Dime Que Me Quieres

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Dime Que Me Quieres

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XV CERTAMEN DE DECLARACIONES DE AMOR

Dime que me quieres RELATOS PREMIADOS 2015

Relatos premiados en el

XV Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2015

Esta publicación recoge los relatos premiados y finalistas del Certamen de Declaraciones de Amor “Dime que me quieres” que cada año organiza el Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga a través de la Red de bibliotecas Públicas Municipales. Entre estas páginas se encierra todo un proceso que arranca allá por el mes de noviembre, y cada año, en este entorno tan magnífico como es el de la Feria del Libro, se hace libro para hablarnos de amor. En esta XV edición, los miembros del jurado han escogido las voces de autores que desde Almería, Cádiz, Albacete, Madrid y Málaga tuvieron a bien enviar sus relatos. Les invitamos a que disfruten con su lectura, a que se emocionen y a que se sonrían, que de todo tiene y para todo da el amor. Dar la enhorabuena a ganadores y finalistas así como a los participantes y agradecer la labor de los miembros del jurado, la profesora Amparo Quiles y los escritores Pablo Aranda y José A. Garriga Vela. Y sobre todo, animar a quienes disfrutan con la escritura y la lectura a seguir con este “Dime que me quieres”.

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Índice PREMIADOS

Primer Premio

Capicúa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Raúl Clavero Blázquez

Madrid

Segundo Premio

Amor orgánico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Sandra Almazán María Madrid Tercer Premio

Dímelo en una carta. . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 Jorge Muñoz Mellado Málaga

finalistas

Mi imperio por un higo . . . . . . . . . . . . . . . . 35 Lola Clavero Toledo Málaga

Para eso está Whitman. . . . . . . . . . . . . . . . 47 Mar de los Ríos Almería

On La Habana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 Luisa Díaz Carbayo Estepona

Pronunciar tu nombre. . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Daniel Morales Pérez Málaga

Amigos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 Juan Lorenzo Collado Albacete

Mucha química . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 José Manuel Gómez Vega Torrejón de Ardoz

Para Don Eduardo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Nélida Leal Rodríguez Cádiz 5

Primer Premio Capicúa Raúl Clavero Blázquez Madrid

XV Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2015

Capicúa Raúl Clavero Blázquez

1 Ricardo estudiaba en su cuarto cuando escuchó un estruendo similar al fin del mundo en el patio de su casa. Salió con el corazón encogido y una raqueta de tenis como única arma. El barrio se había vuelto peligroso en los últimos años y pensaba que habría de enfrentarse a un par de atracadores, pero lo único que encontró fue a una muchacha de su edad. Estaba tumbada boca abajo, con la cabeza ladeada, tenía los labios entreabiertos y sus brazos, extendidos y ligeramente doblados, se asemejaban a dos ramas secas a punto de quebrarse. Entre las manos se aferraba a un trozo de cuerda como quien entrega su suerte a un tablón en un naufragio. —¿Y tú de dónde has salido? —gritó Ricardo. La joven se dio la vuelta pesadamente y apuntó con sus ojos al cielo. Su pupila derecha brilló de pronto. ­—Soy un ángel. Ricardo miró hacia arriba con la rapidez suficiente como para ver cuatro cabezas adolescentes agazapándose detrás de una ventana del tercer piso. La chica rió y comenzó a escupir sangre. ­­—Me aposté con esos idiotas a que era capaz de aguantar colgada diez segundos, pero esta porquería de tendedero se rompió. —¿Ellos son los idiotas? —Vale, vale. Entendido. Soy Marina pero todo el mundo me llama Falconetti —dijo señalándose el ojo—. Es de cristal. —Mis padres no están, pero en la nevera han dejado apuntado el teléfono del médico. Si quieres le llamo. 9

Primer Premio

Capicúa Raúl Clavero Blázquez

—Ni hablar. Si me ve un médico seguro que me dice que me quede en casa. Los médicos siempre dicen ese tipo de cosas. —¿Y qué? —Que no puedo quedarme en casa. Esta tarde tengo una carrera. Corro, ¿sabes? Cuatrocientos metros. —Con el golpe que te has dado, dentro de un rato ni siquiera podrás moverte. —¿Quieres apostar algo? 2 —Sumando los de anoche, ya han desaparecido cerca de trescientos kilos de cableado en una semana ¿Sabes cuánto nos han robado en el último año? Más de doscientos mil euros. Ricardo miró el enorme socavón excavado junto a la caseta de madera del generador. —¿Cómo lo han hecho? —Con una de nuestras palas —dijo el capataz. Un chasquido agónico de barco que se hunde precedió el desprendimiento de parte de la tierra sobre la que aún se sostenía la caseta. Ricardo dio un salto hacia atrás. —¡Joder! Había regresado después de veinte años. Aquel era el primer edificio que construía en su ciudad natal y por momentos empezaba a dudar de que pudiera terminarlo. —Ricardo, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué hemos venido? ¿No te das cuenta de que nadie quiere vivir ya en estas calles? Ricardo dio media vuelta. Contempló el barrio que se extendía a sus pies como una mancha de aceite, y supo que ya no le pertenecía, supo que se había convertido para él en una especie de puzzle indescifrable, en una fotografía borrosa olvidada en el fondo de un cajón. Respiro profundamente y se dejó invadir por el mismo aire denso que había ocupado cada uno de los rincones de su adolescencia. —Tengo una deuda – dijo. —¿Qué? ¿Con quién? ¿Hay algo que debas contarme? —No —respondió Ricardo, esbozando una sonrisa—. No te preocupes, es 10

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sólo una deuda con mi pasado. El capataz lo observó un instante como si estuviera ante una montaña inabarcable, después carraspéo una, dos, tres veces y se marchó. —Pues muy bien, pero mientras tú te pierdes en tus recuerdos el dinero se nos va cayendo de los bolsillos —dijo alejándose hacia el interior del edificio—. Poco a poco. Se nos esfuma. Ricardo apenas lo escuchaba, toda su atención se concentraba en otear el horizonte, en buscar en cada una de las sombras que poblaban la noche la única silueta que le interesaba reconocer. 3 Tres años después de que aterrizara en su vida, Falconetti se sacó por primera vez el ojo de cristal delante de Ricardo. —¿Quieres tocarme el hueco? —dijo. —¿Y por qué iba a querer hacerlo? —No sé. Todo el mundo siente curiosidad. Falconetti se había rapado completamente la cabeza. En su rostro ya comenzaba a dibujarse un perfil de chica solitaria. A veces, cuando Ricardo la miraba se imaginaba el nombre de la muchacha escrito sobre una lápida invadida por una gruesa capa de musgo. —Fue mi padre, ¿sabes? Me pegó una patada en la cara cuando yo no era más que un bebé. Quizá por eso me quedé imbécil. —Tú no eres imbécil. —Claro que lo soy. Pero tengo un plan —dijo jugueteando en su mano con la prótesis de cristal. —¿Tienes un plan? —Sí. Dentro de poco tú irás a la universidad. Te licenciarás en alguna carrera importante, te harás enormemente rico y entonces yo me aprovecharé de ti. Te obligaré a que me regales un coche. O una casa, nueva y enorme – bromeó. —Bueno, no estoy seguro de querer ir a la universidad. —Sí. Sí que lo harás, y a una que esté bien lejos de aquí. Si no lo haces te pegaré una paliza. 4 Falconetti se tapó con una mano su ojo de cristal y miró las cartas extendi11

Primer Premio

Capicúa Raúl Clavero Blázquez

das sobre la mesa como si en ellas se escondiera un significado oculto que no lograba descifrar. —Has vuelto a perder, bonita – bramó un hombre gordo. Un par de tipos vestidos de negro se le aproximaron. —Te gusta demasiado apostar. Pero, te diré una cosa: lo haces rematadamente mal, y ya nos debes un ojo de la cara. Aunque si nos lo pagas no ibas a ver muy bien, ¿verdad? El hombre gordo rió. Los dos matones rieron. Rió la chica desnuda que se afilaba las uñas sentada en la sombra de un rincón. Rieron incluso los otros dos pardillos que ya habían sido desplumados antes que Falconetti. —Verás —continuó el hombre gordo—, dudo mucho que en el cuchitril en el que vives guardes algún dinero, así que voy a proponerte algo. Te perdono la deuda si trabajas para mi. —¿Qué clase de trabajo? —Poca cosa —dijo extendiendo una cizalla oxidada hacia la mujer—, sólo tienes que hacer unos cuantos cortes. 5 —Pero, ¿no íbamos a los billares? —dijo Ricardo. Llevaban caminando sin rumbo cerca de veinte minutos. Falconetti se movía nerviosamente de un lado a otro. Parecía poseída por el espíritu de algún tipo de explorador. —Espera, antes tengo que encontrar algo. —¿Qué? —Una matrícula capicúa. —¿Por qué? —Dan buena suerte. —Menuda gilipollez, ¿y qué? —Que tú te marchas mañana a estudiar a la otra punta del país y yo tengo la semana que viene el juicio por lo del kiosco. Necesitamos buena suerte. Ricardo soltó un suspiro breve y se encogió de hombros. Sabía que sería inútil llevarle la contraria. Vagaron durante horas. Buscaron por todos los rincones. Esa noche se besaron por primera y única vez. Ricardo quiso decirle te quiero. Marina deseó que no lo hiciera. 12

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No encontraron ninguna matrícula capicúa. Quizá no existían las matrículas capicúas. Quizá no existía la buena suerte. 6 El teléfono tronó de madrugada. A Ricardo le costó unos segundos recordar que dormía en la habitación de un hotel. A su lado, una mujer de la que ni siquiera sabía el nombre se agitó levemente, como una barca en medio de un mar en calma. Al otro lado del auricular sonó una voz conocida. —Han entrado de nuevo. —¿Cuánto ha sido esta vez? —respondió Ricardo. —Nada —dijo el capataz—. Pero deberías venir. 7 Unos meses antes de regresar para iniciar la construcción del edificio, Ricardo había vuelto a la ciudad para asistir al funeral de su madre. Esa misma tarde, después del entierro, decidió bañarse de nostalgia y pasear por el barrio de su juventud. Se acomodó en la terraza de un bar y en el segundo sorbo de café vio a Falconetti. Estaba en la acera de enfrente, sentada junto a la marquesina de un autobús. Era ella, pero a Ricardo le pareció de pronto más pequeña, como si hubiera encogido, o se hubiera replegado sobre sí misma. Y fumaba. Fumaba con desesperación. Fumaba como fumaba su ex mujer tras el divorcio. Ricardo apuró el café y se acercó despacio, acometiendo en cada metro un salto al vacío. —Marina, cuánto tiempo —dijo con formalidad de ascensorista cuando llegó a su lado. —¿Perdón? ¿Quiere algo? Falconetti lo miró como si lo estuviera viendo únicamente con su ojo de cristal. Ricardo arrugó el gesto, extendió las palmas de las manos en señal de disculpa y retrocedió dando pequeños pasos de boxeador noqueado. —Lo siento. Me habré confundido de persona. Falconetti le vio alejarse, y al hacerlo sintió el mismo orgullo extraño que la había invadido por la mañana al observarlo de lejos en el cementerio. Ricardo había llegado a lo más alto, mucho más arriba de lo que jamás habría podido 13

Primer Premio

Capicúa Raúl Clavero Blázquez

imaginar si se hubiera quedado en el barrio, y ella no quería darle ningún motivo para que se planteara un regreso permanente. 8 Toda la manzana en construcción estaba a oscuras. Cuando Ricardo bajó de su coche aún emanaba de su piel una fragancia a medio camino entre el perfume caro de una desconocida y el sueño reciente. —Le dije al vigilante que a partir de hoy dejara conectada la corriente eléctrica y que fuera encendiendo las luces de vez en cuando para que pareciera que había alguien en el edificio – dijo el capataz -. La pobre desgraciada que entró a robar cortó el cable que no debía y murió en el acto. —¿Desgraciada? —Sí, es una mujer. Los dos hombres caminaron hacia la valla exterior de la obra. Junto a ella había un cadáver calcinado. —Acabo de llamar a la policía. He pensado que preferirías estar presente cuando llegaran. Ricardo se acercó al cuerpo. El capataz le entregó una linterna. Ricardo la dirigió hacia la mujer. Estaba tumbada boca abajo, con la cabeza ladeada, tenía los labios entreabiertos y sus brazos, extendidos y ligeramente doblados, se asemejaban a dos ramas secas a punto de quebrarse. Entre las manos se aferraba a un trozo de cable como quien entrega su suerte a un tablón en un naufragio. De pronto, la luz de la linterna rebotó en un destello sobre la pupila derecha de la mujer. Ricardo sintió que sus pies se hundían repentinamente en una laguna helada. Un escalofrío se apoderó de todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. —¡Es de cristal! —gritó— ¡Su ojo es de cristal! —Sí —respondió el capataz—. Supongo que así será más fácil averiguar su nombre, ¿no? Ricardo no podía respirar. Sentía el nudo de una soga invisible oprimiéndole el cuello. Se imaginó a sí mismo colgado de la cuerda del tendedero en un tercer piso. Colgado durante diez segundos, veinte segundos, treinta. Colgado durante toda una vida. Comenzó a correr. Sus mocasines resbalaban en cada zancada sobre el polvo de ladrillo. Atravesó los cuatrocientos metros que lo 14

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separaban de la garita de seguridad y ya en la calle vomitó. Poco después llegaron un par de coches de policía. Ricardo miró por un instante sus matrículas. Ninguna de ellas era capicúa.

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Segundo Premio Amor orgánico Sandra Almazán María Madrid

XV Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2015

Amor orgánico Sandra Almazán María

—Es usted el primero en consultarla. Justino miró sorprendido al bibliotecario. El polvo que cubría aquel libro le hizo pensar que debía de estar allí desde el origen mismo de la escritura, pero de ahí a que nadie lo hubiese abierto nunca... —En-ci-clo-pe-dia U-ni-ver-sal. Leyó en voz alta, sílaba a sílaba, sin importarle si la sala estaba llena o vacía. Ya sentado, veía a través de sus gafas cómo su dedo calloso subrayaba con fuerza cada entrada. Aquel contacto parecía capaz de materializar cada palabra. Avanzaba despacio y anotaba en un cuaderno de anillas, amarillento y a juego con la enciclopedia, cada significado. Un nuevo término le llevaba a buscar palabras desconocidas para él. Parecía que su tarea iba a ser infinita, un bucle del que no escaparía. “Esto es un lio”, pensó. Y tiró con violencia su bolígrafo recién estrenado contra la mesa. Miró alrededor. No había nadie. Nadie que pudiese ayudarlo ni que pudiese burlarse de él. Como en la escuela. Hacía mucho tiempo. Cuando él llevaba pantalones cortos y su mochila de cuero. Entonces Justino se esforzaba mucho, sobre todo en su caligrafía, que era lo que más le gustaba. Disfrutaba dibujando su nombre, recorriendo una y otra vez aquella J descomunal que adornaba con un rabito que se escondía al final de la letra. Pero, cuando tenía que juntar sílabas, juntar letras, leer en voz alta, Justino parecía trasladarse a una dimensión donde el tiempo se hacía lento y espeso. Un tiempo del que solo era capaz de salir cuando escuchaba las risas de sus compañeros. La primera palabra que consultó fue vegana, pero no venía. Pensó que le preguntaría más tarde a los bibliotecarios. Ya no le importaba tanto su orgu19

Segundo Premio

Amor orgánico Sandra Almazán María

llo como su necesidad de saber. Quería conocer lo máximo posible a aquella nueva vecina que se había instalado junto a su puerta y que llamó la mañana en la que se mudó pidiéndole un poquito de perejil. De ese tan hermoso que había visto en una maceta de colores a través de la ventana del patio interior. Llamó al timbre con fuerza, una sola vez, y ya desde el otro lado Justino sintió un huracán de espuma de mar. —Pasa y cógelo tú misma. —Muchas gracias. No he tenido tiempo de comprar nada. Justino recordaría hasta el último día aquella voz calmante, como de olor a jazmín en los patios andaluces una noche de verano, camino de la playa. —Si quieres puedes quedarte a comer. Tengo cordero. Lo había estado reservando para el domingo, que era el día en que su hijo y su nuera iban a ir a comer, pero aquel día ya lo habían cancelado. —Bueno, tú y tu novio o tu compañera de piso...Hay de sobra. —Te lo agradezco de verdad, pero soy vegana. Quedó un momento pensativo y entonces miró hacia la ventana. Hacía poco, la mujer de su compañero de mus, Antonio, había pasado la tarde con ellos en el Centro de Día. Se había empeñado en distraerlos con los conocimientos adquiridos en las clases de historia del arte a las que asistía los jueves. Les enseñaba, una detrás de otra, miles de láminas en las que aparecían mujeres echando agua en palanganas, cosiendo e incluso escribiendo, y que a Justino le recordaron a la mujer dibujada en la tapa de sus yogures. Aquella tarde pensó que todo eso era una tontería, una molesta interrupción en su tarde de juego. Pero ahora, al mirar hacia la ventana, deseaba arrancarse la piel a tiras por no saber pintar. Quería poder grabar de alguna forma la luz que se reflejaba en las manos de su vecina, en su pelo, en sus ojos asomados hacia la ventana. Vermeer de Delft fue lo segundo que buscó en la enciclopedia. Había llamado a su camigo por teléfono para hablar con su mujer. “Vermer de del”, escribió en un cuaderno de anillas que llevaba tiempo olvidado en el escritorio de la antigua habitación de su hijo. “No gracias, es que es el santo de mi nuera y quería tener un detalle”. La mujer al otro lado del teléfono se había ofrecido a enseñarle más láminas, a explicarle todo e incluso a acompañarle al museo donde había un cuadro, muy pequeño, en una sala dedicada a la pintura holandesa. “Más adelante, gracias”. Justino iría a verlo con urgencia, 20

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seguramente solo la primera vez y con suerte en compañía la segunda. Pero no entraba en sus planes ir con aquella mujer. —Vermeer de Deltf: 1632-1675, fue uno de los pintores holandeses más reconocidos del arte Barroco—leía en voz alta, apuntaba datos y luego recorría de nuevo las páginas de la enciclopedia—. Barroco: término que proviene del francés “barroque” y que da nombre al periodo artístico comprendido entre los siglos XVII y XVIII. Alcanzó diversas disciplinas que van desde la pintura, escultura o literatura, y se caracteriza por la ornamentación excesiva. Justino quería estar informado, pero se sentía superado por aquella acumulación de términos y expresiones tan alejados de su lenguaje diario. Decidió dejarlo por aquel día y se acercó al bibliotecario con el libro en la mano. —¿Se lo dejo reservado para mañana? Aquellos ojos sin prejuicios que se asomaban desde el otro lado del mostrador animaron a Justino. —Disculpe que le pregunte, ¿dónde puedo encontrar una palabra que no viene en esta enciclopedia? —¿De qué palabra se trata? —Vegana. —Si usted quiere yo le puedo decir el significado— el bibliotecario sostenía ya la enciclopedia—. De todas formas, quizá le sea más útil buscar en Internet. Nosotros damos un curso para mayores los miércoles. Si quiere apuntarse hay plazas. —Me lo pensaré, gracias. Y sí, le agradecería que me dijese qué quiere decir vegana. —Bueno, veganas son las personas que no consumen nada de origen animal—el bibliotecario observó cómo la boca de Justino se contrajo en una mueca indefinida, una mezcla de incredulidad y desconcierto—. Para que me entienda, algo así como ser vegetariano. Los labios de Justino se relajaron. —¿Y no tendrán ustedes un libro de recetas para prestarme? Justino había elegido una ensalada muy sencilla, pero con muchos colores. Llevaba también perejil. Por la mañana, bajó a comprar las mejores verduras en la frutería de siempre, amenazando al dependiente con devolverlo todo si encontraba un tomate pasado o alguna hoja de lechuga descolorida. Después, 21

Segundo Premio

Amor orgánico Sandra Almazán María

cogió un autobús para acercarse a la tienda “gourmet”, que aparecía siempre anunciada entre las cartas del correo, y comprar un aceite especial. El libro decía que la esencia de la ensalada residía en la calidad de las materias primas y Justino estaba decidido a cuidar todos los detalles. No dudó en salir de su barrio para ir a una de esas tiendas que le parecían tan modernas, en las que ponía “ecológico” en el escaparate y todo estaba ordenado como en un museo. Allí compró un aceite que le recomendaron para la ensalada que quería preparar. Ya en casa, puso un chorrito en un plato para probarlo con un poco de pan y lo que más le gustó fue aquel gusto a picante que le hacía mover la lengua por el paladar, hacia delante y atrás. Mientras miraba cómo todos los ingredientes estaban listos sobre su encimera, se acordaba de lo mucho que disfruta de sus cenas a base de cortezas de cerdo o una panceta bien frita. Toda la casa oliendo a grasa quemada y él sentado viendo a la tele sin nadie que le diga “esto es un rollo, quítalo”. Solo después de quedarse dormido en el sofá se mete en la cama con la bata puesta, porque no le gustan las sábanas frías, y amanece atrapado en una maraña de telas y con el cuerpo entumecido. “Din-Don”. Justino se sobresaltó al escuchar el timbre. Tenía planeada una estrategia para llamar a la puerta de su vecina. “¿No tendrás un poco de vinagre?”, ella le dejaría pasar. “No es que se me haya olvidado, pero he estado en un curso en la biblioteca y el profesor se ha alargado. La tienda ya estaba cerrada”. Ella le daría a elegir entre un vinagre balsámico, de manzana o aromatizado con estragón. “Es un curso de ordenador e Internet. Hay que estar al día. Creo que este es el que mejor me va”, diría cogiendo el vinagre balsámico, “estoy preparando una nueva receta...”. —Hijo, ¿qué haces aquí? —Yo también me alegro de verte, papá—entró apartándole con un beso—. ¿Es que no puedo venir ni avisar? —Sí, claro, pero— llegaron hasta el salón—me sorprende. Porque nunca lo haces. Vio a su hijo doblado en el sofá con las manos tapándose la cara, como cuando era pequeño. —Juan, ¿qué pasa? —Se ha ido papá— sus manos dejaron ver una boca deforme, un agujero 22

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por el que se le escapaba sin control su propia saliva. —¿Quién? Su hijo le miró muy serio —Pues quien va ser. ¡Marta! —¿Os habéis peleado?— Justino se sentó a su lado, pero él se levantó en busca de un cenicero. —Ahora no quiero hablar de eso. Solo puedo decirte que es definitivo— y dejó escapar el humo hacia el techo como si se desprendiese de una pesada carga.—¿Me puedo quedar, no? Justino cerró los ojos y pudo ver los ingredientes sobre su encimera, cada vez menos frescos. “Din-don”. Padre e hijo se miraron. —Ya abro yo— dijo Justino tratando de incorporarse. Pero su hijo era más rápido. Avanzaba con decisión hacia el pasillo y solo pudo distinguir una versión mucho más joven de sí mismo. Veía su cara y la sorpresa que se llevaría al encontrarse allí a una mujer que no era Marta. Una mujer a la que miraría y luego invitaría a pasar. Se imaginaba cómo compartirían la ensalada que él iba a preparar y cómo intercambiarían anécdotas, chistes e ideas que no eran las de un viejo como él. Justino se apresuró y alcanzó la puerta. Pero tampoco se encontró con la mujer que él esperaba. Al otro lado estaba una señora a la que nunca había visto con los labios de rosa, el pelo de peluquería y una falda que llevaba mucho tiempo en el armario. —¿Le pasa algo a Antonio?— los ojos de aquella mujer se oscurecieron de pronto y entonces Justino comprendió y sintió pena por ella. —Antonio está bien. Se ha ido al Bingo— dijo con una sonrisa fingida—. Solo pasaba para darte esto. Alargó su mano con un folleto que anunciaba una exposición de Vermeer de Delf para la primavera. De repente, Justino se vio a sí mismo llamando al timbre de al lado, con la ilusión un niño pequeño. Después de haber ido a la biblioteca y haber estado tanto tiempo sin un libro entre sus manos. Después de aceptar sin prejuicios la existencia de los veganos. Después de haberse prometido a renunciar a sus cenas de cortezas. Después de haberse olvidado de su edad, de sus costumbres y hasta de sí mismo para estar dispuesto a em23

Segundo Premio

Amor orgánico Sandra Almazán María

pezar de nuevo. Después de todo, se vio ante a una puerta extraña, con los ojos hundidos como los de aquella mujer que le miraba ahora frente a su puerta. Aquella noche, Justino cenaba unos huevos fritos frente al televisor. A su lado, su hijo devoraba la ensalada. —Deberías comer más sano —decía mientras trataba de pinchar una aceituna—. Y quita esto que es un coñazo.

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Tercer Premio Dímelo en una carta Jorge Muñoz Mellado Málaga

Segundo Premio

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Amor orgánico Sandra Almazán María

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Dímelo en una carta Jorge Muñoz Mellado

Burdeos, 30 de abril de 2015 Querido: ¡Vaya carta la tuya! No tiene desperdicio, tanto en el contenido como en la manera. Lástima que me haya perdido la cara que ha tenido que poner el cartero al ver el pintoresco sobre y preguntarse sin duda cómo, en estos tiempos que corren, pueden existir aún personas que manden semejantes cursilerías, en lugar de enviar, como todo el mundo, un email o un mensaje de texto; y menos mal que no podía ver el regalo de popurrí majadero que me traías dentro. Fíjate bien: me pides que te diga qué considero necesario para vivir, me preguntas qué es para mí el amor, te gustaría saber si te quiero o si es posible que algún día pueda quererte y vuelves a insistir sobre si aceptaría casarme contigo en caso de que me lo pidieras. Madre mía lo que me pides, y todo en una sola carta, ¿te das cuenta? ¿Qué nos está pasando últimamente? Parece que nos ha invadido el gusto por las preguntas que nos llevan, según tú, a reflexionar, a descubrir nuestro yo interno, cuando yo odio, al parecer no sabes bien cómo, todo lo que sea centrarme en mi intimidad o hablar de cualquier cosa profundamente o de manera trágica. Si mal no recuerdo, no hace mucho apenas salíamos del hola qué tal, todo bien y tú qué tal, el trabajo qué tal, la familia cómo va, qué tal las vacaciones; qué frío, qué calor, ¿dónde vamos ahora? Y mal no nos iba… empezaba incluso a cogerle gusto a hablar de fútbol, pues además me ayudaba a participar más en las conversaciones con mi padre y mis hermanos. Ahora vamos a los mismos sitios que entonces pero al final, no sé muy bien 27

Tercer Premio

Dímelo en una carta Jorge Muñoz Mellado

cómo, cuando ya no sabemos qué más, sea como fuere, con tus amigos o los míos, siempre acabamos liándonos con las mismas preguntas existenciales. Qué pesadez, qué obsesión de querer perturbar nuestros queridos diques de inhibición emocional. ¿Qué quieres que te diga pues? No me encuentro bien, llevo días en los que no consigo centrarme, ni siquiera has dado con el momento oportuno. Ayer mismo volví a tener un mal sueño (premonitorio por lo que veo) en el que en un interminable examen ando tratando de problematizar una cuestión como las de tu carta, con el agravante, ya sabes, de tener que ceñirme a la metodología y dividir inexorablemente en tres partes mi proyecto de reflexión. Como no tenía ya suficiente con la obsesión de estos franceses por estas preguntas y por las disertaciones, ahora vienes tú y te apuntas también. Para eso me hubiera echado un novio francés. Y mira que yo también podría hacer preguntitas, que entrenamiento y repertorio no me faltan: ¿Amar es lo mismo que estar enamorado? ¿Es la belleza útil? ¿Qué pretendemos decir cuando decimos te quiero? ¿Es racional la voluntad de querer comprenderlo todo? ¿Hay que desconfiar del amor? ¿Ves? Hala, elige la que quieras, amor mío, tienes cinco horitas, estrújate bien las neuronas para ver si algo escribible sale de ahí, eso sí, esmérate con la introducción, la introducción es la mitad de la nota, no te olvides de la frase de enganche, la frase de enganche es como mínimo sine qua non, tampoco de redactar una buena conclusión, que es esencial, y no pretendas jamás que el examinador haga el esfuerzo de hacer las transiciones entre tus ideas, eso lo tienes que hacer tú, claro está. ¿Y todo para qué? Para entrar en una Escuela de Comercio y decirle a tu madre que has entrado en el ESCE de París. ¿En el qué? En el esce, mamá, las siglas no sé lo que significan y pena me da el que lo sepa pero lo que importa es que eso lo han hecho para ganarse bien la vida, mamá, para dejar mi mal pagado puesto de profe, formar parte de la élite del país este y poder mandarte dinero…, comprarte un pisito…, y que a tus nietos no les falte de ná el día de mañana. ¿En el qué? Da igual, mamá, da igual, tú a lo tuyo. Lo que sabrá mi pobre madre de las escuelas de comercio y sus asignaturas, que si idiomas, que si matemáticas, que si cultura general, síntesis o técnicas de gestión… si me lo llegan a decir antes… casi mejor no haber salido del pueblo. 28

XV Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2015

Ya, lo sé, lo sé, me voy por los cerros de Úbeda. No es por falta de educación, que conste, simplemente es mi manera de responder a una carta como la tuya, en estos tiempos que corren; me ando por las ramas para no centrarme en tus preguntas, esa es mi excusa, ¿pero y la tuya?, ¿por qué me mandas esta carta?, para colmo en un sobre ilustrado con amapolas, ranitas y con un sello de colección de Saint-Valentin… cuando no sólo es que estemos en el mes de abril y el corazón tenías que haberlo recortado por la línea de puntos, sino que encima vivimos puerta con puerta y podías haberte ahorrado el sello. Vas de simplista voluntario pregonando las sandeces esas de la frugalidad y el consumo responsable, pero sólo para lo que te conviene, pues me dirás qué tiene de sencillo utilizar los servicios de correos para mandar una carta franqueada a quien vive en la puerta de al lado, por muy enamorado que estés. Además, ¿de dónde te has sacado este papel amanerado color vainilla tirando a triste?, ¿y qué le ha pasado a tu ordenador?, ¿o te has quedado sin tinta en la impresora? Me dijiste que querías comprarte una máquina de escribir y crear una plataforma (deja de leer periódicos) de románticos para la salvaguarda de la mecanografía y de las declaraciones de amor como antaño, en cartas con bellas palabras y recuperando si acaso el tratamiento de usted, pero no sabía que empezarías estrenándote conmigo. En mi vida, he de reconocerlo, había recibido carta ninguna, personal me refiero, pues del banco o del gimnasio me llegan cada semana. Encima ni más ni menos que 13 folios… y mecanografiados… ¿no te han salido agujetas en los dedos? Hay que recuperar la carta porque el porvenir está en el alma y lo epistolar es el reflejo del alma del que escribe. A mano o a máquina, dependiendo de la caligrafía de cada cual; […] El espíritu se rebeló, se degeneró pero pronto se purificará e iluminará a través de las cartas personales como se hacía antes […] Focos de belleza por doquier. Ese mundo es y ha de ser posible. ¡Valiente delirio el tuyo! El porvenir está en el alma. Tú y tus ideas nocturnas que no se te esfuman al amanecer, surrealista a más no poder. Ahora que lo pienso, desde que te conocí ya se te veía venir, aunque con esto reconozco que te superas, ¿no te gustaría escribir un libro de «cursilería voluntaria, consejos prácticos para vivir de forma que nadie pueda ser más cursi que tú»? Te lo traduzco al francés para ver si vendemos algo, pues en otra lengua no creo que encontremos público interesado. 29

Tercer Premio

Dímelo en una carta Jorge Muñoz Mellado

Acuérdate de las viejas esas que decían que para que el libro sucumbiera ante la tableta kinder (o como se diga, tú ya me entiendes) antes tendría que desaparecer toda Francia. Les jeunes, el libro no puede desaparecer, los libros son como un hogar… miren, miren, huelan, miren qué bonito. No dejabas de sonreírles y se te iluminaban los ojos. A mí me traen sin cuidado tanto el porvenir del libro como del alma, ya lo sabes, hace tiempo que me aburren estos debates, en cambio reconozco que me intriga el saber qué diablos se hace o se deja de hacer en este país para parir viejas que hablen de estas cosas como si nada, como si de comprar una barra de pan se tratase. Porque a mí es eso lo que me sorprende y lo que me gustaría saber. Lo mismo cuando los alumnos me preguntan cómo se dice no sé qué en español, lo traduzco como buenamente puedo pero después en la pausa sigo dándole vueltas, no ya a la traducción en sí, sino a cómo llegan esas cosas a las cabecillas de los chavales; o como el programa ese que vimos sobre la lista de los «100 libros que cambiaron nuestra vida», ¿te acuerdas?, y que terminó con los tertulianos franceses peleándose porque el Quijote no estaba en primer lugar. Oh là, là, don Quichotte… El Principito es un gran libro, sin duda, pero don Quichotte… Comment ça? Pero qué raros que son estos vecinos nuestros; estas cosas se podrían traducir pero imaginar semejantes realidades es nuestras latitudes es materia de ciencia ficción. Me sorprende e indigna sobremanera que Madame Bovary no encabece la lista de los cien libros que… Bah, sigo sin querer centrarme… ¿qué me decías?, ¿que qué considero necesario para vivir?, ¿no te vale la pirámide del Maslow ese? A mí me bastaría con los dos primeros niveles de la pirámide, para qué más, en estos tiempos que corren, pero imagino que quieres una respuesta más personal, ¿verdad?, que para eso te has dejado los dedos dándole a la máquina y largando nada menos que 13 folios de carta como las de antes; después de tanta molestia, qué menos que me moje un poco y te diga que tal vez el fabricarse una conciencia que te evite ciertas emociones puede ser más que necesario, algo vital, sobre todo para quienes, por ejemplo, desde los 11 o 12 años empiezan a darse cuenta de que hay cosas que no encajan. ¿A ti no te gusta la pelota? ¿Y tú por qué no vas a jugar con tus hermanos? ¿Otro puzle quieres? El rechazo de la familia y del pueblo a tus maneras, las humillaciones que hay que soportar… te ajustas a la norma como sea, haciendo el papel, pero acabas huyendo… imaginando 30

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otros mundos con códigos diferentes en los que poder respirar… incluso otras familias, otros yoes… fue ayer pero las emociones siguen ahí, hirientes, surgiendo cuando menos te lo esperas… miras atrás y no hallas ningún recuerdo feliz de tu infancia o adolescencia sino es aquella lágrima de consuelo que se te salió del alma leyendo a Margarite Duras e imaginar con ella que alguien pronunciaría un día tu nombre sin estar nombrándote. Después vendría una experta de las mentes para decirte que ser diferente también es una fuente de riqueza. Vale, señora, ¿pero qué se hace con lo que está antes del «también»…? Vaya parrafada he soltado, eso me pasa por centrarme… a ver, ¿qué venía después? ¡Oh sí, el amor, qué bonito es el amor! ¿Y qué es el amor? Sobre todo lo que pueda significar para nosotros, pues aquello de que es una ilusión de la voluntad para seguir existiendo a través de la reproducción servirá para ricos o pobres, negros o blancos, amarillos o rojos, pero no para nosotros, ya sabes que a nosotros nada nos dice eso, eso no nos puede servir. Nos lo recordó muy bien el aburrido de tu amigo, el peluca ese especialista en incisos que para quitarse la adicción a Internet quería pedirle al jefe un año sabático y vivirlo desconectado y que no deja de repetir hasta la saciedad que se ha leído todas las obras de Ortega. ¡Qué muermo! Y hablando de Ortega, ¿no tenía algo escrito sobre el amor? Pues vete y búscalo que yo al respecto voy a opinar lo mismo que haya escrito ese hombre, que ya va siendo hora, después de tantas generaciones pensantes, de tanto libro impreso, de responder a estas cosas con citaciones… Meras palabras, en cualquier caso. Mucho te quiero, mucho yo también te quiero mi amor, ¿pero después qué? En el amor deberían hablar los hechos porque, como siempre decía mi abuela materna, queriendo se hace el querer. Seamos prácticos y dejémonos de palabrería. Dime si no hay querer entre nosotros; nosotros que nos hemos gustado desde el principio, nos hemos divertido, hemos sido cómplices, primero amantes y después también amigos, llegando a hacer el amor olvidándolo todo, como si no existiera nada más. Después vinieron los problemas de costumbre, como en muchas parejas. Es verdad que te pedí fidelidad aún sabiendo que me iría con otros. No es justo, es egoísta, me decías. Lo sé, pero soy así. ¿Aceptarme así no es una forma de amor? Te dejé llamarlo fidelidad asimétrica o morro a secas. Nada tiene que ver con el libertinaje ni con el intercambio de parejas, ya te lo he dicho mil 31

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Dímelo en una carta Jorge Muñoz Mellado

veces. No lo soportaste y fuiste a buscar venganza y en ello, creo yo, algo de amor tiene que haber; como también tiene que haberlo cuando, dejando a un lado mi propio interés, te perdoné, porque también tuviste lo tuyo sacándolo a la luz, por muy evidente que te pareciera. Aquella relativa tranquilidad ganada en años de esforzada discreción saltaron por los aires en media mañana. No obstante comprendí tus celos, tu rabia, tu dolor, tus ganas de contarlo; y te perdoné, lo que no sé es si perdonaría que fueras, como dices, a pedirles la mano a mis padres para casarte conmigo. ¡Casarse! Si Moratín viviese hoy escribiría más bien «El sí de las aburridas», pues qué otra explicación para querer casarse sino el aburrimiento. ¿Acaso no es suficiente con el querer? Con la de veces que habré dicho que soy antimatrimonio. ¿No es ya algo obsoleto? Me dices que no, que el matrimonio es un acto para que la palabra, el compromiso, sea solemne. Esencialmente es eso. Nada puede sustituir el recuerdo de tal promesa, haciendo que el sí quiero vaya más allá del te quiero. Oh, qué bonito, qué poético, qué bien te explicas. Siempre habrá una diferencia entre pronunciar o no pronunciar tal compromiso en voz alta, delante de testigos. Sin duda ninguna, una comida y un viajecito sufragados por los invitados, salvo que te salga rana la cosa, nunca se sabe… De todas formas, aunque cediera y dijera que sí, en base a que te hace mucha ilusión, a que en el fondo casi me da igual y a que en definitiva son tantísimas las cosas que hacemos a disgusto o por compromiso, ¿qué haríamos con la cara que pondría mi padre? Padre, ¿cómo estás?, ¿bien? Me alegro. ¿El fútbol qué tal?, ¿bien? Pues me alegro también. Este año me caso, padre. Me caso con un hombre. Sí, con un hombre, padre. Ya pasaré otro día para presentártelo. Nos vemos pronto. Quizá no se lo tome muy mal, ¿no? En fin, no tardes en volver a escribirme, que vas a tener razón y voy a cogerle gusto a esto de las cartas. Siempre tuyo, Eduardo Luis P.D. Cuando lleguemos a un presente en que lo nuestro sea un mero pasado, al cual no se podrá volver porque los terapeutas del amor dicen que para seguir adelante no hay que mirar atrás, que hay que reducirse a lo dado y por tanto no será recomendable volver a cartearse, ¿podré excepcionalmente añadir una última posdata a esta carta? 32

Finalistas Mi imperio por un higo Lola Clavero Toledo Málaga

Para eso está Whitman Mar de los Ríos Almería

On La Habana Luisa Díaz Carbayo Estepona

Pronunciar tu nombre Daniel Morales Pérez Málaga

Amigos Juan Lorenzo Collado Albacete

Mucha química José Manuel Gómez Vega Torrejón de Ardoz

Para Don Eduardo Nélida Leal Rodríguez Cádiz

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Dímelo en una carta Jorge Muñoz Mellado

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Mi imperio por un higo Lola Clavero Toledo

Mi imperio por un higo. La vida del primer emperador de Roma, del divino Cayo Julio Cesar Octavio Augusto, acabó con el maleficio de un higo envenenado por la más malvada de las esposas; mi asesina y, sin embargo, aún amadísima; Livia Drusilla. A vosotros, turistas del siglo XXI, que os hacéis selfies junto a mi estatua, os voy a hablar hoy, no como emperador sino como hombre enamorado. Ya que conocéis mis victorias en las batallas de Marte, que hicieron volar en alas de la fama, mi absoluto poder de occidente a oriente, sabed de mi derrota en los combates con Afrodita. Una derrota que, sin embargo, me ha hecho más grande que todos mis triunfos. Admirable en los siglos es el hombre que muere por su patria derramando negra sangre en campo hostil, pero más admirable aún el que muere por amor a manos de su más dulce enemiga. Celebro haber vengado el asesinato de mi mentor, Julio Cesar, sobre los traidores republicanos, Bruto y Casio, y mucho me he vanagloriado de someter con la ayuda de mi fiel Agripa a recios ejércitos de pueblos aguerridos y muy viriles, pero nada celebro más que haberme dejado abatir por la mujer que amo; la más prodigiosa y perversa de todas las mujeres que recuerden los anales de la historia. Mi nunca lo bastante venerada Livia, de estirpe Claudia, quien no podría haber sido concebida más mala ni por el mismo Vulcano en sus peores pesadillas; manipuladora, hechicera, envenenadora, calculadora, fría e intrigante. La más vil y seductora de cuantas esposas puedan imaginarse dentro y fuera del lecho. Como todo gran hombre, me enamoré más por la malignidad de la hembra que por su belleza, pues si bien su belleza era extraordinaria, más lo era su 35

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Mi imperio por un higo Lola Clavero Toledo

maldad que la hacía única. Así creo que era precisamente su maldad la que la hacía más bella aún. Equivocado está quien piensa que la virtud y la belleza son hermanas. Muchas mujeres hay bellas y virtuosas que, con el tiempo, empiezan a aburrir. Su dulzura empalaga, su fidelidad aburre, su honestidad y rectitud empachan y asfixian por su rigidez. Pero, ay las malas. Las malas nunca te dan una tregua para el hastío. Te hacen perder la cabeza con sus caprichos y sus cambios de humor, te entretienen con sus intrigas y, con sus refinadas artes para hacer sufrir, nos hacen gozar de ese sufrimiento, que, para el amante es la sal de la vida. Son imaginativas y tienen un notable sentido del humor. La mujer que más te hace llorar, es también la que más te hace reír. Cómo he reído yo con mi Livilla y cómo hubo de reírse Marco Antonio con Cleopatra. Bella y honesta era Octavia, mi pobre hermana, a quien di como esposa a Marco Antonio para que olvidase a la serpiente del Nilo y, a la postre, se aburrió de ella como yo me aburrí de Escribonia al conocer a Livia Drusilla. Como Julio César se aburrió de Calpurnia al conocer a Cleopatra y Marco Antonio de Fulvia, al conocer también a Cleopatra. Ay, Cleopatra, no era más bella que Calpurnia ni tan hermosa como Fulvia ni mucho menos como mi hermana Octavia. Y, sin embargo, con sus pocos encantos físicos, sus bruscos rasgos macedonios y su ganchuda nariz, disimulados por engañosos maquillajes, estuvo a punto de acabar con el imperio romano. No sé en nombre de qué hechicerías o bajo qué conjunción de los astros, logró que Cesar le diese el único hijo varón que podía sucederle por línea directa. El niño Cesarión que la furcia de Alejandría siempre amenazaba con lanzarme como arma arrojadiza para usurpar mi trono. Verdad es que, por razones de sangre, aquel Cesarión tenía más motivos para suceder a Cesar que yo, quien era, al fin y al cabo, un lejano sobrino nieto y de poca talla física. Aunque me veáis tan corpulento y bien plantado en estas estatuas que yo me hice cincelar por coquetería, en la realidad, era enfermizo y enclenque y no tan apuesto como llegó a ser el joven Cesarión o mi rival Marco Antonio, quien también fue aspirante al trono. Sin embargo, tanta era la fortaleza de su cuerpo como la debilidad de su corazón y así se dejó arrastrar por las mañas de la reina egipcia hasta quedarse sin voluntad. Lo que no consiguió contra Roma el propio Aníbal con sus elefantes, pa36

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recía que lo iba a conseguir aquella harpía con sus maquillajes, sus perfumes y sus ungüentos. La sofisticada Cleopatra era toda artificio, pero qué rudo guerrero romano, habituado a la austera vestimenta de sus honradas matronas, no se obnubila ante una misteriosa mujer exótica que se presenta desnuda envuelta en una alfombra o en breves ropajes que susurran su tacto de seda y arrancan destellos de oro al sol, qué general de los nuestros no querría sumergirse en su bañera de leche de burra para hacerse enseñar, entre blancas espumas y aromas de incienso, las fantasiosas y variopintas artes del sexo oriental con sus inconcebibles mañas y posturas. Los romanos hemos sido muy hábiles con las armas de Marte, pero muy torpes contra las de Venus. El propio mal de Roma está escrito en su propio nombre, si consideramos que significa amor cuando se lee al revés. Estaba escrito desde el origen de nuestra familia Julia que entronca con Venus, según le hice escribir a mi amigo Virgilio en la Eneida, que nuestro fin vendría de la mano de una mujer. Pensé que ésa iba a ser Cleopatra e invertí largos años de mi vida en combatirla y someterla sin sospechar que lo que no habían logrado en Accio los ejércitos de Marco Antonio, arengados por su amante egipcia, lo iba conseguir un simple higo que maduraría en mi casa; el higo envenenado de Livia. En el fondo, sabía yo que nuestra ruina vendría causada por una fica, pero me equivoqué de higuera. Mucho nos reímos los hombres de nuestros amigos cuando los vemos con el seso perdido por una mala mujer en la creencia de que jamás nos hallaremos en una situación similar, sin siquiera imaginar que, más temprano que tarde, acabaremos dominados por la pasión hacia una mujer mucho peor. Y así fue, si Cleopatra era arbitraria, maquinadora y perversa, mi propia esposa, Livia, la duplicaba y triplicaba en esos mismos dones por los que yo, no obstante, nunca he dejado de adorarla. Si no me creéis, mirad los ojos vacíos de esta estatua que siguen humedeciéndose al evocar el recuerdo de mi Livilla. Oh Livilla; mi envenenadora, mi hechicera, mi asesina, mi pasión, y no caigáis en el lamento si sufrís de amor por las perfidias de una mujer malvada. Alegraos de vuestro digno suplicio y pensad que los grandes hombres, como todos, siempre nos enamoramos de las malas mujeres, porque nuestra alma de guerreros nos hace amar las batallas, sean en el campo de 37

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Marte o en el lecho de Venus. Quien jamás sufre por amor y goza con ese sufrimiento, no es un hombre, sino un impávido cordero que pasa por la vida sin hacer ruido, entregado al vientre y al sueño. Estas últimas palabras son del historiador Salustio que, aunque era corrupto y republicano, se le daba bien pensar, qué caray. Mucho me reí de Marco Antonio, mi querido amigo antes que enemigo, al verlo enloquecido por Cleopatra. Se me figuraba ridículo que se inclinase a lavarle los pies en una jofaina de plata, como me contaban, o que se pusiera a cuatro patas, delante de todos, para dejarse cabalgar por la egipcia como si fuese un centauro. Incluso llegaban a decir que le servía de bufón en los banquetes, que se disfrazaba de fauno cubriéndose la cabeza de pámpanos o se hacía maquillar como una mujer. Mi mente fría y prudente no podía concebir que aquel que fue un adusto y valeroso guerrero se hubiese dejado domesticar como un perrito faldero por una furcia de origen macedonio. La obsesión de Marco Antonio por el lujo y el exotismo oriental, a la que Cleopatra, lo había acostumbrado, me hizo temer que se estuviese afeminando hasta hacerle volver a sus andadas juveniles. No es que los romanos veamos con malos ojos la bisexualidad, hasta nuestro dios omnipotente, Júpiter, dios de dioses, perseguía igualmente a ninfas y efebos y también Apolo que enloqueció de pasión por Jacinto. Y lo que se daba en el cielo, también se daba en la tierra. De Julio Cesar se decía, no sin razón, que era el marido de todas las mujeres y la mujer de todos sus soldados, no obstante, el sexo nunca llegó a someterlo. Se acostó con Cleopatra como se acostaba con casi todo el mundo y se aburrió de Cleopatra como también se aburría de todo el mundo. Le puso una villa fastuosa en Roma cuando fue a visitarlo y allí gozó de ella una temporada hasta que ella quiso matrimonio y la devolvió con viento fresco a Alejandría. Cesar tenía el lecho caliente, pero el corazón frío y, para él, lo primero era su proyecto imperial. A ese objeto le venía bien seguir casado con Calpurnia, que era bien sosa, pero no se inmiscuía en cuestiones políticas. La única vez que lo hizo fue para advertirle que no fuese al senado en los Idus de marzo y, por no hacerle caso, lo asesinaron Bruto y Casio. Una buena esposa romana sólo interviene en cuestiones de estado cuando es estricto y necesario. Lo mismo que hubiese hecho mi hermana Octavia con Marco Antonio, pero 38

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él prefirió las megalomanías de Cleopatra, sus fantasías imperiales. Se creyó su cuento de que podía convertirlo en el Alejandro Magno de Oriente o en el mismo Dionisos y, mientras ella se hacía más hombre, él se hacía más mujer. Yo era joven entonces, duro y frío como un pedernal, y pensé que nunca me iba a ocurrir lo mismo. Hasta que conocí a Livia. Cuando conocí a Livia, me hice Livio como Marco Antonio se hizo Cleopatro. Ahora sé que ése es el verdadero proceso del amor. Cuando un hombre se enamora de verdad, quiere convertirse en la mujer que ama y hay que ser muy hombre para ello, porque los hombres de verdad no tememos a enamorarnos de las mujeres inteligentes, nos encanta el desafío, aunque perdamos luego el combate. Y yo me siento más hombre que Marco Antonio porque me enamoré de una mujer más inteligente que él; de la muy grande Livia Drusilla que murió de vieja en su lecho, gobernando Roma. Ella no tuvo que suicidarse con el mordisco del áspid como la incauta Cleopatra. Pasaron impunes todos los crímenes que había cometido contra su propia familia y contra la mía y consiguió lo que quiso; dominar los destinos de Roma y ser diosa. Cuando me vio por primera vez, vio el imperio y supo que lo quería todo para ella. Yo en ella vi, en cambio, una chica bellísima de diecinueve años embarazada de seis meses, hija y esposa de unos republicanos muy ineptos. Con seguridad, que los varones de aquella casa no la merecían, que el más hombre de esa familia era ella con su grávida tripa en la que albergaba a un varón que, ya adulto, ella misma se ocuparía de aniquilar, porque, heredando su republicanismo del padre, se oponía a sus proyectos imperiales. Ella quería ser emperatriz y diosa de diosas y eso no se lo iba impedir su hijo, ni tampoco yo. Yo, el divino Octavio Augusto, que caí rendido a sus pies en cuanto la tuve delante. Me cautivó su belleza, claro que sí, y cómo no, que perteneciese a la noble familia Claudia con la que yo deseaba emparentar, pero, antes que nada, me sedujo esa chispa de determinación e inteligencia que asomaba a su mirada. Sabía que me iba a hacer daño, pero un guerrero no tiene miedo al combate, ama la guerra y ama el dolor. Livia, que siempre amó a Roma más que a mí, nunca fue mía del todo y quizás por eso la amé más aún. Lo que se llega a tener se desprecia, pero por lo que no se tiene, se empeña la vida entera. 39

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Vivimos juntos cincuenta y tres años, los que ella quiso hasta que decidió envenenarme, y, durante todo ese tiempo, hubo muchos momentos de dolor y pocos instantes felices, también los que ella quiso, pero merecieron la pena. Nada me ha hecho más feliz que ver a Livia feliz, aún a costa de mis propios intereses, a costa incluso de mi propia descendencia a la que fue aniquilando para lograr su objetivo de ser emperatriz, gobernando en nombre de su mediocre hijo Tiberio. A él, como a su hijo Druso, tampoco lo quería, pero le servía para lograr su objetivo. Roma tenía que ser suya, fuese como fuese, y Tiberio sería el emperador que gobernaría en su nombre, que se sometería a sus mandatos y los haría factibles. Mi bien amada Livia entendía el amor a Roma, pero no el amor humano. Eso la llevó al poder pero deshizo Roma, que, no obstante, es un imperio que toma su nombre de ese dios caprichoso por el cual se hicieron posibles sus propias empresas. Sólo mi amor por Livia, que ella tuvo en tan poca estima, pudo consentir que llegase tan lejos. Por amor la mantuve como esposa durante 53 años sin repudiarla, como hubiese hecho cualquier romano, más aún emperador, cuando su esposa no le da ningún hijo. Precisamente, yo, quien animaba a las familias romanas a procrear, quien fustigaba a los solteros con altísimos impuestos y feroces arengas para que se casasen y engendrasen progenie, mantuve el matrimonio estéril más largo que vio el imperio. Sólo por amor, por amor a una mujer que no entendía qué era el amor. A quien Livia no asesinó con el veneno, lo privó del amor, que es otro modo más cruel de asesinato. A mi pobre hija Julia le asesinó a su primer marido, Marco Claudio Marcelo, a quien tanto quería, y a su propio hijo Tiberio lo divorció de su querida esposa Vipsania y su poco talento, mermado por esa tragedia, lo hizo incapaz de cualquier entusiasmo. Sus actuaciones, desde entonces, fueron guiadas por la amargura y el resentimiento. El matrimonio de Julia y Tiberio, por el que Livia perpetró tales atrocidades, fue un fracaso rotundo y supuso la ruina moral de ambos. Tiberio, que nunca pudo olvidar a Vipsania, despreciaba a Julia por quien sentía repugnancia y ésta desesperada se hizo amante de las orgías y el vino y no hubo patricio ni plebeyo ni casi liberto o esclavo que no compartiese su desenfreno. 40

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Mi única hija, despechada por el desprecio de Tiberio, hijo de Livia, se convirtió en la ramera más entusiasta que vio Roma y yo, como regenerador de las buenas costumbres, me vi obligado a desterrarla para siempre a la isla de Pandataria y a Calabria, desoyendo sus estremecedoras súplicas de piedad, que se clavaban en lo más hondo de mi desolado corazón de padre. Livia me privó de mi hija y a mi hija de sus hijos, mis queridos nietos, Cayo y Lucio, a quien Julia concibió de su anterior matrimonio con Agripa, para que no pudiesen interponerse en la carrera de Tiberio al trono. Por desgracia, Tiberio no amaba tanto el trono ni Roma como ella misma y nunca le perdonó que lo separase de la única mujer que lo hizo feliz; la, según ella, insignificante Vipsania. Más introvertido y huraño aún de lo que ya era, Tiberio desamado por su pueblo, que también vio morir a Póstumo, el último hijo de Julia y candidato deseado al trono, recibió el imperio como una maldición y, delegando antes su poder en el ambicioso Sejano, se retiró a Capri para entregar el resto de su vida a las más delirantes bacanales. Se dice que consolaba su oscura lujuria con las más sofisticadas prácticas y que, en la búsqueda de experiencias novedosas, se hacía traer bebés para violarlos. Eso es un hombre sin amor; un faro sin luz, un monstruo herido que redobla su ferocidad para protegerse de nuevas heridas. Algo que nunca entendió Livia, pese a que su gloria divina se debe al amor de un hombre precisamente; el mío. Pude prescindir, con gran dolor, de mi amado sobrino Marcelo, de mis nietos, de mi hija, pero nunca de mi amor por Livia. Ella destrozó a mi familia por amor a Roma y, en nombre de ese amor, en cierto modo, también destrozó a la misma Roma. El amor es raro; por amor se destroza a quien más se quiere y se quiere a quien menos amor nos da. Pero lo sientes y con solo sentirlo, justificas toda una vida. La vida de Livia Drusilla se justifica por su amor a Roma y la mía por mi amor a Livia Drusilla. Ella esperaba más de Roma y yo más de ella, pero quizás lo menos importante del amor son sus frutos, con esperarlos basta. Los frutos germinan, maduran y se pudren, sólo la espera nos mantiene el deseo, la ilusión de seguir vivos. Sabía que mi amor por Livia era imposible, que nunca iba a corresponderme una mujer que no entiende de sentimientos humanos, que es capaz desde un primer momento de traicionar la memoria de su padre y al propio padre de 41

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sus hijos sin un simple remordimiento. No soy un idiota, sabía que esta mujer me traería muchos sufrimientos, pero y qué, a los guerreros nos gusta la aventura. Dejemos la tranquilidad en las parejas para los espíritus plebeyos. La tranquilidad engorda y aburre y tiempo hay de estar aburrido cuando mueres. Lo más entretenido que te puede ocurrir cuando te conviertes en estatua es que te cague en la cabeza una paloma. Livia no quiso darme hijos ni tampoco un gran cariño, pero jamás me aburrió, siempre me tenía en vilo. ¿Qué va a ser hoy? Le preguntaba en silencio ¿qué ardides arden en la infernal y divina hoguera de tus ojos? ¿Cuál será tu próxima sentencia? ¿A quién le tocará esta vez el accidente mortal, la ejecución o el destierro? ¿Qué envenenamiento ensayas hoy? ¿Será el de Marcelo, el de Agripa, el de Germánico o acaso el mío? Ay Livia, Livilla, no creas que no sospechaba y que, aún así, no hice la vista gorda. Qué puede hacer, si no, un marido enamorado; callar y dejar hacer. Detenerte hubiese significado salvar la vida de mis amigos, de mi familia, pero eso también significaba perderte a ti y no me lo podía permitir. Podía prescindir de todos, pero nunca de ti. De ti, nunca. Por eso, disimulé que no notaba algo tan notorio de andar en las lenguas de toda Roma, pues ya era demasiada fatalidad casual cómo iban falleciendo de un modo sospechosamente fulminante y repentino los maridos de mi única hija Julia y sus hijos, llamados a sucederme, y también aquellos que, en tu descendencia, instaban por restaurar la República. Querías asegurarte de que Roma tuviese otro emperador, después de mí, y que ese emperador fuese hijo tuyo, pero la mala fortuna quiso que el más lúcido de tus hijos fuese Druso, que heredó, en sangre, el republicanismo de su padre y su abuelo. Tu familia Claudia daba maravillosos republicanos y nefastos emperadores. Debiste haber dejado que los Julios continuasen con la dinastía, antes de que el trono llegase a manos de esos locos estrafalarios que fueron Calígula y Nerón. Los Claudios que no fueron republicanos, estaban como una regadera. Calígula, tu bisnieto, se hizo adorar como Zeus y se casó con su hermana Drusilla, cuyo vientre grávido desgarró para devorar al bebé, que creyó que le arrebataría el trono de los cielos. Luego convirtió el palacio real en un 42

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burdel, donde campaba por sus fueros el caballo que él nombró senador. Por fortuna, lo asesinó la guardia pretoriana y fue sucedido por su tío Claudio, tu nieto, que se hizo pasar por idiota para no sucumbir a tus mortales intrigas. Aunque, de corazón republicano, como lo mejor de tu descendencia, Claudio el tartamudo, tenía grandes dotes para administrar el gobierno. Era culto, inteligente y sensato, y recuperó al imperio de la ruina moral y económica en la que lo había sumido Calígula. Pero, como buen romano, era débil ante los encantos de las mujeres y perdió el seso primero por los encantos de la lasciva Mesalina y luego se dejó casar con Agripina, tu bisnieta, que heredó de ti sus artes envenenadoras y lo hizo fallecer ante un plato de setas para que lo sustituyese en el trono su hijo Nerón; otro megalómano con ínfulas de artista que incendió Roma, mientras tocaba la lira, para diseñarla de nuevo a todo lujo de oro, mármoles y amorcillos, que vació las arcas del imperio con su gusto por el lujo, los juegos y las desenfrenadas fiestas y, mientras descuidaba sus fronteras, se hacía celebrar como poeta, cantante y bailarín en brazos de su bello y castrado esposo. Tal vez los Julios éramos menos imaginativos, pero teníamos mejor cabeza para administrar los asuntos de gobierno. Con sólo haberte detenido antes de cometer tu primer asesinato, ya hubieses hecho bastante por la salud del imperio. Si hubieras dejado vivir a mi sobrino, Marco Claudio Marcelo, habría gobernado Roma con sensatez. Él era hijo de la austera Octavia y de Marco Antonio y llevaba en su sangre, la cordura de su madre y el valor guerrero de su padre y también su virilidad, pues satisfacía en el lecho a mi hija Julia, lo que después se hizo un asunto difícil. ¿Qué trabajo te costaba dejar obrar la naturaleza? ¿Ser sumisa y complaciente como toda esposa romana y disfrutar sin complicaciones del matrimonio ventajoso con un emperador? Pero quizás la culpa también la tuve yo, porque si hubiese querido una esposa sumisa y una vida sin sobresaltos, habría seguido casado con Escribonia, sin empeñarme en divorciarme de ella para poner en su lugar a una mujer como tú que me traería tantas desgracias y aniquilaría a toda mi familia. ¿Por qué el amor nos arrastra hacia las mujeres que más daño nos hacen? ¿Y por qué nos aburrimos de las que tan bien nos tratan? ¿Por qué, pese a todo, te sigo echando tanto de menos en la pétrea inmortalidad de esta estatua? El amor es ciego y, desde la primera vez, cerré los ojos. No era nada lógico 43

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que Marcelo, después de tus cuidados, se agravase de un pequeño mal de estómago hasta el punto de caer en la agonía y morir de un modo fulminante, pero callé. Quería mucho a Marcelo, pero no podía sospechar de ti y comprobar que eran ciertas mis sospechas. El amante ignora a posta porque saber toda la verdad sobre la amada, significa renunciar a ella y eso no se lo puede permitir. La verdad es incompatible con el amor ¿quién quiere la verdad y la razón cuando está enamorado? El amor se alimenta de mentiras, porque es una gran mentira. Quien quiere la verdad, nunca se enamora. Me callé, por lo tanto, me callé e intenté recomponer los pedazos del primer jarrón que habías roto. Y volví a casar a mi hija Julia con el viejo general Agripa. Después de todo, él era mi mano derecha. Nuestras victorias militares, nuestras conquistas, el decisivo triunfo en Accio, se debían a su eficacia. Y, viejo y todo, dio cinco hijos a mi hija Julia. Entre ellos, los varones, Cayo y Lucio, que asegurarían mi descendencia. Cualquiera de los hijos de Agripa podría haber llevado el imperio a buen fin, pero tus tentáculos llegaban lejos. Siempre te hacías de emisarios funestos que llevaban la muerte a cualquier punto lejano, donde se encontrasen tus víctimas. Y, como te aseguraste de que Agripa no sobreviviese al gélido invierno de Pannonia, procuraste que las campañas militares de sus jóvenes hijos acabasen también en tragedia. A Cayo, con solo dieciséis años, le sorprendió en la remota Licia y a Lucio, un año y medio después, en un misterioso naufragio de camino a la Galia. Eras estricta y meticulosa en adiestrar sicarios que hiciesen pasar por accidentes, tus asesinatos diferidos. Tal era tu capacidad para maquinar y persuadir que ni Antonia, esposa amantísima, quiso salvar a tu hijo Druso y contribuyó contigo a que aquella herida sufrida por caer del caballo se complicase de tal modo de sumirlo en la agonía. Aprendió de ti que es superior el amor al imperio que el amor a un hombre. A Póstumo, último hijo de Agripa y última esperanza mía, conseguiste desterrarlo a la isla de Planasia. Y como sabías que yo, en mi testamento, que habías conseguido arrebatar del sagrado templo de las Vestales, anticipaba en el trono al desterrado Póstumo antes que a Tiberio, anticipaste mi fin. Mis almuerzos y mis cenas, desde entonces, tenían dolorosas sobremesas, pues aderezabas los manjares y el vino con los mejunjes venenosos que experimentaban sin descanso tus sabias artes hechiceras. Y siempre me tocaba 44

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abandonar con urgencia el triclinio, aquejado de gases y tortuosos retortijones nada decorosos para un emperador divino. Dicen que las mujeres ganan a los hombres por el estómago; pero tú me perdiste por él y tuve que abstenerme de mi proverbial glotonería y cuidarme con una dieta de leche y fruta. Hasta el punto de que mi único alimento eran los higos que daba la higuera de mi dilecto jardín. En el fondo, sabía que lo que intentaba evitar era inevitable, porque la única manera de salvarme consistía en apartarte de mí. No se me escapaba que tu refinada astucia se haría de mañas para lograr su objetivo y que, por tanto, tenerte cerca era sellar mi sentencia de muerte. La razón y la inteligencia me dictaban expulsarte de palacio, pero mi corazón no soportaba concebir tal dictado. Si hasta entonces, por amor, había soportado que matases a todos los míos, cómo no iba a soportar también que me matases a mí. Divino y todo, sentía miedo a la muerte como cualquier mortal, pero no menos grande que mi miedo era mi curiosidad por saber cómo ibas a asesinarme. He de reconocer que te esmeraste, que pude notar tu cariño en la delicadeza con la que planeaste mi asesinato. Nunca fuiste una gran cocinera y, sin embargo, aquel veneno con el que untaste los higos de mi jardín, era pura ambrosía. Creo que no hay mortal ni dios que haya probado nunca un higo envenenado tan delicioso. Cuando, con tanta dulzura, se sumieron mis ojos en las últimas sombras, supe que, después de todo, me querías. Sólo por amor se puede asesinar con tanto cariño. Desde el principio de los tiempos, las mujeres que amamos nos destruyen. Fue Pandora quien abrió esa caja que trajo todos los males al mundo y, según está escrito en la historia sagrada de esa religión que invadiría Roma, Eva causó la ruina de Adán, ofreciéndole la manzana prohibida. Sin la malicia de las mujeres, el mundo sería tal vez un paraíso, pero, como todo paraíso, mucho más aburrido. Una mala mujer da vidilla; justifica la vida y también la muerte, pues no hay modo más honroso de morir que hacerlo por amor. A vosotros, turistas del siglo XXI, y, especialmente, a ti, joven Fernando, que viniste a Roma para curarte de un mal de amores, os he contado mi historia para que nunca os lamentéis por esa debilidad que nos hace hermanos en los siglos. Sed magnánimos y pensad que es sino de grandes hombres morir por 45

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Mi imperio por un higo Lola Clavero Toledo

grandes mujeres. Recordad, cuando esa mujer perversa os arroje sus malévolos dardos, que Cayo Julio Cesar Octaviano, el propio divino Augusto, primer emperador de Roma, vengador de Cesar, victorioso en Accio, príncipe de los senadores, emperador proconsular de Galia, Hispania y Siria, perfecto de las costumbres, gran pontífice y padre de la patria, murió con orgullo a causa de una fica, de un higo envenenado; el más delicioso de los higos.

El difunto A gusto.

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Para eso está Whitman Mar de los Ríos

Miro al cielo nocturno y veo muchas sonrisas de luz. Las estrellas y el amor están en mí trenzados. Supongo que es humano pensar que lo que le pasa a una no le pasa a nadie más y es ahí donde cometemos el primer error de nuestra vida. Después vendrán todos los demás. Y todos absolutamente necesarios. En el cielo están las respuestas, sigo pensado en voz alta. Es una idea recurrente que se pierde en la noche de los tiempos. La noche de los tiempos... Es curioso, ya casi lo había olvidado... Aquella idea se marcó en mí a fuego durante muchos años, aquel aforismo que Antonio Gala me regaló en mis lecturas adolescentes a través de sus novelas: Aunque ya no te ame, amo el tiempo en que te amé. Recuerdo. Cierro los ojos. Huele a verano. La luz de la tarde está a punto de convertirse en azul. Voy subida en la barra de tu bici. Risas y gritos desinhibidos nos envuelven. Una carretera comarcal completamente vacía. Ni un coche. ¿Qué tendrás tú, catorce años? Entonces yo no habré cumplido aún los doce. Estamos justo en aquel momento en el que sentí el amor por primera vez fuera de mis sueños de princesa. No recuerdo cómo he llegado a tu bici, pero sí que quiero ir sentada en la incomodidad por antonomasia por siempre jamás. Ningún asiento me haría nunca tan feliz. Tu aliento en mi mejilla llega cuando intentas alcanzar al manillar de la aparatosa bicicleta negra de tu abuelo, con la chica rubia que 47

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Para eso está Witman Mar de los Ríos

te gusta de por medio, mientras procuras ver la carretera. Mi pelo se sale de las horquillas y vuela hasta tus ojos. Deberíamos habernos caído de la bici esa misma tarde... Pero no fue así... De aquel verano, queda también algún baile agarrado en casa de una abuela ausente. Suena música en italiano. Está muy de moda. Todos creemos saber italiano porque gritamos el estribillo al unísono. Lo cierto es que éramos muy tímidos, éramos unos niños... Y no cruzamos apenas palabras. Mucho menos de amor. En esa primera etapa todo resultó muy animal en el buen sentido… Todo era olor, calor, rubor… Por esa época lo que más deseaba yo en el mundo eran unos botos camperos que llegaron por Navidad. Me los calcé en la primavera siguiente y fui con ellos al pueblo. Mi primer encuentro con el dolor fue con la crueldad con la que tú le dijiste a mi hermano, delante de todos, que arrastraba los pies como si llevase dos escobas. Entonces tampoco sabía que hay personas que tienden a ridiculizar a quien les importa en público, unos de por vida, otros como parte de su paso por la inmadurez de la adolescencia. Juré tirante una boto a la cabeza antes que subirme contigo más en una bici. Creo que ese comentario te valió que buscase en otro sitio para poder seguir coleccionando suspiros antes de dormir. Luego, nuestras vidas se separaron, otras pandillas, otros amigos. No nos volvimos a encontrar hasta el verano en que yo tenía quince y tú diecisiete. Trataba de quitarme de encima a un chico que definidamente no me gustaba, cuando me senté a tu lado por casualidad en un bar donde estaba mi pandilla, nuestra pandilla de los veranos. Me sorprendiste entonces con tu desparpajo. Vaya, vaya, pero si éste ahora habla, pensé. Me sometiste a un interrogatorio policial sobre quién era el muchacho que me había acompañado hasta el bar, sobre qué había entre nosotros… Y yo me sorprendí a mí misma dándote toda clase de explicaciones como si me acabase de bajar de aquella bici de tu abuelo, para apostillar en subrayado que estaba completamente libre: taxi libre, mira el letrero verde de mi cabeza, me faltó decirte. A partir de ese momento fueron tuyos todos los agarrados de aquellas fiestas. Recuerdo tu movimiento de cabeza para apartar el flequillo de tu cara, como único gesto para que yo corriese a pegarme a ti. Tu pelo azabache de un lacio brillante, como de indio apache, te confería un atractivo peculiar 48

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para muchas chicas. Incluida yo. Pero por alguna razón, la pompa de jabón explotaba cuando dejaban de sonar las gardenias para ti en la plaza o el reloj dejaba de marcar las horas. Y aún era junio. Entonces cada cual se fue a su casa sin más, a disfrutar de su propio verano sin mucho interés por intercambiar teléfonos. Tuvo que llegar otra santa en agosto para volver a bailar en otra plaza. Un tirón de brazo inesperado y la primera frase que yo entendí como una declaración de amor salió de tu boca: Qué alta eres, si vas a ir conmigo por la vida no podrás usar tacones. Y yo quise escuchar: Qué guapa eres, te sobran diez centímetros de belleza, guárdatelos en el bolsillo para el lunes. Aquellas fiestas de la Virgen de agosto duraron toda una semana en la que nos dio tiempo a pelearnos, a juntarnos y por fin a escuchar la manida frase inequívoca que nos convertía en novios: ¿quieres salir conmigo? Seis de la mañana del último día. Un lacónico sí y un beso apretujao a oscuras en la carretera, nos mantenía tiesos como varas. Estábamos más nerviosos que cualquier otra cosa. Otra despedida sin teléfono... Alguien te llamó desde la oscuridad, te ibas con tu amigo en la moto, te buscaba casi a tientas entre las parejas. Cuando el amor era sin móvil y la timidez constituía parte importante de nuestra indumentaria, ambos pensamos por separado que ya nos veríamos, si las siguientes fiestas de la comarca se celebraban, Dios mediante. Y pasó casi un mes hasta un nuevo encuentro. Siempre fueron pocas las palabras entre nosotros y expresamente de amor muchas menos. Supongo que hubo buenos momentos, dicen que siempre se recuerdan por encima de los malos. Depende de cuando se evoquen, depende de tantas cosas... Ahora yo visualizo con mucha claridad que tú decidías cuándo aparecer en nuestras citas o cuándo no. En ese caso no sentías la necesidad de avisarme para no dejarme congelada una hora en una esquina, esperando verte llegar... Recuerdo también varios: tú te callas y no preguntes tanto, ante curiosidades de tu familia que yo te formulé sin ninguna maldad, si no como parte de un supuesto deber de acercamiento entre nuestras vidas. Mucha frustración pinta aquel invierno de allí me colé y en tu vida me planté. En esa época no se te pasa por la cabeza que hablando se entienda 49

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la gente o solo así se desenredan los malos entendidos, o que si me cuentas qué te pasa quizá podamos arreglarlo y todo ese rollo de personas maduras. El caso es que después comprendí a qué se debía tu enfado intermitente. Tú querías sexo hasta el final sin preguntar, sin consensuar. Yo era una chica asustada de quince años que personalizaba en ti el principio y el final del amor con mayúsculas... y que no sabía nada de sexo. Sin embargo aquella adolescente tuvo claro que así no era como quería tener su primera experiencia. No sabía el porqué para expresarlo, pero así no. Después vinieron muchos más plantones, incluida la fiesta de fin de año. No hay sensación más horrible que quedarse vestida de gala esperando a alguien. Te sientes el doble de mal. Tu padre volvió a ser el ogro que te venía como anillo al dedo y que te castigó sin salir justo en Nochevieja. Ya. El caso es que a finales de enero te llamé por teléfono para pedirte explicaciones de tanta ausencia y sentí tu silencio, pesado como una losa a través de aquella cabina de la plaza de correos desde donde, nunca olvidaré, me dije a mí misma: Se acabó. Tú también lo oíste perfectamente aunque no lo llegué a verbalizar. A veces el silencio es mucho más elocuente. Qué mala persona me sentí, casi estuve a punto de suspender el curso, pero no me arrepentía a pesar de mi malestar. Había llegado al final de un camino y eso no me lo quitaba nadie de la cabeza. Corté contigo porque no me hacías el caso que yo necesitaba, aún sin saber todavía a qué se debían nuestra relación guadiánica. Y la distancia me sirvió de mucho. Aprobé el curso, la selectividad y elegí carrera. Me iba para siempre de la ciudad, me iba para siempre de mi adolescencia divertida, pero verde como el trigo verde en experiencia amorosa. Tú sorpresa fue morrocotuda cuando me encontraste en aquellas siguientes fiestas rodeada de un grupo de tunos pesadísimos que conocimos mis primas y yo dos días antes y a los que invitamos a las fiestas, fundamentalmente para darte en las narices: lo que se llama una venganza de las buenas, de las de plato frío. Calculo que por entonces ya habría visto Lo que el viento se llevó como unas quince veces y había leído el libro lo menos dos en la playa... (Qué grande la Michael, qué grande la Leight...) Escalata O’Hara se me metió dentro y monté la fiesta de Los Doce Robles. El pueblo entero se pasó por la esquina de la barra donde macerabas tu furia, 50

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a decirte lo bien que parecía pasármelo sin ti, rodeada de cinco chicos que disputaban mis bailes con las cintas de sus capas… Cuando yo notaba a alguien conocido mirándome bailar, reía a carcajadas como si me acabasen de contar el chiste más gracioso de mi vida, de esos que te ponen la mano en el pecho y ante el que necesitas decir: no, por favor, no puede ser. Ahora vas y lo cascas. Definitivamente la reina de las fiestas, con su moño de dos metros y su traje de tul chisposo, no pudo hacerme ni un poquito de sombra. En qué me vi de echar a los tunos de las fiestas cuando estaba ya a punto de caer desfallecida en medio de la plaza y entrar en coma. Adiós, adiós, clavelitos de mis corazón... Qué gusto quitarse los zapatos y sentarse en la acera como solo se hace por debajo de los treinta, mientras te traen un cubata del kiosco. El caso es que se vació la plaza de danzantes y allí seguíamos mis primas y yo sin terminar de reír de todo lo risible y de bebernos todo lo bebible. Nunca hay prisa por acostarse aunque desmonten los altavoces y el alguacil te increpe por lo bajini con algo sobre que ya le dirá a tus padres no sé qué sobre unos muchachos de negro con pandereta y que te vas cortar los pies yendo descalza por la plaza como una hippie… Entonces apareciste tú, todavía no sé de dónde, como caído del cielo, como un James Bond cualquiera. Borracho como una cuba, con los ojos vidriosos inyectados en sangre, me dijiste: ¿Puedo hablar contigo a solas, por favor? Se hizo el silencio a nuestro alrededor. ¿Por favor? Estas palabras mágicas no recordaba haberlas escuchado de tu boca nunca y te juro que más bien te seguí por pena a la puerta de la iglesia, una placita recóndita que guarda los secretos de amor de varias generaciones. Allí comenzaste tu discurso, parecía que mascado durante varias horas. Apúntate tres tantos, no uno, si no tres. ¿Perdona? Has hecho un trabajo estupendo. Sé reconocer a los buenos de lejos y quería felicitarte. Sabrás defenderte en la vida. Lo que más molesta en este mundo es la indiferencia, eso ya lo había aprendido de ti, a lo que contesté: - Me vas a disculpar, pero no te capto… Bla, bla, bla... 51

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Entonces fue cuando por primera vez en mi vida desde que te conocía, te vi desvalido, te sentí vulnerable. Algo que yo estuve a punto de confundir con enamorado… Lo cierto es que me habías soltado lo más cercano a lo que significaba para ti una declaración de amor: me has humillado, lo he captado, lo he sufrido, lo he aceptado porque lo merezco... Y te había quedado bonito, muy de salón del oeste, de verdad. Tan bien, que hubo un momento que fue posible el premio perseguido, porque todo aquello tenía un objetivo que se resume básicamente: como lo haga bien, a lo mejor soy capaz de sacarle la vena tonta y mojo todo lo que no he mojado durante un año… Ahora yo tenía mucho morbo, no parecía estar a tu alcance. Pero, mientras el silencio nos hacía dudar a los dos... Te precipitaste. Salió en mi rescate el gallo Claudio que te habitaba, supongo que ayudado por el alcohol, y me soltaste sin punto y aparte que querías contarme por qué me habías dejado. ¿No te había dejado yo? Parecía que no, ibas a sacarme de dudas inmediatamente. Me compaginabas con una viuda de tu edificio. A veces incluso la trajiste a alguna de nuestras citas, colándomela como que te la habías encontrado por la calle paseando con su niño de camino a mi encuentro. Lo poco o mucho de Blancanienves que quedaba dentro de mí salió despavorido por alguno de mis agujeros y cayó de bruces a la acequia que bordeaba el huerto de la iglesia. Yo la escuché con nitidez chapotear a nuestras espaldas huyendo mientras gritaba: socoooorro. Con una princesa alemana medieval viviendo dentro de mí, ni se me había pasado por la cabeza que una señora de treinta y siete años, con un hijo de ocho, amiga de tu madre, pudiese interponerse en la relación de su vecinillo de toda la vida… Pero en contra de lo previsto, la sorpresa me duró unos segundos, en el fondo intuía que tenía que haber alguien. Era exótica, pero estaba claro que había otra. Por eso, porque ya no me importabas, en lugar de mandarte a la mierda por haberme engañado, te consolé por ponerme los cuernos. Entonces sentí a la princesa intentando volver allí donde había vivido cómodamente dieciocho bellos años. ¡Alto, bonita, si sales ya no entras!, le dije quitándomela de un manotazo cuando trepaba por mi espalda, mientras tú tratabas con voz de borracho darle la vuelta a tortilla y pasar por un pobre marino solo, haciendo la mili, que no sabías qué hacer con aquella señora 52

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que… que follaba tan bien, te falto añadir. El caso es que ante aquel discurso esperpéntico, te di muchos ánimos para que acopiaras lo mejor de ti y tomaras la decisión que tomaras, te fuese bien en la vida. Porque me estabas preguntando con toda la desfachatez del mundo si debías seguir con ella o no... Qué ostia de película te merecías, de verdad, pero siempre me pudo la violencia… Entonces apoyaste lloroso tu cabeza en mi hombro y saltó en mí la alarma… afortunadamente Escarlata volvió a poseerme, dándole un culazo a la petarda de Blancanieves. Ella me sacó de mi ensoñación: Ah, no, esto sí que no… Me calcé mis bailarinas, te desee suerte con tu vida, y como la duquesa más elegante de un salón de baile vienés, como si no te conociese apenas de nada, me fui muy digna a acostarme a mi colchón de lana. Amanecía. Después vino el resto de mi vida, el resto de mis relaciones, nunca en tanta desventaja como en esa primera. Cuando llegó algún que otro chulito de discoteca con esas mismas trazas, ya tenía el cliché tatuado en el alma y salía huyendo cual ágil gacela… Comprendí con los años qué lejos estábamos los chicos y las chicas de mi tiempo. Todas mis amigas de la pandilla del pueblo, unas cinco, se casaban de penalti al año siguiente…Todas sin excepción dejaron los estudios y se pusieron a limpiar casas. Descubrí el amor desde la experiencia del no, de lo que no estaba dispuesta a aguantar, de caerme y levantarme, de ser fuerte y saber decir, ahí te quedas. De sentirme siempre más a gusto sola que mal acompañada. De apartar de mi vida de raíz lo que me hacía daño. Por eso hoy escribo mi declaración de amor para aquella muchacha con coraje que no se dejó manipular, la que quiso estudiar, aprender, buscarse un trabajo, pagarse el carné de conducir y comprarse un coche de quinta mano, sin frenos, pero que era suyo y que conseguía dominar a la tercera que le pisaba el pedal, como una burra tozuda. La que entendió que no necesitaba que la acompañase nadie a casa, ni que le pagaran una copa, la que supo encontrar entre la jungla a un hombre humilde y sabio como padre de sus hijos. El sabio barra humilde, no sabe nada sobre componer poemas de amor, 53

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jamás ha escrito una sola tarjeta con flores con más de tres palabras, no tiene emoticonos en su móvil y pone muac cuando le mando algún corazón. Definitivamente no es Walt Whitman, ni falta que le hace para hacerme sentir muy especial. Es mi amigo. Hoy he soñado con aquel cielo estrellado de la adolescencia, con el del amor. Y los puntos de luz hacían corazones en el cielo, se movían. Mi sabio iba a mi lado y me cogía de la mano. Y ha sido precioso. Entonces me he levantado y he buscado mi libro favorito de poesía. Lo he abierto por donde él ha querido mostrase. Para eso están los auténticos poetas, te prestan sus odas generosamente siempre que las necesites: … Pero el otro que soy, no debe humillarse ante ti ni tú debes humillarte ante él. Deja las palabras, la música y el ritmo; apaga tus discursos; túmbate conmigo en la hierba. Sólo el arrullo quiero, el susurro y las sugestiones de la voz. ¿Te acuerdas de aquella mañana transparente de verano? Estabas con la cabeza reclinada en mis rodillas y dulcemente te volviste hacia mí, abriste mi camisa y me buscaste con la lengua el corazón profundo. Después te alargaste hasta hundirte en mi barba, te estiraste y te adheriste a mí desde la cabeza hasta los pies.

Hojas de hierba (Walt Whitman)

Después me he sentado a pasar todo esto a limpio. Me gustaría dejárselo a mi hija… y a la hija de mi hija, como se heredan las cosas importantes: por escrito. 54

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On La Habana Luisa Díaz Carbayo

La primera impresión de La Habana fue la de una ciudad sumergida en una nube gris sin aislamiento acústico. Ni mis ojos ni mis oídos estaban preparados para semejante encuentro. Me fui habituando al blanco y negro nebuloso a medida que la recorría una y otra vez, y llegó el tiempo en que me enamoré de ella, de su gris y de su ruido. A veces, me sorprendía dando un respingo al doblar una esquina y meterme de sopetón en una algarabía endemoniada que venía de dios sabía dónde. O me envolvían los acordes suaves del son y terminaba bailando en plena calle, como una tarde en la Plaza de la Catedral. El griterío de los niños me acompañaba en mis largos paseos, y el sonido de las olas rompiendo en el malecón. Los niños y el malecón, mis dos primeros amores en La Habana. La mayor atracción para los niños habaneros es el malecón. Cuando hay oleaje, los niños juegan a desafiar las olas subiéndose al dique: si consiguen mantenerse en él, le han ganado a la ola. Las olas, a veces, llegan hasta la acera de enfrente. Alguna vez, paseando bajo los soportales, me han mojado y he perdido de vista a los niños por unos segundos: yo un poco atemorizada y ellos riendo y gritando de júbilo, agradeciendo el chapuzón que los había refrescado y limpiado. Habana, ciudad generosa. ARTE CASAS DE ESTILO COLONIAL SALPICAN DE COLOR LA CIUDAD EN BLANCO Y NEGRO QUE ES LA HABANA En pleno corazón de la ciudad, en la Habana Vieja, descubrí tesoros como 55

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la casa en la que se inspiró Alejo Carpentier para escribir el primer capítulo de El siglo de las luces, y otras casas coloniales en colores pastel que suavizaban la dureza de otra realidad: la del hambre y la suciedad extrema en Centro Habana, la de la angustia y la desesperación en las miradas. Osmany vivía en Centro Habana. NOCHE CAFÉ PARÍS En pleno corazón de La Habana, un espacio pequeño acoge a todo aquel que se asome a su puerta con ganas de pasarlo bien: el “Café París”. El principal atractivo de este café es su ambiente: gentes de razas, culturas y países diferentes que se sienten como en casa, algo que se percibe nada más entrar. Ambiente cálido y relajado en un refugio hospitalario y placentero. La noche del sábado 9 de enero de 1999 conocí a Osmany en el “Café París”. Nada más decirme su nombre supe que lo iba a querer mucho. Así fue. Me gustó la primera tarde que lo vi –hacía ya bastantes días-: sentado solo en una mesa del mismo café. No quise acercarme para intentar evitar lo que sucedió más tarde: enamorarme como una loca de él, perderme en el océano de su ternura y de su amor, en el mar revuelto de mis deseos y de mis emociones. ALOJAMIENTO ESTILO DE VIDA A LO CUBANO Me fui a vivir con Osmany. Fui feliz en su casa, en Centro Habana, sin agua corriente y con un calor de mil demonios. En invierno era un poco más soportable; en verano, había noches en las que no pegaba ojo y me fastidiaba tremendamente que Osmany durmiera a pierna suelta. Entonces yo empezaba a dar vueltas para que se despertara y lo conseguía, me quejaba un rato, él me consolaba, y hacíamos el amor. Era casi perfecto (ya sé que la perfección no existe). Él me abrazaba y yo me soltaba de su abrazo porque me moría de calor, así hasta que caía rendida de sueño a las cuatro o cinco de la madrugada. Y casi todo el tiempo con el ruido del ventilador y con el aire caliente que soltaba. El ventilador, el aparato eléctrico más preciado en La Habana; recuerdo que un día se nos rompió y Osmany se recorrió media ciudad para que se lo arreglaran. Había veces en que lo veía sudar y pensaba: “se va a 56

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deshidratar”; sudaba mucho Osmany, algo patológico, creo. Casi siempre sudando y con esa mirada suya. Osmany comía tierra de pequeño, como yo. RESTAURANTES Cualquier lugar es bueno para comer en La Habana, y esto lo saben muy bien los cubanos. Requisitos: hambre, algo de dinero y una actitud flexible ante las posibilidades (la variedad es mínima y, de lo poco, a veces, poco, quiero decir que no siempre está disponible lo que ofrece la carta). Yo he disfrutado comiendo en La Habana cualquier cosa y en cualquier sitio porque estaba contenta, enamorada. Casi todo me estaba buenísimo y no me importaba comer arroz con frijoles o ropa vieja muy a menudo. Disfruté mucho de la comida en La Habana. DEPORTES IR EN BICICLETA El ciclismo es el deporte nacional en Cuba y, sobre todo, en La Habana. Osmany y yo íbamos en bici a casi todas partes. A mí me gustaba mucho subirme en el sillín de atrás sentada como una señorita y agarrarme a él, que le daba fuerte a los pedales y empezaba a sudar rápidamente, aunque no aflojaba la marcha. Un día fuimos a llevar unos paquetes a una familia que vivía a casi dos horas del centro; yo me empecé a preocupar porque Osmany dejó de hablar, pedaleaba y sudaba a mares; pensé que iba a coger una insolación, se nos hizo mediodía y el sol picaba a rabiar. Cuando llegamos nos ofrecieron agua con azúcar –bebida habitual para los cubanos con variados usos- para refrescarnos, y vuelta a La Habana. A la mitad del camino le pedí a Osmany que paráramos a tomar una pepsi-cola. Fue un día extraño. Osmany estaba enfadado, se le notaba en el gesto, en que no me tocaba; yo estaba triste, deseé no haber ido a llevar los paquetes. Cosas del calor, o del deporte, quién sabe. Me gustaba mucho montar en la bici por Centro Habana. Casi siempre llevaba una falda corta o unos pantalones cortos y mis piernas agradecían el viento y el sol. Y también los piropos de los transeúntes. Me hacían gracia las cosas que me decían, me sentía bien, me divertían, no me parecían groseras, no las sentía groseras. A veces, cuando íbamos detrás de otra bicicleta, 57

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el que iba sentado atrás se volvía del todo, de espaldas al que conducía y, al quedar en paralelo o ellos un poco más adelantados, me iba diciendo cosas o poniéndome caras, o sacando la lengua y pasándosela por los labios –gesto frecuente en Cuba-. Yo me reía o le sacaba la lengua haciéndole burla, o me ponía muy estirada. Me gustaba mucho ir en bici. Muchas tardes íbamos a la Playa de los Cubanos en bici. (Ir en bici a la Playa de los Cubanos –nombre con el que yo la bauticé- en La Habana merece una atención especial). Íbamos hasta Miramar por el malecón – a la vuelta, ya cansados, volvíamos callejeando, era más corto-; yo agarraba a Osmany por la cintura. Entonces yo nada sabía de energías y me provocaba curiosidad el hecho de que mi mano derecha se pusiera a vibrar al compás de su abdomen; eran momentos mágicos que yo, empeñada en atrapar el tiempo, quería que no terminaran y me aferraba a ellos con una fuerza y una fe brutal. Casi todo lo que me gustaba cabía en ellos: el silencio protector, el placer de lo compartido, el amor que iba y venía de Osmany a mí y de mí a Osmany; el tiempo y el espacio se detenían, el ritmo de la gente se ralentizaba, color dorado por todas partes, no escuchaba más que el viento, envuelta en una nube de deliciosas emociones sin memoria ni futuro. Osmany vendió la bici para comprarse unas deportivas, creo. CAMINAR LA HABANA Cuando ya no tuvimos bici caminábamos muchísimo. Es una aventura atractiva pasear La Habana. Puedes tener todo tipo de experiencias y muchas veces pensaba que era “la ciudad de los prodigios” (mucho más que la Barcelona de Eduardo Mendoza en La ciudad de los prodigios). Como cuando me encontré con José Saramago en la calle Obispo, en la Habana Vieja. Era por la mañana y apenas había gente; el sol aún no picaba; él paseaba despacio mirándolo todo. Yo iba con una amiga, deprisa pues habíamos quedado y llegábamos tarde; nos detuvimos en seco. Mi amiga se puso muy nerviosa y le dio por hablar y decirle hasta la saciedad que le encantaban sus libros. Yo me quedé muda al estar al lado de un escritor que admiraba y sentirlo cercano, amable, paciente, encantador; no se mostró arrogante o vanidoso en ningún momento. José Saramago se prestó a hacerse unas fotos con nosotras. A mi amiga se le cerraron los ojos de gozo y yo me sujeté el estómago para que no se me notara la emoción. 58

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CINE “CASARSE EN LA HABANA”, UN RODAJE PELIAGUDO Me casé en La Habana no sin antes haber pasado por múltiples pruebas que demostraron que lo hacía por amor y no por interés. Yo me preguntaba qué interés podía tener yo en casarme con un cubano de Centro Habana (quienes conocen bien la ciudad saben de lo que hablo) y en más de una ocasión estuve a punto de lanzar esta pregunta al funcionario de turno; me controlé a tiempo, a dios gracias, de lo contrario estaría aún arreglando papeles que no tienen arreglo (por inútiles y absurdos). Yo entendía que las entrevistas se las hicieran a Osmany –ya se sabe, salir de Cuba, el sueño de los cubanos- más no entendía que me las hicieran a mí y, además, apretando fuerte. Que Osmany quería salir de Cuba lo sabía él, los sabían los funcionarios y lo sabía yo. Que la forma más rápida era casándonos lo sabíamos todos. Así que vaya trabajo inútil el que hacían cada día durante horas, y vaya calor que pasamos esperando largas colas; algunas veces, cuando por fin nos tocaba, nos faltaba un sello: “ah, señorita, le falta un sello”, “¿no pueden ponérselo ustedes?”, “ah, no, tiene que ir a que se lo pongan y luego volver aquí”. Yo aproveché ese tiempo para ver lugares de la ciudad que no conocía, en Miramar, algunos muy bonitos, con patios espectaculares, casi todos oficiales. A veces nos pasábamos mañanas enteras haciendo cola y luego volver a casa sin bici. Una odisea. Por las noches nos dedicábamos a aprendernos cosas de la vida del otro y para mí era una lata porque maldita la gana que tenía yo de saber cómo se llamaban los abuelos de Osmany que él ni siquiera conocía. Él lo llevaba mejor, se lo pasaba bien preguntándome por mi familia –evidentemente era él el que quería salir-. Yo lo comprendía y terminábamos echándonos unas risas mientras fumábamos un cigarrillo o tomábamos un buche de ron. MÚSICA Y DANZA En La Habana cualquier lugar es bueno para bailar y escuchar música. La música sale de cada rincón de las calles, de las casas; la música es la ciudad, el malecón y el mar; la música la llevan sus gentes en su forma de moverse y de mirar, en las sonrisas blancas que muestran sus almas de salsa y son. 59

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On La Habana Luisa Díaz Carbayo

Osmany y yo bailábamos en cualquier lugar y en cualquier momento: en la calle, en la discoteca, en la playa, en un bar, por la noche, por la tarde, a mediodía, en la casa, en la terraza. Un placer bailar con él: tan juntos, tan enamorados, con un mismo ritmo. Su manera de bailar conmigo era siempre una declaración de amor a la que yo respondía con abrazos que no he vuelto a dar, mientras él me susurraba al oído “dime que me quieres”. *** Tardé algún tiempo en vislumbrar mi centro una vez que elegí un camino diferente al suyo; me costó reanudar la marcha; lo hice poco a poco y con muchos altibajos. Aquí estoy, ahora, escribiendo sobre ello, cosa que no había hecho antes. Aún me emociona recordar un amor tan grande. Lo más importante es que estoy haciéndolo y perdonando: perdonándolo a él y perdonándome a mí, y agradeciendo lo que me dio y lo que le di –hermoso de veras-. Lo he juzgado y me he juzgado muchas veces y por mucho tiempo; hoy, ahora, decido que no quiero seguir juzgándolo ni juzgándome. Ni preguntándome porqués. Quiero acogerlo en mi corazón y que mi compasión le llegue.

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A Mónica, la muchacha de las trenzas y el vestido rojo de lunares

Fue exactamente hace un año y diez meses: el 24 de octubre de 1977 te vi por primera vez. ¿Dónde? Piénsalo, ¿qué hiciste ese día? ¿No te acuerdas? Pues yo me acuerdo como si fuera ayer. Déjame que te lo cuente, prometo no demorarme mucho. Lee esta carta hasta el final, por favor, y si no te interesa, puedes hacer como si nada. Probablemente nunca llegue a saber si la leíste o no, y aunque llegara a saberlo no sabría dónde encontrarte, de modo que no debes temer por mi parte ningún reproche. El 24 de octubre… No, empecemos por el principio. Una semana antes del día en cuestión, me enteré de que Cortázar vendría a presentar su último libro a mi ciudad. La noticia me dejó en estado de shock. Vivo en una ciudad pequeña, cuya vida cultural deja mucho que desear, y ni siquiera nuestro escritor local se molesta en presentar sus libros aquí. ¡Y de pronto venía Cortázar, nada menos que Cortázar! Me había pasado la adolescencia leyéndolo, soñando con vivir una aventura como las que narra en sus libros, una aventura amorosa inquietante, un pelín cursi, un pelín sórdida y llena de encuentros a deshoras, esos encuentros que, según escribió, son los únicos verdaderos. Desde hacía cinco años, es decir, desde los quince, había ido sacando de la biblioteca todo lo que Cortázar publicaba (mis padres no podían permitirse comprarme libros y la beca de estudios apenas me daba para pagar la matrícula), y ahora iba a tener la ocasión de verlo en persona. No podía creérmelo. ¿Cómo se le había ocurrido presentar el libro en aquella aburrida ciudad de provincias? ¿Quizás era un favor que le debía a alguien? ¿Quizás le unía algún vínculo remoto a mi ciudad? ¿O la habría elegido al azar, cerrando los ojos y señalando un punto aleatorio en el mapa? Todas las respuestas que se 61

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me ocurrían parecían absurdas, pero qué más daba. Iba a conocer a Cortázar, iba a conseguir que me firmara su último libro. Eso era lo importante. El problema, claro, era que debía reunir ochocientas pesetas para comprarlo. Removí cielo y tierra, me ofrecí a cargar escombros, a limpiar retretes: en vano. Quería evitar por todos los medios pedirles el dinero a mis padres, porque sabía que les resultaría doloroso tener que decirme que no. Al final, sin embargo, no me quedó más remedio. Les prometí encargarme de las tareas de la casa, les prometí devolvérselo lo antes posible, pero no sirvió de nada. No podían prestármelo porque no lo tenían. Fue frustrante. Era la víspera de la presentación y no tenía el libro. Esa noche la emprendí a puñetazos con la almohada. Llorar por aquella nadería me hacía sentir patético, pero la impotencia y el desencanto eran más fuertes, mucho más fuertes que el sentido del ridículo, y no pude evitar llorar como un niño. Sin un libro para que me lo firmara, mi papel en la presentación se reduciría al de espectador pasivo. Cortázar estaría ocupado, primero firmando ejemplares y luego atendiendo a los periodistas, y no tendría ocasión de acercarme a él. Sabía perfectamente que, aunque la hubiera tenido, habría sido una ingenuidad por mi parte esperar mucho de aquel encuentro (en casos como ése uno no hace más que intercambiar cuatro palabras rituales, «me llamo Fernando y he leído todos sus libros», «gracias, Fernando»), pero, por el amor de Dios, era Cortázar. Con él todo era posible. ¿Quién podía asegurarme que no ocurriría algo especial, que no me reconocería como uno de los suyos, que no me pediría que le librara de todos aquellos periodistas y que lo llevara a dar una vuelta por la ciudad? Nadie, nadie podía asegurarlo. Si alguien era capaz de convertir la simple firma de un libro en un acontecimiento mágico, ése era Cortázar. Pero para eso había que tener el libro. Le di mil vueltas al asunto, y una hora antes de la presentación decidí sacarlo de la biblioteca. ¿Querría Cortázar firmarme un libro sacado de la biblioteca? Tal vez, aunque sin duda sería una situación incómoda. Probablemente me tomaría por un tacaño y me miraría con desprecio, o, peor aún, con condescendencia. Me arriesgaba a hacer un ridículo espantoso, pero no me quedaba otra opción. Fui a la biblioteca y busqué en las estanterías el libro, Alguien que anda por ahí, deseando con todas mis fuerzas que no lo tuvieran, diciéndome interior62

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mente que acababa de salir al mercado y que era imposible que lo hubieran comprado tan pronto. No lo encontré. Pregunté en el mostrador y me dijeron que sí, que lo tenían pero que en aquel momento no estaba disponible: otro usuario se lo había llevado hacía un cuarto de hora. Suspiré. Mentiría si dijera que no sentí cierto alivio, pero mentiría aún más si dijera que no maldije mi suerte. Si hubiera encontrado el libro, me habría pasado la hora siguiente atenazado por la angustia, preguntándome si debía o no entregárselo a Cortázar, y es casi seguro que a la postre no me habría atrevido a hacerlo, pero al verme privado de esa posibilidad sentí que el destino se ensañaba conmigo, que aquel libro era mi única salvación y que se me negaba injustamente. Salí a la calle meditabundo. Reflexioné sobre lo que me había dicho la bibliotecaria. Alguien se había llevado el libro hacía un cuarto de hora… ¿Se le habría ocurrido al misterioso desconocido la misma idea que a mí? ¿Era eso posible? ¿Quién podía estar tan loco como para hacerse firmar un libro de la biblioteca? Es decir, ¿quién aparte de mí? Fuera quien fuese, se había ganado mi odio eterno. Pensé: «si lo encuentro, lo mato». Y luego: «¿a quién vas a matar tú, tonto?». Y por último: «Anda, escóndete y date por satisfecho si nadie se da cuenta de que estás a punto de echarte a llorar». Te parecerá ridículo (a mí también me lo parece), pero la idea del suicidio pasó por mi cabeza. En ese estado de ánimo llegué al salón de actos en que se celebraba la presentación. Me sentía abatido, pero, al mismo tiempo, la suspicacia me mantenía alerta. De pie en la sala abarrotada (habían retirado las sillas para que entrara todo el mundo), buscaba a mi alrededor al Usurpador, al monstruo inhumano que me había robado el libro. Cortázar aún no había hecho acto de presencia y durante varios minutos pude dedicarme de lleno a mis pesquisas. Observaba los libros de los asistentes en busca de la delatora tira de papel pegada al lomo, la signatura que había buscado en vano en las estanterías de la biblioteca. Más de uno me miró extrañado cuando, fingiendo atarme los zapatos, me agaché a su lado y examiné el libro que sostenía en la mano. Fue una búsqueda enloquecida. Cuando ya había perdido la esperanza, cuando el runrún del público ya anunciaba la llegada del escritor, entrecerré los ojos e hice un último y desesperado barrido por la sala. Y entonces lo vi. La tira de papel blanco surgió de entre las sombras y llamó mi atención como si emi63

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tiera señales luminosas. Una mano pequeña y pálida sostenía el libro. Alcé la vista: la mano pertenecía a una muchacha a la que no había visto nunca, una muchacha frágil y hermosa que, poniéndose de puntillas, trataba de avistar a Cortázar entre el gentío y se mordía el labio de pura emoción. Eras tú. Tú, Mónica. Se me hizo un nudo en la garganta. «Ahí está», pensé. «Ahí está». Y no acertaba a pensar nada más. Sabía que no era casualidad, que era una señal que Cortázar me mandaba a través del libro. «Tienes que hablarle», me decía. «Háblale». Pero yo era demasiado tímido y me habría dejado cortar un dedo antes que dirigirle la palabra a una muchacha hermosa. Llegó Cortázar y se sentó frente al público. Su editor, Mario Muchnik, pronunció un breve discurso de presentación, y luego le tocó a él. Aunque parezca increíble (todavía hoy me lo reprocho) no escuché nada de lo que dijo. No lograba concentrarme. La vista se me iba sola hacia ti. Te miraba y pensaba que debía decirte algo, que tenía la excusa perfecta, bastaba con decirte que también a mí se me había ocurrido la idea de sacar el libro de la biblioteca. Pero cuanto más lo pensaba más nervioso me ponía. No te hablaría, bien sabía yo que no te hablaría. El discurso llegó a su fin, hubo aplausos y la gente empezó a hacer cola para que Cortázar les firmara el libro. Yo me mantuve aparte, al fondo de la sala, en un rincón, y te observé. Dios, qué hermosa eras. La piel blanca contrastaba con el pelo negrísimo, que llevabas recogido en dos trenzas, y el vestido rojo de lunares te daba un encantador aire de gitana. Se había formado una larga cola ante la mesa de Cortázar, y tú ocupabas uno de los últimos puestos. Parecías tan aterrorizada como lo habría estado yo en tu situación; no parabas de morderte el labio y daba la impresión de que en cualquier momento abandonarías la fila y saldrías corriendo. Cuando ya sólo tenías delante a una persona, te pudieron los nervios y retrocediste varios puestos, colocándote en el último lugar: querías ganar tiempo para pensárselo. Tres minutos más tarde llegó tu turno. Dudaste, diste un paso hacia atrás, tragaste saliva y te acercaste asustada a la mesa de Cortázar. Le tendiste el libro con mano temblorosa. Él empuñó el bolígrafo, sonrió y escribió algo en la primera página. Tú inclinaste la cabeza en señal de agradecimiento, te giraste y te alejaste a toda velocidad, roja como un tomate. Medio minuto más tarde salí del salón de actos. Miré hacia un lado de la 64

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calle, miré hacia el otro: no estabas. Habías desaparecido. Esa noche me emborraché. Recorrí todos los bares de la ciudad en tu busca. Sabía perfectamente que, en caso de encontrarte, no me habría atrevido a dirigirte la palabra, pero me gustaba pensar que quizás, por qué no, tal vez el alcohol me infundiera ánimos. Me embriagaba interpretar el papel del enamorado audaz. Me veía a mí mismo como el protagonista de un videoclip, me veía recorrer las calles desesperadamente, entrar en un bar y localizarte al fondo; me veía avanzar entre la muchedumbre, abrirme paso a codazos, y llegar hasta ti y cogerte de la mano y mirarte a los ojos y besarte. Era un final necesario para nuestra historia, era el único final posible. Pero las cosas rara vez terminan como deberían. Al día siguiente fui a la biblioteca y encontré el libro en el estante. Ya lo habías devuelto. Lo abrí por la primera página y leí la dedicatoria. «Para Mónica, la muchacha de las trenzas y el vestido rojo de lunares. Con afecto, Julio Cortázar». Debo reconocer que me decepcionó. Pese al toque juguetón, no dejaba de ser una dedicatoria convencional. ¿Con afecto? Me parecía indigna de Cortázar. Comprendía que debía de ser dificilísimo sentarse allí, en un salón de actos abarrotado de admiradores, e improvisar una dedicatoria brillante para cada uno de ellos, pero aun así me decepcionó. Se me vinieron a la cabeza unas palabras de Borges: «la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre». Instintivamente empecé a buscar una dedicatoria alternativa, un modo grato y sensible de pronunciar tu nombre, Mónica. Escribí un cuento, o algo parecido a un cuento, en el que narraba fielmente todo lo que había vivido el día anterior. Contaba cómo había buscado el libro de Cortázar en la biblioteca, cómo descubría que alguien se me había adelantado, cómo acudía a la presentación con el ánimo roto y cómo localizaba el libro en tus manos. Hasta ahí no me apartaba un ápice de los hechos, pero a partir de entonces la cosa cambiaba. Aquella historia no podía terminar con una dedicatoria previsible y un adiós para siempre, sin siquiera habernos dirigido la palabra. No, no. El final era otro. Tú aguardabas en la fila, aterrorizada, a que llegara tu turno, y estabas a punto de huir, sí, y retrocedías varios puestos y finalmente te plantabas frente a Cortázar, pero él no te despachaba con una sonrisa y un 65

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«con afecto». En lugar de eso, te pedía que te agacharas y te decía algo en voz baja. Tú lo escuchabas, girabas la cabeza y… ¿me mirabas? ¿Era posible? Sí, al parecer era posible. Muerta de vergüenza, caminabas hacia mí. Y, con la vista clavada en el suelo, atascándote en cada palabra, me decías que Cortázar quería hablar conmigo. –¿Per… dón? –respondía yo con un hilo de voz. –Dice que vayas, que quiere decirte una cosa. Yo no podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Era un sueño, tenía que ser un sueño. Me despertaría en cuanto Cortázar me dirigiera la palabra, o quizá lo hiciera un poco más tarde, al quedarme solo contigo... En fin, me decía a mí mismo, que pase lo que tenga que pasar. Sudoroso, aterrado, feliz, te acompañaba a la mesa de Cortázar. –He visto –me decía él– que tú no has traído ningún libro. –No… –contestaba yo con la boca seca. –Lo comprendo, son caros. Son muy caros. –Reflexionaba un instante, y después, mostrándome el libro que tú le habías llevado, añadía–: esta chica, Mónica, me ha traído un libro de la biblioteca. Supongo que, cuando ella acabe de leerlo, lo leerás tú, y estoy seguro de que a mi editor no le hará ninguna gracia que los dos tengáis vuestra dedicatoria sin haber comprado el libro. Pero se va a tener que aguantar. Os lo voy a firmar, aunque, eso sí, con una condición –guardaba silencio para crear suspense, y finalmente decía–: que lo leáis juntos. –En ese momento, Mónica, tú me mirabas de soslayo y enseguida volvías a bajar la cabeza. Yo, por mi parte, ni siquiera me atrevía a mirarte. Las mejillas me ardían. Quería morirme, o desmayarme, o abrazarlo–. ¿Qué me decís –decía Cortázar–, hay trato? Tú y yo, Mónica, nos encogíamos de hombros. ¿Cómo íbamos a decirle que no? ¡Era Cortázar! –Vale… –decíamos al unísono. Él sonreía y escribía en la primera página: «para Mónica y Fernando, que hoy han tenido un bonito encuentro a deshoras. Sed malos, chicos. Julio Cortázar». Y eso era todo. Llegaban los periodistas y se lo llevaban. Y tú y yo leíamos el libro juntos… 66

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Habría sido un final hermoso, sí. Pero, definitivamente, las cosas nunca terminan como deberían. ¿O sí? ¿Cómo termina esta historia? Todavía no lo sé. Si me hubieran preguntado hace un par de meses, habría contestado que no termina ni bien ni mal: se queda exactamente como está. ¿Qué posibilidades tengo de volver a encontrarte? No sé quién eres, no sé dónde vives; en todo este tiempo no he vuelto a verte ni una sola vez, lo que significa que no eres de aquí, porque ésta es una ciudad pequeña y no habrías podido pasar desapercibida. El año pasado debiste de venir quién sabe de dónde, con el único propósito de oír a Cortázar. Tal vez, se me ocurre, seas de algún pueblo cercano, de algún pueblo pequeño; si vivieras en una ciudad o en un pueblo grande, habrías pedido el libro en la biblioteca local y no habrías tenido que sacarlo de la de aquí. Pero todo esto no son más que conjeturas, y aunque estuviera en lo cierto, sería absurdo creer que podría encontrarte con tan poca información. En treinta kilómetros a la redonda hay decenas de pueblos, y si ampliamos el radio el número se multiplica. Se mire como se mire, no tengo ninguna posibilidad de encontrarte. Eso es lo que habría contestado si me hubieran preguntado hace un par de meses. Pero desde que supe que Cortázar vendría también este año creo en los milagros. Su nuevo libro, Un tal Lucas, acaba de salir a la venta, y no sé qué vínculo unirá al escritor argentino con mi ciudad, pero el caso es que vamos a tenerlo de nuevo entre nosotros. Nada más enterarme fui corriendo a la biblioteca y reservé el libro. Me dijeron que acababan de hacer el pedido en la librería y que cuando llegara me avisarían, y eso han hecho. Quedan tres días para la presentación, y, esta vez sí, tengo el libro en mi poder. Lo tengo ahora, pero no lo tendré dentro de tres días, a menos que tú decidas lo contrario. En cuanto acabe de escribir esta carta, la esconderé entre las primeras páginas y volveré a colocar el libro en la estantería. No sé si también este año lo sacarás en préstamo, ni siquiera sé si piensas acudir a la presentación, pero, en fin, como te decía antes, ahora creo en los milagros. Y si ocurre que el libro llega a tus manos, si ocurre que lees la carta… Me tiemblan las piernas sólo de pensarlo, pero si todo eso ocurre, ¿qué te propongo? Para empezar, que vayamos juntos a la mesa de Cortázar. ¿Y luego? Me parece un poco osado proponerte que lo leamos juntos, pero como me 67

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conozco y sé que en persona no me voy a atrever, te lo propongo ahora, por escrito: ¿quieres leer este libro conmigo? Si la respuesta es sí, sólo tienes que escribir en esta hoja «sí», y volver a poner el libro en la estantería. Yo vendré a buscarlo un rato antes de la presentación y te buscaré en el salón de actos. O, no sé, si se te ocurre algún plan mejor (estoy tan nervioso que no puedo pensar), escríbelo aquí. Cada día a última hora me pasaré por la biblioteca y comprobaré si hay respuesta. Aunque, un momento, ¿y si el libro se lo lleva otra persona? Si es así, te pido, amable desconocido, que seas indulgente y que vuelvas a colocarlo en su sitio. Apiádate de este pobre cobarde, que no tiene valor para hablarle en persona a la chica más hermosa del mundo. Ay, qué lío me estoy haciendo. ¿De verdad te estoy escribiendo todo esto, Mónica? A estas alturas debes de pensar que estoy loco y que soy un grandísimo cobarde. Lo primero quizás sea cierto, lo segundo lo es sin duda. Espera, ya lo tengo. Se me ha ocurrido un buen plan. Si alguien puede obligarme a superar mi timidez eres tú: sólo por ti sería capaz de vencer el miedo. Te propongo que no hagas nada. Limítate a aparecer en el salón de actos. Si veo el libro en tus manos (debes asegurarte de dejar a la vista la signatura) sabré que has leído la carta y que estás de acuerdo con el plan. ¿El plan? ¿Pero en qué consiste el plan? Es muy sencillo, en que me obligues a hacer lo que debo hacer: echarle valor, acercarme a ti por la espalda y tocarte el hombro y decir «Mónica». Sí, así, Mónica, en voz alta y cara a cara. Después de todo, y diga quien diga lo contrario, no hay modo más grato ni más sensible de pronunciar un nombre.

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Qué ocurrió al conocerla, siempre fue para él un misterio. Hubo una sensación borrosa al principio, pero no hizo falta más para que entrara como una exhalación en su interior. El mundo que había construido para saborear su soledad y su timidez, se tambaleaba con el recuerdo de aquella mirada que hacía zozobrar todos y cada uno de sus pensamientos. No había pasado nada en especial, simplemente, que ella se había cruzado en su camino y nada más. Pero su mente, con inusitada rapidez y perfección, construyó una ilusión que surgía con insistencia, convirtiéndose en una obsesión. Antonio conducía lentamente su vehículo. Estaba cansado. Había pasado una jornada formidable practicando la pesca en compañía de su perro. Desde hacía mucho tiempo aprovechaba cualquier día de descanso para practicar su actividad favorita. El silencio y la quietud, su perro y dejar pasar las horas leyendo o, sencillamente, contemplando el agua, se estaban convirtiendo en algo enervante. Las capturas no le importaban demasiado, salvo para hablar con los amigos del club y habitualmente las regalaba. Recordó que, no hacía mucho tiempo, había disfrutado con la caza, recorriendo los campos con la escopeta preparada para disparar a las piezas que se cruzaran en su camino, pero una lesión en la rodilla le había hecho aceptar la invitación para ir de pesca y allí había encontrado la afición perfecta. Sacó de la nevera una bebida fresca y abrió el libro, comprobó que ninguna pieza tiraba del anzuelo y comenzó la lectura hasta que unas horas más tarde decidió que era el momento de regresar a su hogar. No podía perderse, 69

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a la tarde siguiente, la conversación en el club para explayarse en la calidad y cantidad de las piezas cobradas aquel provechoso día. Hizo a las capturas una fotografía para dejar mejor constancia en el tiempo de sus éxitos y regresó a su casa. Quizá fuera haberse concentrado demasiado en escuchar la música que sonaba en el equipo del coche, la escasa luz de las farolas, el cansancio, el despiste ocasionado por algún pensamiento o un cúmulo de factores los que ocasionaron que no la viera con la suficiente celeridad... De repente, frenó bruscamente y el coche quedó a unos escasos centímetros de ella, que durante un instante no reaccionó, y después se quedó mirando la compra esparcida por la calle. Antonio bajó del coche e intentó evitar que se advirtiese su nerviosismo, aunque se excuso con palabras entrecortadas y torpes y comenzó a ayudarla a recoger los diferentes productos. Hubo un momento en el que se detuvo ante sus ojos oscuros. Sintió algo inexplicable, le gustó y eso lo hizo trastabillar todavía más en el habla mientras se ofrecía para llevarla a donde fuera a la vez que ella declinaba su oferta. Y Antonio se quedó mirando cómo se marchaba, ajeno a los pitidos de los demás conductores cansados de la retención, hasta que la figura de la desconocida desapareció entre los árboles del jardín. Reparó en Alfredo, moviéndose nervioso y ladrando dentro del coche, y volvió a la realidad. Estaba muy cerca de su casa y se apresuró en subir al coche para retornar a la seguridad de su hogar. El tráfico era exasperante y cada vez pensaba más seriamente abandonar la ciudad. Cuando arrancó, sin saber por qué, dejó escapar una sonrisa pensando en el rostro de ella y es que quizá la casualidad la había puesto en su camino. Era una pena que con todo aquel sobresalto apenas hubiera pasado de pronunciar algún monosílabo. Sentía un ligero hormigueo en el estómago mientras guardaba los aparejos de pesca y ponía las capturas en el frigorífico. Encendió la televisión sin hacer apenas caso al programa porque su pensamiento seguía en el momento del accidente, pensando en las muchas cosas que podía haber hablado con ella en lugar de mostrarle aquella colección de palabras entrecortadas. Había perdido la oportunidad y sería casi imposible encontrarla. En esos momentos, elucubraba cosas acerca de ella: dónde viviría, si estaría casada, si viviría sola, 70

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su trabajo, la posibilidad de volver a verla... Fue cambiando de parecer según planteaba diferentes situaciones hasta que el sonido del teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Era Carlos, un amigo de muchos años, para interesarse por su día de pesca y saber si iría al club al día siguiente para tratar unos negocios. Lo que Antonio no podía ni tan siquiera imaginar era cómo dudaba aquel amigo, que tan bien lo conocía, que faltaría a su cita tras un día tan repleto de capturas de las que poder vanagloriarse. El club, ese era el lugar donde iba todas las tardes en las que sus ocupaciones se lo permitían. Le costó conciliar el sueño. El incidente de esa tarde y, sobre todo, el recuerdo de la mujer lo obsesionaban. La imagen de ella se repetía en su mente desalojando de su cuerpo, agotado por el cansancio, el sueño reparador, hasta que, casi con las primeras luces del día, consiguió dormirse. Al despertar, fue el recuerdo de ella lo primero en instalarse, con inusitada rapidez, en su mente. La misma mirada de aquella noche se fundió con cada instante del día, se mezcló con cada actividad que tuvo que realizar hasta el punto de impedirle desarrollar su trabajo con la eficacia acostumbrada. Esa tarde, se sentó tras el cristal de su sala de estar para leer y escuchar música, como había hecho tantas veces, pero su mente, que indefectiblemente escapaba al recuerdo de la mujer, le impidió actuar con la constancia habitual. Decidió entonces centrarse en ella, encontrar una explicación racional a aquella situación, mientras se asombraba de poder describir mentalmente cada detalle de su rostro con nitidez: el contorno de su cuerpo, su pelo negro y los ojos tan oscuros. Todo se imponía en su pensamiento junto con el desasosiego por el deseo estar con ella. Quizá todo aquello no fuera nada más que otra de sus maniobras internas para escapar de su temor a estar con una mujer, aunque lo deseaba intensamente. Necesitaba salvar ese impedimento enfermizo que siempre lo había acompañado, aunque quién mejor que él sabía que en el momento en el que lo intentase se iba a encontrar con las ya consabidas dificultades que inevitablemente aparecían cuando alguna mujer le importaba. Había luchado en muchas batallas y siempre había perdido por un problema que le parecía irresoluble. Le puso la correa a Alfredo y salieron a pasear en horario inhabitual con el propósito, no intento engañarse a sí mismo, de volver a encontrarla. Su 71

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casa debía estar en las proximidades, sería extraño que viviera lejos y llevara, caminando, aquella compra pesada. Anduvo a lo largo de la calle y se detuvo en el pequeño jardín esperando que la suerte la hiciera pasar en cualquier momento, mientras las horas escapaban sin que apenas se diera cuenta. Permaneció allí hasta que decidió que lo mejor sería ir al club donde encontrarse con sus amigos para distraerse e intentar olvidarla. Aunque llevó a los amigos las piezas que había pescado, no se prodigó en dar explicaciones y el acostumbrado intento de provocar envidia en la débil carne de los pescadores. La jornada había sido extraordinaria pero prefirió hablar poco y, contra su costumbre, se negó a jugar la habitual partida de billar. Que a los amigos les extrañara su actitud no le importó en absoluto. Se dirigió a la calle donde la había visto y paseó por ella como si esperase a alguien o fuera el guardián de la acera con la esperanza de que la suerte la hiciera cruzar por aquel camino a la misma hora en la que la había encontrado la tarde anterior, pero ella no pasó y desistió de su empeño. Regresó a su casa para encontrarse con que las actividades que siempre habían llenado su tiempo parecían carentes de interés. Todo hubiera quedado en un mero recuerdo que el tiempo convertiría en ceniza si unos días más tarde ella no hubiera cruzado por delante de su ventana mientras él miraba hacia la calle haciendo un descanso en la lectura de un libro. Había preparado café, sonaba la voz despedazada de Joaquín Sabina en el lector del CD y un libro reposaba sobre sus piernas. Miraba la calle y el pequeño parque que había próximo a su edificio cuando adivinó, en un lejano perfil, a la mujer de sus desvelos. Ella se detuvo cerca de su ventana para recoger del suelo algo que la distancia le impidió distinguir y siguió andando, atravesando el parque y, rápidamente, quedó lejos de su vista. No perdió el tiempo y, como si tirase de él una fuerza formidable, bajó con rapidez a la calle. Cuando llegó al lugar donde la había visto, ella había desaparecido, tragada por los inflexibles cruces de la ciudad y no consiguió seguir sus pasos, pero estaba seguro de que volvería y con esta certeza regresó a por Alfredo y se sentó en un banco a dejar pasar todo el tiempo que hiciera falta hasta que la volviera a ver. No tuvo que esperar demasiado, distinguió en unos minutos otra vez su figura y al pasar por delante de él los latidos su 72

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corazón se desbordaron hasta tal punto que temió que lo mirase extrañada de poder escucharlos. Dejó que se alejara unos pasos y comenzó a caminar tras ella. Esa era su oportunidad y no iba a dejarla escapar. Imaginó que quizá tendría que transitar por la ciudad siguiendo un camino sinuoso, escondido en las esquinas, como si se tratara de una película. Pero su persecución terminó en el edificio que había frente al suyo, al otro lado del parque. En su corta persecución, a cada paso, intentó impregnarse del olor que dejaba en el viento su cuerpo, hacer suyo cada movimiento, cada marca de sus huellas… Lo retuvo todo, pero eso ya no sería suficiente. Regresó a su casa y, sin hacer ninguna otra cosa, fue a mirar el edificio que, con el anochecer, cobraba nueva vida gracias a las luces de las ventanas, procurando adivinar en cuál de los pisos viviría aquella mujer que se le antojaba la de su vida. A partir de ese día, cada momento libre fue para ella; para saber de su vida, de sus costumbres mientras, a cada instante que transcurría, su fascinación por ella, su obsesión, se acrecentaba. Compró el material óptico y electrónico que consideró necesario y, una vez descubierto cuál era su piso, obtuvo fotografías, la siguió para grabar su voz, conoció lo que compraba y dónde acostumbraba a ir y, por supuesto, cosas personales: su perfume favorito, su estado civil, las películas que le gustaba ver en el cine, sus amistades… Averiguó todo lo que pudo en un alarde de investigación digna del mejor film policiaco. Cuando sonó el teléfono estaba colocando en un álbum las últimas fotografías tomadas y pensando en la manera de conseguir vencer su timidez y acercarse a ella, la forma de iniciar por fin un contacto cuya necesidad lo enervaba. Era Carlos, extrañado por su falta de comparecencia a las tertulias habituales, de las que era incondicional y, como Antonio necesitaba hablar con un amigo, quedaron para tomar una copa y, en el momento oportuno, comenzó a relatarle, sin obviar ningún detalle, su aventura y su situación de incondicional enamorado de María. Decidió que debía volver a las citas de la tertulia, sobre todo para reencontrarse con su amigo y tener un hombro donde descargar sus inquietudes e intentar hallar ideas para la mejor forma de proceder. Le enseñó fotos, le dio datos de su vida y sus costumbres; eran amigos y estaba seguro de encontrar ayuda para conseguir su objetivo. Para los demás, ocultó su secreto hasta que 73

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un día, ante el estancamiento de sus pretensiones y, posiblemente gracias a unas copas de más, se confió a otros amigos del club. -Casi me he tenido que convertir en un detective de película. Lo primero que hice al día siguiente de saber dónde vivía fue instalar un telescopio en la habitación de mi casa desde la que se puede ver mejor su edificio. El problema sobrevino cuando descubrí que su piso era un segundo y, como el mío es más bajo, no conseguía ver con toda la nitidez necesaria el interior. Por fortuna, era suficiente para poder controlar muchas de las cosas que me eran de interés, para lograr saber cuándo entraba y salía de su casa o muchos de sus movimientos en el hogar. Y, para continuar la vigilancia en las horas de trabajo, instalé una cámara de video, de esas que graban muchas horas, con un buen objetivo que pudiera captar con calidad las imágenes... Poco más os puedo contar salvo que la he seguido en muchas ocasiones, suficiente para saber que no está casada, que trabaja en una empresa de servicios, lástima que no sea cara al público, que algunas veces va a pasear con unas amigas y que se llama María. A partir de ese momento, los parabienes y demás preguntas se sucedieron haciendo olvidar los temas acostumbrados de conversación. Al conocer los amigos de sus desconocidas y muy interesantes vivencias no pudieron hacer otra cosa que poner a su servicio toda su inventiva y su desmedido afán por ayudarle en su propósito pero, como suele ocurrir, cada idea fue desechada, en muchos casos por descabelladas o porque eran irrealizables para alguien para el que trabar amistad con una mujer implicaba un terrible problema, casi un imposible: las palabras no surgen, aparecen sudores fríos, es imposible mantener una conversación coherente… Si todo hubiera sido tan sencillo como ir de pesca o jugar al billar, ya hacía tiempo que habría alcanzado el objetivo de conquistarla. Volvió a su casa paseando, intentó discernir si existía alguna posibilidad real entre las muchas ideas barajadas aquella tarde. A la única conclusión que llegó fue a que debió marcharse mucho antes para aguardar su regreso del trabajo en alguna calle por las que sabía que regresaba para impregnarse de su proximidad sin que ella lo advirtiese. Hubiera sido curioso que ella se hubiera fijado en él y estuviera al corriente de sus encuentros casuales y esa tarde lo hubiera echado en falta, podía ser... En fin... aquello era bastante im74

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probable, pero en ese mismo momento decidió que si para ver a sus amigos tenía que dejar sus acostumbradas actividades para acercarse más a María, no volvería más al club. Fue a los pocos días cuando todo comenzó a cambiar de forma inesperada. Los horarios que él conocía perfectamente se modificaron. Cambió su perfume habitual, la forma de arreglarse para cualquier salida, compró ropa sin faltar otra interior más atrevida y eso solo podía ser la consecuencia de haber encontrado a alguien con quien compartir su tiempo. ¿Cómo había escapado aquella relación a su seguimiento? Solo podía haber ocurrido cuando él estaba trabajando o en esas horas del día en las que tenía alguna ocupación. Pensó en saltar desde el balcón cuando confirmó sus peores presentimientos entre las sombras que se adivinaban en el piso de María. No obstante, él vivía en un primero y lo dejó pasar, quizá cortarse las venas o quemarse a lo bonzo a la puerta de su casa tras enviar una misiva de amor para ella a los medios de comunicación sería más impactante, pero cualquiera de esas ideas no mejorarían las posibilidades para lograr sus anhelos. Tenía que haberle hablado o intentado una aproximación que ahora se le antojaba imposible. Se le escapaba su oportunidad aunque quizá todavía fuera viable. Seguro que nadie la conocía tan bien como él, seguro que nadie había puesto tanto empeño en conseguir su amor. Le pareció que la forma de actuar de ella correspondía a alguien que sabía que la estuvieran vigilando y así esquivaba cada vez con más facilidad su persecución. Antonio ya no podía continuar con sus expectativas, mirándola y cruzándose con ella de forma aparentemente casual, intentando colocarse en un café a su lado para escuchar su voz y respirar su cercanía porque aquella noche no llegó sola y, tras la penumbra permitida por las cortinas, iniciaron lo que se preveía como una noche de amor. Subió a la azotea del edificio y sabiendo que no era un superhéroe saltó al vacío con la suerte, quizá infortunio, de ser detenido por el ramaje de un árbol hasta que su llegada al suelo no fue otra cosa nada más que un enorme cúmulo de roturas y moratones. Las múltiples magulladuras, varios huesos rotos y una abertura enorme en su esperanza le hicieron estar convaleciente varias semanas en el hospital. 75

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Amigos Juan Lorenzo Collado

Carlos se ocupo de cuidar a Alfredo y no hubo ningún día que no recibiera la visita de algún amigo aunque a él, lo que lo hubiera recuperado de forma efectiva hubiera sido la visita de María. Fueron sus amigos quienes buscaron una enfermera que lo cuidó con mimo y esmero durante su convalecencia y, con su belleza, intentaron que pudiera escapar de las garras de sus ilusiones frustradas. Después del alta médica, lo primero que hizo fue mirar a su casa con el telescopio para encontrarse con que ella ya no vivía allí y descubrió su hogar mucho más vacío que nunca, sus gustos, amigos, aficiones… Nada parecía hacerlo volver a encontrar el placer en la vida tranquila, la compañía de Alfredo, la soledad que tanto le había apetecido en otro tiempo, aquel amor a la lectura, a la quietud y a escuchar música sentado frente a la ventana, sus días dedicados a la pesca y sus partidas de billar… Se vio obligado a volver a club invitado por Carlos que había organizado una cena para todos los amigos, los mismos que descorcharon cava para celebrar su vuelta a las tertulias y después fue con los demás, todavía cojeando, al salón donde Carlos daba una cena con la sorpresa de presentarles a la joven con la que se casaría en breve. Frente a Antonio se sentó una mujer que le pareció preciosa, desprendía una fragancia que le era bien conocida y su sonrisa era un estadio de emociones mientras la mirada de sus ojos oscuros, puro fuego, lo invadía de un vértigo que lo hacía tambalearse. En su interior se entremezclaban sentimientos encontrados de ira, desesperación, rabia… que intentaba anular con un desmedido afán de serenidad. No obstante, el golpeteo de su corazón era de inusitada intensidad, las sienes parecía que le iban a explotar con cada latido. Pretendió, por todos los medios, encontrar la forma de disimular el desasosiego sin conseguirlo. -Antonio es un gran admirador tuyo. Los comensales se miraron sin entender muy bien de qué hablaba Carlos. -Gracias a la curiosidad que la narración de su aventura suscitó en mí y, sobre todo, con el ánimo, al principio, de ayudarlo, conocí a María… Le debemos nuestro amor. Antonio intentó mantener la compostura, pero a duras penas lo consiguió, la sonrisa de María lo desarmaba, era un torrente de sacudidas profundas. 76

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Cada palabra de ella lo alcazaba produciéndole una profunda desazón y antes de comenzar la cena improvisó una excusa y se marchó. Su casa era para él una ratonera. Olvidar la afrenta era un imposible y solo pensaba en la miserable traición de aquel amigo en quien había confiado. Ya era de noche cuando decidió salir a pasear. Le puso la correa a Alfredo y, después de limpiarla, guardó en una mochila la escopeta desmontada y echó varios cartuchos para caza mayor en el bolsillo de la chaqueta. Esa noche parecía un buen momento para volver a probar los placeres de la caza y comenzó a caminar tranquilamente en dirección a la casa de su buen amigo.

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Mucha química José Manuel Gómez Vega

Todos somos un poco raros y la vida es un poco rara; cuando encontramos a alguien cuya rareza es compatible con la nuestra, nos unimos, nos consentimos las respectivas rarezas y lo llamamos amor. Robert Fulghum, Planteamiento

Nos conocimos estudiando Químicas en la Complutense hacia la mitad de los años ochenta, cuando ella ya vestía raro y andaba siempre llamándonos a la movilización contra todo lo que se le ocurría, desde el necesario cambio de las fechas de los exámenes hasta la paralización de la tala de un chopo. No eran los tiempos gloriosos de la década anterior, ya no quedaban grises ante los que correr ni revoluciones pendientes (al menos no tan flagrantes). La mayoría solo recordábamos a Franco por los días de vacaciones que nos dieron en el colegio cuando bajó a la tumba. Hacíamos deporte cada segundo sábado y nos emborrachábamos en las fiestas estudiantiles, en las que, por cierto, únicamente ligaba un tal Goyo. Pero mi amiga no, ella parecía ajena a semejantes banalidades, existía para revolucionar y protestar, más por el hecho en sí que por el trasfondo. Huelga decir que no acabó la carrera. Yo era de los habituales en sus convocatorias, aunque dada mi timidez toda mi contribución consistía en formar masa, siempre esquelética. El primer acto reivindicativo en el que participé consistió en pedir la supresión de la vivisección de ratas del programa de prácticas. Éramos ella y tres más, los tres varones y sospecho que, como yo, más atraídos por sus formas que por la compasión que sentíamos hacia las ratas. La escena resultó tan surrealista que a la fuerza tenías que pensar que estaba loca o enamorarte, y yo, por utilizar

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Mucha química José Manuel Gómez Vega

una expresión con algo de química, me decanté por lo segundo. Conservo la imagen de ella pataleando en el aire entre los brazos de un bedel y un becario fortachón, con nosotros tres a la estela sin saber qué hacer, si pegarnos con los de las batas o gritar la consigna que nos había dado: «¡Vivan las ratas!». No hicimos nada, excepto reunirnos con ella al otro lado de las puertas del departamento con la expresión corporal del derrotado. Sin embargo, no nos recriminó nuestra cobardía; en el brillo de su mirada descubrí un rescoldo de satisfacción. (Fuese o no por «nuestra protesta», la vivisección fue sustituida por una sesión de diapositivas repugnantes). Así fue cómo, entre reuniones y reivindicaciones patéticas, se forjó una amistad que en su caso nunca había ido más allá, y en el mío escondía un amor larvado, tanto en su acepción de no manifiesto como en el de estar lleno de larvas. Mi amiga ha tenido muchos novios y otras tantas crisis de veinte minutos tras cada ruptura. Al principio pensé que acabaría por apreciar mi paciencia a lo Penélope, siempre en mi pisito con mis libros, tisanas, orejas para sus infortunios… mas no sucedió. Era la época en que ella malvivía dando clases particulares, y yo de postulante a seminarista en el obispado de Orgánica. En los albores de los noventa, mi amiga ya protestaba contra banqueros y políticos; pero, como entonces no existía ningún movimiento social al uso, a la pobre la metían en el saco de los comunistas, una anticapitalista trasnochada que se vestía de india de película del oeste, se perfumaba con incienso de sándalo y seguramente la recomían los piojos.

NUDO —¡Esto es el paraíso! —me decía por teléfono desde Málaga—. Cuando vengas nos vamos a comer los huevos a lo bestia. Recuerdo haberme estremecido, pues entonces desconocía que ese fuese el nombre de un plato típico de aquellas tierras. Compartía un piso de estudiantes y había empapelado el campus con anuncios sobre su activismo ecológico, en los que se ofrecía tanto para las tradicionales clases particulares como para dar cursillos de higiene telúrica, curas para el mal de amores, viajes astrales 80

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y lecturas del porvenir basadas en un cóctel esotérico que incluía todas las mancias habidas y por haber. —¡Todo un éxito! —repetía—. ¡Vente! El amor tiene esas veleidades y componente masoquista que lo hacen irresistible. Utilicé todos mis contactos y acabé logrando el traslado, hace ya varios años de ello. Compré una casa rural a las afueras que tenía más de chamizo que de mansión, pero que contaba, eso sí, con su portalón y su estragal, y un piso superior entarimado donde pasaba las horas que me dejaba libre su reparación, mayormente leyendo. Mi actividad social se inició de la mano de mi amiga, pero no tardé en derivar hacia ambientes más afines, como el que establecí con Julio, un bedel próximo a la jubilación de la Facultad de Biología, quien amarraba un botecito en Benalmádena. En su compañía me aficioné a navegar, que no a pescar (eso se lo dejaba a él), a mí me valía con mecerme en silencio en aquella grisura azulona, con la costa en la distancia. Julio era de pocas palabras y yo de muchas pero hacia dentro, por lo que nos sentíamos a gusto el uno con el otro. Yo solía llevar una caja de bienmesabes y él una fiambrera con lo que hubiese preparado su mujer en función del tiempo (no del climatológico sino del que le dejaba libre sus actividades en la Casa de la Cultura). A veces era una tortilla, otras unas gachas. Entre horas Julio tiraba de navaja para cortar pan de hogaza con chorizo que bajábamos con la ayuda de ajoblanco, una sopa fría que me dijo le traían en garrafa de Axarquía. No sé si yo era feliz porque para eso hay que saber en qué consiste la felicidad, y para mí este sigue siendo un concepto esquivo. Lo que sí puedo decir es que mi vida se colmató de gentes del mundillo universitario enmarcados en paisajes amarillos y azules. Tampoco me faltaban las puntuales llamadas de mi amiga para contarme su penúltimo fracaso sentimental.

Y ENLACE Tengo pensado comprarme una bici de montaña para salir con el grupo de Cristina (tras sacarse la plaza parece despendolada; todos hablan maravillas de su culote rosa). Además, puede que habilite el solar que hay detrás de casa 81

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Mucha química José Manuel Gómez Vega

para plantar un huertecito, y hasta que acepte la invitación de unas becarias para descender en canoa el Genil. Cuando se lo dije a mi amiga pensé que le haría ilusión saber que sus prédicas sobre las bondades de la comida ecológica y tradicional habían surtido efecto, por eso me sorprendió tanto su reacción: un fuego cruzado de artillería sobre Cristina y las becarias que, si no la conociera, diría que demostraba celos. Esa misma noche aparcó su Vespa frente a mi casa y me asaltó a punta de botella de fino. Al recapacitar sobre ello me doy cuenta de que, hasta entonces, yo no le había dejado entrever que me interesase ninguna otra mujer. Adujo que, al imaginarme remando o dando pedales junto a esas busconas (así se refirió a ellas), se le había despertado una emoción desconocida a la altura del perineo. Cuando ayer le comuniqué que la mujer de Julio me iba a enseñar a bailar malagueñas repitió el asalto. Luego, enroscada a mí, dijo que teníamos mucha química. Lo recuerdo todo con la ofuscación del etanol; pero, conforme crece la mañana, menor es la duda de que le declaré mi amor larvado. Puede que dijera algo, o que se limitase a trabar de nuevo su cuerpo al mío, el caso es que estoy casi seguro de que la escena en la que, sin casi resuello, le pido que nos casemos, no la soñé. Lo curioso es que no consigo recordar su contestación. Ahora, mientras la contemplo roncando suavemente a mi lado, todo lo que me embarga es un miedo atroz, a que dijese que sí.

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Para Don Eduardo Nélida Leal Rodríguez

Verá usted, yo sé que esto es probablemente un error, quizá una insensata temeridad, pero en esta vida no he arriesgado nunca nada y, a mi edad, y en mis circunstancias, poco me queda por perder. No se piense usted que yo pretendo algo, porque como comprenderá, hace mucho que no pretendo nada, pero ya ve, se acerca la Navidad, he recordado otros momentos, otras navidades – son tantas ya las que sólo pueden recordarse y tan pocas las que quizá me queden por vivir – y, aun sin buscarlo, no he sabido o querido rechazar un poso de melancolía. Dicen que en estas fechas la nostalgia asalta como los ataques de gripe inclementes, quizá el frío, en vez de congelar las emociones, tiene el insospechado efecto de por el contrario reavivar los sentimientos que el resto del año sabemos esconder. No lo sé… y seguramente no tenga importancia. El caso es que mire adónde me ha llevado este ejercicio a destiempo de atrevimiento, como si volviera a ser una chiquilla idealista, intrépida, como si todavía tuviera argumentos para creer en los milagros… como si usted pudiera distinguirme sólo porque acabe leyendo estas palabras. Pero no quiero darme por vencida antes de tiempo, ya que sólo pretendo eso: que me lea, que sepa, que acepte este humilde regalo. Nunca debe rechazarse un obsequio, por ajeno que nos sea su emisor y por indiferente que nos resulte el contenido… ¿no cree, Don Eduardo? Al menos, no cuando, como espero convencerle, siquiera de eso, esta osadía sólo está ordenada por el amor. Pero no quisiera “asustarle” antes de explicarle… me falla tanto la retórica. No podrá usted creerme, quizá, que hubo un tiempo en que yo, esta mujercilla menuda y casi desvanecida, impartía clases y trataba de inundar de lirismo las moldeables mentes de dos docenas de jóvenes… pero prefiero no recordar 83

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Para Don Eduardo Nélida Leal Rodríguez

mi pasado, es un trance demasiado doloroso todavía en mi memoria… hablemos de otra cosa, o, mejor dicho ¿ve cómo me aturulla su sola mención, Don Eduardo?... voy a contarle de mi vida de ahora, porque a fin de cuentas, bien lo sabrá usted, nada nos pertenece más que el presente. Y en mi presente, raras son las ocasiones en que puedo siquiera sentirme estimulada por lo que vivo… a pesar de ser testigo de tantas vidas ajenas. ¡Pasan tantas personas últimamente por aquí! A mí, que llevo años parada en esta puerta, la vida detenida viendo pasar las estaciones, me da la impresión de que cada Navidad viene más gente. No sé por qué será, nunca he sido una mujer de reflexiones desde que me arrebataron los motivos, o quizá la ocasión, para desear cultivar mi mente, y aunque los años y la tristeza, que se van asentando como un peso sólido sobre el corazón, te hace a veces meditar el sentido de las cosas, supongo que mi mente no alcanza, o mejor dicho, se niega a alcanzar, razonamientos tan complejos que sólo la llevarían a sufrir una más amarga decepción. La Trini, que cuando yo llegué ya era veterana, y que aun siendo una mujer de poca cultura sabe dictar sentencias irrebatibles con la sabiduría rotunda de las calles, dice que es porque la vida, vapuleada por la crisis que ya no sólo se ceba en los de siempre, cada vez es más triste, más miserable, y la gente encuentra consuelo – hasta ahora gratis – rezando, hablando con Dios, quizá imaginando una vida mejor y vacía de calamidades, aunque sea después de que acabe ésta, tan ingrata. Yo no le doy la razón, ella tampoco me lo pide ni creo que lo haya necesitado nunca, pero en realidad una parte de mí piensa que se equivoca. Ninguna de la que estamos aquí somos un buen ejemplo para comparar... ¿quién puede estar, por mucho que los malos tiempos los hayan llevado a destinos insospechados, peor que nosotras? Incluso en la pobreza hay grados, aunque a todos nos lastimen los mismos dolores. Pero nosotras… aquí perpetuamente ancladas, vestidas con lo que logramos apañarnos de las monjitas de la parroquia, malcomiendo, castañeando los dientes en invierno o buscando el alivio fugaz de la sombra en el no menos despiadado verano ¿Cómo puede esa gente que entra, mejor o peor vestida y alimentada, sentir que su vida es peor que la nuestra, sentir que deben rezar pidiendo un cambio, una mejora, una alternativa? ¿Es que al vernos no se sienten, automáticamente, más satisfechos con su vida, por evidentes que sean sus miserias? 84

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Y de pronto, comprendo. Aunque ahora todo aquello parezca disuelto en la bruma del olvido, aún recuerdo cuando yo era una como ellos, con mi vida hecha y todo en orden, o eso francamente pensaba, y cuando, en las raras ocasiones en que venía a la iglesia, era siempre por puro compromiso, por obligación o mero trámite, sin fijarme, (quizá ni los veía), en los pobres infelices que murmuraban en la entrada, con esas manos extendidas y un lamento eterno en la comisura de sus hambrientas bocas. Los consideraba tan ajenos a mí como ellos, como usted mismo, deben considerarme ahora a mí. Probablemente no sea necesario ahondar en nada más, hay simplezas suficientemente sólidas: no nos distinguen, sólo nos ven. Y si alguna vez se detienen a mirarnos, a tratar de atravesar este disfraz de penuria y quejidos, es muy posible que sólo unos pocos se compadezcan de veras. Desconfiamos, Don Eduardo, alzamos las cejas con suficiencia cuando nos enfrentan con una realidad demasiado cruda para nuestra tolerancia, y ni siquiera yo, que he tenido la desdicha de conocer los dos mundos y de saber en cuál de ellos moriré, puedo censurarles que vuelvan la vista. Es más fácil ignorar lo que incomoda, lo que sólo ha de permanecer temporalmente a nuestro lado, contaminando nuestro propio concepto de las cosas… así, cuando lo dejemos atrás, cuando volvamos a casa y reanudemos nuestra vieja y cotidiana vida, buena o mala, no habremos sumado una carga más sobre unos hombros que ya soportan normalmente peso suficiente sin añadidos extra. Tal vez por esa invisibilidad postiza, es que no me avergüenza escribirle a usted, porque seguro que no adivina quién soy realmente ni ha distinguido mi cara entre la multitud que todas las mañanas le rodea, pedigüeña. No es en su caso por ese egoísmo inconsciente del que le he hablado antes: usted pasa siempre cabizbajo, como si le pesara el alma, y es por ese aire entristecido, ese instinto de consuelo que despierta, que me he dado cuenta de que, cuando cada mañana salgo del comedor donde nos dan un bollo y un café los del ayuntamiento, esa ligera sensación de contento, esa expectación como de los quince años, se debe solamente a la seguridad de saber que voy a verlo. Usted llega siempre sobre las doce, cuando yo ya llevo muchas horas en el lugar de siempre, a la izquierda de la puerta, al lado de Trini, que me quiere ya, seguramente contra su voluntad de descreída. Cuando vine por primera vez hace casi seis años, estaba tan asustada y tenía tanta vergüenza que no sabía 85

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dónde colocarme, pero por fortuna el azar me llevó a esta iglesia donde sólo pedían mujeres y Trini, hosca y malhablada pero rezumando una protección innegable, supo leer en mi mirada falsamente altiva que estaba aterrorizada y me cubrió con su propia aura de impunidad hasta que, poco a poco, me fui sintiendo menos insegura. Aun así, entonces ¡tenía tanto miedo, era todo tan intimidante, tan nuevo! No como esas novedades que una espera con feliz ansiedad, sino las que traen con ella el presagio – tal vez la certeza – de un peligro que te sabes incapaz de combatir. Las demás mendigas me miraban mal, aunque naturalmente no podía esperar otra cosa: la iglesia está en un barrio bien y, es comprensible, no querían, como yo misma no quiero ahora, competencia; sin embargo entonces yo no tenía tiempo, o acaso interés, o acaso mera oportunidad, para preocuparme de esas cosas, con el estómago vacío y una vida deshecha detrás como todo equipaje o patrimonio. Lo único que me sostenía el alma dentro del cuerpo, la única razón por la que, supongo, no me dejé morir en aquel mismo instante de pura humillación, era que allí no me conocía nadie, que aquél nunca había sido mi barrio ni mi ambiente, y que al menos, en el inmenso pozo de mis decepciones, me evitaba el bochorno de que mis antiguas vecinas o conocidos pudieran ver en qué me habían convertido… las circunstancias. Y aquel primer día, mi primer día, lo conocí a usted. Créame, aun así, que aquella primera vez no me llamó mucho la atención, pero sólo porque yo entonces era poco más que la envoltura de algo parecido a un ser humano, y estaba tan inundada de pasividad, de silencio y de vacío, que apenas me distinguía de las piedras que revisten las paredes, y cuando una persona ni siquiera se reconoce a sí misma… difícilmente puede aspirar a mirar más allá de su propio espejismo. De todas formas, y puesto que me protege este anonimato de pega, arriesgaré la audacia y le diré que espero no ofenderle si le digo que no es usted guapo, un buen mozo como me decía mi madre, allá en los lejanos años de la inocencia. Pero qué poco importa eso. A cambio, es usted tan... no sé, tan diferente, tan especial. Siempre bien vestido, peinado y perfumado, con la barba bien afeitada y ese aire caballeresco que tan bien le sienta. Siempre me gustaron los hombres así, pulcros, atildados, de formas educadas y serenas. Quizá por ello no puedo achacar más que a mi propia estupidez el haber terminado unida a lo opuesto, sin que me valga ahora la 86

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excusa fácil de que el amor es ciego y que el corazón tiene razones… me enamoré, sin duda, pues ésa es la única coartada que justifica mi completo delirio, pero cómo pude hacerlo, cómo se desactivaron todos mis sistemas de alerta ante quien nunca pretendió siquiera fingirse distinto, como pude pensar – sé que llegué a pensarlo – que llegaría a cambiarle… ésa es una espiral en la que aun hoy, hoy que ya nada puede importar, me resisto a hundirme. Mi marido nunca fue muy aseado, ésa es la verdad, ni aseado ni cariñoso ni responsable, no fue nada bueno y abundaba en todo lo malo, pero sí se reveló hábil en la manipulación ajena, porque cuando se fue y me abandonó como si yo fuera una colilla consumida, a mí se me partió la vida y todavía no he encontrado los pedazos, tal vez porque también se los llevó con él, quién sabe. De todas formas no me compadezca usted, o al menos no por eso. Hace mucho que ya ni lo intento, y es que no quiero recuperar ni siquiera las piezas de la existencia que llevaba antes para tratar de unirlas de una forma algo menos imperfecta: usted, precisamente usted, me ha dado una nueva ilusión, y a pesar de que sólo en este otro rompecabezas puedo encontrarle, prefiero renunciar a todo lo anterior con tal de conservarle en un hueco de mi vida. Perdóneme que se lo diga así, tan directa, pero ya ve, nunca fui mujer de impulsos y sé que no podría repetir esta locura una segunda vez, por eso, esta mañana, cuando le he pedido unas hojas de papel y un bolígrafo a Teo, el chico de Cáritas, me he sacudido la indecisión a las bravas, me he obligado a escribirle y a no arrepentirme, eso sobre todo, de nada de lo que me salga del alma decirle, porque hoy he despertado valiente, porque no quiero que usted lea una carta llena de tachaduras y porque, además, después de demasiado tiempo, se me vuelve a ofrecer el privilegio de poner en palabras lo que me ronda por dentro. Debe hacer mucho que no escribo una carta de amor, tanto que no logro ubicarlo: lo más parecido se remonta a mis tardes solitarias de recién casada, cuando me daba por hilvanar cuentos para los hijos que nunca llegué a tener, y ya ve, de un solo vistazo puede usted darse cuenta de que incluso lo que viví como desgracia no fue sino un insospechado golpe de suerte. No podría resistir sabiendo que unas víctimas inocentes se vieran forzadas a asumir una renuncia insoportable, la de una infancia feliz, porque no me alcanza el cinismo para dudar siquiera que Damián hubiera valido como padre una migaja más que como hombre y como marido. 87

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Para Don Eduardo Nélida Leal Rodríguez

Pero no hablaré de él, que a ningún cuento viene… como le digo, esta mañana, me embarqué en esta travesura dulcemente disparatada; después de seis años de emplear la mano fundamentalmente para recoger limosnas o desmenuzar mendrugos de pan, la notaba agarrotada, un miembro inútil y perdido al que egoístamente le exigía un uso que ya no podía darme, pero debe ser que después de tantos años apelando a la bondad de Dios para obtener unas monedas, Él debió compadecerse de mi impaciencia y, de un instante para otro, se deshizo el nudo de mi parálisis y se obró el milagro: allí estaba yo, aquí sigo ahora, borracha de inspiración, preñada de palabras, y feliz, tan feliz… … porque me siento como si fuera una mujer cualquiera, una que se sienta en un banco de la plaza, sin prisas, esperando que llegue su enamorado. En realidad, apenas me queda un rato antes de misa, se me va a acabar el papel y me siento tan indefensa como si no hubiera sido capaz de decirle realmente nada, pero usted me entenderá si le digo que es que no tengo costumbre. No ya de escribir…ya le he dicho que hace mucho, si es que alguna vez lo hice, que no le escribo una carta de amor a un hombre, sino de sentir, de sonreír, de tener la necesidad, el deseo y la oportunidad de hacer algo, y de hacerlo por alguien. Por eso le digo que quizá a usted esto, como mucho, le parezca una ocurrencia simpática, un detalle hermoso, no lo sé, ojalá, pero a mí… a mí me ha dado la ocasión de hacerme a mí misma el único regalo de Navidad que nadie más podría darme. Y si no estoy del todo equivocada, sé que cuanto menos a usted le hará sonreír. Yo sé mucho de su vida, a pesar de desconocer tanto. Es la paradoja de nuestro papel. Entiéndalo, son muchos años, muchas horas, viendo pasar casi siempre a las mismas personas y aquí, ¿de qué vamos a hablar? ¿De las hipotecas, de cómo está la juventud, que hay que ver cómo está, de lo que echan en la tele, de los políticos corruptos, de la crisis…? Lo hacemos, no lo dude, pero desde el prisma de nuestra oscuridad no suele existir una desgracia mayor que la propia, y casi le diría que encontramos un burdo consuelo – poco cristiano, he de admitirlo – en desmenuzar las vidas de otros, porque así, tan fácilmente, puede una eludir pensar en la suya. De todos modos, aquí no tenemos más vida que ver pasar a la gente y comentar sobre fulana o mengana, 88

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que si nos ha dado algo o no nos ha dado ni un duro, que Doña Juana ha vuelto a tener problemas con la rodilla, por eso usa otra vez muletas, que en una semana o así será la misa del pobre Paco, el carnicero que se fue al otro barrio de un día para otro, con lo sanote que parecía, y vendrán por fin los hijos, porque el resto del año no hay quién los vea... cosas así... es como estar en un cine viendo una película que tiene casi siempre los mismos personajes pero cambia de argumento cada día, no sé si usted me entenderá, pero no pretendo aburrirle, ni gastar papel en secundarios: desde hace mucho, para mí, el único protagonista lleva su nombre, y el papel principal, lo tiene y sólo puede tenerlo usted. No pretendo engañarle… si bien no busco ningún resultado, ni una respuesta, ni siquiera un “gracias” cortés y frío si es que algún día adivina o se decide a averiguar quién soy, no me sobra la abnegación suficiente como para no soñar con algo más… aun sabiendo que sólo soñar puedo, y gracias. A veces, muchas, me apena que no lo hubiera conocido a usted en otras circunstancias, cuando yo era una mujer normal, normal, nada más que eso, eso tan simple y que sin embargo muchas de las que entran aquí con cara de apesadumbradas no se detienen a valorar, porque quizá se piensen que esto me lo he buscado, pero ninguna escoge, ninguna decide, y ninguna quiere, ser esa mujer que debe ponerse a mendigar en la puerta de la iglesia, que ha de aceptar vivir de la caridad ajena, que ha de resignarse a recibir miradas capaces de ofender más que un insulto y doler más que una bofetada. Le afirmo sin bochorno que nunca fui gran cosa, pero se le reordenan a una las definiciones y las prioridades cuando la vida le da la vuelta y la convierte en otra, y entonces, cuando te recuerdas, recuerdas a una extraña que usaba tu nombre y tenía tu cara… pero no es más que tu reflejo en un espejo que jamás podrás tocar. Eso me ocurre, cuando me recuerdo, y acaso por ello apenas lo hago. Porque veo. Y lo que veo me duele más por usted que por mí, no se crea, porque aquella mujer no se sabía afortunada y sin embargo, lo era más que ésta, al menos en ciertas cosas, y es duro admitirse una equivocación que no supiste intuir a tiempo. Yo no era nadie, pero ahora sé que era alguien. Porque era una mujer que dormía en su cama y no en la de la beneficencia, una señora de mediana edad que vestía modestamente pero no usaba el abrigo de quién sabe quién y que tan mal le cae... una mujer que no era especialmente culta, pero sabía hilar las palabras para transmitir co89

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Para Don Eduardo Nélida Leal Rodríguez

nocimiento, llevaba dignamente una conversación, leía, se preocupaba por aprender... cuando me quedé sola, cuando Damián me hizo el favor más amargo de mi vida y perdí la casa, cuando tuve que afrontar a las bravas que lo que yo daba por hecho no era más que un espejismo que por más que extendía las manos ya no podía palpar, aquella mujer tuvo que desaparecer. Era yo, pero no tenía nada que ver con la de antes. Ni siquiera me he convertido en mi opuesta, en mi contraria, ni siquiera he ordenado yo esta reinvención y ahora puedo ofrecer al mundo una versión más sincera de mí misma… aún estoy en ello, aún no me he adaptado, en seis años, a esta nueva realidad, pero confío en reordenar mi nuevo puzzle antes de que la muerte anule mis deseos de fabricar una nueva yo, quizá porque el abandono me hizo fuerte a la vez que me hizo débil y decidí que al menos podría bautizar a la recién nacida con un nombre que al fin fuera el escogido, un nombre que nadie pudiera reconocer como el de mujer de un indeseable, el nombre de una mujer que al no tener dinero dejó de tenerlo todo. Pero ¿acaso no lo había sabido antes? Sin embargo… una nunca sabe bien quién es o dónde está, hasta que de repente le decretan una nueva identidad y un escenario distinto donde interpretarse. Antes era una mujer casada, ahora ya no sé siquiera si sigo siéndolo, si soy viuda, o cuándo expiró el plazo para que le declaren desaparecido – oficialmente cuanto menos, porque de mí y de mi memoria hace mucho que se esfumó – y se me considere legalmente libre. Los del banco embargaron hasta la más banal de mis posesiones, de las suyas o de las nuestras, quién podría determinarlo, la ONG no ha averiguado nada de Damián y cualquiera puede permitirse un detective, además, no será a mí a quien interese. Ahora ya da lo mismo, no seré yo la que proteste. Nunca lo he echado de menos, he tenido tiempo de sobra para comprender que en realidad no lo quería, que era la dependencia la que me mantenía allí, que el amor, ahora lo sé, es otra cosa… Don Eduardo. De alguna manera, en otra paradoja que nunca tuve oportunidad de aprender hasta llegar el momento oportuno, aquí cuento mucho más siendo en apariencia mucho menos: se me respeta, se me tiene en cuenta, algunas hasta me tienen un velado afecto, porque la pobreza extrema te erosiona tanto el alma que hasta se diría que nos turba dar algo tan intangible como el cariño, Trini me aprecia de veras, y hay incluso algunos parroquianos que se saben mi nombre y, de cuando en cuando, me dan una palmadita en el 90

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hombro: algunos no pueden remediarlo, les brota el instinto sin tiempo para frenarlo, o bien se les aborta la osadía e igualmente lo hacen, pero con cuidado para no ensuciarse. No crea que eso me duele, una sabe distinguir ya cuando la intención es buena. Además, ahora, en Navidad, siempre hay quien por primera vez repara de veras en nosotras, y nos regala un jersey viejo, dulces, unos guantes... a pesar de tanto desengaño y tanta decepción y este poso eterno de tristeza, puedo decirle que la gente no es mala, Don Eduardo. Es, como le diría… distraída. Ese egoísmo que ya le hablé antes, ese no querer hundirse en miserias ajenas, por si se pega, por si esa crisis que parecía que no se haría inmensa acaba extendiendo un tentáculo inesperado y te roza… yo los conozco bien, porque los veo y escucho a diario, porque me sobran horas para hurgar en las vidas ajenas ya que la mía es tan previsible, pero ellos... ellos sólo me ven, me ven de verdad, estos días y, algunos, ni siquiera eso. Usted tampoco se fija en mí, permítame este leve reproche, pero yo no me lo tomo a mal. Creo que le abruma esa atmósfera lastimera que emanamos cuando nos arracimamos como cachorros buscando calor, pero no por eso descuida usted nunca la bondad. Simplemente, siempre da limosna a la que tenga más cerca, y a veces, cuando nos acercamos tanto que sé que molestamos, usted sube la cabeza y hasta sonríe, suplicando sin palabras un poco de tacto, pero como dicen en los libros, esa frase hecha que antes me parecía una cadena de letras huecas, la sonrisa no le llega a los ojos. Desprende usted una tristeza que hasta empequeñece la nuestra, tan razonable en nuestras circunstancias... creo que por eso me he enamorado de usted de esta manera tan absurda, tan vehemente, tan impropia de mi edad y mis pesares. Usted me ha permitido convertirme en otra, y esta otra sí es un placer serlo. Ya ve si seré tonta y hasta vanidosa, pero a veces pienso que yo podría devolverle a usted un poco de su alegría, que podría confortar su soledad de viudo con mi soledad de abandonada, que si me tomara la mano, y yo apretara la suya, usted descubriría que la adolescencia no sólo se experimenta a los quince años... si no fuera porque soy una mendiga y porque, por mucho que sea Navidad, los milagros no existen, yo habría encontrado la manera de mirarle y que usted leyera en mis ojos lo que jamás podría decirle. Pero ya se lo confesé: hoy desperté resuelta, así que he tirado de aquella vieja voluntad que yo tenía y me he dicho que por lo menos, me desahogaría 91

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escribiéndole. Teo no ha hecho ni una sola pregunta, y me ha dado todas estas hojas sin cuestionar para qué puedo necesitar papeles una mujer que ni siquiera tiene un bolso para guardarlos. Pero no importa. Hoy, no. He soltado en la primera alcantarilla el miedo al ridículo y voy a dejarle la carta sujeta el parabrisas de su coche, con su nombre en letras bien grandes: “Para Don Eduardo”. Un nombre que le cae muy bien, si me permite decírselo, le da usted aires de hombre de negocios. Yo no sé si a usted le sobra el dinero, pero como siempre da limosna y va tan bien vestido, imagino que tampoco le falta. A fin de cuentas no tiene usted hijos, como tampoco los he tenido yo y por eso cuando murió su señora se vino usted abajo y se prejubiló... me gusta pensar que era usted arquitecto, o ingeniero, o abogado, tiene mucha clase con su abrigo largo y los guantes de cuero... pero es que yo siempre tuve mucha imaginación, de la fantástica, de la que no sirve para nada, como me decía Damián, y en eso llevaba razón, porque tan perdida en las nubes estaba que creí que toda mi desdicha ya estaba escrita, y no me dio por imaginar que el día menos pensado él se largaría y yo acabaría como he acabado. En fin, se me acaba el papel, se me acaba el tiempo y se me acaba, también, lo voy notando, el atrevimiento. Me despido ya. Le pido perdón si le he molestado en algo, si estima una insolencia descabellada que una indigente tenga la desfachatez de escribirle una declaración de amor, pero a mí me iba a estallar el alma si después de todo lo perdido, se me arrebataba también el privilegio de poder decirle a alguien, a usted, que le quiero. No se sienta menos por haber despertado tanto en alguien que nunca podrá caminar de su lado… quédese, si me perdona la osadía de aconsejarle, con que el amor, el amor que usted me inspira, no es inferior ni de segunda clase sólo por estar escrito en papeles desparejados, con un boli barato y una caligrafía oxidada que no he podido salvar siquiera escribiendo recto. El amor, mi querido Don Eduardo, siquiera el amor, no entiende de crisis, ni de embargos, no pertenece ni a pobres ni a ricos, sino al ser humano, no sabe de clases y se regodea, ya lo ve usted, en unir desconocidos que no tienen nada en común más que un cruce de monedas esporádico – nunca he sido de las atrevidas que se arrojan sobre los parroquianos y tal vez por ello me ha dado usted, siendo el más generoso, la más escueta de las limosnas que he recibido – que mucho después de concluido, me sigue dando calor en estas manos frías y ásperas. 92

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Espero que al menos le sirva para saber que usted es especial, que su señora fue una mujer afortunada por tenerle, y que a mí, por poco que quede de la que fui, por menos aún que me quede por ser, me ha devuelto una fe que ya ve, no la tenía cuando poseía otras muchas cosas. Una fe sincera y clara, un impulso que me hace, fíjese, que yo hoy también me arrodille para rezar, para dar gracias porque nunca nada pueda desahuciarnos del propio corazón, para dar gracias, en resumen, por usted. Le deseo mucha felicidad, Don Eduardo, le deseo que poco a poco esa tristeza que le nubla su hermosa mirada se vaya apagando, y se lo deseo, ya ve, aunque me cobre el precio de verle del brazo de otra mujer más digna de usted que yo. Y que pase usted, casi se me olvida, precisamente en estas fechas, una Feliz Navidad. Adela.

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