al-Gabri, al-Hitab al-‘arabi al-mu‘asir. Dirasa tahliliyya naqdiyya (El discurso árabe contemporáneo. Estudio analítico y crítico), Markaz dirasat al-wahda al-‘arabiyya, Bayrut 1992, p. 182. 12 Junichiro Tanikazi, Libro d’Ombra, bajo la dirección de Giovanni Mariotti, Milano 1982, cap. IV, p. 19 [traducción española: Junichiro Tanikazi, El elogio de la sombra, Siruela, Madrid 2003].

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hombre y en su estilo de vida, precisamente aquellas realidades que nos hemos acostumbrado a dejar de lado y desatender. La dialéctica y la lucha entre fundamentalistas guardianes de la identidad y modernistas impulsores de la renovación es una dialéctica ilusoria y falsa. El intelectual árabe está generalmente «prisionero de los modelos originarios y de los siglos de oro, lo que vale tanto para los tradicionalistas como para los modernistas, porque todos piensan de modo utópico y fundamentalista. Los defensores de la tradición, no obstante las necesarias diferencias, piensan resucitar la época del Profeta o de los Califas Bien Guiados13 o la época abasí, o intentan seguir el ejemplo del racionalismo de Averroes, del realismo de Ibn Haldun14 o del modelo finalista de as-Satibi15; los modernistas por su parte, aun con diversas opiniones, piensan resucitar la época de la Nahda16, la época clásica, la Ilustración, o intentan seguir la metodología de Descartes, el liberalismo de Voltaire, el racionalismo de Kant, el historicismo de Hegel o el materialismo de Marx»17. Puedo ahora reformular esta dialéctica del siguiente modo: tradición (la tradición del Medievo o la de la modernidad) y acción en la realidad. Por esto el desgarro identitario que sufre el árabe contemporáneo tiene su causa principal y más importante en el hecho 13 Los primeros cuatro sucesores de Muhammad, que rigieron la comunidad desde 634 a 661 (ndt). 14 Historiador tunecino (1332-1406), celebrado sobre todo por su Introducción a la historia universal, disponible en varias traducciones francesas (la última la de Abdesselam Cheddadi, Le Livre des exemples, Collection La Pléiade, Paris 2002) e inglesas (F. Rosenthal, The Muqaddimab. An Introduction to History. Translated from the Arabic by Franz Rosenthal, I-III, New York 1958) (ndt). 15 Jurisperito malikita (m. 1388), autor de una teoría sobre «los fines de la Ley» (ndt). 16 El «renacimiento» árabe del siglo XIX (ndt). 17 Ali Harb, Awham an-nasba aw naqd al-mutaqqaf (Las ilusiones de la elite; crítica del intelectual), al-Markaz at-taqafi al-‘arabi, ad-Dar al-Bayda’, Casablanca 1996, p. 92.

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de que él no actúa en su propia realidad, cuando es la acción creadora en relación con la realidad y con el otro la que da forma a la identidad humana y hace posible la armonía perdida entre el «ahora» y la historia, entre el «aquí» y cuanto lo circunda. La crisis de la razón árabe es no vivir una armonía en el tiempo o en el espacio, no vivir una armonía entre el tiempo y el espacio. El fundamentalista guardián de la identidad vive en el «aquí» y se enajena en un «ahora» en el que poder residir en compañía del propio pasado glorioso; los defensores de la modernidad viven un «ahora» y se enajenan en un «aquí» donde sus corazones puedan emigrar hacia el lugar al que desean pertenecer, allá en Occidente. La razón árabe pues, tradicionalista y modernista, funciona según el mismo mecanismo, por muy diversa que sea la fuente de referencia. Ella crea mediante la actividad intelectual —tradicionalista o modernista— una identidad a la que pertenecer, en lugar de considerar estas fuentes de referencia como objeto de investigación y campo sobre el que aplicarse. Puedo ahora afirmar que no existe árabe alguno que viva en el momento actual sin pertenecer a la modernidad en la misma medida en que pertenece a la tradición, razón por la cual la dialéctica conjunción-separación toma otro cariz. En efecto, tanto el tradicionalista como el modernista están ligados a la tradición y a la modernidad —aunque lo nieguen— y ambos están aislados de la realidad cotidiana, aunque no quieran reconocerlo. ¿Cómo arreglar entonces la ruptura que se ha producido artificialmente en la identidad entre tradición y modernidad? No es fácil responder a esta pregunta y si existe una respuesta, no es definitiva; propongo sin embargo insertar los componentes de la identidad en dos marcos inseparables que sólo se pueden dar juntos. El primer marco es el de la «materia de la identidad», expresión con la que entendemos la tradición que hunde las raíces en la historia y que se sedimenta en la conciencia del hombre

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contemporáneo, haciéndose presente en sus acciones cotidianas, como categoría y como mecanismo de pensamiento. El segundo marco es el de la «acción de dar forma a la identidad», con el que entendemos la conciencia que nace de la experiencia del hombre en la realidad nueva y singular que le es propia, realidad que no ha existido nunca en ningún otro lugar o período, realidad que impulsa al hombre a emplear todos sus recursos, movido por la esperanza de una vida mejor. La identidad como «materia y forma» garantiza la presencia de la tradición particular (árabe) y general (humana), dentro de la realidad que recibe forma del actuar del Yo y del Otro.

3. Necesidad de la alteridad Conciliar tradición y realidad constituye una especie de fin supremo para los esfuerzos de muchos pensadores, en el marco de la dialéctica autenticidad/contemporaneidad. Así Mohammed Abed al-Jabri define la tradición como «los muertos que viven en nosotros»18. De esta manera él ha querido afirmar que cada uno de nosotros lleva en sí —lo quiera o no— la herencia de aquellos que nos han precedido y sus vidas, puesto que existe una extensión y una continuidad de la vida a través del tiempo y de las condiciones cambiantes en las que se lleva a cabo la acción del hombre. Sin embargo esta frase, contrariamente a lo que se propone, despide únicamente un olor a muerte, haciendo de la tradición un conjunto de cadáveres y transformándonos en tumbas para ellos. De este modo —a pesar de las intenciones— dicha frase nos hace tocar 18 Muhammad ‘Abid al-Gabri, NaEnu wa-’t-turat. Qira’at mu‘asira fi turatina al-falsafi (Nosotros y la tradición. Lecturas contemporáneas de nuestra herencia filosófica), al-Markaz at-taqafi al-‘arabi, ad-Dar al-Bayda’, Casablanca 19854, p. 113.

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de cerca la crisis en nuestro modo de abordar la tradición y de relacionarnos con ella, un modo que se puede encuadrar en la categoría de «encarcelamiento». O nosotros somos prisioneros de la tradición o la tradición es prisionera nuestra. Nosotros en efecto, aun perteneciendo a la tradición, no podemos decir que somos la tradición. El intento de conciliar la diversidad ha llevado a distinguir los fines de los medios, la educación de la instrucción, lo teórico de lo práctico, lo académico de lo profesional, lo cultural de lo económico, lo social de lo tecnológico, etc. Esta identificación ha llevado la herencia racional árabe a ser ignorada por la mayoría aplastante de toda generación de la época moderna19. Es preciso pues ponerse a la escucha de la tradición y de aquello que la tradición dice como otro; pero no podemos relacionarnos con la tradición como otro si ella sigue siendo abstracta, privada de su cuerpo, si se mantiene, como afirma al-Jabri, como un conjunto de categorías que se elevan sobre el tiempo y sobre las condiciones cambiantes en las que se lleva a cabo la acción del hombre. Debemos por tanto dar un cuerpo a la tradición y, por ejemplo, no estudiar el derecho abasí separadamente de la vida de las personas, recogida en obras como al-Agani20, aun cuando el contenido de los libros de literatura, extraños al mundo de la ciencia, sea inventado, imaginario. El hecho mismo de que sea inventado, transmitido, acogido y registrado en los libros es un importante indicador de la realidad social e intelectual, del cuerpo humano en el que se mueven los juristas del tiempo. Es preciso encontrar la unidad del conocimiento, el conocimiento que nace de la «mirada» a los temas importantes y el conocimiento que se encuadra y nace 19 Gali Sukri, Taqafat an-nizam al-‘aswa’i, Takfir al-‘aql wa-‘aql at-takfir (La cultura del sistema caótico y Anatema contra la razón o la razón del anatema), serie Kitab al-ahali (50), al-Qahira 1994, p. 65. 20 El Kitab al-Agani (Libro de los cánticos) es una inmensa colección de poesía, obra de Abu ’l-Farag al-Isfahani (m. 967) (ndt).

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de la vida cotidiana de la gente de una época. Cuando la tradición se convierte en un hombre, está viva; está viva porque no es abstracta, está viva porque permanece en su cuerpo —el decir/el hombre— y así realiza su existencia, que consiste precisamente en el decir. Nuestra relación con la tradición debe ser pues una relación dialógica, en la que ambas partes se distinguen y gozan de su independencia. Era necesaria esta larga introducción para definir el objeto de nuestra investigación y la relación que la une a él. El objeto de la investigación es «la materia de la identidad», en su dimensión humana, en cuyo centro se encuentran los mecanismos de pensamiento del hombre, los instrumentos con los que preserva el conocimiento y las modalidades con las que se transmite de generación en generación. La relación de la investigación con el objeto es también una relación de diálogo con un «otro», no el mismo en el espacio, pero capaz de interactuar y dispuesto al diálogo.

II. El desierto del tiempo 1. Arcilla y piedra Más de tres siglos antes del Islam tuvo lugar un diálogo entre Cosroe, rey de Persia, y an-Nu‘man Ibn al-Mundir, soberano de la dinastía gasánida21. En este diálogo Cosroe enumeró las virtudes de las diversas naciones y los signos de su grado de civilización: construcción de ciudades, conocimiento de las ciencias, medicina, matemática, artesanado, organización en sociedades regidas por las religiones y administradas por los reyes. Al hablar de los árabes, dijo: 21 Los gasánidas crearon en el siglo VI un reino árabe cristiano, vasallo del Imperio bizantino, en la región de Siria meridional (ndt).

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«No veo en los árabes ninguna cualidad buena, ni en la religión, ni en las cosas de este mundo; no tienen decisión ni fuerza alguna y de su debilidad, vileza y mezquindad da testimonio el lugar en que viven, junto con las bestias feroces y los pájaros errantes. Por miseria matan a sus hijos y por pobreza se comen los unos a los otros. No saben lo que son los alimentos deliciosos o los vestidos, bebidas, diversiones y placeres. La mejor comida que los más acomodados de ellos consiguen obtener es la carne de camello, que muchas fieras desprecian por su pesadez, su mal sabor y por temor a las enfermedades que conlleva. Si uno de ellos recibe un invitado lo considera una acción generosa y si pone bajo los dientes un bocado lo considera una merced digna de ser celebrada por las poesías y exaltada por los hombres. Y además no os veo humillados por la bajeza, la poquedad, la miseria y la mala suerte que os caracteriza; al contrario estáis orgullosos de ello, pretendiendo superar a las demás gentes». An-Nu‘man respondió que los árabes superan a cualquier otra nación de las que el rey persa había enumerado por su fuerza y valor: «Nadie ha conseguido nunca quitarles nada; sus fortalezas son el lomo de los caballos, su lecho la tierra desnuda, su techo el cielo, su armadura la espada, su coraza la paciencia. Sin embargo la fuerza de todas las demás naciones reside en las piedras y en la arcilla, en el ‘hecho de habitar’ las islas de los mares». Después anNu‘man pasa a exaltar la belleza del rostro de los árabes y su gran generosidad a pesar de la extrema pobreza, la extrema lealtad, aun cuando comporte la muerte, y el respeto a los símbolos de su fe. Ellos en efecto poseen meses sagrados, un país consagrado y una Casa meta de peregrinación22. An-Nu‘man llega a mencionar lo que distingue a los árabes de las demás naciones y dice (citamos el texto literalmente): «En cuanto a sus genealogías y al valor personal, todas 22

La Ka‘ba (ndt).

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las demás naciones ignoran quiénes son sus padres y muchos de sus antepasados de tal manera que si se pregunta a alguno los nombres de los antepasados de su padre no es capaz de enumerar la propia genealogía. Sin embargo no existe árabe que no sea capaz de llamar por el nombre a sus padres, uno por uno. De este modo protegen su valor personal y conservan sus genealogías. Cualquiera que se presente de gente extraña es inmediatamente reconducido a su precisa genealogía y nadie les atribuye otro que su efectivo padre. [...] En cuanto a la sabiduría de su lengua, el Dios Altísimo les ha dado en las poesías un espléndido lenguaje, magnífico, según metro y rima, unido al conocimiento de las cosas y a la capacidad de extraer de ellas proverbios y alcanzar en la descripción un grado de precisión que ninguna otra estirpe posee. [...] En cuanto al hecho que tú has recordado, oh rey, que sepultan vivos a sus niños23, quien entre ellos lo hace sepulta a las hijas para evitar la vergüenza y por celos de los maridos. [...] Finalmente en cuanto a las guerras intestinas, por las que se devoran recíprocamente y se niegan a someterse a un hombre que los guíe y los reúna, semejante sumisión es típica de las naciones que se han habituado a ser débiles y temen que un enemigo pueda vencerlas en combate. Además en los grandes reinos debe existir una sola estirpe cuya superioridad sobre los demás se reconozca y a la que se remitan los asuntos, aceptando dejarse conducir por sus riendas. Pero entre los árabes muchos pueden ambicionar este título, de tal forma que todos intentan ser reyes»24. La primera cosa digna de observación en este diálogo es que su contenido ha sido continuamente propuesto en las diversas fuentes clásicas árabes y en las obras de los investigadores contemporáneos,

La referencia es a una cruel práctica que fue abolida con la llegada del Islam (ndt). Ibn ‘Abd Rabbihi al-Andalusi, al-‘Iqd al-farid (El collar precioso), alQahira 1992, vol. II, pp. 6-10. 23

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a lo largo de más de dieciocho siglos. Este diálogo representa pues una «carta fundamental», una fuente cuyas aguas se derraman a través de los siglos en los diversos campos del saber. Nos bastará citar dos ejemplos, uno clásico y otro moderno dejando para las notas la indicación de las demás fuentes, con el fin de no caer en una larga serie de repeticiones25. Ibn Haldun (1332-1406), el fundador de la «ciencia de la civilización», en su Muqaddima (Introducción) afirma que la naturaleza de los árabes es dura y próxima a la de los animales. Entre las personas ellos ocupan la misma posición que el predador entre los animales y por causa de su naturaleza salvaje están entregados a la rapiña y a la destrucción. Si se apoderan de un país, lo conducen a la ruina porque son una nación salvaje. Remueven las piedras de los edificios, derribándolas para usarlas como punto de apoyo de sus ollas: destruyen los techos para extender sus tiendas y hacen de ellos estacas para sus casas. Son la gente más reacia a dejarse guiar, por su rudeza y soberbia, por los deseos ilimitados y la competencia continua para ser jefes. Rara vez sus deseos consiguen ponerse de acuerdo y por esto no conocen la monarquía sino mediante un «tinte religioso», como la profecía, la santidad, o un momento de gran influjo de la religión 25 Nasir ad-Din al-Asad, Masadir as-si‘r al-gahili wa-qimatuha at-tarihiyya (Las fuentes de la poesía preislámica y su valor histórico), Dar al-Gil, Bayrut 1988, pp. 1-19. Muhammad Ahmad Gad al-Mawlà Bek et alii, Ayyam al-‘arab fi ’l-gahiliyya (Las batallas de los árabes en la época preislámica), Dar Ihya’ at-turat al-‘arabi, s.f., pp. 1-20. Taha Husayn, Fi ’s-si‘r al-gahili (Sobre la poesía preislámica), Dar al-Kutub al-misriyya, al-Qahira 19261, p. 21.Gawad ‘Ali, al-Mufassal fi tarih al-‘arab qabla’ l-Islam (Historia detallada de los árabes antes del Islam), Bayrut 19872 , vol. VI, p. 500; vol. IV, p. 288; vol.VIII, p. 559. Ahmad Amin, Fagr al-Islam (El alba del Islam), al-Hay’a al-misriyya al-‘amma li-’l-kitab, al-Qahira 1996, pp. 18-19. Sawqi Dayf, al-‘Asr al-gahili (La época preislámica), Dar al-Ma‘arif, al-Qahira, s.f., XI edición, pp. 17-103. Husayn al-Hagg Hasan, al-Ustura‘inda ’l-arab fi ’l-gahiliyya (El mito en los árabes de la época preislámica), Bayrut 1988, pp. 20-22. Muhammad ‘Ali Kurd ‘Ali, al-Islam wa-’l-hadara al-‘arabiyya (El Islam y la civilización árabe), al-Qahira 1968, pp. 120-131.

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sobre toda la sociedad26. Entre las personas ellos son los menos expertos en artes y ciencias, se ganan la vida con las lanzas y las espadas, se desplazan continuamente y viajan mucho sin pararse nunca largo tiempo, tanto que esto se ha convertido para ellos en un rasgo natural, y han acabado por no tener una patria a la que hacer referencia ni un país al que retornar; el único lazo que los mantiene unidos y distingue entre ellos a los grupos es el natural, fundado en la sangre, que se mantiene entre ellos claro gracias a la pureza de sus genealogías. A pesar de esto están entre las personas más dispuestas para aceptar la verdad y la recta vía, porque su naturaleza está exenta de los malos hábitos e inmune a las costumbres reprochables. Además ellos se distinguen desde siempre entre las naciones por la elocuencia en el hablar, la facundia al expresarse y la espontaneidad en el lenguaje. La elocuencia es su rasgo característico entre las naciones desde que existen27. Ahmad Amin afirma que los beduinos despreciaban —y siguen despreciando— el artesanado, la agricultura, el comercio y la navegación. Viven de cuanto produce el ganado, a lo que se añade un segundo modo de ganarse la vida, la razia y la rapiña. Atacan a una tribu enemiga —y las hostilidades son entre ellas muy frecuentes—, se apoderan de los camellos y hacen prisioneros a las mujeres y a los niños. Entonces la otra tribu espera el momento favorable para darles el mismo tratamiento. Incluso, si no encuentran un enemigo externo, comienzan a combatir entre ellos. El patriotismo de los 26 El «tinte religioso» es una imagen recurrente en Ibn Haldun para designar el influjo de la fe en la vida de los beduinos; tal imagen es inspirada por el Corán, donde se habla de «tinte de Dios» (II, 138) (ndt). [«¡Tinte de Dios! Y ¿quién puede teñir mejor que Dios? Somos sus servidores», Il Corano, Torino 2004, Sura II, La giovenca, 138, pp. 12/22 y nota p. 699, ndr] [traducción española: El Corán, Editora Nacional, Madrid 1986, p.97] 27 ‘Abd ar-Rahman Ibn Haldun, al-Muqaddima (La Introducción), bajo la dirección de ‘Ali ‘Abd al-Wahid Wafi, al-Qahira 19652, vol. II, pp. 415-495.

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beduinos es tribal y se llama ‘asabiyya, o espíritu de cuerpo. La tribu los protege y ellos protegen a la tribu. Cuanto más beduinos son menos fe tienen, excepto en las costumbres tribales y en los usos heredados de los padres28. Podemos retornar ahora a nuestra carta fundamental con la certeza de que ella goza de un «consenso» que nos permite tomarla como punto de partida de nuestra lectura, intentando responder a la pregunta de Mohammed Abed al-Jabri: «¿Qué es lo que se mantiene estable en la cultura árabe desde la época preislámica hasta hoy? O mejor, ¿qué es lo que ha cambiado en la cultura árabe desde la época preislámica hasta hoy?»29. Intentaremos indagar en las raíces de la identidad de la «razón» en el contexto de su formación; intentaremos escuchar las palabras de an-Nu‘man, sobre las que se han mostrado de acuerdo sus contemporáneos y los que han venido después de él: ¿Qué distingue a los árabes de las demás naciones? An-Nu‘man piensa que las civilizaciones de los demás pueblos son «arcilla y piedra» y que la razón, la filosofía y las ciencias no rigen la confrontación con la sabiduría de la «lengua», el «conocimiento de las cosas y la capacidad de extraer proverbios»; la «lengua» dispensa de la «razón». Al-Gahiz (776-868/869), que «murió aplastado por los libros de ciencia»30, defiende la afirmación de an-Nu‘man: «Todo cuanto poseen los árabes es inmediatez e improvisación, casi una especie de inspiración divina. No hay en ellos ni esfuerzo ni sufrimiento, ponderación de una idea o reflexión meditada»31. ¿Por qué ponderar una Ahmad Amin, op. cit., pp. 18-21. Muhammad ‘Abid al-Gabri, Takwin al-‘aql al-‘arabi (La formación de la nación árabe), Markaz dirasat al-wahda, Bayrut 1991, p. 38. 30 Al-Gahiz, al-Hayawan (Los animales), bajo la dirección de ‘Abd as-Salam Harun, al-Hay’a al-‘amma li-qusur at-taqafa, n. 74 de la colección ad-Dahar’ir, vol. I, p. 5 [Al-Gahiz es el mayor polígrafo de la primera época abasí (ndt)]. 31 Íd., al-Bayan wa-’t-tabyin (La elocuencia y la demostración), bajo la dirección de Fawzi ‘Atwi, Dar Sa‘b, Bayrut, s. f., p. 405. 28 29

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idea, esforzarse, se encuentran ya en la lengua/lenguaje? «La lengua no es obra de un individuo o de unos individuos; es el producto inevitable de la vida en una sociedad cuyos miembros se sienten obligados a inventar un medio para comprenderse recíprocamente, expresar cuanto se presenta a su espíritu e intercambiar sus pensamientos. Este medio es la lengua»32. Sin embargo para an-Nu‘man la lengua no es un medio, es una causa y un fin, puesto que caracteriza al individuo («el hombre en sus entidades mínimas es corazón y lengua»33) y a la sociedad («en sus lenguas hay cuanto no se encuentra en las lenguas de las demás estirpes; la lengua del árabe es más hábil que su razón»34). Esta relación entre razón y lengua es extremadamente singular: es una relación invertida, porque la lengua no es considerada como un instrumento para manifestar cuanto se encuentra en la razón, sino que al contrario la razón se convierte en un instrumento para conservar cuanto se encuentra en la lengua. La razón es memoria y la memoria es un registro que anota los sonidos/las palabras y les impide perderse en el desierto del olvido. El Lisan al-‘arab —el mayor diccionario que la tradición árabe nos haya consignado, obra de Ibn Manzur al-Ifriqi, que vivió en el siglo XIV— define así la razón (‘aql): «‘aqala o de una persona ‘aqil/‘uqul, pl. ‘uqala’. Un hombre ‘aqil (razonable) une perspicacia y acción. Esta palabra es derivada de ‘atar el camello’ (‘aqala ’l-ba‘ir), es decir unir las patas. Se ha dicho también que la persona ‘aqil (razonable) es la que sabe recluir la propia alma [concupiscente] y sabe poner freno a los propios deseos. Esto vendría derivado de la expresión de los árabes: ‘se le ha atado la lengua’ (qad i‘taqala lisanuhu), es decir le ha sido puesto un freno para impedir que se exprese. El conocido 32 Ramadan ‘Abd at-Tawwab, at-tazawwur al-lugawi, mazahiruhu, ‘ilaluhu, wa-qawaninuhu (El progreso lingüístico; manifestaciones, causas y leyes), Maktabat al-Hangi, al-Qahira 1995, p. 29. 33 Ibn ‘Abd Rabbihi al-Andalusi, op. cit., vol. II, p. 19. 34 Ahmad Amin, op. cit., p. 62.

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(al-ma‘qul) es aquel que se queda con tu corazón. Y ello corresponde también a la razón. En efecto se dice: tiene juicio (ma‘qul), es decir es juicioso (labu‘aql)»35. Ibn Manzur enumera después los significados de razón, pero todos permanecen en la esfera de «ligar, limitar, recluir». Finalmente establece una ecuación entre razón y corazón. «La razón es el corazón y el corazón es la razón»36. Por tanto la razón (‘aql) es un vínculo (‘aqil), es decir un cepo, y al mismo tiempo el objeto ligado (ma‘qul), encadenado, y finalmente es el corazón. Por esto se la conoce como inspiración como afirma al-Gahiz. Ibn Qutayba37 refiere este dicho de los sabios árabes: «La persona inteligente (‘aqil) debe conocer el propio tiempo, saber contener la lengua e ir a los negocios propios»38. La razón contiene la lengua; el verbo «contener» es en este caso afín al significado de «razón», porque contenemos una cosa cuando le impedimos perderse y contenemos la lengua cuando le impedimos errar. La lengua en efecto puede ser letal y «¿no cae la gente en el fuego del infierno por otra cosa que por la propia lengua?», como afirma el Profeta. La razón pues es un «cepo» y una «cadena», la razón es un instrumento para conservar el lenguaje o la lengua. Al-Gahiz valora sin embargo de forma diferente que anNu‘man la civilización sedentaria, que el rey preislámico había descrito como «arcilla y piedra». Al-Gahiz en efecto argumenta: «Los no-árabes confían sus gestas a los edificios. También los árabes poseen edificios, pero lo que los distingue y hace únicos es la poesía, que es su archivo, la que eterniza sus gestas y sus glorias»39. 35 Ibn Manzur, Lisan al‘arab (La lengua de los árabes), Dar Ihya’ at-turat al‘arabi, Bayrut 19993, vol. IX, pp. 326-332. 36 Ib., p. 326. 37 Otro polígrafo de la primera época abasí (828-889), autor de diversas obras para la formación de los secretarios (ndt). 38 Ibn Qutayba ad-Dinawari, ‘Uyun al-ahbar (Noticias escogidas), al-Hay’a al-‘amma li-qusur at-taqafa, al-Qahira 2003, vol. I, p. 280. 39 Al-Gahiz, al-Hayawan, p. 72.

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Construir es pues un modo de «encadenar», como la razón. Construir es formar una memoria hecha de elementos naturales, una memoria fuera del hombre; el árabe sin embargo lleva consigo la propia memoria, la propia construcción, dentro de sí mismo, sin separarse de ella, en una relación a solas. La cultura del otro es arcilla y piedra, su cultura son las palabras. Aquí se revela la profunda diferencia entre la civilización agrícola y la beduina. La primera en efecto consiste en una presencia en el espacio, mientras que la civilización del desierto es una presencia en el tiempo o en la memoria. La civilización sedentaria es una civilización de estabilidad, mientras que la del desierto es una civilización de movimiento. Y la palabra —en aquella sociedad oral— es un sonido, por tanto un movimiento en el tiempo: «El sonido es un acontecimiento en el tiempo y el tiempo avanza sin retorno, parada o solución de continuidad»40. «Palabra» en árabe significa «dicho» o «herida»41; del mismo modo en hebreo —la lengua gemela del árabe, hablada también por las tribus beduinas— dabar significa tanto palabra como acontecimiento42. En esta condición de movilidad la memoria será la fuente a través de la cual el hombre observa todo y toda cosa en el mundo será definida según líneas imaginarias trazadas en dirección de la memoria. La naturaleza particularísima del sonido supera la importancia de la memoria/razón en el desierto: «En efecto el sonido no existe sino mientras está aniquilándose»43. El espacio no existe en la vida del beduino. Los nómadas árabes, como afirma Ibn Haldun, no poseen «patria ni país». El espacio no es más que un momento de parada en un viaje infinito; no es pues sorprendente que todas las palabras que en árabe expresan el concepto 40 Walter J. Ong, Orality and Literacy. The Technologizing of the Word, London and New York 1992, p. 155. 41 Ibn Manzur, op. cit., vol. II, p. 148. 42 Walter J. Ong, op. cit., p. 91. 43 Ib., p. 90.

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de parar en un lugar —y que continúan siendo usadas todavía hoy— indiquen un momento de pausa. Por ejemplo la palabra «demora» (maskan) deriva del verbo sakana que es el contrario de moverse y que significa también callar. Se dice, en efecto, que un hombre se ha calmado, es decir que se ha callado. Y el «ancla» (sukkan) se llama así porque por medio de él se para (sakana) la nave, es decir se le impide moverse y navegar44. Así la palabra «casa» (dar) deriva del verbo dara, «girar en torno a una cosa»45. Cualquier lugar en que un grupo de personas se para es una «casa», aunque no haya edificios. En efecto se la llama «casa» (dar) por el hecho de que circunda (dara) a quienes la habitan46. Otra forma de decir «casa» (bayt) deriva del verbo bata, que significa «pasar la noche», durmiendo o no. Y mabit indica el lugar en que se pasa la noche47. En cuanto a la palabra «habitación» (manzil), deriva del verbo nazala (alojarse); la habitación (manzil) es en efecto el lugar en el que uno se aloja48. El espacio en el desierto por tanto está privado de identidad, es un momento de parada, un paso entre dos movimientos o dos tiempos. El símbolo más importante de la poesía preislámica era el «llanto sobre los restos de la acampada», sobre los lugares abandonados por sus habitantes temporales. Son signos de un momento de parada. Y la primera oda de la poesía preislámica que nos ha llegado completa, compuesta por el señor de los poetas Imru’ ’l-Qays, comienza justamente con el verbo «paraos»49. Ibn Manzur, op. cit., vol. VI, p. 316. Íd., op. cit., , vol. IV, p. 440. 46 Usama Ibn Munqid, al-Manazil wa-’d-diyar (Las moradas y las sedes), bajo la dirección de Mustafa Higaz, al-Qahira 19922, p. 55. 47 Ibn Manzur, op. cit., vol. I, p. 546. 48 Íd., op. cit., vol. XIV, pp. 112-113. 49 Abu Zayd Muhammad Ibn al-Hattab al-Qurasi, Gamharat as‘ar al-‘arab fi ’l-gahiliyya wa-’l-islam (Florilegio de las poesías de los árabes en la época preislámica y en el Islam), bajo la dirección de Muhammad ‘Ali al-Bigawi, Dar Nahdat Misr, al-Qahira, s.f., p. 65. 44 45

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«Paraos y lloremos en recuerdo de un ser amado y de una morada»50. El recuerdo (la memoria) persigue al poeta al partir y exige que se pare. Una parada que no es para siempre, sino más bien una entrega al recuerdo del ser amado (el hombre) y de la morada (el espacio). El espacio es pues sólo recuerdo, presencia en la memoria; el hombre y el espacio se transforman y comienzan a existir en la memoria. La memoria es un contra-movimiento en el tiempo. Se manifiesta aquí un movimiento continuo en el espacio, del que no queda más que un contra-movimiento en el tiempo, en dirección al pasado. «Todo poeta de la época preislámica comienza a hablar y se dirige a la sociedad a la que pertenece sólo a través de una exhumación del pasado. El pasado asume las características de una continua presión que se ejerce sobre la mente del poeta. [...] Todo poeta recuerda los restos de la acampada, es decir los restos del pasado, y los primeros signos a lo largo del camino. Sólo se puede comenzar desde el pasado, no se puede hablar de cuestión alguna si no existe en primer lugar la función del recuerdo; se convierte en un deber importante, ineludible. No hay poesía para quien no tiene memoria»51. Poesía en la lengua de los árabes significa «saber», y con este sentido está empleada en el Corán52: «¿Qué es lo que os hace pensar que, si les viene el Signo, vayan a creer?»53. Los árabes han santificado la poesía y a los poetas. «Los poetas gozaban entre los árabes de

Este celebérrimo verso abre la mu‘allaqa de Imru’ ’l-Qays del que existe una traducción italiana de Daniela Amaldi, Le Mu‘allaqat. Alle origini della poesia araba, Marsilio, Venecia 1991 (ndt). 51 Mustafa Nasif, Qira’a taniya li-si‘rina ’l-qadim (Releer nuestra poesía antigua), Dar al-Andalus, al-Qahira 1981, p. 55. 52 Ibn Manzur, op. cit., vol. VII, p. 131. 53 Corán VI, 109. [La cita está sacada de Il Corano, traducción de A. Bausani, Rizzoli, Milano 1988 y sucesivas reimpresiones. El verbo yas‘uru, que Bausani traduce justamente por «pensar», tiene la misma raíz que si‘r (poesía)] (ndt). 50

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la misma posición que los profetas en las demás naciones y eran llamados maestros y sabios»54. «Entre los hechos que más invitan a la reflexión está la atención que una comunidad específica, la comunidad árabe anterior al Islam, presta a la acción de recordar, considerándola como el punto de partida de toda reflexión y el comienzo de todo deseo»55. Los significados del verbo recordar (dakara) en árabe confirman la importancia de la memoria, no en cuanto pasado transcurrido, sino como fuente de vida: «El recuerdo (ad-dikr) es conservar una cosa. Otro significado: una cosa corre de boca en boca: esto es el recuerdo (at-tadakkur) después del olvido. Otro significado: el macho (ad-dakar), es decir lo contrario de la hembra, el miembro masculino y la espada cortante. Un hombre macho (dakar) es un hombre valiente, una poesía masculina es una poesía excelente, una lluvia masculina es una lluvia abundante y una tierra es masculina (midkar) cuando hace brotar hierba espesa. El recuerdo (dikr) es la fama, el honor y la oración. El «recuerdo de la verdad» es el documento y el recuerdo es la alabanza, la acción de gracias y la obediencia»56. El recuerdo es todo aquello sobre lo que se basa la vida en el desierto, el hombre, la lluvia, la espada, el honor, además —naturalmente— de los significados religiosos del término que se han ampliado en el Islam, para el que el Corán es «el sabio recuerdo» (ad-dikr al-hakim). La memoria es pues la vida y el árabe pervive en el tiempo. A la vida en el tiempo se contrapone sin embargo la muerte en el tiempo; por esto toda palabra que define el tiempo en árabe lleva consigo también un significado de muerte, ruina y catástrofe. 54 Sami Makki, al-Islam wa-’s-si‘r (El Islam y la poesía), colección ‘Alam alma‘rifa, n. 66, al-Kuwayt 1983, p. 15. 55 Mustafa Nasif, op. cit., p. 56. 56 Ibn Manzur, op. cit., vol. V, pp. 50-51.

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Por ejemplo la palabra zaman designa el tiempo, sea poco o mucho, pero indica también la enfermedad y la impotencia. La palabra dahr significa la larga extensión del tiempo, pero también la catástrofe, por lo que los árabes del desierto dicen: «una desgracia los ha golpeado» (dahara bihim) y el «tiempo los ha aniquilado». Todavía hoy en árabe se utilizan expresiones como «los desastres del tiempo» y justamente de dahr se han derivado otras palabras, como tadahwur, que significa «corromperse y disolverse». La palabra abad, que designa el tiempo infinito, en el participio significa «inmortal» y «que dura por siempre», pero en el participio activo (al-abida) designa el desastre que será recordado por siempre. Azal es lo contrario de abad, es decir la eternidad transcurrida antes de nosotros, pero significa también «penuria y dificultad»; oin significa «momento del tiempo», pero también «muerte». AGal quiere decir momento extremo del tiempo, o extensión de una cosa en el tiempo, pero designa también la hora de la muerte. Sana significa año, pero también esterilidad y carestía, como en el Corán: «Infligimos al pueblo del Faraón años y escasez de frutos» (7, 130). Yawm, además de día, significa penuria y muerte, y guerra, como en la expresión «los días de los árabes», es decir sus guerras57. La vida se desenvuelve pues en el tiempo, pero también la muerte tiene lugar en el tiempo. Lo que viene después de la muerte no existe, porque el tiempo pasa según una línea recta que no admite desviaciones. El Corán nos ha conservado esta opinión acerca del tiempo en la Arabia preislámica: «Y dicen: ‘No hay más vida que esta nuestra de acá. Morimos y vivimos, y nada sino la acción fatal del Tiempo (dahr) nos hace perecer’. Pero no tienen ningún conocimiento de eso, no hacen sino conjeturar» (45, 24). 57

Ib., op. cit., sub voces: zaman, abad, azal, hin, agal, sana (sanw), yawm.

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La lengua (el lenguaje), la razón (la memoria), el tiempo: estos términos fundamentan la «identidad» de la razón árabe en sus primeros comienzos; por esto cualquier parangón que intente comprender la razón árabe debe partir de aquí y seguir el camino a lo largo de la historia.

2. El árbol del conocimiento El árbol más importante en el desierto es «el árbol genealógico». Toda tribu es un árbol y el hombre en el desierto se define como rama en el árbol. La gente en el desierto hace el conocimiento recíproco a través de la pregunta «¿de quién eres?». El hombre, en efecto, pertenece a la tribu/al árbol y la tribu pertenece al antepasado/la raíz; y la raíz/el antepasado se hunde en el tiempo/en el pasado. La metáfora del «árbol genealógico» es verdaderamente interesante porque hace de la genealogía un símbolo de la continuidad en la vida y une al individuo con la comunidad mediante un vínculo objetivo: en efecto la rama no puede tener vida sin el árbol, ni el árbol sin la raíz o el fundamento estable en el tiempo. Ibn ‘Abd Rabbihi afirma: «Quien no conoce la genealogía no conoce a los parientes y quien no conoce a los parientes no forma ya parte de la familia»58. El hombre por tanto es hombre solamente en virtud de su genealogía y an-Nu‘man tenía razón cuando consideraba la genealogía como uno de los pilares de la identidad árabe, junto con la lengua. Los no árabes son «bárbaros», en el sentido de animales dotados de voces, pero no de lenguas. El árabe es superior al no árabe porque el bárbaro está más cercano a los animales y no sabe remontar más allá de su padre ni darse una genealogía, 58

Ibn ‘Abd Rabbihi al-Andalusi, op. cit., vol. III, p. 361.

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del mismo modo que no «habla como los árabes» (yu‘rib)59, es decir no habla de modo comprensible y claro, porque la claridad deriva justamente de «hablar como los árabes». Asimismo la palabra genealogía (nasab) contiene entre sus significados el de «vía recta y clara»60. Por esta razón el único rival serio del poeta en la sociedad preislámica es el genealogista. «Los genealogistas conservan con gran precisión los nombres de las tribus y de los clanes que surgen de ellas. Si uno se presenta a ellos diciendo «soy —por ejemplo— de los Banu Tamin; dime mi genealogía», el genealogista sabe comenzar desde la tribu de los Tamin y desde los grupos derivados —subtribus, clanes y subclanes— hasta llegar a la estirpe y desde ella al padre de aquel que le interroga y finalmente a él mismo. [...] Hubo muchos genealogistas en la edad preislámica y ninguna tribu, subtribu o clan podía prescindir de ellos»61. El genealogista, lo mismo que el poeta, es el guardián de la identidad de la sociedad y el garante de su continuidad. «La genealogía hace de la tribu una comunidad continua, incapaz por sí misma de crearse y disolverse, porque existe en la existencia de los individuos de los que toma forma. Ella permanece en el tiempo, persistente y ramificada, en la continuidad de la existencia de esos individuos y en la perpetuación de sus estirpes. Así la tribu se convierte en una comunidad no vinculada al tiempo, porque continúa. De este modo el individuo se libera de la dura percepción de perderse en el tiempo/de morir. El vínculo tribal es en el fondo el vínculo entre el individuo y la sociedad, entre la rama y el árbol. El individuo se

59 La palabra significa «hablar como los árabes», «hablar con claridad», y «usar las desinencias de los nombres y de los verbos». El entrelazamiento de los significados es en sí altamente significativo (ndt). 60 Ibn Manzur, op. cit., vol. XIV, p. 119. 61 Gurgi Zaydan, Taris at-tamaddun al-islami (Historia de la civilización islámica), Bayrut, s.f. ,vol. III, p. 35.

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anonada en la tribu cuando ella se encuentra en cierto modo amenazada, pero también la tribu se identifica totalmente con el individuo, cuando está golpeado por una desgracia; así el individuo, cuando manifiesta apego a la tribu, en realidad manifiesta apego a sí mismo, porque identifica su persona con la tribu. La tribu por otra parte cuando presta ayuda a uno de sus componentes y se pone de su parte, en realidad toma partido a favor de sí misma, porque identifica a aquel individuo consigo misma. De esta solidaridad entre el individuo y su tribu, hasta el punto del anonadamiento del uno en el otro, derivan dos hechos que definen el tipo de relaciones dominantes dentro de la tribu y fuera de ella. Por un lado, de esta solidaridad recíproca se deduce que el campo de interacción de la persona con los demás está delimitado por los límites de la tribu, por lo que quien no forme parte de él es considerado como un extraño ante el que hay que estar en guardia. El vínculo tribal, desde este punto de vista, es un sentimiento negativo hacia los demás, en la medida en que representa sin embargo un sentimiento positivo que une unos con otros a los miembros de la tribu. Tal sentimiento, positivo por un lado y negativo por otro, es el secreto que ha permitido a la tribu resistir como unidad social cohesionada y clara en la estructura; por este secreto y sobre la base de él se define la personalidad de la tribu»62. En el desierto el hombre es definido únicamente por su pertenencia a la tribu y solamente dentro de ella goza de una existencia personal. Fuera de la tribu pierde completamente tal existencia y por eso no existe castigo más duro para el hombre del desierto que ser «arrancado», es decir expulsado de la tribu. Y esto no sólo porque de ese modo él se convierte en «presa» para quien lo 62 Muhammad ‘Abid al-Gabri, al-‘Asabiyya wa-’d-dawla (Sentimiento tribal y estado), Markaz dirasat al-wahda, Bayrut 1994, pp. 168-169.

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desee, sino sobre todo porque pierde lo que lo tiene anclado a la vida, es decir lo que lo hace parte de ella, lo que lo hace hombre, como dice Ibn ‘Abd Rabbihi. Él en efecto se hace semejante a la hoja de un árbol, que cuando cae se seca y muere. La muerte significa que ha salido del mundo/de la tribu y por consiguiente ella decreta su olvido, para él y para su descendencia, lo condena a perderse en el tiempo.

3. Sacrificio y virtud An-Nu‘man considera las «virtudes» como tercer pilar básico de la identidad árabe, elemento de distinción de las demás naciones. Se podría objetar que costumbres virtuosas se encuentran en toda nación y no existe pueblo que no celebre la generosidad, el valor y la fidelidad a los pactos. Sin embargo una atenta consideración de las palabras de anNu‘man nos aclarará por qué razón él ha atribuido estas virtudes a los árabes excluyendo a las demás naciones. «En cuanto a su generosidad, el hombre más mezquino de ellos, en el caso de poseer una joven camella de la que obtiene sustento, con la que transporta las mercancías, con cuyos productos se sacia y satisface, si una noche aparece un viandante que dice que se contentaría con un trozo de carne y un sorbo de agua, degüella en su honor la camella y se siente muy contento de ir al encuentro de una muerte cierta, con tal de conseguir fama y celebridad»63. «Que se refugie entre ellos un delincuente, joven, desconocido y sin parentela: lo honrarán y le darán más de lo que les quede»64. El más mezquino entre los árabes es tomado por an-Nu‘man como 63 64

Ibn ‘Abd Rabbihi, op. cit., vol. III, p. 8. Ib., p. 9.

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modelo de generosidad para indicar que es una característica general y una virtud común entre ellos y también para sugerir que las acciones de aquellos que están al más alto nivel superan el gesto de aquel hombre. No sabría cómo puede existir una generosidad hacia el vecino superior a «ir al encuentro de una muerte cierta», pero justamente esto quiere decir an-Nu‘man. Él afirma que los árabes en la práctica de las virtudes llegan hasta un punto que las demás naciones no pueden alcanzar. Los árabes son extremistas en sus virtudes; en el ejemplo citado, el huésped se contentaría con un trozo de carne y con beber un sorbo de agua, pero «el hombre más mezquino de ellos» no se siente satisfecho mientras no degüelle su camella, aunque de esto derive su muerte, o quizá justamente porque de esto derivará su muerte. El nivel excepcional en la práctica de la virtud es lo que la hace digna de ser recordada, lo que garantiza a quien la realiza «fama y celebridad». Se cuenta que Hatim at-Ta’i65 iba a degollar a su propio hijo para dar de comer a los huéspedes cuando Dios mandó una manada de onagros, que Hatim capturó, degolló y les ofreció. An-Nu‘man hablaba en serio cuando ponía de ejemplo al «hombre más mezquino de ellos». En efecto, degollar una camella, aunque de ella se saque alimento, vestidos y bebidas de tal forma que una acción semejante lleve a una muerte cierta, no puede ser comparado con la muerte de un hijo. Esto sin embargo no es extraño para Hatim at-Ta’i, símbolo de generosidad convertido en proverbial en la expresión «más generoso que Hatim» e incluso en la locución «una generosidad como la de Hatim». La virtud en el desierto tiene necesidad de un símbolo, tiene necesidad de una persona a la que ser reconducida desde el punto de vista 65 Personaje de la época preislámica que se ha hecho proverbial por su generosidad (ndt).

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genealógico y por esto no nos detendremos en las semejanzas evidentes entre la historia de la generosidad de Hatim y la historia del profeta Abrahán y de su hijo que acepta sacrificarse por un fin más alto, exactamente del mismo modo en que el hijo de Hatim at-Ta’i acepta ser degollado por un valor más alto, es decir la permanencia de la virtud. Toda la tribu —como dice anNu‘man— se sacrifica a sí misma y sacrifica los propios bienes por un delincuente con el que no está ligada por vínculo alguno; este sacrificio de toda la tribu sin embargo no es en favor del delincuente en sí, sino para preservar el simbolismo de su refugio entre ellos, de su búsqueda de ayuda. La virtud es un modelo ideal y no puede ser tal en la práctica de una persona normal. Los árabes no conocen la normalidad porque la normalidad no está preservada por el tiempo; hay que sacrificarse por la virtud, porque sin sacrificio la sociedad quedará sin virtud. Quien se sacrifica recibirá su justa recompensa, porque la sociedad le garantizará un puesto en la memoria, le garantizará «fama y celebridad». Las costumbres virtuosas son pues idóneas para constituir el tercer pilar de la identidad árabe, junto con el lenguaje y la lengua, y también el tercer elemento o componente de la razón árabe en sus primeros inicios. Nuestra siguiente pregunta será entonces cómo estos componentes se transforman en mecanismos que la razón árabe continúa utilizando hasta hoy, no cesando de conservarlos, lejos de su realidad originaria, a pesar del cambio completo de las condiciones que dieron forma a tales mecanismos. ¿Debemos condenar quizá estos comienzos? ¿Cómo podremos, si ellos fueron una respuesta —como hemos intentado explicar— a la realidad en que nacieron? Sus rasgos de violencia, extremismo y santificación del pasado eran un modo para conservar la vida, no para anularla, para comprometerse con la realidad,

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no para abandonarla. Ésta es la lección que debemos recabar hoy de esa experiencia humana. Después de que an-Nu‘man hubo terminado su discurso, Cosroe comentó: «‘¡Tú eres digno de la supremacía que ejerces en tu región y de mucho más!’. Después lo revistió con su manto real»66. El Cairo, marzo 2007

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Ibn ‘Abd Rabbihi, op. cit., vol. III, p. 10.

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¿Sabrá la humanidad moderar o dominar la violencia que hay en ella desde siempre o morirá, si tenemos en cuenta la falta de limitación tendente al infinito de los modos de matar o de las pulsiones de muerte? El discurso de Ratisbona, al poner inmediatamente en el centro del diálogo entre las religiones y del debate entre creyentes y no creyentes el reto de la violencia, acierta al plantear la cuestión de las cuestiones, en la que se decide el destino del siglo XXI. Todo el mundo es interpelado, tanto el padre y la madre de familia como el diplomático ilustre, el político responsable, el historiador de las ideas, el teólogo y el solitario —como yo— que intenta razonar filosóficamente. Séame permitido detenerme en los efectos propiamente filosóficos que se desprenden de un texto digno de muchos otros comentarios.

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I. ¿Por qué semejante elogio de la razón? Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes, la posibilidad de alcanzar el «agua profunda» del conocimiento (cf. Pr 20, 5)1. 1. La cuestión de la violencia, de su arbitrariedad y de su polémica relación con la razón humana constituye el acto de nacimiento de la filosofía, originariamente definida por los pensadores griegos como «conocimiento de sí mismo». Lejos de sumergirse en una contemplación egoísta o narcisista de la propia identidad, semejante conocimiento implica en primer lugar el cara a cara con un poder radical de alteración y anulación. Evocando a Tifón, el último Titán que no consiguió derribar a los dioses del Olimpo, Sócrates explica que no está interesado en la belleza literaria ni en el significado meteorológico o físico del mito. Al examinar la imagen de esta criatura caótica, la interroga como si fuese un espejo: «[Soy por casualidad] una fiera más complicada y más orgullosa que Tifón, o un ser vivo más manso y más simple, partícipe por su naturaleza de una cierta condición divina y sin ínfulas de orgullo [¿]» (Platón, Fedro, IV 230a). Para el pensamiento occidental, una violencia proteiforme y bárbara es la medida de la inhumanidad y de la humanidad del hombre. 2. Signo de una ironía totalmente socrática, la referencia al diálogo entre Manuel II y un culto persa (o turco) no está privada de significado por lo poco que recordamos de las circunstancias del encuentro. En aquel tiempo, Manuel Paleólogo no era más que el delfín, hijo del emperador de Bizancio. A la cabeza de un pequeño 1 Cf. Juan Pablo II, carta encíclica Fides et ratio,14 de septiembre de 1998, n. 16 § 3 (ndr).

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cuerpo de ejército cristiano, estaba al servicio del Gran Turco e integrado en las tropas musulmanas. La confrontación, siempre pacífica y argumentada, se desarrolló pues en un ámbito totalmente dominado por los seguidores de Alá. Fue allí donde Manuel expuso con gran calma su crítica «de modo sorprendentemente brusco»2 a Mahoma, que hoy se convierte en blasfemia insoportable, punible con la muerte. Prueba infalible de la actual degradación del «diálogo» entre las religiones es que quienes se manifiestan lanza en ristre contra la cita retomada por Benedicto XVI confirman de este modo, sin darse cuenta, las críticas de Manuel II. 3. El discurso de Ratisbona, al recomendar la «autocrítica», no atribuye sólo a los musulmanes la facultad de deslizarse hacia el fanatismo de una fe que rechaza la ayuda de la razón. La referencia a Duns Escoto, por lo que se refiere al pasado, y a los nihilistas de hoy indica cómo el riesgo de una trasgresión fundamental no respeta a nadie, creyente o no creyente. De aquí surge la llamada a centrar de nuevo el diálogo de las religiones y la confrontación de los creyentes con los agnósticos: no contentarse con los deseos que por ser píos corren el riesgo de permanecer vacíos, no limitarse a rezar juntos, ocultando lo que desgarra y separa a los hombres de fe a pesar de su buena voluntad tan imperturbablemente manifestada. Al poner el acento en la necesidad de examinar de modo franco y cuidadoso los argumentos que irritan y los baños de sangre en los que se anegan nuestras profesiones de fe, Benedicto XVI permanece fiel a la exhortación de Juan Pablo II, «¡No tengáis miedo!»3. Como su predecesor en la encíclica Fides et ratio, él 2 Cf. Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, § 3. 3 Cf. Juan Pablo II, carta apostólica a los responsables de las comunicaciones sociales El rápido desarrollo, 24 de enero de 2005, n. 14, § 2 (ndr).

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subraya la exigencia de firme lucidez a propósito del necesario «acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego»4. 4. ¿De qué modo la frágil filosofía puede contribuir a frenar nuestras violentas arrogancias? Ella cumple la función de cortafuegos en la medida en que su interrogar muestra un saber «negativo» que ilustra el «sé que no sé nada» tan importante para Sócrates. El sabio griego distingue agudamente, citando a Protágoras5, tres tipos de manifestación de la verdad. Los griegos antiguos muestran ante todo un saber de uso espontáneo y universal: para hablar la lengua materna, se acude en primer lugar a los propios padres y después, si es necesario, se consulta a un gramático o a un poeta. Existe un segundo conjunto de saberes, más específicos o técnicos, que es competencia de diferentes expertos: quien quiere aprender el arte de la pesca acude a una persona entendida. En tercer lugar, cuando se trata de grandes temas («ta megala») —la justicia, la virtud, la bondad— el acuerdo espontáneo no está garantizado y a los expertos se les puede criticar fuertemente: cada uno, duro como el hierro, cree saber y por consiguiente las opiniones se enfrentan, los cuchillos se afilan, al menos hasta que el filosofar griego reconduce a todos, sabios, sofistas o simples ciudadanos, a una ignorancia que todos se negaban a admitir. 5. Si el discurso de Ratisbona insiste fuertemente en los peligros de una fe separada de la razón es porque esta última, aun presentándose de modo negativo representa una válvula de seguridad necesaria. Antes todavía de poder distinguir una verdad, ella nos permite identificar lo que no lo es. La aprehensión de la falsedad 4 Cf. Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, § 5 (ver supra p. 34). 5 Platón, Protagoras, 319 y ss.; en partic. 327 a (ndr) [traducción española: Platón, Protágoras, Gredos, Madrid 1990].

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precede a la aprehensión de la verdad: el pequeño esclavo de Menón, enfrentado al difícil problema geométrico de la duplicación del cuadrado, descubre el error de su primer intento mucho antes de llegar a la solución correcta. Del mismo modo en ética, señala Esquilo, es necesario aceptar el error y el sufrimiento («pathein») para saber («mathein»). El filosofar griego descubre la tragedia y hace aflorar la desesperación, pero su «negatividad», lejos de ser un defecto, constituye su cualidad insustituible, hace de Sócrates el centinela de la nada. Desde los tiempos de la antigua Atenas, un cierto número de individuos, cuyo placer era reflexionar, llenan las ciudades occidentales. Ellos siguen el principio de la parrhesia, del hablar claro. Estos inquisidores intemperantes fueron llamados «filósofos». En Atenas, quien no decía lo que pensaba podía ser perseguido por la ley. La civilización occidental no ha podido transgredir nunca la regla socrática del libre examen de todo por parte de todos sin recibir graves daños. A pesar de esto, Sócrates fue condenado a muerte. 6. Una fe que ignore o evite la modesta razón filosófica corre el riesgo de encontrarse en manos de una violencia ciega. La alternativa razón-violencia no enfrenta a unas religiones con otras, sino que sitúa a cada una frente a sí misma. El imperativo del «conócete a ti mismo» no hace referencia a las opciones pasadas y superadas sino a las decisiones urgentes y presentes. Lo que hoy, fascinados por el Islam y el Islamismo, llamamos «despertar» de las religiones o «retorno» de la fe manifiesta exactamente lo contrario. El Islam sufre una especie de kidnapping, de OPA; sus convicciones más sinceras son desviadas y confiscadas por un culto de la muerte terrorífico. En el siglo XX el cristianismo europeo conoció un fenómeno semejante. En dos ocasiones. En la primera, durante la Primera Guerra Mundial, los contendientes combatieron pretendiendo que Dios los sostuviera. Recordad Berlín en 1914: la declaración de guerra fue anunciada en la puerta de Brandeburgo, el pueblo no entona

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«Deutschland über Alles», sino un cántico de Lutero al que había puesto música Johann Sebastian Bach. A su vez cuando Benedicto XV, durante la Gran Guerra, pide el cese del fuego, choca con la sagrada Unión de los hermanos enemigos, los obispos católicos alemanes, franceses y belgas no lo aprueban. Segunda experiencia: silencio e impotencia del cristianismo frente a la barbarie nazi. 7. En el pasado dos grandes renuncias han sido la desgracia de Europa: matar en nombre de Dios y cerrar los ojos. Semejante nihilismo homicida y suicida arrecia de nuevo en la actualidad planetaria. Hoy como ayer, resisten los justos, los héroes, los santos, a menudo simples ciudadanos. Ellos proclaman que una fe que se emancipa de la razón para permitirse todo, es decir cualquier cosa, se opone intrínsecamente a una fe amiga de la razón, de sus dudas y de sus prohibiciones. La necesidad de volver a unir fe y razón, tan firmemente reclamada por Benedicto XVI y por Juan Pablo II, no es inaudible para las demás religiones. Inmanuel Kant planteó el problema de la intolerancia en los mismos términos que Manuel II: «Es cierto que no es justo quitar la vida a un hombre por sus creencias religiosas [...] pero que Dios haya expresado esta terrible voluntad [...] esto nunca es cierto»6. Al conceder una gran importancia a un problema de conciencia tal, el filósofo evoca la orden dada a Abrahán de matar a su propio hijo como un cordero y replica, en el puesto de Abrahán: «Que yo no deba matar a mi hijo es absolutamente cierto; pero del hecho de que tú, que te apareces ante mí, seas Dios, no estoy seguro y ni siquiera puedo estarlo»7.

6 Cf. También de Kant, La religione entro i limiti della sola ragione (1793) (ndr) [traducción española: Immanuel Kant, La Religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza Editorial, Madrid 1991]. 7 Cf. I. Kant, Il conflitto delle Facoltà (1789), Canova 1953, parte I, Il conflitto della Facoltà filosofica con quella teologica, p. 81 en nota (ndr) [traducción española: Immanuel Kant, El conflicto de las Facultades, Alianza Editorial, Madrid 2003].

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Kierkegaard elegirá el aspecto contrario de una fe que se ha cerrado a una razón demasiado razonable en su opinión, como si aquel que oye una Voz no corriese el riesgo de mentirse a sí mismo autorizando un infanticidio. El discurso de Ratisbona, lejos de constituir una improvisación inspirada por la actualidad, incluso una provocación, como se ha afirmado, toca el punto más profundo del texto bíblico y de las meditaciones insondables de las tres religiones del libro. 8. Quien mata en nombre de Dios puede que crea en Dios o que no crea. Si cree, se constituye en lugarteniente de un poder arbitrario y privado de razón; confunde a Dios con Tifón y se permite todo. Si no cree, mata en sí mismo la razón y se erige en supremo Tifón que no se prohíbe nada. En ambos casos, el olvido de la razón en el cielo y en la tierra suprime toda diferencia entre cólera de arriba y cólera de abajo, identifica orgullosamente hombre y divinidad, suprime la posibilidad de distinguir bien y mal. La literatura del siglo XIX, en su mayor parte rusa, ha explorado anticipadamente el callejón sin salida de una eliminación definitiva de las prohibiciones hacia la que se precipitarán, con la cabeza baja, un gran número de poseídos de los siglos XX y XXI.

II. Atenas con Jerusalén [...] Se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión8. 1. ¿Cómo concebir esta razón con la que la fe busca la «alianza», incluso la «simbiosis»? La referencia al logos griego excluye dos acepciones corrientes pero reductivas. Por una parte, no se 8 Cf. Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, § 6.

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trata de reverenciar una razón simplemente científica; la controversia típica del siglo XX entre cientifismo y fideísmo está esencialmente superada. Por otra parte, el common sense, la capacidad de razonar con buen sentido que cada cultura lleva en sí, aunque necesaria, no es suficiente; no da cuenta del carácter específico, de la importancia universal que une la fe bíblica con el filosofar griego. Como recordaba la Fides et ratio, los textos sapienciales de la Biblia y la traducción de los Setenta dan testimonio de la perspectiva única del encuentro entre Jerusalén y Atenas. Lo mismo que el camino de Pablo que quiso hacerse «todo con todos», judío con los judíos, griego con los corintios (1 Cor 9,20-22). 2. El logos griego se define como la facultad de afirmar algo sobre algo. Es un hablar en sentido fuerte, capaz de interrogar la veracidad de quien habla, en el que se revela logos apophantikos, palabra constativa, principio de realidad. El logos dice lo que es en cuanto es, lo que no es en cuanto no es. «Todo discurso [logos], es capaz de significar, no como un instrumento, sino como se ha dicho: por convención, pero no todo discurso es enunciativo, sino aquel en el cual se da la afirmación de la verdad o de la falsedad. Y no en todos los discursos se da: la oración [eukê], por ejemplo, es un discurso, pero no resulta ni verdadera ni falsa»9. Bajo la etiqueta de «oración», los antiguos distinguen el conjunto de proposiciones que se organizan sólo al ser enunciadas (hoy son llamadas «performativas») y no a través de lo que revelan (las proposiciones constativas o indicativas que son verdaderas o falsas). Así un acto de fe vale como puro acto (performance pura) o por lo que profesa. Únicamente en este segundo caso, la razón puede interrogarse 9 Aristóteles, De interpretatione, IV, 17ª, Il discorso. Cf. Aristóteles, Organon, vol. I, Dell’Interpretatione, en Aristotele, Classici, UTET, vol 3, Torino 1996, pp. 225-226 (ndr) [traducción española: Aristóteles, Organon, Editorial Gredos, Madrid 1994].

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para individuar la verdad o la falsedad. En el ejemplo de Abrahán (citado en el § I,7), Kierkegaard deduce la fe del lado performativo, de la estricta performance, Kant del lado apofántico en el que se ejercita de pleno derecho la interrogación (¿realidad o ficción?). 3. Al establecer una «relación íntima» con el logos apophantikos, la fe hereda la preocupación de Sócrates por «vencer y superar el mito»10. Ni Dios ni los mortales deben sufrir más el martillo sin guía de un Tifón, toda violencia ejercitada contra y por la humanidad debe ser interpelada sobre su autenticidad e inautenticidad, sobre su buena o mala fe. Quien mata en nombre de Dios —lo mismo que el Anticristo de la segunda Carta a los Tesalonicenses (2,3-12)— puede, debe pues ser dominado. Saber interrogativo, fuerza disuasiva más bien que persuasiva, el «demonio» de Sócrates, que se limita a retener, simboliza la solidaridad de los guardianes laicos y religiosos sobre el borde del abismo. 4. La facultad apofántica arma a los desarmados, a los débiles, a los humillados y a los ofendidos con la capacidad de afirmar lo que es, de mirar a la cara el horror que hay en el mundo y en cada persona. ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?, preguntaba Stalin. Al cabo de medio siglo, los pueblos de Europa central y oriental le dieron la respuesta, desmantelando el imperio totalitario y descomponiendo la ideología marxista. El secreto de la reunificación, todavía incompleta, del Viejo Continente reside en el «poder de los sin poder» (Václav Havel)11. Solidarios contra lo peor, unos simples ciudadanos inventaron un heroísmo imprevisto y superaron las

10 Cf. Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, § 6. 11 Cf. V. Havel, Il potere dei senza potere, Milano 1991 (ndr) [traducción española: Václav Havel, El poder de los sin poder, Ediciones Encuentro, Madrid 1996].

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divisiones seculares que los separaban política, ideológica, incluso religiosamente. Los combatientes de la libertad encontraron las mismas palabras para señalar al monstruo y resistirle. En los labios católicos, ortodoxos, protestantes, hebreos o agnósticos la sigla Gulag indicó una misma abominación y la necesidad de rechazarla. El movimiento de los disidentes rusos, el sindicato Solidarnosc, la Carta 77, innumerables iniciativas individuales, a menudo ignoradas, prueban cuánto ha cambiado el mapa de Europa y el destino del mundo la unión, en la verdad, de fe y razón apofántica, de testimonio lúcido y compromiso audaz. El discurso de Ratisbona se basa implícitamente en la fuerza que ha levantado el telón de acero y ha abatido el muro de Berlín. 5. Europa no ha logrado nunca reunirse en torno a un Bien supremo, único, incontestado. Incluso durante su apogeo cristiano, estaba dividida según dos concepciones —romana y griega— del servicio divino. Anteriormente, las civilizaciones griega y romana contaron, según Plutarco y Varrón, con algunos centenares de concepciones del Bien supremo, cada una de la cuales movilizaba por su parte tal ciudad, tal partido o tal secta. Los tiempos modernos han sufrido una análoga propagación de valores e ideales que ha permitido a algunos celebrar la «guerra de los dioses» (Max Weber)12. Sin embargo es suficiente quizá invertir las prioridades para descubrir que en materia de Mal supremo el Viejo Continente ha encontrado a menudo un acuerdo en su interior. Las letanías no han implorado al Señor, durante más de un milenio, que nos liberase de los últimos tres flagelos, los mismos por todas partes: la violencia brutal (la «guerra»), la miseria aniquilante (el hambre) y 12 Cf. Max Weber, Sociología della religione, vol I-II, en partic. II, parte III, «El Judaísmo antiguo», Milano 1982, pp. 517-518 (ndr) [traducción española: Max Weber, Ensayos sobre sociología de la religión, Editorial Taurus, Madrid 1987].

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el desorden corporal y físico absoluto (¿la peste?). Todavía hoy el Estado de bienestar y la Sozialmarktwirschaft tienen como objetivo la erradicación de los mismos males en su versión más moderna. Una vez más solamente la visión lúcida (apofántica) de las amenazas que acechan a la colectividad permite reunir políticas sinceras y hombres de fe. 6. Contrariamente a cuanto postularon en los siglos pasados las opiniones que se autoproclamaban ilustradas, respetar la razón no comporta progresismo alguno forzosamente optimista. La apofántica no tiene como vocación edificar o consolar, sino que se esfuerza en decir lo que es tal como es. Y si el presente va hacia el desastre, lo define como desastroso. Hasta en la miseria más extrema, la razón sigue siendo un remedio: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante»13. ¿Por qué un remedio? Porque aunque empantanados en el error y trastornados por el horror, los hombres siguen14. La fe cree, la razón sabe. La fe cree en el Bien. La razón apofántica conoce el Mal. Ambas son aquí complementarias, quizá también —como diría el escéptico— en las bodas del ciego con el lisiado. En esta misma precariedad, nuestros dos remedios son capaces de reunirnos contra lo peor, si no por lo mejor. Una escala graduada de flagelos no está fuera de nuestro alcance dado que «conocemos bien el mal y la falsedad». La lechuza de Minerva, que ve en la oscuridad y vuela de noche, debe velar sobre el hombre de fe.

13 B. Pascal, Pensamiento 347, ed. Brunschwieg (ndr) [traducción española: B. Pascal, Pensamientos, Editorial Espasa Calpe, Madrid 1995]. 14 B. Pascal, Pensamiento 385, ed. Brunschwieg (ndr).

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III. Contra el nihilismo El nihilismo, aun antes de estar en contraposición con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad15. 1. En Ratisbona ha resonado una llamada a hacer frente —y un frente único— a las circunstancias de extrema urgencia mental. La controversia secular entre fe y razón ha desencadenado una doble patología que ha afectado tanto a la segunda como a la primera. Los síntomas más grandes de la crisis de Europa, convertida en crisis planetaria del espíritu, habían sido señalados en la Fides et ratio. El resultado más evidente y peligroso del desorden actual es el nihilismo. Éste representa una dimisión doble y conjunta del razonamiento y de los credos ante una violencia activa que se permite todo y de las opiniones pasivas y desdeñosas que ya nada llegan a sacudir. Ha pasado el tiempo en que la Iglesia se enfrentaba a una razón invasora, conquistadora y orgullosa de sí misma. Al contrario, el peligro tiene origen en una razón que se reconoce débil, que renuncia a aprehender la realidad y deja de lado sus virtudes apofánticas. Al final la razón no peca ya por arrogancia sino por renuncia suicida; propaga entre los posmodernos el odio por el pensamiento definido desde el comienzo como «misología» por Sócrates16, una vez más citado en Ratisbona. 2. Semejante eutanasia contemporánea de la razón no beneficia absolutamente a la fe, se preocupa de subrayar Benedicto XVI. Al contrario, abre las puertas al nihilismo dominante. Si una razón 15

Juan Pablo II, carta encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, n. 90

(ndr). 16 Cf. Platón, Fedone, XXXIX, 89d-c (ndr) [traducción española: Platón, Fedón, Gredos, Madrid 1997].

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imperiosa e imperial no está ya de moda, su sucedáneo, que ha perdido su soberbia pero también toda su audacia, navega en la ciénaga de la falsa modestia. Renunciando incluso a su universalidad crítica y a su «demonio» disuasivo, no se atreve a aprehender la falsedad como falsedad y el mal como mal. Sobre gustos no hay nada escrito, afirma ella: no se preocupa de los tabúes constitutivos de la civilización; abre la vía al Tifón que está dentro de nosotros y en torno a nosotros. De Baudelaire en adelante, nuestros contemporáneos han aprendido y deberían saber que la última astucia del demonio es pretender que no existe. Cuando fingimos que lo olvidamos, diferentes tentaciones totalitarias y homicidas nos incitan a recordarlo. Una razón que renuncia a enunciar renuncia a denunciar y cede ante la arbitrariedad. 3. Cada confesión deplora naturalmente que las demás no compartan sus ideales y su visión del Bien supremo. Durante largo tiempo la razón europea ha aprovechado la pluralidad de servicios divinos y del relativismo que se deriva de ello, dispuesta a instaurarse como legisladora y a sustituir a la fe, legitimándose como religión absoluta. Éste era el objetivo del idealismo alemán del siglo XIX, de sus epígonos y continuadores. Pretendiendo superar una filosofía demasiado «negativa» por indagadora y socrática, constituyéndose en depositarios de un saber «positivo» y suficiente, los pensadores que antes eran «centinelas de la nada» se autoproclamaron, ya antes de Heidegger, «pastores del ser»17. Desde la colaboración de Platón con Dionisio, tirano de Siracusa, hasta los peores compromisos de los zelotes de Lenin, Stalin o Hitler, el orgullo

17 Cf. M. Heidegger, Brief über den «Humanismus», en apéndice a Platons Lehre von der Wahrheit, Berna 1947, p. 91 [traducción española: Martin Heidegger, La doctrina de la verdad según Platón y Carta sobre el humanismo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1958].

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trascendental, que engulle de un solo bocado tanto la razón como la fe, nos hace precipitar de catástrofe en catástrofe. En el siglo XXI, al final posmoderno de los grandes relatos ideológico-históricos, el nihilismo prospera en las playas de la filosofía, proclamando no sólo la relatividad de los bienes y de los valores sino más radicalmente la relatividad del mal. De aquí proviene la arbitrariedad irreductiblemente culturalista y parte de nuestra definición de inhumano. ¿Violentar, por qué no? ¿Purificar étnicamente, por qué no? ¿El genocidio, por qué no? ¿Matar al padre y a la madre, al hermano y a la hermana, why not? El suicidio de la razón socrática genera monstruos. 4. «Mata al prójimo como a ti mismo». El imperativo nihilista supera alegremente los confines geográficos y geopolíticos. Cubre ya todo el abanico de las violencias posibles y hace proliferar la masacre de los inocentes. Desde la bomba humana individual, santificada como «bomba atómica de los pobres», hasta las armas de destrucción masiva a disposición de personajes que se hacen notar por su gran irresponsabilidad, las amenazas se multiplican. Todavía el siglo XX distinguía la capacidad técnica de poner fin a la historia humana (Hiroshima) de la capacidad espiritual de incidir sin escrúpulos en la carne (Auschwitz). Hitler no poseyó nunca la bomba y los americanos, que la construyeron para resistirle, no han admitido nunca por su parte una ideología de muerte. El mismo Stalin fuertemente sacudido por el riesgo de derrumbe evitado por su poder en 1941, no se arriesgó nunca a transgredir los dos tabúes de la disuasión. Por esto la Guerra Fría fue fría. Estas dos prohibiciones que imponen discreción y prudencia frenan cada vez menos los furores de guerra. El recuerdo de Hiroshima se oscurece, la memoria de Auschwitz se rechaza y banaliza. Se ridiculiza la percepción del mal. Por un lado están los Estados padrinos, dotados del arma absoluta, que se consideran

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santuarios; por otro, las organizaciones terroristas sin ley ni escrúpulos; entre ambos, un nihilismo generalizado teje una tela patógena. Razón y fe deben hacer emerger juntas un desafío nuevo: el nihilismo trasforma la fuerza de hacer en capacidad de deshacer y la voluntad de poder en voluntad de dañar. 5. La religión tiene necesidad de una razón autónoma que no la sustituya. Al ejercer una función rectora en un campo totalmente sometido a su jurisdicción, el de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), la religión se acerca principalmente a la razón en el campo más secular de las virtudes llamadas cardinales. Pero también en el campo del valor, que debe no sólo razonar para crear un «justo medio» entre maldad y temeridad, sino sobre todo acceder, con la ayuda de la razón, a una capacidad apofántica de medir el peligro, subraya Aristóteles (Ética a Nicómaco). La universalidad «negativa» del socratismo abre el tesoro universal de las virtudes cardinales en cuyo nombre, en todas las latitudes, la humanidad afronta la inhumanidad. El nihilismo se esfuerza por hacer el mal invisible, indecible e impensable. Contra semejante devastación mental y mundial, la lección de Ratisbona vuelve a convocar a «la fe bíblica» y al «filosofar griego» para que renueven sin concesiones una alianza que deseo sea definitiva y victoriosa. París, enero 2007

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TEOLOGÍA1 JON JUARISTI

Un discurso universitario impecable, el de Benedicto XVI en Ratisbona. No ha pretendido complacer ni divertir al personal. Me gusta su sentido de la etiqueta, pues la etiqueta es, como su nombre indica, una versión retórica y cotidiana de la ética. O sea, la ética revelándose en el detalle. Muy bien, Benedicto XVI. A las lecciones inaugurales hay que ir a eso, a sentar una tesis, no a caer simpático. El tiempo dirá si la Iglesia católica ha ganado un gran Papa, pero no cabe duda de que la universidad perdió en su día un gran profesor. Y no lo tenía fácil. No porque hubiese en el auditorio talibanes infiltrados, que no los había. Tampoco porque estuvieran al acecho unos cuantos periodistas zánganos en busca de titular, que estaban, sino porque se trataba de un auditorio de modernos, y hablar de teología ante semejante público resulta tan improbable como explicar óptica a una colección de topos disecados. Un profe normalito habría empezado por el chiste: «Como ustedes saben, Borges clasificaba la teología entre los géneros de la literatura fantástica». Un profe con más tablas habría sido artísticamente elusivo («Al abordar este género de la literatura fantástica...»), no por suponer que todos sus oyentes leen a Borges, sino por tener 1

ABC, 24 de septiembre de 2006.

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la certeza de que ya no es posible ser moderno sin reír el chiste. ¿Qué hizo Benedicto XVI? El colmo de la audacia: sacar al tonto (que san Anselmo llamaba insensato) en el discurso. Evocar al colega de Bonn que se quejaba de que, en su universidad, dos facultades se ocupasen de un objeto inexistente: Dios. Lo que equivale a decir: «No os lo voy a poner fácil, chistosos». Comienzo magistral de una lección histórica. En más de un sentido, porque ha sido, ante todo, una lección de Historia. ¿Qué es la Teología? El encuentro de Atenas y Jerusalén, viene a decir Benedicto XVI. La pretensión, inaudita en la Alta Antigüedad, de que Dios es razonable y de que con un Dios razonable se puede razonar. Pretensión que no es cristiana en su origen, añado: surgió en el judaísmo helenístico. Como observa Benedicto XVI, el Islam ha permanecido ajeno a dicha pretensión. Tampoco es que el judaísmo la desarrollara a partir del impulso inicial. El judaísmo optó por una hermenéutica de la Ley y no recuperó la Teología propiamente dicha, con su concepto fundamental de un Dios razonable, hasta la Reforma (judía), y eso por influencia de la teología cristiana (protestante), pero la idea estaba ahí, aletargada bajo dos milenios de discusiones talmúdicas. En el islam, ni estuvo ni se le espera, lo que ha tenido y sigue teniendo sus consecuencias —por qué evitar la palabra— trágicamente irracionales. Pero la lección no concluye todavía. ¿Por qué la modernidad ha convertido la Teología en materia de chiste? El Papa ha estado grandioso en la concisión obligada de su respuesta. La modernidad no es antiteológica por defender la Razón, sino por su afán de mantenerla bajo mínimos. No rechaza la Teología porque deteste a Jerusalén (hasta Bin Laden dice amarla), sino porque odia a Atenas. No es la idea de Dios lo que la modernidad no ha podido soportar, sino la idea del Dios razonable. La modernidad es el resultado de la deshelenización de Europa y de su consecuente abandono a los dioses oscuros e inexplicables. Lo ha dicho Benedicto XVI en

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Teología

Ratisbona, Alemania, que no es como decirlo en Roma aunque signifique lo mismo, pues el contexto histórico cuenta también lo suyo (¿o acaso Juan Pablo II sonaba igual en Cracovia que en la plaza de San Pedro?). Pero los chistosos decepcionados, como era de temer, han ido a estrellarse en el titular del zángano. O sea, en el refrito mutilado de la impecable teología de Manuel II Paleólogo sacada doblemente de contexto. De su contexto discursivo, la admirable lección de Benedicto XVI, y de su contexto histórico, la Constantinopla asediada por los guerreros de Alá, tan tolerantes ellos. Madrid, septiembre 2006

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VIOLENCIA: RACIONALIDAD Y RAZONABILIDAD SARI NUSSEIBEH

I El influjo de la herencia de la cultura griega (helenismo) sobre la civilización humana es a un tiempo indeleble e innegable. Uno de los elementos principales de esta herencia es el uso sistemático de la razón para alcanzar el conocimiento, tanto teórico como práctico —un modo de afrontar el problema de la comprensión y el mundo definido a veces como «racional» o «racionalista» (en oposición a «mítico»)—. En el momento en que el mundo islámico comenzó a hacer oír su voz, en los siglos VIII y IX, y teólogos de diversas tendencias comenzaron a exaltar las virtudes del conocimiento revelado introducido en el mundo por el santo Corán, se esbozó el debate sobre el respectivo valor de las dos especies, o cuerpos, de conocimiento, que aparecían ahora en disputa: el racional y el revelado. El significado de términos como «racional» y «conocimiento» debe ser analizado de modo serio y en profundidad. ¿Se puede sostener, en realidad, que una verdad o un elemento de conocimiento revelado no son racionales? ¿La fe excluye siempre la razón? Por otra parte, ¿pueden los elementos de conocimiento fundarse en artículos de fe? ¿Puede la teología misma ser considerada una disciplina

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«científica», que comprende elementos de conocimiento? ¿O es sólo una colección de mitos? Ibn Khaldun († 1406) distinguía entre ciencias «racionales» y ciencias «transmitidas» (ulum)1. Con la definición de «transmitidas» indicaba todas aquellas ciencias que podían ser referidas a la religión revelada, como la gramática, la jurisprudencia y la teología. Como «racionales» indicaba por el contrario las ciencias que dependen últimamente de la razón, como las ciencias naturales o las humanas (incluidas las ciencias sociales de las que se consideraba el fundador). No se aventuró sin embargo a inferir de esta distinción (por ejemplo entre la física y la metafísica, o entre la medicina y la teología) la distinción entre un campo de investigación científico y un campo de investigación no científico. En este sentido, y de un modo que recuerda el de la intervención de Su Santidad en la Universidad de Ratisbona, no habría encontrado inadmisible el estudio de la teología —incluso en dos facultades— dentro de una universidad dedicada al estudio de la ciencia. Y no habría siquiera pensado sugerir la hipótesis de que el estudio de las ciencias transmitidas sea un ejercicio no-racional, irracional o irrazonable. En su concepción, la diferencia fundamental entre las ciencias racionales y las no-racionales, es sólo ésta: mientras las ciencias no-racionales, según él, están ligadas a los dogmas de la religión revelada, las ciencias racionales no están sometidas a ningún dogma de este tipo. Los únicos dogmas que limitan estas ciencias, si en este caso se puede hablar de limitaciones, son los dogmas de la razón. La distinción entre estos dos géneros de disciplinas no consiste, pues, en su metodología, sino en los orígenes y en el estatuto de sus principios fundantes. Los teólogos pueden ser excelentes polemistas,

1 Singular «ilm», sustantitvo, usado al menos para indicar un cuerpo de conocimientos, distinto de «aqli», adjetivo, que describe un método para alcanzar o explicar/justificar un elemento individual de conocimiento.

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Violencia: racionalidad y razonabilidad

filólogos, historiadores o incluso sofistas, según su teoría, pero no podrán nunca «elevarse» al nivel de los filósofos, simplemente porque, para hacerlo, deberían superar, y por esto abandonar, precisamente los dogmas de fe gracias a los cuales ellos son lo que son. Hasta este punto, y a condición de que no se abra la discusión sobre la existencia o no de principios racionales o verdades a priori en la base del edificio de la ciencia, la distinción introducida por Ibn Khaldun puede parecer inocua y también bastante clara2: suponiendo que nos podamos abstraer de la cuestión de cómo cada uno se haya formado los propios «primeros principios», es bastante fácil demostrar que un «uso sistemático» o «racional» de la mente (en el interior de una estructura deductiva) puede ser aplicado indiferentemente tanto a los principios de la teología como a los de la física. El problema surge cuando los dogmas (afirmaciones sobre el mundo) de una ciencia comienzan a ser confrontados con los de otra, como en efecto sucedía a menudo ya en la época medieval en la que vivió Ibn Khaldun. Por ejemplo, ¿cuál debe ser la literalidad de la interpretación de los versículos del Corán que describen el Paraíso, y la felicidad en la vida ultraterrena? Diversos filósofos (por ejemplo al-Farabi, † 950) y sufíes (por ejemplo, Ibn Hazm, † 1064, o Avempace, † 1138), activos en ámbito islámico y que recuerdan tanto la alegoría de las imágenes de la caverna de Platón como otros mitos más exóticos y «orientales», llegaron a menudo a distinguir una pluralidad de niveles de destinatarios (por capacidades mentales o cognitivas) correspondientes a diversas formas de lenguaje o «disciplinas», en las que los diversos dogmas 2 La distinción clásica entre episteme (conocimiento) y doxa (opinión) puede ser posteriormente confirmada postulando una distinción entre diversos tipos de verdad a priori, como, por ejemplo, la distinción kantiana entre analítico y sintético. La claridad de la distinción entre dos géneros de cuerpos de convicciones ha sido sin embargo contestada, sobre la base, entre otras cosas, del argumento según el cual, en el momento en que está implicado cualquier agente, una condición necesaria para saber que una afirmación es verdadera es creer que sea verdadera.

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son reafirmados o propuestos, para explicar las incoherencias patentes por otra parte entre la realidad y su representación, o entre las diversas afirmaciones sobre el mundo. Averroes († 1198), por ejemplo, se hizo famoso, entre otras cosas, por su teoría de la «doble verdad»: por un lado la verdad reconocida y expresada por los filósofos a través del lenguaje de la lógica y de la razón, y por otro la verdad accesible a un público más amplio, expresada con el lenguaje de la alegoría y de la religión. Los artículos de la razón y los de la fe podrían por esto parecer contradictorios, habría argumentado Averroes, pero sólo si los consideramos pertenecientes a la misma categoría. Una vez encuadrados correctamente los diversos principios en sus distintas categorías, las contradicciones desaparecen inmediatamente. Por otra parte, sufíes como Ibn Tufayl († 1185) o como Avempace, aunque aceptan las distinciones categóricas llevadas a cabo por los filósofos, consideran sus verdades (místicas), en oposición a las de la razón, como las únicas verdaderamente adecuadas a los planos más altos de la realidad (o que representan los niveles más altos de conocimiento de esa realidad). Para estos maestros, de forma diferente que para los filósofos, la realidad trasciende en cualquier caso al lenguaje, y por esto no puede nunca ser captada por éste. En efecto, los significados captados por el lenguaje son necesariamente —es decir por definición— reducidos y empobrecidos. Es por el contrario el lenguaje poético y alegórico o, todavía mejor, la pura experiencia mística, la que más nos acerca a la comprensión de Dios. Es sabido, volviendo a la alegoría de la caverna platónica, que los místicos musulmanes sostenían que, en la percepción de la luz, mucho más allá del estadio más avanzado de los filósofos, había un nivel místico-óntico de unión con aquella luz, donde el que percibe como sujeto se convierte en el verdadero objeto de la percepción, en una especie de nirvana epistemológico. Ésta es la razón por la cual —o el sentido en que— Ibn Hazm

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(citado por el Papa en su homilía) rechaza «vincular» a Dios (es decir el modo en que nosotros articulamos nuestro conocimiento de Él) con la razón humana3. Es verdad que Ibn Hazm es también un «literalista», es decir se niega a aceptar que haya diversos niveles de significado en el texto escrito del Corán. Su literalismo es sin embargo una expresión de su insatisfacción por las disputas de los lingüistas y de los juristas sobre estos temas, así como de su fe en lo que está más allá del texto, en su caso, del «vínculo» entre sujeto y objeto que puede ser descubierto/adquirido únicamente a través del Amor. En realidad, y a pesar de haber sido citado en sentido negativo, como un ejemplo islámico de anti-racionalismo, en la lección del Papa, es probablemente justo un tipo de enfoque como el de Ibn Hazm (no-racionalista o místico) el que podría ser utilizado para explicar ciertas perplejidades de otra manera racionalmente insondables, como por ejemplo el concepto de Trinidad o como el hecho de que una parte (un ser humano finito) sea capaz de convertirse en el todo (el infinito de Dios). ¡Para Ibn Hazm es el Amor, más que la Razón (como lo es para al-Farabi o para Averroes), el que hace girar el mundo! Pero se trate de la Razón (Logos) o del Amor (Eros), las raíces helénicas (pre-socráticas, aristotélicas o neo-platónicas) están indudablemente impresas en la tradición intelectual islámica, tanto como en la cristiana —a pesar de la opinión implícita en el discurso del Papa de que es sobre todo el cristianismo el que es «helénico» de modo significativo—.

3 Otra escuela intelectual islámica que se ha negado a «vincular» a Dios con la razón humana ha sido la de los teólogos asaritas (en oposición a los mutazilitas): entre estas dos escuelas de teología del mundo islámico se ha desarrollado un gran debate justamente sobre la cuestión de si Dios puede ser injusto. Si la esencia de Dios es la Justicia, como nos sugiere la razón, Él no puede actuar injustamente. Pero si es omnipotente, como afirma el Corán, puede ciertamente también actuar de modo injusto, aunque elija no hacerlo.

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II Naturalmente, cuando la civilización helénica es citada en un contexto tan positivo —como una especie de fuente o manantial cultural que nutre la evolución de la civilización humana— se nos muestra como un hilo de luz que resplandece sobre el complejo fondo de la historia humana, en medio de muchas otras partes tétricas y sombrías. Nuestro respeto por esa civilización no nos impide sin embargo ver los aspectos más oscuros. Después de todo, conocemos las alturas intelectuales tucidideas que reflejan una comprensión muy avanzada de la naturaleza humana, pero también la violencia e incluso la barbarie exhibidas por los griegos, que el mismo Tucídides reprueba en sus escritos. Está claro que no son las masacres perpetradas por los soldados atenienses las que están en el origen de nuestra inspiración (y ni siquiera las obras de Tucídides en cuanto general del ejército ateniense), sino que son las obras del Tucídides historiador, junto con las obras de los filósofos, de los legisladores, de los arquitectos y de los escultores atenienses; la herencia helénica de la que estamos todos orgullosos es la del espíritu de búsqueda intelectual, del esfuerzo creativo, del matrimonio entre los principios de la moral y los de la razón, que podemos encontrar expresada tanto en los números pitagóricos como en las formas de la geometría euclidiana, en la poesía y en los silogismos, en los monumentos o en las estatuas. Aunque no negamos la existencia de momentos de esplendor análogos en otras culturas y en otros períodos históricos de la compleja trama de la historia de la civilización humana (baste pensar en la India, o en la China, etc.), ni ignoramos la existencia de otros aspectos de la historia griega también bárbaros y vergonzosos. Es sin embargo precisa y fundamentalmente esta «impronta» helénica de la relación razón/cultura en la tradición cristiana, o la

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pretensión de una contigüidad o coherencia espiritual entre helenismo y cristianismo, las que parecen que son puestas ahora en tela de juicio desde dentro de la misma Iglesia, con la afirmación de la ajenidad del racionalismo griego al cristianismo, además de su carácter contradictorio respecto a la esencia del cristianismo entendido como fe. Y es precisamente esta crítica (por la que el cristianismo debería liberarse de toda huella de helenismo, o de cualquier pretensión helenizante) la que parece preocupar a Su Santidad y la que intenta justamente refutar en su homilía. El magnífico tema humanitario, generalmente identificado con la cultura griega y helenística, no es ajeno al cristianismo, explica Su Santidad, y no es siquiera un elemento fortuito introducido, en el curso de la larga historia de la Iglesia, por algún clérigo ignorante o incauto presa del influjo de las teorías aristotélicas; al contrario, es la expresión de algo fundamental para la Iglesia y su mensaje. Por lo que respecta a la actitud de serenidad intelectual y a la disposición mental, típica de los seres humanos civilizados, de recurrir a la razón en caso de desacuerdo como a un puente levantado para la persuasión de los demás, o tolerar las opiniones de otros cuando no se consigue atraerlos racionalmente a los propios valores y a los propios ideales, hay que reconocer que es ciertamente algo intrínseco a la Iglesia, y no una doctrina importada de una fuente «secular» cualquiera, helenística o extranjera. En este contexto se sitúa el desagradable malentendido atribuido a Su Santidad: porque, en el intento de subrayar la importancia de la posición del cristianismo (¿o su unicidad?) desde este punto de vista, se recurre, por contraste, a una cita del emperador bizantino Manuel II (1391-1425) (de un presunto diálogo con un interlocutor persa) sobre la naturaleza violenta del Islam, su desprecio por la razón y su apoyo a la guerra como instrumento para extender la bondad humana. ¡El cristianismo puede fácilmente ser contrario a aquella imagen de religión, y es seguramente aquella tradición

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islámica (nos parece oír continuar de modo subliminal el razonamiento del Papa) la que está profundamente en contraste con eventuales raíces griegas (entendidas en sentido específico), en contraste totalmente con cualquier cosa que tenga que ver con el racionalismo, como nos indica la referencia al «anti-racionalista» musulmán Ibn Hazm!

III Esta particular (y también —nos atrevemos a decir— no necesaria) «desviación» del discurso del Papa ha suscitado la cólera del mundo musulmán, desviando desafortunadamente la atención de la necesidad de captar y discutir el importantísimo asunto sobre el que parece basarse la argumentación del Papa, que debe ser puesta en evidencia y discutida. Según esta tesis habría una relación de recíproca exclusión entre violencia y razón, de tal forma que ser racionales (o ser guiados fundamentalmente por la propia naturaleza intelectual) significaría por cualquier misterioso motivo ser no-violentos. Pero volveré más tarde a esta discutible afirmación. Mientras tanto la atención, en el período inmediatamente posterior al discurso del Papa, se ha concentrado infaustamente sobre una especie de «concurso de belleza» religioso, un poco al estilo de la tradición medieval a la que el Papa ha hecho referencia citando el diálogo entre el persa y el emperador Manuel II. Naturalmente, presuntas controversias y disputas entre exponentes de posiciones intelectuales opuestas (como la citada por el Papa en su discurso) eran comúnmente empleadas en la literatura medieval para exponer y presentar una u otra de las posiciones en cuestión, y por esto una cita como ésta en la homilía del Pontífice (a propósito de la naturaleza más o menos pacífica del Islam) no debe sorprendernos. En su al-Imta’ Wa’l-Mu’anasah, al-Tawhidi († 1023) cita un diálogo

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que nos parece útil mencionar en este contexto, al menos para recordarnos los problemas que el mundo musulmán tuvo que afrontar cuando la herencia helenística comenzó a filtrarse en su interior. Dicho diálogo se desarrolló entre un lingüista, al-Sirafi, representante de la cultura indígena tradicionalista del Islam, y un filósofo (Matta, el equivalente árabe de Mateo), representante de los primeros cristianos nestorianos, al que se le atribuye el comienzo del movimiento de traducción del griego al árabe, que se supone que tuvo lugar en la corte de un visir abasí no identificado. En el centro del debate está la cuestión de la necesidad o no de traducir las ciencias griegas (sobre todo la filosofía) al árabe. El lingüista sostiene que la verdad no puede ser despojada del lenguaje, y desde el momento en que el Corán, en cuanto palabra revelada, contiene toda la verdad, no hay nada que deba ser aprendido estudiando lo que han dicho los griegos. Todo aquello que pueden haber hecho es, como máximo, exponer la verdad que su lenguaje encarna, pero puesto que el Corán no ha sido revelado en su lengua, estudiar lo que dicen con la esperanza de encontrar la verdad es como ladrar al árbol equivocado. La empresa sería doblemente disparatada, porque acabaríamos estudiando conceptos incoherentes expresados en el árabe muy aproximado de los clérigos nestorianos. El lógico Matta es presentado como incapaz de ofrecer argumentos válidos en apoyo de su posición. A su argumento fundamental, que la Verdad es independiente de una lengua específica y que puede ser expresada en cualquier lengua, no se le da mucha importancia. El diálogo citado, escrito por al-Tawhidi, tradicionalista seguidor de al-Sirafi, acaba siendo más una ridiculización de un nestoriano arabófono, pero incompetente, que la enumeración de las fases de un verdadero debate. Pero en cualquier caso, independientemente de la fidelidad con la que recoge una discusión real, esta versión dramatizada refleja algo igualmente importante, o quizá todavía más importante, las opiniones reales de los hombres

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de la época sobre la necesidad o no de importar «ideas extranjeras» y de abrirse a otras culturas y civilizaciones. Podemos por esto suponer que el diálogo citado entre el emperador y el persa (más allá de la precisión con que ha sido trascrito) refleja la (legítima) pregunta de algunos, entonces o ahora, de si el Islam es sustancialmente una religión pacífica y racional. Ahora sabemos que la primera cuestión —a pesar de la derrota de Matta en la polémica con Serafi— se ha resuelto afortunadamente a favor de las ciencias griegas. Éstas fueron traducidas al árabe con gran repercusión4 e incorporadas a la tradición intelectual árabe (introducida más tarde de forma gradual en el Occidente latino). A pesar de esto, sin embargo, la incorporación de la tradición helénica a la cultura islámica no ha sido nunca del todo asimilada, y no lo es tampoco hoy. Justamente como ha señalado Su Santidad a propósito de la Iglesia y de sus críticos internos, ha habido y hay todavía, en ambas tradiciones, «puristas» que miran con sospecha cualquier idea cuyo origen no sea literalmente localizable en los Libros Sagrados. Estas voces han sido, y continuarán siendo, un desafío a las religiones y a las ideologías que aspiran a ser «comprensivas» o abiertas, en lugar de exclusivas o cerradas. Pero es significativo que haya sido la segunda cuestión —si el Islam es por naturaleza pacífico y racional, o incluso «civil»—, desgraciadamente, la que se ha planteado con gran relevancia en estos últimos años, después de que, en Afganistán, fanáticos autoproclamados musulmanes hayan destruido los antiguos monumentos budistas y, sobre todo, después de que las torres del World Trade Center de Nueva York hayan caído por el impacto de los aviones 4 El papel que tuvieron los primeros cristianos en la transmisión de la herencia griega en ámbito musulmán, en paralelo con el papel que tuvieron los hebreos en la transmisión de la herencia árabe en el Occidente latino, debería desmentir definitivamente la idea de una discontinuidad en las herencias culturales de estas religiones.

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secuestrados por terroristas que actuaban en nombre del Islam. A esto han seguido otros ataques terroristas en nombre del Islam en diferentes partes del mundo, poniendo de actualidad la pregunta de si la naturaleza del Islam es racional o no violenta, y justificando la referencia, en estilo medieval, a la controversia medieval en cuestión.

IV Independientemente, pues, de la autenticidad del coloquio citado en el discurso del Papa —y hemos visto que la fidelidad literal de estas citas es a menudo dudosa— y también del juicio real de Su Santidad sobre la naturaleza del Islam —se ha aclarado después sin embargo que él no comparte el juicio de Manuel II al respecto—, hay que decir que la comunidad musulmana se encuentra en cualquier caso con que tiene que afrontar el desafío de defender al Islam de la acusación (injusta a pesar de todo y suscitada por ciertas acciones horribles más que por la doctrina escrita) de ser una religión intrínsecamente violenta, intolerante e incivil. Afirmar esto no significa, naturalmente, exonerar a los seguidores de las demás religiones de semejante responsabilidad. En segundo lugar, y más generalmente, como una cuestión relativa no tanto a esta o a aquella religión cuanto a qué quiere decir racionalidad, hay otro desafío, de dimensiones más amplias, el de si aceptar o no la hipótesis —claramente subentendida por Su Santidad en su discurso— de que racionalidad y violencia son recíprocamente incompatibles. Por lo que respecta a la primera cuestión, se trata claramente de una materia que no puede ser probada o impugnada con palabras5, 5 Un ejemplo: The Pope As A Dubious Academic Lecturer, de B.Z. Kedar y M. Abu-Sway (texto ciclostilado), avanza la hipótesis de que la Sura en la que aparece el versículo coránico (II,256), no sea la de La Meca (como el Papa parece sugerir),

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por muy documentadas que estén: es una materia que se refiere directamente al comportamiento actual de las comunidades musulmanas —sus códigos de conducta, su modo de comportarse entre ellas y con los demás, sus instituciones legales, y la imagen de sí mismas que consigan transmitir a sí mismas y a los demás—. El segundo desafío contenido en el discurso del Papa se presta por el contrario bastante bien a un análisis conceptual: es seguramente posible, a través de un análisis conceptual y a través del estudio del comportamiento humano, decidir si es verdad que una religión (o más en general cualquier ideología), cuyos dogmas son coherentes con los de la razón, es menos propensa al uso de la violencia (o mejor, si los seguidores de una religión, justamente en cuanto seguidores de esa religión o de esa ideología, son menos propensos al uso de la violencia). Es ésta, en el fondo, en la forma en que nos viene presentada y según mi modo de ver, la más estimulante desde el punto de vista intelectual de las hipótesis contenidas en el discurso del Papa. Permitidme, para encuadrar una cuestión que implica una reflexión sobre el significado de términos como «razón» o «racional», sobre todo en contexto helénico, retornar a la cita inicial de Ibn Khaldun. En ella podemos observar una clara distinción entre «ciencia», entendida como sustantivo (que podía incluir también las disciplinas teológicas), y «racional», un adjetivo que califica a un grupo diverso de disciplinas. Las llamadas ciencias reveladas, incluidas las diversas escuelas teológicas islámicas, emplean evidentemente la

sino la de Medina. Los autores señalan también cómo la palabra jihad asociada al Islam no aparece siquiera una vez en el Corán en un contexto de guerra, sino sólo en contextos relativos al autoperfeccionamiento espiritual. Por muy correctas que puedan ser estas observaciones, sin embargo, no bastan, en el fondo de las acciones de los Talibanes o del al-Qa’idah y de las citas de autores como Ibn Taymiyyah, para borrar la imagen ya difundida del Islam como la de una religión irredentista.

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razón al máximo de sus posibilidades para explicar y defender sus dogmas, y no pudo ser por esto desde este punto de vista —es decir desde el punto de vista del uso de la razón como metodología para alcanzar la verdad o para defender un argumento— por lo que Ibn Khaldun pudo haberlas identificado como pertenecientes a la categoría de ciencias no-racionales. De hecho la única «prueba» empleada por Ibn Khaldun para establecer si una ciencia pertenecía a una u otra categoría (recordemos que, según su definición, ambas categorías eran científicas) estaba basada en premisas potencialmente falibles (es decir no falsificables)6, o premisas que los investigadores de esa ciencia no consideraban indiscutibles (incluso si no las consideraban empíricamente falsificables). Las ciencias racionales estaban fundamentadas en la razón (humana), y los principios sobre los que se fundaban podían ser revisados siempre, aunque sólo sea porque la razón humana es falible; las ciencias reveladas estaban fundadas sobre la fe en las verdades reveladas, y los principios sobre los que se fundaban, al ser verdades divinas, eran infalibles. Aunque al hacer esas observaciones Ibn Khaldun tenía en mente sobre todo al Islam, podemos imaginar que habría hecho las mismas observaciones a propósito de cualquier otra religión, o cualquier cuerpo de creencias basado en (u originado por) la revelación en lugar de en la razón. Pero no es en este punto o de este modo como surge el problema. Porque ciertamente el Papa no tenía ninguna intención de proclamar que el cristianismo se funda en la razón en lugar de en la Revelación. Lo que intentaba decir era más bien, como hemos visto antes, que los dogmas del cristianismo son coherentes con los de la racionalidad (y que, dada la recíproca incompatibilidad 6 El concepto de falsificabilidad en sentido científico ha sido introducido por Karl Popper en el siglo XX. A pesar de esto, podemos reconocer un aspecto familiar en el concepto de falibilidad, a partir del principio de que «si es humano, puede ser falso».

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de racionalidad y violencia, el cristianismo es menos propenso al uso de la violencia). He citado ya la teoría de la doble verdad de Averroes, y su evocación en este contexto es extremadamente relevante, porque el intento de Averroes es el de demostrar la coherencia entre Islam y racionalidad. Su argumentación, muy simplificada, sería ésta: tomemos cualquier dogma de una religión cualquiera. Este dogma puede ser coherente o incoherente desde el punto de vista de la razón. En el primer caso el problema de la contradicción entre razón y revelación evidentemente no se plantea. En el segundo caso lo que debemos hacer es re-interpretar el dogma revelado. Con el tiempo se encontrará una interpretación —dentro del cuerpo de las verdades reveladas— que será coherente con el artículo de la razón7. Podemos llegar a comprender el intento de Averroes de demostrar a sus correligionarios que Islam y racionalismo son compatibles si tomamos en consideración la existencia de un contexto potencialmente hostil al estudio de las «ciencias griegas» (es decir racionales). La presencia, en el Islam, de una verdad revelada —nos parece oír resonar las palabras de Averroes— no nos impide la búsqueda del conocimiento a través de la razón. En efecto, no hay motivo para temer a las ciencias racionales, porque todas las verdades que puedan generar no estarán nunca en contradicción con las verdades del Corán. Éste no parece ser sin embargo el punto que preocupa al Papa en su discurso —aunque defienda el tema de la helenización dentro del cristianismo—. Su Santidad no está ciertamente preocupado por el continuo progreso de la ciencia en el mundo cristiano. Y ni siquiera está proponiendo, por ejemplo, un 7 Según una tradición común el proyecto expresado por Averroes en su Fasl al-Maqal es interpretado como un intento de armonizar revelación y razón. Pero sus comentarios indican una clara tendencia (a inclinar la escala de medida) a favor de la razón: las afirmaciones que deben ser interpretadas son siempre las del Corán.

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matrimonio entre fe y razón siguiendo los pasos de la prueba racionalista de Descartes de la existencia de Dios —la biblioteca vaticana está ya más que llena de esta clase de «pruebas»—. Más bien, lo que parece estar en el centro de la preocupación papal, en un contexto ya peligrosamente polarizado, es la violencia, o los límites dentro de los cuales los diferentes actores ideológicos presentes en el escenario del mundo pueden coexistir pacíficamente respetándose unos a otros. No es necesario señalar cómo esta preocupación es muy diferente de la preocupación por la coherencia entre los dogmas de la religión y los de la razón, especialmente si por «razón» o «racionalidad» entendemos simplemente una capacidad de cálculo, o una competencia organizativa, o una metodología. Parece sin embargo que es justamente este aspecto de la «razón» o de la «racionalidad» —obviamente un claro legado de la tradición aristotélica— el que es subrayado en el discurso del Papa, aunque sea un aspecto que tiene muy poca relación (o quizá ninguna) con el empleo de la violencia. En efecto, considerando las cosas desde un punto de vista neutral, no hay ninguna razón para sostener que el ser racional impida, desanime o retenga a los seres humanos de recurrir a la violencia. Al contrario, hay una «respetable» tradición de teorías, difundidas en muchas culturas y radicadas en el pensamiento de figuras importantes, como Maquiavelo o Clausewitz, que sostiene la existencia de un vínculo natural entre una razón de tipo computista y el recurso a la violencia todas las veces que se considere necesario para la defensa de los propios intereses. Además no existe ningún aspecto en la tradición del decision-making o en la teoría de la elección que haga un tabú del recurso a la violencia. En suma, incluso un asesino (como los responsables del atentado del 11 de septiembre) puede ser racional, en el sentido estricto de la palabra, y actuar racionalmente. Es éste, después de todo, el motivo por el que los consideramos responsables de sus acciones. «Racional»

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define simplemente un método de usar nuestra mente, un modo de pensar y de actuar sistemático, pero no identifica un conjunto específico de convicciones o de actos, y no implica necesariamente un cierto código moral. Esto nos lleva a preguntarnos si aquello a lo que aludía el Papa es en verdad la razón o la racionalidad entendida como habilidad intelectual, o más bien algo que podremos definir como razonabilidad o serenidad intelectual entendida como una disposición psicológica y un sentimiento moral. En otras palabras, lo que el Papa quizá estaba afirmando realmente —y aquello que quizá es verdaderamente más razonable afirmar— es que el aspecto «helénico» del cristianismo consiste últimamente en su razonabilidad, más que en su racionalidad. Es esta razonabilidad la que puede trazar la línea de demarcación, por ejemplo, entre los fieles píos y fanáticos, o entre los que trabajan por la paz y los asesinos. V Aquí, entonces, abandonando el debate clásico entre fe y razón («¿la religión en general, o esta religión en particular, es de algún modo racional?») y también la epístola sobre el amor de Ibn Hazm («¿El Islam está intrínsecamente menos ligado al racionalismo que las demás religiones?»), encontramos una legítima preocupación por el mensaje humanístico de la religión, un aspecto al que el cristianismo del texto escrito está particularmente atento (como nos recuerda comprensiblemente Su Santidad). Naturalmente un verdadero musulmán no tendría nada que replicar a esta afirmación. Por el contrario, mejor aún, para él el cristianismo, entendido en este sentido literal más que en sus manifestaciones como instrumento de guerra, es (y debería continuar siendo recordado como) un precursor espiritual del Islam, y las virtudes cristianas son (y deberían ser) absorbidas naturalmente en el Islam. En efecto,

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en el sentido estricto de la palabra, es decir textualmente según el santo Corán, el Islam es judeo-cristiano (o el judeo-cristianismo no es más que el Islam) en el sentido que, desde el punto de vista islámico, la de Abrahán no es más que la religión, revelada de varios modos por los profetas y por otros mensajeros, que a través de la Palabra Divina culmina en Mahoma. Lo que nos preocupa sin embargo a todos (hebreos, cristianos, musulmanes u otros) como personas cualesquiera, más que como jefes religiosos, especialmente en el mundo moderno al que se refiere Su Santidad, no es la teoría de esta o aquella religión, sino el modo en que es puesta en práctica por sus sedicentes seguidores, en el pasado u hoy: después de todo es con estos seguidores (jeques, eclesiásticos, rabinos, portavoces más o menos oficiales, soldados, etc.) con quienes tenemos que ver, y no con las palabras que son proclamadas por los Libros Sagrados. Hasta los monjes budistas, después de todo, a pesar de sus teorías, explotan alguna vez en riñas tremendas, a pesar de su disciplina de meditación espiritual8. Nuestro intento, por esto, de acuerdo con la preocupación papal, debería ser el de encontrar, en el corazón de nuestra fe, o de nuestros credos, aquella «piedra de sabiduría» que, a propósito de nuestra relación con el resto del mundo, nos recuerde por una parte que no ocupamos más que una pequeña unidad de su espacio, y por otra nos enseñe a respetar la ocupación de otras unidades semejantes por parte de otros sujetos. Esta última observación nos lleva a la razonabilidad y a los seres humanos individuales. Ser racionales y ser razonables son evidentemente definiciones etimológicamente unidas, pero la segunda, a menudo en contraste con la primera, refleja una disposición al 8 Es una circunstancia tristemente incomprensible aquella por la que, dado el origen totalmente diferente del sintoísmo y del budismo, por una parte, y la historia común de las religiones hebrea, cristiana y musulmana, por otra, un sintoísta puede sencillamente adherirse al budismo como fe «adicional», mientras hebreos, cristianos y musulmanes continúan insistiendo en la recíproca exclusividad de sus credos.

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compromiso, una disponibilidad a ceder, a acoger a los demás, a no cerrarnos en posiciones radicales, a coexistir en un contexto pluralista. Ser razonables en la propia fe significa, por ejemplo, no imponerse y no imponer las propias prácticas a los demás, y aceptar asistir a las manifestaciones de credos diferentes del nuestro, en el momento en que también estas manifestaciones son razonables. Sobre todo, ser razonables respecto a lo que uno pide a sí mismo o a los demás es ser respetuosos con una última dignidad de la humanidad, que todos compartimos, o ser respetuosos con la libertad, que todos tenemos, de elegir nuestro modo de llegar a ser mejores seres humanos. Esta «razonabilidad» de una fe religiosa es la que debería permitir el pluralismo, el diálogo democrático y también la «comprensión». Son éstos los valores, creo, que el Papa buscaba en su discurso, en un mundo que se ve amenazado por el fanatismo de la polarización y por el fantasma de la violencia. A la luz de las últimas observaciones, podremos concluir, siempre dentro del conjunto de las controversias entre cristianos y musulmanes, con otra referencia medieval, esta vez a la Oratio su la dignità dell’uomo de Pico de la Mirandola (1463-1494), que comienza con estas palabras: «He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre»9. Aquí, Pico, citando con respeto la tradición musulmana e, incluso, estableciendo la legitimidad de su discurso sobre la base de

9 Cf. Giovanni Pico, Opera, Oratio, 1296, fol. 313 [traducción española: G. Pico della Mirandola, Oración por la dignidad del hombre, Editora Nacional, Madrid 1984].

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esa tradición, comienza a exponer la que podemos definir como una de las primeras formulaciones «occidentales» de una filosofía humanitaria, una filosofía para la que los valores de la libertad de elección y de la igualdad son prioritarios y constituyen el signo distintivo de los seres humanos respecto a las demás criaturas de Dios. Lo que hace al hombre único, afirma Pico, es precisamente su situación en el universo en un espacio libre, el no estar ya asignado a una parte o a otra de este universo, sino el tener la capacidad de imaginar cómo ser mejor (o peor) así como la libertad de ser mejor (o peor). El hombre es así dueño de su destino, y justamente en esta soberana capacidad se asienta su dignidad, una dignidad que le pertenece por el simple hecho de ser hombre y que le garantiza el respeto de los demás hombres. Ciertamente, un orden del mundo en el que los seres humanos poseen igual dignidad y se respetan recíprocamente por el simple hecho de ser hombres, y en el que las diferentes religiones e ideologías coexisten pacíficamente, en el que los seres humanos poseen la humildad de apreciarse mutuamente y de vivir juntos de modo fructífero y feliz, y en el que las diferencias de opinión sean consideradas un valor a cultivar más que un problema a eliminar, es justamente la «helenización» a la que alude Su Santidad. Claramente, una religión —cualquier religión— que no tiene en su núcleo más profundo esta visión del mundo y no la enseña a sus seguidores no es digna del nombre de religión. Es este aspecto de nuestra civilización el que podemos confiadamente considerar la «piedra de sabiduría», es ésta la parte de nuestra historia humana de la que podemos estar todos orgullosos, son éstas las virtudes que debemos aprender a respetar y proteger todos. Jerusalén, marzo 2007

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Sócrates, el padre de la filosofía europea, acostumbraba a decir que sabía que no sabía nada. Decía que no hacía más que sacar a la luz la verdad mediante el diálogo, tal como hace la comadrona con el neonato. Sócrates no fue un líder, pero era capaz de verificar la fiabilidad de quien se declaraba tal. Jesucristo se presentó por el contrario con la pretensión del maestro que sabe. Hablaba, así lo decían sus contemporáneos, «como uno que tiene autoridad, no como los escribas» (Mc 1,22). El Papa, cuando habla en calidad de Vicario de Cristo, no aspira a aportar una contribución al diálogo en curso. Establece más bien un término con una palabra conclusiva. Para poder pronunciar esta palabra, sin embargo, para poder situar el diálogo en curso a la luz de la Revelación y hacerlo fecundo en orden a una más profunda comprensión de ella, debe estar al corriente. Lo hace del modo mejor cuando es específicamente competente, cuando él mismo toma parte en él. Benedicto XVI, uno de los más significativos teólogos de nuestro tiempo, ha participado durante decenios en el debate teológico a nivel científico. En calidad de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe buscó siempre, cuando fue posible, el diálogo con aquellos sobre cuya doctrina debía ofrecer una palabra autorizada. En Ratisbona, en el tiempo de una lección, se ha situado, una vez más,

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en el papel del profesor, aunque no se haya puesto la vestimenta académica. No ha abandonado, en otras palabras, su vestimenta papal, y esto ha asegurado a su lección la atención de todo el mundo. «Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral», son las palabras iniciales de su discurso. A este respecto, hay que decir que con la palabra alemana Vorlesung se entiende exclusivamente la lección magistral en el ámbito universitario. La lección magistral se sitúa dentro del diálogo entre las ciencias que no puede decirse nunca definitivamente agotado. Y no se puede acoger una lección magistral como se acoge una homilía o una instrucción. El modo adecuado es acoger la información ofrecida y el pensamiento expuesto en ella con interés, es decir «aprender» y valorar personalmente cuáles son las tesis y las hipótesis, discutiéndolas con otros o con el mismo orador. Suscitar una discusión es lo mejor que le puede ocurrir a una lección magistral. Es lo que ha sucedido a la lección en Ratisbona de Benedicto XVI. Las anotaciones que siguen no quieren ser un comentario a un texto canónico, que necesite una interpretación, sino más bien reacciones y reflexiones dialógicas, suscitadas por la lección magistral en cuestión. Se nota ante todo la adhesión por parte del Papa a la idea de universidad y al lugar que tienen las facultades de teología en Alemania en este ámbito. Esta adhesión no se da por descontada. Es cierto que no hay necesidad de subrayar que este lugar es negado por parte del laicismo militante. Pero también dentro de la Iglesia católica se tiende hoy a excluir la enseñanza de la teología de la universidad, debido a que hay quienes piensan que el carácter eclesial de la teología no está ya garantizado. Los profesores de teología, en efecto, son empleados del Estado y los obispos no pueden intervenir directamente en su nombramiento, sino que tienen solamente un derecho de veto del cual hacen uso sólo

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a regañadientes; ha habido más de un estudiante de teología pío e inteligente que ha perdido la fe a causa del estudio universitario de la teología. En suma, existen sin duda situaciones en las que el obispo puede considerar deber suyo organizar el estudio académico de sus candidatos al sacerdocio fuera de la universidad estatal, como hizo la Iglesia en tiempos de la DDR, yendo así en contra de la oferta avanzada por el Partido Comunista de erigir en la universidad de Berlín, además de la ya existente facultad teológica evangélica, una facultad de teología católica. En Ratisbona el Papa no ha querido discutir los pros y los contras de eventuales cambios de la institución universitaria. Aunque no ilimitada, su confianza en las instituciones consolidadas, no dependientes de las modas del tiempo, es grande. Por esto se ha limitado a esbozar la imagen de una universitas litterarum como comunidad espiritual, que tanto él como nosotros, sus coetáneos, hemos podido experimentar, y que no puede concebirse prescindiendo de la teología. Esta universitas, para el Papa, es la imagen concreta de la unidad y de la universalidad de la razón humana, que ha sido el tema de su lección. La separación de la teología del ámbito de las ciencias se justifica muy a menudo por el carácter escasamente científico de la teología, al menos en cuanto es teología confesional, es decir eclesial, y no investigación incondicionada. Pero si así fuese, también las facultades jurídicas deberían desaparecer, en cuanto que también la jurisprudencia está condicionada por los códigos de leyes en vigor. Hay que señalar, por otra parte, que jurisprudencia y teología católica comparten notables semejanzas estructurales, comenzando por su estatuto científico y por su forma de racionalidad. El intento de algunos teólogos, de subrayar el carácter científico de su disciplina mediante la mayor independencia posible respecto a la doctrina de la Iglesia, no lleva a un aumento del prestigio de tal disciplina en el ámbito de la universidad. En efecto, el teólogo católico se distingue en positivo de otros

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científicos justamente por el hecho de que expone y justifica sus presupuestos; sólo algunos científicos materialistas o agnósticos están sin embargo dispuestos a confesar abiertamente —como ha hecho el teórico de las Experiencias conscientes Daniel Dennet1— que el monismo materialista es un presupuesto dogmático que no quieren someter a ulterior verificación y que, es más, defenderán a toda costa, en cuanto que afecta a su autoconciencia de científicos. La mayor parte de ellos se consideran «libres de presupuestos» y definen a los fieles como «gente ligada a su propia visión del mundo»: expresión que estaría justificada sólo a condición de que fuese un error considerar el mundo creado por Dios. En efecto, si verdaderamente Dios existe, es absurdo definir a quienes afirman esto como «gente ligada a su propia visión del mundo», y considerarla menos libre que los agnósticos. La verdad no puede hacernos «no libres». Ahora bien, si las modernas ciencias naturales se limitan a reconstruir la realidad empírica con la ayuda de simuladores, el Papa no les niega el derecho. En el fondo, la ejemplar eficiencia de la tecnología moderna se basa también siempre en este tipo de ciencia. Cuando la razón, sin embargo, se prohíbe a sí misma reflexionar sobre la relación que estos modelos tienen con la realidad sin sujetarse a los límites de sus metodologías, entonces el Papa considera a ésta una automutilación de la razón. Frente al metodológico etsi Deus non daretur de la ciencia, él postula un liberador etsi Deus daretur, que significa excluir desde el principio la «división de la razón». Forma parte de los prejuicios firmes del laicismo pretender que hay una posición neutral entre creer y no creer, como si hubiese

1 Cf. trad. it. D. Dennett, Coscienza. Che cos’è?, Milano 1993 (ndr) [traducción española: D. Dennett, La conciencia explicada, Paidós, Barcelona, 1995].

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una posición neutral entre ver y no ver. No existe, porque el no ver del hombre no equivale al de la piedra, a cuya condición normal no pertenece el ver. Para el hombre, el hecho de no ver es ceguera, y la ceguera es un defecto, una privatio, como dicen los aristotélicos latinos. El hombre exige la luz. La razón exige la verdad, el «reconocimiento de lo que existe en verdad», como dice Hegel2. En ninguna religión se da a la verdad y al reconocimiento de la verdad un lugar tan central como en la religión cristiana. «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Con estas palabras Cristo respondió a la pregunta de Pilato sobre su Reino. Y la vida eterna, según su enseñanza, consiste en «que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). La persona y el mensaje de Jesús no habrían tenido nada que ver con nosotros, si no fuesen la respuesta a un deseo fundamental de verdad de la mente humana. «Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37), así concluye Jesús la explicación de su Reino. La filosofía griega fue la primera en la historia en declinar esta búsqueda de la verdad en forma de discurso riguroso. Y un tema importante, incluso el tema central de la lección de Ratisbona, es el rechazo de la tendencia a ignorar la pretensión de conocimiento de la filosofía griega y a verla sólo como manifestación de un «modo de pensar». Ya Hegel se escoró contra esta tendencia y escribió que la razón rechaza considerar un cierto pensamiento sólo bajo forma de «modalidad» y ya sólo por esto aprobarlo. Al contrario, justamente por su naturaleza intrínseca orientada hacia el conocimiento, el pensamiento no quiere de ningún modo ser expresión de una «modalidad». Por esto, considerarlo a priori como «una

2 Cf. trad. it. G.W.F. Hegel, Fenomenologia dello spirito, bajo la dirección de V. Cicero, Milano 2000, Introducción (1) (ndr) [traducción española: G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, Madrid 2000].

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modalidad», sin verificar la pretensión de verdad, significa no tomar en serio tal pretensión. Cuando, sin embargo, es tomada en serio, su reconocimiento comporta al mismo tiempo el rechazo de la pretensión avanzada por opiniones contrarias. La verdad inevitablemente es intolerante. No hay tolerancia hacia el error, sino sólo hacia el que yerra. La Lógica de Aristóteles no nos enseña in primis cómo pensaban los griegos, sino cómo debe pensar todo hombre, si no quiere pensar erróneamente perdiéndose en el error. Hay que decir que la lógica tiene que ver sólo con la forma del pensamiento, y no con su contenido. Pero lo mismo vale para el contenido. En los Diálogos de Platón y en la Metafísica de Aristóteles no está en juego una expresión cultural, sino el conocimiento. Por esto, y sólo por esto, la Iglesia primitiva, en su intento de declinar el contenido de la fe de modo comprensible, pudo entrar en una simbiosis tan estrecha con el pensamiento griego, naturalmente no sin modificar profundamente este mismo pensamiento. La lección de Ratisbona defiende esta simbiosis, comenzada como evento providencial ya con los escritos sapienciales del Antiguo Testamento. El cristianismo, justamente porque es una religión profundamente histórica, no puede, a su gusto y con ventaja de otras, deshacerse de sus «encarnaciones» culturales como si fuesen ropajes que se tiran. Se han convertido en elementos de su identidad, y pueden triunfar nuevas inculturaciones solamente si permiten no dejar de lado ni anular las precedentes, sino que las integran, como ha ocurrido con nuestros antepasados germánicos: entraron en una Iglesia que estaba ya helenizada, y a lo largo de los siglos insertaron lo que era propio de ellos. El aspecto providencial de la primera inculturación helenística fue que el corazón de la cultura helenística era ya universalista, hasta el punto de preparar el terreno al universalismo de la fe cristiana. De las religiones no universalistas de la Antigüedad los cristianos no supieron qué hacer y no estuvieron dispuestos a entrar

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con ellas en tipo alguno de simbiosis. Eran los filósofos platónicos de los que escribe Agustín que —a excepción de la encarnación del Logos— sobre las cosas eternas no pensaban de forma distinta de los «nuestros». La encarnación del Logos, sin embargo, no había tenido lugar todavía en tiempos de Platón. El hecho de que el pensamiento racional considere la posibilidad de superarse a sí mismo, en relación con las cosas eternas, gracias a una Revelación divina, es expresado por Platón, en el Fedón, cuando compara el discurso filosófico sobre estas cosas con una tabla de madera que permite flotar en el tempestuoso mar de la vida, hasta que «se pueda hacer el viaje con mayor seguridad y menor peligro sobre una nave más sólida, es decir confiando únicamente en el Logos divino»3. El reto decisivo para la razón como lugar de la apertura del hombre a la verdad es expresado en esta frase de David Hume: «We never really advance a step beyond ourselves»4. Si fuese así, entonces el hombre no sería un ser capaz de verdad. Pero se podría preguntar cómo hace para saberlo. Si existe sólo el espacio interior de la conciencia, en efecto, no se puede saber y decir que no se es capaz de verdad, puesto que uno debe haber trascendido ya el espacio interior para poderlo entender como «puro espacio interior». Uno de los más grandes poetas alemanes, Heinrich von Kleist, se mató porque había comprendido a Kant en este sentido, y le había creído: el hombre está prisionero de sí mismo, no puede acceder a la realidad verdadera. Pero mientras es hombre no puede renunciar a tal acceso. Sin eso no vale la pena vivir, pensaba Kleist. Es una cuestión controvertida si Kant ha sido entendido justamente sobre este punto. ¿Ha dividido la razón, y por primera vez Cf. Platón, Fedón, XXXV, 85d (ndr). Cf. «No avanzaremos un paso más allá por nosotros mismos» (trad. it. D. Hume, Opere philosofiche, I, Trattato sulla natura umana, Roma-Bari 2002, p. 80) (ndr) [traducción española: D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, Tecnos, Madrid 1988]. 3 4

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ha reconocido la razón del cientifismo racionalista como una razón dividida, buscando una vía de salida hacia el exterior? Una vía de salida inadecuada, como ha afirmado justamente la lección de Ratisbona (aunque con un pequeño lapsus: Kant naturalmente no quería arrinconar el pensar en favor de la fe, sino negar la pretensión de conocer. Evidentemente era esto lo que el Papa quería decir). Para Kant, Dios es objeto del pensamiento y este Dios pensado es pensado como ideal perfecto de la razón teorética, ideal que nos permite pensar el mundo como un todo que tiene sentido. Pero pensarlo de este modo no significa saber algo sobre su existencia. Podemos únicamente suponer su realidad y debemos afirmarla por una razón moral: para poder actuar moralmente hay que creer en una unidad última de virtud y felicidad. Y sólo Dios puede garantizar tal unidad. Ya el Sócrates platónico, en la República5, supone tal convergencia divinamente garantizada, cuando a su enseñanza de la unidad de felicidad y virtud se contrapone el ejemplo de un Justo crucificado. Según la concepción de Kant no podemos, sin embargo, llegar más allá de esta hipótesis cuando se trata de dar realidad a Dios como ideal de la razón. No hay un camino directo del Dios pensado al Dios verdadero. En su rechazo de la susodicha prueba ontológica de la existencia de Dios, Kant está de acuerdo con Tomás de Aquino. ¿Dónde está la diferencia? Está en cómo es concebido el conocimiento del mundo. Para santo Tomás, como para toda la tradición cristiana, Dios puede —como afirma san Pablo— ser reconocido a partir de la realidad del mundo creado por Él. Esto presupone que la realidad del mundo puede ser reconocida en su propio ser. Y es justamente esto lo que niega Kant. Es verdad que también para él «el cielo estrellado encima de mí»6 indica lo 5 Cf. Platón, Repubblica, libro I (ndr) [traducción española: Platón, República, Gredos, Madrid 1986]. 6 Cf. I. Kant, Critica della ragion pratica, Bari 2001, p. 353 (ndr) [traducción española: I. Kant, Crítica de la razón práctica, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1994].

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divino, pero sólo en el sentido de una elevación del ánimo, no en el sentido de conocimiento. El conocimiento, el conocimiento del mundo, es, para Kant, el conocimiento de las ciencias naturales. Este conocimiento está programáticamente definido como a-teológico y como instrumento de dominio de la naturaleza, correspondientemente a cuanto dice Thomas Hobbes, es decir que: conocer algo quiere decir «To imagine what we can do whith it, when we have it»7. Cuando este modo de conocer sea entendido como «conocimiento de lo que es en verdad», la consecuencia inevitable es negar a Dios y negar la libertad del hombre. Kant, que no quería sacar esta consecuencia, tenía que rechazar la pretensión de conocer. Pero como ha dejado el ámbito de la realidad empírica exclusivamente a esta forma de conocimiento, que para él era la única posible, como razón para suponer un «mundo verdadero» más allá del empírico no le quedaba más que la experiencia de la conciencia no deducible del conocimiento del mundo. Kant no sitúa ya la filosofía ante la ardua tarea de aventurarse en el mar abierto, sino que le confiere más bien la tarea, mucho más modesta, de medir la isla sobre la que vivimos. Para los grandes pensadores posteriores a Kant esto era demasiado poco. Si el conocimiento está limitado a los objetos de la experiencia sensible, ellos se han preguntado cómo había sido posible un libro como la Crítica de la razón pura, y si por casualidad, entonces, el objetivo de este libro no era el transmitir conocimiento. ¿Cómo podemos saber algo de la existencia de los límites de nuestra isla, si no hemos mirado nunca más allá? Para Hegel, Fichte y Schelling este libro constituía sólo el estadio intermedio de una nueva teoría de lo absoluto, la del llamado idealismo alemán. Esta teoría era, sin embargo, 7 Cf. «Imaginamos qué podemos hacer en el momento en que lo obtenemos» (trad. it. Th. Hobbes, Leviatano, Milano 2001, parte I, cap. III, § 5, p. 41) (ndr) [traducción española: T. Hobbes, Leviatán, Fondo de Cultura Económica, México 1997].

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tan ambiciosa respecto de la posibilidad de la razón, que provocó el vuelco hacia el cientifismo positivista que hoy en gran parte determina la visión corriente del mundo. Para el cientifismo, la razón es sólo el producto casual de un proceso evolucionista que a su vez no está guiado por la razón. Y este producto no tiene como objetivo la auto-trascendencia, sino solamente la auto-conservación. En esta situación, es la fe cristiana la que defiende la pretensión elemental de la razón de estar abierta a lo que «es en verdad», la pretensión de un conocimiento de lo absoluto, de Dios. La situación es paradójica. En un tiempo de impotencia metafísica de la razón, es justamente la Iglesia católica la que, en el concilio Vaticano I, convierte en artículo de fe el hecho de que no sólo hay que creer en la existencia de Dios, sino también que la razón humana, gracias a su experiencia del mundo, es capaz de conocer al Creador del mundo. Ahora, casi un siglo y medio después, Benedicto XVI retoma esta intención antifideísta a un nuevo nivel de reflexión e insiste en el hecho de que la fe cristiana no es una fe ciega o un «fanatismo», sino fe que ve, un rationabile obsequium (Rm 12,1), y el culto cristiano un rationabile sacrificium, y que un cristiano puede decir, junto con el apóstol Pablo: «Sé [cursiva del autor] en quién tengo puesta mi fe» (2 Tm 1,12). Es verdad, fe y bautismo son una especie de iniciación. No sacan conclusiones de antiguas premisas, sino que transforman las premisas existenciales y teoréticas de la vida y del pensamiento. Pero estas premisas nuevas son más razonables que las antiguas. Cristo habla de «conversión». Y únicamente la conversión permite comprender a la persona y el mensaje de Jesús. Pero cuando Jesús dice a sus discípulos: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer»(Jn 15,15), muestra que el seguimiento cristiano no es imitación ciega, sino obediencia inteligente.

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Esto vale, por otra parte, también y sobre todo para el dogma trinitario, que es puesto muy a menudo como ejemplo de irracionalismo por los musulmanes. La neoescolástica ha interpretado la relación entre monoteísmo y dogma trinitario como la relación entre dos planos. La existencia de un Dios único, omnipotente e infinitamente bueno es algo alcanzable por la razón natural, el Dios trinitario es sin embargo un misterio revelado. De hecho, si no es iluminada por el misterio revelado, la fe en el Dios único lleva casi inevitablemente a la irracionalidad. Ya la idea de Dios como una única persona es problemática, porque hemos comenzado a pensar la «personalidad» sólo en relación con el dogma trinitario. Además, no estamos en condición de pensar la idea de una única persona. Nuestro concepto de persona implica esencialmente la relación con otras personas. Si Dios fuese una única persona, entonces debería crear un mundo con otras personas para huir de su soledad y constituirse así como persona. Naturalmente Dios, en su esencia, no podría ser amor hasta que no tuviese otra instancia personal enfrente. Además, el dogma trinitario no es una atenuación de la fe en la unidad y en la unicidad de Dios, sino sobre todo la confirmación definitiva de ella. Porque el dogma trinitario no entiende la unidad como el status pasivo de una sustancia, sino como una unidad viviente, como el proceso continuo de la auto-constitución y de la automediación. Lo mismo que los hombres son unidades en un sentido más elevado que las piedras. La diferencia de naturaleza, o sea de esencia y persona, que aparece, por primera vez, en el dogma trinitario y en cristología, es por lo demás el núcleo de nuestro concepto de persona nacido con el final del mundo antiguo. No está dicho que en una comunidad que ha olvidado tal origen esto pueda durar en el tiempo. Que en la lección de Benedicto XVI, como también en el concilio Vaticano I, la fe venga en ayuda de la autoconciencia de la

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razón es un fruto de la inminente autodestrucción de la Ilustración. Nietzsche reflexionó a fondo sobre esta autodestrucción y sacó las consecuencias de la sentencia de Hume citada antes. El cientifismo moderno cree saber cuáles son las condiciones para el nacimiento de la razón y qué es la razón: un instrumento de la afirmación de sí mismo mediante la producción de ilusiones útiles para la supervivencia. Mientras la Ilustración estaba todavía guiada por el pensamiento de la verdad. «También nosotros, hombres del conocimiento de hoy», escribe Nietzsche, «nosotros ateos y antimetafísicos prendemos todavía nuestro fuego [...] [de la] fe cristiana, que era también la fe de Platón, para quien Dios es la verdad y la verdad es divina»8. La Ilustración, sin embargo, al desenmascarar el pensamiento de Dios, destruye su propio impulso, y el de la búsqueda de la verdad. Porque, sin la existencia de Dios, hay sólo muchas perspectivas, pero no un «mundo verdadero». E incluso la reductio ad absurdum de la negación de la verdad no es ya la impugnación de ella, en cuanto que el mundo es absurdo, si Dios no existe. Esto pone en duda uno de los presupuestos esenciales de todas las pruebas tradicionales de la existencia de Dios: la inteligibilidad del mundo. «No debemos ilusionarnos de que el mundo nos muestre un rostro legible», escribe Michel Foucault9, retomando así la tesis propuesta por Nietzsche. Pero Nietzsche veía otra cosa más. Veía que si Dios no existe y el hombre no es un ser capaz de verdad, entonces no puede ni siquiera ser lo que cree ser: una persona. Y como nuestro concepto de «identidad sustancial», en la base de nuestra normal visión del

8 Cf. trad. it. Fr. Nietzsche, La gaia scienza, libro V, Aforisma 344, Milano 2003, p. 255 (ndr) [traducción española: F. Nietzsche, El gay saber, Espasa Calpe, Madrid 2001]. 9 Michel Foucault, L’ordre du discours, Paris 1971 [traducción española: Michel Foucault, El orden del discurso. Ed. Tusquets, Barcelona, 1973].

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mundo, es un concepto ilusorio, al final, para Nietzsche, no existen ni personas, ni seres vivos ni tampoco cosas como unidades sustanciales. En efecto, el concepto de algo que sea una unidad sustancial lo debemos a nuestra auto-interpretación ilusoria, y no sería más que un antropomorfismo. Está claro que con este presupuesto no pueden existir ni pruebas ni argumentos para la existencia de Dios. Ellos adolecen de una petitio principii en cuanto presuponen la verdad y en cuanto esto es ya de por sí un presupuesto de fe. Este modo de ver vincula la confianza de la razón en sí misma con una premisa de fe. Por esto los argumentos racionales para la existencia de Dios, después de Nietzsche, deben ser diferentes de los anteriores a él. Después de que la reflexión ha llevado al hombre radicalmente fuera de la realidad, la confianza renovada en la razón se convierte por sí misma en una decisión, en un acto de fe. Y el hecho de que ahora sea la Iglesia la que insista en la capacidad de la razón de auto-transcenderse, y en la «personalidad» del hombre, es completamente conforme con esta línea de desarrollo. Para quien está dispuesto a anularse no puede haber argumento alguno que lo pueda impedir anular, de por sí, también a Dios: gracias a Dios, sin embargo, esto concierne solamente al hombre mismo, y no a Dios. Cuando la confianza inicial en el mundo ha sido puesta en entredicho, es necesaria la confianza en Dios para su reconstrucción formal. La lección magistral de Ratisbona indica que el nominalismo del tardo Medievo había sacudido ya la inteligibilidad que hace del ser del mundo un reflejo del ser divino, es decir el punto de partida de un remontar desde la creación al Creador. Por esto, partiendo de este presupuesto, ya Descartes había dado la vuelta a la relación entre razón humana e idea de Dios. Cuando la razón no puede ya confiar en sus intuiciones elementales, es decir en los primeros principios del pensar, para poder restaurar la confianza de la razón en sí misma es necesario recurrir a la veracidad y a la bondad de

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Dios. Después de Descartes, Kant y Nietzsche no podemos ya presuponer ingenuamente que el hombre sea capaz de verdad y llegar así al reconocimiento de la existencia de Dios, sino que sólo podemos poner juntas estas dos cosas: la fe en Dios y la afirmación de nosotros mismos como personas, es decir como seres capaces de verdad. Mejor aún, debemos llegar todavía más allá: con la realidad de Dios se pone en duda la realidad misma. No hay que olvidar que afirmar algo como real significa afirmar tal realidad como verdad eterna. Si ahora siento dolores, será verdad eterna que he sentido dolores. Y si esta tarde paso una agradable velada con amigos delante de un buen vaso de vino, será verdad eterna que esto ha sucedido. Si tuviésemos que pensar que el pasado, una vez desaparecidas todas sus huellas y cancelado todo recuerdo humano, no ha existido nunca, significaría que la realidad no es real ni siquiera ahora, tal como enseña el budismo. El futuro anterior pertenece indisolublemente al presente. Pero aquí vale la palabra de Nietzsche: «Temo que no nos liberaremos de Dios porque creemos todavía en la gramática»10. ¿Qué es el status ontológico de un pasado, en efecto, si no existe ya el presente de este pasado? Si Dios, como el lugar en el que todo lo que ha sido, es cancelado para siempre, entonces el pasado como lo que ha sido dejará de existir. Y justamente esto no lo podemos pensar sin quitar realidad también al presente. Así dice la Oración del ateo de Miguel de Unamuno: «¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande que no eres sino idea [...]. Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras yo también de veras»11. 10 Cf. trad. it. Fr. Nietzsche, Crepuscolo degli idoli, capítulo «La ragione della filosofia», § 5, Milano 1970, p. 73 (ndr) [traducción española: F. Nietzsche, El ocaso de los ídolos, Tusquets, Barcelona 1998]. 11 M. de Unamuno, Rosario de sonetos líricos, Madrid 1911, soneto XXXIX, vv. 8-10, 12-14 (ndr).

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Razón significa autotrascendencia, apertura hacia la realidad. Esta apertura se realiza por grados. La apertura completa se llama amor. Amor ectasim facit (cf. Dionisio el Areopagita). Amor es el step beyond ourselves cuya posibilidad era negada por David Hume. Siguiendo a Valentín Tomberg, podemos definir el amor como «el devenir real del otro para mí». Y no sólo teorética o estéticamente, sino «realmente»12. En este sentido el amor es la realización de la intención más profunda de la razón. Quien ha entendido esto no encontrará nada de extraño que Benedicto XVI, el inflexible defensor de la capacidad de verdad de la razón, en ese momento en la cátedra como profesor, en cuanto habla Urbi et orbi ex cathedra Petri, comience su discurso con las palabras: «Dios es amor»13. Esta frase de una carta del apóstol Juan y la frase al comienzo del Evangelio según Juan (Jn 1,1) —«En el principio existía la palabra»— son inseparables y se explican recíprocamente. No es casualidad que este discurso haya abierto un controvertido diálogo con el Islam. Sin la llamada de advertencia constituida por la cita de un emperador bizantino, más de treinta famosos profesores islámicos quizá no hubieran pensado nunca en aceptar la invitación al diálogo, tomarlo en serio, responder gentilmente y

ORACIÓN DEL ATEO ...Qué grande/ eres, mi Dios! Eres tan grande que no eres/ sino Idea;... Sufro a tu costa, Dios no existente,/ Pues si Tú existieras yo también/ de veras. 12 Cf. V. Tomberg, Il figlio dell’uomo: Il Nuovo Testamento nella dimensione dell’anima, Trento 2002, e íd., L’aurora della Rivelazione: i misteri dell’antico Israele nella storia spirituale dell’umanità, Villazzano 2005 [ndr]. 13 Cf. Benedicto XVI, carta encíclica Deus Caritas est, 25 de diciembre de 2005, n. 1.

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comenzar inmediatamente a avanzar críticas en lugar de los acostumbrados intercambios de cortesías. Que otros musulmanes hayan reaccionado con un acto de violencia sanguinaria confirma que la cuestión de la relación entre fe y violencia sigue siendo para el Islam un problema abierto. El Papa ha facilitado la apertura de un diálogo serio admitiendo sin fingimientos apologéticos que también la cristiandad ha tenido este problema durante mucho tiempo y que espera que el Islam lleve a cabo el mismo proceso de aprendizaje que ha realizado la Iglesia. Objeto de tal diálogo será verificar si el Corán favorece semejante proceso del mismo modo que el Nuevo Testamento. Ponerlo inicialmente en duda forma parte de un honesto comienzo de diálogo. Nos podríamos preguntar por qué hay que discutir de ello y hasta enfrentarse. Si los musulmanes tuvieran un Dios distinto del de los cristianos tal discusión dejaría de tener sentido. Los cristianos podrían sólo confirmar que no creen en la existencia de ese Dios. En efecto, muchos cristianos consideran que Alá es un Dios distinto del de los cristianos. Si fuera así no tendría ningún sentido discutir respetuosamente sobre cómo se debe pensar y hablar correctamente de Dios. Pero en conformidad con su gran predecesor medieval Gregorio VII y con el concilio Vaticano II, Benedicto XVI parte del presupuesto de que los hebreos, los cristianos y los musulmanes oran al mismo Dios uno y único. La filosofía distingue a partir de Gottlob Frege entre sentido y significado14, reference y meaning de una palabra. El meaning de las palabras «estrella de la tarde» y «estrella de la mañana» es obviamente diferente. Cuando en el cántico del Exsultet de la noche de Pascua se nombra al Lucero «qui nescit occasum», la estrella de la 14 Cf. G. Frege, Über Sinn und Bedeutung, 1892 [traducción española: «Sobre sentido y significado», en Revista de filosofía y crítica filosófica, 100, pp. 25-50, y en Gottlob Frege, Escritos Lógico-Semánticos, pp. 31-52. Editorial Tecnos, Madrid 1974].

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mañana que no conoce ocaso, la metáfora de la «estrella de la mañana» no puede ser sustituida por la de la «estrella de la tarde». Pero desde hace siglos sabemos que una y otra son en realidad la misma estrella, y que la reference de las dos palabras es la misma. Si Dios es una ficción, sólo una figura literaria, entonces el Dios de los cristianos, de los hebreos, de los musulmanes son dioses diferentes, en cuanto que las «imágenes de Dios» son obviamente distintas. Pero esto no quita que aquel al que se dirigen las oraciones de estas tres religiones sea el mismo, aunque no idéntico, Creador del cielo y de la tierra y el futuro Juez de vivos y muertos. Al subrayar esto, sin embargo, el Papa dice también que lo que los cristianos y los musulmanes dicen sobre este Dios es en parte incompatible. Justamente en este sentido, Jesús dice a los judíos que el nombre JHWH en su boca y en la de ellos tiene la misma reference pero no el mismo meaning: «...vosotros decís ‘Él es nuestro Dios’, y sin embargo no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros» (Jn 8,54 ss.). La lección magistral de Ratisbona habla sobre todo de la diferencia que en el mundo de hoy salta a los ojos. Esta diferencia se refiere al tema «Dios y violencia». Volviendo a las reflexiones de un emperador bizantino, el Papa une esto al otro tema: «Dios y razón». La razón es aquel step beyond ourselves cuya posibilidad niega la modernidad. He intentado, refiriéndome a Nietzsche, mostrar que esta posibilidad depende de la existencia de Dios y justamente de un Dios que en su esencia es luz. La razón pues no es un instrumento de supervivencia del homo sapiens, sino participación en la luz divina y un ver el mundo con esta «luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo»(Jn 1,9). Esa luz, como dice Platón, hace ver el bien como el koinon, «lo que es común a todos» (cf. Platón, Fedón). No por casualidad Heráclito habla

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a este respecto del logos, y logos significa también «palabra». Sólo a través de la palabra, sólo a través de la lengua, a través del diálogo con los demás, nosotros razonamos. La violencia sin embargo es exactamente lo contrario de hablar con los demás. El objetivo del discurso es el entendimiento mediante la común sumisión al criterio de la verdad, el objetivo de la violencia es la sumisión del otro a la voluntad de aquel que se muestra físicamente más fuerte. Michel Foucault, que niega la inteligibilidad del mundo, debe consecuentemente minimizar la diferencia entre diálogo y violencia. Como no existe algo que sea verdad, en el diálogo sólo puede tratarse de medir las fuerzas en la lucha por el poder. Así pensaban ya por otra parte los sofistas con los que se enfrentó Sócrates. Sólo cuando se da verdad como koinon se da una alternativa a la violencia. El criterio de la fuerza física no tiene nada que ver con el de la verdad. Y la victoria en el enfrentamiento violento sólo puede ser por casualidad también la victoria del mejor. Es la fuerza legítima del Estado, cuya razón reside en impedir la violencia entre los individuos, es la fuerza legítima del poder estatal para la defensa contra la violencia de una injusta agresión. Pero el desencadenamiento de la violencia, la transformación del diálogo en violencia es siempre el fallo de la razón, y la probabilidad de que una situación violenta pueda ser mejorada con la violencia es escasa. Pero es sobre todo la violencia en el nombre de Dios la que es condenada inequívocamente por Benedicto XVI. Dios como Señor de la historia actúa a través de todo lo que sucede e incluso la violencia de los violentos al final deberá servir a Su objetivo. Pero lo sirve sólo como todo lo que es malvado. Su voluntad se hace siempre y por todas partes. No debe pedir permiso. Pero no en todas partes sucede en la tierra como en el cielo, y a través de la conformidad de la voluntad de los ángeles y de los hombres con la voluntad de Dios. Mefistófeles, en el Fausto de Goethe, confiesa ser parte «de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre el bien

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provoca»15. Nosotros rezamos para que la voluntad de Dios no se haga en la tierra así, sino «como en el cielo», y esto significa también: no a través de la violencia. También el pueblo de Israel, en relación con esto, ha realizado un proceso de aprendizaje que se concluye sólo con Jesús. Y a pesar de esta conclusión, la cristiandad en el Medievo creyó todavía que se debía castigar con penas temporales, incluida la condena a muerte, al menos la apostasía y la herejía: un punto de vista que está vigente todavía hoy en los países islámicos. Pero no se puede obligar a permanecer en la luz con los medios de las tinieblas. Allí donde los cristianos son perseguidos en cuanto cristianos, siguiendo a su Señor, renuncian a restablecer la violencia. Donde los cristianos, por otra parte, defienden legítimamente la civitas terrena en calidad de ciudadanos de ella, saben que el proceso de la violencia, en sus resultados, es indiferente a la justicia y a la injusticia. No se presentarán pues en nombre de Dios y en nombre del bien para castigar a los malos y dejarán el odio que envenena al alma fuera del enfrentamiento. Donde está vigente la violencia, la razón calla y la única forma de su duradera presencia puede ser sólo ese respeto de los enemigos que anticipa ya la reconciliación. No siempre podemos decidir si tener o no enemigos. A veces puede ser justo desmitificar la idea del enemigo, a veces no. Debemos verificar la idea que tenemos del enemigo confrontándola con la realidad. Pero lo que sin embargo podemos decidir es pedir la fuerza de amar a los enemigos. Semejante fuerza transforma el status de la violencia que se opone a Dios y es el modo supremo con el que la luz puede iluminar las tinieblas, la luz de la razón y del amor, cuyo máximo testigo es en nuestro tiempo el papa Benedicto XVI. Stuttgart, enero 2007 15 Cf. trad. it.: W. Goethe, Fausto, Parte I, drama de Fausto, Studio, p. 62 de la edic. Firenze 1966 [traducción española: Johann W. Goethe, Fausto, Unidad Editorial, Madrid 1999, p. 60].

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LA TRADICIÓN JUDEO-CRISTIANA ENTRE FE Y LIBERTAD JOSEPH H.H. WEILER

I Con humildad y temor, puesto que yo no soy católico y ni siquiera cristiano, me dispongo a exponer algunos comentarios sobre los discursos de Ratisbona del papa Benedicto XVI. Pido al Dios de Israel: haz que las palabras de mis labios y la meditación de mi corazón te sean gratas, Señor, mi Roca y mi Redentor. Según mi interpretación, los discursos de Ratisbona están dirigidos al menos a tres tipos diferentes de público: las otras religiones, los fieles católicos y nuestro ambiente político y cultural general, a menudo secular. Dada la gran atención que se ha reservado al encuentro con los representantes de la ciencia, espero que me disculpen si intento prestar una atención particular a las dos homilías que completan la trilogía de Ratisbona y que considero que tienen igual profundidad.

II El Salmo 33 está dedicado a un momento de grave peligro en la vida y en el destino del futuro rey David. Mientras él está escapando de sus enemigos, el salmista pregunta: «¿Quién es el hombre que

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apetece la vida, deseoso de días para gozar de bienes?»1. La pregunta parece retórica, pensando en la situación del rey David en ese momento. Pero no es sólo David el que desea la vida y anhela largos días para gozar de bienes: todos nosotros querríamos otro tanto, porque el peligro y la precariedad de la vida forman parte integral de la condición humana. ¿Pero cómo llegar? La respuesta del salmista plantea un reto: «Guarda del mal tu lengua, tus labios de decir mentira; apártate del mal y obra el bien, busca la paz y anda tras ella»2. ¿En qué sentido plantea un reto? Como la vida cotidiana nos enseña continuamente, a menudo se experimenta una tensión entre el compromiso a favor de la verdad por un lado y la búsqueda de la paz por otro. La verdad enfrenta frecuentemente, es dolorosa y aleja a las personas unas de otras. Es difícil a veces escuchar la verdad. El arte de la diplomacia, que tiene como objetivo la consecución de la paz, es sólo un lejano pariente de la Veritas. Cuando decimos eufemísticamente: «¡Sé diplomático!», entendemos en realidad: «Por favor, estate dispuesto a distorsionar la verdad en interés de la paz». Y, a pesar de esto, el salmista insiste: «Guarda tus labios de decir mentira», invitándonos a reflexionar más profundamente sobre las relaciones entre verdad y paz. Pienso que no existe otro pasaje en las Escrituras que pueda reflexionar mejor que éste sobre los dilemas y los desafíos que un Papa moderno tiene que afrontar en su papel (entre tantos otros papeles) de líder mundial. El Papa no es un político cualquiera, su moneda es la verdad. Pero al mismo tiempo el efecto de sus palabras puede incidir profundamente en las relaciones internacionales. En los discursos de Ratisbona, Benedicto XVI ha contestado plena e inteligentemente al desafío del salmista. 1 2

Salmo 34 (33),13 (ndr). Salmo 34 (33),14-15 (ndr).

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Según el actual Pontífice, como también según su ilustre predecesor, razón y verdad son corolarios inextricables (pensemos en la Fides et ratio o en la Veritatis splendor). De forma semejante, forzar la verdad con la coerción es antitético a la razón. La razón es por definición pacífica. La paz pasa así a formar parte de la matriz inextricable y hace la coerción y la violencia en relación con el núcleo más profundo de la verdad de fe no simplemente inmorales per se, sino ontológicamente imposibles, un verdadero oxímoron. La frase iconográfica de Marshall McLuhan está dicha a propósito de la comunicación en la segunda mitad del siglo XX: «The Medium is the Message» «El medio es el mensaje»3. En Benedicto, la razón y la fe constituyen no sólo el mensaje sino también el medio: el logos, el pensamiento, la disciplina interior de la verdad razonada están omnipresentes en cada uno de sus pronunciamientos y es cuanto esperábamos del encuentro con los representantes de la ciencia. Pero incluso cuando atendemos al aspecto más abiertamente eclesiástico —la homilía en la explanada de la Nueva Feria y la misma celebración eucarística—, es posible encontrar en sus expresiones y en su discernimiento una interiorización absolutamente convincente de la tríada razón-verdad-paz. Su modo de hablar, de pensar, de ser es ciertamente la verdadera expresión de su carisma único. Demostrémoslo refiriéndonos a la homilía. Las lecturas bíblicas elegidas de la liturgia de la Iglesia para la homilía de aquel domingo en la Nueva Feria planteaban un reto para un hombre de paz: «Mirad que vuestro Dios viene vengador [...]» proclama el profeta Isaías4.

3 Cf. M. McLuhan, The Medium is the Message, New York 1967 [traducción española: M. McLuhan, El medio es el mensaje. Un inventario de efectos (con Quentin Fiore), Paidós, Barcelona 1995]. 4 Cf. Is 35,4.

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El Papa se pregunta justamente de qué modo el pueblo que escucha estas palabras (o que las lee hoy) puede imaginar esa venganza. Y nuestra respuesta espontánea sería que el profeta Isaías aquí es todo lo contrario de pacífico. Sin embargo el Papa lo interpreta a la luz de la tradición cristiana, como «no violencia» y «amor hasta el final»: «Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su ‘venganza’ es la cruz»5. Como hebreo, me rebelo ante esta forma de explicar las palabras de Isaías. Para mí, venganza es una venganza. Pero Benedicto XVI continúa: «No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación»6. Aquí por «otras religiones y culturas» se entiende no sólo el Islam y la alusión de violencia. Quizá se hace referencia en un primer momento al hebraísmo, al que el Papa anuncia una comprensión del Dios —Santo, sea por siempre Bendito— que los fieles hebreos como yo han rechazado siempre —a veces han sido condenados a la hoguera por semejante rechazo— y una interpretación de Isaías que no nos pertenece y no podrá pertenecernos nunca. Y sin embargo, no puedo no estar de acuerdo con el Papa en que sus afirmaciones claras y sin compromisos no tienen nada de irrespetuoso hacia mí, hacia mis antepasados, hacia mis descendientes y hacia nuestra fe eterna. El respeto no se demuestra ni se gana con los compromisos sobre el núcleo esencial de la propia fe. En términos

5 Cf. Benedicto XVI, homilía del Santo Padre, explanada de la Nueva Feria, Munich, 10 de septiembre de 2006, § 8 (ver supra p. 49) . 6 Ib.

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«benedictinamente» genuinos: la deshonestidad no puede en ningún caso ser la base de un verdadero diálogo. El suyo es ciertamente el único modo de expresar un respeto profundo por mi fe. Paradójicamente, o quizá no, es justamente este empeño en explicitar y elaborar de modo claro y sin compromisos las diferencias fundamentales —cuando las fórmulas diplomáticas hubieran sido mucho más politically correct— para hacer así más fuertemente creíble la renuncia razonada-de-la-razón a la coerción en materia de fe. El hecho de hacerlo abiertamente, en una homilía pública ante los fieles, da todavía más credibilidad. Su mensaje a los fieles en iglesia no es distinto de su mensaje urbi et orbi. En dos mil años de densas, complejas y a veces dolorosas relaciones no ha existido nunca un diálogo judeo-cristiano mejor y más amplio que el iniciado por el gran Juan Pablo II y por su fiel Josué, Benedicto XVI. Una de las razones reside en algo que ha sido antepuesto a la tríada indisoluble razón-verdad-paz. Juan Pablo II, en su memorable visita al Muro de las Lamentaciones, al depositar su oración de reconciliación y de paz, hizo la señal de la cruz. No causó ninguna ofensa. No habría podido ser de otra manera. La misma mano que depositó la oración hizo la señal de la cruz. Su oración por la paz y la reconciliación se habría revelado falsa si también él se hubiera comportado de modo falso. «Guarda del mal tu lengua, tus labios de decir mentira [...] busca la paz y anda tras ella». Las dos cosas van a la par. Así lo entendía el salmista, así lo practicaba el Papa. En este contexto, puedo añadir muy poco al diluvio que ha caído sobre la cita de Manuel II el Paleólogo. Pienso que ha sido una prueba de notable mala fe imaginar que verdaderamente el Papa pudiese identificarse con el «brusco» modo de expresarse del emperador bizantino. Después de todo, eso está muy lejos de sus tonos habituales, demostrados en la misma lección y en todos sus escritos. Es fácilmente comprensible que en una reunión con

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representantes de la ciencia haya querido volver a ser profesor y, como hacemos diariamente en los seminarios y en otros contextos académicos, usar expresiones provocadoras para dar comienzo a una discusión importante. Al respecto, diré sólo que el mundo sería ciertamente mejor si tomase mayor ejemplo de la historia reciente de la Iglesia católica en su esfuerzo continuo, sincero y difícil en la vía digna y honorable de arreglar cuentas con los episodios menos gloriosos de su pasado y de su enseñanza pasada.

III Un no católico como yo debe proceder cautamente cuando interviene en el diálogo entre el Pontífice y los fieles católicos. Pero quisiera subrayar al menos un elemento interesante que tiene una relevancia considerable para todos los hombres y las mujeres religiosas. Una parte del mensaje y de la misión cristianos hace referencia a la atención a los más débiles, a los menos afortunados en nuestras sociedades y en el mundo, a los marginados, a los «otros». Es un mensaje fascinante que trasciende al cristianismo. Es central en el hebraísmo, donde encuentra expresión en el Pentateuco, en el Libro de los Profetas, en la Ley oral y en las Mitzvot que conciernen al amor fraterno. Ello concierne igualmente al Islam y forma parte además de muchas instancias globales radicadas en la ética secular. Pero tampoco en este contexto, el Papa evita lo que podría resultar desconcertante o difícil, no ahorra su verdad. Él afirma que «la cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables»7. 7

Ib., § 5.

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Ésta es mi interpretación acerca del posible significado de esta afirmación fuera de un contexto estrictamente cristiano. La acción social, como expresión de moralidad y ética, es central en las religiones abrahámicas, pero no define por sí misma la sensibilidad, el impulso y el sentido de la religión. Por una parte, la religión no tiene el monopolio sobre la moral y sobre la ética. Por otra, reducir la religión a la acción social es precisamente un reduccionismo depauperante. Las categorías religiosas más puras, aquellas que en el mundo secular no tienen equivalentes ni correspondientes, son la santidad y la sacralidad. Reducir la religión a la acción social quiere decir disminuir fatalmente el significado de santidad y sacralidad. Naturalmente la santidad y la sacralidad no están separadas de la ética y de la moral. Lo que es inmoral e ilícito es antitético de la santidad y de la sacralidad. Pero santidad y sacralidad denotan algo más. En la tradición judeo-cristiana, el imperativo general es claro: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,1). Los versículos 18 y 19 son emblemáticos de la misión de la santidad y de la sacralidad. Contienen, una al lado de otra, ética y sacramentalidad. «18No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh». «19 Guardad mis preceptos. No aparearás ganado tuyo de diversa especie. No siembres tu campo con dos clases distintas de grano. No uses ropa de dos clases de tejido». Si puedo hacer humildemente una sugerencia, para un creyente católico la acción social y la eucaristía son indispensables para la misión de la santidad. Para el creyente hebreo, los mandamientos que se refieren a las relaciones entre «hombre y hombre» y los que se refieren a las relaciones entre «el hombre y el Santo, sea por siempre Bendito» son indispensables para la misma misión.

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A menudo los cristianos se sienten perplejos ante el apego hebreo al Nomos, la ley, que a ellos les parece como el simple caparazón. Lo esencial es lo que está dentro: convicciones morales, amor. Pero para nosotros la ley no es en absoluto sólo el caparazón. La ley significa para nosotros algo un poco semejante a lo que la eucaristía católica significa para los cristianos. Y nuestro modo de sentir, en las acciones cotidianas, tanto rituales como éticas, la presencia real del Santo, sea por siempre Bendito, que no ha mandado simplemente «amarás a tu prójimo como a ti mismo», sino «amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh». Las palabras del Pontífice —«la cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables»— contienen también una ironía histórica importante. En la época de profetas como Amós e Isaías y cuando Jesús hombre predicaba su mensaje, los fieles debían ser exhortados a recordar que la fe y la santidad no pueden ser alcanzadas y no se agotan en los ritos y en los sacramentos, por muy importantes que puedan ser. Hoy, los papeles se han invertido y es necesario recordar también a los religiosos que la riqueza de significado de la religión no se agota simplemente llevando una vida ética y caritativa. Esto forma parte de la situación presente que hace que los fieles en la actualidad estén algo confusos en relación con el Evangelio, los sacramentos, los aspectos de santidad de su religión y de su fe. Todo esto aparece, ironía del destino, como «irracional». Y se trata de un fenómeno muy difundido entre los hijos de Abrahán, Sara y Agar. El hecho de que uno de los tres actos de la trilogía de Ratisbona se desarrolle en un contexto católico —una celebración eucarística— y que, en el momento de subrayar la importancia de la acción social y de la solidaridad humana, el Papa insista en el Evangelio dentro del cual la acción social debe situarse, no tiene pues únicamente un significado simbólico.

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IV La Santa Sede de Roma ha afirmado a menudo que la libertad religiosa es la libertad más fundamental. En nuestra cultura ampliamente secularizada la siguiente afirmación es generalmente acogida con una sonrisa indulgente: «¿Qué libertad, privilegiada por el Vaticano, podemos esperar?». A esta afirmación se le da además un significado corporativista, como si el Papa fuese el jefe de una organización sindical, preocupado por sus afiliados. Naturalmente, en la libertad religiosa existe también este aspecto y no hay nada reprobable en un Pastor que cuida de su Rebaño. Pero los discursos de Ratisbona nos hacen captar al menos otras dos dimensiones más profundas de la libertad religiosa que nos permiten comprender la referencia al carácter más fundamental de la libertad religiosa. «Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en la libertad»8, enseña el Papa a sus fieles. Si entiendo bien esta enseñanza, emerge aquí un significado mucho más profundo de libertad religiosa que el de la libertad de profesar la propia religión. En el centro de la libertad religiosa reside la libertad de decir No a Dios. Es decir una propuesta religiosa. Nosotros los hebreos decimos: todo está en manos del Señor a excepción del temor del Señor. Ésta es la voluntad del Señor. La verdadera religiosidad, el verdadero Sí a Dios, solamente puede venir de una persona que tenga la habilidad, la capacidad y la posibilidad de decir No. Incluso un ateo secular puede comprender que en el caso de que se acepte la existencia de un Creador omnipotente, insistir en la propuesta intrínsecamente religiosa de la libertad de decir No a este Creador es fundamental para comprender plenamente la condición humana 8

Ib., § 7.

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dentro de esta visión global: quiere decir alcanzar una noción primordial de libertad. Garantizar una libertad de religión que incorpore una libertad religiosa entendida de esta manera significa defender profundamente a los seres humanos en cuanto agentes morales autónomos y soberanos. Negar la libertad religiosa definida de esta manera o, peor, negarla en nombre de la misma religión, quiere decir poner en peligro nuestra humanidad más íntima en cuanto agentes morales autónomos y soberanos. Nosotros creyentes somos agentes morales autónomos y soberanos porque hemos sido creados así por Dios y a imagen de Dios. No es necesario ser religiosos para comprender que una amenaza a la libertad religiosa constituye un ataque más profundo a la libertad individual. Es posible dar un paso adelante, y, si entiendo bien, es el que ha dado el Papa. Al citar a Santiago, él expresa que la «ley regia», la ley de la realeza de Dios, es también la «ley de la libertad»9. En el centro de la libertad religiosa reside la posibilidad de decir No a Dios. ¿De qué modo, pues, es posible ejercitar esta libertad si se acepta realmente que la Ley del Reino de Dios constituye una mejoría real de la propia libertad? No se trata simplemente —aunque se trata también de esto— de una expresión religiosa de la noción de libertad racional, el reconocimiento de que ella es sólo un marco legal que nos permite ejercitar nuestra libertad. Profundizando aún más, considero que también esta noción de libertad afecta al núcleo central de nuestra humanidad. Lo expresaré de dos formas: actuando fuera de los preceptos de la ley de Dios, yo me convierto simplemente en esclavo de mi condición humana, que comprende mis deseos humanos. Una soberanía humana sin límites no es en absoluto una soberanía. De igual forma, aceptar la ley de Dios, y ninguna otra, como «ley regia», la ley de Aquel que 9

Cf. St 2,8 y 12.

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trasciende el mundo, quiere decir afirmar mi libertad interior ante todos aquellos que habitan en este mundo.

V Por último, los discursos de Ratisbona presentan un valor particular en referencia a la situación actual de Europa. Se ha recordado y comentado más veces que los autores que han diseñado la propuesta de Constitución europea han evitado toda referencia explícita a las raíces cristianas de la identidad europea en el Preámbulo de este documento. Como defiendo en mi ensayo Un’Europa cristiana (Milán 2003)10, esta opción ha significado una traición al compromiso solemne por el pluralismo expresado en el mismo documento, teniendo en cuenta que cerca de la mitad de la población europea pertenece a Estados miembros, cuya iconografía constitucional tiene una explícita invocatio dei y/o una referencia al cristianismo. Se trata de un gran mérito constitucional de la tradición europea que demuestra cómo religión y democracia, religión y libertad, religión y tolerancia pueden coexistir constitucionalmente codo con codo. Europa quiere hacerse valer en el mundo con el ejemplo, no con la fuerza. Es una lástima que los autores de la Constitución europea hayan eliminado esta importante lección de su sedicente documento constituyente. Pero deseo invitar a los lectores a volver a recorrer más de cerca la propuesta del Preámbulo presentada por la Convención constitucional, ya que se trata de un documento elocuente que presenta algunos lazos con los temas planteados por el papa Benedicto XVI. 10 Traducción española: Joseph H.H. Weiler, Una Europa cristiana: ensayo exploratorio, Ediciones Encuentro, Madrid 2003.

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En el parágrafo II, el Preámbulo propuesto por la Convención distingue tres herencias europeas, la cultural, la religiosa y la humanística: «Inspirándose en las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, que, alimentadas inicialmente por las civilizaciones griega y romana, marcadas por el impulso espiritual que la ha venido alentando y sigue presente en su patrimonio [...]». En el parágrafo I, es interesante observar que la propuesta del Preámbulo cita los valores que están en la base del humanismo, en particular el respeto de la razón: «Conscientes de que Europa es un continente portador de civilización, de que sus habitantes, llegados en oleadas sucesivas desde los albores de la humanidad, han desarrollado progresivamente los valores que sustentan el humanismo: la igualdad de las personas, la libertad, el respeto de la razón [...]». Creo que leer juntos los dos parágrafos lleva a una conclusión inevitable: según los redactores de este texto, el «respeto de la razón» forma parte de la «herencia del humanismo», pero es algo que no se puede asociar a la religión; y naturalmente «religión» en Europa significa principalmente cristianismo o, en último término, tradición judeo-cristiana. El proceso europeo de laicización no se limita simplemente a colocar la religión en la esfera privada, donde será ciertamente protegida como parte de nuestro empeño noble e indispensable a favor de la libertad de conciencia. Expulsa de la esfera pública lo que no tiene derecho a formar parte de ella, una esfera pública aprobada al respecto por la razón. La opción constitucional refleja precisa y honestamente esta tendencia a la laicización de la política europea. La religión es definida a priori, fuera del ámbito del respeto por la razón, después es expulsada de la esfera pública y en último lugar es confinada en la esfera privada: después de todo, las personas creen en cantidad de tonterías irracionales e ilógicas. Benedicto XVI, según lo que he oído, no está de acuerdo con esto. En absoluto. Él nos recuerda que las grandes cuestiones

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que conciernen a la condición humana —como, por ejemplo, su origen y su telos— aun no teniendo nada que ver con el racionalismo científico, no deben permanecer separadas del discurso racional. Pero él no sólo ataca la visión laicista empobrecedora que limita la razón al discurso «de la ciencia». Sin temor, afirma con la misma lógica que el simple uso de la palabra «religión» no le da un imprimatur de legitimidad. También la religión está sometida a la disciplina de la razón. Esto vale también para su misma fe. En mi opinión, también aquí se puede profundizar todavía más. Las sociedades democráticas, liberales, pluralistas y tolerantes —en las que, por ejemplo, la libertad de religión y la libertad de la religión están garantizadas— representan un patrimonio cuya vigilancia y protección no deben ser debilitadas. Pero en la pretensión laica hay algo que no cuadra —algo totalitario— al definir una esfera pública que no sólo es protegida y garantizada por el Estado, sino que se la confunde con el Estado (he evitado deliberadamente usar la palabra «totalitarista» para no banalizar la memoria y los horrores del nacionalsocialismo alemán y del comunismo soviético y chino). La tradición cristiana de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios es mucho más interesante en este contexto por dos razones. En primer lugar, se trata conceptualmente de un modelo no competitivo de relación Iglesia-Estado (naturalmente, ha habido períodos de la historia europea durante los cuales la Iglesia ha sobrepasado los límites. Y ha habido períodos más recientes de la historia europea durante los cuales el Estado ha sobrepasado los límites con resultados mucho más devastadores). En segundo lugar, es archisabido que las personas y la sociedad humana prosperan allí donde no existe un monopolio sobre lo que constituye la noción de esfera pública. Esto forma parte todavía de la tradición europea, aunque esté bajo amenaza. Todos nosotros, cristianos y no cristianos, religiosos y no religiosos,

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seremos derrotados en el caso de que Europa pierda al final sus características peculiares. La tradición cristiana formulada por el Papa representa un «acercamiento interior» entre «la fe bíblica y el filosofar griego». «El cristianismo, no obstante haber tenido su origen y un importante desarrollo en Oriente» ha «encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa»11. A su vez, tal acercamiento y tal impronta decisiva han jugado un papel determinante en la formación de la civilización europea. En otras palabras, así como Europa ha tenido una influencia decisiva en el cristianismo, el cristianismo ha tenido una influencia decisiva en Europa, en lo que pertenece a Europa. Por tanto, con preocupación, incluso alarmados, asistimos a la crisis social y demográfica del cristianismo en general, y de la Iglesia católica en particular, en la mayor parte de los países de Europa occidental. No estamos preocupados por el futuro de la Iglesia católica en cuanto tal. Ella prospera por todas partes en el mundo. ¿Pero la Iglesia seguiría siendo la misma en el caso de que perdiese sus raíces europeas? ¿Si perdiese su diálogo continuo con la filosofía griega y sus herederos que dura siglos y milenios? No se trata de un hecho irrelevante para los no europeos y no cristianos, considerando la centralidad del cristianismo —una centralidad fundamental— en la civilización occidental. ¿Y Europa seguiría siendo la misma en el caso de que perdiese sus raíces cristianas? Una Europa cuya cultura y cuya política no son comprensibles fuera de esta misma dialéctica entre filosofía griega (con su progenie de la Ilustración y de la Revolución francesa) y su tradición cristiana. Incluso aquí, no es irrelevante para 11 Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, § 8 (ver supra p. 36).

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los no europeos por el mismo motivo: la centralidad de Europa en la civilización occidental. Frente a estas tendencias, es muy difícil continuar siguiendo la enseñanza de Juan Pablo II al comienzo de su pontificado: «No tengáis miedo». Nueva York, marzo 2007

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