Diderot : biografía crítica
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DIDEROT Biografía Crítica

E mecé E ditores Barcelona

Título original: Diderot. A Critical Biography

Traducción: M* Teresa La Valle

Diseño de la cubierta: Pedro del Carril

Copyright © 1992 by P.N. Furbank © Emecé Editores, Barcelona 1994 Emecé Editores España, S.A Enrique Granados, 63 - 08008 Barcelona - Tel. 454.10.72 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 84-7888-152-2 Depósito legal: B-18.407-1994

Printed in Spain

Fotomecánica: A J. Imatge S.A., Robrenyo 64-66, Barcelona Impresión: PURESA, Girona 139,08203 Sabadell

Indice Conversación con Diderot, por Umberto E c o ....................11 Prefacio............................................................................................ 21 Introducción.................................................................................. 23 1. El joven D id erot...................................................................... 31 2. La prisión de Vincennes........................................................ 45 3. Carta sobre los ciegos y Carta sobre los sordomudos............ 73 4. Nacimiento de la Encyclopedia............................................. 89 5. El arte de la conjetura.......................................................... 113 6. Un círculo con el hombre en el centro........................... 137 7. La «Carta a Landois»........................................................... 149 8. Diderot y el teatro................................................................. 153 9. «Únicamente el malvado vive solo»................................. 161 10. Los C acouacs....................................................................... 177 11. Diderot y las estatuas.........................................................197 12. L a religiosa............................................................................. 227 13. La «ménagerie»................................................................... 241 14. E l sobrino de Rameau...........................................................251 15. L o privado y lo público.....................................................267 16. Diderot como crítico de a rte ...........................................281 17. Bibliotecario de Catalina la G rande............................. 295 18. E st-ilb o n ? E st-ilm é c b a n ñ ................................................ 313 19. E l sueño de cPAlembert.........................................................329 20. Angélique...............................................................................345

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Diderot. Biografía crítica 21. Los cuentos........................................................................... 361 22. Diderot en Rusia................................................................. 371 23. Diderot en la vejez............................................................. 397 24. Jacques e lfa ta lista ................................................................. 429 25 . Epílogo: Posteridad de D id erot.....................................447 Apéndice: Las finanzas de D iderot......................................469 Cronología de las obras de Diderot......................................473 N o tas............................................................................................. 483 Indice analítico............................................................................ 509

DIDEROT

Conversación con Diderot por Umberto Eco

ECO: Señor Diderot, ¿cómo he de presentarle ante el público? ¿Como f i ­ lósofo? ¿Como novelista, dramaturgo, promotor cultural, moralista, o como editor? DIDEROT: Como todo a la vez, si lo prefiere. O como filósofo solamente. Por lo que sé, sólo después de mi muerte adquirió esta pala­ bra una connotación académica y especializada. En el siglo XV1U era una palabra muy general. Piense en mi amigo Voltaire. ¿Cómo lo definiría usted? ¿Poeta, dramaturgo, lexicógrafo, moralista? Fue un filósofo, un curioso de la verdad, un «razonadicto». ECO: «Razonadicto». Buena definición. En elfondo es cierto, todos los ilustradosfueron todas estas cosas, inteligencias versátiles, voraces y dispuestas a arrojar la luz de la crítica sobre todos los misterios, ya fuesen auténticos o su­ puestos. Pero de todos los ilustrados, usted, señor Diderot, fu e el más versátil. Para entendemos: en la actualidad, dAlembert, Montesquieu, Helvétius, etc., obtendrían fácilmente una plaza universitaria, mientras que usted tendría problemas. Yo lo definiría... no sé, periodista, polígrafo, ensayista. Pero reca­ pacite un momento: usted es capaz de escribir una novela original como Los dijes indiscretos, una novela psicológica y anticlerical como La religiosa, opús­ culos que abarcan desde las matemáticas hasta la teología, una obra de teatro, crítica de arte y además, en veinticinco años, dirige y lleva a término la Enci­ clopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, una treintena de volúmenes de buen tamaño que comprenden todo el saber huma­ no, una de las maravillas del mundo moderno, comparable a las pirámides de Egipto, a la Divina Comedia, a la Capilla Sixtina, al descubrimiento de América, una obra que ha revolucionado el modo de pensar de su propia época y de los siglos posteriores, y que se consideró causa lejana de la revoluciónfran­ cesa... Y aunque no la escribiera usted toda entera, es innegable que la obra os-

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tenía su sello, por la amplitud de sus intereses, por la lucidez de sus comenta­ rios críticos, incluso por sus defectos, por su eclecticismo, por la contemporiza­ ción teórica que transparentan muchos artículos... En resumen: ¿quién es us­ ted, señor Diderot? DIDEROT: ¿Quién soy? A veces también yo me lo pregunto, sobre todo durante las largas horas de ocio de que disfruté en la cárcel de Vincennes... ECO: Donde estuvo usted... DIDEROT: Por haber escrito un folleto, la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, folleto sobre el que recayó la acusación de «escep­ ticismo y sensualismo rayanos en el materialismo...» ECO: Típico de su personalidad. Si no me equivoco, aprovechó usted la experiencia de un ciego que había recuperado la vista para elaborar un discur­ so lleno de aforismos, comentarios brillantes, observaciones científicas agudísi­ mas e incursionesfilosóficas de gran ingenio que a la postre le hicieron ganar fam a de ateo, de contestatario, de peligro público para el Estadofrancés... DIDEROT: Nunca he sido ateo. El mundo es un gran animal vivo y Dios es el alma de este organismo; escribí una vez que Dios es como una araña cuya tela es el mundo; y que por los hilos de la misma percibe de maneras diferentes, según la distancia, todo lo que entra en contacto con la tela. Y dije que todos los elementos del universo están dotados de sensibilidad. ECO: Pero su racionalismo y su deseo de pasarlo todo por el cedazo de la críticafueron sospechosos de ateísmo. ¿O no? D ID E R O T: Pues no, y usted lo sabe, pero lo dice para tirarme de la lengua. Creía en la verdad de las pasiones más que muchos contem­ poráneos míos y lo plasmé en mis libros. Si la araña divina trabaja sobre la tela del mundo, el hombre está en contacto directo con la tela en cuestión y en él influye, no Dios, sino la naturaleza, es decir, los instin­ tos y las pasiones. El colmo de la insensatez consiste en plantearse la abolición de las pasiones. Nunca se me ocurrió tal cosa. Proyecto genial el del devoto que se atormenta para no desear nada, para no amar nada, para no sentir nada. Si lo consigue, será un monstruo. ECO: Lo sé, señor Diderot; ni siquiera en su vida privada dijo usted que no a laspasiones. DIDEROT: Por favor, no entremos en intimidades.

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ECO: Bueno, pero las intimidades sirven para perfilar alpersonaje, in­ cluso para que el público actual comprenda por qué usted, uno de los campeo­ nes del racionalismo ilustrado, fue en otros aspectos un precursor de la sensibi­ lidad romántica; Goethe lo admiraba y... Aunque precisamente por ello nos parece usted enigmático y complejo. ¿Por qué si no la Enciclopedia, por qué este intento racional, perfecto como un templo clásico, de poner orden en el universo? Permítamepreguntárselo otra vez, señor Diderot: ¿quién es usted? DIDEROT: Digamos que un agente en el campo de la industria cultural. ECO: Una definición muy moderna. ¿Le importaría explicarse? D ID E R O T : Desde luego. En mi siglo, y desde hada ya den años, la figura del hombre de cultura, poeta, pintor o filósofo, al servido de un príncipe, entregado al ocio creativo gradas a un mecenas generoso, y aparentemente en situación de responder sólo ante sí mismo, aunque en el fondo obligado a complacer a quien le pagaba, esta figura, digo, ya no podía existir. Había ya un público burgués, de artesanos, profesionales, pequeños propietarios, comerciantes, un público que sabía leer, que compraba libros, que alimentaba un mercado editorial y ante el que los escritores tenían que responder. Un público compuesto asimismo por mujeres. Usted sabe cómo nadó lo que hoy llaman novela; fue en Ingla­ terra, más o menos en mi época, y predsamente con el fin de contar his­ torias para mujeres, historias de amores contrariados, de virtudes im­ pugnadas, de interiores familiares burgueses. O bien para contar la historia de un comerciante que resuelve el problema de su supervivenda, de sus relaciones con la naturaleza y con Dios mismo, con la obstinación de un empresario burgués, anotando en el libro mayor el debe y el haber de su lucha con las adversidades... la historia de un comerdante llamado Robinson Crusoe. Le digo esto, que usted no ignora, para hacerle com­ prender qué significaba ser escritor en mi época. Había que tener en cuenta al público, la industria editorial, un comercio floredente. La res­ ponsabilidad del escritor era una responsabilidad social. Ya no se trataba de dirigirse al emperador, o al papa, como hacía Dante, o a los príncipes italianos como Maquiavelo. Una situadón sin esperanza; para el prime­ ro consistía en ponerse en el lugar de Dios y enviar a los grandes de la tierra al infierno o al paraíso; para el segundo en encontrar quien quisie­ ra ser intérprete de las esperanzas propias o de la propia desesperación. En mi época era diferente: el escritor decía lo que se podía hacer y se lo decía a un público susceptible de llevarlo a efecto. Usted ha dicho que la

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Enciclopedia condujo a la revolución francesa. No sé si condujo a ella, pero es innegable que dijo a miles de lectores: «He aquí el mundo en que vivís, no el de las fábulas teológicas, sino el de todos los días, y he aquí las herramientas conceptuales y materiales con que el hombre transforma dicho mundo». Este argumento, para ponerlo en práctica, necesitaba los canales de la industria editorial. Si usted quiere, incluso aquellas obras mías que podríamos llamar «personales» participan de la misma lógica: se dirigen al lector burgués, tocan de cerca sus problemas sentimentales, morales o filosóficos, y tienen por añadidura ciertos adornos, paradojas elegantes, guiños atrevidos... porque han de vender­ se. Si no, nadie me las publica, y en tal caso ¿a quién me dirijo? ECO: Hace falta volver pues a la Enciclopedia, porque me parece la clave de todo el problema. ¿Cómo fu e usted a parar, por decirlo de algún modo, al campo de las enciclopedias? DIDEROT: Nací en el seno de una familia modesta. Mi padre era cuchillero. Tuve que ganarme la vida como mejor pude. Empleado de un procurador, preceptor y sobre todo traductor. Una trayectoria típica en la industria cultural. Y como traductor me contrató en 1746 el editor Le Bretón, que estaba traduciendo al francés una enciclopedia inglesa, la Cyclopaedia or Universal Dictionary o f Arts and Sciences, de Chambers. D ’Alembert trabajaba como consultor de la parte matemática. Y así, poco a poco, discutiéndolo todo con ellos, surgió el proyecto de una obra nueva, distinta, más ambiciosa. Un cometido editorial, desde lue­ go, pero también algo más, un replanteamiento científico y crítico de todo el saber tradicional. Se decía en el Prospecto: «analizarlo todo, ai­ rearlo todo sin excepción ni reservas». ECO: ¿Airear qué? DIDEROT: Bueno, para ser breves, la concepción medieval del universo. Pues que en el ínterin hubiesen existido Descartes, Galileo y Newton no había servido todavía de mucho. Recuerde cómo era la Francia de entonces: un imperio feudal, una inmensa pirámide de poder organizada según jerarquías rígidas e inmutables, un puñado de aristó­ cratas que gobernaban la propiedad de la tierra junto con el clero, un tercer estado que ya era el esqueleto económico de la nación pero que carecía de poder, por no hablar de los pobres, de los marginados, de los trabajadores, que no tenían fisonomía civil. Esta estructura política se sustentaba en una estructura del conocimiento, me refiero a la oficial, que todavía no había recibido el contragolpe de la revolución científica

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de Galilco o del empirismo inglés. Un sistema del universo donde en la jerarquía inamovible de los seres el hombre terna un lugar, pero subal­ terno, periférico, dominado por la férrea lógica de las esencias inmuta­ bles. Así las cosas, nuestro diccionario quería devolver al hombre a sí mismo y a su propia dignidad. Es la existencia del hombre lo que vuelve importante la existencia de los demás seres. Si se elimina al hombre de la faz de la tierra, el espectáculo de la naturaleza enmudece. Se trataba pues de reintroducir al hombre, dándole en nuestra obra el mismo papel que representa en el universo. El de protagonista. ECO: A sí se explica que el Prospecto provocase el pánico. Ponía en peli­ gro las ideas religiosas de la época (y nofu e casualidad que elpapa Clemen­ te XIII, en 1759, condenara la Enciclopedia/ Pero sobre todo ponía en peligro las estructuras mismas del consensopolítico. En resumen: eran ustedes una banda de ateos que se atrevían a redefinir a Dios, el alma, la moral... DIDEROT: Sí, de eso se trataba también, pero no crea usted que fue lo principal. Ay, la violencia de la censura, los varapalos de la repre­ sión se concentraron justamente sobre todos los artículos de carácter fi­ losófico y teológico. Hubo que suavizar mucho. Si se leen atentamente estos artículos, se verá que eran muy respetuosos con los valores religio­ sos. Ninguno de nosotros negaba la existencia de la divinidad ni de una moral natural... No, estoy convencido de que el peligro estaba en otra parte, aunque no se identificara como tal. El peligro estaba en las ilustra­ ciones, en las voces técnicas que las acompañaban, donde se decía cómo se recolecta el cáñamo, cómo se aventa el grano, cómo se cura el tabaco, cómo se fabrican los alfileres... ECO: Entiendo. DIDEROT: Usted sabe cómo era la concepción clásico-medieval de las ciencias y las artes. Eran dignas de interés las llamadas artes libe­ rales, lo que hoy llaman literatura, música, matemáticas, ciencias teóri­ cas, filosofía. Las otras se llamaban artes «mecánicas» y no eran dignas de interés científico. Pero en el amanecer de la nueva civilización indus­ trial eran precisamente las otras, los oficios, las técnicas, las operaciones artesanales y mecánicas lo que constituía ya la esencia del trabajo social. La Enciclopedia subvirtió la concepción del mundo imperante porque puso en primer plano al hombre que trabaja, porque expuso los procesos ríe la inteligencia, no en el ejercicio abstracto de la lógica o la dialéctica, sino en el ejercicio concreto de la transformación manual del mundo. ¿Comprende qué acto revolucionario representó hablar con respeto y

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precisión de las faenas del agricultor (ochenta y tres láminas), del eba­ nista (ochenta y ocho láminas), del trabajador de la seda (ciento treinta y cinco láminas)? No creo que en todo el tiempo transcurrido se haya prestado tanta atención científica a los trabajos humanos de «segundo orden»: tres mil láminas, ¿se da usted cuenta? Y partiendo de cero. No existía documentación previa. Había que ir a los talleres y mientras que un tapicero me entregaba diez láminas pictóricas de figuras y tres cua­ dernos llenos de anotaciones para explicarme su técnica, otro que me te­ ma que explicar una manufactura complicadísima me daba una pequeña lista de palabras sin definición, arguyendo que de su arte no se podía de­ cir nada más. Lo que pasaba era que los artesanos no teman conciencia crítica de su trabajo; o que defendían celosamente los secretos del oficio después de largos siglos durante los que no habían tenido más remedio que velar por su única fuente de riqueza para que otros no se apodera­ sen de ella. A veces temamos que introducimos como espías en un ta­ ller, fingiéndonos aprendices, para entender algo. Y después conseguir que los dibujantes trabajaran con exactitud y coherencia. Veinte años de trabajo, pero en estas tres mil láminas (doce volúmenes de ilustraciones) estaba el secreto explosivo de la Enciclopedia, el primer poema realmente didáctico sobre el trabajo humano. ECO: ¿Y dice usted que de este potencial explosivo nadie se dio cuenta inmediatamente? DIDEROT: Qué se van a dar cuenta. Y eso que lo había escrito clarísimamente en uno de los artículos de la Enciclopedia, que los hombres que se habían esforzado por hacemos creer que éramos felices habían reci­ bido más elogios que los que se habían esforzado por hacemos felices de verdad. Estaba claro como el agua que los héroes de nuestro libro eran los cardadores, los constructores de diques, los recolectores de algodón y no los que hablaban del infinito, de lo sobrenatural, de la trascendencia. Pero aquí es donde surge uno de los aspectos curiosos de toda la empresa... ECO: ¿Cuál? DIDEROT: Que no puede decirse que el poder se opusiera a nues­ tra iniciativa. El poder... ¿qué significará esto? Como en toda época his­ tórica, el poder estaba encamado por una clase conservadora que tendía a dejar las cosas como estaban, pero al mismo tiempo estaba repre­ sentado por elementos dinámicos que vislumbraban que el futuro eco­ nómico de Francia radicaba en el desarrollo técnico. Para esta clase, la Enciclopedia era una empresa que había que apoyar.

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ECO: ¿Me estádiciendo quegestaba usted una revolución con ayuda delpoder? DIDEROT: Yo no digo que fuese un revolucionario en el sentido en que se entiende actualmente, como tampoco la revolución francesa fue una revolución tal como se entiende en la actualidad. Fue una revo­ lución puesta en práctica por la clase burguesa. ¿Y quién debía hacer la revolución sino la clase más joven, más fresca, más incorrupta ante las viejas estructuras del Estado? La Enciclopedia fue el manual revoluciona­ rio de la burguesía revolucionaria, si lo prefiere usted así. Fue un libro li­ berador también para los trabajadores subalternos, cuya liberación sólo podía comenzar mediante la liberación de las energías burguesas. Así, la Enciclopedia glorificaba el trabajo anónimo de los tejedores, pero la fi­ nanciaba una clase de empresarios de nuevo cuño que sacarían provecho del trabajo anónimo mencionado, construyendo la industria moderna y explotando a los mismos tejedores. ¿Concibe usted un camino diferen­ te? ¿Qué otra cosa podía hacer? ECO: Pero ¿y los grupos más reaccionarios, los que lo pusieron a usted entre rejas? DIDEROT: Eran los más peligrosos, qué duda cabe, pero también los más fáciles de engañar. Nos divertíamos mucho, no crea. Mandába­ mos los artículos de biología al censor especializado en teología y los artícu­ los de moral al censor experto en matemáticas. Y así colábamos muchas cosas. Luego, en 1762, con la expulsión de los jesuitas de Francia, cambió el panorama y pudimos acelerar los trámites. Como es lógico, muchos se asustaron por el camino, el mismo Voltaire desertó, muchos nombres ilus­ tres redactaron pocos artículos, la Bastilla daba miedo a todos. Pero la En­ ciclopedia no tenía por qué ser un desfile de primeras figuras, los mejores artículos los redactaron personajes de segunda fila, casi todos los revisé yo, algunos los censuraron los mismos editores, y no hubo más remedio que aceptarlo porque la obra estaba ya en la imprenta. El resultado fue un al­ modrote ecléctico, desigual, afectado por las componendas, no lo niego. Pero se publicaron cuatro mil ejemplares en la primera edición (no olvide usted que tema un tamaño de órdago) que circularon por todas partes. No le pido pues que valore los medios de que me serví, sino los resultados. ECO: ¿Muchas componendas? DIDEROT: Muchas, y no me arrepiento. Hay que señalar que al­ gunas fueron automáticas. Cuando me metieron en la cárcel, por ejem­ plo. ¿Sabe usted quién me sacó?

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ECO: ¿Quién? DIDEROT: Los editores, con ayuda del gobierno. La Enciclopedia era un asunto económico de mucho empaque. Un beneficio del cin­ cuenta por ciento para los editores, ganancias que no habría proporcio­ nado nunca el comercio con las Indias, miles de obreros contratados por veinte años. Era un asunto de estado al que contribuían los libreros ho­ landeses, que estaban estropeando el mercado. Y únicamente yo estaba en situación de entender lo que pasaba en aquel caos de bosquejos, ma­ nuscritos, pruebas de imprenta. Me sacaron; aunque hubiese atacado las costumbres y la religión. ¿Y quiénes me sacaron? Los que me habían metido. Lo sabe usted muy bien, la economía francesa no se podía per­ mitir imprudencias en aquella época. ECO: Así pues, la Enciclopedia se llevó a cabo con ayuda de sus mismos enemigos. DIDEROT: Que objetivamente tenían que ser amigos. Cuando, después de la aparición de los dos primeros volúmenes, estalló el escán­ dalo político-religioso-filosófico, el consejo del rey decretó la prohibi­ ción de la obra por el siguiente motivo: «Se han introducido máximas tendentes a destruir la autoridad real, a difundir el espíritu de inde­ pendencia y rebeldía, y con términos oscuros y equívocos, a sembrar las semillas del error, de la corrupción de las costumbres y de la impiedad». El censor mayor, Malesherbes, ordenó que se registrase mi casa para confiscar el material de los siguientes volúmenes, pero me avisó de ante­ mano y se ofreció a esconderlo en su propia casa para que no se perdie­ se. Increíble, ¿verdad? ¡Incluso madame de Pompadour intervino junto al rey para que prosiguiera la publicación! ECO: ¡Pero bueno! ¿Eran imbéciles? ¿O es que eran ilustrados de in­ cógnito? DIDEROT: Ni lo uno ni lo otro. Eran hombres y mujeres de su épo­ ca, que vivían las contradicciones de una sociedad feudal que se estaba con­ virtiendo en industrial. Yo tenía una misión y quizá radique aquí mi único mérito: terna que jugar las cartas de las contradicciones, ponerme por en­ cima y aprovecharme de ellas. Los caminos de la libertad son infinitos. ECO: ¿O sea que usted, el terrible subversor,fue un hombre delpoder? DIDEROT: Un agente de la industria cultural. Viví en el poder, pues quedarse fuera sólo servía para mitigar la mala conciencia. Si quiere

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usted encontrarme méritos, le diré que fui el primer intelectual que comprendió la nueva estructura del poder, estructura que todo intelec­ tual habría tenido que tener en cuenta. ECO: Usted se define, no sejuzga. ¿Cómo sejuzgaría? DIDEROT: No me defino a mí mismo; defino la Enciclopedia. M í­ rela, la tiene usted delante, en esta mesa. Deje de hablar conmigo. Ha­ ble con sus páginas.

Prefacio

El mundo ha rendido homenaje a E l sobrino de Rameau de Diderot, al igual que a las Memorias del subsuelo de Dostoyevski y a algunos cuentos de Kafka, como a uno de esos libros que nunca se pueden llegar a poseer del todo y que siempre permanecen un paso, o varios, por delante del lector. No hay duda de que tuvo defensores ilustres. Goethe mostró un enorme entusiasmo por él, al igual que Hegel y Marx; y en tres ocasio­ nes diferentes Freud llamó la atención sobre el hecho curioso de que pa­ recía que este autor del siglo XV11I se le hubiera adelantado. «No se pue­ de olvidar —afirmó en su Introducción al psicoanálisis— que los dos líeseos criminales del complejo de Edipo fueron reconocidos como los verdaderos representantes de la vida desinhibida de los instintos mucho antes de la época del psicoanálisis. Entre los escritos del enciclopedista I )iderot se encuentra un diálogo célebre, E l sobrino de Rameau, que fue traducido al alemán nada menos que por Goethe. Allí se puede leer la siguiente frase notable: “Si la bestezuela tuviera que arreglárselas sola y permanecer sumida en la más absoluta ignorancia, combinando la mente sin desarrollar del recién nacido con las pasiones violentas del hombre de treinta años, retorcería el cuello a su padre y se iría a la cama con su madre”.» Parte de la profunda extrañeza de E l sobrino de Rameau también se encuentra en las otras dos novelas de Diderot, La religiosa y Jacques elfa­ talista, así como en su fantasía filosófica E l sueño de cTAlembert. Es un autor cuya obra nos habla hoy como no lo hace la de Voltaire, con la ex­ cepción de Cándido. Claro que Diderot, como todo el mundo sabe, fiie un polígrafo, luchó con Voltaire y d’Alembert contra la superstición y el despotismo y preparó la publicación de la gran Encyclopédie, ariete o bi­ blia de la Ilustración. Estos datos son importantes pero un poco indi­ gestos para que el lector medio los aproveche.

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He expuesto dos respuestas distintas ante el nombre «Diderot» y la lista no está completa. Pues es un lugar común entre los historiadores del arte, aunque no tanto para otros lectores, que Diderot fiie (más o menos) el inventor de la crítica de arte moderna; y los lectores franceses (aunque los extranjeros quizá no tanto) saben muy bien que fue uno de los mayores epistológrafos del mundo. Es más: de todos es sabido que hubo un jacobino sanguinario que habló de ahorcar al último rey con los intestinos del último cura, pero no todo el mundo sabe que fue el bon­ dadoso Diderot quien ideó la frase en un poema festivo de Nochevieja, unos veinte años antes de la Revolución. En términos generales, hay alguna incoherencia en las ideas acepta­ das sobre Diderot y no se trata de un fenómeno tardío: también ocurría en su propia época. Creo que son varias la razones que explican esta cir­ cunstancia, pero un dato de suma importancia en este sentido es que no publicó E l sobrino de Ramean ni, en realidad, ninguna de sus obras más originales. En consecuencia, había una faceta que sus contemporáneos desconocían y que podría haberles intrigado mucho si la hubieran des­ cubierto. Mi propósito en este libro es contribuir a relacionar las distintas ideas que sugiere el nombre de Diderot. Toda persona que aborde un nuevo estudio sobre Diderot estará en deuda, y bastante impresionada además, con la magnífica biografía que Arthur Wilson publicó en dos volúmenes hace unos treinta años. Yo, por supuesto, no pretendo tener un conocimiento del tema tan amplio como Wilson. Sin embargo, el objetivo de mi libro es levemente dife­ rente del suyo. En primer lugar, lo que yo presento es una «biografía crí­ tica»: es decir, en ella los capítulos narrativos se entremezclan —y en mayor proporción a medida que avanza el libro— con capítulos de críti­ ca literaria. Es ésta una estructura difícil (hace tiempo dije algunas gro­ serías sobre ello), pero creo que en este caso es la más indicada. No es­ toy muy seguro de saber por qué; pero en parte, sin duda, se debe a que lo que me interesa de Diderot no es tanto lo que «representó» como lo que logró. En realidad, las obras por las que sobrevivirá y por las que ha sobrevivido son muy escasas, pero para mí son asombrosas. Quisiera expresar mi más sincero agradecimiento a las siguientes personas por sus consejos y su ayuda: Andrew Best, Peter Biller, Piers Brendon, Tony Coulson, el reverendo John Fellows, Tony Lentin, Douglas Matthews, Derwent May, Bob Owens, Ben Spackman. Tam­ bién quisiera manifestar mi especial gratitud a mi editor, John Blackwell, y a Elisabeth Sifton por toda una serie de sugerencias y comenta­ rios constructivos.

Introducción

La estrella del Salón de París1de 1765 fue «El sumo sacerdote Coreso se sacrifica para salvar a Calírroe» de Fragonard 2. El truculento tema de la tela procede de la Descripción de Grecia de Pausanias y se refiere a la epidemia de locura que provoca la doncella Calírroe en Calidón al rechazar al sumo sacerdote Coreso, que se suicida tras haberle ordenado el dios Dioniso sacrificar a la joven. Con toda probabilidad, Fragonard había tomado la anécdota de alguna ópera de la época y su lienzo grande y dramático, que fue su pieza de admisión en la Academia, ya había sido comprado por Luis XV para la fábrica de tapices de los Gobelinos. Un par de años antes, Denis Diderot, filósofo ateo, dramaturgo, po­ lígrafo y codirector de la gran Encyclopédie, se había dedicado a la crítica de pintura. En aquella ocasión se le encargó que comentara la exposi­ ción, como había hecho con las tres anteriores, para una publicación pe­ riódica de tirada limitada que circulaba por suscripción, Correspondance littéraire, dirigida por su amigo Melchior Grimm. Su comentario adop­ tó la forma de carta a Grimm. Sin embargo, según informa Diderot, no pudo analizar la pintura de Fragonard, pues cuando llegó a la exposición el cuadro ya no estaba. Por ello dedicó el artículo a describir un sueño turbador que había tenido tras pasarse la mañana en la exposición y la tarde leyendo a Platón. A l parecer, estaba encerrado en el lugar conocido como caverna de Platón. Era una caverna larga y tenebrosa. Estaba sentado en me­ dio de multitud de hombres, mujeres y niños. Todos teníamos los pies y las manos encadenados y nuestras cabezas estaban sujetas con tanta fuerza por abrazaderas de madera que resultaba imposible mirar alrededor. Pero lo que me sorprendía era que casi todos mis

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compañeros bebían, reían y cantaban, sin mostrarse en absoluto turbados por las cadenas y, dada su apariencia, cualquiera habría dicho que aquélla era su situación natural en la vida y que no de­ seaban nada diferente. Incluso tenía la impresión de que se mostra­ ban algo hostiles con quienes intentaban liberar sus pies, manos o cabeza, o trataban de ayudar a otros a hacerlo; tenía la impresión de que les insultaban y se alejaban de ellos como si tuvieran alguna enfermedad infecciosa y de que, cuando ocurría cualquier percance en la caverna, era a ellos a quienes primero acusaban. Instalados de la manera que he explicado, nos hablábamos de espaldas a la en­ trada y sólo podíamos contemplar el lejanofondo del recinto, donde colgaba una inmensa tela o cortina. Detrás de nosotros había reyes, ministros, sacerdotes, doctores, apóstoles, profetas, teólogos, políticos, granujas, charlatanes, ilusio­ nistas y el elenco entero de mercaderes de esperanzas y temores. Cada cual tenía una provisión de pequeñas imágenes de colores y transparentes, del tipo adecuado a su condición; y aquellas imáge­ nes estaban tan bien construidas, tan bien pintadas, eran tan nu­ merosas y variadas, que incluían todo lo que se necesita para repre­ sentar cada escena de la vida, cómica, trágica o burlesca. Aquellos charlatanes, comprendí entonces, colocados como esta­ ban entre nosotros y la entrada de la caverna, tenían una gran lámpara colgada a sus espaldas. Exponían sus imágenes a la luz de dicha lámpara y las sombras, que pasaban por encima de nuestras cabezas y aumentaban de tamaño en el trayecto, se reflejaban sobre la gran pantalla delfondo de la caverna, formando escenas com­ pletas tan naturales, tan consistentes, que creíamos que eran reales. A veces, hacían que nos partiéramos de risa; en otras ocasiones, nos hacían llorar a lágrima viva, hecho que te parecerá menos extraño si te digo que detrás de la pantalla otros granujas subordinados, pagados por los primeros, acompañaban a las sombras con voces, entonaciones y palabras apropiadas a sus papeles.3 Este cinematógrafo platónico seduce la imaginación. No obstante, una década antes, en sus «Entrctiens sur Lefils naturel» («Conversación sobre E l hijo natural»), había propuesto la cinematográfica noción de una mise-en-scéne móvil, esto es, tantas mises-en-scéne como momentos de concentración dramática hubiera. («Ah —había suspirado enton­ ces— , ¡si tuviéramos teatros en los que el decorado cambiara cada vez que cambia la escena!») Como señala Roland Barthes con acierto en

Introducción

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I hilriot/llrccht/Eisenstein», ésta, y toda la concepción diderotiana de l,i •>1>i.i teatral perfecta como «una sucesión de cuadros vivos, una galería .I< pintura, una exposición», es un precedente de Eisenstein.4 Resulta .lilii il no pensar que es un destino poco común haber inventado el cine . Ipor Hobbes y todavía más por Shaftesbury, cuyo teísmo entusiasta y cuyo cultivo del «sentimiento moral» le resultaban particularmente atrac­ tivos. Shaftesbury no era muy conocido en Francia (desde luego no tanto . orno Locke o Berkeley) y, en los meses posteriores a su matrimonio, Di­ derot consiguió que lo tradujeran. Eligió la obra capital de Shaftesbury, Inquiry Conceming Virtue and Merit, publicada originalmente en 1699. Sm embargo, a medida que avanzaba en la traducción, se puso a adaptar el texto de Shaftesbury con bastante libertad, añadiendo sus propios coménta­ nos y digresiones y extrayendo opiniones de otras obras de Shaftesbury i|ue incluía en las notas del traductor. No sería la última vez que producii i.t un trabajo original en los márgenes del texto de otro autor. El libro re­ mítante, Essai sur le mérite et la vertu, podía considerarse subversivo, por lo que cuando apareció, en abril de 1745, salió sin el nombre de ShaftesImi v y sin el de Diderot y con el falso pie de imprenta de «Amsterdam». I ,a razón por la que el Essai podía considerarse peligroso era obvia: postulaba una moral natural independiente de la revelación. El argu­

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mentó central y básico de la Inquiry de Shaftesbury es que cualquiera que postula un Dios verdadero, justo y bueno, posee un criterio inde­ pendiente de la deidad que le permite decidir que Dios es, de hecho, ver­ dadero, justo y bueno. La maniobra es muy eficaz y contiene las impli­ caciones potenciales más extremas, pues de forma tácita convierte a Dios en una construcción humana. Que poseemos este criterio ético independiente, sostiene la pro­ puesta de Shaftesbury, es una verdad conocida. Poseemos por naturale­ za una facultad para percibir no sólo la belleza física, sino también la be­ lleza moral. Ni siquiera una persona depravada carece de esta facultad y sería necesario obrar mal continuamente y de manera sistemática para erradicarla por completo. Así, una criatura puede sentirse impresionada por la belleza o la fealdad de objetos intelectuales y morales antes de formarse una idea clara de una divinidad. (Diderot añade en una nota que muchas razas jamás han tenido idea alguna de la divinidad.) Pero si Dios no es el origen de la vida ética, se pregunta Shaftes­ bury, ¿cuál es su papel en ella? Y en particular, ¿qué clase de Dios favo­ rece la vida buena? No el todopoderoso, responde, pues el temor al in­ fierno y la esperanza del cielo no son «intereses liberales y generosos*. Sin duda, un Dios supremamente bueno, pues tal Dios sería el público ideal de las buenas acciones. «¡Qué vergonzoso resultaría cometer una acción vil ante tal compañía! ¡Qué satisfacción, en cambio, haber practi­ cado la virtud en presencia de nuestro Dios!» De hecho, el motivo central de la virtud, sostiene Shaftesbury, es precisamente ese aplauso, o de Dios o de los demás seres humanos. Si se pudiera medir nuestros placeres, se descubriría que nueve décimas partes de nuestras alegrías consisten en participar en la felicidad de otros y en el deseo de recibir su buena opinión. En consecuencia, la conducta vir­ tuosa interesa realmente a cada individuo en función del placer intenso que la acompaña. «Cuando los afectos sociales se dejan oír, su voz sus­ pende todo otro sentimiento y nuestras inclinaciones restantes guardan silencio. El embeleso de los sentidos no posee nada comparable.» La única razón por la que una persona malvada no prefiere este goce estriba en que, por ser malvada, nunca lo ha experimentado. El genial y entusiata Shaftesbury, que describió el cristianismo como «una religión ingeniosa y bienintencionada», dejó una huella per­ manente en Diderot. Diderot adoptó una actitud exaltada hacia la Vir­ tud, a la que se refiere en el mismo tono que Shaftesbury, es una de las facetas del personaje-narrador de E l sobrino de Rameau, faceta que el so­ brino de marras encuentra increíblemente cómica. La inspiración origi-

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mil de su propio utilitarismo surgió de la forma que tenía Shaftesbury de .li'iiioslrar que «en última instancia, se podrá comprobar que la virtud y 1 1 interés concuerdan», y también fue de él de quien obtuvo su idea de la . m .t como una especie de espectáculo o teatro moral. Sin embargo, no necesitamos preguntamos hasta qué punto, cuando , ii.ita de los detalles, Diderot siguió las ideas de Shaftesbury, pues sus inopias opiniones estaban listas para experimentar un cambio radical. I o la época de esta traducción todavía era deísta, o quería aparecer . . uno tal. De hecho, era más ortodoxo que Shaftesbury: recuerda piadomicntc a sus lectores que las críticas severas de Shaftesbury a los hombres poco sociables no deben verse como aplicables a los solita.... . icligiosos y le reprocha que apoye el tiranicidio, un crimen solemii. iiinitc condenado por la Sorbona. Jacques-André Naigeon, el amigo uro de Diderot de años posteriores, describe la religiosidad de estas no­ li »le Diderot como lo que los médicos llaman «crisis perfecta»: elimina todo tema supersticioso de su sistema, hecho demostrado por sus escép...... Pensées philosophiques (Pensamientosfilosóficos), publicados al año si­ guiente.1

I’.ira Diderot, el público al que creía dirigirse y ante el que se justiíisiempre incluía el círculo familiar de Langres. Le gustaba elevar ..un diferencias con Langres al plano del debate público. Así, el prefacio di I i.isai es una carta dedicada «A mi hermano», que supuso el primer ! i.lpc de un largo y a menudo amargo conflicto sobre la religión entre I i. tus y su hermano menor Didier-Pierre. Didier-Pierre era tan ortodoI, .. y austero como Denis hedonista e intelectualmente aventurero. De II. 1 ho, ya amenazaba con convertirse en santo y Denis, que quería a su IMimano, consideraba que la religión le estaba haciendo mucho daño. I*.-usaba que le inculcaba espíritu de intolerancia y lo convertía en una Itr inona con quien resultaba imposible convivir. No era el único que Iir usaba así; tiempo después se lamentaría su padre: «¡Ah! Tengo dos lii|nf.. Sin duda, uno será un santo, pero me temo que el otro se condeiiiiiá. Sin embargo, no puedo vivir con el santo y disfruto todo el tiempo i|in paso con el condenado». En consecuencia, la dedicatoria de Diderot ii.loptó la forma de manifiesto, algo tortuoso, contra la intolerancia, ma­ nifiesto en que, a cambio de conceder (cosa que Shaftesbury no habría tu . ho) que «no hay virtud sin religión», proponía que su hermano acep­ ta t.i que de todos los vicios intelectuales el fanatismo era el peor. El Essai recibió críticas muy respetuosas en la prensa, incluso en las Ah'moires de Trévoux, publicadas por los jesuitas, de quienes se podía hiihcr esperado que lo miraran con recelo. Diderot se estaba forjando un ,i I m ,

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«nombre» en los círculos intelectuales y su éxito le reportó otra oferta de su editor Briasson. Ahora se trataba de traducir el gran Medical Dictionary de Robert James, en tres volúmenes, publicado en Gran Bretaña en 1743-1745. Semejante oferta dio lugar a un acto de generosidad por parte de Didcrot, que, a pesar de necesitar el dinero, insistió en dar par­ te del trabajo a Toussaint y a otro de sus amigos menesterosos, el tra­ ductor y a veces pornógrafo Marc-Antoine Eidous.2 En algún momento de su primer año de casados, los Diderot se fue­ ron de la orilla izquierda del Sena y encontraron alojamiento en la Rué Traversiére, en las afueras de París, al otro lado de la Bastilla. Aquí, en septiembre de 1744, enterraron a su primera hija, Angélique, de seis se­ manas de edad. La mudanza tal vez tuvo algo que ver con el anonimato, ya que Nanette todavía usaba su apellido de soltera. En el registro de entierros de la parroquia, Diderot figura como «jornalero».3 Sin embargo, en mayo de 1746, cuando nació el segundo hijo, tam­ bién destinado a morir en la infancia, habían regresado al conocido es­ cenario de la orilla izquierda y vivían en un lugar humilde de la Rué Saint-Víctor, en la parroquia de Saint-Médard. Veinte años antes, esta parroquia había sido escenario del episodio de los «convulsionistas». En aquel entonces existía la creencia de que el cuerpo de un diácono janse­ nista de conducta santa, llamado Fran^ois de París, realizaba curaciones milagrosas. Durante años, desde 1728, el cementerio de Saint-Médard se había llenado todos los días de enfermos y mirones que se acercaban para contemplar las convulsiones. Finalmente, la administración había ordenado el cierre del cementerio, pero la secta convulsionista ha­ bía continuado celebrando reuniones a puerta cerrada, lo que daba oca­ sión a profecías y ceremonias penitenciales violentas, incluso a crucifi­ xiones. Diderot había presenciado escenas en el cementerio poco después de su primera llegada a París y la obra que publicó a continua­ ción, Pensamientosfilosóficos, está impregnada de repugnancia. Un barrio se llena de gritos: las cenizas de un elegido hace allí más milagros que Jesucristo en toda su vida. La gente corre, o es llevada al lugar, y yo sigo a la multitud. En cuanto llego, oigo que la gente exclama: «¡Milagro!». Me acerco, miro y veo a un niño cojo que ca­ mina con la ayuda de tres o cuatro espectadores caritativos; y la multitud, pasmada, grita: «¡Milagro! ¡Milagro!». ¿Dónde está el milagro, necios? ¿Acaso no veis que el picaro ha cambiado un par de muletas por otro? (LUI)

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Pensamientosfilosóficos, primera obra independiente de Diderot, preii ihIíh ser, o al menos eso sugiere el título, una réplica escéptica a los Ifinamientos de Pascal. En parte se trata de una reelaboración, en forma ■I> manifiesto, de las ideas de Shaftesbury. Sin embargo, desde otro punto de vista, se puede contemplar como una especie de resumen de luí argumentos de los librepensadores referentes a la religión, los que, unió lie dicho, habían circulado durante medio siglo en escritos clandi linos. El libro se compuso con mucha celeridad durante la primavera !• 17*16 (la hija de Diderot sostiene que lo escribió durante la Semana ■mía, aunque esto parece exagerado) y fue distribuido de manera clani|i tma o de contrabando. Causó un impacto considerable, provocó toda una .crie de réplicas y rechazos, y tuvo el mérito de ser condenado a las II unas por el Parlemcnt de París por «presentar a los espíritus inquietos ■ imprudentes el veneno de las opiniones más criminales de que es ca­ pa/ la razón humana». Fue la obra de Diderot que más ediciones tuvo limante el siglo XVIII. I . fácil comprender que haya tenido tanto éxito, pues en algunos i títulos es una obra brillante. En primer lugar, está llena de excelentes • | agrumas citables, en la tradición de Pascal o La Rochefoucauld. Por i |i tupio: «La idea de que Dios no existe nunca ha asustado a nadie; lo •jiii atemoriza es que pueda existir un Dios como el que describe la genii , o: «Se me puede exigir que busque la verdad, pero no que la eniiirntrc*. En algunas partes, además, el libro es de una notable eloi ni mía. De hecho, desde el punto de vista estilístico, es más bien li .ordenado, aunque quizá sería mejor hablar de pastiche; y desde el punto de vista intelectual, aunque por mejores razones, es todavía más un t.iblc, ya que oscila de manera confusa entre el teísmo, el deísmo y un .opuesto ateísmo. No hay duda de que la razón de todo esto radica n el disimulo, pues los peligros que acechaban a un escritor heterodoxo • i .m muy serios. El pensée que más queda en la memoria es el séptimo:

¡Qué voces! ¡Qué exclamaciones! ¡Qué lamentos! ¿Quién ha ence­ rrado todos estos cadáveres quejumbrosos en estas celdas? ¿Qué crí­ menes han cometido estos pobres desgraciados? Unos se golpean el pecho con piedras; otros se desgarran con ganchos de hierro; todos reflejan desgracias, dolor y muerte en la mirada. ¿Quién los conde­ na a estos tormentos? ... El Dios al que han ofendido ... ¿Qué Jase de Dios es? Un Dios lleno de buena voluntad... ¿Encon­ traría placer un Dios bondadoso en un baño de lágrimas? ¿No

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serían tales terrores un reflejo de su clemencia? Si los criminales tuvieran que apaciguar lafuria de un tirano, ¿qué otra cosa sepo­ dría esperar de ellos? (v n )

Diderot tenía buenas razones, basadas en su experiencia personal, para detestar los monasterios. No sólo había sido encerrado en uno de ellos por la fuerza, sino que su hermana menor, Catherine, había ingre­ sado en un monasterio por propia voluntad y poco después había falleci­ do en él en un estado de fanatismo religioso. Diderot tendió siempre a concebir los monasterios como prisiones, ya se tratara de encierros autoimpuestos o decretados de forma arbitraria por un tirano. En los Pen­ samientos filosóficos este odio hacia la reclusión se convierte, en algunas frases llamativas, en la base metafórica de una especie de deísmo mile­ nario. ... Los hombres han desterrado a la divinidad; la han confinado en un santuario; las paredes del templo la ocultan de las miradas; no tiene existencia en el exterior. Estáis locos; destruid esos muros que limitan vuestras ideas; liberad a Dios; vedlo donde se le pueda ver o decid que no existe. (XXVI)

De nuevo, como complemento de su ardiente condena de la clausu­ ra y la automortificación, los Pensamientos filosóficos presentan una de­ fensa de las pasiones: Se declama sin pausa contra las pasiones; a ellas se atribuyen todos los males de la humanidad, pero se olvida que también son el ori­ gen de todos los placeres. Las pasiones son un elemento de la consti­ tución humana sobre el que no se puede hablar ni con demasiada altura ni con extrema bajeza. Sin embargo, lo que más me irrita es que todo el mundo se limita a ver su aspecto negativo. Se conside­ raría un insulto a la Razón pronunciar una palabra en favor de sus rivales. No obstante, son las pasiones, las grandes pasiones, las únicas que pueden elevar al alma a las grandes conquistas; sin ellas no existirían los momentos sublimes, ni en la moral ni en las obras; las artes retrocederían a la infancia y la virtud sería mez­ quina. (I)

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I I colmo del absurdo es querer destruir las pasiones. Curioso plan, a fe, el del devoto que se atormenta para no desear nada, no .uñar nada y no sentir nada. ¡Sería un verdadero monstruo «i lo lograse! (V) I >idcrot, como veremos, se mostraba bastante tolerante en su anti' Inu .ilisrno y en su actitud hacia la religión en general; en muchos sen•i*I....era mucho más tolerante que Voltaire. Lo que siempre despertaba m i i'l un odio apasionado y arrebataba su imaginación era la idea monási Kn su Historia de la locura, Michel Foucault escribe: «No es casual *(ii* el sadismo, como fenómeno individual que lleva el nombre de un li"inhrc, haya nacido en el encierro y que, dentro del encierro, toda la ■I>i i de Sade esté dominada |>or la Fortaleza, la Celda, el Sótano, el t "iivrnto, la Isla inaccesible»."' Más adelante veremos que Diderot voli" ni tema de la clausura, pero no en el estilo de Sade o del horror góti• iiio en una novela profunda y humana, La religiosa. I .1 otra impresión fuerte que nos producen los Pensamientosftlosófi• que, entre las distintas posiciones filosófico-religiosas propuestas p"i Diderot, la que presenta con mayor convicción es el escepticismo, iii< l u s o parece que la adopta como propia. «Obliguemos a un pirrónico • «i sincero y tendremos un escéptico», sostiene el pensamiento XXX. El ■ " pin ismo, postula el XXIV, es una escuela del rigor, la escrupulosidad \ la ii .ponsabilidad: El escepticismo no es para todos. Supone un cuestionamiento protundo y desinteresado. Quien es escéptico simplemente porque desionoce losfundamentos de la creencia no es sino un ignorante. E l verdadero escéptico ha calculado y sopesado las razones. Pero no es tareafácil sopesar los razonamientos. ¿Quién de nosotros conoce su valor exacto? Ofrezcamos cien razones para la misma verdad y toda i tendrán seguidores. Cada mente tiene su propio telescopio. La objeción que aparece como un coloso ante mis ojos, desaparece ante los vuestros; y permanecéis impertérritos ante un argumento que a mi me abruma. Si estamos divididos en cuanto al valor intrínse­ co, ¿cómo podemos aspirar a ponemos de acuerdo alguna vez so­ bre el valor relativo? Decidme, ¿cuántas pruebas morales se nece­ sitan para contrarrestar una conclusión metafísica? ¿Cuáles son las lentes defectuosas, las mías o las vuestras? Si resulta tan di­ fícil sopesar razones, y no hay cuestiones que no presenten argu-

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meatos para ambos bandos, y casi siempre en la misma cantidad, ¿por qué nos apresuramos a sacar conclusiones? ¿De dónde saca­ mos ese tono de decisión confiada? El hecho de que el escepticismo es, de momento, la posición que Diderot elige, se pone de manifiesto en el título de su obra siguiente, la inédita Promenade du sceptique (Paseo del escéptico).

La amistad entre Diderot y Rousseau había prosperado. Rousseau había pasado un año en Venecia, como secretario del embajador de Francia. El trabajo había concluido con una pelea espectacular y, al regresar a París en el otoño de 1744 se alojó, como sucediera antes, en una pen­ sión humilde, cerca del Luxemburgo. Allí había iniciado una relación con una criada, Thérése Levasseur. La joven era de Orleans y vivía con sus padres, ancianos y pobres, a los que mantenía con sus modestos in­ gresos. Era tímida, afectuosa y muy ignorante; nunca aprendió a leer ni a contar y a Rousseau le costó mucho enseñarle a decir la hora. A pesar de ello, halló en esta relación, que duraría toda la vida, un consuelo enorme. Y pese a que sus amigos se mostraban groseros al referirse a Thérése, él solía comparar favorablemente su suerte con la de Diderot, cuya esposa había demostrado tener un carácter áspero. Durante la década siguiente, Rousseau tuvo cinco hijos con Thérése y despachó a cada uno de ellos a la inclusa, un secreto que más adelante lo atormentaría. La ambición de Rousseau en esa época era dejar huella como com­ positor de óperas. Sin embargo, en el ínterin había hecho las paces con Madame Dupin, con quien se había disgustado, y volvió a trabajar para ella y para Francueil. A ella la ayudaba con sus escritos y a Francueil con sus investigaciones científicas (incluso redactaron juntos un tratado de química). Este tipo de arreglos se estaba poniendo de moda en París y, como quienes le contrataban lo trataban con deferencia, no le pesaba su posición dependiente.5 La casa de madame Dupin y la de Diderot quedaban en extremos opuestos de París. No obstante, Rousseau, Diderot y otro amigo, el filó­ sofo lockiano Étienne de Condillac, acordaron encontrarse una vez por semana en el Palais Royal y comer en un restaurante cercano, el hotel Panier Fleuri. En sus Confesiones, Rousseau menciona estas comidas se­ manales con nostalgia; dice que Diderot debió de gozar con ellas, «pues, a pesar de que casi siempre faltaba a sus compromisos, nunca faltaba a uno de estos encuentros».6 Condillac, cuyas ideas ejercerían alguna in-

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lint nt ia sobre Diderot, trabajaba en su primer libro, el Ensayo sobre el i leen de los conocimientos humanos, y Diderot, siempre dispuesto a ocul' ti t de sus amigos, aceptó la responsabilidad de encontrarle editor. I’oco tiempo antes, Diderot había trabado amistad con el matemáti■. |< an lx* Rond d’Alembert, que desempeñaría un papel importante en mi vida D'Alcmbert tenía una historia curiosa. Era hijo ilegítimo de la ni toi i.ítica salonniére Madame de Tencin7, que lo había abandonado ii n u lo todavía era un niño, depositándolo en la escalinata de una iglesia n una. Finalmente el padre, un oficial de artillería que se apellidaba I »t .lonches, había logrado encontrarlo en la inclusa y había hecho arre|ili >■,para dejarle una pequeña suma anual. Fue criado por una madre adop­ tiva, la amable esposa de un cristalero llamado Rousseau, a quien coniiFiaba su «verdadera madre» y con quien viviría hasta los cincuenta años. I VAIembert era cuatro años menor que Diderot, pero ya tenía una ••'Imtación notoria en su propio campo, había escrito un importante / atado de dinámica (1743) y era miembro de la Academia de Ciencias, i i mino de varias academias extranjeras. Su físico era pequeño y su voz .ii'uilu; era ingenioso y un mimo brillante, además de poseer un carácter 111iis tranquilo y competitivo que el de Diderot. Era muy definido e iniiiiimigente en su ateísmo y despreciaba la estupidez de la chusma, «su • míos idad sin rumbo, su caridad grosera, su bondad inepta e inofensiva, ii dureza compasiva».8 Vivía una etapa de euforia. Marmontel escribe . n ais Memorias que «después de dedicar la mañana al álgebra y de renlvrt problemas de dinámica y astronomía, salía de la casa de la mujer ,la I i nstalero como un niño que se escapara del colegio y sólo quería di.. iiir.e. Y con el tono alegre y entusiasta de su mente luminosa, profun,|,i y sólida, lograba que uno olvidara al filósofo y hombre de ciencia I(|ii .i ver en él sólo a Lhomme aimable». En esta época, según da a enten­ dí! Marmontel, llevaba una vida social intensa y era un cliente habitual ,|i lus famosos salones de Madame Geoflfrin y Madame du Deffand. ‘ un embargo, no era un arribista; de hecho, pensaba que los hombres de l(dentó tendían a postrarse ante los que en realidad deberían ponerse a ii pies. «LIBERTAD, VERDAD y POBREZA —escribiría más tarde— son | . nes palabras que los hombres de letras deberían tener siempre ante liui ojos, del mismo modo que un rey debería tener la palabra POSTERI­ DAD.»7 I )iderot y Rousseau habían hecho planes para publicar un periódico , pn se llamaría Le Persifleur, e invitaron a d’Alembert a colaborar. La pulilii .ii ion no prosperó, pero poco tiempo después Diderot y d’Alembert , comprometieron a fondo como organizadores de la Enciclopedia.

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Los primeros bostezos de la Enciclopedia se produjeron cuando, a principios de 1745, el librero André-Fran^ois Le Bretón elaboró un plan para publicar una traducción francesa de la Cyclopaedia, or Univer­ sal Dictionary o f the Arts and Sciences del escocés Ephraim Chambers, publicada en 1728. Hubo una pelea con el traductor y más adelante, ese mismo año, Le Bretón formó un consorcio de libreros para relanzar el proyecto en una escala más ambiciosa que incluía la ampliación y reela­ boración del texto de Chambers. Contrató los servicios de d’Alembert, para que hiciese más o menos el papel de secretario de edición, y meses después los de Diderot, que ingresó en plantilla en febrero de 1746. En un primer momento, se trató de un trabajo a tiempo parcial, pero al lle­ gar el verano de 1747, el jefe de edición, el abate Gua de Malves, renun­ ció o fue despedido y se puso a Diderot y a d’Alembert en su lugar. Le Bretón, uno de los libreros-editores más importantes de Francia, poseía la imprenta más grande de París. La Enciclopedia revisada se con­ cibió con lujo y representó una fuerte inversión de capital. Diderot, poü'mato por temperamento, no tardó en percibir posibilidades inmensas en ella. Comprendió con toda claridad, igual que d’Alembert, la impor­ tancia de la empresa que Chambers había intentado llevar a cabo. Las escasas enciclopedias generales existentes, aparte de la suya, se habían publicado antes de la gran época de las ciencias y las letras francesas, la época de Descartes, Bemoulh, Racine y Bossuet.10 Así pues, ¿qué cosa podía ser más satisfactoria, además de útil para el público, que presentar esta masa de conocimientos y descubrimientos nuevos como un todo, des­ plegando sus interconexiones lógicas y genealógicas? ¿Qué mejor opor­ tunidad, además (aunque esto no se podía proclamar en voz tan alta), para que los enemigos del prejuicio y la superstición se unieran eficaz­ mente? La empresa era de una magnitud tal que, para bien o para mal, los ojos del gobierno y de la Iglesia se fijaron en ella desde el principio. Se determinó que, a fin de explicar y promover la obra, Diderot se entrevis­ tara con el mismísimo Canciller de Francia. D ’Aguesseau, el Canciller, era un dignatario al estilo de Catón, muy piadoso, y es difícil suponer que le hubiera complacido todo lo que había oído decir de Diderot. Sin embargo, la descripción elocuente del nuevo proyecto que hizo Diderot, así como sus posibilidades inmensas y gloriosas, parece que pasmaron al anciano, que llegó al extremo de recomendar personalmente a Diderot como jefe de edición. Un par de años más tarde, Diderot redactó un «Prospecto» para la Enciclopedia, en el que se puede adivinar cuál fue uno de los argumentos que esgrimió ante d’Aguesseau. Era astuto y

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patriótico a la vez: la mayor parte de la Chambers se había extraído, por necesidad y según la naturaleza de las cosas, de autores franceses; en t oiisccucncia, ¿cuál sería la reacción de Francia si todo lo que se produi i.i era una simple traducción de la Chambers? «Despertaría la indigna• ion de los estudiosos y protestas del público, que estaría recibiendo, ■tar la forma, y a veces incluso el título, de una «contribución» o un iiiplemento», como si se tratara de un apéndice a un trabajo anterior, m.il o imaginario. Vale la pena puntualizar que el verbo francés suppléer lime un sentido más amplio que el verbo inglés to supplement y que puel< indicar no sólo la idea de «continuación», sino también la de «suplir 10 que falta», incluso «proporcionar un sustituto para». Los «suplemen­ to • de Diderot explotan todas estas posibilidades.4 De hecho, las 11.untas secciones de la Carta sobre los ciegos se podrían ver como una mu rsión de «suplementos» que mantienen una especie de relación disi ontinua entre sí. El mismo se disculpa con frecuencia por las digresioui . («Os prometí una conversación y no puedo cumplir mi promesa sin ' i i indulgencia»), aunque ello se puede interpretar como una estratei'U, pues la estructura de la obra es, a su modo, bastante firme. Tiene i meo secciones. Sección 1. El informe de las entrevistas efectuadas por Diderot y sus •ilingos a cierto «invidente de Puiseaux», ciego de nacimiento, que de­ muestra las diferencias profundas entre la visión ética y metafísica de los ' legos y la de los videntes. Sección 2. Reflexiones generales sobre los problemas que pensar y en ■’ipeeial imaginar plantean a las personas ciegas de nacimiento. Sección 3. Descripción de las ingeniosas soluciones propuestas por Nu'liólas Saunderson, matemático inglés, conferenciante sobre óptica y negó. Sección 4. Conversación imaginaria de Saunderson en su lecho de muerte con un ministro que quiere convertirlo a la religión. Sección 5. El «problema Molyneux». Kn lo referente a su estrategia, es importante el hecho de que Didei"t empiece por la cuestión ética, pues, si se puede demostrar que los i irgos poseen un código de ética diferente del de los videntes, ello ya *imstituye una victoria importante para el relativismo. Es una de las muchas maneras de reforzar la idea de que el mundo no está simple­ mente «ahí», como un dato sólido e incuestionable, sino que debe cons­ umí lo cada individuo como mejor pueda. Con este fin, ofrece un flujo muy efectivo de especulaciones desestabilizadoras e ingeniosas. Los cie­ gos ile nacimiento, supone, no sabrán qué es la belleza y deberán creer cu ella como si realizaran un acto de fe y por lo que oyen; es probable ■|t io sean materialistas filosóficos; no les intimidará el boato de la autori•iutl cívica, ni se sentirán amedrentados por la sanción favorita de la au­ toridad, a saber, la cárcel. (Se imagina al joven «invidente de Puiseaux»

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ante el juez que lo amenaza con mandarlo a prisión y respondiéndole lo siguiente: «¿Acaso no he estado en una celda durante veinticinco años?».) Serán inmunes a la vergüenza física. Son muy vulnerables al adulterio y tal vez tengan que aceptar la práctica de tener esposas en co­ mún. Sentirán una aversión especial por el robo. Pueden experimentar cierta tendencia antihumanitaria. (Pues ¿qué diferencia hay, para una persona ciega, entre un hombre que orina y otro que, sin quejarse, se desangra? ¿Acaso no dejamos de sentir compasión nosotros cuando la distancia, o la pequeñez de los objetos, produce el mismo efecto en no­ sotros que la privación de la vista?) A estas inquietantes especulaciones el «invidente de Puiseaux» añade otra realmente sorprendente. Diderot y sus amigos le han estado descri­ biendo el espejo y lo que éste refleja. El ciego se lo explica a sí mismo como una especie de «relieve», pero no puede entender cómo puede ser que el «otro yo» que le devuelve el espejo sólo sea accesible a la vista, no al tacto. Dice: «Vuestra pequeña máquina parece establecer una contra­ dicción entre dos sentidos. Una máquina más perfecta tal vez los haría coincidir, aunque sin que los objetos necesitaran ser reales. Pero quizá una tercera máquina, más perfecta todavía, menos pérfida, los haría desa­ parecer y nos permitiría percibir nuestro error». Se trata de un comenta­ rio profundamente escéptico y, de algún modo, creo que dio en el clavo. Sin embargo, y esto es más importante, en esta primera sección Di­ derot plantea la siguiente cuestión: ¿en qué sentido diremos que cuando una persona ciega analiza el mundo visible sabe de qué está hablando? De hecho, es una pregunta que turba a los ciegos mismos, o al menos a los escritores ciegos, pues es su corolario: ¿cómo sabe el escritor ciego si plagia? Cuando el poeta ciego del siglo XVIU Thomas Blacklock escribió sobre «rayos rojos» y «tardes violeta», sus lectores pensaron, y quizá también lo pensó el propio Blacklock, que era imposible determinar si se trataba de la simple copia de una frase poética o si el autor de veras creía que el rayo era rojo y el sol de la tarde violeta.5 Del mismo modo, cuando Helen Keller escribía sobre una escena externa —aunque tam­ bién al escribir sobre casi cualquier cosa—, la «torturaba» el temor de no distinguir sus propios pensamientos de los del prójimo. «Cuando escri­ bía una carta, incluso a mi madre, me invadía una sensación de terror y repetía las frases una y otra vez para asegurarme de que no las había leí­ do en un libro.»6 El tratamiento que da Diderot a este tema, tal como lo plantea el invidente de Puiseaux, es polémicamente más astuto y puede conside­ rarse como el concepto central de toda la sección.

C a rta sobre los ciegos y C a rta sobre...

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Nuestro ciego sigue hablando de espejos. Podemos estar seguros de i/tie no sabe lo que significa la palabra «espejo*; sin embargo, jamás fiondrá un espejo del revés. Habla con la misma lógica que nosotros sobre las cualidades y defectos del órgano que le falta. Si bien no .mude ninguna idea a los términos que utiliza, al menos tiene una t m iaja con respecto a la mayoría de la gente: nunca emplea mal las palabras. Habla tan bien y con tanto tino de cosas que están absolutamente fuera de su experiencia que la conversación con él debería contribuir en gran medida a debilitar la inferencia que hacemos todos, sin una buena razón, desde lo que sucede en nuestro interior hacia lo que sucede dentro de los demás.1 Como podemos comprobar, el argumento se extendió de modo imprn «ptible hacia algo mucho más general y amplio que la ceguera. El invidente de Puiseaux, que es persona de una inteligencia admirable, puede hablar con convicción de cosas que ignora. De hecho, a pesar de luda mi inteligencia, puede que él mismo no comprenda del todo que no iIm nada sobre ellas; y sólo porque nosotros sabemos que es ciego de n.ti imiento, lo escuchamos con una confianza poco menos que absoluta. Di ir mejor o más inquietante símil podríamos encontrar de los pro­ nunciamientos de los teólogos? El auténtico objetivo de Diderot y la I nr i za de sus lecciones sobre el escepticismo se han puesto de manifiesto iii ir un instante. I ,as dos secciones siguientes son deliberadamente menos polémicas porque se ocupan de un problema específico de psicología y lógica. Diderot se pregunta: «¿Cómo puede una persona ciega de nacimiento fornmrsc una idea de las figuras, es decir, de las formas geométricas?». Es una cuestión en la que se sumerge con gran celo y humanidad. Diderot i iHiende que el núcleo del problema consiste en que apenas se puede Humar que una persona ciega de nacimiento imagine, en el sentido liteial, iconográfico. «Para imaginar es necesario colorear un fondo y sepa•.11 porciones de este fondo, que en principio son de colores diferentes.» I evidente que el ciego de nacimiento debe desarrollar alguna alterna­ tiva a este sistema y Diderot supone un sistema basado en el tacto: pen­ ar en «imágenes» se sustituye por pensar recuerdos táctiles. Si la recu­ peración de las sensaciones táctiles se puede convertir en un hábito iegular y disciplinado, podría incluir todos los elementos de un meca­ nismo mental equivalente a la «imaginación». De hecho, dicho sistema ni posible (y Diderot se ocupa de exponerlo en detalle) gracias a las in­ ri tilosas máquinas de agujeros y alfileres palpables que inventó el mate-

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mático ciego Nicholas Saunderson para ayudarse en los cálculos alge­ braicos y geométricos.

Instrumentos de «aritmética palpable», concebidos por el matemático ciego Nicholas Saunderson. En el de la derecha, los alfileres están unidos por hilos de seda.

Se trata de una discusión honesta y seria. No obstante, el estilo fan­ tasioso, especulativo y hasta juguetón de Diderot resulta apropiado, ya que no se trata sólo de un escritor vidente que fija su atención en la ex­ periencia de un ciego de nacimiento, sino que también se trata de un ciego de nacimiento que cala en la experiencia del vidente y especula so­ bre ella; y cuando las especulaciones de este último se expresan median­ te el lenguaje, suelen ser metafóricamente brillantes. Son brillantes y son falsas, y de este modo iluminan la génesis misma del lenguaje. De ahí que no se trate de una digresión, aunque lo parezca, cuando Diderot nos conduce desde las «felices expresiones» en que caen los ciegos por igno­ rancia hasta los problemas de la expresión literaria en general y, median­ te distintos pasos lógicos, hasta las razones por las que el brillante y

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lluvioso» Marivaux es el escritor francés más admirado por los britá­ nicos. I .legamos ahora a la sección más importante y, de hecho, más polém iu, aquella a la que, en cierto sentido, ha ido dirigiéndose toda la n i n a . Existían unas memorias auténticas de Nicholas Saunderson, aña•litl.is a sus postumos Elements of Algebra (1740), y hasta aquí Diderot había apoyado en ellas. Pero ahora describe una escena inventada, un niplcmento» diderotiano a la biografía de Saunderson, en el que el moiilumdo Saunderson recibe la visita de un clérigo llamado Holmes que quine convertirle en el lecho de muerte. Este tipo de ardid representa, di algún modo, la contribución más original de Diderot a los escritos filticos. Se le puede llamar método «hipotético» o «subrepticio*. Me.1i.inte una manipulación dramática, no exactamente ventrílocua, y algo ...... que la convencional «conversación imaginaria», «se apodera» de un Iir i sonaje de la vida real, proyectándolo en una situación que le permite i iimprcnder y formular ciertas verdades. Volveremos a encontrar esta i u.itagema en Le reve de d'Alembert (E l sueño de d’Alembert), donde el filósofo d’Alembert sueña y es sorprendido hablando en sueños, con lo que se convierte en observado y en observador, es más, en observador filrespondance littéraire, lanzada unos años antes por un amigo suyo, r| abate Raynal, fundador incansable de periódicos. Informaba sobre la vida cultural de París, con la intención de que los príncipes extranjeros leyeran sus noticias. La publicación salía cada quince días, se distribuía por canales diplomáticos y contaba con una lista selecta de suscriptores, que nunca pasaban de la quincena. Entre ellos, y en esos primeros tiemIM>s, se encontraban la reina de Suecia, el rey de Polonia, la duquesa de N.ixc-Gotha, el duque des Deux Ponts y la princesa heredera de HesseI hirmstadt. Los ejemplares se trataban como algo muy preciado y confidrncial y Goethe cuenta que constituyó un gran privilegio el que, años más tarde, el príncipe de Saxe-Gotha le diera a leer Jacques elfatalista, ile 1)iderot, en la Correspondance littéraire, aunque le prohibió que hicie1.1 una copia.36 Se trataba de una auténtica esfera de influencia y, por supuesto, ( ¡rimm apeló a Diderot para que le brindara ayuda y consejo. Poco des­ pués, las páginas de la revista estaban llenas de las opiniones y andanzas de Diderot, así como recensiones y artículos. De hecho, se convirtió en un órgano de publicidad para él porque Grimm le dedicaba siempre releicncias muy halagüeñas y, según él mismo reconocía, se identificaba i un todas las opiniones de Diderot. «Sois mi amigo y mi maestro —le diría en las páginas de la publicación— . Vos me reveláis lo que pienso y me confirmáis por pensarlo.»37 A medida que Diderot y Grimm se hacían más amigos, surgió cierta lualdad entre Grimm y Rousseau, que los había presentado. Rousseau i omnímodo?». Pero era todavía más difícil responder en la práctica, v.i i|uc los obreros hacían las estimaciones más descabelladamente disl'.irrs sobre el alcance de su «arte», y los estudiosos y savants no eran mucho mejores. La consecuencia era que la Enciclopedia, al menos en su |»i nuera edición, no podía por menos de ser una especie de monstruosidad. Aquí inflada y exorbitante, allíflaca, paralítica, seca y famélica... Alternativamente somos enanos y gigantes, colosos y pigmeos, bajos V bien proporcionados, y torcidos, encorvados, rengos y deformes. Añádase a estas curiosidades un estilo abstracto, oscuro o rebuscado a veces, y con mayor frecuencia descuidado, extenso e inconexo, y habrá que comparar toda la obra con el monstruo de la teoría poé­ tica o algo todavía más horrendo.9 Kn segundo lugar, ¿cómo se debería distribuir el material dentro de una determinada rama de conocimiento? Este, sostenía, era el problema más fácil para la razón. Dentro de un área temática determinada se po­ li ia formar un árbol del conocimiento completamente inteligible desde li in axiomas, que serían las raíces, hasta los temas particulares, que reprecntarían las ramas y las hojas. Dicho de otro modo: el orden enciclopé­ dico funcionaría como un adas; los «órdenes» particulares funcionarían otno mapas; la organización del diccionario proporcionaría los detalles locales, tanto del mundo visible como del inteligible; y las referencias tuzadas harían las veces de «itinerarios» entre esos dos mundos. En tercer lugar —dado que la obra era un diccionario, además de una enciclopedia—, ¿en qué orden habría que introducir los distintos cutidos de la misma palabra? Esto constituía un problema específico para el preparador del material y requería una combinación delicada de Mstcma y flexibilidad que tuviera como objetivo mitigar (erradicarlas era imposible) las ordenaciones grotescas. En cuarto y último lugar, estaba la organización de los encabeza­ mientos dentro del mismo significado de una palabra. Aquí la lógica y el principio constituían la esencia, pues cada artículo debía formar un úni11 »argumento ininterrumpido; y Diderot impuso un método a los cola­ boradores que imitaba el proceso real del descubrimiento científico. Consiste en empezar por fenómenos individuales y particulares, ascender al conocimiento más extenso y menos específico y, a partir de ahí, a un tipo aún más amplio, hasta llegar al conocimiento de

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los axiomas... pues en cualquier esfera del conocimiento, uno no ha cubierto todo el terreno hasta que llega a un principio que no se puede probar, definir, aclarar, oscurecer o negar sin perder parte de la luz del día ya obtenida y dando un paso atrás hacia las som­ bras. 10 La estrategia de Diderot en este artículo es descuidada y poco con­ vencional. Pone de relieve los tremendos fallos de la Enciclopedia y habla de «grandes errores» en una de sus propias colaboraciones. Un fallo que él y d’Alembert acababan de reconocer era que habían descuidado el tema del lenguaje, en cuanto algo distinto de la gramática, que estaba bien tratada. Es una falta tan seria («tiñe de debilidad toda la obra»), que empieza a trabajar para remediarla en este mismo artículo, en el que incluye una disertación de doce páginas sobre el lenguaje en su estilo más osado c innovador. Uno podría esperar, dice —y es lo que debería dar por supuesto una enciclopedia o sistema de conocimiento perfec­ to— , que el lenguaje es un tejido inconsútil en que cada palabra se pue­ de definir con otras palabras; pero esto no es así debido a esos nudos que se denominan «radicales»: términos sin definición que desempeñan en el lenguaje el mismo papel que los axiomas en la ciencia general. ¿Cómo se determina qué términos son veraderamente radicales? Tal vez haya una respuesta puramente filosófica a este problema, dice; pero para los actuales propósitos Diderot ofrece una respuesta «técnica», señalan­ do que existe una escapatoria parcial en el uso de una lengua muerta (la­ tín o griego) como punto de referencia fijo. Como suele ocurrir, Diderot desea capitalizar su franqueza; y en parte por este motivo, además de una objeción general al secreto, inclu­ so delata el juego serpeante que él y sus amigos han aplicado con las re­ ferencias cruzadas. En una enciclopedia, dice sin rubor, las referencias cruzadas se pueden utilizar para relacionar conceptos, pero también para sembrar la disensión entre ellos. «Pueden atacar, cuestionar y destruir opiniones absurdas que uno no se animaría a insultar abiertamente.» Debería haber un vasto ámbito para el ingenio e infinitas venta­ jas para los autores en este segundo tipo de referencias cruzadas. La totalidad de la obra debería adquirir gracias a ellas unafuerza interior y una eficacia secreta, cuyos resultados silenciosos se hagan sentir con el paso de los años. Cuando un prejuicio nacional, por ejemplo, parezca merecer honores, será necesario analizarlo con respeto en el articulo correspondiente y otorgarle la gama de

Un circulo con el hombre en el centro

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probabilidades y capacidad de persuasión que le corresponde. Sin embargo, al proporcionar referencias a otros artículos en los que principios sólidos defienden verdades diametralmente opuestas, po­ demos destruir todo el edificio de barro y deshacernos del montón de basura inútil.I11 Una ola de entusiasmo por la virtud invade a Didcrot y se embarca en la oratoria. La Enciclopedia puede descuidar la simple biografía, afir­ ma, pero no puede permitirse el lujo de pasar por alto los ejemplos no­ bles. Las virtudes, igual que los vicios, poseen su propia fisonomía, su propio sistema de signos y síntomas, y deben estudiarse en efigie. Toca aquí un tema controvertido, ya que durante el anden régime sólo los mo­ narcas había gozado del privilegio de tener efigies en los lugares públi­ cos; sin embargo, no había tardado en desarrollarse una especie de ido­ latría por bustos y estatuas de grandes hombres, y especialmente de philosophes, como objetos de veneración privada.12 Dentro del mismo es­ píritu, en 1758 la Academia convocaría un certamen en el que se pre­ miaría la elocuencia de quienes escribieran panegíricos de «grandes hombres», no sólo monarcas y héroes, sino paradigmas de cualquier tipo de virtud cívica. El panegírico y la estatua, sostiene Diderot, representan un pacto o contrato público que obliga al hombre virtuoso a mantenerse como tal, a lin de no destruir su propia imagen. «No podemos erigir demasiadas es­ tatuas de este tipo en nuestra obra o en nuestros lugares públicos, invi­ tándonos a la virtud en aquellos pedestales en los que nosotros y nues­ tros hijos contemplamos hoy la lujuria de los dioses paganos.» Tampoco son los muertos los únicos que merecen panegíricos. «Sería una gran in­ justicia concederlos sólo a las cenizas frías e insensibles de hombres que ya no los pueden oír.» El panegírico de un hombre de buena voluntad es la recompensa más dulce y adecuada para otro hombre de buena volun­ tad. «¡Oh Rousseau (el nombre acude a los labios de Diderot), Rous­ seau, mi querido y digno amigo, jamás he tenido la fuerza necesaria para dejar de alabarte! Mi gusto por la verdad y el amor a la virtud han creci­ do al hacerlo.»11

I I artículo «Enciclopedia», a pesar del reconocimiento de sus errores, es prodigo en elogios a los enciclopedistas y sus virtudes elevadas. No obs­ tante, el mismo mes de su aparición, su complacencia recibió un peque­ ño pellizco en forma de farsa escénica. Se titulaba E l círculo o los origina-

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les y se representó en Lunéville, en el teatro de la corte de Stanislas Lescinzski, duque de Lorena. Stanislas había sido rey de Polonia y era el padre de la actual reina de Francia; al terminar la Guerra de Sucesión polaca (1733-1736), como compensación por el trono perdido, había sido instalado como gobernante titular de la Lorena, provincia que, a todos los efectos, ahora formaba parte de Francia. Stanislas era, en tér­ minos modestos, un intelectual que se había embarcado en una polémi­ ca con Rousseau, y su corte en Lunéville se estaba convirtiendo en un foco del sentimiento ¿nú-^hilosophique. En cuanto al autor de E l círculo, el joven Charles Palissot1', era un desertor del campo philosophique y el protegido del muy influyente conde de Stainville, que pronto se con­ vertiría, como duque de Choiseul, en el principal ministro de Luis XV. La farsa formaba parte de los actos que celebraban la inauguración de una estatua de Luis XV en la plaza pública de Nancy. E l círculo es, en realidad, una breve sátira de los intelectuales de sa­ lón en general. Presenta a un poeta frívolo que ha inventado un nuevo tipo de obra de teatro que provoca risas y lágrimas al mismo tiempo; a una bachillera cuarentona que es experta en geometría, en física o en be­ llas artes, según con quién haya estado hablando la noche anterior (en el presente está escribiendo el artículo «Fluxiones» para la Enciclopedia); a un financiero diletante; a un curandero modernizado; y a un filósofo (es evidente que se refiere a Rousseau) que ha despreciado la civilización, ha lanzado burlas contra su público y ha simulado despreciar el dinero, y a quien —ahora que el mundo empieza a reírse de él— la vida empieza a resultarle incómoda. ¿No sería mejor, se le pregunta, volver al sentido común? «Pero ¿qué ventaja obtendría si pensara como todos los de­ más?», responde el filósofo, indignado. «No, señor, no; no compromete­ ré de esa manera el honor de la filosofía.» La obra de Palissot era un juguete sin importancia. Sin embargo, lo­ gró ofender al duque Stanislas e indignar a d’Alembert, que se lo tomó como una ofensa intolerable a sí mismo y sus amigos, ofensa agravada por haber recibido un apoyo semioficial. Escribió enojado a un amigo suyo de la corte de Stanislas, con el fin de conseguir que Palissot fuera puesto en evidencia y expulsado de la Academia de Nancy, e hizo falta una generosa carta de Rousseau, víctima principal de la obra, para sal­ varlo. Pocos años después, Palissot se vengaría satirizando una vez más a los enciclopedistas, con efectos mucho más peijudiciales, en Les philosophes, obra que se representó en el mismísimo centro de la tradición oficial, la Comédie Fran9aise.15

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La «Carta a Landois»

Más arriba he descrito la posición filosófica inicial de Diderot situándo­ la dentro del escepticismo, que sigue siendo la mejor descripción de su posición posterior, ya que su instinto más profundo siempre consistió es desconfiar de lo que la tradición, el prejuicio, la holgazanería o los pode­ res establecidos ofrecían como imagen del mundo. ¿Acaso el mundo no podía ser de otro modo? ¿Acaso una voz interior rebelde no cesaba de murmurar que lo era? Esto no significa, sin embargo, que no alcanzara mi firme compromiso filosófico. Al llegar a la década de 1750-1760 ha­ bía elaborado un sistema bastante completo y bien estructurado cuyas i .uacterísticas principales eran el materialismo, el ateísmo y el determinismo. Se trataba de doctrinas, especialmente el ateísmo, que debían di­ simularse de -alguna manera en sus escritos publicados y en la Enciclopedia-, pero podía exponerlas, y de hecho lo hizo, con total libertad en el seno del círculo de d’Holbach y le granjearon algunos discípulos en ese medio. A veces se afirma que hay una contradicción evidente entre el determinismo de Diderot y su entusiasmo por la «virtud» y, de hecho, de vez en cuando él mismo suspiraba por esta discrepancia. Sin embargo, cuando se examina el sistema más de cerca, la objeción resulta mucho menos sólida. Una buena forma de acercarse a su sistema consiste en hacerlo a través de uno de sus escritos ocasionales más sorprendentes, su •Lcttre á Landois» («Carta a Landois») de 1756. Paul Landois era un dramaturgo y prosista sin éxito que colaboró en la Enciclopedia con algunos artículos sobre pintura, y que en verano de 1756 escribió una carta a Diderot en la que exponía furiosas quejas: contra la lentitud criminal de Diderot para pagarle uno de los artículos, por no haber intercedido por él ante Voltaire, por su silencio acerca de un manuscrito que Landois le había enviado y la forma maliciosa en que no sólo Diderot sino el mundo en general parecían empeñados en cons-

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pirar contra él. La carta (que no era la primera del mismo tono que en­ viaba a Diderot) no ha llegado hasta nosotros, pero resulta evidente que su tono era una combinación de misantropía y cinismo y que en ella se burlaba de la hipocresía de la «virtud». Diderot, como sucedió en otros casos que ya hemos estudiado, vio en la carta una oportunidad para establecer un principio y envió a Landois una voluminosa respuesta que, por lo que se sabe, jamás se echó al correo, pero que fue publicada en la Correspondance littéraire de Grimm, el 1 de julio de 1756.1 En ella, Diderot decía a Landois que alimentar ofensas, así como dedicarse a su rama del cinismo, era una especie de estupidez moral. Era trivial, mientras que una verdadera filosofía ética podía ser fría, pero por lo menos adoptaba puntos de vista más amplios. Dijo a Landois que le respondería, primero como un «predicador» y en segundo lugar como filósofo. En cuanto predicador, su sermón se desa­ rrollaría en los términos siguientes: la virtud no es enemiga de las pasio­ nes, su papel consiste en ayudarnos a hacer el mejor uso de ellas. Uno debe decidir qué pasión escuchará y, si la opción «virtuosa» produce al­ gún dolor al principio, pronto se convertirá en una ségunda naturaleza; ¡y las recompensas, recompensas para la propia autoestima, serán asom­ brosas! Pues, ¿qué es un hombre virtuoso? Es un hombre vanidoso con esa clase peculiar de vanidad. «Todo lo que hacemos, lo hacemos, de hecho, por nosotros mismos. Puede parecer que nos sacrificamos cuan­ do en realidad nos limitamos a satisfacemos.» (Ay de Landois si no contaba con un fondo de buenas acciones de las que vanagloriarse, para intoxicarse con el suave aroma de la autoaprobación.) Del mismo modo, la mayor objeción a la «mala» conducta es que no tardará en convertirse, también ella, en una segunda naturaleza. «No ol­ vidéis que una mala acción nunca queda sin castigo. Digo nunca porque la primera mala acción que cometemos nos predispone hacia la segunda, y la segunda hacia la tercera, y así avanzamos hacia el desprecio de nues­ tros semejantes, que es el mayor de los males y dolores.» Tampoco tiene sentido decir que, si uno ha adquirido mala reputación en un grupo so­ cial, siempre puede salir de él y ser virtuoso en otro lado. Dejar de ser malvado no se consigue limitándose a decir «Quiero dejar de serlo». «La arruga está hecha —escribe Diderot— . La tela la llevará siempre.» Eso basta como respuesta didáctica. Ahora, dice Diderot, abando­ nará el tono del predicador y adoptará el del filósofo. Si se observa el tema de cerca, se verá que la palabra «libertad» carece de sentido. No hay, ni podría haber, seres libres y sólo somos lo que corresponde al or­ den general de las cosas: somos el producto de la educación, la organiza-

Lm «Carta a Landois-

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ii uj y la cadena universal de los acontecimientos. No se puede concebir i n.itura alguna que actúe sin un motivo y nuestras motivaciones no suri i n de nuestro interior, sino del exterior y forman parte de un sistema i iiis.d más amplio. Por lo tanto, la idea de que utilizamos nuestra voluuiad libremente y actuamos con libertad es un fantasma, una confusión ume lo voluntario y lo libre. Pero si no hay libre albedrío, de ello se desprende que no hay acción ilfuna que merezca alabanza o reprobación, que no hay vicios ni virtudi , nada que requiera una recompensa o un castigo. Desde un punto de ' mía filosófico, no deberíamos hablar de vicio y de virtud, sino más bien di beneficencia y maleficencia. El hombre maligno es alguien a quien debemos destruir, no castigar, y, del mismo modo, ser bueno es una foriii i de buena suerte, no de virtud. Sin embargo, a pesar de que los seres humanos no son libres, pueden cambiar, ya sea mediante exhortaciones, • |einplos, educación, placer o dolor. (Esto justifica, entre otras cosas, las rjmiciones públicas.) Por lo tanto, lo que debería enseñamos el espec­ iando de la vida es una filosofía llena de conmiseración y solidaridad, que nos incline con fuerza hacia el bien pero que no haga que nos eno­ jemos con el hombre malo, de la misma manera que no nos enojaríamos i un huracán nos echara polvo en la cara. 1hablando en sentido estricto, existe una sola clase de causa (todas l,i i ausas son físicas) y una sola clase de necesidad, la misma para todos nosotros, por muy diferentes que aseguremos ser o que seamos en reali­ dad. Esta noción debería reconciliarnos con la raza humana y con nosoi i n s mismos y convierte la misantropía en algo sin sentido. No repro­ char nada, no arrepentirse de nada: ésos son los primeros pasos de la «ubiduría. Después de todo, pregunta Diderot a Landois, ¿existe alguien ni toda la raza humana que le haya causado una centésima parte del do­ lí ir que él se ha causado a sí mismo? «¿Es la maldad de la humanidad lo que os pone triste, incómodo, melancólico, inquieto y moribundo?» Además, ¿por qué afirma que la naturaleza y la fortuna conspiran contra d? «Amigo mío, tenéis un concepto demasiado elevado de vos mismo, 11', otorgáis demasiada importancia en el universo. Con la excepción de una o dos personas que os aman, sienten lástima por vos u os excusan, todo está tranquilo a vuestro alrededor y podéis dormir sin sobresaltos.» La mayor parte de los componentes principales de la filosofía formal de Diderot intervinieron en la «Carta». Sin embargo, hay un rasgo que •«•quiere aclaraciones: se trata de la distinción entre «voluntario» y «li­ bre». La forma más sencilla de adararlo consiste en observar el artículo de Diderot en la Enciclopedia sobre «Voluntad». Dicho artículo es su

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Diderot. Biografía crítica

respuesta a la concepción teísta de la voluntad que presenta ésta como una facultad racional y espiritual (lo que más nos acerca, según Descar­ tes, a compartir la grandeza de Dios).2 Para Diderot, en cambio, la vo­ luntad no es de ningún modo una actividad racional: uno no puede evi­ tar utilizarla, se nos impone desde fuera y como parte de un sistema causal que gobierna el mundo. Por supuesto, los seres humanos eligen; pero como no eligen qué es lo que anhelarán o desearán (incluso pueden tener problemas para descubrir qué es el deseo), el acto de elegir es un pequeño acontecimiento sin importancia (semejante, se podría decir, al acto de «encender» o «apagar» un interruptor). El consentimiento o elección del dormido, dice Diderot, no son diferentes de los del despier­ to, ni los del necio se diferencian de los del sabio, ni los del enfermo de los del que está sano. Se trata de una propuesta que nos recuerda la me­ morable descripción que hará Schopenhauer del papel de «espectador» que desempeña el intelecto en las situaciones optativas. «[El intelecto] espera la verdadera decisión con tanta pasividad y con la misma curiosi­ dad que pondría en juego si se tratara de una voluntad ajena... El inte­ lecto no puede hacer nada más que presentar con claridad y de modo exhaustivo la naturaleza de las motivaciones; no puede determinar la vo­ luntad misma; pues la voluntad le resulta inaccesible y... no se puede in­ vestigar.» ' En cuanto a la discrepancia entre el determinismo de Diderot y su defensa del esfuerzo moral y de la «virtud», no es algo que haya pasado por alto, ya que en la «Carta a Landois» la saca a la luz. Afirma que el término «virtud» corresponde a un tipo de discurso, pero no a otro: es muy importante en el discurso didáctico, pero está fuera de lugar en la discusión estrictamente filosófica. Parece una maniobra aceptable y en la «Carta a Landois» se presenta como muy efectiva. De hecho, para el hombre que quiere ser moralista y filósofo, el sistema de Diderot está diseñado con ingenio y presenta algunas ventajas poderosas. Todos los elementos diferentes que incluye operan en conjunto para desacreditar el egoísmo. Su enfoque es que, si bien la vida moral es de enorme im­ portancia, uno no debería considerar importante su propio papel dentro de ella. Enfoques amplios de utilidad social deberían reemplazar el dra­ ma del alma solitaria y sus forcejeos con Dios.

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Diderot y el teatro

1.1 editor de Diderot poseía una pequeña casa de campo y granja cerca de la aldea de Massy, al sur de París, a la que solía invitar a sus autores; durante el verano de 1756, Diderot, extenuado por el trabajo en la Enci­ clopedia, fue a pasar allí unas semanas de vacaciones y descanso. Mien­ tras se encontraba allí, o al menos así parece, encontró un ejemplar de las comedias de Goldoni y leyó II vero amico. La obra gira en tomo a un hombre que se ha enamorado de la prometida de su amigo y muestra al mundo con cuánta nobleza puede actuar un verdadero amigo y hombre virtuoso. A Diderot le pareció muy pobre, pero el tema le interesó y se le ocurrió que podría tratarlo de manera más adecuada. De este modo se convirtió en dramaturgo y en teórico del arte dramático. Fue un episo­ dio que, por su curioso desenlace, tendría profundas repercusiones en la historia del teatro, a pesar de que a Diderot mismo le causó más proble­ mas que placeres. Tituló la obra que esbozó durante las semanas siguientes Lefils naturel {El hijo natural). El título llama a engaño porque, a pesar de que su héroe es un bastardo (cosa que no sucedía en Goldoni), no es una obra -obre los hijos ilegítimos. De hecho, durante toda la primera parte de la obra, Diderot sigue la pieza de Goldoni con notable exactitud. Al igual que en la obra de Goldoni, el héroe de Diderot, el austero, melancólico y virtuoso Dorval, está de visita en casa de su amigo Clairville; se ena­ mora de la joven prometida de Clairville, la ingenua Rosalie y, a su vez, Constance, hermana de Clairville, se enamora de Dorval. Éste decide escapar de la casa; pero Clairville, sin sospechar nada, muy intrigado por la repentina frialdad de Rosalie y conociendo el respeto que ella siente por la sabiduría y la virtud de Dorval, insiste, en nombre de su amistad, en que Dorval vaya a visitar a Rosalie para averiguar qué la perturba. 1)orval, torturado por el dolor, obedece. Es un paso fatal, ya que ante su

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interrogatorio Rosalie revela tácitamente su pasión por él y procede a escribirle, confesándole su amor. El empieza a redactar su respuesta («Te amo y huyo... ¡ay, demasiado tarde!»), cuando de pronto le llaman para rescatar a su amigo de manos de unos rufianes. Mientras tanto, Constance entra, encuentra la carta a medio escribir y concluye con ra­ pidez que va dirigida a ella... Todo lo anterior, en síntesis, es Goldoni puro y el préstamo se ex­ tiende, en menor medida, hasta algunos de los pasos posteriores me­ diante los cuales Dorval, con actos de generosidad secretos y extremos, logra salvar el matrimonio de su amigo. En otros aspectos, ambas piezas divergen en las últimas escenas. El extenso y lacrimógeno dénouement de Diderot se basa en el anunciado regreso del padre de Rosalie (Lysimond) de las Antillas, el relato que hace su sirviente de los sufrimientos que padecieron cuando el barco fue capturado por los británicos y la aparición final del propio Lysimond, que resulta ser el padre de Dorval, desaparecido hace mucho tiempo. Por el contrario, el padre en II vero amico, un cómico avaro en gran parte basado en el Harpagón de M o­ liere, es uno de los personajes centrales a lo largo de toda la obra (y de hecho, su escena de amor con la alcancía es la mejor parte de la obra de Goldoni). La obra de Goldoni es ligera, está bien estructurada y al lector mo­ derno le resulta totalmente vacía. En todos los sentidos se trata de una farsa (a pesar de que al autor le molestaba tal descripción): un entreteni­ miento levemente cínico sin la menor pretensión de contener mensaje ni —con la posible excepción del avaro Ottavio— nada que se pueda calificar con seriedad como análisis de personajes. En cuanto a lo que hizo Diderot con ella, hablando con franqueza, pocos serían los lectores contemporáneos que no la considerasen ridicula, y así se podría calificar, si uno pretendiera burlarse de ella. La pomposidad, la autojustificación, el carácter absurdo por completo de lo que Diderot denominó parangón de la «virtud», sin duda hacen que resulte poco creíble. Permítaseme ci­ tar uno de los comentarios de Dorval para que se vea cómo es este per­ sonaje. Constance, que querría tenerlo como esposo, lo critica por su deseo de retirarse del mundo y sus escrúpulos exagerados acerca de tener hijos. Su respuesta empieza así: «Constance, no soy ajeno a esa inclina­ ción, tan generalizada y tan dulce, que impulsa a todas las criaturas ha­ cia delante y las incita a perpetuar su especie...». Sin embargo, en lugar de burlarse de la obra de Diderot, resulta más útil pensar en sus motivaciones; y en cierto sentido, la clave de la pieza resulta ser, con bastante claridad, Rousseau, no Goldoni. «Virtud» era

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1111.1 palabra ritual para Diderot en la misma medida en que lo era para Rousseau, pero hay una clara extravagancia en su concepción de los acIo h que se podrían realizar en el estadio heroico de la virtud, por ejem­ plo querer, como Dorval, convencer a la propia amante y amada de que ii.msfiera a nuestro mejor amigo el amor que aquélla nos profesa. Es mas, la Virtud que se muestra en esta obra no se asemeja a la cualidad iipil mista y shaftesburiana que resulta natural en Diderot, sino a la verion austera de Rousseau, esa virtud estricta y utópica que inspiró a Rolu spierre y que prosperaría alrededor de la guillotina. Sin duda, la obra pretende hacer una crítica de la virtud rousseauniana y alcanza su punto i ulminante en el cuarto acto, en el que, en lugar de las respuestas rápiil,is de Goldoni, nos encontramos con una densa conversación entre I iinstance y Dorval acerca de la conveniencia o no de que Dorval elija 1.1 soledad sin hijos. «Sólo el malvado vive solo», dice Constance. En lui .ir de ello, ¿debería permanecer con los otros hombres, cultivar las vir­ il ules sociales y transmitir su excelencia moral a los niños? Parece como i esta discusión representara para Diderot la raison cTétre de su aventura u-atral. Le hicieron sufrir por el plagio de Goldoni, pero su error no era li»que parecía. Diderot no pretendía robar las ropas de Goldoni; de hei lio, Goldoni era un comediógrafo lo bastante conocido para que nadie pudiera plagiarlo y salirse con la suya. En realidad, se trata tan sólo de impetuosidad y de orgullo, rasgos que, en términos generales, fueron su punto fuerte en la Enciclopedia. Había llegado a la conclusión de que podia anexionarse con facilidad el arte del teatro y utilizarlo para propósi­ tos mejores y más filosóficos.I

I useñó el primer borrador de E l hijo natural a Grimm y a otros amigos, que le ayudaron en la revisión, y la obra se publicó en febrero de 1757. No apareció sola, sin embargo, sino con una elaborada ficción «contextualizadora» de extraordinaria ingenuidad. El genio ausente en la obra teatral emerge en esta ficción. A modo de prólogo de la pieza, presentó una Introducción escrita por el conocido enciclopedista «Diderot». «Acababa de aparecer el sexto volumen de la Enciclopedia —escribe— y yo me había ido al campo en busca de descanso y salud, cuando un acontecimiento, tan interesante por sus circunstancias como por las personas involucradas en él, se con­ virtió en asombro y tema de conversación de todo el distrito. Todo el mundo hablaba de cierto hombre de cualidades poco comunes que en >1 mismo día había tenido la extraña fortuna de arriesgar su propia vida

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por un amigo y el coraje de sacrificar en beneficio de ese mismo amigo su pasión, su fortuna y su libertad.»1 Diderot piensa que debe conocer a este héroe y eso es lo que hace, descubriendo a un hombre profunda mente marcado por el dolor, a pesar de que en ese momento está trans­ figurado e incluso se siente alegre cuando habla de la virtud. Se llama Dorval y relata a «Diderot» los extraños acontecimientos y equivocacio­ nes que en un momento dado le afectaron a él, a su familia y a su queri­ do amigo Clairville. «Diderot» dice que el relato es tan conmovedor que alguien debería escribir una obra de teatro sobre el tema y Dorval res­ ponde que eso es exactamente lo que le dijo su anciano padre, Lysimond. Lysimond, que nunca había cesado de agradecer al cielo el haber sido rescatados, él y sus hijos, de los peligros pasados, había impulsado a Dorval a perpetuar estos acontecimientos conmovedores en una obra de teatro. No sería una obra para montar en un escenario, una obra en el sentido teatral, sino una conmemoración ritual mediante la cual ellos, y más tarde sus descendientes, se «renovarían» en momentos determina­ dos, utilizando como escenario la casa de Saint-Germain-en-Laye2, donde se había desarrollado la historia. Había afirmado que incluso es­ taba dispuesto a actuar en la obra. Así pues, Dorval había escrito la pieza pero, por desgracia, el padre había muerto antes de que fuera puesta en escena. No obstante, dice a «Diderot», los demás protagonistas piensan representarla el domingo si­ guiente y cada uno representará el mismo papel que le había tocado en la vida real. No habrá público, pero como un favor, se invita a «Diderot» a observar desde un escondite. Es lo que hace, y lo que ve corresponde en cada detalle a la obra real de Diderot, E l hijo natural. Mejor dicho (por razones que «Diderot» promete explicar al lector más adelante), presencia toda la obra salvo la última escena. Así termina la Introducción y sigue el texto de E l hijo natural. Lue­ go viene la ficción o «novela» que hace las veces de marco. Aquí «Dide­ rot» nos explica por qué no le fue posible ver la última escena de la obra de Dorval. Como el padre de Dorval había fallecido, un amigo de la fa­ milia tuvo que representar su papel y al verlo con los mismos andrajos que había llevado Lysimond durante su cautiverio en manos de los bri­ tánicos, toda la compañía se había echado a llorar y no había podido continuar. «Diderot» se sintió muy conmovido por la obra conmemorativa, pero, nos dice, aún más por la irrupción de los sentimientos de la vida real que provocaron su interrupción. La interpretación le hizo llorar,

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pero también le dejó desconcertado porque percibió que surgían enig­ mas complicados sobre la relación entre el arte y la vida. Visita a Dorval unos días después para agradecerle la tarde «deliciosa y cruel» que le de­ bía y para pedirle prestada una copia de la pieza, que le devuelve con preguntas y anotaciones escritas a lápiz. Surge la amistad entre ambos hombres y durante los días siguientes, los dos, que son grandes amantes de la naturaleza, pasean juntos por el campo discutiendo sobre el realis­ mo y el teatro. «Diderot» hace de interlocutor, al hilo de sus preguntas, I )orval esboza todo un programa para un teatro nuevo y reformado. Es una llamada a una nueva simplicidad, un retomo a lo «natural». I )orval imagina un nuevo género teatral, llamado tragédie domestique et hourgeoise, y un nuevo estilo de interpretación en el que, en lugar de diri­ girse al público al estilo de la Comédie Fran^aise, los actores se den la vuelta y miren, e incluso toquen, a los demás actores y se comporten iodo el tiempo como si nadie los observara. También exige una nueva libertad en los movimientos del escenario, lo que abre nuevas y amplias posibilidades para el tableau (que es una forma de arte más elevada que el golpe de efecto) y la pantomima; asimismo, sueña con un decorado en continuo cambio. Desde luego, en todo esto resulta crucial el hecho de que estamos escuchando las opiniones de un personaje imaginario — Dorval— , el personaje de una obra. ¿Quién mejor situado que una ficción para expla­ yarse en la relación entre la ficción y la realidad? Ello nos permite la viion más privilegiada e «intema» que se pueda imaginar. Dorval insiste en que lo que él ha escrito, para bien o para mal, no c una obra de teatro, dado que debe obedecer la ley de los hechos y de todo lo que realmente sucedió; y esto le permite aclarar en qué consiste una obra teatral y cómo podría convertirse en algo diferente. «Diderot» había criticado uno de los discursos de Rosalie por considerarlo demauado grandioso para una inge'nue-, a modo de respuesta, Dorval le muesII a el manuscrito en que la misma Rosalie ha escrito todo el texto. «Di­ derot» menciona un golpe de efecto sorprendente en la obra. ¿Acaso I )orval no había dicho que despreciaba los coups de théátre} Entonces, por qué apeló a uno de ellos? Porque, responde Dorval, así fue como ucedieron las cosas en realidad. La obra habría sido mejor si las cosas hubieran sucedido de otra manera. El ardid de Diderot, como podemos ver, es fantástico pero astuto. I la encontrado la forma de extraer enseñanzas críticas y generalizaciones de u propia obra mientras desmiente toda responsabilidad sobre ella. En estas «Conversaciones» ingeniosas —de hecho, mucho más que ingeniosas—

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encontramos el germen de algunas de sus obras maestras posteriores; por ejemplo, las sorprendentes páginas de su Salón de 1767, en las que se aden­ tra con la imaginación en los paisajes de Joseph Vernet y se pasea por su in­ terior discutiendo las pretensiones relativas de la belleza natural y la belleza del arte. Pero, en mayor medida aún, como veremos más adelante, pro­ porciona una clave para comprender toda su concepción de la ficción.

El texto publicado de la obra y los «Entretiens sur Lefils naturel» («Con­ versaciones sobre E l hijo natural») provocaron una conmoción gratificadora. «No puedo explicaros —dijo Elie Fréron a los lectores de la Année littéraire— con cuánta calidez recibió el público esta pieza, que nunca había sido puesta en escena... Durante un tiempo fue el tema de todas las con­ versaciones, y de casi todos los elogios, de París.»’ De hecho, aunque no se pueda inferir de estas palabras, Fréron era enemigo acérrimo de los philosopher, y para su satisfacción, no tardó en descubrir el plagio diderotiano de Goldoni. Su primera idea fue publicar una falsa carta de queja como si procediera de Goldoni, pero Malesherbes se lo prohibió porque «constituía una falsedad más grave que todos los plagios del mundo». En consecuencia, Fréron adoptó una táctica más sinuosa y, de hecho, espanto­ samente efectiva. En su colaboración del 30 de junio de 1757 imprimió una sinopsis detallada de la obra de Diderot. Empezaba así: «Acto I. En­ tra Dorval, solo; al principio pasea pensativo. Por fin, tras unos movi­ mientos que revelan la turbación de su espíritu, toma la decisión honora­ ble de abandonar la casa en que se hospeda. Llama en voz alta: u\Charles! ¡Charles!"...». Esto iba seguido de una crítica completa y muy sensata de la obra, en la que Fréron observaba muy educadamente que el señor Diderot, a juzgar por lo que había oído decir de él, sería la última persona en ofen­ derse por «una crítica justa, sincera y respetuosa». Luego, en el número del 12 de julio, ofreció a sus lectores un ensayo crítico sobre Goldoni, y sin ti­ tubeos, lo prologó con una sinopsis de los dos primeros actos de II vero amico de Goldoni, exactamente con las mismas palabras (con excepción de los nombres) de la sinopsis de E l hijo natural («Entra Florindo, solo; al principio pasea pensativo. Por fin, después de unos movimientos que reve­ lan la turbación de su espíritu, toma la decisión honorable de abandonar la casa en que se hospeda. Llama en voz alta: “/ Tñvella!¡TrivellaL...», etc.). Michelet describe a Fréron diciendo que era una persona «muy cul­ ta, aburrida y pesada, un tosco bretón de Quimper». Sin embargo, era un hombre muy astuto, bien informado y de mentalidad independiente. Al igual que Diderot, había pasado una temporada en la prisión de Vin-

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l imes y de vez en cuando sus publicaciones periódicas se prohibían por . .indalo o sedición. De todos modos, durante alrededor de veinte años lin el mayor enemigo de los philosophes. Recibía el apoyo del partido dét'ijf, incluyendo a la reina de Francia y al padre de ésta, Stanislas, duque de I ,orena, y desde hacía unos años mantenía una especie de lucha sorda m i Voltaire, quien al principio trató de conquistarlo pero luego acabó .Irtestándolo profundamente y lo maltrató (llamándolo Frelon, «Avispu») en su comedia L ’Écossaise (1760). Por su parte, d’Alembert había impedido el ingreso de Fréron en la Academia de Berlín, amenazando un dimitir si era elegido, y Fréron respondió con una lluvia de burlas ubre el discurso de recepción de d’Alembert en la Academia Francesa. IVir lo tanto, este ataque a Diderot no salía de la nada. No obstante Diderot, atrapado por los agotadores esfuerzos de su Ini>pia mixtificación, se sintió irritado en extremo por este juego de Fréron ron El hijo natural. Y a pesar de que sus amigos le brindaron todo su apo­ to, y Grimm lo defendió en la Correspondance littéraire, estuvo a punto de ilundonar sus proyectos teatrales. Sin embargo, no era hombre que se rinilina con facilidad y logró escribir Le pére defamille {El padre defamilia), i. umpañado de un extenso discurso, Sobre la poesía dramática, en el que expone sus teorías de forma sistemática. Se publicaron juntos en 1761 y en el discurso, dirigido a Grimm, Diderot defiende su uso de Goldoni como mejor puede. La farsa de Goldoni, dice, es un tejido de préstamos toma•l

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de Thérése para ayudarle económicamente sin que él lo supiera. Rousc-au tenía un programa diario: copiaba música durante la mañana, daba largos paseos por la tarde (solo, pues a Thérése no le gustaba pasear) y por la noche escribía. Tal como habían convenido, eludía La Chevrette cuando había huéspedes, pero en las épocas más tranquilas iba a comer con Madame d’Epinay y jugaban al ajedrez o salían a pasear juntos. ( 'ontinuamente le comentaba que le gustaría que Diderot estuviera allí; que no cesaba de preguntarse cuándo lo volvería a ver. No era que duda­ ra, aseguraba, de las buenas intenciones de su amigo, pero había un lar­ go trecho entre su puerta y la de Rousseau y demasiadas personas dis­ puestas a desviarlo del camino. «No servirá de nada que haga los preparativos pertinentes para venir, pues lo planificará cien veces y no lo veré nunca. Es hombre al que hay que secuestrar y obligar a hacer lo que de hecho desea hacer.» Madame d’Épinay hacía todo lo posible para consolarlo diciéndole que se ponía demasiado nervioso en lo referente a mi s amistades; en realidad, Diderot soba visitar el Hermitage, junto con otros amigos. El abate Morellet recordaba haber ido con Diderot a pa­ sar alb' un día entero; se sentaban bajo un castaño y escuchaban a Rous­ seau, que leía su novela. Madame d’Epinay sólo usaba La Chevrette durante los meses de verano y cuando llegó el invierno recomendó a Rousseau que no se arriesgara a pasarlo alb', aunque sólo fuera por Madame Levasseur, que ya tenía más de ochenta años y estaba asustada ante la perspectiva de pasar el invierno en una casa tan aislada. Rousseau se burlaba de los te­ mores de Madame Levasseur. Para complacerla, pidió prestado un mos­ quete y algunas pistolas y compró un perro guardián, pero se propuso con firmeza no regresar a París y dijo a Madame d’Epinay que había •decidido quedarse, sucediera lo que sucediere», y que no debía oponer­ se a su plan porque la oposición le alteraba «mortalmente». Sus prepara­ tivos eremíticos divirtieron a su amigo el periodista Alexandre Delyre, que le escribió amenazándolo con ir con Diderot a la casa para tomarla por la fuerza. El invierno fue muy frío, pero Rousseau disfrutó y luego lo recordaría como la última temporada de su vida realmente pacífica. El año siguiente fue sin lugar a dudas catastrófico. Los problemas empezaron cuando, a mediados de febrero de 1757, Diderot le envió su pieza teatral E l hijo natural. Mientras lo leía, Rousseau llegó a las palaliras de Constance «únicamente el malvado vive solo» y se convenció de inmediato de que el comentario aludía a él. Tal vez tuviera razón; de al­ gún modo, en esta escena todo el autorretrato de Dorval, la «virtud aus­ tera», la soledad, los «modales desordenados» que se atribuye a sí mismo,

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recuerdan mucho a Rousseau. Se sintió molesto y escribió una carta de reproche a Diderot —amable, según su propia versión, pero la carta no nos ha llegado— , en la que no sólo le recriminaba aquel golpe cruel, sino la forma en que lo había abandonado en general. Diderot respondió más bien a la ligera. Entre el mal tiempo y algu­ nas enfermedades en la familia, dijo a Rousseau, le resultaba imposible acercarse a Montmorency. Rousseau tendría que ir a París y quedarse con él un par de noches, entonces podrían discutir su novela y otras asuntos importantes. Me alegro de que te haya gustado mi obra y de que te haya conmo­ vido. Tu opinión sobre los ermitaños es distinta de la mía. Por muy bien que hables de ellos, tú eres el único ermitaño en el mundo de quien tendré una buena imagen. De hecho, se podrían decir más cosas sobre el tema sifuera posible hablar sin que te enojaras. ¡Una mujer de ochenta años! etc... Jueves Te pido perdón por lo que te dije sobre la soledad en que vives. No te había hablado de ella hasta ese momento. Olvida lo que dije y confía en que no volveré a hacerlo. ¡Adiós, Ciudadano! [A Rousseau le gustaba firmar sus obras como «Jcan-Jacques Rousseau, Ciudadano de Ginebra».] De todas maneras, un ermitaño es una extraña clase de ciudadano.1 Rousseau se sintió muy ofendido por esta carta y envió una dura respuesta a Diderot (también perdida), en que se negaba a ir a París, ni entonces ni nunca. Y dio rienda suelta a su dolor en una carta a Madame d’Epinay, que estaba en París. M i querida amiga, me ahogaré si no vierto mis tribulaciones en el seno de la amistad. Diderot me ha escrito una carta que me ha traspasado el alma. Parece decir que por un acto de misericordia no me considera un criminaly que se podrían decir más cosas sobre el tema; tales son sus palabras. ¿Y sabéis por qué? Porque Madame Levasseur vive conmigo. Pero, Dios mío, ¿qué más podría él decir si ella no estuviera aquí? Los saqué de la calle, a ella y a su marido, a una edad en que ya no podían ganarse el sustento; fue mi criada durante sólo tres meses y desde hace diez años la he ali­ mentado quitándome el pan de la boca. La traje al aire puro y

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sano y a una situación en que no lefaltara nada. Por su bien, he abandonado mi tierra natal. Es absolutamente independiente y puede ir y venir cuando y adonde quiera. La cuido tanto como si fuera mi madre. Pero todo esto no vale nada, y no soy mejor que un criminal si no sacrifico también mifelicidad a sus pies y me voy a morir de desesperación en París para que ella se divierta. Ay, la pobre mujer no desea tal cosa, no se queja, está muy satisfecha. Pero yo veo lo que yace en elfondo de todo esto: Grimm no se sentirá sa­ tisfecho hasta que no me haya robado a todos los amigos a quienes le presenté. Filósofos de la gran ciudad, si ésas son vuestras virtu­ des, prefiero ser pecador. Yo era fe liz en mi refugio, la soledad no me preocupa; no le tengo miedo a la pobreza; el mundo me puede olvidar si lo desea; soporto mis males con paciencia. Pero amar y no encontrar sino corazones desagradecidos, eso no lo puedo soportar. Perdonadme, querida amiga; mi corazón está sobrecargado de do­ lor y mis ojos llenos de lágrimas contenidas. ¡Si pudiera veros un momento y llorar, me sentiría mucho mejor1 Pero no volveré a p i­ sar París; eso está decidido de una vez para siempre. Se me olvidaba decir que incluso hay bromas en la carta del Filósofo. Se está convirtiendo en un bárbaro, alegremente: se está volviendo civilizado, según parece..? 1)iderot reaccionó con vigor a la carta de Rousseau. «“No iré a París. Nunca volveré. Esta vez está decidido.” Ésta no puede ser la voz de la uzón», le escribió (14 de marzo de 1757). No podían dejar de comentar l.i novela de Rousseau ni otro asuntillo (una comisión que Rousseau hal'lu recibido de d’Holbach). Es necesario. Tú no quieres venir a París. Bien, entonces el sábado por la mañana, haga el tiempo que hiciere, partiré hacia el Hermitage. Iré andando. Mis problemas me han impedido ir antes; mi fortuna no me permite ir por otros medios; y necesito desquitarme de todas las tribulaciones que me has dado durante los últimos cua­ tro años. Por más dolor que te haya causado mi carta, no me arrepiento de haberla escrito. Estás muy satisfecho con tu propia respuesta. No reprocharás al cielo el haberte dado amigos; que el cielo te perdone por no hacer mejor uso de ellos. Sigo preocupado por Madame Levasseur y no dejaré de estarlo hasta que te vea. (Permíteme susurrarte que darle a leer la carta

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que me escribiste puede haber sido un sofisma muy inhumano.) Pero en este momento, ella te debe la vida, así que guardaré silencio. He oído (¡ue el alumno [es decir, el hijo de diez años de Madame d’Épinay] te ha escrito para comunicarte que hay diez pobres en el «rampart» [lugar de esparcimiento público] que se mueren de f í o y hambre porque no les das una moneda. Es un ejemplo de lo que se chismorrea por aquíy si oyeres el resto, también te divertiría. Es mejor estar muerto que ser un bribón; pero ay del que está vivo y no tiene deberes que lo esclavicen.5 Madame d’Épinay intentó actuar de mediadora, pero esta segunda carta indignó todavía más a Rousseau, que redactó una respuesta fu riosa en que rogaba a Diderot que no acudiera el sábado, pues «po dría ser nuestro último encuentro».'1 La mandó, junto con las cartas de Diderot, a Madame d’Epinay, en París, rogándole que las leyera y arbitrase entre ambos. Le dijo que había explicado a Madame Levas seur que sus amigos pensaban que sería conveniente que regresara a París; y Madame se quejaba ahora de que había una intriga para des­ hacerse de ella. «Como veis — dijo a Madame d’Épinay—, ya no puc do sino ser un monstruo. Lo soy a los ojos de Diderot si Madame Levasseur se queda, y lo soy a los ojos de ésta si no se le permite que­ darse».7 Tras examinar las cartas, Madame d’Épinay pensó que Rousseau es­ taba equivocado y así se lo dijo. Diderot le había presentado sus excusas y Rousseau era quien debía decidir si las aceptaba o no. Se negó a enviar la última carta a Diderot y le prometió que mandaría a su hijo para de­ cirle que Rousseau le pedía que no acudiera el sábado porque hacía mal tiempo. Rousseau se rindió ante este juicio, pero comentó con malicia que de aquel modo no conseguiría que Diderot desistiera. «Se enfadará mucho si el tiempo mejora. El enfado le dará soltura y fuerza donde la amistad no logra hacerlo. Se esforzará, caminará hasta aquí para repetir las acusaciones y regresará enfermo a París, y el mundo me considerará un malvado.»8 El mensaje que Madame d’Épinay envió a Diderot fue algo dife­ rente. Le dijo que Rousseau iría a París el sábado y que, por consi­ guiente, él (Diderot) no necesitaba moverse. Así pues, Diderot se que­ dó en su casa esperando y, como Rousseau no llegó, le tocó a él enfadarse.

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[21 o 22 de marzo de 1757] Madame cCEpinay me dijo el viernes, por mediación de su hijo, que vendrías el sábado y que, por tanto, no era necesario que yo fuera al Hermitage. Habría estado muy bien que vinieras y estaba tan seguro de que lo harías, que te he esperado durante todo el día. No cuesta adivinar por qué una mujer honorable y veraz decidió decir esta pequeña mentira. Entiendo. Me habrías maltratado, me habrías cerrado la puerta, y la idea era evitarte una conducta que me habría preocupado y te habría avergonzado. Amigo mío, crée­ me, no vivas encerrado con la injusticia, es mala compañera de ha­ bitación. De una vez por todas, pregúntate: •¿Quién me cuidó cuando estuve enfermo? ¿Quién me apoyó cuando me atacaban? ¿Quién se interesópor mi gloria? ¿Quién se ha alegrado de mi éxi­ to?». Pregúntatelo con sinceridad y reconoce quién te quiere. Si has escrito algo indigno sobre m í a Madame d'Epinay, peor para ti... Oh, Rousseau, te estás volviendo malvado, injusto, cruel, feroz, y eso me hace llorar. Si no te molesta una visita, escríbeme y dímelo, y yo iré, te veré, te abrazaré y hablaremos de tu trabajo. No me es posible es­ cribirte sobre él, necesitaría mucho tiempo. Sabes que sólo tengo li­ bres los miércoles y los sábados, los demás días los dedico a la quí­ mica? I ,a respuesta de Rousseau (23 o 24 de marzo) fue una extensa des11 ipción retrospectiva de la polémica, en la que demostraba que en todo

momento él había sido la parte ofendida y Didcrot el agresor. En oían­ lo a involucrar a Madame d’Epinay, se habría ahogado si no hubiera te­ nido con quien conversar. De todos modos, Diderot parecía tan orgu­ lloso de su conducta que debía de haberle complacido contar con oyentes. «En realidad, es un gran apoyo para ti y, si yo no conociera sus motivos, pensaría que es tan injusta como tú.» Pero el tema de discusión, insistía Rousseau, tenía que ver con el corazón, y nada más que con él. Hablas de los servicios que me has prestado; y no los he olvidado. Sin embargo, te equivocas. Muchas personas me han hechofavores, pero no por ello eran amigos... Tu entusiasmo, tu celo por conse­ guirme cosas con las que yo no sabía qué hacer, cuentan muy poco. Lo único que pido es amistad y eso es lo que se me niega... Hombre duro, insensible: dos años en mi corazón habrían valido más que el

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trono del mundo; pero tú me los niegas y te complace privarme de ellos. Bien, puedes guardarte el resto: no quiero nada más de ti.W Rousseau está decidido a romper, pero no hay duda de que, en el fondo, la carta también es una petición de reconciliación. De hecho, su amigo Delyre, convencido de que la pelea era mala publicidad para los philosophes, dijo a Rousseau (31 de marzo) que Diderot y él estaban ju­ gando a «lo sublime de la amistad». Era una conducta propia de dos amantes: «reproches dolorosos, suspicacias, remordimientos, cambios de sentimientos; en pocas palabras, cualquier cosa servirá para cimentar y fortalecer su unión». En realidad, poco tiempo después se reconciliaron y Diderot visitó el Hermitage, donde fue recibido con los brazos abiertos. Fréron pu­ blicó por entonces su ataque a Diderot, en que lo acusaba de plagio. Rousseau se dijo a sí mismo que había llegado el momento de hacer una demostración pública de lealtad, quebró su juramento y se fue a París para quedarse un par de noches con Diderot. Leyeron La nueva Eloísa; Diderot comentó que tenía demasiadas páginas. Sin embargo, parecía que, de momento, todo iba bien entre ambos amigos. De to­ dos modos, Diderot se sintió molesto —o al menos le molestaba al re­ cordarlo más adelante— porque cuando quiso discutir su propia obra, Rousseau bostezó y dijo que era ya muy tarde y que había llegado la hora de irse a la cama. Mientras tanto, la vida de Rousseau había experimentado un ines­ perado desarrollo. Madame d’Épinay tenía una cuñada, unos años me­ nor que ella, Sophie, condesa d’Houdetot. Frecuentaba La Chevrette, donde Rousseau coincidía con ella de vez en cuando. Su marido, capitaine de gendarmerie, cumplía servicio activo en el ejército. El matrimo­ nio no era feliz y el gran amor de ella era el marqués de Saint-Lambert, oficial del ejército y miembro destacado del círculo de d’Holbach. Tenía una propiedad cerca de La Chevrette, en una localidad pequeña llamada Eaubonne, y durante la ausencia de su esposo ella había alquilado una casa en los alrededores. Saint-Lambert era amigo de Rousseau y cuan­ do, él también, tuvo que marcharse para cumplir una misión militar, alentó a Sophie para que fuera a ver a Rousseau, al mismo tiempo que, en términos algo vagos, invitaba a Rousseau a que cuidara de ella. La condesa era una joven vivaz, atrevida, liberada, con cierto talento para la versificación. Se rumoreaba que era la autora de un levemente escandaloso «Himno a los pechos» y ella no lo negaba de plano. Quedó impresionada e intrigada por Rousseau y un día, a principios de mayo

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ilc 1757, se acercó al Hermitage, vestida de amazona, para hacerle una visita. Como resultado de ello, Rousseau se enamoró apasionadamente por primera vez en su vida, al menos según sus propias palabras. Fue una relación intensa y, en cierto sentido, desigual. Rousseau bombardeaba a Sophie con cartas y notas pidiéndole citas, a veces deja­ ba los mensajes en un árbol o —recurso en verdad extraño— los enviaba por mediación de Thérése. Al principio, tendía a actuar como un mora­ lista y a sermonear en contra de las uniones irregulares, como la de Sophie con Saint-Lambert. Sin embargo, al poco tiempo paseaban de la mano por el bosque o se abrazaban y hablaban con ardor del amor, Sophie del que sentía por Saint-Lambert y Rousseau del que sentía por Sophie. Para enfado de Thérése, Sophie no cesaba de acercarse al Her­ mitage para llevarse a Rousseau, que en algunas ocasiones incluso pasa­ ba la noche con ella. Desde el punto de vista sentimental, Sophie se '.entía casi tan arrebatada como Rousseau, pero desde el punto de vista lisico, toda la pasión estaba del lado de él. Solía masturbarse y a veces llegaba a las citas agotado por los orgasmos solitarios. En conjunto, fue una época de perturbación muy intensa para Rousseau que le dejaría un legado físico: una hernia. En medio de todo esto, para alarma de Rousseau y de la condesa, Saint-Lambert regresó a París de modo imprevisto. A estas alturas, la relación había sido muy comentada en su círculo. Por ello, Rousseau, temiendo ser descubierto, apeló a una argucia. Redactó una carta formal Vde aspecto inocente para Sophie (en la que se dirigía a ella llamándola •Madame»), que ella podría enseñar a su amante. El susto desapareció de momento, pero a finales de agosto, con motivo de una visita de Rousseau a Eaubonne, Sophie le dijo que Saint-Lambert «lo sabía todo». De hecho, fue una falsa alarma y en apariencia Saint-Lambert todavía no sospechaba la verdad; pero Sophie ya sentía temores muy set tos y dijo a Rousseau que debían poner fin a la relación. Fue un golpe durísimo para Rousseau. Primero culpó a Thérése y protagonizó una escena violenta acusándola a ella y a su madre de traii ionarlo. Sin embargo, Thérése lo negó con firmeza y replicó que quien lo había traicionado era Madame d’Épinay. Madame d’Épinay, afirmó l'hérése, le espiaba desde hacía tiempo y no dejaba de halagarla o ame­ nazarla para que le enseñara la correspondencia privada de Rousseau. Rousseau se volvió loco de ira. Empezó a ver a Madame d’Épinay como i una mujer celosa y vengativa, contrariada por el idilio entre Rousseau v Sophie, y cuando, el 31 de agosto de 1757, recibió un billete de Ma

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imigo, se situaba en la posición de juez de Rousseau. Tampoco dudaba di (|uc, durante su estancia en París, Grimm había hablado de él con I )idcrot y había envenenado con ello la cabeza de éste. Semanas después del «día de los cinco billetes», Madame d’Épinay ' itó a Rousseau en La Chevrette para comunicarle que estaba muy en­ ferma. Los médicos habían diagnosticado tuberculosis y tendría que via­ jar a Ginebra para que la tratara el famoso médico Tronchin. Añadió con ligereza: «¿Vendréis también, querido Oso?», a lo que Rousseau res­ pondió, con la misma ligereza, que los inválidos como él no resultaban buenos enfermeros. La noticia sobre el estado de Madame d’Epinay no tardó en llegar a i>¡dos de Diderot. Hasta ese momento no había aprobado cuanto se deci.i de ella, hasta el punto de que se había negado a conocerla y había aconsejado a Grimm con vehemencia que adoptara la misma actitud. Sin embargo, debía reconocer que había tratado a Rousseau con generoidad extrema; y estaba seguro de que la conducta de Rousseau con ella en los últimos tiempos aparecía ante los ojos de los demás como una muestra de máxima ingratitud. Imaginaba que Rousseau debía sentirse ansioso por limpiar su nombre y este giro de los acontecimientos, sintió el impulso de decirle, le brindaba una oportunidad caída del cielo: tenía que ofrecerse a acompañar a su amiga enferma a Ginebra. Su carta a Rousseau (no tiene fecha, pero corresponde a los últimos días de octu­ bre de 1757) se centra en el tema ético que los separaba con mayor pro­ fundidad: ¿tienen los demás derecho a juzgamos? Diderot sostenía que, en cierto sentido, sí lo tienen. Estoy destinado a quererte y causarte dolor. He sabido que Mada­ me d’E pinay viaja a Ginebra, pero no que tú viajes con ella. Am i­ go mío, si te sientes bien dispuesto hacia Madame cTEpinay, en tus manos está el ir con ella; pero si no te sientes bien dispuesto hacia ella, es aún más apremiante que vayas. Si te sientes aturdido por la cantidad de obligaciones que le debes, aquí tienes la oportunidad de devolverle algunas y aligerar tu conciencia. ¿Acaso hallarás otra oportunidad semejante para demostrarle tu gratitud? Se dirige a un país en que se sentirá extraña. Está enferma, necesitará dis­ tracciones. ¡Es verdad, estamos en invierno! Bien, piénsalo, amigo mío. Quizá tu propia salud sea un obstáculo mayor de lo que ima­ gino. Pero ¿está peor en este momento de lo que estaba hace un mes o de lo que estará la próxima primavera? ¿Será másfácil el viaje dentro de tres meses que ahora? En cuanto a mí, confeso que si el

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viaje en coche nofuera demasiado para mi, cogería un bastón y la seguiría a pie. Y además, ¿no temes que la gente interprete mal tu conducta? Te acusarán de ingratitud o de tener algún otro motivo secreto. Por supuesto, sé que sea cualfuere tu decisión, contará con la aprobación de tu propia conciencia, pero ¿es suficiente? ¿Puedes permitirte el lujo de prescindir de la opinión de los demás, por lo menos hasta cierto punto? Sea comofuere, amigo mío, escribo esta carta como algo que me debo a m i mismo y que te debo a ti. Si no te gusta, tírala alfuego y simulemos que no la he escrito. Te saludo, te quiero y te abrazo. Rousseau leyó la carta con ira. Le hirió en una docena de sentidos, y en mucha mayor medida de lo que Diderot podía imaginar. En el fondo de su corazón comprendía que, por más impertinente y carente de tacto que fuera la carta, las intenciones de Diderot eran amistosas; pero le re­ sultaba imposible reconocerlo y en su cabeza empezaron a hervir inter­ pretaciones siniestras. Pensó que el odiado Grimm debía de estar tras la carta, si no lo estaba la misma Madame d’Epinay. La frase acerca de un «motivo secreto» debía de referirse a Sophie d’Houdetot. Además, la «enfermedad» de Madame d’Épinay, según lo que Thérése le contó que comentaban los criados, no era ninguna enfermedad, sino un embarazo del que Grimm era el responsable. Se precipitó a escribir una respuesta, diciendo a Diderot que era un necio por dar consejos sobre temas que desconocía por completo «y lo que es peor, compruebo que tus consejos no proceden de ti». Luego corrió a La Chevrette, donde encontró a Madame d’Épinay con Grimm, e insistió en leerles ambas cartas. Tal como lo describe en Las confesiones, fue una especie de desafio y, «ante esta audacia inesperada en un hombre por lo general tan tímido, vi a ambos perplejos, paralizados y mudos. Sobre todo, vi que aquel arro­ gante de Grimm bajaba los ojos; y en ese mismo instante, en las profun­ didades de su corazón, juró destruirme».13 De hecho, atrapado en este dilema espantoso, Rousseau se encami­ nó directamente hacia su propia destrucción. Escribió nada menos que a Grimm (26 de octubre de 1757), preguntándole qué debía hacer—¿de­ bía ir a Ginebra?, ¿era acertado que siguiera viviendo en el Hermitage?— y pasó a quejarse de sus «dos años esclavizado» por Madame d’Epi­ nay, de su locura por haberse dejado «arrastrar» hasta el Hermitage, de los desprecios a los que le exponía la pobreza y de que la gente se negara obstinadamente a reconocer que él era «un ser aparte» a quien no se po­ día juzgar según reglas ajenas. Grimm le escribió una respuesta breve y no

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comprometida, y cuando Rousseau le pidió más explicaciones, volvió a escribirle en términos espantosos. Grimm le dijo que, después de leer su -horrible defensa», había comprendido por fin cuáles eran los principios ile su «monstruoso sistema» y que esperaba no volver a verlo en toda su vida. Rousseau, atónito, se limitó a devolver la carta a Grimm diciendo que «no se refería a él». Mientras tanto, escribió una nota mucho más breve pero dura a M adame d’Epinay (que se encontraba ya en Ginebra), en la que la acu­ día de formar parte de una «liga» en su contra y de utilizar a Diderot para obtener de Rousseau lo que no podía obtener por sí misma. «De­ tecto en todo esto un aire de Tiranía e intriga que me ha puesto de mal humor.» La respuesta femenina tardó varias semanas en llegar, pero fue casi tan demoledora como la de Grimm. Apenas podía creer, decía, que esa carta procediera realmente de él y que fuera dirigida a ella, y no tenía intención de responder. «Me dais pena; y si éstos son vuestros pensa­ mientos sobrios, vuestra conducta me da miedo.»14 Pocas semanas des­ pués se produjo un nuevo intercambio de notas. Rousseau escribió a M adame d’Epinay para preguntarle si, dado que «la amistad entre am­ itos se había extinguido», debía permanecer en el Hermitage hasta la primavera, como le aconsejaban sus amigos, a lo que ella respondió que no consultaba a sus amigos acerca de sus deberes y que no tenía nada que decir con respecto a los de Rousseau. Durante buena parte de este tiempo Rousseau escribió cartas casi a iliario a la condesa d’Houdetot, cuyo consejo era que se reconciliase con I)iderot, fuera cual fuera el precio que su dignidad tuviera que pagar. De hecho, era lo que Rousseau más deseaba en el mundo y no pensaba que fuera muy difícil conseguirlo. Quizá había escrito algunas cosas desagra­ dables a Diderot, dijo a la condesa, «pero así es como solemos tratamos entre nosotros, y no por eso nos queremos menos». Le preocupaba, no obstante, el hecho de no recibir noticias de Diderot y, lo que era peor «un, que tal vez Grimm le hubiera enseñado su desastrosa carta. Quizá el mejor plan, sugirió a Sophie, sería que ella escribiera a Diderot y que le enseñara una de las angustiadas cartas que Rousseau le había escrito a ella. Si accedía a hacer tal cosa, «creo que se apiadará un corazón tan •itormentado y que resultará más fácil desarmarlo».15 La mujer trató de acercar a los dos amigos y escribió a Diderot, a quien no conocía, sugiriéndole que podía llevarlo al Hermitage en su coche. Diderot declinó la oferta con cierta torpeza y Rousseau dijo a la condesa que había estropeado las cosas y que debería haber llevado a Diderot por la fuerza. Cada vez más desesperado, Rousseau envió a

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Thérése a ver a Diderot; y alrededor del 15 de noviembre Diderot le es cribió una carta muy esperada. La compuso con el estilo bravucón y el afectuoso talante de «o lo tomas o lo dejas» que solía adoptar con Rousseau. Toda la carta manifestaba una actitud muy comprensiva, preocupada y, quizá, torpe, pero Rousseau sintió demasiada felicidad al recibirla para discutir a causa del tono. «No cabe duda de que no te quedan amigos aparte de mí —decía Diderot—, pero está claro que todavía me tienes». He dicho lo mismo confranqueza a cualquiera que me lo haya pre­ guntado; y he aquí mi comparación: una amante cuyos fallos co­ nozco de sobra, pero de quien no puedo apartar mi corazón. De una vez por todas, amigo mío, permíteme hablarte con sinceridad. Imaginaste que había una conspiración entre tus amigos para mandarte a Ginebra: la idea esfalsa. Cada uno ha analizado este viaje de acuerdo con su propia perspectiva. Tú creiste que yo había decidido hablar en nombre de todos. No fu e así. Pense' que debía darte algún consejo y preferí arriesgarme a darte un consejo que no seguirías a abstenerme de darte un consejo que deberías seguir. Como hombre prudente, te mandé una carta que sólo debían leer tus ojos, pero se la enseñaste a Grimm y a Madame d'Epinay; y el fruto de esa indiscreción fueron incomodidades, reticencias que se convirtieron en pequeñas mentiras, ambigüedades, preguntas sus­ picaces y respuestas a medias. Después de todo, tuve que mantener el silencio que te había prometido y todas tus ofensas contra m í no pudieron eximirme de la palabra empeñada. Otro error: me escri­ biste una respuesta y se la leiste a Madame d’Epinay, y no te diste cuenta de que contenía cosas que la ofenderían — acerca de sus muestras de descontento y de sus no valorados servicios, y no sé qué más—. ¿Y cómo describir tu carta en lo que a m í concierne? Fue una hazaña irónica y resentida, una amonestación dura y peyora­ tiva, la reprimenda de un maestro estricto a su alumno... Por amor de Dios, amigo mío, deja que tu corazón guíe tu cabeza y así siem­ pre harás las cosas lo mejor posible; pero no permitas que tu cabeza hable a tu corazón con sofismas. Cada vez que esto suceda, actua­ rás mal y no complacerás ni a los demás ni a ti mismo. ¿Qué suce­ dería con nosotros si yo permitiera que la rudeza con que me escri­ biste me I.levara a decidir que no discutiré tus asuntos contigo hasta que me lo pidas? Pero permíteme decirte algo, amigo mío. Ya he te­ nido suficientes molestias. No puedo ver sino frivolidad y egoísmo

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en todo ello y no puedo imaginar cómo surgieron, y menos aún cómo continuaron, entre personas con un poco de sentido común, fortaleza de espíritu y dignidad. ¿Por que' abandonas el Hermitage? Si hay algún problema práctico, no diré nada más. Pero cualquier otro motivo sería malo, a menos que se trate delpeligro al que podrías enfrentarte la próxima temporada. Presta atención a lo que digo sobre el tema. E l hecho de que te vayas a vivir a Montmorency causará mala impresión. Bien, si me estoy metiendo en tus asuntos una vez más sin conocer los hechos, ¿quépasa? Nada. ¿Acaso no soy tu ami­ go? ¿No tengo derecho a decirte todo lo que me pasa por la cabeza? ¿No tengo derecho a cometer errores? ¿No es mi deber decir lo que me parece indicado y justo? Adiós, mi amigo. Te he querido durante mu­ cho tiempo. Sigo queriéndote. Si una parte de tus problemas se debe a que no sabes lo que siento por ti, puedes dejar de preocuparte. Mis sentimientos son lo que han sido siempre.16 Tres semanas después, es decir, a principios de diciembre de 1757, I )iderot fue a ver a Rousseau al Hermitage. Rousseau se lo tomó como una liberación y la aprovechó al máximo. («Terna el corazón encogido y me desahogué con él.») Le habló abiertamente de aquello que Diderot «conocía muy bien», su pasión «fatal y demente» por Sophie d’Houdctot -aunque por respeto a ella, se dijo a sí mismo, no reconoció que le ha­ bía declarado su amor— . También aprovechó la ocasión para quejarse de las «maniobras indignas» de Madame d’Epinay, y Thérése apoyó esta versión; pero, ante su indignación, la madre de Thérése, cuando le tocó ha­ blar, dijo que «no sabía nada de aquello» y más o menos desmintió lo que ambos habían dicho. Fue un momento desagradable, pero a pesar de ello, Rousseau pensó que el encuentro había satisfecho todas sus expec­ tativas.17 En Diderot, por el contrario, tuvo un efecto muy distinto. La fu­ ria vengativa de Rousseau contra Madame d’Epinay y contra Grimm lo alarmó, y en términos generales quedó horrorizado ante el estado mental de Rousseau. Según su versión, en este encuentro (o en algún otro) acusó a Rousseau de haber tratado de sembrar la discordia entre Sophie y Saint- Lambert. Rousseau lo negó y extrajo de su bolsillo una carta de Sophie que —para su propia confusión— confirmaba justamente lo que acababa de decir Diderot. Éste le reprochó la false­ dad de la carta a Saint-Lambert y Rousseau respondió que «conocía el carácter humano» y que «lo que era bueno para una persona era malo para otra».

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Sucediera lo que sucediese en este encuentro de diciembre, que cada cual interpretó a su manera, parece que Diderot se asustó y que, en el fondo de su corazón, dio por perdido a Rousseau: sería su último encuentro.(18) En páginas posteriores veremos que, en el transcurso de su alejamiento, cada uno iría endureciendo su corazón respecto del otro.

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I )csde los primeros días de la Enciclopedia, Voltaire percibió la enorme importancia de la obra y sintió el impulso, o el deber, de mantener algún contacto con ella. Por un lado, era una cuestión de solidaridad, pues ■iicmpre decía que los philosophes debían actuar como una fraternidad, como un «batallón cerrado». Cuando apareció el «Discurso Preliminar» de d’Alembert, lo elogió diciendo que era «superior al Discurso del méto­ do de Descartes», y en la segunda edición de su Siéc/e de Louis X IV hizo una alabanza pública de los encyclopédistes, a quienes definió como «una sociedad de savants llenos de talento e ilustración», si bien en realidad se II ataba de un halago de doble filo, pues se refería a ellos como compila­ dores y custodios antes que como creadores. El siglo anterior, escribió, "había llevado a las ciencias y las artes lo más lejos que podían llegar», y la misión del siglo presente consistía en «reunir estos logros en un solo corpus y transmitirlo a la posteridad».1 Por aquellos días, Voltaire ya mantenía correspondencia con d’Alembert, a quien, en septiembre de 1752, escribió: «Vos y Diderot estáis creando una obra perfecta que crá la gloria de Francia y la humillación de quienes os persiguieron. Pa­ rís está plagado de escribientes; pero en cuanto a filósofos elocuentes, sólo conozco a vos y a él».2 La carta era una señal velada de que podría interesarle escribir para la Enciclopedia y d’Alembert no dudó en aprovecharlo. Por lo tan­ to, en la «Advertencia» del Volumen IV, los directores pudieron anun*iar un coup importante: que el gran Voltaire les había entregado los irtículos «Elocuencia», «Elegancia», «Ingenio» y «Literatura» y que eran de esperar más aportaciones. «La Enciclopedia, en virtud de la jus­ ticia que le ha hecho y que siempre le hará, debería merecer el interés que está dispuesto a concederle.» De momento, como indican los títu­ l o s , se había decidido confinar a Voltaire a temas inocuos y frívolos, y

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él se lamentaba ante su amiga Madame du Deffand de que los escribía muy mal. De hecho, la colaboración moderó su entusiasmo y a mediados de la década 1750-1760 escribió algunas cartas a d’Alembert en las que la­ mentaba los tremendos problemas y defectos escandalosos de la Enciclo­ pedia. «Lo que oigo acerca de los artículos sobre teología y metafísica me parte el corazón —dijo— . Es muy cruel tener que imprimir lo con­ trario de lo que uno cree».3 D’Alembert le respondió que, en vista de los censores y de la dudosa bendición del privilége real, desafiaba a cual­ quiera a hacerlo mejor, además, el mal se reparaba en artículos menos conspicuos. Voltaire también informó sobre distintas quejas que había oído en su nuevo domicilio ginebrino, por ejemplo «sobre declamacio­ nes vacías y moralizaciones triviales», cuando lo que se necesitaba era «método, verdades, definiciones y ejemplos». Lo que le había quedado especialmente atravesado en la garganta era un artículo sarcástico sobre la «Mujer» , de Desmahis. «Me resulta difícil aceptar que hayáis permi­ tido semejante artículo en una obra tan seria — dijo a d’Alcmbcrt (13 de diciembre de 1756)— . «Parece escrito por el lacayo de Gil Blas»4 D ’Alembert no disentía y no tardó en empezar a hablar de la Enciclo­ pedia como de «un monumento a lo que deseábamos y no pudimos lo­ grar». Desde luego, el hecho de que Voltaire eligiera Ginebra para vivir fue algo trascendental, al menos para los ginebrinos. A primera vista, también resultaba inquietante, pues era más hostil al calvinismo que al catolicismo; por otra parte, su pasión vital, los teatros privados, eran un pasatiempo prohibido en la república. No obstante, alentaba la esperan­ za de reformar a los ginebrinos en ese y otros aspectos. Y así, bajo su in­ fluencia y con esperanzas similares —o al menos eso parece— , a d’Alem­ bert se le ocurrió la idea de escribir un artículo de peso sobre «Ginebra» en la Enciclopedia. Esto, de algún modo, se oponía a la política de la En­ ciclopedia, en la que los artículos sobre lugares eran breves y secos, pero d’Alembcrt previo tentadoras oportunidades para iniciar una polémica. Con el fin de reunir material, propuso a Voltaire ir a verle a su casa de Ginebra, Les Délices, y recibió una respuesta en el estilo más barroco y rebuscado. Necesitaríais ser muy filosófico para aceptar las chozas m iserables que nos quedan en mi pobre ermita; a lo sumo, son dignas de un salvaje como Jean-Jacques, y creo que vos todavía no habéis alcan­ zado ese grado de sabiduría iroquesa. Sin embargo, si pudierais ex-

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tender la virtud hasta ese punto, honraríais infinitamente a mis cuevas alpinas si os dignarais dormir en ellas.' La estancia de tres semanas de d’Alembert en Ginebra en agosto de 1756 atrajo mucha publicidad y los combates de ingenio entre ambos fi­ lósofos se convirtieron en una especie de espectáculo local. Voltaire le presentó a un par de miembros del Consejo, así como a un grupo nu­ meroso de pastores; uno de ellos, Jacob Vernes, hizo a d’Alembert una descripción de la constitución de Ginebra. El mismo Voltaire, a pesar de su tremenda reputación, consideraba que sus vecinos lo apreciaban; logró convencer a d’Alembert de que la «Ilustración» avanzaba con celei telad en la república y de que el dero, al menos el sector más intelectual ile este, empezaba a dar la espalda a Calvino. Indirectamente dijo a d’Alembert lo que debía escribir en su artículo, incluyendo una defensa del teatro; tal como resultaron las cosas, su influencia causó serios pro­ blemas a la Enciclopedia. Mientras tanto, a medida que pasaba el tiempo, Voltaire sintió la tentación de desempeñar un papel más osado en la Enciclopedia. Solici­ tó, y obtuvo, el encargo de escribir sobre temas más jugosos: «Idolo» e • Imaginación». Entonces se le ocurrió un plan nuevo. La parte de la Enciclopedia que más le atraía y que, en su opinión, había sido tratada de lorma más deplorable era la teología y para subsanarlo en futuros volú­ menes planeó la forma de obtener artículos, menos halagüeños, de un pastor suizo, un «hereje» al que conocía y que se llamaba Polier de Bottcns. Dichos artículos podrían expresar sus opiniones y publicarse sin lirma, obedeciendo así a su propia regla, «tira la piedra y esconde la mano». Polier estaba más que dispuesto a colaborar y d’Alembert aceptó el plan, prometiéndose a sí mismo que suavizaría los artículos si resulta­ ban excesivos. Cada año las críticas a la Enciclopedia se hacían más violentas y el hecho de que desde 1756 Francia se encontrara en guerra significaba un peligro más para los enciclopedistas. Se trataba de una guerra que había dado lugar a una reestructuración diplomática sorprendente, ya que el antiguo aliado de Francia, Federico el Grande, había pactado con su enemigo, Gran Bretaña, y la misma Francia había establecido una alian­ za, ominosa, con Austria, su enemigo tradicional. Esto significaba que l o s enciclopedistas se encontraban en una posición vulnerable. Por un lado, muchos de los textos de la Enciclopedia ponían las virtudes cívicas por encima de las militares y las amplias simpatías del «ciudadano del mundo» por encima de lealtades más limitadas hacia la nación y el ejér­

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cito. Por otro, cosa que los críticos no tardaron en señalar, mantenían lazos estrechos con el enemigo de Francia, Federico II; d’Alembert reci­ bía de él una pensión y Voltaire era su amigo íntimo. A pesar de esto, no se había producido ninguna crisis concreta en los asuntos de la Enciclopedia después del asunto de de Prades, y tanto d’Alembert como Diderot teman cierta confianza en el futuro Volumen VII. Creían que sería el mejor y el que contendría la menor medida de lo que Voltaire llamaba «frivolidad». Esto significaba un consuelo para Diderot, para quien 1757 había sido un año tremendo. Sin embargo, en las útimas semanas de aquel año, cuando sus problemas con Rousseau alcanzaban su punto más grave, los acontecimientos se confabularon para crear una crisis alarmante: nada menos que la decisión de d’Alem­ bert de abandonar la empresa. La cadena de acontecimientos se inició en octubre de 1757, cuando apareció en Volumen VII, que contenía el artículo sobre «Ginebra» de d’Alembert. Este artículo, a todas luces carente de tacto, no podía sino despertar la ira de cualquier lector ginebrino, y especialmente de cual­ quier pastor. Elogiaba la democracia de Ginebra y un par de aspectos de su cultura, pero amonestaba a la república con severidad por su postura con respecto al teatro, apoyaba la opinión de Voltaire acerca del «alma atroz» de Calvino c informaba, con entusiasmo, de que muchos pastores ginebrinos, quizá la mayoría, eran socinianos de pura cepa que «recha­ zaban la revelación y todo lo que se conoce como misterios e imagina­ ban que el primer principio de la verdadera religión era no postular nada que escandalizara a la razón». Los pastores de Ginebra, encabezados por Jacob Vemes, se sorprendieron e indignaron (todavía era una acusación muy seria calificar a alguien, y en especial a un ministro, de sociniano) y formaron de inmediato una comisión para redactar una Declaración de Ortodoxia y lograr algún tipo de satisfacción. Incluso se habló de elevar una queja oficial al gobierno francés. Mientras tanto, el eminente doctor Tronchin, en su papel de secretario de la comisión de pastores, escribió a d’Alembert solicitándole respetuosamente una retractación. El asunto tuvo una amplia difusión en Francia y en el extranjero y las cosas empe­ zaron a ponerse en contra de Diderot y sus amigos. Sin embargo, d’Alem­ bert se mostró inflexible y sugirió con el tono de sus palabras que todas las protestas eran tonterías hipócritas. Fue una situación difícil para Di­ derot, que no había tenido nada que ver con el ofensivo artículo y se sentía furioso por la indiscreción de d’Alembert; no obstante, cuando Tronchin, que era su amigo, también le escribió para quejarse, le dijo que esperaba que no se condenara a su colega d’Alembert por «una pala­

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bra descuidada». De hecho, como no parecía haber ninguna explicación por parte de d’Alembert, Diderot se ofreció para presentar sus excusas a los pastores en nombre propio. Puede parecer sorprendente que un hombre tan cauto como era d’Alcmbert actuara con tan poca prudencia, pero lo cierto es que se esta­ ba cansando del lugar que ocupaba en la Enciclopedia. Son varias las razo­ nes que se pueden adivinar, pero la que resulta obvia es que detestaba que le criticaran. No se puede decir que, en conjunto, los philosophes fue­ ran muy filosóficos en lo que se refiere a la crítica. Tendían a calificarla de maliciosa y sin principios y reaccionaban con violencia, cada uno a su modo: Voltaire con una actitud de recrearse en la venganza, Diderot con indignación basada en la propia rectitud y d’Alembert con orgullo malhumorado. Tampoco ocultaban los medios con que intentaban eli­ minarla. Sin embargo, para d’Alembert la crítica era más que una mo­ lestia: representaba una violación de todos los valores de la civilización y no veía ninguna razón para tolerarla. Por lo tanto, su paciencia se acabó cuando, en medio de la conmo­ ción causada por el artículo «Ginebra», y además de los reproches nor­ males de la prensa religiosa, empezaron a llover nuevos ataques contra la Enciclopedia, serios unos, satíricos otros. Dentro del segundo grupo esta­ ban las Petites lettres sur les grands philosophes, de Charles Palissot/ Palissot todavía sangraba por las maquinaciones de d’Alembert contra él en la época de Le Circle, y en consecuencia, estas Pequeñas cartas sobre gran­ desfilósofos fueron un claro acto de venganza. Atacaba a los enciclope­ distas por seguir a Bacon de manera «servil», se burlaba de su suscepti­ bilidad ante la crítica, y los acusaba de haberse convertido en una «iglesia»; de paso, además, reprochaba a d’Alembert el hecho de aceptar una pensión del enemigo de Francia, Federico el Grande. Fréron alabó las cartas con lealtad —en realidad no eran tan brillantes— y dijo que estaban a la altura de las Lettres provinciales de Pascal. Peor aún, por más ingeniosa, fue la serie de artículos que apareció en el Mercure de France sobre una tribu salvaje recién descubierta y co­ nocida con el nombre de Cacouacs, que vivía cerca de los 48 grados de latitud norte (la latitud de París) y cuyos miembros eran mucho más fe­ roces que los indios caribeños. El número de octubre incluía una «Ad­ vertencia Util» contra ellos y en el de diciembre aparecieron «Nuevas Memorias» acerca del mismo tema, escritas por un autor anónimo (era un periodista pagado por el gobierno y llamado Nicolás Moreau) que aseguraba haber vivido con ellos, primero como prisionero y luego como hermano y cabecilla potencial. Los Cacouacs, escribía el autor, no creían

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en la verdad absoluta y consideraban que la ética era una simple conven­ ción; pero, curiosamente, las palabras «Verdad» y «Virtud» no abando­ naban nunca sus labios. No reconocían la autoridad paterna ni el patrio­ tismo, y eran muy belicosos; sin embargo, una nación vecina había encontrado un arma infalible contra ellos, el silbato. («La trompeta del enemigo los anima, el silbato los hace huir.») Durante su estancia entre ellos, proseguía, un anciano venerable se acercó a él con un libro miste­ rioso y le dijo: «Joven, toma y lee»; más adelante le llevó un conjunto de cofres sagrados, tan misteriosos como el libro, con las siete primeras le­ tras del alfabeto escritas con diamantes, que contenían la mezcla más sublime de objetos. Bajo su influencia, había experimentado una serie de visiones místicas que habían culminado en una visión suprema de su propia excelencia. En el ínterin descubrió que sus compañeros y él mis­ mo habían crecido hasta tener veinte metros de estatura. Era evidente que la broma se dirigía más contra Diderot que contra d’Alembcrt, aunque de paso se burlaba de la geometría, de la que decía que era como «una reina que tenía la cabeza en las nubes». De todos modos, el apodo «Cacouacs» tuvo éxito; aparecieron más folletos «Cacouacs» y al poco tiempo el término estaba en boca de todo el mundo. Lo peor, o al menos eso creía d’Alembert, era que el artículo original había sido idea directa del gobierno. En su caso, fue la gota que colmó el vaso y anunció que se retiraba de la Enciclopedia. La noticia llegó a oídos de Voltaire, que se alarmó mucho y le escri­ bió dos veces a lo largo de la misma semana, insistiendo en que no debía ni retractarse por el artículo «Ginebra» («os deshonraríais para siempre») ni pensar en dimitir, pero, de momento, d’Alembert no se dejó conven­ cer. «No sé si la Enciclopedia continuará —escribió a Voltaire el 11 de enero de 1758— , pero lo que sí sé con seguridad es no seré yo quien la continúe. Acabo de indicar a Malesherbes y a los libreros que pueden buscar quien me sustituya». Decía que tenía que ver con todos los «in­ sultos y molestias» que la obra les había provocado a él y a Diderot, con las «odiosas e incluso infames sátiras» y con las «inquisiciones intolera­ bles» de los censores; pero también existían buenas razones prácticas para mantener una conducta prudente. Si hoy se autorizaban los ata­ ques, mañana sin duda habría más. Podría tratarse de «acumular leña en el volumen séptimo, para echarnos al fuego en el octavo». Fréron aprovechó la ocasión e informó sobre el ataque de los «Ca­ couacs» en su Année littéraire, al mismo tiempo que elegía a d’Alembert como geómetra a quien se satirizaba; d’Alembert escribió a Malesherbes exigiéndole una disculpa. Esto fue demasiado para Malesherbes, que

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mandó una respuesta helada y envió a su común amigo, Morellet, a ver .1 d’Alembert para explicarle sus propios principios acerca de la libertad de palabra: ésta concedía libertad tanto a las personas como Fréron como a la gente como d’Alembert. No obstante, Morellet se encontró hablando a la pared. «El filósofo se limitó a indignarse y blasfemar, si­ guiendo su mala costumbre».7 Durante todo este tiempo, Voltaire estuvo en un estado de gran agi­ tación y envió cartas en todas las direcciones. Desde cierto punto de vas­ ta, contemplaba la cuestión con regocijo, pues veía en ella una oportuni­ dad para «hacer bailar [a los ginebrinos]» y obligarlos «a beberse hasta la borra». Desde una perspectiva más responsable, sin embargo, le inquie­ taba y, a medida que avanzaba el mes de enero, su consejo cambió y vol­ vió a cambiar. D’Alembert y su colega, escribió primero, no debían di­ mitir de ninguna manera; luego, en cambio, dijo que debían dimitir a cualquier precio y que debían hacerlo juntos (sería «cobarde» actuar de otra manera). Escribió varias cartas a Diderot y, al no recibir respuesta, montó en cólera, se quejó con amargura ante sus amigos de la «imperti­ nencia» de Diderot y volvió a escribirle, en este caso para exigir la devo­ lución de sus manuscritos. Mientras tanto, Diderot mantuvo la calma, a pesar de que dijo a su padre y a su hermana que su salud debía de ser «de hierro» para haber soportado tales ofensas. Por supuesto, no tenía demasiada prisa para responder a Voltaire, a quien consideraba un revoltoso y en parte res­ ponsable del presente ü'o. Sin embargo, por fin le escribió una respuesta completa, firme y decidida, el 19 de febrero de 1758. Os pido perdón, señor y querido maestro, por no responderos antes. No se' que' habréis pensado, pero no ha sido sino por negligencia. Decís que nos han tratado de manera odiosa y tenéis razón. Creéis que me he indignado por ello y así es. Vuestro consejo es que deberíamos abandonar la Enciclopedia por completo, o que debe­ ríamos irnos y continuarla en otro país, o que deberíamos obtener justicia y libertad en éste. Todo eso es muy espléndido, pero el proyecto de completarla en un país extranjero es una quimera. Los patronos de nuestros cole­ gas son los libreros, sus manuscritos no nos pertenecen, e incluso si fueran nuestros, no podríamos hacer nada con ellos sin las plan­ chas. Abandonar nuestro trabajo significaría dar la espalda a nuestros enemigos y hacerjustamente lo que más desean los delin­ cuentes que nos persiguen.

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¿Qué debemos hacer entonces? Pues lo que corresponde a los hombres valientes: despreciar a nuestros enemigos, combatirlos y sacar ventaja, comoya hemos hecho, de la imbecilidad de nuestros cen­ sores. ¿Acaso por dos panfletos miserables hemos de olvidar lo que nos debemos a nosotros mismos y a nuestro público? ¿Tenemos derecho a defraudar a cuatro mil suscriptores y no tenemos una obligación hacia nuestros editores? Si dAlembert reanuda el trabajo y termina­ mos la tarea, ¿no nos habremos vengado? Ah, querido maestro, ¿dón­ de está elfilósofo? ¿Dónde está quien se comparaba con el viajero de Boccalini?¡Silenciado por el alboroto de un puñado de cigarras! No se' qué ha pasado por su cabeza [de dAlembert] pero, a me­ nos que esté pensando en abandonar no sólo la Enciclopedia sino también elpaís, ha cometido una necedad... E l reinado de las ma­ temáticas ha desaparecido. E l gusto ha cambiado. Ha llegado la hora de la historia natural y las buenas letras. A su edad, dAlem­ bert no se embarcará en el estudio de la historia natural, y le resul­ tará difícil producir una obra literaria digna de un nombre tan famoso. Algunos artículos para la Enciclopedia lo habrían mante­ nido con dignidad durante e incluso después de la publicación. Hay un punto que no ha tenido en cuenta y que quizá nadie se atreva a mencionarle, pero que tendrá que oír por mi boca, pues he nacido para decir la verdad a mis amigos, y a veces también a extraños, cosa más honorable que prudente. Otra persona se habría regocijado en secreto por la deserción de dAlembert: habría visto en ella honores, dinero y paz de espíritu para sí. En cuanto a mí, en cambio, me desespera, y no dejarépa­ sar ninguna ocasión de retenerlo. Éste es el momento de demostrar mi amistad por ély no lefallaré, ni a él ni a m í mismo. Pero, en el nombre de Dios, no trabajéis en mi contra. Conozco el poder que ejercéis sobre él y será inútil que yo le demuestre que está equivoca­ do, si vos le decís que tiene razón. Y después de todo esto, supondréis que estoy muy atado a la Enciclopedia, y os equivocaréis. M i querido maestro, tengo más de cuarenta años y estoy cansado de los hostigamientos. M i invoca­ ción, desde la mañana hasta la noche, es ¡paz, paz! No pasa un día sin que sienta la tentación de buscar la oscuridady de irme a morir tranquilo en mi suelo natal. Llegará el día en que las cenizas de todos nosotros se mezclen. Cuando llegue ese momento, ¿qué me importará haber sido Voltaire o Diderot, o que sean vuestras tres sílabas las que sobreviven y no las mías?...

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Adiós, querido maestro; cuidaos y seguid queriéndome. No os enojéis conmigo, y sobre todo no sigáis pidiendo la devo­ lución de vuestros papeles; pues os los devolvería y jamás olvi­ daría la ofensa. N i siquiera tengo los artículos; están en manos de dAlembert, como muy bien sabéis.8 A Voltaire le disgustó la carta de Diderot y se desahogó con su amigo I conde d’Argental. ¡Que a él, justamente a él, que se había desvelado por la Enciclopedia, que podía esperar una respuesta de Federico el Grán­ ele aquella misma semana, le hubieran hecho esperar una carta durante dos meses! ¡Que un hombre de la categoría de Diderot se preocupara por im despreciable grupo de libreros (hombres que deberían aguardar órde­ nes en su antecámara)! ¡Que fuera tan ciego ante la evidencia: la necesi­ dad de una retirada estratégica, o de trasladar toda la empresa a Suiza! «Quiero a Diderot, le respeto y estoy enfadado.» El hecho es que, como indica esta última frase, Voltaire creyó que I Jidcrot lo había vencido y tuvo la grandeza de reconocerlo ante sí mis­ mo. Fue un punto de inflexión y a partir de ese momento su actitud sería clara. Fueran cuales fuesen los errores de juicio de Diderot, fueran cuales fuesen sus limitaciones como escritor (pues lo consideraba muy inferior a d'Alcmbert), era un gran hombre, un hombre necesario, y había que acep­ tar sus debilidades, incluso el hecho de que no respondiera a las cartas. ■l odo entra dentro de la esfera de actividad de su genio —escribiría en noviembre de 1759— . Pasa de las cimas de la metafísica al telar del teje­ dor, y de allí al teatro. ¡Qué bochorno que un genio como el suyo se vea lastrado por ataduras estúpidas y que un tropel de gallinas haya logrado encadenar a un águila!»' Empezó a referirse a él llamándole «Platón-Diderot» y «Diderot-Sócrates» («Abrazo en Platón, en Diágoras, a nuestro gran hermano Diderot») y escribió una breve obra de teatro, Socrate, en su honor, en la que lo presentaba como el sabio y sereno Sócrates, perse­ guido y obligado a beber la cicuta por «el sumo sacerdote de Ceres» y sus venales seguidores, y hombre dominado — atrevida alusión a Nanette— por su amante pero incomprensiva esposa Jan tipa. Desde luego, por ambas partes existía la decisión estratégica de co­ locar la «causa» por encima de todo sentimiento personal. Desde el pun­ to de vista individual, Diderot no idolatraba a Voltaire. Lo consideraba un entrometido, un intrigante desleal, un enemigo mezquino y despre­ ciable. Para él, Voltaire —a quien, con un dejo de ironía, soba llamar ■de Voltaire»— era «el niño malicioso y extraordinario de Les Délices»10, el «ilustre bandolero del Lago». Era un hombre que había sobre­

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vivido a sus cualidades más elevadas: «El Voltaire de sesenta años es el loro del Voltaire de treinta»." De hecho, puede que jamás hubiera sido superior en ningún terreno: «Ese hombre sólo ocupa el segundo lugar en todos los géneros»." A pesar de todo, sin lugar a dudas, era el gran hombre del siglo, un hombre cuyo nombre y cuyas obras vivirían cien mil años y empequeñecerían a sus detractores. Además, diría Diderot, ¿cómo no admirar a este hombre «tan suyo... que se toma generoso y alegre a una edad en que el resto de nosotros nos volvemos avaros y aris­ cos?». Cuando Voltaire se portaba mal y «se revolcaba en el fango», diría Diderot a su amigo Naigeon, sentía el impulso de pasarle una esponja, limpiarlo y tratarlo con ternura, tal como un anticuario limpia un bronce sucio.13 Puede que d’Alembert esperase que su retirada provocara un éxodo masivo de colaboradores. De hecho, sólo un par siguió su ejemplo; por fin, después de unos meses de mucha diplomacia por parte de Diderot y de otros, retiró su dimisión sin mucho entusiasmo y se comprometió a completar por lo menos sus artículos sobre matemáticas. Voltaire, con menos renuencia, también reanudó sus artículos; de hecho, preguntó a Diderot si le interesaba recibir más colaboraciones. Diderot tardó en contestarle, pero cuando lo hizo, fue con todo el entusiasmo que se po­ día desear. «¿Si quiero más artículos vuestros, mi señor y querido maes­ tro? ¿Acaso podría existir la más mínima duda? ¿Acaso no estaría dis­ puesto a viajar a Ginebra y a rogároslo abrazado a vuestras rodillas, si fuera la única forma de obtenerlos?»14

Rousseau seguía creyendo que Diderot y él eran amigos. Delyre le había escrito para decirle que Diderot hablaba de él con amabilidad y que pa­ recía preocupado por la posibilidad de que tuviera alguna necesidad. Por lo tanto, a principios de 1758, enterado de los alarmantes rumores, Rousseau había escrito a Diderot para decirle que temía una repetición de lo de Vincennes y rogarle que dimitiera junto con d’Alembert. Sin embargo, su carta no recibió respuesta. Esto, escribió a Sophie d’Houdetot (13 de febrero), era más elocuente que todo lo demás y empezó a temer que la amistad entre ellos hubiera llegado a su fin. «Nunca dejaré de quererlo —escribió a Sophie— pero jamás volveré a verlo.» En esa época había abandonado el Hermitage, se había mudado con Thérése a una casa alquilada en Montmorency y había mandado a la an­ ciana Madame Levasseur a París. Estaba trabajando en una extensa «Carta» a d’Alcmbert, con la que pretendía atacar su artículo «Ginebra» y

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su petición de un teatro para la ciudad suiza. Estaba escrita con más do­ lor que cólera. ¿Qué beneficio podía aportar un teatro a su amada ciudad natal, comparado con el peijuicio infinito que podía provocar? De hecho, ¿qué beneficios aportaba el teatro en general, a pesar de todas las ventajas que se le atribuían? No hacía nada por cambiar la moral o las costumbres, se limitaba a apelar a los prejuicios ya existentes en los espectadores. La razón carecía de influencia en el teatro. La gente no asistía al teatro como a un acto de solidaridad social sino, por el contrario, para aislarse. La pie­ dad trágica era una emoción autosatisfactoria y estéril, y el triunfo de la virtud en el escenario (virtud para todo el mundo menos para uno mis­ mo) era justamente lo que más quería ver el hombre malvado. Brillante, paradójica, perversa, la Lettre sur les spectacles dirigida a d’Alembert era, entre otras cosas, una defensa personal y un desafio al círculo de d’Holbach. Moliere, sostenía, no había alcanzado a comprender su propia obra El misántropo. Su héroe, el lúgubre e intolerante Alceste, tiene toda la ra­ zón, y el «buen sentido» mundano de los amigos de Alceste, hombres muy parecidos a los philosophes, no es sino una excusa para la bajeza. Para Rousseau, la causa de su ruptura con Diderot estaba clara. No tenía que ver tanto con Diderot cuanto con el círculo en que éste se mo­ vía. En consecuencia, decidió hacer un último acercamiento y escribió a su amigo (2 de marzo) apelando, en esta ocasión, no a su corazón, sino a la razón. Diderot le creía un «malvado», decía la carta (todavía le daba vueltas a E l hijo natural), pero ¿acaso el malvado evitaría la compañía de otros seres humanos, como él había hecho? «El malvado puede planifi­ car sus crímenes en soledad, pero tendrá que ejecutarlos en sociedad.» ¿Acaso Diderot confiaba en exceso en su propia buena disposición? ¿No podía ser que lo estuvieran explotando aduladores astutos, gente que le tendía trampas, no mediante adulaciones directas, sino mediante «el en­ gaño de una falsa sinceridad»? «¡Qué paradoja del destino que el mejor de los hombres se desvíe del buen camino por su propio espíritu genero­ so y sirva de instrumento inocente a la perfidia de hombres malvados!»15 Compuso la carta llorando, o así lo recordaría Thérése; pero, una vez más, Diderot no respondió. Luego, en abril, Saint-Lambert regresó de Alemania y se encontró con Diderot por casualidad. Hablaron de Rousseau y Diderot, por algu­ na razón, dio por supuesto que Saint-Lambert conocía la pasión que sentía Rousseau por Sophie d’Houdetot. Según dijo más tarde, lo hizo porque estaba convencido de que Rousseau, siguiendo su consejo, ya había escrito a Saint-Lambert confesándoselo todo. Sin embargo, esto no coincide con los hechos, pues una de las cosas de las que Diderot se

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había enterado en su último encuentro con Rousseau, o así parece, era que este último no había escrito tal carta. Por lo tanto, parece que Dide­ rot tuvo alguna culpa, o al menos más de la que reconocería o recordaría más adelante; a pesar de ello, se puede suponer que su delito fue una equivocación, en el peor de los casos. Sin embargo, los resultados fueron graves. Saint-Lambert, recordando la carta piadosa que le ha­ bía enviado Rousseau, se indignó y declaró que «la única respuesta posi­ ble es empuñar un palo». Contó lo sucedido a Sophie y ésta, a su vez, escribió una carta de reproche a Rousseau (6 de mayo) diciéndole que gracias a su indiscreción y a la de su amigo, su amante se había ente­ rado de la relación entre ellos y había estado a punto de romper con ella, cosa que le causaba terror. Había logrado convencerlo de su ino­ cencia e incluso apaciguó la ira inicial de su amante contra Rousseau, pero, afirmaba, «en bien de su reputación» debía privarse de volver a ver a Jean-Jacques. Para Rousseau, esto sólo podía tener una explicación: Diderot lo ha­ bía traicionado a propósito. La verdad le parecía inevitable; y entonces sucedió algo que la confirmó. En un gesto generoso, Saint-Lambert fue a visitarle y hablaron de las noticias del momento con cordialidad; pero por algo que Saint-Lambert dio a entender a Thérése —un secreto que Rousseau sólo había confiado a Diderot— se convenció aún más de la perfidia de su amigo. No había nada que hacer, decidió, salvo acabar de­ finitivamente con aquella amistad; y en el estado en que se encontraban las relaciones, debía hacerse lo más públicamente posible. Por ello, en las galeradas de su Carta cobre los espectáculos, añadió un párrafo al Prefa­ cio. Se excusaba por los defectos de su estilo y proseguía: «Dado que vi­ vía solo, no tuve a quién enseñárselo. Yo tenía un Aristarco [es decir, un crítico] severo y juicioso; ya no lo tengo, ni quiero tenerlo nunca más; pero no dejaré de lamentarlo y es una pérdida más profunda para mi co­ razón que para mi obra».16 Una nota a pie de página añadía una cita del Eclesiastés en que se condenaba a quienes revelaban los secretos de los amigos. En cierto modo, Rousseau esperaba que esta declaración solemne, que no mencionaba el nombre de Diderot directamente, se interpretara como un acto valiente. De hecho, le granjeó mucho odio. Saint-Lam­ bert, a quien había enviado un ejemplar de la Carta, se lo devolvió di­ ciéndole que el libro se le había caído de las manos al leer aquella ofensa pública contra un hombre a quien, en presencia del mismo Saint-Lam­ bert, Rousseau sólo había acusado de una ligera debilidad a lo sumo. Pi­ dió a Rousseau que olvidara su existencia a partir de aquel momento y le

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«.lijo que él, a su vez, se olvidaría de Rousseau como persona y se limitalía a recordar exclusivamente su talento. Kn cuanto a Diderot, el insulto público de Rousseau le ofendió so­ bremanera. Por regla general, tendía a olvidar injurias y ofensas y —qui­ za por eso mismo— a veces anotaba las francamente graves en un a 'tdemémoire privado, que guardaba en el cajón inferior de su escritorio. Sacó i relucir ese documento poco tiempo después, enumerando las «Siete canalladas» de Rousseau. 1. Escribió una carta a Madame cCÉpinay que era un prodigio de ingratitud. 2. Alguna vez hizo planes para trasladarse a Ginebra, pero cuando la salud de Madame cCEpinay requirió que ella viajara allí, él ni siquiera se ofreció a acompañarla. 3. La acusaba de ser la peor de las mujeres en el mismo mo­ mento en que se arrodillaba ante ella, pidiéndole perdón por sus maldades. 4. Hablaba de Grimm como del peor de los sinvergüenzas y al mismo tiempo le pedía que h iciera dejuez de su conducta con M a­ dame dEpinay. 5. Acusó a Madame dEpinay, mientras vivía de su caridad, de conspirar para separar a Sain-Lambert y la condesa d'Houdetot, y de tratar de sobornar a Thérése Levasseur para que lo espiara. 6. Se enamoró de Madame d'Houdetot y trató de enemistarla con Saint-Lambert. 7. Me engañó de manera vergonzosa acerca de su conducta con Saint-Lambert. Continuaba el documento: He vivido con ese hombre durante quince años. De todas las pruebas de amistad que una persona puede dar a otra, no hay una que no haya recibido de mí, y él jamás me ha devuelto una sola. Alguna vez se ha sentido avergonzado por ello. De vez en cuando me he desvelado por sus escritos y él lo reconoce a medias, pero sólo a medias. No dice cuánto debe a mis cuidados, a mis consejos, a nues­ tras conversaciones, y su última obra es, en parte, un ataque contra mí... Critica la comedia sentimental [comédie larmoyante] por­ que ése es mi género. Se presenta como hombre religioso porque yo no lo soy. Arrastra el teatro por elfango porque yo he dicho que me

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gusta. Dice que antes creía que uno podía ser una persona recta sin religión, pero que ahora sabe que no es así; ello se debe a que, como todos cuantos le conocen le desprecian, le vendría bien que todos fueran considerados unos bribones. De todo esto se deduce que este hombre falso es tan vanidoso como Satanás, desagradecido, cruel, hipócrita y malvado. Todas sus apostasías, desde el catolicismo al protestantismo y delprotestantismo una vez más al catolicismo, sin creer en nada, en realidad, son prueba suficiente de ello. Hay un aspecto de su conducta conmigo que siempre me ha re­ sultado ofensivo: el desprecio con que me trataba ante los demás y las señales de admiración y docilidad que manifestaba cuando está­ bamos solos. Se alimentaba de mí, usaba mis ideas y simulaba des­ preciarme. Ese hombre es un monstruo.17

Los problemas de la Enciclopedia de ninguna manera habían llegado a su fin. En julio de 1758, un amigo de Diderot, el filósofo y librepensador Helvétius, publicó un tratado, De FEsprit, que provocó un escándalo. Sostenía que estudiaba la ética como una «ciencia experimental», casi como si se tratara de la física. Su postura neolockeana era, en términos generales, que todas las ideas surgen de sensaciones físicas y no son sino sentimiento y sensación bajo un disfraz más o menos complejo. Por si esto friera poco, añadía que el placer —y el deseo de placer— es el único principio del pensamiento y de las acciones humanas. La virtud era una cuestión de temperamento afortunado; las opciones morales son efectos y no causas; y «libertad» (la libertad de la voluntad) es una palabra sin sentido. Estas opiniones, que tienen un ligero parentesco con las de Di­ derot, indignaron por igual a la Iglesia, la corte y el Parlement de París. Helvétius era un hombre amable e ingenioso y un filántropo, y todo este alboroto le sorprendió en extremo. Afortunadamente para él, era rico y tema en la corte amigos con influencia, entre quienes estaban el primer ministro Choiseul y la misma reina, y se apresuró a mostrar una sumi­ sión abyecta que adoptó una forma algo rara: la segunda edición de su libro incluyó no sólo una humilde retractación en la que Helvétius pro­ fesaba su adhesión total al dogma cristiano, sino también una «denun­ cia» del arzobispo de París18, en cuya boca se ponía que se le habían re­ vuelto las «pastorales tripas» a causa de este libro monstruoso y que deseaba por las lágrimas de Jeremías apaciguar semejante injuria a la Majestad Divina. Era fruto, decía, de una «filosofía arrogante y profa-

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mi», nacida en París y diseminada por toda la nación a través de mil cai .des (en obras sobre ética, en las ciencias naturales, en la teoría política, en libros de viajes, jeux cTesprit y obras de teatro). El escándalo de De ÍEsprit había salpicado a la Enciclopedia de ma­ nera especial porque por todas partes corría el rumor de que el verdade­ ro autor del libro era Diderot. El arzobispo mantenía una rivalidad con­ tinua contra los jansenistas, pero estaba de acuerdo con ellos en un punto: existía una conspiración deliberada, astuta y bien organizada contra la religión y la autoridad, y Diderot podía muy bien ser quien la dirigía. Este se convirtió en el tema de un órgano anú-philosophique, nuevo y formidable: Prejuicios legítimos contra la Enciclopedia. La obra, escrita por el jansenista Abraham de Chaumeix1*tuvo varios volúmenes y rastreó la Enciclopedia en busca de impiedades ocultas y trampas para incautos.

IJurante 1758, debido a los titubeos y cambios de frente de d’Alembert, rl trabajo en la Enciclopedia se interrumpió muy a menudo y esto permiúó a Diderot disponer de tiempo para completar su nueva obra teatral, El padre defamilia. Por supuesto, tuvo que pasar por los censores, y en ese momento su nombre ponía a éstos muy nerviosos. Los censores, para curarse en salud, exigían los cambios más nimios, con lo que casi hicieron enloquecer a Diderot. «Lo vi ayer —escribió un amigo a Malesherbes— y se encontraba en tal estado de desesperación que temía­ mos se tirase por la ventana.»20 Un cambio en especial, la omisión de una inocente plegaria que se recitaba en escena, le resultó intolerable. A Saint-Lambert le había gustado la oración, dijo a Maleshcrbes, contaba con la aprobación de su esposa Nanette, «una buena mujer que no care­ ce ni de sentido ni de gusto», y otro amigo la consideraba un rasgo de genio.2' Por último, la dejó inalterada y nadie lo notó. E l padre defam ilia se publicó en 1758, junto con el discurso Sobre la poesía dramática, en que, de manera más sistemática, Diderot exponía su programa para un nuevo arte escénico: un teatro de la verdad y la natu­ raleza, relacionado, mediante la pantomima y el cuadro vivo, con el arte de la pintura. La obra y el ensayo representaban un ataque a la Comédie lú an^aise y sus convenciones. Envió un ejemplar de la obra a una actriz que conocía, Madame Riccoboni, y ella le explicó en qué puntos no luncionaría en el teatro. Los actores no podían actuar sentados, no se les podría oír si daban la espalda al público, etc. Diderot respondió que lo que requería un cambio no era la obra, sino el teatro de Francia. «Vues­

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tras reglas os han endurecido y cuanto más se multiplican, más autóma tas os volvéis.» Cada día que pasaba, el teatro, esa preciada propiedad de un Estado absolutista, se volvía — como el Estado mismo— más nulo, más formalmente helado, más moribundo. De hecho, Diderot apenas si soportaba ir al teatro y echaba de menos la época, no tan lejana, en que los teatros eran «lugares de tumulto». Las cabezas más frías se calentaban al entrar y hombres de buen sentido compartían, en grados variables, los arrebatos de los locos. En un rincón se gritaba: «¡Paso a la señora!»; en otro: «¡Esas ma­ nos quietas, señor abate!», o «¡Fuera ese sombrero!»; y por todas partes se oía: «¡Silencio! ¡Callen los intrigantes!». La gente seponía de pie, se empujaba, no estaba en sus cabales. Ahora no conozco disposición más favorable para un poeta. La obra empezaba de forma vacilante, con continuas interrupciones; pero si había un pasaje hermoso, el griterío era increíble, se exigía una repetición tras otra. Todo era entusiasmo por el autor, el actor y la actriz. E l entusiasmo se extendía desde las lunetas hasta las gradas y desde aquí hasta los palcos. Todos llegaban alegres y se iban embriagados; unos iban en busca de mozas, otros se mezclaban con la sociedad. Era como una tormenta que se disipa; horas después todavía se oía el murmullo de los truenos}l En el cuarto capítulo, Diderot defendía un «género» que denomina­ ba «drama filosófico». Un tema prometedor para este género, escribía, podía ser la muerte de Sócrates: Sócrates con las manos atadas y en el lecho de la prisión, durmiendo el sueño de los justos; la llegada de sus amigos apesadumbrados; el juicio; el discurso sobre la inmortalidad; su último encuentro con la mujer y los hijos, etc. Qué desafío para el genio, escribía. Habría dado cualquier cosa por poseer la capacidad para lograr­ lo, para captar el carácter del filósofo: firme, sencillo, tranquilo, sereno, exaltado, dispuesto en todo momento a esbozar una sonrisa o derramar unas lágrimas. En un capítulo posterior, sobre la «Pantomima», perfila la obra con mayor detalle, con acotaciones escénicas, y se pregunta: ¿por qué esa sucesión de cuadros no podría tener toda la grandeza de una pintura de Poussin? Para Diderot, Sócrates, encarnación de la virtud perseguida, se había convertido en culto. Incluía no sólo los recuerdos de la prisión de Vincennes, sino también tribulaciones más recientes. («Durante diez años, durante treinta —escribiría a Malesherbes— , he bebido hiel en una copa rebosante.») En algún momento adquirió una

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.. >itija con la cabeza de Sócrates y la usaba para sellar su correspondeni i Voltaire sabía cómo complacerle cuando lo llamaba «Diderot-Só. i .1íes» y Rousseau sabía cómo desacreditar a su viejo amigo; en el Em i­ lio diría cjue «nadie podría desear una muerte más fácil que la de Sócrates». En consecuencia, Diderot se sintió muy complacido cuando en no' Kinbre de 1758 su amigo ginebrino, el pastor Jacob Vernes, le escribió ilmtándolo a componer una Muerte de Sócrates. Diderot dijo a Vernes c|uc, a pesar de su incapacidad, lo intentaría: sería su despedida del tea­ tro. Si lo hacía, escribiría un prólogo con un discurso en el que intentan.i algo igualmente exigente: demostrar a la humanidad que, teniendo ■ii cuenta todas las cosas, lo mejor que podía hacer por su propia feliciilad era practicar la virtud. El problema era algo con lo que había lucha.Iantes, sin quedar satisfecho: «Tiemblo ante la idea de que, si la Virii id no emerge triunfante, habré producido, por así decirlo, una defensa ilcl vicio». Si estuviera soltero y fuera hombre de medios, dijo a Vernes, legaría su fortuna al escritor de quien se pudiera afirmar, ante los ojos de mu ciudad como Ginebra, que había superado la prueba por encima de toda duda. ¿Qué no daría él por sentirse inocente, por estar seguro de su propia virtud? Cómo compadecía a su común amigo Rousseau, «solo en medio del delito y el remordimiento, y rodeado de aguas profundas». I 'uán sereno y libre de males vivía, por el contrario, el hombre que tenía la conciencia tranquila. ¡Ah, señor!, echad a ese hombre sobre la paja, en las profundidades de una prisión. Cargadlo de cadenas. Acumulad tormento sobre tormento en sus miembros. Tal vez le arranquéis algunos quejidos, pero no le impediréis ser lo que más desea. Quitádselo todo, haced que muera en una esquina, con la espalda contra la arista de pie­ dra, y no evitaréis que muerafe liz} 3' Era un sueño que Diderot no abandonaba nunca —a saber, plantear más allá de toda duda, mediante algún silogismo, que la virtud era la mejor política—, pero siempre se advertía de lo mismo: que era mejor mi intentarlo, pues podía terminar demostrando lo contrario. El compromiso con la «virtud», compromiso que deseaba con ardor, siempre se vi ia obstaculizado por cuestionamientos y voces adversas.

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Tal como no tardaron en señalar sus enemigos, ya existía una pieza de Goldoni con el mismo título que la de Diderot, 11 padre di famiglia. En este caso, el parecido no iba más allá del título; sin embargo, para mantener la tranquilidad, se hicieron gestiones para publicar las tra­ ducciones francesas de I! padre di fam iglia e I! vero amico, que habían hecho dos amigos de Diderot, al mismo tiempo que su última obra teatral. Esto condujo a una pequeña complicación sorprendente y ab surda. En algún punto del proceso de edición se descubrió que ambas traducciones contenían (no se sabía quién las había incluido) sendas dedicatorias irónicas y oscuramente ofensivas: en el caso de Le véritable ami, a «la condesa de * * *» y en el de Lepére defamille, a «la prin­ cesa de * * *». Además, como continuación de la broma, se afirmaba que los volúmenes habían sido comprados a «Bleichnarr», nombre que, traducido al francés, resulta Pále sot, o sea, «idiota pálido». Así pues, fue un golpe contra el satírico Palissot, que fue insultado por se­ gunda vez, aunque sin mencionar su nombre, en un epígrafe obsceno en latín. Para cualquier iniciado, estaba claro que toda la cuestión se dirigía sin duda alguna contra la condesa de La Marck y contra la princesa de Robecq , dos señoras muy bien relacionadas de las que se sabía que tenían trato íntimo con Palissot y que eran, igual que él, enemigas acérrimas del clan philosophique. Ambas damas se indigna­ ron y escribieron a Maleshcrbes exigiéndole una disculpa inmediata. Como las traducciones habían pasado por las manos de Diderot y de Grimm, las sospechas cayeron sobre Diderot, que al final visitó a la condesa y formuló algún tipo de confesión por escrito, que la condesa procedió a romper. La verdad, conocida mucho después, era que el verdadero culpable había sido Grimm y que Diderot lo había protegi­ do con generosidad. Todo el pequeño episodio de las dedicatorias (y hubo más compli­ caciones) molestó mucho a Malesherbes, más que ningún otro asunto durante el desempeño de su cargo. También tuvo muy mala acogida desde otro punto de vista, pues la condesa de La Marck y la princesa de Robecq eran enemigas peligrosas y ejercían mucha influencia sobre el principal ministro del rey, el duque de Choiseul. Hasta aquel mo­ mento, Choiseul, hombre de mundo inteligente y escéptico, y amigo de Voltaire, había contemplado la Enciclopedia con buenos ojos. Aquel año, sin embargo, el segundo de la Guerra de los Siete Años, fue muy ajetreado para él desde el punto de vista político y le exigió realizar las más sutiles maniobras entre el Parlcment de París y el partido dévot, que representaba a la oposición en Versalles. Por lo tanto, parece (al

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menos así lo interpreta Michelet) que decidió sacrificar la Enciclopedia mino forma de sobornar a la facción parlamentare. Como fuese, a principios del nuevo año, justamente cuando d’Alembert había vuelto i reunirse con su colega y Diderot anunciaba con optimismo el «rena11 miento» de la Enciclopedia, los acontecimientos se les echaron encim,i. El 23 de enero de 1759, el Procurador General Omer Joly de I leury pronunció en el Parlement de París una diatriba furiosa contra l,i Enciclopedia y De ÍE sprit de Hclvétius. Como consecuencia de ello, i* prohibió la venta de la Enciclopedia y se nombró una comisión, formada en su totalidad por jansenistas, para investigar sus actividades, 'm informe fue violentamente adverso; y el 8 de marzo llegó la noticia de que, por un decreto real, la Enciclopedia había sido prohibida y pri­ vada del privilége. Sin duda, se trataba de una crisis suprema y Diderot respondió con i'.ran vigor y valentía. En su opinión, la respuesta era clara: con o sin prii/ége, y a costa de cualquier riesgo personal, debían continuar y com­ pletar la Enciclopedia. Era cuestión de deber público y de respeto por sí mismos. Era posible que tuvieran que proseguir en secreto y que hubiera ipie publicar la obra completa fuera de Francia. Diderot expuso su acti­ nal a los editores y se fijó un día para que él, d’Alembert y un par de co­ legas se reunieran con el fin de discutir el tema durante la comida. Por ■ntonces, Grimm estaba en Ginebra, adonde había ido para reunirse ron Madame d’Épinay, y Diderot le envió un vivido informe sobre la ielevante reunión. Nos sentamos a las cuatro de la tarde. Todo el mundo estaba de buen humor. Bebimos, reímos, comimos; y a medida que avan­ zaba la tarde nos embarcamos en la gran empresa. Expliqué mi plan para completar el manuscrito. No os puedo explicar con cuán­ ta sorpresa e impaciencia me escuchaba mi querido colega Id’Alembert], Irrumpió con ese ímpetu pueril que vos conocéis tan bien; habló de los libreros como si fueran lacayos, de la idea de continuar la obra como si se tratara de una locura y durante todo el tiempo me dijo cosas desagradables que me pareció mejor pasarpor alto. Cuanto más irracionaly violento se ponía él, mayor era la to­ lerancia y calma que mostraba yo. Es evidente que la Enciclope­ dia no tiene enemigo másfirme que este hombre... Y nuestro amigo el barón, os preguntaréis, ¿cómo se comportó durante la discusión? Se removía en la silla. Yo temía que en cual­

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quier momento la estúpida charla de d'Alemhert acabara con su paciencia y estallara enfurecido. Sin embargo, se contuvo y su pru­ dencia me sorprendió. En cuanto al caballero, no pronunció una sola palabra y se limitó a mirar su plato con expresión aturdida. D'Alembert, después de tartamudear, jurar y hacer piruetas, sefue y no he vuelto a saber de él desde entonces. Cuando nos libramos del pobre loco, repasamos la gran cues­ tión. La analizamos desde todos los ángulos, llegamos a varios acuerdos y nos alentamos mutuamente. Juramos llevar la em­ presa a término. Acordamos hablar en los volúmenes siguientes con la misma libertad que habíamos utilizado en los anteriores, in­ cluso si había que publicar en Holanda. Y así nos despedimos.25 Uno de los temas discutidos con los libreros fue el sueldo de Dide­ rot. En este sentido, se acordó un nuevo contrato en virtud del cual reci­ biría 25.000 libras por preparar los siete volúmenes restantes. (Vid. el Apéndice.) A Diderot le pareció un convenio satisfactorio, pero no suce­ dió lo mismo con Voltaire quien, al enterarse de la cantidad, la calificó de lamentable. También se analizaron aspectos relacionados con la se­ guridad y se determinó que, en aras de la integridad general, Diderot quedaría al margen de los tratos directos con los colaboradores. Pronto pudo contar al ausente Grimm que el barón volvía a rondar por su bi­ blioteca, que innumerables copistas volvían a «gemir» bajo el látigo de Jaucourt y que, de momento, su propia puerta quedaba clausurada a las visitas desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde.

Diderot y las estatuas

I fidcrot, que a veces perdía la cabeza en sus asuntos personales, afrontó Lis crisis de la Enciclopedia, incluso la de 1759 (que fue crucial), con gran II «raje y claridad de espíritu. Hasta se podría decir que su conducta fue heroica. No obstante, aún no se ha mencionado algo que podría ayudar i comprender su optimismo y valor. Unos tres años antes había iniciado una relación amorosa muy gratificante e inspiradora. La mujer se llama­ ba Sophie Volland. En ese momento tenía treinta y nueve años, tres menos que él. Su padre, financiero e inspector general de las Granjas Reales, había muerto hacía tres o cuatro años y ella vivía con su madre en la Rué des Vieux-Augustins, sector preferido por la elite financiera. (El padre también había adquirido la seigneurie de una propiedad en Me-sur-Marne.) Su nombre de pila era Louise-Henriette.' «Sophie» («Sabiduría») na una cortesía y quizá se lo pusiera Diderot (era un nombre de moda n aquel momento). Era una intelectual, o al menos una lectora inteli­ gente, y Diderot descubrió —detalle que le atrajo— cierto aire masculi­ no en su personalidad («mi Sophie es hombre o mujer, según le place»), i . i como cierta franqueza y brusquedad. Era, según le decía Diderot, •ligeramente barroca». «Los demás pueden pulirte cuanto quieran, ja­ más suavizarán tu aspereza natural y me alegro por ello. Prefiero tu su­ perficie nudosa y angulosa al aburrido esplendor de las mujeres de munilo.»2 Es poco lo que se sabe sobre su aspecto, salvo que llevaba gafas y, según Diderot, tenía «una manita seca» (une menotte s'eche)} Su aparieni i .i física queda entre brumas para nosotros porque no nos ha llegado ninguna carta escrita por ella, ni descripción alguna hecha por otro au­ tor. A Diderot le parecía, hasta un punto desconcertante, dada la edad de la mujer, que vivía esclavizada por su madre. (El biógrafo diderotiano André Billy dice que tal vez hubiera caído en desgracia a consecuencia

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de alguna relación anterior.) De ahí que no comentaran nada a la madre acerca de su relación, por lo menos durante un tiempo. Diderot iba a verla por las escaleras de servicio; y el portero de un amigo que vivía cer ca de la casa de las Volland le avisaba cuando la zona estaba despejada para un encuentro en los jardines del Palais Royal. En mayo de 1759, la madre los sorprendió en la habitación de Sophie y hubo una escena, después de la cual Diderot escribió una larga carta a la señora Volland, de «una violencia inconcebible», según sus propias palabras. Ella ni si­ quiera se molestó en abrirla durante un par de días, lo que le dejó per piejo, y cuando lo hizo escribió una respuesta muy amable, alentándolo a ser «la felicidad de su hija y de ella misma». La pobre Nanette no tar­ dó en descubrir la relación y se puso muy celosa; por ello, un tercero te­ nía que enviar las cartas de Sophie y no se podía ni pensar en que las dos mujeres se encontraran. La relación de Diderot con Sophie fue ardiente y muy duradera, y él llegó a pensar que su vida afectiva estaba completa. Le decía que había «erigido una estatua» en el corazón de Sophie que esperaba no derribar jamás. Diderot, Sophie y Grimm eran «tres almas bellas»: la de Sophie «la más bella alma femenina» y la de Grimm «la más bella alma masculi­ na» del mundo.4 En opinión de Diderot, formaban un grupo monu­ mental que podía inspirar a la humanidad. Era un hombre muy obstina­ do en su vida emocional, adjudicaba sin miramientos papeles fijos a quienes amaba, pero mantenía una lealtad ardiente a ese ideal una vez que lo había determinado. No se trataba de una actitud ingenua, pues era un observador agudo de la humanidad, sino una decisión filosófica. Hacia el final de su vida experimentó un cambio de actitud hacia Grimm, pero, por lo que se sabe, eso nunca sucedió entre Sophie y él. El gran lazo que urna a Diderot y Sophie eran las cartas. El envío de las cartas de Sophie representaba una dificultad para ambos, pues Dide­ rot no podía recibirlas en su casa. Afortunadamente, al año siguiente se hizo amigo de un tal Étienne-Noél Damilaville5, amigo y discípulo de Voltaire, que trabajaba en las oficinas del nuevo impuesto, la vingti'eme o vigésima. El empleo le permitía enviar cartas gratis y sin ninguna clase de justificaciones y no tenía inconveniente en utilizar tal privilegio en beneficio de sus amigos. Aceptó hacerlo para Diderot y también le pro­ porcionó una dirección de conveniencia. Fue la solución perfecta para el problema de los amantes. Damilaville, ex oficial del ejército, era un personaje irascible y de modales toscos, pero con una personalidad que atraía a Diderot. Dide­ rot iba todas las tardes a la oficina de Damilaville en el Quai des Mira-

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mionnes y, si no hallaba carta de Sophie, solía pasar el resto de la tarde, i modo de consuelo, con el misántropo Damilaville y su amante en las habitaciones de éstos, en la lie de la Cité. Las cartas de Diderot a Sophie, algunas increíblemente extensas, ucnen una calidad vital extraordinaria. Habían acordado que ella era un •hombre» a quien se podía contar cualquier cosa y que él le abriría el es•ii mu con integridad filosófica. Su plan, decía, consistía en «decirte, sin •i den, sin reflexión, sin finalidad, todo lo que sucede en el espacio que yo ocupo y fuera de ese espacio; en el punto donde estoy yo y en el pun­ ió donde se mueven los demás». Numeraba las cartas que ella le escribía i la primera que ha llegado hasta nosotros es la número 135, que repro­ duciré en su totalidad. Diderot se encontraba en un estado de ánimo de uave melancolía al escribirla, pues estaba extenuado por los esfuerzos di la Enciclopedia, echaba de menos a Grimm y temía por Sophie, que no se encontraba bien (tenía cierto absceso crónico en el pecho) y que pronto se retiraría, llevada por su madre, a Isle-sur-Mame, nadie sabía durante cuánto tiempo. D ’Holbach opinaba que Diderot estaba muy • nfermo y que necesitaba distraerse, por lo que le había convencido de que le acompañara en varias excursiones. Poco antes, ambos, junto con un amigo común, el barón de Gleichen6, habían ido a visitar el palacio di Marly.7 La siguiente carta (que me parece encantadora) servirá como ejemplo de muchas otras: 10 de mayo de 1759 Viernes por la mañana. Salimos hacia Marly ayer a las ocho. Llegamos a las diez y media. Encargamos una abundante comida y paseamos por los jardines, en los que me llamó la atención el contraste entre el arte delicado de los cenadores y setos y el estado salvaje de la naturaleza en un ex­ tenso 'claro de grandes y soberbios árboles que dominaban todo el conjunto y hadan de telón de fondo. Los cenadores, dentro de un bosque, cada uno por su lado y semienterrados, parecían las casas de genios subalternos cuyo amo ocupara el del centro. Ello confería un aire de cuento de hadas a toda la escena. No debería haber dema­ siadas estatuas en losjardines y éste mepareció un poco sobrecargado. Deberíamos contemplar las estatuas como seres que aman la so­ ledad y la buscan —poetas, filósofos, amantes— y estas maturas no son comunes. Bellas estatuas, ocultas en los puntos más remotos y distantes entre sí, estatuas que me reclaman, que busco o encuentro,

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que me detienen y con las que sostengo largas conversaciones; más no, otras no. Pase' ante estos objetos con paso tranquilo y el alma llena de melancolía. E l otro andaba a zancadas, y el barón Gleichen y yo le seguíamos a paso tranquilo. M e sentía feliz con este hombre. Era como si nuestros corazones compartieran un sentimiento secreto. Es sorprendente cómo las almas sensibles se pueden entender casi sin palabras. Una palabra al pasar, una distracción, una reflexión vaga y ocasional, un leve lamento, una mirada distante, el tono de voz y la forma de caminar, de mirar y prestar atención y de guar­ dar silencio, todo es revelador para el otro. Hablamos poco, senti­ mos con profundidad; ambos estábamos tristes, pero él inspiraba más pena que yo.s De vez en cuando, yo dirigía la mirada a la ciu­ dad; la suya solía clavarse en el suelo. Buscaba algo que ya no exis­ tía. Llegamos a una obra que me sorprendió por su simplicidad y por lafuerza y sublimidad de la idea. Era un centauro con un niño sobre el lomo. E l niño cogía la cabeza feroz de la bestia entre sus manos pequeñas y la dirigía empuñando un cabello. Había que ver el rostro del centauro, el giro de la cabeza, su expresión lánguida, su temor ante el niño tirano. Miraba al niño como si temiera mo­ verse. Otra obra me produjo aún más placer: un fauno viejo, con­ movido por la visión de un recién nacido que yacía entre sus ma­ nos. La estatua de Agripina no coincide con su reputación, o yo estaba mal situado para juzgarla. Dividimos el paseo en dos partes. Exploramos las tierras bajas antes de la comida. Comimos con gran apetito. Nuestro barón es­ taba muy loco. Hay algo original en su tono y sus ideas. Imagínate a un sátiro, alegre, picante, indecente y lujurioso, en medio de un amable, casto y elegante grupo defiguras. A si era él entre nosotros. No habría avergonzado ni ofendido a mi Sophie, pues mi Sophie es hombre o mujer, según le place. No habría ofendido o avergonzado a mi amigo Grimm, pues tiene una imaginación libre y sólo le ofenden las palabras cuando se usan fuera de lugar. ¡Ay, cuánto dolor sentíamos por este amigo! ¡Ah, qué dulcefu e cuando abrimos nuestras almas y empezamos a describir y a alabar a los amigos ausentes! Cuán cálidas eran nuestras palabras, cuán cálidos nues­ tros sentimientos y nuestras ideas. ¡Qué entusiasmo! ¡Con quéfeli­ cidad hablamos de ellos! ¡Quéfelices se habrían sentido si nos hu­ bieran oído! ¡Oh, querido Grimm, quién repetirá lo que sobre ti dije! Fue una comida larga, pero no lo pareció. Luego exploramos

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los terrenos altos. Observé que, de todos los cursos de agua, los más bonitos eran los quefluían o caían sin cesar y no habían sido cons­ truidos por la mano del hombre. Hablamos de arte, poesía, filosofía y amor; de la grandeza y la vanidad de nuestras empresas; y del anhelo de inmortalidad, ese gusano ávido. De hombres, diosesy reyes; del espacio y el tiempo; de la muerte y de la vida. Durante este concierto se oía, sin cesar, la voz discordante de nuestro barón. E l viento se puso a soplar y em­ pezó a caer la oscuridad, que nos enfrió y nos envió al coche. E l barón de Gleichen ha viajado mucho. E l fu e quien pagó el viaje de regreso. Nos habló de los inquisidores de Venecia, que siempre andan entre el confesor y el verdugo. También de la bar­ barie de la corte siciliana, que entregó a los monjes un antiguo ca­ rro de triunfo, con bajorrelieves y caballos, para que lofundieran e hicieran campanas. Todo esto salió a colación a propósito de una cascada de Marly que fu e destruida y cuyos mármoles decoran al­ gunas capillas de Saint-Su/pice. Yo hablé poco. Escuchaba y soña­ ba. Llegamos a la puerta de nuestro amigo entre las ocho y las nue­ ve. Descansé allí hasta las diez. Dormí con lasitud y dolor. Sí, amiga mía, con dolor. Presiento desdichas para elfuturo. E l alma de tu madre está sellada con los siete sellos del Apocalipsis. E l misterio está escrito sobre su frente. Vi dos esfinges en Marly y me la recordaron. Nos ha prometido, a nosotros y a ella misma, más de lo que sabe hacer. Pero me consuelo; vivo con la esperanza de que nada puede separar nuestras dos al­ mas. Lo hemos dicho, lo hemos escrito, lo hemos jurado muchas ve­ ces; que sea cierto esta vez. Si no es así, Sophie, no será por culpa mía. E l señor de Saint-Lambert nos invitó al barón y a m í a Epinay, para pasar una temporada con la señora d'Houdetot. No acepté, e hice bien, ¿no crees? Ay del que busque distracciones, pues las hallará. Se curará de su angustia y yo quiero conservar la mía hasta elfin. Temo ir a verla. Pero debo hacerlo. E l destino nos tra­ ta como sifuera necesario padecer a fin de que nuestra unión per­ dure. Adiós, amiga. Envíame un mensaje, si lo deseas, con Lanau. A propósito, ten cuidado con tu hermana. No le hables de nosotros, salvo que no te sea posible ocultar tus sentimientos, o salvo que ella misma te pregunte. Para nuestros amigos, incluso los más queridos, nuestra relación no puede significar mucho. Oír a los amantes y sentir compasión es una habilidad que se debe aprender. Ella toda-

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vía no la posee y quizá nunca necesite aprenderla. Beso el anillo que llevabas.9 Es una carta muy interesada por las estatuas y esto nos conduce a un tema extenso: la actitud de Diderot hacia las estatuas, actitud que de al­ guna manera da la pista de toda su postura ética. En su opinión, la vir­ tud no era natural en el hombre; uno llegaba a la virtud mediante un es­ fuerzo semejante al del escultor, erigiendo una estatua o efigie de uno mismo en las mentes y los corazones de los demás. Pero una vez erigida, la estatua permanecía en su lugar. Se convertía en refugio y advertencia para el propio escultor y él era el único que podía destruirla. Con un proceso de pensamiento similar, en Sobre la poesía dramática Diderot se pregunta cómo puede un lector corriente y falible convertirse, con todas sus mañas y prejuicios contingentes, en un crítico justo; y responde: me­ diante el esfuerzo por construir, en la imaginación, la estatua de un crí­ tico justo.10 Para Diderot, la virtud era una forma esforzada del arte, no del todo ajena a la hipocresía, que era un pecado menos grave de lo que se solía pensar. Por supuesto, cualquiera podía limitarse a rechazar todo este es­ fuerzo por construir estatuas y autoproclamarse alegremente «loco, im­ pertinente, ignorante, holgazán, glotón y bufón»; ¿y qué? Esta es la pre­ gunta que Diderot explorará en el personaaje del Sobrino, a quien pertenecen estas palabras, de su novela E l sobrino de Rameau. Según la naturaleza de las cosas, las estatuas simbolizan la reputa­ ción. Su función consiste en ser modelos, con la rigidez e impasibilidad del ideal. Puede resultar adecuado arrodillarse ante ellas y son muchos los discursos reverentes de Diderot dirigidos a las estatuas —«Oh, sa­ bios de Grecia y Roma, cuando encuentro vuestras estatuas en algún sendero solitario del bosque y detienen mi paso... cuando siento el entu­ siasmo divino que escapa de vuestro mármol frío y penetra en mí...», etc.11—. Por otro lado, siente el impulso de otorgar derechos humanos a las estatuas; por ejemplo, el derecho a la soledad. Además, experi­ mentaba el anhelo instintivo de mantener relaciones personales con ellas, de vencer su retraimiento y arrastrarlas al mundo de los vivos. En su Carta sobre los ciegos imagina cuánto pueden significar las estatuas para los ciegos, más quizá que para los videntes; sugiere que podrían existir estatuas para tocar y que incluso podrían ser un sustituto para los enamorados. También recordamos el papel de la estatua en E l sueño de (TAlembert amasada en un mortero y mezclada con humus, se la imagi­ na convertida en carne viva, apoyando así la doctrina del materialismo.

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Imaginó una vez que las grandes figuras de piedra que decoraban los tei.ulos de los palacios podrían representar a los verdaderos moradores de estos12; y cuando en el Salón de 1763 comentó el imponente grupo marmóreo de Falconet Pigmalióny Galatea, quedó prendado por la ale­ aría del tema: una estatua que adquiere vida. Deseaba que se hubiera mostrado a Pigmalión de otra forma, no sólo admirando a Galatea, sino tocándola.13 Añadiré otro ejemplo de la trascendencia que tenían las estatuas para Diderot, que se puede titular «El sombrero del rey de Dinamarca». En casa de d’Holbach, en julio de 1762, le presentaron a un francés re­ cién llegado de Copenhague, donde había visto al rey de Dinamarca duiante la inauguración de una estatua en su honor. Al llegar el rey, conta­ ba el viajero, «se alzaron quinientas o seiscientas mil voces, exclamando al unísono "¡Viva el rey! ¡Viva nuestro señor, nuestro amigo, nuestro pa­ dre!"». Ante esto, el rey, en un arrebato de alegría, abrió la puerta del cainiaje, saltó en medio de la multitud, lanzó el sombrero al aire, gritó «¡Viva mi pueblo! Vivan mis amigos. ¡Vivan mis hijos!» y besó a todos los que estaban a su alrededor. «Qué espectáculo tan raro y hermoso», escribió Diderot a Sophie. Le brotaban las lágrimas mientras escribía. Allí estaba la felicidad que envidiaba a los señores de este mundo, «sus­ citar el éxtasis en un pueblo inmenso, verlo y compartirlo» era suficiente para morir de placer. ¿Y el sombrero del rey? ¿Quién lo había recogido? Si hubiera sido él, no lo habría cambiado ni por un sombrero de oro. Cuánto le habría gustado enseñarlo a sus hijos y que ellos se lo enseña­ ran a los suyos, hasta el fin de los tiempos. ¡Cuántas veces celebrarían el momento en que tomó posesión del sombrero!1' Todo esto es muy diderotiano. La escena dionisíaca y la serie de sustitutos —el rey, la estatua del rey, el rey como estatua para sus súbdi­ tos, la reliquia sagrada y el ritual conmemorativo— representan el epíto­ me de su teoría ética y su teoría del teatro.

Las esperanzas más preciadas de Diderot estaban puestas en la compo­ sición teatral, pero le resultaba más fácil planificar las obras que escribir­ las. E ljuez de Kent (o E l shertjf); Madame de Linan; El hombre desdi­ chado o Consecuencias de una gran pasión; La muerte de Sócrates; y El estilo del mundo o Cómo vivimos hoy, según dijo a Grimm, a menos que se equivocara, serían la «máquina» más poderosa que hubiera pisado jamás un escenario. «Trece o catorce personajes y ni una pizca de probi­ dad en ninguno, con la excepción de una mujer que se contiene, a quien

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la naturaleza previo como una criatura fascinante, pero la necesidad, las circunstancias, el mundo y el demonio...» La idea se le había ocurrido en una «orgía mental, una efervescencia violenta», pero ¿dónde hallaría el tiempo o la concentración necesarios para escribirla? Había intentado dictársela a Sophie y a su hermana, con resultados desastrosos. Quizá sería mejor, dijo a Grimm, que le pasara la gran concepción a alguna otra persona.15 En junio de 1759 estaba «enciclopedizando como un galeote» y elaborando El juez de Kent, con la cabeza llena de «sacerdotes, verdu­ gos, víctimas... espectros de todo tipo»11’, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre. El anciano había estado enfermo durante un año, pero el final fue repentino y pacífico: sostenía una agradable con­ versación con sus hijos Denise y Didier-Pierre, se reclinó en la silla y todo terminó. Diderot se sintió conmovido y, durante algún tiempo, habló de «la maldición del cielo» porque no había visto morir ni a su madre ni a su padre. Sin embargo, su ánimo no tardó en pasar a una melancolía placentera. Su padre había dejado algo que parecía un tes­ tamento admirable, propio del viejo cuchillero, llenó de pensamientos delicados hacia sus hijos y criados. Se debían pagar todas las deudas, incluso las cuetionables; Denise debía entregar dos sueldos y seis dine­ ros a la semana, como había hecho él en vida, a Tomás el Ciego para que recitara una oración ante su tumba y la de su padre; y rogaba a Denis y a su hermano que dieran una pequeña parte a Denise, que lo había cuidado con tanta devoción durante su enfermedad; ellos la de­ terminarían. La intención era obvia. El padre, que sabía muy bien cómo se peleaban sus hijos, había ideado un pequeño ardid para obli­ garles a ponerse de acuerdo; y Denis, como hermano mayor, decidió mostrar de qué manera un filósofo e hijo amante podía obedecer las órdenes de su padre. Partió hacia Langres el 25 de julio. La señora Volland le había pres­ tado su coche, y el plan era que, al regresar a su casa desde Langres, la recogería en su casa de campo, en Isle, y la acompañaría a París. La ma­ ñana de su partida, Nanette provocó una pelea espantosa y Diderot lle­ gó a Langres más muerto que vivo: la vieja criada Héléne dijo que pare­ cía que había llegado para reunirse con su padre en la tumba. Dos días después escribió a Nanette, tratando de razonar con ella de la mejor ma­ nera posible. No había nadie en el mundo, decía, a quien amara más que a ella y a la hija de ambos. «No soy perfecto y tú tampoco lo eres. Estamos juntos, no para reprocharnos nuestros defectos con amargura, sino para apoyarnos. Tienes la felicidad de los tres en tus manos. Me

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enviaste de viaje con el corazón transido de dolor... si me enviaras a la tumba, ¿de qué te serviría?»1' El padre de Diderot había dejado una herencia importante: varios contratos valiosos, viñas, una cantidad de grano, rentas procedentes de granjas y tres casas. Diderot calculó que después de dividirlo entre los tres, le aportaría una cantidad similar a la que ganaba en aquel momen­ to. No significaría hacerse ricos, pero proporcionaría a Nanette y a él una modesta seguridad financiera. Los detalles del reparto habían que­ dado bajo la responsabilidad de los hijos, y el hermano de Diderot se había ocupado de preparar cifras y documentos detallados. Antes de que llegara Denis, Didier-Pierre y Denise habían decidido vivir separados y Denis tuvo que admitir que, tal vez, no estaban hechos para llevarse bien —el uno honorable pero inflexible, receloso y callado en lo tocante a temas íntimos; la otra, estrepitosa e irascible, despreocu­ pada por lo que decía— . A Didier-Pierre, como clérigo, le agradaba lle­ nar la casa de amistades eclesiásticas, lo que suponía un trabajo sin fin para Denise. De todos modos, protestaba, los amigos de su hermano eran terribles. Pero lo cierto era que ella y el abate habían depositado muchas es­ peranzas en la visita de Denis y deseaban que pudiera hacer algo por re­ conciliarlos. Fue una misión que Diderot quiso intentar. Descubrió que parte del problema radicaba en que su hermano sentía celos de Denise: estaba convencido de que Denis la quería más a ella que a él, lo que, di­ cho sea de paso, era en gran parte cierto. Diderot hizo todo lo posible por calmarlo, contándole, según informó a Sophie, las típicas mentiriji­ llas que engañan a quienes quieren ser engañados. De todos modos, añadió, incluso si quisiera a Denise mil veces más de lo que la quería, seguiría amando la justicia y la equidad por encima de todo. Con respecto a la herencia propiamente dicha, todos se portaron muy bien y llegaron a un arreglo que, hasta cierto punto, implicaba un londo común. Los dos hijos menores se encargarían de recoger todas los ingresos anuales y decidirían la cifra que debía recibir Denis. A l )enis también se le ocurrió una solución para el problema doméstico: una amiga de Denise que se encontraba en dificultades económicas iría a vivir con ellos y se encargaría de la organización de las faenas del hogar, y Denise pagaría un alquiler a Didier-Pierre por ella y por su amiga. La propuesta fue muy bien aceptada y, llevado por su entusias­ mo, Denis se ofreció como mediador en cualquier discusión posterior, ofrecimiento que Didier-Pierre aceptó con toda la simpatía que era capaz de manifestar. Por el momento, todo estaba en armonía y los

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tres firmaron el acuerdo legal entre lágrimas y promesas de buena vo­ luntad. Luego hubo una recaída. Un día el abate llegó a su casa y al encon­ trar los bultos de Denis preparados, estalló en las recriminaciones más amargas. No le habían dicho que Denis se iba; nunca le decían nada; no lo querían, todo aquello lo demostraba. La tristeza y la ira le dejaron sin palabras y Denis, entre abrazos y palabras de consuelo, tembló por el fu­ turo de Denise. Los criados sirvieron la comida, pero ninguno de los tres se atrevió a probar bocado y permanecieron sentados en el más ab­ soluto silencio —Denis con la cara entre las manos, Denise simulando bostezos y Didier-Pierre removiéndose con inquietud— . Denis tuvo que rogarles encarecidamente que se comportaran con sensatez. Se sen­ taron a tomar la última cena, ya totalmente fría, y Denis les echó un ser­ món. «No sé qué dije —escribió a Sophie (16 de agosto)— pero al final pusieron las manos sobre la mesa y se las cogieron y apretaron con lágri­ mas en los ojos. Reconocieron sus faltas con franqueza, me pidieron mil perdones y me ahogaron con sus abrazos.»18 Diderot abandonó Langres en un estado de ánimo muy diferente del que tenía al llegar, de hecho, se sentía muy contento. Tenía buenas razones para estarlo. Estaba satisfecho de sí mismo porque, en cuanto hijo mayor, había demostrado que merecía ser hijo de su padre. Tenía la esperanza de volver a ver a Sophie y se enfrentaba a la perspectiva in­ quietante de un téte-á-téte con su madre. Pronto — no menos impor­ tante— se reuniría con Grimm, su compañero del alma, su inspirador y su mejor oyente. Inició una larga carta-diario para Sophie —al estilo, antes de tiempo, del Viaje sentimental de Sterne— y fue añadiendo en­ tradas en cada parada del coche. Allí estaba, en Guémont (escribió), a doce leguas de Langres, escribiendo con la pluma y la tinta del curé local, el único recado de escribir de toda la parroquia. La misma pluma que usa­ ba para decir a Sophie que la amaba con locura era la que empleaba el curé para garabatear sus sermones, «condenando a sus pobres idiotas por escuchar a sus corazones, que predican mucho mejor que él»... Pero ya llegaba el fricasé de pollo, que se enfriaba mientras él seguía escribiendo. Sus humildes anfitriones se impacientaban.... ¡Excelente fricasé, exce­ lente agua!... ¡Ah, si Sophie le viera comer! Sus pobres anfitriones se sentían demasiado avergonzados para decirle que no había postre. Pen­ saban que era un hombre importante o al menos un prelado rico; y era cierto, tenía coche y caballos, lo único que le faltaba era el lacayo... «A propósito, los gatos rurales no se animan a comer en plato. Deben de haber nacido para el crimen. Tienen pinta de robar la comida, incluso

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cuando se la dan. Hay seres humanos así. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí; el agua, deliciosa! ¡A tu salud, Sophie! “Madame, ¿me permitís...?” “Natu­ ralmente...”»18 La primera noticia que recibió Diderot al regresar a París fue que un edicto real obligaba a los editores de la Enciclopedia a devolver a los susi riptores la parte del adelanto que excedía de la mercancía recibida. No obstante, con la ayuda de Maleshcrbcs , los editores habían llegado a un acuerdo que les permitía utilizar el excedente de los adelantos como ga­ rantía por los volúmenes de láminas. Mientras tanto, el 3 de septiembre, el Papa Clemente XIII publicaba un breve en que ordenaba que todos los fieles que poseyeran ejemplares de aquella obra condenable los en­ tregaran a su obispo o a un inquisidor, a fin de quemarlos. Diderot ya no se asustaba con facilidad y pronto volvió a trabajar durante largas ho­ ras en la Enciclopedia, encerrado en su «taller». Esa era, dijo a Grimm, su única ocupación, y el «autor» que en él había estaría muerto hasta que Grimm regresara para resucitarlo. Durante los dos días que había pasado con la madre de Sophie, Di­ derot había explotado al máximo su propia simpatía con bastante éxito, o al menos ésa era su impresión. No obstante, de manera inexplicable, al regresar a París se encontró con que apenas si le permitía ver a Sophie. ¿O era la misma Sophie quien le evitaba? Durante las muy escasas oca­ siones en que se le pr "litía visitarla, ella y su hermana permanecían sentadas, tristes y siLr .osas, o Sophie abandonaba la habitación para llorar. Faltaba un par de semanas para que la familia se fuera a Isle y Sophie parecía convencida de que moriría allí y nunca volvería a ver a Diderot. Cuando se quedaban solos, permanecían sentados, cogidos de la mano; pero cuando él le decía que se apoyara sobre su hombro, So­ phie le respondía con pesar: «Amigo mío, no debes acostumbrarte a eso». En general, toda la familia Volland se conducía de manera muy misteriosa. Empezó a sospechar que existía alguna relación incestuosa o lesbiana entre Sophie y su joven hermana casada, la señora de Le Gendre. Se puso celoso y, al mismo tiempo, se despertó en él una enorme curiosidad. Cuando las hermanas compartían el lecho, preguntaba a Sophie si sus pechos se tocaban. «Me interesa mucho saberlo.»1

1lacia poco, el barón d’Holbach había comprado una casa de campo lla­ mada Grandval, a unos veinte kilómetros al sureste de París, e insistía en que Diderot fuera y se quedara allí durante algún tiempo. En térmi­ nos legales, la casa pertenecía a la suegra de d’Holbach, la señora d’Aine.

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De hecho, era su suegra por partida doble, pues al morir su primera mujer, Geneviéve, en 1754, se había casado con la hermana de ésta, Charlotte-Suzanne. La señora d’Aine, viuda de un funcionario real, era una anciana excéntrica y de lengua obscena que fascinaba a Diderot. No le entusiasmaba la idea de abandonar París mientras Sophie estuviera allí, pero hizo una breve visita a Grandval, donde completó la crónica de un Salón. Luego regresó a París y volvió a intentar, de nuevo en vano, ver a Sophie, después de lo cual se dirigó a Grandval con el fin de que­ darse más tiempo. Nanette, escribió Diderot a Sophie, abrió los ojos como platos cuando vio los libros y ropa que se llevaba. «Nanette no se cree que pueda estar separado de ti más de una semana.»1; A partir de entonces, y durante algunos años, haría largas visitas en verano u otoño a Grandval y probablemente a los ojos de Nanette éste representaba el menor de los dos males. Ante la insistencia de los d’Holbach, Diderot consideraba Grandval como un segundo hogar y un lugar de trabajo. Se despertaba a las seis y se pasaba toda la mañana en su habitación, sin que nadie lo interrum­ piera. El barón golpeaba la puerta para darle los buenos días, pero se iba de inmediato a menos que Diderot le instara a quedarse y conversar. A la una y media se reunía con los demás habitantes de la casa para charlar o jugar a las cartas; luego venía la comida, tan suntuosa o más que la que se servía en la Rué Royale. Alrededor de las tre'- o las cuatro, cogían los bastones y salían a pasear, las mujeres en un gx,*pu y el barón y Diderot en el otro. A ambos hombres les apasionaba el paisaje y solían andar va­ rias horas, discutiendo sobre «historia, política, química, literatura, filo­ sofía natural o ética». Por la tarde, volvían a jugar a las cartas, a veces la baronesa tocaba algo de música, cenaban, charlaban, y hacia las once y media estaban todos dormidos («o deberían»). Uno de los huéspedes habituales de Grandval era un escocés melan­ cólico llamado Hoop. Ni siquiera llegaba a los cuarenta, pero estaba tan arrugado, encorvado y seco que lo llamaban «padre» Hoop. Había estu­ diado medicina en Edimburgo y había viajado para una firma exporta­ dora por España, la China y otros parajes lejanos. Circulaba una román­ tica anécdota acerca de un hermano suyo que había llevado a la familia al borde de la ruina; Hoop había conseguido salvar a la familia, sacrifi­ cando su trabajo y su propia felicidad. Como fuese, su tema preferido era que la vida era una carga intolerable. «Por eso os doy la habitación que da al foso», dijo un día la señora d’Aine; y el barón añadió: «Pero quizá no os agrade la idea de ahogaros. Si el agua os resulta muy fría, padre Hoop, siempre estamos a tiempo de batimos en duelo». «Será un

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verdadero placer, amigo mío —respondió Hoop— , pero sólo aceptaré con la condición que me matéis.» Siguieron hablando de un famoso es­ tafador, el señor de Saint-Germain, y de un elixir de la eterna juventud, que, según sostenía, había detenido e invertido su proceso de envejeci­ miento a los ciento sesenta años de edad. Si podía restar una hora a su existencia, especularon, multiplicando la dosis empleada podía restar un año, o diez, o regresar al vientre materno. «Si alguna vez volviera allí dijo el padre Hoop— , os aseguro que nadie me volvería a sacar. »"u I )iderot acotó que, según opiniones materialistas sólidas, no había nada absoluto en cuanto a la muerte. La única diferencia entre la muerte y la villa era que, en el presente, uno vivía en estado de cohesión, mientras que veinte años más tarde viviría disperso y al por menor. Por lo tanto, sostuvo, las perspectivas del padre Hoop eran aún peores de lo que te­ mía. Este era el tipo de conversación que le gustaba iniciar, y sus amigos no cesaban de pasar de una fantasía a otra. A principios de octubre de 1759, Grimm y Madame d’Épinay re­ gresaron de Ginebra y Grimm partió para Grandval. El reencuentro entre Grimm y Diderot fue por demás apasionado. «Estábamos toman­ do el postre cuando se anunció su llegada», escribe Diderot a Sophie: Corrí hacia él. Me eché en sus brazos. Se sentó; sospecho que para él no fue una buena comida. En cuanto a mi,\ no podía separar los dientes, ni para comer ni para hablar. Estaba sentado a mi lado. Le cogí de la mano y me quedé mirándolo... No sé cómo se lo tomó el barón, que es algo celoso y quizá había quedado algo desatendi­ do... Todos nos trataban como a dos enamorados y nos dejaron solos en el salón, incluso el barón. ¿Cómo halló este hombre la delicadeza de percibir que incluso él estaba de más? Nuestro encuentro de­ bió de causarle una impresión extraordinaria A Diderot acompañó a Grimm a París durante un par de días y fueron .i comer con su amigo Montamy22 en el Palais Royal. Diderot estaba eufórico y se mantenía en una especie de trance. «Estaba rebosante de ternura, la que tú me habías inspirado, cuando aparecí entre los invita­ dos —contó a Sophie— . «Brillaba en mis ojos, daba calidez a mis pala­ bras, dictaba mis movimientos, se manifestaba en todo. Ante ellos yo parecía extraordinario, inspirado, divino: Grimm no conseguía abrir bastante los ojos ni los oídos.»23 Diderot tenía que ver esa misma tarde a d’Alembert en los jardines del Palais Royal y, sin particular entusiasmo, abandonó la mesa de

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Montamy. Era su primer encuentro desde la visita a Langres y, en cierto modo, resultó decisivo. Empezaron con diplomacia. D ’Alcmbert pre­ guntó en tono cortés por la familia de Diderot y por su herencia, y trató de sonsacarle con amables palabras alguna información sobre la Enciclo­ pedia. ¿La muerte de su padre había hecho que el trabajo de Diderot se retrasara? ¿Avanzaba mucho? («Mucho», respondió Diderot con calma.) Había llegado el momento, dijo d’Alembert, de que él regresara al tra­ bajo. «Cuando quieras», respondió Diderot con frialdad. Sin embargo (le explicó d’Alembcrt), todavía estaba discutiendo con los editores; y la verdad, confesó, era que necesitaba dinero. Debido a la guerra entre Francia y Prusia, su pensión procedente de Berlín había sido suspendi­ da; ni siquiera la Académie le pagaba lo que le debía. Si los editores querían realmente que volviera, era su deber —y Diderot estaría de acuerdo, sin duda— pagarle de manera decente. A partir de aquí, Diderot inició una denuncia devastadora de la conducta que d’Alembert había tenido desde que habían surgido sus primeros problemas hasta aquel momento. De hecho, los editores ha­ bían sido bastante generosos con d’Alembert; y sin duda habrían sido igual de generosos ahora si d’Alembert no hubiera actuado de modo tan necio seis meses antes. D ’Alembert había querido reimprimir sus artículos de la Enciclopedia para su propia gloria. Eso iba en contra de los intereses de los editores, pero lo habían aceptado; luego, al pla­ nearse la segunda edición, había entregado el libro a otros. Había di­ mitido de manera aparatosa y no le había preocupado dejar sin trabajo a un ejército de impresores. Daba la impresión de que creía que, como filó­ sofo, terna derecho a tratar a los simples trabajadores con desprecio. Lo que tenía que preguntarse era si los editores eran amigos suyos o simples conocidos en virtud de sus acuerdos comerciales. Si eran amigos, su con­ ducta hacia ellos era espantosa; si sólo eran personas con las que mante­ nía una relación comercial, habían cumplido su parte del trato y él no po­ día quejarse de nada en este sentido. Diderot siguió atacándolo y al final d’Alembert, con cierta sumisión, aceptó una solución de compromiso. Continuaría con sus artículos, pero nada más. No habría más trabajo edi­ torial para él, no más prefacios. «¡Sobre todo, no más prefacios!», convino Diderot con devoción.'1 Los amigos de Diderot estaban acostumbrados a recibir tales reconvenciones y ambos se separaron, al menos en aparien­ cia, de forma amistosa. Sin embargo, ése fue el fin de su amistad y de su estrecha relación. A partir de entonces, sus encuentros serían casua­ les y en ellos se comportarían como dos extraños educados y amables; además, podrían pasar años sin que sus caminos se cruzaran.

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Diderot regresó a Grandval, donde permaneció un par de semanas. Una descripción de lo que hacía allí durante un día cualquiera ayudará a pintar el clima del lugar. Diderot, el barón y el padre Hoop volvían de una caminata de vein­ te kilómetros a orillas del Marne y estaban exhaustos. Se reunieron con las señoras en el salón, sentándose frente al fuego. «Bien, filósofo —dijo la señora d’Aine— , ¿cómo va vuestro trabajo?» «Estoy con los árabes y sarracenos», respondió Diderot. «Eso es Mahoma, el mejor amigo de las mujeres, ¿no es así?» «En efecto, y el mayor enemigo de la Razón.» «Ese comentario no es muy cortés.» «Madame, no es un comentario, es un hecho...» ... «Los árabes —dijo Diderot, dando a la señora d’Aine la pri­ micia de su artículo al respecto— descubrieron la escritura poco antes de la hégira.” (SEÑORA D’AINE: «¿Qué clase de animal es ése?») «Antes eran una raza de burdos idólatras. Cualquiera que tuviese el don de la elocuencia podía hacer lo que quisiera con ellos. Los honrados con el tí­ tulo de chated se convertían en párrocos, astrólogos, músicos, poetas, médicos, legisladores y sacerdotes...» SEÑORA D’AINE: No hay noticias de Parts. No se podrán plantar

mis semillas este otoño. Ese Belize [el mayordomo de d’Holbach] es un imbécil. DIDEROT: Fue un tal Moramere quien inventó el alfabeto árabe... SEÑORA D’AINE (a su doncella): ¡Anselme! ANSELME: ¿Señora? SEÑORA D’AINE: Tienes el culo másfeo que hay en el mundo. SEÑORA D'HOLBACH: /Porfavor, mamá! ¿Te has vuelto loca? SEÑORA D ’AINE: Si, señorita, un culo espantoso... ANSELME: Me da igual. No lo veo. SEÑORA D’AINE: ... negro, arrugado,fl'acó, seco, pequeño y correoso. DIDEROT: No había secta a la que los mahometanos odiaran más que a los cristianos. Sin embargo, los sabios que llamó a la corte el último de los Abásidas eran cristianos. E l pueblo no se quejó. PADRE HOOP: Porque eran felices bajo ese gobierno. Me gustaría decir a los principes: «Reunid un gran ejército y tendréis tolerancia universal... Eliminad esos asilos de ignorancia, superstición e inu­ tilidad...*. SEÑORA D’AINE: Por cierto, ¿cenará con nosotros ese hombrecillo de Sussy que no deja a Dios en paz? Si viene, no hagas que se sonroje, hijo mío. ¿Cómo quieres que diga misa después de reírse con tus groserías?

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D’HOLBACH: ¡Pues que no la diga! SEÑORA D’AINE: No es tan fácil para él no decirla como para ti

no oírla. D’HOLBACH: Bien, supongo que algún día tendré que hacerlo. SEÑORA D ’AINE: Espero que asi sea. Es un buen hombre. Me

gusta su risafranca. «Ya ves, querida mía, cómo pasamos el tiempo —escribió Diderot a Sophie— . Nos habíamos saciado, en especial las mujeres, y estábamos listos para empezar a decir tonterías, y para hacerlas, cuando apareció el querido curita... No odia a las mujeres. Madame de Saint-Aubin estaba sentada a la mesa, con los codos apoyados, llegó él y se desplomó delan­ te de ella. Es amigo de todos los de la casa. La señora d’Aine, tentada por la postura del cura y el tamaño de sus nalgas, cogió una silla y se la puso al lado.» «Abate, quedaos quieto», exclamó y de un salto se sentó a horcaja­ das sobre su espalda. Le clavó los talones y lo azuzó con órdenes y con los dedos, mientras el hombre relinchaba, se ponía de manos y lanzaba coces. A la señora se le subieron las enaguas, por delante y por atrás, hasta que quedó prácticamente en cueros, y el garañón también quedó casi desnudo en algunas partes. Nos echamos a reír y lo mismo hizo la señora. Se reía deforma cada vez más ruidosa, sujetándose los costados, hasta que de repente se estiró del todo sobre el abate, exclamando: «¡Tenedpiedad de mí, tened piedad, no pue­ do contenerme, se me escapa, se me escapa! ¡Abate, no os mováis!». Y el abate, que no se había dado cuenta de lo que sucedía, se detuvo y recibió un diluvio de agua tibia que lo mojó por completo, en­ trándole en los zapatos y los calzones. Ahora le tocó a él gritar. «¡Auxilio, auxilio, me ahogo!», vociferó y todos nos desplomamos sobre los sillones, muertos de risa. Mientras tanto, la señora d’Aine, todavía sobre la montura, llamó a su doncella: «¡Anselme, Anselme, quítame de encima de este cura! Abate, mi querido abate, no os preocupéis, no se ha perdido ni una sola gota». E l abate mantuvo la compostura y se portó muy bien. La pobre Anselme era todo un espectáculo. Es la inocencia, la vergüenza y la timidez en persona. Sus ojos se abrieron como platos al ver el gran charco que había en el suelo y exclamó: «¡Oh! Pero señora...». SE­ ÑORA D'AINE: «¡Oh, sí! Es mío, es del abate, es de los dos. ¡Qué alivio! Tráeme zapatos, medias, enaguas, ropa interior...».

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La señora cTAine es una mujer honorable. Como el cura es po­ bre, al día siguiente mandó que le compraran ropa nueva. ¿Qué pensáis de esto las señoras de ciudad? A nosotros, los maleducados habitantes de Grandval, nos basta para pasar el día

A pesar de la prohibición que pesaba sobre la Enciclopedia , sus enemi­ gos seguían ocupados, y en noviembre de 1759 adoptaron una nueva lí­ nea de ataque. Fréron publicó en su Année littéraire una carta de Pierre Patte, un empleado despedido de la Enciclopedia, en la que sostenía que l is láminas de la Enciclopedia se habían copiado. Según Patte, no se ba­ saban en dibujos originales, sino en impresiones, que Diderot había i «inseguido con sobornos, de algunas ilustraciones que Réaumur había preparado por encargo de la Academia de Ciencias. Cuánta verdad ha­ bía en esta acusación, si es que la había en alguna medida, es algo que está entre brumas. Los editores de la Enciclopedia poseían algunas prue­ bas de las láminas de la Academia, ellos mismos lo reconocieron; es más, algunas de las descripciones de Diderot en los primeros volúmenes parecen corresponder con mayor detalle a las láminas de la Academia. Como fuese, los editores negaron cualquier mala intención y se ofrecie­ ron a someterse a una inspección. Un grupo de representantes de la Academia examinó su colección de dibujos y láminas y los absolvió de la ¡u usación. Lo que más indignó a Diderot fue la sugerencia de Patte, sin «luda falsa, de que no había visitado los talleres y de que se había inven­ tado las descripciones en el despacho. Después de éste, hubo otro golpe todavía más duro. Fue la puesta en escena por parte de la Comédie Franfaise de Les philosophes, obra es­ crita por un viejo enemigo de Diderot, Charles Palissot. La obra, basada en La escuela de las mujeres de Moliere, era una sátira de las teorías de I Iclvétius y de los philosophes en general, pero sobre todo se trataba «le una burla salvaje de la obra y la personalidad de Diderot. Lo presenaba como un truhán, un charlatán pretencioso, un enemigo de la moral pública y sobre todo un peligroso antipatriota. Parece que la obra de Pa­ lissot contaba con el apoyo del primer ministro Choiseul y que hasta icrto punto, debido a su influencia, fue impuesta a la Comédie Fran­ jóse. Según se cuenta, Fréron leyó la obra ante la compañía, ya que en .iquella época era amigo de Palissot, aunque después fueron enemigos ■icérrimos. Y cuando algunos actores pusieron objeciones a la pieza (entle ellos la gran Clarion), les replicó en tono truculento que les convenía i>optarla de buen grado, puesto que de todos modos tendrían que interpre­

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tarla.2f’ La obra causó un gran impacto. Se estrenó el 2 de mayo de 1760 y, según los informes, jamás había acudido tal multitud de gente al teatro. El personaje principal de la obra de Palissot es Cidalise, la acaudala da viuda de un magistrado, que ha caído bajo la influencia de una banda vil de phUosophes que la ha convencido de que es una filósofa y una «ge nia». Incluso ha escrito un Übro, si bien en realidad en su mayor parte es obra de los phUosophes Valére y Dortidius. Su hija Rosalie está prometí da y va a casarse con Damis, un joven digno pero que no es filósofo, y Cidalise, haciendo justicia a su recién descubierto papel, ha decidido romper el compromiso y entregar a Rosalie a Valére por esposa. A Valére, por supuesto, sólo le interesa el dinero de Rosalie y se le ve dando una conferencia a su criado Frontin sobre la nueva ética; según ésta, la virtud ya no se encuentra sobre una roca escarpada, sino que se identifica con el propio interés. Mientras tanto, Frontin trata de vaciar los bolsillos de Valére, sin éxito. (¿Acaso no sostiene la filosofía que to­ dos los bienes deben poseerse en común?) Valére ha hecho pasar a Frontin ante Cidalise como secretario y hombre instruido, y ella le pide que tome nota de un Prefacio a su gran tratado. No encuentra la frase inicial hasta que por fin, triunfante, da con las palabras de Diderot «-Joven, toma y lee!».2' Frontin se deshace en ha­ lagos. Nada, le dice, podría ser más sublime y más modesto a la vez. Sigue una extensa escena entre Cidalise y Damis. Ella le explica que, gracias a las lecciones de Dortidius (Diderot) y de hombres «divi­ nos» como él, se ha elevado por encima de los prejuicios vulgares de los afectos de la familia y ha adoptado a la humanidad como patria. Damis le replica que oye a demasiados picaros invocar a la «humanidad». Sos­ pecha que aman a la raza humana como una forma de no amar a nadie en particular. Luego vemos a Cidalise rodeada de sus admiradores, quienes la col­ man de alabanzas a su genio supremo. «¿Hay alguna noticia?», pregunta a Dortidius. «No me ocupo de los reyes y sus peleas», responde él. «¿Qué significa para mí el resultado de un asedio o de una batalla? El verdadero sabio es cosmopolita y nada puede turbar su serenidad.» El li­ brero de Cidalise se une a ellos, pregonando las obras maestras del día: Los dijes indiscretos, Carta sobre los sordomudos, Sobre la interpretación de la naturaleza, E l padre defam ilia (no está seguro de que a ella le guste este título, pues gusta a pocos). También tiene el Segundo discurso de Rous­ seau, y Cidalise se entusiasma mucho con este último e imagina un re­ greso de todos al estado natural.

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Llegamos al gran coup de théátre de la obra. Damis tiene un ayuda de cámara llamado Crispin. Es el novio de la doncella de Rosalie, Marton, y en otra época fue amanuense de un sabio extraño y quisquilloso, que, por desprecio a la humanidad, se refugió en el bosque. Marton ha roba­ do a Frontín una carta comprometedora en la que revela el complot de los filósofos para engañar a Cidalise; deciden que Crispin la pondrá ante los ojos de Cidalise. En consecuencia, se anuncia que un «filósofo» desea ver a Cidalise. Kntra Crispin a cuatro patas, con una lechuga asomándole por el bolsi­ llo (símbolo del Segundo discurso de Rousseau). Se dirige a Cidalise: E l gusto por lafilosofía, adueñándose de mi mente, elegir me ha hecho, como veis, el estado de cuadrúpedo satisfecho. M i cuerpo, sobre estos cuatro pilares, se mueve con paso más seguro y así veo menos imbéciles... Cidalise está impresionada y se pregunta si no debería seguir esta nueva moda philosophique de ir a cuatro patas; pero en ese instante en­ tran Frontín y los filósofos. Es el momento de que Crispin se levante, muestre la carta y revele todo el engaño. Como se verá, la víctima de la sátira de Palissot no era Rousseau, sino Diderot. (Cuando un librero envió un ejemplar de la obra a Rous­ seau, posiblemente a petición del propio Palissot, aquél le devolvió el «horrible» regalo con indignación, diciéndole que cometía un gran error si pensaba que disfrutaría viendo cómo se calumniaba a su antiguo ami­ go.) En cuanto a Diderot, se negó a ir a ver la obra, o a leerla siquiera; adoptó una actitud de desprecio herido hacia ella y hacia las distintas imitaciones que generó.”* «Hace seis meses —escribiría a Sophie más adelante, con dolor—, todo el mundo se moría de risa con Les Philosophes, ¿y qué se ha hecho de ella ahora? Yace en el fondo del abismo que se traga todos los productos sin moral ni genio».2’ Los amigos de Diderot confiaban en que Voltaire, que jamás dejaba pasar una ofensa contra la «causa», tomara represalias. Sin embargo, se daba la extraña circunstancia de que Palissot era uno de los protegidos de Voltaire y había pasado unos días de adoración-al-héroe bajo su te­ cho. Por consiguiente, adoptó una solución de compromiso que consis­ tió en enviar una carta a Palissot con una crítica muy suave. Alababa su ingenio y preguntaba con indignación burlona por qué no se le había

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castigado a él en la obra (¿acaso no había hecho todo lo posible, dentro de sus limitaciones, por ser un «filósofo»?). No obstante, acusó a Palissot de calumniar a hombres tan honorables. «No conozco de nada al se ñor Diderot, jamás he visto su cara. Sólo sé que ha sido desafortunado y perseguido: esa sola razón debería haber hecho caer la pluma de vuestra mano.» Siguieron otras cartas y se publicó la correspondencia; Diderot y sus amigos juzgaron que la conducta de Voltaire había sido muy mez­ quina. El episodio de Palissot sugirió a Voltaire la idea de que Diderot fue ra nombrado miembro de la Academia. Se convirtió en una especie de obsesión durante unos meses y escribió a una docena de corresponsales para comentarles la idea. «¡Sería una buena respuesta a la infamia de Pa­ lissot!», dijo a su amigo el conde d’Argental (9 de julio de 1760). Con tan buena causa, sostenía, Diderot podría visitar a personas piadosas y convencerlas de su ortodoxia religiosa. Quizá incluso sería prudente que negara la autoría de sus libros más cuestionados. Escribió al mismo Di­ derot hablándole del plan y, olvidando sus buenas intenciones, se indig­ nó al no recibir respuesta. En cuanto a Diderot, para quien el proyecto era una locura, se mostró abiertamente desagradecido. «De Voltaire —escribió a Sophie— se queja amargamente de mi silencio. Dice que al menos sería un detalle de educación el mostrar agradecimiento al defen­ sor. ¿Pero quién demonios le pidió que defendiera mi causa? ¿Y quién diablos le dijo que lo haya hecho de la manera indicada? Dice que toda la cuestión le ha causado un profundo dolor. Querida, no sería posible arrancar un pelo a ese hombre sin que ensordeciera al cielo con sus la» 31 mentos». Otro defensor de Diderot se vengó de Palissot de forma más expe­ ditiva y publicó un folleto titulado La visión de Charles Palissot. Se trata de un texto injurioso que se burla de la protectora de Palissot, la mori­ bunda princesa de Robccq, por levantarse de su lecho de enferma para asistir a la representación de la obra. Provocó gran escándalo en círculos del gobierno y, a pesar de que él lo desmintió con vehemencia, durante algún tiempo fue atribuido a Diderot. De hecho, el autor había sido el cáustico abate Morellet —a Voltaire le gustaba llamarlo «Mords-les» («¡Muérdeles!»)— y le costó unas semanas en la Bastilla. Allí se le pro­ porcionaron todas las comodidades y, como escribiría con complacencia en el futuro, cimentó su fama para siempre entre los philosophes. Fue lo más sustancial que hizo.

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I Jurante algunos años, perteneció al círculo de Diderot y sus amigos el anciano y excéntrico marqués de Croismare.32 Había servido en el ejér­ cito durante un tiempo, a pesar de que no le gustaba, y había obtenido la Cruz de San Luis. Luego se había casado y se había retirado a sus tie­ rras de Normandía para vivir como un caballero rural. Su esposa era protestante, pero el marqués que, al menos de manera intermitente, era un católico moderadamente piadoso, había logrado convertirla. Sin em­ bargo, ella falleció en 1742 y el apesadumbrado marqués viajó a París para distraerse. En un breve período hizo muchas amistades entre los philosophes y el resultado fue que se convirtió en un librepensador y en un espritfort. Era hombre por demás impresionable y voluble que siem­ pre tenía alguna pasión nueva y absorbente, según el momento: la pin­ tura, la música, coleccionar libros, coleccionar grabados, fabricar choco­ late y preparar tortillas. Desaparecía durante semanas enteras porque se iba a vivir con los habitantes de las buhardillas y los pobres de París con el fin de conocer su estilo de vida, y de este modo hada muchos amigos, l odo el mundo lo quería; era hombre galante, de buen corazón y exal­ tado. Diderot consideraba que tenía el ingenio más delicado y libre de malicia que había conocido; decía que era como las llamas del coñac, «que recorren toda mi cabeza sin quemarme ni un cabello». Sin embar­ go, durante el otoño de 1758, de Croismare hizo un viaje de negodos a su propiedad rural, próxima a Caen y, bajo la influencia de su amigo el cura local, experimentó una reconversión religiosa. Como resultado de ello, manifestó su intendón de quedarse en Normandía. A Grimm y a Diderot les afectó mucho esta deserción y a principios de 1760 idearon un extraño plan para volver a llevar a su amigo a París. Un par de años antes, de Croismare, dado su estilo caballeresco, se ha­ bía preocupado por una religiosa que había solicitado ser dispensada de sus votos.33 Rondaba los cuarenta y, según pareda, había recibido un tratamiento muy cruel; sus padres, decididos a quitársela de encima, la habían obligado a elegir entre ingresar en un convento o un correccio­ nal. Ella estaba convencida de que era la hija ilegítima de una dama de alta alcurnia y de que ésa era, en parte, la causa de la maldad de sus pa­ dres. Al principio, se ocuparon del asunto las autoridades religiosas, pero después, en 1757, logró llevarlo ante el Parlement de París; de Croismare había intervenido en este punto, presentando el problema ante varios amigos parlamentarios. Sin embargo, ni ella ni quienes la apoyaban tuvieron éxito alguno y la desgraciada recibió órdenes de re­ gresar a su convento en Longchamps (en el que permanecería hasta la Revolución).

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La idea que se les ocurrió a Grimm y a Diderot fue escribir una car­ ta simulando que era de esta religiosa y mandarla a de Croismare. En ella, la religiosa le anunciaba que se había escapado del convento y que se encontraba en una situación desesperada —sola, en París, exiliada y peleada con sus padres— y rogaba al marqués que la ayudara. Grimm y Diderot creían que, dado el carácter quijotesco del marqués, la carta lo conduciría hasta París sin demora. Se previeron más cartas, incluyendo las memorias de la joven religiosa, en las que contaba la espantosa histo­ ria de su vida. Diderot era el escribiente oficial, pero Madame d’Epinay y quizá otros echaron una mano en la redacción. Antes de enviar las car­ tas las probaban con Nanette, quien a veces aconsejaba bajar el tono. La redacción de las cartas se hacía en medio de grandes carcajadas. La broma o mentira, con todo, adquirió un giro extraño. El mar­ qués (o así lo sugieren las pruebas) se creyó todo el cuento y respondió de inmediato; no propuso que la desgraciada religiosa «Suzanne» viajara a París, sino que le ofreció trabajo y refugio en su propia casa de Normandía. Los conspiradores siguieron avanzando, a pesar de todo y, para dar un toque más patético a la historia, simularon que Suzanne había estado enferma y muy cerca de la muerte, pero que se recuperaba poco a poco. La trama quiso que Suzanne tuviera una amiga y bencfactora, una tal Madame Madin, que vivía en Versalles. Y pronto surgió un inter­ cambio epistolar entre el marqués, Suzanne y la supuesta benefactora de ésta. Para Diderot y Grimm, siempre amantes de las ambigüedades, se convirtió en su aventura más elaborada. Estos «hijos de Belial» (palabras de Grimm) tuvieron una «idea genial» y dieron una vuelta más a la lógi­ ca de la trama: escribieron a de Croismare, en nombre de Madame M a­ din, preguntándole si tenía algún amigo de confianza en París a quien Madame Madin pudiera visitar para concretar más pasos en beneficio de la religiosa. Tenían la esperanza de que de Croismare nombrara a Grimm y le escribiera solicitándole ayuda y consejo: sería una duplica­ ción deliciosa de la «horrible conspiración». Y eso fue lo que hizo de Croismare. El plan tuvo un éxito superior al esperado y creció por enci­ ma de sus expectativas. Con cada nueva revelación patética, aumentaban el dolor y la preocupación del caballeroso marqués. Pronto los amigos comprendieron que sólo quedaba una salida decente; acordaron que «Suzanne» se vería de nuevo aquejada por la fiebre y la hicieron morir pacíficamente en brazos de Madame Madin. Esta, como hemos dicho, file la versión que dio Grimm diez años después en la Correspondance littéraireM, donde publicó la serie completa

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ilc las cartas y aseguró que, cuando revelaron la verdad al marqués, éste se rió mucho y no albergó el menor resentimiento. Sin embargo, sería imprudente aceptar la historia de Grimm sin más. Por un lado, significa una curiosa indiferencia por parte de de Croismare acerca de la suerte de la monja auténtica. Además, el relato contiene varios puntos curiosos y contradicciones menores y, después de todo, nada impediría que se tra­ íase de otro montaje. No sería imposible que el marqués hubiera com­ prendido en el acto todo el plan y que engañara a Diderot y a sus ami­ gos, o que, por el contrario, los amigos, junto con el marqués, engañaran a Diderot (sospecha que en algún momento se le ocurrió a I )iderot). Podemos abandonar esta broma por ahora para concentrarnos en una reflexión diferente y muy curiosa sobre Diderot y el arte de la fic­ ción. Aquel mismo año, 1760, cuando él y sus amigos inventaban con liviandad el ficticio lecho de muerte de la religiosa, Diderot se convirtió en un divulgador entusiasta de las novelas de Richardson y en especial de la escena del lecho de muerte de Clarisa. Consideraba que Richard­ son era un genio moral, superior a Montaigne o La Rochefoucauld, porque mostraba la ética en acción. Veía que sus novelas producían cien buenas acciones por día y corría el riesgo, escribió, de convertir el gusto por Richardson en una condición para la amistad. Pero lo que más le asombraba era el ilusionismo hipnótico de Richardson, que convertía al lector en un niño que, en su primera visita al teatro, exclama: «¡No le creáis! Intenta engañaros». «¡Si vais ahí, estáis perdido!»35 Un día, Dide­ rot estaba leyendo la famosa escena del lecho de muerte en presencia de un amigo, pero no pudo soportarlo, se puso en pie y — ante su alarmado amigo— pronunció las reconvenciones más patéticas contra la insensi­ ble familia de Clarisa. Nos encontramos ante una paradoja, sin duda muy fructífera en lo que se refiere a Diderot, pues si bien «Suzanne» po­ día estar muerta, gracias al apoyo de Richardson, había nacido una gran obra de ficción: la turbadora y originalísima novela La religiosa. Sucedió que alrededor de la misma época, los jansenistas convulsionnaires habían vuelto a practicar la crucifixión. El explorador La Condamine había sido testigo de una crucifixión en un Viernes Santo (conser­ vó un clavo como prueba) y Grimm publicó un breve informe escrito por el explorador en la Correspondance littéraire. «Sí, señor, vi lo que quería ver», escribió La Condamine. La hermana Franfoise (55 años de edad)fu e clavada en una cruz en mi presencia, con cuatro clavos de cabeza cuadrada. Estuvo allí

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durante más de tres horas. Sufrió mucho, sobre todo en la mano derecha. Vi cómo temblaba y cómo rechinaban sus dientes a causa del dolor mientras le retiraban los clavos. A la hermana María (22 años de edad), su seguidora, le resultó durísimo contemplarla. Lloró y dijo con franqueza que sentía miedo. Por fin se decidió; pero el cuarto clavofu e demasiado y no lo clavaron del todo. Leyó la historia de la Pasión en voz alta mientras estaba allí clavada, pero susfuerzan empezaron a flaquear y, a punto de desmayarse, exclamó: «¡Bajadme en seguida!». Había permanecido en la cruz entre veinte y veinticinco minutos. La sacaron de la habitación porque sufría cólicos. Regresó al cabo de unos quince minutos. Le bañaron los pies con el agua milagrosa de San Páris y este recurso le dio más consuelo que los martillos y los clavos?' Este y otros informes por el estilo estaban muy frescos en la mente de Diderot cuando empezó a trabajar en la autobiografía de «Suzanne». La mentira, iniciada en broma, tocaba algunos de los sentimientos más intensos y de las teorías más elaboradas de Diderot, y la autobiografía, que nunca envió al marqués, se fue convirtiendo de manera impercepti­ ble en una obra de arte compleja. La novela representa, en cierto senti­ do, la historia implícita en sus Pensamientosfilosóficos («¡Qué voces! ¡Qué gemidos!»). «Estoy trabajando en mi Religiosa —escribió a un amigo el 1 de agosto de 1760— , pero se extiende bajo mi pluma y no sé cuándo llegaré a tierra firme.»1' Durante septiembre de 1760, Diderot fue a visitar a Madame d’Épinay a La Chevrette, llevando consigo el creciente manuscrito de su no­ vela. Pronto escribe a Sophie cartas voluminosas y llenas de vida acerca de «los dulces e inocentes» y solitarios días de que disfrutaban él, Mada­ me d’Épinay y Grimm: días «en los que estuvimos entretenidos y ocu­ pados, concebimos ideas, mejoramos y recibimos admiración y amor y nos lo dijimos». Empezaba a creer, dijo a Sophie, que Madame d’Épinay y él estaban hechos el uno para el otro. Se entendían sin palabras. «Con­ denamos o aprobamos las cosas con un movimiento de los ojos.» ’8 A ve­ ces, hasta se ponían de acuerdo en contra de Grimm. Por ejemplo, un amigo sostuvo que, si bien entre amigos se exigía la probidad más estric­ ta, era una «tontería» aplicar las mismas pautas con gente a quien no se conocía: se indignaron ante semejante doctrina, pero Grimm pareció muy dispuesto a seguirla. A veces, Diderot sentía lástima por Madame d’Épinay, que estaba profundamente enamorada y, hasta cierto punto, era desdichada. H ada

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poco Grimm había obtenido un cargo diplomático, algo que esperaba desde hacía muchos años. Era el representante en Francia de la ciu­ dad libre de Francfort y esto, además de su puesto junto al duque de ( )rleans y la Correspondance littéraire, lo mantenía muy ocupado y siem­ pre en movimiento; a menudo se quedaba en Versalles y tendía a desi ii idar a su amante. En una ocasión, cuando canceló una cita que te­ nía con ella, Madame d’Épinay lo disculpó con ternura ante Diderot: ( irimm tenía tantas cosas en la cabeza, él sufría tanto como ella, etc. 1)iderot no hizo ningún comentario. «¿Por qué no decís nada, Filó­ sofo? —preguntó— . ¿Creéis que ha dejado de amarme?» «¿Qué dia­ blos tenía que responderle? — escribió Diderot a Sophie— . No se le puede decir la verdad. Sencillamente hay que mentir y dejarla con su ilusión. El momento en que abra los ojos puede ser el último de su vida.»39 El lunes 15 de septiembre era el día de la fiesta anual de La Chevrette, el día en que los aldeanos y las mujeres de los proveedores se acercaban a rendir honores a su señor y señora (como en Las bodas de Eígaro) y llegaba un elevado número de visitas a la gran mansión. Dide­ rot había pensado escapar a París, pero cambió de idea cuando percibió las miradas de reproche de sus amigos y aquella tarde, en el «salón oscu­ ro y magnífico» de los d’Épinay, participó en una escena agradable. Era el típico cuadro representativo que le complacía y que había imaginado en E lpadre defamilia. Cerca de la ventana que daba al jardín, Grimm posaba para su retrato y Madame d'Epinay se apoyaba sobre el respaldo de la silla delpintor. Un aprendiz, sentado en un nivel más bajo, en un banco, ha­ cia el perfil en tiza. Es un perfil atractivo: ninguna mujer podría por menos de preguntarse si es un retrato. Saint-Lambert estaba sentado en un rincón leyendo el último folleto. Yojugaba al ajedrez con Madame cCHoudetot. La amable Madame Esclavelles, la anciana madre de Mada­ me d ’Épinay, tenía a todos los niños alrededor y conversaba con ellos y sus preceptores. Dos hermanas del pintor se dedicaban al bordado, una con las manos desnudas, la otra con un bastidor. Y la tercera interpretaba una pieza de Scarlatti en el clavicor­ dio.

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Uno de los visitantes de Madame d’Épinay fue el abate napolitano Ferdinando Galiani." Tenía treinta y tres años, era sobrino de un car­ denal y secretario en la embajada de Nápoles. Este hombre pequeño, in genioso y algo bizco, era culto hasta el virtuosismo y famoso por sus fá bulas y por la brillante habilidad para la pantomima con que las recitaba. Desde el punto de vista filosófico, era un cínico extremo que afirmaba: «Al demonio con nuestro prójimo. No existe el prójimo»; y en política, sólo reconocía el más puro maquiavelismo, «sin mezclas, en bruto y con toda su fuerza y dureza». Nietzsche escribió acerca de él: «el hombre más profundo, el más agudo y quizá también el más sucio de su si­ glo»/2 Durante un tiempo, el humor seco de Galiani irritó a Diderot. «El abate Galiani me desagrada mucho —escribió a Sophie— . Confesó que no había llorado en toda su vida y que la pérdida de su padre, sus her­ manos, sus hermanas y su amante no le arrancaron ni una sola lágrima. Creo que Madame d’Epinay se escandalizó tanto como yo.*43 La repul­ sión no duró mucho y Diderot pronto desarrolló una especie de culto a Galiani, a quien consideraba persona original y «un tesoro para los días de lluvia». Al mes siguiente se inició una discusión en Grandval en torno a las pretensiones del «genio» en comparación con las del «método» y Galiani relató una fábula sobre el cuclillo (método) y el ruiseñor (genio) y sobre cómo hicieron un concurso de canto ante un burro (es decir, el propio Galiani). «Cómo te habrías reído —dijo Diderot a Sophie— al verlo es­ tirar el cuello y silbar como el ruiseñor, sacar pecho y hacer un sonido ronco como el del cuclillo y echar las orejas hacia atrás para imitar la gravedad imbécil del burro, todo ello sin el menor esfuerzo. Es todo pantomima, de la cabeza a los pies.»44 En La Chevrette, igual que en Grandval y en la Rué Royale, la con­ versación solía brotar a partir de alguna paradoja de Diderot. Contó una, «algo fuerte para nuestros estómagos pequeños», que había lanzado en la mesa. Dijo que no podía dejar de admirar la naturaleza humana ni siquiera cuando, como sucede a veces, era «atroz». Por ejemplo, dije, condenan a muerte a un hombre por pegar pas­ quines sediciosos y al día siguiente de su ejecución aparecen otros aún peores en las paredes. O se ejecuta a un ladrón y otros ladrones roban bolsas entre la multitud de espectadores, arriesgándose a re­ cibir el castigo que tienen ante sus ojos. ¡Qué desprecio por la vida y la muerte! Si los malvados no tuvieran tanta energía para el crimen,

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los buenos no tendrían la misma energía para la virtud... Si Tur­ quino no se anima a violar a Lucrecia, Escévola no pondrá la muñeca alfuego^ Había cisnes en el lago de La Chevrette y molestaban a Diderot por el clamor solícito con que lo recibían cuando se acercaba; pensaba que te­ nían una mirada muy desagradable («orgullosos, estúpidos y mal inten­ cionados, tres cualidades que suelen ir unidas»). Decidió molestarlos, co­ rriendo de un lado a otro y empujándolos hacia un lado de su «imperio» y luego hacia otro; pero en su entusiasmo tropezó con una trampilla y se hizo un corte en el pie. Estuvo inmóvil durante unos días y sus amigos aprovecharon la ocasión para hacerle posar para un retrato. El asunto se volvió a organizar como una especie de cuadro vivo; Diderot y Madame d’Epinay posaban uno frente al otro. Diderot era un gran admirador de la belleza de Madame d’Épinay y escribió eufórico sobre el retrato a Sophie, de quien se podía esperar que no se tomara a mal una cosa semejante. «La pin­ ta con el pecho semidesnudo —le dijo—, algunos bucles sueltos sobre la garganta y los hombros y el resto del pelo recogido con una cinta azul so­ bre la frente. Los labios entreabiertos: se puede sentir su respiración. Sus ojos llenos de languidez. Es la imagen misma de la ternura y el placer.»46 En cuanto a su propio retrato, hecho por un artista más bien desco­ nocido llamado Garand, le tenía fascinado. «Nunca me han retratado bien —escribiría más adelante— , excepto un pobre diablo llamado Ga­ rand, que me comprendió tal como de vez en cuando un necio encuen­ tra un bon mot. Aparezco con la cabeza descubierta, en bata, sentado en una silla, el brazo derecho sostiene el izquierdo y el brazo izquierdo me sostiene la cabeza. Los ojos tienen una mirada perdida.» (Ésta era su idea de la posición para la «meditación» par excellence.) «En esta tela —dice a Sophie— puedes verme meditando. Estoy vivo, respiro, soy todo animación. Hay ideas tras esa frente.»4' Sintió el impulso de llegar, por medio de Sophie, a la hermana de ésta, la dura y estricta Marie-Charlotte, llamada «Urania», la diosa del amor celestial. No sabía qué quería de ella, pero necesitaba hacer sentir su presencia. Le enviaba reprobaciones burlonas y coquetas, pronunciaiva juicios duros sobre ella (era «injusta y vanidosa», una allumeuse, una perversa que odia los hombres), y de vez en cuando estallaba ante So­ phie con celos sexuales. Me he vuelto muy quisquilloso, injusto y celoso. Me dices cosas tan buenas sobre ella [Urania] y te enojas tanto cuando alguien hace

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una crítica, que... ¡Mejor que no siga! M e avergüenzo de lo que da vueltas en mi interior, pero no puedo detenerlo. Su madre dice que tu hermana ama a las mujeres y no hay duda de que a ti te quiere mucho; además, estaba esa monja por quien sentía tanta inclinación, y esaforma tierna y acariciadora que tiene de apoyar­ se contra ti, y esos dedos enlazados con los tuyos. Adiós. Estoy loco; ¿querrías quefuera diferente? Adiós. Adiós. ¿Debo seguir murmurando esa palabra lúgubre Iba y venía regularmente de La Chevrette a París y regresó a su casa en los primeros días de octubre con la idea de ir a Grandval pasado un tiempo. Sin embargo, encontró a Nanette enferma y tan indignada con­ tra él que no se animó a preguntarle cómo estaba y tuvo que confiar en el informe de su hija Angélique. Las relaciones con Nanette pasaban por uno de sus peores momentos, y se las describió a Sophie con mucha franqueza. La culpa del problema la terna él y lo sabía, pero al mismo tiempo no la tenía exclusivamente él, y se empezaba a resignar, ya no sentía la necesidad de lastimarse o golpearse la cabeza contra la pared. De todos modos, se preguntaba, ¿acaso alguien podía pretender que su salud resistiera si llevaba una vida como la de ella? «Nunca sale, trabaja todo el día, vive con nada y se queja día y noche. Ni el bronce podría so­ portarlo.» El 9 de octubre de 1760 partió para Grandval, donde pensaba per­ manecer varias semanas. Resultó ser una de sus estancias en el campo más ricas, variadas y divertidas, y, en beneficio de Sophie, disfrutaba cada vez más con el papel de observador novelístico. Una de las cosas que más le sorprendían de Richardson era que cada uno de sus muy nu­ merosos personajes parecía poseer su propio tono y modo de pensar, y no sólo eso, sino que ese tono cambiaba a medida que se modificaban las circunstancias. Se le ocurrió que él podía hacer otro tanto. Le dijo a Sophie que, a pesar de que no conocía al abate Marin, amigo de las Volland, podía imaginarlo con todo detalle: su pequeña cabeza calva, sus mejillas arrugadas pero rosadas, etc. Si tuviera tiempo, decía, sería capaz de pintar todo el cuadro: el abate, Sophie, su hermana, su madre. «Y la conversación, ¿no podría reproducirla también? ¿No podría haceros ha­ blar a vosotras tres en el estilo que conozco y al abate en el estilo que yo le elija?»49 Como siempre, trabajaba en la Enciclopedia —en la medida de lo posible, pues se quejaba de que sus colegas parecían decididos a dejarle sin material— pero podemos suponer que también continuaba con La

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religiosa. Lo que notamos es que producía esta novela, igual que todas sus obras de ficción, de un modo muy diferente a sus relaciones vocife­ rantes con el teatro. «Sobre todo, cread una ley para vos mismo con el tin de no tirar un solo detalle sobre el papel hasta que el plan haya ad­ quirido su forma final», escribió en Sobre la poesía dramática.™ Parece un buen consejo para un dramaturgo y, de hecho, era la práctica de Racine, pero en el caso de Diderot surge como una teoría que no funciona. Pa­ rece que él mismo se dio cuenta de ello. Existe una carta sin fecha en que habla de sí mismo: «Sólo hablo bien conmigo mismo y con los de­ más cuando me olvido de que están allí. Cuanto más rápido escribo, mejor lo hago».51 Fue así como La religiosa creció bajo su mano de una forma por completo imprevista. El trabajo se desarrollaba en silencio, de manera muy privada, casi se podría decir que sin concentración. Su co­ mentario más amplio sobre el libro aparece en una carta sin fecha dirigi­ da a Madame d’Epinay, escrita probablemente después de su regreso a Grandval. He vuelto. Me puse a trabajar en La religiosa y seguía escribiendo a las tres de la mañana. Voy como el viento. Ya no es una carta, es un libro. Habrá cosas verdaderas y patéticas, y debería ser capaz de convertirlas en algofuerte, pero no me doy suficiente tiempo. Dejo que mis pensamientosfluyan; no sé controlarlos.52

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Kn un análisis retrospectivo, uno tiende a interpretar los primeros mo­ mentos de la historia de la novela europea desde el punto de vista de la ilirección que al final tomó el género. Las posibilidades del género no­ velesco parece que eran algo diferentes en aquella época. Si lo analizára­ mos en términos de la novela inglesa, no nos encontraríamos muy lejos de Diderot, ya que sus principales modelos como novelista fueron Richardson y Sterne. Para los contemporáneos de Defoe, Sterne y Richardson, era cues­ tión de elegir entre, por un lado, una concepción de la novela como en­ gaño', la falsedad disfrazada como verdad y con un margen de posibili­ dad de que, de hecho, resultara cierta; y, por otro, una interpretación de la novela como ilusión o, como diríamos hoy, ilusión reconocida como tal sin ambigüedades. Sin duda, cualquier novela (Tom Jones, por ejemplo) que tenga un argumento concebido de manera elaborada, pertenece necesariamente a la segunda categoría: la novela de la «ilusión aceptada como tal». Se tra­ ta de un género que implica cierto acuerdo fundamental con el lector, según el cual el novelista debería, por así decirlo, cuidar al lector todo el tiempo y velar por su comodidad. Con el paso de los años, el género de­ sarrollaría todo un ritmo narrativo convencional, con dramas y treguas, suspensiones y continuaciones, pausas para reminiscencias y finales se­ mejantes a lechos de muerte. Lo que se desarrolla es una forma de imi­ tar el tiempo, en virtud de la cual las reflexiones, descripciones de perso­ najes, exposiciones, pausas y reintroducciones de personajes mantienen una relación sobreentendida con el ritmo de los acontecimientos y cola­ boran en la manifestación de ese ritmo. Además, merced a un giro na­ tural de la lógica, tal novela —es decir, un objeto tan remoto de la expe­ riencia corriente como una historia organizada según un plan previo—

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aspirará a merecer alabanzas, entre otras cosas, por su «semejanza con la vida». Fue, y es todavía, un género muy fructífero, y con el paso de los años y merced a genios como Jane Austen, Dickens, George Eliot y es­ critores por el estilo, llegó a convertirse en el único género y a constituir «la novela» misma. Por supuesto, esto fue un error y lo que he denominado novela como engaño ofrecía posibilidades igualmente ricas. La «novela como engaño» opera sin cortar nunca de manera formal y definitiva sus lazos con la vida real, incluyendo la vida real del lector. Siempre queda abierta la po­ sibilidad de que la obra resulte ser un documento auténtico, escrito por una verdadera Pamela o Molí Flanders o Cavalier, o quizá un fragmen­ to de «historia secreta». De hecho, pueden utilizarse documentos genuinos en abundancia de manera tal que los lectores no sospechen que se trata de una novela; pero entonces esto anula su propio propósito artísti­ co porque en este género el objetivo consiste en explotar la incertidum­ bre del lector. Las novelas de esta escuela desarrollarán convenciones muy distintas de las propias de la «ilusión aceptada». Según la naturaleza de las cosas, deberán simular falta de habilidad artística y eludir los re­ cursos más conocidos del novelista profesional. Además, puesto que el autor ha huido, dejando la responsabilidad de la narración en manos de la «vida real», se impone al lector un papel muy distinto, más exigente y misterioso. En este tipo de ficción se puede esperar que el autor esconda sus intenciones con mayor efectividad que en la novela de la ilusión aceptada; y, para el lector, siempre existe la posibilidad de que no haya «autor». Ante esta doble dificultad, el lector puede sentirse incómodo; puede rodearse de una coraza preventiva como en una situación de la vida real. O simplemente puede sentirse confundido, como sucede con frecuencia con los lectores de Lady Roxana de Defoe. (¿Se trata de una historia muy moral o muy inmoral?) Pero el lector escrupuloso puede encontrarse en una posición frágil y vulnerable, que permitirá al novelis­ ta que engaña practicar con él distintas alternativas éticas y filosóficas. Y no es éste el único aspecto que puede adoptar la novela como enga­ ño. Richardson descubrió otra forma muy potente cuando concibió la idea de escribir lo que, al mismo tiempo, es una novela y un manual de conducta. Esto también comporta una relación doble o ambivalente con el lector. El interés que siente este último por un manual de conducta es, en teoría, educativo; una forma de aprender a comportarse en tal o cual circunstancia. Es decir, que se trata de una actividad práctica y pro­ pia de la vida real del lector, de una invitación directa a aplicar el relato a su vida cotidiana. Richardson le invita, y con sinceridad, a estudiar las

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i artas de Pamela y la conducta de Grandison como modelo y guía y, en teoría, la ficción está subordinada a ese fin. Así, el novelista puede jugar con el lector bajo falsas apariencias, digamos, apelando, por detrás de esta fachada ejemplar, a la credulidad, las emociones y, quizá, incluso a la lascivia del lector. Produce un tipo de novela muy distinto, que genera convenciones por demás diferentes de la novela que corresponde a la ■ilusión aceptada como tal». Entonces surge otra consideración, todavía más amplia: parece que la «novela como engaño» se encuentra cerca de la «novela del desenga­ ño». El autor que concibe la novela como falsedad puede ser también el escritor que siente la tentación de desenmascararlo todo: de frustrar el Alisto del lector por la «aventura», recordándole que un «narrador» pue­ de ser un autor de carne y hueso, quizá jocoso, aburrido o enfadado. Se percibe una afinidad lógica entre la novela al estilo de Steme y la de Richardson y Defoe. El escritor que puede volcar su genio «ensayando» con el lector también puede sentirse tentado de vencer al lector al mos­ trarle que todo el asunto es una falsificación y una trampa para ganarse la confianza. Los tres casos —el documento simulado, el manual de conducta simulado y la novela que lo desenmascara todo— comparten la misma decisión básica: no cortar nunca el lazo que los une con el mundo exterior. Estos dos grandes géneros, esto es, la «novela de la ilusión aceptada» y la «novela como engaño (y desengaño)», en un principio parecían, y quizá lo eran, igualmente ricas en potencial artístico. Sin embargo, como he dicho antes, el que triunfó fue el primer género —la novela de Kielding, Jane Austen, George Eliot y Dickens— y esto distorsiona la imagen que tenemos del pasado. Ha significado que la idea de simular que la novela puede ser un documento de la vida real, «una confesión auténtica» o «una historia secreta», ahora tiende a parecer ingenua o pri­ mitiva, como si perteneciera a la prehistoria de la novela; mientras que la «novela como desengaño», la novela que desbarata las relaciones entre narrador y lector, al ser redescubierta en el siglo XX, ha llegado a ser considerada vanguardista. En cuanto novelista, Diderot pertenece por completo a la escuela de la «novela como engaño». En sus novelas, igual que en sus fantasías filo­ sóficas (como la Carta sobre los ciegos, E l sueño de d'Alembert y el «Suppléinent au voyage de Bougainville» [«Suplemento al viaje de Bougainville»J), la «ficción» siempre permanece engarzada, con un efecto muy sutil, en la matriz de la vida real. De hecho, esto es lo que se esperaría de él, dado su gusto por lo hipotético y por las falsificaciones y ambigüe­

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dades. (Titula uno de sus cuentos «Mystification» [«Mistificación»] y otro «Esto no es un cuento».) Resulta sorprendente, además, comprobar que produjo una obra maestra con cada una de las dos vertientes de la «novela como engaño». La religiosa es una obra maestra del tipo «verda dera confesión» fraudulenta y Jacques elfatalista es una obra maestra dci cuestionamiento de la relación narrador-lector (pues se pregunta —al igual que Jacques respecto de su propio amo— : «¿quién será el amo, el novelista o el lector?»). Pero, en realidad, La religiosa con su desenmas­ caramiento final, es una obra maestra en ambos géneros: el de la «novela como engaño» y el de la «novela como desengaño». Lo que se descubre en esta primera novela de Diderot, quizá con sorpresa, es que apenas exhibe algún rasgo de sentimentalismo. De he­ cho, esto se aplica a todas sus novelas y relatos. El arte de la ficción evo­ ca en él una frialdad sana e impresionante, un distanciamiento al estilo de Stendhal, y con ello varias cualidades muy poco richardsonianas: flui­ dez, enfoque incisivo y economía. Da la nota en las primeras páginas de la novela, con motivo del incidente de la hemorragia nasal de la heroína. Después de haber rechazado los votos, regresa a casa con su implacable madre. Se enfrentan en silencio en el coche, y luego, según escribe Suzanne: No sé qué sucedía en mi interior, pero de pronto me eché a sus pies y apoyé la cabeza en su regazo. No podía hablar, sollozaba y me ahogaba. Me rechazó con rudeza. No me puse en pie. Me empezó a sangrar la nariz. Tomé una de sus manos, contra su voluntad y, bañándola con mis lágrimas y la sangre que mefluía de la nariz, me la llevé a la boca y la besé, diciendo: «¡Aún eres mi madre, aún soy tu hija!». Respondió, empujándome con mayor dureza y reti­ rando la mano: «¡Levántate, niña desgraciada, levántate!». Obe­ decíy me senté, escondiendo la cara en la toca. Había talfirm eza y autoridad en su voz que sentí que debía esconderme de ella. Las lá­ grimas y la sangre de la nariz se mezclaban; me corrían por los brazos hasta que, sin que yo lo notara, me cubrieron. Por algo que dijo mi madre, deduje que le habían manchado el vestido y se sen­ tía contrariada.1 La verosimilitud de esa hemorragia pertenece a la ficción del si­ glo XIX, no a la del siglo XVIII. Esta frialdad turbaba a Barbey d’Aurevilly, quien, en su Goethe et Diderot (1880), se mostró ansioso por presentar a Diderot como un

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hombre lleno de calidez y de «fuego», en contraste con la frigidez «replilesca» de Goethe. La religiosa, escribió d’Aurevilly, realista y católico, era una novela que nadie leería ahora «si no fuera por sus innobles deta­ lles libertinos, que brindan, a las mentes corruptas, un toque de cantári­ das a este libro frío que el odio, siempre encendido en el alma pusiláni­ me de Diderot, fue incapaz de calentar».2 Se trata de una actitud que merece un análisis, en primer lugar porque Barbey d’Aurevilly reaccionó con pasión ante Diderot —cosa poco común entre los críticos— y lo re­ trató con acento heroico. Resulta significativo que hasta hace relativamente poco se calificara La religiosa, al igual que Los dijes indiscretos, de novela pornográfica. (Fue prohibida en 1824 y de nuevo en 1826, en parte, sin duda, por esa razón; y todavía en 1968 la señora de De Gaulle obligó al Ministerio de Información a prohibir la película de Jacques Rivette basada en esta no­ vela.) Lo que pasa es que era improcedente mostrar el lesbianismo, como hace Diderot en las últimas páginas de La religiosa, y era muy probable que un tratamiento frío y objetivo del tema apareciera ante los lectores como un tipo de libertinaje particularmente desagradable: eso fue lo que sintió d’Aurevilly, sin duda alguna. De todos modos, y dejan­ do a un lado el tema de la homosexualidad femenina, existía toda una escuela de ficción sobre la vida en los conventos, con títulos como Venus en el claustro o una monja en camisón. Y este dato resulta muy relevante en cuanto a los propósitos complejos de Diderot en La religiosa. Pero tam­ bién Los dijes indiscretos es una novela fría, casi en exceso. Por lo tanto, no resulta difícil imaginar por qué se interpretó mal La religiosa y no fue acogida como lo que es, una obra sentida y desapasionada, que resulta más incisiva precisamente porque rechaza el sentimentalismo. Este punto de la «frialdad» toca algo fundamental en la vida intelec­ tual de Diderot. Según hemos visto, estaba muy dispuesto a proclamarse «sentimentalista» y creía que la virtud tendía a pertenecer al partido de los sentimentalistas. Por otro lado, era imposible acallar la noción de que el sentimentalismo parecía ir de la mano de la mediocridad y constituir la antítesis del «genio». El argumento queda sintetizado en una anécdo­ ta sobre un encuentro que tuvo con el autor teatral Michel-Jean Sedainc. Consideraba que Sedaine era discípulo suyo, con todas las ideas idó­ neas acerca del teatro, y le alegró mucho el éxito de una obra suya, Philosophe sans le savoir. Atravesó medio París para felicitar al autor y, según la versión de Sedaine, llegó «sin aliento, sudando y exclamando con lágrimas en los ojos: “¡Victoria, amigo mío, victoria!”», a lo que Se­ daine sólo supo responder: «¡Señor Diderot, qué buen aspecto tenéis!».

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En esto, decía Diderot, se veía la diferencia entre el sentimentalista y el «observador y hombre de genio». Era una de sus anécdotas preferidas y contribuyó a inspirar uno de sus escritos más influyentes, Paradoxe sur le comédien {La paradoja del comediante), donde sostiene que el actor de ge­ nio manifiesta las emociones con tanta fuerza precisamente porque no siente ninguna. Cuando escribe ficción, Diderot parece caer de modo instintivo en el tono del «genio». No hay que malinterpretar esta afirmación. Sin duda no era el actor que no siente nada; de hecho, con respecto a su propia ficción, se podía convertir en el lector entusiasta, de una creduli­ dad ingenua, que Richardson creó para sí. Años después contó que mientras escribía La religiosa le visitó un amigo que lo encontró sumido en un mar de lágrimas. «Decidme, ¿qué os sucede? —exclamó el ami­ go—. ¡Mirad cómo estáis!» «Os diré lo que pasa —respondió Diderot—. Me estoy destrozando el corazón con una historia que me estoy contan­ do a mí mismo.»4 Sin embargo, a pesar de todo esto, el tono de La reli­ giosa revela esa marcada «frialdad» que separa su ficción, de manera sor­ prendente, de la mayor parte de sus otras obras. En el fondo, es la misma cualidad inconfundible pero que, por alguna razón, resulta impo­ sible calificar —ni «inerme», ni «salvaje», ni «amoral»— , que ha descon­ certado a los lectores de E l sobrino de Rameau. Tanto por experiencia cuanto por instinto, Diderot practicaba la autocensura. Era un hombre escrupuloso y encontraba una buena dosis de virtud, además de necesi­ dad, en la autocensura y en el respeto por ciertos prejuicios comunes. Sin embargo, cuando escribía obras de ficción parece que de forma na­ tural se olvidaba de tales escrúpulos. La religiosa se divide en cuatro secciones muy amplias. Primero ha­ bla de la infelicidad de la familia de la joven Suzanne Simonin, de su in­ greso en el primer convento (de Sainte-Marie), de su comprensión de que carece de vocación religiosa y de su osada negativa pública a hacer los votos. Luego viene el trato duro y punitivo que recibe al regresar a su casa, el descubrimiento de su condición de hija ilegítima, su envío más o menos forzado al convento de Longchamps y la extensa serie de vicisi­ tudes que experimenta allí: su amistad con la santa madre de Moni, los votos hechos contra su voluntad, el trato cruel que recibe de manos de la sucesora de la madre de Moni y su decisión de dar los pasos legales ne­ cesarios para anular los votos, que le acarrea no pocos acosos. La tercera sección gira en tomo a su traslado al convento de Sainte-Eutrope, en las afueras de París, su exposición a una nueva forma de persecución en manos de la priora lesbiana y su huida con un insincero monje benedic­

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tino. Por último (describo la novela según apareció en Correspondance Httéraire en 1780-82), un «Prefacio a la obra precedente» revela el enga­ ño o «conspiración espantosa» a partir de la cual surgió la novela y pre­ senta los textos de las cartas que intercambiaron la imaginaria «Suzanne» y el verdadero marqués de Croismare. Cuando, siendo ya viejo, Diderot entregó La religiosa a Henri Meister, el sucesor de Grimm en la Correspondance littéraire, escribió: «No creo que nadie haya escrito jamás una sátira más aterradora sobre los conventos».5 La palabra «sátira» requerirá alguna explicación, pero no hay duda de que la obra es polémica. Sin embargo, no polemiza contra la religión en cuanto tal, ni se preocupa por la controversia entre jesuítas y jansenistas. Ni siquiera es, al principio, un ataque general al sistema conventual, a pesar de que luego se convierte en eso. El eje del argu­ mento es muy concreto, es el crimen y la ofensa que representa para el alma humana el hecho de imponer la vida religiosa a quien no tiene vo­ cación para ella; y ni Diderot ni su protagonista Suzanne (personaje te­ naz e inflexible) olvidan este punto en ningún momento. Y se pide al lector que a «crimen» y a «ofensa» añada «peligro», pues la paradoja, que la propia Suzanne percibe con toda claridad, es que, al mismo tiempo que carece de toda vocación para la vida religiosa, posee un talento na­ tural para ella; y, en todo sentido, es un personaje formidable y contro­ vertido. Por eso, entre otras razones, el episodio de la madre de Moni y su localización son cruciales para la estrategia de la novela. La madre de Moni, humana, perspicaz y auténticamente espiritual, representa el me­ jor elemento que puede ofrecer el sistema conventual, y su relación con Suzanne pone de manifiesto una ironía trágica: dentro de ese sistema, esas virtudes superiores pueden ser tanto o más peligrosas que los vicios comunes de la vida monástica (el carácter mundano, la intolerancia, el instinto de rebaño y el goce en la crueldad). La misma Suzanne se llega a dar cuenta de que su contacto con la noble e inspiradora madre de Moni fue «fatal». «Nunca la elogiaré lo suficiente —escribe al mar­ qués— , pero su bondad provocó mi destrucción.» Es su sentimiento ha­ cia la madre de Moni lo que la decide, en contra no sólo del instinto sino de la seguridad indudable de que obra mal, a hacer los votos reli­ giosos. Y luego, por supuesto, los celos hacia la madre de Moni y la irri­ tación por el culto que rinde Suzanne a su memoria provocan la hostili­ dad de su feroz sucesora. Esta «fatalidad» no es un accidente inocente, pues su relación, así como la de la madre de Moni con todo su rebaño escogido, es (según las palabras de la misma Suzanne) una «seducción».

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Para algunas novicias, recibir consuelo de la madre de Moni se convierte en una actitud delirante y una adicción morbosa. «No trataba de seducir, pero sin duda era eso lo que hada. Se abandonaba su presencia con el corazón encendido y la alegría y el éxtasis pintados en la cara. ¡Se derra­ maban lágrimas tan dulces!» «Seducción» es una palabra contundente. Se espera que el lector la recuerde; y más adelante, mediante una serie de detalles astutos, Diderot sugiere el paralelismo entre esta seducdón es­ piritual y la seducción física que ha intentado la priora de Sainte-Eutrope. Recordamos, asimismo, que gracias a su amistad con la madre de Moni, Suzanne descubre que ella también posee «genio» para la vida es­ piritual. Se hace reflexionar a Suzanne sobre el uso calamitoso que ha­ bría podido hacer de este raro don, qué habría sido en manos de un hi­ pócrita o un fanático. La sabia madre de Moni hace un comentario espeluznante, que Suzanne tiene ocasión de recordar con frecuencia: «Entre todas estas criaturas que ves a mi alrededor —tan dóciles, tan inocentes, tan dulces—, bien, hija mía, apenas hay una, no, ni siquiera una, a quien no pueda convertir en un animal salvaje.» Sus palabras re­ sultan premonitorias y, bajo la influencia de su sucesora, las habitantes de Longchamps se convierten, de hecho, en «animales salvajes» que per­ siguen a la infeliz Suzanne con un delirante deseo de venganza. En re­ alidad, todo el lugar se vuelve loco durante un tiempo. Pero la «fatalidad» tampoco es unilateral. A pesar de ser una víctima inocente, no se puede decir que ni ahora ni después Suzanne fuera inocua para sus compañeras. Si la madre de Moni resulta «fatal» para Suzanne, Su­ zanne es mortal para la madre de Moni, elimina su «genio» y acelera su fin. Todas estas ironías, pintadas con sutileza por Diderot, apuntan a una misma conclusión: la raíz del problema no es el «destino» ni el pe­ cado original, sino una institución humana profunda e irremediable­ mente viciada. Sus vicios se detectan incluso en un régimen tan blando e ilustrado como el de la madre de Moni; de manera que los horrores que vendrán, según la lógica de la narración, no deben cogemos por sorpresa. Estos horrores y persecuciones se agrupan en dos series diferentes. La donnée de la novela, por lo que sabemos, es la religiosa de la vida real Margueritc Delamarre y específicamente su esfuerzo por repudiar los vo­ tos empeñados; y el momento en que a Suzanne se le ocurre la misma idea representa el punto de inflexión de la novela. Hasta entonces, ha sido una figura condenada. En su rebelión contra la sucesora de la madre de Moni logra destruir su propio carácter, convirtiéndose en una persona dura, horrenda y legalista; y, de todos modos, la rebelión está condenada al fracaso. Las únicas posibilidades auténticas que le quedan son, en últi-

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mu instancia, una hipocresía insostenible, la locura o el suicidio. De hei lio, la única razón por la que no se suicida, reflexiona con una última i hispa de obstinación, es que todos parecen querer que lo haga. Sin embargo, apenas piensa en repudiar los votos, la fuerza de su caucter vuelve a inspirarla; contribuye a fortalecer todo lo que sigue —ese i rcscendo de maldades difícilmente concebibles (a pesar de que se pueden i otejar con informes contemporáneos)— el hecho de que no caen sobre una víctima pasiva, sino sobre una mujer muy valiente, imaginativa e ini luso «violenta» (al menos, así se describe a sí misma). El día de su llegada al rico y mundano convento de Longchamps, se convence a Suzanne de que toque el clavicordio y («sin ironía», dice al marqués) se pone a cantar el aria de Telaire del Cástor y Pólux de Rameau, en la que se despide del sol, «Triste ropaje, pálidas antorchas, día más terrible que la misma noche». Es una pincelada reveladora. El mis­ mo Diderot, cuando encomienda su novela a Meister, dice que sería un regalo para los pintores. De hecho, indirectamente influiría sobre Delacroix; su sensacional L'arriende honorable ilustra una escena de Melmoth el errabundo de Maturin —el torturado monje Moneada arrastrado desde su celda hasta la presencia del obispo— que el pintor extrajo directa­ mente de Diderot. Los cuadros nocturnos que siguen forman una serie extraordinaria: se ordena a las monjas que pisen el cuerpo caído de Suzanne, la amorta­ jan y la tienden en unas andas, la conducen hacia un simulacro de ejecu­ ción, etc. Uno de ellos resulta especialmente conmovedor. El arcediano está a punto de terminar el interrogatorio público durante el que Suzanne ha respondido con firmeza pero con laconismo a todas las preguntas acerca de sus sufrimientos. El arcediano le pregunta si quiere acusar a alguien en particular. Ella responde que no y él la envía a su celda. Res|xmdiendo a un impulso repentino, sin embargo, ella se gira, se postra a sus pies y, mostrando su cabeza golpeada, sus pies sangrientos, los bra­ zos despellejados y las ropas mugrientas, dice con sencillez: «¡Ved!». Muchos hilos de la novela confluyen aquí. Es tal la carga de emo­ ciones e indignación que hemos acumulado que Diderot puede arries­ garse a convertir su libro en una afirmación universal. Debemos detenernos un momento y hacemos una idea clara de la estrategia de Diderot. Un pasaje de sus Essais sur la peinture (Ensayos so­ bre la pintura), en el que analiza la composición pictórica, resulta útil aquí. Un hombre lee algo interesante a un amigo. Sin que ninguno de los dos lo piense de manera consciente, el lector se prepara de lafor­

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ma que le parece más adecuada y el oyente hace otro tanto. Si se trata de un pasaje de Robbé, adoptará el aspecto de un fanático: no mirará el texto sino que dirigirá su mirada al vacío. Si yo soy el oyente, tendré un aspecto serio; mi mano derecha se moverá ha­ cia el mentón, para sostener la cabeza que cae, y mi mano izquier­ da irá al codo derecho, para sostener el peso de la cabeza y el brazo. No es asi como escucharía a Voltaire. Añádase un tercer personaje a la escena y se someterá a la ley de los dos primeros: es un sistema combinado de tres intereses.6 Un «sistema combinado de tres intereses» es precisamente lo que encontramos en la historia de Suzanne, que funciona, de manera implí­ cita, en tres niveles diferentes: se ha contado a sí misma la historia de sus males, se la ha contado al marqués y ella (o Diderot) la cuentan, por encima de la cabeza del marqués, al mundo en general. Ahora Diderot se atreve a hacerlo manifiesto. Hace que Suzanne plantee al marqués justamente el punto de credibilidad que habrá turbado al lector: ¿acaso ha padecido alguien todo el repertorio de males del sistema conventual? ¿No se parece más a una fantasía demente? Y da una buena respuesta. En función de nuestra convicción de que hay algo único y desafiante en la personalidad de Suzanne, una especie de cualidad conductora de la electricidad, nos complace aceptar esa respuesta. Cuanto más reflexiono, más me convenzo de que lo que me sucede a m íjamás había sucedido hasta ahora y de que tal vez nunca vuel­ va a suceder. Una sola vez (y ruego a Dios que sea la primera y la última) ha querido la Providencia, cuyos caminos son inescruta­ bles, reunir en una criatura desgraciada todas las crueldades que suelen repartirse — según sus decretos incomprensibles— entre la infinita multitud de infelices que han pasado y pasarán por el claustro.' La Suzanne que era estoica y lacónica ante su inquisidor eclesiástico ahora suelta la lengua y apela de forma imperiosa y sin vergüenza a los sentimientos del marqués. «Señor marqués, guardaos del momento fatal en que vuestros ojos se cansen de llorar por mi destino. Entonces os co­ rroerá el remordimiento, pero eso no me habría ayudado a salir del abis­ mo en que había caído y que se habría cerrado para siempre sobre la ca­ beza de un paria.» Y por fin, sacando valor de la historia de su propia derrota (pues se entera de que el pleito interpuesto no ha prosperado),

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se le hace pronunciar lo que el lector tiene mayor interés por oír: una encendida y magnífica diatriba contra todo el sistema conventual. La es­ tructura de sentimientos que se ha ido construyendo requiere que la voz de Diderot se mezcle con la de Suzanne en este punto. ¿Qué necesidad tiene el Novio de tantas vírgenes necias? ¿O la es­ pecie humana de tantas víctimas? ¿No habremos de cerrar nunca esos abismos que engullirán y destruirán a las razasfuturas? Todas las oraciones que se dicen allí, ¿tienen siquiera el valor de una mo­ neda entregada por caridad a los pobres? ¿Aprueba Dios, que creó al Hombre para vivir en sociedad, que se le rodee de murallas? ¿Acaso Dios, que lo creó tan inconstante y frágil, puede alentarlo a embarcarse en algo tan temerario como los votos?... etc.S Cuando, de forma inesperada, se libera por fin a Suzanne de sus su­ frimientos en Longchamps y se la traslada a otro convento, el de SainteF.utrope, la desdichada descubre que la Providencia le ha tendido una trampa diferente, que la sumerge en otro dilema. En este episodio de Sainte-Eutrope, que en peso y extensión equilibra la sección de Long­ champs, hay un desplazamiento no sólo hacia otro mal conventual, se­ xual en este caso, sino también en nuestras simpatías. Pues la verdadera víctima en este episodio nuevo no es Suzanne, sino la priora, una figura condenada a la tragedia por el sistema conventual. Existía un principio que tendría mucho peso para Diderot en cuanto teórico del arte y fisiólogo aficionado. Afirmaba que había un «sistema» en la deformidad, de manera que a un experto le bastaría ver unos pies para saber que pertenecían a un jorobado, o el cuello y los hombros de una mujer para afirmar que había perdido la vista durante la niñez. Des­ de el punto de vista estético, lo que ello implica es que el artista debía olvidar las normas académicas sobre lo «bien hecho», porque «la natura­ leza no hace nada mal», y estudiar en su lugar la «conexión secreta» y la «concatenación necesaria» de los fenómenos naturales. «Toda forma, hermosa o fea, tiene su causa, y de todas las criaturas que existen no hay una que no sea como debe ser.» Esta teoría viene a la memoria cuando aparece el retrato conmovedor que hace Diderot de la madre superiora, que es homosexual. «La cabeza nunca está quieta sobre los hombros —escribe Suzanne— ;... siempre hay algo fuera de lugar en sus vestidos; la cara es atractiva en términos generales; los ojos, uno de los cuales, el derecho, está más arriba y es más grande que el otro, están distraídos y llenos de fuego... La asimetría de sus rasgos expresa toda la insatisfac­

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ción de su carácter.» Cuando, más adelante, Suzanne presenta la atracti­ va imagen de la levée de la madre superiora, señala que sus ojos negros tiernos y brillantes «siempre están entornados», clara indicación simbó­ lica de que no quiere ver lo que hace. Es evidente que Diderot trata a la madre superiora con simpatía pero «científicamente», como un «sistema deforme», con una «mirada de soslayo» que atraviesa de forma visible toda su estructura tanto moral como física. En este nuevo episodio, la novela de Diderot, tan llena de sorpresas, esconde una sorpresa mayor y todavía más atrevida. El lector descubre que se le ha gastado una broma de características muy inquietantes. A lo largo de este nuevo episodio, el lector vislumbra la posibilidad de que el libro sea una novela sobre conventos picara o pornográfica, una variante más atrevida de la historia de la monja que falta a sus votos porque tiene un amante. (De hecho, al final Suzanne es rescatada por un «amante».) La forma que elige Suzanne para relatar el acoso sexual de la superiora es erótica en sí misma. Queda atrapada en su propia sorpresa inocente y hace una descripción excitada y excitante. Después de esto, en cuanto una monja cometía una falta, yo inter­ cedía por ella, y siempre obtenía su perdón a cambio de algúnfavor inocente; siempre era un beso en la frente, o en el cuello, o en los ojos, o en las mejillas, o en la boca, o en las manos, o en el pecho, o en los brazos, pero por lo general en la boca... Decía que yo tenía aliento dulce, dientes blancosy labiosfrescos y rosados.’ A pesar de que Suzanne se dirige ahora con menos frecuencia al marqués, el lector no tarda en preguntarse sobre el efecto que causará todo esto en este hombre ardiente e impresionable; y más aún cuando llega a la tórrida aunque scmicómica escena de la primera seducción efi­ caz que lleva a cabo la priora con Suzanne (si «seducción» es la palabra apropiada; en cualquier caso, se trata de la primera vez que la priora tie­ ne un orgasmo en brazos de Suzanne). Evidentemente, a Suzanne le conviene comprometer los sentimientos del marqués, casi por cualquier medio; de hecho, en una «nota final» a su relato, Suzanne reconoce con franqueza que quizá lo ha alterado de manera semiconsciente. «¿Es por­ que creemos que los hombres son menos sensibles a la descripción de nuestras desgracias que a la imagen de nuestros atractivos, y porque nos decimos que es más fácil seducirlos que despertar su piedad?»11 Las indirectas y el sentido del cálculo, en la historia que Suzanne cuenta al marqués, son un elemento central de la novela; no obstante, en

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«icrto sentido, no son sino un aspecto secundario de algo todavía más esencial: el carácter indirecto de la relación que establece Diderot con el lector. Pues, desde el principio, lo que la priora de Sainte-Eutropc en. icntra sexualmente excitante en Suzanne no es sólo su belleza, sino sus ufrimientos anteriores. La gran emoción erótica que se promete a sí misma es oír la historia de Suzanne; y acaba orquestando el episodio en el estilo más voluptuoso, fundiendo su cuerpo con el de la narradora. Será, como dice ella misma, la satisfacción suprema: ambas derramarán lagrimas deliciosas y «quizá seamos felices en medio de la historia de nuestros sufrimientos. ¿Quién sabe adonde nos puede conducir la tierna compasión...?». Suzanne empieza y el lector es invitado a asistir a una parodia de sus propias emociones —como quien dice, de las emociones de cualquier persona de buena voluntad— al leer los mismos aconteci­ mientos de antes. De manera que empecé mi relato más o menos como lo he estado es­ cribiendo para vos. No puedo deciros el efecto que tuvo sobre ella, los suspiros, las lágrimas que derramó, la indignación que expresó contra mis crueles padres, contra las terribles muchachas de SainteMarie y las de Longchamps. Lamentaría mucho que padecieran una mínima parte de los males que les deseó; yo no quisiera arran­ car ni un solo cabello al más cruel de mis enemigos. De vez en cuando, me interrumpía y se ponía en pie, se paseaba por la habi­ tación y luego regresaba a su lugar. En otro momento, elevó las manos y los ojos al cielo, luego hundió la cabeza entre mis rodillas. Cuando hablé de la escena de la prisión, de m i exorcismo, de mi pe­ nitencia pública, se puso prácticamente a vociferar. Cuando llegué alfin a l de la historia guardé silencio y durante unos minutos per­ maneció echada en la cama, el rostro oculto bajo la sábana y los brazos sobre la cabeza. Dije: «Querida madre, perdonadme por haberos causado tanto dolor; os lo advertí, pero insististeis...», pero su única respuestafue: «¡Criaturas malvadas! ¡Horribles criaturas! Sólo en un convento se podría perder de esa manera el sentimiento humano... Pero ¿cómo ha podido soportar esa salud delicada tantos tormentos? ¿Cómo no se han quebrado esos frágiles miembros? ¿Cómo no se ha estropeado esa máquina delicada? ¿Cómo esos ojos brillantes no se han anegado para siempre en un mar de lágrimas? ¡Criaturas crueles! ¡Atar esos brazos con cuerdas!...», y me asió los brazos y me los besó. «¡Ahogar esos ojos en lágrimas...!», y los besó..U

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Las reacciones de la priora son cada vez más sensuales y, por según da vez, tiene un orgasmo en los ignorantes brazos de Suzanne. Esta celada al lector es un golpe maravillosamente audaz de Didcrot y hay una progresión natural, un avance hacia el escepticismo, a partir de este episodio, hasta llegar al desenmascaramiento final de la impos­ tura en el «Prefacio a la obra precedente». La novela se revela como lo que Stanley Fish denomina «artefacto que se consume a sí mismo» y plantea dudas sobre toda suerte de «inocencia», pero en especial la de quienes cuentan historias y de quienes las escuchan. Parece que nos encontramos en el núcleo de la forma de ver el mun­ do que tiene Diderot en cuanto filósofo y en cuanto artista. Sin duda, su escepticismo es muy profundo, pero sería un error interpretarlo en sen­ tido puramente negativo (exponente de «la nada de todas las cosas»), o como pesimismo, en la línea de La Rochefoucauld; no se parece al pesi­ mismo, y mucho menos al cinismo. Después de todo, los sufrimientos de Suzanne permanecen como una posibilidad desoladora y verosímil que una sociedad ilustrada podría evitar. Tampoco se pide al lector de estos horrores que renuncie a la emoción y a la indignación generosas; sólo que contemple con mayor profundidad hasta dónde pueden llevar sus preguntas y la infinitud del abismo interior al que el autor quiere que echemos un vistazo.

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La «ménagerie >

Una consecuencia del alejamiento de Rousseau fue que Diderot, que se Ilabia negado a conocer a Madame d’Epinay, había cambiado de opi­ nión. Pidió que se la presentaran y ambos simpatizaron mucho. Madame d’Epinay volvió de Ginebra en 1759 y llena de nerviosis­ mo. En primer lugar, su marido, el recaudador de impuestos, hacía todo lo posible por arruinarse; dilapidaba 20.000 francos en un día de caza y ■.istaba enormes sumas con su amante. Diderot, a quien le desagradaba lo que había oído decir de él, comentaba que era «un hombre que ha ,astado dos millones sin decir una sola cosa buena ni hacer nada acepta­ ble».1 Pero aparte de eso, el deseo de Madame d’Epinay en aquel mo­ mento era sentir que iniciaba una nueva vida, libre de todo escándalo. I’or lo tanto, este acercamiento de Diderot alentó su autoestima. Lo en­ contraba absolutamente encantador y su conversación le parecía sor­ prendente. Decía que «había sacudido» su alma y le había permitido volver a disfrutar del mundo.2 Durante su estancia en Ginebra se había entretenido redactando lina novela autobiográfica, Histoirc de Madame de Montbrillant.3 Era una amalgama de datos comprobables, verdades a medias y fantasía pura donde contaba la historia de su infancia, su amistad con los philowf>hes y los sufrimientos de su vida de casada. Buena parte de las primetas secciones corresponde a las luchas de la heroína por huir de la pre­ potencia y el «despotismo» de su presunto amigo «Desbarres», personaje basado en el historiador y novelista Charles Duelos. Resultaba fácil re­ tí mocer los retratos de sus amigos y amantes, aunque llevaban nombres inventados; su primer amante, Francueil, aparece como «de Formeuse» y Grimm como «Volx». También relataba, con cierta severidad, la his­ toria de Rousseau («René») y el Hermitage; en el curso del relato, el fast inante René se revela como un pendenciero incurable, un hipócrita y

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un traidor. La novela era, en cierto sentido, una autodefensa y una accp tación del pasado personal, y no había intención de publicarla. Desde el punto de vista intelectual, el héroe era Diderot («Gamier»), cuyas ideas y mots dominan las escenas de conversaciones de salón.

A pesar de todas sus tribulaciones, Diderot no había renunciado a la es peranza de obtener la aceptación del público como escritor y, para su contento, la Comédie Fran^aise, que había rechazado su primera obra, mostró un interés gratificante por E l padre defam ilia y la representó va rias veces en febrero de 1761. Pudo informar a Voltaire de que, a pesar de los malos intérpretes y de las intrigas, había obtenido un modesto éxito. Según su amigo Damilaville, una voz exclamó desde las lunetas: «¡Qué respuesta a Los filósofos!». Aquello, dijo Diderot, era «lo que yo esperaba».4 No fue mama persecutoria imaginar que había una intriga contra él, pero estos lances no despertaban en él el mismo placer por la lucha que en Voltaire. Por otra parte, tampoco estaba dispuesto a permitir que le envenenara la vida, por prudencia y por vanidad. No obstante, y sobre todo durante este período, pasaba mucho tiempo meditando y enfocando el panorama literario del momento como una ménagerie. El término ménagerie había tenido origen en Madame de Tencin5, que lo aplicaba en tono burlón a su aristocrático salón a la moda, aunque para Diderot y otros la palabra describía más bien a los pesados personajillos que mosconeaban alrededor de los recaudadores de impuestos y sus amantes: un enjambre de parásitos y folicularios a sueldo que hacían y deshacían reputaciones. Los recaudadores de impuestos formaban, en esa época, un grupo de enorme influencia en Francia. Con sus treinta mil empleados aproxi­ madamente, muchos de ellos armados y con derecho a entrar en los do­ micilios particulares, constituían, según Simón Schama, «un Estado dentro del Estado. Mitad empresa comercial y financiera, mitad gobier­ no».6 Eran objeto de muchas burlas y también blanco típico de invecti­ vas; sin embargo, como eran los mayores derrochadores del reino, se iba detrás de sus favores y, en términos generales, llevaban un estilo de vida muy brillante. Su debilidad era el mecenazgo de las artes y las ciencias, y el abate Raynal describió en cierta ocasión la suerte de sus protegidos: Aquí está de moda tener escritores entre los empleados. Desde hace tiempo el ingenio causa tal furor en París que hasta la casa del

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financiero más humilde está llena de académicos o de hombres que aspiran a dicho rango. Sin embargo, a pesar de esta avidez por el ingenio y la cultura, elfinanciero es tan necio como antes y el escri­ tor igual de pobre. E l papel que ha de desempeñar este último es francamente patético. Si desea conservar el puesto, se ve obligado a aplaudir la lamentable conversación de su patrón y el mal gusto de la esposa de éste; ha de pensar como el primero y hablar como la se­ gunda; soportar la arrogancia de uno y los caprichos de otra; con­ graciarse con los contemporizadores o visitantes habituales de la familia. En resumen, ha de halagar a todo el mundo, incluso a los criados más humildes: al portero, para poder acceder a la casa a la hora de las comidas; al lacayo, para que se le haga caso en la mesa cuando pide vino y, por último, a la doncella, ya que la suerte de un libro depende de la opinión que seforman estas mujeres cuando lo leen en voz alta mientras la señora está ante el tocador.' Diderot era amigo de un literato muerto de hambre, el abate Joseph 1)claporte —antaño aliado de Fréron, ahora enemigo y rival de éste— , de quien recibió, durante el verano de 1761, un informe de primera mano sobre un escándalo mayúsculo dentro del círculo de recaudadores de impuestos. Afectaba al financiero Louis-Auguste Bertin de Blagny, recaudador de impuestos en el pasado, que gozaba en la actualidad de los beneficios resultantes de ser «Tesorero de la Beneficencia Pública». Bertin era miembro de la Academia de Inscripciones (elegido, según sus enemigos, por su dinero y no por sus conocimientos) y apoyaba a un pe­ queño círculo de escritores indigentes. Diderot no tenía ninguna razón para respetarlo, pues Bertin era autor, o inspirador, de una obra satírica contra él, Losfilósofos de madera. Hacía quince años que Bertin era protector de una actriz de la Coinédie f ran^aise, Pauline Hus.s (Vale la pena señalar que había actuado ni Los filósofos de Palissot.) Pasaban los meses de verano juntos en una mansión rural próxima a Passy, pero aquel verano Bertin sospechaba, con buenas razones, que la Hus mantenía relaciones con el joven y apuesto gerente de las termas de Passy. Por ello, les tendió una trampa. I Ina noche que los amantes se habían citado regresó a casa de forma imprevista; Bertin simuló no notar nada y pasó la noche con su amante como siempre, comiendo y jugando a las cartas, a sabiendas de que su i ival se había escondido en el tejado. El desgraciado seductor, después de pasar hambre y tiritar toda la noche sobre las tejas, escapó a la maña­ na siguiente a punta de espada. A las pocas horas, según contó Diderot

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a Sophie (12 de septiembre de 1761), la Hus regresaba a París en un co­ che cargado con todas sus pertenencias, la casa de Passy se desmantela ba y se poma punto final a la relación Bertin-Hus. La historia de Bertin y Hus se funde a continuación, en las cartas diderotianas, con la de otra relación duradera, ésta entre el conde de Lauragai y la actriz Sophie Amould. El acaudalado y medio loco conde de Lauragai1era uno de los diletantes más famosos de la época y su reía ción con la seductora e ingeniosa Sophie Amould10, uno de los líos amorosos más conocidos. Por alguna razón, sin embargo, precisamente en aquel momento, los amantes se habían distanciado. El conde aban­ donó París para visitar a Voltaire, pues una de sus manías era que Voltaire lo tenía por dramaturgo genial. Durante su ausencia, la Amould le escribió para terminar con la relación, y le envió no sólo todos sus rega­ los, sino a los dos hijos de ambos. Diderot no conocía personalmente a Sophie, pero le entusiasmaba todo lo que había oído decir de ella y, por supuesto, culpó al chiflado de Lauragai. Luego se supo que, en cuanto Sophie se hubo deshecho de Lauragai, había echado el guante al ahora disponible (e inmensamente rico) Bertin de Blagny. Diderot se indignó: «la muy puta», exclamó. Dijo a Sophie Volland que la noticia le había alterado más de lo que podía ex­ presar. «Esa mujer tiene dos hijos de él [de Lauragai]. Un hombre al que ella misma había elegido. Nunca había habido restricciones, preocupa­ ción por las apariencias, ninguna razón convencional para comprometerse en serio. Si alguna vez ha habido un sacramento, era ése.» Además, pro­ seguía, se había enterado de otra «putería»: el mundo parecía estar lleno de casos así. Bertin había permitido que la Hus se quedara con todo lo que él le había dado, es más, había solicitado una lista de sus deudas para pa­ garlas; y la ambiciosa criatura las había inflado hasta llegar a una cifra exorbitante. «No sé por qué te cuento estas miserias», suspiraba Diderot.11 De hecho, tenía buenas razones personales para reflexionar sobre ta­ les «miserias»: era en los salones de gente como Bertin, y frente a sus mesas opíparas, donde prosperaban los Palissot y Poinsinet, y donde se hacían y deshacían las reputaciones literarias, incluso la de Diderot. Se hallaba en el punto de inflexión de su carrera, casi al final de su trabajo en la Enciclopedia, había triunfado a medias como dramaturgo y, en cuanto filósofo, era una combinación de mártir y fantoche. ¿Se podía afirmar que había recibido su merecido? Y dada la forma en que se fa­ bricaba el éxito, ¿era razonable siquiera esperar lo «merecido»? Había llegado el momento de pensar en las recompensas y de preguntarse con qué fin llevaba una vida literaria y philosophique.

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Con estas ideas en la cabeza, a fines de septiembre de 1761 fue a vi­ sitar a los Le Bretón en Massy, como había hecho en otras ocasiones. Kn los últimos tiempos se había pasado la mitad de los días en el taller de Le Bretón, revisando las galeradas de los últimos volúmenes de texto de .1 Enciclopedia. Estaba cansado y con un estado de ánimo regular, sobre todo porque hacía poco había mantenido una terrible pelea con Nanctte. Sabía, además, que sus días de trabajo forzado no habían termi­ nado, ya que Angélique estaba creciendo y pronto necesitaría una dote. Así pues, no era de extrañar que se preguntara, sin optimismo, por el futuro. Sin embargo, la carta que escribió a Sophie desde la casa de los I ,e Bretón (2 de octubre de 1761) es alegre y muy agradable: menos un par de frases al principio y al final, dice: ... Pase' dos días en Massy con el matrimonio. Salimos a pasear. Madame Le Bretón está m il veces más loca de lo que corresponde a su edad, su piedad y su carácter. Me gustaría saber cómo era en su juventud. Era íntima amiga de una tal Marteliere. Si el viejo re­ frán es cierto, no hacefalta decir más.* Sabes, o quizá no lo sepas, que a veces me divierto representando el papel de amante apasio­ nado. Ella no me interpreta mal, su marido tampoco, y la conver­ sación adquiere un tono agradable y alegre. Está empezando a refrescar. Ayer nos sentamos alrededor de un fuego delicioso. Lo hicimos con las duelas de un viejo barril. Las llamas salían por el agujero de la duela del tapón. Esta anciana y extravagante criatura me dijo: «Filósofo, hace tiempo que solicitáis mis favores. ¡Esta es vuestra oportun idad! Purificaos ahí [seña­ lando el agujero de la duela\ y seré vuestra». Hay un cenobita, un personaje muyfeliz, en un rincón del co­ rral. Bebe, come; engorda deforma ostensible. No sale casi nunca. No puedo decirte si pasa mucho tiempo meditando. Creo que perte­ nece a la secta de Epicuro. Su alegría al abandonar la celda no in­ forma sobre el modo en que emplea el tiempo. Ibamos a verlo dos veces al día. Te puedo asegurar que se preocupaba muy poco por nosotros. Cuando llegó aquí era muy joven y no tenía nombre. Yo le puse Antonio, fray Antonio}2 La mujer del granjero le da de co­ mer y lo cuida. No resulta difícil complacerlo. No quiero decir que no gruña, pero no por su mal carácter, sino porque así lo exige su ' El apellido Marteliere se asocia inmediatamente con la palabra marteau, «martillo» en Iuncís, donde étre marteau significa «estar loco» (N. del E. español).

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temperamento. Si el resto de su historia te interesa, me informaré. No soy curioso. Me divierten Ias personas, sin tomarme la molestia de averiguar quiénes son o de dónde vienen. Una vez, cuando se­ ñalé a mi anfitriona que me sorprendía la volubilidad de su carác­ ter, me dio una respuesta algo extraña. *Mi teoría —dijo— es que no hay personas religiosas, sólo hipócritas. No implica ninguna di­ ferencia el hecho de arrodillarse, rezar, guardar vigilias, ayunar o unir las manos con devoción: la naturaleza no cambia. Se sigue siendo lo que se es. E l hombre puede llevar casaca azul, galones en el hombro, puede colgarse una espada del cinto y colocarse plumas en el sombrero. Pero no sirve de nada; todo ese simularfiereza y le­ vantar la mirada y arrugar el ceño con enojo: sigue siendo un co­ barde que simula ser enérgico. Cuando me muestro reservada, seria y grave, significa que no soy yo. Tengo un aire de iglesia, otro de '‘gran mundo", otro de tesorera y otro de amante. A h í tenéis mi vida de mímica. En cuanto a mi vida auténtica, mi cara auténti­ ca, mi estilo natural, no me lo consiento confrecuencia, pero es un asunto muy diferente. No dura mucho, pero mientras dura digo todo tipo de tonterías; y sólo me detengo porque me parece oír la voz de mi madre, que dice: “¡Pero niña!". Entonces cierro la boca y me vuelvo a ocultar tras el velo. Cuando soy yo con otra gente, casi siempre me arrepiento más tarde en la iglesia. De todos modos, las personas a quienes más quiero son aquellas con quienes puedo com­ portarme según mi lamentable ser natural. Cuando la gente me lo exige, soy tan circunspecta y buena como una ciruela rellena». E l pequeño conde de Lauragai ha abandonado a la Amou. En lugar de vivir en la gloria sobre el regazo de una de las muchachas más deseables del mundo, deja que su vanidad se apodere de ély lo envíe a corretear desde París hasta Montbard [residencia del na­ turalista Buffon] y desde Montbard a Ginebra [residencia de Voltairc]. Ha partido con una carga de versos espléndidos, todos escritos por otro, y se sentará junto a Voltaire para volver a escri­ birlos con elfin de convencerlo de que le pertenecen. Es una criatu­ ra extraña. Ha contratado a dos jóvenes químicos. Un día se le­ vanta a las cuatro de la madrugada. Sube a las buhardillas a despertarlos. Los mete en su carruaje. Los seis caballos los llevan a Sévres antes de que hayan podido abrir los ojos. Los mete en una casapequeña. Una vez instalados, les dice:«Señores, aquí es. Nece­ sito un descubrimiento. No podréis iros hasta que lo hayáis hecho. Adiós: regresaré dentro de una semana. A quí tenéis todo lo que

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necesitáis: retortas, hornos y carbón. Os traerán la comida. Poneos a trabajar». Con esas palabras, cierra la puerta y se va. Regresa. Han he­ cho el descubrimiento. Se lo explican y en ese mismo instante cree que lo ha hecho él mismo. Se autofelicita. No podría estar más or­ gulloso de su hazaña, ni siquiera mientras está ante los pobres dia­ blos a quienes realmente pertenece el hallazgo, a quienes trata como a idiotas y obliga a aceptar el trato. Lo que dice, en realidad, es: «Tenéis genio pero no dinero, yo tengo dinero y quiero un poco de genio. Lleguemos a un acuerdo: tendréis pantalones para vestiros y yo tendré la gloria». No abandonaré París durante el otoño. Un percance sigue al otro. Me estoy estropeando la vista con las planchas, todas salpica­ das de números y letras y, en medio de todo este trabajo agotador, persiste la idea amarga de que los frutos de todo ello serán burla, persecución, tormento e insultos. Perspectiva tentadora, ¿no crees? E l amigo Grimm puede componer sus hermosos discursos, pero ésa es la verdad: y ya no puedo vivir de los sueños. Una comida deli­ ciosa; un libro a mi gusto; un paseo solitario en elfresco de la tarde; una conversación en la que uno abre su corazón y derrama toda la sensibilidad; una emoción fuerte, de las que hacen saltar lágrimas, sacudir el corazón, estrangular la voz y extasiar el alma, ya a cau­ sa de la descripción de una acción generosa, ya a causa de los pro­ pios sentimientos; salud, alegría, libertad, holgazanería, tranqui­ lidad. Eso es la verdaderafelicidad. Nunca conoceré otra.U A lo largo de la carta aparecen tres temas independientes que se unen de manera oscura en la mente de Diderot y se convierten en uno solo. Podríamos desglosarlos así: Uno es uno mismo, y en el fondo sólo uno mismo, y es mejor que lo recuerde. Todo el resto de la existencia es una actuación mentirosa y una «vida de mímica»; y quizá no haya escapatoria ante la vida de mími­ ca, pero el espíritu no puede encontrar casa ni felicidad en ella. O, por el contrario, si se pusiera el empeño suficiente, o si se tuviera el temperamento idóneo (ser el conde de Lauragai, por ejemplo), po­ dríamos contarnos mentiras a nosotros mismos con absoluto éxito. El arte consiste, en realidad, en querer creerlas. Pensemos en el cerdo fray Antonio. Fray Antonio no presta ningu­ na atención a la opinión de los demás y se dedica a la tarea seria de dis­ frutar de la vida; y cuando gruñe, no lo hace para quejarse del curso del

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universo, sino como señal de su propia importancia. Este cerdo parece haber llegado a un equilibrio filosófico con la vida. Uno podría limitarse, en cambio, a catalogar los temas, por conve niencia, como «Ser uno mismo», «Querer ser un genio» y «Las recom pensas de la vida». Todos los temas que surgen en la carta de Diderot a Sophie se re lacionan con una pregunta que, en este momento en particular, Dide rot se planteaba por más de una razón: «¿Para qué he vivido?» Des­ pués de quince años de trabajo agotador y vicisitudes temibles —injurias organizadas, deserción de colaboradores, cierre y amenazas de arresto y demás— había completado los volúmenes de texto de la Enciclopedia. Con éxito relativo había publicado algunos tratados filo­ sóficos y dos obras de teatro. Estas últimas, en particular, le habían aportado tantos detractores como alabanzas. Por lo tanto, parecía un buen momento para preguntarse para qué había hecho todo aquello. «Para difundir la Ilustración» es una respuesta que elude el fondo de la cuestión, que más bien es: ¿Con qué fin ha hecho todo esto desde el punto de vista de la satisfacción personal? La pregunta parecería natural, se podría decir, en un autor necesitado cuando se le muestran las co­ modidades de la vida de un editor. Pero Diderot nunca fue envidioso y la pregunta le intriga de manera más amplia; cuanto más la analiza, más se le aparece como una cuestión abierta, como un interrogante que no se debe plantear con espíritu de resentimiento o pesimismo, sino de manera imparcial, filosófica, incluso con alegría. La compleji­ dad, las variantes filosóficas y las ironías fascinantes que encierra pare­ cen interminables. Primera posibilidad: ¿lo hada por dinero? De ser así, era un necio. Le bastarían las flacas recompensas de un jefe de edidón; pero no falta mucho, dice a Sophie, para que su hija Angélique alcance la pubertad (e ingrese en su propia «vida de mímica»), ¿y de dónde saldrá su dote? No de la Enciclopedia. Quizá su pluma deba producir más obras teatrales, más casamientos imaginarios, para financiar uno real. ¿Será que lo hace por el placer que proporciona, y por la feliddad? Menos aún. La felicidad, el verdadero goce de la vida, es cosa del mo­ mento y se ofrece a todos los que la piden. Es una cuestión de los senti­ dos y el corazón, y... Aquí, el Hombre de Sentimientos profesional se hace cargo de la pluma de Diderot. ¿Lo habrá hecho por la gloria? Si es así, a pesar de todo lo que diga su amigo Grimm sobre la fama y los laureles, debería abandonar la idea y seguir alimentando vanas fantasías, pues la realidad no será la gloria,

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sino más persecuciones y ofensas como las que han sido el pan cotidiano hasta el momento. ¿Acaso, entonces, lo habrá hecho por una esperanza más secreta, a saber, que se le permitiera verse a sí mismo como un «genio»? Sin duda, uno soportaría muchas cosas en busca de ello. Se sabe lo que está dis­ puesto a hacer el conde de Lauragai para que se le considere un genio y salta a la vista que sus medios son absurdos. ¿O no? Es una forma bella­ mente directa de parecer casi un genio. Uno se dice: «¡Nunca habría podi­ do hacer eso!», ¿no es eso lo que se dice de la obra de los genios? (Es justamente lo que dice Rameau el sobrino: «Nunca les he oído interpre­ tar la obertura de Las Indias galantes, jamás les he oído cantar “Profonds abimes du Ténare” o ”Nuit, éternelle nuit”, sin decirme con tristeza: “He aquí algo que jamás lograrás, por más años que vivas”».14 Sin duda, el conde de Lauragai no «es él mismo», de hecho es exac­ tamente lo contrario de él mismo, en la medida en que viste ropajes ro­ bados; pero aquí se abre otra posibilidad, ya que el conde (chivo expia­ torio de Diderot en esta época) no sólo quiere que los demás lo consideren genial, sino que quiere creerlo él también; de hecho, parece capaz de hacerlo. Esto también podría considerarse, con cierta admira­ ción, una especie de genialidad. Ya se percibe que conceptos como «ser uno mismo» y «querer ser un genio» entran en una especie de juego o sistema de intercambio. Entonces debemos observar más de cerca al cerdo fray Antonio, pues a los placeres de la glotonería, el hedonista fray Antonio añade los placeres de la autocomplacencia. Cuando fray Antonio gruñe con ener­ gía, no lo hace por mal carácter, sino por confianza en sí mismo y por­ que corresponde a su carácter. Le recuerda, dice Diderot a Sophie en una carta anterior, lo que más le gusta del naturalista Buffon: el estilo ruidoso y desvergonzado con que el gran hombre rinde homenaje a su propio talento. (¿Sería una tarea cruel para Buffon, en cuanto director de la Académie, tener que escribir tantas necrologías oficiales? Bueno, sí lo sería, dice a Diderot, pero hay que hacerlo. «Por consiguiente, los ala­ baré, los dejaré muy bien, y a mí me aplaudirán. ¿Acaso puede haber al­ gún tema prohibido para un hombre verdaderamente elocuente?» ) Gruñir de manera tan complaciente parece ser una señal de grandeza. El Sobrino de E l sobrino de Rameau sueña con roncar como un gran hombre. Quien admire la gran novela de Diderot tendrá la sensación de adentrarse en terreno conocido.

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La novela E l sobrino de Rameau toma como momento imaginario en el tiempo el mes de abril de 1761, y parece que Diderot empezó a escribir­ la poco después de esa fecha. De hecho, se puede establecer esta fecha ficticia con bastante precisión, si se tienen en cuenta ciertos detalles como las óperas que se representaban en aquel momento en la Ópera de París, la edad de la hija de Diderot y la fecha de defunción de la mujer del sobrino de Rameau. Por otra parte, las controversias y venganzas que aparecen en la novela a veces se remontan a una década anterior o más, y en las ampliaciones y revisiones posteriores (ya que Diderot si­ guió trabajando en la novela durante el resto de su vida) el autor plasmó acontecimientos y preocupaciones de años posteriores. En cuanto al momento exacto en que empezó a escribir la novela, lo cierto es que ca­ recemos de testimonios definitivos. Diderot, que alguna vez se describió a sí mismo como «nacido con la mayor capacidad de comunicación po­ sible», nunca hace referencia a esta su obra maestra, ni, por lo que sabe­ mos, se la enseñó nunca a nadie. Existió un sobrino de Rameau. Se llamaba Jean-Fran?ois Rameau y nació en Dijon alrededor de 1716. Era hijo de un músico, aunque no tan distinguido como su tío, y fue compositor de escaso éxito. Un con­ junto suyo de Nuevas piezas para teclado se ha perdido y sólo se conoce a través de un comentario de Fréron. Al igual que a su tío, le agradaba poner títulos fantásticos a sus obras; hubo una llamada «La Enciclope­ dia». En opinión de Fréron, era bastante extraña y concluía con una chute grotesca y muy ruidosa. Con sus teorías extravagantes, su pobreza crónica y su amor por la música y las bromas subversivas, Rameau el Sobrino era una figura muy conocida en la escena parisina y las descripciones de sus amigos coinci­ den bastante con el retrato ficticio trazado por Diderot. Es casi seguro

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que Diderot lo conocía, dado que cita una frase de Rameau en su Salón de 1767, y Rameau menciona en su poema épico La Rameide al «sabio Denis» como a uno de sus amigos. Según su viejo compañero de colegio, el escritor Jacques Cazotte, Jean-Fran^ois Rameau era un genio frustrado. Las ocurrencias de Rameau eran ocurrencias instructivas... No eran bons mots; eran comentarios que parecían brotar de la com­ prensión más perfecta del corazón humano. Su aspecto,francamen­ te burlesco, otorgaba un brillo extraordinario a sus bromas, que re­ sultaban muy inesperadas porque por lo general le gustaba hacerse el loco. Este hombre, músico nato como su tío, nunca exploró las profundidades del arte, pero había nacido lleno de canciones y po­ seía la extraña facilidad de hallar, a partir de la nada, un escena­ rio agradable y expresivo para cualquier letra que se le ofreciera... Era horrible y cómicamentefeo y a menudo muy aburrido, ya que su genio sólo le inspiraba en raras ocasiones; pero si se le ocurrían las palabras, podía hacer llorar de risa a los demás... Este hombre extraño alentaba una pasión por la gloria y nunca encontró lafo r­ ma de llegar a ella} Su amigo Pirón lo recuerda burlándose de su tío, pero refugiándose en su gran nombre. Y otro amigo2 describe una de sus teorías favoritas: que el objetivo de todas las hazañas, del genio o el heroísmo por igual, era la masticación. Todas estas cosas llamativas, afirmaba (con «un pin­ toresco movimiento de mandíbulas»), tenía un solo objetivo y un único resultado: poner algo entre los propios dientes. Recordemos la acción de El sobrino de Rameau. Un día, en el Café de la Régcnce, cerca del Palais Royal, el filósofo (lo llamaremos Yo-Diderot) es abordado por un conocido de aspecto andrajoso, el sobrino del gran compositor Jean-Philippe Rameau. Rameau el Sobrino, nos dice Yo-Diderot, es una de las criaturas más extrañas de Francia; una mezcla de nobleza y bajeza, de buen sentido y locura. «Las nociones de decen­ cia e indecencia deben de haberse confundido de manera extraordinaria en su cabeza, dado que despliega las buenas cualidades que la naturaleza le ha otorgado sin ostentación y las malas, sin vergüenza». Al mismo tiempo, nunca es idéntico a sí mismo dos veces seguidas: un mes está pálido y flaco como un palo, como quien se encuentra en los últimos es­ tertores de la tuberculosis, y al mes siguiente su aspecto será tan esplén­ dido como el de un abonado a las mejores cenas o el de un monje cister-

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cíense; un día irá vestido con harapos y se arrastrará como un mendigo, y al día siguiente tendrá el cabello rizado y empolvado y se paseará como un caballero. Vive al día; y si duerme en un establo, cosa que suele ocu­ rrir, al día siguiente lucirá restos de su cama en el pelo. «Esos personajes en realidad no me interesan —comenta Yo-Diderot en tono engola­ do— , aunque algunas personas llegan a hacerse bastante amigas de ellos».1 No obstante, dice, resulta divertido encontrarlos una vez al año. Alegran las cosas, sacuden las actitudes fijas de la gente. Tienen una ex­ traña forma de sacar la verdad a la luz. De ahí que Rameau disponga de protectores, aunque sólo sea por su valor como entretenimiento. Diderot cuenta con malicia que en una ocasión coincidió con Rameau en una casa acomodada, donde había sido invitado a cenar con una condición: que no hablara en la mesa sin permiso. Guardaba silencio y comía con furia: era magnífico verlo en este estado de esclavitud. Si le tentaba romper el pacto y abría la boca, todos sus compañeros de mesa exclamaban: •¡Pero Rameau!». Ante lo cual sus ojos se encendían con ira y volvía a concentrarse con mayorfuria en la comida.4 El Café de la Régence es una guarida de ajedrecistas y ambos se en­ zarzan en una discusión sobre los jugadores que los rodean. Rameau si­ mula despreciarlos; sólo dos poseen talento genuino, dice. «Parecéis muy difícil de contentar», comenta Yo-Diderot. «Sí lo soy —dice Ra-

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meau— , cuando se trata de ajedrez, mujeres, poesía, oratoria y música, de todas esas tonterías. Pues ¿de qué sirve la mediocridad en esas co­ sas?» «Pero —objeta Yo-Diderot— ¿no se requieren cien mediocridades para producir un miembro de esa raza sublime, el genio}» Rameau reac­ ciona con rudeza ante este tributo piadoso al «genio». Le recuerda el «genio» odioso de su tío, que jamás ha hecho nada por él ni, por lo que ha oído decir, por ninguna otra persona. Ahí tenéis a un típico hombre de genio, dice, bueno para una cosa y sólo para eso, y perfectamente ig­ norante de lo que significa ser ciudadano, padre, madre, hermano, pa­ riente o amigo. Porque —dice Rameau, entusiasmándose con el tema— es probable que todo el mal que existe en el mundo haya sido obra de hombres de genio. Un ministro de la corona le demostró en una ocasión que, en aras del bien común, habría que matar en la cuna a los niños que presentaran señales de genialidad. «De todos modos —responde YoDiderot— , los enemigos del genio, como vuestro ministro, suponen que ellos mismos son genios.» «Es posible que lo piensen en la intimidad, sí —dice Rameau—, pero estoy seguro de que jamás lo reconocerían.» «Parecéis haber acumulado un enorme odio hacia el genio —dice YoDiderot—, sin embargo, recuerdo una época en que os desesperaba ser un simple hombre de la calle. Jamás seréis feliz si permitís que los “pros” y los “contras” os perturben por igual...».1 La conversación desemboca en los asuntos del propio Rameau. Acaba de sufrir un tremendo revés en su carrera. Había logrado abrirse camino hasta una niche admirable, una casa en que lo vestían, lo alimen­ taban y lo entretenían al máximo basándose en su impecable condición: un desconocido, necio, lunático, vago, truhán y glotón. Nadie podía go­ zar de una situación mejor ni adecuarse más a ella; ¡y la había perdido por su propia culpa! Había cometido la necedad imperdonable de, por una vez, no ser necio: hacer una broma inteligente y mostrar una medida de gusto, ingenio y razón. Por ello, lo habían echado con toda justicia a la calle y lo habían privado de toda paga y privilegios. Este doloroso curso de ideas conduce a Rameau, en un esfuerzo por rescatar su autoestima, a exponer la gran contribución al pensamiento humano y a la ilustración que le había asegurado originariamente su lu­ gar envidiable en el Edén. Se trata de la ciencia del parasitismo. Exami­ na ante Yo-Diderot las diversas ramas y divisiones de esta ciencia: pos­ tura, voz, expresión facial, medida, reserva y noción del tiempo. Mientras tanto, con mímica desaforada, interpreta a los parásitos rivales (muy inferiores a él en talento) que inundaron la misma casa, y se pone a imitar el más elevado parasitismo de sus anfitriones. Es el mundo con-

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ccbido como parasitismo, con él mismo como intérprete y adivino. Debe reconocer, sin embargo, que hay algunos genios del parasitismo cuya obra le humilla. El gran Bouret1’, por ejemplo, que, a fin de con­ graciarse con un alto ministro de la Corona que había perdido el amor de su perro, se hizo fabricar una máscara con la imagen del ministro y, alimentando y mimando al perro mientras llevaba la máscara y castigán­ dolo cuando no la llevaba, enseñó al perro a temerle y a correr hacia el ministro como si se tratara del amo perdido y reencontrado. «¡La más­ cara! ¡La máscara! —exclama Rameau con reverencia—. Daría un dedo por haber pensado en la máscara.» A lo largo de toda esta disquisición, y en realidad de todo el diálogo, el filósofo Yo-Diderot adopta la posición del hombre de buena volun­ tad, que se siente alternativamente intrigado, divertido, impresionado a regañadientes y molesto ante su interlocutor. Durante un tiempo, mien­ tras Rameau ensalza la belleza del gran crimen, Yo-Diderot se siente francamente aterrado, cosa que no sorprende a nadie; pero al final de la conversación ha recobrado la compostura y se separan despidiéndose con ironía. Es evidente que el autor de la novela ha decidido explorar lo que percibe en sí mismo como doble identidad. Por un lado, está el honnéte homme ilustrado, que cree en las virtudes cívicas y los placeres corrientes de la vida, así como en los placeres superiores que nacen del altruismo (y se siente inclinado a pronunciar discursos sobre ellos). Y por el otro, está el alter ego hostil, el representante de la «bajeza», pero también de las tentaciones del «genio» y de las doctrinas peligrosas y cínicas que lo acompañan: en todos los sentidos un crítico interno formidable, que no cesa de susurrar objeciones traicioneras y en apariencia irrefutables al enfoque honnéte de la vida. La meta de E l sobrino de Rameau consiste en otorgar a estas dos partes de sí mismo una vida independiente y obligar al crítico insidioso a dejar de murmurar, a salir a la superficie y a defen­ der su posición. Rameau —rasgo sugerente— tiene una voz estentórea. Conviene subrayar que Yo-Diderot, a diferencia del Diderot de la vida real, no aspira a ser un «genio»; y en cuanto polemista, se ve clara­ mente superado por Rameau, a pesar de que obtiene algunos «puntos» maliciosos. Aparece como una figura hasta cierto punto farisaica y no demasiado notable, que necesita tranquilizarse pensando en la «bajeza» de Rameau. Sin embargo, en un momento dado, detiene a Rameau y hace una exposición honesta de sus propias teorías éticas. No son muy diferentes de las teorías expresadas por el auténtico Diderot en aquella carta que escribió a Sophie en la casa de los Le Bretón.

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No desprecio los placeres de los sentidos; yo también poseo un pala­ dar que aprecia los platos delicados y el buen vino; tengo corazón y tengo ojos, y me gusta ver a una mujer bonita, me agrada sentir los contornos firmes de su pecho, apretar mis labios contra los suyos, beber el placer de su mirada y expirar de placer en sus brazos. A veces, cuando estoy con amigos, cierta conducta licenciosa, incluso algo salvaje, no me ofende; pero no debo ocultaros que lo que me re­ sulta mil veces más dulce es haber ayudado al desgraciado, haber solucionado una pelea dolorosa, haber dado un consejo útil, leer un libro agradable, pasear con un hombre o una mujer cercanos a mi corazón, ser un padre que instruye a sus hijos, escribir una página de la que me pueda sentir orgulloso, cumplir con los deberes de mi situación, decir palabras dulces y tiernas a mi amada, merecer su abrazo.' Se trata de una caricatura de un aspecto del mismo Diderot, un as­ pecto que estaba pronto a cuestionar y exponer a la ironía pero que ja­ más negaría como propio. Por supuesto, los sistemas filosóficos de ambos interlocutores son en extremo diferentes; no sólo difieren en el contenido, sino también en el estilo. El de Yo-Diderot es una combinación de conclusiones, creencias sólidas y positivas que un pensador «ilustrado» podía sostener de manera honrosa. El de Rameau, por su parte, empezamos a descubrir que es una forma de movimiento intelectual para el que, por razones intrínse­ cas, no existe conclusión posible. Demuestra, si no la verdad del comen­ tario de Yo-Diderot de que «Jamás seréis feliz si permitís que los “pros” y los “contras” os perturben por igual», al menos que por cada «pro» hay un «contra» que conduce a un «pro» diferente. La novela se califica de sátira —y lo es— y, en cuanto tal, se po­ dría decir que su broma principal es la siguiente: Habría que caer muy bajo para aceptar a truhanes como Palissot, Fréron, Poinsinet y otros como ellos, así como a sus corruptos mecenas los Berrín y los Hus, para poder informar sobre ellos de primera mano. Y he aquí a un hombre, Rameau el Sobrino, que está dispuesto a rebajarse hasta ese punto, está ansioso, incluso está dispuesto a emplear todo su genio en la empresa. Se empieza a percibir la belleza de la indirecta venganza de Diderot contra sus enemigos, venganza que, en cuanto philosophe y hombre que se respeta a sí mismo, no podría llevar a cabo abierta y di­ rectamente. La burla desenfrenada de Rameau hacia los Palissot y los Fréron (la «ménagerie») se puede representar como algo que escandaliza

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al honrado y recto Yo-Diderot; en cualquier caso, no se le debe atri­ buir complicidad alguna. Rameau, además, posee un talento especial (quizá su único talento): el don de la pantomima. Es decir, es un experto en el aspecto externo y la cáscara de la conducta humana; y ese don es de gran ayuda para pro­ yectarse en la vida y pensamientos de los Palissot y los Bertin, criaturas que no son nada más que fachada y cáscara, simples autómatas maneja­ dos por los resortes del interés y la vanidad. Rameau se presenta como un experto en las posturas y «posiciones» adoptadas por la humanidad, un experto practicante; y su informe del infierno Bertin-Hus (que pre­ senta, tras haber sido expulsado de él, como un paraíso perdido) propor­ ciona el aspecto torpe, por así decirlo, de la novela de Diderot. La dife­ rencia entre Rameau y Yo-Diderot aparece con tanta fuerza aquí como en cualquier otra parte. Al propio Yo-Diderot le complace pensar en el mundo como pantomima («La pantomima de los truhanes es lo que mueve el mundo»), pero según él, y supone que también para Rameau, hay que disfrutar de la pantomima como si fuera un espectáculo: se con­ templará desde un ventajoso punto lejano o, como dice Montaigne, «encaramado en el epiciclo de Mercurio». Pero Rameau es lo contrario de las posturas distanciadas. Si es un experto en «posturas», afirma, se debe a que no ha sido orgulloso a la hora de adoptarlas. Sin embargo, ha llegado el momento de recordar el sentido del títu­ lo de la novela. Se trata de una novela sobre un hombre que, siendo el sobrino de una figura famosa y un genio, ha vivido a la sombra del concepto de «genio» y de la torturadora pregunta: «¿Soy un genio?». Es evidente que Rameau el Sobrino está obsesionado por el tema, tanto que éste tiñe casi todo lo que dice y orienta prácticamente cada giro y vuelta de sus argumentos tortuosos y acuciantes. Es cierto que desde el principio declara que no tiene genio. «Sí, sí, soy mediocre y eso me in­ digna.» Pero no nos sentimos inclinados a creer en su sinceridad. Mejor dicho, comprendemos que seguramente no puede detenerse en tal pro­ posición, ni en ninguna otra, y que continuará avanzando; la esperanza que lo guía en este caso es, quizá, que la franqueza a tal escala pueda al­ canzar la altura del genio. En cualquier momento, con recursos infini­ tos, Rameau puede hallar una manera de postergar la pregunta fatal, «¿Soy un genio?». Diderot ha encontrado la manera de plantear, de forma ficticia, una verdad profunda: una vez que se ha puesto sobre el tapete el tema del «genio» (y en el caso del Sobrino ha surgido de manera ineludible, desde el nacimiento, porque hereda un apellido famoso), no es posible, o al

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menos no es genuinamentc humano, decidir de una vez y para siempre que uno no lo posee. En lugar de ello, uno se dirá a sí mismo que hay muchos modelos de genio, y que el «genio» puede consistir en encontrar un modelo nuevo. En el caso de Rameau, la perspectiva de descubrir que, después de todo, sí es un genio es algo que lo acecha en cada esqui­ na; mejor dicho, siempre hay otra esquina detrás de la cual puede escon­ derse de la vengativa idea de que no es un genio. No se contentará con el tolerante argumento de Yo-Diderot, según el cual al genio se le pue­ den perdonar muchas cosas y, desde la perspectiva de la historia, no im­ porta si Racine fue mal ciudadano, mal amigo, mal amante; se le perdo­ narán los vicios y su Fedra y su Atalía perdurarán. Tales serán las trivialidades que a los hombres de buena voluntad les gustará pronunciar en su deseo de catalogar al «genio» con detalle o de elevarlo a la admira­ ción pública como si fuera una estatua; son las nociones de quienes ja­ más han paladeado la ambición fatal. Pues una de las verdades que Ra­ meau ha captado, y de la que huye sin cesar, es que a uno se le puede erigir una estatua y, a pesar de ello, uno puede seguir creyendo que no es un «genio». Para creerlo se precisa la autoaceptación y esto, por más empeño que uno ponga, incluso —se podría decir— por más genio que uno ponga en conseguirla, es algo que nunca se alcanzará. Podemos poner algunas etiquetas tradicionales a Rameau. En tér­ minos filosóficos es un escéptico, capaz de percibir al instante los puntos débiles o las contradicciones de cualquier proposición presentada por Yo-Diderot o, sobre todo, por él mismo. Manifiesta en un grado eleva­ do la convicción que he atribuido al Diderot real: las cosas pueden ser totalmente diferentes, de ninguna manera iguales a lo que la costumbre o los que aspiran al poder quieren que creamos. Además, en términos éticos, es un cínico; mejor dicho, hace el ma­ yor de los esfuerzos por ser un cínico completo y sistemático, pero la empresa se presenta descorazonadoramente difícil. Resulta ardua, en primer lugar, porque el escepticismo es un aliado muy dudoso del cinis­ mo, que, después de todo, es una especie de fe. El carácter presuntuoso del cinismo es una de las cosas que E l sobrino de Rameau contempla con escepticismo. Es evidente que el cínico abate Galiani, amante de la pantomima, ha contribuido en algo al personaje de Rameau el Sobrino. (Yo-Diderot dice en un momento dado que las locuras de Rameau, los cuentos de Galiani y las extravagancias de Rabelais a veces le han hecho «dormir profundamente» y le han proporcionado una colección de máscaras có­ micas que coloca sobre los rostros de personajes serios.8) Ello me re­

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cuerda un pasaje sorprendente de Más allá del bien y del mal de Nietzsche . El estudio del ser humano «medio», escribe Nietzsche, es la parte «más desagradable y maloliente» de la misión del filósofo. No obstante, hay que hacerlo; y por suerte existe un atajo, los cínicos, es decir, los que afirman con franqueza su propia animalidad y «vulgaridad». El cinismo, afirma, es la única forma en que las almas normales pueden acercarse a la sinceridad «y el hombre superior debe abrir sus oídos a todo cinismo, sea vulgar o refinado... Incluso hay casos en que la fascinación se mezcla con el asco; por ejemplo, cuando, por un capricho de la naturaleza, una cabra o un mono indiscreto han sido tocados por el genio, como el abate Galiani». Nietzsche presenta el cinismo de manera admirable y lo que dice re­ sulta relevante también para nosotros. Cuando alguien intenta y desea no ver sino hambre, deseo sexual y vanidad, como si éstosfueran los únicos motivos reales de la ac­ ción humana, en suma, cuando alguien habla «mal» del hombre —-pero no lo calumnia— , el amante del conocimiento debería es­ cuchar con cuidado y diligencia, tal como debería mostrarse dis­ puesto a escuchar cuando cualquiera habla sin indignación. Pues puede suceder que el hombre indignado esté por encima, en térm i­ nos morales, del sátiro zumbón y autosatisfecho, pero en cualquier otro sentido es el caso más corriente, menos interesante, menos ins­ tructivo. 1 Este contraste entre el cínico y el menos interesante «moralista in­ dignado» coincide con la confrontación entre Rameau y Yo-Diderot. Rameau no se limita a presentarse como cínico, sino que insiste en que su cinismo es muy avanzado. Se le ha ocurrido una idea genial, por ejemplo, acerca de cómo el cínico puede hacer un uso ventajoso de los clásicos. Los moralistas clásicos, como La Bruyére y Moliere, aparecen como una de las glorias de la cultura francesa y, apunta Rameau con pi­ cardía, con razón, siempre y cuando uno sepa leerlos y aprovecharse de ellos, cosa que él sabe hacer muy bien. Aprendo de ellos todo lo que hay que hacer y todo lo que no hay que decir. Así, cuando leo El avaro de Moliere, me digo a m í mismo: «Sé avaro si quieres, pero asegúrate de no hablar como un avaro». Cuando leo Tartufo, me digo: «Sé hipócrita si lo deseas, pero no hables como un hipócrita». Asume los vicios que te convengan, pero

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no la apariencia y el tono que les corresponden, pues te puedes con­ vertir en el hazmerreír de los demás y en objeto de cualquier come­ dia. Ahora bien, afin de evitar ese tono y esa apariencia, debes co­ nocerlos; y estos autores han presentado excelentes imágenes de ellos... No soy de los que desprecian a los moralistas,w

Esta subversión de la herencia del grand siécle parece haber sido una de las ideas rectoras del siglo XVIII francés y volvemos a encontrarla en la novela de Choderlos de Lacios Les liaisons dangereuses (Las relaciones peligrosas), cuando Madame de Merteuil dice a Valmond que apren­ dió a ser libertina estudiando a los moraüstas más severos. No obstan­ te, Rameau, con su estilo fértil, desarrolla otra media docena de para­ dojas seductoras, como que la ventaja de su método de lectura estriba en que es sistemático y es una forma de hacer por principio lo que otros hacen por instinto. Puede querer ser el hazmerreír (es el camino más corto para llegar al corazón de un gran hombre), pero, mientras que otros hombres llegan a serlo a pesar de sí mismos, él lo será sólo cuan­ do así lo decida. Sin embargo —y ésta es su cruz—, pese a toda la elocuencia de Ra­ meau, y pese a toda su brillante sofística, el cinismo le decepciona. En su posición ante la vida, el cinismo opta por el lecho de roca, como un lugar que quizá no sea muy cómodo pero que por lo menos es seguro. Ahora bien, nos obliga a preguntarnos continuamente la novela de Di­ derot, ¿es tan seguro en realidad? ¿Qué sucede si uno toma el cinismo al pie de la letra, como una filosofía seria, y trata de vivir de acuerdo con ella? La respuesta es por demás inesperada. No existe tal lecho de roca. Resulta imposible apoyarse sobre certezas cínicas, pues se mueven y se resquebrajan bajo los pies y uno no se encuentra a sí mismo sobre una roca, sino persiguiendo una sombra que no cesa de retroceder y cambiar. En cuanto cínico, uno puede aceptar los deseos «normales» de la humanidad «normal» —con respecto a la comida, el vino, el sexo y las camas mullidas— y tomarlos como bienes concretos, los que no decep­ cionan: los únicos bienes, si la gente fuera lo bastante franca para reco­ nocerlo. Ésta es la teoría de la «masticación» del Rameau de la vida real, pero para el Rameau de Diderot se trata de una quimera y una decep­ ción porque, para él, con su obsesión por el genio, estos bienes pierden toda sustancia incluso antes de que hayan sido proclamados y se mani­ fiestan como meros símbolos; su verdadero valor radica en que demues­ tran que uno es lo bastante «grande» y «genial» para poseerlos. Sólo el

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convencional o convencionalmente anticonvencional Yo-Diderot, no el .(venturero intelectual Rameau, sabe ser hedonista. El cinismo puede sugerir también (se lo sugiere al sobrino de Ra­ meau) que afirmarse insincero e hipócrita absoluto es una forma superior v mayúscula de sinceridad. Pero no es así. No es fácil alcanzar la insini n idad total y la sinceridad tiene la capacidad de entrometerse sin que nadie lo note. Asegurar que uno la ha alcanzado es ya hipocresía y esta sinceridad de segundo orden no es superior a la de primera clase. Se puede decir otro tanto, o algo semejante, de la autodenigración. Si a uno se le niegan las satisfacciones ordinarias de la vanidad, puede buscar el alimento de la propia vanidad en la humillación, esto es, en la perfección de la propia autodenigración. Según la gran autoridad, La Kochefoucauld, éste es uno de los innumerables ocultamientos y tram­ pas a que puede recurrir el amour propre. En su desesperación por sobre­ vivir, el amour propre puede pasar incluso al campo enemigo. ... puede vivir de la nada, se arregla igual con cosas que sin ellas; incluso se une a la facción que le hace la guerra; penetra en sus es­ quemas y lo sorprendente es que se une a ellos en su odio por él, conspira por su propia destrucción, trabaja por su ruina. La ver­ dad es que lo único que le interesa es existir y, en la medida en que pueda existir, se convertirá de buen grado en su propio enemigo.11 Sin duda, el Sobrino ensaya este paso al bando enemigo celebrando con entusiasmo el juicio de sus ememigos sobre él, como «Rameau el loco, el impertinente, el ignorante, el vago, el glotón, el bufón, el cabeza dura». Afirmará, también, que su preocupación fundamental es existir a cualquier precio; pero esta afirmación resultará tan elusiva y ofrecerá tan poco refugio como cualquier otra. En primer lugar, la carne humana no es lo bastante fuerte para soportar una autodenigración perfecta. Cuan­ do Rameau relata su catástrofe reciente, su expulsión de la casa Huslicrtin, Yo-Diderot responde con malicia que lo mejor que puede hacer es volver a Hus y echarse a sus pies, exclamando: «Perdón, Madame, fue un error total. ¡Prometo no volver a manifestar sentido común mientras viva!». Mientras Yo-Diderot pronuncia estas palabras, Rameau interpre­ ta una hermosa pantomima de la escena; pero debe reconocer que —de manera humillante— no podría interpretarla de verdad. «Yo, Rameau, sobrino del hombre a quien llaman el gran Rameau, a quien se ve cami­ nar erguido en los jardines del Palais Royal, balanceando los brazos, ihora que Carmontelle lo ha dibujado encorvado, con las manos bajo

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los faldones de la casaca!... No, señor, no es posible.»12 Es cuestión de debilidad humana. La autohumillación sólo resulta aceptable si uno quiere realizarla y ocurre que hoy siente que le ha invadido un absurdo respeto por sí mismo que se lo impide. Hoy no quiere «lamer el culo a Hus», aunque sabe muy bien que algún otro día se sentirá encantado de hacerlo. Uno no puede obligarse a desear cosas. «Estoy muy dispuesto a ser abyecto, pero quiero serlo por mi propia y libre voluntad.»13 El pasaje, entre otras cosas, intenta decirnos algo sobre la pantomi ma. Con la pantomima, Rameau puede rebajarse con ligereza a cual quier profundidad, de la misma manera que puede, incluso sin instru­ mentos, elevarse a las alturas musicales de su tío y hacer, si no una interpretación soberbia, por lo menos una soberbia interpretación de otra interpretación. («Nosotros también sabemos poner un trítono y una quinte superflue.») La pantomima, comprendemos, es un camino tan in­ doloro para llegar al genio como la vía descubierta por el conde de Lauragai, que se limitó a robárselo a otros. En los hechos, sin embargo, y en su calidad de ser mortal vivo y su­ friente, Rameau se ve detenido por ciertos obstáculos inesperados. Cree que ha eliminado la vergüenza, pero descubre que ésta tiene una extraña capacidad para sobrevivir y extenderse. Le resulta vergonzoso haber sido lo bastante necio para no haber sido necio por una vez. Le avergüenza comprobar que, a pesar de toda su dedicación, no ha logrado convertirse en un verdadero parásito o rufián de éxito. En términos más generales, le avergüenza verse obstaculizado por la vergüenza. Hay en esto un problema lógico que no se ha estudiado mucho fue­ ra de las páginas de Diderot. El pensador que se acercó más al tema fue Hegel. Parte de la curiosa historia de esta novela es que —como ya se ha mencionado— no llegó al público lector hasta 1805 (más de veinte años después de la muerte de Diderot) en una traducción al alemán he­ cha por Goethe a partir de una copia clandestina de un manuscrito de San Petersburgo, y que no apareció en francés hasta 1821, y tampoco con las palabras del propio Diderot, sino en una traducción mutilada de la versión de Goethe. Ahora bien, sucedió que, cuando apareció la tra­ ducción de Goethe, Hegel estaba trabajando en la Fenomenología del es­ píritu y utilizó un pasaje de la novela de Diderot, empleando al Sobrino, a quien Goethe se había referido calificándolo de «alma autoalienada», como un ejemplo del «mundo del Espíritu enajenado». De acuerdo con Hegel, hay un estadio en el paso a la conciencia de sí del Espíritu que requiere que ese Espíritu, bajo el aspecto de «con­ ciencia desdichada», abrace la vulgaridad o la «bajeza» o, mejor dicho,

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i|ue experimente el vacío de la distinción entre «noble» e «innoble». Al hablar de sí mismo, debe expresar sin pudor «la perversión de todo C'oncepto y realidad, la decepción universal de sí y de los otros (pues la taita de vergüenza que expresa esta decepción es, justamente por ello, la mayor verdad)». Esta forma de hablar, dice Hegel citando E l sobrino de Rameau, es «la locura del músico [es decir, del Sobrino] que ha amonto­ nado y mezclado treinta arias italianas, francesas, trágicas, cómicas, de indo tipo; con un bajo profundo descendía al infierno y, luego, contrarendo la garganta, rasgaba la bóveda del cielo con un falsete, alternativa­ mente enloquecido y apacible, imperioso y burlón». Es una forma de hablar o de interpretar que parece pura locura para lo que Hegel deno­ mina conciencia «serena» u «honorable», la conciencia que ve el Bien y la Verdad en armonía (se refiere a Yo-Diderot, por supuesto). Pero en verdad, dice Hegel, lo que se encuentra realmente en esas notas «rameaunescas» desvergonzadas y discordantes es «un esfuerzo de reconci­ liación» y, «en sus profundidades subversivas, la nota todopoderosa que devuelve el Espíritu a sí mismo».14 No podemos obligar a la totalidad de E l sobrino de Rameau a encajar en el sistema de Hegel, y Hegel tampoco quiere hacerlo; sin embargo, el instinto que lo acercó a la novela de Diderot fue fructífero y profiando. I)c hecho, con bastante asiduidad, y no sólo cuando aparece una cita diiceta, la Fenomenología de! espíritu se puede leer como un comentario al libro de Diderot. Resulta difícil leer la descripción que hace Hegel del escéptico, y su conciencia duplicada de lo Inmutable y lo Cambiante, sin pensar en Rameau: Ella [la autoconciencia escéptica] afirma la nulidad de los prin­ cipios éticos y permite que su conducta sea gobernada por esos mis­ mos principios. Sus actos y sus palabras siempre se desmienten entre sí, y del mismo modo tiene una conciencia doblemente contradicto­ ria de la inmutabilidad y la identidad, y de la total contingencia y no-identidad consigo misma... Si se le hace ver la igualdad o iden­ tidad, indicará la divergencia y la no-identidad-, y cuando se ve confrontada con lo que acaba de afirmar, se gira y señala la igual­ dad o identidad... no es sino el movimiento contradictorio en el que un contrario no descansa en su contrario, sino que se ofrece a sí mismo una vez más como contrario.1"1 El rasgo que toma Hegel de Rameau es su mutabilidad y fragmen­ tación anárquicas; y esto es algo en lo que insiste la novela desde sus pri­

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meras palabras, es decir, desde el epígrafe. Según la cita de Horacio, Ra meau es un hombre «nacido bajo la malicia caprichosa de todos los ado radores de Vertumno» (Vertumno es el dios que preside las estaciones y el clima, y la mutabilidad en general). Es el epítome de la mutabili dad y la inconsistencia, hecho en el que insiste continuamente Yo-Di derot y que encontramos en numerosas ocasiones. No obstante, debi­ mos recordar también las últimas palabras de la novela y el golpe de despedida de Rameau a Yo-Diderot: «¿No es cierto que siempre soy el mismo?». Lo único que puede hacer Yo-Diderot es responder con un triste: «¡Ah, por desgracia, sí!». La mutabilidad, debemos aceptarlo, es la forma de vida de Rameau, su forma de vida inmutable.

Grabado del músico Jean Philippe Rameau (con el nombre mal escrito en la inscripción) por Carmontelle.

Pasemos a considerar también, pensando en Hegel, aquel comenta­ rio inquietante de Rameau, dicho de modo tan casual: «Yo, Rameau, sobrino del hombre a quien llaman el gran Rameau, a quien se ve cami­ nar erguido en los jardines del Palais Royal, balanceando los brazos, ahora que Carmontelle lo ha dibujado encorvado, con las manos bajo los faldones de la casaca». Se refiere a una ilustración muy conocida de Carmontelle, que inmortalizó al compositor según aparecía en su paseo diario: un hombre de piernas largas y delgadas y estómago encogido, con las manos cogidas a la espalda para darle aplomo y disimular su in­ clinación de hombros; y su argumento es que el haber hecho esta famo­ sa ilustración ha significado que a partir de ese momento el gran Ra­ meau no se parecerá a ella. Lejos de querer parecerse a su retrato, ahora

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d gran Rameau saca pecho y da pasos cortos como un príncipe. Es un «¡enripio muy hermoso de la dialéctica hegeliana, sobre la que Hcgel escribe ) 'faidcrot. ¿cómo he de presentarlo unte A púUlcoí ¿(Jorno filósofo o como novelista! ¿Cfonu) dramaturgo, promotor cultural, moralista o tixl vez (Alfolí

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