Dinero y poder en el mundo moderno
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D in e r o

y poder

EN EL MUNDO MODERNO,

1700-2000

Traducción de Silvina Mari

taurus historia

T

© Niall Ferguson, 2001 © De esta edición: Grupo Santillana de Ediciones, S. A., 2001 Torrelaguna, 60. 28043 Madrid Teléfono 91 744 90 60 Telefax 91 744 92 24 www.taums.santiUana.es

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Revisión técnica de la traducción: José Luis García Ruiz Diseño de cubierta: Pep Carrió y Sonía Sánchez

ISBN: 84-306-0440-5 Dep. Legal: M-34.339-2001 Printed in Spain - Impreso en España

T odos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de inform ación, en ninguna form a ni por ningún m edio, sea m ecánico, fotoqu ím ico, electrónico, m agnético, electroóptico, p or fotocopia, o cualquier otro, sin el perm iso previo p or escrito de la editorial.

A gradecimientos..............................................................................

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Introducción: viejo y nuevo determinismo económ ico.........

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Primera Sección. Gasto

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y

tributación . ....................................

I. Emergencia y declive del estado de g u erra ...................................................................

41

II. “Odiosos impuestos” ............................................................

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III. La plaza y el castillo: representación y administración ................................................................... 113 Segunda Sección. Promesas de p a g o ..........................................

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IV. Montañas de la Luna: las deudas públicas ....................

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V. Los impresores de dinero: incumplimiento y falsificación.......................................................................... 191 VI. Sobre el in terés..................................................................... 227 T ercera Sección. Política económica ...................................... 257 VII. Pesos muertos y consumidores de impuestos: la historia social de las finanzas........................................ 259 VIII. El síndrome “Silverbridge”: la economía electoral . . . 297 C uarta Sección. Poder global ................................................... 353 IX. Amos y plancton: la globalización financiera................ 355 X. Burbujas y quiebras: las bolsas a largo plazo.................. 401 XI. Grilletes de oro, cadenas de papel: los regímenes monetarios internacionales.................... 433 XII. La ola americana: las mareas de la democracia........... 467 XIII. Unidades fragmentadas......................................................503 XIV. Encogimiento: los límites del poder econ óm ico......... 525 C onclusión ....................................................................................... 565 A péndices ...........................................................................................

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N otas .................................................................................................. 585 Bibliografía ....................................................................................... 663 Índice analítico ................................................................................

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Para Mary y May

En estos tiempos de tribulación el dinero es el único nexo entre un hombre y otro, no media entre ellos más lazo que el vil metal. ¡Pero son tantas las cosas que el dinero no puede comprar! El metálico es un milagro prodigioso, pero no os­ tenta todo el poder en el Cielo y ni siquiera en la Tierra. T h o m a s G arlyle , Carlismo (1 8 4 0 ) El evangelio de Mammón no cuenta con su paraíso corres­ pondiente. Entre tantos fantasmas existe una realidad, algo que consume nuestras ansias: ganar dinero. Hemos olvidado por completo y en todas partes que el pago en efectivo no es la única relación entre los seres humanos. T h o m a s C a r ly le , Pasadoy presente ( 1 8 4 3 ) La burguesía no ha dejado entre los hombres otro nexo que no sea el más descarnado interés propio, el crudo pago en dinero. M a r x y E n g e l s , Elmaniftesto comunista (1 8 4 8 ) Los hombres de ciencia nos aseguran que todas las aven­ turas de quienes surcan los mares, que todas aquellas tribus y razas cuyas reacciones en masa nublan la historia con polvo y rumor, brotaron de algo tan poco abstruso como las leyes de la oferta y la demanda, y de un cierto instinto natural hacia las raciones baratas. A cualquier persona que reflexione seria­ mente, esta explicación le parecerá estúpida y despreciable. R o b e r t Lours S t e v e n s o n , Will o ’ the Mili (1878)

(Traducción de Carlos Rodríguez Braun)

E s t e libro no habría existido sin la generosidad de los patronos del Fondo Houblon-Norman del Banco de Inglaterra, cuyo apoyo financiero permitió que me dedicara de modo exclusivo a la inves­ tigación en el Banco durante un año. Como historiador que se aventura en el terreno de los econo­ mistas, agradezco especialmente a Mervyn King, Charles Goodhart y John Vickers su aliento y consejo durante mi estancia en la calle Threadneedle. También querría dar las gracias a Bill Alien, Spencer Dale, Stephen Millard, Katherine Neiss, Nick Oulton, Andrew Scott, Paul Tucker y Tony Yates. En el Centro de Información re­ cibí gran ayuda de Howard Picton y Kath Begley; y en el Archivo, Henry Gillett y Sarah Millard estuvieron siempre dispuestos a res­ ponder a mis preguntas pese a la oscuridad de algunas de ellas. Ultimo en orden pero no en importancia, es el apoyo secretarial de primera línea que recibí de Hilary Clark, Sandra Dufuss, Chris Jewson y Margot Wilson. La consecuencia del año que pase en el Banco fue mi ausencia del Jesús College de Oxford. Le debo un agradecimiento especial al Dr. Jan Palmowski por haberse hecho cargo de mis responsabi­ lidades docentes y de otras de un m odo tan competente; doy las gracias también a mi colega la Dra. Felieíty Heal, cuya vida no fue nada fácil debido a mi ausencia. Desearía también agradecer al Director y a los Fellows del Jesús College haberme otorgado este permiso especial, sin olvidar a Peter Clarke y a Peter Mirfield, quie­ nes se ocuparon meticulosamente de los arreglos financieros. La

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mayor parte del libro la escribí después de mi regreso alJesús College y quiero expresar mi gratitud a todo el equipo que me facili­ tó la tarea de diferentes modos, y especialmente a Vivien Bowyer y a Robert Haynes. Algunas secciones del libro se originaron en trabajos colectivos. Tengo una deuda especial con Glen O ’Hara, quien me brindó una asistencia esencial en el capítulo VIII. Mi compañero de despacho en el Banco, Lawrence Kotlikoff, me inició en la contabilidad gene­ racional e intentó mejorar mis conocimientos de economía; su influencia es fundamental en los capítulos VII y XI. Quiero dar las gracias a Brigitte Granville y a Richard Batlev, con quienes escribí ar­ tículos académicos sobre temas afines mientras trabajaba en el li­ bro, y cuya influencia también es notable. Daniel Fattal fue infatiga­ ble reuniendo datos estadísticos y citas de The Economist, mientras Thomas Fleuriot logró identificar oscuras referencias con el mismo empeño. Debo un agradecimiento muy especial a Mike Bordo, Forrest Capie, Charles Goodharty Harold James, quienes generosamente se tomaron el tiempo de leer el borrador completo del manuscrito, y me salvaron de numerosos errores. Benjamín Friedman y Barry Weingast leyeron también secciones del manuscrito y me ofrecie­ ron críticas esclarecedoras. Mi primera incursión en la historia del mercado de bonos se hizo pública en la conferencia inaugural del International Center for Finance del School o f Management de Yale; estoy en deuda con William Goetzmann y Geert Rouwenhorst por haberme invitado a participar, y con aquellos que me ofrecieron sus comentarios y su­ gerencias. Presenté una parte del capítulo XI en N. M. Rothschild & Sons durante la Conferencia FT Gold de junio de 1999; doy las gracias a Sir Evelyn de Rothschild y a Sir Derek Taylor por haberme invitado a hablar. Fareed Zakaria me animó a poner la UME en una perspectiva histórica para Foreign Affairs; él verá cómo se desarrolló ese argumento en las últimas secciones del capítulo XI. Parte del capítulo XII se originó en un trabajo escrito presentado en la confe­ rencia sobre ciencias sociales y el futuro, celebrada en Oxford en ju­ lio de 1999; desearía agradecerles a Richard Cooper, a Graham Ingham y a Richard Layard haberme invitado a participar, y a todos los

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presentes por sus comentarios, particularmente, a Lord Lipsey. El borrador del capítulo XIII lo presenté en un seminario del Depar­ tamento de Historia de Stanford; agradezco a Norman Naimark y a sus colegas su hospitalidad. Desearía también agradecer su información y diversos comenta­ rios a Lord Baker, Sir Samuel Brittan, Phil Cottrell, Eugene Dattel, Lance Davis, Luca Einaudi, Walter Eltis, Campbell y Molly Ferguson, Marc Flandreau, John Flemming, Christian Gleditsch, Michael Hughes, Paul Kennedy, Jan Tore Klovland, David Landes, Ronald McKinnon, Ranald Michie, Paul Mills, Larry Neal, Patrick O ’Brien, Avner Offer, Richard Roberts, Hugh Rockoff, Emma Rothschild, Lord Saatchi, Norman Stone, Martin Thomas, François Velde,Joachim Voth, Digby Waller, Michael Ward, Eugene White, David Womersley, Geoffrey W oodyJ. F. Wright. Tengo una deuda especial con mis editores, Simon Winder y Don Fehr, quienes se dedicaron dura y prolongadamente a me­ jorar el manuscrito original. Debo también mi agradecimiento a mi agente, Clare Alexander, y a mi correctora de manuscritos, Elizabeth Stratford. La mayoría de las referencias provienen de artículos publica­ dos y de libros, en lugar de documentos originales, aunque hay unas pocas excepciones. La carta de Leopoldo I a la Reina Victo­ ria del 19 de septiembre de 1840 se ha citado con el gracioso per­ miso de Su Majestad la Reina. También desearía agradecer a Sir Evelyn Rothschild haberme permitido citar los documentos del Archivo Rothschild. Finalmente, a Susan, a Félix, a Freya y a Lachlan sólo puedo pe­ dirles disculpas por los pecados de omisión y los cometidos por el autor durante la realización de este libro.

VIEJO Y NUEVO DETERMINISMO ECONÓMICO

El dinero hace girar el mundo, de eso estamos todos seguros. Porque somos pobres. Cabaret (1972)

L a idea de que el dinero hace girar al mundo — com o cantaba el maestro de ceremonias en la comedia musical Cabaret— es anti­ gua, y además notoriamente maleable. Aparece en la Biblia, tanto en el Antiguo com o en el Nuevo Testamento: se puede comparar “el dinero soluciona todas las cosas” (Eclesiastés, 10:19) con “el afán de dinero es la raíz de todos los males” (1 Timoteo, 6:10). La avari­ cia fue, sin duda, un pecado condenado por la ley mosaica. Pero en la doctrina cristiana, según sugiere el segundo aforismo, se condenó asimismo la simple motivación pecuniaria. Parte del atractivo revo­ lucionario de las enseñanzas de Cristo fue la expectativa de que el rico se vería excluido del Reino de Dios: “Es más fácil que un came­ llo pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los Cielos” (Mateo, 19:24). En pocas palabras, Europa occidental no habría pasado tan exi­ tosamente del feudalismo al capitalismo de haber logrado este dog­ ma disuadir a la gente de ganar dinero. El hecho es que, obviamen­ te, no produjo tal efecto. Más bien, consoló a aquellos (la mayoría) que no poseían dinero y creó un sentido de culpabilidad en los que lo tenían: se trató de una estrategia óptima para una organización que buscaba una adhesión masiva, así com o también donaciones sustanciales y privadas de la élite. La noción de un conflicto fundamental entre Mammón y la mo­ ral inspiró también la “religión secular” más exitosa de la época

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moderna. Para Karl Marx y Friedrich Engels, lo más detestable de su propia clase era la ética burguesa del “crudo interés propio” y del “cruel pago en efectivo” i. La afirmación de Marx de que las con­ tradicciones internas del capitalismo precipitarían su propia caída se asumía como verdad “científica” y “objetiva”. La inexorable emer­ gencia del capitalismo y de la burguesía habían derrocado el orden aristocrático feudal; a su vez y de m odo inevitable, la formación en las fábricas de un empobrecido e inmenso proletariado destrui­ ría el capitalismo y a la burguesía. Marx despreciaba la fe de sus an­ cestros y fue indiferente al luteranismo adoptado por su padre. Sin embargo, el marxismo no habría ganado tantos seguidores de no haber ofrecido un futuro Día del Juicio final bajo la forma secular de una prometida revolución en la que los ricos, una vez más, ten­ drían su merecido. Como observara Isaiah Berlin, los párrafos más tronantes de El capital son producto de un hombre que “a la manera de un profeta hebreo... habla en nombre de los elegidos, se pro­ nuncia sobre el peso del capitalismo, sobre la condena de su sistema maldito y sobre el castigo que les espera a aquellos que son ciegos al curso y finalidad de la historia y que, por ende, se autodestruyen y se ven condenados a la desaparición” 2. La deuda de Marx con Hegel, Ricardo y los radicales franceses es bien conocida. Pero interesa recordar que el Manifiesto comunista también está en deuda con una crítica más abiertamente religiosa y conservadora al capitalismo. De hecho fue Thomas Carlyle el que acuñó la expresión the cash nexus (el nexo del dinero) en su Cartismo (1840)3 si bien, donde Marx ansiaba una utopía proletaria, Carlyle lamentaba la pérdida de una Inglaterra medieval y romántica4. Aunque ya no esté de moda hacerlo, es posible interpretar El anillo de los Nibelungos de Richard Wagner com o otra crítica román­ tica al capitalismo. El argumento central, según le dice una de las doncellas del Rin al enano Alberich en la primera escena, es que el dinero — o para ser más exactos, el oro extraído y forjado— es poder: “Aquel que forje del oro del Rin el anillo / que le otorgará una fuerza inmensa / podrá ganar para sí la riqueza del mundo”. Pero hay trampa: “Sólo el que abjure del amor, / sólo el que renun­ cie al derecho de los placeres del amor, / sólo él obtendrá los pode­ res / para hacer del oro un anillo”. En otras palabras, la adquisición

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de riqueza y la satisfacción emocional se excluyen mutuamente. Ha­ biendo sido los avances lascivos de Alberich rechazados burlona­ mente por las doncellas, no fue difícil para él decidirse por la otra opción: significativamente, la primera manifestación de acumula­ ción de capital en El anillo consiste en el robo del oro. Pero éste no es el único simbolismo económico que puede apre­ ciarse en El oro del Rin. La escena siguiente está dominada por una disputa contractual entre el dios Wotan y los gigantes Fafner y Fasolt, que acaban de finalizar la construcción de una nueva fortale­ za: Valhalla. Sin embargo, la tercera escena es la que contiene la economía más explícita. Vemos aquí a Alberich en su nueva encar­ nación de despiadado señor de Nibelheim, explotando cruelmente a sus compañeros enanos, los nibelungos, en una gran fábrica de oro. Según explica su maltratado hermano Mimo, su gente fue al­ guna vez un “despreocupado grupo de herreros” que “creaban / abalorios para sus mujeres, maravillosas baratijas, / delicadas nade­ rías para los nibelungos, / y livianamente nos divertíamos con nues­ tro trabajo”. Pero “ahora este villano nos obliga / a arrastrarnos por nuestras propias cavernas / y a fatigarnos continuamente sólo en su beneficio... sin paz ni pausa alguna”. El implacable ritmo de tra­ bajo demandado por Alberich queda evocado por el sonido de los martillos que golpean rítmicamente los yunques. Se trata de un so­ nido que volveremos a escuchar más tarde, cuando Sigfrido suelda nuevamente la espada rota de su padre Notung: tal vez sea éste el único caso en que se haya musicalizado la manufactura de armas. Por cierto, hoy día pocos estudiosos serios de Wagner querrían darle demasiada importancia al tema económ ico de El anillcP. Lo que todavía parecía novedoso en la producción de 1976 de Bayreuth se convirtió en un tema desgastado en 1991 cuando, en el mon­ taje del Covent Garden, Alberich aparece con sombrero de copa y Sigfrido con un m ono de color azul. Pero por otro lado, Wagner mismo comparó la contaminada Londres de la época con Nibel­ heim. Tampoco carece de importancia que haya concebido la obra en el revolucionario 1848, poco tiempo antes de atrincherarse en las barricadas de Dresde junto al anarquista Mijaíl Bakunin (donde am­ bos esbozaron una escena blasfema de crucifixión para una obra futura que se titularía Jesús de Nazaret). Cuando se estrenó El anillo

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en agosto de 1876, Wagner ya había abandonado la política radical de sujuventud. No obstante, según el joven escritor irlandés George Bernard Shaw, que había cumplido veinte años ese mismo año, todavía podía discernirse en la obra el contenido económico: es más, Wagner había sido visto en la sala de lectura del Museo Britá­ nico estudiando una partitura orquestal de Tristán e Isolda] unto a la traducción francesa de El capital de Marx. Para Shaw, El anillo era una alegoría del sistema de clases: Alberich era un “tipo pobre, tos­ co, vulgar y grosero” que intentó “formar parte de la sociedad aris­ tocrática” pero que fue “desairado al hacérsele saber que sólo sien­ do millonario y comprándose una bella y refinada esposa podría hacer que esa sociedad estuviera a sus pies. Se ve forzado en su elec­ ción. Abjura del amor, como muchos lo hacen día a día; y en un ins­ tante, el oro está a su alcance” 6. El punto crucial del Gesamtkunstwerk de Wagner es la maldición que Alberich deposita en el anillo cuando se lo roban los dioses: ¡Porque su oro me ha dado inmenso poder, su magia podrá darle muerte al que lo use! ¡Quien lo posea se verá cuidadosamente consumido, y el que no lo tenga estará roído por la envidia! ¡Todos sentirán comezón por poseerlo, pero nadie encontrará placer en él! ¡El dueño lo protegerá sin beneficio, porque por él se verá con su verdugo!

La maldición se cumple con la muerte de Sigfrido en La caí­ da de los dioses; finalmente, Brunilda se echa sobre su pira funera­ ria, arroja el anillo al Rin y hace arder en llamas “las torres above­ dadas de Valhalla” en una conflagración prácticamente imposible de escenificar. No es una coincidencia que Marx haya previsto un fin similar para el capitalismo en su primer volumen de El capital —obra de comparable importancia aunque no en lo que hace a su belleza es­ tética— . En el capítulo 32, Marx ofrece un esbozo memorable del desarrollo económico del capitalismo:

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La transformación de los medios individualizados y dispersos de producción en medios de producción socialmente concentrados; la transformación entonces de una propiedad, diríamos enana, y per­ teneciente a la mayoría en una gigantesca propiedad perteneciente a la minoría, y la expropiación de la masa de la gente, de sus tierras, sus medios de subsistencia y sus herramientas de trabajo... constituye la prehistoria del capital... la propiedad privada, que había sido adquiri­ da por el trabajo propio... es suplantada por la propiedad privada capi­ talista que descansa en la explotación del trabajo de otros, quienes sólo formalmente son libres 7.

La imaginería de enanos y gigantes es, por lo pronto, sugerente. Es más, com o Wagner, Marx también prevé un día de ajuste de cuentas: A medida que decrece la cantidad de magnates capitalistas, quie­ nes usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de trans­ formación, aumenta la miseria, la opresión, la esclavitud, la degrada­ ción y la explotación; pero con esto crece también la revuelta de la clase obrera, clase que aumenta constantemente en número y que está entrenada, unida y organizada según los mismos mecanismos que pone enjuego el modo capitalista de producción. El monopolio del capital pone trabas al modo de producción... La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto máximo en el que se vuelven incompatibles con su envoltura capitalis­ ta. Esta envoltura se rompe en pedazos. Las toques que anuncian la muerte de la propiedad privada capitalista comienzan a sonar. Los expropiadores son finalmente expropiados 8.

August Bebel, un marxista alemán más reciente, explicitó este paralelo al anunciar “la caída de los dioses del mundo burgués”. Lo menos original de El capital fue la predicción de que el capi­ talismo tomaría el rumbo de Valhalla. La idea de un inminente ca­ taclismo fue, para usar otro término wagneriano, uno de los leit­ motivs de la cultura del siglo xix y estaba lejos de ser una expresión que perteneciera exclusivamente a la izquierda política. A escala menor, la disolución com o producto de la modernización econó­

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mica es un tema que reaparece continuamente en la literatura del siglo X IX . En la nostálgica novela de Theodor Fon tañe Der Stechlin (1899), la fábrica de vidrio local de Globsow simboliza el colapso inminente del antiguo orden rural de la región de Brandeburgo. El viejo junker Dubslav von Stechlin se lamentaba del siguien­ te modo: ... envían [los productos destilados que manufacturan] a otras fá­ bricas y enseguida vuelven a destilar todo tipo de sustancias horribles en los globos verdes: ácido hidrociórico; ácido sulfúrico; ácido ní­ trico... Y cada gota abre un orificio, ya sea en la ropa blanca, en los pa­ ños, o en el cuero; en todo; todo se quema y chamusca. Cuando pienso que mi gente de Globsow participa en esto, abasteciendo alegremente de herramientas a esa gran conflagración mundial [Generabveltanbrennungj; ah, meineHerren, eso me hace daño 9.

Tampoco fue una peculiaridad alemana la asociación entre el capitalismo y la disolución. En la novela Dombey and Son (Dombey e hijo) de Dickens, las vías del ferrocarril que se abrían paso hacia Londres eran agentes siniestros de destrucción y de muerte. En El dinero de Zola, la emergencia y caída de un banco sirve de metá­ fora para representar la corrupción del Segundo Imperio de Luis Napoleón. De modo no muy diferente, Bel-Ami de Maupassant retra­ ta la corrupción de un joven aparentemente presentable de la III República: aquí todas las relaciones humanas estaban subordinadas a la manipulación de los cambios bursátiles10. Tal vez esta interpretación no resulte muy llamativa. Como gru­ po, los escritores profesionales han sido notoriamente desagrade­ cidos a los beneficios que resultan del progreso económ ico, en particular de la gran expansión del mercado de la letra impresa. Fontane, Dickens, Zola y Maupassant se beneficiaron de tal expan­ sión; Wagner, sin embargo, tuvo que depender del sostén tradicio­ nal del artista, del patrocinio real. En cuanto a Marx, dependió de la caridad del propietario de empresa y cazador de zorros Engels, de la herencia de los parientes ricos de su esposa procedentes de la zona del Rin o — irónicamente— de sus ocasionales especulaciones en la Bolsa.

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Como la mayoría de los “especuladores de un día* fracasados, Marx nunca tuvo suficiente dinero en efectivo para lograr su desea­ do “golpe en el mercado de valores” u . La realidad es que durante la segunda mitad del siglo xix se dio tal crecimiento económ ico en gran parte del mundo que ni siquiera Marx pudo resistirse al encan­ to del repentino auge de mediados de la era victoriana. Es más, cuan­ do finalmente tuvo lugar la revolución socialista, ésta no afectó a las sociedades industrialmente más avanzadas sino fundamental­ mente a las agrarias, com o Rusia y China. Y, sin embargo, la no­ ción romántica compartida por Marx, Carlyle, Wagner y muchos otros de la generación victoriana, de que el mundo había firmado cierto pacto faustiano — la industrialización se conseguiría al pre­ cio de la degradación humana, en definitiva, al precio de una “conflagración general mundial”— sobrevivió a la generación de 1848. Existía toda uba literatura sobre la historia, que era materialis­ ta en teoría y romántica de corazón, que se basaba en el supuesto de que había algo fundamentalmente erróneo en la economía ca­ pitalista; de que el conflicto de intereses entre una minoría propie­ taria y una mayoría empobrecida era irreconciliable, y que algún tipo de crisis revolucionaria traería un nuevo orden socialista. Consideremos dos ejemplos. Una pregunta fundamental que aún hoy se hacen los historiadores es la que se hicieron muchos ra­ dicales por el fracaso de las revoluciones de 1848: ¿por qué prefirió la burguesía los regímenes autoritarios y aristocráticos en lugar de los movimientos de trabajadores y artistas con los que (en teoría) pu­ dieron haber hecho causa común? La respuesta de Marx en El die­ ciocho Brumario de Luis Bonaparte era que la clase media, en tanto que sus aspiraciones económicas no se vieran obstruidas, estaba dis­ puesta a renunciar a sus aspiraciones políticas y dejar en el gobier­ no al Antiguo Régimen, a cambio de lograr su protección frente a un creciente y amenazante proletariado. Es difícil exagerar la in­ fluencia que ejerció este modelo. Un modp típico en que los histo­ riadores continuaron trabajando con conceptos marxistas (aun no siendo abiertamente marxistas) ha sido estableciendo una rela­ ción entre la “Gran Depresión” de los años setenta y ochenta del si­ glo xix y el viraje simultáneo del liberalismo hacia el proteccionismo que se dio en gran parte de los países europeos y particularmente

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en Alemania12. También la I Guerra Mundial se interpretaba con frecuencia com o una forma de Generalweltanbrennung capitalista, com o consecuencia inevitable de las rivalidades imperialistas. Se­ gún el historiador alemán Eckart Kehr, que adquirió gran renom­ bre tras su fallecimiento, lo que explica los dos frentes de guerra alemanes fue el deseo de imponer aranceles de los terratenientes prusianos, que iba contra Rusia; el gran interés de la industria pesa­ da por los negocios navales, que iba contra Gran Bretaña; y el deseo común de combatir el avance de la socialdemocracia con la estrate­ gia de un “imperialismo social” que claramente enfrentaba a am­ bos13. Más allá de cuestiones marginales, este enfoque sigue vigente. La gran ventaja del modelo de Marx radica en su simplicidad. Valiéndose del materialismo dialéctico com o arma, el historiador tiene la posibilidad de dominar temas más amplios y periodos más largos que aquellos historiadores que, com o recomendaba Ranke, luchaban por comprender cada época en sus propios términos. Es significativo que dos de los trabajos históricos más ambiciosos de la segunda mitad del siglo pasado hayan sido obra de marxistas: Modern World System (El moderno sistema mundial) de Immanuel Wallerstein y los cuatro volúmenes de Eric Hobsbawm sobre la historia del mundo moderno, finalizados en 1994. En este último, Age ojEx­ tremes (Historia del siglo xx), Hobsbawm intentó buscar consuelo para su propia generación de intelectuales comunistas, argumentando que el capitalismo pudo salvarse del derrumbamiento en los años treinta y cuarenta gracias al poder económico y militar de la Unión Soviética de Stalin; y que la caída de la Unión Soviética en los no­ venta no era más que un contratiempo para la crítica socialista del capitalismo. Hobsbawm concedía que la propiedad estatal y la pla­ nificación central habían fracasado en Rusia, pero “no puede du­ darse” de que “Marx perdurará com o un gran pensador” mientras que la doctrina del “irrestricto mercado libre” está tan desacredita­ da como Rusia por el “admitido... fracaso económico” del thatcherismo. Es más, las presiones demográficas y económicas sobre el medio ambiente global preparaban el camino hacia una “crisis irreversi­ ble”. Lograr un crecimiento sostenible era “incompatible con una economía mundial basada en la ilimitada búsqueda de ganancias por parte de empresas económicas dedicadas, por definición, a di-

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cho fin y que compiten unas con otras en un mercado libre global”. La gran brecha entre naciones ricas y pobres también “acumulaba futuros problemas”, del mismo m odo en que lo hacía la amplia brecha entre ricos y pobres dentro de las economías desarrolladas, que tarde o temprano precisaría la restauración del control estatal sobre la economía: “La distribución de recursos al margen del mer­ cado, o, al menos [sic], fuertes límites a la distribución de mercado, eran esenciales para detener la inminente crisis ecológica... El des­ tino de la humanidad... dependía de la restauración de las autori­ dades públicas”. Tampoco pudo Hobsbawm evitar concluir valiéndose del fami­ liar lenguaje apocalíptico de los años cuarenta del siglo xix: Las fuerzas histéricas que dieron forma al siglo continúan operan­ do. Vivimos en un mundo cautivo, desarraigado, y transfigurado por el titánico proceso económico y tecnocientífico del desarrollo del ca­ pitalismo... Sabemos, o al menos es razonable suponer, que no puede continuar ad, infinitum... Hay señales... de que hemos llegado al pico de la crisis histórica. Las fuerzas generadas por la economía tecnocientífica son ahora suficientemente grandes como para destruir... los fun­ damentos materiales de la vida humana. Las mismas estructuras de las sociedades humanas... están a punto de verse destruidas... Tanto la ex­ plosión como la implosión amenazan nuestro mundo... La alternativa a un cambio en la sociedad es la oscuridad14. I

Es difícil no recordar la breve pieza corta Beyond, theFringe donde Peter Cooke y sus seguidores se preparan para el inminente fin del mundo, semana tras semana.

El n u e v o

d e te r m in is m o

El hecho de que las profecías de Marx no se hicieran realidad no desacredita la noción fundamental de que el dinero —la econo­ mía— es lo que hace girar al mundo. Simplemente, se precisa dese­ char la amenaza apocalíptica de la Biblia y reconstruir la historia económica moderna com o un relato del triunfo capitalista.

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xx,

Para su próxima historia del siglo el eminente economista estadounidense Bradford de Long está desarrollando lo que pue­ de convertirse en un texto definitorio del nuevo determinismo económico. Por cierto, es un antídoto contra Age of Extremes. El si­ glo de DeLong es fundamentalmente “la historia de la libertad y de la prosperidad”, en donde los extremos del totalitarismo apa­ recen como grandes reveses históricos entre dos épocas de beniggo crecimiento global15. Sin embargo, el supuesto fundamental — de que el cambio económico es el motor de la historia— no di­ fiere sustancialmente del de Hobsbawm. Según DeLong:

xx

... la historia del siglo XX ha sido fundamentalmente una historia económica: la economía ha sido el escenario dominante de los sucesos y las transfor naciones, y los cambios económicos han sido la fuerza mo­ triz detrás de la evolución en otras áreas de la vida... El ritmo del cambio económico ha sido tan acelerado como para sacudir los cimientos del resto de la historia. Quizá por vez primera, la elaboración y el uso de los artículos de primera necesidad y los de consumo —y el modo en que se transformó su modo de producción, consumo y distribución— se con­ virtieron en la fuerza motriz de la historia de todo un siglo16.

Aun las dictaduras de mitad de siglo “se originaron en descon­ tentos económicos y se expresaron en ideologías económicas. Millones de personas fueron exterminadas por el m odo en que debía orga­ nizarse la vida económica” 17. DeLong llega a afirmar que la II Gue­ rra Mundial puede explicarse en términos económicos: “Es difícil comprender la II Guerra Mundial prescindiendo de la demente idee fixe de Hitler de que los alemanes precisaban un mejor coefi­ ciente tierra-trabajo — un mayor “espacio vital”— para convertirse en una nación fuerte”18. Sin embargo, éstas eran ideologías erró­ neas, malformaciones que resultaron de la catastrófica mala admi­ nistración de la política económ ica durante la Gran Depresión. En la última década del siglo xx, con la caída del comunismo y la aceptación global de la liberalización de los mercados, la historia pudo retomar su trayectoria ascendente del periodo previo a 1914. La afirmación de DeLong de que los principales sucesos políti­ cos de la historia moderna pueden ser explicados en términos eco­

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nómicos tiene una distinguida prosapia. También encuentra am­ plia aceptación pública, particularmente en Estados Unidos, don­ de este tipo de determinismo económico es prácticamente parte del saber convencional. Más adelante trataré en detalle algunas versiones de esta idea; de momento será suficiente delinear tres hipótesis típicas: 1. El crecimiento económicopromueve la democratización (y las crisis eco­ nómicas tienen el efecto contrario). Esta idea puede localizarse ya en el trabajo del sociólogo Seymour Martin Lipset de fines de los años cincuenta 19, y ha encontrado amplia acogida entre los numerosos estudios recientes de expertos en ciencias políticas y economistas tales com o Robert Barro, quien detectó “una fuerte y positiva rela­ ción entre prosperidad y propensión a la democracia” 20. En pala­ bras de otro eminente economista norteamericano, Benjamín Friedman, “una sociedad tiende con mayor probabilidad a volver­ se más abierta, tolerante y democrática cuando el nivel de vida de los ciudadanos aumenta, y se dirige en dirección opuesta cuando el nivel de vida se estanca” 21. El ejemplo más obvio en el que pen­ sará la mayoría de los lectores es negativo: se trata de la relación causal — que puede encontrarse en numerosos libros de texto— entre la Gran Depresión, el ascenso de Hitler y del fascismo en ge­ neral y los orígenes de la II Guerra Mundial. He aquí un clásico ejemplo del argumento: El efecto inmediato de la crisis económica en Europa fue el aumen­ to de las tensiones políticas y sociales internas, el ascenso de Hitler al poder en Alemania y el desarrollo de movimientos fascistas en otras áreas... Pero la crisis económica fue también una crisis mundial... En particular, los desastrosos resultados para la economía japonesa pro­ venientes de la pérdida de sus exportaciones de seda, y las induda­ bles privaciones que causaron a los campesinos y pequeños granjeros japoneses, contribuyeron a que el ejército japonés ideara una nueva política expansionista 22.

2. El éxito económico asegura la reelección (y un malfuncionamiento eco­ nómico conduce a la derrota electoral'). Según una escuela de ciencias po-

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líricas, el electorado está fundamentalmente motivado por sus pro­ pias experiencias y expectativas económicas al elegir sus candida­ tos. Según Helmut Norpoth, “el voto económico... funciona como resorte profundo en la mente de los ciudadanos de las democra­ cias” 23. Esto ha conducido a muchos políticos a poner sus espe­ ranzas de reelección en el “factor de bienestar”: la idea es que la popularidad de un gobierno es una función del buen rendimien­ to de la economía. Una versión ampliamente apoyada de esta teo­ ría explica la supervivencia de Clinton al proceso de impeachment de 1999 por el continuo aumento del mercado de valores estado­ unidense. El lema de la campaña de Clinton de 1992 — “Se trata de la economía, estúpido”— se convirtió en algo así com o el sím­ bolo de la teoría.

3. El crecimiento económico es la llave del poder intemaáonal (aunqu un poder excesivo puede conducir al declive económico). En The Bise and Fall o f the GreatPowers (Auge y caída de las grandes potencias), Paul Ken­ nedy sostiene que la economía proporciona la llave de la historia de las relaciones internacionales: “Todos los grandes cambios de la balanza del poder militar mundial han respondido a las alteracio­ nes de las balanzas productivas... la victoria siempre se ha inclinado hacia el lado de los mayores recursos materiales” 24. Dada la arrolla­ dora superioridad de las coaliciones victoriosas en ambas guerras mundiales, ésta parece ser a primera vista una tesis convincente. Incluso la proposición de Kennedy — de que todas las grandes po­ tencias terminan por sucumbir a su “excesiva expansión” porque sus crecientes compromisos militares comienzan a socavar su po­ der económ ico— no puede objetarse tan fácilmente como pare­ ce 25. Si bien ha sido tentador ridiculizar sus advertencias contra la excesiva expansión estadounidense tras la caída de la Unión Sovié­ tica y la aceleración del crecimiento económico norteamericano, Kennedy podría concluir legítimamente sosteniendo que Estados Unidos ha seguido su consejo al realizar grandes recortes en los gastos de defensa desde mediados de los ochenta. Su análisis tam­ poco descartó la posibilidad de que la Unión Soviética pudiera ha­ ber sucumbido en primer lugar por una excesiva expansión; por el contrario, un lector cuidadoso de Auge y caída de las grandes potencias

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pudo haber inferido, cuando el libro hizo su aparición, que eran los soviéticos los que estaban más cerca del declive. En otras pala­ bras, si bien el marxismo pudo haber sufrido un revés en 1989, el determinismo económico no lo experimentó. Lo que ocurrió es que los signos se invirtieron: el estancamiento de la economía planifica­ da fue lo que condenó a muerte al sistema soviético, y el éxito de la economía capitalista aseguró el triunfo de la democracia 26. En cuanto al fracaso de Gorbachovy el éxito de Clinton, se trataba de la economía, estúpido.

El

n e x o d e l d in e r o d e s e n l a z a d o

Pero ¿se trataba realmente de la economía? En los capítulos siguientes me dispongo a reexaminar el eslabón — el nexo, en pala­ bras de Carlyle— entre la economía y la política com o consecuen­ cia no sólo del fracaso del socialismo sino del aparente triunfo del modelo angloamericano del capitalismo. En su último libro, Francis Fukuyama declara confiadamente que “en la esfera política y económica” la historia ha resultado ser “progresiva y direccional”; lo que él llama “democracia liberal” ha emergido com o “única alter­ nativa viable para las sociedades tecnológicamente avanzadas” 27. ¿Son el capitalismo y la democracia —para valernos de una analogía del campo de la genética— la “doble espiral” del mundo moder­ no? ¿O acaso habrá motivos de fricción entre ambas que peligro­ samente ignoramos? Pero antes de nada, una advertencia. La alusión al ADN sugie­ re un simple aunque importante recordatorio acerca de la natu­ raleza humana. Como han demostrado los biólogos de la evolu­ ción, el homo sapiens no es simplemente un homo económicas. A los seres humanos — como bien sabía Carlyle— les motiva mucho más que la mera maximización de la ganancia: “El dinero es un gran milagro; y, sin embargo, no tiene todo el poder en el Cielo, como tampoco siquiera lo tiene en la Tierra... El pago monetario no es la única relación entre los seres humanos”. Dentro de la teoría económica misma existen unas cuantas tesis diferentes acerca de la conducta individual. Algunos modelos neo­

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clásicos asumen que las expectativas de los individuos son raciona­ les, es decir, que derivan conclusiones económicamente óptimas de la información de que disponen. Según otros modelos, las expecta­ tivas son gradualmente “adaptativas”, pues no hay plena certeza respecto al futuro. Pero la investigación experimental demuestra notoriamente que la mayoría de la gente mide incorrectamente lo que le conviene desde el punto de vista económ ico, aun cuando cuenta con una clara información y el tiempo suficiente para com­ prenderla. Enfrentada a un simple dilema económ ico, la gente tiende a tomar la decisión inadecuada debido a su “racionalidad li­ mitada” (el efecto de engañosas ideas preconcebidas o emociones) o por cometer errores de cálculo básicos (la incapacidad para cal­ cular probabilidades y tipos de descuento) 28. Los psicólogos tam­ bién han identificado un fenómeno que denominan “descuento miope”: nuestra tendencia a preferir una recompensa mayor, más adelante, en lugar de una pequeña recompensa en el momento; preferencia que luego modificamos cuando la pequeña recom­ pensa se vuelve irresistiblemente inminente 29. Teóricos de las ex­ pectativas han demostrado que la gente tiene aversión al riesgo cuan­ do elige entre una ganancia segura y una posible ganancia mayor — eligen la menor y segura— , excepto cuando se enfrentan a una elección entre una pérdida segura y una posible pérdida mayor 30. La mayor parte de las instituciones económicas, si dependen del crédito, dependen también en alguna medida de la credibilidad. Pero la credibilidad puede fundarse en la credulidad. En Francia, a finales del siglo xix, Thérèse Humbert gozó de una brillante carre­ ra por poseer un cofre que, supuestamente, contenía cien millones de francos en bonos al portador, bonos que, se aseguraba, los había heredado de su padre natural, un misterioso millonario portugués (nacionalizado norteamericano) llamado Crawford. Pidiendo prés­ tamos con la garantía de dichos títulos, ella y su marido compraron un lujoso hôtelen la avenida de la Grande Armée, lograron contro­ lar un periódico parisino y organizaron la campaña de elección de Frédéric com o diputado socialista. Diez mil personas se reunie­ ron frente a su casa cuando finalmente se abrió la caja en mayo de 1902. Contenía tan sólo “un gastado periódico, una moneda ita­ liana y un botón de pantalón” 31.

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Aun cuando no cometamos errores, com o claramente hicieron los acreedores de Humbert, nuestros cálculos económicos se su­ bordinan con frecuencia a nuestros impulsos biológicos: al deseo de reproducirnos enraizado (según teorías neodarwinianas) en nuestros “genes egoístas” 32, al impulso violento contra nuestros ri­ vales a la hora de conseguir compañía o sustento — por no mencio­ nar los tipos eróticos o mórbidos de conducta analizados por Freud y que la biología evolutiva no siempre puede explicar— 33. El hom­ bre es un animal social con motivaciones inseparables de su medio cultural. Como señalara Max Weber, hasta el motivo ganancial en­ cuentra su raíz en un ascetismo que no es completamente racional, en el deseo del trabajo en sí mismo que responde a motivos no sólo económicos sino también religiosos 34. En diferentes condiciones culturales, es posible que los seres humanos prefieran el ocio a la fatiga. O que sean reconocidos por sus iguales por una conducta económicamente “irracional”; pues rara vez el status social equiva­ le a la capacidad adquisitiva 35. Y el hombre también es un animal político. Los grupos en los que se dividen las personas — grupos de parentesco, tribus, religio­ nes, naciones, clases o partidos (sin olvidar las empresas)— respon­ den a dos necesidades diferentes: al deseo de seguridad (seguridad, tanto física como psicológica, basada en el número) y a lo que Nietzsche denominó la voluntad de poder: la satisfacción que resulta de dominar a otros grupos más débiles. Ninguna teoría ha sido capaz de describir adecuadamente este fenómeno, por la simple razón de que los individuos son plenamente capaces de tener identidades múltiples que se solapan, y de tolerar la proximidad de grupos bastante diferentes y ser capaces de cooperar con ellos. Sólo oca­ sionalmente, y por razones que parecen específicamente históri­ cas, la gente está dispuesta a aceptar pertenecer exclusivamente a un grupo de identidad. Sólo a veces —aunque son suficientes— la competencia entre grupos puede degenerar en la violencia. El supuesto fundamental de Dinero y poder es que estos impul­ sos conflictivos — llamémoslos, por simplicidad, sexo, violencia y poder— son, en conjunto o separadamente, capaces de invalidar el dinero, la motivación económica. En particular, el desarrollo eco­ nómico se ha visto dominado con frecuencia por sucesos políticos

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o instituciones — lo que indudablemente explica que dicho desa­ rrollo esté lejos de mostrar una tendencia uniforme— . (Notemos que digo “con frecuencia”, pues a veces prevalece el motivo eco­ nómico, o complementa más que contradice las otras motivacio­ nes). Los economistas lo saben, pero por naturaleza se alejan tí­ midamente de la cuestión. Generalmente se valen del término genérico shock para describir aquellos acontecimientos que son “exógenos” a los cuidadosos modelos construidos por ellos. Y, sin embargo, la noción de que la guerra puede ser comparable a un desastre meteorológico no puede satisfacer plenamente al historia­ dor — que tiene la desalentadora tarea de explicar no sólo los equi­ librios del mercado sino también sus shocks— 36. Los especialistas en ciencias políticas han intentado construir modelos de cambio político. Y este libro le debe casi tanto a sus investigaciones como a las de los economistas. Sin embargo, para la mente de un historia­ dor, la tarea de construir y comprobar ecuaciones para darle una ex­ plicación (por ejemplo) a la incidencia de la guerra, o la propaga­ ción de la democracia o los resultados de las elecciones inspira tanto escepticismo como admiración. No puede objetársele nada a la me­ todología que construye hipótesis formales y que las comprueba mediante la evidencia empírica; es el mejor modo de rebatir supues­ tas “leyes” de la conducta humana. Pero debemos precavernos de cualquier ecuación que parezca pasar la prueba empírica. Pues los seres humanos no son átomos. Tienen conciencia, y esa conciencia no es siempre racional. En sus Apuntes del subsuelo, Dostoievski ridi­ culiza el supuesto de los economistas de que la acción del hombre surge del propio interés y satiriza una posible teoría determinista de la conducta humana: Pareces convencido de que el hombre dejará de errar a su libre al­ bedrío... de que... existen leyes naturales en el universo y que lo que le ocurre al hombre está al margen de su voluntad... Según esto, toda ac­ ción del hombre podría figurar en una lista, en algo así como una ta­ bla logarítmica que, digamos, llegue al número 108.000 y que pueda transferirse a un horario... Contarán con cálculos y pronósticos deta­ llados y exactos de todo su porvenir... Pero entonces, alguien podría hacer algo por simple aburrimiento... pues el hombre... prefiere ac­

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tuar como le viene en gana que hacerlo como le indican la razón y el interés... Nuestra propia e ilimitada elección; nuestro capricho, ya sea el más descabellado; nuestra fantasía que puede a veces volverse frene­ sí —ésa es la ventaja más ventajosa que no puede ajustarse a tabla algu­ na...— . Un hombre puede desear para sí, y a plena conciencia, algo dañino, estúpido o completamente idiota... para dejar claro que está en su derecho a desear aun las cosas más tontas.

La historia puede ser “grandiosa” y “colorista”, pero para Dostoievski su característica definitoria es la violencia irracional: “Lu­ chan y luchan y luchan; están luchando ahora, han luchado antes, y seguirán luchando en el futuro... Puedes decir cualquier cosa de la historia mundial... con la excepción de una: no podemos afir­ mar que la historia es razonable37”. La conclusión principal de este libro es que el dinero no hace gi­ rar el mundo, del mismo m odo en que los personajes de Crimen y castigo no actúan según posibles tablas logarítmicas. Más bien, han sido los sucesos políticos — sobre todo las guerras— los que confi­ guraron las instituciones de la vida económica moderna: las buro­ cracias recaudadoras de impuestos, los bancos centrales, los merca­ dos de bonos y las Bolsas. Es más, los conflictos políticos internos —no sólo por los gastos, impuestos o préstamos, sino también por cuestiones no económicas como la religión o la identidad nacio­ nal— han guiado la evolución de las instituciones políticas mo­ dernas: sobre todo la de los parlamentos y los partidos. Aunque el crecimiento económ ico haya promovido la propagación de las instituciones democráticas, existe una amplia evidencia histórica que demuestra que la democracia es capaz de generar políticas económicamente perversas; y que los momentos de crisis económi­ cas (tales com o los que resultan de la guerra) pueden asimismo conducir a la democratización. El libro está dividido en catorce capítulos, cada uno de los cua­ les se ocupa de un aspecto específico de la relación entre la econo­ mía y la política. Está separado en cuatro secciones: “Gasto y tributa­ ción”, “Promesas de pago”, “Política económica” y “Poder global”. Los primeros tres capítulos se ocupan de los orígenes políticos de las instituciones fiscales básicas asociadas al gasto y el ingreso. El ca­

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pítulo I muestra cóm o el ímpetu principal del desarrollo del Esta­ do com o institución fiscal ha venido — hasta muy recientemente— de la guerra. Aunque el capítulo discute la posición generalmente aceptada de que el coste de la guerra ha tendido a aumentar a lo lar­ go del tiempo, enfatiza que los gastos militares han sido, mayor­ mente, los principales causantes de la innovación fiscal a lo largo de la historia. El capítulo II rastrea el desarrollo de la tributación y de otras formas de ingreso en respuesta a los costes de la guerra, mostrando cóm o las proporciones de la tributación indirecta y directa han variado a lo largo del tiempo y de país en país. El capí­ tulo III explora la relación entre tributación directa y la representatividad política. Si bien el aumento impositivo se ha asociado, en al­ gunos contextos, a la parlamentarización y a la democratización, las exigencias de incrementar la recaudación han tendido también a aumentar la burocracia. La primera sección concluye con un esque­ ma explicativo de la evolución del Estado de bienestar — en el que la redistribución en lugar de la defensa se convierte en la función fundamental del gobierno— . La segunda sección se ocupa de la evolución de la institución de la deuda pública. El capítulo IV consi-

Burocracia fiscal

Parlamento

Deuda nacional

Banco central

Gráfico 1. El cuadrado del poder

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dera la significación teórica y empírica de las deudas nacionales. El capítulo siguiente considera los distintos modos en que se han manejado las crisis por excesivo endeudamiento, concentrándose principalmente en el incumplimiento y la inflación, y describien­ do la evolución del banco central com o institución administrado­ ra de la deuda y la moneda. El capítulo VI incorpora al argumento los tipos de interés — particularmente, los rendimientos de los bo­ nos— y ofrece una explicación de las fluctuaciones y diferenciales entre los tipos de interés pagados por los Estados sobre sus deudas. Mi deuda intelectual con el trabajo de Douglass North y de otros sobre la relación entre las instituciones y la economía, será bastan­ te evidente para los estudiantes de economía 38. El marco institu­ cional básico que tengo en mente puede representarse com o un cuadrado. Para expresarlo de forma sencilla, las exigencias de las finanzas de guerra llevaron durante el siglo xvin a que cuatro insti­ tuciones se desarrollaran en una combinación óptima. Primero, como queda ilustrado en la esquina superior izquierda del gráfico 1, surgió una burocracia profesional de recaudación impositiva. Los funcionarios asalariados probaron ser más útiles que los propieta­ rios locales o los recaudadores privados para aumentar el ingreso público, ya que estos últimos tendían a retener para sí una mayor proporción de lo que se ingresaba. Segundo, las instituciones par­ lamentarias que otorgaban a los contribuyentes representación po­ lítica tendieron a aumentar los ingresos públicos, por el hecho de que la contribución impositiva podía “intercambiarse” por alguna otra medida legislativa y así legitimar todo el proceso presupuesta­ rio. Tercero, un sistema de deuda nacional permitía al Estado anti­ cipar los ingresos impositivos en el caso de que surgiera un aumen­ to imprevisto de gastos, tal com o el de la guerra. Lo beneficioso de pedir préstamos consistía en que permitía que los costes de las gue­ rras se extendieran a lo largo del tiempo, “suavizando” así la necesa­ ria tributación. Finalmente, resultaba indispensable un banco cen­ tral no sólo para administrar la emisión de la deuda sino también para extraer el señoreaje resultante de la emisión del papel mone­ da, emisión que monopolizaba el mismo banco. Si bien cada una de estas cuatro instituciones tienen profundas raíces históricas, fue en Gran Bretaña, después de la Revolución Glo­

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riosa, cuando su potencial al combinarlas se hizo patente; cabe acla­ rar, sin embargo, que la realidad hannoveriana se quedaba algo cor­ ta respecto al ideal que acabo de describir. La Dirección Impositiva, el Parlamento, la Deuda Nacional y el Banco de Inglaterra forma­ ron algo así como un “cuadrado de poder” institucional superior a cualquier otra organización alternativa; en particular, al sistema francés de recaudación impositiva privado basado en la venta de cargos y el “tax farming” la representación mínima bajo la forma de parlements, un fragmentado y oneroso sistema de peticiones de préstamo y la ausencia de una autoridad central monetaria. No era simplemente su capacidad de aumentar los ingresos pú­ blicos lo que hacía que el “cuadrado” británico fuera superior a los sistemas rivales. También le dieron esta superioridad sus más o menos no deseados efectos colaterales sobre el sector privado de la economía. En términos generales, la necesidad de una burocra­ cia eficiente dedicada a la recaudación impositiva precisaba un sis­ tema formal de educación que asegurara una provisión adecuada de funcionarios públicos bien preparados. En segundo lugar, la existencia de un parlamento aumentó, indudablemente, la calidad de la legislación en la esfera de los derechos de propiedad privada. En tercer lugar, el desarrollo de un complejo sistema de emprésti­ tos públicos mediante una deuda nacional consolidada alimentaba la innovación financiera en el sector privado. Lejos de “excluir” la inversión privada, la gran emisión de bonos del gobierno ampliaba y profundizaba el mercado de capitales, creando nuevas oportuni­ dades de emisión e intercambio comercial de bonos y obligaciones, especialmente en épocas de paz cuando el Estado ya no necesitaba pedir préstamos. Finalmente, un banco central con m onopolio sobre la emisión de moneda y la cuenta corriente del gobierno era también capaz de desarrollar funciones — tales com o la adminis­ tración del tipo de cambio o ser prestamista de último recurso— que tendían a estabilizar el sistema de crédito en su totalidad re­ duciendo el riesgo de crisis financieras o de pánicos bancarios. De este modo, estas instituciones que, inicialmente, surgieron para servir al Estado para financiar la guerra, fomentaron también el desarrollo de la economía en su totalidad. Una mejor educación secundaria y universitaria, el gobierno de la ley (especialmente

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respecto a la propiedad), la expansión de los mercados financie­ ros y la estabilización del sistema de crédito constituyeron, todas ellas, condiciones institucionales previas que hicieron posible la Revolución Industrial.

La tercera sección del libro explora tres hipótesis que vinculan las instituciones fiscales descritas en las secciones previas con la polí­ tica. La primera consiste en la tesis de los primeros economistas clá­ sicos y marxistas que sostiene que el principal conflicto social que puede darse en las sociedades modernas tiene lugar entre los terra­ tenientes, los capitalistas y los trabajadores (respectivamente, los que perciben las rentas, los beneficios y los salarios). El capítulo VII sugiere dos modelos alternativos a dicho conflicto social, uno basa­ do estrictamente en categorías fiscales (empleados estatales, con­ tribuyentes, obligacionistas y beneficiarios de la seguridad social), el otro basado en las generaciones. Una fuente obvia de debilidad que puede darse en el Estado ideal descrito anteriormente surge de los conflictos entre estos grupos. Un Estado que acumule una gran deuda nacional para luego atenderla con ingresos derivados fundamentalmente de la tributación indirecta puede enfrentarse a la oposición política de los consumidores más pobres por las conse­ cuencias regresivas en la distribución que surgen de dicha política fiscal. Por otro lado, un Estado que se caracterice por sus incumpli­ mientos o que disminuya la deuda mediante inflación puede dar lugar a una oposición equivalente, proveniente esta vez de los obli­ gacionistas, si son suficientemente numerosos. El capítulo VIII comienza analizando una segunda fuente de problemas: la tentación que siente la mayoría de los gobiernos de manipular la política fiscal y — si tienen control sobre ella— la po­ lítica monetaria para reforzar su poder. ¿En qué medida depende la popularidad de los gobiernos democráticos del éxito económi­ co? ¿Pueden verdaderamente manipular el ciclo de negocio para promover sus posibilidades de reelección? Es posible mostrar aquí con mayor precisión la relación que existe entre la popularidad po­ lítica y la administración de la política fiscal y monetaria, y objetar la noción simplista de que la reelección es una función del éxito económ ico. Es evidente, sin embargo, que los políticos siguen cre­ yendo en esta última noción.

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Pasando de las finanzas públicas a las finanzas de los partidos po­ líticos, el capítulo considera las consecuencias del alza en los costes de las campañas. ¿Tiene importancia que las instituciones clave del proceso democrático ya no puedan depender de los ingresos gene­ rados por la masa de afiliados, y que dependan, en consecuencia, cada vez más de donaciones privadas o de los contribuyentes? ¿Pue­ de el fenómeno de la corrupción — “la ligereza”— explicarse más en términos económicos que en términos morales? Aquí también intento mostrar cóm o el “cuadrado de poder” puede verse socava­ do desde dentro; en este caso, por la decrepitud de aquellas institu­ ciones periféricas aunque vitales, es decir, los partidos políticos que compiten por el control de la legislatura y que hacen posible la elección democrática. El argumento se ha enfocado fundamentalmente en el desarrollo de las instituciones dentro de los estados. En la cuarta y última sec­ ción del libro intentamos expandir el análisis y llevarlo al plano inter­ nacional. El capítulo IX considera el alcance de la globalización fi­ nanciera desde una perspectiva histórica, y en particular se pregunta cómo el desarrollo de un mercado internacional de bonos ha contri­ buido a exportar el “cuadrado de poder” a otros países. En teoría, la liberalización del mercado de capitales — si estuviera acompañada por una equivalente liberalización de los mercados internacionales de bienes y de trabajo— debería aumentar el crecimiento. Sin em­ bargo, la experiencia de la globalización sugiere que el flujo del capi­ tal está sujeto a fluctuaciones sustanciales que responden a acon­ tecimientos políticos internacionales, mientras que el flujo libre de bienes y de personas puede generar reacciones políticas internas. El capítulo X examina el impacto de los movimientos libres del capital y de los acontecimientos políticos en los mercados de valo­ res y establece algunas comparaciones entre las “burbujas” del mer­ cado ocurridas en el pasado y en la actualidad. El capítulo XI considera dos modos de limitar la volatilidad de los mercados financieros internacionales; mediante sistemas de ti­ pos de cambio fijos o de uniones monetarias internacionales. En particular, nos preguntamos cuánto tiempo puede perdurar dicha “arquitectura financiera” cuando los estados continúan mantenien­ do cierta libertad para determinar sus políticas fiscales.

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El capítulo XII se ocupa de la globalización de la democracia: en particular, observa la relación entre el crecimiento económ ico y la propagación de las instituciones democráticas. Como ya hemos mencionado, se asume con frecuencia que el crecimiento y la de­ mocratización se refuerzan mutuamente. ¿Pero es su relación más tangencial de lo que parece implicar el modelo de la “doble espi­ ral”? O para expresarlo en términos institucionales: ¿cómo puede la democratización de la esquina parlamentaria del “cuadrado de poder” crearle problemas a las otras instituciones o al modelo en su totalidad? El capítulo XIII explora la relación entre la etnicidad y la econo­ mía preguntándose si el mundo está destinado a “unirse” mediante instituciones supranacionales o a “desunirse” por la autodetermi­ nación a nivel nacional. El último capítulo del libro vuelve a llevar el argumento a su pun­ to de partida —la guerra— y relaciona el poder militar con el finan­ ciero. Establecemos aquí una distinción entre los recursos econó­ micos y las instituciones fiscales necesarias para aprovechar esos recursos con fines políticos. Instituciones financieras más comple­ jas — las cuatro esquinas del cuadrado— parecen darle a los regí­ menes parlamentarios una mayor fuerza potencial que la que pue­ dan tener las dictaduras. Sin embargo, los estados democráticos han carecido frecuentemente de la voluntad política necesaria para va­ lerse plenamente de dicha fuerza. Cuando no existe una amenaza externa urgente, los regímenes democráticos prefieren retirar sus re­ cursos de las fuerzas armadas y valerse más del sistema fiscal para lo­ grar una mejor redistribución interna (prefieren el Estado de bie­ nestar al Estado de guerra). Esta tendencia de las democracias a la desmilitarización las expone a las amenazas de las autocracias que, aunque inferiores a un nivel productivo, tienen a corto plazo una mayor capacidad destructiva. En este sentido, es posible que el de­ clive del poder británico —y la fragilidad actual del poder estadou­ nidense— sean el resultado más bien de un “achicamiento” que de una “excesiva expansión”. Permítaseme simplificar mi argumento sugiriendo que cada ca­ pítulo intenta dar respuesta a las siguientes preguntas:

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14.

¿En qué medida son los estados modernos producto de la guerra? ¿Existe una “combinación” óptima de impuestos? ¿Cuál es la relación entre parlamentarización y burocratización? ¿Las deudas públicas son causa de debilidad o de fortalecimiento? ¿Por qué las grandes deudas públicas han traído frecuentemente incumplimientos e inflación? ¿Qué es lo que determina los tipos de interés que pagan los gobier­ nos cuando piden sus préstamos? ¿Los conflictos referidos a la distribución se entienden mejor en términos de clase o en términos de generaciones? ¿Conduce la prosperidad económica (o un excesivo gasto de campaña) a la popularidad del gobierno? ¿Cuáles son las consecuencias de la globalización de las finanzas? ¿Qué causa las burbujas en el mercado de valores? ¿En qué medida pueden los sistemas de tipo de cambio o las unio­ nes monetarias aumentar la estabilidad financiera internacional? ¿Conduce el crecimiento económico a la democratización y /o viceversa? ¿El mundo se vuelve más fragmentado o más integrado políti­ camente? ¿Son los poderes democráticos vulnerables al “achicamiento” militar?

Otro modo de expresar la última pregunta sería diciendo: ¿por qué Estados Unidos no puede en la actualidad asemejarse a lo que fue el Reino Unido hace cien años? Una de las conclusiones centra­ les del libro es que permitir que la globalización económica conti­ núe procediendo sin una mano imperial directiva es peligroso y puede llegar a juzgarse en el futuro como una abdicación necia de responsabilidad. Respondiendo a dichas preguntas, Dinero y poder intenta desa­ fiar los modelos económicos deterministas de la historia, tanto los modelos antiguos como los actuales. El nexo entre lo económico y lo político constituye la clave para comprender el mundo moderno. Pero la idea de que existe un lazo causal que tiene simplemente una única dirección —que va, en particular, del capitalismo a la de­ mocracia— es errónea. Una versión de esta relación trae, sin duda,

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como feliz resultado la democracia capitalista: la “doble espiral” del desarrollo de Occidente. Pero com o el ADN, el nexo del dinero puede mutar. A veces, la democracia puede sofocar el crecimiento económico. A veces, una crisis económica puede socavar una dicta­ dura. A veces, la democracia puede prosperar aun cuando tropie­ ce la economía. A veces, el crecimiento puede fortalecer a un go­ bierno autoritario. La analogía biológica no debería seguirse al pie de la letra. A di­ ferencia del mundo natural — dada la complejidad de la conciencia humana— el mundo de los hombres, que entendemos com o his­ toria, difícilmente presenta relaciones causales lineales. Como sostenía Carlyle: “La histoijia en acción... es un Caos del Ser siem­ pre vivo, siempre en actividad, que encarna una forma tras otra me­ diante innumerables elementos. ¡Y este Caos... es lo que intentará describir y evaluar científicamente el historiador! ” 39. Estoy conven­ cido de que la historia constituye un proceso caótico, del m odo en que lo entienden los científicos cuando hablan de una “conducta estocástica dentro de un sistema determinista” 40. Las conexiones causales entre el mundo económ ico y el mundo político existen; pero son tan complejas y numerosas que cualquier intento de redu­ cirlas a un modelo de predicciones fiables parece estar condenado al fracaso. Debo hacer notar que el “cuadrado de poder” introduci­ do en el gráfico 1 no es un modelo de este tipo. No ofrece predic­ ciones, sino que ofrece simplemente una versión simplificada de las estructuras institucionales descritas en el libro, según las cuales se ha formado toda la historia moderná, aunque forjada por la libre volun­ tad y el apasionamiento de los hombres. Fue en el siglo xvm cuando el Estado británico desarrolló esta peculiar combinación institucio­ nal de burocracia, parlamento, deuda y banco que le permitió, a la vez, construir un imperio e industrializarse. Pero la dimensión y la duración del poder británico dependieron del modo en que hom­ bres —y más tarde también mujeres— falibles hicieron uso y abusa­ ron de estas instituciones. Samueljohnson lo expresó adecuadamen­ te, cuando nos advirtió que tuviéramos cuidado con el error prácticamente universalizado entre los historiadores de que en lo político, como en la física, todo efecto responde a una causa pro­

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porcional. En la acción inanimada de la materia sobre la materia, el movimiento resultante puede equivaler a la fuerza del motor que lo puso en marcha, pero las operaciones de la vida, ya sean privadas o pú­ blicas, no admiten este tipo de leyes. Los caprichos de los agentes con voluntad se ríen de estos cálculos 41.

La palabra “nexo” deriva del latín nectere, enlazar. Me parecía un título ideal para un libro que se originó —y es extraño decirlo— com o un estudio de la historia del mercado internacional de bo­ nos. A lo largo de la investigación me di cuenta, sin embargo, de que el lazo entre el acreedor y el deudor era uno de los muchos lazos que debía considerar; y que el mercado de obligaciones era intere­ sante, en muchos sentidos, porque precisamente se ocupaba tam­ bién de estos otros lazos u obligaciones: sobre todo, de aquellos que usualmente están implícitos, com o las obligaciones contrac­ tuales entre el gobernante y los gobernados, entre el candidato y el electorado, y también de los lazos — generalmente, aunque no siempre, contractuales— entre los estados. El debilitamiento de estos lazos se expresa casi siempre en un debilitamiento del merca­ do de bonos, porque la incertidumbre política afloja el lazo de confianza entre el acreedor y el deudor. Si el lector extrae sólo un concepto del libro, espero que sea la comprensión de que aun en esos secos y polvorientos entes que son los bonos, es posible discernir ese “Caos del Ser que está siem­ pre en actividad” mencionado por Carlyle.

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P r im e r a s e c c ió n

G a s t o y t r ib u t a c ió n

C a p ít u l o

i

E m e r g e n c ia y d e c l iv e d e l e s t a d o de guerra

Démosle fin a la mezquina codicia de riqueza; démosle fin a las miles de guerras de antaño. T e n n y s o n , In MemoriamA. H. H.

Ai principio fue la guerra. Según los anales de la historia, desde el principio hasta muy recientemente, la guerra fue la generadora de los cambios financieros *. “La guerra es el padre de todas las co­ sas”, dijo Heródoto; entre ellas, del aumento del gasto ateniense y de la necesidad de aumentar los impuestos y otras fuentes de ingre­ so durante la Guerra del Peloponeso. La guerra, simbólicamente, hizo que se fundiera y acuñara el oro de la estatua de Atenea 2. Se trata de una verdad (casi) universalmente reconocida. Ñervos belli, pecuniam infinitam, declaraba Cicerón en su Quinta Filípica: “El vigor bélico [surge del] dinero ilimitado”. Opinión que repetía Rabelais en Gargantúa: “Una guerra emprendida sin recursos mo­ netarios tiene la fuerza efímera de un suspiro”. “Lo que necesita Su Majestad”, le dijo el Mariscal Tribulzio a Luis XII antes de invadir Italia en 1499, “es dinero, más dinero, dinero constantemente” 3. El escritor de principios del siglo xvi Robert de Balsac estaba de acuerdo: “El éxito de la guerra depende, sobre todo, del dinero su­ ficiente para sustentar cualquiera de las necesidades que requiera la empresa” 4. “Su Majestad es el mayor príncipe de la Cristiandad”, le dijo su hermana María al emperador Carlos V, “pero no puede emprender una guerra en nombre de toda la Cristiandad hasta que no posea los medios para conducirla a una victoria cierta” 5. Cien años más tarde, el cardenal Richelieu repetía sus palabras: “El oro y el dinero figuran entre las fuentes más importantes y necesa-

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James Gillray, “Begging No Robbery: —i.e.— Voluntary Contribution: John Bull, escaping a Forced Loan”, 1796

rias del poder del Estado... un príncipe pobre es incapaz de em­ prender acciones gloriosas” 6. No hay duda de que la suma de dinero disponible del tesoro na­ cional ha sido generalmente inferior a los costes de la guerra; y que, en gran medida, la historia de las finanzas ha sido la historia de los intentos por disminuir la brecha. Sólo recientemente, esta rela­ ción entre guerra y finanzas se ha visto debilitada. Después de mu­ chos siglos en que el coste de la guerra ejercía la mayor influencia en los presupuestos estatales, a mediados del siglo X X dicho papel fue usurpado por el coste del bienestar. Sin duda, éste es un gran cambio en dirección positiva: aunque la ociosidad no sea una vir­ tud, es moralmente preferible pagarles a los hombres por no ha­ cer nada que pagarles por matarse unos a otros. Pero ni el alcance ni el carácter novedoso de este cambio han sido totalmente com­ prendidos. No es exagerado hablar hoy de la desmilitarización de Occidente y también de la desmilitarización de otras grandes áreas del mundo. Un error típico es suponer que, a la larga, ha existido una ten­ dencia lineal o exponencial ascendente del coste de la guerra 7. En términos absolutos, es indudable que el precio de los equipos milita­ res y el nivel de los presupuestos de defensa han aumentado más o menos inexorablemente desde la existencia de los primeros regis­ tros escritos. Sin embargo, en términos relativos, la evolución es más compleja. Debemos relacionar el gasto militar con la dimensión y frecuencia de la guerra; el tamaño de los ejércitos en proporción a la población total, el carácter destructivo de la tecnología militar (“disparos por dólar”) y, sobre todo, la producción económica to­ tal. De hecho, si consideramos los cambios de población, de tecno­ logía, de precios y de producción, los costes de la guerra han fluc­ tuado considerablemente en la historia. Y estas fluctuaciones han sido la fuerza motriz de la innovación financiera.

La

in t e n s id a d d e l a g u e r r a

No es el objetivo del capítulo explicar por qué ocurren las gue­ rras, aunque volveremos más adelante a esta cuestión. Por el mo-

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mentó, reconozcamos simplemente que las guerras ocurren, y que ocurren periódicamente. El nivel de frecuencia, sin embargo, es tema de discusión. Se ha intentado varias veces cuantificar la reincidencia de los con­ flictos militares, pero cada uno de los intentos se ha basado en defi­ niciones de guerra diferentes y ha cubierto periodos de distinto al­ cance. P. A. Sorokin computó 97 guerras entre 1819-1925 8, mientras que el total de Quincy Wright fue de 112 entre 1800 y 1945 9. Wright se limitó a considerar lo que llamaba “las guerras de la civilización moderna... que incluían a los miembros de naciones... reconocidas, en un sentido legal, como estados de guerra o con tropas que supe­ raban los 50.000 hombres”. A diferencia de Wright, L. F. Richardson computó toda “batalla a muerte” y llegó a una cifra mucho mayor: 289 para el periodo 1819-1949 10. El estudio de Luard que computa toda “pelea a gran escala durante un periodo significativo de tiem­ po que incluya, por lo menos, a un estado soberano” alcanza un to­ tal mayor: 410 para el periodo 1815-1984 n . El proyecto “Correla­ ciones entre guerras” de la Universidad de Michigan adopta una definición mucho más estrecha y excluye la mayoría de las guerras coloniales de menor escala, las guerras entre países con poblacio­ nes inferiores a los 500.000 habitantes y las guerras cuyo total de muertes en campo de batalla haya sido inferior a mil por año. Para el periodo 1816-1992, su base de datos registra 210 guerras entre esta­ dos y 151 guerras civiles 12. La cifra más baja del periodo moderno es la de Levy (31), pero su estudio considera sólo las guerras que in­ cluyen por lo menos a una de las grandes potencias 13. Es posible obtener un panorama aún más amplio a pesar de que, en lo que hace a los conflictos extraeuropeos, la evidencia es más escasa cuanto más nos remontamos en el tiempo; es más, aun las in­ vestigaciones más ambiciosas evitan considerar la Antigüedad y el Medievo. Sobre la base de una definición relativamente amplia, Luard llega a un total que supera las mil guerras para el periodo que va de 1400 a 1984 14. Levy, por el contrario, cuenta tan sólo 119 guerras entre grandes potencias durante la etapa transcurrida en­ tre 1495 y 1975. Aun teniendo en cuenta la definición más estrecha de Levy, el carácter perenne de la guerra es llamativo:

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Las grandes potencias se han implicado en guerras entre estados en un 75 por ciento de los 481 años [de 1495 a 1975]... En proporción, cada cuatro años comienza una nueva guerra y cada siete u ocho años se inicia una guerra de grandes potencias [es decir, una guerra que in­ cluya a más de una potencia]... En un año típico [medio]... se pone en marcha... poco más de una guerra que incluya a grandes potencias...15

Desde 1495 no ha habido ningún periodo de veinticinco años en el que no haya tenido lugar una guerra. Es posible llevar esta investigación sobre las guerras hasta nues­ tros días. El Instituto de Investigación para la Paz Internacional de Estocolmo (SIPRI) estima que, entre 1989 y 1997, hubo 103 “con­ flictos armados”, seis de los cuales fueron conflictos interestatales16. En 1999 hubo aproximadamente 27 conflictos armados de gran es­ cala en progreso, si bien sólo dos fueron entre estados soberanos (entre India yTPakistán y entre Eritrea y Etiopía) 17. Adoptando los criterios de Levy, donde las guerras incluyen por lo menos a una gran potencia, ha habido seis desde Vietnam (última guerra consi­ derada en su estudio): la Guerra chino-rusa (1969), la Guerra chi­ no-vietnamita (1979), la Guerra soviético-afgana (1979-1989), la Guerra de las Malvinas (1982), la Guerra del Golfo (1990-1991) y la Guerra de Kosovo (1999) 18. ¿Pero ha aumentado o disminuido la frecuencia de guerras en el tiempo? Algunos dirán que la frecuencia es menor 19. Contando sólo las guerras que incluyen com o mínimo a una gran potencia, hubo al menos una guerra en marcha en noventa y cinco años del siglo xvi y en noventa y cuatro años del xvii; pero la cifra cae a se­ tenta y ocho para el xvin y a cuarenta para el xix, y aumenta a algo más de cincuenta para el xx. Dicho de otro modo, la “cantidad de guerras promedio anuales” fue superior en el siglo xvi e inferior en los siglos xix y xx 20. Sin embargo, valiéndose de una definición de guerra más amplia, Luard registra 281 guerras para el periodo 14001559, que decrecen a 162 (1559-1648) y a 145 (1648-1789), pero que luego aumentan a 270 (1789-1917) y vuelven a ser 163 entre 1917 y 1984. La suma de todas las guerras que aparecen en la base de datos de “Correlaciones entre guerras” (incluyendo las guerras que no involucraron a una potencia mayor y las guerras civiles) nos

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da cuenta de la belicosidad moderna. Es llamativo que no haya existido un solo año, desde 1816, en que no haya habido por lo me­ nos una guerra en el mundo. Sólo en Europa, comenzó a disminuir la frecuencia de la guerra a partir de 1945. El porcentaje de guerras en Europa disminuyó de forma constante: de un 80 por ciento en el primer subperiodo de Luard (1400-1559) a un 9 por ciento en el último subperiodo (1917-1984) 21. ¿Y cuál ha sido la potencia más beligerante? Según una versión algo modificada y ampliada de la base de datos de Levy, parecería que fue Francia, que participó en 50 de las 125 grandes guerras ocu­ rridas desde 1495. Austria no está muy lejos (47); le sigue otro an­ tiguo reino de los Habsburgo, España (44) y, en cuarto lugar, Ingla­ terra (43)22 Sin embargo, según la lista de guerras más extensa de Luard, los estados más guerreros durante 1400-1559 fueron el Im­ perio de los Austria y el otomano. Entre 1559 y 1648, España y Sue­ cia lideraron el campo, emprendiendo guerras en 83 años del perio­ do. Desde 1648 a 1789, Francia fue la que principalmente fomentó la guerra (en 80 de los 141 años), como también lo hizo en las gue­ rras europeas desde 1789 a 1917 (en 32 de los 128 años). Sin em­ bargo, entre 1815yl914, fue Inglaterra la que se implicó con mayor frecuencia en guerras fuera de Europa (en 71 de los 99 años). Hubo 72 campañas militares distintas durante el gobierno de la reina Vic­ toria; más de una por año en el periodo que comúnmente se cono­ ce como pax bñtannica 23. Sólo teniendo en cuenta cantidades brutas podemos obtener información acerca de las guerras. Por ejemplo, las guerras del si­ glo xvill duraron más tiempo 24 e involucraron a más potencias que las guerras de siglos previos o siguientes: en este sentido, y qui­ zá de forma llamativa, la guerra típica durante la Ilustración con­ sistió en un choque de mayor envergadura que en cualquier otra época. Aun en cuanto a la “severidad” (total de muertes en campo de batalla), la guerra típica del xviii ocupa un lugar más importan­ te que la del siglo xx, para no hacer mención de las guerras ocurri­ das durante otros siglos. Sólo en términos de “concentración” (es decir, muertes en campo de batalla por nación y año) la guerra típi­ ca del siglo xx llegó a ser superior. Esto refleja que las guerras entre grandes potencias durante el siglo xx fueron más breves que las

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del periodo previo a 1815; y que los tiempos de paz entre grandes potencias fueron claramente más duraderos. Mientras que, del si­ glo xviii al X X , el promedio de duración de la guerra declinó de ocho a cuatro años y medio, el número de batallas por año ocurri­ das en tiempos de guerra aumentó de manera tajante 25. Es asimismo llamativa, en esta perspectiva de largo alcance, la paz de la que gozaron los estados europeos entre 1816yl913. Si bien se emprendieron aproximadamente cien guerras coloniales durante el periodo — implicando fundamentalmente a Inglaterra, Francia y Rusia— su escala tendió a ser menor debido a la superioridad tec­ nológica de las potencias imperiales. También las numerosas gue­ rras de independencia nacional fueron a una escala relativamente pequeña26. Al mismo tiempo, las grandes potencias llevaron a un mínimo histórico la guerra entre ellas 27. Con excepción de la Gue­ rra de Crimea, los choques entre grandes potencias durante el pe­ riodo 1854-1871 no duraron más de pocas semanas. A fines del si­ glo xx se retornó a este patrón: la guerra contra Irak en el golfo duró ochenta y cinco días y la guerra contra Serbia por Kosovo sola­ mente setenta y cinco días. Si acaso existe una tendencia discerni­ ble en estos dos o tres últimos siglos, se trata de la mayor concentra­ ción o intensidad de las guerras.

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om bres de guerra

La diferencia dramática entre las guerras mundiales y el resto de las guerras de la historia moderna se pone claramente de manifies­ to cuando nos concentramos en el alcance de la movilización mili­ tar: es decir, en la proporción de población empleada en las fuerzas armadas. En términos absolutos, los ejércitos llegaron a tener un tamaño sin precedentes durante el siglo xx: probablemente, la fuer­ za militar más grande de la historia fue la de la Unión Soviética en 1945, que era aproximadamente de 12 millones y medio de perso­ nas. En comparación, los ejércitos que lucharon en la Guerra de los Cien Años no excedieron los doce mil hombres. Todavía hoy, después de quince años de reducciones de tropas, las fuerzas norte­ americanas emplean a 1,4 millones de personas.

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Pero tales cifras nos dan poca información sobre el nivel relativo de movilización durante las guerras. En el siglo xvill, el pico de po­ blación británica enrolada en las fuerzas armadas fue de un 2,8 por ciento, y ocurrió en 1780 cuando Gran Bretaña se enfrentó no sólo con los colonos americanos, sino también con Francia, España y Holanda. En épocas de mayor paz, la cifra cayó a menos del 1 por ciento. En Francia, durante el siglo xvill, la proporción de hombres en el ejército tendió a declinar, cayendo de un 1,8 por ciento en 1710 a un 0,8 por ciento en 1790. A lo largo del siglo, Austria mantuvo consistentemente de un 1 a un 2 por ciento de su población en el ejército; se trataba de una proporción mucho menor que la de Prusia, que en 1760 tenía tanto com o un 4,1 por ciento de la pobla­ ción reclutada. La “revolución de la guerra” napoleónica supuso para todos los países un aumento en la proporción de población movilizada. En 1810, Gran Bretaña tenía a más de un 5 por cien­ to de su gente alistada, Prusia un 3,9 por ciento y Austria un 2,4 por ciento 28. Comparativamente, el siglo xix mantuvo índices relativamen­ te bajos de participación militar. Con la excepción de Rusia du­ rante la Guerra de Crimea, Estados Unidos durante la Guerra Civil y Francia y Prusia durante la guerra de 1870-1871, ninguna de las grandes potencias movilizó a más de un 2 por ciento de la pobla­ ción entre 1816 y 1913. Con la excepción de los años 1855-1856, 1858-1863 y 1900-1902, la cifra en Gran Bretaña fue, hasta 1912, inferior al 1 por ciento, y llegó a un mínimo del 0,5 por ciento en 1835. En proporción, Austria y Piamonte/Italia tuvieron también fuerzas armadas con menos de un 1 por ciento de la población alis­ tada entre 1816 y 1913; y en lo que hace a Prusia, Rusia y Francia, las cifras medias fueron todas inferiores al 1,3 por ciento. Sólo un 0,2 por ciento de la población de Estados Unidos estuvo en las fuer­ zas armadas durante el siglo xix. Aun en 1913, a pesar de percep­ ciones contemporáneas e históricas de una carrera armamentista, sólo Gran Bretaña, Francia y Alemania tuvieron más de un 1 por ciento de la población enrolada. La I Guerra Mundial tuvo los porcentajes más altos de partici­ pación militar de toda la historia. En sus picos de movilización bé­ lica, Francia y Alemania proporcionaron más de un 13 por ciento

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de la población en servicio, Gran Bretaña más de un 9 por ciento, Italia más de un 8 por ciento, Austria-Hungría poco más de un 7 y Rusia poco menos del 7. Pero inmediatamente después de la gue­ rra —aparentemente como reacción— las grandes potencias redu­ jeron considerablemente sus porcentajes de participación militar. Sólo Francia mantuvo movilizada a poco más del 1 por ciento de la población. En Gran Bretaña, a mediados de los años treinta, la ci­ fra llegó a un mínimo del 0,7 por ciento; mientras que en la Unión Soviética en 1932 fue inferior al tercio del I por ciento. Estados Unidos también volvió al nivel del siglo xix en cuanto a la falta de prevención militar. La propia Alemania n^tzi se demoró bastante en aumentar la participación de la población en el ejército, la marina y la fuerza aérea, después de la reducción militar obligada por el Tratado de Versalles de 1919. Hasta 1938 el ejército alemán no lle­ gó a superar el 1 por ciento de la población. La aventura de Italia en Abisinia elevó la cifra a más de un 3 por ciento en 1935, pero poco antes de la II Guerra Mundial la cifra cayó nuevamente a poco más del 1 por ciento. Sorprendentemente, entre 1939 y 1945, ningún país movilizó un porcentaje tan grande de población com o Francia en 1940 (su cifra fue levemente inferior al 12 por ciento). El máximo de Alema­ nia se alcanzó en 1941 y fue del 8,3 por ciento, bastante menos de lo que logró Gran Bretaña en 1945 (un 10,4 por ciento). También es digno de mención que la proporción soviética de ese año (un 7,4 por ciento) fuera inferior a la estadounidense (un 8,6 por cien­ to) . Durante la I Guerra Mundial, Alemania confió demasiados hombres al ejército sacrificando su fuerza de trabajo industrial. En la II Guerra Mundial, en cambio, mantuvo un reparto de trabajo más equilibrado. En comparación a las dos eras de posguerra previas, la de 1815 y la de 1918, en los años siguientes a 1945 no se dio una rápida y con­ tinua desmovilización. En el caso soviético, las fuerzas armadas die­ ron un salto ascendente del 1,5 por ciento de la población en 1946 al 3,1 por ciento en 1952; mientras que la participación militar nor­ teamericana ascendió del 0,9 por ciento en 1948 a un máximo de posguerra del 2,2 por ciento en 1952. Gran Bretaña experimentó también un pequeño crecimiento asociado a la Guerra de Corea.

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La cifra francesa alcanzó un máximo del 2,2 por ciento en 1960, por los conflictos asociados a la descolonización. Sin embargo, durante toda la guerra fría, se manifestó una con­ sistente caída de los coeficientes de participación militar en mu­ chos de los grandes países. Los porcentajes de Alemania, Italia y Austria fueron, durante 1947-1985, inferiores a lo que había sido entre 1816yl913, siendo en Rusia la cifra inferior al 2 por ciento. Luego, la ruptura del Pacto de Varsovia y el colapso de la Unión So­ viética permitieron que la participación militar volviera a los nive­ les de entreguerras y, en algunos casos, se situaron por debajo. En 1997, sólo un 0,37 por ciento de la población británica participaba en el ejército: era la cifra más baja desde 1816. La proporción fran­ cesa actual (un 0,65 por ciento) es la más baja desde 1821. Las proporciones de movilización militar, por tanto, han esta­ do sujetas a grandes fluctuaciones en torno a una línea básica re­ lativamente estable (y tal vez en descenso a largp plazo). Las grandes guerras del periodo moderno, particularmente las mundiales, re­ quirieron grandes incrementos en la participación militar, aunque no fueron sostenidos. Precisamente ha sido el carácter no cíclico y discontinuo de la guerra lo que ha ejercido una decisiva influencia en el desarrollo de las instituciones financieras y políticas.

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is p a r o s p o r d ó l a r

Los aumentos súbitos de la proporción de hombres alistados no constituyen, sin embargo, la fuente fundamental de presión sobre los presupuestos militares. Las innovaciones de la tecnología mili­ tar son más importantes. Desde la revolución de la pólvora del si­ glo xrv, la artillería ha aumentado periódicamente en tamaño, pre­ cisión y poder destructivo. El desarrollo de los cañones de hierro fundido, con sus balas de hierro, sus “granos” de pólvora y su base de ruedas, requirió de un desarrollo equivalente en las fortificacio­ nes, com o en el caso del trace italienne 29. En efecto, fue en parte el aumento del coste de las fortificaciones lo que presionó la economía de las potencias continentales durante el siglo xvi30. Análogamente, a principios del siglo xvin, la estandarización y la mejora de las armas

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— Estados U nidos —• Austria-Hungría/Austria

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Gráfico 2. Personal militar com o porcentaje de la población, 1816-1986 (escala loga­ rítmica) Fuentes: Base de datos ‘Correlates o f War’ ; IISS, base de datos ‘Military Balance’; OCDE.

de mano incrementó la capacidad de abrir fuego y aumentó los cos­ tes del equipamiento individual de la infantería 31. El siglo xvili fue testigo de mayores avances en lo que concierne a la producción arti­ llera; en particular, la introducción en Francia del cilindro perfo­ rado por el ingeniero suizo Jean Maritz estableció el estándar hasta la introducción de la pistola cargada por la culata en 1850 32. En Gran Bretaña, la tecnología marítima fue la que manifestó un desa­ rrollo paralelo: se introdujeron las cubiertas de cobre para los cas­ cos de las naves, los cañones de cilindro corto y gran calibre y las ruedas de timón para las naves 33. Es más, el ritmo del avance tecnológico se aceleró a lo largo del siglo xix: en el mar, la máquina a vapor, el cañón de gran calibre de fogueo con camisa de hierro de Henri Paxihans, seguido por el torpe­ do y el submarino, las armas navales de Nordenfeldt y Vavasseur, la caldera a tubo y la turbina; en tierra, los nuevos fusiles de Minié, Dreysde y Colt, y las piezas de artillería recargables por la culata ya mejoradas de Krupp, Armstrong y Whitworth, por no mencionar los cartuchos de bronce (1876), la artillería de acero (1883), la

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pistola Maxim (1884), los fusiles de cámara para cartuchos (1888) y el cañón de campana de disparo rápido de Schneider-Creusot (1893) 34. El fuego de la I Guerra Mundial introdujo nuevos instru­ mentos de destrucción prácticamente inconcebibles antes de 1914: entre ellos, el tanque, el bombardero aéreo y el avión de combate, así com o también la granada de mano, el mortero de trincheras y el gas venenoso. A pesar de las insistentes alusiones sobre el cansancio bélico, el proceso no se detuvo entre los veinte y los treinta: basta comparar los aviones y tanques de 1938 con los de 1918. Pero el ritmo de cambio se aceleró dramáticamente durante la II Guerra Mundial, cuando los combatientes buscaron no sólo superar las in­ novaciones sino la producción del enemigo, aumentando así la ve­ locidad, el alcance, la precisión y el blindaje de prácticamente toda la maquinaria bélica de mediados de siglo. El Spitfire inglés, por ejemplo, fue modificado mil veces entre 1938 y 1945, agregándo­ sele 100 millas por hora más a su velocidad máxima35. Al mismo tiempo, los avances de la tecnología radial introdujeron una verda­ dera revolución en las comunicaciones del campo de batalla (comu­ nicación sin cable, detectores por radar), mientras que un sinnú­ mero de nuevos inventos llegó a tiempo para probarse en la fase final del conflicto: motores a reacción, vehículos, proyectiles dirigi­ dos, cohetes y, por supuesto, bombas atómicas 36. La carrera tecnoló­ gica continuó en la Guerra Fría, las bombas atómicas abrieron paso a las bombas de hidrógeno y a las de neutrones y la carrera arma­ mentista se volvió también una carrera espacial entre cohetes y saté­ lites (con astronautas y cosmonautas incluidos para atraer constan­ temente la atención del público)37. En términos absolutos, el gasto en material militar aumentó a largo plazo inexorablemente. En 1982, un crítico de la carrera armamentista se lamentaba diciendo: “Los bombarderos cuestan doscientas veces más de lo que costaban en la II Guerra Mundial. Los aviones de combate cuestan cien veces o más de lo que costa­ ban en la II Guerra Mundial. Los portaaviones son veinte veces más costosos y los tanques de guerra quince veces más costosos que en la II Guerra Mundial”38. Cuatro años más tarde, Paul Kennedy ampliaba la observación:

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Los estadistas de la era eduardiana, sorprendidos porque un bu­ que de guerra construido antes de 1914 costaba 2,5 millones de libras, estarían espantados al saber que hoy le cuesta al Almirantazgo británi­ co al menos 120 millones de libras ¡una fragata de reemplazo!... El nuevo bombardero [estadounidense] B-l costará más de 200.000 mi­ llones de dólares para sólo 100 aviones... Los más cínicos [pronosti­ can] que para 2020 el presupuesto entero del Pentágono se verá ab­ sorbido por la compra de un solo avión 39.

Según Kennedy, el precio de las armas en los pchenta “aumentó de un 6 a un 10 por ciento más rápidamente que la inflación, y... todo nuevo sistema de armas es de tres a cinco veces más caro que lo que se intenta reemplazar” 40. A pesar de “la triplicación del pre­ supuesto de defensa estadounidense desde finales de los setenta, se había dado, a fines de los ochenta, tan sólo un leve aumento del 5 por ciento del tamaño del ejército en servicio activo” 41. Según Kennedy, las advertencias de una inminente “militarización de la economía mundial” no estaban fuera de lugar 42. Aun teniendo en cuenta la inflación y relacionando el gasto con el tamaño del ejército, el gasto militar tendió a ascender. En 1850 Gran Bretaña invirtió menos de 2.700 libras por hombre del ejér­ cito (en precios de 1998), en 1900 la cifra aumentó a 12.900 libras y en 1950 a 22.000 libras. En 1998 la cifra se acercaba a las 105.000 li­ bras. Estados Unidos invirtió 30.000 dólares por hombre en servi­ cio en 1900 (nuevamente son precios de 1998); 71.900 dólares en 1950; y 192.500 dólares en 1998 (véase el gráfico 3) 43. La mayor par­ te del aumento se ha dedicado a mejoras en la cantidad y la calidad del material militar (en lugar de destinarse a subidas salaríales y a la mejora de las condiciones de vida de los soldados). No es exagera­ do afirmar que el aumento de la relación capital/ trabajo militar ha sido, a lo largo del siglo xx, exponencial. Pero para valorar el creciente nivel de complejidad de la tecno­ logía militar no debemos perder de vista otros elementos impor­ tantes: en particular, su creciente capacidad destructiva. En la com­ pra de toda nueva arma no sólo importa el precio sino también la capacidad de propagar muertes comparada a la del arma reem­ plazada.

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El número de bajas de la Guerra de Sucesión española (17011713) fue de 1,2 millones. Un siglo después, en las Guerras Napoleó­ nicas, murieron 1,9 millones de personas. Yun siglo más tarde, la I Guerra Mundial sacrificó la vida de más de 9 millones de solda­ dos. Aproximadamente, 8 millones de personas murieron en el torbellino de la Guerra Civil rusa de 1918-1921 (si bien la mayoría fue víctima de la hambruna y peste que trajo consigo el conflicto). Pero esta cifra parece insignificante frente al total de mortandad causado por la II Guerra Mundial. En lo que se refiere al personal militar, el total de bajas duplica la cifra de la I Guerra Mundial. Sin embargo, esta cifra excluye las bajas civiles. Según los mejores cálcu­ los disponibles, el total de muertes civiles en la II Guerra Mundial alcanzó los 37,8 millones, llegando el número total de bajas a cer­ ca de 57 millones de personas 44. La mayoría de las muertes de la II Guerra Mundial se debieron a que todos los bandos pusieron en el blanco a civiles que estaban en tierra o en mai^y se les atacó des­ de el aire. Incluyendo las guerras coloniales menores, com o la Guerra de los Bóers, y todas las guerras civiles, com o la que azotó Indiaydespués de su independencia, la cifra total de muertes de guerra, entre 1900 y 195Q, se aproxima a los 80 millones. El aumento de la destructividad de la guerra se vuelve aún más alarmante cuando tenemos en cuenta la relativa brevedad de las guerras mundiales. La Guerra de los Treinta Años, si bien duró cinco veces más que la II Guerra Mundial, causó sólo la novena parte de mortandad en el campo de batalla, y una fracción aún menor de la mortandad civil. La I Guerra Mundial, en cuatro años y tres meses, quintuplicó la cifra de muertes causadas en las Gue­ rras Napoleónicas en un espacio de doce años. Otro modo de ex­ presar esto es calculando la tasa de mortandad anual aproximada durante los años de las distintas guerras. Esta aumentó de 69.000 en la Guerra de los Treinta Años a 104.000 en la Guerra de Suce­ sión española, a 124.000 en la Guerra de los Siete Años, a 155.000 en las Guerras Napoleónicas y a 2,2 y 3,2 millones en las guerras mundiales del siglo xx, o a 9,5 millones si se incluyen las muertes ci­ viles de la II Guerra Mundial. En suma, entre los siglos xvil y xx, la capacidad destructiva de la guerra creció en un 800 por cien. Des­ de la época de Napoleón hasta la época de Hitíer, separados tan

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Gráfico 3. Gasto en defensa por militar de Gran Bretaña y Estados Unidos, 1816-1996 (escala logarítmica) Fuentes: Gasto en defensa: Reino Unido: 1850-1914: Singer y Small, base de datos ‘Correlates o f W ar’ ; 1914-1988: Butler y Butler, British Political Facts, págs. 393 y ss.; 1989-98: SIPRI. Estados Unidos: 1870-1913: H obson, ‘Military-extraction Gap and the Wary Titan’ , pág. 501; 1914-85: base de datos ‘Correlates o f W ar’ ; 1986-98 SIPRI. IPC: Reino U nido: Goodhart, ‘ Monetary Policy,’ apéndice; Estados Unidos: Econo­ mist, Economic Statistics, págs. 108 y ss.; Federal Reserve Bank o f St. Louis. Fuerzas Ar­ madas: base de datos ‘ Correlates o f W ar’ .

sólo por 120 años, el aumento fue de 300 veces (véase el apéndice, cuadro A ). Aun tomando en cuenta el crecimiento acelerado de la pobla­ ción mundial, las guerras mundiales fueron las más destructivas de la historia. Un 2,4 por ciento de la población mundial murió en la II Guerra Mundial y un 0,5 por ciento en la Primera, comparadas con un 0,4 por ciento en la Guerra de los Treinta Años y un 0,2 en las Guerras Napoleónicas y en la Guerra de Sucesión española. La tasa total de mortandad en la I Guerra Mundial representó el l por ciento de la población de los cuatro países combatientes du­ rante la preguerra, un 4 por ciento de todos los hombres que te­

nían entre quince y cuarenta y nueve años y un 13 por ciento de to­ dos los alistados. En Turquía, las cifras equivalentes fueron el 4 por ciento de la población, el 15 por ciento de los hombres que tenían entre quince y cuarenta y nueve años y cerca del 27 por ciento de todos los alistados en el ejército. Serbia se vio aún más afectada, per­ dió un 6 por ciento de la población, prácticamente la cuarta parte de todos los hombres que estaban en edad de combatir, y más de la tercera parte de todos los hombres alistados en el ejército 45. En la II Guerra Mundial murieron com o resultado de la guerra apro­ ximadamente un 3 por ciento del total de la población de preguerra de todos los países combatientes. En Alemania, Austria y Hungría, la cifra fue aproximadamente de un 8 por ciento, en Yugoslavia y la Unión Soviética de un 11 por ciento y en Polonia — de todos los países, el país más afectado por la guerra— cerca de un 19 por cien­ to: aproximadamente la quinta parte del total de?Ja población du­ rante la preguerra. Los ejércitos de algunos países fueron prácti­ camente aniquilados en su totalidad. Las muertes militares, como proporción del total de tropas movilizadas, se aproximaron al 85 por ciento, tanto para Polonia como para Rumania. Un 45 por cien­ to de las tropas movilizadas en Yugoslavia murieron en la guerra. En cuanto a la Unión Soviética y Alemania, enfrentadas durante cuatro años en uno de los conflictos más sangrientos de la historia, las ci­ fras equivalentes fueron, respectivamente, del 25 y el 29 por ciento. Aproximadamente, la cuarta parte de las tropas japonesas y chi­ nas murieron en la guerra en Asia y en el Pacífico. No hay duda de que en guerras previas, las bajas en proporción a las tropas movilizadas fueron a veces muy altas. Aunque las es­ tadísticas de las batallas medievales no son exactas, es posible que las proporciones (incluyendo a heridos y prisioneros) hayan fluc­ tuado entre la cuarta y la tercera parte de los combatientes en las batallas de Hastings (1066), de Crécy (1346), de Agincourt (1415), deBreitenfeld (1631), de Lützen (1632), deNaseby (1645), de Austerlitz (1805), de Waterloo (1815) y de Gettysburg (1863). En Blenheim (1704) la cifra puede haber alcanzado el 43 por ciento 46. Estas cifras son comparables a algunas de las batallas de la I y la II Guerra Mundial; por ejemplo, a El Alamein (con un 14 por ciento de ba­ jas) , aunque no a Stalingrado, donde en seis meses y medio sola­

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mente el Ejército Rojo tuvo 1,1 millones de bajas y la Wehrmacht otras tantas, si no más 47. Estas proporciones deben analizarse en el contexto de los aumentos sustanciales del número de tropas que se enviaban a la batalla. Cerca de 14.000 hombres pelearon en Hastings y aproximadamente 39.000 en Crécy. Pero ya en Breitenfeld fueron 68.000 y en Blenheim 108.000, mientras que en Austerliz se desplegó el doble del número que en Breitenfeld. La batalla de Waterloo tuvo a 218.000 hombres en el campo; aunque esta cifra quedó reducida por El Alamein (300.000) y Stalingrado, donde combatie­ ron millones. Así como la tecnología militar magnificó la capacidad destructiva individual, las innovaciones en instrucción, disciplina, comunicaciones y logística permitieron que los ejércitos fueran más grandes y que las batallas duraran más. ¿Por qué las bajas de los ejércitos de Occidente tendieron a dis­ minuir en las guerras posteriores a 1945? El número de militares norteamericanos que murieron en la Guerra de Vietnam fue “sólo” de 57.939; el número de muertos en Corea fue de 37.904. Y el nú­ mero de víctimas continuó en declive. En la Guerra del Golfo hubo 148 bayas americanas en combate, excluyendo las víctimas por acci­ dente y “fuego amigo”: una proporción minúscula si consideramos que el número total de combatientes era de 665.000. En la guerra contra Serbia de 1999, la cifra equivalió a cero. Comparemos estas cifras con los recuentos de cuerpos de las dos guerras mundiales: 114.000 militares norteamericanos en la I Guerra Mundial, y 292.000 en la Segunda. La caída del número de bajas militares es aún más llamativa en el caso británico: 720.000 soldados británicos perdie­ ron la vida en la I Guerra Mundial; más de 270.000 en la Segunda; y en cambio en la Guerra de Corea murieron únicamente 537. En Irlanda del Norte murieron 719 soldados británicos desde el co­ mienzo de “los problemas” en 1969, junto a 302 miembros de la Guardia Real de Ulster 48. Sólo 24 militares británicos murieron en la Guerra del Golfo, excluyendo a 9 que murieron por accidentes de su propio bando. La respuesta está vinculada al m odo de combatir en las guerras posteriores a 1945 en las que, invariablemente, Occidente se enfren­ tó a enemigos mucho peor equipados. Estas tasas de mortandad no implican, sin embargo, que haya disminuido la capacidad destruc­

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tiva del armamento moderno. Como ya hemos visto, no hubo una escasez de guerras en el resto del mundo durante la segunda mitad del siglo xx. En efecto, según un cómputo, el número de víctimas de guerra durante el periodo que transcurre entre 1945 y 1999 está entre los 15 y 20 millones. La guerra no se ha vuelto mucho más pa­ cífica. Se trata, simplemente, de que la inmensa mayoría de las víc­ timas de guerra han sido asiáticos y africanos. Es más, las guerras que se emprendieron desde 1945 dejaron tan sólo entrever el aumento colosal en destructividad logrado en la segunda mitad del siglo. Un simple cálculo basta para ilustrar el potencial de catástrofe militar que aún existía tras el fin de la Gue­ rra Fría. En enero de 1992, las fuerzas nucleares desplegadas por las dos superpotencias tenían un “rendimiento” conjunto de por lo menos 5.229 megatones; esto fue después de la reducción del 22 por ciento del total de cabezas nucleares de las superpotencias des­ de su máximo de 1987, excluyendo las que se consideran no estraté­ gicas. Si la bomba de 12-15 kilotones arrojada en Hiroshima en 1945 terminó de inmediato con la vida de 100.000 personas y después con la de otras 100.000 a causa de la radiactividad, las superpoten­ cias tenían, en 1992, la capacidad hipotética de destruir (sólo con sus fuerzas estratégicas) 387.302 Hiroshimas o 77.500 millones de personas. Dicho en otras palabras, mientras que la bomba de Hiro­ shima destruyó aproximadamente 8 kilómetros cuadrados, las su­ perpotencias tenían ahora la capacidad de devastar 3,5 millones de kilómetros cuadrados, es decir, un área similar a la de la India. No consuela pensar que representa tan sólo el 3 por ciento del total de la superficie del planeta, pues la contaminación surgida de tal con­ flagración se expandiría mucho más. Dado que la población mun­ dial era, en 1992, de aproximadamente 5.000 millones, las armas nucleares les dieron, teóricamente, a las superpotencias la capaci­ dad de destruir la raza humana quince veces 49. Cualquier cálcu­ lo del cambio de los costes de defensa precisa tener en cuenta este increíble aumento en destructividad del armamento. También es importante considerar el m odo en que las técni­ cas de producción masiva han tendido a disminuir el coste por uni­ dad de prácticamente toda nueva pieza de armamento. Debido a la relativa falta de competencia en el mercado de armas — los gobier­

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nos son los grandes compradores y un pequeño número de gran­ des productores goza de una posición privilegiada en sus propios mercados— , la industria de la defensa se ha ganado la reputación de ser excesivamente cara. Sin duda, esta reputación fue bien me­ recida en Estados Unidos y Gran Bretaña durante los ochenta, cuan­ do la atención pública se concentró en los enigmáticos fenómenos de “contratos al coste más honorarios” y en la grifería de oro de los baños del Almirantazgo. Pero a largo plazo y tomando en considera­ ción todo tipo de armamento, la teoría de que el precio de las armas tiende a superar el precio de los bienes de consumo parece carecer de fundamento. La II Guerra Mundial, en particular, demostró cómo las técnicas de producción masiva reducían asombrosamen­ te el coste por unidad de fusiles, tanques, aviones e incluso las em­ barcaciones navales. Los altos precios de los nuevos aviones y sub­ marinos de fines de la Guerra Fría indican simplemente la poca cantidad que se encargaba; allí donde la demanda de materiales in­ dustriales de defensa fue continua y significativa, los precios no pa­ recen haber estado sujetos a una inflación que supere la media. Es más, la práctica soviética de ponerle sistemáticamente un pre­ cio demasiado bajo a las armas dejó como legado el abaratamiento del armamento; sus mayores beneficiarios fueron, y continúan siendo, la guerrilla del Africa subsahariana, los grupos terroristas de Europa occidental y los cárteles de la droga de las Américas. Ac­ tualmente, un fusil de asalto AK-47 usado puede comprarse en Estados Unidos por 700 dólares; y uno nuevo por 1.395: equivalen, prácticamente, al coste del ordenador portátil con que se escribió este libro. Por 160.000 millones de dólares — prácticamente la mi­ tad del presupuesto de defensa estadounidense actual— se podría equipar a cada varón estadounidense de entre quince y sesenta y cinco años con una Kalashnikov nueva (o lo que es lo mismo, dos de segunda mano). Por supuesto, los precios de estas armas son sus­ tancialmente más bíyos en el mundo en vías de desarrollo. Asimis­ mo, el coste real de un misil nuclear — y en consecuencia, el de un kilotón de rendimiento nuclear— es más bajo desde que el Proyecto Manhattan logró su objetivo a un coste de 2.000 millo­ nes de dólares de 1945. En precios de 1993, la cifra sube 10 veces: es suficiente para comprar 400 misiles Trident II 50. El hecho de

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que Francia pudiera duplicar prácticamente su arsenal nuclear, de 222 cabezas en 1985 a 436 en 1991, e incrementar a la vez su presupúesto de defensa en términos reales en un 7 por ciento habla por sí mismo 51. En términos de “disparos por dólar” — capacidad destructiva en relación con el gasto— la tecnología militar nunca estuvo más barata.

L a ABOLICIÓN DE LA DISTANCIA

Un último factor que debe tomarse en cuenta cuando eva­ luamos el gasto militar es el alcance geográfico en que puede com­ prometerse el ejército a movilizar sus fuerzas y a aprovisionarlas. Martin van Creveld, en su clásico estudio sobre logística militar, de­ mostró que no hubo verdaderamente y na ruptura en el modo en que los ejércitos era aprovisionados entre el siglo x v i i y principios del x x . Desde la batalla de Mons de 1692 a la batalla de Mons de 1914, “los ejércitos podían aprovisionarse sólo en tanto continua­ ran en movimiento”: vivían fueran del país, comprando — o más bien robando— la producción agrícola local. En este sentido, el fe­ rrocarril tuvo un impacto mucho menor del que creyeron muchos contemporáneos en la guerra del siglo xix, entre ellos, el Cuartel General Prusiano. Sin embargo, a partir de 1914, “los productos in­ dustrializados... finalmente superaron a los del campo com o bienes de consumo principales para los ejércitos, con el resultado de que las guerras... encadenadas por inmensas marañas de cordones um­ bilicales, empezaron a ser menos móviles y se convirtieron en ma­ tanzas a [gran] escala” °2. El reductio ad absurdum de este tipo de gue­ rra estática e industrial fue la batalla de Passchendaele, en la que 120.000 artilleros británicos dispararon 4,3 millones de proyectiles o 107.000 toneladas de explosivos en un bombardeo preliminar que duró diecinueve días. Las siguientes ofensivas de la infantería cubrie­ ron casi 90 kilómetros cuadrados a un coste por kilómetro cuadrado (según el cálculo macabro de J. F. C. Fuller) de 8.222 bajas 53. A pesar de la motorización de los ejércitos durante la II Gue­ rra Mundial, el peso creciente de las municiones y los equipos im­ posibilitó que incluso los mejores ejércitos pudieran explotar la

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velocidad máxima de sus medios de transporte. Como advirtiera

Rommel en el norte de África en 1942: La condición fundamental para que el ejército pueda soportar las presiones de la batalla es el buen aprovisionamiento de armas, gasoli­ na y municiones. De hecho, son los intendentes militares los que pe­ lean las batallas y toman las decisiones antes de que comiencen los dis­ paros. Los hombres más valientes no pueden hacer nada sin armas; tampoco las armas, sin munición abundante; es más, ni las armas ni la munición son de gran uso en una guerra móvil, a menos que los vehícu­ los cuenten con suficiente cantidad de gasolina para transportarlas 54.

Fueron problemas de aprovisionamiento “fricciónales” y no pre­ vistos los que detuvieron el avance de los alemanes en la Unión So­ viética en 1941-1942 y también, a pesar de las mejores condiciones climáticas y de infraestructura, los que impidieron el avance anglo­ americano en Alemania en agosto y principios de septiembre de 1944. En esa fase de la guerra, una división activa del ejército esta­ dounidense consumía prácticamente 650 toneladas de provisiones diarias. En total, había veintidós divisiones norteamericanas en Francia, que precisaban 14.300 toneladas de provisiones diariamen­ te. Pero un camión deíejército podía transportar solamente cinco toneladas. Cuando las líneas de aprovisionamiento se extendieron de 200 a 400 millas, los repartos a los ejércitos en avance cayeron re­ pentinamente de 19.000 a 7.000 toneladas diarias 55. Esta caída im­ pidió que los estadounidenses pudieran explotar al máximo su ma­ siva superioridad en fuerzas humanas, aéreas y de artillería. La última fase de la guerra reveló la importancia (minimizada tanto por los alemanes com o por losjaponeses) de asignarle a un buen número de hombres la tarea de aprovisionamiento en lugar de la de combatir. La proporción entre combatientes y no comba­ tientes en el ejército alemán era de dos a uno; pero la proporción norteamericana equivalente en el escenario europeo era de uno a dos. En el Pacífico, la proporción japonesa fue de uno a uno; los es­ tadounidenses tuvieron dieciocho no combatientes por cada hom­ bre en el frente 56. (Las grandes proporciones de participación mi­ litar inglesas y norteamericanas de los últimos años de la guerra

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que aparecen en el gráfico 2 incluyen a un gran número de hombresy mujeres en uniforme que no estaban en acción.) Sin embargo, los avances del desarrollo del transporte maríti­ mo y aéreo mitigaron en gran parte los problemas, aparentemente perennes, del aprovisionamiento terrestre. La introducción de la energía de vapor, lejos de “asestarle un golpe fatal a la supremacía naval del Imperio”, como muchos temieron, le permitió a Gran Bre­ taña ejercer un gran poder a distancias sin precedentes 57. Entre 1815 y 1865, el Imperio se extendió en una media anual de 160.000 kilómetros cuadrados; entre 1860 y 1909 aumentó su tama­ ño de 15,5 a 20,3 millones de kilómetros cuadrados, es decir, un quinto de la superficie terrestre del planeta. Controlar mínimamen­ te ese vasto imperio, con un ejército relativamente pequeño repartido en poco más de veinte guarniciones, habría sido imposible sin el rá­ pido incremento de las naves británicas en número, velocidad, al­ cance y potencia de fuego. Entre 1857 y 1893, el tiempo de viaje entre Inglaterra y Ciudad del Cabo se redujo de cuarenta y dos a die­ cinueve días; mientras que la capacidad de tonelaje bruto de los bar­ cos de vapor pudo duplicarse 58. También fue importante, para ace­ lerar el flujo de información con “la periferia”, la expansión del telégrafo. En un espacio de diez años, tras establecer la primera lí­ nea telegráfica entre Londres y Lagos, el número de cables enviados allí desde el ministerio de Asuntos Exteriores se quintuplicó 59. Como exclamara maravillado el historiadorJ. R. Seeley: “La distancia, prác­ ticamente, se ha abolido gracias al vapor y la electricidad” 60. De manera similar, el alcance del poder estadounidense duran­ te la segunda mitad del siglo xx dependió en gran medida de la mayor capacidad de sus fuerzas navales y aéreas, por no mencionar sus misiles intercontinentales. Es cierto que Estados Unidos mantuvo, durante la Guerra Fría, un ejército permanente proporcionalmen­ te mayor en relación con su población al que mantuvo Gran Bre­ taña durante la era victoriana y eso que el ejército británico nunca sufrió una humillación colonial tan prolongada como la de Vietnam (si bien la Guerra de los Bóers estuvo a punto de convertirse en algo similar). Pero en los noventa, el m odo en que Estados Uni­ dos se valió de su ejército se asemejó más al Victoriano — con pocos hombres y contra enemigos mucho más débiles— con la operación

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‘Tormenta del Desierto” como una Omdurman del pasado 61. Son los barcos y los aviones los que conforman la parte principal del po­ derío norteamericano en el extranjero. Uno de los símbolos más potentes de la guerra estadounidense de 1999 contra Serbia fue la información de que los pilotos del bombardero Stealth podían vo­ lar desde sus bases en Knob Noster, Misuri, repartir una lluvia de destrucción sobre Belgrado y volver a casa a tiempo para comer piz­ za y mirar el partido de béisbol62. Esos aviones parecen muy costo­ sos, pues cada uno cuesta 2.200 millones de dólares; pero en rela­ ción con el producto nacional bruto estadounidense son mucho más baratos de lo que eran los Dreadnought en su época (2,5 millones de libras), que cumplían una función similar 63. Cuando uno pien­ sa cuán difícil fue para España controlar Suramérica en la era de los galeones de madera parece factible la afirmación de que la tecnolo­ gía ha disminuido en lugar de incrementar los costes de la guerra.

Calculando los costes de guerra

Ahora podemos situar los cambios del coste de la guerra en una perspectiva de largo alcance más significativa. Sin duda, no es fá­ cil distinguir entre-gastos militares y civiles en la mayoría de los pre­ supuestos estatales. ¿Deberíamos incluir en el gasto militar lo que se invierte en infraestructura estratégica, por ejemplo en caminos y f errocarriles? ¿Yqué decir de las pensiones a veteranos o de los pa­ gos a las viudas y huérfanos de los hombres muertos en acción? Es­ tas preguntas surgen tanto cuando consideramos Roma en la era de Augusto o la Alemania nazi; y no hay un consenso respecto a la definición correcta. Lo que queda claro, sin embargo, es que la proporción del gasto público en las finanzas estatales ha variado considerablemente en el tiempo y en el espacio. Puede deducirse de los escritos de Jeno­ fonte, por ejemplo, que más de un tercio del gasto del Estado ate­ niense en tiempos de Pericles estaba destinado a fines militares, proporción que sin duda fue en aumento durante la Guerra del Peloponeso 64. Un cálculo comparable referido al Imperio romano durante el año 14 d.C. se situaría entre un 45 y un 58 por ciento 65.

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En sus inicios, el califato abasí gastaba aproximadamente la tercera parte del total de los ingresos del gobierno en el ejército 66. Cálcu­ los referidos a los principios de la era moderna ponen de manifies­ to el militarismo fiscal vigente en Europa. La proporción del gasto militar en el total del gasto público fluctuó de un 2 por ciento en Borgoña durante el siglo XV a un 9 3 por ciento en Austria al final del siglo xvil 67. Promediando las cifras disponibles relativas a las monarquías europeas, el gasto militar cayó de un 4 0 por ciento del total durante el siglo XV a sólo un 2 7 por ciento en el xvi, para luego ascender a un 4 6 por ciento en el xvil y a un 5 4 por ciento en el xvin. Durante el siglo xvil, los porcentajes de las ciudades-estado tendie­ ron a ser inferiores a los de IJamburgo (cuya media era aproxima­ damente del 5 0 por ciento), pero esto se debía a que Hamburgo había optado por la propia defensa, mientras que las otras ciuda­ des pagaban a sus protectores imperiales bajo la forma de tributos por su seguridad. Un análisis comparativo de los gastos de algunos de los estados modernos incipientes (en toneladas de plata) confir­ ma sin sorpresa que los picos del gasto total estatal coincidieron prácticamente siempre con las guerras 68. En el caso de la Inglaterra isabelina, por ejemplo, los gastos militares ascendieron de un 20 por ciento del gasto total ( 1 5 6 0 - 1 5 8 5 ) aun 79 por ciento ( 1 5 8 5 - 1 6 0 0 ), como resultado del conflicto con España a partir de 1585 69. Duran­ te el siglo xvil, aproximadamente un 9 0 por ciento del presupuesto de la República holandesa fue utilizado para financiar la Guerra de los Ochenta Años con España, las guerras anglo-holandesas y la Guerra de los Nueve Años. Durante ese mismo periodo, las guerras de Austria con el Imperio otomano hicieron que la proporción au­ mentara para el Imperio de los Habsburgo a un 9 8 por ciento, si bien en 1 71 6 dicha cifra había descendido a un 4 3 por ciento 70. Para las grandes potencias, este patrón de frecuencia bélica y de militarismo financiero siguió en pie hasta principios del siglo xix. En el caso británico, entre 1685 y 1813, el gasto militar se elevó de un 55 por ciento del total del gasto público a un 90 por ciento 71. Para Prusia, la proporción varió entre un 74 y un 90 por ciento du­ rante el periodo 1760-1800. Tras declinar en los periodos anterior y posterior a la Revolución, la proporción francesa alcanzó un máxi­ mo del 75 por ciento en 1810 72 Asimismo, el gobierno federal de

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Estados Unidos invirtió en 1810 cerca de la mitad del total de su presupuesto en cuestiones militares. Como veremos, la capacidad para reunir grandes sumas de dinero a corto plazo, y a un coste económico mínimo fue clave para lograr combinar el éxito militar y la estabilidad interna. No obstante, a lo largo del siglo xix, el gasto militar manifestó un declive en su peso relativo. Las cifras del fin de la década, para el periodo de 1820 a 1910, demuestran que el gasto militar alcanzó un promedio del 54 por ciento del gasto público en Estados Uni­ dos, un 49 por ciento en Prusia-Alemania, un 34 por ciento en Gran Bretaña, un 33 por ciento en Francia y en un 29 por ciento en Aus­ tria Ti. Esto se debió fundamentalmente, como hemos visto, a que las guerras del siglo xix tendieron a ser más breves y menos costo­ sas que las del siglo anterior. Sin embargo, el declive de los porcen­ tajes de Austria y Alemania entre 1880 y 1910 — de un 82 por ciento a un 52 por ciento en el caso alemán— no debe interpretarse como el producto de recortes en la defensa. En ambos casos, los descensos se debieron principalmente al aumento del gasto estatal con fines no militares (sobre esto hablaremos más adelante) 74. Yun análisis más detallado de las cifras británicas, incluyendo los gastos colonia­ les clasificados oficialmente com o gastos “civiles”, indica una subi­ da a largo plazo de la proporción destinada al gasto militar e impe­ rial, que partió de un mínimo del 19 por ciento en 1836. A pesar del leitmotiv de “moderación” durante la era de Gladstone, la pro­ porción nunca estuvo por debajo del 30 por ciento después de la Guerra de Crimea y mostró una continua tendencia ascendente desde 1883. Entre la Guerra de los Bóers y la I Guerra Mundial, la ci­ fra se mantuvo permanentemente por encima del 40 por ciento 75. Durante el siglo xx, el papel militar del gobierno tomó forma para luego desvanecerse. En efecto, el alcance de la movilización económica durante las dos guerras mundiales fue de tal enverga­ dura que la distinción entre gasto militar y no militar se volvió cada vez más artificial: esto fue lo que esencialmente caracterizó a la “guerra total”. Las cifras que poseemos sobre la I Guerra Mundial sugieren un retorno al nivel de militarismo fiscal nunca visto desde los inicios de la era moderna. Durante el pico bélico de 1917, el gas­ to militar ruso representó un 96 por ciento del presupuesto del

65

gobierno central. En Gran Bretaña la cifra fue del 90 por ciento, en Alemania del 86 por ciento, en Italia del 83 por ciento y en Francia del 71 por ciento. Estados Unidos manifestó un alza del gasto militar sin precedentes, que llegó a un máximo en 1919 del 62 por ciento 76. Pero en el periodo de entreguerras, los presu­ puestos de defensa se redujeron radicalmente, tanto en términos absolutos com o en términos relativos. Desde 1923 hasta 1934, el presupuesto de defensa británico estuvo continuamente por deba­ jo de la quinta parte del gasto del gobierno central, y cayó a un mí­ nimo del 15 por ciento en 1932. En Alemania, entre 1928 y 1931, la proporción militar del presupuesto imperial descendió a me­ nos de la décima parte. Aun la Italia fascista, hasta la aventura de Mussolini en Abisinia, destinó menos de la quinta parte del presu­ puesto estatal al ejército. Irónicamente, fueron los franceses quie­ nes, entre 1920 y 1935, mantuvieron los niveles más altos de gasto militar en Europa (un porcentaje medio del 30 por ciento anual) 77. Por desgracia, no fue mucho el dinero que se destinó a los nuevos aviones y tanques 78: era un gran ejército con sólidas fortificacio­ nes aunque al carecer de un adecuado poder aéreo y de un arsenal suficiente, no pudo soportar la Blitzkriegalemana de 1940. La confusa distinción entre gastos militares y gastos civiles hace casi imposible evaluar los grandes aumentos que se produjeron an­ tes de la II Guerra Mundial y durante la contienda. Según las con­ venciones algo arcaicas de los presupuestos británicos, la “cuota” de defensa subió rápidamente de un moderado 15 por ciento en 1932 a un 44 por ciento del total del gasto estatal en 1938; en su máximo de 1944 superó el 84 por ciento 79. El Tercer Reich heredó un presupuesto militar inferior al 10 por ciento del gasto público, pero a partir de los años treinta el monto gastado por los nazis en rearme es incierto. Las estimaciones del monto total destinado al ejército entre 1933 y 1938 fluctúan entre 34.500 millones de mar­ cos, cifra apuntada por el antiguo presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, y la del historiador de Alemania del Este Kuczynski, que la eleva a más del doble. Para intimidar a los enemigos al desen­ cadenarse la guerra, Hitler aseguró que se habían gastado 90.000 millones. Sin embargo, los cálculos más plausibles — excluyendo las inversiones industriales que podrían haber mejorado la capaci­

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dad militar del Reich en el futuro— se basan en el testimonio del antiguo ministro de Economía, conde Schwerin von Krosigk, que coloca la suma total de la preguerra entre los 48.000 y 49.000 millo­ nes 80. Como proporción del presupuesto del Reich, esto significó un incremento de menos del 10 por ciento a más del 50 por ciento. Las cifras de tiempos de guerra son también problemáticas, pero parece que la proporción aumentó al 75 por ciento entre 1940 y 1944 81. En Japón, el gasto militar partió de un nivel más alto (un 31 por ciento en 1931-1932) y alcanzó el 70 por ciento ya entre 1937 y 1938 82. A causa de la Guerra Fría, las tajantes reducciones de los presupuestos militares que siguieron a la derrota de las po­ tencias del Eje tuvieron poca duración. Habiendo descendido al 21 por ciento del presupuesto del gobierno central en 1949, los gastos británicos de defensa subieron a un máximo de posguerra del 38 por ciento en 1954; éste fue también el año del máximo para Fran­ cia. Los “dolores” sufridos en el proceso de descolonización se des­ vanecieron a partir de entonces: el presupuesto británico de defen­ sa estaba ya en relativo declive en la época de Suez, mientras que el francés cayó rápidamente después de Dien Bien Phu. En 1968, sólo la quinta parte del gasto público estaba destinada en ambos países a la defensa 83. Tampoco el gobierno de Thatcher retardó dema­ siado esta tendencia descendente del gasto británico de defensa. Como proporcion del gasto público, subió levemente de un 10 por ciento en 1975 a un 11,8 por ciento en 1986; pero en 1990 retornó al 10,7 por ciento 84. Entre 1997 y 1998, la cifra fue inferior al 7 por ciento de los gastos bajo “control total”. Esta cifra fue la más baja de la historia británica desde la Guerra de las Rosas. Pero ninguna de las cifras mencionadas nos da cuenta de la rela­ tiva importancia económica del gasto militar. En efecto, dados los pro­ fundos cambios en la naturaleza del gasto total estatal, no sólo a ni­ vel central sino también local, no parecen decir nada demasiado significativo. Por ejemplo, para poder comparar las cifras alemanas y británicas posteriores a 1870 debería agregarse el gasto de los lander al gasto total del gobierno federal; o, de forma alternativa, debería calcularse el presupuesto para la defensa com o una propor­ ción del total del gasto del sector público, que incluya a todas las ra­ mas del gobierno. El cuadro 1 nos brinda datos más precisos de lo

67

que fue el notorio declive de la proporción del gasto militar con respecto al gasto público en todos los niveles de gobierno en los úl­ timos cien años. Tanto en Gran Bretaña com o en Francia y Alema­ nia, la proporción del gasto en la defensa con respecto al total del presupuesto del sector público descendió de la cuarta parte a ape­ nas un 5 por ciento. Pero más importantes que este tipo de cálculos son los que re­ presentan la “carga militar” del gasto com o proporción del total de la producción económica. Para dar un ejemplo de la era clásica: Goldsmith calcula que el total del gasto público ateniense fue, apro­ ximadamente, del 20 p>or ciento de la producción nacional — se trata, necesariamente, de una aproximación— en comparación a la CUADRO 1 G a sto

en defensa c o m o porcen taje del t o t a l d e l g a s t o p ú b l ic o ,

1 8 9 1 -1 9 9 7

Francia

Reino Unido

1891

24,9

26,7

26,3

1900

27,2

48,0

25,2

1913

28,8

29,9

26,6

1925

21,4

12,5

4,4

1935

20,5

12,6

24,8

1953

25,9

28,5

12,5

1962

15,3

16,7

15,9

1971

11,9

11,4

9,7

1997

5,5

6,6

3,3

Alemania

Fuentes: 1872-1971: Flora et al., State, Economy and Society, vol. I, pp. 345-449; 1997: SIPRI yOCDE.

cifra equivalente de la Roma de Augusto que no superó el al 5 por ciento. En términos económicos relativos, por tanto, la carga mili­

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tar griega fue probablemente superior a la romana: tal vez de un 7 por ciento de la producción nacional, comparada a la cifra romana que fue tan sólo de un 2 o 3 por ciento. Este tipo de cálculo — el coste del gasto militar con relación al producto nacional o interior bruto— no deja de tener sus dificultades técnicas aun en la actuali­ dad, cuando los cálculos del producto nacional son bastante fiables aunque disten de ser exactos. Sin embargo, no hay mejor manera de calcular el gasto relativo militar que permita establecer compa­ raciones entre los distintos países y diferentes épocas. Naturalmente, la proporción del gasto militar en relación con la producción nacional fluctúa considerablemente si el país está o no en guerra; éste es el punto crucial. Por ejemplo, en el caso de la Florencia de los Médicis en los años veinte del siglo xvi, la media del gasto militar con respecto a la producción “nacional” fluctuó en­ tre un 3 por ciento en épocas de paz y un 20 por ciento en épocas de guerra 85. Como proporción de la renta nacional, el gasto britá­ nico de defensa fluctuó, durante el siglo xvill, entre un 4 y un 18 por ciento, dependiendo de que el país estuviera o no en guerra, y alcanzó su máximo entre 1778 y 1782 86. Se trataba de una pro­ porción significativamente mayor que la que había invertido el Es­ tado francés durante ese mismo periodo. Según se ha calculado, el total del gasto militar británico, entre 1776 y 1782, superó en térmi­ nos absolutos la cifra francesa en dos veces y media. Sin embargo, esta diferencia no tiene en cuenta los tamaños respectivos de las economías de estos estados rivales. De hecho, el coste en relación con el PNB anual era en Gran Bretaña superior a lo que parecen in­ dicar los números absolutos: un 75 por ciento comparado al 15 por ciento francés 87. En términos relativos, la guerra fue para Gran Bretaña una carga mucho más pesada que para Francia; o en otras palabras, Gran Bretaña fue capaz de movilizar una mayor propor­ ción de su producción nacional en épocas de crisis militar. Como indica el gráfico 4, tales niveles fueron pocas veces alcan­ zados durante el siglo xix. Entre 1850 y 1914, la proporción más alta de PIB consumida por las fuerzas armadas británicas fue tan sólo del 11 por ciento durante el primer año de la Guerra de Cri­ mea, y en la Guerra de los Bóers, la cifra no superó el 6 por ciento. Ninguna de las otras potencias europeas gastó más de un 5 por

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Gráfico 4. Gasto en defensa com o porcentaje del producto nacional, 1850-1998 (escala logarítmica) Fuentes: Gasto en defensa: Reino Unido: 1850-1914: base de datos ‘ Correlates o f W ar’ ; 1914-1988: Butler y Butler, British Political Facts, págs. 393 y ss.; 1989-1998: SIPRI. Esta­ dos Unidos: 1870-1913: H obson, ‘Wary Titan’ , pág. 501; 1914-1985: base de datos ‘Correlates o f War’ ; 1986-98: SIPRI. Alemania: 1872-1913, 1925-32: Andie y Veverka, ‘Growth o f Government Expenditure’ , pág. 262; 1933-38: Overy, War and Economy, pág. 203; 1938-44: Petzina etal. (eds.), Sozialgeschichtliches Aibeitsbuch, vol. in. pág. 149 (sin em­ bargo, los porcentajes de 1933-43 provienen de Abelhauser, ‘Germany’ , pág. 138); 1950-80: Rydewsi (e d .), Bundesrepublik in Zahlen, págs. 183 y ss.; 1982-98: SIPRI. Francia: 1820-70: Flora et al., State, Economy and. Society, vol i, págs. 380-2; 1870-1913: Hobson, ‘Wary Titan’ , pág. 501; 1920-1975: Flora et al., op.cit.; 1981-97: SIPRI. Italia: 1862-1973: Flora et al., op.cit. págs. 402 y ss.; 1981-97: SIPRI. Rusia: 1885-1913: H obson, ‘Wary Titan’, pág. 501; 1933-38: Nove, Economic History, pág. 230; 1940-45: Harrison, ‘Over­ view’ , pág. 21; 1985-91: IISS, Military Balance; 1992-97: SIPRI. P IB /P N B /P N N /: Reino Unido: 1850-70: Mitchell, European Historical Statistics, pág. 408; 1870-1948: Feinstein, National Income, Expenditure and Output, Statistical Tables, cuadro 3; 1848-1998: ONS. Estados Unidos: 1850-1958: Mitchell, International Historical Statistics: The Americas, págs. 761-74; 1959-98: Federal Reserve Bank o f St. Louis. Alemania: 1870-1938: Hoff­ man, Grumbach y Hesse, Wachstum; 1950-60: Rytlewsi (ed.), Bundesrepublik in Zahkn. pág. 188; 1960-99: OCDE. Francia: 1820-1913: Lévy-Leboyer y Bourgignon, L ’É conomie française, págs. 318-22; 1960-99: OCDE. Nota: Reino Unido: las cifras del PIB posteriores a 1920 excluyen a Irlanda del Sur. Ale­ mania: PIB 1950-60: Alemania Occidental, excluye al Sarre y a Berlín Oeste; 1960-90: Alemania Occidental; 1991-99: Alemania reunificada.

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ciento de su producción nacional en defensa, con la excepción de Italia en 1866 (aunque si dispusiéramos de las cifras del PIB pru­ siano previas a la unificación alemana concluiríamos probable­ mente que la cuota militar superó el 5 por ciento durante 18661871). Entre 1870 y 1913, el gasto en la defensa com o porcentaje de la producción nacional bruta fue de un 3,1 por ciento en Gran Bretaña y Austria, de un 3,2 por ciento en Alemania, de un 3,3 por ciento en Italia y de un 4 por ciento en Francia. Si consideramos cuánto se ha escrito sobre la carrera armamen­ tista previa a la I Guerra Mundial — sin hacer mención de la con­ tienda en ultramar entre los imperios— los números son sorpren­ dentemente bajos. Resulta especialmente llamativo que Alemania, el estado caracterizado más notoriamente por su “militarismo” du­ rante este periodo, fuera según esta medida menos militarista que sus dos vecinos rivales: es decir, Francia y Rusia 88. Pero la idea de un “militarismo desenfrenado” com o fenómeno general europeo se vuel­ ve más comprensible cuando se comparan estas cifras con las de Es­ tados Unidos. Proporcionalmente, los estadounidenses gastaron me­ nos de un 1 por ciento de su producto nacional bruto en defensa entre 1870 y 1913. Esta cifra no varió significativamente durante la I Guerra Mundial. Sólo en el último año de la Gran Guerra, el gas­ to en defensa superó el 5 por ciento del PNB, y después de llegar a un máximo del 13 pyr ciento en 1919, cayó rápidamente por deba­ jo del 1 por ciento en la mayor parte de los años veinte. El contraste con las potencias europeas se hace verdaderamente patente. En sus respectivos picos durante la I Guerra Mundial, tanto Gran Bre­ taña como Alemania gastaron más del 50 por ciento de su PIB en defensa: Italia no estaba muy lejos con un 35 por ciento. Durante el periodo de entreguerras, Gran Bretaña intentó en vano volver al nivel de gasto de la preguerra; ninguna de las otras potencias intentó hacerlo. Desde mediados de los años veinte en adelante, tanto Italia com o Francia hicieron que el gasto militar su­ perara su tasa de crecimiento: la carga francesa por la defensa exce­ dió el 5 por ciento de su PIB en 1930 y la italiana en 1935. Por su­ puesto, por el Tratado de Versalles, el presupuesto militar alemán quedó bruscamente reducido a niveles estadounidenses; pero des­ pués de la llegada de Hitler al poder hubo un inmenso trasvase de

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recursos, que incrementó la cuota militar de menos de un 2 por cien­ to en 1933 al 23 por ciento en 1939. Para las potencias europeas, el coste relativo de la II Guerra Mundial no fue, de hecho, mucho mayor al de la Primera. La dife­ rencia más llamativa, sin embargo, fue que desde 1943 Estados Uni­ dos comenzó por primera vez a desviar sus recursos hacia la gue­ rra a una escala comparable a la europea. Desde este “inicio de la globalización” no ha sido posible para Estados Unidos volver a su antiguo nivel de moderación respecto al militarismo. Por el contra­ rio: descae la Guerra de Corea, Estados Unidos ha invertido conti­ nuamente una mayor proporción de su PIB en defensa que sus aliados principales. No es necesario aclarar que dicho fenómeno refleja el gran nivel de gasto militar que requirió la Guerra Fría. Rusia y la Unión Soviética presentan las mayores dificultades es­ tadísticas: de ahí los espacios en blanco que aparecen en las series del gráfico 4. Esto se debe al carácter fragmentario de los datos za­ ristas y, fundamentalmente, a la idiosincrasia de las prácticas conta­ bles soviéticas — recordemos, en particular, el concepto de “pro­ ducto material neto”, que excluye de la contabilidad nacional los servicios— , así com o también la política de ponerles precios dema­ siado bajos a los armamentos que ya hemos mencionado. Previa­ mente a la I Guerra Mundial, la Rusia zarista había sido, induda­ blemente, la potencia más militarista a nivel económico, pues había invertido más del 5 por ciento de su producto nacional neto en de­ fensa entre 1885 y 1913 — si bien esta proporción incluye también el coste relativamente alto de la guerra con Japón de 1904-1945— . Entre 1915 y 1917, es probable que la carga militar haya superado también a la de los otros combatientes. Sin embargo, el cuadro se vuelve oscuro durante el periodo soviético. Si bien el gasto de de­ fensa parece haber sido relativamente bajo durante el periodo de la Nueva Política Económica y la colectivización de Stalin, creció con bastante rapidez después de 1935: estaba por delante del de Gran Bretaña aunque por detrás del de Alemania. En plena II Gue­ rra Mundial, el gasto militar relativo superó el 60 por ciento, una cifra algo menor que la equivalente de Alemania. Sin embargo, es mucho más difícil calcular la cantidad de producción soviética destinada a defensa después de 1945. Las cifras oficiales soviéticas son demasia­

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do bajas. En 1975, la Agencia de Inteligencia estadounidense (CIA) duplicó el cálculo del gasto militar soviético, de 6-8 por ciento del pNB a 11-13 por ciento, según datos de precios nuevos 89. Diez años después, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos calcu­ ló que la proporción fue del 16 por ciento 90. La cifra equivalente de Estados Unidos durante la misma época era del 6 por ciento. En plena Guerra de Corea, el gasto norteamericano en defensa, como proporción de su producción, fue inferior al nivel soviético de los años ochenta. Finalmente, el gráfico 4 muestra cómo a partir del fin de la Gue­ rra Fría los gastos de defensa descendieron bruscamente en térmi­ nos relativos. Los últimos cálculos, para 1999, provenientes del Insti­ tuto de Investigaciones para la Paz Universal de Estocolmo (SIPRI) sugieren que la proporción del gasto con respecto al PIB fue del 4 por ciento en Rusia, del 3,2 por ciento en Estados Unidos, del 2,8 por ciento en Francia, del 2,6 por ciento en Gran Bretaña, del 2 por ciento en Italia y tan sólo del 1,5 por ciento en Alemania 91. Estas ci­ fras nos recuerdan las de la segunda década del siglo xx, similares a las del siglo xix. Estados Unidos, Rusia, Alemania y Gran Bretaña nunca habían gastado tan poco desde los años veinte del siglo pasa­ do, si bien el caso alemán fue por obligación. Los gastos de defensa franceses e italianos nunca habían sido tan b¿yos en términos relati­ vos desde principios de 1870.

La “desmilitarización” de O ccidente

La desmilitarización de Occidente de fines del siglo xx parece llamativa cuando la comparamos con la etapa de las guerras mun­ diales. Hoy, el hombre medio de Occidente tiene todas las posibili­ dades de evitar la guerra. En efecto, la experiencia más violenta que puede llegar a tener es alguna pelea o robo que le ocurra un sába­ do por la noche. Si tiene ansias de guerra, debe conformarse con imágenes electrónicamente generadas: los boletines televisivos que informan sobre lugares distantes o, más frecuentemente, la recons­ trucción de guerras del pasado o las ficciones sobre guerras futuras del cine. Durante la primera mitad del siglo XX, los hombres vieron

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la acción: sus nietos y bisnietos ven hoy la representación. En 1999, miles de actores norteamericanos simularon su muerte en pelícu­ las de guerra espeluznantes y famosas como Salvar al soldado Ryan. Sólo unos pocos soldados estadounidenses murieron com o resulta­ do de operaciones militares concretas y la mayoría fue víctima de accidentes más que de la acción enemiga. Sin embargo, sería erróneo atribuir esta desmilitarización al re­ chazo de la guerra que caracterizó tanto a la cultura de élites como a la cultura pop durante la Guerra de Vietnam. La desmilitarización ha sido la norma en épocas de paz, como indican claramente los gráfi­ cos 2 y 4. Sumado a esto, Giran Bretaña y Estados Unidos han tendido a reducir la participación militar sustituyendo el capital por trabajo. Históricamente, los dos elementos más atrayentes de la guerra han sido la camaradería y la excitación del combate. Sin embargo, con el avance de la tecnología militar durante el siglo XX, ambas experiencias han sido difíciles de encontrar. El nadir de la guerra convencional se alcanzó en el Frente Este durante la II Guerra Mun­ dial. Con un número de muertes promedio de uno por cada tres soldados, era imposible que existieran lazos duraderos y menos aún alguna emoción viva. Como señaló un oficial del ejército alemán: El hombre se ha convertido en un animal. Es necesario destruir para sobrevivir. En este campo de batalla nada es heroico... La batalla vuelve a ser lo que fue primitivamente y en su forma más animal; quien no vea bien, o abra fuego lentamente, o deje de escuchar el arrastre lento del enemigo frente a él, termina bajo tierra... Aquí, la batalla no es asalto en un campo de flores al grito de ¡hurra! 92.

En esta guerra, las mujeres médicos usaron sus dientes para am­ putar piernas y brazos destrozados 93. Y los prisioneros de guerra hambrientos debieron recurrir al canibalismo. No se trató de una guerra total sino más bien de una guerra totalitaria, en la que el va­ lor de la vida en el campo de batalla cayó a un nivel próximo a cero, y fue cero absoluto en los campos de trabajo forzado, que fueron parte integral del esfuerzo bélico en ambos bandos 94. El camino alternativo que tomaron Estados Unidos y Gran Bre­ taña para economizar vidas consistió en industrializar la guerra,

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en invertir la mayor parte de sus recursos en artillería, tanques, bu­ ques de guerra y, sobre todo, en aviones. En muchos sentidos, el año 1940 fue un momento crucial, cuando Gran Bretaña evacuó su ejér­ cito de Dunkerque y se apoyó en la fuerza aérea formada por tan sólo 1.400 pilotos para evitar la invasión alemana y mantenerse en pie de guerra 95. Pero sería el bombardero y no el combatiente la clave en la estrategia británica — y norteamericana— posterior. En efecto, la inversión en bombarderos redujo las bajas de los alia­ dos y aumentó considerablemente las de los civiles del Eje, proce­ so que culminó en Hiroshima. Una vez establecido el dominio so­ bre el aire, las fuerzas terrestres pudieron usarse con menor coste de vidas y heridos. La “revolución” actual en cuestiones militares, que se logró por el perfeccionamiento de las comunicaciones electrónicas, es por tanto parte de un proceso prolongado que está lejos de ser verdade­ ramente revolucionario. Lo que, sin embargo, no ha cambiado en absoluto durante todo este tiempo es el hecho de que se necesita reunir dinero — tanto para los ejércitos masivos de la era de la “gue­ rra total”, com o para las “armas inteligentes” actuales que aumen­ tan proporcionalmente los presupuestos militares modernos— . Y frecuentemente, com o ha quedado patente en este capítulo, es necesario reunir el dinero muy a corto plazo. Las sumas han varia­ do considerablemente en relación con el crecimiento económ ico y la destructividad del armamento. Pero la necesidad básica de fi­ nanciar la guerra ha sido — hasta recientemente— el móvil fun­ damental del proceso de formación del Estado; el padre, sin duda, de lo que trataremos en adelante.

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W \ r i I UJLLJ 11

“ O d io s o s im p u e s t o s ”

Y por aquellos tiempos, salió un decreto de César Augusto según el cual el mundo entero debía pagar impuestos. Lucas, 2:1

Jim este mundo”, escribía un revolucionario a otro en el decisivo año 1789, “todo es incierto a excepción de la muerte y los impues­ tos”1. Ya en el Nuevo Testamento, los impuestos cumplieron una función: María yjosé fueron a Belén para pagarle a César lo que era del César. Sin impuestos, Cristo no hubiera nacido en un pesebre. La búsqueda de mayores ingresos — com o hemos visto, destinada habitualmente a solventar o a preparar alguna guerra— ha tomado más de una dirección. En algunos sistemas, entre ellos las monar­ quías feudales y las repúblicas socialistas, una parte importante del ingreso se ha derivado de los bienes pertenecientes al Estado, ya sean éstos dominios reales o monopolios “nacionalizados”. En teo­ ría, por tanto, los impuestos en el sentido convencional de la palabra no son completamente inevitables: hipotéticamente, un estado po­ dría depender exclusivamente de los bienes públicos para generar renta. Pero las ganancias provenientes de esos bienes se generarían por impuestos de algún tipo, ya sea del trab^yo adicional de los sier­ vos de la corona o de la imposición de precios excesivos por parte de las industrias estatales. En todo caso, la tentación de vender bienes es­ tatales para solventar aumentos súbitos del gasto público ha condu­ cido a que los bienes públicos terminen menguando: la venta de tie­ rras de la corona en el Medievo tiene su contrapartida moderna en la “privatización” de las empresas públicas. Puede decirse entonces que los impuestos son inevitables si bien pueden ser eludibles.

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J am es Gillray, b a sá n d o se en “F. L . E s q .”, J oh n B u ll G r o u n d D o w n , 1 7 9 5

Entre los sistemas elitistas de representatividad limitada existe la tendencia a depender fuertemente de la tributación indirecta para generar ingresos; principalmente se depende de los derechos de aduana sobre las importaciones o de impuestos específicos sobre el consumo. La imposición sobre el consumo puede, dentro de cier­ tos límites, ser económicamente preferible a su alternativa, que es la imposición sobre la renta y el patrimonio. Pero la tributación in­ directa es a largo plazo insuficiente: primeramente, porque en épo­ cas de crisis el comercio y el consumo tienden a decaer, y con ello decaen también las ganancias impositivas; en segundo lugar, por­ que la tributación indirecta es generalmente regresiva y apoyarse excesivamente en ella puede conducir al desorden político. Tarde o temprano la mayoría de los estados se han visto obligados a recau­ dar impuestos directos, com o el impuesto sobre la propiedad o el impuesto sobre la renta. Como observaba el canciller austríaco del siglo xvm Wenzel An­ tón von Kaunitz-Rittberg: No se necesita mucha reflexión ni tampoco una gran visión para crear distintos modos o medios de extraer dinero de nuestros súbdi­ tos. Pero aquel que quiera hacerlo de manera razonable y beneficiosa tanto para el monarca como para el Estado debe, en primer lugar, o al menos simultáneamente, intentar incrementar la riqueza de sus súb­ ditos y lograr así que puedan soportar esta carga adicional2.

El mejor m odo de comprender la historia de la tributación es como una búsqueda del elusivo juste milieu: lograr un sistema que extraiga un máximo ingreso pero que le imponga, al mismo tiempo, límites mínimos al crecimiento económico. Esto no es otra cosa que apoderarse de la proverbial gallina de los huevos de oro.

La p la ta d e familia

Por mucho tiempo, los bienes estatales han sido generadores de ingreso público. En la Antigüedad, Atenas poseía las minas de plata de Laurión 3. Y Roma extraía la sexta parte de sus ingresos de tierras

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que pertenecían al Estado 4. En el Renacimiento, Génova tenía su mina de alumbre en Posea 5. Las grandes monarquías europeas se iniciaron también con vas­ tos dominios reales que fueron por algún tiempo fuente principal de renta. En Inglaterra, durante el siglo xrv, el lema parlamentario — que era una reacción a las imposiciones reales conocidas como los “suministros”— decía the Kingshould live ofhis own (el rey debe­ ría vivir por sus propios medios). De hecho, ésta fue una idea gene­ ralizada en toda Europa: para Francia, el rey debía vivre du sien, y para España debía “conformarse con lo suyo”. Pero pocos reyes fueron capaces de hacerlo. La tentación de vender bienes y de ha­ cerse inrttediatamente con dinero en efectivo — o de entregar tie­ rras para pagarles a sus servidores fieles— fue demasiado grande. Esto ocurrió fundamentalmente en Francia. En 1460, el domi­ nio de la corona francesa suplía tan sólo el 3 por ciento de la totali­ dad de los ingresos reales 6; si bien se elevó a un 10 por ciento en los años veinte del siglo xvi, y a lo largo de cincuenta años después, descendió nuevamente a un 4 por ciento 7. En 1773, las tierras de la corona produjeron menos del 2 por ciento del ingreso total8. Ni si­ quiera con la confiscación de bienes aristocráticos y de tierras ecle­ siásticas durante la era de la revolución fue posible restablecer los bienes públicos; éstos fueron inmediatamente vendidos a bajo pre­ cio para adquirir dinero en efectivo: sólo la venta de las tierras del clero representó un 12 por ciento del ingreso ordinario percibido por Francia durante la era napoleónica 9. Por algún tiempo, la corona inglesa estuvo en mejor situación que la francesa. En la década de los años setenta del siglo xv, sir John Fortescue calculaba que Eduardo IV percibía la quinta parte del rendimiento total de la propiedad temporal del reino; sin em­ bargo, a fines de su reinado, esta suma se volvió insuficiente para cubrir los gastos de la corona10. Enrique VII logró aumentar la ren­ tabilidad de sus dominios de tal manera que sólo una vez, en 1504, tuvo que acudir al Parlamento por razones de tributación. Su hijo le dio un pequeño empujón al estado contable de la corona cuan­ do embargó las tierras de los monasterios. No obstante, estas tie­ rras fueron rápidamente liquidadas con el fin de financiar las guerras contra Francia y Escocia: ya en los últimos años del reinado

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de Eduardo VI, siete octavos de las tierras se habían ido de las ma­ nos del Estado n . Su hermana, Isabel I, tampoco pudo aspirar a vivir con lo suyo. Fue la escasez de bienes propios de la corona lo que causó principalmente que los parlamentos ganaran poder a fines del siglo xvi y durante el xvii. Si bien después de la Guerra Civil la monarquía restaurada recuperó grandes extensiones de tierra, tuvo que depender en adelante siempre del Parlamento para proveerse de fondos. En 1760, Jorge III transfirió los ingresos de la propie­ dad de la corona al Parlamento; desde entonces la monarquía ha sido financiada gracias a la tributación mediante la Lista Civil y otros subsidios 12. Más hacia el este, el “dominio estatal” perduró más tiempo. En 1630, el dominio de la corona sueca, que incluía minas de plata, hierro y carbón, representaba un 45 por ciento de los ingresos reales y, en el caso danés, un 37 por ciento; pero en 1662, la propor­ ción danesa había descendido al 10 por ciento, y hacia fines del si­ glo xviii el dominio real sueco prácticamente había desaparecido 13. El dominio estatal prusiano fue tal vez el de más larga duración y uno de los más empresariales. En 1740, los ingresos procedentes de las propiedades de la corona representaban un 46 por ciento del total, y descendieron sólo mínimamente durante los cincuenta años siguientes. Incluso en 1806 su proporción llegaba al 30 por ciento, y el desarrollo de la red de ferrocarriles estatales y otras actividades industriales hicieron que aumentara ligeramente u . En 1847, más de un tercio de los ingresos públicos provenía de empresas estata­ les; diez años más tarde era un 45 por ciento; y en 1867, llegó a al­ canzar algo más del 50 por ciento 15. Esta tendencia ascendente continuó después de la unificación. Los ingresos empresariales as­ cendieron como proporción del total (incluyendo los ingresos or­ dinarios y los extraordinarios) de un 48 por ciento en 1875 a un 77 por ciento en 1913. Sin duda, estas cifras brutas exageran la cantidad de renta disponible que generaban las empresas. Pero aun sustra­ yendo el coste por la administración de las empresas estatales, su importancia fue considerable: entre 1847 y 1857 cubrieron el 16 por ciento de los gastos ordinarios y extraordinarios, y el 25 por ciento en 1867. No obstante, los ingresos netos fueron perdiendo de modo continuo importancia tras la unificación, de un 6 por ciento en 1875

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a menos del 2 por ciento en vísperas de la I Guerra Mundial16. En Gran Bretaña, en cambio, el sistema ferroviario se construyó prácti­ camente en su totalidad con financiación privada. Pero Prusia no fue la única. Durante los siglos xvrn y xix hubo otros estados alemanes que fueron también muy empresariales: Württemberg— por ejemplo— y Hesse-Cassel, si bien la fuente prin­ cipal de la renta empresarial del último fueron los mercenarios del Estado, que aportaban aproximadamente la mitad del total del gasto público entre 1702 y 1763. Como decía el landgrave Guillermo VIII: “Estas tropas son nuestro Perú” 17. A fines del siglo, su hijo se con­ virtió en uno de los hombres más ricos del mundo —la administra­ ción de una parte de su gran cartera de inversiones permitió a los Rothschild iniciarse en su gran carrera bancaria— 18. Rusia tam­ bién poseyó un importante dominio real, al que se agregaron, a fi­ nes del siglo xix, una gran red ferroviaria y un sector de industria pesada. En 1913, los ingresos netos de la red ferroviaria represen­ taban el 8 por ciento del total de los ingresos públicos 19. Incluso la Gran Bretaña del siglo xix, a pesar de su reputación de tener sólo un “estado vigilante”, obtenía un 20 por ciento de sus ingresos pú­ blicos brutos de los servicios postales, telefónicos y telegráficos, que monopolizaba 20. Esta proporción era muy superior a la de Fran­ cia, donde las propiedades estatales declinaron com o proporción del ingreso total de un 10 por ciento en 1801-1814 a poco más del 3 por ciento bajo los regímenes Borbón y de Orleans, y a menos del 2 por ciento de 1848 hasta 1914 21. También se establecieron monopolios estatales sobre la produc­ ción y venta de artículos de consumo. La dinastía T ’ang de China introdujo el m onopolio sobre la sal en el año 758; en el año 780 re­ presentaba ya la mitad de los ingresos del gobierno central. Los monopolios sobre la sal fueron introducidos también en Venecia, Génova, Siena, Florencia, Francia y Austria, y, por lo general, esta­ ban vinculados a un impuesto (conocido com o la gabela). Rusia también introdujo un m onopolio estanco sobre la sal, si bien su m onopolio sobre el vodka, posterior a 1895, resultó ser mucho más lucrativo. A principios de la I Guerra Mundial, este último proveía la quinta parte del ingreso total, de una cantidad verdaderamente sor­ prendente 22. El m onopolio francés sobre el tabaco representó más

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del 7 por ciento del ingreso durante su apogeo en el siglo x v i i i 23. Uno de los malogrados planes de Bismarck, para liberarse de la de­ pendencia parcial del Parlamento democrático que él mismo había convocado, fue el establecimiento de un sistema monopolista sobre el tabaco semejante al mencionado. Los monopolios estatales so­ bre el alcohol perduran aún hoy en muchos países. Aproximadamen­ te un 5 por ciento del ingreso local y estatal estadounidense provie­ ne de las tiendas de venta de alcohol y de los servicios públicos 24. Las loterías estatales tienen un papel similar; en todos los casos, el Esta­ do parece monopolizar la gratificación de algún vicio específico. Las ganancias que se obtienen de dichos monopolios son esencialmente impuestos sobre la bebida y eljuego. Y como los vicios, son ingresos di­ fíciles de abandonar. La campaña contra el abuso del alcohol en la Unión Soviética fue uno de los grandes desatinos cometidos por Mijaíl Gorbachov; la reducción del consumo de vodka determinó la drás­ tica baja de los ingresos provenientes de ese monopolio 25. Generalmente se entiende que el gasto estatal en infraestructu­ ra significa invertir en desarrollo: el Estado sustituye con ello la in­ versión insuficiente del sector privado en sectores importantes y es­ tratégicos. De hecho, la mayoría de las empresas estatales ha tenido objetivos poco ambiciosos en cuanto a los ingresos para el Estado. En regímenes no democráticos, las empresas estatales pudieron ob ­ tener ganancias, o al menos no incurrir en pérdidas. Pero en muchos estados democráticos y'en economías planificadas del siglo xx, el sector público se ha convertido en un canal de subsidios encubier­ tos para los pobres y en una esponja para absorber trabajo exceden­ te. El desempleo encubierto, con el consiguiente estancamiento o la franca caída de la productividad hicieron que a partir de 1914 las empresas públicas se convirtieran en receptoras de fondos estatales más que en productoras de ganancias. Un buen ejemplo de este fe­ nómeno es el modo en que los ferrocarriles alemanes pasaron de ser importantes fuentes de ingreso antes de la I Guerra Mundial a convertirse en creadores de puestos de trabajo durante la Re­ pública de Weimar y el Tercer Reich 26. Entre enero de 1921 y no­ viembre de 1923, un 30 por ciento del déficit del Reich provenía del gasto en el Reichsbahn. Parte sustancial del déficit del ferrocarril se debió al empleo excesivo y a la incapacidad para actualizar las ta­

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rifas 27. Los nazis continuaron con esta política y aumentaron el nú­ mero de empleados del ferrocarril a más de un millón de personas. El contraste con la situación de Prusia antes de la guerra no puede quedar más claro. Las industrias nacionalizadas británicas también ofrecen un ejemplo bastante triste. De hecho, la nacionalización fue anterior a 1945: Churchill había nacionalizado los astilleros del Támesis en 1908, mientras que la Comisión Forestal, la Oficina de Electri­ cidad Central, la Corporación Británica de Radiodifusión (BBC), la Jultita de Transportes de Pasajeros de Londres y las Líneas Aéreas Intercontinentales fueron creadas durante el periodo de entreguerras. Entre 1945 y 1951, sin embargo, la nacionalización se ex­ tendió al carbón, la aviación, los caminos, los ferrocarriles, el gas, la electricidad y el acero. Cualesquiera que hayan sido los motivos que impulsaron dichas decisiones — el deseo de evitar el desem­ pleo y las reducciones salariales predominaron claramente sobre el estímulo de la productividad— , las pérdidas subsiguientes fueron colosales. En 1982, el coste total de deudas incobrables y subsi­ dios estaba en torno a 40.000 millones de libras. Los 94.000 mil mi­ llones de libras de dinero público invertido en las industrias nacio­ nalizadas “aportaban al Ministerio de Hacienda un rendimiento negativo del 1 por ciento”. Sólo la empresa automotriz British Leyland le costó al contribuyente tres mil millones de libras en una década 28. Considerando estas cifras, no es raro que el gobierno de Thatcher encontrase atractiva la “privatización”: la venta de estos y otros bienes estatales permitió el ingreso de 100.000 millones de li­ bras. No obstante, esta cifra no debió haber sido — como de hecho lo fue— contabilizada com o renta corriente; esto permitió al go­ bierno presentar sus finanzas de color de rosa. Por otro lado, tam­ poco estabajustificada la protesta del primer ministro anterior, Harold Macmillan, quien sostenía que “la plata de la familia” se estaba saldando a un precio muy b¿yo 29. El Tesoro público no infravaloró sistemáticamente las acciones de los servicios públicos privatizados; la mejora de la productividad lograda por la mayoría de las empresas justificó la privatización, que ha sido muy imitada desde entonces 30.

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“Im p u e s t o s

sobre c ad a p r o d u c t o



Las recaudaciones impositivas más simples son las que se hacen sobre transacciones fácilmente verificables: probablemente debido a esto, los derechos aduaneros sobre las importaciones han sido una importante fuente de ingresos desde la Antigüedad. Atenas imponía un derecho aduanero de aproximadamente el 1 por cien­ to sobre todas sus importaciones 31. Roma también tuvo su portoria, que, durante el gobierno de Augusto, representaba alrededor de la cuarta parte de sus ingresos32. En la Inglaterra del Medievo, el rey Juan sentó un precedente al recaudar un derecho general de adua­ na ad valorem de 16 peniques por libra sobre una gran variedad de artículos de importación y exportación. Si bien inicialmente la im­ posición tuvo que contar con el consentimiento de las asambleas de comerciantes, dicho derecho de aduana fue visto cada vez más com o parte de los ingresos corrientes de la corona (de ahí la palabra customs). Después de 1294, la corona impuso también tributaciones ex­ traordinarias sobre la exportación de lana, que asimismo se con­ virtieron en un hábito: desde 1398 se le dieron subsidios de por vida al rey mediante los impuestos sobre la lana, el vino y otras mercan­ cías (calculados por tonelada o por libra) 33. Pero la tributación so­ bre el comercio tenía sus inconvenientes. Si los impuestos sobre el comercio resultan ser derrjasiado elevados, pueden determinar la reducción del volumen de transacciones y, por ende, de la recauda­ ción. El derecho de aduana sobre la exportación de lana inglesa fue tan elevado durante el siglo xiv que probablemente fue el fac­ tor fundamental del declive gradual del sector 34. Además, una tri­ butación elevada sobre las importaciones alimenta el contrabando. Durante el siglo xviii, fue imposible para Inglaterra— a pesar de ser una isla— evitar la evasión a gran escala del pago de derechos adua­ neros. Fue entonces cuando hizo fortuna la frase “Ley del contra­ bandista” y unas 20.000 personas participaron en el comercio ilegal. Pero, fundamentalmente, los impuestos sobre las importaciones discriminan los artículos extranjeros que podrían conseguirse más baratos que los producidos en el país. Según la perspectiva liberal, los aranceles no son solamente una carga para los consumidores

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(lo que fue el mayor atractivo electoral del “libre comercio”) sino que disminuyen además la eficiencia de la economía internacio­ nal, pues protegen de la competencia a aquellas empresas medio­ cres que tienen la suerte de estar emplazadas en el lado correcto del límite aduanero. El argumento práctico de que unos arance­ les más bajos aumentarían el volumen comercial y la visión pro­ testante de que la economía era un mecanismo autorregulado y ordenado por Dios convirtieron a la mayoría de la élite política bri­ tánica en defensores del libre comercio — esto comenzó en la déca­ da de 1820 con los tañes liberales— 35. Pero finalmente los aranceles se redujeron tanto que, cuando cayó el comercio y aumentó el gas­ to militar, sir Robert Peel tuvo que imponer, en 1842, un impuesto sobre la renta para equilibrar el presupuesto. Los estados continentales siguieron el ejemplo británico del li­ bre comercio aunque a diferentes escalas. Se trató de un proceso de liberalización comercial que culminó a principios de la década de 1870. Sin embargo, el descenso de los precios agrícolas e indus­ triales a lo largo de ese decenio (debido, en parte, a las fuertes re­ ducciones de los fletes sobre los cargamentos por ferrocarril o mar) precipitaron el resurgimiento del proteccionismo. El “manchesterianismo” había sido criticado desde los años cuarenta del siglo xix por economistas com o Friedrich List, quien sabía que las nacientes firmas textiles alemanas no podían competir con las británicas de no existir los aranceles proteccionistas. Pero el resurgimiento del proteccionismo se debió fundamentalmente a la utilidad política de los aranceles, pues con ellos era posible comprar el apoyo polí­ tico de pujantes grupos de interés, tales com o el de los hacenda­ dos 36. Bismarck restauró en Alemania los aranceles proteccionistas sobre artículos de importación agrícolas e industriales en 1878, que llegaron a un máximo en 1902 y no sólo beneficiaron a su propia cla­ se, los terratenientes junker, sino que también tuvieron el mérito de dividir a sus opositores liberales. Según las cifras de la Socie­ dad de Naciones, a principios de la I Guerra Mundial el índice pro­ medio de los aranceles alemanes había alcanzado el 12 por ciento, comparado con el 18 por ciento francés (la cifra inglesa estaba to­ davía en cero). Las tarifas continentales sobre el trigo alcanzaron un 36 por ciento en Alemania y un 38 por ciento en Francia; en Ita­

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lia, España y Portugal los aranceles fueron aún más elevados. En cambio, en Rusia y Estados Unidos eran las importaciones de ma­ nufacturas las que se tributaban fuertemente; lo mismo ocurría en Latinoamérica37. Entre 1861 y 1871, la proporción de los derechos norteamericanos de aduana con respecto a las importaciones su­ bió del 14 al 46 por ciento, para finalmente situarse en un 30 por ciento 38. La ley Fordney-McCumber de 1902 otorgó poderes a una Comisión para que impusiera diferentes derechos de aduana según el análisis de cada caso; por supuesto, una vez que el arancel había sido introducido, tendía a mantenerse a pesar de los cambios en los precios relativos 39.

Al finalizar la I Guerra Mundial, el proteccionismo continuó su tendencia ascendente. En la mayor parte de las economías indus­ triales, el valor de los derechos aduaneros com o proporción del to­ tal de las importaciones ascendió del 11 por ciento (1923-1926) al 18 por ciento (1932-1939) 40. Uno de los factores fundamentales de la Gran Depresión fue la introducción, entre octubre de 1929 y ju­ nio de 1930, de la devastadora ley de aranceles Smoot-Hawley, que especificaba derechos aduaneros sobre no menos de 21.000 artícu­ los 41. Incluso Gran Bretaña, campeona tradicional del libre comer­ cio, optó por el proteccionismo e impuso un derecho aduanero del 10 por ciento ad valorem en marzo de 1932 y, en julio del mismo año, adoptó el proteccionismo para su Imperio (la “preferencia impe­ rial”) 42. Como en el siglo xix, el proteccionismo contó con defen­ sores bien organizados. En una ponencia ofrecida en Dublín en abril de 1933, Keynes declaró que “simpatiz[aba]... con aquellos que buscaban minimizar en lugar de maximizar la maraña de las rela­ ciones económicas entre las naciones” 43. Sólo gradualmente, los economistas y políticos se fueron dando cuenta de lo destructivo que era el juego de “empobrecer al vecino”. Aunque, indudablemente, tenía más sentido imponer aranceles que defender unilateralmente una política de libre comercio en un mundo proteccionista, era aún más razonable reducir las barreras comerciales a nivel colectivo; en primer lugar, mediante acuerdos bilaterales, y luego, tras la II Gue­ rra Mundial, mediante el Acuerdo General sobre Comercio y Aran­ celes (GATT). La lección que por primera vez enseñara Adam Smith en el siglo xvill — de que una menor imposición de derechos

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aduaneros sobre las importaciones traería más ingresos al impulsar el comercio— tuvo que aprenderse una vez más de forma dolorosa 44 No hay razón lógica para que una transacción que suponga tras­ ladar bienes a través de una frontera sea tratada de m odo diferente a una transacción realizada en el interior. A lo largo de la historia, los estados impusieron tributos sobre las transacciones nacionales. En la Antigüedad, Atenas impuso un tributo a la venta de esclavos 45 Roma tuvo un impuesto similar del 4 por ciento, así com o uno so­ bre la manumisión de esclavos y otro del 1 por ciento sobre las ven-? tas de otros bienes 46. En Francia, durante el Medievo, la ordenanza1 de diciembre de 1360 “revolucionó” las finanzas reales al imponen un tributo (la gabelle) sobre la sal y los aides del 5 por ciento sobre la venta de la mayor parte de sus productos, con la excepción del vino, al que le impuso un tributo más elevado (inicialmente fue del 8 por ciento y llegó al 25 por ciento) 4V. Durante el Renacimien­ to, la quinta parte de los ingresos de Florencia dependía de un im­ puesto similar sobre la sal, que se recaudaba en las puertas de la ciudad 48. Castilla, durante el reinado de los Austria, tenía la alca­ bala, un impuesto del 10 por ciento sobre las ventas 49. Antes de que Rusia introdujera el m onopolio del vodka, el impuesto sobre las bebidas alcohólicas fue una de las fuentes principales de los in­ gresos públicos rusos: en 1815 representaba la tercera parte del total de la renta 50. Sin embargo, pocos estados han dependido tanto de la tributa­ ción sobre el consumo doméstico como Gran Bretaña durante la era de los Hannover; esto es interesante porque dicho régimen fue el que lideró la primera Revolución Industrial 51. De hecho, el im­ puesto — que el diccionario del Dr. Johnson define com o “un impuesto odioso sobre el consumo”— se originó durante la era de los Estuardo: Carlos I impuso gravámenes sobre los paños, el almi­ dón, el jabón, las gafas, los hilos de oro y plata y los naipes; en 1643, el Parlamento introdujo gravámenes sobre el tabaco, el vino, la si­ dra, la cerveza, las pieles, los sombreros, el cuero, el encaje, el hilo y las sedas importadas 52. En 1660 se impuso un tributo también a la cerveza, la sal, el azafrán, el lúpulo, la hojalata, el hierro y el vidrio. A lo largo de los cien años siguientes, estos impuestos se convirtie­ ron en la fuente principal del ingreso estatal 53. Para financiar la

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guerra contra Francia durante la era de la revolución, Pitt el Joven agregó los sombreros, los guantes, los mitones, los perfumes, las tiendas y las sirvientas de las mujeres, además de los ladrillos, los ca­ ballos y la caza 54. Al terminar las Guerras Napoleónicas, parecía que ningún artículo estaba eximido de impuestos en Gran Breta­ ña. En un artículo del Edinburgh Review de 1820, Sidney Smith se la­ mentaba diciendo: Las inevitables consecuencias de nuestras ansias de gloria: los im­ puestos sobre todo lo que entra en nuestra boca, o nos cubre el cuer­ po o está bajo nuestros pies; los impuestos sobre lo que nos gusta ver, escuchar, sentir, oler o degustar; los impuestos sobre el calor, la luz y el transporte; los impuestos sobre todo lo que proviene de la tierra o del agua que hay bajo ella, sobre todo lo que viene de fuera o crece en casa; los impuestos sobre la materia prima; impuestos sobre el valor añadi­ do a la industria del hombre; los impuestos sobre las salsas que alegran el paladar y las drogas que hacen recobrar la salud; sobre el armiño que adorna al juez y la soga de la que cuelga el criminal; sobre la sal para los pobres y las especias para los -ricos; sobre los bronces de los ataúdes y las cintas de las novias; en la cama o la mesa; al acostarnos y al levantarnos debemos pagar. El niño juega con su trompo gravado; el joven monta su caballo gravado, con freno gravado, en un camino gravado; y el inglés moribundo toma su medicina, por la que pagó un 7 por ciento; con la cuchara, por la que pagó un 15 por ciento, vuelve a echarse en su cama de oropel, por la que pagó un 22 por ciento y mue­ re en brazos del boticario, que pagó una licencia de cien libras para llevarlo a la muerte. Toda su propiedad se grava inmediatamente de un 2 a un 10 por ciento. Y además de la legalización del testamento, se demandan elevadas tasas por enterrarlo en el presbiterio; sus virtudes le transmiten a la posteridad en un mármol gravado; y se reúne enton­ ces con sus padres para quedar eximido de impuestos para siempre 55.

Queda aún por conocer la medida en que esta dependencia de la tributación sobre el consumo ayudó o dificultó al crecimiento económico de Gran Bretaña. El sistema impositivo de la era hannoveriana alentó, sin lugar a dudas, las exportaciones (estaban libres de impuestos y en algunos casos, subsidiadas con primas); pero es

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dudoso que las grandes transferencias de los recursos consumido­ res hacia los rentistas exentos de impuestos hayan traído efectos be­ neficiosos a nivel macroeconómico 56. Es interesante señalar que los críticos contemporáneos de las finanzas españolas y holandesas — entre ellos Adam Smith— creyeron que una dependencia exce­ siva de impuestos sobre el consumo tendía a aumentar los costes de mano de obra y a inhibir el comercio interior 57. El canciller sueco del siglo xvir Axel Oxenstierna señaló que los impuestos indirectos “le agradaban a Dios, no dañaban a nadie y no provocaban rebeliones”. Algunos especialistas modernos en ciencias políticas están de acuerdo y sostienen que los impuestos al consumo son menos “visibles” y que, en consecuencia, ocasionan menos reacciones políticas que los impuestos directos 58. Sin em­ bargo, ningún Estado puede mantenerse por demasiado tiempo dependiendo exclusivamente de una tributación indirecta: en todo sistema impositivo demasiado regresivo, el conflicto de intereses entre un patricíado propietario y poderoso y un populacho pobre y desposeído genera tarde o temprano disturbios — esto era indu­ dable para Maquiavelo, que se basaba en la experiencia florenti­ na— 59. A principios de la era moderna, las protestas contra el im­ puesto indirecto eran fenómeno recurrente en Europa. Este tipo de tributación fue uno de los agravios que desataron la rebelión de los Países Bajos contra España, la Guerra de los Campesinos en Alemania, la de los Comuneros en Hungría y una variedad de disturbios ocurridos en tierras otomanas, entre 1590 y 1607 60. En 1630 debió eliminarse un nuevo impuesto sobre la sal com o con­ secuencia de las protestas en el País Vasco, y en 1647 hubo levanta­ mientos en Palermo y Nápoles contra los nuevos impuestos sobre el consumo 61. En ningún lugar las protestas fueron tan frecuentes com o en Francia durante el Antiguo Régimen. La presión combinada de la subida de impuestos y del arriendo sobre el salario de los campesi­ nos generó la sublevación de los Pitauds contra la gabelleen Guyenne en 1548. Y la recaudación del impuesto del 5 por ciento sobre las ventas conocido como el solpour livre, la.partearte o la subvention générale tuvo que eliminarse dos veces — en 1602 y 1643— debido a la resistencia popular. Afínales de la década de los sesenta del siglo xvii

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sólo fue posible recaudarlo mediante la fuerza en las provincias de Dauphiné y Guyenne 62. En 1648, una gran rebelión en Francia dio comienzo a la huelga impositiva contra las nuevas medidas fiscales del cardenal Mazarino 63. Entre otras rebeliones francesas contra el sistema impositivo durante el Antiguo Régimen pueden mencio­ narse la rebelión de los Croquants en Quercy, en 1624; la rebelión de las ciudades de Guyenne contra los impuestos sobre la venta de vinos, en 1635; la rebelión de los Nu^pieds en Normandía contra la abolición de su exención de la gabelk, en 1639; y la rebelión bretona contra el papier timbré, en 1675 64. Los historiadores, ya desde la épo­ ca de Tocqueville, consideraron que la tributación había sido uno de los principales causantes de la Revolución Francesa; si bien cabe decir que la regresividad del sistema impositivo anterior a 1789 se debió más a la gran cantidad de exenciones y anomalías del siste­ ma tributario directo (véase más adelante) que al nivel general de la carga fiscal. Como observó Edmund Burke, “tributar y agradar, de la misma manera que amar y ser juicioso, son dos cosas que no se dan juntas en el hombre”. No sorprende, entonces, que la proliferación de im­ puestos sobre el consumo en Inglaterra durante la era hannoveriana haya sido también la razón de las protestas populares. En 1733, una gran multitud se apiñó en el Parlamento manifestándose contra el proyecto de Ley Impositiva de sir Robert Walpole con la consigna: “¡No a la esclavitud, no a los impuestos, no a las trabas! ”; se trató de una protesta que logrótemporalmente cierto éxito 65. En efecto, la Inglaterra de la era Hannover es bastante interesante porque di­ chas protestas nunca alcanzaron a ser, com o en otros lugares, rebe­ liones a gran escala. En parte, esto reflejaba que los impuestos sobre “los productos de primera necesidad de los pobres” habían sido bastante moderados: los gravámenes sobre los licores, los vinos y el tabaco fueron más altos que los de la cerveza, las velas, el jabón, el almidón y el cuero, y los únicos productos de campo tributados fue­ ron los curtidos, la malta, los caballos y el sebo 66. Cuando durante el siglo xviii las multitudes rurales lograron imponer “la tributa­ ción popular” (es decir, precios justos) sobre el trigo, la harina y el pan, estaban reaccionando contra el mercado libre más que contra la política fiscal67.

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La diferencia que existió entre la experiencia británica y la fran­ cesa del siglo xvin sugiere que la importancia no radica en el nivel de tributación indirecta sino en la gama de artículos de consumo sujetos a dicha tributación. Durante el siglo xix, los impuestos so­ bre el pan continuaron siendo los causantes principales de los di» turbios urbanos entre los pobres. Nada ilustra mejor la importan­ cia política del impuesto sobre el pan que la función que tuvo en el apoyo al Partido Socialdemócrata en Alemania (SPD) durante la era guillermina. De hecho, la recesión causada por el arancel sobre la importación de cereales fue mucho menor de lo declara* do por la prensa socialista. En 1913, los aranceles representaba^ sólo un 10 por ciento del total de la renta del sector público, )! según cálculos modernos, la protección elevó el precio del pan en un máximo del 8 por ciento, lo que equivalía a un 1,5 por cien» to de la renta media de una familia de clase trabajadora 68. Pero la declaración de que “el querido pan” pagaba el “militarismo” — que los ingresos provenientes de los aranceles sobre el grano fi­ nanciaban la construcción de la marina de guerra del káiser— fue un potente lema electoral, el factor principal que facilitó el triun­ fo del SPD en 1912. De m odo similar, lo que saboteó, después de 1900, la campaña de Joseph Chamberlain por la reforma arance­ laria fue la asociación de los derechos de aduanas con los elevados precios del pan que habían existido en el pasado debido a las Le­ yes del Trigo. En las asambleas liberales de 1905 se arrastraba al estrado a las mujeres mayores que recordaban los años anterio­ res a la década de 1840 para que advirtieran a los votantes sobre aquellos malos tiempos de Gran Bretaña, previos a la era del libre comercio. En cambio, los impuestos sobre transacciones legales o de otro tipo — conocidos generalmente com o “impuestos del timbre”— nunca han dado lugar a muchas controversias; por su naturaleza, tendían a recaer sobre los más ricos. El Estado francés, en particu­ lar, dependió bastante de ellos: en 1913, los impuestos del timbre y las matrículas representaban la quinta parte del total de los in­ gresos69. La excepción a la regla fueron, sin duda, los derechos de aduana sobre documentos legales, periódicos, naipes y dados que Gran Bretaña impuso a las colonias americanas por la Ley del Tim­

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bre de 1765: provocaron una reacción tan violenta que fueron rá­ pidamente revocados. Aunque, com o veremos más adelante, lo que verdaderamente generó el problema con las colonias fue el carácter inconstitucional de la imposición más que el nivel de la carga fiscal70. Los gobiernos modernos han aprendido algo del pasado. En Europa occidental, a fines del siglo xx, el desarrollo del Impuesto sobre el Valor Añadido otorgó al Estado una forma nueva y lucrativa de tributación indirecta que, curiosamente, los consumidores han aceptado pagar y las empresas administrar. Entre 1979 y 1999, la proporción del IVA en el total de los ingresos públicos en Gran Bre­ taña se duplicó y en la actualidad es del 16 por ciento 71. En la ac­ tualidad (año 2000), un 55 por ciento de los gastos del consumidor están sujetos al IVA, a una tasa del 17,5 por ciento. En Francia, el IVA es aún más importante que en Gran Bretaña, suponiendo un 45 por ciento del total de la renta 72. La relativa aceptación del IVA puede explicarse de varios modos. En primer lugar, los gobiernos han tenido el cuidado de reducir o de privarse de imponer gravá­ menes sobre aquellos artículos que puedan dar lugar a rebeliones políticas. En Gran Bretaña, por ejemplo, la comida y el agua están exentas de impuestos, así como también las medicinas por pres­ cripción médica, los libros y los periódicos. Entre otras cosas, los al­ quileres, las cuotas escolares, el juego y los funerales están exentos de impuestos, mientras que el combustible de uso doméstico tiene un impuesto moderado. En segundo lugar, el gobierno ha ido in­ crementando las tasas por etapas. Y en tercer lugar, este incremen­ to ha estado, por lo general, vinculado a la reducción de otros im­ puestos. Cuando en 1972 se introdujo el IVA por primera vez en Gran Bretaña, su índice era del 8 por ciento. En 1979, el gobierno de Thatcher lo incrementó a un 15 por ciento, con el pretendido objetivo de implementar una reducción general de los tipos de in­ terés (el básico y los más altos) del impuesto sobre la renta. En 1991, el incremento que lo llevó a su estado actual “se vendió” com o par­ te del paquete de medidas contra la impopular contribución a la Comunidad Económica Europea73. Cuando el gobierno impuso el IVA al combustible de uso doméstico intentó hacerlo por etapas y comenzó con una tasa moderada del 8 por ciento. A medida que fue

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disminuyendo la mayoría de Major en la Cámara Baja, resultó im­ posible elevar más el tipo impositivo. Como resultado de esta complejidad, el IVA no es (como se ha afirmado) un impuesto regresivo 74.,Sin embargo, viejos y regresi­ vos impuestos sobre el consumo aún se mantienen en Gran Breta­ ña bajo la forma de elevados impuestos especiales sobre el tabaco, el alcohol y el combustible. El IVA y los impuestos especiales, en conjunto, representan el 88 por ciento del precio del galón de di©* sel, el 82 por ciento del precio de un paquete de cigarrillos y el 64 por ciento del precio de una botella de licor 75. Como resultado de esto, la carga de la tributación indirecta termina siendo ligeramen* te regresiva en Gran Bretaña: en 1995, una familia con dos hijos y: un salario por debajo de la media pagaba un 13,5 por ciento en IVA y otros impuestos especiales, mientras que una familia de dos hijo» con un salario superior al m edio pagaba aproximadamente utó¡ 12,8 por ciento 76. En otras palabras, en 1993, las familias que esta-; ban, por renta, en el 20 por ciento más bajo de la población gastaban un 30 por ciento de su renta disponible en impuestos indirectos^ mientras que para las familias situadas en el 20 por ciento más alto la cifra se acercaba al 15 por ciento 77. El impuesto sobre el tabaco es, en particular, muy regresivo ya que los grupos de menores ingresos no sólo gastan una mayor proporción de su renta en tabaco, sino que además fuman más 78. Por cierto, hay otros países que gravan el tabaco, la bebida y la conducción de automóviles, pero sólo unos pocos lo hacen de forma tan punitiva. En Estados Unidos, los im­ puestos sobre estos placeres simples representan sólo un 2,6 por ciento del total de la renta pública. La cifra equivalente en Gran Bretaña es del 12,2 por ciento 79. En Gran Bretaña, la elevada tributación del tabaco, el alcohol y el combustible no intenta solamente aumentar la recaudación sino también desalentar el consumo de estos bienes por razones de sa­ lud y medioambientales. Desgraciadamente, y como era de prever, los elevados tipos han incentivado el contrabando tanto com o han desalentado el consumo; por otro lado, los ingresos se redujeron en términos relativos (la renta del tabaco, por ejemplo, se redujo de un 17 por ciento de la tributación total en 1947 a menos del 3 por ciento en 1990) 80. Tampoco hay que exagerar la eficacia del IVA.

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Gran parte de lo que hoy se entiende por “econom ía sumergida” se debe al intento de los pequeños comerciantes de eludir el IVA y otras cargas que se im ponen a las empresas.

Según un cálculo de 1998 de la Unión Europea, el mercado la­ boral “sumergido” de Gran Bretaña equivale al 12 por ciento de su PIB. Un estudio detallado de la economía austríaca sugiere que la evasión de la imposición indirecta se ha convertido en el motivo principal del crecimiento de la economía sumergida 81. Como ocu­ rrió con los derechos de aduana, existen límites a la cantidad de di­ nero que puede reunirse por medio de los impuestos al consumo y al valor añadido, particularmente, en un mundo donde la movili­ dad de personas y de bienes es cada vez mayor: véanse las protestas en la Europa de 2000 en relación con el combustible.

“R ecogiendo

los frutos ”: los impuestos directos

El impuesto de capitación (poli tax) es la forma más simple de

tributación directa al requerir una aportación por parte de todos. Los impuestos de capitación caracterizaron las finanzas de la In­ glaterra del siglo xrv, así com o las de mediados del siglo XVII. El An­ tiguo Régimen francés tuvo asimismo su capitation, desde 1701 a 1789 (se introdujo en Francia por primera vez en 1695) 82. El “im­ puesto sobre las almas” fue la base de la tributación rusa desde el gobierno de Pedro el^Grande hasta la Revolución 83. El problema del impuesto de capitación es que es regresivo, pues el pobre debe renunciar a una proporción mucho mayor de su ren­ ta que el rico. Por esta razón, el impuesto de capitación ha provoca­ do algunas veces rebeliones fiscales. Este tipo de impuesto ocupa un lugar especial en la historia inglesa porque fue — en la forma de un chelín por cabeza impuesto a los adultos mayores de quince años, exceptuando a los mendigos— el que desencadenó la rebe­ lión campesina de 1381; también, porque su introducción fue lo que asestó el golpe fatal y definitivo al gobierno de la primera mi­ nistra Margaret Thatcher en 1990. Por esta razón, los impuestos de capitación se han aplicado por lo general a las minorías y no a la población en su totalidad. Los ate­

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nienses aplicaron dicho impuesto sólo a los residentes nacidos en el extranjero 84. El califato abasí, en sus inicios, recaudó un impues­ to de capitación sólo entre aquellos que no eran musulmanes, si bien el sistema tuvo finalmente que abandonarse, pues los infieles respondieron al incentivo obvio que implicaba convirtiéndose al islamismo cada vez en mayor número 85. El Sacro Imperio Roma­ no demandó también a las comunidades judías un impuesto de capitación. El impuesto directo que claramente exime de pago a los pobres es el impuesto sobre el valor de la tierra o el impuesto sobre la pro­ piedad: éste se aplica en proporción a los bienes raíces de un indivi­ duo o una comunidad. Fue la base del geld anglosajón, destinado a financiar la defensa del reino contra los daneses 86. También fue la base de los “subsidios” creados en Inglaterra y en Francia para fi­ nanciar las cruzadas y las guerras de los siglos xii y xiii; el pago del impuesto por parte de los terratenientes sustituía su obligación, teórica, de servir a la corona participando en el ejército 87. La tailk francesa fue un impuesto distribuido geográficamente sobre las rentas de la tierra; si bien se vio incrementado por otros impues­ tos complementarios, fue el impuesto directo más importante de Francia hasta 1780. Más de un 60 por ciento de lo recaudado por Solimán el Magnífico en el Egipto controlado por el Imperio oto­ mano durante el siglo xvi, provenía del impuesto territorial88. Asi­ mismo, el impuesto sobre el valor de la tierra en Japón de la era de Tokugawa representaba el 40 por ciento de la producción de arroz y probablemente llegaba a representar la cuarta parte del produc­ to nacional89. En la India de la era mogol, a fines del reinado de Akbar, el impuesto territorial ascendió a la sexta parte de la pro­ ducción nacional90. En muchos sentidos, el impuesto territorial es un impuesto na­ tural para la mayoría de las sociedades agrarias. De hecho, los fisió­ cratas franceses consideraron que el único impuesto verdaderamen­ te necesario era el impuesto sobre la renta neta proveniente de la tierra 91.José II de Austria soñaba reformar las finanzas de los Habsburgo según este criterio. Las sociedades más comerciales implementaron también impuestos territoriales, aunque lo hicieron de manera diferente: los Países Bajos gravaron las tierras destinadas a la

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agricultura en un 20 por ciento del valor de su arrendamiento; en cambio, las tierras edificables se tributaban en un 12,5 por ciento. Los beneficios de explotación estaban libres de impuestos 92. Antes de la I Guerra Mundial, Lloyd George abogó también por un im­ puesto sobre el valor de la tierra y un impuesto sobre las ganancias de capital provenientes de la tierra, si bien su intención era la de re­ distribuir las tierras una vez que se completara la tasación del terri­ torio nacional. Las desventajas del impuesto territorial son fundamentalmente dos: en primer lugar, este tipo de impuesto perjudica especialmen­ te a los terratenientes y no a los titulares de activos financieros u otros bienes muebles; en segundo lugar, requiere que los tasadores de Hacienda tengan un conocimiento preciso de la estructura de la propiedad territorial y de la productividad de las posesiones indi­ viduales. Este último factor es el que presenta mayores dificultades, pues en el tiempo que lleva hacer una inspección precisa de la te­ nencia de tierras, ¿quién puede estimar cuántos acres habrán cam­ biado de manos? Ya en las ciudades-estado italianas se presentaba este tipo de problema. Florencia, durante el siglo XV, basó su impues­ to territorial en un estudio de la apropiación territorial, el catasto, que debió actualizarse regularmente (unas ocho veces entre 1427 y 1495) antes de abandonarse definitivamente en favor de un peque­ ño diezmo del 10 por ciento 93. El intento del cardenal Wolsey de llevar a cabo una inspección detallada de la riqueza inglesa — “la Gran Proscripción” de 1522— tuvo que abandonarse debido a la re­ sistencia presentada por los aristócratas 94. La inspección de 1692, en la que se basó el impuesto sobre la propiedad inglesa (equiva­ lía, aproximadamente, a un quinto de la renta total), quedó rápi­ damente desactualizada con la revolución agraria del siglo xvzn, si bien las “cuotas” derivadas de esta inspección se mantuvieron hasta la década de los noventa del siglo xvin. Com o decía Adam Smith, el impuesto territorial precisa “que el gobierno le preste atención continua y detallada a todas las variaciones de la condición y pro­ ducción de las distintas fincas del país” 95. Los reformadores fiscales del Antiguo Régimen soñaron con realizar una inspección catas­ tral, pero debieron renunciar a ello al darse cuenta de que para lle­ varla a cabo precisarían más de tres mil inspectores 96. Finalmente,

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en 1808, Napoleón inició dicho estudio; pero ya estaba desactuali­ zado cuando logró finalizarlo cuarenta y dos años más tarde luego de inspeccionar 126 millones de parcelas de tierra y a once millo­ nes de propietarios 97. En adelante, el impuesto basado en dicha inspección no sólo se fue reduciendo por la creciente productivi­ dad sino que se volvió injusto debido a que fue imposible contabili* zar el aprovechamiento de las tierras. En 1914 el impuesto territo­ rial aportó tan sólo un 2,3 por ciento de la recaudación98. Gravar el impuesto territorial en el momento en que se hereda la tierra puede ser una manera de sortear las dificultades. Como hacía notar perversamente Lloyd George: “La muerte es el momen* to más conveniente para tasar a los ricos”. En la Antigüedad, Roma tenía este impuesto de sucesiones (la jerga inglesa es más vivida, lo denomina “impuesto sobre los muertos”) que se recaudaba con uri tipo del 5 por ciento y representaba un poco más de esa cifra en el conjunto de los ingresos públicos 99. Si bien comúnmente ha sido interpretado en Gran Bretaña com o una innovación propia del si­ glo xx, de hecho fue en 1853 cuando los llamados “impuestos de sucesiones” se extendieron a los bienes raíces. Es al ministro liberal sir William Harcourt a quien se le atribuye el mérito (o la acusación) de introducir los modernos “impuestos sobre los muertos” en 1894; su predecesor conservador George Goschen se le había adelantado en 1889, con su arancel del 1 por ciento sobre todas las propieda­ des que superaban las 10.000 libras. Como predijeran los críticos, esto era la punta del iceberg. Durante la época del “presupuesto del pueblo” de Lloyd George, aumentar los “impuestos sobre los muertos” se había convertido en el hábito de los cancilleres de cen­ tro-izquierda. Pero también los conservadores del continente recu­ rrieron al impuesto de sucesiones. Cuando el gobierno alemán in­ tentó que aumentara la proporción de la tributación directa para el Reich (la que estaba principalmente en manos de los estados fe­ derales) , la primera gran propuesta fue la de implementar un im­ puesto de sucesiones. En ambos casos hubo una fuerte, aunque en última instancia vana, oposición por parte de los aristócratas. Si bien los tipos del impuesto de sucesiones alcanzaron niveles tan elevados que se convirtieron en algo punitivo para los ricos a lo largo del siglo xx, nunca hubo suficiente gente rica — o para ser más

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preciso, suficiente gente rica que no contara con la ayuda de conta­ l e s — com o para recaudar grandes sumas de dinero. En la actuali­ dad, el impuesto de sucesiones representa, tanto en Gran Bretaña com o en Estados Unidos, una cifra inferior al 1 por ciento del total de la recaudación y los políticos conservadores de ambos países han comenzado a defender su eliminación. La alternativa principal al impuesto de sucesiones ha sido una especie de impuesto general sobre la renta que, en su forma más simple, requiere de un sacrificio proporcional de todos, sin relación con la fuente de sus ingresos. El primero de los cuatro “cánones” tributarios de Adam Smith sostenía que “los individuos del Estado deberían contribuir para apoyar financieramente al gobierno, en una proporción lo más aproximada posible a sus capacidades res­ pectivas; es decir, en proporción a la renta de la que disfrutan respec­ tivamente bajo la protección del Estado 10°. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de los revolucionarios fran­ ceses formulaba algo similar en una de sus partes. Los impuestos deben estar “equitativamente repartidos entre los ciudadanos de acuerdo con sus capacidades de pago” 101. Este no era en absoluto un concepto novedoso. En la Antigüedad, se fijaba frecuentemen­ te el impuesto en un valor equivalente a la décima parte de la renta anual. Fue la forma del usArabasí del siglo vm 102; del diezmo inglés del clero en el siglo así com o también del “décimo” parlamen­ tario (que luego se reemplazó por el quinceavo) 103; de la decima veneciana 104; y de la dixième francesa de breve duración del siglo XVlil, que se convirtió más tarde en la vingtième105. El primer intento in­ glés de tributación sohre la renta consistió en una imposición del 20 por ciento sobre todas las rentas y se introdujo en 1692 106. Pero es el impuesto sobre la renta de Pitt de 1798 — también del 10 por ciento— el que habitualmente se interpreta como el gran aconteci­ miento en la historia de la tributación: permitió, en última instan­ cia, incrementar en un tercio los ingresos hasta alcanzar la cifra ne­ cesaria para vencer a Francia en las guerras 1APri u ix ) v in

El

s ín d r o m e

“ S il v e r b r id g e ” :

LA ECONOMÍA ELECTORAL *

... Lo que me importa es el juego. Porque si se acaba el juego, jamás podrá recuperarse; jamás. ¿Yentonces quién dará algo por las elecciones? T rollope,

Can YouForgive Her1

G u a n d o el joven héroe de la novela de Anthony Trollope, el ga­ llardo Phineas Finn, se presentó com o candidato liberal en las elec­ ciones parlamentarias, el resultado ya estaba escrito. Había sola­ mente 307 electores registrados y “los habitantes del lugar estaban tan alejados del mundo y tenían tal desconocimiento de las cosas buenas de la vida que no sabían nada de lo que era un fraude”. Se dio el caso, sin embargo, de que el hombre fuerte de la localidad, el conde de Tula, retiró su apoyo al candidato conservador, que era su hermano, por haber tenido uná'clisputa con él 2. Pero Trollope no tuvo la misma suerte que su héroe cuando él mismo se convirtió en candidato parlamentario un año después de haber terminado Phineas Finn. Se presentó por Beverley, en el East Riding de Yorkshire, uno de los distritos electorales de Inglaterra más famosos por la corrupción. Desde que había entrado en escena en 1857 el miembro conservador sir Henry Edwards había comprado siste­ máticamente los votos de los electores hasta el punto de que “las cla­ ses trabajadoras fque en 1867 habíán adquirido derechos electora­ les] consideraban el privilegio del voto sólo como un medio para obtener dinero” 3. Edwards pagaba a los taberneros para que repar­ tieran cerveza gratuita. Incluso en las elecciones municipales, ha* Este capítulo ha sido escrito conjuntamente con Glen O ’Hara.

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Cheftìns, “King Cash! — The Boss of Every Election”, de Ilustrated Bits, 1885

cía que los agentes de los conservadores se sentaran en la taberna Golden Ball, cuyo nombre por cierto es adecuado, para repartir monedas y anotar cuidadosamente en un libro los nombres de los receptores. Trollope invirtió 400 libras en su campaña y quedó el último en los resultados electorales con 740 votos, mientras que Edwards venció con 1.132 votos. El fraude resultó ser tan descarado que organizaron una Comisión Real para investigarlo. La comisión pudo demostrar que se habían comprado más de 800 votos y abo­ lió a su debido tiempo el distrito electoral de Beverley4. Cuando leemos las versiones noveladas por Trollope de esta ex­ periencia, en The Prime Minister y TheDuke’s Children, nos damos cuenta de que la vida política de Inglaterra no varió demasiado en­ tre 1750 y 1860. En el imaginado distrito electoral de “Silverbridge” los candidatos deben entregar a los fiscales locales cheques de 500 libras y los “honestos ciudadanos” solicitan con descaro “una peque­ ña contribución económica” a cambio de sus votos, el protege del aristócrata local vence al cervecero local y uno de los candidatos de­ rrotados amenaza con una fusta a uno de sus rivales 5. Aun con la promulgación de dos leyes de Reforma en 1832 y 1867, el “Silverbrid­ ge” de Trollope parece ser sólo algo menos deshonroso que aquella elección hannoveriana tan vividamente pintada por William Hogarth en 1753. Uno podía pensar que en el Silverbridge moderno no ocurriría esto. Hoy en día, es posible llegar a expulsar de la Cámara de los Co­ munes al diputado del que pueda probarse que se ha pasado por po­ cas libras del mínimo legal fijado para gastos de campaña. Es más, el dinero que gastan los candidatos no termina nunca en los bolsillos de los votantes. Sin embargo, la política de principios del siglo xxi nos recuerda en otros sentidos a la era de Trollope. En las democra­ cias modernas no hay una compra directa de votos; pero, no obstan­ te, es preciso invertir mucho dinero para asegurarse las elecciones.

¿E st á

u s t e d e n u n a s it u a c ió n m á s d e s a h o g a d a ?

Para la política moderna, la relación causal entre economía y popularidad del gobierno se ha vuelto axiomática: más precisa­

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mente, se entiende que el funcionamiento de la economía tien«j una relación directa con el éxito electoral del gobierno que ocupa el poder. Una buena ejemplificación de este nuevo determinismo económico es la difundida explicación del fracaso del impeachmem de Clinton por perjurio y obstrucción a la justicia en relación cdfl sus delitos sexuales. En febrero de 1999, la mayoría de los estado* unidenses creían que Clinton era culpable de las acusaciones; sip embargo, sólo una escasa minoría deseaba que Clinton renunciar^ a la presidencia. Según el senador Robert Byrd —y muchos otrol comentaristas políticos— , la razón era simple: “Nunca se destituirá a un presidente del cargo... si la economía está a su máxima altuf ra. La gente responde a las encuestas con el bolsillo” 6. Esta había sido la diferencia, sugería un corresponsal de Thi Finanáal Times, entre Clinton y Richard Nixon, a quien habíarf obligado a abandonar la Casa Blanca en agosto de 1974. Durante el año y medio anterior a la caída de Nixon, el “grado de apoyo á la gestión de su gobierno había descendido de un 60 por ciento,^ a menos del 30 por ciento... Durante ese mismo periodo, la producá ción había sufrido el peor estancamiento desde la II Guerra Murtf dial, el desempleo había aumentado prácticamente en un millón d| personas y la tasa de inflación se había duplicado... En Wall Street, eí mercado de valores había caído en un tercio”. En cambio, la apro* bación de la gestión del gobierno de Clinton había aumentado de un 40 por ciento (en 1994, cuando Kenneth Starr fue nombra* do fiscal especial) a más del 70 por ciento a fines de 1999, año do* minado por el escándalo Lewinsky. Según un periodista de The Fi­ nancial Times, esto se debió a que “cuando el asunto Lewinsky se hizo público... Estados Unidos había creado más de tres millones de puestos de trabajo, su tasa de desempleo había caído a niveles que no se habían visto desde hacía cuarenta años y el crecimiento había logrado el mayor y más sostenido nivel de toda la década. En Wall Street, el promedio del índice Dow Jones de valores in­ dustriales había aumentado en más del 15 por ciento”. A primera vista, el gráfico 20 parece reflejar dicho análisis. Es decir, la p ro­ pia experiencia del gobierno de Clinton parece haber justificado aquel lema de su campaña electoral de 1992: “Se trata de la eco­ nomía, estúpido”.

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Pero la noción de la primacía de la economía en la política nor­ teamericana surge con anterioridad a la era de Clinton. En 1980, Ronald Reagan declaraba en un debate televisado con Jimmy Cárter lo siguiente: “Cuando uno toma su decisión [en las elecciones], debe preguntarse si se siente en la actualidad mejor situado econó­ micamente que hace cuatro años... ¿Hay más o menos desempleo en el país que hace cuatro años?” 7. Los políticos británicos también han sido desde hace tiempo deterministas económicos: la idea de que la economía determina el éxito electoral del gobierno se pue­ de rastrear incluso a mediados de la era victoriana. Un folleto liberal publicado en Manchester en 1880 comparaba la cantidad de in­ ternos y de beneficiarios de ayuda externa a cargo del asilo de Salford “cuando Lord Gladstone ocupó su puesto” y “cuando se reti­ ró” con las cifras que se dieron cuando “Lord Beaconsfield ocupó su puesto” y “el primero de enero de 1880”. Los números habían descendido con los liberales y aumentado abruptamente con los tories. La conclusión del folleto era verdaderamente irónica: ‘Ya basta del r é g i m e n t o r y con sus Malos Negocios, y sus Pesadas Tasas e Im­ puestos. SI NO HA TENIDO SUFICIENTE, VOTE POR LOS TORIES” 8. Disraeli mismo estaba tan impresionado por esta clase de argumentos que le manifestó a Salisbury lo siguiente: “Desde que tengo memoria, los ‘tiempos difíciles’ han sido siempre nuestros enemigos y sin duda son la causa de nuestra caída” 9. En 1930, cuando la depresión internacional se volvió aún más profunda, Winston Churchill declaraba lo siguiente: ‘Ya no se trata de un partido luchando contra otro, tampoco de un grupo de polí­ ticos eliminando a otro. Se trata de una serie sucesiva de gobiernos que han tenido que enfrentarse a problemas económicos y a quie­ nes se ha evaluado por sus resultados en el duelo” 10. Harold Macmillan, el político conservador más exitoso de los años cincuenta, fue bastante explícito al señalar que la inflación moderada y los ba­ jos niveles de desempleo eran las bases del éxito político conserva.dor. “Seamos honestos”, les dijo a los conservadores de Bedford en julio de 1957, “la mayoría de nuestra gente no ha estado nunca en me­ jores condiciones” n . Dos años después, el eslogan de la campaña del partido era el siguiente: “La vida es mejor con los Conservado­ res: No permita que el Laborismo la arruine”.

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Gráfico 20. Sondeo del apoyo al presidente Clinton e índice Dow jones, 1993-2000 Fuentes: Gallup Organization; Economagic. Nota: El cierre diario del índice D ow jon es de valores industriales. Aprobación: por­ centaje de los encuestados que respondieron “lo apruebo” cuando se les hacía la si« guiente pregunta: ¿Aprueba o desaprueba el m odo en que Clinton está desarrollando su gestión presidencial?

Cuando los liberales triunfaron en la elección parcial de Orpingf ton en marzo de 1962, Macmillan culpó de esto a su ministro de Hacienda por su política económ ica12. A su vez, el Partido Laboris­ ta no tardó demasiado en adoptar este mismo m odo de operar. En 1968, Harold Wilson manifestaba a un periodista de TheFinanríal Times lo siguiente: “La historia política demuestra que la condición del gobierno y su capacidad de contar con la confianza del electo­ rado en las elecciones generales dependen del éxito de su política económica” 13.

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Ya en los años setenta, la idea de que la popularidad del gobierno

dependía del funcionamiento de la economía — y de que la eco­ nomía no sólo podía sino que también debía ser manipulada para conseguir el apoyo de la población— se había convertido en algo axiomático. En julio de 1975, por ejemplo, Barbara Castle llegaba con cierto pesar a la conclusión de que “con los niveles de desem­ pleo en un 3 por ciento hasta 1978-1979” se daría “un escenario para otra victoria tory que recogerá los frutos de nuestro amargo sacrifi­ cio previo” 14. En septiembre de 1978, el sucesor de Wilson,Jim Callaghan, concluía la reunión del gabinete diciendo lo siguiente: “No olvidéis que a los gobiernos les va bien cuando la gente cuenta con dinero en el bolsillo. Ahora bien, ¿cómo lo logramos?” u\ Si bien los conservadores de la era de Thatcher tuvieron poco en común con sus predecesores en el gobierno, ellos igualmente creyeron que la economía era la llave que conducía al triunfo polí­ tico. Con sus eslóganes de 1979 y 1992: “El laborismo no funciona” y “La bomba impositiva del Laborismo”, las cuestiones económicas se convirtieron en temas centrales de las campañas electorales de los tañes organizadas por los hermanos Saatchi. Por cierto, el énfa­ sis de la campaña de 1979 sobre la cola para cobrar el subsidio del paro demostró ser un arma de doble filo, ya que el desempleo se disparó con los presupuestos deflacionarios de Geoffrey Howe al­ canzando un máximo de 3,2 millones de personas, es decir, que llegó a ser dos veces y medio más alto que lo que los tañes habían heredado. En sus memorias, Margaret Thatcher explica su propia impopularidad en términos económicos 16. No tenía dudas de que los resultados de la elección de 1983 “dependerían en última ins­ tancia de la economía”. De la misma manera, cuando se aproxima­ ba la fecha de la elección de 1987 entendió que “la recuperación económica” constituía “un bálsamo efectivo” para aliviar “heridas” políticas tales como la del caso Westland: “Nuestras políticas traían crecimiento con una baja inflación, niveles de vida más altos y... una continua caída del desempleo”. Cuando en 1986 la conferencia del Partido Conservador coincidió con “un claro incremento de la pros­ peridad, además de la caída del desempleo”, esto nos “levantó la moral y también las encuestas las cuales... nos abrían el paso a la vic­ toria en las próximas elecciones” 17. Prácticamente todos los cole­

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gas del gabinete de Thatcher compartieron este análisis. El escrit| de su ministro de Hacienda, Nigel Lawson, sobre las elecciones d(| 1987 se titulaba simplemente: “Una elección que le fue ganada a|¡ economía” 18. En efecto, según Nicholas Ridley, Margare t Thatchej no sólo había vivido para la economía sino que también hahj¡ muerto por ella: Las encuestas sobre su popularidad personal alcanzaron un nive muy bíyo en el otoño [de 1989]... El único atributo electoral de los fij ries— se les veía como el mejor partido en el manejo de la economía^ se volvió repentinamente discutible. Parece existir históricameníS una relación directa entre el tipo de interés y la popularidad de iy¡ gobierno. A lo largo del tiempo, cuanto más elevado se vuelve el tipj^ de interés menos popular es el gobierno según las encuestas de api nión, y viceversa19.

U n p r o b le m a p a ra l a t e o r í a

Y, sin embargo, para los políticos citados anteriormente, que e$j taban a punto de presenciar las elecciones de mayo de 1997, los r«| sultados de las elecciones no fueron fáciles de explicar. La victoria» arrolladora del laborismo significó la ruptura completa de esta stíÁ puesta relación tradicional entre la economía y la popularidad d i un gobierno 20. El capítulo inicial del manifiesto conservador se # tulaba: “Duplicando los niveles de vida” 21. El eslogan fundamental de la campaña del partido: Britain is booming (Gran Bretaña está eri pleno apogeo económico) se basaba en la hipótesis de que la pros­ peridad económica conduciría a los votantes a la reelección uná vez más 22. Y de hecho Gran Bretaña gozaba de prosperidad. Desde abril de 1992, fecha de las anteriores elecciones, los tipos de interés de referencia habían descendido de un 10,5 a un 6 por ciento; la in­ flación había caído de un 4,3 a un 2,6 por ciento; el desempleo ha­ bía disminuido del 9,5 al 7,2 por ciento; el producto interior bruto real había aumentado en un 15,8 por ciento; y el crecimiento pro­ medio anual estaba en un saludable 2,4 por ciento. Y es más, los vo­ tantes de 1997 sabían que la economía iba bien. Una encuesta de

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opinión publicada el 24 de abril, una semana antes de las eleccio­ nes, demostraba que prácticamente la mitad del electorado soste­ nía que “el Gobierno había fundado fuertes bases para la recupe­ ración de Gran Bretaña”. Sin embargo, por desgracia para los tañes, solamente un quinto de los encuestados creyeron que éstos m erecían la victoria 23. Si bien lograron disminuir bastante el mar­ gen d e ventaja de los laboristas entre diciembre de 1994 y la fecha d e elecciones, la proporción de los votos para los conservadores cayó prácticamente en un 11 por ciento, y contó con 170 escaños menos en la Cámara de los Comunes. En febrero de 1999, el ante­ rior viceprimer ministro, Michael Heseltine, declaraba que las “re­ cesiones... destruyen a los gobiernos” 24. Y, sin embargo, queda cla­ ro que no fue la recesión lo que derrocó al gobierno de Major. Como era de esperar, los comentaristas económicos intentaron hacer que sus modelos se ajustaran a los hechos. Según el Instituto de Estudios Fiscales, si bien era cierto que las rentas habían aumen­ tado desde 1992, no habían llegado a los niveles alcanzados du­ rante los periodos electorales previos. Después de deducir los im­ puestos, la renta real de una familia media con dos hijos había crecido en 765 libras anuales entre 1991 y 1996. Pero la cifra corres­ pondiente al periodo 1983-1987 había sido el doble y para el perio­ do 1987-1992 el triple. En suma, en 1997 no había habido suficiente “gasolina para poner en marcha el factor bienestar” 25. El periodista Will Hutton sostenía que el “éxito” económico que había comen­ zado a manifestarse en 1992 había sido superficial: nada había cam­ biado en lo que hacía al “funcionamiento subyacente de la econo­ mía” y el electorado así lo entendió 26. Una tercera teoría sostenía que no se les había perdonado a los conservadores la mala adminis­ tración de la economía que había desembocado en la recesión de 1990 y la salida de la libra esterlina, en 1992, del Mecanismo de Ti­ pos de Cambio 27. La explicación que daba el arquitecto principal de la campaña conservadora era la siguiente: Sólo una cosa había cambiado entre la derrota en las elecciones de 1997 y las cuatro victorias electorales previas. Había 40 puntos que se nos habían vuelto en contra, de +20 a -20 en respuesta a la pregunta: “¿Con Gran Bretaña en dificultades económicas, cuál de los partidos

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posee las políticas más adecuadas para administrar la economía?”. || único que determinó el cambio de la victoria a la derrota fue la percepcióí que se tuvo sobre la competencia relativa en asuntos económicos d¡ los partidos 28.

Como veremos, esta distinción entre realidad económica y pej| cepción es algo crucial. Para colocar la elección de 1997 en perspectiva, el gráfico compara la popularidad del gobierno según las encuestas de op| nión con el “índice de miseria” que simplemente suma el deseo! pleo y las tasas de inflación. A nivel superficial, aparecen trazos q 9 * 11906 1918 1936 1961 1989 1999

1 711 - 1884 - 1921 - 1932 - 1952 - 1982 - 1992 1720 1899 1929 1936 1959 1989 1999

Gráfico 34. Burbujas en las bolsas norteamericana y británica (aumentos porcentua­ les en índices anuales gustados por la inflación)

Fuente: Global Financial Data.

después de que dimitiera su antiguo propietario por el atraso en el pago de impuestos. Law quiso convertirla en una sociedad anóni­ ma, cambiando acciones de un valor nominal de 500 libras francesas por biUets gubernamentales a corto plazo y reduciendo el interés so­ bre la deuda. De hecho, estaba convirtiendo parte de la deuda na­ cional francesa en acciones de su compañía. No plenamente satis­ fecho con poseer la Compagnie d ’Occident, realizó una oferta por la Compagnie d ’Orient emitiendo otras 50.000 acciones (conoci­ das com o filies, para distinguirlas de las primeras: las méres). El pago se haría a plazos iguales en diez meses (que luego se extendieron a veinte). Law mismo quiso comprar el 90 por ciento de las nuevas acciones por 25 millones de libras francesas para reasegurar la ofer­ ta. La nueva compañía fusionada se llamó Compagnie des Indes, y el precio de sus acciones aumentó rápidamente gracias al dinero emitido por el Banque Royale, que también estaba bajo el control de Law. Cuando se emitían nuevas acciones, se les daba preferencia a los antiguos accionistas: por ejemplo, para comprar una nueva ac­ ción era necesario poseer cuatro acciones de la anterior compañía.

4 23

Y para mantener el entusiasmo público, Law anunció un dividendo del 12 por ciento para el año siguiente. Entre mayo y agosto, como ilustra el gráfico 35, el precio de las acciones subió de 490 (apenas por debajo del valor nominal) a 3.500 libras francesas. En julio de 1719, Law continuó su extraordinaria campaña de adquisiciones al comprar los derechos de la Casa de la Moneda Real por 50 millones de libras francesas, emitiendo otras 50.000 ac­ ciones (se conocían com o las petites filies). Su golpe más audaz fue cuando ofreció convertir la totalidad de la deuda nacional (1.200 millones de libras francesas) en acciones o anualidades al 3 por ciento. Al mismo tiempo, ofreció 52 millones de libras francesas por el control de la recaudación impositiva real que estaba en ma­ nos de los recaudadores generales 58. Una vez más, esto fue financia­ do por emisiones de nuevas acciones: el 13 de septiembre se emitie­ ron 100.000 a 5.000 libras francesas, cada una con un precio nominal de 500. Hubo dos emisiones más de 100.000 y, por último, una de 24.000. A estas alturas, una multitud de futuros inversores asedia­ ban las oficinas de Law de la rué Quincampoix convirtiendo la calle en una bolsa de valores defacto. Para octubre, el precio de las accio­ nes de Misisipí ya habían alcanzado las 6.500 libras francesas y, a fines de noviembre, el precio llegó a 10.000. A mediados de diciembre, el precio cayó a 7.500 pero volvió a 9.400 a finales de año. En el má­ ximo de la burbuja, Law comenzó a vender opciones de compra (conocidas com o primes), permitiendo que los inversores pagaran un depósito de 1.000 libras francesas por el derecho de compra de una acción valorada en 10.000 libras francesas que se les entre­ garía en los próximos seis meses. El interés de la compañía de Law en el comercio era solamente teórico. Las posibilidades económicas de Luisiana eran muy poco prometedoras como parajustificar tales cotizaciones. En efecto, Law se vio obligado a reclutar huérfanos, criminales y prostitutas para poblar ese remoto entrepót del Misisipí. Lo que estaba haciendo en realidad era una reforma financiera. Pero más allá de que pu­ diera reducir la deuda nacional o aumentar la recaudación imposi­ tiva neta no podía esperar nunca generar suficientes ganancias com o para justificar que subiera veinte veces el precio de las accio­ nes de la compañía. La burbuja de Misisipí dependía de tres cosas:

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de la galopante creación de dinero, de la atracción de capital ex­ tranjero y de contar con el poder estatal como último recurso. Las emisiones de acciones y billetes estaban, como muestra el gráfico 36, claramente vinculadas. Law permitía que los inversores compraran acciones a plazos, pagando un 10 por ciento del precio de la com­ pra mensualmente, y con la opción de diferir los dos primeros me­ ses al tercero. Al mismo tiempo, otorgó préstamos del Banque Ro­ yale con la garantía de las acciones 59. Como controlaba el banco central y la bolsa, podía crear una inflación espectacular sobre el

G rá fico 35. Las burbujas de Misisipí y de Mares del Sur, 1719-1721 Fuente: Murphy,/o/ra Law, pág. 208, cuadro 14.1; Neal, F inanáal Capitalista, págs. 234 y ss.

precio del activo. Entre el 25 de diciembre de 1718 y el 20 de abril de 1720, las emisiones de billetes del Banque Royale subieron de 18 millones de libras francesas a 2.557 millones 60. Y en mayo de 1720, el público poseía más de 2.400 millones de libras en billetes. Como bien demostró Larry Neal, los movimientos del tipo de cambio re­ flejan el papel diferente que desempeñó el capital extranjero en el crecimiento de la burbuja. No obstante, cuando a comienzos de

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1720, los inversores extranjeros comenzaron a realizar sus ganan­ cias, Law se vio forzado a recurrir a nuevos poderes com o controla­ dor general para frenar la salida de capital. El 28 de enero de 1720 prohibió la exportación de monedas y de lingotes, y el 4 de febrero la compra y el uso de diamantes y otras piedras preciosas, el 18 de febrero la prohibición afectó a la producción y venta de ornamen­ tos de oro, y el 27 del mismo mes a la posesión de más de 500 libras de plata u oro, y solicitó que todos los pagos que superaran las 100 libras francesas se hicieran en billetes. Finalmente, se vio obligado a intentar desmonetarizar la plata y el oro en una vana tentativa por detener la depreciación simultánea de los billetes y las acciones de la compañía. En medio de disturbios y del comienzo del desastre,

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Gráfico 36. La burbuja de Misisipí: precios del dinero y de las acciones Fuente: M uvphy, John Law, cuadro 19.2, pág. 306.

Law se vio obligado a abolir el papel moneda, cerrar el Banque y gra­ var con un impuesto a los accionistas. Finalmente, en diciembre de 1720, huyó del país con un pasaporte falso.

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La historia de la Compañía de los Mares del Sur difiere de la de la Compañía del Misisipí en tres sentidos. En primer lugar, por­ que debido al sistema político parlamentario de Gran Bretaña nunca existió la posibilidad de que la Compañía controlara todas las instituciones financieras del m odo en que lo logró Law. El sis­ tema británico pudo haber sido corrupto, pero al menos tenía partidos rivales. El Banco de Inglaterra, que había sido creado en 1694, estaba controlado por los whigs y quedó al margen de la Compañía de los Mares del Sur, fundada en 1711 y respaldada por los Lories; así, esta última nunca ejerció un control sobre el sistema monetario del m odo en que lo había hecho Law. En segundo lu­ gar, y por esta misma razón, la compañía nunca dependió de me­ didas arbitrarias com o las que tomó Law cuando el precio de las acciones comenzó a caer: la Ley de la Burbuja de junio de 1720, por la que se intentaba limitar la formación de compañías rivales, requería de sanciones parlamentarias a diferencia de las regula­ ciones de control de cambios de Law. Pero, en otros sentidos, la historia se repitió en Londres. Como en el caso francés, el objeti­ vo principal era transformar la deuda nacional en capital por ac­ ciones de una compañía; en otras palabras, convertir las anualida­ des en acciones, esperando así reducir el coste de la deuda 61. En la operación de conversión inicial con la que comenzó la compa­ ñía, los tenedores de bonos cambiaban esencialmente rendimien­ tos de un 9 por ciento por rendimientos de un 4,5 por ciento; el incentivo consistía simplemente en que el valor de Mares del Sur era más líquido 52. Según Neal, éste era un proceso en el que todos ganaban 63. El 21 de enero de 1720 se anunció en el Parlamento que la Com­ pañía de los Mares del Sur controlaría la totalidad de la deuda na­ cional, absorbiendo anualidades por valor de unos 30 millones de libras. La compañía emitiría acciones con un valor nominal de 31,5 millones de libras (unas 315.000 nuevas acciones a 100 libras cada una), y tenía el derecho de emitir nuevas acciones hasta el valor no­ minal de la deuda gubernamental que pudiera convertir. Por este privilegio, la compañía pagaría al gobierno 7,5 millones de libras. Incluso antes de que la medida fuera promulgada el 7 de abril, el precio de la acción subió rápidamente de 128 en enero a 187 a me­

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diados de febrero 64. Entre el 13 y el 27 de abril subió de 288 a 335. Para el 1 de julio había alcanzado las 950 libras. Aparte de los sobornos que se pagaron a los ministros y a los par­ lamentarios, hubo cuatro factores que contribuyeron al alza de su precio. Primero, que la compañía nunca se comprometió a estable­ cer un precio fijo de conversión de las antiguas deudas que iba ad­ quiriendo 65. Segundo, que los valores no se pusieron a disposición para la transferencia hasta diciembre, es decir, ocho meses después de la primera emisión. Tercero, que, com o en Francia, las acciones podían pagarse a plazos en periodos prolongados de tiempo, pero los compradores podían usarlas al instante como garantía para conseguir préstamos de la compañía. Finalmente, que, como en Pa­ rís, el tipo de cambio y los datos del tipo de interés indicaban una especulación extranjera a gran escala, primero desde Francia y luego desde Holanda. Y, como en París, el astuto dinero extranjero salió cuando el mercado estaba en la cumbre 66. Según Neal, hasta mediados de junio la burbuja fue “racional”. Pero esto parece poco probable porque la burbuja de Law ya había explotado en mayo, y esto daba a los inversores en acciones de Ma­ res del Sur una visión alarmante de su propio futuro. Pero más allá de los acontecimientos de París, el futuro de la compañía no podía justificar el precio de sus acciones. El anuncio del 21 de junio de un dividendo del 30 por ciento y otro del 50 por ciento de dividendo garantizado para los próximos doce años era una verdadera locura. Es más, siempre existía el peligro de que, al no poder la Compañía de los Mares del Sur emitir su propio dinero (dependía de los paga­ rés de la Compañía Sword Blade, que no eran en absoluto billetes legales), y ser lento el evitar que otras compañías compitieran con ella por los recursos, los precios de las acciones sobrepasaran los recursos del mercado monetario 67. Esto fue lo que ocurrió en ju­ nio, cuando la compañía inauguró su tercera suscripción para los nuevos inversores (y no para los tenedores de las antiguas anualida­ des gubernamentales). Cuando los inversores suscribieron accio­ nes por valor de 50 millones de libras, el mercado monetario quedó agotado 68. En agosto hubo “una grave crisis crediticia en el mercado monetario de Londres”, y el precio se deslizó hasta 810 69. El 24 de septiembre, la Compañía Sword Blade suspendió pagos, y el precio

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se hundió hasta 310. A diferencia de Law, sin embargo, los respon­ sables no consiguieron escapar impunes. El ministro de Hacienda y algunos directores de la compañía fueron enviados a la Torre de Londres. ¿Pero qué lecciones —si las hay— pueden aprenderse de la ex­ periencia de las burbujas de Misisipí y de Mares del Sur? Hoy, com o entonces, un número relativamente pequeño de compañías han atraído a inversores con promesas explícitas o implícitas de pro­ longados y elevados beneficios monopolistas. Hoy, como entonces, está ocurriendo — o se está intentando que ocurra— un desplaza­ miento fundamental de los bonos del sector público a las acciones del sector privado. En el caso actual no se intenta implementar una conversión directa, sino realizar una transición indirecta y gradual. En primer lugar, hay países, com o Gran Bretaña y Estados Unidos, que están reduciendo activamente sus deudas nacionales. Una de las consecuencias de esta medida consiste en reducir la disponibili­ dad de bonos gubernamentales a largo plazo. En segundo lugar, hay otros países, como Alemania, por ejemplo, que están tratando de dis­ minuir sus pasivos no consolidados por pensiones públicas, lo que ofrece la posibilidad de incrementar sus deudas consolidadas en un futuro cercano. En tercer lugar, todos estos países están alentan­ do activamente a sus ciudadanos, mediante una variedad de incen­ tivos, a que hagan previsiones para sus retiros o su salud invirtiendo, directamente o a través de fondos de pensiones o inversión, en la bolsa de valores. En combinación, estos elementos están causan­ do un cambio sin precedentes en el balance de las fuerzas financie­ ras, de modo que, por ejemplo, la capitalización del mercado de la Bolsa de Nueva York es hoy cuatro veces mayor que el valor de los bonos del Tesoro norteamericano 70. En teoría, es indudablemente preferible pagar las pensiones con los beneficios por la inversión en fondos privados de pensión que por impuestos y seguridad so­ cial (Pay As You Go, Pague mientras trabaja). Pero, en la práctica, com o lo prueba la experiencia británica, acrecentar simultánea­ mente la inversión privada en fondos de pensiones mientras se re­ duce la deuda nacional y, en consecuencia, la disponibilidad de los valores del Estado puede tener el efecto perverso de hacer que cai­ gan los rendimientos hasta que sus tasas queden por deb¿yo de la

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tasa de crecimiento real71. En un sistema de pensión estatal no con­ solidado, los ancianos pueden ser defraudados por un acto político si los contribuyentes insisten en una reducción del valor real de sus derechos. Pero en un esquema consolidado, los pensionistas pue­ den perder también si el peso de sus propios ahorros hace que dis­ minuyan los beneficios reales que esperan percibir. Por último, los flujos de capital internacional están ejerciendo una influencia excepcional en las bolsas, tal como hicieron en 17191720. El periodista económico Anatole Kaletsky se refirió a esto cuando escribió en agosto de 1999: ‘Toda la economía norteameri­ cana se ha convertido en una suerte de fondo de inversión gigantes­ co, que pide prestado dinero barato a extranjeros financieramente poco avezados [especialmente, los japoneses] para luego cosechar los beneficios invirtiéndolos más imaginativamente en aventuras más arriesgadas en casa o en el exterior” 72. La experiencia del siglo xvill sugiere que un cambio en el sentir de los inversores extran­ jeros podría producir consecuencias calamitosas.

C a l c u l a n d o “l a l o c u r a d e l a g e n t e ”

Siempre es difícil argumentar en contra del mercado alcista. Sir Isaac Newton, un genio de su época, perdió mucho con las accio­ nes de Mares del Sur, comprando, vendiendo y volviendo a entrar en el mercado en vísperas de su colapso. “Puedo calcular los movi­ mientos de los cuerpos celestes”, decía compungidamente, “pero no la locura de la gente” 73. A diferencia de Newton, Karl Marx creía que los movimientos de la historia humana podían calcularse sobre la base de las leyes económicas que él había descubierto. No obstante, el autor de El Capital fue incapaz de tener éxito allí donde Newton había fracasa­ do. El 4 de junio de 1864, Marx escribía a su viejo colaborador Friedrich Engels que “había tenido un gran éxito en la bolsa. Ha llega­ do de nuevo el momento en que con inteligencia y pocos medios se puede ganar dinero en Londres” 74. Según su biógrafo más reciente, fue posiblemente el socialista alemán Ferdinand Lassalle, que pre­ sumía de especular en bolsa, el que indujo a Marx a convertirse en

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un inversor improvisado cuando ambos se conocieron en 1862 75. Tres semanas después, Marx le contaba en más detalle sus activida­ des a otro destinatario: He estado (lo que te sorprenderá) especulando en bolsa; parte en fondos norteamericanos, pero fundamentalmente en valores británi­ cos, que este año crecen como champiñones (para promocionar todo tipo de empresa que puedas imaginar). Se los fuerza a alcanzar niveles desmedidos, y luego la mayoría cae estrepitosamente. De este modo, he ganado unas 400 libras, y ahora que la complejidad de la situación política abre aún más margen, empezaré de nuevo. Es un tipo de acti­ vidad que me lleva poco tiempo y por la que vale la pena correr un riesgo, si de lo que se trata es de quitarle el dinero al enemigo 76. Si la bolsa de mediados de la época victoriana pudo tentar a la fi­ gura más influyente entre todos los críticos del capitalismo es indu­ dable que sus encantos debían de ser poderosos. ¿Pero continuará inflándose la burbuja de finales del decenio de 1990, se estabilizará o explotará? ¿Quién es capaz de predecir un camino fortuito? La dificultad para conseguir un modelo fiable de predicción del comportamiento de la bolsa no es razón suficien­ te para anunciar “el fin de la historia económica” 77. Ello demues­ tra más bien que la construcción de m odelos de predicción no debe ser objeto de estudio de la historia económica. Cuando in­ vestigamos la historia financiera nos ocupamos de sistemas más com­ plejos y caóticos que las condiciones climáticas: de sistemas en los que ciertas partículas — los seres humanos— están sujetos a impul­ sos emocionales imprevisibles que van desde la “exuberancia irra­ cional” de finales del decenio de 1990 al “m iedo” — igualmente irracional— del decenio de 1930. La tarea del historiador finan­ ciero no consiste, pues, en encontrar el equivalente económico de la “clave de todas las mitologías”, de la que hablaba Casaubon, sino más bien en revelar la amplia gama de resultados posibles que pue­ den darse, incluso con sistemas institucionales similares. En la ac­ tualidad (septiembre de 2000), una de las posibilidades es que el mercado haya entrado ya en una etapa de consolidación y que sufra sacudidas por algún tiempo en torno al índice Dowjones en 10.000.

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Como ilustra el gráfico 29, fases de meseta de este tipo han ocurri­ do ya en el pasado, fundamentalmente entre 1906 y 1924, y también entre 1966 y 1982. Pero, sin embargo, es importante recordar las palabras del profesor de Economía de Yale Irving Fisher, en víspe­ ras del crash de 1929: “Los precios de las acciones han alcanzado una meseta alta y permanente”. Esto debería demostrar cuán difícil es realizar predicciones sobre el futuro de los precios de los activos. Fisher sabía mucho de economía. Y también sabían mucha econo­ mía aquellos que predijeron el crash de las bolsas de 1997.

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G r il l e t e s d e o r o , c a d e n a s d e pa p e l : LOS REGÍMENES MONETARIOS INTERNACIONALES

Ex unoplures. Inversión del lema impreso en los billetes del dólar norteamericano (Ephmbus unum).

E n Goldfinger de Ian Fleming (1959), el extrañamente llamado coronel Smithers, del Banco de Inglaterra, explica brevemente a James Bond el funcionamiento del patrón oro en la era de Bretton Woods: “El oro y las divisas respaldadas por el oro constituyen la base de nuestro crédito internacional”, le dice al famoso agente se­ creto — cuya ignorancia sobre cuestiones monetarias ajenas al ám­ bito del casino parece ser más o menos absoluta— . “Sólo podemos evaluar la solidez de la libra — al igual que el resto de los países— cuando sabemos cuánta reserva hay detrás de nuestra moneda.” El problema es que el siniestro traficante de oro Auric Goldfinger está robando oro al banco y ha llegado a acumular 20 millones de libras en este metal. Y mientras que la demanda de oro crece de modo imparable — para acumularlo, para empastar dientes, para joyas, así com o también para tenerlo de reserva en los bancos centrales— el suministro está a punto de agotarse: Solamente para que se haga una idea, desde 1500 a 1900... el mundo entero producía unas 18.000 toneladas de oro. Desde 1900 hasta ahora, hemos desenterrado 41.000 toneladas. A este paso, señor Bond —el co­ ronel Smithers se inclinó hacia delante con gesto franco—, y, por favor, no repita lo que voy a decir, no me sorprendería que en cincuenta años hayamos consumido el contenido entero de oro de la tierra.

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Olave Gubransson, “Worshipping the Almighty Dollar”, de Simplicissimus,

Finalmente, Smithers va al grano: “El Banco no puede hacer nada [con el contrabando de Goldfinger], así que le solicitamos que le haga rendir cuentas, señor Bond, y que recupere el oro. ¿Está al tanto de la crisis de divisas y de los elevados tipos de interés bancario, verdad? Sí, ciertamente. Bien, Inglaterra necesita ese oro con urgencia; cuanto más rápido lo traiga, mejor” De hecho, resulta que Goldfinger tiene más cosas entre manos que el Banco de Inglaterra. Com o recordarán los aficionados a Bond, planea, con la ayuda de la Mafia y de un gas nervioso letal, ro­ bar la reserva de oro norteamericana de Fort Knox, que en ese m o­ mento contaba con 15.000 millones de dólares en lingotes de oro (“aproximadamente, la mitad del suministro total de oro de las minas del m undo”). Más aún, Goldfinger mismo es simplemente un agente de la organización de contraespionaje soviética SMERSH. Y su gran objetivo es ni más ni menos que llevar a Rusia “el corazón de oro de América”. En 1959, Goldfinger habría estado robando metal precioso valo­ rado en 35 dólares la onza. Parece razonable suponer que la desa­ parición de esas inmensas cantidades de oro de las reservas nortea­ mericanas habría hecho subir abruptamente el precio en dólares del oro, desestabilizando así — si no destruyendo completamente— el sistema de tipos de cambio fijos de Bretton Woods. No obstante, no se precisó a Goldfinger para que esto sucediera. Bretton Woods se desintegró una década después de que se publicara el libro de Fleming, víctima ya no de un robo a mano armada amparado por los soviéticos, sino de los costes crecientes de la Guerra de Vietnam y del programa de bienestar Great Society. El 15 de agosto de 1971, después de una prolongada presión sobre el tipo de cambio dólaroro, el presidente Nixon suspendió la convertibilidad del dólar, “cerrando así la puerta al oro”. De ahí en adelante, nadie en Estados Unidos podría cambiar billetes de dólar por el metal precioso. El precio en dólares del oro, por tanto, se disparó inmediatamente; lo que equivale a decir que el precio en oro del dólar cayó vertiginosa­ mente. En efecto, en enero de 1980, el precio del oro alcanzaría un máximo histórico de 850 dólares la onza. Es tentador preguntarnos si valdría la pena hoy, después de más de cuarenta años, llevar adelante el atraco de Fort Knox planeado

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por Goldfinger, considerando que el precio del oro está en 260 dó­ lares la onza. Indudablemente, el robo llegaría demasiado tarde para salvar al sistema soviético, al SMERSH y a todo lo demás. No obstante, existe una organización que podría beneficiarse de esto: se trata de los productores mundiales de oro. Si todavía ansian ver retornar el precio del metal amarillo a ese máximo de 1980, la úni­ ca persona capaz de hacerlo es Goldfinger. En efecto, desde finales de los años noventa han sido los produc­ tores de oro quienes se han sentido víctimas de un robo. En mayo de 1999, el Tesoro británico anunció la decisión del gobierno de vender 415 toneladas 2 — más de la mitad— de la reserva de oro de la cámara acorazada del Banco de Inglaterra. ¿Qué habría pen­ sado de esto el coronel Smithers? Casi inmediatamente, el precio del oro cayó en más de un 10 por ciento. Durante gran parte de ene­ ro y febrero de 1999 giró en torno a los 290 dólares la onza. Pero en la segunda semana de junio apenas superaba los 258 dólares, alcan­ zando el mínimo de los últimos veinte años. Las acciones en las mi­ nas de oro cayeron en alrededor de la cuarta parte. Y naturalmente el valor del oro del Banco de Inglaterra descendió también, a un coste hipotético para el contribuyente británico de unos 660 millo­ nes de dólares. Pero no fue únicamente la decisión británica de comenzar a li­ quidar el oro lo que alarmó en 1999 al mercado de lingotes. Poten­ cialmente fueron de igual importancia las consecuencias sobre el oro que resultaban de la Unión Económica y Monetaria Europea (UME). El Banco Central Europeo no excluyó completamente — com o pudo haberlo hecho— el oro de su balance. Pero su deci­ sión de mantener un 15 por ciento de sus reservas en oro (860 to­ neladas) se vio más que compensada por la merma de las necesida­ des de los once bancos centrales nacionales que, en enero de 1999, se convirtieron prácticamente en filiales del BCE. En vísperas de la UME, los bancos centrales nacionales poseían unas 12.447 tonela­ das de oro, equivalentes aproximadamente a un 17 por ciento del total de sus reservas previas a la UME. No obstante, con la divisa única no pudieron continuar contando con las otras monedas de la UME como reserva en moneda extranjera, por lo que se vieron tam­ bién obligados a valorar el oro a su precio de mercado (algo que al­

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gunos de ellos no habían estado haciendo, incluyendo el Bundes­ bank alemán). Esto llevó a que el 1 de enero de 1999, la proporción de oro en sus reservas aumentara de la noche a la mañana aproxi­ madamente en un tercio del total3. Parecía entonces probable que otros países europeos se sumaran en algún momento a Gran Bre­ taña y vendieran su oro. El Banco Central suizo estaba dispuesto también a comenzar a reducir sus 1.300 toneladas, las cuales re­ presentaban aproximadamente la mitad del total de sus reservas 4. A medida que se aproximaba el año 2000, el Fondo Monetario In­ ternacional se vio sometido a presiones políticas — entre ellas la del ministro de Hacienda británico, Gordon Brown— para que finan­ ciara el “indulto” de la deuda contraída por los países en desarrollo con la liquidación de parte de su gran reserva en oro, la segunda más grande del mundo 5. Parecía, por fin, que llegaba el momento del crepúsculo del oro. Pero se estaba todavía lejos del ocaso total. A lo largo de las déca­ das de 1970 y de 1980, algunos bancos centrales de Occidente ven­ dieron oro en diferentes ocasiones, pero estas ventas no ocasionaron una demonetización 6. Más aún, en septiembre de 1999 se conce­ dió al mercado de lingotes un aplazamiento de la sentencia, al fijar los bancos centrales europeos un máximo de 400 toneladas de oro anuales en las ventas a realizar durante los siguientes cinco años 7. No obstante, resulta interesante ponderar lo que habría ocurrido si — como el Banco de Inglaterra— todos los grandes bancos cen­ trales hubieran decidido, o se hubieran visto obligados, a reducir sus reservas de oro en alrededor de un 50 por ciento. Si Alemania, Francia, Italia, Holanda, Portugal, España y Austria lo hubieran he­ cho, habrían lanzado 5.753 toneladas al mercado. Y si (lo que pare­ ce menos probable) Estados Unidos yjapón hubieran reducido sus reservas de oro a la mitad, se habrían puesto a la venta 4.446 tonela­ das más. Sumadas estas cifras a las ventas anticipadas de Gran Bre­ taña, Suiza y el FMI, el total de oro disponible alcanzaría las 12.224 toneladas, lo que equivaldría a la producción minera mundial de cuatro o cinco años 8. Y queda claro que es mucho más fácil conse­ guir oro de la caja de un banco que desenterrarlo, con la condición, por supuesto, de que sepamos la combinación.

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El

ocaso del oro

Con una perspectiva de largo alcance, era de esperar que sobre­ viniera la caída del precio del oro. Basándonos en la paridad del poder adquisitivo medio del oro en los últimos doscientos años, el precio del oro debió haber sido en 1997 de tan sólo 234 dólares la onza 9. La subida de los precios del oro ocurrida en la década de 1970 fue, desde un punto de vista histórico, anómala, reflejando el aumento súbito de la demanda de oro que siguió a la suspensión de la convertibilidad norteamericana y la rápida depreciación de la mayoría de las divisas de Occidente con respecto al petróleo y otras mercancías. Sin duda, el oro tiene un futuro, pero descansa principalmente en la joyería, cuya demanda en 1992 representaba más de las tres cuartas partes del total del oro vendido. Una novia típica saudí pue­ de llevar encima unos cinco kilos de joyas de oro de 24 quilates. So­ lamente la India consume hoy unas 700 toneladas de oro anuales, comparadas con las 300 toneladas que solía consumir en 1993. En total, la gente de la India posee unas 10.000 toneladas de oro. Para contextualizar esta cifra, consideremos que el volumen mundial de oro desenterrado hacia finales de 1997 era de 134.800 toneladas, del cual los bancos centrales poseían menos de la cuarta parte (unas 31.900 toneladas). En 1998, la producción anual de todas las minas de oro del mundo fue de 2.500 toneladas, p oco menos que el cuádruplo del consumo anual de la India. Por suerte para los productores de oro, las culturéis más adictas al oro com o mate­ rial de decoración están gozando en la actualidad de un rápido cre­ cimiento tanto de población com o de riqueza10. Pero el oro tiene también futuro como depósito de valor en aque­ llos lugares del mundo que cuentan con sistemas monetarios y fi­ nancieros primitivos o inestables. Esto se debe a que tiene una “ten­ dencia a largo plazo... a retornar a un tipo de cambio histórico con otras mercancías” n . Desde 1899, por ejemplo, el precio de la barra de pan en Gran Bretaña se ha multiplicado por 32, y el precio de la onza de oro por 3812. En efecto, con una onza de oro es posible com­ prar en la actualidad aproximadamente la misma cantidad de pan

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que podía comprarse en tiempos de Nabucodonosor, rey de Babi­ lonia, hace más de dos mil quinientos años 13. Es preciso destacar que, contrariamente a lo que se piensa co­ múnmente, el oro en Gran Bretaña y Estados Unidos no ha servido demasiado com o herramienta para defenderse de la inflación 14. De hecho, el poder de compra del oro ha aumentado más en perio­ dos de deflación como los de las décadas de 1880 y de 1930, mien­ tras que durante las inflaciones inducidas por la guerra ha perdido terreno frente a otros artículos industriales necesarios para el ejér­ cito 15. La verdadera atracción del oro radica en que es accesible e intercambiable aun cuando fracasan las instituciones monetarias oficiales. Las crisis bancarias norteamericanas previas a 1914, las ex­ tremas hiperinflaciones de principios del decenio de 1920 y los co­ lapsos bancarios de principios de la década de 1930 constituyeron momentos críticos en los que el valor del oro atesorado fue equi­ valente, proverbialmente, a su peso. Durante la II Guerra Mundial, cuando los sistemas financieros nacionales se resintieron ante la amenaza de inminentes invasiones o bombardeos, el oro fue el úni­ co activo que demostró ser indestructible. Fue justamente la ha­ bilidad de Gran Bretaña de enviar grandes cantidades de oro por barco a Estados Unidos en 1938-1940 lo que hizo posible que se mantuviera el flujo de importaciones proveniente del otro lado del Atlántico. Yaun cuando los barcos que cargaban oro fuesen hundi­ dos — como le ocurrió a la nave de vapor Fort Sitikine en el puerto de Bombay en abril de 1944— era posible rescatar el oro aunque en estado algo deteriorado16. Gran parte del oro que los nazis consi­ guieron robar a los países saqueados ha podido recuperarse: el oro perduró, si bien sus propietarios legítimos fallecieron. Y en todos aquellos países que han experimentado hiperinflación durante el último siglo, el oro ha sido también mejor inversión a lo largo de estos cien años que la inversión en bonos o en acciones. Incluso en la crisis asiática reciente era notable cómo muchos de los individuos golpeados financieramente por la crisis pudieron evitar la quiebra gracias a sus nidos con huevos de oro. El oro continuará siendo atractivo com o depósito de valor en todos aquellos sitios donde el sistema bancario o de divisas sea frágil; ejemplos obvios son los paí­ ses de la antigua Unión Soviética.

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No obstante, com o tipo de reserva principal de los bancos cen­ trales de las economías desarrolladas, parece haber pasado el mo­ mento de apogeo del oro. Nos estamos dirigiendo inexorablemen­ te hacia una demonetización del oro semejante a la de la plata que comenzó en la década de 1870. Para el inversor privado de Occidente, para quien la posibilidad (o al menos el recuerdo) de una catástrofe financiera o política se ha vuelto lejana, el crepúsculo del oro tiene cierto sentido. Como una inversión, el rendimiento del oro ha sido notablemente infe­ rior al de las acciones y los bonos gubernamentales en Estados Uni­ dos y Gran Bretaña durante el siglo pasado: si nuestro bisabuelo hubiera comprado y nos hubiera legado en la década de 1890 una onza de oro, aún la poseeríamos; pero si hubiera comprado accio­ nes en un fondo británico dedicado (de haber existido tal cosa) a la búsqueda del oro, podríamos comprar con nuestra herencia en la actualidad unas 88 onzas 17. Por otro lado, los rendimientos reales por la tenencia de oro variaron inversamente a los rendimientos reales por la tenencia de valores y de bonos entre 1968 y 1996, de m odo que la cartera que incluyó algo de oro en ese periodo ofreció de media un mayor rendimiento y menor riesgo que una cartera compuesta exclusivamente por acciones 18. Sin embargo, esto no responde a la pregunta central: ¿deberían los bancos centrales to­ mar decisiones sobre sus reservas del mismo modo en que los in­ versores estructuran sus carteras? Desde un punto de vista histórico puede decirse que la progresi­ va demonetización del oro constituye otra de las diferencias entre la globalización del periodo 1870-1914 y la de nuestra era. El proce­ so de globalización financiera descrito en el capítulo anterior se vio acompañado por la propagación de un sistema de tipos de cambio fijos basados en el oro. Para muchos contemporáneos, el patrón oro era el sine qua non de la inversión internacional a gran escala. Pero la globalización financiera actual está teniendo lugar en una época de gran volatilidad de los tipos de cambio y, aparentemente, no tiene gran necesidad de contar con reservas en oro. Desde la época del caos monetario causado por las Guerras Re­ volucionarias y las Guerras Napoleónicas ha habido cuatro perio­ dos de estabilidad global de los tipos de cambio (véase el gráfico 37).

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Entre 1819 19y hacia 1859 existió un sistema bimetálico informal que funcionó de modo bastante uniforme. Entre 1859 y 1871, el sis­ tema se vio desbaratado por una serie de guerras ocurridas en Euro­ pa y Norteamérica. Después de 1871, el mundo entró en una segunda fase de estabilidad monetaria que perduró hasta 1914: gradualmen­ te, los países fueron abandonando la plata en favor del patrón monometálico oro. Los nueve años de guerra y revolución del periodo 1914-1923 volvieron a presenciar la volatilidad de los tipos de cam­ bio; pero desde 1924 hasta 1931 volvió a operar el patrón oro, que finalmente se desintegró con la Gran Depresión. La cuarta era de estabilidad monetaria internacional — basada en el patrón dólar de Bretton Woods— transcurrió desde 1947 20 hasta 1971, cuando la decisión de finalizar la convertibilidad del dólar dio lugar a la era actual de tipos flotantes más o menos libres. Si bien ha habido gran cantidad de esfuerzos para limitar la vo­ latilidad de los tipos de cambio mediante acuerdos internacionales que han sido más o menos efímeros (desde el smithsoniano de 1971 al del Louvre de 1987) los vínculos con la moneda nacional, los sis­ temas de tipos de cambio regionales y las uniones monetarias, es decir, los tipos más importantes, están fundamentalmente determi­ nados por los mercados de divisas. Este puede muy bien ser el me­ jor arreglo disponible. Como afirmó hace tiempo Milton Friedman, los movimientos de los tipos de cambio compensan los diferen­ ciales de la inflación y la productividad con mucha menos fricción que los ajustes de los salarios y los precios nominales bajo tipos fi­ jos. Indudablemente, esto es cierto a largo plazo. Pero a corto plazo, sin embargo, los tipos que fijan los mercados de divisas tienden a excederse o a no alcanzar paridades del poder de compra, es decir, los tipos que resultan de los diferenciales en las tasas de inflación nacionales 21. Cualquiera que sea la razón de esto — y los econo­ mistas están divididos, si no completamente desconcertados— , se trata claramente de una fuente periódica y severa de inestabilidad regional. Las crisis monetarias de México y de Asia de los años no­ venta condujeron a graves recesiones cuando se hundieron los tipos de cambio, provocando quiebras a los bancos con grandes deudas en moneda extranjera, destruyendo el crédito interno y reducien­ do abruptamente los ingresos de millones de personas 22.

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Gráfico 37. Tipos de cambio de las principales monedas en relación con el dólar, 1792-1992 (1913=100) Fuente: Global Financial Data.

Surgen dos alternativas que merecen ser evaluadas desde un punto de vista histórico. ¿Debería el mundo intentar regresar — con o sin oro— a un sistema de tipos fijos de cambio? ¿O el futuro no está en los tipos fijos de cambio sino en uniones monetarias como la que establecieron once países europeos en 1999?

El

c a m in o d e b a l d o s a s a m a r il l a s

En El mago de Oz, Dorothy, el Espantapájaros, el Hombre de Ho­ jalata y el León deben seguir un sinuoso y arriesgado “camino de baldosas amarillas” para llegar a su destino. Pocos devotos de la clá­ sica película de Judy Garland saben que el libro original escrito por Frank Baum en 1900 era en parte una sátira a la entrada de Estados Unidos en el patrón oro 23.

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La ruta al patrón oro internacional fue, en efecto, más tortuosa de lo que generalmente se reconoce. Durante gran parte del siglo xix dos de las cinco grandes potencias —Austria y Rusia— tuvieron ti­ pos de cambio que experimentaban grandes fluctuaciones 24. Esta­ dos Unidos suspendió la convertibilidad com o resultado de la Gue­ rra Civil en 1862 y permaneció en un patrón papel hasta 1879. Si bien la amortización de los bonos norteamericanos volvió a basar­ se en el oro en 1869 y el dólar de plata dejó de acuñarse tras el llama­ do “crimen de 1873”, hubo una prolongada campaña política con­ tra el oro que perduró hasta el decenio de 1890 25. (A los ojos de los populistas, el patrón oro era una trampa tendida por los británicos y /o los judíos para deprimir los precios agrícolas del medio oeste norteamericano y enriquecer a los financieros de Wall Street.) En 1868, sólo Gran Bretaña y algunos países económicamente depen­ dientes de ésta — Portugal, Egipto, Canadá, Chile y Australia— se regían por el patrón oro. Francia y los otros miembros de la Unión Monetaria Latina, además de Rusia, Persia y algunos estados latinoamericanos seguían el sistema bimetálico, mientras que gran parte del resto del mundo se regía por el patrón plata. Hasta 1900, la transición al oro no se completó. En 1908 sólo China, Persia y al­ gunos países de América Central se basaban todavía en la plata. El patrón oro se había convertido, de hecho, en el sistema monetario global; si bien en la práctica algunas economías asiáticas seguían un patrón oro (con monedas nacionales convertibles en libras es­ terlinas en lugar de oro) y algunas economías “latinas” de Europa y América no mantenían técnicamente la convertibilidad de los bi­ lletes en oro 26. Los economistas han venido discutiendo ad nauseam cóm o fun­ cionaba exactamente el patrón oro. Como sistema internacional, su función primordial consistía, obviamente, en fijar los tipos de cam­ bio: o más precisamente, en disminuir el margen de fluctuación ajustándolo a los llamados “puntos de oro” (goldpoints), los tipos a los que era rentable importar o exportar oro 27. Como vimos en el capítulo V, el modelo clásico del sistema derivaba del mecanismo de “flujo de precios y especies” (price-specie-flow) que se suponía que ajustaba los desequilibrios comerciales mediante los efectos sobre los precios relativos de los flujos del oro. Teóricos más recientes

443

descubrieron que había en funcionamiento un mecanismo de ajus­ te más rápido, por el cual los flujos de capital a corto plazo respon­ dían más o menos instantáneamente a los aumentos o disminucio­ nes de los tipos de descuento. Los keynesianos se concentraron en los efectos del patrón oro sobre las rentas y la demanda en países periféricos tales com o Argentina 28. Los monetaristas, por su parte* han intentado demostrar que el patrón oro no operaba a través de variaciones en los términos de intercambio, porque el arbitraje mantenía los mismos precios de los bienes comercializados intennacionalmente en el mundo entero 29. Según las “reglas del juego”, se suponía que los bancos centrales debían mediar entre la economía internacional y la economía na­ cional variando los tipos de interés en respuesta a los flujos del oro. Sin embargo, hay bastante evidencia de que algunos bancos centra­ les rompieron las reglas, entre ellos los de Francia y Bélgica 30. Al­ gunos bancos centrales fueron más propensos a aumentar los tipos en respuesta a la salida del oro que a disminuirlos en respuesta a la afluencia del mismo, mientras otros manipularon el precio del oro para cambiar los puntos de oro 31. ¿Pero cuáles eran los beneficios del patrón oro? Indudablemen­ te, los tipos fijos de cambio eliminan un elemento de incertidumbre del com ercio internacional. Pero resulta dudoso que hayan sido los causantes del aumento del volumen de comercio ocurrido entre 1870 y 1914, el cual bien pudo haber ocurrido sin tipos fijos de cambio. La ventaja que se le atribuye usualmente al patrón oro es que otorgaba mayor estabilidad de precios a largo plazo. El cambio medio anual de los precios al por mayor entre 1870 y 1913 fue del -0,7 por ciento en Gran Bretaña y del 0,1 por ciento en Estados Unidos. El cuadro 17 muestra los tipos medios de inflación de vein­ tiún países desde 1881, subdivididos por regiones y regímenes de cambio. Si bien sería erróneo afirmar que el patrón oro previo a 1914 produjo la inflación más beya entre los países seleccionados — ese galardón le pertenece al periodo deflacionario de entreguerras— queda claro que los precios de las economías industrializa­ das eran más estables cuando se regían por el patrón oro. Es cierto que dichas cifras esconden las considerables fluctua­ ciones a corto plazo y los movimientos importantes ocurridos du­

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rante periodos más breves. Entre 1849 y 1873 los precios británicos subieron en un 51 por ciento; luego descendieron en un 45 por cien­ to entre 1873 y 1896, para volver a ascender tan sólo en un 39 por ciento entre 1896 y 1913. Los precios norteamericanos siguieron un

CUADRO 17 R e g ím en es

d e l t ip o d e c a m b io e in f l a c ió n

Patrón oro

Cambio oro

Bretton Woods

Flotante

1881-1913

1919-1938

1946-1970

1974-1990

5,6

Estados Unidos

0,3

- 1 ,8

2,4

Reino Unido

0,3

- 1 ,5

3,7

9,4

Alemania

0,6

-2 ,1

2,7

3,3

Francia

0,0

2,2

5,6

8,8 4,0

Otros países de Europa occidental (1)

0,6

- 0 ,5

3,1

Escandinavia (2)

0,4

- 0 ,6

5,0

8,1

Dominios (3)

0,5

- 0 ,8

3,6

6,8

Europa del sur (4)

0,3

2,0

5,6

14,7

Latinoamérica (5)

4,0

2,3

25,0

82,8

Japón

4,6

- 1 ,7

4,5

2,6

Todos

1,2

0,2

7,3

19,0

(1) Bélgica, Holanda, Suiza; (2) Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suecia; (3) Australia, Canadá; (4) Grecia, Italia, Portugal, España; (5) Argentina, Brasil, Chile.

Fuente: Bordo, “Gold as a Commitment Mechanism: Past, Present and Future”, págs. 32 y ss. La inflación se define com o la media anual del deflactor del PIB.

camino similar 32. Sin embargo, el análisis estadístico revela que es­ tos movimientos siguieron un “paseo aleatorio” (random walk) o un proceso de “ruido blanco” (white noisé), es decir, que no mostraron una tendencia a persistir 33. Más allá de los movimientos del nivel de

445

precios a medio o a corto plazo, la gente podía sentirse confiada de que los precios volverían a su media histórica 34. ¿Era esto beneficioso a nivel económico? En teoría (o al menos según algunas teorías), la estabilidad de precios es siempre benefi­ ciosa. Y hay cierta evidencia empírica que sugiere que el patrón oro lo era. En Gran Bretaña y en Estados Unidos, la renta real por habi­ tante fue menos variable entre 1870 y 1913 que de ahí en adelante. Y el desempleo fue menor que el del periodo de entreguerras 35. También lo fueron los tipos de interés a largo plazo, aunque no ne­ cesariamente los tipos reales 36. No obstante, no es seguro que es­ tas diferencias puedan atribuirse exclusivamente — o aun parcial­ mente— a la presencia o ausencia del oro. Se ha argumentado de m odo convincente que el bimetalismo habría sido preferible al mo­ nometalismo: que el verdadero “crimen de 1873” fue la decisión francesa de abandonar la plata, cediendo así la función que tenía París com o centro clave del arbitraje monetario internacional 37. Más aún, la mayor variación a corto plazo de la inflación y de la pro­ ducción bajo el oro fue posiblemente más penosa para los contem­ poráneos que la disminución a largo plazo de la inflación tan des­ tacada por los entusiastas del patrón oro 38. El famoso comentario de Keynes — “A largo plazo, todos muertos”— puede repetirse: la gente es generalmente mucho más consciente de los altibajos eco­ nómicos a corto plazo que de la tendencia económica a largo plazo de los precios y de la producción. En lo que se refiere al logro de una inflación baja y estable y un crecimiento elevado y continuo, el sistema de Bretton Woods, diseñado principalmente por Keynes, fue superior, aunque muy posiblemente fueron otros factores y no el régimen del tipo de cambio los que contribuyeron en mayor me­ dida al éxito del periodo de la posguerra 39. Las fluctuaciones de precios mencionadas anteriormente fue­ ron en parte producto de los cambios en el stock global de oro. La adopción del patrón oro a nivel mundial pudo haber traído conse­ cuencias deflacionarias desastrosas de no haber sido el suministro de oro relativamente elástico. En la década de 1840, la producción media mundial de oro fue de 42 toneladas anuales de las cuales más de la mitad provenía de Rusia. En el decenio de 1850, la pro­ ducción total había alcanzado las 965 toneladas; prácticamente la

446

mitad del incremento provenía de California y la otra mitad era de Australia 40. Gracias al desarrollo en la década de 1890 de los cam­ pos auríferos de Rand en Suráfrica y del campo Kalgoorlie de Aus­ tralia occidental, además de los descubrimientos en Colorado, el Klondike y Siberia, la producción de oro mundial llegó a triplicarse entre el decenio de 1850 y el de 1900 41. Como ilustra el gráfico 38, los aumentos de la producción mundial de oro no fueron en abso­ luto graduales, oscilando de un 88 por ciento en la década de 1850 a tan sólo un 11 por ciento en el decenio de 1880 42. Los cambios en la tecnología del procesamiento del oro, tales como el descubrimien­ to del tratamiento con cianuro, tuvieron también cierta influencia. Pero es importante tener en cuenta que el patrón oro no estuvo

Gráfico 38. La producción mundial de oro, totales quinquenales, 1835-1989 (to­ neladas métricas) Fuentes: Green, The New World ofGold, págs. 364 y ss.; ibid., “Central Bank Gold Reserves”.

rígidamente vinculado a la oferta del mismo. La innovación finan­ ciera surgida del uso más extendido de billetes y de cheques bancarios aflojó los grilletes dorados. La mayor parte de la expansión

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monetaria ocurrida entre 1885 y 1913 se debió a que el aumento de los depósitos a la vista se quintuplicó, en comparación con las re­ servas de oro que crecieron tan sólo tres veces y media 43. Es llama­ tivo — considerando su tan alardeada posición “hegemónica”— que el Reino Unido poseyera tan sólo un 3,6 por ciento del oro total de los bancos centrales y tesorerías en 1913 44. El Banco de In­ glaterra era semejante a “un hombre con poca carne en los huesos... [con] una delgada capa de reserva en oro que cubría una frágil es­ tructura fundada en dicho patrón” 45. La desventaja consistía en que existía una clara relación entre el volumen de la reserva en oro y la volatilidad de los tipos a corto plazo: los países que tenían reser­ vas más grandes (Francia, por ejemplo) necesitaban cambiar el tipo de descuento con mucha menos frecuencia 46. Otra justificación algo diferente del patrón oro es que, al elimi­ nar el riesgo cambiario y afirmar el compromiso del país con políti­ cas fiscales y monetarias “sólidas”, reducía el coste del préstamo in­ ternacional entre los países que adoptaban el patrón. Se trataba de un “mecanismo de compromiso”: adoptar el oro era un modo de re­ nunciar a políticas fiscales y monetarias con “inconsistencia tempo­ ral”, tales com o la de imprimir dinero para recaudar el señoreaje o la de no cumplir con el pago de la deuda 47. No obstante — conti­ núa el argumento— , la convertibilidad oro era “una regla contin­ gente, o una regla con cláusulas de escape”: podía suspenderse “en el caso de una clara situación de urgencia proveniente del exterior, tal com o una guerra, con la condición de que pasada la urgencia se restaurara la convertibilidad a la paridad originaria” 48. En algunos casos, había una segunda excepción a la regla que también era legí­ tima: en situaciones de crisis bancarias (com o las de 1847,1857 y la de 1866 de Gran Bretaña) las autoridades podían suspender tem­ poralmente la regla del oro para actuar com o prestamistas de últi­ mo recurso 49. Como ya hemos sugerido, la idea de que las guerras o las crisis financieras pueden ser “urgencias bien entendidas” constituye la parte débil del argumento. Sus defensores simplemente infieren de los datos estadísticos que tales excepciones a la regla de la conver­ tibilidad oro eran “bien entendidas”; pero no aportan prácticamen­ te ninguna evidencia histórica que indique que los contemporáneos

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las entendían com o tales. Tampoco resulta claro por qué ciertas urgencias eran consideradas com o razones legítimas para abando­ nar la regla mientras que otras no lo eran 50. Es indudable que aquellos países que tenían el “sello de aprobación por buena ges­ tión interna” conferido por la pertenencia al patrón oro conseguían mejores condiciones de préstamo que los que no lo tenían. Sin em­ bargo, las primas vinculadas a esto fueron llamativamente bajas si consideramos las importantes depreciaciones experimentadas por Argentina, Brasil y Chile entre 1880 y 1914. Ya en 1895, las mone­ das de estos tres países se habían depreciado en alrededor de un 60 por ciento frente a la libra esterlina. Pero las primas que debieron pagar sobre los bonos expresados en oro no superaron los dos pun­ tos porcentuales en relación con prestatarios adheridos al oro como Canadá y Australia. El rendimiento medio de los bonos papel chile­ nos expresados en billetes durante todo el periodo fue tan sólo de un 7 por ciento, en comparación con la cifra de Estados Unidos que superaba levemente el 4 por ciento. Pero ya en 1914, la moneda chilena había descendido al 20 por ciento de su tipo de cambio de 1870, mientras que el dólar estaba a la par 51. Las limitaciones de esta propuesta quedan de manifiesto por el hecho de que los mis­ mos cálculos aplicados al periodo de entreguerras producen re­ sultados similares 52. Regirse por el oro tenía un valor de 100 o 200 puntos básicos sobre los rendimientos del país. ¿Pero cuáles eran los costes en términos de producción que resultaban de estar ad­ herido al oro? También merece destacarse que podría existir un mecanismo de compromiso sin tipos fijos de cambio. Por ejemplo, el modo ac­ tual de atacar la inflación o la adopción de alguna otra forma de regla explícita por parte de los bancos centrales nacionales inde­ pendientes podrían llegar a constituir una forma de compromiso creíble. Sin embargo, queda por ver en qué medida objetivos na­ cionales heterogéneos podrían convertirse en un mecanismo de compromiso internacional comparable al del patrón oro 53. Dada la probada tendencia a fluctuar de los objetivos monetarios duran­ te las décadas de 1970 y 1980, resulta dudoso que los objetivos de inflación puedan llegar a lograr la credibilidad que tuvo la conver­ tibilidad oro 54.

449

Pero aun con todas estas reservas, la combinación de estabilidad de precios a largo plazo, compromiso con políticas monetarias y fis­ cales consistentes en el tiempo y pagos de intereses más bajos sobre la deuda externa hace que el patrón oro parezca bastante atractivo. En efecto, hubo un periodo (el que siguió al colapso del sistema de Bretton Woods) en el que muchos economistas norteamericanos — incluso el joven Alan Greenspan— defendieron seriamente el re­ torno al oro precisamente por estas razones. Esta posición no ha muerto todavía. Recalcando los elevados costes que resultan de la enorme cantidad de operaciones con divisas que se realizan todos los años por la ausencia de tipos fijos, el economista Robert Mundell ha defendido “la introducción de [una] moneda compuesta inter­ nacional” que — al menos al comienzo— “se identifique de algún modo con el oro para crear confianza” 55. En mayo de 1999, el pro­ pio Greenspan aseguró al Comité Bancario que el oro aún represen­ taba “la forma esencial de pago en el mundo”; además, cinco años antes había declarado en un simposio del Banco de Inglaterra que “la necesidad de... concentrar la actividad del Banco Central en algo equivalente al patrón oro se volvería cada vez más imperiosa” 56. La razón por la cual la mayoría de los economistas se muestran escépticos ante este tipo de argumentos tal vez pueda resumirse en la idea del “trilema” de la política. El trilema consiste, esencialmen­ te, en que un país puede cumplir, com o mucho, con dos de los tres objetivos económicos siguientes: un tipo fijo de cambio, movimien­ tos libres de capital y una política monetaria independiente 57. Los miembros del patrón oro, o de cualquier sistema que le haya sucedi­ do, han cumplido por lo general con los dos primeros objetivos, pero no han logrado el tercero. Existía, por tanto, la posibilidad de que la política monetaria necesaria para mantener la estabilidad de los tipos de cambio en el marco de movimientos libres de capital fuera inapropiada desde el punto de vista de la economía interna. Esto es lo que quiso decir Keynes cuando, en su A Tract on Monetary Reform, señaló lo siguiente: En verdad, el patrón oro es ya una reliquia del tiempo de los bárba­ ros. Todos nosotros, comenzando por el gobernador del Banco de In­ glaterra y continuando hacia abajo, estamos fundamentalmente intere­

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sados en preservar la estabilidad de los negocios, los precios y el em­ pleo, y no estamos dispuestos, cuando se nos fuerza a elegir, a sacrifi­ car deliberadamente estas metas en pos de un dogma gastado que tuvo alguna vez el valor de 3 libras y 17 chelines y medio la onza. Los defensores de este antiguo patrón no llegan a darse cuenta de lo lejos que está del espíritu y de las necesidades de la era actual58.

Por esta razón, el precio por ser miembro del patrón oro no fue tan bajo com o algunos cálculos parecen sugerir. Un gobierno que se comprometiera a un tipo fijo de cambio podía llegar a encontrarse con que los costes internos superaban los beneficios. La credibili­ dad del tipo de cambio se debilitaría en cuanto subieran los costes nacionales y, en un círculo vicioso, los intentos por reafirmar la cre­ dibilidad aumentando los tipos de interés incrementaría meramen­ te el daño para los prestatarios internos. Pasado cierto límite, los es­ peculadores comenzarían a anticipar las ventajas y, en ausencia de asistencia externa efectiva, la capacidad del banco central para in­ tervenir (comprando moneda tan rápido com o otros se deshacen de ella) se anularía rápidamente. Crisis monetarias de este tipo han ocurrido de m odo bastante regular porque, incluso en ausencia de un sistema internacional de tipos fijos, muchos países en desarrollo con deudas externas expre­ sadas en divisa extranjera tienden a fijar sus tipos de cambio en lu­ gar de arriesgarse a una depreciación inducida por el mercado. Un modo de evaluar los costes de los tipos fijos de cambio es comparan­ do las crisis financieras 59 anteriores a 1914 con las crisis financieras ocurridas desde el colapso de Bretton Woods. De hecho, hay cierta evidencia de que las crisis de la era del patrón oro fueron, si no me­ nos severas — la crisis de Argentina de 1890 fue peor aún que la de Tailandia de 1997— , al menos más breves en duración que crisis equivalentes del mundo moderno con tipos flotantes más o menos libres. Esto se ha citado com o evidencia a favor del “mecanismo de compromiso” que supone el patrón oro: debido a que se considera­ ba que los países estaban comprometidos con la convertibilidad, su incumplimiento de las reglas en una crisis era entendido como algo temporal, lo que alentaba el retorno de los inversores 60. Pero las di­ ferencias son bastante marginales, y llegar a conclusiones firmes es

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arriesgado dada la dificultad de encontrar datos provenientes de muéstreos de grupos de países estrictamente comparables 61. Más aún, si acaso hubo mayor rapidez de ¿yuste durante el periodo pre­ vio a 1914 esto pudo haber sido en función de factores bastante di­ ferentes 62: de una mayor flexibilidad de precios y salarios, de una mayor movilidad del trabajo por la ausencia de restricciones en la migración transfronteriza, de una representación política limita­ da de los grupos más golpeados por tales crisis y tal vez también por la profusa adopción entre las economías coloniales de estándares legales y de contabilidad británicos 63. Por otro lado, los mercados emergentes anteriores a 1914 carecían por lo general de presta­ mistas de último recurso, de m odo que la recuperación de las cri­ sis bancarias tuvo que haber sido mucho más lenta que en los años noventa 64. La experiencia del periodo de entreguerras sugiere también que con los tipos fijos de cambio se corre el riesgo de exportar cri­ sis financieras: se trata del fenóm eno del “contagio”. Pocos his­ toriadores estarían hoy dispuestos a objetar que las autoridades monetarias norteamericanas incurrieron en graves errores en la década de 1930 65. Pero la esterilización de las entradas del oro en el decenio de 1920 66, la sobrerreacción frente a las salidas del oro de septiembre de 1931 y la incapacidad de continuar con las ope­ raciones de mercado abierto en 1932 produjeron efectos catastró­ ficos no solamente en Estados Unidos sino también en todas las economías con divisas ajustadas al dólar. Eso significaba que gran parte del mundo (en el apogeo del sistema en 1929 no menos de cuarenta y seis naciones) se basaba en el patrón oro 67. No fue hasta el decenio de 1930, cuando los países abandonaron el patrón oro, cuando pudieron comenzar a recuperarse 68. Igualmente, el sistema de tipos de cambio “fijos pero ajustables” establecido en Bretton Woods hizo que el resto del mundo se su­ bordinara en definitiva a la política monetaria norteamericana 69. Si bien coincidió con un periodo de rápido crecimiento económi­ co, es importante recordar cuán inestable fue el sistema de Bretton Woods com o fórmula de tipos de cambio fijos. Prácticamente des­ de su comienzo, se dudaba de que el tipo dólar-libra esterlina fuera sostenible por los problemas de la balanza de pagos británica. Tras

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un fallido intento por restaurar la convertibilidad en 1947, la libra esterlina fue devaluada en septiembre de 1949, y una vez más en noviembre de 1967. El franco también fue devaluado tres veces. Mientras, el marco alemán fue revaluado dos veces. Hasta 1959, sólo el dólar fue completamente convertible; y al margen de Estados Uni­ dos fue preciso mantener controles de cambio y de capital en todas partes por la escasez de reservas internacionales. De ahí en adelan­ te la presión sobre el dólar requirió progresivamente de interven­ ción internacional (el goldpool) y de otros mecanismos para limitar la conversión de los dólares en oro. En marzo de 1968, cuando el pool fue suspendido, el sistema entró en su declive final mientras que las reservas en dólares se acumulaban en Alemania y Japón, países que contaban junto a Estados Unidos con grandes superávit por cuenta corriente70. La razón fundamental del fracaso del siste­ ma fue la renuencia de los otros miembros — de Francia, en parti­ cular— a importar la creciente inflación norteamericana 71. La crisis del Mecanismo Cambiario Europeo de los años 1990 fue análoga al final de Bretton Woods; en ese caso, los miembros del MCE fueron esencialmente rehenes de la política monetaria alemana. El MCE se había establecido en 1979, y a finales de los años ochenta parecía conferir a sus miembros los beneficios de la política monetaria alemana, es decir, un compromiso fiable con ni­ veles bajos de inflación, y, por tanto, tipos de interés relativamente bajos. Esta fue la razón principal por la que Gran Bretaña decidió unirse seis semanas antes de la caída de MargaretThatcher en 1990. No obstante, esto coincidió fatalmente con el derrumbamiento del imperio soviético en Europa del Este y con la reunificación de Ale­ mania, lo que llevó a un aumento espectacular del déficit federal de Alemania. La consecuente oleada de emisiones de nuevos bonos alemanes para financiar la unificación con la antigua República Democrática Alemana no sólo disparó el coeficiente deuda/PIB alemán sino también los tipos de interés. (Para ser más precisos, la deuda pública alemana subió de un 42 por ciento del PIB en 1991 a más del 60 por ciento en 1996, duplicando prácticamente la cifra de 1980; el déficit medio del sector público de los años 1991-1996 equivalía al 5,5 por ciento del PIB). De no haber existido el MCE, el marco alemán muy posiblemente se habría revalorizado frente a

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las otras divisas europeas. Pero las reglas del sistema requerían que los tipos de interés aumentaran en todo el sistema. Ya en 1992 parecía que los costes políticos a nivel interno causados por los ti­ pos de interés más elevados — además de las elevadas hipotecas de los votantes conservadores— se volvían intolerables para Gran Bre­ taña e Italia y en septiembre de ese mismo año ambas divisas se vie­ ron obligadas a abandonar el sistema por un violento golpe especula­ tivo que los distintos bancos centrales no pudieron (o tal vez, como en el caso del Bundesbank, no quisieron) resistir. España, Portugal e Irlanda también se vieron forzados a devaluar; y en el verano de 1993 la presión sobre el franco francés condujo a la ampliación de los márgenes dentro de los cuales se permitía a las divisas fluc­ tuar entre ellas Por último, es posible tener un contagio en la periferia aun en la ausencia de una gran sacudida producida por medidas provenien­ tes del centro. Una vez perdida la credibilidad de la vinculación de una moneda de Asia — cuando se permitió que flotara (o más bien que se hundiera) el baht tailandés el 2 de julio de 1997— , las divi­ sas vecinas también la perdieron Esto se debió en parte a que los inversores extranjeros no distinguían los diferentes mercados emergentes de Asia, pero también a problemas relacionados como las peticiones de préstamos sin cobertura en moneda extranjera, los préstamos a corto plazo para financiar inversiones a largo plazo y el riesgo moral (la presunción de que el gobierno o el FMI rescataría al sector privado en una crisis), fenómenos que ocurrían en la ma­ yoría de las economías afectadas 74. Como las nubes, las crisis monetarias también tienen sus brillos plateados. Los grandes beneficiarios de la crisis asiática fueron los norteamericanos, que pudieron aprovecharse de la abrupta reduc­ ción de los precios de las importaciones — y particularmente, los economistas estadounidenses que encontraron un tema de estudio novedoso justo cuando se desvanecía el interés por los problemas de la “transición” possoviética— . Algunos analistas culparon a las economías asiáticas por haber practicado un “capitalismo de amiguetes”, expresión que resume una miríada de problemas de regu­ lación financiera inadecuada. Otros culparon al FMI por no haber actuado com o prestamista internacional de último recurso 75, y

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abundaron las prescripciones de medidas de todo cariz. Se sostuvo que la crisis asiática ilustraba la necesidad de controles o al menos de frenos sobre los flujos de capital internacional a corto plazo se­ mejantes a los introducidos en Chile en la década de 1980. Otra es­ cuela de pensamiento recomendó el desarrollo de mercados na­ cionales de capital más amplios para permitir más préstamos a largo plazo en moneda nacional. También se defendió simplemente un retorno al “patrón dólar” en Asia, incluyendo a Japón, además de los mercados emergentes 7(\ Pero tal vez el argumento más llamati­ vo que resurgió com o consecuencia de la crisis fue la necesidad de la “dolarización”, es decir, de sustituir completamente al baht y las otras monedas por la divisa estadounidense, política que desde ha­ cía tiempo había adoptado Panamá 77. Esta argumentación en favor de la unión monetaria con Estados Unidos tuvo su paralelo en la argumentación de 1992 (propuesta entre otros por TheEconomist) que sostenía que el fracaso del Meca­ nismo Cambiario Europeo demostraba la necesidad de una unión monetaria europea. Hacia esta solución alternativa al problema del tipo de cambio es hacia donde nos dirigimos ahora.

1 , \S UNIONES MONETARIAS

Desde su concepción, pasando por su gestación y nacimiento, y llegando hasta su primera infancia, el euro ha logrado demostrar consistentemente a los escépticos que estaban equivocados. Algu­ nos pensaron que los votantes chauvinistas rechazarían la moneda única en los referendos. Otros dudaron de que todos los candida­ tos pudieran satisfacer el criterio de déficit de Maastricht. Y aun otros predijeron que las disputas por la presidencia del Banco Central Europeo abortarían completamente la empresa. Pero con todo, la Unión Económica y Monetaria ha procedido, hasta ahora, según el plan. El petit oui del electorado francés en el referéndum pudo ha­ ber requerido un pequeño y suave masaje y los criterios de conver­ gencia del Tratado de Maastricht pudieron haberse respetado sólo parcialmente. Pero la cuestión fundamental es que los tipos de cam­ bio fijos dentro de la “zona euro” se han mantenido firmes, a pesar

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de las divergencias sobre los fundamentos económicos, y no se han cumplido las profecías sobre ataques especulativos a algunos miem­ bros individualmente en la fase de transición 78. Es cierto que la nueva divisa ha sufrido una depreciación del 20 por ciento frente al dólar entre el momento de su lanzamiento y la actualidad (mayo de 2000). Pero nunca nadie pretendió que el euro tendría un tipo fijo frente al dólar, o alguna otra moneda. Tampoco podemos saber con certeza si subirá o bajará en los próximos doce meses. Por un lado, como ilustra el gráfico 39, comparado con el comportamiento de su predecesora, la unidad de cuenta europea ecu, el euro toda­ vía se mantiene bastante por encima de su mínimo histórico. Por otro, hay razones para pensar que el euro, tarde o temprano, se re­ cuperará frente al dólar cuando este último se debilite, probable* mente a consecuencia de la ampliación del déficit de la balanza de

Gráfico 39. El “progreso” del ecu /eu ro Fuente: Global Financial Data.

pagos de Estados Unidos y de la acumulación de la deuda externa descrita en el capítulo anterior 79. Si eso ocurre, los profetas y ar­

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quitectos de la moneda única llegarán indudablemente a saborear su momento de — aparente— vindicación, del mismo modo en que los opositores han disfrutado del “progreso” del euro en los mer­ cados de divisas desde el momento de su lanzamiento. Pero proba­ blemente el triunfo de los pro-euro demuestre ser pasajero, pues ninguna unión monetaria puede llegar a perdurar por largo tiem­ po cuando la movilidad del trabajo se obstaculiza tanto con barre­ ras culturales y regulación; y tal vez, lo que es más importante, cuando las políticas fiscales de sus estados miembros están tan des­ fasadas 80. La afirmación de que las uniones monetarias pueden quedar anuladas por los desequilibrios fiscales se funda en parte en la his­ toria comparada. Pero la dificultad radica en establecer cuál de to­ das las uniones monetarias anteriores se asemeja más claramente a la UME, pues ninguna lo hace de modo exacto. En efecto, dado que todos los miembros de la UME son democracias y que la política mo­ netaria es considerada en la actualidad com o “el instrumento fun­ damental de estabilización macroeconómica”, es posible que no existan paralelos históricos reales 81. Muchos autores han querido establecer comparaciones con el patrón oro previo a 1914. Otros mantienen, sin embargo, que la UME se asemeja más a una unión monetaria nacional porque hay un banco central común (o, al me­ nos, un sistema de bancos centrales) y no existe el derecho a abando­ nar la UME; deberíamos, por tanto, compararla con la experiencia de Italia y Alemania del siglo xix, cuando la unificación monetaria constituyó parte integral de la unificación nacional, o posiblemen­ te con el proceso más prolongado de Estados Unidos 82. Pero ninguno de estos paralelos es demasiado esclarecedor. Como hemos visto, el patrón oro era un sistema informal sin un banco central único, que los estados tenían siempre la opción de abandonar en caso de urgencia; era mucho más semejante a una versión a gran escala del Mecanismo Cambiario Europeo previo a 1999 83. Por otro lado, comparar a la UME con las uniones mo­ netarias logradas en Estados Unidos, Italia o Alemania es poco con­ vincente. Aun el éxito de la República de los Estados Unidos de Holanda com o unión monetaria fue inseparable de su unificación política. En cada uno de estos casos, la unión política (y por ende,

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la fiscal) antecedió a la unión monetaria. Tampoco ayuda compa­ rarla con las uniones monetarias entre gigantes y enanos (tales com o la de Francia, Andorra y Monaco). Las mejores analogías se dan con las uniones monetarias entre múltiples estados con lazos confederativos verdaderamente laxos (o tal vez inexistentes) y una centralización fiscal insignificante. En la Africa francófona existen dos sistemas de este tipo: la Unión Económica y Monetaria de Afri­ ca Occidental y la zona de operación del Banco Central de Africa Ecuatorial84. Pero ambas son esencialmente satélités del sistema mo­ netario francés (y, por tanto, hoy de la UME misma) ya que sus monedas están vinculadas al franco. De hecho, no es necesario ir muy lejos para encontrar los ante­ cedentes de la UME. Hay precedentes de esta clase de unión mone­ taria en la misma historia europea. Se puede establecer una analo­ gía con la unión monetaria austro-húngara posterior a 1867, ya que la Monarquía Dual de los Habsburgo era “una entidad económ i­ ca con libre circulación de bienes y de capital, con un único banco central, y con completa autonomía fiscal para cada una de sus par­ tes”, además de contar con múltiples nacionalidades 85. (A diferencia de en la UE, sin embargo, existía un ejército común.) Tanto Austria como Hungría entraron regularmente en déficit bastante conside­ rables durante el periodo que finalizó en 1914, pero éstos fueron absorbidos sin mucha dificultad por los mercados de bonos nacio­ nales e internacionales. No obstante, el abrupto y asimétrico au­ mento del gasto y del préstamo ocasionado por la I Guerra Mun­ dial hizo que se acelerara la inflación. La desintegración política de la Monarquía Dual cuando finalizó el conflicto condujo casi inme­ diatamente a la desintegración de la unión monetaria, que comen­ zó con la iniciativa yugoslava de separarse manifestada en el estam­ pillado del dinero en enero de 1919. Su ejemplo fue rápidamente seguido en marzo por los nuevos gobiernos checo y austríaco. Cuan­ do el Banco Austro-Húngaro protestó, el ministro de Finanzas checo respondió que dicha acción era una respuesta necesaria a “la siste­ mática destrucción [a través de la inflación] de la corona austrohúngara” hecha por el banco. Una vez comenzado el proceso, era arriesgado para los otros antiguos estados de los Habsburgo no entrar en pleito, ya que el Banco Austro-Húngaro continuó impri­

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miendo billetes no timbrados hasta la fecha en que fue disuelto, en septiembre de 1919. Estos billetes no timbrados obtuvieron rápida­ mente una prima ya que podían usarse allí donde la política de tim­ brado no había sido todavía adoptada (en Polonia y Hungría, por ejemplo, hasta la primavera de 1920) 86. Un antecedente aún más esclarecedor es la Unión Monetaria La­ tina (1865-1927), la cual permitió el libre intercambio y el curso legal de las monedas de Francia, Bélgica, Suiza, Italia, los Estados Pontifi­ cios y (más tardíamente) Grecia dentro de un área de moneda úni­ ca. Es cierto que no había un Banco Central Latino, pero un paralelo obvio con la UME es que la UML tuvo una consciente motivación po­ lítica. Uno de los impulsores de la Convención de la UML del 23 de diciembre de 1865 fue el francés Félix de Parieu, quien soñó con que la UML conduciría en última instancia a una “Unión Europea” con una “Comisión Europea” y un “Parlamento Europeo” 87. Pero los costes por la laxitud fiscal italiana (y en especial, la pontificia) fueron demasiado elevados para los otros miembros de la Unión. El gobier­ no pontificio financió sus déficit acuñando una moneda subsidiaria de plata de elevadas ganancias por señoreaje; en pocas palabras, alte­ rando la moneda y permitiendo que agentes privados la exportaran al resto de la Unión. Esta era una violación flagrante de las reglas de la Convención. Al mismo tiempo, para financiar sus déficit (el 11 por ciento de su PIB en 1866, y una deuda a pagar del 70 por ciento del PIB), el gobierno italiano emitió billetes en su mayoría no converti­ bles, lo que rompía con el espíritu además de con la letra de la Con­ vención. Esto ayuda a explicar por qué, a pesar de los esfuerzos inicia­ les por atraer a nuevos miembros, después de Grecia no se aceptaron nuevos candidatos, a pesar de las solicitudes presentadas por Espa­ ña, Austria, Hungría, Rumania, San Marino, Colombia, Serbia, Ve­ nezuela, Bulgaria y Finlandia 88. La guerra de 1870 frustró lajustifica­ ción política de una hegemonía continental francesa; y la única razón por la que sobrevivió la UML después de 1878 fue para “evitar el coste por la disolución” 89. Como la más modesta Unión Moneta­ ria Escandinava fundada por Suecia y Dinamarca en 1873, la muerte de la UML fue tardíamente anunciada en la década de 1920. Más recientemente, ha habido tres uniones monetarias que han logrado sobrevivir por pocos años a la ruptura de sus previos víncu­

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los políticos: la de los once miembros de la Confederación de Esta­ dos Independientes de la antigua Unión Soviética, la de los anti­ guos miembros de la República Federal de Yugoslavia y la de la Re­ pública Checa y Eslovaquia posterior a su separación. En dos casos, la ruptura se asoció a la hiperinflación, cuando los estados miem­ bros internos más débiles aumentaron sus ingresos del m odo más fácil, es decir, imprimiendo dinero. La experiencia, por tanto, tiende a sugerir que los problemas fis­ cales asimétricos — generados con frecuencia, aunque no nece- ; sanamente, por las guerras— hacen que las uniones monetarias entre estados políticamente independientes se disuelvan con rapi­ dez. En el caso de la Europa de hoy, parece bastante posible que las presiones ocasionadas por sistemas de seguridad social y de pensio- \ nes estatales insostenibles produzcan un efecto centrífugo similar: se repetiría el escenario de los Habsburgo aunque esta vez el disol­ vente fatídico sería el bienestar y no la guerra. Como se demostró en el capítulo VII, la mayoría de los estados miembros de la UME tienen graves desequilibrios generacionales, si bien varían considerablemente en importancia. Pero es extrema­ damente difícil imaginar que se vaya a adoptar alguna de las medidas políticas necesarias para eliminar estos desequilibrios por alguno de los nueve miembros de la UME que precisan actuar, y mucho menos por todos ellos en conjunto. Para recapitular: con el fin de lograr un equilibrio generacional, Finlandia necesita incrementar toda su tributación en un 17 por ciento, Austria en un 18 por cien­ to, España en un 14 por ciento e Italia en un 10 por ciento. Incluso Alemania precisa aumentar sus impuestos en un 9,5 por ciento, o reducir todas sus transferencias gubernamentales en un 14 por cien­ to 90. La razón fundamental por la que tales incrementos no ocurri­ rán es obvia: habrá una insuperable oposición política, tanto si la re­ forma fiscal toma la forma de reducciones del consumo público, o de recortes de las transferencias públicas, com o de aumentos de to­ dos los impuestos o tan sólo del impuesto sobre la renta. Los conflic­ tos políticos por los aumentos de la tributación y /o por las reduccio­ nes del bienestar son fáciles de imaginar: de hecho, en Alemania e Italia ya han comenzado a ocurrir. Una de las razones de la caída del gobierno de Massimo d ’Alema en abril de 2000 fue la incapaci­

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dad para reformar el sistema estatal de pensiones italiano — el más caro de la UE, con un coste anual de cerca del 14 por ciento del p]B—- ante la fuerte oposición sindical. Es especialmente lamenta­ ble que tantos socialdemócratas del continente hayan pensado en los años ochenta que los esquemas de jubilación anticipada abrirían oportunidades de empleo para los jóvenes: se trató de una teoría que trajo consecuencias fiscales desastrosas en todos los lugares don­ de se puso en práctica. Tampoco ayuda el que sea tan fácil cons­ truir argumentos macroeconómicos a corto plazo contra la rigidez fiscal: el problema del elevado desempleo de Alemania y de otros estados miembros de la UME difícilmente podrá mejorarse me­ diante aumentos impositivos; de hecho, el gobierno de Schróder ha optado por los recortes impositivos. El empeoramiento de las si­ tuaciones fiscales de muchos de los estados europeos podría, por cierto, moderarse con un incremento continuo de la tasa media de crecimiento. No obstante, hay buenas razones para dudar de que esto vaya a suceder en los países principales de Europa. En particu­ lar, la rigidez del mercado laboral europeo ha sugerido a muchos economistas que la unión monetaria es prematura 91. (Una de las razones por las que el patrón oro previo a 1914 pudo funcionar como lo hizo fue el elevado nivel de movilidad laboral internacio­ nal que lo acompañó 92). La cruda elección a la que deben enfrentarse prácticamente to­ dos los países de la zona euro (dejando a un lado la eliminación de las restricciones inmigratorias) es, por tanto, entre implementar au­ mentos de la recaudación impositiva sin precedentes en épocas de paz o reducciones del gasto público mayores que las logradas en la década de 1980. Ninguna de las opciones parece ser popular. En efecto, es más probable que la mayoría de los gobiernos permitan que los desequilibrios generacionales empeoren a corto plazo. ¿Cuáles son, entonces, las implicaciones monetarias de este in­ minente bloqueo fiscal? Una suposición que se hace con frecuen­ cia es que a varios países les será progresivamente más difícil man­ tenerse dentro de los límites presupuestarios especificados por el Tratado de Maastricht y el Pacto de Crecimiento y Estabilidad. Sin embargo, las posibilidades de una contabilidad creativa con las me­ didas tradicionales de deudas y de déficit no se han agotado com­

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pletamente. Debido a que los criterios de Maastricht se basan en medidas de la deuda económicamente arbitrarias hay buenas ra­ zones para anticipar que se aplicarán con laxitud: de hecho, esto ya ha ocurrido. No menos de ocho miembros de la UME tenían deudas que superaban el umbral del 60 por ciento de Maastricht en 1997 93. En todo caso, el aumento de la petición de préstamo por parte de los estados miembros de la UME no es realmente la cuestión. La experiencia pasada (por ejemplo, la de la unión monetaria alema­ na posterior a 1871) sugiere que las uniones monetarias pueden coexistir con sistemas fiscales federales en los que algunos estados miembros emitan un volumen considerable de bonos. Los diferen­ tes niveles de emisión pueden resultar también en una divergencia de los rendimientos de los bonos tras la convergencia del periodo previo a la UME. Pero la existencia de diferencias de rendimientos no es incompatible con la unión monetaria: a los mercados no se les puede prohibir que adjudiquen diferentes riesgos de incumpli­ miento a los distintos estados miembros. Esto ya puede verse en el caso de los rendimientos austríacos, que superaron en cerca de 20 puntos básicos a los rendimientos alemanes cuando quedó clara la posibilidad de que el xenófobo Partido de la Libertad podía llegar a asumir el gobierno austríaco. Y así como no hay razón para que las compañías que emiten bonos expresados en euros deban ofrecer a los inversores los mismos beneficios, tampoco hay razón por la que los rendimientos de los bonos europeos deban ser uniformes. Tam­ poco, com o se da por hecho aveces, los elevados niveles de présta­ mo estatal producen necesariamente inflación 94; depende en bue­ na medida de la demanda del mercado internacional de bonos por deudas soberanas de grado AAA o AAB, y de que más y más gente viva durante dos décadas tras su jubilación, lo que debería reforzar la demanda. Las implicaciones del desequilibrio generacional no son simple­ mente que los estados europeos deberán entrar en déficit. Debido a que las contabilidades generacionales se basan en la idea de la restricción presupuestaria intertemporal, sus cálculos ya lo tienen en cuenta. Las cifras no implican un aumento del préstamo futuro, sino la necesidad inevitable de aumentar los impuestos, de reducir

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el gasto o de emitir dinero. La verdadera cuestión es qué pasa si Austria, Finlandia o España — o las tres en conjunto— entran en una parálisis política con respecto a la tributación o al gasto público. Llegados a este punto, parece posible anticipar que los países con los desequilibrios generacionales más severos intentarán pre­ sionar al Banco Central Europeo para que les alivie la presión rela­ jando la política monetaria 95. La historia demuestra continuamen­ te, como vimos en el capítulo V que el salto inflacionario ha sido la línea de acción política de menor resistencia para los gobiernos en dificultades fiscales: las potencias derrotadas después de la I Gue­ rra Mundial, por ejemplo, o Rusia y Ucrania tras el colapso de la eco­ nomía soviética lo ejemplifican. Este, indudablemente, será el gran momento de prueba para la moneda única. Una posibilidad que no puede descartarse es que el BCE se hunda, permitiendo que el euro se deprecie y que aumente la inflación en la zona euro. Pero parece improbable, ya que se prohíbe explícitamente al banco ac­ ceder a una petición de financiación monetaria según el sistema institucional establecido por el Tratado de Maastricht. Más precisa­ mente, hay una estricta “regla de no rescate” en el artículo 104 del Tratado de Maastricht (hoy artículo 101 del Tratado que establece la Comunidad Europea) y en el artículo 21 del Estatuto del Sistema Europeo de los Bancos Centrales. Este es el punto capital de lo que se ha llamado el “divorcio sin precedentes entre las principales au­ toridades monetarias y fiscales” efectuado por la UME 96. No es difícil, por consiguiente, prever la serie de colisiones que ocurrirán entre los gobiernos nacionales en lucha por controlar sus finanzas y el Banco Central Europeo, cuya principal obligación consiste en mantener la estabilidad de precios 97 (según el artículo 2 del Estatuto del Sistema Europeo de los Bancos Centrales). Proba­ blemente el BCE ignore “la aritmética monetaria desagradable” implícita en los desequilibrios presupuestarios de los estados miem­ bros y recurra a alguna otra “aritmética fiscal desagradable” propia aumentando los tipos de interés 98. Si todos los países estuvieran en dificultades similares podría lle­ gar a concebirse una resolución política del conflicto. Pero debido a que hay tal variedad de escala en los desequilibrios generaciona­ les dentro de la zona euro, y de sus tasas de crecimiento e inflación,

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algunos países entrarán en dificultades más rápidamente que otros. No es difícil prever el tipo de conflictos entre países que esto po­ dría producir 99. Gran parte de los intentos por evaluar la posible durabilidad de la UME han querido calcular los efectos que podría ocasionar un choque “asimétrico” sobre el sistema 10°. Pero la con­ tabilidad generacional sugiere que el sistema ya tiene una asime­ tría y que no precisa en realidad un gran golpe. ¿Pero entonces qué podemos esperar? Legalmente, la salida de la UME es imposible: a diferencia del patrón oro, no hay cláusula de escape. No obstante, desde un punto de vista histórico, siempre hay una salida. Si la única medida viable a nivel político para un país consiste en imprimir dinero para amortizar algunas de sus deu­ das (en otras palabras, si la solución consiste en imponer un im­ puesto inflacionario), y si las instituciones de la UE se atienen a la “regla de no rescate”, entonces será necesario considerar la posibi­ lidad de secesión. Y la única pregunta que resta examinar es cuál sería el coste por la secesión de la UME. En primer lugar, habrá tipos de interés más elevados a corto pla­ zo y mucho dependerá de la velocidad con la que esto impacte so­ bre la factura por el servicio de la deuda del gobierno. En este con­ texto, son importantes las diferentes estructuras de plazo de las distintas deudas nacionales: un país con gran cantidad de deuda a corto plazo se beneficiará en mucha menor medida de un aumen­ to de la inflación. Más de la mitad de la deuda interna española es a corto plazo, por ejemplo, en comparación con el 0,4 por ciento de la de Austria, de m odo que será mucho más difícil para España re­ ducir la deuda mediante la inflación 101. En segundo lugar, el tipo de cambio de la nueva moneda o de la moneda previa a la UME (restaurada) del estado en secesión se debilitará con relación al euro y a las otras divisas principales. Esto puede llegar a estimular la exportación, aunque es imposible pronosticar si esto podrá com­ pensar los elevados tipos de interés que muy probablemente se re­ querirán. Más aún, habrá también todo tipo de enredos legales cuando acreedores y deudores (extranjeros o locales) disputen so­ bre si las deudas previas a la secesión deben considerarse deudas expresadas en euros o en moneda nacional. Esto podría desestabi­ lizar severamente el sistema financiero del país en secesión y el de

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los otros países. Una vez más, las consecuencias serán más graves cuanto myor sea la deuda externa del país. En suma, la secesión de la UME será m ucho más compleja que la del MCE, cuestión que deben tener en cuenta los países que, como el Reino Unido, todavía estudian la posibilidad de entrar o no en la unión monetaria. Es posible que la voluntad política de implementar reducciones del gasto o aumentos impositivos se fortalezca ante estos obvios de­ sincentivos. Menos probable, aunque también concebible, es que se dé un debilitamiento del objetivo antiinflacionario del BCE; o, al­ ternativamente, un viraje hacia una mayor centralización fiscal que permita que los desequilibrios generacionales del continente se traten colectivamente. Aun así, la historia ofrece pocos ejemplos de ajustes presupues­ tarios que hayan sido aceptados democráticamente y de una escala equivalente a los que requerirían hoy ciertos países europeos. Lo que ofrece son varios ejemplos de uniones monetarias entre esta­ dos soberanos que se desintegraron cuando las exigencias de la po­ lítica fiscal nacional se volvieron incompatibles con las restriccio­ nes impuestas por una moneda única internacional.

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L a o l a a m e ric a n a : LAS MAREAS DE LA DEMOCRACIA

Una gran revolución democrática está ocurriendo en­ tre nosotros; todos la ven, pero no todos la juzgan de la misma manera... Una especie de terror religioso [se apo­ dera del] alma del autor al vislumbrar esta revolución irresistible que camina desde hace tantos siglos, a través de todos los obstáculos, y que aún hoy se ve avanzar en medio de las ruinas que ha causado. Tocqueville 1

C u a n d o el sociólogo norteamericano Francis Fukuyama anunció en 1989 “el fin de la Historia”, su mentor había sido el filósofo de la historia y maestro del método dialéctico Georg Wilhelm Friedrich Hegel2. Según Hegel, la historia del mundo estaba “gobernada por un designio último... una razón divina y absoluta”. “El espíritu [de la razón] y el curso de su desarrollo” eran “la verdadera sustancia de la historia”, sostenía Hegel; y este espíritu no era otra cosa que “la idea de la libertad humana”. De ahí que el proceso histórico pu­ diera entenderse com o el alcance del conocimiento propio guiado por esta idea de libertad que pasa por una sucesión de “espíritus del mundo”. En la tortuosa prosa de Hegel, “la manifestación con­ creta” de “la unidad de la voluntad subjetiva y la universal” — “la to­ talidad de la vida ética y de la realización de la libertad”— era el Es­ tado 3. De joven, se había inspirado en la Revolución Francesa, que había entendido com o “un glorioso amanecer... [como] una emo­ ción sublime”; pero su modelo estatal resultó ser el prusiano 4. La inspiración de Fukuyama fueron las revoluciones de Europa del Este de 1989; pero su modelo continúa siendo la democracia libe­ ral capitalista de Estados Unidos.

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tain , de Sim plicissimus, 1916

Como Hegel, Fukuyama no es en absoluto un reduccionista eco­ nómico. La relación dialéctica y progresiva que percibe entre de­ mocracia y crecimiento está mediada por la cultura 5. Y Fukuyama ha reconocido que (particularmente en Asia) “el desarrollo políti­ co podría dar la espalda a la democracia” por la resistencia cultural al individualismo que se asocia con la democracia. No obstante, diez años después de su obra Elfin de la historia confía aún en “la evolu­ ción progresiva y a largo plazo de las instituciones políticas hacia la democracia liberal”. En efecto, Fukuyama concluyó su libro más re­ ciente, La gran ruptura, con una desenfadada tesis hegeliana: “En las esferas política y económica, la historia parece ser progresiva y direccional, y a finales del siglo xx ha culminado en la democracia liberal como única alternativa viable para las sociedades avanzadas tecnoló­ gicamente” 6. La noción de que la democracia y el progreso económico se re­ fuerzan mutuamente está por convertirse en la nueva ortodoxia. En su obra postuma, Power and Prosperity, el economista político Mancur Olson presentaba el argumento de que los sistemas democráti­ cos son más conducentes a la creación de riqueza que sus anteceso­ res no democráticos por la misma razón fundamental por la que en el Medievo la tiranía era preferible a la anarquía. Un monarca — o “bandido estacionario” en la sorprendente expresión de Olson— tiene un “interés general” en la prosperidad a largo plazo de sus súbditos que no puede adjudicársele a una banda de bandidos errantes. Estos bandidos “hacen tributar” a un tipo del 100 por cien­ to y siguen su camino: son indiferentes al hecho de que al impedir la inversión presente y al desalentar la inversión futura están redu­ ciendo la producción de aquellos a quienes saquean. Por el contra­ rio, el bandido estacionario será más proclive “a reducir su tasa de robo impositivo de modo tal que lo que gane [del saqueo impositi­ vo sobre una mayor producción] esté compensado por lo que pier­ de [de tomar una proporción menor de la producción] ”. También tiene el incentivo de proveer bienes públicos de sus propios recur­ sos si éstos incrementan la producción de sus súbditos 7. Pero la de­ mocracia es aún mejor, porque la mayoría gobernante no solamen­ te gana de redistribuir los ingresos fiscales hacia ella, sino también de maximizar su renta a través de las transacciones mercantiles; de

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ahí que “el tipo impositivo óptimo para la mayoría sea necesaria­ mente más bajo que el del autócrata” 8. Asimismo, el interés más amplio de una mayoría democrática la inclinará a invertir una ma­ yor proporción de sus recursos en bienes públicos que beneficien a todos. Y también pueden existir “intereses superamplios” (es decir, de mayorías que no incluyen a toda la sociedad) donde se tributa y gasta al margen del propio interés tanto com o si las motivaciones fueran completamente altruistas. Olson había sostenido en traba­ jos previos que la protección de los derechos de propiedad y de se­ guridad en los contratos era crucial para estimular la actividad eco­ nómica; ahora afirmaba que era más posible que se cumpliera bajo gobiernos democráticos 9. Este argumento se hace eco del trabajo previo de Douglass North, quien sostenía que “el gobierno demo­ crático” ofrece “mayor eficiencia política” porque “da acceso a una proporción mucho mayor del pueblo al proceso de decisión políti­ ca, elimina la capacidad caprichosa del gobernante para confiscar riqueza e introduce una tercera parte a través de lajudicatura inde­ pendiente que hace cumplir los contratos” 10. El premio Nobel Amartya Sen ha apoyado también la noción de que la democracia es económicamente beneficiosa. Sen sostiene que la libertad, que constituye un valor en sí mismo, tiene además una justificación instrumental económica. Sen concede que China, Singapur y (hasta muy recientemente) Corea del Sur han gozado en las dos últimas décadas de un rápido crecimiento económico a pe­ sar de la ausencia de la democracia. Pero estos ejemplos de econo­ mías autoritarias (se las ha llamado los “tigres”) no son suficientes para revocar la tesis económica de la democracia. Existen ejemplos com o el de Botsuana: un oasis democrático en rápido crecimiento dentro de Africa. Y lo que es más revelador, las democracias evitan en mayor medida los desastres económ icos que las dictaduras. “Nunca un país democrático, más allá de su nivel de pobreza...”, afirma Sen en Development as Freedom, “ha sufrido grandes hambru­ nas, porque un gobierno en una democracia multipartidista con elecciones y libertad de prensa posee importantes incentivos políti­ cos para tomar medidas preventivas contra ella” u . Aquí el contras­ te entre la experiencia de la India posterior a su independencia y la de China va claramente en favor de la primera.

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Estos argumentos aparecen también en los trabajos de especia­ listas menos conocidos. Un estudio reciente compara “la calidad de vida de los ciudadanos” de más de cien países en vías de desarro­ llo y concluye que los estados democráticos satisfacen las necesi­ dades básicas de sus ciudadanos “en un 70 por ciento más que los estados no democráticos” 12. Se ha realizado una comparación si­ milar para el periodo preindustrial entre las ciudades europeas políticamente independientes y aquellas regidas por gobiernos absolutistas, y se demuestra que el crecimiento era más acelerado cuando las ciudades estaban gobernadas por élites de comerciantes locales 13. Se ha dado asimismo una explicación parcialmente polí­ tica al mejor funcionamiento económico de Polonia con sus vibran­ tes instituciones democráticas de la era poscomunista, en compa­ ración con Rusia donde la democratización se ha visto impedida por élites “cleptócratas” 14. Este estribillo generalizado ha sido adop­ tado también por los políticos. La Conferencia de Bonn sobre la Co­ operación Económica en Europa resumía este nuevo saber común del siguiente m odo: “Las instituciones democráticas y la libertad económica promueven el progreso económ ico” 15. La tesis histórica de que el crecimiento económ ico alimenta el desarrollo de las instituciones democráticas es, indudablemente, plausible. ¿Pero podemos estar seguros de que la relación causal corre también en dirección contraria? ¿Se puede descansar en la democratización para fomentar el crecimiento? Si la respuesta es afirmativa, entonces la historia bien puede haber finalizado como un cuento de hadas: todos vivieron felices (o al menos democrática y prósperamente) hasta el fin de sus días. Esta es esencialmente la teoría de la “doble hélice”: la idea de que la democracia y el progre­ so económico delinean una espiral ascendente, en la que cada una depende de la otra. Pero hay razones para ser más cautelosos. Una de las conclusio­ nes más temerarias de OIson es que “la interpretación whig de la historia estaba en lo cierto”, al haber percibido una trayectoria as­ cendente de la historia constitucional británica. Pero ningún histo­ riador puede sentirse enteramente cóm odo con la ingenua conclu­ sión de Olson, al estar basada en una mezcla de matemáticas y una casi irreconocible caricatura de los acontecimientos históricos 16.

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También el optimismo dialéctico de Fukuyama debería tomarse con precaución. Parece que nos enfrentamos aquí a una improba­ ble alianza entre Hegel y lord Macaulay17.

U

n p a r is in o e n

A

m é r ic a

De la generación de Macaulay, tal vez el analista más perspicaz de la democracia haya sido el aristócrata francés, historiador, sociólogo y político Alexis de Tocqueville. En La democracia en América (1835) — basada en su viaje de nueve meses a Estados Unidos en 1831— Tocqueville daba a las “instituciones y costumbres” allí encontradas una buena y cualificada acogida. Entre los valores de la democracia norteamericana identificó la descentralización del gobierno, el po­ der de las cortes judiciales, el impulso de la vida asociativa, la fun­ ción del abogado com o sustituto del aristócrata y el vigor de la reli­ gión, pues “para ser libre, el hombre debe tener fe”, sostenía el autor. Pero a pesar de haber estado muy influido por los federalis­ tas no dejó de ver los defectos y riesgos potenciales que encerraba la democracia norteamericana: los partidos políticos eran “un mal inherente a los gobiernos libres”; la prensa era excesivamente vio­ lenta y propensa a revelar escándalos; la gente tendía a elegir a la mediocridad para ocupar altos cargos (Tocqueville subestimó a Jackson); y, sobre todo, existía la amenaza de “la tiranía de la mayo­ ría”. Tocqueville fue también sensible a la intolerancia dirigida hacia las minorías, particularmente hacia los negros, ya fueran esclavos u hombres libres. Con todo, su conclusión era optimista: los puntos fuertes de la sociedad norteamericana serían suficientes para com­ pensar sus debilidades. La democracia era el futuro, decía en su in­ troducción, y — al menos en América— funcionaba. Pero quedaba por discutir si podía funcionar tan eficazmente en otros lugares. En Francia, “la revolución democrática [había] acaecido en el núcleo de una sociedad que no había generado los cambios de leyes, ideas, costumbres y moral indispensables para hacer de la revolución algo beneficioso”. La democracia había que­ dado abandonada a “sus instintos” y “pasiones anárquicas” 18. En In­ glaterra, visitada por Tocqueville en 1833 y 1835, había surgido una

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nueva “aristocracia manufacturera”, la cual — advertía el autor— po­ dría llegar a restaurar “aquellas condiciones permanentes de desi­ gualdad” que habían caracterizado al orden social predemocrático. Pero sobre todo, Tocqueville destacaba que, a diferencia de Estados Unidos, la administración pública en Europa estaba vol­ viéndose “más centralizada... más inquisitorial y minuciosa... Gana a diario terreno a la privacidad de los hombres, para asistirlos, acon­ sejarlos y coaccionarlos” 19. Al final de su segundo volumen y en un párrafo reveladoramente premonitorio identificaba los nuevos rasgos bajo los cuales puede reaparecer el despotismo en el mundo. Lo que en primer lugar llama la atención es esa enorme masa de hombres, iguales y semejantes, procurándose incesantemen­ te placeres nimios e insignificantes con los que consumen sus vidas. Cada uno, viviendo aparte, e indiferente al destino del resto, hace de sus hijos y amigos personales la totalidad de la humanidad [...]. Y por detrás de esta raza humana hay un inmenso poder tutelar que se adju­ dica la función de asegurarles la gratificación y controlarles el destino. Ese poder es absoluto, minucioso, regular, providente y suave [...]. Les garantiza su seguridad, prevé y provee a sus necesidades, facilita sus placeres, administra sus principales asuntos, dirige su industria y regula el traspaso de la propiedad al dividir sus herencias; ¿qué les queda, en­ tonces, sino ahorrarse la preocupación de pensar y los problemas de la vida? [...]. Diariamente hace del ejercicio del libre albedrío de los hombres algo menos útil y frecuente [...]. El principio de la igualdad ha preparado a los hombres para esto [...]. Siempre he pensado que la servilidad continua, tranquila y gentil que acabo de describir [...] pue­ de llegar a instaurarse bajo el ala de la soberanía popular 20.

Entre la década de 1830 y la de 1840, Tocqueville aún albergaba esperanzas de que Francia pudiera realizar una transición hacia una democracia semejante (aunque no idéntica) a la norteameri­ cana; fundamentalmente, similar a una que garantizara la libertad individual y que limitara el poder del Estado central. Pero ya en la época de la aparición de L Anden Régime et la Révolution (primero y único volumen de su proyectada Historia de la Revolución France­ sa) en 1856 Tocqueville había perdido su optimismo, quedando de­

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mostrada la imposibilidad de introducir la democracia en Francia sin un intolerable sacrificio de la libertad. La aristocracia y la Igle­ sia, los blancos de ataque contra los que la Revolución dirigiera sus energías, habían sido de hecho los bastiones de la libertad bajo el Antiguo Régimen. Una vez destruidos, el proceso de centralización, que precedió en mucho a la Revolución, podía acelerarse sin tra­ bas. La igualdad había triunfado sobre la libertad, trayendo com o resultado el despotismo: Mientras que el impulso hacia la libertad asume continuamente nuevas formas, perdiendo o ganando fuerzas según la marcha de los acontecimientos, nuestro amor por la igualdad es constante y persigue su objeto de deseo con un celo obstinado y, habitualmente, ciego... De ahí que la nación francesa esté dispuesta a tolerar, en un gobierno que favorece y adula el deseo de igualdad, prácticas y principios que son, en realidad, las armas del despotismo... Cada vez que se ha intentado acabar con el absolutismo, lo más que ha podido hacerse es injertarle la cabeza de la Libertad a un cuerpo servil21.

Hemos de admitir que la visión desalentadora de Tocqueville so­ bre la democracia francesa debió mucho a la frustración de su pro­ pia carrera política posterior a la Revolución de 1848. En septiem­ bre de 1849 había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores pero, en menos de dos meses, el presidente Luis Napoleón lo había destituido del cargo; más dolorosa aún había sido la interrupción de su carrera parlamentaria de trece años por el golpe de Estado de Napoleón y la restauración del Imperio de diciembre de 1851 22. Conscientes de estos acontecimientos, los historiadores contempo­ ráneos se han tomado el trabajo de destacar los múltiples anacro­ nismos del relato de Tocqueville de la Francia del siglo xvni: por ejemplo, su descripción de los intendentes com o prototipos de prefectos bonapartistas. Pero como trabajo de teoría política, El An­ tiguo Régimen de Tocqueville merece releerse junto al último libro de La democracia en América, si acaso com o crítica a las efusiones neohegelianas de Fukuyama o a la visión actualizada de Olson. Posiblemente la democracia esté destinada a triunfar en el mundo sobre el autoritarismo, pero no podemos dar por sentado que la li­

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bertad, incluyendo la libertad económica, participará siempre de esa victoria. Tocqueville estaba poco interesado en las consecuencias econó­ micas de su presagio acerca de que en las democracias el igualitaris­ mo y la centralización amenazarían la libertad. Pero los especialistas en teoría política del siglo X X —Adam Przeworski, por ejemplo— han sacado la conclusión obvia. Según Przeworski, existe un con­ flicto fundamental entre el mercado, en el que los individuos mani­ fiestan sus “votos” usando los recursos que les pertenecen — que es­ tán distribuidos de m odo desigual— y el Estado, “un sistema que asigna recursos que no le pertenecen, con derechos distribuidos de modo diferente al mercado”. En el caso de la democracia, la re­ gla de “un voto por ciudadano” da a todos el mismo derecho de in­ fluir en la asignación de recursos que se realiza a través del Estado: No sorprende que las distribuciones del consumo producidas por el mercado difieran de las que prefiere el electorado colectivamente, pues la democracia ofrece a los más necesitados... y también a los insa­ tisfechos con la distribución inicial, una oportunidad de buscar com­ pensaciones vía el Estado. Dotados de poder político bajo la forma del sufragio universal, los que sufren a consecuencia de la propiedad pri­ vada intentarán valerse de este poder para redistribuir la riqueza... La democracia amenaza inevitablemente el “derecho a la propiedad” 23.

¿Puede existir, después de todo, un conflicto entre el progreso económico que depende fundamentalmente de la libertad y una democracia que, com o advertía Tocqueville, tiende a dar preferen­ cia a la igualdad?

El, ASCENSO DE LA DEMOCRACIA Durante los últimos veinticinco años, la democracia se ha venido propagando por el planeta com o anticipara Tocqueville. Comenzó en la península Ibérica a mediados de la década de 1970, se disemi­ nó por Latinoamérica y otras partes de Asia en los años ochenta, y entre 1989 y 1991 se extendió por Europa Central, Europa del Este

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y las regiones del Africa subsahariana. “Por primera vez en la histo­ ria”, según el Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral, “hay más personas viviendo bajo regímenes democráticos que beyo dictaduras... Yla tendencia... se dirige hacia la ampliación del man­ dato democrático” 24. La democracia se ha vuelto “un fenómeno global” 25. Su diseminación ha sido la versión benigna del “efecto dominó” tan temido por los norteamericanos durante la Guerra Fría 26. Y se ha pronosticado que “la comunidad democrática pue­ de alcanzar un nivel del 90 por ciento en el año 2100” 27. Si bien parecía previsible — especialmente con la perspectiva del tiempo transcurrido— , el éxito de la democracia es una de las sorpresas más grandes de la historia. Cuando se debatió por prime* ra vez la cuestión central de la teoría política de Occidente — ¿mo­ narquía, aristocracia o democracia?— el defensor de la democra­ cia perdió. En el Libro III de sus Historias, Herodoto imagina cómo los conspiradores persas asesinos de los magos pudieron haber de­ cidido la forma futura de gobierno del país. Otanes defendió la democracia: “[El gobierno del pueblo] tiene el nombre más sutil — igualdad ante la ley— ; y además... bajo un gobierno del pueblo, el magistrado... debe hacerse responsable de su conducta oficial y todas las preguntas están abiertas a debate”. Pero Megabises defen­ dió la oligarquía diciendo lo siguiente: Las masas constituyen una muchedumbre insensata, en ningún otro lugar encontraréis más ignorancia o irresponsabilidad violen­ ta... Un rey al menos actúa consciente y deliberadamente; pero el po­ pulacho no es así. ¿Cómo podría hacerlo cuando nunca se le ha ense­ ñado lo justo y lo razonable...? Las masas no tienen ideas; todo lo que pueden hacer es precipitarse ciegamente a la política como un río desbordado.

Por último, Darío defendió la monarquía y tuvo también algo que decir en contra de la democracia: Las malas prácticas son el destino de la democracia... los arreglos corruptos en los servicios del gobierno generan... asociaciones perso­ nales cerradas, los hombres responsables de éstos se vinculan y se apo-

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van entre sí. Y esto continúa ocurriendo, hasta que uno u otro se erige en campeón del pueblo y rompe las confabulaciones de los que bus­ can sus propios intereses. Así se gana la admiración de la muchedum­ bre, y como consecuencia se le confía un poder absoluto, lo que de­ muestra que la mejor forma de gobierno es la monarquía.

Darío venció. Significativamente, el último acto democrático de O tañes consistió en alejarse del nuevo orden monárquico 28. La filosofía política occidental estuvo durante siglos en contra de Otanes. Sólo tardíamente, en los siglos x v ii y XVIII, la causa de­ mocrática comenzó a ganar defensores; y aun en el siglo xix un nú­ mero relativamente pequeño de éstos estaba dispuesto a apoyar el sufragio universal. Además, la primera mitad del siglo xx parecía proclamar no ya el triunfo de la democracia sino la victoria del so­ cialismo. En 1942, Joseph Schumpeter afirmaba que la democracia estaba minando indefectiblemente al capitalismo y que la forma fu­ tura sería el socialismo. ¿Pero cuál sería el destino de la democracia bajo el socialismo? “Una democracia socialista”, concluía sombría­ mente, “podría eventualmente volverse un fraude aún peor de lo que fue alguna vez la democracia capitalista” 29. Otro exiliado aus­ tríaco, Friedrich von Hayek, advertía de que el socialismo utópico conduciría a la Gran Bretaña de la posguerra “por el camino de la servidumbre”, de igual m odo en que el nacionalsocialismo había conducido a Alemania al totalitarismo 30. Pero el pesimismo de Hayek y de Schumpeter puede perdonar­ se considerando que escribieron después de la peor de las depre­ siones de la historia económica moderna e inmersos en la II Guerra Mundial, la cual se había desencadenado no sólo en oposición a una serie de dictaduras sino también en alianza con una de las más represivas y homicidas de ellas. Con todo, los acontecimientos de los últimos veinticinco años han desmentido sus presagios. Si bien no hay acuerdo entre los especialistas sobre el modo de medir la democracia 31, su triunfo es indiscutible. Entre los inten­ tos más sistemáticos por cuantificar el avance de la democracia están los informes Freedom House, que se publican anualmente desde 1973, y que dan puntos a los “derechos políticos” y a las “libertades civiles” 32 según una escala de 1 a 7 (libertad máxima y mínima, res-

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pectívamente). Los países cuyas medias totales respecto a los dere­ chos políticos y las libertades civiles están entre 1 y 2,5 son conside­ rados “libres”; los países cuya puntuación está entre 3 y 5,5 son “parcialmente libres”; y aquellos con puntuación entre 5,5 y 7 “no son libres”. Resumiendo el informe de 1998, el presidente de Freedom House, Adrián Karatnycky, estimaba que ochenta y ocho de los ciento noventa y un países del mundo (un 46 por ciento) pueden ser clasificados [en la actualidad] como países li­ bres, es decir, que cuentan con un nivel elevado de libertad política y económica y respetan las libertades civiles básicas... Otros cincuenta y tres países (un 28 por ciento del mundo entero) fueron clasificados como parcialmente libres, porque disfrutan de derechos políticos y li­ bertades chiles más limitadas, frecuentemente en un contexto de co­ rrupción, de una aplicación débil de la ley, de lucha étnica o de guerra civil... Por último, unos cincuenta países (un 26 por ciento del mundo entero) niegan a sus ciudadanos los derechos y libertades civiles más elementales y, por ello, fueron clasificados como no libres 33.

Más allá de las reservas que puedan tenerse frente a este tipo de metodología, el informe de Freedom House indica que la libertad — al menos según su propia definición— ha logrado un progreso continuo. En 1998, India, la República Dominicana, Ecuador, Ni­ caragua, Papúa-Nueva Guinea, Eslovaquia y Tailandia ascendieron de “parcialmente libres” a “libres”, mientras que otros tres países an­ tiguamente clasificados como “no libres” se consideraban ya como parcialmente libres 34. En total, veintidós países mejoraron su ni­ vel de libertad (es decir, su puntuación disminuyó), en compara­ ción con sólo unos doce que se consideraba que habían perdido libertad. Solamente trece países obtuvieron la peor puntuación po­ sible de 7 puntos: Afganistán, Birmania, Cuba, Guinea Ecuatorial, Irak, Libia, Corea del Norte, Arabia Saudí, Somalia, Sudán, Siria, Turkmenistán y Vietnam. El informe refleja que cerca de 2.400 mi­ llones de personas (un 40 por ciento de la población mundial) viven hoy en sociedades libres, mientras que 1.600 millones (un 26 por ciento) son parcialmente libres y algo menos de 2.000 millones (un 34 por ciento) carecen de libertad. Desde que se iniciaron los in­

478

formes hace veintiséis años, ésta ha sido la mejor presentación de la libertad. Entonces sólo un 30 por ciento de los países eran libres, un 24 por ciento parcialmente libres y un 46 por ciento no eran li­ bres (véase el cuadro 18).

CUADRO 18 Países lib r e s , p a r c ia lm e n te lib r e s y n o lib r e s : l o s in fo r m e s d e F r e e d o m H o u s e d e 19 7 2 -1 9 7 3 y d e 1 9 98 -199 9

1972-1973

Libre

1998-1999

N- de países

Porcentaje

N e de países

Porcentaje

43

30

88

46 28

Parcialmente libre

34

24

53

No libre

67

46

50

26

144

100

191

100

TOTAL

Fuente: Freedom House, Annual Survey ofFreedom.

Es verdad que la definición de libertad de Freedom House no equivale a democracia. Como ha señalado Fareed Zakaria, hay mu­ chas democracias que no se caracterizan por ser liberales cuando uno analiza de cerca su respeto por los derechos civiles 3;>. El infor­ me contabilizaba (a finales de 1998) un total de 117 “democracias electorales” 36, que representaban más del 61 por ciento de los paí­ ses del mundo y el 55 por ciento de su población. No obstante, so­ lamente un 40 por ciento de la gente vive en países que Freedom House considera libres, lo que significa que un 15 por ciento de se­ res humanos viven hoy en democracias que no son completamente libres. (Este fenómeno no habría sorprendido demasiado a Tocqueville), Pero la tendencia parece dirigirse hacia el liberalismo y la de­ mocracia. En 1995 el informe clasificaba a 76 de las 117 democra­ cias electorales com o libres (menos del 65 por ciento), a 40 como

479

parcialmente libres (más del 34 por ciento) y a una (Bosnia-Herzegovina) com o no libre. Hoy, de la misma cifra de democracias elec­ torales, 88 (más del 75 por ciento) son libres mientras que todas las demás son parcialmente libres 37. Posiblemente, estas democracias no liberales sean un fenómeno transitorio. Pero aun admitiendo esto, queda demostrado que la introducción de elecciones libres ba­ sadas en el sufragio universal no garantiza automáticamente el im­ perio de la ley ni el respeto de los derechos civiles. Cabe detenernos, entonces, para preguntarnos qué entendemos exactamente por “democracia”, dadas las diferencias significativas que existen dentro de esta amplia y antigua categoría. Tomemos, por ejemplo, el mecanismo democrático más básico: el sufragio mismo. Si bien es cierto que a lo largo del último siglo la mayoría] de los sistemas parlamentarios han dejado de discriminar a las mu-' jeres y a los pobres, la edad autorizada para votar todavía varía en-, tre los quince (en Filipinas) y los veintiún años (en India). También! varía de dos a cinco años el periodo que dista entre las elecciones generales. Y la diferencia es especialmente marcada con respecto a los sistemas electorales. En un sondeo realizado en 1996, de los cincuenta y tres países estudiados, prácticamente la mitad (vein­ ticinco) tenían alguna versión del sistema de representación p r o porcional (aunque con diferentes fórmulas de composición de la Cámara Baja y distintos tipos de lista); doce empleaban el sistema mayoritario británico (firstpast thepost); once contaban con un sis­ tema mixto, que combinaba elementos del sistema de representa ción proporcional y del mayoritario; finalmente, sólo dos conta­ ban con un sistema mayoritario en el que hay que hacer dos vuel­ tas (run-off), quedando dos sin definir por la complejidad de sus sistemas 38. Otra área de divergencia es el número de partidos representa­ dos en las legislaturas democráticas del mundo. Según un cálculo (que contabiliza los partidos por el número de escaños que ganan), la cantidad de partidos “efectivos” en las legislaturas de principios del decenio de 1990 oscilaba entre dos y veintitrés (Ucrania). Pero esto no es una cuestión de costumbre o cultura. Parece existir un enlace entre el sistema electoral empleado y el número de partidos representados, aunque la diferencia es menos marcada de lo que

480

podría esperarse. Una investigación reciente de 509 elecciones en veinte países concluía que, de media, los sistemas de mayoría te­ nían siete partidos y los sistemas de representación proporcional tenían ocho 39. Y el referéndum también tiene un papel de variada importancia en los distintos países: en un extremo está el sistema suizo, que desde 1945 ha tenido no menos de 275 referendos. Por lo menos en trece democracias, el voto es obligatorio; es en parte por esta razón que la concurrencia a las elecciones más recientes ha. variado de un 21 por ciento (en Malí) a un 96 por ciento (en Aus­ tralia) . Y la mayoría de los sistemas, aunque no todos, es bicameral. En 1997 había 58 sistemas bicamerales en el mundo, si bien China, Dinamarca, Nueva Zelanda, Portugal y Suecia— por no mencionar Nebraska y Queensland— cuentan con un sistema unicameral. En algunos casos, la elección de los representantes es directa y en otros, indirecta; solamente en unos pocos (com o en el sistema reforma­ do británico de la Cámara de los Lores) los representantes los nom­ bra el ejecutivo 40. Unicamente veintiocho de los cincuenta y tres estados democráticos de la muestra mencionada cuentan con jefes de Estado elegidos popularmente y no todos tienen verdaderos po­ deres presidenciales. Desde hace tiempo deja perplejos a los espe­ cialistas norteamericanos en ciencias políticas que tantas democra­ cias europeas occidentales insistan en mantener jefes de Estado hereditarios 41. Estas diferencias institucionales pueden tener importantes im­ plicaciones en el éxito de la democracia. La evidencia empírica su­ giere de forma bastante concluyente que las democracias parlamen­ tarias son más estables que los sistemas presidenciales: de treinta y una democracias que han perdurado durante al menos veinticin­ co años, veinticuatro son parlamentarias y únicamente cuatro pre­ sidenciales 42. También se puede afirmar que la representación proporcional puede “exacerbar las divisiones y conflictos de la so­ ciedad al recrearlos y trasladarlos a legislaturas compuestas por una multitud de partidos políticos” 43. Es indudable que tiende a pro­ ducir gobiernos de vida más breve: en dieciocho países de la OCDE entre 1950 y 1990 la duración media del gobierno con un siste­ ma de representación proporcional fue de 1,9 años, mientras que la de los de sistemas mayoritarios alcanzó los tres años 44.

481

Existen también otras diferencias importantes. Algunas demo­ cracias, tales como Gran Bretaña y Francia, son muy centralizadas, mientras que otras — Suiza, Estados Unidos, Alemania, Canadá y Australia— tienen sistemas federales. Como es natural, los nortea­ mericanos prefieren los sistemas federales, pero sería muy difícil concebir una Gran Bretaña federal, aun después de la creación de las asambleas nacionales de Escocia, Gales e Irlanda del Norte, a menos que Inglaterra estuviera subdividida de algún modo. Algu­ nos estados otorgan más poder que otros a cuerpos no elegidos, com o por ejemplo la judicatura o el banco central. Como hemos visto, el traspaso del control de la política monetaria a entidades bancarias más o menos independientes dirigidas por expertos nó elegidos surgió como respuesta generalizada a los problemas de la inflación de las décadas de 1970 y 1980. Sin embargo, hay quienes verían esto como una disminución de la democracia. En Gran Bre­ taña también se les ha conferido considerable poder a los llamados “quangos” — las organizaciones cuasi no-gubernamentales— que son nombradas por el titular del ejecutivo y prácticamente inde­ pendientes del Parlamento. Por último, existen democracias más propensas que otras a delegar poder en las organizaciones supranacionales. La Unión Europea ilustra claramente que la totalidad de una organización de esta clase puede a veces ser menos demo­ crática que la suma de sus partes. En suma, si bien es cierto que el mundo “se dirige” hacia la de­ mocracia no queda tan clara la forma que adoptará predominante­ mente en el futuro. Más aún, hay quienes entienden que la demo­ cracia se extiende más allá de la esfera política. En sus conferencias de Reith, Anthony Giddens habló con evidente entusiasmo de la de­ mocratización de la vida familiar, ansiando una “democracia de las emociones en la vida diaria” 45, cualquiera que sea su significado.

L as tres o l a s

¿Pero podemos estar seguros de que continuará esta tendencia hacia la democratización? Cabe al menos sostener que el cuarto de siglo abarcado por el informe de Freedom House es demasiado bre­

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ve com o para elaborar proyecciones, y mucho menos predicciones fiables. Más aún, es importante tener presente que gran parte de ese cambio espectacular ilustrado por el cuadro 18 ocurrió en un periodo muy breve de tiempo entre 1989 y 1991, cuando cayó el bloque comunista de Europa del Este y de la Unión Soviética. Pero de haber existido un informe de Freedom House concen­ trado en el siglo pasado, ¿qué habría demostrado? Si un autor en el verano de 1900 hubiera observado las tres décadas previas, posible­ mente habría llegado a la conclusión de que la libertad y la demo­ cracia progresaban en el mundo de modo inexorable. Es cierto que parte del mundo estaba sometido a la autoridad imperial de las grandes potencias europeas y que los países de Latinoamérica se encontraban inmersos en guerras civiles o eran víctimas de golpes de Estado. Pero en el resto del mundo había claros movimientos hacia una mayor libertad y democratización. En Rusia, Turquía, Portugal y China, las revoluciones condujeron a la liberalización de las monarquías absolutas o a su pronta eliminación. Hemos de ad­ mitir que, entre 1914 y 1916, hubo pérdidas drásticas de libertad y de democracia cuando las potencias combatientes de la I Guerra Mundial restringieron las libertades civiles y políticas en nombre de urgencias nacionales. Pero desde 1917 hasta alrededor de 1921, la democracia conquistó grandes victorias, habiendo tantos nuevos estados constituidos en democracias como los que han existido desde 1989. No obstante, el avance no fue continuo. La imposición de la auto­ ridad bolchevique en Rusia y en la mayoría del antiguo Imperio za­ rista representó un profundo revés para Europa del Este, el Cáucaso y Asia Central, al ser el nuevo régimen en muchos sentidos menos li­ beral que su antecesor zarista. Más aún, entre 1922 y 1938 se colapsaron prácticamente todas las nuevas democracias. En esa época, la democracia sobrevivió únicamente en Gran Bretaña y sus dominios blancos, Estados Unidos, Checoslovaquia, Francia, Bélgica, H o­ landa, Suiza y Escandinavia. Y cinco años después la Alemania nazi y sus aliados invadieron las democracias restantes del continente. Si bien la derrota de Alemania restauró la democracia en el noroeste de Europa, ello no ocurrió ni en Europa del Este ni en la península Ibérica. Tampoco las descolonizaciones de Asia y Africa impulsaron

4 83

la democracia, ya que los nuevos gobernantes estaban en muy pocas ocasiones dispuestos a tolerar la oposición política. (Como observara sarcásticamente el líder blanco de Rodesia, Ian Smith, la democracia africana no era otra cosa que “un hombre, un voto, realizado sólo una vez”) . Más aún, ambos bandos de la Guerra Fría instauraron o apoyaron regímenes no democráticos en Latinoamérica, Asia y Afri­ ca. Debido a esto, entre otras razones, un tercio de las democracias que existían en el mundo en 1958 habían desaparecido a mediados de la década de 1970 46. El fracaso de los regímenes parlamentarios en el África subsahariana tras la descolonización constituyó un gran revés para la democracia, mientras que los acontecimientos vividos después de 1989 por Europa del Este han significado un avance 47. Dicho análisis puede presentarse más formalmente utilizando la base de datos de Polity III, que aplica una escala algo más compleja de 11 puntos a un periodo mucho más prolongado de tiempo que el del Informe Freedom House. En este caso, la puntuación para evaluar las democracias se funda en cuatro criterios: “la competitividad de la participación política” (con una puntuación máxima de 3 puntos), “la competitividad del reclutamiento del poder eje­ cutivo” (con una puntuación máxima de 2 puntos), “el carácter abierto del reclutamiento para el poder ejecutivo” (con un máximo de 1 punto) y “las restricciones sobre el primer mandatario del poder ejecutivo” (con un máximo de 4 puntos): la puntuación má­ xima es, por tanto, 10, y la mínima (correspondiente a los estados enteramente no democráticos) es cero. La base abarca a 160 esta­ dos y brinda datos sobre muchos de ellos desde 1800 48. Lo más llamativo es que, si bien es indudable que el mundo nun­ ca ha sido más democrático de lo que lo fue en 1998, la trayectoria de la democratización no ha sido uniformemente ascendente (véase el gráfico 40). Han ocurrido, de hecho, tres máximos de democra­ tización global: en 1922,1946 y 1994, de ahí la noción de la actual “tercera ola” de la democratización apuntada por Samuel Huntington. La cuestión crucial, desde luego, es que las dos olas previas re­ trocedieron 49. Tampoco ha sido uniforme el progreso de la democracia en el mundo. El cuadro 19 presenta una versión simplificada de las cifras de Polity al ofrecer muestras de medias regionales cada veinticinco años.

4 84

s

z

Gráfico 40. La expansión de la democracia, 1800-1996

Fuente: Base de datos Polity III.

CUADRO 19 P r o m e d io

de d e m o c r a c ia p o r país ,

según reg io n es , 1 8 0 0 -1 9 9 8

Europa Oriental

África

0,4

0,0

0,6

0,0

Americas

Europa Occidental

1800

7,0

1825

2,4

Oriente Medio

Asia

El m u n d o

1,0

0,0

1,4

0,9

1,0

0,0

1,4

1,0

1850

1,8

1,6

1,5

4,0

0,0

1,4

1,6

1875

2,5

3,1

2,0

4,6

0,0

3,7

2,7

1900

3,6

5,5

1,9

3,4

0,0

3,3

3,6

1925

3,1

8,7

4,1

4,8

1,3

4,0

4,6

1950

3,0

8,1

1,7

3,5

3,9

3,3

4,1

1975

3,2

9,2

2,5

1,0

1,4

3,0

2,8

1998

7,7

9,9

6,8

2,8

1,5

4,4

5,2

Fuente: Base de los Polity III.

485

Oriente Medio emerge claramente como la región menos de­ mocrática, mientras que la más democrática es Europa Occidental. Africa, Asia y América no reflejan una tendencia clara. Este carác­ ter desigual y errático de la democratización queda confirmado por otros intentos realizados para cuantificar el progreso de la democra­ cia y de la libertad de acuerdo con una perspectiva a largo plazo 50. Con el fin de ilustrar en mayor detalle la naturaleza de este pro­ greso, cabe considerar la experiencia de Europa durante la primera mitad del siglo xx. En 1918, el presidente norteamericano Woodrow Wilson declaraba lo siguiente: “La democracia parece prevalecer a nivel universal... La propagación de las instituciones democráticas... promete reducir la política a una única forma... dirigiendo a todas las formas de gobierno hacia la democracia” 51. El gráfico 41 mues­ tra que el optimismo de Wilson parecía estar justificado entre 1916 y 1922, época en que la puntuación media de la democracia euro­ pea se había duplicado. Pero de ahí en adelante comenzó a descen­ der alcanzando el 5,7 de 10 en 1931, un 4,6 en 1938 y un mínimo de 1,9 durante la II Guerra Mundial. De los 29 países considerados prác­ ticamente todos habían adquirido algún tipo de gobierno repre­ sentativo antes, durante o con posterioridad a la I Guerra Mundial. Pero ya en 1925, seis de ellos se habían convertido en dictaduras; cua­ tro más en 1930; seis en 1935 y ocho en 1940. Rusia fue, naturalmen­ te, la que tomó la delantera cuando los bolcheviques cerraron, en 1918, la Asamblea Nacional. En Hungría, el sufragio quedó restrin­ gido en 1920 y la presidencia de Gombós (1932-1936) se convirtió de hecho en una dictadura. Mussolini subió al poder en Italia con la aprobación del rey y del ejército en 1922. En Turquía, Kemal esta­ bleció un estado unipartidista en 1923. En Lituania, el golpe de Es­ tado de 1926 impuso las dictaduras de Smetona y Voldemaras, al tiempo que Pilsudski instauraba en Polonia una dictadura militar. Zogu se nombró a sí mismo rey de Albania en 1928; Salazar subió al poder en Portugal en 1932; y Dollfuss tomó el control de Austria en 1933, el mismo año en que otro austríaco se convertía en canciller de Alemania. En Letonia, en 1932-1934, Kviesis instauró un régi­ men autoritario; y lo mismo ocurría en Estonia con Páts. En Bulga­ ria, el golpe militar de 1934 promovió la dictadura del rey Boris III al año siguiente, al tiempo que en Grecia el intento de golpe repu­

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blicano de 1934 constituía el preludio a la dictadura de Metaxas apoyada por la monarquía instaurada dos años después. Rumania también cayó en una dictadura real bajo Carol II en 1938. En Yu­ goslavia, el rey Alejandro organizó un golpe de Estado en 1929, res­ tauró el parlamentarismo en 1931 y fue asesinado en 1934. De 1917 a 1923, España tuvo una monarquía constitucional; luego, la dic­ tadura militar de Primo de Rivera hasta 1930, a la que siguieron una república muy inestable, una guerra civil y finalmente la dictadura de Franco. En aquellos pocos países donde sobrevivió la democra­ cia, la invasión de Alemania, Rusia o Italia la había sofocado ya en 1940. Las excepciones fueron Gran Bretaña y los países neutrales: Irlanda, Suecia y Suiza.

Gráfico 41. Promedio de democracia en 29 países europeos, 1900-1950 Fuente: Base de datos Polity III.

Visto entonces desde una perspectiva a largo plazo, no ha existido una regla de progresión natural que vaya de la autocracia a la demo­ cracia. Sólo es legítimo hablar de “una evolución progresiva y a largo plazo de las instituciones políticas en dirección a la democracia libe­ ral”, si entendemos por “largo plazo” los últimos veintiséis años. Para

487

algunos, desde luego, parece bastante tiempo. Como por extraña ironía, fue el primer ministro portugués, Antonio Guterres, quien orquestó com o presidente de la Unión Europea las sanciones di­ plomáticas contra Austria tras la form ación de un gobierno de coalición que incluía al Partido de la Libertad en enero de 2000. Portugal había sido el penúltimo de los estados europeos en adop­ tar el sistema democrático; de ello hacía exactamente veintiséis años, pues ocurrió en 1974 52. Algún optimista podría argumentar que “largo plazo” significa en realidad los doscientos veinticinco años que siguieron a la Revo­ lución norteamericana. Pero ese periodo se ha caracterizado por ba­ jas demasiado extremas com o para justificar la confianza en una tendencia progresiva continua. Es más, dada la clara ampliación de la capacidad del Estado m oderno para interferir en la vida de los ciudadanos, se puede incluso afirmar que el mundo anglo-americano ha perdido libertad en relación con la que tenía a principios del siglo pasado. Ese justamente había sido el temor de Tocqueville. Unicamente redefmiendo la libertad para abarcar nociones tales como “estar libre de desempleo” o “estar libre de una pobreza relativa” pueden elaborarse justificaciones por la pérdida de la li­ bertad en el sentido clásico de la palabra.

DEMOCRACIA Y PROSPERIDAD

A primera vista, la afirmación de Francis Fukuyama de que demo­ cracia y crecimiento económico están correlacionados positivamen­ te parece evidente. En términos económicos, el triunfo de la de­ mocracia es más impresionante que cualquiera de los cálculos que hemos considerado previamente. En la actualidad, las democracias cuentan con una inmensa proporción de la riqueza del mundo. Las cincuenta economías más grandes del mundo tienen una pun­ tuación media en democracia (valiéndonos del criterio de medida de Polity III) de 8,8. Y de éstas, las democracias con un diez de pun­ tuación poseen prácticamente las tres cuartas partes del PNB mun­ dial; y la proporción aumentaría por encima del 80 por ciento si se incluyeran todos los países con diez de puntuación 53. Las estadísti­

488

cas de Freedom House también parecen apoyar la idea de que la democracia y la prosperidad económica van de la mano. Karatnycky se hace eco de la tesis de Fukuyama sobre “los lazos entre la liber­ tad económica y la libertad política” al decir lo siguiente: No solamente la libertad económica contribuye a establecer las condiciones de la libertad política al promover el crecimiento de cla­ ses medias y trabajadoras prósperas sino además las economías de mercado exitosas parecen requerir de la libertad política como barre­ ra contra el amiguismo económico, la búsqueda de rentas y otras prác­ ticas ineficientes y poco competitivas. Las sociedades y economías abiertas y democráticas han demostrado también ser capaces de supe­ rar los reveses económicos... 54

Aquí hay, de hecho, dos proposiciones diferentes: la primera, que el crecimiento económico conduce a la democratización; la se­ gunda, invirtiendo la relación causal, sostiene que la democratiza­ ción promueve el crecimiento económico. La primera proposición es mucho menos polémica. Gran canti­ dad de estudios basados en diferentes muestreos y periodos han identificado fuertes lazos estadísticos entre el desarrollo económi­ co — específicamente, la renta por habitante— y la democracia. Se dice frecuentemente que uno de los “requisitos sociales” de la de­ mocracia es haber alcanzado cierto nivel de prosperidad. En 1959, el especialista norteamericano en ciencias políticas Seymour Mar­ tin Lipset destacaba la correlación entre la democracia y la riqueza, la industrialización, la urbanización y la educación 55. Lipset se cui­ dó de no caer en un determinismo crudo al insistir que sus descu­ brimientos “no justifica[ban] la esperanza de los liberales optimistas de que un aumento de la riqueza, de la clase media [y] de la educa­ ción... significarían necesariamente la propagación... o la estabili­ zación de la democracia” 56. En su opinión, la legitimidad de las ins­ tituciones democráticas dependía tanto del contexto cultural, del desarrollo de la sociedad civil y de la experiencia pasada (especial­ mente la colonial) com o del funcionamiento económ ico 57. No obstante, los estudios subsiguientes han tendido a restarle impor­ tancia a estos otros factores 58. Una conclusión típicamente determi­

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nista es que “se puede esperar que una democracia perdure una media de 8,5 años en un país con una renta por habitante inferior a 1.000 dólares anuales, 16 años en uno que esté entre 1.000 y 2.000 dólares; 33 años entre 2.000 y 4.000 dólares; y 100 años entre 4.000 y 6.000 dólares... Por encima de los 6.000 dólares, las democracias son inexpugnables... sobreviven así les llegue el mismo infierno o un diluvio” 59. El análisis más complejo y reciente sobre la relación entre de­ mocracia y niveles de vida concluye que hay, en efecto, “un fuerte vínculo positivo que va de la prosperidad a la propensión a experi­ mentar la democracia”. El análisis de los datos de unos cien países entre 1960 y 1990 realizado por el economista Robert Barro sugiere que algunas mediciones del nivel de vida (el PIB real por habitante, la esperanza de vida y el tamaño de la brecha entre la educación de hombres y mujeres) estimulan el desarrollo de las instituciones democráticas 60. En un ambicioso estudio que se concentra en la tasa de variación más que en el nivel de desarrollo alcanzado, Ben­ jamín Friedman también confirma “la relación... entre la mejora del nivel de vida y una sociedad abierta y democrática”. Según su versión, “una sociedad es más propensa a la apertura, la tolerancia y la democracia cuando mejora el nivel de vida de sus ciudadanos y se mueve en la dirección opuesta cuando el nivel de vida se queda estancado” 61. No obstante, hay muchas excepciones que ponen en duda esta aparente ley histórica. Los acontecimientos ocurridos en el dece­ nio de 1990 nos advierten que sociedades económicamente bastan­ te avanzadas pueden dar la espalda a la democracia liberal. Hace quince años Yugoslavia parecía estar mejor situada económicamen­ te que la mayoría de los países de Europa del Este; sin embargo, a la democracia le fue mucho peor que en casi todos los otros países poscomunistas. Más aún, fue el estancamiento económ ico cróni­ co, más que el crecimiento, lo que condujo a la democratización de gran parte del bloque soviético después de 1989. China, en cam­ bio, ha experimentado un rápido crecimiento económico en la úl­ tima década y media y, sin embargo, no hay hasta ahora señales de que su gerontocracia vaya a relajar su dominio político. Lo mismo ocurre en Singapur. Por otro lado, el éxito de la democracia en paí­

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ses pobres com o Papua-Nueva Guinea y Sri Lanka parecen desafiar al modelo determinista 62. Tampoco es fácil explicar la crisis de la democracia en países latinoamericanos relativamente prósperos com o Argentina, Chile y Uruguay en las décadas de 1960 y 1970. Una explicación posible de algunas de estas anomalías es que “la tensión generada por el crecimiento económico pueda minar la estabilidad democrática” 63. Si bien los datos estadísticos presentan dificultades, es posible también que el aumento de la desigualdad causado inicialmente por el rápido desarrollo económico tienda a socavar las instituciones democráticas 64. Es posible apoyar esta afir­ mación comparando los datos del Informe Freedom House con otros datos cruzados de distintos países. Un análisis basado en una muestra de cincuenta y nueve países revela la ausencia de la citada correlación positiva entre democracia liberal y crecimiento. Por el contrario, entre 1990 y 1997 hubo una relación positiva entre la au­ sencia de libertad política y crecimiento 65. Consideremos si no el desarrollo a largo plazo del factor productividad total de las econo­ mías británica, norteamericana y alemana. Tanto Alemania como Estados Unidos superaron al Reino Unido en el siglo xx; pero los datos disponibles no evidencian que uno de los dos contó con for­ mas de gobierno democráticas solamente en el periodo 19191933 y desde 1947 hasta el presente 66. Tal vez todo lo que puede decirse es que las grandes crisis eco­ nómicas tales como una elevada inflación o una depresión pueden socavar las instituciones representativas, fundamentalmente si és­ tas son de origen relativamente reciente 67. La tendencia de los per­ dedores económicos a culpar a las políticas liberales por sus proble­ mas y a votar por la igualdad y aun por la dictadura en lugar de por la democracia está bien documentada. En efecto, se dice con fre­ cuencia que “el efecto inmediato de la crisis económica en Europa consistió en incrementar las tensiones sociales y políticas a nivel in­ terno, en hacer que Hitler asumiera el poder en Alemania y en ali­ mentar el desarrollo de movimientos fascistas en otros lugares” 6S. Pero incluso esta tesis presenta dificultades. Los gráficos 42 y 43 ofre­ cen las cifras disponibles del crecimiento real del producto nacio­ nal de dos grupos de países europeos: aquellos que mantuvieron exitosamente las instituciones democráticas a lo largo del periodo

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de entreguerras y los que no lograron hacerlo (en suma, “las dicta­ duras”) . Lo que se hace evidente de modo inmediato es que no hubo una diferencia significativa en cuanto al desarrollo económico en­ tre los dos grupos. Para valernos de dos ejemplos concretos, la de­ presión en Alemania, donde fracasó la democracia, fue levemente peor que en Holanda, donde ésta se mantuvo. Además, com o de­ muestran las cifras del apéndice E, no existe una correlación clara entre la severidad de la Gran Depresión (medida en términos de la caída del PNB real del máximo al mínimo) y la facilidad con la que se establecieron las dictaduras en la década de 1930; de haber existido esta correlación, entonces Checoslovaquia y Francia se ha* brían vuelto también fascistas en 1935 y 1936 respectivamente 69 En todo caso, en ocho de las catorce dictaduras, la democracia fra* casó antes de 1928. Tampoco es posible identificar una correlación 16o ——

Bélgica

150 140 130 120 110 100 90 80 7°

.1-----1----- 1----- i----- 1-----]----- 1----- 1-----1----- 1___ I., t___ i

60

gía y conducta, sugería Weber, era la mejor explicación al hecho d¡É> que “el capitalismo sobrio y burgués, con su organización raciona#! del trabajo libre” hubiera sido adoptado mucho más lentamente en aquellas regiones católicas, ortodoxas o, para lo que nos Ínteres sa, no cristianas del mundo 85. Aunque fue frecuentemente criticado desde su primera apari-í ción en 1904 —y es indudablemente ambiguo rastrear los orígene# del proceso racional de acumulación en un eí/iosfundamentalmenf te irracional de abnegación 86— el modelo cultural de Weber n u á! ca ha sido completamente desacreditado. Lo que tendió a ocurrí® es que se desdibujó la distinción que hizo Weber entre el protestan* tismo y las otras formas del cristianismo para enfatizar la diferen* cia entre las culturas europea y no europea. Es así que la diver* gencia entre los modelos europeos de formación de familias y los de Asia —los “orígenes del individualismo”— se ha llegado a rastrear hasta el siglo vil, época en que la Iglesia buscó socavar los grupos extendidos de parentesco al prohibir el matrimonio entre parien­ tes cercanos 87. Y ampliando más la tesis, el judaismo también poseía un ethos procapitalista. Landes retiene un elemento claramente weberiano en su explicación de la historia económica mundial, cuan­ do justifica el “triunfo” económico de Europa sobre China, Turquía e India por la religión y la cultura; no obstante, su “espíritu del ca­ pitalismo” se apoya más bien en la éticajudeocristiana 88. Existe una conexión entre la tesis weberiana de la emergencia del capitalismo y la interpretación de Tocqueville del surgimiento de la democracia. Según Tocqueville, la fuerza de las sectas religiosas protestantes hizo que Estados Unidos fuera el medio ideal para que

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se desarrollara el sistema democrático, que estaba también vincula­ do con la libertad. Por otro lado, el desprestigio de la Iglesia en Fran­ cia durante el siglo xviii y la consecuente hostilidad de la Revolu­ ción hacia la religión explican la dirección no liberal adoptada por la democracia francesa. (Cien años antes Gibbon presentaba la te­ sis complementaria de que había sido la emergencia del cristianismo lo que había causado el derrumbe final del Imperio romano.) Todavía persiste la idea de que la cultura cristiana acoge mejor al capitalismo y es más hostil al despotismo que las culturas religio­ sas de Asia. Según el Informe Freedom House, por ejemplo, las so­ ciedades cristianas son más propensas a la democracia y a la liber­ tad. De los 88 países clasificados como “libres” en la edición de 1998, no menos de 79 son “en su mayoría cristianos (por tradición o por creencia)”, mientras que solamente 11 de los 67 países no liberales son cristianos. Por otro lado, sólo un país con mayoría musulmana —Malí— es libre; 14 son parcialmente libres y 28 no lo son. Esta cla­ se de evidencia ha llevado a Samuel Huntington a plantear un in­ minente “choque de civilizaciones” que sustituiría al más reciente y en algunos sectores añorado choque de ideologías entre Estados Unidos y la Unión Soviética 89. Pero esta simple correlación entre el cristianismo y la libertad apenas puede sostenerse, tan poco como el supuesto (central en la te­ sis de Huntington) de que hay una correlación entre el islam y la violencia, o entre el islam y los estados-nación débiles. Después de todo, muchos países católicos eran no liberales ni democráticos cuando comenzó el Informe Freedom House. Además, dos de los tres regímenes más crueles del siglo XX surgieron en sociedades originalmente cristianas, si bien las ideologías de los tres fueron an­ ticlericales: el nacionalsocialismo de Hitler tuvo inclinaciones pa­ ganas, mientras que el “socialismo en un solo país” fue agresivamen­ te ateo, tanto en la Unión Soviética de Stalin com o en la China de Mao. Sin embargo, un análisis más complejo que agrupa a los paí­ ses según el predominio de una de las nueve religiones principales y vincula esto a su nivel de democratización ofrece una visión dife­ rente. El cuadro 20 da la puntuación media en democracia (en este caso, el máximo es 1) para el periodo de 1975 a 1994. Este tipo de evidencia persuade a algunos expertos en ciencias políticas (en

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particular a Lipset) de que la probabilidad de democratización es mayor en los países protestantes que en los católicos, y en los cristia­ nos más que en los musulmanes 90. Pero existe el peligro aquí de tomar esa correlación por una re­ lación causal. Un análisis estadístico más detallado pone en duda el significado explicativo de la religión: en el caso de los países protes­ tantes, el nivel de vida más elevado y no el protestantismo per se pa­ rece haber sido la clave del relativo éxito de la democracia. Esto nos conduce nuevamente a la tesis de Weber: ¿fue el protestantismo lo que estuvo detrás de los niveles de vida más elevados? La dificultad radica en decidir cuál es la variable dependiente. Para valernos de otro ejemplo, las antiguas colonias británicas tuvieron más éxito con la democracia que los antiguos dominios de Francia, Portugal* Holanda o Bélgica 91. ¿Es esto un legado del asentamiento de los inmigrantes protestantes y del trabajo de los misioneros británicos? ¿O fueron los aspectos seculares del dominio británico los que sen* taron las bases del desarrollo posterior? CUADRO 20 P u n t u a c ió n

m e d ia

d e

Religión dominante Judía Protestante

e n

1 3 6

d e m o c r a c ia

p a ís e s

( m á x im o

1 , m ín im o

Número

Media del indicador

depaíses

de demacrada

1

0,85

24

0,78

5

0,66

49

0,60

Budista

4

0,56

Sintoísta

3

0,45

Hindú Católica

Otras

17

0,28

Musulmana

32

0,26

1

0,10

Atea

0 )

, 1 9 7 5 -1 9 9 4

Fuente: Barro, “Determinants o f Economic Growth: A Cross-Country Empirical Study”, pag. 48.

500

Una posibilidad que emerge del ejemplo de las antiguas colonias británicas es que ambos, el crecimiento y la democracia, se benefi­ ciaron, independientemente, del desarrollo del aparato legislativo; específicamente, del tipo de legislación que adjudica una importan­ cia fundamental a los derechos de propiedad individual. Éste es el argumento propuesto por el economista peruano especializado en desarrollo, Hernando de Soto, que sostiene que la causa principal del subdesarrollo no es la pobreza per se sino la imperfección de las instituciones legales 92. Esta línea argumentativa es especialmente atractiva para economistas com o Douglass North, quien viene sos­ teniendo desde hace tiempo que los sistemas legales ingleses (y más aún los norteamericanos) proporcionaron el marco idóneo para que se desarrollara el capitalismo de los siglos xvin y xix 93. Pero la gratificante historia del éxito angloamericano encierra una paradoja. En ambos casos, las instituciones que demostraron ser tan favorables al desarrollo del capitalismo y de la democracia fue­ ron producto de guerras civiles que se dieron en sociedades carac­ terizadas por la variedad étnica y religiosa 94. Es en el espinoso tema de la etnicidad donde volcaremos ahora nuestra atención.

C a p ít u l o

x iii

U n id a d e s f r a g m e n t a d a s

Después del colapso de la monarquía austro-húngara, Bukovina pasó a formar parte de Rumania. Mientras que en la época austríaca su mezcla caleidoscópica de lenguas y vestidos populares había dado un color atractivo a la vida plácida y de buenas maneras de esta tierra floreciente de la corona, ahora ocurría lo contrario: una fina capa de civi­ lización parecía haberse sobreimpuesto a un conglomera­ do étnico desordenadamente variado del que podía des­ pegarse fácilmente. Los que permanecieron en Rumania se dividieron en grupos según nacionalidades. Los ruma­ nos que ocupaban importantes cargos públicos se estable­ cieron como los nuevos señores [...]. Los llamados suabos de Bukovina formaron un clan que apoyaba la Gran Ale­ mania [...] los rutenos se negaron a relacionarse con todo lo que tuviera que ver con los antiguos austríacos, pues sentían que los habían considerado siempre como a ciuda­ danos de segunda clase, ni con los rumanos, quienes en cambio les trataron con frialdad. Los polacos, los rusos y los armenios [...] se encerraron en sí mismos más que nunca. Y todos despreciaban a los judíos, a pesar de que los judíos [...] tenían un papel decisivo en la economía... GREGOR VON R e z z o r i , The Snows ofYesteryear1

C u a n d o las noticias sobre el comienzo de la I Guerra Mundial lle­ garon a oídos de la madre de Gregor von Rezzori en Bukovina, su primera reacción fue escapar del avance ruso a Trieste. Durante la travesía — a través de los Cárpatos, vía Bistritz, Budapest y Viena— dependieron enteramente de las habilidades lingüísticas de Cas-

5 03

James Gillray, ‘The Plumb-pudding in danger: or State Epicures taking un Petit Souper”, ]805

sandra, la nodriza del niño, que hablaba “trocitos de rumano, rute­ no, polaco y húngaro, además de turco y yidish, ayudada por una mímica contorsionada y grotesca y un sistema de signos corporales notablemente primitivo”. Comenzaba una era de caos étnico que haría añicos la unidad Habsburgo que ella personificaba. En el momento en que la familia regresó a Tschernowitz a fina­ les de la guerra, la ciudad estaba a punto de ser entregada a Ruma­ nia por el Tratado de Trianón: como recordara Rezzori, “especies siniestras en andrajos habían comenzado a llenar sus calles”. De ahí en adelante, durante veinte años, las diferentes nacionalidades coexistieron fragmentariamente en la ahora llamada Cernati: los jóvenes del Movimiento de laJuventud Rumana se intercambiaban insultos con los estudiantes de las fraternidades germanas, y ambos despreciaban, a la vez, a los judíos asideos, con sus tiendas de ropa y sinagogas 2. Pero en 1940, y según los términos del pacto nazi-sovié­ tico, el Ejército Rojo ocupó la ciudad expulsando, sin más, a los ale­ manes. Al año, tras la Operación Barbarroja, volvieron los alemanes con su Sonderkommando 10b, parte del Einsatzgruppe D, un des­ tacamento móvil que tenía com o tarea masacrar a los judíos de Eu­ ropa del Este. Se encontraron con que los rumanos se les habían adelantado. Alemanes y rumanos, en conjunto, mataron a dos mil judíos y organizaron la deportación del resto a los campos de exter­ minio de Transnistria 3. En el verano de 1944 regresaron los soviéti­ cos. Hoy la ciudad se llama Chernovtsy y es una atrasada región de Ucrania que emerge lentamente de la monotonía uniforme im­ puesta por los comunistas, quienes, com o los nazis anteriormente, pretendían que habían encontrado la “solución” al problema de las nacionalidades. La historia de Tschernowitz-Cernati-Chernovtsy es un microcos­ mos de la violencia desatada por la política étnica durante el siglo XX. Como nos lo recuerdan acontecimientos más recientes de lugares tan distantes com o Kosovo, Ruanda e Indonesia, la política étnica —y el conflicto étnico-— no dan signos de estar mitigándose. En efecto, es probable que la política de la etnicidad tenga menos riva­ les ideológicos a comienzos del siglo xxi que cien años atrás.

5 05

¿U n m u n d o b a l c a n i z a d o ? El capítulo anterior consideró la relación entre la democracia y la economía, y concluyó con que ambas eran variables dependien-. tes de otros factores institucionales tales como la religión y el dere-; cho. Pero otra característica más conflictiva de los estados que sé dice, a veces, que influencia el desarrollo económico y político del Estado es la composición étnica. Hace noventa años, cuando Werner Sombart escribió su irritante réplica a Weber TheJews and Economic Life (1911), la cuestión que se debatía era si algunas razas erart más adeptas al capitalismo que otras, ya fuera para bien o para mal * Hoy en día, la pregunta más común es en qué medida la homog«$¡ neidad étnica es un prerrequisito para la democratización. Ambaf respuestas, sin embargo, están relacionadas. El informe de Freedom House, por valernos de un ejemplo ría ciente, sugiere que los países sin una mayoría étnica predominan** consiguen en menor medida establecer sociedades abiertas y demos cráticas que los países étnicamente homogéneos (estos últimos d e finidos com o países donde más de las dos terceras partes de la po­ blación pertenecen a un único grupo étnico). De los 114 países dd mundo que poseen un grupo étnico dominante, 66 — más de la mi tad— son libres. En cambio, de los países multiétnicos solamente 22 son libres, es decir, menos de la tercera parte. Pero esto no debe entenderse com o un argumento a favor de la creación de estados homogéneos. Lo que puede implicar es que la mayoría de los estados multiétnicos pueden mantenerse unidos sólo por regímenes no liberales. Una teoría es que hay un trade-offl (intercambio) entre las economías de escala que favorece la crea' ción de grandes estados-nación (el suministro de bienes públicos por habitante es más barato en unidades políticas grandes) y la alie­ nación experimentada por los grupos geográficamente periféricos cuando el centro de gobierno es muy remoto. A medida que se ex­ tiende la democracia, esta alienación tiende a expresarse en las de­ mandas de compensación realizadas por los grupos periféricos debi­ do a su exclusión política y en las quejas de los grupos centrales sobre los “parásitos” de los márgenes. La democratización puede, por tanto, llevar a secesiones por parte de los grupos de la periferia.

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Se puede sostener que ésa fue la experiencia del periodo de entreguerras, momento en el que hubo una correlación relativamen­ te estrecha (aunque no exacta) entre la presencia de grandes mi­ norías étnicas en países com o Polonia, Rumania y Yugoslavia y el fracaso de la democracia. Prácticamente un 30 por ciento de la po­ blación de Polonia no era considerada polaca: los bielorrusos (5 por ciento), los ucranianos (14 por ciento), los judíos (8 por ciento) y los alemanes (2 por ciento). Y cerca de la quinta parte de los ha­ bitantes de Rumania, como ilustra el ejemplo de Tschernowitz, no eran rumanos: el 8 por ciento era húngaro, el 4 por ciento alemán, otro 4 por ciento judío y otro 3 por ciento ucraniano 5. Las minorías también representaban cerca del 20 por ciento de las poblaciones de España y de Albania. En Turquía, aproximadamente las dos quin­ tas partes de la población pertenecían a minorías 6. Sin un régimen autoritario, prosigue el argumento, los impulsos emancipatorios causarán siempre que tales estados multiétnicos se rompan en “pe­ queños estados” homogéneos. Los acontecimientos de Yugoslavia y, a escala mucho mayor, los de la Unión Soviética del decenio pos­ terior a 1989, parecen corroborar la tesis. Hasta la fecha, Yugoslavia se ha fragmentado en nueve entidades separadas y, posiblemente, el proceso no se haya completado. A consecuencia del colapso de la Unión Soviética de 1991, el mundo le ha dado la bienvenida a catorce nuevos estados independientes, que llegarán a ser quince cuando Rusia se canse de retener a Chechenia por la fuerza. Esta fragmentación de la Europa poscomunista ha llevado a sugerir a Timothy Garton Ash, el “historiador del presente”, que “todo estado europeo con menos de un 80 por ciento de mayoría étnica es ines­ table en sí mismo” 7. Sin embargo, hay buenas razones para mantenerse escéptico frente a este determinismo étnico. Durante el periodo de entreguerras hubo notables excepciones a la supuesta regla de que la hete­ rogeneidad étnica significaba autoritarismo o fragmentación. En la Italia fascista, las minorías étnicas representaban alrededor del 2 por ciento de la población, mientras que en la Alemania nazi la cifra fue tan sólo del 1,6 por ciento. Y la democracia sobrevivió hasta que fue sofocada por el Tercer Reich en la heterogénea Checoslovaquia, donde las minorías representaban la tercera parte de la población;

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asimismo, en Bélgica y Suiza, caracterizadas también por su plurali­ dad étnica. Tampoco debemos olvidar que las dos democracias ca­ pitalistas más exitosas — Gran Bretaña y Estados Unidos— son esta­ dos multiétnicos, el primero con su minoría celta y sus minorías ex coloniales más recientes, el segundo poblado fundamentalmente por inmigrantes de Europa, Africa, Asia y Latinoamérica y por sus descendientes, frecuentemente orgullosos por su doble origen. Y, sin embargo, es imposible ignorar lo que parece ser una ten­ dencia histórica a largo plazo hacia la formación progresiva de es­ tados étnicamente homogéneos; más aún, cabe muy bien la posibk lidad de que al menos algunos de los contraejemplos mencionados se fragmenten en el futuro: Checoslovaquia ya lo ha hecho, mien­ tras que en Bélgica y las islas Británicas las fuerzas centrífugas de la política étnica nunca han sido tan fuertes, al tiempo que las “tradi­ ciones inventadas” de los siglos xvin y xix desaparecen lentamente 8.

H

om bres y mapas

Pero esto no fue en absoluto lo que anticiparon los primeros na­ cionalistas. Cuando intentó imaginar un mapa ideal de Europa en 1857, el nacionalista italiano Giuseppe Mazzini concibió once esta­ dos-nación 9. En esa época el mapa de Europa estaba dominado por cuatro imperios multinacionales — el británico, el ruso, el Habsburgo y el otomano— , por siete monarquías de tamaño mediano — Francia, Prusia, España, Portugal, Holanda, Bélgica, Dinamarca y Suecia— , por una confederación republicana — Suiza— y por una plétora de estados más pequeños en Alemania, Italia y los Balcanes. El nacionalismo parecía ser un gran simplificador que racionaliza­ ría las fronteras de Europa. William Penn, en su Essay towards the Present and Future Peace ofEurope (1693) concibió una “liga” europea, pero ésta habría incluido, además de a las grandes potencias, a “Venecia, las Siete Provincias [holandesas], los Trece Cantones [suizos] y los ducados de Holstein y Courland”. Asimismo, la “Unión Euro­ pea” ideal de Charles de Saint-Pierre, presentada en su tratado Ha­ da la paz perpetua (1712), consistía en veinticuatro estados e incluía también a Saboya, Venecia, Génova, Florencia y el Papado; además

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de Baviera, Lorena, Courland, Sajonia, Hannover, el Palatinado y los distritos eclesiásticos del Sacro Imperio Romano 10. Cuando Rousseau intentó redefinir el esquema de Saint-Pierre debió tam­ bién reservar sitios para el elector de Baviera, el elector del Palati­ nado, los electores eclesiásticos, la República de Venecia, el rey de Nápoles y el rey de Cerdeña11. La visión de Mazzini parecía ser mu­ cho más simple, con menos de doce grandes estados-nación unidos por la lengua y la etnicidad. No obstante, la historia de Europa moderna ha demostrado que la visión de Mazzini era una quimera. Por un lado, el proceso de for­ mación estatal del siglo xix no debió prácticamente nada al nacio­ nalismo: estados nacientes com o Grecia, Bulgaria o Rumania fue­ ron más bien producto de la rivalidad entre las grandes potencias que resultado de aspiraciones nativas; y los dos unifícadores más fa­ mosos — Cavour y Bismarck— desempeñaban en muchos sentidos el antiguo papel de extender los dominios de sus señores reales. Surgieron un Gran Piamonte y una Gran Prusia, com o Italia y Ale­ mania. Además, en pocos sitios de Europa del Este se podía aplicar fácilmente el ideal de estado-nación homogéneo. No fue una coin­ cidencia el que la I Guerra Mundial tuviera sus raíces en los Balca­ nes, donde la noción de un estado del sur eslavo liderado por los serbios no solamente chocó con la variada etnografía de BosniaHerzegovina sino que le asestó además un duro golpe al sistema de poder dual austro-húngaro. La escena final de la obra La marcha liadetsky, de Joseph Roth, cuando llega la noticia del asesinato del archiduque Fernando por un terrorista serbio a un bullicioso baile de una provincia en Hungría, es bastante representativa. La prime­ ra reacción de la nobleza local magiar es de satisfacción; éste es el caso, en particular, del antiguojudío del grupo, que está ansioso por afirmar su chauvinismo húngaro. Mientras tanto, en la lejana Bo­ hemia, el Buen Soldado Schwejk de Jaroslav Hasek, está encoleriza­ do pero adjudica erróneamente a los turcos la muerte de “nuestro Fernando”. Fue Woodrow Wilson quien, sin proponérselo, puso de mani­ fiesto la inviabilidad del m odelo de Mazzini. Ya en diciembre de 1914 Wilson sostenía que todo acuerdo de paz “debía beneficiar a las naciones europeas en tanto pueblos y no a las naciones que im­

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pusieran su poder gubernamental sobre pueblos extranjeros” 12. En mayo de 1915 fue más allá en un discurso dirigido a la Liga por la Paz al destacar inequívocamente que “todo pueblo tiene el dere­ cho a elegir la soberanía bajo la que desea vivir” 13. Repitió el argu­ mento en enero de 1917 al afirmar: ‘T od o pueblo debe contar la libertad de determinar su propia política” 14; y elaboró las impli­ caciones de esto en los puntos cinco al trece de sus Catorce Pun­ tos 15. La Sociedad de Naciones no solamente debía garantizar la integridad territorial de sus estados miembros sino que estaba también autorizada a concertar futuros reajustes territoriales “se­ gún el principio de autodeterminación” 16. Esto no era novedoso^ Desde John Stuart Mili, los liberales británicos venían argumentan? do que el estado-nación homogéneo era el único marco adecuado para la política liberal, y los políticos británicos ocasionalmente de­ fendían el derecho a la independencia de sus minorías favoritas, en particular la de griegos e italianos, a quienes tendían a ver desde una óptica romántica. Pero nunca antes el principio de autodeter­ minación había recibido tal consenso internacional com o el que recibió en la Conferencia por la paz de París de 1919. Aplicar el principio de autodeterminación al mapa de Europa no era fácil, considerando, sobre todo, la heterogeneidad étni­ ca de Europa Central y del Este. Por un lado, no menos de nueve millones y medio de alemanes estaban fuera de las fronteras del Imperio posterior a 1919: eran alrededor del 13 por ciento de la población germanohablante de Europa. La adopción de la auto­ determinación com o principio rector de la paz era peligrosa por­ que no podía aplicarse a Alemania sin ampliarla mucho más allá del territorio del Imperio previo a 1919. Desde el comienzo ha­ bría inconsistencias o hipocresía: no habría un Anschluss de lo que quedaba de Austria con el Imperio sino plebiscitos para determi­ nar el destino de Schleswig del Norte, de la región este de Silesia Alta, de Eupen-Malmedy y, más tarde, de Saarland. Además de anexionar Istria, parte de Dalmacia y las islas del Dodecaneso (añadidas en 1923), Italia adquirió el sur del Tirol, que incluía a gran cantidad de alemanes. Francia reclamó Alsacia y Lorena, te­ rritorios perdidos en 1871, a pesar de que el mapa de AIsacia-Lorena utilizado por el experto norteamericano Charles Homer

con

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Haskins reflejaba “una vasta mayoría de distritos con un 75 por ciento de germanohablantes” 17. Y hubo también otras excepciones. Unos cuantos millones de húngaros quedaron fuera de lo que quedaba de Hungría. Y la crea­ ción de lo que sería Yugoslavia era una negación del principio de au­ todeterminación al agrupar a serbios, croatas, eslovenos, bosnios musulmanes, albanokosovares y a los húngaros voivodinos en un mismo Estado. Tampoco fue muy objetada la partición de Armenia acordada entre los turcos y los rusos, a pesar de la breve indepen­ dencia de Armenia, lo cual violaba el Tratado de Sèvres 18. Esta era una “autodeterminación” al estilo británico: una capa de barniz victoriana aplicada a todas las fronteras que eran de interés para las grandes potencias. James Headlam-Morley, el director adjunto del Departamento de Inteligencia Política del Ministerio de Asuntos Exteriores, afirmaba sardónicamente que “la autodeterminación estaba pasada de moda”. El y sus agudos colegas “decidieron por ellas [las nacionalidades] lo que debían desear...” 19. Es cierto que hubo varios intentos por incluir “derechos minoritarios” en los dis­ tintos tratados de paz, empezando por Polonia. Pero aquí nueva­ mente el cinismo británico y el interés propio desempeñaron un papel poco constructivo. No es casual que Headlam-Morley se haya mantenido tan escéptico frente a los derechos minoritarios com o ante la autodeterminación. En su Memoir of theParis Peace Confermce señalaba lo siguiente: Una cláusula general que otorgue a la Sociedad de Naciones el de­ recho de proteger a las minorías en los países de los que son miem­ bros... [le] daría también derecho de proteger a los chinos de Liver­ pool, los católicos de Francia, los franceses de Canadá, además de traer problemas más serios como el de los irlandeses... Aun cuando la denegación de éste pueda provocar injusticia u opresión en algún otro sitio, eso es mejor que permitirlo todo, lo que equivale a negar la soberanía de los estados del mundo 20. Si la Sociedad no iba a proteger los derechos minoritarios, ¿quién iba a hacerlo? El primer ministro griego Venizelos señaló el camino cuando quiso apropiarse, con el consentimiento de Italia, de un te­

511

rritorio adicional habitado por griegos que pertenecía a Turquía. La guerra subsiguiente terminó en una victoria para los turcos lide­ rada por Kemal en agosto de 1922; su consecuencia más tangible fue la “repatriación” de 1,2 millones de griegos y de medio millón de turcos 21. Traslados similares de población con diferentes gra­ dos de coacción ocurrieron en toda Europa Central y del Este. En 1925, unos setecientos cincuenta mil germanohablantes abando­ naron los “territorios perdidos” para dirigirse al Imperio 22. Entre 1919 y 1924, 200.000 húngaros partieron de la ampliada Ruma* nía; y otros 80.000 se marcharon de Yugoslavia. Unos 270.000 búl­ garos abandonaron sus hogares de Grecia, Yugoslavia, Turquía y Rumania 23. Este fue tan sólo el comienzo de ese proceso sangriento de con­ flicto étnico y de traslados forzados de población que culminaría en los horrores del decenio de 1940. Los alemanes fueron sin lugar a dudas los peores criminales. Además de asesinar de cinco a seis me­ llones de judíos, causaron con sus políticas raciales la muerte de al» rededor de tres millones de ucranianos, 2,4 millones de polacos, 1,6 millones de rusos, 1,4 millones de bielorrusos y doscientos cin­ cuenta mil gitanos 24. Todo esto se realizaba en pos de un ambicioso plan de transformación del mapa étnico de Europa que extendería el “espacio vital” de la “raza superior” aria unos miles de kilómetros al este, expulsando, matando de hambre o directamente asesinan­ do a las “razas subhumanas’ judías y eslavas que habitaban la región. El alcance y la complejidad de la política nazi fueron únicos, a lo que debe sumársele el hecho de que emanaron de una sociedad al­ tamente desarrollada y supuestamente civilizada. No obstante, “la limpieza étnica” no fue un invento nazi. El genocidio turco contra los armenios de la I Guerra Mundial fue una influencia reconocida por el mismo Hitler. Tampoco debemos pasar por alto el hecho de que más de un millón y medio de miembros de minorías étnicas — polacos, alemanes, chechenos, tártaros, meskhetians, coreanos, kalmycs, ingushes, karachai y griegos— murieron a consecuencia de la versión de limpieza étnica de Stalin. Formalmente, la condena era la deportación, pero se realizaba en condiciones tan duras y el destino final era una región tan inhóspita, que entre un 10 y un 30 por ciento de los condenados no llegaban a sobrevivir 25.

512

Las motivaciones que impulsaron estas políticas asesinas fueron múltiples; pero la economía desempeñó un papel entre ellas. Por ejemplo, los nuevos estados surgidos con posterioridad a la I Guerra Mundial eran más propensos a perseguir a las minorías cuando éstas eran ricas. Es así que la “reforma agraria” se volvió un instrumento de expropiación destinado a beneficiar a los miembros menos pu­ dientes del grupo mayoritario de la población. Es indudable que gran parte del atractivo de la política antijudía para aquellos que ca­ recían de grandes prejuicios raciales fue, simplemente, que era una oportunidad para saquear a la minoría más rica de Europa. Desde el primer boicoteo a las tiendasjudías pasando por la “arianización” de sus empresas y la “tributación” de los emigrantes, y finalizando con la despiadada extracción de anillos e implantes de dientes de oro en los campos de exterminio, los nazis no perdieron oportunidad para despojar a sus víctimas. Las colecciones de arte de los Rothschild fueron sólo la punta del iceberg de una enorme cantidad de artícu­ los robados. Según un cálculo reciente, el valor total de las propieda­ des robadas por los nazis a los judíos de Europa alcanzó entre los 8.000 y los 12.600 millones de dólares 26. El cuadro 21 ofrece una in­ teresante evidencia del nivel de “sobrerrepresentación” judía den­ tro de las élites económicas de diversos países de los que contamos con estadísticas sobre la posesión de riqueza por grupos étnicos. Aunque los coeficientes de la última columna son aproximados, de­ bido a que la definición de “élite económica” varía enormemente de país en país, las estadísticas no dejan de tener utilidad. Los dos extre­ mos del espectro, el alemán y el norteamericano, parecen sugerir que el antisemitismo fue más severo allí donde los judíos estaban “sobrerrepresentados” dentro de las élites económicas. Pero las ci­ fras británicas y polacas parecerían contradecir la conclusión. La cuestión crucial sobre las minorías étnicas y religiosas es que han sido asociadas frecuentemente con la capacidad empresarial. No solamente los judíos superaron a los grupos mayoritarios de los países donde se establecieron; esto les sucedió también a los griegos de las islas, a los chinos en el extranjero, a los armenios, a los parsis y, si seguimos con el ejemplo de los alemanes de Europa del Este, y a los escoceses del Imperio británico 27. Para las poblaciones mayoritarias, la dificultad radica en elegir entre los beneficios indirectos

513

y a largo plazo que provendrían de darle cabida a estas minorías exitosas, y la tentación a corto plazo de entregarse a la envidia y sa­ quearlos. En Gran Bretaña las minorías fueron toleradas y la eco­

nomía en su totalidad recogió el beneficio. En Europa del Este y Europa Central prevaleció el robo armado, lo que treyo com o con­ secuencia inevitable un prolongado empobrecimiento. CUADRO 21

Los JUDÍOS F.N TAS ÉLITES ECONÓMICAS: ALGUNAS ESTADÍSTICAS

País

Judíos como porcentaje de población

Judíos en la élite económica

Coeficiente “ de sobrerrepresentación” *

Alemania

0,95 (1910)

31 % de las familias más ricas (1908-1911)

33

Gran Bretaña

0 ,5 6 (1 9 1 5 )

8 ,5 % de las propiedades con un valor superior a las 500.000 libras (1809-1939)

15

12

Hungría

5,1 (1910)

62 ,3% de los grandes contribuyentes del sector empresarial (1887)

Rusia

4,1 (1913)

3 5 % de la clase comerciante (1914)

9

4 5 % de los perceptores de renta más elevada fuera de la agricultura (1929)

4

Polonia

10,5 (1929)

Australia

0 ,4 (1 9 1 1 )

3 ,4 5 % de las grandes propiedades que quedaban en Nueva Gales del Sur (1817-1939)

9

Estados Unidos

3 ,2 (1 9 1 1 )

6,5 % de los “superricos” (con más de 20 o 30 millones de dólares, 1865-1970)

2

* Porcentaje de las élites económicas dividido por el porcentaje de la población. Fuente: Rubinstein, ‘Jewish Participation in National Economic Elites, 1860-1939, and Anti-Se­

mitism: An International Comparison”, cuadros 1 y 6.

5 14

D

e s a t a n d o l a s n a c io n e s

Los tratados de paz de París de 1919-1920 tuvieron com o resul­ tado la división de Europa en veintiséis estados soberanos. Si obser­ vamos el mapa más de ochenta años después del Tratado de VersaUes, es tentador afirmar que el continente ha recorrido un círculo completo. Los nuevos estados creados sobre las ruinas de los im­ perios Romanov y otomano son prácticamente los mismos que existieron después de 1919. En el nordeste europeo, Polonia se si­ túa más al oeste, pero Lituania, Letonia, Estonia y Finlandia son lo que fueron en 1919, a saber, estados independientes de Rusia. En el mapa de Oriente Medio, donde anteriormente leíamos Palesti­ na hoy leemos Israel, y Jordania perdió su prefijo “Trans-”, pero más allá de esto no ha habido muchos cambios, excepto que ya no existen los “mandatos” británico y francés, del mismo modo en que desaparecieron de las antiguas colonias alemanas de Africa. Lo más sorprendente es que las repúblicas de Armenia, Georgia, Azerbaiyán, Ucrania y Bielorrusia, que en 1921 habían sido anexiona­ das a Rusia bajo el dominio bolchevique, volvieron a ganar su inde­ pendencia. Solamente el orden pos-Habsburgo de la zona central y sureste de Europa es significativamente diferente. Los compuestos multiétnicos que caracterizaban a Checoslovaquia y al “Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos” (nombre algo molesto con el que ori­ ginariamente se identificaba a Yugoslavia) han desaparecido. Tam­ bién desaparecieron las grandes minorías étnicas de los estados principales de Europa Central: de un 30 por ciento de la población de Polonia en el decenio de 1930 a un 2,7 por ciento en la actuali­ dad; y del 33 por ciento de la población de Checoslovaquia a sola­ mente un 4,5 por ciento 28. Fundamentalmente por medios sucios, la utopía nacionalista de estados étnicamente homogéneos parece haber comenzado a cumplirse. Y, al m odo de un proceso de fisión irrefrenable, la “autodeter­ minación” continúa generando aún más estados soberanos. En to­ tal, existen hoy en Europa cuarenta y ocho entidades separadas, según la definición más amplia de geografía y autonomía (incluyen­ do a Rusia y a Turquía): un número cuatro veces mayor que el que Mazzini tenía en mente 29. Y es perfectamente posible que el proce-

515

so de fragmentación no haya llegado a su fin. Empezando por Es­ cocia y pasando por Montenegro, hay varios aspirantes esperando su turno. Esta tendencia a la escisión no se limita a Europa. Excluyendo al Africa subsahariana, había en el mundo 64 países independientes en 1871. Cuarenta y tres años después, en vísperas de la I Guerra Mundial, el imperialismo los había reducido a 59. Pero las secuelas de la guerra no fueron tan espectaculares a nivel global com o lo fueron en Europa. En total, incluyendo a Africa, había 69 países en 1920. Pero desde la II Guerra Mundial se han dado continuos au­ mentos. En 1946 había 74 países independientes; y en 1950, 89. Para 1995, como ilustra el cuadro 22, el número alcanzaba los 192; los dos grandes aumentos habían ocurrido en el decenio de 1960 (principalmente en África, donde se formaron 25 estados nuevos entre 1960 y 1964) y en el de 1990 (fundamentalmente en Europa del Este). CUADRO 22

P o b l a c ió n

m u n d ia l y n ú m e r o de esta d o s independientes desde

Población mundial

Cantidad de países

(en millones)

1871

Población media por país (en millones)

1871

1.416

64

22,1

1914

1.854

59

31,4

1920

1.946

69

28,2

1946

2.400

74

32,4

1950

2.478

89

27,8

1995

5.457

192

28,4

Fuente: www.census.gov/ipc/www/worldhis.hlinl; Alesina, Spolaore y Wacziarg, “Eco­

nomic Integration and Political Disintegration", pägs. 1, 23.

Pero el nivel de fragmentación no debe exagerarse, dado el rá­ pido crecimiento de la población del periodo posterior a 1871. El

516

“país m edio” no se redujo en absoluto desde los tiempos de Bisinarck: ha aumentado de 22 a 28 millones de habitantes. No obs­ tante, parece haber habido un aumento del número de estados verdaderamente pequeños. De los 192 estados independientes que existían en 1995, 87 tenían menos de 5 millones de habitantes, 58 menos de 2,5 millones y 35 menos de 500.000. Más de la mitad de los países del mundo tenían menos habitantes que el estado de Massachusetts 30. Islandia (cuya población está cerca de los 270.000 habitantes) tiene tantos pobladores como Leicester; no obstante, es un miem­ bro de la OCDE con plenos derechos, con lengua, moneda y línea aérea propias 31. Durante el periodo de entreguerras, la fragmentación política trajo consigo un alto coste en términos de crecimiento económico y de estabilidad política. ¿Pero traería la “balcanización” mundial las mismas consecuencias negativas? Eric Hobsbawm compara el nuevo mapa mundial con el de la Edad Media, cuando los centros económicos aislados se convertían en enclaves territoriales: según esta visión, las ciudades-estado, las “zonas industriales” extraterrito­ riales y los “paraísos fiscales [en] islas que, en otro sentido, carecen de valor” significan un retroceso a la era de la Liga Hanseática íí2. Alberto Alesina y sus colaboradores afirman que, desde un punto de vista estrictamente económico, el proceso de desintegración po­ lítica produce “un ineficiente gran número de países” 33. Por un lado, lo pequeño puede ser hermoso, en el sentido de que el país más rico del mundo (en términos de PIB por habitante) está entre los estados más pequeños: Luxemburgo. Pero por otro lado, el sec­ tor público de los estados pequeños tiende a ser mayor ya que el coste por habitante del suministro de los bienes públicos será más elevado que en los países grandes 34. Más aún, la cantidad de conflictos regionales ha sido más eleva­ da a medida que se fueron fragmentando los grandes países, y esto puede significar un aumento del coste por habitante en defensa 35. Ello se debe a que la fisión en el mundo de la política, com o la del mundo de las partículas, es explosiva: en muchos de los estados nuevos, la transición a la independencia ha acarreado al menos al­ gún tipo de conflicto con vecinos o con las antiguas potencias im­

517

periales. Se ha afirmado de modo persuasivo que “la formación de muchos países nuevos puede aumentar el volumen de conflictos” ya que un aumento de la cantidad de países “incrementa la masa de in­ teracciones internacionales que pueden, potencialmente, desem­ bocar en conflictos” 36. El caso de los Balcanes es tan sólo el ejem­ plo más conocido de nuestra época. En Ruanda, la masacre de unos 800.000 tutsis promovida por los hutus de Interahamwe en abril-ju­ lio de 1994 tuvo lugar tras los grandes esfuerzos internacionales por democratizar el régimen 37. En Indonesia, los peores enfrentamientos ocurridos en Timor Oriental sucedieron tras el colapso de la dicta­ dura del presidente Suharto en mayo de 1998, y el voto democrático de la isla a favor de la independencia de agosto del siguiente año. El gráfico 44 ofrece las cifras anuales del número de guerras cu­ biertas por la base de datos “Correlates o f War” de Singer y Small para el periodo 1816-1992. Queda claro inmediatamente que el fi­ nal del decenio de 1980 y el principio del de 1990 presenciaron más guerras en marcha que cualquier otra época desde la derrota de

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3\a\a\c\0NCN cada por una serie de graves fracasos en cuanto a la disuasión. Gran Bretaña no logró convencer a Alemania y sus aliados de que era un peligro excesivo hacer una guerra contra ella, ni en el decenio de 1910 ni en el de 1930. En otras palabras, la causa principal de los pro? blemas de Gran Bretaña fue el encogimiento (understretch), el no haber gastado lo suficiente com o para desalentar al agresor poten­ cial, lo que condujo inexorablemente a entrar en una guerra a gran escala mucho más costosa pocos años después. (Algo similar oci> rrió con las islas Malvinas antes de la invasión argentina, aunque el conflicto fue de menor magnitud). Podría decirse que Gran Breta­ ña no habría caído tan rápidamente durante el siglo X X , de haber es* tado dispuestos los gobiernos sucesivos a gastar más en la disuasión de enemigos potenciales. Sólo después del debilitamiento produci­ do por los costes de las dos guerras mundiales, los recortes en los gastos militares y la descolonización se hicieron indispensables. ¿Pero tiene relevancia para Estados Unidos en la actualidad la vulnerabilidad estratégica que experimentó Gran Bretaña por su encogimiento? Indudablemente, existen diferencias fundamenta­ les entre las dos potencias, muchas de las cuales fueron señaladas en el capítulo IX. Gran Bretaña fue un exportador de capital; Estados Unidos, en cambio, es un importador. Mientras que Gran Bretaña “enviaba al mundo lo mejor de su crianza”, Estados Unidos absor­ be inmigrantes. Es verdaderamente improbable que algún estado contemple la idea de atacar directamente a Estados Unidos en un futuro cerca­ no, si bien una campaña terrorista contra las ciudades norteameri­ canas es bastante concebible. Aun tras los grandes recortes en de­ fensa, Estados Unidos continúa siendo la única superpotencia del mundo, con una capacidad financiera y de tecnología militar ini­ gualable. Su presupuesto de defensa es catorce veces mayor que el

554

¿le China y veintidós veces mayor que el de Rusia. Pero la cuestión fundamental que hemos de considerar es si existe o no algún esta­ do capaz de atacar a un aliado norteamericano — o de hacer uso de la violencia contra cualquier lugar del mundo donde se juzgue que entran enjuego los intereses norteamericanos— . En este contexto, resulta significativo que mientras que Estados Unidos, Europa y los países de la antigua Unión Soviética han venido desarmándose des­ de mediados de los años ochenta, otras partes del mundo han esta­ do rearmándose. Según el Instituto de Investigación para la Paz In­ ternacional de Estocolmo, la exportación de armamento hacia el noreste de Asia y Oriente Medio ha aumentado considerablemen­ te desde 1994. Algunas potencias asiáticas poseen hoy capacidad nuclear (China, India y Pakistán); Irán, por su parte, continúa re­ sistiéndose a los esfuerzos internacionales por restringir su progra­ ma de armas químicas y biológicas. El Pentágono calcula que en la actualidad por lo menos veinte países poseen misiles balísticos de corto o de medio alcance 83. El cambio del equilibrio militar queda claramente ilustrado cuan­ do comparamos los presupuestos militares del pasado decenio (véa­ se cuadro 23). La diferencia entre el Este y el Oeste reflejada por el cuadro merece considerarse con especial atención. Desde 1989, Norteamérica, Europa y la antigua Unión Soviética han venido rea­ lizando importantes recortes del gasto real: el presupuesto nortea­ mericano ha descendido en una tercera parte, el de Gran Bretaña en una cuarta parte y el de Rusia en más de un 90 por ciento. Entre los países de América — incluidos los más pequeños que no apare­ cen en el cuadro— sólo México y Brasil han aumentado el gasto militar; y en Europa, lo han hecho únicamente Finlandia, Grecia y Turquía. En Oriente Medio, en cambio, todos los estados, a excep­ ción de Egipto (y Omán) han aumentado el gasto; Irán, en particu­ lar, lo hizo en un 70 por ciento. Yla tendencia es aún más pronuncia­ da en Asia, donde todas las grandes potencias dieron un empujón considerable al presupuesto militar: China lo incrementó en un 70 por ciento y Singapur en más del 100 por ciento. Pero de esto no debe deducirse que el aumento del gasto en de­ fensa incrementa necesariamente e 1riesgo de guerra. Puede ocurrir que dos adversarios potenciales aumenten sus respectivos presu-

5 55

CUADRO 23 E l g a s t o m ilit a r d e i .as p r in cip a le s p o t e n c ia s d e l m u n d o

(e n m i llo n e s d e d ó l a r e s a p r e c io s y ttp o s d e c a m b io d e

1 9 9 5 )

1989

1998

373.618

251.836

-3 2 ,6

10.965

6.999

- 3 6 ,2

9.220

13.125

+42,4

Francia

52.099

45.978

-1 1 ,7

Alemania

53.840

38.878

-2 7 ,8

5.001

6.211

+24,2

22.846

22.809

-0 ,2

9.907

7.859

-2 0 ,7

240.000

11.200

-9 5 ,3

10.164

8.241

-1 8 ,9

Cambio porcentual

L a s A méricas Estados Unidos Canadá Brasil

Europa

Grecia Italia Holanda Rusia España Suecia

5.345

5.337

-0 ,1

Turquía

4.552

7.920

+74,0

42.645

32.320

-2 4 ,2

+70,7

Reino Unido

A sia China

9.900

16.900

Japón

47.409

51.285

+8,2

Corea del Sur

11.253

15.042

+33,7

Taiwan

8.886

10.620

+19,5

Australia

7.320

8.299

+13,4

India

7.756

9.842

+26,9

7.515

8.540

+13,6

14.912

17.142

+15,0

O riente M edio Israel Arabia Saudí

Fuente: SIPRI Yearbook, 1998 (muestra los países de los que hay cifras disponibles y que cuentan con presupuestos superiores a los 5.000 millones de dólares).

puestos militares y que los riesgos se cancelen mutuamente. Lo que intentamos afirmar, simplemente, es que el precipitado desarme

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que ha venido manifestándose desde 1989 en la mayoría de los paí­ ses de la OTAN y del antiguo Pacto de Varsovia no ha ocurrido en Asia. Es más, el cuadro representa solamente a los mayores inver­ sores militares del mundo. Cuando el mismo cálculo se aplica a los estados más pequeños emergen divergencias regionales bas­ tante relevantes. En Africa, tanto Argelia com o Botsuana, Burundi y Uganda han incrementado el gasto real en defensa, mientras que Etiopía, Suráfrica y Zimbabue se sitúan entre los países que realiza­ ron los mayores recortes. En Latinoamérica, mientras que Brasil y M éx ico han aumentado el gasto, Chile y Argentina lo han reducido en proporciones prácticamente equivalentes. Es fundamental recor­ dar, además, que no contamos con cifras fiables correspondientes a los estados más “canallas”: Libia, Irak, Serbia y Corea del Norte.

Ev a l u a n d o l o s c o ste s de K o s o v o

Los diferenciales del gasto militar habrían tenido menos rele­ vancia de no haber ocurrido cuando Estados Unidos ampliaba la es­ fera de acción de su política exterior. Como ya hemos visto, la idea de que Estados Unidos y sus aliados tienen derecho a intervenir mi­ litarmente en las cuestiones internas de un país con el fin de prote­ ger a las minorías perseguidas implica una ampliación fundamen­ tal del papel de Estados Unidos com o “policía mundial”. ¿Pero puede Estados Unidos afrontar este papel? Un modo de comenzar a responder a la pregunta es calculando lo que ha costado, desde 1999, sacar a los serbios de Kosovo y hacer que vuelvan los albaneses. No costó demasiado. Según los cálculos de los analistas en defensa de Jane, la operación de las fuerzas aliadas — que involucró 36.000 operaciones del ejército del aire, 25.000 bombas y una fuerza terrestre de aproximadamente unos 50.000 hombres— representó para la OTAN unos 4.800 millones de libras, es decir, 62 millones de libras diarias. Pero esto constituía el primer artículo de la factura. Para llegar a evaluar el verdadero coste de la guerra es preciso agregar tres artículos más: los costes por la asistencia de los refugiados de Kosovo, realizada inmediatamente después de la guerra, que se situaron en los 6 millones de libras semanales y suma-

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ron, en total, unos 24 millones de libras por la imprevista velocidad con la que los refugiados regresaron a la región; los costes por re* construir la provincia, estimados por la Unión Europea en unos 2.500 millones de libras 84 y los costes por ocuparla con un fuerte ejército de 50.000 hombres durante un tiempo limitado, que sólo para Gran Bretaña estuvieron entre los 10 y 15 millones de libra* anuales. De esta última cifra, 4,8 millones de libras representan laf contribución del Reino Unido a la misión internacional de Kosovd (UMIK), cuyo presupuesto total estuvo en los 77 millones de li» bras 85. Suponiendo que la fuerza tuviera que estar en Kosovo du­ rante unos cinco años, ello haría que el valor total de la guerra alca® zara los 7.700 millones de libras. Esto es mucho menos de lo que síás gastó en la operación ‘Tormenta del desierto”, la cual sumó en total unos 63.000 millones de libras, aunque hemos de admitir que dichaí: guerra fue financiada por países no combatientes, como Japón y Arabia Saudí, que estaban interesados en expulsar a Irak de Kuwaití Tanto financiera como estratégicamente, la guerra de 1999 repre­ sentó un retorno a la era de la diplomacia cañonera de bajo coste. ¿Pero qué se logró con esos 7.700 millones de libras? Según los cálculos de la OTAN divulgados en septiembre de 1999,93 tanques^ 153 transportes de personal armado, 339 vehículos militares dé otras clases y unas 389 piezas de artillería y morteros recibieron im­ pactos directos 86. Algunos de los periodistas que presenciaron la retirada de los serbios estimaban que esto equivalía a poco más de la tercera parte de sus fuerzas. Por otro lado, ningún militar de la OTAN murió por la acción enemiga. Dos pilotos de helicópteros norteamericanos perdieron la vida en un accidente de entrena­ miento y tres imprudentes soldados estadounidenses se dejaron capturar; pero aparte de esto, se trató probablemente del ejército más seguro de la historia; de hecho, era más seguro que algunas es­ cuelas secundarias de Estados Unidos. En comparación, el ejército yugoslavo perdió, según la OTAN, unos 5.000 hombres y tuvo unos 10.000 heridos. Las cifras son estimaciones, pero aun suponiendo que triplicaran la suma real de bajas, la OTAN fue por delante, ga­ nando aunque fuera correcta la cifra oficial de víctimas serbia que declaraba unas 576 bajas. Pero el problema principal de la campaña aérea fue que se extendió a blancos civiles. Según la Economist In-

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telligence Unit, el bombardeo de la OTAN causó posiblemente unas 1.500 bajas civiles — mayormente serbios— , excluyendo a un número considerable que murieron o quedaron mutilados des­ pués de la guerra por las bombas que no explotaron en el momen­ to del impacto. No estamos seguros del número de albanokosovares que murieron por los serbios; el experto forense del Tribunal In­ ternacional sugiere un total de unas 2.500 víctimas. Pero por alto que sea el número, es injustificable que la cantidad de bajas civiles por la OTAN estuviera tan cerca de esta cifra. ¿Qué determinó a Estados Unidos y a sus aliados a no usar fuer­ zas terrestres que lucharan directamente contra el ejército y las fuerzas especiales serbias en vez de bombardear a civiles? Es claro que no era el coste financiero, que podría haber sido afrontado con facilidad. Lo que reveló la guerra de Kosovo — o más bien, lo que confirmó— es que al poder norteamericano no lo inhibe el gasto de la intervención militar, sino la aversión pública al coste humano. Los ministros de Asuntos Exteriores británicos anteriores a 1914 declaraban con frecuencia que la “opinión pública” restringía su espacio de maniobra; pero en la práctica, ésta no iba más allá de los sentimientos de sobremesa de los miembros de los clubes de caba­ lleros. El público más amplio, en el sentido moderno de “población adulta”, tenía una influencia limitada y, en todo caso, podía verse afectado tanto por el pacifismo com o por la patriotería. Aún hoy — en parte por los treinta años de terrorismo irlandés y en parte por la victoria en la Guerra de las Malvinas— , el electorado británi­ co no rechaza completamente la acción militar aun cuando puedan darse víctimas de forma prolongada. El pueblo ruso también ha demostrado estar dispuesto a tolerar algunas bajas militares en su guerra contra Chechenia, con la condición, naturalmente, de que los rusos lleven la ventaja. A diferencia de esto, y en gran medida debido al recuerdo amargo de Vietnam, muchos norteamericanos no están dispuestos en la actualidad a que alguno de sus hombres pierda la vida en una guerra extranjera, más allá de lo noble que pueda ser la causa. En 1993, durante la crisis de Somalia, el presi­ dente Clinton le decía a su portavoz ante la prensa George Stephanopoulos, lo siguiente: “En la actualidad, el norteamericano medio

559

no encuentra que nuestros intereses se vean tan amenazados como para que debamos sacrificar la vida de algún compatriota” 87. “Cui­ damos de nuestra propia gente”, fue lo que respondió públicamen? te ante la noticia de que tres soldados rasos norteamericanos ha? bían sido capturados por los serbios en Kosovo 88. Pocos fueron los políticos que, durante la guerra de Kosovo, tuvieron la franqueza del veterano de Vietnam y senador republicano John McCain, al haT blar de las consecuencias que habría traído una guerra terrestre en los Balcanes; no obstante, muchos compartieron, privadamente*' sus temores imaginando cargamentos aéreos colmados de restos humanos y el colapso de la valoración en las encuestas. Parecería^: que para las democracias del siglo xxi las bajas militares son inali ceptables. El bombardeo de civiles serbios desde una elevada alti­ tud fue la estrategia que se adoptó para minimizar los riesgos a lofí que podían enfrentarse los soldados estadounidenses 89. En parte debido a esto, la estrategia norteamericana en Kosovo fue decepcionante. No fueron las operaciones aéreas las que per? suadieron a los serbios a retirarse de la provincia. Tampoco la deci­ sión rusa de quitarle su apoyo diplomático inicial al gobierno de Milosevic. Un factor clave fue el ininterrumpido aumento de tro» pas de la OTAN en las fronteras de Kosovo. Sin una invasión terres­ tre posterior al bombardeo es poco probable que los serbios se hUt bieran retirado; es más, sin esas fuerzas no podría haber habido conversaciones serias sobre el protectorado de la OTAN tras la reti­ rada serbia. Pero si Milosevic hubiera decidido no retirar sus fuer­ zas, es dudoso que el presidente Clinton hubiera autorizado una invasión que, con seguridad, habría supuesto algunas bajas nortea­ mericanas. Aun del m odo en que ocurrió, el apoyo público a nue­ vos bombardeos ya había descendido por debajo del 50 por ciento durante la última semana de la operación 90. El resultado de la guerra de Kosovo no puede describirse com o una inequívoca victoria de la OTAN. Según los términos del “acuer­ do técnico militar” que puso fin a la guerra, los serbios lograron ciertas mejoras frente a las propuestas de Rambouillet, que, origina­ riamente, habían constituido el casus beüi. El control de las fuerzas internacionales en Kosovo quedaba a cargo del Consejo de Seguri­ dad de Naciones Unidas, el plan de un referéndum en tres años

560

dentro de la provincia se había eliminado y, a diferencia de Rambouillet, el Ejército de Liberación de Kosovo estaba excluido de las negociaciones y debía desarmarse 91. Es indudable que Milosevic esp eraba algo más del ambiguo apoyo que le habían brindado los rusos. Muy posiblemente, al aceptar retirar las fuerzas contaba con que los rusos ganarían control sobre el noreste de Kosovo, lo que convertiría a la región en un enclave serbio 92. Pero después de un año y medio de los ataques aéreos, y a pesar de la caída de Milosevic, el futuro de Kosovo era incierto; Sadam Hussein, por su parte, per­ manecía todavía en el gobierno un decenio después de la Guerra del Golfo. Todo esto sugiere que esta política de intervenciones “quirúrgicas” con “tácticas de escape” precipitadas ataca los sínto­ mas en lugar de atacar las enfermedades que los causan.

1A DEFENSA DE LA AMPLIACIÓN

Una pregunta que se ha hecho con frecuencia y que merece re­ petirse una vez más es la siguiente: ¿No sería conveniente que Esta­ dos Unidos depusiera a tiranos como Sadam Hussein y que impu­ siera en sus países gobiernos democráticos? La idea de invadir un país, de destituir a sus dictadores y de imponer elecciones libres a punta de pistola queda generalmente descartada por considerárse­ la incompatible con los ‘Valores” norteamericanos. Un argumen­ to clásico es que Estados Unidos nunca podría involucrarse en un tipo de gobierno abiertamente imperial como el que lideró Gran Bretaña durante el siglo xix. Pero con frecuencia olvidamos que esto fue lo que se hizo en Alemania yJapón a finales de la II Guerra Mundial y que los resultados fueron buenos y duraderos. El historia­ dor Charles Maier ha sostenido, de modo persuasivo, que la política norteamericana posterior a 1945 constituyó una forma de imperialis­ mo que no se diferenció esencialmente de los imperialismos euro­ peos del siglo xix, al basarse en el consenso político a nivel inte­ rior, dominar la nueva tecnología de las comunicaciones y exportar un m odelo político-económ ico particular que el autor denomi­ naba corporacionismo 93. Con loable franqueza, Maier afirma lo siguiente:

561

Durante el periodo de la posguerra, nosotros [Estados Unidos] concebimos algo “bastante semejante” a un imperio, que proporcio­ naba un apoyo de “paz y prosperidad”, y para lo que precisábamos de un ordenamiento territorial equivalente de modo que pudiera surgir con éxito del desorden existente... Después de 1945, ni la sociedad ci­ vil ni los mercados eran capaces por sí solos de asegurar la estabilidad de las sociedades democráticas de Occidente. Tampoco lograban ha* cerlo las naciones-estado independientes 94. Existe un lazo bastante claro entre este argumento sobre la esta­ bilidad del periodo de la posguerra y la tesis de Charles Kindleberger de que el desastre de la época de entreguerras se debió, en gran parte, al fracaso de Estados Unidos en recoger el testigo de la hege­ monía arrojado por Gran Bretaña 95. De modo semejante, Robert Gilpin ha afirmado que las economías de Occidente florecieron después de 1945 cuando se vieron finalmente respaldadas por el poder militar norteamericano. Según Gilpin, la hegemonía norte­ americana en Occidente ha venido debilitándose desde finales de la Guerra Fría al tiempo que los bloques de poder rivales (la UE o el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, por ejemplo) han ganado mayor confianza en sí mismos 96. Maier teme, simplemen­ te, que la aplicación en el mundo de un sistema de laissez-faire con posterioridad a la Guerra Fría no garantice una estabilidad duradera. El modo en que Estados Unidos se fue desentendiendo de ese imperialismo informal característico de la posguerra no puede pa­ sar inadvertido. Consideremos, por ejemplo, que Estados Unidos invierte tan sólo un 0,1 por ciento de su PIB en ayudas para el desa­ rrollo en el exterior; o que los planes para impulsar un sistema de Defensa Nacional por Misiles, en incumplimiento del Tratado AntiMisiles Balísticos de 1972, se encuentran bastante avanzados. Estos son síntomas de profundo aislamiento que son, justamente, lo con­ trario de lo que el mundo precisa de su potencia más rica. Lejos de ocultarse cual caracol gigante dentro de su concha elec­ trónica, Estados Unidos debería destinar un mayor porcentaje de sus inmensos recursos para la seguridad de la democracia y el capi­ talismo en el mundo. Este libro ha intentado demostrar que, del

562

mismo m odo que el libre cambio, la democracia y el capitalismo no ocurren de manera natural y que precisan sólidas bases institucio­ nales de ley y de orden. La función adecuada de unos Estados Uni­ dos imperiales sería la de establecer dichas instituciones allí donde no existen, y de ser necesario — como ocurrió en Alemania yJapón en 1945— de hacerlo mediante la fuerza militar. No hay argumen­ tos económicos en contra de esta política, debido a que el coste no es prohibitivo. Aun si la tesis de Kennedy fuera correcta, imponer la democracia en los estados “canallas” del mundo no incrementa­ ría el presupuesto norteamericano de defensa muy por encima del 5 por ciento del PIB. Y también existe un argumento económico que apoyaría la tesis: establecer el imperio de la ley en países como Irak reportaría dividendos a largo plazo, ya que su comercio revivi­ ría y se expandiría. Pero hay tres razones por las que esto no ocurrirá: la turbación ideológica que produce ser visto com o el que maneja el poder im­ perial; una noción exagerada acerca de la posible respuesta de Chi­ na y Rusia; y un temor pusilánime a las bajas militares 97. Tal vez, la mayor desilusión a la que tendrá que enfrentarse el mundo en el si­ glo xxi sea que los líderes del único estado que cuenta con los re­ cursos suficientes para hacer del mundo un lugar mejor carezcan de agallas para emplearlos.

5 63

C o n c l u s io n

Aquellas dos preguntas esenciales de la historia: ¿Qué es el poder? ¿Qué fuerza pro­ duce el movimiento de las naciones? León T o ls t ó i, Guerra y paz1

E n el majestuoso capítulo final de Guerra y paz, Tolstói no sólo des­ deñaba el intento de los historiadores populares, autores de memo­ rias y de biografías, sino también el de los idealistas hegelianos, por explicar los trascendentes acontecimientos de 1812. Descalificaba el papel de la providencia divina, del azar, de los grandes hombres y de las ideas, al considerarlos insuficientes para explicar la invasión napoleónica de Rusia y su posterior fracaso. Los historiadores, sos­ tenía, “deberían estudiar las causas creadoras del poder en lugar de sus manifestaciones... si el fin de la Historia es la descripción del movimiento de la Humanidad y de los pueblos, la primera pregun­ ta que se ha de responder... será: ¿cuál es la fuerza que mueve a las naciones?” 2. En física, la potencia se mide únicamente en vatios; en histo­ ria, en cambio, se mide con muchas unidades diferentes. Stalin preguntó sobre el Papa: “¿Cuántas divisiones tiene?”. En los años cuarenta, parecía, en efecto, cierto que el poder espiritual del Papa, desprovisto de poder territorial a lo largo del siglo xix, no era mucho en comparación con el enorme poder militar con el que contaba Stalin —y todas las grandes potencias combatientes en la II Guerra Mundial— . En 1944, el Ejército Rojo tenía más de 12 millones de hombres, los cuales representaban cerca de la quinta parte del total de la fuerza laboral soviética. Pero la impo­ tencia del papa Pío XII — su sistemática política de conciliación con el fascismo por toda Europa 3— no se debió únicamente a la falta de divisiones. Reflejaba su simpatía ideológica por un movi­

miento superficialmente conservador que creía que defendería ai la Iglesia contra el comunismo. La situación del Vaticano duran* te la II Guerra Mundial fue algo así como el epítome de la impo­ tencia material. Territorialmente diminuto y protegido por un puñado de alabarderos pantomímicos, parecía la caricatura de al-: guna antigua potencia reducida al punto de haberse convertido! en una región irrelevante. Pero los acontecimientos ocurridos medio siglo después en Pok>| nia revelaban que la Santa Sede retenía un tipo de poder que — en circunstancias adecuadas— era superior al del Ejército Rojo. L 05

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Fuentes: Financial Times, 28 de enero de 2000; Bank for International Settlements, informe anual correspondiente a 1999, tabla VII.4.

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D. G r a v á m e n e s d e d e u d a p ú b l i c a e n 1887-1888 Dmdaf ingresos (nominales)

Deuda/ ingresos netos (ajustados)

Deuda/ exportaciones (nominales)

Deuda/ exportaciones netas (ajustadas)

2,5

1,4

Reino Unido

7,9

4,4

Asia británica

2,3



1,7



Oceanía británica

6,3



3,4



África británica

5,0



2,0



Sudamérica británica (posesiones adán ticas)

1,2

0,3

América del Norte británica

7,2

2,7

_

Indias occidentales británicas

1,6



0,4



Gibraltar

0,3









2,2

— —

Total colonias

3,6

Imperio británico

5,4



2,4

Austria-Hungría*

6,7

6,5

6,9

6,7

Bélgica

6,7

1,7

0,9

0,2

Dinamarca

3,7



1,2



Francia

8,2

6,6

8,6

6,9

Segundo Reich alemán

0,7







Estados germánicos**

4,3



-

Segundo Reich alemán más estados germánicos

3,1



1,9



~~

Grecia

7,4

7,4

8,2

8,2

Italia

6,3

5,6

10,3

9,2

Montenegro

2,0



0,5



Holanda

9,3

4,6

1,1

0,6

Portugal

16,0

10,3

21,3

13,8 ----

Rumania

5,4



3,1

Serbia

4,6



5,2

-

España

7,4

6,0

9,1

7,3

Suecia

2,9

0,7

1,0

0,2

Noruega

2,4

0,9

1,0

0,4

0,6



0,1

6,6

Suiza*** Rusia

6,9

6,3

7,3

Bulgaria + Rumania oriental

0,9



0,9

-

Turquía Egipto

8,7

1,7

12,6

2,5

11,6

7,3

10,5

6,6

581

D. G r a v á m e n e s d e d e u d a p ú b l i c a e n 1887-1888 D euda/ ingresos (nominales)

Deuda/ ingresos netos (ajustados)

Deuda/ exportaciones (nominales)

D euda/ exportaciones netas (ajustadas)

China****

0,2

_

Japón

4,0

4,7

6,2

7,4

Argentina

7,6

8,0

5,1

5,4

Brasil

7,5

6,7

5,2

4,6

Chile

2,5

1,6

1,7

1,1

México

7,0

4,6

4,6

3,0

15,6



31,3



3,1











2,0

1,7

Perú Estados Unidos Estados Unidos + estados

0,2

*No se ha descontado, en la deuda ajustada correspondiente al Imperio Austro-húngaro, el impuesto sobre la renta recaudado de bonistas extranjeros. **Las cifras correspondientes a ingresos excluyen a los estados menores. ***No hay cifras de ingresos cantonales. La deuda cantonal ascendió a 14 millones de libras esterlinas. ****No hay cifras de deuda interna. Fuente: Nash: Fenn's Compedium, pp. X-XIV. Nota: México y Perú suspendieron pagos; y Austria-Hungría, Rusia, Italia, Japón, Argentina y

Brasil tuvieron que depreciar su papel moneda, ‘lo que, se calcula, generó un gravamen del 5 por ciento en estos países’ .

582

E In d ic a d o r e s

s o c i o e c o n ó m i c o s e n r e l a c i ó n c o n l a c r is is d e l a

DEMOCRACIA DE ENTREGUERRAS,

1919-1938

Años de duración de la demacrada a partir de 1918

Porcentaje de población urbana sobre el total

Bélgica

20

11,7

1,1

12,1

Dinamarca

20

17,5

0,4

13,9

Finlandia

20

6,5

0,9

11,8

- 6 ,5

Francia

20

15,3

1,6

11,8

-1 8 ,1

Irlanda

20

13,9

0,3

17,8

0 -1 2 ,5

Porcentaje Porcentaje Porcentaje de descenso de militares de niños sobre el escolarizados del total de la sobre el producto interior población total de la población bruto

Democracias

Holanda

20

26,0

0,2

15,5

Noruega

20

9,1

0,2

14,7

Suecia

20

15,7

0,6

11,3

Suiza

20

16,6

Reino Unido

20

Checoslovaquia

19

Austria Estonia

- 4 ,5

-1 4 ,6

13,8

-5 ,8

39,7

0,9

15,2

- 5 ,7

9,1

1,0

14,4

-1 9 ,2

16

32,1

0,4

12,9

-2 2 ,5

16

12,4

1,4

Letonia

16

19,7

1,3

Alemania

14

33,1

0,5

12,8

-2 2 ,6

Rumania

12

5,6

1,1

12,3

-1 0 ,3

Yugoslavia

10

3,5

1,1

8,7

-1 1 ,9

Lituania

8

1,7

1,2

Portugal

8

12,1

0,6

6,1

Italia

6

16,2

1,3

12,0

“Dictaduras”

-6 ,8

Polonia

5

9,5

1,0

12,8

España

5

14,4

1,0

9,8

Albania

5

0,0

0,9

Bulgaria

5

4,2

0,4

14,8

-9 ,2

Hungría

0

14,5

0,4

10,9

-1 1 ,5

583

-4 ,4

1\ U 1A5

In t r o d u c c ió n : VIEJO Y NUEVO DETERMINISMO ECONÓMICO

1Marx y Engels, El manifiesto comunista. 2Berlin, Disraeli and Marx, pág. 283. 3Carlyle, Writings, pág. 277. Para las citas completas véanse los epígra­ fes del principio de este libro. 4Ibid., pág. 199. Sobre la génesis de la idea del “nexo del dinero”, véase Heffer, MoralDesperado, págs. 95,130,169. 5Millington, Wagner, págs. 223 y ss. 6Holroyd, Shaw, vol. ii, págs. 11-13; el autor cita ThePerfect Wagneritede Shaw (1899). 7Marx, El capital. 8Ibid. 9Fontane, Stechlin, pág. 77. 10Maupassant, Bel-Ami. 11Wheen, Marx, pág. 268. Cf. ibid., pág. 249; evidencia que el líder so­ cialista Ferdinand Lassalle hizo lo mismo. 12Véase Blackbourn y Eley, Peculiarities of German History. 13Véase Kehr, Primat derInnenpolitik, passim. 14Hobsbawm, Age ofExtremes, págs. 558-585. 15Como solicitó el autor, proporciono aquí lafuente completa: ©J. Brad­ ford DeLong, ‘The Shape of Twentieth Century Economic History”, NBER, WorkingPaper, 7569 (febrero de 2000), págs. 27 y ss. 16Ibid., págs. 3 y 8. 17Ibid., págs. 12 y ss. 18Ibid., pág. 17. 19Lipset, Social Requisites ofDemocracy, págs. 75-85.

585

20 Barro, Determinants ofEconomic Growth, pág. 1. 21 Friedman, Other Times, OtherPlaces, págs. 2, 29. Véanse también págs, 54, 86. 22Joli, Europe since 1870, pág. 357. 23Norpoth, “The Economy”, pág. 317. 24Kennedy, The Bise and Fall of the Great Powers, pág. 567. 25 Ibid., págs. 696 y ss. 26 Una vision escéptica sobre el tema aparece en Almond, “1989, siq Gorbachov”. 27 Fukuyama, The Great Disruption, pág. 282. 28 Para consultar una útil introducción, véase Haigh, Taking Chances. 29 Pinker, How the Mind Works, pág. 395. 30 Bernstein, Against the Gods, págs. 272 y ss. 31 Spurling, La Grande Thérèse, pág. 89. 32 Dawkins, The Selfish Gene. 33 Freud, Civilisation, War and Death. 34Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. 35 offer, “Between the Gift and the Market”. 36Véase, en relación con este tema, Neal, “A Shocking View of Econo* mic History”, pág. 332. 37 Dostoievski, Apuntes del subsuelo. 38 Véase particularmente North, Institutions, Institutional Change, an4 Economic Performance. 39 Carlyle, On History, pág. 95. 40 Ferguson, Introduction: Towards a “Chaotic” Theory of the Past. Cf. Shermer, ExorcisingLaplace’s Demon. 41 “Thoughts on the Late Transactions Respecting Falkland’s Islands” (1771), citado en Black, Foreign and Defence Policies, pág. 290.

P r im e r a G asto

s e c c ió n

y t r ib u t a c ió n

C a p ít u l o E m e r g e n c ia

i

y d e c liv e d e l e s t a d o d e g u e r r a

1 Bonney, “Introduction”, págs. 2 y ss.

586

2 Goldsmith, Premodern Finanüal Systems, pág. 33. 3Citado en Parker, “Emergence o f Modern Finance”, pág. 527. 4 Citado en Luard, War in International Society, pág. 240. 5 Ibid., pág. 239. 6 Ibid., pág. 248. 7Véase, por ejemplo: “Una de las pocas constantes de la historia es que la escala del compromiso con el gasto militar ha ido siempre en aumen­ to”: Mathias, The First Industrial Nation, pág. 44; en palabras de Paul Ken­ nedy: “El coste de una guerra del siglo xvi podría estimarse en millones de libras; a fines del siglo xvii había aumentado a decenas de millones de libras; y a fines de las Guerras Napoleónicas los gastos de los combatientes principales llegaban en ocasiones a los cien millones de libras anuales”: Kennedy, The Rise andFall of the Great Powers, pág. 99. 8Sorokin, Social and CulturalDynamics, vol. m. 9Wright, Study of War. 10Richardson, Statistics ofDeadly Quarrels. 11 Luard, op. dt., apéndice. 12 Base de datos “Correlates of War”, (www.umich.edu/cowproj). La base de datos ofrece distintas cifras en relación con el total de la pobla­ ción, la población urbana, la producción de hierro y acero, el consumo de energía, el personal militar y el gasto militar. Es posible también en­ contrar las primeras bases de datos del proyecto en Singer y Small, The Wages of War y Resort to Arms. 13Levy, War en the Modem Power System. La definición de Levy de lo que

era una “gran potencia” es algo subjetiva; sin embargo, su análisis no deja de ser útil. 14 Luard, op. cit. Si bien todas las guerras que aparecen en la lista del apéndice de Luard suman un total de 1.021, los subtotales que aparecen en el cuerpo del texto arrojan una cifra diferente. Las razones de esto no quedan completamente claras. 15Levy, op. cit., págs. 97-99. 16Wallensteen y Sollenberg, “An Armed Conflict...”. 17 Sollenberg, Wallensteen yjato, “Major Armed Conflicts”. Cf. TheFi­ nancial Times, 15 de junio de 2000. 18Véase Brogan, World Conflicts, apéndice 1. 19 Véase, por ejemplo, Hinsley, Power and the Pursuit of Peace, págs. 278 y ss.

587

20Levy, op. át., pág. 139. Cf. págs. 129-131. 21 Calculado a partir de los datos de Luard, op. cit., apéndice. 22El Imperio otomano está en sexto lugar (33) y sigue Rusia (28), Ita­ lia (cualquiera de los estados italianos: 22) y Alemania (cualquiera de los estados alemanes: 18). 23Bond, Victiman Military Campaigns, págs. 309-311. 24 “Sólo una de las guerras del periodo post-Viena duró más de sieté años, mientras que en las guerras del periodo pre-Viena hubo aproximar damente veinte guerras que tuvieron dicha duración”: véase Levy, op. cit.^ págs. 116-129. 25 “Durante la Guerra de los Siete Años... hubo 17 países beligerantes)!; 111 batallas... Los números de la I Guerra Mundial fueron 38 y 615”?' Hinsley, op. c i t págs. 278 y ss. 26 Luard, op. cit., págs. 54 y ss. Luard identifica 30 “Guerras de Inde­ pendencia” (si bien en su apéndice aparecen sólo 28), 20 de las cuales fueron sofocadas. También identifica 18 casos de “Intervención externa en guerras civiles en Europa”, mas las intenciones detrás de dichas inter­ venciones eran variadas. En 7 casos, la intervención estuvo del lado de los rebeldes, comparada con otras 10 que apoyaron los gobiernos. En totalj 9 de las revoluciones liberales fueron sofocadas. 2 7 Ibid., págs. 52-61. 28 Cifras de Kennedy, op. cit., págs. 71, 128; McNeill, The Pursuit oj Power, pág. 107; Mann, The Sources of Social Power, vol. n, pág. 393, cuadros A l, A4. 29McNeill, op. cit., págs. 120-143. 30Kórner, “Expendíture”, pág. 408. 31 McNeill, op. át., págs. 120-143. 32Ibid., págs. 161 y ss. 33Ibid., págs. 178 y ss. 34Ibid., págs. 228 y ss., 273 n. 35Ibid., pág. 350. 36Ibid., págs. 357 y ss. 37Ibid., págs. 362-372. 38Kaldor, BaroqueArsenal, citado en Kennedy, op. cit., pág. 570. 39Kennedy, op. át., págs. 570 y ss. 40 Ibid., pág. 623. 41Ibid., págs. 674 y ss.

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42Ibid., pág. 572. 43 Estas cifras resultan de deflacionar el gasto nominal en defensa se­ gún el índice de precios al consumo (IPC) y de dividir esa cifra por el ta­ maño de las fuerzas armadas. Por cierto, el IPC no constituye el deflactor ideal del presupuesto de defensa; por eso, las cifras necesariamente son aproximadas. Sin embargo, la tendencia a largo plazo queda bastan­ te clara. 44 Overy, The Times Atlas of the Twentieth Century, págs. 102-105; Harri­ son, “The Economics of World War II: An Overview”, págs. 3 y ss., 7 y ss., y Soviet Union, pág. 291. 45Porcentajes calculados a partir de las cifras de Winter, The Great War and the British People, pág. 75. 46 Porcentajes calculados a partir de las cifras de Timechart Company, Timechart of Military History, págs. 112-127; Perrett (ed.), The Battle Book. 47 Erickson, “Red Army Battlefield Performance”, pág. 245. Cf. Beevor, Stalingrad. 48 TheDaily Telegraph, 15 de marzo de 2000; 13 de abril de 2000. 49Fieldhouse, “Nuclear Weapons Developments”, págs. 74-119. 50 Sobre la base de la Demanda de Presupuesto Federal de 1993: IISS, Military Balance, 1992-1993, pág. 17. 51 Ibid., pág. 218. 52Creveld, Supplying War, págs. 233 y ss. 53Citado en Nef, War and Human Progress, pág. 366. 54Creveld, op. dt., pág. 200. 55Ibid., págs. 216-230 y n. 23. 56Overy, Why theAllies Won, pág. 319. 37McNeill, op. át., págs. 225 y ss. 58 Kubicek, “British Expansion, Empire and Technological Change”, págs. 254,258. 59Ibid., pág. 261. 60Burroughs, “Defence and Imperial Disunity”, pág. 336. 61 En Omdurman, en 1898, el ejército de Kitchener, equipado con 55 ametralladoras, mató a 11.000 derviches a un coste de 48 tropas británi­ cas. En contra de la creencia popular —alimentada por los famosos ver­ sos de Hilaire Belloc (“Pase lo que pase, tenemos/La Gran Pistola, y ellos no”)—, los soldados de Sudán tenían ametralladoras, aunque sólo dos: Kubicek, op. dt., pág. 265.

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62 The Wall StreetJournal, 19 de abril de 1999. 63 El Dreadnought HMS cuesta el equivalente al 0,12 por ciento del PIB británico de 1906; un B-2 cuesta el 0,02 por ciento del PIB estadouni­ dense de 1998. 64Goldsmith, op. cit., págs. 22, 31 y ss. 65 Ibid., págs. 48,51. 66 Ibid., pág. 79. 67Kórner, “Expenditure”, págs. 402 y ss. 58Ibid., págs. 416 y ss. 69Goldsmith, op. cit., pág. 193. 70 Hart, “Seventeenth Century”, pág. 282; Capra, The Finances of the Austrian Monarchy, págs. 295-297. 71O’Brien, Power with Profit, págs. 34 y ss. 72 Mann, Sources of Social Power, vol. i, pág. 373, excepto el caso británi co; O’Brien, op. cit., págs. 34 y ss. 73Mann, op. át., vol. n, pág. 373. 74Ibid. 75Calculado a partir de las cifras de Mishkin y Deane, Abstract ofBritish Historical Statistics, págs. 396-398. 76 Cifras obtenidas del Bankers Trust Company, French Public Finance, Apostol, Bernatzleyy Michelson, Russian PublicFinances. 77 Calculados a partir de las cifras de Flora et al., State, Economy and So dety, vol. i, págs. 345-449. 78Kennedy, op. át., pág. 403. 79Calculados a partir de las cifras de Mishkin yjones, Second Abstract Oj British Historical Statistics, págs. 160 y ss. 80Para una revisión de estas cifras, véase Abelshauser, Germany, cuadro 4.4 y págs. 133-138. Cf. Overy, War andEconomy in the Third Reich, pág. 203. Las cifras referidas al presupuesto del Reich pueden encontrarse en Ja­ mes, The German Slump, cuadro XXXV. 81 Petzina, Abelshauser y Faust (eds.), Sozialgeschichtliches Arbeitsbuch, vol. Ill, pág. 149; Hansemeyer y Caesar, Kriegswirtschaft und Inflation, pág. 400. 82Kennedy, op. át., pág. 388. 83 En Alemania, la defensa representaba una proporción mayor del gasto del gobierno central en los sesenta, pero esto se debía a que gran parte del gasto no militar se hacía a nivel regional y no federal. Cf. las ci­ fras en Flora et al., op. át., vol. I, págs. 345-449.

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84Hogwood, Trends in British Public Policy, pág. 45. 85 Goldsmith, op. cit., págs. 145,164y ss. 86 O ’Brien, op. cit., pág. 35. Debe recalcarse que los cálculos, de fines del siglo XX, relativos a la renta nacional o a la producción nacional, de­ ben ser tratados con mucho cuidado porque los márgenes de error si­ guen siendo grandes, aun los de datos provenientes de las mejores esta­ dísticas nacionales. Los cálculos de los siglos xviii y xix, que se utilizan en éste y en los otros capítulos deben tenerse más bien por conjeturas razo­ nables. Tanto aquí como en los otros capítulos, los porcentajes que se va­ len de datos históricos en relación con la producción nacional conllevan “advertencias” en lo que hace a su exactitud. 87 Calculados a partir de las cifras de Bonney, The Strugglefor Great Po­ wer Status, pág. 345. 88Véase Ferguson, Pity of War, págs. 105-118. 89 Kennedy, op. cit., pág. 644. 90IISS, Military Balance 1992-1993, pág. 218. 91 TheFinancial Times, 15 de junio de 2000. 92 Omer Bartov, Hitler’s Army, citado en Calder (ed.), Wars, pág. 340. 93 Pennington, “Offensive Women”, pág. 253. 94 Beevor, Stalingrad. 95 Overy, The Battle.

C a p ít u l o “O

ii

d io s o s im p u e s t o s ”

1Carta de Benjamin Franklin aJean-Baptiste Le Roy, 13 de nov. de 1789. 2 Capra, ‘The Eighteenth Century”, pág. 306. 3 Goldsmith, Premodem Financial Systems, págs. 32 y ss. 4 Ibid., págs. 49 y ss., 53 y ss. 5 Hocquet, “City-State and Market Economy”, págs. 87 y ss.; Kórner, “Public Credit”, pág. 515. 6 Henneman, “France in the Middle Ages”, pág. 116. 7Gelabert, ‘The Fiscal Burden”, pág. 542. 8 Schremmer, ‘Taxation and Public Finance”, pág. 365.

9Ibid. 10 Isenmann, “Medieval and Renaissance Theories of State Finance”,

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pag. 42. 11 Gelabert, op. cit., pag. 547; Goldsmith, op. tit., pag. 192. 12Hobson, The National Wealth, pag. 19. 13Hart, “Seventeenth Century”, pag. 284; Bonney, “Revenues”, pag. 448. 14 Ibid., pag. 451. 15Schremmer, op. cit., pag. 456. 16Ibid., pag. 460. 17Bonney, ‘The Struggle for Great Power Status”, pag. 329. 18Ferguson, World’s Banker, cap. 2. 19 Gatrell, Government, Industry and Rearmament, pag. 140. 20 Porcentaje calculado —para el periodo 1801-1914— a pardr de las cifras de Mishkin y Deane, Abstract ofBritish Historical Statistics, pags. 392-395. 21 Schremmer, op. cit., pag. 402. 22 Gatrell, op. cit., pag. 140. 23 Bonney, “Revenues”, pag. 490. 24 StatisticalAbstract of the United States 1999, cuadro 503. 25 pryCe-Jones, The War that Never Was, pags. 78 y ss. 26 Paddags, ‘The German Railways”, pags. 9, 22 y ss., 28. 27 Porcentaje calculado a partir de las cifras de Webb, Hyperinflation and Stabilization in Weimar Germany, pags. 33 y 37. 28 Duncan y Hobson, Saturn’s Children, pag. 40. 29 Horne, Macmillan, pag. 627. 30 Crafts, ‘The Conservative Government’s Economic Record”, pag. 29. Vease, en general, Yergin y Stanislaw, T h e Commanding Heights”, esp. pags. 114yss. 31 Goldsmith, op. cit., pags. 32 y ss. 32 Ibid., pags. 49 y ss., 53 y ss. 33 Ormrod, “England in the Middle Ages”, pag. 32. 34 Ibid., pags. 40 y ss. 35 Hilton, Corn, Cash and Commerce. 36Rogowski, Commerce and Coalitions, esp. pags. 21-60. 37O ’Rourke y Williamson, Globalization and History, pags 98 y ss., 114 y ss. Cf. Weiss y Hobson, States andEconomicDevelopment, pag. 124. 38 Brown, Episodes in the Public Debt History, pag. 234. 39James, “Das Ende der Globalisierung?”, pag. 76. 40James, Globalization and its Sins, pag. 104 41 James, “Das Ende...?”, op. cit., pag. 69.

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42James, Globalization..., op. át., pág. 124. 43 Skidelsky,/o/m Maynard Keynes, vol. II, págs. 476-480. 44 Las investigaciones de Jeffrey Sacks y de Andrew Warner demues­ tran de manera contundente que, durante los años setenta y los ochenta, las economías abiertas crecieron de seis a nueve veces más rápidamente que las economías cerradas: Prospect, mayo de 2000. 45 Goldsmith, op. át., págs. 32 y ss. 46 Ibid., págs. 49 y ss. 47 Henneman, “France in the Middle Ages”, pág. 112; White, “France and the Failure to Modernise...”, pág. 9. 48 Goldsmith, op. át., págs. 164 y ss. 49 Kennedy, The Rise andFall of the Great Powers, págs. 54 y ss. 50 Hellie, Russia, pág. 502. 51 O ’Brien y Hunt, “England, 1485-1815”, págs. 61 y ss. 52 Bonney, op. át., pág. 490. 53 O ’Brien y Hunt, op. át., págs. 74 y ss. 54 Buxton, Finance and Politics, vol. i, 1 y ss. 55 Citado en ibid., pág. 19. 56 Compárese a O’Brien, Power with Profit; con Kennedy, op. át., págs. 102 y ss.; y con Gelabert, op. át., págs. 572 y ss. 57 Bonney, op. át., pág. 498. 58 Véase Morrissey y Steinmo, “The Influence o f Party Competition”, págs. 199 y ss. 59 Isenmann, “Medieval and Renaissance Theories of State Finance”, págs. 47 y ss. 60 Schulze, The Sixteenth Century, págs. 274 y ss. 61 Bonney, op. át., pág. 489. 62 Ibid., págs. 433,435. 63White, op. át., pág. 13; Kennedy, op. á t, pág. 75. 64 Hart, op. át., págs. 289 y ss. 65 Ibid., pág. 51. 66 O ’Brien y Hunt, op. át., págs. 74 y ss. 67 Rudé, The Crowd in History, págs. 38 y ss. 68 Hentschel, Wirtschaft und Wirtschafipolitik..., pág. 164y ss. 69 Schremmer, op. át., pág. 402. 70 Shy, “The American Colonies”, págs. 312 y ss.; Conway, Britain and the Revolutionary Crisis, págs. 327 y ss. Con los impuestos se intentaba reu­

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nir tan sólo 110.000 libras, de las que 50.000 habrían provenido de las In­ dias Occidentales: Clark, “British America”, pág. 153. 71 Chennells, Dilnob y Roback, “Survey of the UK Tax System”, pág. 2. 72INSEE website. 73Chennells, Dilnob y Roback, op. dt., págs. 7,22 y 25. 74 Kay y King, The British Tax System, pág. 129. 75 Las cifras de 1979 fueron: diesel, 49 por ciento; cigarrillos, 70 por ciento; licor, 77 por ciento; vino, 47 por ciento; y cerveza, 34 por ciento: Chennells, Dilnol y Roback, op. cit., pág. 8. 76 Duncan y Hobson, op. cit., pág. 120. 77 HMSO, Social Trends 1995, cuadro 5.15. 78Hogwood, Trends in British Public Policy, pág. 106. 79 Statistical Abstract of the United States 1999, cuadro 503; Chennells, Dil nob y Roback, op. dt., pág. 2. 80Hogwood, op. dt., pág. 107. 81 Seldon, TheDilemma ofDemocracy, págs. 76-86. 82 Bonney, “Revenues”, págs. 472 y ss., y “France, 1494-1815”, pág. 130. 83 Hellie, Russia, págs. 496 y ss. 84 Goldsmith, op. dt., págs. 32 y ss. 85 Ibid., págs. 60 y ss. 86 Ormrod, “England in the Middle Ages”, pág. 21; Ormrod y Barta, Feudal Structure, págs. 58 y ss. 87 Ormrod, op. dt., pág. 29; Henneman, France in the Middle Ages, pág. 104. 88 Goldsmith, op. dt., pág. 91. 89 Ibid., págs. 123 y ss.

90Ibid., pág. 117. 91 Bonney, “Early Modern Theories of State Finance”, pág. 204. 92 Goldsmith, op. dt., pág. 226. 93 Bonney, “Revenues”, págs. 475 y ss. 94 O ’Brien y Hunt, op. dt., págs. 61 y ss. 95 Bonney, op. dt., pág. 483. 96 Bonney, “France, 1949-1815”, págs. 158 yss. 97 Bonney, “Revenues”, págs. 479 y ss. 98Schremmer, op. dt., pág. 381. 99 Goldsmith, op. dt., págs. 49 y ss., 53 y ss. 100 Smith, The Wealth of Nations, vol. V, cap. 3. Los otros cánones eran

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que los impuestos deberían ser seguros (es decir, predictibles), fáciles de pagar y con un sistema de recaudación económica. 101 “La contribution commune... doit être également répartie entre tous les citoyens en raison de leurs facultés”. 102 Goldsmith, op. cit., págs. 60 y ss. 103 Ormrod, op. cit., pág. 30. 104Hocquet, City-State and Market Economy, págs. 87yss. 105 Bonney, “France, 1494-1815”, pág. 130, ‘The Struggle for Great Power Status”, págs. 321 y ss.; “Revenues”, págs. 479 y ss. Con respecto al plan de Vauban de reemplazar todos los impuestos franceses por un im­ puesto sobre la renta del 10 por ciento, véase Braudel, Civilización mate­ rial, economía y capitalismo, vol. III. loe o ’Brien y Hunt, op. àt., pág. 86. 107Ibid., pág. 89. 108Duncan y Hobson, op. cit., pág. 112. 109Inland Revenue, BriefHistory, pág. 2. 110 Ormrod, op. cit., pág. 46; Gelabert, op. cit., pág. 50. 111 Buxton, Finance and Politics, págs. 43 y ss. 112 Matthew, Mid-Victorian Budgets. 113 Henneman, France in the Middle Ages, págs. 116 y ss.; White, “France and the Failure to Modernise...”, pág. 8. 114 Gelabert, op. cit., págs. 554 y ss. 115Bonney, “Revenues”, pág. 433. 116Doyle, Origins of theFrench Revolution, págs. 46, 98. 117 Balderstone, “War Finance and Inflation in Britain and Germany”, pág. 236. 118Witt/Tax Policies”. 119Duncan y Hobson, op. dt., pág. 100. 120Bonney, op. cit., págs. 478 y ss. 121 Henneman, op. át., pág. 115. 122 Bonney, op. dt., pág. 485. 123Ibid., Bonney, “France, 1494-1815”, pág. 164. 124Matthew, “Disraeli, Gladsone and the Politics o f Mid-Victorian Bud­ gets”. 125Murray, Battered and Shattered. I2fi Bonney, “Revenues”, págs. 479 y ss. 127 Duncan y Hobson, op. dt., págs. 107 y ss.

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128 Hogwood, Trends in British Public Policy, pág. 70. Las mayores desgravaciones de los noventa fueron sobre bienes de capital, sobre el interés hipotecario y sobre la nupcialidad, la primera de las cuales fue aumenta­ da por Margaret Thatcher: ibid., págs. 71, 84. 129 Schremmer, op. cit., pág. 348. 130 Brown, “Episodes in the Public Debt History o f the United States”, pág. 236. 131 Inland Revenue, BriefHistory, pág. 7. 132 Hogwood, op. cit., pág. 97. 133 Según Engen y Skinner, una reducción del 2,5 por ciento de la tasa impositiva media podría hacer ascender la tasa de crecimiento en un 0,2 por ciento a través de efectos por acumulación de capital y cambios tec­ nológicos: Engen y Skinner, Taxation and Economic Growth. 134Duncan y Hobson, op. cit., págs. 88 y ss. 135 Social Trends 1991, cuadro 5.12. 136Bonney, op. cit., pág. 502; O ’Brien y Hunt, England, págs. 61 y ss. 137Buxton, op. cit., vol. i, págs. 39-42. 138Maloney, Gladstone, págs. 40 y ss. 139Cifras de Flora et al., State, Economy and Society, vol. i, pág. 339. 140Schremmer, op. cit., pág. 402. 141 Bonney, “France 1494-1815”, pág. 165. 142 Schremmer, op. cit., pág. 402 (porcentajes calculados en referencia a las rentas ordinarias y extraordinarias). 143 Ibid., pág. 390. 144Burns, Complete Letters, pág. 214. 140 Burns, Poems and Songs, págs. 168 y ss., 602 y ss. 146Ibid., pág. 523. We’ll make our malt and we’ll brew our drink/We’ll laugh, sing and rejoice, man;/And many loud thanks to the big black devil,/That danced away with the Exciseman. (Prepararemos nuestra malta y nuestro trago, / Nos reiremos, cantaremos y disfrutaremos, compañero; / Y muchas gra­ cias al gran diablo negro, / Que embriagado, se llevó al recaudador de impuestos 146.) 147Fowler, Bums, págs. 142 y ss. 148Burns, op. cit., págs. 435-438.

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C a p ít u l o La

hi

p l a z a y e l c a s t il l o :

REPRESENTACIÓN Y ADMINISTRACIÓN

1 Montesquieu, Del espíritu de la leyes. Cf. Bonney, Early Modem Theories of StateFinance, pág. 192. 2Butterfield, Whig Interpretation, passim. 3Wagner, Die Ordnung des Österreichischen Staatshaushalts (Viena, 1863); citadas en James, “Das Ende der Globalisierung?”, pág. 74. 4 Schumpeter, “Die Krises des Steverstaates”. 5 Goldsmith, PremodemFinancial Systems, págs. 32 y ss. 6 Citado en Gelabert, TheFiscal Burden, pág. 545. 7Ormrod, ‘The West European Monarchies”, pág. 143. 8 Ormrod, England in the Middle Ages, págs. 20,29. 9 Goldsmith, op. át., págs. 171 y ss. 10Citado en Gelabert, op. át., pág. 539. 11 North y Weingast, “Constitutions and Commitment”, págs. 810-814. 12 Sharpe, The Personal Rule of Charles I, págs. 105-130; Adamson, En­ gland without Cromwell, págs. 120-122. 13North y Weingast, op. át., págs. 815 y ss. 14Ormrod, op. át., pág. 20. 15 Henneman, France in the Middle Ages, pág. 107. El nombre de la mo­ neda francesa franc (“libre”) se originó con las monedas que se usaron para pagar el rescate. 16Bosher, FrenchFinances, pág. 3. 17Bonney, France, 1494-1815, pág. 131; Doyle, Origins of theFrench Revo­ lution, pág. 49. 18Ibid., págs. 99-114. 19Finer, The History of Government, vol III, págs. 1490 y ss. 20 Shy, T h e American Colonies”, pág. 313. 21Winch, T h e Political Economy...”, pág. 15. 22Véase Clark, “British America”, esp. págs. 150-159. 23 Conway, “Britain and the Revolutionary Crisis”, págs. 332, 335. 24 Hoffman y Norberg (eds.), Fiscal Crises..., pág. 306. 25Véase, en general, Mann, The Sources of Social Power, vol. II. 26Citado en O ’Brien y Hunt, England, págs. 61 y ss. 27Filipczak-Kicyr, “Poland-Lithuania...

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28 Bonney, ‘The Struggle for Great Power Status”, págs. 347 y ss. 29Buxton, Finance and Politics, vol i, págs. 12-15. 30 Inland Revenue, BriefHistory, pág. 1. 31 Matthew, “Disraeli, Gladstone and the Politics o f Mid-Victorian Budgets”. 32 Maloney, Gladstone, pág. 33. 33 Cifras de Mishkin y Deane, Abstract of British Historical Statistics, págs. 392-395,427-429. 34McNeill, The Pursuit ofPower, pág. 275 n. 35 Citado en ibid., pág. 270 n. 36 Clarke, “Keynes, Buchanan and the Balanced-Budget Doctrine”, pág. 76. 37 Ibid. 38 Peacock y Wieseman, The Growth of Public Expenditure in the United Kingdom, pág. 67. 39 Calculado de las cifras de Butler y Butler, British PoliticalFacts, págs. 213-219; Jamieson, An illustrated Guide to the British Economy, pág. 145. 40 Hogwood, Trends in British Public Policy, pág. 98. 41 Crafts, The Conservative Government’s Economic Record, págs. 23 y ss.;Jamieson, op. cit., págs. 146 y ss. El total de la carga impositiva incluyendo la seguridad social se redujo de un máximo del 40 por ciento del PIB en 1981 a un mínimo del 33,8 por ciento en 1994, si bien la cifra había sido de un 35,5 por ciento en 1979, y en 1995 se había superado nuevamente dicho nivel. Por otro lado, la proporción del total de impuestos recauda­ dos representado por los impuestos indirectos aumentó del 33 al 41 por ciento entre 1985 y 1995; el impuesto sobre la renta representa aproxima­ damente el 26 por ciento del total. 42 Flora et al., State, Economy and Society, vol. I, pág. 112. 43 Ibid., vol. i, pág. 126. 44 Goldsmith, op. at., págs. 123yss. 45 Ibid., págs. 94-107. 46 Compárese a Elton, The Tudor Revolution in Government, con Wi­ lliams, TudorRegime. 47 O ’Brien y Hunt, op. cit., págs. 61 y ss. 48 Bosher, op. át., pág. 8. 49Winch, op. cit., págs. 9 y ss. Cf. Mathias y O ’Brien, ‘Taxation in Great Britain and France”, págs 606 y ss.

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50White, “France and the Failure to Modernise...”, págs. 18 y ss. 51 Schama, Citizens, pág. 73. 52 Schulze, Sixteenth Century, pág. 272. 53 Carruthers, City of Capital..., pág. 111. 54White, op. cit., pág. 26. 55 Hart, “Seventeenth Century”, pág. 292; Bonney, “France, 1494-

1815”, págs. 131 y ss., 152 y ss. 56 O ’Brien y Hunt, op. cit., pág. 74. 57 Bonney, “Revenues”, págs. 442 y ss.

58 O ’Brien y Hunt, op. dt., pág. 57. 59 Weiss y Hobson, States and EconomicDevelopment, pág. 45. 60 Brewer, The Sinews ofPower, pág. 66. 61 Bosher, op. at., esp. págs. 303-318. 62 Wallerstein, The Modem World-System, vol. in, pág. 82 n. 63 Schama, op. át., págs. 73, 76 y ss. 04 Gerth y Mills (eds.), From Max Weber, pág. 244. fi5Kafka, El castillo. 66 Canetti, ha antorcha al oído. 67Véase en general Caplan, Government without Administration. 68 Trevor-Roper (ed.), Hitler’s Table Talk, págs. 237 y ss. fi9 Cifras de Flora et al., op. dt., vol. i, págs. 210-242. 70 Duncany Hobson, Saturn’s Children, pág. 53. 71 Remuneraciones y salarios como proporción del gasto federal, esta­ tal y local: en Statistical Abstract of the United States 1999, cuadro 503. 72 Hogwood, op. dt., pág. 50. 73 Goldsmith, op. dt., págs. 60yss. 74 Braudel, Civilizadón material, economía y capitalismo, vol. III. 75 Goldsmith, op. dt., pág. 226. 76 Cifras de Morineau, citadas en Gelabert, op. dt., pág. 560. Véase tam­ bién Braudel, op. dt., vol. in. 77 Hellie, Russia, págs. 496 y ss. 78 Goldsmith, op. dt., págs. 171 y ss. 79 Bonney, Early Modern Theories of StateFinance, págs. 181 y ss. 80 O ’ Brien, Power with Profit. 81 Bonney, ‘The Struggle for Great Power Status”, págs. 336 y ss., 345 y fig. 337. La renta anual de Francia era aproximadamente 1,4 veces ma­ yor que la de Gran Bretaña; unas 2,4 veces mayor que la de España; unas

599

3,5 veces mayor que la de Austria; unas 3,8 veces mayor que la de Holanda; y unas 6,5 veces mayor que la de Prusia. Cf. Mathias y O ’Brien, Taxation

in Great Britain and France. 82 White, op. át., pág. 4. 83Véanse cuadros 2.1,2.2, 2.3,2.5 y 2.6 en Hogwood, op. át., págs. 40-43.

84 StatisticalAbstract of the United States, pág. 339. 85 OCDE, Economic Outlook, 65 (1999), cuadro anexo 28. 86 Kennedy, The Rise andFall of the Great Powers, pág. 67. 87 Goldsmith, op. át., pág. 117. 88 Harris, “Political Thought and the Welfare State”, pág. 43. 89 Green, “The Friendly Societies”. 90 Whiteside, “Private Provision and Public Welfare”, pág. 34. 91 Thane, “The Working Class”, pág. 106.

92 Ibid., pág. 111. 93 Le debo mi agradecimiento a Edward Lipman por sus investigacio­ nes aún no publicadas sobre el tema. 94 Si bien equivalió a cinco chelines, medio millón de personas “muy pobres, muy mayores” la solicitaron: Thane, op. át., pág. 108. 95 Whiteside, op. át., págs. 29 y ss., 41. 96 Hogwood, op. át., pág. 38. 97 Hentschel, Wirtschaft und Wirtschaftspolitik, pág. 150. 98 Butler y Butler, British PoliticalFacts, págs. 332 y ss. 99 Véase, en general, Abelshauser (ed.), Die Weimar Republih ais Wohl-

fahrtsstaat. 100 Abelshauser, “Germany”, pág. 127. Cf. Overy, War and Economy in

the Third Reich. 101 Burleigh, The. Third Reich, págs. 219-251. 102 Chennells, DilnotyRoback, “Survey of the UK Tax System”, pág. 21. 103 Crafts, op. á t, pág. 23. 104 Kay y King, The British Tax System, págs. 23 y 196; Hogwood, op. át., pág. 102. 105 Ibid., págs. 101-103. 106 Ibid., pág. 49. Cf. David Smith, ‘Treasury Relaxes its Grip”, Sunday

Times, 23 de enero de 2000. 107 La inversión británica en salud como porcentaje del PIB fue del 6,8 por ciento en 2000, comparada a la media del continente que fue del 9 por ciento. La cifra equivalente de Estados Unidos y Canadá fue del 10

600

por ciento: Seldon, TheDilemma ofDemocracy, pág. 52. ios Q fras de Mishkin y Deane, Abstract ofBritish Historical Statistics, págs. 396-399; HM Treasury, Financial Statement and Budget Report, 1999. 109

Bonney, “Introduction”, pág. 18.

]10 Duncan y Hobson, op. at., pág. 59. 111

Dowrick, Estimating the Impact of Government Consumption and Grow

Seg u n d a Prom esas

s e c c ió n de pago

C a p í t u l o rv M o n ta ñ a s de la L u n a: la s deu das

públicas

1Kennedy, The Rise andFall of the Great Powers, pág. 681. 2Financial Times, 5-6 de febrero de 2000. De hecho, Clinton se refería a toda la deuda estadounidense que tenía elpúblico, que excluía la cuenta del gobierno federal y la deuda del sistema de la Reserva Federal; la diferen­ cia es del orden de dos billones de dólares. 3 “In the Red: A History of Debt 2000 B.C. - 2000 A.D. ”, exposición en el Ashmolean Museum, Oxford, enero-abril de 2000. 4 Goldsmith, PremodemFinancial Systems, pág. 79. 5 Parker, ‘The Emergence of Modern Finance...”, págs. 540-545. 6 Los monti fueron en sus orígenes instituciones de caridad que les prestaban dinero a los pobres a bajo interés: ibid., pág. 534. 7 Hocquet, ‘Venice”, pág. 395, y “City-State and Market Economy”, págs. 87-91; Parker, op. át., pág. 571. 8 Goldsmith, op. át., págs. 157yss., 164yss., 167yss. 9 Partner, ‘The Papacy...”, pág. 369. 10 Hocquet, “City-State...” op. cit., pág. 91 y ss.; Parker, op. át., pág. 567. Es curioso que la Iglesia no haya considerado a los bonos perpetuos como usurarios. 11 Korner, “Public Credit” págs. 507 y ss. 12 Muto, ‘The Spanish System...”, págs. 246-249. 13 Parker, op. át., pág. 564. 14 Ormrod, England in the Middle Ages, pág. 37. 15 Ormrod, ‘The West European Monarchies...”, págs. 122 y ss.

601

16 Bosher, French Finances, pág. 6; Körner, op. dt., pág. 521; Schulze, Sixteenth Century, pág. 272; Parker, “Public Credit”, pág. 568; Hamilton, “Origin and Growth of the National Debt in Western Europe”, pág. 119; Velde y Weir, “The Financial Market and Government Debt Policy in France”, pág. 7. 17 Bosher, op. cit., pág. 23. 18 Muto, op. cit., págs. 246-249. 19 Neal, The Rise ofFinancial Capitalism, págs. 1 y ss. 20 Parker, op. dt., págs. 549, 571. 21 Capie, Goodharty Schnadt, Development of Central Banking, pág. 7. 22 Crouzet, “Politics and Banking...”, págs. 27 y ss. 23 Ibid., pág. 28; Cf. Bosher, op. át., págs. 257 y ss. Custine denunciò a los “agentes fiscales” del Antiguo Régimen calificándolos de “chupadores de sangre del cuerpo político... con fortunas obtenidas gracias al sudor y la sangre de la gente”; ibid., pág. 262. 24 Crouzet, op. cit., págs. 36 y ss; Körner, Public Credit, pág. 530. 25 Crouzet, op. dt., pág. 45. 26 Neal, How It All Began, págs. 6-10. 27 North y Weingast, “Constitutions and Commitment”, págs. 819-828. 28 Parker, op. dt., pág. 581. 29 Neal, RiseofFinanáal Capitalism, págs. 1-43,117. 30 Körner, op. dt., pág. 536. 31 Calculado de las cifras de Mishkin y Deane, Abstract of British Histori

cal Statistics, págs. 402 y ss. 32 Bordo y White, “A Tale of Two Currencies”. 33 Michie, The London Stock Exchange, págs. 15-36. 34 Parker, op. dt., pág. 575. 35 Ibid., pág. 576. 36Véase Bosher, op. dt,., págs. 12-16. 37 Neal, How It AU Began, págs. 26-33. 38 Parker, op. dt., págs. 584 y ss. 39 Mirowski, “Rise (and Retreat) of a Market”, pág. 569. 40 Parker, op. dt., pág. 587. 41 Kindleberger, Finandal History of Western Europe, págs. 59 y ss. 42 Neal, How It All Began, págs. 33 y ss. 43 Doyle, Origins of theFrench Revolution, pág. 50. 44 Bonney, “France, 1494-1815”, págs. 131 y ss., 152 y ss.

602

45 Velde y Weir, ‘The Financial Market and Government Debt Policy in France”, págs. 3, 28-36. Cf. Wallerstein, The Modem World-System, vol. in, pág. 84 n. 46 Doyle, op. cit., pág. 48. 47 Ibid., pág. 114.

48 White, “Making the French Pay”, págs. 30 y ss.

49 Syrett y Cooke (eds.), The Papers of Alexander Hamilton, vol. n, págs. 244-245. Le agradezco al profesor Richard Sylla esta referencia. 50 Sylla, “Shaping the US Financial System”. Véase también Brown, “Episodes in the Public Debt History”, págs. 230-237.

51 Capie, Goodharty Schnadt, op. cit., pág. 6.

52 Ibid., pág. 68. 53 Véase, en general, Cameron (ed.), Banking in the Early Stages of In­

dustrialisation. 54 Parker, op. at., págs. 565 y ss. 55Véase Ferguson, The World's Banker. 56 En 1924, tan sólo un 12 por ciento de la deuda nacional interna bri­ tánica la tenían los pequeños ahorristas mediante las cajas de ahorro y postales, comparado con el 10 por ciento que tenían otros bancos que no eran el Banco de Inglaterra, y un 5 por ciento que tenían las compañías aseguradoras: Morgan, Studies in British Financial Policy, pág. 136. 57 Citado en Hynes, A WarImagined, pág. 432.

38Ferguson, Pity of War, pág. 225. 59 Feldman, The GreatDisorder..., pág. 48. 60 Ferguson, op. cit., pág. 325. 61 En cuanto a la falta de entusiasmo del público frente a los nuevos Préstamos de Guerra alemanes, véase Holtfrerich, German Inflation, pág. 117. El empeoramiento de la suscripción sugiere que el gobierno estaba poniéndoles precios excesivos a los nuevos bonos. 62 Goodhart, “Monetary Policy Adjustments...”, pág. 8. 63 Morgan, op. rít., pág. 140 y cuadro 107. Cf. Bankers Trust Company,

English PublicFinance, pág. 30. 64 Bankers Trust Company, op. dt., págs. 138 y ss.; Balderstone, “War Fi­ nance...”, pág. 227; Hardach, TheFirst World War, págs. 167 y ss. Cf. Fergu­ son, op. át., cap. 11. 65 Goodhart, op. dt., pág. 12.

603

66 Makinen y Woodward, “Funding Crises in the Aftermath of World War I”. Los autores sostienen que las crisis se debieron a que las autorida­ des no lograron aumentar los tipos de interés de los bonos del Tesoro a corto plazo poniéndolos al nivel de las tasas del mercado. 67Alesina, ‘The End of Large Public Debts”, pág. 49. 68 Broadberry y Howlett, “The United Kingdom ”, pág. 50. 69 Goodhart, op. cit., pág. 8. La deuda flotante fue mayor en 1945-1946 queen 1918-1919 (un 27 por ciento del total de la deudayun 19por cieli­ to respectivamente); por otro lado, la deuda externa fue mucho mayor después de la I Guerra Mundial (un 17 por ciento del total de la deuda, y menos del 2 por ciento respectivamente). La estructura de vencimiento de la deuda consolidada varió tan sólo levemente. 70 Rockoff, The United States, pág. 108. El crecimiento del dinero fue algo superior en Estados Unidos comparado a Gran Bretaña: en reía* ción con 1938, el M3 creció 2,6 veces, comparado con la cifra británica, del 2,1. En la Unión Soviética también el incremento de la masa mone-¡ taria subió en un factor algo inferior al 3, entre 1940 y 1945: Harrison,

Soviet Union, pág. 277. 71 Hansemeyery Caeser, “Kriegswirtschaft...”, pág. 417; Hara, ‘Japan..." pág. 258; Mitchell, European Historical Statistics, pág. 359. 72 Goodhart, op. dt., págs. 13-32. 73 Calculado a partir del anexo estadístico no publicado de Goodhart,

op. dt. 74 Kennedy, The Rise andFa.ll of the Great Powers, págs. 103 y ss. 75 Bonney, “The Struggle for Great Power Status”, págs. 368 y ss. 76 Doyle, op. cit., pág. 43. 77 Bonney, op. dt., págs. 347 y ss., 351. 78 Ibid., págs. 341 y ss. 79 Hinsley, Power and the Pursuit ofPeace, págs. 62 y ss. 80 Clarke, “Keynes, Buchanan and the Balanced-Budget Doctrine”, pág. 66. 81 Brown, “Episodes in the Public Debt History”, cuadro 8.7. 82 Calculados de fuentes del cuadro 2. 83 El cálculo del déficit como “aumento neto de la deuda” resulta en una cifra mucho menor del 1,5 por ciento. 84 Cf. las cifras en Broadberry y Howlett,

op. dt., pág. 51; Zamagni,

“Italy”, pág. 199; Harrison, “Soviet Union”, pág. 275; Hansemeyer, “Kriegs-

604

wirist haft”, pág. 400; Abelshauser, “Germany”, pág. 158; y Brown, op. át., págs. 294 y ss. (aumento neto del coeficiente deuda/PNB). 85 Clarke, op. át., pág. 67 y cuadro 4.1. 86 Ibid., págs. 73-76. 87 Congdon, “Did Britain have a Keynesian Revolution?”, págs. 90 y ss. Como manifestara de manera memorable Samuel Brittan: “[Entre 1951 y 1964] los ministros [conservadores] se comportaron como perros pavlo-

vianos

que respondían sólo a dos estímulos: uno ‘excesiva demanda de

reservas’, el otro ‘500.000 desempleados’”. 88 Buchanan y Wagner, Democracy in Deficit; Buchanan, Wagner y Bur­ ton, Consequences ofMr Keynes. 89 Congdon, op. át., pág. 99; Sargent, “Stopping Moderate Inflations”, pág. 144. 90 Goldsmith, op. át., pág. 107.

91 Ibid., págs. 214 yss. 92 Braudel, Civilización material, economía y capitalismo, vol. in. 93 Goldsmith, op. cit., pág. 194. 94 Korner, ‘The Swiss Confederation”, págs. 337, 348 y ss. 95 Barro, “Government Spending”, pág. 239 n., llega a una cifra menor, como máximo del 185 por ciento, ya que durante ese periodo hasta 1815 grandes sumas de la deuda se emitían con descuento para rendir un 5 por ciento pero se contabilizaban en el informe del total de la deuda como si hubieran sido emitidas a la par; por una cuestión de coherencia y de acuer­ do con las convenciones modernas, he usado la cifra oficial de la deuda. 96 Stockmar, Memoirs, vol. I, pág. 44. 97 Bonney, op, át., pág. 345. 98Bosher, op. át., págs. 23 y ss., 255 f. Braudel, op. át. Para cifras anteriores, hacia 1715, véase White, “France and the Failure to Modernise...”, pág. 27. 99 Brown, op. át. 100 Calculado según los datos de la OCDE. 101 TheFinanáál Times, 21 de julio de 2000. 102 Dickens, David Copperfield, pág. 170. 103 Citado en Eltis, “Debts, Deficits...”, pág. 117; cf. Winch, “The Politi­ cal Economy”, págs. 13 y ss. 104 Citado en Eltis, op. át., págs. 117 y ss. 105Smith, The Wealth ofNations, vol. II, cap. 3. Marx tuvo la opinión opuesta. 106winch, op. át., pág. 18.

605

107 Citado en Anderson, “Loans versus Taxes”, pág. 314. 108 Citado en Maloney, Gladstone, pág. 30. 109Anderson, op. dt., pág. 325. 110 Hamilton, “Origin and Growth of the National Debt in Western Europe”, pág. 129. 111 Citado en Winch, op. üt., pág. 14; cf. Bonney, “Introduction”, pág. 14. 112 Citado en Winch, op. át., pág. 20. 113 Citado en Sylla, op. dt., pág. 255. 114 Véase el resumen de las distintas teorías en Cavaco-Silva, Economic

Effects of Public Debt, págs. 16-23. 115 Gale, ‘The Efficient Design”. 116Véase lo más reciente, Neal, op. dt, págs. 19-25. 117 Citado en Hamilton, op. dt., pág. 121. 118 Barro, “On the Determination of Public Debt”. Cf. Barro, Macroeco­

nomics, págs. 373, 377. Generalmente, esta idea es denominada “el teore­ ma de equivalencia de Ricardo”, si bien Ricardo hace referencia a esta cuestión sólo de modo casual en su Funding System (1820) y la desestima al, verla como algo poco realista. La teoría, sin embargo, lleva su nombre. Cf. Eltis, op. dt., pág. 121; Barro, “Reflections...”, pág. 49. 119Barro, “Are Government Bonds Net Wealth?”, pág. 1095. 120 Barro, “Government Spending...”, pág. 237. 121 Citado en Anderson, op. dt., págs. 317, 326. 122 El término “fondo de amortización” tiene su origen en 1717, cuan­ do se promulgó una ley para crear fondos de amortización para présta­ mos específicos del Banco de Inglaterra, Mares del Sur y otros préstamos. Éstos se consolidaron en un solo fondo en 1718. El principio era que anualmente debía hacerse un pago proveniente de los ingresos corrien­ tes para reducir la deuda en cuestión. 123 Clarke, “Keynes, Buchanan and the Balanced-Budget Doctrine”, págs. 66 y ss. 124 Congdon, op. dt., págs. 100 y ss. Sobre esta base, Congdon sostiene que hubo una era “algo más” keynesiana de política fiscal entre 1949 y 1974, cuando la política fiscal fue contracíclica en quince de los veintiséis años, y una era algo menos keynesiana entre 1975 y 1994, cuando la polí­ tica fue contracíclica en tan sólo diez de estos veinte años. 125 Véase, especialmente, Kotlikoff, Generational Accounting, y “From Deficit Delusion to the Fiscal Balance Rule”.

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126 Véase Cardarelli, Sefton y Kotlikott, “Generational Accounting in the UK”, pág. 22. 127 Koüikoffy Leibfritz, “An International Comparison of Generational Accounts”. 128 Kennedy, op. át., pág. 69. 129 Ibid., pág. 73. 130 Körner, “Expenditure”, págs. 402 y ss. 131 Partner, op. át., pág. 369. 132 Capra, ‘The Eighteenth Century”, págs. 297 y ss. 133 Hocquet, “City-State and Market Economy”, págs. 91 y ss. 134 Gelabert, “Castile”, págs. 208 y ss. Cf. Parker, “Emergence of Mo­ dern Finance”, pág. 570. 135 Hart, “The United Provinces”, págs. 311 y ss. Véase también Ken­ nedy, op. á t, págs. 100 y ss., sobre cómo el sistema holandés desalentó el espíritu empresarial e hizo que aumentaran los costes de mano de obra. 136 Bonney, “France, 1494-1815”, pág. 148; Bonney, ‘The Struggle for Great Power Status”, pág. 347; Doyle, op. át., pág. 43; White, “France and the Failure to Modernise”, pág. 26. 137 Calculado de cifras en Mishkin y Deane, Abstract ofBritish Historical Sta­

tistics, págs. 386-391. Cf. Bonney, op. át., pág. 345; Kennedy, op. át., pág. 109.

C a p ít u l o

v

Los IMPRESORES DE DINERO: INCUMPLIMIENTO Y FALSIFICACIÓN

1 Goethe, Fausto, parte 2, 1er acto. La cita proviene de la versión de J. Roviralta, Cátedra, Letras Universales, Madrid, 1999, (N. de la T .). 2 Ferguson, Paper and Iron, pág. 87. 3 Ibid., pág. 430. 4 Feldman, The GreatDisorder, pág. 27. 5 Goethe, Fausto, parte 2 , 1er acto.

6Ibid., 4o acto, op. át. 7 ONS, citado en TheDaily Telegraph, 11 de junio de 1999. 8 Brown, “Episodes in the Public Debt History...”, pág. 231.

9 Ibid. 10 Alesina, T h e End of Large Public Debts”, pág. 36.

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11 Eichengreen, ‘The Capital Levy...”. 12Ferguson, op. át., págs. 276 y ss. 13Ormrod, ‘The West European Monarchies”, págs. 112 y ss. 14Henneman, “France in the Middle Ages”, pág. 108. 15 Una verdadera quiebra fue la del conde suizo Michel de Gruyäre, quien perdió sus tierras como consecuencia de haber entrado en quiebra en 1555. 16En 1557,1560,1575,1596,1607,1627,1647,1652,1662,1665,1692, 1693,1695 y 1696. 17Körner, “Public Credit”, págs. 520,524 y ss.; Muto, T h e Spanish Sys­ tem”, págs. 246-249; Gelabert, “Castile”, págs. 208 y ss. Véase también Hart, “The Seventeenth Century”, págs. 268 y ss.; Parker, T h e Emergen* ce of Modern Finance...”, págs. 568y ss. 18Bonney, “France, 1494-1815”, págs. 131 y ss. 19Velde y Weir, T h e Financial Market and Government Debt...”, pág. 8. 20 Ibid., págs. 8 y ss. 21 White, “France and the Failure to Modernise... ”, págs. 24 y ss. 22 Citado en Eltis, “Debts, Deficits and Default”, pág. 117. 23 Parker, “Emergence of Modern Finance”, pág. 579. 24 Brown, op. át., págs. 232 y ss. 25 Körner, op. át., págs. 525,527. 26 Hart, ‘The United Provinces 1579-1806”, pág. 313. 27 Buxton, Finance and Politics, vol. i, págs. 30, 34, 64,116, 125,127 y ss.; vol. II, págs. 307 y ss. Cf. Kindleberger, A Financial History, págs. 166 y ss., 22128Capie, Mills y Wood, “Debt Management”. Le debo mi agradecimiento a Forrest Capie por su colaboración con respecto a esta cuestión. ^ Ibid., pág. 1116. 30Ferguson, The World’s Banker, cap. 4. 31Alesina, op. át., pág. 64. 32Williams (ed.), Money, págs. 16 y ss. 33 Goldsmith, PremodernFinanáal Systems, págs. 36 y ss. 34White, op. át., pág. 20. 35 Bonney, “Revenues”, pág. 467. Cf. Henneman, “France in the Midd­ le Ages”, pág. 105 y ss. 36 Goldsmith, op. át., pág. 178. 37Bonney, op. át., 1494-1815, pág. 142.

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38 Isenmann, “Medieval and Renaissance Theories o f State Finance”, pág. 36. 39williams, The Tudor Regime, págs. 67 y ss. 40Citado en Bonney, “Early Modern Theories of State Finance”, pág. 167. 41 Neal, “How It All Began”, pág. 7; Goldsmith, op. dt., págs. 211 y ss. 42 Quin, Gold, “Silver and the Glorious Revolution”. 43 Kindleberger, op. dt., págs. 59 y ss.; Cooper, ‘The Gold Standard”, pág. 3; Quin, op. dt., pág. 489. Éste no fue el único modo en que se distin­ guieron el sistema holandés y el británico. El Banco de Inglaterra no de­ sarrolló ese cuasimonopolio sobre los pagos internos e internacionales que caracterizaron al Banco de Amsterdam. 44 Bordo y Kydland, T h e Gold Standard as a Commitment Mecha­ nism”, pág. 71. 45 Sylla, “Shaping the us Finacial System” pág. 252. Los pagarés (bills of credit) de Massachusetts de 1690 fueron el primer papel moneda de Occi­ dente; la impresión de billetes sin interés del Banco de Inglaterra ocurrió después. El Banco de Estocolmo fue el que anticipó la innovación pero entró en liquidación en 1663, siete años después de haber abierto sus puertas: Körner, op. dt., pág. 531. 46White, op. dt., pág. 21. 47 Bonney, “Revenues”, pág. 470; Körner, op. dt., pág. 535. 48 Crouzet, “Politics and Banking...”, pág. 28. 49 Hellie, “Russia”, pág. 500. 50 Gelabert, op. dt., pág. 233. 51 Bonney, ‘The Struggle for Great Power Status”, págs. 361 y ss. 52 Esta denominación peyorativa no sólo se refería a los cargos venales sino también a las deudas con los arrendatarios impositivos, los titulares de puestos y el clero, y también a los derechos feudales que la Asamblea Nacional había abolido. 53Bosher, French Finances, pág. 275. 54 Crouzet, op. dt., págs. 23, 33. 55Bonney, op. dt., pág. 383. 56 Crouzet, op. dt., pág. 47. 57 Bonney, op. dt., págs. 364, 368; Bonney, Revenues, pág. 464. 58Thompson (ed.), Napoleon's Letters, pág. 215. 59 Bordo y White, “A Tale of Two Currencies”. 60 Los impuestos cubrieron tan sólo un 10 por ciento de los gastos de

609

la Confederación; unos 2.000 millones de dólares se pidieron en présta­ mo, la mayor parte mediante la creación de dinero: “Brown, Episodes in the Public Debt History”, pág. 233. 61 Brandt, “Public Finances of Neo-Absolutism in Austria”, pág. 100. 62 Good, TheEconomic Rise of the HabsburgEmpire, cuadros 12,29. 63 Bordo y Rockoff, “The Gold Standard...”, pág. 327. Para tener una buena visión de conjunto, Bordo, “Gold as a Commitment Mechanism”. cuadro 1. 64 Flandreau, Le Cacheux y Zumer, “Stability without a Pact”, págé< 146 y ss. 65 Canetti, La antorcha al oído. 66Ferguson, Paper and Iron, pág. 432. 67 “Kennst du das Land, wo die Devisen blühn,/ in dunkler Nacht die Nepplokale glühn?/ Ein eis”ger Wind vom nahen Abgrund weht—/ wo tief die Mark und hoch der Dollar steht”: citado en Rowley, Hyperinfla­ tion..., pág. 182. 68La definición clásica de una tasa de inflación del 50 por ciento o más mensual, véase Cagan, ‘The Monetary Dynamics... ”. 69 Calculado de NBER serie 04073. 70 Sargent, ‘The Ends of Four Big Inflations”. Véase también ibid., “Stopping Moderate Inflations”. 71 Ferguson, Pity of War, pág. 422. 72 El lema sobre la medalla decía lo siguiente: “Geld gab ich zu Wehr; Eissen nehme ich zu Ehre”. 73Alesina, op. dt., pág. 49. 74Capie, “Conditions in Which Very Rapid Inflation has Occured”, págs. 138 y ss. Capie sugiere que existe una relación entre hiperinflación y “gue­ rra civil o revolución o, como mínimo, serios disturbios sociales”: pág. 144. 75Broadberry y Howlett, “The United Kingdom”, pág. 50. 76 El resumen del monetarismo clásico proviene de Friedman y Sch­ wartz, Monetary Trends... 77 Correlación de coeficientes entre la tasa de inflación y las tasas de crecimiento monetario:

610

ITlU lCdClOT

\^ lU C J U ,C G IV í,G

X o» n /u v

Crecimiento del dinero en sentido amplio (Broad money growth)

0,62

1871-1997

Crecimiento del dinero en sentido estricto (Narrow money growth)

0,51

1871-1997

78 El argumento teórico sobre esta función del banco había surgido ya en 1802, siendo formulado por Henry Thornton: véase Capie, ‘The Evolution of the Lender...”, pág. 14. 79Véase Bordo, ‘The gold Standard”, págs. 27-67. 80 Es decir, el tipo que aplicaba el banco al descontar las letras co­ merciales, que eran el instrumento de crédito más común en la City del siglo xix. A este tipo se le denominaba comúnmente el “tipo del Banco”. 81 La Ley de 1844 para regular la emisión de billetes y para otorgar cier­ tos privilegios al Gobernador y a la Compañía del Banco de Inglaterra por un periodo limitado de tiempo (7&8 Vict. c. 32) dividió el banco en dos departamentos, el departamento de Emisión y el departamento de Opera­ ciones Bancarias: Clapham, The Bank ofEngland, vol. n, págs. 183 y ss. 82 La reserva era la parte del oro del Banco que no se precisaba para cubrir la diferencia entre los billetes fuera del Banco y la emisión fiducia­ ria reglamentaria. 83 Palgrave, BankRate..., pág. 218. 84 Eichengreen, Golden Fetters, pág. 65. Véase también ibid., T h e Gold Standard since Alee Ford”, pág. 66. 85 Sayers, Bank ofEngland..., vol. I, pág. 29. 86 Palgrave, op. át., pág. 218. 87 Bagehot, Lombard Street, págs. 56 y ss. 88Entre enero de 1880 yjulio de 1914 el tipo del Banco cayó por deba­ jo de la tasa de descuento del mercado en tan sólo diez meses (mayo de 1893, agosto, septiembre y diciembre de 1899, abril y diciembre de 1900, septiembre y octubre de 1906, septiembre de 1910y agosto de 1912). Esto fue un claro contraste con los años 1845-1847, 1857, 1865 y 1867-1871, cuando el tipo del Banco tendió a estar por debajo del tipo del mercado: Palgrave, op. át., cuadro 4. Significativamente, la frecuencia de los cam­ bios en el tipo del Banco cayó desde su máximo de 109 veces en la década 1870 a 65 veces en el de 1880,62 veces en el de 1890 y tan sólo 48 veces en­ tre 1900 y 1909.

611

89 Capie, op. át., págs. 4r6. 90Ferguson, World ’s Banker, apéndice 3. 91 Capie, Goodhart y Schnadt, Development of Central Banking, pág. 13. 92 Palgrave, op. dt., pág. 104. 93 Claphaxn, citado en Sayers, op. dt., vol. i, pág. 9. Entre 1880 y 1913 el coeficiente entre las existencias de la moneda en oro y la base monetaria fue tan sólo del 17 por ciento. Fue más alto en 1922-1939 (27 por ciento), 1948-1958 (34 por ciento) y 1959-1971 (22 por ciento), y sólo levemente más bajo en el periodo sin referencia oro de 1972-1990: Bordo y Schwartzj “The Changing Relationship”, cuadro 2, pág. 39. 94 Sayers, op. dt., vol. I, págs. 38 y ss. Cf. Drummond, The Gold Standard..., págs. 21 y ss.; Capie, Goodhart y Schnadt, op. cit., pág. 13. 95 Dutton, ‘The Banko f England...,” pág. 191. 96 Pippenger, “Bank of England Operations”, págs. 216 y ss. 97 Capie, op. át., págs. 8 y ss. Cf. Schwartz, “Real and Pseudo-financial Crises”. 98 En efecto, el término “prestamista de último recurso” fue acuñado, por Francis Baring ya en 1797, si bien Capie encuentra sus orígenes en la expresión francesa dernier resort, que significaba la última autoridad legal: Capie, op. át., pág. 17. 99 Aquí hay un paralelo con el rescate del Long Term Capital Manage­ ment de Nueva York en 1998. Hay una discusión completa de la crisis de Barings en Ferguson, op. át., cap. 27. 100 Capie, Goodhart y Schnadt, op. át., págs. 1 6 y ss. Véase también Capie, op. át., págs. 11 y ss. 101 La distinción que se hace generalmente entre reflotar una institu­ ción y proveer de liquidez al sistema financiero en su totalidad es algo ar­ tificial. Como reconocía Bagehot, el fracaso de una institución fuerte cau­ sa, con gran probabilidad, una crisis general de liquidez: Capie, op. át., págs. 16,18. 102Bordo y Schwartz, op. át., págs. 11,36. 103Borchardt, “Währung und Wirtschaft”, pág. 17. 104Bordo y Schwartz, “Monetary Policy Regimes...,” pág. 26. 105 Capie, Goodhart y Schnadt, op. át., pág. 53. 106James, Globalization and its Sins, pág. 37. 107Holtfrerich, “Reichsbankpolitik...”. 108Acerca de Schacht, véase, especialmente, James, The Reichsbank...

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109Véase, en general, Eichengreen, op. át. 110 La explicación clásica está en Friedman y Schwartz, Monetary His­ tory... Para un análisis crítico, véase Romer y Romer, “Does Monetary Po­ licy Matter?”, págs. 32-35. Cf. Bordo y Schwartz, op. cit., págs. 30 y ss., 44, y ss. 111 Bordo y Schwartz, op. cit., pág. 45. 112 Capie, Goodhart y Schnadt, op. cit., págs. 22 y ss. 113 La Reserva Federal pertenece a los bancos miembros del Sistema; sólo un 10 por ciento de las acciones del Banco Central de Grecia y un 25 por ciento de las del Banco Central de Turquía están en manos del Esta­ do. La mayor parte del Banco Central de Suiza pertenece a los cantones: Capie, Goodhart y Schnadt, op. cit., pág. 56. 114Ibid., pág. 54. 115 Ibid., págs. 25 y ss. 116Romer y Romer, op. át. 117 Entre 1963 y 1974 el déficit anual federal promedio fue del 0,6 por ciento del PIB: Masson y Mussa, “Long-term Tendencies...”. 118Feldstein, “The Costs and Benefits...”. 119 Solow y Taylor, Inflation, Unemployment and Monetary Policy. 120 Bruno y Easterly, “Inflation Crises and Long-run Growth”, esp. págs. 4-6,20-22; Sarel, “Non-linear Effects o f Inflation...”. 121 Briault, “The Costs of Inflation”. 122Bordo y Schwartz, op. át., pág. 56. 123 Millard, “An Examination of the Monetary Transmission Mecha­ nism...”. Cf.Lawson, TheViewFromN-II. 124 The Economist, 25 de septiembre de 1999. 125Véase, por ejemplo, Luttwak, Turbo-Capitalism, págs. 191-196. 126 Capie, Goodhart y Schnadt, of), át., pág. 6; King, “Challenges for Monetary Policy”, pág. 1. 127Marsh, The Bundesbank. 128 Capie, Goodhart y Schnadt definen independencia como “el dere­ cho a cambiar el instrumento clave operativo sin consultar ni recibir pre­ siones del gobierno”; en Capie, Goodhart y Schnadt,op. át., pág. 50. 129Véase, por ejemplo, Cukierman et ai, “Central Bank Independen­ ce...”; Alesinay Summers, “Central Bank Independence...”. 130Wood, “Central Bank Independence”, págs. 10 y ss. 131Véase una crítica a esta reforma en Gowland, “Banking on Change”. 6 4

613

132 Posen, “Why Central Bank Independence Does Not Cause Low In­ flation”. 133 King, op. dt., págs. 29 y ss. Sobre la preocupación del Banco Central Europeo sobre esta cuestión véase su Report on Electronic Money de agosto de 1998. Le debo mi agradecimiento a Martin Thomas por esta referencia. 134 Friedman, “The Future of Monetary Policy”. 135 Capie, Goodharty Schnadt, op. cit., pág. 35. 136 Estos son los argumentos de Goodhart según aparecen resumidos en TheEconomist, 22 dejulio de 2000. 137 Capie, Goodhart y Schnadt, op. cit., págs. 85-91.

C a p ít u l o vi So b r e

e l in t e r é s

1Homer y Sylla, A History ofInterest Rates, págs. 118-121. 2Shakespeare,Elmercaderde Venecia, 1eracto, 3aescena. 3Benjamin y Kochin, War, “Prices and Interest Rates”. 4 Coeficientes de correlación entre el rendimiento de los consols y otros indicadores financieros y monetarios: Indicador Coeficiente Periodo Crecimiento de dinero en sentido amplio Crecimiento de dinero en sentido estricto Inflación Interés de la deuda Excedente financiero Excedente básico Coeficiente deuda/PIB Tasa de crecimiento real

0,59

1872-1997

0,32

1872-1997

0,39 0,14 -0,09 -0,04 -0,23 -0,03

1727-1997 1727-1997 1727-1997 1727-1997 1727-1997 1831-1997

5 Barro, “Government Spending...”, pág. 228. Como veremos, esto dos factores constituyen explicaciones históricamente más plausibles de las fluctuaciones de los rendimientos. Nótese que cuando la infla­

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ción está próxima a cero los rendimientos nominales a largo plazo del consol pueden equivaler prácticamente a los tipos de interés real. Los datos de las regresiones del rendimiento anual frente a los coeficien­ tes deuda/PIB de seis países durante 1880-1913 dan también resulta­ dos negativos o espurios: Batley y Ferguson “Event Risk...”. Sólo los da­ tos franceses apoyan la relación esperada: una relación positiva entre los niveles de deuda y los niveles de rendimiento, aunque no de forma totalmente significativa. 6Véanse, por ejemplo, los discursos de Charles Davenant: Discourses on the Public Revenues and on the Trade ofEngland (1698): Bonney, “Early Modern Theories of State Finance,” págs. 181 y ss. 7Sólo Argentina tuvo una correlación extremadamente fuerte (0,98) entre la carga de la deuda y los rendimientos de los bonos. Le debo mi agradecimiento a Richard Batley por su cooperación respecto a esta cuestión. 8 Cifras de la OCDE. 9 Bordo y Dewald, “Historical Bond Market Inflation Credibility”. 10Keynes, The General Theory..., págs. 167 y ss. 11 Musgrave y Musgrave, Public Finance in Theory and Practice, págs. 544564; Buckle y Thompson, The UK Financial System, págs. 180-199. 12Masson y Mussa, “Long-Term Tendencies”, pág. 28. 13 Ibid., págs. 28 y ss. La cuestión entonces es qué cae más en respuesta a la restricción fiscal: si el tipo de interés real o el crecimiento. Cf. Eltis, “Debts, Déficits and Deíault”, págs. 126-129. 14De hecho, hay dos tipos de interés real diferentes: el tipo ex ante, que es la diferencia entre el tipo de interés nominal y el tipo esperado de infla­ ción (resultado que proviene, por lo general, de estudios detallados); y el tipo ex post, que es la tasa nominal menos la tasa de la inflación actual: Mishkin, ‘The Real Rate of Interest”, pág. 152. No es llamativo que los ti­ pos negativos de interés real sean, por lo general, tasas ex post y no tasas ex ante: King, “Challenges for Monetary Policy”, págs. 8 y ss. 15Alesina, T h e End o f Large Public Debts”, pág. 57. 16Tanzi y Lutz, “Interest Rates...”, págs. 233 y ss. Véase también Dornbusch, “Debt and Monetary Policy”, pág. 18. 17Shigehara, “Commentary”, pág. 87. 18Véase Barro y Sala i Martín, “World Real Interest Rates”. 19Brown, “Episodes...”, cuadro 8.8.

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20 Goodhart, “MonetaryPolicy...”, pág. 5. 21 Sargent y Wallace, “Some Unpleasant Monetarist Arithmetic* Véase también Woodford, “Control o f the Public Debt”; Taylor, “Mon© tary Public Implications”. 22 King, “Commentary”, págs. 176 y ss.; Dornbusch, op. dt., pág. 14 Otra complicación radica en que si los tenedores de bonos son numero sos, unos tipos de interés más altos pueden dar un empujón a sus rentaj creando un efecto expansivo perverso: Taylor, “Monetary Public Implica) tions”. 23 Sargent, “Stopping Moderate Inflations”, pág. 121. 24 Barro, “Optimal Funding Policy”, pág. 77; Alesina, op. cit., 25 Goodhart, op. dt., pág. 43. 26 StatisticalA bstract ofthe United States 2000, cuadro 552. 27 TheFinandal Times, 13 de octubre de 1999. 28 Brown y Easton, “Weak-form Efficiency”, pág. 61. 29Körner, “Public Credit”, pág. 515. 30 Goldsmith, PremodemFinandalSystems, pág. 170. 31 Körner, op. dt., pág. 520. Cabe aclarar, sin embargo, que los asienhM fueron instrumentos de la deuda a corto plazo. Durante el siglo XVI, los rendimientos de los juros españoles descendieron de un 10 a un 5 poí ciento mientras que, en comparación, \os juros a largo plazo de Nápoles pagaban un 10 por ciento. 32 Hart, ‘The United Provinces”, págs. 311 y ss.; Parker, “The Emerí gence of Modern Finance...”, pág. 573. 33Körner, op. dt., pág. 523. 34 Velde y Weir, “Financial Market and Government Debt Policy in France”, pág. 23. 35 La expresión es de James Riley y está citada en Velde y Weir, op. dt., pág. 37. 36White, “France and the Failure to Modernise...”, págs. 31 y ss. 37Velde y Weir, op. dt., págs. 20 y ss. Véase también pág. 23. 38 Ibid., págs. 18,28. No hubo diferencia entre las tasas de rendimiento privadas. Véase también White, op. dt. 39 Kennedy, The Rise andFall of the Great Powers, págs. 103 y ss. 40 Citado en Bonney, “France, 1494-1815”; ibid., ‘Early Modern Theo­ ries o f State Finance”, pág. 204. 41 North y Weingast, “Constitutions and Commitment”.

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42Wells y Wills, “Revolution, Restoration and Debt Repudiation”. 43Velde y Weir, op. cit., pág. 25. 44 Ibid., pág. 37. Los autores argumentan, ingeniosamente, que Luis XVI pudo haber evitado la revolución si hubiera optado por el incumpli­ miento. 45Bordo y White, “A Tale ofTwo Currencies”, pág. 371. 46White, “Making the French Pay”, págs. 11 y ss. 47Véase Balderston, The German Economic Crisis, págs. 250-265. 48 Borchardt, “Das Gewicht der Inflationsangst”; Schulz, “Inflationstrauma”. Véase el artículo más reciente de Voth, ‘True Cost o f Inflation”. 49 Abelhauser, “Germany”, págs. 139 y ss. La Metallurgische Forschungsgesellschaft mbH (Mefo) emitió letras para pagar a los mayores fa­ bricantes de armas por contratos que de hecho eran del gobierno. En 1937-1938 alcanzaron a tener una circulación de 12.000 millones de reichsmarks. 50 Alesina, op. cit., pág. 62. El Consorzio Sowenzioni su Valori Industriali italiano tuvo durante la II Guerra Mundial un papel algo similar al de la Mefo alemana: Zamagni, “Italy”, pág. 200. 51 Eichengreen, “Discussion”, págs. 83yss. 52 No he calculado los promedios anuales de los tipos de interés a cor­ to plazo, lo que también puede hacerse. En cuanto a los promedios anua­ les o medias de los tipos de interés a corto plazo desde 1824 a 1938, véase Mishkin y Deane, Abstract of British Historical Statistics, pág. 460. Las cifras del periodo anterior a 1824 no son demasiado ilustrativas porque desde 1714 hasta 1833 hubo un tipo máximo del 5 por ciento, que dejó de ser una limitación efectiva a partir de 1817. 53 La famosa caricatura de James Gillray fue publicada el 22 de mayo de 1797. 54 Millard, “An Examination o f the Monetary Transmission Mechanisrp...”. 55 Los porcentajes más grandes de los aumentos/disminuciones men­ suales de los rendimientos de los consols.

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Aumentos

Disminuciones

Nov. 1792 14,76 Sep. 1977 -17,84 Mar. 1778 14,73 Oct. 1801 -13,76 Mar. 1803 14,49 Jun. 1919 -13,65 Jun. 1974 12,88 Mar. 1979 -12,32 Mar. 1814__________ 12,15_________Ago. 1762__________-12,24 56 La fuente de este cálculo y de los siguientes es NBER, serie 11021. 57 Gilbert, The Twentieth Century, vol. I, pág. 690. ,8 Los rendimientos del sector público alemán del periodo 1928-35 provienen de E. Wagemann, KojunkturstatistischesJahrbuch (1936), pág. 113. Le debo mi agradecimiento al doctor Joachim Voth por haberme facilita­ do estas series. 59 Frey y Kucher, “History as Reflected in Capital Markets”, esp. págs. 478 y ss. 60 Capie, Goodhart y Schnadt, “Development of Central Banking”, pág. 30. Todos los cálculos provienen de las series para Long-Term U. S. Go­ vernment Securities; Including Flower Bonds, Board of Governors, Federal Re­ serve Bank of St Louis website. 61 Calculados de datos de TheEconomist. 62 TheEconomist, 31 de marzo de 1848. 63 Ibid., 17 de noviembre de 1854. 64 Ibid., 29 de abril de 1859. 65 Lipman, “The City and the People’s Budget'” , págs. 68 y ss. El “dife­ rencial entre la oferta y la demanda” es el margen entre los precios busca­ dos por los vendedores de bonos y los precios que los compradores están dispuestos a pagar.

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T

e r c e r a s e c c ió n

P o l ít ic a

e c o n ó m ic a

C a p ít u l o Peso s

v ii

m u e r t o s y c o n s u m id o r e s d e im p u e s t o s : l a h is t o r ia s o c ia l d e l a s f in a n z a s

1Cobbett, Rural Rides, pág. 121. 2 Zola, La taberna. 3Kaelble, Industrialisation and SoáalInequality, cuadro 1.5. 4Feinstein, “Pessimism Perpetuated”, apéndice. 5Rubinstein, “British Millionaires”, págs. 207-209. 6Véase, en general, Cannadine, Class in Britain. 7Heine, “Lutetia”, en Sämtliche Schriften, vol. v, págs. 448 y ss. 8Körner, “Public Credit”, pág. 510. 9Heffer, Moral Desperado: A Life of Thomas Carlyle, págs. 263 y ss. 10Hocquet, “City-State and Market Economy”, págs. 87-91. 11 Goldsmith, PremodernFinancial Systems, págs. 167 y ss. 12Ormrod, “England in the Middle Ages”, pág. 136. 13Schultz y Weingast, “The Democratic Advantage”, págs. 11, 24 y ss. 14Körner, op. cit., pág. 529. 15Bosh er, French Finances, págs. 262,265. 16Hamilton, “Origin and Growth of the National Debt in Western Eu­ rope”, pág. 121. 17 North y Weingast, “Constitutions and Commitment”. 18 Cobbett, op. át., pág. 150. 19Ibid., págs. 117,38,183; 66; 160; 47; 34, 53. 20 Ibid., pág. 92. 21 Ibid., pág. 117. 22 Marx, El capital, libro I, cap. 31. 23 Heine, “Ludwig Börne” en op. át., vol. iv, pág. 28. 24 Pulzer, The Rise ofPolitical Anti-Semitism..., págs. 43 y ss. 25Lane y Rup (eds.), Nazi Ideology before 1933, págs. 31 y ss. 26 Sobre el trasfondo político, véase Hilton, Corn, Cash and Commerce. 27 Le agradezco aJ. F. Wright de Trinity College, Oxford, por haberme facilitado sus datos, basados en las investigaciones que realizó en los ar­ chivos del Banco de Inglaterra.

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28 Véase el capítulo II. Sobre Estados Unidos, véase Brown, “Episodes in the Public Debt History”, pág. 235. 29 Gallarotti, The Anatomy... 30 Eichengreen, GoldenFetters, cap. I. 31 Las compras que hizo Gladstone de préstamos otomanos respalda­ dos por el tributo egipcio pagado a Turquía — que le reportaron un buen dividendo con posterioridad a la ocupación británica de Egipto qrdenada por él mismo— fueron típicas de la época: véase el cap. IX. 32 Buxton, Finance and Politics, vol. I, pág. 30. 33 Lipman, “The City and the 'People’s Budget'”. Los acontecimientos ocurridos en 1830 y 1909-1910 se exploran en mayor detalle en Ferguson, The World'sBanker, caps. 8 y 29. 34Bordo y Rockoff, ‘The Gold Standard...” págs. 319 y ss. 35 Flandreau, Le Cacheux y Zumer, “Stability without a Pact?” 36Maier, RecastingBourgeoisEurope; véase también ibid., “The Politics of In­ flation”. 37Alesina, ‘The End of Large Public Debts”, págs. 38 y ss. 38 Ibid., pág. 40. 39 En cuanto a una esclarecedora discusión, véase Maier, “Ficdtious Bonds... of Wealth and Law”, págs. 247-260. 40 McKibbin, “Class and Conventional Wisdom”. 41 Keynes, A Tract on Monetary Reform, págs. 3, 29, 36. 42 Graham, Exchange, Prices and Production..., esp. págs. 289,318-321,324. 43 Holtfrerich, The German Inflation, págs. 271-278. 44 Feldman, The GreatDisorder, págs. 46 y ss., 816-819. 43 Wormell, The Management of the NationalDebt..., pág. 662. 46 Morgan, Studies in BritishFinancial Policy, pág. 135. 47 Ibid., pág. 136. 48Balderston, “War Finance...”, pág. 236. 49 Bordo y Rockoff, “Was Adherence to the Gold Standard...” 50 Keynes, TheEconomic Consequences..., págs. 220-233. 51 Keynes, Tract on Monetary Reform, págs. 3,29. 52Véase Feldman, op. cit., Ferguson, Paper and Iron, págs. 419-433. 53 Keynes, How to Payfor the War, págs. 57-74. 54 Cf. Dornbusch, “Debt and Monetary Policy”, págs. 11, 15. Dornbusch pone el rendimiento real promedio de los consols de 1946 y 1980 en un 0,48 por ciento.

620

55 Soáal Trends, 1995, cuadro 5.9. 56 Los beneficios incluyen los pagos contributivos y no contributivos en efectivo, la educación, la salud, los subsidios para la vivienda, los subsidios para viajes y las comidas escolares. Los impuestos incluyen el impuesto sobre la renta, la seguridad social, los impuestos locales y los impuestos indirectos. 57 Le agradezco a Martin Wolf, de TheFinanáal Times, esta cita. 58 Duncan y Hobson, Saturn ’s Children, pág. 77; cf. págs. 50,52,67. 59 Micklethwaity Wooldridge, AFuture Perfect, pág. 151. 60Véase Godin et al., Real World ofWelfare Capitatism; Atkinson, Economic

Consequences. 61Véase, por ejemplo, Freeman, “Single Peaked vs. Diversiíied Capitalism”. 62 Social Trends 1995, cuadro 5.12. 63Jamieson, An Illustrated Guide..., pág. 182. 64 Datos provenientes del web site del Banco de Inglaterra. Cf. Goodhart, “Monetary Policy...”, pág. 43, cuadro 8. 65 IMd., págs. 41 y ss. 66 The Economist, 10 de junio de 1998. 67Boskin, “Concepts and Measures ofFederal Déficits...”, pág. 78. Otras suposiciones necesarias del modelo “ricardiano” son las siguientes: que las economías familiares son racionales, que los mercados de capitales son perfectos, que se conocen las rentas y repartos tributarios futuros, que los impuestos forman un monto global y que no hay costes de transacciones en la emisión y reembolso de los bonos: Velthoven, Verbon y Van Winden, ‘The Political Economy...”, págs. 9 y ss. 68 Musgrave, “Public Debt... ”, pág. 144. 69 Broadway y Wildasin, “Long Term Debt Strategy”, pág. 64. 70 La sección siguiente se inspira fundamentalmente en Ferguson y Koüikoff, T h e Degeneration of EMU”. 71Se supone que cada pago de impuestos neto de la vida de una genera­ ción (su cuenta generacional) es un %por ciento mayor al de la generación previa, y que x equivale a la tasa de crecimiento de los salarios reales por hora de la economía. Los tipos futuros de crecimiento poblacional y eco­ nómico se basan en proyecciones oficiales. 72 Barro, Macroeconomics, pág. 383. 73 Koüikoff y Raffelheuschen, Generational Accounting, también provee de cifras que indican la necesidad de que se hagan recortes en las com­ pras estatales (como opuestas a las transferencias).

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74 Cualquiera que mantenga dudas respecto a esto debe considerar que si la política continúa sin reformarse, la proporción del presupuesto federal consumido por el gasto en seguridad social aumentará de la quin­ ta parte (20,8 por ciento) que representa en la actualidad al tercio del presupuesto (32,4 por ciento) para el año 2030. 75 Deutsche Bundesbank, Opinion, cuadros 3 y 4. 76 Cardarelli, Sefton y Kotlikoff, “Generational Accoundng in the UK”. 77 Peterson, “Grey Dawn”. 78 TheEconomist, 10 de junio de 2000. 79 Ibid., 4 de marzo de 2000. 80 Según Kotlikoff y Raffelheuschen en op. cit., Tailandia podría —de­ bería— duplicar el número de transferencias estatales para lograr su equilibrio generacional. La otra posibilidad es que recorte todos sus im­ puestos en un 25 por ciento o, como alternativa, elimine prácticamente eli impuesto a la renta en su totalidad. 81 Broadway y Wildasin, op. cit., pág. 39. 82 Tabellini, “The Politics o f International Redistribution”, pág. 70. 83 Daykin, “Funding the Future”, págs. 22 y ss. 84 Stein, “Mounting Debts”, págs. 32-35. 85 Lawson, The ViewFrom NaII, pág. 37. 86Butler, British GeneralElections, págs. 69 y ss. 87Jones y Kavanagh, British Politics Today, pág. 90. 88 Coxal y Robins, Contemporary British Politics, pág. 156. 89 Butler y Kavanagh, The British General Election o f 1997, págs. 81, 108, 236. 90 McMorrow y Roeger, ‘The Economic Consequences o f Ageing Po­ pulations”, pág. 66. 91 Jeremy Harding, T h e Uninvited”, London Revieiu of Books, 3 de fe­ brero de 2000, pág. 3. 92 Stephan Thernstrom, “Plenty of Room for All”, Times Literary Supple­ ment, 26 de mayo de 2000. 93 TheEconomist, 8 de julio de 2000. 94James, Globalization and its Sins, pág. 195. 95 Ibid., esp. pág. 168. Véase también O ’Rourke y Williamson, Globaliza­ tion and History.

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C a p í t u l o v iii E l

s ín d r o m e

“S i l v e r b r i d g e ”:

LA ECONOMÍA ELECTORAL

1Trollope, Can YouForgive Her?, cap. XII. 2Trollope, PhineasFinn, pág. 49. 3 Mullen, Anthony Trollope, pág. 514. 4Hanham, Elections and Party Management, págs. 265 y ss., 277. 5 Trollope, The Prime Minister, págs. 285-298, y The Duke’s Children, págs. 84-92. 6Véase, p. ej., TheFinandal Times, 11 de febrero de 1999. 7Norpoth, TheEconomy, pág. 299. 8Hanham, op. cit., págs. 228 y ss. 9 Blake, Disraeli, pág. 719. 10Hennessy, NeverAgain, pág. 427. 11 Horne, MacmiUan, págs. 64 y ss. Con frecuencia nos olvidamos de que Macmillan advirtió sobre el peligro de la inflación cuando se refirió a continuación al “problema del aumento de precios”. 12Ibid., pág. 336. 13Lewis-Beck, Economics and Elections, pág. 13. 14Castle, The CastleDiaries, pág. 631. 15Ibid., pág. 342. 16Thatcher, TheDowning Street Years, pág. 153; trad, en español: El cami­ no hada elpoder, Madrid, El País/Aguilar, 19 (???). 17Ibid., págs. 560,567. 18 Lawson, The View From N- II, pág. 694. Véanse también Tebbit, Up­ wardly Mobile, págs. 161, 200 y ss., 254; Fowler, Ministers Decide, págs. 282 y ss.; Baker, The Turbulent Years, págs. 269, 277. 19Ridley, My StyleofGovernment, pág. 221. Véanse también págs. 21,86,196. 20 King etal., New Labour Triumphs, pág. 228. Cf. Peter Kellner, “Major’s Farewell to Feelgood Factor”, The Observer, 30 de marzo de 1997. 21 You Can Only Be Sure With the Conservatives: The Conservative Manifesto 1997, pág. 7. 22 Saatchi, “Happines Can’t Buy Money”, pág. 13. 23 The Times, 24 de abril de 1997. 24 Programa Today, BBC 4,21 de febrero de 1999. 25 TheFinandal Times, 10 de abril de 1997.

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26Will Hutton, The Observer, 30 de marzo de 1997. 27Véase Buüer y Kavanagh, The British General Election, pág. 303. Cf. Da­ vid Butíer, ‘The Spinner’s Web”, Times Literary Supplement, 15 de enero de 1999. 28 Saatchi, op. cit., pág. 14. 29 Castle, op. cit., pág. 93. 30 El indicador empleado fue el tipo de interés básico del Banco de In­ glaterra o tipo mínimo de interés para los préstamos a fin de mes. 31 Downs, AnEconomic Theory..., págs. 20,28. 32Nordhaus, The Political Business Cycle. 33Tufte, Political Control..., pág. 12. 34 Brittan, T h e Politics of...” pág. 251. 35Jay, A General Hypothesis..., pág. 31. 36 Hibbs, “Political Parties.. gráfico 8, pág. 1482. De hecho, la diferen­ cia entre los dos partidos fue pequeña: de un 0,6 por ciento. Si el mismo cál­ culo se hubiera hecho diez años después, la diferencia habría sido mucho mayor. 37Para un desarrollo de la tesis de Hibbs, véase Alesinay Sachs, “Politi­ cal Parties and the Business Cycle...”. 38 Clarke y Whiteley, “Perceptions o f Macroeconomic Performance... ”, pág. 114. 39Véanse en particular Persson y Svensson, “Why A Stubborn Conser­ vative...”; Alesina, ‘The Political Economy o f the Budget Surplus...”. Debe destacarse que la “teoría del partidismo racional” presentada por Alesina funciona únicamente cuando existe un sistema bipartidista relativamente polarizado. 40 Alesina y Roubini, “Political Cycles...”; Alesina, Cohen y Roubini, “Macroeconomic Policy...”. 41 Norpoth, op. cit., pág. 317. 42 Frey y Schneider nos brindan un panorama de estas complejidades en Frey y Schneider, “Recent Research”. 43 Norpoth, op. cit., pág. 303. 44 Lewis-Beck, op. cit. 45 Paldam, “How Robust is the Vote Function?”, esp. pág. 24. 46Powell y Whittan, “A Cross-national Analysis of Economic Voting”, pág. 407. Los autores analizaron diecinueve democracias industriales desde 1969 a 1988.

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47 Kramer, “Short-term Fluctuations in US Voting Behavior”. Véase también Stigler, ‘General Economic Conditions... ”. 48 Fair, ‘The Effect of Economic Events...”. Véase también su 1992 Update. 49Basándose en las cifras del PIB de los últimos tres meses del año preelectoral y de los primeros tres meses del año electoral, Michael Lewis-Beck vaticinó que Gore ganaría el 56,2 por ciento del total de los votos: The Was­ hington Post, 26 de mayo de 2000. Según su propio modelo, Fair predijo un resultado mucho más ajustado: www.fairmodel.econ.yale.edu. 50 Goodhart y Bhansali, “Political Economy”, págs. 61 y ss. Según sus regresiones, el R2 total para todo el periodo 1947-1968 fue del 0,38 pero alcanzó el 0,81 durante el periodo 1961-1968. 51 Clarke y Whiteley, “Perceptions o f Macroeconomic Performance”, pág. 110. Permitiendo un desfase de cuatro meses, encontraron que un 1 por ciento de aumento del desempleo correspondía a un 3,9 por ciento de pérdida de la popularidad, y que un aumento de la inflación equiva­ lente correspondía a un 1,1 por ciento de pérdida de la popularidad. 52Norpoth, Confidence Regained. 53 Kirchgássner, “Economic Conditions...” 54 Lafay, “Political Dyarchy...”, pág. 131. 55 En cuanto a la evidencia sobre la sofisticación de los votantes esta­ dounidenses respecto a este tema a principios de los años sesenta, véase Ratona, PsychologicalEconomics, págs. 339 y ss. 56Johnston et al., Letting the People Decide, pág. 222. 57 Studlar, McAllister y Ascui, “Privatisation and the British Electorate”. 58Alt, ThePolitics ofEconomicDecline, págs. 49-55,127. 59Fiorina, Retrospective Voting, págs. 21-30. 60 Sniderman y Brody, “Coping”; Kiewiet y Kinder, “Economic Discon­ tent”; Kiewiet, Macroeconomics and Micropolitics, esp. cuadros 5.4 y 6.2, págs. 64 y ss., 89. Véase también Feldman, “Economic Self-Interest...”. 61 Feldmany Conley, “ExplainingExplanations...”, cuadroI, pág. 190. 62 Kramer, ‘The Ecological Fallacy Revisited...”; Markus, “The Impact o f Personal and National Economic Conditions”, cuadro I, págs. 146 y 148. 63 Basándose en esta pregunta, Thomas Holbrook predijo en mayo de 2000 que Gore ganaría un 59,6 por ciento del total de los votos recibidos por los grandes partidos: The Washington Post, 26 de mayo de 2000.

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64 Alt, op. cit., págs. 14-20; Clarke, Stewart y Zuk, “Politics, Economics and Party Popularity”, cuadro 5, pág. 133. Véase también sobre Estados Unidos, Fiorina, op. cit., pág. 41; Kiewiet, op. cit., cuadros 4.1 y 4.2, págs. 43 y ss. Véase también Powell y Whitten, op. cit., pág. 405; Anderson, Bla­ ming the Government. 65Mischler, Hoskin y Fitzgerald, “British Parties in Balance”, págs. 222 y ss. 66 Norpoth, op. át., cuadro 5.4, pág. 74, cuadro 9.1, pág. 1SÜ 67Sarlvik y Crewe, Decade ofDealignment, págs. 83,87. 68 Franklin, The Decline of Class Voting..., gráfico 4.6, pág. 95; cuadro 6.5*, pág. 147; gráfico 7.2, pág. 171; también Norris, Electoral Change..., pág. 141. 69 Véanse, p. ej. (para Estados Unidos), Key, The Responsible Electorates, cuadro 3.1, pág. 35; Weatherford, “Economic Conditions...”, gráfico pág. 926; Fiorina, “Elections and the Economy...”, págs. 28-32; Lanoue, From Camelot..., cuadro 5.3, pág. 81. En general, véase Evans (ed.), Thf End of Class Politics ? 70Véanse, p. ej., Bloom y Price, “Voter Response”; Lau, ‘Two Explana* tions...”; Lanoue, op. cit., pág. 80 y cuadro 6.1, pág. 95. Véase también Fio­ rina y Shepsle, “Is Negative Voting...”. 71 Butler y Stokes, Political Change..., págs. 402 y ss. Cf. sobre Estados Unidos, Key, op. cit. 72 Horne, op. át., pág. 336. 73 Kramer, “Short-term Fluctuations in US Voting Behavior”. Cf. Clar­ ke y Stewart, “Prospections, Retrospections... 74Véanse también Fiorina, “Retrospective Voting...”; Kiewiety Rivers, “A Retrospective on Retrospective Voting”. 75 En referencia a las elecciones presidenciales de Estados Unidos, McKuen, Erikson y Stimson, “Peasants or Bankers?” Véase también en refe­ rencia al Senado y al Congreso, Kuklinski y West, “Economic Expectations”. 76 Sanders, “Why the Conservatives Won Again”. En cuanto a una vi­ sión escéptica de las expectativas en el contexto británico véase Alt, “Am­ biguous Intervention”. 77 Norpoth, op. á t, cuadro 5.7, pág. 80. 78Nadeau, Niemi y Amato, “Prospective and Comparative”. 79 Downs, An Economic Theory, págs. 39-42; Lewis-Beck, op. át., esp. págs. 49,60, 72. No obstante, Conover, Feldman y Knight demuestran que las pro­ yecciones futuras se basan tanto en conjeturas personales como en aconteci­ mientos pasados: ‘The Personal Underpinning of Economic Forecasts”.

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80 Saatchi, op. cit., pág. 13. 81 Haller y Norpoth, “Let The Good Times Roll”. 82 Alesina y Rosenthal, “Partisan Cycles...”, pág. 393. Véanse también Alesina y Sachs, “Political Parties and the Business Cycle”, y Chappel y Keech, Explaining AggregateEvaluations. 83 Saatchi, op. cit., pág. 13. 84Ferguson, “Introduction”. 85 Norpoth, “Guns and Butter...”, cuadro I, pág. 951, y cuadro III, pág. 956. 86 Sanders, “Government Popularity...”; y “Why the Conservatives Won Again”; Price y Sanders, “Economic Competence”; Sanders, “Conservati­ ve Incompetence”. 87 La ecuación de Sanders correspondiente al periodo 1979-1997 es la siguiente: Convote = 6,82 + 0,83 Convotet -1 + 0,09 Aggeconexp t -0,33 Tax t + 9,2 Malvinas - mayo 82 + 5,40 Malvinasjunio 82 - 4,91 Currency 92-1,44 Blair donde “Convote” es el voto conservador del mes, la constante es la cifra base del apoyo conservador, “Convotet -1 ” es el apoyo conservador du­ rante el mes previo, “Aggeconexp t” es el saldo neto de las expectativas fi­ nancieras de los hogares, “Tax t” es el cambio del índice impositivo, “Malvinas mayo, junio 82” es el incremento del apoyo a los conservadores por la Guerra de las Malvinas, “Currency 92” es la disminución del apoyo a los conservadores por la crisis del Mecanismo de Tipos de Cambio de septiembre de 1992 y “Blair” es el impacto del liderazgo de Tony Blair so­ bre las percepciones de los votantes acerca del laborismo. 88Esta conclusión se elabora en Frank, Luxury Fever. 89 Scitovsky, TheJoyless Economy, esp. págs. 133-145. 90Véase Erikson yUusitalo, “The Scandinavian Approach...”, pág. 197. Véanse también Sen, “Capability and Well-being”, pág. 38; Pinker, How The Mind Works, págs. 392 y ss. 91 Diener etal., ‘The Relation Between...” pág. 214. 92 Tobin y Nordhaus, “Is Growth Obsolete?”; Eisner, Extended Accounts. 93 Franklin, “Electoral Participation”, pág. 227. 94 Budge el al., The New British Politics, págs. 364 y ss. 95 Concurrencia a las elecciones europeas de 1999 (las cifras entre pa­ réntesis corresponden a 1994):

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Total UE Gran Bretaña Alemania Finlandia Holanda Dinamarca Italia

49 (57) 23 (37) 45 (60) 30 (60) 30 (36) 49 (53) 71(80)

96Webb, “Party Organizational Change in Britain”, pág. 128. 97 Farrell, “Ireland”, pág. 216. 98King et al., New Labour Triumphs, pág. 222. 99 Mair, “Party Systems.. pág. 106. 100 Noelle-Naumann y Kócher (eds.), AllensbacherJahrbuch..., págs» 783 y ss. 101 Ibid., pág. 822. 102Ibid., pág. 825. 103Ibid., pág. 889. 104Ibid., pág. 834. W5Le Monde, 18 de noviembre de 1999. 106 Discurso en la Convención Nacional Demócrata del 18 de agosto de 1956. 107 The Guardian, 30 de julio de 1997. 108 TheFinancial Times, 28 de abril de 1999. 109 Ibid., 8 de julio de 1999. 110Ibid., 14 de julio de 1999. 111washingtonpost.com, 15 de septiembre de 1997. 112 Hanham, op. cit., págs. 249 y ss. 113 Kingdom, Government and Politics..., pág. 322. 114Farrell, op. cit., págs. 222, 234. 115 Koole, ‘The Vulnerability of the Modern Cadre Party...”, pág. 297. 116 TheFinancial Times, 15-16 de mayo de 1999; The Economist, 31 de ju­ lio de 1999; Prospect, marzo de 2000, pág. 37. 11' Kate, “PartyOrganizations...”, págs. 129yss. 118 Statistical Abstract of the United States 1999, cuadros 492, 493, 496, 497,498, 499. 119washingtonpost.com, 15 de septiembre de 1997

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120 Cifras provenientes de los datos de Statistical Abstract for the United States 1999. 121 Center for Responsive Politics, www.opensecrets.org 122 Butler y Butler, British PoliticalFacts, pág. 132. 123 Budge etal., op. cit., pág. 385. 124Müller, “Development o f Austrian Party Organizations”, págs. 64 y ss. 125Bille, “Denmark”, pág. 137. 126Koole, op. cit., pág. 287. 127Svasand, “Change and Adaptation...” págs. 313 y ss. 128 The Guardian, 23 de junio de 1998. 129 Pierre y Widfeldt, “Party Organizations in Sweden”, pág. 341. 130 Katz, op. cit., pág. 114. 131 Deschouwer, “Decline of Consociationalism...”, pág. 102. 132 Coxal y Robins, Contemporary British Politics, pág. 130. 133 Müller, op. cit., págs. 64y ss. 134Poguntke, “Parties in a Legalistic Culture”, pág. 197. 135Farrell, op cit t págs. 222, 234. 136Webb, op. cit., pág. 117. 137Coxaly Robins, op. cit., pág. 130. 138 “Known company donations to UKpolitical parties”, Labour Research. 139Kingdom, op. cit., pág. 324. 140 The Times, 13 de julio de 1999; The Independent, 16 de julio de 1999 y 24 de noviembre de 1999. 141 Kingdom, op. cit., pág. 325. 142 Bogdanor, Power and thePeople, pág. 150. 143Kingdom, op. cit., pág. 327. 144 Coxal y Robins, op. cit., pág. 117. 145Hanham, op. cit., págs. 369-384. 146 Center for Responsive Politics, Money in Politics Alert, 18 de octubre de 1999, www.opensecrets.org/alerts/v5. 147 The Economist, 31 de julio de 1999. 148 Gibbon, Decline andFall of the Roman Empire, vol. I, pág. 805. 149 King et al., op. cit., pág. 37. 15° Müller, op. cit., pág. 52. 151 Le Monde, 18 de noviembre de 1999. 152 Matthew, Gladstone, págs. 14 y n., 135 y ss. Las cifras de Matthews no son muy consistentes.

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153 Cf. Leigh y Vulliamy, Sleaze. 154Butler y Butler, up. cit., pág. 203. 155 Pollard y Adonis, Class Act, págs. 115y ss. 156 Harding, Leigh y Palliser, The Liar. 157 Independent on Sunday, 30 de noviembre de 1997. 158 Bogdanor, op. cit., pág. 155. Véase también Pinto-Duschinsky, Bri­ tish PoliticalFinance, págs. 40 y ss., 55. 159 The Guardian, 8 dejulio de 1997,9 dejulio de 1998,13 dejulio de 1998. Irónicamente, uno de ellos había escrito un libro, conjuntamente con Peter Mandelson, en el cual manifestaba que “uno de los principios más corruptos de la vida pública actual... es la idea de que no es objetable que una figura pú­ blica busque algún interés privado comercial mientras sea declarado”. 160 The Daily Telegraph, 17 de noviembre de 1997; The Times, 14 de no­ viembre de 1997; The Independent, 27 de noviembre de 1997. 161Véanse, por ejemplo, los “Siete principios de la vida pública” enun­ ciados por el Comité Nolan. 162Johnstony Pattie, “Great Britain”, págs. 139-140. 163Pinto-Duschinsky, op. cit., págs. 248-249. 164Ewing, Money, Politics and Law, págs. 69-81. 165 Ibid., págs. 107-116. 166Katz y Kolodny, “Party Organization as an Empty Vessel”, págs. 32 y ss. 167Herrnson, “High Finance of American Politics”, págs. 14-40. 168Mair, “Party Organizations”, pág. 10. 169Webb, op. cit., pág. 123. 170Ewing, TheFunding ofPolitical Parties in Britain, págs. 73-74. 171 Mutch, “The Evolution of Campaign Finance Regulation...”, págs. 61-68; Gunlicks (ed.), Campaign and PartyFinance..., pág. 6. 172Farrell, op. cit., pág. 235. 173Koole, op. cit., pág. 289. 174Poguntke, “Parties in a Legalistic Culture”, pág. 194. 175Drysch, “The New French System”. 176Bille, op. cit., pág. 146. 177 Müller, op. cit., pág. 55. 178Bardi y Morlino, “Italy”, pág. 259. 579 Svasand, “Change and Adaptation...”, pág. 321. 180 TheEconomist, 31 de julio de 1999. 181 Bardi y Morlino, op. cit., pág. 260.

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182 The Independent, 9 de diciembre de 1999. Véase también The Econo­ mist, 29 de junio de 2000. 183 Giddens, Runaway World, pág. 77. 184 prospect, abril de 2000, pág. 53. 185Vincent, TheFormation of the British Liberal Party.

C

u a r t a s e c c ió n

Poder

global

C a p ít u l o A

ix

m os y plancton:

LA GLOBALIZACIÓN FINANCIERA

1Wolfe, The Bonfire of the Vanities, pág 12. 2Financial Times, 4 de febrero de 1998. 3 Es decir, en un 0,35 por ciento (un punto porcentual = 100 puntos básicos). 4Finanáal Times, 4 de febrero de 1998. Cf. Roberts, Inside International Finance: A Citizen’s Guide to the World’sFinancial Markets, Institutions and Key Players, pág. 36. 5Véase Lewis, Liar’s Poker. 6 TheEconomist, 17 de enero de 1998, pág. 115. 7Bank for International Settlements, AnnualReport 1999, cuadro VI.5. 8 Ibid., cuadro VII.2. 9 Ibid., cuadro VI.3. 10Ibid., cuadro VII.5. 11 Todas las cifras provienen del Federal Reserve Bank of St. Louis. 12Véase, por ejemplo, Friedman, The Lexus and the Olive Tree. 13Wharburton, Debt and Delusion: Central Bank Politics that Threaten Eco­ nomicDisaster, págs. 142-159, esp. pág. 159. 14Véase Girault, Emprunts russes et investissementsfrançais en Russie. 15Kynaston, The City ofLondon, vol. il, págs. 271 y ss. 16Warburg, Aus meinen Aujzeichnungen, pág. 19. 17Drazen, “Towards a Political-Economic Theory”. 18 Kórner, “Public Credit”, págs. 507-521; W. M. Ormrod, “The West European Monarchies...”, págs. 123 y ss.

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19Goldsmith, PremodemFinancial Systems, págs. 157 y ss., 167 y ss. 20Neal, The Rise ofFinandal Capitalism, págs. 1-43. 21 Muto, ‘The Spanish System: Centre and Periphery”, págs. 246-249. 22 Goldsmith, op. at., pág. 194. 23 Neal, op. dt., págs. 62-88. 24 Ibid., págs. 147 y ss., 211; J. E. Wright, ‘The Contribution of Overseas Savings to the Funded National Debt of Great Britain, 1750-1815”, págs. 658, 667. La cifra para los consols al 3 por ciento alcanzaba el 20 por ciento. 25 Ferguson, The World’s Banker, cap. 1. 26Körner, op. dt., págs. 533 y ss. 27Kennedy, The Rise and Fall of the Great Powers, pág. 127. 28Bonney, ‘The Eighteenth Century”, pág. 382. 29 Ibid., págs. 364 y ss. 30Neal, op. dt., págs. 180-190. 31 Md., págs. 190-222. 32Ferguson, op. dt., pág. 104. 33 Sylla, “Shaping the US Financial System, 1690-1913: The Dominant Role o f Public Finance”, págs. 259 y ss. 34 Bosher, French Finances, 1770-1795, pág. 316. 35Bonney, op. dt., págs. 364 y ss. 36 Ibid., págs. 351 y ss. 37 Chapman, “The Establishment o f the Rothschilds as Bankers", pág. 20. 38Para revisar detalles, véase Ferguson, op. dt., págs. 131-134. 39 Rothschild Archive, Londres, X I /109/10/3/4, los documentos sin fecha relacionados con la propuesta de préstamo para Prusia, c. diciem­ bre de 1817. 40 Esto puede deberse a que las instituciones parlamentarias y, por tan­ to, sus garantías eran percibidas como menos efímeras que los monarcas o las dinastías, si bien esto fue siempre cierto solamente en Gran Bretaña. Le debo mi agradecimiento a William Goetzmann por la información. 41 Klein, “Preussens 30-Million-Anleihe in Londres vom 31. März 1818”, pág. 582. 42 Thielen, Karl August von Hardenberg, 1750-1822, pág. 358. 43 Citado en Ferguson, op. dt., pág. 133. 44 Disraeli, Coningsby, or The New Generation, págs. 213 y ss. 45 Citado en Ferguson, op. dt., pág. 226.

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46 Prawer, Heine’s Jewish Comedy: A Study of his Portraits ofJews and Ju­ daism, págs. 146 y ss. 47Dawson, TheFirst Latin AmericanDebt Crisis. La costumbre del siglo xix era referirse a precios en porcentajes en lugar de rendimientos. 48 Bordo y Eichengreen, “Is Our International Economic Environ­ ment Unusually Crisis Prone?”, pág. 4. 49Lewis, op. cit., pág. 59. 50Jardin y Tudesq, Restoration and Reaction, 1815-1848,págs. 68yss. 51Bordo y White, “A Tale of Two Currencies. 52 Los datos provienen del semanario de Londfes The Economist, pu­ blicado por primera vez en 1843. Los rendimientos no están ajustados, se han calculado dividiendo el cupón por el precio cotizado, el cual no tiene en cuenta: a) la tendencia a fluctuar de los precios dependiendo de la inminencia del pago del interés trimestral o semestral, y b) los di­ ferentes vencimientos de los bonos. Para los instrumentos de la deuda perpetua tales como las rentes francesas éste es un procedimiento legíti­ mo; para bonos más o menos perpetuos como los consols, esto condu­ ce a una distorsión en el periodo posterior a 1888, cuando los rendi­ mientos estaban inflados ante la posibilidad de que los consols fueran reembolsados (véase Harley, “Goschen’s Conversion of the National Debt and the Yield on Consols”; Klovland, “Pitfalls in the Estimation of the Yield on British Consols, 1850-1914”). La distorsión de los bonos a largo plazo tales como los metalliques austríacos y los rusos de 1822 no imposibilita el cálculo exacto de las fluctuaciones de los rendimientos de cada serie, si bien los cálculos de los diferenciales entre los distintos bonos pueden verse afectados. 53Ferguson, op. cit., pág. 491. 54Flandreau, “The Bank, the States and the Market”, pág. 29. 55 Rothschild Archive, Londres, XI/109J/J/30, James y Salomon, Pa­ rís, a Nathan, Londres, 10 de octubre de 1830. 56 Rothschild Archive, Londres, XI/109J/J/30, James, París, a Salo­ mon, Viena, 24 de noviembre de 1830. La convención francesa debía es­ pecificar la renteanual a pagar sobre el bono pero no su capital nominal. 57 Rothschild Archive, Londres, XI/109J/J/30, James y Salomon, Pa­ rís, a Nathan, Londres, 9 de agosto de 1830. 58Rothschild Archive, Londres, X I /109/71/4, Nat, París, a sus herma­ nos, Londres, sin fecha, c. abril 1849.

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59Castellane,/owrraa/ du Maréchal Castellane, 1804-1862, vol. v, pág. 240. 60 De hecho, el pronóstico a la baja de James demostró ser erróneo hasta el comienzo de la guerra con Alemania, como muestra el gráfico 26. 61 Royal Archives, Windsor Castle, Y76/6, Leopoldo, Wiesbaden, a Vic­ toria, 19 de septiembre de 1840. 62Monypenny y Buckle, TheLife ofBenjaminDisraeli, vol. iv, pág. 225. 63Roberts, Salisbury: Victorian Titan, pág. 53. 64Taylor, The Strugglefor Mastery in Europe, 1848-1918, pág. 156. 65Pflanze, Bismarck and theDevelopment of Germany, vol. n, pág. 81. 66 Stern, Gold and Iron: Bismarck, Bleichröder and the Building of the Ger­ manEmpire, pág. 311 n. 67 Einaudi, “Money and Politics: European Monetary Union and the International (¿old Standard ( 1865-1873) ”, págs. 50,52. 68Feis, Europe, the World’s Banker, 1870-1914. 69 Edelstein, Overseas Investment in the Age of High Imperialism: The Uni­ ted Kingdom, 1850-1914, págs. 24 y ss., 48, 313 y ss. Cf. Financial Times, 6 de mayo de 1997: la inversion directa bruta más la inversión de cartera durante el periodo 1990-1995 se situó algo por debajo del 12 por ciento del PIB. 70Kindleberger, A Financial History of WesternEurope, Londres, pág. 225. 71O’Rourke y Williamson, Globalization and History, pág. 208. 72 Pollard, “Capital Exports, 1870-1914: Harmful or Beneficial?”, págs. 491 y ss. 73Edelstein, op. dt., págs. 24 y ss., 48,313 y ss. 74O’Rourke y Williamson, op. cit., pág. 230. 75Edelstein, op. cit. 76 O’Rourke y Williamson, op. cit., pág. 227. Cf. Davis y Huttenback, Mammon and the Pursuit ofEmpire, págs. 81-117; Pollard, op. cit., pág. 507. 77O’Rourke y Williamson, op. dt., pág. 231. 78Davis y Huttenback, op. cit., pág. 107. 79Crafts, “Globalization and Growth in the Twentieth Century”, pág. 28. Cf. Bordo, Eichengreen e Irwin, “Is Globalisation Today Really Different Than Globalization a Hundred Years Ago”, pág. 30. 80Nash, Fenn ’s Compendium..., pág. 5. 81 Véase Shaw, “Ottoman Expenditures and Budgets in the late Nine­ teenth and Twentieth Centuries”, págs. 374 y ss.; Issawi, Economic History of the Middle East, 1800-1914, págs. 94-106; Hershlas, Introduction to the Mo­

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dem Economic History of the Middle East, págs. 53-66; Owen, The Middle East and the WorldEconomy, 1800-1914, pág. 106. 82Véase Crouchley, TheEconomicDevelopment ofModem Egypt, págs. 247248; Issawi, op. cit., págs. 439-445; Hershlas, op. cit., págs. 99-122. 83Para consultar más detalles, véase Ferguson, op. cit., cap. 25. 84Crouchley, op. cit., pág. 276. 85Hershlas, op. át., págs. 104 y ss. 86Issawi, op. át., págs. 439-445. Hershlas, op. át., págs. 113-122. 87Crouchley, op. át., págs. 274 y ss. 88Lindert y Morton, “How Sovereign Debt has Worked”, 89Rothschild, “YouHave It, Madam”: ThePurchase, in 1875, ofSuez Canal Shares byDisraeli and Baron Lionel de Rothschild, pág. 46,49. Desafortunada­ mente, el gobierno británico no vendió las acciones hasta 1979 y para en­ tonces habían descendido en valor a 22 millones de libras. En términos reales valían bastante menos del precio original de compra. 90 Blake, Disraeli, pág. 586. 91 Shaw, op. át., págs. 374 y ss. 92 Homer y Sylla, A History of Interest Rates, págs. 216-273, 291 y ss., 312-317. 93 Bayoumi, “Saving-Investment Correlations: Immobile Capital, Go­ vernment Policy or Endogenous Behaviour”; Zevin, “Are World Financial Markets More Open? If So, Why and With What Effects?”; Taylor, “Inter­ national Capital Mobility in History: The Saving-Investment Relation­ ship”. Cf. O’Rourke y Williamson, op. át., págs. 215 y ss. 94Neal, op. át. 95Michie, “The Invisible Stabiliser”, págs. 10-14. 96O’Rourke y Williamson, op. át., pág. 220. 97Flandreau, Le Cacheux y Zumer, “Stability Without a Pact? Lessons from the European Gold Standard, 1880-1914”, págs. 128,145. 98Ibid., pág. 147 n. 99 Flandreau, “Caveat Emptor: Coping with Sovereign Risk under the International Gold Standard, 1873-1913”, págs. 23-31, gráfico 4. 100 Coeficiente de correlación de los rendimientos de los bonos res­ pecto a los indicadores fiscales, 1880-1913:

635

GB

FrandaAlemania Rusia

EE UU Italia España

Deuda/PIB Déficit/Ingreso

-0,09 -0,22

0,77 0,28

0,26 0,80

-0,22 -0,70

0,77 0,10

-0,40 0,07

Fuente: Batley y Ferguson, Event Risk. 101 El cuadro a continuación brinda estadísticas británicas compara­ bles desde 1980: Deuda/ingreso Défidt/ingreso (% ) 1980 1985 1990 1995

13,6

1,2 1,2 1,0 1,4

7,2 12,4 14,8

Fuente: TheEconomist.

102 Alrededor de 1913, Rusia era claramente el mayor deudor externo bruto del mundo: su deuda representaba aproximadamente la tercera parte del total de la deuda pública extranjera: Lindert y Morton, op. dt., cuadro 1. 103Flandreau, op. dt., gráfico 5. 104 Bordo y Rockoff, “The Gold Standard as a ‘Good Housekeeping Seal of Approval’”, pág. 337. 105Ibid., pág. 346. 106Bloch, Is WarNow Impossible?, pág. XIV. 107Lindert y Morton, op. dt., págs. 3, 20-24. 108Lewis, op. dt., pág. 197. 109Angell, The Great Illusion, pág. 209. 110Albertini, The Origins of the War, vol. II, pág. 214. 111 Geiss, July 1914: The Outbreak oftheFirst World War-SelectedDocuments, documento 57. 112Véase Ferguson, ThePity of War, cap. 11. 113Apostol, Beruatzkyy Michelson, RussianPublicFinances, págs. 320-322. 114Hardach, TheFirst World War, 1914-1918, pág. 148. 115 Calculado de las cifras de Morgan, Studies in British Finandal Policy, págs. 317,320 y ss.

636

116Taylor, op. dt., pág. 5. 117Bordo y Rockoff, “The Gold Standard... ”, cuadro 1. 118Ibid., págs. 19 y ss. 119Schuker, “American ‘Reparations’ to Germany, 1919-1933”. 120Linderty Morton, op. dt., pág. 5. 121 Feinstein y Watson, “Private International Capital Flows in the In­ ter-War Period”;James, Globalization and its Sins, pág. 50. 122Fearon, Origins and Nature of the Great Slump. 123Ritschl, “Sustainability of High Public Debt”. 124Lindert y Morton, “How Sovereign Debt Has Worked”, pág. 6. 125Para ser más preciso, enjunio de 1933 Alemania impuso una morato­ ria sobre todos los reembolsos de la deuda externa con la excepción de los intereses y amortizaciones del préstamo Dawes de 1924 y los pagos de inte­ reses del préstamo \bung de 1930: James, Globalization and its Sins, pág. 140. 126James, “Das Ende der Globalisierung?”, pág. 71; James, Globalization and its Sins, págs. 48,145. 127Zevin, op. dt., pág. 47; TheEconomist, ThePocket World inFigures: 2000 Edition, págs. 38,52. 128Taylor, op. dt., pág. 3; Eichengreen y Hausmann, “Exchange Rates and Financial Fragility”, pág. 27. 129 Obstfeld y Tayor, ‘The Great Depression as a Watershed: Interna­ tional Capital Mobility over the Long Run”, pág. 359; James, “Ende der...”, op. dt, pág. 63. Véase también Taylor, op. dt., pág. 5 y cuadro 1. 130O’Rourke y Williamson, op. dt., pág. 30. 131 Ibid., págs. 35 y ss., 98 y ss. 132Ibid., pág. 11. 133Micklethwait y Wooldrige, A Future Perfect: The Challenge and Hidden Promise of Globalisation, pág. 51. 134O’Rourke y Williamson, op. dt., pág. 119. 135Ibid., pág. 122. 136Fischer, Krengel y Wietog (eds.), SozialgeschichtlichesArbeitsbuch: Ma­ terialien zur Statistik desDeutschen Bundes 1815-1870, págs. 34 y ss. 137O’Rourke y Williamson, op. dt., págs. 119,155. 138Ibid., págs. 225,240-245. 139Micklethwaity Wooldrige, op. dt. 140Giddens, Runaway World: How Globalization is Reshaping OurLives. 141Micklethwait y Wooldrige, op. dt., pág. 257.

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142 La mayor parte de la innovación tecnológica (calculada en térmi­ nos de patentes norteamericanas obtenidas en 1997) se origina en una di­ minuta élite formada por cinco países. Tan sólo el 10 por ciento de la población mundial vive en esos países, pero contaban con el 87 por ciento de las patentes nuevas en 1997 y con alrededor de las dos quintas partes del PIB mundial. El 85 por ciento de la población mundial puede ser clasifi. cada como no innovadora: entre ellos surgió solamente el 0,7 por ciento de las patentes nuevas: J. Sachs, “A New Map of the World”, TheEconomist, 24 de junio del 2000. 143 Véase, por ejemplo, O’Rourke y Williamson, op. cit., caps. 6, 10} Crafts, op. át., págs. 50-52;James, “Ende der...”, op. cit., pág. 78. 144Véase esp. Bordo, Eichengreen e Irwin, op. át. 145Ibid., pág. 10; Crafts, op. át., pág. 25. 146Friedman, op. át., pág. 112. 147Ibid., pág. 167.

C a p ít u l o B urbujas

x

y q u ie b r a s :

LAS BOLSAS A LARGO PLAZO

1Una primera versión de este capítulo fue presentada el 23 de marzo de 1999 en el seminario sobre Crisis Financieras organizado por el Royal Institute for International Affairs. Le debo mi agradecimiento a la docto­ ra Brigitte Granville del RILApor sus comentarios. 2Dickens, OurMutualFriend, pág. 118. 3Finanáal Times, 17 de marzo de 1999. 4Yo fui uno de ellos. 5Finanáal Times, 16 de marzo de 1999. 6Finanáal Times, 22-23 de abril de 2000. 7Sunday Telegraph, 21 de marzo de 1999, cita el artículo de Glassman y Hassettdel Wall StreetJournal. 8Goetzmann yjorion, “A Century of Global Stock Markets”, esp. cuadro I. 9Siegel, Stocksfor the Long Run. 10Shiller, IrrationalExuberance, págs. 17-43. 11 Gordon, “US Economic Growth since 1870: One Big Wave?”. Véase también Madrick, “How New is the New Economy?”, New YorkReviewofBooks,

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23 de septiembre de 1999. TheEconomist, 10 de junio de 2000; 17 de junio de 2000. 12VéaseJohnson, “Reading the Markets”, Prospect, octubre de 1999. 13Bond y Adams, BarclaysEquity-Gilt Study 2000, págs. 39-50. 14Shiller, dp. cit., pág. 67. 15Calculado con los datos de Global Financial Data. 16Bond y Adams, op. dt., pág. 63. 17Calculado con los datos de Global Financial Data. 18Bond y Adams, op. dt., pág. 6. 19Véase Finandal Times, 22 de diciembre de 1999; 3 de enero de 2000; 6 de enero de 2000; The Economist, 25 de marzo de 2000. El coeficiente rendimiento de las acciones (ganancias)/rendimiento de los bonos nor­ teamericano alcanzó un mínimo de 0,5 en diciembre de 1999, en compa­ ración con su cifra media del decenio de 1970 de 1,14. 20 Smithers y Wright, Valuing Wall Street: Protecting Wealth in Turbulent Markets. 21Financial Times, 13 de mayo de 1999; 19 de abril de 2000. Véase tam­ bién Madrick, “All Too Human”, New York Review of Books, 10 de agosto de 2000. 22Finandal Times, 8 de abril de 2000. 23Perkins y Perkins, The Internet Bubble. 24Sunday Telegraph, 23 de enero de 2000. 25Bond y Adams, op. dt., págs. 48 y ss. 26 Ibid., pág. 63. 27Finandal Times, 19 de abril de 2000. 28En la actualidad, todas las acciones de todas las compañías de la Bol­ sa de Nueva York cambian de manos una vez al año, comparado con 1981, cuando cambiaban de manos cada tres años: The Economist, 25 de marzo de 2000. 29 El mercado cayó en un 22,6 por ciento. De hecho, el índice parece haber caído por algo más de esta cifra el 12 de diciembre de 1914. 30Davidson y Rees Mogg, The Great Reckoning: How the World will Change in theDepression of the 1990s. 31VéaseJames, Globalization and Its Sins. 32 TheEconomist, 25 de septiembre de 1999; 22 de abril de 2000; Finan­ dal Times, 27 de marzo de 2000. Véase también Godley, “What If They Start Saving Again?”, London Review ofBooks, 6 de julio de 2000.

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33 “La Reserva Federal”, declaraba Greenspan, “consecuente con sus responsabilidades como banco central de la nación, afirma su disposición para servir como fuente de liquidez con el fin de apoyar el sistema econó­ mico y financiero [y por ende, el sistema internacional] citado en Pros­ pect, noviembre de 1999. 34Ibid. 35Véase Goodhart y Hofman, “Monetary Policy Adjustments with As­ set Price Fluctuations”; “Monetary Policy Adjustments with Asset Price Fluc­ tuations”; Goodhart, “Price Stability and Financial Fragility”. 36Bernanke y Gertler, “Monetary Policy and Asset Price Volatility”; Vic­ kers, “Monetary Policy and Asset Prices ”. 37Voth, “A Tale of Five Bubbles-Asset Price Inflation and Central Ban Policy in Historical Perspective” ibid.; “With A Bang Not a Whimper: Pric­ king Germany’s ‘Stockmarket Bubble’ in 1927 and the Slide into Depres­ sion”. 38Kindleberger, Manias, Panics and Crashes, págs. 204-211. 39Schwartz, “Real and Pseudo-Financial Crises”. 40 Bordo, “Financial Crises, Banking Crises, Stock Market Crashes and the Money Supply: Some International Evidence, 1870-1933”, pág. 226. 41 Mishkin, “Asymmetric Information and Financial Crises: A Histori­ cal Perspective”. 42 Goodhart y Delargy, “Financial Crises: Plus ça change, plus c’est la même chose”. 43Bond y Adams, op. cit., págs. 116,125. 44Capie et al., “The Development of Central Banking”, pág. 16. 45Bordo, op. cit., pág. 191. 46 Shiller, op. cit., págs. 75-82; Fair, “Events that Shook the Market”. Cf. Cutler, Poterba y Summers, “What Moves Stock Prices?”. 47 Parker, ‘The Emergence of Modern Finance in Europe, 15001730”, pág. 554. 48Baskin y Miranti, A History of CorporateFinance, pág. 97. 49 Ibid., pág. 96. 50Véase Garber, “Famous First Bubbles”. Garber sostiene que la “manía de los tulipanes” no fue totalmente irracional debido a que la peste bu­ bónica desplazó la curva de demanda de los tulipanes y el virus Mosaico desplazó la curva de oferta al acortar la vida de los bulbos de los tulipanes.

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51 Parker, op. cit., págs. 556 y ss. 52Velde y Weir, ‘The Financial Market and Government Debt Policy in France, 1746-1793”, pág. 10. 53Baskin y Miranti, op. cit., pág. 98. 54 Michie, ‘The London and New York Stock Exchanges, 1850-1914”. 55Véase Mirowski, ‘The Rise (and Retreat) of a Market: English Joint Stock Shares in the Eighteenth Century”. 56Véase Michie, op. cit., págs. 88 y ss., 175, 184, 320, 322, 360 y ss., 419, 421,440,473,521 y ss., 589 y ss. 57 La monografía definitiva es la de Murphy, John Law. Para consultar un relato más colorido, véase Gleeson, Millionaire. 58A los antiguos tenedores de puestos oficiales y rentistas se les ofreció un reembolso en billetes del banco, que podían usar ya fuera para com­ prar acciones en la compañía (con un 4 por ciento anual de dividendo) o rentes al 3 por ciento. Pero a los antiguos tenedores de la deuda guberna­ mental no se les dio ninguna prioridad, sino que debían pagar el precio del mercado. Neal, The Rise of Financial Capitalism: International Capital Markets in theAge ofReason, pág. 74. 59 Ibid., pág. 75. 60Ibid., pág. 69. 61Baskin y Miranti, op. cit., pág. 105. 62Neal, op. cit., pág. 92. 63Ibid., págs. 94-6. 64Chancellor, Devil Take the Hindmost: A History ofFinancial Speculation, págs. 62-64. 65Neal, op. cit., pág. 98. 66Ibid., págs. 78 y ss. 67Cinco nuevas compañías fueron formadas en enero de 1720,23 en fe­ brero, 27 en abril, 19 en mayo y 87 enjunio. En total, se fundaron 190. Pero solamente cuatro lograron sobrevivir al crash. Chancellor, op. át., págs. 70 y ss. 68Neal, op. át., pág. 109. 69Ibid., pág. 101. 70 The Economist, 18 de marzo de 2000. Véase también Finanáal Times, 5-6 de febrero de 2000. 71Bond y Adams, op. cit., págs. 51-62. 72 The Times, 24 de agosto de 1999. 73Chancellor, op. át., págs. 69,88.

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74Wheen, KarlMarx, pág. 268. 75Ibid., pág. 249. 76Ibid., pág. 268. 77La frase la usó David Smith en el Sunday Times, el 2 de mayo de 1999.

C a p ít u l o G Los

r il l e t e s d e o r o

,

xi

c a d e n a s d e papel:

r e g ím e n e s m o n e t a r io s in t e r n a c io n a l e s

1Fleming, Goldfinger, págs. 51-59. Como vástago de la dinastía de ban­ queros Fleming, el autor estaba bastante informado sobre estos asuntos. 2 Los lectores deben tener en cuenta las medidas troy que se usan con­ vencionalmente en el mercado de oro: 1 onza equivale a 31,10348 gramos;, 1 tonelada es igual a 1.000.000 gramos, lo que equivale a 32.150,7 onzas, 3 En precios de junio de 2000, las reservas en oro de la zona euro; eran considerablemente mayores que las de Estados Unidos (115.000 millones de dólares frente a 75.000 millones de dólares). Alemania« Francia, Suiza e Italia tenían en total reservas en oro equivalentes a alre­ dedor de 20.000 o 30.000 millones de dólares; comparados con tan sólo los 5.600 millones de dólares que poseía Gran Bretaña: TheEconomist, 17 de junio de 2000. 4 Roth, “A View from Switzerland in the Run Up to the Demonetisa­ tion of Gold”. 5Véase en general Ware, “The IMF and Gold”. 6 Véase Bordo y Schwartz, ‘The Changing Relationship between Gold and the Money Supply”, págs. 21 y ss. 7 TheFinancial Times, 28 de septiembre de 1999. 8 Calculado de las cifras de McCaffrey y Lamarque, “Gold: A Trojan Horse in Central Bank Reserves?”. 9Harmston, “Gold as a Store of Value”, pág. 29. 10Green, The New World of Gold, págs. 357-362. 11Harmston, op. cit., pág. 5. 12ONS, citado en TheDaily Telegraph, 11 de junio de 1999. 13Harmston, op. cit., pág. 5. 14Véase, sin embargo, Bordo y Schwartz, op. cit., pág. 27. 15Harmston, op. cit., págs. 10,18 y 54.

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16 Le debo mi agradecimiento a Henry Gillett, del Banco de Inglate­ rra, por esta información. 17Harmston, op. cit., pág. 38. 18Ibid., págs. 41-45. 19La fecha de la “Ley de Peel” fue el 2 de julio de 1819; Gran Bretaña se comprometía a retornar el oro al tipo de cambio previo a su suspen­ sión del 26 de febrero de 1797. 20El Acuerdo sobre los artículos de Bretton Woods se firmó en julio de 1944 y comenzó a funcionar con convertibilidad limitada fuera de Estados Unidos en 1946. Hasta 1959 el sistema no fue completamente operativo. 21 Obstfeld, “International Currency Experience: New Lessons and Lessons Relearned”. Una medida simple de la paridad adquisitiva es el índice “Big Mac” de The Economist, basado en la comparación de los pre­ cios de una hamburguesa estándar de McDonald’s. Según esta medida, la mayoría de las monedas de Asia, Latinoamérica y Europa del Este es­ taban subvaloradas frente al dólar en el momento en que fue escrito este libro: TheEconomist, 29 de abril de 2000. 22 Para consultar un estudio accesible, véase Krugman, The Return of Depression Economics. Sin duda, puede afirmarse que la crisis asiática so­ brevino a consecuencia de intentar mantener fijos los tipos de cambio. 23Rockoff, ‘The Wizard of Oz as Monetary Allegory”. Le debo mi agra­ decimiento a los profesores Charles Goodhart y Forrest Capie por esta referencia. 24Yeager, “Fluctuating Exchange Rates in the 19th Century: The Ex­ periences of Russia and Austria”. 25 Cooper, T he Gold Standard: Historical Facts and Future Pros­ pects”, pág. 4; Bordo y Kydland, The Gold Standard as a Commitment Mechanism”, págs. 72-75. 26Eichengreen y Flandreau, “The Geography of the Gold Standard”, cuadro 2. 27Drummond, The Gold Standard and theInternational Monetary System, pág. 12. Naturalmente, éstos variaban de acuerdo con los costes de trans­ porte marítimo, los gastos por acuñación y los tipos de interés. 28Ford, The Gold Standard, 1880-1914: Britain and Argentina. 29McCloskey y Zecher, “How the Gold Standard Worked, 1880-1913”. 30 Bloomfield, Monetary Policy under the International Gold Standard, 1880-1914.

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31 Bordo y Schwartz, op. át., pág. 15. 32Cooper, op. cit., pág. 9. 33 Barsky, ‘The Fisher Hypothesis and the Forecastability and Persis­ tence of Inflation”; Bordo y Kydland, op. cit., págs. 80-83. 34 Bordo, A Retrospective on the Classical Gold, Standard, págs. 152, 167. 35 Bordo cita las siguientes cifras para Gran Bretaña:

Inflación media Desempleo medio

1870-1913

1919-1938

1946-1979

-0,7 4,3

-4,6 13,3

5,6 2,5

Fuente: Bordo, A Retrospective on the Classical Gold Standard, pág. 168 y cuadro 5.1. 36 Bordo, “Gold as a Commitment Mechanism”, pág. 21. La sustrac­ ción de las cifras de Bordo por la inflación (en el cuadro 19) de sus cifras de los tipos a largo plazo sugiere que los tipos reales estaban en su míni­ mo bajo Bretton Woods. 37 Flandreau, L’Or du monde. Véase también del mismo autor: “Les Regles de la Pratique: La Banque de France, le marché des métaux précieux et la naissance de l’étalon-or 1848-1876”, “The French Crime of 1873: An Essay on the Emergence of the International Gold Standard, 1870-1880” y “Central Bank Cooperation in Historical Perspective: A Sceptical View”. 38 No puede carecer de significado el hecho de que prácticamente todos los mejores economistas del periodo, incluyendo a Marshall y a Wicksell, defendieron la reforma del patrón oro. 39 Bordo y Schwartz, “Monetary Policy Regimes and Economic Per­ formance”, págs. 18, 72. 40 Green, “Central Bank Gold Reserves”. Le debo mi agradecimiento a Jill Leyland, de Economics and Statistics Consultancy, por esta referencia. 41Vilar, A History of Gold and Money, 1450-1920, págs. 319 y ss. 42 Cooper, op. cit., pág. 14. En cuanto al argumento de que los busca­ dores y productores respondieron al aumento del poder adquisitivo del oro véase, por ej., Bordo, “ARetrospective...”, op. cit., pág. 166. 43Cooper, op. át., pág. 18.

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44Ford, op. cit., pág. 25. Para consultar una crítica sobre la noción de que los sistemas monetarios internacionales dependían de la hegemo­ nía de un país, véase Eichengreen, “Hegemonic Stability Theories and the International Monetary System”. 45 Eichengreen, Golden Fetters: The Gold Standard and the Great Depres­ sion, 1919-1939, pág. 73. 46Capie, Goodhart, FischerySchnadt, TheFutureofCentralBanking, pág. 11. 47Bordo y Kydland, op. cit., pág. 56; Bordo y Rockoff, ‘The Gold Stan­ dard as a ‘Good Housekeeping Seal of Approval’ ”, pág. 321; Bordo y Schwartz, “Monetary Policy Regimes...”, op. cit., pág. 10. 48Bordo, “Gold as a Commitment... ”, op. át., pág. 7. 49 Bordo y Kydland, “Gold Standard... ”, op. cit., págs. 68, 77. 50Véase Bordoy Schwartz, “Monetary Policy...”, op. át., pág. 11. 51 Bordo y Rockoff, “Good Housekeeping... ”, op. cit., págs. 327,347 y ss. 52 Bordo y Rockoff, “Was Adherence to the Gold Standard a ‘Good Housekeeping Seal of Approval’ during the Interwar Period?”, pág. 28: “Canadá pagó un 5,53 por ciento cuando estuvo fuera del patrón oro y 4,65 cuando estuvo regido por el patrón oro; Australia pagó un 6,9 por ciento y un 5,17; Chile un 8,05 y un 6,75; Dinamarca un 6,93 y un 4,8; Italia un 7,8 un y 6,25”. 53Bordo y Schwartz, “Monetary Policy... ”, op. cit., págs. 71 y ss.; Bordo y Jonung, “Return to the Convertibility Principle? Monetary and Fiscal Regimes in Historical Perspective”; Bordo y Dewald, “Historical Bond Market Inflation Credibility”. 54 Eichengreen y Hausmann, “Exchange Rates and Financial Fragi­ lity”, pág. 35. 55Mundell, “Prospects for the International Monetary System”, pág. 31. 56Bordo y Schwartz, “Monetary Policy... ”, op. át., pág. 62. 57Véase Obstfeld, op. át. 58Keynes, A Tract on Monetary Reform, pág. 138. 59 La definición de este término es una cuestión de gustos. Schwartz defiende una perspectiva monetarista según la cual importan solamente las crisis bancarias precipitadas por “una lucha pública... por la base mo­ netaria”: Schwartz, “Reíd and Pseudo-financial Crises”, pág. 11. Para con­ sultar una definición más precisa y una investigación empírica más de­ tallada, véase Bordo, “Financial Crises, Banking Crises, Stock Market Crashes and the Money Supply: Some International Evidence, 1870-

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1933”, págs. 190 y ss. Siguiendo los pasos de Irving Fisher, Minsky desarro­ lló la idea de las crisis como resultados de colisiones cíclicas entre el en­ deudamiento y los tipos de interés. Cuanto más en marcha esté una eco nomía, más probable es que un aumento del tipo de interés ocasione la reducción de la deuda: véase esp. Minsky, “A Theory o f Systematic Fragi­ lity”. La perspectiva de Minsky-Fisher aparece predominantemente en Kindleberger, Manias, Panics and Crashes: A History ofFinandal Crises. 60 Goodhart y Delargy, “Financial Crises: Plus ça change, plus c’est la même chose”. 61 Bordo y Eichengreen, “Is Our International Economic Environ­ ment Unusually Crisis Prone?” Bordo, Eichengreen e Irwin, “Is Globali­ zation Today Really Different Than Globalization a Hundred Years Ago”, págs. 47-56. 62Véase Bayoumi, Eichengreen y Taylor, “Introduction”, págs. 7 y ss., 11 y ss., para consultar un resumen de la literatura sobre este tema. 63Eichengreen y Hausmann, op. dt., pág. 28. 64 Bordo y Eichengreen, “International Economic...”, op. át., pág. 15. Véase también Wood, “Great Crashes in History: Have They Lessons for Today?”. 65Friedman y Schwartz, A Monetary History ofthe United States, 1867-1960. 66 Una violación de las reglas del juego de la que Francia también fue culpable: Eichengreen, ‘The Gold-Exchange Standard and the Great Depression”. 6/ Sólo China, España, Turquía y la Unión Soviética no lo estaban: Bor­ do y Schwartz, ‘The Changing Relationship between Gold and the Money Supply”, pág. 18; Bordo y Rockoff, “Adherence...”, op. dt., pág. 14. 68 Eichengreen, “Golden Fetters... ”, op. dt. Eichengreen y Sachs, “Ex­ change Rates... ”, op. dt. 69 Para consultar una destacada investigación, véase Bordo, “The Bretton Woods International Monetary System”. 70Bordo y Schwartz, “Changing Relationship... op. dt., pág. 19; Bor­ do, “Gold as a Commitment...”, op. dt., pág. 17; Bordo y Schwartz, “Mo­ netary Policy...”, op. dt., pág. 19. 71 Bordo, “The Bretton Woods...”, op. dt., pág. 83. Véase, sin embar­ go, el comentario de Cooper en el mismo volumen, pág. 106. Cf. Zevin, “Are World Financial Markets More Open?, págs. 56-68. 72Bordo y Schwartz, “Changing Relationship... ”, op. dt., págs. 24 y ss.

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73Krugman, The Return ofDepression Economics, págs. 96y ss. 74McKinnon y Pill, “International Overborrowing: A Decomposition of Credit and Currency Risks”; Eichengreen y Hausmann, “Exchange Rates...”, op. cit., págs. 20 y ss. 75El argumento de que éste debería ser el papel del FMI ya había sido expresado en un informe para el Congreso de Estados Unidos de Alian Meltzer (TheEconomist, 19 de marzo de 2000). Capie sostiene que no puede haber un prestamista internacional de último recurso, ya que en ausencia de un dinero mundial ninguna institución puede proveer liquidez a los mercados financieros internacionales en su totalidad, sino solamente res­ cates país por país con el peligro concomitante de un riesgo moral: Capie, “International Lender of Last Resort”. Para consultar una visión escéptica sobre los beneficios de los rescates véase Bordo y Schwartz, “Measuring Real Economic Effects of Bailouts: Historical Perspectives on How Coun­ tries in Financial Distress have Fared With and Without Bailouts”. 76McKinnon, “The East Asian Dollar Standard: Life after Death?”. 77Cooper, “A Monetary System for the Future” . 78Eltis, “The Creation and Destruction of the Euro”. 79Véase Bergsten, “America and Europe: Clash of the Titans”, págs. 20, 22,26,27. 80 Lo siguiente se basa en Ferguson y Kotlikoff, ‘The Degeneration of EMU”. Le debo mi agradecimiento a Laurence Kotlikoff por sus co­ mentarios. 81 Buiter, “Alice in Euroland”. 82 Bordo y Jonung, ‘The Future of EMU: What Does the History of Monetary Unions Tell Us?”, pág. 27. 83 Panic, European Monetary Union: Lessons from the Classical Gold, Standard. 84 Hasta ahora ambas estaban vinculadas al franco francés de modo que se volvieron parte de la zona euro en 1999: véase Fielding y Shields, “Is the Franc Zone an Optimal Currency Area?”. 85 Flandreau, ‘The Bank, the States and the Market: An Austro-Hun­ garian Tale for EMU, 1867-1914”. 86 Schubert, ‘The Dissolution of the Austro-Hungarian Currency Union”; Bordes, The Austrian Crown: Its Depredation and Stabilisation Crown, págs. 40-45. 87Einaudi, “Monetary Unions and Free Riders: The Case of the Latin Monetary Union (1865-1878)”, cap. 3.

88Einaudi, op. cit. 89 Ibid., pág. 353. Se mantuvo formalmente en existencia hasta que Suiza se retiró en 1926, deshaciéndose al año siguiente: Cohen, “Beyond EMU: The Problem of Sustainability”, pág. 191. 9° Ferguson y Koüikoff, op. cit. 91 Véanse las críticas en Cohén, op. d t Feldstein, “The Political Eco­ nomy of the European Economic and Monetary Union; Obstfeld, op. at.;Lai, “EMU and Globalisation”. 92Neal, “A Shocking View of Economic History”, págs. 327 y ss. 93Deutsche Bundesbank, “Opinion of the Central Bank Council concerning Convergence in the European Union in view of Stage Three df Economic and Monetary Union”. 94De hecho, Eichengreen y Wyplosz demuestran que en Europa ocurre lo contrario: ‘The Stability Pact: More than a Minor Nuisance?”, pág. 91. 95Bovenberg, Kremers y Masson, “Economic and Monetary Union in Europe and Constraints on National Budgetary Policies”, pág. 141; Winckler, Hochreiter y Brandner, “Deficits, Debt and European Monetary Union: Some Unpleasant Fiscal Arithmetic”, pág. 265; Hagen, “Discus­ sion of Winckler, Hochreiter and Brandner’s Paper”, pág. 278. 96 Goodhart, T h e Two Concepts of Money. Implications for the Analysis of Optimal Currency Areas”, págs. 408 y ss. 97Definida, aparentemente, como manteniendo la inflación entre el 0 y el 2 por ciento anual. 98 King, “Commentary: Monetary Policy Implications of Greater Fis­ cal Discipline”; Winckler, Hochreiter y Brandner, op. át., pág. 273. 99 Bovenberg, Kremers y Masson, op. cit., págs. 142 y ss.; Sims, The Precarious Fiscal Foundations of EMU”, pág. 15. 100 Véase, por ej., Bordo yjonung, T he Future of EMU...”, op. at., pág. 30; Berthold, Fehn y Thode, “Real Wage Rigidities, Fiscal Policy, and the Stability of EMU in the Transition Phase”. 101Eichengreen y Wyplosz, “The Stability P a c t . op. cit., pág. 103.

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C a p ít u l o La

x ii

o l a a m e r ic a n a :

l a s m a r e a s d e l a d e m o c r a c ia

1Tocqueville, La democracia en América. 2 Fukuyama, ‘‘The End o f History?” y The End of History and the Last Man. 3 Hegel, “Second Draft: The Philosophical History of the World”, págs. 26-30, 33-41. 4Sheehan, German History, 1770-1866, pág. 212. 5Fukuyama, “Capitalism and Democracy: The Missing Link”, págs. 106 y ss.

6Fukuyama, The GreatDisruption, pág. 282. 7Olson, Power and Prosperity: Outgrowing Communist and Capitalist Dic­ tatorships, págs. 8 y ss. 8Ibid., pág. 17. 9Ibid., págs. 187,192 y ss. Cf. ibid., TheRise andDecline ofNations:Economic Growth, Stagflation and Sodai Rigidities; ibid., “Big Bills Left on the Sidewalk: Why Some Nations Are Rich, and Others Poor”, esp. págs. 19 y ss. 10 North, Institutions, Institutional Change, and Economic Performance, pág. 51; véase también ibid., págs. 109 y ss. 11 Sen, Development asFreedom, págs. 51 y ss., 150yss. 12 Shin, “On the Third Wave of Democratization: A Synthesis and Evaluation of Recent Theory and Research”, págs. 156 y ss. 13Shleifer y DeLong, “Princes and Merchants: European City Growth before the Industrial Revolution”. 14Shleifer, “Government in Transition”. 15Przeworski, “The Neoliberal Fallacy”, pág. 51. 16 Butterfield, The Whig Interpretation of History. Cf. Clark, English So­ ciety, 1660-1832, un claro desarrollo de la posición anti-whig. 17La obra History ofEngland (1848, 1855) de Thomas Babington Ma­ caulay se entiende usualmente como el texto whigmás clásico. 18Tocqueville, op. dt., vol. i, págs. 8,12. 19Ibid., vol. il, pág. 324. 20Ibid., vol. il, pág. 336. 21Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revoludón. 22Jardín, Tocqueville, A Biography, págs. 427-461.

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23Przeworski, op. cit., págs. 52 y ss. 24 Institute for Democracy and Electoral Assistance, Annual Report 1998, pág. xi. 25 Ward et al., “The Spatial and Temporal Diffusion of Democracy, 1946-1994”, pág. 3. 26Starr, “Democratic Dominoes: Diffusion Approaches to the Spread of Democracy”, pág. 356. 27 Modelski y Perry, “Democratisation in Long Perspective”, pág. 23. 28Herodoto, Historias, págs. 238-241 (libro III, 82). 29Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y democracia. 30 Hayek, The Road to Serfdom. 31 Véase, por ej., Bollen, “Issues in the Comparative Measurement of Political Democracy”; ibid., “Liberal Democracy: Validity and Method Factors in Cross-National Measures”. 32Según la definición de Freedom House: “Un país da derechos politicos a los ciudadanos cuando les permite formar partidos políticos que represen­ tan una gama significativa de las preferencias de los votantes y cuyos líderes pueden competir abiertamente para ser elegidos para posiciones de poder en el gobierno. Un país defiende las libertades civiles de sus ciudadanos cuando respeta y protege sus derechos religiosos, étnicos, económicos, lin­ güísticos y otros incluyendo los derechos de género y los familiares, las liber­ tades personales y la libertad de prensa, la de creencia y la de asociación”. 33Karatnycky, “The Decline of Illiberal Democracy”, pág. 112. 34El hecho de que éstas fueron Nigeria, Indonesia y Sierra Leona de­ muestra cuán efímero, si no enteramente ilusorio, puede ser el progreso mencionado. 35 Zakaria, “The Rise of Illiberal Democracy”. 36 “La lista de democracias electorales de Freedom House se basa en un estándar riguroso que requiere que toda la autoridad nacional elegi­ da sea producto de procesos electorales libres yjustos”: ni México ni Malaisia cumplen los requisitos. 37Karatnycky, op. cit., págs. 116yss. 38 LeDuc y Niemi (eds.), ComparingDemocracies: Elections and Voting in Global Perspective, cuadros 1.1-1.7. 39Blais y Massicotte, “Electoral Systems”, pág. 67. 40 Vincent, “All That Matters is What Tony Wants”, London Review of Books, 16 de marzo de 2000, pág. 11. La Cámara de los Lores ha sido siem­

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pre nombrada por la Corona: el gran cambio introducido por el gobier­ no de Blair ha sido la abolición del principio hereditario que permitía a aquellos con títulos de nobleza pasar el título y el escaño en los Lores a sus herederos varones. 41Lipset, “The Social Requisites of Democracy Revisited”, pág. 87. 42 Shin, “On the Third Wave of Democratization: A Synthesis and Evaluation of Recent Theory and Research”, pág. 159. Cf. Przeworski et al., “What Makes Democracies Endure?”, pág. 45. 43Shin, op. cit., pág. 160. 44 Grilli, Mascandiero y Tabellini, “Political and Monetary Institutions and Public Financial Policies in the Industrial Countries”, pág. 356. 45 Giddens, Runaway World: How Globalization is Reshaping Our Lives, pág. 63. 46Lipset, op. cit., págs. 8 y ss. 47La media del indicador de la democracia en el África subsahariana alcanzó un máximo de 0,58 en 1960 (26 países), luego (para 43 países) cayó a puntuaciones bajo el 0,19 en 1977 y el 0,18 en 1989 antes de subir al 0,38 en 1994”: Barro, “Determinants of Economic Growth: A CrossCountry Empirical Study”, pág. 36. 48Para consultar detalles sobre las tres versiones de los grupos de da­ tos Polity, véase Gurr, “Persistence and Change in Political Systems, 18001971”; Gurr, Jaggers y Moore, “The Transformation of the Western Sta­ te: The Growth of Democracy, Autocracy, and State Power since 1800”; Jaggers y Gurr, “Transitions to Democracy: Tracking Democracy’s Third Wave with the Polity III Data”; Gleditsch y Ward, “Double Take: A Re­ examination of Democracy and Autocracy in Modern Polities”. 49Huntington, The Third Wave, págs. 17-21. 50 Sobre un muestreo de más de cien países, el índice de la democra­ cia de Gastil (modificado por Barro a fin de que oscile entre 0 para no democracia y 1 para democracia completa) muestra un máximo del ín­ dice medio de 0,66 en 1960, un mínimo de 0,44 en 1975, seguido de un incremento hasta 0,58 en 1994: Barro, op. cit., pág. 35. Cf. Gastil, Freedom in the World. 51 Modelski y Perry, op. cit., pág. 25 n. 52Aunque abiertamente xenófobo en su oposición a la inmigración, el Partido de la Libertad tenía un indudable mandato democrático. La ironía complementaria de un canciller alemán sermoneando a los italia­

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nos al advertirles que sufrirían el mismo destino si la Alianza Nacional entrase en una coalición no merece comentarios (entrevista con Ger­ hard Schróder, Corriere della Sera, 17 de febrero de 2000). 53 TheEconomist, World in Figures, págs. 38yss. 54Karatnycky, op. át., pág. 123. Según otro estudio de Freedom House sobre países poscomunistas, “las democracias consolidadas y las econo­ mías de mercado tuvieron una tasa de crecimiento medio del 4,7 por ciento en 1997; los sistemas políticos y económicos en transición del 1,4 por ciento; y las dictaduras consolidadas y economías estatistas una caída media del PIB de aproximadamente el 3 por ciento”. 55 Lipset, op. át., págs. 75-85. 56 Ibid., pág. 103. 57 Lipset, op. át., págs. 8 y ss.; Lipset, Seong y Torres, “A Comparative Analysis of the Social Requisites of Democracy”, págs. 165-171. 58Bollen yjackman, op. át. 59Przeworski et al., op. át., págs. 41,49. 60Barro, op. át., pág. 1. 61 Friedman, “Other Times, Other Places: The European Democra­ cies”, págs. 2,29. Véanse también págs. 54, 86. 62Lipset, op. át., pág. 16. 63Ibid., pág. 17. Véase Przeworski et al., op. át., pág. 42, para consultar una visión opuesta. 64Muller, “Democracy, Economic Development, and Income Inequa­ lity” y “Economic Determinants of Democracy”. Véase también Muller y Seligson, “Civic Culture and Democracy: The Question of Causal Rela­ tionships”; Przeworski etal., op. át. 65 La correlación se estableció entre el crecimiento medio anual del PIB real y el ranking de libertad política media de Freedom House (que se extendía de 1, el país más libre políticamente, a 7, el menos libre). El coeficiente de correlación para la muestra completa fue de 0,18. 66 Broadberry, “How did the United States and Germany Overtake Britain?”. 67Przeworski et al., op. át., pág. 42. 68Joll, Europe since 1870: An International History, pág. 357. 69 Véase Schiel, “Pillars of Democracy: A Study of the Democratisation Process in Europe after the First World War”. Agradezco aJuliane Schiel su ayuda en este tema.

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70 Gasiorowski, “Economic Crisis and Political Regime Change: An Event History Analysis”, págs. 883 y ss., 892. 71 Calculado de las cifras de Rummel, Lethal Politics: Soviet Democide and Mass Murder since 1917, y de Mitchell, European Historical Statistics, 1750-1975. 72 Easterly y Fischer, “The Soviet Economic Decline: Historical and Republican Data”. 73 Przeworski señala que de las veinte investigaciones revisadas, ocho llegaban a la conclusión de que la democracia favorecía el crecimiento más que el autoritarismo, ocho señalaban lo contrario y cuatro no en­ contraban diferencias. Przeworski, ‘The Neo-Liberal Fallacy”, op. cit., pág. 52. 74Landes, The Wealth and Poverty ofNations, págs. 217 y ss. 75Barro, op. cit., pág. 32. 76 Schwarz, “Democracy and Market-oriented Reform-A Love-Hate Relationship?”. 77Alesinay Rodrik, “Distributive Policies and Economic Growth”. 78Barro, op. cit., pág. 37. 79Ibid., págs. 2 y ss. La cursiva es mía. 80Eichengreen, GoldenFetters: The Gold Standard and the GreatDepression, 1919-1939, págs. 9, 25, 92-97. Más precisamente, Eichengreen aplica la idea de Lipset según la cual la representación proporcional produce go­ biernos inestables, especialmente cuando el electorado está polarizado. Las “divisiones de corte transversal” —cuando las divisiones religiosas y económicas no son congruentes, por ejemplo— tienden a reducir el pro­ blema; debido a esto, por ejemplo, podemos explicar la relativa estabili­ dad de Holanda durante el periodo. Cf. Lipset, op. cit., págs. 91 y ss. 81 Barro, op. cit., pág. 34. 82Alesina el al., op. cit., págs. 21 y ss. 83Hansard, 11 de noviembre de 1947, col. 206. 84Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, págs. 112,154. 85 Ibid., pág. 24. 86Weber entendía “que la conducta racional descansaba en la idea de vocación” como “uno de los elementos fundamentales del espíritu del ca­ pitalismo moderno”: ibid., pág. 180. Pero en otros sitios reconoció el ca­ rácter irracional del “ascetismo cristiano”: “El tipo ideal de empresario capitalista... no saca nada de su fortuna para sí, excepto la sensación irra­

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cional de haber hecho bien su trabajo”. El “hombre existe por su negocio y no al revés”, lo que “desde el punto de vista de su felicidad personal” era “irracional”: págs. 70 y ss. Todavía más problemático es el golpe velado y mordaz de Weber contra losjudíos, quienes representaban la excepción más obvia al argumento del autor: “Losjudíos se inclinaron por el capita­ lismo aventurero que estaba orientado hacia la política y la especulación; su ethos iiie... el del capitalismo de los parias. El puritanismo, en cambio, fue el portador del ethos de la organización racional del capital y el traba­ jo ”: pág. 166. Weber fue, asimismo, misteriosamente ciego al éxito de los capitalistas católicos de Francia y Bélgica, entre otros lugares. 87Véase, por ej., Lai, Unintended, Consequences: The Impact ofFactorEny dowments, Culture and Politics on Long-Run Economic Performance. 88Landes, op. cit., passim. Véase también Sacks, Morals and Markets. 89Huntington, The Clash of Civilisations and theRemaking of World Order. 90Lipset, Seong y Torres, op. cit., págs. 165-171. Véase también Bollen, op. át.; Bollen y Jackman, op. üt. 91 Lipset, Seong y Torres, op. cit. 92Véase, por ej., Soto, The Mystery of Capital: Why Capitalism Triumphs in the West andFails Everywhere Else. 93North, op. át, esp. págs. 96-103,113yss., 127 yss., 139 yss. 94 Véase el trabajo más reciente de Phillips, The Cousins’ Wars: Reli­ gion, Politics, and the Triumph ofAnglo America.

C a p ít u l o U

x ih

n id a d e s fr a g m e n t a d a s

1Rezzori, The Snows of Yesteryear: Portraitsfor anAutobiography, págs. 65 y ss. 2Ibid., págs. 283, 285. 3Bulreigh, Third Reich, pág. 620. 4Sombart, Diefuden and das Wirtschaftsleben. 5 Mazower, Dark Continent: Europe’s Twentieth Century, págs. 51-63 y cuadro I. 6 Schiel, “Pillars of Democracy: A Study of the Democratisation Pro­ cess in Europe after the First World War”, citando ajunghahn, Minorities in Europe, Nueva York, 1932, págs. 114-119. 7Ash, The History of thePresent, pág. 373.

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8Véase Davies, The Isles. Para consultar una crítica, véase Clark, “Pro­ testantism, Nationalism and National Identity, 1660-1832”. 9Hobsbawm, TheAge of Capital: 1848-1875, pág. 107. 10 Hinsley, Power and the Pursuit of Peace: Theory and Practice in the His­ tory of the Relations between States, pigs. 33 y ss. 11Ibid., pág. 46. 12Citado en Knock, ToEnd All Wars: Woodrow Wilson and the Questfor a New World Order, pág. 35. 13Ibid., pág. 77. 14Ibid., pág. 113. 15Ibid., págs. 143 y ss. 16Ibid., pág. 152. 17Keylor, ‘Versailles and International Diplomacy”, pág. 492. 18Gilbert, TheFirst World War, págs. 528, 530. 19Goldstein, “Great Britain: The Home Front”, pág. 151. 20Citado en Fink, “The Minorities Question at the Paris Peace Confe­ rence... ”, pág. 258. 21 Mazower, op. rít., pág. 61. 22Petzina, Abelshauser y Faust (eds.), op. cit., pág. 23. 23 Overy, The Times Atlas of the Twentieth Century, pág. 51. 24 Rummel, Statistics ofDemocide: Genocide and Mass Murder Since 1900, apéndice, cuadro 16A.1, y Democide: Nazi Genocide and Mass Murder, cua­ dros 1.1 y 1.3. 25 Rummel, Lethal Politics: Soviet Democide and Mass Murder since 1917, cuadros 1.3 y l.B. Cf. Conquest, The Great Terror: A Reassessment, págs. 484-489, y TheNation Killers, págs. 64, 111; Martin, “Origins of Soviet Eth­ nic Cleansing”, pág. 851. Le debo mi agradecimiento a Erik Brynhildsbakken por su ayuda en esta cuesdón. 26 Chesnoff, Pack of Thieves: How Hitler and Europe Plundered thefews and Committed the Greatest Theft in History, pág. 283. 27Rubinstein, “Entrepreneurial Minorities: A Typology”. 28Mazower, op. cit., cuadro 1. 29 Cook y Paxton (eds.), European Political Facts, 1900-1996. Cf. The Economist, 3 de enero de 1998. 30Alesina y Wacziarg, “Openness, Country Size and the Government”, pág. 4; Alesina, Spolaore y Wacziarg, “Economic Integration and Politi­ cal Disintegration”, págs. 1, 23.

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31 The Economist, 3 de enero de 1998. 32 Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1 780: Programme, Myth, Rear lily, pág. 175. 33Alesinay Spolaore, “On the Number and Size of Nations”. 34Alesina y Wacziarg, “Openness. 35Alesina y Spolaore, “International Conflict, Defence Spending and the Size of Countries”. 36 Ibid., pág. 18. 37Gourevitch, We Wish to Inform You that Tomorrow We Will Be Killed with OurFamilies: Storiesfrom Rwanda. Lo que catalizó la masacre fue el asesina­ to del presidente Juvenal Habyarimana (hutu) posterior al acuerdo de paz con el Frente Patriótico de Ruanda (liderado por los tutsis). 38 Collier y Hoeffler, “On Economic Causes of Civil War”, págs. 568 y ss. Su investigación sobre el África moderna destaca la polarización étnica —cuando hay dos grupos, uno en la mayoría— por sobre la hete­ rogeneidad étnica —grupos múltiples— como causa de conflicto. 39Alesina, Spolaore y Wacziarg, “Economic...”, op. cit., pág. 26. 40Uno de los defectos más obvios es que el Banco Mundial hace cada vez más negocios que podría realizar el sector privado: en los últimos siete años, un 70 por ciento de sus préstamos no privilegiados fueron a once grandes pa­ íses que tenían pleno acceso a los mercados de capitales mundiales (entre ellos, China, Argentina, México y Brasil): TheEconomist, 18 de marzo de 2000* 41James, Globalization and its Sins: Lessons from Previous Collapses and Crashes, págs. 42-49. 42Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1780: Programme, Myth, Rea­ lity, pág. 174. 43 Prospect, abril de 2000. Cf. Jenkins, “The Power of NGO’s”, Institute of United States Studies: Lanesborough Lunch, 5 de abril de 2000. 44Hutchinson Almanac 2000, pág. 345. 45 The Economist, 19 de diciembre de 1998; OCDE, Economic Outlook, 65, junio de 1999, pág. 252. 46Hinsley, op. cit., pág. 315. 47 Shawcross, Deliver Us From Evil: Peacekeepers, Warlords and a World of Endless Conflict. 48Caplan, “Humanitarian Intervention: Which Way Forward?”, Ethics and International Affairs, págs. 25 y ss. 49Ibid., págs. 26 y ss.

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C a p ít u l o

x iv

E n c o g im ie n t o :

Los LÍMITES DEL PODER ECONÓMICO 1Proveniente de The White Man’s Burden (“La carga del hombre blan­ co”). Para evitar ofender la sensibilidad moderna, esto puede corregirse como para que se lea: “La carga del hombre rico”. 2Kennedy, The Rise andFall of the Great Powers, págs. XVI, xxvi. 3Ibid., pág. 567. Véase también pág. 254. 4Ibid., págs. xvi, xxvi. 5Ibid., págs. 696 y ss. 6Ibid., págs. 573 y ss. 7 Ibid., pág. 668. Esta página es singular también por la siguiente afir­ mación: “El estado actual de las relaciones entre México y Estados Uni­ dos... hace que la ‘crisis’ polaca para la Unión Soviética parezca peque­ ña en comparación”. 8 Ibid., pág. 689. 9 Ibid., págs. 665 y ss. 10 O’Brien, “Imperialism and the Rise and Decline of the British Eco­ nomy, 1688-1989”. 11 Olson, The Rise and Decline of Nations: Economic Growth, Stagflation and Social Rigidities. 12Ibid., pág. 236. 13Véase Kindleberger, WorldEconomic Primacy, 1500-1900, págs. 46-53. 14Citado en Nef, War and Human Progress: An Essay on the Rise ofIndus­ trial Civilization, pág. 342. 15Ibid., pág. 333. 16Smith, The Wealth ofNations, libro III, cap. 4. 17Nef, op. cit., págs. 341 y ss. 18Angelí, The Great Elusion, pág. 295. 19Friedman, The Lexus and the Olive Tree, págs. 248-275. 20 Luard, War in International Society: A Study in International Sociology, págs. 239 y ss. 21 Ibid., págs. 80yss. 22Bonney, “The Struggle for Great Power Status”, págs. 351 y ss. 23Ibid., pág. 357. Cf. Kennedy, op. cit., pág. 172. 24Towle, “Nineteenth-century Indemnities”.

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25 Ibid. Le debo mi agradecimiento al doctor Philip Towle por haber­ me provisto de esta y otras cifras referidas a las indemnizaciones del si­ g l o XIX.

26 Ferguson, The World’s Banker, págs. 666 y ss. Las estadísticas del gas­ to militar prusiano son de Jakrbuch für die Statistik des Preussischen Staats (1869), págs. 372-443,466-545. 27 White, “Making the French Pay: The Costs and Consequences of the Napoleonic Reparations”, pág. 23. Las cifras del presupuesto pru­ siano de defensa de 1870 provienen de la base de datos “Correlates o£ War”. 28Goldsmith, PremodemFinancial Systems, págs. 48-51. 29Muto, “The Spanish System: Centre and Periphery”, págs. 248 y ss.; Gelabert, “The Fiscal Burden”, pág. 564 y nota. 30Bonney, “Revenues”. 31White, op. cit., especialmente págs. 21 y ss. Cf. Kindleberger, op. áL¡ págs. 219 y ss. i 32Bonney, “The Struggle...”, op. cit., pág. 382. Cf. Buxton, Finance and Politics: An Historical Study, 1783-1885, vol. I, pág. 6. 33Hardach, TheFirst World War, 1914-1918, pág. 153. 34 White, op. cit., pág. 23. Para consultar una discusión completa del tema, véase Ferguson, “The Balance of Payments Question: Versailles and After”. 35Véase Schuker, “American ‘Reparations’ to Germany, 1919-1933”. 36 Calculado de las cifras de Abelshauser, “Germany: Guns, Butter and Economic Miracles”, pág. 143. 37Calculado de las cifras de la base de datos “Correlates of War”. 38Naimark, The Russians in Germany: A History of the Soviet Zone of Occu­ pation, 1945-1949. 39Bonney, op. cit., pág. 345; White, “France and the Failure to Moder­ nise...”, pág. 5. 40 O’Brien, “Inseparable Connections: Trade, Economy, Fiscal State, and the Expansion of Empire, 1688-1815”. 41 Duffy, “World-Wide War and British Expansion”. 42Estadísticas de la base de datos “Correlates of War”. 43Ferguson, ThePity of War, passim. 44Harrison, “The Economics of World War II: An Overview”, pág. 10. 45 Ibid., pág. 17.

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46Mitchell, European Historical Statistics, pág. 360. 47Harrison, op. át., pág. 3. 48 Overy, Why theAllies Won, pág. 15. 49 Harrison, op. át., pág. 6. Nota: estas cifras excluyen a China de los aliados. 50Ibid., pág. 26. 51 Broadberryy Howlett, “The United Kingdom: ‘Victory at All Costs’ ATH”, pág. 55; Rockoff, ‘The United States”, pág. 101; Abelshauser, op. át., pág. 162; Hara, ‘Japan: Guns Before Rice”, pág. 254. 62Johnson, The Nazi Terror: Gestapo, Jews and Ordinary Germans, págs. 315 y ss. 53Harrison, ‘The Soviet Union: The Defeated Victor”. 54Citado en Doyle, “Liberalism and World Politics”, pág. 1160. 55 Gates, Knutsen y Moses, “Democracy and Peace: A More Skeptical View”, pág. 6. 56Doyle, op. át., pág. 1162. 57 Calculado de las cifras disponibles de las últimas encuestas de SIPRI y de Freedom House. 58Russett, “Counterfactuals about War and Its Absence”, pág. 181. 59 Ibid., pág. 185. 60 Maoz y Abdolali, “Regime Types and International Conflict, 18161976”; Dixon, “Democracy and the Peaceful Settlement of International Conflict”. 61Wardy Gleditsch, “Democratising for Peace”. 62Kennedy, op. át., pág. 799 y nota. 63 O’Brien, Power with Profit, págs. 34 y ss. 64Kennedy, op. át., págs. 407, 413. 65Ibid., págs. 127,159. 66Los coeficientes de las correlaciones de los gastos de defensa como porcentaje de PIB/PNB frente al crecimiento real del PIB/PNB son los siguientes: Reino Unido, 1850-1997: 0,001; Estados Unidos, 1890-1998: 0,06; Reino Unido, 1961-1997: -0,03; Estados Unidos, 1961-1998: 0,07. La máxima correlación posible (positiva o negativa) es más o menos 1. 67 El gasto en la defensa como proporción de las cifras del PIB se calculó de los totales anuales de SIPRI; las cifras de crecimiento medio, de The Economist. El coeficiente de correlación para 59 países del muestreo fue-0,05.

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68 Véase Kennedy, Preparingfor the Twenty-first Century, págs. 293 y ss. 69Los cálculos del autor se basan en las cifras del PIB real del Federal Reserve Bank de San Luis. 70Si el presidente Cárter hubiera, milagrosamente, gobernado duran­ te tres mandatos, y de haberlo sucedido Bill Clinton, los gastos totales en defensa (asumiendo la inexistencia de cambios de política) habrían sido, de 1977 a 1998, de 6.100 millones de dólares. Los gastos efectivos fueron de 7.400 millones de dólares. El coste anual es la diferencia repartida durante todo el periodo, desde la etapa gubernamental de Ronald Rea­ gan hasta 1998; es decir, incluye tanto la inversión en la Iniciativa de De­ fensa Estratégica y otros gastos en armamento de la era de Reagan, como el “dividendo por la paz” posterior a 1989. 71 Fitzgerald, Way Out There in the Blue: Reagan, Star Wars and theEnd of the Coid War. 72 En 1992, después de un 22 por ciento de reducción de la cantidad de cabezas nucleares de las superpotencias, el rendimiento total del ar­ senal nuclear estratégico soviético era de más de 4 millones de kilotones, en comparación a la cifra norteamericana de poco más de 1 millón. Fieldhouse, “Nuclear Weapons Developments and Unilateral Reduction Initiatives”, págs. 74-119. Es importante destacar que la capacidad des­ tructiva del arsenal nuclear estratégico soviético era al menos cuatro ve­ ces mayor que el de Estados Unidos. No puede descartarse la posibili­ dad de que los soviéticos estaban sobre-armados. 73 Schulz y Weingast, “The Democratic Advantage: The Institutional Sources of State Power in International Competition”, págs. 30-40. 74 O ’Brien y Prados de la Escosura, “Balance Sheets for the Acquisition, Retention and Loss of European Empires Overseas”. 75O’Brien, “Imperialism... ”, op. cit., págs. 56, 65 y ss., 75. 76Offer, “The British Empire, 1870-1914: A Waste of Money?”. Cf. Offer, “Costs and Benefits, Prosperity and Security, 1870-1914”. 77Edelstein, “Imperialism: Cost and Benefit”, pág. 205. Hemos de admi­ tir que esto se basa en la peor situación posible en la que, en ausencia de control imperial entre 1870 y 1913, el comercio con los dominios se habría reducido en un 30 por ciento y el comercio con las otras colonias en un 75 por ciento. De haberse dado una situación más benigna, en la que los aran­ celes hubieran aumentado pero el comercio se hubiera mantenido igual, el coste habría sido aproximadamente del 1,6-3,8 por ciento del PNB.

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78James, Globalization and its Sins, pág- 145. 79 Hobson, “The Military-extraction Gap and the Wary Titan: The Fiscal Sociology of British Defence Policy, 1870-1913”. 80Ferguson, The Pity of War. 81H o b s o n , op. cit. 82 Así lo sugiere Charmley, Churchill: The End of Glory, A Political Bio­ graphy. 83 TheEconomist, 3 de junio de 2000. 84 TheFinanríal Times, 13 de julio de 1999. 85 La Cámara de los Comunes, Foreign Affairs Select Committee, 1 de octubre de 1999. 86 TheFinancial Times, 17 de septiembre de 1999. 87 Mark Danner, “Kosovo: The Meaning of Victory”, New York Review ofBooks, 15 de julio de 1999. 88Timothy Garton Ash, “Kosovo and Beyond”, New YorkReview ofBooks, 24 dejunio de 1999. 89Brittan, “An Ethical Foreign Policy?”, pág. 10. 90Ignatieff, Virtual War: Kosovo and Beyond, pág. 193. 91 TheFinancial Times, 14 de junio de 1999. 92Zbigniew Brzezinski, “Why Milosevic Cracked”, Prospect, noviembre 1999, págs. lOyss. 93Maier, “Empires or Nations? 1918,1945,1989...”, esp. pág. 27 (don­ de sugiere el más torpe “Sistema Atlántico de Coordinación Imperial”) . 94Ibid., págs. 33, 35. 95Kindleberger, The World in Depression, 1929-1939. 96 Gilpin, The Challenge of Global Capitalism: The World Economy in the 21st Century. 97Ignatieff, op. át., pág. 209.

C o n c l u s ió n

1Tolstói, Guerraypaz. 2Ibid. 3Cornwell, Hitler’s Pope: The Secret History ofPius XII. 4Tolstói, Guerraypaz, primer epílogo, cap. XVI.

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B

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d ic e a n a l it ic o

acontecim ientos políticos. Véase

alcohol

también crisis financieras co m o causa de la crisis

im puestos sobre el, 94 m o n o p o lio s estatales sobre el,

financiera, 3 7 1-37 3

83

crisis financieras y, 3 7 4 -3 7 6

A lem ania. Véase también Prusia

influencia sobre el m ercad o de

balanza generacional negativa

la deu da, 2 4 5-25 5

en , 2 9 0

influencia sobre el m ercad o de

burocracias en la A lem an ia de

valores, 41 8

H itler, 132, 133

activos estatales c o m o alternativa a

conflictos étnicos en el

la tributación, 8 0 -8 2

perio d o d e entreguerras y,

A cu erd o G en eral sobre Aranceles

5 1 2 ,5 1 3

y C om ercio ( G A T T ), 87. Véase

fatiga política

también O rganización M undial

(politikverdrossenheit), 3 2 2 -3 2 4

del C om ercio (O M C )

A lem an ia, b on os

acuñación. Véase m on e d a

fluctuaciones del m ercado

Afganistán, invasión rusa d e , 23 0

durante las crisis políticas

Africa

(1 9 3 3 -1 9 3 9 ), 3 4 8 , 3 4 9

balcanización en Africa

hiperinflación y, 243

subsahariana, 5 1 6

A lem an ia, política fiscal

B an co Central de Africa

déficit presupuestarios

Ecuatorial, 45 8 gasto militar en, 5 5 7

(c o n te m p o rá n eo s),

U n ió n E co n óm ica y M onetaria

1 7 1 ,1 7 2 déficit presupuestarios

d e África O ccidental, 45 8

(históricos), 175-177

alcabala, 88

717

depreciación de la m o n e d a

gasto durante la II Guerra M undial, 66

posterior a la II Guerra M u n d ial e inflación en , 20 7-

nivel d e m ovilización, 48-50

210

A lem ania, d eu da nacional

fracaso en la exacción de

crisis política debida a los

im puestos sobre el capital en,

costes del servicio de la deuda,

196

187 ratio entre el servicio de la

inflación, experiencias de, 191-19 4

deu da y los presupuestos, 188,

inflación, papel del banco en,

189

217

A lem ania, tributación

inflación y depreciación, posterior

im puestos d e sucesiones, 98

a la I G uerra M u n d ial, 2 0 7 -2 0 9 nacionalización de los bancos

im puestos sobre la renta, 106

(posterior a la I G uerra

protesta contra los im puestos

M u n d ia l), 2 1 7 , 218

indirectos, 92

program as de creación de em p leo

Alesina, A lberto, m od elizan do la

en la A lem an ia de H id er, 142,

deuda nacional, 27 3

143

alteración de la m o n e d a , inflación de precios y, 2 0 1 , 202

utilización de aranceles proteccionistas en , 86

A m sterdam , c o m o centro financiero,

A lem an ia, ejército d epredaciones territoriales y

56 3 A n g elí, N orm an

financieras durante el periodo

sobre la im posibilidad de una

de entreguerras, 5 3 7

guerra entre las grandes

éxitos (I y II G uerra M u n d ia l),

potencias, 38 9 , 390

5 4 0-54 2

sobre la relación entre paz y

fracaso británico en disuadir al (siglo x x ) , 5 5 3

prosperidad, 53 2 , 5 3 3 A n tigu o Régim en

gasto (siglo x ix ), 65

corrupción en el, 115

gasto c o m o p rop orción del

elevado nivel d e tributación

produ cto ec o n ó m ic o

directa en el, 109

(siglo x ix ), 71

protestas contra los im puestos en

gasto c o m o proporción del produ cto ec o n ó m ic o

el, 95 E l A n illo de los N ibehtngos, (W a g n e r ),

(siglo x x ) , 73 gasto durante la I Guerra

1 4 ,1 5 antisem itism o, 5 1 2 , 5 1 3 . Véase también

M u ndial, 66

etnicidad

7 18

déficit presupuestarios, 172,

anualidades vitalicias

17 3

crisis de la d eu da francesa y, 162,

depreciación de la m o n e d a e

2 3 9 , 24 0

inflación (posterior a la I

d eu da n acional eu rop ea y, 152,

G uerra M u n d ia l), 2 0 7 -2 0 9

1 5 6 ,1 5 7

frecuencia de la guerra,

Arabia Saudí, efecto sobre los

46

rendim ientos de los bon os

gasto militar com o proporción del

norteam ericanos p o r la acción

producto económico

política en, 251

(siglo XIX), 69

aranceles

gasto militar (siglo x v ii), 6 4

acuerdos bilaterales para reducir

gasto militar (siglo x ix ), 65

los, 87

inflación