Diccionario De La Existencia

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DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA Asuntos relevantes de la vida humana

LAO-TSÉ, EPICURO, SAN PABLO, F. NIETZSCHE, M. HEIDEGGER, G. VATTIMO, M. MAFFESOLI, C. CASTORIADIS, R. PANIKKAR y otros ANDRÉS ORTIZ-OSÉS PATXI LANCEROS (Dirs.)

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DICCIONARIO de la Existencia : Asuntos relevantes de la vida humana / dirección de Andrés Ortiz-Osés y Patxi Lanceros. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ; México : Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. UNAM, 2006 653 p. ; 24 cm. — (Obras Generales) Bibliografías. Índices ISBN 84-7658-799-6 1. Existencia - Filosofía - Diccionarios 2. Hermeneusis - Diccionarios 3. Sentido de la vida - Diccionarios 4. Antropología filosófica - Diccionarios I. Ortiz-Osés, Andrés, dir. II. Lanceros, Patxi, dir. III. Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. UNAM (México) IV. Colección 165.6 / .7 (038)

Primera edición: 2006 © Andrés Ortiz-Osés et alii, 2006 © Anthropos Editorial, 2006 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) www.anthropos-editorial.com En coedición con el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. Universidad Nacional Autónoma de México ISBN: 84-7658-799-6 Depósito legal: B. 41.558-2006 Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661 Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac Impreso en España – Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Existencia es el ser en el mundo. M. HEIDEGGER

A Raimon Panikkar y Gianni Vattimo, a Santiago Zabala y Miguel Ángel Quintana: para Anthropos en su XXV aniversario

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PRESENTACIÓN EXISTENCIA

EXISTENCIA: relación esencial del hombre a la apertura del ser. M. HEIDEGGER, Hermenéutica de la facticidad

Este Diccionario tiene por objeto y sujeto de su indagación la existencia, término que viene a significar la vida humana y sus avatares en el mundo. Fue M. Heidegger quien, bajo la nomenclatura ya clásica del Dasein, acuña definitivamente la cuestión de la existencia como tema radical de nuestro tiempo, recogido por una filosofía que replantea el sentido de la vida en su inmanencia abierta. La hermenéutica contemporánea ha sido la encargada de transmitir esta problemática del sentido de la existencia a la actual (post)modernidad. He aquí que en la hermenéutica postmoderna lo esencial es lo existencial, lo existencial es lo relacional, lo relacional es lo abierto a la otredad. Por eso lo existencial no es lo dado ni lo puesto sino lo expuesto: la existencia es contingencia y, finalmente, desistencia. Precisamente por este desistimiento, la existencia implica asistencia o cuidado, como ya adujera Heidegger, un cuidado que es cura o procura de su caducidad temporal. De esta guisa, la existencia conduce su ser hasta el límite de su finitud —la muerte—, pero en ésta se abre finalmente al ser. Podría decirse entonces que la existencia procede del sernada y accede al nada-ser, situándose a modo de consistencia lábil y realidad intermedial entre el origen y el fin. Este Diccionario intenta articular en torno al tema de la existencia, aspectos relevantes y asuntos fundamentales de la vida humana. Tratamos de plantear los caracteres de la vida del hombre en el mundo desde una perspectiva filosófico-existencial. De aquí el amplio elenco de autores y cuestiones que tienen que ver con los avatares de nuestra existencia, así como con sus accidentes, circunstancias y situaciones: la vida en correlación con la muerte, el amor y el odio, la felicidad y el sufrimiento, lo divino y lo demónico, lo espiritual y lo material, lo sublime y lo abyecto, la sabiduría y la caducidad, la persona, el hombre, la mujer, la soledad... Con esta obra colectiva proyectamos una filosofía de la existencia (filosofía existencial), abriendo los problemas académicos a la experiencia y a la vivencia del hombre contemporáneo. En el frontispicio de nuestro texto puede ya advertirse que ubicamos la cuestión de la existencia en un amplio panorama que nos llega a través de la filosofía griega, pasa por el cristianismo y accede al pensamiento actual, coimplicando en su recorrido a la razón y al sentimiento, a la especulación y a la práctica, a la ciencia y a la religión, a la civilización y a la cultura, al arte y a la política. Y es que la existencia es la urdimbre que entreteje las cosas mundanas reconvertidas en asuntos humanos, en cuya red relacional se entrelazan actos y actitudes, ideas y creencias, acciones y pasiones. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Nuestra situación actual se caracteriza por la apertura de la modernidad a la postmodernidad, propiciada por la propia Hermenéutica al relativizar los absolutos tradicionales. Si la positividad de la postmodernidad es dicha apertura, su peligro está en recaer en una especie de flotación cultural irresponsable. De aquí el sostenido quehacer de una Hermenéutica simbólica por replantear la cuestión del sentido como guía de nuestra acción en el mundo. Se trataría entonces de activar una Ética simbólica del sentido, entendido este no como absoluto ni como relativo sino como relacional (interhumano): pues el sentido hermenéutico es la articulación de los sentidos en el contexto de un relacionismo o correlacionismo universal o, más exactamente, unidiversal. Ahora bien, esta apelación hermenéutica al sentido es doble, pues por una parte nos referimos al sentido como sujeto (la razón-sentido), y por otra parte referimos el sentido como objeto (la verdad-sentido). Con esta obra conformamos una especie de trilogía filosófico-antropológica. El primer momento lo constituye el Diccionario de Hermenéutica, el cual se configura como una obra interdisciplinar para las ciencias humanas. El segundo momento está representado por las Claves de Hermenéutica, en el que se ofrecen pautas interpretativas para la filosofía, la cultura y la sociedad. Finalmente en este Glosario de la existencia se abordan los temas vitales y la problemática experiencial. Agradecemos a los colaboradores aún existentes, así como a los que desistieron, su trabajo para esta ocasión. Especial consideración nos merece por su generosa acogida la Editorial Anthropos de Barcelona, coordinada por A. Nogueira y Mary, Esteban Mate, Inma y Ramón Gabarrós. Que la existencia nos sea grávida y la dexistencia ingrávida. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

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OBERTURA HERMENÉUTICA EXISTENCIAL Andrés Ortiz-Osés

Eros se sitúa entre unos y otros rellenando el hueco entre ambos, así queda el todo religado consigo. SÓCRATES-PLATÓN, Simposio

La interdisciplinaridad, el mestizaje y la hibridación cultural presiden la intención intelectual de este intertexto, para el que han sido convocados saberes/sabores diversos ahora aquí concitados, preparados y cocinados para su degustación de acuerdo al gusto latino-mediterráneo, presidido por la máxima categoría existencial del sentido definido como inteligencia afectiva (sensus). En efecto, el sentido dice comprensión de las cualidades vitales que incluyen también las mortales, así pues aprehensión del lazo que une la vida con la muerte y viceversa. La sensibilidad típicamente humana emerge cuando el hombre/mujer experiencia o vivencia la muerte del otro como pérdida existencial propia, debido a la ligazón con el difunto: de aquí que los primeros rituales mortuorios no sean meramente culto a los antepasados o creencia en su inmortalidad, sino especial expresión del «duelo» existencial del vivo por el muerto motivado por la empatía de aquél y el desfallecimiento del fallecido. El hueco que deja el muerto es un hueco vivo y avivado por el vivo, avivamiento que lleva consigo la noción del alma precisamente como vacío simbólico o vaciado místico. Esta proyección del alma como presencia de ausencia (oquedad) será considerada por algunos como perteneciente al reino metafísico de las telarañas, mientras que otros ven en ella una reafirmación del sentido vital-mortal de la existencia, cuyo antiguo símbolo es la propia araña (así Heráclito).1 Podemos considerar a la araña en su radical ambigüedad vital-mortal como el archisímbolo de la existencia y su fundamental sentido ambivalente, por cuanto situada entre un origen siempre originado y un final finalizante y paralizante. La contingencia es, por lo tanto, la conciencia propia del hombre en el mundo, exasperada hoy como contingencia ya no de carácter meramente religioso o teológico (trascendente) sino filosófico o secular (inmanente): una contingencia que se expresa como un acaecer que cae o decae a pesar de su pujanza y, por lo tanto, interpretado como «pasaje». La existencia es un pasaje entre un origen conocido en sus efectos y un final conocido en sus defectos. De aquí la experiencia del tránsito o transición que nos provoca el tiempo de nuestra existencia, y que hoy vuelve a experimentarse replanteando de nuevo la vieja cuestión teológica del «Homo viator» siquiera secularizado: pues ya no se trata del viejo hombre viandante medieval sino del actual

1. Sobre los ritos mortuorios, J. Courtin, en: VV.AA., La historia más bella del amor, Anagrama, Barcelona 2005. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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hombre aviador contemporáneo. La diferencia estriba en que, mientras el Homo viandante terrestre divisaba en lontananza una puerta celeste, el contemporáneo aviador celeste se considera aviado porque ya no divisa claramente esa meta trascendente. Pues bien, podríamos representar esta nuestra perplejidad existencial en la actual (con)vivencia del amor. En efecto, el amor es el protosímbolo del sentido humano, interpretado hoy por los nuevos historiadores en toda su complejidad y complicación: En el 68 murió el angelismo del deseo, la idea de que todo lo relacionado con el sexo es maravilloso. Hoy sabemos que el amor conlleva dependencia, abyección y servidumbre tanto como sacrificio y trasfiguración. Tenemos que volver a descubrir esta complejidad del amor.2

Así que la clave de la existencia y la resolución de su enigma estaría en la coimplicación de los contrarios y en la mediación de los opuestos: una problemática que Nicolás de Cusa planteaba en Dios y que nosotros actualmente podemos/debemos replantear respecto a nuestra propia existencia en el mundo. La cuestión no tiene ciertamente solución o remedio absoluto, pero puede encontrar cierto remedo o remediación relativos, basada precisamente en la mediación relacional. Pensando en dicha (re)mediación de contrarios o simplemente diversos hemos recopilado también este Diccionario, el cual ofrece siquiera teóricamente una auténtica complexión de autores y textos en torno a la existencia como común hilo conductor de nuestra(s) conducta(s). En efecto, la existencia es el argumento/argamasa que permite reunir en un mismo tracto a san Pablo y a Nietzsche, o sea, al refundador del cristianismo y al desfundador del cristianismo, al autor del himno a la Caridad y al autor de la canción del Síamén: el primero estima que Jesús habló así, el segundo certifica que así habló Zaratustra. Se trata, pues, del encuentro entre el Dios-Hombre y el Hombre-Dios, entre el Hijo del Hombre y el Superhombre, entre el Humanado o Encarnado y el Suprahumano o Trashumano, entre el Crucificado y Dioniso —cuya más precisa (re)mediación es el mismo Nietzsche como Dioniso crucificado, un símbolo pagano del cristiano Amor crucificado: y ambos serían los arquetipos radicales del Hombre en el mundo, así pues de la Existencia.3 Y bien, es cierto que algunos nietzscheanos, como Peter Sloterdijk, han intentado contraponer el sentimiento generoso del autor del Zaratustra al resentimiento asténico del fundador del cristianismo: extraña operación y poco cristiano-nietzscheana, más bien debida paradójicamente al resentimiento que se trataría de recusar. Y es que el resentimiento cristiano contra Nietzsche se conjuga bien con el resentimiento nietzscheano contra el Cristo, pero yo pienso que ambos resentimientos no son ni cristianos ni nietzscheanos y, por lo tanto, tampoco cristiano-nietzscheanos: palabra-escándalo para los unos y para los otros, pero que mienta la coexistencia de los contrarios como dualéctica de las contradiciones en la común condición existencial del hombre. La cual se caracteriza por la comunicación de los opuestos y, en definitiva, por la democracia en cuanto voluntad de poder com/partido y acción de poder con el contrapoder de la oposición. La existencia es compleja y se resuelve en coexistencia, cuya seña de identidad es la pluralidad: ni cristianismo ni nietzscheanismo, coexistencia cristiano-nietzschana como símbolo de otras coexistencias composibles/compatibles. Porque sin el cristianismo, el nietzscheanismo es mero paganismo, mas sin el nietzscheanismo el cristianismo se quedaría en puro moralismo.4

2. Pascal Bruckner, en VV.AA., op. cit., p. 145: para el tema, véase mi obrita Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2004. 3. Al respecto, mi obra La nueva filosofía hermenéutica, Anthropos, Barcelona 1986. 4. Sobre el Nietzsche de P. Sloterdijk, véase su obra Sobre la mejora de la Buena Nueva, Siruela, Barcelona 2005, en el que comparece Nietzsche identificado con el sol recreador connotado femenina y matricialmente (de acuerdo al alemán Sonne = sol en femenino). El presunto nietzschanismo de Sloterdijk y 12

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La Oración del Huerto (Salzillo)

Hablemos entonces de coexistencialismo, mas ¿cómo coexistencializar cristianismo y nietzscheanismo? Me atrevería a proponer la divisa distintiva cristiano-nietzscheana y que podría transcribirse paritariamente así: el hombre no ha inventado el amor, sino que el amor ha inventado al hombre, el cual es por lo tanto un invento del amor, una invención amorosa. En efecto, en el cristianismo el Dios-amor se hace hombre y, por tanto, el amor humaniza a Dios, mientras que en Nietzsche el amor diviniza al hombre al llenarlo de entusiasmo dionisiano: un mutuo proceso complementario que por cierto concuerda con el del eros demónico, mediador o hermenéutico en el Banquete de Sócrates-Platón. La mediación de los contrarios —cristianismo y nietscheanismo, ascetismo y hedonismo, moralismo y paganismo, amor agapeístico y amor dionisiano— debiera seguir la pauta de un Epicuro, el filósofo hedonista con retranca, el sabio que afirma el placer en el marco de cierta sobriedad o moderación, autosuficiencia o libertad (el placer anímico). Pues si la vida no tiene una razón clara de ser, obtiene empero un sentido oscuro de existir: coexistir cómplicemente, coimplicadamente y, ello dice, medialmente.5 He aquí que la felicidad en este mundo está representada irónicamente en la obra de Dostoievski por el Anticristo: pero el Anticristo es el Gran Inquisidor, o sea, la gran política socios consistiría en el deber de alabar extáticamente a este nuestro mundo, así como en el deber de mejorar la Buena Nueva: pero yo pienso complementariamente que, amén de criticar este mundo, se trataría de malear o hacer maleable la sublimidad del Evangelio precisamente para poder ejercitarlo en el propio mundo; por eso no se trata de «poner la otra mejilla» en plan masoquista al enemigo, sino de «plantar cara» al agresor defendiéndose pacífica y no violentamente (salvo in extremis). 5. Sócrates-Platón (Simposio), Epicuro (Máximas),Nietzsche (El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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del Poder frente a la cultura de la Libertad (anímico-cristiana), o sea, el Fausto de T. Mann. Pero hay otro Fausto, el Fausto de Goethe, una obra y un autor que precisamente tratan de reconciliar paganismo y cristianismo, ilustración y romanticismo, lo mefistofélico y el eterno femenino. La existencia deviene así campo de ideologías diversas tal y como se le plantea al hombre sin atributos contemporáneo, sólo que la cuestión no está en convertirse en punto de intersección de los contrarios como en la novela de Musil, sino en punto de comunicación de los opuestos, cuya plasmación es la democracia y su carácter mediador y relativador de los extremos y, en consecuencia, como ámbito no del bien supremo sino del bien incoado e incoador, el cual asume el mal menor (que es el mal minorizado o atemperado). Se trata de una posición no-heroica a favor de una (co)existencia interhumana y no inhumana, transhumana o subhumana: pues que no se trata de existencialismo furibundo sino de coexistencialismo pudibundo, y tampoco de humanismo idealista sino de interhumanismo idealrealista.6 Quisiera proponer a Sócrates como el abanderado de esta visión medial de la existencia, diferenciando su ética sapiencial de la eidética platónica. En efecto, mientras que Platón es deduccionista, su maestro es induccionista (como ya vio Aristóteles). Por eso el Dios platónico es una divinidad ultratrascendente frente al Dios intratrascendente socrático, y por lo mismo Sócrates resulta menos idealista que su discípulo y más irónico e irénico, como vieron Aristófanes y Jenofonte respectivamente, lo cual hace del socratismo un relacionismo que se ubica entre el absolutismo ideológico y el relativismo sofista. Esto se manifiesta en la visión del Eros, que Platón trataría de espiritualizar hasta disolverlo en Eidos (Idea), mientras que Sócrates trataría de sublimarlo hasta reconvertirlo en Alma (afección, interiorización, amistad). El abstraccionismo platónico reconduce a Eros, el hijo de Afrodita, desde el cuerpo impuro hasta el espíritu puro representado por Dios y la Idea de Bien, mientras que en Sócrates el Eros arriba al alma en cuanto ámbito medial entre el cuerpo y el espíritu. En efecto, el alma es la mansión del sentido humano y, por lo tanto, el baremo de toda axiología o valoración de la virtud como valor anímico. Por ello preguntarse por la virtud de algo es preguntarse por su virtualidad: por su sentido en cuanto significancia anímica o significación simbólica. Así que toda ética es axiológica o valorativa y tiene como criterio el valor para el alma, valor anímico representado por el sentido como alimento del alma, cuya cocción es el simbolismo. Dicho en terminología clásica, el amor proyecta el valor para la vida del alma (psyjé), precisamente porque el amor pro-crea en la belleza el sentido. A partir de aquí, cabe interpretar la buena vida o bienestar (eudaimonía) como buen ánimo/ánima.7 El eros se articula socráticamente como logos dialógico/dialéctico, por cuanto hijo de Afrodita la bella y Ares el belicoso, o en otro contexto, de Poros el abundante y Penia la penuria. Pues bien, en el Simposio de Sócrates-Platón esta dialéctica de los contrarios está encarnada por el propio Sócrates y su discípulo Alcibíades, representando éste el eros y aquél el logos. El simbolismo de este encuentro expone el diálogo entre eros y logos, o dicho nietzscheanamente, entre Dioniso y Apolo, aunque se trate de un diálogo implícito y no explícito, ya que ambos se acuestan juntos aunque sin hacer nada. Y es que la ironía preside la vida de Sócrates, él mismo situado/sitiado entre su esposa Jantipa e hijos y sus discípulos y efebos, la procreación y la creación, el nomos o norma y la anomía o libertad. En el final 6. Véase Dostoievski (Los hermanos Karamazov), Musil (El hombre sin atributos), así como el Fausto de Goethe y Mann; al respecto D. Schawanitz, La cultura, Taurus, Madrid 2003. 7. De Sócrates-Platón véase especialmente El Banquete (Simposio), Alianza, Madrid 1989, Introducción de C.G.Gual, 202 c, donde Eros rellena el hueco del espacio (yo diría que temporalizándolo o atemperándolo); sobre la cuestión del sentido anímico-simbólico, mi librito La razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000. 14

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existencial del fundador de la filosofía reaparece por última vez esta dialogía de los contrarios significados por la vida y la muerte, configurando una cosmovisión entre trágica y cómica: realmente tragicómica. Se trata de un humanismo estrambótico, en el que finalmente el alma comparece como estrambote del universo, así pues como contrapunto del ser-eidético por cuanto realidad medial (demónica) que comunica exterior e interior, ciencia y conciencia, cuerpo y espíritu, inmanencia y trascendencia, logos y eros en diálogo.8 El eros socrático sería el saber que no se sabe y por eso busca a través de la belleza el sentido: el cual es lo sublime como sublimación de lo subliminal, o sea, el bien que no renuncia a la belleza sino que la asume y trasfigura. Pero mientras que la superación platónica suprime la belleza (sensible) por el bien (suprasensible), la supuración o sublimación socrática sería la elevación de la belleza hacia el bien: en el primer caso el eros se disuelve en Idea (espiritual), en el segundo el eros se resuelve en símbolo asuntor (anímico); el archisímbolo de lo sublime sería Venecia, en donde el mar se levanta hasta el cielo a través de la policromía erótica del gótico florido. Así que en Platón se busca el bien por sobre lo bello, pero en Sócrates se busca la belleza y la bondad (por eso Sócrates se aparta de Alcibíades el bello para ajuntarse con Agatón el bello-bueno (como indica su nombre). Pero es en el cristianismo en el que el propio amor procrea belleza y bondad precisamente porque lo es de por sí. Por eso, a diferencia del amor griego que procede del eros subliminal y debe sublimarse o elevarse, el amor cristiano procede de la divinidad y debe encarnarse o humanarse. Será a mitad de camino entre el cuerpo y el espíritu —en el alma— donde se encuentren tanto el amor socrático como el amor cristiano: Sócrates y Jesús cultivando el alma como contrapunto del mundo y apertura del ser.9 Al destacar la filosofía de Sócrates respecto a la de Platón, intentamos rescatar el trasfondo cultural protoclásico del posterior clasicismo representado por el propio Platón y Aristóteles. En efecto, tanto la famosa fealdad de sátiro de Sócrates como su remitir a la adivina Diotima de Mantinea señalarían a nuestro entender rasgos preindoeuropeos que lo diferencian de la clásica cosmovisión indoeuropea, acercándolo a la tradición autóctona autodenominada pelasga. Ello concuerda además tanto con el carácter extático del Sócrates que se considera adivino, como con su forma de vida sencilla y poco sofisticada, filosófica y no política, humanística y no ideológica. Finalmente, su antiheroico modo de asumir la muerte destinalmente lo aleja del heroísmo helénico. En definitiva, Sócrates fundaría una especie de sacerdocio filosófico de la sabiduría frente al comercio filosófico basado en el saber. Desde esta perspectiva, salvar a Sócrates del platonismo encontraría su equivalencia en salvar a Jesús de Nazaret de Pablo de Tarso: también aquí Jesús representa el trasfondo evangélico del cristianismo frente a la estructura patriarcal de la Iglesia posterior, de modo que Sócrates es a Jesús como Platón a Pablo. Ello se muestra en la correspectiva concepción del alma: mientras que en Platón el alma se emparenta con las Ideas, en Sócrates el alma dialoga con lo demónico (daimonion); por su parte, mientras que en Jesús el alma se define por la vida (psyjé es el alma como principio vital), en Pablo el alma se sublima en el espíritu puro (paso del hombre somático o corporal al psíquico o anímico, y de este al pneumático o espiritual).10 Al final Sócrates y Jesús comparecen respectivamente como el filósofo y el profeta del amor y el alma, tal y como se muestra en el Banquete de Platón y en la Última Cena

8. Sobre la figura de Sócrates, véase C.G. Jung et alii, Hombre y sentido, Anthropos, Barcelona 2004 (el trabajo de P. Hadot). Conviene matizar aquí la opinión de Aristóteles sobre que Sócrates sería el fundador del concepto universal, ya que no se trata del concepto universal-abstracto (general) sino del concepto universal-concreto ganado en diálogo interanímico (y que yo denominaría simbólico). 9. Sobre el sentido, lo sublime y lo subliminal, puede verse mi trabajo en: VV.AA., El retorno de Hermes, Anthropos, Barcelona 1989, pp. 164 y ss.; para el cristianismo véanse los Evangelios (Biblia de Jerusalén). 10. Sobre Sócrates, hijo de comadrona y escultor, véase E. de Places en Histoire des religions, Bloud, París 1955, pp. 245 y ss.; sobre Jesús y Pablo, F. Nietzsche, El anticristo, Alianza, Madrid 2000. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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narrada por Juan Evangelista. Se trata de los dos textos más sublimes de la humanidad (occidental), por lo demás perfectamente complementarios: porque el eros ascensional y la caridad descensional se encuentran medialmente en el amor anímico, el cual dice oferencia y aferencia, ascensión y descensión, apertura e implicación, sublimación y encarnación.11 Nuestra conclusión socrática sería que el Alma, que no es forma ni estructura sino urdimbre relacional, se expresa como aferencia o consentimiento (crítico), siendo el órgano cuasi musical del sentido en cuanto armonizadora de contrarios (cuerpo y espíritu). Por ello la felicidad consiste en estar a bien con el alma (eudemonismo), o sea, en obtener sentido, cuyo arquetipo es el amor anímico situado dialógicamente entre el eros (carnal) y el logos (espiritual) a modo de mediación. El alma es así ahuecamiento abierto al otro: el ser que no es pero exige ser junto al otro, el ámbito del deber-ser frente a la alteridad. Ahora bien, la diferencia entre Sócrates y Platón radicaría a nuestro entender en que el platonismo arriba a la Idea trascendental del Bien, mientras que el socratismo accede al Ideal inmanental de lo bueno ganado dialógica o intersubjetivamente a través de la razón-sentido de carácter axiológico-valorativo.

11. Sobre la sublimación socrática, W. Guthrie, A History of Greek Philosophy, Cambridge 1973; sobre la encarnación cristiana mi obra Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2003, donde se interpreta el Espíritu Santo como Espíritu anímico de amor (Espíritu-Alma). 16

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INTRODUCCIÓN GENERAL VIDA Y EXISTENCIA Michel Maffesoli

La relación entre la vida y el pensamiento supone una dificultad constante para la teoría. Ella va a determinar el «estilo» de expresión de una época dada. Se puede pensar que en un momento en que el lugar hace el lazo, nuestra manera de decir el lugar (entorno natural) y el lazo (social) está cambiando considerablemente. Al mecanicismo le sucede una suerte de organicidad. Se trata de un desafío epistemológico que conviene asumir. En efecto, la vida se despliega al margen del pensamiento y en el curso de una duración prolongada encuentra su equilibrio. Esta vida inmediata solivianta al sabio acomodado: ¡la de la audacia de vivir sin su bendición! La revancha de lo dionisíaco, en su momento trágico, devuelve a su inanidad los pensamientos muertos que se han erigido en dogmas más o menos vulgarizados. Se trata de observar la vida sin prejuicios, sin prenociones, en suma, sin nada que la clausure a priori. Esto, posiblemente, permitirá ver que es generosa, solidaria, vinculante, en una palabra, viva y en constante movimiento. Nietzsche y su «decir sí a la vida» constituye, de este modo, una buena fuente de inspiración para comprender nuestro tiempo, ya que permite concebir la extraordinaria vitalidad social negada por los innumerables «aguafiestas» autoproclamados censores de una época ya caduca. Para ellos, toda efervescencia, anómica o no, constituye un signo de decadencia. A fortiriori, toda desviación en relación a las normas establecidas, las del trabajo, las de la sexualidad, las de las buenas costumbres en general, la consideran como marginal y sin valor. Crisis de adolescencia sin grandes consecuencias de la que sólo cabe esperar su final. En ella todavía se olvida la advertencia nietzscheana: «hace falta experimentar el caos en sí mismo para alumbrar una estrella que baila». Pensemos en una gradación tal y como la plantea la mitología: «en el principio era el caos (el abismo); después Gaia (la tierra), de anchos pechos, asiento siempre firme de todos los mortales, y Eros (el Amor), el más bello de entre los dioses inmortales...» (Hesiodo, Teogonía, V. 116 y ss.). La estrella que nos ocupa es esta erótica generalizada consistente en una «participación», en su sentido mágico, que afecta a las cosas, la gente, los lugares. Signo de una atracción pasional que puede ser concebida como un esquema filogenético, un «residuo» conforme a la terminología de V. Pareto, que impulsa a la búsqueda del otro, a tocarle, a hacer como él.1 Atracción, por lo demás, que los espíritus afligidos y moralistas de toda condición, 1. Remito sobre el asunto a los libros de P. Tacussel, en particular L’Attraction, París, Desclée de Brouwer, 1999. Sobre Pareto, consúltese B. Valade, Pareto, París, PUF, 1990. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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van a concebir como regresión, o incluso, en la simplificación freudiana, como la no-diferenciación patológica con la madre o, peor, con la «Gran Madre» natural. Esta atracción se encuentra entre nosotros. Y si bien no corresponde a los valores a los que estamos habituados, puede ser, también, una forma de vida. Comparece como un signo de ligazón, puesta en relación y, por tanto, puede expresar la vida en su complejidad. En ella reside la sensibilidad propia de las diferentes filosofías orientales, por ejemplo, el tantrismo, que descansa sobre la unificación del sentido y de sus objetos. Sensibilidad que, hoy se sabe bien, contamina, cada vez más, los modos y las maneras del ser de los occidentales. Lejos de la separación y la distinción características del individualismo moderno, remite, por el contrario, a una participación a ultranza como distintivo del holismo postmoderno. La participación multiforme promueve una multiplicidad de comuniones en torno a los diversos tótems. Esta es la época de los »pequeños dioses». El dios objeto, el dios sexo, el territorio divino, la naturaleza y/o lo ecológico comparecen como receptáculos de un animismo difuso. En cada uno de estos casos existe una correlación entre lo divino y el destino. Estos pequeños dioses son aceptados para que existan. No se trata de cuestionar el objeto, sublimar el sexo, modelar el territorio, agredir a la naturaleza, en definitiva, de la perspectiva dramática, sino de armonizarlo todo, de «hacer con»: lo trágico en acto. En La contemplación del mundo he puesto de manifiesto el lugar y el papel del «objeto imagen». No se debe «ponerlo a distancia», sino que constituye un elemento dinámico de la vida cotidiana. Así lo subraya, de una manera premonitoria, J.M. Guyau cuando afirma que «los objetos que llamamos inanimados son más vivos que las abstracciones de la ciencia... Nos interesan, nos conmueven, nos hacen simpatizar con ellos».2 A través de ellos se accede, en un sentido fuerte del término, a una forma de armonía con uno mismo y con el mundo. Permiten una dulcificación de la hostilidad circundante. Puede hablarse de mundo «objetal»: mundo creado, poblado, atravesado por los objetos, domesticado por ellos. Tienen alma y animan nuestro mundo. Si se concuerda con esta línea de análisis, la separación estricta entre objeto y sujeto, que supone la tesis esencial de la filosofía occidental, queda diluida en favor de un vaivén entre estos dos polos: la oposición «trayectorial» frente a lo subjetivo y lo objetivo por separado, un «trayecto antropológico» (Gilbert Durand) como elemento fundador de la relación con el mundo. Se trata de la relación con el mundo cargado de magia en el que los objetos son, al igual que «intercesores», objetos «transicionales». Negocian, suavizan, intervienen. De este modo, conviene comprender la importancia y el triunfo de los «centros comerciales», no como simples lugares funcionales de venta, sino como ocasiones propiciadoras de la comunión. Suscitan verdaderos trances de «consumo» donde todo el mundo posee menos tal o cual objeto de lo que es poseído por él. Estos objetos fetiches tales como la ropa, el coche, el teléfono portátil, el walkman, etc. son constitutivos de la persona, en el sentido etimológico, de «máscara», en los diversos papeles que ésta se apresta a representar en la teatralidad cotidiana. De ahí la indistinción de la máscara, de la «persona» y del cuadro general en que se sitúa. Cada uno es un elemento necesario del conjunto, pero sólo tiene valor dentro del conjunto en el que encuentra sentido. Se trata de una «participación mística» a la que remite la obra de C.G. Jung. Así, puede traerse a colación el recuerdo de un muchacho joven sentado sobre una piedra en el jardín familiar: «soy el que está sentado sobre la piedra o soy la piedra sobre la que está sentado».3 2. M. Guyau, L’Art au post de vue sociologique, París, Felix Alcan, 1920, p. 14. Y M. Maffesoli, La Comtemplation du monde, París, Le Livre de Poche, 1993, pp. 107-119. Sobre la orientalización, consúltese Pierre Le Quéau, La Tentation bouddhiste, París, Desclée de Brouwer, 1999. 3. C.G. Jung, Ma vie, París, Gallimard, 1983, p. 39. Consúltese también R.Freitas, Les centres commerciaux : îles urbaines de la postmodernité, París, L’Harmattan, 1996. 18

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Esta experiencia, en ningún caso patológica, es, como en el caso de las sociedades premodernas, moneda común en la postmodernidad. El objeto observado desde el punto de vista del sentido, el lugar de la inmensidad es, también, una oportunidad para el disfrute. En este caso, se trata de prácticas cotidianas habituales. En lo que concierne a las jóvenes generaciones éstas viven la ciudad como una serie de «lugares emblemáticos» de diversos órdenes: musicales, de efervescencia nocturna, de exaltación religiosa, de consumo cultural. En definitiva, una visión que participa de un reencantamiento generalizado. A buen seguro, esta mística no se reconoce como tal. Sin embargo, se difunde a lo largo de la vida ordinaria y se relaciona con la emergencia de las tribus urbanas que, como ya he afirmado, se aglutinan en torno a un tótem. Y esta agregación permite que la trama de la vida cotidiana sea una reserva que facilite perdurar en el ser. De ahí la importancia de los rituales, de los signos de reconocimiento, de prácticas lingüísticas específicas4 que constituyen tanto las nuevas éticas como los cimientos del lazo social. Éticas vividas en el presente y mucho más fuertes que la moral universalista y abstracta: la de los derechos del hombre, de la política, del contrato social, de la ciudadanía, de las democracias propias de una modernidad obsoleta. La participación mística se enraíza en el aquí y ahora. Habita, de manera trágica, este mundo que se ofrece a ser visto y vivido. De ahí la importancia del «lugar que hace el lazo». En efecto, exactamente igual el objeto es el «pequeño territorio» del disfrute presentista, el territorio de las diversiones cinematográficas o deportivas. La lista se podría extender hasta el infinito de esta cuadrícula urbana en la que anidan las simientes que hacen posible la «plusvalía» existencial. Conviene recordar que en la mitología bíblica el «lugar emblemático» es un espacio de adoración. En él se honra tal dios o diosa. Pero a través de esta adoración es el mundo en su totalidad el que se convierte en objeto de veneración. Estos «lugares emblemáticos» eran los dominios en los que se vivían los diversos excesos. Se trata de la erótica social, en su sentido amplio, que conforma el cuerpo social. Mantengo en La sombra de Dionisio (1982) que a través de las «hierodulias» o las «hierogamias», «el sexo normalmente privatizado retoma su aspecto colectivo», lo cual apunta a un «inmoralismo ético» en el que la exacerbación de las pasiones comunes, la orgía en su sentido etimológico, renueva el deseo y el placer de estar juntos. De una manera más o menos eufemística, comparece el juego de la pasión que se expresa en todos los pequeños territorios constitutivos del espacio social contemporáneo. Las megalópolis postmodernas viven competitivamente, por turnos, esta «movida» febril. Se trata de un renacimiento por y gracias a la exaltación de tal lugar mítico donde se celebran efervescencias específicas. Así, ciudades como Roma, París, Madrid, Londres, Berlín, Nueva York, tienen su o sus lugares dionisíacos. Y eso, con independencia de que sea un «lugar emblemático» institucional o, por el contrario, underground: a este respecto es esclarecedor la multiplicación de fiestas «techno», y otras rave parties, con sus trayectos iniciáticos. A imagen de lo que ocurría en la antigua Tebas, los bacantes y las bacantes postmodernos reencantan estas ciudades en las que el hecho de no morir de hambre se equilibra con el de morir de tedio. La anomía, se sabe desde Durkheim, es útil para elaborar y conformar esta solidaridad societal necesaria en toda sociedad. Después de algunos siglos dominados por la Historia, y sus consecuencias extensivas (política, economía), se vuelve a vivir lo que pertenece al orden de lo intensivo, de la intensidad ligada al espacio.5 He llamado a Dioniso dios «ctónico», arraigado, terrenal. El dios del territorio es una figura emblemática. Como todo lo relativo a la «Tierra-Madre», a Gaia, es inquietante. Con4. Consultar J.P. Goudallier, Comment tu tchatches, Maison neuve-Larose, 1998. 5. He tratado el tema en M. Maffesoli, Au creux des apparences. Pour une éthique de l’esthétique, París, Le Livre de Poche, 1993, cap. 5. También consultar É.Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, Le Livre de Poche, 1991. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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voca a lo trágico. Acentúa lo que se agota en el acto, lo que es no-proyectivo, lo que es «presentista». Sus nombres, según la cultura, son múltiples. Pero su realidad es constante. Se trata del dios del reencantamiento. Un rasgo de lo trágico sería que no hay encantamiento sin estremecimiento, sin agitación. ¿Esto supone verdaderamente una paradoja? Todo aquello que anima, da vida, se expresa a través de la inquietud. Es el ejemplo de Shinjuku en Tokio,6 todavía un lugar mítico, un «lugar animado» (sakariba) sito en el interior de una ciudad industrial. Lugar frontera donde se fragua una cultura alternativa en la que pueden observarse las múltiples consecuencias hedonistas para el país en su conjunto. El lugar sospechoso, de pasaje y de circulación, deviene un lugar fascinante: el de la referencia. Fascinans, tremendum. La presencia de lo sagrado siempre comparece en el territorio. La memoria colectiva se arraiga profundamente en él. El término Underground se presta a la reflexión acerca de lo que siendo actual siempre es arcaico. Lo cotidiano, según san Jerónimo, es «supra-substancial». El compartir el territorio, en su banalidad, tiene la misma cualidad. Es lo que es por lo que ha sido. Como un surco abierto en lo profundo, permite que germine y crezcan las maneras de ser, los sentimientos, los afectos y las emociones aglutinantes, en definitiva, el cuerpo social. Es así como conviene acercarse a la fórmula heideggeriana: «lo que es, es lo que acontece. Lo que acontece ya ha acontecido».7 Todo está aquí ya. Y en lugar de creer en la acción del hombre sobre sí y sobre el mundo (la economía moderna), posiblemente hay que atender a la creencia, a la «invención»: hacer venir a nuestra actualidad la matriz arraigada. Esto es lo que nos recuerda el territorio y la socialidad, festiva o banal. Pero, ¿existe una diferencia entre lo festivo y lo banal? Cada uno, a su manera, convierte la existencia viva, aquí y ahora, en una suerte de obra de arte tal como la un «domingo de la vida» valiosa por sí misma. La acentuación del territorio es, en este sentido, corolario de un sentimiento trágico del mundo: desde el mismo momento que no hay detrás un mundo religioso o histórico, hace falta vivir con intensidad lo que ofrece aquí este escenario terrenal. Jamás se insistirá lo suficiente en la consecuencia de una inmanencia de este tipo. Cada acto, cada situación, cada momento constituyen un todo en sí mismo. Por otra parte, se puede señalar que esto es, precisamente, lo que caracteriza, en esencia, a toda obra de arte. Forma parte de su lógica el hecho de bastarse por sí misma. En el caso más excelso, conduce al que contempla a una fusión con el gran Todo. Comparece como un todo que puede conducir a la fusión, a la confusión que, en su fondo, remite al ambiente estético. Ciertamente, existe en la contemplación una muerte, la «pequeña muerte» del éxtasis, la del orgasmo, pero se trata de una «pérdida» que desemboca en una plusvalía. De este modo, la obra de arte, ya sea un cuadro, una obra musical, un paisaje o la vida intensa de un momento particular, permite, pasando a través de la muerte, trascender la muerte y participa, por tanto, del rejuvenecimiento del mundo. Muchos han sido los teóricos del arte que han remarcado este proceso. Sin embargo, éste, en determinadas épocas, se vive, a pequeña escala, en la vida de todos los días. Con mucho, esto es lo que importa. En este sentido, el territorio suscita un acto de presencia a quién está presente. Así, para hacer resaltar el lazo existente entre Don Juan, héroe trágico por excelencia, y su ciudad, Sevilla, Ortega y Gasset habla de un «imperativo atmosférico», añadiendo que, «en todo paisaje nos encontramos, prefigurado, un estilo de vida particular».8 La expresión señala el vínculo necesario entre el espacio y la vida. El lugar 6. Consúltese P. Pons, D´Edo à Tokio, mémoire et modernités, París, Gallimard, 1988, p. 329. 7. M. Heidegger, Nietzsche II, París, Gallimard, 1996, p. 311 (Was ist, ist das was geschieht; was geschieht, ist schon geschehen). 8. J. Ortega y Gasset, Le Spectateur, París, Rivages, 1992, pp. 30-31. Sobre el arte desde un enfoque más general, consúltese L. Dumont, L’Idéologie allemande, París, Gallimard, 1991, pp. 95-99. Consúltense también N. Bourriaud, Formes de vie, Dënoel, 1999 y Esthétique relationnelle, Presse du réel, 1998. 20

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es matricial. Es el destino. Y su co-junción provoca la intensidad del presente. Para Don Juan esta intensidad es consciente, querida. Va a ser vivida, de una manera casi consciente, en todos los pequeños territorios, en todos los «lugares emblemáticos» festivos, en todos los trayectos y rituales que marca la ciudad postmoderna. Sin embargo, la lógica es la misma: se está marcado por los lugares, se les marca en el retorno. Esto puede volver a dar sentido a la vieja expresión «genius loci», genio del lugar que asegura, por su propia «aura», la constitución de la tribu que lo habita. La relación entre territorio y lo trágico es de mucho interés. Numerosas civilizaciones se han fundado en su sinergia. En referencia al nordeste de Brasil, G.Freyre, en su bello libro Terres du sucre, establece una relación esclarecedora, en referencia a lo que denomina la «tierra arcillosa», entre el bairro (barro), causa y efecto del vínculo con lo local («bairrismo») y barro (arcilla), tierra que sirve de fundamento a la sociedad. Habla, a este respecto, de «base física». Es interesante subrayar que ésta va a aportar la exhuberancia trágica del barroco. Sin pretender desarrollar una relación tal, conviene recordar que el barroco es el estilo de las raíces.9 Es la expresión de Pan, dios del campo y de la naturaleza. Remite al vitalismo, desvela sus fuerzas cósmicas. Al mismo tiempo, por oposición al clasicismo racional y proyectivo, el barroco pone el acento en lo patético, que hace comprender, en su sentido estricto, las pasiones comunes. Pisar en conjunto un suelo, segregar un lazo irremisible. Se produce una suerte de comunión, intensa, entre los que participan de una atmósfera de una iglesia barroca. Es, sin lugar a dudas, la misma que se encuentra en el subsuelo de la discoteca techno, en el decorado teatral de un evento musical, en el erial industrial o en el claro del bosque encantado por la «rave party». En cada uno de los casos, el salvajismo del ruido, del alcohol o de algún otro excitante psicotrópico tienen una función eucarística. Provocan lo que he denominado una «ética estética», en definitiva, una urdimbre constituida por las emociones compartidas, por las secreciones animales y por otros humores que recuerda que los humanos están hechos, también, de humus. Retorno arcaico del territorio al primer plano de la escena social. Como siempre, para lo mejor y lo peor, retorno paradójico. Sangriento en las guerras tribales en las que se decapita al otro en nombre del sol ancestral. Festivo en las efervescencias de todos los órdenes en los que no se le puede reprimir bajo la normalizadora etiqueta de la marginalidad ya que empapan el conjunto de la vida social. Este retorno trae a la memoria la permanencia de los valores terrenales, el impacto de lo erótico, el acto del disfrute de los productos de la tierra, es decir, la necesidad de gozar de este mundo, de gozar en este mundo. Posiblemente así hay que comprender el vínculo etimológico que señalan ciertos comentaristas de la Biblia entre el suelo, «aDaMaH» y el hombre «AdaM». Este último se ha ido y debe volver.10 No es cierto que nuestros gentiles «salvajes» postmodernos encuentren en el espíritu la raíz para en sus trances musicales. Por el contrario, viven la importancia del entorno. Experimentan la necesidad del contexto para ser lo que son, a título personal, como portadores de máscara, o en clave colectiva, como tribus arraigadas y extáticas a la vez. Los territorios que ellos pisan y hacen estructuran la realidad. Los límites espaciales les conceden una «existencia intensa», es decir, que la salida de sí, en el contexto de un territorio, desemboca en una tensión inmanente (in-tendere): la intensidad de la comunidad efervescente, estremecimiento de la vida en su totalidad, estremecimiento de la existencia.

9 Consúltese G. Freyre, Terres du sucre, París, Quai Voltaire, 1992, p. 46. Sobre el barroco, consúltese E. d’Ors, Du Barroque, París, Gallimard, p. 100. Consúltese también A. Romano de Sant’Anna, Barroque, âme du Brasil, Río de Janeiro, ed. Communicaçao, Maxima, 1997. 10. A. Abécassis, La Pensée juive, París, Le livre de Poche, 1987, t. 2, p. 90. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Aquí se encuentra el interés del territorio: permite comunicar con lo otro. No tanto en función de un ideal lejano, sino en referencia a valores vividos en el presente. Al mismo tiempo, se habrá comprendido que los lugares que se comparten con otro permiten suavizar la carga trágica vinculada, precisamente, al presentismo. En efecto, para retomar una última distinción entre lo dramático y lo trágico, recuerdo que en el marco de la modernidad la perspectiva dramática cree en la solución de todos los problemas, pero la remite a tiempos futuros mejores. Por el contrario, la sensibilidad trágica se orienta a vivir, en el día a día, estos mismos problemas. Éstos, y la tensión que generan, son constitutivos de todo ser, individual o colectivo. En el primer caso, la Historia es el vector de la emancipación social. En el segundo, el Territorio es el receptáculo de un destino colectivo. Es muy comprometido, al final de este trayecto, decir cuál de estas posturas existenciales es la mejor. A decir verdad la cuestión es un tanto ociosa. Sí conviene reconocer que si el drama fue, lo trágico es. Ya he aportado cuantiosas ilustraciones de un espíritu del tiempo que privilegia lo que podría denominarse, sin falsa pedantería, el ambiente destinal. Sin duda alguna que el destino es el lugar matricial que forma e impregna maneras de ser y pensar. Reconocemos, asimismo, que este ambiente inicia una nueva cultura que, no se lo repetirá lo suficiente, más que individualista es totalmente tribal. En este sentido el territorio, festivo o banal, constituye un buen indicador. Remite a la metáfora del cosmos, del «mundo» que es, no lo olvidemos, el agujero sin fin de la vida. «Agujero» al que estamos abocados todos juntos. «Agujero» que conviene afrontar juntos. De modo que la fusión-confusión que se aprecia en esos casos se la puede concebir desde la cuestión del territorio, desde la intensificación espacial. La bella expresión «estar-juntos» adquiere aquí todo su sentido. Pone el acento en la interacción, la reciprocidad, en «el mundo en común» (mit-welt). Se puede remitir, igualmente, a la «indistinción fecunda» de mí y de ti conforme a Gabriel Marcel, lo que es está lejos y próximo según R.Bastide, sin olvidar la metáfora del «puente y la puerta» de G. Simmel. De algún modo, lo que he denominado hace tiempo la socialidad. Se trata del mundo compartido, el «mundo con», lo que promueve nuevas formas de generosidad y solidaridad. Se podría admitir como hipótesis que existe una correlación estrecha entre compartir un territorio, el ambiente trágico y la renovación de movimientos caritativos de diversos órdenes. Y eso no es una paradoja gratuita. La orgía, no lo olvidemos, es la puesta en común de las pasiones. Es, igualmente, la celebración de los misterios. Pasiones y misterios pueden incluirse en el orden del exceso festivo, del derroche, del hedonismo, de todos los hechos colectivos. Pero las pasiones y los misterios pueden, también, alentar el cuidado del otro, la compasión, la generosidad, que es lo propio de los movimientos caritativos. Insisto: el territorio, de un modo etológico, «segrega» la consideración del otro y hace necesario respetarlo. De este modo, conviene comprender «la atracción pasional» expresada en los múltiples estremecimientos de la vida social.11 Lo trágico, el placer y la solidaridad están vinculados porque se tiene noticia, por este «saber» incorporado, saber animal, saber del vientre, que lo que ocurre al otro me espera igualmente a mí. Esto es el destino: hodie tibi, cras mihi, hoy es tu turno, mañana el mío. Sobre esta idea descansa la atracción que despierta la tragedia, en general, por los espectáculos de las catástrofes a que los media, es justo decirlo, son muy aficionados. Lo trágico genera identificación. Más intensa que la mera simpatía, renace en formas de empatía (Einfühlung) que provoca la vibración, la risa, el sollozo, el grito y el canto en conjunto: ¡la Histeria! Cuando no se la estigmatiza rápidamente, se la reconoce que interviene en el movimiento del hombre en su conjunto. 11. Consúltese sobre el tema, P. Tacussel, Ch. Fourrier, le jeu des passions, París, Desclée de Brouwer, 2000 ; también Doi Takeo, Le jeu de l´indulgence, París, L´Asiatheque, 1988, p. 6. 22

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Junto al reconocimiento del otro, viviente, junto a mí, sobre un territorio común, lo trágico inducido por la aceptación de este mundo, acompaña, también, hasta el reconocimiento y la aceptación del otro en mí. El individuo moderno, actor de la historia, es uno e indivisible. La persona postmoderna, confrontada al destino, no puede quedar limitada al pequeño yo producido por la exaltación egocéntrica que lleva la impronta de los dos, tres últimos siglos, que ahora tocan a su fin. Posiblemente haga falta, sobre este punto, estar atento a las enseñanzas de C.G. Jung y al «proceso de individuación» que él analiza. Más allá de la egolatría, aquel «abarca infinitamente en el sí-mismo más que un simple yo... Es más el otro o los otros que yo: la individuación no excluye el universo, lo incluye».12 No se podría expresar mejor la generosidad que me vincula a los otros y al mundo, lo que me vincula a la alteridad bajo todas las formas en general. Lejos de las frivolidades burguesas y de los rigores morales, que descansan sobre el «no» a la vida, el hecho de aceptar el politeísmo de los valores es una manera de celebrar lo que Julien Gracq llamaba «el matrimonio de plena confianza» que cada día se sella entre el hombre y el mundo. Este mundo que apuntala al hombre, este mundo que funda lo que él denomina la «planta humana».13 Este mundo que no es, no ha sido nunca tan hostil, algo que él acostumbraba a decir. Muchos han sido los poetas que se han ocupado de apreciarlo en su justa medida. Se puede decir que el artista es alguien que tiene el coraje de decir sí. Parecería, en nuestros días, que ese coraje renovado y enriquecido por la experiencia es una virtud profundamente inmoral y cada vez más extendida: consiste en decir todos, al unísono, ¡sí a la vida!

12. C.G. Jung, Les Racines de la consciente, París, Buchet-Chastel, 1971, p. 554. Consúltese también, C.G. Jung, Métamorphose de láme et ses symboles, Ginebra, Georg, 1993, p. 89. 13. J. Gracq, Oeuvres complètes, La Pléiade, 1997, t. 1, p. 879. Desarrollo estas ideas en M. Maffesoli, L´instant éternel. Retour du tragique dans la postmodernité, Dënoel, 2000 (hay traducción española: El instante eterno, Paidós, Buenos Aires, 2001). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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A Ágape: amor y perdón La pecadora perdonada 36 Un fariseo le rogó que comiera con él; y entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. 37 Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, 38y poniéndose detrás, a los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. 39 Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora». 40Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Di, maestro». 41«Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. 42Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?» 43Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más». Él le dijo: «Has juzgado bien», 44y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con su cabellos. 45No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. 46No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. 47Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, por-

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que ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra». 48Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». 49Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?». 50Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Nota 7, 47 En la primera parte de este versículo, el amor aparece como causa del perdón; en la segunda, es su efecto. Esta antinomia procede de que el texto de la perícopa es heterogéneo. En 37-38, 4446, los gestos de la mujer demuestran un gran amor que le merece el perdón de sus faltas: de ahí la conclusión 47ª. Pero en 40-43 se ha incluido una parábola, cuya lección es la inversa: un perdón mayor produce un amor mayor: de ahí la conclusión 47b.

JESÚS DE NAZARET (Biblia de Jerusalén, Evangelio de San Lucas, 7, 36-50)

Alma Empiezo, pues, por lo primero, y advierto a los lectores que distingan cuidadosamente entre la idea, o sea, un concepto del alma, y las imágenes de las cosas que imaginamos. Además, es necesario que distingan entre las ideas y las palabras con las que significamos las cosas. Pues muchos ignoran por completo esta doctrina acerca de la voluntad porque confunden completamente esas tres cosas, a saber: imágenes, palabras e ideas; o bien porque no las distinguen con el cuidado y cautela suficientes. SPINOZA, Ética 25

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Alma

El alma es la esfera que gravita en equidistancia. El alma es la atmósfera polícroma, de especie aúrea en lo sublime, mortecina blancura en la calma y rojez flamígera en la batalla. El alma ha inspirado la imaginación de los poetas, la palabra de los retóricos, la terapéutica de los psicólogos y el arte de los estetas. Del alma se apropiaron los teólogos y la sometieron a procesos de refinamiento. Del alma se alejaron los filósofos, porque adivinaron entre sus pliegues el rugoso e inconsistente semblante de la vida. Como filósofos nos acercamos a los jardines en que reposa el cuerpo-sin-órganos del alma. Jardines saturados de acordes musicales que vibran al soplo de palabras amorosas. El alma bebe de las aguas puras, manantiales que nacen en las grutas del inframundo. Con su frescor riega el terso manto de la naturaleza; rocío que vivifica la quebradiza piel de la experiencia. Voz de Pan, vástago de Hermes, el alma comparte su doble naturaleza, ensueño del mediodía y pesadilla de la noche negra. La advertencia spinoziana nos pone sobre la pista del modo en que es posible un acercamiento filosófico al alma. Aún más, en la confluencia de palabras, imágenes e ideas la filosofía recuperará un sentido de consistencia, de acoplamiento, de solidez fluida. El alma se ofrece al filósofo bien como constructo histórico, en la forma de doctrinas sobre la inmortalidad y potencias del ser, bien como estructura supracósica e infraideal. La particular naturaleza membranosa del alma permite la sedimentación y configuración de elementos a los fines de la elaboración de un discurso filosófico. ¿Es posible una filosofía con alma? ¿Qué sentido tiene elaborar una filosofía con alma? A estas preguntas pretendemos responder en el presente artículo. Comencemos por presentar los grandes temas que componen el mosaico del alma. El almario filosófico se alza sobre una estructura triádica, en la que las nociones actúan a modo de abovedamientos existenciales de carácter simbólico. Como ha señalado Gilbert Durand en relación con la imaginación anímica en la obra de Bachelard: Esta investigación fenomenológica de los símbolos poéticos nos abrirá, a través de la obra de Bachelard, confusamente en los primeros trabajos, en forma cada vez más precisa, sobre todo en uno de sus últimos libros, «La poétique de la rêverie», las grandes perspectivas de una verdadera 26

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ontología simbólica que, mediante aproximaciones sucesivas, conducen a los tres grandes temas de la ontología tradicional: el yo, el mundo y dios.1

Yo, mundo y Dios o su equivalente diádico microcosmos-macrocosmos forman otras tantas constelaciones complejas, cada una con su propio régimen de desenvolvimiento tal y como viera Max Weber. Su progresiva autonomización ha desembocado en una antinomización de sus presupuestos y de sus rendimientos. Será necesario por lo tanto, una labor de ligadura o re-ligación. En esta tarea, hemos de comenzar nuestra andadura en aquellos cruces de caminos en que la vía de avance del filósofo se estrecha. El discurso filosófico se ha encontrado a lo largo de su historia con muros insuperables, auténticos cul-de-sac en los que ningún horizonte abre su pecho al sol de la esperanza. Son instantes en los que el espíritu filosófico presenta signos de agotamiento, de recusación de la lucha. Parece que el caudal de las fuentes filosóficas se consume, mostrándose su cauce como huecograbado de las verdades conquistadas y sometidas en otro tiempo. Es el caso de la filosofía kantiana y de la ontología heideggeriana. Sus respectivas aportaciones jalonan los límites de la Filosofía en lo que respecta a su manifestación discursiva. La confrontación con la filosofía de Kant y Heidegger nos pone en relación con la cuestión central del decir y el alma. El decir y el alma El decir en Kant: las ideas trascendentales y la «paradoja de Hegel»

Kant aborda en la Crítica de la razón pura la tarea de delimitar las condiciones de posibilidad de la Filosofía como ciencia. Su enfoque, reconocido de forma explícita, manifiesta un profundo sentido jurídico, o mejor dicho, jurisdiccional. En efecto, lo que Kant se plantea es determinar hasta qué lindero puede arribar el explorador de la Filosofía. El empeño en sobrepasar ese límite resulta a los ojos de Kant vano e inútil. Para ello, Kant lleva a cabo un análisis de las proposiciones, es decir una cartografía lingüística del sentido científico. Tan sólo los juicios sintéticos a priori en tanto que son el resultado de la conjunción de la estructura imaginativa del hombre —esquema trascendental— y un objeto de la experiencia son portadoras de un significado verdadero, veriDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ficable intersubjetivamente. El resto de proposiciones no merecen la consideración de verdaderas y por lo tanto, son fruto de lo que Heidegger llamaría «la caída» del ser-ahí en «habladurías». Sin embargo, este esquema que presenta un rigor y capacidad de deslinde enormemente poderosos, fue objeto de una aguda crítica por parte de Hegel. Hegel, en la Fenomenología del espíritu da a entender que el sistema kantiano no deja de ser altamente paradójico. De hecho, podríamos llamar a la argumentación hegeliana «paradoja de Hegel». La paradoja brilla en el espacio definido por la intersección de la razón pura y la razón práctica kantianas. Dice así: «Cada cual debe decir la verdad». En este deber, enunciado como incondicionado, se admitirá enseguida una condición: si sabe la verdad. Por donde el precepto rezará, ahora, así: cada cual debe decir la verdad, siempre con arreglo a su conocimiento y a su convicción acerca de ella.2

Es decir, la máxima que determina el imperativo categórico en relación con enunciados o proposiciones es el de decir la verdad en toda circunstancia. Sin embargo, la gran cantidad de juicios que un sujeto emite no permite la validación de sus pretensiones de validez. Por lo cual, siguiendo la teoría de Kant a rajatabla, al sujeto no le quedaría otra alternativa moral que callarse, opción preferida por Wittgenstein en su Tractatus o la de violar la norma moral emitiendo juicios susceptibles de ser falsos. Hegel prosigue con su argumentación del modo siguiente: Una vez corregida la novedad o la torpeza, la máxima se enunciará así: cada cual debe decir la verdad, con arreglo al conocimiento y a la convicción que de ella tenga en cada caso. Pero, con ello, lo universal necesario, lo valedero en sí, que esta máxima se proponía enunciar, más bien se invierte, convirtiéndose en algo totalmente contingente. En efecto, el que se diga la verdad queda confiado al hecho contingente de que yo la conozca y pueda convencerme de ella; lo que vale tanto como afirmar que debe decirse lo verdadero y lo falso mezclado y revuelto, tal como uno lo conoce, lo supone y lo concibe. Esta contingencia del contenido sólo tiene la universalidad en la forma de una proposición bajo la cual se expresa; pero como máxima ética promete un contenido universal y necesario y se contradice a sí misma, con la contingencia de dicho contenido.3

Todo lo cual le lleva a concluir que: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Si, por último, la máxima se corrige diciendo que la contingencia del conocimiento y de la convicción acerca de la verdad deben desaparecer y que la verdad debe, además, ser sabida, se enunciará con ello un precepto en flagrante contradicción con lo que era el punto de que se partía. Primeramente, la sana razón debía tener de un modo inmediato la capacidad de enunciar la verdad; pero ahora se dice que debía saber la verdad, es decir, que no la sabe enunciar de un modo inmediato. Considerando el problema por el lado del contenido, éste se descarta al exigir que se debe saber la verdad, ya que esta exigencia se refiere al saber en general: se debe saber; lo que se exige es, por tanto, más bien lo que se halla libre de todo contenido determinado. Pero aquí se hablaba de un contenido determinado, de una diferencia en cuanto a la sustancia ética. Sin embargo, esta determinación inmediata de dicha sustancia es un contenido que se manifiesta más bien como algo totalmente fortuito y que se eleva a universalidad y necesidad, de tal modo que más bien desaparece el saber enunciado como ley.4

La paradoja de Hegel descubre el valor de la palabra proferida en la contingencia de la vida. Si las ideas trascendentales han de ser previamente esterilizadas para constituir un saber que pueda llamarse ciencia, los juicios de la ciencia resultan estériles para la práctica comunicativa entre sujetos. Alma, mundo y Dios son para Kant ideas trascendentales, allende la experiencia científica. A los efectos del presente estudio, siguiendo a Hegel en su crítica a Kant, las ideas trascendentales —alma individual, mundo y Dios— son figuras de la experiencia de la contingencia —vida. El decir en la obra de Heidegger: el sentido del ser como hilo conductor

La reflexión heideggeriana sobre el sentido del ser atraviesa su obra desde Ser y tiempo. Si en la citada obra la orientación que toma su investigación arrastra al lector a la confrontación con la existencia, en cuanto que ser-ahí históricamente existente y expuesto a la muerte, en su obra posterior la pregunta por el ser se radicaliza, dejando escasos espacios para cualquier fundamentación de la cuestión mediante apelaciones a la textura de la vida-existencia. El sentido del ser en «Ser y Tiempo»

En Ser y Tiempo Heidegger anticipa algunas de las dificultades que la pregunta por el ser opone a la tarea de su elucidación. 27

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El concepto de ser es indefinible.5

Y, al mismo tiempo, El ser es el más comprensible de los conceptos... El hecho de que vivamos en cada caso en cierta comprensión del ser, y que al par el sentido del ser sea embozado en la oscuridad, prueba la fundamental necesidad de reiterar la pregunta que interroga por el sentido del término.6

La opción metodológica que se impone en Ser y tiempo es la de asumir que el «ser» forma parte de la precomprensión del dasein, es decir forma parte del estado-de-interpretado del mundo. Por ello, Fenomenología del ser-ahí es hermenéutica en la significación primitiva de la palabra, en la que designa el negocio de la interpretación. Mas en tanto que con el descubrimiento del sentido del ser y de las estructuras fundamentales del ser-ahí en general, queda puesto de manifiesto el horizonte de toda investigación ontológica también de los entes que no tienen la forma del ser-ahí, resulta esta hermenéutica al par «hermenéutica» en el sentido de un desarrollo de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica.7

La aclaración del sentido del ser se convierte así en disciplina hermenéutica. ¿Qué significa sentido? El fenómeno hizo su aparición en nuestra investigación dentro del análisis del comprender y la interpretación. Según este análisis, es sentido aquello en que se funda la comprensibilidad de algo, sin presentarse ello mismo a la vista expresa y temáticamente. Sentido significa el «aquello sobre el fondo de lo cual» de la proyección primaria partiendo de la cual puede concebirse la posibilidad de algo en cuanto es aquello que es.8

La existencia, el ahí-del-ser constituirá el atrezzo en el que se representa el drama del sentido. La pregunta obtiene sentido en su misma formulación. El sentido es reiteración de la pregunta en el marco de la existencia. La hermenéutica se convierte de este modo en apelación reiterativa y presentación existencial de la pregunta por el sentido, es decir, en dramaturgia del ser. El sentido del ser en «Contribuciones a la Filosofía (Acerca del evento)»

En Contribuciones a la Filosofía Heidegger radicaliza su interés por la pregunta sobre el sentido del ser. En un momento histórico en que las ciencias avanzan de un modo imparable y el sentido parece presentarse al alcance del hombre, con más fuerza que en ningún perío28

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do histórico anterior, Heidegger denuncia la indigencia en que se encuentra sumido el pensamiento occidental al haber abandonado la pregunta filosófica originaria. El sentido del ser para Heidegger no lo proporciona la ciencia porque la actitud en que se asienta parte de una asunción previa, de la renuncia. Renuncia rige evidentemente para nosotros como debilidad y elusión, como desquicio de la voluntad; experimentada así renuncia es des-hacerse y separarse. Pero hay una renuncia que no sólo persevera, sino hasta aun obtiene y sufre, esa renuncia que surge como disposición al rehúso, el retener eso extraño, que de este modo se esencia como el ser mismo, en medio del ente y del diosar, que emplaza al entre abierto, en cuyo espacio-de juegotemporal se baten el abrigo de la verdad en el ente y la huida y el advenimiento de los dioses.9

El sentido del ser-a-la-mano que constituye el mundo en Ser y tiempo ha sido sustituido por un sentido al que se accede mediante el rehúso en la retención del ser del ente. Del serahí arrojado al mundo en Ser y Tiempo pasamos al viraje en el evento en Contribuciones a la Filosofía. Un sentido ontocinético se apodera del discurso heideggeriano de las Contribuciones. Si en Ser y Tiempo las respuestas a la pregunta por el sentido del ser nos revelaron un escenario de acción (pro-yección y estado de resuelto) y de re-presentación (sentido) de la vida, en Contribuciones a la Filosofía, el interés por la pregunta se agudiza al tiempo que desaparecen las respuestas. El sentido del ser, definitivamente, no «es». El esfuerzo del saber recae en formular las preguntas en un sentido originario, antes que en poseer las respuestas. Este saber se despliega como el preguntar, ampliamente anticipador, por el ser, cuya cuestionabilidad fuerza a todo crear a la indigencia y erige un mundo al ente y salva lo confiable en la tierra.10

La diferencia entre la pregunta por el sentido originario del ser y la posterior versión del ser en el ente se manifiesta en que, Para la pregunta conductora, el ser del ente, la determinación de la entidad (es decir, la determinación de las categorías para la ousía) es la respuesta. Los diferentes ámbitos del ente se tornan importantes de diferente manera en la historia posgriega tardía, cambian número y tipo de categorías y de su «sistema», pero en lo esencial pemanece en este planteo, aunque pueda éste hacer pie inmediatamente en el logos como enunciado, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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o a consecuencia de determinadas transformaciones en la conciencia y en el espíritu absoluto. La pregunta conductora determina desde los griegos hasta Nietzsche la misma manera de la pregunta por el «ser». El ejemplo más claro y máximo de esta uniformidad de la tradición es la lógica de Hegel.11

Por el contrario, para la pregunta fundamental, El ser no es respuesta y ámbito de respuesta, sino lo máximamente cuestionable. Para él rige el aprecio que resalta y único, es decir, él mismo es inaugurado como señorío y de este modo elevado a lo abierto como lo no ni nunca vencible. El ser como el fundamento, en el que todo ente como tal llega a su verdad (abrigo, organización y objetividad); el fundamento, en el que el ente se hunde (abismo), el fundamento, en el que también se arroga (carencia de fundamento) su indiferencia y evidencia. Que el ser en su esenciarse de esta manera se esencie radicalmente, muestra su singularidad y señorío.12

En las Contribuciones, Heidegger llega al límite del ámbito del decir en filosofía. Nos encontramos con la problemática del decir en el grado más elevado de criticismo. Es el punto en que el filósofo se plantea la suspensión del decir, es decir, del rendimiento óptimo del silencio frente a la vaguedad y vanidad del decir del ser del ente. En este punto Heidegger llega a posiciones antes visitadas por Kant en su Crítica de la razón pura. La Crítica kantiana y la ontología heideggeriana confluyen en el punto en que el discurso filosófico muestra síntomas de extinción, de consumación. Su toma de conciencia por Heidegger se produce en la confluencia del pensar, del ser y del lenguaje. En efecto,

¿Cómo se esencia el ser? El silencio es la circunspecta legalidad del callar. El silencio es la lógica de la filosofía, en tanto ésta pregunta la cuestión fundamental desde el otro comienzo. Ella busca la verdad del esenciarse del ser, y esta verdad es la ocultación (el misterio) que hace señas-resuena del evento.14

El evento esencia el ser, ésta es la experiencia fundamental a juicio de Heidegger. La experiencia fundamental no es el enunciado, la proposición, y, en consecuencia, el principio, sea matemático o dialéctico, sino el contenerse de la retención ante el titubeante rehusarse en la verdad de la indigencia, de la que surge la necesidad de la decisión.15

La radicalidad con que se presenta la propuesta de Heidegger contrasta con la confianza en la palabra que han mostrado desarrollos posteriores de pragmática comunicativa, tales como la hermenéutica de Gadamer y su énfasis en la lingüisticidad de la comprensión o el psicoanálisis francés y su incidencia en el significante. La reflexión de Heidegger nos permite un acceso al decir como problemática axial. Su carácter extremo sirve de punto de referencia a la hora de elaborar una Filosofía con alma que contenga un inicial momento de autorreflexión y valoración crítica de su horizonte de posibilidades. La palabra y el silencio son ambas evocaciones del alma en su experiencia, la experiencia fundamental que Heidegger llama evento. El decir como silencio funda. No es acaso su palabra un signo para algo totalmente otro. Lo que nombra es mentado. Pero el «mentar» sólo adjudica como ser-ahí, es decir, pensantemente en el preguntar.16

Con el lenguaje habitual, que hoy es cada vez más ampliamente mal empleado y hablado, no se puede decir la verdad del ser. ¿Puede de algún modo ser dicha inmediatamente si todo lenguaje es lenguaje del ente? ¿O puede hallarse un nuevo lenguaje para el ser? No. Y aun cuando ello se lograra y hasta sin formación artificiosa de palabras, este lenguaje no diría nada. Todo decir tiene que hacer surgir conjuntamente el poder oír. Ambos tienen el mismo origen. Entonces rige sólo una cosa: decir el más noble lenguaje surgido en su simplicidad y fuerza esencial, el lenguaje del ente como lenguaje del ser. Esta transformación del lenguaje penetra en ámbitos que todavía nos están cerrados, porque no sabemos la verdad del ser.13

La obra de Heidegger sirve de testimonio para un modo de hacer Filosofía que se desvincula del lenguaje descriptivo con fines de comunicación intersubjetiva (un signo para algo totalmente otro en el lenguaje de Heidegger). Por el contrario, Heidegger se sumerge en una retórica que bien pudiéramos denominar, la elocuencia del alma. La mención como enunciación anímica recobra el gusto del pensar inicial por la expresión re-ligada, ensamblada. Por ello, advierte el filósofo que, en el contexto del pensar inicial, la apropiación de la verdad se revela en el rigor de su ensamble.

Este desconocimiento rescata el valor del silencio como actitud originaria hacia el ser.

El pensar inicial en el otro comienzo tiene otro tipo de rigor: la libertad de la unión de sus ensam-

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bles. Aquí se ensambla lo uno con lo otro desde el señorío del cuestionante pertenecer al clamor.17

La libertad en el uso de la palabra que identifica el discurso de las Contribuciones es un signo del cambio de paradigma que transcurre entre esta obra y Ser y tiempo. El énfasis en el ensamble como criterio de rigor en el pensar nos remite a una actividad filosófica cercana a la creación poética. En efecto, como ha destacado Roman Jakobson, la diferencia esencial entre lenguaje poético y lenguaje no poético radica en que en el no poético la oración se emplea para construir una equivalencia (A = A), mientras que en el lenguaje poético, la equivalencia se emplea para construir una oración (creación poética).18 En tanto que ensamble o fun(dic)ción, el discurso de Heidegger en las Contribuciones revela su vocación poética, mientras que su apelación al origen descubre el eco de construcciones mitosimbólicas propias del pensar prefilosófico. Recapitulando lo expuesto hasta el momento, podemos afirmar que el decir filosófico como experiencia del alma se desviste de los ropajes del pensamiento lógico (ser del ente) para cruzar las puertas de la expresión silenciosa. Además, el decir del alma se cubre con las vestiduras translúcidas del ensamble simbólico de la palabra poética. Por último, la palabra ensamblada accede al escenario original en que se esencia el ser (mito-de-Heidegger). El límite del decir y el alma Una vez que hemos señalado el criticismo kantiano y el hipercriticismo heideggeriano como puntos límite de la reflexión en torno al decir, resulta conveniente repasar conjuntos de experiencias en las que el alma se manifiesta en regiones intermedias entre el silencio y la palabra. Si la filosofía ha sido en otro tiempo descripción de contenidos de la conciencia o ha abrigado la esperanza de describir con rigor científico el mundo de los hechos, una filosofía con alma debe reconocer en el suelo de la experiencia la riqueza de contenidos que escapan de otro modo a su actividad. Por tanto, el alma no se hace presente tan sólo en el encadenamiento de las palabras. Por ello, la posición de Kant resulta limitada desde el punto de vista del alma. Existe una base experiencial previa sobre la que se asienta el discurso filosófico como elocuencia del alma. El alma se hace elocuente en la experiencia. 30

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La experiencia precede al discurso y lo hace posible. La primacía de la experiencia no es ningún postulado de nuestra posición filosófica, es un hecho que se puede reconocer en lo que denominamos manifestaciones del alma. ¿En qué medida podemos conocer estas manifestaciones del alma si su modo de revelarse es ajeno a la expresión de contenidos comunicativos? El alma se manifiesta en formas diversas que desde un punto de vista comunicativo-semiótico presentan escaso valor, pero que desde una perspectiva simbólico-existencial son reveladoras de una actividad propia. Veamos dos experiencias de este tipo, la pulsión de muerte y el hombre trágico. La pulsión de muerte

La pulsión de muerte es un término introducido por Freud en el aparato conceptual del psicoanálisis a partir de la publicación de «Más allá del principio del placer». Freud se percata, a partir de los juegos repetitivos de un niño, que junto a la motivación por el placer existe en el individuo una motivación por la muerte. El desarrollo de Freud le lleva a postular un dualismo que domina la naturaleza biopsíquica del individuo, suspendido entre el placer y la muerte. Más modernamente, Kohut ha interpretado la pulsión de muerte como el vacío que late en el pecho del «hombre trágico». El hombre trágico es para Kohut el hombre moderno, en contraposición al «hombre culpable» de Freud. En opinión de Kohut, El análisis tradicional cree que la naturaleza esencial del hombre es comprensiblemente definida cuando es visto como «hombre culpable», como un hombre sin esperanza, en conflicto entre los impulsos que fluyen desde un lecho de roca biológica de «homo natura» y las influencias civilizadoras que emanan de un entorno social representado en el superyó.19

Por el contrario, el «hombre trágico» es aquel que... Trata de poner en marcha, y nunca con bastante éxito, el programa que yace en su profundidad durante toda su vida.20

El hombre trágico de Kohut siente un vacío que colma su alma. Es el hombre Esforzado y con recursos, intentando desplegar su más profundo sí-mismo, que batalla contra los obstáculos externos e interiores que se oponen a su desarrollo.21 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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El alma se manifiesta en el hombre trágico no como palabra sino como ausencia de expresión y de expresividad, con la palidez mortecina de la derrota por la vida. El alma se sitúa en las regiones inferiores, en el abismo de la depresión, auténtico agujero negro del que tan sólo consigue salir mediante la asistencia solidaria. Correlativamente a las formulaciones de Freud sobre la pulsión de muerte y de Kohut sobre el hombre trágico, Lacan ha interpretado la pulsión de muerte como «dolor de existir». No es el cuerpo el que duele, no es la idea la vencida, sino que duele el alma y ella es la sometida. Lacan propone como imagen expresiva de la pulsión de muerte el cuadro El grito de Edvard Munch.22 Como destaca Juranville, El grito abre el abismo en el que el silencio se arroja. El agujero del grito es un agujero interior, pero es también el de la Cosa. La pulsión de muerte penetra en este hueco interior para luego volver a la superficie. El grito orada el cuerpo y al mismo tiempo resuena en el espacio donde falta la Cosa. La pulsión de muerte carece de objeto porque el sujeto deviene en ella esa nada que es la Cosa «vaciada», y ya no podría suscitar ningún deseo. Es aquí donde la falta del objeto absoluto se experimenta como falta de todo objeto.23

La experiencia del vacío nos acerca el sentido por medio del grito, de la llamada más próxima a la onomatopeya que a la palabra articulada. Una filosofía con alma encuentra su campo de desenvolvimiento en la coexistencia de hombre y circunstancia. El vacío es la huella de los dioses en el corazón del hombre. El vacío descubre el rostro de los dioses en la adversidad. Son los dioses que ríen contemplando la desventura del hombre y su indigencia. El hombre constata su abandono por la fortuna, su expulsión de la tierra fértil de que procede y la connivencia de las circunstancias en su desventura. Rechazado, expulsado, arrinconado y olvidado por los dioses tras la inicial celebración jovial por su victoria, el hombre reclama su salvación mediante el grito desconsolado que atraiga la atención disipada. Es el último intento del hombre, muerto en vida y condenado a vagar en la desgracia. Una llamada de auxilio en la lejanía. La filosofía debe dar cuenta de las incidencias, de las emergencias y de la elocuencia del alma en sus configuraciones significativas, sean éstas de tipo discursivo o no. El alma se maniDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fiesta en configuraciones de sentido poliformes, silenciosas, poéticas, con estructura de mito (Heidegger), en forma de grito (Freud, Kohut, Lacan) y en la solemnidad del rito (Turner). Notas 1. G. Durand, La imaginación simbólica, p. 83, Amorrortu Editores. 2. Hegel, La fenomenología del espíritu, p. 247, Fondo de Cultura Económica. 3. Ibíd., p. 248. 4. Ibíd. 5. M. Heidegger, Ser y tiempo, p. 13, FCE. 6. Ibíd. 7. Ibíd., p. 48. 8. Ibíd., p. 338. 9. M. Heidegger, Contribuciones a la Filosofía (Acerca del evento), p. 66, Edit. Biblos. 10. Ibíd. 11. M. Heidegger, Contribuciones a la Filosofía, p. 76. 12. Ibíd. 13. Ibíd., p. 77. 14. Ibíd. 15. Ibíd., p. 78. 16. Ibíd., p. 79. 17. Ibíd., p. 80. 18. R. Jakobson, «Closing statement: Linguistics and poetics», en Style in language, Cambridge, 1960. 19. H. Kohut, Introspección, empatía y el semicírculo de la salud mental, p. 174, Herder, Barcelona. 20. Ibíd. 21. Ibíd., p. 178. 22. A falta de la transcripción al castellano del seminario XII de Lacan, tomamos como testimonio de la interpretación lacaniana la exposición de Alain Juranville en Lacan y la Filosofía, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1992. 23. Ibíd., p. 188.

FÉLIX GERENABARRENA

Alteridad Con la llegada del primer conquistador a nuestras playas, se inaugura en este continente un conflicto existencial, existente y resistente, que atraviesa, sin variaciones de fondo, los últimos quinientos años de historia: el problema del otro. El otro que, en sana lógica, desde este espacio geográfico y humano, era el recién llegado, pasó a serlo el de aquí desde el mismo momento en que un europeo posó su planta en este suelo. 31

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Esa inversión fue, antes del primer tiro de arcabuz, el acto conquistador inaugural. Desde ese momento, el indígena original comenzó a ser visto y pensado por el resto del mundo desde fuera de sí, desde el conquistador y su mundo. Así, el extraño pasó a ser el propio, el yo del centro, y el propio pasó a ser el otro, el extraño. Desde ahí, desde esa nueva interioridad y nueva exterioridad, se plantea una pregunta fundamental para el que puede preguntar, para el invasor: ¿qué hacer con ese otro? Pregunta instrumental, pregunta típica de la modernidad incipiente, pregunta que surge en el ámbito de la producción. La pregunta planteada desde el asombro —¿quiénes son éstos? o ¿qué son éstos?— es fugaz y transitoria. La que produce estructura, la que funda todo un mundo de relaciones, es la instrumental: ¿qué hacer con? La pregunta por el quién es posterior y proviene de la ética y, más que pregunta, es ahora afirmación, la pregunta de Montesinos en La Española: «¿no son hombres?» Hay una cuarta pregunta, más radicalmente ética, que intenta revertir, pero ya sin remedio, la situación. Es la pregunta que Bartolomé de Las Casas, indirectamente, le dirige a Juan Maior el teólogo escocés que por primero puso en duda la humanidad del otro americano: «¿y si fuéramos nosotros los indios?» Sobre todas se impondrá la pregunta instrumental. Las preguntas éticas quedarán como permanente rebeldía socavando el establecimiento y dinamizando los movimientos liberadores. Si la pregunta fundacional del sistema fue instrumental, la respuesta no podía ser sino instrumental también: ponerlo a producir para mí. Para lograr este fin con alguna eficacia, ese otro había de ser transformado, tenía que ser sometido a un proceso al término del cual se hubiera disipado su otredad reducida a la mismidad del propio. Un proceso de tranformación, no de destrucción porque le deja por lo menos la vida al procesado, es al fin y al cabo una práctica y un ejercicio de educación entendiendo ésta en su sentido más amplio que incluye la imposición y el amaestramiento. No por forzado o violento, un tal proceso deja de ser educativo. Sin la preparación para producir en el sistema productivo del invasor, el otro no podía 32

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ser útil. Así, desde el primer momento se instala una educación para la producción. Si la pregunta del misionero era en primer lugar, la pregunta por el quién del ahora otro, ésta, con la excepción más radical de Montesinos y Las Casas, es seguida inmediatamente por la pregunta y la respuesta también instrumental aunque, doctrinalmente, la instrumentalidad sea otra: ¿qué hacer con el otro? Hacerlo cristiano para que se salve. En este caso la educación, incluso formal, no sólo como instrumento, sino como centro de la acción, está presente con plena claridad. La evangelización fue un proceso continuo de educación, en principio centrado en la persona del evangelizando y orientada a lo que no se podía pensar sino como el fin primordial del mismo: su salvación eterna. En uno y otro caso, la educación aparece desde el primer momento, como la forma de hacer con el otro lo que planifica, proyecta y programa el que se instala como sujeto de la nueva realidad. La educación aun si resulta exitosa, no modifica en el educando su posición de extraño en su propia tierra. Su otredad, extraña al de fuera, no es tomada en cuenta sino como peculiaridad en el mejor de los casos, objeto de descripción, registro, admiración o desprecio, en las primeras relaciones y crónicas, pero objeto también de trasformación en cuanto es pensada como destinada a desaparecer tanto en la nueva producción como en la nueva cristiandad. Estos fines, de todos modos, no se logran. La otredad del nativo no desaparece como otredad. Se mantiene en los llamados por Darcy Ribeiro «pueblos testimonio». Muere sí en su forma originaria, pero resurge, siempre otredad extraña, en las nuevas formas de los «pueblos nuevos». Entre éstos, el citado Darcy Ribeiro, de una manera que hoy resulta simplista, nos ubica a buena parte de los iberoamericanos. Simplista porque no distingue entre el pueblo propiamente dicho —en el sentido de «gente común»— y los sectores dirigentes que, por lo menos culturalmente, pertenecen a lo que él concibe como «transplante». Nuestra novedad, la de nuestros pueblos, no está en la mezcla del mestizaje aunque no se haya producido sin ella. Está en eso que los alemanes han dicho con el término intraducible de gestalt, más allá de la suma, e incluso de la combinación, de sus componentes, la inteDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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gración en unidad de su propia manera de practicarse como mundo-de-vivientes, cuya práctica fundante, soporte de toda práctica, es la relación convivial, la comunalidad en el discurrir cotidiano de la existencia. Es ella la que lo constituye como novedad y dis-tinción. La que hoy lo hace otro al mundo de la individualidad moderna global. Él es ahora el otro. El yo, el sujeto, lo sigue siendo el heredero cultural del mundo-de-vida del europeo venido de fuera, el moderno globalizado actual. Éste, el sujeto actual, se hace la misma pregunta histórica: ¿qué hacer con ese «otro a la modernidad», ese pueblo, para que la modernidad actual se instale definitivamente entre nosotros? La otredad de este pueblo no es pensada como identidad propia o dis-tinción, en términos de Dussel, sino como atraso, anomalía, pre —premoderno— o sub —subdesarrollado— en el continuo de la totalidad moderno-occidental. A la pregunta instrumental replanteada en estos días, se responde esencialmente de la misma manera: transformar, incluir mismificando, educar. Educación para. Educación instrumental. Los para fundamentales y más generales, aparecen de manera explícita o implícita en todos los programas y proyectos de todos los gobiernos y de todos los agentes de transformación, inclusión, educación públicos o no: el desarrollo socioeconómico de los países, una sociedad armoniosa, equitativa, justa y desarrollada en la que sea posible una convivencia armónica, y todo lo demás. Sucede que todos estos bellos términos —desarrollo, sociedad, economía, armonía, convivencia, equidad, justicia— están definidos desde el sujeto pensante, proyectante y definiente, esto es, radicalmente desde fuera de ese otro, sin tomar en cuenta para nada su verdadera otredad. Desde sí, habla de sembrar valores, de condicionar conductas, de integrar a los sectores populares, de lograr que la gente entienda, quiera y exija los cambios que él propone, evitando siempre todas palabras que de lejos sugieran imposición, todo encaminado, sin embargo, a obtener que los proyectos se logren. El problema del otro sigue planteado esencialmente en los mismos términos que en 1492. Ahora ya no es entre españoles e indios; ahora es entre modernidad globalizante y pueblo o entre élites y pueblo, pero son las mismas posDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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turas, las mismas preguntas y las mismas respuestas. Pasan los años, van y vienen teorías y métodos pero la siembra no germina, los condicionamientos no condicionan, la integración no integra, la gente ni entiende, ni quiere, ni exige lo que el sujeto propone. Educadores, técnicos, agentes de trasformación social de toda laya se estrellan contra lo que ellos definen como apatía, pasividad, desinterés, alienación. No se trata de personas ignorantes sino, muy al contrario, de actores bien formados, graduados en la universidad, conocedores de las teorías y métodos en boga así como de las disposiciones y programas de ministerios, institutos, corporaciones, de todos los proyectos de reforma con su fundamentación teórica y metodológica. Sin embargo, su práctica ordinaria, cuando se sumergen en la vida de las comunidades de las que provienen, sigue rigiéndose por las exigencias que el sentido enraizado en su otredad popular produce desde lo más profundo de su pertenencia. Quieren regirse por los «conocimientos» adquiridos, pero no pueden; sobre ellos se impone su pertenencia raigal. El otro sigue siendo otro y parece decidido a seguir siéndolo. Ante esto, los actuales dirigentes modernos pueden aferrarse a su proyecto y atribuir el fracaso a ineficiencia de los medios y decidir reforzar, multiplicar, modificar, las intervenciones. Más de lo mismo. Es previsible que el otro como otro, en su otredad y dis-tinción, no sea tomado en cuenta sino para conocerlo y saber así cómo doblegarlo. El desencuentro seguirá. Lo que está planteado entre nosotros, no es una diversidad de mentalidades, de saberes, ni siquiera de valores o de cultura. La distinción va más allá de lo que ordinariamente se entiende por cultura: llega hasta el vivimiento mismo de la vida, hasta la practicación primera que constituye todo un mundo-de-vida y en él, hasta el sentido profundo en el que la vida misma enraíza. Toda una larga historia de acercamientos y desencuentros, de intentos bien intencionados unas veces, violentamente represivos otras, nos hacen ver que la realidad de nuestros pueblos no es un asunto de premodernidad como se pretende. Es asunto de verdadera otredad, esto es, de exterioridad a la modernidad, de «algo otro que moderno», lo cual no implica retraso 33

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ni posturas previas o inferiores a la modernidad, sino de auténtica dis-tinción de sentido y ejercicio del vivir en toda su integridad. Mientras el otro sea conocido y pensado desde fuera de su sentido, será imposible el diálogo y no habrá entendimiento eficaz. Seguirá sucediendo lo que ha sucedido por siglos: la acción modernizante dará el resultado apetecido por los modernos sólo en algunos casos y por excepción. Es claro que eso es suficiente para que una élite modernizada dirija a un pueblo no-moderno como ha sucedido a lo largo de toda nuestra historia. La dificultad se les presenta también a quienes, seriamente comprometidos con la promoción liberadora de nuestro pueblo, pueden estar guiados por conceptos, valores y proyectos, pensados, quizás, desde el honesto convencimiento de que saben lo que a ese pueblo le conviene. La tentación de vanguardia siempre está al acecho. También es posible, sin embargo, replantear el problema. Replantearlo significa repensarlo desde la raíz. Para repensarlo, es necesario ante todo reconocerlo y re-conocerlo, esto es, reconocer que existe y que no es una dificultad superficial. Re-conocerlo implica volverlo a conocer desde posturas epistemológicas totalmente inexploradas. Para ello, la modernidad —y quienes en ella se han formado— tiene inevitablemente que renunciar a sus pretensiones de universalidad y reconocerse como mundo-de-vida y cultura particular, no bien y término absoluto de toda humanidad sino producto histórico de un sector particular de la misma, propio de una historia, unos pueblos y una cultura, sin vocación ontológica. Cualquier juicio —y esto tiene que ver también con los juicios «científicos»— que desde la modernidad se emita sobre nuestro pueblo será un constructo moderno sobre una realidad no-moderna y, por lo mismo, radicalmente falso. El pueblo ha de ser conocido, en sus propios códigos y desde su propio sentido. En este marco vital y conceptual, en este horizonte de comprensión de la realidad, desde la misma raíz del mundo-de-vida, es como puede pensarse y vivenciarse una política, una economía, una acción social, una educación que sea desde su origen, en todos los actores sociales ejercicio y tarea liberadora en el mismo ejercicio de la vida. Para ello, es indispensable la implica34

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ción práctica en el sentido de ese mismo pueblo y, desde allí, asumir la presencia como radical compañía en identidad de sentido. La modernización, sin embargo, parece, en nuestros días sobre todo, ineludible. ¿Puede un pueblo no-moderno utilizar y servirse de los productos de la modernidad sin perder su sentido, sin modernizarse él mismo? Nuestra respuesta es positiva. Por eso hablamos de una modernización no integral sino de una modernización y una modernidad como instrumento, incorporada al mundo-de-vida y sentido de nuestro pueblo. Es aquí donde quienes, por formación y estudio, se pueden mover con facilidad en ambos mundos, el popular y el moderno actual, están en condiciones para ejercer una función de recurso liberador deconstruyendo lo moderno y exponiéndolo al juicio crítico de las comunidades populares en las que conviven implicados para que desde ellas sea reconstruido. ALEJANDRO MORENO OLMEDO

Ambivalencia Las condiciones de vida y los destinos de los habitantes del planeta están ahora entretejidos de manera cercana, intensa e íntima. Lo sepamos o no, todos ejercemos influencia en el destino de los demás. Vamos en el mismo barco —navegamos juntos o nos hundimos juntos. Y algo que nos une es la velocidad del cambio mundial. El término heredado para semejante proceso de cambio, obsesivamente compulsivo, ha sido el de «modernización». Cada día nos recuerdan: «¡modernizarse o morir!», y nos repiten que «no hay más alternativa...». Así que todos estamos modernizándonos, de manera voluntaria o bajo presión. Pero como resultado de esto nos encontramos diariamente con ambientes extraños, donde son poco claros los significados de la mayoría de las cosas, y sus futuros, borrosos. La modernización está llena de riesgos, lo que significa gran cantidad de incertidumbre, un sentimiento creciente de inseguridad y también una suma de confusión llamada «ambivalencia». Experimentamos «ambivalencia» cuando nos debatimos en medio de impulsos contradictorios. Algo, al mismo tiempo, nos atrae y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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repele; deseamos un objeto con la misma fuerza que le tememos, ansiamos su posesión tanto como sentimos miedo de poseerlo. No se trata sólo de la cuestión sobre la incapacidad de decidirse; con mayor frecuencia sentimos ambivalencia porque ese «algo» respecto al cual somos ambivalentes es ambiguo —a la vez malo y bueno, amenazante y prometedor. Sobre todo no tenemos una idea clara de cómo decidir qué es qué y sospechamos, con razón sobrada, que cualquier decisión que tomemos no habrá de reparar la naturaleza de las cosas. No hay manera de gozar del «lado bueno» sin excluir al «malo». Las promesas y las amenazas vienen en el mismo paquete. No pueden estar separadas. El impulso de la modernización era, y sigue siendo, remover del mundo la molesta e inquietante ambigüedad; es construir objetos unívocos y evidentes en sí mismos, tal y como apunta el sentido del alemán eindeutig (que en inglés y en español no parece tener equivalentes próximos), de manera tal que aun siendo objetos creados y usados por los seres humanos, puedan quedar de una vez por todas libres de ambivalencia. Esa liberación de la ambivalencia es el significado más profundo de la idea de «orden», y toda modernización tiene que ver con «colocar las cosas en su lugar». Sin embargo, el problema se despliega en los mismos términos: cuanto más lógico y sofisticado sea el diseño del orden, menos adecuado a la compleja y variada realidad humana. La urgencia por el orden ha probado ser la fuente mayor de ambigüedad, y por tanto de ambivalencia. No obstante la incómoda condición de ambivalencia, es improbable siquiera mencionar que la dejaremos atrás. En diferentes periodos, las manifestaciones de ambivalencia han provocado tribulación y sufrimiento. Las actuales emergen del temor producido por el retiro de las promesas sostenidas a comunidades y/o sociedades para asumir el costo de la ambigüedad, la incertidumbre y la contingencia. En estos días, la modernización se traduce en primera instancia y principalmente como «desregulación» y «subsidiariedad»: ¿por qué molestarse con administrar las cosas si esta preocupación puede ser evadida y abandonada a las unidades menores y más pequeñas para que se hagan cargo de ellas? Tal como sucede con los gobiernos respecto a sus divisas, cuyo tipo de camDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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bio ya no puede ser fijado sino más bien dejar que «encuentre su propio nivel» en el mercado global de divisas, ahora nos decimos individuos y cada uno de nosotros, por sí mismos, habremos de encarar las ambigüedades y los riesgos de la vida tratando de encontrar la salida correcta para cada situación ambivalente. Lo que es lo mismo, según la memorable frase de Ulrich Beck: los individuos esperan hallar soluciones individuales para problemas construidos socialmente... En la actualidad tratar con la ambivalencia se ha convertido en una tarea diaria de cada individuo humano —una cuestión de las «políticas de vida»—; en su mayor parte tareas que anteriormente satisfacía y enfrentaba la autoridad estatal, que ahora elude. El ámbito donde mujeres y hombres de nuestro tiempo «se sienten agobiados» por la ambivalencia es en la construcción, y la puesta en práctica, de las «redes de relaciones humanas», de compañerismo, de interacción con otros —individuos como nosotros mismos. Dado el ritmo vertiginoso del cambio en prácticamente todos los detalles de los escenarios vividos (calle, trabajo y hogar), la incertidumbre profunda acerca del futuro y lo abominablemente pequeña que puede ser la expectativa de vida, de cada «proyecto» en el que nos comprometemos cotidianamente necesitamos con desesperación un punto de referencia, estable y confiable, que pueda sostenerse en medio de las adversidades. ¿Y dónde buscarlo mejor, sino entre los amigos leales siempre dispuestos a echarnos una mano, en los compañerismos inquebrantables, en esas uniones que pudiesen durar «hasta que la muerte nos separe»? Por otra parte, en este mismo «mundo fluyente» en el que nada puede ni podría preservar su forma de manera durable, se requiere mucha audacia (y vacilación, y lamentaciones, y arrepentimientos) para construir compromisos de largo plazo y así anticiparse a las perspectivas del futuro que uno no puede conocer, pero puede tener la certeza de que llegarán. Entre más cercana y entrañable sea una relación, mayor es la sensación simultánea de promesa y amenaza: ¡bendición y maldición en una sola mano! No es sorprendente entonces que una «red» pueda parecer una opción atractiva para constituir lazos sociales. Como sabemos, en una red es tan fácil conectarse como desconectarse... 35

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Si se ven películas y seriales de Hollywood, como se acostumbra, que en búsqueda de audiencia y altas ganancias hacen todo lo posible por reflejar las preocupaciones más extendidas del día, probablemente se escuchen los gritos de hombres y mujeres replicar «¡necesito más espacio!» (lo que quiere decir: «me asfixias, ya no soporto mis compromisos contigo, sólo vete y quédate lejos...»). En estas películas se ve a los mismos hombres y mujeres lamentándose de estar «perdidos en el espacio» cuando han quedado solos en ese espacio, sin nadie que les apoye... La aguda incompatibilidad entre estos dos sueños/descontentos encapsula la esencia del dilema, y las lecciones que la mayoría de los individuos tienden a extraer de su lucha por resolverlo. Lección uno. Un día cuenta tanto, y nada más, como la satisfacción que se pueda rescatar. El premio en pos del cual —realistamente— se deben abrigar esperanzas y trabajar es un hoy diferente, no un mejor mañana. El futuro está más allá de nuestro alcance (para el caso, del de cualquiera), así que habrá que cesar la búsqueda del cofre de oro al final del arco iris. Las inquietudes de «largo plazo» son para los crédulos y los imprudentes. Como dicen los franceses: le temps passe vite, il faut profiter de la vie... [«el tiempo pasa rápido, hay que aprovechar la vida...»]. Así que hay que intentar en la medida de lo posible los intervalos entre los viajes hacia los montones de desperdicio. Lección dos. Cualquier cosa que haga, mantenga sus opciones abiertas. Los juramentos de lealtad son para tipos desafortunados que se preocupan acerca de los largos plazos. No se comprometa más de lo estrictamente necesario. Sostenga compromisos superficiales, de modo que puedan romperse sin dejar heridas o cicatrices. La lealtad y los vínculos, como el resto de los utensilios, tienen fecha de caducidad. No se quede con ellos ni un momento más de la cuenta. Como solía decir el gran sociólogo italiano Alberto Melucci: «estamos asolados por la fragilidad del “presentismo” que exige un fundamento firme donde no existe alguno».1 Y así «cuando contemplamos el cambio, estamos siempre divididos entre deseo y miedo, entre anticipación e incertidumbre». Y no hay más que eso: incertidumbre. O como prefiere denominarla Ulrick Beck, riesgo, ese acompañante (¿o más bien perseguidor?) no deseado, inoportuno y molesto, 36

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pero inseparable e imprevisible —un espectro siniestro que flota sobre cualquier decisión. Aunque —como mencionó piadosamente Melucci— «elegir se haya vuelto un destino». Correr tras las cosas, atraparlas en pleno vuelo cuando todavía están frescas y fragantes es estar dentro de la corriente, es lo adecuado; en cambio, retrasar las cosas, fijar lo que ya existe es estar fuera, es lo obsoleto. Respectivamente, «adecuados» y «obsoletos» son también quienes siguen estrategias opuestas. Desde la Escuela de Administración de la Universidad de Harvard, el profesor John Kotter aconseja a sus lectores evitar involucrarse en empleos de tipo permanente, en realidad no es aconsejable desarrollar lealtad institucional y dejarse absorber demasiado por un periodo prolongado en un empleo donde «los conceptos de negocios, los diseños de productos, la inteligencia competitiva, el equipamiento de capital y toda clase de conocimiento [énfasis del autor, ZB] tienen lapsos de vida y credibilidad más cortos».2 La ambivalencia continua produce una «disonancia cognitiva», un estado mental notoriamente desvalorizante, incapacitador y difícil de sobrellevar. A su vez, convoca el repertorio acostumbrado de estrategias atenuantes; entre las más recurrentes se encuentran: minusvalorar, restar importancia y desdeñar uno de dos valores irreconciliables. Al estar sujetas a presiones contradictorias, muchas relaciones que significaron cualquier cosa, menos ser de las de «hasta nuevo aviso», se romperían. Es una expectativa razonable estar prestos a romper una relación: es algo en lo que hay que pensar con antelación y que se habrá de estar preparado para encarar. Los compañeros sensatos, por tanto, desearían desde el principio «elaborar cláusulas de salida fácil»; quieren que «el cuento de zafarse» sea tan indoloro como sea posible. No es ninguna maravilla que las relaciones de nuestros días tiendan a ser frágiles y superficiales. De manera semejante, los empleos reconocidamente temporales y que terminan con facilidad hacen que la gente mantenga distancia, resienta los vínculos más cercanos y se cuide de establecer compromisos perdurables. Muchos de nosotros, quizá la mayoría, no podemos estar seguros de cuánto permaneceremos en donde estamos ahora ni cuánto tiempo permanecerá la gente con la que ahora interactuamos y compartimos el espacio. Si los DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lazos actuales pueden romperse en cualquier momento, somos propensos a creer en la insensatez de invertir tiempo y recursos haciendo un esfuerzo adicional en protegerlos contra el desgaste y el rompimiento. Como resultado, lo que aparentemente tememos más es el abandono, la exclusión, el ser rechazados, vetados, despojados, expulsados, el quedar desprovistos de lo que somos y que se nos impida ser lo que queremos ser. Tememos quedar solos, desamparados y sin fortuna, lejos de compañía, afectos y apoyos. Tememos ser lanzados al patio de la chatarra. Con mayor pesar se echa de menos una certidumbre de que nada de esto sucederá —al menos, no a nosotros. Bajo estas condiciones, pensar a largo plazo es una tarea difícil. Y ahí donde no existe un pensamiento de alcance ni expectativas de «nos encontraremos de nuevo», apenas hay lugar para percibir un destino compartido, un sentimiento de fraternidad, una urgencia de unir filas caminando juntos, hombro con hombro. La solidaridad tiene poco asidero para germinar y echar raíces. Hablamos de manera compulsiva sobre las redes sociales y tratamos obsesivamente de conjurar las múltiples «citas rápidas» y los encantamientos mágicos de los «mensajes», puesto que nos duele echar de menos aquella trama segura sobre la cual se urdían las redes auténticas de parentesco, amistad y hermandad-de-porvenir que nos solían proporcionar, con o sin nuestro esfuerzo, una base para estar juntos. Los amplios directorios de teléfonos móviles y celulares, hasta ahora las más de las veces han extraviado a la comunidad y están en espera de sustituir la intimidad perdida; pretenden realizar un cúmulo de expectativas y a falta de poder hacerlas siquiera surgir, las dejan correr solas. Como Charles Handy apuntó: «por muy divertidas que pueden ser, esas comunidades virtuales no crean sino solamente una ilusión de intimidad y una impostura de comunidad». Se trata de sustitutos pobres del «mirar el rostro de las personas, teniendo las rodillas bajo la mesa y sosteniendo una conversación real».3 En un estudio preciado e incisivo sobre las consecuencias culturales de la «era de la inseguridad», Andy Hargreaves da cuenta de la «secuencia episódica de ínfimas interacciones» que crecientemente remplazan «las relaciones y conversaciones familiares»,4 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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a lo cual se aplica la afirmación de Clifford Stoll respecto a que estar expuestos al «establecimiento fácil de contactos» por las tecnologías electrónicas conlleva una pérdida de habilidad para ingresar espontáneamente en interacciones con personas reales.5 De hecho, estamos creciendo reticentes a los contactos cara-acara. Dispuestos en todo instante a alcanzar nuestros móviles y celulares, a presionar botones y a enviar mensajes con el fin de evitar «quedar cautivos del destino» y de escapar de las interacciones complejas, desordenadas, imprevisibles, difíciles de eludir e interrumpir, que sostenemos con «personas reales» presentes físicamente a nuestro alrededor. Cuanto más amplias, si bien superficiales, son nuestras comunidades fantasmáticas, más intimidante parece la tarea de urdir y sostener nuestra unión con seres humanos reales. Muy cómodos con nuestros nuevos conocimientos, sentados frente a la pantalla de TV, encantados, cubiertos, hechizados y transportados por los exitosos episodios de Big Brother [El gran hermano]; de The Weakest Link [El eslabón más débil]; Survivor [Sobreviviente] o la última versión de otro reality show, que repiten todos la misma historia: ningún ser humano es verdaderamente indispensable, excepto unos pocos ganadores solitarios; un ser humano es útil a otro únicamente el tiempo que pueda ser ventajosamente explotado; el último destino del excluido, ser lanzado como desperdicio, es el prospecto natural de aquellos que ya no son adecuados o que no desean más ser explotados de semejante manera; sobrevivir es el nombre del juego del estar juntos y la apuesta suprema para la sobrevivencia es vivir más que los demás. Estamos fascinados con lo que vemos tanto como Dalí y De Chirico desearon cautivarnos con sus lienzos donde trataron de mostrar los más profundos y los más ocultos contenidos de nuestras fantasías y miedos inconscientes... Aprender a vivir con ambivalencia ha sido, y es aún, una tarea desalentadora. El aprendizaje de cómo vivir juntos y cómo ayudarnos con sensibilidad unos a otros a encarar los desafíos del mundo ambivalente está todavía pendiente. Depende de cada uno de nosotros, y de todos nosotros juntos. Notas 1. Véase Alberto Melucci, The Playing Self: Person and Meaning in the Planetary Society, Cambrid37

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ge, Cambridge University Press, 1996, 43 y ss. Ésta es una versión más amplia de la edición italiana original, publicada en 1991 bajo el título Il gioco dell’io [El juego del yo. N. de T.]. 2. John Kotter, The New Rules, Nueva York, Dutton, 1995, 159. 3. Charles Handy, The Elephant and the Flea, Londres, Hutchinson, 2001, 204. 4. Andy Hargreaves, Teaching in the Knowledge Society: Education in the Age of Insecurity, Londres, Open University Press, 2003, 25. 5. Clifford Stoll, Silicon Snakeoil, Doubleday, 1995, 58.

ZYGMUNT BAUMAN

Amor Que todo del amor puede creerse, dice un verso de Juan de Tassis, a partir de 1607 conde de Villamediana. Nadie que haya probado un poco de su misterio se espantará de sus efectos, entre los que puede contarse cualquier cosa. En las páginas siguientes he seleccionado cuatro orbes metafóricos que, como bucles retóricos en los que se ha enredado la línea del tiempo, han querido predecir, registrar y conjurar los efectos del amor. Sólo cuatro metáforas alrededor del amor entre las incontables con las que se ha pretendido pronosticar de qué clase pueden llegar a ser las experiencias que caen bajo su órbita fatal y cuál es el orden en el que se inscribe la legión de poderes con que se invisten los que aman. Al presentar estas metáforas al hilo de cuatro momentos que van de Platón al siglo XX no pretendo hacer un recorrido histórico, tan sólo sugerir ciertos horizontes de comprensión que parecieron propicios a cada una de las variables necesidades del amor. 1. Grecia: el dios tirano Nada tan poco original como andar buscando orígenes al amor. Oscar Wilde tenía razón: la mejor forma de evitar una tentación es caer en ella. María Zambrano, en uno de los pasajes más intensos de El hombre y lo divino, evitó a su modo la tentación de hablar del nacimiento del amor situando dicho nacimiento en la antigua Grecia. Grecia representa a sus ojos la apertura de un claro de humanidad en medio de un bosque saturado de dioses, semidioses y

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demonios. El amor pudo comenzar a existir una vez que los dioses hicieron sitio al hombre, aliviándole un tanto de su presión asfixiante, en ese momento en que los dioses, sin dejar de actuar, permiten al hombre buscar su ser. Pues siendo el amor, el eros griego, avidez y hambre, fue lo contrario también: creador de desvíos, de límites, de fronteras entre lo humano y lo divino, algo que simultáneamente unía y conservaba las distancias.1 El capítulo «Para una historia del amor» incluido en el libro de Zambrano se atreve a relatarnos esa epifanía que el amor conoció en Grecia: donde, según la pensadora, el amor alcanzó por vez primera un estatuto de visibilidad. Ese primer anuncio del amor no se puede separar de las cosmogonías, los mitos que narran cómo se produjo el tránsito desde un caos primigenio hasta un orden universal. El amor aparece de la mano de estos mitos (En el principio era la noche...) en que se da curso a la imaginación de una fractura de límites entre lo todavía-no-humano y el mundo entrado en razón. En el marco de estas cosmogonías, Zambrano sugiere que el amor nació como una hipótesis necesaria para comprender «por qué demonios» pudo la cadena de metamorfosis operadas desde la Nada desembocar en un universo tolerable para el hombre. Potencia anterior al mundo que vemos, el amor precede y clarifica las transformaciones de lo visible que han ido a resultar en este hábitat humano: amor es el sentido que Grecia proyectó sobre aquella fuerza violenta que sometió a giro cíclico el vacío inconmensurable, convirtiendo el caos en un hogar. El amor, por lo tanto, estaba muy lejos en sus inicios de ser cosa de los hombres: era una intención secreta del Cosmos objetivo —y sus obreros divinos. Hubo un primer proceso: fabricarse sus cosmogonías puso al hombre griego en el trance de imaginar un sentido oculto en esos relatos que daban razón de las condiciones de existencia fijadas a partir del Caos. E hizo falta un segundo proceso, del que el amor es tan sólo un caso: que, dentro de ese Orden, el hombre no fuera únicamente un huésped cautivo de divinidades exteriores; que los dioses vagabundos que venían enajenando la vida humana desde afuera, endemoniándola, entrasen en la claridad de la conciencia, interiorizándose. Así el amor no fue ya pensado sólo como sentido de una Creación que luego se complacería en mandar

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sobre las criaturas con multitud de poderes divinos asfixiantes, sino como una medida de ese poder trascendente que el hombre fue capaz de ir absorbiendo furiosamente dentro de sí y al que habría de llamar pasión. El eros griego consta de tres ambigüedades ontológicas inseparables de las circunstancias de su parto. Ambigüedades que, en cierto modo, han marcado el calendario filosófico y poético de Europa y son algo así como el «genotipo del amor» reproducido en todos los núcleos del pensamiento erótico posterior. El amor en la Grecia clásica es divino/demoníaco; extraño/entrañable; creador/destructor. Divino porque ilumina y clarifica el cosmos fijando en él una órbita de sentido, consagrando una realidad, haciendo nacer un mundo a partir de un trabajo revelador. Demoníaco porque nunca escatima del todo un remanente de Caos ni deshace los flecos de aquella indocilidad primera que grita su eterno non serviam a todo los esfuerzos divinos. Cuando entró el amor en el mundo humano, haciendo valer su doble atributo divino y demoníaco, su ímpetu ordenador arrojó una sombra de exceso que no se plegaba a ninguno de sus órdenes, que nunca se aclaraba. La tragedia ática nace de estas sombras, trágica es precisamente la toma de conciencia acerca de que la divinidad de eros cursa siempre con un expediente de mancha y rebosamiento. En lo que toca al hombre, la trama de eros tiene nudos de conflicto insolubles. El amor es, así, extraño-entrañable, pues está siempre en los límites de lo humano con lo que no lo es todavía o con lo que no lo será nunca, con esos resíduos de la matriz primera de donde el hombre se arrancó para vivir como ser independiente con vida propia.2 Extraño: disconforme con cualquier medida del hombre, incómodo, levantisco, turbulento, atópico, pura inquietud, amenaza constante de inhumanidad. Pero entrañable: lo que presta al ser su constitución íntima y más irrenunciable. En este punto, sobre todo, impone su vigencia el Tratado de la pasión de Eugenio Trías. Porque en él se demuestra que la pasión dista mucho de ser meramente la negación de la acción, la razón y la producción: más bien es el sujeto pasional lo que está en la raíz del sujeto epistemológico y del sujeto práctico.3 Muchos tibios humanitarismos olvidan esta fuerza radical del amor para fundar conocimiento y acción, al tratar con precaución obsesiva la ingente pro-

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ductividad con que se expresa la pasión. Se trata, por supuesto, de una productividad radicalmente sensible a las ambigüedades del amor: su carácter fundamental (el que le permite otorgar poderes para «hacer» y para «conocer») le faculta para recorrer zonas antagónicas de la realidad. Se trata, como han reconocido los pensadores más sensibles al tema, de una combinación sui generis de afán de creación y pulsión destructiva. Los deseos del amor difícilmente permiten un completo escrutinio: eros eleva su objeto a alturas inauditas para convencerse después de que hay algo de inane e inadecuado en él, abriendo así una nada aterradora allí mismo donde se prometía un todo consistente. El poseído por Amor exhibe una voluntad inquebrantable para involucrarse en la realidad. Y descubrir en ella su no-ser, sus infiernos. Sin duda he adelantado en estas líneas algunas tramas del amor que rebasan con mucho el marco de la Grecia clásica: tramas de cuando fueron inventados los sentimientos, de cuando fue inventado el sujeto, de cuando el amor dejó de defender un estatuto cósmico y quiso sustituirlo por otro psíquico. Creo que eso no restará consistencia a la metáfora del dios tirano. Una imagen lingüística que, como todas, hay que aprender a leer. Pues pierde gran parte de aquella tensión conceptual de que disfrutaba en la antigüedad si nos limitamos a emplearla para abundar rutinariamente en cómo el alma del enamorado parece siempre controlada a capricho por un dios déspota, olvidando sin embargo el complejo programa de mediaciones y ambigüedades contenido en su tiranía. Platón es, por eso, un excelente soporte para leer la metáfora de eros como dios tirano: porque en él Eros es, efectivamente locura (exactamente el cuarto tipo de locura, según Fedro 249d); pero en el vocabulario de los inmortales es también Pteros, la divinidad que fuerza a criar alas. Quien se deja atrapar por ella ha de soportar, cosa insólita, el fardo de un dios que eleva. La locura de Eros es tiranía: hace que le ocurra al hombre lo que éste no elige y que, si elige, no sepa bien por qué. En esto es ciertamente un demonio temible. Pero el dios tirano tiene en el pensamiento de Platón una importancia más especial, que se destapa con enorme brillantez en el Fedro después del simposio sobre el amor que fue el Banquete. El nombre tiránico de eros garantiza, como dice E.R. Dodds, la única modalidad de experiencia

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que pone en contacto la doble naturaleza del hombre, el yo divino y la bestia amarrada. El dios tirano es en Platón una locura con función de enlace entre lo humano y lo divino, que suministra un impulso dinámico que lleva el alma adelante en su búsqueda de una satisfacción que trascienda la experiencia terrena (sexual, desde luego) y sea el puente empírico entre el hombre tal como es y el hombre como podría ser.4 La tiranía de eros acaba por obtener en Platón toda su hondura característica en la medida en que es narrada no sólo desde la perspectiva del enamorado que la padece sino también desde la del amado que ve en ella un espectáculo incomparable. Pues, ¿qué puede ofrecerle al amado la vida por comparación con lo que le puede ofrecer un amigo poseído por un dios? El amado asiste a un acontecimiento fenomenal: cómo se le desmonta el alma al enamorado en tres partes revolucionadas por su presencia (pongamos que son dos «caballos» y un «auriga», Fedro 253d). Cuando la parte del alma que hace de auriga ve al amado, ha de sujetar las riendas con fuerza si quiere que circulen bien esos flujos de pasión que entonces se despiertan descalabrando la figura del alma: una parte tira como un caballo desbocado que salta impetuosamente sobre el amado para hundirse en él, otra se resiste como un animal manso que mira prudentemente al honor de su objeto y quiere respetarlo. El auriga ha de tomar por fin una distancia estratégica respecto a su amado, alcanzar un punto en que la parte salvaje del alma se avergüenza entre sudores de su sobresalto mientras la otra se duele de las violencias criminales que ha debido soportar por culpa de la descomposición general. No hay duda: este desarbolamiento del alma es obra de un dios tirano. 2. Renacimiento: la sombra desnuda La Edad Media es un reservorio inagotable de metáforas eróticas. Estudiar el modo como fueron atendidas en el medioevo las necesidades del amor es una de las mejores formas de postergar definitivamente ese clisé de oscurantismo con que a veces se despacha una época tan compleja, fascinante y variada. En torno al cambio de los siglos XII al XIII (aproximadamente en esos años que van del Ciclo del Grial de Chrétien de Troyes al Parzival de Wolfram von Eschenbach), la productividad de Europa en el sector del amor resulta inagotable. El 40

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amor, como su hermana «la guerra», pudo ser entregado por fin al siglo. Empleo el término (saeculum) como sinónimo de mundo profano, con sus tramas civiles y políticas deslindadas de las trascendencias religiosas. Claro que dejar el amor al siglo no significó una merma de la influencia de la religión sobre el orden social, más bien todo lo contrario: si entonces volvió a nacer el amor fue precisamente porque los triunfos eróticos empezaron a ser rechazados como marcadores de la auténtica Salvación del alma, cuyo agente era ahora Dios —para la reactivada Iglesia romana del siglo XIII. No es la Naturaleza, ni su divisa, la Mujer, lo que salva. Sólo Dios. ¿Qué se hizo de aquella utilización caballeresca de la fuerza amorosa que emana de la feminidad para fines de protección sobrenatural? ¿Qué se hizo de aquel intercambio ritual de corazones y de aquel gritar el nombre de la amada en la hora fatídica del combate, para que un aura de comunión erótica envolviera a la muerte del caballero asegurándole por sí misma la certitudo de su salvación metafísica?5 En parte, los Fieles del Amor Femenino se reconvierten en Fieles del Amor Divino. Roma se apodera incluso de las múltiples variantes de amor interruptus que habían tenido en Parzival uno de sus modelos legendarios y luego en el tratado De amore libri tres de Andreae Capellani uno de sus textos prohibidos (en 1240), variantes que compartían la creencia en que el amor puro no consistía tanto en la negación a priori del deseo como en exprimir hasta el límite algunas situaciones «peligrosas», convenientemente provocadas, para desviar in extremis el deseo hacia metas más elevadas que el encuentro sexual. Ese supuesto efecto estimulante sobre el espíritu, derivado de la represión del apetito físico y la reinversión en un nivel más alto de las energías lujuriosas acumuladas, deja de ser una magia heroica de combate para empezar a ser una ética romana de salvación. El amor es entregado al siglo: y se hace cortés y cortesano, retórico y provenzal, lentamente vaciado de intereses ultraterrenos y virtudes escatológicas. No conviene confundirse: esta «secularización del amor» a partir del siglo XIII vino acompañada, paradójicamente, de un sorprendente trabajo de «mitificación del amor». Puede que la escatología de la Iglesia medieval impusiera a Dios como único medio legítimo de salvación; pero a cambio la Edad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Media había aprendido que Dios no era desde luego el único objeto de amor. Michel de Certeau ha estudiado magníficamente esta erótica referida a una cierta nostalgia tardomedieval por la desaparición progresiva de Dios como objeto exclusivo del amor. Y si es cierto que en esos años se desarrolló en Europa un abrumador dispositivo institucional para transformar una erótica (mágica y profana) en una fe (religiosa y cristiana) —algo por lo que velaron multitud de sentencias de la Inquisición—, lo contrario no encontró menor acomodo en la mentalidad de la época: transformándose la fe en una erótica —algo por lo que velarían multitud de sentencias de la Mística. La metamorfosis podía producirse en una u otra dirección, y ahora las jerarquías del cristianismo más ortodoxo luchaban por un erotismo obrado desde la fe y que picara siempre hacia las Alturas, ahora las corrientes místicas postrenacentistas daban a cambio testimonio de la transformación de la escena religiosa en escena amorosa. La fábula mística está hecha de fe erotizada: la erótica nace en ella de una pérdida de la que no se acepta ni la sensación de ausencia que provoca ni tampoco el remedio del duelo con que se la pretende mitigar. El lenguaje del amor se produce en el ambiguo paso de la presencia a la ausencia. Cuando el cuerpo amado se desvanece, igual que la Palabra revelada de Dios a la que deseaba reemplazar, sólo queda la fábula erótica.6 En este mundo de desvanecimientos varios, Amor es sombra sorprendida desnuda. He arrancado libremente esta imagen del célebre soneto que Giordano Bruno, habitante de la segunda mitad del siglo XVI, incluyera en los Heroici furori y en el que trata de lo ocurrido entre el joven Acteón y la diosa Diana.7 Es importante recordar que este soneto obedece al deseo bruniano de construir una memoria artificial erótica, de la que tanto los personajes como la escena en sí serían sus fantasmas, es decir, personajes de un cuadro que en este caso retrata, inspirándose en un mito, las operaciones intelectivas cuyo fin es el amor verdadero. Por economía de espacio daré la sinopsis del relato juntamente con el sentido alegórico de sus peones: el joven Acteón, un «montero de la Verdad», sale de caza, dejando que corran libremente por los bosques sus mastines (que representan la voluntad) y lebreles (que representan la dianoia o intelecto). La presa que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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persiguen, un ciervo en apariencia, poca gente la pretende, pues es de una especie ideal, minoritaria y oculta. En un recodo de la espesura, Acteón disfruta de una visión extraordinaria: la diosa Diana, toda de alabastro (belleza supraterrena), oro (divina sabiduría) y púrpura (poder), es sorprendida in fraganti mientras se baña desnuda, sumergida de cintura para abajo, repartiendo su anatomía entre un orden sensible pero oculto (agua) y otro inteligible y a la vista (aire). El cazador iniciado en esa visión única sufre entonces una increíble metamorfosis: adopta la figura del mismo ciervo que perseguía, echándose al instante sus perros sobre él, que lo devoran. En Bruno, el mito de Acteón y Diana está libre de las gangas morales usualmente asociadas a los chistes del «cazador cazado». La transformación tampoco hunde al protagonista en un destino de atrabiliaria melancolía (amor hereos). Pues Diana es la sombra de Apolo, el sol universal imposible de contemplar directamente: ella es la naturaleza, el mundo, el universo como sombra de aquella mónada irrepresentable que es la divinidad. El objetivo último de esa «montería del amor» es, por tanto, esa presa codiciada, la sombra desnuda, que transforma al cazador en la víctima salvaje de la cacería que él mismo ha emprendido, siendo un logro inusual (y paradójico) acosar a un particular, el ciervo, para terminar cobrándose la pieza más universal (la diosa, hija de Anfítrite) a costa de ser devorado como un animal. Acteón ha sorprendido a una sombra, desnuda, de lo más divino. Más exactamente, ha sorprendido a la divinidad como sombra ofreciéndose desnuda al hombre: esa luna que es Diana. La contemplación de la diosa desnuda trae la muerte de Acteón así como la pérdida de los atributos propios de su condición humana —sociabilidad, sensibilidad, fantasía—; pero su muerte no es más que la fase terrible de un rito iniciático, un protocolo obligado de desposesión de su sujetidad y derrota de su ser social como traumas anexados al verdadero camino de eros según Giordano Bruno y cierta tradición renacentista. La metáfora de la sombra desnuda no sólo nos permite hacernos cargo de una época en que se puede salir «a la caza del amor» (por utilizar un título de Nancy Mitford). No es que el amor haya pasado de dios tirano a víctima cinegética con el correr de los siglos. Diana es la sombra sorprendida de Apolo, el 41

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amor como la verdad en sus valores máximos humanos: siempre indirecta y refleja (lunar), tanto emergente como inmersa (neumática y acuática). Y Acteón es el enamorado que pone al descubierto uno de los efectos horribles de eros: para acceder al colmo de su inteligibilidad (y el colmo es una sombra, parte de cuya desnudez está además sumergida) hay que padecer una mediación salvaje, que además de expulsarte de la vida social, te convierte en objeto de la misma ofensa mortífera con que pretendías sujetar a tu pieza. 3. Barroco: el tribunal del viento El eros barroco fue construido a través de infinidad de torsiones retóricas. Y si bien los efectos del amor nunca pudieron reducirse a un solo orden, la mentalidad barroca no está satisfecha con levantar acta de esa abrumadora pluralidad. Ella desea directamente la guerra. Guerra abierta entre los efectos amorosos de todos los órdenes, para que agonicen hasta estallar en expresiones paradójicas e irresolubles que echen de ver una raíz irracional que impide al amor guardar ninguna ley. El eros barroco es un jinete montado sobre los hombros de un verso de Shakespeare, el segundo de su Soneto 151: Yet who knows not conscience is born of love? [con todo, ¿quién no sabe que la conciencia ha nacido del amor?]. El ethos dominante de la conciencia social durante el siglo XVII va de la mano del nuevo estatuto agónico y paradójico del amor barroco. Tratándose de eros, el enamorado adora a sus verdugos, besa sus cuchillos, idolatra sus tormentos, entrega el cuello a su yugo, sufre si le impiden padecer su infelicidad, ama sus desgracias. El siglo que produjera por fin un hardware filosófico compatible con el software sentimental: la centuria del Sujeto, el siglo de Descartes y Leibniz (por más que algunas publicaciones de este último fueran póstumas), el que más contribuyó a fijar racionalmente una sustancia propia a la individualidad del hombre, ve cómo se consolida simultáneamente una erótica fundada en los aberrantes principios de contradicción y razón insuficiente. El amor barroco se sostiene entre fuerzas tirantes y lucha de contrarios, y puede muy bien fundarse en la nada, pues la ilusión, el fraude y el engaño le obligan a amasar un gran patrimonio de mudanzas. Thou blind fool, Love, 42

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what dost thou to mine eyes, / That they behold, and see not what they see? [Tú necio ciego, Amor, ¿qué haces tú a mis ojos, / Que ellos contemplan, y no ven lo que ven?], de este modo arranca Shakespeare su soneto 137, sentando cátedra de la sensibilidad por venir. Pues el engaño a los ojos, un tema tan cervantino, acabará siendo tan sólo un detalle de un misterio barroco más profundo destinado a cambiar la esencia de cada sentimiento y cada cualidad por su contraria en nombre de una concordia discors, algo que lleva a trastocar la definición clásica de “esencia”, que para el eros barroco puede muy bien que sea aquello por lo que una cosa no es lo que es y es lo que no es: Amor es un misterio que se cría En las dulces especies de su objeto; De causas advertidas, luz y efeto, Y de ciegos efetos, ciega guía. Fraude que apeteció la fantasía, Imán del daño, acíbar del secreto; De tirana deidad, ley sin preceto, De preceptos sin ley, leal porfía. En cielo oscuro, tempestad serena, Apacible pasión, dulce fatiga, Lisonja esquiva, lisonjera pena; Premio que mata, alivio que castiga, Causa que, propiamente siendo ajena, Con lo que más ofende más obliga.8

El conde de Villamediana (†1622) es un excelente representante del eros barroco como despliegue agonal de una esencia que mueve a cada ser en dirección a un punto donde le espera su deshacerse. Esta guerra trabada que conmigo / trae mi sentido en accidentes varios, / supone en un sujeto dos contrarios, / pues siempre estoy temiendo lo que digo, dice el poeta (Sonetos amorosos, XIII). El lisboeta Juan de Tassis no es, obviamente, el único de un siglo, el XVII, pródigo en figuras que para hacer justicia a eros emplearon con enorme habilidad el látigo retórico del autocastigo. Recordemos de paso dos de las expresiones favoritas de Fénelon, aquel ilustre prelado de Francia, candoroso quietista y acérrimo enemigo de Bossuet, que tomó acaso demasiado en serio las recetas de aquella intrigante del amor divino que atendía por madame Guyon, para quien el vacío era la mayor abundancia, —y casi adelanta a Pessoa—: Y anular ese yo tan caro en otro tiempo y ¡Oh, dicha infinita de la humillación de no ser nada!9 Fijémonos también en la enigmática sor Juana Inés de la Cruz,10 cuyos romances abundan en expresiones como «yo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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misma soy verdugo de mis deseos», «muero a manos de la cosa que más quiero» y otras semejantes. Juana Inés nos invita a entrar en uno de los recintos más laberínticos del amor barroco: el otro, el amado. La poeta nos introduce en una de las doctrinas más sugerentes de un eros que, en la cima de su torsión y sus paradojas, declara inservible lo único para lo que parecería existir: ser correspondido por el otro. La doctrina de los «favores negativos» de sor Juana tiene un fundamento teológico (el mayor favor que puede hacernos Dios es no hacernos ningún favor), que admite igualmente una aplicación profana (el amor perfecto es aquel que está persuadido de que la correspondencia no sirve, no añade nada). Claro que el encaje profano de la doctrina de los «favores negativos» no está exenta de dificultades: casi todos cometen el delito de apetecer esa correspondencia, y tal deseo es la señal de una insuficiencia radical en nuestro ser procuradora de aflicción. La teoría del eros no-recíproco y los favores negativos da una idea del clima barroco en el continente del amor. Juana Inés sabe que, si la perfección del amor no exige correspondencia, la figura del otro, del amado, sufre un vuelco en su estatuto. Pues no es que el otro cese en el cargo de amado o que éste carezca de importancia, más bien es que su ser es ahora el de una imagen elaborada mediante un proceso de refinado que adelgaza su esencia hasta convertirla en transparencia y claridad de ángel. Un ángel que es una ficción y, nuevamente, una sombra creada por una soledad. Estricta coetánea de Baruch Spinoza, no creo estar forzando demasiado las cosas si afirmo que Juana Inés coincide con él en su defensa de que el amor más excelso (en el autor de la Ética, el amor Dei intellectualis), no el amor ordinario (que es celoso, pues tiene maníacamente en cuenta al otro, y al mismo tiempo a todos los demás), no significa someterse a otros ni participar de un tonto altruísmo sino insertarse en un universo de máximo potenciamiento de la soledad, intensificando el conato de autoconservación en un in crescendo que no desborda un límite fijo, más bien hace que todo límite dé elásticamente de sí. Que no conduce al exceso sino a un incesante acrecentamiento.11 Son éstos algunos pocos efectos de un eros barroco que quiero engastar en una imagen lingüística extraída también del conde de VillaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mediana. Metáfora que entronca con uno de los dramas más angustiosos del amor en la modernidad europea: la lucha mortal entre la palabra y el silencio. ¿Qué se aconseja para el dolor de amor? Se padecerá castigo si se descubre; pero se morirá interiormente si no se cuenta. La batalla indecidible entre el tormento de silencio y la culpa de declarado (redondillas, II) ofrece al poeta una salida que, pareciendo no pertenecer al repertorio más esperable de soluciones barrocas, las sintetiza en cambio de modo perfecto: apelar al tribunal del viento (Sonetos amorosos, XXXVII). No es olvido ni silencio. Es un entremedias de la declaración obscena y la mudez funesta, consciente de que el viento, como el polvo de Quevedo es, a la vez, mensajero del amor y testigo de su vanidad. Es secreto y discreción barrocos: dar permiso a la palabra para que sea juzgada por una instancia de apelación que la va a mudar, transportar, distribuir, arrancar de sus lugares, sutilizarla y, al final, liquidarla por confusión y desvanecimiento. El tribunal del viento, para juzgar palabras de amor dolido, es una metáfora de rara sensibilidad precursora. 4. Colapso romántico: la rama cristalizada Hegel compuso las primeras notas de la partitura del amor en el siglo XIX. Una sinfonía romántica, inevitablemente. En el primer tema, juvenil, oímos cómo el Amor es considerado la conciliación absoluta de lo escindido, sensación viviente no de la cancelación de las oposiciones sino de su sintonía total. Con el segundo tema, más maduro y desgarrado, el amor deja de vencer sobre la reflexión, que impone su afán crítico y separatista. Eros es vencido cuando lo infinito ya no es sentido como algo inmanente a lo finito (la Naturaleza, la Familia, el Hogar), manteniéndose el desgarro entre ambos polos a buen recaudo de la identidad a la que aspira el amor. Es cierto, no se priva a la conciencia erótica de poder elevarse por encima de las contingencias de la vida; pero cada vez que lo intenta se ve a sí misma duplicada en un contrapoder que la rebaja: materializada en el fango del ser, inmersa en la realidad más mudable, obtusa y carente de esencia. La época del amor ha dado curso a la época de la conciencia desgraciada. El romanticismo no pudo pasarse sin este esquema. Entre los genios del erotismo decimonónico hay infinidad de nombres mayores, como es propio de una época que traficó tanto con el amor sentimental como 43

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para utilizarlo hasta de expediente de la distinción entre las clases sociales. Algunos de esos nombres son: Stendhal, Wagner y Tolstói (que en el siglo XX proyectarán tres sombras infieles: Proust, Mann y Musil). El primero es el autor del célebre tratado De l´amour, donde incluye una metáfora, de superlativa falsedad según Ortega y Gasset. Si se arroja una rama de arbusto en las minas de Salzburgo y se recoge al día siguiente, nos encontraremos con una metamorfosis sorprendente: la sencilla forma orgánica se ha recubierto toda ella de cristales de sal que le dan un aspecto irisado y prodigioso. Sustituyamos las minas de sal por el alma de un amante donde ha ido a depositarse la imagen de su amado. Ésta aparecerá al poco bordada con el realce no de los cristales salinos sino con los cristales de amor, aún más pródigos en superposiciones imaginarias. Esta metáfora de los efectos del amor pertenece a un autor de quien Harold Bloom, en una sugerencia ardua y audaz, opina: Lo que Hobbes fue para los principios de la sociedad civil, Stendhal lo fue para los principios eróticos.12 Efectivamente, la metáfora es menos optimista de lo que parece, cosa muy poco rara en alguien que descubrió el carácter lúgubre de cualquier supuesto estado natural del amor. Interpretar hoy nuestros estilos de amar desde esta metáfora stendhaliana puede dar lugar a lecturas aberrantes, sobre todo teniendo en cuenta que, si arrojamos la rama al «río de sal» lo más probable es que al día siguiente, si vamos a recogerla, la haya arrastrado la corriente. Las instituciones que velaban por la solidez del amor parecen dispuestas a desbloquear sus protocolos y cautelas. Igual que los rituales que miraban por la Bildung de eros, si subsisten, quedan como sacramentos vacíos que se consumen flexiblemente, y por fragmentos, sin sentirse uno ni obligado por ni traidor a su trasfondo último.13 Y, sin embargo, la rama sigue cristalizando. Que un amor caiga en un alma puede que no resulte en un trabajo de perfecta cristalometría. Sus consecuencias pueden ser otras, como las que retrata esta última imagen (véase columna siguiente). Una fotografía de Anna Magnani. Una fotografía de Herbert List. De quien Michel Tournier14 dijo que era el fotógrafo del silencio, retratista de los accesorios angustiosos que exaltan la carne a la vez que la niegan: el maniquí, la máscara, la mordaza, el espejo. Y el cristal. 44

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Notas 1. M. Zambrano, El hombre y lo divino, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 261. Y una referencia sobre el tema: Andrés Ortiz-Osés, Amor y sentido, Barcelona, Anthropos, 2003. 2. Ibíd., p. 266. El gnosticismo dio un vuelco a este relato: lo residual es el bien, pues la Creación no es más que una broma esperpéntica desde el inicio. Excepto por una astilla de Claridad divina clavada en un lugar secreto del alma de ese Gólem llamado humanidad, todo es Tiranía de Caos. 3. E. Trías, Tratado de la pasión, Madrid, Mondadori, 1988, p. 26. Trías, siguiendo la Allegory of love de C.S. Lewis, postula inicialmente que el estatuto ontológico del amor es alegórico (ni cosmológico, ni psicológico). Acecha aquí una acepción daimónica de todo lo erótico, a lo que convendría la descripción de Angus Fletcher, Allegory, Ithaca, Cornel University Press, 1995: la acción se enreda en rituales compulsivos igual que la imagen deviene angustiosa idée fixe cada vez que nuestro daimon nos convence de que, para alcanzar la ciudad celeste del amor, la libertad de elección no existe. 4. E.R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 1999, p. 205. 5. Me baso en René Nelli, El Grial en la etnografía, epílogo a: Wolfram von Eschenbach, Parzival, Madrid, Siruela, 20053, pp. 421 y ss. 6. Véase Michel de Certeau, La fábula mística, México D.F., Universidad Iberoamericana, 2004. 7. Sigo a Ioan P. Culiano, Eros y magia en el Renacimiento, Madrid, Siruela, 1999, pp. 105 y ss. Este libro ha inspirado otro de uno de los mejores escriDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tores contemporáneos en lengua inglesa, Amor y Sueño (Barcelona, Minotauro, 1998) del estadounidense John Crowley. Sobre la mnemotecnia del autor de De umbris idearum, el clásico: F.A. Yates, El arte de la memoria, Madrid, Siruela, 2005. 8. Conde de Villamediana, Sonetos amorosos, XXVI, en Poesía, Barcelona, Planeta, 1992, p. 141. 9. Fénelon, o el amor divino hecho carnicería: «no considero como puro amor más que el amor implacable, destructor, que lejos de embellecer y adornar a su sujeto, le arranca todo sin misericordia, para que, al no quedar nada en este mismo sujeto, nada le impida pasar al fin. Fuera de él no puede subsistir. Todo su cuidado es afear, arrancar, destruir, perder; sólo vive de destrucción: es como aquella bestia que vio Daniel, que traga, tritura y devora todo». Véase Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid, Ediciones Pegaso, 1975, pp. 401-403. 10. Ideas y citas tomadas de Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz. Las trampas de la fe, México, F.C.E., 1998, pp. 386 y ss. 11. Véase Remo Bodei, Geometría de las pasiones, México, F.C.E., 1997, pp. 320 y ss. 12. H. Bloom, Genios, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 663. 13. Véanse dos libros muy exitosos: Zygmunt Bauman, Amor líquido, Madrid, F.C.E., 2005; Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Madrid, Siglo XXI, 2005. 14. M. Tournier, El crepúsculo de las máscaras, Barcelona, Gustavo Gili, 2002, p. 52. Protagonista de la película L´Amore (Roberto Rossellini, 19471948), List tomó la fotografía en 1956.

FERNANDO BAYÓN

Animismo La mitología vasca representa la concepción vasca del mundo, así pues la cosmovisión tradicional vasca. La cual se caracteriza por ser una cosmovisión terrestre o telúrica con una diosa Madre, frente a las clásicas visiones del mundo de carácter celeste con un Dios Padre. Ello conlleva la sacralización del trasfondo mágico del universo, simbolizado por Adur, la energía mágica que religa el cosmos matrialmente. Desde ese trasfondo sagrado emerge la extroversión simbolizada por Indar, la energía expansiva y extroversora de carácter solar (patrial). La consecuencia es la sacralidad del trasfondo matrial-femenino, auténtica potencia interior que subyace y posibilita la emergenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cia de lo patrial-masculino de carácter profano, civil y exterior. El asunto está en que, si el trasfondo terráceo del universo tiene un carácter sagrado que se asocia con lo afectivo matrial-femenino y, en definitiva, con la mujer, entonces el ámbito profano del mundo efectivo y de la realidad pública se asocia con el hombre varón. Desde nuestra perspectiva moderna que prefiere lo profano a lo sagrado, esto significa obviamente que el hombre pertenece al dominio de lo efectivo. Ahora bien, desde la perspectiva antigua que prefiere lo sagrado a lo profano, el submundo religioso asociado a la mujer tiene más sentido que el supramundo o mundo-superficial asociado a los trabajos masculinos. Esta consideración resulta crucial para aclarar la controvertida cuestión del trasfondo matrial vasco. Y la conclusión a la que llegamos es que tanto los defensores de semejante trasfondo matrial como sus detractores tienen razón. Los defensores porque se colocan en la perspectiva antigua, valorando religiosamente el carácter sagrado del elemento matrial-femenino; los detractores porque se colocan en la perspectiva moderna, desvalorizando dicho carácter sagrado asociado a la mujer y revalorizando el mundo profano asociado con el varón. A partir de aquí cabe caracterizar a la mitología vasca por su naturalismo mágico, así como por su comunitarismo en torno a la diosa Mari, personificación de la Tierra madre. Ello proyecta una especie de ideario ecologista, femenista y comunitarista que se diferencia netamente del ideario globalizador, patrial e individualista. Sintetizando, podríamos definir la concepción mitológica vasca por su animismo. El animismo propio de la mitología vasca recorre los siguientes estadios delineados por nosotros anteriormente. En primer lugar, la Tierra comparece como el Cuerpo materno del universo mundo. En segundo lugar, el Alma Madre de la Tierra está representada lunarmente por la diosa Mari. En tercer lugar, las Casa aparece como el Cuerpo materno del universo familiar. Y en cuarto lugar, la Etxekoandre o Ama de la casa es el Alma madre de la Casa. Podríamos finalmente simbolizar esta concepción del mundo por el ídolo Mikeldi, el cual representa un animal (verraco o toro) que porta en sus flancos un disco de dos caras (proba45

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blemente el sol y la luna). O el universo animado como un animal viviente, que inspira y espira real-simbólicamente. Curiosamente la propuesta de la mitología vasca es una propuesta que vuelve hoy bajo el nombre de filosofía del alma, una filosofía que trata de remediar el dualismo del cuerpo (material) y del espíritu (inmaterial) propugnando la compresencia del alma y lo anímico como especificidad humana frente al materialismo animalesco y al espiritualismo angélico.1 Nota 1. Por una parte, el animismo ha sido reivindicado por la cultura contemporánea, así por ejemplo por el gran filósofo Schelling o por el psicólogo americano J. Hillman; al respecto véase A. Ortiz-Osés, «Manifiesto del sentido», en G. Vattimo et alii, La interpretación del mundo, Anthropos, Barcelona 2006.

A. ORTIZ-OSÉS

Aprendizaje El aprendizaje es un proceso psicológico, una capacidad mental. Se nutre de la educación, pero no debemos confundirlo con ella, pues abarca muchas más cosas. Podemos definirlo como el proceso psicológico que nos permite adaptarnos al mundo desde el momento en que llegamos a él. De hecho, el aprendizaje es fundamental para nuestra adaptación al medio y por tanto para nuestra supervivencia. Nada mejor para ilustrar esto que el famoso pasaje de la magdalena de Proust: Me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba... [Marcel Proust, En busca del tiempo perdido].

Conocerán ustedes cómo, a partir de ese punto, sigue el protagonista de la novela de Proust buscando durante páginas y más páginas la causa de esa felicidad tan intensa. Y conocerán cómo, poco a poco, con cada nuevo trozo que toma va perdiendo la magdalena ese sabor tan especial a felicidad. Y conocerán también cómo, con el tiempo, se acaba dando cuenta el protagonista de que eran todas las emo46

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ciones de los veranos de la infancia lo que, por asociación, traía aquella magdalena. Y esto es fruto de un aprendizaje: el sabor de la magdalena había quedado tan fuertemente asociado a los veranos de la infancia que, después de tantos años, era capaz de evocar, por sí solo, todas las vivencias y emociones de la niñez. Lo mismo nos pasa cuando una canción, un perfume, una palabra, nos provocan una reacción insospechada y una serie de emociones que a menudo no logramos entender, pues no se corresponden los estímulos con las respuestas que producen. La reacción puede ser de felicidad (como en la novela de Proust), pero también puede ser de miedo, o de ira, o de salivación (como en los experimentos de Pavlov), o de excitación sexual. Son reacciones que se producen por asociación mental, que ocurren todos los días en todos nosotros, y todas ellas son fruto de un proceso muy básico de aprendizaje. En el fondo, lo mismo da que estudiemos la respuesta de salivación del perro de Pavlov que la respuesta de felicidad del protagonista de la novela de Proust. Es anecdótico en una investigación básica sobre aprendizaje si la respuesta ante un estímulo que en principio era neutro es de felicidad, o de salivación, o de ira. Lo que nos interesa es que en este caso todas esas respuestas son aprendidas, lo que significa que funcionan exactamente igual: se rigen por las mismas leyes psicológicas. Los experimentos de Pavlov, realizados hace ya más de 100 años son buena prueba de ello. Pavlov entrenaba a unos perros a asociar un sonido con comida, y el resultado era que tras varios emparejamientos del sonido con la comida el perro comenzaba a salivar nada más oír el sonido (véase Pavlov, 1927). La salivación es inexplicable desde las propiedades del sonido, igual que la felicidad del protagonista de la novela es inexplicable desde las propiedades de la magdalena. Sólo la historia previa del individuo, sólo las experiencias previas de aprendizaje de ese individuo concreto pueden explicar la reacción observada. Y lo más interesante es que tanto la respuesta de salivación que se produce ante un sonido, como la respuesta de felicidad que se produce ante una magdalena, como la respuesta de diagnóstico que realiza un perito de una compañía aseguradora cuando quiere saber a qué se ha debido un accidente, como la respuesta de predicción que realiza un meteorólogo, todas ellas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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están producidas por el mismo proceso de aprendizaje. Para saber cómo funciona este proceso de aprendizaje por el que la respuesta genuina de felicidad que se daba ante los veranos de la infancia se puede acabar dando con el tiempo ante una simple magdalena, conviene adentrarse un poco en el terreno de la asociación mental. El estudio del aprendizaje asociativo es un área floreciente de investigación en los laboratorios actuales de psicología de todo el mundo (véase http://www.labpsico.com), aunque es en la filosofía en donde beben sus raíces: las leyes básicas de la asociación las conocían los filósofos hace ya mucho tiempo. Algunos de los temas que más se estudian hoy en día en los laboratorios de psicología del aprendizaje son las condiciones en las que se aprenden mejor las asociaciones, en cuáles se olvidan, cuándo se producen interferencias con las asociaciones previas, o lo que es lo mismo, cuándo el conocimiento previo es un obstáculo y cuándo un catalizador de la adquisición de nuevo conocimiento (Domjan, 2003; De Houwer y Beckers, 2002; Shanks, 1995). También ha sido posible demostrar claramente en los últimos años que las leyes que rigen el aprendizaje asociativo son válidas para tipos de aprendizaje que en apariencia son muy diferentes. Así por ejemplo, las leyes que rigen el aprendizaje pavloviano son muy similares a las que rigen otra serie de aprendizajes, que a simple vista nada tienen que ver con él, como puede ser, por ejemplo, el aprendizaje de relaciones causales y predictivas entre eventos (p. ej., Rescorla, 1988; Shanks, Holyoak y Medin, 1996; Vadillo, Miller y Matute, 2005). Es interesante, porque a primera vista podríamos decir que la capacidad de predecir lo que ocurrirá a continuación es uno de esos procesos mentales superiores que siempre creemos que son exclusivos de nuestra propia especie, altamente complejos y racionales; y sin embargo parecen similares al aprendizaje de asociaciones que realiza el perro de Pavlov: sólo saliva ante un determinado sonido si antes ha aprendido que ese sonido es un buen predictor de la comida. Es decir, la respuesta condicionada es un indicador de que se ha producido un aprendizaje mucho más profundo: un aprendizaje que permite al animal predecir los eventos importantes de su ambiente. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Y si lo pensamos un poco más nos damos cuenta de que tampoco nosotros podemos sobrevivir sin ser capaces de aprender a relacionar causalmente los diferentes eventos del entorno y aprender a predecirlos. Para sobrevivir necesitamos funcionar a diario como científicos intuitivos (véase Kelley, 1973). Es el trabajo del científico lo que hacemos, o intentamos hacer, a diario: diagnosticar causas, predecir efectos. Imaginemos qué pasaría si no fuéramos capaces de atribuir correctamente la causa de una enfermedad, o de un accidente. O si no fuéramos capaces de predecir de manera rápida e intuitiva qué tipo de comportamiento produce resultados positivos en el tipo de sociedad y momento histórico en el que nos toca vivir y qué otros comportamientos conducen a la marginación social, reduciendo por tanto nuestras probabilidades de supervivencia. O imaginemos que no fuéramos capaces de aprender con qué significado debemos asociar una palabra en función del contexto en el que la escuchamos. Todo esto es aprendizaje. El aprendizaje es adaptación al ambiente, es supervivencia. Pero veamos ahora otros ejemplos, muy diferentes, de modo que podamos hacernos mejor idea de las grandes implicaciones del estudio del aprendizaje. Imaginemos, por ejemplo, un juicio. Un juicio con jurado popular. Al jurado se le van presentando una serie de pruebas a favor y también en contra de la culpabilidad de una persona. La tarea del jurado es estimar si el sospechoso es culpable de los hechos que se le imputan. En otras palabras: atribuir causalidad. Experimentos realizados en situaciones abstractas y con voluntarios anónimos, (ninguno de ellos, por supuesto, en un juicio real, pues esto no sería posible) demuestran que influirán en la atribución de causalidad que realice el jurado variables tales como, por ejemplo: 1) el orden en el que se presentan las pruebas de inocencia y de culpabilidad (lógicamente, el conocimiento sobre cómo funciona esta variable podría ser utilizado de forma muy diferente por jueces, fiscales, y abogados), y 2) la frecuencia con la que los sujetos experimentales (los miembros del jurado, en la situación real) emiten su opinión sobre la relación causal: cuantas más veces emitan una opinión, más sesgada estará ésta por variables tales como el orden en el que reciben la información (véase Catena, Maldonado y Cándido, 47

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1998; Matute, Vegas y De Marez, 2002; Vadillo, Vegas y Matute, 2004). Este último dato nos vale también para los políticos y los medios de comunicación: si pedimos a una persona constantemente su opinión sobre algo, esta opinión va a estar cada vez más sesgada. Los experimentos mencionados demuestran claramente y en situaciones muy diversas, que sólo se emite una opinión mínimamente objetiva y de acuerdo con el total de los datos disponibles si esa opinión la expresamos una sola vez y después de haber recibido toda la información necesaria. Si por el contrario, cada vez que nos dan un nuevo dato nos piden que nos posicionemos, acabamos estando tan influenciados por los últimos tres o cuatro datos recibidos que perdemos absolutamente la visión de conjunto. Como ven, el mecanismo de aprendizaje es una auténtica maravilla, pero de vez en cuando produce también grandes errores y está sujeto a grandes sesgos, como los que acabo de describir sobre la frecuencia con la que se opina y el orden en el que se recibe la información. Y cuando estos errores son sistemáticos, y se reproducen en un experimento y en otro, aunque variemos las condiciones, debemos empezar a pensar que son parte integrante del sistema, y que están ahí por algo, luego merecen nuestra atención como investigadores. Veamos algunos más. Otro interesante ejemplo de cómo el proceso de aprendizaje puede dar lugar a grandes sesgos es el desarrollo de conducta supersticiosa (véase la entrada Conducta en este mismo volumen). Y también es curioso el caso del bloqueo (véase p. ej. Kamin, 1968; Arcediano, Matute y Miller, 1997). El bloqueo se produce, por ejemplo, cuando hemos sido expuestos en numerosas ocasiones en el pasado a una relación causaefecto, ya sea esta verídica o no (como por ejemplo, la relación entre raza y delincuencia). Un día alguien intenta convencernos de que ese mismo efecto (la delincuencia) viene producido en realidad por una causa alternativa que covaría con la raza, como puede ser la pobreza, o la marginación social. Lo comprendemos racionalmente, pero la asociación raza-delincuencia lleva demasiados años activa en nuestro cerebro y bloquea el nuevo aprendizaje. Por tanto, nos cuesta mucho deshacer esa asociación y crear una nueva para acabar aceptando con el tiempo que efectivamente es la otra causa la que es res48

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ponsable del efecto. El aprendizaje previo sirve normalmente para facilitar el nuevo aprendizaje y la ejecución rápida e intuitiva de numerosas tareas y decisiones, pero al mismo tiempo es también fuente de sesgos, errores, y prejuicios, como demuestra el caso del bloqueo del nuevo aprendizaje por el aprendizaje más antiguo. Resumiendo: el aprendizaje, como proceso mental, es una herramienta única y maravillosa, absolutamente necesaria para la supervivencia del individuo y de la especie. Pero el aprendizaje tiene también una serie de sesgos y errores bien conocidos, que son fruto, precisamente, de su gran flexibilidad y adaptabilidad. Es absolutamente necesario fomentar la curiosidad científica y el escepticismo para poder luchar contra los sesgos propios del proceso de aprendizaje, tales como la superstición, la pseudociencia, el bloqueo, los efectos de orden de la información, y muchos otros (véase también Matute, 2006). Pero además, cuando nos ponemos a investigar cómo funcionan los procesos psicológicos básicos (aprendizaje, atención, memoria, percepción...) nos damos cuenta de que no podemos hacer un experimento de aprendizaje sin preguntarnos cosas como cómo conocemos el mundo, o cuál es el sentido último del aprendizaje. Y nos damos cuenta de que tampoco es posible desarrollar una teoría falsable del aprendizaje si no somos capaces de simularla en un ordenador, incluyendo incluso los errores del sistema (si no la simulamos adecuadamente, nuestra teoría no será capaz de realizar predicciones concretas para situaciones concretas y por lo tanto tampoco podremos nunca falsarla). Más aún, nuestra teoría no valdrá para nada si no es capaz de explicar y predecir por qué la magdalena de Proust funciona exactamente igual que el diapasón de Pavlov, y por qué da lo mismo que la magdalena provoque felicidad y el diapasón salivación: porque ambas cosas son lo mismo, respuestas aprendidas; y como tales, podemos predecirlas y provocarlas siguiendo unas reglas generales. Es cuestión de recordar siempre que es gracias al aprendizaje como hemos sido capaces de sobrevivir hasta hoy. Como individuos y como especie. Referencias bibliográficas ARCEDIANO, F., H. MATUTE y R.R. MILLER (1997), «Blocking of Pavlovian conditioning in humans», Learning & Motivation, 28, 188-199. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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HELENA MATUTE

Arte 1. El núcleo de tensiones más significativo que se moviliza en la comprensión de la génesis del arte reside, pensamos, en sostener la tesis de la permanente oscilación del quehacer artístico DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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entre lo sagrado y lo profano. Condición y posibilidad difícil, de puente entre dos orillas, cada vez más polares, sobre aguas turbulentas, que le vienen al arte, o a la extraña impronta «estética» de su experiencia, de poder encarnar, al máximo, la realización y el goce provocados en la tensión del hacer aparecer [Poien, Poiesis], en algo, sobre algún soporte sensible, aquella dimensión divina o del misterio último. Esta ubicación le adviene en virtud de que la experiencia artística, independiente de sus múltiples motivaciones (individuales o colectivas) y contextos específicos (histórico concretos), configura sus objetos, sucesos o representaciones como objetivaciones de un esfuerzo o juego de la imaginación por dar forma a aquello inefable, indecible, invisible, que se repliega en la zona enigmática del Ser. La facultad imaginal [H. Corbin], imaginante, en efecto, despliega sus formas en un intento por alcanzar algunos ecos, jirones, lo más precisos o compactos posibles de lo arquetípico, de las Ideai en la acepción platónica, o entidades que moran en el origen o en el fin de la existencia humana. Traer a presencia bajo la forma de figuras perceptibles, sensibles (palabras, íconos, gestos) ancladas en el espacio/tiempo humano, aquellos jirones, ecos, rincones o interrogantes que se desprenden desde las no-dimensiones de la Eternidad, la Infinitud, el Vacío, los Dioses, o el Silencio, constituye, sin duda, lo más esencial de la aventura del arte. Desde los animales rupestres y las redondeadas «Venus» del Paleolítico; las estelas hieráticas erigidas en los Témenos de la Antigüedad; las autonomizadas esculturas greco/romanas; los Pantocrátor amosaicados del arte cristiano; las refinadas caligrafías an-icónicas del Judaísmo y el Islam; las grandes puestas en escena mitológicas del Renacimiento; los innumerables Budas meditando en flor de loto que pueblan todo el Oriente; o las pinturas Taoístas traspasadas por el aliento [li] de las pinceladas; hasta las orgías paganas para/cubistas de Picasso; los alargados extractos humanoides de Giacometti; los triángulos y círculos astrales de Kandinsky; los rectángulos cromáticos flotantes de Rothko; la Columna sin fin elevada por Brancusi; las encrucijadas de acero de Chillida peinando el viento; los gestos pictográficos sobre el espacio matérico de los Informalistas o las secuencias asombradas del cine de Andrei Tarkovski y la Mirada 49

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de Ulises, a contracorriente de la historia, del filme de T. Angelopulos —y, así, otros tantos disparos imaginales del arte se dirigen simbólicamente a alumbrar o dar cabida a la Epifanía, que proviene allende de los límites de la experiencia humana y que, sin embargo, los atraviesa y como Sentido experienciado de trascendencia es dotado por los artífices de sensual textura. Por un momento es retenida la potencia de la presencia/ausente dentro de los contornos de lo inmanente. Hacer posible, consistente, habitable, la epifanía es con seguridad la tendencia fundamental del devenir del arte. Así entendida la travesía artística, entonces, sus decisivos dilemas «técnicos», sus reglas de saber hacer o cuestiones estilístico/formales, no sólo nos remiten a la reflexión sobre la constitución autónoma, específica, de sus lenguajes —Música, Poesía, Arquitectura, Danza, Pintura, Teatro, etc.— bajo las claves secretas de sus respectivos oficios, por ejemplo, en torno del enlace melódico de las armonías sonoras, la vitalidad interna de la voz que irrumpe en el orden sígnico de las palabras, la apertura celeste de la tectónica, las cadencias de la psique en el cinetismo del cuerpo en el espacio, el sistema proporcional de la regla «aurática» y la graduada iluminación de las sombras, o alrededor de la presencia del actor desdoblado en la máscara, etc. sino también, básicamente, al carácter simbólico de estos lenguajes generadores de formas. Cifras visibles de aparición de lo invisible, según Paul Klee, el vínculo común de las gramáticas o alquimias de las distintas artes consiste en una suerte de Logos/erótico [E. Trías], «pensar-decir» que se encarna en lo sensible, en una transfiguración imaginaria de lo real y en la cosmización de la naturaleza como «remediación afectivo/racional de un mundo interhumano» [A. Ortiz-Osés] que recrea su Sentido. Pero que, a la vez, revela a la Physis en su desnudez irreductible y en su potencia insuperable para las pretensiones del dominio antropocéntrico del sujeto. Este reto de continuo lanzado por la elevación inspirada y el esfuerzo deseante de la trayectoria estética hacia una diana imprecisa, incógnita, tan sólo intuitivamente presentida y que siempre se sustrae, yendo más allá de los límites de todo lenguaje humano, constituye tanto su caudal de fuerzas como el filo de su dolor; la experiencia fascinante y aterradora —consagra50

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da de un modo poético indeleble por el «Ángel terrible» de las Elegías Duinesas de Rilke— que resguarda en sí misma la plenitud ausente, excesiva e indefinible de la «Belleza»/de lo Sublime e incluso de lo Siniestro, implicado en la proximidad/lejanía de lo sagrado, y que conlleva, de suyo, la agudizada experiencia y exposición de la fragilidad, fugacidad y tragicidad de la condición mortal del hombre. El gran arte revela, así, su absoluto imposible, su totalidad irrealizable —retener el poder de los dioses en un único sonido, toda la magia del universo en una pincelada única y definitiva. Deja ver su excelsa imperfección o carencia, sabe de la precaria fragilidad de la forma simbólica que confecciona para acceder a los ámbitos divinos, oníricos, metafísicos o supraconscientes, ahí donde la plenitud emana sin pausa. En la experiencia del arte se oscila, como también pensaba M. Eliade de todos los cultos religiosos, entre la idolatría y la consciencia de la hierofanía huidiza, de la que sólo arañamos la huella de su aparición que es, a la vez, el rastro de su desaparición. La experiencia de lo impenetrable o extremadamente hermético, más allá del tiempo/ espacio del mundo humano y fenoménico natural, revelada paradójica, metafórica o poéticamente en la «precaria» y carnal plenitud expresiva y constructiva de las obras de arte, no sólo abre el panorama desolado de una continua migración hacia el perpetuo exilio, desde el Dante hasta los personajes de S. Becket y T.S. Eliot en el medio de su «tierra baldía» sino que, en el entorno de su enceguecedora miseria se aprehende, al mismo tiempo, el trance, aún en negativo, del tocar a Dios, del Ek-tásis [Plotino] de la participación —beatífica o transgresora— en la unión mística; inefable fusión espiritual y sensible con la obra y sólo a través de ella con el enigma. De manera más precisa, es una participación que implica una desposesión o una des/identificación del artista y del espectador respecto del círculo de su Yo y de su entorno inmediato, una ruptura con el mundo de lo dado —cotidiano e histórico— a la mano. El proceso imaginario desatado por el arte se encuentra apostado en dirección al Sacrificio, al «Sacer», hacer lo sagrado en la aventura de traer a imagen lo sagrado como jirón y eco en el que se puede rozar, entrever o percibir la alusión de la divinidad siempre en retiro que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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diría Hölderlin. El sacrificio del Yo del artista o la disolución de su autobiografía en la obra consigue tan sólo el recinto o la arquitectura de vacío para que resuene tal eco de Otredad; es en tal lazo instantáneo, en extremo concreto, donde se hace posible la comunión, que opera lo «interhumano», o el nosotros de la obra, a la que asiste únicamente un espectador en igual condición, desposeído o dispuesto a deponer su Yo. En este marco es en el que, creemos, se comprende la aserción de Thomas Mann: «No se trata de hacer algo con el arte, sino de lo que el arte haga de ti». Este propulsar virulento del caudal imaginario bajo el obsesivo mandato de dar forma a lo inefable es lo que hace que el arte permanezca a distancia, siempre equidistante, de la religión y los procesos profanos de la historia. Por lo demás, el arte siempre deja atrás a la ciencia, se atreve a ir al interior de los umbrales interrogantes ante los cuales ésta se paraliza. El arte, paradójicamente, al aparentemente nutrir y exaltar los ámbitos de la religión y de la historia se desgaja de ellos y se vuelve, de modo sutil, una senda marginal; de manera subrepticia, encierra siempre en los pliegues de la auténtica obra un «punto de fuga», el sesgo palpitante de singularidad indómito incluso en las obras antiguas y anónimas confeccionadas bajo el rigor del más estricto canon —tan sólo, como un ejemplo, recuérdese a la leona herida en los relieves del palacio de Asurbanipal, en Nínive, labrada al parecer sólo para alabar la cacería del monarca, el escultor, en verdad, hace del animal flechado el gran protagonista. Así, plagada de aristas desasosegantes y nostálgicamente receptivas, las obras del arte sostienen un decisivo alejarse tanto del dogma y los códigos morales de la religión como de los condicionantes económico/políticos de las ideologías dominantes a tal grado, que, de hecho, los intentos que no osan rebasarlos quedan como meros documentos o propaganda, simples reflejos de su época; algo similar a lo que le sucede en nuestros días a las corrientes «vanguardistas», otra vez proliferantes en el postmodernismo, que preconizan el ceñimiento de la materialidad significativa y polisémica de la obra a la mera ilustración o ejemplificación (sonora, visual o literaria, etc.) de una proposición «conceptual», es decir, de un ideologema que puede muy bien ser representado por cualquier otra convención discursiva. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Las constelaciones del arte sobreviven y se transforman justo a través de estos puntos de fuga de singularidad irreductible, pues no pueden ser atajadas y renunciar a estar quebrantando y superando, en acto, los límites y las formas sedimentadas de la imaginación, proporcionadas por la unidad de sensibilidad e intelecto. El poder imaginal del arte exacerba la impronta creativa del proceso intuitivo, se encuentra en el vórtice de los complejos imaginarios. Es a través de la renovación de sus formas que transmuta la capacidad simbolizante de los iconos, rituales y mitos. De modo elíptico, renueva el contacto con la fuerza esencialmente virtual, abierta e inagotable de los arquetipos, en virtud de sus inéditas formas de dar vida a los símbolos. Es necesario aclarar que este devenir del arte o anti-destino frente a la historia y la religión, como le llama A. Malraux, no sólo despliega el Eros/pasional que envuelve e impulsa a la existencia des-limitando las barreras de lo condicionado, conlleva un peculiar juego con la temporalidad que afecta a todos los factores de su proceso. Su realización suscita una suerte de sincronicidad de las dimensiones del tiempo —pasado, presente, futuro— en el instante poético [G. Bachelard, P. Valery], siendo, a la vez, pre-figuración/utópica, transposición o «auto/representación» de lo vívido, y actualización de Mnemosyne, tal cual la concibe Walter F. Otto, como advocación sintética del estatus divino de todas las Musas, memoria, sobre todo, del pasado/arcano de las anteriores figuras y tradiciones del arte. En virtud de esta sincronicidad, el arte se expande como una dimensión Trans/histórica entre los existentes, entablando comunicación a larguísima distancia con «series de objetos intermitentes» captados cual la «irradiación de estrellas distantes» [G. Kubler], saltando abismos milenarios. 2. La abundancia de relatos en torno del virtuosismo del hacer del artista, que lo consagran como genio poseído por un don supremo a menudo precozmente manifestado a la más tierna edad [como las anécdotas acerca de Lisipo que deviene de calderero en gran escultor, o de Giotto pastor que dibuja con facilidad ovejas sobre una roca y es descubierto al pasar, por Cimabue], y que van configurando desde el antiguo Egipto, la Grecia Clásica y, 51

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asimismo, en el Lejano Oriente, una peculiar mitología del artista, que lo eleva a la estatura de un héroe civilizador [como Imhotep, arquitecto del faraón Zoser y constructor del gran complejo funerario de Saqqara, erigido, poco después, en semi-dios e hijo de Ptah; el legendario Dédalo, constructor del laberinto del rey Minos en Creta, considerado inventor de varias artes; o el ministro Ts´ang Chieh, durante el reinado del gran emperador amarillo Huang Ti, reputado como inventor de la escritura ideogramática china] sobredotados oficiantes que proceden de modo análogo a un Deux artifex [como el Zeus alegremente pintando mariposas vivientes en el cuadro de Dosso Rosi o la leyenda de Jesús modelando aves de arcilla que a una señal suya emprendían el vuelo] y que poseen poderes mágicos [como la leyenda de Pigmalión que anima la estatua de la mujer amada; el pintor Wen Yu K´o que cuando dibujaba un bambú, tal era su concentración, se convertía él mismo en un bambú; Wan Han Kan que cuando pintaba caballos se transformaba en caballo; o Wan Wei que logra escapar de la ira del emperador en la barca pintada por su propio pincel], tal como los recopilan Ernest Kris y Otto Kurz en su erudita investigación sobre La leyenda del artista giran, en buena parte, en torno al núcleo inquietante de la proyección ilusoria que emana de su labor. Las leyendas centradas tanto en los rasgos premonitorios y ya maduros de la actitud y capacidades sobresalientes del artista, que lo llevan poseído por la seya-manía, inspiración o locura divina, a crear alter deux, similar a un dios, aparecen ligadas al tema de la cualidad mimética del arte desarrollado por Platón, el poder de recrear las formas de la naturaleza hasta provocar la «engañosa» confusión de los espectadores, ya sean estos seres naturales o hombres razonables. La frecuencia de tal aleación, funcionando como estereotipo en las biografías de los artistas, obedece, según Kris y Kurz, a la punzante necesidad de la sociedad por explicarse el accionar excepcional, con una libertad y lógica fuera de lo común, del extravagante artista y del campo del arte. Sin duda, una anécdota inicial y muy prototípica es la referida por Plinio [36: 65], y que al parecer procede de Duris, en la que cuenta: «... de las uvas pintadas, con tal habilidad, por Zeuxis que algunos gorriones acudieron a picotearlas; entonces, Parrasio le rogó a Zeuxis 52

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que le acompañase a su estudio, donde le demostraría que también él podía hacer algo similar. Una vez allí, Zeuxis pidió a Parrasio que descorriese la cortina de la pintura. Pero la cortina era una pintura. Así, Zeuxis admitió la superioridad de Parrasio diciendo: Yo engañé a los gorriones, pero he sido engañado por ti». Otra historia complementaria a la anterior, pero que destaca el hiato entre Realidad y Belleza, y que interesó mucho a los romanos, es la siguiente: «Se dice que Zeuxis suscitó la cuestión de por qué los pájaros picoteaban la imagen de las uvas que llevaba un muchacho, sin que la imagen de este último los asustase. Se propusieron dos explicaciones diferentes. Una, que hallamos en Plinio, sugirió que el muchacho no estaba tan bien pintado como las uvas; la otra, de Séneca, afirmaba que el propio hecho demostraba que la representación pictórica del muchacho era superior en idealización a la de las uvas». En el contraste interpretativo entre Plinio y Séneca se concentran, ciertamente, de modo seminal, muchos de los dilemas que han presidido la valoración del arte y el artista. ¿Es la imitación del modelo natural la mayor prueba del logro artístico? ¿O esta exigencia imitativa sólo expresa lo que la visión vulgar espera del arte? O bien, ¿el modelo de tal mimesis no es exterior, si no un «modelo interior» al que obedece el artista? Y tal similitud con el «modelo interno» ¿sólo es reconocible por el conocedor de las reglas de la Belleza? O, después, como pretenden todos los realismos ¿en el Reflejo de la «realidad objetiva» reside la piedra de toque de cualquier producción de arte? En contraste su antitesis abstraccionista ¿qué no son los «elementos puros», las claves de su armonía formal, los que aseguran la creación autónoma de una obra de arte? Y, de paso, en nuestros días, ¿acaso tiene razón el Pop-art y el conceptualismo post-Duchamp acerca de la «genial» incorporación de cada vez más realidades extra/artísticas [por ejemplo, el urinario de Duchamp, Una y tres sillas de J. Kosuth o las cajas del detergente Brillo de A. Warhol] como la única posibilidad de revitalizar el arte, según éstos encriptado de la abstracción individualista, incluso, aunque las «realidades» incorporadas sean todas ellas artificiales y preformadas por los mass-media? ¿O acaso, todo esto, no es más que el juego de recambio de códigos convencionales —acerca de lo que es DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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y no es el arte— que se alternan y sobreponen? En fin, también, cabe la pregunta acerca de si ¿las creaciones del arte, en todo caso, no rebasan, de suyo, la des/construcción semiológica? Sucede, ya desde la Antigüedad, que la consistencia imaginal del evento estético crea entorno suyo un laberinto o un torbellino especular que tiende a refractarse sobre sí mismo hasta el infinito vértigo, proliferando en la repetición de fórmulas de la leyenda, a lo largo de la historia hasta nuestros días. La obra parece devenir en el núcleo paradojal de proyecciones de la naturaleza, de lo real, de lo divino, simultáneamente a las corrientes subjetivas del espectador asombrado o deslumbrado y al flujo expresivo de las vivencias internas del artista; incluso, este último, se ve arrastrado por las redes fantasmáticas de su propia creación. Hay, en ello, una especie de complejo de vampirismo, desatado por las proyecciones que se agolpan en la obra y que ésta reenvía; creciendo la esfinge en su poder ilusionante atrapa o devora, dentro de su trama especular, a los seres reales y vivientes, a veces consumiendo sus fuerzas hasta la aniquilación. San Agustín veía a las representaciones de teatro actuar como la peste satánica. Y, a finales del siglo IV, el pintor Ku K´aiChih pintó el retrato de una joven que le había rechazado y lo fijó a la pared mediante espinas, una de las cuales atravesó su corazón, la joven cayó enferma de dolor de corazón y sólo sanó cuando la espina fue extraída del cuadro. O la perversa magia de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, que padece los desmanes que le inflige su modelo para, al final, convertirse en la condena de éste, para no hablar de los mitos de Prometeo y el de la creación de Pandora, en los cuales los artífices del género humano o son castigados, o bien crean con sus autómatas la perdición de los mortales, a raíz de la envidia de los propios dioses ante el poder creador que los burló. Los artefactos seductores siempre se encuentran dispuestos a burlar, al menos, las convicciones más razonables y sólidas, como si al atravesar los marcos del cuadro se fulminase todo principio de realidad. Sin duda, una de las variantes más fascinante es el cruce del espejo que realiza la Alicia de Lewis Carroll, accediendo a otra dimensión ambivalente y anárquica, que trastoca las reglas lógicas y morales de su entorno y revela, por decir así, su cara invertida a través del azogue del libre juego de la invenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ción, a menudo cruel. Pues, toda obra de la imaginación toma sus materiales del mundo, distorsionándolos, en beneficio de la exploración de sus anhelos más ocultos. Las Casa de los Espejos en las ferias, los minuciosos trucajes de las pinturas al Trompe l´oeil, el calculado desplazamiento perspectivo de las anamorfosis y los simulacros tecnológicos para producir una «realidad virtual» que inerve por completo nuestra senso/percepción formarían parte de la misma estela de exacerbación mimética. Ya la noción de Mimesis, multivalente y ambigua, como señalamos, introducida por Platón, quería recubrir toda la gama de este abanico de espejismos, crecientes como un pandemonium de visiones, a partir de las facturaciones salidas de las manos del artifex. Platón intentó cribar en su densa maleza, distinguiendo entre las verdaderas imago provenientes de la proyección o «auténtica mimesis» de las Ideai o arquetipos —guardados en la memoria del alma y moradas del origen—, y las imitaciones espurias o «falsa mimesis», que cual engañosos espejos imitan las meras apariencias epidérmicas y arbitrarias de los objetos, réplicas de réplicas que se erigen como realidades ilusorias. Platón, sin embargo, no pudo evitar, él mismo, ser arrastrado por el continuo manar de las apariciones acariciantes que, al modo de las sirenas, encandilan a la razón y la extravían, entre otros melifluos rumbos llevándole otra vez hacia el caudal del mito; su propia filosofía no es sino un maravilloso sucumbir ante tales apariciones, de la Caverna en La República, por ejemplo, o ante el Andrógino de la Edad de Oro en el Fedro. Y no se trata sólo de una cuestión de las artes reputadas como figurativas o imitativas de la escultura y la pintura en el intento especular de hacer pasar sus modelados por realidades, sino también de los poderes aún más inefables de la música o de los símbolos abstractos —geometrías, mándalas, amuletos, caligrafías, etc.— que concentraban la quintaesencia de las fuerzas primordiales del cosmos en la clave hermética de sus ritmos o diseños; operan peligrosamente con ellas, desde las lecturas oraculares de vísceras de ave, huesos o caparazones de tortuga, hasta las letras que el cabalista puso en la lengua del Golem o el Aleph de Borges, como el punto mágico desde el cual se miran todos los puntos habidos y por haber. 53

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La noción de mimesis pertenece a estos nódulos de la red del encantamiento que va del más obsceno fetichismo a la cifra impronunciable del nombre de Dios, a los jirones del aura de la obra, incluso una vez clonado el icono hasta la saciedad. Así, aunque con el empaque de un divertimento manierista tardío e incluso con el aire un tanto ingenuo de un sueño de cuento infantil, el escritor M. Mujica Lainez escenifica la fantasía de un carnaval en el que, por la noche, una vez cerrado el Museo del Prado, las figuraciones oleaginosas se desprenden de los lienzos en donde están estampadas y rondan e interactúan por las salas, desplegando el espectáculo de un mundo grotesco, del cual querríamos ser, inconfesadamente, testigos. En efecto, la condensación de proyecciones subjetivas en la imagen o la subjetivación de dimensiones, a la vez, ónticas y ontológicas en la obra provocan una coalición enigmática; trasponiendo los papeles del existente con las revelaciones de su destino, los opone y los interpenetra, complementándolos en el filo de su espacio/tiempo, singular e indivisible, al Ser y a sus sombras, simultáneamente, ilumina tanto su vida como su muerte. La frialdad del cristal, la leve distorsión de su refracción, el craquelado de las emulsiones adheridas al lienzo, la vibración de los maderos, las cuerdas y las lengüetas en la caja de los instrumentos, el silbido peculiar que se cuela entre los parlamentos y el canto, el colorete corrido del maquillaje del personae, los jadeos del bailarín o, incluso, el píxel fuera de foco, están ahí, sólo para mostrar la impronta de la extrema fragilidad de la labor imaginal y su fisura de ausencia hacia lo que en la distancia se retira, creando, por fin, la imperfecta plenitud del existir, los avatares de su errancia. Del conflictivo entretejerse especular de proyecciones subjetivas en el seno «objetivo» de la forma, como un juego con los poderes demiúrgicos de dar vida a lo inerte por la doble vía peligrosa de consagración, como «manjar de los dioses», y cohabitación mística con la Musa en el alma del creador, se tendría ahora que transitar, en el interior de este complejo de tensiones, hacia la investigación más personificada y singular, propiamente, hacia las figuras existenciales de las aventuras de los artistas. Investigación donde el estilo alude a la grafía, gesto o voz más íntima, única e in54

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sustituible de la individualidad en su apertura de mundo pero que, a su vez, nos revela en el seno de la génesis de su obra y en la comparación con otras obras, su peculiar manera de «configurar el tiempo». Tal vez, al modo de una tipología o complejos recurrentes que convocan y sitúan al artista frente al mundo, como los concibe Walter Munshg en su Historia trágica de la literatura, o en el enfoque de Ludwig Binswanger en su libro Tres formas de existencia frustrada, como una estilística de la existencia que logre superar o integrar, creativa y conscientemente, las tendencias autodestructivas del ser-en-el-mundo implicadas en la exaltación, la excentricidad y el manierismo, que bordean los límites esquizoides, y que no sólo amenazan al artista. Bibliografía BINSWANGER, Ludwig, Tres formas de existencia frustrada, Amorrortu, Buenos Aires, 1972. KRIS, Ernst/KURZ, Otto, La leyenda del artista, Cátedra, Madrid, 1995. ORTIZ-OSÉS, Andrés et alii, Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 3.ª ed., 2005. MUNSHG, Walter, Historia trágica de la literatura, FCE, México, 1971. TRÍAS, Eugenio, Lógica del límite, Destino, Madrid, 1997. WALTER, F. Otto, Las Musas, Siruela, Madrid, 2005.

MANUEL LAVANIEGOS

C Caridad Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tenga el don de profecía, y conozca todos los misterios y toda la ciencia; aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si ni tengo caridad, nada soy. Aunque reparta todos mis bienes, y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Carne

alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad. SAN PABLO (Biblia de Jerusalén, I Corintios 13)

Carne Cabe atribuir a la firme propensión de M. Merleau-Ponty por acceder a los substratos primarios de lo real el descubrimiento de un humus inaprensible denominado Chair, esto es, carne. Como un corolario coherente de su trayectoria anterior (recogida fundamentalmente en sus obras La estructura del comportamiento [1945], La fenomenología de la percepción [1945]), esta noción ocupará un lugar privilegiado en la intra-ontología o endo-ontología que el filósofo bosquejó en sus escritos póstumos (sobre todo, en Lo visible y lo invisible [1964]). En sentido estricto, el itinerario meditativo de Merleau-Ponty hunde sus raíces en la «experiencia en estado naciente», es decir, en aquel plano de la realidad pre-discursiva y preracional que antecede a cualquier objetivación. Ahora bien, no hay que olvidar que, si bien estos presupuestos reposan esencialmente en la tradición fenomenológica, la exploración emprendida por Merleau-Ponty subvierte el recorrido seguido por Husserl (cuya andadura reflexiva parte de la estructura de la conciencia: ego-cogito-cogitatum, y su dialéctica entre noesis-noema, para desembocar en la Lebenswelt), al otorgar mayor preeminencia ontológica al vasto subsuelo encarnado donde DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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germina la experiencia ante-predicativa del sentido, al trasfondo intersticial donde cuerpo y mundo se hacen co-extensivos. Se trata, por tanto, de una inestimable exploración meta-fenomenológica que revoca la evidencia apodíctica de todo acto de conciencia, en la medida en que reimplanta en la reflexión filosófica aquel territorio antecesor, ese pre-mundo salvaje en el que emerge «lo que en nosotros precede y excede a la razón». Lejos de acabar aquí, lo que se trasluce, entonces, de este planteamiento no es que el subsuelo carnal sirva de soporte «material» a la actividad racional del hombre, sino que precisamente es en su seno donde se gestan los marcos constitutivos del sentido. Desde un principio, la singular naturaleza de la carnalidad cuestiona la concepción objetiva y realista sobre la materia que propugna el positivismo occidental. La carne no es, en ningún caso, materia inerte ni una textura, esto es, «no se trata ni de “piel” (“máscara óptica de las cosas”) ni de “huesos”»,1 sino que, más bien, constituye un impulso vital propiciador de mundos y seres. Sucede, en definitiva, que en su latencia dinámica, es decir, con cada retorcimiento elemental, con cada pliegue de sí, abre un horizonte ontológico que se asienta en una espacio-temporalidad concreta. De esta forma, la intra-ontología merleau-pontiana invita a meditar sobre el enigma de la antropopoiesis, pues es en la carne donde yace la viveza fundacional de toda experiencia humana: Una vez más, la carne de que hablamos no es materia. Es el enrollarse lo visible en el cuerpo vidente, lo tangible en el cuerpo tangente, de lo cual tenemos testimonio sobre todo cuando el cuerpo se ve, se toca viendo y tocando las cosas, de modo que, simultáneamente, como tangible se coloca entre ellas y como tangente las domina a todas y saca esta relación de su propio ser, hasta podemos decir esta doble relación, por dehiscencia o fisión de su masa.2 Lo cierto es que la carne se asemeja al antiguo «elemento», de acuerdo con la intempestiva racionalidad griega (Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito…), en la medida en que se encuentra presente en todo lo que nos rodea. Más aún, su actividad autógena despliega un espacio-encrucijada e intersticial que, a la vez, es un territorio mediador donde se entreteje la manifestación particular de cada ente y el envés indiferenciado que lo sustenta. No es ca55

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sual, entonces, que Merleau-Ponty haga referencia a una carne del cuerpo y a una carne del mundo, apuntando con ello a un único elemento desde el que se encauzan las empatías y entrelazamientos primordiales de la vida: La carne no es materia, no es espíritu, no es substancia. Para definirla, haría falta el viejo término «elemento», en el sentido en que se empleaba para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una «cosa general», a mitad de camino entre el individuo espacio-temporal y la idea, especie de principio encarnado que introduce un estilo de ser dondequiera que haya una simple parcela suya. La carne es, en este sentido, un elemento del Ser.3 Según este razonamiento, la carne constituye una condición elemental de toda realidad sensible, en tanto que posibilita el advenimiento a la presencia de los cuerpos. La conformación endógena y el polimorfismo proteico de la carne, al dimensionar y recrear los espacios de la vida erige fronteras que velan, en cierto grado, la consubstancialidad del cuerpo, el mundo y el ser. La razón de tal circunstancia es que la carne es visible, porque es materialidad y, al mismo tiempo, es invisible, porque es idealidad; es un ser en latencia, una presentación de la ausencia, de lo invisible (inteligible) que acompaña toda manifestación de lo visible (sensible).4 Con ello, no hay duda de que Merleau-Ponty trata de apartarse de las tenaces demarcaciones de la experiencia objetiva para significar un orden pre-consciente en el que bullen «mundo, realidad, formas».5 Desde este punto de vista, cuando la carne se expone a la presencia, hace emerger el espacio simbólico del límite puesto que, conforme se torna visible, es decir, al hacerse cuerpo, desencadena un «desgarro ontológico ab initio», una fractura que «particiona» la ontología de lo real. Así, mediante el trazo de una frontera con el mundo, se particulariza en una concrescencia espacial, pensante y sintiente que, por otra parte, nos abisma en la infinidad de perspectivas existenciales en la que se encuentra presente y cabe ser concebida. No obstante, el mundo continúa siendo, a un nivel más profundo, la prolongación del cuerpo que, como tal, no deja de perpetuarse fusionado en aquél. De ahí que las cosas se encuentren incrustadas en la carne y el «mundo esté hecho de la misma textura del cuerpo». Esto equivale a decir que, a través del desvelamiento del 56

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fondo simbólico del cuerpo, de lo «impensado» que impregna su materialidad, arribamos a las fuentes carnales de la existencia. En efecto, la carne es el destino axial de la ontología no reduccionista que habría de acometer Merleau-Ponty, en la medida en que se erige como la sede activa donde se imponen los posibles (Weltmöglichkeit). En tanto profundidad vital, la carne contextualiza al cuerpo pese a que, en realidad, no es sino un mero acontecimiento de aquélla. Con ella oteamos un horizonte allende las singularidades, oposiciones e idealismos antropológicos. Al fin y al cabo, la carne alude a una reversibilidad innata que envuelve al hombre y al mundo en una paradoja primordial por la que se articula lo personal y lo pre-personal, lo constituido y lo constituyente. Mientras se vive, es decir, mientras «nos damos a ver», nos sorprendemos como entidades limitadas, formadas (con-formadas), revestidas del sentido de cada contexto sociocultural. Mas nuestra piel, aquella delicada envoltura que, en apariencia, resguarda nuestro «interior» y marca una distancia en relación con la exterioridad, conserva profundos vínculos con el mundo, se muestra permeable y receptiva a las influencias e intercambios del entorno, al mismo tiempo que éste se ve modificado por la acción de cada corporeidad en un acto de co-determinación primigenia. Pues resulta impensable que toda la masa de materia viva que da a luz una organicidad interior no imponga activamente su presencia, precisamente por su lógica remisión a una membrana-límite, al universo de la exterioridad. Por lo tanto, en respuesta a la obsesión diseccionadora y escindiente que embarga al racionalismo occidental, Merleau-Ponty defiende una simbiosis, una conjunción entre el cuerpo y el mundo, entre objeto y sujeto. De hecho, el mundo cobra dimensión exclusivamente cuando se ve insuflado de seres corpóreos. Dicho con otras palabras, sólo como seres encarnados poseemos mundo. Sin embargo, la relación con el mundo no se produce desde el distanciamiento como entes delimitados y aislados, sino que entre ambos se da una complicidad soterrada. En este contexto, Merleau-Ponty apunta a la carne como la dinámica originaria que lleva al mundo y al cuerpo al plano del aparecer, en tanto que es la propiedad de ser aquí y ahora, de irradiar por todas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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partes y de manera perenne, y de ser asimismo dimensión y universalidad sin dejar de ser individuo. Existiría, entonces, bajo la intraontología merleau-pontiana, una intencionalidad atávica y proto-racional ubicada en el cuerpo que le arrastra hacia el mundo, al mismo tiempo que lo genera, que lo «posee a distancia». Con ello, el mundo se encuentra implicado en las disposiciones e «itinerarios» del cuerpo puesto que se conforma a partir de la trama carnal, al punto de componer con ésta un complejo sistema de coligaciones y correlaciones (recomposiciones): El cuerpo propio está en el mundo como el corazón en el organismo: mantiene constantemente en vida el espectáculo visible, lo anima y alimenta interiormente, forma con él un sistema.6 Así se entiende que esta ontología desarrollada por M. Merleau-Ponty venga a perturbar las bases antropológicas del subjetivismo occidental, no llamadas ya a culminar la conformación de un ser humano kosmotheoros que se distancia cognitivamente de la naturaleza. Por el contrario, la conciencia sensible que mira, debe ser considerada como el adentro de lo externo, el invisible que retorna a sí mismo abriéndose una interioridad, en definitiva, una dimensión ontológica de la inmanencia universal. En consecuencia, las cosas son un apéndice o una prolongación del cuerpo, están incrustadas en su carne, forman parte de su definición plena, y el mundo está hecho del mismo material (étoffe) que el cuerpo.7 A raíz de esta observación, toda mirada, todo acto perceptivo en el que se escenifica la primaria relación sujeto/mundo resulta una hipóstasis derivada de la «carne» que entrevera nuestro cuerpo, el cuerpo de los demás y todas las cosas del mundo. Como resultado de todo ello, la materia carnal, atendiendo a su básica función de religación (tanto interna como externa), proporciona sentido al mundo, en la medida en que lo introyecta y metaboliza y, al mismo tiempo, lo irradia y expone carnalmente. Toda vez que lo corpóreo transita por «el filo del límite ambivalente y dual», posibilita el afrontamiento experiencial de lo interior y de lo exterior, de la alteridad y de la mismidad. De esta manera, tanto la cosa-objeto como el cuerpo-sujeto participan de un subsuelo de inmanencia común. Ya que hay un cuerpo-sujeto, y ya que las cosas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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existen ante él, éstas se hallan como incorporadas a mi carne, pero al mismo tiempo nuestro cuerpo nos proyecta en un universo de cosas convincentes, y de ahí pasamos a creer en las «puras cosas», establecemos la actitud de puro conocimiento, y olvidamos la densidad de la «preconstitución» corporal que las lleva.8 Sin embargo, la existencia humana se ve destinada a no disipar jamás las tinieblas ontológicas que pudieran conducirla al autoesclarecimiento, al ansiado acoplamiento cognitivo consigo mismo, porque uno de los territorios fundacionales de la experiencia humana «linda o está más allá de los linderos del ser» (M. Zambrano), es decir, en el dominio del no-sentido. De este modo, la experiencia carnal perturba profundamente las asentadas bases del modelo antropológico dominante cuando se descubre que su actividad «mediacional» se prolonga, incluso, hacia el exterior de las fronteras que confinan al hombre en cuanto ens substancial. Como fondo profundo de la indiferenciación, la carne es la latencia productora de la realidad, el reverso invisible de la existencia. Por ello, participa de la materialidad de todo ente sin quedar subsumido en él, esto es, permaneciendo a una distancia insuperable. Por su parte, la realidad diferenciada no queda definitivamente aislada del mundo puesto que conserva un discreto vínculo con él a través de la carne, ese fondo latente e invisible que lo atraviesa todo. Así, el cuerpo adquiere un espesor singular que rebasa los contornos de su diáfana y desnuda empiricidad material, en la medida en que su naturaleza remite a un fondo inasible e indeterminable, el afuera del que surge toda limitación. En consecuencia, la carne impone a lo real un desdoblamiento jánico, de tal manera que toda superficie se afianza en la profundidad, todo lo visible se entrevera en la invisibilidad, el fenómeno proviene de la realidad latente. La carne es la indivisión de este ser sensible que soy yo, y de todo aquello que se siente en mí. De esta manera, es comprensible que el fenómeno corpóreo no esté completamente perfilado y determinado sino que tienda a una abertura de posibilidades, de diferenciaciones formales. Esto ocurre porque «la explosión de la virtualidad no produce unos entes enteramente positivos», pues en tal caso serían extraños al oscuro origen del que aquélla proviene. No es casual, entonces, que M. Merleau-Ponty haya calificado a la carne como 57

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«claustro materno donador de vida». Ciertamente, la elucidación de la matriz carnal quebranta todo propósito de cercamiento conceptual y únicamente puede reposar en la aproximación indirecta y metafórica. No cabe, por tanto, ceñirse a los principios de esclarecimiento categorial que se atribuye al objetivismo realista ya que lo real contiene una restancia huidiza que es el reverso de lo limitado. No cabe duda, la carnalidad arrastra al ser a la manifestación sin que la concrescencia espacio/temporal agote su naturaleza. Precisamente, porque la carne no constituye las cosas aunque éstas provengan de su actividad. Se sitúa tanto en el interior como en el exterior de la realidad diferenciada ya que es aquello que antecede y dimensiona, mediante finitudes y distanciamientos, toda existencia. Lo que llamamos carne, esa masa trabajada por dentro, no tiene nombre en ninguna filosofía. Es medio formador de objeto y sujeto, pero el átomo del ser, el en sí duro que reside en un lugar y en un momento únicos.9 En resumen, la materia carnal es el trasfondo latente e inabarcable del que germinan y afloran las cosas, la matriz elemental que transforma el subsuelo de lo posible en una constelación de fenomenalizaciones. Ciertamente, la carne engloba al cuerpo aunque no está desligada del organismo, lo cual significa que el ente y el ser se unen en la carne. Se trata de lo ausente, de lo invisible que acompaña a toda manifestación de lo visible. Por tanto, la carne no es una simple propiedad del cuerpo perceptor relativo al mundo, sino que es lo irrelativo, el absoluto de todas las relaciones, en última instancia, la fuente primordial de toda diferenciación. He aquí, pues, el tejido de relaciones precognitivas que Merleau-Ponty vislumbra en el universo de la carne, el Nullpunkt (punto cero de todas las dimensiones del mundo) que posibilita la enigmática alianza con el mundo que somos (être-au-monde). Notas 1. J. M. Bech, Merleau-Ponty. Una aproximación a su pensamiento, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 260. 2. M. Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible, Seix Barral, Barcelona, 1970, p. 191. 3. Ibíd., p. 174. 4. M.ª C. López Sáenz, La existencia como corporeidad y carnalidad en la filosofía de M. Merleau-Ponty, en López Sáenz y Rivera de Rosales, El cuerpo. Perspectivas filosóficas, UNED Edis., Madrid, 2002, p. 198. 58

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5. L. Petrini, La passione del mondo. Saggio su Merleau-Ponty, ESI, Nápoles, 2002, p. 225. 6. M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Península, Barcelona, 1975, p. 235. 7. M. Merleau-Ponty, L’oeil et l’esprit, N.R.F. Gallimard, París, 1964, p. 19. 8. M. Merleau-Ponty, Posibilidad de la Filosofía. Resumen de los cursos del Collège de France, Narcea Ediciones, Madrid, 1968, p. 186. 9. M. Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible, op. cit., p. 183.

CARLOS HUGO SIERRA

Catedral En esta aproximación simbólica tratamos de situar la significación del templo cristiano por antonomasia —la catedral—, relacionándola tanto con su prehistoria —la caverna mitológica— como con su posthistoria —el museo contemporáneo. Se trata entonces de ubicar el espacio sagrado en su temporalidad secular. 1. El templo cristiano: la catedral Lo primero que hay que destacar de un templo, iglesia o catedral es su carácter de recinto sagrado a modo de refugio donde se congrega el personal litúrgicamente. Hoy en día la catedral ha quedado como foco de nuestro Casco Viejo, ámbito de concentración religiosa en medio de una belleza artística impresionante. En sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand describe así su experiencia catedralicia: Cuando en el invierno, al toque de oraciones, se llenaba de gente la catedral; cuando se arrodillaban los viejos marineros y los jóvenes leían su breviario a la luz de las candelas; cuando al echar la bendición repetía la multitud el Tantum ergo; cuando en los intermedios de los cánticos azotaban las ráfagas de viento los vidrios de la basílica haciendo temblar las bóvedas de la nave, en la que habían resonado las voces robustas de Cartier y Duguay, mi corazón experimentaba un sentimiento extraordinario de religioso fervor.1

Obviamente debemos distinguir entre los diferentes estilos de la catedral, aunque su arquetipo por antonomasia es la catedral gótica. Mientras que el estilo románico recoge nuestro espíritu profundamente en su basamento simbólico hacia una infinitud interior, el estilo gótiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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co sobrecoge verticalmente en su altura hacia la infinitud sublime: cabría decir que en el románico se venera la materia mística franciscana (así en el Pórtico de la Gloria de Santiago), mientras que en el gótico se venera la forma sensible aristotélico-tomista, aunque esto debe tomarse con precaución. En efecto, el gótico es un estilo ascensional que nos eleva porque a su vez es un estilo descensional en el que se encarna lo sublime: así en la catedral de León. En todo caso el románico recoge y el gótico sobrecoge. Por su parte, en el estilo renacentista asistimos a un equilibrio dinámico de las fuerzas, tal y como comparece en la Basílica de San Pedro en Roma, por lo que la catedral renacentista acoge homeostáticamente. Finalmente el estilo barroco se caracteriza por su desmesura y sobreacogimiento, ya que ejerce una especie de sublimación compresora en su imaginería carnosa pero oscura, exuberante pero oscurantista, como puede observarse en Praga, cuyas estatuas barrocas en iglesias y puentes parecen danzar con un eros camuflado y contenido o retenido. Naturalmente que hay conjunciones de estilos que conforman catedrales tan preciosas como la de San Marcos en Venecia, mezcla de románico hierático, bizantino cromático, gótico florido y renacimiento fastuoso. Una tal catedral configura un espacio sagrado y profano, religioso y secular, síntesis de la Barca cristiana de la salvación y de Bazar artístico oriental. Con ello entramos en una consideración de la catedral como «compendio» del mundo, el cual quedaría asumido y sublimado en el recinto sacro. De este modo, la catedral se convierte en imagen del cosmos, el hombre y el mundo, a modo de Arca de Noé que acoge y contiene todas las cosas para su subsistencia y salvación. Ahora bien, esta visión del templo como centro religioso y cultural de la vida ciudadana comienza a realizarse con la catedral gótica. En efecto, el gótico sobrepasa al románico monacal, austero y rural, planteando en plena ciudad un templo ya no monástico (la abadía) sino episcopal, por cuanto está bajo la cátedra de un obispo acompañado de su cabildo. Este paso de los monasterios románicos benedictinos de Cluny a la catedral gótica es el paso de lo hierático-sagrado a lo artístico-religioso, de la pesantez oscura a la elevación, la luz y el color de las vidrieras policromadas, de la figuDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ración estático/extática al dinamismo y la gracilidad, de la biblioteca conventual a la biblioteca universitaria y, finalmente, del interior de la naturaleza al exterior de la ciudad. La diferencia está en que el románico atrapa (la religión como religación) y el gótico encanta (la religión como exaltación). Por cierto, el punto medio o medial entre el románico y el gótico se encuentra, como es bien sabido, en la transición del arte cisterciense bajo la mirada humanista de Bernardo de Claraval.2 En la catedral gótica se realiza artísticamente el deshielo de la arquetípica sonrisa románica congelada —beatífica, búdica— hasta la expresividad e incluso patetismo. La severidad románica se basa en cierto inmutabilismo, la serenidad gótica se funda en cierto mutabilismo; por eso el románico celebra la gloria de Dios y el triunfo sobre el tiempo y la muerte, mientras que el gótico concelebra la pasión de Cristo y la encarnación de Dios. El propio Dios está simbolizado por la luz, el sol, la luminosidad pura (presuntamente blanca), pero encarnada a través de los colores vitrales y las formas sensibles. Y es que la catedral gótica es el centro medieval de la ciudad, en cuya construcción participan las agrupaciones gremiales, las actividades comerciales y la universidad posibilitada por las escuelas catedralicias abiertas por el Cabildo. De esta guisa, pasamos de una concepción eminentemente intra/espacial, como es la concepción románica, a una conciencia eminentemente extra/temporal como la gótica, en la que la catedral funge cual Casa del pueblo en donde se oficia la liturgia, se entierran los muertos, se hace cultura artístico-musical y se proyecta un teatro dramático-religioso y civil. Ahora la Casa de Dios es la Casa del Hombre, de modo que la catedral gótica representa el eje de convergencia entre lo sagrado y lo profano, Dios y el mundo, la trascendencia y la inmanencia (aunque la balanza se incline como veremos al primer polo trascendente). 2. La caverna mitológica Llegados a este punto quisiéramos dar un paso atrás para poder avanzar después mejor. He aquí que el templo religioso y la iglesia cristiana tienen detrás una prehistoria que remite a la caverna paleolítica, a la cueva neolítica, a la gruta mitológica. En efecto, la caverna ha sido el primer abrigo natural y el primer santuario, 59

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la primera casa y el primer refugio para vivos y muertos. Como ha escrito E.O. James en su obra El templo: el espacio sagrado de la caverna a la catedral: La denominación templum es un derivativo de la palabra griega témenos que significa santuario (hieròn) o recinto (períbolos), indicando un área sagrada (sacellum) consagrada a la adoración y servicio del dios cuyo altar, estatua o lugar sagrado comprendía. De este modo, detrás de un templo arquitectónico yace una larga historia, que se remonta a un tipo primitivo más simple de santuarios rupestres y estructuras megalíticas del paleolítico superior y neolítico, respectivamente, a los notables templos malteses, a los monumentos tipo Stonehenge y los «lugares altos» en la punta de las colinas, y más tarde los templos rupestres indios y los témenos minoico-micénicos, con su altar y lugar santo. Igualmente en la historia posterior, las basílicas rectangulares con columnas, empleadas como tribunales y lugares de asambleas públicas en Roma y Pompeya, aunque no fuesen prototipos paganos de las iglesias cristianas, tuvieron sin embargo una considerable influencia sobre la arquitectura eclesiástica durante el siglo IV después de Cristo y después de él, cuando se vio que podían adaptarse a los fines del culto comunitario. Incluso la basílica parece haber tenido comienzos más simples, derivándose de la casa romana, exactamente como el culto cristiano empezó en las viviendas particulares en la hora apostólica. Sin una razón muy acuciante y una causa determinante los hombres no habrían penetrado en las profundidades casi inaccesibles de numerosos santuarios en cavernas, y no hubieran pintado dibujos mágicos religiosos de animales, a menudo en lugares muy difíciles e incluso peligrosos, y no habrían realizado ritos en relación con ellos. Tampoco habrían creado los vastos monumentos megalíticos, los grandes «lugares altos» ni hubieran erigido los centenares de maravillosos templos. Todos estos lugares sagrados son expresión de creencias religiosas, emociones y valores espirituales profundamente sentidos, así como modos de adoración ritual y dramas estacionales.3

En la mitología vasca es posible rastrear este trasfondo prehistórico de cavernas, cuevas o grutas que funcionan como santuarios, en los que pueden aún admirarse las famosas pinturas rupestres de animales, signos y símbolos ancestrales. Muchos prehistoriadores, como el propio E.O. James, han interpretado las cavernas rupestres como el ámbito materno de la diosa Madre, mientras que J.M. Barandiarán 60

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ha asociado los animales rupestres pintados en las cuevas vascas con el ciclo mitológico de Mari, la diosa Madre de la tradición vasca. Según los expertos, en las cuevas como lugares sagrados el hombre realizaba rituales para conjurar la caza, disfrazándose con máscaras de animales con el fin de propiciar la reproducción animal y facilitar su obtención para la supervivencia. En este mismo contexto a favor de la supervivencia habría que situar los enterramientos humanos, ritualmente acompañados de amuletos y conchas, comida y utensilios, pigmentando los cadáveres de rojo sanguíneo y depositados en posición fetal. Como ya hemos mostrado en otro lugar, la mitología vasca nos ofrece al respecto un interesante horizonte cultural para entender la religión prehistórica. Por una parte proyecta una visión animista del universo, por cuanto cohabitado por númenes o espíritus, fuerzas numinosas o sagradas y almas de los antepasados. El animismo es la antigua religión vasca, animismo que posibilita la creencia en la magia concebida como influjo o influencia mística de lo espiritual en lo material. En efecto, la realidad visible es una protuberancia o extroversión (Indar) que está condicionada por la potencia mágica (Adur) que traspasa interiormente todas las cosas dotándolas de cohesión, ligación y religación. La clave del exterior está pues en lo interior, lo que equivale a decir que la clave de lo visible está en lo invisible. Se trata de una concepción religiosa que encuentra su paralelo en otras religiones, incluida obviamente la cristiana, en efecto, el equivalente cristiano de Adur e Indar es la Gracia (sobrenatural o divina) y la Acción (natural o humana), lo divino y lo mundano, la trascendencia interior y la inmanencia exterior.4 A partir de aquí puede entenderse perfectamente la cosmovisión vasca tradicional, según la cual la Tierra es el Cuerpo materno del universo, cuya Alma madre es la diosa Mari. Pues bien, este esquema animista se repite en el contexto humano, en el que la Casa o caserío/casería es el Cuerpo materno del universo familiar, cuya Alma madre es la propia Ama de la casa. Se trata de una cosmovisión de fondo matrial o matricial, caracterizada por su animismo de signo pre-indoeuropeo y pre-cristiano. En efecto, es propio de la cosmovisión indoeuropea la presencia del Dios Padre, mientras que es propio del cristianismo la superaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ción del alma y del animismo por el espíritu y el espiritualismo de carácter más elevado o celeste, sobrenatural o abstracto. Por ello la religión vasca de Mari es una especie de ética naturalista basada en el equilibrio dinámico entre los contrarios y la armonización de los opuestos: una religiosidad típicamente pagana que puede servirnos de trasfondo y contrapunto para nuestra religiosidad moderna y su ubicación cultural. En efecto, hay grandes divergencias entre la religión rupestre y una religión catedralicia. Y, sin embargo, también hay grandes convergencias que hacen de su comparación una cuestión bien intrigante. 3. La caverna y la catedral: Mari y Cristo He aquí que la cueva prehistórica de Mari simboliza el cuerpo interior y matricial del universo, cuya Alma madre es la propia Diosa vasca. En su recinto sagrado de la cueva paleolítica se albergaban enterramientos de difuntos, se realizaban ritos mágicos de fertilidad-fecundidad, se cobijaban los humanos y se pintaban los símbolos de animales, figuras y signos significantes o significativos. La caverna cohabitada por Mari es el Eje del mundo, el Centro de la tierra, el ámbito sacral de la realidad realísima por cuanto contiene oro y piedras preciosas, tesoros atesorados, ríos de leche y miel: todos símbolos de carácter mágico y supernatural (en este contexto pagano debemos hablar propiamente de lo supernatural, ya que lo sobrenatural pertenece a un contexto ya cristiano o trascendente). O la cueva como quitaesencia de la realidad existencial, caverna plutónica o de Plutón cuyo valor sacral contrasta con la caverna platónica o de Platón ya devaluada por la cosmovisión celeste o idealista. Así pues, hay que situar el templo en general y la catedral en particular en la larga historia que va de la cueva a la iglesia. Ambos son lugares sagrados de cobijo y acogimiento, de sacralidad y magia (natural o sobrenatural, pagana o mística, animista o espiritual, realista o sacramental). Ambos son también el Arca del mundo, el Hueco salvador, el Hogar del hombre, el Eje del cosmos y el Centro concentrado de la vida interior. La propia catedral se autodenomina la iglesia-madre (ecclesia mater), representando la gran Barca que nos salva del naufragio en el mundo exterior, cuya alma mater es la Virgen María, auténtica «alma del mundo» en el cristianismo católico. Incluso puede DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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hablarse de una cierta continuidad entre la caverna prehistórica y la catedral histórica, ya que hay un punto medio o medial que intermedia ambas: es la Cueva tradicional cohabitada por la Virgen que ocupa ese ombligo (ónfalo) del universo, o bien que se aparece milagrosamente a los niños como en Lourdes y Fátima.5 Si en la caverna de Mari se recoge la quintaesencia mágica de todas las cosas, en la iglesia de Cristo se recoge la quintaesencia santificada de todas las cosas. Tanto la caverna como la catedral albergan los arquetipos de las realidades, las cuales representan los meros tipos externos de aquellos allí albergados. En efecto, Mari aparece en la mitología vasca a la puerta de su cueva portando un Peine en la mano derecha y un Espejo en la izquierda: el espejo refleja el universo mundo, al que el peine peina o articula vitalmente. Por su parte, Cristo aparece con la mano derecha levantada bendiciendo el mundo y con la mano izquierda sosteniendo un libro: el libro es el libro de la vida, el logos o verbo escriturado, el espejo del mundo, mientras que con la mano derecha a modo de peine simbólico o místico repeina y bendice la realidad ordenándola. Así comparece el «Dios Bello» de la catedral de Amiens, o bien el Cristo de la «Pala d´Oro» en la catedral de San Marcos, con el libro relleno de piedras preciosas brillantes a modo de espejo de la creación, libro abierto que se muestra a todos. Este simbolismo recuerda la simbólica figura de la Venus de Laussel, la cual porta en su mano derecha una especie de media luna o cuerno de la abundancia, mientras reposa su izquierda en el vientre abultado: en donde de nuevo comparecería la mano derecha con un símbolo de fertilidad o fecundidad, de vitalidad o revitalización, de bendición o positivación, al tiempo que la mano izquierda asume el espejo del mundo, el libro de la vida o la naturaleza pregnante y preñada. Será el pintor renacentista Piero della Francesca quien, en pleno siglo XV, reproduzca en su cuadro Madonna del Parto, la escena de una Madre con su mano derecha sobre el vientre grávido del Sol naciente (Cristo), mientras que su izquierda reposa pasivamente sobre su costado. Curiosamente a su derecha un ángel claro eleva su mano derecha solamente, mientras que a su izquierda un ángel más oscuro eleva su mano izquierda lunarmente.6 En la basílica franciscana de Aránzazu, cuyo friso es de Oteiza, podemos observar la 61

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iglesia interior construida como una caverna prehistórica y decorada por Néstor Basterretxea como un santuario paleolítico, con su retablo rupestre de figuras sagradas. No debería olvidarse en este contexto que, según la propia mitología vasca, en la cueva de Mari se reunía la gente para comer un carnero, que es el animal predilecto de la Diosa. Esta comunión pagana nos recuerda la comunión cristiana que, bajo el nombre de Eucaristía, come el cuerpo y sangre de Cristo, el cordero de Dios, bajo las especies de pan y vino. Obviamente hay aquí, como siempre, continuidad y discontinuidad, ya que en torno a Mari se celebra el Akelarre o fiesta sexual de fertilidad/fecundidad, mientras que en torno a Cristo se concelebra la fiesta del amor sublimado espiritualmente: es la continuidad/discontinuidad entre el festejo de eros y la fiesta del ágape.7 En definitiva, es la misma continuidad/discontinuidad entre el animismo pagano y el espiritualismo cristiano. Por eso la catedral, cuerpo materno del universo eclesial, tiene por alma madre a la Virgen Madre, pero su Espíritu está representado por el Dios cristiano. Si el animismo pagano encuentra en el elemento tierra su expresión simbólica, telúrica o terrestre, el espiritualismo cristiano está simbolizado por el elemento aire, que es el elemento típico de la catedral gótica y de su espíritu aéreo: Trenzan la tarde con su vuelo limpio Las alas del vencejo, Levantan en el aire catedrales De algarabía y plumas, Alzan etéreas cúpulas de nada, Techumbres de extravío, Capiteles de gárrula delicia.8

La catedral en general, y la gótica en particular, suele dirigir su cabecera hacia el este solar, privilegiando tanto lo alto como la derecha como honoríficos. El Cristo catedralicio triunfa sobre las figuras dracontianas o monstruosas del inframundo, cuyo máximo exponente es el diablo, el basilisco de la muerte y el áspid del pecado. Esto es una forma de mostrar que el espíritu se sobrepone a la materia; por eso las almas se representan cual pájaros ingrávidos. El hombre consta de alma espiritual, simbolizada por el número tres, y de cuerpo material, simbolizado por el número cuatro, cuya suma es el siete. Y es que, como mostrara brillantemente Émile Mâle, la catedral gótica es el Espejo de la realidad omnímoda transfigurada, ya que el Cristo que preside la catedral es el principio o verbo en el que y por el que todas las cosas han sido creadas y reparadas:

In Christo omnia creata et postmodo cuncta in eo reparata [H. Autun].9

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4. Teología simbólica de la catedral

In principio Deus creavit: In verbo Deus creavit [Teología del siglo XIII].

Esta misma identidad y diferencia aparece en el territorio simbólico de los números. El número tres es el más importante tanto en la cosmovisión pagana vasca como en la cosmovisión cristiana; y, sin embargo, este número designa cosas diferentes o diferenciadas. En efecto, el número tres simboliza los tres reinos que la diosa Mari cohabita, así como específicamente la conjunción de la tierra, la luna y el sol que ella misma coimplica. Pero en el cristianismo el número tres simboliza a la Trinidad del Padre creador, el Hijo redentor y el Espíritu Santo santificador, puesto que se trata de una Trinidad intermasculina. Esta identidad y diferencia entre animismo y espiritualismo se observa también en otros ámbitos; por concitar

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uno significativo, la vela o el cirio en el animismo representa el cuerpo material, mientras que su luz simboliza el alma; por su parte, la misma vela o cirio representa en el cristianismo el cuerpo de Cristo, mientras que su luz significa el cuerpo resucitado o espiritualizado. Pero concentrémonos en el simbolismo de la catedral para descubrir los paralelos y también las discordancias entre una cosmovisión y otra.

Fijémonos brevemente en la catedral como espejo de la naturaleza y, por lo tanto, de la creación de todas las cosas en los siete días del Génesis bíblico. En la catedral encuentra acogida el reino mineral y el vegetal, el animal y el humano, y por supuesto el divino que vence al inframundo demoníaco consignificado por monstruos, diablos, sierpes y dragones. Especial mención merece aquí el simbolismo de los cuatro animales bíblicos que simbolizan tanto a Cristo como a los cuatro Evangelistas: el león, el buey, el águila y el hombre. Se trata de cuatro símbolos cristianizados, ya que el hombre significa la Encarnación, el buey o ternero la Pasión, el león la Resurrección y el águila la Ascensión. Ahora bien, al mismo tiempo que señalan los avatares de Cristo, por así llamarlos, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cosignifican los avatares del Hombre cristiano, el cual debe ser un Hombre que sufre pasión y muerte, resucita y asciende a los cielos. El mundo material es aquí símbolo del mundo espiritual o moral, lo que está de acuerdo con la pretensión cristiana de no destruir la naturaleza sino perfeccionarla. Por eso el cristianismo recoge tantos elementos paganos a los que bautiza, trasforma o transustancia en su credo. Valga como ejemplo el antiguo mito del Unicornio, el animal que posee un solo cuerno pleno de fuerza y vigor, al que sólo una doncella virgen puede amansar o apaciguar. Pues bien, el Unicornio es el Cristo pleno de fuerza espiritual, virtualidad o virtud, amansado por la Virgen María, hasta el punto de que ésta aparece cabalgando sobre aquél (así en la catedral de Lyon). Este ejemplo recuerda al diostoro Zeus cabalgado por la princesa Europa en Creta, o bien a la diosa Mari o sus sacerdotisas —las brujas— montando sobre el Buco, poniéndonos en la pista de observar la metamorfosis del paganismo en el cristianismo, especialmente el católico. La catedral de NotreDame de París, dedicada a la Virgen Madre, ofrece un óptimo ejemplo de reproducción cristiana del mito pagano de la diosa Madre. El concitado É. Mâle lo expone así: La inmensa iglesia es el compendio del mundo, por eso hubieran querido meter allí todo lo que respira. En Notre-Dame de París sus bajorelieves testimonian su deseo de abrazar todo el universo. Un bajorelieve representa la Tierra bajo la figura de una Madre fecunda con pechos de mamar. Una muchacha arrodillada ante ella, se acerca a su seno donde se apresta a beber la vida. Otro bajorelieve simboliza el Mar: una especie de divinidad antigua cabalga sobre un pez enorme refrenado con la rienda o brida. El genio del mar lleva en su mano un navío.10

Aquí la figura de la Madre remite a la Diosa omnipariente y, por extensión, a la Virgen Madre y a la propia Iglesia Madre. Por su parte la figuración del Mar remite al continente de todo contenido, origen y fin del mundo, la vida y la muerte en unidad. La catedral se erige así en síntesis del universo, una especie de Pirámide que asume y sublima todas las cosas. Por eso ha sido comparada con una Suma Teológica medieval, especialmente con la Suma Teológica de Tomás de Aquino, aunque también cabría pensar en la obra de san Buenaventura Itinerario de la mente hasta Dios, ya que en la caDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tedral gótica no hay sólo elementos de la tradición aristotélico-tomista sino también de la tradición platónico-agustiniano-franciscana. En todo caso ha triunfado la tesis de Erwin Panofsky sobre que la catedral gótica es un reflejo del pensamiento escolástico tomasiano. Y, en efecto, tanto en el pensamiento de santo Tomás como en la plasmación gótica hay un mismo espíritu de elevación vertical y de abstracción aérea, aunque en la Suma triunfa la forma conceptual (idealismo racional) y en la catedral reina la forma sensible (idealismo simbólico), una diferencia muy importante que suele pasar desapercibida por los comentaristas. Pues bien, quisiera detenerme un momento en ello para tratar de completar lo aportado por Panofsky. Si nos volvemos a la estructura teológica de la Suma tomasiana nos encontramos con que su lógica abstracta funciona de la siguiente manera: 1) En primer lugar, se plantea una Cuestión (Quaestio) como «Hipótesis», por ejemplo «si Dios existe» (utrum Deus sit): pero en el fondo se trata ya de una auténtica Tesis afirmada previamente por santo Tomás. 2) En segundo lugar, se lanza una «Antihipótesis» bajo la fórmula de que «parece que no es así» (videtur quod non), presentando la duda sobre la existencia de Dios: pero en el fondo se trata de un mero «parecer» que no es la verdad según santo Tomás. 3) En tercer lugar, se presenta la «Contraantihipótesis» bajo la fórmula «pero por el contrario» (sed contra): se trata de la reafirmación de la Hipótesis primera como Tesis firme, contrariando el parecer de los increyentes en nombre del ser de los creyentes. 4) Finalmente se realiza la «Síntesis» bajo la fórmula «respondo diciendo que» (respondeo dicendum quod), en la cual se decide a favor de la Hipótesis y de la Tesis, y en contra de los contrarios o adversarios a la existencia de Dios.11 Dicho de forma más sucinta y sencilla, la Suma tomasiana parte de una Hipótesis que no es propiamente tal sino que es ya una Tesis preconcebida: no se trata de una auténtica Cuestión o pregunta abierta (quaestio) sino de una toma de partido previo a la discusión: la cuestión no es a disputar (disputanda) sino a computar (computanda), por eso el «si» condicional de la existencia de Dios es un «sí» incondicional a su existencia. Podemos hablar 63

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de una dialéctica puramente positiva o afirmativa que no toma en serio la negación o lo negativo, puesto que lo deniega; esta dialéctica ortodoxa se diferencia de la dialéctica negativa que tiene en cuenta no sólo al adversario sino también las adversidades concretas propias de la vida frente a la verdad abstracta o absoluta. Por eso la pregunta o cuestión de si Dios existe (condicional) se responde incuestionando dicha existencia: el utrum (si condicional) se convierte en un utrum-que o sí incondicional tanto a Dios como a su existencia. De esta forma, el acaso del si (condicional) se revierte en ser del caso y, por lo tanto, en ser incondicionalmente (lo que precisamente queda por demostrar). Y bien, este excurso sobre la lógica teológica de la Suma medieval tendría relación con la lógica gótica de la catedral medieval. En efecto, hay algo común a ambas lógicas: que el proceso de inducción o elevación de abajo arriba, de lo mundano a lo divino, está predeterminado por el proceso deductivo que procede de arriba abajo, de lo trascendente a lo inmanente, del cielo a la tierra. En este sentido, cabe hablar de una inversión del modelo pagano que procede de la tierra al cielo, aunque en ambos casos precisamente lo sagrado funda a lo profano, provenga lo sagrado de abajo (la caverna, la tierra, la materia) o de arriba (la cueva celeste, el empíreo, lo uránico o espiritual).12

Pero la catedral cristiana tiene una larga prehistoria que nos conduce hasta la caverna paleolítica: si la catedral cristiana está dominada por el Pantocrátor que todo lo bendice, la cueva mitológica está dominada por la Pantacrátera, la diosa cuyo ónfalo/ombligo simboliza el regazo del mundo que todo lo acoge. Ahora bien, si la catedral tiene detrás la caverna paleolítica, delante se encuentra la catedral laica, cuyo arquetipo bien puede ser nuestro Museo Guggenheim, auténtica caverna poshistórica que refleja el mundo y lo repeina artísticamente, así como Barca soteriológica que acoge la realidad para su transfiguración estética. La propia catedral (gótica) ha posibilitado con su elevación abstracta el abstraccionismo contemporáneo, el cual obtiene sentido no como mero abstraccionismo vacuo sino como abstraccionismo simbólico. En efecto, como muestra la propia catedral gótica, no hay auténtica elevación sin descensión, no puede haber auténtica abstracción sin condensación, no debe haber auténtica globalización sin localización, no tiene que haber razón o verdad abstracta sin tener en cuenta el sentido concreto. Ésta es la gran lección (post)moderna de nuestro tema de estudio: el abstraccionismo sólo tiene sentido como abstraccionismo humano, axiológico o simbólico (de donde la crisis actual del abstraccionismo puro, purista o puritano).14

Conclusión. El museo y la abstracción simbólica

Notas

La catedral en general y la gótica en particular aparece como un «resumen» del mundo transfigurado religiosamente. Émile Mâle ha podido escribir: «La catedral (gótica) es un compendio del mundo y, en consecuencia, todas las creaturas de Dios pueden entrar en ella. La catedral es un ser viviente, un árbol gigantesco lleno de flores y pájaros. La catedral es el mundo, la humanidad los fieles y el Espíritu Dios. Al fondo de su arte, como al fondo de todo arte verdadero, se encuentra la simpatía, el Amor».13 La catedral se erige así en síntesis de contrarios, la vertical celeste y la horizontal terrestre, la cabeza y los pies, el oriente solar y el occidente decadente. El arco ojival significaría bien esta síntesis de contrarios a través de la triangulación, en la que se sintetizan dos secciones intersectadas, si bien en equilibrio desequilibrado a favor de la trascendencia. 64

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1. Chateaubriand, Memorias de ultratumba, Alianza, Madrid 2004, p. 88. 2. Al respecto Daniel-Rops, La Iglesia de la catedral y la cruzada, Caralt, Barcelona 1956; también G. Durand, La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires, 1975. 3. E.O. James, El templo: el espacio sagrado de la caverna a la catedral, Guadarrama, Madrid 1966, pp. 19 y 20. 4. Sobre la mitología vasca, José Miguel de Barandiarán, Obras Completas, La Gran Enciclopedia Vasca, tomo I y II, Bilbao 1980; al respecto A. OrtizOsés, La diosa madre, Trotta, Madrid 1996. 5. Sobre la Virgen María como Alma del mundo, véase G. Durand, Cahiers de l´Université St. Jean de Jerusalem, 6, 1980. 6. Al respecto, Adele Getty, La diosa, Debate, Madrid 1996. 7. Puede consultarse ahora sobre eros-ágape la Encíclica de Benedicto XVI, Deus charitas est, Vaticano, Roma 2005. 8. M. Moreno, La saliva del sol, Visor, Madrid 2006. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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9. Véase al respecto sobre Honorio de Autun a É. Mâle, Lárt religieux du XIIIe siècle en France, Colin, París 1990. 10. É. Mâle, op. cit., pp. 117 y ss. 11. Puede consultarse la Suma Teológica de Tomás en Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1980; de E. Panofsky véase Architecture gothique et pensée scolastique, Minuit, París 1967. 12. Al respecto M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Alianza, Madrid 1990. 13. É. Mâle, op. cit., «Conclusión», p. 111. 14. Al respecto A. Ortiz-Osés, Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2004 (agradezco aquí a mis colegas Josetxu Martínez y Fernando Vela su ayuda bibliográfica).

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Catolicismos: F. Mauriac En todos mis personajes introduzco, a pesar mío, una prolongación metafísica: no pierdo de vista la parte eterna de mis criaturas, el alma. Soy un metafísico que trabaja en material concreto. Gracias a un cierto don de atmósfera, trato de hacer sensible, tangible, olfateable, el universo católico y el concepto del mal [F. Mauriac].

1. Catolicismo El catolicismo es la institución cultural más persistente en los anales de la historia [T. Eagleton].

El cristianismo es Cristo, una figura sublime que coloca la religión en el ápice del alma humana, que es el espíritu, pero como espíritu encarnado en el amor. El amor es así la quintaesencia del cristianismo, de ahí su enorme importancia civilizadora, un amor que sublima el eros pagano y que hace descender a Dios hasta el mundo, un amor humano-divino, sagrado y profano, religioso y secular. Pero la herencia cristiana, aunque reclamándose de Jesús el Cristo, se divide en tres facciones fundamentales: la Iglesia ortodoxa, la Iglesia católica y las Iglesias protestantes. La Iglesia ortodoxa es la heredera de la Iglesia oriental, cuya prodigiosa liturgia bizantina asume en largos rituales cargados de un simbolismo misterioso y de una música hímnica y coral (así la gran Liturgia de san Juan Crisóstomo). Se trata de la versión cristiana más arcaizante, en la que se experiencia lo religioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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so como lo sagrado y lo sagrado como lo numinoso y mistérico. La veneración de los iconos como imágenes presentificadoras de lo divino es la cara más visible de esta confesión religiosa que parece hacer suya la belleza (el pulchrum trascendental) a través de una estética extática y hierática. Ello se compagina teológicamente con la importancia de Arrio y el arrianismo en el Imperio Bizantino, el cual afirma un estricto monoteísmo no trinitario en el que Dios (Padre) está por encima del Hijo y del Espíritu Santo. También la Iglesia católica, heredera de la Iglesia occidental, ofrece el espectáculo colorista de la liturgia romana, con sus ceremonias, ritos y sacramentos. En todo caso, se trata de una expresión religiosa más luminosa que numinosa, más jurídica que simbólica. El hieratismo de la Iglesia ortodoxa cede en la Iglesia católica a los sacramentos como signos sensibles propios de una sensibilidad latina que proyecta sus rituales cargados de afectividad en el culto a las Vírgenes y a los santos de carácter popular. Pero lo específico del catolicismo no radica en una estética extática sino en una dogmática estática, por cuanto está regida por cierto juridicismo típicamente romano que regula los ritos de acuerdo a cánones establecidos por la cúpula eclesiástica de un modo unitario. Y es que, en efecto, la cúpula vaticana es el órgano central del catolicismo, el cual se congrega en torno a la figura única del papa que, a modo de «Padre materno», realiza la función central de Vicario de Cristo, Pontífice Máximo o Sacerdote Supremo, continuador de san Pedro en cuanto Piedra angular y fundamento de la Iglesia. El papa en cuanto cabeza monárquica de la Iglesia personifica la ortodoxia católica como garante de la verdad definida ex cathedra, de modo que el catolicismo parece hacer suyos los trascendentales unum y verum: la unidad y la verdad. Si la Iglesia ortodoxa ofrece cierto sesgo arcaizante, la Iglesia católica ofrece cierto sesgo tradicional de carácter medieval, asumido por el Concilio de Trento (siglo XVI) como Contrarreforma por cuanto opuesta a la Reforma protestante de Lutero, Calvino y socios. De esta guisa, la Iglesia ortodoxa se halla en la Pre-reforma, la Iglesia católica en la Contra-reforma y las Iglesias protestantes se basan en la Reforma: la cual representa una racionalización y espiritualización de la religiosidad ortodoxa y 65

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católica de carácter sacramental, impulsando la modernización del cristianismo y su secularización cultural a través de una recuperación de la primitiva iglesia y su libertad evangélica. En el protestantismo ya no se privilegia lo estético-numinoso de carácter extático, ni tampoco la unidad dogmática de carácter estático, sino que se acentúa el dinamismo de lo ético-pragmático (el moralismo del trascendental bonum). Por todo ello, el protestantismo en sus versiones relevantes representa la modernización del cristianismo en el ámbito anglosajón. En efecto, la clave del protestantismo no es la obra ritual sino la fe, no es la tradición sino la Escritura, no es el dogma sino la conciencia. De esta forma, si el peligro de la Iglesia ortodoxa es el esteticismo idealista —el Cristo Pantocrátor—, el peligro de la Iglesia católica es el integrismo tradicionalista —el Cristo Rey—, mientras que el peligro protestante es el fundamentalismo puritano —el Cristo Líder. Así que lo específico del catolicismo frente a la Iglesia ortodoxa y a las Iglesias protestantes radica en la figura del papa como garante de un cuerpo objetivo de doctrina y praxis definidas canónicamente. El filósofo Terry Eagleton, primero católico, después marxista y finalmente postmoderno, ha descrito con gracia crítica el dogmatismo antiliberal propio de un catolicismo tradicional por él mismo convivido minoritariamente en la Inglaterra oficialmente anglicana: El catolicismo parecía ser principalmente una serie de genuflexiones: como en Beckett era un mundo de rituales obligatorios, y se trabajaba de afuera hacia dentro. Lo que importaba era la acción ritual en sí misma, no las relaciones humanas o los contextos significativos. Así, lo mágico y lo material se aliaban íntimamente, pues se trataba de un conjunto de rituales públicos que había que ejecutar con precisión. La aversión católica hacia el subjetivismo se compadecía con la devoción irlandesa hacia la tribu en perjuicio del individuo. La importancia radical que se daba a las prácticas materiales, a la dimensión pública y colectiva del yo, estaba impregnada de una despersonalización sin contemplaciones. El universalismo de la fe incitaba a pasar pisoteando lo particular, y creíamos que el mundo sería un lugar espléndido si todos pensaran lo mismo; sabíamos que tenía que haber de todo, pero lo tomábamos más como un defecto que como una virtud. Así que de ningún modo éramos del tipo liberal inglés que canta las virtudes inherentes a la plurali66

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dad y abomina de un mundo en el que todos piensen igual. Los católicos entienden que lo institucional es inherente a la vida humana, dan más valor al acerbo común que a la inspiración individual y opinan que todo anda horrorosamente mal pero podría ir infinitamente mejor. Los católicos sienten una aversión instintiva al liberalismo, lo cual es a la vez admirable y castrante, y tienen un apego al autoritarismo. En efecto, nosotros los católicos teníamos el monopolio de la verdad, mientras que la mayoría había perdido el rumbo. Mezclábamos la arrogancia con la paranoia, la autosatisfacción del elegido con la ansiedad resentida del inseguro.1

2. F. Mauriac Si no hay Dios no hay nada. F. MAURIAC

La visión lúdica/lúcida de T. Eagleton es la visión del catolicismo tradicional por parte del filósofo de origen proletario e irlandés. A continuación quisiera proponer la visión que del catolicismo tradicional nos ofrece el literato francés F. Mauriac (1885-1970), un católico militante oriundo de Burdeos y de extracción burguesa. Ambos tienen curiosamente en común, además de su inteligencia y sensibilidad, el recurso a una infancia dominada por el arquetipo matriarcal: la abuela de Eagleton representaba la arquetípica madre irlandesa y, por su parte, la abuela de Mauriac inspiró a éste la figura de la progenitora que aparece en su novela Genitrix. Por cierto, su propia madre es calificada como «dulce y terrible», calificación que parece estar en la base de la definición mauriaciana de la religión como el ámbito del «terror amoroso» o de lo «sagrado y terrible». Así que el misterio fascinante y terrible que revela la religiosidad, según R. Otto, parece inspirarse aquí en el arquetipo de la «madre paterna», fascinante y temible, que el propio autor habría vivenciado en el seno del «matriarcado familiar», como lo llama, ante la prematura muerte del padre agnóstico y liberal. El literato ha mamado por tanto una fe católica con un toque fundamentalista, una fe literal o española, como también la llama recordando su infancia feliz y angustiada a un tiempo: Una fuerza íntima en mí prevaleció sobre la repulsión que me inspiraba, no la religión, amada a pesar de todo, sino un grupo de cristianos que me rodeaban con un espíritu farisaico, enemigo de toda cultura, que rechazaba el mundo moDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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derno, pero que el mundo moderno también rechazaba. No niego que una cierta angustia, desarrollada por la educación recibida, no ha mantenido aquella fidelidad del niño que no suelta la mano de su madre para atravesar la calle, para atravesar la vida. Pero no creo que el burlón que había en mí, y que era al mismo tiempo ese corazón apasionado, propenso a encariñarse y a sufrir, hubiera acabado por desprenderse de los lazos que lo ataban, si no había tenido aquella presencia que está allí todavía, que se manifiesta en este mismo momento: la figura de un amor, del que yo lo he recibido todo.2

grará introducir en ella lo sobrenatural: la sobrenaturaleza cristiana que introyecta el infinito en el alma y el corazón pero no en los sentidos, la sobrenaturaleza cristiana simbolizada por la montaña límpida y no por el mar confusor, la sobrenaturaleza cristiana significada por la gracia que perdona y que es amor: El Evangelio de san Juan nos relata el encuentro de Cristo con la mujer adúltera. ¿Quién no recuerda esta página eterna? La mujer ha sido sorprendida en adulterio, y los escribas y fariseos la llevan ante el Maestro: «Moisés ordena lapidar a esta clase de mujeres, y tú ¿qué dices?» Jesús, sin responder, trazaba con el dedo signos en el suelo. Luego, pronunció las palabras que, desde entonces, no han cesado de resonar: «Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que lance la primera piedra», y siguió escribiendo en el suelo mientras todos se retiraban cabizbajos, empezando por los más viejos. Entonces quedaron solos Cristo y la mujer culpable: «Mujer, ¿dónde están todos? Nadie te ha condenado» Y ella respondió: «Nadie, Señor». «Pues yo tampoco te condeno, vete y no peques más». Lo que los fariseos no se atrevieron a hacer, lo hicieron los puritanos del relato La letra escarlata de Hawthorne, y se vanagloriaban de ello. Y lo peor es que esta deformación del Evangelio, que alcanza en el puritanismo tal como nos lo describe esa novela su límite extremo, se observa también en todas las sectas cristianas y en el mismo seno de la Iglesia católica. Pueden rastrearse sus estragos a lo largo de los siglos. ¿Quién de nosotros, pertenezca a la época posterior de Port-Royal o a la de Calvino, no ha sufrido las consecuencias? ¡Qué misterio! Los hombres rechazan del Evangelio aquello que constituye, precisamente, la buena nueva y que debería ser la base de la esperanza humana: este perdón indefinidamente renovado, la remisión de los pecados de que da fe Cristo cada vez que tiene alguien a sus pies: «Tus pecados te son perdonados». ¿Por qué este odio contra la felicidad? El relato de La letra escarlata permite advertir que la teología cristiana, cuando se desorbita, sustituye la ley mosaica del Antiguo Testamento por la suya, no menos dura, no menos implacable, pues en el fondo es la misma. El fariseísmo puritano suscita aquí, no sólo en la heroína portadora de la letra roja, sino también en el joven pastor culpable, condenado a la mentira por su cobarde silencio, una auténtica santidad. Y no en el sentido del etiam peccata de san Agustín.3 La novela La letra escarlata supera con creces ese lugar común de todos los sermones, el que nuestras faltas sirvan para santificarnos.4

Esta cita del fino F. Mauriac nos pone sobre aviso de que nuestro autor no es un carcamal sino un carcabien, o si se prefiere, es un catolicón pero no un catoliquero: catolicón por cuanto conservará la fe católica incólumemente, pero no un catoliquero por cuanto no es un folklórico ni un beato, sino alguien que ha reconstruido posteriormente la fe de su infancia con ayuda de Racine y Pascal, los cuales otorgarán a nuestro autor un marchamo de rigor y contención de signo jansenista. En efecto, en la disputa neoclásica entre el rigorista Pascal con su apuesta radical cristiana, y los mundanos jesuitas con su casuística flexible, F. Mauriac dará la razón a los jesuitas, alabando su talante tolerante, como ya lo hiciera al respecto Voltaire, pero le otorgará la sobrerrazón a Pascal por su seriedad católica. Así que nuestro literato se nos presenta como un católico abierto pero con retranca: la apertura le llevará a la camaradería con A. Gide o M. Proust y a la crítica del totalitarismo marxiano o fascista, la retranca le aliará con P. Claudel y J. Maritain, así como con los papas de Pío X a Pablo VI; finalmente se decantará en buena lógica por la democracia cristiana, y acabará siendo un buen valedor del general De Gaulle. La Academia Francesa primero y el Premio Nobel después bendecirán culturalmente la obra de nuestro autor proyectándolo católica o universalmente por encima de su propio catolicismo confesional. Y bien, nos interesa la vida y la obra del novelista francés porque encarna un catolicismo independiente, aunque con el consabido toque carca: palabra procedente de carlista, quien por su parte llamaba a sus oponentes liberales «guiris» (término que identificaba a los «cristinos» de la reina Cristina, posteriormente adosado a todos los extranjeros). El caso es que nuestro Mauriac, que parte de un intenso amor cuasi pagano a la naturaleza, loDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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3. Apertura El amor fortalece lo débil y debilita lo fuerte, abaja lo alto y eleva lo bajo, idealiza la materia y materializa el espíritu [L. Feuerbach].

La egregia cita de Mauriac nos recuerda el famoso pasaje de O. Wilde en su De profundis, cuando en su apertura al catolicismo afirma que Cristo «parece haber amado a los pecadores viendo en ellos la primera etapa posible hacia la perfección del hombre, puesto que comprendía el pecado y el dolor cual aún no han sido comprendidos: como algo bello y santo en sí, como etapas de la perfección». El arrepentimiento del pecador significa para este Wilde contrito la comprensión de lo que ha hecho, la toma de conciencia crítica de su propio pasado.5 Pues bien, también F. Mauriac habla del perdón con un lenguaje afectivo que caracteriza la escritura psicoanímica de nuestro autor. Pero F. Mauriac representa un catolicismo conservador al que no le es tan fácil perdonar ciertos pecados, como los sexuales en general y los homosexuales en particular, sobre todo si resultan paganamente reincidentes. Por eso el contacto literario y humano de Mauriac con A. Gide y M. Proust es cauteloso dada la heterodoxia homosexual de éstos. El católico reprocha al calvinista Gide el que disocie la carne y el espíritu, el placer y el amor, al tiempo que critica al judío Proust el que confunda el deseo con la ternura, lo carnal con el amor. Esta crítica tiene su buen sentido por cuanto no se trata de separar o disociar el cuerpo y el espíritu, pero tampoco de confundirlos: se trataría de distinguirlos o diferenciarlos para coimplicarlos o remediarlos, y su mediación se realiza en el alma, así pues, en la síntesis anímica o afectiva que integra lo carnal y lo espiritual. Lo que ocurre es que el propio Mauriac no logra en su vida y obra esta remediación de lo espiritual y lo carnal en el alma, ya que ésta comparece a menudo más del lado del espíritu que del cuerpo, más del lado de la trascendencia que de la inmanencia, más acogida a la gracia divina que a la gracia humana.6 Una anécdota extraída de su viaje a Grecia puede ejemplificar bien nuestra crítica. En su visita al museo de Olimpia le impresiona la estatua de Apolo por su belleza ideal, pero le escandaliza la estatua contigua del Hermes de Praxíteles por su sensualidad y lascivia paga68

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nas, hasta el punto de que parece ponerse nervioso y se cabrea. Respecto a Dioniso, por cierto, nada nos dice con buen criterio, ya que es un dios regordete y feo. Probablemente nuestro autor desconocía el chiste popular helénico que se expresaba al paso de un bello efebo, ponderando sus finas curvas vivas por sobre las del Hermes praxiteliano: pero quizás esto lo hubiera exasperado aún más. Y, sin embargo, Walter Pater ha podido hablar de la belleza abstracta y asexuada —ideal— propia de la escultura griega, contraponiéndola al erotismo sublimado de las figuras de Miguel Ángel.7 Fue precisamente su colega A. Gide quien, en una carta laudatoria al propio Mauriac, señalaba irónicamente el regodeo del católico con el pecado sexual pagano, una idea que reaparece en M. Foucault cuando describe la morosidad de la confesión católica en torno a los pecados de la carne. Podríamos hablar de cierta «delectación morosa», como se dice en lenguaje eclesiástico, alrededor del pecado libidinal, lo que conllevaría otro pecado de morbosidad o morbo malsano.8 Todo ello pone finalmente encima del tapete la cuestión que subyace al catolicismo tradicional, y que consiste en su mala relación con cualquier paganismo, ignorando por cierto su propio bautismo de tantas tradiciones paganas. Y es que el paganismo representa la naturaleza y el naturalismo, sin cuya base no se puede edificar ninguna sobrenaturaleza ni sobrenaturalismo, so pena de resultar fraudulento y abstraccionista. Y sin embargo en el auténtico cristianismo la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona. Por eso Miguel Ángel perfecciona al Hermes de Praxíteles en la figura del Cristo del Juicio Final, pero no así aquel pseudoartista puritano llamado el «Taparrabos» (Braghetone) que cubrió las vergüenzas de los desnudos miguelangelianos de modo vergonzante.9 Quiero citar aquí al teólogo jesuita Jean Daniélou, perteneciente al Círculo Eranos, el cual afirma sobre la correlación entre cristianismo y paganismo lo siguiente esencial: Nosotros los cristianos no somos en realidad sino paganos convertidos. Fiunt, non nascuntur christiani, dijo Tertuliano, que podríamos traducir así: «uno nace pagano y se hace cristiano». Pero el cristianismo asume los valores religiosos paganos y no los destruye. De aquí que el cristianismo deba prestar atención al

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paganismo. Por una parte, el problema es complejo y envuelve a las religiones paganas tradicionales, al neopaganismo de la civilización industrial, y aun al paganismo dentro de la Iglesia. Por otra parte, está el propio valor del paganismo pues, tomado como realidad natural, el paganismo parece ser una dimensión del humanismo. Por esa característica el paganismo es un elemento del bien común temporal, al mismo tiempo que presenta al cristiano aquello que el cristianismo está llamado a salvar. El paganismo da al cristianismo sus puntos de contacto con las religiones no cristianas y con las necesidades del mundo contemporáneo. Partiendo del paganismo y de su orientación hacia el cristianismo, se hace posible un verdadero pueblo cristiano. Una concepción falsa de la pureza de la revelación cristiana en relación con el paganismo contradiría el espíritu del misterio de la Encarnación.10

la resurrección de la muerte y la transfiguración de las medusas. (Amén).12 Precisamente en su último libro-testamento, el crítico literario H. Bloom ha realizado una intrigante interpretación de Nietzsche en que, inspirada en la Biblia y W. Pater, Longino y Shelley, Freud y R. Rorty, el logos como sentido sería el pathos o dolor, por cuanto el sentido es un padecer lo vital: la interpretación apolínea o estética de lo dionisiano o mortal, podríamos añadir por nuestra cuenta. Por eso lo sublime resulta en Nietzsche un placer harto difícil, un gozo desconcertante, una pasión útil para el proceso de hominización/humanización: La enseñanza más profunda de Nietzsche, a medida que lo leo, es que el auténtico sentido es doloroso y que el mismo dolor es el sentido. Entre el dolor y su sentido aparece un recuerdo del dolor que a continuación se convierte en sentido memorable: porque se lo graba a fuego, pues el más duro pasado alienta y resurge en nosotros cuando nos ponemos serios, afirma Nietzsche en la Genealogía de la moral. El propio dolor sería el logos, el eslabón del sentido: incluso en el ideal ascético el sufrimiento aparece interpretado, porque darle sentido al sufrimiento no es tanto aliviarlo cuanto permitir que el sentido cobre vida. Encontrar sentido en todo es interpretarlo todo. La verdad, que es el principio de realidad, se reduce a la muerte: amar la verdad sería amar la muerte. Por eso poseemos el arte como mentira (estética), por miedo a que la verdad nos destruya. El dolor es el sentido: un dolor ineludible, un placer sublime difícil; pero he aquí que un placer lo bastante difícil es un tipo de dolor. Nietzsche exalta la mentira estética para que la verdad no nos destruya, pero ella implica la aceptación de la contingencia humana en este mundo.13

4. Oclusión El creyente es en el fondo un ateo que cada día se esfuerza por comenzar a creer [B. Forte].

Podríamos decir que lo propio del paganismo está en justificar la vida y legitimar lo vital, como diría Nietzsche, mientras que lo apropiado del cristianismo estaría en asumir la muerte y redimir el sufrimiento. Desde otra perspectiva, cabría afirmar que el paganismo avala el eros, mientras que el cristianismo avala el amor (ágape). Pero necesitamos coafirmar la vida y la muerte, eros y ágape, proyectando la amistad (filía) de los contrarios y no su esquizofrenización. Como decía el cristiano-pagano F. Pessoa, hay que tomar la felicidad junto con la infelicidad o, como dice E. Jabès, la vida con la muerte: «Me has dado el día, porque no podías darme otra cosa que lo que eres. / Madre, me has dado los días de mi muerte, / Desde entonces vivo y muero en ti / que eres amor. / Desde entonces, renazco desde nuestra muerte».11 Quizás la clave está en que la vida es amor, sí, pero un amor crucificado por la muerte y lo que simboliza de finitud y contingencia. He aquí entonces que el auténtico Dios (cristiano) no es el Creador, sino el Creador crucificado en su creación. François Mauriac, que era católico pero no tonto, entendió todo esto muy bien cuando dejó escrito: «Cualquier vida es una partida perdida de antemano: una inmensa marea nos deja despojados de todo entre medusas muertas». El catolicismo era para él DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Tenemos, pues, que el sentido es dolor en cuanto sentido profundo: y el dolor es sentido, sentido como resquebrajamiento de nuestro ser mortal en apertura transfinita. Un pensamiento religioso y secular radical, un pensamiento cristiano-nietzscheano y católico-pagano. Un tal pensamiento resulta tan arcaico como supermoderno: revolucionario y todavía impensado. Podemos sintetizarlo finalmente así: el dolor es la Madre del ser, la Mater dolorosa —la Pietà— del sentido, el Pathos o pasión del logos. Notas 1. Terry Eagleton, El portero, Debate, Barcelona 2004, cap. 2. En estas sus Memorias el filósofo 69

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ironiza críticamente con los católicos y los marxistas, con los protestantes y liberales, con los profesores y los alumnos, con los nobles y los proletarios. 2. F. Mauriac, Nuevas memorias interiores, Ediciones G.P., Barcelona 1969, p. 404. Consúltese también R. Otto (Lo santo). 3. Mauriac se refiere aquí a la avanzada teología de san Agustín sobre que el pecado es el ámbito cristiano de la salvación, puesto que la gracia redime del pecado, por lo cual este resulta el lugar de la sanación y no de la condenación del pecador arrepentido, lo que hace exclamar al gran Padre de la Iglesia latina: Oh, feliz culpa (O felix culpa). 4. F. Mauriac, Memorias interiores, Ediciones G.P., Barcelona 1969, pp. 106 y 107, con alguna corrección. Para el trasfondo puede consultarse F. Mauriac, Vida de Jesús, en: Obras Completas, Janés, Barcelona 1954, vol. III. 5. Véase O. Wilde, De profundis, Felmar, Madrid 1974, pp. 164 y 165. 6. El abate católico-integrista, neoconverso de origen judío, que ayudó a Mauriac a superar su única crisis de fe en la juventud, pudo haber inculcado en nuestro autor el sacrificium passionis, es decir, el sacrificio de las pasiones. 7. Puede consultarse el viaje a Grecia en F. Mauriac, Mis recuerdos, Mateu, Barcelona sin fecha, p. 222; de Walter Pater, véase El Renacimiento, Barcelona 1999. 8. Puede consultarse M. Foucault (Historia de la sexualidad). Al respecto, hoy se considera a F. Mauriac un homoerótico reprimido. 9. Sobre el Cristo-Hermes del Juicio Final, véase mi obra La razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000; cabría afirmar que Miguel Ángel supera/supura el estatismo griego apolíneo, recuperando el trasfondo dionisiaco sublimado cristianamente: de aquí el dinamismo anímico de sus figuras. 10. Jean Daniélou, en: T.P. Burke (ed.), Las cuestiones de la teología actual, Razón y Fe, Madrid 1970, pp. 131 y ss. 11. E. Jabès (El libro de las preguntas). Sobre el amor, véase A.Comte-Sponville (Pequeño tratado de grandes virtudes). 12. Puede consultarse sobre el cristianismo B. Forte, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002. 13. H. Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, Madrid 2005, cap. 6; véase también F. Nietzsche (La genealogia de la moral).

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Celos ¿Será tu voluntad tener abiertos Mis párpados pesados cada noche? ¿Y tu deseo destrozarme el sueño, Burlado por mil sombras de tu imagen? ¿Será éste tu fantasma, que me mandas De allá tan lejos para que me espíe, Para encontrar vergüenzas y horas vanas, Propósito y objeto de tus celos? No, pues tu amor, si grande, no lo es tanto; Mi amor es el que me hace estar despierto, Mi amor el que me priva del descanso Por ser el vigilante de tu causa. Por ti vigilo yo, mientras despiertas Lejos de mí, con otros tan, tan cerca. W. SHAKESPEARE, Soneto LXI [Traducción de Ibon Zubiaur]

Cine y filosofía Entrevista con Álex de la Iglesia ¿Qué te impulsó a estudiar Filosofía en Deusto? Siendo dibujante de cómics, ¿por qué no te metiste en una carrera como Bellas Artes? Me metí en Filosofía porque me gustaban las asignaturas, me gustaba el tema. Vamos, exclusivamente por interés, por saber de qué iba el tema de la filosofía. Me daba la oportunidad de leer unos libros, de estar con una gente y de hablar de una serie de cosas. ¿Antes de la carrera, habías dado algo de Filosofía? Sí. Vamos, como todos, un poco en el instituto. Entonces, ¿la carrera de Filosofía te permitía compensar lo de los cómics con algo más humanístico? Sí. Exacto. Es que, no sé, meterme en Bellas Artes... no quiero menospreciar la carrera, pero no veía yo que me iban a enseñar mucho. En cambio, en Filosofía sí que había un montón de cosas que quería saber y que no sabía. Pero, desgraciadamente, invertí demasiado tiempo en la cafetería. Sin embargo, te sacaste la carrera en cinco años, ¿no? Sí, con un triste aprobado. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Toda la formación que recibiste en Deusto de filosofía, ¿te ha ayudado de alguna manera como director o escritor? Sí, por supuesto. En el sentido de que la filosofía, como decía Borges, es un género literario. O sea, es como la ciencia-ficción, o la fantasía. Ahí está la filosofía, es una manera de pensar el mundo que ya se ha convertido en un género literario. En ese sentido, me ha influido mucho. A mí me gustan muchos escritores. Lo veo desde ese punto de vista que algunos pensarán que es frívolo, pero a mí me parece que precisamente ésa es la mejor manera de entender la realidad, a través de la metáfora o de la locura de la novela. Es la mejor manera de comprender las cosas. Y gracias a eso la filosofía es buena literatura. Yo creo que hay muchos autores muy buenos, muy imaginativos. Como Espinoza, o Leibniz. Son hasta divertidos de leer. Realmente, su pensamiento es un pensamiento muy fuerte y eso tiene mucha importancia. No estoy intentando quitarle relevancia sino todo lo contrario. Creo que concibiéndolo como género fantástico ayudamos a comprender mucho mejor las cosas. ¿Has seguido «en contacto» con la filosofía? Sí. Sigo leyendo. Leo sobre todo a Cioran. Y me siguen gustando los filósofos antiguos. Me gustan los cínicos. Suelo leer a Diógenes Laercio, me gustó mucho La vida de los filósofos. Leo a Aristóteles, La poética. Por ejemplo, La poética es fundamental para dirigir. El primer libro sobre escritura, sobre cómo se escribe un drama es La poética y es uno de los más inteligentes. Por ejemplo, Aristóteles dice que la trama, la historia, el plot, la premisa está por encima siempre de los personajes. La trama, de alguna manera, define los personajes, y no al revés. No son los personajes los que fundamentan la trama, sino la trama fundamenta los personajes. Y eso, de alguna manera, hace ver de un modo radicalmente distinto el drama. Ahora hay varias corrientes que niegan esa posibilidad. Pero es una cosa realmente vigente. La estructura del drama, como la plantea Aristóteles, no ha tenido ningún cambio. Todo el mundo piensa que una historia tiene tesis, antítesis y síntesis. Tiene un primer acto, un desarrollo y un final. Es muy interesante. ¿Qué recuerdas de los años que pasaste en la Uni? Recuerdo muchas cosas. Hombre, no voy a decir que recuerdo sólo la cafetería porque DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sería muy duro. Recuerdo uno de los mejores profesores que he tenido en mi vida y no lo olvido. Es una persona a la que no puedo olvidar porque realmente me influyó mucho. Fue nuestro profesor de Historia Antigua, que se llamaba Jesús Igal. Era un experto en Plotino. La edición que tiene en Gredos de las obras de Plotino es la mejor que hay en España y la verdad es que era un tío que sabía mucho. El personaje de El Día de la Bestia está basado en él. Bueno, no en él personalmente, sino en todos los profesores que tenía en la carrera. Pero la idea de que hay gente que sabe tantísimo sobre una cosa tan minúscula, como puede ser Plotino, me resultaba muy atractiva. Saber tanto, tanto, tanto de algo tan específico te puede llegar a volver loco. Tampoco quiero dejar de recordar a un profesor magnífico que tuve en quinto, nuestro profesor de Metafísica. Una persona cuyos libros he leído y del cual soy fan particular: Andrés Ortiz-Osés. Me parecía un genio. No sé si seguirá dando clases. Me imagino que sí. Si sigue ahí, un recuerdo muy especial para él, porque me pareció una gran persona y un gran profesor. En una reseña autobiográfica escribiste una vez: «Tras suspender en varias asignaturas al intentar demostrar a sus profesores que Platón y Aristóteles eran en realidad una pareja de humoristas, [Álex] comienza a realizar sus primeros pinitos como realizador de cortos». ¿Quiere decir esto que le hacías la vida imposible a los profesores? ¿Eras un alumno difícil? No, no, no. Me limitaba exclusivamente a ser un alumno malo. No creo que se me recuerde por mi gran saber acerca de la filosofía antigua. Desgraciadamente, no era muy bueno. Pero bueno, lo que sí me reconforta es que algunos de los profesores tampoco eran muy buenos. No voy a decir quién, pero había uno particularmente horroroso que nos daba en el primer año. También recuerdo a un profesor de Pedagogía que nos hacía copiar las cosas en dictado como si fuéramos un colegio de curas, pero para EGB. ¡Y nos estaba dando Pedagogía! Eso es lo que más me asombraba. Que una persona que te está dando una asignatura que se supone que te tiene que ayudar a enseñar te haga copiar el texto en un dictado. Pero bueno, la media de profesores era buena. Había mucha gente que sabía mucho de 71

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cosas concretas y eso me volvía loco. Podían tener un desconocimiento demencial —volviendo al tema de El Día de la Bestia— de la vida. Por ejemplo, Igal era una persona que entraba en la Biblioteca de Loyola, salía de la Biblioteca de Loyola y esa era toda su vida. Vivía en una pequeña casita en Deusto. De ahí surgió la idea de que el cura de El Día de la Bestia fuera un cura que sabía tanto sobre un tema que podía desconocer el mundo y volverse loco. ¿El cura de «El Día de la Bestia» entonces es la mezcla explosiva de todos tus profesores de la carrera? Sí, es una mezcla explosiva de los profesores. Me influyó Igal porque era el profesor que más respetaba de la Uni. Para mí era el único que verdaderamente vivía la filosofía. Otros no la viven con tanta intensidad. Ese hombre la vivía. Todos los días pensaba que lo más importante que podía hacer era estudiar a Plotino, porque realmente creía que Plotino había llegado a la esencia de la verdad. Ése es un tío que realmente disfrutaba con lo que leía y en lo que trabajaba. Es el profesor que más me influyó en ese sentido. Bueno, todos de alguna manera representan a ese personaje. Nos atraía mucho la figura del sabio cura, que es algo muy típico aquí en el País Vasco. Está basado en Caro Baroja o en el padre Barandiarán. La gente que en el País Vasco más cultura ha tenido y que más conocimientos han acumulado siempre han sido los curas, y los jesuitas concretamente. Fíjate, al principio pensamos en rodar hasta en Deusto el principio de El Día de la Bestia. Una de las mejores bibliotecas de Filosofía que hay en Europa es la Loyola. Tiene realmente muchos libros de filosofía importantes. En tus películas sueles tener a muchos personajes «freaks». ¿En Deusto conociste a muchos? [Se ríe.] Bueno, había un par de profesores realmente dignos de la parada de los monstruos, pero la media era muy simpática. Realmente me llevaba bien con ellos. ¿Y el alumnado, tus compañeros de clase...? Todos éramos freaks. Yo era un freak también ahí. ¿Todos los que estabais en Filosofía erais «freaks»? Todos los que estábamos en Filosofía éramos freaks, porque éramos como treinta en mi clase. Recuerdo que éramos una especie de compendio de a) los despistados: estamos 72

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en esta carrera y no sabemos por qué; b) Los seminaristas, que eran cuatro o cinco que realmente eran super-intensos; c) Los ex seminaristas, que eran realmente los más juergas de todos. Gente que lo único que quería era destruir el mundo y emborracharse. Si puede ser todos los días, mejor. Ésos eran los más divertidos. Los ex seminaristas eran gente muy peleona. Y luego estaban d) los superrojos, otro sector muy interesante. Yo no llegué a estar en los míticos años de aquellas broncas que hubo por una fiesta en la iglesia... ¿cómo se llamaban?... la Fiesta del Canuto, ¿no? Yo eso me lo perdí y fue una pena, me habría encantado estar. Este año la Fiesta del Champán («La Champanada»), por orden del Rectorado, no se celebró porque se había convertido en un desmadre. En tus tiempos, ¿la Champanada era algo más «light»? No, lo de la Champanada nunca ha sido el día más terrible. El día más terrible siempre fue la fiesta de san Canuto. Eso era como el gran momento irreverente. Pero al final todo el mundo era muy light, porque realmente todos los que estamos en Deusto somos muy light. Somos todos bastante niños de papá y tal, y entonces no somos la gente dura que había en otras universidades. Todos los de Lejona son bastante más duros, y se lo pasan mejor. ¿Sigues en contacto con antiguos profesores o compañeros de clase? Pues no. Me gustaría volver a la Universidad, solamente para ver a Ortiz-Osés, y hablar de la Escuela de Eranos a la que pertenecía. Andrés era un post-junguiano impresionante, muy bueno. Un buen profesor. Pero no, no me he mantenido en contacto con ellos. Es que no he tenido tiempo realmente. ¿Y compañeros de clase? Eso sí. Tengo amigos de toda la vida que conocí en Deusto. ¿Gente con la que trabajas ahora en el mundo del cine? No, no. La gente con la que trabajo ahora, los decoradores (Arri y Biaffra) son de Bellas Artes de Lejona. La pregunta que le ronda a todo el mundo por la cabeza es ¿cómo llega un estudiante de Filosofía a ser uno de los directores más conocidos de España? Pues no lo sé. Yo creo que porque estaba metido en el cineclub. Eso me ayudó mucho. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Vi un montón de películas buenas en el cineclub de Deusto. Y discutíamos mucho, nos volvíamos locos intentando poner las películas. Recuerdo el día mítico en que pusimos El último tango en París y nos la quitaron. Ese fue el gran momento revolucionario. Desde aquí tengo que agradecer a los curas de Deusto que me hayan montado una bronca al poner El último tango, porque ha sido el único momento revolucionario de mi vida. Yo pensé que ya no había posibilidad de escandalizar a nadie, y cuando dimos El último tango y nos la prohibieron fue emocionante, la verdad. Fue un gran momento. Desde aquí un beso y un abrazo a todos los que me prohibieron aquella película, porque me regalaron un día emocionante. Salimos en el Telediario y todo. En fin, eras un miembro muy activo del cineclub. Aparte de seleccionar películas, ¿qué otras labores realizabas? Hacíamos carteles. Al principio hacíamos unos pocos carteles. Luego nos dimos cuenta de que los carteles influían mucho y que hacían que la gente fuese al cineclub. Nosotros nos autoabastecíamos, cobrábamos un dinero por la entrada y con eso comprábamos la siguiente película. Y algunas veces teníamos un poco de ganancias y nos daba para una cena. Entonces, ese tema de tener como una especie de pequeño negocio universitario era maravilloso. Nos lo pasábamos como enanos. Y descubrimos un día que haciendo carteles y poniéndolos por la Uni la gente iba más. Entonces empezamos a hacer carteles como locos. Nos gastábamos un montón de pasta en fotocopias e inundábamos la Universidad de carteles. Recuerdo que nos inventábamos cosas para llamar la atención. Recuerdo uno muy comentado. Dibujé una chica en pelotas y puse arriba: «Me violan diez negros en la sala de conferencias», y abajo en pequeñito: «Vente a ver la película...». Entonces la gente leía eso y se quedaba flipada. Fue un cartel bastante impactante. Conseguimos hasta tener fans de los carteles, porque eran todos absurdos. Los últimos que hicimos ya ni siquiera anunciaban la película. Poníamos un muñeco que decía «¿Oye?» y otro decía «¿Qué?». «No, nada». «Ah». ¡Ni siquiera anunciábamos la película! Y la gente al ver los carteles, sabían que daban algo, e iban. Bueno, y veíamos buenas películas. Recuerdo que vimos Lo que el viento se llevó, que nos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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duró como tres horas. Parábamos, nos íbamos a la cafetería, comíamos un bocadillo, seguíamos viendo la película. «A ver, ¿falta alguien?». Alguno se había ido, esperábamos a que volviera. Era muy familiar y muy divertido. Bueno, supuso tu primera cinefilia seria. Sí, los primeros años yo iba más al cine que en mi vida. Los dos primeros años de carrera recuerdo que veía dos o tres películas al día. Dábamos la película del cineclub los jueves, pero luego todo el resto de la semana había unos ciclos impresionantes en la filmoteca del Museo de Reproducciones. Entonces, por la tarde nos íbamos ahí y veíamos las películas seis o siete veces en una semana. Por ejemplo, dieron un ciclo de Hitchcock y vimos todas las películas de Hitchcock, y las veíamos todos los días. O sea, una semana daban Vértigo, así que todas las tardes veíamos Vértigo y llegamos a verla seis o siete veces. El Hombre que sabía demasiado también la vimos un montón. También hubo un ciclo de expresionismo alemán acojonante. En el mismo año vimos como cuatro o cinco ciclos en el Museo de Reproducciones. Y gracias a eso, al cineclub, y a la películas que estrenaban en aquellos años, me decidí a trabajar en el cine. ¿Cuando terminaste la carrera tenías claro que querías trabajar en el mundo del cine? Sí. Bueno, ya habíamos empezado. Durante la carrera hice cortos, empecé a trabajar en cortos, trabajaba en decorados en ETB, y al final terminamos trabajando en Todo por la pasta. Creo que un año después de acabar la carrera ya empezamos a trabajar en serio en el cine. ¿Te imaginabas que ibas a llegar tan lejos? No, en absoluto. Tampoco creo que haya llegado muy lejos. O sea, en este momento, sencillamente tenemos la suerte de poder hacer películas, pero cuando vas a Los Ángeles y estás un ratito con la industria americana te das cuenta de lo absolutamente senegaleses que somos. Nosotros somos como un grupo de sudafricanos que vienen a hacer cine madrileño a Madrid. ¿Tú te imaginas el shock de ver a cuatro chicos de Ciudad del Cabo o de Tanzania que vienen a hacer una comedia madrileña a Madrid? Pensarías «¿pero qué hacen estos pobres hombres?». Pues así somos nosotros en Hollywood. Cuando vamos ahí con nuestras películas, es como «Ay, mira qué gracia. Resulta que la película de estos chicos es buena». 73

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Fíjate lo que han hecho los españoles, ¿no? Sí, «Mira, si se puede ver. Si es graciosa y se puede ver». Ésa es la reacción. No sé, todavía estamos muy lejos de tener un sitio en el mundo del cine real. Estamos en esta pequeña maqueta que es el Estado español en el que tú trabajas y crees que eres el centro del mundo, pero estamos bastante a un lado. ¿A qué crees que te habrías dedicado si lo del cine no hubiese funcionado? Habría sido profesor. ¿De Filosofía? Sí, de Filosofía. Mi hermano es profesor, mi padre era profesor, y de mi familia todo el mundo ha sido de letras y ha estado involucrado en una menor o mayor medida en los libros y en la docencia, así que me imagino que habría sido profesor. Pero cuando me metí, yo recuerdo no haberme metido en esta carrera para trabajar. Cuando me metí a estudiar Filosofía en Deusto, me metí porque realmente me hacía gracia. Porque me divertía el rollo de la Filosofía. Yo no sabía que había manera de estudiar cine. Afortunadamente no lo hice porque creo que el cine, como el sexo, es algo que hay que descubrir uno mismo. Que no hay que aprender de una manera sistemática, ¿no? Exactamente. No creo que con un libro aprendiéramos a hacer nada bien. En cambio, la filosofía es algo que te tienen que enseñar, porque realmente precisa un aprendizaje serio. ¿Cómo planteas una película? No queremos que la gente cuando vaya a ver la película se encuentre con una cosa diferente a lo que quiere ir a ver. Si la gente quiere ir a ver una película de aventuras, tienes que contar una película de aventuras. Eso es algo de lo que también habla Aristóteles profundamente en La poética. Tienes que tener muy claro cuál es la premisa, cuál es la historia que estás contando para que la gente no se encuentre otra cosa. Si tú vas a ver una comedia y te encuentras con un drama, te puedes mosquear. Eso es lo que nos ocurrió en Muertos de risa. Nosotros dijimos que era una comedia, y no era una comedia. Era más bien un drama con pinceladas de comedia negra, ¿no? Exacto. Era un drama potente y con muchas escenas bastante desagradables. Y en ese 74

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sentido, creo que engañamos a la gente y quizás haya hecho que no haya gustado tanto la película aquí como en el extranjero. En el extranjero no dijimos nada, vieron la película, y ha funcionado mucho mejor que aquí. En Argentina funcionó increíblemente. ¿En el futuro escribirás algún otro libro? Estoy en ello. Estoy haciendo una especie de segunda parte de Payasos en la lavadora que se llama En la zona negativa. ÁLEX DE LA IGLESIA BORJA SOTOMAYOR

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Ciudad Es muy factible que Platón jamás hubiese pensado que la imagen de la ciudad construida por él como ideal de la polis perfecta pudiese llegar algún día a su paroxismo para estallar en consecuencia en miles de fragmentos, no tanto por ser la realización defectuosa del modelo, situación que por lo demás es su principio de legitimación, cuanto por la desaparición del fantasma especular que le da consistencia. Paroxismo por exceso podemos llamar a esta experiencia contemporánea que ha terminado por convertir al planeta en una ciudad expandida. Y es que la ciudad ideal, la ciudad de Dios, el burgo medieval, la ciudad planificada y ordenada, la ciudad moderna y funcional, variantes de este sueño platónico de la polis perfecta, esa ciudad ha llegado hoy al paroxismo, justamente cuando la ciudad vivida que siempre fue (y aún es pensada como) su realización imperfecta hace estallar por saturación el modelo que la ha engendrado. Implosión residual ha llamado Jean Baudrillard a este fenómeno contemporáneo que en su mismo proceso ha puesto al descubierto el carácter simulado del modelo mismo. Porque en efecto, la oposición entre un espacio construido y elaborado artificiosamente como la ciudad y una naturaleza en estado originario a cuyo alrededor tantos sueños ideoecológicos se han alimentado, pierde cada vez más su pertinencia en esta experiencia expandida de las metrópolis contemporáneas o en esta telépolis global como la describe Javier Echeverría, para poner al descubierto incluso el carácter «artificioso» del mismo concepto de naturaleza. La separación de los bárbaros, extranjeros, extraños o su figura moderna de los inmigrantes —o desplazados— que son excluidos como «otredad» frente a una supuesta identidad sustantiva que así los estigmatiza, también se desdibuja poco a poco y no sin tropiezos en el ámbito de esos espacios físicos y simbólicos que hace tiempo nos plantean procesos de subjetivación totalmente nómadas, lábiles, movedizos, reconociendo en el «turista», el vagabundo, o el extranjero, la figura positiva de esta nueva «forma de singularidad». La ciudad planificada, ordenada y regulada, esa ciudad «imaginada» que se ha contrapuesto a la ciudad laberinto, a la urbe caótiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ca, desproporcionada y conflictiva y que ha servido como soporte legitimador para los análisis y las propuestas sociologizantes que aún replican el mito platónico de una ciudad ideal con simulacros reales pero perversos, esa ciudad soñada se distancia de tal manera de la ciudad vivida que ya parece haber perdido hoy toda su pertinencia. Y es que la metrópolis contemporánea no es simplemente el resultado de un proceso de expansión de las ciudades como podría creerse cuando se la mira desde los proyectos modernos que incluso en buena parte de nuestro siglo han buscado legitimarla y por ende domesticarla. Sus devenires no son la realización tortuosa e imperfecta de una ciudad ideal que siempre gusta de ocultarse, como tampoco son la espera siempre aplazada de una ciudad soñada que nunca se realiza. Muy al contrario, la ciudad ha estallado y en su implosión estalló el modelo que la había concebido. Mejor dicho, la «emergencia de la forma metropolitana de la ciudad» como la llama G. Zarone,1 nos pone ante la evidencia de que nunca hubo ni hay una «ciudad oculta» tras las ciudades vividas y construidas, salvo sólo como la consecuencia de esquivar su presente, desplazándolo hacia un pasado perdido o aplazándolo en un futuro deseado. Y es que esas ciudades soñadas no son más que el efecto de la condena del carácter «artificial» de ese espacio social humanizado que llamamos ciudad, en aras de una supuesta naturalidad que lo explicaría. Hasta aquí ha llegado ese poder del mito bíblico que pensó la ciudad como deriva maldita de una originalidad perturbada. La ciudad es un artificio, un constructo humano que pone en sus marcas visibles y en sus trazos no visibles la impronta de su continuo presente. Sólo que «el artificialismo —como dice Clément Rosset— no resulta artificial hasta que no se disfraza de naturaleza; sin ese disfraz es verídico e inocente. Verídico por no disfrazado, inocente por ignorar la naturaleza que podría ocurrírsele quebrantar».2 La ciudad vivida, o dicho con más propiedad, las múltiples ciudades que deambulan por los espacios fisiográficos citadinos, resultan ser artificiales, caóticas, conflictivas, porque se las ha disfrazado con el ropaje de una ciudad imaginada que las ha hecho falsas y culpables, al amparo de los relatos mítico-racionales que la explican y la redimen como falsos simulacros 75

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de una expansión-realización que no acaba; mejor dicho que, en su propia lógica, nunca podría acabar. Si hablamos hoy de la crisis de los grandes relatos, los relatos de y sobre la ciudad son una clara ejemplificación de este acontecimiento. Sólo que tendríamos que precisar un poco más esta aseveración, máxime cuando lo que parece estar en crisis no es tanto esa «humanización de la temporalidad» que en su discurrirdevenir logra el discurso contado, cuanto ese doble reflujo de lo que en ellos se relata. En efecto, aguas abajo —y ello para utilizar una metáfora bien móvil—, los relatos crecen incontrolablemente a causa de las exégesis cada vez más doctrinales de las que son objeto y con las que buscan una «originariedad perdida»; aguas arriba, ellos rehacen y por anticipado su futuro recorrido histórico, su discurrir, para mitificarlo, es decir, para convertirlo en objeto de deseo. Ese doble reflujo en el cual pueden reconocerse sin muchas dificultades los caminos y vericuetos de las técnicas interpretativas que hemos consolidado, bien podría mirarse como la consecuencia del temor que produce pensar el presente. No en vano difícilmente se encuentra una «actualidad» que en su momento no haya sido pensada como crítica y conflictiva, y que como máscara efectiva permite esquivarlo, bien porque se le mire como la materialización defectuosa de un pasado, bien porque se constate que aún no realiza un futuro soñado. «Anomia de la regresión nostálgica al pasado y fuga hacia un futuro posmoderno indiferente» como dice Alejandro Piscitelli. Pues bien: la «crisis de los grandes relatos» puede ser la expresión provocadora de esta apuesta a pensar el presente de su discurrir que no es más que la constatación de que es el relato mismo el que constituye los espacios de reconocimiento y los puntos de identidad en los cuales nos reconocemos. A esta elaboración hecha con destreza la llamamos «artificio», no tanto para oponerla a la naturaleza o al azar en aras de una supuesta realidad que les daría a cada uno su especificidad —así lo hizo ciertamente Aristóteles—, cuanto para señalar su carácter de constructo humano, es decir de producción de experiencia vital. Pensar este artificio es el reto que el fin de siglo hace tiempo ha enfrentado, señalando de paso que «si el artificialismo es un pensamiento 76

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del presente, es decir de lo que existe, el naturalismo es un pensamiento del pasado y del futuro: es decir de lo que no existe y que sólo encuentra en la noción, un receptáculo puramente terminológico».3 Si «la filosofía es hija de la ciudad» lo es porque en el espacio de las relaciones específicas que instaura el ámbito citadino se consolidan los esquemas con los cuales nos pensamos a nosotros mismos. Reconocemos allí una «ciudad que deviene pensamiento», cristalizando en su devenir los mitos fundacionales de la polis. Por eso es muy probable que Platón entreviese cómo el ejercicio de la filosofía convertido en sus manos en el arte del manejo de la ciudad, no fuera más que la materialización de la política. Pero los términos de esta expresión se han invertido y hoy podemos afirmar que la emergencia de las metrópolis y las telépolis contemporáneas nos conducen más bien a la constatación de que «la ciudad es hija de la filosofía» en tanto ésta ha elaborado los relatos que le han dado consistencia como espacio-tiempo humanizado, es decir como artificio. Y allí hemos de reconocer un «pensamiento que deviene ciudad», o más específicamente un «habitar la ciudad» que cristaliza en los relatos. Más allá o más acá de ellos, no hay experiencia citadina alguna. Planetarización de la urbe o urbanización del planeta, se puede decir y no es para menos: las proyecciones demográficas han calculado que para el año 2010, alrededor del 80 % de la población mundial se aglomerará en torno a las ciudades, imponiendo incluso al 20 % restante que se supone aún «rural» más por falta de aglomeración que por otra cosa, condiciones de dependencia no sólo de supervivencia material —lo cual poco cambia las relaciones que siempre se han instaurado entre ambas— sino de homogeneización cultural, ésta sí un fenómeno típico de nuestra época. Con los matices propios que esta expansión tiene, lenta en unos casos, acelerada en otros; traumática para unos, menos conflictiva para los otros, esta planetarización vertiginosa de la ciudad es la que ha ido borrando las marcas de su fisiografía para dar lugar a esa experiencia metropolitana, incluso telepolita que hace tiempo estamos viviendo; mejor dicho ha terminado por disolver incluso el espacio circunscrito en el cual se hacía pensable para acabar DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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—y por exceso— fagocitando a estos opuestos que le daban consistencia. Las fronteras que parecían acotarla como territorio definido y que en su condición de tal demarcaban el afuera del adentro, son absorbidas continuamente por esa «máquina citadina» que bajo el esquema de la incorporación y utilizando los más variados mecanismos (equipamiento urbano, redes viales, circuitos comunicantes, aparatos institucionales de reconocimiento, imaginarios socio-cívicos de integración, etc.), quiere poco a poco domesticarlas, mejor dicho «urbanizarlas» en el sentido de imponerles el registro y la doma del «adentro» de la ciudad, para acabar haciendo de ella un espacio sin fronteras, un territorio totalmente nómada y movedizo, en cuyo continuo desplazamiento desterritorializa sus «centros» para convertirlos también en periferia. Los trazos que parecían demarcar en su misma trama las estructuras jerárquicas de su organización social han perdido esa impronta del habitar sedentario y cuidadosamente organizado, para dejar deambular por ellos un continuo fluir de espacios, de tiempos, de comportamientos estéticos, de memorias y de intercambios que como una inmensa red tejen la urdimbre de esa ciudad tan cercana al laberinto. Las «marcas visibles» de su entorno, cargadas muchas veces de esas memorias legendarias que cristalizaban así puntos fijos de identidad y de reconocimiento citadino, pierden su condición de monumentos para ganar en su lugar la de signos lábiles y móviles continuamente re-semantizados por la experiencia polivalente de la ciudad misma. Resulta imposible pensar una «fragmentación» tal del espacio citadino si así puede llamársele, sin contar con la presencia cada vez más explícita y evidente de esas redes «a distancia» que traman su urdimbre y que en esta desterritorialización creciente han terminado más bien por urbanizar el tiempo. «Archipiélagos de ciudad» es lo que encontramos hoy dispersos en esas proliferaciones de subconjuntos de ciudades conectadas «desde y a lo lejos» por estos soportes «tele-gráficos» que han terminado también por modificar sus dispositivos mnemotécnicos. «Memorias-tele» podríamos decir y en el doble sentido de la palabra en tanto son memorias sin «soporte matérico» que las haga evidentes, y en cuanto son memorias desterritorializadas que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pueden estar en cualquier espacio y en cualquier tiempo. Una experiencia como esta no borra ni elimina las memorias citadinas que tradicionalmente se reconocen en las ciudades. Conviviendo con ellas, abre nuevos campos mnemotécnicos que más bien modifican sus efectos al dejarnos ante una resonancia tenue de esas memorias. Y es que de hecho ya no estamos frente a esa «territorialización» que deposita el «mundo» en la ciudad en tanto lo organiza y que produjo esas urbes pletóricas de simbolismos asociados generalmente a las estructuras de poder. Como tampoco estamos ante esos procesos de «reterritorialización» que logran hacer de la ciudad un mundo en el cual los símbolos han dejado su espacio a las alegorías al ponerse en escena las tramas de lo económico y lo cultural.4 Si asistimos hoy a una desterritorialización de las ciudades es porque ellas ya simulan un mundo en la ciudad; mejor dicho porque son auténticas ciudades simuladas que deambulan en los registros telemáticos de sus memorias: es esto lo que conocemos hoy como cultura de la simulación.5 Ciudades-museo las llama Pere Salabert no tanto porque expongan cosas u objetos que «sacados de su temporalidad» se sacralizan, esto es, se mitifican (aunque de hecho así parecen funcionar para los «turistas» que somos los ciudadanos contemporáneos), «cuanto porque ellas se limitan a exponer al público ciertas paradojas del tiempo histórico, al mostrarnos cosas que limitadas en su tiempo a un valor estrictamente utilitario, han sobrevivido sólo por azar».6 Pero ha crecido tanto la ciudad que los procesos de socialización-desocialización y los enclaves de subjetivación de sus habitantes definen hoy otros espacios y otros socios. En efecto: salvo por un criterio demasiado débil como la «permanencia» que crea la ilusión de la pertenencia a un territorio citadino, hace tiempo que somos extranjeros en nuestros territorios; mejor dicho, emigrantes e inmigrantes en nuestro propio lugar. Hace tiempo que esas formas de inscripción a distancia que utilizan los registros de nuestras memorias individuales y colectivas contemporáneas nos han desterritorializado para convertirnos en transeúntes y en «turistas» de nuestras propias ciudades, borrando con ello los linderos artificiosos que le habían dado al ciudadano su principio de identidad y de reconocimiento como hombre 77

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urbano. Ya no son esas «relaciones de parentesco» ampliadas del vecindario, del compadrazgo, del caudillismo y de las asociaciones cívicas y sociales, ni esas sociabilidades claramente distribuidas entre lo público y lo privado, lo social y lo individual, las que permiten dar cuenta de esa red de intercambios fluidos, de contactos ligeros, de transacciones móviles, de encuentros pasajeros, que parecen especificar cada vez con más insistencia los nuevos espacios de sociabilidad urbana. Los espacios públicos de nuestras ciudades ya no definen el lugar de una proxemia. Esos no-lugares, como los llama Marc Augé, más que carecer de definición como «espacios de identidad, de relación o históricos»,7 especifican por el contrario el ámbito de esas relaciones a distancia que cada día cobran más presencia entre nosotros, sin que en su aparente desocialización impliquen una ausencia de intercambios. «La pareja socialización-desocialización —dice Isaac Joseph— nos obliga a abandonar el concepto de patología social para aceptar desorganizaciones parciales y transitivas que se sitúan en una sociología de la adaptación... y pasar de lo patológico al pathos, es decir, a la cualidad dramática de los comportamientos sociales, aun cuando esos comportamientos no correspondan únicamente a los atípicos».8 Algo similar acontece con esas «formas fragmentarias de subjetividad» que ya no pasan por los registros de la individuación o de la subjetivación. Los «nuevos territorios existenciales», como los llama Félix Guattari, productos del doble desencantamiento del proyecto moderno y del quiebre de la subjetividad a él asociado, han desplazado el acento más bien hacia esas modalidades de singularización que exigen de los sujetos la creación de nuevas territorialidades existenciales.9 «El conflicto moderno entre la tendencia socialista y el individualismo se ha transformado en la postmodernidad en un curioso eclipse del sujeto tras la figura del individuo como compendio de autonomía y libertad», dice Pere Salabert.10 Y es que de hecho el «sujeto» no ha desaparecido: se han mutado sus formas de sujeción que definen no una identidad solipsista sino los puntos de cruce y de encuentro con otras singularidades. 78

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Si toda identidad se construye como dice Marc Augé por los procesos de negociación con diversas alteridades, toda crisis de identidad habrá que mirarla más bien como crisis de alteridad. El sujeto contemporáneo metropolitano, telepolita o ecopolita,11 ya no tiene en el «otro» esa imagen especular con la cual establecer sus diferencias y por tanto su identidad. Su pathos radica ahora en su propia «diferenciación interna al infinito»:12 auténtica experiencia fractal del sujeto que al aparecer difractado en una multitud de «egos» miniaturizados, no desea más que asemejarse a cada una de sus fracciones. Por eso las nuevas territorialidades existenciales reivindican el derecho a la singularización y a la creación de una ética de la finitud basada más bien en el «prolongamiento de universos estéticos»; y por eso esos procesos de singularización reivindican las figuras del transeúnte, del turista,13 del extranjero o del vagabundo,14 como espacios de reconocimiento del ciudadano contemporáneo. Razón tenía Simmel al decir que «el hombre de la gran ciudad, el hombre de nuestra cultura, tiene el lugar de su vida no en un sitio sino en la economía de mercado»;15 lo que equivale a decir que se juega su vida en esos intercambios lábiles, móviles y fluidos que configuran nuestras ciudades. En vano se buscarían unos puntos de emergencia para estos acontecimientos, no sólo porque resulte imposible demarcarlos en esos flujos continuos, múltiples y diversos en los que viven hoy nuestras ciudades, sino porque en nada contribuyen a su comprensión. Lo que sí puede rastrearse es esa nueva forma de «visibilidad» que empieza a configurarse como el espacio en el cual tanto lo social como lo privado «se da a ver» y se «enuncia». Este «cambio de mirada» es el que impone «el conjunto de las condiciones materiales, semánticas» estéticas y mnemotécnicas como las que hemos intentado reconocer en las metrópolis contemporáneas. Aunque en rigor deberíamos más bien decir que son esas condiciones las que producen este otro régimen de visibilidad en el cual nos movemos hoy y que como nueva tecnología de lo imaginario16 ha transformado lenta pero profundamente las prácticas culturales de las memorias. Ciudades fragmentadas y crisis de los grandes relatos; sujetos fractales y subjetividades desterritorializadas: allí se percibe otra «moDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dulación» de los espacios vitales que al espacializar el tiempo y temporalizar el espacio en esta «cultura de la simulación y de las memorias telemáticas», acabó por transformar las coordenadas estáticas y los puntos de referencia en los cuales nos reconocemos. Los «resquebrajamientos» de la vida contemporánea no son fruto del azar. Responden a condiciones específicas del desarrollo de los «mundos» que hemos construido, en tanto son formas de «modulación» de los espacios existenciales. No son los monstruos que se producen por los avatares de la «modernidad», ni los retrasos en su puesta en obra o los obstáculos —irracionales, claro está— que se suponen impiden su desarrollo. Son el campo estratégico en el cual nos movemos. Horror para muchos, sí; pero también punta de lanza y condición sine qua non de nuestra existencia.17 Habría que pensar en todo caso que también se ha invertido ese juego especular que hace del emigrante el «otro», es decir, la figura en la cual el ciudadano encuentra en últimas el sustrato de su identidad, para dar lugar a ese referente que más bien hace del «ciudadano» el imaginario del migrante. O dicho de otra manera: si este último ha sido hasta ahora la figura que consolida la imagen del «ciudadano», a lo mejor estamos hoy ante el ciudadano como nuevo imaginario que consolida al migrante como su imagen. Digámoslo con Guattari: «más bien que de sujeto, convendría hablar de componentes de subjetivación, cada una de las cuales trabaja por su propia cuenta. Lo que conduciría necesariamente a reexaminar la relación entre el individuo y la subjetividad, y, en primer lugar. a separar claramente los conceptos. Estos vectores de subjetivación no pasan necesariamente por el individuo; en realidad, éste está en posición de “terminal” respecto a procesos que implican grupos humanos, conjuntos socioeconómicos, máquinas informáticas, etc. Así, la interioridad se instaura en el cruce de múltiples componentes relativamente autónomas las unas con relación a las otras y, llegado el caso, francamente discordantes».18 Notas 1. Cfr. Giuseppe Zarone, Metafísica de la ciudad, Valencia: Pre-textos, 1993, p. 7. 2. Clément Rosset, La antinaturaleza. Elementos para una filosofía trágica (trad. de Francisco Calvo S.), Madrid: Taurus, 1974, p. 22. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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3. Clément Rosset, op. cit., p. 314. 4. Cfr. Jaime Xibillé M., La situación postmoderna del arte urbano, Medellín: Fondo editorial Universidad Nacional de Colombia-Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana, 1995. Sobre todo los capítulos «2. El monumento y el simbolismo urbano» y «3. Deconstrucción: la modernidad como ornamento», pp. 153 y ss. 5. Este tema que aquí simplemente mencionamos amerita de por sí un tratamiento más explícito. En parte ya ha sido realizado por: Néstor García Canclini, Consumidores y ciudadanos (Conflictos multiculturales de la globalización), México: Grijalbo, 1995, pp. 16 y ss.; Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano, op. cit., pp. 29 y ss.; Marc Augé, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, Barcelona: Gedisa, 1995; Manuel Delgado, Violencia, comunicación e intercambio en Medellín Colombia, Barcelona: Mimeo., 1995, pp. 2 y ss.; Jesús González Requena, El discurso televisivo: espectáculo de la postmodernidad, Madrid: Cátedra, 1992, pp. 152 y ss. 6. Pere Salabert S., Museos, ciudades-museo y urbes teatrales, Barcelona: Mimeo., agosto 1994, p. 15. 7. Marc Augé, Los no-lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (trad. de Margarita N. Mizraji), Barcelona: Gedisa, 1993, p. 83. 8. Isaac Joseph, op. cit., p. 19. 9. Ésta es, por ejemplo, la propuesta elaborada por Félix Guattari en su texto Las tres ecologías (trad. de José Vázquez P. y Umbelina Larraceleta), Valencia: Pretextos, 1990, pp. 18, 45, 77. 10. Pere Salabert S., Declives éticos, apogeo estético y un ensayo más, Cali: Universidad del Valle. Universidad Nacional sede Medellín, 1995, p. 69. 11. Cfr. Jaime Xibillé, «Metropolitanos y ecopolitas», en Sociología 19. Revista de la Facultad de Sociología de Unaula, Medellín, abril de 1966, pp. 34 y ss. 12. Jean Baudrillard, «Videosfera y sujeto fractal», en Anceschi, Baudrillard et alii, Videoculturas de fin de siglo (trad. de Anna Giordano), Madrid: Cátedra, 1989, p. 27. 13. Pere Salabert S., «El infinito en un instante», Revista Ciencias Humanas, 17, Universidad Nacional de Colombia-Medellín, 1993, pp. 105 y ss. 14. Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano, op. cit., pp. 51 y ss. 15. Citado por Juan José Lahuerta, 1927. La abstracción necesaria en el arte y la arquitectura europeos de entreguerras, Barcelona: Anthropos, 1989, p. 206. 16. Cfr. Alain Renaud, «Comprender la imagen hoy. Nuevas imágenes, nuevo régimen de lo visible, nuevo imaginario», en: Videoculturas de fin de siglo, op. cit., pp. 14 y ss. 17. Si se analiza con detenimiento la propuesta ecosófica planteada por Félix Guattari, en sus dos libros Las tres ecologías y El constructivismo guattariano, se podrá observar cómo la ecología mental, 79

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la ecología social y la ecología medioambiental son alternativas para pensar este régimen visual que hemos descrito. Algo similar acontece, obviamente desde puntos de vista distintos, con las propuestas de Luc Ferry (El nuevo orden ecológico), Marc Augé (Hacia una antropología de los mundos contemporáneos), Isaac Joseph (el transeúnte y el espacio urbano) y Michel Serres (El contrato natural). 18. Félix Guattari, Las tres ecologías, op. cit., p. 22.

JAIRO MONTOYA

Compasión Un tema como la compasión no puede abordarse desde una sola cultura, porque es una dimensión del ser humano totalmente universalizada. En la tradición sánscrita, por ejemplo, aparecen los términos maitri , que significa benevolencia amistosa y karuna, que suele traducirse por ternura y piedad. Estos dos significados aparecen en japonés fundidos en el término jihi. En las culturas los conceptos nacen de una matriz de raíz honda. En el tradición oriental esa raíz hay que buscarla en la sabiduría, que consiste en percibir con claridad la gratuidad constante de todas las circunstancias vitales. De esa experiencia nacerá la compasión ante toda clase de desgracia. Cuando se vive con esta conciencia, el budista manifestará su gratitud con la alegría de quien sabe que lo recibe todo sin mérito propio y sentirá compasión por los que están todavía bloqueados por la ignorancia de su verdadera realidad. En la tradición budista mahayana es, en este sentido, centralmente significativa la figura del Bodhisattva. Estas figuras, así llamadas, integran los dos aspectos significativos de la compasión budista: son seres iluminados (plenamente conscientes) y, por ello, compasivos. Hay que recordar que en la legua japonesa, para referirse a la sabiduría, se dice chie; es decir, chi significa conocer y e significa corazón y gracia. Quieren decir con ello que se conoce con el corazón (lo que nos hace recordar a Saint-Exupéry) y, al mismo tiempo, se tiene conciencia de que su existencia está siendo animada por la gratuidad. De ahí nace su actitud de agradecimiento y compromiso. 80

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Desde esta actitud no es incomprensible que un historiador de las religiones, como Anesaki Masaharu, destaque la sintonía del Cántico del Sol de Francisco de Asís con la mentalidad oriental. Entre muchos textos citables, leamos una poesía de Myoe (1173-1232): Asomando entre las nubes la luna invernal me acompaña ¿Qué puede importarme el viento helado o la fría nieve?

Esta reflexión ha sido escrita después de una larga y serena meditación del monje en medio de la naturaleza. Identificado con ella, tiene lugar la conciencia plenamente iluminada, desde la que nace la compasión hacia todos los seres. En la base de esta experiencia está la capacidad de detenerse y saber mirar. El samaritano del relato evangélico se detuvo y, por ello, nació en él la compasión por la situación del malherido. Son los dos términos necesarios. Entre las innumerables narraciones budistas se encuentra la de un asceta que tropezó con un perro sucio y enfermo; hizo como que no lo había visto, pero se detuvo, lo miró compasivo y lo abrazó. En ese instante el perro se transformó en el bodhisattva Monju. Es decir, sólo si nos detenemos y contemplamos la realidad con ojos limpios, brotará la compasión y se manifestará la sabiduría. En Occidente una parte importante de la población ha puesto su confianza en la «objetividad imparcial de los académicos», para alcanzar una visión correcta de la realidad. Sin embargo, desde esa perspectiva es muy difícil alcanzarla, porque la forma de ver está condicionada por los prejuicios de base ideológica. Por eso, se opta por una ética que ponga en claro los deberes para con la humanidad, antes de cualquier tipo de mediación ideológica o religiosa. Se insiste en el peso insoslayable de la decisión ética, sin más preparación previa que el compromiso por la transformación del mundo (Conferencia de Susan George, publicada en Frente a la razón del más fuerte). Para esta mentalidad la religión y las exigencias espirituales comunitarias están interfiriendo negativamente impulsados por la compasión. ¿Por qué? Porque, en su opinión, la lucha por la transformación de la realidad es de tipo político y muchas tradiciones religiosas tienen estructuras antidemocráticas, por lo tanto, son incapaces de posiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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bilitar un verdadero cambio para la humanidad. Su discurso de la compasión estaría «contaminado» por estas contradicciones internas; por lo tanto, no hay que reflexionar desde la compasión, sino desde la justicia. Frente a estos prejuicios, que no hay que desechar del todo, están las biografías concretas de millones de seres humanos que han practicado la compasión en situaciones límite, como en el caso de Ana Frank, quien anota en su diario: Es un milagro que no haya renunciado a todas mis esperanzas, ya que parecen absurdas e imposibles. Si las conservo, a pesar de todo, es porque sigo creyendo en la bondad íntima del hombre. No puedo construirlo todo sobre cimientos de muerte, miseria y confusión. Veo que el mundo se va transformando poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el fragor que nos matará también a nosotros, participo del dolor de millones de hombres, pero cuando miro al cielo pienso que el bien acabará venciendo, que esta dureza despiadada también cesará.

Quizá las dos claves apuntadas por Ana Frank puedan dar una pista, para explorar el sentido de la compasión desde una actitud trascendente: la creencia en la bondad del hombre y la sintonía con el dolor de la inmensa multitud de seres humanos. De este modo, se reafirma en la creencia de que el bien acabará triunfando sobre el mal. Desde el ámbito religioso, Charles Péguy ha reflexionado sobre el sentido de la compasión tomando como figura simbólica el drama de Juana de Arco (El misterio de la caridad de Juana de Arco). En su diálogo con Hauviette, Juana manifiesta su impotencia: Por un herido que casualmente curamos, por un niño al que damos de comer, la guerra infatigable produce todos los días centenares de heridos, de enfermos y de abandonados. Todos nuestros esfuerzos son inútiles; nuestros actos de caridad son vanos. La guerra es más fuerte generando sufrimiento. ¡Ah! ¡Maldita sea! ¡Y malditos quienes la trajeron a las tierras de Francia!

¿Es esta frustración el precio de la conducta compasiva? Es la pregunta más doliente de los que la practican, incluso por motivos exclusivamente humanitarios. Frente a la afirmación de que el bien se impondrá sobre el mal, está las experiencia torturante de cada día. Para algunos, la religión ofrece un horizonte de esperanza, para otros, el humanismo exige un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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esfuerzo heroico. Para ninguno la compasión es un sentimiento cálido, blando y vagaroso. Un humanista de nuestros días, Edgar Morin, pide, al final de sus reflexiones en el ensayo titulado Mis demonios, la resistencia, a pesar de su conciencia clara de que la crueldad del mundo ganará la partida: Resistir, resistir primero a nosotros mismos, nuestra indiferencia y nuestra falta de atención, nuestro cansancio y nuestro desaliento, nuestros malos impulsos y mezquinas obsesiones. Resistir por/para/con amistad, caridad, piedad, compasión, ternura, bondad. [...] Me resistí primero al nazismo, luego al stalinismo, procuré resistirme a las dos barbaries que se unieron en este siglo. [...] En el origen de todas estas resistencias descubro, hoy, una resistencia más profunda, primordial, a la crueldad del mundo. Proseguir el esfuerzo cósmico desesperado que, en el humanismo, toma la forma de una resistencia a la crueldad del mundo es lo que yo denominaría esperanza.

E. Morin ha tenido una trayectoria vital humanista que le autoriza a escribir así. Pero la cuestión, que se replantea una vez más, es si la compasión aparece como origen de la resistencia o como forma de mantenerse permanentemente en ella. Los testimonios de personas, que han experimentado situaciones extremas, se suceden a lo largo del turbulento s. XX. Por ejemplo, la escritora francesa Germaine Tillion, después de pasar por los campos de concentración nazis, impactó en la opinión pública, cuando en 1950 viajó a Alemania, para testificar a favor de dos antiguas vigilantes alemanas del campo de Ravensbrück. Reconoció que, al llegar, su semblante era tímido y hasta cierto punto respetuoso con las prisioneras; pero al cabo de diez días el sistema carcelario les había hecho cambiar hasta convertirlas en seres salvajes, llenas de odio y agresividad. Ya lo había hecho tres años antes, cuando se juzgaba a sus propios verdugos. Declaró, posteriormente, que para ella era suficiente que se hubieran condenado sus actos, ya que por aquellas personas sentía una «compasión consternada». El mismo proceso a Pétain, en el que estuvo presente, le inspiró el mismo sentimiento. Ante el conflicto posterior que se desencadenó en Argelia, su postura, que intentó superar las posiciones maniqueas, fue reprobada por todos los extremistas. Su actitud compasiva no nacía del desconocimiento de las «ver81

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tiente atroz de la humanidad» ; a pesar de todo, Germaine Tillion reivindica los valores de la compasión y de la ternura, porque el ser humano es moralmente indeciso, bueno y malo a la vez. La mediocridad y la maldad, que practican muchos seres humanos, es señal de que «no han encontrado los acontecimientos que los pongan de relieve» , como escribe al final de su obra Ravensbrück. Las personas que han sobrevivido a los campos de concentración, confiesan al unísono que nadie habría sobrevivido a esa experiencia sin la compasión y la ayuda de los otros. Es decir, esa dimensión positiva de la vida humana aparece con mayor nitidez en situaciones límite. Su vida posterior normalmente se orientará ayudando a las personas que sufren. De otro modo, pero desde la misma experiencia de los campos de concentración, Viktor E. Frankl subraya la voluntad de sentido en el ser humano y es precisamente esta dimensión la que configura positivamente todo su ser. ¿Respondería la compasión a una voluntad de sentido ante el hecho dramático del dolor y del sufrimiento? ¿Qué significado puede tener esa expresión? El autor de En el principio era el sentido responde: Significa que una persona que se proyecta hacia un sentido, que ha adoptado un compromiso por él, que lo percibe desde una posición de responsabilidad, tendrá una posibilidad de supervivencia incomparablemente mayor en situaciones límite que la del resto de la gente normal. Naturalmente, ésta no es una condición suficiente para sobrevivir, pero sí necesaria.

La compasión sería, desde esta clave, una actitud que proporciona un sentido al descubrimiento de los seres que sufren y al compromiso de compartir su realidad en todas sus circunstancias, como reacción responsable. Viene a ser, por lo tanto, un acto en el que se asume como propia la situación concreta del otro. Desde los escenarios de la guerra Ryszard Kapuchinski reflexionaba para el Magazine de La Vanguardia el 29 de diciembre del 2002: Si nos negamos a conocer a ese otro, podemos entrar en una etapa trágica, de grandes conflictos, de muerte. En la guerra he aprendido una cosa: cuando se toman prisioneros y se interroga a los soldados del bando contrario, siempre, siempre, siempre, se repite la misma pauta, el mismo modelo: al soldado se le ha preparado para que lo ignore todo de su enemigo. El enemigo, el otro, es para él algo abstracto. Y en el 82

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momento en que se empieza a conocer al otro, se empieza a hablar, se pierde la motivación para la lucha.

Y, al perderse la motivación para la lucha, el camino queda libre para la compasión, cuya finalidad es «construir» la verdad del otro, negada o desfigurada por la propaganda bélica. En el momento actual, sin embargo, asistimos a la ambigüedad que supone la preferencia de las generaciones más jóvenes por la realidad virtual. Desde las nuevas tecnologías, positivas sin lugar a dudas, se les ofrece también la posibilidad de vivir en «otros mundos», pero, al acceder a ellos, se desconectan de la realidad social. Es una forma de refugio contra la amarga soledad, aunque el anclaje tenga lugar en la simple ficción. Es muy difícil que desde esa práctica se pueda descubrir la presencia de lo humano. Sin embargo la informática pone en manos de las nuevas generaciones un potencial de aprendizaje colosal. Pero hay que saber utilizarlo. Por todo ello, Rita Levi-Montalcini, premio Nobel de Medicina en 1986, solicita la intervención de los científicos en el sector de los valores, hasta ahora considerado propio de los filósofos y de los religiosos. Siguiendo al genetista A. Piazza, destaca el fenómeno extraordinario de la evolución humana: la aparición de la cultura. De este modo, el Homo sapiens tuvo la «capacidad de elaborar y contener más informaciones que el genoma que lo había programado». Por lo tanto, la dinámica de los genes, según Piazza, está controlada por la dinámica lingüística-cultural. El antiguo tema de la compasión humana tiene ahora la posibilidad de un nuevo enfoque, aunque permanezca el mismo horizonte de aproximación a la realidad humana, superando barreras ancestrales. De ahí nacen las reiteradas llamadas de Levi-Montalcini a la joven generación, para que asuma conscientemente «las trágicas consecuencias de los odios basados en diferencias sociales, religiosas y políticas, así como en los tabúes tribales, que en civilizaciones más evolucionadas tienen características raciales.» Esta respuesta activa superaría la preocupante propagación de lo que califica como «martiriomanía». Recuerda que el 11 de septiembre de 2001 muchos desheredados de la tierra celebraron con alegría lo que consideraban una victoria sobre los poderes responsables de su sufrimiento. No hubo en ellos lugar DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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para la compasión, porque el «mártir» (sahid), versión religiosa del terrorista, representaba la esperanza de la salvación de la miseria, que padecen. La compasión tiene para ellos el rostro insoportable de la traición. De nuevo, el budismo aparece como fuerte contraste ante la falta de compasión o ante las decisiones que necesitan de una fuerza capaz de mantenerlas. El Maestro Nhat Hanh, que hoy es uno de los referentes del llamado budismo comprometido, no evita enfrentarse a situaciones extremas:

Estar con otra persona de esa forma quiere decir que, por el momento, dejas a un lado tus propios puntos de vista y tus valores a fin de adentrarte en el mundo del otro sin prejuicios. En cierto modo entraña dejar a un lado tu propio yo.

El proceso que subraya Rogers supone asumir con lucidez y valentía la presencia de sentimientos negativos, por ejemplo, la ira y el odio. El ha trabajado con personas blancas y de color en terapia de grupo. Para ellos indica en su obra On personal power : Se necesita «escuchar» la ira. Esto no significa que simplemente haya que oírla. Necesita ser aceptada, asumida en el interior y comprendida empáticamente. Si bien las diatribas y acusaciones parecen ser intentos deliberados de herir a los blancos —un acto de catarsis, para acabar con siglos de abusos, opresión e injusticias— la verdad de la ira es que ésta tan sólo puede disolverse cuando ha sido escuchada y aceptada sin reservas.

Sostengo mi rostro entre las manos. No, no estoy llorando. Sostengo mi cara entre las manos. para guardar el calor de la soledad. Dos manos protectoras, dos manos que alimentan dos manos que impidan que mi alma se abandone a la rabia.

Estas palabras están cargadas de energía emocional, de dukkha, es decir de amargura, de sufrimiento, causado por los estados negativos de la mente. No se las oculta, sino que se manifiestan de forma espontánea, pero controlada. Todo ello no desemboca en el odio, sino en la compasión (karuna). Esta significa que se está dispuesto a hacer todo lo posible, para que los demás estén libres de todo sufrimiento. En esta perspectiva surge la mahakaruna, es decir, ser consciente de las necesidades de todos los seres, incluso animales, plantas y toda la realidad inanimada. Es una forma de empatía, que termina por romper todas las barreras que le separan de todos los seres. Por ejemplo, la simple empatía puede impactar en la sensibilidad de quien ve a alguien ahogándose en un río, pero la mahakaruna me lleva a la convicción de que soy yo el que se ahoga en el río. Ésta es la diferencia entre budismo y humanismo, por ejemplo. Esto es, no se piensa en términos de dádiva o de regalo (que supone la separación entre yo y otro), ni tampoco se reduce al nosotros de la familia, pueblo o grupo, sino que se amplía al universo entero. Por medio de la compasión nos hacemos uno con todos los seres. Esto significa que no se tiene una postura que imponer a nadie, ni siquiera una posición particular que defender. Carl Rogers, fundador de la psicoterapia centrada en la persona, ha escrito algo semejante en El Camino del Ser: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Esto quiere decir que tanto en la reflexión budista, como en la terapia de Rogers, el resultado es extraer del interior de la persona lo mejor de sí misma. Además, por este camino se llega a lo que se conoce en el psicodrama como la inversión de papeles (J.L. Moreno) o, en lenguaje budista, intercambiar el yo por otro (Gyatso). Es una representación en la que se asume el papel del otro (padre, hijo, enemigo...) y en su proceso se experimenta un punto de vista diferente, elevándose por encima de las frustraciones particulares. El efecto es la compasión que hace posible la curación de los sentimientos destructivos. Uno de los grandes observadores y actores de nuestro mundo es Federico Mayor Zaragoza. Su trayectoria universitaria y su trabajo al frente de UNESCO durante doce años avalan sus reflexiones, ya que están formuladas desde la experiencia directa de situaciones extremas de personas que viven en escenarios degradados por la pobreza y la guerra. Cuando él reclama, en su obra La nueva página, que la educación actual forme personas adultas y sensibles, quiere subrayar la necesidad de crear personas inconformistas, capaces de cuestionar lo que se acepta como irreparable. ¿Qué significa esto en realidad?: Significa, por ejemplo, la capacidad de sentir honda compasión por un niño que sufre en un país remoto; o experimentar auténtica indignación cuando los gobiernos y las instituciones 83

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Comprensión

no logran solventar los conflictos internacionales por medios pacíficos.

Es la versión ética de la compasión. Supone mantener permanentemente una actitud vigilante ante el problema ecológico, el problema social y el problema educativo. Sin embargo, hay que estar alerta ante los que suele denominarse la fatiga de la compasión. Es el cansancio del talante moral, desgastado por la apatía ante el diario desfile en imágenes del sufrimiento de los países más pobres. La única salida posible es buscar el cauce de actividades que aborden problemas concretos, dando oportunidad a la sociedad civil de mantener abiertos todos los caminos del cambio, con el respaldo de la educación en todos sus niveles. Miguel de Unamuno refiere esta honda verdad de la vida humana en su ensayo Del sentimiento trágico de la vida, que quisiera reproducir aquí a modo de conclusión: Porque los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor; cuando araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de un dolor común. Entonces se conocieron y se sintieron, y se con-sintieron en su común miseria, se compadecieron y se amaron.

JOSÉ LUIS VILLACORTA

Comprensión La palabra «comprensión» ha recibido acepciones señaladas en muy diversos campos, desde la lógica (comprensión de un concepto), la metodología y teoría del conocimiento (J.G. Droysen, W. Dilthey y, por otra parte, H. Rickert y W. Windelband) o la pragmática (K.-O. Apel y J. Habermas), hasta la psicología (W. Köhler) y la sociología (M. Weber, A. Schütz), pasando por la hermenéutica clásica (de F.D.E. Schleiermacher a E. Betti), la narratología (P. Ricoeur), la estética literaria (H.R. Jauss) e incluso la ética (de Aristóteles a M. Riedel). Aquí nos ocuparemos de la teoría del comprender que constituye el centro de la ontología hermenéutica, prefigurada en la obra de M. Heidegger y desarrollada por H.-G. Gadamer a partir de Verdad y método (1960). En ella se remodela, a través de una radicalización y un viraje, el relieve que el término había tomado 84

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en el siglo XIX a raíz de la «crisis de la conciencia histórica» y del proyecto de fundamentación metodológica de las ciencias del espíritu. La hermenéutica filosófica, al retrotraer el conflicto epistemológico entre las diversas ciencias a una perspectiva ontológica, lleva a cabo una deconstrucción de muchos de los significados de «comprensión» acuñados dentro de esos campos específicos, haciendo aflorar, al mismo tiempo, el problema de la distribución de tales campos. A esto contribuye decisivamente la tesis (de cuño husserliano-heideggeriano) de que todo modo de comprender recibe su sentido vinculante de la praxis vital, y el consiguiente arraigo de la investigación en el precientífico «mundo de la vida». Así trazada, la historia del término «comprensión» registra el camino que va desde su despuntar problemático como supuesto método de los saberes históricos (que intentan justificar su estatuto «peculiar» dentro de la configuración ilustrada) hasta su reconversión en una noción que impregna cualquier forma no sólo de saber, sino, antes que nada, de vivir (de modo que la propia configuración en la que se habían planteado las aporías del conocimiento histórico resulta, a la postre, desestructurada). El sentido hermenéutico de «comprensión» se sitúa entonces «más acá» de la oposición «explicación vs. comprensión» con la que W. Dilthey esperaba asegurar, desde un punto de vista metodológico, la distinción moderna entre la esfera de la Naturaleza —ciencias explicativas— y la esfera del Espíritu —ciencias comprensivas (con lo que, sin embargo, no se hace sino cumplir el programa diltheyano, abortado por un exceso de epistemologismo y por un anti-idealismo no suficientemente madurado, de elaborar una filosofía de la vida y de la historia). Para la hermenéutica filosófica la comprensión no es una operación intelectiva entre otras, ni siquiera la «principal» operación intelectiva, sino que constituye un «modo de ser»: atraviesa de parte a parte nuestro entero ser-en-el-mundo, hasta el punto de determinar el rasgo ontológico fundamental de la vida humana —y así se presenta, como uno de los «existenciarios» del Dasein, en la descripción heideggeriana de Ser y tiempo.1 No se alcanza el sentido vinculante de «comprender» si se piensa éste como adquirir un conocimiento que después se aplica a una actividad; al contrario, es en el propio ejercicio de esa actiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vidad donde acontece y se manifiesta esencialmente la comprensión. Comprender es «ser capaz de», «saber habérselas con», del mismo modo como en la expresión castellana «¿entiendes de plantas?» se mienta una destreza en la que no interviene la diferenciación abstracta entre un saber «teórico» (una contemplación que hubiera suspendido toda atingencia a lo contemplado) y un saber «práctico» (que, en cuanto opuesto a «teórico», se leería sólo como la actualización de una técnica). Al mismo tiempo, en la idea de comprensión en tanto que «poder-ser respecto a algo» (p. ej., ser capaz de corresponder a algo en sus acciones propias) queda trastornada la presunta autonomía de un «sujeto cognoscente» frente a sus «objetos» de conocimiento: nunca sucede que lo conocido se «añada» a quien lo conoce como una mera posibilidad (una posibilidad contingente) que éste pudiera ponerse o quitarse a su antojo, sino que tal conocimiento constituye el más radical «poder-ser» (una posibilidad, por tanto, necesaria) de quien «pertenece» a él (de manera que «poder» significa aquí más «dejarse afectar» que «dominar»). En este sentido, la comprensión es el modo originario de apertura del Dasein, quien se encuentra en todo caso previamente referido a determinado «poder-ser». A despecho del significado lógico —y, en las lenguas románicas, etimológico— del término en cuanto «abarcar» o «incluir», según el cual parecería que «algo está fuera y tiende a entrar dentro», más bien ocurre que «somos captados por algo»:2 es el propio comprender quien despliega cualquier respectividad «sujeto-objeto» (antes, por tanto, de que se pueda plantear un «realismo» o un «idealismo»). Si vivir implica «comprenderse en el mundo», sin embargo el mundo no puede quedar reducido a objeto de nuestra comprensión, pues ya estamos siempre —y seguimos estándolo, por más que tomemos una distancia «cognoscitiva» frente a él— constituidos por un mundo que compartimos con otros. La comprensión comporta así cierta circularidad (entre la potencial «apertura hacia» y su actualización) y cierta reflexividad (expresada en frases como «¿qué tal te entiendes con tus nuevos compañeros?»), a las que se refieren las nociones de «pre-estructura de la comprensión» (Heidegger) y de «círculo hermenéutico» (Gadamer). Ambos aspectos dependen por entero, para la hermenéutica filosófica, del DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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carácter irrebasablemente lingüístico de toda comprensión. Conviene subrayar que «lingüisticidad» no equivale aquí a «enunciación», ni siquiera a «verbalidad»: hay comprensión, ante todo, en el obrar cotidiano, puesto que en el simple conducirse y manejar útiles se pone en acción la articulación de un mundo, inseparable de una comunidad conformada lingüísticamente (de manera que, a la inversa, toda comprensión tiene una naturaleza «performativa»). De este modo, también dimensiones liminares del lenguaje, como los gestos, la entonación o el «quedarse sin habla», intervienen en este troquelado de determinadas virtualidades de comprensión. A este respecto, Gadamer ha mostrado (y aquí radica una de sus mejores aportaciones filosóficas) que entender no es primariamente «entender algo», sino «entenderse con alguien sobre algo»,3 y que, en consecuencia, la forma esencial de toda realización lingüística es la conversación, el diálogo. Esto no quiere decir que la comprensión que se ejecuta a través del diálogo revista la forma de un consenso: en primer lugar, porque los interlocutores sólo resultan convocados en la medida en que previamente comparten un «sentido verosímil» de la cuestión que se proponen examinar (y en este carácter de anámnesis o remonte a una anterioridad virtual, la «concordancia» propia del lenguaje se muestra como la de un «comienzo sin comienzo»).4 El «mutuo-entendimiento-en-la-cosa» actúa como principio rector del diálogo en dos sentidos: por una parte constituye la condición de posibilidad de que el diálogo se entable, por otra, es justamente aquello que el diálogo tiene que poner a prueba —mediante el análisis de si tales supuestos resultan efectivamente vinculantes o si han de quedar disueltos en opiniones «particulares»—, y por tanto constituye el fin o cumplimiento de su desarrollo. Dicho en otros términos: cualquier comprensión se fragua desde determinados prejuicios que, en el desenvolvimiento «dialéctico» (dialogal) de la misma, tienen que exponerse a la unidad de manifestación de la cosa. No se impide con ello que pueda haber comprensión sin que se esté de acuerdo con el otro, si bien tal situación plantea, más que un cese, una nueva exigencia al comprender, que deberá buscar —trasladándose, «comprensivamente», al lugar del otro (y viceversa)— nuevas «valencias» capaces de reanudar la referencia común 85

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(para lo cual es imprescindible que los interlocutores del diálogo no se comporten como «sujetos», p. ej., fijándose a una identidad que se trata de defender a toda costa, sino como «personajes» —teatrales— del mismo). La comprensión obedece, por consiguiente, a una «lógica de la pregunta y la respuesta»:5 someter un asunto a discusión equivale a poner en suspenso su verdad dentro de una precisa orientación de sentido, pero resulta que al plantear una pregunta es la propia orientación de sentido la que, en cuanto enlace de las múltiples «razones» confrontadas, aflora indirectamente. De este modo, el diálogo no se resuelve mediante la adecuación (adaequatio) de verdades a un criterio inamovible, anterior y externo a él, sino que, siempre que una refutación se atenga consecuentemente a lo «común» del diálogo, puede des-cubrir (alétheia) un nuevo horizonte de sentido. Aquí radica el error que Gadamer detecta en la reducción del comprender a un «instrumento» de la verdad: sólo respecto a una verdad abstraída de su propio acaecer cabría imaginar un método previo e independiente de ella. Esta negatividad dialéctica propia de la comprensión —se comprende siempre de otro modo a como esperábamos— actúa entonces a favor de una nueva apertura del horizonte de lo comprendido, tal y como ocurre en toda «verdadera» experiencia: quienes la padecen resultan alterados a la vez que se desmienten sus expectativas. El comprender es, por tanto, un acontecer (y así rezaba el primer título que Gadamer pensó dar a Verdad y método: Comprender y acontecer [Verstehen und Geschehen]). Pero para que tal circularidad de pregunta y respuesta se mantenga efectivamente abierta (y no se quede en la mera confirmación del sentido anticipado), es necesario que la reflexividad que comporta la comprensión quede, por así decirlo, truncada, trans-propiada: no clausurada en una «pura automanifestiación» de la cosa discutida ni tampoco de los hablantes. Si es cierto que el diálogo deviene «inauténtico» (o imposible) cuando se cierra, doxáticamente, en las posiciones de sus interlocutores, no lo es la consecuencia inversa: que en el diálogo «auténticamente» entregado al «hacer de la cosa misma» los interlocutores hayan desaparecido por completo y sean, por tanto, intercambiables por cualesquiera otros. En efecto, la cosa examinada sólo puede desplegarse des86

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de (y hasta) la concreta situación hermenéutica en la que reside la verosimilitud del diálogo, y que abarca por igual —simplemente haciéndolos «posibles» en su interrelación— a los hablantes y lo hablado. Por más que el acontecer dialogal pueda transformar los presupuestos de la comprensión, no cabe una iluminación absoluta de la situación hermenéutica (lo que supondría, en definitiva, una vuelta al problema de la separación «sujeto-objeto» que se trataba de remontar). Frente a la antítesis ilustrada entre tradición y razón universal, Gadamer muestra que toda comprensión está arraigada en determinados prejuicios, respecto de los cuales no tiene cabida una dialéctica de dogmatismo vs. emancipación. Al igual que el interloculor ha de pertenecer de antemano —pero no de una forma irreversible— a la «comprensibilidad» del diálogo, así también entre el horizonte de una tradición y el de sus intérpretes se da una previa «fusión de horizontes», que puede ser alterada críticamente, pero no anulada. De ahí que el comprender sea —y en ello reside la piedra de toque de la ontología hermenéutica— radicalmente finito, histórico, ocasional. ¿Cómo explicar entonces que la comprensión desenvuelta en determinada conversación no agote definitivamente el tema en cuestión (de lo contrario estaría pronunciada en condiciones «absolutas») y a la vez sea una conversación plena de sentido, no un difuso fragmento inconexo o pendiente de una unidad hipotética, que como tal no sería capaz de vincularnos? ¿Cómo puede una concreta acepción de mundo ser radicalmente «respectiva» y a la vez estar abierta a una infinidad de otros respectos, que se comprenderán como respectos «de lo mismo»? ¿En qué radica esta conjura que la hermenéutica, en una sola jugada, pretende hacer de todo «absolutismo metafísico» y todo «relativismo»? En este difícil problema del límite del comprender podrían cifrarse los dos retos de autodemarcación que la hermenéutica se propone: por una parte, frente a la vigencia encubierta —por más que inaccesible «para nosotros»— de un Espíritu Absoluto (no suficientemente refutado, en opinión de muchos, por parte de Gadamer); por otra, frente a una postergación infinitista del límite (que mantendría, por tanto, el mismo absoluto en una teleología metafísica). Un posible modo, implícito en la obra de Gadamer, de afrontar tales retos residiría DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en el análisis del papel que tienen las categorías de lo singular, lo particular y lo universal en la forma «primera» del saber. Para la racionalidad práctica —que constituye el modelo, inspirado por la dialéctica socrático-platónica y la phrónesis aristotélica, de la hermenéutica—, comprender no significa subsumir un caso particular en una clase universal, sino articular una situación singular desde una generalidad de la que no se puede disponer ni previamente ni al margen de dicha coyuntura; la comprensión cuaja así entre dos regímenes ontológicos diversos: entre una singularidad actual y una totalidad potencial. La totalidad a la que está referido el comprender (que, por principio, nunca se entiende a sí mismo como una parte dentro de un todo incógnito) sólo puede actualizarse en acontecimientos finitos, que a su vez reconvierten, inscribiendo su sello personal, las virtualidades de esa totalidad. Por eso la «aplicación» constituye un aspecto esencial de la comprensión. Contra la convicción ilustrada (desde Kant hasta Apel y Habermas) de que la validez formal de todo contenido fáctico ha de fundarse en una ley universal y atemporal, la hermenéutica sostendría que tal «validez» está siempre anclada en determinado contexto histórico, dentro de cuya finitud actúa, por más que nos sea indisponible (inistrumentalizable), como auténtica instancia regulativa; de modo que, lejos de incurrirse en un nihilismo hermenéutico, se mantiene abierta la distancia, y la tarea crítica (aunque no depositada en un ideal de «progreso»), entre la quaestio iuris y la quaestio facti. El carácter inagotable del comprender se descubre, por otra parte, cuando se reconoce la intervención de lo «no-dicho» en la palabra dicha. En lugar de constituir un infinito indeterminado (como el vaciado de una Presencia absolutamente realizada), lo ausente en cierto pronunciamiento pertenece singularmente a ese pronunciamiento, es más: se da conjuntamente a lo pronunciado como su propia posibilidad de prosecución y transformación. El principio hermenéutico de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte) expresa, además de «afección», también «eficacia» o «productividad»: no sólo es que todo fenómeno del pasado esté configurado por la suerte de su decantación histórica (que afecta igualmente a la conciencia que lo interpreta), sino que en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tal decantación se guarda la reserva para actualizaciones inéditas de la historia (precisamente porque la transmisión no puede repetirse literalmente, toda vez que la «falla» entre la generalidad del lenguaje y la singularidad de la comprensión ha de ser llenada en cada caso). En esta recusación de la «Metafísica de la presencia» toma parte, en fin, la dislocación de la dimensión lingüística que se tomaba por primera; el lógos apophantikós o enunciativo (al que la ciencia moderna había confiado un progreso de desvelamiento sin resto) comparece ahora como una instancia derivada, que se recorta sobre el lenguaje de la praxis vital: un lenguaje acuñado sin «tema», sin «concepto», y en el que no cabe ni una escisión ni una reducción mutua de discurso y acción, lógos y êthos, «señal» y «señalado». La comprensión se muestra así correlativa a la naturaleza «simbólica» de su hábitat lingüístico o, dicho en términos platónicos, a la «debilidad de los lógoi»: el sentido no se clausura en la imagen que lo manifiesta, y no obstante es inmanente a ella; ambos se encuentran, en su radical heterogeneidad, mutuamente «expropiados». De ahí que el lenguaje presente, irremediablemente, una tendencia «tergiversadora», pues aspira a hacerse valer a sí mismo en su condición de figura, ocultando —y no sólo revelando— lo que deja traslucir. A pesar de que el lenguaje, dice Gadamer,6 es el lugar primigenio de la verdad, a pesar de que en él reside el vínculo, la ob-ligación, de una comunidad de mundo, sin embargo carece del poder de obligar a entender, no puede exigir automáticamente el asentimiento del interlocutor. De este modo, por debajo de toda capacidad «coactiva» de la demostración, el conocimiento descansa siempre sobre una dimensión retórica o persuasiva, dimensión que presupone, si no quiere sucumbir a la corrupción «sofística», determinada actitud «ética»: la del re-conocimiento —que ha de entregarse cada vez— de que se está «ob-ligado» por un lenguaje común. Por otra parte, esta copertenencia no-identitaria de fenómeno y sentido hace de la traducción, lejos de un caso «extremo» (que se revelaría, en último término, imposible, o bien que se esperara resolver formalmente), el procedimiento habitual de toda comunicación lingüística, incluso dentro de un mismo idioma. El fenómeno de la interpretación, que la hermenéutica metódica conside87

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raba restringido a los pasajes en los que no se lograba una comprensión inmediata, se muestra ahora coextensivo a cualquier comprensión. No es ya el «malentendido», como en la hermenéutica de Schleiermacher, lo que desata la interpretación, sino que el «buen entendimiento», en tanto entendimiento finito y expuesto a sus alteridades, comporta siempre una interpretación. Invirtiendo el espíritu del mito bíblico de Babel, Gadamer ve en la pluralidad de lenguas, y en el inacabable esfuerzo de mediación entre unas y otras, la condición necesaria para una convivencia «prudente»,6 mientras que, a la inversa, la pretensión de reducir esta diversidad a un solo lenguaje conllevaría, como en la unificación moderna del saber sobre el modelo exclusivo de la matemática, el peligro de ensoberbecer al ser humano con un instrumento de dominación sin límites.7 Una advertencia especialmente vigente en nuestro contexto actual de la «globalización», donde la inmediata traducibilidad que simulan las telecomunicaciones podría resolverse, de manera anti-hermenéutica, en una eliminación de las diferencias culturales. Bibliografía básica en español APEL, K.-O.: Semiótica trascendental y filosofía primera, traducción y prólogo de G. Lapiedra, Síntesis, Madrid, 2002. DILTHEY, W.: Dos escritos sobre hermenéutica: El surgimiento de la hermenéutica y Los esbozos para una crítica de la razón histórica, prólogo, traducción y notas de A. Gómez Ramos, epílogo de H.U. Lessing, Istmo, Madrid, 2000. —: Introducción a las ciencias del espíritu: ensayo de una fundamentación del estudio de la sociedad y de la historia, traducción de J. Marías, prólogo de J. Ortega y Gasset, Alianza, Madrid, 1986 (Revista de Occidente, 1956). También en Fondo de Cultura Económica (Obras de Dilthey I), México, 1978 (1944). GADAMER, H.-G.: Antología, traducción de C. RuizGarrido y M. Olasagasti, Sígueme, Madrid, 2001. —: Verdad y método I, traducción de A. Agud y R. de Agapito, Sígueme, Salamanca, 1977. —: Verdad y método II, traducción de M. Olasagasti, Sígueme, Salamanca, 1992. HABERMAS, J.: Conocimiento e interés, traducción de M. Jiménez, J. F. Ivars y L. Martín Santos, Taurus, Madrid 1989 (1982). —: La lógica de las Ciencias sociales, introducción y traducción de M. Jiménez, Tecnos, Madrid, 1998. HEIDEGGER, M.: Ser y tiempo, traducción, prólogo y notas de J. E. Rivera, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997. 88

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RICOEUR, P.: Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, traducción de P. Corona, Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2001. SCHLEIERMACHER, F.D.E.: Los discursos sobre hermenéutica, introducción, traducción y edición bilingüe de L. Flamarique, Universidad de Navarra, Pamplona, 1999 (1991). WEBER, M.: Sobre la teoría de las ciencias sociales, traducción de M. Faber-Kaiser, Península, Barcelona, 1977 (1974).

Notas 1. Cf. M. Heidegger, Ser y tiempo (1927), traducción, prólogo y notas de J. E. Rivera, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997, §§ 31 y ss., pp. 166 y ss. 2. H.-G. Gadamer, Verdad y método II (1986), traducción de M. Olasagasti, Sígueme, Salamanca, 1992, p. 218. 3. Cf. H.-G. Gadamer, Platos dialektische Ethik (1931), Gesammelte Werke 5: Griechische Philosophie I, Mohr Siebeck, Tubinga, 1985, pp. 23 y ss.; e ibíd., Verdad y método I (1960), traducción de A. Agud y R. de Agapito, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 232. 4. Vid. H.-G. Gadamer, «Los límites del lenguaje» (1985), en ibíd., Arte y verdad de la palabra, Paidós, Barcelona, 1998, p. 137. 5. Cf. H.-G. Gadamer, Verdad y método I (1960), op. cit., pp. 447 y ss. 6. Cf. H.-G. Gadamer, «Dialektik und Sophistik im siebenten Platonischen Brief» (1964), Gesammelte Werke 6: Griechische Philosophie II, Mohr Siebeck, Tubinga, 1985, pp. 90-115. 7. Vid. H.-G. Gadamer, «La diversidad de las lenguas y la comprensión del mundo» (1990), en íd., Arte y verdad de la palabra, op. cit., pp. 111-130.

CRISTINA GARCÍA SANTOS

Comunicación e información Nuestro saber práctico está más desarrollado que nuestra todavía rudimentaria reflexión teórica. Esto explica que sepamos comunicarnos, pero que, paradójicamente no seamos capaces de definir con rigor qué es eso de la comunicación. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el término comunicación —del lat. communicatio-onis— tiene que ver con la acción de comunicar: hacer a otro partícipe de lo que uno tiene. Comunicar, al igual que comulgar —coincidir en ideas o sentimientos con otra persona—, procede del voDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cablo lat. communicare. De aquí que, en principio, el acto de comunicar nos remita siempre a la idea del otro, implica relacionarse, poner en común, participar. Sin embargo, llamamos comunicación a muchas cosas distintas, con frecuencia contradictorias. También son muchas las disciplinas —la psicología, la antropología filosófica, la filosofía del lenguaje, la semiótica, la teoría de la comunicación, la cibernética, entre otras— que vienen compitiendo en una disputa histórica por explicar el «problema de la comunicación». Algunas entienden la comunicación como procesos humanos y culturales muy complejos, en ocasiones inabordables o de difícil sistematización científica. Otras buscan reducir esos procesos a operaciones de transmisión de información. Incluso se llega al extremo de pretender explicar la comunicación desde formulaciones matemáticas. Según Ferrater Mora estas disciplinas miran desde dos grandes perspectivas —«existencial» la primera y «lingüística» la segunda— y se muestran irreconciliables.1 Lo cierto es que hasta la fecha ninguna disciplina ha sido capaz de dar cuenta con rotundidad de la complejidad del acto de comunicarse. Habitualmente cuando tenemos dificultades para definir algo recurrimos a enumerar sus partes o a mostrar su utilidad. En esa línea, sabemos que toda persona y toda colectividad necesitan comunicarse —estamos pues ante una necesidad humana—, que las personas se comunican entre sí «para relacionarse, transformándose mutuamente y transformando la realidad que les rodea».2 Conocemos también que gracias a la comunicación es posible la comunidad, entendida como sociedad de individuos entrelazados por intereses comunes. Comunicarnos, por tanto, nos permite conocer y poder compartir las visiones del mundo que tienen los demás, intercambiar experiencias, y construir juntos lo común: la idea de comunidad. Cuando nos comunicamos damos forma más humana a nuestras relaciones con el otro: nos abrimos a la posibilidad de ser comprendidos y de comprender. Pero la comunicación compromete: nos puede exponer a dilema ético de tener que cambiar nuestras ideas, actitudes y decisiones. Sabemos también que nos comunicamos a través del lenguaje, mediante la construcción de significados y de sentidos que, aunque DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fragmentaria y de forma imperfecta, compartimos, a través del uso de diferentes tipos de códigos. Desde ese punto de partida los autores clasifican los distintos procesos comunicativos. Separan los procesos intracomunicacionales, propios de los campos de trabajo de la psicología y la psiquiatría; intercomunicacionales, de la comunicación «cara a cara»; y de la comunicación social. Cuando hablan de comunicación social distinguen la grupal, pública o institucional, de la comunicación mediada por los soportes técnicos tradicionales (cine, radio y televisión), o por las nuevas tecnologías.3 El siguiente paso suele ser diseccionar los procesos de comunicación en sus principales componentes. Los manuales de teoría de la comunicación nos presentan una gran variedad de modelos de comunicación. Desde versiones básicas que nos hablan de emisor, mensaje, lenguaje, canal, receptor, ruido, retroalimentación, etc.; hasta interpretaciones más sofisticadas pero que, en general, comparten el mismo esquema. Sin embargo estas clasificaciones aportan pocas pistas a la hora de identificar los debates fundamentales que giran en torno a la comunicación en la sociedad moderna. Para ser más explícitos, nos dicen poco sobre las preguntas que hoy están encima de la mesa —en términos humanos y sociales— cuando hablamos de comunicación: ¿Es la nuestra una sociedad de la comunicación o de la información? ¿Estamos realmente ante la «sociedad del conocimiento»? ¿Nos está haciendo más sabios, más solidarios y, en definitiva, más humanos? ¿Información contra comunicación? En la sociedad moderna el concepto comunicación ha perdido su sentido originario que lo vinculaba con comulgar —con participar en lo común. Ahora hace referencia sobre todo a la producción e intercambio de signos que llevan información. Se reduce así la complejidad de los procesos de relación y puesta en común que contienen el hecho de comunicarse a simples operaciones informativas. Hoy decimos que nos comunicamos cuando nos informamos, cuando transmitimos información. La idea de información se ha impuesto a la de comunicación. Las causas de este cambio hay que buscarlas en el propio desarrollo de la sociedad mo89

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derna. Hasta bien entrado el siglo XVI los términos comulgar y comunicar tuvieron significados muy próximos. Fue en esa fecha cuando comenzó a utilizarse el vocablo comunicar con el sentido de practicar una noticia: comunicar comienza a significar también transmitir. En los siglos XVII y XVIII la formación de los mercados nacionales y la construcción de vías de comunicación cambiaron radicalmente el sentido original de communicare. La comunicación pasó a entenderse como el conjunto de instrumentos y de redes que hacen circular a las personas, informaciones y mercancías. A partir del siglo XVIII esta interpretación se vincula directamente con la producción y el consumo, el trabajo y el espectáculo, y se integra en la gestión técnica de la opinión y en el control de las masas (encuestas, sondeos y opinión pública). Después será la aparición y desarrollo de los medios de comunicación de masas la que consolide definitivamente la hegemonía de la dimensión informativa sobre la idea de comunicación.4 En nuestros días se ha ratificado lo que Martín Barbero5 llama el «divorcio» entre las ideas de comunicación e información. La información, asociada a la revolución tecnológica, ha conseguido una gran legitimidad teórica y científica hasta convertirse en la «idea fuerte, en «una especie de concepto moderno de lo que hoy se entiende por transdisciplinariedad». Se trata de una noción capaz de operar en todas las áreas y, que se nos presenta además con una «operatividad» tal que, al parecer, es capaz de articular los cambios acelerados que suceden a nuestro alrededor y, en suma, dar cuenta de todos los fenómenos sociales. Frente a ella, la idea de comunicación se ha visto desplazada hacia «las incertidumbres de lo social». Se nos presenta vinculada a la crisis de paradigmas y a la crisis de las utopías políticas: vive hoy «la incertidumbre de los saberes sobre lo social». De aquí el intento de relegitimación filosófica que hace Habermas de la categoría de comunicación, «al colocarla como un nuevo foco epistemológico y como nuevo horizonte ético».6 Lo cierto es que la comunicación ha perdido la batalla frente a la información gracias al peso de cuatro componentes básicos en la sociedad moderna: el mercado, los medios de comunicación de masas, la sociedad informacional y las ciencias de la gestión. El eje sobre el 90

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que giran estos cuatro componentes es el desarrollo de una cultura mercantil que se reclama universal y que se expande con los procesos de globalización. Se ha dado así un salto cualitativo sin precedentes al diluir del todo las ya históricamente borrosas fronteras entre comunicación social, información y mercancía. ¿La sociedad informacional nuevo paradigma? En la evolución que acabamos de señalar se han dejado en el camino muchas cosas. Ahora hablamos más de mensajes, vías y medios de comunicación, que de procesos de comunicación humana. Pero, sobre todo, hemos cambiado el centro desde el que se miraba lo comunicativo del universo de las personas al mundo de los instrumentos. Hemos intercambiado los protagonistas: personas por instrumentos. Nos hemos quedado entonces con una visión hegemónica y muy poderosa, poco interesada por el modo en que la comunicación nos afecta y reconstituye como sujetos. Una comunicación que contradictoriamente ni se piensa ni se mueve en términos comunicativos de encuentro entre culturas, dignidad o construcción de una ciudadanía universal; que a menudo rehúsa contribuir a la comprensión colectiva de problemas complejos y acaba confundiendo los medios con los fines. Y todo eso a pesar de que sabemos que el proceso de comunicar es mucho más amplio y complejo que el de difundir informaciones: que son los procesos de comunicación los que contienen los productos o procesos informativos, no al revés. Porque comunicar supone «una acción general, mientras que informar es una labor mucho más restringida que nos da a entender que se están aportando nuevos datos, nuevos relatos, sobre todo hechos reales».7 Sin embargo hoy se nos propone la «sociedad informacional» como un nuevo paradigma social. «Una nueva forma de organización social» en la que la generación de conocimiento —producción, procesamiento y transmisión de información— se convierten en las fuentes fundamentales de la productividad y del poder debido a las nuevas condiciones tecnológicas».8 Hablamos de paradigma en el sentido que le da Kuhn: «toda una constelación de opiniones, valores y métodos, etc., compartidos por los miembros de una sociedad determinada», es decir, el eje que atraviesa el conjunto de actividades propias de una época9. La «sociedad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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informacional» se nos presenta entonces como «aquella sociedad nueva, en la que agotado el motor de la lucha de clases, la historia encontraría su nueva dinámica, su recambio, en los avatares de la información».10 Pero, lo cierto es que algunas de las promesas de la «sociedad informacional» están hoy puestas en tela de juicio por una serie de debates que, poco a poco, la siempre tozuda realidad se empeña en ir reabriendo. En primer lugar cabe preguntarse si la idea de que de la sociedad informacional está realmente informada tal vez sólo sea una presunción. En este punto la discusión gira en torno al propio concepto de información y parte del mito de la objetividad. Con demasiada frecuencia se olvida que información es todo conjunto de datos estructurados, dotado de forma y sentido. Datos seleccionados con criterios culturales y además integrados en una estructura. Los datos de toda investigación —por pulidos que estén sus instrumentos de observación y recogida y por amplio que sea su universo—, no son recogidos, como se tiende a creer, sino producidos. Siempre que in-formamos estamos dando forma, difundiendo un modo concreto de ver e interpretar las cosas. Por eso no puede hablarse de informar —transmitir datos— como una operación inocente: la información son los datos ya seleccionados y estructurados. Toda información porta algún sentido y dirección (aspectos prescritos), tanto como excluyen otros (aspectos proscritos). Tan importante es lo que muestra, como lo que oculta. El problema además no estriba en poseer poca o mucha información, sino en disponer lo más pronto posible de información útil: aquella que nos permite tomar decisiones sobre temas fundamentales para nuestra vida personal y colectiva. Cuando no podemos metabolizar las informaciones (que además nos llegan descontextualizadas —sin su sentido original— y son irrelevantes —hablan de lo anecdótico para esconder las causas profundas—) porque su ritmo de producción y difusión no respeta nuestros ritmos biológicos y sociales, podemos hablar de infopolución. Estamos frente a una manera nueva de manipular y desinformar que consiste en ofrecer cantidades inmensas de datos inútiles hasta contaminarnos y embotarnos el razonamiento. Se trata de una maniobra especialmente sutil, porque produce un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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efecto narcótico: la excesiva acumulación de datos inconexos impide la correcta comprensión de un fenómeno sin que el sujeto sea consciente de ello. El efecto narcótico tiende a conseguir un sujeto desinformado —confunde el sentido del suceso— y además ignorante —se cree informado. En una cultura de sobreestimulación simbólica la desinformación por sobreinformación alcanza dimensiones cuantitativas y cualitativas descomunales: produce la confusión entre realidad y simulacro y genera la ignorancia de la ignorancia. Nuestras retinas retienen imágenes de múltiples sucesos de los que desconocemos tanto sus causas profundas como las repercusiones que producirán en nuestras vidas. De aquí surge otro debate que levanta sospechas de que la «sociedad informacional» sea realmente la «sociedad del conocimiento» que dice ser. ¿Somos más o menos sabios que antes? El valor de la información no está en los datos, sino en aquello que los ciudadanos pueden hacer con y desde ellos. Sólo entonces la información se convierte en conocimiento. Hoy en día el ciudadano no sabe qué hacer con la sobreabundante y masiva información que le llega por Internet, cómo interpretarla. Sobran significados y falta sentido.11 No se trata de saber todo de todo, sino de contar con la información y el contexto necesario para comprender no sólo los significados de un fenómeno, sino también su importancia y función en la vida real. Existe también una polémica abierta en relación con los efectos que producen en el ser humano la cultura de la imagen y las nuevas tecnologías. En general los autores están de acuerdo en que la experiencia audiovisual y la interactividad simbolizada por Internet suponen una nueva forma de ver, sentir y pensarse en sociedad. Pero se saca a la luz las contradicciones entre «consumir imágenes» y estar informados en tiempos de hegemonía audiovisual y reinado de la ficción televisiva,12 y se llega a identificar al «homo videns» como un objeto en una «sociedad teledirigida».13 Tampoco la relación entre información y sabiduría es automática. Tal vez disponer de mucha información nos pueda convertir en eruditos, pero no en sabios. La información sólo nos hace más sabios y más sensatos si nos acerca a los hombres, recuerda Saramago. La clave de la cultura estaría más en la experiencia, en 91

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el saber, que en conocer técnicas para buscar yacimientos de información a la que no somos capaces de dotar de sentido. Habría que diferenciar conocimiento (capacidad de ser eficiente a corto plazo), con sabiduría (capacidad de interpretar y actuar de modo sostenible). El problema remite a otro más profundo: la confusión paradójica entre dos operaciones tan distintas como disponer de información (tener acceso a significados) y saber (recrear sentidos). La primera operación puede morir en el ámbito de la reproducción. La segunda, por el contrario, pertenece al ámbito propio del sujeto y de su experiencia: el de la producción. La primera —del plano de la información— constituye un paso necesario para la segunda —del plano de la comunicación. Por último vendría cuestionándose también el mito de una sociedad más solidaria y humana. Dice Victoria Camps que la nuestra no es una sociedad «más solidaria ni más afectiva. No ha sabido poner los medios y el progreso técnico al servicio de la democracia y del entendimiento mutuo. Mucho menos, al servicio del ser humano»14. No en vano estamos muy lejos de que la información llegue a todos y todas y, sobre todo, de que la información se asuma como un bien público, no como una mercancía objeto de especulación. La nueva visión global se basa en una división entre continentes, naciones, culturas, grupos sociales e individuos «inforicos» e «infopobres» que, lejos de aminorarse, sigue abriendo más la brecha entre estas dos sociedades. En consecuencia, la «sociedad informacional» reviste tal complejidad que no podemos todavía calibrar si cultural, social y políticamente promueve la comunicación y la democracia, o un simulacro de comunicación y el autoritarismo; o incluso ambas direcciones a la vez. Algunos autores sostienen que la desesperada búsqueda del sentido de comunidad a través de las comunicaciones electrónicas (por definición breves y precipitadas) vendría a sustituir conceptos como el de encuentro (de diálogo, de amistad, de comunicación, de debate político) por la categoría utilitarista y deshumanizante del cada vez más pronunciado seguimos conectados.15 Otros, sin embargo, ven en las nuevas tecnologías todo lo contrario: la posibilidad, por vez primera, de la comunicación y creación colectiva autónomas precisamente gracias a esa conexión.16 92

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¿El regreso de la comunicación? Como ya hemos citado, frente a la «racionalidad informativa» absorbente del paradigma informacional cabe pensar en el regreso de la «racionalidad comunicativa», principalmente a través de las reflexiones de Habermas y Apel. Ya no estamos ante una racionalidad estratégica que ve el consenso como un medio para lograr acuerdos y beneficios entre los egoísmos personales, en el que la comunicación sólo se entiende como medio. La «racionalidad comunicativa» se toma en serio la dimensión comunicativa de la persona y «considera el consenso como un fin y meta intrínsecos al hecho de dialogar».17 La comunicación al ser asumida como relación, como medio (para decir) y fin a la vez (para encontrarse y reconocerse), parece capaz de dar cuenta de su propia complejidad. Representa una manera de asumir lo comunicativo que mira al poder como una interrelación compleja, interactuante, entre el tipo de sociedad, los medios que se utilizan y las relaciones que se existen y se generan entre los sujetos, individuales y colectivos. Emisores y receptores se encuentran siempre en interacción, trazando complicidades y resistencias, que tienen mucho que ver con mundos simbólicos, intersubjetividades e imaginarios sociales de cada uno. El receptor ya no es un ser pasivo o menor de edad, sino un sujeto que selecciona, elige desde sus mediaciones (su cultura). Se trata de acompañar el aprendizaje, de asumir que el otro no es sólo punto de destino, sino sobre todo punto de encuentro. La comunicación se descubre entonces como un proceso inevitable y constante, porque todo y siempre comunica. Podemos hablar de una dimensión comunicativa no necesariamente intencional (procesos de intercambio o interacción no buscada o que no podemos controlar); de una dimensión contextual (cada intercambio crea su contexto de interpretación; el concepto de contexto se vuelve dinámico y complejo); de una dimensión retroactiva (no lineal entre dos actores estables, sino sometida a la modificación cibernética que producen sus propios efectos); una dimensión cultural (mediada por las creencias y normas de los contextos culturales, pero creando ellos también esos contextos y esas culturas). La comunicación además lo atraviesa todo y muestra que no hay discurso o acción inocenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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te. Toda acción es significativa, dice más de lo que dice: comunica sentido, reactiva o neutraliza relaciones de poder, porque toda acción o discurso lleva una carga simbólica. No sólo el lenguaje o la posición estructural desequilibran la igualdad teórica de las relaciones sociales. El espacio comunicativo (entendido no sólo como lugar físico, sino sobre todo simbólico: ¿desde dónde hablo?) o el momento comunicativo (el aquí y ahora en el que me dirijo al otro) condicionan las interlocuciones. El problema residiría entonces en recuperar una mirada comunicacional, aquella capaz de reconocer en las personas, instituciones y en la sociedad en general, lo que significan el intercambio y la negociación de significados, de saberes y de puntos de vista, la interacción y el interaprendizaje, las tácticas de la palabra y el juego del diálogo, la interlocución y la escucha.18 Notas 1. J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía. Barcelona: Círculo de Lectores, 2002. 2. J.E. Díaz Bordenave, Comunicación y sociedad. Buenos Aires: E. Búsqueda, 1985, p. 32. 3. A. Ford, «Comunicación». En: C. Altamirano, Términos críticos de Sociología de la Cultura, Buenos Aires: 2002, p. 21. 4. Sobre la evolución de este debate puede verse, A. Mettelart, La comunicación-mundo. Historia de las ideas y de las estrategias, Madrid: Fundesco, 1993. 5. J. Martín Barbero, Pre-Textos. Conversaciones sobre la comunicación y sus contextos, Cali: Universidad del Valle, 1996, p. 146. 6. Ibíd. 7. A. Echaniz y J. Pagola, Ética del profesional de la comunicación, Bilbao: Desclée De Brouwer, 2004, p. 49. 8. M. Castells, La red de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. 1. La sociedad en red, Madrid: Alianza Editorial, 1999, p. 47. Este autor habla de «sociedad informacional». Considera el término «sociedad de la información» inadecuado porque en su opinión el papel de la información ha sido fundamental en todas las sociedades. 9. T.H. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, México: FCE, 1990, p. 175. 10. Martín Barbero, op. cit., p. 148. 11. J. Baudrillard, Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 1998. 12. Jesús Martín Barbero y Germán Rey, Los ejercicios del ver. Hegemonía audiovisual y ficción televisiva. Barcelona: Gedisa, 1999. 13. Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid: Taurus, 2000. 14. Victoria Camps, Paradojas del individualismo, Barcelona: Crítica, 1999, p. 19. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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15. Richard Sennet, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama, 1999, p. 19. 16. David Casacuberta, Creación colectiva. En Internet el creador es el público. Barcelona: Gedisa, 2003. 17. Carlos Beorlegui, «Bases antropológicas de la ética comunicativa». En Bilbao: Estudios de Deusto, vol. XXXVII (enero-junio), p. 67. 18. Daniel Prieto Castillo, Aportes a la elaboración de un plan de desarrollo institucional para la Universidad Nacional de Cuyo. Mendoza, Argentina, mimeo, 1998, p. 25.

JAVIER ERRO SALA

Conducta Podríamos proponer infinitas definiciones y clasificaciones del término conducta, pero creo que sería buena idea empezar con la clasificación más sencilla, una con la que todos los investigadores estarán probablemente de acuerdo: la distinción entre conducta aprendida y conducta innata. Y por seguir acotando el terreno, nos quedaremos en este artículo con las conductas aprendidas, pues estas son, al fin y al cabo, las que tiene sentido intentar cambiar, modificar, eliminar, fomentar... Con las conductas innatas poco podemos hacer excepto conocer que existen y que no pueden ser modificadas. La conducta aprendida tiene un componente muy interesante. Siempre que se produce es porque hay algo que la está manteniendo, hay algo que la está reforzando, premiando. Si no, no se emitiría esa conducta, se extinguiría. Podemos pensar en cualquier conducta, incluso la más extraña que se nos pueda ocurrir: si está ocurriendo y deseamos eliminarla lo único que deberemos hacer es buscar qué es lo que la está reforzando y eliminar ese reforzador. Si somos constantes y no volvemos nunca a aplicar el reforzador lograremos que se acabe extinguiendo (véase Domjan, 2003; Skinner, 1938). Es difícil, no obstante, esa constancia; a menudo ni siquiera depende de nosotros el eliminar el reforzador, pues es algo que proporciona el medio, a veces incluso otras personas. Pero si al menos logramos averiguar qué es lo que está reforzando esa conducta, quizá estemos en mejor disposición para, o bien intentar modificarla cuando sea posible, o bien saber que no conviene hacer nada por 93

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evitarla puesto que si el reforzador se sigue produciendo nuestros intentos por modificar esa conducta servirán de muy poco. Se podría argumentar, en contra de lo que acabo de exponer, que hay muchas conductas que se emiten, no porque estén siendo reforzadas, sino porque el individuo espera obtener un beneficio futuro de ese comportamiento. Y por supuesto, sí, es cierto. No debemos asumir que el hecho de que una conducta necesite de un reforzador para mantenerse signifique que necesita de la presencia física de ese reforzador en todas y cada una de las ocasiones en las que se emite. Hay, efectivamente, muchas ocasiones en las que realizamos una conducta esperando conseguir un evento muy deseado y sin embargo ese evento tiene una probabilidad muy baja de ocurrencia, por lo que lo normal es que no ocurra cada vez que realizamos la acción. Es la intencionalidad y el propósito de la conducta lo que nos mueve a realizar la acción; es, sin embargo, el reforzador, aunque sólo ocurra de manera ocasional, lo que hace que esa conducta no se extinga (Bandura, 1977; Dickinson, 1980; Tolman, 1932). Pero una vez más deberíamos también ser conscientes de que cuando hablamos de intencionalidad por parte del sujeto, si el sujeto espera conseguir algo realizando la acción es porque ha aprendido a esperarlo (Tolman, 1932). No deberíamos perder esto de vista. No importa si esa expectativa es consciente o inconsciente; si el individuo es capaz de expresarla verbalmente o no (Shanks & St. John, 1994). Si realiza la acción es porque ha habido un aprendizaje previo que le indica que de esa manera conseguirá lo que quiere. Ya sea porque ha estado expuesto a esa situación concreta con anterioridad (experiencia directa con esa relación acción-resultado), ya sea porque se lo han contado o lo ha visto (experiencia vicaria), ya sea porque lo imagina a partir de su experiencia en otras situaciones similares (generalización a partir de la exposición directa o vicaria a otras relaciones similares acción-resultado). No importa cuál sea el proceso concreto (sea directo, o vicario, o de generalización) por el que ese sujeto llega a esperar de manera más o menos consciente, que esa determinada acción producirá ese determinado resultado, puesto que en todos los casos es la experiencia previa, es decir, el aprendizaje, lo que produce la expectativa. 94

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Cierto es que un punto de vista más mecanicista del comportamiento humano no asumiría intencionalidad, ni aceptaría la idea de que los reforzadores mantienen la conducta por medio de una expectativa. En lugar de ello, definiría un tipo de comportamiento mucho más automático, un organismo que responde ante los reforzadores aumentando la frecuencia de emisión de determinadas respuestas sin intervención alguna de la voluntad, intención, expectativa y otros conceptos presuntamente vagos y mentalistas. ¿Por qué hemos de asumir, dirían, que es la intencionalidad y la expectativa de obtener el reforzador lo que hace que se mantenga un determinado tipo de comportamiento? El gran problema que se nos plantea es, por tanto, el de cómo verificar científicamente si el mecanismo de acción de los reforzadores es intencional. Imaginemos para ello un sencillo experimento con dos grupos de ratas que presionan palancas en sendas cajas de Skinner: cada vez que presionan la palanca obtienen una bolita de pienso. Supongamos también que se trata de un tipo de pienso, de la marca X, que a las ratas les encanta. Para asegurarnos de que el experimento funciona, las ratas estarán hambrientas (las mantendremos para ello con muy poco alimento cuando están fuera de la caja experimental). De esta manera tendrán una gran motivación para conseguir alimento cuando estén dentro de la caja, por lo que aprenderán rápidamente a presionar la palanca y a hacerlo de manera regular. Una vez que este aprendizaje esté bien adquirido y las ratas estén presionando la palanca de manera regular, debemos preguntarnos si las ratas presionan la palanca simplemente porque han adquirido un hábito automático sobre el que su voluntad tiene muy poco o nada que decir, o si se trata de algo que realizan intencionalmente porque esperan obtener así el pienso X, es decir, un reforzador que a ellas les encanta (nótese que el mismo tipo de pregunta podemos plantearnos frente al jugador empedernido: ¿sigue jugando porque no le queda más remedio o porque espera obtener algo que desea?). Pues bien, podemos responder a esta pregunta fácilmente si en una siguiente fase sometemos a uno de los dos grupos de ratas a un tratamiento de aversión al sabor utilizando para ello pienso de la marca X, el mismo que hemos utilizado durante la primera fase del experimento. Para DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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esto, en esta segunda fase, a uno de los dos grupos de ratas le damos a comer pienso de la marca X y media hora más tarde le aplicamos una inyección de un producto que produce malestar gástrico, nauseas, vómitos. ¿Qué creen que ocurrirá? Efectivamente, estas ratas adquirirán ahora una fuerte aversión al sabor del pienso X. Ya no querrán volver a tomar ese pienso, les producirá nauseas. Pues bien, ya sólo nos queda volver a colocar a los dos grupos de ratas en las cajas de Skinner originales y dejar que presionen la palanca, si quieren. Esta será la prueba de si presionan la palanca de manera automática porque han aprendido a hacerlo y no saben hacer otra cosa cada vez que se encuentran delante de una palanca, o si lo hacen porque quieren, porque saben que al presionarla obtendrán pienso marca X. Y lo que va a ocurrir es que las ratas a las que ahora les produce aversión el pienso X ya no van a tener la más mínima motivación para presionar una palanca de la que esperan conseguir un tipo de pienso que aborrecen. Siguen hambrientas (puesto que seguimos sin darles comida fuera de la caja de Skinner), pero a pesar de todo no presionan la palanca; sólo pensar en ello les produce nauseas. Las otras ratas, en cambio, siguen presionando la palanca normalmente. Este ingenioso experimento fue realizado en 1981 en la Universidad de Cambridge por Adams y Dickinson, psicólogos estudiosos del comportamiento animal, que demostraron de esta forma que el efecto del reforzador no consiste en automatizar la conducta, sino en crear expectativas y metas que motivan la acción. La conducta de las ratas de su experimento demostró claramente la existencia, no sólo de una expectativa de resultado (las ratas sabían lo que iban a obtener si presionaban la palanca), sino también de una intencionalidad (realizan la acción porque desean obtener el resultado que esperan que producirá la acción; en el momento en que ese resultado deja de ser deseado, la acción ya no se realiza). Las implicaciones que tiene este experimento para el estudio de numerosos comportamientos a menudo interpretados como automáticos y alejados del control voluntario de los individuos son enormes. Pero no todo comportamiento es intencional. Hay conductas que responden a los estímulos del medio. Muchas de ellas siguen imDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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plicando una expectativa aunque no por ello una intencionalidad. Algunos ejemplos de esto serían la conducta de miedo y algunos tipos de comportamiento violento. Imaginemos por ejemplo una conducta de miedo (sudoración y erizamiento del pelo, entre otros signos conductuales): se trata claramente de una conducta que muestra una expectativa (de un evento peligroso o doloroso que ocurrirá a continuación), aunque se trata, a su vez, de un comportamiento que escapa, en buena medida, a la intencionalidad. El miedo no es intencional ni instrumental (no pretende conseguir nada), es simplemente una respuesta a una expectativa de dolor o de peligro. Y algo parecido ocurre con el comportamiento violento y agresivo que se da como respuesta al medio. Aunque, en realidad, en el caso de la violencia debemos distinguir dos tipos diferentes de comportamiento violento: uno más instrumental, que sirve como instrumento para conseguir algo, el otro más respondiente (responde al medio). La diferencia entre ambos se observa claramente en un sencillo experimento con ratas. Si introducimos dos ratas en un mismo espacio experimental y aplicamos una descarga eléctrica a través del suelo, las dos ratas reaccionarán inmediatamente con agresividad una contra la otra. Esta es la agresividad que ocurre como respuesta al medio. Es también la agresividad propia del niño que crece en un ambiente hostil y violento. Pero podemos llevar un poco más allá el experimento: ¿qué ocurrirá si, una vez generada esa reacción agresiva, hacemos que una de las ratas sea reforzada por ello y la otra no? En otras palabras, ¿qué ocurrirá si para una de las dos ratas, la conducta violenta sirve, por ejemplo, para que apaguemos el aparato que le aplica la descarga eléctrica? Estaremos replicando lo que a menudo ocurre también en determinados ambientes y sociedades humanas: aquel que grita y acosa y agrede a sus semejantes es quien consigue más beneficios. Es también el caso del muchacho que sólo pegando más fuerte que sus compañeros logra librarse de la violencia que se ejerce sobre él. Es, en definitiva, el aprendizaje instrumental de la conducta violenta: la conducta violenta es reforzada, luego cada vez que el individuo desee obtener algo recurrirá a la conducta violenta como estrategia útil. La conducta, por tanto, puede ser a veces reflejo de un proceso intencional, y otras veces un 95

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reflejo de una respuesta a los estímulos del medio. En ambos casos, observando la conducta y las condiciones en las que ocurre podemos llegar a conocer bastante bien de los procesos subyacentes. Es indudable la utilidad que tiene la conducta de los organismos hoy en día como medida fiable de muchos de los procesos psicológicos. Imaginemos por ejemplo el concepto de conciencia de sí mismo. Imaginemos que queremos investigar si es algo distintivo de la especie humana; si además de en la especie humana, la conciencia de sí mismo tiene lugar también en otras especies animales. ¿Qué mejor manera de investigar el reconocimiento de uno mismo con animales que observando su conducta ante un espejo? Observar el comportamiento ante el espejo suele ser también una de las mejores formas de saber, por ejemplo, cuándo un niño pequeño empieza a tener conciencia de su ser, ¿no es cierto? Podríamos hacer el experimento con chimpancés, pero se podría argumentar que son demasiado parecidos a nosotros y que aunque miren el espejo esto no implica que otros animales más alejados de la especie humana en la escala filogenética puedan hacerlo. Podemos hacer el experimento entonces con palomas, animales claramente inferiores en la escala evolutiva. El experimento lo publicaron ya Epstein, Lanza y Skinner en 1981 en la revista Science; actualmente se puede descargar en Internet el vídeo de una réplica de este experimento realizada por Cardinal, Allan, y DeLabar en 1999. Básicamente consistía en lo siguiente: colocaban frente al espejo a unas palomas a las que antes les habían pintado una mancha roja en el pecho. Entre la mancha y el cuello colocaban horizontalmente una placa de plástico que impedía que la paloma pudiera verse la mancha. Sin embargo, al ser colocada frente al espejo, la paloma veía a una paloma muy rara, con una mancha roja en el pecho y con una placa de plástico colocada horizontalmente sobre la mancha. La conducta de la paloma, puede observarse en el vídeo, es como la de cualquier niño que se encuentra por primera vez ante un espejo: observa, mira, se gira, se aleja, se acerca, sigue intentando mirarse a ver si tiene la mancha, vuelve a mirar al espejo... hasta que finalmente se las arregla para estirar el cuello lo suficiente como para poder mirar por debajo de la placa de plástico y ver qué es lo que hay allí. 96

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Pero hay otra conducta que siempre se ha considerado como específicamente humana, incluso como «causa» de nuestra humanidad por muchos. El desarrollo de herramientas. ¿Se trata de una conducta realmente exclusiva de nuestra especie? ¿Qué me dirían si pudiéramos demostrar que también las aves son capaces no sólo de utilizar, sino también de construir herramientas? Los trabajos de Weir, Chappell y Kacelnik fueron publicados en Science en 2002. Los vídeos pueden descargarse en el sitio web del grupo investigador, en http:// users.ox.ac.uk/~kgroup/index.html. En ellos puede verse a un cuervo curvando un alambre para poder sacar la comida que los investigadores han colocado en el fondo de un tubo de cristal. En ellos se puede ver también cómo, una vez que el cuervo ha construido la herramienta y ha logrado alcanzar de esta forma la comida, el otro cuervo, el que observa la escena, se apresura a robar la herramienta. Y ya para terminar déjenme que les hable de un tipo de comportamiento que siempre me ha resultado especialmente interesante: la conducta supersticiosa y su correspondiente ilusión de control. Se han realizado numerosos experimentos sobre esto en todo el mundo (Alloy y Abramson, 1979; Langer, 1975; ValléeTourangeau, Murphy y Baker, 2005). En estos experimentos los investigadores programamos las relaciones de causalidad entre los diferentes eventos y, por tanto, cuando el sujeto llega a la conclusión de que existe una relación que nosotros sabemos que no existe entre una determinada conducta y un determinado resultado podemos concluir sin lugar a dudas que ha desarrollado una superstición. Veamos uno de estos experimentos, realizado recientemente en nuestro Laboratorio Virtual (Matute, Vadillo y Vegas, 2005; http://www.labpsico.com). En este experimento, internautas anónimos aceptaban participar en un estudio en el que debían controlar una serie de dibujos que aparecían en la pantalla del ordenador. El control objetivo que existía era nulo, puesto que los dibujos estaban programados para aparecer y desaparecer según una determinada secuencia. Sin embargo, y dado que los internautas estaban continuamente intentando hacer cosas para que aparecieran los dibujos, cada vez que aparecían creían que lo habían logrado ellos (fíjense que esto es como las antiguas danzas de la lluvia: como siempre acababa lloDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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viendo antes o después, resultaba fácil atribuir la lluvia a la danza de la noche anterior). Al finalizar el experimento les presentábamos una pantalla en la que les decíamos explícitamente que todo estaba programado de antemano, pero la mayoría de los sujetos se negaban a creerlo. En realidad, todos nosotros somos mucho más vulnerables a la superstición de lo que creemos. Es más, el mero hecho de tener una cierta cultura no nos inmuniza; la gran mayoría de los sujetos de estos experimentos son universitarios y caen fácilmente en la superstición de laboratorio. ¿Cómo creer que no caemos en ella cuando estamos en nuestro medio ambiente? La conducta supersticiosa, a pesar de los muchos problemas que puede acarrearnos, es un efecto secundario de una estrategia tremendamente adaptativa: es consecuencia de la intencionalidad de la conducta y de nuestra enorme tendencia a actuar, a hacer siempre algo por conseguir lo que deseamos. De esta forma suele ser más fácil conseguir el evento deseado que actuando pasivamente. Es más, cuando el evento deseado ocurre, tendemos a asociarlo con aquella conducta que acabamos de realizar, lo cual nos permite aprender y mejorar la eficacia de nuestra conducta en el futuro. Pero si da la casualidad de que ese evento deseado está ocurriendo por azar, (independientemente de nuestra conducta), nosotros no podremos saber que esto es así mientras sigamos actuando: el evento deseado seguirá ocurriendo y, si nosotros seguimos actuando, lo seguiremos atribuyendo a la conducta que estamos realizando para conseguirlo. Nuestra conducta se convertirá en supersticiosa sin remedio. ¿Saben cuál es la mejor manera de reducir la ilusión de control y la superstición? Es sencillo; y se verifica fácilmente en un experimento similar al que les mencioné antes: es cuestión de pedir a los voluntarios que de vez en cuando se queden sin hacer nada y se limiten a observar lo que ocurre en la pantalla del ordenador (Matute, 1996). Estos voluntarios, como es lógico, sí se dan cuenta de que la aparición de los premios no depende de su conducta y de que está programada de antemano. No desarrollan conducta supersticiosa. Es decir, todo lo que hace falta para reducir el nivel de superstición es atreverse a comparar lo que ocurre cuando se emite una conducta para conseguir algo con lo que ocurre cuando DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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no se emite esa misma conducta. La eficacia de esta estrategia, por otra parte, no debería sorprendernos, pues no es casual que consista simplemente en aplicar los principios del método científico. Referencias bibliográficas ADAMS, C.D. y A. DICKINSON (1981). «Instrumental responding following reinforcer devaluation», Quarterly Journal of Experimental Psychology, 33B, 109-122. ALLOY, L.B. y L.Y. ABRAMSON (1979). «Judgment of contingency in depressed and nondepressed students: Sadder but wiser?», Journal of Experimental Psychology: General, 108, 441-485. BANDURA, A. (1977). Social learning theory, Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall. CARDINAL, C.D., R.W. ALLAN y J.S. DELABAR (1999). «Self-awareness» in the pigeon: A replication (vídeo). Consultado el 20 de diciembre de 2005 en http://ww2.lafayette.edu/~allanr/mirror.html DICKINSON, A. (1980). Contemporary animal learning theory, Cambridge: Cambridge University Press. DOMJAN, M. (2003). Principles of Learning and behavior, 5.ª ed., Belmont, CA: Thomson/Wadsworth. [Hay traducción española: Domjan, M. (2003). Principios de aprendizaje y conducta (5a ed.), Madrid: Thomson-Paraninfo.] EPSTEIN, R., R.P. LANZA y B.F. SKINNER (1981). «“Selfawareness” in the pigeon», Science, 212, 695-696. LANGER, E.J. (1975). «The illusion of control», Journal of Personality and Social Psychology, 32, 311-328. MATUTE, H. (1996). «Illusion of control. Detecting response-outcome independence in analytic but not in naturalistic conditions», Psychological Science, 7, 289-293. —, M.A. VADILLO y S. VEGAS (2005). Illusion of control in Internet users. Manuscrito enviado para publicación. SHANKS, D.R. y M.F. ST. JOHN (1994). «Characteristics of dissociable human learning systems», Behavioral and Brain Sciences, 17, 367-447. SKINNER, B.F. (1938). The behavior of organisms, Nueva York: Appleton-Century-Crofts. [Hay traducción española: Skinner, B.F. (1979). La conducta de los organismos, Barcelona: Fontanella.] TOLMAN, E.C. (1932). Purposive behavior in animals and men, Nueva York: Appleton-Century-Crofts. VALLÉE-TOURANGEAU, F., R.A. MURPHY y A.G. BAKER (2005). «Contiguity and the outcome density bias in action-outcome contingency judgements», Quarterly Journal of Experimental Psychology, 58B, 177-192. WEIR, A.A.S., J. CHAPPELL y A. KACELNIK (2002). «Shaping of hooks in New Caledonian crows», Science 297, 981.

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Contemplación «Mirad las aves del cielo, observad los lirios del campo», dijo el maestro de Nazaret. Filósofos y teólogos de todo tipo aún reflexionan sobre la Causa y el Autor de los lirios, pero no ven los lirios. Científicos e investigadores de todas las tendencias analizan los componentes o las funciones de los lirios pero se olvidan de ellos. Políticos y economistas de toda clase se ocupan del uso que les podrían dar. Amantes y devotos los cortan y los ponen a los pies del altar o en el pecho de la amada. Artistas y gente corriente miran la belleza de los lirios, se esfuerzan por describirlos, los dibujan o al menos huelen su fragancia. Nos han «educado» para hacer uso de intermediarios, para la utilización de todo, incluso de los lirios, y sólo somos capaces, o sólo nos interesa, analizar o describir «como buenos periodistas», para que, más tarde, nosotros mismos u otros podamos sacar partido de nuestros experimentos. A menudo pienso que, si muchos de nuestros contemporáneos hubieran sido testigos de los acontecimientos de Belén o del Cenáculo, tendríamos muchas fotos pero ninguna experiencia de tales acontecimientos. Los creyentes modernos aún se quejan de que los evangelistas, por ejemplo, fueran tan sobrios en sus descripciones de la vida de Jesús. San José tendría que haber tenido una cámara y un magnetófono escondidos. Así «sabríamos» de verdad «wie es eigentlich gewesen ist» (cómo sucedió aquello en realidad). Por regla general, los creyentes de hoy creen que el hombre lo «sabe» casi todo sobre los lirios, sobre su reproducción, por supuesto, sobre la química de sus colores, sobre la función del polen, sobre sus tipos y variedades, su valor de mercado, sus utilizaciones simbólicas, su metamorfosis con la tierra y mucho más. Pero los lirios son. No digo que estén «ahí», porque también están «aquí». No digo que eran (tal vez un poco menos contaminados en aquel tiempo en el que aquel joven rabí nos recomendó que los mirásemos) porque los lirios también serán. Observar los lirios no quiere decir clavar la mirada en ellos aquí o allá, ahora, antes o después. Conocer los lirios es más que situarlos en el espacio y el tiempo o analizar sus partes y funciones. Conocer es más que clasificar y poder predecir comportamientos. 98

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Precisamente, los Evangelios nos dicen «que miremos (embleyate) los pájaros, que consideremos (katanosate) los cuervos y los lirios y, de nuevo, que observemos (katamqete) los lirios (Mt 6,26s.; Lc 12,24s.). Los tres verbos comunican el mismo significado: contemplad las aves y los lirios. Ver los pájaros en el cielo es mirarlos volar. Uno recuerda aquellos versos de Acarya Atisa, el gran sabio budista de la tradición Mahayana del siglo XI, que dicen que un pájaro con las alas plegadas no puede lanzarse al vuelo, así como un hombre que no ha desplegado su sabiduría primordial no puede contribuir al bienestar del mundo (Bodhipathapradipa 35 [36]). Ver las aves es volar con ellas. Contemplar es la actividad holística indivisa que ulteriormente dividimos en teoría y práctica. Contemplar los lirios no es considerar su forma de crecimiento y llegar a la conclusión de que no tendríamos que trabajar, ni tomarlos como un simple ejemplo. Mirar los lirios nos puede llevar a liberarnos de una angustia, pero verlos de verdad es todavía un acto más primario. Si miramos los lirios sólo para vencer la ansiedad, no los veremos de verdad. Es necesaria la calma (samatha, serenidad, quietud, dirían los budistas), la ausencia de ansiedad, para poder observar los lirios y mirar los pájaros. Ver los lirios es conocerlos de verdad —cosa que sólo es posible si estamos libres no sólo de prejuicios sino también de todo peso en nuestra mente. En un lenguaje tradicional, sólo si nuestro espíritu es puro, sólo si está vacío, podemos saber de verdad. Sólo la vacuidad (sunyata) vuelve transparentes las cosas y abre un espacio (akasa) de libertad. «El Corazón de la Iluminación es el espacio», dice Santideva, otro santo budista del siglo VIII (como cita el ya mencionado Atisa). Conocer los lirios es también convertirse en lirio —pero, claro, no como una transubstanciación. Ya decía Aristóteles: h yuch panta pwj y repetían después los escolásticos: anima est quodammodo omnia («el alma es, de alguna manera, todas las cosas»). Esto no es posible si tenemos que perder nuestra identidad al convertirnos en una planta, aunque sea una hermosa flor. Somos más que flores, como nos recuerda el texto. No estamos hablando de una participación mística romántica ni de una identificación pre-lógica amorfa. Cuanto más somos el otro, más somos nosotros mismos. «Amar al prójimo como a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mí mismo» no es tratarle amablemente, como otro yo. Es evidente que no queremos dejar de ser nosotros mismos para convertirnos en lirio. Pero para ser de verdad nosotros mismos tenemos que trascender nuestro ego y volvernos también lirio. Esto es llegar a ser lo que (aún) no somos. Este pasar por encima de nuestros límites recibe la denominación filosófica de trascendencia y el nombre sencillo de amor. El amor está en la raíz del conocimiento. Éste es el descubrimiento de la mayoría de las tradiciones humanas. Amar es ser catapultado hacia el ser amado. Sin el conocimiento, existe el peligro de la alienación. Esto no es amor verdadero. Pero conocer sin amar no es conocimiento verdadero. Es solamente apoderarse, aprehender, apropiarse y, en último término, un robo, un saqueo. La Ecosofía tendría que «saber» esto. Conocer verdaderamente es llegar a ser el objeto conocido sin dejar de ser lo que somos. Llegar a ser no es tan sólo un cambio, no es un movimiento desde lo que somos hacia lo que vamos a ser. Llegar a ser es el verdadero crecimiento del ser —que es. Es el verdadero ritmo de la realidad. Reflexionar sobre los lirios que crecen es dejarlos crecer tanto por dentro como por fuera, en el campo de la tierra como en el campo de nuestra conciencia y en el reino divino. Para conocer los lirios es necesario estar con los lirios. Esto es la experiencia. No necesitamos cortarlo, hacerles violencia. Esto sería un experimento. La experiencia es permitir que los lirios crezcan en mí, la observación es dejarme crecer en los lirios, el experimento es explotar el crecimiento de los lirios para un uso cualquiera al que creemos tener derecho. La experiencia tiene que seguir los ritmos de la naturaleza; la observación, nuestros ritmos; el experimento necesita introducir la aceleración, romper los ritmos. No tiene tiempo para esperar. Contiene intrínsecamente el sentido de la urgencia. La vida se siente como una tarea urgente (de hacer algo), y no necesariamente como un acto importante (ser). La visión de la Realidad es una visión que la Realidad tiene en nosotros; es llegar a ser real. Es un acto humano, participar de la palabra creadora, como nos recuerda el Veda (RV I. 164, 37). La visión de la Realidad no es nuestra mirada antigua o nueva sobre lo real, sino la visión que la realidad misma revela en mí. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Cuanto más puro y más vacío estoy, más clara es la visión, menos distorsionada es la imagen. Somos espejos del todo. La dignidad específica del hombre, decían los escolásticos cristianos, es ser capaz de especular, esto es, ser un speculum de lo real. Pero el texto no se olvida de mencionarnos el contexto: los pájaros del cielo, las flores del campo. El cielo y el campo forman el contexto de nuestra visión contemplativa. No hay pájaro o lirio an sich (en sí mismo) ni, por supuesto, sólo en mí (ni siquiera per se ni quod nos). Campo y cielo son los mediadores de nuestra visión. No son intermediarios. Ave y cielo, lirio y campo van juntos. Y viceversa, no hay cielo o campo sin «algo» en sí. Una visión holística distingue pero no separa. Esto es un resplandor de la realidad misma, el svayamprakasa de las tradiciones hindúes. La visión deja de ser una representación objetiva o una interiorización subjetiva. La visión es invisible, al igual que la luz que ilumina pero que es oscuridad cuando está aislada. «Benditos los que han llegado a la infinita ignorancia», dice Evagrius Ponticus, aquel otro sabio de la tradición occidental (III Centuria, 88). La contemplación no es ciega, ni tampoco una mera visión, theoria, es también praxis. Es el edificio de ese templo desde el cual se ve la Realidad. Somos espectadores, actores y autores de la Realidad —no cuando estamos solos, sino cuando estamos unidos, integrados. Un camino hacia esta integración (el Upaya, anupaya del «kasimir shaivism») —y uno de sus resultados— es mirar las aves y los lirios. RAIMON PANIKKAR

Contractualismo You pay a great deal too dear for what’s given freely. WILLIAM SHAKESPEARE: The Winters Tale, acto I, escena I

La existencia de nosotros, los jaféticos hodiernos, se averigua signada bajo el timbre de lo «contractual».1 No ya sólo la economía (donde, al fin y al cabo, los contratos bajo una u otra especie siempre han podido y debido darse),2 sino también los vínculos jurídicos, las re99

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laciones personales, la epistemología3 e incluso el sentido último de nuestra asociación en una comunidad política (Estado, nación, unión de Estados) se conciben de modo creciente bajo el paradigma de un «contrato» que habrían rubricado libremente los participantes en tales enlaces. Dadas así las cosas, no asombra que pensadores como Virginia Held hayan llegado a postular que «la sociedad occidental actual se encuentra aprisionada por el pensamiento contractualista».4 El poder de las normas que entre nosotros pululan parece que sólo puede recabar plausiblemente su energía del libre consentimiento que los individuos firmantes han transferido a esa única instancia que, tras una hipotética rúbrica, les acomunaría (el «contrato»); a la inviolable libertad de cada suscritor, por lo tanto, exclusivamente podría imponérsele (y en virtud meramente de semejante refrendo) una sola instancia normativa superior: tal contrato. Pareja concepción contractualista acerca de las normas éticas y políticas —concepción que, según autores como R. Jay Wallace,5 ya no se adjetiva como «metaética» por cuanto el término habría sufrido cierto «envejecimiento» en algunas regiones del debate filosófico, pero que equivale a lo que generalmente se consideró así— tiene un origen histórico controvertido. Más allá de quienes detectan en ciertos asertos del personaje de la República de Platón denominado Glaucón un digno antecesor de estas posiciones,6 lo cierto es que lo más razonable, según algunos,7 sería ubicar el origen histórico de un contractualismo genuino en el Leviatán (1651) de Thomas Hobbes; otros,8 sin embargo, prefieren retrasar hasta las obras de Jean-Jacques Rousseau —y primordialmente su Contrato social (1762)— la emergencia de un pensamiento contractualista que de suyo amerite tal nombre; entre uno y otro autor, empero, la producción intelectual de John Locke tampoco debiera pasarse por alto.9 En cualquier caso, hoy en día es precisamente el aludido y descomunal éxito de las concepciones contractualistas en filosofía moral y política el que ha favorecido la proliferación de toda una pléyade de subescuelas dentro de esta corriente, subescuelas que a veces presentan rasgos de lo más disímiles entre sí: desde la socialdemocracia blanda de un John Rawls,10 algo más radical en el caso de Norberto Bobbio y su «nuevo contrato so100

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cial»,11 hasta los mucho más severos enfoques de un David Gauthier12 o un James M. Buchanan,13 pasando por autores como Thomas M. Scanlon14 o John Harsanyi.15 Dos principios de fondo cabe detectar, a fin de cuentas, en todos aquellos que se plantean de modo contractualista su enfoque de la esfera ético-política: en primer lugar, que el hecho de la libertad individual (es decir, aquello que en lengua tudesca se suele denominar Faktum der Freiheit)16 es un principio soberano, supremo, el único desde el cual cabe emitir normas para los afanes humanos. Y, en segundo lugar, que si y sólo si esa libertad individual otorga, horra, a una instancia construida en el trato con (con-tracto) otros individuos libres el poder de prevalencia, entonces este constructo (el «contrato») sí que recibe delegado tal poder eminente sobre los trabajos y los días de los hombres. La libertad personal y su procuración en los contratos son, pues, la única fuente de normatividad que desde la perspectiva de esta mentalidad es lígrimo imaginar para el ámbito de la racionalidad práctica. Por supuesto, ello no ha sido siempre así: la historia registra multitud de otras instancias que se han pensado como legítimas determinaciones de nuestras reglas morales y de convivencia. Los dioses,17 el agápe cristiano,18 la tradición de nuestros padres,19 la dépense o el dispendio mauss-batailleano,20 la autopreservación de la comunidad o de sus arcontes,21 la apuesta decidida por la apertura hermenéutica a los otros,22 la guía segura de la ciencia natural y sus tecnologías:23 éstas y similarmente heteróclitas nociones han venido fungiendo y aún fungen en el desempeño de ese mismo rol. Frente a ellas, sin embargo, los «contratos» de los contractualistas a veces se autopromocionan como los únicos portadores de una característica ciertamente estimable en el terreno ético-político: el hecho de que son los únicos que no necesitarían de ninguna instancia axiológica trascendente a las prácticas humanas para cobrar desde ella su poder normativo; el hecho, por tanto, de que serían las autoridades normativas más afines con la condición postmetafísica (esto es, recelosa de toda normatividad que provenga de más allá de las prácticas humanas inmanentes)24 dentro de la cual hoy en día vivimos, nos movemos y existimos. Ahora bien, ¿es esto así? Bien cierto resulta que en el contractualismo los términos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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éticos —cuyo número, todo sea dicho, se suele reducir un tanto simplistamente25 a sólo dos: derechos y sus correlativos deberes—26 no dependen de ninguna instancia metafísica ajena a los mismos agentes humanos en sus prácticas comunes. Sólo estos agentes los instauran, al reconocérselos recíprocamente mediante contrato, y sólo estos agentes están a cargo de su mantenimiento y constricción; con lo que bien parecería que nada en el contractualismo podría arrojar una sombra de metafísica, de imposición trascendentalista de normatividad, sobre sus convicciones. Los derechos y deberes contractualistas parecen eximirse tan vehementemente de compromisos con instancias independientes de lo que los agentes sociales lleguen a acordar, como cualquier otra autoridad postmetafísica se podría desembarazar de implicaciones con tales fundamentos externos. Y, no obstante, desde un punto de vista que aspire a llevar la postmetafísica hasta sus últimas consecuencias, lo cierto es que, aun cuando el contractualismo no recurra a una autoridad independiente para proporcionar normatividad a las reglas morales y políticas, sí que cabría detectar en él la imposición a priori de un cierto corsé a las plurales configuraciones normativas de los humanos (y, por lo tanto, no dejaría a estas ser del todo autónomas, libres, creativas, frente a las sibilinas coerciones metafísicas). Tal corsé se implantaría sin duda al decretar que sólo un tipo de obligaciones (las contractuales) deberán ser tenidas por tales, independientemente de lo que los seres humanos vayan decidiendo considerar en sociedad como obligación o mandato. Si se establece que sólo la correlación simétrica entre derechos y deberes es la que puede generar obligaciones en la praxis, entonces se ignora que puede haber muchos otros «juegos», muchas otras actividades, muchos otros deseos de los que brote normatividad. La descripción apurada de tales juegos correspondería a un antropólogo, un sociólogo27 o un historiador: pero a nosotros nos basta con constatar que, a menudo, los agentes sociales deciden adoptar de modo intersubjetivo acciones normativas que no aluden a un acuerdo que hayan hecho entre ellos para sostener tales derechos y deberes, ni siquiera de modo «tácito».28 Un filósofo como Ludwig Wittgenstein reivindicó conspicuamente esta posibilidad: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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A Brown le parecía que un hombre podría muy bien contar con cierto deber aunque ningún otro hombre pudiese reclamar su derecho a que ese deber se ejecutase. [...] Naturalmente, a un hombre podría ocurrirle eso... ¿por qué no? A un niño se le podrían enseñar cosas como «nunca, nunca robes», «resiste contra la tiranía», etcétera. Y ello consistiría en un deber que ni siquiera sería un deber hacia sus padres: simplemente, tendría la obligación de cumplirlo o no. Por lo demás, un hombre podría tener un deber hacia Dios o, como hemos visto, hacia nada en absoluto.29

Podemos a veces decidirnos a ordenarnos y reconocernos muchísimas obligaciones (y bien remunerativas) entre los hombres sin que por ello todas ellas deban acreditar su referencia a un contrato simétrico que previamente habríamos refrendado de manera unánime; y tales enunciados éticos no tienen por qué adolecer, a priori, de una suerte de defecto congénito, sino que pueden llegarnos a ser mucho más útiles que cualquier compromiso de índole contractual. De hecho, una multitud de otros dispositivos discursivos y prácticos intervienen cuando decidimos adoptar actitudes morales hacia algo: ciertamente la concepción de derechos simétricos, pero también otras como «“conciencia”, “oprobio”, “culpa”, “malo”, etcétera».30 Decidirse a priori por la tesis de que todos esos otros «juegos increíblemente complejos»31 pueden o deben reducirse a sólo uno (el juego de reconocerse derechos mutuos) no sería sino instaurar metafísicamente a priori en la filosofía práctica ese juego como la única instancia válida: y además, para que ello luego funcionase, tendríamos que someternos a continuación a la meticulosa tarea intelectual de tratar de conectar los casos en que sí se juega de esa manera con otros casos que adaptaremos ad hoc para que se amolden a esa perspectiva contractualista; así como habría que, en virtud sólo de una autoimpuesta congruencia, verse forzados finalmente a despreciar cuantos eventos morales no sean reducibles al lecho de Procusto de un tal canon que, de modo arbitrario, hemos venido a erigir como el único posible en la filosofía práctica. Wittgenstein explicó de manera aguda los avatares de tales mecanismos contractualistas: ¿Cómo es entonces que la gente llega a aseverar que todos los deberes son deberes hacia alguien? [...] (Se me ocurre ahora que cabe ver ahí también un buen reflejo de la teoría con101

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tractualista de la moral). [...]. Quizás todo proceda de cierto hábito del lenguaje en este contexto. Algunos deberes son deberes hacia alguien; tal vez la mayoría de ellos. Ello establece entonces cierto patrón en el lenguaje, y ciertas expectativas conectadas a él. Y, así, los deberes se deben, y se le deben a alguien.32

En otro pasaje33 Wittgenstein comparará esta actitud con la de un filósofo hedonista que querría reformular cualquier deseo humano en términos de «deseo de placer». Cierto es que hay algunos deseos humanos (quizá incluso la mayoría de ellos) que aspiran a lograr el máximo placer posible (al igual que hay obligaciones humanas cuyo respaldo normativo reside en uno u otro tipo de «contratos»). Pero, cuando se dictamina que en realidad todas nuestras acciones buscan la maximización de nuestros placeres, o que todos los deberes surgen de procedimientos contractuales, en ambos casos de lo que se trata es de haber establecido un criterio a priori («todo deseo es hedonista», «toda obligación es contractualista») e intentar luego reducir metodológicamente todos los otros casos que se nos presentasen a ese paradigma que presuntamente estaría residiendo «en la esencia de nuestro lenguaje» (moral).34 Los resultados de tales ejercicios acrobáticos y sus intentos de ceñir en una faja (ora hedonista, ora contractualista) los poliédricos enunciados del reino de la moral le producían a Wittgenstein una curiosa sensación, mezcla de lástima e ira, que acaso no ande lejos de cualquiera de nosotros una vez hayamos captado la inanidad de tales ambiciones, y su fuerte carácter metafísico, impositivo. Pues lo cierto es que un paradigma como el del contractualismo, cuando a priori pensamos que en él se pueden embutir (y así lo ansiamos) todos nuestros discursos éticos, no constituye sino una exigencia como cualquier otra,35 que resulta que se les ha venido a ocurrir a tales filósofos contractualistas sólo a partir de «cierto hábito del lenguaje» en algún «contexto»36 (mediante una «generalización equivocada»),37 y que les tiene «cautivos» sin que puedan «escapar de ella»38 cuando se ponen a exigírselos a todo contexto en general. Mientras tanto, empero, las prácticas humanas de imposición y reconocimiento de normas éticas y políticas, a fin de cuentas, no tienen por qué acoplarse a ese fundamento que el filósofo contractualista ha decidido dedicar102

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se a requerirles: tales prácticas pueden seguir creando y sosteniendo normas práxicas en su flujo histórico «por mil razones diferentes, no sólo una»;39 algunas aludirán, ciertamente a derechos, pero otras lo harán a «culpas», a «felicidades», a «deudas», a «dignidad», a numerosas otras virtudes y valores que la red social de acciones precisa potenciar para sostenerse...40 Los decretos de semejante contractualista cuando ose lanzar un entredicho contra el resto de prácticas éticas y políticas que no se ajusta al modelo del «contrato mutuo» no serán sino una restricción metafísica y arbitraria; restricción que no tiene legitimidad para pretender imponerse sobre un «flujo de vida y pensamiento»41 humanos que es soberano42 en este respecto, si de verdad queremos suscribir un pensamiento (y una existencia) postmetafísicos. Poco concordes con este pensar y tal existencia, por consiguiente, resultan las estipulaciones contractualistas; y, si en verdad hemos experimentado la ausencia de fundamentos inconcusos, el «ocaso del ser»43 que según Gianni Vattimo constituye nuestra condición postmoderna,44 entonces habremos de abandonar en nuestra vida ética tales maneras, aunque ellas se nos presentasen en su día bajo los fementidos atuendos de un pensamiento que habría sabido asumir, presuntamente, el fin de la metafísica. Notas 1. A modo de comparación y simple ejemplo (pues no podemos abordar aquí un estudio completo de la presencia de las especies contractualistas en todas las culturas no occidentales que pueblan nuestro planeta), es significativa la mucha menor importancia que cobra este conjunto de ideas, verbigracia, entre los semitas islámicos del presente y el pasado. Así, en su exhaustivo análisis de la terminología política de esta cultura, Bernard Lewis, The Political Language of Islam, Chicago, University of Chicago Press, 1988, apenas cita el caso del carácter contractual del imanato como paralelo de tal noción (véase especialmente el capítulo 5 de dicha obra). Por su parte, Marshall G.S. Hodgson, «Cultural Patterning in Islamdom and the Occident», en Rethinking World History: Essays on Europe, Islam, and World History, Nueva York, Cambridge University Press, 1993, llega a hablar de «contractualismo islámico», pero en un sentido bastante diverso al que aquí emplearemos (y en general se emplea). Un fenómeno tan peculiar dentro del Islam como el sistema implantado en Irán a partir de 1979 por el ayatolá Jomeini parece que sí que poDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dría contar con una utilización más destacada de este concepto —véase, por ejemplo, Moses Sternstein, «Improvisation and the Islamic Constitution», Sound Politicks, vol. 11, n.º 2 (2005), pp. 47-50—; pero ésta quizá no sea sino una más de las radicales transformaciones que ese movimiento significa para el conjunto de la civilización islámica (sin olvidar, por lo demás, que los iraníes más bien pertenecerían a la rama jafética que a la semita, si deseamos conservar tal terminología bíblica). 2. Para una historia de la noción de «contrato», véase Henry Sumner Maine, Ancient Law: Its Connection with the Early History of Society and its Relation to Modern Ideas, Londres, John Murray, 1861, especialmente el capítulo 9 (existe una versión más reciente, con introducción de Dante J. Scala, en New Brunswick, Transaction Publishers, 2002). 3. En este sentido es sumamente interesante el trabajo desarrollado por los psicólogos evolucionistas Leda Cosmides y John Tooby, «Evolutionary Psychology and the Generation of Culture, Part II. Case Study: A Computational Theory of Social Exchange», Ethology and Sociobiology, 10 (1989), pp. 51-97; Leda Cosmides y John Tooby, «Cognitive Adaptations for Social Exchange», en Jerome H. Barkow, Leda Cosmides y John Tooby (eds.), The adapted mind, Nueva York, Oxford University Press, 1992. Allí se demuestra (mediante experimentos y reflexiones que, a pesar de su tremenda relevancia, nos es imposible exponer aquí con el cuidado que sería menester) cómo el modelo del «contrato» entre los humanos puede sustentar incluso la explicación de nuestra aplicación de mecanismos lógicos en apariencia tan abstractos como el modus tollens: pues estos mecanismos en realidad funcionan a pleno rendimiento siempre que se hallan implicados dentro de la resolución de problemas del tipo de «averiguar quién es el agente que puede estar intentando no cumplir con el contrato social (es decir, averiguar quién puede estar tratando de comportarse como un tramposo)», mientras que su éxito en circunstancias de otro tipo es —como ya detectaran P. Cheng, K. Holyoak, R. Nisbett, y L. Oliver, «Pragmatic versus Syntactic Approaches to Training Deductive Reasoning», Cognitive Psychology, 18 (1986), pp. 293-328; Peter Cathcart Wason y Philip Nicholas Johnson-Laird, The Psychology of Reasoning: Structure and Content, Cambridge, Harvard University Press, 1972; Peter Cathcart Wason, «Realism and Rationality in the Selection Task», en Jonathan St.B.T. Evans (ed.), Thinking and reasoning: Psychological approaches, Londres, Routledge, 1983— sorpresivamente bajo, si se tiene en cuenta su importancia para cualquier desempeño racional. Cabe ampliar estas notas en Leda Cosmides, «The Logic of Social Exchange: Has Natural Selection Shaped How Humans Reason? Studies with the Wason Selection Task», Cognition, 31 (1989), pp. 187-276. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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4. Virginia Held, Feminist Morality: Transforming Culture, Society and Politics, Chicago, University of Chicago Press, 1993, p. 193. 5. R. Jay Wallace, «Scanlon’s Contractualism», Ethics, vol. 112, n.º 3 (2002), pp. 429-470, aquí n.º 2. 6. Véase, por ejemplo, Cristina Lafont, «Moral Objectivity and Reasonable Agreement: Can Realism Be Reconciled with Kantian Constructivism?», en Ratio Juris, vol. 17, n.º 1 (marzo 2004), pp. 27-51. 7. Richard S. Peters, Hobbes, Harmondsworth, Penguin, 1956, p. 194. 8. Thomas M. Scanlon, What We Owe to Each Other, Cambridge, Harvard University Press, 1998, p. 5. 9. Como no lo hace Zbigniew Rau, Contractarianism versus Holism: Reinterpreting Locke’s Two Treatises of Government, Lanham, University Press of America, 1995. 10. John Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 1971 (edición revisada: 1999); John Rawls, Political Liberalism. The John Dewey Essays in Philosophy, 4, Nueva York, Columbia University Press, 1993. 11. Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, Turín, Einaudi, 1984. 12. David Gauthier, Morals by Agreement, Oxford, Clarendon, 1986; David Gauthier, Moral Dealing: Contract, Ethics, and Reason, Ithaca, Cornell University Press, 1990. 13. James M. Buchanan y Gordon Tullock, The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1962; James M. Buchanan, Freedom in constitutional contract: perspectives of a political economist, College Station, Texas A & M University Press, 1977; James M. Buchanan, Choice, Contract and Constitutions, Indianápolis, Liberty Fund, 2001. 14. Op. cit. 15. John Harsanyi, On Ethics, Social Behaviour and Scientific Explanation, Dordrecht, Reidel, 1977. 16. Es decir, el hecho «empírico» y «comprobable» de «la libertad de la acción (también llamada libre arbitrio [freie Willkür] —liberum arbitrium—); es decir, la capacidad dada en principio a cada ser humano de determinar su acción externa en función de fines representados» (Georg Geismann, «Kant als Vollender von Hobbes und Rousseau», Der Stadt, 21 [1982], pp. 161-189, n.º 5). Véase con particular atención Ernst Tugendhat, «Der Begriff der Willensfreiheit», en Philosophische Aufsätze, Frankfurt, Suhrkamp, pp. 334-351, especialmente pp. 337 y 340, para su defensa, de inevitables resonancias kantianas. Ese «hecho» es algo que, según tal punto de vista, estaría ahí, al igual que cualquier otro objeto del mundo, aunque a menudo no se ejerza como tal, o sea condicionado por una u otra inclinación. Por ello, Descartes lo podía considerar como una de las tres «cosas» creadas por Dios que más le maravillaban: «Tria mirabilia fecit Deus: res ex nihilo, liberum arbitrium, et Hominem Deum» 103

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(Cogitationes privatae, 218). Hay que reconocer, empero, que quizá el liberum arbitrium no está en buena compañía en tal lista: incluir como la tercera de estas «hechuras divinas» al Hominem Deum no parece en rigor congruente con la ortodoxia católica, que Descartes no pensaba abandonar, y en la cual, de acuerdo al símbolo niceno-constantinopolitano, el Dios Hombre fue «non factus [...] sed genitus» («no hecho [...], sino engendrado»). Así pues, surge la sospecha razonable de si tal vez Descartes cometió otro desliz en la frase, y tampoco el «factum» de la libertad pueda considerarse stricto sensu como un hecho. Por otra parte, adelantaremos también un recelo más, de corte wittgensteiniano (como serán casi todos los recelos que aquí exhibiremos), ante lo que Geismann llama hecho «empírico y comprobable» (de la libertad): «Otra cosa que se ha dicho: “Si miramos dentro de nosotros mismos, allí tenemos experiencia o vemos el libre albedrío”. ¿Cómo se mira dentro de uno mismo y se tiene experiencia del libre albedrío dentro de uno mismo? [...] “¿Cuáles son los fundamentos de su convicción de que es libre?”. Yo diría: no hay fundamentos» (Ludwig Wittgenstein, «Lectures on Freedom of the Will», edición de Yorick Smythies, Philosophical Investigations, vol. 12, n.º 2 [abril 1989], pp. 85-100, aquí pp. 94-95). En efecto, de este «hecho empírico» se puede decir lo mismo que de la así llamada «causalidad interna» —véase Miguel Ángel Quintana Paz, «Máquinas como símbolos. Kant, Wittgenstein y la tesis disposicionalista en torno a la normatividad», en Ana Andaluz (ed.), Kant. Razón y experiencia, Salamanca, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2005, pp. 625-636, especialmente pp. 634-636; Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, 2.ª ed. a cargo de G.E.M. Anscombe y Rush Rhees, Oxford, Blackwell, 1958, § 169-170; Robert J. Fogelin, Wittgenstein, Londres, Routledge, 1976, p. 133—: si ésta se parece tan poco al resto de lo que normalmente llamamos causalidad, que parece arriesgado otorgarle tal rótulo, así mismo un «hecho empírico» que reside exclusivamente en las inaccesibles tinieblas de la interioridad humana se parece demasiado poco a lo que denominamos normalmente «hechos empíricos» como para andarle concediendo esa misma etiqueta. Afortunadamente, a versiones más depuradas de este modo de pensar en la libertad como fundamento de la moral nunca se les hubiese ocurrido hablar de un «hecho», como hacen Descartes, Tugendhat o Geismann: sino sólo de un postulado, por ejemplo, de la razón práctica. 17. Para un balance del lugar contemporáneo que le cabe ocupar a lo divino como fundamento normativo, puede acudirse a Miguel Ángel Quintana Paz, «Los dioses han cambiado (de modo que todo lo demás ya podría cambiar)», Azafea, vol. 5, pp. 237-259. 104

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18. Uno de los mejores análisis del papel que ha venido ejerciendo esta noción en los desarrollos éticos de los últimos siglos se puede recabar en Gene Outka, Agape: An Ethical Analysis, New Haven, Yale University Press, 1972. 19. Algunas notas sobre el trastabillante papel de la tradición para estos efectos pueden observarse en Miguel Ángel Quintana Paz, «La tradición como traición. Seis paradojas», en Ángel Carril y Ángel B. Espina Barrio (eds.), Tradición. Cien respuestas a una pregunta, Salamanca, Diputación de Salamanca, 2001, pp. 177-178. También resulta sumamente útil en torno al potencial legitimador que puede mantener la tradición en nuestras sociedades avanzadas Mariano C. Melero de la Torre, «Postmodernidad, tradición y derechos humanos», A Parte Rei, 42 (noviembre 2005), http:// serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/melero42.pdf. Para una crítica de las versiones multiculturalistas de esta idea véase Miguel Ángel Quintana Paz, «Del multiculturalismo como “gangrena” de la sociedad democrática», Isegoría, n.º 29 (diciembre 2003), pp. 270-277. Se reivindica eficientemente, empero, la permanente vigencia de este tipo de fundamentos normativos para nuestros días en Víctor Samuel Rivera, «Traditionem prosequi aude!», en Miguel Giusti (ed.), La filosofía del sigo XX: balance y perspectivas, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000, pp. 467-475. 20. Véase Marcel Mauss, «Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques», L’Année sociologique, 2ª serie, vol. 1 (19231924), pp. 30-186; Georges Bataille, «La notion de dépense», en La part maudite, París, Éditions de Minuit, 1967. Citamos esta idea por cuanto resulta especialmente hostil a las nociones de «cálculo» e «intercambio» que promociona el pensamiento contractualista; y, sin embargo, como Mauss y Bataille gustan en mostrar, el dispendio gratuito, generoso, pudo y puede ejercer de cimiento de la comunidad humana no en menor medida que el contractualismo un tanto autointeresado de los Buchanan, Gauthier, Hobbes y Locke. Para un análisis de prácticas semejantes a la del potlach o dispendio ritual estudiado por Mauss en los indios de las costas occidentales norteamericanas, véase Xavier Rubert de Ventós, El laberinto de la hispanidad, Barcelona, Anagrama, 1999; allí se muestra, además, que ese tipo de dinámicas institucionalizadas pueden ejercer su función vertebradora de la comunidad política incluso dentro de sociedades no primitivas, como eran los renacentistas virreinatos españoles en América. 21. Véase Miguel Ángel Quintana Paz, «Comunidad», en Andrés Ortiz-Osés y Patxi Lanceros (eds.), Claves de hermenéutica, Bilbao, Universidad de Deusto, 2005, pp. 71-82. 22. Para un programa más detallado de este proyecto ético-político, véase Miguel Ángel Quintana DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Contractualismo

Paz, «Non solum peritos in ea glorificare», en Teresa Oñate, Cristina García Santos y Miguel Ángel Quintana Paz (eds.), Hans-Georg Gadamer: ontología estética y hermenéutica, Madrid, Dykinson, 2005, pp. 613677; Miguel Ángel Quintana Paz, «Dos problemas del universalismo ético, y una solución», en Quintín Racionero y Pablo Perera (eds.), Pensar la comunidad, Madrid, Dykinson, 2002, pp. 223-253; Miguel Ángel Quintana Paz, «On Hermeneutical Ethics and Education: “Bach als Erzieher”», en Jirí Fuka, Alena Mizerová y Vladimír Strakosv (eds.), Bach: Music between Virgin Forest and Knowledge Society, Santiago de Compostela, Compostela Group of Universities, 2002, pp. 49-109; Miguel Ángel Quintana Paz, “Alaska, Heidegger y los Pegamoides”, en Víctor del Río García, Cortao, Salamanca, El Gallo, 1998, pp. 104135; Miguel Ángel Quintana Paz, «Ethos de la escisión, la Historia, lo humano», en VV.AA., Humanismo para el siglo XXI. Congreso Internacional, Bilbao, Universidad de Deusto, 2003, pp. 2-6. 23. Con el fin de atisbar una crítica a los fundamentos de este papel tecnocrático de la ciencia puede consultarse Miguel Ángel Quintana Paz, «“Alguien nos ha metido un loco en nuestro equipo”. O de lo que tienen que ver las ciencias con las filosofías y las Humanidades», ibíd., pp. 132-151. 24. Para ampliar el significado de la noción de «postmetafísica» en el espacio ético-político, puede verse Miguel Ángel Quintana Paz, «Democracia y sociedad civil en tiempos postmetafísicos», en VV.AA., Llamados a la libertad, Madrid, Fundación Santa María, 2006 (en prensa). Desde un punto de vista metaético, tal noción es idéntica a lo que Jürgen Habermas («Rortys pragmatische Wende», Deutsche Zeitschrift für Philosophie, vol. 44, n.º 5 [1996], pp. 715-741) bautiza como «pragmatismo de tipo humeano». Hemos intentado ofrecer un tratamiento epistemológico y metaético más completo de tal noción en Miguel Ángel Quintana Paz, Normatividad, interpretación y praxis. Wittgenstein en un giro hermenéutico-nihilista, Salamanca, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2006. 25. Véase como contraste la amplia lista de términos éticos relevantes para nuestra existencia que reproduce más adelante (en el cuerpo del texto correspondiente a la nota a pie de p. 29) un autor que va a resultar decisivo para nuestro análisis aquí: Ludwig Wittgenstein. 26. «La transferencia última de derechos es lo que los hombres llaman contrato» (Thomas Hobbes, op. cit., I, 14). 27. Ésa es la tarea que se ha autoimpuesto, por ejemplo, la sociología de la ciencia emprendida por la Escuela de Edimburgo (con su debate con la Escuela de Bath) y los Social Studies of Science, a través de autores como Bruno Latour, David Bloor, Steven Woolgar, Karin Knorr-Cetina, Steve Shapin, Steve Fuller, Barry Barnes, Harry M. Collins... DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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28. El antecedente histórico de la idea de que algo tan esquivo como nuestro presunto «consentimiento tácito» baste para que se nos considere aplicable el contrato social se encuentra en Locke: «Todo hombre que tenga posesiones o disfrute de alguna porción de los dominios de un gobierno, está con ello dándole su tácito consentimiento de sumisión; y, mientras siga disfrutando de ellas, estará tan obligado por las leyes de dicho gobierno como cualquier persona que viva bajo el gobierno en cuestión» (Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, sec. 119). Sin embargo, ya David Hume (Sobre el contrato original) se sublevaría contra esta idea de «consentimiento tácito»: un pobre campesino o artesano que sólo conoce la lengua y costumbres de su país y depende en todo de los salarios que recibe es tan libre a la hora de optar entre o bien abandonar este, o bien obedecer a sus gobernantes, como pudiera serlo un marinero al que han llevado a la fuerza a un barco mientras dormía, y sólo puede «elegir» entre acatar las órdenes del capitán o saltar a la mar profunda y perecer. Me permito remitir, para un tratamiento más pormenorizado (y respecto a contractualistas algo más contemporáneos, como John Rawls) de estas cuestiones, a Miguel Ángel Quintana Paz y Joan Vergés Gifra, «Diálogo sobre tres modelos de definición de la barbarie y lo civilizado en la filosofía política actual», Estudios Filosóficos, vol. 51, n.º 147 (mayoagosto 2002), pp. 195-221. 29. Ludwig Wittgenstein y Oets Kolk Bouwsma, Últimas conversaciones, edición y traducción a cargo de Miguel Ángel Quintana Paz, Salamanca, Sígueme, 2004, p. 22. 30. Ibíd., p. 61. 31. Ibíd. 32. Ibíd., p. 22. 33. Ibíd., pp. 78-79. 34. Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, op. cit., § 97. 35. «Cuanto más de cerca contemplamos el lenguaje que de hecho utilizamos, mayor se vuelve el conflicto entre él y nuestra exigencia. (La pureza cristalina de la lógica no era un producto que se me hubiese dado, sino que era una exigencia)»: Ibíd., § 107. 36. Ludwig Wittgenstein y Oets Kolk Bouwsma, op. cit., p. 21. 37. Ibíd., p. 79. 38. Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, op. cit., § 115: «Una imagen nos mantenía cautivos. Y no podíamos escapar de ella, pues residía en nuestro lenguaje, y éste parecía estárnosla repitiendo implacablemente». 39. Ludwig Wittgenstein, Wittgenstein’s Lectures on the Foundations of the Mathematics, Cambridge 1939, edición de Cora Diamond, Hassocks, Harvester Press, 1976, p. 249. 40. En este denuesto de la reducción de toda la normatividad ética y política a los derechos recíprocos, Wittgenstein resulta precursor de gran parte de 105

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la filosofía política de los últimos decenios, cuando ha querido oponerse al modelo liberal y contractualista. Véase en Victoria Camps, Per una filosofia modesta. Dalla filosofofia pratica all’etica applicata. Milán, Guerini e Associati, 2000, pp. 61-65, una digna recapitulación de tales críticas al hecho de que «el ciudadano venga considerado, solamente, como un sujeto de derechos» (ibíd., p. 63). Se trata siempre de reivindicar lo que Augusto Salazar Bondy, Para una filosofía del valor, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1971, llamó en nuestro ámbito iberoamericano «la plurivocidad» de lo moral, y no reducirlo a la univocidad del «contrato». 41. Ludwig Wittgenstein, Zettel, edición de G.E.M. Anscombe y Georg H. von Wright, Oxford, Blackwell, 1967, § 173. 42. Ludwig Wittgenstein, Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik, segunda edición de G.E.M. Anscombe, Rush Rhees y Georg H. von Wright, Oxford, Blackwell, 1978, VII, § 3. 43. Para una buena explicación global del significado de esta expresión heideggeriana, véase Paolo Godani, Il tramonto dell’essere. Heidegger e il pensiero della finitezza, Pisa, ETS, 1999. 44. Gianni Vattimo, «Dialettica, differenza, pensiero debole», en Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti (eds.), Il pensiero debole, Milán, Feltrinelli, 1983, p. 26.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

Cosas Ahora veo las cosas como no vi las cosas. La pasión por los hechos trascendentes, la seducción maligna por los grandes enigmas, ficción de una realidad alzada en andamiajes de papel, me cegó el sentimiento por las cosas vulgares. Maravillas que fueron las cosas sorprendidas en el gozo de ver, palpar y acariciar sus formas virginales que ni el tiempo corrompe ni la costumbre estraga; pulso vivo de objetos sin pasiones, que prestan su servicio sin exigir otras compensaciones que el demorado goce de los sentidos, oscuramente caen en nuestro desamor, en polvoriento olvido. Patenas silenciosas en que se alzó la forma de las celebraciones familiares, ahora, al cabo del tiempo, y cuando el tiempo de la vida apremia y con nosotros desaparecerán, me muestran en silencio sus semblantes atónitos. 106

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También las cosas mueren si no las contemplamos en su fulgor doméstico, si no las inventamos cada día y lavamos su cara polvorienta y tocamos con mimo su relieve, el terciopelo ajado de las horas o su gasa sonora de rozar en la sombra, sus turgencias doradas de durazno, su vientre femenino. Pues las cosas nos miran y nos aman y sienten por nosotros y están cerca velándonos, y en esas veladuras que el tiempo va dejando en pulidos marfiles, cristales musicales, en blancas florecientes porcelanas, o en las desconchaduras de jarrones florales, verdecientes cerámicas de juveniles pieles, raspaduras de alpaca que reflejó el semblante grave de nuestras madres, aún estamos sintiendo la pasión de un amor, la exaltación sagrada de la vida. Ahí están diciéndonos que todo sigue igual, como aún sigue la vida de los antepasados que un día nos dejaron y ahora cumplen sus ciclos de tanagras arcaicas, más vivas que los libros. Libros, copias fungibles, calcos, tantas veces inertes objetos sin objeto y sin el brillo, la belleza y la gracia que atesoró en silencio, imagen de las cosas, el alma de las cosas. Ojos de niño tienen las cosas que no vi y ahora estoy tocando con los dedos febriles, con el temblor vidrioso de mis ojos cansados, con la esperanza cierta de que estos seres mudos, monstruosos, oblicuamente esquivos, sibilinos, eternamente opuestos a la razón pensante que no acertó a entenderlos, brillarán a otra luz, luz plena y sin envés, con la cara sin doble de cuerpos inmanentes. Ser viejo quizá sea entrar en otro mundo, a la luz de otro mundo, con otro corazón, otros sentidos, intrascendente ver y escuchar una música inoíble para el oído joven. Aunque no sin dolor y el sentimiento de saber que algún día dejaremos las cosas para siempre.

ROSENDO TELLO

Cristianismo Con la proclamación de la inminente llegada del reino de Dios, Jesús de Nazaret inició un movimiento profético y escatológico, reformaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dor del judaísmo, que suscitó rechazos, amenazas y condena a muerte del predicador por parte del sanedrín, la clase sacerdotal y los fariseos y saduceos. En cambio fue aceptado por un grupo de seguidores y por los anawim, pobres, enfermos incurables y marginados. El evangelio o buena nueva de Jesús se expresa en el Sermón de la Montaña y en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Para su prolongación en el espacio y el tiempo, Jesús reeducó en la nueva fe a un grupo de apóstoles y discípulos, llamados posteriormente Cristianos, palabra usada originalmente en Antioquía de Siria (He 11,26; 26-28). Jesús predicó el reino, y sus discípulos predicaron a Jesús como Mesías. Hacia el año 110 utilizó Ignacio de Antioquía por primera vez el término cristianismo. También usó la expresión Iglesia católica para calificar a la verdadera y diferenciarla de las sectas y grupos de herejes. Merced al ecumenismo, a las connotaciones negativas que ha adquirido el término católico y a la escasa significación del bautismo —por ser de infantes—, se emplea teológicamente más el término cristiano que católico y creyente que bautizado. Cristiano y cristianismo se relacionan con el nombre de Jesucristo. I. Aparición del cristianismo Desde sus orígenes, los cristianos se han caracterizado por la experiencia personal y grupal de comunión con Jesús de Nazaret crucificado, al que confiesan resucitado. Después de la pascua del año 30, el grupo de los primeros discípulos cristalizó como koinonía de hermanos y hermanas o comunión de comunidades, con el nombre de Iglesia, para diferenciarse de la sinagoga, de la que fueron expulsados. Según Congar, la palabra ecclesia significaba lo que hoy llamamos «comunidad de los cristianos». La nueva comunidad vivía la koinonía —comunión o solidaridad— en la oración, la fracción del pan, la enseñanza de los apóstoles y la comunicación de bienes. Apareció como fraternidad llena del Espíritu del Dios de Jesús, sin marginar a la mujer (fue bautizada como el varón), ni ser dominada por los jefes (carisma frente a jerarquía), en tanto que sus miembros se desprendían de lo que poseían (no para ser pobres sino para que no los hubiera). Aparecieron variedad de agrupaciones de creyentes, hasta tal punto que el Nuevo Testamento no ofrece un modelo normativo y úniDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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co de comunidad y, por consiguiente, de cristianismo. Los cuatro evangelios, procedentes de distintas comunidades y aceptados en el siglo II como canónicos en un gran consenso eclesial, muestran cuatro diferentes cristianismos. No obstante, era práctica común que los cristianos de cualquier tipo de comunidad se congregaran fraternalmente la víspera del domingo en una casa para celebrar la eucaristía, compartir la cena fraterna, poner en común sus bienes y pedir perdón. Se agregaban los convertidos y catequizados, una vez bautizados. Hacia fuera actuaban como fervorosos misioneros y desprendidos donantes. No fue fácil que cada comunidad se configurase en el espíritu de Jesús, a causa de los conflictos entre discípulos de lengua griega y lengua judía, admisión de paganos, comunicación de bienes, abandono de los sacrificios rituales, rechazo de la circuncisión, fijación del domingo y de la pascua anual con sello propio y ruptura definitiva con las instituciones judías. Aunque Lucas narra idílicamente la vida de la primera Iglesia de Jerusalén en tres «sumarios» (Hch 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16), las comunidades primitivas afrontaron muchas dificultades, tanto en su interior (disensiones, envidias, protagonismos y herejías), como fuera de su entorno (difamaciones y persecuciones). Hubo tensiones entre creyentes conservadores y abiertos, luchas por dominar la dirección de la comunidad, sometimiento humillante de la mujer y excesiva tolerancia del estatuto esclavista romano. No siempre hicieron suya los cristianos la libertad que Pablo entendió como acción libre en el Espíritu (Gál y Rom 6), ni todos resistieron con entereza las tensiones y persecuciones, como lo anticipó Jesús. La primera persecución judía padecida por los cristianos tuvo lugar hacia el año 34, cuando los apóstoles fueron obligados a comparecer ante el sanedrín, dado el contenido subversivo de su predicación (Hch 5,21_33). El sanedrín mandó ejecutar a Esteban en el 43 y a Santiago en el 62. Hacia el año 70 el «consejo» judío de Jamnia (cerca de Jaffa), compuesto por fariseos, excomulgó a los cristianos de la sinagoga con una «maldición sobre los heréticos». En el ámbito pagano hubo persecuciones de los cristianos en el año 64 bajo Nerón y en los años 81-96 bajo Domiciano, acusados de que alteraban el orden establecido, fundaban 107

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asociaciones ilícitas, se negaban a tributar culto al emperador y llevaban una «vida absurda y repugnante». El hecho de que el fundador hubiese sido crucificado por la autoridad romana, hacía del cristianismo algo absurdo. Comer juntos como hermanos, esclavos y libres, estaba prohibido. Las comunidades alternaron persecuciones con períodos de tranquilidad. Ejercían su función caritativa de diferentes modos. La primera ayuda nació como ágape o cena fraterna en la celebracion de la eucaristía. Más tarde los apóstoles instituyeron a los diáconos como ayudantes del servicio del altar y de los pobres (Hch 6,1-7). Finalmente no se circunscribió la caridad a la propia comunidad, sino que transcendió por medio de colectas a otras comunidades más pobres (Rom 15,25 ss; 2 Cor 8,2 ss; 9, 1 ss). La caridad, entendida como servicio social, fue un distintivo de la Iglesia primitiva de cara a la conversión de los paganos. Poco a poco se introdujo en las comunidades cristianas una tendencia creciente a sacralizar lugares y edificios, clericalizar los ministerios y patriarcalizar las Iglesias, segregando a la mujer. A partir del siglo IV los cristianos se impregnan peligrosamente de la ideología imperial, que se introdujo poco a poco en la cúpula de las Iglesias y en todos sus estamentos. Frente a los desvíos de la jerarquía alzaron su voz los espirituales, defensores de la pobreza, humildad y sencillez. Nunca han faltado en el cristianismo los reformadores de la cristiandad establecida. II. El reino de Dios, centro del cristianismo Teólogos católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes coinciden en afirmar que el centro del mensaje y de la actividad de Jesús fue la llegada del reino de Dios. Paradójicamente, siendo Jesús el evangelista que anuncia el reino, no explica en qué consiste. Efectivamente, no se preocupó de definirlo sino de construirlo mediante acciones liberadoras. Por implantar Jesús el reino de la justicia y de la paz, eliminando todas las barreras, fue condenado y crucificado. Según los profetas, el reino era en tiempos de Jesús paradigma de esperanza, aspiración de libertad, justicia y paz, fuerza liberadora de todo mal y de todo pecado. Sus destinatarios eran los pobres y los marginados. Por eso, el ministerio de Jesús fue buena noticia para ellos. 108

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Jesús perfila el reino con parábolas, enseñanzas del reino; curaciones, signos prodigiosos del reino; comidas con «pecadores y publicanos», marginados que acceden al reino; bienaventuranzas, ley fundamental del reino. El reino de Dios es, pues, el núcleo central del cristianismo. Es exigencia de cambio de conducta, fuerza liberadora del mundo corrompido y magnitud última de plenitud según las promesas de Dios. En concordancia con los rasgos distintivos de Jesús, es libertad suprema, igualdad entre los hombres, amor solidario y apertura universal a todos, especialmente a los excluidos de la sociedad. El reino de Jesús no se concibe sin Dios, ni el Dios cristiano sin reino. El cristianismo —centrado en Cristo y en el reino— puede ser especificado por cuatro constitutivos esenciales: la comunidad de creyentes, discípulos de Jesús; la palabra de Dios, norma de vida; la eucaristía, acción de gracias de la Iglesia; y el ministerio, servicio en la caridad de Cristo. El centro del cristianismo es la comunidad, que se constituye por los otros tres elementos en recíproca conexión. Así, la Escritura es proclamada como palabra de Dios en la celebración y se convierte en ágape por el compromiso o la misión. La celebración sacramental es memorial de la palabra de Dios y presencia actualizadora del amor de Dios en Cristo por el Espíritu. La ética cristiana es la ética humana de servicio a los pobres y marginados, cuyo modelo es la practicada por Jesús de Nazaret, como nos lo revela la Escritura.1 El polo de la Escritura incluye lo que tradicionalmente se ha denominado «inteligencia de la fe», es decir, teología, catequesis y predicación. Evidentemente no basta el «conocimiento» cristiano. Se requiere un «reconocimiento» de tipo simbólico y espiritual para adquirir sabiduría cristiana. Esta función la realiza el polo del sacramento o, si se prefiere, la plegaria eucarística y la oración personal. El tercer polo es la ética, que incluye la acción de los cristianos en el mundo, dentro de la acción humana. «La estructura Escritura/Sacramento/Ética —afirma L.-M. Chauvet— aparece así homologable a una estructura antropológica más fundamental: conocimiento/reconocimiento/praxis».2 Las dos grandes tentaciones del cristianismo han sido una Iglesia sin reino (el acento se pone en el aparato institucional) y un reino DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sin Iglesia (sin el constitutivo de la fe). Especialmente tentadora es la transformación de la fe primera en institución de cristiandad. «La cristiandad —dijo Søren Kierkegaard— ha acabado con el cristianismo sin caer en la cuenta de ello. En consecuencia, si se quiere hacer algo, hay que reinsertar el cristianismo en la cristiandad».3 III. Proceso evolutivo del cristianismo Debido a la misión llevada a cabo con eficacia y entusiasmo, cuyo fruto más granado fueron las conversiones y los bautismos de adultos, los cristianos llegaron a ser el tercer grupo social del imperio romano, después de los paganos y de los judíos. No faltaron los cismas, que afectan a la comunión y la unidad, y las herejías, que rompen con postulados básicos de la fe y la moral. Desde la aparición de las primeras comunidades, hubo «facciones» y «divisiones» entre los cristianos (1 Cor 11, 18-19). Son, pues, tan antiguas como el cristianismo. En la configuración del cristianismo helenista frente a un judeo-cristianismo deficiente, influyó decisivamente el apóstol Pablo frente a Pedro. Mediante la misión con los gentiles, la fe cristiana se hizo universal, el mensaje cristiano se inculturó y se ensanchó la comprensión del pueblo de Dios. Sin embargo, poco a poco se impusieron la unidad y el orden a los carismas, se desarrolló el episcopado monárquico, retrocedió el papel de la mujer, se institucionalizó la sucesión apostólica y cobró vigencia la primacía del obispo de Roma, al que se subordinaron los demás obispos. Pueden señalarse tres pérdidas perturbadoras en el primer cristianismo: el ágape en la eucaristía, el bautismo de adultos en el catecumenado y la corrección fraterna en la vida de los hermanos. Se empobreció la acción pastoral. En el siglo II se redactaron listas de herejías y se escribieron tratados contra los herejes. Poco a poco aparecieron herejías judaizantes, gnósticas, arrianas, pelagianas, etc. Con el giro dado por el emperador Constantino en el siglo IV, pasó el cristianismo de religión perseguida a religión oficial. Lo político, social y cultural se sometió al control de la Iglesia de cristiandad, caracterizada por la unión trono-altar, el orden político como reflejo del orden cristiano y el papa, máxima autoridad del imperio. La Iglesia de la cristiandad de la Edad Media se transformó poco a poco en institución DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cristiana y norma jurídica, es decir, en corporación sacramental canónica. La primitiva imagen patrística de la iglesia madre fue sustituida por la de iglesia reina, que ponía de relieve su soberanía sobre los fieles y sobre la humanidad. Cobró relevancia una creciente juridicidad y una concepción del papado basado en el poder y la autoridad. Emergió una eclesiología del gobierno jerárquico y de la potestad del papa, tanto en el interior de la Iglesia como frente al poder político de los príncipes cristianos. Adquirió primacía la Iglesia como institución cristiana y factor estructurador de la sociedad civil, en el sentido de que polarizó el orden temporal y espiritual de la cristiandad. La jerarquía suplantó al Espíritu. El primer gran cisma de la Iglesia se produjo con la ruptura entre Occidente y Oriente en el siglo XI, y el segundo con la Reforma de Lutero (1483-1546). Ciertamente, desde comienzos del siglo XIV hasta finales del siglo XV hubo gritos contra el curialismo y clericalismo de Roma. Los intentos de reforma de algunos concilios (Constanza, Basilea, Ferrara-Florencia, Letrán) y el impulso evangélico de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y carmelitas) y de san Bernardino de Siena (hacia el 1440) se mostraron insuficientes. La curia romana parecía irreformable. Se vislumbraba una nueva división. Es necesario recordar los abusos y crímenes cometidos por representantes cristianos: persecuciones de judíos, caza de herejes, guerras santas y quema de brujas. Pero no es justo presentar la historia del cristianismo como una historia criminal. El espíritu cristiano genuino ha sobrevivido a pesar de papas con ansias de poder, inquisidores siniestros, obispos cortesanos y teólogos fanáticos. A finales del siglo XV el papado estaba dividido y la cristiandad sufría graves deterioros. La exaltación de la vida interior por encima del aparato institucional de la Iglesia planteó una nueva conciencia eclesial, en la que no fue ajeno el creciente humanismo exaltador del hombre y el aporte evangélico de los reformadores y fundadores. Lutero intentó reformar la Iglesia en 1520 con una triple finalidad: retorno al evangelio («sólo las escrituras»), reconocimiento de Jesucristo («sólo Cristo») y primacía de la gracia y de la fe («sólo la gracia»). Destacó la palabra frente al sacramento, el sacerdocio de los laicos sobre el de los clérigos y las iglesias locales 109

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frente al predominio de la Iglesia romana. Al mismo tiempo, según H. Küng, la Reforma «opuso la fe a la razón, la gracia a la naturaleza, la Iglesia al mundo, la ética cristiana a la ley natural, la teología a la filosofía y lo específicamente cristiano a lo humanista».4 A partir de la Revolución Francesa, el mundo y la Iglesia entraron en conflicto. En los siglos XVIII, XIX y primera mitad del XX, se detecta un proceso extenso e intenso de secularización de la sociedad, pierde vigencia pública la Iglesia, se privatiza la fe cristiana y cobra plena autonomía la autoridad de la sociedad laica. Por influjo de la modernidad, la sociedad se estructura mediante la razón, la democracia y el voto. El pueblo es soberano. Se desploman las monarquías de cuño religioso como la francesa (1789), rusa (1916), alemana (1916), española (1931) e italiana (1945) y ocupan su lugar Repúblicas laicas, algunas anticlericales e incluso antirreligiosas. Decae el cristianismo de masas. Surgen conflictos incesantes entre la Iglesia que condena el mundo moderno por ateo (ve la secularización como apostasía) y un mundo que pretende subsistir sin el concurso público de la Iglesia (ve la religión como anti-razón, opio del pueblo, neurosis colectiva). En un primer momento fueron feroces las críticas a la religión, a las Iglesias, a la fe cristiana y a Dios. Más adelante —ya entrados en el siglo XX— las críticas se dulcificaron, tomaron otro rumbo más respetuoso. Se avivó el diálogo entre cristianos y no cristianos, entre la Iglesia y el Estado. Con el giro que dieron al catolicismo Juan XXIII y el Vaticano II de un lado, y los gobiernos democráticos respetuosos con las Iglesias, de otro, viró la actitud política de los cristianos, no tanto por impulso cuanto por desbloqueo. En pocos años se pasó de la política cristiana a la praxis de los cristianos en la política. La gama de los creyentes en el campo político comenzó a ser variada; antes del Concilio era en España casi monolítica, de derechas. Hubo pronto no creyentes que votaban a las derechas y cristianos que militaban en las filas de las izquierdas. Desde el Vaticano II se dio separación respetuosa, tolerancia y diálogo entre la Iglesia y el Estado. Recuerdan los exegetas que Jesús no propuso la destrucción del mundo ni su conquista, sino la alternativa de un mensaje fraterno (todos somos hermanos), a partir de la paternidad de Dios (todos somos sus hijos). Ni el mundo es perversión, ni debe ser idola110

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trado. Hay que amar al mundo descubriendo sus deficiencias, encarnarse en él y servirlo con sumo respeto. Ahí cobra vida el reino, asentado en la humanidad. Desde estas perspectivas se entiende más claramente la misión de los cristianos en el mundo; adquiere nuevo relieve el cristianismo. Cuando los cristianos viven su fe con coherencia y honradez se puede advertir el beneficio que aportan a la sociedad, al desarrollar un cometido liberador (sanar cuerpos y almas), ofrecer cauces de diálogo (dentro y fuera), suscitar esperanzas frente a los fracasos (Dios está también en la pobreza y en el dolor), proponer una vida solidaria (compartir bienes y sentimientos), ejercer la reconciliación (cuando andamos a la greña), crear espacios comunales de convivencia (fiestas de guardar), valorar lo que no vale (la pobreza, el sufrimiento y la gratuidad) y alentar la esperanza de una vida plena después de la muerte. IV. La esencia del cristianismo La pregunta por la especificidad de la fe o la identidad de los cristianos es para los creyentes hoy una cuestión acuciante. ¿Qué añade la fe, si es que añade algo? ¿En qué consiste su aportación? ¿En qué se diferencia un cristiano de uno que no lo es? «Si fuera cierto —afirma R. Marlé— que la fe cristiana no tiene ya, para presentar al mundo, nada original que la especifique, no nos quedaría más remedio que declararla muerta».5 «Hoy —afirma J. B. Metz—, cuando precisamente los hombres toman cada vez más conciencia de humanidad —no sólo en teoría, sino en procesos históricos reales— parece que el cristianismo ha entrado en una crisis histórica de identidad de proporciones alarmantes».6 Los cristianos se hallan en busca de identidad, tanto en el plano personal como en el comunitario. «Todo induce a creer —dice P. Böhler— que, bajo el efecto de la secularización, de la crítica a la religión y de la creciente indiferencia religiosa, los creyentes han perdido las referencias de identificación de que tradicionalmente disponían».7 Hoy se plantea el problema de la identidad cristiana de una manera más viva que en otras épocas por varias razones. En primer lugar por el pluralismo religioso, moral e ideológico propio de la modernidad, caracterizado como oferta de diversos sistemas de valores, entre los que está presente la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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increencia bajo distintas denominaciones. Por otra parte, no es fácil discernir los valores actuales y catalogarlos según sus procedencias, ya que se entremezclan o se amalgaman, además de aparecer como contradictorios. En cambio, en una sociedad globalmente cristiana y culturalmente unitaria no tenía razón de ser la pregunta por la identidad cristiana. J.B. Metz señala como primera causa de la crisis de identidad cristiana «la discontinuidad histórica entre cristianismo y época moderna».8 En segundo lugar, la identidad cristiana está en crisis a causa del sistema eclesial heredado, propio de una Iglesia dominadora en una sociedad cerrada, que mantenía su identificación como bloque homogéneo y compacto de creencias, comportamientos y prácticas. La pertenencia a la Iglesia, sin fisuras, equivalía a una identificación. Al aparecer un cierto pluralismo en la teología, relativizarse el poder jerárquico, interpretar de diferente modo la ortopraxis y desentrañar con nuevas claves las adherencias culturales que posee la confesión de fe, es lógico que el sistema eclesial de identificación no sea tan simple y unitario como antaño. En tercer lugar, el cristianismo se deforma por reducción de los elementos que lo conforman. La comunidad se convierte en masa gregaria o suma de individuos; la palabra de Dios se reduce a saber religioso u ortodoxia dogmática; la vida litúrgica se entiende como ritualismo sacramental o simple devoción; y la ética evangélica equivale a moralismo sexual o programa de caridad. Se deforma un polo por su exageración, en detrimento de los otros tres. Aunque la pregunta por la esencia del cristianismo se planteó a finales del siglo XVII, quien abordó esta cuestión con hondura fue L. Feuerbach (1804-1872) en su libro La esencia del cristianismo, de 1841. Al considerar a Dios como pura proyección del hombre, no hay otra esencia del cristianismo, según Feuerbach, que el propio hombre. «El misterio de la teología —dice— es la antropología». Cincuenta años más tarde reflexionó sobre el mismo tema A. von Harnack en unas llamativas conferencias pronunciadas en los albores de 1900 en Leipzig.9 Buen conocedor de la historia de los dogmas, Harnack se movió entre parámetros religiosos, dentro de una teología liberal. Desde entonces han sido muchos los teólogos que han terciado en este asunto. Del lado católico recordemos las contribucioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nes de K. Adam, G. Søhngen, M. Schmaus, R. Guardini, H. De Lubac , H. Urs von Balthasar, M. Kehl, W. Kasper y O. González de Cardedal. No ha habido un teólogo católico de talla en el siglo XX que no haya escrito un artículo o libro sobre la esencia del cristianismo. H. Küng ha abordado con profundidad esta cuestión cien años después de Harnack. «Según el testimonio de los orígenes y de toda la tradición —dice—, lo peculiar del cristianismo es ese mismo Jesús, al que en las lenguas antiguas y modernas se llama Cristo».10 Y añade que «lo particular, lo propio y primigenio del cristianismo es considerar a este Jesús como últimamente decisivo, determinante y normativo en todas sus distintas dimensiones».11 Con lógica contundente afirma: «No hay cristianismo sin Cristo». El cristianismo como religión no es una idea (justicia o amor, por ejemplo), ni unos dogmas (cristológicos o trinitarios), ni una cosmovisión (frente a visiones ateas), sino la persona de Cristo Jesús. Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo, ni reunión de cristianos. Se dan unos «elementos estructurales centrales» que iluminan la esencia del cristianismo: la fe en un solo Dios, el seguimiento de Cristo y la acción del Espíritu Santo. V. Diversos cristianismos El cristianismo se ha manifestado a través de la historia con diversos rostros. H. Küng los resume en cinco paradigmas: el judeo-apocalíptico del protocristianismo en Palestina; el ecuménico-helenista de la Antigüedad cristiana, iniciado por san Pablo; el católico-romano de la Edad Media, que surge de la reforma gregoriana del siglo XI; el reformador protestante propuesto por Martín Lutero y el racionalista y progresista de la modernidad ilustrada. En la historia de la cristiandad bimilenaria han surgido, a causa de dos grandes cismas, cuatro confesiones del cristianismo: 1) Las Iglesias ortodoxas de Oriente, de tradición bizantina, con las que la Iglesia católica hizo un recorrido común durante el primer milenio con «siete concilios» ecuménicos, agrupadas históricamente en ocho grandes patriarcados (Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén, Rumanía, Bulgaria, Servia y Moscú), vinculadas a los Padres, a modo de una federación de Iglesias defensoras de los tres ministerios (obispo, presbítero, diácono). El papa es «primus inter pares». 2) La comunión 111

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Cuerpo

o Iglesia anglicana, con una gran base en la tradición patrística, intermedia entre católicos y protestantes, con vida propia desde su ruptura con Roma en el siglo XVI, bajo el reinado del inglés Enrique VIII. 3) Las Iglesias de la Reforma (luterana, calvinista, reformada, baptista, metodista, pentecostal y otras), basadas en una autonomía local, surgidas a partir de la ruptura de Lutero con la Iglesia de Roma, con la que mantienen posturas divergentes en cuestiones tan vitales como el primado, la eucaristía y los ministerios. 4) La Iglesia católica de Occidente, con sede en Roma, bajo la dirección de un papa con plenos poderes en el dogma, la moral y la disciplina, aceptado como vicario de Cristo en la tierra y sucesor del apóstol Pedro; su actitud de cara al ecumenismo viró positivamente con el Vaticano II. «Jesús como el Cristo —afirma H. Küng— es figura básica y motivo original de todo lo cristiano. Sólo desde él como la figura conductora central recibe su identidad y relevancia el cristianismo».12 El cristianismo se configuró éticamente con valores evangélicos practicados por Jesús y trasmitidos a sus discípulos. Conviene recordar algunos: la dignidad de la persona humana por ser todos hijos de Dios; la justicia, clave de la comprensión del reino; la defensa de los pobres, vicarios de Cristo; el respeto a la libertad del otro, sin presiones; la disposición a servir, no a ser servido; el rechazo del dinero como ídolo opuesto a Dios; no responder con la violencia a cualquier afrenta; amar a todos los hombres y mujeres como hermanos, incluidos los enemigos; y esperar contra toda desesperación en la resurrección. En suma, cristianos son los hombres y mujeres que se ciñen al evangelio y tienen a Jesucristo como Señor. Bibliografía CROSSAN, J.D., El nacimiento del cristianismo, Sal Terrae, Santander 2002. FEUERBACH, L., La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid 1995. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, O., La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1997. GONZÁLEZ FAUS, J.I., Éste es el hombre. Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Cristiandad, Madrid 19873. KÜNG, H. El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid 1997. MALDONADO, L., La esencia del cristianismo, San Pablo, Madrid 2003. 112

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ROVIRA, J.M., La humanidad de Dios. Una aproximación a la esencia del cristianismo, Salamanca 1997. TAMAYO, J.J., Cristianismo: profecía y utopía, Verbo Divino, Estella 1987.

Notas 1. L.M. Chauvet, Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia cristiana, Herder, Barcelona 1991, 167-194. 2. Ibíd., 185. 3. Cita de H. Küng en El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid 1997, 75. 4. H. Küng, La Iglesia católica, Mondadori, Barcelona 2002, 164-165. 5. R. Marlé, La singularidad cristiana, Mensajero, Bilbao 1971, 9. 6. J.B. Metz, La fe, en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, 164. 7. P. Böhler, «La identidad cristiana. Entre objetividad y subjetividad», Concilium, 216 (1988), 183. 8. J.B. Metz, La fe, en la historia..., op. cit., 165. 9. A. v. Harnack, Das Wesen des Christentums, Leipzig 1900. 10. H. Küng, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 19784, 150. 11. H. Küng, El cristianismo, op. cit., 31. 12. Ibíd., 13.

CASIANO FLORISTÁN

Cuerpo El cuerpo, ese singular templo del universo exaltado por Novalis (Nuevos Fragmentos, § 2.025), constituye el enigmático territorio desde el que se dimensiona el mundo, es decir, el tejido de relaciones primordiales que posibilitan la vinculación con lo real a través de su capacidad de irradiar sentido (F. Nietzsche). De hecho, la experiencia corporal instaura una adherencia empática con el mundo, la propiedad de «mostrarse en un mundo», de proporcionar un orden de sentido, de modo semejante a esa materia del ser que integra el «cuerpo sin órganos» invocado por Deleuze.1 Si se tiene esto en cuenta, el cuerpo habilita la contextura de una ontología histórica de nosotros mismos (M. Foucault, P. Bourdieu), produce las condiciones de una «espacialidad existencial», como otrora advirtiese el propio Heidegger,2 ya que, en el fondo, adquiere relieve a través de su capacidad de manifestarse en la representación o, dicho en otros términos, arDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ticulando el auténtico trasfondo de los marcos de sentido humanos. El cuerpo, como experiencia originaria del que viene todo conocimiento, permite afrontar lo interior y lo exterior, la alteridad y la mismidad, la cultura y la materia, el sujeto y el objeto. Es más, al erigirse pivote de inserción en la trama del mundo, reproduce el carácter jánico de la existencia en cuanto límite que se abre y se cierra simultáneamente, que estructura lo visible y lo invisible mediante su doble funcionalidad «diabólica» (límite limitante) y «simbólica» (límite liminal). Lo corpóreo fuerza a la existencia a «estar en el mundo», al materializar la experiencia humana y el pensamiento colectivo. Y, pese a que el ansia del yo de perpetuar su cohesión efímera no evite el fatal advenimiento de la muerte, el cuerpo nos muestra el intemporal acontecimiento por el que la experiencia se filtra y se infiltra a través de su piel, de tal modo que toda exudación corpórea entraña una emanación del universo cultural. Por lo tanto, abordar el cuerpo implica reconocer nuestra inmediatez, el Mittelpunkt, el centro de gravedad que hace disponer al hombre de un mundo. En un sentido más estricto, rescatar la clave fisiológica que subyace en toda comprensión de la realidad. En el fondo, su nebulosa e incierta naturaleza acota un gigantesco territorio que el hombre no podrá jamás atravesar en su total extensión porque, aunque tan sólo como una fugaz sospecha, intuimos su discreta presencia en el escurridizo horizonte que guía nuestra mirada, y también en el límite vital que demarca y plenifica las realizaciones del ser humano. Más allá de toda suerte de in-imaginadas travesías, el cuerpo supone la terra incognita por antonomasia, que se resiste a ser colonizada definitivamente y con la que el hombre, sin embargo, mantiene una implicación íntima y espontánea. Porque no hay que olvidar que toda acción, todo pensamiento o deseo lleva tras de sí el rastro de la carnalidad, esa «realidad infrafenoménica», como diría M. Merleau-Ponty, que nos enlaza con el mundo mientras lo dota de existencia. No en balde, el cuerpo se ha mostrado tradicionalmente como un misterio central (desde Espinosa hasta Deleuze, desde Kant hasta Nietzsche o Foucault), como una proteica profundidad donde se vislumbraban las bases expresivas de toda cultura. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Ahora bien, el cuerpo delata una actividad fluctuante, una elusiva potencia posibilitadora de infinidad de órdenes metafóricos. De hecho, su imbricación abierta con el mundo barrunta un horizonte de incontables transacciones donde prolifera y confluye una heterogeneidad de experiencias diversas. Tal circunstancia nos lleva a inferir que el cuerpo desencadena una modulación específica de la existencia temporalmente orientada. Pero, por otro lado, evoca una trama histórica del sentido aureolada de símbolos, narrativas y representaciones. Por esa razón, es posible advertir que en nuestro cuerpo, en nuestra sensibilidad y percepción somáticas se esconden, en cierto modo, los rastros de una plétora de cuerpos que se proyectan en nuestro presente desde un pasado remoto. En ese sentido, si se echa una ojeada al decurso del cuerpo en la historia occidental cabe sostener que, no obstante, en ciertas tradiciones ha aflorado cierta inhibición de lo somático. En la prospección histórica de la acción humana, de las cambiantes realidades colectivas, de las elementales visiones del mundo, se ha prescindido, en general, de la matriz corpórea que soporta a la existencia y, con ello, se ha visto empobrecido el análisis de la naturaleza de lo humano y de lo social. Síntoma antiguo y pernicioso que marca la cadencia de una específica sensibilidad puesta en evidencia, de modo virulento, en el rotundo anatema nietzscheano a los «despreciadores» del cuerpo: «En tu cuerpo habita, es tu cuerpo. Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. ¿Y quién sabe para qué necesita tu cuerpo precisamente tu mejor sabiduría?».3 Ciertamente, la Weltanschauung occidental se asienta sobre la base de cierta rotura entre el hombre corpóreo y todas las «energías visibles e invisibles que recorren el mundo». Hito decisivo que, en opinión de Heidegger, auspicia una «ontológica» escindida en naturaleza y espíritu, e instaura una exégesis distorsionada del mundo y del «ente intramundano». Ya en el primer desgarro ontológico, hiperbólicamente representado en la numinosa separación de la luz y las tinieblas (Génesis 1, 11-2, 4), el cuerpo forma parte del nigredo, de la tenebrositas, atractiva realidad neblinosa, diabólica tentación a la que es posible sucumbir. Desde la hondura carnal se revela el aspecto tenebroso de la naturaleza, y como tal, subyace en ella 113

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Cuerpo

una fuerza obstinada y rebelde que resiste a la voluntad del supremo artífice (Platón). El cuerpo, en la medida en que aleja al hombre de su origen celeste y reproduce carnalmente ad infinitum la caída de lo alto (deorsum fluens), es crassius (más denso y grueso) que el ánima y se sitúa en el último eslabón de la cadena de lo real. Siendo así, es decir, inmerso en un universo simbólico que rebaja cualitativamente el valor de su ubicación en el mundo, el cuerpo se transubstancializa en un objeto accesible a través del conocimiento inferior que proporcionan los sentidos. Y se aleja, definitivamente, de la luminosa aprehensión del entendimiento racional para hundirse en la incierta penumbra del conocimiento sensorial como pura privación y negatividad entitativa. La ambivalencia simbólica del cuerpo, así, comienza su peregrinaje crepuscular, desterrada por una lógica disyuntiva que favorece la «segmentación antropológica». Con ello, se consolida la percepción de lo corpóreo a modo de excrescencia pecaminosa, en la medida en que no cabe identificación posible con la naturaleza suprasensible del pleroma divino. Este rebajamiento ontológico del cuerpo perpetúa los ecos dejados por la atávica enseñanza órfica: sôma sême, «[el] cuerpo [es un] sepulcro», y apuntala, bajo la heteróclita égida del cristianismo, el sentido del cuerpo-corpus como un resto o residuo,4 pese a que, en el presente, se encuentre sigilosamente disimulada en las genéricas corrientes que vindican la epifanización o la glorificación de cierto corporeísmo.5 Nada extraño, por lo demás, cuando de lo que se trata es de afrontar una reestructuración antropológica cuya envergadura únicamente puede calibrarse por la firme sensación de que la disposición tecnocientífica de la fisiología (biotecnología, biomedicina, nanotecnología…) nos arrastra hacia el autoextrañamiento y hacia una extensión de lo vivo allende sus límites actuales. Sucede en definitiva que esta letanía filosófico/mística que recorre el pensamiento occidental, se deja presentir, a la luz de los inéditos logros de la producción tecnocientífica, en los incipientes bastiones de un pensamiento que se presume posthumanista. Curiosamente, las nuevas sendas antropológicas sobre las que se erige la alegoresis moderna del cuerpo, vinculadas a las aceleradas conquistas tecnocientíficas, lejos de apuntillar el agotamiento epigonal del imagi114

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nario humanista occidental, conducen al reforzamiento de un pathos antivitalista y anticorporeísta, en la medida en que incurren en una ascesis reformulada donde se manifiestan recurrentemente los idologemas míticos de la caída del hombre en la materia (ensomatosis). No a otra razón se debe el reiterado afán por eliminar la inscripción somática del pensamiento, de superar las opresivas limitaciones de la materia corporal recurriendo, para ello, a la sofisticada implementación protésica surgida de los campos nucleares del universo tecnocientífico. Sin embargo, este desgarro ontológico no es novedoso, palpita ya en la antropología racionalista cuando los estertores de la imaginería premoderna del cuerpo abren paso a una inédita concepción de lo somático en tanto que lugar crucial de investigación, campo de demostración tecnocientífica. Lo que en un primer momento cabe asociar con ciertas tradiciones arraigadas al humus místico-teológico occidental progresivamente va a ir ensamblándose con los fines instrumentales del proyecto científico de la modernidad. Nada hay en la nueva concepción sobre el cuerpo que logre distanciarnos de aquello que Sloterdijk ha convenido en denominar ese «hábito de aislar» característico de la ciencia occidental y factor decisivo en la forja de la mentalidad moderna, desde el cuerpo-cadáver vesaliano a la sofisticada legibilidad de las estructuras genéticas de toda entidad viviente. La aportación cartesiana, aquí, resulta esencial pues constituye uno de los referentes más importantes en el trasfondo simbólico que fluye bajo la concepción moderna del cuerpo. Algo que, en opinión de Heidegger, desembocará en la instauración de una concepción liberal-democrática de la ciencia, de base antropológica, que concibe al ser humano como un ente maquinal. Desde aquel momento seminal/fundacional en el que el hombre fija la curiosidad analítica y operativa sobre su carne se activa un proceso de abstracción metafórica en términos de una analítica mecanicista. El cuerpo, en definitiva, pasa a constituir una substancia, un objeto autorregulado y autosuficiente en el estricto plano de la materialidad, cuyo funcionamiento discurre al margen de la influencia del yo. Sólo puede ser explicado por aquella propiedad que lo informa, es decir, mediante las cualidades físicas de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Cuerpo

materia. Toda vez que el cuerpo queda finalmente «aislado» como objeto de estudio, y su actividad puede exclusivamente ser explicada dentro de un marco espacial abstracto, se produce una neutralización de su materialidad a fin de obtener pleno dominio cognoscitivo sobre ella. Se hace posible así la reducción instrumental de la corporalidad, sostenida por un baluarte filosófico que lo garantiza (Descartes, La Mettrie…), y desde la que se promueve, una vez que han quedado interiorizadas la «pasividad» y «docilidad» corpóreas, la utilización analítica y manipulativa del cuerpo. De ahí que D. le Breton sostenga que la concepción in abstracto del hombre ha ofrecido una vía de supremacía epistemológica al planteamiento instrumentalista que enfatiza lo orgánico o lo estrictamente fisiológico en el cuerpo.6 No obstante, el cuerpo se resiste por naturaleza a ser constreñido en un horizonte de legibilidad fijo e inalterable, debido a que en realidad constituye una intrincada trama de posibilidades socioculturalmente perfiladas. No es exclusivamente el depositario natural de la acción humana sino el principio activo que la dimensiona. De la misma manera en que discurre dentro de una fértil e incesante dinámica de producción y reproducción históricas, no es posible fijar al cuerpo en el campo de las veridicciones ontológicas. Más bien ocupa el fondo liminal, imaginario y simbólico desde donde aflora ese régimen incontrovertible de certidumbres empíricas. Por tanto, la existencia corporal, materialidad estructurante/estructurada en la que se condensan los marcos culturales del sentido, quiebra los principios de idealización positivistas y objetivistas de lo real. Se trata de una reinversión, apuntada ya por el Leibkörper husserliano (Ideas para una fenomenología pura y para una filosofía fenomenológica), de esa estrábica tendencia que ignora la fundamentalidad del cuerpo, que expulsa su materialidad del tejido de la vida hasta su reconversión en depósito cadavérico, para así apuntalar un horizonte epistemológico en el que, tal y como constata P. Sloterdijk, «después de haber sido abusivamente tratados durante mucho tiempo como máquinas de la encarnación, los cuerpos salen a la luz y buscan poner fin a su mutilación, a su ostracismo y a su olvido cultural».7 No es aventurado señalar, en definitiva, que la penetración en la realidad social a través de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la omnipresencia corporal nos aproxima a uno de los conceptos-raíz del discurso sociológico y filosófico modernos. La recuperación de la dimensión inmanente contenida en la experiencia somática impulsa un repensamiento del cuerpo, lejos de los tradicionales esquemas objetivistas, que exhuma los sepultados vínculos existentes con la trama histórico/cultural. En esta línea hay que considerar las precursoras aportaciones filosóficas de A. Schopenhauer (El mundo como voluntad y representación) y, sobre todo, de F. Nietzsche (Fragmentos Póstumos), que se distinguen por impulsar una reinterpretación del cuerpo como fondo original y constitutivo del pensamiento consciente, de la denominada «actividad racional» o, incluso, filosófica, porque la introspección inmediata sobre la constitución carnal resitúa al cuerpo como el centro de gravedad donde se produce la gran síntesis de todas las fuerzas interpretativas de lo real en una cultura dada. Alejado de cualquier ostracismo o desprecio que, sobre él, pudiera existir antaño, el cuerpo se desvela como la auténtica estructura social de muchas almas. Sólo en virtud de este planteamiento el cuerpo se transforma en un instrumento estratégico de hermeneusis del yo gracias al cual el individuo se constituye en sujeto moral dentro de un universo de valores. No será necesario aclarar entonces que, a la luz de lo que se dice aquí, detrás de todo sentido remitente a la corporeidad, se organice toda una compleja red de dispositivos disciplinarios con los que se consigue «una administración de los cuerpos y la gestión calculada de la vida» (M. Foucault). En resumen, el cuerpo no es una Realidad Unitaria y Compacta. Al contrario, todo apunta a que el cuerpo «es una pluralidad dotada de un único sentido». No cabe duda de que la decisiva evocación a la proteica realidad del cuerpo concierne a su naturaleza compleja, en la medida en que su organización se asemeja más a la de un campo de inciertas potencialidades, un terreno infinitamente posibilitante, desde el que se lleva a cabo la materialización, la encarnación de los contenidos de fondo que animan los ejes culturales de una época dada. Por otro lado, el cuerpo no es una Realidad Estática. Más bien su materia está impregnada de una propiedad representacional/reproductiva/transformativa. Dicho brevemente, el cuerpo segrega unas coordenadas específicas 115

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Cyborg

de comunicabilidad y de inteligibilidad de las que disponen y desde las cuales piensan los hombres de una época. Siendo así, tal circunstancia da cuenta del carácter temporal, no sólo de los elementos de una cultura específica que se muestran y acceden al sentido colectivo a través del medio carnal, sino de la propia conformación corporal en cuanto «topos» desplegado que re/crea un cierto equilibrio de relaciones sociohistóricas establecidas. Formulado de otro modo, los procesos de penetración, sublimación, expresabilidad y transmisión de todo el substrato cultural (instintos, gestos, hábitos, imágenes, razonamientos, sensaciones, afectos…), quedan encauzados bajo y en el espesor de un cuerpo concreto. Nada más enigmático que aquel lugar, aquella concreción espacio/temporal ligada a la contingencialidad y a la transformación continua hacia el que van destinados todos los elementos de la existencia humana (fisiológicos, teóricos, morales, valorativos…). Finalmente, el cuerpo no es una Realidad substancial. Esto es, no se apoya en un fundamento esencial, ya que será su particular disposición histórica lo que provocará la determinación de su espesura, o sea, las relaciones que se entrecruzan generando su espacialidad y su abertura hacia el adentro. Sucede en definitiva que es en esta oquedad de fuerzas humanas articulada por la red sociocultural donde cristalizan los procesos autorreflexivos que se encuadran en los conceptos de sujeto, individuo, conciencia, etc. Ciertamente, resulta harto complicado poder discernir lo exterior de lo interior en el espacio «encarnado» de las percepciones históricamente determinadas. Sin embargo, durante el transcurso del tiempo, el cuerpo ha logrado desarrollar una conciencia autoperceptiva, una sensibilidad altamente afincada en su «interior». De este modo, el cuerpo no sólo hace posible que se piense sobre sí mismo sino también desde sí mismo. Así pues, la significación primaria del símbolo corpóreo alude a la fuente, al centro de inserción en el mundo, al eje carnal desde el que nos vinculamos con las cosas al otorgarlas la condición de posibilidad. Luego, no se hablaría del cuerpo como un objeto asentado en el mundo, sino como el proceso existencial por antonomasia por el cual se nos arroja al mundo. Es decir, el cuerpo reúne los rasgos esenciales para ser considerado como un símbolo 116

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natural en toda regla. Y, de este modo, entre el deseo y la renuncia a uno mismo, el cuerpo se asoma, se deja ver tras los destellos organizados de la visibilidad moderna y nos susurra su sentido, transfigurado ya en una fascinación irresistible. Notas 1. Véanse Deleuze, G., El Antiedipo, Paidós, Barcelona, 1998; Nietzsche y la Filosofía, Anagrama, Barcelona, 1998. 2. Heidegger, M., El ser y el Tiempo, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1998, p. 37. 3. Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1996, p. 61. 4. Duque, F., «El cuerpo residual (Aproximación crítica de la sensación pura)», en Rivera de Rosales, J. & López Sáenz, M.C., El cuerpo. Perspectivas Filosóficas, UNED Ediciones, Madrid, 2002, p. 317. 5. Baudrillard, J., La societé de consummation, Gallimard, París, 1970, pp. 206-207. 6. Le Breton, D., «Lo imaginario del cuerpo en la tecnociencia», R. E. I. S., n.º 68, 1994, pp. 197-210. 7. Sloterdijk, P., El pensador en escena. El materialismo de Nietzsche, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 173.

CARLOS HUGO SIERRA HERNANDO

Cyborg We have modified our environment so radically that we must now modify ourselves to exist in this new environment [Norbert Wiener en The Human Use of Human Beings: Cybernetics and Society, 1950]. Nací humano. Pero esto fue un accidente del destino —simplemente una cuestión de lugar y tiempo. Pienso que es algo sobre lo que tenemos poder para cambiarlo [Kevin Warwick, profesor británico de Matemáticas que se implantó experimentalmente un chip en el brazo en 1998].

El término Cyborg (aún no incluido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española) es un anglicismo formado por otros dos vocablos: cybernetics y organism. Ocurre, con frecuencia, la identificación de los cyborgs con simples robots; una asociación condicionada por la abundante ciencia ficción. Sin embargo, la expresión va mucho más lejos y hace referencia a los denominados «organismos cibernéticos»: una supuesta mezcla de materia orgánica con tecnoloDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Cyborg

gía, fusión de vida con técnica, suma de lo natural y lo artificial.1 Es decir, hablamos de una suerte de híbrido entre lo viviente y lo inanimado, compuesto en cantidades variables por productos de la biología y de la cultura. «Cibernético» proviene, a su vez, de «Cibernética», disciplina constituida para analizar los sistemas de control y comunicación según la definición al uso. En su etimología más clásica, «Cibernética» deriva del griego kubernhtik» («arte de pilotar un navío») aunque suele citarse el hecho de que Platón lo utilizara metafóricamente en La República para referirse al «arte de dirigir a los hombres» o «arte de gobernar». La acepción moderna procede de la obra del matemático estadounidense Norbert Wiener (1894-1964) (y otros, como Couffignal, en menor medida) quien la popularizó en Cybernetics, or control and communication in the animal and machine (1948) y la extendió al uso de sistemas sociales en The Human Use of Human Beings: Cybernetics and Society (1950) e incluso más allá en God and Golem, Inc.: A Comment on Certain Points Where Cybernetics Impinges on Religion (1964). Para Wiener, el paralelismo entre las estructuras mecánicas complejas y las instituciones humanas (sometidas a procesos similares tales como retroalimentación, equilibrio, homeostasis, etc.) permitía establecer analogías, similitudes y semejanzas en una misma ciencia que englobaba a ambas; la vieja esperanza de unificar ciencias naturales y sociales en una síntesis ultima. Encontrar un lenguaje común para lo orgánico y lo mecánico era la culminación de varias corrientes de pensamiento occidentales, de tal forma que los elementos comunes a ambos permitiese una integración teórica de humanos y máquinas. Wiener, junto con Claude Shannon o John Von Neumann (trío de referencia obligada) forma una generación de científicos que impulsó de manera trascendental el estudio de los sistemas pensantes. Dejando momentáneamente de lado la Cibernética, el término cyborg fue acuñado como tal en 1960 por el neurocientífico M.E. Clynes y por el psiquiatra N.S. Kline, compañeros en el Rockland State Hospital’s Research Laboratory de Nueva York. La idea del cyborg partía de una petición de la NASA a Kline para elaborar un modelo de supervivencia del hombre en el espacio exterior; un humano potenciado que pudiera sobrevivir en los yermos y agresivos entornos extraterrestres. La respuesta2 no DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fue una propuesta puntual para viajes interplanetarios sino un modelo estable y definitivo de cómo el hombre y la nave espacial eran un solo ente que compartían información y energía. Clynes y Kline reivindicaban el uso de los sistemas de control para el diseño de un «hombre del futuro»3 más capaz y versátil, armonizando esquemas fisiológicos con sistemas de proceso de datos electrónicos. Su apuesta por un «sistema hombre-máquina autorregulado» representaba no tanto un procedimiento técnico sino un sueño y un proyecto: una reelaboración del ser humano que incluyera una relación más íntima con la tecnología. Era, en aquel tiempo, una incipiente utopía ingenieril, poco extendida todavía fuera de los ámbitos científicos. El contexto en que desarrollaron la proposición (y promesa) no era trivial o irrelevante: la sombra alargada de la «guerra fría» y la naciente exploración del espacio. Tras la consolidación del modelo keynesiano, la implantación del fordismo y la estabilización del new deal, el despliegue de la innovación tecnológica comenzó a ser una prioridad en EE.UU.; vista como ventaja económica, por un lado, y como victoria política, por otro. La disputa por el dominio del espacio exterior entre los dos superbloques estaba en su punto álgido (recordemos que Gagarin había sido el primer humano en viajar al espacio el 12 de abril de 1961 en la nave Vostok 1), condicionando la génesis intelectual de estos sistemas vivientes hombre-máquina. Aun así durante años el cyborg fue una fantasía de la ciencia ficción, una imagen ilusoria que acaparaba películas, libros o comics. El concepto resbaló hasta las mentes de los visionarios futuristas y quedó allí atrapado, como si fuera un invento de novela o de alguna industria hollywoodiense. Siempre a medio camino entre los fríos robots y los viscerales humanos o entre androides maléficos y personas altruistas, se explotaba literaria e imaginariamente esa ambivalencia constitutiva. Era su mezcla tan irreal de carne y chatarra la que les dotaba de un mágico atractivo que facilitaba ingentes cantidades de ficciones, cuentos o sagas del espacio. Ya los titanes griegos o las mitologías india y china habían simbolizado tímidamente a estos híbridos. Sin embargo, la referencia a Frankenstein (Mary Shelley, 1818) es inevitable, un temprano pero ya moderno intento de infundir vida a un cuerpo inerte en 117

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un laboratorio. Dicho «engendro», nacido de la materia muerta y resucitado artificialmente, ha sido postulado como el «primer cyborg». La primera propuesta seria de cyborgs la lanzó el científico irlandés afiliado al Partido Comunista Británico J.D. Bernal en The World, the Flesh, and the Devil: An Enquiry into the Future of the Three Enemies of the Rational Soul4 (1929), en el que perfila un futuro dominado por una racionalidad científica capaz de superar los obstáculos físicos, fisiológicos y psicológicos que los humanos afrontan. La primera presencia explícita, sin embargo, la podemos situar en la novela de Martin Caidin Cyborg (1972), que narra la historia de un hombre al que se le sustituyen partes dañadas de su cuerpo por módulos mecánicos; novela que fue posteriormente (1973) adaptada a series de televisión («The Six Million Dollar Man»). El mismísimo Asimov publica en 1976 un cuento corto («The Bicentennial Man») que explora algunos conceptos de la cibernética: el personaje central es un robot que, en sentido inverso al proceso clásico de construcción de un cyborg, comienza a modificarse a partir de componentes orgánicos hasta casi convertirse en un humano. La culminación de dicha tendencia la tenemos en películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982) donde un policía debe desenmascarar a unos seres robóticos y cambiantes casi indistinguibles de los humanos (los replicantes) o The Terminator (James Cameron, 1984) en la que metal y sangre viven íntimamente entrelazados. El éxito que tuvieron en la pantalla grande inauguró una serie larga de secuelas y remakes (Robocop, Total Recall, The Matrix, etc.) hasta nuestros días. Estas «criaturas imaginadas» de la ciencia ficción, que proceden o de la mecanización del humano o de la vitalización de la máquina, engendraban misteriosas amenazas o invitaban a esperanzadores progresos.5 A pesar de conservar en la retina los casos más espectaculares como el de Kevin Warwick,6 un excéntrico profesor británico que en 1998 se insertó quirúrgicamente un chip de silicio en el antebrazo, todos hemos sido restaurados o retocados en algún sentido. En la práctica, y en un sentido literal estricto, ya somos cyborgs en tanto hombres y mujeres proteicos, asistidos y perfeccionados mediante múltiples artefactos y dispositivos: gafas, lentillas, ortopedias, audífonos, relojes, implan118

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tes, trasplantes de órganos, diálisis, sillas de ruedas, cirugías, decoraciones corporales, teléfonos móviles o chips; un surtido variado de aparatos y elementos tecnológicos fruto de las innovaciones recientes que viven pegados (embedded) a nuestras extremidades afinando nuestras capacidades. Hablamos de prolongaciones seminaturales e inadvertidas que nos han convertido en seres «biónicos» o «artificializados» stricto sensu. En algunos casos no podemos hablar ya de meros añadidos o mejoras sutiles sino de que nuestra supervivencia misma depende absolutamente de los componentes técnicos que nos acompañan (un marcapasos, por ejemplo). Una visión drástica, rayando la caricatura, consideraría que incluso la ropa que llevamos puesta nos convierte en cyborgs, en tanto nos permite, mediante objetos artificiales, sobrevivir en medios más hostiles o menos apacibles meteorológicamente. Por no mencionar el hecho de que hemos depositado y confiado la mayoría de nuestros cálculos, archivos de memoria y toma de decisiones en ordenadores y computadoras. Desde hace más tiempo del que creemos hemos sido «cyborgeados» (cyborged), haciendo realidad mitos y sueños que han habitado los imaginarios y las visiones humanas durante siglos. Lenta y paulatinamente somos testigos de un cambio cualitativo en donde esos pequeños ensamblajes o articulaciones íntimas han pasado de la excepcionalidad a la norma. Antes de llevarnos a equívocos debemos fijar dos puntualizaciones: i) no existe un único tipo de cyborg, sino tantos como proporcione cada criterio clasificatorio. Se habla de añadidos restauradores, normalizadores, reconfiguradores y mejoradores (diferencias en este caso importantes para las implicaciones éticas de la trasformación). También se considera una supuesta escala entre cyborgs de I a V (Clynes) según el grado de transformación (desde meros aditivos mecánicos hasta inteligencias incorpóreas, pasando por cambios genéticos), entre cyborgs maquínicos y cyborgs orgánicos (González) y otras tantas tipificaciones abiertas y contingentes. Y, en segundo lugar, ii) no todos los individuos han sido transformados o reformados completamente en cyborgs. Se reivindica frecuentemente que vivimos una «sociedad cyborg» en el sentido de un rango amplio de fusiones entre lo orgánico y lo maquínico, aunque muchas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de ellas sean exclusivamente temporales y circunstanciales. Más allá de la pura ciencia ficción y la retórica futurista, el término cyborg ha tenido una notable acogida en las ciencias sociales contemporáneas. El mundo académico e incluso el universo político se han contagiado de la «moda o actitud cyborg». Aplicaciones y apropiaciones del término por parte de la sociología, la antropología o la filosofía se han dejado ver especialmente en dos ámbitos: uno, la sociocibernética y, otro, en algunas teorías recientes del sujeto social. Ambos enfoques ya suponen al cyborg como una realidad hecha y presente y no como un modelo inexistente o una predicción de ensueño. De esta manera, la formulación original de los años sesenta ha sufrido una deriva que ha ido retocando el concepto y haciendo proliferar numerosas interpretaciones. Merece la pena citar la primera e incursionarnos brevemente en la segunda. Desde los años setenta, y al calor de una crítica epistemológica a los rígidos modelos de la razón moderna, ciertas teorizaciones han ido poniendo en tela de juicio los esquemas clásicos de conocimiento. La teoría del caos, la teoría de sistemas, la noción de complejidad o la cibernética, han servido para oxigenar y actualizar las ciencias sociales desde las ciencias naturales. Las así llamadas «cibernéticas de segundo orden»7 o «cibernéticas de los sistemas observantes» (Von Foerster), la teoría de sistemas (Luhmann) o la Escuela de Palo Alto (Bateston, Watzlawick, Maturana y Varela) han deambulado por las cercanías de la idea cyborg. No podemos dejar de citar, en nuestro país, las aportaciones de Jesús Ibáñez o Pablo Navarro idénticamente. Sin embargo, el uso de la Cibernética, en sus versiones más evolucionadas, no popularizó suficientemente la idea de cyborg con todas sus consecuencias sino que focalizó su interés en cuestiones como la autoorganización, la autopoiesis, la entropía y temas afines (a partir de lecturas como Spencer-Brown, Prigogine o Gordon Pask). Por otro lado, cierta corriente emergente en las ciencias sociales ha hecho uso de la filosofía encarnada por el cyborg con bastante más fuerza en aras a la (re)construcción de un nuevo sujeto social. En 1985, Donna Haraway publica el «Manifiesto Cyborg», una defensa encendida y fundacional del uso metafórico del término cyborg8 como superación de las rígiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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das dicotomías en las que la ciencia occidental está atrapada (hombre/mujer, naturaleza/ cultura, vida/muerte, hombre/máquina, humano/animal, etc.). Haraway considera que hemos entrado en una época en la que las fronteras borrosas que guiaban la modernidad se han difuminado lo suficiente como para no poder seguir manteniendo esas oposiciones binarias. En el feminismo posmoderno de Haraway, el cyborg es una metáfora fértil, un primer paso para comenzar a explorar las rupturas de los enfrentamientos maniqueos entre naturaleza y cultura. El deseo de separar y disgregar esos dos aspectos del mundo social se torna cada vez más arduo y delicado, y Haraway propone utilizar esa confusión fronteriza para generar nuevos modos de actuar políticamente, siempre desde un «conocimiento situado». Este movimiento, más allá de los dualismos clásicos constitutivos del marco epistemológico de lo moderno, permite, según esta autora, superar tanto el feminismo tradicional como gran parte de las teorías sociales actuales, limitadas y maniatadas al arrastrar perezosamente dichos antagonismos simplistas e inservibles. En ese sentido, el concepto de cyborg, en Haraway y sus seguidores es un rechazo a las distinciones profundamente marcadas de la cultura occidental desde Grecia y el cristianismo. Para esta historiadora de la biología (una de las caras de su polifacética vida), una espesa neblina ha disipado las certidumbres occidentales y la fecunda (y mítica) imagen del cyborg aclara nuestra vista, dislocando la idea de «vida pura» con la que nos sentíamos cómodos y seguros. Criaturas producto de la tecnología, híbridos cruzados o seres-artefacto que cuestionan y escapan a las taxonomías clásicas de vida, especie, naturaleza, género, etc., proliferan ahora sin descanso. Los cyborgs son figuras «innaturales» que provocan el derrumbe de los dogmas modernos basados en marcas nítidas, arruinando la pretendida pureza identitaria del Homo sapiens. Haraway sigue los trazos de la biopolítica foucaultiana para acabar afirmando que los actores de un escenario dominado por el tecnobiopoder son los cyborgs, productos resultantes de la ingeniería genética, de la mediación informatizada, la investigación militar y de otras formas de vida generadas sociotécnicamente. Asistimos a una implosión de sujetos y objetos, de lo natural y lo artificial, anomalías para nuestros esquemas de pensa119

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miento heredados que tenemos que enfrentar. Un paso más desde Haraway nos precipita hacia la Actor Network Theory (Teoría del Actor-red) de Latour, Callon, Law y compañía en la que las prácticas entre humanos y no-humanos dependen de los actos de traducción y negociación entre las diferentes posiciones y lugares de una tupida malla social. Todos somos actantes y agentes mixtos de la esfera tecnocientífica en tanto formamos parte e interaccionamos a través de relaciones íntimas e hibridaciones con las fuerzas tecnocientíficas. Según este enfoque, los actantes son entidades, tanto de humanos como de no humanos, que modifican a otras en algún proceso. Es esencial remarcar como primera conclusión que el paso de las narrativas ficticias a realidades tangibles viene mediado por la tecnociencia. El desarrollo innovador de un sistema cada vez más voraz y ansioso por inventar tecnologías e implementar avances científicos a cualquier precio ha ido traspasando mitos, cuentos y magias desde la virtualidad del imaginario popular hasta una materialidad real. Es decir, para la mayoría de los propulsores de la «Teoría cyborg» el motor de esa transformación ha sido el régimen tecnocientífico reinante cuya actividad ha ido estrechando la ciencia ficción y ensanchando el campo de las insólitas novedades ingenieriles. No obstante, las fuentes son múltiples: la industria bélica, la experimentación biotecnológica, la informática a nivel usuario, el entretenimiento virtual, las terapias médicas, la innovación digital, etc. Lo que de alguna manera se pone de relieve es el hecho de que la conexión (tanto material como espiritual, tanto física como metafísica) de las sociedades humanas con la tecnología tiene un carácter contaminado o impuro. Es un acoplamiento que excede la utilización ocasional o la presencia inerte y distraída conjugando lo biológico, lo informático o lo económico en un cóctel bien agitado. Constituye un vínculo activo que hace impensable hoy en día la supervivencia o reproducción de las sociedades sin esa imbricación promiscua con la tecnología. Aunque seamos capaces mentalmente de disgregar y desgajar lo técnico de lo social, son en realidad entidades indisociables. Las representamos como abstracciones distinguibles pero las vivimos como existencias entrelazadas y entretejidas, separadas por líneas muy borrosas. La creciente socialización e in120

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tegración de la tecnología tiende ya a ubicarse tan estrechamente con el entorno que queda camuflada y enmascarada con lo no-técnico. Son los weareable-computers, los aparatos para llevar, los interfaces implantados que transitan con nosotros, inseparables de nuestros cuerpos, desmaterializados, invisibles e indistintos a nosotros mismos. No se trata de una mera agregación, suma o apilamiento de cables y carne, sino de la unificación cooperativa entre sociedades humanas históricas y modelos tecnológicos; unidades incrustadas y activas que forman parte de nosotros, sujetos híbridos o mutantes. Pero también nos referimos al hardware orgánico o a la inteligencia artificial que producen «ordenadores humanizados», pensantes y sentimentales. Un abismo abierto ante el que los cyborgs oscilan entre la monstruosidad macabra y la esperanza utópica. Una segunda reflexión nos conduce al hecho desnudo de hasta qué punto hemos sido (auto)modificados por la tecnología de una manera significativa, trastocando inclusive nuestra propia «naturaleza». Siendo capaces de (auto)transformarnos radicalmente (desde los piercing o los tatuajes a la transexualidad o las técnicas reproductivas eugenésicas), hay quien considera que, ciertamente, hemos superado o adelantado a nuestra especie (Homo sapiens sapiens), sustituyéndola por cyborgs (de modo idéntico a cómo los humanos se separaron de los chimpancés hace unos seis millones de años). Movimiento que disloca todas las representaciones clásicas de interpretación del cambio social y la existencia humana. Nos hallamos entonces ante una evolución cultural que ha subvertido la propia evolución biológica, una especie de «evolución participada» («participant evolution», Clynes, 1960) donde la «selección natural» deja paso a la «selección artificial u orientada», al «diseño participado». Lo que parece insinuarse entonces es que el hombre no es la cima evolutiva de la madre naturaleza, sino un eslabón más de la cadena, un peldaño en el que no nos detenemos y que precede al Homo ciberneticus (Grün). El planteamiento que acompaña estas intuiciones es el de una teoría posthumanista o de un sujeto transhumano fundado en una nueva ontología. En tercer lugar, cabe apuntar que una modificación tan drástica no tanto de las condiciones exteriores de existencia como de nuestra propia constitución material implica la reDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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formulación de una «nueva política» al estilo de las que proponen Haraway o Gray. Una reescritura de la organización política que no encaja en los moldes anticuados, recomponiendo nuestros mapas de participación o intervención en lo social. Las transformaciones de nuestros cuerpos y sistemas productivos y reproductivos requieren de instituciones políticas específicas. Si el paso del cazador nómada primitivo al Homo faber sedentario reestructuró la organización social, el salto de la «era de la máquina» (Carlyle) al momento en que la técnica traspasa la piel y penetra en cuerpos y vidas requerirá otra mutación estructural. La era de la reproductibilidad técnica (Benjamin) de humanos, donde reinan la refundición y la indistinguibilidad, no permite saber en qué punto termina lo natural y empieza lo inventado. Y eso fuerza una concepción de la política cuando menos novedosa. Como cuarto punto indicamos que el catálogo de dudas morales y la cantidad de paradojas, polémicas y supuestos contradictorios producidos por la figura del cyborg son, de momento, inabarcables. Esas asociaciones heterogéneas y simbiosis entre lo vivo y lo novivo problematizan ideas como conciencia, individualidad, cuerpo, identidad, subjetividad, mortalidad, naturaleza o derechos humanos, al situarse en terrenos resbaladizos y espinosos. La disolución de fronteras teóricas y la dualidad emotiva e incluso ética ante una mitad humana y otra inanimada fascinan a propios y extraños hasta el punto de instituir no sólo un género en la misma ciencia ficción (mutantes y cuerpos sin órganos) sino casi una disciplina de estudio propia. Capaces de rehacer y rediseñar nuestros cuerpos tecnológicamente colapsa la idea de hombre clásico y se desdibujan reglas y normas vinculadas a éste. Al superar técnicamente las limitaciones que imponía la biología, el mestizaje cyborg siembra un campo de dudas ante unas consecuencias inciertas. Toda una nueva Ética para el recién estrenado milenio en donde fisiología y cibernética se unen. Una virtud a resaltar de la noción de cyborg es que permite reunir bajo un mismo techo teórico una abundante dispersión de nuevos seres, criaturas sociales, entidades bio-electro-mecánicas e hibridaciones varias (piénsese también en clones, oncoratones, Dolly, astronautas, genomas, tretrapléjicos como ChristoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pher Reeve en sus sillas de ruedas a control remoto, la «hipótesis Gaia» de Lovelock u otros productos extraños salidos de las chisteras de la ingeniería genética). Dota de cierta coherencia descriptiva a la caótica realidad presente, habitada por fusiones imposibles, «naturalezas fabricadas», especies intercaladas, simbiosis originales y mezclas impensables, representando a todas ellas mediante una figura o metáfora general. Una idea, por tanto, nacida de los contornos problemáticos entre lo orgánico y lo inorgánico que sirve como herramienta para explorar esos nuevos territorios de identidades no esenciales. Emprende, también, el enésimo intento de abordar conscientemente la construcción de un sujeto social acorde a los tiempos globales de tecnificación masiva que no repita los vicios de sus predecesores. Una apuesta por dar vida a un concepto de agente actuante o sujeto político que no quede anclado en errores heredados ni aprisionado en categorías rígidas. No obstante, esta composición confeccionada con «lo evolucionado» y «lo desarrollado» o con el «constructor» y «lo construido» simboliza, para algunos, una actualización de la vieja utopía tecnófila que vislumbra todo un mundo por llegar gracias a la ampliación de la cultura técnica y confía en unas nuevas relaciones entre el hombre y la máquina. Se le acusa de ser una versión contemporánea de ilusiones futuristas ya escuchadas en donde se idealiza la cultura técnica. Para otros, el cyborg es un concepto excesivamente impreciso y abstracto, una mera entidad virtual o una turbia figura narrativa cuya capacidad analítica es aún asignatura pendiente. No ha demostrado, se dice, su utilidad en las ciencias sociales. E, incluso, se le presenta como la encarnación endemoniada de la racionalidad tecnocrática y los delirios globalizadores de las multinacionales. Un producto del marketing empresarial de un sector tecnológico boyante y en expansión. No han faltado tampoco las críticas que lo sitúan como la prueba irrefutable del narcisismo postmoderno y de nuestro «síndrome de Dorian Gray» (un ser humano que reniega de lo humano y se contempla embelesado en el espejo de sus creaciones). A estas alturas, no deberíamos ni dramatizar ni romantizar, sino orientar el cambio tecnológico hacia un justo cambio social.

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Bibliografía

Notas

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1. Una definición más concreta: «A cyborg is a self-regulating organism that combines the natural and the artificial together in one system» (Gray, 2002: 2). El diccionario Webster, por su parte, define escuetamente cyborg como una persona cuyo funcionamiento fisiológico está asistido o depende de un dispositivo mecánico o electrónico. 2. Presentada en el Simposio Aspectos psicofisiológicos del viaje espacial, Escuela de Medicina de Aviación de la Fuerza Aérea de Estados Unidos de San Antonio (Texas), 1960. En 1963, la NASA encargó un «Cybog Study» a una comisión y, tras ello, olvidó la veta abierta, volviéndose casi alérgica al término. 3. Realmente no hablamos sólo de humanos. De hecho, su primer cyborg fue una rata blanca estándar a la que se le implantó una bomba osmótica que permitía inyectarle al gusto productos químicos. 4. Puede leerse entera en: http://cscs.umich.edu/ ~crshalizi/Bernal/ 5. No ha faltado quien ha querido distinguir entre los cyborgs teóricos (propuestos por Kline y Clynes) y los cyborgs fantásticos (obra de la mente inquieta de la ciencia ficción). Para ello Alexander Chislenko acuñó un nuevo término: fyborg (una síntesis entre functional y cyborg) que hace referencia a las formas en las que los humanos extienden y completan sus cuerpos utilizando tecnologías concretas. 6. http://www.kevinwarwick.com/ 7. Término acuñado por Von Foerster en su trabajo titulado Cybernetics of cybernetics en 1970. 8. «By the late twentieth century, our time, a mythic time, we are all chimeras, theorized and fabricated hybrids of machine and organism: in short, we are all cyborgs» (Haraway, 1989b: 66).

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IGOR SÁDABA

D Decrepitud Llegar a cierta edad, la dura edad de piedra en que el tiempo parece suspendido como cable en el aire, entre un ayer ausente y un incierto futuro, más que al curso libre de la existencia se asemeja al hermético movimiento del círculo. Se borran las fronteras, tiempos y espacios cambian y, al resplandor cambiante que la memoria irradia, se funden y confunden, y todo flota en una viscosa ingravidez.

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Arrabal de los años, celadas que conducen a la decrepitud, figuración de ensueño más que de asiento firme de las cosas. Se pierde intimidad, por más que andemos siempre removiendo las piedras con que alzamos la casa en sólidos cimientos, y todo se hace extraño, externo como el agua que desborda sus márgenes, materia silenciosa que, en su fluir de sierpe, en sí misma se enrosca y a sí misma devora. Tiempo de cal y lágrimas y de lamentaciones. Y qué solicitud de abrazarse a las cosas y tocarlas a tientas para saber que estamos en un lugar seguro; qué desesperación por sentirnos queridos, comprendidos y amados cuando a nadie interesa el mal de nuestra vida. ¡Ah, esas intimidades con desazón de andar heridos nuestros pies por piedras de caliza, punzados nuestros ojos por agujas de lumbre! Hablamos un lenguaje que ya nadie comprende, palabras sin concierto que van delante o a zaga de nuestro sentimiento, emociones impuras de la carne sufriente, lentas, repetitivas como el viento que arrastra las dunas humeantes en desierto cercado de cerros macilentos. Rememoramos gestas que ninguno comparte, evocamos batallas que, al contarlas, provocan la risa compasiva, si no el aburrimiento en quienes las escuchan, ajenos a nosotros. Las cosas de este mundo ya no son lo que eran y lo que aún es más grave, no sabemos por qué, cuál es su utilidad, qué función desempeñan, para qué nos convocan y hacia dónde, expuestas como están, movibles y espectrales, al desmoronamiento final de la mirada que les dio consistencia y de su luz ardieron. ¿Quién nos mueve en el aire si se han roto los hilos que a nuestro levitar de peleles inertes prestaba gravidez, sólido fundamento? Oigo voces que claman e ignoro si esas voces llegan de las alturas o las profundidades, y en mudo desconcierto y confusión de lenguas se mezclan en la rueda de la existencia humana, corazón infernal del convivir humano. Y, si echo a andar, ignoro si llegaré a algún término, andando como voy mirando siempre atrás, rastrillando recuerdos, removiendo las aguas estancadas del tiempo para ver dónde saltan las perlas que perdí y que nunca jamás podré recuperar para justificarme y dar razón cumplida de mi ser y del mundo. ¡Oh, mundo de locura! ¡Oh círculo furioso de colores violentos, en que todo, confuso, bulle y se arremolina, como un lienzo espantoso fingido por un loco aprendiz de pintor!

ROSENDO TELLO

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Democracia 1. El progreso y sus efectos colaterales La idea central que Adorno y Horkheimer desarrollaron en su famosa Dialéctica de la Ilustración era que, cuanto más avanza el hombre en la conquista de su libertad, cuanto más se separa de su primitiva unidad e indistinción con la naturaleza tanto más fuertemente siente la tendencia a buscar seguridad y aplacar la angustia de su soledad rompiendo el principio de individuación y regresando de algún modo a su indistinción con la naturaleza más allá de los límites de su yo individual. O sea, a estos pensadores les pareció que existía una cierta contradicción central en el fundamento mismo de la civilización y que consistiría en lo siguiente: Por un lado, el hombre occidental se ha enfrentado a la naturaleza, se ha propuesto dominarla y para ello ha desarrollado una ciencia y una técnica que han acabado por racionalizarlo todo y por reducirlo todo a la condición de instrumento al servicio del progreso de las potencialidades humanas. Pero esto ha desatado, a su vez, un potenciamiento considerable de la instrumentalización en la que los hombres mismos han acabado por convertirse en cosas. El resultado es el individualismo de nuestras sociedades más desarrolladas que sume a las personas en la atomización y la incomunicación, porque se han atrofiado las fuerzas de la solidaridad entre los hombres y se ha hecho imposible ya la armonía profunda del hombre con la naturaleza. Así que el dominio, cada vez mayor, sobre la naturaleza externa no ha tenido sólo consecuencias positivas en orden a una liberación del hombre del trabajo y de sus limitaciones físicas, sino que ha tenido también otros resultados ya menos positivos como son la artificialización de la vida, la atomización individualista e insolidaria, la deshumanización y todo ese «malestar» de nuestra civilización que Nietzsche detectara antes que Freud diagnosticándolo bajo el nombre de nihilismo. Según Horkheimer y Adorno, religiones, mitos, algunas fiestas populares, algunas clases de delitos, de transgresiones y de crímenes, y un determinado número de conductas irracionales, en conjunto, serían esos «otros de la razón» que siguen vivos y como haciendo señas al individuo para que regrese a su 123

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origen natural animal, para que retorne a la unión con la vida y con la naturaleza anterior a su separación de ella como ser de cultura. Son esas fuerzas que estimulan a acciones con las que se pretende echar un puente sobre la culpable ruptura con la naturaleza para aliviar la angustia de la disociación dentro de uno mismo. Sin embargo, paradójicamente, el efecto que producen estos comportamientos «irracionales» es el contrario del que tal vez pretenden, pues dan lugar a un ahondamiento mayor de la distancia con los otros y de la escisión dentro de nosotros mismos porque el proceso de emergencia del individuo de la naturaleza es un proceso irreversible, que no tiene marcha atrás. Una vez que hemos nacido no podemos volver al seno materno por mucho que nos dejemos llevar de la nostalgia de aquél estado de indistinción natural. Esta reflexión de Adorno y Horkheimer constituye todavía la perspectiva apropiada cuando se quiere reexaminar el destino del ideal ilustrado de libertad. Pues la libertad, aportada por el progreso histórico y las conquistas científicas y técnicas de la modernidad, se entiende, sobre todo, como un nivel de bienestar material cada vez más alto, en la medida en que todos esos avances técnicos nos permiten superar nuestras limitaciones físicas, nos hacen más independientes, más sofisticados, más críticos como individuos, y nos otorgan una mayor autonomía y confianza en nosotros mismos. Sin embargo, el alejamiento de la naturaleza en el que todo esto se basa ha supuesto, a su vez, un crecimiento proporcional de nuestro individualismo, de nuestro aislamiento y de nuestra angustia. El progreso tecnológico con el que se logra la emancipación respecto de nuestra dependencia de la naturaleza tiene estos dos efectos contradictorios, uno positivo y otro negativo, que mantienen entre sí una relación dialéctica, en la medida en que, siendo contradictorios, proceden, sin embargo, de la misma causa. ¿Cuál es esa causa y cómo proceden ambos de ella? La lucha moderna por la libertad, desde el Renacimiento, es la lucha contra las viejas formas de autoridad y de coacción que representaban, primero la Iglesia y la aristocracia feudal y, más tarde, durante los siglos XVII y XVIII, las monarquías absolutas del Antiguo régimen. Los individuos y los movimientos que luchaban contra estas estructuras de autoridad pen124

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saban que cuanto más se debilitasen y se neutralizasen estas instituciones de poder tradicionales más se ganaría en libertad. Y no se advertía que esa lucha pudiese tener otros efectos que no fuesen positivos. Lo cierto, sin embargo, es que la combatividad crítica y las revoluciones políticas burguesas han contribuido enormemente, sin duda, a librarnos de los antiguos enemigos de la libertad, pero ha sido esta misma lucha la que ha hecho aparecer otros factores que ya no son impedimentos o restricciones externas al individuo, sino elementos internos a su propia subjetividad que amenazan ahora con hacer inútiles los logros ya conseguidos en el ámbito de las libertades externas. Se podría, tal vez, entender mejor esta idea con un par de ejemplos. Hoy estamos orgullosos y agradecidos con razón de que nuestros antepasados ilustrados conquistasen para nosotros, como uno de nuestros derechos fundamentales cada vez más extendido y reconocido, la libertad de pensamiento y la libertad de expresión. Pero no es difícil comprobar hoy a cada paso que lo que muchos individuos piensan y expresan no es más que lo que otros muchos individuos piensan y expresan, o lo que la propaganda o la ideología dominante o la televisión le ordenan que piense y exprese. De modo que siglos de lucha, sangrientas revoluciones y duros sacrificios realizados para conseguir las condiciones externas para que cualquiera pueda expresar lo que piensa sin ver obstaculizado su derecho por coacciones externas, tropiezan con factores subjetivos, internos, que impiden que la mayoría de los individuos tengan la capacidad de pensar por sí mismos, capacidad que es lo único que puede dar sentido a la lucha social e histórica por la libertad de pensamiento y de expresión. Segundo ejemplo: La racionalización moderna del sistema de producción y de consumo ha conducido a un desarrollo del sistema económico capitalista que nos proporciona abundancia de bienes materiales y el bienestar social del que hoy, aunque de manera desigual, disfrutamos. Pero vemos también que con este espectacular aumento de la racionalización, de la técnica, de la industria, del comercio, de la informática y de la globalización ya no somos nosotros quienes controlamos los mecanismos del sistema, sino que es la gran máquina del sistema globalizado la que domina y nos controla a nosotros convirtiéndonos en algo insignificante, en simDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ples instrumentos a su servicio. De modo que podríamos sentirnos incluso tan impotentes y anonadados ante el macrofuncionamiento cada vez más imprevisible de la máquina mundial como impotentes y atemorizados se pudieron sentir los hombres medievales ante su Dios teócrata implacable. En este sistema productivo consumista y globalizado no sólo se nos reduce al puro hecho de comprar y vender mercancías, sino que se nos compra y se nos vende a nosotros mismos. Incluso cuando cultivamos valores o cualidades humanas suelen ser las que luego se venden en función de lo que más se cotice en el mercado de las relaciones humanas o del éxito económico y social. Cuando se nos bombardea con la propaganda comercial o política en la televisión y en los demás medios de comunicación no es que se nos ponga abiertamente por delante nuestra insignificancia e indignidad como individuos. Al contrario, siempre se nos adula y se tratará de seducirnos, pero ningún anuncio ni ninguna propaganda se dirige a nosotros como seres racionales. Ninguna propaganda trata de convencernos racionalmente de algo, sino que lo que trata es de rendirnos y manipularnos utilizando los medios más variados de la sugestión. Así se nos repiten machaconamente los mismos eslóganes; se nos ponen en primer plano cuerpos deslumbrantes y explosivos que obnubilan nuestra atención y debilitan nuestra capacidad crítica ante el producto o la idea que se nos presenta; se nos suscita el pánico por todo lo que podría sucedernos si nos resistimos a hacer caso de lo que se nos requiere, etc. Métodos todos «irracionales» que nada tienen que ver con la calidad en sí del producto o del programa político que se oferta, sino que están dirigidos a embotar y a suprimir la capacidad crítica, o sea a hacer de nosotros seres obedientes, sumisos, dependientes, pequeños y manejables. En resumen, si hiciéramos balance del progreso que nos ha traído nuestra modernidad tendríamos que hablar, sin ninguna duda, del desarrollo de un yo que ha avanzado mucho en libertad material, en ciencia y tecnología, en derechos formales y en condiciones políticas externas para realizar esos derechos. Pero también tendríamos que hablar de que, al mismo tiempo, y como formando parte del mismo proceso y de la misma evolución, como efecto colateral suyo, se ha desarrollado un yo subordinado, débil, acrítico, dependiente, atemoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rizado, que esconde y enmascara su propio sentimiento de inseguridad y de miedo. Por tanto, de una reflexión sobre la tesis avanzada por Adorno y Horkheimer se desprende que de poco sirve una libertad externa, social, formal de autodeterminación si no va acompañada de un nivel correspondiente de liberación o emancipación subjetiva e individual que capacite al yo para llevar a cabo su autodeterminación. Contamos con un avance notable de la libertad respecto de las fuerzas de la naturaleza, pero apenas hemos avanzado en lo referente a una libertad para la realización efectiva de esa otra libertad meramente externa. En vez de pensar por nosotros mismos y decidir lo que queremos, obedecemos a voces y poderes externos, nos dejamos llevar por miedos e impulsos gregarios que nos inducen a conformarnos a los requerimientos de los demás y a no parecer nunca y en nada distintos. Esto debe hacernos pensar que el problema de la libertad no puede reducirse tan sólo a seguir aumentando más los niveles de bienestar material o las libertades meramente formales para el ejercicio de nuestros derechos. Urgente y necesario, cuando hablamos hoy de la libertad, es conquistar la emancipación y la libertad subjetivas, lograr aquella clase de emancipación que permite al individuo la realización efectiva de su existencia personal. 2. Racionalidad y pulsionalidad: una relación descompensada En realidad, el proyecto ilustrado no avanza mucho más allá de la conquista externa de la libertad, por lo que tiene todavía que ser continuado con un programa de liberación interna del individuo, tal y como lo plantearon, primero, algunos de los primeros pensadores románticos críticos frente a los planteamientos ilustrados, después de ellos pensadores como Nietzsche y Freud, y más recientemente, aunque con matices distintos, figuras como Foucault y Habermas. El concepto de emancipación como liberación de las cadenas económicas, políticas y espirituales que aprisionaban a los hombres en el Antiguo régimen inspira toda una lucha con la que la burguesía ilustrada parece enlazar con los herejes, rebeldes y revolucionarios que, durante la Edad Media, se habían enfrentado ya al poder de la Iglesia y habían luchado contra la opresión feudal. Los resultados de esa línea de lucha son 125

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logros valiosísimos como el liberalismo económico, la democracia política, la autonomía religiosa, el individualismo en la vida personal, etc. No cabe hacer otro balance de ella que el decididamente positivo: mediante el desarrollo del pensamiento crítico, de la ciencia y de la técnica, el hombre moderno se ha liberado de su sujeción a la naturaleza y al autoritarismo. Las revoluciones políticas burguesas han permitido acabar con el milenario dominio de las diversas formas de despotismo absolutista. Gracias a ello hoy podemos ver cómo la democracia se va extendiendo cada vez más por el mundo y cómo van retrocediendo los sistemas totalitarios que se apoderan de manera efectiva e integral de la vida social y personal de los individuos, y les imponen una sumisión de la que sólo quedan libres los dirigentes cuya autoridad y poder no está sometido a controles de ningún tipo. No han desaparecido todos los regímenes totalitarios de este tipo, pero van quedando menos, por lo que esa parte del programa ilustrado se va cumpliendo y sigue en camino de ir cumpliéndose. Y, sin embargo, aunque esta abolición de los totalitarismos era una condición necesaria, no es, por sí sola, condición suficiente para hacer al ser humano libre. En esta falta de éxito tendría que ver la concepción típicamente moderna del hombre como un ser racional cuyas acciones están determinadas por el autointerés y que tiene la capacidad de dirigir sus acciones hacia este objetivo. Así es como entienden al individuo humano la mayoría de los pensadores de la modernidad, desde Maquiavelo hasta Rousseau y Kant pasando por Hobbes, Locke y Montesquieu. Piensan que, puesto que todos los hombres están animados por una voluntad de posesión y de disfrute de los bienes terrenos, y al no haber bienes suficientes para satisfacer a todos por igual, ello da lugar a una lucha de unos contra otros por el poder y por la posesión mayor posible de estos bienes. Esta situación de guerra generalizada suscita la necesidad del contrato social y la creación de un Estado como instancia que regule esa guerra, que organice racionalmente los poderes y que haga posible la convivencia. Así, con este planteamiento se consolida la fe en un mundo que puede estar regido por la razón y en un hombre como ser esencialmente racional. Se va reforzando esta creencia a medida que crece el pensamiento crítico 126

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y se van plasmando los logros de la razón por las revoluciones políticas, a medida que se van generalizando relaciones entre las naciones regidas por el derecho internacional, y a medida que evoluciona la ciencia, que parece mostrar las entrañas matemáticas del universo como lo más parecido a la mecánica lógica de un reloj perfectamente sincronizado. Pero entonces, las fuerzas irracionales y oscuras de la naturaleza y del hombre se ven como algo que quedó allí atrás, en la Edad Media, la época de la ignorancia y la astucia perversa de sacerdotes y demagogos que ya han sido desenmascarados y vencidos. O sea, los pensadores ilustrados vieron las fuerzas irracionales del hombre como se puede estar mirando un volcán que desde hace mucho tiempo ha dejado de constituir una amenaza. Se tenía tanta seguridad y tanta confianza en que las realizaciones de la modernidad iban a acabar con las fuerzas regresivas y siniestras de la superstición y de la demagogia, que se veían al mundo y al hombre a punto de convertirse en algo tan transparente y seguro como las calles matemáticamente bien trazadas e iluminadas de una ciudad moderna. Así que se calificó de gamberros y descreídos a los pocos que empezaron a sospechar de tanto optimismo: el marqués de Sade, los jóvenes románticos del Círculo de Jena (Friedrich Schlegel, Tieck, Novalis, etc.), Herder, el joven Goethe y los componentes del Sturm und Drang, y, luego ya, más entrado el siglo XIX y el XX, autores como Schopenhauer, Nietzsche o Freud, que seguían escuchando —aunque otros no lo oyeran— el sordo retumbar del volcán que precede al estallido de la erupción. Los pensadores ilustrados tenían, en definitiva, una comprensión inadecuada de las fuerzas irracionales del hombre, que no es ese ser racional y matemático que ellos habían creído que era. Se necesita otro concepto del individuo humano que permita entender los fenómenos de regresión que han aparecido continuamente al hilo de la misma marcha moderna hacia la libertad. Entre esos fenómenos no ha sido el menos importante la atracción que el nacionalismo nazi y el fascismo fueron capaces de ejercer sobre grandes masas de gente. Movimientos e ideologías políticas que no se dirigían a las fuerzas racionales del autointerés, sino que despertaban y movilizaban un confuso complejo de fuerzas irraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cionales vivas y poderosas. Por tanto, hay que analizar esas fuerzas, no volver la cabeza como si no existieran, enfrentarse a ellas y ver si pueden ser educadas, ver el modo de integrarlas de manera que podamos avanzar también en esa otra vertiente de la libertad que es la emancipación subjetiva e interna. Mientras esto no se haga los logros externos de la libertad se pueden quedar en logros meramente formales, o sea en conquistas que no se actualizan en la realización de un proyecto efectivo de autodeterminación. En este sentido, Nietzsche, por ejemplo, llama la atención sobre las consecuencias que, para el hombre moderno, se derivan del hecho de que se haya hecho coincidir sustancialmente culturización con «desnaturalización» o «domesticación». El peor efecto de ello —dice Nietzsche— ha sido un hombre fisiológicamente decadente, enfermo, neurótico y débil. Su propuesta de una renaturalización del hombre y de la cultura pasa por troquelar nuevos instintos. A diferencia de lo que sucede en el animal, que hereda un código genético que determina para siempre su conducta, en el ser humano los instintos son mera energía plástica que se configura y se moldea de acuerdo con una determinada orientación que les imprime la cultura, en especial la moral. Estos instintos son los resortes más importantes de nuestro ser, porque una vez configurados y consolidados dirigen nuestro comportamiento de una manera espontánea y automática, anticipándose a cualquier intervención de la razón y de la conciencia. Por eso es tan importante educarlos. Al ser energía plástica, los instintos de un modo o de otro se educan. Pero cuando esa educación se deja al arbitrio del azar, cuando no se sigue ningún programa de configuración adecuado o se sigue uno predeterminado por intenciones de manipulación y de instrumentalización de los individuos, lo más probable es que los instintos, en vez de representar una fuente de energía constructiva y liberadora, sean una causa continua de conflictos, de malestar y de destrucción. Si el proceso de culturización racionalista sólo ha visto en los instintos una fuerza a reprimir o a manipular desde arriba, lo que Nietzsche dice es que ahora habría que dar un giro e iniciar un proceso de integración para que su energía resultase creativa, una integración que hiciera, en definitiva, que buenos instintos crecieran y se desarrollaran con buena salud. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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De modo parecido Freud llama la atención sobre la importancia de las fuerzas irracionales e inconscientes que determinan la mayor parte de la conducta humana. El hombre no es, para Freud, ni mucho menos un ser racional, sino básicamente un ser «antisocial». Es decir, la sociedad tiene que educarlo, permitir algunas satisfacciones directas de aquellos impulsos que, por ser biológicos, no se pueden extirpar, y reorientar la energía básica de sus impulsos para que se transformen en fuerzas creadoras de civilización. Freud llama sublimación a esa transformación de los impulsos inconscientes a los que no se permite una satisfacción directa pero que, por ello, su energía espiritualizada da lugar a la producción de la cultura. La función de la educación tendría que referirse, por tanto, sobre todo, a la modulación de esta sublimación cuya exigencia puede llevarse a cabo sólo hasta cierto límite, más allá del cual los individuos se vuelven neuróticos y enfermos. 3. Individualismo como avance y como regresión En su escrito de 1798 titulado Comienzo presunto de la historia humana, Kant desarrolla la idea de que la historia humana empieza cuando el individuo emerge de un estado de unidad indiferenciada con el mundo natural y adquiere conciencia de sí mismo como ser separado y distinto de la naturaleza. Lo que contiene este escrito es, en realidad, un análisis bellísimo del mito bíblico del pecado original a cuya comprensión Kant aporta algunas ideas sumamente interesantes. Lo que leemos en el Génesis es, en última instancia, que la historia humana comienza con un acto de elección. Adán y Eva vivían felices en el jardín del Edén, en armonía entre ellos y con la naturaleza, en paz y sin necesidad de trabajar, y sin tener que elegir entre distintas alternativas. La única condición que se les había puesto para seguir en este paradisíaco estado era que no comieran del fruto de la ciencia del bien y del mal. Dios les había impuesto esta prohibición pero ellos la desobedecieron, transgredieron el mandamiento divino y con ello acabaron con el estado de unión con la naturaleza de la que hasta ese momento formaban parte indisoluble. Por eso fueron expulsados del paraíso y así es como comienza la historia humana. En 127

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suma, el hombre emerge de la existencia inconsciente de una vida prehumana y animal, y empieza el nivel humano de su existencia sobre la Tierra a partir de un acto de elección del primer ser humano. Lo primero en lo que se debe reparar al analizar este mito es en que presenta el primer acto de libertad como un pecado, o sea, como un acto de desobediencia a Dios en virtud del cual Dios proclama la guerra entre el hombre y la mujer y entre el hombre y la naturaleza. Al trascender la naturaleza y enajenarse de ella y del otro ser humano, el hombre se siente desnudo y avergonzado. Es decir, se siente sólo y libre, o sea, angustiado e impotente. La libertad, recién conquistada, se convierte, para él, en una maldición. Por otra parte, el Génesis comienza el relato diciendo que Dios creó al hombre de la nada, ex nihilo, de una nada misteriosa e indeterminada que es —como dirán los existencialistas del siglo XX— el trasfondo último de su ser y de su libertad. Así que, en rigor, no es Dios quien creó la libertad humana, sino que ésta le es inherente al hombre como algo constituido por la indeterminación característica de la nada de la que está hecho. Es decir, el hombre es nada como no-fundamento, como Abgrund, como indeterminación, y por tanto, como proyecto. Por tanto, la libertad en el hombre no es sólo el libre albedrío, la capacidad de elegir entre el bien y el mal, sino, de un modo más originario aún, es lo propiamente constitutivo del ser humano que hace que, desde el momento en que es hombre, lo quiera él o no lo quiera, produzca, cree con su acción acontecimientos, cosas, historia y, sobre todo, cree valores. Esta es la condición victoriosa del hombre como ser para la libertad. El primer acto de libertad es, por tanto, un pecado y una maldición. Y esa maldición tiene un contenido muy concreto: condena al hombre a percibir ya para siempre, en lo sucesivo, la realidad desdoblada entre sujeto y objeto. Es decir, el pecado de Adán no significaría otra cosa que la imposibilidad para el hombre de volverse a unir con la naturaleza y regresar al paraíso, la imposibilidad, por tanto, de conocer nunca qué es la cosa en sí, quedar para siempre prisionero y sólo dentro de los límites de su propia subjetividad. Optar por la libertad fue para el primer hombre elegir esta separación, asumir este aislamiento que le constituye como hombre y que no permite 128

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la conexión con el ser, el paso del fenómeno a la cosa en sí. Hay razones, por tanto, para ver el primer acto de libertad no sólo con optimismo. Con toda su teoría del conocimiento detrás, Kant se da cuenta del trasfondo trágico de la libertad. Porque lo que nos demuestra con su teoría del conocimiento es que no hay conocimiento, por parte del sujeto, de ningún ser en sí, que no hay manera de salir de sí y tender un puente que nos conecte con el mundo y con los otros, que lo único que conocemos son nuestras propias construcciones mentales y nuestras representaciones de las que no podemos escapar, y que nos sirven sólo como signos o como ficciones útiles para manejarnos en el mundo y sobrevivir. Algo parecido es lo que nos viene a decir el mito griego de Prometeo, según nos lo cuenta Platón en el Protágoras. Dice Platón que Prometeo, compadecido por la indefensión física del hombre en comparación con los demás animales, mucho mejor dotados que él para sobrevivir, le robó el fuego a Hefesto y se lo dio a los hombres. Luego le robó a Atenea el saber profesional, la técnica, y también se la dio a los hombres. Y luego añade Platón esto: «De este modo, los hombres consiguieron esos saberes para su vida, pero carecían del saber político porque este dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le dio tiempo ya de penetrar en la Acrópolis en la que moraba Zeus, aparte de que los centinelas de Zeus eran terribles... Por eso, con su conocimiento técnico el hombre articula suficientemente recursos para su nutrición, pero como no poseían el arte de la política, cuando trataban de ponerse a salvo de las fieras fundando ciudades se atacaban unos a otros, de modo que de nuevo se dispersaban y perecían» (320c ss). O sea, para los griegos, el hombre sale de la naturaleza y se va haciendo con conocimientos para dominarla y sobrevivir, pero carece de la ciencia política, no es libre para gobernarse a sí mismo y realizar su individualidad. Durante las primeras fases de la historia humana, la conciencia de separación de la naturaleza es sólo relativa y no muy clara. Por eso el sentimiento de soledad y de aislamiento apenas existe. Entre las tribus primitivas, por ejemplo, pero también entre las culturas del mundo antiguo (incluida la griega), el individuo todavía vive estrechamente ligado al mundo natural y social del que ha emergido. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Aunque tiene cierta conciencia de sí mismo como de una entidad distinta de la naturaleza y de los demás, no deja por ello de sentirse inserto y parte del mundo natural y del grupo humano del que procede. Sólo al final del mundo antiguo, con el advenimiento del cristianismo y su énfasis en la conciencia subjetiva y en la responsabilidad moral, se abre un horizonte distinto. Podríamos tal vez entender esto mejor si atendemos al paralelismo que solían establecer los historiadores antiguos entre la historia de la humanidad y el desarrollo psicológico del niño. Cuando un niño nace, desde ese momento deja de formar un sólo ser con su madre y se convierte en un ser biológico separado de ella. Pero aunque esa separación biológica sea el principio de su existencia como individuo humano, en realidad durante toda su infancia el niño permanece unido a la madre y como inserto todavía en la naturaleza. No se desgaja de ella ni toma conciencia de lo que supone su individualidad, su separación y su aislamiento como ser individual hasta, por lo menos, la crisis de la adolescencia. Esto es lo que sucedería también en la historia de la humanidad. Antes de que se inicie el proceso de individuación y el sujeto emerja como individuo separado e independiente, hay una fase de la vida, tanto histórica como individual, en la que unos vínculos orgánicos mantienen unidos aún a los seres humanos con la naturaleza y con su grupo familiar. Durante este período no existe todavía propiamente hablando ni la libertad ni la individualidad, como tampoco se siente esa angustia de la soledad que lleva a echar de menos el arraigo, la pertenencia y la integración en el todo. Sólo cuando el individuo madura desaparecen esos vínculos primarios y se puede hablar de un hombre libre cuyo principal reto es orientarse en el mundo y realizar adecuadamente su libertad y su proyecto de vida. La crisis de la adolescencia representaría este momento: el niño ha crecido, se ha hecho mayor y lucha por cortar los vínculos orgánicos y defender su libertad y su independencia. Ahora bien ¿qué pasa cuando esto no sucede, cuando un individuo se niega a crecer, cuando se fija a los vínculos primarios y trata de seguir siendo siempre un niño dependiente y sumiso, aunque tenga cuarenta, cincuenta o sesenta años, un niño bajo alguien que le diga DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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siempre lo que tiene que pensar, lo que tiene que decir y lo que tiene que hacer? Entonces estamos ante un fenómeno regresivo patológico. En general, estas patologías —según los expertos— no se deben sólo a factores individuales. En la mayoría de los casos, los límites del crecimiento de la individualidad y del yo no dependen sólo de condiciones individuales, sino también, y de un modo muy determinante, de las condiciones sociales. Toda sociedad se caracteriza por determinado nivel de individuación más allá del cual los individuos no puede ir sin atraerse el rechazo y el castigo de los otros. En conclusión: no hay ser humano si no es en virtud de una libertad y una autonomía que le desliga y le separa de la vida natural y animal. Este proceso de emergencia del individuo implica la pérdida de la originaria identidad con el mundo y con los otros, de manera que nuestro modo de obrar ya no viene fijado por un código genético hereditario ni por mecanismos instintivos automáticos. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer y, sobre todo, quienes queremos ser. Pero como esto implica inevitablemente angustia, soledad, responsabilidad, la tentación regresiva acecha a cada paso. La sociedad y el mundo aparecen fuera de nosotros como elementos poderosos, incontrolables, amenazadores, peligrosos. Sentimos nostalgia del seno materno, de nuestros vínculos primarios, que resolvían nuestra necesidad de conexión con el mundo y con los demás de un modo total, sin angustia ni soledad. Y muchos ceden, de los modos más variados, a este impulso a abandonar la propia individualidad, a superar el sentimiento de soledad mediante la entrega de su libertad. Son comportamientos de regresión que necesariamente tienen un carácter de sometimiento. Las religiones (de un modo más claro las primitivas) han podido constituir uno de los modos de satisfacer los sentimientos de unidad del hombre con el cosmos y con lo absoluto. Pero también han servido para esto algunas ideologías políticas como lo fue el nacionalismo nazi, que a cualquiera que hoy lo analice puede aparecérsele como un conjunto de ideas burdas y degradantes, de comportamientos crueles y destructivos, pero con los que determinados individuos satisfacían su necesidad regresiva de sometimiento, de pertenencia y de integración en algo superior. 129

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4. La realización social de la dialéctica individuo-totalidad La gran verdad del pensamiento dialéctico es que el hombre hace la historia, pero que, a su vez él mismo es producto de la historia de modo que también la historia le hace a él. Y decir esto, que el hombre mismo es la creación de ese incesante esfuerzo que representa el proceso histórico, es afirmar que su ser, o sea sus instintos tanto como sus ideas son un producto cultural. Los cambios históricos no aportan sólo nuevas estructuras sociales o nuevos estilos artísticos, sino que también representan nuevas formas de ser, nuevos impulsos, nuevas actitudes y pasiones que son el resultado de los cambios sociales. A la vez, las energías humanas así modeladas en formas específicas y las nuevas ideas a que dan lugar son las fuerzas productivas que impulsan hacia delante la historia y el progreso social. La relación dialéctica que el individuo mantiene con la sociedad implica, en consecuencia, que ésta desarrolla un cierto tipo de impulsos y de necesidades que motivan las acciones y sentimientos del individuo. Pero, a su vez, las respuestas o comportamientos de los individuos en virtud de la interiorización de esas necesidades se transforman en fuerzas poderosas que contribuyen de manera eficaz a determinar la marcha del proceso social. Esto significa que el hombre no existe como una naturaleza prefijada, sustancialmente la misma, sino que es, en todo momento, un ser social, influido y condicionado por una situación histórica. El ser humano no es la suma total de unos impulsos innatos fijados por la biología, como son los animales. Pero tampoco es un horizonte de formas completamente indeterminadas e incondicionadas a las que pueda adaptarse de una manera voluntarista y fácil. El individuo humano no es infinitamente moldeable a la carta, ni es capaz de reciclarse en cualquier otra cosa en función de las condiciones que él se proponga. Es un producto del proceso histórico y social. Y esto significa que hay determinados mecanismos y condiciones que le son inherentes y que le imponen ciertos límites. Hay factores en él que son constantes como, por ejemplo la exigencia de satisfacer las necesidades biológicas entre las que se encuentran, no sólo el hambre y la sed, sino también la de relacionarse con el mundo ex130

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terno, la necesidad de evitar el aislamiento y la soledad moral. Ahora bien, el modo en que puede o debe satisfacer esas necesidades es ya algo dialécticamente condicionado por la situación histórica y social en la que el individuo vive. Esto es importante a la hora de valorar el déficit de libertad subjetiva al que me refería antes, un déficit propio de nuestra situación histórica y social, y que señala un objetivo: el de completar el proyecto de cultura y la lucha que la Ilustración había emprendido por la libertad. El pensamiento reaccionario, que fue la sustancia íntima de la ideología nazi, idealizaba la Edad Media germánica imaginándose en ella condiciones tan fantásticas y románticas como un cierto sentido de la solidaridad espontánea y popular, la subordinación heroica de las necesidades económicas a los ideales espirituales y políticos, el carácter directo y franco de las relaciones entre los individuos y, sobre todo, un fuerte sentimiento de identidad nacional en el que se basaba su identidad y su seguridad psicológica. Objetivamente, a cualquier historiador que se le pregunte dirá que lo que caracterizaba a la vida medieval era, sobre todo, una marcada ausencia de libertad en el sentido como la entendemos hoy nosotros. En cualquier sociedad primitiva, no desarrollada, como era la medieval, todos sus miembros están encadenados a una determinada función dentro del orden social. No existe la posibilidad de pasar de una clase social a otra, ni de irse a vivir de una ciudad a otra o de un país a otro. Se está obligado a permanecer siempre en el lugar en el que se ha nacido. Tampoco existe la libertad de vestirse como uno quiera ni de hablar como a uno le parezca. El ejercicio de las profesiones o de los oficios está rígidamente pautado y determinado sin que el individuo pueda tener margen para decidir o para crear nada nuevo. Toda la vida personal, económica y social está sujeta a rígidas reglas y obligaciones a las que no escapa prácticamente ninguna esfera de la vida. Sin duda, en estas condiciones de falta de libertad el individuo tiene menos motivos para sentirse solo y aislado, a no ser que sea un extranjero. Desde que nace, tiene ya un fuerte sentimiento de identidad, sabe que pertenece a esa ciudad y a ese clan, que está destinado a ocupar ahí un lugar determinado e inmutable. No tiene que decidir ni elegir nada. Se lo dan DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ya todo decidido. Este individuo está así inserto, arraigado en una estructura que no le deja ninguna alternativa ni ningún margen para decidir, por lo que no siente la angustia que supone tener que construirse un proyecto personal propio y exclusivo frente al mundo y en concurrencia con los otros. Éste fue el tipo de sociedad que diseñaba la ideología del nacional-socialismo cuando definía el orden social como un orden «natural». Un poco como sucede en el mundo animal: se nace en una determinada posición que supone un modo inamovible de vida fijado por la tradición, y se muere sin variaciones de ningún tipo. Cualquier persona es siempre lo que es en esa sociedad y no un individuo que hubiera decidido o a quien le hubiese acontecido tener este o aquel estatus. Éste es un totalitarismo en el que no se puede decir que la sociedad despoje al individuo de su libertad. Lo que tenemos aquí es una sociedad en la que el individuo sencillamente no existe. No se le permite ni la conciencia de su propio yo individual, ni la del yo ajeno, ni la del mundo como entidades separadas y distintas. Y este planteamiento cautivó y sedujo de una manera sorprendente a grandes masas durante la primera mitad del siglo XX. Como un fenómeno regresivo que era no pudo terminar sino en catástrofe. Una vez que nos hemos separado de la naturaleza estamos en un proceso irreversible de hominización como desarrollo de nuestra libertad. Cortados los vínculos primarios no es posible volverlos a unir. Perdido el paraíso de la ingenuidad y la inconsciencia infantil no podemos volver a él. Añorar nostálgicamente los vínculos primarios y el seno materno cierra el paso al desenvolvimiento de la razón y de las capacidades críticas, impide el desarrollo hacia una individualidad libre capaz de crear y de autodeterminarse. Uno de los logros más afortunados de la lucha ilustrada por la libertad fue superar el modelo de la sociedad medieval, romper las cadenas que, si bien otorgaban seguridad, impedían la emergencia y la existencia misma de los individuos. Porque al romper con sus vínculos primarios, el individuo se descubre a sí mismo y a todos los demás como individuos, descubre la naturaleza como algo distinto de sí y, por tanto, como algo que debe dominar —desde el punto de vista práctico—, o como algo que puede disfrutar —desde el punto de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vista estético. Y descubre, más que ninguna otra cosa, la riqueza y pluralidad del mundo compuesto por muchos pueblos y territorios que quiere conocer y explorar, impregnándose de ese espíritu cosmopolita que llevó ya a exclamar a Dante: «Mi patria es todo el mundo». Éste es ya otro individuo, alguien a quien le resultaría insoportable no moverse del sitio en el que nació y ser siempre la versión reiterada de lo mismo. Sin embargo, a este impulso progresivo se oponen una y otra vez las fuerzas regresivas que ofrecen resistencia, que no quieren romper los vínculos primarios que otorgan seguridad y el sentimiento infantil de vivir integrado en el todo. Las ideologías políticas que arraigan y se sustentan en estos impulsos regresivos llevan a sentir lo ajeno y distinto como una amenaza, porque cualquier emergencia de lo individual desata en los individuos intoxicados por la regresión el sentimiento de inseguridad, de duda, de soledad y de angustia. El problema de fondo es grave, porque sentirse aislado y solo es lo que más aterroriza a cualquier individuo. Es lo que desata las fuerzas más violentas en él. La soledad lleva a la desintegración mental, lo mismo que la inanición lleva a la muerte física. No me refiero tanto a la soledad física, sino a la soledad moral. El individuo que no es capaz de cortar con sus vínculos primarios, que sólo entiende la satisfacción de su necesidad de conexión con el mundo y con los otros viendo en la patria su otra madre y no queriendo más identidad que la de la tradición, ese individuo es un gran peligro porque busca de una manera imposible la conexión (respecto a objetivos, valores y tareas) capaz de proporcionar un sano sentimiento de participación, de comunión con los demás y de integración en un todo. De ahí extrajo su fuerza el nazismo. Fue una ideología que conectó inmediatamente con las tendencias regresivas de individuos atemorizados y predispuestos. Dice Hannah Arendt, en su libro Los orígenes del totalitarismo, que la esencia del nacionalismo nazi no hay que buscarla tanto en la predilección por la guerra, o sea en el belicismo, cuanto en la apelación ritual a un nosotros imaginario que se encuentra siempre en peligro por causa de amenazas imaginarias. Es decir, la esencia del totalitarismo está en el fetiche social levantado contra esos otros que agresivamente son situados del lado de allá de 131

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la línea que circunscribe nuestra patria. A esos otros, o se les fuerza a la asimilación con el nosotros o simplemente se les elimina. En suma, al margen de si la ideología del nazismo fue falsa, absurda o destructiva lo cierto es que satisfizo profundas necesidades psicológicas de individuos y de grupos cuyas accione se convirtieron en potentes fuerzas históricas. Este tipo de ideologías conecta con determinados conflictos subjetivos y manipula el miedo y la inseguridad engarzándolos con la situación social. Enseñan la intolerancia con la diversidad y empujan hacia viejas formas de sumisión, fomentando el fervor por la tradición o la subordinación a los objetivos de la amada madre patria. En definitiva, se inculca a los individuos que su importancia y su protagonismo consiste en someterse al papel que les corresponde cumplir en la realización de esa empresa. 5. Democracia, cosmopolitismo, autodeterminación Así pues, importantes fuerzas irracionales subyacen como trasfondo a maneras de pensar, comportamientos sociales y sensibilidades obsesionadas por la seguridad que proporciona la identidad nacional, que se hace depender de la pertenencia a una comunidad, de la vinculación a un grupo y del asentamiento estable en un territorio. Estas fuerzas ancestrales expresan el horror a una vida errante, el rechazo y el miedo a la inseguridad que acompañaría a un peregrinar solitario sin patria y sin hogar. Por tanto, representan el extremo opuesto a la preferencia de la posible libertad e independencia del vagabundo, del nómada o del cosmopolita. Lo que se desea es echar raíces en un lugar, asentarse y habitar en él. Dice René Girard que, en los orígenes de la civilización europea, cuando se fundaron los asentamientos humanos y las ciudades y se constituyeron los clanes, la misma noción de ciudadanía, de pertenencia a una tribu y a una ciudad creó ya, por sí misma, una determinada oposición entre el nosotros y los otros, o sea, entre los ciudadanos y los «sin patria». En este contexto, el rechazo del extranjero, del otro, resulta ser una condición sacrificial poderosa para la configuración de la ciudad, para la constitución del grupo en un determinado territorio. Las víctimas a las que se persigue, se asesina o se sacrifica no pertenecen, o pertenecen muy 132

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poco, a la ciudad: son, generalmente, prisioneros de guerra, extranjeros, el pharmakos en las polis griegas. Es decir, son quienes no pueden establecer con el grupo vínculos análogos a los que establecen entre sí los miembros de éste. Por su condición de extranjeros, de enemigos, de diferentes, de otros, las futuras víctimas son quienes no pueden integrarse plenamente en la comunidad. Así que, en este contexto ancestral, el sacrificio, o el linchamiento asesino, cumplen, sobre todo, la función —dice Girard— de neutralizar las violencias intestinas e impedir que estallen los conflictos entre los miembros del grupo y que éste se desintegre. Para mantener la cohesión interna de la ciudad, o de la nación, es, por tanto, absolutamente esencial descubrir, reconocer y destruir a un enemigo, real o imaginario. Es preciso que exista otra nación, otro clan u otra secta adversas. Si no existen, hay que inventárselas. Es más, no basta con que exista un enemigo real o imaginario reconocido y declarado como tal con el que hacer la guerra. Para que surja, se mantenga y se refuerce una identidad política, un nosotros, lo decisivo es (como decía Hannah Arendt) la exclusión del otro en general, o sea, la violencia hacia el que, por ser otro, distinto y diferente, resulta oscuro, confuso, ambiguo. Por eso, la situación del otro, del extranjero o advenedizo, de aquel a quien no se le conoce pertenencia alguna a una nación, a una tribu o una secta determinada y debidamente acreditada, es mucho peor y más dura que la del enemigo reconocido como tal, porque con éste al menos se pueden establecer pactos y hacer treguas. El apátrida, el que no es del lugar, el otro, puede ser objeto de una violencia indiscriminada e impune por parte de los pertenecientes al lugar, de los miembros de la secta, que pueden satisfacer sobre él sus regresivas necesidades de autoidentidad. En suma, la incierta y confusa identidad de ese otro, su condición de errante, su diferencia, o sea, su resistencia, en definitiva, a ser anonadado y asimilado al grupo, se hacen valer como justificación del desprecio, la suspicacia y el odio que suscita y, en consecuencia, de la eventual acción agresiva y violenta encaminada a su eliminación. Por tanto, ya en la constitución misma de las ciudades, de las naciones, de las sectas, del nosotros, tal como se ha producido a lo largo de la historia de Occidente, parece mostrarse la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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imagen de una identidad excluyente y totalitaria. Estas fuerzas irracionales, ancestrales, deben hoy ser analizadas, estudiadas y, sobre todo, educadas. En tal sentido cabe la pregunta de si esta empresa debe tener el carácter de una tarea política y si debe ser, de un modo u otro, tarea de la política. No dudo que, a lo largo de la historia, la política ha contribuido al objetivo de una mejora de la naturaleza humana como desarrollo de la tolerancia, de la convivencia en paz, de la cooperación y la ayuda recíprocas, del respeto y la responsabilidad hacia los otros. Pero también, otras veces, la política queda reducida a mero expediente de sofisticación y de travestimiento de la violencia, a lucha pura y simple por el poder y, por tanto, se reduce a mera ideología al servicio del ejercicio del dominio. Si el poder es una estructura de dominio universal, difícilmente se le podría hacer frente con una estrategia política. Buena parte de las estrategias políticas siguen siendo herederas de la escatología cristiana, que presupone una naturaleza humana a liberar de la alienación a la que las instituciones de la civilización la habrían condenado. El Estado, la política, es lo que nos va redimir de nuestros males y de quien debemos esperar ahora la salvación. Las críticas de Nietzsche a la democracia moderna apuntan justamente a esto. Son críticas a la democracia en cuanto sistema que da normas y leyes en nombre de un originario humano y de un fin último del hombre como totalidad. De modo que, como última versión y máscara del cristianismo, la democracia se proclama como redención de la totalidad del hombre en cuanto superación de la inmediatez empírico-contingente de su figura. Por eso, según los teóricos modernos del Estado democrático, el individuo no se puede resistir como parcialidad apolítica frente a lo político, que debe concluirse dialécticamente en la política total. Frente a esta esencialización de la política parece necesario avanzar hacia una comprensión distinta del sistema de organización y de la dinámica de nuestro funcionamiento colectivo. Sería un tipo de organización en la que el vínculo de subordinación o de pertenencia de los individuos al sistema fuese auténticamente un contrato libremente firmado, y no la subordinación basada en una jerarquía social verdadera y justificada por una visión enmascaradamente teológica de la historia. Ante una ley o una norma, el indiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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viduo ya no vería en ella sino el poder meramente utilitario de su promulgación. De modo que, al no ser más que el interés el vínculo del individuo con el Estado, se comprende el Estado como la institución pragmática del hacerse valer del propio derecho. ¿Cuál es el problema que impide esta desensencialización del Estado? Pues que acaba de raíz con las fuerzas y sentimientos ancestrales de veneración y de amor a la patria, que no deja margen para nacionalismos de ningún tipo. Que ya no nos permitimos sentir al Estado como encarnación del destino que nos llevará a una perfección originaria liberándonos de nuestra alienación. Que no necesitamos apelar a valores metafísicos y en sí para justificar el valor incuestionable de una ley. Que no nos creemos ya esos metarrelatos, sino que vemos en el Estado una mera organización pragmáticamente necesaria en la que se arbitran una concurrencia de intereses y de derechos. Cuando esto no nos produzca ningún conflicto habremos dado un paso de gigante en la tarea de educar esas fuerzas irracionales a las que he hecho antes alusión. Porque esto significaría que el individuo habría superado en buena medida su infantilismo, que ya no vería en el Estado o en la patria o en la nación a su otra madre, que habría asumido él la responsabilidad de su proyecto de vida, que ya no harían mella en él ni las suspersticiones terroríficas ni las supercherías consoladoras, y que nadie, ni los políticos, ni la propaganda le engañarían diciéndole lo que debe pensar, lo que debe decir, o lo que debe hacer. DIEGO SÁNCHEZ MECA

Demoníaco Lo demoníaco es un concepto que, como muchos otros, puede entenderse estrechamente, al aludir directamente a Satán o a lo satánico explícito, o bien ampliamente, donde puede incluirse todo lo malévolo o incluso aquello desconocido de la interioridad humana dominado por fuerzas impropias. Lo demoníaco es el mal, pero también lo maravilloso (o su sospecha) que se opone a lo divino; es lo sobrenatural que viene de abajo, del hemisferio infe133

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rior de la esfera cósmica, de las profundidades de la tierra o del hombre, de lo ctónico, de los seres corruptores. Algunos autores también aluden al carácter demoníaco de la figura de la mujer, interpretación que surge con el mito de Lilith y se extiende al estereotipo de la «mujer fatal». Ello es posible por el paralelismo entre mujer y tierra, entre las entrañas femeninas y las profundidades desconocidas de grutas y cavernas, metáfora infernal. Más que la figura de la mujer, pienso que son algunos rasgos de lo femenino los que pueden vincularse a un carácter demoníaco, rasgos que destacan en las cosmovisiones telúricas, con predominio de un carácter matriarcal, donde Gea es creación y creadora hasta el punto de confundirse con un pensamiento panteísta. Allí, el laberinto enreda las elucubraciones de la razón, la cultura agrícola responde a un tiempo que siempre regresa, el toro amenaza con la cornamenta de Satán y el negro de su piel, color de lo desconocido y terrible («el luto y el dolor»). Lo matriarcal se opone a lo patriarcal. Lo patriarcal, vinculado al monoteísmo, es racional, de tiempo lineal, lógico, uránico. Lo matriarcal, en cambio, diviniza la naturaleza, es onírico e irracional, confuso (por tanto permite la sospecha frente a la evidencia), poético (mágico frente a la visión científica), de tiempo cíclico, simbólico y de diosa madre (Deméter). Dios y el Demonio se oponen así como el hemisferio celeste y el subterrestre o como el laberinto de Knossos y el Ziggurat. La escisión con la Naturaleza que el hombre siente en su mundo logocéntrico y racional, se amplifica cuando los propios frutos de su sistema patriarcal y tecnológico lo desasosiegan. Con el auge de las ciudades, el orden urbano, la regulación del mercado y el estallido industrial; es decir, con la injusticia social y el malestar individual que en ese auge siente el hombre romántico, el desarraigo con la Naturaleza se le evidencia en mayor medida, le duele y le aterroriza a la vez. Esta «Naturaleza-madre», edénica, de la que el hombre se separa cuando se impone el imperio de Zeus, regresa durante el Romanticismo como amenaza de modo demoníaco. El hombre tiembla ante la Naturaleza. Dagoberto, un personaje del relato «El huésped siniestro», de Hoffmann, apunta: «Quizá sea el castigo de una madre hacia unos hijos que han rehuido sus cuida134

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dos y su tutela. Me refiero a aquella edad dorada, cuando el género humano vivía en íntima unión con toda la Naturaleza y ningún miedo ni terror nos sobrecogía precisamente porque en la paz profunda, en la divina armonía del Ser, no existía ningún enemigo que nos pudiera producir este pavor».1 Por tanto, no es lo matriarcal en sí, ni lo telúrico, lo que está vinculado a lo demoníaco, sino la comprensión de esta escisión entre Naturaleza y hombre. Su sospecha, onírica e inefable, se convierte en amenaza para nosotros. Pero, ¿cuál es esa amenaza? Mantiene Benjamin que la técnica «no es dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad».2 Sin embargo, en un mundo tecnológico, distanciado e irrespetuoso con la Naturaleza como el nuestro, el sentido de la preposición «entre» brilla por su ausencia. La actual sociedad no cesa de amenazar a la Naturaleza. En las últimas décadas han aparecido distintas narraciones (escritas o filmadas) sobre el giro de esta amenaza. El deshielo, la desertización y las consecuencias del cambio climático se han convertido en motivos centrales que representan el castigo de la Naturaleza ante el abuso del hombre (la venganza de Gaya), pero también, sin mitos, la consecuencia de la propia actuación del hombre, la catástrofe que su propio poder sobre la Naturaleza pueda causar. Este distanciamiento entre el hombre y la Naturaleza es una de las grandes preocupaciones que rondan por el alma del hombre romántico. Argullol, en un bonito ensayo sobre el paisaje en la pintura romántica, destaca una y otra vez la desantropomorfización de este paisaje, que no aparece ya a escala humana, sino como un lugar hostil, inabarcable, donde ante las fuerzas naturales y, sobre todo, ante el paso del tiempo, el hombre no es nada. Argullol nos dice que «en el paisaje romántico, el artista celebra titánicamente la ceremonia de la desposesión».3 Pero la totalidad del Universo no puede ser percibida por el hombre, ni pensada, ni reflejada porque resulta inabarcable. Esta inmensidad, y con ella todo lo desconocido, sólo puede ser sugerida y, por ello, nos recuerda Argullol que «el paisaje moderno deja de considerar a la Naturaleza como una forma nítida y luminosa para sumirla en un misterio que nunca es percibido claramente».4 Pero al mismo tiempo, esta conciencia del lado DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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oscuro de la belleza del paisaje, implica, una vez más, el reflejo de la conciencia del lado oscuro de la interioridad humana. Argullol señala que «una ruina, una montaña, un atardecer o un huracán debe evocar y, por tanto, reflejar plásticamente, no fenómenos orográficos o climatológicos, sino estados de la subjetividad».5 Por tanto, el desasosiego que regresa ante la contemplación de la Naturaleza y la comprensión de la escisión del animal-hombre, no sólo alude al velo de seguridad con que hemos cubierto el paisaje arriesgado de la vida, sino también a aquello que mantenemos oculto en nuestra interioridad y que igualmente se nos revela como amenaza. En su imagen sospechamos la amenaza de una Naturaleza humana con la que no hemos sabido relacionarnos. Y el punto de partida de esta mala relación está precisamente en el altar de Zeus, en el imperio de la razón, el inicio de ese minuto altanero y falaz cuando la soberbia humana inventa el conocimiento, como denuncia Nietzsche. El creador romántico es consciente de que sólo la mirada poética (o mítica) puede desvelar, sugerir, o traer a presencia, aun con imagen difusa, lo que la razón ha sobreseído y es portador de un halo demoníaco. Como mantiene Ortiz-Osés «esto sobreseído es lo oculto o lo ocultado por la presuntuosa verdad racional desveladora (aletheia), la cual ignora que al levantar el velo nos topamos precisamente con el enigma o misterio, con lo interior o íntimo, con el corazón o alma invisible, con lo opaco y lo indecible en un lenguaje directo; de donde la necesidad de un lenguaje sugerente y mitopoético, metafórico y simbólico, pero también surreal para acceder a lo inconsciente y a la inconsciencia, así como a lo reprimido u oprimido (lo que podemos calificar de demónico, tabuizado o prohibido)».6 La toma de conciencia de la distinción entre hombre y Naturaleza nos asusta; se trata de una apertura a la libertad y, como tal, apertura al mal. Recuerda a la misma vinculación que hace el Antiguo Testamento al identificar conciencia y pecado original: la expulsión del Edén, la escisión con la Naturaleza y el animal. Daimon, étimo de demonio, es, en Platón, la conciencia. La conciencia no implica, en sí misma, el mal, sino la capacidad axiológica, la posibilidad de valorar, el fundamento de una línea que traza el bien y el mal. Así ocurre en el relato de Poe «William Willson», donde el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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doble del protagonista, que aparece como amenaza, se revela como su conciencia. El doble es portador de lo que el original oculta, de una naturaleza que exige ser escuchada. Sin embargo, es una conciencia siniestra, encarnada en un doble que evoca la fragmentación humana, que convierte al hombre en un ser monstruoso, malvado, porque el doble es el espejo en el que se contempla William Willson, y lo que ve no le gusta. Una obra en la que aparece el Diablo con las mismas connotaciones de la conciencia del mal, más que del mal en sí mismo, es el Evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Este señalamiento hacia la conciencia es una indicación que se dirige a la interioridad humana. Desde este punto de vista, desde la posibilidad de distinguir entre bien y mal, el daimon, la conciencia, trae consigo una exigencia, la del bien, pero también el recuerdo de que este bien está continuamente amenazado por el mal, que es igualmente humano. Porque el Demonio, como el Pecado Original, es trasgresión. La trasgresión que el hombre realiza a través del Pecado Original, y en consecuencia abandona la «edad dorada», es trasgresión contra un orden. La humanidad no ha sabido respetar el orden establecido, no ha sabido relacionarse con él, lo ha trasgredido. Pero, como ya se preguntaba Santo Tomás de Aquino: ¿es el orden quien posibilita la trasgresión o más bien la trasgresión funda el orden? Grecia abriga su pensamiento bajo el calor de Zeus, donde el equilibrio y la justa medida son simbolizados por Apolo, su hijo. Para poder triunfar, Zeus encierra a Kronos en el Érebo, y así, lo caótico y lo ilimitado quedan enterrados en las profundidades. Sin embargo, ni es ésta una victoria absoluta, ni carece de precedentes. Nos cuenta Hesíodo que «en primer lugar existió el Caos. Después Gea la de amplio pecho. [...] Gea alumbró primero al estrellado Urano...».7 El Cosmos, pues, con todas sus armonías ejemplares, oculta un caos aterrador. Así lo define Rüdiger Safranski: «En Grecia, el principio antes del principio es un infierno de violencia, asesinato e incesto. El mundo, según la imagen que nos ofrecen los griegos, se nos presenta desde este punto de vista como una alianza de paz, que finalmente triunfa después de una tremenda y devastadora guerra civil entre los dioses. Con la teogonía de Hesíodo los griegos miran al abismo, recordando los horrores 135

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de los que la civilización y el cosmos han escapado».8 Además de que Apolo y la armonía cósmica ya son en sí velo y metonimia del caos, lo desmesurado y el horror, Grecia tendrá además muchas divinidades abisales, infernales y, como paradigma, un dios de la desmesura y la desproporción: Dionisios. Hijo también de Zeus, y con terribles avatares en su condición nonata y a lo largo de toda su vida, Dionisios se arroga el desorden, el movimiento salvaje, lo informe. Si Zeus representa al pensamiento patriarcal, si su superioridad se acerca al monoteísmo, a lo celeste y a la razón, Dionisios, por su parte, está más cercano a las mitologías telúricas, matriarcales y ctónicas. Si Zeus nos propone la perfección del círculo y de la esfera, con Dionisios nos enredamos en el laberinto de la espiral. De igual modo, la cultura cristiana, con su Dios justo y perfecto, nos ofrece un Antiguo Testamento que no tiene nada que envidiar a la mitología griega en cuestiones de crueldad. Safranski tampoco se olvida de ello: «La historia bíblica de la creación habla de otro mito relativo al origen. También aquí aparece el gran caos inicial. Es cierto que en la historia de la creación el caos se presenta solamente como insinuado, pero aquel abismo del que proviene Dios está presente de modo terrible cuando éste se abre paso hacia la creación. Es como si hubiera una prohibición de contar algo sobre este abismo».9 El Dios cristiano, en su equilibrado Paraíso, como Zeus, impone una ley y traza unos límites: la manzana prohibida, el conocimiento del bien y del mal. Y también la cultura cristiana inserta en Dios la idea de un opuesto, de un ser inmortal portador de la trasgresión: el diablo. El Ángel cae y se acerca al hombre. Cuando Dios quiere acabar con la humanidad por su conducta pecaminosa, no lo consigue: «Después del diluvio también Dios se atiene al principio de que hay que aprender a convivir con el mal10 [...] Desde ahora el mal no sólo pertenece a la condición humana, sino también a la condición divina. El Dios conservador del mundo aprendió tal vez a descubrir en el espejo del hombre la parte de mal que hay en él mismo».11 Más que descubrir, yo diría aceptar. Por tanto, vemos un claro vínculo entre lo demoníaco y lo malo, entre Demonio como metáfora del mal, pero también de lo oculto en la interioridad humana. En este sentido, el mal no es un concepto, sino más bien algo que señala a lo amenazador. Esta amena136

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za se intuye en la Naturaleza, allí donde se cierra a la exigencia de sentido, al vacío de la existencia, al abismo que se abre en el hombre. Sin embargo, Kant12 afirma que el mal absoluto (o mal radical) no pertenece al ámbito de las posibilidades humanas. Lo califica de demoníaco y afirma que «no se da entre los hombres».13 Si nos adscribimos a esta idea, entonces, el mal humano no es más que participación de lo demoníaco. Si Dios es la idea suprema del Bien, el Demonio lo es del Mal, y ya sabemos que el mundo de las ideas está más allá de lo humano; cualquier manifestación del Mal, del Demonio en la tierra, no es más que participación de esa idea. Pero si el verdadero rostro de Dios es la Nada, de esa Nada surge el Ángel que cae: lo demoníaco es hijo de la Nada. En este sentido, lo demoníaco participa del vacío, de la infundamentación, del no sentido. Esta participación sin aceptación, sin superación, es lo demoníaco. Así lo ve Trías en Kurtz, personaje enigmático de El corazón de las tinieblas, de Conrad, cuya casi omnipotencia no está lograda por ningún pacto con el Diablo sino con la fundamentación del Ser en la Nada, es decir, en la carencia de sentido: «El carácter siniestro de Kurtz, el personaje buscado por el narrador de la novela de Conrad El corazón de las tinieblas, estriba en que ese espíritu iniciado en el fondo de la Nada hacía realidad todos sus sueños, sin censura ni elaboración ninguna, sin mediación entre lo fantástico y lo real».14 Goethe, en referencia a Napoleón y a su afán de poder, dice: Pero cuando más terriblemente se presenta lo demoníaco es al emerger en algún hombre, predominando en él. En el curso de mi vida he podido observar varios casos de ese tipo, más o menos cerca de mí. No siempre son los hombres más distinguidos, ni por espíritu ni por talento, y raras veces se acreditan por una bondad de corazón. Pero de su interior emana una fuerza enorme, y ejercen una fuerza increíble sobre todas las criaturas, e incluso sobre los elementos. ¿Quién puede decir hasta dónde llegará semejante irradiación? Todas las fuerzas morales unidas no pueden nada contra ella; en vano la parte más lúcida de la humanidad quiere hacer sospechosos a tales hombres como engañados o como embaucadores; la masa se siente atraída por ellos. Pocas veces, o nunca, encuentran al mismo tiempo personas del mismo tipo, y tales figuras no pueden ser superadas sino por el universo mismo, conque han iniciado la lucha.15

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Como vemos, en ambos ejemplos, destaca el sentido de participación. En Kurtz, de modo análogo, su «maldad» se inicia en el fondo de la Nada; en Napoleón, emerge en el hombre, en su interior (en el propio vacío). El mal absoluto, lo demoníaco, no puede identificarse ni con la Nada ni con la naturaleza humana, pero el mal sí puede emerger en ella a modo de participación con lo demoníaco; en ella está esa amenaza como posibilidad, porque la libertad incluye la posibilidad del mal. Dos son las características demoníacas que podemos resaltar en Kurtz y en Napoleón, según lo que señalan Trías y Goethe. La primera es el Poder. «Poder» no entendido en el sentido nietzscheano de «voluntad de poder» (del querer originario), sino poder de dominio, capacidad de poseer y dominar al otro. El poder puede imponerse de modo violento y en forma de coacción (como ocurre en una Dictadura), pero también a través del carisma y la seducción (más propio del liberalismo democrático). Lo demoníaco no suele aparecer desvelado, sino más bien con la máscara de la seducción, que es la segunda característica que quiero destacar. La serpiente seduce a Eva, y Eva, a su vez, a Adán. Este mito ha propiciado que en numerosas ocasiones se vincule de nuevo a la mujer con lo demoníaco, además de la identificación de lo matriarcal como lo previo al orden racional que ya he señalado. Sin embargo, creo que lo importante es señalar el carácter de la seducción. Lo demoníaco es atractivo. La persuasión y el hechizo van ligadas a lo demoníaco. El Diablo es la irradiación del mal contra la cual las fuerzas morales unidas no pueden nada. La atracción hacia el mal, el caer presa de la seducción, es un dejarse arrastrar a la vez por la pulsión de Eros y la de Thanatos. Subirats nos habla de esta fuerza magnética que siempre invita a la trasgresión: En las palabras del coro de la tragedia griega reiteran el mismo motivo. Eros es allí la fuerza capaz de «arrastrar hacia la inquietud». Eros encarna la belleza y la dulzura, pero es al mismo tiempo una fuerza arrasadora y destructiva. Eros como aquel que nos introduce en el reino de la belleza y de la ternura, pero también en el mundo del mal, de la vergüenza, la culpa o el deshonor. Sófocles pinta este poder erótico con colores todavía más trágicos. La fuerza de la ley; su despotismo es causa de la terrible culpa. Los lazos de la sangre, los mismos lazos de los esposos... sólo Eros era capaz de destruirDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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los. Y lo hace, además, sin lucha, sino a través de la seducción, de la belleza y el placer. [...] Eros es, en fin, una fuerza poderosa de unión, de seducción y de alegría, pero precisamente por ello también es antisocial o, más exactamente, una fuerza capaz de trascender los lazos del derecho y el orden de la ley.16

Y Baudrillard, en De la seducción, afirma que «lo femenino no es solamente seducción, es también desafío a lo masculino por ser el sexo, por asumir el monopolio del sexo y del placer, desafío para llegar al cabo de su hegemonía y ejercerla hasta la muerte».17 Este poder erótico es trasgresor y, por tanto, como el excremento, rechazado por los veladores de lo instituido. Pero, como el excremento, se constituye en potencia creadora y destructora a la vez; por eso, de nuevo tiene un carácter místico. Así lo ve Sollers en Sade: «En Sade tocamos el nivel cosmogónico, el que recuerda, de manera cíclica, el caos del que proviene todo orden, la anarquía que fatalmente precede a toda ley, la profanación de todo sistema que se enraíza en el desorden inicial, la irresponsabilidad misma del juego del mundo».18 En este sentido, la atracción del mal se identifica con la atracción de la libertad, con su puesta en juego, ésa es la parte erótica, pero no olvidemos que tiene otra thanática, porque a su vez es destructiva; el mal, aniquilador, no camina hacia la autenticidad. La seducción llama al deseo, pero lo somete, lo maneja. En la seducción, la voluntad del seducido queda a merced del seductor. La seducción demoníaca, lejos de acercar a la libertad, conduce a la esclavitud. Goethe identifica al personaje demoníaco con el embaucador. La seducción está muy vinculada al engaño, participa de él. Por este motivo, cuando en alguna obra encontramos hechizadores, personajes con potencialidad hipnótica, magnetizadores o simplemente embaucadores, de algún modo estos personajes están participando de los rasgos de lo demoníaco. Así ocurre, por ejemplo, en el personaje de Hoffmann del mencionado relato «El huésped siniestro», donde sus poderes seductores otorgan al relato un carácter demoníaco y al final se descubre que su capacidad de dominio de la voluntad ajena responde a experimentaciones paracientíficas. Estas experimentaciones paracientíficas son rituales de magia negra, invocaciones a las fuerzas ctónicas para que presten su poder, aunque este poder tiene un 137

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precio. Las distintas películas que rodó Fritz Lang sobre el doctor Mabuse y sus poderes hipnóticos hablan de la persuasión para que otros cometan crímenes por él. Lang, ante el fascismo alemán, hace una analogía del carisma del dictador y de sus seguidores ciegos. Igual ocurre en el sonámbulo hipnotizado en la película El gabinete del Dr. Caligari. El hipnotizador (que en realidad es el director de un psiquiátrico visto por un interno como un ser manipulador y opresor, como el vigilante que coarta su libertad) persuade a un sonámbulo crónico para que efectúe los crímenes que él desea cometer. El sonámbulo está hipnotizado, poseído por el hipnotizador, pero a su vez el hipnotizador está poseído por el vacío del que ha emergido su criminalidad. En El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, donde el protagonista, después de su pacto implícito con el Diablo, resulta un ser tan despreciable como seductor: es, en una palabra, encantador. La sociedad inglesa desea relacionarse con él. Igual que ocurre en esta obra, lo demoníaco suele ir vinculado a un pacto con el demonio o las fuerzas del mal (o la magia negra), por ejemplo, en la brujería y al vampirismo. He dicho que Dorian Gray es encantador, e igualmente ocurre con el «huésped siniestro» y otros magnetizadores o personajes demoníacos. Sin embargo, su encanto no es un encanto analógico al del mundo, al del sentido del mundo y la vida, no es un hechizo poético ni una infusión de vida, sino que es un encanto fruto de un desencanto con la vida, de la pérdida de sentido. Encontramos, pues, una desviación de la autenticidad, la apertura de un camino impropio con una voluntad anulada y dominada. Safranski también nos habla de ello: En cambio, Alban, el magnetizador demoníaco de Hoffmann, hechiza en tanto difunde el desencanto sobre todo el anterior universo de sentido y moral. En lugar de la tarea de dar sentido a la vida se introduce la complacencia en el poder. El mundo se transforma en un laberinto de relaciones de poder, carente de sentido, pero dinámico. Hoffmann, medio siglo antes que Nietzsche, anuncia a través de Alban toda la filosofía de la voluntad de poder: «Toda existencia es lucha y brota de la lucha. En una gradación progresiva se concede la victoria al poderoso, y con los vasallos subyugados aumenta su fuerza». El magnetizador puede hacerse tan poderoso porque está totalmente desinhibido. Por eso puede pasar a través de él la fuerza de 138

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las energías en circulación, el «fluido» como se decía entonces. En él se focaliza un magnetismo cuya tensión engendra en un polo el afán de poder y en el otro la pérdida del yo.19

Sin embargo, he afirmado antes que lo que mueve al seductor no es una voluntad de poder nietzscheana (aunque sí existe un afán de poder), porque el concepto de Nietzsche está mucho más cercano al deseo y a la autenticidad que al dominio y a la posesión. La voluntad de poder en Nietzsche está ligada al deseo seducido por su propia voluntad, al querer originario, a la ausencia de límites para la propia construcción. Existe una distinción entre el poseído por el Demonio o el personaje poseído a su vez por el primero. Los hipnotizados no son más carismáticos que el hipnotizador, la capacidad de seducción sólo pertenece a quien ha pactado directamente con el Diablo. Este último es un acopio de egoísmo impropio, mientras que los otros a los que él seduce pierden su egoísmo para someterse a la voluntad de su seductor. Sobre este último, sobre el poseído que accede directamente a tratar con el Diablo, Rosenkranz ve una libertad sacrificada conscientemente. El acto trasgresor no lo realiza su voluntad cuando ya está poseída, sino cuando accede al pacto. En este pacto, hay una voluntad consagrada a la perpetuación del mal, como si quisiera vengarse de su infundamentación, como si pretendiera extender su dolor insuperado a todo ser viviente. El pacto se funda en un resentimiento. Todo lo malévolo que después del pacto produce el poseído, lo hace con una voluntad anulada, aunque se crea poderosa, es una emergencia del mal a través de él. Eso no ocurre exactamente igual en la magia negra. En la magia negra hay una voluntad repetida de invocar a las fuerzas del mal para someterlas a los propios intereses: Lo diabólico repite el elemento de lo espectral en la geometría. La llamada magia negra tiene por fin constreñir a su servicio la potencia de los demonios infernales, sacrificando libertad e inocencia verdaderas para satisfacer todos los frívolos deseos de un monstruoso egoísmo. En la magia el hombre no pierde la libertad subjetiva, que sucumbe en el estado de posesión. Él desea conscientemente lo malo y cierra tratos con el diablo. Lo diabólico en sí y por sí, que se quiere y se reconoce abierta y libremente y que encuentra placer en trastocar con la maldad el ordenamiento del mundo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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por parte de Dios podríamos definirlo como lo satánico.20

Sin embargo, esta voluntad de mal, emerge igualmente en el propio vacío, en el abismo interior, en el anonadamiento. Aparte del explícito desdoblamiento de Dorian Gray, al ceder la imagen de su alma al retrato, el motivo del doble aparece siempre en el poseído, porque es a la vez él y otra cosa. Mantiene su cuerpo, pero no su alma: «En la idea de posesión hay todavía un dualismo entre lo humano y lo diabólico. El poseído es representado como si los demonios se hubieran apropiado de él y sobre él ejercieran un dominio arbitrario. Esta dualidad de personalidad diversa en el mismo organismo puede naturalmente no ser bella. De un lado está presente la quieta figura, por así decirlo, del poseído, del otro la excéntrica movilidad cuando por la fuerza del demón que posee al hombre».21 Trías afirma: «Se da la sensación de lo siniestro cuando algo sentido y presentido, temido y secretamente deseado por el sujeto se hace, de forma súbita, realidad».22 En la misma obra Eugenio Trías nos habla varias veces de la sensación de lo siniestro en el deseo realizado. Pero no realizado de cualquier manera, Trías matiza de forma súbita. De alguna manera, lo que se entiende en esta afirmación de Trías es que, para que el deseo realizado ofrezca un carácter siniestro, debe realizarse sin causalidad de quien lo desea, es decir, como por «obra y magia», como concesión de alguien a quien se ha invocado. El deseo realizado sin esfuerzo alude a la invocación. Pero, ¿qué es la invocación? Invocar es «llamar uno a otro en su auxilio». Por tanto, la invocación no es siniestra en sí misma, sino sólo cuando el invocado es el Diablo (no Dios) o algún ser con rasgos ctónicos, es decir, que participa de lo demoníaco. Por tanto, el deseo realizado de forma súbita, sin mediación del sujeto, y sin invocación a fuerzas celestes, está claramente vinculado con la invocación al Demonio, con el pacto con el Demonio. En la invocación, el lenguaje cobra suma importancia. Dorian Gray no hace ningún ritual satánico, se limita a expresar, en voz alta, su deseo de que su apariencia se corresponda siempre con la imagen del cuadro. No quiero mencionar el Fausto de Goethe, con un Mefistófeles que finalmente fracasa y se ve obligado a devolver el alma a su pupilo, porque esta obra, con abundantes eleDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mentos siniestros y los numerosos epítetos o el recreo estilístico en las descripciones terribles, está impregnada de cristianismo, con lo cual, vemos lo demoníaco siempre dentro del Cosmos de un Dios triunfante. En el largometraje La semilla del Diablo encontramos de nuevo la invocación, pues el marido de la protagonista, para conseguir triunfar en el mundo del espectáculo, cede a su propio hijo, aún no nato, a una secta que invoca directamente al Demonio. Los ejemplos del pacto son numerosos y diversas sus formas, pero lo común en todos ellos es que a la vez que entregan el alma, obtienen algo a cambio. Este algo tiene un precio: el alma. Peter Schlemilh entrega su sombra (reflejo del alma) a cambio de la inmortalidad y la juventud, como Fausto y Dorian Gray, pero a veces el pacto se produce a través de un objeto mediador. Stevenson escoge una botella en su relato El Diablo de la botella y Jacobs, una pata de mono. Hay personajes que se dedican a la alquimia, como es el caso del Conde Drácula, o a la magia negra y las «ciencias ocultas», como en la brujería. Ambas, alquimia y magia negra, están vinculadas con lo demoníaco. Si bien es cierto que la Ciencia y el positivismo están vinculados con el Logos y la Razón, les falta siempre la pregunta por el sentido. La alquimia, la búsqueda de la panacea y la piedra filosofal, da un paso más. En ella se rastrea el origen, el secreto de la vida; se pretende morder el fruto del Árbol de la Vida y retar nuevamente los límites humanos como en el Pecado Original. Hay en la alquimia una trasgresión del decreto divino, de la Ley de Dios. La búsqueda de la panacea, como el pacto con el diablo, está muy vinculada a la búsqueda de la inmortalidad, a la cura de todas las enfermedades. Pero la inmortalidad es una trasgresión de los propios límites de la existencia y, como numerosos sueños que se ven realizados, acaba convirtiéndose en pesadilla. La inmortalidad es insoportable. El deseo realizado, como demuestran las contrautopías, se vuelve en contra del propio hombre. El deseo de sobrevivir más allá de la existencia natural se torna en maldición cuando se realiza. Así ocurre en Melmoth, el errabundo, de Maturin, cuyo protagonista llega a vivir casi 200 años y desespera por poder delegar su pacto en otro humano. Melmoth participa de la resurrección, porque cuando pacta con el diablo, expira para despertar después con una apariencia que ya 139

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no cambiará hasta sus últimos instantes. Melmoth, como Dorian Gray, mantiene siempre la apariencia del momento del pacto, transcurren los años y no envejece. Pero en el caso de Melmoth, la maldición de su poder se agudiza cuando se enamora. Inmalee, o Isidora, logra llegar a su corazón, e incluso la desposa y tiene una hija con ella. Es tanto el amor que siente por ella que está dispuesto a renunciar a su relación para no someterla a los poderes del mal, y por eso previene al padre de ella alertándolo de lo que va a ocurrir. Sin embargo, el amor paternal es más débil que el interés por sus propios negocios, y por ocuparse de ellos hace omiso caso al consejo de Melmoth. Melmoth no es inmortal, pero su existencia se prolonga más allá de lo natural y sólo puede liberarse de su condición encontrando una víctima que asuma su pacto. También en el mito de Orfeo hay un pacto con el diablo: para devolver la vida a Eurídice, Orfeo recurre a Perséfone, diosa de los infiernos. Todas estas historias se fundamentan en un infierno abismal, abismo que remite de algún modo a la Nada, a la falta de sentido. Esta falta de sentido está íntimamente ligada con el desencanto al que antes aludía Safranski al citar al magnetizador de Hoffmann. Sin embargo, hemos visto que en Conrad no hay una alusión directa a lo demoníaco, aunque Kurtz, a través de los ojos del narrador, posee a su vez los elementos de carisma, trasgresión y potencialidad que antes he mencionado. Si además, pensamos en Apocalypsis Now, recordamos a un Marlon Brando que es ejecutado a hachazos por Marlow, el personaje que toma el relevo de su desencanto, por su doble de algún modo a esta altura de la narración, mientras que otros personajes están ejecutando a un toro de la misma manera. Hay en estas imágenes paralelas una identificación: en primer lugar, a modo de ritual trasgresor, de usurpación del poder, Marlow se convierte en Kurtz cuando lo mata; pero también entre Kurtz y el toro, que ya he dicho que es el animal que simboliza las culturas telúricas donde la razón no ejerce ningún poderío. Lo demoníaco no es algo que aparezca exclusivamente encarnado, sino que cualquier rodeo que sirva de referencia al descenso, a la caída o a lo ctónico, ya participa de sus características. Así, destaca Benjamin esta alusión al observar que los animales de Kafka: «siem140

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pre son de los que viven dentro de la tierra o al menos, como el escarabajo de Metamorfosis, de los que se esconden entre las grietas y hendiduras del suelo».23 Pero en los animales ctónicos no hay un velo seductor, lo demoníaco aparece en ellos desvelado porque no encarnan al propio Diablo, sino que se consideran seres a su servicio, y en ellos la sensación que producen está más cercana al asco. La brujería es un elemento demoníaco sin lugar a dudas. Posee todas las características que acabo de mencionar: la trasgresión, la magia negra, las ciencias ocultas, el pacto con el Diablo... El akelarre (de etimología euskera: aker + larre, «cabrón» + «prado») responde directamente a la invocación. En el akelarre el Demonio es invocado y se aparece a modo de cabrón. El pacto se simboliza en la cópula, pero también en el beso en el culo, en la ritualidad al revés de lo divino. El akelarre tiene una clara analogía con otro tipo de festividad claramente trasgresora: la bacanal, ritual órfico y dionisíaco, donde el macho cabrío simboliza el animal que se adora, con el que se copula, al que se descuartiza. En la bacanal y en el akelarre hay una enajenación producto de la embriaguez o la posesión, hay danzas salvajes, intestinas, como surgidas de una fuerza exterior que llega a través del ritmo musical. Otro ritual que nos recuerda al akelarre y a la bacanal es el carnaval, donde don Carnal ejerce el liderato de la trasgresión, de la permisividad momentánea de todo lo que está prohibido. Bruja y bacante comparten actos de canibalismo e incesto, devoraciones y desenfreno, lugares comunes donde el orden y lo impuesto se desvanecen en torno al cabrón. El macho cabrío responde a una representación de Orfeo y Dionisios, pero también del Diablo. Estas concomitancias ya son señaladas por Caro Baroja en Las brujas y su mundo. La bruja, por muchas razones, es un personaje de tipo dionisíaco. Incluso hasta por la conexión que se establece entre ella y ritmos, músicas y bailes violentos y arrebatados. Caro Baroja remite su referencia a Pedro de Valencia: «Pedro de Valencia comparaba lo que se decía de las humildes brujas del norte de España con lo que los trágicos habían dicho de las bacantes griegas»24. Sin embargo, creo que hay una gran distinción entre bruja y bacante. En las bacanales hay dos tipos de trasgresión: la primera contra Zeus, contra el imperativo instituido; DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la segunda aparece después de haber conocido lo que hay más allá de la Ley, después de la orgía, cuando se descuartiza y devora al animal totémico. La bruja copula con el cabrón, pero no lo descuartiza, sino que se queda en ese estado de poseída, esclavizada por las fuerzas del mal. La gran diferencia es que la bacante ha conocido el lado oscuro, se ha adentrado en lo peor de sí misma y ha resurgido como los personajes de Hermann Hesse (Sinclair, Sidharta o Harry Haller). La bacante se ha liberado y puede ser ella. La bruja no, la bruja sigue sometida, adorando a Satán. La bacante accede a la libertad cuando ve navegar la cabeza órfica por las aguas fluviales, pero la bruja adquiere un poder que no la libera, sino la esclaviza en ese pacto. En la Literatura, pero también en la Historia del Arte, el tema de la brujería ha sido tratado en muchas ocasiones de forma satírica. Este aire satírico es explicado por Caro Baroja recurriendo a la intención moralista de los autores. Y no ve en ello ninguna originalidad en la literatura española, sino que nos remite a Roma: «Ya Horacio, Ovidio, Petronio y otros escritores latinos, adoptando un tono satírico, combatieron de forma sin duda eficaz en su tiempo el miedo a las brujas».25 Pero el pensamiento clásico nos ofrece más precedentes vinculados a la bruja. Es el caso de las harpías, las moiras, Circe, Medea y algunos monstruos femeninos. Las harpías habitan en las mansiones subterráneas y son conocidas también como raptoras. Se identifican con fuerzas de la Naturaleza, como vientos tempestuosos capaces de arrastrar a las almas humanas a la profundidad infernal. Se representan como aves con cabeza de mujer y sus víctimas son principalmente niños. Las moiras están vinculadas al destino, son una especie de amenaza eternamente presente en la existencia y se identifican con las «hilanderas» o las latinas parcas. Circe y Medea son magas, y su magia está siempre relacionada con la conspiración, con la amenaza contra un orden establecido. Concomitancias con las brujas tienen también Equidna, monstruo con cuerpo de mujer y cola de serpiente, Escila, hija de Hécate, que roía el cuerpo de los marinos después de hacerlos naufragar, y Empusa, que atacaba sobre todo a los durmientes y caminantes y les chupaba la sangre hasta matarlos. Todas ellas son manifestaciones infernales y portadoras del mal, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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y la cosmovisión clásica estaba imbuida de estos simbolismos que había que conjurar y para ello se utilizó la sátira. Porque la sátira profana, separa el mito del rito y juega con el rito vaciado de su significación original.26 El Buscón, El coloquio de los perros o El diablo cojuelo son ejemplos que Caro Baroja menciona para destacar este aire satírico. Pero también trae a colación las Pinturas negras de Goya (y podría haber hecho lo mismo con Bruegel o el Bosco) para ir más allá de la sátira y ver en las telas una crítica social. De estos lienzos nos dice Caro Baroja que «simbolizan una sociedad fea y bestial, dominada por crímenes y violencias de todas clases».27 Una sociedad dominada por el caos, con el orden constantemente trasgredido, desorientada y sin sentido. Brujas y vampiros poseen algunos rasgos comunes. En el tema del vampirismo también encontramos precedentes en Grecia. Así, Lamia es un monstruo femenino que roba a los niños para chuparles la sangre y Gelo es el espectro de una muchacha que también rapta a los niños. Que una mujer, símbolo tantas veces de la fecundidad, robe y mate a los niños, representa la trasgresión absoluta de la Naturaleza. El vampirismo se caracteriza por varios motivos, y uno de ellos es el vínculo entre sangre y fuente de vida. Aunque más bien habría que decir vitalidad, pues la «vida» del vampiro queda en entredicho. El gran paradigma literario del vampirismo lo encontramos en Drácula, de Bram Stoker. Pero esta obra tiene precedentes, además de en la tradición oral, en la propia literatura. Así encontramos La novia de Corinto, de Goethe, Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki, Vampirismo, de Hoffmann, El Vampiro, de Polidori, Berenice, de Poe, Carmilla, de Sheridan Le Fanu o La muerte enamorada, de Gauthier. En muchos de estos relatos coinciden elementos siniestros como la necrofilia, el espectro, la resurrección y la inmortalidad. En el de Hoffmann, la vampira es sorprendida en un ritual caníbal. Porque, además de esos elementos, concurren la posesión, el incesto, el canibalismo y, en algunos casos, el pacto. En algunos casos solamente, porque no ocurre así en los casos en que el vampiro es víctima de otro vampiro. Entonces no media en el primero una intención de pactar, de vender su alma, de ser poseído y, en numerosos casos, cuando este vampiro es liberado de su maldición (con una estaca clava141

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da en el pecho y la decapitación), el rostro muerto agradece la liberación y el descanso en paz. Drácula, de Bram Stoker es una obra dispuesta a modo de compilación epistolar y documental, y tiene un comienzo que coincide con los rasgos de la novela gótica: el paisaje es un castillo de Transilvania, un lugar extraño y ruinoso. Pero poco a poco lo siniestro se inserta en lo familiar, en lo cotidiano, Drácula viaja a Londres y la amenaza se consuma en Lucy y se cierne sobre Mina. Debo romper un tópico: en Bram Stoker, Drácula nunca se enamora de Mina ni ve ningún retrato de ella a través del cual desee conocerla (tal como ocurre con muchas adaptaciones cinematográficas o en el relato ya mencionado de Hoffmann «El huésped siniestro»), ni le vincula a ella un sentimiento de amor. Mina es atacada por Drácula porque éste ya sabe que los amigos de ella pretenden darle caza, y a través de la telepatía contacta con Mina y puede acceder a los planes de sus enemigos. Drácula, como cualquier vampiro, originalmente fue humano. Aunque en la obra no se confirma, parece ser que existe un pacto implícito con el Demonio, puesto que se sabe que el Conde practicaba la alquimia y en su estirpe había habido varios magos oscurantistas. Stoker tampoco hace referencia alguna, como sí ocurre con las películas, al hecho de que el origen del pacto se deba a una venganza contra Dios por haber dejado morir a su amada. Los vampiros son víctimas de vampiros, pero el primer vampiro responde a un pacto con el Diablo. Pero de este carácter demoníaco participan todos los vampiros, porque todos están poseídos. Lucy recuerda a la griega Gelo cuando sale de su tumba para sorber la sangre de niños, pero aún es un vampiro débil, aún no puede atacar a hombres con fuerza superior a la de una mujer. El poder de Drácula se debe, en primer lugar, a que cuando estuvo vivo fue un hombre de características excepcionales, pero además, su poder aumenta cada vez que se alimenta de otros humanos. Hay un rasgo de inocencia en el vampiro, una inocencia en sus actos porque no responden a una voluntad perversa, sino a una necesidad de «supervivencia», de su nueva «naturaleza». Sin embargo, en el caso del primer vampiro, toda la culpabilidad recae en el momento original: el del pacto, cuando asume su inmortalidad. Ése es el momento clave de la elección. Drácula domina a sus víctimas 142

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mientras están vivas, pero también cuando mueren, si es que mueren, porque en realidad la figura del vampiro está en todo momento más allá de los conceptos de vida y muerte, igual que está a caballo entre lo humano y lo demoníaco: El nosferatu no muere como la abeja, cuando pica. Al contrario, se vuelve más fuerte; y al ser más fuerte, tiene más poder para hacer el mal. El vampiro que hay entre nosotros tiene la fuerza de veinte hombres y más astuto que cualquier mortal, pues su sagacidad ha ido aumentando con los siglos; todavía domina la necromancia, que es la adivinación a través de los muertos, y los muertos por él invocados obedecen a su mandato; es una bestia, o peor que una bestia; es insensible como un demonio y carece de corazón; dentro de ciertos límites, puede aparecerse cuando quiere y donde quiere, adoptando determinadas formas a su antojo; y dentro de ciertos límites, también, puede mandar sobre los elementos; como la tempestad, la niebla o el trueno; ejerce poder sobre todos los seres inferiores: las ratas, los búhos, los murciélagos, las mariposas nocturnas, los zorros, los lobos, y es capaz de aumentar su volumen, disminuido, y hasta de desvanecerse.28

Drácula, además de todo lo dicho, tiene un carácter proteico, puede mutar su forma porque ya no tiene una esencia humana, ya no es humano, es otra cosa, pero no se sabe qué. Y, sin embargo, el cuerpo del vampiro tiene características que lo vinculan con la vida: la delgadez del cuerpo y la palidez del rostro le otorgan una imagen enfermiza, próxima a la muerte, pero viva. La imagen del vampiro es mórbida física y moralmente, porque si el carácter enfermizo del cuerpo indica que su fuerza física está dominada por virus y gérmenes que atacan la vida, esto implica una analogía del alma, que también está poseída por las fuerzas del mal que interfieren en su existencia. Hay una interpretación de Drácula que me parece interesante rescatar. Es la que identifica al Conde Drácula con la Ciencia.29 Los enemigos de Drácula son la tradición religiosa (cruces y hostias consagradas) y la superstición (los ajos). Drácula ve la necesidad de huir de Transilvania porque allí ya no se alimenta; sin embargo, aún hay habitantes, es decir, alimento. Pero los vecinos de Drácula tienen un elemento protector contra él: la superstición. No pueden vencer a Drácula, pero pueden protegerse de él haciendo caso a la tradición. Y la tradiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ción y la superstición son, precisamente, los elementos a los que acude Van Helsing (científico, pero sin prejuicios, como dice él. Es decir: hombre que no descarta lo increíble). El pequeño grupo que persigue a Drácula tiene, además, otra arma a su favor: la comunidad. Entre ellos se dan unos lazos de solidaridad que van más allá de su voluntad y capacidad de sacrificio; existe un sentimiento que los re-liga. La comunidad, el sentimiento de integración y trascendencia más allá de lo individual, es enemigo del mal. He señalado antes que la devastación que el vampiro deja a su alrededor es ingenua, es decir, no ataca para hacer el mal, sino para fortalecer su «vitalidad». Entrecomillo este término porque el vampiro es denominado en numerosas ocasiones como No muerto. Es decir, el vampiro es un cuerpo muerto dominado por otro espíritu, y ese otro espíritu es el que le da movimiento, vigor, esa apariencia de «vitalidad». Los enemigos de la Ciencia también son la superstición y la religión, y la Ciencia, como Drácula, es ingenua del mal que puede acarrear al fortalecerse, al instalarse como pensamiento único y reduccionista. La Ciencia no es culpable en sí, sino que lo es el uso que el hombre hace de ella cuando olvida el sentido del mundo, la finalidad, y se convierte en ciencia industrial y se mezcla con la economía y la política. El Conde Drácula trae consigo de Transilvania cincuenta ataúdes con tierra en la que fue enterrado algún familiar, y sólo bajo ella puede reposar. Igualmente, la Ciencia sólo puede desarrollarse a partir de sus propios fundamentos. En el imperio científico, como argumentan de nuevo las contrautopías, encontramos el mismo halo demoníaco que el que señalaba Goethe en Napoleón. Bram Stoker y su Conde Drácula nos hablan de la amenaza que esconde la Ciencia, la del imperio de una cosmovisión científica, la devoración del espíritu, el olvido de entre. Es ésta una interpretación que pertenece a lo epocal, pero que señala al rasgo vampírico que quiero destacar porque alude a la existencia propia, y es el ya mencionado de la posesión, de la anulación de la voluntad, de la alienación. He insistido en el carácter carismático del «malvado» y he vinculado la posesión a la seducción. En este sentido, la atracción que produce la figura del vampiro aporta connotaciones eróticas; muerte y erotismo coinciden en su capacidad de atraer («mi paracaídas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto», canta Huidobro en Altazor). Bataille, en Las lágrimas de Eros, recuerda que «Bandung Grien vincula la atracción del erotismo a la muerte —y no al dolor—, a la imagen de una muerte todopoderosa que nos aterra, pero que nos arrastra mediante el pavoroso hechizo de la brujería».30 En la atracción sexual (el paradigma es el orgasmo) hay una enajenación de uno mismo, una desposesión a favor de un perderse, de un salir, de un vaciarse de uno mismo donde se corre el peligro de que este vacío sea llenado desde algo ajeno. Pero después del orgasmo, el individuo, tras la experiencia única, se reencuentra consigo mismo. Eso no ocurre en la posesión vampírica. En este caso no hay regreso, el poseído se mantiene poseído (anulado). En la figura vampírica concurren atrocidades como el canibalismo y el incesto. El canibalismo y el incesto son dos de las acciones más reprobables por la tradición humana. Cohn, en Los demonios familiares de Europa,31 hace un escrutinio de los delitos más perseguidos por todas las culturas europeas, y el lugar común está en los dos mencionados. De practicar el canibalismo en las catacumbas se acusa incluso a los cristianos en la época romana, canibalismo real, nada que ver con la simbología de la hostia como Cuerpo de Cristo. En Epinicios,32 de Píndaro, Tántalo es castigado por los dioses después de ofrecerles un banquete donde la carne ofrecida es la de Pélope, su propio hijo, que ha sido previamente descuartizado por él. De incesto y canibalismo también, como hemos visto, son imputadas las brujas. Ambas son dos acciones que tienen que ver con la comunidad, con lo familiar, remiten a un grupo de personas con una vivencia común, y ambas también originan una trasgresión en la propia comunidad. Freud hace una interpretación antropológica muy interesante en su obra Tótem y tabú.33 Freud remite a las antiguas comunidades donde el cabecilla del grupo ejerce la figura patriarcal. Por tanto, al ejercer el resto de personas el papel de hijos, todos son hermanos entre sí. El padre tiene reservado para él el derecho sobre todas las mujeres, y quien intente copular con alguna comete el delito de incesto, pero, a su vez, una trasgresión del poder establecido. El padre es representado por una figura de un animal poderoso que acaba 143

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plasmándose en un tótem. La festividad en que la comunidad, puede dar caza a ese animal simbólico y comer su carne es, para Freud, un claro precedente de la bacanal y del carnaval. En ese acto simbólico, la figura del padre es descuartizada y devorada por sus hijos, pasando así el poder que él ostentaba a uno de ellos, al más fuerte. Esta trasgresión, tan vinculada a la tragedia de Edipo Rey, es la esencia del tabú del canibalismo y el incesto. Lo explica muy bien Trías cuando dice que Freud parte de una: [...] hipótesis darwiniana de la familia humana, la célebre teoría de la horda primitiva gobernada por el padre fiero y tiránico que acapara para sí todas las hembras del grupo, obligando a los hijos a someterse a su tiranía, a buscar sus mujeres por otros grupos o a practicar la homosexualidad, y las concepciones de Robertson Smith relativas a la comida totémica en recuerdo del padre muerto. Entre una escena y otra existiría, como secuencia intermedia, el parricidio originario, el asesinato del padre promovido por los hijos constituidos en horda fraterna [...] La organización fraterna convertiría en tabú todas aquellas circunstancias que pudieran restaurar el imperio del déspota originario; penalizaría y castigaría el incesto y el asesinato interfraterno y prescribiría la exogamia.34

Canibalismo e incesto están, pues, vinculados directamente a la trasgresión de un orden establecido y, según Freud, regresan al pensamiento humano con un velo religioso. Por tanto, no es de extrañar que tantos seres que representan en sí la trasgresión (como la bruja, el vampiro, el zombie o el monstruo) procedan con estas actitudes a reafirmar su carácter desordenador. El tema de la seducción va más allá de lo que pueda pensarse en estas obras, y hoy en día vivimos en un mundo donde la seducción viene insertada en el predominio de las imágenes. Imágenes publicitarias, comerciales o de propaganda política llenas de connotaciones que nos construyen, que nos poseen y, como dice Barthes cuando habla de la sublimidad que se encierra en ellas en La aventura semiológica: «la connotación es el desarrollo de un sistema de sentidos secundario, parásito, si así puede decirse...».35 Jauss observa el mismo peligro, y sostiene que con el descubrimiento de realidades que nunca fueron conscientes, aumenta también la posibilidad de manipular, imperceptiblemente y con nuevos estímulos 144

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seductores, la conciencia receptora: «Ésta es la razón de que la actitud placentera y la crítica reflexiva del público estén, en la actualidad, más separadas que nunca».36 Antonio Méndez Rubio cita a Chomsky y su artículo «Ilusiones necesarias» para insistir en la idea de que: «desde la revolución rusa, el poder opresor de los grupos dominantes ha aprendido a subliminarse, a desaparecer a través de los canales de difusión informativos y culturales».37 La seducción está vinculada con la posesión, con la colonización de una conciencia, y el mejor modo para llevarlo a cabo consiste en suprimirla. La seducción requiere de la máscara, como en Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, donde la marquesa de Merteuil se maquilla para seducir. La seducción implica un desdoblamiento entre apariencia y ser. El seductor se camufla en su máscara, en su trampantojo, en la imagen, en la ilusión. El seductor es juego y artificio, con él se pierde lo real a través del exceso de apariencias de la realidad. Baudrillard previene: «el crimen perfecto sería la eliminación del mundo real».38 ¿Y no nos recuerda el actual imperio de lo virtual esta eliminación? En el mundo del Ciberespacio, cuerpo real y cuerpo virtual se desacoplan uno de otro y el cuerpo se convierte en un monstruo y siniestro organismo del que hay que salir a toda costa. En el mundo virtual, la aparición no es presencia, la comunicación no es real, lo humano se disuelve entre ceros y unos que sustituyen a la realidad. La mentira y el simulacro se convierten en el orden del mundo. En el Capitalismo y su religión espectacular, la apariencia no es la imagen de algo, está escindida de ese algo, se muestra vacía. El Poder se camufla en una apariencia de bienestar, pero en él se rebasa el límite de la libertad para negar otras libertades. La promesa de felicidad se desvanece. El hombre actual se siente más fragmentado e irreconocido que nunca, está poseído. Pero el poseedor, el que busca el Poder, también está corrupto, sometido a la voluntad de otras fuerzas, como el cadáver. Porque el ansia de poder cosifica a los demás en pro de un egoísmo mal entendido, pero también cosifica al poderoso. Igualmente, estas mismas ansias de Poder responden a una mala orientación de la búsqueda de afirmación de un yo que no se encuentra (porque se funda en el vacío) e, incapaz de construirse porque está anulado, acaba siendo construido desde las DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fuerzas del exterior, las que corrompen, desde el emerger de lo demoníaco. Así le ocurre al protagonista de American Psycho, desencontrado, desorientado, apresado en el anonadamiento en su alto estatus en la sociedad del bienestar. En el anonadamiento entramos en la indiferencia, pero la búsqueda de la diferencia, del individualizarse, corre el riesgo de la emergencia del mal, de lo demoníaco, como en los personajes de Sade. Lo demoníaco absoluto no puede encarnarse, pero se desvanece en todos los elementos del Poder, los que conforman brumosamente este Capitalismo. El hombre actual (especialista sin espíritu, gozador sin corazón), como el zombie, el vampiro o el poseído, en su apariencia de libertad, no acierta a escuchar su voluntad, no conoce la autenticidad. La búsqueda del querer originario y, con ella, la voluntad de dación de sentido es nuestra única esperanza. Notas 1. E.T.A. Hoffmann, «El huésped siniestro», en Cuentos Completos, Alianza, Madrid, 2002, p. 17. 2. W. Benjamin, Dirección única, Alfaguara, Madrid, 1987, p. 37. 3. R. Argullol, La atracción del abismo, Destino, Barcelona, 2000., p. 19. 4. Ibíd., p.112. 5. Ibíd., p. 19. 6. A. Ortiz-Osés, «Entrevista», por Blanca Solares (UNAM, México), en la web del autor en el portal del Servicio de Información de la Universidad de Deusto. 7. Hesíodo, Teogonía, en Obras y fragmentos, Gredos, Madrid, 2000, p. 16. 8. R. Safranski, El mal o el drama de la libertad, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 18. 9. Ibíd., p. 21. 10. ¿Y no es esto lo que aprende Ismael en Moby Dick? 11. Safranski, op. cit., p. 29. 12. Cfr. La religión dentro de los límites de la razón, Imannuel Kant, Alianza, Madrid, 1995. 13. R. Safranski, op. cit., p. 168. 14. E. Trías, Lo bello y lo siniestro, Ariel, Barcelona, 1988, p. 44. 15. W. Goethe, Poesía y verdad: de mi vida, Alba editorial, Barcelona, 1999. 16. E. Subirats, El alma y la muerte, Anthropos, Barcelona, 2002, pp. 81-82. 17. J. Baudrillard, De la seducción, Cátedra, Madrid, 2000, p. 27. 18. Ph. Sollers, La escritura y la experiencia de los límites, Pre-textos, Valencia, 1988, p. 65. 19. Safranski, op. cit., p. 229. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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20. K. Rosenkranz, Estética de lo feo, Julio Ollero editor, Madrid, 1992, p. 354. 21. Ibíd., p. 355. 22. E. Trías, op. cit., p. 44. 23. W. Benjamin,Iluminaciones I, Imaginación y Sociedad. Taurus, Madrid, 1988, p. 215. 24. Caro Baroja, Las brujas y su mundo, Alianza, Madrid, 1979, p. 269. 25. Ibíd., p.268. 26. Cfr. Profanaciones de Giorgio Agamben, Anagrama, Barcelona, 2005. 27. Caro Baroja, op. cit., p. 276. 28. B. Stoker, Drácula, Unidad Editorial, S.A., Madrid, 1999, p. 243. 29. A. Martínez Berástegui, «Drácula y la Ciencia», trabajo de la asignatura «Filosofía de la Ciencia» de la facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia, 1998. 30. G. Bataille, Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 122. 31. N. Cohn, Los demonios familiares de Europa, Barcelona, Altaya, 1997. 32. Píndaro, Epinicios, Alianza, Madrid, 1984. En «Olímpica Uno» (ant. 2, 41-51 y ep. 2, 52-58). 33. Cfr. Tótem y tabú, S. Freud, Alianza, Madrid, 2005. 34. E. Trías, op. cit., pp. 146-147. 35. R. Barthes, La aventura semiológica, Barcelona, Paidós, 1993, p. 34. 36. H.R. Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid, Taurus, 1993, pp. 118-119. 37. A. Méndez Rubio, Encrucijadas, Madrid, Cátedra, 1997, p. 29. 38. J. Baudrillard, Crimen Perfecto, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 65.

HELENA TUR PLANELLS

Derechos humanos Los derechos humanos han sido una de las creaciones más importantes de la historia moderna y reflejan un momento crucial en la toma de conciencia sobre nuestra propia condición humana, al ser un fruto nacido tanto de trágicas experiencias de inhumanidad como de heroicas experiencias de liberación. Como toda creación humana, son la expresión de un contexto histórico e ideológico que necesita ser adecuadamente comprendido, tanto en sus orígenes como en sus diferentes etapas o «generaciones». Analizar la complejidad de dicho proceso y evaluar críticamente las diferentes interpretaciones, positivas y negativas, que de 145

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los derechos humanos se han ido dando, nos permitirá comprender, a la vez, el significado y alcance de su positivación en los diversos ordenamientos jurídicos. Obviamente, es importante identificar los derechos humanos con las grandes declaraciones de derechos humanos que, en las revoluciones americana y francesa, los dieron a luz y con la posterior positivación jurídica en la Declaración Universal de 1948 y en los diferentes pactos, cartas y convenciones, que los ha ido reconociendo como tales y que los han convertido en un referente imprescindible para legitimar cualquier forma de organización jurídica y política. Pero es también una obviedad que a lo largo de la historia se ha dado una instrumentalización y trivialización de los derechos humanos, llegando a hacerlos «compatibles» con unas relaciones humanas injustas, desigualitarias e inhumanas, como las que rigen nuestro mundo, lo que nos obliga a dudar de su virtualidad transformadora de la realidad. Sin duda alguna, el problema más grave al que se enfrentan los derechos humanos es el de su pobrísima realización. El escandaloso mapa de la pobreza que nos evidencia que en nuestro mundo solamente una minoría privilegiada goza de la posibilidad de ejercer los derechos humanos básicos, porque la inmensa mayoría carece de los recursos necesarios para poder hacerlo; el hecho paradójico de que también en los países desarrollados sean muchas y graves las limitaciones a los derechos humanos, nos pueden crear una actitud de escepticismo ante su futuro. El hecho de que los derechos humanos se hayan convertido en algo así como una ideología de convergencia, que todas las ideologías se ven obligadas a asumir como propia, nos lleva a preguntarnos si, más que un referente normativo de carácter universal, irrenunciable y exigible jurídica y políticamente, no son unas convenciones útiles que mantenemos sin demasiada convicción. ¿Nos encontramos ante una expresión exteriorizada de convicciones internas o ante expresiones vagamente interiorizadas de reglas externas? Escribo estas páginas desde la convicción de que para comprender adecuadamente la realidad de los derechos humanos hay que distanciarse tanto del pesimismo antropológico, que desiste de orientarse por otro criterio distinto al de la realpolitik o que, víctima de una actitud antiilustrada y antimoderna, descono146

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ce la grandeza de esta construcción moderna de la realidad que llamamos derechos humanos, como de un optimismo voluntarista e ingenuo, que ignora la problemática complejidad que ha acompañado a los derechos humanos desde sus orígenes, tanto en su misma formulación teórica, como en su aplicabilidad. La naturaleza problemática de los derechos humanos Los derechos humanos se tienen por el mero hecho de ser un «ser humano», por lo que los seguimos definiendo como universales, inalienables y absolutos, en el sentido de que deben predicarse de todos y cada uno de los seres humanos, de que son irrenunciables y de que no pueden instrumentalizarse para otro tipo de requerimientos, por importantes que estos sean. Cuando hablamos de derechos humanos no nos referimos, pues, ya a aquellos listados de derechos, recogidos en los bill of rights ingleses, por ejemplo, en los que se reconocían derechos a unos seres humanos, por tener una condición social concreta o pertenecer a un país concreto, pero sin que éstos tuvieran vocación alguna de universalización. Serán los colonos americanos quienes, al romper con su condición de ingleses, reclamarán los atributos asociados a una nueva noción de individualidad humana, cuyo carácter ontológico será reflejo de la nueva autocomprensión, y de la que las declaraciones de derechos humanos pretenderán dar razón. «Que todos los hombres son por naturaleza libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos» (Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, 12/VI/1776). «Sostenemos por evidentes, por sí mismas, estas verdades; que todos los hombres son creados iguales; Que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables» (Declaración de Independencia de Estados Unidos, 4/VII/1776). «La meta de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre» (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Art. 2, 26/VIII/1789). Sabemos que la autocomprensión de la condición humana que reflejan las grandes declaraciones de los derechos humanos ha sido fruto de unas experiencias históricas traumáticas, como fueron las revoluciones liberales, en las que hubo que romper con toda una tradición histórica y poder así fundar un «nuevo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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orden ontológico revolucionario». La forma en que las grandes declaraciones de los derechos del hombre reflejaron este nuevo orden revolucionario fue la del «racionalismo jusnaturalista». Es verdad que ha habido y sigue habiendo autores que sitúan el nacimiento de los derechos humanos en el tomismo medieval o en el jusnaturalismo premoderno del humanismo cristiano. Sin embargo, los derechos humanos, como expresión de una nueva concepción de la individualidad humana, sólo han podido formularse, por vez primera, por un jusnaturalismo racionalista como el moderno, que sitúa al individuo humano como principio y como fin de la realidad sociopolítica y que supone, como hemos dicho, una solución de continuidad respecto a toda la tradición de pensamiento anterior; sólo han podido nacer en sociedades seculares y pluralistas, que son las que se han visto inmersas en un proceso de relaciones complejas con la religión y han acabado por asumir que esta última no debe determinar otros ámbitos de lo real, como, por ejemplo, el jurídico político, y que han aprendido que el único camino para lograr una convivencia humana razonable pasa por el reconocimiento de los derechos y libertades de sus miembros. Sólo una ruptura epistemológica y ontológica con la cosmovisión de las sociedades premodernas ha podido dar a luz un referente normativo como el de los derechos humanos, con el carácter racionalista e individualista del jusnaturalismo moderno. Pero, también, es sabido cómo, desde su formulación inicial, esta nueva autocomprensión de lo humano, tuvo que hacer frente a muchas e importantes resistencias. Algunas nacían de la defensa a ultranza de un orden estamental y prerrevolucionario, hecho de privilegios y particularismos excluyentes, y, por tanto, radicalmente incompatible con la nueva situación revolucionaria; pero otras, no tan reaccionarias, rechazaban el nuevo orden porque lo creían hijo de la «lujuria ontológica», esa patología que, antes que para Nietzsche, será ya para muchos la enfermedad metafísica por excelencia del occidente moderno. Denuncias como la de E. Burke, que advertían de que «lo metafísicamente verdadero suele ser ética y políticamente falso», y que él dirigía a los revolucionarios franceses y a su concepción de los derechos humanos, arrojarán en adelante sobre el jusnaturalismo racionalista DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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moderno la sombra de ser una formulación discutible para la adecuada comprensión de los derechos humanos y, sobre todo, para hacer factible su aplicabilidad. De hecho, no deja de ser cierto que el jusnaturalismo racionalista ha estado hipotecado por una concepción de naturaleza humana carente de suficiente historicidad y cargada de excesivo dogmatismo. Las sucesivas reediciones históricas del jusnaturalismo, tras las correspondientes críticas de carácter empirista o positivista, han estado todas ellas lastradas, en mayor o menor medida, por estas mismas lacras. Su formulación abstracta de la universalidad de lo humano, sin tener en cuenta las mediaciones institucionales que han sido siempre constitutivas de toda relación humana, se ha realizado a espaldas de la compleja dinámica histórica. Pero, en cualquier caso, ninguna de las deficiencias de las que el jusnaturalismo racionalista moderno pueda presentar justifica el que se niegue su privilegiado papel de ser el inaugurador de la nueva autocomprensión revolucionaria. No parece que ya sea plausible sostener que se pueden afirmar los derechos humanos desde posiciones premodernas, como la tomista, que desde un objetivismo providencialista rechaza los derechos subjetivos del individuo, por considerar que el subjetivismo moderno nace viciado por un nominalismo y un voluntarismo incompatibles con el orden cristiano. Mucho menos razonable parece pretender que la defensa de los derechos humanos es compatible con la defensa de las estructuras desigualitarias del Antiguo Régimen, o con formas de legitimación religiosa o tradicional del poder. Ninguna sociedad que desconozca los derechos inalienables de la libertad e igualdad de sus miembros podrá hacer una recepción adecuada de los derechos humanos ni podrá ser considerada jurídica y políticamente como legítima. «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes establecida no tiene Constitución» (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Art 16, 1789). La construcción histórica de los derechos humanos Aunque durante siglos la fundamentación de los derechos y de las libertades se haya basado en un orden ontológico jerárquicamente esta147

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blecido, como, por ejemplo, el tomista, o en un jusnaturalismo racionalista de carácter «deontológico» creador de un orden ideal normativo para la conducta humana, sin embargo, cada vez ha ido pareciendo más obvio que los derechos humanos son una construcción social de la realidad vinculada a un tiempo y a unas experiencias concretas. Este contexto ha sido subrayado gracias a una nueva mirada histórica y sociológica a los procesos de construcción social de la realidad. Algunos analistas lúcidos de los procesos sociales, como A. Tocqueville, nos han enseñado que, si bien el irresistible proceso de igualación de condiciones sociales que daría lugar a las revoluciones liberales, primero, y a las sociedades democráticas, más tarde, fue fruto de un largo periodo de incubación histórica, fue imprescindible que se diera un contexto histórico y social concreto en el que nació un nuevo imaginario social dominante, un nuevo sensorium commune u opinión pública, como el autor los llama, que tuvieron virtualidad suficiente para transformar la realidad a su imagen y semejanza. En efecto, entre el derecho y el hecho se encuentra algo inasible, «imaginario», pero irresistible, que Tocqueville llama opinión pública, y que pone a los hombres aparentemente más desiguales en una situación de igualdad y semejanza. La igualdad es el sensorium commune de la vida social democrática. «El principal efecto de la democracia es convertir al amo y al servidor en extraños, poniéndoles uno al lado del otro, en vez de uno sobre el otro... En democracia los hombres no son ni iguales de hecho, ni “solamente” de derecho». Creo que, desde posiciones como ésta, se abre la posibilidad de trascender la polémica miope entre jusnaturalismo y positivismo, en que se ha encerrado con frecuencia la discusión sobre la realidad de los derechos humanos. Hoy, sabemos que la jerarquización de lo que entendemos por atributos de lo humano, los derechos humanos, no es ya el simple reflejo de un orden natural objetivo y trascendente al quehacer humano, ni siquiera la expresión de una racionalidad como la jusnaturalista moderna, que crea un código deontológico con carácter universal y abstracto, sino que es fruto de la historicidad de la conciencia y de la praxis críticas de los excluidos, de los «sin-derechos», que llegado un momento han comenzado a gritar «no hay derecho». Y, cuando se 148

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grita «no hay derecho», es porque se ha tomado conciencia de que la situación en que se vive no es humanamente soportable y se exige otra situación mejor, que se ajuste de verdad a derecho. E. Dussel lo expone en un texto que me parece muy clarificador al respecto: «La dialéctica no se establece entonces entre “derecho natural a priori versus derecho positivo a posteriori”, siendo el derecho natural la instancia crítica a priori del derecho positivo, reformable, cambiable, sino entre “derecho vigente a priori versus nuevo derecho a posteriori”, siendo el nuevo derecho la instancia crítica (es decir: histórica) y el derecho vigente el momento positivo, reformable, cambiable. En este caso el “estado de derecho” es una condición histórica y el medio (Umwelt) evolutivo en la historia, que se manifiesta como la tradición creciente del mundo del derecho de una comunidad política que cuenta con la macroinstitucionalidad del Estado. Los “sin-derechotodavía” cuando luchan por el reconocimiento de un nuevo derecho son el momento creador histórico, innovador, del cuerpo del derecho humano. No caemos así en el dogmatismo del derecho natural (solución fundacionalista metafísica ya inaceptable), pero tampoco en el relativismo (todo derecho vale por haberse impuesto por la fuerza en una época), o el mero contingencialismo (no hay principios universales), sino la conciliación de un universalismo no fundacionalista que muestra que los “nuevos” derechos son los exigidos universalmente (sea en una cultura, sea para toda la humanidad, según el grado de conciencia histórica correspondiente) a la comunidad política en el estado de su evolución y crecimiento histórico. No era factible (por las condiciones históricas concretas) el movimiento feminista en la Edad Media (aunque hubo heroicas anticipaciones), como tampoco era posible el ecologismo antes de la revolución industrial, cuando el Planeta aparecía todavía como una fuente inacabada de recursos y los efectos negativos sobre la reproducción de la vida eran casi no medibles». Las diferentes generaciones de derechos humanos Una expresión patente tanto de la historicidad de los derechos humanos como de su carácter problemático y conflictivo es su convencional clasificación por «generaciones»: la de los deDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rechos civiles y políticos, la de los derechos socioeconómicos, la de los derechos culturales o la de los derechos medioambientales, la de los derechos al desarrollo o a la paz, la de los derechos a la «diferencia»... El conflictivo tránsito de los derechos civiles y políticos a los derechos socioeconómicos es una prueba evidente de que sólo fue posible exigir estos últimos cuando la sociedad fue madurando un «imaginario» para el que era irracional e injusto que solamente pudieran ser ciudadanos activos, con capacidad de decidir sobre el destino de todos, una minoría de privilegiados y propietarios. Fue imprescindible poner en cuestión tanto la injusta e irracional división de la sociedad entre ricos y pobres, como, sobre todo, la pertinencia del liberalismo doctrinario, doctrina hasta entonces hegemónica que legitimaba dicha división. Ya no bastaba con decir que quienes carecen de ciertos medios de vida o de ciertas capacidades probadas en el ejercicio de algunas profesiones liberales quedaban incapacitados para ejercer los derechos y libertades políticas, porque carecían del ocio necesario para el ejercicio de las mismas, sino que, dando la vuelta al argumento, se sostenía que quienes estaban incapacitados para ser sujetos activos de derechos, tenían derecho a gozar de las condiciones materiales necesarias para así poder ejercer en condiciones de libertad e igualdad dichos derechos. Los derechos subjetivos tienen una dimensión social que no debe ya ser silenciada como lo hacía el individualismo propietarista y excluyente. Desde que el imaginario social hegemónico deslegitimó el paradigma propietarista y excluyente burgués y legitimó el paradigma distributivo socialista, los derechos socioeconómicos se convirtieron en derechos humanos exigibles en nombre de la dignidad humana. Obviamente, esto no significó que los derechos socieconómicos se afirmaran realmente en la práctica. La desigualdad injusta e irracional ha seguido siendo la herida más profunda del mundo, hasta nuestros días, y, desgraciadamente, nada parece indicar que no vaya a seguir siéndolo. Nada garantiza que, aunque, hoy, podamos hablar diacrónicamente de tres o cuatro generaciones de derechos humanos, la vigencia de las primeras se asegure cuando se reivindica la aplicación de las últimas. Lo que hemos dicho a propósito de historicidad y conflictividad de estas dos priDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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meras generaciones, vale para todas las demás, ya que están profundamente interrelacionadas entre sí y son, por tanto, interdependientes, como ha quedado plasmado en las grandes conferencias sobre derechos humanos que se siguen celebrando sin solución de continuidad. En nuestro días, esta dimensión históricosocial y conflictiva de los derechos humanos se está escenificando en la forma en que el multiculturalismo está poniendo en tela de juicio la vigencia y plausibilidad del «paradigma de la distribución» (el que busca garantizar la igualdad para poder afirmar la libertad) en un mundo tan pluralista y complejo como el nuestro. La apelación al «paradigma de la diferencia» (el que busca afirmar la diferencia de ciertos grupos humanos para poder garantizar su identidad), que muchas de las políticas identitarias llevan a cabo, está, en mi opinión, poniendo en serio riesgo la vigencia de derechos humanos de las primeras generaciones. El que los seres humanos seamos, a la vez, individualidad y socialidad, el que no nos podamos poner de acuerdo definitivamente sobre lo que es mejor y preferible para todos y cada uno, el que no podamos garantizar adecuadamente la complementariedad entre libertad e igualdad, son razones más que suficientes para hablar de la constitutiva conflictividad de los derechos humanos y para justificar una búsqueda permanente de la solución menos inadecuada. Por eso, contradicciones como las que se dan entre dos derechos de igual contenido, pero de distintos titulares; entre derechos de diverso contenido y propios de distintos sujetos, o entre los derechos de sujetos individuales y los denominados derechos de sujetos colectivos, serán expresión de la naturaleza histórica y conflictiva de los derechos humanos. Universalidad y particularismo de los derechos humanos Una de las pretensiones originarias de los derechos humanos ha sido la de su universalidad, es decir, que se declaraban como atributos de todos y cada uno de los seres humanos, más allá de su condición particular. Sin embargo, pocas características de la naturaleza de los derechos humanos ha sido tan cuestionada y denunciada como ésta. Hoy, en un mundo tan fragmentado como el nuestro, lo está siendo de forma especial. La acusación ya convencional en nombre de sus críticos más clásicos, como 149

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el pensamiento reaccionario, el marxismo o los particularismos etnorraciales, de que la pretendida universalidad de los derechos humanos ha sido siempre fuente y motivo de despotismo, ya que éstos sólo han podido ser ejercidos en nombre de una concepción equivocada de la naturaleza humana y, a la postre, solamente, en usufructo de una minoría de la población (burgueses, hombres, ciudadanos, occidentales), ha sido una constante hasta nuestros días. Tanto su formulación abstracta y formalista de la mano del jusnaturalismo racionalista, como su positivación jurídica de la mano del Estado-nación, han pesado de forma decisiva a la hora de evaluar el significado y alcance de la universalidad de los derechos humanos. El hecho innegable de que su virtualidad, que ha permitido romper progresivamente muchos de los círculos del particularismo desigualitario y excluyente (religiosos, socioeconómicos, etnoculturales, de género, etc.), no haya conseguido romper algunas de las barreras más deshumanizadoras de nuestro mundo, que siguen teniendo que ver con la distribución de los recursos y con las relaciones de dominación y de explotación, sigue planeando como una corrosiva sospecha sobre la legitimidad de esta pretensión de universalidad. ¿Lo que acabamos de decir supone la negación de la universalidad de los derechos humanos? ¿Fue sólo una pretensión del jusnaturalismo racionalista carente hoy de vigencia? Creo que la respuesta a esta cuestión exige, como lo hemos hecho hasta ahora, contextualizar lo que hoy puede significar el calificar de universales a los derechos humanos. En primer lugar, la universalidad no tiene por qué ser un logro adquirido en la práctica para poderse afirmar razonablemente como una pretensión legítima. Nadie en sus cabales puede pretender que se cumpla el sueño de un paraíso terrestre, como el que sería el que todos los hombres, en todos los lugares y tiempo, logren aquello que idealmente decimos que es exigible por cada hombre. Basta con que sea un logro del imaginario social hegemónico de nuestro mundo y que se corresponda con un grado de conciencia adquirida sobre lo que significa la dignidad del ser humano y de los derechos que de ésta se derivan. Basta con que dicho imaginario considere como irracionales e injustas las relaciones de dominación y exclusión entre individuos y grupos humanos, porque niegan la universalidad de la dignidad 150

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humana. Obviamente, basta siempre que no sea un recurso más de la razón cínica que se carga de razones para defenderse de la razón. Pensar la universalidad exige tener en cuenta la forma particularista en que hemos construido nuestro mundo para saber responsabilizarnos de él y hacer nacer en nosotros la «memoria passionis». Esto nos impide desconocer lo que de imperialismo ha habido en muchas de nuestras empresas llamadas «universales», incluso las etiquetadas de humanizadoras y evangelizadoras. Pensar la universalidad exige asumir que toda solidaridad humana es excluyente, porque no hay creación humana que no sea etnocentrista y reduccionista, y que una más amplia y efectiva realización de los derechos humanos debe perseguir aquellos objetivos que son factibles y plausibles en cada contexto histórico, aunque no se identifiquen con su realización perfecta. Pensar la universalidad de los derechos humanos supone asumir que su naturaleza utópica forma una parte irrenunciable de la tópica jurídica y política, porque gracias a ella podemos ir superando aquellas formas de organizar las relaciones humanas que nos parecen ilegítimas a la luz del imaginario social de los derechos humanos. La universalidad de los derechos es la que nos obliga a ponernos de acuerdo sobre lo que en cada momento histórico es más razonable. Más allá de los universalismos imperialistas o de los particularismos fundamentalistas, que acaban siendo las dos caras de una misma moneda, la universalidad de los derechos humanos debe ser la expresión de un consenso siempre necesitado de reformulación, ya que ni se conforma con ser una especie de esperanto moral ni corre el riesgo de crear una nueva babel destructiva de lo humano. Con esta universalidad «metodológica» se expresa la Conferencia de Viena, cuando afirma en el párrafo 5 de su Declaración: Todos los Derechos Humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los Derechos Humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso. Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueran sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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todos los Derechos Humanos y las libertades fundamentales.

Fundamentación de los derechos humanos Si, como hemos visto, la problemática realidad de los derechos humanos hace muy difícil un consenso sobre su conceptualización, su universalidad y, sobre todo, sobre su realización, también dificulta seriamente un acuerdo sobre su fundamentación, hasta el punto de que es una de las cuestiones que más enfrentan a los teóricos. Hay autores que niegan de entrada toda posibilidad de fundamentación racional de los derechos humanos, ya que, como MacIntyre, afirman que no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios. Hay otros, que, declarándose positivistas, niegan toda fundamentación jusnaturalista de los derechos humanos. Y, además, relativizan la cuestión de la fundamentación de los derechos humanos, porque, para ellos, lo importante es su reconocimiento y realización. Más importante que justificarlos es protegerlos. Ya no importa tanto encontrar el fundamento absoluto a los derechos humanos, sino los varios fundamentos posibles en función del contexto y de las condiciones sociales respectivas. En mi opinión, si bien, hoy, no es posible sostener un discurso basado en una racionalidad última indiscutible, sigue siendo razonable y plausible postular una base racional suficiente en el ideal normativo de los derechos humanos, de tal forma que no quede expuesto al albur de unas meras contingencias históricas y jurídicas, por muy «consensuadas» que parezcan. Si las fundamentaciones neocontractualistas o neocomunitaristas siguen siendo insuficientes, habrá que articular nuevas fórmulas de fundamentación, que permitan trascender tanto el escepticismo como el dogmatismo. Así, pues, apelar hoy al ideal normativo de los derechos humanos, no debe significar que creemos que existen mandatos «absolutamente absolutos» por «incondicionados», ya que la historicidad constitutiva del ser humano es característica, también, como hemos visto, de los derechos humanos que nacen para dar razón de su dignidad. Con todo, sí podemos afirmar que existen valores universales, que pueden defenderse con argumentos intersubjetivamente aceptables y que tienen su núcleo en el valor absoluto de las personas concretas. Sin embargo, hablar de «valores absolutos», o de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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«derechos fundamentales», no nos evita tener que asumir que las contradicciones generadas por su aplicación nos obligan a jerarquizarlos y priorizarlos (así, los de la primera generación serían prioritarios), lo que no significa que estamos abocados al relativismo. Más allá del absolutismo y del relativismo, podemos seguir afirmando, avalados por la mejor tradición del pensamiento occidental, que las personas no deben ser objetivadas o instrumentalizadas en ningún caso, ya que son «sujetos» de derechos y gozan de una dignidad que siempre debe ser «reconocida». Allá donde no se reconozca el derecho a la vida, a la libertad y a la disponibilidad de los recursos mínimos para poder vivirlas dignamente, como afirman los derechos humanos de la primera y segunda generación, estaremos en sociedades que no alcanzan el umbral de lo que una razón intersubjetiva universal puede llamar «humana». Urge, pues, garantizar la protección y promoción de los derechos humanos, aplicando todas las declaraciones, los pactos, las convenciones y las cartas, que así lo han venido exigiendo desde hace más de dos siglos. Pero no urge menos seguir trabajando en la creación de un imaginario social tan realmente convincente y hegemónico que convierta todos esos textos jurídicos en el código de conducta que rija las relaciones entre los seres humanos que habitamos el planeta Tierra. Bibliografía BOBBIO, N. (1992), El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid. BURKE, E. (1978), Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid. DUSSEL, E. (2001), Hacia una filosofía política crítica, Desclée de Brouwer, Bilbao. PECES-BARBA, G. (ed.) (1987), Derecho Positivo de los Derechos humanos, Debate, Madrid. — et alii (dirs.) (1998 y ss.), Historia de los derechos fundamentales. Varios volúmenes aparecidos. Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas y Universidad Carlos III de Madrid. TOCQUEVILLE, A. (1963), La democracia en América, Fondo de Cultura Económica, México/Buenos Aires. VELASCO, D. (1999), «Los antecedentes históricoideológicos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948», en La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su cincuenta aniversario, Universidad de Deusto, Bilbao, pp. 205-308.

DEMETRIO VELASCO 151

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Desarrollo humano Echado al mundo sin fuerzas físicas y sin ideas innatas, impedido para obedecer por sí mismo a las propias leyes constitutivas de su organización, que lo destinan, sin embargo, al primer puesto de la escala de los seres, solamente en el seno de la sociedad puede el hombre acceder al lugar eminente que le fue señalado en la naturaleza.1

Este párrafo con el que Jean Itard comienza su célebre libro sobre el niño feral de Aveyron no es sino una muestra del pasmo y desconcierto que producía constatar en la Francia de finales del siglo XVIII que las facultades más distintivamente humanas, el lenguaje, los ritos de la socialidad cotidiana, no vienen dadas de suyo, que el hombre abandonado a su suerte no es sino el más débil de los animales. El término desarrollo vendría en auxilio de quienes constatando que la humanidad no es el destino ineludible de todo nacido necesitan la crónica de una conquista procelosa. El pequeño Victor, desarrapado y animalesco, supuso para la mentalidad ilustrada que le vio emerger de los bosques de Caunnes un desafío aún más difícil de asumir que la imposibilidad de plantearse cuestiones metafísicas como la existencia de Dios o de un reino de los cielos que acaso pueda compensarnos de los sinsabores de esta vida; Victor, que con once años y medio era incapaz de articular palabra inteligible y hozaba en el suelo en busca de bellotas, fundamentaba la sospecha de que la humanidad no era la graciosa concesión de un Dios que nos había hecho a su imagen y semejanza. La tarea de convertirse en hombre se manifiesta con toda contundencia en presencia de quienes como el pequeño Victor retan cualquier acepción ilustrada de lo que pueda ser un hombre. Fruto de esa constatación es la puesta en práctica de una serie de procedimientos higiénicos, médicos y sobre todo educativos destinados a llevar a efecto una determinada concepción, nunca suficientemente explicitada, de lo que es ser hombre. Toda esta gama de procedimientos destinados a disciplinar las pulsiones y a transformarlas en hábitos, motivaciones o cualquiera de los encauzamientos de la afectividad compatibles con la vida en común exige, como bien sabía Foucault, un determinado discurso normativo cuyo objeto es precisamente establecer pa152

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trones de normalidad frente a eso otro que escapa a toda representación. Desechada la idea de la humanidad como Jaris, como creación de un Dios al que según se nos dice nos parecemos, se impone la creación del relato de nuestro devenir. En la misma medida que se extiende la resignación por no poder conocer los designios crípticos de un creador que no puede presentarse dentro de un registro científico, la gama de lo que reconocemos como semejante a nosotros mismos, lo que de todos modos cuenta se hace más exhaustiva. Primero son las mujeres, y después también los niños.2 Con todo, la familiaridad que nos une a los niños no está exenta de extrañeza. Permanece una inquietud irreductible, que exige explicación que vendrá dada en términos de desarrollo. Está ampliamente documentado que el término desarrollo no aparece en psicología hasta finales del siglo XIX. Suele olvidarse con más frecuencia que la primera incursión de este vocablo originario de la biología en el ámbito de las ciencias humanas vino de la mano de la economía. Ya en 1750 Anne Robert Jacques Turgot3 caracterizaba la historia humana como la transición de la barbarie a sucesivos modos de refinamiento en su discurso Examen filosófico de los sucesivos avances de la mente humana. Estos primeros materialistas insistían en clasificar a la humanidad según sus medios de subsistencia. Una versión más elaborada de esta misma idea son los modos de producción marxista en la que la clasificación de la humanidad en etapas o estadios es ya claramente reconocible. Sin embargo no es éste el único precedente económico del concepto de desarrollo tal como hoy lo conocemos. Turgot era un ávido lector de Locke de quien tomó su noción antropológica de tábula rasa. Dado que no era posible sustraerse por más tiempo a las innumerables refutaciones del carácter innato de la humanidad en su acepción ilustrada que proliferaron desde mediados del siglo XVII hasta 1930, difundidos primero en las crónicas los misioneros jesuitas que establecieron sus misiones en el Canadá y la zona noroccidental de los Estados Unidos y de los diversos casos de niños ferales que como nuestro Victor recabaron la atención de los médicos después; algunos quisieron ver en la disolución analítica de las facultades humanas el consuelo de una naturaleza que no ofrece mayor resistencia a la civilización. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Tuvieron que pasar casi dos siglos para que el concepto de estadio y la antropología de la tabula rasa cobrase carta de naturaleza en la psicología en el maduracionismo de Gessel y la escuela conductista. Sin embargo, todavía falta un tercer elemento sustancial a la teoría psicológica del desarrollo como la conocemos hoy día, su discurso teleológico, el que da cuenta de la pulsión de los organismos hacia un estadio diferente. Esta vez cabe retrotraer hasta Leibniz la concepción del desarrollo como un movimiento de la mónada u organismo hacia niveles crecientes de complejidad. Leibniz supuso además una integración de la doctrina platónica del alma, que contiene en sí misma cuanto necesita para toda la energía para conocer y transformar el mundo. No es difícil reconocer aquí uno de los ancestros del paradigma madurativo, que se sirve indistintamente de crecimiento o desarrollo para designar «el sistema de transformación de patrones, ya sea que lo consideremos en el plano físico o mental».4 Propuestas distintas para interrogantes distintos, el conductismo y el enfoque madurativo de Gessel fueron dos tentativas opuestas de responder una misma inquietud, la tensión entre entorno y sujeto. Otro niño, Albert, vino a convencernos de la influencia de los estímulos externos en la conformación de nuestros más íntimos terrores y aversiones. A pesar del cuidadoso diseño experimental con que Watson preparaba sus investigaciones, el conductismo fue útil para explicar un reducido espectro de actividades humanas, pues aunque irracional y a veces escasamente tolerable, nuestra experiencia vital carece de la predecibilidad y del encarnizamiento científico del joven Watson. Gessel por su parte utilizaba un procedimiento clínico no inductivo y escasamente traumático para sus pacientes. Gessel quería levantar acta de la regularidad de ciertos procesos y leyes del crecimiento físico y mental. Con precisión y paciencia de botánico elaboró un minucioso calendario en el que se detallaba la adquisición de toda clase de habilidades motrices y destrezas mentales, con sus correspondientes cuidados higiénicos. Por desgracia la diversificación étnica y social de la población que acude a la Child Developmental Clinic de Yale pronto puso de manifiesto que la participación del entorno social es mucho más importante y decisiva entre los humanos, pues DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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se trata de Transformación y no mero crecimiento. También Itard señaló unos momentos críticos, a partir de los cuales cualquier intento destinado a enseñar una destreza verá mermadas sus posibilidades de éxito. Pero sin duda el proceso que condujo a Victor a conocer siquiera de forma incipiente los rudimentos de la comunicación y a emplear los cubiertos se parecía más a un proceso obstétrico no exento de violencia que a la germinación de una semilla que espera de forma pasiva a las circunstancias más propicias. La herencia de Leibniz no acaba en la teleología en la teoría del desarrollo psicológico, pues su deseo de precisar qué sea la verdad es la antesala de la pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento mismo capitaneada por el proyecto crítico kantiano. La primera parte del proyecto crítico kantiano inauguró una división infranqueable entre la ciencia, la moral y el arte, pero la envergadura de la empresa kantiana terminó por desbordar las intenciones originarias del autor para convertirse en una investigación de las condiciones de posibilidad de un sujeto inasiblemente trascendental al principio y más reconociblemente humano en la contradicción que de parte a parte atraviesa la Crítica del Juicio. Esta obra contiene los fermentos de la superación del proyecto kantiano y da la medida de un autor que no se contentó con sentar los cimientos de la modernidad sino que ofreció valiosas indicaciones para trascenderla. Ocurre, sin embargo, que esta ontología del sujeto5 ha tenido dos desarrollos modernos y complementarios. Hubo quien se decidió a hacer de la metodología trascendental de Kant psicología evolutiva. El estructuralismo genético de Piaget es una reconstrucción ontogenética del entendimiento. La mente humana establecería reglas destinadas a agrupar la pluralidad de la percepción en conceptos u objetos. Superada queda, pues, la doctrina tomada en préstamo de Locke, el conocimiento consiste ahora en la correlatividad de sujeto y objeto. Superado el dogma de la inmaculada percepción Piaget reconstruye a partir de las observaciones sobre su propia hija Ana y sobre centenares de niños de Ginebra y Neuchâtel en qué consiste las condiciones de validez del conocimiento a distintas edades. El estructuralismo genético de Piaget es tal vez la teoría de psicología evolutiva más ortodoxamente kantiana. Aspira a convertirse en 153

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una reconstrucción ontogenética del entendimiento que concibe la actividad mental como la producción de reglas de construcción determinada a agrupar la pluralidad de la percepción en conceptos u objetos. Tenemos, pues, que la representación del mundo objetiva es una creación humana, superada así la doctrina de la inmaculada percepción empirista, qué sea para nosotros el mundo depende de la capacidad humana para reconstruirlo. Piaget aplica su procedimiento clínico sobre centenares de niños de su Neuchâtel natal primero y del instituto Jean Jacques Rousseau después para auscultar los sutiles progresos del niño en su capacidad de percibir y transformar la realidad que él rodea. Frente a una condición humana que no tolera vaciamientos como propusieron los conductistas ni mera maduración endógena; el reconstructivismo, que es el nombre que en psicología recibe la teoría iniciada por Piaget, insiste en que la interiorización del mundo externo en la conciencia se produce por la interacción del niño con su entorno, de modo tal que cada elemento se integra en niveles progresivamente más complejos. Piaget describe el desarrollo de la conciencia como una secuencia universal de estadios, cambios estructurales que no tienen relación y no se derivan forzosamente de la edad cronológica o la maduración. Por el contrario es la adaptación, que como es sabido en Piaget procede de la asimilación y la acomodación, la que da cuenta de las transformaciones habidas en la mente del niño. Adaptación para Piaget ha perdido su origen biológico y es una adaptación sui géneris del criterio de superioridad funcional de la teoría de sistemas. El estructuralismo genético, en consecuencia, entiende el desarrollo como la preferencia del sujeto por los contenidos más complejos que puede manejar en primer lugar. La pregunta kantiana a la que trata de responder Piaget es aquélla por el modo de validez del conocimiento tal como es desarrollada por Kant en la Crítica de la Razón Pura; no se refiere, sin embargo, a la constitución del sujeto, que es el tema kantiano en la última fase de su obra. La investigación de la ontología de nosotros mismos, esbozada en la Crítica del Juicio, fue retomada por los postestructuralistas franceses, especialmente por Michel Foucault, pero no ha sido convenientemente incorporada a la reflexión psicológica. 154

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El concepto es, como dijera Kant, la reducción a objeto de un pluralismo que por paradójico que parezca es irreductible, y por esto mismo el reverso de su exterior constitutivo. El concepto de desarrollo tal como lo conocemos en psicología crece a la sombra de sus trastornos generalizados. Victor de Aveyron, a quien la mayoría de los especialistas coinciden hoy en diagnosticar como autista, tuvo una vida más cómoda en el hospital de sordomudos regentado por Itard y con madame Guerin después, «conservaba su indiferencia a los placeres de la vida social»,6 hacia quienes eran a pesar de las apariencias sus semejantes, tal vez consciente de que el público que se congregaba para verle buscaban sobre todo tranquilizarse a sí mismos. En buena lógica foucaultiana y conscientes de que el desarrollo es un término que no recoge la pluralidad hegemónica que dice representar, los enfoques socioculturales de psicología evolutiva tratan de incorporar la perspectiva peculiar del sujeto estudiado de forma sustantiva. Ya en 19327 Vigotski criticó el carácter trascendental del concepto de desarrollo de Piaget. Vigotski pensaba que el niño no construía ningún conocimiento que previamente no se encontrase en el medio social. Cuanto el niño llega a reconstruir en su interacción con el mundo no son las condiciones de posibilidad del conocimiento per se sino las formas del conocimiento tal como éste es producido en el medio social. Sin embargo, Vigotski no aporta, como hiciera Piaget, los procesos que permiten que el niño se apropie de ese conocimiento social que le circunda. Si Piaget trató de reconstruir cómo el niño reconstruye procedimientos formales a partir de seriaciones y ejercicios de lógica sin percatarse de la naturaleza pretendidamente abstracta pero específicamente cultural de las tareas que estaba proponiendo, Vigotski redujo el aprendizaje sociocultural a la asimilación de contenidos y estrategias formales, pero en definitiva en ninguno de los dos casos se dio respuesta a la pregunta fundamental por el desarrollo; que es la pregunta de en qué consiste la tarea de ser hombre. Pregunta siempre abierta, la pregunta por el desarrollo debe ser respondida con honestidad y modestia; honesta porque no puede desentenderse de esas otras formas de ser hombre ni de las crueldades de todo tipo infligidas por los procedimientos educativos que la teoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ría inspira. Y modesta, pues la teoría del desarrollo hace explícito el «como si» que preside su actuación, la pretensión de que los conceptos por ella manejados recogen toda la pluralidad que dicen representar. Como decía Itard, la educación, el pleno desarrollo de las facultades humanas es la obligación que la sociedad contrae con quienes han sido atraídos hacia ella.8 Todos tenemos derecho a ser hombres, pero también la obligación de serlo. Pues hay, además, quien sólo aspira a ser normal. Puesto que la teoría del desarrollo es el relato de la pérdida de la inocencia ilustrada, aún asistiremos a nuevas formas de eso que también somos; la crónica de cómo hemos llegado a ser lo que somos es un libro inacabado, al que, por fortuna, siempre le quedarán páginas en blanco. Notas 1. J. Itard (1801) Victor de l’Aveyron. Alianza, Madrid, 1982, p. 7. Este texto se ha beneficiado de obras que no aparecen explícitamente citadas, como es el caso de B. Kaplan (1967) »Meditations On Genesis» en Human Development, 10, pp. 65-87. 2. El infanticidio no es una práctica restringida a la india o China. John Boswell en su magnífico ensayo La misericordia ajena proporciona abundante evidencia empírica de que infanticidio, abandono y venta infantil fueron prácticas más que habituales en Francia hasta mediados del siglo XVIII. Véase J. Boswell (1998) La misericordia ajena. Muchnik, Barcelona, 1999. 3. El texto está en A.R.J. Turgot (1750) Discursos sobre el progreso humano. Editorial Tecnos, Madrid, 1991. He tomado la referencia de R. Meek (1976) Los Orígenes de la ciencia social: el desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid, 1981. 4. A. Gessel, A. Psicología evolutiva de 1 a 16 años, Paidós, Buenos Aires, 1963, p. 68. 5. La expresión es de Patxi Lanceros, véase su Avatares del Hombre, Universidad de Deusto, 1996. 6. J. Itard (1801) Victor de l’Aveyron, Alianza, Madrid, 1982, p. 97. 7. L. Vigotski (1932), Los procesos psicológicos superiores. Editorial Crítica, México, 1980. 8. «Entre esta indiferencia general los encargados de la institución nacional de sordomudos, con su ilustre director a la cabeza, no lo echaron en el olvido atrayendo a su seno a aquel ser desventurado, la sociedad contraía con él un deber insoslayable». J. Itard (1801) Victor de l’Aveyron, Alianza, Madrid, 1982, p. 13.

MELANIA MOSCOSO

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Desnudez I.Z.: Quizá un apunte histórico pueda ayudarnos a reajustar la perspectiva. Varios autores griegos, de Tucídides a Platón, recogen cómo fueron los lacedemonios los primeros en correr desnudos (Pausanias y Dionisio Halicarnaso discrepan en cuanto al nombre, pero coinciden en que fue un atleta de esa procedencia el que ganó así por primera vez una carrera de las Olimpíadas). El testimonio me interesa porque, para estos autores, se trata evidentemente de un progreso de la civilización: antes de ello, recalcan, a los griegos les daba vergüenza desnudarse en público, como a los bárbaros. Nos hemos acostumbrado a pensar con el esquema inverso, que proviene de la tendencia ascética judeocristiana y de cierta lectura del Génesis: la civilización consistiría en un descubrimiento de la vergüenza (como Adán y Eva cuando fueron castigados); son los salvajes los que, al igual que los niños, no se avergüenzan de corretear desnudos. El movimiento nudista comparte este falso esquema historiográfico (postula un retorno a lo natural), aunque coincide en lo esencial con los argumentos platónicos: la desnudez es buena no por primigenia, sino por saludable; desnudarse supone una conquista. Creo que la inversión del paradigma arroja luz liberadora sobre este registro experiencial. J.M.C.: Añadiría algún dato más desde esa perspectiva histórica que presentas. Un hito clave en el asunto que nos ocupa es caer en la cuenta de que la matriz básica sobre la que pensamos el cuerpo se fraguó en la Edad Media, y recoge influencias no sólo judeo-cristianas sino también de los pueblos bárbaros, básicamente de origen germánico. Y ahí se detecta una ambigüedad que creo todavía nos aqueja. El cuerpo es humillado y exaltado. Es una gran metáfora que describe la sociedad y sus instituciones, símbolo de cohesión y de conflicto, de orden y de desorden. Y toda esta tensión parece provenir de un vuelco operado por el cristianismo en connivencia con las actitudes romanas de la antigüedad tardía. La lectura del famoso pecado original está referida en el texto bíblico a la curiosidad, al deseo de saber, de poder discernir, y al orgullo. La voluntad de saber es lo que precipita al ser humano, no la conciencia de su desnudez ni de su cuerpo. El 155

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vuelco sobre esta lectura es operado por san Agustín que entiende que se liga ese «pecado original» al cuerpo y a la sexualidad. El pensamiento medieval, tan marcado por lo simbólico, afianzará esta aproximación. Todo ese entramado es el cuerpo en la Edad Media. Entiendo que seguimos enredados en esa maraña dialéctica. Sin embargo también conviene recordar la grandiosidad de la desnudez en el arte renacentista. Allí es símbolo de dignidad, de un ser humano recuperado para sí mismo, consciente de su lugar en el mundo, aunque quizá de un modo un tanto exaltado. Me parece más adecuada la perspectiva que considera la desnudez desde el punto de vista que propones: es una conquista, la posibilidad de un encuentro, lo que mejor nos sienta. I.Z.: Al afrontar el fenómeno de la desnudez, llama la atención ese rasgo que propones: que no termina de distinguirse el tratamiento metafórico del literal. El acto de desnudarse adquiere siempre una significación adicional, se vuelve un gesto, un llamamiento: y en una cultura que no ha resuelto sus ambivalencias al respecto, el gesto sigue siendo problemático. Como dices, el cuerpo desnudo parece encerrar (o revelar) una verdad: y la autenticidad total nos sigue dando miedo. Se habla mucho de la exaltación del cuerpo en la cultura dominante, pero ese cuerpo que se exalta es una máscara: habría que remontarse hasta antes de la revolución romántica para encontrar un grado de artificiosidad tan grande en la imagen pública. La supuesta invasión del desnudo, que tanto alarma a los conservadores, ilustra a la perfección el concepto marcusiano de desublimación represiva. Que las modelos enseñen las tetas (acomplejando a las que no las tienen tan firmes e invitando al uso de implantes, sujetadores especiales o lo que haga falta) no tiene nada de liberador: liberadora sería una desnudez espontánea y general que yo no veo aceptada más que en enclaves muy concretos (saunas, ciertas playas). ¿Cuál es la media de edad en las playas nudistas? Algo falla en una cultura que supuestamente exalta el cuerpo joven y en la que, como vemos en cualquier vestuario deportivo, los jóvenes se tapan y los viejos se exhiben: parece que los primeros se sienten expuestos, examinados, mientras que los segundos se desquitan y parecen espetarles «yo ya paso de todo».

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J.M.C.: Sí, es cierto. El cuerpo es, si me permites, un campo de batalla, o quizá «sólo» la maqueta del campo de batalla que es esta compleja y enferma sociedad nuestra. Digo enferma porque lleva al extremo las tensiones que la aquejan, pero no con ánimo de resolverlas del modo que sea. Y digo enferma porque no deja de padecer este tipo de contradicciones, algunas insufribles. No consideramos igual la desnudez de la mujer que amamanta a su hijo y su mirada ya no puede ni con la tristeza que es el ingrediente básico de su existencia africana, asiática o sudamericana. Su cuerpo expresa otra cosa. Nuestros jóvenes y adultos buscan o se esconden de una desnudez que es ficticia: labrada en los gimnasios, cultivada en las tiendas de dietética o modelada en las mesas de los cirujanos y los centros de estética (lástima que se use así el nombre de tan hermoso saber). Esto no deja de ser un ejercicio de violencia sobre el propio cuerpo, un engaño que se deriva de una no aceptación de lo que de hecho somos y su propia hermosura, pero sobre todo me parece una lastimosa pérdida de libertad. Para ser aceptado debes someter tu desnudez a determinada «vestidura» que la haga admisible. Me parece una mirada terrible e injusta sobre el cuerpo y su radical dignidad en cada uno de los momentos de la vida. Recuerdo un montaje en una exposición de arte contemporáneo en el que se mostraba una terma femenina. El tema eran los cuerpos de mujer, todos, cada uno en su edad y con sus peculiaridades. Era digno, era hermoso. No había artificio en el comportamiento de las mujeres que allí aparecían. Sólo desnudez abierta a la más radical verdad de la vida que se recupera a sí misma porque se mira cara a cara. Y se gusta. I.Z.: Lo has formulado antes muy bien: la desnudez, la literal como la metafórica, es la posibilidad de un encuentro. Por supuesto que puede ser (podría ser) un gesto gratuito, o hasta irrelevante dentro de un contexto funcional. Pero, en un entramado social tensionado por esas contradicciones, sigue siendo leído como gesto, como una señal: y como tal constituye un reto y una apuesta, porque implica al otro. La dialéctica que la recorre puede ser un círculo vicioso o una espiral liberadora. Por una parte, sólo quien se siente más o menos libre y a gusto consigo mismo puede mostrarse sin disfraces, transparentemente, en confianza. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Por otra parte, esta confianza sólo se genera en el contacto. Y si los otros se perciben como una amenaza, lo que se genera no es confianza, sino angustia y vergüenza. ¿Quién da el primer paso, el que se abre o el que invita a esa apertura? La desnudez, como la amistad, debería ser un espacio sin urgencias: nos podemos mostrar tal como somos. Fiscalizar la intimidad es desde luego malsano e inquietante, y esto vale tanto para la censura como para la exhibición: los agresivos semidesnudos publicitarios son tan indecentes como los «programas de testimonio» y los talk shows. Pero la alternativa no es el velo ni la hoja de parra (literal o metafórica, de nuevo), sino la autenticidad en el mostrarse, el gesto de amistosa desinhibición, que equivale casi a una sonrisa o a tender la mano. J.M.C.: Y también es, así lo veo, la invitación a una mirada, como todas, pendiente de un descubrimiento o de un objetivo. Traigo de nuevo el arte a nuestra conversación porque me parece el mejor ejemplo de ese juego de miradas en el que algo se ofrece con una intención bien definida. No es el momento que hurta el voyeur desde su escondite, sino el ofrecimiento de un motivo que desafía una reflexión y una mirada. Porque en el arte el cuerpo responde no sólo a la seducción, también a la brutalidad que sobre él ejercemos devolviéndonos desnudeces desgarradas, sobrecogedoras, que invitan, cómo no, a mirar de frente la verdad tan a menudo obligada a ocultarse bajo la alfombra. El cuerpo en su desnudez no necesita de intermediario con el mundo, está en relación directa con el mundo y reacciona directamente ante él. Por eso en el espacio del cuerpo, de su mostración impúdica en el ejercicio de la desnudez, siempre hay veracidad, siempre hay verdad, aunque sólo sea la de un intento de seducción ni siquiera capaz de ocultarse suficientemente a sí mismo. En esa veracidad, en esa inmediatez atisbo también un rasgo de coraje, de valentía, de afirmación. Un ponerse de pie tal cual se es desafiando máscaras, proponiendo humanidad desbordada y, si me permites el tono un tanto exaltado, transgresora hasta de sí misma. Este es quizás el rasgo que de forma más llamativa destaco de la desnudez. Su capacidad de revolver la conciencia de una sociedad, la nuestra, en la que tomar conciencia de uno mismo en su cuerpo como materialidad, como instinto, sexualidad, límiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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te, capacidades e impotencias, es un ejercicio extraño y, a menudo, olvidado. Recuperar la desnudez, recuperar el cuerpo que es nuestra mejor memoria, es darse de bruces con esa vieja compañera tan denostada, la huidiza humanidad, que con tanto empeño como ineficacia nos hemos empeñado en extirparnos a lo largo de todo un siglo (si no más). Va siendo tiempo de recuperar ambas. IBON ZUBIAUR JAVIER MARTÍNEZ CONTRERAS

Diálogo La frase ya obligada para la hermenéutica contemporánea que reza «el diálogo que somos», que Gadamer puso en el centro de la discusión sobre el modelo de una hermenéutica crítica, requiere de un tratamiento antropológico, que al tiempo que pone las bases argumentales (= críticas) de su discusión, abre la cuestión a ámbitos de la cultura considerados para ciertas tradiciones de pensamiento como objetos no filosóficos, por ejemplo, prácticas culturales como rituales mágicos o la circulación de leyendas populares sobre mitos ancestrales. El «diálogo que somos» remite —o debía remitir— de inmediato a la comprensión de las prácticas culturales por las que vamos definiendo nuestras identidades, por las que nuestra condición humana va configurándose al ritmo de los diálogos sostenidos con el mundo y con los otros. De entrada hay que decir que la idea del diálogo como constituyente de la condición humana, surge recortándose respecto a los epígonos, o resabios, de la filosofía de la conciencia que se pretendía monológica. Un solo discurso de la razón —una para todos— suponía una naturaleza humana a final de cuentas acabada en cada sujeto, no necesitada de relación alguna de manera sustancial, epistémicamente autosustentada. Es esta idea del yo racional unitario e inherentemente autosuficiente lo que se pone en crisis con el giro lingüístico de la filosofía, y que llevará a la postre a defender la dialogicidad del yo que requiere del tú para autoconfigurarse. 157

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El logos compartido, dia-lógos, aparece contratastado con la epistemología representacional y sus supuestos, como dijo Gadamer.1 Pero también quiebra, como quiere Derrida, con una idea del hombre inscrita en el logocentrismo que permea desde sus orígenes a Occidente, y, con él, al humanismo como su ideología y su trampa.2 Las sospechas de Foucault sobre la aparición del hombre como tema de investigación hasta antes del siglo XVIII, y la propuesta de «despertar del sueño antropológico» que se inaugura entrado el siglo XIX,3 me parece que van en el mismo sentido crítico, aunque por sus conclusiones no comparta las apuestas de la hermenéutica gadameriana. Por uno o por otro frente, se abrirá la discusión cada vez más en el siglo XX acerca del carácter no monológico del yo, y acerca del carácter dialogal o plural, dividido en todo caso, de lo que llamamos naturaleza humana. Las descripciones de persona que se derivan de este peculiar deslizamiento en la episteme moderna, para usar una fórmula de nuevo foucaultiana, ya no remiten a la idea de una naturaleza humana acabada en sí misma aunque con potencialidades por poner en marcha. Persona remitirá cada vez más a las posibilidades mismas de adquirir un rostro u otro, una condición u otra según las posibilidades de significación del mundo y de los otros, y se atiene así al sentido más latino de la palabra (persona, máscara).4 Las acciones de la persona así considerada vienen a configurar su propia condición, nunca le son exteriores. La acción así definida en cuanto a sus propósitos intrínsecos, es lo que hace del ser humano, como dice Charles Taylor, un «agenteplus» (agent-plus), esto es, un agente que, teniendo conciencia de sus propósitos, abre el campo de significación de su mundo al tiempo que lo transforma con sus propias interpretaciones, y esta transformación del campo significativo va acompañada siempre de una alteración de aquéllos fines y propósitos que determinan su propio estatuto. En esto radica, agrega Taylor, la fuerza del término interpretación cuando es aplicado a la persona entendida como agente con conciencia: no se trata simplemente de una capacidad de descripción representacional, sino de la capacidad de alcanzar nuevos y más complejos fines de la acción, y con ello de transformar radicalmente, ontológicamente, su encuentro significativo con el mundo. 158

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Un rasgo más es esencial a esta explicación dialogal de la persona: su carácter social. El tipo de conciencia emotiva, por ejemplo en los fenómenos de la vergüenza o de la ansiedad, sólo es explicable en el contexto de un espacio público en donde cobra sentido, y fuera del cual desaparace como acto significativo (se tiene vergüenza, por ejemplo, de un acto considerado indigno bajo la mirada de otro, lo mismo que el orgullo sólo aparece en un marco significativo de admiración o reconocimiento en donde otro es el que me admira o me reconoce). En efecto, fuera de los parámetros o criterios sociales que dan significación a los actos, y los humanizan de este modo mediante el diálogo, no tiene sentido hablar de ellos como tales (aunque sí de manera derivada). La cuestión es que tales parámetros sociales sólo valen para quien tiene la capacidad de ponderarlos y hacerlos suyos, sólo tienen sentido, pues, para un agente que además de ser auto-consciente es portador de valores y de la capacidad, incluso, de reevaluar esos valores (esto es, de llevar a cabo una «evaluación fuerte»).5 La actividad correspondiente a una persona es, pues, una actividad eminentemente lingüística. Las significaciones que se abren por la actividad de articulación del ámbito emocional, inherentemente ligado a nuestras evaluaciones autoconscientes, son lingüísticas si por lenguaje estamos entendiendo una actividad general de producción simbólica (del género descrito por Cassirer en La Filosofía de las Formas Simbólicas) y no solamente el habla o la escritura. De este modo, una articulación hermenéutica permite la apertura al mundo mítico, religioso, artístico, de pensamiento abstracto y de vida institucional que nos conforma como seres humanos. Es este tipo de articulación la que toma la forma de la conversación y la dialéctica de pregunta-respuesta propios del diálogo, pues al ser una manera específica de enfocar la realidad, es un cuestionamiento que espera respuesta acerca de sus caracteres, y en esta respuesta el mismo ser que pregunta se ve transformado (enriquecido o empobrecido ontológicamente).6 El lenguaje, en la dinámica del diálogo, crea un espacio público en donde las preguntas se van contestando en común, o bien en donde el mundo de significaciones se va enfocando en perspectivas comunes, lo que equivale a decir en última instancia que es en común como nos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vamos construyendo nuestro ser humano. Somos «participantes de un acto común de enfocamiento del mundo», y dado que es imposible en términos reales una comprensión hecha en soledad (ya que toda comprensión es siempre comprensión en el lenguaje, en un horizonte de sentido mundano), se puede decir que en la medida que la articulación aporta claridad al lenguaje, esta claridad depende de su presentación en un espacio público. Y ya sea, argumenta Taylor, en la dimensión de una «pequeña conversación», la sostenida en las relaciones más íntimas —familiares, de pareja—, como en la conversación sostenida en el espacio público establecido en las instituciones, en el discurso político, nuestro estatuto como personas está en juego por igual. Hacerse de la propia personalidad, depende de la capacidad de conversación en sentido fuerte, esto es, de la capacidad de intercambio lingüístico propio de mi cultura, de mi comunidad, en donde las significaciones característicamente humanas son abiertas (y aquí Taylor utiliza a propósito un término claramente heideggeriano) por la interpretación que se enraiza en el lenguaje.7 Es ésta una descripción de la acción humana, de la cual se deriva una noción de la condición humana, que puede llamarse sin mucha violencia en los términos posmetafísica. Si por metafísica se entiende un pensamiento que desde un lugar distinto al quehacer humano (sea el que fuere) quiere definir a éste, no puede ser la óptica correcta de la articulación de las significaciones del mundo, enclave de la autointerpretación que distingue a una persona, o bien, que da los rasgos para poder llamar a un agente con el apelativo de humano. Ver la articulación lingüística como una operación prioritariamente interior, perteneciente al sujeto en cuanto a lo que éste es en su mundo y en su capacidad finita de conocimiento, fue un logro que se consiguió gracias al pensamiento moderno acerca de la personalidad unificada. El aspecto criticable de esta concepción moderna de la persona no es tanto su interioridad, sino que en la mayor parte de los casos la reduce a «poder de representación» de un sujeto trascendente desencarnado. Más allá de esta capacidad meramente epistémica, la articulación hermenéutica del mundo se muestra como una competencia vivencial de un sujeto en su mundo que, abriendo los campos significativos de lo mítico, lo reDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ligioso o lo místico, no los explica desde fuera, sino, como dice la escuela hermenéutica desde Heidegger, desde el interior del «predicamento humano», desde su contingencia, carácter histórico o lugar moral de decisión. El lenguaje es, en este sentido postmetafísico, lo definitorio en el ser humano. Y lo es sólo en la medida en que es el patrón de nuestra actividad de expresión de cierta forma de ser en el mundo, la que corresponde a la conciencia reflexiva que sólo puede operar en un desplegamiento contrastivo respecto al trasfondo lingüístico que nunca se puede dominar por completo, pues siempre lo significativo escapa a los intentos de mera representación racional, y que al mismo tiempo está siempre reconfigurándose por la actividad articuladora del intérprete. Como el trasfondo lingüístico nunca puede ser abarcado exhaustivamente, pero al mismo tiempo es lo que permite la actividad de reconfiguración de lo significativo del mundo que propiamente llamamos humana (de simbolización del mundo, en toda la gama artística, mítica, religiosa, de pensamiento abstracto, etc., que la conforma), se puede decir que establece una dialéctica entre necesidad y libertad, entre la forzosidad de tener que expresar lo que tiene sentido para nosotros dentro de un horizonte ya dado, y la libertad de modificarlo según ciertos parámetros de lo que contrastivamente consideramos qué es más importante o digno o justo, etc., que otra cosa. Lo que llamamos «el yo» en una clara resonancia moderna, la persona entendida como portadora de habla, de derechos, de aptitudes y capacidades autorreferenciales, tales como la capacidad evaluadora y reevaluadora del mundo o la capacidad de reflexión sobre la vida emocional, tiene que ver así, podemos decir en inspiración hegeliana, con un espacio ético en donde la propia identidad sólo se gana en relación con otras identidades, relación que siempre se establece en términos de encuentro u oposición dialógica. La empresa autointerpretante que somos puede llamarse así un «yo dialógico».8 Es a raíz del giro moderno sobre lo que es esencial para una persona, lo que antes quizá, dice Taylor, se habría llamado «alma», que el «yo» se define como un poder de reflexión radical, esto es, no solamente como autopercepción o autoconocimiento (cosa que puede encontrarse en muchos de los pensadores llamados antiguos o premo159

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dernos), sino como autoresponsabilidad sobre la experiencia subjetiva, es decir, no solamente descripción sobre ella sino autoproducción. Claro que bajo el ideal cartesiano de claridad y distinción de las ideas, el giro sobre el «yo» terminó en una posición que lo veía como no comprometido o vinculado con el mundo social (y sus demandas de autoridad y seguimiento de sus prejuicios) y como ajeno respecto a su propio cuerpo, y es hasta la crítica romántica que el ideal de descripción de la experiencia subjetiva se lía realmente con el ideal de autoproducción o autoexpresión, y se abre así al todo social y a la materialidad del propio cuerpo como esenciales en la autodescripción que hace el yo de sí mismo. Esta autodescripción, afirma Taylor, incluye siempre «autocaracterizaciones morales y éticas, esto es, descripciones que nos sitúan respecto a algunos bienes, o estándares de excelencia, u obligaciones que no podemos simplemente repudiar».9 De este modo, la clase de identidad que caracteriza nuestro yo siempre nos relaciona a un espacio ético, que niega la idea moderna, no criticada aún por el romanticismo, de que somos meros individuos capaces de hacer representaciones de un mundo que «está ahí afuera», o lo que es lo mismo, la idea de que somos «sujetos monológicos». Para el sujeto monológico en esta versión pre-romántica del yo, los otros agentes y las cosas del mundo aparecen como «objetos entre los objetos» por igual, lo que quiere decir que no los necesita esencialmente para ser lo que él es. El sujeto monológico prioritamente es una «interioridad», una «mente», una conciencia cerrada en sí misma. El problema de esta concepción de la subjetividad, es que se aleja artificiosamente del acto concreto de comprensión del propio cuerpo, del otro y del mundo, acto que es el norte de una noción coherente de lo que el hombre es como ser en el mundo. La diferencia crucial de una visión preromántica monológica del yo, y una óptica que, aunque toma la fuerza del giro moderno hacia el yo, la critica radicalmente, y que se identifica una vez más con Heidegger, Merleau-Ponty o el último Wittgenstein, es la que describe al yo como esencialmente comprometido con sus prácticas en el mundo, y es capaz de articularlas. En clave tayloriana, podemos decir que este compromiso pone al cuerpo y al otro bajo una nueva luz. Por un lado, el cuerpo no es enten160

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dido nada más como «un ejecutante de los fines que ideamos o como el lugar causal de las representaciones que forjamos», sino que la «comprensión misma está encarnada», el cuerpo no es un objeto que acompañe a la conciencia, sino que es su materialización. Así, mi conocimiento del mundo no es meramente representacional sino es un «saber cómo», un saber cómo conducirme entre las cosas que me son familiares, un saber también expresado en mis actitudes morales, o evaluadoras de mi mundo en general, que involucran posturas corporales (por ejemplo, la actitud del macho, o del tímido, o del sensual, etc.), que revelan a su vez mi forma de ser en el mundo, mi orientación significativa. Por otro lado, «el otro» comprendido por el yo que se compromete con sus prácticas en el mundo, aparece como alguien que rompe con la idea del «agente aislado» propia del modelo epistemológico cartesiano, y se considera parte de una dinámica que integra a los agentes en un «nosotros» indiscernible, dinámica que puede describirse como «un mismo ritmo» en la acción (por ejemplo, en una conversación, el acompasamiento entre el asentimiento, las palabras dichas y las actitudes corporales de los interlocutores). Es este «ritmo», esta coordinación dialéctica de las empresas humanas, lo que se puede llamar acción dialógica.10 Lo que se puede llamar, pues, vida humana o acción de índole humana propiamente, es aquella acción llevada a cabo en un espacio común de prácticas, que, desde varios niveles y en distintas expresiones, nos pone en la situación lingüística de una significación del mundo compartida, lo que equivale a decir de una identidad compartida en el diálogo.11 El yo surgido en el espacio social dialógico, no preexiste al encuentro que, pudiendo darse en las figuras de lo íntimo o de lo público en la amplia gama del lenguaje simbólico, toma la estructura general de la conversación (esto es, la estructura de la pregunta-respuesta en la interacción social). Tampoco aparece después del encuentro dialogal, como si fuera un resultado de una serie de operaciones que se dejaron en el pasado y de las que hoy se goza de su fruto, o bien, como si el otro hubiera sido introyectado en mi yo gracias a un trabajo psicológico de absorción de su identidad. Más bien, el yo surge en la conversación, en el medio o trasfondo del lenguaje, y las identidaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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des de los que entran en el circuito de la conversación se van ganando en la medida en que van teniendo contacto con los rasgos diferenciales de su interlocutor (por ejemplo, en la medida en que tengo contacto con rasgos de otras religiones, de otros usos sexuales o de otras formas de expresión estética, los míos se van transformando, enriqueciendo o empobreciendo, dependiendo del punto de vista adoptado, pero en todo caso mi identidad es algo que se va configurando en tales encuentros). En cada decisión que marca el encuentro de interacción en el medio del lenguaje, y que por tanto dirige el rumbo de mi propia empresa humana, está implicada una reflexión ética. No se trata simplemente del seguimiento de ciertos cánones de acción ya estipulados, transparentes para el agente en cuestión. Tampoco se trata de una determinación inscrita en lo que podríamos llamar naturaleza humana, y según la cual sencillamente nos dejaríamos llevar, arrastrados por su cauce como si de una fuerza ajena a nosotros mismos se tratase. Al contrario, se trata de una reflexión que supone la advertencia de los fines que están en juego, y, aún más, supone querer alcanzar libremente esos fines. Pero, como hemos dicho, como tales fines no están dados de antemano, así como tampoco los medios instrumentales para alcanzarlos, sino que es necesaria una labor de averiguación acerca de cuáles sean y en qué momento y circunstancia son convenientes o propios, esta reflexión no sólo es ética sino también hermenéutica. El camino para decir que el hombre es un ser que se autointerpreta al tiempo que interpreta —siempre con otros— el sentido de su mundo, se ganó no por la fuerza interna (silogística o de coherencia ideal entre sus términos, podríamos decir) de un sistema de pensamiento, sino por la lectura de corte fenomenológico-hermenéutico de eventos tales como la significatividad de la vida emocional, la necesidad del sentido dialogal de la acción, o el carácter fuertemente cultural o comunitario de las evaluaciones de los parámetros, normas o criterios que guían nuestras acciones. Es por esto que puede decirse que el norte de la relación dialógica entre actores sociales, es la unidad de sentido de la acción interpretante que distingue al hombre como tal, y no una idea del hombre o una antropología filosófica elaborada a priori a esta acción. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Se trata de una acción que es a un tiempo una articulación y una reconfiguración de ella misma. Una articulación porque su sentido depende de la dimensión más amplia del trasfondo lingüístico en el que está tejida, dimensión que nunca puede ser agotada exhaustivamente, sino sólo descrita y provisionalmente abierta en una praxis hermenéutica. Una reconfiguración porque cada articulación provoca, a su vez, una modificación sustancial del sentido de la acción, y con ello una «evaluación fuerte» éticamente relevante. En este doble juego hermenéutico-ético, cuyos marcos siempre son culturales, forjados en una comunidad dada, ganamos o perdemos lo que llamamos dignidad, identidad o estatuto humano. Es decir, ganamos o perdemos dialogicidad. Damos pie así a hablar de las características de la comunidad en que tenemos esta ganancia o pérdida ónticas, de las implicaciones hermenéuticas de la acción dialógica surgidas en su ámbito, lo que equivale a decir, de su carácter esencialmente abierto, así como del compromiso ético de tolerancia que supone el encuentro con lo diverso que de cultura a cultura, y hacia dentro de un mismo contexto cultural, se presenta. Damos pie así a hablar del diálogo no sólo como un epifenómeno de la humanidad o la personalidad ya acabadas como naturaleza sustantiva, sino como estructuración inherente a la condición humana considerada como obra por hacerse, como posibilidad de lograrse o no lograrse. Se abre, pues, la consideración de la existencia humana como existencia dialógica radical. Notas 1. Gadamer, Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, España, pp. 305 y ss. 2. Cfr. J. Derrida, «Los fines del hombre», en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 1998. 3. M. Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1991, p. 333. 4. Cfr. Corominas, Joan, Diccionario Crítica Etimológico Castellano e Hispánico, vol. IV, Gredos, Madrid, 1981. 5. Taylor, «The Person», en ob. cit., p. 271: «El lenguaje, resumiendo, nos capacita para advertir aquello de lo que hablamos en un modo que no tiene analogía con los animales no-lingüísticos. Ser capaz de hablar significa hacer de ello el foco en una manera que es peculiar al lenguaje. Y esta clase de foco nos permite tener una perspectiva articulada de la materia en cuestión, y así ser articulados por ella». 161

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6. Ibíd. 7. Ibíd., p. 276. 8. Ch. Taylor, «The Dialogical Self», en J. Bohman y D. Hiley (eds.), The Interpretative Turn, pp. 304-314. 9. Ibíd., p. 305. 10. Ibíd., p. 311. 11. Ibíd.: «Gran parte de nuestra comprensión del yo, la sociedad y el mundo es portado en prácticas que consisten en acciones dialógicas. Me gustaría defender, de hecho, que el lenguaje mismo sirve para instaurar espacios de acción común en multitud de niveles, privados y públicos. Esto significa que nuestra identidad no es simplemente definida en términos de nuestras propiedades individuales. También nos coloca en un espacio social. Nos definimos a nosotros mismos en términos de lo que aceptamos que es nuestro lugar indicado dentro de acciones dialógicas».

PABLO LAZO BRIONES

Dinero La reflexión que aquí se presenta se propone comprender una institución como el dinero que, precisamente por su presencia constante en nuestras vidas, es una gran desconocida. Inexpresiva, ambivalente, bifronte, en definitiva, jánica, nos liga, al mismo tiempo, a la escasez de medios materiales inherentes al horizonte conflictivo de la relación social y, por compensación, a escenarios utópicos y ucrónicos en los que la abundancia y la prosperidad parecen bañar nuestras vidas. Por un lado, regula nuestro comportamiento en sociedad canalizando las pasiones humanas. Al mismo tiempo, despierta en nosotros sueños de grandeza, hasta convertirse en una obsesión, ejerciendo un magnetismo que provoca actos transidos de desmesura. Comparece en nuestra modernidad como expresión de cálculo y de previsión en la conducta, al tiempo que convoca el elemento más visceral que pervive en el alma humana. Su anhelo nos hace pensar en desafíos, retos y empresas que contemporizan con la idea de infinito en el hombre. Algo de fantasmagórico, distorsionador y diabólico tiene su redondez. No en vano, nos hace ver lo que no es, nos ilusiona como una meta imposible, nos proyecta hacia horizontes de plenitud, nos atrae hasta el punto de desatender valores como la amistad, 162

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la libertad, la dignidad. Lo mejor y lo peor constituyen sus dos potencialidades. Sin duda alguna, fuerzas y energías de enorme poder se mueven a su alrededor. La pretensión del hombre de querer poseerlo choca una y otra vez con un límite que le recuerda lo precario de su condición. Ante el dinero se revela nítidamente la indigencia ontológica de la condición humana. En un caso, para aquellos que lo ansían por cuestión de necesidad y topan de continuo con su escasez debido precisamente a que tiende a concentrarse en pocas manos. Pero también en el caso de quienes lo poseen en grandes cantidades, ya que por la lógica secreta del dinero la aspiración del hombre no conoce límites a su acumulación, siempre quiere-más en una carrera inacabable e imposible hacia la plenitud terrenal. El oscuro enigma que encierra el dinero invita a las ciencias sociales a estudiar profundamente una realidad social tan ordinaria y, al mismo tiempo, tan extraordinaria, tan pegada al presente inmediato y tan dada a trascenderlo. Si algo caracteriza a las ciencias sociales es, precisamente, desandar lo andado por la acción social, re-cordar los olvidos1 inherentes a unos mecanismos de reproducción social que sepultan la creatividad de la acción bajo el imperio de la repetición y la inercia. Sólo así se comprende el gesto mixtificador del hombre moderno ante algo tan común y usual como el dinero. A los ojos del individuo arrastrado por la magia del dinero, éste funge como una deidad que se abstrae de las relaciones sociales, que vive ajena a cualquier tentativa de control humano y que promete dicha eterna y reputación a quienes son capaces de apropiársela. Sin embargo, las ciencias sociales no pueden reafirmarse en esta tesis si mantienen vivo su espíritu fundacional, de tenor ilustrado, relativo a hacer transparente una acción humana que acaba ocultando su creatividad bajo la espesa capa de prejuicios, automatismos e hipóstasis. Sin embargo, la influencia de la ciencia económica en las ciencias sociales no favorece esa labor esclarecedora. Por lo menos en lo que respecta al dinero precisamente por la excesiva dependencia que en este caso aquéllas manifiestan respecto a la categorización económica. A pesar de los esfuerzos recientes de autores como Ch. Deutschmann, H.J. Haesler y, en especial, V. Zelizer, la hegemonía del enfoque funcionalista propuesto por Parsons y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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reproducido, con matices novedosos por Luhmann, es incontestable a la hora de acometer la tarea de analizar el dinero en la sociedad contemporánea. Ello supone identificar (aproblemáticamente) el dinero con un mero medio aséptico, anónimo, semiológico que, despojado del aroma de la interacción social, reduce la complejidad adquirida por las sociedades tardomodernas globalizadas cuyos procesos de intercambio deben prescindir de las gramáticas locales y asumir simbolismos vaciados de sentido pero comúnmente compartidos. La perspectiva de fondo que anima la propuesta de Parsons es la de favorecer la vigencia social de lenguajes que promueven la estabilidad de un sistema cuya hiperdiferenciación funcional abre las puertas a mayores niveles de inconsistencia y precariedad. No en vano, a mayor número de unidades a armonizar, más simplicidad en las mediaciones comunicativas. Como sugiere Parsons, el dinero, en tanto que medio, consiste en ser socialmente útil. En este sentido, y siguiendo esta línea de pensamiento, el dinero sería el símbolo que permite a los actores gestionar racionalmente la escasez de recursos materiales. Su contribución al resto del sistema social es adaptativa, esto es, promueve un ajuste entre medios y fines. Habiendo determinado nivel de riqueza el dinero aporta al actor mecanismos de ajuste y adaptación al mismo. Remite a lo meramente útil y, por ende, apunta a una racionalidad humana de marcada impronta teleológica. Aporta realismo a la vida de los actores, dibujando el horizonte de acción (aspiraciones, anhelos e ideales) en el que debe desenvolverse su vida sin poner en peligro la integridad del orden social. En definitiva, las ciencias sociales, con herramientas categoriales procedentes de la ciencia económica, ligan, con carácter exclusivo, el dinero a la dictadura de la escasez material, tratándole como medio técnico que dice adaptación del individuo al (escaso) volumen de riqueza al que puede aspirar en sociedad. Sin embargo, la óptica hermenéutica (aquí empleada), que apunta más que a lo que hay a lo que significa el hecho social, invita a hurgar en la inter-acción, en las gramáticas axiológicas, en las tramas de sentido, consciente de la deuda que toda institución tiene con el nutriente simbólico que la anima. Un esfuerzo de este naturaleza recuerda que, a lo largo de la historia de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la civilización, el dinero ha estado muy próximo a ideas como abundancia, prosperidad, exhuberancia, en definitiva, riqueza (material, vital y cósmica antes que económica). Restos de estas significaciones que proceden de los ritos sacrificiales de las culturas mediterráneas (y de otros reductos culturales) perviven en toda acción humana dedicada a hacer(-se) dinero, a hacer-se rico, a enriquecer-se y, en el extremo, a per-durar y a in-mortalizarse. El dinero sagrado que nace de la víctima sacrifical cuyos despojos alimentan la recreación cósmica, la perdurabilidad del oro como estímulo de la acción del hombre burgués e, inclusive, las vivencias de re-nacimiento y re-juvenecimiento que, según Tad Crawford,2 encierra el crédito en el hombre posmoderno al re-lanzar sus posibilidades de pago, apuntan a la familiaridad del dinero con la idea de trascendencia. Por todo ello, como insinúa Ch. Deutschmann,3 es esta descripción estrictamente economicista del dinero centrada en la escasez material y en la adaptación la que es poco o nada realista. El motivo no es otro que el del irrefrenable potencial del dinero para reproducirse sin tregua. O dicho de otro modo, las señales que el dinero envía al individuo no son precisamente las de racionalidad y autocontrol, sino las relativas a enriquecimiento, aventura y desafío, como ya sabían Sombart y Veblen. Sin dejar de mirar al orden en calidad del instrumento técnico, el dinero no deja de evocar otros escenarios, otras relaciones sociales, otros sistemas de producción, otros valores que, hasta no hace mucho, ha promovido la burguesía, como decía Marx, en aras de un mayor beneficio económico. Proponer al dinero como un medio supone desatender el potencial de auto-trascendencia que late en la vida de los hombres y las sociedades. Significa despojarle del tejido motivacional que le hace circular en un sentido o en otro. En definitiva, el dinero nunca ha dejado de estar activado por lo imaginario como magma de valores e ideales que constituye la simiente de toda estructura(ción) de la sociedad. A su través se reactivan los sueños de grandeza, prestigio y reputación del hombre, se atisban aventuras y desafíos (empresariales y profesionales) que compensan el tedio y el hastío de nuestras sociedades, se contempla posibilidad(es) de acción donde sólo parece imperar el tono monocorde de los hechos. El 163

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dinero lleva tras de sí la estela de lo imaginario y de la transgresión. Más aún, esta categorización economicista, acaba olvidando el episodio mítico de una modernidad que hace del dinero y de su búsqueda racional principio de organización social. La Ilustración escocesa, como muy bien recuerda A.O. Hirschman,4 vive la fe y la esperanza de alcanzar una prosperidad humana a través de la promoción universal del mercado como forma de vida que purifica el comportamiento humano y contiene las pasiones destructivas. O dicho de otro modo, conviene empezar a recordar que la modernidad se proyectó en un escenario social basado en aquella pasión que, por su consistencia, contribuía a comportamientos previsibles y mediados por el cálculo desapasionado como soportes de una convivencia pacífica. La reflexión social contemporánea ha olvidado el fondo semántico de la modernidad para hipostasiar los gestos calculatorios de un actor que pretende prever y controlar y, con ello, oscurecer cualquier crecida de la pasión de la que, precisamente, su acción es oriunda. El análisis que viene a continuación se pretende como un acercamiento interpretativo a la realidad social del dinero convertida en una ventana abierta a las diferentes sensibilidades simbólicas que han constituido la aventura humana. De este modo se va a incidir en que, además de medio técnico, impersonal y anónimo, el dinero ha atravesado varios momentos simbólicos a lo largo de la civilización humana. Se trata de verificar, previo cotejo con la historia y con la realidad más inmediata, que la biografía del dinero contiene fases, avatares, edades pertenecientes a otras tantas cosmovisiones culturales acaecidas en la historia del hombre. Una opción epistemológica que posibilita la realización de esta reflexión es la que ofrece la metodología hermenéutica. A partir del surco teórico abierto a mitad del siglo pasado por Martin Heidegger y su discípulo H.G. Gadamer en lo que se ha dado en llamar el giro lingüístico en filosofía, las ciencias sociales entrevén tras toda forma social una interpretación de fondo. La situación del hombre en el mundo se encuentra mediada por una delimitación imaginaria de lo real. El asentamiento del hombre en el mundo, antes que otra cosa, es estético ya que consiste en colorear una parte y oscurecer el 164

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resto. Esta tarea de selección y de deslinde estético (con la que se desata nuestra acción) perfila esa metáfora que somos y con la que nos confudimos fundacionalmente. Pues bien, comprender el dinero necesariamente pasa por situarlo en su mundo-de-lavida, en su juego de lenguaje, es decir, en el cableado imaginario que carga de sentido las instituciones (económicas, políticas, religiosas, estéticas) de cada sociedad. Interpretar las tramas simbólicas que jalonan la biografía del dinero supone desenterrar la experiencia antropológica que apadrina cada lenguaje social, cada gramática simbólica que esconde algo irreductible y único, como es el sentido. Sólo al trasluz de este ejercicio de comprensión se puede entender al dinero en aspectos como los relativos a su significado, su soporte material, su función, su legitimación, su ámbito de circulación, etc. Y al mismo tiempo, sólo de esta forma se puede relativizar la vigencia de una tesis sociológica (el dinero como medio) que, lejos de esclarecer, oscurece y distorsiona la realidad compleja que el dinero contiene. Oswald Spengler afirma en su obra La decadencia de Occidente que «toda vida económica es la expresión de la vida psíquica».5 Esta tesis viene a reincidir en la idea de que toda institución descansa en pautas de valor que en cada decorado social sintetizan estéticamente los elementos del mundo bajo la forma de unidad irreproducible en otra experiencia social. El valor sería la relación que hace de red que auna los elementos que constituyen una trama de sentido. De esta suerte las partes o instituciones no se pueden entender si se prescinde del todo semántico que las hace posible y al que, por otra parte, expresan. El dinero, el estado, el matrimonio, la familia, el arte, etc., no son realidades en sí de las que puedan lanzarse tesis con carácter ahistórico. Su análisis debe tener en cuenta el horizonte de valor que hace posible hablar de mundo(s), de cultura(s), de (juegos de) lenguaje(s). Ante aquél sólo cabe interpretar para explicar porque toda sociedad es siempre un acontecimiento semántico que precede y hace posible la efectividad de los hechos. Con ayuda del enfoque hermenéutico se constata que el dinero es vario en sus modos de expresión y es unitario en su significación, tesis que se corresponden con lo propiamente diacrónico y lo sincrónico. Dicho de otro modo, el dinero ha vivido diferentes momentos simDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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bólicos (los de derivación ritual, medio y fin en sí mismo) enraizados en distintas cosmovisiones culturales pero bajo el signo de un mismo trazo arquetípico: el de la materia que dice prosperidad, abundancia, infinitud, en definitiva, riqueza relativa, como se verá, al cosmos, al individuo/sociedad y al sistema económico sucesivamente. En efecto, en sus orígenes el dinero es una derivación del rito. Como ya decía Durkheim para el conjunto de las representaciones colectivas, nace de la experiencia religiosa de las sociedades simples. El templo es la institución que le ve nacer. El cerdo que, en calidad de tótem sagrado, se sacrifica en las culturas mediterráneas en favor del mantenimiento del cosmos, funge, tras el rito, como lo que vale para el conjunto de la sociedad, como aquello que discrimina, por su carga de sacralidad, entre valor y no-valor. De igual modo, en la cultura trobiand el rito suntuario, más cercano a la competitividad simbólica entre grupos sociales, promueve la concha como objeto sacramental por definifición, que, además de servir básicamente para pagos ceremoniales, también se ocupa, excepcionalmente, de otros pagos más cercanos a lo estrictamente comercial. También la Grecia clásica, apoyada en los ecos míticos procedentes de otras épocas cercanas en el tiempo, privilegia el valor del oro que, al sugerir solidez, pureza y perdurabilidad, comparece como el soporte material de una moneda que se corresponde, en lo económico, con el Ser inengendrado, perdurable y abstracto que, como gran mito/metáfora de esta cultura, hace posible la reflexión filosófica y el rito político de la ciudad. En este primer momento del dinero destaca su carácter simbólico, su procedencia ritual y su legitimación religiosa. Con su circulación social se pretenden intercambiar significados con la divinidad y con los otros grupos. En este caso la materialidad del mundo juega un papel destacado como gran reserva de valor ya que el tótem, luego revertido en dinero, nace por analogía con aquello que se presume lo más valioso de la naturaleza. Tras las primeras formas de dinero representadas por el tótem se encuentra el afán de aquellas primeras sociedades por contribuir a la regeneración simbólica de la Madre Naturaleza. Su origen está ligado a la promoción de la abundancia, de la exhuberancia y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de la riqueza natural. Se trata de recrear la vida para que no se estanque su ciclo. Por otra parte, en la modernidad la pasión económica hegemónica impregna una forma de vida en la que el protagonismo del dinero es absoluto. La creencia del enriquecimiento individual como mecanismo favorecedor del orden social le convierte en el gran medio de la acción individual. No en vano, la prosperidad ha de lograrse a través de procesos desapasionados gestionados por el cálculo y mediados por el acuerdo y el pacto. Se trata de la fase sociocultural del dinero en la que éste aparece como medio al servicio de la prosperidad del individuo que, indirectamente, favorece el bien social. En este caso, las palabras y las cosas se separan y, por tanto, el simbolismo ya no ocupa un lugar destacado a la hora de definir lo que sea el dinero. De hecho, en una época cultural que desvitaliza y desanima la materia (res extensa), ya no pueden esperarse de ella semejanzas que resuenen en el mundo de las representaciones de una sociedad que piensa el dinero, y el resto de la realidad, como un mero medio al servicio del hombre. De este modo, el dinero muestra un carácter semiológico en la institución por antonomasia, el mercado, cuya legitimación de naturaleza política es encarnada por el Estado. De ahora en adelante, lo que vale es la representación monetaria de la riqueza áurea ya que ésta va desapareciendo de la circulación económica en favor de formas como monedas de cobre o el papel y el plástico que no valen materialmente y, además, y sobre todo, agilizan y simplifican las operaciones económicas de un capital móvil que transita a lo largo y ancho del mundo. Por último, el período postmoderno de la historia promueve el consumo y el esteticismo como soportes semánticos de una nueva forma de vida. De hecho el consumo es estético, es decir, es consumo de imágenes, estímulos y reclamos que, procedentes de la industria cultural, favorece la novedad y, sobre todo, la recreación de la identidad nómada de un hombre sin atributos. En este humus cultural dado a la novedad y a la sorpresa el dinero aspira a circular, a reproducirse, a no detener su flujo. Sin más, pretende subsistir. Se ha convertido en un fin en sí mismo de un sistema económico al que dota de un mayor grado de diferenciación interior creando su propio mercado de 165

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dinero (mercado financiero) en el que el dinero vende y compra dinero para que el consumo/el gasto/el pago no se detenga y, con él, el propio dinero. De este modo, se naturaliza el en-deudamiento en nuestras vidas fomentado por instituciones públicas (Fondo Monetario Internacional, bancos centrales, y a su través, bancos comerciales) y, como gran innovación de la época actual, por instituciones privadas (Multinacionales y Grandes corporaciones y consorcios) que hacen circular dinero por el espacio de los flujos sin ningún control político. De puro querer circular y desplazarse en tiempo real el dinero se ha librado de la materia y de simbolismos políticos. Se ha volatilizado convirtiéndose en una entidad puramente digital que circula a la velocidad de la luz por la red. Por lo mismo en este momento sociocultural el dinero olvida su pasado simbólico y semiológico. Se convierte en un simulacro que hace pie en la nada, en una realidad ingrávida y flotante y vive de expectativas y previsiones sobre el futuro en el presente. Su legitimación emana del propio subsistema económico autopoiético y autorreferencial y su nuevo campo de acción es la red virtual en la que fluye, ya ligero de materia y simbolismo, en tiempo real en un mercado integrado globalmente. Esta argumentación de carácter diacrónico tiene una correspondencia en el nivel sincrónico. A su través se ha constatado que el dinero liga su suerte a la de la prosperidad del cosmos, del individuo/sociedad y del sistema económico. En el primer caso nace al calor del sacrificio favorecedor del ciclo cósmico, en el segundo remite al individuo moderno que quiso producir riqueza y confundir su identidad con el oro (que aquél representaba), en el último tramo de su biografía el dinero se tiene a sí mismo como objetivo en una cultura dada al gasto compulsivo. De todo esto puede deducirse que tras el dinero late el arquetipo de la materia, en concreto, su querer-vivir, su perdurar, su per-vivir, su re-producirse infinitamente. El dinero se encuentra movido por el ímpetu ciego de la materia que la lleva, como a él, a multiplicarse, reproducirse, excederse, crecer sin límite. Vive asociado al querer-vivir del cosmos, del individuo y del subsistema económico. Hay algo en él que dice ímpetu, fuerza, transgresión, potencia, desmesura, ctonía. Sin lugar a dudas, hablar del dinero es apuntar a lo telúrico, a lo visceral, a la hybris que mueve la realidad. Su 166

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riqueza evoca, más o menos explícitamente, a la riqueza mirífica y ubérrima de la materia. Su fecundidad, su fertilidad, su inagotabilidad, su expansión sin límites está detrás de cualquier forma de dinero que garantiza la continuidad de la vida, del individuo propietario y del subsistema económico. Curiosamente dos hermeneutas de reconocido prestigio como Gilbert Durand y Andrés Ortiz-Osés dirigen sus pensamientos en esta dirección. Este último en uno sus aforismos más recientes incide en «el dinero como mater materia sutilizada: el dinero como tela (la urdimbre simbólica)».6 Y, por otro lado, la tela (el tejido, el hilo) es, en palabras del simbolista francés, «ante todo un lazo, pero es también una relación tranquilizadora, es símbolo de continuidad, sobredeterminado en el inconsciente colectivo por la técnica «circular» o rítmica de su producción. El tejido es lo que se opone a la discontinuidad, tanto al desgarramiento como a la ruptura. La trama es lo que está debajo».7 En esta dirección que incide en la inagotabilidad de la materia como el hilo o hilado con el que se zurcen las costuras de la realidad conviene recordar al poeta José Ángel Valente: «El espíritu es la metáfora de la infinitud de la materia».8 Las aportaciones de estos tres autores inciden en la materia como lo ilimitado, lo inagotable, lo sin-fin. En definitiva, la materia como materia prima sobre la que el hombre imprime formas en sus creaciones que, en muchos casos, como en el de la objetividad e impersonalidad del dinero, oscurecen y acallan el fondo i-limitado y abismal del que se sirven. Por tanto, frente a la frase del emperador romano Vespasiano, pecunia non olet, conviene recordar que el dinero sí huele. Es materia. Pasión baja. De puro tocar fondo en ella, nos da el impulso para trascender nuestra circunstancia. A través del dinero transpiran nuestras emociones, ambiciones, vanidades, complejos, anhelos, que nos hermanan con el estercolero de la materia. Junto a su rostro amable, dado al cálculo frío, fluye a su través la vileza y la visceralidad humanas. No sólo es un puro medio. También es el vehículo del que se sirve el ansia de trascendencia humana bajo formas como la reputación, la distinción, el reconocimiento, la vanidad, en definitiva, la abundancia y la prosperidad. Por todo lo dicho, los rasgos tan comúnmente asociados al dinero como los de indifeDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rencia, amoralidad, ambigüedad, ambivalencia adquieren un novedoso cariz. Precisamente por integrar, de una u otra forma, la significación de la abundancia, en su ser pervive una total carencia de límites o, dicho positivamente, lo i-límite. Por mucho que el hombre moderno ha pretendido regular su circulación y compensar los efectos nocivos derivados de su tendencia a la acumulación, en definitiva, introducir cierto control ético en la agenda del dinero, éste, tarde o temprano, acaba mostrando su faz más terrible y espantosa. No en vano, no conoce límites ni control, siempre quieremás. Su ser dice hybris, ceguera, a-moralidad, in-diferencia. No conoce punto de llegada a su fluir, no logra, por tanto, armonizar los elementos del mundo en un estadio final carente de contradicciones como planteaban las utopías marxista y liberal. Por lo mismo, a su sombra se esconde la idea de tragedia. El dinero y la tragedia van de la mano porque su querer-más se produce a costa de muerte, dolor y sufrimiento. El dinero apunta a la escisión, a la tensión y al conflicto como su otra parte necesaria. El dinero que nace al calor del rito sacrificial lleva en su seno el recuerdo de la vida y de la muerte como sus dos momentos irreductibles entre sí, la presencia de la abundancia de la vida que se re-crea sacrificando a sus criaturas. En la modernidad la tendencia del dinero a multiplicarse hace que se concentre en pocas manos que están ávidas de él y, por tanto, su circulación siempre provoca fractura y contradicción. En la postmodernidad el dinero reproduce su circulación a partir de decisiones que son autorreferenciales y autopoiéticas desde el punto de vista del subsistema económico y a-morales en relación a los efectos que las mismas pueden producir en otros subsistemas. Notas 1. Consúltense los trabajos de T.W. Adorno/M. Horkheimer, Dialéctica de la ilustración, (Trotta, Madrid, 1994); J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales, (Tecnos, Madrid, 1996); A. Giddens, The Constitution of Society, (Polity Press, Cambridge (Ingl.), 1997), Z. Bauman, Liquid Modernity (Polity Press, Cambridge [U.K.], 2000); A. Melucci, Vivencia y convivencia (Trotta, Madrid, 2001). 2. T. Crawford, The Secret Life of Money, Putnam’s Sons, Nueva York, 1994. 3. Ch. Deutschmann, Die Verheissung des absoluten Reichtums, Campus Verlag, Frankfurt, 1999. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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4. A.O. Hirschman, Las pasiones y los intereses, Península, Barcelona, 1999. 5. O. Spengler, La decadencia de Occidente (vol. II), Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, p. 547. 6. A. Ortiz-Osés, Co-razón, M.R.A., Barcelona, 2003, p.165. 7. G. Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Taurus, Madrid, 1981, p. 306. 8. J.A. Valente, Obra poética. Material memoria, Alianza, Madrid, 1994, p.12.

CELSO SÁNCHEZ CAPDEQUÍ

Dios Un mundo mayor de edad, que no necesita la hipótesis de Dios El 5 de abril de 1943 el teólogo y pastor luterano Dietrich Bonhoeffer entraba como prisionero en la sección militar de la cárcel de Berlín-Tegel por haber atentado, de pensamiento, palabra y obra, contra Hitler y el régimen nazi. En su estrecha celda, Bonhoeffer vivió cada momento de manera intensa y profunda en un clima de libertad interior que ya quisieran para sí muchas personas que deambulan libremente por las calles. Por su mente pasaban, como las imágenes por la pantalla, los más decisivos acontecimientos nacionales e internacionales en los que él estaba inmerso. Hay un pensamiento sobre el que da vueltas en su celda: el que se refiere a las condiciones de posibilidad, a la razón de ser y al sentido de la experiencia de Dios en un mundo que vuelve la espalda a la religión. El 30 de abril de 1944 escribió una dramática epístola, que constituye una de las primeras llamadas de atención en torno a la secularización: «Nos encaminamos hacia una época totalmente irreligiosa —dice—... Los hombres, tal como ahora son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de “religiosos”, ya no practican en modo alguno su religión». Nos encaminamos hacia un mundo adulto y mayor de edad, que ya no va a necesitar la hipótesis de Dios. «Sin Dios —sentencia Bonhoeffer— todo marcha ahora tan bien como antes». Todavía se recurre a Dios para las «cuestiones últimas», pero, si un día esas cuestiones encontraran respuesta sin recurrir a Dios, ¿qué ocurriría?1 167

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Bonhoeffer reconoce que le resulta más fácil pronunciar el nombre de Dios entre personas no-religiosas que entre personas religiosas. A éstas les echa en cara que consideren a Dios como deus ex machina y que recurran a él como tapa-agujeros de los límites humanos. La religión y la teología cristianas, sigue razonando el prisionero de Tegel, tienen su base en el a priori de la divinidad. El propio cristianismo se ha presentado como un arquetipo —«quizás el verdadero arquetipo», matiza— de la religión. Ahora bien, si se demuestra que dicho arquetipo no era más que una expresión cultural transitoria y que los seres humanos se tornan irreligiosos, las consecuencias para el cristianismo son de gran calado. Preguntas sobre Dios que queman en los labios Este clima lleva derechamente a plantear una serie de preguntas en torno a la posibilidad de la trascendencia religiosa y de la experiencia de Dios, en un mundo secularizado como el que se ha venido construyendo durante los cuatro últimos siglos de modernidad, al menos en Occidente. Son preguntas que van al fondo del problema y se interesan por las consecuencias de la secularización para el futuro de la religión; preguntas que revelan el clima de preocupación e inquietud y que reflejan el estado de orfandad que se cierne tras el silencio, el eclipse (Martin Buber), la muerte (Nietzsche), el asesinato (Wiesel) o la simple ausencia de Dios. Veamos algunas de las más significativas e interpelantes. Después del patético relato del loco que, en pleno día y linterna en mano, anuncia la muerte de Dios en la plaza ante el regocijo de la gente allí reunida, Nietzsche lanza en La gaya ciencia una serie de interrogantes a cuál más estremecedor: Pero, ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos al desatar esta Tierra de su sol? ¿Hacia dónde va ella ahora? ¿Adónde vamos? ¿Alejándonos de todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Existe todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del vacío? ¿No hace ahora más frío que antes? ¿No cae constantemente la noche, y cada vez más noche?... ¿No oímos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios?... 168

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¿Cómo podemos consolarnos, asesinos de asesinos? Lo más santo y poderoso que ha habido en el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos limpia de esta sangre? ¿Con qué agua podríamos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros en dioses para parecer dignos de él?2

En el fondo, Nietzsche no hace más que señalar las dos grandes líneas de la filosofía, como observara certeramente M. Merleau-Ponty: la constatación de la ausencia de Dios y el reconocimiento de la herida que causa dicha ausencia; la tendencia a la racionalización de Dios y la insatisfacción que provoca un racionalismo estrecho; el cuestionamiento de la trascendencia de Dios y la insatisfacción de la instalación en la inmanencia; la crítica del ídolo y la búsqueda de una alteridad trascendente. Mientras esperaba para ser llamado por su ejecución, Bonheffer, sorprendentemente sereno, plantea una serie de preguntas que tocan el nervio mismo del cristianismo: «¿Qué significan una Iglesia, una parroquia, una predicación, una liturgia, una vida cristiana en un mundo sin religión? ¿Cómo hablar de Dios sin religión, esto es, sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad...? ¿Cómo hablar... “mundanamente” de Dios? ¿Cómo somos cristianos “irreligiososmundanos”?». «¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor, incluso de los no religiosos? ¿Existen cristianos irreligiosos? ¿Qué significan el culto y la plegaria en una ausencia total de religión? ¿Adquiere aquí nueva importancia la arcani disciplina?».3 Y añade todavía otras más: «¿Qué significa esta situación para el cristianismo?... Si la religión sólo es un ropaje del cristianismo —y dicho ropaje ofrecía un aspecto muy diferente en las distintas épocas—, ¿qué es entonces un cristianismo irreligioso? ¿Cómo hablar —pero acaso ya ni siquiera se puede “hablar” de ello como hasta ahora— “mundanamente” de Dios?... ¿Cómo somos ekklesía, “los que son llamados”, sin considerarnos unos privilegiados en el plan religioso, sino más bien como perteneciendo plenamente al mundo?».4 La experiencia del Holocausto lleva a las víctimas y a los testigos a dirigirse a Dios exigiéndole justicia, a interrogarle con toda severidad y crudeza en tono acusatorio, como el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Job llagado, abandonado por todos y tendido en el muladar, a preguntar y preguntarse por la posibilidad de creer en Él, de hablar de Él, de dirigirse a Él como orantes. El escritor y premio Nobel de la Paz Elie Wiesel, víctima y testigo del Holocausto al mismo tiempo, expresa con gran sinceridad la situación paradójica en que la humanidad se encuentra después de Auschwitz. Cualquiera fuere el lugar donde acudimos, lo único que encontramos es «desesperación»: «Si acudimos a Dios, nos preguntamos: “¿Por qué y de qué manera puedo creer?” Si nos apartamos de Dios nos preguntamos: “¿Adónde puedo ir?”. ¿Al ser humano? ¿Ha merecido el hombre nuestra confianza? ¿Y Dios?».5 La actitud de Wiesel ante Dios es paradójica: por una parte, afirma que no puede haber una teología después de Auschwitz y menos aún sobre Auschwitz, ya que «el Hecho jamás se puede comprender con Dios». Por otra, dice que «el Hecho no se puede comprender sin Dios».6 Por una parte, según el Midrash, Dios derrama dos lágrimas cuando un ser humano llora. Por otra, según un viejo pensamiento hasídico, hay que sentir compasión de Dios, compadecerse de Dios. La paradoja queda plasmada de manera trágica en la escena de los dos hombres judíos y del joven colgados por la SS en el campo de concentración. Wiesel, testigo de la escena, recuerda que, ante la larga agonía del joven, una persona pregunta: «¿dónde está Dios?», y en su interior escuchó la respuesta: «Está allí, colgado en el patíbulo».7 Un nuevo frente de preguntas surge desde el sufrimiento de las personas inocentes. Las plantean con toda crudeza, entre otros, los escritores F. Dostoiewski y A. Camus.8 ¿Cómo compaginar en Dios omnipotencia, bondad y comprensibilidad?, se pregunta el filósofo judío Hans Jonas, quien, tras un largo recorrido por la fe judía, la lógica y la teología, no duda en responder: «¡No es un Dios omnipotente!». Durante las atrocidades de Auschwitz, Dios guardó silencio y no intervino «porque no pudo».9 También desde la fenomenología de la religión se plantean interrogantes sobre la posibilidad de la vivencia religiosa, de la mística y de la experiencia de Dios, en una sociedad secularizada, caracterizada por diferentes formas de increencia, en un clima de indigencia religiosa, en plena crisis de las instituciones DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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religiosas y bajo el impacto de las nuevas formas religiosas postmodernas. He aquí algunos de ellos: «¿Cómo ser místico en situación de ausencia de Dios cultural y social generalizada? ¿Cómo hacer la experiencia de Dios cuando tantas voces insisten en proclamar que Dios ha muerto? ¿Será posible dar con una forma de experiencia de Dios, enraizada en la tierra aparentemente tan poco propicia de nuestro tiempo... que responda a las preguntas, preocupaciones y necesidades que comporta? ¿Es posible una experiencia de Dios para nosotros?... ¿Es posible la experiencia de Dios en nuestras sociedades secularizadas, es decir, liberadas de la impregnación religiosa de las culturas de otros tiempos? Y si es posible, ¿qué formas adquirirá la experiencia religiosa, la experiencia de Dios en estas circunstancias tan poco favorables?».10 La teología feminista dirige sus preguntas a la teología patriarcal, que ha asumido los presupuestos de la modernidad, y critica las fantasías falocráticas de esta teología y la adoración a un Dios identificado con el poder: «¿Por qué los seres humanos adoran a un Dios cuya cualidad más importante es el poder, cuyo interés es la sumisión, cuyo miedo es la igualdad de derechos? ¡Un ser a quien se dirige la palabra llamándole “Señor”, más aún, para quien el poder por sí solo no es suficiente, y los teólogos tienen que asignarle la omnipotencia! ¿Por qué vamos a adorar a un Ser que no sobrepasa el nivel moral de la cultura actual determinada por varones, sino que además la estabiliza?».11 Es la rebelión contra la teodicea, que trata de defender a Dios mientras se evade del sufrimiento humano. La teóloga alemana Dorothee Sölle se plantea varias cuestiones al respecto: a) si existe una defensa de Dios que no sea satánica; b) si la acusación no es el mayor gesto de amor a Dios que podemos realizar los seres humanos; c) si no estaremos negando a Dios cuando lo justificamos ante el sufrimiento de los inocentes de la manera como lo hace la teología patriarcal. Siguiendo a Bonhoeffer, Sölle prefiere hablar del dolor, de la impotencia y de la debilidad de Dios, y de la comunión en el dolor. Éste es parte de la vida de todos, también de la vida de Dios. Sólo así adquiere sentido el Dios consolador. La teología feminista lucha contra la ideología del patriarcado pero no para negar a Dios sino por «amor a la Deidad más grande». En 169

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esa lucha las críticas se dirigen contra la imagen de Dios «padre», imagen ambigua a la que recurre constantemente toda religión autoritaria, que considera la obediencia la virtud principal y la rebeldía el pecado cardinal. A eso cabe añadir que la masculinización de Dios suele desembocar en la divinización del varón. Otro frente de preguntas surge de la situación de injusticia que vive la humanidad o, al menos, dos terceras partes de la misma. En este caso se pregunta por la relación de Dios con la fraternidad-sororidad, por la compatibilidad de Dios con la justicia, por su responsabilidad ante las víctimas de la pobreza, por la posibilidad de la fe en el Dios de vida en medio de la muerte de los pobres, por la confianza en Dios Padre-Madre en medio de la orfandad de los pueblos abandonados. En otras palabras: ¿Cómo hablar de Dios como PadreMadre cuando están ausentes la fraternidad y la sororidad? ¿Cómo hablar de la vida y de la resurrección, cuando hay seres humanos y pueblos que causan la muerte a otros seres humanos y a otros pueblos, cuando los pobres —como dijera B. de Las Casas de los indios— mueren antes de tiempo, antes de haber vivido?12 ¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho, desde Calcula o desde los Grandes Lagos, donde lo que predomina es la muerte, la pobreza, la exclusión? Recuperación de la trascendencia En pleno clima de secularización se ha producido también una recuperación de la idea de trascendencia, que se formula con distintas expresiones: Eugenio Trías habla de la «experiencia del límite»; Juan Martín Velasco, de «huellas de la trascendencia en la historia»; Peter Berger de «rumor de angeles»; P.M. Zulehner de «rumor de Dios»; Hans Jonas hace una reivindicación de la categoría de lo «santo» en los tiempos actuales «aun sin Dios»; Hans Waldenfels cree necesario considerar con más profundidad la apertura la trascendencia «a la luz de su carencia de imágenes». Tras la destrucción de sus imágenes en el mundo actual, la cuestión de Dios aparece de otras formas en las religiones: en el islam, por ejemplo, sin imagen de Dios; en el buddhismo sin palabra sobre Dios. El islam «es la religión del más radical geocentrismo, de la trascendencia divina por excelente, que «constituye la más rotunda negativa a la forma actual de la 170

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mediación de Dios y de lo divino fuera de la palabra».13 No hay imagen alguna de Dios ni reflejo suyo en las criaturas, ni siquiera en el ser humano. Calificar al buddhismo de «religión» atea y nihilista supone proyectar las categorías teológicas y filosóficas occidentales sobre una filosofía y una teología oriental. En realidad el buddhismo en lo referente a Dios representa la alternativa al judaísmo y al cristianismo, e incluso al islam. Raimon Panikkar no habla del ateísmo del Buda, sino del «silencio del Buddha» y del «silencio del Dios». El Buddha renuncia incluso a la pregunta por Dios porque sería blasfema y carente de sentido. Blasfema, ya que se aprisionaría de Dios en los moldes mentales humanos. Carente de sentido, porque supondría cuestionar «la existencia de algo que por definición está allende el alcance posible de la pregunta y la capacidad de ser aprehendido, aun suponiendo que se diese una contestación».14 Eugenio Trías reconoce que nos hemos dejado llevar por las apariencias, que hemos hablado de la modernidad como la época de la secularización, en la que se elimina la referencia a lo sagrado o a lo divino, mientras que, si miramos las cosas con atención, no está claro que sea así. Dios también está presente. Más aún, Trías llega a aseverar con rotundidad que el fenómeno religioso está en la raíz de los sustratos culturales. Frente a las tendencias encubridoras o negadoras de lo sagrado, cree necesario reconsiderar la naturaleza y la condición de la religión, salvar el fenómeno que constituye la religión: la natural o connatural, orientación del ser humano hacia lo sagrado, su religación congénita y estructural, y ello no con intención apologética o por motivos confesionales, sino «por rigor filosófico y fenomenológico»; en una palabra, «pensar la religión».15 «Lo sagrado —asevera Mircea Eliade— es un elemento de la estructura de la conciencia y no una etapa de su historia. Un mundo con significado —el ser humano no puede vivir en el “caos”— es el resultado de un proceso dialéctico que puede llamarse la manifestación de lo sagrado».16 Algo que parece ratificar Salvador Giner cuando habla de la religiosidad como dimensión universal y perenne del ser humano y de la sociedad y defiende, «con notables matizaciones», la existencia de «un auténtico imperativo religioso» en la vida social de la raza humana, al tiempo que «asume la posibilidad de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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un grado muy pronunciado de secularización y laicismo tanto en ciertas personas como en zonas enteras de la sociedad contemporánea.17 Dios vuelve a aparecer donde menos se esperaba: fuera de las iglesias oficiales. El Dios Pantocrátor triunfante de los pórticos de las iglesias románicas y el Dios trascendente de los teólogos se traslada, según Obrist, a la interioridad del ser humano, gracias a la mutación de la conciencia. Es «Dios en el fondo del ser», que anunciara Paul Tillich. Estamos ante el fenómeno de la experiencia religiosa desnuda, directa, personal, sin mediaciones institucionales, sin el apoyo de las condiciones de plausibilidad de los tiempos de la cristiandad, como observara con agudeza y de manera certera el sociólogo y periodista Vicente Verdú poco antes de terminar el siglo pasado: «El fin de siglo marca el éxito de Dios... Sin glorias ni campanas, desprovisto de trono y arquitecturas suntuarias, Dios se ha labrado un hogar en medio de miles de millones de habitantes progresivamente deshabitados por una cultura que ha pretendido abolir el misterio de las cosas».18 Y eso ocurre contra todo pronóstico en medio de la cultura de la frivolidad-trivialidad, que, oponiendo resistencia a uno de los más profundos anhelos de la condición humana, no quiere saber nada del misterio y se queda en lo evanescente. Todo ello sucede en plena época del pensamiento débil, que pone en cuestión la existencia de un fundamento de la realidad. «Nada más antiguo que Dios —concluye Verdú— pero, a la vez, nada más nuevo, transcultural o golosamente exquisito en un mercado que, día a día, sólo expende vulgarizaciones de lo real».19 Este fenómeno difícilmente es reconocido por las instituciones religiosas, que tienden a valorar la situación religiosa de la sociedad en función de la pertenencia o no-pertenencia a las grandes religiones, de la adhesión o no-adhesión a los credos de las religiones oficiales y de la participación regular en los actos culturales. Las propias instituciones religiosas suelen olvidarse de que ellas no tienen el monopolio de lo sagrado. Más aún, a veces, constituyen una perversión, una deformación, un falseamiento de lo sagrado. Hoy, el hecho de no estar afiliado a ninguna institución religiosa, de no pagar el impuesto religioso o de no asistir a los lugares de culto, no significa que se haya dejado de ser persona religiosa. Lo que revela es que la experiencia DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de Dios ya no se canaliza sólo ni principalmente por vía institucional ni siquiera a través de la mediación de la adscripción a una religión. Más aún, coexisten las manifestaciones extra —e incluso anti-institucionales de lo sagrado y la experiencia del misterio, por una parte, y la indiferencia ante el mensaje oficial y ante las formas estáticas de la mayoría de las religiones. Entre la violencia y la paz Pero el retorno de Dios se está produciendo, con frecuencia, de manera patológica e incluso perversa y la recuperación de la trascendencia tiene lugar por vías poco pacificadoras, más en concreto, entre el fundamentalismo y la violencia legitimada religiosamente. Lo expresó Martin Buber ejemplarmente y a través de un texto escalofriante que tiene el tono del más crudo realismo: «Dios —afirma Martin Buber— es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada... Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra “Dios”. Se asesinan unos a otros, y dicen: “lo hacemos en nombre de Dios”... Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de “Dios”». Ahora bien, matar en nombre de Dios, ha dicho creo que certeramente José Saramago es convertir a Dios en un asesino. Las palabras de Buber se han visto confirmadas y rebasadas por los hechos. El nombre de Dios se sigue utilizando hoy como ayer para destruir el tejido de la vida de miles de personas y sembrar el terror de manera indiscriminada, apelando a una deidad despiadada, necrófila y sedienta de sangre. Para ello se apela a textos de las tres religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, que presentan a un Dios violento, a quien se apela para vengarse de los enemigos. El Antiguo Testamento, asevera el biblista Norbert Lohfink, «es uno de los libros más llenos de sangre de la litera171

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tura universal». Hasta 1.000 son los pasajes que se refieren a la ira de Yahvé que se enciende, juzga como un fuego destructor y castiga con la muerte. El poder de Dios se hace realidad en la guerra, y su gloria se manifiesta en la victoria sobre los enemigos. En el Nuevo Testamento aparece el Dios sanguinario, al menos indirectamente, en la interpretación que algunos textos ofrecen de la muerte de Cristo como voluntad de Dios para expiar los pecados de la humanidad. No son menos violentas las imágenes que el Corán ofrece de Allah. Éste se muestra implacable con los que no creen en Él. Puede hacer que a los descreídos se los trague la tierra o caiga sobre ellos un pedazo de cielo; para ellos sólo hay «el fuego del Infierno». En el Corán son constantes las referencias a luchar «por la causa de Dios», incluso hasta la muerte, contra quienes combaten a los seguidores de Allah. Los textos que justifican la violencia en nombre de Dios no se pueden considerar revelados, y menos aún ser tenidos por normativos. Todo lo contrario: deben ser excluidos de las creencias y de las prácticas religiosas, así como del imaginario político y social. Ahora bien, en las tres religiones monoteístas también existen numerosas e importantes tradiciones que presentan a Dios con actitudes pacifistas y tolerantes. En el Corán Allah es invocado como el muy Misericordioso, el más Generoso, Compasivo, Clemente, Perdonador, Prudente, Indulgente, Comprensivo, Sabio, Protector de los pobres, etc. En repetidas ocasiones el Corán llama a resistir las hostilidades: «Y cuando ellos (los enemigos) se inclinan a la paz, inclínate tú a ella y confía en Dios... Y cuando ellos (los infieles) se mantienen alejados de vosotros y no luchan contra vosotros, y os ofrecen la paz, entonces no os permite Dios a vosotros ir contra ellos». La Biblia, describe a Dios como «lento a la ira y rico en clemencia» y al Mesías como «príncipe de la paz». Entre las bellas utopías bíblicas cabe citar estas tres: el arco iris como símbolo de la armonía que Dios establece entre la humanidad y el cosmos, tras el diluvio universal (Gn 8-9); la convivencia ecológico-fraterna del ser humano con los animales más violentos (Is 11, 6-9); el ideal de la paz del profeta Isaías: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en 172

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la guerra» (Is 2, 4). En las Bienaventuranzas Jesús de Nazaret declara felices a los constructores de la paz y Pablo de Tarso define a Cristo como «Paz». Las religiones deben enterrar sus tradiciones violentas y desplegar aquellas que son generadoras de paz. Un paso previo es leer sus textos fundantes críticamente y no fundamentalistamente. Creo con Hans Küng que no habrá paz en el mundo si no hay paz entre las religiones. Ahora bien, para que haya paz entre las religiones, éstas deben continuar el proceso de diálogo ya iniciado y eliminar los rasgos beligerantes de Dios que provocan una espiral de violencia y ponen al mundo al borde de la destrucción. Matar en nombre de Dios, afirma con razón José Saramago, es convertir a Dios en un asesino. Pero hay quizá una actitud previa que nos recuerda el segundo mandamiento del decálogo y que evitaría el recurso a la violencia en nombre de Dios: «¡No utilizar el nombre de Dios en vano!». Entre la mística y la liberación La recuperación de la trascendencia tiene lugar también a través de dos caminos complementarios: la mística y la liberación.20 Karl Rahner dijo que el siglo XXI sería místico o no sería. Y su previsión parece estarse cumpliendo. En plena época de secularización asistimos a una revalorización de la mística tanto en sus manifestaciones profanas como religiosas, que nada tienen de alienantes y mucho de subversivas. Los místicos y las místicas viven a Dios como Misterio inmanipulable y ajeno a todo utilitarismo religioso. Quizás al Dios de los místicos esté refiriéndose José Saramago cuando escribe: «Dios es el silencio del Universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio». Para los teólogos dogmáticos esto es decir muy poco o, mejor, nada sobre Dios. Para mí es suficiente. Decir más me parece una irreverencia para con Dios y una falta de respeto hacia el Misterio escondido en él. Los apologistas de Dios y los defensores de los atributos divinos de la omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia y providencia, terminan por ser irreverentes e irrespetuosos. Acierta Gottfried Bachtl a este respecto cuando afirma que «en un mundo que encuentra un gran placer en la palabra sin fin y todo lo reduce a Dios, Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos».21 Los DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rezos se convierten, con frecuencia, en prácticas donde Dios viene a morir o a congelarse en los labios de sus más piadosos adoradores. Tras ellos vuelve a escucharse el discurso de los «amigos de Job», que, empeñados en justificar la actitud sancionadora de Dios para con Job, se muestran insensibles ante el sufrimiento del amigo y no mueven un dedo por aliviarlo. El Dios de los místicos convive hoy con el Dios de la vida y de la esperanza, de la justicia y de la compasión, que está en el origen de las teologías de la liberación y en la base de las experiencias de solidaridad de las personas y los movimientos creyentes de todas las religiones. Es el Dios que escucha el clamor de los oprimidos y, movido a compasión y los acompaña en el camino hacia la liberación; el Dios al que se accede no a través de complicadas operaciones mentales, sino «contemplándolo y practicándolo» (Gustavo Gutiérrez). Notas 1. Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde la prisión, Ariel, Esplugues de Llobregat, 1969, p. 160. 2. F. Nietzsche, La gaya ciencia, Akal, Madrid, 1988, p. 161. 3. Ibíd., p. 161. 4. Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, op. cit., pp. 160 y 161. 5. Johan-Baptist Metz-Elie Wiesel, Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid 1996, p. 100. 6. J.B. Metz y E. Wiesel, op. cit., p. 99. 7. El teólogo J. Moltmann comenta, tras narrar la escena, tomada de la obra de Wiesel La noche: «Cualquier otra respuesta sería blasfema. Ni podrá haber tampoco otra contestación cristiana a la pregunta de este suplicio. Hablar aquí de un Dios impasible, lo convertiría en un demonio. Hablar aquí de un Dios absoluto, lo convertiría en una nada destructora. Hablar aquí de un Dios indiferente, condenaría a los hombres a la indiferencia», El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975, p. 393. 8. Me he ocupado de ello en J.J. Tamayo, Para comprender la crisis de Dios hoy, Verbo Divino, Estella (Navarra), 2000, 2.ª ed., cap. 12: «Dios ante el juicio moral de las víctimas», pp. 199-223. 9. H. Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona 1998, pp. 205 y 209, respectivamente. 10 J. Martín Velasco, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, pp. 19-20. 11. D. Sölle, Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona, 1996, p. 29. 12. Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Job, Sígueme, Salamanca, 1986; id., En busca de los pobres de Jesucristo. El pensamiento de Bartolomé de Las Casas, Sígueme, Salamanca, 1983. 13. H. Waldenfels, Dios, el fundamento de la vida, Sígueme, Salamanca, 1996, p. 45. 14. R. Panikkar, El silencio del Dios, Guadiana de Publicaciones, Madrid, 1970, p. 238. 15. Cf. E. Trías, Pensar la religión, Destino, Barcelona, 1997; id., La edad del Espíritu, Destino, Barcelona, 1994. 16. M. Eliade, La búsqueda. Historia y sentido de las religiones, Barcelona, 1999, p. 8. 17. Salvador Giner, Carisma y razón. La estructura moral de la sociedad moderna, Alianza, Madrid, 2003, pp. 69-70. 18. V. Verdú, «El éxito de Dios»: El País, 19-61997, p. 32. 19. Ibíd. 20. He desarrollado y fundamentado esta idea en J.J. Tamayo, Nuevo paradigma teológico, Trotta, Madrid, 2004, 2.ª edición revisada. 21. Tomo la cita de W. Waldenfels, Dios, el fundamento de la vida, Sígueme, Salamanca, 1996, p. 71; subrayado mío.

J.J. TAMAYO

Duelo «Ninguna agresión, ninguna muerte, ninguna exclusión, debe permanecer en el silencio». Con esta afirmación cierra un artículo del n.º 4 del Boletín MARICA-BOLLO publicado en diciembre de 19981 que reflexiona sobre la muerte a palos de un joven norteamericano a manos de otros dos jóvenes «convencidamente» homofóbicos. El duelo provocado por este asesinato no podía permanecer en la esfera privada. El funeral de Matthew Shepard, el joven homosexual que decidió vivir abiertamente su homosexualidad, se convirtió en una gran marcha de protesta y denuncia por la homofobia que se esconde detrás de este tipo de asesinatos y de la desidia institucional en la lucha contra el sida. La manifestación fue brutalmente reprimida. Y no nos extraña. Indigna, pero no nos extraña. Los sudafricanos y los palestinos, como señala Helene P. Foley,2 saben muy bien que los funerales pueden convertirse en eventos políticos, en manifestaciones de resistencia, en espacios en donde se clama por justicia; de ahí que el poder imperante no se quede con los brazos cruzados. Mante173

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ner el statu quo, preservar el orden establecido que tranquiliza a las buenas conciencias y deja a cada uno en su lugar es tarea insoslayable de quien domina en la contienda política. Los funerales políticos, los actos luctuosos que rebasan la esfera del dolor íntimo se erigen, entonces, como espacios de rebeldía, de indignación, de contrapoder. Hay más de un caso en que estos funerales han servido para bloqueos carreteros, para hacer estallar una huelga, para iniciar un movimiento revolucionario. Vistos así, son un enorme peligro para la paz social. A pesar de ello, las autoridades, insiste Foley, aunque estructuran todos los mecanismos a su alcance para controlarlos y quitarles su carácter político, no se sienten cómodas prohibiéndolos por completo. Llorar a los muertos, velarlos y darles sepultura pareciera algo tan propiamente humano que ningún ordenamiento jurídico, salvo el que promulgó un insensato como Creonte, podría pensar ir contra natura. La lamentación fúnebre mantiene con el espacio público una relación ambigua y compleja. En el acontecer griego de la época arcaica, el duelo, particularmente el femenino, comparecía en el espacio público con mayor fuerza y legitimidad que durante la época clásica. Las mujeres, tanto las familiares cercanas como las plañideras de oficio, jugaban un papel fundamental en todo el proceso de la lamentación de los funerales de la aristocracia del periodo arcaico griego. En esa época los ritos mortuorios eran grandes acontecimientos públicos en donde las familias aristocráticas lucían su poder, su bienestar económico y su generosidad hacia un público más amplio que el de los familiares cercanos. Así se relata en Ilíada el largo lamento por la muerte de Héctor antes de quemar su cuerpo y proceder al banquete fúnebre [Ilíada XIV, 660-787]. Pero a la vez en este relato se pone de manifiesto la fuerte presencia de las mujeres en este acto público y la actitud de dolor desbordado, gimiente y sufrido, que las mujeres manifiestan ante los cuerpos inertes de sus seres amados. El imaginario griego arcaico no vio el desenfreno doliente de las mujeres como una total amenaza a la andreia o condición viril que una cultura del honor y la vergüenza debería defender. El relato épico deja claro que la hombría de los héroes no se ve empañada si gimen, igual que mujeres parturientas, por los agu174

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dos dolores de las heridas que les han sido infligidas en combate [Ilíada XI, 250-272]. Y así también en el inicio del Canto XXIII [6-11] de la Ilíada, Aquiles permite reafirmar esta idea cuando les pide a los mirmídones: ¡Mirmídones, de rápidos potros, mis fieles compañeros! No desunzamos aún de los carros los solípedos caballos; En vez de eso, congreguémonos con los corceles y los carros Y lloremos a Patroclo: ésa es la recompensa de los difuntos. Y cuando ya estemos satisfechos del maldito llanto, Desunciremos los caballos y cenaremos aquí todos.

El llanto es expresión de duelo, de dolor por una pérdida irreparable, y, por ello, es permitido. Sin embargo, la manifestación excesiva de dolor, la desesperación por un duelo anticipado no puede ser vista con buenos ojos porque infunde cobardía en el ánimo guerrero. Así Héctor, en el Canto VI, responde a los temores de Andrómaca: También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero tremenda vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, si como un cobarde trato de escabullirme lejos del combate. También me lo impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente en todo momento y a luchar entre los primeros troyanos.

Y por esta convicción de su destino, por la aceptación clara que los dioses han establecido para hombres y mujeres diferentes tareas en la vida, Héctor concluye su conversación con Andrómaca recordándole que su lugar es la casa, su trabajo es doméstico y que nada masculino, tal como la guerra, son temas que le conciernan ni le ocupen [Ilíada VI, 490-493]. Afirma Héctor: Mas ve a casa y ocúpate de tus labores, el telar y la rueca, y ordena a las sirvientas aplicarse a la faena. Del combate se cuidarán los hombres todos que en Ilio han nacido y yo, sobre todo.

En el acontecer de la vida cotidiana la mujer, la buena mujer es invisible. Su espacio de acción es el doméstico y claramente orientado a cumplir con la función de esposa-madre.3 Sin embargo, la mujer sale del espacio privado en la lamentación fúnebre y sus expresiones de duelo contaminan el espacio público habitado por los DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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varones. Es por ello, que en la legislación del siglo VI, según relata Plutarco, Solón estableció una reglamentación muy precisa con relación a los rituales de duelo para contener a toda costa el desorden y los excesos de las mujeres en los lamentos fúnebres. Dice Plutarco con relación a las reformas de Solón [Solón 21, 5-7]: Dedicó asimismo a las salidas de las mujeres, a los duelos y a las fiestas una ley que suprimía la falta de decoro y el desenfreno. Prohibió que la mujer saliera con más de tres mantos, llevando comida o bebida por valor superior a un óbolo o a una vara de más de un codo y que viajara de noche, salvo conducida en un carro y con una antorcha por delante. Puso coto a las heridas que se producían al golpearse, a los lamentos fingidos y a la costumbre de llorar a otro en los entierros de personas ajenas. Y prohibió el sacrificio de un buey, enterrar con el cadáver más de tres mantos y visitar las tumbas de extraños, salvo en el entierro. De estas prohibiciones, la mayoría todavía están vigentes en nuestras leyes. En éstas se añade que por los ginecónomos sean castigados los que hagan tales cosas, por entregarse a las aflicciones y desatinos de los duelos, indignos de hombres y propios de mujeres.

En el libro II [34, 4] de la Guerra del Peloponeso, Tucídides describe una ceremonia fúnebre en la que se pasa por las tres etapas obligatorias: exposición (próthesis), cortejo fúnebre (ekphorá) y entierro (táphos). Las mujeres, más bien, algunas mujeres, las parientes cercanas, en donde se incluye a las madres, asisten solamente al cementerio donde se les permite lamentarse siempre y cuando su llanto se apegue a las regulaciones de las leyes del ritual funerario. Platón, en Leyes XII, 960a, precisa que durante el cortejo fúnebre el cadáver debe estar perfectamente cubierto y no debe emitirse ningún grito ni ninguna lamentación. Entre otras razones, esta serie de restricciones atiende a una estrategia para limitar los poderes y los ámbitos de influencia de la aristocracia [plausible si se destaca que las reformas solonianas no permitían más que un día de exposición del difunto] con el propósito de privilegiar el espacio público sobre los lazos de familia [Cf. Aristóteles, Política 1.319b], e inscribir el imaginario viril de la andreia en la philia ciudadana. La reglamentación atañe fundamentalmente al comportamiento femenino en los rituales funerarios porque, como afirma Helene P. Foley:4 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Women may have been targeted for their dominant role in lament, for a loyalty to the household (especially the natal household) that was unmitigated by the compensating civil and military roles offered to men, and because of growing disapproval of public displays of grief by men.

Velar sin descanso por la estabilidad de la ciudad es el sentido profundo que tienen las legislaciones funerarias. Es fundamental que nada perturbe la paz de la ciudad; ninguna pasión debe ser permitida si hace zozobrar la armonía y la calma de los ciudadanos. Las manifestaciones de duelo deben quedar contenidas en los márgenes permitidos por las instituciones políticas. La legislación sobre los rituales funerarios se previene, fundamentalmente, contra la afectividad y los excesos femeninos en la ciudad clásica porque el lamento fúnebre lo dominan casi por completo las mujeres. Luto y encierro. Duelo y silencio. Esta es la relación que debe orientar la conducta de una mujer que ha perdido a un ser querido; así es como el mensajero interpreta en Antígona la salida silenciosa de Eurídice al anunciarse la muerte de Hemón: Alimento esperanzas de que, enterada de las penas de su hijo, rechace los lamentos ante la ciudad, y en cambio, bajo su techo, en el interior a sus sirvientas ordene gemir su duelo. Pues no está tan privada de juicio como para cometer una falta.

Las mujeres de la casa conducen la lamentación ritual, cantan el treno fúnebre, aseguran los ritos de celebración del muerto y vierten en su tumba las libaciones consagradas. Las mujeres lloran a sus muertos, se lamentan y mantienen vivos en la memoria a aquellos que se han ido. Pero cuando el llanto de una mujer no calla, cuando no se aplaca el dolor por la pérdida del ser querido, cuando las manifestaciones luctuosas hacen zozobrar las precarias certezas del orden social, en resumen, cuando el duelo femenino comparece como un exceso afectivo, la ciudad no puede darse el lujo de tolerarlo y levanta fuertes muros de contención para proteger la esfera de lo político de los comportamientos y afectos que puedan alterar su orden. Por ello, las leyes que regulan los rituales funerarios buscarán evitar en los varones toda pasión durante el duelo y encerrar el dolor femenino al interior de la casa para que no se modifique el orden de las representaciones sociales que los ándres se cons175

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Duelo

truyen a propósito de la mujer-madre. Encerrar el duelo femenino, sobre todo el de una madre, para que la ciudad no peligre. «A una mujer le sirve de joya el silencio» como afirma Aristóteles haciendo suyo el verso del poeta [Política 1.260a]. O, por decirlo con esa grotesca expresión contemporánea, «calladita te ves más bonita». Las mujeres deberán anudar el llanto en la garganta, encerrar el duelo en el espacio privado para no contaminar el espacio público con zozobras y desatinos. Una buena mujer sabe que su función en la ciudad es dar a luz legítimos herederos de familia que puedan pertenecer al cuerpo de ciudadanos. La virtud cívica obliga también a las mujeres porque aunque no fueran ciudadanas eran madres de ciudadanos. La maternidad tiene así rango de actividad cívica. Praxitea, como afirma Nicole Loraux,5 es la imagen extrema de la maternidad cívica porque odia a todas las mujeres que, para sus hijos, prefieren la vida más que el honor. Praxitea asemeja a esa madre espartana que, según el edificante relato de Plutarco [Moralia 241a; 241b; 241c], al ver regresar a su hijo sólo de una derrota en la que todos los demás han perecido, lo mata con una teja. Jenofonte [Helénicas VI, 4, 16], en un relato menos edificante pero, tal vez, más apegado a la realidad, cuenta que terminada la batalla de Leuctra a las lacedemonias les «ordenaron […] no lamentarse, sino llevar la desgracia en silencio». ¿Por qué es necesario apagar el llanto de las mujeres, sobre todo el de las madres? Porque las madres son terriblemente madres; madres antes que mujeres; madres antes que hijas de ciudadanos. Para una madre el vínculo afectivo pesa más que los lazos sociales. Por ello, el duelo de una madre enlutada, el dolor gimiente de las mujeres que han sido despojadas de su «tesoro más preciado», es un peligro para cualquier comunidad política que considere que entregarse a la queja y las lamentaciones es una conducta que debilita el arrojo viril necesario para la vida ciudadana, política y guerrera. De ahí la necesidad del silencio, el imperativo de invisibilidad que se impone a todo aquello que atente contra las buenas costumbres, contra toda la red de valores, creencias y comprensiones en la que se arma el imaginario social que nos constituye y soporta.6 Los funerales, sobre todo el de los guerreros muertos en batalla, serán funerales de Estado 176

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controlados y dirigidos por el cuerpo de ciudadanos. Pero lo que se prohíbe en el ámbito público, se abre paso en la escena teatral. La tragedia acoge el lamento femenino y pone ante la mirada de los espectadores atenienses la tensa relación de esta práctica con la esfera pública. La tragedia paradigmática de este conflicto es la Antígona de Sófocles. Dos momentos relevantes. Cuando Antígona entierra a Polínice la tragedia pone en escena tanto el dominio de las mujeres en las celebraciones fúnebres como la potencial fuerza de rebelión que está contenida en las mujeres. El segundo momento, el de la lamentación por sí misma, que Antígona utiliza para denunciar las intenciones y los actos de Creonte. Nadie llorará el duelo por ella [845-47] a pesar de que está muriendo por defender la tradición ancestral de dar sepultura a los muertos, afirma Antígona. Y esta lamentación, tal como se ve en el desarrollo de la obra, tiene efecto en el coro de los ancianos que se debaten entre el genuino duelo por la princesa y el horror de la actitud rebelde que ésta mantuvo con relación al edicto de Creonte. Antígona no pide compasión; se ha ganado la simpatía de muchos por haber enterrado al hermano muerto. Antígona utiliza la lamentación para denunciar públicamente lo que fuera de ella no sería posible decir. Y así como en Antígona, también en Coéforas, Suplicantes, Siete contra Tebas, y otras tantas tragedias la lamentación femenina sirve para expresar una forma de resistencia política o social sobre la que la Atenas clásica puso todo el esfuerzo por controlar. Lo que se ponía en juego en el escenario trágico es que la lamentación fúnebre podía tanto ser un acontecimiento de exaltación de la polis, como una puesta en cuestión de los valores que la articulaban. De ahí que para una mirada misógina en el lamento fúnebre femenino acecha un peligro; por ello, a una mujer en duelo no se le compadece, se le teme y se le combate. Notas 1. http://www.hartza.com/kampe.html 2. Female Acts in Greek Tragedy, Princeton University Press, 2003, p. 21. 3. Véase Sarah B. Pomeroy, «Private Life in Classical Athens», en Sarah B. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives and Slaves. Women in Classical Antiquity, Schocken Books, Nueva York, 1995, pp. 79-84. 4. Ibíd., p. 24. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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5. Les mères en deuil, Editions du Seuil, París, 1990. 6. Por otro lado, los funerales, especialmente en periodos de crisis social, son acontecimientos en donde las tensiones entre el ámbito público y privado emergen con facilidad. Ejemplo de ello es el uso político que se le dio al ritual fúnebre de los muertos en la batalla de las Arginusas [Jenofonte, Helénicas 1.7.8].

LETICIA FLORES FARFÁN

E Educación Conocerse es reconocerse como hombre. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS, Itinerarios del Hombre

El término educación tiene distintas acepciones. Deriva del verbo educar (del latín educare, alimentar, criar —criar animales o plantas y, por extensión, cuidar de los niños). La madre amamanta, nutre, cría a su hijo. Quien educa, alimenta (el cuerpo y el alma —Ramon Llull), da el pan de la cultura en que el educando vive. El primer alimento le es dado por la familia y, después, por la escuela y otras organizaciones de educación formal, informal o no formal. Por la educación el individuo se inserta en la sociedad y la cultura, crece, se fortalece y madura. Émile Durkheim considera esta función social de la educación y la define como «la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que la sociedad política en su conjunto y el medio exigen de él».1 Según otra versión la palabra educación procedería del vocablo latino educere, sacar afuera, extraer, conducir. Mientras la acepción de «alimentar» remite a una concepción de la educación como una acción que se ejerce de fuera hacia adentro, como transmisión, inculcación de conocimientos y actitudes, de acuerdo con un modelo adaptativo y reproductivo, la acepción de «conducir» remite a una concepción de la educación como una acción que va de dentro hacia fuera, como un proceso de desplazamiento de las posibilidades del eduDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cando, tomado como individuo con su especificidad propia a respetar por el educador. En las dos acepciones se trata de tomar el niño como alguien que aún no ha madurado y que ha de madurar. Pero es distinta la concepción del educando y de la acción del educador. En la primera acepción, el educando es un ser pasivo, como la cera que se funde, el barro que se modela, la tabla que se pinta o el vaso que se llena: el educador sabe cual es el modelo de hombre —el modelo preexiste al individuo— y moldea al educando en función del ideal de hombre, lo hace hombre. En la segunda acepción, el educando «es un ser activo con destino propio, que nadie más que él tiene que cumplir, y con facultades propias, que con ningún otro puede permutar: al educador toca tomarle tal cual es, para perfeccionarle y ayudarle; pero de modo alguno puede reemplazarle ni ocupar su puesto. […] El maestro es el comadrón del entendimiento (Sócrates), el conductor y guía del discípulo, un despertador de sus energías dormidas, un cultivador de sus dotes, y un sembrador de ideas sanas en tierra fecunda, un obrero inteligente y activo de la verdad y el bien, que intenta hacer fructificar en las almas nacidas para ello, y para lograr esto, necesita condiciones poco comunes».2 En esta acepción, el educador reconoce la humanidad que hay en el educando y le ayuda a crearse a sí mismo, a hacerse hombre, porque «el niño es el progenitor del hombre» (Maria Montessori). Esta acepción hace de la educación un proceso de antropogénesis en el que el educando se hace hombre, se humaniza, en interacción con su entorno. Así, la relación entre educador y educando es una relación recíproca: ambos se hacen, simultáneamente, educadores y educandos. Esta perspectiva de cariz personalista rompe con una concepción «bancaria» de la educación (Paulo Freire), en la que los hombres son vistos en función de la adaptación, del ajuste, y abre nuevos horizontes a una concepción de educación como educación permanente. Los tres principales sinónimos de educar son criar, enseñar y formar. Criar es educar en sentido estricto. Se trata de una educación espontánea. La crianza del niño por su madre no es programada, acontece como una extensión de su maternidad. Enseñar es ya una educación intencional. Enseñar es comunicar, transmitir un saber. La enseñanza es el acto, proceso y re177

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Educación

sultado de la presentación de conocimientos o destrezas, es una actividad que se ejerce en una institución, que tiene fines explícitos, a través de programas y métodos más o menos codificados, y que es asegurada por profesionales. Formar es, en sentido estrito, preparar el individuo para una determinada función social.3 Pero, etimológicamente, formar (del latín formare) es dar ser y forma, organizar y establecer. Formar evoca, por lo tanto, una acción profunda sobre la persona e implica una transformación de todo su ser. Es una acción global que comporta, a la vez, saber-hacer y saber-ser. Así, formar se caracteriza por una triple orientación: 1) transmitir conocimientos como la instrucción; 2) modelar toda la personalidad; 3) integrar el saber en la práctica, en la vida. Como la educación, la formación se caracteriza por un aspecto global, pero es más ontológica: en la formación es el ser mismo el que está en juego en su forma.4 Al acto de criar, enseñar y formar corresponde el acto de aprender (del latín apprehendere, agarrar, asir), el acto y proceso de asimilar conocimientos y destrezas, de apropiárselos. Quien aprende algo, aprende siempre a hacerse, por lo menos en parte, «mejor». «Hacerse mejor» quiere decir «desenvolver las potencialidades que cada uno posee. En todos los dominios, desde el nacimiento hasta el último día, la educación es aprender a ser hombre».5 Educar es, pues, crecer en humanidad, hacia el «estado perfecto del hombre en cuanto hombre» (santo Tomás). La educación, en consecuencia, afecta a toda la persona, sin restricción alguna, por lo que la verdadera educación necesariamente ha de ser integral: «una formación del hombre total, ofrecida a todos por igual, dejando a cada uno libre frente a sus últimas perspectivas, pero preparando para la ciudad común de los hombres equilibrados, fraternalmente preparados los unos con los otros para el oficio de hombre».6 La intencionalidad en la acción del educador abre espacio para la Pedagogía en cuanto discurso que normativiza y ordena la educación. La intencionalidad de la acción educativa toma la educabilidad del educando como concepto fundamental de la pedagogía (J.F. Herbart), remite al tema de sus finalidades —educar ¿para qué?— e invita a asociar educación y perfeccionamiento, entendido como orientación al ideal de hombre, ideal preesta178

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blecido o ideal a construir por aquél que se perfecciona. El modo propio de ser del hombre es abrirse al ser (Martin Heidegger), es llegar a ser sí mismo, alcanzar la «autenticidad», alcanzarse como único e irrepetible (Karl Jaspers); el hombre es ser de búsqueda y su vocación ontológica es humanizarse (Paulo Freire). Desde el punto de vista educativo, el hombre es siempre un ser inacabado y tiende hacia el acabamiento o perfección. Ello supone un permanente proceso de personalización, de desarrollo, por cuanto el hombre no está hecho, sino haciéndose, siempre inacabado, en un continuo proyecto. El hombre no es un ser factum, sino faciendum, siendo el mismo en su personeidad nunca es lo mismo en su concreción: «por razón de su personeidad es siempre el mismo, por razón de su personalidad nunca es lo mismo».7 Además de la función social, la educación tiene también una función personalizadora. Su fundamento reside en esta identidad persistente de la persona, que se hace distinta en la personalidad mediante el proceso de personalización. Guiar el desenvolvimiento de la persona humana en la esfera de lo social constituye objetivo esencial de la educación, pero no el primero: «El fin primario de la educación concierne a la persona humana en su vida personal y en su progreso espiritual, no en sus relaciones con el medio social. Además, en lo que se refiere al fin secundario de que estoy hablando jamás debemos echar en olvido que la misma libertad personal está en el centro y corazón de la vida social, y que una sociedad humana es en realidad un conjunto de libertades humanas que aceptan la obediencia y el sacrificio y una ley común para el bien común, en forma de hacer a estas libertades personales capaces de conseguir en cada individuo un acabamiento verdaderamente humano».8 Van, pues, juntos el hombre y el grupo en una educación integral de la persona. La educación comporta una dimensión ética no sólo en los resultados que se esperan y se obtienen o no, sino también en todo el proceso educativo. Así, los procesos cognitivos y los procedimientos de la práctica educativa toda no son indiferentes respecto a los fines que se buscan en educación. Si se quiere educar para la libertad, para la autonomía, para la democracia, para la justicia, para la multiculturalidad, para el aprendizaje, la educación debe hacerse DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Educación

mediante prácticas de libertad, de autonomía, de democracia, mediante una pedagogía de la justicia y los derechos humanos, de la tolerancia y la valorización de las distintas culturas, del aprendizaje. En efecto, a la práctica educativa no le es indiferente la interpretación del hombre y del mundo, a veces más y a veces menos explícita, que se hacen el educador y el educando. La concepción «nutricionista» del conocimiento hace equivaler la educación a un acto de transferencia, en que el educador es el depositante y el educando es el depositario: «Cuanto más se ejerciten los educandos en el archivo de los depósitos que les son hechos, tanto menos desarrollarán en sí la conciencia crítica de la que resultaría su inserción en el mundo, como sus transformadores. Como sujetos del mismo. Cuanto más se les imponga pasividad, tanto más ingenuamente tenderán a adaptarse al mundo en lugar de transformarlo, tanto más tienden a adaptarse a la realidad parcelada en los depósitos recibidos».9 La educación tiene la virtud de crear un hombre nuevo y una ciudad nueva. La educación viene a ser un segundo nacimiento y, en ella, se juega el individuo y la sociedad. Si se fija solamente en el individuo, no ve al hombre más que en relación consigo mismo. Si no ve más que la sociedad, no ve el hombre. En el individualismo, el rostro humano se halla desfigurado, en el colectivismo se halla oculto. La superación del individualismo y del colectivismo se hace en el seno de la comunidad — «persona de personas» (Emmanuel Mounier)—, a través la relación dialógica del Yo y Tu en que el individuo reconoce el otro en toda su alteridad como se reconoce a sí mismo. Un acontecimiento semejante sólo puede producirse en el contexto de la autenticidad de la persona: «sólo entre personas auténticas se da una relación auténtica» (Martin Buber). Cuando falla la relación auténtica con el otro, el alter se vuelve alienus y «yo me vuelvo extraño a mí mismo, alienado» (Emmanuel Mounier). En este caso, la mirada de la conciencia no es capaz de reconocer otra conciencia, la cosifica y la acaba devorando. De ahí la afirmación: «El infierno son los otros», con que Jean Paul Sartre, en A Puerta Cerrada, apunta a lo faltas de sinceridad que están las relaciones humanas. Por otro lado, encontramos en Platón la idea de de que hay que educar a la ciudad para educar al individuo y en Pestalozzi la idea de que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la escuela es sólo un momento de educación, de que la casa y la plaza pública son los verdaderos establecimientos pedagógicos. José Ortega y Gasset defiende la pedagogía social como programa político: «Si educación es transformación de una realidad en el sentido de cierta idea mejor que poseemos y la educación no ha de ser sino social, tendremos que la pedagogía es la ciencia de transformar las sociedades».10 La dimensión educativa de la ciudad es enfatizada por la metáfora de la sociedad o ciudad educativa, que se hizo muy conocida a partir del Informe Faure para UNESCO,11 con los principios que deben presidir las reformas globales de la educación. Se trata de un proyecto con una dimensión utópica que congrega las energías de los ciudadanos para la potenciación de la dimensión educadora de la ciudad y presupone una política global en la que se organiza como democracia cultural. Así, el concepto de ciudad educadora presupone también un concepto de ciudad y sirve de orientación a la acción de las ciudades miembros del movimiento de las ciudades educadoras: «Los gobiernos [...] deberán plantear una política educativa amplia y de alcance global, con el fin de incluir en ella todas las modalidades de educación formal y no formal y las diversas manifestaciones culturales, fuentes de información y vías de descubrimiento de la realidad que se produzcan en la ciudad» (Carta de Ciudades Educadoras, principio 2). La idea de ciudad remite bien al mito y la utopía de la Ciudad ideal bien al tema de la perfectibilidad del hombre y refleja una actitud prometeica que pretende crear el cieloen-la-tierra, es decir, la Ciudad ideal situada en un no-lugar. Esta Ciudad ideal viene a ser transparencia: en ella, como en la Jerusalén Celeste, la materia se espiritualizó y el espíritu nuevo de la ciudad se materializó (Roger Mucchielli). Así, la orientación mítica y utópica que configura la Ciudad ideal forma en el ser humano el deseo de deber-ser y, por consiguiente, realiza la sentencia de Píndaro: génoi boios essí, «llega a ser lo que eres». Esta máxima resume el problema fundamental del hombre educable: el de identificar las formas simbólicas (Ernst Cassirer) que mejor le permiten emprender su auto-realización en dirección al Selbst (Sí-Mismo). Según Jung, el Selbst se alcanza a través del proceso de individuación en el que el sujeto atraviesa, en una 179

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Encíclica del amor

especie de descenso, el dominio del inconsciente colectivo. La educación, en cuanto formación (Bildung), apunta a la totalidad de la personalidad del sujeto, pues en la formación es el «el ser mismo que está en juego en su forma» (Michel Fabre). Esta personalidad a educar en dirección a un máximo ideal (la areté griega, la virtus latina) es inseparable de una Bildung. La Bildung, a su vez, no puede configurar la humanidad en cada hombre potencial sin la llama de la imaginación y de sus figuras del imaginario educacional,12, que resultan indisociables de una pedagogía del imaginario.13 Esta pedagogía tiene como función principal dar sentido a las imágenes primordiales y substanciales (Sinnbild) de la ensoñación engendradas por el Cogito del soñador (Gaston Bachelard), de tal forma que irrigue —con los grandes mitos de la tradición humana (Joseph Campbell), con las metáforas vivas (Paul Ricoeur), con las utopías y las novelas de formación (Bildunsgsroman)— la educación entendida como formación de una personalidad en busca del equilibrio entre el amor, la sabiduría y el trabajo. Esta formación no puede ser unidimensional, lo que engendraría la uniformización del Yo, sino debe ser tridimensional, de acuerdo con las tres instancias distinguidas por la antropología tradicional: cuerpo, alma y espíritu. Con esta formación tridimensional es posible crear una educación con símbolos y símbolos con educación.14 Notas 1. Émile Durkheim, Education et sociologie, París, Presses Universitaires de France, 1980. 2. Andrés Manjón y Manjón, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico 1897-1898 en la Universidad Literaria de Granada, Granada, Imprenta del Ave-María, 1905. 3. Olivier Reboul, La philosophie de l’éducation, París, Presses Universitaires de France, 1981. 4. Michel Fabre, Penser la formation, París, Presses Universitaires de France, 1994. 5. Olivier Reboul, op. cit. 6. Emmanuel Mounier, ¿Qué es el personalismo?, en Obras, tomo III, Salamanca, Ed. Sígueme, 1990. 7. Xavier Zubiri, El hombre y Dios, Madrid, Alianza, 1984. 8. Jacques Maritain, La educación en este momento crucial, Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1965. 9. Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1969. 180

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10. José Ortega y Gasset, La pedagogía social como programa político, en Obras completas, vol. I, 1910. 11. Edgar Faure et alii, Apprendre à être, París, Fayard/UNESCO, 1972. 12. Jean-Jacques Wunenburger, «La Bildung ou l’imagination dans l’éducation», en Éducation et Philosophie. Écrits en L’Honneur de Olivier Reboul, textos compilados y editados por Renée Bouveresse, París, Presses Universitaires de France, 1993, pp. 59-69; Alberto Filipe Araújo, Educação e Imaginário. Da Criança Mítica às Imagens da Infância, Maia, ISMAI, 2004; Alberto Filipe Araújo y Joaquim Machado Araújo, Figuras do Imaginário Pedagógico. Para um novo espírito pedagógico, Lisboa, Edições Piaget, 2004. 13. Georges Jean (1991, nueva ed.), Pour une pédagogie de l’imaginaire, París, Casterman; Bruno Duborgel, Imaginaire et pédagogie. De l’iconoclasme scolaire à la culture des songes, París, Le Sourire Quimord, 1983. 14. Olivier Reboul, Les valeurs de l’éducation, París, Presses Universitaires de France, 1992.

ALBERTO FILIPE ARAÚJO JOAQUIM MACHADO DE ARAÚJO

Encíclica del amor La Encíclica del papa Ratzinger Dios es amor me ha sorprendido gratamente, me ha interesado profundamente y me ha emocionado un tanto. En efecto, no esperaba del viejo Defensor de la Fe esta Encíclica sobre el cristianismo como religión de la caridad, escrita en un lenguaje brillante y ajustado, teológico y actual. Quizás se refiriera a esta novedad Hans Küng cuando, tras visitar a Benedicto XVI, declaraba estar esperanzado. La importancia y novedad de la Encíclica radica en recuperar la originaria definición del Dios cristiano como amor y, por lo tanto, del cristianismo como religión del amor y no de prohibición o prohibiciones, tan acostumbrados estamos a un cristianismo católico de carácter refunfuñante y negativo. Pero aquí aparece la positividad del cristianismo, hasta el punto de tender un puente entre el amor cristiano de caridad y el amor pagano o simplemente humano de carácter erótico: Así que el momento del amor cristiano (caridad) se inserta en el eros inicial. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Encuentro de culturas

asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarlo, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones.

Ahora el amor cristiano de caridad ya no se contrapone al amor humano erótico, como en el discurso tradicional, sino que se «inserta» en éste para purificarlo. Ello quiere decir en buena lógica que el amor cristiano no destruye al amor humano, sino que lo sublima. Preciosa precisión teológica que abre el amor cristiano al amor humano y, viceversa, el amor humano al amor cristiano, evitando dualismos maniqueos. El amor unitario como apertura radical al otro/otra emerge entonces como el criterio valorativo del Juicio Final, ya que seremos juzgados por el amor. Por eso el pontífice proyecta a Jesús con el «corazón traspasado» en la cruz. La Encíclica remite sintomáticamente a Platón, así como a Juan y Pablo, san Agustín y Francisco de Asís, apostando por la línea platónica, agustiniana y franciscana de carácter cordialista, y ya no por la tradicional línea aristotélica y tomista de signo racionalista. De los contemporáneos cita a Teresa de Calcuta, e incluso podría haber concitado a Teilhard de Chardin. En todo caso, ya era hora de que la Iglesia hablara del «cuidado del alma» y de la «formación del corazón» de un modo tan convincente. Por otra parte, se recupera aquí el término «caridad» de rancio abolengo, aunque tiene connotaciones clericales. Quizás deberíamos recuperar el original término del «ágape», en su amplia significación de comunión, compartición y amor. Y bien, he guardado para el final la crítica. Pues si lo bueno de la Encíclica es lo que dice y lo bien que lo dice, lo malo es lo que no dice, calla o acalla, la autocrítica eclesial al respecto, la praxis. En efecto, ya decía al principio que resultaba curioso que el antiguo Defensor de la Fe fuera el autor de este escrito tan abierto. Pero el escrito selecciona lo bueno y no asume críticamente lo malo en y de la Iglesia, tradicionalmente prohibidora, inquisidora y tabuizadora de tantos amores humanos y de toda apertura en lo erótico y sexual, así como de la presencia de la mujer en su urdimbre y estructura. La Encíclica es bella, aunque su riesgo esté en quedarse en lo estético. Dice la mitología vasca que todo lo que tiene nombre es; así que bienvenido este escrito que da nombre al amor humano-cristiano. En este sentido el simbolismo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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es muy importante, pero debería tratarse de un simbolismo que hace lo que dice, afectivo y efectivo, eficaz y sacramental. El comienzo de este Papado podría ser un buen momento para que la Iglesia se abra hacia dentro y hacia fuera, caritativa y amorosamente. Pues el amor es la gracia, en su doble sentido humano y cristiano. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Encuentro de culturas El primer requisito para el diálogo es que nos comprendamos y la primera condición para la mutua comprensión, en el orden intelectual, es que hablemos un mismo lenguaje; no vaya a ser que bajo las mismas palabras encubramos conceptos distintos y entendamos, en consecuencia, una realidad diferente. Ahora bien, para saber que hablamos un mismo lenguaje hace falta un punto de referencia extralingüístico, hace falta poder señalar con el dedo de la mente o con algún otro signo la «cosa» que denominamos con parecidas o diferentes locuciones. Imaginemos, lo que es mucho imaginar, pero nos hace falta suponerlo como hipótesis para seguir adelante, que hemos llegado a un mutuo acuerdo en nuestro lenguaje y que utilizamos las palabras como signos de conceptos suficientemente delimitados para permitir la confrontación. El diálogo vendría a tomar entonces una forma parecida a la siguiente: «Yo creo en Dios como la expresión de la verdad que da sentido a mi vida y a las cosas que me rodean»; «Yo creo, en cambio, en la no existencia de un tal ser y es precisamente su ausencia la que me permite creer en la verdad de las cosas y conferir un sentido a mi vida junto a lo que está a mi alrededor». Lo que entonces ocurre es que uno propone la creencia «Dios» como la clave de su existencia, salvación, inteligibilidad, etc., mientras que el otro propone la creencia «no Dios» como la clave para lo mismo. Más sencillamente aún: «Dios es la verdad», dice la primera posición; «No-Dios es la verdad», dice la segunda. Ambos creen en la verdad, pero mientras que para el uno ésta se sintetiza en la expresión «Dios existe», en el otro se concentra en su contraria: «Dios no existe». Es aquí en donde introduciría la terminología apuntada: ambos tienen 181

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Encuentro de culturas

fe en la verdad, pero para el uno esta fe se expresa en la creencia que «Dios existe» y para el otro en su contraria: «Dios no existe». Si el uno dijese «la verdad existe» y el otro «la verdad no existe», la fe estribaría en la convicción que ambos poseen en el sentido de las respectivas frases y la creencia sería la expresada en las mismas proposiciones. Incluso el total rechazo al diálogo implica la fe de estar en la verdad y la creencia en la indisolubilidad entre la fórmula y la cosa formulada. La afirmación del absurdo o la postulación de la nada, pueden ser creencias de la misma y única fe que impele a creer en Dios o en el Hombre. [...] La función esencial de la fe consiste en unirme a lo trascendente, a lo que es superior a mí, a lo que aún no soy. La fe es el vínculo con el más allá, interprétese éste como se quiera. Por esto uno de los resultados de la fe es la salvación; ésta es cabalmente la función de la fe. Ahora bien, por este mismo motivo, la fe no puede en manera alguna encontrar formas unívocas y adecuadas de expresión. Sería mundanizarla de tal manera hasta hacerle perder su valor de puente que nos «religa» con algo que nos supera. La fe puede ser más o menos conceptualizable, pero nunca fórmula alguna podrá expresarla exhaustivamente. Y no obstante, ella necesita una encarnación intelectual y conceptual, hasta el punto de que una fe que no pudiera expresarse de alguna manera no sería la fe. A esta expresión la hemos llamado creencia, de acuerdo, me parece, con lo que la tradición siempre ha sentido, aunque la precisión terminológica no haya existido. De no ser así, por mi fe yo me separaría de los hombres antes que unirme a ellos; la fe sería un elemento alienante en lugar de ser un factor unificador entre los hombres y la religión, la expresión de las divergencias horizontales en lugar de la convergencia vertical. Que en virtud de un sinfín de razones de hecho la historia testifique ambas direcciones en el desarrollo fáctico de las religiones, no contradice lo que vengo diciendo; comprueba solamente que la fe se confundió con la creencia. En el fondo tan pronto como se suprime el diálogo y se cae en el aislamiento, la fe no puede menos de identificarse con la creencia y empujar, por tanto, al exclusivismo, con todas las consecuencias que la historia en general y la de las religiones en particular conocen muy bien. 182

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Ahora bien, la distinción es una distinción peculiar. La fe no puede identificarse con la creencia, pero la fe necesita siempre de una creencia para ser fe. La creencia no es la fe, pero es el vehículo de ella. Una fe desencarnada no es fe. Una creencia que no apunte siempre hacia un más allá que la supera y en cierta manera la destruye no es creencia, sino fanatismo. Es por la creencia como se expresa la fe y normalmente como se llega a ella. Cuando se vive en un ambiente cultural homogéneo, la tensión entre fe y creencia es apenas perceptible para la mayoría. Los dogmas, que no son más que expresiones autoritarias de las creencias, se toman poco menos que por la fe misma difuminándose la conciencia de que son los dogmas de la fe precisamente y no la fe misma. Cuando un cambio cultural o un encuentro de religiones hace que los conceptos que hasta entonces venían vinculando la fe dejen de poseer la seguridad, la fortaleza y la analogía unívoca que poseían, es evidente que aparezca una crisis, que no es una crisis de fe sino de creencia. Indiscutiblemente, la relación es íntima y constitutiva, puesto que el mismo pensamiento necesita de un lenguaje y la creencia es el lenguaje de la fe. De ahí que lo que empezó por ser una crisis de creencia, debido por lo general a la posición reaccionaria de los que no permiten cambio alguno por no haber diferenciado la fe de la creencia, la crisis se convierta en crisis de fe. [...] Mientras en el Occidente moderno el punto de partida inconcuso, inconsciente las más de las veces, es el individuo, con sus deberes, sus derechos, su conciencia, su razón, etc.; mientras la base en la que se apoya todo y el fin al que todo tiende es el individuo como punto de partida y término de llegada, en el Oriente, incluso actual, el punto de partida es el todo, lo indiscriminado, la colectividad, lo indiferenciado, el mero dato bruto. A lo sumo se tenderá hacia la individualización y el aislamiento, pero aun entonces, esto sólo es un término ideal de llegada e incluso este término será considerado no tanto como una perfección individual, sino como una realización cósmica. Mientras el Dios personal es un Dios que trata con individuos y que los juzga según su comportamiento individual y su capacidad personal, la experiencia del karma está basada en una participación fáctica, en un orden cósmico en el que acaso Dios pueda ser el ordenador y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Encuentro de culturas

aun quizás el creador, pero que de hecho, él también sigue la misma ley del karma, puesto que lo que crea fuera de él es karma. Apenas hay en esta concepción relaciones interpersonales, que serán siempre vistas como personificaciones, útiles, pero no definitivas ni finales, esto es, como interrelaciones cósmicas. Mientras la civilización occidental está basada sobre la primacía de la persona, y el entendimiento de la misma es inseparable del individuo, la cultura oriental se fundamenta en una comunión universal o solidaria de destino en la que cada parte no juega sino la función que le toca. Mientras la «distinción», la «perfección» y la plenitud son valores positivos en la cultura occidental, la indiferencia, la simplificación y la nada poseen la primacía en el mundo oriental. Nos encontramos ante experiencias y opciones humanas primordiales; de ahí que sea imposible y artificial pretender ignorarlas o imitarlas, cuando no surgen de una espontaneidad radical. De nada sirve decir que una visión del mundo es superior a la otra, que el alma oriental no ha llegado todavía a la individualización y que yace sumergida en la indiferenciación colectiva, cosa, entre paréntesis, que no refleja la situación real; de nada sirve criticar al Occidente y tacharlo de esquizofrénico, cosa igualmente injusta. Es inútil querer adquirir una conciencia de la solidaridad universal y una sensibilidad a los ritmos cósmicos cuando la misma voluntad consciente es el mayor obstáculo a ello, etc. Mi único propósito aquí es el de describir lo que me parece una experiencia humana fundamental sin sacar precipitadas conclusiones sobre cuál debería ser la política humana a seguir para una civilización mejor que la actual. Quizá el mismo intento de manipulación antropológica a este nivel sea un sinsentido, por no decir algo peor. Y no obstante, un reconocimiento de la situación puede servir para encauzar naturalmente la evolución y aun para catalizarla. Una cosa parece también ser clara, por lo menos para el intervalo humano que nos es dado vislumbrar tanto hacia el pasado como hacia el futuro. A saber: que la dirección de la historia tiende, por un lado, a la individualización y, por el otro, a su colectivización en unidades distintas de las tradicionales. Parece algo así como si existiese un pasaje de lo superindividual a lo transpersonal pasando por la individualización y la personalización. [...] DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La experiencia de la fe consiste en un acto antropológico primordial, que todo hombre realiza de una forma u otra, algo así como cuando empieza a despertar la razón y comienza a hacerse uso de ella sin que esto signifique que pueda preverse en qué dirección nuestro intelecto funcionará ni cuáles serán los primeros pensamientos que tendrá. El acto de fe es salvífico por él mismo. De ahí que la teología se apresurará a decir, y no tenemos por qué contradecirla, que el acto de fe sólo puede ser elicitado por el ser humano cuando es movido por la gracia divina. Como ello sea, el acto de fe no es sólo trascendente en cuanto nos conecta con lo que nos supera, sino que es al mismo tiempo trascendental; trasciende todas las posibles formulaciones y es lo que las hace posibles, porque es anterior a ellas. La fe es una dimensión constitutiva del hombre. Sea de ello lo que fuere, la experiencia de la fe es una experiencia humana que trasciende cualquier formulación y que de hecho se expresa en lo que he llamado la formulación de la creencia. El hombre no puede menos que dar expresión a la más profunda de sus impresiones; pero para ello se tiene que valer de un lenguaje que lo liga a una determinada tradición humana y echar mano de imágenes y símbolos que pertenecen a su grupo cultural. Él manifestará su fe en una serie de creencias, que podrá acaso llamar dogmas y que manifestarán, en el orden del intelecto, lo que él quiere significar. Es evidente que este orden puede ser múltiple; más aún, que está forzado a ser pluralístico. Con ello no pretendo decir que todas las creencias sean intercambiables e iguales; digo que en cierta manera son homogéneas y que ellas permiten el diálogo y aun la dialéctica; afirmo, además, que por lo general son equivalentes, esto es, que cada creencia ejerce una función análoga; la de expresar su fe, que es la fe, dimensión antropológica por la que el hombre llega a su meta, a saber, a su salvación, en términos cristianos. [...] Lo religioso no es identificable a lo tradicionalmente revestido como tal, sino que puede y debe encontrarse en cualquier actitud humana integral que intente conducir al hombre a su meta. Lo cristiano no es identificable con una religión determinada, sino más bien como aquel fermento que transforma toda religiosidad hasta hacerla llegar a una plenitud mayor. 183

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Lo que circula bajo el nombre de cristianismo hoy día no es lo cristiano, sino aquella religiosidad fundamentalmente mediterránea convertida con mayor o menor éxito a Cristo, esto es, haciendo converger en Cristo el conjunto de prácticas y doctrinas que constituyen una religión. Debido a factores históricos evidentes e inevitables, lo cristiano no se había distinguido hasta ahora suficientemente de su vestidura «cristiana» actual. Romper este monopolio es tan urgente como delicado, tan necesario como peligroso. RAIMON PANIKKAR

Enfermedad mental Discutiré en las siguientes páginas el concepto de enfermedad mental, el concepto de anormalidad psíquica, la evolución histórica de la noción de locura y las razones por las que producen una discriminación de las personas que padecen trastornos mentales. 1. ¿Es posible un concepto universal de anormalidad psíquica? 1.1. La locura

La enfermedad mental ha sido definida en ocasiones con criterios operativos (es enfermo el que recibe tratamiento o es hospitalizado), subjetivos (el que se siente mal psíquicamente, estadísticos (desviación de la norma), u objetivos (presencia de síntomas medibles que permiten un diagnóstico). Sin embargo, ninguno de los abordajes es satisfactorio por sí solo debido a la relatividad del concepto de norma, a la enorme diferencia en intensidad de unas manifestaciones respecto a otras, a la escasez de instrumentos adecuados (y objetivos) de medición (Vallejo, 2005). De hecho, las Recomendaciones del Consejo de Europa (EU, 1998) consideran que la definición de la enfermedad mental «es extremadamente difícil», dado que los criterios cambian y que ha aparecido toda una nueva gama de trastornos psicológicos, en relación con la vida moderna. Apoyan, por otra parte, la decisión de la Asociación Mundial de Psiquiatría en Hawai (WPA, 1992) que condena el mal uso 184

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de la Psiquiatría para la supresión de la disidencia y aplaude la decisión de establecer un código ético internacional para la práctica de la Psiquiatría. Por todo ello, el criterio más utilizado para caracterizar la conducta y la experiencia patológicas es la desviación de la norma de la población. 1.1.1. Criterios cuantitativos y cualitativos de anormalidad

Las barreras entre lo normal y lo anormal en la conducta y en la experiencia humanas no son fáciles de establecer. Se ha pretendido describir la normalidad de forma estadística considerando anormales los rasgos que se apartan de ella. Sin embargo, existen numerosas limitaciones a esta aproximación a la normalidad: no todas las conductas y experiencias humanas siguen una distribución en campana de Gauss; tan anormales serían los individuos que se apartaran de la curva por exceso como por defecto; existen variaciones culturales importantes respecto a Io que es deseable en términos de conducta, etc. Se han propuesto también criterios cualitativos de anormalidad, como la presencia de ansiedad, infelicidad, culpa o ineficiencia, pero son obvias las excepciones a esos criterios que limitan un abordaje de ese tipo. Un criterio cualitativo de normalidad más aceptable sería la adquisición de una conducta «madura», caracterizada por una independencia suficiente, la capacidad para establecer relaciones emocionales estables y la suficiente adaptabilidad a los cambios. En un intento por definir los fenómenos psíquicos anormales, a partir de los trabajos de Jaspers (1946) y de sus seguidores, se potenció la descripción de las experiencias conscientes y de la conducta observable de los seres humanos para lograr la explicación (objetiva) o la comprensión (subjetiva) de los fenómenos psíquicos. Se llegó a la delimitación de «desarrollos» y «reacciones psíquicas», anomalías cuantitativas del psiquismo, de origen psicológico, accesibles a la comprensión, frente a «enfermedades», que serían de origen somático y constituirían anomalías cualitativamente incomprensibles. Estas últimas se presentan en forma de «fases» o «brotes» cuando adquieren forma pasajera, o en forma de «procesos» cuando son persistentes. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Los estudios psiquiátricos europeos y americanos anteriores a la Segunda Guerra Mundial tendieron a adoptar el concepto de normalidad como Salud. Posteriormente se emplearon los criterios utópico y de promedio, que también fueron bastante cuestionados por su falta de objetividad. La Organización Mundial de la Salud (OMS) se interesó más por la incapacidad que producen estos trastornos y en 1960 un comité de expertos sugirió la siguiente definición operacional de «caso» psiquiátrico: «Un trastorno manifiesto del funcionamiento mental suficientemente específico en su carácter clínico para ser reconocido de forma constante por su conformación a un patrón estándar claramente definido y suficientemente grave como para causar la pérdida de la capacidad laboral o social, o ambas, en un grado que puede especificarse en términos de ausencia del trabajo o de la puesta en marcha de acciones legales o de otras acciones sociales». En cualquier caso, uno de los hallazgos básicos de las investigaciones sociales en Salud Mental es el de la relatividad del concepto de «anormalidad psíquica». 1.1.2. Normalidad y Psiquiatría transcultural

La corriente antropológica de la Psiquiatría considera que las alteraciones mentales, aunque pueden tener una base biológica, se deben con frecuencia a procesos secundarios o compensatorios, influenciables por factores culturales y sociales. La existencia de estos factores explicaría las diferencias de los síntomas de las enfermedades de una sociedad a otra, de un grupo social a otro dentro de la misma sociedad y de un momento histórico a otro diferente (Guimón, 2001c). Los sociólogos tienden a considerar a la enfermedad psiquiátrica como una forma de desviación social. El paciente es considerado enfermo porque ha transgredido el código local de normas o conductas sociales. Si bien es cierto que las respuestas culturales ante una conducta considerada como desviante pueden influenciar el que un paciente empeore o mejore, resulta abusivo considerar a la violación de los códigos sociales como una condición sine qua non para la existencia de una enfermedad. El contexto cultural influye en la forma de presentarse («patoplastia») la enfermedad y en ocasiones en el desencadenamiento de un trastorno o en su prolongación en el tiemDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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po, pero es necesario invocar factores biológicos o constitucionales, una «diatesis básica» o propensión individual, para explicar la producción de muchos trastornos. El concepto de Psiquiatría transcultural proviene de la apreciación de diferencias en los cuadros clínicos de diversas enfermedades según se observen en una u otra cultura. Algunos autores emplean el concepto de «Psiquiatría metacultural» para designar un método de diagnóstico útil para cualquier cultura que permite hacer abstracción de los aspectos peculiares de la cultura de cada Sociedad. Devereux (1961) empleó el concepto de «Etnopsiquiatría» como equivalente al de Psiquiatría transcultural, aunque etimológicamente e históricamente había sido utilizado para designar el discutible concepto de la influencia de las razas en la presentación de los cuadros clínicos. Cualquiera que sea el término que empleemos, tres son los conceptos básicos a que se refieren los hallazgos en la Psiquiatría transcultural: la relatividad del concepto de norma, la existencia de padecimientos típicamente vinculados a determinadas culturas y la mayor incidencia de determinados síndromes en una Cultura que en otra. El concepto de normalidad psíquica posee profundas connotaciones culturales. Rasgos del comportamiento que en una determinada Sociedad podrían ser considerados como normales o incluso deseables, son considerados en otras como netamente patológicos. Sin tener que recurrir a parámetros transculturales, la relatividad del concepto de normal en Psicopatología se nos hace evidente al considerar la distinta valoración que hoy se da en comparación a hace treinta o cuarenta años en nuestra Sociedad a la actividad sexual de las personas adolescentes o jóvenes o al comportamiento homosexual, etc. 1.1.3. El «enfermo mental»

Los citados Principios de las Naciones Unidas (UN, 1991) definen el término de «paciente» como un individuo que recibe cuidados en Salud Mental e incluye a todas aquellas personas admitidas en una prestación en Salud Mental. 2. Historia 2.1. Antigüedad

La concepción mágica de la enfermedad mental prevaleció en la así llamada paleomedicina. 185

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Se pensaba que los fenómenos sobrenaturales, en particular la influencia de los espíritus de los antepasados de la tribu, eran de vital importancia a la hora de condicionar la conducta. Romper un tabú, el descuido en las tradiciones rituales o la posesión demoníaca eran causa de locura. Así, se ha interpretado que la trepanación del cráneo, observada en algunos esqueletos en Perú, se practicaba muy probablemente en sujetos que padecían epilepsia o trastornos de conducta, en un intento de liberarles del espíritu maligno que les poseía. Durante siglos, la enfermedad mental fue considerada como posesión demoníaca y para su tratamiento se propusieron prácticas exorcistas. Hasta cierto punto, en «Paleopsiquiatría» ciertas prácticas religiosas alentaban lo que ahora consideramos un enfoque psicodinámico al tratamiento de las enfermedades mentales. Los chamanes —brujos que eran los líderes sociales de sus tribus— solían organizar rituales que liberaban a los miembros de la tribu de la posesión por espíritus supuestamente malignos. Se han comparado los chamanes a los psiquiatras y, en especial, a los psicoterapeutas: el entrenamiento requería un cierto distanciamiento de la comunidad durante un período de tiempo, el interpretar los sueños facilitaba la cura, etc. En la antigua civilización egipcia, la interpretación de los sueños se utilizaba también como técnica terapéutica. Se diferenciaba de la actual interpretación psicoanalítica en que, en aquella época, los sueños se relacionaban con el futuro, mientras que en el Psicoanálisis se refieren a experiencias pasadas. En la Biblia, la enfermedad mental era considerada un castigo de Dios y, de hecho, podemos reconocer referencias a enfermedades mentales en muchos personajes bíblicos y podemos observar la interpretación de sueños y procesos «de cura» que nos recuerdan a los de los psiquiatras actuales. En la Grecia antigua se mantenía la creencia en la etiología sobrenatural de la enfermedad mental, y las técnicas de curación que practicaban incluían, por ejemplo, la incubación, en la que el sujeto se dormía dentro de un templo siendo así capaz de contactar con los dioses, quienes, a veces, liberaban al sujeto de sus trastornos mentales. En la civilización árabe, prevalecía el concepto de la divinidad de los enfermos menta186

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les. En consecuencia, se consideraba a los enfermos mentales como personas sabias y sus cuidadores les trataban con respeto. 2.2. La Edad Media

Durante la Edad Media, la enfermedad mental se consideraba una indicación de posesión demoníaca. Muchos enfermos mentales fueron condenados por brujería por inquisidores que, nos guste o no la comparación, tenían, como afirma Foucault (1972), una función bastante similar a la de los psiquiatras actuales. Al final del Renacimiento, el libro Malleus maleficarum de Sprenge y Krame detallaba múltiples trastornos supuestamente causados por posesión demoníaca. Este libro es hoy considerado por muchos como un auténtico precursor de los textos psiquiátricos modernos. Como dice Thomas S. Szasz (1961, 1970), las creencias que llevaron a las cacerías de brujas existían mucho antes del siglo XIII, pero fue sólo entonces cuando las sociedades europeas las utilizaron para formar la base de un movimiento organizado. «Sin embargo —dice—, la mayoría de las personas acusadas de brujería eran inocentes de cualquier crimen. Eran individuos miserables, desafortunados». Correctas o no estas observaciones, en esa época, los enfermos mentales eran probablemente considerados de la misma manera que aquellas personas que padecían la peste o la sífilis. Al fin y al cabo, los pacientes mentales vendrían a ocupar el espacio (incluso el espacio físico, los locales) que estos enfermos dejaron vacíos cuando las grandes plagas retrocedieron en Europa. Para la mente medieval, la locura era sinónimo de trastorno moral, vicio, violencia, y con frecuencia se representaba el concepto con símbolos tales como dragones, el Anticristo, etc. 2.3. La Ilustración

En la época de la Ilustración, después de haber gozado de cierto prestigio, la locura vino a ser considerada como polo opuesto de la razón transformándose en el foco de una autentica discriminación. Desde el punto de vista de Szasz (1961, 1970), en el siglo XVII con el declive del poder de la Iglesia, el Inquisidor/cazador de brujas desapareció y fué sustituido por el «alienista», quien se suponía que debía devolver la salud a sus pacientes y proteger a la Sociedad. DesDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pués del Renacimiento, la locura fue un problema para aquellos países deseosos de organizar el «espacio social», enviando a los «asilos» a mendigos, a pobres y a desocupados. Así, para Foucault, no fue el hecho de que el Estado deseara curar a los enfermos lo que determinó su hospitalización masiva, sino más bien la lucha contra la ociosidad. Esta afirmación polémica es de interés a la hora de discutir de regulaciones actuales respecto de la hospitalización involuntaria (Guimón, 2004). 2.4. El prejuicio en los tiempos modernos

El modelo mágico pronto fue sustituido por una interpretación médica de la enfermedad mental, pero se han mantenido ciertos conceptos mágicos a lo largo de los años. Del siglo XIX, recordamos las personalidades peculiares de Gall y Spurzhein y sus doctrinas sobre la frenología, o Messmer, el padre de la hipnosis. Además, de sobra se conoce el amplio número de conceptos mágicos erróneos que prevalecen en ciertos enfoques contemporáneos. 3. Los conceptos actuales de trastorno y enfermedad mental La definición de Spitzer (Spitzer y Endicott, 1978) diferencia los términos de enfermedad y «trastorno mental». El primero se refiere a alteraciones con proceso patofisiológico observable, como los síndromes cerebrales orgánicos y el retraso mental. Para la mayoría de las categorías el Manual Diagóstico y Estadístico de la APA (DSM III, III-R y IV) (Frances, First y Pincus, 1997) habla de «trastorno mental» y lo define bastante adecuadamente. Sin embargo, la tercera de las condiciones de su definición, es decir, que el trastorno sea distinto de otros trastornos, no se cumple, como es sabido, frecuentemente en Psiquiatría, lo que obliga a diagnosticar categorías fronterizas. Ya ciertos autores (Kendell, 1975a) habían subrayado su preocupación por la falta de fronteras entre unos síndromes y otros en las modernas clasificaciones. Por otra parte, se ha distinguido (Wing, 1978) entre dos significados del término «enfermedad mental». El primero es un concepto amplio que incluye todas las desviaciones y anormalidades que llevan al paciente a acudir a un profesional y que resulta de la conjunción de dos procesos: desviación estadística y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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atribución social. El otro es mucho más específico y exige la existencia de un síndrome clínico y de un trastorno biológico subyacente. En muchos casos, como en los trastornos de la personalidad, no existen ni síndrome ni etiología comprobables. El DSM IV (Frances et al., 1997) afirma que, por razones de política profesional, no se pueden proponer términos como «trastorno psiquiátrico» o «trastorno psicológico» que serían preferibles al de trastorno mental. En esa clasificación, para cada diagnóstico, los síntomas por los que la persona alcanza el umbral de los criterios deben causar «malestar [...] o discapacidad [...], no deben ser una respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular [...]». Y añade «ni el comportamiento desviado ni los conflictos entre el individuo y la Sociedad son trastornos mentales [...]». El modelo biológico de la Salud Mental mantiene que los trastornos psiquiátricos son verdaderas enfermedades y que deben ser diagnosticadas como tales. Sin embargo, la definición de enfermedad psíquica tampoco ha sido adecuadamente formulada. Desde esas concepciones, se ha propuesto que la existencia de sufrimiento es necesaria para definir una enfermedad, lo que, sin embargo, fue criticado por algunos autores (Kendell, 1975a, 1975b). Por otra parte, la Organización Mundial de la Salud da una visión de la enfermedad mental centrada en la discapacidad que produce (9/35 de la XXIX Asamblea Mundial) distinguiendo entre tres términos: — Dependencia: es toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica. — Discapacidad: es toda restricción o ausencia (debido a una deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para un ser humano. — Minusvalía: es una situación desventajosa para un individuo determinado, consecuencia de una deficiencia o de una discapacidad, que limita o impide el desempeño de un rol que es normal en su caso (en función de su edad, sexo y factores sociales y culturales). Los términos «discapacidad» y «deterioro» se emplean con frecuencia como sinónimos. Sin embargo, algunas organizaciones intentan distinguir entre discapacidad (Ebersold, 1997) 187

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«mental» y «psíquica»: la primera se refiere a personas con retraso mental; la segunda a personas cuyo C.I. está dentro de la «norma», y cuya dificultad mental está generalmente «psiquiatrizada». En cualquier caso, estas definiciones también han sido criticadas sobre la base de que sitúan la carga de la responsabilidad sobre el individuo, cuando, en realidad, gran parte del problema es de naturaleza social. Es un hecho bien sabido, por otra parte, que los psicóticos presentan, a medio o largo plazo, un deterioro real, que conduce a discapacidades que explican (no justifican) la discriminación. El Informe del Desarrollo Mundial del Banco Mundial utilizó el parámetro «discapacidad» para medir la «carga» de la enfermedad, vinculando el desarrollo social y económico futuros a la reducción de las discapacidades. Señala el informe que existe un aumento de las cargas social y económica producidas por los problemas de Salud Mental, como lo demuestran los nuevos métodos de medición tales como The Disability Adjusted Life Years que combina el impacto de una muerte prematura y la discapacidad en una población (un «D.A.L.Y.» es un año de vida saludable perdido): 340 millones de personas sufren de depresión mayor, 288 millones de problemas relacionados con el alcohol, 45 millones de esquizofrenia y 29 millones de demencia (Guimón, 2001a). Si añadimos a estas cifras las relacionadas con el retraso mental y la epilepsia, hallamos que los trastornos mentales y neurológicos dan cuenta del 11,5 % de años perdidos de discapacidad (WHO, 1999a, 1999b). Se teme que estas cifras impresionantes aumenten un 15 % de aquí al año 2020 debido a un aumento de la urbanización, a los conflictos armados y a la emigración, factores todos que elevan el riesgo de padecer trastornos mentales. 4. Discriminación y enfermedad mental 4.1. Las etiquetas discriminan

Aunque la crítica del furor «etiquetador» en Psiquiatría ha tenido indudables efectos beneficiosos para los pacientes mentales, contribuyendo a su desestigmatización, lo cierto es que, por otra parte, un excesivo celo por evitar y desacreditar los diagnósticos y las clasificaciones por parte de algunos grupos puede tener consecuencias negativas. En efecto, la Psiquia188

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tría biológica, que ha avanzado en forma notable en los últimos años, necesita de esos agrupamientos, a veces arbitrarios, pero que permiten tratamientos cada vez más específicos. Es desde el modelo social que se han formulado las críticas más importantes a la utilización del concepto de enfermedad mental, en formulaciones que constituyen la llamada «teoría del etiquetamiento». Esta teoría sostiene, como es sabido, que la predicción conlleva una tal fascinación por el resultado esperado, que el predictor creería observarlo en todos los casos. Se trataría de profecías que se autocumplen y que afectarían al porvenir de los pacientes. Tales críticas provienen generalmente de personas ajenas a la práctica clínica que, por lo tanto, no se dan cuenta de que en nuestro campo algunas anticipaciones son inevitables. El estudio de los procesos de toma de decisiones muestra que no se desarrollan nunca a partir de una tabla rasa. Ello es cierto igualmente en el transcurso de los descubrimientos científicos, como lo ha demostrado Holton. 4.2. ¿Ha aumentado la discriminación hacia los enfermos mentales?

Un estudio parece indicar que, de hecho, la discriminación contra los enfermos mentales, que ha sido una constante en todas las sociedades, ha aumentado estos últimos años, aunque el tratamiento actual es más eficaz y las leyes ofrecen a estos pacientes una protección más adecuada. Este aumento de actitudes negativas y de exclusión se ha atribuido a varios factores, tales como un umbral de aceptación más bajo por parte de una clase media de conductas socialmente inaceptables (en especial en las grandes ciudades), las dificultades a las que se enfrentan los enfermos mentales a la hora de encontrar trabajo, la imagen negativa transmitida por los medios de comunicación, etc. Ciertamente, la globalización de las costumbres lo hace más dificil para aquellos que son «diferentes», y los pacientes mentales presentan una conducta «anormal» facilmente identificable. Son varios los trabajos que han mostrado una actitud general negativa y de rechazo por parte del público en general y una presentación desfavorable e incorrecta en los medios de comunicación (Ainsworth, 1969; Eker y Oner, 1999). Los estudios sobre el proceso de exclusión que padecen los pacientes dieron lugar a dos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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propuestas acerca de su origen: la teoría del «etiquetaje» de Lemert y Scheff y la teoría interaccionista de Goffman y Mechanic. El peligro que representan los pacientes psiquiátricos es una de las principales causas de etiquetaje. Según varios estudios, la percepción del peligro representado por los pacientes mentales es inversamente proporcional a la familiaridad: a mayor contacto, menor sentimiento de amenaza. Los familiares de los pacientes tienden a limitar la interacción social de los pacientes a ese círculo familiar, a una red reducida de amigos íntimos y al médico de cabecera, para evitar situaciones embarazosas. Parecen validar miedos públicos declarados de contacto con el enfermo mental acomodándose con el prejuicio y reforzando y contribuyendo así a los estereotipos. Las actitudes negativas no son siempre el resultado de la ignorancia (Aberg-Wistedt, Cressell, Lidberg, Liljenberg y Osby, 1995), sino que pueden deberse a una experiencia pasada real con un enfermo mental o a experiencias que otros han contado. En efecto, el atender a una persona enferma crónicamente (psicótica, pero también neurótica) conlleva una cantidad de tensión para su familia que puede llevar una ruptura en la estabilidad familiar y a la aparición entre sus miembros de diversos síntomas físicos o psíquicos. Adelantemos que las personas de más edad, menos educadas y más pobres, expresan una menor aceptación, y que los pacientes visiblemente trastornados, imprevisibles, de sexo masculino, que pertenecen a grupos minoritarios, cuentan con pocos vínculos comunitarios y son tratados con terapias somáticas en hospitales estatales son objeto de mayores prejuicios (Aberg-Wistedt et al., 1995). Una vez etiquetada, la persona «... se considera generalmente discriminada al intentar volver a su antiguo estatus, y al intentar encontrar uno nuevo en las esferas ocupacional, marital, social y otras» (27, p. 87). Por otra parte, Cockerham (Abi-Dargham, Kegeles, 2004) sugirió que, aunque las actitudes públicas se tornen un poco menos negativas, los pacientes o antiguos pacientes siguen vivendo en circunstancias precarias a causa de sus síntomas, de la falta de apoyo social y de la pobreza. El ocuparse de una persona enferma conlleva una cantidad de tensión para su familia DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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(Gralnick) que puede ver amenazada su estabilidad familiar con la consiguiente aparición de síntomas en algunos de sus miembros. Esto sucede con más frecuencia cuando el paciente no está satisfecho con su familia y cuando ésta no acepta la ayuda a domicilio a veces disponible en los sistemas de salud avanzados (Ackermann, 1946). Por ello, no debemos dar por sentado que las actitudes negativas son siempre el resultado de la ignorancia (Aberg-Wistedt et al., 1995). Pueden deberse a una experiencia pasada real con un enfermo mental o a experiencias que otros han comunicado. Los enfermos mentales, incluso los no psicóticos, tienen problemas que se traducen en no llevar vidas completamente normales (Allen, 1996; Wig et al., 1980) demostraron que una enfermedad neurótica prolongada constituye una carga considerable para la familia.. Por lo tanto, «es necesario que la comunidad... desarrolle una respuesta realista, humana y comprensiva a la enfermedad mental que tenga en cuenta las verdaderas dificultades y los problemas reales a los que se enfrentan los enfermos y sus familias». La desinformación tiene consecuencias graves dado que (Hillert et al., 1999) un rechazo de los enfermos mentales por parte de la población es un problema clave para la rehabilitación de estas personas. Sólo una minoría de la población general conoce la sintomatología que caracteriza a las principales enfermedades mentales y el resto ve a los pacientes simplemente como personas que tienen problemas, están tristes y necesitan ayuda (Hillert et al., 1999). 5. Factores en los prejuicios hacia la enfermedad mental 5.1. La visibilidad de la conducta desviada

Como sugirió Rabkin (1974), la conducta perturbada que es socialmente visible (disruptiva, extraña, molesta) se rechaza más que la conducta retraída, desinteresada o depresiva (Aberg-Wistedt et al., 1995). Mechanic (1987) sugirió que la enfermedad mental se torna visible cuando el grupo al que pertenece el individuo reconoce su incapacidad y su reticencia a dar las respuestas adecuadas en su red de relaciones y emite la hipótesis de que el grupo intenta entender la motivación del «actor». Si los miembros del grupo no pueden empatizar 189

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y comprender la motivación del actor, aumenta la probabilidad de ser etiquetado como «singular», «extraño», «raro», o «enfermo». Además, según Mechanic, la intervención de otros en dicha situación depende en gran medida de la visibilidad de los síntomas. Cuando la desviación es claramente reconocida, y resulta más perturbadora para el grupo, se ejercen diferentes presiones sobre el individuo. De forma similar, Goffman (1975) concluyó que «gran parte de la conducta psicótica es, en primer lugar, un fracaso en atenerse a reglas establecidas para el manejo de la interacción cara-a-cara... La conducta psicótica es, en muchos casos, lo que pudiera llamarse una inconveniencia situacional». 5.2. La peligrosidad

El peligro que se piensa que representan los pacientes psiquiátricos es otra constante del proceso de etiquetaje (Guimon, Fischer y Sartorius, 1999). Según varios estudios, la percepción del peligro representado por los pacientes mentales es inversamente proporcional a la familiaridad: a mayor contacto, menor sentimiento de amenaza. La experiencia de la enfermedad mental, bien sea directa o indirectamente, también disminuye los estereotipos acerca del peligro percibido. Thomas Szasz sostiene que siempre ha existido una asociación próxima entre crimen y locura y que no es, por lo tanto, sorprendente que las leyes estén formuladas en términos de la supuesta «peligrosidad» del individuo (hacia sí o hacia los demás), antes que en términos de salud y enfermedad. En la imagen pública, la psicosis (principalmente la esquizofrenia) está vinculada a un concepto de peligro, justificando así la entrega de personas que padecen este trastorno a un entorno protegido, que es el hospital psiquiátrico (Guimón, 2001b). Sin embargo, aunque la peligrosidad en los pacientes mentales sea real, no es frecuente. La conducta agresiva puede ser el primer síntoma de una enfermedad psicótica. La falta de control sobre los impulsos es característica de algunos trastornos de la personalidad (sociópatas y psicópatas) para quienes el acto impulsivo no es premeditado y se lleva a cabo para poner fin a una situación dificil o para descargar la tensión de forma inmediata. Otros pacientes (paranoicos, epilépticos) pueden a veces ser peligrosos. Un ataque con un arma, 190

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una violación o un homicidio son claramente más frecuentes entre hombres. Las cifras de violencia doméstica en Europa parecen también ser más elevadas en los hombres aunque algunos autores sostienen que en Estados Unidos cuando uno de los conyuges agrede al otro, la frecuencia entre hombres y mujeres es más o menos similar y algunos estudios de personas hospitalizadas en servicios psiquiátricos durante un período largo sugieren que la prevalencia de la agresión masculina y femenina es casi similar. La conducta heteroagresiva puede aparecer en diferentes síndromes psiquiátricos desde la intoxicación aguda y de otras sustancias (el 50 % de homicidas criminales habían ingerido antes grandes cantidades de alcohol), la psicosis (principalmente de comienzo rápido), hasta actos antisociales crónicos. Los hallazgos de los neurobiólogos de un centro real de agresión en el cerebro de los animales o de los humanos no es concluyente. Sin embargo, hay evidencia de que la raíz de la conducta agresiva para muchos pacientes es la lesión cerebral orgánica. Tampoco se ha demostrado que existiera una característica biológica en pacientes psicóticos que pudiera condicionar una agresividad anormal en estas personas. Los pacientes esquizofrénicos no son más propensos a cometer homicidios que lo son los miembros de la población general aunque los medios de comunicación den con frecuencia información sensacionalista cuando uno de estos pacientes mata a alguien. Sin embargo, cuando cometen un homicidio, puede ser por razones extrañas o imprevisibles basadas en alucinaciones o en ilusiones. Por otro lado, la conducta agresiva (excluyendo el homicidio) es común entre pacientes esquizofrénicos no tratados y entre algunos pacientes maníacos. Tienen un control de los impulsos pobre y pueden presentar a veces una agitación severa e inesperada. Buena parte de su conducta violenta puede responder a las alucinaciones que le mueven a actuar. La investigación no aporta evidencia de una relación simple y directa entre criminalidad y enfermedad mental. Poco se sabe acerca de la relación entre el curso de la enfermedad y la agresión. La probabilidad de la conducta agresiva aumenta cuando las personas se descompensan psicológicaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mente. En cualquier caso, la conducta agresiva episódica es más frecuente, como lo hemos mencionado, en pacientes mentales que ingieren grandes cantidades de alcohol o de drogas. La agresión no está dirigida indiscriminadamente y la mayoría de las personas (excepto hombres adolescentes) con o sin trastornos mentales que cometen actos agresivos probablemente lo hacen hacia las personas que conocen, generalmente miembros de la familia. 5.3. Desviación e inconformismo

Thomas S. Szasz (1970) ilustra cómo en la historia, la enfermedad contagiosa se convirtió en el modelo para la herejía religiosa. Muestra cómo el método principal para diagnosticar la brujería era hallar señales de bruja (pezones supernumerarios, una mancha de vino, hemangioma, etc.) en el cuerpo de la acusada. Se pensaba que la señal indicaba un pacto con Satán. Una línea de progresión directa puede trazarse desde las señales de la bruja al así llamado estigma de los neuróticos, o a la tipología de Lombroso (Lombroso, 1889). De hecho, en la mayoría de las obras de ficción —películas o novelas— los autores presentan un arquetipo de los pacientes mentales como personas con anormalidades físicas, discapacidades, seniles o deteriorados. Ya que resulta a veces dificil evaluar las diferencias psicológicas, la gente necesita asignar a los pacientes mentales un estigma físico fácilmente identificable para reasegurarse de su propia normalidad. Para Szasz, la desviación fue conceptualizada en la Edad Media en términos teológicos: «la bruja que curaba, el hereje que tenía ideas propias, el fornicador que deseaba demasiado, y los judíos quienes, en medio de una sociedad cristiana, rechazaban con insistencia la divinidad de Jesús —por mucho que fueran diferentes los unos de los otros— todos entraban dentro de la categoría de herejes». La verdadera razon de hacer que la herejía fuera un crimen era que el hereje mostraba arrogancia intelectual prefiriendo sus propias opiniones a las de aquellos que estaban especialmente cualificados para pronunciarse sobre cuestiones de fe. 5.4. Discapacidad por deterioro cerebral

Los síndromes cerebrales orgánicos (previamente llamados «psicosis orgánicas») producen con frecuencia un pérdida de capacidad intelectual y algunos trastornos afectivos («sínDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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drome afectivo orgánico»). Este deterioro conduce a una auténtica discapacidad y a una disminución de la aptitud en diferentes actividades (trabajo, relaciones sociales, placer, etc.). Aunque no toda demencia es irreversible, este es frecuentemente el caso; y existe un alto porcentaje de la población mundial afectada de lesión cerebral bien a una edad avanzada o en la edad adulta, y en este caso debido a trastornos traumáticos, vasculares o infecciosos. Las psicosis funcionales (principalmente la esquizofrenia y el trastorno bipolar) producen tambien una discapacidad en muchas áreas y en grados diferentes. En el pasado, se pensó a veces que gran parte de esta discapacidad era causada por factores sociológicos, frecuentemente relacionados con la evolución crónica de algunos de estos síndromes y los correspondientes largos períodos en el hospital. Sin embargo, a lo largo de décadas recientes, una evidencia creciente ha mostrado que las lesiones cerebrales orgánicas pueden ser detectadas en muchas de estas psicosis funcionales, explicando así algunos de los síntomas de discapacidad. Este deterioro físico es variable y se halla más frecuentemente en la esquizofrenia y en los trastornos bipolares, aunque desde principios de siglo se ha dado cuenta de que por lo menos el 15 % de los pacientes maníaco depresivos presentan un deterioro intelectual y afectivo. Carpenter et al. (Angermeyer, Klusmann, y Walpuski, 1988) llamaron «síndromes deficitarios» a algunos síndromes negativos permanentes de la esquizofrenia que pudieran caracterizar un sub-tipo preciso de síndrome esquizofrénico refractario a la mayoría de los tratamientos. El resto de los pacientes presentan síntomas negativos más transitorios, secundarios a otros factores y con más probabilidad de responder a los tratamientos actualmente disponibles. Pero en realidad estamos aquí hablando de la existencia de una cierta demencia en pacientes con esquizofrenia que también puede hallarse en pacientes con enfermedad maníacodepresiva. Estos pacientes en particular presentan por consiguiente un verdadero deterioro con evidente discapacidad, que determina un importante handicap para ciertas actividades. Han de diferenciarse de otros pacientes psicóticos funcionales con distincciones, no respecto de su deterioro real de origen biológico, sino en 191

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relación con una incompetencia social que surge de factores sociales. Pero por supuesto, la línea divisoria no está bien definida. 5.5. El concepto de Enfermedad Psiquiátrica Crónica

Solemos emplear el término «enfermedad crónica» para aludir a condiciones sintomáticas persistentes a menudo con períodos de remisión y exacerbación. Se utiliza generalmente para trastornos para los cuales la terapia mejora más que cura, tales como la diabetes, la artritis, la enfermedad pulmonar obstrutiva crónica y la mayoría de los trastornos psiquiátricos. Los enfermos mentales crónicos se han caracterizado en repetidas ocasiones por su estado marital turbulento (Harrow, Tucker, y Bromet, 1969), su baja posición en la escala social (Hollingshead y Redlich, 1958), su incapacidad de mantener un trabajo (Cohen y Struening, 1959, 1962; Maisel, 1967; Brown, 1959; Kris, 1963) y sus hospitalizaciones medias (90 días a un año dentro de un mismo año) o largas (un año en los cinco años anteriores) en psiquiátricos u hogares protegidos. Estos estudios mostraban que la incapacidad de mantener un trabajo está significativamente relacionada con una mayor posibilidad de re-hospitalización. Durante décadas los sociólogos han debatido cómo interpretar las variables sociales y los procesos de enfermedad mental. Aquellos que apoyaban una «asociación causal» sostenían que los factores sociales influencian la manera en la que un tratamiento psiquiátrico es aplicado y determinan la duración del tratamiento. Aquellos que defendían una «selección social» creían que cuantos más síntomas tiene un individuo y/o cuanto más inadecuado es socialmente, menores las posibilidades de casarse, de llegar a un nivel de mayor funcionamiento y, en consecuencia, de encontrar un trabajo y mayor probabilidad de ser hospitalizado a pleno tiempo, siendo más largas sus estancias en el hospital. Es evidente que sólo los estudios que consiguen analizar el proceso de la esquizofrenia aislando estas variables, nos permitirán tener los datos para arreglar esta cuestión. En cualquier caso, los datos sociológicos que describen la «incompetencia» en pacientes mentales en varias áreas sociales han sido consecuentemente hallados en los países occidentales. 192

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5.5. La enfermedad mental como metáfora

La estigmatización de los enfermos está estrechamente relacionada con la utilización metafórica de la enfermedad, tal como lo propuso Susan Sontag (Sontag, 1978, 1988): «la manera más verdadera de considerar la enfermedad —y la forma más sana de estar enfermo— es la más desprovista de pensamiento metafórico». Sin embargo, dice, «apenas le es a uno posible establecer su residencia en el reino de los enfermos de forma imparcial por las espeluznantes metáforas que en él habitan». Añade, en otro lugar , que «estigmatizar a ciertos grupos de personas enfermas es una necesidad básica de la sociedad Así, cualquier enfermedad es tratada como un misterio y es considerada moralmente, si no literalmente, contagiosa. De hecho, muchos cancerosos son objeto de prácticas de descontaminación por los miembros de su hogar, como si el cancer, al igual que la tuberculosis, fuera una enfermedad contagiosa. Incluso los nombres de dichas enfermedades parecen tener un poder mágico». Señala que «esta situación inhibe a las personas para buscar tratamiento lo antes posible, o para hacer un mayor esfuerzo en obtener ayuda adecuada». «Las metáforas y los mitos matan», concluye Sontag. Como el lector habrá advertido, las enfermedades mentales, al igual que el cancer o el sida, encajan a la perfección en la anterior descripción porque son consideradas por muchos (incluidos los propios pacientes) como vergonzantes, extrañas y aterradoras. Son metáforas que estigmatizan y violan la identidad de aquellos que las padecen, términos que han desarrollado su propia existencia y que los profesionales hemos aprendido a utilizar con sumo cuidado delante de los pacientes o de sus familias por las reacciones de miedo que producen. Bibliografía ALLEN, M.G. (1996): «When is psychiatric hospitalization required?», en A. Lazarus (ed.), Controversies in Managed Mental Health Care (vol. ch. 10, pp. 129-142). Washington: American Psychiatric Press. ANGERMEYER, M.C., D. KLUSMANN y O. WALPUSKI (1988): «The causes of functional psychoses as seen by patients and their relatives II. The relatives’ point of view», European Archives Of Psychiatry And Neurological Sciences, 238, 55-61. BROWN, G.W. (1959): «Experiences of discharged chronic schizophrenic patients in various types DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Erotismo Philippe Sollers señala que la teoría de la Economía General de Bataille «ha quedado como una de las bases más insistentes de su sistema, de su no-sistema en el sistema».1 Con esta teoría el autor de El erotismo, pretende «hacer ver claro el principio de una “economía general”, en la cual “el gasto” (“el consumo”) de las riquezas es con relación a la producción, el primer objetivo».2 Se establece así que existen dos tipos de gasto: el productivo que se refiere al crecimiento, expansión y acumulación de energía de los seres vivos, y el improductivo referido a la pérdida de energía, a la refutación de la necesidad y a la expresión del sinsentido. Conforme a esto, los organismos utilizan parte de la energía a su disposición para el crecimiento y, en cuanto su expansión ya no es posible, se hace necesario dilapidar, perder la energía sobrante para evitar que el organismo sea destruido. La vida humana, acorde a ello, se ordena también según el principio de la pérdida pero en el ámbito humano las relaciones entre gasto productivo e improductivo se explicarán con base en las categorías de «interdicto» y «transgresión». Según Bataille, el hombre no es un animal, no tiene posibilidades de «regresar» a un estado pre-humano, pues su surgimiento es precisamente un punto de no retorno que se inicia con la aparición del trabajo. En esto precisamente consiste el interdicto de la animalidad y de la muerte, es decir, en la prohibición del regreso a un estado de completa indistinción. Significa el establecimiento de lo humano y de la conciencia misma: la postulación de legalidades y órdenes, de lugares y prácticas, de formas de saber, todo ello basado en finalidades que se presentan como necesarias y que Bataille unifica en el principio del gasto productivo, de la conservación, de la postergación del goce y el placer en aras de la acumulación. Por su parte, el gasto improductivo atañe en la sociedad humana a una serie de prácticas como el erotismo, las construcciones suntuarias, el juego y lo sagrado. Todas ellas se ordenan según una determinación fundamental, a saber, que para el hombre el gasto improductivo reviste siempre el carácter de transgresión del interdicto pero ésta «difiere de la “vuelta a la naturaleza”: levanta el interdicto sin suprimirlo».3 194

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La Economía General establece que no hay ningún tipo de continuidad natural que preceda y determine al hombre puesto que a fin de cuentas, según Bataille, el hombre es un despilfarro inusitado de la naturaleza cuya historia no es más que el relato de una erección —de la transformación de la posición horizontal a la vertical— en donde se han inscrito las condiciones de posibilidad para la conformación del mundo del trabajo fundado en la voluntad y la conciencia. La prohibición en que se erige el trabajo es la posibilidad misma de no retorno a ese estado de indistinción animal y la puesta en juego del sentido. «EL MUNDO DEL DISCURSO ES EL MODO DE SER DE LA PROHIBICIÓN. Ese “mundo” hace del lenguaje el instrumento de un sentido, coordina a los enunciados que tienen a la “verdad” por objeto».4 El hombre no está en el mundo como «el agua dentro del agua»,5 sino que ha conformado un mundo propiamente humano con relación a la conciencia. El estado de animalidad es para el hombre un estado de muerte, ausencia de razón y de sentido. La muerte, afirma Octavio Paz, «es un garabato: un signo no sólo indescifrado sino indescifrable, y, por tanto, insignificante».6 Ser hombre implica establecer una distinción, una separación por lo que vivir nuestra propia muerte es una irrealidad. El orden real, el mundo del proyecto, rechaza la muerte como irrealidad pero se organiza por ella. Por ello, ahí donde la continuidad se revela, la muerte aparece develando la mentira de la discontinuidad, la ausencia de duración. La acción introduce lo conocido (lo fabricado), después el entendimiento que le es ajeno refiere, uno tras otro, los elementos no fabricados, desconocidos, a lo conocido. Pero el deseo, la poesía, la risa, hacen incesantemente deslizarse a la vida en sentido contrario, yendo de lo conocido a lo desconocido. La existencia finalmente descubre el punto ciego del entendimiento y se absorbe en él todo entero.7

En los momentos soberanos, de pérdida y exceso, la conciencia de sí deja de ser conciencia de algo pues «ya no tendrá nada por objeto»,8 sino que se resolverá en el puro gasto, en la pura pérdida. La Economía General es producto de la preocupación fundamental de Bataille por construir un conocimiento de aquello que, por su naturaleza, es inaccesible al saber: la muerte, la ruptura del Yo, de la identidad, del sentido; momentos soberanos que escapan DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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a la objetivación porque su emergencia afecta al sujeto. El problema de la constitución y pérdida de la identidad —expuesto previamente en Sacrificios y posteriormente, desarrollado con mayor amplitud, en La experiencia interior— es tratado por primera vez en una aproximación llamada la «improbabilidad del Yo». En este acercamiento, Bataille toma como punto de partida la carencia de fundamento ontológico del hombre dada por la improbabilidad misma de su venida al mundo: antes del hombre no está más que el vacío, la Noche, el silencio. Hablar de este vacío, de este silencio, es aludir a él mediante una ficción en la que se pretende dar un sentido a aquello que en rigor no es ni esto ni aquello sino simplemente sinsentido. En esta ficción, que es la teoría de la Economía General, se plantea que el hombre es recusación constante de cualquier carácter natural que quiera atribuírsele, y ello lo compromete incesantemente al vacío. Ahora bien, este vacío constituye la improbabilidad infinita de la que proviene: las identidades separadas que somos no son producto más que de un enlace coyuntural donde nuestra posibilidad se funda; si cualquier elemento se hubiese modificado en ese momento, en lugar de ese Yo se encontraría un otro. Nuestra presencia sobre ese vacío «es como el ejercicio de un frágil poder, como si ese vacío exigiese el desafío que le lanzo, Yo, es decir, la improbabilidad infinita, dolorosa, del ser irremplazable que soy».9 El Yo es ese «frágil poder» que ejerce contra su misma improbabilidad; quiere negarla desde su identidad. Por su identidad, el Yo está dentro del orden de lo homogéneo reducido por la conciencia a ser un objeto sólido, un mero instrumento de producción, creyéndose lejos de la insensatez del torbellino de la vida. El Yo difiere así de «aquello que existe». Lo que existe no es más que la improbabilidad, lo gratuito, lo que carece de sentido; por esto, el Yo aparece como una no-existencia, como una construcción ilusoria. La «naturaleza humana» no es más que un artificio, una ficción de identidad, por medio de la cual nos configuramos un rostro; rostro sin el cual el estatuto humano no hubiese sido posible. Es decir, que sólo como ilusión el Yo responde a la exigencia de la vida humana y social que es negar su improbabilidad —puesto que esta negación permite que el mundo aparezca como necesaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rio, es decir, con fundamento y sentido, por medio del establecimiento de identidades, de relaciones de interdependencia y de la sucesión cronológica de las cosas. El Yo aparece entonces como el corte dentro de la inmediatez del mundo, de la indistinción animal; sin embargo, aunque el Yo es fundamento de todo valor, el Yo no puede escapar aunque se resista, al incesante movimiento de vacío que lo constituye, pues, no siendo más que un valor, el Yo no es otra cosa más que suerte: [...] todo valor es suerte, su existencia depende de la suerte, que yo lo encuentre depende de la suerte. Un valor es el acuerdo de un cierto número de hombres, cada uno de ellos animado por la suerte, concertados por la suerte, la suerte en su afirmación (ni voluntad, ni cálculo, a no ser después). Imaginé esta suerte no bajo una forma matemática, sino como un toque que concierta al ser con lo que le rodea.10

Esta gratuidad del Yo, esta verdadera «naturaleza» que lo conforma, no puede ser entrevista más que en el límite de la muerte: al morir, el Yo percibe sin escapatoria su naturaleza desgarrada; el Yo-que-muere abandona el acuerdo con una realidad común y percibe lo que le rodea como un vacío y a sí mismo como un desafío de ese vacío. En el halo de la muerte, en la intensidad del dolor, cuya sensación es incompatible con la «tranquila unidad del Yo», el Yo-que-muere ve realizada su esperanza de hacer retroceder los límites del «sueño de la razón»; la muerte, inaccesible e inefable, hunde en el sinsentido al hombre ideal que encarna la razón. Sin embargo, esta revelación del Yoque-muere no se produce cada vez que la simple muerte se revela a la angustia; supone la soberanía en el momento en que es proyectado en la muerte. La muerte entonces deja de aparecer como una necesidad de aniquilación y se presenta como la avidez pura de ser Yo: no es más que el dominio donde infinitamente se levanta el imperio del Yo que, a su vez, no es más que vértigo. En el límite de la muerte, el Yo-que-muere accede al éxtasis de la ruptura de sus límites y acepta la ilusión como descripción adecuada de su naturaleza. En el límite de la muerte, en el curso de la visión extática, el Yo y su ilusión —que no se libera más que fuera de sí— no deja de tener algún objeto; objeto que es «catástrofe» porque el Yo-que-muere lo ha creado: 195

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Este objeto, caos de luz y sombras, es catástrofe. Lo percibo como objeto, empero, lo forma a su imagen, al mismo tiempo que es su reflejo. Al percibirlo, mi pensamiento se hunde en la aniquilación como en una caída en la que se lanza un grito. Algo de inmenso, de exorbitante, se libera en todas direcciones como un estruendo de catástrofe; esto surge de un vacío irreal, infinito, y juntamente se pierde en él, como un choque de brillo enceguecedor.11

Al igual que el Yo vivo proyecta su imagen sobre los productos de su trabajo en un tiempo lineal, mensurable y con sentido, el Yo-quemuere proyecta su imagen hacia la «catástrofe», al tiempo libre de toda cadena, al cambio puro. Sin embargo, el Yo, siempre renuente a rebasar los límites, a alcanzar los extremos donde quedaría desgarrado, convierte ese horizonte nocturno, ese vacío, en un espejo donde quede reflejado impidiendo de ese modo entregarse a la pérdida y al sinsentido que lo abrirían a la plena variabilidad e indeterminación de su identidad. Este reflejo especular del Yo-que-muere que imposibilita hablar de un desgarramiento del Yo como ilusión de una identidad, hace a Bataille proponer una nueva noción del Yo ligada a una teoría del cuerpo o fábula de la hominización llamada el «ojo pineal» que, de acuerdo con Foucault, «gira entorno al ateísmo y la transgresión».12 Esta fábula-ficción aparece, como precisa Bataille, como la búsqueda de un absurdo dado en la angustia que nos permite recusar la pregunta por el origen para dejarnos despojados del sentido garantizado por el orden real y abiertos al sinsentido de lo desconocido. El hombre ha negado la naturaleza en el proceso mismo de su elevación del suelo: el cuerpo ha adquirido estatuto humano en el paso de la posición horizontal a la vertical, a la posición erecta y contra-natura. El hombre, sin embargo, no se entrega a esta aventura ascensional sin resistencia, pues los ojos en posición horizontal —este aparato de la visión que no es más que la materialidad de la inteligencia, según Bataille— nos siguen religando al reino de la necesidad y la utilidad. El hombre se ha levantado hacia el cielo pero permaneciendo, paradójicamente, territorializado por su mirada fija en el suelo. No son los ojos de la cara los que pueden mirar el cielo; esta mirada le corresponde al ojo pi196

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neal. Este tercer ojo que se abre paso a través del cráneo es «la imagen y la luz desagradable de la noción de gasto»13 pues no tiene otro fin que mirar cara a cara a ese ilusorio «azul del cielo», tan ilusorio como la muerte. Este ojo […] no es obra de mi razón: es un grito que se me escapa. Pues en el momento en que la fulguración me ciega soy el fragmento de una vida rota, y esa vida —angustia y vértigo— al abrirse sobre un vacío infinito, se desgarra y se agota de un solo golpe en ese vacío.14

Esta hendidura del cuerpo en el centro de su equilibrio, la cabeza, lo convierte, como anota Barthes, en el «espacio del no importa dónde»;15 el cuerpo no comienza ni termina en parte alguna, es ese «continuo» del que nos hacemos, para nosotros y para los demás, un «discontinuo» aparente a través de una operación subjetiva-colectiva que le da sentido mediante la intrusión de un valor: el Yo. El cuerpo presta al Yo la quimera de una unidad sustancial; pero no siendo el valor más que la «coincidencia azarosa entre los hombres», ni el Yo ni el cuerpo son necesarios. El cuerpo no es más que un «volumen en perpetuo derrumbamiento», lugar de incidencia de la transgresión, instrumento de disolución y desmoronamiento de los límites del Yo mismo. El ojo pineal apunta, a través de la angustia, a la contemplación del sol, a ese vértigo celeste que no es más que un vacío infinito. La angustia posibilita la ruptura del Yo y de la ordenación. Sin embargo, el ojo pineal no es la destrucción de la razón y del cuerpo, aunque sí de la naturaleza y de su naturaleza humana; reclama la dislocación del cuerpo y la razón. Mientras que la materialidad corporal de la razón —que son los ojos en posición horizontal— nos mantiene unidos al orden real que vemos como objeto; el ojo pineal, por su parte, nos lanza hacia la Noche, a la perdición: es una conciencia, que sabe, porque ve, pero ya no tiene nada por objeto. En este sentido, el hombre es una voluntad de autonomía ligada a la puesta en cuestión de la naturaleza. La posibilidad de autonomía no puede ofrecerse al hombre en ninguna «respuesta»; la verdadera soberanía se une al hecho de convertir al hombre en una «pregunta sin respuesta», en un suplicio. Sin embargo, el inacabable cuestionamiento de la naturaleza, la continua reafirmación de su falta de fundamento ontológico, condena al hombre a una DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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estrepitosa caída en el vacío del cielo donde queda comprometida la destrucción de quien ha destruido. Al elevarse, el hombre dirige su mirada hacia ese «ano solar» tan vacío como la muerte, que nos deja desgarrados y distendidos en la ausencia de límites. La caída en el vacío del cielo, esta reducción de la vida a la sencillez del sol, disuelve la dualidad Yo-cuerpo dada por el orden de la producción en una sola imagen. Yo y cuerpo se funden en materia, que no es más que materia humana que se expía, que se pierde por no ser natural. Y es ahí, en la materia, en donde se actualiza la contradicción irreductible entre sentido y sinsentido, entre interdicto y transgresión; es aquello que no permanece, lo que está en constante movimiento y lo que está atravesado por el lenguaje, por los discursos insertos en instituciones y ritos: «la materia, efectivamente, no puede ser definida más que por la diferencia no lógica que presenta en relación con la economía del universo lo que el crimen representa en relación a la ley».16 La discontinuidad no es, pues, más que una mentira del mundo profano: mi cuerpo en verdad no puede estar separado porque el ojo pineal rompe los límites y formas que el lenguaje, el trabajo y el sentido le otorgan. La experiencia de la continuidad, en cambio, es experiencia de lo divino, de lo que carece de límites, y no de Dios como garantía salvadora del Yo. Por eso, dice Bataille: «Dios no es el límite del hombre, pero el límite del hombre es divino. Dicho de otra forma, el hombre es divino en la experiencia de sus límites».17 La postulación de una religión acéfala no otorga tranquilidad alguna; por el contrario, desgarra al Yo cuando éste se deja abrasar por lo desconocido e incognoscible del lazo de la muerte: el insostenible Yo que somos se pone inacabablemente en juego por la comunicación. El proceso de comunicación implica una serie de «recorridos ardientes» de un ser a otro, una puesta en juego del sí mismo y del otro, que los lleva a la ruptura y desiste de la fantasía agobiante del ser aislado y discontinuo en que nos ha conformado este juego de interdicción que nos regula y determina. «Toda (comunicación) participa del suicidio y del crimen».18 El estado de comunicación nos empuja a caer en el silencio, en la culminación del lenguaje; pero, aunque el Yo y la palabra emanan de este silencio y aunque el fundamento huDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mano no sea más que la pérdida y el sinsentido, el hombre no tiene acceso a ese lugar en donde el Tú y el Yo no existían: ese mundo que no conocemos lo inventamos con la palabra. El lenguaje se ejerce a través de discursos insertos en instituciones que constituyen los sujetos y de las prácticas que éstos efectúan. El lenguaje es, de este modo, la sustitución de la inmediatez de la vida. Es el soporte de las divisiones y de los cortes dentro del sentido. Pero los discursos, como las formaciones sociales, son enfrentamiento de fuerzas, terreno siempre inestable, en donde no todo está determinado y en donde los actos transgresivos desdibujan las fronteras garantizadas entre la razón y la sinrazón, dando lugar a las transformaciones de los seres y de la estructura social. La transgresión exige la presencia de los otros e implica romper de alguna manera con el Yo; dicha ruptura no ha de ser una pérdida absoluta de sentido pues ello implicaría la salida del ámbito de lo humano, o bien, en el afán de conseguirla, un estado de indefensión total frente al orden que se trata de romper. El desgarramiento del orden de la actividad tiene que explicarse tomando en cuenta la relación mutua entre el aspecto individual y colectivo de la cuestión: tal es el objeto de la teoría de la Experiencia Interior. Pero antes, Bataille ha necesitado construir dos nociones fundamentales, íntimamente relacionadas con su descripción y análisis del Yo y el cuerpo: el ipse y el tiempo. La elucidación de estas nociones se inserta dentro de una ficción sobre el ser llamada el «laberinto de los seres», en donde Bataille afirma que el ser es inaprehensible, no puede ubicarse en parte alguna pues no es otra cosa que un movimiento demencial de energía que se hurta a la orientación fija. En el incesante flujo del movimiento cósmico, del choque y entrelazamiento de fuerzas, se conforman remolinos azarosos de energía que dan lugar a la aparición de los seres particulares. La composición de los seres es laberíntica e incierta y por lo mismo no puede encerrarse al ser en un elemento simple e indivisible —de ahí que el Yo no pueda, ni con mucho, ser la manifestación plena del ser. Fue una especie de hombre torpe —que no supo resolver la intriga esencial— quien limitó el ser al Yo. En efecto el ser no está en ninguna parte y fue un juego percibirlo en la cumbre de la pirámide de los seres particulares.19 197

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El hombre no escapa a este carácter compuesto que lo liga a los torbellinos incesantes del ser. De esta forma, el hombre posee lo que Bataille llama ipseidad, que es precisamente la composición casual de los seres. El Yo, elemento simple e indivisible, no puede encerrar al ser porque en principio el hombre se desenvuelve como ipseidad.20 Además, es precisamente la misma ipseidad, el carácter compuesto y casual de su constitución, la condición de que el Yo pueda aparecer como un objeto simple, como un alivio para la contingencia. De la misma forma en que el gasto improductivo adopta el carácter de transgresión en el mundo humano, la ipseidad adquiere, en el caso del hombre, el carácter de ipse, es decir, que su composición y contingencia no son reductibles a la esfera del mundo animal: la composición del hombre se encuentra necesariamente de este lado del puente que ha roto el interdicto. El hombre siempre es sentido materializado en un cuerpo; pero el hecho de que sea compuesto, de que sea ipse, permite explicar por qué ninguna forma puede proclamar para sí la inmutabilidad necesaria. Las autoconciencias que somos, afirma Bataille, son efectos azarosos de combinaciones de fuerzas; los seres particulares se producen como este o aquel ente diferenciable de los demás, pero, por el mismo hecho de no ser más que la consecuencia de un determinado estado de fuerzas, no se puede hablar de que posean una autonomía que les permita existir aisladamente. Los seres particulares, en tanto ipseidades, no son autosuficientes; no soy ni puedo ser autosuficiente porque en principio mi ser no surge de ninguna interioridad que me pertenezca: son los otros los que a cada instante me constituyen en lo que soy.21 El proceso que nos constituye se renueva a cada instante y no podemos hablar de que en algún momento de nuestra existencia, lo que somos, haya sido determinado definitivamente. Explica Bataille: Cada persona imagina, y por lo tanto conoce, su existencia con ayuda de las palabras [...] Lo que se llama vulgarmente conocer cuando el vecino conoce a su vecina —y la nombra— no es nunca más que la existencia de un instante compuesto (en el sentido en que la existencia se compone —como el átomo compone su unidad con elementos simples—) que hizo una vez de estos seres un conjunto tan real como sus partes.22

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El proceso de sujetamiento está constituido por la imaginación y la nominación. En la primera el sujeto adquiere la forma más elemental de la autoconciencia: la certeza de sí; en la segunda, al nombrar y ser nombrado el sujeto se constituye en esta o aquella persona, en este o aquel tiempo y lugar que le vuelven identificable y con relación a los demás. Sin embargo, para Bataille, aunque la imaginación es un momento necesario para la nominación, no implica que entre ellas exista una relación de prioridad temporal, pues, si leemos con cuidado, ambos momentos del proceso de sujetamiento son conocimiento: el hombre imagina-conoce y nombra-conoce. El re-conocerse y conocer a otro es la presencia, la emergencia de un instante de composición que nos hace existir como este o aquel Yo. Como el proceso de sujetamiento se desarrolla en su totalidad a cada instante, una conclusión importante se infiere: que en rigor no poseemos una memoria y una estructura psíquica que garanticen nuestra permanencia; es decir, que en un vuelco del universo lo que hoy somos desaparecería junto con el «viaje de las palabras» que hasta ese momento nos constituyera, porque las formas del gasto productivo, no nacen desde una conciencia autosuficiente que autónoma y voluntariamente enuncia, sino que se nos dan, nos «vienen a la mente» desde los otros. El estudio de la constitución del Yo conduce a Bataille al análisis del «viaje de las palabras», de los giros de sentido que en su movimiento van conformando el mundo. «Basta seguir las huellas, durante poco tiempo, de los recorridos repetidos de las palabras —recomienda Bataille— para advertir, en una especie de visión, la construcción “laberíntica del ser”».23 El proceso de sujetamiento que expone Bataille está atravesado por una relación dialéctica no sintética entre Yo-ipse; lenguaje-silencio, gasto productivo-improductivo. De esta manera, el sujeto no es únicamente un Yo porque posee un vacío, ni sencillamente ipse porque no podemos abandonar el ámbito que ha fundado el interdicto. Que el ipse sea voluntad de autonomía, es decir, que la composición humana sea precisamente la emergencia vista siempre desde el sentido y el mundo del hombre, no elimina el vacío que en el fondo nos constituye, porque ahí emerge otra vez la dialéctica batailleana: el Yo y Dios son homogéneos; el ipse y el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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todo, contrarios. El Yo busca las garantías contra la contingencia en la proyección de sí y se presenta como el propio todo: no puede dejar de mirarse en el espejo. En cambio el ipse, en tanto es humano quiere su autonomía pero ya no en la seguridad de su imagen sino en la angustiosa unión con el agitado todo que lo compone. En este punto aparece una nueva dimensión del proceso de sujetamiento, porque, en cuanto sólo podemos abordar el sinsentido desde lo humano, Bataille nos muestra que el hombre —Yo-ipse— se juega en el horizonte del tiempo. El proceso de constitución de la identidad, cargado de azares y de vacíos, es un momento de suerte y ésta, admite Bataille, no es otra cosa que el tiempo: Que el tiempo sea lo mismo que el ser, el ser lo mismo que la suerte [...], que el tiempo. Significa que: Si hay ser-tiempo, el tiempo encierra al ser en la incidencia de la suerte, individualmente. Las posibilidades se reparten y se oponen. Sin individuos, es decir, sin reparto de los posibles, no podría haber tiempo.24

El tiempo es el ser, pero no el ser en general, sino el ser particular del hombre. Cuando hablamos del tiempo nos referimos a lo desconocido reinventado a través de las palabras. Es suerte que, por definición, no puede pensarse linealmente —en principio porque su incidencia tiene por efecto individuos formados en el azar sin dirección teleológica. No importa qué hipótesis avancemos respecto al tiempo, todas ellas se refieren siempre al exceso gratuito que nos constituye. «Puedo inscribir al tiempo a voluntad en una hipótesis circular, pero eso no cambia nada: cada hipótesis respecto al tiempo es exhaustiva, vale como medio de acceso a lo desconocido».25 La propuesta de Bataille, la «voluntad de suerte», es voluntad de tiempo, de acceso a lo sagrado, a lo que no transcurre a través de los relojes y que sólo vagamente podemos mencionar como el instante. Se trata de un llamado hacia lo que «aún no es», a lo que no está relacionado ni con el pasado ni con el presente ni con el futuro; «siempre va más lejos», pero no es mi prolongación ordenada por el futuro: es el exceso, la transgresión que nos abre a la continuidad de lo sagrado. El tiempo es la dimensión trágica del ser del hombre. A la vez, el Yo y su acción orientada a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la conservación humana buscan «anular la nada del tiempo» y, en sentido contrario, el ipse traza en un instante el carácter irrisorio de las construcciones del trabajo y el orden. La exposición batailleana del proceso de sujetamiento, en el marco de esta dialéctica de desiguales que establece la tensión del tiempo por la dimensión del gasto productivo y del improductivo, implica también una relación del sujeto constituido por la sociedad. El proceso de sujetamiento es político en un sentido profundo que no refiere simplemente a los enfrentamientos por el poder del gobierno sino que apunta más bien a la socialidad global del hombre. Tomando en cuenta la constitución del Yo por el recorrido de las palabras (códigos, signos, valores) que delimitan al cuerpo, Bataille expone la estrecha relación entre la formación del Estado y la del Yo. El orden, el trabajo y el sentido, efectos de la interdicción, construyen una esfera de medios y fines en el que cada cosa es a un tiempo identificable e independiente de las otras, pero, paradójicamente, no es una existencia sustantiva sino únicamente es el eslabón de una cadena productiva que tiende a un fin posterior. Análogamente los hombres se ubican en lugares sociales que los constituyen en medios útiles para la producción o la reproducción, pasan a ser engranes de un mecanismo que pretende eliminar la emergencia del exceso del gasto improductivo. El Yo siempre es un efecto de este orden. Esto contraviene cualquier óptica de sucesión que nos permitiera hablar de que primero, en cierto momento y lugar, fue el sentido y después la identidad. El Yo, sin embargo, se cree elemento simple, busca garantías contra su contingencia fundamental por los senderos de la conciencia. Para afirmar su pretendida necesidad no le queda más que proyectarse en un absoluto, cuyo carácter de simplicidad y exterioridad, de útil, él mismo posee. De esta forma, el hombre puede plantearse a sí mismo responsabilidades y finalidades que, frente a sus ojos, aparecen como necesarios: trabajo y orden. El mundo de la exterioridad lo es de la trascendencia; el sentido quiere dar sentido a lo que es absolutamente trascendente: la muerte. Lo que descubre Bataille en este punto es que si justamente el interdicto constituye seres exteriores, limitados y discontinuos, el «mundo de las cosas» requiere para su permanencia de un centro aglutinador que haga compatibles 199

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todas las esferas de la práctica social; porque el interdicto no se ejerce únicamente a través del proceso de producción de bienes materiales, sino también en las construcciones del saber y del hacer de todo tipo. Este centro, la «cumbre de la pirámide», es lo que Bataille considera propiamente como Estado y tiene su fundamento en la constitución misma del Yo. Las palabras «que nos vienen a la cabeza» nos permiten entrar en relación a partir de nuestra identidad al parecer irremplazable; pero cada término del código es la presencia de una multitud conformada en la misma forma que nosotros: ubicada como un útil, afirmada en su identidad y con un cuerpo limitado y definido. Así, el proceso de sujetamiento nos constituye como el Yo que somos cada uno pero, al mismo tiempo, siembra en nosotros al Estado mismo, a la «cumbre de la pirámide», producido como efecto de la proyección especular de nosotros mismos con los objetos del «mundo de las cosas». Cada ser particular delega a quienes se sitúan en el centro de las multitudes, en su conjunto, la responsabilidad de realizar la totalidad inherente del «ser». De una existencia total, que aun en los casos más simples conserva un carácter difuso, se conforma con una participación en ella. De este modo se producen conjuntos relativamente estables cuyo centro es una ciudad, semejante en forma primitiva a una corola que en su interior guarda como un doble pistilo a un soberano y a un dios.26

De esta forma, el análisis del proceso de sujetamiento de Bataille rebasa visiones reducidas que atribuyen determinado estado de cosas a la intención de tal o cual individuo. Se trata de un proyecto análogo al que expresa Foucault donde es necesario: [...] antes de preguntarse cómo aparece el soberano en lo alto, intentar saber cómo se han, poco a poco, progresivamente, realmente, materialmente, constituido los sujetos, partir de la multiplicidad de los cuerpos, de las fuerzas, de las energías, de las materialidades, de los deseos, de los pensamientos, etc.27

4. P. Sollers, «El techo», en La escritura y la experiencia de los límites, Pre-textos, Valencia, 1978, pp. 116-117. 5. Bataille, Teoría de la religión, Taurus, Madrid, 1975, p. 22. 6. El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1992, p. 247. 7. Bataille, La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1980, pp. 132-133. 8. «Hablar de Nada no es, en el fondo, más que negar la servidumbre, reducirla a lo que es (es útil), no es en definitiva más que negar el valor no práctico del pensamiento, reducirlo, más allá de lo útil, a la insignificancia, a la honesta simplicidad del fallo, de lo que muere y desfallece», en Bataille, Lo que entiendo por soberanía, Paidós/ICE/UAB, Barcelona/Buenos Aires/México, 1996, p. 75. 9. Bataille, La experiencia interior, p. 86. 10. Bataille, El culpable, Taurus, Madrid, 1974, p. 87. 11. Bataille, La experiencia interior, p. 82. 12. Theatrum philosophicum, 2.ª ed., Anagrama, Barcelona, 1981, p. 15. 13. Bataille, El ojo pineal. El ano solar. Sacrificios (trad. y presentación de M. Arranz), Pre-textos, Valencia, 1979, p. 63. 14. Bataille, La experiencia interior, p. 96. 15. «Las salidas del texto», en Sollers, Kristeva, Barthes et alii, op. cit., p. 44. 16. Bataille, La noción de consumo, EDHASA, Barcelona, 1974, p. 47. 17. El culpable, p. 127. 18. Bataille, Sobre Nietzsche, Taurus, Madrid, 1979, p. 55. 19. Bataille, La experiencia interior, p. 102. 20. Ibíd. 21. Ibíd., p . 103. 22. Ibíd., pp. 103-104. 23. Ibíd. 24. Sobre Nietzsche, p. 154. 25. Bataille, La experiencia interior, p. 184. 26. Bataille, «El laberinto», en Palos V, México, junio-agosto de 1983, p. 134. 27. «Curso del 14 de enero de 1976», en Microfísica del poder, 2.ª ed., La Piqueta, Madrid, 1979, p. 143.

GERARDO DE LA FUENTE LORA LETICIA FLORES FARFÁN

Notas

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1. «El acta Bataille», en Sollers, Kristeva, Barthes et alii, Bataille, Mandrágora, Barcelona, 1976, p. 25. 2. Bataille, La parte maldita, EDHASA, Barcelona, 1974, p. 51. 3. Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1980, p. 53.

Concebido en la modernidad, junto al tiempo y en relación con él, como condición a priori de la sensibilidad (con el concurso y la venia de Kant, evidentemente), el espacio no se ha beneficiado —sí, por el contrario, el tiempo— de una

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suficiente reflexión filosófica hasta hace muy pocos años. Si a lo largo del siglo XX el concepto de espacio ha sido habitual en las obras de arquitectos y urbanistas, de geógrafos y sociólogos, parece que su carácter «condicionante», equivalente al del tiempo, no incitó a la filosofía tanto como el de este último. Tal vez porque la modernidad haya vivido bajo el patrocinio de la historia (o haya consistido en el pre-dominio de la historia) y esta se extiende y se distiende en el tiempo, el espacio, inmóvil y fijo, paciente y subyacente, no ha requerido atención adecuada. O tal vez porque parece que la humana existencia se halla afectada por el tiempo y por el tiempo infectada, mientras que «solamente» se soporta en el espacio. Y, sin embargo, en el espacio se sostiene y se contiene la existencia humana. En el Espacio máximo de desconocidos límites que, más o menos, equivale al Universo y en los espacios mínimos, inframicroscópicos, infraatómicos o infracelulares; y también, más próximos a la experiencia habitual, en esos «mesoespacios» que se sitúan entre las magnitudes macroscópicas y microscópicas, que van desde el habitáculo hasta el Globo terrestre pasando por lugares, ciudades, regiones, naciones, continentes… Todos ellos son condición —inmanente— de la sensibilidad; y aun parecería que también del entendimiento y de la razón. Todos ellos son condiciones de la existencia y de la co-existencia. En ausencia de confirmación de una base en el griego spadion-stadion1 la palaba espacio (espace, space, spazio) procede del latín semiculto spatium que designa un terreno abierto, un campo hábil para correr o para pasear (sentido que se mantiene en el alemán spazieren, también semiculto), un terreno, por ello que se entiende «exterior» y «público», y que podría considerarse como dato inicial, o como mera naturaleza. En alemán, sin embargo, el término que cabe traducir por espacio (Raum) procede del teutónico ruun, que da room en inglés o ruimte en holandés. Derivado del adjetivo común altogermánico ruuma relacionado a su vez con el avéstico ravah- y con el latino rus (ruris) designa espacio, sí, pero un espacio que ha sido previamente «abierto» o despejado, un espacio que se ha conseguido o ganado; delata el término Raum la actividad, humana, en la elaboración y en la «conquista del espacio».2 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Encontrarse en el espacio abierto o provocar la apertura, saberse en el espacio o conquistarlo. Esa parece ser la alternativa que la historia de las palabras descubre y describe. O, más que la alternativa, la alternancia que indica la posición del humano y su trabajo creador: desde el espacio, sobre el espacio. Que puede aparecer, a la vez, como ilimitado y susceptible de delimitación, como determinado y susceptible de determinación. Determinación y delimitación son condiciones del orden, de todo orden. Y orden, u órdenes, es lo que descubre la mirada en los diferentes hábitat que la condición humana se ha dado, los que ha elaborado en su existencia y con su experiencia. Órdenes que, a una percepción no entrenada, o excesivamente complaciente con el propio entramado de relaciones, con las disposiciones habituales de sus palabras y sus cosas, le puede frecuentemente parecer caos. Pero orden delata la gruta prehistórica, o el claro abierto en el bosque a efectos de culto o reunión, o la ciudad antigua, cruzada por sus dos principales avenidas, o la Roma quadrata. Determinadas y determinantes, esas experiencias de orden son el resultado de una intervención técnica; una intervención en la que la técnica todavía conserva y guarda la presencia del arte. Esas experiencias son, también —o sobre todo—, sustracción al espacio in-finito, in-menso; son acto —violento, si se quiere— de apropiación: o verdadera violencia fundadora, que antecede a la estudiada por Benjamin o Derrida. Del espacio in-finito se hace lugar al establecer límite, valla o cercado, al talar o despejar el bosque o el matorral. El espacio continuo se ve así fracturado, cortado por discontinuidades que establecen diferencias cualitativas, niveles y jerarquías: un ámbito sagrado, por ejemplo, un espacio separado y protegido, un espacio segregado del bosque o la llanura, un espacio capturado, captado y conceptualizado. Así el temenos griego, o incluso anterior, y el templum romano son el producto de un corte, de una segregación. Y se alzan como territorio sagrado en la medida (y por la medida) en que representan una intervención, o una sustracción fundadora de culto y cultura. Lo mismo que la tierra de labor; también ella, en este sentido, sagrada, ha sido separada, sustraída para el cultivo. 201

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Cultivo, culto y cultura, ámbitos de actividad y contemplación, de acción y pensamiento, escenarios en los que se gesta —y se gestiona— la experiencia humana, aparecen inicialmente como dibujo, diseño y designio en el espacio: en un espacio que, ya, cultivado y culturizado, se expone como condición de existencia. No se discute aquí que el humano haya trabado combate —singular y plural, individual y colectivo— en, con y contra el tiempo. Y que la intervención, también de-marcadora, de-limitadora, en el flujo temporal haya propiciado ritmos de actividad o labor, de celebración, culto y guerra, días fastos y nefastos, también ellos segregados. Como no se discute que el orden y la medida se experimenten también en el decurso del tiempo: en la alternancia del día y la noche, en los ciclos solares o lunares, en el devenir y retornar de las estaciones. Lo que ocurre es que la ley —férrea ley— del tiempo se conjura y se conjuga con la ley del espacio. Y ambas de consuno son condición de orden, condición de existencia; o condiciones de toda experiencia posible. Pues la ley de la posibilidad y la posibilidad de la ley implican pro-posiciones, condiciones pro-puestas de(l) poder. Y, en primer lugar, del poder ser, del poder estar. Despejar una estancia, o promover un intervalo, es la genuina actividad creadora, previa a cualquier edificación. Bien lo sabía el cronista de la creación en el mito semita (Gen. 1, 1-18), que narra el episodio como una sucesión de separaciones y reuniones, de delimitaciones y demarcaciones que abren espacio y tiempo, escenarios en los que tendrá lugar la completa aventura de la vida (vegetal, animal y, finalmente, humana); o en los que tendrán lugar la producción (vv. 11 y 24), la expansión y el dominio (vv. 26 y 28). El imperativo «fiat» del Dios bíblico es el arquetipo, efectivamente, de la creación, de una «tecnopoiética» que delimita y separa: la luz de las tinieblas, las aguas superiores de las inferiores, la tierra de los mares, el día de la noche. El arte de la separación crea espacio y da lugar (y tiempo). Trazar una línea es circunscribir un hábitat, y prefigurar hábitos y habitantes, divisiones y decisiones normativas que presuponen el gesto creador inicial e iniciático, gesto que se repite en la fundación de ciudades, en ese 202

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acto in-augural que invoca cielo y tierra y se consuma con un trazo, con una marca de limitación. Ocurre también que el espacio que así se abre, o el lugar que se augura y se inaugura, tiende pronto a cerrarse, que el trazo de apertura puede ser (suele ser) también trazo de clausura; y que la demarcación se prolonga en líneas de fractura: de exilio, de hostilidad, de combate. Caos es el «espacio» infinito, no demarcado o no trazado. Caos es el bostezo informe que, según Hesíodo, era en el principio, o era el principio. La línea o el trazo, la separación en cualquier caso, dan lugar (tópos) o espacio propiamente dicho, el que puede ser, con trabajo, violencia o astucia, habilitado y habitado (jóra): recipientes y contenedores hospitalarios en los que se cursa la experiencia y que cobijan la existencia. Pues espacio y lugar son cercos o límites sagrados de protección (el lugar, dice Aristóteles —Fis. IV 4, 20—, es el primer límite inmóvil de lo abarcante: tou periéjontos péras akíneton proton). Inmóvil y, frecuentemente, impasible, el lugar, apertura de hospitalidad, es también clausura que proyecta hostilidad. No ambigüedad sino intrínseca duplicidad de toda línea, de cada trazo. Quizá todo el drama del humano, el drama de su existencia, se proyecta desde la primera línea que se traza, desde esa línea que crea espacio y da lugar: también al horror. Notas 1. La hipótesis fue tempranamente sugerida por Mommsen y no cuenta, hasta donde me consta, con muchos partidarios, aunque resulte atractiva por muchos conceptos. 2. Véanse al respecto las páginas que, en discusión con Heidegger, dedica Félix Duque a la noción de espacio en su libro Arte público y espacio político, Akal, Madrid, 2001, pp. 8 y ss. Y también el texto «Despachando vacío en verdad. Obra plástica, otra plástica», en: Heidegger y el arte de la verdad, Universidad Pública de Navarra, Pamplona, 2005.

PATXI LANCEROS

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Esperanza

Esperanza En diciembre del año 2002 las calles de Santiago de Compostela se llenaron, como siempre y mucho más que siempre, de paraguas. Esta vez no sólo era lluvia. Era indignación, era una protesta, una marea de paraguas, como muestran las hermosas imágenes con las que Xurxo Lobato recogió la memoria de aquella tarde.1 Este título y la alusión a una fotografía que muestra una calle de piedra abarrotada de paraguas indignados puede parecer una provocación. Provocación un tanto ingenua para quienes se acerquen a esta página con benevolencia, y para otros, quizá un intento extemporáneo y algo impertinente de reencantamiento, o tan sólo una brizna de escapismo desmemoriado rayano en la obscenidad. No pretendo ni escapar ni reencantar, puede que sí provocar. Precisamente porque nuestra forma de vida exhibe patologías institucionalizadas y nos encauza hacia objetivos que, sin su amable revestimiento publicitario, probablemente no escogeríamos, entiendo muy apropiado y necesario traer a la memoria una de las claves humanas más arraigadas en nuestra cultura occidental: la esperanza. Porque, en realidad, se trata justamente de eso. Creo que esta palabra no nombra sencillamente una virtud de la que se apropió el cristianismo para presentarla como uno de sus rasgos más básicos y fundantes. Si la tradición cristiana pudo realizar esa elaboración es porque se trata de una clave existencial, de un mecanismo tan arraigado en la condición humana que no hay cultura que no haya generado motivos de esperanza en sus historias, sus mitos, sus posibles e imposibles y su arte. Si se trata, como pretendo mostrar, de un «existencial», entonces debemos explicarlo para poder recuperarlo, para no dejarlo languidecer y con él, marchitarnos nosotros. Si es un existencial, no es algo que podamos amputarnos sin perder o perdernos. Y a pesar de todas las violencias (que son muchas y todas gratuitas, me atrevería a decir) y todas las negruras, ejercitar la lucidez de la esperanza sigue siendo un acto de transgresión, es decir, de no-acomodación y no-conformidad con lo dado, y por tanto de coraje, de empatía y de justicia. Por eso es tan necesaria; también y por lo mismo, peligrosa. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Efectivamente, es una «marea» de paraguas. Fue una tarde lluviosa, como tantas en noviembre en Santiago de Compostela. Pero no es espontánea. Es una protesta de colores frente a la negrura y a la inepcia que desembocó en catástrofe ecológica y humana y que tenía el irónico nombre de Prestige. Es gente puesta de pie que supo que las cosas podrían haber sido de otro modo de haberlas pensado de otra forma, con otros intereses, conforme a otros objetivos. Se podría haber evitado. Se le vio venir, como tantas otras situaciones derivadas de decisiones y haceres humanos. Se prefirió dejarlo estar. Y la reacción fue imprevista y enorme en una multitud supuestamente aletargada. Porque no sólo se trató de protesta y de rabia. La mirada, siempre más amplia, buscó el modo de articularse en la olvidada dimensión del futuro e inventó modos (memoria, fantasía) de permanecer intentando «que no vuelva a pasar», ni aquí ni en ninguna otra parte. Y esto es, ni más ni menos, que esperanza practicada, efectiva. En este juego de encuentros y desencuentros entre ese plano de realidad que llamamos objetivo y ese otro que acostumbramos a despreciar como residual y denominamos subjetivo, se despliega el ámbito propio del existencial «esperanza». La cosa comienza, como casi todas, con el modo en que percibimos la realidad que nos rodea, como si de forma instintiva tuviésemos la necesidad de corregirla. La percibimos como muestra su apariencia, pero enseguida la teñimos con nuestro deseo que la viste con la forma de lo mejor. No es posible una mirada desprendida del cariz del deseo. Nuestro quehacer, de hecho, supone un salir de nosotros mismos hacia algo que está afuera, un encaminarnos hacia aquello que pudiera satisfacer las necesidades que constituyen esa curiosa actividad que llamamos vida. Pero lo que realmente nos distingue, pues hasta aquí compartimos condición con cualquier animal, es que nuestro deseo, matizador de miradas, suple las inadecuaciones propias de las cosas que percibimos y la objetividad nos entrega, reclamando el concurso de la imaginación y la fantasía. Desear entonces no es sólo apetecer algo, sino completar lo apetecido, adecuarlo a la medida del que apetece dentro del contexto en el que ambos se encuentran. Desear es recoger 203

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Esperanza

lo que el mundo ofrece para proyectarlo sobre la imaginación y dejar que la fantasía lo complete perfeccionándolo. Ésta es la primera trasgresión de la que se alimenta y en la que nace la raíz de la esperanza, la primera superación sobre lo dado. Sin embargo, lo sabemos, el deseo del que hablamos es todavía muy pasivo, es decir, desear algo no significa en absoluto movilizarse en pos de aquello que se imagina como objeto de deseo. Incluso es posible desear representaciones u objetos en abierta contradicción entre ellos o que no mantienen ningún tipo de conexión con la realidad objetiva. Ésta es la enorme fuerza del deseo, que permanece allí donde nuestra voluntad, nuestro querer, admite su derrota y se retira. El deseo atesora una imagen, una representación de lo mejor, de lo que debe ser, capaz de seducir de nuevo al querer para que se ponga a trabajar para conseguir esa representación atesorada en la memoria. No todos nuestros deseos requieren de voluntad. Muchos se agotan en su representación y no aspiran más que al reino de la fantasía. Pero todos los movimientos de nuestra voluntad están precedidos siempre por la elaboración de un deseo. No podemos olvidar que todo este proceso del que venimos hablando supone un movimiento emotivo, una conmoción de las entrañas, un sentirse afectado tanto por lo percibido como por lo representado como objeto de deseo. Este movimiento de las entrañas, espontáneo e inmediato, no puede ser ignorado de ninguna de las maneras. Puede, eso sí, ser disimulado, pero incluso la representación y el pensamiento se pliegan a este mundo de los afectos. No sólo se pliegan, se rinden, se repliegan y se someten. No obstante, no podemos sin más darnos por entregados a la tiranía de unos movimientos de las entrañas con los que no cupiera más relación que la del sometimiento. Ni mucho menos. Afectos y deseo comparten un rasgo común: ambos se dirigen hacia algo externo, algo más allá de nosotros mismos. Este rasgo es el que aprovechan la imaginación y la fantasía para enredarnos en la maraña de la esperanza. Los afectos y deseos más miopes y primarios se contentan con lo que está al alcance de la mano, con lo ya dado, lo ya existente. Estos afectos son, en realidad, muy poco 204

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significativos, muy corrientes, casi vulgares. Pero hay otros afectos más elaborados, hipermétropes, cuyos objetos no son alcanzables de forma individual o bien no están disponibles en la realidad material presente. Estos afectos y deseos se realizan en la duda: no mueren, no dejan de tender hacia su objeto, sencillamente no pueden alcanzarlo... por ahora. Sólo pueden anticiparlo, pueden representarlo, imaginárselo, fantasear con él sin tocarlo. Estos afectos y deseos son la raíz primera de la esperanza. Este afecto, este movimiento de las entrañas que busca la satisfacción de un deseo en un futuro mediante la anticipación de su objeto en su forma más perfecta, es el más importante de los afectos que cabe detectar en el ser humano. Más que el miedo o el temor, que son afectos nacidos bajo presión y que apuntan a una destrucción, a una disolución en la nada como anticipo. La esperanza es el afecto más radical porque en él se mantienen abiertos todos esos deseos irrenunciables del ser humano, y se mantienen abiertos en lo mejor, en su posibilidad de realización, en su capacidad de enfrentamiento y transformación de una realidad objetiva que todavía no se ha conformado a la descomunal medida del deseo que la acosa para que entregue lo mejor de sí misma, su propia perfección, que es también la de quien la desea. En este punto es donde la esperanza, movimiento esencial de las entrañas del ser humano encaminado a su relación con el mundo objetivo que le rodea y del que forma parte, se hermana con la utopía. En castellano hemos olvidado la diferencia entre quimera y utopía. La quimera es lo que se propone a la imaginación como verdadero sin serlo; la utopía es lo que se propone pareciendo irrealizable en el momento en que se realiza la propuesta. Creo que la diferencia está clara. La quimera se alimenta de desencanto, de la necesidad de escapar y de un déficit de compromiso con los dos planos de realidad que venimos proponiendo desde el principio. La utopía sólo es posible pensarla alimentada por la esperanza, recogiendo un deseo que cose esos dos planos de realidad buscando una total adecuación, un desarrollo de la mayor perfección que quepa imaginar en ambos en el logro de su más acabada identidad. La utopía es lo posible medianDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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te la transformación de determinadas condiciones objetivas, y es la cristalización, el poso, la expresión de la esperanza. No voy a detenerme ahora en la enumeración y análisis de las ensoñaciones utópicas salidas de la mente humana en su historia. Me contento ahora con dejar constancia de que sin este humus no sería posible entender manifestaciones artísticas, religiosas e incluso técnicas que se nos ofrecen como mejora y oportunidad. Lo que sí quiero hacer es destacar que en la medida en que recortamos nuestros sueños o asumimos por contagio su supuesta inutilidad, estamos renunciando al deseo que es el modo elegido por el impulso vital para habitar al ser humano. Aquí caben mil matizaciones. No sólo caben, sino que son necesarias. Ningún sueño de más vida, por muy hermoso y seductor que se presente (tenemos varios ejemplos en la reciente historia del siglo XX y me temo que en lo que va del XXI), merece el sacrificio de una sola vida humana. La clave aquí no reside ni en la comprensión del mecanismo de la esperanza ni en el modo de cultivo de la producción de la fantasía. La clave está en el asiento del acento del pensamiento que considera que puede destruir la objetividad en lugar de modelarla buscando el crecimiento en paralelo de lo dado y lo propuesto. Ambos deben salir de sí hacia sí mismos, pero nunca el uno a costa del otro. Una esperanza tirana ya no es esperanza, porque se encierra sobre una única posibilidad de futuro, no mantiene su apertura ni su búsqueda, se desnaturaliza, yerra. Regreso a aquella tarde de lluvia y sus paraguas. Una ensoñación colectiva con las manos manchadas de negro y la garganta irritada y ronca de gritar que no puede ser así. Un ejercicio cabal de esperanza. Consciente de lo que pasa, de sus «por qué» y sus «cómo», no plegada ni doblegada a una objetividad que hubiese podido ser de otro modo, que deberá ser de otro modo. Ensoñación firme, tenaz, eso sí, no violenta. Si insistimos en amputar la dimensión del futuro, si nuestra forma de vida se empeña en recortar sus perspectivas y tonalidades, debemos recordar que la reacción de lo reprimido suele cristalizar en retornos violentos. Asumir la frustración de la distancia entre lo soñado/esperado y lo realizado es entrar de forma consciente y libre en la más radical dinámica de la existencia humana. Es el cultivo de la empatía nacida del cuidado de uno misDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mo y las circunstancias. Y es un ejercicio de coraje y de justicia, elementos necesarios en un tipo de sociedad que, como la nuestra, parece empeñada en enseñar que vivir es un camino de deshumanización, cuando buena parte de eso que llamamos sabiduría abunda en ejemplos de lo contrario.2 Notas 1. Xurxo Lobato, No país do Nunca Máis, Vigo, Editorial Galaxia, 2003. 2. No es cuestión de abrumar al lector con referencias bibliográficas, pero me permito apuntar alguna que sirva de paseo amplio por los asuntos aquí apenas señalados: E. Bloch, El Principio Esperanza, Madrid, Trotta, 2004, vol. I; Javier Martínez Contreras, Las huellas de lo oscuro. Estética y filosofía en Ernst Bloch, Salamanca, San Esteban, 2004; Joaquín Lledó, Utopías para tiempos difíciles, Madrid, Acento, 2003; J. Lens Tuero y J. Campos Daroca, Utopías del mundo antiguo. Antología de textos, Madrid, Alianza, 2000.

JAVIER MARTÍNEZ CONTRERAS

Estética y nihilismo* Entre los aspectos de la filosofía de Heidegger que permanecen más vivos y actuales en el debate filosófico y en la cultura actuales se hallan ciertamente dos tesis centrales: el lenguaje como «casa del ser», y el privilegio del lenguaje poético respecto a cualquier otro tipo o función del lenguaje. En cuanto al primer aspecto, todos sabemos del vigor de esta tesis heideggeriana sobre el «giro lingüístico» que, según una opinión fácilmente compartible, caracteriza una gran parte de la filosofía del siglo XX; y nos consta también lo importante que esta tesis ha sido en los esfuerzos de «urbanizar» a Heidegger, al permitir que su doctrina, a menudo formulada en términos arcanos y difíciles, entrase en diálogo con otras filosofías contemporáneas, bien distantes de la suya (ahí reside, como es sabido, uno de los sentidos del trabajo de K.-O. Apel; pero también uno de los resultados de la hermenéutica de Gadamer). La centralidad del lenguaje poético, por su parte, es un tema que, incluso sin todas las implicaciones ontológicas con que Heidegger la vincula (aunque lo que ocurre a menudo, quizá, es tan sólo que falta una clara 205

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conciencia de ellas), circula ampliamente en el pensamiento y la crítica tanto del post-estructuralismo como de las teorías post-analíticas: por ejemplo, bajo la forma de las «redescripciones» de Rorty1 y de Goodman.2 Sin embargo —como ocurre frecuentemente (y, en este caso, sucedió sobre todo debido a la generalización de las posiciones hermenéuticas, que generó la que fue y sigue siendo en muchos aspectos la koiné, el paradigma común, de la cultura humanística actual)— la amplia recepción de las dos tesis heideggerianas que he recordado las ha despojado asimismo de sus contenidos más característicos y teóricamente más significativos. Lo que quiero tratar de exponer en esta conversación es que, para no perder el significado auténtico de esas tesis y, por ello, lo que es para nosotros su peso innovador desde un punto de vista filosófico (puesto que éste, si escuchamos a Heidegger, es el único modo de captar el auténtico significado de una doctrina), hace falta resolver los malentendidos y las simplificaciones de que han sido víctimas tales tesis, reconociendo en ellas más explícitamente su nexo con el cariz nihilista global de la filosofía heideggeriana. Para aclarar qué es lo que quiero decir con esta última expresión, que he explicado en muchos otros escritos y que está en la base de lo que he llamado «pensamiento débil», recordaré aquí solamente una importante proposición que de algún modo concluye la primera sección de la parte publicada de Sein und Zeit. En el parágrafo 44 de la obra, el antepenúltimo párrafo se abre con estas palabras: «Sein —nicht Seiendes— “gibt es” nur, sofern Wahrheit ist. Und sie ist nur, sofern und solange Dasein ist»3 (SuZ, 230).4 De lo que se trata en la apertura del ser que está constituida por la verdad no es del ente, sino del ser. Cuando acaece la verdad, en la apertura de la que el ente es el portador (o pastor, como también dice Heidegger) no estamos ante el darse del ente, sino ante el ir desde el ente hasta el ser. También, y sobre todo, en la forma de una «negación» del (ser) entidad (Seiendheit) del ente. ¿Qué significa, a la luz de esta ciertamente vigorosa afirmación de Sein und Zeit, que el lenguaje es la casa del ser? La lectura habitual de esta tesis, que, por lo demás, es también la más inmediatamente legitimada por el Heidegger del «giro» del que habla el escrito sobre el humanismo, es una lectura que en muchos 206

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sentidos hoy nos parece neokantiana, y que ha encontrado un fiel intérprete en Apel. Las formas a priori de Kant, que condicionan el darse objetivo de las cosas del mundo, en cuanto sólo dentro del marco del espacio y el tiempo y de las categorías del intelecto las cosas son lo que son, se transfieren al lenguaje. Como se recordará, Apel ha hablado de una «semantización» del kantismo, mediante la cual el a priori que hace posible la experiencia se encarna en las estructuras del lenguaje, las cuales no las aprendemos como un objeto de experiencia, sino que las llevamos con nosotros al modo de una constitución trascendental. En esta lectura de la tesis heideggeriana sobre el lenguaje, Apel enuncia tal tesis de un modo que en el propio Heidegger se disolverá pronto, al imponérsele la cuestión de la historicidad. Ya en el ensayo sobre El origen de la obra de arte, de 1936, el lenguaje poético no abre el mundo, sino que abre un mundo. La función de condición trascendental de posibilidad de la experiencia la cumple el lenguaje sólo como lengua histórico-natural de una comunidad; nada de Chomsky, en suma, sino más bien Humboldt y los románticos, y en el fondo también Hegel. El darse de la objetividad de las cosas acaece siempre dentro de marcos históricos que están constituidos por la lengua de una cierta época y sociedad; y esta lengua puede modificarse radicalmente por obra de los poetas y de los eventos «inaugurales» que ellos producen con (algunas de) sus obras. (Incluso la constatación obvia de que los poemas homéricos tienen una relevancia inaugural bien distinta de la de una sonatina de Mozart puede no constituir aquí una dificultad insuperable: ya sea en el sentido indicado por Dufrenne con su idea de la obra de arte como un quasi-sujet, como algo que se nos presenta no como un objeto del mundo, sino como una perspectiva sobre el mundo, que en alguna medida, pues, cambia nuestros modos de experimentarlo; ya sea, como mostraré más adelante, en el sentido de que el equilibrio entre mundo y tierra en la obra de arte puede configurarse de modos diversos, desde un extremo de mundo a un extremo de tierra y, en el caso de lo clásico, a una síntesis perfecta entre ambos —un poco como lo dionisiaco y lo apolíneo en Nietzsche.) Está claro que una lectura semejante de la inauguralidad del arte y del lenguaje poético casa bien con una teoría de las redescripDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ciones a lo Rorty, y también con la idea de los paradigmas científicos de Kuhn. La historia del ser, para traducirlo todo en términos heideggerianos, es la historia de sistemas de metáforas que sirven para acercar, es decir, para constituir el mundo en la experiencia humana, y que se renuevan según ritmos no previsibles dependientes tanto de la creatividad de «redescriptores» individuales como de otras contingencias históricas (piénsese de nuevo en los paradigmas kuhnianos). Que los eventos lingüísticos inaugurales acaezcan en el lenguaje poético no es ciertamente una tesis que se le pueda atribuir a Kuhn; pero a Rorty seguramente sí, si bien sólo en el sentido de que, en la perspectiva todavía abundantemente «realista» de su neopragmatismo, cada revolución del lenguaje, cada cambio de paradigma, es una redescripción según un nuevo sistema de metáforas que inicialmente —y tal vez para siempre— son sólo metáforas, aunque determinen lo que el ser de las cosas es para nosotros, los individuos, o para la comunidad, en caso de que tengan «éxito». Mas la idea de que las épocas se abran siempre mediante eventos lingüísticos inaugurales —es decir, mediante la poesía—, idea que sirve de cimiento a estas lecturas y utilizaciones de Heidegger, debe confrontarse, ya en el ensayo sobre la obra de arte del 1936, con una dificultad, representada por un pasaje de este escrito que parece haber permanecido como un hápax legómenon en el pensamiento heideggeriano sucesivo. Se trata de la página donde Heidegger habla de diferentes modos de acaecer de la verdad (o sea, de las aperturas dentro de las cuales las cosas vienen al ser). Junto al «ponerse en obra de la verdad», que es aquí el arte y la poesía, Heidegger5 enumera «la acción que funda un estado»; «la cercanía de aquello que no es simplemente un ente, sino el más existente de los entes»; «el sacrificio esencial»; «el pensamiento que, como pensamiento del ser, lo nombra en su dignidad de problema». Mientras que «la ciencia no es en absoluto un historicizarse originario (ursprüngliches Geschehen) de la verdad, sino que es en cada caso la elaboración de un ámbito de verdad ya abierto» (der Ausbau eines schon offenen Wahrheitsbereiches) —donde parece estar leyendo a Kuhn. Este pasaje del ensayo sobre el origen del obra de arte quedó sin desarrollar por Heidegger en dos sentidos: no lo puso temáticaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mente en relación con la tesis de que el lenguaje es la morada (no una morada) del ser; ni dedicó a los demás modos de acaecer de la verdad un análisis comparable al que reservó a la lectura de poetas y de otros textos «esenciales» de la historia de Occidente (los presocráticos, por ejemplo). Una reflexión sobre estos dos cuestiones abiertas, que aquí debo sólo apuntar, debería conducir, a mi parecer, a las siguientes conclusiones. La enumeración de los varios modos de acaecer de la verdad debe ponernos en guardia contra cualquier lectura trascendental de la relación ser-lenguaje; en otros términos, quizás (y digo «quizás» porque en Heidegger esto no se explicita jamás) que el ser acaezca en el lenguaje no es un hecho estructural que ataña a la naturaleza o esencia eterna de ambos términos; la apertura histórica de la verdad, en épocas del ser diferentes a aquella en que nos encontramos arrojados —la época de la metafísica en vías de cumplirse— puede acaecer como fundación de un estado, como experiencia religiosa o como decisiva experiencia moral o religiosa —ya que a esto parecen aludir las varias expresiones que aquí Heidegger presenta en sus habituales términos auráticos. El hecho de que Heidegger se haya dedicado exclusivamente —o casi (si bien es cierto que tal vez no contamos aún con todos los documentos)— a la lectura de los eventos inaugurales del lenguaje, una vez que tenemos que dar por excluido que él esté pensando todavía la relación ser-lenguaje en términos trascendentales, es decir, estructurales y metafísicos (objetivos), significaría, por consiguiente, que la proposición según la cual el lenguaje es la morada del ser es una proposición «esencial» en el sentido epocal del término: caracteriza, por lo tanto, el modo de darse del ser en la época de la metafísica en que nos hallamos —sin, por lo demás, excluir en absoluto que también los demás modos de acaecer se piensen en relación a la época de la metafísica, aunque sean menos decisivos en ese momento específico de ella que es el nuestro (aquel en el cual la metafísica llega a su fin). (No se olvide que esta relectura de la estética heideggeriana, y sobre todo del ensayo sobre la obra de arte del 1936, no quiere ser una operación «filológica», tendente a verificar historiográficamente el significado verdadero de sus tesis. Repitamos que el significado auténtico de un texto es sólo aquel que, par207

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tiendo ciertamente de su formulación literal, reconocemos en el texto con relación a nuestra específica historicidad —y esto también lo «encontramos» en Heidegger: véase su recensión a Jaspers de 1919.) Respondemos así, con lo que llevamos dicho hasta aquí, a las dos cuestiones que enunciamos al inicio: la relativa al sentido de la relación ser-lenguaje, y la concerniente al primado del lenguaje poético. Se trata, ciertamente, de una respuesta provisional que, empero, nos permite empezar a comprender por qué se trata aquí de poner estas tesis en relación con el «nihilismo» que caracteriza, en mi hipótesis interpretativa, el pensamiento de Heidegger. Nihilismo que se expresa en la frase de Sein und Zeit antedicha: «Sein —nicht Seiendes—...»; es decir, «Ser —no entes— sólo lo “hay” hasta donde la verdad es. Y la verdad sólo es, hasta donde y mientras el “ser ahí” es» (SuZ, 230). Se nos recuerda aquí el hecho de que el llegar a ser de las cosas comporta una específica «negatividad»: aquella por la cual es lícito hablar de nihilismo o, en otros términos, de «debilitamiento» como acaecer ontológico específico. He propuesto en otro lugar (el discurso de celebración del centésimo cumpleaños de Gadamer pronunciado en Heidelberg en febrero de 2000) que consideremos esta proposición de Sein und Zeit como la indicación de un télos, más que como la «descripción» de un estado de cosas —la «verdad» sobre el ser entendida como correspondencia de la proposición a la cosa. Podría darse, así, que no sólo el primado del lenguaje poético, sino también en general el darse del ser en el lenguaje y la negación de la entidad (Seiendheit) a favor del ser, sean trazos característicos de la época de (el fin de) la metafísica, y no —con un salto contradictorio hacia la metafísica objetiva— aspectos esenciales del ser como tal (si fuese posible hablar jamás de nada parecido en Heidegger). Es en la época del fin de la metafísica que el ser se da como lenguaje; y, por lo tanto, sobre todo en la poesía; y, por lo tanto, en la forma de una sustracción de entidad (Seiendheit). Esta idea de la sustracción —que coloca la experiencia «estética» bajo la luz de una ontología nihilista— parece la única vía mediante la cual cabe no sólo liberar la tesis de la relación ser-lenguaje de su apariencia trascendentalista y neokantiana, sino también leer el ensayo sobre la obra de arte en términos que no 208

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reduzcan la poesía a la mera anticipación de un orden futuro de los entes. La interpretación del nexo ser-lenguaje en términos de una metafísica trascendentalista significaría que las cosas llegan a ser, es decir, se dan en nuestra experiencia espacio-temporal y en el contexto de la realidad sólo en el marco de las condiciones de posibilidad constituidas en cada caso por una lengua histórico-natural. Esta lectura implica, entre otras cosas, disputas interminables sobre los mecanismos de la percepción, en el sentido de que se requeriría a Heidegger la prueba del hecho de que la percepción de los colores, por ejemplo, está condicionada por la historia de las diversas culturas y de las lenguas que las expresan y regulan. Ahora bien, esto es probablemente verdad, o en todo caso no inverosímil desde el punto de vista de la psicología experimental y de los estudios de la percepción. Pero no resulta tan esencial sólo con entender el llegar de las cosas al ser como una «Aufhebung», sobre todo, de su entidad (Seiendheit) en beneficio del ser que no es —la diferencia ontológica significa también esto— especial y fundamentalmente su darse espacio-temporal. Pensar que la obra de arte abre un mundo, en el sentido de que, transformando la lengua y marcándola de maneras nuevas (un nuevo sistema de metáforas, en términos rortyanos), define nuevos formas de estar del hombre en el mundo y, por ello, nuevos modos también del darse de los objetos, es algo probablemente correcto desde el punto de vista heideggeriano, pero no exclusivamente desde éste: también y, especialmente, un teórico como Bloch, e incluso Adorno (quien, empero, entiende la promesse de bonheur de la poesía en términos de irrealizable utopía, y, por consiguiente, de una dialéctica negativa), concuerdan en una lectura similar de la relevancia inaugural del arte. La estética delineada en el ensayo sobre la obra de arte rehúsa, sin embargo, una reducción «futurista» semejante: ya sea porque la entidad (Seiendheit) futura, aún no presente pero por-venir, no posee mayores credenciales «ontológicas» que la entidad (Seiendheit) presente, precisamente porque se trata del darse espacio-temporal en un dominio de la objetividad; ya sea porque una lectura de este jaez contrasta con todo lo que Heidegger dice sobre el conflicto entre mundo y tierra en la obra de arte. Sin reexaminar aquí todo el ensayo de 1936, recordemos tan sólo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que la definición de la obra incluye dos elementos: la obre abre un mundo y produce, hace emerger, la tierra. Es de este segundo aspecto que las visiones «futuristas», por así decirlo, de la obra de arte, no dan cuenta alguna. Que la tierra se identifique pura y simplemente con el material del cual la obra está hecha queda excluido por el propio Heidegger en su texto. Pensar, por otra parte, —como también puede parecer lícito— que la «tierra» en la obra sea la reserva oscura desde la cual la obra tome su capacidad de abrir una y otra vez mundos históricos también diversos (una suerte de fertilidad inagotable que convierte a la verdadera obra de arte en un depósito siempre vivo de posibles significados que habrán de emerger con la interpretación) significa reducir la tierra a un repertorio de futuros indefinidos pero que, de todas maneras, siguen siendo pensados de acuerdo al modelo de la presencia en el espacio-tiempo, actual o posible. También sobre la base de las lecturas que Heidegger da de los poetas a quienes dedicó su atención durante los años siguientes al ensayo sobre la obra de arte —Hölderlin, Rilke, Trakl, Stefan George—, todos ellos, a su manera, poetas del «tiempo de indigencia», esto es, de la época del (fin de la) metafísica, yo propongo entender el elemento «tierra» de la obra de arte como el hacerse presente de la mortalidad misma; por lo demás, sin adentrarnos en un comentario puntual del ensayo de 1936 y de los escritos sobre Hölderlin y los demás poetas, está claro, precisamente partiendo de las páginas de este ensayo, que mundo y tierra son como el Was y el Dass de la obra: el «significado», en términos de qué mundo la obra anuncia y manifiesta; y la pura factualidad contingente, el llegar desde la nada de la obra. En el escrito de 1936 uno de los ejemplos de la terrestreidad es, ciertamente, la materialidad de la cosa: el templo griego abre el mundo de las relaciones que definen la vida de su época; pero está también en la naturaleza, llevando sobre sí los signos del tiempo que pasa, la erosión de los vientos, los daños provocados por el tiempo y por la historia, y todo ello, en lugar de perjudicarlo, como sucedería con una artefacto técnico, con un útil, incrementa su «ser». He apuntado antes la hipótesis de que mundo y tierra jueguen entre sí, en el pensamiento estético de Heidegger, un papel parejo al de lo dionisiaco y lo apolíneo en la Geburt der TraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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gödie de Nietzsche. Allí, como se recordará, lo dionisiaco es el principio de la vida viviente, y también del precipitarse de las cosas hacia la muerte, que tiene su expresión máxima en la música. Lo apolíneo, en cambio, es el elemento de la forma definida, que se expresa sobre todo en la escultura. En la obra clásica, que es la tragedia, ambos elementos se encuentran en equilibrio, si bien, como se recordará, también en la tragedia «al final Apolo habla la lengua de Dionisio». Sea cual sea el significado de la estética nietzscheana, que no pretendo discutir aquí, la alusión me parece útil porque, probablemente, permite detectar también en Heidegger un modelo, si no de sistema de las artes como en Nietzsche, sí en cambio de una cierta forma de jerarquía. Hay obras en las que prevalece el mundo: la sonatina de Mozart, la obra de ocasión, alguna novela u obra literaria que nos comunican el sentido de una pertenencia a un mundo. Para dormirnos leemos una buena novela negra convencional, y no, por aburrido que sea, el Ulises. El Ulises es si acaso una obra donde prevalece la «tierra» en cuanto fuerza que nos golpea y nos molesta: es algo que nos desarraiga. Las obras clásicas son aquellas que ponen en crisis el mundo habitual haciéndonos, sin embargo, habitar en otro mundo; que no se limitan, pues, a desarraigarnos, sino que también nos hacen «volver a arraigarnos». En ninguna obra de arte, empero, puede faltar del todo uno y otro elemento, como se ve fácilmente si pensamos en nuestra propia experiencia, pero también en el evento del discurso como tal: el cual, para decir algo, debe a la vez respetar la gramática y la sintaxis, y al mismo tiempo presentar algo que no estuviese ya previsto en los manuales, los diccionarios, las enciclopedias. No está claro, hasta aquí —y no creo poder aclararlo completamente, por ahora—, cómo una tal «aplicación» de los conceptos de mundo y tierra se coordina con la lectura del conjunto de Heidegger bajo el signo del nihilismo, entendido en el sentido de la frase de Sein und Zeit de que he partido. La marcas del tiempo que quedan grabadas y, a la vez, enriquecen el templo griego se pueden leer claramente como una alusión a la mortalidad que, como ya se daba en el caso de la existencia auténtica en Sein und Zeit, «funda» el «ser ahí», pero a su vez lo constituye en su vocación ontológica. Es sólo en cuanto mortal que asume explícita209

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mente su propia mortalidad, que el «ser ahí» puede ejercer la función de pastor del ser y guardián de la verdad. Para indicar la dirección en la cual esta analogía (que es, empero, mucho más que sólo eso) puede y debe conducirnos, se puede recordar que, en la conferencia sobre Das Ding, «La cosa», incluida en Vorträge und Aufsätze,6 Heidegger dirá (en 1950) que la verdad de la cosa no está en su darse en el espacio-tiempo como un objeto o como un instrumento, sino que está sólo en el ámbito del Geviert, de la «cuaterna» (una especie de entrecruzamiento de cuatro dimensiones) de tierra y cielo, mortales y dioses. Lo cual no sucede, ciertamente, como la apertura de un mundo por parte del lenguaje en el sentido trascendentalista del término. Una verdad de la cosa dentro del Geviert se da, si se da, únicamente como evento «poético». La cosa es verdadera cuando es «arrancada» de su presencia espacio-temporal y colocada en la lengua de los poetas. Hay tres versos de Hölderlin que Heidegger comenta muy a menudo: Voll Verdienst, / doch dichterisch wohnet / Der Mensch auf dieser Erde; «Lleno de méritos está el Hombre, / mas no por ellos sino por la Poesía / hace de esta tierra su morada».7 El acaecer del ser en el lenguaje, según el cual las cosas son «de verdad» lo que son, no es por encima de todo (aunque, quizás, también lo sea) la condición de posibilidad del darse del mundo objetivo a la manera de Kant. Es —y, específicamente, lo es en el mundo de la metafísica cumplida, en la tierra del ocaso del ser (de los entes) que Occidente representa— una especie de supresión, o de reducción, de la perentoriedad del ente a favor de un ser que quizás podríamos también llamar con el nombre hegeliano (o cristiano) de espíritu. También la idea heideggeriana de autenticidad de la existencia, a la cual su autor siempre quiso negar un significado «ético» y normativo, reencontraría en este sentido su dimensión emancipadora a la cual una filosofía del proyecto, como la heideggeriana, no puede en serio renunciar.

GIANNI VATTIMO

Ética: E. Lévinas

Notas * Conferencia leída en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en mayo de 2001. Traducción española de Miguel Ángel Quintana Paz, gracias a una beca postdoctoral en la Università degli Studi di Torino (Turín), bajo la dirección del propio Gianni Vattimo, concedida por el Gobierno Vasco-Eusko Jaurlaritza durante el período 2002-2004. 210

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1. Richard Rorty: Philosophy and the Mirror of Nature. Princeton: Princeton University Press, 1979 (traducción española: La filosofía y el espejo de la naturaleza, traducción de Jesús Fernández Zulaica. Madrid: Cátedra, 1989). 2. Nelson Goodman: Ways of Worldmaking. Sussex: Hassocks, 1978 (traducción española: Maneras de hacer mundos, traducción de Carlos Thiebaut. Boadilla del Monte: Antonio Machado Libros, 1990). 3. «Ser —no entes— sólo lo “hay” hasta donde la verdad es. Y la verdad sólo es, hasta donde y mientras el “ser ahí” es». Sigo la traducción española de José Gaos (Martin Heidegger: El ser y el tiempo. México: FCE, 1944, p. 251), de quien también recabo la forma «ser ahí» como traducción de Dasein, por cuanto viene siendo acreedora de una recepción —o Wirkungsgeschichte— en el mundo hispánico asaz más vigorosa que las alternativas de García Bacca («realidad de verdad»), Agud y de Agapito («estar ahí») o la mera transliteración —Dasein. Prescindo, precisamente, por optar respecto a Dasein por esta última política de sit venia verbo, de la única otra traducción completa de Sein und Zeit en castellano (elaborada por Jorge Eduardo Rivera C. para la Editorial Universitaria de Santiago de Chile en 1997). [Nota del traductor.] 4. Las citas que usan las siglas «SuZ» son usadas por Gianni Vattimo para referirse a la siguiente edición: M. Heidegger, Sein und Zeit, Tubinga, Niemeyer, 1927. [Nota del traductor.] 5. Martín Heidegger: Der Ursprung des Kunstwerkes. Stuttgart: Reclam, 1960, pp. 68-69 (traducción española: «El origen de la obra de arte», en Caminos del bosque, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza, 1996). 6. M. Heidegger, Vorträge und Aufsätze. Pfullingen: Neske, 1954 (traducción española: Conferencias y artículos, traducción de Eustaquio Barjau. Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994). 7. Sigo aquí la traducción de Juan David García Bacca que aparece en Martin Heidegger: Hölderlin y la esencia de la poesía. Barcelona: Anthropos, 1989, p. 17. [Nota del traductor.]

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El pensamiento de Emmanuel Lévinas puede definirse como un intento de superar por medio de la ética el proyecto heideggeriano de una ontología fundamental sin caer por ello en una ontoteología. Es un intento de pensar, en el horizonte no eliminable del ser, lo que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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hace estallar este horizonte y el primado de la ontología como origen de todo sentido: pensar el ente antes que el ser, la ética como prima philosophia, la relación con el otro hombre como la auténtica matriz del sentido y de la justicia de lo humano. No en vano ha titulado Lévinas una de sus primeras obras El tiempo y el otro —texto que reune cuatro conferencias de 1946/1947 dadas en el Collège philosophique de París fundado por Jean Wahl. En contestación a Ser y Tiempo de Heidegger, afirma Lévinas la primacía del otro sobre el ser, llegando así a una analítica existencial de lo humano casi opuesta a la del Dasein heideggeriano. Para Lévinas, la existencia del yo tiene su propia dialéctica: no una dialéctica en sentido hegeliano, como él mismo advierte,1 cuyo final sea la unidad o la fusión de las contradicciones, sino una dialéctica que abre el yo al otro, una dialéctica que implica siempre una pluralismo. La hipóstasis es el primer momento de esta dialéctica existencial. Se produce en el seno del Hay anónimo e impersonal, entendido como el acto mismo de existir no ligado a ningún existente particular.2 Es, cual una inversión del Hay, la aparición de un existente 3 dueño de un existir, la constitución de una identidad o primera libertad, esto es, de un Yo y de una soledad, pues el movimiento de la identidad es el de una salida y retorno a sí, cuyo dominio es un existir. De la hipóstasis se derivan las preocupaciones materiales. Las relaciones ontológicas no son vínculos desencarnados: La materia es la desgracia de la hipóstasis.4 La libertad del Yo no es, ciertamente, leve: está ligada a padecer el peso de la materia. En tanto que dueño de su existir, el Yo es preso de éste. Tiene que hacerse cargo de sí mismo, es responsable de su ser propio, y en esta responsabilidad material consiste su soledad. El Yo, en efecto, como sujeto de necesidades, es ante todo un para sí: egoísmo. Existente por excelencia, identidad sin igual, teme antes por su propio ser que por el de otro. Es un inter-és, una voluntad de ser y de mantenerse en el existir. En esta perseverancia en el ser, el Yo goza del mundo. El mundo, en Lévinas, no es, como en Heidegger, un sistema de utensilios destinados a la manipulación y cumplimiento de un fin determinado, sino un conjunto de aliDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mentos abiertos al ocio y disfrute del Yo: Lo que caracteriza nuestra existencia es el mundo de los alimentos. Existencia extática —estar fuera de sí— pero limitada al objeto.5 El gozo es en su forma suprema ocio, una forma excelsa de distanciarse y liberarse del peso inicial de la materia. El gozo, la sensibilidad cuya esencia desarrolla, se produce precisamente como una posibilidad de ser, ignorando la repercusión del hambre hasta la preocupación por la conservación.6 Sin embargo, camino del gozo está el trabajo. El trabajo es ante todo esfuerzo y conquista de alimentos, relación necesaria con el mundo para ser. Forma parte de la existencia cotidiana: la vida cotidiana, en efecto, lejos de ser una caída —como piensa Heidegger—, es para Lévinas una preocupación por la salvación,7 una inquietud por liberarse del peso inicial de la materia. Y, en este sentido, «Quien no trabaja, no come» es una proposición analítica;8 la moral de los alimentos terrestres es la primera moral.9 Gracias al trabajo, por tanto, el sujeto se separa de sí mismo y puede llegar a gozar y salvarse, en el sentido expuesto. La luz es la condición de esta posibilidad: Todo gozo es una manera de ser, pero también una sensación, es decir, luz y conocimiento.10 La luz es el elemento esencial del conocimiento: ilumina lo deseado, el objeto del gozo. Y esto significa que el pensamiento se reduce, en este momento, a saber: una actividad entendida como el llenado de un vacío, como la satisfacción de una aspiración, cual un anhelo de coincidencia o fusión con el término. El conocimiento es, según Lévinas, re-presentación, una actividad teleológica dirigida a un término o fin, la identidad de lo idéntico (Yo) y lo no-idéntico (no-Yo) y, en este sentido, intencionalidad. Es: acto y voluntad..., un «yo quiero» y un «yo puedo» como la palabra misma intención sugiere.11 En el conocimiento, en realidad, la luz que permite encontrar algo distinto a mí, lo encuentra como si ya saliera de mí... reduce toda experiencia a un elemento de reminiscencia... Y, en este sentido, el conocimiento no encuentra nunca en el mundo algo verdaderamente diferente [autre].12 Quedan borradas las distancias que separaban al Yo de la alteridad. Conquistada la exterioridad, desaparece entonces toda extrañeza. La dualidad del ver —noesis— y de lo visto —noema— se fusiona en el seno del conocimiento. La unidad vale así más que la multiplicidad, el término desea211

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do más que el amor, la pregunta o el deseo insatisfecho que lo busca y anhela. Y, en este sentido, el conocimiento es, para Lévinas, sinónimo de soledad: El solipsismo... es la estructura misma de la razón. No en virtud del carácter «subjetivo» de las sensaciones que ella combina, sino de la universalidad del conocimiento, esto es, de la ilimitación de la luz y de la imposibilidad que tiene cualquier cosa de quedarse fuera de ésta. Por eso, la razón no encuentra nunca otra razón con la que hablar... La objetividad del saber racional no resta nada al carácter solitario de la razón... La objetividad de la luz es la subjetividad misma.13 Ni con el trabajo ni con la luz del conocimiento llega el gozo a superar la soledad del existente. Hay que entender esta soledad como: una virilidad, un orgullo y una soberanía de rasgos que el análisis existencialista de la soledad, hecho exclusivamente en términos de desesperanza, ha logrado borrar, haciendo olvidar todos los temas de la literatura y psicología romántica y byroniana de la soledad orgullosa, aristocrática, genial.14 Según Lévinas: en el gozo, soy absolutamente para mí. Egoísta sin referencia al otro, estoy solo sin soledad, inocentemente egoísta y solo.15 La soledad, a su vez, en tanto que unidad indisoluble del existente con su obra de existir, tiene en su esencia un carácter trágico. En el fondo del gozo, que es independencia y salida fuera de sí, siempre hay al final un retorno del Yo al peso inicial de la materia: la tragedia de la soledad es la materialidad. La soledad no es trágica porque sea privación del otro, sino porque está encerrada en la cautividad de su propia identidad, porque es materia.16 La otra cara del gozo es, en efecto, la pena, el dolor y el sufrimiento, empezando por el sufrimiento, llamado a la ligera, físico. Para el sujeto existente, el sufrimiento es concretamente uno de los primeros acontecimientos que marca el límite de su poder. Es la imposibilidad de deshacerse del vínculo que lo une a la materia. Es el cumplimiento de toda su soledad y el cierre total de su identidad. El contenido del sufrimiento se confunde con la imposibilidad de desligarse del sufrimiento... Hay en el sufrimiento una ausencia de refugio. Es el hecho de estar directamente expuesto al ser. Consiste en la imposibilidad de huir y retroceder... Es el hecho de estar condenado a la vida y al ser. Y, en este sentido, el sufrimiento es la imposibilidad de la nada.17 Pero lo patético del sufrimiento no se reduce a esta pérdida de poder 212

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que siente el sujeto, sino que se prolonga hacia una incógnita imposible de traducir en términos de luz. En el fondo del sufrimiento se acercaría, en efecto, la posibilidad de la muerte, como si algo todavía más desgarrador fuera a producirse, como si... aún quedara un terreno libre para un acontecimiento, como si hubiera que preocuparse todavía de algo.18 En el fondo del sufrimiento se anuncia la muerte, mi muerte. La relación con la posibilidad de la muerte no es una relación cualquiera. Ante todo, no es una visión del Ser (cf. el Fedón de Platón) ni experiencia de la nada pura —como pretende Heidegger—, sino misterio.19 Pues, dice Lévinas, no sabemos nada preciso de la muerte; no podemos conocer su destino; no entra en ningún presente —el presente es el dominio del sujeto—; no puede re-presentarse como una cosa y objeto. Es como un viaje sin retorno, una partida sin que yo pueda asignarle ningún punto de acogida, una pregunta sin datos ni respuesta, una inquietud en lo desconocido, un puro signo de interrogación.20 El acontecimiento de la muerte sería, para Lévinas, una relación con un porvenir puro, con lo que escapa a toda luz, con lo absolutamente incognoscible, esto es: con algo absolutamente otro. En ella, el sujeto no es dueño del acontecimiento de la muerte. La muerte marca precisamente el fin de la virilidad y heroísmo del sujeto; con ella el sujeto deja de ser sujeto propiamente dicho. Pues la muerte no es la posibilidad de la imposibilidad —como piensa Heidegger—, sino la imposibilidad de la posibilidad (Lévinas):21 no anuncia una realidad contra la cual no podemos nada, contra la cual nuestro poder es insuficiente... [sino que], en un determinado momento, ya no podemos poder.22 La muerte es un no saber y un no poder que no es ausencia de relación. Otra situación concreta que, al igual que mi muerte, piensa juntos el tiempo (la existencia) y el otro es la del amor o eros. Según Lévinas, en la relación amorosa nunca desaparecen la dualidad y la alteridad: La idea de un amor que sería una confusión entre dos seres es una falsa idea romántica. Lo patético de la relación erótica es el hecho de ser dos, y que el otro es en ella absolutamente otro.23 El eros no se define, entonces, ni por la luz del conocimiento, ni por el poder o la posesión, ni por una oposición de voluntades o libertades: no es ni una lucha ni una fusión ni un conocimiento.24 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Pues todas estas relaciones son formas diversas de negar la alteridad y el pudor del otro y, por tanto, la dualidad y gratuidad del amor. En el extremo opuesto de la posesión, el amor halla su expresión en el gesto de la caricia: la caricia es, según el análisis fenomenológico de Lévinas, búsqueda infinita y desordenada que no sabe lo que busca; es como un juego sin proyecto ni plan cuyo objeto resulta ser siempre para el tacto inasequible, inasumible, otro, absolutamente otro, siempre por-venir.25 El amor es, por tanto, una relación con la alteridad, el misterio y el porvenir.26 Pero forma todavía más radical de amor, y que sigue a éste, es la paternidad o relación con el hijo. En la paternidad hay, si cabe, una mayor alteridad, y se hace patente la responsabilidad como su elemento esencial. No hay que entender la paternidad, como lo advierte Lévinas, en un sentido exclusivamente biológico, sino antes bien ético: la filialidad biológica es tan sólo la figura primera de la filialidad; pero se puede muy bien concebir la filialidad como relación entre seres humanos sin un lazo de parentesco biológico. Se puede tener, con respecto al otro, una actitud paternal. Considerar al otro como hijo es precisamente establecer con él esas relaciones que yo llamo: «más allá de lo posible».27 Es sentirse responsable de su ser. Pues el hijo, en efecto, no es un suceso cualquiera que me pasa [arrive], como, por ejemplo, mi tristeza, mi prueba o mi sufrimiento. Es un yo, una persona.28 Tiene que ver conmigo, aunque no es como yo. Al igual que sucedía en el amor, ni las categorías del tener ni las del poder pueden definir la relación con el hijo: ni la noción de causa ni la noción de propiedad permiten comprender el hecho de la fecundidad. Pues yo no tengo mi hijo, sino que soy de alguna manera mi hijo.29 La paternidad no es, en efecto, sólo la renovación del padre en el hijo y su reconocimiento en él, sino también la relación con un extraño que, aun siendo otro, es yo. Es la exterioridad del padre respecto al hijo; un existir pluralista. A su vez, el sentido de la fecundidad consiste en abrir un tiempo infinito, un porvenir absoluto, en hacer posible «la tierra infinita de la bondad». No es, por tanto, según la categoría de causa, sino de padre como se realiza la libertad y se cumple el tiempo.30 La paternidad, al igual que el eros, es una relación con la alteridad que es el tiempo. La alteridad o lo femenino no es, para Lévinas, una diferencia conceptual, una división DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lógica en géneros y especies, una contradicción opuesta a la mismidad o lo masculino. A saber: una diferencia que conduce un término al otro, y no deja así lugar a la distancia. No es una fusión y confusión; una dualidad de dos términos complementarios que suponen, entonces, un todo preexistente, es decir, una unidad y, por ende, la negación de la alteridad. No es tampoco una coexistencia de libertades yuxtapuestas unas al lado de (recuérdese el Miteinandersein de Heidegger) las otras, esto es, una multiplicidad que deja intacta la unidad de cada una de ellas. Tampoco es la colectividad Yo-Tú de Buber, o una colectividad que se unifica en una voluntad general, en una colectividad que es comunión o común-unión. Ni es una relación simétrica ni es una relación recíproca entre libertades intercambiables. Porque si el otro fuera una libertad idéntica a la mía, no habría más que una lucha por la libertad que, como vio Hegel, es la relación entre el amo y el esclavo. Y la alteridad, piensa Levinas, no es una relación de poder en la que el otro —si no yo mismo— me amenaza (como en los análisis sobre la mirada de Sartre) o quiera apoderarse de mí. Muy al contrario, la alteridad o relación con el otro sería para Lévinas una relación en la que el otro es otro, absolutamente otro: un existir pluralista contra la unidad del ser proclamada por Parménides.31 El otro es, ciertamente, lo que yo no soy. Pero no lo es en virtud de su carácter, fisionomía o psicología [en virtud de sus características empíricas], sino en virtud de su misma alteridad.32 La alteridad es una relación con lo incontenible o inasumible. No es una relación con una incógnita sino con lo incognoscible e inapropiable, con lo que escapa a toda luz y poder. No es, en efecto, una presencia que pueda re-presentarse. Es la relación con una ausencia, la ausencia que es el otro: no ausencia de pura nada, cual un defecto o privación, sino una ausencia que es pudor, tiempo, porvenir, misterio.33 Más aún: es una relación primordialmente ética. En tanto que relación siempre concreta, la alteridad es relación con un otro que es un rostro; con el otro que es, por ejemplo, el débil, el pobre, «la viuda y el huérfano», mientras que yo soy el rico o el poderoso.34 Es, en este sentido, una relación asimétrica: es el otro, y no yo, el que lleva la iniciativa sobre mí. El otro aparece en mi existir como una molestia: interrumpe mi inter-és [inter-esse], mi 213

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perseverancia en el ser, mi buena conciencia de ser para mí; es quien pone en tela de juicio mi conatus essendi, mi lugar en el mundo, mi soberanía de yo; quien se me impone contra mi propia voluntad de ser para mí, y me obliga a escuchar su voz, la voz de su rostro, siempre concreto y singular. El rostro es, primordialmente, el lugar original del sentido de lo humano. Más allá de las formas plásticas que no cesan de cubrirlo como una máscara,35 el rostro es: significación, y significación sin contexto [incondicional]... eso cuyo sentido consiste en decir: «no matarás».36 En tanto que desnudo, expuesto y sin defensa, el rostro es una resistencia ética; una resistencia que no es una forma de violencia, justamente porque carece de protección; sino una resistencia a la violencia que se me expresa en la petición del «no matarás», una petición que tiene el valor de un mandato venido desde no se sabe dónde [on ne sait d´où].37 El rostro, en efecto, marca, en su sentido último, el límite absoluto de mi poder. Es partiendo desde la posibilidad del asesinato como puede revelarse el sentido de la muerte. El asesinato es, sin duda alguna, la sombra perversa y social de la muerte: es un hecho banal: se puede matar al otro; la exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no convierte el asesinato en algo imposible... Pero, a decir verdad, la aparición, en el ser, de esas «extrañezas éticas» —humanidad del hombre— es una ruptura del ser.38 Más que en relación con mi propia muerte, el escándalo del asesinato, por mi responsabilidad de superviviente precisamente, me pone en relación con el otro hombre, haciéndome responsable, si no cómplice, de su suerte, esto es, de su hambre, dolor y muerte. Es, por tanto, a partir del rostro del otro hombre o de la socialidad, y no —como en Heidegger— de mi propio ser-para-la-muerte, como debe ser entendida la muerte, y como cobra ésta todo su sentido y trascendencia. Pues la muerte de un rostro no es sólo la desaparición... de esos movimientos expresivos... que siempre son respuestas,39 la inmovilización de la autonomía o expresividad del rostro de alguien, sino sobre todo la posibilidad de que se haya podido cometer una injusticia social. En este sentido, no puedo ser indiferente al otro; no puedo dejar de oír su voz. Mi mala conciencia nace precisamente al escuchar esta voz: con mi temor a ocupar, en el Da de mi 214

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Dasein, el lugar del otro; a haberlo expulsado a un tercer o cuarto mundo; a todo lo que mi existir haya podido realizar, pese a toda su inocencia, como violencia y asesinato para con el otro.40 En tanto que lugar del «no matarás», el rostro es una llamada a la responsabilidad. A través del rostro, en efecto, me llega una responsabilidad intransferible, ilimitada, una deuda impagable, de la que no puedo liberarme ni escaparme: la responsabilidad por el otro es, según Lévinas, el verdadero principio de individuación. Tal vez sea por esto que responsabilidad y respuesta tienen la misma raíz etimológica. Pues ser responsable del otro significa tener que responder de él. E intentar eludir esta responsabilidad es precisamente dar testimonio de su certeza. Pero no hay que entender aquí el «no matarás» tan sólo en su forma negativa, sino también como otra forma de decir: haz el bien. Hacer el bien es precisamente ser responsable del otro. Es invertir mi inter-esse o serpara-la-muerte en des-inter-és o ser-para-el-otro. Es hacer que el otro sea prójimo mío. Y, en este sentido, es empezar por acabar con su hambre y su dolor. Es responder por su vida y no dejarlo morir solo. No es, asimismo, una responsabilidad que, en rigor, haya salido un día de mí mismo o del otro, sino que es anárquica: pues he sido elegido por la Bondad antes de que yo pueda elegirla; he contraído esta responsabilidad antes de mi libertad, deseo o conocimiento. No se trata de una orden ordinaria que yo haya primero percibido y que luego deba obedecer, sino que la sujeción a la obediencia precede aquí al entendimiento de esta orden extraordinaria. De ahí que pueda yo ser culpable antes de que haya cometido falta alguna. Ese antes sería un pasado inmemorial, inalcanzable e irreductible a todo presente: una diacronía an-árquica, la huella del Infinito, del absolutamente Otro. A través del rostro del otro hombre, piensa Lévinas, Dios me viene a la idea. El Decir ético del rostro es una llamada a la responsabilidad para con el otro hombre que, cuando es asumida, dice: heme aquí, al servicio del Bien y de la Justicia, en nombre de Dios. Ser responsable del prójimo sería, entonces, hacer el bien sin esperanza ni escatología para mí: una esperanza que es paciencia y misterio, esperanza sin lo esperado, y no espera de lo deseado —de alguna manera pre-visto—; un vivir haciendo el bien y un morirse por lo inviDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sible. En esta apertura ética al otro consistiría, por lo tanto, el sentido de la existencia según Lévinas. Notas 1. E. Lévinas, Le temps et l´autre, ed. Presses Universitaires de France (PUF), col. Quadrige, París, 1989, p. 20: No se trata de atravesar una serie de contradicciones ni de conciliarlas deteniendo la Historia. 2. Como lo señala Lévinas en: Le temps et l´autre, pp. 28 y ss., una de las consecuencias del Hay sería el absurdo del suicidio. El suicidio sería el último poder que un existente podría tener sobre su propio existir: tener el poder de morir (y remite al tercer acto de Romeo y Julieta). Para Lévinas, es un recurso constante de la tragedia que marca el triunfo de la libertad del individuo sobre la fatalidad del destino. Y, en un sentido amplio, cabría entenderlo comprendiendo asimismo: La lucha desesperada pero lúcida de un Macbeth que combate incluso cuando ha reconocido la inutilidad de la lucha, como si antes de la muerte hubiese siempre una última esperanza, una última suerte que el protagonista, y no la muerte, coge, para ser héroe (op. cit., p. 61). Pero, a juicio de Lévinas, Hamlet está más allá de la tragedia, y es superior a ella, porque vislumbra el absurdo del suicidio: comprende que el no ser es quizá imposible, que el ser —el Hay, en Lévinas— es lo malo, no por su finitud, sino por carecer de límites (op. cit., p. 29). Sólo [la nada] habría dado al hombre la posibilidad de asumir la muerte, arrancando un sumo poder de la servidumbre de la existencia. «To be or not to be» es una toma de conciencia de la imposibilidad de aniquilarse. (op. cit., p. 61). [...] a veces —dice el propio Lévinas— me parece que toda la filosofía no es más que una meditación sobre Shakespeare (op. cit., p. 60). 3. Conviene saber que Lévinas propone una nueva traducción de la distinción ontológica heideggeriana, con objeto de subrayar y centrar la distinción ontológica —nunca separación— en el propio ser humano, y de hacer hincapié en el profundo deseo que lo une, en tanto que dueño, al acto de existir, así como en el hecho de que la ética es un existir pluralista. En Le temps et l´autre, pp. 24 y ss., dice en este sentido: prefiero traducir [la distinción heideggeriana entre Sein y Seiendes, ser y ente] por existir y existente, sin prestar a estos términos un sentido específicamente existencialista... el existir no existe. Es el existente el que existe. 4. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 39. 5. E. Lévinas, op. cit., p. 46. 6. E. Lévinas, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, ed. Sígueme, col. Hermeneia, Salamanca, 1987, p. 153. 7. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 39. 8. Op. cit., p. 53. 9. Op. cit., p. 46. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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10. Ibíd. 11. E. Lévinas, De l´Un à l´Autre..., p. 149. 12. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 53. 13. Op. cit., p. 48. 14. Op. cit., p. 35. 15. E. Lévinas, Totalidad e Infinito..., p. 153. 16. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 38. 17. Op. cit., pp. 55 y ss. 18. Op. cit., p. 56. 19. Op. cit., p. 13. 20. E. Lévinas, Dios, la muerte y el tiempo, pp. 25, 27 y 50. 21. En E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 92, nota 5, puede leerse: la muerte en Heidegger no es, como dice el señor Wahl, «la imposibilidad de la posibilidad», sino «la posibilidad de la imposibilidad». Esta distinción, en apariencia bizantina, tiene una importancia fundamental. 22. Op. cit., p. 62. 23. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 60. 24. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 81. 25. Op. cit., pp. 82 y ss. 26. Op. cit., p. 81. 27. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 63. 28. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 86. 29. Op. cit., pp. 85 y ss. 30. Op. cit., p. 86. 31. Op. cit., p. 78. 32. Op. cit., p. 75. 33. Op. cit., pp. 83 y ss., y véase también: E. Lévinas, Dios, la muerte y el tiempo, p. 131. 34. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 55. 35. E. Lévinas, De l´Un à l´Autre..., p. 155. 36. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 81. 37. E. Lévinas, De Dieu qui vient à l´idée, ed. Librairie Philosophique J. Vrin, París, 1982, p. II. 38. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 81. 39. E. Lévinas, Dios, la muerte y el otro, p. 19. 40. E. Lévinas, De l´Un à l´Autre..., p. 155.

FERNANDO PÉREZ ALONSO

Exilio A Mohamed Salem (Sam) y Agustín. Cada uno, a su manera, me ha enseñado a comprender los exilios. Una experiencia, el desierto, y algunas sideraciones, han hecho de mí una exiliada.

I. Obertura: Camino del exilio El exilio alberga sentidos diversos e incluso dispares. Remite a realidades y grados de realidad igualmente diversos. Plurales también son sus imágenes y sus signos, sus perfiles, sus matices, 215

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los cauces que abre. El exilio es inabarcable, infinito —dicen. El exilio remite a una experiencia real e histórica. También a su conversión, a través de la palabra poética, en pura metáfora. El exilio se dice, se vive y se siente de muchas maneras. Las estaciones intermedias a través de las cuales se despliega son también infinitas. Aquí lo descubrimos como un principio de sentido, una categoría existencial, ligada siempre, de manera radical y precisa, como causa y consecuencia, a una determinada situación y una concreta circunstancia. Nuestra visión del exilio es la de una cerca1 vital, dentro de la cual hay unas reglas; una perspectiva, que es medida de realidad; una situación concreta, que se acepta o que se rechaza; y unas determinadas circunstancias sobre las que se estructura la vida en su interior y, por contraposición (o exclusión), en lo que también queda fuera de ella, en su exterior. Esta cerca vital remite siempre a lo propio, y eso propio puede estar dentro o fuera de ella. Podemos orientarla hacia el ámbito social, político, cultural, económico incluso. Éstos y otros, en cualquier caso, son círculos concéntricos que van reforzando las paredes de la cerca; círculos que marcan un dentro y un fuera; un interior y un exterior, un aquí y un allí, un ahora o un nunca. Un estar y un ser; o la inversa: un no estar (o no poder estar, o no querer estar) o un no ser (o no poder ser, o no querer ser). La cerca también describe un estado concreto de la existencia particular, ligado a la esfera de lo íntimo y profundo del ser humano. El exilio presenta también aquí su ambivalencia. Uno puede estar exiliado de sí, fuera de sí, huérfano de horizonte y referencias vitales o preñado de ellas. Este salirse de sí puede ser real o metafórico, forzado o voluntario. Puede estar condicionado por el desarraigo físico o espiritual, mediado por la lengua..., la medida, el valor y el alcance de la fractura lo asigna en cualquier caso la cerca. La salida de sí nos aproxima al rostro de otra vida, a los otros, a todo lo otro más allá de la propia subjetividad. Así entendida, es apertura de fronteras, es reconocimiento de las distintas subjetividades que buscan encontrarse en el espacio que se abre más allá de nuestro particular yo, es necesidad de vincular la vida propia a una rueda de sentido y significado más amplia. Sin embargo, también puede resultar ultrajante cuan216

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do impone apartar las creencias que sustentan esa mirada hacia el exterior. O intolerable cuando es expulsión forzada de la morada que cobija nuestra libertad y abandona a su suerte a nuestra más íntima cotidianeidad. El movimiento, en esta esfera, también puede ser hacia dentro, un ensimismarse, un tomar conciencia de sí, de la vida propia. Un estar fuera de la cerca social en la que a veces nos asfixiamos, o nos apartamos de ella, precisamente porque no reconocemos como propios ninguno de los signos o artificios de su presente. Aquí la cerca vivifica el «dentro» y se hace morada: morada vital. El exilio es una línea de fuga para esa vida que pide ser liberada de una realidad en la que no se reconoce o a la que no se quiere o no se puede pertenecer. Cuando la vida no tiene horizonte se convierte en una jaula. La vida, íntima, privada, social o pública es «una cárcel cuando no se la construye, cuando el tiempo de la vida no es aprehendido libremente».2 El exilio, en cualquier caso, siempre aparece vinculado, en un sentido u otro, real o metafórico, a la cerca. En torno a ella se vertebran sus múltiples dimensiones: exterioridad-interioridad, dentro-fuera, propio-ajeno, local-global, centro-periferia... las perspectivas son infinitas. Lo que nos libera o encadena, con todo, no es la cerca sino el ser consciente del lado en el que se está (o se quiere o se puede estar) y de los motivos que nos han llevado a habitarlo. El exilio se nos presenta así como un proceso, un camino con muchas estaciones, que transita la mayor de las veces por una doble vía: 1) El exilio como una experiencia de caída, pérdida, fractura, desarraigo; del que se sale o asume, entre otras, a través de la resignación, la consolación, la nostalgia, la melancolía, una compasión inmadura, la falsa tolerancia... una suerte de sentimientos y valores, a veces tristes y débiles, muy distantes de la justicia y la responsabilidad que reclaman quienes padecen el desgarro. Dejé mi albergue tierno y regalado y dejé con el alma mi albedrío, pues todo en tierra ajena me ha faltado... ANTONIO ENRÍQUEZ GÓMEZ

2) El exilio como desvelamiento, como reducto del corazón y de la libertad, es amplia y pronunciada apertura, autenticidad, plenitud de vida sustantiva, horizonte abierto... DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Es éste el límite de nuestra tierra natal, y aquí ninguno es exiliado, ni forastero, ni extranjero; aquí están el mismo fuego, el agua y el aire; los mismos magistrados y procuradores y concejales —el Sol, la Luna, la Estrella Matutina, las mismas leyes para todos, promulgadas por idéntico mando y soberanía— el solsticio de verano, el solsticio de invierno... [Plutarco] Mientras me sea dado contemplar el sol y la luna, mientras pueda [...] observar las estrellas [...] sentirme solidario con ellas [...], mientras pueda seguir dirigiendo mi espíritu hacia la contemplación de tantos seres hermanos allá en lo alto, ¿qué importa cuál es el suelo que piso? [Séneca]

Aunque sin correspondencia con las raíces que la sustentan, la morada corre el peligro de perderse en el fondo de una universalidad que, estéril de significados vitales, devora todo apego a lo local. De todos modos, mi canto Puede ser de cualquier parte. Pero estas rotas raíces, ¡ay, estas rotas raíces! RAFAEL ALBERTI3

El exiliado se mueve entre una y otra. En su vida se realizan estos diferentes exilios con mayor o menor radicalidad. Cada uno se proyecta en ese camino que es el exilio; todos ellos constituyen, en palabras de Zambrano, sus diferentes pasos. En sus escritos sobre el exilio (categoría nuclear de su pensamiento) es donde podemos encontrar un ejemplo de este itinerario que describe un viaje desde el desgarro de esta experiencia real de destierro hasta su transformación, perdida definitivamente la esperanza de regreso a la patria, en un sentimiento metafísico (teñido de profunda religiosidad), donde el exilio aparece finalmente como la patria verdadera, la patria trascendente. El exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla.4

II. Miradas La experiencia del exilio se moldea y adquiere diferentes dimensiones, tanto en la vida política y social como en la estrictamente personal, en función del alcance, acentos y oscilación de las situaciones y circunstancias en las que acontece. Unas y otras, situaciones y circunstancias, se expresan a través de unas imágenes y una simbología muy precisa que dan cuenta DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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del proceso, de las pérdidas y los desvelamientos, los decaimientos y las coordenadas de sus múltiples tonalidades. Recuerdo de la mano de Agustín Andreu algunas de las maneras en que se «realizan» en esta vida [en la que, según la piedad medieval, vivimos «los desterrados hijos de Eva»], algunos (no todos) destierros: 1) ¡Salte de tu tierra y parentela! (Abraham); 2) Me voy a vivir mi vida. 3) El Hijo de Dios dicen que se vino a la Tierra a pasar una buena temporada, no muy larga. 4) El mundo es la casa del hombre, no «el patio de mi casa que es particular»... Me interesa destacar a continuación no tanto los perfiles de estos rostros del exilio, que tan solo dejo perfilados, tal y como generosamente me los presentó Agustín Andreu, cuanto el modo cómo se ha mirado y puesto voz a esa experiencia. Entiendo que dos son las miradas y dos, por tanto, sus posibles lugares, reales o metafóricos; forzados o voluntarios: 1) una desde el exilio: el exilio como distancia, consecuencia, la mayor de las veces, de situaciones y circunstancias sociales y políticas adversas (no debemos olvidar, así todo, que, en nuestro contexto, está cada vez más presente esa sutil versión del exilio que surge como consecuencia de las desiguales e injustas condiciones económicas que también moldean nuestra vida); 2) otro en el exilio, inmersión en el mismo. El exilio metafísico, como se le ha denominado: el camino hacia la interioridad, el viaje hacia el alma humana, hacia las entrañas, en busca de huellas. II. 1. Desde el exilio

Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono, el sentirse abandonado; lo que al refugiado no le sucede ni al desterrado tampoco. El refugiado se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace un hueco, que se le ofrece y aun concede y, en el más hiriente de los casos, donde se le tolera. Algo encuentra dentro de lo cual depositar su cuerpo que fue expulsado de ese su lugar primero, patria se le llama, casa propia, de lo propio, aunque fuese el lagar de la propia miseria. Y en el destierro se siente sin tierra, la suya, y sin otra ajena que pueda sustituirla. Patria, casa, tierra no son exactamente lo mismo. Recintos diferentes o modos diferentes en que el lugar inicial perdido se configura y presenta.5 217

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La mirada desde el exilio es la de alguien que lo padece pero que no lo ha hecho suyo. La mirada desgarrada y sufriente de quien ha perdido o se le han arrebatado las conexiones con lo esencialmente propio: con las estructuras íntimas de la vida propia y con los significados vitales primordiales: la casa, la lengua, la madre, la infancia... El exiliado tiene que apropiarse, a veces torpe y precipitadamente, de otros signos y otros sentidos que llenan ahora un espacio y un tiempo que no le pertenecen y a los que no pertenece. Tiene que aprender a rellenar huecos y hendiduras, a restaurar aquello que ya no está. La experiencia injusta y amarga de un exilio forzado radicaliza aún más este escenario de quiebra: decaen las estructuras sociales y personales; toda la vida, en definitiva, de ese sí mismo y su alrededor. Se derrumban los pilares de la cerca, se desdibujan los círculos que la cierran (haciéndola fortaleza) o la abren (convirtiéndola en morada). Si ese exilio es masivo, colectivo,6 desaparecen las circunstancias y todo su marco de referencia y singularidades, de signos y sentidos. Se le expropia el centro, lo propio, los lugares comunes. La cerca se convierte en muralla, en frontera. Desaparece así un mundo y, en el mejor de los casos, o se crea otro artificial sobre las ruinas del anterior; o se asimila y diluye en un nuevo entorno que casi nunca es válido ni para los unos, que acogen, ni para los otros, que padecen la acogida. La rehabilitación y reparación personal, social, política adquiere así, por siempre incumplida, un matiz de permanente anhelo nunca satisfecho. Esta mirada recoge la cara más humana del exilio: la del hombre expulsado del Paraíso, de la casa del Padre. También su anhelo más persistente: poder regresar a ella. II. 2. En el exilio Para no perderse, enajenarse en el desierto hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en el alma, en la mente, en los sentidos mismos, agudizando el oído en detrimento de la vista para evitar los espejismos y escuchar las voces.7

La mirada en el exilio es la de un alguien que, desde la soledad y la experiencia de caída, lo hace sin embargo suyo y le otorga un sentido plenificador, liberador; un sentido de desapego, ruptura y separación de las ataduras de lo particular y de lo local cuando éstas se convierten en cunas-cárcel. Este estar en, apropiarse 218

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del exilio, denota una particular querencia a hacer propio el destino, a modelar las circunstancias de nuestra propia vida. Es manifestación de ensimismamiento, un estar en sí y a la vez un estar en el mundo, de verlo y relacionarse con él, concreto y radical. Un proceso de interiorización, de inmersión, al que se llega producto de las causas y consecuencias del exilio, de sus circunstancias y situaciones: el desarraigo, el hastío, el dolor, el vacío, la expulsión, la adversidad, la marginación, el desengaño, la pérdida. También es un proceso de extrañamiento, de ruptura con el mundo de la vida cuando los horizontes sobre los que se asientan nos son impuestos; es un viaje de fuga, pero también de afianzamiento, de restauración y rehabilitación, de edificación y cumplimiento de anhelos. Un tiempo de espera y esperanza. El exilio como actitud, amparado en la búsqueda de una vida plena cuando sus contornos están absolutamente desertizados. III. Cierre ¿Qué tienen en común ambas miradas desde el exilio o en el exilio? ¿acaso es posible ponerlas en relación? ¿se puede equiparar el dolor y el desgarro presente en ambas? ¿coincide en algo la experiencia traumática de abandono, de expulsión forzada de la primera, con la segunda, que es, sobre todo, un acto de la libre voluntad? «Todas las olas del exilio parecen ser la misma ola»...8 ¿Lo son acaso éstas? No cabe duda de que hay experiencias, lugares comunes entre ellas. Aquélla le ofrece a ésta la oportunidad de ahondar en su sentido, de contrastarla con una literalidad abrupta pero real. Ésta le ofrece a aquella una morada, una cerca vital donde «centrarse», donde «arraigarse», donde hacer propio el dentro o el fuera, el más acá o el más allá; le ofrece, en definitiva, un continente plagado de sentidos donde hacer reposar una vida, una existencia humana libre. No son la misma ola, ciertamente. Tampoco eco la una de la otra. Las dos, en cambio, se sostienen por la misma esperanza. Los exiliados alimentan la esperanza. ERASMO... [...] la esperanza que nada espera, que se alimenta de su propia incertidumbre: la esperanza creadora; la que extrae del vacío, de la adversidad, de la oposición su propia fuerza sin DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Existencia

por eso oponerse a nada, sin embalarse en ninguna clase de guerra. Es la esperanza que crea suspendida sobre la realidad sin desconocerla, la que hace surgir la realidad aún no habida, la palabra no dicha: la esperanza reveladora; nace de la conjunción de todos los pasos señalados, afinados y concertados al extremo; nace del sacrificio que nada espera de inmediato más que sabe gozosamente de su cierto, sobrepasado, cumplimiento. Es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades.9

Notas 1. La metáfora de la cerca es de G.E. Lessing, y la tomo prestada de Agustín Andreu. 2. T. Negri (1998), El exilio, Barcelona: El Viejo Topo, p. 23. 3. Los cuatro fragmentos han sido tomados de C. Guillén (1995), El sol de los desterrados: Literatura y Exilio, Barcelona: Quaderns Crema, en el orden que se citan, pp. 100, 21, 26-27, y 167. 4. M. Zambrano (1990), Los bienaventurados, Madrid: Siruela, p. 43. 5. Ibíd., p. 32. 6. Expatriaciones y expulsiones que afectan a poblaciones enteras, crueles por su inhumanidad e injusticia, han sido siempre continuas y presentes a lo largo de la historia. Aparecen como un feroz goteo que no cesa y sobre el que hacemos oídos sordos. Ellos, los condenados al sol (metáfora de un sentimiento cosmopolita) no tienen voz. Nosotros, que lo anhelamos, somos cómplices de los que la tienen. Callamos juntos y perpetuamos la condena. 7. M. Zambrano, op. cit., p. 41. 8. Saint-John Perse, Exil (1942). Tomado de C. Guillén, op. cit., p. 163. 9. M. Zambrano, op. cit., p. 112.

CRISTINA DE LA CRUZ AYUSO

Existencia ¿Por qué es precisamente el tiempo el ámbito originario para el ser? Desde el comienzo hasta el presente subsiste una misteriosa relación entre el ser y el tiempo. Por eso es por lo que ser y tiempo es la más interior y oculta pregunta del hombre occidental, su cometido, su misión y su trabajo. Cuando el tiempo ya no puede seguir siendo marco, sucesión, etc., también debe ser cambiada nuestra relación para con el ser. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Este cambio sólo puede ser comparable a la grandeza del cambio con el que surgió absolutamente la historia del hombre occidental. En esta propia situación de la transición queda sólo una cosa por hacer: desmontar sin contemplaciones lo anterior y activar la impaciencia por lo que debe advenir. Todas las cuestionabilidades tienen su raíz en la cuestionabilidad del ser en general y en nuestra relación para con él en tanto que tiempo. Con ello, ciertamente queda dicho que el tiempo es algo que sólo y exclusivamente pertenece al hombre. De acuerdo a la actual determinación del tiempo en tanto que nuestro acontecer propio, los hechos de la naturaleza, así como la piedra, el animal y la planta, no son temporales como nosotros mismos lo somos. Ellos no se someten a ninguna misión, no asumen ningún cometido, no trabajan. No porque ellos no se preocupen de nada, sino porque ellos no pueden trabajar. El caballo es solamente enganchado en un trabajo del hombre. Tampoco la máquina trabaja. El que el trabajo sea entendido como un fenómeno físico es algo que pone de manifiesto todo el malentendido del siglo XIX. De ahí que el hombre pueda devenir una máquina y que su relación para con la historia y el tiempo aparezcan interpretados en la forma de una negación del ser histórico. Piedra, planta y animal tienen una existencia calculable en el tiempo, pero no son temporales. El tiempo es atribuible sólo al hombre, como el poder que lo lleva. El poder del tiempo da su contenido a la esencia de nuestro ser = la existencia del hombre. El ser de plantas y animales = vida. El ser de los números = subsistencia. El ser de las piedras = estar presentes. El ser del hombre = existencia. Debido a que la existencia del hombre es llevada y transportada por el tiempo, por eso mismo es histórica. En este sentido, el tiempo es caracterizante y por ello es que el acontecer como historia es algo solamente humano. Porque el hombre es histórico en lo fundamental de su esencia, por ello es por lo que sólo él puede ser a-histórico. La naturaleza carece de historia porque ella es a-temporal. Por eso es por lo que sus sucesiones son medibles por el tiempo, en cierto sentido ella está «en el tiempo». La naturaleza está en el tiempo. El hombre es temporal. 219

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Experiencia/existencia

El ser de la naturaleza lo denominamos internalidad en el tiempo. El ser del hombre lo llamamos temporalidad. MARTIN HEIDEGGER, Lógica, Anthropos, pp. 85-87

Experiencia/existencia (Preámbulo) Ofrecemos aquí un elenco de aforismos procedentes de la experiencia de la existencia. La aforística representa un lenguaje típicamente posmoderno en su fragmentación, si bien articulada por la (con)vivencia del hombre en el mundo y reflejada o refractada en un va-y-ven dialógico/dialéctico. De esta guisa, la labor aforística comparece como función existencial, ya que realiza el filtraje de la realidad y su trasfiguración humana a través de un lenguaje axiológico o valorativo. 0. Nietzsche sabe que no existe salvación del dolor de existir, por eso lo afirma desesperadamente. 1. Como quien busca un mar y encuentra una piscina. 2. El pensamiento es en Nietzsche el diálogo que equilibra el poder entre los afectos (Fragmentos póstumos). 3. El auténtico héroe no debe liquidar al monstruo sino licuarlo: hacerlo líquido, descosificarlo o desreificarlo, metabolizarlo o transformarlo. 4. En la afección late existencialmente una relación de apertura al mundo (M. Heidegger, Ser y Tiempo): por eso en la afección el ser se abre al hombre (véase R. Gabás, Enrahonar, 34, 2002). 5. Para Deleuze el sentido es un efecto: para mí el sentido es un afecto. 6. Ama, y haz lo que quieras (Dilige, et quod vis fac): esta famosa divisa cristiana se encuentra en la Exposición de san Agustín a la Primera Carta de san Juan (llamada también Epístola a los Partos), VII, 8. 7. La dilección o amor de caridad (dilectio) es coimplicativa en san Agustín: porque lo asume todo simultáneamente (totum simul videt charitas). 8. El que ama el amor, ama a Dios (quisquis diligit dilectionem, Deum diligit, ídem). 220

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9. En Epicuro el placer comienza en el cuerpo y culmina en el alma. 10. En la virtud nos va el defecto y lo mejor que tenemos es también lo peor: así los latinos nuestra ladinidad, así los germanos su rigor, así cada uno su temperamento. 11. De viejo cualquier tiempo pasado fue menos pesado. 12. El héroe clásico es el fanfarrón con todas sus fanfarrias: puede consultarse N. Bou y X. Pérez (El tiempo del héroe. Épica y masculinidad en el cine de Hollywood). 13. El otro es lo que nos falta y sobra: por eso lo tememos y, al mismo tiempo, lo deseamos. 14. San Pablo es un ascético: Jesús es un místico. 15. El héroe auténtico debe asumir la vida (extroversión) y la muerte (introversión): expansión e impansión. 16. Para demostrar que la razón es racional tenemos que echar mano de la propia razón (aporía): por eso usamos criterios pragmáticos de mostración basados en una razón paciente. 17. El amor como apertura fundamental al mundo en M. Scheler. 18. El otro como creatura: criatura. 19. (Venganza cristiana) Me vengo de ti portándome bien contigo: quedando como un señor (libre). 20. La aforística busca lo certero: no lo cierto sino el concierto. 21. El alma es de algún modo todas las cosas y, por lo tanto, ninguna: porque no es cosa. 22. El alma como todo y nada: el ser que no es (surrealidad). 23. El alma como aferencia y oferencia: atracción y distracción. 24. Se accede al sentido (místico) a través del sinsentido (ascético). 25. Entre el materialismo inmanente y el espiritualismo trascendente: situarse en el animismo hermenéutico (el alma como trascendencia inmanente). 26. Oh infinitud, acoge mi finitud en tu seno. 27. La filosofía es la racionalización de su cultura: el monumento de su momento cultural. 28. Amar es modelar y ser modelado. 29. El hombre sólo puede meditar solo. 30. La auténtica voluntad de poder como voluntad de poder-ser: libertad. 31. Ser un árbol que reviene: ser un hombre que deviene. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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32. El amor está más acá del principio del placer y más allá del principio de realidad: pues el amor es un placer difícil, una realidad ideal, una ilusión constitutivamente humana. 33. La música es la suspensión de los sonidos y la lucha por su concordancia. 34. Sin dolor no hay gozo y sin sufrimiento no hay felicidad, pues el dolor profundiza el gozo y el sufrimiento ahonda la felicidad: el gozo precisa el contrapunto del dolor y la felicidad necesita el contrapunto del sufrimiento para subrayarse patéticamente. 35. El padecimiento radical aboca al éxtasis final simbolizado por la pérdida de consciencia y finalmente por la quietud de la muerte. 36. Dialéctica clásica: Afirmación (Madre), Negación (Padre), Eminencia (Hijo). 37. La dialéctica funciona por sursunción: asunción radical (transunción). 38. Frente al universal abstracto, M. Casalla habla de universal situado. 39. En la tradición cristiana se habla del Dios siempre mayor (Deus semper maior): pero el Dios cristiano es un Dios siempre menor (Deus semper minor). 40. Este sumo aquende es mi allende (J. Guillén): pues cuán sumo me lo fiáis. 41. Interpretar es comprender: deconstruir es desprender. 42. Conocer es ver espacialmente: comprender es oir especialmente, o sea, escuchar temporalmente. 43. Sustine et abstine (Epicteto): sostenimiento (dogmático) y abstención (escéptica) en correlativización (correlativismo). 44. El sentido no es la replicación sino la coimplicación. 45. Sólo mi frente y el cielo, dice J.R. Jiménez: entonces estoy solo. 46. Encastillarse a la española o dejarse atravesar a la andaluza (Ortega y Gasset). 47. El nombre primero (Adán) es la madre de la primera mujer (Eva), dice M. Peñalver: porque Adán es el hombre telúrico (hombremujer o andrógino). 48. Según Clément, el filósofo J.J. Rousseau quiere ser hermafrodítico: por eso busca su corazón femenino. 49. Como decía Simmel, no hay relación social sin mentira: la mentira es la carne de la verdad descarnada y el abrigo de la verdad desnuda. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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50. Patria o muerte: entonces se trata de una patria mortífera. 51. A veces merece la pena penar. 52. Debemos estar del lado de las víctimas: pero no podemos ser sus rehenes cerrando puertas al diálogo. 53. El hombre realiza una triple simbolización o configuración de lo real: los símbolos mitoestéticos, los símbolos filosófico-lingüísticos y los símbolos lógico-científicos. 54. Decía Derrida que el tiempo está dislocado: el propio tiempo es dislocador, ya que difiere el lugar y los lugares, cambiando los sitios y hábitos. 55. Según Fraga el homosexual funciona al revés: al revés del derecho/derecha fragiano. 56. Lo donado es el sentido: lo dado es el sinsentido. 57. Las alternancias del corazón. 58. El puritano tipo F. Mauriac ama el monte y no el mar: porque aquél lo aquieta y éste lo inquieta. 59. Hay quien escribe con el alma (Jung), con el espíritu (Hegel), a mano (Ortega), con el gesto (Nietzsche), con el corazón (Mauriac). 60. Mi rebeldía no tiene que ver con la muerte de Dios sino con la de mi madre en la adolescencia: pero ambas muertes vienen a significar en el fondo lo mismo. 61. El retornar de los árabes a nuestros campos: el retozar de los árabes en nuestras campas. 62. El amor es la afirmación de la afirmación. 63. Sólo puede vivir hoy como un cura el que no ejerce de tal: yo mismo. 64. Escribir para rellenar el mundo: vacío. 65. Implicar lo que nos implica. 66. Ubi amor ibi osculus: Donde hay amor hay osculación. 67. El sentido dice dirección: apertura o salida de sí (éxodo). 68. No rendirse: rendir. 69. Me gustaría que fuera verano todo el año. 70. Vivimos de lo que nos quieren y quisieron. 71. A río revuelto ganancia de pecadores. 72. Sólo se puede tener felicidad en correlación con la infelicidad: sólo se puede obtener sentido en correlación con el sinsentido: sólo se puede vivir en correlación con la muerte: sólo se puede sobrevivir en correlación con el trasmundo. 73. El ron del Caribe: y el vinagre de cava. 221

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74. Hay que asumir el sinsentido para poder gozar del sentido: asumir el sinsentido es asimilarlo y metabolizarlo, encajarlo y sublimarlo, implicarlo y trasfigurarlo. 75. Me gusta pensar y sentir: soy un senti/ mental. 76. España: interser que nos une y desune. 77. Aunque sea pecado te quiero (Bolero cantado por Simone). 78. El alma es la junción afectiva del cuerpo y el espíritu: porque el cuerpo apetece ensoñar y al espíritu le gusta encarnarse. 79. Parafraseando a Rubén Darío, podríamos decir que Don Quijote está contra la mentira y contra la verdad: pero entonces estaría a favor del sentido. 80. Era una persona tan preclara que nunca llegó a aclararse. 81. Bajo cada pensamiento late un afecto (F. Nietzsche): el pathos tras el logos. 82. La iglesia asume la homosexualidad simbólica (la homoerótica): pero no la homosexualidad laical (gay). 83. Podríamos considerar a la persona griega (prósopon o máscara) como la proa o fachada exterior: inhabitada cristianamente por el alma como sentido interior (sensus interior). 84. El homosexual es un tarado: ha dicho un alcaide turulato. 85. Hay que amar con caución: y tener a mano la cauterización. 86. Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor (María Zambrano). 87. Más saber, más dolor: dice el Eclesiastés. 88. El espíritu —la mente— debe finalmente negarse a sí mismo y abrirse al mundo (Alain). 89. El sentido debe finalmente negarse a sí mismo y abrirse a los sentidos: como la razón a las razones y el amor a los amores. 90. Querer es querer ayudar. 91. La política es artificio: el artefacto de la voluntad democrática. 92. Cuidarse: a sí mismo y a los demás, así como de lo demás. 93. El nominalismo es pro-materialista: porque tras los nombres abstractos queda la realidad experiencial. 94. ¿Quién puede jactarse de ser un hombre? Sólo el hombre, animal jactancioso. 95. Dios trabaja en todas partes: sólo en la iglesia está de vacaciones. 222

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96. La negatividad del nacionalismo vasco: Rh negativo. 97. Toda criatura humana está crucificada (F. Mauriac): su arquetipo es el Crucificado. 98. El fin comienza en el principio: y el principio se libera en el final. 99. El ser trasciende a la nada: y la nada trasciende al ser. 100. En el mundo vamos de extremo a extremo: hemos pasado del sentido estricto y henchido (encantamiento) al sentido restricto y hundido (desencantamiento). 101. Vivir el significado de una palabra (Wittgenstein): el sentido. 102. Mirar las cosas como un milabro: la mirada filosófico-mística de Wittgenstein. 103. Nietzsche clamando por César Borgia: desaforadamente. 104. Los excesos se pagan con recesos. 105. Mi cofrade Patxi Lanceros afirma que buscamos el sentido sin toparnos nunca con él: sin embargo experienciamos rastros del sentido, sabores y olores, vestigios. 106. La proposición wittgensteiniana es una imagen verdadera o falsa de la realidad: una imagen o figuración. 107. Simbolismo contra idolatría: sentido relacional versus verdad absoluta. 108. La religión salva si salva: y redime si redime. 109. Amo et Amen: amo y amén, amo y que así sea, amo y punto. 110. El sentido del mundo es incomprensible: el sentido del mundo limita con el sinsentido. 111. La relación con el otro: relación sin absolutización (cosificación) ni relativización (instrumental), relación relacional (cómplice). 112. La noche del sentido: el sentido es nocturno (la verdad es diurna). 113. La relación es existencial. 114. El arte como símbolo de una inteligibilidad libre (abierta y no cerrada). 115. El ser es heleno, el acontecer es hebreo y el estar es iberoamericano. 116. El perdón como don: per-dón. 117. Si me acerco te cercas o separas, y si me cerco o separo te acercas o ajuntas: así que me separo para que te acerques. 118. Por fin mi recalcitrante enemigo se enemiga de sí mismo y se autoexcluye. 119. Ser es ser afectado: afección ontológica. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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120. El inglés es inseguro, decía Chesterton, y por eso es pragmático: el español es seguro, digo yo, y por eso es dogmático. 121. No es cierto que todo sea incierto, decía Pascal: pero es incierto lo que damos por supuestamente cierto. 122. Todo es incierto, incluido el que todo sea incierto. 123. Toda demostración supone principios indemostrables y una razón irracionalizable: pues razonar es creerse razonable. 124. Saber es creer que se sabe (Hume, apud A. Comte, La sabiduría de los modernos). 125. El amor nos trasciende: inmanentemente. 126. Todos pasamos por el excusado: nadie se excusa de él. 127. Sublimación o sublevación: pero la sublimación es una sublevación pacífica (subelevación). 128. Ama a todos los hombres y húyelos (Arsenio el Anacoreta). 129. Amor de amistad: amoristad (L. Vieira). 130. Amistad de amor: amismor. 131. El hombre es un animal sin plumas (Platón): pues no por tenerlas el gay es menos hombre (el propio Platón ostentaba pluma). 132. Al ayudarte me ayudo a mí mismo. 133. El simbolismo nos ayuda a captar lo que hay tras el ser: el transer, trastero o trasero del ser. 134. Comer y beber sin defecar: esta es la fantasía purista de ciertos gnósticos o espiritualistas sobre el espíritu. 135. La filosofía es la búsqueda del sentido: por eso pontifica sobre la construcción de puentes a favor de lo humano vivible. 136. La verdad es infinita, dice A. Comte: indefinida. 137. Cuando hablamos de verdad noabsoluta se nos dice que eso puede conducir a Auschwitz: desconociendo que lo que condujo a Auschwitz fue la verdad presuntamente absoluta. 138. España ha mejorado tanto como la cerveza nacional San Miguel: de áspera ha llegado a ser agradable (aunque aún resulte algo fuerte). 139. Buscamos la felicidad del otro: hasta que nos damos cuenta que es tan infeliz como nosotros. 140. Tengo un paseo privado en el que pruebo a mis amigos: pero tras pasear contigo paso de ti (por necio). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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141. El problema de nuestros jóvenes es que tienen libertad pero carecen de necesidad: la consecuencia es la dispersión. 142. Dios es a veces lo único que tengo que no tengan los demás. 143. Los niños se fijan más en las flores del campo: porque las tienen más cerca. 144. Estoy aquí como en ninguna parte (M. Egiraun). 145. Mas está esta estación estacionada entre el verdor del mar. 146. No preocuparse: no despreocuparse. 147. Lloramos cuando no se nos corresponde en el amor: pero solemos acabar llorando aún más tras la correspondencia. 148. Pertransit benefaciendo( pasa haciendo el bien): refrán de un cura ante la degustación vinícola. 149. Nada esperar de nada: nada desesperar de nada (C.A.Molina). 150. Hay vida después del nacimiento: y antes de la muerte. 151. Juego al balón con un niño ecuatoriano en el parque, y al final me acompaña a beber agua en la fuente: misterios gozosos. 152. El gozo de acercarse a la gente: y el gozo de dejar a la gente. 153. El espíritu no puede comprender el sentido, dice Juan de la Cruz: porque el sentido es sensual y se sublima o supura en el alma como afecto, pero es superado por el espíritu puro, suprasensible y desafecto. 154. El acto aristotélico es llegar a ser (oclusión): habría que interpretarlo más ampliamente como allegarse (estar llegando, apertura). 155. El Alma humana es la esposa: el Almo, criador o vivificador es Dios (el esposo divino). 156. Soy un exiliado interior: refugiado en el asilo del alma. 157. El resto es silencio: no es decible pero sí cantable, según P. Celan. 158. La palabra llama porque es llama: llamante/llameante. 159. Te dejé porque te sobra padre (suprastructura) pero te falta madre: fondo y cocción. 160. Wittgenstein propugna desechar la escalera del lenguaje una vez escalado el sentido, y Molinos propugna desechar los medios de navegación una vez alcanzado el puerto o fin: y sin embargo hay que volver a bajar de la escalera y tras la escala regresar al bajel. 161. A estas alturas ya he visto el plumero a la vida y su mariconía: positiva y negativa. 223

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162. Sin euskera no hay salvación: y con euskera no hay solución. 163. Para no perder tu afecto no te haré nada: quietismo. 164. La pereza de la melancolía: el desperezamiento de la alegría. 165. Quizás el amor consista en hacerse mimos mutuamente: aniñamiento adulto. 166. Soy el mejor aforista del siglo, o sea, del quinquenio (2005). 167. El gozo del alma que abandona al hombre: por el esposo divino. 168. Los dragones orientales representan la buenaventura: los dragones occidentales representan la malaventura. 169. El Evangelio como lenguaje del alma: lenguaje en parábolas: lenguaje simbólico. 170. La mediación hoy día comparece como mera mediatización: mediación mediática. 171. Hablamos de la otra vida: pero quizás pensamos en otras vidas diferentes a la nuestra. 172. No hay hechos puros sino impuros: hechos interpretados. 173. La comprensión es comprensión encarnada (C. Taylor). 174. Mi mamá me mima: el mimado suele ser mimoso. 175. Por la democratización de los contrarios. 176. Lo absoluto como sentido es devenir (J. Hyppolite). 177. El derecho es en Epicuro la regla de interés común: la cual consiste en no perjudicarse mutuamente. 178. El alma sería la inteligencia patética o pasible. 179. Teóricamente la vida tiene un sentido: aunque prácticamente la palmamos. 180. Creeríamos en Dios si nos portáramos mejor: nosotros y Dios. 181. Los trascendentales clásicos del ser de la realidad se han convertido en trascendentales inmanentes: trascendencias humanas (amor y odio, bien y mal, verdad y mentira, belleza y fealdad). 182. El amor condiciona lo amable pero no lo crea de la nada: hay un fundamento existencial. 183. La auténtica unión aparta la separación pero resguarda la diferencia (Máximo Confesor). 184. La apatía estoica (apázeia) es resignación: el contentamiento epicúreo (ataraxía) es asunción. 224

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185. Toda asunción, para no ser resignación, debe ser crítica. 186. El filme coreano Hierro-3 de Ki-Duk: el silencio inunda el ruido y el alma atraviesa la realidad, cohabitada por un Ángel oriental, Duende travieso o Espíritu encarnado que la trasfigura, convirtiendo la ilusión en real y lo real en iluso. 187. El alma es un invento del hombre para nombrar lo más íntimo: las vivencias psicoafectivas que constituyen al hombre en tal. 188. Nadie te ha ofrendado tanto amor. 189. Simone: la voz espesa de la matriarca brasileña. 190. El amor griego es un demonio que se hace divino: el amor cristiano es un Dios que se hace humano. 191. La ética dice obligación: ligación moral respecto al otro a respetar. 192. La educación en Aristóteles es el progreso hacia sí mismo. 193. En Anaximandro el origen es la matriz: y el nacimiento salirse de madre. 194. Felices hay muchos: feliz no hay nadie. 195. J.L.Nancy afirma el sentido como finito: la finitud del sentido consignificaría su apertura (que yo diría infinita). 196. Como dice Bob Dylan, el mundo no está organizado por Dios: ni siquiera por el diablo. 197. El alma es el interior del cuerpo: no su fantasma. 198. En la realeza se realiza nuestra realidad: realzada. 199. Si te dan en una mejilla, pon la otra mejilla: la mejilla del otro. 200. Por fin Juan Pablo II descansa: y nosotros también. 201. El protagonista del filme Hierro-3 como un Demon o Eros alado que trasfigura una realidad desalmada: en el nombre del alma. 202. El perdón del pecado es sublime: sublimación de lo subliminal. 203. Los llamados modelos son hoy simplemente modelados. 204. El frontón vasco como articulación del tiempo en el espacio (Olatz G. Abrisketa): y del individuo en la comunidad. 205. El cardenal Ratzinger critica el relativismo: como si su discurso no fuera relativo. 206. Lo bello es lo que desespera (P. Valéry). 207. No hay acción desinteresada: toda acción está interesada en uno mismo o en el otro, en esto o lo otro, en lo de más acá o más allá. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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208. Precisamos, como dice Luc Ferry, trascendencias inmanentes. 209. El deber-ser es el ser que no es pero exige ser. 210. El amor, esa sed que reinventa otro ser. 211. Estoico-epicúreo: contentarse y no tentarse. 212. Cuánto se tarda en ser feliz: y qué poco dura. 213. El alma es el interior del cuerpo (el corazón simbólico): el espíritu es su trascendencia (el ángel). 214. Cada felicidad es distinta: cada infelicidad es igual. 215. El romántico no busca el absoluto: busca el infinito. 216. La Iglesia aún no ha canonizado a Jesucristo. 217. España es diferente, y Euskadi más diferente: Portugal parece indiferente. 218. No seas una bestia, pero tampoco un ángel: te basta y sobra con ser un hombre (humano). 219. El Dios Elohim de Abraham (en el Génesis) y el Dios Yahvé de Moisés (en el Éxodo) confluyen en el Antiguo Testamento: el primero es más cósmico, el segundo más tribal, lo que proyecta un cosmotribalismo o tribalismo universalista. 220. El famoso himno litúrgico Dies irae (Día de la ira) procede el siglo XII y presenta a Cristo como Juez misiricordioso por cuanto «salva gratis» (qui salvandos salvas gratis): ello concuerda con el abierto catolicismo contemporáneo de san Bernardo y san Buenaventura, así como con el posterior evangelismo de Lutero (y yo añadiría, con el Juicio Final de Miguel Ángel): puede consultarse S. Grosse, Theologische Quartalschrift, 1, 2005. 221. En la solución tiene que estar contenido el problema: de lo contrario hay disolución. 222. La ironía socrática es simbólica: decir una cosa codiciendo otra, hablar transversalmente, correlacionar/correlativizar. 223. La música del filme Los niños del coro: la melancolía presente de los niños internados entre el difícil pasado y el futuro incierto. 224. Si Dios no puede hacer lo imposible no es omnipotente: y si puede hacerlo puede hacer que Dios no sea. 225. El problema no es a dónde vamos a llegar, sino a dónde no vamos a llegar. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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226. Las palmeras meridionales y sus hijos/higos dulcísimos: los arracimados dátiles cual dáctilos o dedos mitológicos. 227. Frío en el alma, y no saber aún tras tantos años qué es lo que incumbe (J. Gil-Albert). 228. El alma es la casa del sentido. 229. La melancolía como atingencia de la contingencia. 230. Vivir sucintamente: ceñido pero no ceñudo. 231. Amamos la belleza: la cual no sabe amar. 232. Las tamborradas aragonesas como violencia ritualizada: que expulsa los demonios de la soledad. 233. Los heterosexuales deben dejar vivir en paz a los homosexuales: para que éstos puedan dejar en paz a aquéllos. 234. Somos hijos de Dios: y primos del diablo. 235. El Dios de Jesús como coacusado o coimplicado en el Nuevo Testamento (apud T. Eagleton). 236. Según Freud, el preguntarse por el sentido de la vida es signo de neurosis: pero el no preguntarse sería signo de esquizofrenia. 237. Al menos no dejo descendencia humana ni reproducción del dolor de ser hombre. 238. Díme, Dios mío, por qué he nacido amén de para desnacer. 239. Dios ya no es lo que era. 240. La razón puede ser una excusa para el que nada siente. 241. Si nos vamos a morir, para qué matarnos. 242. El otro es un hombre: tan pobre como yo mismo. 243. El simbolismo para Blumenberg tiene sentido de consolación: para mí obtiene la consolación del sentido. 244. Eros es eruptivo y volcánico: Thánatos es lava y ceniza. 245. Vestigium hominis video (Kant): los símbolos del sentido como vestigios de lo humano. 246. El realismo somete el sentido a lo real, el idealismo somete lo real al sentido: pero se trataría de abrir lo real al sentido (real-idealismo). 247. Creemos más que el Opus: porque el Opus sólo cree en su obra. 248. Las intrigas palaciegas son ciegas. 249. La Iglesia suele criticar bien el relativismo: pero su peligro es el absolutismo. 250. Negar el sentido es afirmar el sentido de lo negado. 225

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251. El amor se consume al consumarse (J. Gil-Albert). 252. Tengo un exceso de locualidad: locuelidad. 253. Tempo: tiempo atemperado. 254. Dice Rilke que el mundo considera al solitario como un enemigo, pero es al revés: el solitario considera al mundo como un enemigo. 255. En la obra Muerte en Venecia de Mann/ Visconti, el amor comienza eróticamente a partir del cuerpo, se condensa psíquicamente en el alma como afecto y finalmente se abre a la trascendencia del espíritu platónicamente. 256. Por cierto, en nuestros lares y como Dios mandaba, al protagonista de la obra de T. Mann —Gustav von Aschenbach— le hubieran pegado cuatro tiros por detrás como a García Lorca: y al coprotagonista Tadzio lo hubieran encerrado en algún reformatorio. 257. Aún queda gente francamente carca: francoide. 258. Yo soy de aquellos que encaminan sus últimos pasos a un mar desconocido. 259. Sé muy bien que estoy perdido: pero sólo perdido me encontraré otro. 260. Dios mío, debo cuidar mis ojos: para poder aún verte en algunos otros. 261. Dios y mi religión: el gozo aniquilante, la alegría oscura, la piedad voluptuosa, el rencor sublimado, la muerte encinta, el amor sacrificado, el dolor santificado. 262. Llueve: los cristales de mi ventana lloran como cristos. 263. Según F. Mauriac, unimos el amor a la muerte para poder abrirlo al infinito. 264. Para el purista Mauriac, en el amor puro la carne no es alcanzada ni herida. 265. Si sólo se ama la hermosura, los no hermosos no hemos sido fácilmente amados: excepto por la madre compensatoriamente. 266. Hay virtuosos de la envidia. 267. Los veranos incendiados: roídos de cigarras. 268. Un joven es un proceso: proceloso. 269. Amamos para abandonar el mundo: y desamamos para recuperar el mundo. 270. En un anuncio televisivo un coche se yergue convirtiéndose en un monstruo metálico que se pone a bailar mecánicamente: se supone que el héroe será el conductor. 271. Hay tantas extremosidades: el idealismo platónico, la utopía marxiana, el dogma226

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tismo católico, el puritanismo protestante, el fundamentalismo islámico, el nirvana budista, el integrismo moral, el pacifismo absoluto, el cientificismo autosuficiente, el absolutismo del poder, el hedonismo craso, la felicidad ilusa, el espiritualismo deletéreo, el materialismo graso, el misticismo supranaturalista, el empirismo grosero, el funcionalismo reificado, el capitalismo como panacea... 272. El toque carca de san Pablo y san Agustín: se trata de dos genios, pero neoconversos (con lo que ello conlleva de intransigencia). 273. El miedo está hecho de soledad indefensa: la soledad está hecha de soltería irredenta. 274. El cuerpo es físico: el alma es psíquica: el espíritu es místico. 275. La ventana vacía del Vaticano tras la muerte del Sumo Sacerdote: recuerda el sepulcro vacío de Jesús tras su muerte. 276. Me imagino a Sócrates acusado por haber dormido con Alcibíades ignorando que no hicieron nada: pero durmieron juntos y tuvieron envidia del filósofo más feo con el efebo más bello. 277. El Concilio de Trento fundó una mentalidad tridentina: la mentalidad del tridente anatematizador del disidente. 278. De Sócrates no se dice que haya dormido con sus efebos, pero tampoco se dice que no lo haya hecho: lo que se dice es que el amor auténtico es anímico, y el alma media cuerpo y espíritu. 279. El cuerpo pertenece a la Diosa telúrica (infrahombre): el alma pertenece al Hermano humano (intrahombre): el espíritu pertenece al Dios celeste (suprahombre). 280. Lo sublime es la belleza en un contexto numinoso o sagrado. 281. Mi vida prosigue con la misma tónica: bajo diferentes marcas. 282. Lo absoluto es lo sagrado (L. Ferry). 283. El amor es una ofrenda: ofertorio. 284. El hombre lo capta todo simbólicamente: figurándoselo así o asá, concreta o abstractamente, relacionalmente. 285. El antiheroico héroe protagonista de la película Hierro-3 (Tae-suk encarnado por JaeHee) presenta rasgos epicúreo-budistas y cristiano-orientales: una especie de simbólico Jesús asiático que me recuerda al Jesús pasoliniano del filme Teorema. 286. Para Napoleón el amor era un tontería entre dos: porque lo importante era la guerra. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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287. El hombre honesto, según Montaigne, es un hombre mezclado. 288. Ni estamos tan solos cuando lo estamos ni estamos tan acompañados cuando lo estamos. 289. La positividad consiste en ser transitivo, abierto y donante, comunicativo y expansivo, libre. 290. La sombra y su retroceso —hueco, vaina, vacío— es la matriz de la luz (J.A.Valente). 291. La palabra que es dicha: dichosa. 292. La filosofía es lenguaje cristalizado: la poesía es lenguaje vidriado. 293. La comprensión incomprensible en N. Cusa (intelligere incomprehensibiliter): la comprensión simbólica. 294. El silencio mienta lo inexpresable, que en Wittgenstein es el fondo de lo expresable: por eso puedo decir que llueve desde lo húmedo (el fondo). 295. Ver a Dios es no ver nada, dice M. Certeau: no ver nada de particular sino universalconcreto. 296. Amar al que/lo que nos ama: Diossentido. 297. Es la poesía la explosión del lenguaje: del cual quedan las pavesas ardientes. 298. Es el aforismo la implosión del lenguaje: del cual queda el pavés circunspecto. 299. Me dicen que soy más plástico hablando: y más plasta escribiendo. 300. No pegar ni con cola: no compenetrarse ni la cola mediante. 301. A menudo la belleza es un fraude: quizás sea esta la lección del arte actual. 302. Debemos aprender de los que nos aman y de los que no nos aman: con aquellos sabemos de amor, con estos sabemos de desamor (ambos configuran la existencia humana). 303. Pobre vida mía al vaivén de las aguas y los aires: hasta su encallamiento final. 304. Hay cosas que no tienen ni principio ni fin: hay personas que no tienen ni principios ni fines. 305. Hay quien tiene lógicamente más eros: y hay quien tiene eróticamente más logos. 306. Tan importante como religarse es desligarse: crear lazos y poder cortarlos o aflojarlos cuando el enlace lleva al desenlace. 307. La belleza va a menudo acompañada de contrahechuras. 308. Con la edad el viejo héroe de Star-Wars ha encallecido: en la vida real. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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309. El último episodio de G. Lucas y su Guerra de las Galaxias (La venganza de los Sith) recupera el pulso fílmico, replanteando la dialéctica entre el bien y el mal, lo positivo y lo negativo, la luz y la oscuridad: especial mención merece el paso dramático de la fuerza del amor al amor a la fuerza, o si se prefiere, de la potencia o energía al poder o dominio. 310. En su preciso/precioso Epílogo a la edición alemana de mi obra (Sinn und Vernunft), Ibon Zubiaur destaca la flexibilidad y ambigüedad de la lengua española, lo que propicia un modo de pensar abierto y asociativo como el mío propio. 311. Ya estamos solos mi corazón y el amor. 312. He aprendido mucho de nuestro mutuo acercamiento: ahora te dejo yo para que no me dejes después. 313. Una película sobre Shakespeare mujeriego: no han leído sus Sonetos a su señor rubio y a su señora morena. 314. Parece que el problema de Shakespeare es que propició el encuentro entre su señor rubio y su señora morena: y ambos se gustaron abandonando a su presentador. 315. No somos tan felices cuando lo estamos: ni somos tan infelices cuando no lo estamos. 316. Como dice M. Peñalver, lo malo es la desproporción: lo bueno es la proporción. 317. Cuando la vida se pone cruda acudimos al aforismo: pues sólo permanece el aforismo como un epitafio. 318. Lo absoluto es el conjunto de lo relativo (A. Comte). 319. El cuerpo es la inmanencia: el alma es la conciencia: el espíritu es la trascendencia. 320. El adiós mundial al papa polaco: medio mundo buscando Algo/Alguien (y el otro medio ni busca). 321. La felicidad como positivización de la propia energía (eudaimonía): buena vibración. 322. La madera como materia: virgen y madre. 323. Un cambio de lector, decía Valéry, es un cambio en el texto. 324. El aforismo es la palabra que anida el lenguaje: porque hace nido adentro. 325. Navego solo, oh Dios, lejos de todo y anegado por todo. 326. El papa Wojtyla no pudo curar su garganta: pero un cardenal afirma que curó la suya (milagrosamente). 227

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327. El sentido de la vida está en asumir el sinsentido de la muerte: su arquetipo es Sócrates tomando la cicuta in extremis (éste es nuestro derecho humano denegado antisocráticamente). 328. Dios no es espíritu, porque existe (J.E. Cirlot). 329. Quizás el poeta busca la luz a través de lo oscuro: pero el filósofo atraviesa la luz para encontrar lo oscuro. 330. Un adiós sin fronteras. 331. Como decía el abate Lamennais, el hombre mata su alma cuando no encuentra alimento para ella. 332. Venecia adorada por Nietzsche como inevitable: pero inhabitable. 333. El cuerpo tiene referencias: el alma obtiene aferencias: el espíritu expresa la diferencia. 334. Nietzsche es un tipo turbulento. 335. El auténtico héroe es el que porta el sentido: porque lo aporta (y no lo aborta). 336. El niño es un sabio inconsciente: y el sabio es un niño consciente (S. Pániker). 337. (Con)siento el sentido: y (re)siento el sinsentido. 338. Pienso que no hay sentido: pero creo que hay sentido. 339. Creer que hay sentido: pensar que puede haberlo. 340. Antes lo sagrado estaba instituido: ahora está destitudo. 341. Lo sagrado vuelve del alma personal al alma colectiva: de donde partió inconscientemente. 342. El absoluto sentido de la vida en una tierra sin sentido (A. Costadreda). 343. A menudo me asocio al ritmo de los inmigrantes: que suele ser más lento y tradicional, menos competitivo y disociado. 344. Los jóvenes en sus bicicletas enhiestas cual payasos circenses. 345. Y tú no tengas miedo. Los asuntos humanos discurren por un cauce muy amplio. Todo viene de lejos, todo sigue adelante (Karol Wojtyla, Poesías). 346. Melancolía es sensación de haber perdido lo que nunca tuvimos (excepto en el corazón). 347. Más triste que un torero al otro lado del telón de acero (Sabina). 348. Pretendemos vivir nosotros la vida: pero es la vida la que nos vive. 228

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349. Escalando a Dios por la espalda (Juan Kruz). 350. Suele resultar mejor amar al otro que ser amado por él: es la positividad del amor en libertad. 351. El amor socrático es cuerpo espiritualizado, y por lo tanto alma: el amor cristiano es espíritu encarnado, y por lo tanto alma. 352. Juan Pablo II ha sido el primer líder católico o universal (mundial): lástima que su catolicismo estuviera lastrado por cierto integrismo no integracionista. 353. El Papado suele pecar de incuria: por abandonarse a la Curia. 354. La belleza es una promesa de sentido: consentido. 355. La vida es metabolismo: y metabolismo es transustanciación, trasfiguración, sublimación. 356. La del pañuelo rojo, rojo me ha vuelto a mí (Canción vasca). 357. La escultura de Oteiza: del cuerpo al espíritu, de la materia a la geometría, del maximalismo al minimalismo, del bulto empírico al hueco anímico. 358. Volveremos al seno de la estrella, a la región del origen y el fin, a la materia inmortal y materna (A.S.Robayna). 359. El cuerpo es tierra empapada de agua (materia): el alma es agua evaporada por el fuego (imago): el espíritu es fuego sublimado por el aire (inmaterial). 360. Poner la filosofía al nivel del hombre: y poner el hombre al nivel de la filosofía. 361. Tengo un diapasón por corazón: y un ensemble por alma. 362. Sobrellevo esta vida como un destino: extraño. 363. Me duele el cuerpo y, sin embargo, soy feliz por dentro: anímicamente. 364. Cuando no podemos continuar: la vida nos continúa. 365. Al final de la vida asistimos a una comedia macabra: la del yo que va dejando de serlo junto a otros que aún no lo son. 366. Lo que no se ha podido dejar de querer, ni aun queriendo, nos pertenece (María Zambrano). 367. En Ortega el alma es un estado/estancia de fluidez afectiva típicamente femenina: situada entre la corporalidad instintual propia del niño y la espiritualidad abstracta propia del varón. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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368. Apenas si puedo soportar la infelicidad: apenas si puedo soportar la felicidad. 369. Me gustaría que, tras su humillación por el papa, fuera elevado a pontífice Ernesto Cardenal: pues ya porta la púrpura simbólica. 370. Los psicólogos pretenden ser mediadores del alma (psicopompos): pero algunos resultan psicopomposos (así en la New Age). 371. Tras la visita del diablo disolutor, recibo la visita del dios consolador: mi corazón se estremece y mi alma crepita. 372. El Dios aristotélico-tomista mueve sin ser movido: pero si no es movido no es conmovido. 373. Los cardenales hacen responsable al Espíritu Santo de su votación. 374. No Aristóteles y Tomás de Aquino sino Sócrates y Jesús. 375. Ahora sé que te amo: porque no te voy a poseer y, sin embargo, te quiero. 376. Hasta ahora podía morir en algún momento: ahora puedo morir en cualquier momento. 377. El universal en G. Ockham dice intencionalidad anímica: es un signo del alma (intentio animae). 378. Tumbarse boca arriba en la arena de la playa o en la yerba del campo: énstasis, reunión de cielo y tierra, flotación del alma, oblación. 379. Junio es el mes dorado: acaban las clases, comienza el verano, divaga la mente, el músculo se distiende, la luz se incrementa y la noche se estrella. 380. Nuestro atraso mental: demental. 381. Pausanias es el patrono de los turistas nórdicos: con sus gestos pausados y acompasados. 382. Pedro ama a Jesús: pero Jesús ama a Juan. 383. Jesús para Nietzsche es el antiliteral: el antirrealista (el simbólico). 384. Lo que me ha costado estar contento. 385. El cuerpo está a la izquierda, el espíritu está a la derecha: el alma está en el centro (mediación). 386. El amor como excedencia expresa sentido, el amor como carencia revela sinsentido: el amor entre el exceso y el defecto, el lujo y la necesidad, la abundancia y la penuria. 387. Quizás deba hacer por otros lo que no puedo hacer por mí: animar. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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388. Oigo decir a un elector que desde su nacimiento tiene claro a quién votar: se trata de un vasco, preclaro. 389. La diferencia de los partidos de fútbol con los partidos políticos está en que éstos siempre ganan. 390. La felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación (Kant): pero en su realización entra la razón. 391. La felicidad dice relación a nuestra interpretación: como el sentido. 392. Qué bueno que me rechazaste: para no tener que rechazarme yo mismo. 393. El niño suramericano del parque no quiere dejar de jugar: está hecho un hacha, pero yo debo irme melancólicamente. 394. Un día dúctil, dócil, sutil quiero: deletéreo y lábil, ondulante: evanescente, frágil, untuoso: flotante, concertante y espumoso. 395. La virtud es contención y concentración: el vicio es exceso y dispersión. 396. El espacio es la forma del tiempo: y el tiempo es la materia del espacio. 397. Entiendo tan poco de la vida, y lo poco que entiendo me llegó demasiado tarde: deberían haberme dado un folleto de instrucciones cuando nací (Lobo Antunes). 398. Aún nos queda lo mejor: lo mejor que se considera lo peor (la quietud eterna). 399. Antes recolectábamos reliquias de famosos santos, ahora recolectamos reliquias de famosos pecadores: el exceso o excedencia y el defecto o defección se concelebran extremosamente. 400. El tiempo que pasa, ¿dónde desemboca? 401. La clave de la sabiduría en W. James consiste en saber pasar por alto lo aciago: yo diría que supurándolo. 402. En el amor hay una cierta envidia del otro: ambivalencia. 403. La materia es el tiempo de la forma: la forma es el espacio de la materia. 404. Paseé flotando contigo sobre mi camino: ahora lo ando con los pies en el suelo. 405. Hoy todos jugamos un papel: de waterclos. 406. A menudo se enamora uno de un tonto: para poder desenamorarse tan tontamente. 407. Sólo se siente la tensión del dolor: el gozo se disiente sin tensión. 408. Defendamos una religión, una política o una cultura que nos defienda. 229

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409. Ay, Dios mío, se vuelve a suturar mi herida sublimatoriamente: a través de la bondad tal como la entreveo en Sócrates y Jesús. 410. Creo en un cristianismo no literal sino liberal: simbólico. 411. Parafraseando a K. Jaspers, podemos decir que en Jesús el alma se expande hasta asumir el trasfondo del mundo: el sentido oscuro así esclarecido. 412. Ratzinger el papa Papal: yo había pensado en el cardenal Tettamanzi (el papa Mama). 413. La felicidad es un estado irrisorio que consiste en sonreírse de sí mismo y reírse con el otro u otra. 414. Los bandidos forman bandas. 415. El cristianismo prescribe el amor: el budismo prescribe la amabilidad. 416. El telediario de hoy: el nuevo papa se reviste de sus nuevos ornamentos, Berlusconi disuelve el gobierno italiano, la política vasca hace prehistoria, unos elefantes orientales entran en tiendas típicamente occidentales, fútbol internacional. 417. Donde está Pedro (el papa) allí está la Iglesia, dice un viejo adagio: pero donde está la Iglesia debería estar el papa. 418. Si yo fuera papa no sería yo: y al no ser éste no podría ser aquél. 419. Placer y dolor pertenecen al cuerpo: alegría y sufrimiento pertenecen al alma: angustia y gozo pertenecen al espíritu. 420. El cuerpo masculino, insatisfecho por su enigma corporal de exterioridad, se feminiza por la interioridad (ingestión): el cuerpo femenino, insatisfecho por su enigma corporal de interioridad, se masculiniza por la exterioridad (adornos): M. Peñalver, Ni impaciente ni absoluto. 421. La Iglesia debe enseñar el arte de la felicidad (Benedicto XVI): pero antes debe aprender a moderar e integrar su apocalíptica en este mundo. 422. Lo bueno del Espíritu es su libertad: lo peligroso es su libertad absoluta (la libertad del Absoluto). 423. El origen eslavo del apellido Nietzsche explicaría cierto pathos del filósofo de carácter místico. 424. Nietzsche romantiza el mal (H.G. Schenk): y maleficia el bien. 425. El poder cambia los poderes: pero no las potencias. 230

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426. Napoleón intenta construir un Estado Universal: pero dirigido por él. 427. Según Alfred de Vigny, en el Juicio Final el mismo Dios se justificará de su propia creación. 428. A solas en un campo silvestre sin Dios y sin amor (N. Lenau). 429. La resaca de la exaltación fúnebre de Juan Pablo II: el nombramiento papal de su colaborador Ratzinger. 430. Frente a relativismo y absolutismo: el relacionismo. 431. Alguien me dice que tengo un lenguaje opíparo o exuberante, voluptuoso y opulento: propio del rico Epulón. 432. Cuando tenemos amigos estamos bien: cuando estamos bien tenemos amigos. 433. Nada nos hace tan grandes como un gran dolor (A. Musset). 434. Quizás el dolor es la otra cara del amor: acaso sea el precio del amor (incluido el amor a la vida). 435. La profundidad humana promana de la asunción del padecimiento: la vivencia del sufrimiento es la experiencia de la vida profunda (un pensamiento tabuizado hoy). 436. En el cristianismo hay una asunción redentora del dolor. 437. La música como paso del mundo cósico al mundo del sentido: abierto. 438. En el trasfondo de la Hermenéutica contemporánea está Schleiermacher, el cual propone cada interpretación como parte del todo: como finitudes del propio infinito. 439. Según Alfred de Vigny, la felicidad (bonheur) dura una hora (bonne heure). 440. En el cristianismo el Hombre se revela sub specie aeternitatis: arquetipalmente. 441. Defiendo una filosofía cristiana: la cual es un cristianismo filosófico. 442. La música nos enseña a sentir nuestro sentimiento (Wackenroder): la filosofía nos enseña a sopensar nuestro pensamiento. 443. La religión nos enseña a religar nuestras ligazones: el amor nos enseña a amorizar el mundo. 444. Don Quijote es vencido finalmente por el Caballero de la Blanca Luna (el Bachiller Sansón Carrasco): pero no es convencido. 445. Mi interpretación del Quijote como el mito del héroe moderno: el caballero debe luchar contra monstruos a los que cree vencer, hasta que finalmente le vence la cordura de la muerte dracontiana. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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446. A qué exilio poder huir de uno mismo (lord Byron). 447. Lord Byron deplorando la culminación o colmación de la saciedad: su colmo o colmado. 448. Don Quijote es la parodia del héroe que pretende superar el monstruo de la realidad sin lograrlo: sería el arquetipo del héroe (post)moderno, el cual no supera sino simbólicamente la realidad dracontiana a la que supura (exuda). 449. El ruidoso taconeo de una mujer hiere mi audición sigilosa. 450. Con este tiempo me enfermo: y en este espacio me vacío. 451. La realidad no se puede superar, sólo trasformar: porque la materia permanece en sus elementos, y sólo cambian sus formas. 452. El pensamiento moderno como racionalización del cristianismo: Kant, Hegel y Heidegger (incluso Nietzsche). 453. No exigir tanto: contentarse. 454. El hombre no es capaz de descifrar el sentido del universo: aquí se topa con la trascendencia. 455. En nuestro signo de la cruz pende un Cristo muerto: y por tanto autotrascendido. 456. Hay algo que trasciende nuestros amores humanos: un resto y un reto, un anhelo trashumano/trashumante, un deseo de fusión imposible, una apetencia insaciable por cuanto insondable. 457. Mi madre, el motivo por el que yo quiero vivir: dice una copla sentimental. 458. Recuperar el pulso de la vida: en la playa salvaje. 459. La ética se funda en el otro, la moral se funda el el Otro: una y otra se fundan en la otredad y su respeto. 460. Según Spinoza, la Encarnación de Dios en el Hombre (Cristo) sería como la encarnadura de un círculo en un cuadrado: y, en efecto, se trataría de la circulación del cuadrado (divinización del hombre) y de la cuadratura del círculo (humanización de Dios). 461. Responsable es el que responde. 462. Aunque nos sentemos en el más alto trono, decía Montaigne, nos sentamos sobre nuestras posaderas. 463. La libertad trasciende lo dado: ahuecándolo anímicamente. 464. La materia produce la vida: entonces se trata de una materia simbólica con sentido implícito o implicado. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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465. Cuando se habla de universalidad se piensa en la razón: pero hay intereses, pasiones y relaciones universales o universalizables. 466. La vida afirma, el espíritu niega: el alma oscila (sic et non). 467. El epicureísmo propugnaría, según M. Conche, la amistad consigo mismo y con los demás. 468. La encarnación de Dios en el Hombre es la secularización de lo divino en lo humano, de lo sagrado en lo profano, de lo eterno en el tiempo. 469. La melodía expresa el sentimiento: la armonía el consentimiento. 470. La verdad clásica es lo adecuado por adecuativo: la verdad posclásica es lo inadecuado por inadecuable. 471. Todo período cultural es unilateral y hay que compensarlo: por eso hay que complementar nuestra época de la postmodernidad superficial con el contrapunto profundo del sentido. 472. Hegel habla de la Identidad de lo idéntido (absoluto o divino) y lo diferente (lo relativo o humano): pero yo hablaría de coimplicación de contrarios. 473. Dios como ideal moral del mundo en Fichte. 474. Aristóteles racionaliza la mitología griega: Hegel racionaliza la mitología cristiana. 475. Cuando estamos bien la vida no tiene un sentido porque ya lo vivimos: quizás entonces el sentido de la vida se obtiene cuando estamos mal... precisamente para conseguirlo y estar bien. 476. La persona griega es el personaje (lo que persuena, la máscara convexa, prósopon): la persona cristiana es el trasfondo (lo que resuena, el alma cóncava, hipóstasis). 477. Lo marítimo en Chirino: lo telúrico en Tàpies. 478. España extrema: entre el dogmatismo y el cachondeo. 479. Modos de hacer alma: pasear, meditar, reconcentrarse. 480. Quien quiera respuestas que guarde silencio, dijo Heidegger: pues la respuesta flota en el aire. 481. He tenido que amar en este cutre mundo con subterfugios, dolosamente, ladinamente. 482. Mi concepto de este mundo: inmundo. 483. Sufrir el amor: para reconciliarse. 484. Fracasamos en múltiples frentes y afrentas, pero también obtenemos múltiples 231

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recompensas y victorias: unos y otros se conjugan en nuestra salida final como éxito y fracaso a la vez. 485. El sentido es la línea tortuosa que atraviesa el sinsentido: y el sentido de la vida es la línea lacerante que atraviesa el sinsentido de la muerte. 486. Vivir como si la vida no tuviera sentido: precisamente para obtenerlo circunstancialmente. 487. Quisiera hundirme con alguien en el ocaso: para renacer juntos al amanecer. 488. El que no llora no ama, dice una canción. 489. Quizás la clave de la vida esté en tomarla oblicuamente: con los ojos rasgados y la mueca ambigua de un Bodisatva. 490. El ser es verdad, dice Aristóteles: el ser es engaño, dice Buda: así que el ser es engaño y desengaño. 491. Que la muerte nos coja ya medio muertos. 492. La razón es general: el corazón es universal. 493. El optimista se verá al borde de la vida: el pesimista se verá al borde de la muerte. 494. Llamamos estar en coma a estar en punto y aparte. 495. El amor es eterno mientras permanece. 496. Cuando estamos alborozados no escuchamos (porque nos escuchamos a nosotros mismos): cuando estamos alborotados no oímos (porque nos oímos a nosotros mismos). 497. El orante invoca e implica a Dios, el blasfemo revoca e impreca a Dios: pero ambos son a su modo creyentes. 498. Málaga: calor y color, naranjos y palmeras, vidrieras de la catedral, brisa marítima, pescaditos fritos y turistas refritos, jacarandas en blue, ralentización temporal, sol picante y arena ardiente, gente lacia, espetos de sardinas, Gibralfaro y la Alcazaba. (Para Enrique Baena.) 499. Le pregunto a un malagueño si lo que vemos es la Alcazaba: me dice que no lo es porque no está, dada la distancia que aún nos separa (diferencia entre ser y estar). 500. Los Caballeros Jedi de Star-Wars son una especie de Caballeros Templarios: monjes animados por dentro y soldados animosos por fuera. 501. (Trinidad) El Padre es Dios en sí: el Hijo es Dios con nosotros: y el Espíritu Santo es Dios en nosotros. 502. Ciertos filósofos tienen una concepción inmaculada: antes, en y después del parto. 232

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503. Ronda: intrincada y exabrupta, escarpada e inquietante. 504. La niña alemana que me sonríe: y la chica andaluza que se me ríe. 505. Dios mío, bendice en secreto a los que amo secretamente. 506. Nos joroba el que nos retuerce: el retorcido. 507. Alguien comparó mi escritura con la arquitectura de Albarracín y Ronda: Albarracín es la sublimación del barro, Ronda es la sublimación del abismo, mi lenguaje es la sublimación del pathos o pasión. 508. Hablando con una camarera me aclaro: Ronda es el símbolo de la vida colgada sobre el despeñadero de la muerte. 509. Ya en tu término entro: salud y paz en Dios, tajadas peñas / peñascos, montes, breñas / arboledas, corrientes (V. Espinel, siglo XVI). 510. Redescubro el baño caliente ritual: hasta mi viejo cuerpo relajado se incorpora embellecido. 511. Porque en amor el exceso es mejor que el defecto. 512. Hay que ser realista e idealista: a la vez. 513. El machismo español llama al matrimonio homosexual «marymonio». 514. La inquina de tantos heterosexuales al homosexual: será inseguridad, acaso envidia, quizás les fastidia no hacerlo o que otros puedan también amar. 515. Tener un piso es obtener un hueco en el aire. 516. La preciosa Anunciación de M. Ramos en la vieja catedral de Ronda: la joven Virgen y el Ángel de la Encarnación. 517. Rilke: el poeta colgado de Ronda, como ahora mi ego proyectado de abajo arriba. 518. Lo mejor de Ronda es, como siempre, lo que no ven los turistas: la visión desde abajo con el ego encajonado/acollonado bajo los mallos formidables. 519. Ronda como ciudad-Hermes que reúne en su puente el gran tajo que la divide. 520. Y yo, encima, estaba debajo. 521. El forte-piano de los toques malagueños de Semana Santa: contrastante. 522. La literatura ayuda a vivir (C. Roy): la filosofía ayuda a morir. 523. Angelotes eslavos. 524. Picasso pagano: violaciones, corridas, bacanales, cuerpos enzarzados en lucha, el Minotauro acariciando a a una mujer, compenetración de la carne. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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The web cage (1998), de Liu Zheng

525. Bicicleta: sillín + manillar = toro (Picasso). 526. Viajar para conocer: también para relativizar. 527. Wittgenstein acaba dejando en manos de Dios su amor por Marguerite: pero está tentado de dejar en manos del diablo sus amores homoeróticos. 528. La realidad es hija de la tierra: las ideas son hijas del cielo. 529. Hay filosofías denotativas (Aristóteles, Husserl) y hay filosofías connotativas o asociativas (Platón, Heidegger). 530. Según H. Bloom, todos los escritores de aforismos son irónicos: comenzando por su lenguaje gnómico. 531. Goethe pasaría de una juvenil poesía del deseo a una madura poesía de la renunciación: de la estética a la ética a través de la experiencia humana del mundo. 532. Hay gente que no sufre ni goza: por falta de sensibilidad. 533. Amar es ya una forma de ser amado: por el otro de uno mismo. 534. No me gusta dejar que me dejen: me gusta dejar al que me puede dejar (para que me añore). 535. Proyectamos en España nuestra propia melopea: críticamente. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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536. La energía promana de la fusión y la fisión, del amor y el contramor, de la unión y la desunión. 537. Las ideas inocuas no tienen nada malo: pero tampoco bueno. 538. Me tumbo en el parque de espaldas al sol padre, a su sombra lunar: los motores de las constructoras rugen como las olas del mar. 539. Las personas guapas disparan nuestros dispositivos amorosos cuasi automáticamente: automatismo que puede quedar en mero fuego de artificio. 540. Cuantos más y mejores amigos, más y peores enemigos. 541. Las dificultades de la vida nos propician el cuidado: el cuidado con la propia vida. 542. Sé un hombre (Plutarco): sé humano. 543. Sin enemigos no obtendríamos el equilibrio del contrapunto. 544. El amigo nos da la razón: pero el enemigo nos da la verdad. 545. El silencio es bueno para la sed (Hipócrates): entonces la palabra es buena para beber. 546. Purificar las pasiones: sublimarlas, subelevarlas, transfigurarlas. 547. Incoar los pensamientos horizontalmente: y decidirlos verticalmente. 233

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Extravío: J. Fijman

548. Si no hubiera abismo, no habría lo abisal, profundo o abismático. 549. F. Mauriac reprocha a Rousseau que se crea virtuoso simplemente porque aspira a serlo: pero luego ruega a Dios que no le juzgue por sus actos sino por su anhelo de virtud. 550. Mauriac es un virtuoso católico/romano que busca la verdad objetiva más consoladora a través de sus obras rituales: Rousseau es un virtuosista protestante/luterano que busca la fe subjetiva más consoladora a través de sus buenas intenciones. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Extravío: J. Fijman Demencia: el camino más alto y más desierto. Oficio de las máscaras absurdas; pero tan humanas. Roncan los extravíos; tosen las muecas y descargan sus golpes afónicas lamentaciones. Semblantes inflamados; dilatación vidriosa de los ojos en el camino más alto y más desierto. Se erizan los cabellos del espanto. La mucha luz alaba su inocencia. El patio del hospicio es como un banco a lo largo del muro. Cuerdas de los silencios más eternos. Me hago la señal de la cruz a pesar de ser judío. ¿A quién llamar? ¿A quién llamar desde el camino tan alto y tan desierto? Se acerca Dios en pilchas de loquero, y ahorca mi gañote con sus enormes manos sarmentosas; y mi canto se enrosca en el desierto. ¡Piedad! J. FIJMAN, «Canto del cisne» (Molino rojo, 1926)

Judío nacido en la Besarabia rusa —actual Rumania— el mismo año que García Lorca y uno antes que Borges, viajante por las fronteras de la locura y acarreador de un patetismo metafísico que lo apropincua a otros poetas venáticos o enajenados como Hölderlin, Blake, Nerval o Artaud, aun sin su componente visionario, la vinculación de Fijman a la generación de 1922 vino de la mano de Leopoldo Marechal, 234

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que lo incorporó a la mitología ciudadana en Adán Buenosayres (1948), señalando su «categoría de héroe metafísico, es decir, en un nivel superior del mito», como después escribió. Jacobo Fijman (1898-1970), que había sido internado por primera vez en 1921 volvió en 1942 y en 1945 al Hospital de las Mercedes donde, con ocasionales entradas y salidas, ya permaneció hasta el fin de sus días, en total, más de veinte años. No sólo por su enfermedad —él la llamaba psicosis distímica— sino por su carencia de medios de vida. Algunos flashes: la comadrona que lo ayudó a venir al mundo le confesó que nació diciendo en hebreo: «Yo soy el Mesías». En 1902 su familia emigra a la Argentina. Estudió disciplinas muy diversas y aprendió a tocar el violín. Durante varias etapas de su vida recorrió el país como violinista ambulante. En 1921 la policía lo detiene y, tras brutales palizas, lo ingresa por primera vez en la cárcel y, después, en el manicomio, donde continúan las torturas, con golpes y electroshocks. Comienza a colaborar en revistas literarias y en 1928, con Oliverio Girondo y Antonio Vallejo, viaja a Europa donde conoce a los surrealistas. Discute con Artaud; éste se dice el diablo y Fijman se identifica con Dios. Unos cursos de cultura católica suponen para él una revelación. Se bautiza y su obsesión por trabajar el verbo en analogía permanente con el Verbo Divino deparó una poesía que, aun teniendo mucho de solar, tiene muy poco de mística. Conrado Nalé Roxlo dejó escrito: «... su vida de gran dramatismo y furor místico le llevó a andar de rodillas durante mucho tiempo, desgarrándoselas, llagándoselas, diciendo que el hombre era indigno de estar de pie ante Dios». Al final de su vida es invitado al programa de televisión La Ciudad Creadora, acompañado, entre otros por Federico Luppi. De pronto, Fijman queda mirando al cielo y dice: «Tengo que contar un secreto que llevo toda la vida conmigo». Las cámaras buscan el primer plano del rostro. Inocentemente, proclama: «todos los domingos, en misa, los sacerdotes comen mierda». El silencio y la tensión se hacen insoportables. Es lo más desaforado que se ha dicho hasta entonces en un medio público. Su poesía, sin embargo, huyó del absoluto, de las grandes palabras. Le sobraba pasión pero también soledad, desasistimiento, desolación y desconfianza para pretender enjugar vacíos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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a través de la palabra. Para Fijman Dios es, pero no está ni se plantea alcanzarlo. Fijman publicó tres obras en vida: Molino rojo (1926), la más importante, Hecho de estampas (1930) y Estrella de la mañana (1931). En una poesía escrita desde la locura sorprende su limpidez expresiva. Si el espanto, el horror y el grito son las referencias más constantes, su resolución no es la confusión ni un ampuloso trascendentalismo. Como no podía ser de otra manera, es esta una poesía hiperestésica pero, a la vez, desnuda; desgarrada pero antirretórica, en la que la imagen sobreviene a chispazos como en un escorzo destellante. La cotidianeidad perece en los escasos y brutales adjetivos, no hay transiciones, como no hay gradaciones en la herida. La sustancia cambiante reina sobre todo. Piedad, tensión y deslumbramiento acompañan al lector que transita pasmado los caminos de Fijman. Él lo dejó escrito: «... y hay espanto de luz en nuestras manos». JAVIER BARREIRO

F Fe/creencia La palabra «creer» y lo que significa es compleja, ambigua, polisémica y polivalente. La fe, al igual que la creencia constituye una determinada forma de existencia, es la existencia en su dimensión fiduciaria y fedataria. La creencia no es una forma deficitaria de saber, o sea, el estadio infantil de la razón madura. Desde Platón lo hemos venido padeciendo así, pero tampoco la fe ha de pretender ser la madrastra de la razón, como si ésta fuera su esclava, algo que también ha acaecido así durante siglos de confesionalismo. La fe, lejos de ser un modo deficiente de saber o un modo prepotente y absoluto de conocer, es una dimensión originaria y primigenia del ser humano. En efecto, una de las características de la existencia humana es precisamente su estructura fiduciaria. Ortega y Gasset afirmaba en Ideas y creencias que el ser humano es, por naturaleza, creyente: El hombre, en el fondo es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el que sostiene y porta todo lo demás, está formado por creencias.1

El ser humano vive en un marco de creencias y a partir de ellas configura su existencia. Mis creencias y mis dudas pertenecen tan constitutivamente a lo que yo soy como el hecho de ser corpóreo. Soy mis creencias y mis dudas, soy lo que creo ser porque para ser hay que creer. En efecto, la esencia humana no está dada de antemano, de una vez para siempre; se re-crea en la existencia y dando el salto kierkegaardiano de la fe se existe y se llega a ser lo que se es. En cuanto ser-en-el-mundo, ser en pro-yecto, estamos lanzados hacia lo-por-venir y por tanto, en el dinamismo de la existencia va co-implicado el tener que apostar hacia el futuro, a modo de trascendental. Esta apuesta es lo que los biólogos llaman la confianza originaria (Urvertrauen) En esa apuesta hay también una cierta pre-visión y pre-caución. Pre-vemos y nos pre-cavemos. Se trata de la fe primaria, constitutiva de la existencia. De hecho, el juego de los niños, ese santo decír sí, que tanto le fascinaba a Nietzsche, es una forma primigenia de fe en un sentido. E. Erikson señala la confianza-base como piedra angular de la personalidad sana. W. Stegmüller reconoce la importancia de la fe para el saber. Para él la fe racional a modo de decisión prerracional u opción primera prerracional está en la base del desarrollo de la racionalidad científica. K. Popper supone como base de su sistema no un argumento de razón, sino una confianza de fondo, o sea, una fe racional o una fe kantiana en la razón. «Decídete», dice W. Stegmüller, «ánimo de verdad», «fe en el poder del espíritu» había proclamado Hegel como «primera condición del estudio filosófico». S. Ogden siguiendo a S.C. Toulmin alude a nuestra confianza generalizada apriórica de que la existencia tiene sentido, una fe que sobrepasa todas las fronteras y situaciones límite. Esta experiencia fundamental de la existencia en cuanto ex-sistencia se muestra de manera decisiva en las situaciones límite. La fe como co-implicación religadora a lo primordial emerge en cuanto el ser humano es un ser fronterizo entre el caos y el cosmos, entre lo absurdo y lo inteligible, entre el valor y la futilidad, entre el ser y el no ser. Ubicado en la desinstalación permanente, el ser humano está inserto de por vida en la inevitable antinomia entre creencia/increencia, confianza/desconfianza en 235

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que el poder de lo real nos conduzca a buen puerto, ya que tempestades y avatares no nos faltan. Por ello Wittgenstein dejó escrito: «Creer en un Dios quiere decir comprender el sentido de la vida»; «creer en Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta»; «creer en Dios quiere decir que la vida tiene un sentido».2

En las situaciones decisivas de la vida lo que verdaderamente está en juego es si y cómo nuestra vida, como totalidad, llegará a ser un logro; si conseguiremos vivir con sentido o si fracasaremos al final. Cuando se trata de las cuestiones decisivas de la vida, del sentido, de la esperanza o desesperanza, entonces cada uno a su modo cree. La fe es así una opción fundamental. Podría ser definida la fe como una co-implicación fiduciaria con lo primordial de la existencia, un primigenio fiarse, en el fondo, del trasfondo último de lo real, parafraseando a P. Tillich. La piedad como categoría de mediación podría expresar también lo esencial de la fe. En efecto, la piedad consiste en el arte de saber tratar con lo otro, saber tratar con la realidad en su dimensión metafísica de otreidad, es un tratar de manera co-implicada con los dioses, ser cómplices de los dioses es lo propio de las creencias religiosas. Por eso la piedad tiene que ver con la confianza, con la esperanza, con la fe en el restablecimiento del sentido frente al sinsentido amenazador, frente a la angustia de los múltiples instantes separados entre sí por abismos de vacío y de silencio.3 En la estructura de la fe, según Penelhum4 hay tres elementos clave que denomina conativo, cognoscitivo y afectivo. Para este autor es una visión reductiva identificar la fe sólo con sus elementos cognitivos, es decir, con las creencias, ya que la fe, a diferencia de la creencia(as) comporta además del elemento cognitivo otros dos: conativo y afectivo. Mientras una creencia es una idea en la que se está, un contenido cognitivo dado por supuesto, un contenido de conciencia no justificado racionalmente en último término, la fe comporta una dimensión existencial que orienta al ser humano en su religación con lo primordial de lo real de manera fiduciaria, confiada, conativa y afectiva. La fe es fides y fiducia, es un actuar esperanzado. Otro aspecto de la fe es la certeza o la convicción. Este tema fue desarrollado por Wittgenstein en sus notas «Sobre la certeza» escritas en 236

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sus últimos años de vida. Allí sostiene que «el saber humano se funda en último término en el reconocimiento».5 El conocimiento depende primariamente de unas condiciones fiduciales. A diferencia del cartesianismo que exige un punto cero para conocer, Wittgenstein considera que en uno u otro momento he de comenzar sin poner nada en duda y eso forma parte del juicio. Ha de existir un lecho (bedrock) epistemológico —verdades que no son cuestionables— si ha de haber alguna verdad. En esta línea para Polanyi la fe es un caso de conocimiento tácito. Siguiendo las huellas de Wittgenstein, también M. High subraya que un juego de lenguaje sólo es posible si confiamos en algo que es indubitable y que no requiere justificación. Este algo es denominado por Wittgenstein de diferentes formas: «aceptación, prácticas, convicciones». El filósofo de la ciencia Polanyi se refiere a un componente o dimensión tácita en la que está enraizado nuestro conocimiento. Conocer, señala este autor, consta de elementos tácitos y explícitos. En todas nuestras actividades conscientes atendemos desde ciertos factores subsidiarios a otros factores que son focales. Factores focales son aquellos de los que el sujeto es consciente porque está dirigiendo su atención a ellos. Factores subsidiarios son aquellos de los que el sujeto es consciente aun cuando no dirija su atención a ellos. Los elementos tácitos son parte de nuestra existencia, no se adquieren por el análisis o la argumentación, sino mediante la imitación, la empatía y la práctica. J.L. Austin ha enfatizado el aspecto performativo del creer. En efecto, creer no es describir algo, es realizar algo. High, siguiendo a Austin, critica como unilateral el pensamiento moderno, que ha exagerado la función asertiva del creer, olvidando el aspecto autoimplicativo del creer (self-involvement). La fe no se reduce al asentimiento a unas proposiciones, a un cogitare cum assensione. Más aún, las creencias forman parte de nuestro discurso ordinario, de nuestra forma de vivir, de nuestro estar en el mundo.6 Hasta para atravesar un paso de cebra hay que hacer un acto de fe. En cuanto a las creencias religiosas podrían tipificarse como un conjunto de prácticas epistémicas básicas que nos religan de manera coimplicativa al fondo último de lo real. Para McKinnon y J.H. Whittaker la fe sería un principio heurístico semejante a los postulados de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la investigación científica en cuanto que tienen un papel regulativo en nuestra visión del mundo. Whittaker sostiene que las creencias religiosas son «expresiones de fines» (purpose claims) o «juicios teleológicos» y no expresiones que describan un mundo oculto de realidades sobrenaturales. Aunque el lenguaje de las religiones pueda incluir narraciones, imperativos éticos, etc., lo específico es que expresa fines, describe los fines de las cosas desde una perspectiva cósmica. Las creencias religiosas son «creencias creativas» (working beliefs). Los principios religiosos ayudan a los creyentes a organizar, interpretar o dar sentido a su experiencia y en este caso pueden ser sostenidos racionalmente.7 La creencia constituye, por tanto, un elemento esencial a la religión. Cuando esta creencia co-implica la existencia humana de manera fiduciaria con el poder de lo real estamos ante la fe religadora/religiosa. En efecto, el término pistis se usa en el Nuevo Testamento y en el griego clásico con dos sentidos: en sentido subjetivo (fides qua creditur): como acto mental o estado de conciencia y en sentido objetivo: como lo que es creído, sea un acontecimiento, una persona o un credo (fides quae creditur). Para autores como Ritschl, Sabatier y Herrmann hay que distinguir entre creencia y fe. Pero lo hacen de tal manera que hay que optar entre ambas. Para ellos el dilema era: o sacrificar el fundamento objetivo (el credo) al elemento subjetivo (la fe), opción que toma Herrmann; o bien el credo, el dogma, como han hecho según él las Iglesias, en cuyo caso entran en colisión con las creencias de los sistemas cognitivos, políticos y sociales. Pero tal dicotomía no parece necesaria, ya que el acto de fe religioso no termina en el enunciado sino en el misterio al que se religa el creyente desde el amor. J.H. Newman distingue entre «asentimiento» e «inferencia racional». La fe religiosa es propiamente un asentimiento, no una inferencia. El asentimiento es una aceptación incondicional. Distingue también entre «asentimiento nocional» y «asentimiento real». El nocional es el prestado a proposiciones cuyos términos son representaciones o ideas (por ejemplo, las plantas son seres vivos), mientras que el real es el que se da realidades a las que estamos existencialmente religados (esta mujer es mi madre). Puede llegarse a la convicción de fe de muchas formas; una de ellas, subrayada por Newmann, es por medio de probabilidades convergentes. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La fe es un elemento esencial a todas las religiones. El creyente de cualquier tradición religiosa está convencido de que la realidad sensible e inmediata está religada al fondo último de lo real. Las religiones teístas se basan en la creencia en un Dios trascendente que es, a la vez, totalmente Otro, y más cercano al ser humano que su propia yugular. San Agustín diría que Dios es, a la vez, superior summo meo et interior intimo meo. En cambio, en las religiones oceánicas —sobre todo las orientales— no creen en un Dios trascendente, sino en el Fondo último que todo lo contiene y sostiene. Pero en ambos tipos de religiones la estructura esencial de la fe es común: religación co-implicadora confiada en lo de algún modo Absoluto que, a su vez, se co-implica y confía en el ser humano. Fe y amor van unidos en la fides, en el islam y en bhakti. Se lee en el BhagavadGita: «Cuando un hombre puede ver que toda la infinita variedad de seres es una manifestación del Uno, y que todos son uno en Él, éste se hace uno con Brahma» (BG 13, 30). Tener fe es dejarse amar y en-tusiasmarse o, en palabras de Dogen (siglo XIII), maestro zen, fundador de la escuela Soto: «No poner obstáculo a la iluminación es dejarse, sin más, ser reflejo, del mismo modo que la gota de rocío no impide que se reflejen en ella cielo y luna».8 La fe no se tiene, antes bien, se dice que alguien es de fiar, te puedes fiar de Él, «Sé de quien me he fiado», dicen todas las religiones. De este modo según B. Griffiths hay un arquetipo común fiduciario en todas las religiones en cuanto que en todas ellas se religa el ser humano con quien está más allá del nombre y de la forma, el Brahman Ninguna del hinduísmo, el Nirvana Sunyata del budismo, el Tao sin nombre, la Verdad del sikhismo, el infinito En Sof de la cábala, el Dios insondable cristiano. Y acontece desde una mediación simbólica en la manifestación del Brahman Saguna del hinduismo, del Buda o Thagata del budismo, del sabio chino, del gurú sikh o del Cristo del cristianismo. Mediación animada por el atman del hinduismo, de la Compasión (karuna) del Buda, de la Gracia (Nadar) del Sikhismo, del «Soplo del Misericordioso» del islam, de la Ruah del judaísmo o del Pneuma del cristianismo. En cuanto a la fe verdadera, la cuestión es que haya de verdad fe y amor. Cuenta Lessing que, en respuesta a una pregunta capciosa que le hizo Saladino a Na237

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than el Sabio sobre qué fe es la verdadera y única religión, éste le respondió con la parábola de los tres anillos. Se le dan anillos idénticos a tres hijos, uno de ellos tiene el poder de hacer a su dueño ser amado por Dios, pero puesto que ninguno de los tres está seguro de qué anillo es el que tiene un poder especial, la única forma que tiene cada hijo de comprobar qué anillo es el auténtico, es llevar una vida ética ejemplar para hacerse verdaderamente digno del amor de Dios. Los tres anillos representan las tres grandes religiones del Libro. También puede haber fe sin religión. Ya decía R. Aron que no hay fe solamente cuando se adora a una divinidad sino también cuando se ponen todas las fuerzas del espíritu al servicio de una causa o de un ser constituido como el fin de los sentimientos y de las acciones. En este sentido se puede hablar de «fe en el hombre», «fe en la ciencia» o «fe en el progreso», aunque el número de creyentes en estas realidades también ha descendido notablemente. Con todo, sí podría decirse que la fe en la inmortalidad del alma ha sido reconfigurada o desplazada por la fe en una salvación suprapersonal en la realidad material (el culto a los objetos y a las formas) o en la realidad social (el culto al grupo, a las relaciones, a la nación o al ritual). El culto al dinero, a la salud, sacerdotalmente oficiada por la medicina, universalmente obedecida con fe ciega; el culto al cuerpo, al sexo, al amor constituyen hoy formas de fe tan firmes y sólidas, o ciegas y fanáticas como una fe religiosa.9 También podría señalarse las reconfiguraciones de la fe en la humanidad: la fe como entrega y adhesión a valores como la solidaridad, la justicia y la paz o la fe en una cosmovisión panteizante. Si antaño se sostenía que la fe era creer en lo que no se ve, hoy podría decirse que el interés por lo extraño, misterioso e inexplicable a primera vista, también comporta una cierta fe o sistema de creencias místico-esotéricas (F. Champion). Como señala J.B. Renard nos encontramos hoy con diferentes formas de creencias, desde la religión de la tecnología (D. Noble) hasta el culto ufológico. Hay creyentes científicos en la hipótesis de la existencia de vida inteligente en otros planetas; hay creyentes en el nuevo Adán de las clonaciones y en los nuevos cielos y nueva tierra de la era de la ingeniería informática; hay creyentes en el maná cotidiano,10 fascinados por la oscuridad mis238

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teriosa del destino, revelada en artes adivinatorias y en descubrimientos neurofisiológicos. La fascinación de lo maravilloso, reprimida por la racionalidad científico-técnica, retorna ahora con creencias en el destino, en el poder dominar las fuerzas de la naturaleza, en nuestra capacidad para detectar lo recóndito, lo incógnito, lo escalofriante e inaprehensible. De este modo, conviven dos grupos de creencias: por un lado, los misterios de la religión (sobre todo, la cristiana) se presentan como problemas para ser resueltos científicamente y por otro, éstos últimos son presentados como si fueran enigmas religiosos: «entonces conoceremos la mente de Dios», que proclamaban proféticamente Davies y Hawking, al final de sus estudios sobre física. Por ello J. Maître analiza las creencias actuales desde una cierta comunidad emocional difusa propiciada por los mass-media y que alimentaría una cierta religiosidad colectiva diseminada. Frente a las creencias tradicionales del monótono teísmo cristiano oficial, se afirma lo marginal, lo paracientífico, lo desconfesionalizado, lo anárquico, lo no sometido a la dogmatización doctrinal. Estamos ante el retorno de Hermes.11 Según G. Durand, el hermetismo aparece en épocas de crisis de la razón. Surge así la necesidad de sobrepasar la mera constatación de hechos y datos y obtener una visión implicativa, fiducial de las cosas en su astrum, arché y arcanum. El creyente tradicional va a celebrar ritos, recitar credos, asentir a doctrinas hechas, a escuchar revelaciones que han dado sentido a generaciones. El creyente actual elabora él su dogmática, trata de escuchar de nuevo la revelación como pronunciada para él hoy. Reconfigura el misterio como oscuridad, lo único e irrepetible con lo extravagante, lo santo con lo divo, lo divino con lo bello. En el panorama socio-cultural de nuestros días, en medio del descrédito de las ideologías, de la falta de horizonte utópico, se cree en la defensa del medio ambiente, en la igualdad de sexos y razas, en el derecho y en la acogida de inmigrantes, en el credo de los derechos humanos. Pero en la fe, sea configurada como un creer en lo incondicionado, o sea articulada como un creer incondicional, se dan diferentes niveles. Dice P. Berger que hay dos niveles básicos de fe. El primer nivel es el problema de la mañana siguiente.12 Aunque se me haya aparecido un ángel la noche anterior, y aunque esa visita haya DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Felicidad

sido lo más absolutamente real, las cosas pueden parecerme muy distintas esta mañana. ¿No habré estado soñando, no habrá sido todo una imaginación? El primer nivel es fe en mi propia experiencia y el segundo consiste en aquel acto por el cual decido (o decido creer) que la realidad trascendente que he percibido no sólo existe, sino que existe para mí. Aquí la fe es fe en la benignidad última del universo, aquí la fe se muestra como un conjunto de «cifras de trascendencia», que diría K. Jaspers. De este modo el reiterado deseo de encontrar un sentido al mundo y a la vida, las redentoras experiencias del juego y del humor; la capacidad de esperanza, imposible de erradicar; la abrumadora convicción de que ciertos actos inhumanos merecen una condena absoluta apuntan hacia una realidad sitúada más allá de lo corriente y, a la vez, en el más acá de la corriente del río de la vida. Al fin y al cabo, en la fe y en el amor vivimos, nos movemos y existimos. Notas 1. Ortega y Gasset, J.: Cfr. Ideas y creencias, Espasa Calpe, Madrid, 90. 2. Wittgenstein, L.: Diario filosófico. Cfr. Reguera, I.: Wittgenstein, EDAF, Madrid 2002, 316. 3. Cfr. Zambrano, M.: El hombre y lo divino. México-Buenos Aires, FCE, 186. 4. Cfr. Penelhum, T.: Problems of Religious Knowledge. Londres 1971, 116-123. 5. Cfr. Wittgenstein, L.: Sobre la certeza, Anscombe, G.E.M. von Wright (eds.), Barcelona 1988, 378. 6. Cfr. High, D.M.: Language, Persons and Beliefs. Studies in Wittgenstein’s Philosophical Investigations and Religious Uses of Language. Nueva York 1967, 144. 7. Cfr. un estudio detallado de Whittaker se encuentra en la obra de F. Conesa: Creer y conocer. Eunsa 1994. 8. Cfr. Masía Clavel, J.: Budistas y cristianos. Fe y Secularidad 39. Sal Terrae, Santander 1997, 29. 9. Cfr. Mardones, J.M.: Para comprender las nuevas formas de religión, Verbo Divino, Estella 1998, 133-135. 10. Cfr. Auclair, G.: Le mana quotidien. Structures et fonctions de la chronique des faits divers. Anthropos, París 1982, 2.ª ed. 11. Cfr. Durand, G.: De la mitocrítica al mitoanálisis. Figuras míticas y aspectos de la obra. Anthropos/UAM, Barcelona 1993, 271. 12. Cfr. Berger, P.: Una gloria lejana, Herder, Barcelona 1994, 169.

VICENTE VIDE RODRÍGUEZ

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Felicidad La filosofía y la felicidad Los antiguos, dominantemente, percibían la filosofía como aquella actividad reflexiva que, unida inseparablemente a una determinada actitud vital, nos procuraba una vida feliz. Lo que suponía que la «felicidad», la eudaimonía, la «vida buena», ocupaba un lugar central. Hoy, autores como Comte-Sponville proponen revitalizar este enfoque, reivindicando como objetivo de la filosofía la sabiduría y por tanto un cierto modo de felicidad. Pero la filosofía actual, salvo excepciones, es remisa a embarcarse en la reflexión sobre lo que nos hace y nos pide ser felices. Discierne entre una filosofía concebida como disciplina científica —con una específica razonabilidad y universabilidad— y la que puede ser vista como sabiduría de la vida —horizontes propositivos de felicidad—, y tiende a optar por lo primero, dejando a lo segundo, a lo que ve contagiado inevitablemente de particularidad, al arbitrio de la libertad. Por mi parte, creo que vale la pena revitalizar el objetivo de la felicidad, es cierto que poniendo al servicio de él el pensamiento crítico y siendo conscientes de que ello supone rescatarlo de la pura subjetividad. Cuando los antiguos se plantearon definir la felicidad acabaron enmarcándola en general en supuestos metafísicos que la modernidad y la postmodernidad han puesto en cuestión, pero no puede decirse que fueran ingenuos. El arranque de la reflexión aristotélica es muy ilustrativo a este respecto: todos aspiramos a la felicidad, dice, pero el contenido de la misma es objeto de disputas. Esto es, el saber de la felicidad es el que existencialmente más nos interesa, pero es un saber que no tenemos asegurado (puede verse en ello una expresión de la labilidad humana). A pesar de lo cual, acabaron concluyendo, no hay que renunciar a decir algo de él con pretensión de valor intersubjetivo. Si el saber sobre la felicidad nada en la incertidumbre es debido a que debe construirse confrontándose con aporías, algo que Úrsula Wolf resalta muy bien. Buena parte de ellas fueron ya detectadas con precisión por el mismo pensamiento antiguo, aunque cada época histórica y cada cultura ha ido planteando las suyas y enfrentándose a ellas. Recordemos que 239

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aporía es lo que se muestra ante nosotros como camino sin salida en forma de indecidibilidad racional, generalmente ante dos supuestos en torno a una misma cuestión. Tomada en su acepción más fuerte, lleva a la suspensión de juicio, al escepticismo en lo relativo a esa cuestión. En su acepción tenue, la aporía se convierte en estímulo para la reflexión creativa (método diaporemático). Ambas posturas se han defendido en lo relativo a la felicidad: para unos, dado que se topa con aporías, nada cabe decir de ella con fundamento racional; para otros, la aporía, la experiencia inicial de falta de salidas, es el comienzo de un proceso de saber sobre la felicidad que se construye afrontando las dificultades que aquélla hace presentes. Inclinándome, por mi parte, por lo segundo, creo que puede decirse que es éste el modo de saber más propio de la filosofía, el saber por el que se ha mostrado fecundo apostar. ¿Cómo se expresan las aporías en torno a la felicidad? De múltiples maneras: la felicidad a la que espontáneamente aspiramos parece que tiene que ser perfecta, pero nos encontramos con una vida humana arraigada inevitablemente en la finitud que niega la posibilidad de perfección; percibimos la felicidad como objetivo que podemos pretender alcanzar, que está en nuestras manos, pero a su vez la encontramos dependiente de externalidades que están fuera del alcance de nuestra voluntad; situamos la felicidad enmarcada en la totalidad de la realidad, pero al mismo tiempo somos conscientes de que la comprensión de la misma se nos escapa; remitimos la felicidad a experiencia individual, pero encontramos a ésta inevitablemente insertada en relaciones intersubjetivas y colectivas experimentadas a la vez como condición de posibilidad y amenaza, como internalidad y externalidad; presuponemos en principio que felicidad y moralidad no tendrían que ser discrepantes, pero luego en la vida cotidiana acabamos sintiéndolas enfrentadas; concebimos inicialmente la felicidad como satisfacción de los deseos, pero a su vez podemos encontrar en éstos la mayor fuente de infelicidad; etc. Pues bien, en coherencia con la opción que acabo de expresar ante lo aporético, entiendo que son precisamente estas aporías las que deben estimular la reflexión y generar el delicado saber sobre la felicidad.

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Felicidad objetiva, felicidad subjetiva Si tomamos este título como expresión de una disyuntiva, está claro el término que hay que preferir: la felicidad remite siempre a una experiencia del sujeto. Ahora bien, si avanzamos preguntándonos por el contenido de esa felicidad —recuérdese que es lo que se disputa— la elección se hace difícil. En la antigüedad se va a postular dominantemente un contenido objetivo, esto es, se va a proponer un ideal de perfección como acorde con la naturaleza de las cosas —del ser humano, de la realidad— y se va a indicar que la felicidad se encuentra al realizarlo; lo que significa que la subjetividad de la libertad de los humanos está llamada a acomodarse a él. La modernidad, en cambio, va a criticar tal enfoque, por entender que carga de supuestos metafísicos injustificados a la descripción de la esencia humana (son los que le permiten deducir de las «potencialidades del ser», la «perfección del ser»), por lo que va a bascular hacia la polaridad del sujeto: lo que sea la vida feliz lo decide y lo siente cada individuo; en este enfoque la subjetividad no dispone de modelos externos en sentido fuerte, se los crea ella —o al menos los decide— y, además, abiertos a la mayor pluralidad. Se entiende ahora por qué la modernidad tiende a sacar a la felicidad de la temática de la filosofía: ya no es vista con capacidad para expresarse en ninguna forma de universalidad, ni siquiera en sentido flexible (no hay una manera buena de vivir que pueda universalizarse), y su lugar parece ser el de la estricta intimidad del sujeto, que como tal hay que respetar. Y se entiende también por qué los antiguos concebían el ideal de felicidad en armonía espontánea con la moralidad —puesto que la primera realizaba la perfección— mientras que los modernos sospechan de la felicidad —ideal particular— al percibirla como tentación para la moralidad —el deber universal. Si pensamos en las grandes propuestas antiguas (platónica, aristotélica, epicúrea, estoica, agustiniana, etc.) —después se irán haciendo apuntes en torno a ellas— vemos cómo ofrecen ideales de felicidad que tienen contenido objetivo universalizable con base en la concepción de la naturaleza humana o cósmica o trascendente. En cambio, si tomamos a Kant como expresión prototípica de la modernidad, nos encontramos con que indica que, si se renuncia a pretensiones metafísicas, de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mera descripción empírica del ser humano no pueden deducirse propuestas de vida buena, y que la felicidad la planteamos de hecho como «satisfacción de todas nuestras inclinaciones». Con lo cual se constata que: «la felicidad no es ideal de la razón sino de la imaginación», es decir, diversos individuos en situaciones diversas pueden hacer concreciones muy diversas de la felicidad —pluralismo subjetivo—; pueden intentar hacerlo incluso en contradicción con el deber —tensión con la moralidad—; en su ambición de completud de realización de los deseos late la frustración; por lo cual, lo que podemos plantearnos como ideal no es la felicidad sino «ser dignos de ser felices» a través de la realización de la moralidad. Para completar este enfoque moderno de la felicidad conviene añadir algo más. Si por un lado la ha arrinconado a la intimidad, por otro la ha exaltado tanto que la ha llegado a reclamar como «derecho universal» en algunas declaraciones de derechos humanos: el contenido de la felicidad sería subjetivo, pero la experiencia de felicidad tendría que ser universal, tan reclamable (a los otros, al Estado) como cualquier otro derecho humano. Ciertamente, hablar de una felicidad definida por la satisfacción de los deseos subjetivos potencialmente ilimitados y reclamarla a la vez como derecho, no se sostiene. La única interpretación plausible que puede hacerse es la de que cabe exigir las condiciones sociales de posibilidad (derechos civiles, políticos y sociales) para que las libertades de todos estén en condiciones de plantearse y perseguir autónoma y responsablemente proyectos de felicidad (con lo que ésta queda relacionada con la justicia). Y la gran lección que cabe extraer es que, aunque puedan postularse modelos objetivos de felicidad, éstos nunca deberán ser impuestos a la libertad, sino únicamente propuestos. ¿Estamos efectivamente condenados a acercamientos puramente subjetivos a la felicidad? En mi opinión, no. Entre una universabilidad a ultranza de modelos de felicidad, que se han presupuesto como metafísicamente evidentes y se han mostrado con frecuencia con fuerte marchamo de particularidad cultural, y la mera fundamentación subjetiva de la misma, caben diversas posibilidades. Si es cierto que hoy nos resulta difícil hablar de «naturaleza humana» en sentido metafísico estricto, sí podemos, por un lado, salvando la intención iusnaturalista, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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hablar de «dignidad humana» —para garantizar ciertos discernimientos básicos entre proyectos de felicidad— y, por otro lado, remitiéndonos a lo que cabe relacionar con la «condición humana», encontrar pautas de orientación a la felicidad —abiertas a una significativa pluralidad ofertada a la libertad— que pueden pretenderse cargadas de razones para la preferibilidad e incluso aptas para cierta universabilidad, aunque se expresen en forma de inculturaciones particulares abiertas al diálogo y, evidentemente, en realizaciones creativamente subjetivas. Si nos convence este planeamiento, a la filosofía le corresponde una importante tarea de clarificación en torno a la felicidad. Felicidad y deseos: apaciguamiento, moderación, intensidad Aun suponiendo un contenido objetivo para la felicidad, quien la experimenta es el sujeto. Y un sujeto del que emanan deseos. Se advirtió en su momento que una de las aporías de la felicidad gira en torno a éstos: ligados a la felicidad, se nos muestran a la vez amenaza contra ella. De arranque, no puede ignorarse que, en un sentido genérico, la felicidad está relacionada con los deseos, relacionada incluso con la satisfacción de los mismos. Sólo que, puede adelantarse, caben aquí planteamientos diferentes: desde el que postula que el ideal de felicidad manda al deseo (hay que aprender a desear, en modos y contenidos, lo que nos hará felices) al que postula que es el deseo el que manda al ideal de felicidad (ésta se concreta en la realización de lo que deseamos). Subordinación del deseo a la felicidad en el primer caso —normalmente cuanto se presuponen contenidos o al menos orientaciones objetivas para ésta—, subordinación de la felicidad al deseo para el segundo —normalmente en los enfoques firmemente subjetivos. Hay un deseo básico en ambas posturas, el de felicidad, pero luego, la dinámica de los deseos concretos en torno a ésta, aun percibiéndola como su telos último, puede ser muy diferente. En la filosofía occidental, es cierto que simplificando en exceso y por tanto incurriendo en cierto reduccionismo, se han planteado tres propuestas a este respecto: la que propugna el apaciguamiento de los deseos, la que impulsa una satisfacción moderada de los mismos y la que invita a experimentar lo que puede llamarse «vida intensa». 241

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La primera postura tiene su expresión más contundente en los estoicos, pero puede encontrarse también en buena medida, y a su modo, en Spinoza o en Schopenhauer. Los estoicos en concreto, apoyados en una concepción del cosmos trascendente respecto a los seres humanos, vivo, racional, armónico, divino, que implica una visión determinista de todo lo que acontece (de la que sólo se salva el pensamiento inmaterial para asentir o disentir, pero no para cambiar nada), y partiendo de que la infelicidad es desear lo imposible, proponen un ideal de felicidad que consiste en desear lo que de todas maneras va a ocurrir y de hecho ocurre —el orden cósmico—, en comprenderlo y aceptarlo serenamente, en sentirse guiados por la necesidad en vez de arrastrados por ella. Esta sabiduría de la felicidad, con claro aire de familia con el budismo, es sabiduría del desapego respecto a los bienes de este mundo —para que no nos hiera su falta ni su pérdida—; sabiduría también del apaciguamiento de los deseos en la acogida del instante presente, sea el que sea, porque ello nos cura tanto de la nostalgia que añora —lo que pasó, pasó— como de la esperanza que anhela —lo que será, será al margen de lo que espere—, factores ambos de desdicha, de turbación del alma. En cuanto a Schopenhauer, parte de este supuesto: toda acción es impulsada por una carencia que se vive como insatisfacción (sufrimiento-desdicha); pero la satisfacción de la misma a través de la acción conduce o al aburrimiento o a una nueva insatisfacción, lo que nos muestra que el lado activo de la vida es por sí mismo insatisfactorio, al hacernos nadar entre el dolor y el tedio. Por eso, el que aspira inteligentemente a la felicidad, aspirará a la quietud y el reposo. La segunda postura, la que relaciona la felicidad con la moderación de los deseos, se expresa en autores como Aristóteles o Epicuro o incluso en la corriente utilitarista, aunque en cada caso con enfoques propios. Aristóteles resalta que deseamos la felicidad determinados por nuestra naturaleza, pero, por un lado, la materializamos en las acciones virtuosas (areté, excelencia) que realizan la excelencia o plenitud de lo que somos potencialmente, y, por otro lado y en relación con éstas, dado que no podemos buscarla al margen de las circunstancias en que nos encontramos, la concretamos a través del recorrido de la delibera242

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ción y la elección prudencial. La búsqueda de vida buena tiene así en cuenta tanto el contexto como lo que somos —las partes del alma, en especial la apetitiva y la racional. Y es en toda esta dinámica donde entra la moderación del deseo. Para empezar, no se pretende negar a éste, porque lo apetitivo, con sus vertientes pasiva —lo experimentamos— y activa —nos impulsa a actuar—, tiene su espacio necesario. Pero en segundo lugar, a ese deseo sólo se le da carta de naturaleza si está orientado a la vida buena e impregnado de racionalidad: la elección supone «deseo deliberado». Y por último, el famoso término medio que define a la virtud implica de hecho el justo equilibrio en el ejercicio de afectos relacionados con cada una de ellas, además, por supuesto, del justo equilibrio de la acción misma (nunca definido en abstracto sino contextualizadamente y de acuerdo a las pautas del phronimós, del hombre prudente). La persona virtuosa no es, pues, la que se libera de los afectos, como en el caso de los estoicos, porque forman parte de nuestra naturaleza y los necesitamos para impulsarnos a la vida buena; tampoco la que se deja arrastrar por afectos intensos que impiden la actividad prudencial; sino la que se mantiene en una actitud intermedia. Si la propuesta aristotélica puede ser asimilada sobre todo a la moderación en el ejercicio de los afectos (aunque algunas virtudes como la templanza moderen también la satisfacción de los deseos), la epicúrea puede ser relacionada con la moderación en la satisfacción de los deseos, en la cual lo que cuenta decididamente es el cálculo. Los supuestos iniciales parecen contradecir este aserto. Epicuro sitúa, en efecto, la felicidad en el logro del máximo de placer y la evitación del máximo de dolor, entendiendo que ello está dictado por nuestra naturaleza (que tenemos inclinación natural al placer como bien supremo es tan evidente como que el fuego quema). Ello se traduce, por un lado, en combatir las fuentes del temor (los dioses, la muerte, el dolor) y por otro en abrirnos a los goces de esta vida. Ahora bien, debe tratarse de una apertura inteligente, y es aquí donde entra el cálculo que acaba en la moderación: hay que buscar los placeres que colmados se satisfacen (la ataraxia), los placeres de la carne que remiten a necesidades básicas que también se sacian —no los ilimitados—, los de la mente que son capaces DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de comprender el límite, los que no traen consecuencias de dolor superiores al gozo, etc. El resultado es que la invitación a gozar del presente se traduce en invitación a la sobriedad y la frugalidad en la amistad, no porque haya placeres que en sí son malos, sino porque educados en ella es como conseguimos el máximo de placer global. En cuanto al utilitarismo, en la medida en que puede ser presentado como «hedonismo social», haré algún somero apunte de él en apartado posterior. La tercera postura en juego la he definido como opción por la «vida intensa». La referencia aquí puede ser Nietzsche, aunque deba ser tomada con precaución y en la conciencia de las tensiones internas en el pensamiento de este autor. Siguiendo la presentación que hace de él Ferry, hay que comenzar resaltando su visión del mundo como Vida que se expresa en un entramado caótico de fuerzas. Unas son reactivas, y, respondiendo a la lógica del «no», del «contra», se manifiestan reprimiendo y mutilando otras fuerzas y pulsiones; es lo que se da en la «voluntad de verdad», la pretensión democrática, la moral universalista, el rechazo del mundo corporal. Otras son activas, responden a la lógica del «sí» y del «para», y, desarrollando sus efectos sin mutilar ni reprimir, se expresan en el arte, en la apertura a la magia de las emociones, en el espíritu aristocrático. Todo lo que es, es inmanente a esta Vida, esto es, toda propuesta de trascendencia a ella es una ilusión, como también es una ilusión el supuesto sujeto «libre» y «superior» a las fuerzas vitales (lo que significa que no puede realizar elecciones externas a ellas). ¿Qué orientación a la vida buena se nos propone a partir de este trasfondo? La de la vida más intensa. Hay nietzscheanos que la han interpretado de este modo: puesto que las fuerzas reactivas son represoras y las activas emancipadoras, la vida intensa consiste en aniquilar a las primeras en beneficio de las segundas, en el prohibido prohibir, en liberar las pulsiones (es el Nietzsche anarquista). Pero ésta es una forma más de reprimir la vida, el reverso de quienes exclusivizan las fuerzas reactivas (moral socráticoplatónica o cristiana). Ser fiel a la Vida supone asumirla en su totalidad, asumir lo activo y lo reactivo, con tales armonizaciones y jerarquizaciones (lo activo sobre lo reactivo) que expresen, entonces sí, la mayor intensidad. Ahora bien, esta conclusión debe ser matizada teDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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niendo presente la doctrina del eterno retorno, la que pide vivir cada instante presente, el que sea, deseando revivirlo, la que conduce en última instancia a amar lo necesario, al amor fati, lo que, curiosamente, nos acerca decididamente al estoicismo. Como puede verse, la propuesta de Nietzsche es compleja e internamente tensionada (para más de uno contradictoria), pero puede concretarse en una versión en la que se identifica la felicidad con la vida desalienada, la que apunta a vivir el mayor número posible de experiencias vitales en toda su complejidad desde la ligereza de espíritu, la audacia y la autenticidad, la que puede encontrar en cierto estilo de artista (el rupturista con toda tradición, el espontáneamente libre, el original, bohemio y vanguardista) su referente modélico, la que, si se permite hablar de serenidad armónica, lo hace refiriéndose a un punto de llegada que pasó por la vivencia de la pasión. Esta presentación de las tres posturas en juego, que habría que matizar y profundizar, es un ejemplo de ese saber de lo contingente, pero saber «necesario», que la filosofía debe proponerse en torno al contenido de la felicidad como oferta para la libertad. La reflexión tiene que continuar, evidentemente, a través de un análisis comparativo de las mismas. No es éste el lugar para desarrollarlo, por lo que me limito a apuntar aquellas pistas y opciones por las que me inclino. Entiendo concretamente que la preferibilidad, teniendo presente el horizonte de una vida plena, cae del lado de la postura aristotélica de la moderación en el ejercicio y la satisfacción de los deseos enmarcada en la práctica de las virtudes, pues integra razonablemente bien en una unidad llamada a perfeccionarse la complejidad interna de lo que somos y la diversidad de los contextos en los que nos situamos. Pero eso no excluye que haya que matizarla y completarla con aportaciones de las otras posturas. En el apartado siguiente argumentaré brevemente por qué pienso que no hay que centrar el contenido de la felicidad en el placer, pero del enfoque epicúreo hay que aprender ciertamente la sabiduría de la moderación. Del estoicismo creo hay que distanciarse de su determinismo que empuja a la aceptación de todo lo que es, pues, asumiendo aquí un toque kantiano, la felicidad debe ser planteada en relación con la moral de la responsabilidad en la que la libertad 243

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es central; pero si a partir de este supuesto discernimos entre externalidades negativas para la felicidad que se muestran inevitables y externalidades evitables, será muy positivo para nuestra felicidad el que combatamos las segundas y apliquemos a las primeras el espíritu estoico de asunción serena, ese espíritu que apunta a la felicidad como paz interior de un yo desinflado y no apegado a los bienes y unido al cosmos humano y natural. Estas matizaciones pueden permitirnos además integrar la memoria y la esperanza en nuestro camino de felicidad. En cuanto a la primera, recordar el pasado feliz no tiene por qué suponer inquietud del alma: la memoria, como decía Agustín, es el presente del pasado, pero puede ser un presente de tal calidad que lo plenifique y ayude a configurar positivamente el futuro; el dilema no está en memoria sí o no, sino en qué tipo de memoria. Y en cuanto a la esperanza, contra los estoicos y Spinoza y su reasunción por pensadores como ComteSponville, no tiene por qué concebirse necesaria y exclusivamente como un «esperar como desear sin gozar, sin saber y sin poder», de modo tal que sólo causaría frustración; la esperanza que va unida a la confianza lúcida, que no es sólo pasiva sino que incita a la acción, que se vive como un gozar, saber y poder parciales en cierto sentido anticipados pero «con fundamento» y a la vez «con desapego» y en la conciencia de nuestra limitación constitutiva, puede constituirse en fuente de felicidad, puede ser también una virtud y no una mera pasión turbadora. Sí es interesante, por último, no reducir el deseo a la carencia, como hace Platón y exacerba Schopenhauer. Porque así concebido será muy problemático relacionarlo con la felicidad. Aquí sí que los estoicos pueden enseñarnos la felicidad de desear lo que no nos falta, lo que tenemos, hacemos y somos. También Aristóteles puede ilustrarnos a este respecto, pues no propone propiamente la orientación a la vida feliz según el modelo de la carencia sino según el modelo de autorrealización a través de virtudes que desarrollan lo que somos, más que llenar lo que no somos. Felicidad como estado de ánimo, felicidad como actividad De la constatación de que la felicidad es una experiencia vital del sujeto puede sacarse la con244

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clusión espontánea de que adquiere la forma de estado anímico. A partir de aquí podemos preguntarnos de qué estado anímico se trata. Pero ante tal tarea, Aristóteles nos sorprende identificando la felicidad con una actividad, la acorde con la virtud. ¿Qué decir ante ello? Que la felicidad se exprese en un estado anímico es difícil de negar, en la medida en que es una vivencia. ¿Qué tipo de estado anímico? El hedonismo lo definirá como experiencia placentera, de agradabilidad. Pero esta propuesta encuentra serias dificultades. Por un lado, y por aclararlo con un ejemplo, hay quienes afrontan grandes sufrimientos, incluso la muerte, motivados por la solidaridad y se sienten a pesar de ello «felices», en el sentido de que viven su experiencia como vida realizada; es argumentalmente demasiado retorcido interpretar tal experiencia como placentera (aunque el placer «cualitativo» de Mill apunte a ello). Por otro lado, y sirviéndonos de nuevo de otro ejemplo, si la felicidad se reduce a vivencia de placer, sería envidiable el caso citado por Foot del paciente lobotomizado de quien su médico afirmaba que «era perfectamente feliz recogiendo hojas todo el día»; la intuición más básica rechaza tal supuesto como ideal de felicidad humana. Por eso, parece muy pertinente la observación de Aristóteles de no considerar el placer como fin, aunque haya que apreciarlo en su justa —y relativa— medida como medio. La propia Foot va analizando otras posibilidades para concretar este estado anímico de felicidad. Cuando decimos que somos felices haciendo algo nos remitimos a experiencia de disfrute; pero es polémico identificar a ésta sin más con la felicidad, puesto que, aparte de su esporadicidad, también puede disfrutarse haciendo el mal. Se da un salto significativo cuando hablamos de alegría para referirnos al contento por la forma en que nos van las cosas en la vida; esto ya responde más directamente a la pregunta de si somos felices, pero también cabe plantear aquí la segunda objeción hecha al disfrute. Un escalón más complejo y global en la descripción del estado mental de felicidad podemos expresarlo con la categoría de dicha, de esa dicha de pretensión globalizante que es compatible con el sufrimiento. Podría decirse en este sentido que la vida feliz es la vida dichosa. Lo que pasa es que para identificar esa vida dichosa con la vida buena, la que, asumiendo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la cuestión del mal, merece llamarse feliz, se precisa algo más. Debe tratarse de la dicha en la que está presente la dimensión de profundidad, y en la que están implicadas acciones que respetando la dignidad de los otros y de nosotros mismos tienen argumentos sólidos para ser consideradas plenificantes. La felicidad es una vivencia, pero no vivencia sólo como «estado mental», puesto que es inseparable del entramado de experiencias internas y externas de las personas. Y es aquí donde la expresión de Aristóteles cobra todo su sentido, al ligar la felicidad a la actividad continuada acorde con la virtud. Con lo que se nos recuerda oportunamente que el objetivo de la vida buena no puede desprenderse de su anclaje en la praxis. Por cierto, se discute si con ello este autor propugna que las virtudes son medios para la felicidad o son la felicidad realizándose. Al margen de lo que él haya podido pensar, lo que se muestra más consistente es lo segundo, formulado con vigor por Spinoza, para quien «la beatitud no es el premio de la virtud, sino la propia virtud». Si se está de acuerdo con estas últimas consideraciones se da una respuesta precisa a la cuestión de si se puede ser a la vez feliz e inmoral. Este es un debate antiguo, que ya plantea Platón en la República (para acabar rechazando la felicidad basada en la riqueza o el poder y afirmando la que reside en la armonía del alma). Lo que puede decirse en torno a él al hilo de lo precedente es que si la felicidad es reducida a estados de ánimo agradables o dichosos, cabe efectivamente esa posibilidad (el sadismo sería su extremo), aunque hay quienes defienden que toda «maldad feliz» acaba pagando su precio en infelicidad. Si, en cambio, se trata de estados de ánimo enlazados con la praxis que se considera buena para el ser humano, tal posibilidad de conexión desaparece en principio. Digo «en principio» porque cabe que alguien defienda un proyecto de felicidad objetivamente malvado pero subjetivamente bueno (piénsese en ciertos fanatismos políticos o religiosos). Para prevenir estas derivas hay que defender para todo proyecto de felicidad su apertura a su interpretación intersubjetiva crítica y, en último extremo, su sometimiento, si es preciso impuesto en el respeto debido, a lo que exige la dignidad humana. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Felicidad en la verdad o en la ignorancia-ilusión Ligar la felicidad no sólo a estados anímicos sino también a la calidad de las experiencias internas y de la praxis, aunque no imponga un modelo único de orientación a la felicidad (hay una pluralidad para la libertad que se nos muestra insuperable pero a su vez fecunda), rescata a ésta de la pura subjetividad, tal como se postuló antes, pero, además, la sitúa en relación con la verdad. Si sólo cuentan estados anímicos de agradabilidad o contento de la vida, se puede defender que cuando la verdad sobre nosotros mismos y sobre la realidad y nuestra relación con ella (la que tenemos y la que deberíamos tener) viene a disturbarlos, o que cuando la vivencia de una determinada ilusión falsa los potencia, lo que conviene hacer es ignorar la verdad, es incluso mantenerse en la ilusión. «La felicidad bien vale una mentira», podría decirse; lo único que habría que hacer es darle consistencia para que no se desmoronase. Es aquí donde parece caber la observación de Erasmo de que «es en la inconsciencia como se vive mejor». O la que formula Freud de que si renunciásemos a la cultura, que nos fuerza a vivir de acuerdo con el principio de realidad que controla al principio de placer, seríamos más felices, no reprimiríamos la búsqueda de sensaciones placenteras (en las que este autor, reductivamente, pone la felicidad, aunque, por otro lado, es consciente de que si felicidad es igual a placer y éste se identifica con satisfacción repentina de ciertas necesidades, sólo cabe la felicidad episódica más o menos reiterada). Igualmente, la novela San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno puede ser leída como ejemplo de debate existencial en torno a esta cuestión de si la verdad puede ser sacrificada en aras de la felicidad. Pues bien, desde el supuesto de una felicidad que desborda los meros estados anímicos y que cabe hacer compatible con determinados modos de sufrimiento, desde lo que la filosofía tiene como esencia de la misma —amor a la sabiduría— tal enfoque debe ser rechazado. Y no por meras razones pragmáticas, de cálculo, como las que pueden entreverse en las propuestas psicoanalíticas de preferir la clarividencia a la inconsciencia o de controlar equilibradamente el peligroso principio de placer, cuando son interpretadas como «costes de 245

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felicidad» a pagar, sino por las que pueden intuirse en una actitud vital como la de Wittgenstein que, habiendo llevado una vida atormentada confiesa al morir que la considera una vida maravillosa. La vida feliz que puede propugnarse desde la filosofía es la que es considerada verdadera porque mantiene una cierta relación con la verdad, porque es felicidad «del sabio», porque es el gozo de y en la verdad que se aprecia por ella misma, porque interpreta los sufrimientos que pueden adherirse al propósito de búsqueda de la verdad como componentes del camino hacia la felicidad, de la felicidad realizándose, por paradójico que esto pueda parecer. Comte-Sponville remacha esta idea al indicar que la sabiduría de la filosofía indica una dirección: la del máximo de felicidad en el máximo de lucidez. Felicidad en la exterioridad, felicidad en la interioridad La felicidad, vamos viendo con matices diversos, es una experiencia que situamos en nosotros, en nuestra interioridad. Pero es a su vez una experiencia que se conexiona problemáticamente con las que antes han sido denominadas externalidades: pueden ser vistas en unos casos como condición para la felicidad y en otros como factor de infelicidad. Sin lo externo a nosotros (desde el alimento hasta la relación con otras personas) ni hemos podido surgir a la vida ni podemos mantenerla. Pero a su vez, ese externo (que puede funcionar como objeto tentador para el deseo, como desgracia que impacta destructivamente al cuerpo o a la mente —con el límite de la muerte—, como opresión o marginación que sufrimos, etc.) puede ser sufrido como factor de infelicidad. ¿Depende la felicidad estrictamente de lo que nosotros hagamos, depende fundamentalmente de factores externos, o florece cuando se da una confluencia positiva de ambos factores? En la propia etimología e historia de la palabra griega eudaimonía podemos descubrir esta tensión. Eu es bien. Daimon es más complejo de aclarar: puede ser remitido a la divinidad, con lo que la felicidad es concebida como «buen destino» ligado a la voluntad de los dioses, esto es, con dominancia del factor externo; pero puede también relacionarse con «espíritu vital», lo que apoya el hecho de que con el paso del tiempo, en opinión de Jaeger, tal palabra pasara a significar la personalidad in246

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terna que nos permite decidir sobre nuestra vida, con lo que la prevalencia bascula hacia el factor interno, si bien enmarcándolo en la vida entera, la que se desborda en las acciones. Así pasa a tener sentido la contraposición —y relación— entre eudaimonía y tyche, o, ya en latín, entre beatitudo y fortuna. Si ponemos la felicidad en los factores externos incontrolables por nosotros (la fortuna, una divinidad externalizada, las fuerzas de la naturaleza, los avatares de las relaciones humanas, etc.) ella nos sobreviene o se nos niega con la arbitrariedad propia de una lotería. Si, en cambio, es debida a factores internos que están en nuestras manos, la tenemos siempre al alcance, dependiente de nuestra iniciativa. Quienes con más contundencia han defendido la relevancia de este factor hasta el punto de considerarlo determinante pleno, son los estoicos (aunque los epicúreos participan también marcadamente de esta tendencia). Para ellos la felicidad depende de nosotros siempre, sea cual sea la contingencia externa: incluso en situación de tortura, el sabio estoico tendría que ser capaz de acoger serenamente lo que le acontece. Aristóteles, fiel a sus tendencias de moderación, plantea una situación intermedia: la felicidad humana de la areté, que debe aceptar limitaciones, está en principio en nuestras manos, pero hay un límite en las desgracias que se pueden afrontar con ánimo sereno, esto es, precisamos de condiciones externas positivas básicas para poder desplegar nuestras capacidades internas de felicidad. En principio, es esta última postura la que se nos muestra más acorde con la condición humana, pues el enfoque estoico, en su radicalidad, implica una ambición excesiva que roza en ciertos extremos con lo inhumano. Sin embargo, la orientación estoica de asunción serena de lo que se nos impone de modo inevitable, salvada de su rigidez y su totalización y acompañada de la denuncia cuando implique injusticia, no deja de ser una referencia importante para la sabiduría de la felicidad. De todos modos, para aclarar bien esta cuestión, conviene retomar las distinciones que han ido apareciendo en torno a la externalidades. En primer lugar, las hay positivas para la felicidad y las hay negativas; las positivas nos muestran que la felicidad no es sólo algo que se conquista, implica también algo que se recibe y que es de justicia interpretar como don. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Felicidad

En segundo lugar, respecto a las externalidades negativas hay algunas sobre las que nada podemos, y otras sobre las que nuestra iniciativa puede tener un impacto reductor de su destructividad. En cuanto a estas últimas, si son debidas a la naturaleza, la tecnociencia, utilizada con sabiduría, se nos muestra como vía fecunda para esa reducción, aunque haya que ser conscientes en todo momento de sus límites y sus riesgos; y si son debidas a la interacción humana —relaciones de dominio— la acción política adecuada puede a su vez obtener logros relevantes —aunque también anida en ella el riesgo de ser la mayor expresión de dominación. Tecnociencia y acción política —ésta gestionando además a la primera— se convierten así en coadyuvantes de la felicidad. Felicidad individual, felicidad intersubjetiva La mención a la acción política nos pone en la pista de una nueva vertiente del tema de la felicidad: la de su enmarque intersubjetivo. La felicidad es, en efecto, una experiencia personal, pero no puede ni debe desligarse de conexiones interpersonales y sociales. Aunque la pregunta por el contenido de la felicidad se la tiene que plantear cada uno, con honestidad y anhelo de autenticidad, para responderse a ella, como ha subrayado muy pertinentemente el comunitarismo contemporáneo, nadie parte de cero. En las mismas concreciones de los interrogantes y de las motivaciones late ya la sensibilidad cultural en la que hemos sido socializados. Y son igualmente las comunidades culturales de pertenencia las que nos ofrecen horizontes de sentido —debe reclamarse que no impositivamente— como el campo en el que la indagación personal de vida buena puede tener lugar, incluso cuando deriva en la crítica, incluso cuando se abre a la interculturalidad. Nuestras búsquedas de felicidad tienen que ser personales pero deben reconocerse socialmente enraizadas, culturalmente mediadas. Lo que supone ciertos límites, pero a su vez configura posibilidades reales. En segundo lugar, la felicidad que se vive como experiencia personal es siempre, bajo muchos puntos de vista, una experiencia de relación con otras personas. Las relaciones interpersonales de afecto y apoyo tienen sus riesgos y sus trampas que dificultan la felicidad, pero sin ellas tampoco se construye ésta. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Los pensadores antiguos dieron especial relevancia a la amistad, a la que consideraron una virtud central para la autorrealización (véanse, por ejemplo, las reflexiones de Aristóteles y Epicuro). Lo más significativo de estas relaciones (de amistad, paterno/materno-filiales, etc.) es que en ellas fusionamos la propia felicidad con la felicidad de los otros, sin que quepa aplicar a ellas, cuando funcionan con autenticidad, la dinámica del cálculo interesado. Una tercera cuestión que conviene resaltar tiene que ver ya directamente con la acción política, con la organización del vivir juntos en sociedad. Platón y Aristóteles nos enseñaron que no podemos ignorar la polis, porque es el marco en que vivimos y somos. Para ellos, aunque hablen también del ideal contemplativo de felicidad, el hombre perfecto, y como tal feliz, lo es desde la referencia a la polis y para la polis. Sin entrar aquí a desarrollar ni distinguir sus enfoques, sí cabe decir que hoy nos resultan excesivamente comunitarizantes, pero no es menos cierto que apuntan a algo central. Algo que, reasumiendo los derechos humanos, podríamos formular de este modo: las instituciones políticas, con la participación del conjunto de los ciudadanos, deben trabajar para que desaparezcan en lo posible las externalidades que empujan a la infelicidad y para que se den para todos y todas las condiciones —tanto materiales como de autonomía— que se precisan para configurar y realizar proyectos de felicidad. En este sentido, aunque no se confundan, felicidad y justicia se implican fuertemente: no podemos gestar proyectos de felicidad que impidan la justicia debida a los otros y es muy importante que los diseñemos incluyendo en ellos expresamente el trabajo activo a favor de la misma; y tenemos derecho a aquella justicia distributiva que nos garantiza los bienes básicos que facilitan la construcción personal —en la libertad y en la pluralidad— de la felicidad. Puede defenderse que el utilitarismo, al propugnar la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número, es una propuesta que apunta a lo que aquí se está diciendo. Por mi parte, sin que pueda entrar en detalles, la considero propuesta lastrada, no sólo por sus conexiones hedonistas antes criticadas, sino especialmente porque no reasume con contundencia el «principio de dignidad universal». Unas afirmaciones de Camus y de Ricoeur sintetizan muy bien la proyección intersubje247

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Felicidad

tiva de la felicidad personal. El primero pone en los personajes de su novela La peste estas dos afirmaciones, que hay que unir: «No hay que avergonzarse de ser feliz», «Pero hay que avergonzarse de ser feliz solo». El segundo formula la intención ética —la que privilegia el polo de la vida buena— como «anhelo de vida realizada, con y para los otros, en instituciones justas». Felicidad limitada, felicidad perfecta El conjunto de consideraciones precedentes ha ido surgiendo, con frecuencia de modo no explícitamente confesado, al hilo del afrontamiento de diversas aporías que se mencionaron al comenzar. Pero hay una de ellas, entre las más relevantes, que hasta ahora ha sido arrinconada y que conviene sacar a la luz para ir cerrando la reflexión: los humanos somos seres de vidas finitas y limitadas y, sin embargo, tendemos a aspirar a la felicidad perfecta. ¿Cómo abordar esta tensión aparentemente irresoluble? Pongamos, para empezar, tres ejemplos de respuestas. Platón, con un enfoque objetivo de la felicidad, es muy consciente de que a los seres humanos, ligados al mundo sensible mudable, nos resulta muy difícil aspirar a una vida perfectamente buena, y sin embargo, insiste en que es a ella a la que hay que apuntar, aunque reconozca que sólo en momentos excepcionales logramos contemplar el Bien. Kant, con un enfoque subjetivo, sabe también muy bien que es imposible que logremos todo lo que deseamos, pero a pesar de ello concibe la felicidad como «satisfacción de todas nuestras inclinaciones», en su diversidad y en su grado, aunque, para no contaminar con su fracaso y sus contradicciones a la moral, desliga a ésta de aquélla. Aristóteles en cambio, de nuevo con enfoque objetivo, es igualmente consciente de la limitación humana, pero decide diseñar un proyecto de felicidad acorde con ella: una felicidad acomodada a las partes del alma, buscando su excelencia, una felicidad que, por tanto, está a nuestro alcance, que, aun siendo imperfecta, puede satisfacernos si aceptamos esa limitación constitutiva. Concede incluso que esta felicidad humana, ligada a la areté, precisa como condiciones de la misma determinados bienes exteriores, pero éstos tampoco son de por sí imposibles, pueden ser incluso normales en una sociedad bien 248

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organizada. Y entiende, en cualquier caso, que la vida buena de la contemplación de lo necesario y eterno, es más propia de los dioses. Podría decirse del perfeccionista que estimula el logro de lo mejor, pero si eso mejor es inviable lo que propone es sencillamente una ilusión. El «imperfeccionista» puede ser conformista, pero no si empuja a la máxima perfección posible, con lo que en principio debe ser preferido. Aunque luego caben interpretaciones diversas de propuestas concretas. Por ejemplo, el ideal estoico de vida feliz, ¿es perfeccionista imposible o incita a la máxima perfección posible? Para el perfeccionista cabe además una pregunta de fondo: ¿debe llamarse felicidad a la que no es felicidad perfecta? Una de las salidas al anhelo de felicidad perfecta, en sus enfoques objetivos, es la de afirmar una realidad transmundana que la hace posible. Si la muerte es la factualidad que más llamativa, universal y contundentemente quiebra ese anhelo, esta salida supone en buena medida una interpretación de la misma como paso definitivo a otra realidad —ya germinalmente experimentada en la realidad mundana— en la que se puede, al fin, vivir la felicidad perfecta. Esto es algo que resulta muy manifiesto en afirmaciones de inmortalidad y resurrección personales que implican unión con la divinidad (como es el caso de la fe cristiana), pero también se da en propuestas que, como el ideal estoico o budista, apuntan a una fusión con el Cosmos o con la Realidad última. Se trata de una salida muy común a lo largo de la historia de la humanidad, defendida especialmente por las religiones, pero también por la reflexión filosófica. Pero que hoy, en la cultura occidental, se ha hecho muy problemática. Desde el punto de vista filosófico, que es el que aquí se tiene presente, tales propuestas se han sostenido en supuestos epistemológicos que fundamentaban un saber metafísico de la realidad, un saber de la realidad transempírica. Ahora bien, la ciencia moderna ha empujado al desencantamiento del cosmos, y la filosofía moderna y en especial la nietzscheana han elaborado ataques tan contundentes a las concepciones metafísicas de la realidad que algunos consideran ya definitivos. Estamos, se dice, en tiempos postmetafísicos, en los que debemos negarnos a superar con salidas metafísicas aporías sobre la felicidad como la que estamos tratando. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Finitud y sentido

No es éste el lugar para entrar en el complejo debate que se acaba de apuntar. Un debate que pide clarificar las posibilidades y límites de la racionalidad filosófica y sus relaciones con otros saberes como los religiosos. Me limito por mi parte a postular, por un lado, que ciertamente hay razones fundadas para poner en crisis un saber metafísico sobre la realidad transempírica concebido con cánones de certeza en el fondo similares a los de los saberes sobre la realidad empírica. Eso implica que ciertos acercamientos racionales a esa —postulable— realidad transempírica nos son vedados. Pero con ello no debe concluirse que es imposible todo saber acerca de ella. La razón simbólica, con su modo propio de saber, tiene su palabra que decir a este respecto. Y desde ella se pueden lograr vislumbres con los que abrirse a horizontes en los que aparecen modos transempíricos y transmundanos de felicidad. A este respecto, se trataría no tanto de que la filosofía dialogue con los sistemas doctrinales de las religiones, cuanto que dialogue con sus grandes corrientes místicas. Se tenga la postura que se tenga sobre estas cuestiones —y las que han ido apareciendo en apartados precedentes— lo que a cada uno de nosotros nos toca hacer es entroncar todos los anhelos de felicidad en nuestra vida cotidiana. Por eso, considero conviene acabar estas reflexiones con algunas consideraciones que la tengan presente. Una vida cotidiana, abierta a la vida feliz: precisa como base una estima de sí mismo, como subraya Ricoeur, que es fundamentalmente estima de nuestra capacidad de obrar intencionalmente y con iniciativa; demanda tomas de decisiones globales que orientan la vida entera sobre la base de una nebulosa de ideales —para los que pueden ayudar muchas de las consideraciones de los otros apartados— que piden un constante trabajo de interpretación de sí mismo y de la acción, sujeto a incertidumbres, para el que hay que lograr la mayor plausibilidad; y se encuentra con dimensiones, como las relativas a la vida afectiva y la vida laboral, que hay que cuidar con esmero porque acaban siendo muy relevantes. La «vida lograda» de una persona implica una evaluación global de la existencia y no aspectos parciales de la misma o experiencias puntuales (ni siquiera la simple suma de todas ellas); supone una integración armoniosa de momentos exultantes y de circunstancias dolorosas; remite a un proDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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yecto autopropuesto, a unas potencialidades que han sido primero descubiertas y luego desarrolladas adecuadamente; subraya el carácter activo, constructivo y dinámico de su consecución y apunta al sentido que se da a la realidad —intra o transmundano. Este día a día de la felicidad nos muestra que la vivencia de la misma no es plena, pero que admite grados y que —frente al todo o nada— hay grados que pueden ser satisfactorios para quienes acogen la limitación inherente a la condición humana. Y muestra igualmente que no es algo ya logrado, que no es una posesión, pero que puede ser un proceso, ciertamente inestable y con incertidumbres, pero para el que podemos disponer de referentes y de compañía. En definitiva, el anhelo de felicidad no es una pura ilusión que nos sumerge en la contradicción. Aunque hay que saber gestionarlo con sabiduría. Nota bibliográfica No pueden ignorarse en toda reflexión filosófica sobre la felicidad las grandes obras ya clásicas en torno a ella —monográficas o no. Recuerdo algunas, sin ánimo, por supuesto, de ser exhaustivo: República, de Platón (ed. Alianza); Ética nicomáquea, de Aristóteles (Gredos); Obras, de Epicuro (Tecnos); Disertaciones, de Epicteto (Gredos); El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer (Orbis); El utilitarismo, de Mill (Alianza). Conviene también acercarse al saber de la literatura: sin pretensiones, por mi parte, de presentarlo aquí, sirvan como botón de muestra las dos obras que he citado: San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno (Espasa-Calpe) y La peste, de Camus (Edhasa). En esta presentación de la felicidad he tenido también presentes especialmente estos estudios contemporáneos: André Comte-Sponville, La felicidad, desesperadamente, Barcelona, Paidós, 2001; Luc Ferry, ¿Qué es una vida realizada?, Barcelona, Paidós, 2003; Philippa Foot, Bondad natural: una visión naturalista de la ética, Barcelona, Paidós, 2002; Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996; Úrsula Wolf, La filosofía y la cuestión de la vida buena, Barcelona, Síntesis, 2001.

XABIER ETXEBERRIA

Finitud y sentido El sentido es desde ahora la menos compartida de todas las cosas del mundo. Pero a partir de ahora compartimos, sin reserva ni escapa249

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Fundamentalismo islámico

toria posibles, la cuestión del sentido. La cuestión, o acaso al mismo tiempo más y menos que una cuestión: una preocupación, una tarea, una oportunidad. «El sentido» quiere decir aquí, por supuesto, el sentido, tomado absolutamente: el sentido de la vida, del hombre, del mundo, de la historia, el sentido de la existencia. Es decir: la existencia que es o que hace sentido, y que sin ello no existiría. Y el sentido que existe, o que hace existir, y que sin ello no sería sentido. El pensamiento no se ocupa nunca de otra cosa. Si hay pensamiento es porque hay sentido, y es según el sentido que cada vez da y se da a pensar. Pero existe también la inteligencia, o peor, la intelectualidad: éstas son capaces de entregarse a sus ejercicios como si, en primer lugar y exclusivamente, no se tratara del sentido. [...] Pensamiento simple, y duro, y difícil. Pensamiento rebelde a todo pensamiento, y que el pensamiento, sin embargo, conoce —comprende y siente— como eso mismo que piensa en él. Pensamiento en insurrección permanente contra toda posibilidad de discurso, de juicio, de significación, y también de intuición, de evocación o de encantamiento. Pero pensamiento que no está presente sino para esos discursos o para esas palabras a las cuales hace violencia —de las que él es la violencia. Es por ello que este pensamiento se llama también «escritura», es decir, inscripción de esta violencia, y del hecho de que para él todo sentido es excrito, no se vuelve sin resto, y que todo pensamiento es un pensamiento finito de este exceso infinito. Pensamiento que está condenado al pensamiento de un solo sentido —porque está claro que no puede haber ahí varios sentidos, ni jerarquías, situaciones o condiciones más o menos «plenas» o más o menos «dignas» de sentido. (En cuanto al mal, volveremos a ello: es la autosupresión del sentido.) Pero a ese sentido, el sentido absoluto en su absolutidad y en su singularidad, le corresponde precisamente, por razón de esencia (si hay una «esencia»), el no comprender y no presentar ni su unidad ni su unicidad. Ese «un solo» sentido no tiene ni unidad ni unicidad: es «un solo» sentido (de «un solo» ser), porque es cada vez el sentido. No lo es «en general», y no lo es de una vez por todas. Lo sería, si fuese acabado, reabsorbido, insensato. Infinito e insensato. La finitud designa la «esencial» multiplicidad y la «esencial» no-reabsorción del senti250

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do, o del ser. En otros términos, si es como existencia, y únicamente como existencia, que el ser está en juego: ella designa el sin-esencia del existir. [...] Nuestra historia ha sido representada como el proceso de un derrumbamiento o de una destrucción del sentido, en el salvajismo planificado de una civilización venida a su límite, ella misma vuelta la civilización de la liquidación del sentido de toda «civilización» y del sentido en general. Eso mismo, esta estrechez o este desaliento que nada hasta ahora ha aliviado, es todavía sentido. Eso es quizás, a la medida del Occidente, la más grande estrechez y la más grande necesidad del sentido —si por lo menos puede uno medir así, y si cada época no debe pasar por la representación de una estrechez inconmensurable, inscrita incluso en el reverso de las dominaciones y los triunfos— como si el Occidente se hubiese dado esa ley o ese programa. Lo que acaso sea posible decir a partir de ahora, o bien lo que debemos tratar de indicar a partir de ahora, es en qué nuestra estrechez y nuestra necesidad, en tanto que nuestras, en tanto que estrechez y necesidad de nuestra historia presente —de esta «vez» en la que nosotros nacemos al sentido— se deben comprender como la estrechez y la necesidad del sentido finito. Y así las cosas, ya no conviene ni importa el designarnos como «modernos» o como «postmodernos». No estamos ni en el antes ni en el después de un Sentido que no hubiese sido finito. Sino solamente en esta escansión, en esta inflexión de un fin cuya finitud misma es la apertura, el acogimiento posible —el único— de otro a-venir, de otra demanda de sentido, y que incluso el pensamiento del «sentido finito» ya no podrá pensar, aunque la haya liberado. JEAN-LUC NANCY

Fundamentalismo islámico* La tesis del estimable libro The Malady of Islam (Basic Books, 2005), del profesor de literatura comparada Abdelwahab Meddeb, de la Universidad de Paris X-Nanterre, y editor del periódico Dédale, es expresada inmediatamente en las primeras páginas del capítulo de aperDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Fundamentalismo islámico

tura: «Si el fanatismo fue la enfermedad del catolicismo; si el nazismo fue la enfermedad de Alemania, entonces, a buen seguro, el fundamentalismo es la enfermedad del Islam». Por tanto, «los espectaculares ataques del once de Septiembre que golpearon el corazón de los Estados Unidos, es un crimen. Un crimen cometido por islamistas.» Éste es un libro útil no sólo parar todos los occidentales que tienen dificultad en comprender por qué el Islam no se ha secularizado suficientemente, sino también para todos los orientales que tienen problemas en darse cuenta del error objetivo en la interpretación fundamentalista de su propia religión. El libro está dividido en cuatro capítulos: Islam: inconsolable en su destitución; una genealogía del fundamentalismo; fundamentalismo contra occidente; la exclusión occidental del Islam y una palabra póstuma sobre la guerra de Irak. Meddeb analiza el surgimiento y afianzamiento del fundamentalismo islámico con un amplio abanico de conocimientos que hace uso de Voltaire, Nietzsche, Goethe, Kant, T.H. Lawrence, Proust, Huntintong, Nancy, Said, y también clásicos de la literatura árabe y la filosofía. Se trata de un estudio hermenéutico en sentido estricto (del griego hermeneuin, que significa interpretar, explicar, traducir), relacionado con la ciencia de la interpretación de los textos sagrados, no sólo porque muestre cómo las interpretaciones literales de los textos sagrados son siempre inadecuadas para entender el oculto significado espiritual de las palabras de Dios, sino también porque usa la «interpretación» contra el «fundamentalismo». Si se supone que el fundamentalismo islámico moderno nos ayuda a volver al Islam puro, entonces la filosofía hermenéutica contemporánea nos ayuda a volver a la riqueza y diversidad de su propia tradición religiosa. «De acuerdo con el sistema hermenéutico de los ismaelitas», explica Meddeb, «la letra del Corán que es revelada al Profeta se queda como letra muerta si el imam no le da vida iluminando el secreto que oculta, y que es desvelado mediante su autoridad. El acercamiento a la literatura coránica del fundamentalismo wahhabita es el radicalmente opuesto al del esoterismo ismaelita: los anteriores son maníacos del significado aparente, la última es dedicación a un culto al significado oculto. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Dentro del paisaje islámico, wahhabismo e ismaelismo constituyen dos posiciones irreconciliables». Meddeb se ha hecho cargo de la dificultad y de la necesaria tarea hermenéutica que muchos intelectuales católicos como Hans Küng, John Cornwell y Prieto Prini se vieron forzados a realizar en años recientes con el propósito de deshacer interpretaciones literales de la Biblia que dieron origen a acciones fundamentalistas y dogmáticas en nuestra sociedad contemporánea occidental. El fundamentalismo representa un deseo de modernizar el Islam al tiempo que preserva intacta su fundación mediante una vuelta a una interpretación original de sus textos. Según Meddeb, el islamista radical actual es alguien que predica la ley imponiendo sus aplicaciones en su completa integridad con el propósito de abolir «toda alteridad e instalar una forma de ser que añade un nuevo nombre al catálogo de las prácticas totalitarias que han arruinado el siglo». Esta «forma de ser» (que tampoco es extraña en otras religiones o culturas políticas) incrementa la identificación tradicional y cultura de «verdad» o de lo que es visto como verdad. Esto presupone que hay un «Islam puro», una interpretación fundamentalista de lo que restauraría la verdad de la civilización islámica y su custodia: la fe en tal interpretación es la «enfermedad del Islam». A través de su erudito análisis histórico, Meddeb muestra cómo el crecimiento del fundamentalismo tiene sus raíces en la colonización europea y en la dominación neo-colonial americana del mundo islámico. La civilización islámica mantuvo la paz con las culturas europeas y su desarrollo en ciencia y en arte hasta el período clásico y barroco. Este progreso, sin embargo, fue bruscamente interrumpido por la pérdida progresiva de comercio internacional. El Islam estableció su grandeza en el preciso momento en que Europa caía en el letargo (de los siglos VIII al XI). Uno de los efectos de las cruzadas —que se prolongaron durante dos siglos, desde 1099 al 1270— fue el restablecimiento del dinamismo de las ciudades Estado italianas (Génova, Pisa, Venecia) que rompió el monopolio islámico del comercio mediterráneo. Partiendo del siglo VIII, occidente se puso al frente de los descubrimientos intelectuales y científicos, dejando atrás a las culturas islámicas, golpeándolas mediante un gran sentimiento de inferioridad lo que hizo que los 251

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Fundamentalismo islámico

De izquierda a derecha: Gianni Vattimo, Santiago Zabala y Richard Rorty

musulmanes se sumieran en una individualidad frustrada e insatisfecha que creía ser mejor de lo que las circunstancias le imponían. Estas «condiciones» son las que Meddeb, haciéndose eco de Simone Weil, denomina la «americanización de toda la tierra». El colonialismo tradicional da lugar a alianzas entre países soberanos que terminan «americanizados» —países como Arabia Saudita o los Emiratos Árabes Unidos, que se benefician de una próspera calma relativa, mientras otras naciones, como Afganistán e Irak tienen que superar sanciones y otras restricciones. Meddeb cree de verdad que si los políticos que gobiernan nuestro mundo hubiesen intervenido para salvar los Budas de la destrucción de los colosos de Bamiyan el 9 de marzo de 2001 (los talibanes habían anunciado que iban a destruirlos unos días antes), Nueva York hubiese escapado de la pérdida de sus torres gemelas: después de todo hay dos actos de destrucción que pertenecen a la misma tragedia. Meddeb explica cuidadosamente que aunque desde el siglo XVII el mundo islámico dejó de generar progreso científico, durante la era postcolonial de hecho aprendió a usar la tecnología occidental con el propósito de estrellar aviones en los edificios más altos de Nueva York y matar miles de personas inocentes. Así, aparte de estar rendidos a la enfermedad del Islam, 252

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estos terroristas son también hijos de su tiempo —productos de la «americanización del mundo» que rechazan tolerar las posiciones inferiores de sus sociedades y ciudadanos a quienes no se les permite integrarse en el resto de la comunidad internacional. Meddeb subraya que la enfermedad del fundamentalismo islámico aísla a estos terroristas de la riqueza de su propia tradición pluralista islámica. Meddeb concluye su estudio sugiriendo que el «primer remedio para la enfermedad del Islam tiene que ver con la necesidad de volver a un profundo conocimiento de las polémicas, controversias y debates que han nutrido la tradición. Esforzarse contra el olvido requiere un trabajo de anamnesis. Es importante articular la reconstrucción del significado (comenzando por los vestigios medievales y su supervivencia) con un conocimiento crítico moderno para que pueda establecerse la libertad de un lenguaje plural y conflictivo que resista el desacuerdo con civilidad». Nota * El texto que ofrecemos aquí traducido fue publicado en Books in Canada. The Canadian Review of Books, septiembre 2004, vol. 33, n.º 6, pp. 23-24. La traducción es de Javier Martínez Contreras.

GIANNI VATTIMO SANTIAGO ZABALA DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Genética

G Genética A los pocos días de nacer, la niña abrió los ojos y vio la cara sonriente de su madre. Ella, la madre, no pudo disfrutar de ese primer momento de felicidad. Nació ciega, víctima de una retinosquisis, enfermedad hereditaria que se transmite a los hijos en el 50 % de los casos. La mujer supo que podía evitar la ceguera de su hija con una intervención médica y no se lo pensó dos veces. Se fue a un instituto ginecológico de Alicante para someterse con su pareja a un proceso de selección de embriones, que culminó con la implantación en su útero de uno de ellos, ya sin ningún peligro de transmitir el mal. La niña se llama Luz y nació en julio de 2004. Sus padres, de 30 años, renuevan su confianza en el mundo cada vez que la oyen nombrar, con su lengua de trapo, las cosas que ve y descubre. Como muestra el caso de estos jóvenes, la biotécnica está cambiando nuestra relación con lo más básico, con lo elemental, con la vida en su estado más físico. Es cierto que la esperanza de vida se ha alargado mucho en los últimos treinta años a causa de la mejora en los tratamientos y en los hábitos de salud. Pero lo que ahora se divisa es algo muy distinto. No se trata sólo de curar lo que aparece, sino de intervenir de raíz para que no aparezca, y ambas cosas, la curación y la eliminación de los aspectos morbosos de la herencia, resaltan el carácter material y modificable de nuestro sistema físico. Si la genética continúa avanzando, en un próximo futuro se podrán tratar, con un elevado nivel de éxito, casos de cáncer, leucemia infantil, ciertas cardiopatías, asma, diabetes, sida, obesidad y Alzheimer: justo los males que más miedo generan. Hay indicios de que esto podría ser así, y pruebas de que enfermedades hereditarias como la retinosquisis son ya superables. ¿Qué consecuencias tendrán estos adelantos en nuestra forma de ver la vida, en nuestras reivindicaciones como miembros del Estado social por el que se define nuestra Constitución? ¿Qué derechos se harán más visibles y a qué precio? ¿Podremos discutir sobre la vida y la muerte no sólo como seres mortales sino también como ciudadanos? Empecemos el argumento por lo que podríamos llamar el niDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vel físico, con sus implicaciones metafísicas. La biología, en tanto que ciencia, trata la vida como un conjunto de fenómenos explicables, manejables y modificables si se disponen de los instrumentos adecuados. Parece lógico que si la gente logra zafarse de una condena hereditaria por medios terapéuticos, o si sobrevive a un mal grave por su eficacia, confiará en la validez operativa de la ciencia e intensificará su conciencia de la vida y de la salud como un bien material, como algo que se puede reparar, mejorar o malograr si se siguen o no los procedimientos necesarios. La perspectiva de la cura de un cáncer de próstata o de mama rebaja el desaliento ante la enfermedad y merma la creencia en la fuerza del destino. En consecuencia, la vida física ya no se presenta como un misterio insondable y tenebroso, como un destino fatal, sino como una secuencia de fenómenos en los que se puede intervenir para favorecer el bienestar del hombre. Es evidente que esta visión científica, racionalizadora, conduce a la cosificación de la vida y a su consideración como un ente —¿el hardware de un ordenador?— compuesto de conexiones y reacciones celulares. Si nos quedamos aquí, en el estadio de la cosa, no habría mayores obstáculos en considerarnos a nosotros mismos como objetos de los que somos propietarios, como posesiones autorreferenciales, como bienes con los que podemos negociar o comerciar si ello nos trae algún beneficio que nosotros apreciamos. En la vida social, hay huellas de esta concepción, por ejemplo, en el mercado laboral. Pero nadie está obligado a pararse en el estadio científico y objetivizador. Por contra, el deber reside en sobrepasarlo, en ir más allá. A medida que vamos dejando el nivel físico, nos acercamos al político. Hemos dicho que la vida acrecienta con las terapias biotécnicas su sentido como bien material. Se trata, desde un punto de vista lógico, del bien más básico y universal, puesto que se refiere a la salud y sin él no cabe concebir el disfrute de otros bienes, ya sean del orden de las satisfacciones económicas y sociales o de las estrictamente espirituales. Por tanto, la terapia génica sería algo que el ciudadano podría reclamar en un Estado social y que éste, en principio, tendría que proveer para cumplir con el papel sanitario que le ordena la Constitución. Pero, como hay diversas visiones sobre la moralidad de estas prácti253

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Genética

cas, la decisión de amparar o arrinconar este tipo de procedimientos terapéuticos corresponde, desde la argumentación democrática, a los ciudadanos y a sus representantes políticos, que de modo creciente tendrán que lidiar con estos temas en sus programas y promesas electorales, algo que ya tomaron en cuenta George W. Bush y John Kerry en las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos, y que ha provocado un fallido reférendum —apenas un 25 % de participación— en Italia sobre la fecundación asistida. Parece una hipótesis realista pensar que los ciudadanos aprobarán estos métodos curativos a medida que muestren su eficacia. Ante la posibilidad de evitar una enfermedad hereditaria o un mal letal, el instinto de autoconservación y el amor a los seres más próximos resolverán en muchos casos los dilemas que se presenten y se inclinarán por el apego a la vida. Resulta fácil posicionarse en contra de las terapias génicas en abstracto, y muy difícil prohibir su uso al médico que puede evitar la ceguera de un hijo. Es preciso colocarse en esta posición, o en alguna aún más grave, para dar una respuesta honesta a estas cuestiones. Pero, como la genética abona el terreno de la fantasía, y como puede ser un arma peligrosa según en qué manos caiga, surge la pregunta de sus razonables límites políticos. Vamos a ceñirnos al caso de la selección de embriones. La denominada selección negativa trata de romper la cadena de las enfermedades hereditarias, mientras que la positiva se aplicaría para realzar las características físicas e intelectuales de los futuros bebés. Si adoptamos el punto de vista político, está claro que el ciudadano podría defender y pedir al Estado la selección negativa para prevenir que se desarrollen enfermedades graves, si bien, hay que recordarlo, podría negarse a recibir esos tratamientos aduciendo razones morales. Pero en ningún caso sería justificable la selección positiva de los mismos, que resultaría en una manipulación para lograr unas mejores condiciones de los futuros niños. Yo puedo pedir que curen a mi hijo o que éste no nazca enfermo, no que lo fabriquen más alto o más guapo. Evitar una diabetes, una ceguera o la enfermedad de Huntington puede considerarse un derecho del ciudadano a la salud amparado por el artículo 43 de la Constitución e incluso como un deber de los padres en relación a la asistencia y protección 254

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de la descendencia, que se recoge en el artículo 39. Pero no hay justificación posible para exigir al Estado que un hijo tenga un coeficiente de inteligencia extraordinario y unas aptitudes físicas fuera de lo común. ¿Por qué? Porque los deseos o caprichos no deben confundirse nunca con los derechos, que se centran en la satisfacción de necesidades básicas para garantizar la dignidad humana. Si las intervenciones positivas se convirtieran en derecho, serían en principio aplicables a todos los que lo pidieran y nos condenarían a la peor cara de la igualdad, ya que los padres desearían programar genéticamente a su hijo según el modelo social más valorado: una locura, más aún viendo como está las cosas. Quizá esta argumentación resulte un poco absurda por evidente, ya que nadie piensa que una operación de esa clase deba sufragarse con dinero público, al tratarse de un interés puramente privado y no entrar el elemento de la salud. Por tanto, la Seguridad Social no puede ni debe sufragar la selección positiva. Pero, ¿tiene el Estado que prohibirla? ¿Tiene que impedir su práctica privada? Desde un concepto normativo de liberalismo, el Estado se concibe como el medio o instrumento capaz de asegurar unas condiciones iguales para competir libremente. Las raíces filosóficas y morales del liberalismo, de Locke en adelante, se originan precisamente en la convicción de la igualdad de partida de todos los seres humanos, en contra de los privilegios de cuna de la aristocracia, unos privilegios que ahora no se lograrían mediante el abolengo sino por la intervención genética positiva. Autores como Steven Pinker (La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana), entre otros muchos participantes en el revival evolucionista, han demostrado que la igualdad de los liberales e ilustrados no puede tomarse en un sentido biológico, pues todos nacemos con una herencia determinada, más o menos inteligentes que otros y más o menos aptos para correr los cien metros lisos. Pero esta disparidad o variedad refuerza las intenciones igualitarias del liberalismo moral y político. El principio de igualdad de oportunidades y de libre competencia obliga a que el Estado social, heredero de los supuestos liberales, garantice que cualquier persona, con independencia de su origen social y económico, pueda desarrollar su talento y sus posibilidades para DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Genética

competir libremente, una libertad que se vería coartada si la preparación genética, lograda a golpe de talonario, entrara en juego para sobresalir en una tarea determinada. De este modo, estaría legitimada la prohibición de manipulación positiva de los embriones, ya que un niño de barriada tiene el mismo derecho a ser inteligente que uno del centro residencial, si el azar y su dotación genética se lo permiten, al menos en esa hipotética y utópica línea de salida igualitaria de la teoría liberal, necesariamente ignorante de las circunstancias concretas, como defendería John Rawls. Quizá convendría recordar en este punto lo que escribió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo: «No nacemos iguales; nos volvemos iguales como miembros de un grupo en nuestra decisión de garantizarnos mutuamente derechos iguales». Por el contrario, si nos contentamos con un liberalismo que sólo ve la sociedad como un campo estratégico en el que los individuos tratan libremente de satisfacer sus preferencias, si consideramos el patrimonio genético como una forma más de patrimonio, algo que se puede adquirir o vender, entonces nada se podrá objetar a los padres que deseen pagar un tratamiento prenatal para que su hijo supere los dos metros de altura y juegue de mayor al baloncesto, o para que se clasifique en el campeonato mundial de ajedrez. Esta última versión utilitaria es la que amenaza con colarse en Estados Unidos donde, a pesar de la aparente religiosidad del país, la concepción de la salud como un bien material ha adquirido sus perfiles más extremos, hasta el punto de considerarse algo que se puede comprar a unos expertos. De ahí que haya miedo, como el que infunde Lee Silver en su obra Vuelta al Edén, de que se genere una nueva clase de genricos, aristocracia de nuevo cuño compuesta por los que se han beneficiado de una intervención positiva, financiada con el dinero de los papás. Desde el punto de vista de un ciudadano europeo, dicho temor desaparecería si se garantizara de modo universal la terapia génica para curar y prevenir enfermedades, y se prohibiera la selección de características a la carta con la justificación moral y jurídica de su imprevisible potencial discriminatorio, que llevaría a la quiebra de la igualdad de oportunidades. Ahora podemos entrar en la esfera moral y religiosa, tercer estadio de la argumentación, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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después del físico y del político. Los Estados sociales dependen de la voluntad de sus ciudadanos, de sus opiniones públicas, y es notorio que en un país como España la religión no está fuera de ellas. A mi juicio, sólo si un creyente posee una concepción del Creador muy mitológica —el hombre salido del barro, la mujer de la costilla— se sentirá moralmente a la defensiva en el terreno genético. Las diatribas religiosas contra las terapias génicas se basan concepciones de la religión de tipo cosmológico y en una asunción muy literal de los textos sagrados. Da la sensación de que algunos católicos y protestantes evangélicos se muestran ante estos asuntos como los testigos de Jehová ante las transfusiones de sangre, prohibidas por interferir el curso de la vida marcado por Dios. Por contra, si se cree que el sentimiento cristiano tiene que ver con el ejemplo de Jesús, con la consiguiente ética de la fraternidad y con la posibilidad de hacer el bien y evitar el mal, entonces no tiene por qué haber un choque entre religión y genética. Incluso quienes busquen una explicación última, metabiológica, al origen y el sentido de la vida, no necesitan renunciar a este tipo de terapias, que no resuelven la pregunta por el hombre ni garantizan la entrada en el paraíso. En el fondo, se plantea con un nuevo vigor la alternativa entre los teólogos liberales del siglo XIX, que trataron de abstraer el fondo moral de la Biblia considerando las Escrituras como un documento histórico, y los movimientos cristianos que volvieron a principios del XX a predicar los milagros y el apocalipsis. Los primeros estaban abiertos a la ciencia, a discutir sus descubrimientos. Los segundos sólo tenían miedo a sus consecuencias no deseadas, para ellos casi todas. Aunque el problema del mal posee una venerable tradición filosófica y teológica, actualmente resulta difícil creer que Dios quiera negar la vista a Luz prohibiendo esta clase de intervenciones médicas. Y cabe preguntarse, con toda legitimidad, qué habría pensado o qué habría hecho Jesús si hubiera vivido en nuestra edad contemporánea, con todos los adelantos biotécnicos al alcance de su mano. La concepción de la vida como un bien material no tiene por qué oscurecer su aspecto espiritual. No hay ninguna conexión necesaria entre una mayor esperanza de una vida buena, en términos físicos, y un ocaso en la apreciación de una existencia armónica, fun255

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dada en valores, y culturalmente productiva. Los peligros quizá vayan por otro lado, por el de la satisfacción inmediata de los pequeños deseos que tanto gusta a un tipo de economía basada en el consumo sin tregua. Si limitamos las intervenciones génicas a su aspecto terapéutico, si descartamos el desvarío de posibles clonaciones, la conciencia de la muerte permanecerá como origen de nuestra capacidad de creación de obras culturales, aquellas que muestran el ansia o la ansiedad de transcender los meros límites de la supervivencia y la reproducción material de la especie. «La finitud no desaparece por medio del alargamiento de la vida», decía Hans-George Gadamer acerca de la ingeniería genética poco antes de morir a los 102 años. Seguiremos siendo, como sostenía su maestro Heidegger, un ser-para-lamuerte. Pero quizá le tengamos menos miedo a la vida, a la enfermedad, y eso ha de cambiar nuestra relación con el mundo y con lo que somos dentro de él. IÑAKI ESTEBAN

H Heidegger, Martin La filosofía de Heidegger es el desarrollo inagotable de la pregunta por el sentido del ser. Esa pregunta inquietante y fascinante ha asaltado al ser humano desde que es humano y ha encontrado innumerables respuestas en las diversas culturas, artes, religiones, éticas, costumbres, filosofías, políticas... (o, lo que es lo mismo, nunca ha encontrado respuesta definitiva). En la vida de Heidegger esa pregunta irrumpe en el momento en que para poder continuar sus estudios (primero en el seminario de Constanza y luego en el de Friburgo) tiene que abandonar Messkirch, la pequeña localidad de la Selva Negra en la que transcurre feliz su infancia en torno a la iglesia católica de San Martín en la que su padre trabaja como sacristán y tonelero. Salir de Messkirch significa entrar en un nuevo mundo, el urbano, que contrasta con el de su infancia y que le plantea unos interrogantes e inquietudes a los que va a intentar responder apoyándose en la concepción del mundo del catolicismo tradicional. 256

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Concretamente se apoya en la crítica lanzada desde los sectores más integristas contra el movimiento modernista y, en general, contra la modernidad. Según esta crítica, la civilización moderna no respetaría el misterio de la realidad, manipulándola sin ningún reparo para que satisfaga las tendencias más bajas y superficiales de un sujeto entregado al disfrute inmediato de la vida. Plantear en este contexto la pregunta por el sentido del ser constituye una forma de lucha contra las tentaciones del subjetivismo moderno y orienta a quien la plantea en la dirección de la verdad eterna, cuyo cuidado habría sido encomendado a la Iglesia. Así, el joven Heidegger puede lanzar en torno a 1910 la siguiente incitación: «si quieres vivir espiritualmente, alcanzar tu bienaventuranza, muere, mata lo bajo en ti, coopera con la gracia sobrenatural y resucitarás».1 En este duro combate en defensa de la fe, el héroe va a aliarse con la formalidad y la objetividad del pensamiento matemático y lógico que disciplinadamente se mantiene alejado del influjo de los afectos y que proporciona una estabilidad imposible de alcanzar cuando se construye sobre la materia móvil de la experiencia y de la vida. Heidegger acepta así la siguiente divisa del neokantiano H. Rickert, con quién pretendía realizar su habilitación: «Como investigadores hemos de dominar y fijar conceptualmente la vida, y por eso hemos de abandonar la agitación vitalista para establecernos en el orden sistemático del mundo».2 Esta primera respuesta que encuentra Heidegger a la pregunta por el ser se apoya en el dualismo clásico, predominante en nuestra cultura greco-cristiana de signo heroico-patriarcal. Ese dualismo distingue y contrapone diametralmente los opuestos (espíritu y cuerpo, lo eterno y lo temporal, el bien y el mal, Dios y el mundo, forma y materia, valor y ser, etc.) para buscar la salvación en la afirmación absoluta de uno a costa de la negación del otro. El formalismo neokantiano concuerda en este punto con el racionalismo escolástico (y entre ambos ha de navegar el joven Heidegger en los inicios de su carrera académica). En su trabajo de habilitación sobre La teoría de las categorías y de la significación en Duns Escoto se puede detectar ya, sin embargo, que este inicial planteamiento dualista ha comenzado a resquebrajarse, probablemente bajo la impresión traumática de la Primera Guerra Mundial. En DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el nominalismo moderado representado por Duns Escoto (y por su discípulo Tomás de Erfurt, de quien resultó ser el tratado que estudia Heidegger) se defiende que los conceptos no expresan unívocamente la esencia de las cosas: son meros nombres con los que aludimos a lo que realmente existe, el ente individual que se da aquí y ahora en su individualidad (haecceitas). El individuo puede ser nombrado en tanto que miembro de una especie, pero en su peculiaridad en tanto que individuo resulta ser, lo mismo que Dios, inefable. Entre el pensamiento y lo que es hay, al igual que entre Dios y el mundo, una diferencia abismal, si bien este abismo está salvado por un puente que se tiende entre ambos extremos: la analogía. El pensamiento no dice la realidad de un modo directo sino que apunta hacia ella analógicamente, se refiere a la cosa de un modo indirecto. Al pensar simplificamos la complejidad de lo real proyectando la heterogeneidad y movilidad del individuo singular sobre un medio homogéneo y estable (el concepto), que hace posible la numeración, la comparación y la intelección. De algún modo la cosa se adecua al concepto, pero sólo de algún modo. Hay, pues, en el núcleo mismo de la realidad de este mundo algo que se nos escapa cuando la pensamos, un fondo desconocido, en el que no penetra la luz del concepto. En opinión de Heidegger el interés del nominalismo medieval por ese fondo forma parte de un proyecto, con el que simpatiza, de «no desplazar lo numinoso meramente a un más allá divino, sino de descubrirlo en la cercanía, en la inmediata realidad concreta».3 Y para lograrlo no basta con una ciencia guiada por el ideal de universalidad del concepto, no basta con el pensamiento objetivante, sino que hay que recurrir, y con esto anticipa uno de los motivos centrales de su pensamiento más tardío, a la «lengua viva» en «la peculiar movilidad de su significación».4 Pues bien, en el capítulo final de este trabajo, capítulo redactado tras la defensa pública del mismo y con vistas a su publicación, Heidegger elige la palabra «vida», que tiene un sentido tan difuso que abarca a alma, naturaleza, ser, creatividad, libertad, juego…, para nombrar esta realidad concreta en la que habría que buscar lo numinoso5. Vida es precisamente lo que le falta al «sistema del catolicismo» que en este momento le resulta ya problemático e inaceptable.6 La estabilidad supraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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temporal y suprasubjetiva del sistema de pensamiento con el que la filosofía (escolástica) intenta proteger el «tesoro de la fe» articulándolo lógicamente en el interior de la verdad es ahora vivida como un obstáculo que dificulta, cuando no impide, el acceso a la experiencia religiosa. El sistema filosófico e institucional del catolicismo privado de vivencia inmediata comparece así como una estructura afectada por un «vacío mortal», como «un intrincado laberinto de frases y pruebas, inorgánico, sin el menor esclarecimiento teorético, dogmático, que, finalmente convertido en reglamento canónico con poder policial, violenta al sujeto, abrumándole y oprimiéndole oscuramente».7 Y lo que se opone en este contexto al «vacío mortal» del sistema, la institución y el dogma sería, precisamente, la experiencia (mística) en tanto que vivencia inmediata (de unión con la divinidad). «Tengo ganas de vivir —afirma Heidegger ahora— aunque se acercan privaciones y renuncias».8 Pues bien, esa búsqueda de lo vital comienza a articularse filosóficamente dentro de la fenomenología de Husserl. El descubrimiento del mundo de la conciencia como un campo que se extiende «entre» el sujeto y el objeto (siendo de algún modo anterior a la escisión yomundo) conlleva la búsqueda de un nuevo modo de acercarse a las cosas, un mirarlas como si las viéramos por primera vez. Heidegger comparte esta inquietud fenomenológica, pero considera que Husserl sólo logra plantearla en relación a la conciencia teórica, sin atreverse a extenderla a la totalidad de la vida, que es precisamente lo que se necesitaría. Es preciso ir más allá que Husserl. Para volver radicalmente a las cosas hay que desmontar también el andamiaje de conceptos y valores que recubre, sin que nos percatemos de ello, el mundo de nuestras vivencias, dándole una apariencia de estabilidad y privándole al mismo tiempo de su riqueza. La teoría surge en y de la vida, pero una vez que se ha establecido y consolidado como conciencia teórica resulta que «cosifica» la realidad y nos separa de la vivencia originaria, expoliándola de vida. «En ese acto se disuelve la unidad de la situación, la vivencia se trueca en autopercepción de un sujeto al que se contraponen objetos. Hemos caído del ser inmediato y nos encontramos como alguien que tiene objetos y entre otros se tiene también a sí mismo como un objeto llamado sujeto».9 257

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Pues bien, con todo esto la pregunta por el ser adquiere un significado nuevo: ahora es la pregunta por aquello que perdemos, que se nos escapa, cuando quedamos sometidos al predominio de la conciencia teórica, cuando la vida queda expoliada por la cultura vigente. La pregunta por el ser apunta, pues, hacia eso que se nos escapa, que se retrae en el mismo acto de mostrarse. Se trata de algo oscuro y misterioso que puede, empero, volver a abrirse repentinamente: es lo que sucede en la experiencia de la admiración, en el asombro ante el puro hecho o milagro de que simplemente haya algo ahí. Lo que hay más allá de la actitud teórica de Husserl es, pues, la vida, que se concreta en los diferentes «estados de ánimo», y Heidegger pretende que la filosofía vuelva a meterse en ella. La filosofía ya no va a tomar como punto de partida la intuición de objetos sino la comprensión (e incomprensión) de la vida en su realidad e historicidad. La fenomenología trascendental se transforma así en una hermenéutica de la facticidad que persigue algo que no había logrado ni la ontología antigua ni la moderna: plantear la pregunta por el sentido del ser partiendo de su acontecer en el tiempo. De este modo el tiempo va a entrar en la ontología (habida buena cuenta de que se trata del tiempo vivido: un tiempo cualitativo, heterogéneo, y no el meramente cronológico o mecánico medido por los relojes y que mide el crecimiento del capital). El tiempo deja de ser visto como algo exterior al ser: comparece como el horizonte de su comprensión y de su realización. En Ser y tiempo Heidegger formula la pregunta por el ser partiendo de la realidad humana, pero ya no utiliza la palabra vida para referirse a ella sino la palabra existencia (Dasein). Tratando además de desmarcarse de la concepción metafísica del «animal racional», al ser humano no le llama ya hombre sino Dasein, palabra que en alemán significa existencia, pero que ahora, con el guión, dice «serahí».10 En tanto que «ser-ahí» el ser humano es el lugar abierto en el que el ente aparece, llega al lenguaje, se hace ser.11 El Da-sein es un ente que a diferencia de los demás entes se pregunta por el ser y se ocupa de su ser: es un poder ser que también puede no ser. Decir que el Da-sein existe significa que se mantiene en relación consigo mismo y con su ser, que no es 258

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algo ya dado y puesto, acabado y cerrado, como las cosas, sino algo que va poniéndose: que es un ente creador y libre que no se reduce al mero estar presente de los objetos sino que está abierto y expuesto en su relación con el ser. Pero resulta que ahora, al ser considerado desde la perspectiva de la existencia, el ser ya no se opone sencillamente a la nada excluyéndola o eliminándola, sino que entre ambos se da, como afirma Heidegger en ¿Qué es metafísica?, una oscura implicación: «Así pues, el puro ser y la pura nada son lo mismo.» Esta frase de Hegel (Ciencia de la lógica, libro I, WW III, p. 74) tiene toda legitimidad. Ser y nada se pertenecen mutuamente, pero no porque desde el punto de vista del concepto hegeliano del pensar coincidan los dos en su indeterminación e inmediatez, sino porque el propio ser es finito en su esencia y sólo se manifiesta en la trascendencia de ese Dasein que se mantiene fuera, que se arroja a la nada.12

En su diferencia con el ente el ser es nada. La experiencia de la nada tiene lugar en el instante en que nos asalta un determinado estado de ánimo, la angustia, que «nos mantiene en suspenso, porque es ella la que hace que escape lo ente en su totalidad».13 En la angustia todo se revela flotando en la nada, se descubre que el presunto fundamento es un abismo. Del mirar a la oscuridad de ese abismo, de ese caos, resulta el asombro ante el prodigio de que haya algo, asombro en el que se mezcla lo fascinante y lo terrible como ocurre en el sentimiento de lo numinoso descrito por R. Otto, si bien para Heidegger no habría aquí una relación con el más allá en el sentido tradicional cristiano: lo numinoso es el hecho mismo de que haya algo.14 La experiencia de la nada nos aleja del mundo, haciéndonos adoptar la actitud metafísica en la que tiene lugar la pregunta por el ser. Safransky compara este proceso con un drama en tres actos. «En el primer acto aparece cómo cotidianamente nos disipamos en el mundo y el mundo nos llena. En el segundo acto todo se aleja; es el suceso del gran vacío, la triple negatividad (no ser sí mismo, mundo inmerso en la nada, falta de referencia). Finalmente, en el tercer acto, vuelve lo arrebatado, el propio sí mismo y el mundo. El sí mismo y las cosas en cierto modo se hacen más entes, logran una nueva intensidad».15 Por la mediación de la nada se abre entre el hombre y el ente una distancia que Heidegger asocia a la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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libertad, que ahora significa tener un espacio de juego, una articulación, como la que separa y une a los huesos haciendo posible su movimiento, una holgura como la que deja a la rueda girar sobre el eje. Sin esa holgura o apertura propiciada por la nada, el ser humano no podría conocerse ni conocer el mundo, pues no se distinguiría de lo que le rodea ni de sí mismo, no tendría relación alguna con la verdad o, mejor dicho, no habría espacio para el acontecer de la verdad: es ahí, en esa apertura donde acontece la verdad. Tras sufrir la experiencia de la nada la verdad ya no puede ser concebida metafísicamente como absoluta sino que ha de ser encarada como un acontecer que se realiza en la relación del hombre consigo mismo y con el mundo. «El hombre —afirma Safransky— no descubre ninguna verdad que existiera independientemente de él, el hombre esboza un horizonte de interpretación que es distinto en las diferentes épocas; y en ese horizonte lo real recibe un determinado sentido».16 La libertad, el poder decir que no y negar lo que nos niega, es, pues, esa capacidad de trascender el ente. Pero ahora el trascender no apunta en dirección a un mundo superior entendido metafísicamente, platónicamente, sino en dirección a la nada, a una nada dotada de fuerza creadora: sería como la capacidad de recordar la noche en pleno día 17. Pues bien, la problemática que se está planteando con la cuestión de la nada y de la libertad es también, si se la mira desde la perspectiva de la ética, la cuestión del mal, el cual se muestra ahora implicado con el bien: «pues el bien —le dice en una carta Heidegger a su amiga Elisabeth Blochmann— es solamente el bien del mal».18 No basta con resistirse al mal, pues con ello se estaría excluyendo al mismo tiempo el bien: es preciso aceptar el riesgo de asumir el mal como trasfondo del que surge el bien. La reflexión filosófica no es en este sentido una actividad edificante que proporciona información ética, sino que tiene más bien un carácter perturbador, disolvente: destruye la presunción de objetividad de la ética haciendo que el sujeto quede expuesto a la intemperie de la existencia, asuma su libertad y responsabilidad y escuche la voz que sin decir nada le llama a existir propiamente. «Creemos erróneamente —continúa Heidegger en la carta antes mentada— que confeccionamos lo esencial, y olvidamos que esto sólo crece si vivimos enteraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mente según nuestro corazón, es decir, si vivimos de cara a la noche y al mal».19 En esta concepción posmetafísica el ser (descubierto como nada) puede quedar asimilado a la naturaleza entendida, claro está, no al modo moderno, como una determinada región de la realidad que es objeto de conocimiento científico y de manipulación técnica, sino en el sentido evocado por los pensadores presocráticos con la palabra physis que alude a la fuerza que sale o brota desde sí misma y que brotando permanece, que sale del ocultamiento sosteniéndose en el desocultamiento. La physis se da en todo fenómeno natural, pero no se identifica con él: es la presencia en la cual los entes se hacen presentes; la apertura que hace posible todo límite y delimitación; la sagrada noche de la que todo proviene. Con Hölderlin se podría ver la physis como un caos que no remite, empero, a la mera confusión como ausencia de orden sino a esa apertura radical origen de todo lo que sea abrir y abrirse.20 Así, a diferencia del pensamiento metafísico que venera la luz de la idea y se centra en lo que ha brotado, Heidegger, siguiendo a los presocráticos, atiende al brotar mismo, al origen, mira a la oscuridad, «se aferra fascinado al misterio abismal de la creación desde la nada, el cual acontece siempre de nuevo cuando el hombre despierta a la conciencia de su existencia».21 Este ser (physis) ahuecado o rajado por la nada sería, pues, el trasfondo que condiciona la realidad de los entes, por lo que se mantiene implícito o implicado en cada ente, sin identificarse con él. Frente a la concepción clásica del ser como primer motor inmóvil, en la que sería posible detectar la secularización de la dimensión o manifestación uránico-solar (trascendente) de lo sagrado, el ser heideggeriano asume la génesis, el movimiento original que todo lo origina, pudiendo por ello ser visto como la secularización de la sacralidad telúrico-lunar. Y en cuanto tal origen este ser tiene, como ha apuntado Ortiz-Osés, un carácter matricial: saca de sí a los entes separándolos y diferenciándolos. «He aquí que el Ser matricial se enfrenta al Ente patricial como el origen a lo originado. Pero el Origen es el ser como matriz, la cual remite tanto a la Madre Natura como a la madre natural, ambas caracterizadas efectivamente por la procreación. Lo intrigante del caso es que en buena lógica matricial, el Ser heideggeriano pro-crea lo real y se 259

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retira, autoafirmando su independencia o autoctonía y dejando libre a lo procreado, y lo procreado es la realidad con el hombre como su conciencia».22 Estaríamos de este modo en las proximidades de algo profundamente reprimido que el psicoanalista O. Rank ha llamado el «trauma del nacimiento»: «Se trata de un fenómeno en apariencia puramente corporal que nuestras experiencias, no obstante, autorizan a encarar como una fuente de efectos psíquicos de una importancia incalculable para la evolución de la humanidad y en el cual nos hacen ver el sustrato biológico concebible de la vida psíquica, el núcleo mismo del inconsciente».23 El nacimiento, el acontecimiento inicial de la existencia, está ligado a la sensación fisiológica de angustia que nos provoca el tránsito a través del angosto canal por el que somos violentamente expulsados a un mundo en el que todavía no sabemos respirar autónomamente. Al nacer perdemos la vida intrauterina con su placer primordial, cuyo eco resuena todavía en el «sentimiento oceánico», y entramos en el reino de la «separatidad» (E. Fromm)24. El inconsciente no renuncia jamás a la pretensión de restablecer esa situación prenatal de la que todo otro placer resulta ser una pálida evocación, pretensión que por otro lado el yo reprime en nombre del padre, del principio de realidad y de la adaptación social. No tendrá, pues, que extrañarnos la ambigüedad y ambivalencia que caracteriza al ser heideggeriano que en el acto mismo de darse se retrae, que al mostrarse se oculta, que nos deja en libertad al arrojarnos a la soledad. La soledad, nuestra soledad óntica, sería la consecuencia de la soledad ontológica del propio ser que, como afirma Heidegger, «sólo es», pues, en la reinterpretación por parte de Ortiz-Osés, «el ser que sólo es es el ser que sólo es, porque reflota en la nada».25 Esta ambigüedad no hace sin embargo acto de presencia en la tradición metafísica: desde Parménides el ser clásico va unido al principio de no contradicción y al pensamiento lógico-patriarcal (formal) fundado en ese principio, un pensamiento que mediante la abstracción se lanza a la búsqueda y conquista de la unidad de la Idea platónica. Esa conquista del esse abstractum requiere una separación (afairesis), una ruptura violenta en la que el espíritu emergente se desprende de los vínculos con 260

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las cosas y personas concretas del mundo sensible y se eleva ingrávido hacia el mundo de las ideas, de lo universal e inmutable, de la verdad eterna.26 La conquista de la claridad por parte de la metafísica es, pues, el resultado de la negación de la vida (Nietzsche), de la represión de la libido (Freud) o, dicho de un modo más actual, del sacrificio de una víctima inocente (Girard). Si aplicamos a este contexto la teoría mimética de Girard nos encontramos, efectivamente, con que la unanimidad de la razón, que se atiene a lo esencial, supera las diferencias (rivalidades) de las opiniones enfrentadas mediante el sacrificio de lo que de accidental hay en la realidad.27 Lo accidental (y con ello lo contingente, lo individual en su singularidad, lo material, lo concretamente existente en el espacio y el tiempo) podría ser visto entonces como la víctima propiciatoria gracias a cuya expulsión-eliminación se instaura la Sustancia del bien, la claridad y el orden sistemático-conceptual. La metafísica comparece, si continuamos con la aplicación de la teoría de Girard, como un mito entendido por este autor como el discurso justificador que rememora ese «asesinato» fundador y afirma la culpabilidad de la víctima inmolada. Por el contrario, el pensamiento postmetafísico de Heidegger concordaría con el mensaje cristiano en la proclamación de que la víctima era inocente y en la defensa de sus derechos. En esta dirección parece apuntar la relectura de Heidegger por parte de Ortiz-Osés cuando afirma que «en el ser clásico hay una violencia que reprime y sacrifica la temporalidad de los seres en nombre de la abstracción: en el Ser heideggeriano se intenta asumir sin sacrificar, reprimir o abstraer el tiempo, la contingencia y la muerte».28 Al desarrollar un pensamiento que asume la existencia Heidegger estaría trasvasando a la filosofía, y secularizando, la doctrina cristiana de la Encarnación, según la cual Dios, por amor, se hace humano, penetra en el tiempo y padece la crucifixión para salvar a la humanidad de la mentira, del engaño, de la violencia, del pecado. Sólo el amor puede romper el círculo diabólico de la violencia mimética y el cortejo representacional que genera, propiciando una actitud afirmativa-asuntiva de la existencia. Pero, por otro lado, asumir la existencia implica también asumir la muerte (y con ella el cuerpo, la oscuridad, el mal) la cual, incluso DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en el mejor de los casos, comporta, al igual que el nacimiento, un mínimo de violencia natural inevitable, que sigue quedando como trasfondo trágico o destino insoslayable, aunque conjurable según el díctum estoico de Seneca: Fata volentem ducunt, nolentem trahunt (El destino guía a quien lo acepta y arrastra al que lo rechaza). Se trataría, pues, de aceptar esta ambigüedad de la existencia como algo de lo que no se puede escapar, pero que sí es posible articular en el interior de un lenguaje abierto a la coimplicación de los contrarios y, en este caso, a una coimplicación de cristianismo y paganismo como la ya iniciada en el Renacimiento por los humanistas, pero que encuentra fuerte resistencia de uno y otro lado: por una parte por el neopaganismo (por ejemplo, nietzscheano) frente al cristianismo, por otra parte por el cristianismo del propio Girard y socios frente a todo paganismo.29 Notas 1. R. Safransky, Un maestro de Alemania, Tusquets, Barcelona, 2003, p. 148. 2. Ibíd., p. 75. 3. Ibíd., p. 94 4. Ibíd., p. 91. 5. El uso de esta palabra revela que Heidegger abandona sus reservas y se deja llevar (y «fluidificar») por la corriente vitalista en la que, reactivando la protesta del Sturm und Drang contra el racio-empirismo imperante en el siglo XVII, nadan Nietzsche, Dilthey, Bergson y Scheler. Pero es también probable que en el trasfondo actuara la mística de quien acuñó la terminología filosófica alemana, el Maestro Eckhart, cuando afirma «¿Qué es la vida? El ser de Dios es mi vida. Si por tanto mi vida es el ser de Dios, entonces el ser de Dios tiene que ser mi ser y el ser esencial de Dios mi ser esencial, ni más ni menos». Maestro Eckhart, El fruto de la nada, Siruela, 1998, p. 53. El traductor, A. Vega, señala en el prólogo cómo el filósofo japonés K. Nishitani estudió la conexión entre Heidegger y Eckhart atendiendo a la cuestión de la nada (cfr. K. Nishitani, La religión y la nada, Siruela, 1999). Al respecto cfr. también R. Schürman y J.D. Caputo, Heidegger y la mística, Paideia, Córdoba, Argentina, 1995. 6. En una carta de 1919 dirigida a E. Krebs afirma que «evidencias de carácter epistemológico, que se extienden a la teoría del conocimiento histórico, han convertido para mí en problemático e inaceptable el sistema del catolicismo, pero no el cristianismo y la metafísica, ésta, ciertamente, en un nuevo sentido». H. Ott, en Heidegger o el final de la filosofía. Editorial Complutense, Madrid, 1993 (cfr. http:// personales.ciudad.com.ar/M_Heidegger/ott.htm). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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7. H. Ott, ibíd. 8. R. Safransky, op. cit., p. 117. 9. Ibíd., p. 134. 10. Resulta interesante la etimología de la palabra existencia, que etimológicamente (ex-sistere) significa, según el Diccionario de J. Corominas, colocar o poner en el exterior. 11. Heidegger estaría siguiendo en este punto (al igual que Scheler y, entre nosotros, Unamuno) la idea de Schelling de que a través de los ojos del hombre la naturaleza puede verse a sí misma, puede notar que está ahí. «Sin el hombre, comenta Safransky, el ser sería mudo: estaría dado, pero no sería ahí. En el hombre la naturaleza ha brotado a la propia visibilidad», R. Safransky, op. cit., p. 241. 12. M. Heidegger, Hitos, Alianza, Madrid, 2000, p. 106. 13. R. Safransky, op. cit., p. 100. 14. Cfr. Safransky, p. 236. «La pregunta por la nada y la experiencia del pensamiento de la nada se plantea, en realidad, para obligar al pensamiento a pensar el ahí del ser-ahí.» H.G. Gadamer, Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2002, p. 54. 15. R. Safransky, op. cit., p. 238. 16. Ibíd., p. 260. 17. La nada en este sentido se podría entender como el vacío cuántico que «lejos de ser pasivo e inerte contiene en potencia todas las partículas posibles» (I. Prigogine e I. Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid, 1990, p. 179). 18. Esta afirmación se encuentra en una carta del 12 de septiembre de 1929 dirigida por Heidegger a su amiga Elisabeth Blochmann con motivo de una excursión a Beuron en la que «rozaron el límite de su amistad». Durante esa excursión visitaron la abadía y asistieron, pese al distanciamiento de Heidegger respecto a la Iglesia, a la última oración del día que se realiza al anochecer (completas). Dicho experiencia debió causar una gran impresión en Heidegger que escribe a su amiga lo que sigue: «Para los hombres actuales es una banalidad el hecho de que caminamos diariamente hacia el interior de la noche... En las completas está ahí todavía el originario poder mítico y metafísico de la noche, en el que nosotros tenemos que irrumpir de manera constante para existir verdaderamente. Pues el bien es solamente el bien del mal». R. Safransky, op. cit., p. 219. 19. Ibíd., p. 219. Sobre la necesidad psicológica de asumir y elaborar conscientemente el mal y la sombra cfr. E. Neumann, «Hermenéutica del alma», en A. Ortiz-Osés y P. Lanceros (dirs.), Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2004 (4.ª ed.). 20. «Por ser la original apertura lo sagrado es lo inmediato, Dios, por el contrario es lo mediato, no nos es accesible directamente sino mediante lo sagrado», M. Olasagasti, Introducción a Heidegger, Revista de Occidente, Madrid, 1967, p. 203. 261

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21. R. Safransky, op. cit., p. 227. 22. Cfr. en este Diccionario de la existencia el Apéndice de A. Ortiz-Osés «El Ser y el Tiempo». 23. O. Rank, El trauma del nacimiento, Paidós, Barcelona, 1981, p. 14. 24. En El malestar en la cultura Freud realiza un análisis del «sentimiento oceánico» (nombre acuñado por Romain Rolland para referirse a la sensación de lo eterno, de lo que no tiene límites, y de la unión inmediata con el todo) y lo hace derivar de esos momentos iniciales de la vida en donde todavía no está claramente establecida la diferencia entre el yo y el ello ni entre el yo y el mundo exterior. El bebé tendría pues la sensación de que sujeto (su boca) y objeto (el pecho materno) forman un todo. Aunque esta visión psicoanalítica ha sido relativizada en las últimas décadas por investigaciones que apuntan a que los niños vienen al mundo ya diferenciados y conscientes de sí mismos en algún grado, lo fundamental de esa visión en lo que ahora nos concierne sigue resultando válido, cfr. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1995, pp. 9 y ss. y M. Washburn, Psicología transpersonal, Los libros de la liebre de marzo, Barcelona, 1999, pp. 59 y ss. Cfr. así mismo http://www.sps.org.ar/ avenburgpensamiento.htm 25. Cfr. A. Ortiz-Osés, íd. 26. Se trata, dicho en terminología psicoanalítica, del paso de los procesos primarios, en los que predomina la expresión afectiva y la sensación de placer-displacer, a los procesos secundarios, en los que la expresión verbal, aunque coloreada en el tono y en el gesto por los anteriores, se orienta hacia la representación, el recuerdo, la reflexión y la argumentación. Cfr. S. Freud, «Moisés y la religión monoteísta», en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972-1975, pp. 265 y ss. 27. Cfr. en esta misma obra mi artículo «Satán o la violencia mimética» y el de J. Camarero «Girard». 28. Cfr. en este mismo volumen A. Ortiz-Osés, «Meditación del existir». 29. Frente a lo aquí sostenido, Heidegger no sería para Girard un filósofo de fondo cristiano sino un filósofo pagano radicalmente anti-cristiano. Pero quizás lo más interesante para nosotros del legado heideggeriano sea precisamente la conjunción cristiano-pagana que coexiste tanto en su persona como en su obra (así en su noción del ser). Para todo ello véase en esta misma obra nuestro artículo sobre «Satán o la violencia mimética».

LUIS GARAGALZA

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Hermes-Cristo: Miguel Ángel ¡Oh,maravilla de saberse ligado y proyectado! HUGO LINDO, La rueda

1. (Juicio Final) El prodigioso mural de Miguel Angel sobre el Juicio Final en la Capilla Sixtina del Vaticano en Roma encuadra el círculo dramático de la existencia humana entre lo divino y lo demoníaco. Este Juicio Final es en realidad el Juicio Universal que resume y reasume la experiencia del hombre en los límites del mundo, la cual se caracteriza por la vivencia de los contrastes o contrarios apareados por el artista renacentista en contrapuestos o contrapuntos: el bien y el mal, lo profano y lo sagrado, la gracia y el pecado, el amor y el desamor, la vida y la muerte, el cielo y el infierno. El gran fresco miguelangelesco ofrece la abalanza o balanceo de los opuestos en dialéctica lucha a modo de grandiosa psicomaquia: batalla campal de las almas y sus afectos o afecciones en torno al Cristo Juez, el cual congrega en su centro/mediación los extremos del arriba celeste y el abajo infernal, la derecha elevada de los justos y la izquierda decaída de los condenados. En la versión tradicional ortodoxa este Cristo titánico separa los buenos de los malos, justos de pecadores, salvados de condenados. Y, sin embargo, hay algo original en este Cristo dinámico que lo distingue netamente de otras figuraciones clásicas del Cristo estático cual Pantocrátor divisor de los contrarios en compartimentos estancos (sirva aquí de referencia el Juicio Final de Marcovaldo en el Baptisterio de Florencia, siglo XIII). El Cristo de Miguel Ángel no está sentado en su trono tonante sino que se yergue ambivalentemente en medio de la recirculación de las almas que caen al infierno o suben al cielo en composición contrapuesta pero sin los típicos compartimentos estancos de la tradición ortodoxa. Incluso el infierno, representado por una boca dracontiana, resulta claramente estrecho y cohabitado exclusivamente por diablos o demonios. Se trata del infierno propiamente tal como gehenna de fuego, la cual se diferencia en el cuadro tanto del Sheol o Seno de Abraham de los justos del Antiguo Testamento como del Hades o Inframundo pagano cohabitado por Caronte el griego y Minos el cretenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Miguel Ángel, Juicio Final (detalle)

se (asociado al Minotauro o toro de Minos que habita las profundidades del Laberinto cual diablo cornúpeta). Yo creo que la clave de bóveda del gran mural vaticano está en la figura central del Hombre-Dios, símbolo arquetipal del medio humano-divino de la salvación o redención católico-universal. Este medio, remedio o remediación está significado por el amor: por eso precisamente el Cristo central contiene su genio y detiene su gesto condenatorio al mirar al joven rubiáceo desnudo que, en nuestra propia interpretación, personifica a Juan, el discípulo amado y el evangelista del amor.1 El Cristo resucitado comparece así entre la Virgen y san Juan, como en la crucifixión, situándose paralelamente el propio Miguel Ángel entre su amiga T. Colonna y su amigo T. Cavalieri. Las otras figuras relevantes cercanas a Cristo y su madre serían a su derecha san Andrés atrayendo presuntamente a María Magdalena (la desendemoniada), así como Juan Bautista presumiblemente junto a María la pecadora (perdonada por amor), y a su izquierda junto al concitado Juan el Evangelista estarían san Pedro y san Pablo. Por cierto, san Pedro devuelve las llaves de la Iglesia al Maestro, en un insólito gesto que sitúa la pintura fuera de toda tradicional ortodoxia eclesiástica. De acuerdo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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con nuestra interpretación global, se trataría de un Juicio de amor, es decir, del enjuiciamiento a través del amor ígneo o purificador de los pecadores, y ello a causa de la compresencia simbólica del amor simbolizado específicamente por Juan Evangelista frente al que Cristo detendría o contendría su ira justiciera, de acuerdo con el juanismo del propio Miguel Ángel en su última etapa vital. 2. (Cristo-Hermes) Yo interpretaría frontalmente el cuadro de Miguel Ángel como una pintura de carácter neoplatónico-cristiano, en la que si bien la materia pintada es ortodoxa, la forma de pintarla resulta heterodoxa. Por una parte, el cuadro no sólo ofrece una figuración cristiana del Juicio sino también pagana, a causa tanto de los personajes míticos expuestos como por la carnalidad (des)nuda: de donde el posterior mandato tridentino de velar las vergüenzas al aire y repintar algunas figuras en posturas ambiguas (como santa Catalina y san Blas). Sabido es que el propio Cristo reflejaría al llamado Apolo Belvedere, aunque yo entreveo en su configuración simbólica la figura de Hermes, el dios (re)mediador de los contrarios a través de su intercomunicación. No se olvide aquí que Cris263

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to, como Hermes, ha visitado también los infiernos, sea para ofrecer su redención a los justos (como suele interpretar la exégesis católica), sea para ofrecerla a los pecadores (como suele interpretar la exégesis protestante). Esta última exégesis vuelve a plantear, ante este espectáculo de la coimplicación de los contrarios en torno al Cristo, el viejo tema de Orígenes y la apocatástasis como final reconciliación o vuelta al Origen (un tema caro al neoplatónico Plotino).En realidad se trata de una cuestión vieja y nueva, ya que tras Orígenes han afirmado dicha reconciliación final de todas las cosas autores tan distintos como el protestante K. Barth, el católico G. Papini, el ortodoxo S. Bulgakov o nuestro Miguel de Unamuno. Pero a diferencia de Orígenes, aquí no se trata de una aniquilación final del mal y los malos, sino de su presunta coimplicación o reconversión final de la maldad (excepto de aquella que se encierra en sí misma frente al amor, podríamos añadir ortodoxamente). Curiosamente el infierno miguelangeliano parece la boca de una ballena como la de Jonás, el profeta muerto y resucitado que preside en lo alto el Juicio Final sintomáticamente, lo que puede estar consignificando la posibilidad de la regeneración de la muerte —máximo símbolo del mal— en vida. Las aguas que circundan el infierno, así como el propio fuego infernal parecerían corroborarlo, ya que agua y fuego son los elementos purificadores que transforman la muerte en vida. Claro que entonces se trata del agua bautismal y del fuego del amor: en cuya presencia el infierno revierte en laberinto cohabitado por la muerte temporal a cuyo través accederíamos iniciáticamente a la inmortalidad eterna.2 He aquí que el amor redentor reaparece medialmente como asunción de la muerte cual ofrenda de vida: y ahí está la relevancia en este fresco de Dimas, el buen ladrón, o también de san Lorenzo y san Bartolomé para expresar lo que el propio Miguel Ángel denominó en sus intensos Sonetos: el «morir amando«. El amor emerge así como el hilo conductor de la salvación, hilo conductor de Ariadna que reaparece en la pintura bajo la forma piadosa del cordón de cuentas del rosario. Pues el amor, en efecto, representa la fe con obras y, por tanto, el punto de confluencia aún pendiente desde la realización de este cuadro entre católicos y protestantes. Podríamos simbolizar este amor neoplató264

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nico-cristiano como un fuego sublimador: un fuego que no consume como el del infierno sino que consuma como el del cielo pintado en lapislázuli por Miguel Angel. Un tal fuego ya no es el fuego rojo infernal de la pasión, sino el resplandor amarillento que nimba al Cristo y tiñe su cabellera al viento del Espíritu. La restauración actual de la Capilla Sixtina nos ha dejado ver por fin los colores vibrantes tras el ennegrecimiento simbólico-real del oscurantismo eclesiástico y sus censuras. Esta nueva visión no es sólo una restauración material del cuadro sino también espiritual: ahora podemos ver que la luz divina, como sabía el neoplatónico-cristiano san Buenaventura, se encarna en el color humano, incluido el nuevo color recuperado para los presuntos condenados tras su oscurecimiento de siglos (y digo presuntos porque Miguel Angel no pintó el veredicto final, sino el instante previo al enjuiciamiento). Como le dijo Pablo III en 1541 a su maestro de ceremonias Biagio, colocado por Miguel Angel en el infierno a causa de sus críticas ortodoxas al fresco, hay que sufrir este infierno en el tiempo a la espera de la misericordia de Dios. Nuestra benévola interpretación del cuadro miguelangelesco es en consecuencia una interpretación benévola del DiosHombre que personifica la benevolencia misma y el amor redentor, cuya luz no es pura luz sino luz impura que se encarna y, por tanto, luz que en su descomposición y refracción acoge a las tinieblas que no le acogieron: Porque la luz no es esto solamente, porque ya nada es algo solamente. Sino que todo, amigos, todo es esto y luz, y todo. Y no hay manera de decirlo sino contradiciéndose y hundiéndose en el vértigo, y siendo el remolino y el vértigo y la luz. No solamente. HUGO LINDO, Una estación que viaja

El grandioso cuadro de Miguel Angel representa el remolino, el vértigo y la luz, el encuadramiento del círculo del existir, la luz difractada en color. No solamente. 3. (Amor y Fuego) Miguel Ángel ha planteado en su Juicio Final la cuestión radical sobre el sentido de la vida del hombre en el mundo. La ambivalencia del gran mural vaticano estriba en que todas las figuras que rodean al Cristo central están atraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vesadas de cierta consternación ante el veredicto del Juez Supremo. Incluso este mismo parece coimplicado en la inquietud universal que preside el escenario y la escena. Pero al confrontar visualmente a Cristo con su amado discípulo Juan, Miguel Ángel contiene esa ambivalencia radical que preside el cuadro, y que se manifiesta en los propios gestos de Jesús y Juan con los brazos alzados en suspenso o suspensión. Por otro lado, no lo olvidemos, la figura de Juan representa tanto los escritos benévolos de su Evangelio y Epístolas como el escrito turbulento del Apocalipsis. Por todo ello el resultado del diálogo visual entre Jesús y Juan resulta intrigante, según prevalezca la versión benévola o amorosa o bien la versión turbulenta y apocalíptica. Para salir de la duda trágica hay que acudir al propio autor del cuadro, Miguel Ángel Buonarroti: a partir de sus intensos Sonetos cabe entender el fin del mundo como una auténtica revelación, en la que el/lo negativo quedará revelado en/por el positivo. Pues bien, esta positivación del negativo es el símbolo miguelangeliano del Amor divino, el cual funge a modo de Fuego sagrado que purifica el mal, el pecado y la muerte a través de su transfiguración: en donde la purificación funciona como una superación/supuración de lo negativo. De este modo, el Juicio Final comparecería simbólicamente como el triunfo del Amor sobre el odio, de la Gracia sobre el pecado y de la Vida sobre la muerte. Pero más que de triunfo cabe hablar de transfiguración o transustanciación, sublimación o positivación. A favor de esta hipótesis estaría la figura del evangelista Juan, no como un viejo apocalíptico sino como el joven rubiáceo que, en su simbólica desnudez y belleza, parece invocar la compasión del Maestro. El trasfondo psicológico de esta última cuestión hay que situarlo en los Sonetos miguelangelianos, en los que el gran artista del Renacimiento siente cierta culpabilidad por el amor humano, demasiado humano, que le inspira su discípulo T. Cavalieri. Por eso apela en el Juicio Final al propio Cristo, el cual también sintió el amor humano por su discípulo Juan, lo que este último parece recordarle a aquél simpatéticamente en el momento del crucial Juicio Final. El amor adquiere así en Miguel Ángel el doble aspecto platónico-cristiano de lo pagano o humano (eros) y de lo cristiano o divino (ágape). La conclusión radicaría en que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el amor cristiano no destruye al amor humano, sino que lo transfigura.3 Notas 1. Obsérvese el juego de complicidades que, siempre a nuestro entender, se da entre Cristo y san Juan, partiendo de su mutua mirada y extendiéndose al gesto complementario. Mientras que Cristo abre su mano derecha imperativamente y cierra su izquierda contenidamente, Juan cierra detentivamente la derecha y abre la izquierda amorosamente. Por cierto, y para mayores connotaciones implicativas, al lado del discípulo amado por Cristo se situaría según C. Tolnay la figura orante del amado discípulo de Miguel Ángel (Tomás Cavalieri), a su vez resituado frente a la presunta figura de la amiga del pintor (Teresa Colonna) y justo detrás de san Bartolomé portando su piel desollada con el retrato del propio Miguel Ángel, consignificando así la ofrenda u ofertorio de su amor de amistad (como dice en un famoso soneto). Respecto a la iconografía, aunque no para su interpretación en línea tradicional, véase la esplendente obra Miguel Ángel: El Juicio Final, Nerea, Madrid, 1997. Para nuestra exégesis, nuestro Diccionario de Hermenéutica, 4.ª edición, Universidad de Deusto, Bilbao 2004. 2. Téngase en cuenta al respecto el arrepentimiento que muestran algunos diablos o demonios, así como la idea del Sheol bíblico parturiento y del laberinto pagano regenerador; consúltese al respecto el Diccionario de la Biblia de H. Haag, así como la Gran Enciclopedia Rialp (Infiernos), así como mi obra Cuestiones fronterizas, Anthropos, Barcelona, 1999. Por otra parte, la presencia de las serpientes míticas en los infiernos no debe hacernos olvidar su carácter ambivalente de animal de muerte, vida y regeneración (por cierto compresente simbólicamente en la misma figura serpentinata del Cristo). 3. Para todo el trasfondo, ver mi obra La razón afectiva, San Esteban, Salamanca, 2000. Quisiera hacer una última mención al famoso cuadro La última Cena de Leonardo da Vinci, el otro genio homoerótico del Renacimiento: pues bien, la presunta figura femenina a la derecha de Jesús no es María Magdalena, frente a lo que dice Dan Brown y socios, sino el apóstol Juan, pintado con rasgos feminoides o efébicos en la iconografía cristiana. Y, sin embargo, en El código Da Vinci se recupera positivamente a María Magdalena en el contexto de la religión de la Diosa Madre, a cuyo círculo pertenece sin duda simbólicamente la propia figura del apóstol Juan, en cuanto hijo-amado de la Virgen Madre.

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

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Héroe

Héroe Prólogo en el cine Él es todo lo que cualquier niño desearía ser de adulto y lo que cualquier hombre al llegar a la vejez hubiera deseado ser, dice Nathan Stark, el personaje encarnado por Robert Ryan, al despedir a Ben Allison, interpretado por Clark Gable (inolvidable su presentación, cuando cabalgando hacia los yacimientos de oro de Montana, ve a un ahorcado y constata: nos estamos acercando a la civilización), al final de Los implacables (Raoul Walsh, 1955). Las palabras de Stark definen a la estrella Gable tanto o más que a su personaje, pero en ambas acepciones están revelando la ideología subyacente a una industria de héroes populares como la de Hollywood en su época clásica. La frase está sostenida sobre la reversibilidad sentimental de los ideales heroicos de masas: el mismo modelo de héroe produce ilusión en una edad de la vida en que se puede «soñar» y nostalgia en aquella otra en la cual un poco de honestidad con uno mismo obliga más bien a «añorar». Hollywood sabía muy bien, en cualquier caso, que a ambas edades les merecería la pena pasar por taquilla y pagar su entrada. 1. Psicología profunda: Born to kill Al dedicar este capítulo, por otra parte obligado, a Freud, Neumann y Jung, no creo estar traicionando demasiado la sabia advertencia de Nicole Loraux1 cuando afirma que pretender descifrar el psiquismo de un héroe sería como interpretar los pensamientos de los personajes de un sueño. Mejor preguntar por la interioridad de quien los sueña, en la que están enredados. Freud, la moral de la mentira

En las consideraciones complementarias a su ensayo sobre la Psicología de las masas (cuyo título completo conviene recordar aquí: Massenpsychologie und Ich-Analyse), Sigmund Freud afirma que el mito del héroe fue el paso con el que el individuo se separó de la psicología colectiva. Es un mito que surge en el momento justo de la historia psíquica de la Humanidad en que el individuo se discrimina de la masa. El mito del héroe es narrado por Freud con pulso novelístico: el mito comienza «retrotrayendo» al lector a la horda primitiva, 266

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cuando el padre que engendró a todos los hijos de la primera multitud fue elevado a la calidad de Creador del mundo. Una figura tan venerada como temida por cada uno de sus descendientes, que al fin pierden la paciencia, se arman de valor, se asocian y, arrojándose sobre él, lo despedazan. Tras el crimen, ninguno se atreve a ocupar la vacante del Creador, pues recelan la misma hostilidad que ellos habían establecido como antecedente criminal. Sobre la base de una renuncia generalizada a la herencia del padre, se crea lo que Freud llama una comunidad fraternal totémica, cuyos miembros gozan de iguales derechos y se someten a un mismo régimen de prohibiciones y sanciones, vigilado en la práctica por divinidades maternales. Esta forma de comunidad tampoco es inmune al descontento que, al generalizarse, se manifiesta por medio de una voluntad restauradora: regresar al antiguo estado de acuerdo a un nuevo plan, devolviendo al padre sus galones pero limitando su jurisdicción, que ahora no será la de la horda sino la de una familia. El mito del héroe llega de este modo a su capítulo decisivo: porque la familia se destapa como una mala sombra de la horda. Con una circunstancia agravante, que al multiplicarse el número de padres por el número de unidades familiares, las restricciones a la libertad de cada uno de ellos se multiplican también, dando lugar a una guerra abierta de derechos y privaciones. Todo esto pudo decidir entonces a un individuo a separarse de la masa y asumir el papel de padre. El que hizo esto fue el primer poeta épico, y el progreso en cuestión no se realizó sino en su fantasía. Este poeta transformó la realidad en el sentido de sus deseos e inventó así el mito heroico.2 La figura del héroe introduce, según Freud, el primer ideal del yo, mediante un expediente mítico de suplantación del padre primitivo. Esta suplantación tiene un recorrido psíquico inquietante: pues el héroe está legitimado para vender al mundo como magna empresa el «haber matado al padre sin auxilio de nadie» sólo si es capaz de convencer antes a todos de que aquel a quien tenía como ideal en su adolescencia era, en realidad, un monstruo totémico. La inteligencia poética de Freud queda bien demostrada cuando afirma que la mentira del mito heroico culmina en la divinización del héroe. El autor de Tótem y tabú ve en esas andanzas, referidas como hazañas, un medio de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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apuntalar el cuadro cronológico de las divinidades, dentro del cual la sucesión de la diosa madre por un dios padre tuvo el éxito que tuvo gracias a la cuña introducida por el mito heroico, el ideal del yo. Con esto quiere elevar el poeta la imaginación de su audiencia masiva: el héroe arrastra consigo una energía síquica capaz de transformar un tiempo maternal en un espacio paternal. Erich Neumann: doble nacimiento, doble asesinato

Una obra de Erich Neumann resulta de obligada referencia sobre este tema: Historia de los orígenes de la conciencia (Ursprungsgeschichte des Bewusstseins). Neumann ensancha la perspectiva freudiana, convirtiendo el nacimiento del héroe en uno de los momentos más interesantes de su relato de los estadios mitológicos en la evolución de la conciencia. Como en la Psicología de las masas, pero ahora con una inspiración junguiana, el nacimiento del héroe es visto como un proceso que resulta de un contexto de gran inestabilidad entre los órdenes maternal y paternal. El héroe nace como escupido por una borrasca que afecta a la distribución primitiva de los poderes entre lo masculino y lo femenino. Un hecho acaba por confirmarlo: todos los héroes tienen a su padre y a su madre duplicados. Para Neumann, las relaciones parentales del héroe son mucho más complicadas de lo que permite suponer el romance familiar freudiano. Por una parte, como emblema de la individualidad y la conciencia, el lugar de nacimiento del héroe es siempre un grupo de machos, cualquiera de esos colectivos dominados por un espíritu de «centroversión» —en palabras del autor—, sectario, iniciático, individualista. En todas las mitologías, la transformación del héroe a través de la lucha virilizante contra el dragón, un tópico inexcusable en la carrera de su vida, es sólo la apoteosis de un salto psíquico cualitativo desde el ser normal al ser heroico que ya estaba previsto cuando se dispuso para él una doble parentela, convirtiéndolo en descendiente de dos linajes. Dos padres (esto es válido para Siegfried y para Superman): de la parte de los mortales, se le adjudica un padre personal, que en el peor de los casos no cuenta y, en el mejor, no puede ejercer su paternidad más que sobre los aspectos carnales y «bajos» del héroe; de la parte de los inmortales, se le reconoce un antecesor celestial que es el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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progenitor de su aspecto específicamente heroico y de hombre elevado.3 Dos madres también, para mayor inri: el grupo integrado por la sociedad masculina, dominado por el arquetipo del héroe y la mitología de la lucha contra el monstruo, es la fuente de todos los tabúes, leyes e instituciones destinados a hacer mella en la cerrazón sobreprotectora de la Gran Madre (ese primer estadio de la identidad a partir del caos, o uroboros, donde el ego aún se encuentra en estado emergente, embrionario). No es que el grupo matriarcal ignore la ley, más bien es que su ley es la del instinto y la inconsciencia que mira antes por la preservación natural de la especie que por el desarrollo de cada individuo en su singularidad. El ruido de sables que se escucha detrás de ese enorme artificio en que consiste duplicarle los progenitores al héroe, es el del combate de un grupo contra otro —el de los hombres fortalece simbólicamente el ego y la consciencia, igual que el de las mujeres el instinto y la comunidad. La naturaleza del héroe está estrechamente relacionada con el problema de su doble parentesco, siendo una característica central en el canon de sus mitos. Así, el contraste entre las dos figuras maternales, la personal y la suprapersonal,4 constela el drama de la vida del héroe colocándola en situaciones a veces paradójicamente desesperadas: sólo así puede calificarse la situación de quien, teniendo duplicada a su madre, se ve a sí mismo en ocasiones como un huérfano. Lo que no es de extrañar en quien ha de asumir en su propio destino los dos aspectos irreconciliables del arquetipo materno, el de virgen y el de leviatán. La doblez de la madre del héroe obliga a éste a desarrollar por dos veces su condición de hijo, experimentando al lado de una maternidad oscura y terrible, estilo «reina de la noche», una segunda maternidad, estilo «mariano», luminosa y benevolente. Sólo superar con nota un gran trauma puede descargar al héroe del trabajo que se le ha acumulado como hijo: matar al dragón. Un enfrentamiento canónico en el que, crípticamente, se cumple de paso el doble asesinato del padre y la madre como hitos en la historia de la conciencia individual (también los hay precoces, Heracles según Diodoro Sículo asfixia en su cuna a dos dragones que le había enviado Hera). Puesto que Neumann ha insistido tanto en esa anomalía heroica que consiste en tener duplicados a los ascendientes, puede 267

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Héroe

interpretar la muerte del dragón como victoria sobre los aspectos radicalmente negativos adheridos a la paternidad y la maternidad, respectivamente. El héroe mata al dragón, primera parte: y a quien asesina es a esa dosis de Madre Terrible que ha tenido que padecer en su madre, ese vientre de todos los monstruos superposesivos y afectos devoradores que quisieran que el dinamismo del ego se enquistara en las paredes de su regazo primordial. El héroe mata al dragón, segunda parte: y a quien asesina es al lado de Padre Terrible que ha tenido que soportar en su padre, esa faceta normativa e hipertradicional que actúa como un dispositivo castrador que ofrece al hijo el sistema completo de su vida como sumisión al viejo orden, la vieja ley, la vieja religión, la vieja moral. Si la castración materna es orgiástica e incestuosa, la paterna siente inclinación por el ascetismo y la regla. Jung: la sombra, el ánima y el viejo sabio

Carl Gustav Jung, recordado por esa espectacular apuesta llamada inconsciente colectivo, no descuidó el lado individual de la psique. No está de más recordar aquí la influencia que tuvo la tradición neoplatónica en la fenomenología posterior del héroe, al hacer de él un ser entremundos, un daimon que le bailaba el agua a los dioses, cumpliendo sus voluntades entre los mortales. Desde otro punto de vista, todo héroe, o construcción heroica, es una especie de mitin de poderes diversos, cuyo soporte es la palabra épica (ni mítica ni novelesca), donde se nos permite figurarnos una cierta inserción o mediación de lo colectivo en lo individual. En este sentido, la distinción que establece Jung, y que recojo muy sumariamente en el siguiente esquema, puede ser comprendida como la delimitación de las dos provincias en la peligrosa geografía psíquica por la que transita el héroe: pues él es un ideal de personalidad que lleva encriptada una ansiedad colectiva. El sí mismo (el Selbst) para Jung tiene un carácter procesal y aventurero que, por lo que hace referencia al inconsciente colectivo, madura gracias al encuentro con tres grandes arqueti-

pos: la sombra, el ánima y el viejo sabio.5 El romance junguiano del yo haría las delicias de los fans de la literatura fantástica (y yo lo voy a leer tan libremente como ellos). Pues en estas tres citas fatales y dinámicas a la vez, los arquetipos comparecen como personalidades rectoras que actúan produciendo una influencia enorme sobre el imaginario humano, o bien como situaciones y encrucijadas que simbolizan algún tipo de transformación. La figura del héroe nos trae personalmente la noticia de las citas arquetípicas del inconsciente colectivo: sus andanzas, algo más que las de un simple enderezador de entuertos, son casi siempre una aventura simbólica, esto es, una vivencia de y en imágenes, una quête a la vez positiva y negativa, donde se intenta transferir una experiencia colectiva a un soporte individual sin que una y otro se bloqueen mutuamente. Primera imagen, la sombra. La cita con la sombra es verdaderamente aterradora: pues, en su significado más profundo, supone el encuentro con uno mismo. Y si ese «uno» fracasa a la hora de saber quién es corre el peligro de ser tragado por una extensión ilimitada, perdido en un desierto de indeterminaciones. ¡Cuántas veces el héroe se encuentra con la sombra y la acaba temiendo más que a ningún otro peligro exterior! Es el grito del gobernador imperial Gessler al no dispensar a Guillermo Tell de disparar la flecha contra la manzana depositada sobre la cabeza de su propio hijo: TELL (al gobernador). Dispensadme del disparo. ¡Aquí está mi corazón! (Se descubre el pecho). Llamad a vuestros caballeros y derribadme, dadme muerte. GESSLER. Yo no quiero tu vida, lo que quiero es tu disparo. Tell, tú lo puedes todo, no vacilas ante nada, lo mismo manejas el timón que el arco, ninguna tormenta te espanta, cuando hay que salvar a alguien… ¡Ahora, salvador, ayúdate a ti mismo… tú que salvas a todos!6

El grito que Schiller parodia de aquel que se oyó a la multitud en la escena de la pasión de Cristo (Lucas XXIII, 35), ese ¡que se salve a sí mismo!, pone al héroe en el trance más an-

Origen

Afectación

Estrato

INCONSCIENTE PERSONAL

Experiencia

Individual

Superficial

INCONSCIENTE COLECTIVO

Innato

Universal

Profundo

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Contenidos Complejos: novela de la intimidad de la vida Arquetipos: «clusters» de conexiones imaginarias; plurívocos, dinámicos

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gustioso: en presencia de la sombra el héroe debe refinar la conciencia de sí, ya que relajarse le llevaría a caer en una trampa sin salida. Si supera la prueba de la sombra, el ánima le organizará otra cita. Segunda imagen, el ánima. El ánima es, para Jung, una suerte de a priori de los estados de la conciencia, es la serpiente en el Paraíso del hombre inofensivo.7 Para el héroe, el ánima no es mala: es algo anterior al mal. Relativización de la moral, duda desvergonzada que por pudor el héroe teme afrontar. El ánima es el peligro, el tabú, la magia, lo incondicionado, no existiendo en su reino élfico ningún asidero dogmático. El encuentro con el ánima es el encuentro con esa parte que está fuera del dominio categorial de la psique del héroe. Sin embargo, si éste toma en serio el encuentro con ella, puede que se convenza de que ha entrado en contacto no tanto con una mera naturaleza élfica, sino con una sabiduría oculta. Hay una trama acerca de los lugares y las leyes de la vida sobre la que Caos ha escrito mil signos irracionales que distraerán la atención de aquellos que han tomado la cita a la ligera. Tras su despistante falta de cautela moral, el ánima enseña que bajo todo caos hay cosmos. ¿Pero puede el héroe interpretarlo, él solo, después de un encuentro tan exigente? Tercera imagen, el viejo sabio. Es bella la descripción realizada por Jung del tránsito desde la imagen del alma a la imagen del viejo sabio. El héroe acude a la cita del anciano después de que el ánima le haya pegado un buen repaso: al límite de una muerte espiritual, de un colapso moral, y en una extenuante debacle de sus facultades interpretativas, el héroe parece más dispuesto a renunciar que a seguir dando cuerda a su quête. Pero todo Parzival tiene su Trevrizent, todo Heracles su Oráculo de Delfos —o su Pitia. El viejo sabio se deja encontrar, el anciano que revela el sentido oculto de la trama, haciendo las funciones de pa-

FASE

SECUNDARIOS ARQUETIPO

2. Historias superficiales Un «héroe» es un estilo de narrar. La realidad del héroe es inseparable del modo como se organiza la palabra que la relata. Antes y después de la cristianización del héroe, es decir, ya sea según los patrones griegos de Heracles y Odiseo, ya en los caballerescos de san Jorge y san Miguel Arcángel, los mitos y epopeyas heroicos, en su enorme diversidad, parecen mostrar ciertas afinidades estructurales. De la psicología profunda hay que volver, siempre, a la historia superficial. ¿Qué escritura se desliza sobre las grandes superficies del héroe? Frye, anatomía del romance heroico

Desde el punto de vista de una crítica literaria atenta al modo como los arquetipos se insertan en la mitología creativa,8 Northrop Frye realizó un diseño exhaustivo de los principales esquemas cíclicos dentro de los cuales una narración (Mythos) puede cursar un determinado expediente de imaginería y sentido (Arquetipo). El erudito canadiense vio en el mito del héroe una narrativa central inspirada en el ciclo solar del día, en el ciclo estacional del año, en el ciclo orgánico de la vida. Pasando por alto su ingente caudal de matices, esa «narrativa» se resume en el próximo esquema.9 Para Frye, en el Mythos heroico se condensa el ritmo y la melodía de los demás mitos de occidente, como si su ciclo tuviera un enorme poder de succión sobre nuestros relatos: Agón (o conflicto) → Pathos (o catástrofe) → Sparagmos (o desaparición) → Anagnorisis (o reconocimiento)

Ciertamente, el viaje saturado de peligros y la lucha mortal en la que el héroe persigue una victoria enaltecedora (él tiene como fin primordial vencerse a sí mismo, nos recuerda

Amanecer - Primavera

Cénit - Verano

Ocaso- Otoño

Noche - Invierno

Nacimiento e infancia del héroe

Matrimonio y triunfo. Apogeo, derrota del mal

Pecado, sacrificio, aislamiento. Muerte del héroe

El regreso del caos, o la tiranía

El padre y la madre (en plural)

El rey, la novia y el escudero

El Oráculo pítico. Traidor, sirena

El ogro, la bruja, reina del Eliud

Romance

Comedia - Idilio

Tragedia - Elegía

Sátira

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dre del alma o de psychopompos, iluminador, maestro y guía, enciende una luz en la oscuridad de la conciencia del héroe, despejándole, provisionalmente, el futuro.

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Juan Eduardo Cirlot), a la que sigue una falta horrible que le conduce al nadir de su existencia, a un sacrificio o desmembramiento del que se recompondrá en una nueva vida, tras la oportuna burocracia de exaltación del resucitado, son Leitmotiven imprescindibles del milenario arte de narrar. El estudio de este arte adquiere una dimensión todavía más compleja si intentamos rastrear en él las huellas de lo que aquel «ultrahistoriador» admirable que fue Georges Dumézil denominara las tres funciones jerarquizadas de la ideología de los indoeuropeos (y de sus pueblos descendientes). Dumézil, las tres funciones, los tres pecados

La defensa sistemática del lugar central que ha ocupado en la ideología de los indoeuropeos el mecanismo de las tres funciones (exploradas a través de los más vastos conjuntos épicos de India a Roma, de Escandinavia a Irlanda, de Irán a Grecia), lleva a Dumézil a extraer algunas conclusiones comparativas (o comparaciones conclusivas), que me permito aprovechar aquí, con brevedad casi imposible. El esquema tripartito, tan citado, es bien conocido:10

Lo Sagrado

Poder mágico-religioso; jurídico-religioso; sabiduría

La Fuerza

Especialmente, la guerrera. Lealtad, honor, integridad

La Fecundidad

Abundancia, riqueza, alimentación, maternidad, paz, sexualidad

Es interesante recordar que Dumézil no emplea esta ideología tripartita para distinguir entre niveles funcionalmente heterogéneos del cosmos (dioses, héroes y hombres) sino como medio para comparar de qué modo asigna cada epopeya dichas funciones —sagrada, guerrera, alimentaria— dentro de cada nivel. Fijémonos, por tanto, en los héroes (o, al menos, en algunos). Porque Dumézil arroja una luz sobre dos sombras de la vida del héroe que no podemos dejar de incluir en nuestro relato: su habilidad fatal para pecar y su condición de apuesta de los dioses. Como destaca Patxi Lanceros en su libro El destino de los dioses, precisamente al hilo de una conversación crítica con Dumézil, la dinámica interna de la estructura indoeuropea 270

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confirma la centralidad de la guerra como dominante simbólica.11 Esto no significa que el héroe, figura de funcionalidad predominantemente guerrera, no transite las otras dos provincias de lo sagrado y la paz. Por supuesto que lo hace. Al menos para pecar. Probemos a comparar al griego Heracles con el escandinavo Estarcatherus (es decir, comparemos a Diodoro Sículo con Saxo Gramático):12 el primero desobedece a Zeus al negarse a ponerse bajo las órdenes de Euristeo (atentado contra lo sagrado; penitencia, la locura y doce trabajos forzados),13 da muestras de cobardía en el campo del honor al liquidar a un contrario de forma vil (atentado contra lo honorable; penitencia, enfermedad y esclavitud), y «olvida» sus deberes conyugales hacia Deyaneira (atentado contra la fidelidad sexual; penitencia, la hoguera del monte Etna). El escandinavo Estarcatherus (o Starkdar) no es menos diestro para pecar: practica un sacrificio humano con su rey, huye del campo de batalla tras la muerte de éste y acepta oro contante y sonante por el asesinato. En uno y otro caso, cada zona está manchada por un facinus, cada función lesionada por una fechoría. Claro que el expediente judicial que acabamos de incoarle al héroe se complica mucho más si nos paramos a analizar su grado de responsabilidad. Pues un héroe es, como dice Dumézil, la apuesta del juego de los dioses. Y sus pecados refieren siempre, por tanto, a una determinada teología. Los dioses son, literalmente, factores del héroe más o menos escondidos tras los bastidores del theatrum mundi. La epopeya vincula cada héroe al aspecto de un dios complejo o, más frecuentemente, a la complejidad misma de lo divino (Hera y Atenea se disputan al hijo de Alcmena, pero por encima está la ofendida solicitud paternal de Zeus). Existen, como es de esperar, diferencias radicales entre los modos como los diferentes dioses «testan» sus fórmulas secretas en los diferentes héroes. Según el modo como desempeñan su papel de directores del juego heroico, los poderes divinos se reparten entre dioses sombríos (Ódinn, en las sagas escandinavas, o su genial recreación en el tuerto Wotan de la tetralogía wagneriana) y dioses luminosos (Visnú, en India). Lo cual no simplifica tampoco las cosas: puede que los dioses de la estirpe de Ódinn sean los primeros en la ideología de un determinado conjunto épico, de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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modo que el héroe desee a todo trance atraerse sus favores, llegando incluso a considerar que la dicha suprema en la hora de su muerte consistiría en poder transvasar la parte más valiosa de su esencia al dios sombrío (o fundirse, al menos, con algún otro dios de su círculo de sombra). Al héroe moderno no hay dios que lo soporte

Pero los dioses se vuelven rumor de fondo, lejanía, silencio, ya en las tragedias de madurez de Sófocles (¿qué lector es capaz de oír aún la voz de los dioses por encima de la de Electra en la obra homónima?). Los héroes sobrevivieron a la modernidad. Pero, ¿cómo? La pregunta no es qué estaciones del mito del héroe se siguen re-latando en la modernidad, sino quién nos imaginamos que manda modernamente sobre él. Al héroe moderno no hay ningún dios que lo soporte. ¿Quién soporta entonces al héroe? Podemos identificar con relativa facilidad (y relativo éxito) las estaciones del viaje de Odiseo en los viajes, por ejemplo, de Leopold Bloom o Ethan Edwards; pero fracasaremos al preguntar por el dios que manda sobre ellos. No se trata de la «secularización» de los héroes, que no obstante la glorificación ultraterrena a la que aspiran siempre han sido de este mundo, sino de la desdivinización de aquel horizonte que hizo antaño de sala de máquinas de su comportamiento arquetípico. Un síntoma de todo esto lo encontramos desde luego en Thomas Carlyle, quien en su libro sobre Los héroes, de un estilo que a muchos lectores, sobre todo de la segunda mitad del siglo XX, pudo parecerles empalagosamente prefascista14 —término este último poco oportuno para calificar un ciclo de conferencias leídas en Londres en 1840—, pudo abrir a capricho el book de la Historia y elegir a quién remontar al altar de la heroicidad, si a Odín o a Dante, si a Cromwell o a Mahoma, pues el estatuto ontológico de este nuevo héroe-orquesta (dios, profeta, poeta, sacerdote, hombre de letras, rey) está consagrado no por una función sino por su culto (olvidando, por ejemplo, que el héroe accede por la fuerza al mundo noético mientras el santo lo obtiene por gracia divina; ahora basta que el santo amase caudal suficiente de admiración arrobada para hacer de él también un héroe). Y si el héroe casi queda sin respiración dentro de la imagen newtoniana del Estado moDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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derno, montada sobre los hombros afines de los ideales de racionalidad cartesiana cuya agenda pasaba por que todo el mundo pusiera su tabla bien rasa para evitarse volcar sobre el «debate común» cualquier tipo de idiosincrasia personal o cultural,15 el romanticismo adoptó al héroe con peligroso instinto sobreprotector. En el tardoromanticismo europeo el héroe épico se folcloriza, y comienza a servir con descaro particularista a las pulsiones nacionalistas de turno. Esto forma parte de un proceso más complejo que me atrevería a denominar la emotivización del héroe, reacio a aceptar inhibiciones doctrinales de parte de un Exterior sobrenatural. Héroe —o, cada vez con más frecuencia, heroína—, podía serlo ahora casi cualquiera. Bastaba un poquito de determinación sentimental para que los tabloides decimonónicos se hicieran eco de los llamativos resultados: como en el caso de Charlotte Stieglitz, que se apuñaló para que su marido pudiera convertirse en un poeta mejor al ser testigo de tan triste experiencia (y quedándose el poeta igual de bueno, ella fue coronada al menos como heroína popular del romanticismo).16 En el siglo XXI ningún dios soporta al héroe. Hoy, si acaso, sólo los soportamos con prefijos (anti- y super-): dependiendo del consumo. Dependiendo, como siempre, de la ficción. Notas 1. N. Loraux, Las experiencias de Tiresias, Barcelona, Acantilado, 2004, p. 261. 2. Sigmund Freud, Psicología de las masas, Madrid, Alianza, 2000, p. 75. 3. Para esta presentación me baso en Erich Neumann, The origins an History of Consciousness, Princeton, Princeton University Press, 199310. El libro fue publicado en alemán por la editorial Rascher, de Zurich, en 1949. Remito al lector a la amplia obra de Andrés Ortiz-Osés como referencia inexcusable. 4. En los héroes más fuertes las dos madres pueden ser divinas, aunque se respeta un valor diferencial entre ellas: así la timorata Alcmena abandona en el campo a Heracles, que es protegido por Atenea, su tutora. Vid. Georges Dumézil, Mito y epopeya. II. Tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey, México, D.F., F.C.E., 1996, pp. 120-121. En otros casos, es el mismo Dios quien se desdobla en un nombre y hábito celestes y otro nombre y hábito terrestres: en Wagner, Wotan engendra con Erda a Siegmund; pero aparece como errante Wälse para deslizarse entre los mundanos y como Wolfe (Lobo) para cuidar al héroe en su infancia. 5. Vid. Carl Gustav Jung, «Sobre los arquetipos del inconsciente colectivo», en C.G. Jung et alii, 271

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Homoerotismo: J. Gil-Albert

Hombre y sentido. Círculo Eranos III, Barcelona, Anthropos, 2004, pp. 9-45. 6. Friedrich von Schiller, Don Carlos. Guillermo Tell, Barcelona, Planeta, 1990, p. 226. 7. C.G. Jung, supra, p. 30. 8. Evidentemente, el término pertenece a un erudito de las mitologías heroicas (y sus mil caras): Joseph Campbell, Las máscaras de Dios: Mitología creativa, Madrid, Alianza, 1999. 9. Extraído de Northrop Frye, Fables of Identity. Studies in Poetic Mythology, San Diego-Nueva YorkLondres, Harvest/HBJ, p. 16. El esquema sufrirá algunas correcciones posteriores en su obra más sistemática: íd., Anatomy of criticism, Princeton N.J., Princeton University Press, 199010. (Hay traducción castellana: Anatomía de la crítica, Caracas, Monte Ávila, 19912.) He presentado de forma más completa la crítica de Frye en: F. Bayón, «Crítica literaria», en A. Ortiz-Osés, P. Lanceros, Diccionario de Hermenéutica, Bilbao, Universidad de Deusto, 20044, pp. 71-85. 10. Vid. G. Dumézil, Mito y epopeya, I. La ideología de las tres funciones en las epopeyas de los pueblos indoeuropeos, Barcelona, Seix Barral, 1977. Y la irónica aclaración y defensa de su postura efectuada al final del ciclo: íd., Mito y epopeya, III. Historias romanas, México, D.F., F.C.E., 1996, pp. 347 y ss. 11. P. Lanceros, El destino de los dioses. Interpretación de la mitología nórdica, Madrid, Trotta, 2001, p. 153. 12. Me baso en G. Dumézil, Mito y epopeya II, supra, pp. 20 y ss. y 118 y ss. 13. Que Karl Kerényi narra maravillosamente en K. Kerényi, Die Mythologie der Griechen II. Die Heroen-Geschichten, Munich, dtv, 200220, pp. 116-147. 14. «¡Encontradme al verdadero koenning, king, rex!: el hombre hábil, capaz, y, desde luego, por lo que dice a nosotros, tendrá sobre nuestra persona un derecho divino». T. Carlyle, Los héroes, México, Porrúa, 1986, p. 161. 15. Vid. S. Toulmin, Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Barcelona, Península, 2001, pp. 270 y ss. 16. El caso lo recoge G.L. Mosse, La cultura europea del siglo XIX, Barcelona, Ariel, 1997, p. 55.

FERNANDO BAYÓN

Homoerotismo: J. Gil-Albert Ha sido el literato Juan Gil-Albert quien ha pergeñado ejemplarmente la categoría existencial del Homoerotismo tanto en su vida como en su obra, especialmente en Valentín, Los arcángeles, Tobeyo...; pero es en Heraclés donde, al margen de la ficción narrativa, elabora un tratado sistemático sobre la homoerótica. Sien272

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do el autobiografismo el género dominante en su obra, y con mayor pureza en su obra lírica, allí habrá que ir a desvelar la singularidad homoerótica de una aventura interior, que, en lento proceso de crecimiento, hallará su plenitud gracias al concurso del arte que justifica la vida y la sublima. Tres ejes fundamentan la comprensión de la naturaleza homosensual: sujeto de la experiencia, objeto o mundo en conflicto dialéctico y lenguaje simbólico en que cristaliza la experiencia. Salvados momentos de compromiso temporal, como la participación en la defensa de la República durante la guerra civil, la vida de Gil-Albert carece de protagonismo, si entendemos por tal la nombradía aupada más en circunstancias externas que debida a la calidad de la obra. En nuestro autor, más que los hechos externos cuenta la mirada especular hacia dentro, la inmersión en el problema de la propia vida. Una vida que debe hacerse frente a todos y frente a una sociedad convencional y hostil, elevándola a categoría de arte y filtrándola a la luz del mito. Ejemplar resulta la fusión de biografía y escritura en la obra gil-albertiana. La vida, tema central y obsesivo, espoleada por el amor, servirá de sustento a la obra, al par que la obra otorgará a la vida su dimensión estética y su calidad artística. Una manera de ser En Heraclés, se traza una teorización completa sobre el modo de ser homosexual. Según GilAlbert, cuyas palabras reproducimos casi literalmente, el homosexual nace y trae de antemano una manera de ser. Nace solo, aislado de los demás y en soledad de islote debe labrarse su destino. La vida es un problema que, más que fuera, se localiza dentro de él; así que ha de prestar más atención a la voz de su intimidad que a los hechos del mundo. En el orden de las realizaciones humanas, el homosexual es un ser distinto, está vacante, debe inventar su vida y edificarla, lo que preconiza la posesión de un estilo o su adquisición gradual, piedra a piedra. Hay un aspecto de la naturaleza homoerótica que mira más hacia el padre que hacia la madre. El homosexual de signo paterno, al no ser prácticamente un hombre, como su padre, habrá de ser un hombre ideal. Buscará en sí mismo el apoyo que la sociedad le niega. Es esteta de nacimiento, un artista de su obra y opone a la dinámica disoluta de la vida una estabilidad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Homoerotismo: J. Gil-Albert

ideal. Su naturaleza se halla capacitada para sorprender la irradiación metafísica de las cosas naturales y el resplandor de la belleza superflua del mundo, el lujo de lo inútil. Como artista ha de forjar su destino al margen de la moral, que consuela, para acogerse a la estética, que templa y educa. Junto al tema central, la vida, aparece en Heraclés, en un plano secundario, el otro gran tema, el amor. El amor homoerótico tiende a investir, con la atribución de lo sagrado, el proceso natural de las cosas. En el amor resplandece una divinidad, y en el ser amado se traduce el extracto de un dios. Nos hallamos, por tanto, afirma Gil-Albert, en una región mítica que sobrepone a lo cósmico la imagen de lo real. El amor es motor de la vida, su espíritu, pero no en el funcionamiento de su totalidad porque la meta de la totalidad no es otra cosa que la vida misma. No calma la apetencia humana de vivir, ya que una sola actividad no resume las múltiples facetas de la vida. Gil-Albert, para liberar al amor de su caducidad física, nos pone en guardia frente al amor platónico, místico, que se coloca bajo el influjo de la Afrodita Urania, protectora de los amores ideales; su contrapunto lo representa el amor carnal, amparado por Afrodita Pandemo, amor realista que suele seguir al endiosamiento del joven amado, el erómenos. El amor se acaba cuando placer y sensualidad, en lucha con la orientación del espíritu, originan desequilibrio. El tributo de veneración no se dirige a un ser determinado sino a algo que lo excede y despersonaliza: la virilidad, de orden suprapersonal. La virilidad divinizada no corresponde al ser sino como soporte evocador. El amor fracasa porque una cosa es la convivencia y otra el amor, y una cosa es el ser con quien se convive y otra el ser a quien se ama. Se nos instruye sobre los peligros del amor tomando como base la Vita nuova de Dante. Dante quiere evitar el peligro de la convivencia y la realización del amor; por ello lo diviniza y eterniza en la contemplación amorosa de la mujer amada. Se necesita, pues, elevar nuestro deseo a un plano atemporal en el que una eterna primavera haga reverdecer los botones de la pasión. Un imposible que sólo el arte, en cuanto actividad extranatural, ha conseguido cobijar dentro de un clima inalterable. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La revelación primaveral Aplicar la teoría expuesta al proceso descrito por la poesía de Gil-Albert resultaría esclarecedor, pero nos interesa ahora ver cómo se inserta la naturaleza personal dentro de la revelación primaveral de la naturaleza, su arquetipo. En «Hyazinthos», poema de Los oráculos, se formula, de manera oracular, todo un recorrido simbólico. Se expresa así: «El sol todos los años, / en ese día lleno de esperanza / en que la tierra deja de su sombra / abrirse el sueño»... Es decir, cada año, con el concurso del sol, la tierra permite que de su sombra se abra y revele el sueño. Sol, tierra, sombra y sueño trenzan, en líneas vertebrales, el diagrama de un proceso cósmico que conduce a la revelación primaveral. La tierra posibilita los nacimientos y cambios, pues en ella se gestan y renuevan los gérmenes de la vegetación y de la vida. Con la fecundación solar la tierra no se cierra sobre sí misma y, desde el reino de las sombras y la muerte, alumbra la vida y el sueño de la revelación se cumple. En tal alegorismo cósmico se cifran «las posibilidades de un desenvolvimiento progresivo», tanto social como personal en la poesía de Gil-Albert. Pero antes de acceder a la solución favorable que impone el esquema cósmico, ya instalado en el orden del mito, ha sido necesario pasar por la realidad personal en conflicto con la realidad social para abocar a la realidad comunitaria. En las etapas conflictivas de la poesía de Gil-Albert, el esquema muestra profundos desajustes. Así ocurre en Misteriosa presencia, Candente horror y Son nombres ignorados, libros de la primera etapa, la de la guerra civil. En el primero, la experiencia íntima amorosa tiene lugar en un ambiente campestre; en él la revelación primaveral se realiza en discordancia con la realidad personal, aún sin salida porque no lo permiten «unos tiempos mejores». Los libros siguientes tienen como marco la ciudad, dentro de una realidad política en armas. También aquí la revelación primaveral sigue su marcha «maquinal» a espaldas de la sociedad humana y de la vida del poeta, que fían su salvación al desenlace de las armas. El esquema político social, realidad de la patria (tierra)/guerra (sombra)/victoria y revelación (sueño), no coincide con el proceso del esquema cósmico: en el plano de la naturaleza se cumple la revelación; en el plano políti273

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Homosexualidad

co social, no, con la distorsión del plano personal: sin el triunfo de las armas no habrá libertad para el ser homosexual. A la segunda etapa, la del destierro, corresponden los libros Las ilusiones y Poemas (El existir medita su corriente). En la primera parte de Las ilusiones persiste el desajuste del esquema cósmico; en la concepción poética predominan las dos metáforas de la alegría: claridad-oscuridad, luz-sombra. Con la cerrazón de la oscuridad y de la sombra se cierra el sueño de la revelación primaveral. El esquema se desajusta sea porque alguna de sus piezas se sustituye por otra, sea porque el proceso cósmico no se completa o porque no existe, como ocurre en México, el fenómeno primaveral. A partir de la segunda parte de Las ilusiones, «El convaleciente», se verifica un cambio de orientación: la convalecencia de un fracaso amoroso despierta la conciencia del poeta hacia una mayor aproximación a la realidad. La luz del mito vendrá a clarificar y sancionar la realidad y, en el orden del mito ingresarán la tierra nativa, la patria, la familia, el ser personal... Dentro del orden mítico la realidad se sobrepone al orden cósmico: la madre es la tierra y la tierra, Deméter; la sombra es la muerte y la vida primaveral que representa Perséfone, y el sueño es la revelación de la belleza y la fiesta del mundo que centra el ser primaveral representado, en fases progredientes, por Adonis, Ganimedes y Hiacinto. Poemas (El existir medita su corriente), ya a la altura del verano, representa la culminación clásica de la segunda etapa. La tercera, la de Concertar es amor, Poesía (Carmina manu trementi ducere), A los presocráticos, La Meta-física, Homenajes, etc., supone un contacto directo con el tiempo de la realidad y un descenso a la tierra, clarificada la vida por la luz del mito que tan cumplidamente resumen la estética y el arte gil-albertianos. ROSENDO TELLO

Homosexualidad Aunque pocos lo sepan, la «homosexualidad» fue inventada en fecha tan tardía como 1869. Muy pocas categorías identitarias permiten reconstruir su historia con tanta precisión, y muy pocas conllevan tanta carga emocional. Como el constructivismo que propugno aquí 274

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acostumbra a suscitar espanto y, sobre todo, incomprensión, convendrá aclarar de entrada algunas cosas. Desde luego, las llamadas «conductas homosexuales» (las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo y el entramado de afectos y deseos, menos observable, en torno a ellas) están sobradamente documentadas a la largo de la historia, tanto en nuestra propia cultura occidental como en la mayor parte de las que conocemos (la constatación no es tan trivial, puesto que se ha llegado a sostener que eran producto de la sociedad capitalista). Incluso desde el siglo XVIII puede registrarse en los países europeos más desarrollados, como contraste marginal al afianzamiento de la moral sexual burguesa centrada en el matrimonio, el surgimiento y consolidación de una figura relativamente novedosa: la persona definida por su predilección duradera y exclusiva por esa forma de contacto (en las sociedades medievales, y mucho más en las grecorromanas, se daba por supuesto que cualquier varón adulto puede sentirse atraído, bajo determinadas circunstancias, por un sexo tanto como por el otro; que las mujeres pudiesen albergar deseos parecidos, o deseos a secas, no ha merecido en cambio una atención continua hasta hace poco). Esta figura presupone dos categorías especialmente definitorias de nuestra sociedad moderna: la de individuo y la de sexualidad, reunidas en el constructo de la identidad sexual (estable y definitoria). Decir que estas personas no eran aún en sentido estricto «homosexuales» es más que un mero juego conceptual, puesto que ellas mismas parecen haber tenido dificultades para definirse y explicarse la persistencia de unos deseos ya severamente condenados y tachados de antinaturales: a la vulnerabilidad jurídica y a la marginación social venía así a sumarse el desamparo identitario. Y como dice Thomas Szasz, si en el reino animal la disyuntiva es devorar o ser devorado, en el reino humano la disyuntiva es definir o ser definido: éste ha venido siendo el juego desde entonces. El primer contemporáneo en definirse en público bajo esta clave fue con toda probabilidad el alemán Karl Heinrich Ulrichs, personaje asombroso y quijotesco donde los haya. Tras haberse visto obligado, por razón de sus preferencias sexuales, a cesar en su puesto de asesor judicial (y realizar su particular coming out en forma de carta a familiares y allegados), Ulrichs DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Homosexualidad

emprendió una campaña en solitario para reivindicar su forma de erotismo. Publicó a su costa (primero con el pseudónimo de Numa Numantius, que parece aludir a su carácter irreductible; más tarde, en una decisión sin precedentes, con su propio nombre) numerosos panfletos que enviaba a autoridades, instituciones, y particulares; su principal objetivo fue siempre la abolición del tristemente famoso § 143 del código penal prusiano (más tarde § 175) que castigaba con penas de cárcel el sexo entre varones (y significativamente, no entre mujeres). La intervención personal de Ulrichs ante el Congreso de Abogados de Munich de 1867, protestando contra esta penalización (y siendo silenciado por los abucheos de una gran parte de los presentes), constituye una de las cimas del coraje humano; la retórica de sus escritos sucesivos, hábil, altiva, y estremecedora, merece una especial admiración. Su lucha fue estéril en lo inmediato (el funesto parágrafo, gradualmente adoptado en todo el territorio del Reich, sólo se aboliría del todo en 1994, y sólo en 1969 pasó a ser legal en Alemania el sexo entre varones mayores de 21 años) y frustrante en lo personal (Ulrichs murió pobre y exiliado en Italia), pero su siembra ha resultado decisiva; el problema es que la línea de argumentación por que apostó, lógica y puede que hasta inevitable en su contexto, iba a forjar estereotipos peligrosos que aún perduran. El § 143 penaba la llamada «fornicación antinatural», por lo que el objetivo de Ulrichs fue desde el principio demostrar que la conducta sexual de personas como él no era antinatural. Su estrategia era típica de jurista (y sobra decir que reactiva): aceptando los hechos, el acusado alega que no puede evitarlo. Así, Ulrichs postula una naturaleza diferente de ciertas personas, el uranismo (término inspirado en el discurso de Pausanias en El Banquete), una disposición innata hacia personas de su propio sexo. Hombre del siglo XIX, para el que la dicotomía masculino-femenino era el único modelo posible de atracción mutua, Ulrichs no halló mejor explicación «científica» para el fenómeno que postular un elemento femenino en el uranita, resumido en su famosa fórmula latina anima mulieris virili corpore inclusa (un alma de mujer en cuerpo masculino). Más revolucionario era el planteamiento de innatismo, que iba a ser el caballo de batalla de las décadas siguientes: en un contexto de penalización jurídica, afirmar DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lo inevitable de la conducta homosexual era esencial para Ulrichs (como luego para Hirschfeld); en su obsesión por ella no les importó que las autoridades médicas que respondieron a su reto (como Karl Otto Westphal o Richard von Krafft-Ebing) clasificasen su uranismo como patología con tal de que concediesen que podía ser innata (de hecho, tanto Westphal como Krafft-Ebing apoyaban sinceramente la abolición del § 175). El escritor austro-húngaro Karl Maria Kertbeny, inventor de la palabra «homosexual», fue de los primeros en responder a la campaña de Ulrichs. Mantuvo con él una asidua correspondencia (conservada sólo en parte) y alguna que otra diferencia, sobre todo por su rechazo al énfasis en la feminidad: Kertbeny señaló en seguida que muchos de los que él llamaba ya «homosexuales» eran altamente masculinos, y postuló incluso una forma de hipermasculinidad para explicar la creatividad y el peso histórico de «homosexuales» como Miguel Ángel o Federico el Grande (fue también el primero en acuñar semejantes listas de famosos, ejercicio arbitrario e inquietante, pero que ha contribuido como pocos a desechar estereotipos). Injustamente desconocido hoy día, Kertbeny es una figura puente del final de siglo XIX: bohemio autodidacta y fantasioso, en sus escritos sobre la «homosexualidad» demostró una capacidad de observación y un conocimiento directo muy por encima de las insensateces propaladas por los médicos y expertos de las décadas siguientes (a excepción de Hirschfeld). Su neologismo «homosexual» (que publicó de forma anónima en 1869, en un panfleto que abogaba por la abolición del §143) buscaba introducir una categoría descriptiva neutral al margen de las teorías de Ulrichs; más llamativo, y desgraciadamente menos atendido, era su argumento central (liberal y moderno) de que el Estado carece de legitimidad para inmiscuirse en la vida privada de los individuos. Difundido en un libro de Gustav Jäger (y pronto por la gran autoridad de Krafft-Ebing), el «homosexual» de Kertbeny iba a imponerse en la literatura revestido de los rasgos más problemáticos del «uranita» de Ulrichs, y a sustancializarse en segundo grado con la consolidación de la categoría, ahora médico-psiquiátrica, de «homosexualidad». El modelo «femenino» de Ulrichs desembocó primero en la popular teoría de la inver275

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sión (término con que se tradujo de manera aún más tendenciosa la «conträre Sexualempfindung» de Westphal), para agotarse ya en el siglo XX ante la evidencia de que, tanto a nivel fisiológico como psicológico, los «homosexuales» son indistinguibles de los «heterosexuales» (entre tanto iba a dejar estereotipos duraderos y una impagable encarnación artística, el Charlus de Proust). La siniestra teoría de la degeneración de Krafft-Ebing hallaría su eco más rotundo entre los nazis y su variante eugénica en los campos de concentración. Pero sería Magnus Hirschfeld, gran pionero del «movimiento de liberación homosexual» (ya con ese nombre), quien a lo largo de más de tres décadas continuaría y actualizaría las teorías de Ulrichs tanto como su lucha emancipadora: y si su entrega merece el mismo reconocimiento admirativo, su rígido biologismo, con sus esquemas del «tercer sexo» o los «estadios intermedios», siguió facilitando en la práctica la patologización de la «homosexualidad». Y es que el propio concepto es en sí mismo peligroso: derivar de la recurrencia de unas conductas antinormativas la existencia de una disposición innata, duradera, y con anclaje biológico, allana bastante el camino a los que quieren concebirla como enfermedad. Hirschfeld llegó a recomendar «terapias» tan disparatadas y escalofriantes como la implantación de testículos, lo que da cuenta, no sólo de la limitaciones de la «ciencia» en todo tiempo, sino del grado de desesperación al que puede conducir el rechazo social. Una visión bastante más desprejuiciada pudo haber surgido de la colaboración (inicialmente entusiasta) de Hirschfeld y Freud, que en una conocida nota de los Tres ensayos llega a sostener, en lo que constituye la postura más audaz a que ha llegado no sólo él sino cualquier teórico, que frente a la indefinición sexual primaria (polimorfismo perverso del niño), tanto la «heterosexualidad» como la «homosexualidad» constituyen propiamente una desviación a elucidar. Por desgracia, la sintonía entre ambos médicos y sus movimientos terminó en ruptura, propiciada por la disparidad de sus modelos (la etiología biologista frente al rastreo de traumas infantiles) y por lo que parece haber sido una actitud marcadamente homofóbica de C.G. Jung. El papel del psicoanálisis ha sido, a este respecto, más bien reaccionario: si la postura del maestro resultaba ambivalente (potencialmente revoluciona276

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ria, sinceramente tolerante, pero aferrada al fin y al cabo a esquemas normativos), sus discípulos (sobre todo en EE.UU.) prefirieron entender que, si la «homosexualidad» no es innata sino adquirida, se trata de un trastorno reversible (léase curable) y por lo tanto de un negocio a cultivar (aunque, desde los primeros intentos de Isidor Sadger en Viena, sus «terapias» no han cosechado más que fracasos). En síntesis, puede decirse que el intento de acuñar un concepto englobador bajo el que erigirse en sujeto de derechos se volvió contra sus promotores y los convirtió en objeto de un discurso pseudocientífico que, sin renunciar a la discriminación jurídica, sumó la patologización médica. No es de extrañar, después de décadas de manicomios, cárceles, y campos de exterminio o «reeducación», que los pujantes movimientos de liberación acabasen por rechazar la etiqueta de «homosexual» y propugnasen un término nuevo como gay (que además de revertir las connotaciones, quiere significar la asunción positiva de una forma de sexualidad); las mujeres que aman a otras mujeres, hastiadas de un falocentrismo que detectan hasta en sus aliados habituales, prefirieron agruparse bajo la categoría de lesbianas. Desde los años ochenta, algunas corrientes optan por rechazar también la substancialización esencialista que siguen encubriendo las categorías de gay o lesbiana y preconizan el concepto queer, que no pretende designar realidad positiva alguna sino toda forma no normativa de sexualidad (incluyendo desde el celibato al matrimonio heterosexual sin hijos). Como muestra la procelosa historia del concepto «homosexualidad», cualquier esencialismo identitario implica riesgos (por apelar a un ejemplo diferente, pensemos en los estropicios de conciencia y convivencia que debemos a categorías hipostasiadas como «vasco» y «español»). Si en el caso de la «homosexualidad» el concepto se reviste de una pretensión de arraigo biológico, el riesgo aumenta de manera exponencial (y por eso toda persona razonable tiembla, por apelar al ejemplo anterior, cuando se resucitan los discursos sobre el Rh de los vascos). Puede ser necesario, entonces, referirse al inacabable debate sobre el peso de la herencia y del entorno en la configuración de las «variables de la personalidad» (que quienes obtuvimos un título de psicólogo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sufrimos con reiteración especialmente truculenta): sin duda cabe postular alguna base innata para rasgos de la conducta o la preferencia sexual (como para el talento musical o los gustos culinarios), pero, a la espera de que la investigación genética disipe las últimas fantasías al respecto, me permito adelantar que nunca se hallará un gen responsable de la «homosexualidad», por la sencilla y contundente razón de que la «homosexualidad» no existe, al menos como rasgo positivo, mesurable y esencial (el proyecto es, por lo demás, en sí mismo homofóbico y tendencioso: presupone la norma y busca explicar la desviación). Buscar una base bio-genética para la «homosexualidad» es tan absurdo como buscarla para el «adventismo del séptimo día» (el ejemplo es de Mary McIntosh) o para el «constitucionalismo» en la política vasca (el ejemplo es mío y debería dejar claras las implicaciones del proyecto): en todos los casos se trata de un entramado sumamente complejo de conductas, deseos y roles sociales para los que cualquier posible predisposición innata resultaría, en el mejor de los casos, irrelevante. En las tajantes palabras del historiador Jeffrey Weeks (autor de un libro con el significativo título de Contra Natura): «la sexualidad, lejos de ser lo más natural en nosotros, es en muchos sentidos lo más socializado, lo más susceptible a la organización social». Nadie sostendría, por ejemplo, que sea un factor genético el que explica la conducta homosexual ritual en Melanesia, por la que todos los varones adolescentes son inseminados regularmente, durante un período iniciático, por adultos que les brindan así la fuerza y la virilidad que habrán de aplicar después en el matrimonio heterosexual y la gestación de descendencia (y en la inseminación activa de nuevas generaciones). O el que explica la elevada frecuencia de las conductas homosexuales, dentro de nuestra propia sociedad occidental, en las cárceles o los internados católicos. La obsesión por anclar la orientación sexual en lo genético o lo biológico, ignorando su elaboración social, es un resto de la maltrecha mentalidad patologizante que dominó durante un siglo, y de hecho siempre ha chirriado para aquellos que prefieren insistir en la condena moral de las desviaciones. Por eso un portavoz de la Conferencia Episcopal murmuraba en una entrevista reciente, con rabia píamente contenida: «No está nada claDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ro que la homosexualidad tenga una base genética. No está nada claro». Con lo que quería insinuar que debe ser juzgada como una opción responsable, como un vicio. Alertar sobre los equívocos que encierran todos los constructos psicosociales, abogar por la desustanciación de la categoría «homosexualidad», no implica declararla errónea. En palabras de uno de los constructivistas más conspicuos, David M. Halperin, «decir que las categorías e identidades sexuales son ficciones objetivadas no supone decir que sean falsas e irreales, únicamente que no son rasgos positivos, naturales, o esenciales del mundo al margen de la historia y la cultura. Después de todo, los homosexuales y los heterosexuales existen, al menos hoy en día; desean de verdad lo que desean, no participan engañados en ninguna farsa cultural ni son víctimas de una “falsa conciencia”». Aunque ninguna otra cultura conocida recurra a una categorización equivalente a «homosexual-heterosexual», el hecho es que ésta sirve para referirse a realidades específicas de la nuestra que son refractarias a la observación directa. Es lo que nos permite sostener que, por ejemplo, Thomas Mann (que nunca se acostó con un varón y tuvo en cambio una progenie renombrada) fue «homosexual», mientras que no tiene sentido alguno predicarlo de un Marind-anim o un Sambia (que a lo largo de su vida ha mantenido innúmeros contactos «homosexuales», primero como iniciando y más tarde como iniciante). La escurridiza y hasta poética naturaleza de la categoría puede ilustrarla bien la anécdota sobre Genet que relata Juan Goytisolo en sus memorias. Cuando fue presentado por Monique Lange al que iba a ser su héroe por antonomasia, éste le preguntó a bocajarro: «Y usted, ¿también es maricón?». Emocionado ante lo que venía a ser su primer outing, el español balbuceó que había tenido algunas experiencias; Genet, en absoluto impresionado, le espetó: «¡Experiencias! ¡Todo el mundo ha tenido experiencias! ¡Yo me refería a sueños, deseos, fantasmas!». Puede ser que Genet exagerase un tanto al afirmar que todo el mundo ha tenido experiencias, pero su provocación deliberada apunta a las insuficiencias de un estricto conductismo: la gran novedad del constructo de «homosexualidad» reside precisamente en su vertiente psicológica. Y sin embargo, es la evidencia de su constante presencia, su extensión y varie277

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dad, la que ha contribuido a su gradual aceptación bastante más que cualquier explicación «científica». El Informe Kinsey sobre la conducta sexual del hombre (1948) produjo a este respecto una auténtica conmoción, al dar a conocer que el 37 % de los norteamericanos había disfrutado al menos en una ocasión de un orgasmo con otro hombre. A partir de sus datos, Kinsey estimó que entre un 5 y un 10 % de la población adulta podía considerarse «exclusivamente homosexual» (porcentajes que han sido discutidos y matizados por investigaciones posteriores, en lo que no deja de ser un problema de definición bastante bizantino), pero quizá más llamativo (y mucho menos difundido) es que estimase un porcentaje similar de «exclusivamente heterosexuales». El gran logro de Kinsey (anticipado ya, en el fondo, en los primeros textos de Magnus Hirschfeld) fue haber comprendido que la conducta sexual humana no podía resumirse ni clasificarse con pares binarios y excluyentes, y ésta sí es una lección que puede devolverse a la experiencia cotidiana: quizá pueda ayudar a rebajar la confusión de tantos adolescentes (o padres de familia) sometidos a un examen prejuicioso de conciencia, atormentados por la pregunta de si son «homosexuales» u «heterosexuales» como si se tratara de un grupo sanguíneo para el que no existe prueba. El «homosexual», como el «heterosexual», ha sido una importante construcción histórica. Millones de personas encontraron en estas categorías un soporte identitario, y no cabe olvidar que fue desde esa plataforma que arrancó la lucha contra una cruel discriminación de siglos y por la equiparación legal del erotismo entre personas del mismo sexo. Constatar la historicidad de una categoría experiencial, debo insistir, no la invalida. Muestra, acaso, sus límites, sus vasallajes, sus peligros. Y, desde luego, su grado de relatividad y contingencia: con lo que el vacío que usurpaban las airosas pretensiones de esencialidad se vuelve así escenario para alternativas potenciales. No voy a aventurar aquí ninguna profecía sobre rostros en la arena: sería temerario y, muy posiblemente, contraproducente. Pero sí me permito remitir, como horizonte vagamente utópico, a un tiempo en que tales categorías puedan ir aligerándose de esencialismo. En que podamos concebir la «homosexualidad» (y en idéntico modo, la «heterosexualidad») no tan278

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to como un rasgo invariable a detectar (y examinar) cuanto como un posible espacio de experiencia a cultivar (y disfrutar). Y en que podamos alcanzar, según la bella máxima de Ortega, «una edad más rica, más compleja, más sana, más noble, más quieta, con más ciencia y más religión y más placer —donde puedan desenvolverse mejor las diferencias personales e infinitas posibilidades de emoción se abran como alamedas donde circular». IBON ZUBIAUR

Humanidad La mayoría de las palabras se nos aparecen, como los poliedros, conformadas por múltiples caras. Eso ocurre con humanidad. Por un lado, nos sugiere el fin del proceso de formación de la especie humana, y entonces humanidad se conjuga con hominidad. Por otro lado, humanidad hace referencia al conjunto de rasgos o cualidades que nos caracterizan a los humanos como especie, y entonces humanidad se conjuga con lo no-humano. Y hay otro tercer aspecto de no menor importancia: la meta utópica o ideal hacia la que tiende la especie humana en su proceso de realización, adquiriendo en este caso tintes tanto ontológicos como éticos, y lindando o enfrentándose por este lado con inhumanidad. Pues bien, alrededor de estos tres aspectos o facetas, mutuamente entrelazadas, vamos a movernos en estas páginas. 1. Entre la hominidad y la humanidad: el proceso de la aparición de lo humano Tras las viejas polémicas generadas por la propuesta darwiniana sobre el origen del hombre, hemos llegado a aceptar como algo científicamente probado el entronque de nuestra especie en el mundo de la biosfera. La teoría sintética de la evolución supo conjugar las propuestas de la genética mendeliana con la teoría de la selección natural de Darwin, dando lugar a una exitosa carrera investigadora dentro de la paleoantropología, y más recientemente en el ámbito de la biología molecular, a la búsqueda del eslabón o eslabones perdidos entre el hombre actual (Homo sapiens) y los chimpancés, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la especie más cercana a nosotros de las que han quedado vivas tras los avatares del proceso evolutivo. Desde los orígenes de la paleoantropología hasta la actualidad, los científicos no han parado de asombrarnos con continuos descubrimientos, pudiendo afirmarse sin exageración que se halla esta disciplina en una auténtica edad de oro por la cantidad e importancia de sus últimos descubrimientos. A grandes rasgos, y siendo conscientes de que nos hallamos en un terreno lleno de provisionalidad, el proceso evolutivo al final del cual se dio la aparición de la especie humana, se halla enmarcado cronológicamente por las grandes cifras aproximadas que nos proponen los especialistas. Si la gran explosión inicial con la que da comienzo la historia del universo se produjo hace entre 15.000 y 10.000 millones de años, el planeta Tierra donde nos hallamos no se forma hasta hace unos 4.600 millones de años. Y sólo más adelante, hace unos 3.500 millones de años surge el primer ser vivo sobre la superficie terráquea, dotado por la capacidad de replicarse en otros seres vivos y mutarse periódica y espontáneamente para dar lugar a la aparición de otras especies originales. Lejos de advertirse este proceso evolutivo, dentro de las diversas especies que componen la biosfera, como una escalera teledirigida por un proceso finalístico hacia la especie humana, más bien se nos presenta tal tendencia evolutiva como un árbol complejo y frondoso, lleno de ramas colaterales y entrelazadas, como si la multiplicación de las especies fuera una fuerza expansiva que tratara de extenderse en todas las direcciones, pero sin llevar dentro de sí algo así como una orientación teleológica que sabe ya de antemano la meta a la que dirigirse. Entre ese conjunto complejo de ramas colaterales, como último avatar de la evolución, nos hallamos nosotros, la especie humana. Los humanos pertenecemos a la clase de los mamíferos, un amplio grupo de especies que pudieron expandirse, agrandar sus dimensiones y dominar la superficie de la tierra gracias a la desaparición de los dinosaurios, fenómeno ocasionado al parecer por un combinado de elementos catastróficos sobre los que los científicos empiezan hoy día a ponerse de acuerdo. Y, dentro de los mamíferos, pertenecemos al orden de los primates, aparecidos hace ya entre 65 y 70 millones de años. Del orden de los primates se desprendió, hace unos 10 u DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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8 millones de años, la familia de los homínidos, caracterizados por la capacidad de caminar erguidos, rasgo que comenzaron a utilizar al principio de forma combinada con la vida arborícola, para posteriormente dominar la bipedestación de una forma permanente. Si nos adentramos en la familia de los homínidos, entre la que hay que situar a las diferentes especies del género Homo, los paleoantropólogos consideran como género más antiguo al Orrorin tugeniensis, también llamado el hombre del milenio por haberse descubierto en el emblemático año 2000, seguido por los Ardipithecos (el Kadabba y el Ramidus), y por todo el amplio grupo de familias pertenecientes a los Australopithecos (anamensis, affarensis, africanus y garhi). Todavía no sabemos con exactitud cuál sería nuestro antepasado más directo entre las diversas familias de los diferentes Australopithecos, pero los restos fósiles más antiguos del género Homo que se conocen datan de hace unos 2.400.000 años, y se le ha denominado Homo habilis. A esta especie le siguieron un amplio ramillete de especies, o subespecies, que los paleoantropólogos, sin conseguir llegar a un consenso total, tratan de ordenar de cronológicamente, desde el Homo erectus y el Homo ergaster, pasando por el Homo antecesor, el Homo heidelbergensis, el Homo neanderthalensis, hasta llegar a la especie o subespecie a la que pertenecemos, el Homo sapiens sapiens u hombre de Cromagnon. Como puede verse, el recorrido que hemos seguido es complejo, lleno de recovecos e interrogantes. Apenas hemos hallado unos cuantos mojones que orientan el camino hacia la búsqueda de nuestros orígenes. Y por cada resto que se encuentra, se desentierran con él un montón de nuevos interrogantes. Sabemos, con todo, unos cuantos datos que parecen claros: hemos nacido, por saltos mutacionales, de otras especies animales que nos entroncan en el mundo de la biosfera, como un animal más. Nuestros primeros antepasados humanos nacieron en el centro este africano, desde donde se extendieron en una primera oleada por el conteniente asiático y luego por el europeo, hace aproximadamente 1.800.000 años. Pero los hombres actuales somos más bien producto de una segunda oleada expansiva de humanos que saliendo también del centro este de África se extendieron por todo el resto del planeta, imponiéndose progresivamente a los res279

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tos de todas las especies o subespecies humanas que les habían precedido. No sabemos con exactitud si este proceso sustitutorio fue agresivo o pacífico. No tenemos pruebas contundentes, pero sí sabemos que el hombre moderno tenía suficientes medios para conseguir quedarse sólo y sin competidores sobre el planeta, tanto de tipo militar y contundente como tecnológico y cultural. Es posible que se mezclara genéticamente con algunos grupos poblacionales de subespecies humanas anteriores (el hombre de Neanderthal, o incluso el Homo erectus, en Asia), pero, en el caso de que así fuera, no han quedado descendientes de tales mezclas genéticas para poder comprobarse, puesto que, según la biología molecular, todos los seres humanos que vivimos en la actualidad descendemos del mismo grupo poblacional que salió de África y que denominamos Homo sapiens sapiens. Estos datos que nos aporta la paleoantropología han sido confirmados en los últimos años por los hallazgos de una ciencia joven pero exitosa y prometedora, la biología molecular o antropología molecular, dedicada a estudiar los rasgos moleculares de las especies vivas y a establecer parentescos entre ellas, a través de la investigación del proceso evolutivo de sus componentes básicos (proteínas, encimas, aminoácidos, etc.). En su intento de conseguir definir lo que se denomina el reloj molecular, y tras analizar los ADN mitocondriales de los seres humanos actuales, entienden que se puede llegar a concluir que todos nosotros, los seres vivos que poblamos en la actualidad la faz de nuestro planeta, tendríamos rasgos genéticos de una única mujer (mitificada por ello como la Eva mitocondrial), que habría vivido en el centro de África hace entre 140.000 y 290.000 años. Estudios paralelos realizados a partir del análisis del polimorfismo del cromosoma Y (propio de los varones) apuntarían también a la presencia en todos nosotros de rasgos genéticos provenientes de un antepasado varón común (el Adán negro), que habría vivido en África hace unos 200.000 años. Ahora bien, junto a esta descripción diacrónica del proceso evolutivo, tenemos que completar el proceso refiriéndonos al conjunto de rasgos morfológicos y conductuales que fueron apareciendo y conformándose en este mismo desarrollo evolutivo. El proceso de hominización, desde este punto de vista sistémi280

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co, comprende tres aspectos estrechamente vinculados: las dos fronteras de la hominización (Ruffié), el conjunto de rasgos morfológicos que nos fueron dando el aspecto humano que poseemos, y una serie de rasgos conductuales y culturales que nos distinguen y definen como especie. Las dos fronteras que la especie humana tuvo que atravesar para llegar a configurarse como tal fueron la frontera cromosómica y la cerebral. Con la primera frontera nos estamos refiriendo al salto desde los 24 pares de cromosomas que poseen los chimpancés y el resto de los grandes monos antropoides, hasta los 23 pares que constituye la dotación genética de la especie humana. Parece una diferencia nimia, puesto que, aparte de ser tan sólo un par de cromosomas menos, no se ha perdido en este salto información genética significativa, puesto que en el ser humano se habría dado simplemente la fusión de dos cromosomas que funcionan por separado en los grandes monos antropoides. Pero así parece funcionar la naturaleza: de por sí innova poco, y con escasos cambios genéticos se expresan y manifiestan enormes y significativas diferencias en el fenotipo morfológico y conductual del ser humano. El paso de esta primera frontera permitió que se produjera un aceleramiento en el aumento de la masa encefálica desde el chimpancé a los humanos actuales, llegándose a triplicar la diferencia entre ambos y alcanzando en el hombre actual un volumen cercano a los 1.500 cm3 de promedio. Pero además, no sólo es pertinente la diferencia cuantitativa del volumen cerebral entre el hombre y los grandes simios, sino también y sobre todo su estructura, en la que desempeña un papel clave el lóbulo frontal, la última parte del cerebro fruto del proceso evolutivo, y lugar donde se sitúan y apoyan las capacidades más elevadas del intelecto humano. Este cerebro tan voluminoso y complejo es el que nos hace humanos y nos permite ser autoconscientes, plantearnos la pregunta por el sentido de la realidad y comportarnos en clave de libertad y de responsabilidad. El paso de estas dos fronteras fue seguido de una serie de cambios morfológicos fundamentales que nos fueron apartando del aspecto simiesco para alumbrar nuestra forma humana. Todos estos cambios se pueden sintetizar en cuatro fundamentales: el caminar erguidos de forma permanente, la capacidad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de manejar las manos de forma inteligente, el progresivo aumento del cerebro y su compleja estructuración, y la transformación de la dentición y de todos los rasgos faciales. Pero de forma paralela a estas transformaciones morfológicas, el paso de estas dos fronteras indicadas dotó al nuevo ser humano de una específica estructura comportamental que le proporcionó la conciencia de sí, la capacidad imaginativa y el poder utilizar símbolos de todo tipo, entre los que sobresale el lenguaje articulado; el dominio y uso del fuego; la capacidad de usar y de construir todo tipo de herramientas, vestidos y refugios protectores; la capacidad de cazar y de recolectar los alimentos necesarios para sobrevivir, así como posteriormente inventar la ganadería y la agricultura, para lo cual tuvo que ir conformando una organización social cada vez más compleja; además, la capacidad de hacerse cuestión acerca de la muerte de sus congéneres y de sí mismo, hasta dar a la muerte un significado trascendente, como se desprende del estudio de los enterramientos rituales que muy pronto empezó a realizar, interrogarse sobre el sentido de la vida y la posibilidad de una vida más allá de la muerte, y el abrirse a la pregunta por un ser trascendente, como fundamento último de toda la realidad. La consecución de estas cualidades tan complejas debió de ser el resultado de este largo proceso evolutivo de casi dos millones y medio de años que ha durado el itinerario vital de las diversas subespecies humanas, desde que apareció el Homo habilis hasta el sapiens sapiens. Este proceso de hominización se complementó, de forma imbricada e interconexionada, con el proceso complementario de humanización, algunos de cuyos elementos fundamentales hemos dejado apuntados ya. La pregunta que se nos plantea a continuación es: ¿cuáles son los rasgos esenciales que nos definen como humanos? Esto es, ¿cuáles son los rasgos de nuestra humanidad? 2. Lo humano frente a lo pre-humano ¿Qué nos ha hecho humanos? ¿Cuáles son los rasgos que nos definen como especie diferente, la especie más exitosa de todas las aparecidas en el proceso evolutivo, y con pretensiones de ser el centro del universo, el tan antiguo y hoy discutido antropocentrismo, reformulado en la actualidad por unos, discutido por otros, y deDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nostado y rechazado por no pocos de forma a veces agresiva y beligerante? ¿Cuáles son en definitiva las señas de nuestra identidad? Cada vez se nos antoja más complicado hallar una respuesta convincente y que sea aceptada por todos, en la medida en que dicha respuesta no es fruto de la acumulación de datos científicos, sino que se nos aparece siempre cargada y deudora de prejuicios cosmovisionales inevitables, como horizonte de comprensión desde el que el que nos acercamos a resolver este interrogante. De ahí que tengamos que distinguir siempre entre los datos de las diferentes ciencias humanas y la interpretación filosófica desde la que se intenta ordenar y dar sentido a tales datos. Las diferencias más significativas entre la especie humana y el resto de las demás especies animales podemos ordenarlas en cuatro apartados: el microbiológico y genético, el morfológico, el referido al proceso embriológico, y la diferencia de estructura comportamental. Desde el aspecto bioquímico, las diferencias son mínimas, puesto que nuestra materialidad biológica está hecha de los mismos elementos que el resto de la biosfera. Como el resto de las especies, los seres humanos nos regimos por las mismas leyes, tanto en nuestra composición bioquímica como en el proceso reproductivo, sometidos al llamado dogma central de la genética: ADN-ARN-Proteínas, y diferenciándonos de modo progresivo, pero en pequeña medida, de las especies de los grandes simios sólo en algunos de los diferentes aminoácidos que componen las denominadas cadenas alfa y beta. Una diferencia interesante, aunque tampoco demasiado significativa, se halla en la dotación cromosómica: los humanos, como ya dijimos, tenemos 23 pares, mientras que los póngidos tienen 24. Pero la diferencia se reduce, si advertimos que en los seres humanos funcionan fusionados como un solo par lo que en los póngidos se da en dos pares de cromosomas diferenciados. Por otro lado, las investigaciones actuales del proyecto genoma arrojan resultados tan expresivos como el hecho de que, entre los cien mil genes que se piensa que poseen tanto los humanos como los chimpancés, sólo unos pocos genes separan y diferencian a ambas especies. Estos parecidos bioquímicos y genéticos, en especies que poseen capacidades conductuales tan diferentes, nos indican que la naturale281

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za innova poco, y con los mismos elementos, organizados de diferente modo, es capaz de producir realidades fenotípicas y conductuales notablemente diferentes. Si nos referimos ahora a la dimensión morfológica, las diferencias tampoco son demasiado significativas. Las semejanzas entre huesos, músculos y demás órganos que componen nuestro cuerpo y el de los monos superiores son impresionantes. Pero también se dan unas cuantas diferencias significativas, como son la capacidad de caminar erguidos de forma permanente, la mano prensil, la enorme capacidad cerebral (más de tres veces el volumen del chimpancé, y todavía sería más fuerte la comparación si nos referimos a la superficie craneana con sus diferentes circunvoluciones), y el tipo de dentición y de morfología de la cara y del conjunto de la cabeza. La especie humana tardó dos millones y medio de años en la tarea de ir conformándose morfológicamente de la forma que nos define en la actualidad, destacándose sobre todo su enorme masa encefálica con todo el conjunto de capacidades conductuales que le ha permitido desarrollar. Esta capacidad encefálica es consecuencia de una serie de factores que a través de un largo proceso de hominización han ido moldeando y troquelando nuestra especie, siendo un factor clave su peculiar proceso embriológico. Si tomamos los datos de la embriología comparada, podemos comprobar que el ser humano ha invertido la lógica del proceso seguido por todas las demás especies animales. En vez de alargar el proceso de gestación, con objeto de alumbrar al recién nacido en el momento en que estuviera dispuesto y maduro para valerse por su cuenta y enfrentarse en la tarea de la supervivencia (cumpliendo de ese modo la lógica de la selección natural), norma seguida por el resto de los mamíferos, la especie humana ha recortado el proceso embriológico aprendiendo las hembras a dar a luz antes de tiempo. Las crías de los humanos nacemos, pues, de forma prematura (Gehlen). Es lo que se denomina el fenómeno de la neotenia. Tendríamos que haber permanecido en el seno materno, según los embriólogos, hasta 21 meses para poder completar el proceso de gestación (Portmann). Pero ello hubiera supuesto la muerte tanto de la madre como de su retoño, puesto que, dada la enorme capacidad craneana de éste, no le habría permitido atrave282

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sar el canal pélvico de la madre, transformado y estrechado como consecuencia del proceso de adquisición del bipedismo permanente propio de los humanos. Esto ha supuesto que los humanos nazcamos con sólo una tercera parte de nuestro volumen encefálico, que se completará a lo largo de los primeros años de vida extrauterina, siendo clave el primero de ellos, al final del cual se aprende casi a caminar erguido, a dominar el uso inteligente de la mano y a empezar a utilizar el lenguaje. Nuestra condición de prematuros supone, junto a la cara evidentemente negativa (inmadurez y máxima invalidez de cara al proceso de supervivencia, necesitando un fuerte cuidado materno), una cara positiva importante: una enorme plasticidad para ser modelado por el entorno cultural. El útero cultural suplirá las deficiencias biológicas, dejando al ser humano un amplio margen de libertad respecto a las constricciones biológicas y genéticas en las que se tienen que mover las demás especies animales. Esta especial característica se advierte de modo significativo cuando nos introducimos en el cuarto elemento comparativo que nos queda por analizar: la estructura comportamental del ser humano. El modo conductual de habérselas con su correspondiente nicho ecológico es muy variado entre las diferentes especies animales, estando muchas de ellas sometidas a la rigidez de los instintos, mientras que otras poseen ya una mayor movilidad de comportamiento. Pero tanto en un caso como en otro, ninguna escapa a las constricciones genéticas propias de su especie. Sólo el ser humano ha sido dejado a su libre elección a la hora de responder a los estímulos foráneos. La estructura comportamental de nuestra especie es una curiosa combinación de inmadurez biológica y de extraordinaria capacidad mental, de modo que no podemos dejarnos llegar por las tendencias biológicas a la hora de responder al entorno, sea humano o ecológico, sino que tenemos que pensar y elegir entre las diferentes posibilidades de acción que se nos presentan, sin tener nunca la garantía de que acertaremos en nuestra elección. Es el ejercicio de la denominada por Gehlen ley de la descarga. La tensión que produce no saber cómo responder a los estímulos, la descargamos con respuestas fruto de la reflexión. Y toda respuesta ventajosa y humanizadora se guarda, socializa y se osifica en usos, costumbres e DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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instituciones. Somos, pues, animales culturales, a la vez creadores y criaturas de nuestra cultura. Esto es, pues, lo que nos constituye como humanos, ser animales culturales, sociales, históricos y herederos de nuestras costumbres, que no son fruto de nuestros instintos sino de nuestras decisiones libres. Así es como se conjugan en el ser humano la biología y la libertad, la deficiencia biológica y la capacidad ética de la especie humana. La primera es condición de posibilidad de la segunda, sin que esta dependencia en su origen suponga dependencia en sus contenidos, en su racionalidad interna, puesto que lo cultural, fruto de la libertad, se rige por sus propios principios, autónomos de la legalidad biológica. Como dice Zubiri, el ser humano no sólo es una realidad de suyo, sino que también es suya, esto es, tiene que hacerse cargo de su propia realidad y cargar con ella, porque la naturaleza le ha dejado huérfano y sin carriles de autorrealización. El problema está ahora en dilucidar si estos cuatro ámbitos de diferenciación son suficientes para dejar clara nuestra diferenciación esencial con el resto de las especies animales, o tales características no resultan suficientes ni convincentes, sirviendo a lo más para mostrar una diferenciación sólo cuantitativa, pero de ninguna manera cualitativa y esencial. Quedaría, por tanto, en entredicho nuestra humanidad, como conjunto de rasgos específicos de nuestra especie. 3. Humanismo versus anti-humanismo La respuesta a esta cuestión nos la jugamos no tanto en el terreno de los datos científicos, sino en el ámbito de las interpretaciones filosóficas y cosmovisionales. El horizonte cosmovisional en el que nos apoyamos y desde el que interpretamos el mundo y todos sus componentes, nos ayuda a valorar más unos datos y a postergar otros, a encontrar significativas y esenciales unas diferencias que otras perspectivas cosmovisionales no pasan de entenderlas más que como accidentales. En relación al problema que nos ocupa, las claves de nuestra humanidad, se dan dos posturas contrapuestas: la anti-humanista o reduccionista y la humanista. Para la primera postura, las diferencias entre la especie humana y el resto de los animales no pasan de ser meras distinciones DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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accidentales, pero no de tanto peso como para conceder al ser humano el lugar clave y central del universo. Somos simplemente una especie que ha emergido la última en el proceso evolutivo, es la que más éxito reproductivo ha tenido, imponiéndose a las demás con sus imponentes capacidades intelectuales, pero no escapa a las mismas leyes que el conjunto de las demás especies vivas. La moda antihumanista de las últimas décadas del siglo XX hizo situar bajo esta denominación a tendencias de lo más dispares, desde quienes reaccionaban ante la exageración existencialista (individualismo y libertad absoluta) para proponer otro modelo antropológico, hasta quienes pretendían disolver lo humano en instancias extra-humanas (antihumanismos positivistas y semánticos). Entendemos que sólo estos últimos pueden ser considerados antihumanismos en sentido estricto, y sólo a ellos nos vamos a referir, en la medida en que sólo los antihumanismos que niegan al individuo la condición de sujeto y dueño de su propio destino, son los planteamientos que no advierten ni aceptan una distancia significativa entre lo humano y el resto de los animales. Al contrario, entienden que lo humano es un dato más, todo lo relevante que se quiera, en este universo policromado en el que nos hallamos viviendo como resultado del azar. La postura humanista y antropocéntrica entiende que hay datos suficientemente significativos como para reconocer una diferencia ontológica, cualitativa, entre humanos y animales. Eso no significa rechazar el proceso evolutivo en el que también la especie humana se halla implantada, ni tampoco que se minusvaloren las capacidades intencionales (pero sin conciencia reflexiva) que se descubren en algunas de las especies de los primates superiores, teniendo que reconocer que la frontera entre lo humano y lo no-humano es muy lábil y borrosa. Pero si establecemos una comparación conjunta entre las capacidades humanas y las de los chimpancés, como especie más cercana a nosotros, advertiremos que se trata de unas diferencias más que notables. La conciencia refleja, la libertad, la capacidad de plantearse el sentido de la existencia y la pregunta por el fundamento de la realidad, la capacidad ética, estética, religiosa con las que está adornada la especie humana, difícilmente podremos atribuírselas a ninguna de las demás es283

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pecies animales. Y si negamos que este conjunto de elementos no suponen una diferenciación cualitativa y ontológica, que dotan al ser humano de una especial densidad ontológica y ética, nos inclinamos a pensar que la alternativa difícilmente se puede distanciar de una concepción absurda de la realidad. La disolución de lo humano en otras instancias no-humanas, como el inconsciente, las leyes de la genética o de cualquier otro ámbito de la realidad material, presupone negarle al hombre la centralidad de la conciencia en la conformación del sentido, así como la libertad para configurar tu vida y marcar el rumbo de los acontecimientos históricos. Querer situar el sentido en la mera racionalidad objetiva, negándole al sujeto humano la capacidad de participar en la articulación de dicho sentido, lleva aparejada la contradicción de no saber desde qué instancia de sentido (¿no lo hace desde su propia subjetividad, supuestamente negada?) propone sus afirmaciones el teórico antihumanista. Supone igualmente tener que concluir que toda propuesta de sentido que nace de la subjetividad humana es siempre ficticia y engañosa. Ahora bien, aparte de la incomprensible constatación que supone negar a los demás lo que uno mismo está ejercitando, implica así mismo tener que concluir que el ámbito de la racionalidad humana está gobernada por un absoluto y pavoroso sinsentido. Todos vivimos en un engaño. ¿También el que propone tal teoría? Resulta a todas luces más razonable y clarividente aceptar la evidencia de la conciencia intencional y autorreflexiva, la experiencia que cada sujeto posee de su libertad, bien que limitada y entendida en clave social y mundana, la capacidad ética consecuente, así como la apertura a la pregunta por el sentido y por el fundamento de la realidad. Entendemos que tales capacidades sitúan al ser humano en otra galaxia diferente, aunque no lo liberan de sus raíces biológicas y mundanas. Somos un animal bio-cultural, animales dotados de razón y de libertad, en el que se conjugan de modo dialógico la naturaleza y la cultura, la genética y la ética, constituyendo un continuo-discontinuo en el que la evolución de la genética ha permitido la emergencia de la conciencia y de la libertad, pero donde la soltura del espíritu no puede entenderse sin la ruptura de la unidad y de la continuidad con la naturaleza. Los 284

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dos polos hay que mantenerlos unidos pero diferenciados, en un sistema en que ambas partes se potencian sin estorbarse. El error está en quedarse con uno solo de los ingredientes de ese sistema complejo. Los antihumanismos exageran la unidad en perjuicio de la distinción y complejidad. Determinados antropocentrismos también han exagerado la distinción en perjuicio de la unidad, cayendo en posturas dualistas inaceptables e inverificables. Entendemos que la postura más acertada y fructífera es la que mantiene la unidad indisoluble del sistema binario y complejo, porque sólo la potenciación de tan específica unidad nos distancia adecuadamente de lo animal y de lo angélico. Tal sistema complejo nos hace vernos como una naturaleza abierta, necesitada ella misma de hacerse cargo de sí, de su propia realización, obligada por su propio ser a tener que darse en cada momento una figura o personalidad al conjunto de elementos con los que le ha dotado en su punto de arranque la naturaleza (personeidad). Y en esa tarea no hay metas prefijadas. Sólo el propio ser humano, en diálogo con los demás compañeros de la especie, es el guionista, actor y espectador de su propia trama biográfica. Tan es así que a la largo de la historia los propios seres humanos hemos negado la condición de humanidad a nuestros semejantes. El hombre ha tendido a creerse poseedor de la esencia de la humanidad y a negársela al extranjero, al otro, al diferente y marginado, sea la mujer, el esclavo, el niño, el minusválido, etc. El otro es el bárbaro, el no-hombre, bien sea porque no habla nuestra lengua ni tiene nuestras costumbres, o bien porque su color de piel y sus rasgos morfológicos no coinciden con los nuestros. Ahí están las discusiones que el descubrimiento de las diferentes etnias indígenas americanas suscitó sobre la humanidad o no de estos «hombrecillos en los que difícilmente se encuentran vestigios de humanidad» (Juan Ginés de Sepúlveda). Nos ha costado siglos extender y situar a todos los seres humanos bajo la categoría de humanidad. Incluso cuando hemos firmado la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, seguimos siendo conscientes de que muchos de ellos son todavía papel mojado, mera declaración de intenciones. Una gran parte de la humanidad vive y muere en condiciones indignas e inhumanas. De ahí que tengaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mos que reconocer que todavía no somos humanos, que todavía no nos hemos hecho suficientemente humanos. Si el proceso de hominización se llevó a cabo en gran medida sin nosotros, sin ser conscientes del mismo y sin nuestra participación, la tarea de nuestra progresiva humanización no se puede realizar ni llegar a buen puerto sin nuestro protagonismo consciente y activo. Sólo nosotros nos podemos humanizar, porque sólo nosotros poseemos las claves de tal proceso. Somos, pues, humanos, pero en proceso de aprendizaje, sin que sepamos de antemano dónde se halla el límite de tal humanización ni el ideal al que tenemos que apuntar. Depende de nuestras libres decisiones. Pero sí tenemos claras algunas precisiones: el límite al que tender ni es el superhombre nietzscheano ni el sueño prometeico de ocupar el puesto de la divinidad. Nos basta con ser humanos, simplemente humanos, aunque no sepamos del todo en qué consiste tal condición. Pero sí nos resulta evidente que no se trata de una tarea que cada uno tengamos que seguir por nuestra cuenta, sino que el nivel de humanización se mide por el nivel de humanización del conjunto de la especie. Pero, si esta es la medida que tenemos que usar, no podemos ser muy optimistas ante esta civilización globalizada que cada vez es más desigual, más elitista, más competitiva y menos solidaria. Difícilmente podemos estar satisfechos de nuestro nivel de humanización cuando tantos seres humanos mueren a diario de hambre, a tantos se les niegan sus derechos más elementales y las mínimas posibilidades de ejercer su derecho a humanizarse. No debe ser el egoísmo genético ni el individualismo posesivo las claves desde las que humanizar nuestra especie, sino la fraternidad, la solidaridad, la justicia, la compasión activa hacia todos los perdedores, excluidos y desfavorecidos. Se trata de una tarea ardua y nunca asegurada por el éxito, a tenor de las enormes dificultades que tales ideales han encontrado en todos los momentos de la historia, no sólo en la actualidad. Pero ésa es la tarea ineludible que se le propone como reto a la especie humana, una tarea apasionante aunque plagada de riesgos, pero la única que nos humaniza, que nos hace cargarnos de humanidad. CARLOS BEORLEGUI

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Humanismo Humanismo El término humanismo lo puso en circulación F.J. Niethammer en 1808. No así los términos humanista y humanidades que son propios del siglo XVI. Sin embargo, y en síntesis, podemos afirmar que debajo de la palabra Humanismo se esconde en cada una de las generaciones una visión paradigmática del hombre como modelo de comportamiento y como etapa final de una formación. En su visión actual el humanismo se ha internacionalizado. Ha dejado de ser una referencia obligada al humanismo de la cultura clásica o de la ilustración de corte más bien europeo u occidental, para convertirse en una meta activa de plasmación y ejecución de la declaración universal de los derechos humanos. Por esto, en el día de hoy el humanismo se centra en los valores que el hombre como ser individual y social desarrolla durante su formación y en la visión del mundo que esos valores conforman. No es por lo tanto el humanismo un ejercicio puramente de información racional que atribuye a todos los hombres un valor y unos derechos independientemente de que los hombres concretos los adquieran. El humanismo además de razón es sentimiento, actividad vital y estructura de comportamiento que empuja a realizar en los semejantes con los que alternamos, la realidad del modelo humanista del que partimos. El humanismo con la globalización aboca a la realidad tangible de todo hombre como sujeto singular y social y a la vez responsable de su destino. La sucesión y la convivencia de los distintos humanismos El humanismo clásico vino señalado por Karl Jaspers en su libro Origen y meta de la Historia. Describe los cambios de la historia partiendo del periodo que denomina «tiempo-eje», comprendido entre los años 800 y 200 a.C. y que tuvo su clímax hacia el año 500 a.C. En palabras del mismo Jaspers: «Allí está el corte más profundo de la historia», «Allí tiene su origen el hombre con el que vivimos hasta hoy. A esta época la llamaremos en abreviatura el tiempo-eje». Este humanismo clásico se caracteriza por la conciencia de la totalidad del Ser, de sí mis285

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mo y de su límite, se destaca y se separa del mundo y formulándose preguntas ontológicas pretende su asentamiento ante la naturaleza, a la vez que la segregación y liberación de la misma naturaleza. En el humanismo clásico el hombre llega a su autoafirmación. Este humanismo clásico es coetáneo en el tiempo y asimilable en sus preguntas a los humanismos planteados en China por Confucio y Lao-tsé; en la India por «los Upanischadas y Buda»; en Irán por Zarathustra; en Palestina por los padres del judaísmo como son los profetas, desde Elías a Isaías y Jeremías. Como padres del humanismo clásico griego hay que señalar a Homero, a los poetas helenísticos, a los historiadores y sobre todo a los filósofos. El vector que mueve a todos ellos se formula en el «conócete a ti mismo» tal como aparece en el frontis del templo de Apolo en Delfos, que es, al fin y al cabo, el principio de la filosofía de Sócrates. Este humanismo clásico que adquiere en Sócrates un referente imprescindible tiene dos soportes principales el estudio de la naturaleza (cosmología) y el conocimiento del hombre (antropología). El sentido de Sócrates, racionalizando filosóficamente el saber, lo pone de manifiesto la tesis de Nietzsche al afirmar que la razón socrática mató la tragedia. Con Sócrates y luego con los sofistas se dieron avances sustanciales en la designación de los ámbitos del humanismo: en el plano ontológico en cuanto que derivó del conocimiento cosmológico al antropológico; en el perfil gnoseológico porque se sustituyó el mito por el logos y, por fin, en el fundamento ético, porque se desistió del interés por la naturaleza para centrarse en los modos de vida humanos. Los sofistas enseñaron al hombre la crítica del saber recibido de otros hombres o de los dioses, para afincarle en el propio conocimiento, sacado de la naturaleza y respetuoso con la divinidad. El humanismo clásico se perfeccionó en la era de Pericles (498-429 a.C.) con ayuda de miembros como el poeta Sófocles (496-406 a.C.), el sofista Protágoras (490-420 a.C.) y el físico-filósofo Anaxágoras (c. 470-428 a.C.). El humanismo clásico fructificó sobre la base de que el hombre es el referente último del ser y del actuar. Por eso es significativa la frase de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas, del ser y de aquellas que son, como del no-ser y de aquellas que no son». 286

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El humanismo clásico no se conformó con el conocimiento del hombre contradistinguido de la naturaleza y de sus animales, del mismo modo que de los dioses, sino que el hombre quedó especificado como un microcosmos al decir de Demócrito. Esta situación intermedia del hombre le lleva a reconocerse como ser no perfecto que puede mejorar por la invención de las herramientas y de la industria, (cosas vedadas a los animales), pero también al ser microcosmos o «mundus abbreviatus» es decir que reasume en sí mismo tanto el mundo de la naturaleza animada e inanimada así como del ámbito espiritual y divino. El hombre de todos los tiempos se confeccionará una cultura a su medida mediante la educación y el desarrollo de la arquitectura de su humanismo. Este conocimiento de uno mismo será el substrato no sólo del humanismo griego sino también del humanismo romano y luego de la filosofía cristiana hasta la escolástica dentro del desarrollo europeo y occidental del humanismo clásico. De forma conclusiva se puede afirmar que el humanismo clásico grecolatino nació en el siglo V a.C. en Atenas y luego se expandió a través de la civilización romana principalmente por el Occidente hasta la filosofía existencialista de nuestros tiempos. El humanismo postmoderno Este humanismo que impera en Occidente tras la guerra fría y entre todos los humanos a partir de la globalización acepta las bases del humanismo clásico e igualmente del humanismo de la ilustración. Pero es mucho más concreto y práctico ya que exige el cumplimiento de las aspiraciones universales de todo hombre y por lo tanto la universalización de sus derechos. Y el primer derecho que no se puede ni se debe pisotear es el derecho a la vida. Derecho a la vida digna que reclaman los disidentes de un estado político del primer mundo. Derecho a la vida que exigen los habitantes del tercer mundo cuando reclaman para sí mismos el poseer los alimentos necesarios, la habitación digna, el ejercicio del trabajo, el dominio de las materias primas y de los medios de producción necesarios para comercializarlas. Derecho a la vida social que reclaman las familias según la concepción simbólica de familia que cada cultura ha elegido para el desarrollo de su existencia. Derecho a la vida DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que cada pueblo de los que se conforma la humanidad reivindica para su idiosincrasia. Y no basta con las formulaciones de los derechos humanos que desde la declaración de la Independencia de los Estados Unidos o desde la Revolución francesa se han repetido en los libros y han proliferado en las proclamas de las Organizaciones Internacionales, si luego al que reclama su libertad de conciencia o de palabra o al que discrepa se le encarcela o se le liquida con el tiro en la nuca. Y no basta con el reconocimiento teórico de esos derechos a la vida si luego a los llamados intrusos se les espera en la frontera o en la costa con todos los medios de las fuerzas armadas para impedir la llegada de los camiones o la arribada de las pateras africanas. Y no basta con ver asombrados y atónitos en los medios de comunicación cómo embarrancan tan frágiles embarcaciones y cómo la mayoría de esos seres humanos son considerados únicamente como animales hambrientos y como futuros contrincantes de los escasos puestos de trabajo. Y no basta con el teórico reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos si luego los políticos imposibilitan sistemáticamente el ejercicio real del mismo y los medios de comunicación se niegan a planteamientos neutrales tomando partido doctrinal y actuando de forma partidista muy lejana de una recta información. Y no basta con la teórica igualdad de todos ante la ley, con la aceptación de la no discriminación de las personas en razón de su sexo, de su profesión, de su raza o etnia, de su valía o minusvalía, de su religión o de sus ideas, si luego los poderes fácticos controlan los contratos de trabajo llamados contratos basura, si se rechaza a una mujer para ciertos puestos de trabajo por el temor a la futura maternidad, si el machismo tiene más perspectivas de éxito que el igualitarismo, si nuestros jóvenes son educados y formados en la competitividad y en el ascenso social del liderazgo sin el menor escrúpulo y a cualquier precio, si se valora como éxito el enriquecimiento rápido de la lotería, del pelotazo o del aprovechamiento de la falta de perspicacia de los demás, si, por fin, vienen admirados y premiados no los que compiten sino únicamente los que triunfan. Es muy fácil escandalizarse, vociferar, reclamar, exigir con la violencia de las armas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sociales y mediáticas que todos los grupos de presión manejan, el cumplimiento de los derechos humanos que a cada uno le interesan, principalmente el de la vida. Derechos humanos y derecho éste de la vida que todos reconocen con la misma claridad y temo con la misma ineficacia que se mantiene el derecho a la vida de los habitantes del África subsahariana sin que se nos arrugue el ombligo cuando sabemos que tres cuartas partes de ellos están condenados a una muerte de hambre o de sida a plazo fijo. Pero es mucho más difícil poner en servicio de los derechos de los demás, sobre todo si éstos son débiles o mujeres, si conforman las bolsas de pobreza que rodean nuestras ciudades españolas, si se trata de tercermundistas o de adversarios políticos, poner en servicio digo, los mismos medios que nosotros controlamos y con los que reclamamos nuestros intereses. No puede uno pisotear impunemente los derechos de los demás mientras que se reclama con rigidez legal y con amenazas jurídicas el cumplimiento exacto de los propios derechos. Y no digo nada de que no se deben pisotear los derechos de los demás porque «en el deber» intervienen condicionantes y causalidades éticas, religiosas y morales en las que ahora no entro. Me muevo únicamente en las coordenadas del humanismo, aunque éste sea considerado postmoderno. Sin embargo, la única opción viable es la del humanismo. Uno no puede sistemáticamente pasar por alto los derechos de los demás, violando las leyes de la justicia y de la convivencia, porque con la misma medida que midiéramos seremos medidos. Hay que partir y mantener los presupuestos del humanismo que pide el respeto de los derechos de los demás y aun la concesión más allá de lo que el reclamante exige, por el mero hecho de que yo crezco humanamente más y me perfecciono mejor, en la misma medida en la que mi interlocutor crece y progresa. Y en un nivel social un pueblo se consolida como tal pueblo en la misma medida que hace que otros pueblos consoliden su personalidad e idiosincrasia. No se pueden pisotear ni los derechos individuales ni sociales de los demás individuos ni pueblos. El humanismo postmoderno y la intolerancia Como sabemos la historia está alternativamente movida por los hombres y éstos se han incen287

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tivado por vectores individuales y sociales que se pueden calificar desde muchos puntos de vista y cada uno de ellos puede ser visionado por etapas y períodos históricos. También se puede hacer una historia con sus períodos de tolerancia e intolerancia. Todos los períodos dictatoriales estuvieron condicionados por un pseudohumanismo intolerante. Mientras que todos los humanismos en la historia han promovido la instauración de una etapa de tolerancia. Entre las características de estas fases de intolerancia podrían enunciarse las siguientes: a) se instaura en la generalidad mayoritaria del grupo dominante el convencimiento intelectual de afirmar y la necesidad imperiosa de consolidar el pensamiento único, ya que éste es la consecuencia de la convicción de que existe una única verdad y que el grupo dominante está en posesión de «la» misma; b) como el pensamiento único no se impone fácilmente, se hace necesario acompañarlo con la declaración de la guerra «justa», que tiene como meta la implantación de esa verdad contra todas las minorías no asimiladas; c) el grupo en el poder ve la necesidad de la creación de tribunales de justicia expeditivos, de trayectoria legalista, que actúen basados en declaraciones clandestinas, que apliquen el tormento para la consecución de las confesiones y que sentencien en razón del principio filosófico que afirma que sólo la verdad tiene derechos y los que se oponen a esa verdad no los tienen; d) ante la oposición «irracional» de ciertas minorías a «esta» verdad, el grupo mayoritario en el poder debe programar el descabezamiento sistemático y nunca definitivo de los dirigentes e igualmente debe desarticular esos grupúsculos de oposición siempre renacidos de sus cenizas, sin que nunca se acabe de pacificar la zona cepillada por la policía y condenada por los tribunales; e) estas actuaciones suscitan una exacerbada reacción sangrienta de las minorías perseguidas, que de forma «terrorista» se toman la justicia por su mano, allí donde pueden actuar, ensañándose contra cualquier sujeto defensor de la verdad única; f) y por fin, tras esta guerra solapada y sin cuartel, interminable y cansina se deriva en la sociedad el enroque de las posiciones desiguales. Estos bandos si entre sí no han llegado a entablar una guerra civil no ha sido sino por falta de armas, pero que, sin embargo, como el odio no es libre, han marcado posiciones y fronte288

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ras y han sembrado secuelas que no se difuminan en generaciones. Dos humanismos del siglo XXI enfrentados En el mundo globalizado del siglo XXI se decantan dos campos de acción enfrentados por su ideología y sus prácticas, en una palabra, por su concepción del humanismo. Según Robert Kagan, Estados Unidos y sus aliados tienen en la actualidad visiones del mundo y de la política lo mismo que ambiciones de futuro que divergen de manera radical a las que tiene el bloque europeo. En una palabra se enfrentan el Humanismo de la intolerancia que impone la paz y democratiza por la violencia de las armas versus el Humanismo Postmoderno. Entre ambas filosofías no existe una comunidad de valores e intereses como cuando se unían para enfrentarse a Hitler, al nazismo o al comunismo. 1) Humanismo tolerante de la colaboración de los miembros sin imposiciones colonialistas

Europa desde la Segunda Guerra Mundial ha ido renunciando a la política de poder, de imperio y de hegemonía y se ha volcado en una política de negociación, apaciguamiento y multilateralismo. Además Europa ha ido paulatinamente conjugando los diferentes intereses de los estados enemigos tradicionales en su última historia comenzando por la aglutinación de los intereses de Francia y Alemania que se han constituido como motor de esa misma Europa. Esta unidad europea ha derivado en una paz de 60 años, sin contiendas, formando un espacio económico común, con una moneda única y con un conjunto de normas e instituciones comunes que abarcan todos los sectores de la vida social y cultural. El modelo europeo salió de la confluencia de Francia y Alemania y aceptando la asimetría como fundamento les siguen otras naciones siendo el motor del desarrollo total europeo. El proyecto de Europa es el del humanismo de la tolerancia conservando la asimetría de cada uno de los pueblos que la conforman. Esto podrá desembocar en una paz y una legalidad universal. Es notoria y clara la peculiaridad y el talante europeos con respecto a otras áreas macrorregionales y en particular la norteamericana. En esta línea, Europa ha ido reduciendo sus presupuestos de defensa llegando ahora a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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los 180 billones de dólares, mientras que los Estados Unidos de Norteamérica rozan los 400 billones destinados a defensa. Europa gracias a la renuncia a las políticas de poder se ha desarrollado con una prosperidad y modernización extraordinarias. Europa ha construido generosos sistemas de protección social, ha invertido masivamente en infraestructuras, ha reconstruido y modernizado sus industrias, ha desarrollado la educación y ha logrado importantes progresos en la investigación tecnológica y científica. Los ciudadanos europeos tienen unos niveles de vida y unas oportunidades que jamás conocieron en su historia. Europa sin ejército europeo y sin política exterior conjunta es, sin embargo, un factor decisivo de la realidad mundial actual. Europa ha elegido ser una potencia militar de segundo orden pero se ha señalado como objetivo de primer orden el mantenimiento de la paz. Europa ve en los Estados Unidos de Norteamérica un gigante al que hay que limitar en su ánimo intervencionista. Europa se ha quedado conscientemente siendo una Europa del humanismo clásico y del humanismo de las luces con Hobbes y Kant. La Europa postmoderna no quiere ni tiene los medios para pretender ser liberadora de los males del mundo ni para enfrentar militarmente los peligros que amenazan a Occidente tales como el terrorismo internacional, el integrismo islámico y el control de los estados bribones tales como Iraq, Libia, Corea de Norte y dentro de poco una China Popular arropada por su éxito económico, su potencia militar y su predisposición hegemónica. Europa ha optado por el desarrollo y la implantación de un humanismo de tradición clásica grecolatina, de recogida de las tradiciones germánicas y de desarrollo de un cristianismo compatible con una visión humanitaria que corporalizan las ONG. Muchas de estas ONG son de origen europeo y de tradición cristiana. Europa trata de presentarse como un movimiento de solidaridad, de desarrollo, de instauración de una paz por el diálogo y la convección de los pueblos. Se trata de presentar una visión de humanismo que haga compatible el ecumenismo, la tolerancia y el respeto de los valores de los distintos pueblos. Por eso va a ser tan difícil conjugar y armonizar una Europa compuesta de gran diversidad de etnias, de razas, de culturas, de religioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nes, de lenguas y de tradiciones. No se trata de construir una Europa unitaria con una única lengua, unas únicas tradiciones y la implantación de una única visión cultural. Europa quiere presentarse como un ejercicio de la asimetría y como norte en una unidad de pluralidades. Es un hecho social innegable en el mundo europeo de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI la existencia de un movimiento nutrido y compacto de asociaciones de altruismo y ayuda pro-social conocido como organizaciones no gubernamentales o también denominadas ONG. Este conjunto significativo de la sociedad civil puede ser considerado desde posiciones ideológicas diferentes y desde ámbitos aun económicos dispares. Así puede ser denominado como «Sector no lucrativo», «Tercer Sector», «Organizaciones no lucrativas», «Sociedad civil», «Misionerismo secular», etc. Es un fenómeno social que cada vez está adquiriendo mayor auge y protagonismo en la misma medida que se va polarizando la sociedad en grupos extremos más irreconciliables. Esto es por una lado los escasos grupos oligárquicos que controlan la gran masa de medios de producción y de comunicación, es decir, la riqueza, y por otra parte los muchos millones de personas que vienen a sumar más de las dos terceras partes de la población mundial, que están paulatinamente empobreciéndose. Estos últimos difícilmente llegan a poseer los mínimos medios económicos de subsistencia por debajo de los cuales se colocan en los umbrales de la pobreza, de la sub-alimentación y de la exclusión de los medios culturales del desarrollo humano. Estudiemos un aterrizaje de este humanismo en un punto concreto. El sector no lucrativo español coordina a casi tres millones de personas (2.931.219) voluntarias de las que más de un millón (1.026.482) dedican al menos 16 horas al mes a una de estas organizaciones no lucrativas. En términos de empleo a jornada completa, el Tercer Sector español comprende 475.179 empleos remunerados y 253.599 empleos voluntarios, lo que equivale a un total de 728.778 empleos a tiempo completo. Si estas cifras las encuadramos en el contexto laboral español, el empleo equivalente retribuido del Sector no lucrativo asciende al 4,6 % del empleo equivalente no agrícola, proporción que se eleva hasta el 6,8 % si tenemos 289

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en cuenta, además, el trabajo de los voluntarios. En términos del PIB, el gasto total del Tercer Sector (sin imputar el valor del voluntariado) asciende a 3.215.247 millones de pesetas, equivalente al 4,61 % del PIB español de 1995 y a 4.095.235 con la imputación del voluntariado, lo que equivaldría al 5,87 % del PIB español del mismo año. Este conglomerado de actividades corporativamente altruistas queda estructurado en un total de 253.000 organizaciones no lucrativas, de las que casi 6.000 son fundaciones y 175.000 asociaciones. Estas asociaciones arrastran más de 20 millones de cuotas de socios y más de 11 millones de socios registrados. Lejos de ser novedad en la sociedad española, existe una intensa tradición histórica de voluntariado, desde los tiempos visigóticos, pasando por la rica Edad Media y la exuberancia misionera de la Edad Moderna. Sólo con una recortada memoria histórica puede uno olvidarse de los movimientos sindicalistas del socialismo, de las más de nueve mil fundaciones desmanteladas por la leyes de desarmotización o la proliferación de instituciones y grupos que puso en pie la solidaridad del cristianismo social a lo largo de todo el siglo XIX. El impacto social en la sociedad española es tal que, en no pocos aspectos, el Tercer Sector cumple el papel de brazo ejecutor de la política social del Estado, al mismo tiempo que su capacidad para contar con la colaboración voluntaria, le confiere la posibilidad de ofrecer una respuesta no burocratizada y la de adecuar sus estructuras a nuevas necesidades. Y así como nos hemos detenido en el caso español podemos afirmar que el tercer sector como brazo alargado del Estado en unos casos y como su suplantador en otros, dispone de una especificidad, una agilidad y un arraigo popular que le permite adecuarse a las necesidades específicas de cada situación emergente, creando o desmontando servicios dimensionados según la demanda, sin trabas burocráticas propias de la Administración Pública. Porque los índices que hemos dado para el caso español son asimilables para el conjunto de los 22 países occidentales estudiados y comparados y que constituyen el cogollo del talante y ser europeo. Es innegable que las organizaciones culturales, sociales, de defensa de los derechos civiles lo mismo que las de mutualismo social, 290

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suelen ser organizaciones pioneras en la implantación de programas y proyectos de actuación colectiva. Las organizaciones del sector han surgido, generalmente, de movimientos sociales con plena vitalidad que han reivindicado servicios para colectivos con necesidades sociales concretas a través de los medios de comunicación, de protestas ciudadanas, de representatividad a través de partidos políticos, de diálogo con los gobiernos o de grupos de presión, etc. Las organizaciones sin ánimo de lucro, en general, representan los mejores valores de nuestra sociedad, pero no están exentas de los mismos problemas que otros sectores. De no pocas de ellas, en efecto, podría afirmarse que existe corrupción, y que hay una falta de transparencia que desemboca en conductas poco democráticas y éticas, e igualmente puede decirse que son innovadoras, eficientes, eficaces y sensibles, al mismo tiempo que ineficaces y descoordinadas, compitiendo entre sí y duplicando servicios; y todo eso a base de personal a menudo poco cualificado y en precarias situaciones laborales. Sin embargo, los muchos jóvenes, adultos y miembros de la tercera edad, mujeres y hombres que configuran este sector no lucrativo pretenden paliar las desigualdades sociales, económicas y culturales que cada vez en mayor grado se van acentuando entre el primer y tercer mundo. Y este interés no se fundamenta en las previsibles consecuencias sociales actuales, en los necesarios trasvases étnicos y demográficos que se están produciendo y en el desequilibrio aun bélico de un inmediato futuro que se está fraguando, sino en el inmediato altruismo que la convivencia suscita entre los miembros de la raza humana, los animales del planeta y aun la misma naturaleza soporte de la vida sobre la tierra. En la misma medida que se reclama una normalización entre los Estados y las organizaciones no gubernamentales por medio de convenios o contratos, igualmente se exige la depuración de muchas de las Organizaciones por falta de estructuración interna, ausencia de técnicas de gestión de sus recursos, escasa profesionalización de su capital humano y corta visión de la solidaridad orgánica interinstitucional. En esta línea de cooperación internacional, interétnica, interclasista, plurilingüista y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Humanismo

pluricultural, no sólo el cooperante o voluntario, debe formar su propio humanismo como base de su personalidad, sino que debe tener unas pautas de desarrollo y formación de aquellos a los que va a dedicar su tiempo, su trabajo y sus dedicaciones y de los que como sujeto de su altruismo va a quedar fecundado con nuevas perspectivas y floraciones de un más maduro humanismo. Tanto cooperantes, como voluntarios o misioneros de cualquiera de las religiones que están presentes en el tercer mundo, van a trabajar, codo a codo, en la elevación social, económica y cultural de los hombres y mujeres que se encuentran en una situación de extremada pobreza. La asunción de elementales normas de humanismo postmoderno, les harán superar los atisbos de colonialismo y los recelos capitalistas de exclusividad confesional. El humanismo postmoderno del que aquí se habla será el lugar de encuentro de los hombres y mujeres del primer y del tercer mundo, de distintas culturas, lenguas, religiones y razas, que coinciden en amar a la naturaleza y a los animales, como cuadro necesario global del desarrollo de las peculiaridades familiares, étnicas, populares y nacionales de un mundo en vías cercanas de globalización. También el Humanismo ha echado sus raíces en el País Vasco optando por una cultura a la europea y por una forma de pensar compatible con la diversidad, si bien reclamando no ser absorbida por las culturas y formas de actuar de los pueblos o estados vecinos. Es una política de búsqueda de supervivencia dentro del concurso de las naciones que confluyen en la formación de una unidad mayor. El Pueblo Vasco cree que es viable una región europea en la que se globalicen las instituciones de infraestructura tales como la moneda, las relaciones comerciales y las fuentes de energía. Pero pide que se respeten las peculiaridades y singularidades culturales, lingüísticas, jurídicas, históricas y de idiosincrasia. Es decir, que se respete la personalidad moral de cada uno de los pueblos que integran la realidad mayor que es la que se pretende conformar, es decir Europa y el mundo globalizado, ya que todos actúan libremente y todos quieren contar con la participación de los miembros integrantes. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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2) Humanismo solapadamente intolerante ya que se atribuye la responsabilidad ante la historia de la implantación de unos valores superiores de democracia y de orden

Estados Unidos de América desde hace lustros se siente potencia responsable ante la historia del devenir del mundo. Cree ser la autoridad delegada y llamada por Dios para promocionar los valores cristianos y occidentales, principalmente el de la democracia ante las demás civilizaciones y culturas del universo. Para poder ejercer este liderazgo, Estados Unidos centró todos sus esfuerzos en la persuasión de la fuerza y por eso se dotó de ejércitos suficientes para llevar adelante la responsabilidad y la defensa de Occidente durante los años de la guerra fría. Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX y el comienzo del siglo XXI ha seguido armándose, resistió las pulsiones expansionistas de la URSS y ahora de Rusia y ha garantizado y sigue garantizando la seguridad de Europa. Estados Unidos ejerce resueltamente desde finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI una política de poder y pretende imponer un orden internacional según sus intereses. Estados Unidos se siente tan segura de sí misma como potencia mundial que puede prescindir de Europa así como puede soslayar el Pacto Andino si los interlocutores no quieren colaborar en su proyecto de expansión e implantación de un nuevo orden mundial basado en su aceptación de liderazgo, del poder de sus armas y de la autoridad moral que les presta su mayor poder militar y bélico. Pero Estados Unidos ha logrado ganar aliados a su proyecto de Humanismo. Nadie puede negar la legalidad de la opción que tomó el gobierno español de José María Aznar de entrar en la guerra de Iraq, dado que tenía una mayoría absoluta en el Congreso. Pero, sin embargo, se le puede negar legitimidad ya que la opción tomada por el gobierno de Aznar no era imprescindible para el gobierno del Estado. Además, con esta opción tomada, el gobierno del Partido Popular volvió una vez más en una coyuntura histórica trascendental a no saber cuál es el talante y modo de ser europeo, a separarse del sentir popular y a no saber quiénes eran sus amigos y aliados de toda la vida. Más aún, en España ha aparecido de nuevo una fractura social entre los dirigentes de la 291

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Humanismo

clase política que abogaba por la guerra y la inmensa mayoría de la población española. El gobierno del Partido Popular quiso instaurar en la sociedad española un nuevo período de Ilustración. Los miembros del Partido Popular embebidos en una nueva etapa de Ilustración proclamaron nuevos modelos, nuevas técnicas y nuevas armas siguiendo el refrán «recedant vetera omnia sint nova» («desaparezcan las cosas viejas, e implantemos todo nuevo»). Quisieron echar por la borda todas las filosofías y experiencias de la Vieja Europa y se empeñaron en implantar una nueva etapa de la colonización y evangelización universal rememorando los tiempos de la conquista americana y queriendo llevar a todos los pueblos la democracia y la paz. «Todo para el pueblo pero sin el pueblo». Creyeron los miembros del Gobierno Popular que ellos eran los llamados a enseñar la nueva democracia y los nuevos valores a los pueblos inmaduros fueran éstos del Medio Oriente o estuvieran incrustados desde siempre en la Península Ibérica. El gobierno español no sólo rompió una trayectoria política secular sino que desguazó el humanismo español, de un Quijote «desfacedor de entuertos y malandrines», del perseguidor eterno del ideal moral y cristiano por encima de toda otra condición. Los partidos mayoritarios de España han ejercido desde siempre con respecto al Pueblo Vasco y a otros pueblos que configuran el Estado español el humanismo del que se ha sentido portador desde que descubrió nuevos mundos e implantó el cristianismo con la fuerza de las armas. Es el humanismo de la responsabilidad ante la historia para la implantación por la verdad poseída, antes de los valores evangélicos y ahora de unos valores superiores de democracia y de orden. Se trataba y se trata de un humanismo de unicidad que no admite colaboraciones sino sumisiones, que no está dispuesto a reconocer la existencia de formas de pensar, lenguas, culturas e idiosincrasias diferentes de las que esta interpretación de España es portadora. Los partidos mayoritarios españoles, las clases sociales dirigentes tanto laicas como religiosas y especialmente (por su mayor responsabilidad) la Conferencia Episcopal Española han asumido su protagonismo de potencia cultural y cristiana superior, portadora de unos valores transcendentes que debe trasvasar a los pue292

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blos considerados en minoría de edad civil (entonces en las Indias y ahora en las geografías españolas) y esto aunque sea a costa de la erradicación de sus propias culturas, formas de pensar, instituciones jurídicas y lenguas. España ahora, como en su historia reciente, ha pretendido implantar en los pueblos de la península sus formas superiores de civilización y de cultura, sin que para esta implantación renuncie al uso de la violencia institucional legislativa y judicial, de su mayoría democrática en las instituciones que ella misma ha conformado y sin que retire la amenaza latente de ejercer con las fuerzas militares, de policía y vigilancia los ideales de democracia de la que ella se siente orgullosa y responsable ante la historia de su implantación. España como aliada de los valores humanistas de los Estados Unidos de América se siente responsable ante su propia historia de mantener una unidad amasada en moldes de monarquía absolutista y luego constitucional, sin atreverse a hacer dejación de ese modelo aunque el mantenimiento del mismo le conduzca a la implantación de una unidad política de unicidad trasnochada y contraproducente, ya que no puede pretender implantar este modelo porque sería echar ceniza sobre sus ojos el que la unidad europea se configurara en los mismos moldes políticos en los que ella plantea la unidad de España. España pretende en Europa que se respete la peculiaridad e idiosincrasia de las partes que integran la unidad europea, pero, sin embargo, no admite que las partes integrantes de España mantengan sus raíces, lenguas, instituciones jurídicas y valores que han aportado a la conformación de la unidad española. España aboga por la igualdad y simetría interior mientras que reclama la asimetría en la conformación de Europa. Conclusión En la vida del hombre individual y social hay siempre una opción primera que condiciona su actividad y enfoca su proyección exterior. No es siempre y a lo largo de su recorrido histórico la misma opción. Hay posibilidad de que cada generación adopte la suya. Esta primera opción no es la del teísmo o el ateismo, ni es la opción de una confesión religiosa u otra, sino que es una toma de postura ante la vida que denominamos humanismo. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Humor y amor

Y hay dos humanismos enfrentados: el humanismo de la imposición de unos valores superiores de democracia y paz universal, soportada ésta última por las armas y los ejércitos, que es el Humanismo de la responsabilidad ante la historia de implantar intolerantemente la propia verdad por creerla «la» verdad. En esta línea se movieron desde el siglo XVI las naciones, los países y las Iglesias de la Contrarreforma tanto del mundo católico como del protestante y por eso optaron por el humanismo de la Intolerancia que exigía que en cada región tenían su propia confesión religiosa. En esta visión humanista perviven los Estados Unidos de América y sus aliados como fue en España el gobierno del Partido Popular, condicionado por su tradicional evangelización y occidentalización de las tierras indianas y de los pueblos de América del Sur hasta la pérdida de las colonias en el siglo XIX y XX. Y el Humanismo del diálogo de las civilizaciones, de la colaboración entre culturas, del asentamiento de la tolerancia en la convivencia de un mundo globalizado. Tras la guerra fría occidental se han sumado principalmente en Europa a este humanismo talantes personales, países nacionales y movimientos sociales como las organizaciones no gubernamentales. Todas estas opciones se suman al Humanismo Tolerante partiendo de la primera y principal opción de que la verdad es poliédrica y que por lo tanto todos los hombres, pueblos, estados y confesiones religiosas tienen una parte de la verdad que hay que poner a disposición de los demás. Este humanismo tolerante sabe que uno se hace más hombre y un pueblo más asentado cuando ayuda a los otros hombres y pueblos a crecer, consolidarse y ser más. J. ORELLA

Humor y amor Sé siempre extraño y exótico: un alma [W. Gombrowicz].

Exordio El que os habla, jóvenes probables, es un viejo que ha doblado su juventud; el que os habla, jóvenes probados, es un viejo que ha tratado con jóvenes de filosofía; el que os habla, jóveDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nes provectos, es un viejo carcamal que aspira a carcabien. El que os habla es el que suscribe, pero ¿a quién habla y escribe? Habla y escribe a la juventud, al joven de hoy en día, pero ¿quién es hoy joven? Joven es hoy y siempre la persona emergente, de acuerdo con la etimología latina del joven como iuvenis = el que tiene vigor y es jovial, dos cualidades que nos aproximan a la emergencia del amor y el humor en la juventud de modo unitario. En efecto, el amor es una especie de humor (sublimado o destilado), mientras que el humor es una especie de amor (desublimado o contrariado). 1. Amor y humor En la juventud emerge la clave de la existencia porque en ella surge el sentido de la vida como amor y humor. Mientras que el amor es la apertura a la otredad, es el humor el que posibilita dicha apertura, por cuanto es capaz de liquidar o licuar la rigidez hasta descubrir la gracia del otro/otra. Por eso la juventud es la edad de una especie de melopea o melopeya que en jerga/juerga juvenil se denomina «cachondeo», el cual es un «vacile» o vacilamiento existencial entre el amor y el humor. La paradoja está en que el amor acerca y el humor toma distancia, pero en el vaivén de estos contrarios está contenida la esencia de nuestra existencia humana. Sin esa dialéctica o dualéctica de los opuestos recaeríamos en el amor sin humor (lo cual es fanatismo), o bien en el humor sin amor (lo cual es cinismo). Y es que el amor necesita del humor para relativizar todo paraíso terrenal, y por su parte el humor precisa del amor para cauterizar las heridas de la vida. De aquí que el amor y el humor emergen en la juventud, pero es en la demergencia de la vejez en la que ambos se armonizan mejor: el amor con cierto humor, y el humor con un incierto amor. Amor y humor reunidos fundan la auténtica actitud ante la vida: el sentido tragicómico de la existencia, representando el amor la pendiente trágica y el humor la vertiente cómica. Así es como el heroísmo trágico del amor queda compensado o complementado por el antiheroísmo cómico del humor. A partir de aquí es posible sonsacar una auténtica filosofía de la existencia basada en la coimplicación de los contrarios, una visión del mundo fundada en la remediación de los opuestos, una sabiduría 293

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Humor y amor

de la vida capaz de asumir su paradójica contradicción representada in extremis por la muerte: la cual se define como corrosión o irrisión del ser, radical apertura a la otredad total, rajadura enigmática del ente. En la juventud comienza a hacerse patente la contradicción entre el origen —el nacimiento— y el final —la muerte—, de modo que la juventud es el «presente oscilante» entre el pasado mítico y el futuro utópico. En la juventud realizamos el gran pacto entre lo que nos han hecho y ya somos, y lo que vamos a hacer y aún no somos aunque nos asomamos para serlo. Finalmente, en la juventud apercibimos prematuramente que la propia realidad es contradictoria, ya que a medida que la realidad se realiza en la misma medida se desrealiza. La gran sospecha de la juventud, su gran susto existencial consiste en vislumbrar esta autocontradicción de lo real, según la cual lo que va existiendo va dejando de existir o dexistiendo, lo que redefine a la existencia como ex/sistencia. Esto equivale a decir que existimos a la búsqueda de un sentido abierto que no acabamos de encontrar, ya que si lo encontráramos nuestro camino de la vida quedaría obturado o cerrado, clausurado o detenido, mientras nosotros mismos quedaríamos anegados o bien petrificados: Busco el sentido pero no lo encuentro si lo encontrara no lo buscaría: así que existo por lo que no tengo si lo obtuviera yo dexistiría.

Paradoja de la vida humana: existimos porque buscamos el sentido no como un ser o cosa, sino como un transer u horizonte de todo ser o cosa: apertura de nuestra finitud al infinito. 2. Sentido de la vida Así que el sentido no es una cosa encerrada en sí, sino un horizonte abierto al otro, un faro de luz que acoge a las tinieblas, un espacio abierto que cobija al tiempo, la libertad que afirma la diferencia, la apertura radical que asume la muerte como un vacío o huecograbado de la existencia. El sentido es la asunción del sinsentido y la positivación del negativo, la implicación crítica del mundo y el filtraje sutil de la experiencia, la sutilización estética de lo real así transfigurado humanamente. Esto conlleva echarle cierta literatura o cuento/cuenta a la vida para poder contarla, así como cierto 294

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afecto o sentimiento para poder consentirla. Pues, como decía John Cheever, si puedo reír puedo vivir, a lo que podemos añadir: si puedo sonreír, puedo sobrevivir. Finalmente, si podemos llorar podemos morir —humanamente. Mas el sentido no es la razón pura ni la verdad abstracta: el sentido es la razón impura y la verdad encarnada o humanada. Por ello el sentido de la vida tiene que ver con lo sentido vitalmente, pues no hay sabiduría sin saber ni saber sin sabor. Por eso el sentido no es vencimiento sino convencimiento, no es superación de nada sino supuración de todo, pues que no dice abstracción sino extracción: asimilación y metabolismo, transustanciación de la naturaleza en cultura, transmutación de la materia en forma y de la carne en espíritu. La consecuencia de todo ello es que el sentido de la vida anida en el alma como urdimbre interior del exterior, ámbito de la intimidad frente a toda intimidación exterior, simbolizada por el «corazón» como aferencia de toda referencia. En efecto, la especificidad del hombre es el alma, la cual se sitúa medialmente entre el espíritu divino y el cuerpo animalesco, a modo de remediación de contrarios cuya contracción es el propio hombre así desgarrado entre el cielo y la tierra, la trascendencia y la inmanencia, lo inmaterial y lo material, lo invisible y lo visible. Precisamente la educación humana consiste en reunir lo divino y lo animalesco en el medio/médium del alma, la cual se define como espíritu encarnado y cuerpo humanizado, así pues como síntesis de opuestos, integración de diversos e interiorización del sentido. Y es que, como decía Aristóteles, «el alma es de algún modo todas las cosas», así pues la coimplicación simbólica de lo real, el precipitado de nuestras vivencias, en donde lo anímico comparece como la realidad surreal, la trascendencia interior de las cosas, la perspectiva personal del mundo. Pues bien, de esta visión del universo surge precisamente una especie de «humanismo estrambótico», ya que el hombre es por su alma o interioridad el estrambote críptico del universo, así como la conciencia crítica de un mundo sin alma o desalmado. Por ello, allí donde un joven solitario encuentra la apertura a su trabajo solidario, allí comparece lo político-moral en su sentido plenario y no sesgado: la idea de que un partido es una parte y no el todo aparte. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Humor y amor

3. Exhortación moral Y bien, tras lanzaros este rollo o rollamen, aunque si bien sin examen, quisiera exhortaros, jóvenes de corazón probo e ímprobo estudio, hacia el saber y la sabiduría, al empolle y a la incubación, hacia el estudio y el sentido de vivir. El/lo joven se emparenta con iuvesco que es crecer o desarrolarse, así como con iuvenor que es jugar o divertirse, connotando así la conjunción unitaria de lo lúcido y lo lúdico. Por otra parte, el auténtico estudio, que proviene de studere, reúne también en su significación tanto el deseo como la implicación, el celo y la dedicación, el gusto y el compromiso, así pues el sentido y lo sentido. En realidad esta misma conjugación de contrarios armonizados aparece ya en la raíz lingüística del joven en cuanto jovial (emparentado heroicamente con Jovis-Júpiter) y fuerte o vigoroso (en su sentido antiheroico del capaz de ayudar: iuvo). He aquí que la fuerza o vigor del joven puede ser usada como heroísmo fatuo o en ayuda mutua, puede ser pura fuerza bruta o bien fuerza al servicio de el/lo débil: y, por lo tanto, religada al trasfondo religioso/religado del universo como compasión universal. Si este último es el caso, si tu fuerza está al servicio de tu alma abierta al otro, entonces oye mi exhortación moral... ...Porque entonces estudiarás no para aprobar el examen meramente sino para probarte a ti mismo y poder aprobarte (pues no hay examen de ciencia sin examen de conciencia). ... Porque entonces empollarás a modo de incubación, pro-creando el fruto de tu corazón cual co-razón de tu propia razón (pues no hay razón sin corazón). ... Porque entonces buscarás la verdad para liberarte, hasta que el sentido te libere de la pura verdad abstracta o inhumana (pues no hay verdad sin sentido humano). ... Pues entonces tratarás de conocerte a ti mismo y, al hacerlo autocríticamente, buscarás perentoriamente conocer al otro (pues no hay yo sin tú ni mismidad sin otredad). ... Pues entonces buscarás el amor, el cual es la apertura radical a la otredad (pues no hay amor sin relación). ... Y entonces vislumbrarás lo sublime, el cual consiste en la sublimación de lo subliminal (pues no hay ascensión sino de abajo arriba). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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... Y también captarás que Dios simboliza el sentido y el diablo el sinsentido (pues no hay Dios sin diablo ni sentido sin sinsentido). ... Incluso entenderás desde la fortaleza de tu juventud que fuerte es el que asume lo débil (pues no hay fortaleza sin debilidad). ... Asimismo observarás que la realidad no es racional como pensabas, y por eso sentirás por ella y por todos los que la realizamos, incluido tú mismo, auténtica compasión (pues no hay realidad que no sea digna de compasión humana). ... Finalmente comprenderás desde el cenit de tu juventud que estás amenazado por el nadir, lo mismo que la vida por la muerte (pues no hay cenit sin nadir ni vida sin muerte). ... Y sabrás póstumamente que la propia muerte nos libra y nos libera conduciéndonos a la paz perpetua (requies aeterna). Oclusión Por todo esto, joven precavido, deberás ir pensando en tu futuro, así como en coronar tu paso por este extraño mundo con un buen epitafio a modo de símbolo de reconciliación final entre tu alma y el mundo. El cual epitafio te podrá servir cual lema ya en vida para saber vivirla con amor y con humor. He aquí el mío propio, que te ofrezco por si te sirve de alguna referencia implícita: Aquí yazgo, y yazgo bien: yo descanso, y vosotros también.

Sospecho ahora tras todo lo dicho que el sentido de nuestra labor en esta vida está en un descanso eterno siquiera merecido: descanso que no obtiene quien no aporta su cuota simbólica a tiempo y en el tiempo. La clave está entonces en ser aportativo y no abortativo o deportativo. Entonces ya no se trata de portarse sino de comportarse, o mejor, de aportarse: el auténtico comportamiento como aportamiento. Aportamiento que no es posible sin un cierto apartamiento, extrañeza o extrañamiento del mundo. Excursión nietzscheana Ha sido F. Nietzsche quien, en su vida y obra, ha sacudido nuestra vieja cultura con un rictus juvenil, oponiendo al anquilosamiento de nuestra moral apolínea un vitalismo dionisiano. Según su diagnóstico, ha muerto el Dios trascendente y absolutista, lo que deja libre la 295

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Humor y amor

vía de la emergencia de lo divino inmanente, mundano y humano. Ahora la trascendencia se hace inmanencia, la eternidad temporal, la infinitud finita y Dios hombre. Una tesis de fondo cristiano que el postcristiano Nietzsche radicaliza al revertir la inmanencia en trascendencia, el tiempo en eterno, el mundo en divino y la finitud en infinitud. Afirmación de la tierra como único cielo e infierno, afirmación del mundo como único trasmundo, afirmación del hombre como Superhombre. Frente al platonismo cristiano y su dualismo clásico, he aquí que Nietzsche aboga por una única Vida universal, cuyos componentes se repiten indefinidamente en un eterno retorno de lo mismo. Se trataría entonces de inmiscuirse en este devenir tumultuoso del universo, tomando parte en la orgía cósmica de la vida de un modo activo y no reactivo, pues «todo es igualmente precioso, eterno y necesario» (como dice el germano entusiásticamente). El amor a la vida y su destino es la tarea del héroe nietzscheano-savateriano, el cual reniega del antivitalismo propio del antihéroe socrático-cristiano. Digamos que el nietzscheanismo hace de la necesidad virtud, coafirmando no sólo la positividad de la vida sino también su presunta negatividad adjunta, simbolizada por la enfermedad, el dolor y la muerte. Por eso el Superhombre superafirma el mundo no meramente en su felicidad sino también en su infelicidad, pues ambos forman parte del todo. Pero la consecuencia de tal desmesura resulta fatídica, ya que se preconiza cruelmente vivir de modo que se desee volver a vivir feliz y/o infelizmente. El premio nietzscheano de esta vida es más de la misma, así pues más vida como esta (inmanente), y no otra vida diferente (trascendente): lo cual está de acuerdo con la lógica nietzscheana del amor al hado o necesidad, azar, destino o suerte (amor fati). Nos las habemos con un amor fatal que contrasta con el amor fractal o difractal, difractario, disipativo o diseminativo propio del amor/humor tal y como lo hemos pregonado aquí mismo, el cual se define no por la aceptación sin acepción, sino por la asunción crítica o filtrativa de la realidad para su remediación. Frente al amor al hado o malhadado podríamos hablar entonces del amor al hada o bienhadado. Mientras que el amor fatal nietzscheano es un amor fatídico o destinal, el amor/humor es 296

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un amor libre y abierto. El problema nietzscheano radica que la desdivinización de Dios conlleva la divinización del mundo, reconvertido así en encierro y encerrona existencial del hombre abocado a su eterna repetición. En un tal mundo clausurado en sí mismo como un círculo demónico, todo es factible pero nada es posible, porque todo está irrevocablemente inscrito en su engramática atrapadora. Pues bien, frente a ello, precisamente Kierkegaard proyecta un Dios revocador de lo irrevocable y final convocador de lo inconvocable, ya que en su cristianismo radical «Dios quiere decir que todo es posible». Ya decía A. Gide que la enseñanza de Cristo era una fuerza más profundamente emancipadora que la de Nietzsche. A partir de aquí, yo pregonaría un amor humoroso para los que carecen de humor, así como un humor amoroso para los que carecen de amor. El amor/humor dice amor transversal a la vida (biofilia), pero no necesariamente a esta vida ni a este mundo. Quizás entonces deberíamos hablar de «filofilia» como el amor al amor (amor amoris): en el que radicaría el sentido propio y ajeno de la vida humana o existencia, y no en una heroica voluntad de poder. El peligro del heroísmo nietzscheano-savateriano está en el furor desmesurado de querer serlo todo e incluso el todo, al modo del Dios panteísta, lo cual conlleva hybris, megalomanía o inflacción del ego. Frente esta tarea desmesurada del héroe nietzscheano (el Superhombre), aquí predicamos la tarea del antihéroe posnietzscheano basada en la voluntad humana de sentido abierto al otro: porque lo que buscamos es la otredad complementaria, la complección propia y la implicación ajena. Pues sólo varios dioses —el propio y el ajeno— pueden salvarnos. Desde esta perspectiva puede entenderse cómo el paso de la realidad al sentido es el paso de la naturaleza a la cultura, de la cosa al símbolo, de la inmanencia a la trascendencia y, en el límite, del hombre al Dios. Cuando el nietzscheano F. Savater defiende la autonomía a ultranza conviene recordar que no hay autonomía sin otronomía, no hay yo sin otro yo, no hay auténtico querer sin ser requerido por el otro. El sentido que me saca de mí mismo en dirección al otro es un ultraje a mi egoísmo porque es un otraje, otración o alteración proveniente de la alteridad, a cuya llamada respondo con responsabilidad o me callo irresponsaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Identidad

blemente: por eso la relación con el otro me hace secretamente feliz o infeliz, corresponsable o irresponsable, amoroso u odioso. A partir de aquí el sentido existencial no está sólo meramente en lo que queremos sino en lo que somos requeridos, no está tanto en el amor propio como en el amor impropio, no es la sola autoafirmación sino la afirmación del otro, no es superar la soledad autoafirmándose sino supurarla compasivamente, no es deseo de totalización sino de coafirmación o complementación. De aquí que la figura clásica del héroe resulte problemática, ya que no es tanto el constructor cuanto el destructor, no es el pacificador sino el guerrero, no asume la debilidad sino la fuerza, pretendiendo hacer justicia ajusticiando y pecando no por defecto sino por exceso. Pues el héroe clásico no porta la bandera del sentido, sino que es el abanderado de la razón-verdad puritana. En efecto, el héroe típico no tiene amor ni humor, por eso suele ser una especie de «matón» que nos condena o demoniza para poder «salvarnos» beligerantemente... Frente al heroísmo tradicional pregonamos aquí una ética del sentido, el cual no se basa en la autoafirmación sino en la mutua afirmación, no en la voluntad de querer sino en la querencia de la voluntad, no en el diablo que disgrega sino en el Dios que reúne, no en el héroe que vence sino en el que convence, no en la búsqueda de la excelencia sino en la remediación de lo calamitoso. Bastante tarea tenemos con remediar el mal como para dedicarnos a imponer el bien: una auténtica ética debería partir de abajo arriba y no de arriba abajo, aceptando nuestra finitud y tratando de sanar lo enfermo y humanizar lo inhumano en lugar de proyectar utopías sobrehumanas. Pues si el punto de partida de todo(s) es la vida, el punto de llegada de todo(s) es la muerte, a la que el héroe trata de matar ridículamente bajo la apariencia de monstruo o dragón: pues no es posible el escamoteo de nuestra contingencia en nombre de fatuas rimbombancias. El caso es que el hombre llegue a ser el que es: humano, lo cual conllevaría no hacer tanto el animal ni creerse Dios, pues probablemente hace aquello por creerse esto. Vale, he dicho, salud. Bibliografía ORTIZ-OSÉS, A., Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2003. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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SAVATER, F., Nietzsche, Barcanova, Barcelona, 1982. —, Invitación a la ética, Anagrama, Barcelona, 1982. —, El contenido de la felicidad, Aguilar, Madrid, 1992. VATTIMO, G., R. RORTY y S. ZABALA, El futuro de la religión, Paidós, Barcelona 2006. VV. AA., Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2006.

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

I Identidad […] así como el Sol es el claro espejo de Dios y de sus divinos atributos, la Luna lo es del hombre y de sus humanas imperfecciones: ya crece, ya mengua, ya nace, ya muere, ya está en su lleno, ya en su nada, nunca permaneciendo en un estado. B. GRACIÁN1 En la medida en que nuestra esencia depende del lenguaje, habitamos en el Ereignis. M. HEIDEGGER2

En el estudio Der Satz der Identität (El principio de identidad), M. Heidegger sostiene que demasiado rápidamente consideramos al principio de identidad (A = A) como fundamento evidente del pensar. En su ensayo, el pensador de Messkirch afirma que, en El sofista,3 Platón ya cuestionaba y ponía en entredicho dicho principio. Para Heidegger la identidad reposa en el Ereignis, vocablo que en castellano se vierte habitualmente por «acaecer» y que Félix Duque, ateniéndose al sentido revelado por el mismo Heidegger (er-eigen), traduce como «acontecimiento apropiador»: ¿Qué tiene que ver el Ereignis con la identidad? La respuesta es: nada. Por el contrario, la identidad tiene que ver mucho, si no todo, con el Ereignis.4

La identidad, nuestra identidad, tiene mucho que ver con el acaecer porque somos temporales, porque la temporalidad nos es consustancial. Nuestra identidad varía, puede aparecer y desaparecer, construirse y derrumbarse. El habla la cristaliza y por ello produce la falsa impresión de inmutabilidad, lo cual no es sino una peligrosa fantasía. 297

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En la Obertura de sus Escritos,5 J. Lacan aporta elementos que radicalizan la concepción heideggeriana. En ese texto el psicoanalista afirma, comentando la frase de Buffon «el estilo es el hombre», que no sólo el estilo —es decir, lo definitorio de la personalidad— no es el hombre, ni tampoco «el hombre al cual uno se dirige» sino el objeto. Para Lacan lo que define nuestra identidad es el objeto que dirige nuestra mirada y nuestro paso, ese objeto inalcanzable que causa nuestro deseo y que, hacia el final de su enseñanza, Lacan cifraba «a». En este ensayo analizo dos eventos que muestran la cualidad temporal y objetiva del término: la construcción de la identidad mexicana de principios del siglo pasado y la denominada «crisis de identidad del adolescente». Análisis que pretende hacer explícito el carácter peligroso de la identidad cristalizada (a causa de su consecuencia inevitable: la guerra) así como la posibilidad de resolver la crisis de identidad mediante el encuentro del objeto de deseo, ese que evita la cristalización de la identidad. La «invención»6 de la identidad mexicana del Charro y la China Una vez «concluida» la Revolución mexicana con el establecimiento de la Constitución de 1917, la nación entera se enfrentaba al reto de recuperarse luego de casi una década de guerra civil que la había dejado desgarrada y dividida en diversas facciones armadas dirigidas por generales y caciques más o menos incultos. La unión del país se encontraba en riesgo, pues el multiculturalismo de la mesoamérica precolombina había recuperado terreno con la lucha armada. La Constitución de 1917 presentaba los derechos y obligaciones del «pueblo mexicano», pero lo que dicha noción expresaba, en términos de modelos identitarios, no era claro. Podía corresponder al estereotipo del «revolucionario», vestido con ropa de manta y cananas atravesándole el pecho, podía corresponder a la imagen del indígena mesoamericano (otomí, zapoteco, mixteco, lacandón, etc.), podía atribuírsele al modelo del «norteño», de franca ascendencia hispana, o al «costeño», de marcados rasgos negroides. Los intelectuales tampoco se ponían de acuerdo en lo que significaba «el pueblo mexicano»:

na»7 Jesús Urreta afirmaba: «… nos causa más que indignación, piedad, ver que alguno que otro caballero tigre ruja su odio a España… cuando estamos dentro de la civilización gracias a ella».8

La revolución mexicana no sólo había derrumbado las instituciones políticas, también había revelado la inexistencia de la identidad mexicana. Fue entonces cuando se inventó la identidad del Charro y la China, estereotipo que, hay que recordarlo, en la actualidad casi ningún mexicano reconoce.9 Gracias al empuje del educador José Vasconcelos se establecieron diversos foros y actividades culturales donde se exploraron las diversas expresiones culturales del país con el objeto de construir la «mexicanidad». Al final de dicha contienda se estableció un estereotipo que sería aceptado nacional e internacionalmente: el charro con su sombrero de alas anchas, su chaqueta y pantalón ajustados enjoyados y su sarape al hombro. La dama mexicana, entretanto, era ataviada con la falda hampona y colorida y con el huipil bordado de la China poblana. A este estereotipo sólo había que buscarle un buen modelo y una actividad: Para tal efecto se eligieron a Ana Pavlova —quién se encontraba de gira en la nación— y Adolfo Best Maugard quienes interpretaron, en diversos foros y hasta el cansancio, el luego mundialmente famoso «Jarabe tapatío». Y el traje de Charro se impuso incluso en los desfiles militares. Al respecto escribe Alfredo B. Cuéllar en una nota de 1921 sobre los desfiles de conmemoración del Centenario de la Independencia de México:

Mientras Manuel Gamio invitaba a sus contemporáneos a «indianizar la civilización mexica298

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Nuestros soldados vestían los uniformes de todas partes del mundo, según las simpatías, ya germanófilas o aliadas, de sus jefes. Veíamos pasar por nuestras avenidas, oficiales que parecían escapados de las fuerzas expedicionarias americanas en Francia, oficiales ingleses, franceses, belgas o alemanes, como si se tratara de una revista de teatro moderna… pero llegó el año 1921… y como el ave fénix, en medio del incendio, se levantó triunfante el espíritu de la tradición… Ciento cincuenta gallardos jinetes desfilaron entre aplausos y flores de una multitud entusiasta que veía resurgir el clásico sombrero de alas anchas, bordado de oro y plata, la chaqueta alamarada, el pantalón ajustado, la espuela cintilante de Amozoc, la silla plateada de amplias cantinas bordadas, la reata Mazamitla, el machete de Oaxaca, la mantilla de colores y el sarape de Saltillo.10

Como expresa claramente Pérez Montfort, en cuya autoridad se apoya este apartado, la identidad mexicana del Charro y la China fue exportada exitosamente a todo el orbe. Los mass media la presentaron y reprodujeron reiteradamente a los mexicanos enunciando algo del siguiente orden: «así son ustedes, enorgullézcanse de ello, ustedes son iguales… ¿Para qué agotarse en una lucha fratricida?». El esfuerzo no careció de frutos. El país, a pesar de haber tenido aún que soportar la guerra cristera11 (1926-1929), se reestableció e «institucionalizó», generando una identidad que se fortaleció —y cristalizó— en la «era de los nacionalismos» previa a la Segunda Guerra Mundial. Guerra establecida entre identidades cristalizadas. Pero los conflictos de identidad no son privativos de las naciones. Se presentan desde hace siglos en un grupo humano particular: los adolescentes. La crisis de identidad del adolescente En primer término señalemos que el término adolescencia no remite a un periodo de la vida (por cierto, bastante mal definido por los «especialistas») como afirman los manuales de psicología. «Adolescencia» refiere a un estado, uno donde priva una crisis de identidad. Es bien conocido por los antropólogos que la adolescencia no ha existido en todas las épocas y latitudes. En múltiples culturas el tránsito de la infancia a la madurez se resolvía —y resuelve— mediante una iniciación, un rito de paso, el cual consiste en una experiencia espiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ritual o guerrera. Al respecto refiero, de entre muchos estudios al respecto, lo afirmado por E. Canetti en La conciencia de las palabras: Entre los murngin de la Tierra de Arnhem, en Australia, cada jovencito se busca un enemigo para apoderarse de su fuerza. Sin embargo, debe matarlo a escondidas, de noche, y sólo si lo hace así el espíritu del muerto se traslada a él y le confiere una energía redoblada. Se afirma expresamente que, gracias a este proceso, el vencedor crece y se vuelve de hecho más grande.12

El occidente moderno carece de ritos de paso. Ello conduce a que, cuando la presión social que exige al niño ser «alguien en la vida», es decir, cuando se revela insuficiente la identidad que hasta aquel entonces obtenía de sus padres, el, a partir de ese momento, adolescente entra en crisis, en una crisis de identidad: ¿qué soy? ¿Qué quiero? ¿A dónde voy? Tal crisis genera una gran diversidad de síntomas: 1. Apego activo a grupos identitarios. Al agruparse en organizaciones autoritarias el adolescente imita, con el objeto de obtener aceptación social, la conducta de los más estrafalarios grupos sociales: se hace dark, punk, nerd o yunque,13 es decir, en tanto afiliado a tal o cual grupo social o religioso, se viste como lo hacen sus camaradas, piensa como ellos y no hace más caso a las autoridades que antes respetaba. Esa nueva dependencia, puede ser inmutable e infinita (las egosintónicas) o mudable (v. gr. de dark a «normal»).14 2. Negación pasiva. En este caso el adolescente opta por la «política del avestruz» y se deja perder en la estupidización a la que conducen los medios masivos de comunicación, en la identidad derivada del «tener» que genera la publicidad que inunda los mass media. Hasta que al final del día o, en el peor de los casos, de la vida, emerge la acuciante pregunta: ¿qué hice con mi vida? Lo cual le muestra, en el extremo, su existencia toda como una vida desperdiciada. 3. Agresividad plena. La escuela, esa que el niño respetaba y valoraba, pasa a convertirse en fuente principal de malestar y aburrimiento para el adolescente. Y habitualmente la escuela tradicional responde en espejo: no escucha el problema y somete al joven a la fuerza. Los adolescentes son esclavizados en aulas/jaulas y eso no deja de desencadenar reacciones: ausencia de deseo de saber, idas «de 299

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pinta», agresiones a profesores y condiscípulos, etc. 4. Conflictos sexuales. Los problemas de identidad también afectan al plano sexual: generan la necesidad de ser reconocido hombre o mujer y por ello muchos adolescentes, apresuradamente, se enganchan con una pareja que sostenga esa identidad al menos. Y ese síntoma puede no resolverse nunca. La patología del denominado «Rabo verde» —y de la cual ni siquiera el gran Goethe pudo escapar—15 simplemente muestra que se puede continuar presentando una conducta adolescente a los 70 años. Y, ¿cómo se resuelve la crisis de identidad del adolescente? Las culturas fundamentalistas aplacan con ritos sociales el problema de la crisis de identidad, pero tal no es una opción que realmente resuelva el problema. Considero que la crisis de identidad sólo se supera afrontando directamente la pregunta ¿quién soy? Pregunta que obliga a darse cuenta de que la clave de la identidad no reposa en el ser sino en el acaecer y que, además, la identidad puede derivarse del objeto de deseo, ese que encamina los pasos. Eso está claro desde que en la antigüedad Píndaro sostuvo, y luego Goethe hizo cantar a Mefistófeles en su Fausto: Werde was du bist! (¡llega a ser lo que eres!). Según Heidegger sólo se puede llegar a ser lo que se es cuando el Dasein se ha lanzado a su más peculiar «poder ser»: «ser sí mismo».16 Por una identidad derivada del objeto Pero el encuentro con el objeto de deseo no es un asunto sencillo. En las sociedades occidentales plagadas de obligaciones el deseo tiende a desaparecer. Es bien sabido que la educación tradicional generalmente ahoga el deseo de saber con normas y obligaciones.17 Afortunadamente no ocurre así en todos los casos. Todavía existen maestros «mordidos», «seducidos», por una problemática, por un enigma, el cual transmiten a sus discípulos.18 Pero ese encuentro no ocurre siempre y muchas personas requieren, en ocasiones, largos años de psicoanálisis para poder descubrir su objeto de deseo. Una vez establecido ese enigma, ese objeto de deseo, se convierte en el motor de la vida, uno que da sentido y espíritu a la existencia, uno que da identidad. Llegar a ser lo que soy deviene así una tarea vital. 300

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Esta identidad derivada del objeto es superior al sueño de muchos pensadores de vanguardia, quienes pretenden que la identidad planetaria es la única opción contra las guerras interhumanas. Dicha concepción de la identidad, sin embargo, no es menos cristalizada que las identidades nacionales y, por tanto, de manera alguna excluye a la guerra. Estudiémoslo con cuidado. La guerra como consecuencia de la identidad cristalizada Al unir mi nombre a una idea o a una cosa cualquiera —lo mismo para defenderla que para combatirla, igual da—, la distingo y le rindo un verdadero homenaje. F. NIETZSCHE19

Después de ocuparse largos años del discurso cristiano desentrañándolo y cuestionándolo con frases como: «la moral cristiana —la peor forma de la mentira voluntaria— ha corrompido a la humanidad»,20 Nietzsche escribe en Ecce Homo: Si peleo contra el cristianismo, es precisamente porque nunca me ha molestado. Los cristianos serios, formales, han estado siempre bien dispuestos a favor mío.21

Para Nietzsche su ataque a la cristiandad era «una prueba de bondad», una manera de atender al otro, al enemigo. ¿Podía Nietzsche reconocer su identidad, su propia imagen invertida en su enemigo? Por momentos así lo parece. El reconocimiento de la propia imagen en la del enemigo es poco común en la historia de la humanidad, no obstante que, desde hace siglos, una multitud de pensadores lo ha afirmado así. E.A. Poe, por ejemplo,22 en el cuento titulado William Wilson nos muestra de manera tangible como se construye al enemigo a partir de la propia imagen. Y lo hace de manera directa. En el cuento de Poe, el intruso, ese que poco a poco se apropió de los amigos y espacios de William Wilson, no era otro que un homónimo: William Wilson. El enemigo era un otro especular, era él mismo en el otro. Y ese enemigo se hacía cada vez más insoportable. Al final del cuento, William Wilson se enfrenta a William Wilson en un duelo a muerte. Y, al clavarle la espada vengadora, que en principio lo liberaría de tan funesta presencia, se encuentra con el hecho de que, al matarle, moría él en el mismo movimiento. Su acto asesino, por DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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estar dirigido a un otro especular, no podía ser sino suicida. Por otra parte, Hume, en su Tratado de la naturaleza humana,23 muestra otra función del enemigo: la de constructor de la identidad nacional. En la obra antes citada indica que el gobierno surge a partir de la guerra, que es a causa de la guerra que hubo necesidad de constituir naciones. Para Hume la identidad nacional se construye como consecuencia del embate del otro, es decir, una nación es lo que es sólo gracias al ataque que un semejante le presenta. En la construcción del Yo no es diferente, es el enemigo, el oponente, el otro, el que me hace consciente de ser lo que soy, de mis aptitudes y límites. El Yo (moi) est érogene/hétérogène24 de J. Allouch no está muy alejado de la perspectiva de Hume. Tal cualidad del enemigo, sin embargo, es habitualmente olvidada; generalmente no se reconoce al enemigo como una presentación de uno mismo y, a consecuencia de ello, se lucha despiadadamente contra él, se le veja, se le degrada e, incluso, aniquila. Tal frèrocité25 social era presentada por Freud en su noción del narcicismo de la pequeña diferencia: De acuerdo con el testimonio del psicoanálisis, casi toda relación afectiva íntima y prolongada entre dos personas —matrimonio, amistad, relaciones entre padres e hijos— contiene un sedimento de sentimientos de desautorización y de hostilidad que sólo en virtud de la represión no es percibido. Está menos encubierto en las cofradías, donde cada miembro disputa con los otros y cada subordinado murmura de su superior. Y esto mismo acontece cuando los hombres se reúnen en unidades mayores. Toda vez que dos familias se alían por matrimonio, cada una se juzga la mejor o la más aristocrática, a expensas de la otra. Dos ciudades vecinas tratarán de perjudicarse mutuamente en la competencia; todo pequeño cantón desprecia a los demás. Pueblos emparentados se repelen, los alemanes del Sur no soportan a los del Norte, los ingleses abominan de los escoceses, los españoles desdeñan a los portugueses.26

Es tan difícil el reconocimiento de que el enemigo se encuentra constituido a partir de los recortes de la propia imagen que, en múltiples casos, la única posibilidad de terminar con la lucha fratricida es mediante el establecimiento de una nueva guerra en la cual los oponentes iniciales se unen contra un enemiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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go común, viviendo, por ello, una guerra interminable. Sin embargo, si nos permitimos reconocer nuestra imagen en la del enemigo podremos darnos cuenta de la verdad presente en las afirmaciones de nuestro adversario. Sin este paso previo lo único posible es la lucha fratricida, el encuentro a muerte suicida. Si desconocemos que, de alguna manera, somos responsables de las tesis que nos plantea nuestro adversario, es decir, de que «por alguna razón nos las dirige», la comunicación puede imposibilitarse. Sólo a partir de la apreciación de que «el otro no me es ajeno» o, como decía Terencio respecto al hombre: humani nihil a se alienum putat,27 es decir, reubicando al enemigo en su lugar correcto —en el del opositor que me obliga a formular con claridad mis planteamientos, que me exige precisión y reconocimiento de mis límites— se puede establecer un intercambio fructífero de ideas. Pues el enemigo al enfrentarnos nos ofrece el mayor regalo que puede darse a otro: su propia experiencia del mundo. Al tomar en serio nuestras ideas, estudiarlas y buscarles cuidadosamente el punto flaco para refutarlas, el enemigo no hace otra cosa que regalar su propia experiencia. Por ello, al tomar en cuenta las tesis del enemigo, nuestros planteamientos no pueden sino enriquecerse, pues entonces portan, también, la experiencia del mundo del otro. Reconocer nuestra imagen en la del enemigo devuelve plasticidad a nuestra identidad, la reconstruye y renueva. Conclusiones La identidad no es estática. Como bien decía R. Jakobson,28 el tren de las 10:30 puede ser de diferente color y marca cada vez y, no obstante, seguir siendo el tren de las 10:30. Nuestro afán de considerarnos idénticos a nosotros mismos no es sino una peligrosa ilusión. Muy rápidamente la identidad cristalizada se convierte en pertenencia ciega a un grupo o a una nación. Y cuando la identidad se cristaliza la guerra no está lejana. La construcción de la denominada «identidad planetaria» tampoco resuelve el problema. Si nos atenemos al modelo de Hume antes señalado, nos haría falta un ataque interplanetario para construirla… y hasta el momento los marcianos se han mostrado demasiado pacífi301

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cos. Y si no lo fueran y gracias a su belicosidad alcanzásemos la tan añorada «identidad planetaria», de todas maneras estaríamos condenados a la guerra infinita… contra ellos. Por tal razón considero una mejor opción intentar resolver nuestros conflictos mediante el reconocimiento de que el «enemigo» no es sino una parte excluida de nosotros mismos, que el enemigo comparte objeto, y por ello sustancia, con nosotros, de lo cual se deriva que, si nos permitimos reconocer nuestra imagen en la suya estaremos en vías de construir una identidad propia un poco más certera. Por otra parte, la identidad derivada del encuentro con el objeto de deseo, reacciona de manera totalmente diferente ante el «enemigo». Mientras que la identidad cristalizada respondía con la guerra a los ataques del otro, la identidad derivada del objeto, por estar orientada por un objeto de deseo, es decir, carente, por un objeto inalcanzable (pero que se pretende acercar gracias al saber o a la acción), encuentra valiosas todas las tesis que pudiesen iluminarle respecto a la manera de alcanzar su objeto, incluidas en primerísimo lugar las del «contrincante», por ser, habitualmente, las más claras y rigurosas. No sobra añadir que, en no pocas ocasiones y a consecuencia de encontrar que sus tesis son escuchadas, respetadas e, incluso, incorporadas, el enemigo modifica, asimismo, su actitud guerrera. La identidad derivada del objeto transforma la destructiva guerra en fructífera lucha,29 una lucha donde el oponente, el otro, es un apoyo más para acercar el objeto deseado. Notas 1. El criticón, Espasa-Calpe, México, 1985, p. 23. 2. «Der Satz der Identität» (El principio de identidad), en Identität und Differenz, Pfullingen, 1957 (versión castellana: Identidad y diferencia, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, Anthropos, Barcelona, 1990). 3. 254 d. 4. M. Heidegger, Identidad y diferencia, op. cit., p. 56. 5. Ed. Siglo XXI, México, 1984, pp. 3-4. 6. Este término no es mío, lo tomo del brillante estudio de Ricardo Pérez Montfort: «Una región inventada desde el centro. La consolidación del cuadro estereotípico nacional, 1921-1937», en Estampas de nacionalismo popular mexicano, CIESAS/CIDHEM, México, 2003, p. 122. Véase también: R. Pérez Montfort, «Los estereotipos nacionales y la educación postrevolucionaria», en Avatares del nacionalismo cultural, CIESAS/CIDHEM, México, 2000, pp. 35-67. 302

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7. M. Gamio, «Nacionalismo e internacionalismo», Ethnos, t. 1, n.º 2, 1923, citado por R. Pérez Montfort, Estampas…, op. cit., p. 126. 8. P. Serrano, Hispanistas mexicanos, vol. 1, México, 1920. 9. Cfr. el estudio ¿Cómo somos los mexicanos? de A. Hernández Medina y L. Narro Rodríguez (coords.), CEE/CREA, México, 1987. Véase también: A. Hirsch Adler, México: valores nacionales, Gernika, México, 1988. 10. A.-B. Cuéllar, Charrerías, Imprenta Azteca, México, 1928, pp. 230-231, citado por R. Pérez Montfort, Estampas..., op. cit., p. 132. 11. En dicha guerra civil se enfrentó el gobierno laico del general Plutarco Elías Calles y sucesor con diversos grupos cristianos del occidente y centro de México quienes desobedecieron la denominada Ley Calles. Dicha ley ordenaba la clausura de escuelas religiosas y la expulsión de los sacerdotes extranjeros. La ley limitaba también el número de sacerdotes a uno por cada seis mil habitantes y les ordenaba que se registraran ante las autoridades municipales, quienes les otorgarían la licencia para ejercer. La ley también hacía desaparecer la libertad de enseñanza y el derecho de educar a las personas en la fe, lo cual afectó los intereses económicos de la iglesia. La respuesta no se dejó esperar: los obispos consideraron que no existían garantías para ejercer su ministerio y emitieron un comunicado (avalado por el Papado) donde se anunciaba que habían decidido suspender los cultos desde el 1 de agosto de 1926, día que entraría en vigor la Ley Calles. Esta decisión encendió al país y en poco tiempo llegaron a existir 50.000 «cristeros» armados que exigieron al gobierno recular en su postura. La guerra continuó hasta 1929, dejando miles de muertos e interrumpiendo, durante casi seis décadas, la relación entre la Iglesia y el Estado. Cfr. el libro de F. M. González: Matar y morir por Cristo Rey. Aspectos de la cristiada, IISUNAM/Plaza y Valdés, México, 2001, así como su estudio «Los tiranicidas católicos durante la presidencia de Plutarco Elías Calles (1924-1928)», Revista Historia y Grafía, n.º 12, Universidad Iberoamericana, 1.er semestre, México, 2000. 12. FCE, México, 1981, p. 40. 13. Nombre con el que se denomina a un grupo de ultraderecha mexicano, ligado al poder religioso y económico. En el libro El yunque, la ultraderecha en el poder del periodista Álvaro Delgado (Plaza y Janés, México, 2003), se identifica a importantes dirigentes de la política mexicana como miembros de tal organización: Ramón Muñoz Gutiérrez, asesor del presidente Vicente Fox; Luis Felipe Bravo Mena (importante dirigente del partido en el poder), Juan Carlos Romero, gobernador de Guanajuato; Francisco Ribera Barroso, ex secretario de Educación Pública en Guanajuato, y Ana Teresa AranDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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da, directora del DIF Nacional. Cfr. también el magnífico estudio de Octavio Rodríguez Araujo: Derechas y ultraderechas en el mundo, Siglo XXI, México, 2004, cap. 2. 14. En este contexto, obviamente, «normal» no significa «sano» sino, como indica el origen estadístico del término, «común». 15. Cfr. «La elegía de Marienbad», publicada por Goethe en 1823 y reeditada recientemente en Alba editorial en el texto El hombre de cincuenta años. Véase también: S. Zweig, «La elegía de Marienbad», en Momentos estelares de la humanidad, Porrúa, México, 1998, pp. 17-24. 16. M. Heidegger, El ser y el tiempo, FCE, México, 1984, § 54 y ss. Entendemos el vocablo Dasein tal y como Heidegger sostiene: ese que «somos, en cada caso, nosotros mismos» (ibídem, p. 127). 17. Cfr. P. Freire, Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, México, 1980; M. Jörgensen, Una escuela para la democracia, Laertes, Barcelona, 1986; A.-S. Neill, Summerhill, FCE, México, 1986. 18. Y aquí me permito diferenciar al «discípulo» del «alumno». Discípulo es aquel que no sólo «asiste» a una situación de transmisión sino que asume como propio el enigma transmitido por el docente, sumándose, de esa manera, a la tradición que tal representa. Un discípulo no es, por tanto, un «seguidor fiel» sino más bien un «hereje», uno que interroga las fuentes de su maestro y puede, por ello, realizar aportaciones valiosas. Cfr. L. Tamayo, El discipulado en la formación del psicoanalista, ICM/ CIDHEM, México, 2004, p. 16. 19. F. Nietzsche, Ecce Homo, EMU, México, 1988, p. 32. 20. Ibídem, p. 156. 21. Ibídem, p. 32. 22. Podríamos también referir la epopeya del Goliadkin de Dostoiewski (El doble, Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 1983) o la sabiduría patente en el poema «Borges y yo» del literato argentino (Ficcionario, FCE, México, 1998, p. 351). 23. D. Hume, Tratado de la naturaleza humana LIII, VIII, Porrúa, México, 1985, pp. 347-349. 24. Con esta frase J. Allouch condensa la idea de que el yo «es generado por eros» y, también, «generado por el otro». Cfr. J. Allouch, Lettre pour lettre, EPEL, París, 1984, p. 186. 25. Con este neologismo (que une el vocablo frère —hermano— y el de férocité —ferocidad—) Lacan tradujo la Haßliebe —amor-odio— alemana. 26. S. Freud, «Psicología de las masas y análisis del yo», en Obras completas, vol. XVIII, Amorrortu, Buenos Aires, 1976, p. 96. 27. «Nada humano le es ajeno». 28. Ensayos de lingüística general, Seix Barral, México, 1975. 29. Sigo aquí la diferencia establecida por E. Bloch entre Krieg (guerra) y Kampf (lucha). Cfr. «WiederDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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stand und Friede», en Ernst Bloch, Deutschen Buchhandels E.V., Frankfurt, 1967, pp. 49 y ss.

LUIS TAMAYO

Imaginario y literatura Entrevista con Philippe Walter Philippe Walter es director del Centro de Investigaciones sobre el Imaginario y profesor de literatura francesa de la Edad Media en la Universidad de Grenoble, Stendhal-III. Dirigió la edición y traducción de las novelas en prosa Le livre du Graal (El libro del Grial, 3 volúmenes: tomo I, José de Arimatea. Merlín. Los primeros hechos del rey Arturo, 2001; tomo II, Lancelot, 2003; tomo III, La conquista del santo Grial. La muerte del rey Arturo), en la biblioteca de La Pléiade, Gallimard. Ha publicado diversas obras sobre la literatura artúrica tales como: Perceval, le pêcheur et le Graal (Perceval, el pescador y el Grial, 2004), Merlin ou le savoir du monde (Merlín o el saber del mundo, 2000), Arthur, l´ours et le roi (Arturo, el oso y el rey, 2002), todas en Ediciones Imago (París) y la obra, traducida al español, Mitología cristiana. Fiestas, ritos y mitos de la Edad Media, Buenos Aires, Paidós, 2005. También ha dirigido ediciones y traducciones de textos medievales tales como Tristan et Iseut (Livre de poche, 2000), Les Lais, de Marie de France (Gallimard, 2000) y Cligès e Ivain en la edición de las Obras Completas de Chrétien de Troyes (Gallimard, 1994). Primera parte. El Imaginario 1. El Centro de Investigaciones sobre el Imaginario (CRI), actualmente dirigido por usted, es reconocido como el primer centro en el mundo orientado en esta dirección. Se trata, en ese sentido, de un Centro de vanguardia en el ámbito de la reflexión en ciencias humanas. ¿Cuáles son los antecedentes de este Centro, cómo surge y cómo se desarrollan sus investigaciones actualmente? El Centro de Investigaciones sobre el Imaginario fue creado en 1966 por Gilbert Durand. En aquella época se trataba de algo sin precedentes de ningún tipo y único en su género. Intentaba sacudir la rutina académica de las universidades francesas y aportarles una nueva energía. Dos años antes a los acontecimientos de 1968, los universitarios proclamaban la 303

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necesidad de nuevos métodos de trabajo en las ciencias humanas como también objetivos nuevos. Era necesario combatir una visión positivista y estrecha de la ciencia y abrir las ventanas a la innovación. La imaginación o, mejor aún, el imaginario debía tomar el poder e intentar una nueva síntesis de los saberes. Es a eso a lo que se llamó el «nuevo espíritu antropológico». El CRI se instituye así alrededor de un núcleo pluridisciplinario, principalmente representado por la(s) sociología(s) y las disciplinas de análisis de contenidos culturales (literaturas orales y escritas, iconografía, filmología, imaginería normal o patológica), proponiéndose el estudio de las estructuras y el funcionamiento del imaginario. En la perspectiva de los trabajos de S. Freud, C.G. Jung, E. Cassirer, G. Bachelard, M. Eliade, G. Dumézil, C. Lévi-Strauss, Max Weber, así como frente a los considerables progresos de la reproducción y transmisión icónica, el imaginario puede ser hoy considerado como un indicador general específico de la antropología. Constituye, pues, el campo privilegiado y originario de la investigación antropológica. 2. ¿Podría darnos brevemente un perfil intelectual de Gilbert Durand? A Gilbert Durand, fundador del Centro de Investigaciones sobre el Imaginario, le gusta reclamarse de la tradición de sus maestros, Gaston Bachelard, Roger Bastide, Mircea Eliade, Carl-Gustav Jung, Henry Corbin e, igualmente, Georges Dumézil, Claude Lévi-Strauss y René Thom. Se refiere también frecuentemente a Ernst Cassirer y a Max Weber. Filósofo de formación, desde muy joven conoció también la escuela de la guerra (1939-1945) y su paradigma de la acción. Comprometido de manera voluntaria desde 1940 con la Resistencia, fue aprehendido por los nazis en 1944, y sometido a ocho meses de detención antes de ser al fin liberado. Después de la guerra, evalúa muy pronto el drama del mundo contemporáneo desgarrado entre la voluntad de poder y el nihilismo del espíritu fáustico. Intenta encontrar sentido a un mundo que cada vez más orientado por el absurdo y la irracionalidad. Comprende, muy pronto, que la cultura occidental no podrá sobrevivir sino por una más justa conciencia del hombre frente a su destino. El positivismo y el racionalismo han producido las aberraciones del totalitarismo. La explicación del ser humano escapa a estas pers304

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pectivas racionalistas. Por lo tanto, es necesario interesarse en lo simbólico para comprender mejor al hombre. El hombre debe conocerse a sí mismo como decía Sócrates, pero debe sobre todo conocer los arquetipos que se agitan en lo más profundo de su espíritu y que lo conducen en la vida como una brújula orienta al navegante. No es sino a través de este bucear en lo imaginario que los hombres podrán conocer su camino personal y vivir un día pacíficamente. 3. Desde la perspectiva de la herencia teórica de G. Durand, así como de su propio trabajo, ¿qué es el «imaginario», cómo debemos entender esta noción? A través de este término, intencionadamente amplio, es necesario comprender el conjunto de procedimientos simbólicos relativos a las representaciones humanas: «imaginería» literaria, fílmica, videoscópica, iconográfica, símbolos y mitos sociales, contenidos de la imaginación individual o colectiva. El imaginario es pues, el estudio de las imágenes, símbolos y mitos impresos en todo tipo de soportes de expresión (el lenguaje verbal, pero asimismo la imagen pictórica, fílmica, e incluso musical). El imaginario nos remite al mundo simbólico de la expresión humana, es decir, a un modo de expresión del hombre liberado de la racionalidad y que ha existido en todas las épocas (desde las pinturas de las grutas prehistóricas hasta las películas fantásticas de nuestros días, por ejemplo). La producción de símbolos es una necesidad de la vida humana. A fin de cuentas, estudiar el imaginario, es investigar el sentido de la aventura humana en la tierra. 4. ¿Cómo realizar un estudio sobre el imaginario, «fuente de error y falsedad», desde la perspectiva de la filosofía cartesiana y positivista de las ciencias humanas que priman aún en nuestras universidades? Se trata, de acuerdo a su concepción de las ciencias humanas, de realizar hoy una «nueva síntesis de los saberes», pero ¿es esto posible en una universidad en la que domina un saber dividido en disciplinas estrictas? Hay una única ciencia del hombre. Las ciencias del hombre divididas en sus pequeños territorios (lingüística, sociología, psicología, historia, etnología, etc.) no pueden dar sino una visión mutilada y reductiva del hombre. En la universidad de saberes divididos que conocemos en nuestros días, es pues indispensable practicar la pluridisciplinariedad. Esta DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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misma debe estar ampliamente abierta a las culturas del mundo entero, lo que es absolutamente necesario a partir del momento en que abordamos un fenómeno humano o una producción del espíritu humano. El problema es que, para el espíritu humano de un solo hombre del siglo XX, todo lo inteligente que sea, no puede aspirar a ser hoy el hombre universal del Renacimiento. Es imposible encontrar hoy, por ejemplo, un psicólogo que sea al mismo tiempo un sociólogo, lingüista e historiador. En todos estos dominios, el saber ha devenido tan extenso que no es posible, en el curso de una vida, llegar a poseer el conocimiento completo de una sola disciplina, cuando además el saber no deja de evolucionar. De manera que uno se especializa en un pequeño ámbito de su disciplina de origen (la historia de la Edad Media, o la historia contemporánea, la sociología de la economía o la sociología del arte, etc.). Es por ello que es esencial trabajar en equipos y dentro de redes científicas. Existe una red internacional de centros de investigación sobre el imaginario donde cada uno tiene una especialidad y un dominio en la investigación. Este Centro organiza coloquios con otros centros que tratan diferentes problemas contemporáneos o de otras épocas. De manera que se observa surgir una nueva fecundación de saberes. Es más importante hoy, de hecho, releer los saberes que profundizar en una disciplina particular. Se sabe hoy que los descubrimientos decisivos de la ciencia moderna pasan por el cruzamiento de saberes o las fronteras, por lo menos, de dos disciplinas diferentes. En el dominio de las ciencias exactas es por ejemplo el caso de las nano-tecnologías (tecnologías de lo infinitamente pequeño) que hacen que físicos y biólogos se reencuentren en torno a una definición científica de la materia elemental (donde los genes se juntan con los átomos). Así también, para comprender y representar lo «extremadamente pequeño» de los saberes, es necesario apelar al imaginario. De lo contrario es imposible trabajar. 5. ¿Cómo se enlazan en los estudios del imaginario, la filología, la psicología, la literatura, la sociología y, muy particularmente, la antropología, entre otras disciplinas? ¿Se vincula este propósito al mismo espíritu pluridisciplinar de los encuentros con el que se desarrollaban, por ejemplo, las reuniones periódicas del Círculo de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Eranos, dirigido por Jung y frecuentado por intelectuales como Eliade o Kerényi, en Suiza, entre 1933 y 1988? Me parece que es al nivel de la hermenéutica del «símbolo» que todas estas disciplinas se reencuentran. De hecho, ciertos aspectos de lo simbólico o niveles de aprehensión del mismo, confrontan sus metodologías y objetivos, pero deben comunicarse todas ellas entre sí a fin de describir el proceso simbólico, verdadera clave del devenir humano. De cierta manera, es como si el imaginario fuera una casa con muchos niveles y en la que cada piso correspondiera a una disciplina, sin embargo, no se puede conocer la casa sino una vez que se han recorrido todos los pisos. Segunda parte. Imaginario y Modernidad 6. ¿Qué importancia puede tener para el mundo moderno —asaltado por los efectos y las consecuencias de la sociedad mediática y globalizada de nuestros días, la amenaza de desaparición de formas de vida tradicionales y la instauración en la sociedad de un nuevo tipo de totalitarismo, transido por la guerra, el terrorismo y el genocidio, orientado por los intereses del capital y apoyado en la homogenización de la cultura propagada por los «mass media»— el impulso de los estudios del imaginario? Los estudios sobre el imaginario nos hacen tomar consciencia de la unicidad del fenómeno humano. El hombre, evidentemente, no es el mismo en todas las latitudes pero hay algo en él común a todos los hombres, su aptitud para el pensamiento simbólico —el «pensamiento salvaje» diría Lévi-Strauss, o el «pensamiento mítico» diría Georges Dumézil. En la comprensión del fenómeno humano, cada lengua de la tierra es importante, una lengua que muere, es una biblioteca que ha sido destruida para siempre y una parte del fenómeno humano que igualmente escapa para siempre a nuestras tentativas de comprensión. La diversidad cultural es la expresión mezclada de la creatividad humana. No existen unas sociedades superiores a otras. La riqueza humana está hecha de esta diversidad creadora. Cada creación contiene una fracción del secreto del hombre y cada creación debe ser respetada por lo que ella es. El racismo no es sino una estupidez como también una forma de autodestrucción humana. Las investigaciones sobre el imaginario pueden ser un medio de 305

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luchar contra la discriminación cultural, en tanto que nos muestran que nada de lo que es humano nos debe ser extraño si queremos comprender al hombre. 7. Con relación a la Edad Media europea, fase histórica a cuyos mitos y símbolos están consagradas sus investigaciones, suele predominar un gran número de confusiones. Walt Disney y la empresa hollywoodiense, el reciente «boom» en el mercado editorial de Harry Poter, los archiconocidos cómics de Astérix en Francia, etc., se han encargado de introducir en la industria de consumo infantil los motivos típicos medievales, Blanca Nieves y la bruja, la manzana envenenada y la espada mágica o las aventuras de Vercingétorix y de los caballeros del reino de Arturo, Merlín y la Tabla Redonda. Hasta la fecha, se puede decir que se trata de motivos que cualquier niño puede reconocer en cualquier parte del planeta, en Europa lo mismo que en México o Japón. Más allá de su éxito mediático, ¿cómo explicar la acogida de estos símbolos? ¿Qué se esconde bajo la recepción moderna de estas historias? Si tales obras tienen un éxito semejante es probablemente porque tocan esquemas mentales muy profundos o arquetipos de nuestro psiquismo. Remiten a mitos fundadores de la persona humana e ilustran conflictos interiores que debemos afrontarse en la niñez o incluso en la edad adulta. Hoy sabemos que la construcción de la personalidad no se detiene en la infancia sino que el ser humano no cesa de evolucionar psíquicamente a lo largo de toda su vida. Todas las producciones del imaginario son un llamado a fin de comprender los secretos interiores del ser humano. 8. Mientras los personajes medievales, decíamos, pueden ser reconocidos universalmente por los niños, los padres suelen agotar el significado de esos símbolos en la industria infantil misma. Muy pocos adultos han leído a Chrétien de Troyes o Robert de Boron, los relatos originales de los que la empresa mediática se nutre, o bien pervierte y reduce. Usted, mientras tanto, se ha dado a la tarea de publicar en la Pléiade (Gallimard) la edición y traducción de las novelas en prosa del «Livre du Graal», procedente del siglo XIII, de la misma manera que la edición de las obras completas de Chrétien de Troyes, en la misma editorial. Al respecto, de hecho, se define usted como el explorador de un continente que ha perdido el contacto con la literatura y la cultura de la Europa medieval. ¿Podría mencionar306

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nos algunos de esos valores guardados por los textos literarios originales que la industria mediática relega o deja de lado? ¿Cuáles serían los valores humanos de la Edad Media que la modernidad pone en crisis? La cultura ha devenido hoy una mercancía como cualquier otra. No puede impedirse a los niños ver al mago Merlín en vídeo. Tampoco podemos obligarlos a no conocer de Merlín sino las narraciones auténticas de la Edad Media. Un día, quizá, si sabemos hablarles —existe una pedagogía del imaginario, Bachelard lo comprendió muy bien—, escaparán a la mediocridad cultural a fin de volverse hacia las auténticas obras maestras que están en las raíces mismas de su civilización. Pero es necesario no hacerse ilusiones. Sólo una pequeña parte de la población erudita tendrá acceso a esta tradición antigua en su lengua original. No debe, por lo tanto, condenarse la cultura audiovisual. Por ejemplo, en el cine americano y de ciencia ficción hay una reactivación de los viejos fondos míticos de Occidente. En otras palabras, la mitología antigua no está muerta. Ella se reaviva en los cómics o en el cine. Los estudios del imaginario se muestran justamente atentos a este resurgimiento de los mitos antiguos. Los héroes llevan nombres extraños (Darth Vader), se baten en galaxias celestes y utilizan espadas láser. No obstante, en sus gestos reencontramos las antiguas reacciones del héroe de las epopeyas antiguas frente a la vida. Los estudios sobre el imaginario también pueden ayudarnos a observar esta producción moderna desde el ángulo del mito. Los valores de la Edad Media que la modernidad no reconoce y parece querer destruir son todos los valores ligados a lo sagrado y al respeto de lo prohibido. El mundo medieval respetaba la naturaleza, donde encontraba remedio a sus males, el mundo contemporáneo explota y destruye despiadadamente a la naturaleza hasta el punto de destruirse a sí mismo. 9. ¿Qué significa, pues, para la cultura europea, la Edad Media? ¿En qué sentido es necesario conocer la Edad Media, más allá de la falacia que ve en ella una «edad oscura», para comprender Europa? La verdadera cultura europea no se remonta al siglo XVIII y la Declaración de los Derechos del Hombre. Es mucho más antigua. La cultura europea se enraíza en primer lugar en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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las lenguas, primer elemento de la cultura de los pueblos. Ahora bien, las principales lenguas europeas, y que se hablan aún en nuestros días, nacen durante la Alta Edad Media. Las lenguas romances como el español o el francés se desprenden del latín y se desarrollan a todo lo largo de la Edad Media, la época en la que también inventan su literatura. Pero el latín no es sino una matriz de ciertas lenguas europeas. Existen otras familias lingüísticas europeas: las lenguas germanas, eslavas, célticas, etc. Todas esas lenguas matrices de lenguas europeas poseen ellas mismas temas míticos comunes, lo que prueba que surgen de una herencia cultural común que se sitúa del lado de Asia. Es esa la razón por la que me gusta evocar el término de «mitología euroasiática», para subrayar el contacto de Europa y una parte de Asia a nivel lingüístico y mitológico. La Edad Media es un periodo de observación privilegiada de la antigua cultura europea porque esta época recoge la herencia de la antigua Europa. Las novelas del rey Arturo o las canciones de gesta, por ejemplo, contienen los antiguos temas míticos comunes a las grandes epopeyas de Grecia o la India antiguas. Ignorar la Edad Media, es ignorar todo aquello que ha estado en el origen de nuestro mundo actual, la lengua y la cultura en particular. Tercera parte. Mitos y símbolos pre-cristianos y Edad Media 10. ¿Cuáles son las fuentes para el estudio de los mitos y símbolos pre-cristianos? En primer lugar está la literatura medieval, las novelas y canciones de gesta, si bien los temas de esta literatura se remontan a la Antigüedad. En la Edad Media, no se inventan las historias que se cuentan, sino que éstas se remontan a una tradición escrita u oral de muchos siglos atrás. Lo mismo sucede con los numerosos temas de la pintura y la escultura (pienso, por ejemplo, en numerosas representaciones de hombres salvajes en el arte medieval). Están también los textos no literarios, manuales escritos por los papas que describen las supersticiones populares y que, con frecuencia, no son sino formas arcaicas de ritos que se vinculan a su vez a mitos paganos. 11. La noción de Edad Media se asocia de manera natural con la de cristianismo. En «El mito del eterno retorno», Mircea Eliade afirma que el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cristianismo «es el fin del tiempo cíclico y del eterno retorno» de la religiosidad arcaica. En la Edad Media, el cristianismo, en ese sentido, pospone la llegada del Mesías y del juicio final a un tiempo abierto, que se reactualiza, sin embargo, periódica y ritualmente, a través de la «fe». En uno de sus libros, precisamente traducido al español, aborda usted el análisis de las fiestas y el calendario cristianos. ¿En qué sentido precisa usted que las conmemoraciones cristianas medievales se vinculan con una «memoria ancestral», próxima al «théâtre de la cruauté» de Artaud? ¿No hay una contradicción entre el teatro cruel de Artaud y las fiestas propias del cristianismo? En efecto, pienso que el eterno retorno no ha desparecido en el cristianismo. Al lado de las fiestas cristianas, aun hoy, subsisten las fiestas paganas, el carnaval es un buen ejemplo. El carnaval se festeja todos los años, periódicamente se hace presente, porque pertenece a ese tiempo cíclico ligado a las estaciones y a los mitos de las estaciones. Se remonta a la memoria arcaica de nuestra civilización y a sus mitos fundadores. El Carnaval reposa en los mitos de la muerte y de la resurrección. 12. En sus trabajos, el cristianismo lejos de ser dogma y doctrina es una especie de receptáculo de los cultos paganos más antiguos, celtas, galos e irlandeses. Dice usted: «El paganismo no tiene sentido ni puede percibirse hoy sino en el cristianismo. El uno y el otro son interdependientes». Al final, sin embargo, el cristianismo significó también la instauración del monoteísmo, es decir, el predominio de un solo Dios todopoderoso, y la condena de cualquier otro culto vinculado con cualquier otra divinidad. De hecho, como sabemos, el predominio de un único dios solar, asociado con la luz y el espíritu, está aparejado con el desplazamiento de los cultos a la diosa, no sólo en Europa, sino asimismo, por ejemplo, en los cultos y la religión del México Antiguo. ¿Cómo caracterizaría usted los rasgos de la cristianización europea en la Edad Media? ¿Piensa usted, por ejemplo, que se trató de una cristianización, en cierto sentido más benevolente, que la que se instauró con el descubrimiento de América, a partir del siglo XVI? Pienso que si el cristianismo pudo imponerse como religión dominante en Occidente en la Edad Media, es porque representaba para la población a la vez que una continuación, un enriquecimiento de su tradición religiosa, pagana en principio. El cristianismo recuperó la 307

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tradición de las religiones antiguas para darles una nueva orientación, más humanista, suprimió los sacrificios humanos en su culto y sólo Cristo se sacrifica y ofrece su carne y su sangre durante la misa. Por supuesto que esta cristianización medievalista también conoció crisis. Hubo en la Edad Media, a partir del siglo XIII, y aún después de la Edad Media, en los siglos XVI y XVII, la condena a los herejes de parte de la Inquisición. Pero la cristianización de Europa se desarrolló a lo largo de una decena de siglos. La Iglesia fue paciente. En contraste, la cristianización fue más brutal en América. En parte porque la cristianización debía ser más rápida (por razones económicas) pero también porque los jesuitas españoles habían aprendido a aplicar los métodos terroristas de la inquisición europea. Cuarta parte. Símbolos y mitos medievales 13. En su libro «Perceval, le pêcheur et le Graal» (Imago, 2004), analiza usted uno de los mitos más importantes de la Edad Media. ¿Quién es este joven caballero? Perceval, el héroe del Grial, es nuestro doble en el espejo: el hombre del Extremo Occidente en la búsqueda del más extraño misterio: la búsqueda del sentido de las cosas. Al contrario de Edipo que debe responder a los enigmas de la esfinge, Perceval, una vez llegado al misterioso castillo, debe hacer las preguntas frente al Grial y la lanza que sangra. Perceval debe penetrar el secreto de las cosas interrogándolas en profundidad. Hoy, después de todo, es la ciencia la que se encarga de responder a los enigmas del mundo. Pero, no siempre eso conduce a la sabiduría. Más vital para nuestra civilización sería plantear respecto del mundo las preguntas correctas. 14. Según los textos medievales de origen, ¿qué significa «la conquista del Grial»? El Grial es un objeto profano y pagano antes de convertirse en la reliquia sagrada del cáliz que habría recibido la sangre de Cristo. Para mí, no existe la «conquista del Grial», sino únicamente una conquista del santo Grial. No es sino a partir del momento en que es santificado, en el siglo XIII, que el Grial deviene objeto de una conquista. Cuando aparece en la literatura, hacia fines del siglo XII, no es más que un objeto raro descubierto por azar, es decir, en la novela de Chrétien de Troyes, 308

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Perceval nunca emprende una «conquista del Grial», puesto que ignora la existencia del Grial. El santo Grial, por el contrario, es un mito iniciático, ligado a la sangre divina de Cristo. Para comprender el sentido de esta conquista, creo que es necesario analizar el valor mítico de la sangre de Cristo en el cristianismo. He intentado este estudio en mi obra Galaad, le pommier et le Graal (Ediciones Imago, 2005). 15. Uno de sus últimos libros está dedicado a Merlín, el druida divino y salvaje, mago y astrólogo a la vez, asociado frecuentemente con el mundo animal, el pájaro, el oso, el ciervo, pero también a la risa o las estaciones. Merlín es siempre un «otro». ¿Cuál es la génesis de este personaje? ¿Quién es Merlín? Merlín es por definición el Ser primordial, la figura del Origen. Definido como adivino, es una figura del Verbo divino. A través de él se ilumina una parte esencial del dogma cristiano (de hecho, aquí un dogma es un mito viviente) de la encarnación del Verbo. En el mito de Merlín puede ponerse en correspondencia la palabra sagrada de los celtas y el Verbo del Cristianismo. Figura proteica (como la de Taliesin entre los galos o la de Tuan Mac Cairill en Irlanda), este ser virtual de los orígenes, en un momento del mito, mientras estaba bajo la forma de un pez (salmón), es absorbido por una mujer, que al comer la carne del salmón de la ciencia (conocimiento) procrea al adivino, es decir, un ser cuya única justificación es el Verbo. Dicho de otra manera: esta virgen dará a luz al mundo a un niño, pero sin el concurso de un hombre. Evidentemente el hecho puede relacionarse con el nacimiento de Cristo. Merlín es un niño sin padre, al mismo título que Cristo, por lo demás, el rasgo que lo define en los textos medievales. En realidad, un niño sin padre es un niño que más tarde tiene un padre sobrenatural o un niño que renace a partir de él mismo: es finalmente el caso del adivino celta que se reengendra a sí mismo. Después de haber estado bajo una forma animal, es absorbido por una mujer que le engendra como adivino. Se puede decir, pues, que en él convergen a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es consustancial según la fórmula del Credo. De hecho, cuando uno observa bien los textos medievales, uno se da cuenta de que la historia de Merlín tal y como es contada por Robert de Bouron (novela en prosa del siglo XIII) ha sido ya fuertemente cristianiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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zada. El sentido profundo de esta transformación cristiana aparece en cuanto uno compara a Merlín con sus análogos célticos: Lailoken, Taliesin o Suibhne. Es claro que todos estos personajes se remontan a la figura primordial del adivino. Lejos de ser un farsante incorregible, Merlín es una importante figura mitológica. Su importancia resulta evidente si se le compara con personajes análogos en la mitología griega: Proteo en La Odisea o todos los Viejos dioses del Mar. He confirmado que la etimología de su nombre se deriva del galo, Merlín significa «el marítimo», «el venido del mar». Como poseedor del don de la metamorfosis, Merlín es por definición el ser primordial, la figura del origen. Es el Proteo celta, el ser que asiste al nacimiento del mundo (el nombre de Proteo es próximo al del prefijo protos, «el primero», raíz que se encuentra en la palabra prototipo o protohistoria). He subrayado este aspecto arcaico del personaje en mi investigación (Merlin ou le savoir du monde, Imago, 2000) Otros de sus rasgos son también importantes, por ejemplo, su risa que está ligada a sus profecías y, que podemos vincular con la de Zaratustra, e igualmente su don de la adivinación. En síntesis, está uno frente a una figura única surgida de una mitología que se sitúa al borde del Atlántico y que tampoco está al margen de la mitología del Mediterráneo. Merlín nos ayuda a comprender tanto como a explorar mejor la herencia mitológica europea. 16. Otra figura clave del imaginario medieval es la de Arturo, ¿cuál es la importancia del fondo druida de su leyenda? A partir de los trabajos de Christian Guyonvarc’h, hoy sabemos que la base de la soberanía celta es la colaboración del druida (soberanía sacerdotal) y del rey (soberanía guerrera). Arturo no posee sino la soberanía guerrera, le es necesaria la colaboración de un druida, que contrariamente a lo que suele pensarse, no fue originalmente Merlín, sino que pudo haber sido el senescal que acompaña a Arturo en los fragmentos arcaicos del mito que hemos conservado. Merlín se introduce tardíamente en la historia de Arturo y asume el lugar de las figuras druidas, por supuesto importantes en la estructura arcaica del mito, pero quizá menos prestigiosas. Pienso en Lucan le Bouteiller o en el senescal Keu, desvalorizados por la literatura del siglo XII y XIII, pero DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que tienen originalmente un papel muy importante, también pienso, por ejemplo en la figura del porquerizo, el guardián de los puercos reales. La significación esencial de estos motivos surge a partir de la comparación de la literatura celta con la antigua literatura griega (homérica) en particular. ¡Una vez más y siempre hay que comparar! 17. Tras la narración de Béroul de «Tristán e Isolda», usted descubre en ésta última un avatar de la diosa primordial, ¿podría explicarnos en qué sentido? Isolda no es una mujer ordinaria. Es una maga que encarna una nueva concepción de la feminidad en el siglo XII. Conoce el secreto de una bebida, de un filtro mágico que provoca la pasión amorosa absoluta. Es todopoderosa con relación a Tristán. Es un hada. La palabra viene del latín fata que significa destino. Isolda es el «destino» de Tristán. Ilustra un mito según el cual, es la mujer la que conduce el destino de los hombres y no el hombre el que conduce el destino de la mujer. Ilustra, pues, el tema de la grandeza de la diosa primordial, de la Diosa-Madre, mujer esposa y madre a la vez, que posee todos los secretos del destino humano. PHILIPPE WALTER BLANCA SOLARES

Infancia La infancia, simbólicamente, más que una simple etapa primaria de la vida en el desarrollo de una personalidad adulta, que se nos disuelve entre las manos tan lenta como velozmente de modo ineluctable, nos remite a la fuerza de nuestro origen y, por ello, al punto de partida singular de todo nacimiento desplegando, con toda potencia, la semilla de su plenitud. En relación profunda con la energía de la vida en su estado naciente es análoga, a nivel cósmico, con el paso de la nada al universo, se relaciona con la energía imprevisible en su estado primigenio que al lanzarnos al mundo nos abre también hacia su sentido y misterio. I. La concepción de la infancia en Occidente Entre los estudios históricos y demográficos realizados en torno a la infancia, en los últimos años, vale destacar de entre ellos el trabajo de 309

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Philippe Ariès, marginado en su época por el establishment de la universidad oficial francesa, pero cuyo reconocimiento acabó por imponerse en el ámbito de los estudios históricos. El trabajo de Ariès, L´ Enfant et la Vie familiale sur l´Ancien Régime, publicado en Francia en 1960, y que sin embargo sigue causando polémica, se desarrolla en torno a dos tesis centrales que podemos enunciar brevemente.1 En primer lugar, dice, en la sociedad tradicional del Antiguo Régimen feudal europeo, el niño no se concibe ni se piensa como tal. En la sociedad medieval, el «sentimiento» de la infancia, es decir, la conciencia de la particularidad infantil —«lo que lo distingue del adulto y del joven»— no existe y, por lo tanto, no es una figura que se reconozca socialmente. Desde el momento en que el niño puede vivir sin tener que ser alimentado por la madre, pasa a formar parte de la sociedad de los adultos, al margen de cualquier consideración con respecto a su edad. Para la época, el niño se relaciona en todo caso con la diversión que pueda darle al adulto, si acaso se repara en él es para «monearlo». La sociedad cortesana se orienta por el vasto dominio de los sentimientos reprimidos, de manera que cuanto más, la infancia se identifica con una «petite chose drôle», «animalillo salvaje» o «pequeño mono impúdico», podemos anotar, muy en consonancia siglos después con el concepto freudiano del niño como un «polimorfo-perverso», ciertamente inquietante. Los afectos se desarrollaban fuera de la familia, entre los vecinos y los amigos y pronto al niño se le alejaba del hogar, no para «educarse» sino para «aprender» y hacerse de un oficio. La segunda hipótesis del libro de Ariès, es que frente a este desdibujamiento del niño en el antiguo régimen, vemos perfilarse en la época moderna un cambio drástico que desde el siglo XVIII no deja de intensificarse y que se alza alrededor de una paradoja: al mismo tiempo que se reconoce al niño, se le aísla, se le separa, se le encierra o se le coloca al margen del desarrollo de la vida adulta, obstaculizando su anterior movilidad pero, sobre todo, podemos agregar igualmente, ignorándosele. Una conjunción de hechos sociales contribuyen a esta nueva situación, pero de entre ellos, dos de manera intensa. De un lado, el inicio del largo proceso de escolarización que se inicia al menos desde los tres años y que se extenderá en la vida por más 310

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de una década; y, de otro, los mismos cambios experimentados por la institución de la familia, esa «célula de la vida social». Con relación al primer punto, la apertura de las escuelas del siglo XVI en alternancia con las escuelas de caridad, sustituyen al aprendizaje informal, como modelo de educación. El objetivo es hacer de pobres y ricos, sin distinción de clase, hombres «bien educados», «razonables» y «buenos cristianos». Gracias a esta auténtica puesta en «cuarentena» del niño durante su aprendizaje escolar, en un lugar aparte, especializado y separado de la vida adulta, dice Aries, podrá efectuarse su moralización, sea ésta por los reformadores protestantes o católicos.2 Pero, por otra parte, esta «mise à la raison» de los niños no habría podido realizarse sin la convicción intima en esos principios por parte de la familia, que sufría al mismo tiempo una profunda metamorfosis. A diferencia del Ancien régime, a partir de este momento, se inicia un proceso en el cual será sólo al interior de la familia que se exprese el afecto entre padres e hijos. Se trata, dice Ariès, del nacimiento de la «vida privada» como respuesta a una necesidad de intimidad e identidad que no podía satisfacer la promiscuidad del antiguo régimen. Esta afección se manifiesta entre otros factores por la importancia creciente dada a la educación de los niños y que al apartarlos de la sociedad de los adultos, definía también un perfil específico de la familia y de la educación. La importancia otorgada a la escuela como espacio de formación rigurosa del niño, desde entonces, encuentra su paralelo en la figura del amor enclaustrado expresado en el ámbito obsesivo y atosigante de la familia, a partir del siglo XVIII. Así, a partir de la época moderna, el cuerpo social que anteriormente era más extenso y heterogéneo, que acogía en su seno toda suerte de edades, yuxtaposiciones, diferencias, recursos y creencias, es sustituido por la diagramación multiplicada de una pequeña sociedad cerrada llamada «familia», la misma que reúne a individuos cercanos, de acuerdo a sus semejanzas morales, identidad de un género de vida y, más tarde que temprano, abastecida por el salario que acarrean los miembros productores de la misma. Es en el interior de este proceso de fragmentación social en el que progresivamente va conformándose una cierta «identidad infantil». El adulto reconoce a la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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infancia, pero proyectando sobre la misma la visión, miedos y deseos de la sociedad productiva de los adultos, con lo que no se hace otra cosa que tomarla como objeto de adiestramiento, registrando cualquier actitud contraria como una rebeldía o resistencia negativa. Trátese de ropa, juguetes o cuentos, el niño hereda a través de esos objetos la imagen de una infancia a la que tiene que adaptar las peculiaridades diferenciales de la suya propia. Ya en la Grecia clásica, una de las palabras griegas que designan al niño es pais: muchacho, indistintamente niño o niña y joven esclavo; sus primeros siete años transcurrían en el oikos (familia). Hacia el final de la época clásica, con relación a la polis, su figura tenía poco interés; físicamente frágil, económicamente no productivo, intelectualmente inmaduro, moralmente no sancionable, se consideraba al niño en general un «esbozo de ser humano». En la Edad Media, pues, no se considera a la infancia como una época privilegiada a la que hubiese que darle una protección o cuidados particulares. Desde los primeros años, los niños se integran en el trabajo de los grandes, participan en sus juegos y asisten incluso a sus mismas escenas de libertinaje. Esta exposición hacia la audaz precocidad no estaba exenta, por supuesto, del parejo trato violento y cruel. A lo largo de los siglos XVI y XVII, bajo el Antiguo Régimen, la vida de los pequeños entre las clases acomodadas, en general, suele comenzar al lado de la nodriza que los alimenta. El amamantamiento se recomendaba por la simple razón de que los animales también alimentaban a sus crías con buenos resultados, pero se pensaba que ingerir la leche materna era como «desposeerlo de su identidad». Las familias pudientes de las nacientes ciudades, a menudo, optaban por la solución más económica que era enviar a los niños al campo donde muchos morían por falta de higiene, cuidados o hambre, cuando era insuficiente la leche de las mujeres pobres que se veían obligadas a amamantar a los hijos de otras familias a fin de procurarse el propio sustento. El estado típico del niño enfermo en el siglo XVI, se nos muestra, por ejemplo, en un cuadro de Metsu.3 Socialmente, en la Edad Media, una de las pocas posibilidades de mostrar cariño a un niño se relacionaba con el motivo de la Virgen y el Niño Jesús,4 último resquicio de la simbiosis entre la madre y el hijo, aunque pronto DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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se impuso la concepción de la «naturaleza caída» de la Iglesia que previno, austeramente, contra toda muestra de amor a los infantes. En su obra Folie et Deraison: Histoire de la folie sous l´ancien régime, Michel Foucault muestra también los alcances de la política del «grand renfermememt» investigada por Ariès, centrada en segregar y disciplinar todo lo que pudiera perturbar el «buen juicio»: el pecado, la locura, la enfermedad, el delirio o los niños. La consigna fue tajante.5 La sociedad de los siglos XVI y XVII, asentada sobre un nuevo tipo de mentalidad, rechaza los impulsos, duda de la espontaneidad, considera la expresión de los sentimientos como gestos pre-racionales y desconfía, por supuesto, respecto de una criatura poco controlable y a la que es necesario retirar o encerrar en enclaves separados del buen juicio de los adultos, adiestrados, a su vez, por la creciente racionalización del trabajo y el orden urbano. En los albores de la modernidad, entre los estratos más pobres de la sociedad francesa, pero no sólo, la regla era el abandono de los niños. Además, según estimaciones de la época, por ejemplo, el 40 % de las familias de Lyon, a inicios del siglo XVIII, se veían afectadas por la muerte de uno de los dos progenitores antes de los 40 años (a causa del parto, por condiciones de trabajo o por enfermedad) de manera que el niño podía caer en un hospicio. En las ciudades de la Europa católica, los hospicios civiles o religiosos del siglo XVI y XVII se ocupaban de recibir a un número de niños abandonados tendiente a multiplicarse y a los que se moralizaba autoritariamente de acuerdo a sus principios. El propósito de los numerosos establecimientos escolares, orfanatos y hospitales abiertos por los jesuitas era impedir el «libertinaje» de niños sin escuela, trabajo, fe, ni moral. Se trata de integrar en la sociedad civilizada el salvajismo infantil, a tono también por lo demás con las ideas pedagógicas de Aristóteles y san Agustín de la infancia, estigmatizada como un mal momento siempre proclive a la malformación pecaminosa en el curso de la existencia. La Época Clásica, pues, insiste el escritor Michel Tournier, que expresa su confianza en la bondad y protección de la sociedad, ignora la existencia de los niños o los considera «subhombres». Identifica al mal con la naturaleza en su estado bruto y salvaje y lo asocia con los 311

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primeros años de la vida. El niño era despreciado y no merecía el estatuto de ser humano sino acaso, después de un largo proceso de educación que hubiese hecho de él un buen cristiano. Como al salvaje, se considera al niño un ser instintivo más próximo a la bestia que a lo humano. Y en la medida en que su desordenado comportamiento sobrepasaba la razón, incluso se le relacionaba con lo sobrenatural o demoníaco.6 A lo largo del Siglo de las Luces, el distanciamiento respecto de las pasiones, la mesura de los sentimientos y el privilegio de la razón no hicieron sino intensificarse. Entre los defensores de la Ilustración, para Diderot, por ejemplo, mostrar dolor por la muerte de un niño era tan inconveniente como mostrar pena por la muerte de un perro.7 Montesquieu afirma que «todo lo que se asemeja al sentimiento natural, se asemeja a lo mas bajo del pueblo». Para la sociedad inglesa fuertemente marcada por el protestantismo, no es conveniente que el amor de la familia se ejerza en detrimento de la fe en Dios. Así pues, para la sociedad ilustrada del siglo XVIII, el niño tiende a ser considerado cuanto más una especie de «pequeño animal de compañía» similar a un muñeco o, en todo caso, un ser sin personalidad. La expresión «poupart», pequeña «parte de un piojo», lo describe de forma exacta. Como «entretenimiento» en las manos del adulto, en cuanto deja de distraer pierde interés y se convierte en un ente molesto. A contracorriente, sin embargo, de los valores predominantes e intentando forjar socialmente un lugar para el niño, diversos debates pedagógicos se suscitan también en torno a los límites de una educación basada en la moralización, los golpes y los maltratos. Desde el siglo XV, los humanistas italianos denuncian confundir el amor a Dios con hacer que un niño prescinda de la higiene, de la comida o soporte torturas corporales que demuestren la intensidad de su fe. Dice Erasmo (v. 1469-1536): «Los golpes propinados con el bastón a los niños son de salvajes». Rabelais, por su parte, en su Pantagruel (1532), enuncia un programa utópico de estudios propicio a Gargantúa en el que se incluye, más allá del catecismo, el conocimiento de las lenguas extranjeras, tanto como el estudio de los antiguos y las ciencias naturales. Todo un movimiento pedagógi312

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co de reformas que culmina con la publicación, en 1762, del libro de J.J. Rousseau, Emile ou de l´éducation. El objetivo central de la obra de Rousseau es combatir los errores de la época con respecto a la infancia. De manera que a contrapelo tanto de la aristocracia como, sobre todo, de la moderna moral de las Luces, el autor sostiene que el niño no sólo no es inferior al adulto, sino radicalmente diferente, existe por sí mismo y no puede ser tratado como un adulto reducido. En sus Confesiones, Rousseau refiere su infancia como un «paraíso perdido» y en su Emilio, la infancia aparece como la encarnación de la inocencia. Su obra se desarrolla alrededor de una tesis central, el hombre nace bueno, es la sociedad la que lo pervierte: Tout est bien, sortant des mains de l´auteur des choses: tout est dégénéré entre les mains de l´homme.8 Las ideas del autor, respecto a la necesidad de respetar el «estado de naturaleza» del niño, así como sus maneras propias de sentir y de pensar, por supuesto, no dejaron de provocar y escandalizar a los estratos dominantes. Sus escritos, sin embargo, alcanzaron una amplia difusión. Su influencia se extendió por toda Europa. En Francia, sobre todo, el Emilio logró un gran éxito entre la aristocracia femenina, abierta a organizar la vida familiar en función de los «nuevos» principios. El Emilio fue considerado como una especie de «himno a la infancia» y, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, comenzó a florecer algo que hasta nuestros días, no sin ironía, nombramos como un cierto «culto a la niñez». En el ámbito de la literatura, las ideas de Rousseau adquirieron también una amplia resonancia. En contraste con los temas centrales de las pasiones de los adultos y el conflicto entre el hombre y la naturaleza de los siglos anteriores, el romanticismo del siglo XIX introdujo el tema de la infancia. El primitivismo, el sueño, el viaje exótico, la redención de los instintos fueron, entre otros, los temas preferidos del movimiento romántico crítico de la Ilustración. A su manera, el romanticismo forja en ciernes una nueva visión del niño al que ingenuamente se identifica con el «buen salvaje» y la «naturaleza original». El anhelo de una otredad imaginaria evidencia, por supuesto, el resquebrajamiento de un modelo antropocéntrico y racionalista unidimensional. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Así, por ejemplo, Bernardin de Saint-Pierre, discípulo y amigo de Rousseau, en su novela Paul et Virginie (1788) sustrae a la infancia del mundo de los hombres.9 A lo largo de su narración el autor sostiene que el rasgo característico de la naturaleza humana es la bondad, un estado de inocencia que sólo puede preservarse a condición de mantenerse excluido lo más tempranamente posible del mundo de los hombres y sus maldades. En el mismo tono, diversos personajes literarios se esfuerzan en reflejar una visión del niño sentimental y humanitaria. Garouche, Oliver Twist o David Copperfield son personajes que reflejan al niño en su aspecto más noble. En medio de una situación social dramatizada, en la que el niño aparece como victima y mártir, la literatura revela sus dones de imitación, sus mentiras, su capacidad para la simulación, su aptitud para la marginalidad tanto como para soportar el hambre; exalta su capacidad para adaptarse fácilmente a las situaciones más peligrosas y su aptitud para desenvolverse en la calle «como pez en el agua», su necesidad infinita de protección que puede incluso predisponerlo a convertirse en cómplice fácil de la delincuencia. El adulto proyecta su infancia idealizada y reivindica en el niño la «bondad natural». Se canta a la infancia, sin embargo, la representación del niño es difícilmente verídica, sentimentalista y próxima, también, a un discurso formal tocando el tema de manera «conveniente», es decir, melodramática, que pronto se convierte en componente de las novelas de folletín. La mente adulta, sin embargo, reflexiona sobre la infancia: espectro frágil de la pureza primitiva del hombre, en el paraíso perdido y sin retorno de la niñez. De la Edad Media al Post-romanticismo, dice la eminente psicóloga de la infancia Françoise Dolto, el siglo XX no inventa nada al respecto, salvo raras excepciones, los mismos temas propios de la literatura romántica se siguen repitiendo en torno al tema.10 El problema, con frecuencia, es hacer del niño una proyección de los deseos del adulto, que por ello mismo amenaza con eclipsarlo hasta la traición de sus expresiones, impulsos y pensamientos afirmativos. Como «victima de la sociedad», el niño es una concepción del siglo XX, lo que no sólo es la evidencia de un fenómeno dominante, sino también la expresión de la mala DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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consciencia de ordenes sociales, a extensión mundial, que retroalimentan de modo permanente la violencia y la explotación a los niños desde su fundamento, ya como una colonización de la infancia, tratada como «sub-humanidad» o en la forma semisubterránea de una «pedagogía negra», como le llama la psicoanalista e investigadora Alice Miller, que sigue operando en todos los contextos, tanto familiares como educativos y asistenciales.11 Apenas de manera velada, por lo demás, sabemos lo que las autoridades coaligadas responden a estas masas de niños «parcialmente» violentados: «lo hago por tu propio bien». II. Infancia y proceso de individuación El pensamiento occidental moderno se funda en el postulado de una existencia empírica absoluta que niega lo trascendente y, sin embargo, pese al predominio de este pensamiento empírico y racionalista, el mismo pensamiento occidental —observa lúcidamente Jung— guarda la tendencia compensatoria a producir el arquetipo del Sí-mismo que puede observarse en todo proceso de individuación y que restablece al hombre en su lazo con el cosmos. La inclinación de la psique a la vida se expresa en las formas arquetípicas del mito del héroe, la diosa y el niño-divino, resguardado o recreado en la literatura, pero distinto de ella. De acuerdo con esta perspectiva, cuanto más arcaico y profundo es el símbolo, más colectivo y universal; el alma funde en éste sus particularidades individuales como cifras del inconsciente humano enlazados al devenir de la consciencia, «de la misma manera que los elementos químicos se pierden en la materialidad del cuerpo humano y la naturaleza». Los símbolos son así auténticamente cuerpo y alma. Es en este marco de transformaciones que podemos entender, como dice G. Bachelard, que «la infancia no se cuenta, es un estado». En contraste con el análisis historiográfico y sociológico de la infancia, predominante en las ciencias sociales y que no es suficiente para la comprensión de la complejidad del alma humana, el análisis hermenéutico de C.G. Jung sobre la psique nos abre una visión más compleja y profunda del hombre al considerarlo como entramado de consciencia e inconsciente. Desde la perspectiva de nuestra experiencia anímica, dice, el niño no es la simple fase ya superada de una biografía personal 313

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sino, por el contrario, un recurso espontáneo de la psique, la memoria activa e involuntaria de una constelación de símbolos personales y colectivos, a fin de contrarrestar las parcialidades del desarrollo humano. En este sentido, el arquetipo del niño-divino, más que el «residuo» de una personalidad adulta o una etapa ya superada de la personalidad, es «un sistema de funcionamiento vigente destinado a compensar de forma razonable las parcialidades y extravagancias, eventualmente corregibles, de la conciencia» civilizada.12 De manera que en esta dirección, siempre resultará ejemplar el esfuerzo de M. Proust, en su novela A la búsqueda del tiempo perdido, por contactar y elaborar imaginariamente a partir de la «reminiscencia» de la infancia y la vivacidad de su atmósfera —con su evocación abierta, radicalmente diferente— a la congelada memoria, en la colección de los «recuerdos» periclitados. En contraste con la conciencia occidental, centrada en una visión causalista, lineal, irreversible y progresiva del tiempo, el «hombre primitivo», o más precisamente que desenvuelve su existencia cobijado por un mundo de vida arcaico y arcano más cercano a la fuerza de su intuición y de su naturaleza instintiva, experimenta con relación al desarrollo de un tiempo progresivo y sin retorno, una especie de «neofobia» o terror, debido a la entropía que entraña el desgaste de un tiempo que pasa sin remisión. Mientras la conciencia del hombre moderno se aparta del misterio del origen y privilegia el progreso subjetivo de sus conquistas técnicas, el primitivo se empeña en la reactualización ritual de la energía del tiempo/espacio originarios o anulación del tiempo, como recurso para una nueva refundación de la existencia (Eliade). En otras palabras, frente al peligro de una existencia extraviada con relación a un futuro abismal e incierto, el pensamiento arcaico tiene siempre como recurso la anulación del tiempo, la integración de lo real con lo posible, de la parte con el todo, del final con el inicio. Temporalidad del eterno retorno hacia el origen, hacia lo increado/creador, fuente sagrada de donde proviene todo lo existente. Contactar con su potencia primordial no sólo dibuja el ritmo cíclico de la vida natural de los seres (bíos) sino que significa también contactar con la fuerza divina inagotable (Zoé) que purifica, revitaliza 314

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e, incluso, hace renacer a las criaturas. Una de las figuras simbólicas donde se concentra esta paradoja o ambigüedad —bíos/Zoé; origen intemporal/tiempo—, es el niño. De ninguna manera resulta pues casual que, en los mitos, la imagen del niño con frecuencia esté unida a la del sabio, en un giro acrobático que salta sobre las barreras del tiempo. El niño es la fuerza del origen y a la vez de todo lo que está por venir, encarna la imagen simbólica de un nacimiento que nos remite, al mismo tiempo que a los «orígenes» del mundo, al «advenimiento» de la humanidad y sus intactas promesas. Cuanto más tiende la conciencia a autonomizarse de sus fundamentos, el misterio de su nacimiento y su sentido, más se separa de la experiencia de plenitud y totalidad de los orígenes, hasta desembarazarse de ellos por completo, como sucede en la época moderna, y privilegiar el progreso abstracto, unilateral y reductivo de su proceso de racionalidad técnica y mercantil. Es aquí, en contraste, donde el arquetipo del niño surge como una clave compensatoria básica. En su célebre trabajo sobre el «niño divino», K. Kerényi analiza su imagen en el pensamiento mitológico arcaico, las constantes que su figura presenta en los distintos mitos de la humanidad y su vínculo con la energía sagrada de los dioses.13 En contraste con el análisis de los datos «objetivos» de la ciencia respecto al niño en Occidente, desde la Antigüedad griega hasta el Romanticismo —como hemos venido mostrando, apenas un «esbozo de hombre», un hombre en «estado reducido», un medio de explotación o el estado de un «paraíso perdido»—, en el relato mítico el niño es divino y encierra desde su nacimiento la fuerza sagrada de los principios. Kerényi analiza, en la mitología griega, entre otros ejemplos, la infancia de Hermes, Zeus, Apolo y Dionisos. La mitología, a los ojos del observador, narra «una historia de la vida de los dioses» desde su nacimiento e infancia hasta su madurez. Acostumbrados como estamos a pensar la existencia como «edades de la vida» en un desarrollo progresivo destaca, sin embargo, que la mitología, no nos ofrezca una biografía de los dioses en sentido evolutivo, sino que nos hable de su infancia de una manera ajena al tiempo y, en tanto que expresión de lo divino, como aspecto presente y a la vez posible del Ser. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Así el niño Hermes ya desde su nacimiento es el dios Hermes. Heracles, estrangulando a las serpientes en su cuna apenas nacer, posee ya la fuerza y el valor que lo caracterizan como adulto; o Huitzilopoctli, en la mitología azteca, nace ya armado y listo a guerrear, de modo similar a la diosa Atenea surgida de la cabeza hendida de su padre Zeus. Pues, como dice Kerényi, ni la infancia ni el nacimiento son un mero capítulo en la biografía de un dios. El impulso o la fuerza de su nacimiento es más bien una energía sagrada inminente que lo acompaña a lo largo de su vida. La mitología, en este sentido, no expresa una nota biográfica sino la esencia del dios. Dionisos, Poseidón o Narayama no son sino modos de expresión plástica, por decirlo así, de la existencia intemporal de los dioses, que «ni envejecen ni mueren, pues son eternos». Si algunas veces los encontramos representados a la manera arcaica, en una madurez fuera del tiempo, o ideal, de acuerdo al modelo de belleza clásica, su forma tiene en primer lugar un valor simbólico, que alude simultáneamente a la plenitud de su vida y a la plenitud de su significación. Tezcatlipoca, entre los nahuas, por ejemplo, significará siempre «el joven por excelencia». Dummuzi, Dionisos, Jesús y Quetzalcóatl renacen en su epifanía periódicamente y portan con ellos la buena nueva de renovación del mundo que su sola existencia trae consigo. Algunos de los rasgos del niño divino en las mitologías universales, a decir de Kerényi, son así su nacimiento milagroso, su estado de abandono o el tener que huir de sus perseguidores ya en su primera infancia, viéndose obligado a librar numerosos peligros a tal punto que, como señala O. Rank, tenemos que considerarlo como «el nacido dos veces», de modo que ya los sorprendentes sucesos de su infancia encierran las claves de su misión, los avatares que le aguarda su destino. III. El niño-divino en la mitología del México Antiguo En Mesoamérica, cuenta el mito que el héroe primordial Quetzalcóatl fue parido por Chimalma, que fue embarazada por Mixcóatl-Camaxtle. Pero, más bien, según otras versiones, fue concebido «de forma milagrosa». Su madre murió en el momento de su nacimiento y él se convirtió en el preferido de su padre, pero sus hermanos lo odiaban por ello DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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e intentaron matarlo en muchas ocasiones de las que el héroe se salva. Al final, los hermanos mataron al padre, pero él se vengó dando muerte a todos.14 Otro de los héroes primordiales de la mitología azteca, Huitzilopochtli, nació también de forma milagrosa. Cuando Coatlicue, «la de la falda de serpientes», se encontraba barriendo en el Cerro de Coatepec, cayó del cielo un plumón que la embarazó.15 El dios solar nació totalmente armado y con la xiuahcóatl, «serpiente de turquesa», destruyó a sus hermanos, despedazando en primer lugar a su hermana luna Coyolxahuqui. En otra de las mitologías de la zona, Hunahpú e Ixbalanque, los gemelos divinos de la cosmogonía maya, nacieron también milagrosamente de un escupitajo que la cabeza tronchada y colgada de un árbol de Hun Hunahpú, arrojó sobre la doncella Ixquic, dejándola preñada y quien apenas parir, los abandona para subir al mundo terrestre. En el Xibalbá, el inframundo de los mayas, los gemelos son sometidos a las pruebas más terribles, hasta que no sin mágicas ayudas vencen a los Señores del submundo nocturnal y se transforman ellos mismos en el Sol y la Luna, los astros más luminosos del universo. Así pues, el misterio de niño-dios nacido de una virgen, no es exclusivo de Jesús en el cristianismo, de Taliesin entre los celtas o de Shiva en la mitología hindú sino que, de la misma manera, está presente en la mitología mesoamericana. Entre los rituales relacionados en Mesoamérica con el culto al niño divino, destaca que la imagen de Huitzilopochtli se hiciera con una masa preparada con semillas de amaranto y otras plantas alimenticias molidas y en ocasiones mezcladas con «sangre de niños», a la que se atribuía una fuerza excepcional.16 En toda la zona se practicaba el sacrificio de niños a los dioses de la lluvia —muy del agrado de las deidades del agua, en especial sus lágrimas. Los otomíes, por ejemplo, ofrecían «niños en sacrificio» a Océlotl, la deidad local de Chalma,17 de acuerdo con la cadena simbólica: agua-lágrimas-crecimiento-vegetación. Entre los nahuas del Altiplano era común el sacrificio de niños a Tláloc y a los tlaloques, el dios de la lluvia y sus ayudantes colocados en las cuatro esquinas del cosmos, sostenien315

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do unos jarros en cuyo interior se encontraban diferentes tipos de lluvia. También los mixtecos realizan sacrificios a Dzaui, generalmente un niño al que se extraía el corazón.18 Entre los mayas, aún en la actualidad, en las ceremonias para «llamar a los chacs», divinidades de la lluvia, cuatro niños disfrazados de ranas y que imitan su croar, son atados a las patas del altar de los sacrificios, mientras un anciano bendice los alimentos consagrados a las divinidades.19 Si los niños morían al nacer, iban a Xochiatlapan, donde eran amamantados por un gran árbol con tetas en lugar de hojas o, entre los totonacos, los niños eran recogidos por Aktisini, que los cuidaba hasta que volvían a nacer.20 También entre los nahuas, Piltzintecutli era el «niñito noble», hijo de Oxomoco y Cipactonal, la pareja primordial, al que los dioses hicieron una compañera de los cabellos de la diosa Xochiquétzal. En la misma tradición, Cintéotl o Icnoplitzin, significa «huerfanito», «niño divino» o «maíz tierno», que expresa además la relación del niño con el alimento sagrado de la humanidad. Ya en los célebres monumentos olmecas de La Venta y San Lorenzo, en la zona del golfo de México, el héroe o dios-rey es representado, escultóricamente, ataviado con rasgos felinos en el momento de emerger de las fauces del monstruo de la tierra, mascarón del inframundo, llevando en sus brazos a un recién-nacidoniño-sagrado identificado con el maíz tierno. La escultura muestra a la vez que el acto heroico de traer a la luz al infante divino, la investidura que dicho poder confiere al dios-rey, guerrero y chamán para la comunidad. Así pues, ya desde el Preclásico (1200-600 a.C.), los olmecas, como cultura matriz de Mesoamérica, nos informarían sobre el culto al niño divino del maíz tierno que sobrevive y se desarrolla en sofisticación hasta confundirse posteriormente, a partir de la colonia, con el niño Jesús. IV. El simbolismo del «niño divino» ¿Qué significa que diversas divinidades, respetando sus rasgos peculiares, se nos revelen, sin embargo, bajo la imagen del «niño divino», en las más diversas mitologías del mundo? ¿Cuál es el significado de la infancia en la vida sin tiempo de un dios? ¿Qué significa que apenas nacer, la infancia sea suprimida de la biografía 316

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de los dioses o reemplazada por el dios mismo, que la figura del niño prodigioso de los más diversos mitologemas no sea inferior, por ejemplo, a la de «el viejo y barbudo Zeus», sino al contrario, incluso, más rica y emotiva? En su trabajo, dedicado a comentar el análisis de Kerényi, C.G. Jung profundiza en la fenomenología del arquetipo y el misterio de su significado. El conjunto de los rasgos del infante divino, a primera vista desconcertante —el abandono, la paradoja de su fuerza extraordinaria al lado de su debilidad, su hermafroditismo—, anota Jung, guardan, sin embargo, un sentido para la aventura humana o proceso de conformación del Sí-mismo como bien supremo de la existencia. Si bien un arquetipo apenas puede parafrasearse sin extinguir la luminosidad de su núcleo semántico, ciertos destellos alumbran su interpretación fluida. Con relación a esta fenomenología, apuntemos sólo los rasgos más básicos destacados por Jung. a) El «nacimiento milagroso» del niño divino guarda un vinculo con la experiencia de la creación. En la medida en que se trata de una creación psíquica, su concepción no se produce de manera empírica, sino a través del conocido motivo de la «virgen» o de una «gestación milagrosa». En la mayoría de los mitos, además, el niño divino en el momento de nacer es abandonado y expuesto a innumerables peligros, Zeus está amenazado de ser engullido por Cronos, su propio padre; Dionisos de ser desmembrado o a Huitzilopochtli son sus hermanos los que amenazan con matarlo. Por lo que respecta a la madre, Sémele muere cuando nace Dionisos, cuyo proceso de gestación termina en el muslo de su propio padre; Chimalma se haya en peligro cuando nace Quetzalcóatl e incluso Zeus, en el momento de nacer, es abandonado por su madre en manos de las ninfas, en una cueva, con el fin de salvarlo. El abandono y el peligro que lo amenazan guardan, sin embargo, a nivel simbólico, una relación con el desarrollo necesario de la consciencia. El imaginario humano suscita la imagen de un todo en devenir, fascinante y secreto. El niño aislado, amenazado y en situación de peligro enfrenta, sin embargo, su destino a la manera de un «juego» sin excluir que el peligro y la destrucción son partes inevitables del mismo. En varios cuadros de Leonardo y otros renacentistas, el niño Jesús al lado de su maDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dre, y en ocasiones de santa Ana y san Juan Bautista niño, juguetea inocente con una oveja, símbolo premonitorio del sacrificio que le sobrevendrá. Nada parece venir en su auxilio y, sin embargo, siendo él mismo resultado de la naturaleza originaria, la expresa en toda su potencia. La naturaleza y el mundo de los instintos que le habitan, en el exterior, son también sus aliados. Así, en ausencia de la madre, recibe la ayuda de otras fuerzas naturales, por ejemplo, de los animales que lo nutren y protegen, de los ángeles que cercanos lo custodian. Entre los olmecas, las representaciones simbólicas del niño se vinculan con el jaguar del que toman muchas veces sus rasgos; entre los mixtecos y los huicholes, se le asocia al venado. Según el tonalpohualli o «cuenta de los días y del destino», entre los nahuas, cada niño al nacer recibe una carga de energía o tonalli, asociado con el nombre de uno de los trece numerales de los días, con uno de los veinte signos del mes, un dios y un animal, doce aves o una mariposa, que se convertirán en su «nahual» o tótem personal para el resto de su vida. En el mito, el niño aparece pues forjando con desenfadada inocencia, su independencia. Como no puede devenir él mismo sin diferenciarse de su origen, el abandono es, por lo tanto, la condición y no solamente un síndrome de su estado. Anticipa en ese sentido el escenario de un devenir. Como se trata de transiciones extremadamente difíciles y peligrosas, la figura simbólica del niño se mantiene viva en el ritual arcaico, que exige su recuerdo vivo y reactualización ritual. Así en el cristianismo, se celebra también periódicamente la epifanía del Niño Jesús —«si no sois como niños, no entraréis al reino de Dios»— al que los Reyes Magos honran con regalos. b) Otro de sus rasgos es que el niño al nacer, si bien aparece indefenso, pequeño y expuesto a enemigos extremadamente poderosos, sin embargo, paradójicamente, está dotado de fuerzas que sobrepasan toda medida humana. Aunque, visto desde la perspectiva de la razón, no puede atribuirse a un niño virtudes liberadoras de tal magnitud, el mito subraya justamente, lo contrario, el niño-divino dispone de fuerzas tan superiores que podrá imponerse sobre todos los peligros. Más aún, su existencia excepcional abatirá todas las baDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rreras del mundo constituido y, finalmente, con su energía hará aflorar una nueva realidad. Mitológicamente, este proceso alude, a los trabajos del joven héroe Hércules o a las aventuras y peligros que Hunapú y Xbalanqué, en la mitología maya, deben enfrentar para vencer a los señores del Xibalbá en el inframundo, lugar de enfermedades, niebla y viento frío e insoportable. En contraste con la conciencia atada al pretendido cálculo de sus «posibilidades factibles» contenidas en la carga de su I. Q. o en su ADN, el niño es en el mito un «imperativo de posibilidad». Ayudado por fuerzas mágicas o naturales, concentrando sus energías, se orienta hacia la conquista o realización del Sí-mismo. En las religiones premodernas, numerosas figuras de niños se asocian como prueba de sus conquistas con un don otorgado a la civilización, el fuego, el metal, el trigo o el maíz en Mesoamérica. El niño ha vencido a las fuerzas de la oscuridad y surge del estado inconsciente precedente a la existencia del mundo, pero anticipando su devenir. En tanto creación de la naturaleza humana o, mejor, de la naturaleza viva en general, el niño personifica las fuerzas vitales más profundas de las que deriva lo posible. Sus sagas expresan los hechos milagrosos de un ser aún insignificante frente a las potencias supremas y, sin embargo, revelan también el advenimiento del héroe o semi-dios. El mismo fenómeno que en la alquimia se expresa en la fase de la transformación de la materia. c) Uno más de los rasgos del dios-niño, destaca asimismo Jung, es su hermafroditismo. Cintéotl, dios del «maíz tierno» en la mitología nahua es masculino y femenino a la vez. El hermafroditismo del dios alude a la imagen de la unión de los opuestos o símbolo de la unión constructiva de los contrarios. Entre la «conciencia del presente» (amenazada) y el «inconsciente del pasado» (amenazante), se abre un posible enlace, a través de cuya mediación, la conciencia individual tiende un puente con sus premisas más arcaicas. La valencia andrógina o enlace originario entre las potencias de Hermes y Afrodita en su versión helénica, justamente, elabora simbólicamente el enigma de lo potencial y singular que cada niño diferenciado trae con su nacimiento al mundo, el don de su peculiaridad insustituible. Pues el recién nacido no es la mera suma de los progenitores que lo engen317

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dran. Lo masculino y lo femenino en él son horizontes abiertos, potencias que su ritmo personal va a combinar y sintetizar de manera inédita. Por ello, sus deseos y el plástico lenguaje que los expresa son de suyo siempre proteicos, metamórficos y seductores, revelan al mundo adulto el estado de rigidez y olvido en que han caído las capacidades vitales. Más que la amenazante noción freudiana de «polimorfia perversa» que apunta a la pronta «centralización represiva» de lo instintivo, el desenvolvimiento simbólico y lúdico que presenta el desarrollo infantil (comprobado también por M. Klein, J. Piaget y G. Steiner y muchos otros) conduce a la reconsideración de una «polimorfia metamórfica» que nos habla de una espontaneidad abierta de la infancia capaz de seguir irradiando su energía a lo largo de la vida adulta hasta la vejez. Nos alerta, pues, acerca de los cierres represivos que nuestros principios civilizados imponen al niño, como si fuese una masa dúctil para su homogeneización represiva del comportamiento. Mientras la modernidad evita la intercomunicación del pasado con el presente, tanto a través de su sistema pedagógico (fundado en la acumulación de datos adecuados a la estadística de un progreso competitivo) como del desarrollo de una industria mediática que opera por saturación (de información parcial y fraccionada, proveedora de estereotipos acríticos), en los mitos más arcaicos, por el contrario, la imagen del ser bisexual potencia la mediación del presente con el pasado y del pasado con el porvenir. Todo lo que ha sido «superado» y dejado detrás, no se desliza hacia los estratos más bajos de la sombras del inconciente, sino que se condensa en la imagen simbólica del «niño-divino», como fuerza orientadora de todo crecimiento, desarrollo, futuro o destino. Los rasgos de la fenomenología del arquetipo del niño, algunos de los cuales aquí apenas hemos referido, constituyen pues el resultado de una consciencia para la que la comprensión de la imagen, es más poderosa que el concepto general y analítico. El estado de abandono del niño divino, la separación y el desprendimiento destacan como las condiciones sine qua non del conocimiento de Sí-mismo y el mundo. Lo que no exime, por parte de todos los adultos, de la concentrada atención, protección y el sinnúmero de cuidados que tienen 318

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que rodear a la vida de un niño. Muy por el contrario, estas condiciones básicas y humanizadas de la crianza infantil deberían estar acompañadas de la apertura a la escucha y del espacio de paz y afecto a fin de que la íntegra personalidad del niño resuene en su diferencia, haciendo posible momentos propicios incluso a su libre soledad. En su brillante análisis de los cuentos de hadas, Bruno Betelheim destaca la importancia de la libre identificación o elaboración imaginaria del niño con el héroe fantástico, las situaciones y los valores de los personajes de la narración, sin que medie la explicación aleccionante del adulto y que, de alguna manera, sugieren al niño la solución a un conflicto, la introyección de un valor moral o la comprensión de una situación amenazante en un momento critico de la vida.21 Sin embargo, es la prefiguración del mensaje iniciador a la vida lo que distingue al cuento del mito. Mientras el «cuento de hadas» nos habla del niño en una situación familiar, social o histórica difícil, el mito habla del niño cósmico enfrentándose a las leyes de la naturaleza y el mundo no sólo en lo que tienen ellas de incomprensibles, sino en lo que nuestra conciencia no alcanza nunca a descifrar. Mientras el cuento de hadas divide a los personajes en buenos y malos, madrastras y padres cegados a causa de algún embrujo, el mito habla del niño de manera despersonalizada y transido o enfrentando por fuerzas que no son necesariamente humanas. Su impacto a la consciencia es en ese sentido mucho mayor. El mito nos remite a los orígenes, habla de conflictos, combates, pruebas, celos, amor o incesto, entre dioses. En esa medida, es una especie de «iniciación» del hombre en la religión, la metafísica, las fuerzas trascendentes o el llamado de los orígenes. A diferencia del moderno, el hombre tradicional posee una dosis tal de psiquismo fuera de su consciente que la experiencia de un alma exterior a él le es más familiar y de acuerdo a ella configura su comportamiento en el mundo. Así, según el pensamiento del México antiguo, todo tiene un alma y el más antiguo de sus conocimientos sobre la experiencia humana es saber que la conciencia está rodeada de fuerzas sobrenaturales (o psíquicas) que la protegen y dirigen pero que, igualmente, la amenazan o paralizan. Congeniar o sincronizar con DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ellas está en la base y es la clave orientadora de sus técnicas y saberes. El conocimiento de esta experiencia, como en otras culturas del mundo, se proyecta en el arquetipo del «niño» que expresa esta peculiar entidad del hombre. El «niño» abandonado y expuesto al peligro es al mismo tiempo poderoso y divino, «principio insignificante» y «final triunfante»,»más pequeño que lo pequeño» y «más grande que lo grande», paradoja existencial que previene contra el infantilismo necio y cerrado, también muy propio de nuestros días. Al «espíritu de la infancia» habrá que conservarlo y combatirlo al mismo tiempo pues, sólo en una renovación continua de la imagen de la infancia puede hacerse justicia a su poder esencialmente creativo. En 1979, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) proclamó el «Año Internacional del Niño». Se intentaba así llamar la atención de los gobiernos con relación al impulso de políticas sociales y legislaciones orientadas a reconocer y mejorar la situación de la infancia. Desde entonces, junto al desarrollo de la «industria infantil», se impulsan también una serie de recomendaciones relativas a lo que es «deseable» para el niño, a lo que sería «oportuno» para su crecimiento, la exhortación a respetar los «derechos de los niños» que, por lo demás, no pasan del papel. Así también, infinidad de terapias, literatura, juguetes, así como todo un léxico novedoso y específico con relación a la diversidad de opciones pedagógicas. Pese a ello, tanto las imágenes como las estadísticas provenientes de los distintos lugares del planeta muestran que el niño libre y feliz de la publicidad no es el modelo más expandido en el mundo.22 Pese al reconocimiento de la infancia como una problemática de la realidad social hoy y, sobre todo, como un inmenso catálogo de mercancías para todas y cada una de sus «necesidades», muy acertadamente insiste F. Dolto, no podemos hablar de un «culto al niño» en el siglo XX. Tampoco podemos decir que su significado arquetípico nos sea accesible. En parte porque, como lo indica Jung, el significado del arquetipo es siempre abierto e inagotable, pero en parte también porque el curso mismo del progreso moderno en la misma medida en que lo cataloga, deshumaniza y explota, lo constriñe y desimboliza. Queda abierto, pues, reconocerlo seriamente como el «porDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tador de una poesía sin lenguaje» porque «el lenguaje aprendido destruye más o menos la poesía primitiva» (Bachelard); y modificar de raíz nuestras actitudes hacia él, lo que conllevaría, por supuesto, la comprensión de la otredad de la infancia viviente que habita en nosotros mismos, con sus estigmas de dolor y, a veces, sus manantiales de alegría. Tal vez así, algún día, se haga posible reconocer la genial aserción escrita por W. Wordsworth: «el niño es el maestro del hombre». Notas 1. Ariès, Philippe, L´Enfant et la Vie familiale sous l´Ancien Régime, Seuil, París, 1998. 2. En el siglo XVI, la base de la enseñanza era la Biblia, traducida del latín a las lenguas vulgares, el alemán y el francés, e impartida sobre todo por la religión protestante. Pero, a partir del Concilio de Trento (1545-1563), los jesuitas intensifican la creación de escuelas. La «guerra escolar» termina en 1685, con la revocación del Concilio de Nantes, en el que los protestantes pierden el derecho de impartir la enseñanza. 3. Véase El niño enfermo, de Gabriel Metsu, v. 1660, Richmuseum, Amsterdam. 4. Véase La Santa Familia, de Carlo Maratta, siglo XVII. 5. M. Foucault, Folie et Deraison: Histoire de la folie sous l´ancien régime, Plon, París, 1961. 6. Véase M. Tournier, Le vol du vampir, Mercure de France, 1981. 7. Véase Diderot, «Lettre à Sophie Volland» del 9 de agosto de 1762, citada por Ariès. 8. J.J. Rousseau, Emile ou de l´education, Oeuvres complètes, t. IV, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, París, 1969, p. 245. 9. Bernardin de Saint-Pierre, Paul et Virginie (1788), Classiques Garniers, Bordas, París, 1989. 10. Véase Françoise Dolto, La causa de los niños, Paidós, Barcelona, 1987. 11. Véase Alice Miller, Por tu propio bien. Las raíces de la violencia en el alma infantil, Tusquets, Barcelona, 2000. 12. C.G. Jung, «Contribution à la psychologie de l´archetype de l´enfant», en C.G. Jung, K. Kerényi, Introduction à l´essence de la mythologie, Édition Payot/Rivage, 4.ª ed., París, 1993. 13. K. Kerényi, «L´enfant divin», en Introduction à l´essence de la mythologie, op. cit. 14. Y. González Torres, Diccionario de mitología y religión de Mesoamérica, Larousse, México, 1991, p. 145. 15. Id., p. 86. 16. Id., p. 86. 17. Id., p. 133. 18. Id., p. 152. 19. Id., p. 59. 319

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20. Id., p. 122. 21. Véase Bruno Betelheim, Psicoanálisis de cuento de hadas. 22. Según informaciones obtenidas de un centenar de países por la Oficina Internacional del Trabajo, ciertamente muy limitadas, se estima que 1995, el trabajo de los niños es una práctica vigente en África, Asia y América Latina. Las cifras por continente se distribuyen así: Asia 61 %, África 32 %, América Latina 7 %, pero el fenómeno no está ausente de los países de Europa del Este, sobre todo, a partir de la liberalización de su economía. El departamento de estadística de la OIT indica que en el conjunto de esos continentes, en 1995, trabajaban alrededor de 73 millones de niños, de entre 10 y 14 años. Pero que la cifra está por debajo de la realidad, si se considera que los niños que trabajan son aún menores a los 10 años. En ese caso el número ascendería hasta 120 millones, según una edad que va de entre 5 y 14 años, cifra que también puede elevarse al doble (250 millones) si se incluye a aquellos para los que el trabajo es una actividad secundaria. Rapport VI, 1, de la sesión 86 de la Conferencia Internacional del Trabajo, 1998, pp. 7-8. Por otra parte, las estadísticas relativas a la explotación sexual de los niños, actividad ilegal y clandestina, aunque son también extremadamente difíciles de establecer, de acuerdo con el primer congreso internacional dedicado al tema de la explotación de menores con fines comerciales, realizado en Estocolmo, en agosto de 1996, se trata de una industria criminal en plena expansión. La prostitución infantil, sólo en Tailandia, se eleva a 200.000 niños; 400.000 en la India; 10.000 en Filipinas; 30.000 en Sri Lanka. En Tailandia, en 1996, el número de seropositivos se eleva a 600.000 y a un 18 %, el porcentaje de niños nacidos de madres infectadas de sida. Véase Egle Becchi y Dominique Julia, Histoire de l´enfance en Occident, tomo 1, Seuil, París, 1998, p. 9 y nota 5, p. 34.

BLANCA SOLARES

Interpretación: mediación y remedio* La traducción usual de «pharmakon» por «medicamento» —droga beneficiosa— no es, por supuesto, incorrecta. En realidad, pharmakon no sólo puede significar medicamento y borrar de este modo, en una cierta superficie de su funcionamiento, la ambigüedad de su significado... esta medicina es beneficiosa; repara y produce, acumula y remedia, incrementa el conocimiento y reduce la falta de memoria. JACQUES DERRIDA 320

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Es importante hacer notar que si bien la sugerencia de una nueva filosofía o de un nuevo método filosófico nunca significa corregir las posiciones pasadas, Martin Heidegger se ha convertido en el filósofo más original e importante del siglo XX. George Steiner lo presentó no sólo como «el más eminente filósofo o crítico de la metafísica desde Immanuel Kant sino como uno de entre ese reducido número de pensadores occidentales que podría incluir a Platón, Aristóteles, Descartes, Leibniz y Hegel»; Hannah Arendt le describió como «el rey secreto del pensamiento a lo largo de la sensibilidad filosófica del siglo XX»; y un buen número de filósofos europeos, cuando murió el 26 de mayo de 1976, afirmaron que «en el ámbito del espíritu, nuestro siglo sería el de Heidegger como el siglo XVII podría ser el de Descartes». Su pensamiento no sólo realizó aportaciones a los campos filosóficos de la fenomenología (Maurice Merleau-Ponty, Emmanuelle Lévinas), el existencialismo (Jean-Paul Sartre, José Ortega y Gasset, Karl Jaspers), la filosofía analítica (Ernst Tugendhat, Stanley Cavell, Robert Brandom), la teoría crítica (Jürgen Habermas, Karl-Otto Apel, Richard J. Bernstein), el deconstruccionismo (Rainer Schürmann, Jacques Derrida, William Spanos, Paul A. Bové, Julia Kristeva), y a diversas ciencias culturales como la teoría política (Herbert Marcuse, Hannah Arendt), la psicología (Ludwig Binswanger, Medard Boss), la teología (Bernhardt Welte, Rudolf Bultmann, Karl Rahner, Paul Tillich), la ciencia (Thomas Kuhn, Bas van Fraseen), sino que sobre todo, por vez primera, elevó la hermenéutica al «centro de la preocupación filosófica».1 Aunque Heidegger nunca quiso tener su propia escuela de pensamiento o estudiantes en el sentido clásico, hay tres filósofos que han permanecido heideggerianos en diferentes sentidos, y debemos considerarlos como sus estudiantes y directos continuadores. El primero de ellos es Jacques Derrida (1930-2004) mediante la deconstrucción (deconstruccionismo); el segundo es Ernst Tugendhat (1931) mediante la semantización (filosofía analítica); y finalmente, el tercero es Hans Georg Gadamer (1900-2002), a través de su filosofía hermenéutica. Todos ellos representan diferentes apropiaciones y desarrollos de la cuestión de Heidegger concerniente al Ser de los seres y de su énfasis en el lenguaje como principal dimensión del Dasein. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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El título de este ensayo no puede sino remitirse al largo ensayo de Derrida titulado «La farmacia de Platón», publicado por primera vez en dos artículos del distinguido diario francés Tel Quel en 1968 y más tarde reimpresos como una parte significativa de uno de sus más importantes libros, La Dissémination,2 considerado hoy como un clásico en filosofía contemporánea. Mi intención aquí no es comentar la enorme influencia filosófica y sociológica de Heidegger precisamente treinta años después de su muerte, ni tampoco las importantes investigaciones de Derrida sobre la palabra «pharmakon» (que en griego puede significar tanto un medicamento como un veneno, una droga beneficiosa o un reconstituyente médico, como él discute) justo unos años después de su fallecimiento, sino usar este concepto para proponer tres tesis: a) El virus de la onto-teología consiste en entender el ser como presencia. b) Deconstrucción, semantización e interpretación son «fármacos» filosóficos. c) La interpretación es el fármaco más apropiado para la onto-teología. Desde Platón, los filósofos han sido incapaces de responder la «cuestión del Ser» (Seinsfrage) porque han pensado el ser como una esencia, un «modelo óptico» acorde con una imagen o representación, ideal o empírica, de la experiencia objetiva. Si la tarea de la filosofía siempre ha sido la de responder a la cuestión del ser, y Heidegger reconoce que todos hemos caído en la denominada «metafísica de presencia» o logocentrismo porque pensamos el ser como una presencia objetiva, entonces, desde Ser y Tiempo, la filosofía se ha convertido en una búsqueda constante que asume que el Ser de los seres está fuera de esta idéntica estructura metafísica de la cultura objetivista occidental. Creo que ese fármaco puede ser entendido funcionalmente como la meta que muchos filósofos postmetafísicos se dieron a sí mismos desde Heidegger, después del cual la filosofía se ha convertido en un asunto de terapia más que de descubrimiento, una mediación histórico-práctica en la búsqueda de un fármaco para el Ser. La preocupación más importante de la filosofía postmetafísica ha sido encontrar una posición capaz de ajustar este objetivismo, que conduce a la violencia y el fundamentalismo: este fármaco es la cura DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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para la metafísica mediante filosofías postmetafísicas. La palabra «fármaco» revela que en la medicina griega antigua el mismo tratamiento podía servir bien como una medicina bien como veneno. Pero para ser una medicina, el tratamiento debía ser administrado en la cantidad correcta y en el tiempo oportuno para una enfermedad diagnosticada adecuadamente. La naturaleza de nuestra enfermedad hoy es objetivismo de creación metafísica, y el mejor remedio puede ser una filosofía capaz de superar esta mentalidad para vivir sin la violencia y la opresión que nacen de ella tal como los fundamentalismos políticos, culturales y religiosos.3 Es importante comprender desde el principio que la metafísica (ser como presencia u objetivismo) no es algo que podamos desatender de una vez por todas porque no es algo que podamos superar por completo, überwinden, sino tan sólo excederla mediante la aceptación, o verwinden.4 La deconstrucción de Heidegger de la metafísica objetivista no puede ser continuada sustituyéndola por una concepción más adecuada del Ser porque todavía hay que identificar el Ser con la presencia característica del objeto.5 Ésta es la razón por la cual Heidegger escribió en su Nietzsche «que dentro de la metafísica no queda nada del Ser como tal».6 Así que si el mismo tratamiento puede servir como medicina o como veneno, la mejor filosofía postmetafísica será capaz no sólo de superar esta mentalidad metafísica sino también de producirla en algunas ocasiones desde que, como con cualquier enfermedad, es imposible recuperarse completamente de ella.7 Derrida, Tugendhat y Gadamer han entendido no sólo que esa onto-teología tiene un virus dañino (Ser como presencia, objetivismo) sino principalmente que su droga beneficiosa puede hacerse capaz, mediante una práctica postmetafísica, de superar ese objetivismo. Cada uno de ellos ha puesto en marcha una práctica: deconstrucción, semantización e interpretación. Estas tres filosofías no son ni «métodos» ni «nuevas» posiciones, sino más bien caminos de superación de las polaridades de la metafísica objetiva tales como presencia vs. ausencia, Ser vs. nada, verdad vs. error, mente vs. materia, alma vs. cuerpo, varón vs. mujer; culturas que favorecen polaridades como religión vs. ciencia, literatura vs. filosofía, e instituciones autoritarias como la 321

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Iglesia, el Estado y las universidades porque privilegian culturas basadas en estas polaridades duales.8 Después de confrontar los «fármacos» (soluciones filosóficas) de Derrida, Tugendhat y Gadamer para el problema del Ser, concluiré este pequeño ensayo con la explicación de por qué debemos considerar la solución de Gadamer como la mejor adaptada a los requerimientos heideggerianos de superación de la metafísica. Puede parecer alarmante a los lectores el que me introduzca en el corazón del problema con una solución ya desde el principio, pero «asignar la palabra que lo nombra es, después de todo, lo que constituye el hallazgo»,9 como Heidegger solía decir. Derrida, discípulo francés de Heidegger, ha tomado muy en serio el párrafo 6 de la introducción a Ser y Tiempo, titulado «La tarea de una desestructuración de la historia de la ontología», así como el último párrafo, donde Heidegger establece que «la distinción entre el ser del Da-sein existente y el ser de seres desemejantes al Da-sein (por ejemplo, realidad) puede parecer iluminador, pero sólo es el punto de partida de la problemática ontológica; no es algo con lo que la filosofía pueda descansar y quedarse satisfecha.10 Esta diferencia está en el centro de su fármaco para superar la metafísica. La meta de Derrida fue moverse más allá del modernismo poniendo de manifiesto sus inconsistencias —como las que hemos subrayado antes entre ser-nada, presencia-ausencia, y en la tradición europea occidental desde Descartes hasta el presente— con el propósito de alejarse de la verdad fundamental en ideologías o divinidades. La deconstrucción no deconstruye el significado de un texto sino la dominación unívoca de uno de los dos significantes sobre el otro porque el segundo término siempre fue considerado como el negativo, versión indeseable del primero, una corrupción del mismo: mujer de hombre, cuerpo de alma, error de verdad. Desde que no hay argumentos razonables para privilegiar identidad, varón y mente sobre diferencia, materia y mujer, la naturaleza de la deconstrucción es específicamente democrática porque trata de enfatizar cómo los dos términos no están simplemente opuestos en sus significados, sino que están organizados según un orden jerárquico metafísico que siempre da prioridad al primer término y por tanto a la interpretación del Ser 322

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como presencia en lugar de diferencia. Derrida, en una famosa entrevista titulada «Implicaciones», dijo que «lo que he intentado hacer no hubiese sido posible sin la apertura de las preguntas de Heidegger. No hubiese sido posible sin la atención a lo que Heidegger llama la diferencia entre el Ser y los entes, la diferencia óntico-ontológica tal como, de cualquier modo, permanece impensada por la filosofía».11 Los otros dos discípulos de Heidegger, Tugendhat y Gadamer, no han tomado tan en serio la diferencia ontológica o incluso la deconstrucción histórica de la metafísica; se han centrado más en el párrafo 33 de Ser y Tiempo («Manifestación como modo derivado de interpretación»), y el 44 («Da-sein, revelación y verdad»). Estos párrafos son extremadamente importantes porque son donde Heidegger formula su comprensión ontológica del concepto de verdad, que no abandonará nunca. Tugendhat y Gadamer interpretan estos párrafos de modo diferente, el primero favoreciendo la idea de verdad como proposiciones lingüísticas, y el segundo como un acontecimiento ontológico único. Tanto Tugendhat como Gadamer han subrayado las dos particularidades lingüísticas principales de la filosofía de Heidegger: la naturaleza proposicional y dialógica del lenguaje. Si bien Heidegger no se tomó muy en serio a ninguno de los dos (considerando la hermenéutica filosófica como un «asunto de Gadamer»12 y ni siquiera mencionando el estudio de Tugendhat sobre su concepto de verdad como aletheia13 en su Traditional and Analytical Philosophy: Lectures on the Philosophy of Language,14 que no sólo estaba dedicado a Heidegger sino que era también la primera justificación heideggeriana de la filosofía analítica),15 ha sido a través de ellos como el giro lingüístico se ha convertido en el paradigma y concepto guía de la superación de la metafísica. Aunque la mayoría de los filósofos analíticos se han pasado un largo tiempo considerando a Tugendhat como un filósofo «analítico», él ha usado el análisis lingüístico con el propósito de superar las divisiones analíticos/continentales de la filosofía contemporánea, convirtiéndose no sólo en el primer filósofo que introduce la filosofía analítica en Europa sino en el primero en responder cuestiones heideggerianas con métodos analíticos. Tugendhat cree que la presuposición falsa fundamental de la filosofía clásica moderna era que «el ámbito de lo dado DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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reflejado más arriba fue concebido como conciencia, una dimensión de representación en ideas», mientras debiera haber sido concebido como la «esfera de la comprensión de nuestras proposiciones lingüísticas». Por otro lado, Gadamer, construyendo una «hermeneutización» de la onto-teología, ha rechazado la construcción de la lógica de Tugendhat sobre la base de las proposiciones, porque considera una dependencia de la lógica «las más fatídicas decisiones de la cultura occidental»; en su lugar, sugiere comprender el lenguaje sobre la base del «diálogo». «El lenguaje es él mismo principalmente no en proposiciones», explica Gadamer, «sino en diálogo», porque las proposiciones nunca pueden ser excluidas del contexto histórico de motivación (tradición) en que están insertas y que es el único lugar en el que tienen algún significado. De acuerdo con la filosofía de Gadamer, somos «seres con conciencia histórica efectual» finalmente conscientes de los límites impuestos por la misma ilustración hermenéutica. Esta ilustración de nuestra propia finitud (específicamente, en términos gadamerianos, «prejuicios»), no paraliza la reflexión o limita la comprensión, sino que, por el contrario, es precisamente nuestra limitación lo que nos permite aprender de otros y permanece siempre abierta a otras experiencias. Si conocer no siempre significa certificar y controlar, desde que comprender no puede ser fundamentado de una vez para siempre, entonces debe ser él mismo el suelo firme sobre el que estamos siempre ya situados. Gadamer señala en Verdad y Método la infundable naturaleza de comprensión y conocimiento sin permitir una mera relativización de la realidad; en lugar de ello, insiste en una relativización hermenéutica del relativismo.16 Ésta era una de las metas principales de la obra magna de Gadamer: recordar que nunca ha habido algo parecido al «relativismo absoluto». Podemos hablar de relativismo si alguien supone un punto de vista absoluto (o vista desde ninguna parte)17 porque sólo puede haber relativismo en relación con una verdad absoluta. Gadamer, operando esta «relativización hermenéutica del relativismo» estaba también preparando a la hermenéutica para convertirse en la prima philosophia sin metafísica.18 De estos tres filósofos Gadamer es ciertamente el que ha permanecido más fiel a la dimensión lingüística del Da-sein heideggeriano, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Derrida a su «tarea» de desestructurar la historia de la ontología, y Tugendhat en la búsqueda de una solución correcta a la pregunta fundamental de la metafísica. Aunque todos ellos han contribuido a la superación de la metafísica (objetivismo) mediante el denominado «giro lingüístico», la filosofía hermenéutica es la que ha tenido éxito permaneciendo fiel no sólo a su propia tradición onto-teológica sino, sobre todo, al concepto principal que ha conducido a una superación de la naturaleza metafísica de la filosofía: interpretación. Aunque nunca se estableció diálogo entre los tres, hubo encuentros entre Gadamer y Derrida en 1981 y 1993 que mostraron claramente cómo el comprometerse en una conversación era un problema todavía para el deconstruccionismo mientras que para la hermenéutica es una necesidad filosófica, tal como veremos. Durante este encuentro, Gadamer, a ojos de Derrida, parecía un relativista que creía que el diálogo era más significativo que la experiencia del límite inevitable de entender al «otro». Para Derrida no hay significado más allá de los significantes lingüísticos de un texto, sólo un incesante dilación del significado que nunca es accesible fuera de sus propios signos; por consiguiente siempre hay un encarcelamiento dentro de lo que ya es un sistema dado de signos que nunca entendemos por completo. Si verdad y significado nunca se dan con independencia de un sistema de signos, entonces la tarea fundamental de la filosofía es la de deconstruir las predeterminaciones del marco lingüístico para que no nos conduzca a conclusiones erróneas. Derrida también era muy desconfiado con el concepto gadameriano de «horizonte» desde que lo comprendió como una necesidad metafísica de retener todo el horizonte posible de significado, pero Gadamer, en 1993, explicó no sólo que el horizonte es algo que nunca se alcanza sino que también para la hermenéutica no hay nada similar a final, fijo, significado metafísico, sólo un significado traído a lo largo de una historia efectual (Wirkungsgeschichte) impredecible en la que estamos. La filosofía hermenéutica contemporánea se ha convertido en una consecuencia de y desde el deconstructivismo. Una consecuencia del deconstructivismo porque hemos aprendido que no podemos superar (überwinden) la metafísica dejándola completamente de lado, y una consecuencia desde el deconstructivismo porque sólo podemos excederla, como ha 323

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mostrado la filosofía de Gianni Vattimo.19 Finalmente hemos llegado a comprender hoy que deconstruir la presencia del Ser era ciertamente una tarea inevitable para la filosofía, si bien ya es tiempo de derivar las consecuencias de este contexto y la filosofía más adecuada capaz de realizar esto es la hermenéutica, que centra sus fuerzas en comprender mediante una filosofía de la conversación. Aunque Gadamer y Tugendhat enseñaron durante los mismos años en Heidelberg20 y se conocieron muy bien, nunca establecieron una discusión real o debate; la única noticia de una confrontación puede encontrarse en un reportaje que escribió Tugendhat para el Times Literary Supplement en 1978, en el que propone interpretar el título de Verdad y Método significando «verdad versus método».21 Gadamer respondió a Tugendhat sólo en 1993 de forma indirecta, en una entrevista con Carsten Dutt, diciendo: Esta interpretación conlleva la impresión unilateral de que yo pienso que no hay métodos en las humanidades ni en las ciencias sociales. Por supuesto que hay métodos, y ciertamente hay que aprenderlos y aplicarlos. Pero diría que el hecho de que seamos capaces de aplicar ciertos métodos a ciertos objetos no establece el por qué estamos siguiendo la pista del conocimiento en las humanidades y ciencias sociales. Me parece autoevidente que en las ciencias naturales se persigue conocimiento en última instancia porque mediante él podemos ser independientes: uno puede orientarse a sí mismo y a través de la medición, el cálculo y la construcción, a la larga incrementar el control sobre el mundo que nos rodea. Haciendo esto podemos —en definitiva ésta es su intención— vivir mejor y sobrevivir mejor que si sólo confrontásemos una naturaleza que es diferente a nosotros. Pero en las humanidades y en las ciencias sociales [Geisteswissenschaften] no puede haber nada parecido a gobernar el mundo histórico. Las humanidades y las ciencias sociales reviven algo diferente a través de su forma de participación en lo que nos ha sido transmitido, algo que no es conocimiento orientado al control [Herrschaftswissen] pero que no es menos importante. Acostumbramos a llamarlo «cultura».

Los efectos de las filosofías de Derrida y Tugendhat se percibieron con mayor rapidez en el mundo angloparlante que en el de Gadamer, pero al examinar qué línea de pensamiento están siguiendo los filósofos hoy en día, debemos reconocer que la influencia de Gada324

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mer en la filosofía contemporánea es todavía inestimable. Ello es debido a que Gadamer ha llevado hasta el final la elevación heideggeriana de la hermenéutica «al centro de la ocupación filosófica» reconstruyendo no sólo la historia de la interpretación filosófica sino también la historia de la filosofía interpretativamente. La hermenéutica filosófica de Gadamer se ha convertido en una referencia no sólo para los filósofos europeos (Paul Ricoeur, Luigi Pareyson, Walter Schulz, Gianni Vattimo, Manfred Frank, Michael Theunissen, Werner Hamacher) sino también para los norteamericanos (Richard Rorty, Richard J. Bernstein, James Risser, John Sallis, Barry Allen, Jean Grondin, Robert J. Dostal, Brice Wachterhauser, Dennis J. Schmidt, Kathleen Wright, Stanley Rosen, Hugh Silverman, Gerald Bruns) que no sólo representan hoy la denominada rama «continental» de la filosofía contemporánea sino sobre todo una cultura gadameriana que Rorty individuó en su conferencia en Heidelberg. Publicaciones recientes se han hecho eco de esto y han creado colecciones como Estudios de Hermenéutica,22 Hermenéutica: estudios sobre Historia de las Religiones,23 Judaica: Hermenéutica, Misticismo y Religión,24 Estudios de hermenéutica bíblica americana,25 y Las Interpretaciones.26 Una enorme atención se centró sobre la hermenéutica filosófica desde todo el mundo cuando la Universidad de Heidelberg invitó a Michael Theunissen, Richard Rorty y Gianni Vattimo a celebrar el centésimo cumpleaños de Gadamer, el 12 de febrero de 2000 con una conferencia.27 (Este acontecimiento fue emitido por todas las redes de televisión alemanas y cubierto por la mayoría de los periódicos del mundo, situando la hermenéutica en la cumbre de nuestro globalizado planeta.) Theunissen28 estableció en su conferencia que «la recepción de la hermenéutica filosófica se ha mostrado, durante décadas, en dos tendencias dominantes: una es expansiva, abriéndola a otras corrientes de pensamiento (Rorty), mientras que la otra es reflexiva, orientándose hacia la tradición (Vattimo)».29 Para Rorty, Gadamer no sólo representa el arquitecto de la filosofía hermenéutica sino también una marcada nueva cultura capaz de superar lo que C.P. Snow llamó las «dos culturas» del siglo XX: la fase positivista de la filosofía y la fase humanista. Con el propósito de abandonar definitiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vamente el modelo científico solucionador de problemas que se alza a partir de esta distinción, enfatizado por Gottlob Frege y Bertrand Russell, Gadamer ha propuesto un modelo conversacional «en el que el éxito filosófico se mide por horizontes fusionados más que por problemas resueltos, o incluso por problemas disueltos».30 Rorty concluye su opera magna La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979) no sólo reconociendo que las descripciones deben ser remplazadas por conversaciones sino también que «la epistemología debe ser remplazada por la hermenéutica.» Recientemente, Rorty ha definido la filosofía conversacional31 como lo opuesto a la filosofía analítica no sólo porque los conversacionalistas son lo suficientemente «historicistas como para pensarse a sí mismos como tomando parte en una conversación más que practicando una disciplina cuasi científica» sino también porque la filosofía analítica «parece como el último aliento de la tradición onto-teológica».32 Habiendo superado esto, no necesitamos ya construir una nueva tradición sino simplemente reorganizar la vieja para entender que estamos siempre condicionados por alguna descripción del pasado. Aunque Rorty no fue directamente discípulo de Gadamer como lo fueron Theunissen y Vattimo, considera a Gadamer «un representante de la vieja escuela de filosofía alemana centrada en Platón, Aristóteles, Kant y Hegel. Tiene el suficiente cosmopolitismo, encanto, aliento y simpatía para hablar por esa tradición al resto del mundo y hacerla inteligible. Deliberadamente ha asumido el papel de embajador entre los filósofos alemanes y americanos. Cuando tenía sesenta años se sentó en mis seminarios para aprender inglés filosófico de manera que pudiera dar conferencias en inglés. A los ochenta años hizo lo mismo en italiano. Esto fue característico de su cosmopolitismo filosófico que empleó en servicio de una diplomacia cultural».33 Muchas investigaciones filosóficas comienzan mostrando lo que un cierto filósofo ha hecho por la filosofía para iluminar su trabajo, pero de acuerdo con Heidegger, cada filósofo trabaja siempre dentro de una cierta precomprensión que condiciona su comprensión, y esta pre-comprensión sólo es experimentada por el autor mediante un proceso de concreción y creación. Ésta es la razón por la que, como Heidegger explicaba en Ser y Tiempo, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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necesitamos «una repetición explícita de la cuestión del ser», una repetición «de ella» porque «conocimiento [Wissen] en el más amplio sentido», incluye «no sólo teoría, sino aproximación a algo sabiendo el propio camino en torno a ello, venciéndolo, penetrando su contenido substancial como en un intercambio». El texto de Heidegger, Ontología: hermenéutica de la facticidad muestra que el término «hermenéutica» deriva de una palabra griega conectada con el nombre del dios Hermes, el reputado mensajero e intérprete de los dioses, y por qué originalmente estaba vinculada más estrechamente a la interpretación de textos sagrados. Aunque la hermenéutica tiene sus orígenes en problemas de exégesis bíblica y en el desarrollo de un marco teórico que permitiera gobernar tales prácticas, exegéticas, en el siglo XVIII y en los comienzos del XIX, teólogos y filósofos como Johan Martin Chladenius, Georg Friedrich Meier, Friedrich Ast, Friedrich Schleiermacher y Friedrich Nietzsche desarrollaron la hermenéutica hacia una teoría más abarcante de interpretación textual en general, reglas que aportaban la base para una buena práctica interpretativa indiferente a la materia del sujeto: Dios, naturaleza, arte, o incluso las ciencias sociales. Pero es a través de Dilthey primero y luego más firmemente mediante Heidegger que la hermenéutica se convierte en una posición completa y reconocida en la filosofía alemana del siglo XX. Es importante recordar que en su clásico de 1927 Heidegger usaba el término «hermenéutica» no en el sentido de una teoría del arte de la interpretación ni tampoco la interpretación en sí misma, sino más bien para intentar una primera definición de la naturaleza de la interpretación en ámbitos hermenéuticos. Las consecuencias de la filosofía hermenéutica o tan solo del concepto de interpretación son demasiado amplias para recibir un análisis completo en este ensayo y probablemente requerirían algunos volúmenes. Pero aunque mi objetivo era precisamente justificar una tesis (interpretación como el fármaco para la ontoteología), es interesante apuntar estas justificaciones históricas antes de entrar en el corazón del argumento porque constituyen esta misma tesis. La razón de esta justificación sólo puede ser hallada en el mismo concepto de interpretación porque hoy, tras 2.000 años de sumisión a los incuestionados paradigmas 325

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metafísicos, «hemos logrado un discurso sobre el discurso, una interpretación de la interpretación», como explica Julia Kristeva, que finalmente hará que «la palabra se haga carne».34 Esto es subrayado por la filósofa francesa como un éxito porque es un camino de salida de lo que Hegel llamó «el deseo de conocimiento absoluto»: la interpretación permanece secretamente durante todo este tiempo pegada a este deseo (hasta que Heidegger la eleva a centro de la filosofía), proporcionando una práctica que finalmente podía comenzar liberando todo el marco abarcante. Habiendo estudiado una tradición de filósofos que centraron su trabajo sobre el concepto de interpretación, Heidegger no lo consideró como una operación de construcción sino como un anuncio de lo que acababa de ser constituido; por tanto: traer al lenguaje el significado de Ser. En el famoso diálogo con el profesor Tezuka, de la Universidad Imperial de Tokio, en 1953, da clara noticia del significado de la hermenéutica para la filosofía: HEIDEGGER: La expresión «hermenéutica» deriva del verbo griego hermeneuin. Ese verbo está relacionado con el sustantivo hermeneus, que se refiere al nombre del Dios Hermes mediante un pensamiento juguetón que es más convincente que el rigor de la ciencia. Hermes es el mensajero divino. Trae el mensaje del destino; hermeneuin es esa exposición que trae noticias porque puede escuchar un mensaje. Semejante exposición se convierte en interpretación de lo que ha sido dicho en primera instancia por los poetas que, de acuerdo con Sócrates en el Ion de Platón (534e), hermenes eisin ton theon —«son intérpretes de los dioses». TEZUKA: En el pasaje que usted tiene en mente, Sócrates lleva las afinidades todavía más lejos suponiendo que los rapsodas son quienes llevan las noticias de la palabra del poeta. HEIDEGGER: Todo esto deja claro que hermenéutica significa no sólo la interpretación sino, incluso antes de ella, la transmisión de mensaje y noticias. TEZUKA: ¿Por qué fuerza usted este sentido original de hermeneuin? HEIDEGGER: Porque fue este sentido original el que me impulsó a usarlo en la definición del pensamiento fenomenológico que me abrió el camino a Ser y Tiempo. Lo que importaba entonces, y todavía importa, es traer al Ser de los seres —aunque ya no al modo de la metafísica, sino como que el Ser mismo brille—, el Ser mismo —es decir: la presencia de los entes presentes, el doble de lo doble en virtud de su sim326

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ple unicidad. Esto es lo que sostiene su petición al ser humano, llamándole a su ser esencial... de conformidad con esto, lo que prevalece en y anima la relación de la naturaleza humana con el doble es el lenguaje. El lenguaje define la relación hermenéutica... Si el ser humano está en una relación hermenéutica, sin embargo, eso significa que él es precisamente, no un artículo de consumo. TEZUKA: ¿En qué sentido? HEIDEGGER: Hermenéuticamente —hay que decir, con respecto al traer noticias, con respecto a preservar un mensaje... Es nuestro propósito que la primera página de Ser y Tiempo hable de «suscitar de nuevo» una cuestión. Lo que se quiere decir no es el monótono presentar otra vez algo que es siempre lo mismo: pero para atraer, para recoger, para reunir lo que está contenido dentro de lo viejo.35

Si esto es verdad, entonces el fármaco del Ser debe ser la interpretación misma porque no sólo es lo que permite al Ser salir adelante (el remedio) sino también lo que lo rechaza (el veneno). Interpretar es el único acto, práctica, o camino capaz de alcanzar el Ser de seres y permite al Ser de los seres alcanzarnos. Si bien Heidegger usa la hermenéutica para caracterizar el acceso interpretativo, más allá del metafísico, a la pregunta fundamental del Ser, es esencial entender que esta cuestión la da él mismo y es sólo dada en una hermeneia: lo más primordial, primitivo, auténtico significado de lo que habrá de ser elucidado. Además, el significado del Ser no puede ser alcanzado por el significado hermenéutico, pero hermeneia es el significado de este ser que somos —humanos, intérpretes del logos. La práctica de interpretar afecta (infecta) todo cuanto entra en contacto con ella (eliminando la distinción entre objetividad y subjetividad, ciencias humanas y científicas, filosofía continental y analítica), y sobre todo restaura (cura) el Ser del olvido que lo ha cubierto.36 La interpretación nos ayuda a reconocer cómo los seres, las cosas de nuestra experiencia, se nos hacen «visibles» sólo dentro de un horizonte que está determinado históricamente por el lenguaje del Ser; y también que este mismo horizonte no puede ser entendido como algo estable, como una estructura eterna que nos fue dada de una vez para siempre porque el encuentro con la verdad del Ser no es el hecho de ser informado sobre un estado dado de acontecimientos o situaciones, sino sobre la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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edificación que proporciona el encuentro mismo. La naturaleza hermenéutica de nuestra relación con el mundo de ninguna manera renuncia a la verdad; por el contrario, acomoda la verdad en su contexto histórico para organizar el fantasma del relativismo nihilista en el que la filosofía se encuentra hoy. De este modo, la hermenéutica no sólo ha remplazado la epistemología, sino que también la filosofía analítica ha reconocido, mediante la interpretación, cómo se sitúa por «un programa formulado sin precisión. En pos de su propia tradición, la filosofía analítica ha llegado al reconocimiento de que está encarada con los mismos retos con los que se encara la hermenéutica transcendental en el continente. Ambas se ven impelidas hacia una filosofía pragmática de la finitud que debe aprovechar sus oportunidades y medir sus riesgos. Ésa es una forma de describir la disolución del análisis filosófico, o por lo menos sus convergencias con la filosofía hermenéutica».37 La deconstrucción de Derrida fue un instrumental necesario para encontrar las polaridades «objetivas» que constituyen la metafísica, así como la disolución semántica de Tugendhat sirvió para entender la naturaleza lingüística de nuestra comprensión del mundo, pero ninguno ofreció una respuesta adecuada a la cuestión del Ser. Ninguno ofreció un camino que permitiera al Ser brillar por sí mismo. La razón principal por la que la hermenéutica es el mejor fármaco para la onto-teología reside en su capacidad de permitirnos traer al Ser de los seres en «noticias lingüísticas comprensibles» sin la ilusión de superar la metafísica de una vez por todas.38 Estas noticias han sido descritas como la esfera del lenguaje. El ser que puede ser comprendido es lenguaje, dice Gadamer en Verdad y Método, porque sólo dentro del ámbito del lenguaje podemos «suscitar de nuevo» la pregunta fundamental de la filosofía sin la idea de un Ser objetivado y externo. Si el olvido de la pregunta por el Ser define a la metafísica hoy, una conversación hermenéutica genuina determinará un cambio que pone en cuestión al interlocutor. Este cuestionamiento no preservará un entendimiento específico del Ser, pero sí la capacidad de mantenerse vigilantes y atentos a una pérdida que no puede recuperarse. La hermenéutica de Gadamer es la posición filosófica que incluye la posibilidad de no encontrar el Ser, de fallar en esta búsqueda porDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que cuando la investigación desvela el Ser, puede también accidentalmente cubrirlo. En uno de sus últimos libros, El enigma de la salud, Gadamer mostraba cómo la misma hermenéutica también debía ser entendida como un arte de curar, de recuperación, en el que ambos, doctor y paciente deben basar la cura en el diálogo. Esta relación fue pensada por Heidegger como la relación entre la humanidad y el Ser para recuperar el Ser del olvido humano. La filosofía se convierte en un proceso de recolección y recuperación, por tanto de convalecencia.39 Si la convalecencia es el regreso gradual a la salud tras la enfermedad, entonces debemos reconocer que la filosofía era para Sócrates un asunto de convalecencia, una cuestión de encontrar el mejor fármaco. Cuando Rorty declaró en Heidelberg que en «una futura cultura gadameriana, los seres humanos sólo desearían vivir uno para el otro, en el sentido en que Galileo vivió para Aristóteles, Blake para Milton, Dalton para Lucrecio y Nietzsche para Sócrates. La relación entre predecesor y sucesor sería concebida, como ha enfatizado Gianni Vattimo, no como la relación cargada de poder de la “superación” (Überwindung) sino la amable relación de cambiar a nuevos propósitos (Verwindung)», estaba aludiendo a las intenciones de Gadamer y Vattimo cuando dijeron que la tarea de la hermenéutica es encontrar «la palabra que puede alcanzar al otro» y «continuar el hablar del Ser». Libros como el de Bas van Fraseen Empirical Stance, el de Robert Brandom Tales of the Mighty Death, el de Hilary Putnam Ethics without Ontology y el de Barry Allen Knowledge and Civilization son ejemplos y consecuencias de la cultura gadameriana del diálogo. Todos estos libros pertenecen a nuestra cultura postmetafísica, en la que no filosofamos porque poseamos la verdad absoluta sino, como Platón subrayaba en El Banquete, porque nunca la poseeremos. La filosofía hermenéutica no sólo ha debilitado la idea de la filosofía como la búsqueda de la verdad sino que ha usado esa misma debilidad para parar el lamento por una validez universal: la naturaleza interpretativa de la verdad ha disuelto la petición de verdad como objetividad.40 Bibliografía ALLEN, Barry, Knowledge and Civilization, intro. Richard Rorty, Boulder, Colo.: Westview Press, 2004. —, Truth in Philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993. 327

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Notas * El texto que aquí presentamos lo traducimos de un original en inglés titulado «Pharmakons of Onto-Theology. Deconstruction, Semantization and Interpretation», publicado en la revista Aquinas en 2006. Traducción de Javier Martínez Contreras. 1. Jean Grondin, Introduction to Philosophical Hermeneutics (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1994), 91. El mismo Heidegger recuerda que «el término “hermenéutica” se me hizo familiar a partir de mis estudios teológicos. En aquella época yo estaba particularmente inquieto por la cuestión de la relación entre la palabra de la sagrada escritura y el pensamiento teológico especulativo. Esta relación entre lenguaje y ser era la misma, si usted quiere, sólo que estaba velada y era inaccesible para mí, de modo que a través de muchas desviaciones y falsos comienzos busqué en vano un hilo conductor» (M. Heidegger, On the Way to Language [1959], trad. Peter D. Hertz [Nueva York : Harper & Row, 1982], 9-10). Sobre la hermenéutica en Heiddeger véase: Richard Palmer, Hermeneutics: Interpretation Theory in Schleiermacher, Dilthey, Heidegger, and Gadamer (Evanston, Ill.: Northwestern University Press, 1969); Rod Coltman, The Language of Hermeneutics: Gadamer and Heidegger in Dialogue (Nueva York: State University of New York Press, 1998); y Gail Stenstad, Transformations: Thinking After Heidegger (Madison: University of Wisconsin Press, 2005). 2. Jacques Derrida, Dissemination (1972), trad. B. Johnson (Chicago: University of Chicago Press, 1981), 63-171. 3. Sobre la conexión entre metafísica y violencia véase J. Derrida, «Violence and Metaphysics,» en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Writing and Difference, trad. Alan Bass (Chicago: Chicago University Press; Londres: Routledge and Kegan Paul, 1978), 79-153; y sobre las consecuencias culturales y religiosas del objetivismo puede verse el magnífico estudio de Abdelwahab Meddeb, The Malady of Islam (2002), trad. P. Joris y A. Reid (Nueva York: Basic Books, 2003). 4. He explicado la diferencia entre überwinden y verwinden en mi introducción a The Future of Religion, R. Rorty y G. Vattimo, ed. Santiago Zabala (Nueva York: Columbia University Press, 2005). 5. Sobre la historia del ser véase Reiner Schürmann, On Being and Acting: From Principles to Anarchy, trad. C.-M. Gros (Bloomington: Indiana University Press, 1990), y Broken Hegemonies, trad. R. Lilly (Bloomington: Indiana University Press, 2003). 6. M. Heidegger, Nietzsche, vol. 3 (1961) trad. David Farrell Krell (San Francisco: Harper & Row 1991), 202. He discutido este problema de la imposibilidad de superar la metafísica en «Ending the Rationality of Faith Through Interpretation,» en Sensus Communis 5, n.º 4 (septiembre-diciembre 2004): 422-439. Este artículo contiene también «A Reply to Santiago Zabala,» de Antonio Livi, 440-448. 7. Nietzsche fue uno de los primeros filósofos en discutir el problema de la salud en filosofía como la «enfermedad de espíritu» que ha perdurado 2.000 años. Aunque él no la pretendió como parte del olvido del Ser sino como el espíritu de una edad decadente en el nihilismo, la comprendió como algo necesario e instructivo para la vida, porque, como él solía decir, «lo que no te mata te hace más fuerte» (véase Nietzsche, On the Genealogy of Morals, tercer ensayo, sección 9). Véase también Robert D’Amico, «Spreading Disea: A Controversy Concerning the Metaphysics of Disease,» en History and Philosophy of the Life Sciences 20 (1998): 143-162. 8. Meddeb, The Malady of Islam, citado más arriba, muestra cómo las interpretaciones objetivas de los textos sagrados siempre son inadecuadas para comprender el significado espiritual y oculto de las palabras de Dios. Él muestra que si se supone que el moderno fundamentalismo islámico nos ayuda a volver a un «Islam puro», entonces la hermenéutica filosófica contemporánea nos ayuda a volver a la riqueza y la diversidad de su propia tradición religiosa. «De acuerdo con el sistema hermenéutico de los ismaelitas», explica Meddeb, «la letra del Corán que es revelada al profeta permanece como letra muerta si el imam no le da vida iluminando el secreto que contiene y que sólo puede ser desvelado desde su autoridad. El acercamiento del fundamentalismo wahhabita a la literatura coránica es el radicalmente opuesto al esoterismo ismaelita: el primero es un maniático del significado aparente, el último es devoto de un culto al significado oculto. Dentro del paisaje islámico, wahhabismo e ismaelismo constituyen dos posiciones irreconciliables». 329

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9. M. Heidegger, On the Way to Language (1959), trad. Peter D. Hertz (Nueva York: Harper & Row, 1982), 20. 10. M. Heidegger, Being and Time (1927), trad. Joan Stambaugh (Nueva York: State University of New York Press, 1996), 397. 11. J. Derrida, Positions (1972), trad. A. Bass (Londres: Continuum, 2002), 9. 12. Martin Heidegger, carta a O. Pöggeler, 5 de enero de 1973, en O. Pöggeler, Heidegger und die Hermeneutische Philosophie (Friburgo: Alber, 1983), p. 395. 13. Aunque Heidegger nunca menciona a Tugendhat en sus escritos, es cierto que en su ensayo «El fin de la Filosofía y la tarea de pensar» incluido en On Time and Being (1969), trad. Joan Stambaugh (Chicago: The University of Chicago Press, 2002), p. 70, se está refiriendo al análisis de Tugendhat cuando escribe que «proponer la cuestión de la aletheia, del desvelamiento como tal, no es lo mismo que suscitar la cuestión de la verdad. Por esta razón fue inadecuado y erróneo llamarla aletheia en el sentido de apertura, verdad... De qué modo el intento de pensar un asunto puede, en ocasiones, apartarse de lo que acaba de mostrar una intuición decisiva, queda demostrado por un pasaje de Ser y Tiempo (1927). Para traducir esta palabra (aletheia) por “verdad”, y, sobre todo, para definir esta expresión conceptualmente en forma teórica, hay que prescindir del cubrir el significado de lo que los griegos hacían “autoevidentemente” básico para el uso terminológico de aletheia como un medio prefilosófico de entenderla». 14. Ernst Tugendhat, Traditional and Analytical Philosophy: Lectures on the Philosophy of Language, trad. P. A. Gorner (Cambridge: Cambridge University Press, 1982). 15. Véase el segundo capítulo de S. Zabala, Tugendhat: The Hermeneutical Nature of Analytical Philosophy, trad. S. Zabala y Michael Haskell (Nueva York, Columbia University Press, 2006). 16. Jean Grondin explica que en su «defensa contra la carga de relativismo, la hermenéutica comienza por recordar que, de hecho, nunca ha habido nada parecido a un relativismo absoluto. Relativismo, entendido ordinariamente como la doctrina de que todas las opiniones sobre un sujeto son igualmente buenas, nunca ha sido defendido por nadie. Puesto que siempre hay razones, sean estas contextuales o pragmáticas, que nos urgen a inclinarnos en favor de una opinión más que otra... Hay relativismo sólo con respecto a una verdad absoluta. Ahora bien, ¿hay que reconciliar el lamento por una verdad absoluta con la experiencia de la finitud humana, que es el punto de partida de la filosofía hermenéutica? De acuerdo con la hermenéutica, particularmente la inspirada en Heidegger, el absolutismo es dejado atrás, unido como está a la meta330

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física» (J. Grondin, «Hermeneutics and Relativism», en Festivals of Interpretation: Essays on Hans-Georg Gadamer’s Work, ed. Kathleen Wright [Nueva York: State University of New York Press, 1990], 46-47). 17. La «vista desde ninguna parte» alude al texto clásico de Thomas Nagel The View from Nowhere (Nueva York: Oxford University Press: 1986). 18. Para una respuesta gadameriana a la cuestión de si existe o no verdad tras la interpretación véase Brice R. Wachterhauser, «Introduction: Is There Truth after Interpretation?», en Hermeneutics and Truth, ed. Brice R. Wachterhauser (Evanston, Ill.: Northwestern University Press, 1994), 124. Este texto maravillosamente editado contiene textos no sólo de Hans-Georg Gadamer y Ernst Tugendhat, sino también de R. J. Dostal, Rüdiger Bubner, David Carpenter, James Risser, Jean Grondin, Brice R. Wachterhauser, Karsten R. Stueber, Josef Simon y Georgia Warnke. 19. Richard Rorty ha explicado esto en su conferencia de Heidelberg que ahora puede encontrarse en un libro magníficamente editado por Bruce Krajewski, Gadamer’s Repercussions: Reconsidering Philosophical Hermeneutics (University of California Press: 2004), 21-29. 20. Habermas recuerda que Gadamer ganó en estatura pública en Alemania Occidental cuando se convirtió en el sucesor de la cátedra de Jaspers y adquirió una influencia notable en su disciplina. Gadamer y Helmut Kuhn hicieron de la Philosophische Rundschau la revista líder de su ámbito. Y Heidelberg no se hubiera convertido en el centro filosófico de Alemania Occidental durante dos o tres décadas si no hubiese traído de vuelta de la emigración a Löwith, y con colegas como Heinrich, Spaemann, Theunissen y Tugendhat, reunió en torno a sí a lo mejor de aquella exitosa generación (J. Habermas, «After Historicism Is Metaphysics Still Possible?», en Gadamer’s Repercussions: Reconsidering Philosophical Hermeneutics, ed. Bruce Krajewski, 15-20. Berkeley y Los Angeles: University of California Press, 2004, 18). 21. Ernst Tugendhat, «The Fusion of Horizons,» reportaje en Times Literary Supplement, 19 de mayo de 1978, 565; también en Philosophische Aufsätze (Frankfurt, Suhrkamp, 1992), 426-432. 22. Editado por Joel Weinsheimer en Yale University Press. 23. Publicado por University of California Press. 24. Publicado por SUNY Press. 25. Publicado por Mercer University Press. 26. Publicado por Melbourne University Publishing. 27. Jürgen Habermas anticipó el acontecimiento diciendo en un periódico alemán que «este fin de semana, cuando visitantes de todo el mundo se apresuren a la celebración de las conferencias de Richard Rorty y Michael Theunissen en Heidelberg, cuando casi la totalidad de la filosofía alemana se dé cita allí DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en torno al maestro, las razones para todo ello no son exclusivamente ser ubicado en su respeto por su trabajo ni tampoco en la anticipada afabilidad de un decano en su chochez. De hecho, él es todavía muy capaz de superar juicios con lengua afilada. Su respeto es también devoción hacia la persona y a su papel de mediador entre dos generaciones de filosofía» (J. Habermas, «After Historicism Is Metaphysics Still Possible?», en Gadamer’s Repercussions: Reconsidering Philosophical Hermeneutics, ed. Bruce Krajewski, 15-20. Berkeley y Los Angeles: University of California Press, 2004, 18-19). A partir de este acontecimiento, se publicó un buen número de notables revistas y libros sobre Gadamer (sólo paso lista de los publicados en inglés), como la Revue Internationale de Philosophie que dedicó un número completo a Gadamer: Gadamer: Contemporary Philosophers, n.º 3 (2000) (PUF); A. Harrington, Hermeneutical Dialogue and Social Science: A Critique of Gadamer and Habermas (Londres: Routledge, 2001); J. Malpas, U. Arnswald, y J. Kertscher, eds., Gadamer’s Century (Cambridge, Mass.: MIT Press, 2002); J. Grondin, The Philosophy of Gadamer (Montreal: McGill-Queen’s University Press, 2003); L. Code, ed., Feminist Interpretations of Hans-Georg Gadamer (State College: Pennsylvania State University Press, 2003); R.J. Dostal, ed., The Cambridge Companion to Gadamer (Cambridge: Cambridge University Press 2002); y recientemente Bruce Krajewski, ed., Gadamer’s Repercussions: Reconsidering Philosophical Hermeneutic (Berkeley y Los Ángeles: University of California Press: 2004); C. Lawn, Wittgenstein And Gadamer: Towards a Post-Analytic Philosophy of Language (Londres: Continuum, 2005), y P.R. Horn, Gadamer and Wittgenstein on the Unity of Language: Reality and Discourse Without Metaphysics (Londres: Ashgate, 2005). 28. M. Theunissen uno de los mayores filósofos alemanes vivos y ha contribuido el tema de la intersubjetividad desde un punto de vista hermenéutico en varios estudios. Sólo dos de ellos están disponibles en inglés: The Other: Studies in the Social Ontology of Husserl, Heidegger, Sartre, and Bubner (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1986), y recientemente Kierkegaard’s Concept of Despair (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2005). 29. M. Theunissen, «Philosophische Hermeneutik als Phänomenologie der Traditionsaneignung», en Sein, das verstanden werden kann, ist Sprache. Hommage an Hans-Georg Gadamer (Frankfurt: Suhrkamp, 2001), 61; traducción mía. 30. R. Rorty, «Being That Can Be Understood Is Language», en Gadamer’s Repercussions: Reconsidering Philosophical Hermeneutic, ed. Bruce Krajewski (University of California Press: 2004), 28. 31. Rorty ha usado este término por vez primera en su ensayo «Analytic and Conversational Philosophy», en A House Divided: Comparing Analytic and Continental Philosophers, ed. Carlos Prado (Amherst, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Mass.: Humanities Press, 2003), y lo ha discutido con Gianni Vattimo y conmigo en R. Rorty y G. Vattimo, The Future of Religion, ed. S. Zabala (Nueva York: Columbia University Press, 2005), 68. 32. Rorty, en Rorty y Vattimo, The Future of Religion, 68. 33. R. Rorty, entrevista con Danny Postel, en «The Legacy of Hans-Georg Gadamer, a “Philosopher’s Philosopher”», en Chronicle of Higher Education, 5 de abril de 2002. 34. J. Kristeva, «Psychoanalysis and the Polis», en Transforming the Hermeneutic Context: From Nietzsche to Nancy, ed. Gayle L. Ormiston y Alan D. Schrift (Nueva York: State University of New York Press, 1990), 99. La reciente publicación de M. Foucault, The Hermeneutics of the Subject: Lectures at the College de France, 1981-1982 (Londres: Palgrave Macmillan, 2005) será muy útil para entender el significado de la hermenéutica en Francia, que hasta ahora sólo había sido atribuida a Paul Ricouer (1913-2005). Un diálogo muy interesante entre Ricouer y Gadamer puede encontrarse en «The conflict of interpretations», en Bruzina, R. y Wilshire, B. (eds.), Phenomenology dialogues and bridges, Albany: State University of New York Press, 1982, 299-320. 35. M. Heidegger, On the Way to Language (1959), trad. Peter D. Hertz (Nueva York : Harper & Row, 1982), 29-36. 36. G. Vattimo explica esta naturaleza infecciosa de la hermenéutica en «The Age of Interpretation», en Rorty y Vattimo, The Future of Religion, ed. S. Zabala (Nueva York: Columbia University Press, 2005), 43-54. 37. J. Grondin, Introduction to Philosophical Hermeneutics (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1994), 10. 38. Estoy de acuerdo con John D. Caputo cuando dice que «la hermenéutica me ha parecido siempre una versión más moderada e incluso más conservadora de la deconstrucción, donde la hermenéutica hace lo que la deconstrucción igualmente se pone a hacer pero de formas más radical... Gadamer dice que la hermenéutica es una forma de poner en juego (ins Spiel) la posición propia y desde ahí de ponerla en riesgo (aufs Spiel). No sé cómo mejorar esta fórmula tan brillante. La hermenéutica es un modo de escapar al círculo de la mismidad, una forma de romper las fuerzas que nos clavan a nosotros mismos. Es la manera de que lo diferente advenga y salve a la mismidad de sí misma» (J.D. Caputo, «In Praise of Devilish Hermeneutics», en Thinking Difference. Critics in Conversation, editado por Julian Wolfreys, Nueva York: Fordham University Press, 2004, 119-120). 39. James Risser ha dado una muy precisa noticia de la naturaleza de la «convalecencia» en la filosofía hermenéutica en «On the Continuation of Phi331

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Intramodernidad

losophy: Hermeneutics as Convalescence», en Weakening Philosophy, ed. Santiago Zabala (Montreal: McGill-Queen’s University Press, en preparación). 40. Por «debilitamiento» me refiero al concepto de Gianni Vattimo de «pensamiento débil». Para una noticia actualizada de la filosofía de Vattimo véanse las contribuciones de Richard Rorty, Umberto Eco, Charles Taylor, Jacques Derrida, JeanLuc Nancy, Teresa Oñate, Fernando Savater, Nancy Frankenberry, Rüdiger Bubner, Jack Miles, Carmelo Dotolo, Wolfgang Welsch, Jean Grondin, James Risser, Pier Aldo Rovatti, Manfred Frank, Reiner Schürmann, Paolo Flores d’Arcais, Hugh J. Silverman, Jeffrey Perl, Giacomo Marramao, Gianni Vattimo, y Santiago Zabala en Weakening Philosophy, ed. Santiago Zabala (Montreal: McGill-Queen’s University Press, en preparación).

SANTIAGO ZABALA

Intramodernidad En la obra El futuro de la religión, se ofrece el encuentro filosófico en París entre el pragmatista americano Richard Rorty y Gianni Vattimo, el último gran hermeneuta tras la muerte de Gadamer y Ricoeur, mediados por el filósofo Santiago Zabala cual Hermes móvil de la hermenéutica contemporánea. Los tres profesan un lúcido pensamiento posmoderno, que se caracteriza por la crítica a toda verdad absoluta o dogmática en nombre del diálogo, la interpretación y el acuerdo. Pues, como afirmara Nietzsche, no hay hechos sino interpretaciones: hechos lingüísticos, hechos que son hechos por mediación del lenguaje humano, hechos que son hechuras del hombre. Con ello se privilegia el principio de inmanencia frente a toda trascendencia y trascendentalismo clásico. Este principio de inmanencia habría sido introducido por el propio Cristianismo en su concepción del Dios encarnado, humanado y muerto, de modo que la famosa «muerte de Dios « es tanto cristiana como nietzscheana. Con ello el cristianismo conlleva la relativización de todo absoluto y la secularización de toda sacralización, viene a decir Vattimo. Por su parte, Rorty encuentra ese élan liberador más bien en la confluencia de la Revolución francesa y su ideal de solidaridad con cierto romanticismo irónico. 332

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Así que tras la Época de la Fe y de la Razón, adviene la Época de la Interpretación, como dice el vattimiano S. Zabala. La Edad de la Interpretación se define por sobrepasar o traspasar (verwinden) la metafísica ontoteológica que proyectaba a Dios como fundamento del Ser, a su vez fundamento de los seres. Frente a semejante fundamentalismo, ahora se redefine el Ser en diálogo intersubjetivo y democrático, aceptando la contigencia, finitud y relatividad histórica del Ser como evento (Heidegger). Con ello se trata de asumir la disolución de lo sacralizado y el debilitamiento de todo autoritarismo, a favor de la solidaridad horizontal con el otro. Pues la verdad es caridad, afirma Vattimo (post)cristianamente. El librito es bonito y podría haberse igualmente titulado Amor y Humor (religión y libertad), pero resulta sintomático que Vattimo hable más de caridad que de amor, mientras Rorty prefiere hablar de ironía. ¿Por qué? Yo creo que ello se debe al debilitismo y nihilismo del primero, así como al escepticismo y relativismo del segundo. Y bien, estando de acuerdo en la profunda intención crítica de la obra y compartiendo cierto desencanto posmoderno, echo de menos algún incierto encantamiento. Bueno, en realidad el encantamiento de ambos resulta escatológico, proyectado sea en el Dios vattimiano sea en el futuro rortyano. Pero en el ínterim asistimos a un interesante diálogo lúcido, que yo quisiera completar empero replanteando algo obviado: la cuestión del sentido. En efecto, está bien debilitar la razón pura o puritana y la verdad absoluta o abstracta, pero ¿no convendría rehabilitar el sentido? El sentido es ya la razón-verdad debilitada, encarnada o humanada, por lo que no se trataría de debilitarlo más, de acuerdo al principio de debilitar lo fuerte y fortalecer lo débil. Por otra parte, hay que aceptar la finitud, sí, pero no en plan de confinamiento o clausura, sino de apertura: apertura humana a la infinitud simbólica, como mostró Cassirer en Davos frente a Heidegger en 1929. Y es que tras la muerte comparece en el Cristianismo el sepulcro vacío y la resurrección, siquiera se interprete en filosofía simbólicamente. Quizás la clave de todo esté en la Verwindung heideggeriana, traducida vattimianamente como traspasar la metafísica, y que yo traduciría como coimplicar la metafísica; pues si bien se trata de sobrepasar la verdad metafísiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Juego ritual

ca, ello se realizaría coimplicando el sentido de complicidad o religación a la otredad en un mundo común, coafirmando por tanto una especie de coapertenencia o solidaridad ontosimbólica con un Todo/Todos que supera/supura nuestra propia solitariedad. Yo hablaría entonces de una superación de la verdad literal como supuración simbólica de su sentido, el cual se describe cristianamente en el lenguaje del ágape como comunión, compartición y amor, un término más sensual que la ascética caridad. En efecto, la caridad suena algo clerical y apunta a lo espiritual, pero el amor es anímico: ahora bien, el Ser verdadero no es el Espíritu puro sino el Alma afectiva que cohabita el sentido, el cual debería ser salvado religiosamente de todo nihilismo. El nihilismo es hoy un punto de partida, pero no de llegada. Efectivamente, la Hermenéutica ha posibilitado el paso de la modernidad dura a la posmodernidad fluida, pero debería replantear a ésta la ética del sentido como apertura simbólica. Quizás podríamos hablar entonces de nihilismo simbólico, en el que la nada es vacío exigitivo, ser sin aún ser, silencio lingüístico, anhelo implícito, surrealidad críptico/crítica, sentido latente/latiente, sentido silente o implicado. Pues el sentido del lenguaje no está en mediar un consenso racionalabstracto, sino en remediar un consentimiento axiológico: paso de la teoría consensual de la verdad a la práctica consentimental del sentido; un tema este último no sólo individual sino colectivo en lo que respecta al diálogo entre culturas y valores (interculturalidad). Quizás entonces la denostada metafísica pudiera reconvertirse, democratizada, en símbolo de coapertenencia común más allá/más acá de particularismos, ideologías y confesiones religiosas, políticas o culturales. Para ello habría que traducir el Ser como fundamento en Sentido común. Sentido consentido. Lo positivo de la postmodernidad es que no escamotea nuestra finitud, lo trágico y el mal, aunque los deja en sordina o dulzaina. Entonces falta pathos o pasión, anhelo de sentido, furor simbólico. El peligro posmoderno radica en almidonar la realidad como una prenda plastificada, sin plantear el enigma y el misterio radical del mundo, el sentido y el sinsentido, la vida y la muerte. Es la visión lúcida del Qohelet o Eclesiastés, al que empero falta la fuerza de Job clamando contra el propio Dios apaciguado por DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el diablo. Pues si hay Dios, está coimplicado en los avatares del mundo del hombre y es cómplice de nuestro gozo y nuestro sufrimiento. Por ello precisamos un logos patético y no frígido, una razón afectiva y no desafecta, así como la búsqueda apasionada de sentido en medio del sinsentido. Mas el sentido no es el mero mensaje o significado racional, sino el masaje o significación relacional: el efecto de un afecto. Ello conduciría entonces la postmodernidad a la intramodernidad, una postmodernidad reconducida ad intra: al interior del corazón humano aún nunca auscultado filosóficamente. Pues bien, una filosofía intramoderna debería ayudarnos a proyectar algún sentido: ya que, como clamaba Nietzsche, algún sentido es mejor que ningún sentido. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

J Juego ritual Quisiera ofrecer aquí un breve apunte sobre el juego de pelota a partir del libro Pelota vasca de Olatz González Abrisketa, realizado tras la guía antropológica de V. Turner y C. Geertz, pero especialmente del antropólogo vasco Joseba Zulaika. La autora ha escrito un intrigante libro sobre la pelota vasca, examinando su ritualidad y estética, su sociología y psicología, su simbolismo y su axiología. La tesis viene a decir que se trata de un juego sacrificial que cohesiona la colectividad, por cuanto sutura la escisión y la lucha (joko) en una especie de conjugación pública (jolas), la cual culmina en una catharsis o purificación, así como en la consiguiente distensión, religación o solidaridad relacional en medio de la plaza o ágora del frontón vasco: allí donde la confrontación viril deviene afrontamiento ritual y simbólico de la lucha por la vida. Y es que la vida (humana) comparece atravesada por la dialéctica o dualéctica entre la potencia impansiva (adur, ahal) y el poder expansivo (indar, indarra), la diosa telúrica (Mari/ Lur) y la divinidad celeste (Urtzi/Ortzi), el zorro con su zorrería (la mano izquierda) y la fuerza del león (la mano derecha). De ahí la 333

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Juego ritual

compresencia dual en el juego de la pelota tanto del ser-efectivo (el acto, lo actual) como del ser-afectivo (la potencia, lo posible), tanto del ser real como del ser surreal, tanto de lo pleno o logrado como del fallo o vacío (uts), el cual precisamente posibilita el ser ya que sin falla o falta no hay tanto o juego, lo mismo que sin potencia no hay acto, sin envés no hay revés y sin muerte no hay vida. Esta última consideración nos lleva fatalmente a la profunda definición de la pelota vasca por Alain Cotta: en un espacio de muerte, se juega a la vida. El caso es que en el juego de la pelota se daría una convocación-límite o liminal de presencia y ausencia, de vivientes y antepasados, de realidad efectiva y surrealidad afectiva, simbolizados por el lenguaje de ida y vuelta del peloteo en el médium de un frontón que afronta positividad y negatividad, suerte o gracia y desgracia, vida y muerte. El frontón presentaría entonces un carácter vital y sepulcral a la vez, a modo de estela colectiva de regeneración psicosocial: no se olvide al respecto su concomitancia con la iglesia y el cementerio antiguamente. Pero una tal visión empalmaría con una concepción lunar de la pelota, tal y como yo mismo la he defendido hipotéticamente en mi librito De lo humano, lo divino y lo vasco. Sin embargo, en la tesis de Olatz se defendería una interpretación más solar, al considerar el juego de pelota como típicamente masculino, pues no en vano se habla de tener «pelotas» leoninas. Y, sin embargo, cabría oponer otro uso más feminizado o desvirilizado en la concepción del «pelotas» que cual zorro pelotea al peloteado (así halagado o adulado)... Se trataría entonces de una diferencia significativa, ya que mientras en el aspecto solar el tiempo del juego se inscribe en el espacio de la conjugación exterior o expansiva (así paradigmáticamente en el fútbol), en el aspecto lunar el espacio queda centrifugado por un tiempo de carácter laberíntico, interior o coimplicativo (así sintomáticamente en la pelota). La clave hermenéutica estaría en que el balón en las viejas mitologías es el sol, mientras que la pelota sería la luna: el primero es un juego proyectivo y extrovertido (lenguaje de ida y perforación ), el segundo es una conjugación introyectiva y asuntiva (lenguaje de ida y vuelta). Sin duda el juego de la pelota es un juego viril conjugado en torno a un objeto-sujeto 334

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—la propia pelota— de carácter lunar. Mientras que el fútbol es un juego solar que se juega en un solar, el juego de pelota es lunar y se juega en una cancha/concha. Si el balón es el sol, la pelota sería un sol lunar: lo cual está de acuerdo con la mitología vasca y su concepción del sol como femenino o lunar frente al radiante sol mediterráneo, verdadero arquetipo del fútbol solar. El fútbol es un juego a cielo abierto, mas la pelota es un juego encajonado: en ello coincide tanto con el otro juego manual (el baloncesto) como con el otro gran juego ritual: la tauromaquia. Y bien, lo que más interesa de la obra comentada es su ponderación, tolerancia y apertura en referencia a las viejas disputas de los intelectuales de nuestra generación. Aquí se ha optado, con buen criterio antropológico, por buscar vías de articulación y complicidad entre Barandiarán y Caro Baroja, Oteiza y Zulaika, Ott y Medem, Aranzadi y Del Valle, Ortiz-Osés y Arpal, J. Beriain y J. Martínez... Una de las principales cosechas de esta nueva aproximación a la cultura vasca es la conclusión hermenéutico/postmoderna de que la realidad obtiene una significación simbólica y, a su vez, el simbolismo obtiene una efectividad real por cuanto es performativo. Yo mismo he acentuado este último punto, por ejemplo, en la famosa igualdad tradicional de los vascos, la cual posee un simbolismo que puede malentenderse falsa o ideológicamente, pero que también puede bienentenderse como proyección o proyecto emancipatorio, y en definitiva como un deseo de igualdad real. Bibliografía O. González Abrisketa, Pelota vasca: un ritual, una estética, Muelle Uribitarte, Bilbao, 2005; A. OrtizOsés, De lo humano, lo divino y lo vasco, Oria, Gipuzkoa, 1998; ídem, Razón y sentido: Aufsätze zur symbolischen Hermeneutik der Kultur, Filos Verlag, Erlangen, 2006; J. Zulaika, Tratado estético-ritual vasco, Baroja, San Sebastián, 1987.

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

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Manifiesto del sentido

J. López Hernández, El reflejo (1978)

M Manifiesto del sentido (Preámbulo) Este breve Manifiesto a favor del Sentido recapitula nuestra (re)visión del mundo, al tiempo que surge en el contexto de drásticos contrastes y conflictos contemporáneos: entre norte y sur, este y oeste, centro y periferia, sedentarios y nómadas-inmigrantes, civilidad y religión, identidad y diferencia, globalización y localización, razón y afección, verdad y exclusión, posesión y marginación, poder e impotencia. El Manifiesto plantea el conflicto y trata de remediar este peligroso dualismo proyectando una teoría y práctica del Sentido: una Ética del Sentido basada en una filosofía de la doble implicación, la coimplicación de las cosas en un mundo común y la coimplicidad de los hombres en una misma humanidad. 1) Partimos de que este mundo no tiene solución plena ni remedio completo: pero sí cierta consolación y remedo transversal asumiendo precisamente la confinitud del propio mundo. 2) A tal fin nos manifestamos a favor de un positivismo simbólico, el cual implica un posibilismo real en la vida y existencia interhumana en pro del Sentido. 3) Este positivismo simbólico o posibilismo real tiene como categoría clave la Apertura en lo individual y lo político, en lo social y lo religioso, en lo cultural e ideológico. 4) La Apertura funciona como coimplicación de diversos y opuestos para su mediación y reDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mediación dialógica: pluralismo intercultural a la búsqueda de un Ecumenismo intelectual. 5) El baremo de tal (re)mediación no es la razón pura o puritana ni la verdad abstracta o global sino el sentido consentido. 6) El Sentido es la verdad encarnada, la razón humanada, el logos afectivo: el cual no se basa en el mero consenso abstracto sino en el consentimiento interrelacional. 7) Un tal consentimiento encuentra su proyecto en una democracia no globalizadora sino coimplicadora, fundada en la complicidad humana y la compartición de un mundo interhumano. 8) Ello sólo es factible si el Sentido es capaz de asumir el sinsentido y reconfigurarlo humanamente: tarea propia de un Humanismo antiheroico que proyecte una trascendencia implicada en la realización de lo real, abierto a su otredad radical simbolizada por la surrealidad. 9) La surrealidad de lo real no remite al ser sino a la potencia virtual, la cual mienta la virtualidad de la vida más allá/más acá de la muerte como trascendencia inmanente (significada por la Interred o Retícula del universo). 10) Esta Red o Retícula es el nombre postmoderno de la antigua Alma del mundo: Alma que se sitúa estratégicamente entre los opuestos representados por el cuerpo animalesco y el espíritu cuasi divino. 11) De esta guisa, la especificidad del mundo humano está consignificada por el Alma como correlación y mediación de inmanencia y trascendencia, materia y espíritu: pues el Alma es Espíritu encarnado y Cuerpo espiritualizado. 335

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12) Ahora bien, el Alma es el hábitat o habitáculo del Sentido: la aferencia o afección del Sentido situado/sitiado entre la razón o verdad eterna y la caducidad de lo sensible. 13) Este Manifiesto del Sentido concluye en manifestación a favor de un nuevo Animismo, el cual se diferencia tanto del viejo materialismo como del viejo espiritualismo. 14) El nuevo Animismo es cultivo del Alma en cuanto especificidad humana, redefinida por la coimplicación de los contrarios representados ahora psicológicamente por el ánima (femenina) y el ánimo (masculino). 15) La última figura que se perfila es entonces la androginia simbólica: la dualéctica generalizada de los contrarios y la coimplicación universal/unidiversal de los opuestos: compuestos. (Conclusión abierta) Para no recaer en un nuevo dualismo entre la razón o la verdad (objetivas o abstractas) y el sentido o los sentidos (concretos o subjetivos), proponemos hablar hermenéuticamente de la razón-sentido y la verdad-sentido, ya no como absolutas pero tampoco como relativistas, sino como categorías relacionales de carácter objetivo-subjetivo o lingüístico: interpretaciones o dicciones humanas (intersubjetivas) de nuestra condición mundana o real (interobjetiva). En donde el animismo simbólico comparece como relacionismo real, configurando así un coimplicacionismo ontosimbólico. Nota bibliográfica VV.AA., Claves de Hermenéutica (Universidad de Deusto, Bilbao 2005); G. Vattimo y S. Zabala, en este mismo volumen; A. Ortiz-Osés, Amor y sentido (Anthropos, Barcelona 2004); Ídem, Razón y sentido. Aufsätze zur symbolischen Hermeneutik der Kultur (Filos Verlag, Erlangen 2006).

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Medios de comunicación Con un mohín de resignación, a veces con un íntimo orgullo, muchos periodistas suelen decir que la subjetividad resulta inevitable en el ejercicio profesional. En esto, como en otras cosas, no son demasiado originales. Lo habrán oído a sus profesores y a sus compañeros y ellos 336

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lo repiten sin preguntarse qué significa subjetivo, objetivo y otros conceptos de la familia, como realidad y verdad. Cuando reconocen esa tendencia a la subjetividad, por general están admitiendo un fracaso, no poder ser objetivos como debieran y como se les debería exigir. Más o menos abrumados, más cínicos que dramáticos, muchos periodistas compensan esta debilidad con un anhelo de ser estrellas, protagonistas de la información, lo que tampoco deberían hacer. Pero no hay de qué extrañarse. Porque, en efecto, si no hay un deseo y una obligación de objetividad o, mejor, de imparcialidad, todo está permitido. En las líneas que siguen, se tratará de dilucidar la relación entre la realidad y la verdad en los medios de comunicación, y de ahí se abordará la ética del periodista, cuyo obvio compromiso debe estar del lado de lo verdadero y no de lo falso, de lo fiable y no del engaño, de la honestidad y no de la manipulación, de la aspiración a ser objetivo e imparcial y no subjetivo y parcial. Las debilidades subjetivistas de los profesionales de la información proceden de un concepto muy ambicioso y no menos obsoleto o superado de la realidad. La realidad de un hecho abarca para ellos todo el fenómeno desde todos los puntos de vista, de modo que la verdad sería el reflejo exacto de esta totalidad: algo así como el noúmeno kantiano. Ante la peliaguda tarea de captarlo en unas horas y reducirlo a dos folios, el periodista se escuda en un indulgente o perezoso perspectivismo, aquel que no va más allá de la punta de su nariz. Ningún científico o filósofo se colocaría hoy en una posición tan rotunda. Las capacidades cognoscitivas de los seres humanos están limitadas por factores sensoriales, intelectuales, relativos al tiempo y al espacio en que se sitúen, están marcados por un preentendimiento cultural y unas expectativas de normalidad o probabilidad influidas por la costumbre. Como los periodistas parecen haberse afiliado al fiero realismo de la verdad en-sí, de la cópula perfecta (imagen pornográfica) entre la mente y la cosa, entonces se abaten y entregan a las veleidades personales. Una aproximación más atemperada a la realidad y de su verdad, aparte de calmar los nervios, nos alejaría del relativismo de los puntos de vista incomunicados entre sí. La realidad del periodismo es una realidad social, inDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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terpersonal, comunicativa, interactiva e intersubjetiva, y por esta razón el proceso o procedimiento para acercarse a su verdad también debe tener las mismas características. Un ejemplo. Se produce un incendio en el centro de la ciudad. Avisado, el reportero sale pitando de la redacción y llega al lugar de los hechos. Pregunta a la gente que está alrededor, a los vecinos que han sido desalojados o que viven en el portal contiguo, al camarero del bar, al propietario de la frutería. Le dicen que las llamas se han empezado a manifestar sobre las once de la mañana, y que se originaron en el cuarto piso. Los bomberos y las ambulancias llegaron en un cuarto de hora y evacuaron a dos familias. Con esa información recogida in situ, a través de los testimonios de varios testigos, el periodista llama a la policía y a los servicios sanitarios, que le ofrecen la versión oficial y la identidad de los evacuados, así como el alcance de sus lesiones. Con todos esos datos, el reportero se pone manos a la obra. Habrá cosas que no casen del todo, y así lo hace notar en su escritura, pero el relato puede presentarse como aquello que ha sucedido realmente, como la verdad de los hechos. ¿Qué hay de malo en ello? Si el trabajo se ha hecho con profesionalidad, el periodista podrá marcharse tranquilo a casa, porque ha cumplido con su deber. Ha empleado los procedimientos adecuados, ha recogido datos de tres o más fuentes distintas y ha llegado a una versión que sin falsos rubores puede calificarse de verdadera, todo ello sin estar presente en el origen del incendio y sin haber sido testigo de él en los momentos más importantes, los primeros minutos. No ha tenido un conocimiento sensorial directo de la realidad que describe y, sin embargo, el texto que ha comunicado reivindica su validez con toda legitimidad. También sin falsos rubores podrá defender la ética de su comportamiento: ha actuado de acuerdo a la lógica intersubjetiva de la realidad, preguntando a los involucrados, volviendo a preguntar incluso cuando había partes del relato, procedentes de fuentes distintas, que no terminaban de concordar. Con el material disponible hasta el momento de redactar la noticia, ésa era la verdad y no otra, aunque luego, a la luz de nuevos datos, se podrá modificar, retocar o reafirmar. Como se ve, el procedimiento profesional, el acercamiento a la realidad y la ética son indisociables. Si el periodista hubiera contado con una sola DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fuente, pongamos que la oficial del servicio de salud, a lo mejor no se habría dado cuenta de que la ambulancia no tardó quince minutos, sino media hora. En este caso, el reportero habría faltado a la verdad sin querer, por negligencia, que aquí se convierte en una falta de ética, ya que al lector le interesa conocer y la información no cumple las expectativas: al revés, reproduce la mentira. Esto en cuanto a los hechos puros, expresión capciosa puesto que cualquier policía, lector o novelista del género negro sabe que detrás de los incendios, catástrofes y accidentes se pueden esconder mil y una motivaciones, si bien a veces, es cierto, también pueden ocurrir por azar. Pero hay otro tipo de realidades, como la política y la económica, que siempre se presentan como interpretadas, sesgadas o manipuladas. ¿Sirve nuestro esquema para que el periodista se encare con ellas a diario? En principio, sí. La tarea del periodista consistiría primero en averiguar los hechos —acuerdos, leyes, inversiones, etc.— que preceden a las declaraciones de los políticos y portavoces de las empresas. Después, habría que ver cómo esas interpretaciones alumbran y oscurecen las diversas partes de la realidad, de modo que el lector sepa qué intenciones iluminan a las fuentes. Con los hechos más las interpretaciones y justificaciones de los diferentes actores en juego, se hilaría con imparcialidad y objetividad un relato sobre la promulgación de una norma o sobre una regulación de empleo que realmente interese al ciudadano, que tenga un interés público. ¿No trasluce este esquema una noble averiguación de la verdad? Hasta aquí las buenas noticias. Ahora vienen las malas. En el último párrafo hemos aludido a un criterio de medición ética que no deberíamos pasar por alto. Hemos sugerido que al periodista le mueve el interés público, en el sentido que la tradición kantiana —Jürgen Habermas, Hannah Arendt y el segundo John Rawls, entre otros— asignan a este concepto, como aquellas realidades e informaciones que clarifican la situación de la polis y ayudan a establecer un debate isegórico entre sus miembros para mejorar la necesaria vida en común o resolver los problemas derivados de la ya célebre «insociable sociabilidad». Si éste es una especie de imperativo categórico de los medios de comunicación, ¿podríamos decir que el actual panorama cumple con él? Está 337

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claro que no siempre. Y si esto es así, ¿afirmaríamos que las faltas se producen siempre por los malos procedimientos del profesional? Está claro que tampoco. Hasta ahora hemos considerado al periodista como un ser dotado de una autonomía y de una capacidad de decisión que de hecho no tiene. El reportero no decide de modo soberano si va a ser ético o no. Puede hacerlo en situaciones puntuales, y puede también mantener su decencia, o al menos luchar por ella. Pero él no es una mónada que actúa de motu proprio. El periodista trabaja para un medio, para una empresa privada o pública, y en función de unos lectores. Si a la persona en cuestión le encanta pisotear al compañero, medrar a costa de los más oscuros intercambios o si por contra encarna todas las virtudes de las ONG, no es algo decisivo si queremos llegar a una ética formal de los medios que aspire a ser generalizable. Ésta no puede depender del carácter, aunque las cualidades individuales constituyan una necesaria condición de posibilidad para un funcionamiento veraz y ético de periódicos, radios, televisiones y otros soportes que necesitan una infraestructura sobreindividual. El patrimonio profesional de un periodista reside en su credibilidad, es decir, en la confianza sobre la verdad de sus informaciones, nacida de la rectitud de sus procedimientos. Pero la organización para la que trabaja debe garantizar la puesta en práctica de ese proceso de averiguación. El profesional trabaja para una empresa en un contexto determinado, y la empresa tiene que conjugar su misión social y ciudadana con la realización de beneficios, económicos y/o políticos. Muchas arengas éticas se limitan a echar la bronca a los periodistas o a denunciar la pestilencia del dinero, posturas maximalistas y antifilosóficas muy propias de sermoneadores que tienen el sueldo asegurado, y que no tienen en cuenta que ese reportero de a pie alimenta a su familia y paga la hipoteca, y que en su escala de valores estas dos cosas aparecen por encima de una ética paulina de las buenas obras. Como conclusión provisional, tenemos que admitir entonces que la ética del periodista debe estar posibilitada, amparada y fomentada por la ética de la organización para la que trabaja. Los códigos deontológicos son maravillosos, pero si no existe una obligación legal de cumplirlos por las dos partes, nacida 338

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del consenso entre trabajadores y empresarios de la información y fijada en un estatuto de la redacción —insisto, con fuerza legal— todo se queda en papel mojado, al albedrío de cada uno según las circunstancias. Recordando a Habermas, podríamos decir que el periodismo se halla entre el mundo de la vida, como servidor de la esfera pública, y el sistema, en tanto que su producción depende de la economía y la política. No resulta extraño que en ese terreno intermedio se generen deformaciones interesadas de la realidad y cortocircuitos éticos, que podríamos analizar de acuerdo a cómo, en qué medida, las informaciones sirven más o menos a los intereses particulares de los agentes políticos y económicos o a los intereses generales de los ciudadanos. Veamos por ejemplo el caso donde se mezcla información y opinión. La distinción entre una y otra, uno de los mandamientos del periodismo moderno, persigue proteger la realidad y su verdad, y así la ética, de modo que no haya manipulaciones, distorsiones, engaños e interpretaciones abusivas, y que los hechos se presenten de la manera más intersubjetiva posible, y no según los espejos deformantes del Callejón del Gato de los que hablaba Valle-Inclán en Luces de bohemia. Este cóctel nunca depende de la batidora monádica del periodista, sino que procede de una decisión de las altas esferas, y se produce en algunos medios de forma ocasional y en otros de manera sistemática. La noticia se pone aquí al servicio de un partido que busca el poder, de un grupo de personas que desea derrocar a los gobernantes o de una entidad económica que aspira a influir en la conciencia de la gente para su provecho. También podría darse el caso de que el revuelto de opiniones e informaciones se pusiera al lado de las causas nobles, lo que supondría la prevalencia de los valores materiales sobre el valor de la información, y conduciría al ciudadano al estadio infantil que tanta grima le daba a Kant, al negar la autonomía de su juicio para someterla a una doctrina. En una sociedad pluralista, los valores del periodista y del medio han de ser generales y en gran medida formales, como los contenidos en una constitución democrática, sin perjuicio de que algunos de ellos sean cuestionables y debatibles en los medios como legítimas preocupaciones de la esfera pública. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Podríamos seguir con la lista de fenómenos en que las mediaciones económicas y políticas arraigan en el terreno vital del periodismo y así lo colonizan. Pero, como nos saldría un libro y no un artículo de diccionario, vamos a dejarlo para otra ocasión. Sólo volveremos la mirada hacia los ropajes más actuales de dos casos que hemos citado más arriba, el personalismo y el subjetivismo, por un lado, y la dificultad de acceder a los hechos en las realidades políticas y económicas, por el otro. En cuanto a lo primero, vamos a permitirnos una aproximación a los denominados periodistas estrella, aquellos que su presencia, sobre todo televisiva, está al mismo nivel o por encima de la realidad que se está contando. Es un periodismo de los grandes acontecimientos, como la muerte del papa o el 11-S en Nueva York, en el que uno de los profesionales más destacados de la CNN se pasó horas abusando de adjetivos sensibleros para contar el olor y el color del humo y de las cenizas, a la vista de todos. ¿Depende esta deformación informativa de la vanidad del profesional? Sin pasar por alto la nutrida concentración de vanidosos en el periodismo, fijémonos en que las empresas favorecen este acercamiento personal a las tragedias para obtener mejores resultados, porque la audiencia reacciona mejor a historias de sentimientos contadas por personas conocidas —casi familiares, como las estrellas de la televisión— que ante el desnudo relato de los hechos. En este sentido es revelador el informe interno de The New York Times a propósito del caso de Jayson Blair, el joven periodista pillado in fraganti en el delito de la invención de reportajes, en los que abundaba el elemento personal (pues no hay mejor coartada frente a la acusación de mentiroso que decir «sólo lo he visto yo»). En ese informe no se escatimaban reproches a la baja estofa moral del reportero, pero se iba más allá y enmarcaba su comportamiento en la creciente presión de la empresa por ese tipo de artículos que tanto aire dan a la anodina edición del martes. Sencillamente, si la empresa no hubiera alentado esa aproximación al periodismo, el joven e irresponsable Blair nunca lo habría hecho. Respecto a la dificultad de los periodistas para acceder, como Husserl mandaba, a las cosas mismas, fijémonos en la cantidad de gabinetes de comunicación que facilitan la información al profesional, y que de hecho la filDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tran o sirven de pantalla para que el reportero no pueda ir más allá. Son estos técnicos, en su mayoría periodistas, los que dan el ángulo y la perspectiva al mensaje, los que en su apogeo sirven de coraza para impedir el paso hacia unos hechos que él y su cliente prefieren opacos. No es un fenómeno que se dé sólo en el campo privado. Al revés, una enorme cantidad de departamentos administrativos cuenta con un equipo de comunicadores encargados de la imagen del político al mando, y publicita los hechos que le benefician y oculta los que le perjudican. Aquí la falta de ética se da en el entorno informativo-sistémico del periodista, en la manipulación interesada de la realidad que él debiera relatar, deformación que favorece a unos particulares. La más descarada forma de esta carencia de ética, cada vez más frecuente, se produce al convocar ruedas de prensa en las que se prohíbe hacer preguntas a los periodistas. Los presidentes españoles José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero lo han hecho en varias ocasiones, cuando la motivación del turno de preguntas brilla por su claridad: se trata de esclarecer las cuestiones y aspectos que han quedado en penumbra, y de practicar así la razón pública, el tipo de publicidad que esas comparencias monológicas maltratan y desprecian. Pero no echemos toda la culpa a los malvados intereses particulares que destrozan la natural bonhomía de lo público. No seamos tan ingenuos. Pensemos que las empresas de comunicación tratan de satisfacer una demanda, y que si ésta pide cacahuetes en vez de almendras, se servirá más de lo primero que de lo segundo, a pesar de la obligación social de mejorar el gusto y la calidad de la dieta. Sin continuar por ramas más largas, cortemos también la parte del pastel que corresponde a la propia ciudadanía consumidora de medios de comunicación, a la denominada audiencia. Si ésta exige unos medios de comunicación reales, verídicos, imparciales y éticos, seguro que habrá una satisfacción a sus necesidades. No pretendemos que esta solución sea como una especie de deus ex machina en la tragedia mediática. Pero buena parte de verdad hay en el aserto de que cada ciudadanía tiene los medios que se merece. IÑAKI ESTEBAN

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Meditacion del existir (Preámbulo) Nuestra aforística ofrece una mixtura de perspectivas: es antropológica porque inquiere el sentido del hombre en el mundo, y es filosófica porque plantea las cuestiones culturales candentes. Pero también es memorialística o experiencial, porque ofrece las propias vivencias en el contexto de la mutua convivencia. Por otra parte, tiene un cierto prurito estilístico por cuanto intenta afilar el lenguaje hasta convertirlo en una red lacónica. Finalmente nuestra aforística es hermenéutica, puesto que expone nuestra interpretación del mundo a partir de las voces que nos llegan de uno y otro lado de la calle que transitamos simbólicamente. En nuestra aforística accedemos a los límites de la experiencia y tocamos fondo y márgenes, supurando el sinsentido y buscando anclajes simbólicos, emergencias de sentido, salidas abiertas. Se trata de una apertura simbolista frente a la cerrazón de cierta (in)cultura, cuyo funcionalismo asimbólico escamotea el sentido en sus diferentes órdenes de lo sagrado, lo sublime y la sublimación, la afección, la comunicación y el alma, la comprensión hermenéutica. Por ello nuestra hermenéutica aforística resulta una hermenéutica extravagante, por cuanto vaga al margen de los circuitos oficiales tratando de apalabrar los márgenes del sentido. 0. Si el mundo visible se resuelve en una relación entre sujeto y objeto y si tal relación se debe representar como expresión de algo escondido, esto último debe imaginarse simbólicamente como una no-separación de sujeto y objeto (G. Colli). 1. La no-separación de sujeto y objeto como coimplicación y mediación a través del lenguaje: esto dice la hermenéutica actual. 2. La postmodernidad libera de la modernidad clásica y sus fundamentos atrapadores, pero no parece ofrecer nada a cambio (con lo que esa nada puede llevar al nihilismo): cabe empero interpretar esa nada simbólicamente como apertura y no cerrazón, relaciocinio y no raciocinio, red y no estructura, urdimbre y no fundamento, articulación y no mecanización, lenguaje y no cosificación, flexibilidad y no fijación, pluralidad y no unicidad, afección y no reificación, libertad y no coacción. 340

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3. La ética hermenéutica de la postmodernidad sería una ética simbólica: porque arraiga los signos en el contexto humano de su significación, significancia o sentido (ética del sentido). 4. La postmodernidad predica y practica la fragmentación, el pluralismo y la ambivalencia: la hermenéutica predica y practica la relación o articulación, la mediación o coimplicación de la fragmentación, el pluralismo y la ambivalencia. 5. He aquí que la sociedad actual recurre al concepto de contingencia para definirse a sí misma: se trata de un viejo concepto teológico-cristiano secularizado. 6. Podríamos concebir la razón como la sublimación del instinto. 7. Entre el mundo o la realidad y nuestra razón o idealidad no hay univocidad ni equivocidad: hay analogía. (Dedicado a M. Beuchot.) 8. En Einstein la Luz es absoluta en su velocidad, mientras que el espaciotiempo es relativo: en Heidegger el Ser es la luz einsteiniana que se curva por la gravedad de la contingencia del mundo espaciotemporal. 9. Recaemos en el tiempo contingente: pero tenemos vivencias trascendentes y experiencias transtemporales. 10. Quizá es que lo que sale a la luz es lo falso y lo que se oculta es lo verdadero: entonces el mundo sería una prueba de fuego de la realidad purificada a través de su martirio. 11. Una cosa es la licuefacción hermenéutica del sentido: y otra muy distinta su liquidación nihilista. 12. Cuando el hombre abre la confinitud (Bregenzung) se hace religioso (L. Wittgenstein). 13. Según Wittgenstein, sentir el mundo como un todo limitado es lo místico (Tractatus 6.65): porque se abre al todo infinito o indefinido. 14. En Schopenhauer el mundo se divide en voluntad (irracional) y representación (racional): pero el mundo es voluntad representativa y representación voluntativa, pulsión configurativa y configuración pulsional, ímpetu articulatorio y articulación del ímpetu, en una palabra, energía en proceso de cristalización. 15. La música como el Alma relacional del mundo: entre el espíritu puro y la materia impura. 16. El cristianismo en D.F. Strauss como mitología verdadera: y Cristo como síntesis de la naturaleza (humana) y el espíritu (divino). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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17. En la Cábala de Luria la creación del mundo es la caída en lo finito por la decadencia de lo infinito (el Dios decadente). 18. El lenguaje es la comunicación del cuerpo y del alma: mediación de cuerpos y almas, signos y sentidos. 19. No rechazar el romanticismo del sentido: último reducto frente a la deshumanización. 20. Según el gnóstico H. Bloom, Satán es el Dios de este mundo. 21. Ama a tu prójimo, él es como tú (Biblia): igual de pobre hombre y necesitado de amor. 22. Estoy de acuerdo con G. Vattimo en debilitar la razón-verdad pero no en debilitar también el sentido: porque el sentido es ya la razón-verdad debilitada (encarnada, relacional, humanada). 23. Se trataría de debilitar lo fuerte-duro: y fortalecer lo débil-lábil. 24. En la Hermenéutica el Ser es Lenguaje: pero ello conlleva el peligro de hipostasiar al Lenguaje (cabría afirmar que el Ser dice Lenguaje). 25. La progresía actual acepta la confinitud en este mundo y la celebra: pero una cosa es aceptar alegremente y otra asumir críticamente nuestro confinamiento en este cutre mundo (el primer caso es nihilismo, el segundo búsqueda de sentido). 26. No buscar fundamento inconcuso en el ser, la razón o la verdad clásicos: pero sí un apoyo o apoyatura en el sentido postclásico. 27. Dice G. Vattimo que el sentido no tiene sentido: no lo tiene cósicamente (reificación) pero lo obtiene humanamente (valoración): no entitativa sino simbólicamente. 28. La cuestión es si la existencia tiene esencia: y si la esencia tiene existencia. 29. Nuestro lenguaje es la casa de nuestro ser: construido simbólicamente. (Para Ibon Zubiaur.) 30. Lo fascinante y lo terrible es la vida, el ser, el sentido, el amor, Dios (lo sagrado). 31. Como ha mostrado A. Meddeb entre otros, el fundamentalismo islámico se basa en la verdad literal-externa (wahhabismo) frente al sentido oculto-profundo (ismaelita): por eso en el Círculo Eranos H. Corbin y socios privilegian la hermenéutica ismaelita (esotérica) frente al fundamentalismo (exotérico). 32. En El anillo de los Nibelungos, R. Wagner simboliza en el «anillo» el poder (el oro) al que sucumben tanto los dioses (Wotan) como DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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los héroes (Sigfrido) y los hombres (Nibelungos): pero el poder desligado de su trasfondo sagrado es demoníaco, por eso Brunilda devuelve el anillo del poder a las aguas madres, cohabitadas por la Diosa Madre (Erda) y las hijas del Rin (puede consultarse al respecto el Nietzsche de Safranski): de esta forma el poder simbolizado por el anillo solar de oro queda religado finalmente a la naturaleza acuática en cuanto símbolo de la religión matricial del amor. 33. También en El Señor de los anillos de Tolkien, el simbólico anillo del poder debe abismarse en el abismo y religarse al fondo destinal del universo. 34. Donde no hay contradicción tampoco hay vida. 35. Lo numinoso no es lo luminoso: es la oscuridad de lo luminoso (el misterio de la luz). 36. La muerte es lo más líquido: porque liquida. 37. Lo breve, si bello, dos veces bravo. 38. Conocer algo precozmente: antes de recibir su coz. 39. El gozo con que algunos concelebran la finitud revela que es la nueva divinidad: postmoderna. 40. Matar el tiempo: para que no nos mate. 41. El paganismo celebra la vida: el cristianismo concelebra la muerte. 42. Oigo a un psicólogo propugnar el pensamiento positivo: pero no hay positividad sin asumir la negatividad (hablemos entonces de positivación del negativo). 43. Lo que nos falta nos tiene (S. Pérez Gago): lo que no tenemos nos sostiene (así el amor). 44. Asumir lo peor: para disfrutar lo mejor (por contraste). 45. Tener un amor es afirmar la vida: y no tenerlo es tener que afirmarla (y por lo tanto amarla). 46. El ser, la sustantividad, la realidad, nos envuelve como un mar sin orillas (R. Turró): sus orillas somos nosotros (el hombre). 47. La realidad es el efecto del desafecto de las cosas: pues el efecto de su afecto es la surrealidad. 48. La verdad es el dolor: la verdad duele. 49. El poder es la seguridad del inseguro: la potencia es la inseguridad del seguro. 50. Melancolía: elegía por una amor embalsamado. 51. Cuanto más se ama más se consolida el absurdo, decía A. Camus: el absurdo de vivir absorto. 341

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52. Si no puedes ser feliz, haz feliz a otro: y lo serás tú mismo. 53. Tragicomedia de la vida: sólo podemos acceder a lo cómico (liberación) asumiendo lo trágico (implicación). 54. Enseñar a enseñarse: sin ensañarse. 55. En Nagarjuna la vacuidad está vacía de sí misma: pero la vacuidad vacía de su vacío es la nada como ser. 56. Ahora nuestra esencia es la existencia: finalmente la esencia será nuestra existencia. 57. Según Alain Cotta, en el frontón vasco se juega a la vida en un espacio de muerte: ello concordaría con mi interpretación de la pelota vasca como símbolo lunar (la luna como luz de los muertos en la mitología vasca). Pero entonces el juego de nuestra pelota se convierte en conjugación de vida y muerte, presencia y ausencia, vivientes y antepasados. 58. Dice al amigo J. Zulaika que la pelota vasca es masculina por connotar las pelotas: pero también hay un uso feminizado del hacer la pelota o ser pelotas con el peloteado (adulado). 59. El mediterráneo como símbolo de fusión cultural: acaso por ello los árabes lo llaman el mar Blanco (síntesis de todos los colores). 60. La sabiduría es el tránsito (O. Paz): la transición del uno al otro. 61. La realidad es contradictoria: la tarea del hombre es armonizarla. 62. La Iglesia católica: ¿cómo puede representar la herencia liberadora de Jesucristo de semejante manera antiliberadora? 63. Ser es poder estar: estar es ser en el mundo. 64. Del amor propio (filautía) al amor del otro (otrofilia): de la razón (Atenas) a la religación (Jerusalén): así H. Cohen. 65. El amor, y no el conocimiento, sana la herida de la vida. 66. La inteligencia surge para conectar realidad y subjetividad, mundo y hombre, acción y pasión. 67. Conocer es amar en Platón: luego desconocer es peligroso (sobre todo para el desconocido). 68. Divide y vencerás: condivide y convencerás. 69. Lo absoluto es lo abstracto: lo real es lo relacional. 70. El sentido es la racionalización de lo sentido: el sentido de la vida es la racionalización de lo vivido. 342

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71. La Iglesia ha invertido el cristianismo del amor en el cristianismo de Roma: palabra que invierte la palabra amor en amor romo. 72. Leo que la pornografía amaina la depresión: porque alegra y repara la obsexión (a no ser que la aumente). 73. Comprender es igualar, decía Miguel Ángel: igualarse. 74. Dios no flota por encima de las oposiciones: las encarna. 75. La verdad es la caridad, dice G. Vattimo: cristianamente. 76. El orden moral kantiano es una mitología racional o una regla simbólica: actuar comosi Dios existiera y la naturaleza cooperara. 77. Recuperar la fe en Dios como creencia: proyección existencial, exigencia cordial, deseo infinito, necesidad humana, desafío moral, transgresión ética. 78. El consenso constituye la verdad: constitucionalismo. 79. El sujeto como gueto. 80. El pájaro en la tormenta no se aferra a la rama: sigue la tormenta (J. Renard). 81. No sirvo para nada: para nada sirvo/ siervo. 82. Gianni Vattimo reniega de todo trascendentalismo a favor de la trascendencia del ser como espíritu: pero desde mi perspectiva el ser dice alma (trascendencia inmanente, mediación). 83. Amor platónico: amor aplatanado. 84. A partir de Kant, Dios ya no comparece como el Ser transcendente sino como la razón-verdad trascendental: paso de la constitución metafísica del mundo a su regulación gnoseológica. 85. El sexo como un fragmento de noche (M. Foucault): el espíritu como un fragmento de día: y el alma como un rayo de luna. 86. El Ser es el Espíritu encarnado: el Alma del mundo. 87. La realidad es autosuficiente, dice J.A. Marina: pero autosuficiente no es ni Dios (al menos el cristiano). 88. Si quieres conocerte mira al otro: si quieres conocer al otro mírate a ti mismo. 89. El mundo ideal como contrapunto del mundo real: compensación del arte, la religión y la filosofía. 90. Apolo es el logos: Dioniso es el logos espermático. 91. España ha sido una unidad de desatino en lo general: cfr. el general Franco. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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92. A cierta edad no se tienen odios enemigos: se tiene compasión de los humanos. 93. En el Ser clásico hay una violencia que reprime y sacrifica la temporalidad de los seres en nombre de la abstracción: en el Ser heideggeriano se intenta asumir sin sacrificar, reprimir o abstraer el tiempo, la contingencia y la muerte. 94. Así que el Ser heideggeriano evita la sobrerrepresión de la existencia en devenir por parte del Ser esencial clásico al proyectar cristianamente el Ser encarnado (Dasein): pero al precio de aceptar la violencia natural de la muerte como destino pagano. 95. El silencio como superación de la violencia del ruido del ser: pero asumiendo la violación del ser que simboliza el no-ser. 96. La felicidad está más en la expectativa feliz que en su propia realización: pero también la infelicidad está más en la expectativa infeliz que en su realización (E. Punset). Así que la imaginación es el órgano de la felicidad y la infelicidad. 97. ¿Por qué gozar tanto? No gozar también es divertido: y menos fatigoso (J. Renard). 98. Todo tiene un límite: incluso la muerte y los límites. 99. No ser feliz también tiene su morbo: y es más realista. 100. Dioniso es el Dios que llega y que llaga: con su herida vital y mortal. 101. La religión como religación es ética: ob-ligación. 102. Tranquilo: el fracaso lo es del éxito, y el éxito lo es del fracaso. 103. La emoción es vibración corporal: el sentimiento es afección anímica. 104. La represión del sentido en nuestra cultura: en el arte por la abstracción, en la religión por el literalismo asimbólico, en la política por el funcionalismo, en la ciencia por el positivismo, en la filosofía por el conceptualismo, en la sociedad por la desublimación, en la econocomía por el consumismo, en el ocio por la banalización y en las relaciones por la incomunicación. Sólo nos queda el alma en medio del nihilismo: nada sobre nada. 105. La Hermenéutica afirma que todo es interpretación humana del mundo: el arte y la religión, la filosofía y la ciencia, la política, el amor y la guerra. 106. Lo que hay tras la fachada del facha: desfachatez. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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107. La política crea los problemas que deben resolver los políticos. 108. Como dice J.L. Arsuaga, en todo conocimiento incluido el científico nos tenemos que hacer una película de la realidad: una reconstrucción hermenéutica, diría yo. 109. Amarás al otro, pues otro eres tú mismo con los otros. 110. El sentido hermenéutico es la coimplicación de los diferentes sentidos: en su mediación simbólica. 111. Quizás cierto fracaso en la vida sea símbolo de sentido: pues el que no fracasa no se entera, al vivir la vida bobaliconamente. 112. Lo odiaban los demás por ser él mismo. 113. La identidad como id-entidad: identidad-ello, identidad neutra, entidad abstracta. 114. La tragedia griega como lucha nietzscheana entre la palabra (logos) y la música (pathos), el individuo y el coro, la conciencia apolínea y el inconsciente dionisiano, el ser puro y el devenir impuro, la razón clara y la voluntad oscura, la moral y el instinto. 115. Si quieres ser feliz, no quieras serlo: si buscas la felicidad, no la desees. 116. Del peor dolor procede la mejor sabiduría: del sufrimiento más profundo emerge el saber más alto. 117. El apetito amoroso se vuelve alma y espíritu (H. Cohen). 118. En la Biblia hebrea el amor de misericordia (rajamim) remite al seno materno (rejem): amor matricial. 119. La felicidad según A. Camus. Concordancia entre un ser y la existencia que lleva. 120. Buscar el equilibrio entre realidad e idealidad, acción y dicción, hecho y palabra. 121. Resolver el cabreo en compasión: propia y ajena. 122. Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota (A. Camus). 123. Los científicos pueden ubicar materialmente en el cerebro las emociones sin tratar de reducirlas: pues la emoción no tiene explicación (racional) porque es implicación (afectiva), y trasciende formalmente la localización (el espaciotiempo). 124. Sólo poseemos lo que nos posee: el amor. 125. Dios es Godot (el buenote): y el diablo es Jodot (el malote). 126. Vivimos entre verdades inhumanas y autoengaños demasiado humanos. 343

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127. El tiempo no huye sino ahuyenta: no huye de nada pero lo ahuyenta todo. 128. Aunque todo estuviera permitido moralmente, no todo estaría permitido vitalmente. 129. Dios coimplica al diablo: el héroe conduce al dragón: el superhombre lleva al infrahombre. 130. La elección de Dioniso por parte de Nietzsche: la elección del dolor redimido por el amor. 131. El sentido del dolor como horadación del ser: apertura radical. 132. La vida es inquietud aquietada culturalmente: la muerte es quietud inquietada naturalmente. 133. Por unos ricos que enriquezcan a los pobres: por unos pobres que dejen de serlo. 134. Los sujetos sujetan y son sujetos de los objetos, los objetos objetan y son objetos de los sujetos: objetos y sujetos son sobjetos. 135. El ente es una experiencia de presencia (dada): Dios es una experiencia de carencia (ausencia). 136. El amor enlaza la experiencia de presencia y de ausencia, de plenitud y carencia. 137. La llamada Sustancia —el Ser— es un auténtico accidente: la realidad es accidental, la vida es contingencia, el cosmos es eclosión. 138. La persona es universal singular. 139. En la vida el gozo se abre al infinito (ello lleva al delirio): y el sufrimiento hunde en la indefinitud (ello lleva al disloque). 140. Hay algo inquietante en la realidad: porque la realidad es in/quieta. 141. Dios no se encarna en el hombre, se encarna en la mujer (María): misterio de la feminidad. 142. En la película La vía láctea de L. Buñuel, un comedor de ostras le pregunta al camarero si cree en Dios: por supuesto, responde éste, pero prosiga con las ostras (y es que sin Dios no habría ostras tan divinas). (A Carlos de Agustín.) 143. La obsesión filosófica actual es la caducidad de todo: pero conviene desobsesionarse para no caducar del todo. 144. Dios sin el hombre no es más que el hombre sin Dios (Hegel). 145. Se podrían recuperar hermenéuticamente las Ideas platónicas: considerándolas símbolos. 146. Nunca he sido tan feliz como en tiempos de dolor y enfermedad (Nietzsche, Ecce Homo). 344

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147. El dolor como desengaño iluminador en Nietzsche: el dolor como relativización de lo real. 148. Del antiguo Deus ex machina al moderno Dios de la máquina. 149. El fundamento del sentido no es el sentido: son los sentidos. 150. El heterosexual es más específico (trabaja por la especie), el homosexual es más especial o individual (trabaja por la individuación): por eso aquellos son naturalezas más comunes, mientras que estos son más singulares (artistas, creadores, originales). 151. Por una globalización del sentido: implicado. 152. El universo es una coimplicación: coimpliquémonos en el unidiverso. 153. Hay una buena razón para morir: abandonar este cutre mundo. 154. El sentido es la síntesis de la verdad y la bondad. 155. Todo fenece: el todo permanece. 156. Pertenezco al grupo de ángeles que no se decidieron ni por san Miguel ni por Luzbel: cuya independencia pagaron encarnándose en este mundo (según el mito gnóstico). 157. El símbolo suspende el tiempo: la metáfora suspende el espacio. 158. La efímera eternidad del amor. 159. Era un pobre hombre: valga la redundancia. 160. Memorias del subsuelo de Dostoyevski: la voluptuosidad romántica de la putrefacción antirromántica. 161. En el amor morimos a nosotros mismos y renacemos: como otros. 162. El peligro de la obediencia, la pobreza y la castidad: estar cogido por la mente, el estómago y el sexo. 163. El sentido es la sublimación de lo sentido: la estilización de lo vivido. 164. El amor es una debilidad: la fuerza de lo débil. 165. Si me proyecto me topo con Dios y si me introyecto me topo conmigo mismo: si regredo me topo con la naturaleza y si progredo con el prójimo: sólo cabe escapar a la nada para darse el topetazo con su vacío. 166. En el símbolo el sentido se hace imagen y la imagen sentido: doble movimiento de encarnación y sublimación. 167. El amor al enemigo obtiene un toque cínico en el Antiguo testamento: «si el que te DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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odia tiene hambre, dale de comer, así le pondrás rojo de vergüenza» (Proverbios 25, 21-22). 168. La cultura es una construcción humana, demasiado humana: mitología. 169. El símbolo como mediación anímica: sublimación de lo corporal en espiritual y encarnación de lo espiritual en lo corporal. 170. El hombre es arácnido (Spiderman): el alma y su capacidad de aferencia y coimplicación (web) de lo real en su red relacional (net). 171. El amor judeocristiano como afección (hebreo ahabá), bondad (hésed) y compasión (rajam, janán). 172. La incisiva interpretación de Nietzsche por H. Bloom: el auténtico sentido es doloroso, hasta el punto de que el dolor mismo es el sentido, coimplicando así sentido y padecimiento, estética (aisthesis) y ascética (ascesis), ya que el sentido humano dice radical contingencia. 173. Frente al Dios-ente: el Dios adviniente. 174. En Sartre se absolutiza la contingencia: pero entonces la contingencia absolutizada carece de fundamento (porque lo absoluto es el fundamento sin fundamento). 175. El sentido como intencional/intensional: y el logos (intención) como pathos-pasión (intensión). 176. Dioniso y Cristo eran polares para Nietzsche y no reconciliables en principio: pero para el fino Hölderlin, Cristo y Dioniso son complementarios. 177. La auténtica sublimación del eros en amor se realiza trascendiendo el eros pero no el amor: puesto que se realiza en el nombre del amor (inmanente/inmanantemente). 178. El amor, aún si no compensa, recompensa. 179. De la selección natural prehistórica a la elección cultural histórica: la intraevolución del hombre. 180. Según R. Girard, en el Antiguo Testamento el Diablo es el acusador (Satán) de las víctimas: pero en el Nuevo Testamento el Espíritu Santo es su Paráclito o Defensor (mas parece que la Iglesia aún no se ha enterado). 181. Dios comparece en los momentos álgidos: y el diablo en los alérgicos. 182. El amor debe entonarnos en la vida: y envalentonarnos en la muerte. 183. En el judeocristianismo la realidad promana del amor creador: amar es por lo tanto participar en la ontogénesis de la creación (C. Tresmontant). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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184. La importancia de la madre en el amor: ingressus in uterum. 185. La bondad hace feliz: y no la macabrez. 186. Hay una ética heterosexual y una ética homosexual: hay una ética sexual. 187. La ebriedad de la sobriedad: el gozo de lo tenue y la exaltación de lo sencillo. 188. La verdad es la muerte: lo demás es mentira. 189. El catolicismo tiene el peligro de convertirse en una Iglesia tercermundista: por el peso que tiene Latinoamérica. 190. Aparece mi libro-síntesis en alemán en Alemania: la editorial Filos califica positivamente mi hermenéutica de extravagante (aquí ese término sonaría mal). 191. Matrimonio es la unión heterosexual basada en la madre: fratrimonio es la unión homosexual basada en la hermandad: y patrimonio es la unión bancaria basada en el padre/padrón del dinero. 192. La cobardía del fuerte sobre el débil. 193. Morir es el castigo de vivir. 194. El héroe es un fanático (Cioran). 195. Adán y Eva debieron pecar por aburrimiento: todo paraíso acaba siendo soporífero. 196. Toda existencia alberga el delito de nacer, el delirio de vivir y el martirio de morir. 197. Dos tipos de amor: el amor cristalizado y el amor vidriado (el primero es articulación y estructura, el segundo es urdimbre y fluencia). 198. El sexo: el espasmo como espanto. 199. El sexo como lo fascinante (desde el paganismo) y lo temible (desde el cristianismo): es la fascinación de lo temible y la terribilidad de lo fascinante. 200. El que rige es rígido: el regente es rigidente (porque obtiene la rigidez de lo prepotente). 201. La rigidez de lo potente es la rigidez de la potencia (sexual): el masculinismo o virilismo, la virtud heroica (rigens). 202. Venerar viene de Venus: veneramos el amor. 203. Lucifer procedería de la propia furia de Dios: según J. Böhme. 204. Jesús deconstruye la verdad: y la reconstruye personalmente (yo soy la verdad). 205. Reunión en Cesaraugusta de antiguos compañeros de estudios en Innsbruck: gozo y melancolía, pues todo sigue igual y diferente (entonces comenzábamos a tener futuro, aho345

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ra comenzamos a tener pasado). Pero hay quien no ha tenido futuro ni pasado. 206. Dualéctica entre desnudez y cubrimiento, verdad y mentira, eros y logos, naturaleza y cultura, impresión y expresión. 207. Sin sus contratiempos el tiempo sería insoportable: sin sus contrapuntos el punto se haría indefinido. 208. La niñez de oro: la juventud de plata: la madurez de bronce: la vejez de hierro: y la ancianidad de yerro. 209. Si quieres encontrarte sal de ti: si quieres encontrar al otro entra en ti. 210. En el conflicto de la inmigración francesa, Francia tiene razón pero no sentido: y los inmigrantes tienen sentido pero no razón (hay que encontrar la razón-sentido). 211. Ama y se deleita el que escribe, dice Septimio: y el que lee es amado o deleitado. 212. Según T. Szasz, definir o ser definido equivale a devorar o ser devorado: animalescamente. 213. La conjugación de anima y animus en cada varón y mujer los hace transvarón y transmujer: humanos. 214. El sentido dice trascendencia inmanente: trascendencia interior. 215. El cristianismo se inscribe en el trasfondo cultural del estoicismo y sus cautelas morales. 216. El dilema de la religión en general y del cristianismo en particular: ¿instrumento de represión o de liberación? 217. Dios se encarna: el hombre se encarniza. 218. La verdad es cristalización del ser: el sentido es vidriación de realidad. 219. Eva procede del ánima femenina de Adán simbolizada por la mítica costilla: la cual significa en hebreo una parte, lado o límite, o sea, el contrapunto o costado femenino del ánimus masculino del Adán recostado. 220. El neopaganismo del Heidegger nacionalsocialista: y su rechazo del cristianismo humanizante en nombre de una purificación fáustica o heroica. 221. Algunos ganan la otra vida: a costa de ésta. 222. Morir para verificar si hay sentido: morir para comprobar que hay descanso. 223. Dios descansó al séptimo día: se trata de un descanso divino o eterno, acaso por quedar exhausto tras la Creación (parece un Dios finitizado). 346

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224. Alma, buscarme has en Mí, y a Mí buscarme has en ti (Teresa de Ávila). 225. José A. Valente interpreta el mito de Narciso como la visión en el espejo de las aguas del otro de sí: por eso se queda pasmado (desdoblado y redoblado). 226. Los nuevos aparatos electrónicos son nuestros nuevos órganos: su rotura nos deja tullidos y desorganizados. 227. Madre, me has dado el día, y me has dado los días de mi muerte: vivo y muero en ti, que eres amor (E. Jabès). 228. El Dios oriental de Buda es la Nada sagrada de la que venimos y a la que retornamos: el Dios occidental de Jesús está implicado en la evolución del mundo por su Encarnación. 229. El sentido es la verdad encarnada: la verdad es el sentido abstracto. 230. El barroco retuerce el lenguaje, curva la línea, oscurece las formas y asume la muerte: ¿cómo no ser barroco? 231. En alemán el aforismo se dice Sinnspruch: sentencia-de-sentido, sentido sentencioso, dicción-sentido (logos afinado/afilado). 232. El mito como construcción humana: toda nuestra cultura es mitología. 233. Yo sé que estoy solo, como todos: pero no todos los saben. 234. No es que todo sea para nada: es que todo viene a ser nada. 235. Supongo que el cristiano se hace tal para ser más feliz él mismo: y no por hacer feliz a un Dios ya felicísimo. 236. El sexo como fascinante y terrible: porque nos hace zozobrar. 237. El poder extrovertido está representado por el estamento militar o castrente: el poder introvertido está representado por el estamento clerical, casto o castense, castrado (religiosamente). 238. El mayor delito del hombre no es haber nacido sino haber sido nacido: el haber hecho nacer: el auténtico pecado original de los progenitores. 239. Epigrama (Homenaje a E. Cardenal) Al amarte yo a ti tú y yo hemos ganado: yo porque tú eres lo que yo más estimo tú porque yo soy al que tú estimas más. Pero de nosotros dos yo estimo más que vos: porque tú puedes amar a otros DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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como me amas a mí mas yo no podré amar a otras después de amarte a ti: después de amarte así.

240. Los que nos dan el ser nos dan la nada: los que nos dan la vida nos dan la muerte (los padres). 241. Nos engañamos a derecha e izquierda: los unos proyectando el otro mundo contra éste, los otros celebrando este mundo putrefacto. 242. La mutua corrección de los contrarios. 243. Aceptación irónica de la existencia: pues vivir con las propias pasiones es también vivir con los propios sufrimientos: por eso el cinismo confina con la castidad (A. Camus, Carnets). 244. Sólo poseemos lo efímero: lo que no es efímero nos posee. 245. La comunión eucarística como fusión con las personas que amamos: cuerpo místico. 246. Lo más intrigante del mundo del hombre es lo que lo abre por encima: el amor y la benevolencia, la belleza y la bondad, lo místico y angelical, la libertad y Dios. 247. La vida es eclosión organizada: y el hombre es organización en eclosión. 248. La persona dice relación anímica con el ser: apertura infinita. 249. Nos preguntamos aquí por el sentido de la vida: mientras en otras latitudes la vida misma es invivible. 250. El western La diligencia de John Ford se inscribe entre lo humano del hombre y la inhumanidad del mundo: por su celuloide desfilan héroes y antihéroes, románticos y antirrománticos, militares y civiles, gringos y mexicanos, ricos y pobres, buenos y malos, aunque los más interesantes son los mezclados como el buen doctor bebedor o el caballero jugador: todos comparecen implicados en el gran viaje de la vida humana a través del desierto en el que hay oasis y espejismos, maleza y sed, amor y soledad, apaches y ríos que atravesar: hasta llegar al final cuasi feliz en el que se juntan los marginados (la prostituta buena y el vaquero John Wayne). 251. En el cristianismo el infinito se hace finito en la encarnación: para que el finito se abra al infinito. 252. ¿O es que este hacer eterno es ya la muerte? (J. Maragall, Cant espiritual). 253. Las virtudes soteriológicas de las lenguas: las virtudes bíblicas del hebreo, las ecleDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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siásticas del latín, las filosóficas del griego y alemán, las comerciales del inglés, las ancestrales/anteszrales del euskera: y las virtudes búdicas del silencio. 254. Para que yo pueda alzarme, Dios Trinitario, derríbame y emplea tu fuerza para romperme, hacerme estallar, quemarme y renovarme (John Donne, Soneto 14). 255. No hay vida sin pasión: y pasión es padecimiento. 256. En la sublimación del eros éste no debe quedar eliminado sino iluminado. 257. El amor es el brillo o nimbo de lo numinoso o sagrado. 258. La pasión y muerte de Cristo: el padecimiento del Amor. 259. El amor es la pescadilla que se muerde la cola: la chica es la pescadilla (J. Barrymore), el chico es el resto. 260. El amor humano sólo parece reconoceserse en el mutuo sufrimiento que se infringen el amante y el amado/amada: pues el amor es pasión mutua y mutuo padecimiento (compasión). 261. El peligro que tenemos está en considerar nuestra contingencia como absoluta, lo cual llevaría a un relativismo absoluto: pero la contingencia es relativa y relacional, lo que la deja abierta. 262. Todo absoluto cierra y encierra: toda relación abre y reobra. 263. La enfermedad es la naturaleza que nos coimplica hasta la muerte: la angustia es la atmósfera que nos intoxica hasta la asfixia. 264. Dios crea el mundo de la nada, quizás porque solamente lo imagina: seríamos imágenes de Dios (nada serio, un juego). 265. El cristianismo profesa a un Dios-hombre: pero Hitler lo invierte en el hombre-Dios. 266. Kant, siguiendo a Job, ya no funda la moral en la fe: funda la fe en la propia moralidad a modo de autofidelidad. 267. No hay una razón para hacer el bien: pero hay un sentido para realizarlo (el bien se funda en sí mismo y su propia bondad). 268. Ir abandonando el mundo: antes de que nos abandone. 269. En Heidegger la palabra hace señas y no es un mero signo: señala o indica (Wink) y no meramente significa (Be-zeichnung). 270. El hombre ahíto de hombre: fenecerá. 271. Lo imposible como lo posible que nos rebasa infinitamente: Dios (J.A.Valente). 347

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272. El amor místico de quietud, sosiego y nadificación. 273. En el budismo el ser es la nada: y en la mística la nada es el ser. 274. Borraste el ser, oh Dios, quedó la pura nada: al fin sólo es creación tu pura nada (M. Molinos, Guía espiritual). 275. Hay que mantener el tipo mínimamente: pero no máximamente. 276. El sentido es la sublimación de lo sentido. 277. Dios y el diablo son dos extremos o extremistas: en medio el hombre sufre su mediación. 278. Me gusta controlar mis amores: por eso amo mis controles. 279. Hijo del hombre, prepárate un equipaje de exiliado (Ezequiel, 12, 3). 280. A partir de Molinos cabría decir que Dios crea la nada para contraponerla al ser: siendo el propio Dios el Nada-Ser o Ser-Nada. 281. Me han hecho superficial los demás: me han salvado sacándome a la superficie. 282. En sus Moralia, Plutarco elogia la franqueza como la gran medicina en la amistad. 283. Qué placer en la noche sigilosa soñar que ya estoy muerto (J.L. García Martín). 284. El amor más allá de su correspondencia: Dante, Novalis, Stendhal. 285. Para el amor nietzscheano necesitamos tener gran ánimo (magnánimo): para el amor cristiano necesitamos tener gran ánima (magnánima). 286. El amante trasfiere su ideal al amado, el cual se siente así ennoblecido (D. Ackerman). 287. En el pecado nos va la penitencia: en el amor nos va la gracia. 288. El miembro viril como el santo miembro del Príapo cristiano San Guignole: así en Nápoles durante la Edad Media. 289. En el Maestro Eckhart, el místico penetra con su amor en Dios: compenetración mística. 290. El amor es apertura: volverse atrás es perderlo, como Orfeo a Eurídice. 291. Sócrates es como un ratón (roe que roe la conciencia): Jesús es como un lebrel (que nos libra del diablo). 292. La teoría y praxis de Jesús se basa en la positivación de lo real: a través de un discurso en rachas o fulguraciones de sentido (lenguaje simbólico). 293. El amor como dinamismo (dynamis): potenciación de lo real. 348

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294. Hay que acercarse a Jesús sin beatería: pero con una batería de cuestiones radicales. 295. Hermenéutica retórica: una hermenéutica basada en la convención convincente por cuanto conveniente. (A M.A. Quintana.) 296. El alma como aferencia y oferencia: atracción y dación: mediación. 297. El espíritu supera o trasciende al cuerpo (la materia), pero el alma lo supura desde dentro: destilación (echar pus), purificación (secretar humores), sublimación como subelevación. 298. El alma es la abolición de la dualidad cuerpo-espíritu: a través de su coimplicación. 299. En su Vida, Teresa de Ávila habla de «tragar» la muerte y la falta de salud: asumir el sinsentido. 300. Los místicos son iluminados o alumbrados porque procrean espiritualmente: porque alumbran matricialmente el sentido a través de su unión con la divinidad. 301. Algunos sólo tienen razón. 302. Amar es querer: y querer es buscar (quaerere). 303. El Evangelio de San Juan como el Evangelio simbólico y femenino en Unamuno: el cual piensa la fe femeninamente frente a la voluntad y libertad masculinas. 304. Soy un hermeneuta hermético. 305. Filosofar es desflematizar: vivificar (Novalis). 306. El Estado platónico no sería el Alma sino el Espíritu: puritano. 307. Los héroes griegos son exteriores: los héroes bíblicos son interiores. 308. El hombre: ser mortal y sed inmortal. 309. Según Goethe, Shakespeare trataría de compensar en sus obras los extremos de la obligación y el deseo. 310. Compensar la religación y la desligación, la heteronomía y la autonomía, el destino y la libertad, la religión y lo secular. 311. Vivir convenientemente: la máxima socrática de Montaigne. 312. Por el ingenio hacia Dios. 313. A menudo se recupera la felicidad traspasando la infelicidad. 314. Un hombre es un dios en ruinas (Emerson): y un dios es un hombre insuflado. 315. El amor y su sombra: la desilusión. 316. Lo sagrado: lo terrible amoroso. 317. Sin esperanza no hay desesperanza: pero tampoco apertura. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Puente de Carlos, Praga

318. El amor primero nos aloja: y luego se aleja. 319. Llegará un tiempo en que el tiempo pasará. 320. Jornadas gastronómicas de la lucha contra el hambre (Máximo). 321. Vivir holgados, vivir holgadamente: poder holgar/folgar. 322. Los viejos ya sólo quieren y son queridos por los niños: suficiente. 323. La complicidad entre ser abandonado y abandonar: el abandonado también abandona. 324. Buscamos en el amor el rostro apacible de la gracia y la pureza del corazón niño. 325. Hablamos de Ciencias del espíritu pero deberíamos hablar de Ciencias del alma: ya Pascal consideraba la Sagrada Escritura como una Ciencia del corazón. 326. La sonrisa pobre de un pobre niño: la pobre sonrisa de un niño pobre. 327. (Dios al alma agustiniana) No me buscarías si no me hubieras encontrado: te amo más de lo que tú has amado tu concupiscencia. 328. Todo ya no es lo mismo: todos ya no son los mismos. 329. El día negro y blanco de nuestra muerte: blanco sobre negro. 330. En su Vida secreta, Pascal Quignard contrapone la vida fascinante del Eros privado y creativo al Logos como lenguaje desfascinante, público y reproductivo: en medio queda el Amor que, si bien procede de la fascinación del Eros, se socializa a través del lenguaje como unidad (imposible) de dos en uno. 331. Los misteriosos autores que leí de adolescente fragmentariamente en la biblioteca de mi tío canónigo: san Agustín, Bossuet, LacorDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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daire, el cardenal Newman, Chateaubriand, Menéndez Pelayo, F. Maurois... 332. El filme El cielo sobre Berlín de W. Wenders y P. Handke: la humanidad desde el punto de vista melancólico de dos ángeles ayudadores que sólo son vistos por los niños. Pero el ángel más humano quiere sentir y se encarna enamorado, ama y vive humanamente. 333. En un cielo de plomo flotan tenues aleaciones de plata, mercurio y níquel. 334. Aún no estoy maleado: a pesar de tanto maleante. 335. Pagamos la vida con la vida. 336. Ayudo a un morito a coger de un árbol silvestre algunas peras que come con fruición: qué agradecido. 337. Amor: paso de la pasión (eros) a la compasión. 338. El problema del amor consiste en que no amamos lo que amamos. 339. Superamos el miedo envalentonándonos: supuramos el miedo asumiéndolo. 340. El arte de Hitler era el clasicismo formalista: sintomático. 341. La alegría expande y disipa: el dolor impande y corroe. 342. El mundo —la gran herida de Dios (Hebbel, Diarios). 343. Radicalizar la moderación, el punto medio, la mediación. 344. (Viaje a Praga) Por fin pude arribar a Praga, tras una escala estelar en París, y ocupar mi hotelito en Mala Strana, la pequeña ciudad o ciudadela entre el Castillo/Catedral y la Plaza central del Ayuntamiento. Dirigí mi fría soledad al majestuoso puente de Carlos IV (si349

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glo XIV), donde quedé acompañado de músicos bohemios y turistas abohemiados, quedando arrobado por la visión panorámica del río Moldavia, las barrocas cúpulas circundantes, los torreones góticos y las estatuas danzantes. Praga es la capital de las estatuas lujuriosas que, en su barroquería, se estremecen impúdicamente a través del manierismo contrarreformista de los Habsburgo o Casa de Austria: no sólo en el Puente de Carlos, sino en la gran iglesia de san Nicolás y otros muchos ámbitos sagrado/profanos. Mi tesis es que el auténtico barroco es una erótica reprimida, la contrarreforma de la carne amalgamada, la voluptuosidad escindida de sí misma, el retorcimiento senti/mental. Quizás Praga es la única ciudad que puede/debe visitarse a solas, ya que uno se siente acompañado de monumentos, turistas y paisanos a los que poder observar sin rubor. El barroco praguense es la floración del estilo renacentista y su cupulación. En efecto, la cúpula es la sublimación represora de la cópula: cupulación versus copulación. Ahora sé por qué tengo mi toque barroco, aunque no llegue a rococó: pero mi propio barroco no reprime el eros sino que lo comprime. Se trata entonces de una erótica comprimida y no reprimida, cuya manifestación más esplendente es la plástica de Miguel Ángel, la música de J.S. Bach y el lenguaje de C.G. Jung. 345. Me gustaría hacer en la vida un buen papel: higiénico. 346. Una de las experiencias más importantes en este mundo consiste en toparse inusitadamente con ciertas personas de flagrante humanidad: y observar abrumados su impracticabilidad. 347. El ser como realidad de rancio abolengo en Aristóteles: realencia/abuelencia (la ontología como gerontología). 348. El amor nos salva: pero no se salva. 349. Quería escribir aforismos para escudriñar la vida: ahora ya sé cómo es (constringente, tránsfuga y mortal). 350. La verdad existe como Dios, en abstracto: y Dios es Auschwitz, pero también el que me sacó de Auschwitz (I. Kertész, Diario de la galera). 351. Oscilamos entre la creencia en la vida eterna y la visión de nuestra destrucción total. 352. Los ateos creen que tras la muerte van a la nada: la cual es en realidad el limbo cristiano (la inconsciencia). 350

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353. No hay amor sino a través del dolor. 354. Ninguna obra de arte se realiza sin la colaboración del demonio (A. Gide): porque el demonio es el contrapunto artístico del ángel. 355. A menudo el valor del héroe clásico llega a la temeridad: precisamente por su falta de temor. 356. Cristo no sería la respuesta a nuestras preguntas sino su subversión (B. Forte). 357. El empecatamiento de realidades y vivencias: típicamente farisaico. 358. Hitler se presentaba como el superador del caos: el héroe que supera al dragón (en lugar de articularlo). Pero el caos sólo se supera con el caos. 359. La música es la única frontera entre la muerte y nosotros, y no hay ley que pueda prohibir acabar por mar el viaje (F. Mauriac). 360. El héroe occidental y el sabio indio: A. Camus trataba de conciliarlos. 361. El carácter fundamental del hombre: la inquietud. 362. La capacidad destructiva de Estados Unidos no se corresponde con su (in)capacidad constructiva. 363. Nike retira en China el anuncio del baloncentista James venciendo a dos dragones: símbolos de la propia cultura china. 364. Me pongo una gorra vieja: en plan de autoludibrio. 365. Buscar la juntura sutil: entre el alma y el cuerpo. 366. El IRA abandona su ira: a ver si ETA abandona su era. 367. El cardenal Segura estaba tan seguro de su fe que nunca dudó de Dios: pero hasta el propio Dios dudó de sí mismo en la Cruz. 368. El rosetón oscuro en el blanco centro de tu cuerpo: donde nacen las fuentes y se apaga la sed. 369. La hoguera de san Juan me cura el resfriado con su fuego y calor solsticial. 370. El ser es el tiempo: temporalidad meteorológica (devenir cósmico). 371. El film sueco La belleza de las cosas de Widerberg: el amor de un adolescente por su profesora posesiva y, finalmente, vengativa, así como la relación amistosa con su marido (de éste aprende la música, de aquélla aprehende los libros). 372. Realizamos diferentes navegaciones: pero siempre desde la misma encrucijada marítima. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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373. Un arqueólogo que investigó Atapuerca sin enterarse de los posteriores hallazgos importantes: ahora los descalifica como acientíficos por rencor. 374. Oh, Lord, Dios del silencio, reza por nosotros (J.F. Martínez). 375. Nacemos inspirando o inhalando, morimos expirando o exhalando: así de putrefacto es este bello mundo. 376. La ciencia es como un horizonte intelectual, una utopía racional: a la que nos acercamos más o menos (sin llegar a poseerla). 377. Me gusta la música callejera de los músicos eslavos: cuerda viva. 378. El alma es el destino singular del hombre. 379. Dialéctica del sano y del enfermo: el sano es el antienfermo, el enfermo es el antisano. 380. La mitología es un invento que refleja algo no inventado: el drama humano ante el destino. 381. En lugar de querer a una persona, querer a muchas: repartir la belleza y la dilección. 382. La logoterapia de V. Frankl: postular un sentido que englobe el sinsentido. 383. Poder probar en vacaciones las cosas de la infancia: la leche merengada, la horchata, las olivas negras, el vino de casa, los helados. 384. Cuántas tonterías he oído, leído y dicho para llegar al final a una palabra: asunción o implicación (traducción dinámica de la estática aceptación o resignación). 385. Los árboles nos defienden del bosque: y el bosque nos recoge de los árboles. 386. El símbolo abre lo finito al infinito. 387. A menudo nuestra felicidad consiste en contentarse con la belleza: sin tratar de poseerla. 388. Habito el Palacio de San Carlos en Zaragoza, antiguo Castillo judío y posterior Colegio jesuita, donde habitó Gracián, san Vicente de Paúl y finalmente Escrivá de Balaguer: todo un recorrido que asumo socorrido. 389. En la vejez no es que uno esté desencantado: es que está decantado. 390. Soy hombre: y lo humano me enajena. 391. Unos hombres nos protegen de otros: unas cosas nos protegen de otras. 392. Los niños se lanzan como los perritos: y luego buscan la mirada cómplice de padres o patrones. 393. Hagas lo que hagas morirás: te desharás. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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394. Según Walter Pater, Miguel Ángel proyecta en su poesía una atmósfera ideal en que se posee lo que se desea: eros sublimado. 395. El palomo se enardece y enaltece, se densa: la paloma se condensa y acurruca. 396. Quizás la relación del hombre con el hombre resulte mejor a través de la escritura, las imágenes y la telefonía. 397. Aceptar la palabra aceptación. 398. Hay que permanecer unido a sí mismo (sibi unitus): Kempis. 399. Los árboles nos descansan de los hombres. 400. La gente de agua dulce es menos salaz que la gente de agua salada. 401. Los viejos de hoy son más jóvenes. 402. No podemos enfrentarnos a un menor porque perdemos por ley: y no podemos enfrentarnos a un mayor porque perdemos con ley. 403. Voltaire no entendía el alma de Rousseau, ni Russell el alma de Wittgenstein: quizá es que aquéllos a diferencia de éstos no tenían alma. 404. El mito ha comprendido mejor que la ciencia la cuestión homosexual: así Aristófanes en el Banquete de Sócrates-Platón y su teoría del andrógino. 405. El alma murmura en francés, el fuego crepita en alemán, el aire susurra en italiano, la tierra gravita en inglés: y nosotros hablamos español. 406. La felicidad escasa se vive intensamente: el amor escaso revive extensamente. 407. La perpendicular de la belleza (F.C. Serraller): la horizontalidad del amor. 408. Primero vivir, luego morir: después ya veremos. 409. Descalificamos lo que desclasificamos: lo que no podemos clasificar. 410. La suprastructura de la vida es la alegría: la infrastructura de la vida es el dolor. 411. Tengo que hacerme una teoría decadentista capaz de asumir mi decadencia. 412. Nubes sueltas pasan indiferentes ante mi vista humana: esta es la diferencia. 413. Restringirse. 414. El adalid se lanza a la lid: lidia. 415. Lo malo de tener algo: tenerlo que mantener. 416. La verdad es la interpretación racional o impersonal de las cosas: el sentido es la interpretación sentimental o personal de las cosas. 417. Creer en Dios es aceptar la muerte (A. Camus): aceptar la muerte como apertura trascendental. 351

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418. El placer sacia pero disocia, calma pero no colma, es puntual (discontinuo): el amor asocia y no disocia, colma pero no calma, es englobante (continuo). 419. El logos es la sublimación del pathos o pasión: el arte es la sublimación de la materia. 420. Fausto vende su alma al diablo: el santo vende su cuerpo a Dios. 421. La vida sexual como opio del hombre y adormidera de su espíritu vital: así en A. Camus (Carnets). 422. Entramos en la vejez cuando el futuro se hace pasado y el pasado futuro. 423. Los jóvenes: exuberantes por fuera y carentes por dentro. 424. En el símbolo el sentimiento se infiltra a través de la imagen. 425. La girándula de fuego de la Cúpula de Miguel Angel (Chateaubriand, Memorias de ultratumba). 426. Me gusta más el periódico que hay que leer menos. 427. El rap como música hermenéutica: exégesis, interpretación, comentario civil. 428. Si tienes te envidian lo que tienes: y si no tienes recelan de lo poco que tienes. 429. Cuando nada deseamos todo lo tenemos: cuando nada buscamos todo es encuentro: cuando nada intentamos todo lo atendemos: cuando nada necesitamos todo lo obtenemos. 430. El amor conecta este mundo con otro mundo: el trasmundo. 431. Esa evaporación que se eleva desde el mar hasta el cielo: como una sublimación. 432. Lo bueno es tratar de serlo. 433. Quizás ya no se trate de que la vida tenga sentido: quizás ya sólo se trate de que la muerte obtenga sentido. 434. Hay que dar su parte a todo. 435. La superficie de las cosas es apolínea: el fondo es dionisiano. 436. La abstracción es el mal (A. Camus): porque el mal es abstracto (lo real es lo malo). 437. A menudo la Verdad es insoportable, a veces la Verdad es inaceptable: por ejemplo, la Verdad del cosmos, del mundo y del hombre (pero ello cuestiona también la Verdad del Dios clásico Creador). 438. El sentido ilumina pero no elimina el sinsentido. 439. Nunca se ama en vano: a veces te recriminan. 352

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440. Nos fijamos amorosamente en una persona: cuando hay tantas. 441. El héroe fílmico Batman el Murciélago se identifica con su sombra: por eso nos asombra. 442. Tras veinte años visito a mi bella prima: abre la puerta su idéntica hija de veinte años (se me traspasa el corazón). 443. Como viene a decir Lou Salomé, la sublimación del eros requiere más eros, no menos: y sobre todo mejor eros (amor). 444. Mis aforismos son lancinantes: alanceamientos. 445. El Corte Inglés parece El Pilar, y El Pilar parece El Corte Inglés: contaminación de contrarios. 446. Mis vacaciones son playa vasca y desierto aragonés: para desertar. 447. Siempre he unido lo que la gente separa: eros y religión, amor y Dios. 448. No dejarse atrapar por la juventud sino dejarse agraciar: la juventud comienza a hacerme gracia (igual que los niños). 449. Un lacerado Cristo de cera: muerto como un cirio apagado. 450. Lágrima: marca de agua de nuestra mortalidad (F.C. Serraller). 451. Veo el auténtico retrato de Shakespeare, joven fino, tímido e introvertido, pero de mirada irónico-melancólica: éste sí puede ser el gran autor de sus dramas y sonetos. 452. Dios es el problema y la solución: la solución y el problema. 453. El pasodoble hace alegre nuestra tragedia taurina: así canta un pasodoble. 454. Lo peor de la sociedad son los homosexuales y los heterosexuales. 455. El Hospital de Basurto de Bilbao se llama Santo Hospital Civil: el dolor santifica y, a veces, consagra. 456. El gran gozo de dar a luz, parir o publicar: una obra, un libro, un ser. 457. El dolor es nuestro límite con la nada: con la nada abismática. 458. La significación como ignición: y el sentido como llama (focalización). 459. El simbolismo no miente: porque se sabe humano. 460. Proust: alta alcahuetería literaria. 461. Mi sendero campestre es más bonito con el mal tiempo que lo hace más bruñido e íntimo: el buen tiempo lo devasta y enajena. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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462. Salgo del gris-ciudad al verde-campo: el agua, la brisa, el silencio vegetal, lo estante. 463. El viejo método para que un clérigo no abandone es que abandone el mundo: pues no se marcha el que no entra en el mundo. 464. Trabajo con un banco mediano de gente mediana: cuya oficina siniestra me inunda de gráficos, curvas y parámetros estólidos. 465. No tengo nada que perder: y cada vez menos. 466. El tiempo es oro: en el banco y para el banquero. 467. El alma es un hueco del espacio: relleno de tiempo. 468. La caridad para con lo querido: dilección sin predilección, amor indiscriminado (A. Comte-Sponville). 469. La fidelidad humana consiste en ser fiel: al fiel de la balanza. 470. La contaminación de los contrarios. 471. Pocholo significa hermoso: y proviene del vasco potolo/potxolo que significa lucido (el bien comido). 472. Alguien es borde: cuando es esquinado. 473. El estaño restaña. 474. Los malos días de verano en la playa pueden resultar los buenos. 475. Era insigne: por su insignificancia. 476. Lo esencial de la vida está en el secreto de nosotros mismos, dice F. Mauriac: nuestra propia inefabilidad. 477. De viejo uno lo pierde todo y a todos: hasta a sí mismo. 478. Parece que Proust escondía su genio en el humo de incensario que lanzaba a sus admirados: cuyo seso y médula absorbía literariamente. 479. Los estragos tanto de la ascesis pura como de la lujuria impura. 480. Todo destino es singular: soledad por fin consentida, renuncio al amor, acepto el silencio (F. Mauriac). 481. Viajamos más cuando no estamos bien en casa: viajamos menos cuando estamos bien en casa. 482. De joven predicaba la relativización: que ahora practico de viejo. 483. La voluptuosidad de estar solo con Dios (M. Bàrres). 484. Si Dios no existe, el ser no existe: existe el devenir de la nada. 485. Recuerdo Austria por el olor a pinos enhiestos y madera húmeda, a hongos silvesDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tres y flores domésticas, a cerveza rubia y a mostaza cobriza. 486. El cristianismo nos hace volver la vista al sufrimiento y a la pobreza, a la cruz y el mal: para su transformación. 487. Qué guapos los extranjeros hiperbóreos: me gustaría ser extranjero. 488. La necedad del arte contemporáneo refleja nuestra neciedumbre. 489. Bin Laden: ¿no será Woody Allen? 490. El espacio es la madre, dice J.P. Azaúste: pero entonces el tiempo sería el padre engullidor de sus hijos (Cronos). 491. Amar es pensar, dice Pessoa: pensar en otro. 492. La homosexualidad es una enfermedad: inducida por la homofobia. 493. Una santa que asocio desde niño con el albaricoque: santa Margarita María de Alacoque. 494. Pues sólo los que ya aman encuentran el amor (D.H. Lawrence): y sólo los que presienten el sentido pueden encontrarlo. 495. Hay que tener una postura: para no caer en impostura. 496. El miedo a algo/alguien puede provocar connivencia. 497. Lograr una buena vejez: es preciso no correr detrás de lo que huye, tratar de caminar al paso, saber contentarse con los que nos vienen a buscar y no ir a buscar a nadie (F. Mauriac). 498. En la escritura nos disolvemos para resolvernos: en el amor nos deshacemos para rehacernos: en la vida nos morimos para transmutarnos. 499. Las viejas locomotoras jadeantes de mi infancia perdida. 500. He necesitado interponer entre mi yo y el mundo ciertas distancias, mediaciones y transiciones: para evitar el choque y lograr una comunicación cautelosa. 501. Somos tan insolentes que abandonamos a los que nos aprecian para buscar el aprecio de los que nos desprecian. 502. Pues otros rostros y otros amores nos consolarán (J. Ville). 503. Hay adioses odiosos: el adiós como un odiós. 504. La vida es flujo (anésis) a través del influjo (tónos). 505. La música es nieve: asada. 506. Eros o Cupido se esconde en el fondo del Alma o Psique: véase Apuleyo. 507. Vacatio (vacación) y bacchatio (bacanal): estival y festival. 353

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508. El invierno como infierno: bajada al inframundo del Hades frígido. 509. La superficie es espacio sin tiempo: la profundidad es tiempo sin espacio. 510. Necesitamos el sueño para ensoñar: interiorizar las imágenes diurnas. 511. La urdimbre afectiva comunica: la estructura lingüística metacomunica. 512. El amor mata: y resucita. 513. Sólo queda en el silencio hostil / el mar universal y la nostalgia (saudade): F. Pessoa. 514. Ganamos todas las batallas de la vida: hasta perderlas todas en la conflagración final. 515. Cuanto más vivimos, más nos acercamos a la muerte. 516. En el estructuralismo el cuerpo es el significante y el alma es el significado: en mi hermenéutica el cuerpo es el símbolo y el alma es el sentido. 517. El lenguaje simbólico es un lenguaje transverbal: lenguaje del sentido y no del mero significado. 518. Los dioses (y las mujeres) nos defienden de los hombres. 519. Abrirse al otro: pero sin pendencias que provienen de dependencias. 520. No me había percatado: porque no había catado. 521. La vida lleva consigo una serie de etapas o edades que marcan nuestro sendero: circunscribiéndolo. 522. La vejez no está sólo al final: está ya implícita o implicada al principio como finitud y contingencia. 523. Un alumno me epata afirmando que, con mi filosofía, obtiene mejor relación no ya con los demás: con las cosas del mundo. 524. A menudo no hay que hacer nada: el que nada no se ahoga. 525. A base de vivir la vida se relativiza. 526. El amor es la locura de los sabios y la sabiduría de los necios (S. Johnson). 527. Yo diría que ciertos amores son la tontera de los listos y el alistarse de los tontos. 528. El aforismo sirve para traspirar: anímicamente. 529. Cohabito esta España de siesta roída de sol. 530. Me alimento de estupores. 531. Según Chesterton, Francisco de Asís no veía el bosque: veía los árboles, es decir, los hombres. 532. Amor es una palabra que deriva de amma-mama: mamá y mama (P. Quignard). 354

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533. No hay sentido sin imagen de sentido. 534. El amor nos hace llorar, la belleza y la música nos hacen llorar, la religión nos hace llorar: todo lo trascendente nos hace llorar de gozo intrínseco. 535. El amor es como el ser y el logos: une y diferencia a la vez. 536. La aparición tras la parición: la madre como realidad/realización primigenia (protorrealidad). 537. La razón es la locura del más fuerte: la razón del menos fuerte es locura (Ionesco). 538. Pensar es globalizar: sentir es localizar. 539. El mito puede entenderse sin la historia: pero la historia no puede entenderse sin el mito. 540. Basta algo de silencio y todo se detiene (C. Pavese): porque el silencio es el continente blanco que contiene todo contenido. 541. Lo humano como encarnación de lo divino. 542. La mitología no pertenece al ámbito de la razón: porque pertenece al ámbito de la sabiduría. 543. El lugar de mi nacimiento —Aragón— es un lugar que siempre me ha resultado algo extraño: por eso estoy extrañado de él. 544. Aragón extraño: porque allí extrañaron a mis padres entrañables y me extrañé a mí mismo en un contexto inhóspito. 545. El mito tiene razones que el logos desconoce: y el símbolo obtiene razones que el signo no contiene. 546. Chateaubriand: romántico barroco. 547. El 17 de septiembre de 1979, pocos meses antes de morir atropellado, R. Barthes confiesa sus fracasos sentimentales con los jóvenes: el amor contrariado de los contrarios (puer y senex). 548. Padecer es más realista que gozar: gozar es más idealista. 549. La aforística proyecta fragmentos que se ajustan o que hay que encajar: en sus diferencias lacerantes. 550. Antiquum exquirite amorem: Buscar el amor antiguo. 551. Tristán e Isolda duermen separados/unidos por una espada: el amor que une y divide. 552. Matar lo que se ama para apropiarlo. 553. El amor es el pasado, dice P. Quignard: pero el pasado horadado y abierto al futuro en el presente transeúnte. 554. Mi madre está junto a mí, mi padre está frente a mí (Ionesco, Diario): la madre está en nosotros, el padre está entre nosotros. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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555. El ciervo como animal lujurioso en algún tiempo (siglo XV). 556. (In hoc signo vinces) El signo vence la realidad porque la domina, el símbolo acoge la realidad (por eso convence). 557. Subrayar un buen libro con un lápiz bueno: la madera y la mina al encuentro. 558. Las vacas colgadas del monte pacen pacientes. 559. Según Alexander Campos, mi pensamiento sería iluminador y contundente: pero bien podría ser iluminado y redundante. 560. El auténtico héroe sería Heraclés pacificado por la sacerdotisa de los Misterios Eleusinos: o bien el belicoso Triptolemo reconvertido en agricultor: el héroe antiheroico. (Para F. Gerenabarrena.) 561. Lo más humano del hombre: el sufrimiento. 562. El neoconverso judío debía demostrar su amor al cerdo o marrano abjurando de su viejo lema: jamás jamé jamón. 563. Obtener la propia felicidad y no la ajena o enajenada: la felicidad apropiada y no la felicidad apotropaica o proyectada a los demás. 564. Lo bello es irreal, dice J.A. Marina: pero yo pienso que la belleza es, como todo lo simbólico, surreal (real-ideal). 565. La libertad es poder dar razón al adversario: esta genialidad hermenéutica se debe a A. Camus. 566. En la montaña mágica de Davos, en Suiza, se confrontan filosóficamente M. Heidegger y E. Cassirer en 1929: el primero representaría al Nafta dionisiano e irracionalista de la obra de T. Mann, el segundo al Settembrini apolíneo y humanista de dicha novela (apud R. Safranski). ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Memoria «Al nacer —dice Leroi-Gourhan—, el individuo se encuentra en presencia de un cuerpo de tradiciones propias a su etnia y, sobre planos variados, un diálogo se emprende desde la infancia entre él y el organismo social. La tradición es biológicamente tan indispensable a la especie humana como el acondicionamiento genéDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tico lo es a las sociedades de insectos: la supervivencia étnica depende de la rutina; el diálogo que se establece suscita el equilibrio entre rutina y progreso, la rutina simbolizando el capital necesario a la supervivencia del grupo, el progreso, la intervención de las innovaciones individuales para una supervivencia mejorada».1 Ahora bien, tan variados son los registros de estos «cuerpos de tradiciones», como variadas son las formas de memoria y las correspondientes «superficies de inscripción» que ellas acaban conformando. Por eso, de los hábitos y costumbres a las valuaciones más abstractas y simbólicas en las cuales puede reconocerse la particularidad de los agrupamientos y la singularidad de los individuos, se ven desfilar múltiples superficies de inscripción de las memorias. Enunciemos algunas de ellas. Memorias repetitivas: que afincan en la inscripción por desbroce y por apertura, es decir, por el marcaje de una huella, ese efecto propio de la rutina y del hábito. Prácticas elementales que constituyen los programas vitales de los sujetos, gestual cotidiano que sustenta y soporta la supervivencia del —y en el— contexto social. Estos hábitos se adquieren —como dice Leroi-Gourhan— bajo la triple incidencia de la «doma por imitación, de la experiencia por tanteos y de la comunicación verbal»,2 cuyas superficies de inscripción trascienden muchas veces el cuerpo mismo para perpetuarse en otros «registros». Rutina, rumores, «tumores» donde se detectan lo que Isaac Joseph ha llamado «esas categorías pre-individuales de un “sentido común” que constituyen el “hábitat” del individuo»,3 es decir, esos «dispositivos energéticos estables, a veces complejos, de plasticidad variable, que estructuran un tipo de comportamiento en un tipo de situación contextual. La estabilidad del dispositivo —dice Lyotard— permite la repetición del comportamiento-tipo, con un notable ahorro de energía».4 No en vano el sujeto es el producto de las contracciones de los hábitos. Al fin y al cabo, ellos son «nuestra naturaleza y la naturaleza de las cosas». Por eso, en el espacio de estas memorias repetitivas somos especies de sonámbulos, de sujetos que al «andar en sueños» movilizamos recursos de adaptación pre-individuales «y rutinas de interpretación contextual y de inter355

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acción, que figuran como un auténtico conjunto de anticipaciones disponibles».5 Jean François Lyotard ha mostrado cómo la «memoria social» considerada desde el culturalismo, es decir, desde el sustrato de los hábitos y costumbres que adquieren el estatuto de patrimonio, es una verdadera «nebulosa de hábitos». Y lo es porque en su misma configuración enraízan en un espacio y en un tiempo esos programas de reconocimiento que terminan conformando verdaderos estetogramas, es decir, «fragmentos expresivos que individúan al ser capaz de vivir en ellos»6 y que hacen de la sociedad el espacio de una «estética social» en el cual se localizan puntos de referencia y «nudos afectivos» de una fuerte tendencia inercial, cuyo operador mnemotécnico privilegia la repetición como dispositivo de marcaje. Hay otras formas de memoria que sin necesidad de suprimir el mecanismo repetitivo de las anteriores e incluso potenciando al máximo su «ahorro de energía», son las depositarias de esas prácticas que la memoria-recuerdo prolonga y que el aprendizaje perpetúa bajo el cuidado más o menos dispendioso de las instituciones. Podemos llamarlas memorias recordativas porque como memorias de una inscripción anterior, están ancladas ya no en la materialidad fisiológica de los cuerpos, sino preferentemente en esas prácticas de reconocimiento que el «cuerpo social» ofrece ahora como superficie de inscripción. Esta primera forma de «desarraigo» de la memoria que pone a «flotar» ahora el recuerdo entre los espacios de las formas más o menos institucionales de organización colectiva, es también el primer indicio claro de que las «memorias particulares» son el efecto de estos múltiples cruces que acaban configurando el patrimonio colectivo conseguido por el grupo. O dicho con más propiedad: que el «cuerpo social» como superficie de inscripción de estas memorias sólo se consolida en esas variadas materializaciones que va conformando por la «cristalización de los recuerdos». La familia, la escuela, el territorio, la aldea o incluso la «patria» son los cuerpos sociales privilegiados de estas memorias recordativas. En ellos y a través de ellos se perpetúan los «valores corporales», los ritmos de vida, las «maneras de la mesa», las valuaciones y afecciones estéticas, las formas del habitar, los espacios de interrelación afectiva, comunicativa 356

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o de transacción económica generalmente de una fuerte consolidación, y, en fin, esa amplia gama de relaciones interpersonales poco extensas pero sí muy intensas que constituyen lo que se reconoce comúnmente como instituciones sociales y que nosotros preferimos llamar el cuerpo social de estas memorias. Por eso no es difícil encontrar aquí en esta cristalización de los recuerdos los puntos de referencia para medir las desviaciones de la cultura o los posibles «descentramientos» de sus «sujetos». Y por eso estas memorias recordativas tienen ese carácter inercial que si bien sirve de punto de referencia para lograr los niveles identitarios tanto colectivos como individuales, se pueden convertir también en uno de los mayores obstáculos para la supervivencia obviamente potenciada del grupo. Pero también podemos reconocer las memorias rememorativas que, desplegando preferentemente el «barrido» como dispositivo de registro, condensan, recogen y unen en las elaboraciones simbólicas y en sus imágenes, los puntos referenciales de singularidad del sujeto y de reconocimiento de la etnia. Ancladas en el «aparato no menos complejo del lenguaje», estas memorias rememorativas sindican con toda propiedad la especificidad de la memoria social humana y corroboran, lógicamente desde otra perspectiva, la intuición aristotélica del hombre como Zoon Politikon, es decir, como un animal que sólo se individualiza en tanto que ser social. En efecto, la memoria individual construida y la «inscripción de los programas de comportamiento personal, son totalmente canalizados por los conocimientos, cuya conservación y transmisión están aseguradas en cada comunidad étnica por el lenguaje —dice Leroi-Gourhan. De tal suerte que aparece una verdadera paradoja: las posibilidades de confrontación y de liberación del individuo reposan sobre una memoria virtual, cuyo contenido pertenece a la sociedad. En el insecto, la sociedad detenta la memoria solamente en la medida en la cual esta sociedad representa la supervivencia de una cierta combinación genética donde el individuo no tiene posibilidades sensibles de confrontación. El hombre es a la vez individuo zoológico y creador de la memoria social; así se esclarece tal vez la articulación de lo específico y lo étnico, y el circuito que se establece en el progreso (carácter propio de las DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sociedades humanas) entre el individuo innovador y la comunidad social».7 No en vano el registro preferencial de estas memorias rememorativas es el lenguaje. La desterritorilización de sus signos y la consecuente capacidad que tienen de traer a la presencia algo que está ausente, ponen también en evidencia y a su manera ese carácter rememorativo que ellos tienen, pues la rememoración implica no tanto la «retención del pasado en el presente como presente» propio más bien de la recordación, cuanto «la síntesis del pasado como tal y su re-actualización como pasado en el presente».8 Memoria-lenguaje llama Jean François Lyotard a estas memorias que adoptan como forma de inscripción la escritura «tele-gráfica»; es decir, que al implicar una intervención que «escribe» sobre ella misma, «conserva y hace disponible la unión acción-reacción, independientemente del lugar y del momento presente».9 Y las llama así porque estas memorias configuran en sus espacios de inscripción unas propiedades no encontradas en las huellas y anclajes de las memorias repetitivas y recordativas. A diferencia de la simple huella —dice Lyotard—, «la memoria-lenguaje implica propiedades inexistentes en el hábito: la denotación de aquello que ella retiene —gracias a su transcripción simbólica—; la recursividad (la combinación de signos es innumerable, a partir de reglas generativas simples, esto es, de su gramática) y la “sui referencia” (los signos “lenguajeados” pueden ser denotados por signos “lenguajeados”: metalenguaje)».10 Por eso los registros de estas memorias condensan en sus formas de inscripción las imágenes y los símbolos de una espacio-temporalidad diferida que, liberados de las coordenadas empíricas, constituyen el lugar de nuestro reconocimiento, al «sujetarnos» como miembros de una colectividad. Con razón el psicoanálisis encontró en la condensación uno de los mecanismos mediante los cuales elaboramos procesos oníricos y producimos los actos fallidos y a través de los cuales aflora el sustrato de nuestras prácticas inconscientes; con razón la retórica también reconoció en ella a uno de sus tropos de más eficacia poética por su poder de evocación y de rememoración. Y con razón pudo Paul Ricoeur encontrar en esa «capa de imágenes y símbolos constituida por las representacionesDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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base de un pueblo», la condensación espaciotemporal de una cultura. Todos los fenómenos directamente accesibles a la descripción inmediata —dice—, son como los síntomas o el sueño para el análisis. De igual manera será necesario llegar hasta las imágenes estables, hasta los sueños permanentes que constituyen la herencia cultural de un pueblo y que alimentan sus apreciaciones espontáneas y sus reacciones menos elaboradas respecto de las situaciones por las que atraviesan. Imágenes y símbolos constituyen lo que podría llamarse el sueño en la vigilia de un grupo histórico.11

Reactualizar el pasado como pasado pero en el presente, es ni más ni menos condensar en el dispositivo del lenguaje las huellas y registros que posibilitan a la colectividad, y en consecuencia al individuo, la puesta en obra de sus memorias rememorativas. Quizá ello explique por qué razón ellas son el objeto privilegiado del arte de la mnemotecnia; porque como memorias-lenguaje que son, su campo operativo pone en funcionamiento la denotación de aquello que ellas retienen, a través de los mecanismos de la contigüidad y de la semejanza; o lo que viene a ser lo mismo, a través de la condensación y los desplazamientos en los cuales y con los cuales rememoramos. Pero por paradójico que parezca hay otras formas de memoria que no necesitan ni del recuerdo, ni de la repetición para su ejercicio, precisamente porque se han desterritorializado de toda huella o marcaje en el cual reconocer la impronta del tiempo. Poca —por no decir ninguna— atención han merecido, al ser remisas a cualquier proceso mnemotécnico. Por eso, su existencia como memoria no se ha reconocido porque no se las encuentra ni como propiedades de una facultad, ni como repliegues de la temporalidad humana, según la lógica que parece atravesar las tres formas de memoria que hemos descrito. Quizá la noción que el psicoanálisis ha elaborado para explicitar el «trabajo» del sueño nos permita identificarlas como memorias perlaborativas, en cuanto tienen en el nivel puramente anamnésico su soporte por excelencia. Ya Sócrates las había avizorado cuando distinguía el simple arte de suscitar recuerdos (la hypomnésis) de esa capacidad de «liberación» que a través del «ejercicio espiritual e intelectual de la rememoración» conducía según él al «reino de las esencias».12 Sólo que 357

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tras esa distinción se operaba justamente la exclusión de esta capacidad «creadora» del campo de la memoria para confinarla más bien en el espacio de la interioridad. No es ciertamente el arte de la mnemé como cultivo, como ejercicio o, si se quiere, como dispositivo semiótico el que opera en estas memorias perlaborativas. Jugando un poco a las palabras, podemos decir más bien que es la mnemé del arte la que ellas despliegan a través de las estrategias del riesgo y la aventura, con las cuales «desterritorializan» la memoria de la temporalidad cronológica para hacerla transitar hacia el lugar de nuevas topologías, dibujando así esa especie de «exteriorización de la interioridad» que de hecho es también el espacio donde se ubica la experiencia del arte. Jean François Lyotard ha identificado una forma de escritura que puede corresponder muy bien a esta forma de memoria: «la inscripción de lejos, de muy lejos» y sobre todo «para muy lejos», en el espacio y en el tiempo. Pero memoria y escritura no de un pasado como pasado, ni de un pasado como presente, sino más bien de un presente-pasado para un futuro, cuyo soporte no es tanto esa marca olvidada que se recuerda o rememora, cuanto una inscripción que permanece borrada en la huella y en el barrido. La perlaboración es un «pasaje» de un recorrido previo pero sin mapa predeterminado. De ahí que sea una auténtica travesía y aventura que debe producir en el espacio mismo de su hacer, su registro y huella mnemotécnicas, a la manera como el artista lo hace con su obra, pues en ella él «“recordaría” lo que no ha podido ser olvidado, puesto que eso no “habría” sido nunca antes escrito». La perlaboración no repite lo habitual como las memorias repetitivas, ni recuerda eventos como lo hacen las memorias recordativas, ni rememora voluntaria o involuntariamente los símbolos y las imágenes, sino que permuta al elaborar y perlabora al mutar las huellas mnemotécnicas. Por eso la perlaboración trasmuta la temporalidad como horizonte de la memoria por la espacialidad móvil y creciente o decreciente de sus registros, haciéndola transitar la mayoría de las veces en contravía del dispositivo temporal que marca la ley de su fidelidad, de su permanencia y de su desarrollo. Sin esta perlaboración, sin este continuo acto creativo, la «memoria» moriría al 358

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fosilizar sus registros, al retener los recuerdos y al detener esa «libertad de opción» que la caracteriza como experiencia humana. Riesgo y aventura; anamnesis y perlaboración: allí están los rasgos fundamentales de estas formas de memoria que mantienen, pues, vivos a los sujetos y a las culturas. Se comprende ahora por qué razón resulta, si no simplista, al menos problemático el confinar la memoria en ese espacio metafísico que la localizaba como mediadora entre el mundo sensible y el reino de las esencias. Simplista porque reducía su poder y su eficacia a la escueta actividad de asociar impresiones; problemática porque al asumirla como una facultad o una propiedad, sustancializaba este dispositivo incorporal cuyas diferentes formas de expresión y de contenido conforman estas superficies de inscripción en las cuales identificamos no una sino múltiples memorias. No sé si la afirmación bergsoniana de que la memoria no necesita registros, tiene ahora pertinencia. Por lo menos sí requiere de precisiones, pues ya es claro para nosotros que el cuerpo fisiológico, el cuerpo social, las instituciones, las imágenes y los símbolos son auténticas superficies de inscripción de estos «cuerpos de tradiciones» que conforman el entramado de las memorias en las cuales nos reconocemos. A lo mejor habría que decir que sólo somos un complejo nudo de memorias en el cual la diferencia entre memorias individuales y memorias colectivas que ha sido el soporte de muchas de las reflexiones sobre ella parece perder toda pertinencia. Razón tenía Marx al mostrar cómo las imágenes de la vida social reducidas a la sumatoria de vidas individuales pertenecen a las «imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robinsonadas dieciochescas», sin que ello implique como contrapartida caer en ese idealismo ingenuo —disfrazado de un supuesto realismo— que quiere a toda costa anteponer a los individuos una «colectividad» originaria y primigenia. Si sólo podemos individualizarnos en la sociedad es porque la particularidad que nos hace unos es el efecto del cruce, del flujo y del encuentro de estas «memorias colectivas» que al construirse en el acto de mutuo reconocimiento, configuran el espacio en el cual nos obstinamos en reconocernos como sujetos que buscan por todos los medios per-se-verar en el ser. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Notas 1. André Leroi-Gourhan, El gesto y la palabra, Caracas: Universidad Central de Caracas, 1971, p. 224. 2. André Leroi-Gourhan, op. cit., p. 227. 3. Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano (trad. de Alberto L. Bixio), Barcelona: Gedisa, 1988, p. 98. 4. Jean François Lyotard, «Logos et teckné, ou la télegraphie», en L’inhumain. Cahiers sur le temps, París: Ed. Galilée, 1987, p. 58. 5. Remito al cap. 6, «Rutinas», del texto de Isaac Joseph que hemos citado. Cfr. op. cit., pp. 93 y ss. 6. José Luis Pardo, Las formas de la exterioridad, Valencia: Pre-Textos, pp. 18-19. 7. André Leroi-Gourhan, op. cit., p. 224. 8. Jean François Lyotard, «Si l’on peut penser sans corps», en L’inhumain, op. cit., p. 23. 9. Idem, p. 61. 10. Ibídem. 11. Paul Ricoeur, «Civilisation universelle et cultures nationales», en Histoire et verité, París: Ed. Du Seuil, 1955, p. 295. 12. Ignacio Gómez de Liaño, El idioma de la imaginación, Madrid: Tecnos, 1992, p. 153.

En todo ello nuestro autor se muestra como un romántico barroco, de prosa frondosa, amante del mar, la mujer y la muerte, afectado por la melancolía del paso del tiempo, en lucha por el orden frente al desorden, proyectando la gloria personal y colectiva a través del honor aristocrático y la nobleza del alma. La copresencia existencial de la contingencia, la finitud y la inconsistencia de todas las cosas son exorcizadas por una religiosidad que destila una trascendencia estética a través de sus ritos, liturgias y sacramentos, los cuales evocan en nuestro autor ciertas paradas militares transfiguradas por la sacralidad: En los días festivos que acabo de mencionar me llevaban mis hermanas a recorrer las estaciones a diferentes santuarios de la ciudad: la voz melodiosa de algunas mujeres invisibles hería agradablemente mis oídos; la armonía de sus cánticos se mezclaba con el bramido de las olas. Cuando en el invierno al toque de oraciones se llenaba de gente la catedral; cuando se arrodillaban los viejos marineros y los jóvenes leían su breviario a la luz de las candelas; cuando al echar la bendición repetía la multitud el Tantum ergo; cuando en los intermedios de sus cánticos azotaban las ráfagas de viento los vidrios de la basílica haciendo temblar las bóvedas de la nave, en la que habían resonado las voces robustas de Cartier y de Trouin, mi corazón experimentaba un sentimiento extraordinario de religioso fervor. En aquel momento no tenía necesidad de que la Villeneuve me dijese que juntara las manos para invocar a Dios; veía el cielo abierto, y a los ángeles ofreciendo nuestro incienso y nuestros votos; inclinaba mi frente, no agobiada aún bajo el peso de las desgracias que nos afligen de una manera tan horrible y que impelen a no levantarla cuando hemos llegado a inclinarla al pie de los altares. Había marino que al salir de estos religiosos ejercicios, se embarcaba con el espíritu fortalecido contra la noche, a la par que otros entraban en el puerto guiados por la iluminada cúpula de la iglesia; de este modo, la religión y los peligros andaban continuamente unidos, y sus imágenes ocupaban a un mismo tiempo mi imaginación.2

JAIRO MONTOYA

Memorias: Chateaubriand 1. Chateaubriand Como no creo sino en la religión, desconfío de todo [Chateaubriand].

Las auténticas memorias son documentos indispensables en los que se aborda lo real y lo ideal, la objetividad y la subjetividad, la historia y su interpretación, el devenir y su conciencia. En este sentido, las Memorias de ultratumba de F.R. Chateaubriand (1768-1848) son unas memorias paradigmáticas, en las que el escritor francés narra la política y la literatura, las ideas y los sentimientos, el existir y sus vivencias, la razones y los afectos. Se trata de un personaje que apoya la monarquía borbónica, sufre la Revolución francesa en su sangre, critica el absolutismo de Napoleón y acaba propugnando una monarquía constitucional. Chateaubriand es un bretón que participa en la política, hace literatura y defiende la religión contra la irreligión. Quizás lo más interesante es la mezcla que se da en su vida y en su obra entre el catolicismo tradicional y su apertura cuasi pagana al mundo de los salones parisinos.1 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Así que la religión es la eterna consoladora del tránsito irreparable del tiempo. Sin embargo, junto a la religión nuestro autor coloca tempranamente el contrapunto del eros, la voluptas o voluptuosidad del corazón y la visión epicúrea de la naturaleza sensible: La primavera en Bretaña es mucho más benigna que en las cercanías de París y florece tres semanas antes. La golondrina, la oropéndola, 359

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el cuco, la codorniz y el ruiseñor llegan con las brisas que se albergan en los golfos de la península armoricana. Las margaritas, pensamientos, junquillos, narcisos, jacintos, ranúnculos y anémonas cubren la tierra, como en los sitios abandonados que circundan a San Juan de Letrán y a la Santa Cruz de Jerusalén en Roma. Los claros de los bosques se ven matizados de altos y elegantes helechos; la campiña, cuajada de gayombas y aliagas, resplandece con sus flores, que parecen mariposas de oro. Los setos, a lo largo de los cuales abundan la fresa, la frambuesa y la violeta, se embellecen con zarzas, madreselvas y espinos silvestres, cuyos tallos, negros e inclinados, producen hojas y frutos magníficos. Por doquier se oye el zumbido de las abejas y el canto de las aves, los enjambres y los nidos llaman la atención de los muchachos. En ciertos parajes, resguardados del cierzo, crecen, como en Grecia, las adelfas y el mirto sin cultivo alguno; las brevas maduran tan pronto como en la Provenza; los árboles frutales, con sus flores de carmín, parecen un gran ramillete de novia de aldea.3

2. Memorias Lo que deshonra es funesto [Chateaubriand].

Chateaubriand se sitúa simbólicamente entre el naturalismo templado de Horacio y el sobrenaturalismo templado del catolicismo, entre la mitología pagana y la revelación cristiana, entre las expansiones del cuerpo y las impansiones del alma, entre el deseo de fundirse en la naturaleza (así en las cataratas del Niágara) y el contrapeso de lo sublime (así en la comunión eucarística): Si en el transcurso de mi vida he pintado con alguna verdad los arrebatos del corazón, mezclados con la sindéresis cristiana, es debido únicamente a la casualidad, que me hizo conocer a un mismo tiempo dos imperios enemigos. Con placer recuerdo aquellas dichas de mi alma que precedieron algunos instantes tan sólo a las tribulaciones del mundo. Experimenté todo lo que la religión y la inocencia tienen de más dulce y saludable y las pasiones de más seductor y más funesto.4

Será la Revolución francesa de 1789 la que confronte a nuestro autor con la cruda realidad del mundo cruel, hasta ahora sólo divisado confortablemente desde su cercanía a la Corte Real de París. Observador crítico de los sucesos sangrantes de la Revolución, el vizconde Chateaubriand acabará defendiendo la 360

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emancipación del pueblo, pero denostará los medios violentos empleados. Así describe concisa y melodramáticamente el ambiente revolucionario del París incendiario: Todo eran duelos y amores, mezclas de prisión y de fraternidad política, reuniones misteriosas; paseos retirados, silenciosos, solitarios, juramentos eternos; ternuras indefinibles, entre el ruido sordo de un mundo fugitivo y el lejano rumor de una sociedad vacilante que amenazaba con desplomarse sobre las felicidades colocadas al borde de los sucesos.5

En un viaje a Estados Unidos nuestro autor conocerá a Washington y su positiva revolución liberal, aunque fustigará el mercantilismo americano. La visión de los desiertos americanos le evoca la libertad conquistada a través del espíritu ilustrado y el cristianismo antiesclavista, pero observa un egoísmo de carácter economicista e individualista. Frente a la «tiranía plebeya» de París tras la Revolución, Chateaubriand se ubica algunos años en Londres, cuyas maneras y modales le atraen. En el ámbito londinense aprenderá esa forma irónica de vida típicamente británica. Es muy interesante al respecto su visión de Inglaterra, triste pero liberal, en comparación con la latina Francia: sucia y ruidosa pero sociable. Aquí, de nuevo en París, encontrará Chateaubriand la postrevolución representada por Napoleón, primero bien visto como un libertador, pero luego mal visto como un déspota opresor. He aquí su juicio al respecto: El emperador era un poeta en acción, un genio inmenso en la guerra, un espíritu infatigable, hábil y sensato en la administración, y un legislador laborioso y racional. Pero como político, siempre será un hombre defectuoso a los ojos de los hombres de Estado. Esta observación explica el contraste de sus acciones prodigiosas y de sus miserables resultados. En Santa Elena, él mismo condenó severamente su conducta política sobre dos puntos: la guerra de España y la guerra de Rusia, y aún pudo extender su confesión a otros errores.6

Al principio nuestro autor apoyará a Napoleón, quien le encomienda la diplomacia en Roma, pero enseguida caerá en desgracia por su independencia a favor de los Borbones, abandonando sus destacados puestos políticos hasta recuperarlos en la era postnapoleónica bajo la monarquía restaurada. Así describe irónicamente Chateaubriand la nueva moda romántica de los jóvenes parisinos: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Memorias: Chateaubriand

En 1822 el fashionable tenía que presentarse al primer golpe de vista bajo un aspecto desgraciado y enfermizo, eran de rigor el descuido en la persona, las uñas largas, la barba a medio afeitar, los cabellos en desorden, la mirada profunda, sublime, extraviada y fatal, los labios contraídos y el corazón, a lo lord Byron, lleno de pesares y sumido en el disgusto y el tedio por los misterios de la existencia.7

Frente a este romanticismo decadente, el romanticismo de Chateaubriand es barroco, ya lo hemos dicho, y él mismo lo sitúa en el refugio de su amada señora Récamier: Cuando cansado de haber subido tres pisos entraba en aquella celda a la caída de la tarde, no podía menos de entusiasmarme; las ventanas daban al jardín de la Abadía, por cuya verde alfombra paseaban las religiosas y corrían las pensionistas. A la altura de la vista llegaba la copa de una acacia: agudos campanarios rasgaban el cielo y se divisaban en el horizonte las colinas de Sèvres. El sol, al ponerse, doraba el panorama y penetraba por las ventanas abiertas. La señora Récamier estaba sentada al piano; tocaban el avemaría: los sonidos de la campana, que parecía llorar a la tarde que moría, se confundían con los dulces acentos de la invocación a la noche de Romeo y Julieta, de Steibelt. Algunos pájaros iban a recogerse en las celosías levantadas de la ventana, y yo disfrutaba del silencio y la soledad por encima del tumulto y el ruido de una gran población.8

3. Reflexión Nuestro inevitable desencanto nos advierte de que nuestros destinos son más sublimes [Chateaubriand].

Quizás lo más destacado de la vida y obra de Chateaubriand sea su capacidad de cercanía sentimental y distancia intelectual de cosas, personas y acontecimientos, ya que su refugio es el honor anímico. Cabe situar a nuestro héroe romántico en una línea que va del humanista Montaigne al romántico Rousseau, y se prolonga en la figura de Lamennais y socios católico-liberales. Pero su vivencia irónica del mundo, la iglesia y el poder político, con sus intrigas y manejos, complots y chismes, hace de sus memorias el lugar destacado de la alta alcahuetería cultural. El encanto de la política, el embrujo del poder y el hechizo de las tecnologías están presentes en estas memorias, en las que su autor realiza sus gestiones diplomáticas con la distancia fina de un intelectual. En efecto, en su DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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obra los contrarios —religión y política, moral y eros, alma y mundo— logran una cierta correlatividad, si bien a favor del primer término o miembro. Podríamos afirmar que Chateaubriand piensa a Dios como una sublimación del poder, lo mismo que el amor lo es de la libido y el sentido lo es del éxito. Lo cual quiere decir correspectivamente que el poder es una desublimación de Dios, la libido del amor y el éxito del sentido. Tocamos con ello la correlación entre lo sagrado y lo profano, lo profano y lo sagrado: la correlación entre el mundo y su trascendencia siquiera simbólica, o si se prefiere, la correlación entre la economía (el dinero) y el alma (la persona). Pues bien, a menudo se nos predica la racionalización de toda irracionalidad, llámese mito o rito, Dios o el sentido, eros o el alma, en nombre de un desencantamiento de carácter ilustrado. Se predica entonces una desromantización de cuestiones románticas en nombre de incuestionadas cuestiones ilustradas, lo que suele conllevar el implícito e intimidatorio reencanto irracional-romántico del otro extremo o extremidad: el poder y la política, el éxito y el dinero, el mundo y sus tecnologías como inmanencia trascendental. Con ello nos pasamos del reencantamiento romántico al reencantamiento romanticote de la Razón ilustrada erigida en Verdad suprema o absoluta.9 Entonces es cuando echamos de menos a Chateaubriand y sus Memorias de ultratumba, su mejor obra por encima de El genio del cristianismo. En esa obra su autor dejó escrito que, como creía en la religión, no tenía que creer en pseudorreligiones. El totalitarismo de derecha e izquierda —fascismo y comunismo— ha ilustrado fehacientemente la peligrosidad de convertir la política en religión buscando la salvación —Heil— absoluta. Pues la salvación absoluta es la absoluta condenación: la superación absoluta como nihilismo total. El Todo como Nada, la revolución como antievolución, la integridad como integrismo (que es lo contrario del auténtico integracionismo). 4. Conclusión Después de la desgracia de nacer, no conozco otra mayor que la de dar la vida a un ser humano [Chateaubriand].

El romanticismo se caracteriza por la interioridad sentimental, la impresión subjetiva de la temporalidad y la introyección de lo infinito: 361

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su representante típico es Hölderlin. Por su parte, el barroco se caracteriza por la exterioridad suntuosa, la expresión corpórea y la proyección de lo indefinido: su representante típico es Bernini. A partir de aquí llamamos barroco-romántico al creador que, como Bach, finitiza la infinitud, espacia el tiempo e incorpora la interioridad. Finalmente, denominamos románticobarroco al artista que, como Chateaubriand, abre la finitud a la infinitud, temporaliza el espacio e interioriza la exterioridad. Por eso, en sus memorias la realidad comparece como un confinamiento externo al que contrapone la libertad interior:

6. Ídem, p. 354. 7. Ibídem, p. 379. 8. Ídem, p. 396. 9. Sobre el encanto del mundo moderno y el hechizo del mundo de la técnica, véase M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, Laia, Barcelona 1989. 10. Chateaubriand, Memorias de ultratumba, edición citada, pp. 100 y 513.

Esa imposibilidad de duración y consistencia en los vínculos humanos, ese olvido profundo que va tras de nosotros, ese invencible silencio que se apodera de nuestra tumba y que se extiende hasta nuestra casa, me impele constantemente al aislamiento. Cualquier mano es buena para darnos el vaso de agua que podamos necesitar cuando nos veamos postrados por la fiebre de la muerte. De mi experiencia, no me queda más que un desengaño completo de todas las cosas de este mundo. Mi convicción religiosa, engrandeciéndose, ha devorado mis demás convicciones; no hay en la tierra cristiano más creyente ni hombre más incrédulo que yo.10

La alusión al carácter mendaz de lo social imbrica un silencio y una práctica. Un silencio que se vierte en la escasa presencia de reflexiones en torno a la mendacidad y, asimismo, una práctica que alude al hecho ineludible de que, pese a la condena moral que lleva consigo, la mentira es un componente más de la cotidianidad que habitamos. Convivimos con la mentira y con la ausencia de reflexiones sobre ella. Ante esta discrepancia, cabría preguntarse si la mentira remite a un hecho menor, a una cierta dimensión de lo social carente de la más mínima profundidad ontológica que no exigiría, en virtud de su propia irrelevancia, la tarea del pensar. La mentira sería un hecho execrable pero, a fin de cuentas, comportaría algo banal, algo que ya sabemos qué es y que, por ello, no merece recabar atención: se miente como estrategia de ocultación o tergiversación que busca la obtención de un beneficio propio. Sin embargo, una mirada más pausada no tardará en apercibirse de que la mentira exige y demanda la tarea del pensar porque la propia vivencia de lo social se tornaría inhóspita si se viese despojada de la práctica mendaz. Con razón afirmaba Borges en Fragmentos de un evangelio apócrifo que no hay que exagerar el culto de la verdad: «No hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces». Mentimos: la vivencia de la cotidianidad en modo alguno es ajena al mentir y, por ello, la mentira confiere una forma, en el específico modo en que es practicada, a la existencia. La constatación de lo evidente —el hecho mismo de mentir— se transmuta en un interrogante: ¿cuál es la especificidad del escenario que abre la mendacidad? ¿Qué dimensiones se agolpan en su interior? En este senti-

Chateaubriand parece acercarse aquí al postromántico Heidegger, según el cual sólo un Dios puede salvarnos. Pero quizás es propio de toda auténtica religión, y en todo caso lo es del cristianismo, propugnar una fe que no trata de responder a nuestras preguntas reductivas sino de amplificarlas: a través precisamente del dinamismo de la propia fe en el Dios implicado en la dinámica de un mundo en evolución. El problema está en que una cosa es la fundación profética del cristianismo y otra su refundación clerical por las iglesias, donde la apertura trascendental se pervierte a menudo en cerrazón, oclusión o reclusión. Notas 1. Sobre Chateaubriand, véase A. Maurois, René o la vida de Chateaubriand, Plaza y Janés, Barcelona 1971. 2. F.R.Chateaubriand, Memorias de ultratumba, edición completa, El Acantilado, Barcelona 2005, edición selecta de A. Ramoneda, Alianza, Madrid 2004, p. 88. 3. Op. cit., p. 92. 4. Ídem, pp. 100, 106 y 107. 5 Ibídem, pp. 180-181. 362

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do, la pregunta por la mendacidad es también una pregunta que también inquiere, aunque sea de soslayo, por esa otra mirada, dominante, que niega la importancia sociológica de la mentira. Si damos la razón a Walter Benjamin cuando afirma que «quien cuida los modales pero rechaza la mentira, se asemeja a alguien que, si bien se viste a la moda, no lleva camisa», cabría concluir, igualmente, que hay algo ridículo en la sociología que se preocupa por el modo en que se estructura lo social obviando su carácter mendaz. Quizás no sea aventurado afirmar que la referencia más relevante sobre la mentira en la historia de la sociología sea el memorable ensayo de Simmel titulado El secreto y la sociedad secreta. Y no es casual que sea un pensador concernido con los matices, con la aventura, con los territorios fronterizos, que aborda en toda su profundidad el carácter paradójico de lo social en su proceso mismo de constitución, el que dedique una especial atención a la mentira. No se trata ya de retomar planteamientos moralistas que ahondan en la impudicia del mentir, sino de acometer el ejercicio de pensar la importancia sociológica de la mentira: «El valor negativo que en lo ético tiene la mentira, no debe engañarnos sobre su importancia sociológica, en la conformación de ciertas relaciones concretas» (Simmel, 1986: 365). La realidad en la que estamos inmersos no es aprehensible en su totalidad, en ella se agolpan elementos contrapuestos, tensiones irreductibles, paradojas que entreveran lo que parece oponerse. En esta urdimbre que es lo social, la mentira comienza ya a adquirir una importancia ineludible toda vez que alude al modo en que se trenza un relato por medio del cual (nos) contamos lo que sucede, al tiempo que nos entreveramos cotidianamente con los otros en el transcurso de esos relatos narrativos: la mentira nos abre al sentido y a la relación. El dar cuenta de lo sucedido no puede ser ya sinónimo de una verdad inmaculada, de un relato ingenuo que busca volver a habitar el desvalido e inexistente punto de Arquímedes desde el cual reeditar el mito de la omnisciencia: en el dar cuenta de lo sucedido, los ejes que remiten a lo que sucede y a cómo nos contamos lo que sucede, dejan de ser compartimentos estancos para conformar una red inextricable que conexiona en formas variables veracidad y mendacidad. Del mismo modo, ese DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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relato que nos permite narrar lo que (nos) sucede, nos permite, en virtud de que todo relato es dialógico, relacionarnos con los otros, articulando así un modo lábil y contingente de vínculo social donde la mentira ocupa un lugar que alude no tanto a algo visible y cosificado, sino a aquello que posibilita el engranaje mismo de la relación, aquello que fluidifica el estar con los otros, incluso cuando el otro forma parte de nuestra intimidad: «Las relaciones de carácter íntimo, cuyo soporte formal es la proximidad corporal y espiritual, pierden su encanto e incluso el contenido de su intimidad, si la proximidad no incluye, al propio tiempo y en alternativa, distancias y pausas [...]; las relaciones presuponen igualmente una cierta ignorancia, una cantidad de mutuo disimulo, que naturalmente varía en sus proporciones hasta lo infinito. La mentira no es más que una forma grosera, y en último termino, contradictoria frecuentemente, en que se manifiesta esta necesidad. Si es cierto que a menudo destroza la relación, también lo es que cuando la relación existe, la mentira es un elemento integrante de su estructura» (Simmel, 1986: 365; el subrayado es nuestro). No hay relación sin mentira: éste habría de ser el punto de partida, el fundamento que apuntala inequívocamente la importancia antropológica y sociológica de la mentira y que, exige, por ello, su toma en consideración. No se trata, repetimos, de juzgar moralmente, sino de ubicarnos en una postura extra-moral que inquiera en lo que nos da la mentira. Y la mentira, decíamos, nos da la posibilidad del sentido y del vínculo. Por ello, las reflexiones siguientes habrán de volcarse en la especificidad del mentir tanto en lo que remite al sentido como al vínculo, no como elementos diferenciables y sí como ejes entrelazados a cuyo través se estructura la vivencia de lo social. Ello nos exigirá, asimismo, liberarnos de ciertos hábitos intelectuales que han impedido pensar en toda su complejidad la mentira. Comencemos por un hábito que recorre y configura la epistemología moderna, el hábito que opone verdad a mentira. El viejo modelo epistémico adaequatio rei et intellectus contrapone una única verdad incontestable a una alteración de la misma que estaría caracterizada por el mentir. Montaigne, en sus célebres Ensayos, ya había afirmado que «si así como la verdad, sólo tuviese la mentira una cara, 363

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mejor nos iría. Pues consideraríamos cierto lo opuesto a lo que el mentiroso dijera. Mas el reverso de la verdad tiene cien mil caras y un campo infinito» (1985: 73). La verdad tan sólo posee el rostro de la nítida clarividencia que, en última instancia, el conocimiento científico habrá de proporcionarnos. Sin embargo, cabe preguntarnos qué sentido tiene mantener este sentido positivista de la verdad, qué sentido tiene oponer verdad y mentira como si éstas designasen realidades antitéticas que no pueden solaparse, retroalimentarse en la producción de relatos que entreveran lo veraz y lo mendaz. La conocida aseveración con la que Nietzsche inicia su ensayo Sobre la verdad y mentira en un sentido extramoral, abre, por el contrario, otra vía por la que es necesario transitar: «En algún punto perdido del universo, cuyo resplandor se extiende a innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue aquél el instante más mentiroso y arrogante de la historia universal». El conocimiento se entrevera así con la polemología, con el conflicto, con una lucha desde la que se dictamina aquello que se toma por verdad. La verdad no nos pre-existe, tan sólo es una consecuencia abigarrada de toda una serie de procesos sociales que vienen a establecer, bajo determinadas circunstancias, un determinado régimen de verdad. El ingenuo modelo de la adecuación se transmuta así en una política de la verdad (Foucault, 1998: 29) que indaga en las racionalidades y técnicas por medio de las cuales se articula una verdad, cada verdad, ineludiblemente polemológica. Esto no nos arroja a los brazos de un falaz relativismo, tan sólo nos aleja de una autocomplaciente verdad (que nunca dice su verdad) para confrontarnos con el modo en que diferentes relatos se contraponen en su pugna por mantenerse y resistir los embates de otras posibles definiciones de la realidad. La verdad no remite al ser de las cosas, a una supuesta esencia que se mantiene inalterable, sino que ahonda, por el contrario, en el proceso dinámico del estar siendo, del acontecer. Pero aquí ya comienza a resultar extremadamente fútil acometer la tarea de escindir la verdad de la mentira porque ambas van ya entretejidas, componiendo el sentido de aquello que (nos) sucede. El sofista que inquiere en el falso sentido de lo que se presenta como inalterable, se erige así en un 364

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momento clave en la genealogía de un rescate de la mentira de las turbias aguas del positivismo. La verdad, recordemos el célebre dictamen nietzscheano, es una ilusión que ha olvidado que lo es: «Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente en virtud de esta inconsistencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad» (Nietzsche, 1980: 10). En la trasladación del modelo de verdad como adecuación a un modelo que inquiere en el carácter polemológico de toda verdad, emerge, en consecuencia, la importancia seminal de la mentira en tanto que apertura al sentido: «Lo que ocurre no miente —es siempre y sólo lo que ocurre. Pero ello no quiere decir que ocurra como se dice que ocurre. Son los hombres quienes mienten —son los mitos quienes nos engañan» (Morey, 1988: 19). El relato que nos abre al sentido —porque no hay sentido sin relato que construye pasados y futuros para cada presente— es el relato que (nos) dice lo que (nos) sucede, pero en un decir que no puede ser emisario de una verdad impoluta, sino tan sólo un decir que enhebra aquello que sucede con el modo en que nos contamos lo que sucede. Todo relato lleva la impronta de un alejamiento de la falaz verdad positivista: «Lo falso —en palabras de Steiner— no es, salvo en el sentido más formal o puramente sistemático, una falta de adecuación a los hechos. Es un agente dinámico y creador. La facultad humana para enunciar cosas falsas, para mentir, para negar lo que es, está en el núcleo mismo del lenguaje y anima la reciprocidad entre las palabras y el mundo». Sin embargo, esta presencia irreductible de la mentira en el sentido, en modo alguno nos habría de arrojar a una fútil autocomplacencia que admitiese aquello que hace o dice cualquier mentira. Pensar la mentira exige acometer la tarea de desmentirnos, de inquirir en los límites que impone cada sentido, cada relato. Es éste el impulso que palpita en las intempestivas nietzscheanas, que buscan alejarse de ese último hombre carente del más mínimo asomo de voluntad: «Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la mendacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sentir —en oler— la mentira como mentira [...]. Sólo a partir de mí existe en la Tierra la gran política» (1998: 136; subrayado del autor). La mentira nos abre al sentido, pero lo hace, irremediablemente, bajo la forma de un límite que establece el ámbito de lo pensable, de lo factible; la tarea de desmentirnos no es sino la tarea de indagar en el modo en que se articula ese límite, en los sentidos que incorpora y, en consecuencia, en el modo en que dichos sentidos pueden ser problematizados en cuanto apertura a otros sentidos, otros límites, otras formas más propias de mentir(nos); la gran política nietzscheana conlleva la erradicación de cualquier asomo de autocomplacencia que impida acometer, hasta donde sea posible, el desdecirnos de las mentiras que se nos dicen. Pero en el trascurso de estas reflexiones que nos alejan del viejo modelo de la verdad como adecuación para arrojarnos a la tarea de desmentirnos de las mentiras que (nos) contamos, irrumpe la necesidad de alejarnos de otro viejo hábito intelectual que remite al modo en que la mentira permea el vínculo social. Otro hábito que impide comprender el modo en que acontece el mentir porque circunscribe la mentira a un acto intencional del hablante que miente porque quiere mentir: la mentira antes de ser proferida ha de ser pensada, meditada. Podemos traer a colación como propuesta que inaugura una corriente de pensamiento que reduce la mentira a la intencionalidad, la ya clásica definición de san Agustín en la que se aduce que mentir es decir lo contrario de lo que uno piensa con la intención de engañar: en la mentira ya no hay lógicas contrapuestas, tensiones irreductibles, tan sólo la pérfida intencionalidad de un hablante que busca el beneficio propio. Derrida (1995), en su conferencia Historia de la mentira: prolegómenos, afirmará que «mentir siempre querrá decir engañar intencionalmente a otro, en conciencia, sabiendo lo que se oculta deliberadamente, por ende, sin mentirse a sí mismo. El sí mismo, al menos si la expresión tiene sentido, excluye la mentira a sí mismo». Por su parte, Bettetini en su Breve historia de la mentira parte de la premisa de que «habrá mentira cuando haya intención de engañar a un tercero [...]. Trátese de una pretensión o de una intención de engañar, la mentira es el acto de voluntad de un sujeto libre» (2002: 17). Pero si ya hemos convenido que la mentira alude a la narración que nos abre al sentido de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lo que (nos) acontece, tendríamos que concluir que la intencionalidad en modo alguno puede erigirse en la única vía de entrada al análisis del mentir puesto que el relato que incorpora una dimensión mendaz está constituido, en mayor medida, por un rumor anónimo, un se dice, se piensa, que antecede al sujeto empírico y le posibilita sin determinarle. El sujeto como pliegue de un murmullo no miente porque quiere mentir, miente porque está incardinado en narraciones que arrastran un ineludible poso mendaz, porque son éstas también las que hablan cuando el sujeto empírico habla; esas narraciones en las que podemos entrever el rostro de la necesidad del progreso tecnocientífico, de las promesas que anuncian las distintas religiones o de los requerimientos a los que nos conminan regímenes políticos disímiles. Tan sólo es posible hacer, pensar o decir desde ese trasfondo pre-subjetivo que nos hace, nos piensa y nos habla. La reducción de la mentira a la intencionalidad tiende a llevar la impronta de una condena moral que hace recaer en el hablante la decisión última del deseo de mentir, obviando así cuáles son las condiciones de posibilidad del discurso mismo, de la propia mentira. La condena moral que quizás encuentre sus plasmaciones más paradigmáticas, por una parte, en la caracterización kantiana (1986) de la verdad como un deber incondicional que no puede ser problematizado en función de las características específicas de cada situación y, por otra, en la exigencia rousseauniana (1976) de una transparencia inequívoca que habría de establecer una correspondencia nítida entre la interioridad y exterioridad de lo humano en la pretensión por alcanzar un hombre uno, demanda, en última instancia, un vínculo social carente de máscaras, de oquedades en las que podamos salvaguardar conductas o pensamientos que no deseamos comunicar. Recordemos que Yago, el arquetipo de los mentirosos, se había definido a sí mismo en los siguientes términos: yo no soy el que soy. La condena moral exige, en el destierro de la mentira, que seamos lo que somos. Lo que aquí está en juego ya no es tanto la anteriormente aludida vertiente antropológica del mentir, aquella que nos incardina con una significación tan contingente como necesaria, cuanto una dimensión de carácter más sociológico que ahonda en el propio vínculo social exigiendo lo que, desde nues365

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tra propia práctica de lo cotidiano ya sabemos: que mentimos, que precisamos de la mentira para poder vivir, para poder horadar refugios donde entrelazarnos con los otros. El hombre uno, sin máscaras —esas máscaras que celebrará Oscar Wilde en su elogio de la mentira—, constituye el basamento de un vivir sin secretos en el que ya no hay ningún resquicio en el que poder ocultarse, donde el vivir mismo deviene azotado por los vientos de una inclemente trasparencia que dejan al sujeto expuesto ante los demás. Frente al inquietante hombre uno, la mentira nombra, por su parte, una exigencia irrenunciable que remite a un refugio de temporalidad variable; un refugio evanescente al que podemos acogernos en momentos puntuales de la existencia (aludamos, por ejemplo, al socorrido encantado de haberle conocido) para ocultar determinados actos o pensamientos o, por el contrario, un refugio de largo alcance (una infidelidad duradera, pero también cualquier silencio que no dice lo que piensa; no sin razón afirmaba Stevenson que las mentiras más crueles se dicen en silencio) que se ha adherido ya a nuestra existencia conformando una persistente identidad mendaz. El refugio mendaz puntea el devenir de lo social articulando un proceder dotado de múltiples formas —como bien apuntaba Montaigne— desde el que encarar la vivencia social sin quedar expuestos a la violencia soterrada que palpita en la alusión al hombre uno proferida por Rousseau. La importancia antropológica y sociológica del refugio se vierte así en los refugios contingentes que atraviesan y configuran la cotidianidad. Pero no es menos cierto el hecho, tantas veces experimentado, de que el refugio rara vez se asemeja a una sólida construcción inalterable que resiste impertérrito el envite de la introspección; el refugio tiene que ser trabajado, reconfigurado, atendiendo al modo en que lo exijan las circunstancias: la construcción de un refugio mendaz donde un minucioso diseño haya evacuado todo vestigio de duda, de contradicción, vendrá a concitar nuestra propia duda porque lo social se construye a base de jirones, de paradojas. A la mentira que se quiere perfecta le sobrevuela ya una sombra imborrable de recelo. El refugio comporta, por ello, una cierta precariedad que se acentúa sobremanera cuando el que ha proferido una mentira se apercibe de la imposibilidad misma de poder sustentar ya el refugio mendaz: 366

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la confrontación con la mentira no es sino la quiebra del refugio, la imposibilidad de habitar en la oquedad en la que nos resguardábamos arrojándonos así a una ineludible confrontación con el otro al que se ha mentido. El hombre mendaz carente de refugio es el hombre al que le acecha la soledad que comporta la ausencia de credibilidad. Sobre el hombre desvalido, sin refugios, sobrevuela el contundente dictamen nietzscheano: «No es que me hayas mentido, sino el que ya no te crea a ti, eso es lo que me ha hecho estremecer». La mentira, lejos de ser aquello que imposibilitaría el establecimiento de un vínculo social, es un refugio que posibilita la vivencia misma de lo social. Y, por ello, la mentira reclama y exige un elogio por todo aquello que nos da, pero también exige una pregunta que inquiera en el específico escenario político que abre cada mentira porque si bien la mentira puede ser elogiada, no merece, sin duda, elogio aquella mentira que pretende borrar el rostro del otro. Tras la constatación de la imperiosa necesidad de la mentira, la pregunta por el sentido que se nos propone, por el vínculo que nos entreteje con los otros, deviene urgente. Pensar la mentira se convierte así en la tarea de pensar la forma en que se construye y mantiene el refugio de temporalidad variable que nos permite vivir, pero también, ineludiblemente, ese pensar exige incorporar la necesidad de poder desmentirnos de las mentiras que se (nos) cuentan, la posibilidad, en definitiva, de problematizar el sentido y el vínculo para acceder a otros refugios donde el sujeto recupere el rostro antes borrado. Bibliografía BETTETINI, M. (2002), Breve historia de la mentira. De Ulises a Pinocho, Madrid: Cátedra. DERRIDA, J. (1995), Historia de la mentira: prolegómenos, disponible en http://personales. ciudad.com.ar/Derrida/mentira.htm FOUCAULT, M. (1998), La verdad y las formas jurídicas, Barcelona: Gedisa. KANT, I. (1986), «Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía», en Teoría y práctica, Madrid: Tecnos. MONTAIGNE, M. (1985; 1987), «De los mentirosos» y «Del mentir», en Ensayos I y II, Madrid: Cátedra. MOREY, M (1988), El orden de los acontecimientos. Sobre el saber narrativo, Barcelona: Península. NIETZSCHE, F. (1980), Verdad y mentira en sentido extramoral, Valencia: Teorema. — (1998), Ecce homo, Madrid: Alianza. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Miedo y riesgo

ROUSSEAU, J.J. (1976), Las meditaciones de un paseante solitario, Barcelona: Labor. SIMMEL, G. (1986), «El secreto y la sociedad secreta», en Sociología, Madrid: Alianza.

IGNACIO MENDIOLA

Miedo y riesgo El hombre es el producto de lo que hace y de lo que le ocurre.

I. Prometeo desencadenado o Ulises autolimitado Un ensayo de Wasily Kandinsky intitulado «Y»1 sirve a Ulrich Beck para caracterizar al siglo XIX y a los comienzos del siglo XX hasta 1945, como la época del «o esto o lo otro» (Entweder/Oder) —capitalismo o comunismo, modernización o barbarie, pasado o futuro—, y a la segunda mitad del siglo XX como la época del «Y» (Und), entendido como sobrepasamiento de toda situación dada, como el «más vale más» productivista, como el cambio acelerado en todas las esferas sociales, pero al mismo tiempo el «Y» aparece como juntura, como conexión de tiempos, espacios y situaciones coexistentes. En este sentido, en la modernización occidental aparecen entrelazados ambos aspectos. En ella comparecen los resultados de un juego de acumulación y explotación entre el trabajo y el capital con la cubierta de una suma positiva presentada como un «pastel creciente» del que deriva al mismo tiempo un juego de suma negativa en torno al daño colectivo infringido al grupo, a la sociedad particular y a la sociedad mundial en la forma de destrucción ecológica y de riesgos generalizados. Sin estas consideraciones no podemos retener los «beneficios netos» derivados de los efectos de un «peligro circular» que implica tanto a los que toman decisiones como a los afectados dentro de un proceso de modernización capitalista sin fin.2 En los términos de Luhmann, una modernización «reflexiva» sólo es posible cuando se conectan las consecuencias no pretendidas de cursos de acción con las actividades respectivas de cada uno de los ámbitos sociales diferenciados como las «dos caras» de lo social, que coexisten problemáticamente; esto sólo será posible «cuando la sociedad pueDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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da asumir como propios los efectos retroactivos de sus acciones sobre el entorno».3 En la estructura de los daños producidos como consecuencia de unas determinadas decisiones, dentro de las sociedades modernas, hay que distinguir dos aspectos importantes, por una parte, aquellos que deciden sobre un curso de acción específico, y por otra parte, aquéllos afectados (víctimas en algunos casos) por esas decisiones. En el caso de una autoatribución de los daños hablamos de riesgo, cuando los daños se producen como consecuencia de la propia decisión y afectan sólo a la toma de la decisión; en el caso de una atribución de los datos «a terceros» hablamos de peligro, cuando los daños se atribuyen a causas fuera del propio control y afectan a otros que no son los que han tomado la decisión, cuando los daños son ocasionados externamente a la decisión y afectan al entorno (humano o material).4 Nos sirven como ejemplos: el conductor anticuado sobre la confianza en la capacidad del motor de su auto que se arriesga (él) adelantando a otros a los que pone en peligro. El fabricante de mercancías que se contenta con un control de calidad insuficiente, dejando margen mayor al riesgo de vender productos defectuosos y de que se produzcan las consiguientes reclamaciones; para el comprador el peligro radica precisamente en esos productos defectuosos. Antes hemos afirmado que el riesgo es «una construcción social-histórica», pero no podemos decir esto sin afirmar asimismo que «no existe ninguna conducta libre de riesgo»5 en la modernidad tardía. Cualquier tipo de decisión sobre posibles cursos de acción que se toman conlleva un riesgo. Es más, el no decidir, o el posponer algo es ya una decisión, y por tanto, comporta riesgo. Voy a ilustrar este punto con dos ejemplos sobre las actitudes del hombre frente al mundo en las sociedades occidentales. En la «dialéctica de la ilustración», Th.W. Adorno y M. Horkheimer ubican el prototipo del actor racional, maximizador, moderno, en la figura del héroe Ulises en La Odisea, de Homero. El héroe Ulises se autoafirma frente a un mundo encantado de sirenas y proyecta una imagen de dominio y control racionales de la naturaleza, produciendo de esta manera el efecto perverso de su autonegación como sujeto, como persona, ya que al huir del mito, su instalación en el Logos no elimina la contingenciariesgo (calculable sólo hasta un punto, más allá 367

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del cual son indeterminados), en definitiva, no elimina su dependencia (ahora racional) en relación a un «nuevo destino» secularizado: el progreso, el desarrollo, la expansión de opciones sin fin. La autoafirmación (Selbstbehauptung) deviene autonegación (Selbstverleugnung). Una segunda actitud hacia el mundo emerge asimismo en la interpretación de Ulises realizada por Adorno/Horkheimer, ya que «en la valoración de las relaciones de fuerza, que hace depender la supervivencia, por así decirlo, de la admisión anticipada de la propia derrota y virtualmente de la muerte, está ya in nuce el principio del escepticismo burgués, el esquema corriente de la interiorización del sacrificio, la renuncia».6 John Elster en su libro Ulises and The Syrens7 describe un tipo de Ulises que «es débil y lo sabe» (being weak and know it), y en ésta su debilidad radica su fortaleza, paradójicamente, en su capacidad de «autorrestricción inteligente»8 ante las consecuencias no intencionales de su acción (riesgo). Ambos tipos de actitud describen la presentificación del futuro en la sociedad moderna como riesgo, como innovación, como apertura,9 que puede acabar en el cielo o en el infierno,10 sólo que en el primer Ulises la actitud hacia el mundo es prometeica, la de una autoinfinitización ante un elenco asimismo infinito de posibilidades que opera bajo la significación social imaginaria de una «expansión ilimitada» de posibilidades, mientras que en el segundo Ulises «la fortaleza de su debilidad» y su conocimiento de este dato le hacen correlacionar las formas dualistas de expansión y restricción, de optimismo y pesimismo, de dominio y reconciliación, no lucha contra el destino, sino con el destino, el riesgo y la contingencia, como cuando Weber, con respecto al diablo, a la sombra, a lo no deseado, afirma que se puede pactar con él (caso del nacionalsocialismo alemán o de muchas superpotencias constituidas como Estados nacionales hoy) o se puede seguir sus pasos hasta el final no huyendo, sino conociendo sus caminos: «No hay que huir de él, como hoy con tanto gusto se hace, sino que hay que seguir primero sus caminos hasta el fin para averiguar cuáles son sus poderes y sus límites».11 II. La contingencia en la sociedad moderna Ciertamente, el concepto finito de lo contingente, que procede de la teología cristiana de la Creación («contingens est, quod nec est im368

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possibile nec necessarium» o «contingens est, quod potest no esse»)12 se refiere a lo que podría no ser o a lo que podría ser de otra manera. Odo Marquard afirma que si no lo contemplamos esto desde la perspectiva del Creador, de Dios, sino desde la perspectiva del ser humano y su mundo de la vida, podemos extraer dos13 interpretaciones. O bien lo contingente es «lo que podría ser de otra manera» y, por tanto, podemos cambiar (por ejemplo, este trabajo pudiera no ser publicado o ser publicado de otra manera), esto contingente, «lo que podría ser de otra manera» y podemos cambiar, es una arbitrariedad elegible y abandonable arbitrariamente y lo llamamos lo contingente por arbitrariedad; o bien lo contingente es «lo que podría ser de otra manera» y no lo podemos cambiar (los golpes del destino: las enfermedades, haber nacido, que morimos y cuándo morimos), esto contingente, «lo que podría ser de otra manera» y no lo podemos cambiar (o sólo muy poco), es el destino: es muy resistente a la negación y no se puede escapar a él, esto sería lo contingente por destino, el destino. En ambos casos debemos ser conscientes de que la contingencia no es un absolutismo de la realidad que ha salido mal (Blumenberg), sino que, debido a la mortalidad,14 es nuestra normalidad histórica. Tanto en un caso como en el otro, para Marquard «los seres humanos somos siempre más nuestras contingencias o casualidades que nuestra elección».15 Según esto, los seres humanos no tenemos la capacidad (nacionalista, socialista, capitalista, científica, económica, militar, etc.) de crearnos a nosotros mismos, sino que en última instancia dependemos de «casualidades», «distinciones», «límites», tales como las tradiciones, las costumbres, las instituciones, etc. La finitud humana impide que culminemos con éxito la erradicación total de la contingencia y nos absoluticemos a nosotros mismos. El argumento de Marquard es implacable: «sólo una cosa ayuda realmente a salir de la desesperación: la próxima desesperación».16 La brevedad de la vida nos obliga a conformarnos con lo imperfecto. Pero Marquard termina cayendo en un cierto determinismo, al situar tanto la contingencia debida al destino como aquélla debida al arbitrio humano como acontecimientos que le suceden al ser humano sin o a pesar de su intervención, ya que considera la contingencia como una normalidad histórica constante DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sin percatarse de que cada época produce un umbral socio-histórico de determinación de la propia existencia humana y, consiguientemente, de indeterminación. ¿Por qué autolimitar la potencialidad del arbitrio humano para franquear el cerco de la contingencia destinal a través de la acción humana?, ¿por qué autolimitarnos a no ir más allá del conocimiento dentro de unos límites marcados por el Jardín del Edén, desoyendo a Prometeo y a Fausto?, ¿sólo por el hecho de que no triunfaron plenamente?, ¿y quién triunfa? Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte afirmaba en 1852 que: «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos»,17 es decir, los hombres hacen su historia, pero en circunstancias que no eligen y con consecuencias que no controlan plenamente, pero, a pesar de todos los pesares, la hacen (la historia), en lugar de meramente padecer «los hechos», o «las decisiones», de demiurgos suprahumanos. Quizás, después de la rebelión de Prometeo contra Zeus, éste es el precio que tenemos que pagar por independizarnos de la coraza protectora (¿o de la dependencia?) de los dioses. La contingencia —la posibilidad de que ocurra lo otro de lo esperado, la negación de lo imposible y de lo necesario— es infinitamente mayor ahora que hace mil años porque, cuanto más sabemos, más sabemos que sabemos menos, debido a la presencia insoslayable de la indeterminación18 en todo ámbito de la existencia humana. Es como si hubiéramos llegado a un estadio en el que todo pudiera cambiar —y de hecho cambia—, pero nada pudiéramos hacer para controlarlo o evitarlo en su caso. En las sociedades tradicionales la eternidad era conocida y a partir de ella podía ser observada la totalidad temporal, siendo el observador Dios, ahora es cada presente, el de cada individuo, el de cada sistema, quien reflexiona sobre la totalidad temporal, parcelándose en pasado y futuro y estableciendo una diferencia (que en la modernidad tiende a infinito y en las sociedades tradicionales es cero), y el observador es el hombre19 y los sistemas sociales que incluyen su propia reflexividad. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Cada observador usa una diferencia para caracterizar a un lado o al otro, ya que la transición de un lado al otro (generalmente del pasado al futuro) precisa de tiempo, esa diferencia es lo que produce el tiempo. El observador no puede observar ambos lados simultáneamente, a pesar de que cada lado es simultáneamente el otro del otro. Esto es debido a la asimetría de los prismas de observación, producida por la temporalización de la observación. La aceleración de las secuencias históricas de los acontecimientos impide que las expectativas se refieran a las experiencias anteriores,20 y de esta manera lo improbable deviene probable, por la razón de que todo, o casi todo, es transformado en un futuro previsible. El tiempo aparece en cada presente de forma diferente, cada presente «se mueve» en el tiempo, debido a esa diferencia que existe entre el presente futuro y el futuro presente. Vivir contingentemente —«vivir hipotéticamente»21 diría Musil en El hombre sin atributos— significa vivir sin garantías, con sólo una certeza provisional, pragmática, pirrónica, que sirve sólo hasta que logramos falsarla, pero este vivir contingentemente es al mismo tiempo un vivir con posibilidades, es acción en el modo subjuntivo,22 más orientada a lo que pudiera llegar a ser que a lo que fue (pasado) o a lo que tiene que ser (el destino). Ésta es la pequeña luz, al final del túnel de una contingencia destinal que se mostró como absolutismo naturalizado, que dibuja en el horizonte de la modernidad la posibilidad de determinar, de elegir, entre un elenco de posibilidades. La modernidad es lo que es —una marcha obsesiva hacia adelante— no porque quizás siempre quiere más, sino porque nunca avanza bastante; no porque incrementa sus ambiciones y retos, sino porque sus retos son encarnizados y sus ambiciones frustradas, está inscrito en sí misma el transgredir los límites23 que ella misma crea a través de su insaciable curiosidad por lo nuevo. La marcha debe proseguir ya que todo lugar de llegada es una estación provisional.24 III. Los mismos valores, los mismos riesgos: la ambivalencia de las actitudes ante el riesgo Sin duda, la elección de los riesgos y la elección de las formas de vida van juntas. Cada forma de vida conlleva una específica forma de percibir, construir y luchar contra el riesgo o los riesgos en plural, es decir, cada sociedad 369

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conlleva su propio catálogo de riesgos25 —hambrunas, pestes, epidemias, riesgo de ataque externo nuclear o con armas biológicas, crimen, polución medioambiental, riesgos derivados de la clonación humana, decrecimiento económico y pérdida de prosperidad, ingobernabilidad política, anomia y des-estructuración moral, «crisis espiritual». Compartir los mismos valores conduce a compartir los mismos temores e incertidumbres e inversamente las mismas certezas.26 Aaron Wildavsky27 describe dos estrategias modernas para obtener seguridad que operan en áreas muy variadas, como la vida no humana, el cuerpo humano, el poder nuclear y la regulación jurídica de conflictos entre individuos y entre colectivos. La primera estrategia es la «capacidad adaptativa» (resilience), y la segunda se rige por los principios de «precaución» y de «anticipación». La «capacidad adaptativa» opera de acuerdo con el principio de ensayo y error: Un sistema actúa primero y corrige los errores cuando aparecen, y así acumula seguridad a través del aprendizaje («Do not stop until you´ve got something better»).28 La «anticipación» opera de forma opuesta: Un sistema intenta evitar previamente las amenazas situadas como hipótesis, y no permite ensayos sin garantías previas contra el error («Do not start unless you are sure it´s safe»).29 Otra forma de expresarlo según el «principio de precaución» sería la siguiente: «Puede estar justificado (versión débil) o es imperativo (versión fuerte) limitar, controlar o impedir ciertas acciones potencialmente peligrosas sin esperar a que ese peligro sea científicamente fijado con certeza».30 El principio de precaución exige un ejercicio activo de duda, en el mismo sentido en que Descartes ha codificado en sus Meditations Métaphysiques. Yo debo imaginar el peor escenario posible, algo así como la consecuencia de un genio maligno infinitamente tramposo que se habría podido filtrar en una empresa en apariencia inocente.31 Lo que las sociedades tradicionales atribuían a la fortuna, a una voluntad metasocial-divina o al destino como temporalización perversa de determinados cursos de acción, las sociedades modernas lo atribuyen al riesgo, éste representa una secularización de la fortuna. Podemos decir que el riesgo es «la incertidumbre objetivamente probabilizada»,32 pero hay riesgos comprobados y otros que son riesgos potenciales, intrínsecos 370

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a esa gran bolsa de incertidumbre con la que no sabemos qué hacer, excepto mantener una constante actitud de duda activa hacia ellos, como sugiere el principio de precaución. La posición de Wildavsky, hoy mayoritaria en el ámbito de la aplicación a gran escala de los descubrimientos científicos, se puede resumir: «No safety without risk». La simple constatación de que las causas del riesgo y la seguridad no son independientes, sino interdependientes, proporciona una enérgica herramienta para mostrar que un énfasis desmedido sobre la seguridad anticipatoria pudiera generar nuevos riesgos y precipitadamente impedir «beneficios de oportunidad» potenciales procedentes de las nuevas tecnologías, mientras que el asumir riesgos puede desarrollar la seguridad a través de la acumulación de conocimiento y recursos. Esta tesis de afrontar riesgos a través de la capacidad adaptativa, no hace sino confirmar la indeterminación de la calculabilidad del riesgo. Niklas Luhmann, en su texto Ökologische Kommunikation,33 apunta la tesis de que la sociedad moderna, debido a su diferenciación estructural, está sometida a una ambivalencia característica, ya que genera insuficiente y demasiada resonancia sobre los riesgos manufacturados34 socialmente. La sociedad moderna no posibilita una representación holista de sí misma como sistema seguro, por tanto, las amenazas ecológicas, la clonación terapéutica o la investigación con alimentos trans-génicos, por ejemplo, son tematizadas y fraccionadas por los subsistemas funcionales con arreglo a sus códigos binarios específicos —la ciencia discrimina entre «verdadero versus falso», la política entre «gobierno versus oposición», la justicia entre «justo versus injusto», el arte entre «bello versus monstruoso», la economía entre «posesión versus no posesión»— , sin embargo, la sociedad no dispone de un sistema efectivo que discrimine entre «seguro versus peligroso», la sociedad, por tanto, no genera suficiente resonancia sobre los riesgos manufacturados en el nivel global. Al mismo tiempo, estos riesgos globales tienden a sobrecargar las propias capacidades para resolver problemas de cada sistema. Debido a que la diferenciación funcional implica una pérdida de redundancia entre los subsistemas, pudiera ocasionar reacciones en cadena incontroladas en los otros subsistemas, como ha ocurrido con el sida, con el acDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cidente nuclear de Chernóbil o con las «vacas locas». Cada sistema intenta resolver el problema social como su problema específico, es decir, la sociedad moderna genera demasiada resonancia sobre los riesgos manufacturados dentro de cada sistema. IV. La percepción social y política del riesgo moderno Los peligros no existen «en sí mismos», independientemente de nuestra percepción, devienen asunto político sólo cuando la gente es consciente de ellos. Mary Douglas y Aaron Wildavsky en Risk and Culture han desarrollado la idea de que no existe diferencia substantiva entre los peligros que surgen en las sociedades de hace 2.000 años y las nuestras, excepto en el modo de la percepción cultural y en la manera en que es organizada tal percepción en la sociedad mundial. Las afirmaciones sobre el riesgo están basadas en estándares culturales, técnicamente expresados, sobre lo que todavía es aceptable y aquello que ya no lo es. Sin juicios sociales y culturales no existirían los riesgos. Estos juicios constituyen el riesgo, a pesar de que a menudo lo puedan ocultar. El riesgo moderno está asociado al proceso en el que se busca «domar la suerte» que pretende hacer las consecuencias imprevistas de las decisiones civilizacionales,35 previsibles y controlables. Por ejemplo, el riesgo de contraer cáncer para los fumadores o el peligro de catástrofe en una planta de energía atómica son consecuencias negativas evitables de decisiones calculables, como son la probabilidad de contraer enfermedad o de accidente, y en este sentido no son catástrofes naturales. Sin duda, en estos riesgos y peligros existe una explosividad políticamente construida. La explosividad política puede ser descrita y medida no tanto en el lenguaje del riesgo ni a través de fórmulas científicas, sino que lo que «explota» —permítanme usar esta metáfora— es la responsabilidad, las pretensiones de racionalidad y legitimación de un sistema social que se presenta como «seguro». Aquí es donde las instituciones de tal sistema social se manifiestan como obsoletas, no sirven para controlar los peligros que ellas mismas han manufacturado. Recordemos, en este sentido, el inequívoco alegato de Goya cuando nos avisa de que «los sueños de la razón producen monstruos». El riesgo central que estructuraba el eje de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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conflicto fundamental de la sociedad industrial en sus orígenes se podía resumir en el «tengo hambre», mientras que el riesgo en las sociedades actuales podíamos circunscribirlo en el «tengo miedo».36 La comunidad de miedo ha desplazado a la comunidad de necesidades insatisfechas. Nuestra época no es ni más ni menos peligrosa que otras que nos han precedido, lo que ha ocurrido es que el balance de riesgos y peligros se ha modificado. La novedad de los riesgos modernos radica en que las reglas establecidas de atribución y obligaciones —de causalidad, de culpa, de justicia—, ante contingencias manufacturadas socialmente, son ineficaces, y, por tanto, la responsabilidad no se puede atribuir a nadie. La probabilidad de lo improbable se hace enormemente probable. La responsabilidad queda en el «dominio de nadie», como dijera Hannah Arendt; su maestro, Martin Heidegger, en 1927, en Ser y tiempo, ya ponía de manifiesto cómo en la vida moderna la mayor parte de las cosas son hechas por alguien de quien tenemos que decir que no fue nadie. Aquí es donde se inscribe el problema planteado en lo que Ulrich Beck denomina «irresponsabilidad organizada»,37 ya que mientras más sofisticadamente se anonimice a quien decide o debe decidir, en mayor medida tiende a aumentar la irresponsabilidad, entendida como imposibilidad de imputación.38 La mayor diferencia entre la cultura premoderna del miedo y la cultura moderna actual del miedo radica en que en la pre-modernidad los peligros y los miedos podían ser atribuidos a Dios o a los dioses o a la naturaleza, mientras que la promesa de la modernidad radica en superar tales amenazas a través de más modernización y más «progreso» —más ciencia, más economía de mercado, mejores y nuevas tecnologías, nuevos estándares de seguridad, etc. La forma específicamente moderna de percibir el riesgo es que vivimos en y padecemos un mundo fuera de control, un «mundo desbocado», dice Anthony Giddens. La sociedad se ha convertido en un laboratorio donde nadie es responsable del resultado del experimento. No hay nada cierto, excepto la propia incertidumbre. Tomemos como ejemplo la amenaza terrorista, la violencia que se desencadena a partir del 11 de septiembre de 2001 pone de manifiesto la necesidad de redefinir conceptos como «guerra», «paz», «amigo» y «enemigo». De alguna manera, del «mie371

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do a Dios» premoderno, a través del «miedo al Gran Hermano (el Estado y sus policías)» moderno, de raíz hobbesiana, hemos pasado al «miedo a la nada» que se produce ante el fracaso de la promesa incumplida de seguridad que procedía del Estado nacional, ante la arremetida devastadora de un enemigo transnacional, el Terror Global. El Prometeo desencadenado moderno ha hecho realidad el sueño de su nuevo creador, el hombre, ese ser fronterizo que no tiene fronteras; adónde llegue, es algo que todavía es prematuro desvelar. El aumento exponencial39 en el incremento del umbral de contingencia manufacturado por el hombre en la modernidad le hace decir a Bauman que «nadie parece controlar la situación. O lo que es peor, no está claro, bajo estas circunstancias, qué podría significar tener la situación bajo control».40 Todo pudiera cambiar, y de hecho cambia, como vemos, pero nada puede hacerse para impedirlo. Ante esta situación, la solidaridad de destino socialmente creado no es una cuestión de elección.41 En un interesante y reciente texto de Jared Diamond, Collapse,42 el autor analiza sociedades prehistóricas, históricas y modernas que experimentan un proceso de desarrollo y de descomposición poniendo de relieve aquellas concausas que contribuyen a la desaparición o «egiptización» de tales sociedades. Todo ello le sirve para sopesar en qué medida la «modernidad en condiciones de globalización»43 —la civilización moderna entendida con un conjunto de notas provisorias con gran capacidad de auto-corrección— sobrevivirá a su colapso, es decir, a la desintegración general y duradera de su organización sociopolítica y económica, más una reducción demográfica que puede llevar —aunque no necesariamente— a su extinción. En definitiva, analiza la sostenibilidad del modelo de sociedad moderna a la luz de experiencias históricas previas constatando algo de gran importancia: «los valores a los que la gente más se aferra en circunstancias inadecuadas —más progreso, más modernización, más crecimiento, más desarrollo, más coches, más ordenadores, más tarjetas de crédito, más agua, más petróleo, más comida, más y más de casi todo— son los mismos que en el pasado fueron la fuente de sus mayores éxitos sobre la adversidad».44 Cuando miramos, cuando proyectamos el «Progreso», como horizonte de expectativas de nuestro exaltado presente, no 372

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vemos que no vemos eso —el «Progreso» como algo inevitable— que nos lleva a una cierta crisis y ulteriormente puede conducirnos a la desaparición de la propia sociedad en su conjunto. El «Progreso inevitable» que se proyectó como el futuro deseable se ha transformado en una trampa inevitable. V. El progreso como ilusión colectiva El progreso es esa «ilusión colectiva» que nace en el seno de la escatología bíblica y que se temporaliza de forma diversa, llegando a ser una «ilusión con futuro».45 Las contingencias de la historia sirven para esculpir las diferentes caras de tal ilusión colectiva, mostrando la ambivalencia46 de la estructura de tal movimiento temporal. Esta imagen ambivalente del «progreso» es la que aparece en las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin: Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero, desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.47

Los hermanos Wachowski en la primera entrega de Matrix (1999) ofrecen un paisaje anticipado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, puesto que la realidad material que experimentamos y vemos a nuestro alrededor es virtual, generada y coordinada por un megacomputador gigantesco al que estamos conectados; cuando el héroe (Neo/Keanu Reeves) despierta a la «realidad real» (más bien a la «virtualidad real» diría Manuel Castells), ve un paisaje desolado lleno de ruinas —algo enormemente similar al paisaje que rodea al Angelus Novus de Klee reinterpretado por Benjamin. El líder de la resistencia (Morfeo/Lawrence Fishburne) le recibe con este irónico saludo: «Welcome to the Desert of the Real».48 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Pero quizás la expresión más radical —no la única, por supuesto— que socava la credibilidad del progreso es la que nos ofrece Giorgio Agamben a propósito de Auschwitz: Auschwitz representa […] un punto de derrumbamiento histórico de estos procesos, la experiencia devastadora en que se hace que lo imposible (no ser capaz de ser) se introduzca a la fuerza en lo real. Es la existencia de lo imposible, la negación más radical de la contingencia (ser capaz de no ser); la necesidad (no ser capaz de no ser) pues más absoluta. El musulmán (el hombre sin atributos condenado a la vida nuda) que Auschwitz produce, es la catástrofe del sujeto, su anulación como lugar de la contingencia, y su mantenimiento como existencia de lo imposible.49

Auschwitz vendría a representar la catástrofe asimilable a un cortocircuito ontológico en el que la subjetividad (la apertura del espacio de la contingencia en el que la posibilidad cuenta más que la actualidad) se destruye transformándose en una objetividad en la que es imposible para las cosas no seguir la necesidad «ciega». Ese progresar sin fin, ese prohibido prohibir, esa trasgresión sin límites del límite, social e históricamente posible, ese progresar entendido como acelerar sin límite el intervalo de cambio, que caracteriza al «Progreso», supone un pacto con el diablo, el progreso se convierte en un constructo velociferino —si me permiten juntar sit venia ludica velocidad y Lucifer. No olvidemos que, como con gran acierto ha puesto de manifiesto Jean Baudrillard, Bien y Mal avanzan a la misma velocidad.50 Este constante dépassement no conduce ya hacia un telos, hacia un fin, ni en clave religiosa (la salvación, la civitate Dei de san Agustín) ni tampoco en clave secular (la sociedad justa y buena), sino que alimenta un horizonte de expectativas enormemente abierto, tan abierto que las energías utópicas que conformaron el proyecto cultural y político de la modernidad pueden allegarnos no tanto a las utopías ilustradas sino a las dystopias que dibujan Orwell en 1984 y Huxley en Brave New World, o a un sinóptico,51 donde el modelo de sociedad ya no es el panóptico de Bentham y Foucault, donde uno vigilaba a muchos, sino otro muy distinto donde las funciones han sido invertidas y muchos observan a uno, como ocurre en las modernas mitologías de la cultura de masas, gracias a esos simuladores de proximidad como son la televisión, la web y el móvil. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Con este «porvenir» de la ilusión que representa el «progreso» no quiero sumarme a tantos diagnósticos de la época de tipo apocalíptico o pseudo-milenarista, tan frecuentes hoy, sino tan sólo someter a escrutinio histórico-sociológico una significación tan importante como es el «progreso». Si bien hemos desnudado una cierta contingencia inscrita en la verdad del progreso, sometiéndola al juicio del tiempo, no debemos olvidar que es la verdad de la contingencia52 la que nos hace ver el auténtico límite, la auténtica frontera, a la que hace frente el progreso. Como afirmaba con gran acierto T.S. Eliot en Burnt Norton: «sólo a través del tiempo se vence al tiempo».53 VI. El nuevo discurso del miedo El discurso sobre el miedo (Angst)54 a los riesgos globales manufacturados socialmente, expresado por los viejos y por los nuevos movimientos sociales, es un substituto, irreductible funcionalmente, de las cosmovisiones holistas, puesto que atraviesa las líneas divisorias, los límites que separan los distintos sistemas sociales, generando una resonancia global que va más allá de las fronteras nacionales o civilizacionales. Las sociedades tradicionales han tratado de ahuyentar espíritus, demonios, poderes impersonales negativos, a través de la magia,55 mientras que, en las sociedades post-tradicionales, el objetivo de la ciencia es matar gérmenes. Ambas son pretensiones que mentan algo que produce temor, inseguridad y en determinados casos muerte, ante lo cual despliegan mecanismos, instrumentos, para neutralizar tales miedos. Claude Lévi-Strauss en Tristes Trópicos menciona dos formas utilizadas para hacer frente a aquello que viene de fuera y que aparece como «extraño». La primera de ellas es «vomitar» a los otros considerados como extraños y extranjeros, creando barreras físicas entre ellos y nosotros, ghettos urbanos, zonas de separación, «no-lugares», etc. La segunda es «ingerirlos», «devorarlos». Esta estrategia va desde el canibalismo originario que ingiriendo el cuerpo del extraño se apropia de su espíritu a la asimilación a través de cruzadas culturales, guerras de agotamiento declaradas sobre las costumbres, calendarios, cultos, etc. La primera forma trata de aniquilar el miedo a los otros, mientras que la segunda trata de acabar con el miedo a lo extraño. 373

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Cuando uno tiene miedo de algo o de alguien, la urgencia de escapar es algo instintivo antes de hacerse racional. El miedo es una experiencia que nos recuerda que somos animales, después de todo. No menos que otras criaturas, ante el miedo, la adrenalina se dispara, el corazón palpita, las manos transpiran, y reaccionamos como si percibiéramos una amenaza a nuestro bienestar.56 Podemos decir que el miedo nos ayuda a sobrevivir actuando como un detector de peligros potenciales o reales. Pero, más allá de la supervivencia, el miedo en algunas tradiciones también tiene el efecto saludable de ayudar a la gente desde un punto de vista moral.57 En el judeocristianismo, el «miedo a Dios» representa «el comienzo de la sabiduría», se origina en el reconocimiento de la santidad y el poder divinos como algo tremendo y fascinante.58 En este sentido, el «miedo a Dios», a lo extraordinario, ayuda a hacer frente a los miedos más ordinarios de la existencia humana relativizándolos y dándoles una significación cosmovisional más amplia. En el Antiguo Testamento, el miedo requiere la adquisición previa del conocimiento moral. En las primeras páginas del Génesis (1-3), lo que despierta el miedo de Adán de ser visto por Dios es la conciencia, algo entre lo pre-moral y lo moral, de que él está desnudo, algo que él adquiere sólo después de que ha comido del árbol del conocimiento. Las sociedades humanas se instituyen como «maquinarias para generar seguridad frente a un mundo»59 hostil, frente al absolutismo60 de una realidad que nos hace frente. Las sociedades intentan protegernos del miedo, pero a través de instituciones que producen asimismo miedo. Ya volveremos sobre esta paradoja61 constitutiva del orden social. Dos instituciones son fundamentales en los intentos modernos de asegurar el orden exorcizando al miedo. Frente a la sociedad medieval traumatizada62 por las pestes, las guerras, las disputas religiosas y la inseguridad permanente, el «orden moderno» se va a apoyar en dos maquinarias como el Estado y el mercado. El supuesto del que parte Hobbes en el Leviatán no es otro que el implante63 del miedo en la mente humana, no tanto del miedo a la naturaleza en cuanto tal como del «miedo al miedo»64 del otro, a la doble contingencia del miedo mutuo. «Cuando, en 1588, la Armada Invencible iba a hacerse a la vela para atacar 374

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Inglaterra, los temibles rumores de guerra precipitaron el parto de la esposa del pastor de Malmesburg, que dio a luz antes de tiempo un niño. Parió —dice Hobbes en una autobiografía rimada posterior— dos gemelos: a mí y al miedo (Me and Fear)».65 Hobbes y su doble: su propia persona encarando a su propia muerte, por tanto, el estado de naturaleza es el peligro omnipresente que supone la caída en la barbarie de la guerra. Visto desde el propio individuo, podríamos decir que uno tiene miedo a su propia muerte y está angustiado porque podría matar (al otro), miedo y angustia se conectan66 en el seno de una ambivalencia arquetípica. La guerra es esa situación en la que no se puede estar «seguro»67 ante la irrupción de la violencia originaria incontrolada. La barbarie del estado de naturaleza representa un peligro creciente ante el que es preciso construir un Leviatán, un soberano, que concentre todo el poder y la violencia en sus manos a fin de evitar «la guerra de todo hombre contra todo hombre».68 La solución de Hobbes radica en que, motivado por el miedo a la muerte, cada uno desearía someterse a un Estado fuerte o a la voluntad fuerte de un gobernante universalmente aceptado, y es ésta solución la que se ha convertido en uno de los modelos básicos del pensamiento político moderno. En este nuevo implante del miedo, en este «miedo al Estado», surge un nuevo estadio de racionalización del miedo. No olvidemos que, stricto sensu, el Estado es la única institución social, según Weber, dotada del monopolio legítimo para atemorizar a través del ejercicio de la violencia. En la tradición liberal, Condorcet, Rousseau, Kant, Adam Smith, Ferguson y Bentham, describen las guerras contemporáneas como el producto del espíritu militar aristocrático o el capricho incontrolado de déspotas. Un concepto de intercambio pacífico y transnacionalizado está en la base de estas posiciones. El acto económico «capitalista» se basa en la moderación racional de un impulso irracional,69 en la expectativa de ganancia debida a la utilización de recíprocas probabilidades de cambio, es decir, en probabilidades (formalmente ) pacíficas de lucro. El mercado se despliega como un instrumento de racionalización sociocultural, y por ende de pacificación, al sublimar, al convertir, la pasión (incluido el miedo hobbesiano) en interés racional.70 No obstante, no debemos olvidar que ambas maquinarias, tanto DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el Estado como el mercado, producirán miedos colaterales, intentando combatir miedos primarios. Así, Max Weber nos avisa que quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, está sellando un pacto con el diablo, y Karl Polanyi describe el mercado como un «molino satánico» cuya materia prima de la que se alimenta son los trabajadores. Decíamos arriba que Auschwitz representaba una «experiencia devastadora», el mal absoluto, la amenaza absoluta, en el siglo XX, pues bien, quizás el 11-9-2001 representa el protomal, el mal de los males, con el que comienza el nuevo siglo porque el carácter trágico del trauma que origina radica no tanto en el pasado presente que forja, sino en los signos precursores de lo que amenaza con ocurrir. La probabilidad de lo improbable se ha hecho enormemente posible, puesto que «lo que pudiera ocurrir será mucho peor que lo que ya ha ocurrido».71 El miedo a lo que viene se ha transformado en angustia, Angst vor die Zukunft, porque lo que está por venir no es algo previsible que ya conocemos y podemos prever (algo que nos asusta, pero que conocemos), sino algo imprevisible,72 desconocido y aterrador, ante lo que sólo podemos tener angustia y no miedo, como diría Freud. La naturaleza de este nuevo trauma radica en la imposibilidad efectiva de lamentación y duelo cuando el mal proviene de la posibilidad de algo peor por venir. Es como si se hubieran invertido las expectativas religiosas de salvación con el advenimiento del salvador, situando en el futuro una espada de Damocles sobre las cabezas de todos en forma de ataque químico o bacteriológico o de ataque nuclear o de hombres-bomba dispuestos a autoinmolarse. Las razones de esta angustia, sólo por citar algunas de ellas, son la invisibilidad y el anonimato del enemigo, el origen indeterminado del Terror, su carácter letal, imprevisible y de activismo nihilista (unidos por el «miedo a la nada»). Podemos observar una interesante metamorfosis en los motores sociales del miedo y asimismo en las maquinarias destinadas a exorcizar tales miedos. Del «miedo a Dios» premoderno, del miedo a instancias externas trascendentes, del miedo a «lo absolutamente otro», en los términos de Rudolph Otto, hemos pasado al «miedo al Otro», el Gran Hermano representado por el Estado, sus burócratas y sus policías, mentado por Hobbes y Weber, al mieDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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do a una instancia externa inmanente, que en el periodo actual también experimenta un cierto cuestionamiento. Asistimos a un fracaso de la promesa incumplida de seguridad que procedía del Estado nacional. Los empresarios de la violencia73 han desplazado a los Estados como actores beligerantes —de los señores de la guerra, que sangran la población en áreas bajo su control con el recurso a la fuerza militar, a los capos de las redes terroristas interconectadas; de los grupos guerrilleros, para los que el tráfico de drogas y las promesas de emancipación política se han convertido en una amalgama profana, a la extensión del crimen internacional organizado que prefiere construir su retirada y proporcionar asentamientos donde el orden del Estado haya dejado de existir. Los aspectos sin precedentes de la condición actual de la violencia colectiva organizada vienen dados por la emergencia de actores no estatales capaces de apostar por la destrucción a un nivel hasta ahora sólo pensado dentro de las posibilidades de los Estados y por la emergencia de una visión ideológica supranacional con un contenido político y moral indefinible, que difícilmente puede ser satisfecho por las tácticas y negociaciones políticas habituales.74 La violencia ha sido privatizada, dispersada, es difusa y capilar, como el capitalismo ha des-regulado la economía, también la violencia colectiva actual es un fenómeno totalmente des-regulado, descentralizado, al salirle al paso al actor tradicional que poseía el monopolio del uso de la violencia, el Estado nacional, otro competidor transnacional, el terrorismo. Éste tiene una estructura des-territorializada, des-nacionalizada y flexible a la intervención militar global. Aparece como un nuevo jugador global que compite con las naciones; por tanto, al no disponer de un ejército de masas sino de grupos de militantes que operan ad hoc, la guerra ya no es una guerra total, sino guerras individualizadas.75 «Hiroshima bis es el paso del arma absoluta en manos de unos pocos dirigentes políticos (como lo ponía de manifiesto Stanley Kubrick en su gran filme Doctor Strangelove) al arma absoluta en manos de cualquiera».76 La ambivalencia moderna77 no es el triunfo del mal, como accidente del bien, como una cierta apologética religiosa y luego ilustrada ha dado a entender, sino la accidentación misma de lo real. Ésta es la radical paradoja a la que hace 375

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frente la modernidad. Esta ambivalencia junta, de forma un tanto monstruosa,78 la cultura de la instantaneidad, de la inmediatez, de la sensación, del impacto, del «ahora en todos los sitios» que despliegan las nuevas tecnologías de tele-visión y tele-acción, con esa otra cultura de la urgencia79 del pirata informático, del terrorista (y en algunos casos del agente contraterrorista),80 del narcotraficante, que tratan de apropiarse de aquello que no tienen, y desean, por medios proscritos. Todos éstos no son sino personajes amantes de la trasgresión, perfectos continuadores de aquellos asesinos en serie, violadores, ladrones de bancos y gánsteres que ya describieron magistralmente Fritz Lang en M y la saga del Doctor Mabuse y Bertold Brecht en El irresistible ascenso de Arturo Ui o en Ópera de tres peniques, no olvidemos que, más tarde o más temprano, los vicios privados, vestidos inicialmente con ropaje burgués, se convierten en la historiografía anticipada de las virtudes públicas actuales continuamente estimuladas por esas nuevas tablas de la ley que se nutren de un «más allá del bien y del mal», de un dépassement, socialmente construido. «El anonimato de todos aquellos que iniciaron el ataque suicida (del 11-09-2001 y de todos los subsiguientes) meramente señala, para todos, el surgimiento de un estado encubierto global —de la cantidad desconocida de una criminalidad privada—, que “más allá del bien y del mal” durante siglos ha sido el sueño de los más cualificados sacerdotes de un progreso iconoclasta».81 Pienso que a lo que realmente hacemos frente, en los distintos tipos de miedo analizados, no es a una posibilidad real de erradicación total y definitiva del miedo de la faz de las sociedades humanas, sino más bien a la necesidad de reinventar el binomio miedo-seguridad, ante los cambiantes contextos sociales. No importa que el miedo lo cause el demonio, la peste, el criminal, el terrorista, la bomba atómica, la bomba portátil, siempre tendremos que disponer de maquinarias que nos libren del miedo, aunque luego, como efecto colateral, nos re-implanten más miedo, como afirmaba arriba Ramón Ramos: «En el jardín civilizatorio siempre hay flores del mal, y conviene atenderlas»,82 y lo sabemos bien desde Nietzsche, que sitúa el primer implante del miedo en el miedo a Dios,83 y nos lo ha vuelto a recordar Thomas Mann cuando afirma que 376

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«la cultura no es otra cosa que la devota, por no decir benéfica, incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de lo divino».84 El argumento defendido por William James, a comienzos del siglo XX, de que en el mundo civilizado, la vida ha hecho posible para un gran número de gente el pasar de la cuna a la tumba sin haber sentido la punzada del miedo genuino, creo que peca de una cierta ingenuidad. El «miedo a la nada», es decir, la angustia, se manifiesta como algo propio de las sociedades modernas,85 diferenciadas funcionalmente, donde los distintos subsistemas sociales manufacturan riesgos y peligros, pero no disponen de las maquinarias institucionales adecuadas para poner cerco a los miedos generados por ellos mismos. Notas 1. W. Kandinsky, Essays über Kunst und Künstler, Zurich, 1955; U. Beck, Die Erfindung des Politischen Frankfurt, 1992. 2. Cl. Offe, «Bindung, Fessel und Bremse die Unübersichtlichkeit Von Selbstverschränkung Formeln», en A. Honneth (ed.), Zwischenbetrachtungen. Im Prozess der Aufklärung, Frankfurt, 1988: 742; U. Beck, Risikogesellschaft, Frankfurt, 1986: 50; Politik in der Risikogesellschat, Frankfurt, 1991: 190. 3. N. Luhmann, Ökologische Kommunikation, Opladen, 1986: 247. El subrayado es mío. 4. N. Luhmann, «Risiko und Gefahr», en Soziologische Aufklärung, Opladen, vol. 5, 1990: 148-149, 152; Soziologie des risikos, Berlín, 1991: 30-31. 5. N. Luhmann, Soziologie des Risikos, Berlín, 1991: 37. 6. Th.W. Adorno y M. Horkheimer, Dialéctica de la ilustración, Buenos Aires, 1970: 76. 7. J. Elster, Ulyses and the Sirens, Cambridge, 1979: 36-112. 8. Cl. Offe, op. cit. 9. R. Kosselleck, Vergangene Zukunft, Frankfurt, 1979. 10. N. Luhmann, op. cit., 46. 11. M. Weber, El político y el científico, Madrid, 1975: 224. 12. H. Schepers, «Zum Problem der Kontingenz bei Leibniz: Die beste der möglihen Welten», en Collegium Philosophicum. Studien, Joachim Ritter zum 60 Geburstag, H. Lübbe et alii (eds.), Basilea y Stuttgart, 1965: 326-350. 13. O. Marquard, Apología de lo contingente, Valencia, 2000: 138-139. 14. La vida humana es demasiado breve para la elección absoluta; en un sentido completamente elemental: los seres humanos no tienen bastante tiempo para elegir o abandonar absolutamente lo que ya son de una manera contingente y en lugar DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de ello elegir o elegir absolutamente algo completamente diferente y nuevo: su muerte siempre es más rápida que su elección absoluta (véase O. Marquard, op. cit., 132). 15. O. Marquard, op. cit., 138. 16. O. Marquard, Skepsis und Zustimung, Stuttgart, 1994: 80-81. 17. K. Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en Obras Escogidas, vol. 1, Madrid, 1975: 233. 18. O. Marquard, op. cit., 127-149. Bauman y Beck serían de la misma opinión. 19. N. Luhmann, Soziologie des Risikos, Berlín, 1990: 48. 20. R. Kosselleck, Vergangene Zukunft, Frankfurt, 1979: 359 y ss. 21. R. Musil, El hombre sin atributos, Barcelona, 1961, vol. 1: 304. 22. R. Wagner-Pacifici, Theorizing the Standoff. Contingency in Action, Cambridge, 2000: 3 y ss. 23. H. Blumenberg, The Legitimacy of Modern Age, Cambridge, Mass., 1985: 343-360. 24. Z. Bauman, Modernity and Ambivalence, Londres, 1991:10-11. 25. Véase al respecto la atinada distinción realizada por Salvador Giner entre concepciones externalistas del riesgo —donde la amenaza estaría en la naturaleza o Dios— y concepciones internalistas —donde la amenaza estaría en la mano del hombre— (véase su trabajo: «El peligro societario: ¿Una tradición sociológica olvidada?», en A. Ariño [ed.], Las encrucijadas de la diversidad cultural, Madrid, CIS, 2005: 28). 26. M. Douglas y A. Wildavsky, Risk and Culture, Berkeley, 1982: 8. 27. A. Wildavsky, Searching for Safety, New Brunswick, 1988. 28. M. Douglas y A. Wildavsky, Risk and culture, Berkeley, 1982: 27. 29. M. Douglas y A. Wildavsky, op. cit., 27. 30. Ésta es la enunciación del principio de precaución que nos ofrece Ramón Ramos en «El retorno de Casandra: modernización ecológica, precaución e incertidumbre», en J.M.ª García Blanco y P. Navarro (eds.), ¿Más allá de la modernidad?, Madrid, 2002: 404, 406. 31. F. Ewald, «Le Return du malin génie. Esquisse d´une philosophie de la précaution», en O. Godard (ed.), Le principe de la précaution en la conduite des affaires humaines, París, 1997: 113. 32. O. Godard, Cl. Henry, P. Lagadec y E. MichelKerjan, Traité des nouveaux risques, París, 2002: 13. 33. N. Luhmann, Ökologische Kommunikation, Opladen, 1986. 34. N. Luhmann, op. cit., 220. 35. Véase esta idea en U. Beck: «Teoría de la sociedad del riesgo», incluido en J. Beriain, Las consecuencias perversas de la modernidad, Barcelona, 1996: 201-223. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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36. Véanse los trabajos de F. Furedi, The Culture of Fear: Risk-Taking and the Morality of Low Expectation, Nueva York, 2002 y el de B. Glassner, The Culture of Fear: Why Americans are Afraid of the Wrong Things, Nueva York, 1999. 37. U. Beck, Gegengifte. Die organisierte Unveranwortlichkeit, Frankfurt, 1988: 96-115. 38. Véase el interesante trabajo de F. Robles, El desaliento inesperado de la modernidad, Concepción, Chile, 2000: 104 y ss. 39. A un ídolo diabólico, entre otros ídolos diabólicos, hacemos frente: el malthusianismo. Decir que la crisis de Ruanda fue maltusiana es anatema para el pensamiento único porque niega dos dogmas tácitos muy importantes: que la libre procreación es un derecho humano fundamental —y la primera fuente de mano de obra y demanda, aunque su exceso cree pobreza— y que un problema de escasez debe atacarse aumentando la oferta, nunca reduciendo la demanda, porque el volumen de negocio es la raíz del poder en el mercado financiero y de la financiación de ejércitos capaces de defender nuestros intereses en cualquier lugar del globo. 40. Z. Bauman, Globalization, Londres, 1998: 58. 41. Z. Bauman, Society under Siege, Londres, 2002: 16, 18. 42. J. Diamond, Collapse. How Societies Choose to Fail or Survive, Londres, 2005. 43. Me sirvo de la excelente recensión que del texto mencionado ha preparado Juan Manuel Iranzo para la Revista Española de Investigaciones Sociológicas, en prensa. 44. J. Diamond, op. cit., 275. 45. J. Gray, «Progress: An Illusion with a Future», Daedalus, 133, 3, 2004: 10-17. 46. J. Beriain, «La noción de progreso: una ilusión colectiva», Revista Anthropos, 206, 2005: 141-156. 47. La referencia de W. Benjamin procede de «Tesis de filosofía de la historia», en Discursos interrumpidos, Madrid, (1977) 1989, Tesis IX: 183. 48. Véase esta idea en S. Zizek, Welcome to the Desert of the Real, Londres, 2002: 2. 49. G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Valencia, 2000: 154-155. 50. J. Baudrillard, The Spirit of Terrorism, Londres, 2002: 13. 51. Z. Bauman, op. cit., 85-86. 52. Véase el interesante trabajo de Ch. Larmore, «History and Truth», Daedalus, 133, 3, 2004: 54. 53. T.S. Eliot, «Burnt Norton», en Poesías reunidas, 1909-1962, Madrid, 1978: 194. 54. N. Luhmann, op. cit., 237-249; E. Drewermann, Die Spirale der Angst, Friburgo, 1991; D.L. Altheide, Creating Fear. News and the Construction of Crisis, Nueva York, 2002; J. Best, Random Violence, How We Talk About New Crimes and New Victims, Berkeley, 1999. 377

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55. E.E. Evans-Pritchard, Wichtcraft, Oracles and Magic among the Azande, Londres, 1976. 56. G. de Becker, The Gift of Fear: Survival Signals that Protect us from Violence, Boston, 1997. 57. Véase el trabajo de C. Robin, Fear: The History of a Political Idea, Oxford, 2004. 58. El carácter tremendo y fascinante de lo sagrado está muy bien analizado por Rudolph Otto en su texto: Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid, 1985. En un sentido claramente genealogista, Nietzsche, en La genealogía de la moral, pone de manifiesto que el origen de la «mala conciencia», de esa enfermedad que el hombre ha contraído por el hecho de vivir prisionero dentro de los muros de la paz social, está en el miedo a los dioses. 59. Me apoyo en la interesante construcción social del miedo que propone Ramón Ramos en : «Incertidumbre y miedo. De Hobbes a Jonas» en el V Encuentro de Teoría Sociológica, Valencia, 10 al 12 de junio de 2004. 60. Véase esta idea en H. Blumenberg, Trabajo sobre el mito, Barcelona, 2003: 11 y ss. 61. Véase al respecto el trabajo de S. Giner, «El peligro societario», en Ariño, op. cit., 29 y ss. 62. Quien mejor ha descrito los miedos medievales y protomodernos es J. Delumeau, El miedo en occidente, Madrid, 1989. 63. J.P. Reemtsma, «Das Implantat der Angst», en M. Miller y H.-G. Soeffner (eds.), Modernität und Barbarei, Frankfurt, 1996: 29. 64. C. Moya, Introducción a Th. Hobbes, Leviatán, Madrid, 1980: 81. 65. Citado en C. Moya, op. cit., 81. 66. Véase al respecto el interesante trabajo de J. Butler: Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence, Londres, 2004: 136 y ss. 67. Th. Hobbes, Leviatán, Madrid, 1980: 223-224. 68. Ibíd., 224. 69. M. Weber, «Ética protestante y espíritu del capitalismo», en Ensayos de sociología de la religión, Madrid, 1983, vol. 1: 13-14. 70. A.O. Hirschmann, Las pasiones y los intereses, Barcelona, 1999: 31-91. 71. J. Derrida en J. Habermas y J. Derrida, Philosophy in a Time of Terror, G. Borradori (ed.), Chicago, 2003: 97. 72. Véase al respecto el trabajo de E. Gil Calvo, El miedo es el mensaje, Madrid, 2003. 73. M. Castells, End of Millenium, Oxford, 1999: 166-206. 74. S. Benhabib, «Unholy Wars», Constellations, 9, 1, 2002: 36. 75. U. Beck, «The Terrorist Threat», Theory, Culture and Society, 19, 4, 2002: 45. 76. A. Glucksmann, entrevista en el diario El País, 7 de septiembre de 2002, Babelia, 2. 77. Z. Bauman: Modernity and Ambivalence, Oxford, 1991 (trad. española en Anthropos). 378

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78. P. Virilio, Ground Zero, Londres, 2004: 24. 79. Como lo pone de manifiesto R.K. Merton en sus trabajos sobre anomia y estructura social (Teoría y estructura sociales, México D.F., 1980: 220-229) y también el trabajo de Y. Predrazzini y M. Sánchez, Malandros-Bandas y niños de la calle. Cultura de la urgencia en la metrópoli latinoamericana, Caracas, 1994. 80. Véase el trabajo de S. Zizek, Welcome to the Desert of the Real, Londres, 2002. 81. P. Virilio, op. cit., 82. 82. Tomado de R. Ramos, en el trabajo citado. 83. F. Nietzsche, Zur Genealogie der Moral, en Werke in Drei Bänden (editor, Karl Schlechta), Munich, 1955, 1997, vol. 2, capítulo 2: «Culpa, mala conciencia y ancestros»: 799-837. 84. Th. Mann, Doktor Faustus, Barcelona, 1992: 15. 85. Georg Simmel en su trabajo «Las grandes urbes y la vida del espíritu», de 1909, y David Riesman en La muchedumbre solitaria de 1950, ya vieron que la angustia es una de las grandes patologías de la modernidad.

JOSETXO BERIAIN

Mito y magia Las cosas y sus representaciones están ligadas entre sí por una fuerza llamada adur. J.M. BARANDIARÁN, Mitología vasca

(Mito) Toda mitología es mito-logía, o sea, el logos o dicción de un mito o creencia. De este modo, la mitología es una racionalización (logos) de lo irracional (mito, creencia), intento de ordenar nuestras visiones y de articular nuestra experiencia existencial en un sistema organizado. En este sentido, una mitología es un sistema de creencias y vivencias, el cual no existía solamente en la antigüedad, sino que existe también a su modo en la actualidad. Pues también entre nosotros coexiste una mitología moderna, una concepción del mundo que se basa en nuestra fe (el cristianismo, por ejemplo), en nuestros supuestos (la democracia, por ejemplo) y en nuestros actuales saberes (la filosofía y las ciencias, por ejemplo). Así que una mitología es una visión del mundo, una cosmovisión antigua o moderna, oriental u occidental, explícita o implícita. Hoy tendemos a pensar, falsamente, que hemos superado toda mitología, sin darnos cuenta de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que «la mitología es aquello que nos creemos tanto que no creemos que lo creemos» (R. Panikkar). Así, por ejemplo, hoy tenemos fe en nuestra democracia porque es nuestra mitología política. Pues bien, tanto en el caso de una mitología moderna como de una mitología premoderna, como es la vasca, se trata de estudiar sus mitos o creencias, sus suposiciones religiosas y sus saberes intuitivos.1 En efecto, toda mitología es un sistema de creencias compartidas y las creencias se basan en vivencias subjetivas que son racionales e irraciones. Los mitos o creencias no son verdades puras sino verdades impuras, las cuales tienen sentido porque son nuestros supuestos y suposiciones básicas existenciales. Las creencias están en la base de la vida humana y sus saberes, ya que creemos saber esto o aquello, creemos entender o amar, creemos que amanecerá y anochecerá, creemos que moriremos. Incluso también creemos en los átomos y los agujeros negros, creemos en la economía de mercado, etc. Sin creencias no podríamos vivir, convivir ni sobrevivir humanamente, ya que el mundo humano se caracteriza por la proyección constante de hipótesis, supuestos y propuestas. Más aún, la propia cultura humana no es sino una construcción humana, demasiado humana, un tinglado montado por nosotros mismos, una ficción más o menos contrastada en la que nos movemos como el pez en el agua: sin darnos cuenta de que la cultura es la pecera o el acuario fabricado por nosotros mismos para protegernos mejor del mar abierto. (Creencia) La mitología es un sistema de creencias y los mitos son esas creencias. Pero creer pertenece al ámbito de lo subjetivo y no de lo objetivo, al ámbito de la intuición y no de la razón, al ámbito sobrenatural y no natural, al ámbito de los deseos y no del principio de la realidad, al ámbito afectivo o emocional y no al ámbito efectivo. Y, sin embargo, ese ámbito de la subjetividad con sus credenciales subjetivas es tan importante o más que el ámbito de la objetividad con sus credenciales objetivas. Éste es precisamente el gran aporte de la mitología antigua a nuestra modernidad, la cual se halla enfrascada en una mitología material o mecanicista, racionalista o cientificista, objetivista y positivista que menosprecia la subjetividad y lo subjetivo como supersticioso. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Debemos admitir que el principio de la realidad objetiva es importante, y aquí se basa la mitología moderna. Pero el principio de la surrealidad subjetiva es tan importante, y ésa es la aportación de la mitología antigua, incluida la mitología vasca. Yo diría que no se trata de elegir entre la subjetividad o la objetividad, ya que la realidad completa es objetiva y subjetiva. Objetividad y subjetividad integran la realidad del mundo del hombre, por eso necesitamos tanto la ciencia objetiva como la conciencia subjetiva, tanto la química como la religión, la física como la metafísica, tanto la biología como el psicoanálisis, tanto el trabajo como el amor, las ideas como las creencias, tanto la política como el arte. La cuestión es que se hagan bien y reconozcan sus límites propios sin extralimitarse ideológicamente. Precisamente el actual desarrollo de la ciencia e. g. física ha puesto sobre la mesa la correlación entre el mito y la razón. Desde cierta perspectiva, ciencia y mitología parecen absolutamente contrarias, racional aquélla e irracional ésta, pero desde la actual perspectiva postmoderna no lo son tanto. En efecto, si la mitología habla del universo en términos de energía vital o flujos energéticos, he aquí que la física contemporánea habla del universo en paralelos términos de la materia como energía, flujos de ondas o cuerdas vibratorias. Obviamente hay una diferencia fundamental, y es que la física concibe esos flujos energéticos como objetivos y materiales (físicos), mientras que en la mitología esos flujos adquieren un carácter subjetivo y psíquico. Y es que la ciencia se basa en el postulado del materialismo (corporalismo) y del objetivismo (realismo), mientras que la mitología tradicional se basa en el postulado del animismo (panpsiquismo) y del subjetivismo (magicismo). En todo caso, no olvidemos que tanto la ciencia como la mitología se basan en postulados y supuestos, y que esos postulados y supuestos son complementarios.2 (Animismo) He aquí que el primer postulado de la mitología tradicional es el animismo, el cual afirma que el mundo no es mecánico sino que está animado por ánimos/ánimas, espíritus y genios, fuerzas subjetivas y energías psíquicas. En el caso de la mitología vasca, la cosa resulta paradigmática: en ella la Tierra es el Cuerpo material del universo, pero un cuerpo coha379

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bitado por la diosa Mari como Alma de ese Cuerpo universal. Esta visión no es tan ingenua como suele presentarse, todo lo contrario, ya que el universo es aquí conceptuado según su patrón o icono máximo: el Hombre en cuanto paradigma del mundo, el cual Hombre consta de cuerpo y alma, exterior e interior, objetividad y subjetividad. El animismo es entonces una proyección del Hombre y lo humano a todo el universo, el cual queda explicado no cósica u objetivamente, como en nuestra mitología moderna, sino subjetiva y antropomórficamente. En esto la mitología antigua, incluida la vasca, es interesante e importante, ya que privilegia lo humano sobre lo inhumano, el alma sobre lo desalmado, el espíritu sobre la materia, Dios sobre el mundo, lo animado sobre lo desanimado. No extrañará observar que, como dice E. Cassirer, el humus de la mitología es el humus no sólo de la religión, sino también del arte, así como del fenómeno radical del amor (eros). En efecto, la religión se basa en la experiencia de lo santo o sagrado, mientras que el arte se basa en la experiencia de lo bello o sublime; por su parte, el amor experiencia el encantamiento mágico y la atracción de lo atractivo gracias al eros.3 (Adur e Indar) La visión animista del mundo es una visión de conjunto en la que todo está enlazado y relacionado con todo, por cuanto cada elemento forma parte de un Todo recorrido por una ligazón mágica denominada adur, energía mágica que circula por todas las cosas a modo de hilo conductor de carácter aferente o afectivo, relacional e implicativo.Se trata de una visión que privilegia la soldadura o soldaridad universal de carácter panteísta o unitario, y que sin duda es la base mitológica de la solidaridad lógica entre los hombres, la naturaleza y el mundo. Una tal energía cósmica tiene un sentido psicológico o humano (antropomórfico), y ha sido denominada en otras latitudes «mana», así como en nuestras latitudes «eros» (el ligamento que reúne el cosmos en Platón).4 En la urdimbre de adur, mana o eros está el Alma del mundo que anima todas las cosas a través de la potencia de atracción o simpatía, relación o adjunción. Sin embargo, junto a esa fuerza positiva de conjunción se coloca el contrapunto de la disjunción, repulsión o antie380

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ros. De esta guisa, el universo oscila entre la atracción y la distracción, la religación y la desligación, lo unificador y lo disgregador. Pues bien, todo lo que ayuda a la integración del cosmos se considera positivo, y todo lo que ayuda a su desintegración se considera negativo. Aquí se funde la idea de la magia blanca y de la magia negra, de la acción positiva y de la acción negativa. Sin embargo, ambas pertenecen al mismo conjunto, ya que sin su dualidad no habría movimiento ni vida en el universo, al no haber contrastes. Aquí funda la mitología vasca la dialéctica entre adur como fuerza religadora o impansiva (intravertida) e indar como fuerza expansiva o desligadora (extravertida). Ambas categorías dualizan la mentalidad tradicional vasca entre la asunción y la desunción, la religación y la irreligación y, por lo tanto, entre lo religioso y lo irreligioso, lo sagrado y lo profano, el interior y el exterior, el alma y el cuerpo, el ligamento matrial-femenino y la desligación patrial-masculina, lo que tiene un carácter comunal y lo que posee un carácter individual.5 Con todo ello hemos ofrecido el contexto en el que la magia en general, y la magia vasca en particular, obtiene su sentido. Pues sólo en el contexto de un universo concebido como un Cuerpo (la Tierra) cohabitado por el Alma (la diosa Mari) cabe entender la magia que lo inhabita y cohesiona. En efecto, la magia supone la visión de una realidad transida y transitada de alma (ánimas/ánimos, espíritus y genios), lo que le confiere un carácter de encantamiento: la realidad mágica. De aquí que el magicismo cultive esas fuerzas de atracción y retracción para sus propios fines, tratando de ligar o desligar, reunir o desunir, sanar o infectar. (Magia) En el pensamiento mágico se piensa que los afectos subjetivos obtienen efectos objetivos, lo cual no es sino un subjetivismo o antropomorfismo. En el pensamiento mágico se piensa que la ficción determina la realidad, lo cual deriva en un ritualismo mágico. En el pensamiento mágico se parte del nombre, imagen o representación para manipular las cosas y personas, lo cual conduce a un imaginalismo o nominalismo mágico. En el pensamiento mágico se concibe la ley como realización de lo real (legea egin), lo cual es un formalismo mágico. En definitiva, y como muestra la mitología vasca, las DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fuerzas naturales son interpretadas mágicamente como fuerzas humanoides o antropomórficas, es decir, como fuerzas humanas o humanadas que se pueden manipular psicológicamente a través de conjuros, ritos y ceremonias. Así, por ejemplo, se piensa que el derretirse de una vela de cera destruye al hombre que representa bajo determinados ritos, o bien que la efigie o imagen de una persona puede obrar sobre esa persona real realizando ciertas ceremonias mágicas. También se cree que lloverá simplemente imitando mágicamente la lluvia mediante aspersiones de agua, o bien que una enfermedad puede desaparecer simulando su desaparición con la destrucción de un objeto que pertenece a esa cosa o persona, o bien que lo ha tocado, o simplemente que la representa o la nombra. Pero quizás el mejor ejemplo de magia es el del aojo (en euskera begizko), el cual consiste en creer que la mera mirada psicológica del ojo humano puede provocar efectos físicos, sean de amor sean de desamor, de buena suerte o de mala suerte, respecto al otro.6 Y, sin embargo, este último ejemplo pone de manifiesto la ambigüedad de la magia, ya que en este caso se trata de una operación psicofísica cuyo influjo o influencia es posible psicológicamente. Habría entonces que distinguir entre la magia cósica o literal y la magia simbólica. En todo caso parece obvio que en la magia literal y no meramente simbólica se confunde lo subjetivo con lo objetivo, el deseo con la realidad. Ahora bien, otro tanto ocurre en el extremo opuesto y complementario, es decir, en nuestra mitología científica: aquí, al revés que en la mitología mágica, se confunde a menudo el cuerpo con el alma, la materia con el espíritu, los fenómenos con la esencia, la realidad con el sentido. Pues bien, saquemos finalmente algunas conclusiones al respecto. En primer lugar hay una mitología mágica que, tomada en su carácter simbólico y no literal, nos enseña aún la importancia de la subjetividad frente al objetivismo dogmático de nuestra ciencia literal que es nuestra mitología científica. Por otra parte, hay una mitología mágica que, tomada al pie de la letra o literalmente, lleva a confundir nuestros deseos con la realidad; se trata de una mentalidad mágica fundamentalista que no sólo se da en la antigüedad, sino también actualmente, como cuando se confunden nuestros deseos utópicos o fantasmagóricos con la realidad real o simplemente DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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posible (así, por ejemplo, en las utopías de un «mundo feliz» sean de uno u otro signo). La conclusión sería entonces la afirmación a favor no de menos, sino de más y mejor magia, así como de más y mejor ciencia. Pues se trata de dos necesidades complementarias; la auténtica ciencia nos ayuda objetivamente, la auténtica magia nos ayuda subjetivamente; aquélla soluciona o resuelve los problemas del cuerpo, ésta disuelve los problemas psicológicos del alma (psique). Necesitamos tanto la física como la metafísica.7 Notas 1. Véase Raimon Panikkar, Revista Anthropos, n.º 53-54, 1985. 2. Consúltese Ervin Laszlo, El cosmos creativo, Kairós, Barcelona 1997. 3. Puede verse Ernst Cassirer, Mito y lenguaje, Nueva Visión, Buenos Aires 1970. 4. Véase Platón, Banquete, Alianza, Madrid 1992. 5. Consúltese J.M. Barandiarán, Mitología vasca, El Minotauro, Madrid 1962, «Magia». 6. Puede verse A. Ortiz-Osés, La Diosa Madre, Trotta, Madrid 1996. 7. Al respecto, Eugenio Trías, Metodología del pensamiento mágico, Edhasa, Madrid 1975.

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Modernidad y nihilismo ¿Qué imágenes serían las más apropiadas para referirnos y pensar el nihilismo contemporáneo? ¿De qué disfraces se ha servido este huésped inquietante que recorre la historia de Occidente? ¿Qué caracteres destina la modernidad tardía para hacer comprensible este fenómeno solapado, pero siempre presente en la historia? ¿En qué cree la modernidad? ¿Qué ha permanecido de aquellas visiones anticipadas sobre la post/modernidad, tales como vaciamiento, desencantamiento, descrédito, apocalipsis, transvalor, desasosiego? Si el nihilismo es la lógica de la «muerte de Dios», de la voluntad superadora, de la recuperación de sentido, ¿hoy la lógica nihilista serían la secularización, la autonomía y la globalización como lógicas post/modernas de comprensión del «yo», de la «realidad» y de la «historia»? Observamos que la Modernidad viene experimentando transformaciones que van desde sus dimensiones estructurales político-eco381

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nómicas y socio-culturales, hasta aquellas que guardan relación con la conformación y consistencia interna, proyección temporal, identidad, relacionalidad y temple del sujeto, quien la percibe de manera ambivalente. Situación que complejiza los referentes interpretativos y los vínculos garantizadores de sentido, replantea los sistemas de sociabilidad y la elaboración de pautas normativas, como también la comprensión de los tradicionales dispositivos del saber, hacer, poder y creer, operada por la racionalidad controladora para la auto-determinación política y moral. Las figuras más propias del sentido moderno de la historia, serían las de objetivación de las categorías de la racionalidad instrumental conducentes al «desencanto del mundo» weberiano debido a la irrefrenable racionalización de la sociedad; la de secularización reflejada en la disyunción de los procesos de diferenciación social y las fases de diferenciación sistémica; la del surgimiento y consolidación de esferas independientes de producción de saber especializado guiadas por criterios autorreferenciales, y la de emergencia de la noción de subjetividad y su fijación como proceso de individuación. Si la Modernidad es el desarrollo de la racionalidad normativa que apunta a la autodeterminación política y moral, la Modernización es la racionalidad instrumental responsable del cálculo y control de los procesos sociales y naturales. Su especificidad radica en la difusión y aplicación en la cotidianidad práctica de la vida de los descubrimientos científicos. De ahí la flagrante simultaneidad entre asimilación, aplicación y diferenciación de los conocimientos, como también una incuestionable interiorización de los valores transmitidos por este desarrollo, los cuales se traducen en una dependencia funcional. Entonces, Modernidad es aquel marco de valores o relatos legitimantes del proceso de modernización, una suerte de pseudolegitimación preformativa o autoconciencia procesual, que confluye en raciocientificación, subjetivación/objetivación, globalización, fragmentación, pluralismo, irreductibilidad, dispersividad, homogeneidad, proliferación de la diferencia y privatización del existir, expresiones con las cuales, hoy, los sujetos articulan su existir y proyección en el tiempo a partir de una sensibilidad del imaginario-simbólico, desde 382

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la comprensión de los procesos de interacción diversidad-diferencia y desde la necesidad de participación solidaria-disciplinada con la posibilidad de inserción-desconexión. Reconfiguración impulsada por el desplome de los discursos fundacionales de la cultura, de los «metarrelatos» o «narraciones» legitimadoras del saber, debido a la desarticulación incubada por la racionalidad moderna: potenciación del Progreso material sobre la base de la razón científico-tecnológica y depotenciación de la organización cívico-política. El eterno, infinito, omnipresente, inmensamente bueno y todopoderoso Progreso, por una parte manifiesta la capacidad racional y espiritual del ser humano, y por otra todo lo que ha significado tal demostración, deslegitimándose como nuevo garante y dispensador universal de sentido. Este desaliento corrompe el sentido histórico de la Modernidad, pues traicionando su historicidad, disuelve el sentido con que cargó la historia con su repuesta a una lógica profunda de sustitución de todo sentido trascendente por el sentido del proceso o progreso de la historia, lo que implica, por una parte, la negación de la trascendencia como lugar desde el cual se funda y se da el sentido y, simultáneamente, la retención o repliegue del «efecto» de fundación y donación del sentido al interior del espacio histórico. A la vista tenemos un mecanismo errático que hace entrar en crisis la visión y perspectiva del Proyecto Moderno y que finaliza en el divorcio entre razón instructora y razón instrumental, produciendo un giro desde lo político-partidista a lo económico-empresarial, desde la sapiencia a la mercancía informativa del dato y desde la liberación de la minoría de edad vía dominación fáctica a la opresión producto-burocrática del sistema neoliberal globalizado. Este vaciamiento del sentido histórico y sus síntomas hacen pensar que el nihilismo contemporáneo ha cobrado formas coherentes con las derivas que la Modernidad tardía, con su espíritu cansado de la cultura occidental, ha deslizado como temple de ánimo que antes vivificaba la acción humana y sustentaba la historia; hoy es imagen sombría del designio de dolor y desasosiego del propio tiempo. Ese movimiento de retrotracción, de repliegue, en fin de huida, no es otro que el desdibuje del horizonte por las líneas erráticas de la autonomía moderna. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Lo que está en la base de la gestación y posterior despliegue de la Modernidad es un giro antropológico desde la comunidad religiosa proyectada a la historia y la trascendencia hacia una privatización progresiva y radical del existir humano a partir del debilitamiento igualmente progresivo de las condiciones que hacen de él una realidad, es decir, frente al aumento de la capacidad transformativa de la racionalidad moderna, se desarrolla, de forma equivalente, un secundario protagonismo y un debilitamiento de la capacidad comprensiva del lugar y rol del sujeto en tal proceso. El «existir humano» es en su totalidad y unidad, dinamismo o vitalidad en función de un sentido, y como tal integra un mundo común y posibilita su proyección en el tiempo como destino histórico, constituye el fundamento de la condición esencial del existir humano. Tal privatización se da a partir de la disolución del sentido que estructuraba un mundo común y era a la vez el horizonte de su proyección en el tiempo como historia. Cambio que obedece a una constelación de condicionantes que van desde la imagen secular que de sí misma presenta la Iglesia, al afianzamiento de la idea de Estado en torno a monarquías fuertes, asociadas a los intereses del capitalismo y al quiebre de la imagen medieval del mundo no sólo a partir de la ciencia físico-matemática, sino también desde la perspectiva estética, filosófica y cultural. La autonomía o subjetividad son los signos de identidad modernos y, como tales, sirven de lógicas modernas de sentido para un individuo que existe desde sí y para sí. Tal privatización tiene el carácter de una experiencia de la vida que hace de ella propiedad de un sujeto consistente en subjetividad autónoma. Para tal sujeto, radicalmente a-relacional, el otro es eminentemente una realidad exterior a él, ya que al desaparecer la relacionalidad se obstruye la posibilidad de comunicación, de intimidad con él en y a partir de lo común. En tal exterioridad el otro se manifiesta como objeto corpóreo vivo, en otra subjetividad autoreferente inaccesible, sujeto ante todo de carencias y aspiraciones a nivel material. La percepción del otro como exterioridad corpórea viva, tiene como correlato la experiencia de sí mismo con las mismas características. No es extraño que el extremo de la privatización de la vida como subjetividad auto-referente, sea la reducción de la vida a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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corporalidad biológica como sujeto de carencias signadas por las sensaciones de placer y dolor. Lo anterior se ve confirmado por el lugar central que ocupa en la Modernidad la subjetividad como sensibilidad. Ahora bien, a partir de esta subjetividad privatizada se va a definir la nueva forma de relacionalidad y con ella de lo humano: es la relacionalidad consistente en la contractualidad utilitaria, esencialmente simétrica, entre individuos equivalentes e iguales en naturaleza, aspiraciones y eventualmente en poder, pero en la práctica, asimétrica, tendiente a la inequidad e injusticia. Éste es el punto de partida de la nueva experiencia de la sociedad y el Estado, pero también y ante todo de la autonomía del existir como «moderno» modo de relacionalidad. Se ve claramente que el puente que conduce a la actitud técnico-instrumental-utilitaria, es la subjetivación de la vida y su reducción al bien-estar, bien-sentir, «bien-vivir», donde dichas carencias tienen un significado eminentemente económico-mercantil, ya que su satisfacción supone medios para adquirirla según los términos en que se transa en el mercado. La relacionalidad utilitaria contractual, mecanicista, dada la realidad de base material que la sustenta, se dará bajo el signo del valor económico y de la racionalidad ciega a fines y abierta sólo a medios orientados a la seguridad material como certidumbre. La mencionada privatización tiene el carácter de una percepción y experiencia de la vida que hace de ella propiedad de un sujeto consistente en subjetividad autónoma y auto-referente; para tal sujeto, radicalmente a-relacional, el otro es eminentemente una realidad exterior a él, ya que al desaparecer la relacionalidad se obstruye la posibilidad de comunicación a partir de lo común. En tal exterioridad el otro es otra subjetividad auto-referente inaccesible preso de un individualismo inalterable. La privatización como sucedáneo de sentido resulta falaz, pues, ¿es posible la existencia humana sin un horizonte de sentido coherente, vinculante, estable y seguro? ¿Podemos desembarazarnos de los relatos, de las valoraciones de la realidad, de las creencias si el costo de tales liberaciones resulta altísimo? ¿Es posible hablar de identidad y relacionalidad, en definitiva, de autonomía, donde el sujeto no es más que una descripción fragmentada sin nexo y razón? ¿Cómo será posible establecer un diá383

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logo entre «sujeto» y «realidad» si el lenguaje utilizado se inscribe con caracteres ilegibles? Esta fractura o grieta que se revela como una herida que se obstina en cerrarse, define el nihilismo nietzscheano. Esta concepción se resiste a convertirse en ser un mero diagnóstico cultural sobre nuestra experiencia histórica de la Modernidad y sus derivas yendo más allá de la crítica del horizonte post/moderno y de la sensibilidad tardomoderna. Nietzsche lo que espera(ba) era que resurgieran la vida, el valor y el sentido de la experiencia moderna: extraer del «alma moderna» «sus posibilidades aún no apuradas» (Más allá del Bien y del Mal, § 45) que no cesan de surgir y perecer, de negarse y afirmarse en la historia. La historia es la manifestación de procesos humanos, de presencias regulares que hablan de ella, a veces constantes, a veces inadvertidas, y como tal el nihilismo se nos muestra como efecto, como consecuencia de la causa del cristianismo y de su práctica en la sociedad, resultado necesario de una forma impuesta de valoración y de una ordenación teórico-práctica como morada interpretativa o hermenéutica del nihilismo —la metafísica—, elevada a única interpretación del valor de la existencia humana, que operada por el dualismo platónico deshonra el devenir heraclitano y levanta dogmáticamente una estructura metafísico-moral nociva para el desarrollo integral y creativo de la vida. Sin embargo, también es el lugar de un ordenamiento, de una lógica de la experiencia desconcertante de la globalización, una experiencia que altera los referentes, desvirtúa los objetivos político-económicos y modifica tendenciosamente la capacidad de reacción y decisión, pues no siendo la globalización un fenómeno teleológico, o paso que conduce inexorablemente a la comunidad humana universal económica y culturalmente integrada, sí es un proceso contingente y dialéctico que avanza engendrando dinámicas al menos contradictorias para el sujeto contemporáneo. En efecto, la teoría platónica de la realidad escindida entre mundo aparente y trascendente del ser y del valor, que considera a éste último como el mundo verdadero, popularizado por el cristianismo, correspondió a la falta de valor de unos hombres que incapaces de afrontar la vida en su sentido trágico, imaginaron un mundo y una vida mejor más allá de ésta. Esta cultura es, pues, una cultura enferma, producto de 384

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un hombre enfermo, y como tal, se manifiesta ahora con toda crudeza en su momento terminal. Esa metafísica fue el resultado de una valoración negativa de la Vida que muestra su inconsistencia y su carácter decadente cuando al final del proceso de desarrollo de su dinámica interna desemboca en la «muerte de Dios», en la «nada», en el «nihilismo». La interpretación cristiana hace palidecer las fuerzas vitales en cuanto auto-negación valorativa y articulada en una moral de la autonegación: «los valores supremos, a cuyo servicio consagraba la vida el hombre, sobre todo cuando eran muy difíciles y costosos, estos valores sociales se crearon para su fortalecimiento y fueron considerados como mandamiento de Dios, como “realidades”, como “verdaderos” mundos, como esperanza y vida futuras. Hoy, que conocemos la mezquina procedencia de esos valores, el universo nos parece desvalorizado, falto de sentido; pero éste es un estado meramente de transición» (La Voluntad de Poder, 7, OC, IV, 20). No es difícil de suponer, entonces, que la «interpretación histórica del valor de la existencia», cobre la figura del Nihilismo (La Voluntad de Poder, I, OC, IV, 19), y «¿qué significa nihilismo? Que los valores supremos han perdido su crédito. Falta el fin; falta la contestación a por qué» (La Voluntad de Poder, 2, OC, IV, 19), la meta, el horizonte, el fluir del mundo, de este mundo como conato de interpretación. El nihilismo no es nuestro presente ni nuestro futuro, es más bien nuestro pasado-siempre-presente, nuestro marco de valores y sentidos heredados de la tradición griega y judeocristiana. Surge la imagen de un cristianismo que carga con el «error» de haber dejado entrar en el mundo la enfermedad de la decadencia a través de la compasión y el resentimiento, pero además, el convertirse en una suerte de crisol de todas las enfermedades arrastradas desde el mundo antiguo; el haber reducido a los individuos a rebaño que encontraba su afirmación (espíritu de venganza, resentimiento, mala conciencia, ideal ascético) en su negación vital, más aún, hacerlos partícipes de la concatenación histórica de acontecimientos de creación, disolución y recreación de sentido y valores contrarios a la naturaleza humana. La decadencia obstaculiza aquellos instintos que tienden a la conservación y a la elevación del valor de la vida, tanto multiplicador DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de la miseria de los sentimientos como conservador de todo lo miserable; la compasión, el resentimiento, el ascetismo, persuaden a entregarse a la «nada», al «más allá», lugar en que para Nietzsche no hay «nada». Más allá de lo real nada hay. En este sentido, como producto de los acontecimientos históricos, el nihilismo es un tránsito propio de nuestra cultura, es la manifestación del cansancio del espíritu de occidente, agotado ya de sostener el «mundo verdadero», se torna nihilista, al descubrir la mentira metafísica y el sinsentido de los valores morales que en ella se fundamentaban: Dios como máscara de la nada. El sujeto pierde la fe en los criterios con los que había guiado su existencia: la verdad se ha mostrado como el error más profundo y los valores han perdido su valor, desdibujando el horizonte de sentido. Un terrible vacío paralizante se instala en la conciencia porque sólo queda la Tierra, este mundo terreno, desprestigiado, incluso despreciado, por veinticinco siglos de plato-cristianismo racionalista. Tracemos una línea de interpretación de este proceso, a partir de las figuras de «sacerdote asceta» y «hombre frenético» provenientes del ideario histórico y simbólico nietzscheano, como voces de este estado anímico y psicológico que surge de la conexión entre modernidad y nihilismo. Ambas figuras trastocan el programa moderno y configuran determinantemente la matriz nihilista: secularización y autonomía encuentran en estas figuras su genealogía, sentido y explicación. Representan al mismo personaje, pero en momentos diferentes, el sacerdote como administrador del sentido de la moral cristiana resulta el buscador frenético en el «mercado global», es decir, el sacerdote es el hombre frenético pero secularizado, y el sacerdote asceta es el frenético no reconciliado tras la «muerte de Dios» en su transformación superadora. El sacerdote asceta es quien, habiendo perdido la facultad administrativa del sentido de la existencia humana, busca a Dios en el último lugar posible con lámparas encendidas a mediodía, manifestando la oscuridad interior y la opacidad exterior: el mercado donde se reúnen aquellos que ya no creen en Dios anuncia la sentencia: este mundo es extraño a Dios y lo ha abandonado. Durante siglos el cristianismo administró el sentido de la existencia, ahora autónomos, pero inconscientes de la hazaña cometida, deambuDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lamos buscando el valor de hacernos a la altura de la historia y su devenir (La Gaya Ciencia, § 125), pues ha irrumpido la forma más extrema de nihilismo: «la “ausencia de sentido”, la nada eternamente» (Fragmentos Póstumos, junio 1887, 6). Las certezas, los temores, los anhelos e intereses mundanos escuchan la diana del nihilismo que nos avisa que nuestro deseo se ha quedado sin objeto, que nuestra racionalidad se ha quedado sin objetivo, que nuestra voluntad podría ya no querer... nada y que corre el riesgo de la autoaniquilación. Ya liberados de la moral cristiana y de sus prolongaciones disciplinadoras en la cultura moderna, embriagados por la autonomía encarnada en el «espíritu libre», en el «superhombre», en la «gran salud», en el «niño» del relato de Zaratustra, se debe extender esta ruptura hasta liberarse de todo relato que los determine externamente. Del mismo modo que el nihilismo supone la «muerte de Dios», de todo supravalor y su consecuente superación, ésta implica sepultar a ambos sin inmolarse en el intento. Así, la caída de la interpretación cristiana abre, a su vez, la posibilidad de superar toda estructura simbólica y lógicas de poder que conformen y determinen la subjetividad. Por tanto, esta ruptura también exige a su artífice soportar el dolor y el cansancio, la responsabilidad y la satisfacción, el abandono, el pánico y el orgullo: el abismo, pero con ojos de águila, «el que aferra el abismo con garras de águila: ése tiene valor» (Así habló Zaratustra, «Del hombre superior», 4). Valor que se juega en las coordenadas coincidentes entre modernidad y nihilismo, líneas que trazan la inconmensurabilidad del develamiento de un falso metarrelato cargado de sentido impreso en el imaginario colectivo, como de la polarización de los ejes de la existencia humana: la experiencia y su sentido como núcleo posibilitador de la comprensión de la historia. En fin, el nihilismo es el reflejo de una modernidad mitologizada en el progreso y la ciencia, en su promesa y afán ciego, en su auto-conciencia y auto-legitimación tecnológica. Es la seña de aquella Modernidad que, delatada por la teoría crítica frankfurtiana, la revisión de las estructuras de poder de Foucault, el agotamiento de los relatos culturales según Lyotard, por las ideologías inútiles de Marx, el carácter destructivo según Benjamin, de un cierto malestar 385

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freudiano, de una tragedia cultural en Simmel, una náusea sartreana, ambivalencia y liquidez para Bauman, un cierto desánimo incómodo y desconcertante, se entrega asediada para su interrogatorio. Pero también supone la repercusión de una conquista, de una ocupación y preocupación de nuestro tiempo presente como objeto de reflexión, de una consecuente reinterpretación del protagonismo del sujeto en la construcción de su historia, de una prosecución en la trayectoria programática de la Modernidad, de un cultivo de aquellos sitios abandonados como ámbitos de sentido, reclamos por un re-conocimiento de lo sabido, por último, una reestructuración histórica de los caminos retorcidos que la Modernidad ha pavimentado. FERNANDO J. VERGARA

Morir La existencia humana ansía una vida sin sobresaltos. Por la indeterminación que la constituye, se proyecta en un escenario despojado de extrañeza, consistente y poblado por repeticiones y regularidades. La condición de arrojado1 a la que alude Heidegger convierte al Dasein (al hombre en terminología heideggeriana) en un ser sin acabamiento natural y necesitado, por ello, de mecanismos institucionales que le permitan reducir posibilidades y anticiparse a los acontecimientos. Y con ello, simplificar la complejidad y expulsar la sorpresa de su entorno. De algún modo, el hombre anhela compartir su experiencia vital con una compañía fiel y previsible: la de la determinación que, a su vez, permite establecer una relación de necesidad y continuidad entre el camino recorrido y el (único) que queda por transitar. De manera más o menos consciente, la existencia consiste en buscar réplicas de uno mismo, de lo mismo, en privar a lo más cercano y familiar de su connatural profundidad, en ocultar su otro rostro difuso e inquietante: en sofocar las crecidas de lo des-conocido. En última instancia bien pudiera hablarse de la pretensión humana de vivir sin decidir, sin optar, sin arriesgar: dejándose llevar por inercias y automatismos que, dispuestos sobre una mecánica callada pero impecable, desdeñan la reflexión, anestesian la inquietud y ho386

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mologan lo diverso. Sigmund Freud hablaba del instinto conservador que impera en las tramas secretas de la vida y que, en el caso del fenómeno humano, se expresa en comportamientos privados de riesgo, orientados a la adaptación y, al mismo tiempo, enfrentados a la novedad, a la libertad: a la posibilidad. Este instinto conservador no es ajeno a una época, como la moderna, que celebra el advenimiento de los ideales de cambio (revolución, transformación, desarrollo, progreso) desde un ademán burgués ansioso de convertir el mundo en un escenario despojado de sorpresa y fiel a su voluntad de dominio técnico. Nuestras sociedades tan dadas al cambio (y las antecesoras, tan dadas al inmovilismo) han edificado su estructura organizativa a partir de la lucha contra la ambivalencia y la contingencia. Han tratado, para ello, de imponer un único curso a los acontecimientos (históricos, biográficos, sociales). Su propósito: convertir el hacer cultural en repetición natural. Esto es especialmente llamativo en la vida cotidiana, escenario en el que los individuos se arraigan al mundo y absorben un conocimiento que les permite compartir experiencias y comprender la realidad circundante. El mundo-de-la-vida constituye la circunstancia originaria de la condición humana, cuya materia prima, más que esencias y naturalezas, la constituyen el tiempo, la historia y la contingencia. Ese feudo de conocimiento común y compartido hace ser, colorea nuestra existencia, la tiñe de significados, valores, ideales. Aporta a la condición humana simbolismos y lenguajes con los que expresar-se. Ya se trate de sociedades tradicionales basadas en la omnipresencia de la religión, o de sociedades diferenciadas de mayor impronta tecnológica, la cotidianidad transcurre como si no pasara nada, como si todo estuviera ya escrito de antemano: como si el tiempo hubiera dejado de existir. Las cosas no nacen nunca. Ni mueren. Perduran en las conciencias individuales que, de puro convivir con ellas y repetirlas, les conceden vida propia. Se trata de una atmósfera impregnada de tiempo homogéneo (W. Benjamin) que no aporta más que constancia y regularidad, orden y seguridad. El tiempo comparece, en este caso, como un instrumento de medida. A su través se organiza la experiencia individual y social a partir de episodios socialmente significativos que se repiten otorganDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Morir

do continuidad a las biografías humanas. Y, algo más, dotándolas de pasado, continuidad e identidad. Confundida con este discurrir monótono, la existencia se convierte en una mecánica basada en asociaciones y repeticiones cronificadas y precursora de relaciones de poder que, en lo fundamental, consisten en estrechar el horizonte de acción, en diluir la posibilidad y en alentar la docilidad y la vulgaridad en los comportamientos humanos. Si en la primera modernidad fue la ciencia, en la postmodernidad (o modernidad reflexiva) el consumo contribuye a forjar el abigarrado sentido común de la cotidianidad. Tanto el control y la diferencia que promueve la ciencia, como el des-control y la des-diferenciación que alienta el consumo, preparan cursos de acción basados en la re-producción, en voluntades conformistas entregadas a los hechos, en sujetos des-politizados carentes de inquietud y ciegos ante la posibilidad. Aunque se presuma que en ambas experiencias sociales exista una mayor sofisticación y depuración reflexiva que en el resto de las precedentes en la historia humana, la verdad es que en las sociedades contemporáneas (igual que en las del pasado) las preguntas centrales en la existencia de todo individuo (¿qué hago aquí?, ¿por qué, para qué?, ¿qué me está dado esperar?) han brillado por su ausencia. En general, lo que ha primado en ellas ha sido una tendencia antimetafísica que ha obligado a los individuos a regir sus vidas bajo los dictados del acervo común y desde lugares comunes que garantizan la reproducción del modo de convivencia. Precisamente por las expectativas abiertas por los ideales que presiden la experiencia moderna (la autonomía, la libertad, la crítica), como dice Jean Grondin, «este olvido de lo esencial resulta exasperante en el caso de un ser que es, si no el dueño, al menos sí el responsable de su orientación en la existencia».2 Las tramas cotidianas de la vida social dejan al mundo sin tiempo. Y a la existencia desprovista de contenidos ya que no hay espacio para la novedad, para el ensayo: para la experiencia. Producto de la angustia que acompaña y empapa las raíces profundas del vivir, los comportamientos humanos impiden la comparecencia del tiempo en lo que éste tiene de acontecer y aconteciendo, de constante pasar que, al traspasar-nos, permite recordar lo que los humanos son radicalmente: efímeros, cuya etimoloDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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gía, según Emilio Lledó,3 se construye sobre dos palabras (epi heméra) que remiten a aquéllos como seres de un día, seres que renacen o se truncan cada día. Porque cada día es in-determinado, resultado y causa de indeterminación, acontecer en el que el principio y el final se confunden. Por el carácter efímero que define la existencia humana, en ella, en palabras del poeta José Ángel Valente, «todo comienzo es postrimería; todo presente, postumidad».4 El paso del tiempo y el tiempo como incansable acontecer despiertan la inquietud porque confiere provisionalidad a lo que nos sos-tiene: los ritmos ordinarios de la existencia. No en vano, nos alerta de la in-finitud que habitamos y que nos habita. Nos sitúa de continuo en la encrucijada, en el cruce de caminos: en la frontera que separa y une lo conocido y lo desconocido, lo familiar y lo extraño, lo determinado y lo indeterminado. El tiempo fluyendo, la temporalidad a la que apunta Heidegger, nos trae a la memoria nuestra natural y doble condición de habitantes de un mundo conocido y, al mismo tiempo, de terra incognita. Es, por ello, promotor de la angustia que irriga las tramas profundas de nuestra existencia y que, según la concepción del tiempo de cada individuo, puede favorecer bloqueos y parálisis en nuestros comportamientos, pero también sublimaciones creativas y experiencias expansivas. El paso del tiempo nos familiariza con algo que no existe en una cotidianidad adscrita a lo a-temporal: el final de las cosas, la extinción, la decadencia, el morir. Sin lugar a dudas, con el fin inevitable de la existencia, de nuestros seres queridos, de lo más familiar. Con la disolución de cristalizaciones tales como relaciones, identidades y proyectos. El tiempo en su flujo incansable avisa de que a todo le espera su extinción. Ante esta visión, la muerte sobrecoge por su contundencia, por su intransigencia, por su intratabilidad. Comparece como un hecho, como un hecho fatal, definitivo, que no admite contestación: como un hecho que hace finalizar, que finaliza la existencia. En este sentido, paraliza e insta al olvido, a su encubrimiento bajo imágenes idílicas que nos hablan de salvación y de vida ultraterrena. Pero también cabe entender el morir incorporándolo a la existencia, dejándole espacio en el más acá,5 observándolo como una oportunidad para el sentido y no sólo para el sinsentido, integrándolo en la cotidianidad a la que altera. 387

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Para ello conviene modificar el enfoque que identifica morir y pura nada. Más que a la muerte, conviene remitirse a nuestra condición de mortales, a ese empezar a morir conforme venimos a la vida, a esa domiciliación en el acontecer desde que somos concebidos y en el mismo hecho de serlo. Se trata de que la contundencia de la muerte como sustantivo deje paso al morir como posibilidad, como verbo, como oportunidad para experimentar. De algún modo, morimos muchas veces y muchas cosas mueren en nosotros antes de nuestra extinción definitiva. Amores, proyectos, creencias, identidades, relaciones, nacen y mueren en el curso, en el discurrir del tiempo. Cohabitamos de continuo con el fin y el principio como dos polos inseparables de la temporalidad que late bajo el firme institucional e identitario. En el sordo pasar del tiempo el empezar y el acabar conviven y, además, comparten: la in-determinación, la contingencia y la posibilidad, algo que se traduce en la existencia humana en facticidad, en el no saber ni de dónde ni adónde, en el carecer de sentido y, por tanto, en el ponerse en trance de buscarlo. Siendo como somos tiempo, nos vemos concernidos a cada instante por la indeterminación. Esta idea da pie a relacionar el morir con nuestra existencia más inmediata a la que, por otra parte, invita a expansionarse. Al decir de Heidegger, «la muerte no “pertenece” tan sólo radicalmente al propio Dasein, sino que ello reivindica a éste en su singularidad».6 El hecho de que se sepa de continuo habitando la indeterminación le obliga a decidir: sobre el mundo, sobre los otros, sobre sí mismo. De algún modo, supone que «vivir en el momento presente es vivir como si se viera el mundo por última, pero también por primera vez».7 No hay un tiempo para lo último y otro para lo primero, como si se tratara de dos extremos antitéticos de una existencia confundida con un proceso lógico. Antes bien, cohabitan a cada momento, haciendo que cada instante sea simultáneamente un motivo de despedida y de celebración. El morir no sólo evoca la decadencia otoñal. También el estallido primaveral. No sólo cierra, también abre. Y abre al cuidado de sí, al fatal encargo de asumir la propia existencia como un proyecto abierto a gestionar desde la libertad y la responsabilidad de cada hombre. Éste se redefine como ser por-ser, como poder ser, como devenir. Como proyecto. De este modo, redescubre la vida como proceso, sin curso 388

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preestablecido, que en su caminar nace y muere en múltiples ocasiones dando pie a la experiencia, al ensayo, a la recreación de las relaciones con uno mismo, con los otros y con lo otro. Así, se reinventa como un agente creador que, en tanto tal, se proyecta, se estira, se prolonga: como tiempo. Como dice Ramón Rodríguez, «que el Dasein sea un ser al que le va su ser que su ser sea cuestión para él mismo, que su ser consista en haber de ser o, sencillamente, que existe, son todas formas de expresar la misma idea esencial de que para el individuo humano ser no consiste en simplemente estar ahí dado, extendido en el espacio y durando en el tiempo, sino en que este mismo hecho de ser tiene que ejecutarlo, es decir, lo tiene a la vez dado y pro-puesto, recibido pero situado también delante, como una posibilidad de sí mismo que ha de realizar».8 La mejor expresión de esta experiencia es la del artista. En ella, el creador se sabe en conexión directa con potencialidades que preludian y preparan (E. Bloch) nuevas formas de lenguaje y que se sirven de su sensibilidad para consumarse. El artista habita un mundo distinto al de la normalidad cotidiana. En él, las cosas pierden sus límites precisos y se prolongan más allá conectándose con el resto del mundo. En este sentido, el artista es sensible a la complejidad que atraviesa la existencia humana y que, inefable, sólo permite una aproximación simbólica. No convierte su existencia en un sistema petrificado de asociaciones comunes que, tarde o temprano, desemboca en parálisis e inacción. Se atreve a jugar con los límites, a descubrir en las palabras un cúmulo de sedimentos semánticos, de respiraciones sumergidas,9 que remiten a horizontes ignotos, que abren mundos, que convocan a lo desconocido. Se trata de una vida con riesgo y, por ello, con sentido. A la luz de nuestra condición de mortales, «lo que somos nunca lo somos del todo».10 Esta falta que nos define como devenir y por-ser da pie a la experiencia, al juego, a la búsqueda. Por ello constituye el mayor y más urgente desafío a la existencia humana. En especial, al pensamiento, a menudo concentrado en las cosas y obsesionado con las regularidades y las leyes que organizan la experiencia. Es el pensamiento el que recibe el estímulo de lo provisional para ponerse en camino de lo desconocido, para la conversión: para el auto-exDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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trañamiento. Como dice Ángel Gabilondo, «pensar la muerte implica pensar acerca del pensar mismo como lo propio de cada cual y de lo que, perteneciéndole, no es posesión suya. El privilegio de ser mortal, lejos del patetismo de ciertos lenguajes, procura, de hecho, que el pensar venga a ser tal. Y otorga, a su vez, una cercanía que no se deja recoger en última instancia en lenguaje alguno».11 El pensamiento recae sobre sí, sobre sus vicios dominadores, sobre sus miedos, sobre sus cegueras: sobre las sentencias definitivas y los juicios incontrovertibles. De pronto comunica con sus posibilidades. Ve y va más allá de sí. Se dispone a experimentar. Sabe que no lo sabe todo porque descubre la infinitud de la que es contemporáneo y que tira de él, que le traslada a territorios desconocidos, que le anuncia hallazgos sorprendentes: que le impide realizar juicios finales. El pensamiento ya no hace pie en tierra firme. Sabe que su tarea es interminable y consistente en buscar, indagar, probar. Sin final definitivo. Empezando de continuo. Sin fundamentar. Si acaso, fundando en el tiempo y como tiempo horizontes y mundos preñados de provisionalidad: que van a morir. A pesar de que puede parecer paradójico, cabe pensar que «la muerte plenifica el “estar aquí” en su carácter absoluto».12 Y lo hace por la vía del sentido que ofrece, esto es, porque nos hace vivir en el límite, porque nos acerca la provisionalidad, porque nos hace saber que estamos en deuda, porque cualquier momento es una ventana abierta para acercarse al horizonte infinito. Una vez más, cada instante es el primero y el último, aviso del final… Y del comienzo. Más aún, una ocasión para aprender a vivir de la mano de la serenidad, de una lúcida adaptación a lo que hay de implacable en la existencia: acontecer. Se trata de seguir la pista del sentido en el morir mismo. No es sólo un final definitivo, no es sólo final, también forma parte de nuestra cotidianidad el hecho de que la vida se ultima a cada paso, que cada paso hermana el principio y el final, que, por ello, se convierte en oportunidad para acercarse al misterio del vivir, para asomarse al precipicio, para sentir vértigo, para constatar lo que nos falta. Sin lugar a dudas en la pregunta acerca del sentido de la muerte se dirime la muerte del sentido, pero también la vida, el sentido de la vida, la regeneración, el vivir consciente de que el princiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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piar, como afirma H. Arendt, forma parte del humano existir: que por naturaleza no tiene otra cosa que hacer. En palabras de Ángel Gabilondo, «la cuestión no es, por tanto, la de eludir, sin más, la muerte. Ni siquiera, quizá, la de pretender acceder a un estado en el que no resulte temible. Ejercitarse es prolongarla y saborearla. El objetivo no es vencer el miedo, sino la vulgaridad de la propia vida».13 Cabe pensar que una vida sin la presencia amenazante del morir constituye el mayor sinsentido de la existencia humana. Sin esa sombra tan alargada la vida sería eterna, de una pesantez asfixiante, sin matices, sin relieves, sin riesgos. Dejaría al hombre sin nada que hacer. Sin libertad de acción. No en vano, en la libertad el hombre da rienda suelta a uno de sus apetitos fundamentales, el juego. En la libertad el hombre juega con el mundo, se la juega… para ganar (prestigio, dinero, reconocimiento) y también para perder, inclusive la propia vida. Una vida sin pérdida (posible) acusa parálisis y entumecimiento. Inanición. No han sido frecuentes a lo largo de la historia de la humanidad la presencia de mentalidades capaces de afrontar directamente el morir, el carácter efímero inherente a la existencia. No han abundado modelos de sociedad dispuestos a estimular el acercamiento maduro y receptivo del hombre al morir, al misterio de la vida, a sus límites. La muerte siempre ha sido camuflada y diferida en el tiempo. De manera especialmente llamativa, en las sociedades tradicionales las significaciones rituales y religiosas ofrecían compensaciones ultraterrenas que permitían sobrellevar las angustias derivadas de la existencia mundana. En la modernidad, sin más, impera «la tendencia a la represión de la muerte, que tiene sus raíces en la propia vida. Por eso desplaza por completo la experiencia de la muerte hasta marginarla de la vida pública».14 En esta experiencia social no hay lugar para misterios, enigmas. Nada queda sin respuesta científica. Hasta la propia muerte. Porque, como dice Bauman,15 si todos sabemos que vamos a morir, no sabemos cuándo, lo cual ofrece un tiempo de espera que nos permite intervenir (a través del cuidado médico, higiénico, nutricional, sexual, etc.) sobre las posibles causas que pudieran actualizar este momento fatal. Frente a ello, la postmodernidad frivoliza con la muerte. La rápida extinción de todo lo que rodea la 389

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existencia humana en esta sociedad nos acerca más, si cabe, al carácter efímero de nuestras vidas. Pero también se mira para otro lado. De hecho, las enormes posibilidades tecnológicas de que hoy se dispone facilitan el jugar a morir, a re-nacer varias veces, a intervenir en la propia naturaleza hasta convertirse en cyborg, a mutar de identidad, sexo, etc., a dejar de ser uno para ser otro(s). Y, todo ello, desde el olvido y la amnesia, con anestesia y sin experiencia de dolor, sin que por medio haya incremento de ser, sin grandeza, sin conciencia: de límites. En esta época de banalización del mal, dice Vicente Verdú que «con la vida convertida en superobjeto, no sólo pasamos el tiempo, sino que no perecemos nunca porque el espectador siempre sobrevive al término de la función. Abandona la butaca siempre antes de la defunción».16 En última instancia, se trata de ver en el morir algo actual y cotidiano, no sólo postrero. Algo con lo que con-vivir. Y en ello el individuo se juega la salud y el equilibrio consistentes ambos en vivir aprendiendo a morir, a despedirse y a vivir en deuda y agradecido, a saberse seres de un día, efímeros, obligados a cuidar de sí y a sospechar de sentencias definitivas y palabras últimas. Porque lo que hay es tiempo, acontecer, contingencia. Por ser. Notas 1. M. Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2003, p. 159. 2. J. Grondin, El sentido de la vida, Herder, Barcelona, 2005, p. 14. 3. E. Lledó, Elogio de la infelicidad, Cuatro, Valladolid, 2005, p. 46. 4. J.A. Valente, La experiencia abisal, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 46. 5. M. Heidegger, op. cit., 2003, p. 268. 6. Ibíd., p. 283. 7. A. Gabilondo, Mortal de necesidad, Abada, Madrid, 2003, p. 171. 8. R. Rodríguez, Del sujeto y la verdad, Síntesis, Madrid, 2005, p. 90. 9. J.A. Valente, op. cit., 2004, p. 109. 10. Ch. Maillard, La razón estética, Laertes, Barcelona, 1998, p. 92. 11. A. Gabilondo, op. cit., 2003, p. 13. 12. Ibíd., p. 128. 13. Ibíd., p. 18. 14. H.G. Gadamer, El estado oculto de la salud, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 81. 15. Z. Bauman, Mortality, Immortality and Other Life Strategies, Stanford University Press, Stanford (California), 1992, cap. 4. 390

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16. V. Verdú, El estilo del mundo, Anagrama, Barcelona, 2003, p. 271.

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Muerte En una escena de la magnífica película de Ingmar Bergman, El séptimo sello (1956), el caballero Antonius Block, que vuelve cansado de las Cruzadas y ansioso por saber del más allá y de la existencia de Dios, pregunta por sus secretos a la Muerte, con la que juega una vital partida de ajedrez, pero la respuesta de ésta es rotunda: «No sé nada». A diferencia del caballero, el hombre occidental actual no sólo no se pregunta ya sobre la muerte y el más allá, sino que relega la muerte a la condición de tabú del que es mejor no hablar. En nuestras sociedades desarrolladas, y salvo desastres comunitarios muy excepcionales (tales como el 11-S, el 11-M y el 7-J), la organización social de la muerte, el hecho del morir y el duelo quedan relegados generalmente fuera del ámbito de la comunidad: el proceso de morir se institucionaliza dentro del hospital y el duelo se vive generalmente en la intimidad de la casa. Es la «muerte prohibida» o «muerte invertida» de la que habla Philippe Ariès (El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid 1999). Con palabras de Max Scheler: «El tipo del “hombre moderno” no hace gran caso de la supervivencia, fundamentalmente, porque niega en el fondo el núcleo y la esencia de la muerte» (Muerte y supervivencia, Ediciones Encuentro, Madrid 2001, p. 16). Por el contrario, para las religiones en general, todo intento por evadirse de la muerte, o por fingir que no es algo serio, es considerado como algo falso, incluso subversivo para la verdad. No les satisface ni la cobarde ocultación de la muerte emprendida por nuestra cultura, ni tampoco la despreocupada visión que de la misma tenía Epicuro, para quien la muerte nada debiera ser para nosotros, porque, según él, cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros (Carta a Menecio 125126). En este sentido, las religiones han sido fieles desde siempre al sabio consejo de Séneca, quien recomendaba pensar constantemente en la muerte para no temerla, a la vez que afirmaba que «toda la vida hay que aprender a morir» (De la brevedad de la vida 7, 3). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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I. El hombre prehistórico y la muerte Alrededor de la muerte se han ido creando distintos universos de representaciones, ideas y creencias, mundos simbólicos y complejos rituales, los cuales conforman la muerte como un rito de paso, como un cambio de estado y entrada o umbral al más allá, definido como un mundo distinto al de los vivos, al menos en parte. No es fácil delimitar desde cuándo el ser humano toma consciencia de la muerte con fines de transcendencia. Por los restos óseos hallados en la Sima de los Huesos (Atapuerca, Burgos), se considera que el Homo heidelbergensis, una especie preneandertal de trescientos mil años de antigüedad, ya enterraba de forma consciente a sus muertos, lo que le convierte, de ser cierta esta apreciación, en el primer homínido en hacerlo. El consenso científico es mayor al afirmar que al menos el hombre de Neandertal ya practicaba algún tipo de ritual funerario, por modesto que fuera y difícil de interpretar para el hombre de hoy. Durante el Paleolítico Superior (40000-8000 a.C., aproximadamente), la práctica de la inhumación de los cadáveres es frecuente y está bien atestiguada. Se discute si determinadas posturas en la inhumación y el espolvoreo de algunos cadáveres con ocre rojo (esto ya desde el Paleolítico Medio) pudieran ser símbolos de vida y anhelo de supervivencia. Algunas pinturas parietales de cazadores-recolectores son interpretadas por algunos investigadores como escenas chamánicas que reflejarían estados alterados de conciencia (una de las más famosas en este sentido es la del Pozo de Lascaux, Francia, en la que se muestra a un hombre con rostro de pájaro embestido por un bisonte herido). Esta interpretación, de ser correcta, llevaría al reconocimiento de que el hombre del Paleolítico Superior aceptaba la existencia más allá de la muerte de una dimensión transcendente, espiritual, aunque difícil de definir. La creencia en algún tipo de transcendencia después de la muerte es mucho más evidente en las sociedades sedentarias y agrícolas del Neolítico (a partir del 7000 a.C. en el Oriente Próximo, y del 5000 o 4000 a.C. en Europa y Mediterráneo), especialmente asociada a los ciclos de regeneración de la naturaleza y a los cultos de fertilidad vinculados a la Diosa Madre Tierra (el importante asentamiento de Chatal Hüyük, en Anatolia central, muesDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tra un desarrollado culto a la Diosa de la Fertilidad o Diosa Madre). Construcciones megalíticas del Neolítico occidental y ajuares funerarios del Neolítico balcánico incluyendo figurillas femeninas que quizá representan divinidades regenerativas, parecen confiar en que el hombre transciende la muerte análogamente a como la naturaleza se renueva a sí misma de manera cíclica. II. La muerte en Mesopotamia y Egipto Ya en período histórico, las primeras grandes civilizaciones mostraron una preocupación especial hacia la muerte, aunque contrapuesta. Las grandes civilizaciones mesopotámicas (Sumeria, Babilonia, Asiria...) conciben el más allá de manera pesimista: a todo ser humano, particularmente al etemmu, especie de espíritu o espectro sombrío del difunto, sólo le espera tras la muerte un destino penumbroso e inconsciente en un tenebroso inframundo, de nombres tan significativos como «Mansión Tenebrosa» o «País sin retorno», y del que nunca se vuelve como muestra el relato del Descenso de Inanna a los Infiernos. El Poema de Gilgamesh refleja perfectamente este pesimismo cuando su protagonista inicia una infructuosa búsqueda de la inmortalidad, ya que ésta sólo está reservada a los dioses quienes decretaron que la muerte era el destino universal de la humanidad. No obstante, los muertos son importantes. El recuerdo de su pasado, de sus hazañas, otorga coherencia al presente de los vivos. De ahí la inhumación cuidadosa del cadáver (a veces en la misma casa de los vivos) y la práctica del kispum, ritual que permitía al difunto integrarse en el mundo de los antepasados y al hijo mayor acceder a la autoridad paterna, consiguiéndose de esta forma la integración y cohesión familiar y social. Muy distinta es la visión egipcia de la muerte. En ella prima el optimismo vinculado a los ciclos regenerativos de la naturaleza, el solar (representado por el dios Ra) y el vegetal (representado por el dios Osiris), los cuales garantizan una supervivencia feliz en el Campo de Cañas, una región agrícola y fértil del más allá donde la vida terrena continúa de forma ideal (de aquí la importancia de la conservación del cadáver y de la momificación). Durante el Imperio Antiguo (2575-2134 a.C.) todas las esperanzas de alcanzar la eternidad estaban centradas únicamente en el Faraón, 391

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como muestran los Textos de las Pirámides, recopilación de conjuros mágicos en los que se describe el proceso de divinización del Faraón tras su muerte, quien acaba uniéndose a Osiris y otras divinidades. Esta esperanza post mortem se extendió a los aristócratas o nobles durante el Primer Período Intermedio (21342040 a.C.) y durante el Imperio Medio (20401640 a.C.), como indican los Textos de los Sarcófagos. Durante estos períodos no faltaron momentos de crisis del poder faraónico que propiciaron, aunque fuera excepcionalmente, cierto pesimismo hacia el más allá, como muestran el Diálogo de un desesperado con su alma y el Canto del arpista. Finalmente, la esperanza en un más allá venturoso se extiende, en una especie de proceso «democratizador» de la muerte, a todos los hombres, a partir del Imperio Nuevo (2040-1640 a.C.). De este período es el conocido Libro de los Muertos que incorpora la novedad del juicio a los muertos y la «confesión negativa», en la que el difunto declara ante el tribunal de Osiris no haber hecho nada malo en los ámbitos social y religioso (conjuro 125). Sin que esto implique necesariamente un influjo cultural directo, la idea del juicio a los muertos será muy importante en la religión persa de Zaratustra y en las grandes religiones monoteístas (Judaísmo tardío, Cristianismo e Islam). III. La muerte en Grecia En la cultura griega pueden encontrarse reflejadas, aunque adaptadas, ambas visiones sobre la muerte (pesimista y optimista) del antiguo Oriente Próximo. El Hades de la antigua Grecia es muy similar al inframundo mesopotámico. Para las comunidades de la Edad Oscura (1150-750 a.C., aproximadamente), época reflejada en parte en la Ilíada y la Odisea de Homero (el conocido rapsoda del siglo VIII a.C.), la vida de la comunidad era más importante que la supervivencia individual, razón por la que la muerte no significaba el final de la vida de una persona, sino, más bien, un episodio de la historia colectiva y del ciclo de la vida. El alma o psique del muerto queda reducida, tras la muerte, a una especie de imagen desencarnada y vaga del difunto (algo similar al etemmu mesopotámico), carente de consciencia, y cuyo destino es el tenebroso Hades. Los guerreros son los protagonistas de la literatura homérica y su suerte será un tanto distinta, no 392

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ya en el plano metafísico, sino en el social. La muerte viril y juvenil en el combate le otorga al guerrero el estatus de héroe y le permite evitar tanto la decrepitud de la vejez como el indeseable olvido destinado al resto de los mortales. Se trata de una «bella muerte» (kalòs thánatos) como la denominan las oraciones fúnebres atenienses, que confiere al guerrero la cualidad de hombre valeroso, osado. Con otras palabras, se trata de una «muerte gloriosa» (eukleès thánatos). El culto a los héroes se convierte así en modelo para el resto de los ciudadanos y para la vida comunal. Los ritos funerarios, promovidos por el Estado en el caso del culto a los héroes, no sólo implicaban el respeto debido a los muertos, también eran muestra de ostentación del estatus del difunto, reflejado en el cortejo fúnebre y en el lujo de la tumba. En el siglo VI a.C., el reformador Solón, con el fin de controlar estas muestras de poder no deseadas, prohibió el sacrificio de bueyes y las visitas de extraños a las tumbas (las leyes romanas de las Doce Tablas siguieron en parte esta normativa). El paso en el siglo V a.C., particularmente en Atenas, del gobierno aristocrático a la polis gobernada por la demokratia (entendida esta palabra en el contexto de la época) llevó consigo una preocupación por el destino personal del individuo tras la muerte. El culto a los héroes no satisfacía esta preocupación y el influjo parcial del optimismo egipcio, junto con las innovaciones socio-políticas, facilitaron la irrupción de los cultos mistéricos (uno de sus textos representativos es el pseudo-homérico Himno a Deméter) que prometían a sus iniciados un más allá dichoso junto a Hades, Perséfone y Dionisos (dios que muere también), evitando así la pobredumbre (en ocasiones descrita como fango) del tradicional destino post mortem y anulando el carácter perecedero del destino humano. Ya a partir del siglo VI a.C., el concepto de psique o alma se enriquece al fusionar en uno solo los principios de vida y consciencia antes separados. Precisamente, Platón, para quien el alma es inmortal y de origen divino mientras que el cuerpo no es más que la cárcel donde habita prisionera y de la que debe liberarse, admitirá, bajo el influjo del pitagorismo y del orfismo, la metempsícosis o transmigración de las almas (implícita ya en la Olímpica II, 73-75 de Píndaro). El destino de éstas queda condicionado por la trayectoria llevada DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en vida (La República 617d) y no, a diferencia de los cultos mistéricos, por el cumplimiento de determinados ritos. La historia de Er (narrada por Platón al final de la República) muestra a un guerrero armenio muerto en combate que vuelve del inframundo para explicar que, tras la muerte, al alma le espera un juicio que dictamina su premio o castigo. Se discute si el origen del concepto de metempsícosis en Grecia se debe a influjo de la India o a una especie de «chamanismo» autóctono. Sin embargo, al igual que pasara en determinados momentos en Egipto, no todos en Grecia (ni en Roma) compartieron el nuevo optimismo. Epicuro, mencionado al comienzo de este artículo, y el mucho más tardío Luciano de Samosata (Diálogos de los muertos), entre otros, ironizaron sobre una esperanza en la que no creían y aceptaron sin problemas la muerte como el destino final del hombre. IV. La muerte en las grandes religiones de la India: Hinduismo y Budismo No es fácil sintetizar el pensamiento hindú acerca de la muerte. Los Vedas, los Brahmanas y las Upanishads han ofrecido perspectivas muy distintas entre sí. Según el Rig Veda, lo que se esperaba del más allá era fundamentalmente el reencuentro con los antepasados en el mundo de Yama, el dios de los muertos y primer humano en experimentar la muerte. Esto únicamente para aquellos que hubieran honrado a los dioses, cumplimentado las ofrendas rituales adecuadas y sido generosos con la casta sacerdotal. Los vivos rogaban a los dioses por una larga y buena vida, mejor cuanto más alejada de la muerte (como muestra el conocido himno fúnebre del Rig Veda X, 18). En estos textos no se encuentra ninguna referencia a la reencarnación. En los Brahmanas, textos ritualistas de los sacerdotes que detallan minuciosamente la realización de los distintos sacrificios, el sacrificio se convierte en el medio para alcanzar la inmortalidad, incluidos los dioses. En uno de estos textos se encuentra la probablemente más antigua mención de la reencarnación, aunque lo sea en forma rudimentaria. Se trata de la explicación que del misterio del «fuego de los cinco sacrificios» da a Yâjnavalkya el rey Janaka: las ofrendas suben al espacio, que por ellas se convierte en fuego sacrificial; luego al cielo (el segundo fuego sacrificial); vuelven luego a la tierra (tercer DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fuego sacrificial) y entran en el hombre (cuarto fuego sacrificial); de él las ofrendas pasan a la mujer; las entrañas de ésta son el quinto fuego sacrificial; su concepción, la leña que en él arde; el semen, las ofrendas (Satapatha Brâhmana X, 6, 8, 3-4). Pero no será hasta la aparición de la literatura upanishádica, tratados de corte filosófico escritos a partir de mediados del siglo VIII a.C., cuando el concepto de reencarnación adquiera su pleno sentido. Las Upanishads encumbran el conocimiento por encima del sacrificio ritual como el medio para alcanzar la inmortalidad. La clave está en que Brahman (lo Absoluto, la Realidad Suprema o Esencia del Universo) se individualiza en el âtman (término que suele traducirse por «alma», «mismidad» o «principio personal»), de modo que ambos se identifican y, consecuentemente, son igualmente inmutables e inmortales: «No envejece con la vejez, no muere con su muerte. Ésa es la verdadera ciudadela del Brahman, en ella están contenidos los deseos. Es el âtman libre de males, a salvo de la vejez, de la muerte, del dolor, del hambre, de la sed, cuyos deseos son verdad, cuyos pensamientos son verdad» (Chandogya Upanishad VIII 1, 5). El âtman es el sujeto inmutable que permanece en cada reencarnación. Lo que determina el ciclo de distintas reencarnaciones (denominado samsara) no es una divinidad retribuyente que premia a buenos y castiga a malos (como en las religiones monoteístas), sino la inexorable y universal ley del karma, similar a una ley de causa y efecto por la que cada acción humana produce una serie de consecuencias (positivas o negativas) que deben extinguirse y que condicionan las sucesivas reencarnaciones. En este sentido, la muerte no es un término, sino un paso o tránsito en el ciclo de la vida. La meta es, por tanto, liberar al âtman de las ataduras producidas por el karma y la reencarnación (lo que se denomina moksha o «liberación»), y alcanzar la unión con Brahman. El Bhagavad Gita («Canto del Bienaventurado»), la obra más popular e importante del Hinduismo, de fecha discutida (entre siglos V-II a.C.), y enmarcada en la gran epopeya del Mahabharata, mantiene esta línea de pensamiento. Se centra en el diálogo que sostienen el guerrero Arjuna, reacio a matar en el combate a sus familiares, y el sabio Krishna, encarnación de Brahman, quien intentará 393

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convencerle para que cumpla su deber y honor de guerrero, alegando que su âtman, a diferencia del cuerpo, es inmortal e inmutable porque es la individuación de Brahman, y por tanto no puede matar ni ser matado. Esta obra enfatiza que, además del sacrificio y del conocimiento, el camino de la devoción (o bhakti) y el servicio a Brahman permiten también la liberación. La práctica de la cremación del cadáver, originariamente entendida por el Hinduismo como un sacrificio, se convierte desde esta perspectiva en un medio para liberar al âtman del cuerpo, el cual no es más que una carcasa mudable en cada reencarnación, destinada a su desaparición tras la muerte física. Por su parte, el Budismo busca la extinción del dolor y del deseo que lo provoca. Para la primitiva corriente Theravada o Hinayana («Pequeño Vehículo») no hay nada que sea absoluto, inmutable e inmortal, ni siquiera el âtman. Dirá el Buda: «No, hermano, no hay forma material que sea permanente, estable, eterna, por naturaleza incambiable, por sí misma eterna. Así que esto será firme» (Sanyutta-Nikâya XXII, 96). El ser humano sería únicamente un compuesto psico-fisiológico temporal de cinco agregados (la materia, sensación, percepción, formaciones mentales y conciencia), carente de cualquier principio personal eterno e inmutable. Es la denominada doctrina del «NoYo» (o anatta). La muerte sería, consecuentemente, la disgregación de estos elementos. La práctica de la contemplación de un cadáver en descomposición abandonado en un osario era una práctica común de los monjes budistas para recordar la transitoriedad del ser humano. Pero las consecuencias kármicas no agotadas se transfieren y condicionan un nuevo nacimiento. Por esta razón, más que hablar de reencarnación en el Budismo, es preferible hablar de «renacimiento», ya que no hay un sujeto inmutable (el âtman) que vuelva a reencarnarse. La meta es alcanzar el Nirvana, estado inefable del que sólo se sabe negativamente que supone la extinción total del deseo y del dolor, y del que sólo puede hablar positivamente el que ha pasado por él. Sin embargo, la otra gran corriente budista denominada Mahayana («Gran Vehículo»), más tardía pero de gran expansión (a ella pertenece el budismo tibetano, más conocido para el hombre occidental), mitiga un tanto la «doctrina del No-Yo» al aceptar el «gran yo», un yo 394

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no individualizado unido al universo y al Buda cósmico. El budismo tibetano producirá, hacia el siglo VIII d.C., una obra de gran interés: el Bardo Thödol (o «estado intermedio»), más conocido como El Libro Tibetano de los Muertos. Con ella se pretende ayudar a la liberación del ciclo de las reencarnaciones explicando lo que supuestamente acontece entre el momento preciso de la muerte y el momento del encuentro con el Buda o, en su defecto, el momento de un nuevo renacimiento o reencarnación. Algunos de sus contenidos recuerdan a las llamadas «experiencias próximas a la muerte» (salida del propio cuerpo, visión de una luz al final de un túnel, encuentro con seres queridos fallecidos o incluso con seres espirituales...) que se producen en situaciones de «muerte clínica» o afines. La cremación es también común al Budismo, dado su origen indio, aunque las prácticas funerarias budistas pueden ser muy distintas según lugares y acordes en parte con las existentes antes de la introducción de esta religión. V. La muerte en la religión de Zaratustra Mención aparte merece la religión del pastorprofeta Zaratustra o Zoroastro (siglo VII o VI a.C.), dado su carácter innovador con respecto a la antigua religión védica, cuyo origen indoiranio comparte, y su posible influjo posterior en la escatología judía. Zaratustra sostenía la existencia de un único dios supremo, Ahura Mazda, creador de los Espíritus del Bien (Spenta Mainyu) y del Mal (Ahra Mainyu). Sus enseñanzas sobre el destino personal del individuo tras la muerte fueron revolucionarias en su tiempo. Éstas se reflejan en parte de los Gâthâs («Cantos», las secciones más antiguas del Avesta) y especialmente en el Bundahishn («Creación»), texto tardío del siglo VIII d.C. De acuerdo con su doctrina, todos los seres humanos, tanto mujeres como hombres, humildes como privilegiados, pueden aspirar a alcanzar el más allá si se han comportado éticamente (se valoran las palabras y obras a partir de los quince años): «En tanto que Espíritu Santo, por el Óptimo Pensamiento y por la acción y la palabra conformes a la Justicia, el Sabio Señor nos dará, mediante el Dominio y la Devoción, Integridad e Inmortalidad» (Yasna 47, 1). Por obra de Ahura Mazda, además del triunfo definitivo del bien sobre el mal (Yasna 43, 5), junto con la destrucción definitiva de los malvados, se promete una DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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resurrección física universal, entendida como una re-creación. Ante la dificultad de que muchos coetáneos no admitieran como posible tal resurrección, el Bundahism responde en boca de Ahura Mazda que, mucho más difícil que recrear lo que alguna vez existió, fue crear el universo desde la nada (Bundahism 34, 4-5). Esta gran transformación al final de los tiempos que dará lugar a un mundo perfecto de paz, eterno y gobernado por Ahura Mazda, recibe el nombre de «la creación milagrosa» (Frashokereti en avéstico o Frashegird en palavi). En el tardío Bundahism se narra cómo será la resurrección (Bundahism 30, 7-9, 27 y ss.): Saoshyant, «salvador», descendiente de Zaratustra, se encargará de despertar a todos los muertos, buenos y malos. Primero serán despertados los huesos de Gayomart, el hombre-gigante primordial; luego los de la primera pareja humana y, finalmente, los de todos los muertos. Todos despertarán cerca del lugar donde murieron para que el alma reconozca más fácilmente su cuerpo. Cada uno verá sus propias obras y los justos serán enviados al paraíso y los malvados al infierno. Además, los Gâthâs mencionan un lugar de paso hacia el más allá donde acontece la separación de buenos y malos, tras un juicio individual de las almas nada más producirse la muerte: el Puente Chinvat (o Puente del Retribuidor). La imagen de este puente de acceso al más allá es tomada por Zaratustra de la antigua religión persa y de otras religiones, pero la ha acomodado a su exigencia de justicia. En la restauración universal, las almas de los justos se reunirán con sus cuerpos y vivirán eternamente en la tierra perfecta. De esta forma, la religión de Zaratustra combina escatología individual y escatología colectiva final. Esta nueva visión rompe con la tradicional concepción cíclica del tiempo y con la cosmología de períodos cósmicos recurrentes (comunes a la religión y metafísica indias, a la religión babilónica y al pensamiento griego), y permite concebir una interpretación escatológica del tiempo histórico. Más que reproducir el pasado, lo que hace Zaratustra es inaugurar un porvenir gracias a la resurrección individual y colectiva. La muerte puede ser vencida si se es fiel a Ahura Mazda y se mantiene un determinado comportamiento ético. El influjo posterior de la casta sacerdotal de los magos radicalizó el dualismo mitigado DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de Zaratustra e incrementó exageradamente el ritualismo, dando como fruto el VendidadSadé (también Vidêvdât o «código antidemoníaco»), que incluía normas sobre la purificación de los cadáveres y su enterramiento. La construcción de dakhmas (o «torres del silencio»), plataformas sobre las que el cadáver era expuesto a las aves de rapiña para que lo devorasen y dejaran limpio, era una forma de evitar que el cuerpo en descomposición contaminara la tierra al entrar en contacto con ella. VI. La muerte en las grandes religiones monoteístas (Judaísmo, Cristianismo, Islam) En las grandes religiones monoteístas (Judaísmo, Cristianismo e Islam) la supervivencia después de la muerte no está asociada ni a los ciclos de la naturaleza ni a leyes cósmicas impersonales y mecánicas. Dicha supervivencia es esencialmente un don del único Dios Creador y Señor del Universo. El Cristianismo y el Islam heredan la noción de resurrección del Judaísmo, pero éste llegó tardíamente a ella. Durante muchos siglos, como se refleja en la mayoría de los libros del Antiguo Testamento, en el antiguo Israel no se esperaba nada después de la muerte: el destino del difunto era el Sheol, un lugar sombrío similar al inframundo mesopotámico y al antiguo Hades griego. Sólo siglos más tarde, en el contexto de duras persecuciones contra los judíos protagonizadas por Antíoco IV Epífanes, reflejadas en los libros de Daniel y II Macabeos del siglo II a.C., se encontrarán los primeros vestigios veterotestamentarios evidentes de creencia en una supervivencia individual después de la muerte (Dn 12, 1-3; 2 Mac 7, 7, 9, 11, 14, 23, 36). El Dios de Israel, justo y retribuyente, no podía permitir que el destino final de sus fieles fuera la muerte violenta a manos de sus opresores. De este modo, la creencia en la resurrección surge asociada a las ideas de justicia y retribución, a la vez que daba respuesta a las objeciones planteadas por los libros sapienciales de Job y Qohélet, que cuestionaban la doctrina clásica de la retribución por la que Yahvé premiaba en vida a justos y castigaba a malvados. El concepto de resurrección en los dos libros mencionados se limita a una resurrección corporal únicamente de los justos fieles a Dios. Los malvados, en cambio, parece que morirán para siempre. La antropología hebrea (como la cristiana y la musulmana) es básicamente 395

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unitaria o monista y no distingue entre cuerpo y alma como entidades independientes. No queda claro cuál pudo ser el influjo cultural que ayudó a Israel a alcanzar esta noción, pero, como ya se ha señalado, bien pudo ser, al menos en parte, la religión de Zaratustra con la que pudo entrar en contacto durante la larga dominación persa (538-333 a.C.). El concepto de «gehenna» o infierno para los malvados surge en la literatura apócrifa judía en el período comprendido entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (especialmente en 1 Henoc y Libro de los Jubileos). El libro de Sabiduría (reconocido como canónico únicamente por el cristianismo católico), obra del judaísmo alejandrino del siglo I a.C., aceptará bajo influjo parcial de la cultura griega, aunque corregida, la noción de inmortalidad del alma, entendida como el don de Dios a los justos al morir. A diferencia de la resurrección, creencias tardo-medievales de místicos y cabalistas como el viaje del alma, la luz cegadora, e incluso la reencarnación, no forman parte del núcleo central de la fe judía. Pero si el libro de Sabiduría afirmaba que «Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser, pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo» (Sab 2, 23-24; cf. Gn 3), el apóstol Pablo, casi un siglo después, proclamará, refiriéndose a la muerte en cruz y resurrección de Jesús, que «la obra de justicia de uno procura a todos la justificación que da la vida» (Carta a los Romanos 5, 18). De este modo, Jesucristo muerto y resucitado (por Dios) aparece como el triunfador definitivo sobre la muerte, y adelanta con su vida, muerte y resurrección lo que será la escatología futura. La fe cristiana concibe que la resurrección es de todo el ser (cuerpo y alma) porque toda la persona está llamada a la comunión con Dios. Pero no se trata de la reanimación del cadáver. Pablo lo expresa con el concepto de «cuerpo espiritual» (soma pneumatikón) o glorificado (1 Cor 15, 44-45), transformado y adaptado a esa otra dimensión escatológica en la que el creyente confía vivirá eternamente, sin dejar de ser él mismo, en comunión con Dios y con los hombres. Para el Cristianismo, perder la vida por Jesús, es decir, morir por sus valores o los del Reino de Dios, implica ganarla o conservarla, o lo que es lo mismo, resucitar para la vida eterna (Mt 16, 25; Lc 17, 33; Jn 12, 25-26). La teología 396

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paulina y la joanea, sin renunciar a la escatología futura, enfatizan que el auténtico cristiano vive ya la nueva vida de un resucitado (lo que se denomina «escatología realizada» o «de presente»). Particularmente para el Evangelio de Juan, la muerte física se considera algo natural, mientras que la muerte definitiva, que consiste en la privación de la vida eterna, será la que experimenten aquellos que no acepten a Jesús como Hijo de Dios. La tradición musulmana introduce en el relato del pecado de Adán la promesa divina de la resurrección (Corán 7, 19-25). Según el Corán, ésta tendrá lugar el Día del Juicio Final y será esencialmente física, en este mundo, razón por la que, salvo excepciones, se prohibe la cremación y no se recomienda el embalsamamiento ni la autopsia. Los fieles resucitarán en un Jardín del Paraíso pleno de placeres sensuales (comida, bebida, sexo; cf. Corán 52, 17-28) y los infieles serán destinados a la «gehenna» o Infierno (Corán 44, 43-50; 78, 21-30). El Corán menciona vagamente lo que puede denominarse como «la vida de intervalo» (barzajiyya) entre la muerte y el día de la resurrección (Corán 23, 101-102). Distintas tradiciones orales (o hadiz) atribuidas a Mahoma se centran en esta etapa y mencionan un interrogatorio al difunto en la misma tumba por parte de los ángeles Munkar y Nakir sobre cuestiones de fe. Según su resultado, el difunto experimentará adelantados ya en la tumba los placeres o sufrimientos del premio o castigo. No obstante, conviene no olvidar que a lo largo de la historia, la tradición religiosa y filosófica musulmana se ha mostrado mucho más rica de lo que suele pensarse. La mística sufí y la filosofía musulmana o fálsafa, influidas en parte por el neoplatonismo, plantearon la transcendencia como la unión del alma inmortal con Dios, una concepción muy alejada de la mera literalidad coránica. Bibliografía BOWKER, J., Los significados de la muerte, Cambridge University Press, Cambridge 1996. BRANDON, S.G.F., Man and his Destiny in the Great Religions, Manchester University Press, Manchester 1963. BREMER, J.M., Th.P.J. van den HOUT y R. PETERS (eds.), Hidden Futures. Death and Immortality in Ancient Egypt, Anatolia, the Classical, Biblical and Arabic-Islamic World, Amsterdam University Press, Amsterdam 1994. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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COHN, N., El cosmos, el caos y el mundo venidero, Crítica Grijalbo/Mondadori, Barcelona 1995. COULIANO, I.P., Más allá de este mundo. Paraísos, purgatorios e infiernos: un viaje a través de las culturas religiosas, Ediciones Paidós, Barcelona 1993. DAVIES, D.J., Death, Ritual and Belief, Cassell, Londres-Washington 1997. DAVIES, J., Death, Burial and Rebirth in the Religions of Antiquity, Routledge, Londres-Nueva York 1999. GAVAIN, Ph. (ed.), La muerte. Lo que dicen las religiones, Ediciones Mensajero, Bilbao 2004. GNOLI, G. y J.-P. VERNANT (dirs.), La mort, les morts dans les sociétés anciennes, Cambridge University Press & Editions de la Maison des Sciences de l’Homme, Cambridge-París 1982. LEÓN AZCÁRATE, J.L. de, La muerte y su imaginario en la historia de las religiones, Universidad de Deusto, Bilbao 2000. PARKES, C.M., Death and Bereavement across Cultures, Routledge, Londres 1997. TOYNBEE, A., A. KOESTLER et alii, La vida después de la muerte, Edhasa/Sudamericana, Barcelona 1978.

JUAN LUIS DE LEÓN AZCÁRATE

Mujer ¿Existe la mujer como una entidad fija a lo largo de los tiempos y las culturas? ¿La existencia de un ser humano mujer viene determinada por su biología en tal medida que ésta se convierte en destino? ¿Sucede lo mismo con el ser humano varón? ¿Configura hasta tal punto la morfología y la biología al ser humano que le determina para ser y actuar de una forma concreta y le encasilla en unos determinados roles de por vida? ¿Son las diferencias biológicas determinantes de los papeles socio-políticos, de los derechos y de las oportunidades? Existen diferentes posiciones a la hora de dar contestación a estas preguntas, desde un extremo al otro del arco pasando por todos sus puntos intermedios. También entre las mismas teorías feministas hay posiciones que se sitúan en diferentes puntos del espectro. El ser humano es tal en relación con otros. El mito del hombre salvaje, abandonado entre animales y permaneciendo ser humano, no se ha demostrado real. Sólo en esa relación con otros el ser humano puede desarrollar las potencialidades que lleva dentro. Esa relación es ambigua porque a la vez que posibilita la existencia como persona huDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mana, marca y limita el desarrollo de sus potencialidades, determinando, en cierto grado, su dirección. La persona que nace con unos determinados rasgos sexuales fisiológicos es etiquetada como varón o mujer, en una división sexual binaria que hoy es cuestionada, por su simplicidad, por algunas corrientes como el movimiento «queer», y por la ciencia médica que dice que hay varios sexos en una misma persona y que no siempre coinciden. A la vez se le atribuyen a esa persona ciertos comportamientos, sentimientos, relaciones con el otro sexo y papeles sociales que, en cada cultura, se piensan apropiados para cada caso. Es lo que se llama género. Esta noción de género alude a la construcción de la identidad y el lugar socio-cultural a partir de las diferencias anatómico-sexuales que, a lo largo de la historia, ha convertido esas diferencias en desigualdades socio-políticas. Lo femenino y lo masculino son construcciones culturales, no meros hechos biológicos. La sociedad posibilita a la mujer y al varón desarrollarse y existir, pero a la vez les limita imponiéndoles una forma de ser que está condicionada por el momento histórico y el lugar cultural en el que existen. La sociedad construye una gran parte de lo que se piensa que debe ser una mujer o un varón. El grado de aceptación que la persona demuestre respecto a esas expectativas sociales puede derivar en situaciones más o menos problemáticas dentro del grupo y la sociedad en la que vive, dependiendo de la profundidad y cualidad de su rechazo. El grupo social construye la mujer «normativa» por la que se juzga a todos los seres humanos que tienen características morfológicas y biológicas femeninas. Lo difícil es decidir en qué medida lo psicológico viene dado en el nacimiento, o lo fisiológico y físico determinan la existencia y hasta qué punto lo cultural condiciona y conforma lo psicológico, incluso lo físico. ¿En qué medida, y para qué, el hecho de dar a luz y poder amamantar a un ser conforman y condicionan a una persona llamada mujer? ¿Qué consecuencias psicológicas y sociales conlleva? ¿Es este rasgo diferencial determinante del lugar en el mundo compartido y de la acción en él? ¿Cómo se decide esto? A lo largo de la historia y de las culturas, las sociedades han construido de formas diferentes al ser humano mujer, utilizando después 397

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para darle legitimidad diversos mecanismos como son la naturalización, la universalización, el uso de los tópicos y la sacralización o teologización. La naturalización mantiene que algo es dado por la naturaleza y por ello se convierte ya en destino irreversible. Ésta ha sido quizá la primera y la más utilizada. Pero también fueron utilizadas ya por los griegos y romanos la universalización (algo es así y debe ser así porque sucede en todos los lugares), la estereotipización (se crean los tópicos o lugares comunes que después se aplican a los casos concretos), y la sacralización o teologización que mantiene que es voluntad de los dioses la distribución de trabajos y ámbitos entre mujeres y hombres. Un ejemplo de Musonio Rufo, en el s. I d.C., permite ver varios de estos tipos de mecanismos legitimadores juntos: «Creo que los dioses designaron que el trabajo y la supervisión dentro de casa fuera tarea de las mujeres, mientras la tarea fuera de casa lo sea de los hombres. Porque Dios hizo el cuerpo y el alma del hombre más capaz de soportar el frío, el calor, los viajes y el servicio militar, por eso le ha asignado el trabajo del exterior. Dios hizo el cuerpo de la mujer menos capaz de soportar esas durezas... por eso le asignó el trabajo en el interior de la casa. Con esto en mente, Dios hizo instintivo para las mujeres el cuidado de los niños y se lo dio por tarea, y le proveyó con más cariño por los niños que al hombre». La antropología ha estudiado las diferentes construcciones del ser mujer que existen en culturas diversas y ha apreciado diferencias tan notables como para hablar de «mujeres» en lugar del singular «mujer», y ha alertado del peligro de etnocentrismo y anacronismo que puede darse cuando se aborda el tema de la construcción social del ser «mujer» o «varón». Por eso, estas líneas no pretenden tener una validez universal, sino que se refieren tan sólo al llamado mundo occidental. El constructo griego de mujer El pensamiento griego construyó «la mujer» que aún subyace en muchos de los discursos tanto académicos como populares de nuestro mundo occidental desarrollado y su cultura. Ese constructo estaba muy relacionado con su visión del mundo. En una realidad dividida en dos, con características diferenciadas de forma contrapuesta y jerárquica, a la parte femenina 398

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se le atribuyeron aquellas características que eran menos valoradas o más temidas por los varones que pensaban el mundo y lo ponían por escrito. Evidentemente, esa atribución de características supone una escala de valores que tiene mucho que ver con la experiencia y los ideales de quienes la hicieron y la mantenían. Debido a su capacidad de dar a luz y a su fisiología, a la mujer se la asoció con la naturaleza, con la sexualidad, y con la parte irracional de la vida, con la oscuridad, con la materia. Mientras, el varón quedó asociado con la razón, el pensamiento, el espíritu, la luz, con la cultura en una palabra. Y así se entiende que, en un mundo donde el dominio, el autodominio y la razón eran el máximo ideal de los varones, los atributos asociados con ellos fueran considerados como positivos mientras que aquellos que definían a las mujeres fueran calificados como negativos. Por lo mismo es fácilmente comprensible que se pensara que el varón, asimilado a la razón, debiera dominar y sujetar a la mujer identificada con lo irracional y la falta de voluntad. Se creía que la mujer era totalmente pasiva en el acto de la procreación; que era un mero receptáculo alimenticio de la semilla del varón que ponía todo lo fundamental en el nuevo ser. Pasiva en la sexualidad y pasiva en el engendramiento de la vida, las peculiaridades físicas y biológicas de las mujeres se consideraron definitorias y destino irrenunciable de éstas, mientras que las del varón fueron interpretadas como símbolos de su capacidad y misión de dominio y mando, en un mundo donde primaba el ideal de la fuerza, la razón, el autodominio de los sentidos y las pasiones. El cristianismo, cuando se inculturó en el mundo greco-helenístico tomó muchas de estas ideas que formaban parte del esquema cultural compartido. Y lo hizo de forma más bien inconsciente porque fueron los varones convertidos en el s. II al cristianismo, aquellos que se dedicaron al desarrollo teórico de la fe cristiana, de lo que era la Iglesia y del lugar que cada uno tenía en ella, que tenían esos esquemas culturales compartidos, lo que los usaron en sus reflexiones y escritos. De esa forma, el cristianismo no creó esta construcción de la mujer, pero la asumió y le sirvió de cadena de transmisión. Estas ideas configuraron el pensamiento y la moral durante siglos y, aún hoy, siguen esDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tando presentes de forma subyacente y sibilina en razonamientos más o menos académicos y populares. El cuestionamiento del constructo mujer En todas las épocas, a lo largo de la historia, se ha hecho un cuestionamiento de este constructo mujer. Quizá de forma implícita, pero no por ello menos real. El mero hecho de tener que legitimarlo repetidas veces quiere decir que no ha sido aceptado tan fácilmente como pudiera parecer. A veces, es cierto, han sido las propias mujeres quienes lo han transmitido a las generaciones siguientes mediante la educación. Pero también han sido muchas las mujeres que han protestado contra él o lo han puesto en duda de formas diversas y por diferentes medios, según épocas, culturas y posibilidades. Desde aquellas que se pensaban poseídas por espíritus y demonios y que hoy se entienden como formas indirectas de protesta contra el constructo mujer, o quienes sufrían ataques de histeria como actos impotentes de la misma protesta, hasta los escritos argumentados de aquellas que pudieron hacerlo en un mundo en el que era muy difícil para las mujeres tener acceso a la cultura y a la posibilidad de escribir. Por citar sólo un caso, y sin que la fecha suponga que no los hubiera antes, Cristina de Pisán en el s. XV entró, con sus escritos, en un debate sobre la capacidad intelectual de las mujeres que tuvo entretenida a la academia durante casi tres siglos, y fue argumentando razonadamente todos aquellos tópicos que eran parte de la categoría «mujer» de la época. Durante la Ilustración se pusieron en cuestión otros aspectos del constructo «mujer» que provenían de la herencia clásica. Se hizo de forma más directa y exigente puesto que se pedían cambios con una repercusión social y política, en forma de reconocimiento de plenos derechos ciudadanos para quienes no lo eran por derecho propio, en virtud, precisamente, del constructo mujer común en la época. Un varón como Poulain de la Barre, en el s. XVII, retó a la categoría social de «mujer» y sus consecuencias socio-políticas al mantener que la desigualdad entre los sexos no era consecuencia de la desigualdad natural, sino de las políticas mantenidas respecto a ellas. En el s. XVIII, mujeres como Olympe de Gouges, madame de Lambert, Théroigne de Mericourt, o varones como Condorcet y D’Alembert, refuDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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taron las opiniones que defendían la inferioridad natural de la mujer que se derivaba del constructo «mujer» heredado de la antigüedad clásica y que tenía unas consecuencias sociopolíticas muy negativas. Todos estos autores están hablando de género aunque no utilicen la palabra y no haya una teoría desarrollada sobre el mismo. Pero quizá el cuestionamiento que se hace actualmente es mucho más profundo porque afecta a las mismas bases del sistema de conocimiento. La «cuestión del género» ha irrumpido en todas las ciencias sociales e incluso en el paradigma científico habitual. Y esto está suponiendo una revolución y un cambio de horizonte desde el que formular las preguntas. La cuestión del género y la crítica de los paradigmas epistemológicos Todo conocimiento es un conocimiento situado, fruto de la interpretación de los datos de la realidad. Por lo tanto, el conocimiento es histórico, sometido a nuevas aportaciones procedentes de lugares y situaciones diferentes. Y eso lo hace abierto, provisional, siempre necesitado de revisión, abierto a la transformación. Y por ello, cualquier conocimiento cumple una función social y está relacionado con la ética. La epistemología se convierte en una tarea ética puesto que surge la pregunta por el beneficiario o beneficiarios de ese conocimiento. Las mujeres, los pueblos colonizados, las minorías sociales han comenzado a cuestionar los conocimientos adquiridos sobre ellos y sobre el mundo. Han comenzado a cuestionar un conocimiento y un pensamiento que se ha hecho sin su participación. Y con ello han introducido un elemento que está haciendo cambiar todo el horizonte epistemológico y los paradigmas desde los que se accedía a ese conocimiento y a esa interpretación del mundo. En el caso de las mujeres, la llamada cuestión de género ha puesto entre interrogantes el constructo mujer que ha sido hecho, sin su participación, por unos sistemas de conocimiento —desde médicos hasta filosóficos— cuyos «a priori lógicos» están basados en la llamada «episteme de lo mismo» que deja fuera de la experiencia y la palabra a las mismas mujeres que son las afectadas. Una frase de A.M. Fernández lo resume claramente: «esta noción de “episteme de lo mismo” alude a la posición por la cual lo diferente (incluidos los 399

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géneros) es pensado desde una lógica que identifica lo humano con el varón, construyendo el otro género en términos negativos y desde una lógica binaria: activo-pasiva, fuerte-débil, racional-emocional, etc., donde la diferencia pierde su especificidad para inscribirse en una jerarquización, en la que el primero de los valores de los pares mencionados (atribuido a lo masculino) es siempre el positivo. Se pierde la positividad de lo otro porque lo mismo se ha transformado en lo único» (1993: 27). A medida que las mujeres han ido accediendo al conocimiento, y han comprendido que la noción de género era algo cultural, han empezado a cuestionar las categorías desde donde se pensaba la «diferencia» y a cuestionar las mismas ciencias sociales y sus paradigmas epistemológicos, basados en la «episteme de lo mismo», como algo sesgado con una función socio-política evidente. Esta tarea entraña dos pasos: el primero, la deconstrucción de esos mecanismos y esas lógicas desde los que se han pensado las diferencias; el segundo, la construcción de propuestas con conceptualizaciones alternativas cuyas lógicas superen esas ecuaciones hechas hasta ahora en nuestra cultura y que son las que han llevado a la exclusión de quienes son no-idénticos a los vencedores. En resumen, lógicas que superen la ecuación varón = humano, y diferente = inferior. «Abordar la dimensión epistémica de la diferencia de los géneros ha supuesto abrir un interrogante, problematizar el campo epistémico desde donde son pensadas esas diferencias, indagar los “a priori” lógicos que constituyen las condiciones de posibilidad de un saber, sus principios de ordenamiento, sus formas de enunciabilidad, sus regímenes de verdad. Supone preguntarse por aquella lógica interna, implícita, por las categorías desde donde es pensado un problema» (A.M. Fernández 1993: 30). Esto está llevando a una redefinición de los temas de las ciencias sociales, y está sacando las consecuencias de lo que ya habían comenzado los debates sobre teoría del conocimiento aplicada a las ciencias sociales y la hermenéutica. El resultado está siendo el cambio del paradigma epistemológico. El nuevo paradigma que está surgiendo pretende ser más holístico que atomístico; tener más en cuenta la complejidad de la realidad en todas sus facetas y atender a la totali400

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dad; superar dualismos y la jerarquía valorativa que comportan. Este nuevo paradigma que apunta se considera histórico frente a un universal a-histórico; cuestiona la noción de objetividad y verdad científica como absoluto, y considera las diferencias o diversidades como un hecho positivo a integrar en un todo más complejo y rico. La función socio-política del constructo de género femenino De lo arriba expuesto se hace evidente que la construcción cultural de la categoría mujer ha tenido y tiene una función socio-política. La construcción simbólica de la categoría mujer tiene unas consecuencias políticas, económicas y sociales que se han traducido, a lo largo de los siglos, en desigualdad de oportunidades, de condiciones y de derechos para las mujeres. Es evidente su faceta existencial y relacional: el género mujer está en relación al género varón, y la construcción de uno depende de la construcción del otro. Esas relaciones entre varones y mujeres, que dependen del constructo de uno y otro género, han sido definidas de formas diferentes según las épocas. En nuestro mundo cultural se hablaba, hasta no hace tanto, de subordinación de la mujer al varón. Después apareció la categoría de complementariedad para hablar del ideal de las relaciones entre ambos sexos. Esta categoría sigue vigente en muchos ámbitos y es muy común. Proviene del s. XVIII, como una reacción a las reivindicaciones ilustradas de igualdad basadas en la universalidad de la razón, recrudece aún más las diferencias entre varones y mujeres porque las esencializa. La categoría de complementariedad y la teoría que tiene detrás se construyen en torno a la polaridad complementaria de dos tipos de seres humanos a los que se define previamente como totalmente diferentes, con unas características personales, en virtud del sexo, estructuradas en torno a los conceptos de actividad y conquista del mundo para el varón, y la pasividad y la conservación para la mujer (Cavana 1995: 90). Esto determina el papel y el lugar de la mujer desde parámetros morfológico-biológicos que se pretenden determinantes de una psicología, considerados todos ellos destino inapelable dictado por la naturaleza e inscrito en el cuerpo de la mujer, y algo menos en el del varón. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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En la aplicación socio-política de la crítica del constructo de género y de las relaciones entre ellos, aparecen los términos de igualdad y diferencia que, como se ha visto, son problemáticos y no se usan siempre de la misma forma. Quienes se alinean con el llamado feminismo de la diferencia subrayan la defensa de una riqueza que debe ser conservada, y piensan que la igualdad supondría la eliminación de las diferencias propias del ser humano mujer, consideradas un rico capital, y el empobrecimiento de lo propio femenino a favor de lo masculino que, una vez más, se convertiría en norma. Sin embargo, esta posición que suele definir esas características propias del ser humano mujer desde el campo de la maternidad, el cuidado y la sensibilidad, corre el peligro de caer, de nuevo, en una construcción de la categoría «mujer» mediante unos parámetros que no se sabe muy bien si corresponden a lo propio, distinto y definitorio de las mujeres, o si son, una vez más, culturalmente asignados desde la morfología y la biología. Quienes defienden el llamado feminismo de la igualdad subrayan más el hecho de las repercusiones socio-políticas de la construcción de la categoría mujer, y subrayan el hecho de que las diferencias anatómicas y biológicas no deben traducirse en diferencias sociales, políticas y económicas. Ambas posiciones, en realidad, parecen hablar de cosas diferentes con palabras iguales. Es necesario, por tanto, definir los términos utilizados porque hay varios conceptos muy relacionados que es preciso aclarar: igualdad, equivalencia, identidad, homologación, diferencia, diversidad, desemejanza, desigualdad. No se debe confundir igualdad con identidad porque la igualdad admite la diferencia o diversidad. Sin embargo, la diferencia no es lo mismo que la desigualdad porque ésta implica discriminación y privilegio. La igualdad se entiende en relación a las leyes, a los bienes, a las oportunidades de formación, desarrollo, promoción, trabajo. Esta igualdad básica admite diferencias en los individuos, de sexo, raza, condición física y social..., de hecho, entre los mismos varones y entre las mismas mujeres hay diferencias, pero estas diferencias no deben implicar desigualdades en los derechos básicos de la persona. Las diferencias lo son de forma recíproca y constituyen la diversidad de una sociedad y del DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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género humano; las desigualdades, por el contrario, suponen discriminación y privilegios. La diferencia no puede ser utilizada como fundamento de la desigualdad pues eso supone que una parte se ha constituido en referente principal al que la otra parte ha quedado subordinada (M.A. Jiménez Perona 1995: 143). Parece evidente, mirando la historia, que la construcción del género ha tenido y tiene una función socio-política, y que la llamada cuestión del género no es algo que sólo afecte al constructo mujer, sino también al constructo varón, y que, por lo tanto, debe estudiarse y abordarse en relación. También el constructo cultural de varón ha de ser sometido a una revisión y a una crítica porque ha sido y es, en muchas ocasiones, una tiranía y una cárcel que les ha limitado. Una limitación que se ha dado tanto en lo que se ha supuesto que era propio del varón, y por tanto un deber, como el «ardor guerrero», la violencia, o la competitividad, como en aquello que se le vetaba fuera el ejercicio de la sensibilidad o la expresión de la afectividad y las emociones, entre otros aspectos. Al analizar las diferencias entre varones y mujeres parece que hay que relativizar muchos aspectos que se consideraban esenciales. No se trata de hacer un sólo sexo/género andrógino, sino que quizá haya que aceptar que esas diferencias queden reducidas en grado considerable y que sea la existencia la que vaya definiendo el ser varón y el ser mujer. No puede un constructo social, hecho sin el concurso consciente de las mujeres y en otra época histórica, determinar su existencia en el mundo compartido. Bibliografía AMORÓS, C. (dir.), 10 Palabras clave sobre mujer, EVD, Estella 1995. BIRULÉS, F. et alii, Filosofía y género. Identidades femeninas, Pamiela, Pamplona 1993. CAVANA, M.L., «Diferencia», en C. Amorós (dir.), 10 Palabras clave sobre mujer, EVD, Estella 1995, pp. 85-118. FERNÁNDEZ, Ana M.ª, La mujer de la Ilusión. Pactos y contratos entre hombres y mujeres, Paidós, Buenos Aires 1993. IZQUIERDO, M.ª Jesús, El malestar de la desigualdad (col. Feminismos 48), ed. Cátedra, Madrid 1998. JIMÉNEZ PERONA, A., «Igualdad», en C. Amorós (dir.), 10 Palabras clave sobre mujer, EVD, Estella 1995, pp. 119-149. MOORE, H.L., Antropología y Feminismo (col. Feminismos 3), Ed. Cátedra, Madrid 1991. 401

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PULEO, A.H. (ed.), La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el s. XVIII, Anthropos, Barcelona 1993.

CARMEN BERNABÉ UBIETA

N Naturalismo: M. Conche Marcel Conche es un filósofo singular dentro del actual panorama de la filosofía francesa. Por eso, a la hora de hacer una presentación general sobre este pensador nos encontramos con una seria dificultad: no es encasillable en un marco ya establecido. Su manera de pensar es radical y directa, como fue la de los griegos, filosofa de una manera personal y libre. Precisamente, esta libertad de pensamiento, ajena a las modas, es uno de los elementos que lo configuran como un auténtico filósofo. Marcel Conche se mantuvo alejado de toda la ola filosófica que constituyó «el boom» de los años sesenta-setenta en Francia. Fiel a su propia idea de la filosofía, continuó su reflexión individual, no al margen de los tiempos, pues su filosofía está enormemente ligada a nuestro tiempo, sino desde un espíritu más filosófico que sociológico, en definitiva, más griego. En su obra se pueden distinguir dos grandes esferas de reflexión que se dan la mano: la metafísica y la moral. En su planteamiento, desde un escepticismo de fondo, defiende un pluralismo metafísico y personalmente opta por una metafísica de la Apariencia y una metafísica de la Naturaleza, que son el fondo sobre el que hay que enmarcar su defensa de una moral universal y un nuevo modelo ético de Sabiduría Trágica. Ahora bien, lo primero que sorprende es cómo tras la profunda crisis de la metafísica, un pensador contemporáneo se atreve a revindicarla. Si esto es posible, es porque la idea que tiene Conche de lo que debe ser la metafísica no tiene nada que ver con la metafísica tradicional, tan criticada, y en el trasfondo de la cual, siempre había, de un modo u otro, una vinculación más o menos soterrada con la teología. Para Conche, la filosofía es en primer lugar y esencialmente metafísica. Pues, cuando define la filosofía como «búsqueda de la verdad respecto al 402

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Todo de la realidad», ya está definiendo la filosofía como metafísica. Y además, considera que no es posible definir la filosofía de otro modo, pues la metafísica es la única parte inamovible de la filosofía. Este pensador intempestivo no tiene que «volver» a la metafísica, pues nunca pensó que la filosofía pudiera, en lo esencial, ser otra cosa. Cuando Kant observó que «la metafísica no había tenido aún el feliz destino de poder entrar en el camino seguro de una ciencia»; lo ideal, para la metafísica, era, entonces, ser una ciencia o la ciencia. Hoy, el ideal no es ése. La metafísica no tiene que fijarse el ideal de la ciencia: es esencialmente otra cosa. La necesidad de la reflexión metafísica se sitúa a otro nivel, y está ligada al carácter temporal del ser humano, esto es, la presencia enigmática de la muerte, que reduce al ser animado al estado de una cosa definitivamente inerte: de ahí surge el problema del espíritu. Curiosamente, sin espíritu no habría metafísica, pero tampoco ciencia. Buen conocedor de Heidegger, está de acuerdo con él en que «la metafísica occidental es en sí teológica» y, por eso mismo, desde el principio, y desde el escepticismo de fondo que le caracteriza, Conche separa radicalmente metafísica y teología, pero reivindica, como tarea propiamente filosófica, la necesidad de seguir planteándose las cuestiones básicas, esenciales, acerca de la realidad, de la totalidad de la realidad, del mundo, del universo, de la Naturaleza, del hombre, de la muerte, del tiempo, de la eternidad; es decir, las cuestiones que van más allá de la experiencia. Su metafísica, igual que se diferencia de la teología, se distancia de la ciencia. Sabe que es imposible encontrar respuestas definitivas y que cada intento de reflexión no es sino un ensayo, una tentativa. Por tanto, su filosofía no puede constituir un sistema cerrado. En nuestra época, ya ha quedado desenmascarado el carácter ilusorio de los sistemas, pero Conche redescubre, a su manera, otra forma creativa de reflexión filosófica o metafísica: el Ensayo que, renunciando a la pretensión de Verdad absoluta, no abandona la búsqueda de la Verdad; de esa verdad que, sabiéndose fruto de la reflexión singular (mi verdad), se resiste a anularse, a resignarse, a dejarse vencer por el nihilismo, por la indiferencia, y es reivindicada como la única forma de enfrentarse, desde la lucidez, al carácter enigmático de la vida. Una actitud de coraje, ya en el fondo trágica, a niDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vel teórico, pues no renuncia a seguir buscando lo que sabe que es imposible llegar a poseer: la verdad (al menos, lo que nos parece tal). No pensemos, por ello, que Conche cae en dogmatismo alguno, su escepticismo de fondo, ese escepticismo que él denomina «à l´intention d´autrui», se lo impide. Pero su pensamiento tampoco queda encerrado exclusivamente en su subjetividad. Conche no filosofa a partir del Cogito sino a partir del Dasein; noción que toma de Heidegger, y que le permite comprender que la apertura al mundo precede, incluso, a la primera reflexión del yo sobre sí mismo. Apertura que significa la capacidad de acoger lo que se nos ofrece y que Conche relaciona con la forma originaria de filosofar de los Antesocráticos. En toda filosofía de hoy, tal y como Conche lo entiende, se dan tres momentos. En primer lugar, el momento escéptico: si se admite que sólo hay dos tipos de conocimiento, el vulgar y el científico; entonces, no hay conocimiento filosófico propiamente dicho. En la filosofía propiamente dicha, es decir, como discurso de la Totalidad, no hay ni pruebas, ni saber, ni demostración. A pesar de todo, el filósofo debe buscar la verdad. Debe decir lo que le parece verdadero, desde el fondo de sus evidencias propias, frutos de una vida de meditación. Propondrá análisis, dará razones, avanzará argumentos, pero no puede proporcionar pruebas. Por eso, no puede darse un acuerdo universal, y es necesario pasar a descubrir un segundo momento en la reflexión filosófica. Se trata del pluralismo. Entonces es cuando el filósofo reconoce que, en derecho, son posibles otras posiciones filosóficas diferentes a la suya —aunque para él no tengan significado real. Por ejemplo, el idealista debe confesarse incapaz de refutar al materialista o al escéptico, y recíprocamente. Como la filosofía aparece necesariamente fragmentada, los filósofos se reparten en «clases» entre las que la comunicación, si es que existe, no es fácil. Además, cada «clase» tiene su lenguaje, sus métodos, sus problemas. Sin duda, antiguamente, también hubo estas «clases» donde dominaban métodos y «verdades» mutuamente exclusivas. Pero hoy, las «clases» además de tolerarse se «reconocen». Los diferentes filósofos saben que otras filosofías, diferentes a las suyas, son posibles y tienen su consistencia. El efecto del escepticismo, a este nivel, parece ser una especie de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mansedumbre general. De cualquier modo, la reflexión filosófica no se detiene en esta visión del pluralismo filosófico. El filósofo tiene que tomar una opción y desarrollar su filosofía en torno a un tema. Esto es lo que Conche denomina el momento temático. Por ejemplo, para Descartes, la metafísica tiene como objeto el conocimiento de Dios y del alma, ése es su tema. Para otros, puede ser la Naturaleza, o la materia, o el Espíritu, o el Ser, o la Vida, o el lenguaje, etc. Si aplicamos este mismo esquema a la filosofía de Conche y a su evolución, ¿cómo la podríamos resumir? Grosso modo, en la evolución de la filosofía de Conche se pueden distinguir tres etapas, y resumirlas en dos momentos: el «primer» Conche y el «segundo». En primer lugar, encontramos el tiempo en el que, para Conche, la existencia del Dios del monoteísmo constituyó un «problema». Como respuesta, utilizó el argumento de la realidad del mal y, fundamentalmente, la realidad del sufrimiento de los niños como mal «absoluto», para negar la posibilidad de la existencia de ese Dios. Más tarde constató que este argumento, que a él le parecía tan rotundo, no tenía ningún efecto sobre los creyentes que no ponían seriamente en cuestión su creencia. Entonces consideró que un argumento no es una prueba, y que si no es posible no rendirse ante una prueba, por el contrario, siempre es posible dar la vuelta a un argumento. Desde ese momento consideró vana toda discusión respecto al tema de Dios. Dejó de considerar esta noción como una noción filosófica1 y pasó a considerarla como una noción que sólo tiene sentido por la Revelación. Escogió un ateísmo sin anticlericalismo, un ateísmo que no significaba necesariamente materialismo, es decir, la afirmación dogmática de la mortalidad del alma, pues esto es algo que no se puede saber. Este ateísmo supone que, para él, la noción de Dios es aún una noción demasiado superficial para responder a la cuestión del enigma del hombre. En último término, en lugar de denominarse ateo, preferirá denominarse no creyente. Por otra parte, y de forma paralela, Marcel Conche abandonó el ideal cristiano. No obstante, el hecho de abandonar la religión no conlleva la desaparición de la moral. Aunque esta «moral del respeto a la persona» —mínima, pero universal— tomaba un sentido nuevo. El hombre ya no era una criatura de Dios, sino un absoluto, en tanto que perso403

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na. Ahora bien, esa moral —la moral— ya no estaba fundada. De ahí la necesidad de encontrarle otro fundamento: esto es lo que Marcel Conche hizo. La segunda etapa de su evolución puede ser caracterizada como nihilismo ontológico, que deriva de la ausencia o «muerte de dios» y que supondrá toda una disolución de la metafísica tradicional. En esta fase crítica es posible establecer bastantes correspondencias con las críticas de Nietzsche a la metafísica, y con la posterior crisis generalizada de la metafísica característica de nuestra época. Quizá la aportación más original de Conche al respecto es la utilización de la crítica pirrónica, que lleva esta crisis a una radicalización extrema. Nos presenta la noción de Apariencia Absoluta o universal y, con ello, la noción de «ser» se desvanece. Pero al desvanecerse, también se deshace la noción de «apariencia», entendida como uno de los polos de la relación apariencia-ser. De ahí que la noción de Apariencia universal no pueda ser entendida ni como apariencia-de (de un ser), ni como apariencia-para (para un ser). El problema es, entonces, saber lo que esa noción significa concretamente. Simplemente esto: que los pretendidos «seres» no «son» verdaderamente. El Tiempo no les permite ser: el Tiempo no les deja el tiempo de ser, únicamente pasan, después de lo cual es como si nunca hubieran sido. A Conche también le gusta emplear las palabras de Montaigne: «¿por qué otorgamos título de ser a este instante que no es sino “un relámpago” en el curso infinito de una noche eterna, y una interrupción tan breve en nuestra perpetua y natural condición?».2 Tal es el nihilismo óntico de Montaigne. Pero, Conche no le sigue del todo, pues en Montaigne no se puede hablar de nihilismo ontológico, ya que afirma que hay un Ser verdadero, Dios: «Sólo Dios es». Ahora bien, ésa parece que fue la ontología natural del monoteísmo. Para Conche, la palabra Dios había perdido su significado, su posición no podía consistir en mantener un nihilismo óntico al estilo de su admirado Montaigne; en su caso, va más allá y mantiene un nihilismo ontológico. Estas dos primeras fases configuran el pensamiento del «primer» Conche. En su desarrollo encontramos ya los tres momentos propios de una filosofía actual, tal como hemos enunciado anteriormente. A saber, el momento escéptico, el del pluralismo filosófico, y el temáti404

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co. El momento temático de este «primer» Conche se centra en la metafísica de la Apariencia. Pero su filosofía no se cierra en este tema de la Apariencia Absoluta. Su pensamiento, siempre abierto, le lleva por nuevos senderos, la reflexión continúa y surgen nuevos problemas. Así, podemos hablar de una tercera fase en la evolución del pensamiento de este filósofo, que configura la filosofía del «segundo» Conche: sin abandonar la metafísica de la Apariencia, desarrollará una metafísica de la Naturaleza. Hay que entender que, cuando Conche se sitúa al nivel de la multiplicidad de los seres que nacen, mueren y desaparecen, sin dejar más que efímeros vestigios de memoria, su tema es la noción de Apariencia. En cambio, cuando se dirige hacia «el Todo de lo que hay», tomado como tal, su tema ya no es la Apariencia, sino la Naturaleza, ya no es lo fugitivo sino lo Eterno. La metafísica de Conche ha ido evolucionando pues, pero siempre en el mismo sentido, el de un naturalismo en el que la Naturaleza es el Todo de la realidad. Llegó a esta posición a partir de sus propias evidencias, y sobre todo a partir de la evidencia de la presencia de la Naturaleza. El universo (la Naturaleza) se manifiesta y se ofrece a la contemplación hasta en los fenómenos más corrientes de una vida ordinaria. Esa evidencia hay que entender que es fruto de un largo recorrido. Reivindica la necesidad de un pensamiento que se refiera a la realidad, no a la subjetividad del que reflexiona sobre la realidad. Por eso, su metafísica de la Naturaleza supuso una crítica del yo, un abandono del Cogito cartesiano, y una apertura al Dasein. Descartes, con el Cogito, inició un proceso de «encerramiento» que separa al sujeto radicalmente de la Naturaleza, a la que nunca podrá reencontrar. Por eso, pensadores como Conche y otros muchos, hicieron una crítica a este yo cartesiano. Pero el abandono de la posición del «yo» no implica una negación de la libertad y la responsabilidad. Y, en este sentido, pensamos que Conche no confunde esa crítica del yo con la idea de la «muerte del sujeto», del mismo modo que no confunde la «realidad metafísica» y la «realidad común». Estas dos nociones tan de actualidad, la crítica al yo cartesiano y la idea de la muerte del sujeto, han sido mezcladas y confundidas, pensando o reflexionando como si la primera implicara necesariamente la segunda, o que la segunda se derivara de la priDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mera. Conche tiene la virtud de distinguirlas muy bien y como, para él, la distinción parece tan clara y evidente, ni siquiera parece sentir la necesidad de explicitarla. No obstante, se muestra en su manera de plantear las cosas. Si en metafísica rompe con el idealismo y se sitúa en un «naturalismo»; en moral, el sujeto no pierde su autonomía, como ser natural: el ser del hombre, su ser en el mundo, su Dasein, por su propia estructura de humanidad, conlleva la posibilidad de la libertad. Si se aleja, en su reflexión filosófica, de las llamadas ciencias sociales, contrariamente a la moda dominante en los años sesenta-setenta, pensamos que es porque desde las ciencias sociales se tiende a diluir a ese «sujeto libre y responsable», convirtiendo toda moral en ideología. Conche no niega que haya un aspecto ideológico en las distintas formaciones de la cultura, pero eso no equivale a generalizar el relativismo, ya sea social, histórico, o cultural. De lo contrario, la propia dignidad del sujeto y su responsabilidad quedan diluidas en esa relatividad. El dejarse arrastrar por esos discursos que aunque, es cierto, tienen una parcela de verdad, conlleva el riego de olvidar su parcialidad.3 Parte de la filosofía cayó en esa trampa mortal: la muerte del sujeto. Desde los planteamientos de Conche, no podemos renunciar al sujeto, si eso supone la renuncia a la defensa de nuestra libertad y nuestra responsabilidad. El sujeto no es en absoluto cerrado y concluido, ciertamente, nada lo es. El sujeto no deja de construirse desde esa apertura que supone el haber abandonado una reflexión centrada exclusivamente en el yo del idealismo, pero no por ello se puede renunciar a la libertad y a la responsabilidad. Resumiendo, podemos decir que en la evolución de su filosofía se pueden distinguir dos momentos que están conectados por una idea que, poco a poco, se le fue presentando con mayor claridad: devenir griego. En un primer momento, Conche se sitúa en el nivel de la multiplicidad de los seres, y desarrolla una metafísica de la Apariencia Absoluta. En el segundo, dirigirá su mirada hacia el Todo de lo que «hay», como tal, desarrollando una metafísica de la Naturaleza. Podrá parecer que existen contradicciones entre ambos momentos, pero no son realmente contradicciones, sino cambios de perspectivas. No hay incompatibilidad entre ambos; el «segundo» no reniega del DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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«primero», pero la exigencia de su propio pensamiento le llevó a desarrollar una metafísica complementaria a sus primeros planteamientos, de modo que si, en algunos aspectos, modifica un poco su visión de las cosas, en otros, simplemente, las enriquece. En la evolución de su pensamiento, la noción de Naturaleza fue cobrando, poco a poco, más presencia que la noción de apariencia, pero sin abandonar ésta última. Según lo que queramos analizar, conviene más situarnos en el nivel de la Totalidad, o en el nivel de la pluralidad de los seres, o en ambos. De todos modos, en la orientación de su filosofía, hay una continuidad que, por otra parte, no tiene el carácter de un sistema. Su obra, en efecto, no se puede reducir a un sistema, sino a múltiples Ensayos. Su primera posición consiste, pues, en la defensa de una Metafísica de la Apariencia. Cuando se sitúa al nivel de la multiplicidad de los seres, que nacen, mueren, desaparecen y no dejan sino efímeras huellas en la memoria; en este nivel, utiliza la noción de Apariencia, tal y como Pirrón se la sugiere. En este sentido, su pensamiento es crítico, y desde un ateísmo axiológico concluye en un nihilismo metafísico, desarrollando una interpretación totalmente nueva del escepticismo de Pirrón. En el pirronismo estricto no son esenciales ni la duda ni la suspensión del juicio, sino únicamente la abolición de la diferencia entre la apariencia y el ser. El problema es que, como Conche afirma, no por ser ateo se deja de ser cristiano. Es decir, que en cierto modo, aunque sea para rebatirlo, es difícil evitar quedar atrapado en esa red conceptual y emocional que, por otra parte, para Conche, no es sólo la de la religión como tal, sino la de toda la filosofía moderna, contaminada por la teología. La cuestión es que, desde ese entramado conceptual, al que nuestra cultura de profundos rasgos cristianos nos ha acostumbrado, no se puede superar el nihilismo, de modo que, en el trasfondo de sus valores, resurge siempre la insatisfacción. Es cierto que, en nuestro mundo, proliferan distintas propuestas de felicidad, pero en cuanto se profundiza un poco, esa insatisfacción escondida en los posos de una cultura cristiana sube a flote recordándonos aquello de «vanidad de vanidades, todo es vanidad», que fulmina cualquier voluntad de esfuerzo y coraje. Por ello, la mentalidad contemporánea, en general, está muy alejada del antiguo espíritu 405

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griego aristocrático,4 de ese espíritu trágico y heroico de los griegos antiguos. Conche establece claras analogías entre nuestra época y la época helenística. Pero también se da cuenta de que no basta con quedarse en una posición crítica, sino que propone dar un gran salto para situarse en nuevas coordenadas que nos abran al futuro. Por eso, curiosamente, su propuesta será «devenir griego», en el sentido de «retroceder» mucho más lejos, a la mentalidad de Homero. No se trata en absoluto de una nostalgia del pasado, sino de abrir un nuevo horizonte a la filosofía. En el segundo momento en la evolución de la filosofía de Conche, su propuesta se centra en una Metafísica de la Naturaleza, pero para ello la primera exigencia es: «devenir griego». Esto implica un lento proceso de gestación, pero su efecto conlleva un «gran salto» que permitirá enfocar la reflexión de otro modo. Desde la «grecidad» (no ya desde la cristiandad), Conche va a plantearse, de nuevo, la metafísica y la sabiduría. Para hacer auténtica filosofía hay que liberarse de la mentalidad cristiana, suelo sobre el que se fundamenta nuestro pensamiento, incluso a nuestro pesar. ¿Cómo entender su propuesta de «devenir griego»? Devenir griego no es sólo dirigir la mirada hacia los griegos y complacerse, en la distancia, de la belleza y de los demás valores de su cultura. Supone mucho más, una transformación, un giro, una reconversión total en la intimidad del pensamiento, del sentimiento, de la vida. ¿Para qué? Para poder recuperar un nuevo sentido o, mejor, un significado,5 de la vida. Pero devenir griego también es despojarse de la modernidad. Vivir y pensar en griego supone rechazar todas las cosas que el monoteísmo, las teologías y las metafísicas añadieron a la vida tal y como se muestra en su evidencia y primordial simplicidad y, también, rechazar las nociones filosóficas ligadas al idealismo moderno, tales como las de «sujeto», «representación», u otras nociones correlativas a éstas. Su intención es adoptar la pura actitud natural del filósofo y, por lo tanto, reclama la necesidad de reencontrar la ingenuidad inicial de los griegos. Además, en los Antesocráticos6 reencuentra la pureza de una mirada libre de las contaminaciones de cualquier tipo de Revelación. En este segundo momento de su metafísica, Conche ya no se sitúa en el punto de vista de lo efímero, su mirada se vuel406

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ve hacia el Todo, en cuanto tal, el Todo de lo que hay, el Todo sin nacimiento ni muerte; entonces, ya no se trata de la Apariencia sino de la Naturaleza: ya no se trata de lo fugitivo sino de lo Eterno. Pero la Naturaleza, por ser infinita, sólo puede ser pensada como incognoscible e incomprensible. Y aquí encontramos otra forma de escepticismo. Marcel Conche tiene sus propias evidencias, lo que él llama «convicciones vividas», pero es consciente de la imposibilidad de la demostración. La originalidad de su pensamiento estriba en que, tras un fondo de escepticismo, su reflexión no se ahoga en el nihilismo. La esfera de la Apariencia Absoluta le permite escapar de las ilusiones de las posturas dogmáticas y le abre las puertas a un pluralismo lógico-filosófico, dentro del cual él mantendrá su visión particular del mundo. Su particular escepticismo, basado en una recuperación del escepticismo pirrónico, no le cierra las puertas ni al pensamiento ni a la moral. En lo que al pensamiento se refiere, su reflexión se dirigirá, como hemos dicho, hacia una Metafísica de la Naturaleza. Y en lo que se refiere a la moral, su defensa es clara: defiende una moral universal. No se queda en cuestiones sociológicas, ataca directamente la cuestión del fundamento. ¡Un nuevo reto en nuestra época de relativismos ya tan, casi inevitablemente, asumidos! Conche considera que la moral puede ser fundada, es decir, justificada. Su escepticismo de fondo no anula necesariamente la moral y, en esto, se distancia de Pirrón. Por eso, además de la metafísica, su otro gran tema de reflexión es la moral y la ética. La filosofía no se agota en la metafísica, aunque ésta ocupe un lugar privilegiado. Habitualmente, cuando se ha pretendido fundamentar la moral se ha recurrido o bien a la religión o bien a la metafísica, pues las explicaciones sociológicas no pueden ser entendidas, en el sentido fuerte, como fundamentaciones. La originalidad de Conche es que no recurre a ninguna de estas tres fuentes. Incluso, al mostrar la insuficiencia de cualquier religión o metafísica particular para fundamentar la moral, Marcel Conche considera que el escéptico puede preparar el terreno para instaurar un régimen educativo universal. La moral no es un asunto de opinión. Para entender esta afirmación hay que ver la clara diferencia que establece entre moral y ética. Aunque éste no es el momento DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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para exponerla, nos parece esencial recuperar esta distinción, pues consideramos que puede aportar mucha luz a los debates actuales en los que se habla indistintamente de ética y moral, como sinónimos, y que luego nos impiden salir del laberinto donde se mezclan las exigencias universales con las decisiones particulares y los gustos o deseos singulares. Aunque en la metafísica de Marcel Conche hay una evolución, en lo que respecta a la moral su postura se mantiene como una constante: la defensa de la moral universal. Encuentra el fundamento de esta moral universal (es decir, que no excluye a nadie, a ningún ser humano), al margen de cualquier metafísica o religión, en la razón dialógica. A quienes ponen en duda el fundamento de la moral, se les pedirá entrar en un diálogo. Entonces se les mostrará que, en el hecho mismo de dialogar, ya están admitiendo lo que subyace en el principio de la moral, esto es, la igualdad básica de todos los seres humanos, la razonabilidad igual, por ambas partes, la capacidad de verdad igual, por ambas partes, lo que lleva implícito la libertad, por ambas partes: «si dialogo contigo, te reconozco como mi igual, lo que quiere decir, capaz de verdad, exactamente como yo, por lo tanto libre. Si me dirijo a ti interrogándote, discutiendo, argumentando, criticando, replicando, es porque presupongo que tú puedes entender mis razones, por lo tanto, que tu juicio es libre para la verdad, no alienado en causas».7 En otras palabras, simplemente con el diálogo los hombres se presuponen mutuamente como iguales en dignidad, iguales en libertad. El diálogo se efectúa en razón y en libertad, sobre el fondo de nuestra igualdad fundamental en cuanto seres humanos. Conche no convierte el fundamento de la moral en un misterio: la moral se funda sobre el hecho mismo del diaálogo, más precisamente sobre el hecho de que todo hombre, en el diálogo, capta a su interlocutor como a su igual. Sobre la universalidad dialéctica, dialógica, se funda la universalidad práctica. A esto se le podría denominar: el postulado de la razón dialógica. Las personas que encuentran el fundamento de la moral en su religión no se plantean estas cuestiones. Esta respuesta es válida para filósofos —en sentido amplio. Pero la cuestión que hay que subrayar es que este método es más que un método. Pues, en tanto que «descansa sobre el hecho de que cualquiera puede conversar con cualquiera», «implica la misma DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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capacidad en todos los hombres para discernir lo verdadero de lo falso, y la igualdad de todos los hombres ante la verdad». Entonces se está afirmando que todos los hombres son iguales, con una igualdad que no es de hecho sino de derecho, que no es de condición sino de esencia: «Ser capaz de verdad, eso mismo es la esencia del hombre, y todos los hombres son capaces de ello, o sea, son capaces de decir lo que les parece como les parece. Los hombres por derecho, por su esencia misma, son, pues, iguales». La igualdad de las personas se convierte en el lugar donde se puede fundar la moral, una igualdad que remite a la común razón y transciende así las desigualdades accidentales. Pero la aportación de su filosofía que, en este momento, especialmente nos interesa estriba en su capacidad para, en la actualidad, hacer un nueva metafísica. Más que de un «retorno» a la metafísica, podemos decir que, para Conche, se trata de un «reto». En efecto, su filosofía desafía el actual «temor» que se experimenta hacia la metafísica. Se enfrenta al prejuicio, bastante generalizado, que relaciona Metafísica con Teología, impidiendo, a muchos, aceptar el reto de la reflexión. Conche no lo duda, reivindica el carácter esencialmente metafísico de la filosofía: la búsqueda de la verdad, respecto al todo de la realidad. Lo que para un escéptico, inevitablemente, tiene un tono trágico. A pesar de todo, la apuesta merece la pena, ya que sólo desde la Metafísica, que en su caso tiene dos vertientes (Metafísica de la Apariencia y Metafísica de la Naturaleza), es posible abrir un horizonte a los límites en que queda encerrada una reflexión centrada sólo en el hombre. Desde este horizonte metafísico, la meditación sobre sí mismo, sobre la forma de vivir la propia existencia, y la reflexión sobre el hombre en general, adquieren vida, aire nuevo, sabor de enigma. Cuando la reflexión no sólo se abre a los demás (moral, política), sino también al Todo de la realidad, que es la Naturaleza (en el sentido Antesocrático, y no sólo ecologista), entonces, la vida recupera su «magia», digamos su carácter sagrado.8 Optó, como hemos visto, por una metafísica de la Naturaleza. En principio, parece haber una afinidad fundamental entre «materialismo» y «naturalismo», ya que son dos «filosofías de la muerte». En el primer momento de su obra, habló de materialismo bajo la influencia de sus trabajos sobre Lucrecio y Epi407

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curo. Entonces estaba de acuerdo con ellos en lo que respecta al significado que éstos daban a la vida y a la muerte. De todos modos, nunca creyó en los átomos de Epicuro, que no son sino ficciones. Hoy los átomos no son eternos, no hay nada eterno, ni siquiera los átomos. El universo de Epicuro, como el de Demócrito, era un universo cuyo interés era la concepción final que nos aportaba respecto al universo y al hombre. Pero Conche se fue distanciando del materialismo. Lo que no le impide seguir oponiéndose radicalmente al idealismo moderno, al considerar que esta filosofía, que tiene su inicio con el Cogito de Descartes, supone un enclaustramiento del hombre en su pensamiento. La postura idealista no se ocupa directamente de la realidad presente, de lo que se nos ofrece a nuestros ojos. Así, por ejemplo, Hegel no tiene en cuenta el universo de las estrellas, porque no sabe qué hacer con él en su sistema, lo que hace que su filosofía de la Naturaleza sea remarcable justamente por la ausencia de la Naturaleza, es decir, que su filosofía de la Naturaleza es simplemente una filosofía de las ciencias de la Naturaleza y una dialéctica de pensamientos, sobre los que, por otra parte, se basa la dialéctica de la Naturaleza de Engels. Conche se sitúa, pues, fuera del idealismo y, gracias al Dasein heideggeriano, afirma una relación con las cosas mismas. De todos modos, considera que esa noción de Heidegger no es una noción propiamente heideggeriana, pues también es adecuada para expresar la actitud fundamental ante lo que se nos ofrece, que ya fue característica de los primeros filósofos griegos. Además, Heidegger habla de conciencia intencional, que es aún el lenguaje de la conciencia —aunque intencional. En cambio, Conche prefiere simplemente el lenguaje de la apertura de Heidegger. Es decir, para Conche el Dasein significa una manera diferente de filosofar, supone una apertura que fue justamente la apertura sobre cuyo fondo pudieron filosofar los griegos y, fundamentalmente, los Antesocráticos. Por lo tanto, deja de lado el idealismo, pero no, por ello, escoge el materialismo, sino más bien lo que él mismo ha denominado un naturalismo. El materialismo es una de las formas del naturalismo; si Conche escoge el naturalismo es porque la noción de materia es una noción que fue elaborada por los idealistas, sobre 408

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todo, por Platón y por Aristóteles, teniendo como correlato la noción de forma. Pero, en realidad, de una manera directa, no se tiene la experiencia de la materia, pues la materia es un concepto científico. En cambio, sí es posible tener una experiencia de la Naturaleza. Hay una presencia de la Naturaleza, pero no una presencia de la materia. Hay una presencia de cuerpos inanimados, pero los cuerpos son algo diferente a la materia. Además, ya Epicuro hablaba de cuerpos, sómata. Incluso el estoicismo es más bien un corporalismo que un materialismo. El «naturalismo» de Conche no niega la corporeidad, pero tampoco el espíritu, y esto sin necesidad de recurrir a ninguna trascendencia, a ningún ser sobrenatural. La condición del espíritu es la corporeidad, y también la vida, el ser biológico. Pero el espíritu quiere decir simplemente un ser de libertad. En este sentido, podemos decir que su «naturalismo» es también un tipo de espiritualismo. Pero Conche, en su metafísica, a pesar de la evolución de su pensamiento, desde una metafísica de la Apariencia hacia una metafísica de la Naturaleza, continúa siendo pirrónico en su método; es decir, no abandona el escepticismo de fondo y la ironía que tanto le caracteriza. Esto supone que las nociones filosóficas de verdad, de ser, de esencia, de naturaleza en sí de las cosas, nociones que, en principio, pertenecen a la metafísica dogmática, no son mantenidas con el mismo sentido, sino con un sentido irónico. Para Conche, Pirrón es un ironista, una especie de «Platón sin Platón». Pensamos que esto mismo puede aplicarse al propio Conche. También él parece ser un ironista, en el mejor sentido posible, al modo de Pirrón, pues en su Metafísica de la Naturaleza encontramos el «ser» sin el «Ser»; en su Sabiduría trágica; la «eternidad» sin «Eternidad»; en su mística de la inmanencia, lo «divino» sin «Dios»; y, en su oposición al existencialismo, la «esencia» sin «Esencia». ¿Hay mayor ironía? Aunque Conche entienda la filosofía como búsqueda de la verdad, no presupone ninguna verdad estable por descubrir, ninguna naturaleza fija o esencia de las cosas, sino que se sitúa en el elemento de la impermanencia universal. Pero va más allá que Pirrón y que Heráclito, haciendo que el pensamiento de Parménides, tal y como él lo interpreta, no sea contradictorio con estos planteamientos, sino complementario y enriquecedor. Por otra parte, sabemos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Naturalismo: M. Conche

que el pirrónico no emite juicios, en cambio Conche formula sus juicios filosóficos. Si bien hay que entender que no pretende que sus juicios sean verdades absolutas, sino que, en su caso, la verdad se podría definir más bien como la autenticidad de su relación viva con el mundo. En este sentido, habla de convicciones vividas, hasta el punto de que, aunque él esté totalmente seguro de sus afirmaciones, siempre se mantiene escéptico «à l´intention d´autrui». Puede resultar paradójico que al mismo tiempo se mantenga un escepticismo y se proponga una metafísica de la Naturaleza abierta a un ecumenismo filosófico. Pero las cosas, hoy día, son así. Por una parte, en principio (en teoría), la Verdad está fuera de nuestro alcance: es decir, la Verdad que proporcionaría el conocimiento (acerca de lo que somos y lo que, para nosotros, significa estar en el mundo) a todos los hombres, de una manera definitiva. Pero, por otra parte, en la práctica de la filosofía, el filósofo piensa alcanzar esa verdad. Para Conche, esa verdad es el «naturalismo». Si bien lo paradójico no termina aquí, pues el filósofo sabe que, a pesar de su certeza, «quizá» no se trate más que de una ilusión y, justamente, en ese «quizá» está el elemento trágico de la condición del filósofo. De todos modos, la verdad a la que llega el filósofo no es en absoluto incierta, pues está fundada en sus «convicciones vividas», de las que tiene tanta certeza como de su sentimiento de vivir para y en la verdad. Por eso, ese «quizá» trágico no tiene tanto peso como parece, ya que el filósofo está convencido, de hecho, de que su verdad es la verdad; aunque sabe que, en derecho, no lo pueda demostrar. Ahora bien, no por ello el filósofo da por terminada su tarea, ni cierra sus puertas a la novedad. El filósofo, como lo es Marcel Conche, es flexible pero inquebrantable. De este modo, aporta un nuevo modo de entender la metafísica que está en consonancia con nuestro mundo, en el que puede estar un nuevo germen para el futuro de la filosofía o la filosofía del futuro. Por otra parte, la resonancia de esta metafísica, para el ser humano que actúa, se traduce en una sabiduría trágica. Si la metafísica de Conche condujera a una teología, su «sabiduría» no habría sido concebida como una «sabiduría trágica», sino más bien como una sabiduría llena de esperanza, de virtualidad, de felicidad, una sabiduría confiada en el uniDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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verso y en el orden de las cosas. Como sabemos, éste no es el caso. Además, pensamos que todo el trasfondo de la nueva Metafísica de la Naturaleza ha influido necesariamente en una profundización de su «sabiduría trágica», ya presente en su Metafísica de la Apariencia. Ahora, esta «sabiduría» dejará de ser sólo reactiva y, desde la ética de la voluntad, que contiene implícita, tenderá a dirigir sus valores de coraje, de esfuerzo, de lucidez, de medida, de justicia, hacia la realización de la posibilidad de un ecumenismo filosófico, metafísico. Una exigencia de la sabiduría trágica es ir más allá de uno mismo, no cerrar los ojos al enigma de la vida y, en lugar de abismarse en el sufrimiento, transcenderlo. De cualquier modo, y sea cual sea la opción de sabiduría que cada uno elija, la reflexión metafísica de fondo, que se encuentra en la filosofía de Conche, puede ser un referente claro para orientar el futuro de la filosofía. Y en esto quizá resida lo esencial de su filosofía, si es que llega a ser escuchada como merece. Obras de Marcel Conche Montaigne ou la conscience heureuse, Ed. Seghers, 1964; 4.ª ed., Ed. de Mégare, 1992; 5.ª ed., PUF, 2002. Lucrèce et l´expérience, Ed. Seghers, 1967; 4.ª ed., Ed. de Mégare, 1996; Éditions Fides, 2003. Pyrrhon ou l´apparence, Ed. de Mégare, 1973; reed., PUF, col. «Perspectives critiques», 1994. La mort et la pensée, Ed. de Mégare, 1973; 2.ª ed., 1975. Orientation Philosophique, Ed. de Mégare, 1974; reed., PUF, col. «Perspectives critiques», 1990; reimpr., 1996. Epicure: Lettres et maximes, texte grec, traduction, introduction et notes, Ed. de Mégare, 1977; 2.ª ed., PUF, col. «Épiméthée», 1987; 3.ª ed., 1990; 4.ª ed., 1992; 5.ª ed., 1995, 6.ª ed., 1999; 7.ª ed., 2002. Octave Hamelin: Sur le «De Fato», publicado y anotado por Marcel Conche, Ed. de Mégare, 1978. Temps et destin, Ed. de Mégare, 1980; 2.ª ed. aumentada, PUF, col. «Perspectives critiques», 1992; 3.ª ed., 1999. Le fondement de la morale, Ed. de Mégare, 1982; 3.ª ed., PUF, col. «Perspectives critiques», 1993; reed., 1999. Introduction au Dictionnaire des philosophes (dir. Denis Huisman) y numerosos artículos, PUF, 1984; 2.ª ed., 1993. Héraclite: fragments, texto establecido, traducido y comentado, PUF, col. «Epiméthée», 1986; 2.ª ed., 1987; 3.ª ed., 1991; 4.ª ed., 1998. Nietzsche et le boudhisme, Cahier du Collège International de Philosophie, n.º 4, noviembre 1987; reed., Encre Marine, 1997; reimpr., 1998. 409

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Montaigne et la philosophie, Ed. de Mégare, 1987; reed. PUF, col. «Perspectives critiques», 1996; 3.ª ed. 1999. L´aléatoire, Ed. de Mégare, 1989; 2.ª ed. 1990; reed., PUF, col. «Perspectives critiques», 1999. Anaximandre: Fragments et témoignages, texto, traducción, introducción y commentario, PUF, col. «Epiméthée», 1991. Vivre et philosopher, Réponses aux questions de Lucile Laveggi, PUF, col. «Perspectives critiques», 1992; 2.ª ed., 1993; 3.ª ed., 1998. Parménide. Le poème: Fragments, texte, traduction, introduction et commentaire, PUF, col. «Epiméthée», 1996; 2.ª ed., 1999. Heidegger résistant, Ed. de Mégare, 1996. Analyse de l’ amour et autres sujets, PUF, col. «Perspectives critiques», 1997; 3.ª reed., 1999. Heidegger inconsidéré, Ed. de Mégare, 1997. Ma vie antérieure, Encre Marine, 1998. Le sens de la philosophie, Encre Marine, 1999. Le destin de solitude, Encre Marine, 1999. Essais sur Homère, PUF, col. «Perspectives critiques», 1999; 2.ª ed., 2002. Presence de la Nature, PUF, col. «Perspectives critiques», 2001. Confession d´un philosophe, Albin Michel, 2003. Quelle philosophie pour demain?, PUF, 2003. Tao Te King. Traduit et commenté par Marcel Conche, PUF, 2003.

Notas 1. Mantiene claramente esta posición a partir de 1966 (cf. «Le problème de la signification du mot “Dieu”», en Le Langage, ouv. Coll., Neuchâtel, 1966). Recordemos que aunque el libro Orientation Philosophique no se publica hasta 1974, el primer capítulo, «La souffrance des enfants comme mal absolu», es un artículo que ya había sido publicado en 1956. 2. Montaigne, Ensayos, II, XII. 3. E incluso, a veces, indirectamente, se les otorga un carácter absoluto. 4. «Aristocrático», en el sentido de búsqueda de la «areté», de la excelencia, del virtuosismo. Evitamos decir virtud, justamente por las connotaciones religiosas que parece conllevar. 5. La noción de «significado» de la vida no parece llevar implícita la necesidad de referirse a algo exterior, como parece ocurrir cuando nos planteamos la vida en términos de «sentido». 6. Conche utiliza el término «Antesocrático» por fidelidad a su maestro Jean Wahl, que lo revindicaba para evitar la resonancia peyorativa que, en aquel momento, tenía el término «presocrático» al ser asociado con una especie de «mentalidad primitiva» o «prelógica» de la que hablaba Lévy-Bruhl en su obra La mentalidad primitiva. Además, el término significa una anterioridad, aunque el aspecto cronológico no es el esencial, pues se trata de una anteriori410

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dad respecto a la actitud socrática que desvía la reflexión desde la cuestión de la Naturaleza hacia la cuestión del hombre, es decir, es una anterioridad más de tipo especulativo que cronológico. El término es utilizado con mayúscula porque es nombre colectivo, y el nombre colectivo es considerado como un nombre propio. Ver Marcel Conche, «Présocratiques ou Antésocratiques», Confession d´un philosophe, Réponses à André Comte-Sponville, Albin Michel, 2003, pp. 55-57. 7. Présence de la Nature, p. 102. 8. Para Conche, la crisis de lo sagrado era uno de los principales índices de la crisis de nuestra época. Hay que recordar que esta noción de «sagrado» no remite a ninguna trascendencia; basta con la inmanencia de la Naturaleza, que es el Todo.

PILAR SÁNCHEZ OROZCO

Nietzsche: la construcción del vacío Sin duda, los filósofos que nos fascinan son aquellos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, aquellos que han configurado nuestro despertar intelectual. Al releerlos nos reencontramos a nosotros mismos, pero, a la vez, cuando de nuevo rastreamos sus páginas, hallamos significados en los que no habíamos reparado, o cuyo rastro se había inscrito en nuestro subconsciente y de los que habíamos perdido la memoria. Por ello, con cierto estupor, reconocemos en nuestras más recientes reflexiones las huellas de sus palabras, ¿tanto nos cuesta reformular como propias lo que en ellas ya era intuición luminosa? De un autor seleccionamos, evidentemente, aquello que nos resulta más cercano, lo que nos dota de herramientas para discernir el presente. Al acercarme de nuevo a los textos de Nietzsche para escribir este artículo, he sentido que leía a un contemporáneo, que sus aseveraciones, quizá porque las quiso intempestivas, resultaban tremendamente actuales. Ciertamente no toda su obra ha superado el paso del tiempo con la misma frescura, pero buena parte de sus propuestas resultan hoy plenamente pertinentes para pensar la encrucijada de ideas ante las que nos enfrentamos, sus concepciones en torno al lenguaje, el origen metafórico de los conceptos, el encubrimiento de una apuesta moral tras nuestras creencias, y el reto de una metafísica del artista como respuesta de una voluntad de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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poder creadora. Ejes todos ellos que atraviesan su obra, pero que se perfilan ya claramente en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Intentaré, al hilo de su análisis, mostrar la vigencia de un Nietzsche rabiosamente transmoderno. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral fue redactado en 1873, aunque no se publicó hasta después de su muerte. Este pequeño texto representa una inflexión netamente filosófica, frente a su producción filológico-artística anterior, avanzando temas que serán líneas fundamentales desarrolladas en su pensamiento. En 1872 había publicado El nacimiento de la tragedia, e impartió las cinco conferencias Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes, sus clases en ese periodo versaron sobre los filósofos preplatónicos, material con el que elaboraría La filosofía en la época trágica de los griegos. Para el autor, el nacimiento de la tragedia se halla ligado al espíritu dionisíaco de la música, el socratismo representaría por el contrario la muerte de la tragedia, que estaría llamada a renacer a través del espíritu del germanismo y la música de Wagner. Sus escritos y opiniones fueron recibidos con frialdad, cuando no con franco rechazo en el medio académico, aunque despertó el entusiasmo de los wagnerianos. Nietzsche, influido por el compositor, se entrega apasionadamente a su ideal de una profunda reforma cultural, educativa y política de clave aristocrática y pagana, frente a la fe en el progreso, el cientificismo y las ideas socializantes, tal es el sentido de sus Consideraciones inactuales en contra de Strauss y a favor de Schopenhauer, por ejemplo. Contrariamente a la beligerancia pública de estas ideas, las expuestas en el opúsculo que nos ocupa revisten un carácter casi privado, pues parece que únicamente Cósima Wagner tuvo conocimiento de ellas, ya que el texto le fue entregado como regalo de Navidad bajo la denominación de Sobre el pathos de la verdad. Como el propio título nos indica, verdad y mentira no deben entenderse aquí en un sentido moral, sino en uno mucho más profundo. Hasta ese momento la filosofía había planteado tradicionalmente la verdad como instancia suprema, como esencia buscada por el pensamiento con mayor o menor acierto, pero sin poner en duda su valor. Nietzsche, inaugurando la llamada «filosofía de la sospecha», va a situarse un poco más atrás para buscar su oriDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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gen, indagando a qué intereses responde «la voluntad de verdad». Como Deleuze ha señalado: «Nietzsche pregunta qué significa la verdad como concepto, qué fuerzas y qué voluntad cualificadas presupone por derecho este concepto. Nietzsche no critica las falsas pretensiones de la verdad, sino la verdad en sí y como ideal»,1 con lo que inaugura una nueva especie de «antifilosofía». El texto comienza resaltando la infundada pretensión del ser humano, un punto insignificante en la infinitud del universo, de que el cosmos se ajuste a los dictados de su intelecto, para, a continuación, hacer una breve semblanza de cómo se gesta el desarrollo del pensamiento en su lucha por la vida. El intelecto busca asegurar la supervivencia del individuo, para ello crea ficciones útiles, el flujo continuo de la vida lo fracciona en «unidades» para poder calcular, para poder establecer una lógica, genera la ilusión ontológica de la identidad, y de su mano el propio concepto de «yo» y de «objeto». En este proceso de enmascaramiento surge el impulso a la verdad, «se puntualiza, entonces, qué debe en adelante ser “verdad”, es decir, se inventa una denominación de las cosas válida y obligatoria para todos y la legislación del lenguaje dicta también las primeras leyes en materia de verdad; pues se origina entonces, por primera vez, la oposición entre verdad y mentira».2 La voluntad de verdad tiene pues origen en la necesidad de supervivencia, para ello es preciso ordenar, comprender el mundo, utilizarlo, lo que genera toda una «semiurgia» o génesis ficcional de conceptos, síntesis de percepciones múltiples pasadas por el cedazo de la homogeneidad, formas huecas que han olvidado su génesis metafórica. El pensamiento condensa lo múltiple en unidades que denominamos objetos, y los objetos en unidades que denominamos conceptos, trabajamos pues con signos de cosas que a su vez ya son elaboraciones mentales, pertrechadas de características universales adecuadas para su utilización lógica, y éste es un procedimiento similar al que utiliza el artista en sus creaciones. Únicamente el olvido de este proceso puede hacernos pensar que tratamos realmente con cosas, que las ficciones útiles de nuestro lenguaje pueden ser algo parecido a la verdad del mundo. Todo ello no sólo tiene un sentido biológico y gnoseológico, sino también social, como hemos 411

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visto «se inventa una denominación de las cosas válida y obligatoria», esto es: una imagen del mundo compartida que fundamenta la interacción social, pero también la exclusión de los heterodoxos, se crea todo un sistema de valores, impuestos por la fuerza de la coerción intelectual o física, y que responden a unos intereses disfrazados de moral. La filosofía como crítica de la cultura busca poner de manifiesto esta «simulocracia» o utilización interesada y jerarquizante de las ficciones, en función de relaciones de dominio. Perfilado este horizonte el filósofo puede avanzar ya una primera definición: ¿Qué es, pues, la verdad? Respuesta: una multitud movible de metáforas, metonimias y antropomorfismos, en una palabra, una suma de relaciones humanas poética y retóricamente potenciadas, transferidas y adornadas que tras prolongado uso se le antojan fijas, canónicas y obligatorias a un pueblo. Las verdades son ilusiones que se han olvidado que lo son, metáforas gastadas cuya virtud sensible se ha deteriorado, monedas que de tan manoseadas han perdido su efigie y ya no sirven como monedas, sino como metal.3

La validación del conocimiento no depende de la justeza de la representación. Reconocemos el mundo con las categorías que le aplicamos, y por esto reencontramos en él aquello que previamente aportamos. Toda concepción es una captación mutilada, que nos precave del terror a lo ignoto, que obedece a unas estrategias de dominio, en primer lugar del individuo sobre la naturaleza, y posteriormente de unos grupos sobre otros. Desaparece la distinción entre verdad y error, todos los sistemas, metafísicos o científicos, lo son metafóricos, constituyen el esfuerzo antropomórfico y vano por imponer nuestro rostro, nuestra medida al mundo. Es el alejamiento de las sensaciones lo que va otorgando a los conceptos una forma cada vez más hueca y desvaída que concebimos como universalidad, estructuras teóricas cada vez más alambicadas que no son sino «necrópolis de percepciones». El impulso a la elaboración de metáforas es el verdadero origen que antecede y explica el proceso intelectivo. El hombre racional se adhiere a los entramados de conceptos que construye, necesita creer en la realidad de los simulacros; el hombre intuitivo sabe de la libertad que ello le reporta, no busca amurallar412

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se en fortalezas, sino explorar los recursos de la creación a través del mito y del arte. Ese ingente entramado de los conceptos al que se aferra en hombre indigente, logrando así sobrevivir, es para el intelecto emancipado un mero andamiaje y juguete para sus más atrevidas acrobacias; y al destrozarlo, entremezclarlo y volverlo a componer irónicamente, juntando las cosas heterogéneas y separando lo más afín, pone en evidencia que no tiene necesidad de esos expedientes de la indigencia y no es guiado por conceptos, sino por intuiciones.4

Para el filósofo tradicional el engaño es la incertidumbre y el fracaso; para el artista el engaño, la máscara, la ficción, los simulacros, son las armas con las que transforma la realidad, con las que establece el señorío sobre y para la vida. Es necesario que surja una nueva casta de espíritus libres, de filósofos artistas, aquellos que saben asumir el derrumbe de todas las verdades, que se enfrentan a la muerte de Dios, como la apertura a un horizonte nuevo, que aúnan un ánimo alegre y trágico a la vez. Como más tarde escribirá en su libro Aurora: «Nosotros, filósofos, nosotros, “espíritus libres”, al oír la noticia de que “el viejo Dios ha muerto”, nos sentimos como tocados por los rayos de una nueva aurora: nuestro corazón, ante esta noticia, desborda de agradecimiento, de asombro, de presentimiento, de espera —ya tenemos el horizonte despejado de nuevo, aunque no esté absolutamente claro ni por asomo, ya tenemos nuestros barcos libres para reemprender su travesía, para reemprender su travesía a todo riesgo, ya está permitida de nuevo toda audacia del conocimiento». Retomamos aquí una sabiduría trágica, que había perfilado en sus obras anteriores, una filosofía dionisíaca que asume el devenir, la lucha entre contrarios, la guerra, la aniquilación y el renacimiento, en suma. Lo trágico devela el principio cósmico del caos; opuesto a la serenidad formal de Apolo, Dionisos, música y embriaguez, estallando por debajo de la bella apariencia, aspectos ambos que Nietzsche ve compenetrados en la tragedia antigua. Nada más alejado de la filosofía representada por el espíritu socrático, con quien comienza la época de la razón y el hombre teórico, la negación de ese fondo primordial, de esa seguridad instintiva, que busca en su rechazo el camino seguro hacia el ser y la verdad. El filósofo artista retorna a la inocencia del devenir, al juego, «un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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juego artístico que la voluntad juega consigo misma, en la eterna plenitud de su placer».5 Se trata de reinstaurar un saber alegre, que no teme al dolor ni a la nada. Como Fernando Savater señalara: Frente a la agonía nihilista producida por la muerte de Dios y frente a los esfuerzos «objetivos» de la ciencia por reconstruir las verdades de la especie de un modo autónomo y no contaminado por el juego «falsificador» de los valores, otros logran en cambio aprovechar la crisis de lo divino y lo verdadero como fuente de exaltación y de renovada fuerza... Son los filósofos de la gaya ciencia, de la ciencia alegre y trágica que ha descubierto de qué depende la verdad de la verdad y que ha decidido utilizar experimentalmente, artísticamente, la falsedad y la mentira para lograr el más inconcebible aumento de la fuerza. Son los primeros filósofos del nuevo politeísmo, los voceros del retorno de los dioses muchos y de las máscaras, fiestas y músicas que acompañan al paganismo. Su instrumento es el arte, «el gran estimulante de la vida», que sabe convertir la apariencia en esencia, la forma en fondo..., y logra que se acepte la falsedad como la verdad más honda y más potente.6

En modo alguno esto implica una apuesta por la multiplicidad del lenguaje, haciendo equivalentes todos los juegos metafóricos y derivándonos a un total relativismo, ello también nos condenaría a un nihilismo en sentido negativo, y el nihilismo nietzscheano lo es destructivo —filosofía del martillo— para devenir nihilismo creador, transvaloración de todos los valores.7 Para Gianni Vattimo este dominio del arte sobre la vida, recuperación del pensamiento trágico y dionisíaco que el socratismo eliminó, con la que concluye el texto, resulta problemático, y es esta problematicidad la que explicaría su situación de inacabado e inédito. «Sería contradictorio, desde el punto de vista de Nietzsche, condenar la abstracción y la fijación del lenguaje conceptual público en reglas en nombre de una mayor “fidelidad a lo real” por parte de la libre actividad metafórica.»8 Es esta misma situación paradójica la señalada por Heidegger: «El señor Nietzsche dice que la verdad es una ilusión. Pues bien, si quiere ser “consecuente”—y no hay nada que vaya más allá de la “consecuencia”— también la frase de Nietzsche sobre la verdad es una ilusión y por lo tanto no precisamos seguir ocupándonos de él»9 (sin salida que reconducirá el proDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pio Heidegger mostrando cómo, desde su punto de vista, «la verdad como “ilusión” está en una conexión esencial con la interpretación metafísica del ente»).10 Ciertamente, Nietzsche no está propugnando un relativismo gnoseológico, el espíritu fuerte queda dimensionado por la cantidad de verdad que puede soportar, la verdad existe, pero no es la opción un sistema metafórico frente a otro, sino la tremenda revelación de que ambos están basados en la ficción, a partir de ahí la elección estará determinada por aquello que favorezca a la vida. De la misma manera que las verdades lógicas o cognoscitivas quedaban validadas y aceptadas por su utilidad biológica de supervivencia, y posteriormente, en su desarrollo metafísico y moral se convirtieron en reactivas, el criterio general en que ahora se apoya es también una utilidad para la vida en un sentido profundo, incluyendo los valores que nos encaminan hacia el superhombre, todo ello asumiendo de manera trágica el vacío, la ficción de la que parten, sin caer en la ilusión de lo verdadero. Sánchez Meca puntualiza: «Pensar el mundo verdadero como fábula: esta exigencia no supone, en último término, para Nietzsche, la simple oposición de la apariencia a la realidad, de la ficción a la verdad en una especie de mera inversión del platonismo, sino pensar ya más allá de esa oposición».11 El autor lo interpreta en clave heideggeriana al continuar afirmando: «Al adoptar la óptica del arte, lo que Nietzsche hace es desarrollar el principio fundamental de una nueva filosofía en la que el arte y la actividad artística constituyen la apertura al ser y representan, por tanto, el modo de la comprensión propiamente filosófica del sentido del ser».12 Efectivamente, Heidegger sitúa a Nietzsche como punto final de la tradición metafísica, su problema sería el mismo que desarrolla esta disciplina: la intelección del ser, entendido en su caso como voluntad de poder («un peculiar dominio del ser “sobre” el ente en su totalidad»),13 culminación del olvido del ser, criterio de verdad, que al manifestar el fin de la necesidad de los valores, mostraría el ser como valor. Heidegger, haciendo de Nietzsche el último metafísico, lo convierte en heredero de la tradición de la que él reniega, la filosofía platónica, el pensamiento judeocristiano, Hegel... Esta actitud es tildada por Derrida de «mala 413

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fe». Aunque las relecturas francesas de Nietzsche parten de cierta común terminología heideggeriana referida a la «diferencia», se apartan de plano de su interpretación. Como Vattimo ha señalado: «Para Heidegger, como se sabe, Nietzsche no puede ser considerado un pensador de la diferencia, puesto que precisamente en su pensamiento se perfecciona, en su máxima extensión, la metafísica, es decir, el pensamiento que ha olvidado al ser y su diferencia por el ente [...]. En Heidegger, el problema del recuerdo de la diferencia no se convierte jamás en una simple referencia al hecho de que hay diferencia entre ser y ente; es siempre un recuerdo del problema de la diferencia, en el doble sentido, subjetivo y objetivo, del genitivo».14 En cambio, Derrida considera que la teoría de la tragedia, con sus dos principios contrapuestos: lo apolíneo y lo dionisíaco, manifiestan la presencia de una diferencia originaria en el pensamiento nietzscheano, metáfora de un desgarro, y de una pluralidad que subyace a toda voluntad de conocimiento. Lo múltiple, lo azaroso, el juego, la máscara, la verdad como simulacro que esconde una voluntad de poder y la ausencia de fundamento serán los ejes a partir de los cuales los pensadores franceses interpreten el pensamiento de Nietzsche, convirtiéndolo, en este sentido, desde un pensamiento postmetafísico, en un referente de sus propias teorías, cuya huella es fácilmente rastreable en el propio Derrida, Deleuze, Foucault, Lyotard o Baudrillard.15 Una síntesis entre esta interpretación postmetafísica y la línea heiddeggeriana la encontramos en el propio Vattimo, quien ha tomado a Nietzsche y Heidegger como autores básicos en su personal reelaboración hermenéutica del presente y gestación del llamado «pensamiento débil», como él mismo resume: «El pensamiento de Nietzsche hace entrar en crisis la subjetividad metafísica, inaugurando así una nueva perspectiva en que las relaciones entre ser, verdad e interpretación aluden a una concepción creativa del hombre: lo dionisíaco liberado exige conscientemente una pluralidad de máscaras».16 Este apunte sobre algunas de las lecturas más recientes de nuestro filósofo, que sitúan sus intuiciones en el origen de las corrientes de pensamiento contemporáneas, puede darnos la clave de su actualidad, aspecto este que retomaré más adelante. 414

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Quisiera ahora completar el tema de la verdad y la mentira, con los fragmentos póstumos coetáneos de la gestación del texto que nos ocupa, así como ir analizando el desarrollo de dichos conceptos a lo largo de su producción posterior, hasta tener una más completa visión de conjunto. En el Nacimiento de la tragedia, el arte se manifiesta como el ejercicio de la ilusión, el dominio de la bella apariencia, pero frente al saber racional, nos ofrece un modelo de verdadero conocimiento trágico. Éste es el tema que desarrollará en el conjunto de póstumos agrupados bajo el título: El libro del filosofo. Estudios teoréticos.17 Ya en estos escritos de juventud se perfila la posición del pensador frente al derrumbe de las ficciones metafísicas, no cabe una caída en el escepticismo, sino la apuesta artística al servicio de la vida: «El filósofo del conocimiento trágico. Domina el instinto desenfrenado del saber, no mediante una metafísica nueva. No establece ninguna fe nueva. Percibe trágicamente el suelo escamoteado de la metafísica [...]. Trabaja en una vida nueva: devuelve sus derechos al arte [...]. Al llegar a sus límites el instinto del conocimiento se vuelve contra sí mismo para acceder a la crítica del saber. El conocimiento al servicio de la vida más perfecta. Es preciso querer la ilusión: en esto consiste lo trágico».18 Consiguiente a la aseveración de que toda pretensión del conocimiento olvida su origen ficticio, lo trágico estribará en asumir esa carencia de fundamento, y sumergirse en la ilusión sin nostalgias de basamentos metafísicos, una ilusión querida y creada por nuestra voluntad. No puede sino asombrarnos la actualidad de esta propuesta hoy, cuando la crisis de la Modernidad se percibe como el surgimiento de un horizonte postmetafísico, cuando el fin de los Grandes Relatos, que anunciara Lyotard, nos aboca a la ausencia de Fundamento diagnosticada por el pensiero débole (Vattimo), y la teoría se entiende como un conjunto de simulacros (Baudrillard). En este sentido, la noción de «ficción» como eje del pensamiento nietzscheano, tal y como tan espléndidamente mostrara Vaihinger,19 manifiesta la tremenda contemporaneidad de sus afirmaciones. Las bellas ilusiones y el conocimiento tienen el mismo valor, pues «la vida necesita ilusiones, es decir, no verdades consideradas como verdades». Es inútil buscar las pruebas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lógicas, la adhesión a una ilusión, a la que llamamos verdad, se halla únicamente en su utilidad («la esencia de la verdad es juzgada según sus efectos»). Nietzsche avanza ya en esta época una rudimentaria teoría del conocimiento. Nuestro entendimiento conoce mediante conceptos, con los que pretende nombrar, clasificar, simplifica basándose en el cálculo y las formas del espacio, pero el concepto es primordialmente imagen, «las imágenes son pensamiento primitivo, es decir, las superficies de las cosas concentradas en el espejo del ojo..., el arte descansa en la imprecisión de la visión».20 Por ello el pensamiento en su principialidad operaría con magnitudes artísticas, traicionadas por ese afán lógico y abstractivo. La elección de algunas ficciones como verdades tiene una justificación social, sirven para garantizar la convivencia, la no sujeción a este acuerdo será penalizada y revestida de infracción moral. «El hombre exige la verdad y la realiza en el trato moral con los hombres; ésta es la base de toda convivencia. Se anticipan las consecuencias funestas de las mentiras. Este es el origen del deber de verdad».21 Pero su imperio crece de forma contagiosa, como una gran «metástasis». Los hombres necesitan creer en la verdad, por ello realizan continuos ejercicios metafóricos, fraccionando lo unitario e inconmensurable dando lugar a individualidades. Creemos captar la esencia de las cosas, pero sólo conocemos la realidad de nuestros pensamientos. «El hombre en el mundo podría concebirse realmente como alguien procedente de un sueño que a la vez se sueña así mismo».22 El gran espejismo de nuestra creencia en un mundo más allá de la apariencia, es una ontologización de la lógica, propiciada por nuestra propia estructura lingüística. «El filósofo prisionero en las redes del lenguaje».23 En los escritos del periodo medio (Humano, demasiado humano, Aurora y la Gaya Ciencia) Vaihinger acentúa cómo el hecho de que las ideas son necesidades biológicas y teóricas se perfila con mayor claridad, y subraya así mismo ya la utilización recurrente de la noción de «ficción reguladora». Para Vaihinger, Nietzsche debe ser considerado discípulo y sucesor de Lange, de quien habría conocido su Historia del materialismo y su teoría de la metafísica como forma justificada de poesía; también, y a su pesar, deudor de Kant, de quien habría tomado la noción de «ideal regulativo», DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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bien que no fundamentado nouménicamente. Encontramos reiteradamente en los escritos nietzscheanos la consideración de las afirmaciones científicas como «hipótesis reguladoras», para Vahinger, aquí «“hipótesis” (como en Lange) es imprecisamente empleada en lugar de ficción»,24 a continuación cita una serie de inéditos de 1881 a 1888, en los que el filósofo utiliza el término; se refiere a causa y efecto como «hipótesis por la que humanizamos el mundo», manifiesta cómo una mente fuerte es capaz de rechazar el carácter delirante de ciertos conceptos absolutos y, sin embargo, seguir manteniéndolos como «hipótesis», así también el mecanicismo y el atomismo serán «hipótesis de trabajo»... Páginas después, citando la afirmación de Nietzsche de que «mi concepto básico es que lo “incondicionado” es una ficción reguladora a la que no debe atribuirse realidad», comenta: «Podemos reconocer la contradictio en estos conceptos de ficción, por ejemplo, en los conceptos de lo Incondicionado, lo Existente, el conocimiento Absoluto, los valores Absolutos, la Cosa-en-sí, la mente Pura, pero “el intelecto no es posible sin postular” tales conceptos de ficción, especialmente el de lo incondicionado. A estas ficciones [...] las llama Nietzsche perspectivas».25 En la Gaya Ciencia Nietzsche ofrece ya una descripción elaborada del origen del conocimiento y de la lógica, de la separación entre lo verdadero y lo falso y de la selección de los errores útiles para la vida, en el sentido que ya venía avanzando y hemos visto en escritos anteriores.26 En Mas allá del bien y del mal, sección primera «De los prejuicios de los filósofos», nos presenta todo un análisis de la génesis de la voluntad de verdad y sus consecuencias. Se pregunta «¿Por qué no, más bien, la no-verdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y aun la ignorancia?». Es la mera creencia la que se piensa un saber «bautizado solemnemente con el nombre de “la verdad”». Ni siquiera la falsedad de un juicio es una objeción contra él, «la cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio favorece la vida». Frente a las afirmaciones de los filósofos no podemos sino oponer una sonrisa irónica y desconfiada, las aseveraciones aparentemente más neutrales se deshacen como meras componendas al preguntar ¿a qué moral se quiere llegar?, ¿qué se pretende? Nietzsche inaugura aquí una efectiva filosofía de la sos415

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pecha, desvelando el carácter instrumental de todo saber, su estrategia de dominio implícita. Freud, Marx, también Adorno, Horkeimer, Marcuse, Foucault... y buena parte de la filosofía del siglo XX, comparten esta desconfianza. Pero Nietzsche parece ir mucho más lejos que todos ellos: «El filósofo tiene hoy el deber de desconfiar, de mirar maliciosamente de reojo desde los abismos de la sospecha [...]. Que la verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral [...]. ¿Por qué el mundo que nos concierne en algo no iba a ser una ficción?».27 Si todos los saberes, si todos los conocimientos tienen una misma génesis metafórica, el criterio de elección, lo hemos señalado, no es la justeza del dato. Como apunta Vattimo, «lo que creemos que es la realidad, y distinguimos de las interpretaciones, es ya el producto de una actividad metafórica»,28 ello convierte a Nietzsche, según el pensador italiano, en precursor de la hermenéutica ontológica contemporánea, «la orientación filosófica que asume como tema central el fenómeno de la interpretación, considerado como el rasgo esencial de la existencia humana y como base apropiada para la crítica y la “destrucción” de la metafísica tradicional»,29 corriente que, en sentido amplio, incluye a Heidegger, Gadamer, Ricoeur, pero también a Apel, Habermas, Rorty, Foucault y Derrida. En este mismo sentido, para Jesús Conill, Nietzsche promueve una hermenéutica crítica de la razón impura o experiencial, a través de ella se descubre la hegemonía de la ficción como alternativa nihilista práctica. «Ahora bien, ante semejante “verdad” y su “máximo peligro” “es menester no desangrarse”, sino poner en funcionamiento los “instintos creativos” más potentes, que son “las madres” de los sentimientos valorativos. Se trata de “las madres del ser”: “Ilusión, Voluntad, Dolor”, que Nietzsche calificó antes de “Madres de la tragedia” y después de “Abismos de la tragedia”».30 Así, en la Genealogía de la moral se nos conmina a que sepamos utilizar en provecho del conocimiento «la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones», pues «existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un “conocimiento” perspectivista».31 Éste es el camino inverso al que ha recorrido la metafísica hasta configurar una «razón pura», desentrañada, un sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al 416

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tiempo. Es necesario, pues, realizar una genealogía de este proceso, ello queda magistralmente sintetizado en el Crepúsculo de los ídolos, «Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula». Historia de un error. El origen se halla ya en el mundo de las ideas platónico, sólo accesible al sabio. Con el cristianismo, el sabio ha de ser también piadoso, el acceso a la verdad requiere una penitencia, es una promesa aplazada en el tiempo. En la filosofía kantiana el mundo verdadero se torna inasequible, un imperativo indemostrable. Si el reino de lo nouménico queda fuera de nuestras posibilidades, se convierte en algo desconocido, y por ello, posteriormente, de la mano del positivismo, en algo innecesario. Por consiguiente, sólo nos resta un paso más: eliminarlo, esa es la tarea de los espíritus libres. Pero esto en modo alguno nos relega al mundo aparente, este último era un mero contrario creado por el mundo verdadero para denigrar todo lo que no se ajustaba a su «error». Al eliminar el mundo verdadero desaparece también el mundo aparente, y toda la visión metafísica negadora de la vida. Nos encontramos ante el vacío, la audacia del pensamiento nos está de nuevo permitida, la ilusión, la creación, un pensamiento trágico y luminoso que tiene en Zaratustra su profeta. Dionisos contra el crucificado. Ésta es la tarea pendiente: construir desde la certeza de que no hay certeza, sabiendo que tras la necrópolis de la metafísica sólo la voluntad elige sus ficciones más hermosas. Para renacer una vida auroral, soportamos con espíritu trágico toda la falsead del mundo y trocamos en impulso estético la exigencia más noble de lo que fuimos, de lo que podemos llegar a ser. Notas 1. Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1994, p.135. 2. Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, en Obras Completas, t. I, Buenos Aires, ediciones Prestigio, 1970 (traducción de Pablo Simón), p. 545. 3. Ídem, p. 548. 4. Ídem, p. 555. 5. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, parágrafo 24. 6. Fernando Savater, Conocer Nietzsche y su obra, Barcelona, Dopesa, 1977, pp. 74-75. 7. Para el análisis de la construcción de esta «ontología nihilista», véase Interpretation als philosophisches Princip, Berlín, Gruyter,1982. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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8. Gianni Vattimo, Introducción a Nietzsche, Barcelona, Península, 1996, p. 33. 9. Martin Heidegger, Nietzsche, Barcelona, Destino, 2000, t. I, p. 404. 10. Ídem, p. 406. 11. Diego Sánchez Meca, Presentación de la edición española en Friedrich Nietzsche, Sabiduría para pasado mañana. Selección de fragmentos póstumos (1869-1889), Madrid, Tecnos, 2001, p.14. 12. Ibídem. 13. Martin Heidegger, Nietzsche, Barcelona, Destino, 2000, t. I, p. 400. 14. Gianni Vattimo, Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Barcelona. Península, 1986, p. 66. 15. Véanse, por ejemplo: Derrida, L’écriture et la différence, París, Seuil, 1967; Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama,1986; Michel Foucault, «Nietzsche, Freud, Marx», Barcelona, Cuadernos Anagrama, 1981; «Nietzsche, la Genealogía, la Historia», en Michel Foucault, Microfísica del poder, Madrid, La piqueta, 1978. Desde un ámbito filosófico cercano cabe también citar las lecturas y desarrollos de autores españoles como: Fernando Savater, Eugenio Trías, Miguel Morey... véase, por ejemplo, VV.AA., En favor de Nietzsche,Madrid, Taurus, 1972. 16. Gianni Vattimo, Introducción a Nietzsche, p. 180. 17. Los Theoretische Studien agrupan escritos póstumos de los años 1872,1873 y 1875. Se supone que junto con «La filosofía en la época trágica de los griegos» y «La verdad y mentira en sentido extramoral», Nietzsche pensaba configurar un volumen que llevaría por título: El libro del filósofo. (Hay traducción española de una selección de dichos fragmentos en Friedrich Nietzsche, El libro del filósofo, Madrid, Taurus, 2000.) Dadas las distintas referencias en la edición de las obras completas en alemán: Kröner, Colli y Montinari... y la variedad de ediciones en español, obras completas, selección de textos, etc., he optado en general por citar solamente títulos, capítulos, los epígrafes y/o las fechas de datación, dado que una referencia más precisa a una sola fuente resulta las más de las veces desorientadora, en su caso también la traducción más accesible en castellano. 18. El último filósofo. Consideraciones sobre el conflicto del arte y del conocimiento. Fragmentos póstumos otoño-invierno de 1872 (trad. esp. en El libro del filósofo, Madrid, Taurus, 2000, pp. 23-24). 19. Hans Vaihinger, «La voluntad de ilusión en Nietzsche», en Friedrich Nietzsche, Hans Vaihinger, Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, 1990. 20. Fragmentos póstumos, otoño-invierno 1872 (trad. esp., op. cit., p. 33). 21. Ídem (trad. esp., op. cit., p. 41). 22. Ídem (trad. esp., op. cit., p. 51). 23. Ídem (trad. esp., op. cit., p. 58). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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24. Vaihinger, op. cit., nota 16, pp. 70-71. 25. Ídem, pp. 73-74. Para un análisis de la noción nietzscheana de «invención» (Erfindung) véase Miguel Morey, «Un fragmento de voz. Conjetura sobre las categorías nietzscheanas», en Nietzsche 100 años después, VV.AA., ed. de Joan B. Llinares, Valencia, Pre-textos, 2002. 26. Parágrafos 110 y 111. 27. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, «El espíritu libre», parágrafo 34. 28. G. Vattimo, Diálogo con Nietzsche, Ensayos 1961-2000, Barcelona, Paidós, 2000, p. 102. 29. Ídem, p. 128. 30. J. Conill, El poder de la mentira. Nietzsche y la política de la transvaloración, Madrid, Tecnos,1997, pp. 101, 108-109. 31. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Tercero «¿Qué significan los ideales ascéticos?», parágrafo 12.

ROSA MARÍA RODRÍGUEZ MAGDA

Nihilismo Hace cien años cumplía veinte Robert Musil y se licenciaba como ingeniero en Brünn, aunque pronto abandonaría la «construcción de máquinas» —y la atmósfera militar— por el estudio de la filosofía, que cerró siete años más tarde al doctorarse en Berlín con un trabajo sobre el positivismo del físico (y filósofo) Ernst Mach, la estrella intelectual de aquel cambio de siglo en Viena, que puso de relieve como nadie «la tendencia destructiva» del empirismo. Un año antes, en 1900, había muerto Nietzsche, el padre del nihilismo, de enorme influjo —como Mach— en toda aquella joven generación fin-de-siglo, que se presentaba a sí mismo como el aniquilador conceptual de nuestra cultura y modo de vida —en este caso por estar llenos de atributos ultraempíricos, digamos— y como el profeta de nuevos tiempos de cambio hacia una festiva y enérgica aceptación de la realidad tal cual es, sin atributos superiores ni legitimaciones o consuelos abstractos. Tiempos difíciles de crisis —fuera el sentido del cambio el que fuera— que se anunciaban con toda crudeza en aquel Imperio austro-húngaro en que había nacido Musil, en aquella Kakania genial y turbulenta a punto de desaparecer en la Primera Guerra Mundial, que verdaderamente parecía el crisol de «los últimos días de la huma417

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nidad» o, en cualquier caso, «el campo de maniobras del futuro». Se ha recorrido mucho camino desde entonces, pero comienza el siglo XXI con tensiones parecidas, justamente en estos días en que vuelve a recordarse la obra capital de Musil, El hombre sin atributos. El individuo despierto de hoy, el que no duerme algún sueño dogmático, tras el despabilo nihilista de hace un siglo sigue sin identidad, sin condición y sin patria, porque ha perdido el paraíso que nunca existió o una esencia que nunca tuvo. Sigue y seguirá vacío, sin atributos, propiedades o cualidades en que fundar con sus semejantes un nuevo orden, digamos postmoderno. Sospechando que ya no es posible ni deseable establecer ninguno al uso. Como Musil, que siente el resquemor del vacío sólo como una añoranza mística de «otro estado» de verdad, de «una nueva moral». Provisional siempre y más allá de todas. Porque las que hay y ha habido son peligrosas. Los dioses, los credos de cualquier tipo, los atributos de orden del hombre, degeneran por lo común en una belicosidad infame. «Hasta ahora la moral era estática. Carácter estable, ley establecida, ideales. En el presente, moral dinámica.» Así sería la ley fundamental de esa «otra condición», no dogmática, no cualitativa, no instalada, no ilusoria, no irracionalmente agresiva, y parece que imposible, del hombre. El siglo XX fue un siglo nihilista, nietzscheano. Desde su lúcida conciencia de realidad, o de vacío, la que inauguró Musil con su generación, a pesar de dogmatismos totalitarios y moralinas neomodernas, casi tan peligrosos unos como otras, no se ha podido —no es posible, decíamos— encontrar un recambio positivo para las ilusiones cualitativas de antaño. O no se ha aprendido a vivir en paz en el vacío, en la paz del vacío. Y sigue, por tanto, por lo que importa al sentido último de las cosas, el mismo viejo orden esencial de mundo con sus dogmas y subsecuentes contradicciones: las mismas religiones, las mismas diferencias sociales, las mismas estructuras de poder, las mismas desigualdades de razas y mundos... Y en consecuencia, el mismo ánimo aniquilador, aunque por desgracia no de cualidades, sino en nombre de ellas. Para defender un estado de cosas o para establecer otro. La rebelión de esclavos nietzscheana: siempre esclavos de algún atributo, del antiguo o del nuevo dueño, 418

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de aquel que te ha quitado o de aquel por el que has dado la sangre. Para eso no hace falta recorrer ningún camino. Musil, que luchó en el frente, veía las cosas de otro modo, más dionisíacamente, aunque hablando de guerra cualquier justificación es absurda: tanto la de luchar por los atributos como la de hacerlo por su desaparición. «Cuando se dice que en los momentos en que estalla una guerra entran en juego sugestiones de masas, ese estallido hay que entenderlo sólo como la explosión de un orden del que se han desatendido sus incómodas tensiones. Ese impulso explosivo con el que el ser humano se libera y —volando en el aire— se encuentra con sus semejantes, es el rechazo de la vida burguesa, la voluntad de desorden mejor que del viejo orden, el salto a la aventura, póngasele el apelativo moral que se le ponga», escribía Musil en 1921, lleno de todos los genios y demonios de su generación. Con el mismo ánimo con el que hacía balance un año después: «La guerra actuó más bien carnavalesca que dionisíacamente, y la revolución se ha parlamentarizado». El Nietzsche de los últimos meses de cordura (?) de 1888 había predicado una cruzada verdaderamente dionisíaca: una guerra universal de universal aniquilación de los degenerados, que para él eran los enemigos de la vida misma —sin atributos, nunca mejor dicho. Una guerra utópica, pero los motivos eran claros y distintos. «Que nadie dé al hombre sus cualidades: ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres o ancestros, ni él mismo», escribió entonces en el Crepúsculo de los ídolos. Años antes, sin fantasías guerreras ni ditirambos a Dionisos, todavía, reclamaba «para el espíritu libre el peligroso privilegio de vivir a la manera del ensayo». Ensayando incesantemente, sin mayores honduras cualitativas que la de experimentar el vacío de todas, haciendo de paso un exacto inventario general de ellas, vivió Musil (Ulrich). Con su precariedad de fijaciones ideológicas. Errante entre sus personajes. Inventariando el «manicomio babilónico» desde el «secretariado general del alma y de la precisión». En la «utopía del ensayismo». Porque a no ser en el arrebato de la locura violenta, la acción y el compromiso siempre quedaban distantes, paralelos a la intención, a los esfuerzos intelectuales. No era posible planificarlos en asamblea, desde un concepto que unificara la multitud de personajes y propuestas. «La verdad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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no está en el medio, sino en derredor, por todas partes, es como un saco que con cualquier nueva opinión que se introduzca en él cambia su forma y hasta se hace más firme». Como la «nueva moral» de que hablábamos. Un hombre sin atributos consta también de atributos sin hombre. Es decir, un hombre sin atributos es consciente de que, a pesar de todo, la ausencia definitiva es la suya. «La gente ya no encuentra su alma personal y adopta el primer alma de grupo que se le presenta y que menos le disgusta». Identificándose con roles sociales o causas ideológicas: Leinsdorf con el poder político, Stumm con la disciplina militar, Sepp con el sectarismo partisano... Ulrich (Musil) no puede identificarse con ninguno concreto, sabiendo que sin ninguno en absoluto ni siquiera existe. No puede identificarse con alguno de los atributos dados y convertirse en hombre ideal, impersonal, extraño a sí mismo; pero sin ninguno no tendría siquiera de qué extrañarse. Por eso ni tiene ni no tiene identidad: es decir, tanto en un caso como en otro lo que no tiene son adjetivos que darle. Vive y piensa en la cuerda floja del hombre sin atributos y de los atributos sin hombre. Disuelto tanto en los atributos como en la falta de ellos. En un imposible «punto de indiferencia, equidistante de todos», desde el que se ofrece otra perspectiva de sí y de las cosas, otra lógica de mundo: otra forma, en general, de (entender la) vida. «Otra moral», «otro estado» u «otra condición», como decíamos. Por ahora, a todo eso «otro» lo llamamos «místico». Un vacío al que no podemos asignar atributos: como el poco religioso «Dios sin propiedades» del maestro Eckhart o el «Dios-nada» del zapatero Böhme. Un imposible trágico: como el de la unidad inalcanzable, o alcanzable sólo intermitentemente, de los «gemelos siameses» Ulrich y Agathe, que aspiran al amor de un ser que se le parezca absolutamente a uno siendo otro, a una alteridad interiorizada que introduzca en un —otro— estado de júbilo y omnipotencia solipsista, parecido al del genio-microcosmos de Weininger. (Es en las relaciones místico-incestuosas de Ulrich donde más se hace perceptible ese «otro estado» musiliano.) «La experiencia fundamental de la mística nace de una aspiración análoga a la fuerza del amor, de un poder anónimo de concentración, de un reagrupamiento interior de las fuerzas intuitivas... El deseo desaparece, ya no somos nosoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tros mismos y, sin embargo, por primera vez lo somos. El alma que se despierta en ese instante no quiere nada, no se propone nada, pero no es menos activa por eso». He ahí las raíces místicas del hombre sin atributos. Del nihilismo de toda aquella generación. Y de instantes como aquel en que Ulrich ha de reconocer que es todo un carácter aunque no tenga ninguno. Al borde todavía de ese hueco místico aún inhabitable, lo que sí está claro es que la pérdida de atributos del yo, o la del yo de los atributos, conlleva la ruina de todos los marcos de sentido tradicionales (ideologías, éticas, políticas, religiones) y hasta la de la posibilidad e interés de fundar otros nuevos. A la espalda las ruinas y delante el vacío: no es un mero ejercicio literario decir que ésa es más o menos la condición del hombre postmoderno. El yo sin índole ni identidad de Musil no es ya el del superhombre nietzscheano, al fin y al cabo una voluntad pura creadora de nuevas valoraciones, como fuera. Ni voluntad, ni razón, ni nada. Ni siquiera un cuerpo. Puro o impuro, el yo ya ni siquiera existe como tal. Es un yo escindido, oscuro; más bien sólo la sombra de un yo desahuciado, insalvable, irrecuperable. El de Freud, pero sobre todo el de Mach. Porque Freud, «con los cariñosos halagos de su tratamiento», todavía hace sentir al individuo como si fuera la medida de todas las cosas, y le mantiene como tal aunque sea en la escisión —para Musil insalvable— entre el principio de realidad y los impulsos primordiales. Pero Mach va más lejos. Es tremendo el nihilismo en el que se educa, que rezuma y que legó la generación de Musil. Bien que haya que aceptar con coraje nietzscheano el vacío de la realidad misma tras haber aniquilado sus sublimaciones abstractas, o que haya que bandearse freudiana, es decir, comedidamente en una realidad social sin exabruptos impulsivos. Lo que se quiera, pero ¿qué es esa realidad y quién el que la asume de un modo u otro? Una realidad y un hombre sin atributo alguno, diríamos. Sí, pero, ¿qué significa en definitiva eso? Más allá de Nietzsche y de Freud, Mach enseñaba que el único hecho empírico verificable, incluso para la ciencia, es que lo real no es más que un complejo de sensaciones de un yo que no es más, a su vez, que otra sensación —de nadie. (El cuerpo incluido.) Que hablar de yo o mundo, de realidad física o psíquica, de cualquier cuali419

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Noche: F. de la Torre

dad acostumbrada, es mero modo de hablar. No es difícil ver las secuelas destructivas de este empirismo coherente hasta el final: en la corriente circular y universal de sensaciones se disuelven cualquier mundo superior y cualquier yo sustantivo, cualquier concepto de sentido más allá de esa empiria aplastante. Cualquier atributo y cualquier sujeto de ellos. Al yo sin atributos no le queda más que el nombre. Claro, que eso le da igual al que a pesar de todo los tiene. Y Ulrich (Musil) se queda en el dilema de siempre: a mayor claridad de conciencia, menor posibilidad de acción. En una especie de estupor místico, relegado en la empiria a la soledad, a la miseria y al olvido. Quien tiene atributos, aunque no sea más que un fantasma entre ellos, tiene también el bastón de mando. Los atributos sin hombre son los que causan guerras. El hombre sin atributos es quien las padece. Y para eso basta y sobra, en efecto, con las sensaciones. La mística del incesto Mach fue la gran estrella de la Viena finisecular, decíamos. Su psicología de las sensaciones influyó en todos los componentes de la generación de Musil, la llamada «Jung Wien», muchos de los cuales, como el propio Musil, o Hofmannsthal, fueron alumnos suyos. Si Musil —como Broch o Hofmannsthal o Weininger o Wittgenstein de otro modo aunque en la misma onda— intenta superar el radical nihilismo positivista de Mach (sin salida alguna, como se vio más tarde en el fracaso de los logicismos), la radical tendencia destructiva del empirismo de la que advertía él mismo, no le quedaba sino el camino utópico de lo místico. (O el dialelo o el recurso al infinito, los dos únicos tropos humanos verdaderamente importantes entre los que queda cualquier otro. De resoluciones tan escépticas, en definitiva, uno como otro. Por ejemplo: ¿la teoría de Mach era una sensación también? ¿Es un atributo el no tenerlos?) Al menos en ellos no fue peligrosa esta huida del círculo nietzscheano, o machiano, porque sus vuelos místicos siempre fueron relativizados por el empirismo: la corta duración del «sonambulismo», del «otro estado», la retórica del genio-microcosmos, la imposibilidad de un lenguaje místico... Añoranzas sabidas tales, sensaciones sentidas como tal. Ironía desesperanzada trágica. 420

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El otro estado de conciencia superior de Musil, reverso o inverso de la disolución del mundo y del yo en las sensaciones normales, sólo se hace realmente perceptible en las imposibles relaciones de los hermanos —«gemelos siameses»— Ulrich y Agathe. Es otra utopía, la del incesto redentor. Al igual que otros mitos tan viejos como el hombre: el del hermafrodita, el de Isis y Osiris, Pigmalión. Busca la unidad con un ser que se le parezca absolutamente siendo otro. La imposible unidad que no encontró en el manicomio babilónico. ISIDORO REGUERA

Noche: F. de la Torre Sigo, silencio, tu estrellado manto, de transparentes lumbres guarnecido, enemiga del Sol esclarecido, ave nocturna de agorero canto. El falso mago Amor, con el encanto de palabras quebradas por olvido, convirtió mi razón y mi sentido, mi cuerpo no, por deshacelle en llanto. Tú, que sabes mi mal, y tú, que fuiste la ocasión principal de mi tormento, por quien fui venturoso y desdichado, oye tú solo mi dolor, que al triste a quien persigue cielo violento, no le está bien que sepa su cuidado.

Rescatado del olvido por Quevedo, que forzosamente habría de sentirse identificado con el frío fulgor de sus poemas, don Francisco de la Torre, nacido hacia 1535 —quizá en Torrelaguna, quizá en Salamanca—, es uno de nuestros clásicos más secretos. Fue en 1631 cuando el autor de Los sueños da a la imprenta la obra de este misterioso poeta y en su jugoso y críptico prólogo nos dice que en el manuscrito halló hasta cinco veces «borrado el nombre del autor con tanto cuidado, que se añadió humo a la tinta», lo que sugiere una inquisitorial proscripción. Quevedo consigue, sin embargo, rescatar su figura, a la que otorga una antigüedad desmedida, argumento que, junto a otros que no son de este lugar, hizo pensar en la inexistencia de tal poeta y proponer que su nombre ocultaría un cenáculo u otro autor. Hoy ya parece confirmada la existencia de este misterioso manierista sobre el que ha pasado sobre ascuas la crítica, si exceptuamos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Olvido

alguna monografía de muy difícil consulta, algún apunte de Dámaso Alonso y las ediciones que ya hace tiempo prepararon Zamora Vicente (1969) y María Luisa Cerrón (1984). Sorprendentemente, la valoración de sus comentadores no ha terminado de ser positiva y se han destacado aspectos como la frialdad, el desequilibrio lunático, la falta de naturalidad y otros rasgos que se soslayan en sus contemporáneos o, al menos, se los hace aparecer como fruto del contexto o la tradición. Quizá su atipicidad y el terror a abandonar senderos trillados por parte de los eruditos ha frenado la estimación de alguien que, por debajo de su artificioso formalismo, circula por trochas muy cercanas a la modernidad y trasciende un aroma que nos trae ecos prefiguradotes de un Blake, un Hölderlin, un Novalis (otro poeta nocturno) o un Wordsworth. Asombra que románticos o simbolistas no repararan en tan cercano poeta. Los datos concretos sobre el personaje son tan difusos como escasos. Parece que escribió la mayor parte de su obra en la década 15601570, perteneció al círculo de El Brocense y fue maestro del límpido, pero a veces insustancial, Herrera. Admirador de Virgilio y Horacio, tradujo a Varchi al que, en ocasiones, imita y, como es de rigor, su poesía gira en torno al petrarquismo y las teorías renacentistas del animismo cósmico de las que Marsilio Ficino fue imprescindible transpositor. Francisco de la Torre es ante todo un poeta esencial. La desmaterialización, la importancia concedida a ese yo desleído entre la pasión interior y el fulgor de la Naturaleza, la ausencia de descripción física y esa melancolía saturniana que traslucen sus versos nos colocan ante un hombre deslumbrado por los símbolos y sus correlaciones que en esta poesía alcanzan cotas casi místicas. Con el inexcusable pretexto de lo elegíaco, don Francisco despliega un riquísimo espectro de imágenes simbólicas en la que la noche —representación emblemática del inconsciente— adquiere un valor fundamental. La noche, reducto de lo divino, espejo invertido de nuestro mundo, descenso a los valores femeninos o, como para san Juan de la Cruz, tiniebla del desamparo y, al mismo tiempo, espacio predilecto y único en el que puede instaurarse el inaprehensible vínculo, es el sujeto privilegiado de esta lírica. Noche que se metonimiza en estrellas, silenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cio o tinieblas, componiendo un muestrario de ese régimen nocturno, tan caro a muchos de los poetas más importantes de la tradición occidental y que tan sutilmente han iluminado Evelyn Underhill o Gilbert Durand. JAVIER BARREIRO

O Olvido El monstruo de los sueños de la memoria se llama «repetición»: la falsa reduplicación que nos hace morir mientras la adoramos. Aforismos trípicos

La melancólica sensación que parecen suscitar en Hegel los vuelos de la lechuza de Minerva a la caída de la tarde también impregna con una frecuencia desusada las páginas de sus Lecciones sobre la estética, así como, en general, todos aquellos pasajes de su obra en los que el pensador de Stuttgart ha tratado de determinar el lugar del arte en el mundo moderno. Un sentimiento de tristeza y despedida gravita sobre sus consideraciones acerca del arte como algo que pertenece al pasado de la humanidad y que resulta ya incapaz de satisfacer «nuestra última necesidad de lo Absoluto»;1 pero nos equivocaríamos identificando esta actitud con la mera Sensucht de los románticos, o con la pura renuncia nihilista. En Hegel, el apego sentimental al arte es cosa de la que hay que saber desprenderse a tiempo, cuando se está de camino en pos de formas superiores de la Idea. Pues el arte, en efecto, constituye una manifestación aún imperfecta del Espíritu absoluto; tiene la virtud de poder dar a los elevados conceptos de la religión y de la filosofía una representación sensible que nos los hace accesibles, mas en ello radica al mismo tiempo su limitación: en él, la conciencia ha superado la inmediatez del mundo natural, pero todavía se halla demasiado apegada al universo intuitivo por la materia de la que éste se vale para expresar sus pensamientos. En ese sentido, concluye Hegel, el arte está lejos de ser el modo de expresión más elevado de la verdad, y si bien en épocas pasadas aún pudo colmar las necesidades espirituales de pueblos 421

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menos sometidos que los actuales a la esfera de la reflexión, la representación abstracta y el pensamiento puro, hoy día ya no puede satisfacer tales exigencias. Por consiguiente, es preciso asumir el hecho de que el arte, en su suprema determinación-y-destino (Bestimmung), es ya, para nosotros, una forma del pasado y, como tal, está muerto.2 Ahora bien, la muerte del arte preconizada por la teoría estética hegeliana no es tanto una condena y un destierro more platonico de las actividades artísticas, con vistas a que éstas terminen por desaparecer completamente del horizonte cotidiano de nuestras vidas, cuanto una destitución, una disolución de la posición privilegiada que en otro tiempo pudo llegar a tener el arte como máxima expresión del espíritu y a la que a su juicio ya no puede aspirar. Esto es lo determinante en la valoración de Hegel y lo que aquí nos interesa destacar: dentro del sistema hegeliano, el arte es medido por el rasero del espíritu y su programa de autoesclarecimiento y exposición; está al servicio de la conciencia en su proceso de autoanagnorisis, no al servicio de la vida. Hegel no dice por tanto algo así como que el arte haya acabado en cuanto a su realización exterior se refiere, sino que su cometido espiritual ya se ha cumplido y nada más puede ofrecer de cara a la apropiación del saber absoluto. Que este carácter subordinado, puramente instrumental, del arte frente a la pretensión del espíritu de llegar a saberse a sí mismo como tal, corre el riesgo de terminar desvelándose como depreciación del arte y de la vida, resulta entonces algo que no podemos descartar así sin más. Un extenso pasaje de la Fenomenología del Espíritu puede ayudarnos, empero, a reconocer en toda su complejidad el planteamiento hegeliano. Se trata de un texto incluido en el parágrafo dedicado a trazar el tránsito desde la religión del arte hasta la religión revelada. Hegel comienza describiendo con tono apesadumbrado la pérdida actual de aquel universo mágico de la naturaleza que la religiosidad sensible de los griegos supo recrear artísticamente como ninguna otra cultura, y en estrecha relación con dicha pérdida comenta en los siguientes términos la incapacidad esencial del hombre moderno para extraer la vitalidad albergada en las obras de arte que de ahí nacieron: Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivificadora se ha esfumado, así como los him422

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nos son palabras de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus juegos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conciencia la gozosa unidad de ellas con la esencia. A las obras de las musas les falta la fuerza del espíritu que veía brotar del aplastamiento de los dioses y los hombres la certeza de sí mismo. Ahora, ya sólo son lo que son para nosotros —bellos frutos caídos del árbol, que un gozoso destino nos alarga, cuando una doncella presenta esos frutos; ya no hay ni la vida real de su existencia, ni el árbol que los sostuvo, ni la tierra y los elementos que constituían su sustancia, ni el clima que constituía su determinabilidad o el cambio de estaciones del año que dominaban el proceso de su devenir. De este modo, el destino no nos entrega con las obras de este arte su mundo, la primavera y el verano de la vida ética en las que florecen y maduran, sino solamente el velado recuerdo de esta realidad.3

Ya el joven Hegel había expresado esta misma idea de la manera más rotunda: «La memoria es la horca de la que cuelgan estrangulados los dioses griegos. [...] La memoria es el sepulcro, el depósito de lo muerto».4 La tragedia moderna del espíritu autoconsciente es la de habitar este sepulcro y encontrarse en él como en su casa, ahí donde nada está vivo y donde todo existe bajo la forma de la reminiscencia cuasiplatónica de almas etéreas, de configuraciones espirituales despojadas del cuerpo que antaño encarnaron. Y, sin embargo, nos dirá Hegel, hay una mayor dignidad en afrontar lúcidamente ese destino desgarrado de la reflexión que sabe despedirse de la primavera y los veranos de la vida, que en mantenerse turberculosamente enquistado en la vana nostalgia romántica por un pasado ya irrecuperable: Pero, lo mismo que la doncella que brinda los frutos del árbol es más que su naturaleza que los presentaba de un modo inmediato, la naturaleza desplegada en sus condiciones y en sus elementos, el árbol, el aire, la luz, etc., al reunir bajo una forma superior todas estas condiciones en el resplandor del ojo autoconsciente mismo y en el gesto que ofrece los frutos, así también el espíritu del destino que nos brinda estas obras de arte es más que la vida ética y la realidad de este pueblo, pues es la reminiscencia (Er-Innerung: recuerdo) del espíritu y exteriorizado todavía en ellas; —es el espíritu del destino trágico que reúne todos aquellos dioses individuales y todos aquellos atributos de la sustancia en un panteón (in das Eine Pantheon), en el espíritu autoconsciente como espíritu.5 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Si el arte es una forma del pasado, lo es justamente en la medida en que también la vida ha pasado ya y en la penumbra del espíritu sabedor de sí no se la puede recobrar, sino sólo reconocer o, a lo sumo, recordar sosegadamente desde ese panteón crepuscular que Caspar David Friedrich recreó en su pintura. Esta serena actitud hegeliana de desprendimiento es el correlato de su convicción de que sólo bajo la forma del pasado, como ruina y panteón, monumento funerario, sepulcro o pirámide se conquista un saber que lo es siempre ya del subiectum, del sustrato mortal que nos constituye y del cual desgajamos sin cesar la umbría interioridad de nuestras evocaciones presentes. Ciertamente, sólo la tumba de la memoria guarda el aliento vivo del pensamiento; pero ha de hacerlo no como algo meramente sido, sino como margen y límite en esa llanura del olvido de las posibilidades cumplidas de la que Er, el más antiplatónico de los personajes de Platón, pudo así volver para reencarnar en su cuerpo. No se agota, pues, el fondo de provisión de lo heredado en la ganancia propia, como no se agota la memoria en su simple carácter de depósito de lo muerto, si no es a costa de reducir esa historia al producto destilado por la razón. En primera instancia, Hegel ha admitido esto como destino singular de la especulación moderna. No obstante, luego ha sido incapaz de distanciarse lo suficiente de algunos de sus requerimientos más inhóspitos. Y así, la omnipotencia del recuerdo en una filosofía donde todo es ya pasado, lo único que puede garantizar de modo absoluto ese afán suyo de conocer todas las cosas, ha sido algo a lo cual Hegel no ha sabido resistirse. Pero con ello se ha negado una de las vías más fecundas para la superación crítica de una cultura como la nuestra, que precisamente «no está caracterizada por un desbordamiento de vida», sino por «la melancolía interior del pensamiento».6 Al negarle todo papel renovador al arte, Hegel ha aceptado implícitamente como destino insuperable de la modernidad esa melancólica despedida de los valores más vitales, y sólo ha podido oponer a la impotente mirada nostálgica del romántico la lucidez solitaria del pensador que habita el panteón de los recuerdos. Es evidente que la filosofía de Nietzsche habla de manera bien distinta a este respecto. Ya hemos comprobado que en ella el arte no está para sustituir a la vida, para sublimarla o DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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evocarla; pero tampoco para acompañarla en ese proceso dentro del cual queda superada (aufgehoben) por la conciencia. En primer lugar, porque el arte deja de ser contemplado aquí como un instrumento de la razón y se configura como vehículo privilegiado de una realidad más íntima, sutil y diversa, la de la voluntad. El «embellecimiento» —dice Nietzsche en un fragmento póstumo de la primavera de 1888— es consecuencia de la fuerza acrecentada, antes que de la objetivación sensible de la Idea. Al liberarse del dominio de la conciencia, el arte se libera asimismo de la absolutez de sus finalidades: sobre todo, de la obsesión por el conocimiento a toda costa, incluso a costa de la vida, y, por idéntico motivo, se libera de la tiranía de la Erinnerung. Nietzsche, en efecto, preconiza la capacidad de olvido como condición de posibilidad de una existencia afirmativa y creadora. Ésta es la enseñanza fundamental que se deriva del discurso de Zaratustra sobre las tres transformaciones del espíritu: aunque el león se ha librado de la carga del «tú debes» que soporta pacientemente el camello, todavía su «yo quiero» no está completamente libre del espíritu de la pesadez. La segunda metamorfosis del espíritu se distingue de la primera en que ésta lleva sobre su joroba una carga ajena, mientras que aquélla lleva sobre sí su propia carga, la que el león mismo ha querido darse; pero aún es incapaz de crear, por encima de su negatividad esencial, nuevos valores. El pensamiento del eterno retorno, tan vinculado a la transvaloración creadora de valores, le sigue pareciendo la más pesada de todas las cargas y no es capaz, por tanto, de soportar y decir sí a tal pensamiento. Para ello es preciso la metamorfosis del león y del guerrero en niño, porque «para el juego del crear se precisa un santo decir sí» y, en efecto, como también dice ahí Nietzsche: «Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí».7 Sin capacidad de olvido no hay creación, ni en el arte ni en la vida. Todo tiende a hacerse recuerdo de una primera vez, real o ideal. El pensamiento como absoluto recuerdo, que tiene en Platón antes que en Hegel su inspirador primordial, todo lo vive desde ese arquetipo interiorizado al cual se remite como referente de cualquier acontecimiento posible, con lo que en el fondo no hace sino depreciarlo en 423

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función de dicho modelo originario: bien menospreciando las experiencias concretas, así los amores reales, en función de una imagen idealizada, de un amor platónico, bien condenando todos los encuentros amorosos de su vida a ser remedo, aproximación inexacta, copia imperfecta de una primera vez. ¿Qué ocurre entonces? Que el sujeto no vive realmente: no experimenta nuevos estímulos y sensaciones; sólo reacciona a las trazas mnémicas, a las presuntas huellas de un pasado muerto, convirtiéndose así en ese tipo decadente cuya peculiar consciencia ha descrito Gilles Deleuze con las siguientes palabras: «El consciente reactivo se define por las trazas mnémicas, por las huellas duraderas. Es un sistema digestivo, vegetativo y rumiante, que expresa “la imposibilidad puramente pasiva de sustraerse a la impresión una vez recibida”».8 Sin embargo, olvido y recuerdo (o reminiscencia) no son, como cree este dispéptico del pensamiento, meras funciones mecánicas al servicio de un presunto conocimiento puro, sino operaciones intencionales. ¿Qué queremos decir con esto? Que la disposición para contemplar determinados objetos y registrar en ellos las trazas mnémicas que permitan evocar otro anterior, tomado como modelo identificatorio, no es algo que dependa sin más del objeto en cuestión, sino del talante de la voluntad del sujeto cognoscente, de lo que determinan las fuerzas instintivas que lo constituyen. Por eso Nietzsche no concibe la capacidad de olvido como una potencia puramente pasiva, negativa, en su entorpecimiento de la identificación, sino como «una fuerza plástica, remodeladora y curativa»,9 es decir, como una facultad activa supraconsciente: La capacidad de olvido no es una mera vis inertiae, como creen los superficiales, sino, más bien, una activa positiva en el sentido más riguroso del término, facultad de inhibición, a la cual hay que atribuir el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido en nosotros, penetre en nuestra consciencia, en el estado de digestión (se lo podría llamar «asimilación anímica»), tan poco como penetra en ella todo el multiforme proceso con el que se desarrolla nuestra nutrición del cuerpo, la denominada «asimilación corporal». Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la consciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y opo424

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sición; un poco de tabula rasa de la consciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el predeterminar [...] —éste es el beneficio de la activa capacidad de olvido [...]: con lo cual resulta visible que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. El hombre en el que ese aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de funcionar es comparable a un dispéptico (y no sólo comparable), ese hombre no «digiere» íntegramente nada...10

Así, desde la óptica nietzscheana, una filosofía en la que la conciencia no es capaz de mirar al exterior sin ver su huella en todas las cosas y reconocerse a sí misma en ellas, está necesariamente abocada a la pérdida de un horizonte creador y fructífero para la existencia, más allá de su serena certeza de que es justamente con el pasar de la vida con lo que se cumple el destino del espíritu. Pues, incluso antes de darse, cada paso está ya predeterminado y dispuesto para ser reflejado como otro avance más en el autoesclarecimiento del espíritu, sin que nada realmente extraño venga a sorprender a éste en su camino interior hacia el saber absoluto, verdadero recuerdo absoluto de sí. La capacidad de olvido, en cambio, enseña a vivir cada experiencia en su frescura irrepetible, y es esta enseñanza la que la doctrina nietzscheana del eterno retorno pretende activar por medio del rechazo de esa consideración pesimista que opina que Einmal ist Keinmal. En su novela La insoportable levedad del ser, Milan Kundera ha sabido captar de forma inmejorable cómo es «la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones», la contradicción entre el peso y la levedad, la que acompaña y da su peculiar ímpetu a este pensamiento nietzscheano: La idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto a como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. [...] En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Éste es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht). Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad. ¿Pero es de veras terrible el peso y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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maravillosa la levedad? La carga más pesada más destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.11

En la medida en que toda la novela de Kundera puede ser leída como un intento de narrar la experiencia del individuo que, tras desembarazarse del peso de las imposiciones ajenas y propias, alcanza al fin a comprender que la más pesada de todas las cargas es precisamente la única que de veras ayuda a soportar la levedad del ser que somos, nos vamos a servir de esta obra para reconstruir con mayor viveza, mediante su plasmación literaria, algunos temas nietzscheanos igualmente presentes en ella. Pero antes, para concluir este capítulo, debemos comentar más en concreto lo que el texto arriba citado nos sugiere en relación con la cuestión que venimos debatiendo. Ya hemos aludido al hecho de que el pensamiento del eterno retorno parece ir directamente dirigido contra una filosofía concebida como absoluto recuerdo, de raigambre platónica. La peculiaridad de la concepción del tiempo en la que se funda dicho pensamiento asume también en principio, de forma paradójica, aquella consideración según la cual «todo ha pasado ya». Ésta es la imagen del eterno retorno como ciclo que se repite siempre idéntico a sí mismo expuesta por los animales de Zaratustra y, con caracteres más sombríos, por la figura del enano. Bajo tal prisma, el eterno retorno supone necesariamente una carga insoportable, no es sino la radicalización del más consumado nihilismo. Sin embargo, justamente a partir de entonces es posible comenzar a entrever una lectura positiva y liberadora de dicho pensamiento, propiciada entre otros factores por la capacidad de olvidar; pero para ello es preciso entender que el olvido al que alude aquí Nietzsche no es el mero olvido animal, sino el olvido de la culpa que acompaña a la metamorfosis del espíritu en niño,12 quien por eso puede proclamar la inocencia del devenir; frente a la visión del espíritu de la pesadez, que con su «fue» cancela la posibilidad de cambio y creación en el mundo, la voluntad creadora afirma por el contrario que todo está por venir.13 La carga de un pasado que nos aplasta y somete al carácter irrevocable de su historia ya acontecida aparece así transfiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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gurada ahora bajo el peso de una nueva responsabilidad. A esto hace mención el texto de Kundera: a la decisión del hombre que quiere su destino y, una vez que lo ha elegido, no le importa cargar con él por toda una eternidad. Amor fati, propone también Nietzsche, más escuetamente. Recapitulando, podemos decir, pues, que la activación del olvido frente a la Erinnerung es uno de los elementos integrantes de la radical oposición de Nietzsche a esa negatividad esencial que el tiempo, así concebido, representa. Sin embargo, este ataque se elabora fundamentalmente a través de su crítica a la concepción lineal del tiempo. Nietzsche denuncia en efecto la imagen de una temporalidad lineal y progresiva como deudora de una consideración reactiva del devenir. El movimiento siempre es interpretado aquí como fruto de una carencia. Es en virtud de una falta por lo que las cosas se mueven, para intentar colmar el vacío que sienten y son. Tal discurrir en el tiempo de los seres finitos, que más tarde o temprano acaba por borrar las huellas de su paso por el mundo, es la prueba de su deficiencia radical, de su imperfección y, de hecho, es su propia condena. En último término, desde esta perspectiva la vida de lo sensible tiene que ser contemplada por fuerza como un fracaso. El ser finito fracasa en su intento de ir paliando a lo largo del tiempo sus carencias; pero fracasa justamente por esto, porque es finito, porque está en el tiempo y deviene. El mundo del devenir sólo puede quedar redimido, así pues, en la medida en que aparece referido a un mundo del ser, bien como algo hacia lo que transciende, bien como algo hacia lo que se aproxima históricamente. Esta referencia fija, inmutable, es por tanto lo máximamente valioso, lo que colma cualquier deficiencia que el ser singular sensible en devenir nunca llega a superar por sí mismo. Nietzsche pretende liberar al tiempo y al devenir de esa condena, de ese juicio reactivo que los concibe como elementos de indigencia; pretende, pues, pensar un movimiento que no sea ya fruto de la necesidad de llenar una carencia, sino expresión de plenitud aun desde la propia condición mortal. Esto es lo que Nietzsche piensa primariamente bajo la noción de voluntad de poder. Y, como correlato, propone una concepción no lineal, es decir, no reactiva del tiempo. Esto es lo que Nietzsche piensa bajo la noción de eterno retorno. Lo que dicho pensamiento preten425

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de activar es, por tanto, la recuperación del valor del instante, y en este sentido tiene toda la razón Deleuze cuando relativiza el alcance de una interpretación meramente cosmológica del eterno retorno. Lo más decisivo es aquí la idea de que en cada instante comienza el ser, la de que éste no cesa nunca de empezar... Del mismo modo que la voluntad de poder es el primum, no surge de nada previo y mucho menos de una carencia que hubiese que llenar, así también el instante se afirma desde sí mismo. La pura afirmación a la que quiere comprometernos tal pensamiento es una apuesta directa contra el platonismo, pero es, además, una crítica implícita a la dialéctica, a la absolutez de la mediación cuyos logros son siempre «a través de» tiempo, y donde, en consecuencia, el valor de todo hecho, de cada instante, nunca puede ser afirmado desde sí, sino por medio de un proceso.14 En base a toda esta serie de consideraciones —y aunque, como ya advertimos anteriormente, no hay en el fondo un contenido positivo determinado, un tema del eterno retorno, sino diversas formulaciones encaminadas a suscitar un temple de ánimo afirmativo, contrario a las concepciones reactivas del devenir—, con todo, cabe decir, a modo de conclusión, que lo que para Nietzsche retorna como mismidad no es tanto el hecho cuanto la posibilidad de recomenzar a cada instante, no antes ni después (pues el pensamiento del eterno retorno parte precisamente de la disolución de este antes y después tal como los entiende la visión lineal de la temporalidad). El valor de la decisión no se remite al pasado, considerando la existencia como una jugada ya decidida de antemano, lastrada por el peso del Origen; pero tampoco se postpone a un futuro ideal y, a fin de cuentas, transmundano, que banaliza el presente y lo convierte en simple medio de algo que siempre está por venir y nunca llega, mientras sobrevienen el tedio y el hastío de un tiempo inesencial de la espera. La asunción del pensamiento del eterno retorno es la resolución a estar dispuestos a decidir qué queremos que sea nuestra vida a cada instante, es el compromiso con la vida más allá del espíritu de la pesadez y de la insoportable levedad del ser. Notas 1. Hegel, Vorlesugen über die Aesthetik, Frankfurt, Suhrkamp, 1970, vol. 1, p. 24. En lo que sigue nos 426

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ceñiremos al primer capítulo de estas lecciones, ahora accesible también en la versión completa en castellano, Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989. Traducción de Alfredo Brotóns, según el texto fijado por Friedrich Bassenge a partir de la segunda edición (1842) de Heinrich Gustav Hothos. 2. Aesthetik, 1, 25; cfr. ed. cast., p. 14: «Considerado en su determinación suprema, el arte es y sigue siendo para nosotros, en todos estos respectos, algo del pasado. Con ello ha perdido para nosotros también la verdad y la vitalidad auténticas, y, más que afirmar en la realidad efectiva su primitiva necesidad y ocupar su lugar superior en ella, ha sido relegado a nuestra representación». 3. HGW, IX, 402; ed. cast., pp. 435-436. 4. Hegel, Escritos de juventud. Edición de J.M. Ripalda. Madrid, FCE, 1978, p. 167. 5. HGW, IX, 402; ed. cast., p. 436. 6. Aesthetik, 1; cfr. ed. cast., p. 10 7. KSA, IV, 31; ed. cast., p. 51. 8. Deleuze, op. cit., p. 159. Para las diferencias entre la relación activa o reactiva de las trazas mnémicas y la conciencia, cfr. ibíd., 158-164. 9. KSA, V, 273. Cfr. ed. cast., La genealogía de la moral (Madrid, Alianza, 1972), p. 45. 10. Ibíd., pp. 291-292; ed. cast., pp. 65-66. El texto prosigue con la distinción entre una Erinnerung incapaz de sustraerse al proceso identificatorio del presente con el pasado y una Gedächtniss des Willens que está orientada al futuro, por cuanto funda la capacidad de prometer: «Precisamente este animal olvidadizo por necesidad, en el que el olvidar representa una fuerza, una forma de la salud vigorosa, ha criado en sí una facultad opuesta a aquélla, una memoria con cuya ayuda la capacidad de olvido queda en suspenso en algunos casos —a saber, en los casos en que hay que hacer promesas; por tanto, no es, en modo alguno, tan sólo un pasivo no-poder-volver-a-liberarse de la impresión grabada una vez, no es tan sólo la indigestión de una palabra empeñada una vez, de la que uno no se desembaraza, sino que es un activo no-querer-volvera-liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido una vez, una auténtica memoria de la voluntad». 11. M. Kundera, La insoportable levedad del ser: Barcelona, Tusquets, 1985, pp. 12-13. 12. Vermal (op. cit., pp. 96-97) hace hincapié en esta idea, que por lo demás explica la razón por la que la reivindicación nietzscheana de la capacidad de olvido debe integrarse dentro del marco más general de su pensamiento del eterno retorno y la crítica a la temporalidad lineal por él presupuesta: «la simple exaltación extática del momento no es solución alguna, la negación del pasado se compraría al precio de la negación de todo horizonte que implica una vida animal. Por eso, lo pasado tiene que ser conservado, pero liberado del peso por el que inevitablemente se convierte en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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una incompletud, liberado de la culpa. Para ello, la única posibilidad es sustraerlo a una totalidad de sentido que es la que le da esa significación. [...] El eterno retorno es la solución que Nietzsche encuentra para una presencia del pasado que no sea tiranía del origen y del sentido, peso de la culpa sobre la existencia». 13. En el capítulo de Así habló Zaratustra titulado «De la redención», Nietzsche explica cómo el espíritu de venganza nace de la impotencia para querer «hacia atrás» de la voluntad que cree en la absolutez del tiempo lineal y progresivo, y cómo el eterno retorno viene a trastocar esa creencia, liberando por tanto a la voluntad: «Esto, sí, esto sólo es la venganza misma: la aversión de la voluntad contra el tiempo y su “fue” [...]. Y como en el volente hay el sufrimiento de no poder querer hacia atrás, —por ello el querer mismo y toda vida debían ¡ser castigo! [...] Yo os aparté de todas esas canciones de fábula cuando os enseñé: “La voluntad es un creador”. Todo “fue” es un fragmento, un enigma, un espantoso azar —hasta que la voluntad creadora añada: “¡pero yo lo quise así!” —hasta que la voluntad creadora añada: “¡Pero yo lo quiero así! ¡Yo lo querré así!”» (KSA, IV, 180181; ed. cast., pp. 205-206). 14. KSA, IX, 503 (fragto. 11 [161], de primavera-otoño de 1881): «¡No estar a la espera de bienaventuranzas, bendiciones y perdones lejanos, desconocidos, sino vivir de tal manera que queramos vivir otra vez y queramos vivir así por toda la eternidad! Nuestra tarea se nos plantea a cada instante».

MANUEL BARRIOS

Ortodoxias/heterodoxias Mi ponencia está dividida en tres partes. En primer lugar quiero ofrecerles unas reflexiones teórico-analíticas de carácter general sobre los conceptos de ortodoxia y heterodoxia desde la perspectiva de la sociología comparativa histórica de las religiones y civilizaciones. En segundo lugar quiero presentar esquemáticamente un análisis del Opus Dei a modo de ilustración de las mutaciones típicas de heterodoxias en ortodoxias en los procesos de modernización. Por último, entraré en el tema que da el título a mi ponencia, la elevación del secularismo como doxa epistémica de la modernidad occidental, especialmente europea, y la relegación de la religión al puesto de heterodoxia. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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I) Ortodoxia y heterodoxia como conceptos analíticos de la Sociología De los fundadores clásicos de la sociología fue Max Weber quien usó más profusamente los conceptos de «ortodoxia» y «heterodoxia» como categorías analíticas en su sociología comparativa de las «Religiones Mundiales» (Welt-Religionen). Por una parte, la tensión entre sacerdotes, defensores de la ortodoxia, y profetas carismáticos que convocan a una verdad o a un comportamiento ético superior y, por otra parte, los intereses ideales y materiales de los varios estratos sociales en competición constante son las fuentes principales de la dinámica de racionalización en todas las grandes religiones, dinámica que para Weber es a su vez la clave de los grandes cambios histórico-sociales. Tres estratos sociales con posición claramente marginada en el orden establecido ocupan un papel privilegiado en el análisis weberiano, como portadores de la dinámica fecundamente transformadora de las heterodoxias, a saber, intelectuales desarraigados, grupos urbanos desprivilegiados y estratos cívico-proto-burgueses. Las necesidades especiales de salvación y redención de grupos y estratos sociales marginados y desprivilegiados que buscan la transvaloración milenaria del orden social y de las jerarquías establecidas; las necesidades también específicas de intelectuales preocupados por la cosmología y la teodicea, es decir, por darle sentido al cosmos y justificación y legitimidad trascendente al orden social; y la afinidad electiva entre estratos cívico-burgueses y la racionalización del comportamiento ético-práctico son las tres fuentes principales de la dinámica de racionalización en todas las grandes religiones y en las civilizaciones que emergen de ellas. Sin embargo, a pesar de tener un papel central tanto en su tratado general de sociología de la religión en Economía y Sociedad, como en sus estudios monográficos de las grandes religiones —no hace falta sino recordar su análisis del budismo y el jainismo como heterodoxias del hinduismo, o su análisis del taoísmo como la heterodoxia enfrentada al confucianismo en la China, o su análisis de los profetas del Antiguo Testamento como protodemagogos de la geopolítica imperial del Oriente Medio, o su análisis del papel de las sectas ascéticas protestantes en la constitución del 427

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Ortodoxias/heterodoxias

mundo moderno, tanto en la racionalización del capitalismo como en la formación del orden político democrático-constitucional—, los conceptos de ortodoxia y heterodoxia no van a tener la misma elaboración sistemática y teórica que tendrán las otras categorías analíticas weberianas, es decir, no son elaboradas como «tipo ideal». El sociólogo israelí Samuel N. Eisenstadt es quien basándose en el análisis weberiano ha transformado los conceptos de ortodoxia y heterodoxia en instrumentos analíticos claves en la elaboración de su sociología comparativa de las «civilizaciones axiales» y en su teoría de la «modernidad» en sus múltiples versiones. El concepto de civilización «axial» proviene de Karl Jaspers y de su teoría de la «Edad Axial»: la época entre 500 a.C. y 100 d.C., cuando se cristalizan las grandes civilizaciones que sirven todavía de base a todas las grandes culturas contemporáneas globales. El concepto es también clave para el desarrollo del análisis de las «religiones mundiales» de Weber. Jaspers y Weber fueron amigos personales y colaboradores intelectuales que desarrollaron sus teorías bajo influencia mutua. Pero, dejando a un lado similitudes y diferencias en las teorías de ambos, me voy a limitar a presentar esquemáticamente los puntos centrales de la elaboración y la aplicación que Eisenstadt hace de estas teorías en su sociología comparativa de las civilizaciones axiales y de la modernidad. Como civilizaciones axiales se incluyen normalmente el Antiguo Israel así como posteriormente el judaísmo del Segundo Templo y el cristianismo, la Grecia Antigua, el zoroastranismo en Irán, el confucianismo y taoísmo en la China Imperial Antigua, hinduismo y budismo en la India, y posteriormente, y ya fuera de a la Edad Axial en sí, el islam. Las cristalizaciones de todas estas civilizaciones pueden ser consideradas en conjunto como una serie de transformaciones revolucionarias importantísimas en la historia de la humanidad. El aspecto central común a todas estas transformaciones, que las caracteriza como «axiales», es la emergencia de una nueva visión ontológica basada en una tensión o incluso cesura fundamental entre el orden mundano y un nuevo orden trascendente, normalmente concebido como ultramundano y superior. La emergencia de este dualismo conlleva por una parte una evaluación de la reali428

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dad intramundana como mundo inferior e incompleto, incluso contaminado por el mal, y por tanto en necesidad de redención y reconstrucción. Por otra parte, este dualismo conlleva la configuración de un orden trascendental, moral y ontológicamente superior, que va a poder servir como crítica de las deficiencias del orden mundano y como norma regulativa de todo tipo de proyectos de transformación de este mismo orden mundano de acuerdo con normas metafísicas y morales trascendentes. En todas las civilizaciones axiales es posible constatar como novedad histórica toda una serie de intentos de reconstruir la realidad mundana, desde la persona humana hasta el orden socio-político y económico, de acuerdo con esa visión trascendente y sus principios superiores de orden ontológico y moral. En un principio son pequeños grupos de «intelectuales» autónomos, un grupo social radicalmente nuevo, los que sirven de portadores de estas nuevas visiones trascendentes. Los profetas judíos, los filósofos y sofistas griegos, los literatos chinos, los brahmanes hindúes, la sangha budista son prototipos de estos nuevos intelectuales. Pero eventualmente esas visiones serán institucionalizadas y se convertirán en «hegemónicas», es decir, en «ortodoxias» en las respectivas civilizaciones. Es importante constatar que, según Eisenstadt, la ortodoxia misma es un fenómeno que aparece por primera vez en la historia con las civilizaciones axiales, es decir, con la emergencia de ese dualismo y esa tensión entre un orden trascendente y la realidad intramundana. Es precisamente la ausencia de tal dualismo y tal tensión en la cultura japonesa la que lleva a Eisenstadt a caracterizar a la civilización japonesa como una civilización non-axial, prácticamente el único caso de una cultura non-axial que ha sido capaz de incorporar con gran éxito elementos de sucesivas civilizaciones axiales (confucionista, budista, cristiana) y de la civilización moderna, pero al mismo tiempo preservando hasta el presente una identidad constituyente con su cultura arcaica pre-axial. Con la institucionalización de esas visiones transcendentes se constituyen centros hegemónicos de donde irradian las «grandes tradiciones» con sus intentos de absorber e incorporar las múltiples «pequeñas tradiciones» y centros periféricos. A su vez esos intentos de absorción hegemónica de la periferia generan DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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reacciones de resistencia que pueden tener la forma o de profanación del centro, o de disociación, o de intento de constituir la periferia en centro alternativo. De esta tensión hegemónica entre centro y periferia o entre la «grande» y «pequeñas» tradiciones, así como del hecho de que toda visión trascendente es susceptible de interpretaciones diversas y alternativas, así como de proyectos diversos y alternativos de actualización inmanente en el orden social, surge la doble dinámica conflictiva permanente entre ortodoxia y heterodoxia. Naturalmente no hay heterodoxia sin ortodoxia, e igualmente no se da ortodoxia sin heterodoxia. Ambas se constituyen mutuamente. Importante para nuestro análisis es el hecho de que esta dinámica conflictiva permanente entre ortodoxia y heterodoxia va a estampar todo tipo de movimiento de protesta, de formación de élites alternativas, de conflictos de poder hegemónico entre grupos políticos y entre estratos y clases sociales en todas las civilizaciones axiales. Al mismo tiempo también se pueden constatar diferencias fundamentales en las relaciones típicas entre ortodoxia y heterodoxia en las varias civilizaciones axiales. Las diferencias más importantes son aquéllas relacionadas con las distinciones tipológicas introducidas por Weber entre Oriente y Occidente, a saber: a) entre el monoteísmo occidental, con su dualismo radical entre el Dios creador y su creación, y el panteísmo oriental, como direcciones alternativas de procesos de racionalización teológico-cognitiva; b) entre el tipo de profecía «ética» característica del Occidente y el tipo de profecía «ejemplar» característico del Oriente; y c) entre una concepción linear y escatológica de la historia característica del Occidente y la concepción cíclica característica del Oriente con los tipos distintos de milenarismo que ellas conllevan. Últimamente, la visión monoteísta, ética y escatológica occidental llevará a una concepción más radical, uniforme y dogmática de la ortodoxia, con una actitud típicamente más fundamentalista, excluyente e intolerante de toda heterodoxia, mientras que la visión panteísta y politeísta oriental es susceptible de mayor tolerancia y pluralismo y hasta del sincretismo y de la coexistencia institucionalizada de múltiples ortodoxias y heterodoxias, hasta el punto de que uno puede llegar a cuestionar si las categorías de ortodoxia y heterodoxia DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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son todavía válidas. Por otra parte, los movimientos heterodoxos tenderán a asumir obviamente una dirección mucho más radical también en el Occidente, con proyectos de inversión de la heterodoxia en ortodoxia, de revolución o abolición de las jerarquías, y de transformación total del orden social. Entre las civilizaciones occidentales, sin embargo, sólo el Occidente cristiano desarrolló el modelo de institucionalización de la «iglesia» como institución eclesiástica, clerical, jerárquica, centralizada con pretensión monopolista y universal y con gran desarrollo de la organización doctrinal con estructuración de marcos claros, cognitivos y simbólicos del sistema de creencias, es decir, como depositaria del dogma, defensora de la ortodoxia e inquisidora y represora de toda herejía. En la definición clásica de Weber, sociológicamente la Iglesia es una institución que reivindica el monopolio de gracia y de los medios de salvación sobre todo su territorio. Extra ecclesia nulla salus, es decir, no hay salvación posible fuera de la Iglesia, es la característica que define a la Iglesia cristiana occidental, es decir, a la Iglesia católica tal como se institucionalizó con la revolución papal de los siglos X-XI. Naturalmente, la Iglesia sólo podrá imponer y mantener ese monopolio o bien cuando ella misma posee los medios de coerción, como era el caso en la Cristiandad medieval, o bien cuando se alía con el Estado moderno, una vez éste adquiere el monopolio de los medios de coerción. La emergencia y la institucionalización de la modernidad están estructuralmente relacionadas con el resquebrajamiento de ese monopolio eclesial en mantener la ortodoxia y con la proliferación de heterodoxias de todo tipo que compiten por establecer sus propios centros hegemónicos y que conducen primero a la pluralización de centros y eventualmente al pluralismo mismo como principio regulador de la diferenciación funcional de todo el sistema. En lenguaje sociológico, se pasa de un modo de integración de la sociedad uniformemente jerárquico y normativo a un modo de diferenciación funcional de las varias esferas institucionales —Estado, economía, ciencia, etc.—, cada una de las cuales sigue su propio principio autónomo de integración. Las grandes revoluciones de la Edad Moderna son de alguna manera la culminación de potencialidades sectarias heterodoxas existen429

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tes en todas las civilizaciones axiales, pero especialmente en aquellas en que la arena política es concebida como uno de los centros de realización de la visión trascendente de la realidad. Éste es el caso tanto en las civilizaciones monoteístas occidentales como en la civilización china. Eisenstadt ha resaltado que los programas culturales de todas las civilizaciones axiales estaban caracterizados por antinomias básicas, en tanto en cuanto todas ellas desarrollaron visiones trascendentes alternativas. Tres de estas antinomias merecen atención: a) el poder de reflexión implícito en la misma conciencia de la gran gama de visiones trascendentes y de los métodos de implementarlas; b) la tensión entre razón y fe o revelación, una tensión que es particularmente aguda y crónica en el caso de la civilización europea por su doble origen en la revelación judeo-cristiana y el racionalismo griego; c) la incertidumbre fundamental sobre la posibilidad o incluso el deseo de implementar y realizar en su totalidad la visión trascendente en este mundo. Prácticamente en todas las civilizaciones axiales surge la conciencia de una clara discrepancia entre el orden ideal (de acuerdo a la voluntad divina o al principio de armonía cósmica) y la realidad mundana, tal como se da condicionada por las exigencias pragmáticas de la vida política y social o de la naturaleza humana. El énfasis mismo en el hiato entre el orden trascendente y el mundano lleva implícita la noción de imperfección congénita humana. Consecuentemente, en todas las civilizaciones axiales surge un discurso reflexivo sobre los límites que hay que guardar a la hora de implementar la visión trascendente, las distintas esferas institucionales y ámbitos vitales que pueden y deben ser regulados por normas transcendentes y el vigor y rigor con que deben tomarse esas normas. La famosa distinción de san Agustín entre Civitas Dei y Civitas Hominis es simplemente una de las formulaciones más radicales y concisas de ese dualismo común a todas las civilizaciones axiales y de la tensión irresoluble resultante de la imposibilidad de salvar ese dualismo. En la civilización medieval cristiana ese dualismo será reconocido oficialmente y aun institucionalizado en la diferenciación entre el saeculum, la esfera intramundana de la política, economía y vida familiar, que aun cuando regulada por normas cristianas, no puede con430

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ducir a alcanzar el estado de perfección, y por otra parte, la vida monástica de las órdenes religiosas, alejadas del mundo, quienes siguiendo la llamada especial del evangelio intentan alcanzar ya en este mundo el estado de perfección cristiana a través de los votos de pobreza, castidad y obediencia. A lo largo de la Edad Media surgirán toda una serie de movimientos fundamentalistas monásticos, así como grupos sectarios y movimientos agnósticosheterodoxos que intentarán superar el dualismo existente, o bien extendiendo el estado de perfección más allá del monasterio, o bien intentando transformar el saeculum radicalmente de acuerdo a los principios trascendentes. Aunque de forma diversa y con sendas múltiples, éstas serán las dos grandes vías heterodoxas que llevarán a la modernidad y a la secularización, es decir, a la superación del dualismo por medio de la revaluación de la esfera secular imbuyéndola de significado trascendente. Como mostró claramente Max Weber, la Reforma Protestante, el gran movimiento heterodoxo cristiano al umbral de la Edad Moderna, va a inaugurar una de estas vías en tres sentidos: a) eliminando físicamente y simbólicamente los muros que separaban el monasterio y el mundo y extendiendo la llamada a la perfección y al ascetismo a todos los cristianos dentro del mundo por medio de la vocación profesional. «Ser monjes en el mundo»: éste es el espíritu de la ética protestante y del ascetismo vocacional moderno; b) proclamando el sacerdocio universal de todos los fieles y eliminando por tanto la necesidad de mediaciones clericales y sacramentales entre cada individuo y Dios, «sola fides» y «sola scriptura»; c) la elevación de la Biblia como único camino de encuentro con Dios llevaba en sí la eliminación del analfabetismo en las culturas protestantes y el acceso universal a la escritura, precursor del acceso universal a la ciudadanía y a los derechos políticos. Este programa radical protestante va a ser implementado no tanto por las grandes Iglesias protestantes, pues todavía siguen apegadas al modelo de «iglesia» y tienden a acomodarse a las exigencias del orden socio-político establecido, cuanto por las sectas heterodoxas radicales, sobre todo por aquellas que surgen del calvinismo y de la revolución puritana. La otra manera de eliminar el dualismo y la tensión entre el saeculum y el orden trasDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cendente es naturalizando los principios y normas transcendentes, eliminando toda referencia supernatural o «religiosa» y traduciendo esa visión trascendente a proyectos inmanentes de transformación radical del mundo. Ésta es la vía de la Europa continental que va del Renacimiento a la Ilustración y a la Revolución Francesa. Así se pueden entender las grandes revoluciones de la Edad Moderna, según Eisenstadt, «como el primer intento en la historia de la humanidad, o por lo menos el más dramático y de mayor éxito, de implementar a nivel macro-societario visiones utópicas con gran componente gnóstico» (p. 40). Eric Voegelin fue el primero en señalar las profundas raíces del programa político moderno en las tradiciones heterodoxo-gnósticas de la Edad Media. Se puede hablar no sólo de Edad Moderna, sino de «modernidad» en tanto en cuanto ésta se constituye reflexivamente como «programa cultural y político» (Eisenstadt), o como «proyecto histórico» (Habermas). Las grandes revoluciones modernas y las sociedades que surgen de ellas van más allá de todos los movimientos de protesta a lo largo de la historia, donde uno ya encuentra temas de igualdad, libertad, justicia y participación de la comunidad en el centro político. Lo que es nuevo es, por una parte, la combinación de estos temas perennes con la idea específicamente moderna de creencia en el «progreso» y con la demanda de acceso universal a la participación política, es decir, con la proclamación de la soberanía del pueblo o nación; y, por otra parte, la confluencia de estos temas no sólo con visiones milenarias de protesta, sino con la visión utópica general de reconstrucción total del orden social y político. Es la concepción de la sociedad como objeto de remodelación, diseño y reconstrucción activa por parte de sujetos históricos y por medio de la acción política la que es radicalmente moderna. Aun después de apagarse el brío revolucionario y de agotarse los sueños utópicos y milenarios de poder realizar inmanentemente en este mundo la visión ideal trascendente, dos principios fundamentales modernos continúan como principios reguladores de las sociedades modernas: a) por un lado, el principio de acceso universal al centro simbólico allanando jerarquías, suprimiendo discriminaciones y marginalización, acortando las distancias entre centro y periferia, borrando las distincioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nes entre élites y masas y entre alta y baja cultura, y cuestionando no sólo todas las ortodoxias, sino la misma distinción entre ortodoxia y heterodoxia, o aun entre verdad y error; b) por otro lado, el principio de un orden social objeto de reforma y mejora constante por medio de la acción política. A mi entender, mientras las sociedades modernas mantengan estos dos principios, estaremos lejos de haber superado la modernidad y entrado en el umbral de la postmodernidad. Hay, además, un aspecto de la modernidad, el secularismo, que, por lo menos en Europa, lejos de debilitarse se ha convertido más bien en ortodoxia incontestable, es decir, en doxa epistémica. Pero antes de entrar a analizar este secularismo como ortodoxia moderna, me gustaría bajarme de este nivel analítico tan general y abstracto que he seguido hasta ahora, y que para una audiencia de historiadores no tiene sino que reforzar los prejuicios justificados sobre la disciplina sociológica, o bien por ser a-histórica, o bien por tener una tendencia exagerada a la teorización. Me gustaría usar un caso muy concreto y muy español, el del Opus Dei, que sirva a modo de ilustración de la dinámica moderna de transformación y nueva valoración de ortodoxias y heterodoxias. II) El Opus Dei entre ortodoxia hispanocatólica y secta heterodoxa moderna Al analizar el Opus Dei como movimiento ortodoxo hispano-católico y como secta heterodoxa católica, mi intención obviamente no es la de jugar el papel de gran inquisidor atribuyendo rectitud o error a ciertas posiciones, sino simplemente el ilustrar cómo los signos de ortodoxia y heterodoxia cambian con la modernidad. Tres procesos, de larga duración, que comienzan con signo claramente heterodoxo al inicio de la Edad Moderna ayudarán a cuestionar la ortodoxia católica establecida, y a quebrantar la autoridad de la Iglesia y el sistema geopolítico y normativo de la Cristiandad hasta que asumen al fin el carácter normativo hegemónico que define a la misma modernidad. La primera gran nueva transvaloración moderna es la revaluación del saeculum o «siglo», es decir, del mundo en su doble dimensión temporal y espacial, y de toda actividad humana en el mundo, de manera particular el trabajo, la productividad y la creatividad humana como fuente de riqueza, de progreso, de 431

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todo valor y hasta de la misma dignidad humana. La ética protestante sirve como paradigma de esta nueva valoración antes de que se transformara en doctrina e ideología tanto de la economía política burguesa, y por tanto del capitalismo, como de la economía política marxista y de todos los movimientos proletarios socialistas. Aun en su versión bohemio-romántica de protesta contra el filisteísmo burgués, el principio de la creatividad del genio va a estampar todos los movimientos de vanguardia estéticomodernistas. La segunda gran transvaloración será la elevación de la ciencia moderna como fuente principal, si no única, del conocimiento y saber humano y hasta de la verdad. El conflicto entre la Iglesia y Galileo será signo de esta nueva valoración no sólo por lo que la revolución copernicana en sí implica como conocimiento sustantivo que transmuta la posición de la tierra en el firmamento y transforma tanto la geometría y geografía terrestres como la astronomía celeste, sino más bien porque lo que estaba en cuestión era la fuente misma de la autoridad cognitiva y el método para alcanzar la verdad. La Iglesia estaba dispuesta a aceptar todas las teorías de Galileo, incluida la copernicana, si las presentaba simplemente como teorías, es decir, como conocimientos hipotéticos o probables, y no como verdad irrefutable. Lo que estaba en cuestión no era tanto la posición de la Tierra o del Sol, cuanto la autoridad de la Iglesia o la del método científico como fuente última de la verdad. La tercera transvaloración será la transformación geopolítica de Europa en un sistema de múltiples Estados territoriales soberanos que va ser institucionalizada con la Paz de Westfalia y que va a suplantar al sistema monárquico-feudal de la Cristiandad de la que el Papado había servido como núcleo junto a la monarquía imperial del sacro imperio romano. Lo que la Iglesia resistió sin éxito fue no ya sólo la fragmentación de múltiples Estados soberanos que se escapan a su control e incluso pasan a reivindicar derechos de patronato real para controlar sus propias iglesias nacionales, sino el principio mismo de raison d’état que entroniza la soberanía nacional como principio absolutista no susceptible a ningún principio de legitimación o a influencia normativa externa. El Estado soberano nacional en la fase absolutista y luego la nación y el pueblo sobe432

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rano mismo constituidos en Estado en la fase constitucional liberal democrática, o fascista, o comunista, devendrán la realidad social ontológica primaria y la comunidad imaginaria preeminente, sustituyendo a la Iglesia y a la identidad de cristiano. De estas tres ortodoxias modernas, solo la del Estado-nación ha comenzado a ser puesta en cuestión y a revisarse, por lo menos en su lugar de origen, en Europa, en la nueva era de la globalización, precisamente cuando el modelo geopolítico de Estado nacional europeo ha logrado extenderse a todo el mundo sin excepción, es decir, ha sido verdaderamente globalizado. Esta aparente digresión antes de entrar en el análisis del Opus Dei era necesaria, porque a mi entender el Opus Dei deber ser comprendido como respuesta particular hispano-católica a dos de estas nuevas valoraciones modernas, es decir, a la ortodoxia secular y a la ortodoxia nacional, y a la crisis que ambas presentaban para el catolicismo español. Dejando a un lado la cuestión sociológicamente irrelevante de si el Opus Dei fue verdaderamente fundado por medio de una visión sobrenatural que tuvo un cura aragonés desarraigado en Madrid, en clara búsqueda de una misión divina, una mañana de octubre de 1928, al sonido de campanas, es evidente que el Opus Dei, como forma de espiritualidad religiosa, nació ya antes de la Guerra Civil, como respuesta a la pregunta existencial fundamental de cómo se puede ser un buen cristiano en un mundo secular moderno. La respuesta que encontró Escrivá de Balaguer a esta pregunta y que él convirtió en proyecto de fundación del Opus Dei fue, como no se han cansado de explicar Escrivá mismo y todos los del Opus en cientos de sus escritos, la llamada universal a la santidad de todos los cristianos por medio de la santificación del trabajo profesional en el siglo, es decir, como seglares, sin abandonar el mundo ni hacerse clérigos. La respuesta, pues, no es otra que la del ascetismo vocacional, que como Weber expuso claramente es la esencia de la ética protestante. En sí, el mensaje del Opus Dei es, pues, por una parte, tan originalmente protestante y tan específicamente weberiano, y por otra parte, tan comúnmente secular y moderno, que uno podría aducir o sospechar tres cosas. En primer lugar, uno podría aducir que el mensaje es muy poco original, y que mensajes parecidos, que luego llegarán a denominarse DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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teología del trabajo, estaban en el aire por el mundo católico, por lo menos más allá de las fronteras españolas, y eran parte de lo que los alemanes llaman Zeitgeist, o espíritu de la época, que luego en el lenguaje del aggiornamento católico de los años sesenta pasará a llamarse «signo de los tiempos». Pero este hecho, dado el ambiente enrarecido del catolicismo español de la época y aún peor el de la posguerra, no le quita originalidad a la claridad y a la misión casi obsesiva de profeta con la que Escrivá se puso a proclamar esa verdad. En segundo lugar, uno podría sospechar que la tesis weberiana pudo quizás haber llegado a oídos de Escrivá, no por haber leído directamente a Weber, cosa improbable en un cura de provincias que llegó a Madrid sin gran formación y que no se destacó por ser un ávido lector de las ideas extranjeras del día, pues de haberlo sido los modernos chicos del Opus no se hubieran cansado de pregonarlo. Pero Escrivá sí pudo haberse enterado de la tesis de Weber en la versión que corría por el Madrid de la Dictadura de Primo de Rivera, en pluma de Ramiro de Maeztu, quien la promovía bajo el lema de «el sentido reverencial del dinero» en las páginas de El Sol. Al retorno de su viaje a Norteamérica en 1925, por dos años Maeztu no se cansó de predicar la necesidad de que la cultura española y todos los países hispanos adoptaran lo que el llamó, en claro malentendido de la tesis weberiana, «el sentido reverencial del dinero». Convencido de que la explicación de la supremacía y el adelanto de los países anglosajones no era lo que se solía despreciar como materialismo, sino más bien esa espiritualización e idealización de los negocios y de la economía, Maeztu insistía en la necesidad de incorporar y hacer propia esta actitud moral, si es que los países hispanos querían ponerse al día y progresar. Es improbable, sin embargo, que Maeztu fuera la fuente de inspiración de la visión de Escrivá, no sólo por lo improbable de que Escrivá leyera un periódico liberal como El Sol o a un autor por aquellos días todavía tan sospechoso de heterodoxia como Maeztu, sino por la diferencia fundamental entre la lectura instrumental de la tesis weberiana por parte de Maeztu, simplemente como ideología modernizante, y lo que era por encima de todo la proclamación de un mensaje religioso por parte de Escrivá. El hecho de que luego, de ese mensaje religioso, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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surgiera dentro del Opus Dei como consecuencia no intencional una ideología modernizante, que además tiene claras fuentes en Maeztu, repite simplemente, aunque en tiempo mucho más comprimido, el camino que va de la proclamación de Lutero de transformar el Beruf (oficio) en Berufung (vocación religiosa) al uso instrumental capitalista de la ética protestante. En tercer lugar, la doctrina de Escrivá de la llamada universal a la santidad de todos los cristianos por medio de la santificación del trabajo profesional en el mundo era una idea tan típicamente protestante, pues ponía en cuestión tanto la distinción entre vocación religiosa y vocación laica como todas las mediaciones clericales y sacramentales de la Iglesia católica, que el creador de tal idea podía ser fácilmente acusado de hereje. Éste tuvo que ser un peligro que consciente o inconscientemente Escrivá tuvo que evitar a toda costa, tanto por convicción propia ortodoxa católica, cuanto por la necesidad de proteger al Opus Dei de los muchos críticos, contrincantes y enemigos que iba a encontrar a lo largo de su oculta, tortuosa y escandalosa historia. De otro modo Escrivá no hubiera podido realizar su visión profética, su misión sagrada y su aspiración personal de convertirse en «santo fundador». De ahí la necesidad de hacer hincapié en todos los dogmas y doctrinas ortodoxas de la Iglesia, en las prácticas sacramentales y los ritos tradicionales católicos, y en las prácticas ascéticas y piadosas típicamente monjiles y beatas, todo ello yuxtapuesto a lo que es en realidad un mensaje heterodoxo moderno y secular. A mi modo de ver, ésta es la tensión que explica las contradicciones fundamentales del Opus Dei: a) entre la proclamación de la llamada universal a la santidad y la fundación de una orden semisecreta, sectaria y elitista, con todo tipo de escalafones jerárquicos internos; b) entre el modelo de un movimiento secular y de seglares y la realidad de un instituto de espíritu religioso y dirección clerical; c) entre un modelo de ascetismo vocacional y moderno, como fórmula de santificación cristiana en un mundo secular al que, sin embargo, se sobreponen prácticas ascéticas y piadosas monjiles tales como cilicios, duchas de agua fría, rosarios y novenas, como medios de vencer al demonio, al mundo y a la carne y de alcanzar la beatitud. 433

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Pero es precisamente esta misma contradicción interna en su ética, su doctrina y su estructura institucional la que le permitirá al Opus Dei jugar el papel histórico de élite modernizante, portadora de un espíritu tecnocrático capitalista dentro del régimen autoritario franquista, así como el papel de vanguardia de restauración conservadora del post-aggiornamento católico romano. La ortodoxia hispano-católica del Opus Dei es una versión particular de la reacción violenta del catolicismo nacional español a la crisis que supuso la secularización del Estado bajo la Segunda República. Era perentorio impedir que España verdaderamente dejara de ser ortodoxamente católica con toda la violencia que fuera necesaria. En este sentido, sí que el Opus Dei fue producto fiel de la cruzada y del nacional-catolicismo de la posguerra. No es sorprendente, pues, que Menéndez Pelayo fuera elevado a santo patrón ideológico del nacional-catolicismo, pues él ya había formulado una mezcla curiosa de la ortodoxia religiosa tradicional católica y de la ortodoxia nacionalista estatal moderna, mezcla que iba a constituir el núcleo central ideológico del franquismo, un núcleo mucho más importante que las otras corrientes ideológicas de más claro origen fascista europeo. Menéndez y Pelayo tiene ya un concepto claramente territorial estatal moderno de la nación española. Españoles son todos aquellos que nacen o habitan en el territorio de España, concebida simultáneamente como unidad territorial eclesiástica y como unidad territorial estatal. Menéndez Pelayo confirma lo que Weber mostraría analíticamente, que el Estado territorial moderno europeo es un derivado, se podría decir una secularización de la Iglesia como institución. Por eso Weber puede usar la misma definición para ambas, para la Iglesia y para el Estado, como instituciones que reivindican el monopolio de los medios, o bien de salvación, o bien de coerción, sobre todo su territorio. Ambas instituciones son concebidas como asociaciones territoriales, y ésta es precisamente la novedad del Estado moderno frente a todos los Estados pre-modernos. El Estado moderno exige la pertenencia obligatoria de todos los habitantes como sujetos y como miembros, sujetos sometidos a la autoridad jurídica de pensamiento y comportamiento, y miembros que tienen la obligación (los dere434

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chos llegarán más tarde) de interiorizar esas normas de pensamiento y comportamiento. Por eso los conceptos de ortodoxia y heterodoxia pueden aplicarse a ambas instituciones. Heterodoxos para Menéndez y Pelayo son todos aquellos «españoles» que no siguen fielmente o se desvían de esas normas eclesiales, o nacionales-estatales, una vez se establezca el Estado español confesional católico. La expulsión de musulmanes y judíos del Estado español inicia el proceso de limpieza etno-cultural que va a caracterizar al Estado nacional moderno europeo hasta nuestros días. La Inquisición señala igualmente la transferencia generalizada por toda Europa del sistema de coerción de pensamiento y de comportamiento de la Iglesia medieval al Estado moderno. La Tercera Fuerza del grupo de Calvo Serer llegó a apropiarse, quizás con más radicalidad que ningún otro grupo franquista, del modelo de ortodoxia católico-nacionalista de Menéndez y Pelayo, dándole un matiz más modernizante con la monarquía fascistoide autoritaria de Ramiro de Maeztu. Maeztu fue quizás el menos original de los intelectuales españoles de la Generación del 98. Pero también fue sin duda el que conocía mejor y el que reflejó más fielmente en su trayectoria intelectual personal toda la gama cambiante de ideologías de la modernidad europea, desde la crisis de fin de siglo hasta el fascismo de entreguerras. En su búsqueda de fórmulas de regeneración y salvación de la España moribunda, Maeztu pasó del anarquismo individualista stirneriano-nietzscheano al socialismo gremial inglés, y del modelo de modernidad liberal protestante norteamericano a la fase final fascista de la Hispanidad. Quizás más que nadie Maeztu sirve de punto de partida para el proyecto de modernización del grupo de Calvo Serer, quien ofrece sus servicios al régimen como el único que permanece fiel a la ortodoxia nacional hispanocatólica y al legado excluyente de la victoria de la cruzada, frente a las tendencias heterodoxas de las otras fuerzas del régimen, más dispuestas a comenzar el diálogo con la España derrotada y reprimida precisamente como condición interna para poder construir un nacionalismo moderno pluralista que solucione por fin el problema de España, pero también como condición externa para poder integrarse geopolíticamente a la Europa liberal democrática que surge de la posguerra. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La respuesta de Calvo Serer al revisionismo liberal de Laín Entralgo es contundente y lógicamente consistente. La guerra civil ha solucionado ya el problema de España y sería suicida volver a reabrir las memorias de la otra España y a revisar los logros de la cruzada. La Tercera Fuerza le ofrece al régimen un modelo de modernización y de integración en el mundo libre occidental de la guerra fría, que comienza un nuevo ciclo de globalización, al que la España católica puede integrarse sin tener que cambiar su identidad. El eslogan de Pérez Embid «Europeización en los medios, Hispanización en los fines», anticipa el modelo de desarrollo tecnocrático capitalista autoritario y de integración geopolítica en el nuevo eje atlantista Washington-Roma, alianza que va a poner fin al conflicto entre catolicismo y protestantismo, que tan determinante fue en las dificultades que España tuvo para encontrar su lugar en la modernidad europea. Desde el punto de vista de la ortodoxia católica toda la modernidad no era sino una herejía. Ahora que la modernidad liberal protestante se alinea de nuevo con Roma, asegura Calvo Serer, España podrá alinearse con la modernidad. Es una fórmula simplista y engañosa, pero sirve no sólo como ideología modernizante, sino también para racionalizar todo tipo de reajustes mentales, intelectuales y políticos, y pocos pueden compararse a Calvo Serer en esa capacidad de reajustes, aunque en esto también se parece a su maestro Maeztu. La equiparación que Calvo Serer hará más tarde de la guerra civil española y de la guerra civil americana y de los bandos vencedores es sin duda descabellada tanto analítica como ideológicamente. Pero tiene la función clara de legitimar la nueva alianza del régimen con los Estados Unidos y de otorgar la razón histórica a los vencedores. Además, servía para halagar una vez más al Caudillo, quien se veía equiparado con Lincoln. Washington al fin demostró estar más dispuesto a incorporar al régimen de Franco y a su nueva imagen opusdeísta en sus alianzas que Bruselas o que la Roma democristiana y vaticana. Pero al llamar a su servicio a la rama tecnocrática de López Rodó más bien que a la rama ideológica de Calvo Serer, Franco fue no sólo consistente con su modo de gobernar patrimonial, sino con la misma lógica del argumento de Calvo Serer. La guerra civil había solucionado el problema DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de España. Lo que el régimen necesitaba no eran ideólogos sino tecnócratas. La tecnocracia como ideología transformaba la economía política y la administración estatal en ramas técnicas reservadas para los expertos, al mismo tiempo que reservaba para el libre arbitrio de Franco las decisiones ideológicas y políticas de última instancia. Una vez más son las contradicciones internas del Opus Dei las que se van a ver reflejadas en la ideología tecnocrática de López Rodó y las que le dan al mismo tiempo esa identidad peculiar que les permitió a los tecnócratas opusdeístas desempeñar el papel modernizante particular que apropiaron con su subida al poder. Frente a tradicionalistas que proponían la restauración monárquica pero sin proyecto de modernización, frente a democristianos y liberales que proponían la liberalización de la economía pero también la del régimen en aras de la integración europea que entonces se estaba fraguando liderada por la democracia cristiana, y frente a los grupos reunidos en torno a la Falange que proponían reformas económicas estructurales de signo anticapitalista y proyectos políticos republicanos, los tecnócratas ofrecían un modelo de modernización si no más coherente, por lo menos de mayor afinidad con el régimen patrimonial de Franco. Lo que ellos ofrecían era la promesa de desarrollo y modernización tecnocrático-capitalista, la racionalización administrativa del Estado autoritario y la restauración eventual de una monarquía continuista con el régimen después de la muerte de Franco. Claramente era el proyecto que más garantizaba el poder arbitrario de Franco, ofreciéndole además la legitimación ideológica de ocupar un papel funcional necesario para el desarrollo tecnocrático. Los artífices directos del desarrollo tecnocrático serían otros, los economistas, técnicos administrativos y burócratas del Estado. Lo que los tecnócratas ofrecían era el marco institucional-ideológico dentro del cual los expertos y técnicos podían realizar su labor y, sobre todo, la garantía de que eso tendría lugar sin poner en peligro al régimen de Franco. Ésta era la garantía sine qua non de cualquier modernización parcial bajo el régimen, y la que el modelo tecnocrático y la alianza de Carrero Blanco y López Rodó ofrecieron a un Franco en progresiva senilidad. 435

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III) El secularismo como doxa epistémica de la modernidad europea En su preciso sentido histórico-etimológico, secularización se refiere a la transferencia de personas, objetos o significados de la esfera o uso eclesiástico y religioso a la esfera o uso civil o laico. Éste es el primer significado que uno encuentra en cualquier diccionario de cualquier idioma europeo occidental. Pero en su sentido más amplio, que está adquiriendo cada vez más uso común también por toda Europa, secularización se refiere al declive progresivo de creencias, prácticas e instituciones religiosas. Este segundo sentido tiene su origen en la crítica ideológica de la religión formulada primero por la Ilustración y luego adoptada y extendida por toda una serie de movimientos sociales y políticos europeos hasta hoy día. Es este sentido ideológico-normativo del concepto de secularización, frecuentemente postulado como un proceso de desarrollo universal de la humanidad, que puede denominarse secularismo y que yo querría analizar en la tercera y última parte de mi ponencia como la «ortodoxia» reinante o como doxa epistémica de la modernidad europea. Etimológicamente, el término secularización deriva del término latino medieval saeculum, en su doble significado espacio-temporal de edad secular y mundo secular o, simplemente, el mundo. El término equivalente en todas las lenguas romances, el siglo, también tenía al principio este doble significado espacio-temporal. Pero hoy día siglo se suele usar ya sólo en su sentido moderno para caracterizar un período de cien años. Lo que ese doble significado espacio-temporal revela es que la cristiandad medieval europea estaba estructurada por medio de un doble sistema de clasificación dualista de la realidad. Existía por una parte el dualismo entre el otro mundo (la ciudad de Dios) y este mundo (la ciudad del hombre). Pero al mismo tiempo, dentro de este mundo existía el dualismo entre la esfera religiosa y la esfera secular. Situada entre ambos mundos y perteneciendo a ambos, sólo la Iglesia era capaz de mediar sacramentalmente entre los dos. La distinción entre clero regular y clero secular era una de las muchas manifestaciones de este dualismo, y el primer uso del término secularización, en cuanto proceso o acción, se refería precisamente a la transición del estado 436

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regular al estado secular, pero luego más ampliamente ha sido usado para denotar el paso del estado religioso o del clero al estado laico. Con referencia a un proceso histórico, el término secularización fue usado por primera vez para denotar la expropiación o utilización de bienes eclesiásticos, especialmente monásticos, por autoridades políticas o civiles, que tuvo lugar primero durante la Reforma Protestante en países protestantes y luego durante la Revolución Francesa y en revoluciones liberales posteriores en países católicos. En el mundo protestante este proceso tuvo originalmente un significado antimonástico y anticatólico, pero no anti-religioso, en tanto en cuanto la motivación misma de la transformación era la reforma de la religión acabando con el dualismo entre religión y mundo, haciendo la religión más secular y el mundo más religioso, es decir, llevando la religión al mundo y el mundo a la religión, o usando una vez más la expresión gráfica de Weber, derribando los muros de los monasterios que separaban al mundo religioso del mundo secular, haciendo que ambos mundos se interpenetraran mutuamente. Ésta es la vía de secularización protestante y particularmente anglosajona. Aquí la secularización y la modernización que la acompaña no conllevan necesariamente el declive de la religión. Al contrario, como la historia de los Estados Unidos muestra claramente desde la Ilustración americana hasta el presente, procesos de modernización y cambios sociales van acompañados frecuentemente de procesos de crecimiento y revitalización religiosa. Ya Marx, en su artículo «Sobre la cuestión judía», usando la evidencia presentada por Tocqueville y Hamilton, llegó a la conclusión de que América era simultáneamente el país modelo de secularización, en cuanto a la separación de Iglesia y Estado, y el país de religiosidad par excellence. Y no sorprendentemente la mayoría de los sociólogos de la religión en los Estados Unidos han llegado recientemente a la conclusión que la teoría de la secularización es simplemente un mito, un mito europeo, no aplicable a los Estados Unidos ni, algunos añaden, a cualquier otra parte del mundo, fuera de Europa o de países de colonización europea tales como Québec, Uruguay o Nueva Zelanda. La idea de que la secularización pueda ser considerada como un mito tiene que sonar totalmente descabellada a oídos europeos y muDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cho más a una audiencia como ésta de historiadores sociales, puesto que en Europa la evidencia histórica es abrumadora. La multiplicidad de significados semánticos que el término secularización ha ido acumulando a lo largo de la historia europea simplemente señala la disminución ubicua e innegable del tamaño, el poder y las funciones de la Iglesia y de las instituciones eclesiásticas frente a las instituciones seculares. Pero a este sentido original del término se le ha añadido recientemente el significado más amplio de declive general de la religión, es decir, la disminución drástica de creencias y prácticas religiosas en la población europea. En Europa se tiende a unir ambos significados como si estuvieran relacionados intrínsicamente, puesto que se considera que las dos realidades, el declive en el poder social de las instituciones religiosas y el declive en las creencias y prácticas religiosas individuales, están relacionadas estructuralmente, como si la una necesariamente llevara a la otra. Nadie pone en duda el hecho de la secularización progresiva y drástica de las sociedades y de la población europea, por muchas diferencias significativas que pueda haber todavía entre los niveles de religiosidad en los varios países. No es el hecho de la secularización el que se cuestiona como un mito, sino la teoría sociológica que se usa para explicar esta realidad la que se considera problemática. Es decir, es la correlación que normalmente se hace entre procesos de secularización y procesos de modernización, es decir, entre declive de la religión y desarrollo económico, urbanización, educación creciente, etc., la que es problemática y la que los sociólogos de la religión en América han descartado como mito. Es el postulado, uno casi podría llamarle creencia, de que cuanto más moderna sea una sociedad menos religiosa será su población, el que es demostrablemente falso no sólo en los Estados Unidos, sino en la mayor parte del mundo fuera de Europa. De hecho, esta misma creencia en la secularización es quizás la variable independiente que mejor puede explicar la secularización drástica y repentina de las sociedades europeas desde los años sesenta hasta el presente. Es decir, debemos considerar seriamente la proposición de que la secularización en Europa se convirtió en profecía autorrealizable una vez grandes sectores de la población europea, incluyendo las igleDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sias, se convencieron de la validez de los postulados básicos de la teoría de la secularización, a saber: que la secularización es un proceso teleológico inevitable del cambio social moderno, que cuanto más moderna una sociedad mas secular será, que la secularización es un «signo de los tiempos», es decir, un signo de progreso. Si tal proposición es correcta, entonces la secularización de las sociedades europeas se puede explicar mejor en términos del triunfo del secularismo como doxa, o como régimen epistémico, que en términos de procesos estructurales de desarrollo socioeconómico y de modernización tales como industrialización, urbanización, educación, nacionalización, etc. Por otra parte las variaciones internas en niveles de secularización dentro de Europa, por ejemplo entre países protestantes y católicos, o la baja secularización de países como Polonia e Irlanda, o la relativamente alta secularización de países católicos como Francia o la República Checa, pueden encontrar también mejor explicación en términos de las pautas históricas diferentes de relaciones entre Iglesia, Estado y nación, que en términos de niveles de modernización. Ha llegado ya el momento de abandonar la visión eurocéntrica de que las transformaciones históricas de las sociedades europeas modernas, incluyendo la secularización del cristianismo europeo, son procesos de desarrollo de carácter general y universal, es decir, son consecuencias de la modernidad. En cuanto uno adopta una perspectiva comparativa global, se hace inmediatamente evidente que la secularización drástica de las sociedades europeas contemporáneas es un fenómeno histórico relativamente excepcional. De hecho, el derrumbamiento súbito tanto de la autoridad de las iglesias como de la plausibilidad general del cristianismo europeo es tan extraordinario que son necesarias mejores explicaciones que la simple referencia a procesos generales de modernización. Parece como si manteniendo tal explicación cumpliría la función primordial de convencernos y asegurarnos que tal derrumbe fue natural, normal y teleológico. Yo diría que es más bien el triunfo del secularismo como mentalidad, actitud y visión del mundo, y especialmente como teoría teleológica de la religión, el que explica la situación contemporánea europea. La crítica ideológica de la religión, desarrollada por la Ilustración y transmitida por 437

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toda una serie de movimientos sociales a través de Europa, desde el siglo XVIII al presente, ha informado la teoría de tal manera que ésta ha funcionado no sólo como teoría empíricodescriptiva de cambios histórico-sociales, sino más bien y más significativamente como teoría crítico-genealógica de la religión y como teoría normativa-teleológica de su desarrollo evolutivo, de tal forma que el declive de la religión es considerado fin y meta de la historia. Tres dimensiones de la crítica de la Ilustración iban a adquirir relevancia particular: la crítica cognitiva de la religión como una visión del mundo pre-racional y primitiva que iba a ser derogada y superada por la razón y por el progreso científico; la crítica política de las instituciones eclesiásticas como cristalización de la labor conspiratoria de los poderosos y de los sacerdotes para mantener al pueblo ignorante y oprimido, condición que iba a ser eliminada y superada con el avance de la soberanía popular y de las libertades democráticas; la crítica antropológica humanista y naturalista de la misma idea de Dios y de cualquier realidad supernatural como proyección y alineación de la propia naturaleza humana, haciendo del ateísmo la condición de la emancipación humana. Aunque la resonancia, relevancia y eficacia de cada una de estas tres críticas fue diversa y cambiante a lo largo de la geografía y la historia europeas, cada una de ellas de forma y medida distinta llegó a informar distintos movimientos sociales, partidos políticos y corrientes intelectuales y, últimamente, la teoría europea de la secularización. La proposición de que cuanto más moderna y progresiva sea una sociedad menos religiosa será, ha asumido en Europa el carácter de una creencia común y generalizada, compartida por sociólogos de la religión así como por la mayoría de la población. La secularización, en este sentido, es no sólo una realidad histórica europea, sino parte de la definición de la realidad, de tal manera que ésta tiene consecuencias reales para la estructuración de esa realidad. Es instructivo comparar los resultados de encuestas de opinión en los Estados Unidos y Europa intentando medir los niveles de religiosidad en ambos lugares. Sabemos, por ejemplo, que en los Estados Unidos la gente en las encuestas tiende a exagerar la frecuencia con que va a misa o reza o la seriedad con la que se toma la religión, como si ser buen 438

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americano implicara ser más religioso. En Europa, por otra parte, se puede constatar la actitud opuesta, y los europeos tienden a ocultar o a ignorar la propia religiosidad persistente, como si tuvieran miedo a reconocer que uno no es quizás tan moderno y progresivo como debería serlo. Es en este sentido que la definición diferente de la situación en ambos sitios tiene consecuencias reales. Los americanos piensan que deberían ser más religiosos, mientras que los europeos piensan que ser moderno e ilustrado implica ser menos religioso. Para mí, como sociólogo histórico comparatista, el hecho verdaderamente interesante es el de la excepcionalidad de la secularización europea. Explicar esta excepcionalidad es naturalmente la tarea propia de los historiadores. Pero esta tarea no podrá comenzar en serio hasta que no se abandone la convicción de que ya tenemos una explicación convincente del fenómeno, es decir, que el desarrollo europeo es simplemente el prototipo y modelo del desarrollo general de la humanidad, y que la secularización del cristianismo europeo es simplemente un caso particular del proceso general de la secularización de todas las religiones en el mundo global moderno. Hay evidencia abundante de que esta explicación, ofrecida por la sociología, mi disciplina, es claramente falsa. Por otra parte, como sociólogo del conocimiento, yo sólo puedo explicar la persistencia de tal creencia, a pesar de la abundante evidencia empírica en contra, como consecuencia de la hegemonía de la doxa del secularismo, es decir, como ortodoxia epistémica moderna que nos impide pensar fuera de ella y que normaliza la realidad de tal manera que convierte las alternativas en heterodoxia impensable. En sí, ni como sociólogo, ni como europeo, yo no tendría problemas ni con el hecho de la secularización, ni con el secularismo como ideología, siempre que ambos hechos se reconocieran reflexivamente como una peculiaridad histórica europea, de la que incluso podría uno estar orgulloso, ya que uno puede legítimamente pensar que ser secular y no tener necesidad de creencias religiosas es una forma mejor de ser humano, que uno elige libremente por convicción propia. Es más bien la creencia, eurocéntrica y hasta cierto punto provinciana en un mundo cada vez más global, de que la realidad de la secularización europea es no sólo una reaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lidad histórica particular, sino que es más bien prototípica y modelo cosmopolita del desarrollo general de la humanidad, la que la convierte en ideología problemática. Problemática, naturalmente, para la historia y las ciencias sociales, porque impide acercarnos a la realidad con los ojos abiertos y con los menos prejuicios posibles, o por lo menos con conciencia reflexiva de nuestros propios prejuicios. Pero problemática también para la relación de Europa con el resto del mundo, pues puede impedirnos comprender mejor la realidad de los otros, puesto que el secularismo y la teoría de la historia que deriva de él nos fuerzan a ver a los otros países y culturas que todavía son religiosos, o como primitivos y todavía no modernos, y en vías de desarrollo, o como faltos de ilustración, o como peligrosos fundamentalistas, antimodernos y reacios, que impiden el progreso de la humanidad. Ya es hora de que comencemos una seria antropología, sociología e historia reflexiva del secularismo europeo, no desde la crítica religiosa cristiana, que sólo lleva a mantenernos en la dinámica cíclica religión antimoderna/secularismo anticlerical, sino desde una postura analítica global de la historia comparada de las civilizaciones y de las modernidades múltiples. Sólo así podremos librarnos, como europeos y como académicos, del poder inconsciente que la doxa epistémica del secularismo pueda todavía tener sobre nosotros. Es ésta una tarea que la crítica postmoderna y postmodernista del racionalismo de la Ilustración apenas ha comenzado a tomarse en serio. JOSÉ CASANOVA

P Paisaje La construcción cultural del universo asienta en la doble ordenación del tiempo y del espacio. Aunque ambas constituyen dimensiones indisociables, podemos considerarlas separadamente. Así visto, el espacio es mucho más que el simple espacio externo al hombre, es una imagen cultural, un modo de representación, una manera de simbolización y de estructuración del medio (Durkheim, 1968). RepresentaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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do por diversidad de materiales y en múltiples superficies, el espacio es un sistema de significación no menos real y no menos imaginario que un poema o una pintura, es un escenario a través del cual lo social es representado y estructurado (cf. Cosgrove y Daniels, 1997). Una de las modalidades espaciales figuradas por las culturas es el paisaje. Imagen cultural de un ambiente geográfico (cf. Lobato Corrêa y Rosendahl, 1998), el paisaje es representación imitativa y simbólica de la naturaleza, compuesto por asociación de formas físicas y culturales. Al contrario de la mirada geográfica, que deja escapar todo el significado del paisaje humano al reducirlo a fuerzas naturales, el paisaje puede ser relacionado, como fue desde el Renacimiento, con una manera de armonizar el mundo. Considerado como creación racionalmente ordenada, puede ser visto como expresión humana intencional, formada por muchas camadas de significación (cf. Cosgrove y Daniels, 1997). Por lo tanto, más que un territorio que la naturaleza presenta al observador, el paisaje es producto de una manera de ver el espacio, un escenario que supone una mirada particular sobre el mundo externo. Para que exista paisaje no basta naturaleza, es necesario un espectador, un relato, un punto de vista, un recuerdo, un dibujo, una imagen, en suma, una representación. La naturaleza nunca se demarca a sí misma, no se nombra, no se venera a sí propia. Se han hecho necesarias visitas de predicadores, escritores y pintores que con tintas y palabras representaron el paisaje como espacio sagrado (cf. Schama, 1996). Es, en ese sentido, territorio recortado por un «marco» y apreciado desde un punto de vista singular, frecuentemente un enfoque artístico, que resulta del despliegue de una serie de técnicas particulares empleadas para representarlo y transformarlo en imagen cultural, por la atribución de un significado. De ese modo, un paisaje es mucho más que una realidad física, constituye un sistema de significación a través del cual lo social es figurado, estructurado y transformado (cf. Tilley, 1994). Como los mitos, las imágenes del paisaje sorprenden por su permanencia en el tiempo y su capacidad de moldar instituciones sociales. Pueden ser intencionalmente concebidas para expresar las virtudes de un determinado grupo político o social, de modo que se puede obser439

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var que las percepciones de un territorio y su historia, en esos casos, pueden ser objeto de inculcación, negociación o contestación (cf. Bender, 1995; Bourdieu, 1989). En cuanto expresión simbólica del espacio, constituye, muchas veces, la piedra angular de imaginarios sociales comprometidos con procesos de construcción de un territorio, una región o una nación (nation building), y por lo tanto con procesos constitutivos de la identidad de sus habitantes (cf. Elías, 1972; cf. Fígoli, 1982). En general, las identidades sociales (étnicas, regionales, nacionales, etc.) deben mucho de su encanto a la mística de una tradición paisajística particular, a una topografía mapeada, elaborada y enriquecida como tierra natal (cf: Schama, 1996, cf. Hobsbawm, 1997). En algunos imaginarios sociales, el paisaje puede ocupar un lugar aún más importante, haciendo del entorno exterior y visible la llave misma para la comprensión del sentido de la vida humana. A lo largo de la historia, lenguajes figurativos particulares como los empleados por la literatura, la pintura, la escultura, el teatro, la fotografía o el cine, contribuyeron con la tarea de proveer las figuras y representaciones visuales del espacio y, con ellas, un modo particular de estructurar la cultura, de representar a su gente y de significar sus costumbres. En consecuencia, se hace necesario interpretar las dimensiones míticas, simbólicas y arquetípicas del paisaje que presentan las producciones artísticas locales. El carácter imaginario del paisaje, pero de ninguna manera puede considerarse una ilusión (cf. Baczcko, 1985), representa generalmente la figura central de una constelación simbólica que soporta la constitución de la idea de una región o nación, y de la auto-imagen de sus hombres (cf. Fígoli, 2004). Analizar la producción artística de obras paisajísticas, más allá de las limitadas interpretaciones biográficas, contextualistas o formalistas (cf. Garagalza, 1990), requiere referirlas a un fondo antropológico (cf. Durand, 1993), tratando de comprender las obras de arte como universos que, por medio de una extensa y obsesiva actividad discursivo-figurativa, burilaron ricamente a «pluma y pincel» valores de origen mítico. De ese modo, al trazar la génesis de un espacio territorial representado nos depararemos con una demorada y recurrente tarea, en general artística, dedicada a la figuración de las grandes imágenes y 440

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de la narración mítica, donde el paisaje podrá ser destacado como elemento simbólico dominante y redundante (cf. Turner, 1980). Puede decirse que el paisaje, como modo de representación de la naturaleza, se presenta como signo (símbolo decible) de un imaginario que apunta a una relación, significación o sentido (indecible) (cf. Durand, 1988, 1989) más que al objeto sensible que le sirve de referencia. Referencias bibliográficas BAZCKO, B. (1985): «Imaginação Social», Enciclopédia EINAUDI, vol. 5. Portugal: Casa da Moeda. BENDER, B. (1995): Landscape: politics and perspectives. Oxford: Berg. BOURDIEU, Pierre (1989): «A identidade e a representação: elementos para uma reflexão crítica da idéia de região», O Poder Simbólico. Lisboa: Difel. COSGROVE, D. y S. DANIELS (1997): The Iconography of landscape. Cambridge: Cambridge University Press. DURAND, Gilbert (1988): A imaginação simbólica. São Paulo: Cultrix. — (1989): As estruturas antropológicas do imaginário. Lisboa: Presença. — (1993): De la mitocrítica al mitoanálisis: Figuras míticas y aspectos de la obra. Barcelona: Anthropos; México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. DURKHEIM, E. (1968): Las formas elementales de la vida religiosa. Buenos Aires: Schapire. ELIAS, Norbert (1972): «Process of State Formation and Nation Building», Transactions of the Seventh World Congress of Sociology. Ginebra, I.S.A. FÍGOLI, Leonardo (1982): Identidad étnica y regional: trayecto constitutivo de una identidad social. Brasília: UnB (disertación M.A.). GARAGALZA, Luis (1990): La interpretación de los símbolos: Hermenéutica y lenguaje en la filosofía actual. Barcelona: Anthropos. HOBSBAWM, E. (1997): A Invenção das Tradições. Río de Janeiro: Paz e Terra. LOBATO CORRÊA, R. y Z. ROSENDHAL (eds.) (1998): Paisagem, Tempo e Cultura. Río de Janeiro: UERJ. SCHAMA, Simon (1996): Paisagem e Memória. São Paulo: Companhia das Letras. TILLEY, C. (1994): A Phenomenology of Landscape. Oxford: Berg. TURNER, Víctor (1980): La Selva de los Símbolos. Barcelona: Siglo XXI.

LEONARDO FÍGOLI

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Pasiones 1. Quisiera dar a continuación una prueba añadida que permitiría conceder crédito y solvencia al desarrollo argumental de la razón fronteriza (y en correspondencia con él, en su propio ámbito de autonomía relativa, al mismo desarrollo, modulado en clave simbólico-religiosa, tal como se expuso en La edad del espíritu). Esa prueba afecta sobre todo a las tres primeras categorías del recorrido argumental y metódico que son, en relación a la razón fronteriza, la matriz, el dato del comienzo (o la existencia en exilio y éxodo, inserta en su propio mundo de vida), y en tercer lugar el límite mismo (como única referencia evidente en relación a la buscada «fundamentación» de esa existencia). En clave simbólico-religiosa la matriz asume el carácter de una gruta o hendidura en donde se constituye el santuario de la protohistoria; la existencia descubre en la fundación inaugurante del cósmos su inserción, su lugar y su tiempo, o el templo y la fiesta que hacen posible la cita; y ésta, la cita, tiene lugar en aquel cerco fronterizo en donde se produce el encuentro del testigo con la presencia sagrada. Se trata de conceder un testimonio experiencial, empírico, a la vigencia de esas tres primeras categorías, la matriz, la existencia y el limes. O de presentar un credencial que sea atestiguado de tal modo que pueda quedar reconocido en su verosimilitud y plausibilidad máxima el recorrido argumental de esta filosofía del límite. Para ello uso un recurso que ya fue ensayado en un libro anterior que goza de mucha estima por parte mía, el Tratado de la pasión. Se trata de adelantar o anteceder a todo desarrollo de la inteligencia racional un recorrido por el mundo de las emociones, de los afectos y de las pasiones. Teniendo mucho cuidado y atención en acoger algunos de estos oscuros sentimientos que, por su natural trascendencia, pueden aparecer como testimonio propiamente filosófico de lo que venimos diciendo. Y es que la filosofía, como ya dije en La razón fronteriza, antes de ser un exquisito producto de la inteligencia que quiere comprender y conocer, constituye siempre una emoción. Hay, en efecto, emociones filosóficas, y ahora quisiera mostrarlo. Son sobre todo tres las emociones que quisiera aquí destacar. Hay desde luego más, pero algunas de ellas han sido ya suficientemente destacadas y determinadas. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Es más, deberé lidiar sobre la primacía que se ha otorgado en ciertas corrientes filosóficas a alguna de ellas a expensas de otras que en lo que sigue trataré de reivindicar. 2. Hay, ante todo, la emoción que acompaña al dato inaugural, o a ese ambiguo don del comienzo (que puede ser un presente o un regalo envenenado). Me refiero al gratuito don de la existencia. Platón supo dar carta de ciudadanía filosófica a esa emoción que, según él, da origen a la filosofía. Acertó en situar esa emoción (el asombro, la admiración) en el comienzo mismo de toda reflexión filosófica. Afirmó que ésta es hija de Thaumas, que en griego era la hipóstasis divinizada de la Admiración, o del Asombro. Podría decir, interpretando libremente el pasaje del Teetheto platónico en donde se habla de la admiración, que ésta constituye la respuesta inmediata, de naturaleza emotiva y afectiva, que provoca la advertencia del dato inaugural del comienzo, que es la existencia. Asombra, en efecto, que se esté en el ser, en lidia nunca resuelta con el no ser y la nada. Produce admiración y pasmo extático la comprobación de que se existe. De que se existe porque sí, como la célebre rosa de Ángelus Silesius. De que no hay a la vista ninguna razón, causa o fundamento ontológico, metafísico, que permita dar «razón» de esa desnuda existencia, que se entrega y otorga al afectado sin habérsele consultado. Asombra y produce pasmo hallarse sumido en el existir, sin que haya habido consulta ni deliberación con el implicado. Se está en el ser; y se sabe que esa estancia es precaria y frágil, o que no es permanente ni perpetua; o que se halla siempre bajo la amenaza de que ese existir deje de darse, o que se repliegue en el no ser, o en la nada. En momentos de máxima lucidez, o de aguda comprensión, en esos momentos en los que la filosofía despunta y crece, ésta se ve siempre asistida, acompañada y antecedida por esa sorprendente emoción de asombro o admiración; la cual por esta razón puede ser denominada la primera de todas las emociones específicamente filosóficas. No se produce esa emoción en relación a esto o a lo otro; no tiene por referente éste o aquel ente; no tiene entidad alguna por referencia; lo que produce asombro y admiración no es un ente o una entidad, sino la pura existen441

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cia, el simple y desnudo estar en el ser, el puro y simple sentirse siendo. No provoca esa emoción la emergencia del objeto ante un sujeto, o la presencia de éste en referencia a aquél. Esa emoción es previa y anterior a esas artificiosas distinciones de la filosofía moderna de siempre. No se produce por choque de un mundo externo en relación al mundo interno. La existencia, y la emoción que la asiste y acompaña (la admiración, el asombro), es muy anterior a esas diferenciaciones. Sobrevuela y trasciende toda distinción de sujeto y objeto, de mundo interno y externo. Es anterior a todo ello. No soy «yo mismo» (como creyó la filosofía cartesiana y postcartesiana) lo que suscita esa emoción, de la que se espera hallar una evidencia relativa al dato puro del comienzo del recorrido argumental y metódico de la filosofía. Pero tampoco son «las cosas» con que «yo mismo» me encuentro. Esa emoción es anterior a la distinción entre «yo mismo» y las «cosas». Y es que la existencia se instala regiamente, como dato inaugural del comienzo, antes también de esas distinciones (que siempre son derivadas). Se está en el ser. ¿Qué, yo, el mundo, el cósmos, o la relación entre un sujeto y su mundo? Ese estar en el ser es previo a esas preguntas. Sólo una emoción da prueba y documento de esa estancia, que asume el carácter de lo inicial y radical. Tal emoción es el asombro. Y de ese asombro comienzan a despuntar, en manada, todas las interrogaciones posibles. De hecho ese asombro es el que provoca lo que podría llamarse la primera interrogación filosófica. Y ésta dice más o menos así: ¿Por qué se está en el ser y no más bien en la nada? 3. Esas emociones (y las consiguientes interrogaciones) son, desde luego, filosóficas. Pero lo son porque, primero de todo, pueden reconocerse como emociones comunes o afectos y sentimientos del común. Todos, de alguna manera, de forma consciente o semiconsciente, hemos sido alguna vez asaltados por esas oscuras emociones. Lo propio de la filosofía es convertir en hábito y disposición (reincidente) lo que sucede de forma común; y sobre todo dar cauce expresivo y expositivo a esas muy comunes emociones. Lo propio de la filosofía es convertir esos oscuros afectos y emociones, que asaltan puntualmente a todo existente, en pasiones. Siendo siempre la pasión, como señalé en mi libro dedicado a ésta, hábito que se reitera, o que porfía por recrearse. 442

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La emoción del asombro debe ser en el filósofo una disposición habitual, una héxis (para decirlo en el lenguaje ético de Aristóteles). Debe ser un afecto recurrente, que una y otra vez se recrea; es decir, una genuina pasión. Sobre ésta puede asentarse la modalidad propia de razón (filosófica) que puede proponerse. Pero esa propuesta ha de estar, en términos experienciales o empíricos, adelantada y antecedida por la pasión. Y ante todo por esa pasión admirativa o de asombro que provoca la existencia, el puro dato o don del inicio. Esa emoción (o pasión) de la admiración o del asombro desencadena el indicio primero y manifiesto de actividad racional, o de rendimiento del lógos (en los términos anteriormente definidos, como conjunto de dispositivos, verbales o de escritura, que generan significación y sentido): la interrogación. Y sobre todo el surtido de interrogaciones primigenias que el simple asombro ante el dato del comienzo provoca; y al que desde su punto de vista hizo referencia Freud en un opúsculo antes señalado; y yo mismo en el arranque de mi libro Filosofía del futuro, donde muestro cómo la filosofía es adelantada por el asombro, la admiración (y el vértigo) que la simple comprobación de la existencia (o del «ser en devenir», como decía en ese texto) suscita; una admiración que acompaña al despuntar de la humanización, o de la encarnadura de la inteligencia racional, adelantada por la pasión, que es lo que se produce en el pasaje del animal infans al niño que accede al lógos (a la razón y a sus dispositivos de gestación de sentido, palabras o inscripciones). Ya en el niño advertimos esas inquietas interrogaciones que dan oscuro testimonio de esa emoción del asombro que el puro y desnudo hecho de existir espontáneamente produce. Pero la admiración no constituye la única emoción filosófica. Hay más y de muy destacada relevancia. Una se ha filtrado entre líneas en el párrafo anterior: el vértigo De ella quiero hablar a continuación. De él hablé en ese arranque del texto citado, Filosofía del futuro, que constituye mi principal aportación a este tema de las emociones y de las pasiones que se adelantan siempre a toda propuesta filosófica. ¡Lástima grande que en este texto todavía no había determinado el marco ontológico en el cual y en relación al cual se orientan y polarizan esas emociones y pasiones cuando son propiamente filosóficas, de manera que la raDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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zón filosófica y su posible propuesta y proposición se esclarezcan desde éste! Tal marco ontológico lo constituye ese centro gravitatorio que aquí llamo ser del límite (con la consiguiente propuesta de razón o lógos que a éste corresponde, más su suplemento simbólico). Pero esa exploración del vértigo como emoción y pasión propiamente filosófica es, de hecho, una constante paradigmática de toda mi trayectoria intelectual, como ya se puso de manifiesto en Lo bello y lo siniestro (y anteriormente en el Tratado de la pasión), o bien, recientemente, en el amplio recorrido en torno de la célebre película de Alfred Hitchcock que efectué en mi libro Vértigo y pasión. Y es evidente que esa preferencia por el vértigo es debida a que le asigno ese carácter de disposición y hábito pasional filosófico que puede dar recurrencia a la emoción puntual del vértigo; o que puede sublimar en un sentido específico que en seguida señalaré su simple presentación como nosografía y trastorno, o como patología común ligada siempre a la pérdida del equilibrio, a la sensación de que todas las cosas giran en torno a uno, a la espiral del torbellino externo o interno en el que el existente puede sentirse, o a peculiaridades en las cuales el sentido del equilibrio se relaciona de oscura manera con el órgano mismo de la audición; y en consecuencia con cierta oscura percepción de lo inaudito. Pero sobre todo asigno esa relevancia pasional y filosófica al vértigo (eso sí, repensado, recreado y redefinido) en la medida en que da prueba, testimonio y documentación de la naturaleza ontológica (y no tan sólo óntica) que asigno al límite. Pues es evidente que el vértigo tiene que ver con el registro afectivo, emocional y pasional del límite. O que puede definirse como la prueba empírica emocional del límite; de que éste nos invade y nos penetra; o de que se sume sobre nuestra propia existencia, espoleándola, amenazándola y dotándole a la vez de fuerza y capacidad de respuesta. 4. Al carácter ontológico del límite corresponde, desde el ámbito de las emociones y los afectos, el carácter igualmente ontológico del vértigo. En forma de hábito o disposición pasional constituye, a mi modo de ver, la pasión filosófica por antonomasia, la que es más acorde y ajustada a la filosofía del límite, es decir, a la propuesta filosofía que aquí se hace. La raDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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zón fronteriza halla en el vértigo la emoción y pasión que se le adelanta; el vértigo documenta sobre un significado y destacado modo de «encontrarse» (para decirlo en términos heideggerianos) que anticipa la «comprensión» que desde la inteligencia fronteriza puede tenerse (a través de los dispositivos productores de significación y sentido). El vértigo, pero no la angustia. En este punto mi distancia y disidencia con todas las filosofías de la existencia es total. Pese a lo adecuadas y certeras que son las concepciones de la angustia de Kierkegaard, de Heidegger o de Sartre (quien despacha la cuestión del vértigo como un trastorno sin relevancia ontológica), he de afirmar aquí que es el vértigo, a mi modo de ver, la emoción o el afecto que nos documenta sobre la evidencia del ser; una evidencia que antes de producirse y provocarse en la inteligencia racional hace acto de aparición en el mundo de las emociones, afectos, sentimientos y pasiones. Y allí es donde el vértigo nos pone de bruces o de sopetón ante el ser mismo (autó tó ón), que no es sin embargo un indeterminado Seyn (más o menos tachado o crucificado) que marca su diferencia ontológica con el ente, ni es tampoco un Ser siempre olvidado que se da lugar ahí (Da), ahí donde ese Dasein «se encuentra», y sobre todo en ese señalado modo de «encontrarse» que es la angustia, en la cual se le revela el desnudo ser en el mundo. Toda esta analítica es muy importante, como lo es también (aunque quizá bastante menos) la que nos descubre el Para sí sartreano en su pura inanidad negativa en relación al En sí. Pero en esas ontologías existenciales no está contemplado ese carácter central, céntrico y radical, o fundamental, del límite y del ser del límite. Por esa razón estas filosofías de la existencia tienden a obviar, olvidar o a menospreciar la significación ontológica y filosófica del vértigo. Por la misma razón que no asumen como concepto ontológico central el límite y el ser del límite. Pues el vértigo nos documenta sobre una experiencia (emocional, afectiva) de suspensión. Revela o muestra un modo de ser o estar suspendido y en suspenso. ¿Suspendido de qué? ¿En suspenso en relación a qué? ¿Qué suerte de suspensión y de suspense nos atraviesa cuando sentimos la inminencia y proximidad del sentimiento de vértigo? ¿De qué o de quién nos sentimos entonces como suspendidos, en suspenso, en suspensión? 443

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Pues bien, todos esos interrogantes sólo aceptan una respuesta: aquello que se siente y resiente en el vértigo como causa de dicha suspensión es el límite. Un límite concebido en términos ontológicos, como límite entre el ser y la nada, o entre el estar en el ser y el sentirse abocado hacia el no ser. El vértigo da testimonio de esa suspensión limítrofe, de naturaleza ontológica, entre ser y no ser. Se siente vértigo en razón de saberse alguien colgado y amarrado a un límite, que de pronto se le presenta en toda su evidencia de fino hilo o alambre que no dejará de truncarse. Se siente vértigo en razón de que se advierte el carácter de frágil línea sobre la cual se traza la propia aventura de vida. O porque de pronto el limes como espacio habitable y cultivable se estrella hasta presentarse como un angosto camino (productor de angostura, angustia). De hecho es la angustia la que debe ser comprendida desde el vértigo (y no, como quiere Sartre, a la inversa). Vértigo de salir de esa angostura al abandonar la entraña matricial; vértigo de alumbrarse una existencia que, sin embargo, se halla siempre y de siempre amenazada; vértigo de ser y de existir en condición siempre emplazada, en relación a una muerte una y otra vez aplazada; vértigo de sentir a la vez atracción fatal por el abismo del no ser y verdadera «fobia de altura» en relación a tan inhóspito huésped. Vértigo de hallarse siempre traspasando la maroma entre la vida y la muerte. Vértigo de sentirse deslizarse por el eje de la Tierra o del Universo, de una Tierra que acaso salta a pedazos y de la que tan sólo queda la estremecedora línea vertical por la cual se cae en picado hacia el vacío interestelar; vértigo por sentirse una y otra vez trans/parecer en la frágil dialéctica que ser y nada, o que razón y sinrazón, sumen en torbellinos de «sudor frío» las más hondas raíces del existir. Vértigo por habitar una espiral que nos otorga a la vez ser y sentido, y nos devuelve cada vez hacia la nada y en dirección irremediable hacia el absurdo. Vértigo relativo al límite y al ser del límite; y al límite que trans/parece entre ser y nada; o entre razón y locura. Vértigo por la amenaza de la nada y de la locura (que, sin embargo, tientan, instigan, y hasta ofrecen ambas su rostro amable y deseable, como la Muerte en su aproximación a la Doncella en el hermoso Lied de Schubert). 444

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5. El asombro ante el desnudo existir suscita espontáneamente la primitiva interrogación. Esta pregunta por el fundamento de la existencia. De Dios se dice que es el ser que dispone de ese fundamento (de su propia existencia). Pero del existente que comparece como responsable del dato inaugural del comienzo sólo puede determinarse como fundamento (en falta) un límite que impide dar cumplida cuenta de la naturaleza positiva y afirmativa de éste. Sólo que dicho límite deja siempre fuera de sí el misterio de su propio más allá. Y en ese exceso puede pensarse, de manera regulativa, en un principio matricial que pudiera concebirse como causa metonímica de la existencia. Sólo que para que esa postulación tenga alguna garantía de verosimilitud debe darse alguna prueba o testimonio de su naturaleza y esencia. De lo contrario no podría resistir la navaja de Ockham; subsistiría como una quimera conceptual, o como una entelequia sin fundamento. Pero adonde no llega la razón puede acceder acaso la emoción, adelantándose y anticipándose a ésta. Y del mismo modo como la emoción notifica del dato inaugural del comienzo a través del asombro, y de la remisión de éste al límite, a través del sentimiento de vértigo, cabe también documentar sobre eso que se halla allende el límite, y que tentativamente se concibe como matriz de la existencia. Un sentimiento y una emoción acuden en este punto a socorrernos, poniendo en evidencia la existencia que se postula aquí como oscura matriz de la existencia. Un sentimiento y una emoción que pueden llegar a ser hábitos y disposiciones pasionales. Me refiero al paradigma, quizá, de toda pasión; aquel que asumí como principio inspirador de mi libro sobre la pasión: el amor-pasión. El amor-pasión puede concebirse como un paradigma cultural de relación amorosa que se introduce en Occidente a partir del siglo XII, y que tiene su máxima expresión en novelas como Tristán e Isolda de Gottfried von Strassburg, así como en otras novelas de caballerías (y en continuidad con el «amor cortés»). Pero en última instancia hace referencia a una suerte de experiencia común, inherente a la humanización, por medio de la cual se retrocede por la vía del sentimiento, a través de una oscura nostalgia, en dirección inequívoca hacia el principio matricial del que se procede, en anhelo radical por fundirse y confundirse con DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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él, o en alcanzar una unión pura y fusiva con ese principio materno. Se orienta así el deseo y el anhelo hacia un pasado inmemorial que siempre se presupone, y al que se desea volver; se quiere, pues, ese retorno, al que se intenta llegar por la vía de la reminiscencia (así en el éros platónico), o por el camino de una regresión al escenario primordial (así en el psicoanálisis freudiano), mediado acaso por la transferencia; o bien por la vía de una memoria involuntaria que pretende atrapar ese pasado inmemorial a través de algún mensaje hermenéutico que pueda documentar sobre el mismo, como en el experimento proustiano de la magdalena. Esa matriz, que en términos temporales hace referencia a un pasado inmemorial, fundador de memoria y de éros, se hace accesible a la emoción, al sentimiento (y al hábito o disposición pasional) mediante la experiencia del amor-pasión, en la cual se quiere acceder, en pleno vértigo, a esa unión indistinta y fusiva con la matriz primordial, suprimiéndose de esta suerte todo límite y frontera, de manera que se acceda a esa suprema felicidad en plena hybris del deseo. La matriz tiene en el jardín del Edén, en el Paraíso, su simbolización adecuada, su exposición indirecta y analógica. Esa experiencia de feliz unión con el principio matricial constituye el paradigma mismo de una experiencia de felicidad edénica o paradisíaca: el máximo de felicidad que es dado recordar en esta vida. En relación a ella nuestra vida es, a la vez, una rememoración nostálgica de esa felicidad alguna vez experimentada y una amarga experiencia de exilio y éxodo que asociamos al desnudo hecho de existir, o al dato inaugural del comienzo, en el cual se da por decidida la expulsión del jardín del Edén, o la condena a errar una vez se ha perdido el paraíso. Un límite limitante (encarnado en la espada llameante del ángel guardián del jardín) evidencia esa expulsión hacia el exilio y el éxodo del existir. El retorno en el recuerdo y la nostalgia a ese pasado inmemorial, o a la vida en la entraña matricial, o a la caverna protohistórica de la vida fetal, o a la unidad especular en el nexo todavía no obturado entre el infante y la madre, topa siempre con ese límite limitante que impide gozar de los frutos del árbol de la vida. Y esa evidencia del límite se experimenta como DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vertiginoso deseo de traspasar ese umbral y sumergirse en una unión fusiva y letal con ese principio matricial. O bien como inevitable retroceso hacia el cerco en el cual se vive la condena errante de existir en este mundo, que es un mundo creado y configurado en virtud de la pérdida de aquel paraíso primero. El amor-pasión notifica sobre la primera categoría, que es la potencia matricial, o la oscura matriz de la que se supone que procede la existencia, o que es la causa metonímica únicamente pensable de ese existir, pero que subsiste en el nimbo de lo que se halla allende el límite. El amor-pasión concede una evidencia sobre esa forma matricial de ofrecerse el misterio del cerco hermético (en su calidad de causa oscura de la existencia) que la razón fronteriza no obtiene. Pero ésta aprovecha esa ayuda del sentimiento y de la emoción, bien pertrechada de apoyaturas indirectas y analógicas (por simbólicas), como las referencias aludidas a mitologías de siempre, que hablan del paraíso y del jardín del Edén, o de una vida intrauterina (que debe ser concebida de forma nítidamente ontológica) previa y anterior a toda expulsión al régimen del existir. En términos temporales el amor-pasión se refiere a un pasado inmemorial que nunca jamás fue presente; un pasado que siempre insiste en ser pasado, y en comparecer como tal. Nunca se dio tal unión. Se dio cuando se dio, sin comprensión; y hubo comprensión siempre que esa unión dejó de darse; se dio como algo que nunca pudo experimentarse; pero que desde su no-lugar hizo posible toda experiencia (y sobre todo la experiencia de nostalgia y de oscura memoria en relación a tal paradójica unión). De hecho, la ley del límite introdujo la necesaria ruptura (y mediación) entre ese cerco de allende el límite, nimbado con el prestigio de la mística unión con lo sagrado, y el cerco del aparecer, en el que se vive bajo la exigencia de acceder a ese cerco de misterio tan sólo por caminos indirectos y analógicos, o a través de mediaciones limítrofes y simbólicas. El amor-pasión da, pues, testimonio de la primera categoría, que a su vez se articula, en términos temporales, con la expresión más radical de una de las dimensiones esenciales del tiempo, el pasado inmemorial. El asombro, suscitador de interrogaciones ontológicas, da testimonio del milagro siempre renovado al presente (concebido como el presente esen445

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cial): aquel en el cual se ofrece el dato del comienzo, o el don de la existencia en exilio y éxodo. Y el vértigo muestra la pura suspensión limítrofe en que esa existencia se halla, colgada de la indecisión radical entre el ser que inviste y la nada que le acosa. Es, pues, el sentimiento que pone en evidencia ese límite del mundo que separa la existencia de la matriz; que es el mismo límite ontológico que discrimina el ser de la nada; o la razón de la sin-razón; o en general el Límite Mayor de toda aventura de vida, el que linda con el misterio que a todo desborda y trasciende (llámese el arcano o lo sagrado). El vértigo, en cualquier caso, da testimonio de un futuro ulterior y escatológico en el que la existencia se juega en la maroma que la salva o la condena en relación de suspensión con la pura noexistencia. 6. Esa conjunción triádica o trinitaria de estas pasiones esenciales, la oscura nostalgia de la matriz (evidenciada en el amor-pasión), el asombro estremecido ante la novedad del dato inaugural del comienzo, que es la existencia (y el cerco de vida y mundo que la cobija y sustenta) y el vértigo que se da de bruces con el límite (límite entre el mundo y el misterio, o entre el cerco del aparecer y el cerco hermético; y sobre todo límite entre ser y nada, y entre razón y sin-razón), esa peculiar constelación triangular de pasiones y categorías (amor-pasión y matriz; admiración y existencia; vértigo y límite) deja como saldo resultante la razón. Una razón que constituye, según se ha dicho, el conjunto de dispositivos de producción de sentido: usos de lenguaje y de escritura. El mundo ya no es, tras esa investidura de la razón, la simple ordenación organizada de una matriz originaria, o de un caos primigenio. Ahora el mundo resplandece como pletórico de sentido y significación. Sólo que ese mundo pende de un delgado hilo que lo suspende de su contrario: el asedio y acoso del sin-sentido y del absurdo. Y en relación a ese mundo investido de razón reaparece el asombro, preguntando por la razón y el fundamento de ese precario sentido que se juega en el linde del sin-sentido; y reaparece el vértigo ante la tremenda suspensión que ese dilema de la razón y de la sin-razón produce. Se exige, pues, en relación a todo ello, una reflexión crítica y filosófica que dé sentido a lo que ese dilema dibuja como aporía irresuelta, o 446

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como acuciante cuestión siempre pendiente. Tal es el cometido de una razón fronteriza que halle en ese linde entre ella y sus sombras el lugar mismo de su legitimación como razón crítica y filosófica. Y que no pudiendo acudir más allá de sus propias facultades en demanda de sentido puede proveerse, con el fin de acceder al misterio que su propio límite presenta, del recurso a las formas indirectas y analógicas que el simbolismo puede suministrarle. Todas las categorías, en cierto modo, se desprenden de esa triplicidad de emociones que pueden constituir pasiones. Éstas se adelantan a la razón fronteriza (y a su recurso a formas simbólicas) a modo de testimonio y prueba anticipada de su solvencia y suficiencia. La razón comparece en ese recorrido metódico como razón fáctica, como conjunto de dispositivos (lingüísticos o de escritura) que confieren posibilidad de sentido y de significación al cerco del aparecer, o al mundo. Tal es la cuarta categoría, que deriva de las tres primeras (y de las emociones y pasiones que dan testimonio de éstas). La razón surge y despunta en razón de esa constelación aludida de las tres primeras categorías. Para decirlo de forma clara: porque se da el dato del comienzo, en lo que tiene de don imposible de retrotraer a una causa o razón de la cual pueda darse cuenta, se ve la existencia remitida, como único recurso, al límite. Éste comparece entonces como único y precario fundamento (un «fundamento en falta», como lo suelo llamar). Y ese límite, por su propia naturaleza, deja siempre el misterio de su más allá como obligada referencia. Tal misterio puede entonces postularse como la matriz que falta para dar razón potencial (como posibilidad pura previa al acto existencial) del existir. Esa existencia infundada da lugar, con el asombro, al despunte de una interrogación que en ese límite se estrella. Pero que en la apertura de éste a su propio más allá sugiere cierta referencia que puede concebirse como matriz. Esa interrogación constituye el primer testimonio de actividad racional. De hecho la razón, concebida de modo fáctico, como aptitud para el lenguaje y la capacidad de inscripción, o como el conjunto de disposiciones que pueden producir significación y sentido, brota de esa interrogación que espontáneamente provoca esa constelación de las tres primeras categorías, adelantadas o anticipadas por las DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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emociones y pasiones referidas (el asombro, el amor-pasión y el vértigo). Puede, pues, determinarse entonces lo que de ese triángulo formado por la existencia, la matriz y el límite resulta: la gestación de dispositivos de sentido, o de eso que podemos llamar razón, logos. Entonces el mundo de vida que se reconoce como cobijo de la simple existencia (en exilio y éxodo) se descubre como un «mundo interpretado» rebosante de sentido; sólo que lindando siempre con el abismo de la insignificancia y el sin-sentido. Y ese descubrimiento, que provoca de nuevo admiración y vértigo, suscita la acuciante pregunta por el fundamento crítico de esa razón. (¿Por qué razón y no más bien sin-razón? ¿Por qué sentido y no más bien sin-sentido.) Lo cual exige que la razón se encuentre al fin consigo misma, mediante una reflexión crítica sobre sí misma, en la cual acaba evidenciándose su natural limítrofe, o su condición fronteriza. Por eso, tras la cuarta categoría, que hace referencia a la pura facticidad racional de promoción de sentido (mediante usos lingüísticos y de escritura), debe añadirse esa quinta categoría que espontáneamente produce un repliegue reflexivo de la razón sobre sí misma en el cual ésta se muestre, sin impostaciones externas de lugar, o sin recurso a espacios meta-lingüísticos, a sí misma como razón fronteriza. En esa asunción de su condición fronteriza halla, pues, la razón, la clave misma que le permite comprenderse a sí misma, o la hermenéutica espontánea que posibilita su mostración como razón afectada por el ser del límite. Sólo que esa afección exige a la razón aceptar la naturaleza jánica del límite, su condición a la vez restrictiva y limitante, pero también de apertura hacia una posible trascendencia. Esa razón linda, pues, con el misterio. Ahora no es sólo el dato del comienzo, la existencia, lo que comparece como ser del límite (en lidia nunca resuelta con el no ser y la nada). Ahora ese ser es al fin acogido por el lógos, por la razón, que se comprende a sí misma como razón del límite. Y que por esa razón se abre a la trascendencia, y halla en el símbolo el modo de exponer (de modo indirecto y analógico) lo que allende el límite puede hacerse de forma precaria accesible. A la experiencia (mística) de ese encuentro con la trascendencia se responde, pues, mediante esa espontánea generación de recursos simbólicos que pueden dar cauce DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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expositivo a ese misterio que rebasa los límites de la razón. Luego en el recorrido metódico y argumentado de estas categorías de la razón fronteriza queda, al fin, establecida ésta (como quinta categoría), una vez ha sido previamente inferida la razón en su pura facticidad de la constelación de las tres primeras categorías (matriz, existencia y límite). Y lo que es también notable e importante: queda establecido también, como sexta categoría, aquel suplemento simbólico que, de forma desplegada, se ha concebido como uno de los dos grandes recursos de que se dispone para dar sentido al ser del límite. Y como quiera que todas esas categorías son determinaciones analíticas de la misma razón fronteriza, que exige la presencia de todas ellas para poderse constituir, entonces debe afirmarse que ese suplemento simbólico impregna de hecho toda forma de razón que pueda concebirse. Sólo que el suplemento simbólico puede tratarse metódicamente con cierta autonomía relativa (y en atención a sus dos usos, el religioso y el artístico). La existencia provoca espontáneamente la pregunta primera: ¿por qué existencia y no más bien nada? Y la razón que confiere sentido al mundo de vida en el que esa existencia se encuentra, mediada por el límite, y en referencia a la matriz de la cual (se supone que) surgió, provoca a su vez la segunda gran pregunta filosófica y ontológica: ¿por qué razón y no más bien sin-razón? ¿Por qué sentido y no más bien sin-sentido? Esta segunda pregunta aboca a una reflexión crítica de la razón sobre sí de la que deriva el concepto mismo de razón fronteriza (quinta categoría). Y de esa determinación deriva la exigencia de un posible acceso al misterio de la trascendencia que se descubre allende el límite. Tal acceso lo constituye el suplemento simbólico. Éste, por su parte, si bien incluido en esta trama metódica y categorial, o argumental, de la razón fronteriza, cobra una entidad propia y específica en su doble uso religioso y artístico; de ahí la necesidad de constituir dicho suplemento como uno de los dos recursos generales de que se dispone para acceder al ser del límite (el otro es la propia razón fronteriza). De hecho ambas se incluyen mutuamente, pues hacen referencia a lo mismo, al ser del límite, pero esa inclusión está claramente diferenciada. Ambas se superponen en cierto 447

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modo: toda la trama argumental simbólica es isomorfa con la trama argumental de la razón fronteriza, sólo que las categorías aparecen, revestidas de simbolismo, como usos indirectos y analógicos del desnudo comparecer de esas categorías como simples categorías racionales; pero a su vez éstas incluyen, siquiera sea en la sexta y decisiva categoría, esa apoyatura simbólica sin la cual la razón no puede acabar de reconocerse a sí misma. EUGENIO TRÍAS

Paz Paz es a la vez una palabra y un deseo presente en la mayoría de las culturas de todos los tiempos. Tiene una gran riqueza semántica, pero siempre está relacionada con una situación de plenitud personal o de armonía social. Así, por ejemplo, el término hebreo shalom no significa la simple ausencia de guerras, sino que expresa más bien un estado positivo de bienestar, seguridad, salud corporal, sosiego espiritual, relaciones humanas y con Dios plenas. Por eso a la vez es una bendición que suplica la paz como supremo don de Dios, un saludo que expresa los mejores deseos personales y una tarea que exige un comportamiento ético sin tacha. Sin embargo, la persistencia de las guerras y agresiones físicas en la historia humana hizo que la comprensión original de paz positiva fuera cediendo su lugar a otra más negativa en relación con los períodos de ausencia de violencia bélica. Paz era lo opuesto a guerra o a cualquier agresión física de personas o pueblos. Es significativo que el gran esfuerzo ético en el ámbito de la paz haya sido en occidente la llamada doctrina de la guerra justa. Elaborada por san Agustín y formulada en la época medieval por santo Tomás de Aquino, ha permanecido durante siglos. Hay que reconocer que pretendía limitar la guerra estableciendo condiciones estrictas para su legitimidad y no justificarla como algunos le han reprochado, pero permanece dentro de un planteamiento negativo y no aborda las bases para construir una «paz justa». Siete criterios determinaban el ius ad bellum y dos muy importantes el ius in bello: el criterio de proporcionalidad y el criterio de discriminación entre combatientes y no combatientes. 448

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Fueron precisamente la desproporción del mal de la guerra moderna con armas de destrucción masiva o sumamente crueles y la utilización de la población civil como parte de la misma estrategia bélica, los elementos que hicieron entrar en crisis, después de la Segunda Guerra Mundial, el discurso de una «guerra justa» más allá de una legítima defensa. Juan XXIII, en su encíclica Pacem in Terris, escribió en 1963: «Por eso, en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado» (127). Poco después, en 1965, la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, refiriéndose a las nuevas circunstancias, declaraba: «Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva» (80). Coincidiendo con esta evolución ética, en el ámbito de la investigación para la paz se experimentaron en la segunda mitad del siglo XX importantes avances que afectaban al mismo concepto de paz. La aportación pionera, más importante y continuada, se debió sin duda al sociólogo noruego Johan Galtung. Sus estudios dieron un sesgo positivo a la comprensión de la paz al ponerla en relación con una nueva visión de la violencia y del conflicto. En un ensayo ya clásico de 1969 concebía que la violencia está presente cuando los seres humanos se ven influidos de tal manera que sus realizaciones efectivas, somáticas y mentales quedan por debajo de sus realizaciones potenciales. La violencia quedaría así definida como la causa de la diferencia entre lo potencial y lo efectivo debida a motivos ajenos a la propia voluntad. La paz sería equiparable al menor grado de violencia así entendida, es decir, constituiría un proceso de creciente disminución de la diferencia entre las posibilidades y las realizaciones efectivas de los seres humanos. En consecuencia, la guerra es sin duda ausencia de paz, pero no existe paz por el simple hecho de que haya ausencia de guerra. Este nuevo análisis de la relación entre violencia y paz dejaba abierto el camino a la consideración junto a la violencia directa de los conceptos de violencia estructural y de violencia cultural. Pero en este punto entraba en juego en el análisis otro tercer factor: los conflictos. La consecución de la paz no exige la eliminación de los conflictos. Un mundo humano es necesariamente un mundo con conflictos a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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todos los niveles. La disyuntiva no es, por tanto, elegir entre la paz o el conflicto, como algunos han pensado, sino entre una forma pacífica o una forma violenta de resolución o, mejor, de transformación de conflictos. ¿Quién puede estar contra la paz, la justicia, la libertad? Nadie discrepa en las grandes palabras, o al menos nadie se confesará en tal sentido. Lo que discierne los espíritus no son normalmente los objetivos, sino los caminos o instrumentos para conseguirlos. A ello se refería Gandhi cuando aseguraba que la paz no sólo es la meta sino que también es el camino. La tesis de Galtung concluye que el fracaso en la transformación de un conflicto (y no el mismo conflicto) es lo que lleva a la violencia y significa al mismo tiempo el fracaso en la utilización de la energía positiva que tienen los humanos con fines constructivos. Por eso Galtung concibe los conflictos como un triángulo ABC, en el que el vértice A representa actitudes/suposiciones, B representa las conductas y C las contradicciones subyacentes (del inglés attitudes, behavior, contradiction). Una materia contradictoria (un territorio o unos recursos, por ejemplo) puede llevar a actitudes enfrentadas y ambas a una conducta determinada. Transformar en su raíz el conflicto precisaría no-violencia como conducta, empatía como actitud y creatividad para superar la aparentemente insoluble contradicción. Pero siempre existe el peligro de que el conflicto siga otro derrotero violento y el triángulo de los conflictos se convierta en un triángulo de violencias: la contradicción cristaliza en violencia estructural (o injusticia social), la conducta en violencia directa (guerra, daños físicos o morales) y la actitud en violencia cultural (odio y legitimaciones culturales del uso de la violencia). Una vez ha estallado el conflicto con violencia se plantean tres problemas para su reconducción: la reconstrucción tras la violencia directa, la reconciliación de las partes traumatizadas que han legitimado su violencia, y la resolución del conflicto subyacente en la raíz. Si se buscara, e incluso si se alcanzara, uno de estos tres objetivos sin los otros dos, no se obtendría ni siquiera el que se ha creído conseguir. Aun acordado un alto el fuego, tras el estallido violento queda una sociedad traumatizada, moral y físicamente destruida, y permanece sin tocar el conflicto originario. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Hay que actuar sobre los tres vértices del triángulo. Vista desde este enfoque del conflicto, la paz se definiría como la capacidad de manejar los conflictos con empatía, no violencia y creatividad, o, si no se hubiera actuado a tiempo, la capacidad de emprender con lucidez el camino de la reconstrucción, de la reconciliación y de la resolución. En la misma perspectiva positiva otros estudios elaborados por centros de investigación para la paz han acostumbrado a referirse a la paz como el progresivo resultado e interacción de las cuatro «D»: desarrollo, derechos humanos, democracia y desarme. La ausencia de alguna de estas D, a nivel personal, social o internacional, equivale a lo que el modelo anterior concebía como violencia directa, violencia estructural o violencia cultural. Por ello la paz podría concebirse como el proceso de fortalecimiento de cada uno de aquellos factores pedagógicamente señalados como «D». Y las señales de alerta tendrían que ver con la detección de sus carencias o amenazas. En esta perspectiva están concebidos los indicadores del Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. En la evolución del concepto de paz en sus diversos paradigmas, a algunos de los cuales acabo de referirme, podemos identificar ya algunas tendencias generalmente asumidas: a) la desmilitarización del concepto: la paz no está puesta en peligro sólo por quienes pueden conducir la guerra, los ejércitos y las armas, pero tampoco puede alcanzarse por medios exclusivamente militares; b) la indisolubilidad: más allá de las relaciones entre Estados, la paz se construye indisolublemente en los diversos escenarios macro y micro, desde el ámbito global e internacional hasta el social y personal; c) el carácter procesual: la paz no es un estado conseguido de una vez para siempre y sólo puesto en peligro por la amenaza de guerra, sino una meta dinámica de la que forma parte el mismo camino y que exige un esfuerzo permanente; d) la fragilidad y modestia de la paz alcanzada: en alusión a la «paz perpetua» de Kant y a la «Paz» concebida con mayúscula, autores como V. Martínez Guzmán, F. Muñoz y J. Bada prefieren hablar de «paces» y de «paz imperfecta». Habría que entender la «paz perpetua» no como una paz definitiva y estática, sino como una insistencia y permanencia en desear y construir la paz (perpetua derivada del latín per-petere). La condición humana 449

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nos invita por una parte a ser conscientes de la fragilidad de nuestros logros y, por otra, a no eludir por ello el esfuerzo hacia objetivos aunque sean imperfectos y con minúscula. La evolución del concepto de paz positiva poniéndola en relación no sólo con la violencia directa (guerra), sino con la menor violencia estructural (estructuras socioeconómicas injustas), pudo ampliar los referentes sociales de la investigación para la paz, antes centrados en los movimientos pacifistas, a las ONGD, es decir, a los organismos no gubernamentales de cooperación al desarrollo. Pero en las décadas siguientes de los setenta y ochenta el concepto de paz recibió nuevas aportaciones desde la perspectiva de género, desde la óptica ecológica y desde su interiorización espiritual. Las mujeres (junto con los niños) no sólo son las víctimas preferentes en los conflictos bélicos y en la violencia estructural (se hablaba de la feminización de la pobreza y de la exclusión), sino también en la violencia doméstica y en las violaciones. La misma forma violenta de resolver los conflictos se consideró impregnada de rasgos considerados culturalmente masculinos. Una visión de género en la concepción de la paz pretendía no sólo hacer visible el carácter de víctimas de las mujeres y rechazarlo, sino sobre todo poner de relieve la importancia de su posible aportación a los derechos humanos y a la cultura de paz. La violencia habitual tiene como eje una cultura del dominio, rasgo culturalmente atribuido a la masculinidad. Las mujeres podrían aportar a la paz su experiencia del cuidado, puesto que lo propio femenino no es tanto y sólo engendrar la vida (biología) cuanto el cuidado de la vida (ética de los valores), tema en el que han sobresalido los trabajos de Carmen Magallón. La indispensable reivindicación de la igual dignidad de todos los seres humanos, hombres y mujeres, no debiera oscurecer la peculiar aportación a la paz de valores culturalmente atribuidos hasta ahora a la mujer. La feminización de la cultura sería una necesaria contribución al concepto y a la realidad de la paz. Casi al mismo tiempo se hizo cada vez más evidente que el medio ambiente, nuestro planeta, debía ser integrado en una comprensión no fragmentada de la paz. No sólo las guerras y conflictos armados producen destrozos irrecuperables en el medio e incluso éste es instrumentalizado dentro de una estrategia béli450

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ca, sino que la forma de relacionarse de los humanos con el medio adquiere un alto valor en el equilibrio bio-ambiental y por tanto en la plenitud del mismo concepto de paz. Agotamiento de recursos naturales, cambio climático, destino de los residuos, depredación de las especies animales y vegetales, son términos que entran poco a poco en el vocabulario ecopacifista. Esta nueva paz holística que abraza la Tierra no impidió, sino que favoreció que al mismo tiempo se extendiera hacia dentro del ser humano incluyendo los aspectos de la paz interior y espiritual, en cuya ayuda se llamó también a las tradiciones religiosas y muy especialmente a la sabiduría oriental. Otros dos factores se han incorporado al gozne del milenio al ámbito de los tres conceptos que venimos relacionando: conflictos, violencias y paz. Se trata de la identidad y la religión. El final de la Guerra Fría, nombre con el que se conoció al enfrentamiento ideológico entre los dos bloques acompañado de una peligrosa carrera de armamentos, pareció dejar sin base los cimientos para aquel sistema bipolar y abrir las puertas a una nueva época. Sin embargo, lo años noventa desconcertaron a los analistas y sorprendieron por la explosión en todo el mundo de múltiples conflictos armados y, poco más tarde, del llamado terrorismo global. Los nuevos conflictos armados en la posguerra fría se distinguen por haber cambiado su marco, su génesis, sus actores y sus estrategias. Nos interesa especialmente resaltar dos rasgos: a) por lo general ya no se dan entre Estados o bloques de Estados, sino en el seno de sociedades divididas más acá o más allá de las fronteras estatales; b) ya no son ideológicos sino identitarios o, al menos, con un fuerte componente identitario. Este dato pone en la pista de la irrupción con fuerza del factor identidad en la esfera mundial. Los valores de la libertad y la igualdad habían dominado las aspiraciones de los siglos XVIII y XIX respectivamente, dando origen a movimientos liberales y socialistas, y posteriormente a la Declaración de Derechos Humanos. Pero en el siglo XX no llegó a cristalizar como tercer valor la fraternidad o solidaridad, aunque ya las técnicas de comunicación permitían hablar de globalización. Una tal ausencia de solidaridad a escala universal se ha visto probablemente compensada a escala reducida buscando refugio y fortaleza en las idenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tidades colectivas de la nación, la etnia, la tribu. El recurso a la identidad se entiende como una cuestión de supervivencia en los colectivos perdedores, pero también como una afirmación en los colectivos ganadores cuando se sienten amenazados en su supremacía. Los conflictos identitarios, a diferencia de los ideológicos, buscan la afirmación mediante la eliminación real o simbólica del otro y tienen carácter excluyente. Por eso no existe proporción entre la crueldad y desmesura de los medios empleados incluso contra la población civil y cualquier supuesta victoria militar. En este nuevo contexto, a diferencia de en las clásicas guerras de religión entre Estados, hay que entender el rostro religioso de muchos conflictos violentos o terrorismos actuales como una apelación a la religión para dar vigor a la identidad de los colectivos en su supuesta lucha por la supervivencia más allá o más acá de cualesquiera fronteras estatales. La vinculación primaria acrítica de la religión con realidades políticas o sociales particulares, como la nación, la cultura, la etnia, es particularmente peligrosa porque libera sentimientos y emociones muy intensos que tienen que ver con necesidades primarias legítimas como son sentido y pertenencia. Ya en el siglo XVI había escrito el historiador P. Mariana: «Ningunas enemistades hay mayores que las que se forjan con voz y capa de religión, los hombres se hacen crueles y semejables a las bestias». Los nuevos conflictos identitarios y terrorismos de rostro religioso revelan la importancia de incluir la consideración de la identidad y de la religión en la concepción de la paz liberados críticamente de su patología exclusiva y excluyente. En este momento no puede concebirse la existencia de la paz sin encuentro entre las culturas y sin diálogo interreligioso. La extensión progresiva del concepto de paz de una visión estrictamente negativa a otra más positiva e integradora ayuda a comprender que la paz no es un deseo que pueda surgir del simple miedo a la confrontación bélica, a la catástrofe nuclear o al terrorismo, sino que es valiosa simplemente porque es más humana, quizá la plenitud en su concepción más originaria de lo humano. La paz debe ser construida, cultivada día a día. La paz es una cultura. Los esfuerzos tanto de la UNESCO como de los centros de investigación para la paz en los últimos tramos del siglo XX se han orientado a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dar un impulso a esta cultura de paz. Este objetivo obedece a varias razones: a) La convicción de que detrás de cada estrategia política, económica o militar hay un modelo cultural operante. Fuimos los humanos los capaces de aprender e inventar prácticas brutales como la violencia y la guerra en nuestra convivencia, somos también los humanos quienes hemos de desprenderla y construir la cultura de paz. En el preámbulo del texto constitucional de la UNESCO se señalaba que «si las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz». Por eso «la cultura de paz, que está destinada a construir diariamente las defensas de la paz en los espíritus de los seres humanos por medio de la educación, la ciencia y la comunicación, debe constituir un camino que conduzca hacia la puesta en marcha global del derecho del ser humano a la paz» (Proyecto de Declaración sobre el derecho del ser humano a la paz, UNESCO 1997). b) Un concepto antropológico y social de cultura bien lejano de la idea tan extendida de las «actividades culturales». La cultura es el conjunto de elementos simbólicos, estéticos y significativos que forman la urdimbre de toda la vida personal y social y le confieren una unidad de sentido y propósito. La cultura de paz nos recuerda que la paz es indivisible. La paz en el mundo es inseparable de la paz en nuestro interior o en nuestro pequeño entorno. Por eso, aunque no podamos construir «la Paz» definitivamente, podemos y necesitamos hacer cada día «las paces» por pequeñas que parezcan. c) La cultura —el cultivo— de la paz recupera a todas las personas y a los colectivos como actores responsables, venciendo la tendencia a considerarse meros espectadores de una historia que fatalmente vemos transcurrir delante de nuestros ojos. Es un peligro que nace del predominio de la imagen que caracteriza la comunicación de nuestro tiempo y tiende a crear simples espectadores de la realidad como si fuera ajena en todo a la voluntad humana, lo que es hábilmente manipulado por los diversos poderes hegemónicos. d) La cultura de paz es un modo de resistencia a la cultura del miedo que parece caracterizar el cambio de milenio, permeando conciencias y forzando a renuncia de libertades. Una cultura de paz es la transición de la lógica de la fuerza y del miedo a la fuerza de la razón y del amor. 451

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Cuando Federico Mayor Zaragoza emprendió, el 8 de noviembre de 1993, su segundo mandato al frente de la UNESCO, lo puso al servicio de una prioridad: fomentar una cultura de paz. Desde entonces los proyectos a diversos niveles se aceleraron, aunque no sea posible aquí seguirlos en detalle. En 1995, la 28.ª Conferencia General de la UNESCO adoptaba el Proyecto transdisciplinar hacia una cultura de paz y aprobaba la Estrategia a medio plazo 1996-2001, transmitidos como inquietud a la Asamblea General de Naciones Unidas. Dicha Asamblea declaró el 2000 Año internacional de la Cultura de Paz, poniendo de acuerdo a los países para que el cambio de milenio se efectuara bajo el signo de una cultura de paz. Por fin, la Resolución 53/243, de 6 de octubre de 1999, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, proponía una Declaración y Programa de Acción sobre una Cultura de Paz, documento de síntesis en el que por vez primera se clarifican los conceptos y se proponen objetivos y estrategias para la acción. Precisamente, amparándose en este programa, las Cortes Generales de España, a propuesta del Gobierno, acaban de aprobar a finales del año 2005 la Ley 27/2005, de 30 de noviembre, de fomento de la educación y de la cultura de paz, que constituye un excelente compromiso político tanto por la exposición de motivos como por su articulado que debería cristalizar en la conciencia ciudadana. Finalmente, si la paz es una cultura, ¿constituye también un derecho? Parece obvio que si la paz es una aspiración universal, como confiesan todos los estados, ¿quién puede estar contra el derecho de todo ser humano a vivir en paz? Es una paradoja que todavía subsiste. Nadie parece estar contra el derecho del ser humano a vivir en paz y, sin embargo, todavía hay reticencias no superadas a declarar a la paz como un derecho humano. Conviene situar este debate en el marco que le corresponde, es decir, la reciente irrupción de una nueva generación de derechos humanos que amplía su concepto y sus contenidos. La Declaración Universal de derechos Humanos de 1948 reconoció por primera vez en el ámbito internacional los derechos humanos fundamentales, cuya protección se alcanzó en 1966 a través de los Pactos Internacionales de derechos civiles y políticos, calificados de primera generación, y de derechos económicos, 452

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sociales y culturales, tenidos como derechos de segunda generación. A partir de los años setenta comienza a hablarse de unos derechos de tercera generación o derechos de la solidaridad. Los derechos de primera generación habían pivotado sobre el valor de la libertad, los derechos de segunda generación consagraban el valor de la igualdad, los nuevos derechos de tercera generación parecían querer asumir finalmente el valor de la fraternidad o solidaridad. En esta tercera generación se incluían generalmente como derechos humanos: el derecho a la paz, el derecho al desarrollo, el derecho al medio ambiente, el derecho al patrimonio común de la humanidad y el derecho a la asistencia humanitaria. Los derechos de tercera generación han suscitado un amplio debate, encontrando resistencia tanto desde los Estados como entre no pocos juristas. Las objeciones son de tres tipos: las que giran en torno a la relación de los nuevos derechos con las dos generaciones anteriores, las que argumentan la falta de homogeneidad del sujeto de los derechos (individual o colectivo), y las que se fijan en la falta de instrumentos jurídicos para su protección. En la coyuntura actual coincide este debate además con una fuerte ofensiva incluso contra las libertades y derechos ya consagrados en favor de la mayor seguridad. El derecho humano a la paz, que tiene una peculiar relación con el derecho a la vida, podría considerarse un derecho-síntesis. Por una parte parece necesitar de los otros derechos en torno a la libertad y la justicia, y por otra parte es un punto de partida para que éstos existan. Si para que haya un derecho humano hace falta que ese derecho represente un valor cuya dimensión universal sea universalmente reconocida, se puede afirmar que existe una conciencia universal del derecho a la paz de la humanidad y de todo ser humano individual. Pero esa conciencia tiene un decepcionante reflejo jurídico y no ha sido sancionada como derecho humano hasta ahora por ningún instrumento de carácter vinculante. La ofensiva en el marco de la UNESCO para llegar al menos a una Declaración sobre el derecho humano a la paz ha encontrado insuperables dificultades, con lo que se ha perdido una primera oportunidad. Pero, aun congelada una tal Declaración de la UNESCO y permaneciendo el derecho humano a la paz sin reconocimiento jurídico internacional vinculante, en esa diDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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rección se orienta la conciencia de ciudadanos y pueblos. Cabe concluir que el concepto de paz que hemos intentado desarrollar en su complejidad a lo largo de este artículo pide una cultura de paz como base programática y un reconocimiento del derecho a la paz como norma jurídica vinculante. Bibliografía ALEMANY, Jesús María (1998), «La paz, ¿un derecho humano?», en Nuevos escenarios y nuevos colectivos de los derechos humanos. Monografías de la Revista Aragonesa de Administración Local, Zaragoza, pp. 17-45. — (2001), «Mecanismos de justificación de violencia y cultura de paz», en Seminario de Investigación para la Paz, La paz es una cultura. Zaragoza, Gobierno de Aragón, pp. 491-506. — (2002), «El rostro religioso de los conflictos armados», en M. Aguirre y M. González (coords.), De Nueva York a Kabul. Barcelona, Icaria, pp. 111-126. BADA, José (2000), La Paz y las paces. Zaragoza, Mira Editores/SIP. FISAS, Vicenç (1998), Cultura de paz y gestión de conflictos. Barcelona, Icaria. — (2002), La paz es posible. Una agenda para la paz del siglo XXI. Barcelona, Plaza y Janés. GALTUNG, Johan (1985), Sobre la paz. Barcelona, Fontamara. — (1996), Peace by Peaceful Means. Londres, Sage/PRIO. — (1998), Tras la violencia, 3R: reconstrucción, reconciliación, resolución. Afrontando los efectos visibles e invisibles de la guerra y la violencia. Bilbao, Bakeaz. LÓPEZ MARTÍNEZ, Mario (dir.) (2004), Enciclopedia de Paz y Conflictos. Granada, Editorial Universidad de Granada. MAGALLÓN, Carmen (2004), Las mujeres como sujeto colectivo de construcción de paz. Bilbao, Cuadernos Bakeaz n.º 61. MARTÍNEZ GUZMÁN, Vicent (2001), Filosofía para hacer las paces. Barcelona, Icaria. MUÑOZ, Francisco (2002), La paz imperfecta. Granada, Editorial Universidad de Granada. — y Mario LÓPEZ MARTÍNEZ (2000), Historia de la Paz. Tiempos, espacios y actores. Granada, Editorial Universidad de Granada. PANIKKAR, Raimon (1993), Paz y desarme cultural. Santander, Sal Terrae.

JESÚS MARÍA ALEMANY BRIZ

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Perdón La novela de Javier Cercas Soldados de Salamina narra el hecho histórico del miliciano que descubre en el bosque al fugitivo Rafael Sánchez Mazas, ideólogo de José Antonio Primo de Rivera, quien acababa de escaparse de ser fusilado, y a quien el miliciano, inexplicablemente, decide no denunciar. En contra de todo deber militar y de toda moral castrense, en el momento mismo de tener que denunciarlo y ejecutarlo, el soldado decide callar y perdonarle la vida. El cruce de miradas entre el soldado armado y el fugitivo condenado, y la posibilidad de que el soldado pueda, en contra de toda lógica militar, súbitamente perdonar la vida al enemigo, condensa la paradoja del militarismo moderno. El cruce de miradas desemboca en una decisión enigmática por la que el miliciano rompe toda lógica y toda moral guerreras y efectúa un acto injustificable de perdón que permanece como un secreto abismal impenetrable. Este misterio del perdón es lo que, más allá del cristianismo y de la razón moderna, se nos presenta como enigma y como provocación. Recientemente hemos presenciado cómo representantes de algunas naciones (Alemania, Francia, África del Sur, Japón), así como de la Iglesia católica, han pedido perdón públicamente por su pasado histórico. ¿Qué sentido tiene que Alemania pida perdón por sus crímenes nazis, o un país no cristiano como Japón por sus agresiones pasadas a China, o la Iglesia católica por sus curas pedófilos? ¿O que Estados Unidos no pida perdón por las víctimas de sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, o por la Guerra de Vietnam? En el caso vasco, la realidad de las víctimas del terrorismo y la necesidad del perdón está adquiriendo una relevancia creciente. Para quienes vivimos en una cultura post-cristiana, y conscientes de que la historia moderna es antes que nada la historia del recurso al crimen militar sistemático, el tema del perdón adquiere así una resonancia singular. ¿Cabe perdonar a Europa los crímenes del siglo XX? En el caso español, ¿cabe perdonar su historia de guerra civil interminable? Entre vascos, ¿se puede perdonar el drama humano provocado por las cuatro décadas de ETA? «El lugar del crimen es también el lugar del perdón», escribió Hélène Cixous. Estos tiempos del «fin de la historia» —en presencia de 453

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grandes transformaciones culturales y políticas—, ¿puede que sean también los tiempos del arte del perdón? Pedir perdón implica en primer lugar el reconocimiento del crimen. A esto se negó Mitterrand, por ejemplo, ante la complicidad francesa del gobierno de Vichy con los nazis, alegando que ello fue obra de un gobierno renegado que no tenía nada que ver con la Francia eterna. Chirac cambió de postura y aceptó la complicidad francesa de acciones «irreparables» con el genocidio judío. ¿Cabría que un gobierno español pidiera perdón por los cuarenta años de franquismo? ¿O que el nacionalismo vasco hiciera otro tanto por los crímenes de ETA? Ello implicaría el reconocimiento de su complicidad, directa o indirecta, en la historia del crimen. Pero cabe también una pregunta previa: ¿deberíamos perdonar a los nazis, a los franquistas, a los etarras? ¿Qué es el perdón? Una reacción primera habitual ante el tema del perdón es que se trata de un asunto básicamente religioso, no político o filosófico. Pero esta premisa queda desmentida por la relevancia arriba apuntada de la presencia masiva internacional y local del discurso del perdón. Este discurso tiene una relación particular al tema histórico de «los crímenes contra la humanidad». La demanda del perdón proviene de la injusticia y el mal en sí y no sólo de asuntos morales individuales. Hay algo que la voluntad humana no puede hacer: deshacer lo que está hecho. Precisamente porque no podemos deshacer lo ya hecho, el perdón resulta problemático. El mal hecho puede resultar tan imperdonable que sólo cabe el odio eterno. El perdón, después de todo, no puede devolver al padre asesinado por un loco desalmado o al hijo muerto en una guerra. Lo único a lo que el perdón puede aspirar es a un como si los hechos dolorosos nunca hubieran tenido lugar. Estamos claramente ante un ideal, un concepto límite, y no una «cosa» concreta. No cabe un criterio que explique o exija el perdón. Cada intento de perdón parece requerir la reinvención del mismo. El filósofo judío francés Vladimir Jankélévitch escribió en profundidad sobre el perdón. Su obra de mediados del siglo XX se nos antoja de una contemporaneidad extraordinaria. Ante la evidencia de que no podemos deshacer lo 454

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ya hecho, él parte de que semejante poder milagroso de deshacer pertenece a otro orden que él teoriza pacientemente en Le Pardon.1 El perdón no es para él una actitud, una ideología, una forma de pensar, sino que es un evento que sucede en un instante y luego desaparece. «En un movimiento singular, radical, e incomprensible, el perdón lo borra todo, lo aleja todo y lo olvida todo. En un abrir y cerrar de ojos, el perdón hace tabula rasa del pasado, y este milagro es para el perdón tan simple como decir hola y buenas tardes». Tras estudiar pacientemente las formas que se parecen al perdón pero que en realidad no lo son, Jankélévitch concluye que el perdón verdadero requiere una relación con la persona a la que se perdona. Perdonar para curar las heridas no tiene como objetivo el actor del mal en sí, sino la transición sicológica, el olvidarse, la cura mental sin más. El perdón en su forma genuina no se puede reducir a pasar página y hacer cuenta nueva de una realidad que se quiere olvidar. El perdón auténtico tiene que poseer una radicalidad milagrosa, inefable, extrajurídica, más allá de toda razón, porque en cuanto se den razones, el perdón se vuelve en algo diferente como puede ser la excusa, la clemencia o la negociación. De hecho, el perdón es más una locura que otra cosa, algo sin justificación y sin moral. Jankélévitch reserva la noción de perdón para aquellas situaciones en que no caben excusas para el acto malvado. «El perdón perdona lo inexcusable y lo imperdonable que está al límite de lo inexcusable, de forma absurda, supernatural e injusta. Si el mal pudiera ser excusado, si hubiera circunstancias atenuantes, de esta forma si el mal no fuera el mal, el perdón sería superfluo; bastaría la indulgencia fundada sobre la razón». Razones, excusas, consecuencias positivas… el perdón no requiere de nada de ello. Es la locura del acto injustificado y hasta inmoral. Al perdonar lo imperdonable, cabe decir que el perdón se halla más allá de cualquier sistema ético. Ciertamente se halla más allá de un sistema legal, más allá de la justicia. Reciprocar el mal con el perdón, en vez de con la ley y la justicia, está más allá de la moralidad. En su libertad y espontaneidad absoluta, el perdón se halla más allá de todo sistema y de toda acción programática. Es la locura del soldado, y que sin embargo habrá sucedido tantas veces, que decide perdonar la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vida al enemigo; es «locura» porque se salta la lógica militar por la cual «o tú me matas o yo te mato», y el enemigo hoy perdonado puede ser el verdugo de mañana. El soldado que decide perdonar la vida al enemigo sabe que se salta todas las normas y sin embargo sabe que su libertad más primaria le permite hacerlo. El perdón tampoco puede ser comparado con el principio kantiano del Imperativo Categórico que podría aconsejar cuándo perdonar y cuándo no. Ya que no existen razones de por sí para perdonar, no cabe una deliberación tras sopesar alternativas diversas. De tener lugar, el perdón tiene que suceder sin más, de forma espontánea. De ahí que pertenezca más propiamente al orden de la locura, o si se prefiere de la gracia y del milagro. El perdón, por supuesto, no elimina el acto malvado. El acto nunca dejará de existir. El malvado que asesinó al hombre y privó para siempre al niño de cinco años de su padre siempre será el autor del crimen. El perdonar no supone por tanto cambiar de pensamiento sobre la maldad del acto ni proclamar la inocencia del autor. Lo que cambia, dice Jankélévitch, no es mi opinión sobre la culpabilidad del acto, sino mis relaciones con la persona culpable. La transformación misteriosa que tiene lugar es en la relación entre la víctima y el culpable por la cual la víctima decide no guardar el crimen contra el culpable a la vez que abandona toda justificación de superioridad moral. Esta postura de situar el perdón en el terreno de la locura y la gracia se halla por supuesto en contradicción con la existencia del sistema de justicia al que toda sociedad debe someterse. Jankélévitch de hecho tomó ambas posturas cuando en otro texto titulado «¿Debemos perdonarles?» argumentó que Francia no debía perdonar a Alemania los crímenes nazis porque los crímenes contra la humanidad son «imprescriptibles». Ésta es una postura bien diferente a la adoptada en Le Pardon, donde defiende que no existe lo imperdonable. Derrida (On Cospolitanism and Forgiveness, Routledge, Londres y Nueva York, 2001) trabajó sobre esta contradicción en la obra de Jankélévitch, adoptando la postura clara de que «el perdón perdona sólo lo imperdonable». Existe el perdón donde existe lo imperdonable. Es decir, el perdón tiene que ver con lo imposible. Su posibilidad reside en dar lugar a lo imposible. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Justicia versus perdón Pero la contradicción final se halla entre situar el perdón dentro de un sistema ético o, por el contrario, como un acto espontáneo y supranatural permanente. El que pertenezca a la espontaneidad de la gracia no implica para Jankélévitch que sea «inmoral», sino que su naturaleza propia reside en un orden diferente al de las normas morales. En una situación práctica, no obstante, nuestros actos pueden ser gobernados tanto por un sistema ético como por la arbitrariedad del perdón. Cada postura es moral a su manera, pero ambas son incompatibles. La justicia es severa y no deja lugar al perdón. Y no existe un criterio final que nos diga a ciencia cierta qué es lo que conviene en cada momento, si la severidad de la justicia o la gracia del perdón. La alternativa entre la espontaneidad del perdón y la norma de la justicia se presenta como una paradoja moral. Es la expresión «crímenes contra la humanidad» la que nos hace cuestionar la viabilidad del perdón. ¿Cabe recurrir al perdón ante semejantes crímenes? Lo que nos hace preguntar: ¿quiénes son culpables de tales crímenes? ¿Son sólo los nazis? ¿Acaso hicieron gala de una racionalidad militar diferente quienes bombardearon las ciudades alemanas, o quienes arrojaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki? ¿Y qué diríamos de los crímenes cometidos en nombre del cristianismo, del socialismo, de todo tipo de nacionalismo? La pregunta debería tal vez ser: ¿hay alguien que no sea heredero de hechos o personas que están contaminados por semejantes crímenes contra la humanidad? ¿Hay alguien que no esté influenciado por las guerras, matanzas sistemáticas, revoluciones de todo tipo, incluidas las «buenas», incluidas las que hicieron posible conceptos como la democracia o los derechos humanos, de sus respectivas comunidades? Pensadores de primer orden que han escrito incisivamente sobre estos temas —Arendt, Derrida, Foucault, Bauman— piensan desde luego que todos somos herederos de semejantes crímenes contra la humanidad. Lo que nos ha traído «el fin de la historia» es esta globalización de la culpa: la conciencia de que ante lo sagrado de la vida humana estamos lejos de haber cumplido nuestro deber. Lo que se ha denominado «el retorno de lo religioso» ha tenido lugar en este contexto histórico de 455

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guerras interminables, desigualdades económicas escandalosas y devastación ecológica. La relevancia del discurso del perdón apunta en la misma dirección. Precisamente en esta fase de la historia en la que la capacidad de destrucción y autodestrucción es ilimitada, es cuando el perdonar, en concreto el «perdonar la vida» al enemigo, se ha convertido en una cuestión moral y política decisiva. La locura del perdón deja de ser «locura» para convertirse en necesidad de sobrevivencia. Condicionalidad e incondicionalidad del perdón Para Hegel todo es perdonable menos el pecado contra el espíritu, es decir, contra el poder reconciliador del perdón. Lo que nos recuerda el hecho del criminal que no pide perdón, como fue el caso de los nazis, o que puede ser el de los terroristas contemporáneos. ¿Cabe perdonar al criminal que no reconoce su culpa y que no se arrepiente? Esta premisa de que el perdón debe ser concedido sólo a condición de que sea pedido nos enfrenta a una lógica de condicionalidad y de intercambio. Derrida apunta justamente a la tensión existente en la tradición cristiana entre la naturaleza incondicional del perdón como tal, la gracia gratuita más allá de toda transacción económica concedida al culpable como tal, sin contrapartida alguna, y por otra parte el perdón condicional que se concede en la medida en que el pecador reconoce su falta y se arrepiente, implicando así a un sujeto que no es ya el culpable sin más, sino alguien que ha sido transformado en su interior. En contra de su postura del perdón absoluto en Le Pardon, Jankélévitch más tarde llegó a negar el perdón a los nazis debido a su ausencia de arrepentimiento. Como apunta Derrida, este cambio resulta difícil de entender ya que anteriormente Jankélévitch había demostrado que el perdón pertenece a una ética más allá de la ley, de la obligación y hasta de la ética misma. Arendt estableció en La condición humana una correspondencia fundamental entre el castigo y el perdón: ambos ponen un límite a una culpa que de otra forma podría continuar indefinidamente. En sus palabras, «es un elemento estructural en el campo de los asuntos humanos, el que las personas serían incapaces de perdonar lo que no puedan castigar, y que 456

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serían incapaces de castigar lo que se presente como imperdonable». Jankélévitch asume esta correspondencia entre castigo y perdón a la vez que establece que el holocausto nazi obtuvo la categoría de inexpiable. Solo hay una forma de contrarrestar la visión de que «el perdón murió en los campos de concentración» y es, como señala Derrida, que la historia del perdón empiece precisamente con lo imperdonable. Sin referencia al horizonte de un sentido incondicional del perdón, éste se arruina y desaparece. Si uno perdona al otro bajo condición de que éste le pida perdón, ¿qué o a quién perdona uno? Si uno está dispuesto a perdonar sólo al arrepentido que pide perdón, uno no está dispuesto a perdonar al culpable como tal. Si se quiere mantener la realidad del perdón ante el culpable en sí, las categorías de lo imperdonable y lo incondicional resultan inevitables. Este exceso asimétrico, esta locura del perdón, esto que es radicalmente heterogéneo al orden de la ley y de la política es lo que se halla en la tradición religiosa que parte de Abraham, y que una cultura postcristiana debe recuperar. Para ello es fundamental, como insiste Derrida, que se mantenga la irreducible heterogeneidad de ambos polos, el incondicional y el condicional, a pesar de que ambos polos son indisociables. El perdón no debe tener otro «significado» —finalidad, inteligibilidad— que su propia locura, su imposibilidad, su aporía. No cabe por supuesto una política basada en el perdón. El perdón debe ser algo excepcional y extraordinario. Hasta se podría decir que el perdón es una palabra que se utiliza con ligereza. Cuando se da una finalidad al perdón, aunque sea con el objetivo noble de sufragar a las víctimas del terrorismo, de la reconciliación nacional, etcétera, el concepto del perdón no es puro. El perdón no debe ser algo normalizador. No se le puede reducir a una terapia reconciliadora. Casos como la Comisión de la Verdad y Reconciliación regida por el arzobispo Desmond Tutu en Sudáfrica provocan la pregunta: ¿quién tiene el derecho de perdonar? ¿Es el perdón algo que tiene lugar sólo entre dos personas cara a cara, o cabe una instancia mediadora, como una institución política o eclesiástica? Un juez puede en representación del Estado perdonar, pero en principio el perdón no tiene nada que ver con un juicio legal. En la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tradición cristiana, el perdón se da cara a cara entre el culpable y la víctima. Cuando media una tercera parte podemos hablar de amnistía o reconciliación, pero no ya de perdón en el sentido estricto. Y, sin embargo, también en la relación cara a cara existe el tercer elemento del lenguaje común, la sociabilidad, el entendimiento compartido de lo que implican los hechos y sus consecuencias. El perdón evoca las atribuciones del «estado de excepción» del soberano. La paradoja intrínseca de la soberanía es que el soberano se halla simultáneamente dentro y fuera de la ley, de modo que lo que le caracteriza es su capacidad de establecer el estado de excepción. Otro ejemplo lo tenemos en el derecho de gracia (perdón, clemencia) por el cual el soberano puede, bajo ciertas condiciones, conceder gratuitamente el perdón de una culpa. Semejante derecho del monarca de perdonar al criminal en nombre del Estado está inscrito en la ley, pero como una ley que está por encima de la ley, y que el soberano lo ejercerá de forma condicional tras establecer un cálculo entre sus intereses particulares y los del Estado. En resumen, el soberano no puede imponer su estado de excepción, ejercer su derecho de gracia, sin practicar en cierta forma la injusticia. El perdón crea una excepcionalidad similar en relación a la ley: está más allá de la ley pero al final llega a inscribirse como un elemento más del ordenamiento social. Este doble orden de cosas (incondicional y condicional, heterogéneo pero indisociable entre ellos, más allá de la ley pero que llega a inscribirse en la ley) nos confronta en última instancia con una situación aporética que para Derrida resulta «insoluble». Entre el conocimiento más necesario y la decisión más responsable permanece, y debe permanecer, «un abismo». Por una parte, la urgencia política requiere procesos de reconciliación concretos. Por otra parte, cuando se trata de nuestra razón última, en el caso que nos atañe cuando se trata del perdón, podemos asumir que estamos en presencia de algo que excede todo poder político-jurídico. El soldado que dispone de la vida del enemigo es consciente de que tiene órdenes estrictas que cumplir, pero sabe a la vez que posee la libertad de exceder esas órdenes y de perdonarle la vida. Podemos igualmente imaginar que una víctima exija que se haga justicia a la vez que concede el perdón. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Como también podemos imaginar lo opuesto: que alguien se niegue a perdonar de forma absoluta, incluso después de la amnistía. También este enigma del perdón denegado, este «secreto», debe ser respetado como algo absoluto situado más allá de la ley o la política. Pero esto que está más allá de la política debería convertirse, en opinión de Derrida, que aboga por una «democracia a llegar», en principio político. Semejante «locura» no puede ser apropiada por lo jurídico-político, pero el secreto irreducible del perdón concedido o denegado debe ser respetado por la ley. Las víctimas y el perdón En el caso del conflicto vasco, en una sociedad de fuerte tradición cristiana, se invoca a menudo la problemática del perdón como una condición necesaria para su resolución. Es típico preguntar a las víctimas si perdonan al asesino, y lo normal es que las víctimas se hagan eco en diversas formas de la ideología cristiana del perdón. Resulta raro que una víctima responda: «No, nunca le perdonaré». Pero aún sin denegar el perdón, lo que resulta cada vez más frecuente es el caso de la víctima que está dispuesta a perdonar pero con la condición de que el asesino solicite el perdón. «Y hay que pedir perdón, porque si no resultará imposible la reconciliación». Esta invocación al perdón condicionado parece una fórmula que combina tanto lo mejor de la tradición cristiana como la necesidad democrática de hacer justicia. Ante el papel de la Iglesia vasca en el conflicto político, hay víctimas que reconocen su educación en el humanismo cristiano pero que se distancian de una Iglesia que consideran implicada en la violencia nacionalista. Pero hay algo más, y es que a veces también se condiciona la resolución misma del conflicto a la petición de perdón, con afirmaciones como: «hay que cesar en la violencia, primero, y luego pedir perdón». Claramente, este tipo de declaraciones apuntan al deseo de una reconciliación final, pero utilizando el perdón como arma arrojadiza por la que se exija al verdugo un reconocimiento público y arrepentimiento por su crimen, lo que pondría de relieve la superioridad moral de las víctimas. ¿Qué responderá a esto el verdugo? ¿Debe él sentirse culpable por sus acciones? ¿Corresponde a él arrepentirse de lo que hizo? Como insiste Derrida, la tradición religiosa del per457

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dón hay que situarla en la tradición de Abraham. Y fue precisamente Abraham la gran figura religiosa del horror de la fe, el creyente dispuesto a matar en obediencia a la llamada de lo alto, la figura que a través de la historia de occidente sintetiza mejor las cegueras de la religión y del patriotismo. ¿Es Abraham personalmente culpable de su locura religiosa? Éste es el enigma de la tradición religiosa que requiere el exceso del perdón: que al mismo tiempo se halla anclado en «el regalo de la muerte», el que fue otorgado de forma paradigmática como el sacrificio de Isaac, que prefiguraba el sacrificio de Cristo, al que habría que añadir también el sacrificio de Sócrates. La premisa es que uno debe estar dispuesto a dar la vida por lo que uno ama, dispuesto a morir y, como Abraham, a matar. El problema consiste en cómo medir la culpabilidad por la locura de semejante decisión, por el enigma de semejante acto de fe. ¿Tendría sentido que Isaac requiriera de Abraham que le pidiera perdón por haber estado dispuesto a matarle? ¿Es un soldado culpable de llevar a cabo la función que le asigna el Estado: disparar a matar al enemigo? Si el miliciano que salvó la vida a Sánchez Mazas le hubiera delatado y ejecutado, como era su deber, ni siquiera tendría sentido preguntarse por su culpabilidad; de lo único que cabría sentirse «culpable» sería de haber desobedecido sus deberes militares y de haberle perdonado la vida. Las víctimas pueden llegar a reconocer que los verdugos cometieron sus actos no por odio personal, pero no por ello se salva la ideología nacionalista de haber provocado esos crímenes. En este caso, argumentan las víctimas, son los representantes de esa ideología los que deben reconocer su participación en el mal. ¿Cómo juzgar esta exigencia de petición de perdón? En la línea arriba expuesta de Jankélévitch y Derrida, en su sentido más puro el perdón consiste en la incondicionalidad que rompe con toda transacción, es un exceso que se sitúa más allá de toda negociación. Este horizonte de gratuidad se pierde cuando el perdón se convierte en una demanda. «Te perdono pero bajo la condición de que reconozcas que eres un asesino y de que tú me pidas perdón». No se trataría ya de perdonar al culpable, sino al arrepentido y humillado; no sería reconocer que el milagro del perdón es posible después de todo, sino 458

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que se acepta sin más la confesión de culpabilidad. Sería en el fondo un ejercicio de poder sobre el vencido. Y sin embargo, la postura del perdón condicional es eminentemente pragmática en su intento de llegar a una resolución, en especial cuando pide a una ideología o a un movimiento social el reconocimiento de su implicación en el crimen. Es también una forma de resolver la demanda de justicia por el crimen cometido. De hecho, en la tradición católica en la que fuimos educados, el perdón no tiene lugar sin arrepentimiento previo. En última instancia estamos así enfrentados a la situación paradójica del doble orden por el cual, por una parte, las urgencias políticas de reconciliación justifican posturas como las de las víctimas, a la vez que este orden en modo alguno elimina la realidad última del perdón en su enigma de incondicionalidad. Aplicar esta problemática del perdón a una situación compleja como la vasca resulta difícil pero, tal y como se desprende del debate sobre las víctimas, puede ser decisiva para su resolución. El problema, que termina siendo fundamentalmente ético y político, es en primera instancia también intelectual. Notas 1. París: Aubier-Montaigne, 1967. Reimpreso en Vladimir Jankélévitch: Philosophie morale, ed. Françoise Schwab (París: Flammarion, 1998), 9911.149. Versión inglesa, Forgiveness (Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 2005), traducido por Andrew Kelley.

JOSEBA ZULAIKA

Piedad Hay dos clases de piedad. Una, la débil y sentimental, no es más que impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena, esa compasión no es compasión, es tan sólo apartar instintivamente el dolor ajeno del propio espíritu. La otra, la única que cuenta... La compasión no sentimental, pero creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá [Zweig, 1999: 13]. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Introducción La piedad es un término de dilatada historia que remite, por su origen, naturaleza y contenido, al ámbito religioso. Su propia evolución muestra las distintas denominaciones con las que se ha teñido su concepción más primigenia en función del discurso que en cada momento de su historia la ha acogido. Así, comparte y confunde significados en su acepción religiosa con términos como misericordia o compasión, enfatizándose uno u otro en función del credo al que sirve. La compasión aparece unas veces como una habitud espiritual adecuada del creyente, una disposición o un comportamiento que es expresión exterior de una genuina actitud interior. Otras, remite a un rasgo para describir la naturaleza de una concreta divinidad. Se presenta también como un sentimiento que, pasado por el filtro del perdón, quiere alejar la venganza y, aliada con la clemencia, se convierte en misericordia. Los matices de la piedad que podemos encontrar en esta senda religiosa son innumerables y su presencia crucial en todas sus manifestaciones: budismo, judaísmo, cristianismo, islamismo... También en su versión profana encontramos la misma voluntad de equiparar términos. Aquí se asemeja de nuevo a la compasión para hacer referencia a esa emoción, sentimiento o pasión desencadenado por el dolor ajeno no merecido, injusto. Esta piedad secular también se relaciona, intencionadamente, con el término humanidad, dignidad, cuando se la quiere despojar de su significado y posible filiación religiosa, y «rehabilitarla en nuestra conciencia moral» (Arteta, 1996: II) como una virtud. Podemos seguir el discurso de la piedad desarrollado en una u otra senda, la estrictamente religiosa o la que desvela las claves de una concreta filosofía moral basada en la piedad, para describir la naturaleza de este sentir. En cualquier caso, esta posible historia de la piedad sería algo equívoco y quedaría nítidamente perfilada si no ahondásemos en dos asuntos reconocidamente escabrosos: en primer lugar, tendríamos que dar cuenta de las complejas relaciones entre ambas versiones, poniendo sobre el papel los argumentos de quienes la quieren más allá y los argumentos de aquellos otros que, por el contrario, se empeñan con notable entusiasmo en obtener de ella algún provecho para el más acá. Es decir, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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se trataría de explorar el discurrir de la piedad desde su inicial dinámica de la convicción, que acentúa su plenitud interior y se vertebra a partir del principio de projimidad (Mate, R., 1991: 94),1 hasta su más completa y virtuosa proyección exterior, allí donde está en juego nuestra común humanidad y tiene lugar el desempeño de nuestros compromisos con el prójimo y con el mundo; allí donde la piedad se nos presenta, con toda su potencialidad, como una virtud aconfesional y pública. Por otro lado, la segunda estación nos obligaría a tener que perfilar las difíciles relaciones, equilibrios y límites entre la justicia y la piedad. La piedad manifiesta un anhelo (y una necesidad) de reparación por un daño no merecido. La compasión brota de un sentimiento radical de lo que se considera una justicia insatisfecha, que busca el restablecimiento de una dignidad herida y ultrajada, y alienta también el restablecimiento de un trato adecuado que contemple todas las diversidades y diferencias de situación. La piedad se construye a partir del principio de humanidad, de igualdad entre las personas en cuanto sujetos de dignidad, y, a su vez, a partir del principio de diferencia, de reconocimiento de la rica y diversa complejidad humana. La piedad surge de la experiencia de radical solidaridad, en cuanto iguales, con el ser sufriente; denota una dinámica de proximidad a un ser herido que aspira a dejar de serlo. ¿Podrá pensarse que la piedad complementa a lo que la justicia tiene de falible e imperfecto? ¿La piedad precede o está «más allá» de la justicia? ¿Será suficiente la piedad? Vayamos al otro lado de la balanza: ¿cómo pensar en la imparcialidad de la justicia sin despojarla previamente del torbellino sentimental en el que nos coloca la compasión?¿Habrá que doblegar a la piedad a los límites de la justicia, o bien dejarla para después o al margen de la misma? ¿Será suficiente la justicia?2 Sea cual fuese nuestra opción, no estaríamos contando sino una parte de esa historia de la piedad. No habríamos empezado siquiera ni a perfilar sus primeros pasos. Tampoco a describir su sentido más primigenio. Estaríamos tan solo dando cuenta de un único momento de ese discurrir: precisamente el que muestra su inicial adscripción y progresiva secularización. Ésta, en cualquier caso, sería tan sólo una historia de la piedad: la historia 459

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de la piedad moderna, que tantas y tan complejas apariciones ha tenido en la versión filosófica de este sentimiento, primero religioso, luego moral. En este trabajo propongo, a la luz de algunos textos de María Zambrano, desandar este camino de la piedad moderna y volver a los pasos de esa otra de la que surge. Propongo rescatar y devolver a la piedad su sentido más originario (de ascendencia pagana). Recalar, en definitiva, en eso que ha venido en llamarse piedad antigua y que aquí se considera, sin más, únicamente, piedad. ¿Qué es la piedad? La piedad se sitúa en el ámbito del sentir y remite a un saber de trato y de participación con eso otro que por ahora llamaremos «lo extraño». Nada tiene que ver con esos valores o virtudes que la ética moderna ha denominado con otras voces. Esta piedad no ha de ser confundida con la filantropía, con el hecho de tratar con delicadeza al prójimo o a los animales; tampoco con la compasión, sentimiento de humanidad que remite a la desgracia, al dolor, al sufrimiento y la fragilidad humana. La compasión es esa emoción que, como sostiene Aristóteles, sólo les debemos a los que sufren un infortunio inmerecido y que, aun a pesar de haber ocupado un lugar central en la historia de los sentimientos morales, es genérica y difusa. La piedad no hace referencia tampoco a la condescendencia ni a la benevolencia. No es asimismo cooperación o justicia. Tampoco aquello que el léxico moderno denomina con el término tolerancia para referirse a la comprensión o trato adecuado con los demás. Esa virtud que hoy se nos presenta como imprescindible en el marco de la convivencia democrática y plural es algo que se presta a ambigüedades tanto en su definición teórica como en su vivencia práctica. La tolerancia tiene una relación directa con el poder y es algo que, en definitiva, tan sólo nos permite mantener distancia respetuosa con lo que simplemente no se sabe tratar (Zambrano, 1996:127). La piedad se refiere a un saber tratar con lo diferente, a un saber tratar con el misterio. El elemento clave de comprensión de la piedad reside precisamente en el sentido de lo «extraño», de lo diverso, de lo heterogéneo, de lo que es radicalmente otro que nosotros mismos. La piedad se nos presenta así como una forma 460

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o categoría de la vida que hace referencia a la relación y el reconocimiento de lo extraño cotidiano, de lo extraño simbólico, de todo lo extraño, de lo profundo del ser. Todo en la piedad hace referencia precisamente a lo diferente, lo adverso, lo contrario, lo escindido, lo ausente; todos sus símbolos y lugares, todo ello es sentido como manifestación de lo extraño. La piedad es «la matriz originaria de la vida del sentir [...] sentimiento difuso, gigantesco que nos sitúa entre todos los planos del ser, entre los diferentes seres de un modo adecuado. Piedad es saber tratar con lo diferente, con lo que es radicalmente otro que nosotros [...]. Piedad es sentimiento de la heterogeneidad del ser, de la cualidad del ser, y es anhelo por tanto de encontrar los tratos y modos de entenderse con cada una de esas maneras múltiples de realidad» (Zambrano, op. cit., 126-129). «La piedad es acción porque es sentir, sentir «lo otro» como tal, sin esquematizarlo en una abstracción; la forma pura en que se presentan los diversos planos de la realidad, las diversas especies de realidades con las cuales el hombre tiene que habérselas. Y este habérselas es por lo pronto un trato; un trato según orden, según norma» (Zambrano, 1986: 216). La piedad es sabiduría de eso «otro» que se presenta en forma mística como luz y vida, por encima de toda razón y que difícilmente encuentra expresión, porque es lo superlativo en lo irracional. Un saber que permite hacer frente a los contrastes producidos como consecuencia de la escisión de la razón con aquellas otras formas del saber que nombran el misterio de la vida y se acercan al verdadero despliegue y constitución de la realidad. La piedad nos da claves de comprensión del mundo de la vida. No es, por tanto, descrédito de la razón o de la justicia, sino precisamente expresión de su más profundo anhelo: el restablecimiento de un trato no instrumental ni homogéneo, sino participativo, comunitario y cordial con el mundo. El sentido de la piedad Desglosando este sentido de la piedad, lo que de manera inmediata se desprende del mismo es que la piedad es un tipo de saber que se sitúa en esa controvertida esfera del sentir, de tan difícil articulación. La piedad, sostiene Zambrano, es aquello que es sentido por un sujeto, por un alguien que siente, no la realidad de un modo difuso y homogéneo, sino las «esDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pecies» o géneros de realidades que, de algún modo, ha de tener propicias (op. cit., 128). Este sentir de la piedad confronta dos órdenes concretos y diferenciados, y busca zanjar la tensión entre ellos, buscando sus posibles lazos de comunión. Esos dos órdenes son, por un lado, el propio, el del sujeto que siente y se siente; y por otro, lo heterogéneo, los distintos géneros de realidades que se presentan como extraños ante lo propio. En principio, los caracteres de uno y otro son bien diferentes: lo propio se presenta como interioridad y vínculo; lo otro, en cambio, como exterioridad y separación: lo otro está fuera de lo propio, es lo ajeno a mí. Lo otro está fuera y viene de fuera. No pertenece a lo propio, es lo absolutamente heterogéneo en cuanto incomprensible e inaccesible. Lo propio en cambio es algo íntimo que me pertenece. Está en mí, soy yo. Sin embargo, consecuencia de esa incurable otredad que padece lo uno, estos rasgos, al estar mediados por aquello que funciona como medida de sentido, que, ya se ha dicho, es el sentir, se entrelazan y expresan indiferenciadamente: aquello que me es propio e íntimo está ligado al orden íntimo de las cosas del mundo, aquello propio requiere para serlo en su plenitud el reconocimiento y comunión con todo y con todos. En palabras del poeta, es lo que queda descrito en un movimiento de lo uno a lo otro: De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como, si a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta u necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar: subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en «La esencial Heterogeneidad del ser», como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno [Machado, 1989: 1.917].

La intimidad es lo más concreto de lo propio, conciencia de soledad, pero también, conciencia de participación con ese fondo de misterio de la realidad, también prendido de intimidad. No se trata por tanto, en palabras de Savater, «de una intimidad privada, algo así como un sucedáneo verbal de la conciencia o del yo [...] la intimidad es algo que me es tan propio que ya no puedo mirarlo como mío, pues DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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lo reconozco en todo y en todos [...]. Cuando me instalo en mi intimidad conscientemente, advierto hasta qué punto mi individualidad me es ajena y mortal [...]. La intimidad [...] es precisamente el punto de las más irreductibles y sutiles diferencias, de la más exquisita contraposición o colaboración de las fuerzas. Por la intimidad me separo plenamente de las cosas y de mi cosa-yo, para abrirme a una pluralidad de diferencias concretas que, por serlo, no pueden remitir a cosa alguna» (Savater, 1977: 34). La piedad será un saber de contraste entre ambos cuyo oficio no consiste en despojar a lo otro de su propia naturaleza para hacerlo comprensible y accesible, es decir, no se trata de buscar un acomodo de lo propio a lo heterogéneo o procurar una distancia entre ambos. La lógica de la piedad no es la de la inclusión o exclusión de lo propio y lo extraño, sino que obedece a un orden de co-relacionalidad entre ambos. Un orden que unifica, trascendiendo lo interior y la exterioridad. La identidad y lo propio se construye y enriquece en relación con lo otro a sí mismo. La piedad implica, en el sentido moral y no meramente descriptivo del término, un trato, un orden, un hacerse cargo de lo heterogéneo y distinto; un caer en la cuenta en dicha experiencia que, en última instancia, no es algo que se presenta a posteriori de nuestro hacer o decir, sino, al contrario, que lo precede y condiciona radicalmente. Esto es a lo que Zambrano llama certidumbre, certidumbre sostenida de inspiración, que es el punto más alto de intensidad de un fuego que se transforma en luz, en que se iluminan al par las «profundas cavernas del sentido» y la dura ley del mundo (Zambrano, 1945: 95). Esta diferenciación entre dos órdenes distintos y diferenciados, y la necesidad de buscar un saber de mediación entre ambos, es una de las claves para entender el sentido de la piedad. También lo es el hecho de inscribirla en el ámbito del sentir y reivindicar un nuevo orden de la razón que dé cuenta y recoja el sentido de lo que queda excluido más allá o acá del mismo la misma. Admitamos que ése es el ámbito que realmente le corresponde a la piedad, que ésta es ciertamente la matriz de la vida del sentir. El problema está en saber si el sentimiento explica en qué consiste primariamente. Una cosa es admitir que la piedad es cosa del sentimiento y otra bien distinta entender cómo armonizar esos órdenes entre lo propio 461

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y lo heterogéneo sin ser ultrajada por la arbitrariedad de la subjetividad. Buena parte del descrédito de la piedad se debe precisamente a la dificultad de sortear este peligro, que surge precisamente porque ella misma remite a la organización subjetiva de la realidad interior del propio sujeto. Se ha tratado de superar estas posibles limitaciones haciendo ver que, quizás, la única manera que tenemos de acercarnos a estas entidades como la piedad es a través de una antigua manera de acceso que los teólogos han denominado vía negativa. La única manera de sorprenderla y de traducir lo que esa experiencia implica va a ser, únicamente, atendiendo al hueco, al vacío que deja su ausencia. La piedad es sentimiento de la heterogeneidad del ser. Este sentir solamente es accesible al hombre por contraste, por ausencia, por un tipo de saber que era creencia ingenua, ingenuidad, inspiración. Un saber que capta por el presentimiento y la intuición las cosas ocultas e indiscernibles y las relaciones tan sutiles que entre ellas se establecen. Esta alusión a los modos indirectos del decir como los mecanismos que posibilitan un acceso a la piedad, al trato con los distintos modos de realidad, denota un medio de visibilidad o posibilidad de apertura, una vía desde la que es posible el acceso, en palabras de Zambrano, donde la claridad se hace transparencia y la oscuridad se aclara en misterio (Zambrano, 1989: 23). No concretan, sin embargo, aquello a lo que acceden. Quizás quienes mejor han sabido recoger el sustrato de esos lugares privilegiados en la realidad hayan sido la novela, la poesía o la tragedia, géneros literarios que son los que mejor registran esa tensión a la que remite la piedad. Son modos de expresión de un orden que da sentido a los sucesos indecibles. A lo que más puede parecerse hoy la piedad no es a ninguna adscripción positiva a una confesión vigente, sea religiosa, científica o política, sino a cierto fervor secreto. Su planteamiento debe ser en primer término negativo, a modo de demolición ferviente del discurso en que el orden del mundo da cuenta de sí mismo. Esta demolición crece hilvanando pequeños hallazgos de grietas o recesionando latentes desfallecimientos, contribuyendo de todo modo imaginable a fomentar el escepticismo sobre la necesidad de lo necesario [Savater, op. cit., 49].

La historia de la piedad, entonces, no es aquella que se deja sorprender por el aconteci462

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miento, sino la que encuentra en él el alma de lo que anhela, la historia de una esperanza en busca de su argumento (Zambrano,1988: 34). Esta historia se opone por lo pronto a esa concepción narrativa que engarza con la idea de razón y de progreso, técnico y moral, entendido como un proceso de carácter lineal y temporal. La búsqueda del sentido primigenio es la piedra angular para comprender cuál es el oficio de la piedad. Por medio de una simbología muy precisa, la piedad propone un regreso, una vuelta al pasado para redescubrir la forma que le es propia a la vida y sorprender, asimismo, la visión que el hombre tiene de sí mismo. Se trata, por tanto, de interpretar y comprender las formas íntimas de la vida, la intimidad de la condición humana, el sentido íntimo de las cosas que le pasan al hombre. Ortega definía las categorías de la vida como los conceptos que expresan el vivir en su exclusiva peculiaridad. Zambrano entiende que la peculiaridad propia de la vida, más que en los grandes sucesos, reside en la manera peculiar como la vida se modela desde las relaciones que el hombre establece con aquello que transcurre a su alrededor sin estridencias. Es la vida cotidiana, anónima y no la acción extraordinaria o el suceso trascendente quien conforma el argumento de la persona, quien construye la historia de la piedad. Este género de pensar, afirma Zambrano, requiere, ante todo, hacer memoria, rememorar y revivir lo que se ha vivido tan rápidamente y en el sobresalto de la vida. De ahí lo indispensable del conocimiento histórico, el vivir, diríamos, en sentido inverso: el recorrer lo vivido en sentido inverso, para hacerlo, cuanto sea posible, transparente (op. cit., 130). El problema de este tipo de interpretación de la historia, que en Zambrano es la historia del hacerse persona, es que opone, de un modo que podría resultar demasiado simplista, dos concepciones diferentes del «tiempo histórico», privilegiando también uno sobre otro. Así, si la tradición racionalista e ilustrada se limita al recuento fatuo de los hechos históricos e identifica lo verdadero con los mismos, aquí, por el contrario, se exalta una concepción de la historia que quiere ser asimismo historia verdadera. Historia verdadera es la que deja traslucir lo que aquella otra ha dejado en el olvido, la que es posibilidad de reconciliación y participación con la realidad, la que permite, con ello, la revelación de la persona, el renacer a sí misDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Placer

mo. Esta reflexión sobre la historia descansa inicialmente en esa amenaza a la que parece habernos llevado la certeza moderna: la supeditación del orden íntimo al orden de las cosas, y, consecuentemente, la aniquilación de lo profundo del ser. Pretende ser un camino de resurrección, senda por la que primero habrá que descender, dejarse caer en ese fondo oscuro e inagotable de la nada que brota de lo más hondo del interior del hombre, para luego ascender y abrirse a esa nueva experiencia de vida. Del pasado hay que rescatar lo que no está presente, que, por lo pronto, es anhelo de perpetuación de una vida que, como Nieztsche advirtió, pide eternidad, profunda eternidad. Zambrano lo ha escrito así:

VV.AA. (1927-1994): Dictionnaire de spiritualité: ascétique et mystique, doctrine et histoire. París: Beauchesne. — (1998): Debate «En torno a la compasión», en Revista Internacional de Filosofía Política (Madrid), n.º 11 (mayo, 1998), pp. 155-187. ZWEIG, S. (1999): La piedad peligrosa. Madrid: Debate. ZAMBRANO, M. (1945): «Sobre la vacilación actual», El Hijo Pródigo (México), vol. 9, n.º 29, agosto. — (1986): El hombre y lo divino. México: FCE. — (1988): Persona y democracia, Barcelona: Anthropos. — (1989): La España de Galdós. Madrid: Endymión. — (1996): «Para una historia de la piedad», en J.L. Arcos (ed.): La Cuba secreta y otros ensayos. Madrid: Endymión.

De toda ruina emana algo divino, algo divino que brota de la misma entraña de la vida humana [...]. Las ruinas vienen a ser la imagen acabada del sueño que anida en lo más hondo de la vida humana, de todo hombre: que al final de sus padeceres algo suyo volverá a la tierra y a proseguir inacabablemente el ciclo vida-muerte y que algo escapará liberándose y quedándose al mismo tiempo [Zambrano, 1986: 237-239].

1. «Prójimo no es el caído (en la parábola del Samaritano) sino quien se acerca al caído» (R. Mate, 1991). 2. Buena parte de estas preguntas son respondidas en el debate monográfico En torno a la compasión publicado en Revista Internacional de Filosofía Política (Madrid), n.º 11, mayo, 1998, pp. 155-187, en el que José Luis Pardo, Carlos Gómez, Carlos Thiebaut y Aurelio Arteta reflexionan a propósito de las aportaciones de este último en su libro La compasión, apología de una virtud bajo sospecha (v. ref.).

A partir de estos rasgos hay que seguir la suerte de la piedad que, en su versión más originaria, se nos presenta, señalábamos con Savater, como un fervor secreto. Un trato con el orden íntimo de las cosas que permita hallar e hilvanar hendiduras, ocultos descaecimientos, enigmas o impresiones no descifradas. Un modo de relación y respeto con los diversos estratos que exige el misterio del ser. Un espíritu de profundo arraigo y vinculación con las realidades profundas a las que inevitablemente tiende el espíritu humano, un orden o saber suprarracional, en definitiva, que posibilita la apertura y relación con lo extraña y absolutamente otro. Referencias ARTETA, A. (1996): La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha. Barcelona: Paidós. MACHADO, A. (1989): Prosas Completas. Madrid: Espasa Calpe-Fundación Antonio Machado. MATE, R. (1991): «Por una ética compasiva», en VV.AA., Virtudes públicas y ética civil. Madrid: Revista de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada, n.º 83, abril-junio 1991, pp. 87-95. [Este artículo fue publicado inicialmente en Razón y Fe, n.º 1.079-1.080 (septiembre-octubre 1980).] SAVATER, F. (1977): La piedad apasionada. Madrid: Sígueme. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Notas

CRISTINA DE LA CRUZ AYUSO

Placer Aproximadamente en el año 311 a.C. Epicuro fundó escuela. Primero en Mitilene, andando el tiempo, en Atenas. Desde esta última ciudad, o más bien desde su jardín, sus enseñanzas llegan hasta nosotros. Aquejado de mala salud y proclive a la melancolía, la instrucción de Epicuro es un legado permanente: al respecto de la vida y la muerte, el sufrimiento y la fortaleza. Y, sobre todo, del placer; de y en la existencia. Precisamente por eso decimos que el placer es principio y fin del vivir feliz. Pues lo hemos reconocido como bien primero y connatural y de él tomamos el punto de partida en cualquier elección y rechazo y en él concluimos al juzgar todo bien con la sensación como norma y criterio. Y puesto que es el bien primero y connatural, por eso no elegimos cualquier placer, sino que hay veces que soslayamos muchos placeres, cuando de éstos se si463

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Poder

gue para nosotros una molestia mayor. Muchos dolores consideramos preferibles a placeres, siempre que los acompañe un placer mayor para nosotros tras largo tiempo de soportar tales dolores. Desde luego todo placer, por tener una naturaleza familiar, es un bien, aunque no sea aceptable cualquiera. De igual modo cualquier dolor es un mal, pero no todo dolor ha de ser evitado siempre. Conviene, por tanto, mediante el cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes, juzgar todas estas cosas, porque en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal y, al contrario, de algo malo como un bien. Así que la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que en cualquier ocasión nos sirvamos de poco, sino para que, siempre que no tengamos mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener. Y los alimentos sencillos procuran igual placer que una comida costosa y refinada una vez que se elimina todo el dolor de la necesidad. Y el pan y el agua dan el más elevado placer cuando se los procura uno que los necesita. En efecto, habituarse a un régimen de comidas sencillas y sin lujos es provechoso a la salud, hace al hombre desenvuelto frente a las urgencias inmediatas de la vida cotidiana, nos pone en mejor disposición de ánimo cuando a intervalos accedemos a los refinamientos, y nos equipa intrépidos ante la fortuna. Por tanto, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos o a los que residen en la disipación, como creen algunos que ignoran o que no están de acuerdo o interpretan mal nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni estar perturbados en el alma. Porque ni banquetes ni juergas constantes ni los goces con mujeres y adolescentes, ni pescados y las demás cosas que una mesa suntuosa ofrece, engendran una vida feliz, sino el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección y todo rechazo, y extirpa las falsas opiniones de las que procede la más grande perturbación que se apodera del alma. De todo esto el principio y el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia resulta algo más preciado incluso que la filosofía. De ella 464

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nacen las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer. Las virtudes, pues, están unidas naturalmente al vivir placentero, y la vida placentera es inseparable de ellas. EPICURO [Tomado de Carlos García Gual, Epicuro, Alianza, Madrid, pp. 143-144]

Poder Se puede afirmar que la temática del poder ha estado presente —de una u otra forma— a lo largo de toda la historia del pensamiento y ya desde sus inicios. Del poder tratan los sofistas, del poder habla Sócrates con Alcibiades en el diálogo platónico homónimo, al poder se refiere ocasionalmente la tragedia ática; san Agustín lo tematiza como una de las formas de libido, santo Tomás ya introduce cuestiones de legitimidad y ejercicio, Maquiavelo indica cómo conseguirlo y cómo mantenerlo, Hobbes y Rousseau estudian el origen y postulan la forma óptima del poder, Montesquieu propone su legítima distribución, etc. Y en la ciencia social —a pesar del lamento de T. Parsons—1 el concepto de poder ha estado siempre presente y ha gozado de un rango especial. Puede, en cualquier caso, aceptarse la apreciación de S. Lukes2 al respecto de que el concepto de poder tiene siempre carácter evaluativo y es una noción esencialmente discutible: es decir, que el concepto de poder surge siempre de una perspectiva moral y política particular y opera dentro de ella (carácter evaluativo), y que es uno de esos conceptos que «inevitablemente implican disputas interminables sobre sus usos correctos por parte de los usuarios», pues su aplicación es inherentemente discutible. Esta doble característica —harto incómoda, ciertamente— del concepto de poder explica la constante proliferación de definiciones, la inmensa producción de respuestas a tales definiciones, y el tono que alcanzan las disputas cuando de poder se trata. A pesar de la señalada dificultad y aun conociendo de antemano la vulnerabilidad de la propuesta, nos atrevemos a sugerir una tímiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Poder

da clasificación de las definiciones sociológico-políticas de poder en dos grandes tipos: 1. En el primer grupo hallamos definiciones de corte psico-social que destacan o sitúan en primer plano el conflicto de intereses y/o voluntades, para acabar definiendo el poder como la resolución exitosa del conflicto (es obviamente necesario el recurso a expresiones como imposición, manipulación, influencia) y aludiendo a un sujeto (individual o colectivo) que tiene tal poder de resolver el conflicto a su favor mientras otro sujeto (asimismo individual o colectivo) carece absoluta o relativamente de él. De las definiciones que formarían parte de este primer grupo señalamos dos por su importancia: en primer lugar la de Max Weber: «Poder (Macht) significa la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad».3 Como es sabido, Weber completa la definición de Poder (Macht) con las definiciones relacionadas de dominación (Herrschaft) y disciplina:4 «Por dominación debe entenderse la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas; por disciplina debe entenderse la probabilidad de encontrar obediencia para un mandato por parte de un conjunto de personas que, en virtud de actitudes arraigadas, sea pronta, simple y automática».5 Weber afirma que el concepto de poder (Macht) es sociológicamente amorfo, mientras el de dominación (Herrschaft) aparece precisado por la apelación al mandato y a la obediencia. Coincido con la apreciación de Weber al respecto del carácter amorfo de la noción de poder. Es importante constatarlo pues tal apreciación afecta a todos los esquemas teóricos que definen el concepto de poder —dentro de este primer grupo— como resolución exitosa de un conflicto, latente o patente, de intereses o voluntades. De tal carácter amorfo da cuenta la consecución del argumento que con la definición de poder se inicia: de ella se deriva que alguien (el que impone la propia voluntad) tiene poder. Ahora bien, cabe preguntar ¿qué tiene el que tiene poder?, y entonces la respuesta nos sacaría del ámbito de la pregunta, pues necesariamente tendría que aludir a algún otro elemento (prestigio, carisma, fuerza, dinero, fama...) que apaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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recería como previo al poder y como su condición de posibilidad. Tal carácter amorfo del poder afecta a toda teoría o definición según la cual el poder se tiene. Entre ellas cabe señalar la teoría de las élites de C. Wright Mills o la teoría pluralista esquemáticamente representada por la definición de R. Dahl: «A tiene poder sobre B en la medida en que puede conseguir que B haga algo que de otra manera no haría»,6 que ha generado en los Estados Unidos toda una tradición concernida por el estudio de «adopción de decisiones». No continuamos añadiendo definiciones (que serían moderadamente redundantes). Señalamos tan sólo algo que, desde nuestra perspectiva de estudio, es fundamental: las teorías que inciden en el poder como resolución exitosa de un conflicto de voluntades o de intereses: a) Pretenden haber dado una definición general, universal e intemporal del poder: filosóficamente hablando diremos que tales definiciones presumen de haber hallado la substancia del poder, perseverante, por lo tanto, bajo todas las transformaciones históricas. b) Retienen tan sólo los aspectos negativos del poder: coerción, influencia, autoridad, manipulación, represión, etc. 2. El segundo tipo de definiciones del poder (siempre en el terreno sociológico-político) sería el de aquellas que no destacan el conflicto sino el consenso, que no aluden a intereses (y voluntades) enfrentados sino al «interés común» y a la «voluntad general» como soporte, fundamento y legitimación del poder. Se trata de una perspectiva que —en la época moderna— fue sugerida por Comte y que, con matices diferenciales, se percibe en T. Parsons, H. Arendt, J. Habermas, etc.7 La definición de T. Parsons, «Poder es una capacidad generalizada de garantizar el cumplimiento de obligaciones vinculantes por parte de unidades dentro de un sistema de organización colectiva, cuando las obligaciones se legitiman mediante la referencia a su repercusión en los objetivos colectivos y donde en caso de actos recalcitrantes (recalcitrance) se dé presunción de ejecución a través de sanciones negativas sea quien sea el agente efectivo (actual) de tal ejecución»,8 subraya el carácter colectivo de la toma de decisiones, el carácter general de la voluntad y el interés, el 465

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carácter sistémico del conjunto. «La conceptualización del poder de Parsons —afirma S. Lukes— asocia a éste con la autoridad, el consenso y la persecución de metas colectivas, y lo disocia de los conflictos de intereses y, en particular, de la coerción y la fuerza».9 El poder se define desde la autoridad institucionalizada, como garante y portavoz de los intereses colectivos, de la voluntad general y, por lo tanto, del mantenimiento del sistema. Concebido como «a circulating medium, analogous to money»,10 como medio generalizado a través del que se movilizan adhesiones y obligaciones en vista del interés de todos, el poder —como tal— carece de elementos negativos: la coerción, el uso de la fuerza, etc., quedan fuera de la definición de poder. Algo similar sucede con la definición de poder de H. Arendt, tal y como se refleja en On Violence (y como hacen notar J. Habermas y S. Lukes):11 «El poder corresponde a la capacidad humana no sólo de actuar, sino de actuar de manera concertada. El poder no es nunca la propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y existe tan sólo mientras el grupo permanece unido. Cuando decimos que alguien “está en el poder” nos referimos efectivamente a que tiene poderes de un cierto número de personas para que actúe en su nombre. En el momento en que desaparece el grupo que dio origen al poder en un principio (potestas in populo: sin un pueblo o un grupo no hay poder), “su poder” se desvanece igualmente».12 Un poco antes señala: «Lo que presta poder a las instituciones y a las leyes de un país es el apoyo del pueblo, que a su vez es la continuación de aquel consenso originario que dio vida a las instituciones y a las leyes».13 En la definición de H. Arendt no hay mención a actitudes de dominio, coerción y violencia. Por esencia, según H. Arendt (por efecto de la definición, según nosotros), la violencia desaparece del ámbito del poder. Poder y violencia se repelen, pueden alternar pero no darse conjuntamente, hasta el punto de que «hablar de un poder no-violento es —según H. Arendt— una redundancia». «Poder y violencia —continúa la autora— son contrarios, pues donde el uno domina de manera absoluta, la otra está ausente. La violencia aparece donde el poder corre peligro, pero abandonada a su suerte acaba con el poder».14 466

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La definición de H. Arendt no postula la primacía del sistema, como la anterior de Parsons, pero coincide con él en el supuesto consensual. Para estos autores el poder es una fuerza exenta de rasgos negativos. Es el garante de la realización de las metas colectivas y actúa, por lo tanto, en beneficio de todos. Cabe sospechar que —además de otros graves problemas como el de determinar lo que sean la voluntad colectiva y el interés general, la representación o el «mantenimiento del consenso»— nos hallamos ante una solución terminológica de un problema nada conceptual. Es la definición la que aparta del poder cualquier rasgo negativo al establecer —sin más fundamento que una determinada opción sustentada en una determinada «perspectiva moral»— la equivalencia poder = consenso. El conjunto de categorías que acompañan a la noción de conflicto (violencia, lucha, fuerza, imposición...) es relegado a un exterior salvaje que, con respecto al poder, aparece como su estricto contrario; en cualquier caso como su negación o amenaza. Señalamos a continuación una serie de rasgos que nos parecen centrales en la concepción del Poder de H. Arendt pero que pueden hacerse extensivos (con inevitables cambios terminológicos) a todos los modelos teóricos que hacen del consenso el fundamento del poder, tanto de su origen o erección como de su mantenimiento o legitimidad. La presentación de tales rasgos —eminentemente crítica— no pretende tanto describir completa y correctamente el modelo como apuntar una serie de dudas, localizar puntos que, si no han de ser rotundamente negados, deben, cuando menos, pensarse en profundidad: — Se trata de una definición del poder meramente política. Quiere ello decir que H. Arendt sólo considera el poder en cuanto se localiza en (se asemeja a, participa de) el Estado. El hecho de que la equivalencia poder = Estado sea la que ha prevalecido en la reflexión política moderna no indica un camino a seguir, sino que sugiere una óptica deficiente o restringida. Pues no todos los poderes se localizan en el Estado: el Estado no es la síntesis del poder, no es el garante superior y el lejano fundamento de los «poderes» que se ejercen capilarmente, los que —por otra parte— constituyen el entorno inmediato de cada individuo y conforman el esqueleto de cada grupo. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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— Todas las teorías que hacen del consenso el elemento constitutivo del poder postulan lo que cabe denominar la(una) «invariante política»: la esencia del poder es consenso. El concepto así construido pretende universalidad por encima de las variaciones y los accidentes históricos. — El encuadre de la definición de poder de H. Arendt es valorativo y los contenidos de la misma son decididamente normativos. No es posible saber —tampoco cabe decidirlo aquí— si localiza eficazmente el «debe ser» del poder. Lo cierto es que se puede dudar, como afirma Habermas, de la «utilidad científica del concepto» así construido.15 Más concretamente, elevado a concepto universal y definido en función del consenso, el concepto de poder carece de capacidad descriptiva frente a la multiplicidad de los poderes histórica y localmente constituidos. — No es convincente la operación de soslayar, por obra y gracia de la definición, los aspectos negativos, el «lado oscuro» del poder. Y si es cierto que toda de-finición implica una previa de-cisión, es decir, un corte y un establecimiento de límites, también es cierto que la definición ha de ser comprensiva y no solamente discriminante. En cualquier caso, la dificultad de un trayecto no se elimina borrando en el mapa las dificultades orográficas. Y tal es lo que sucede con la definición del poder de H. Arendt: el trabajo cartográfico (la definición, el concepto) genera la ficción de una geografía amable; el territorio del poder es, sin embargo, espinoso, a menudo violento, eventualmente coercitivo. Forzando retóricamente el argumento, cabe afirmar que las ficciones de Kafka16 tienen mayor capacidad descriptiva y heurística que las definiciones consensuales del poder. Las primeras condensan fragmentos de experiencia vivida y construyen con ellos una hipérbole que se sabe tal: su técnica consiste en «llevar al extremo», en buscar «las últimas consecuencias», en buscar —de algún modo— el antitipo ideal. Las definiciones consensuales —en las antípodas de las ficciones kafkianas— proyectan una ficción inconsciente de apariencia conceptual cuya vinculación con la realidad (el poder tal y como cotidianamente se ejerce en condiciones socio-históricas concretas y entre actores históricos concretos) es más bien dudosa. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Los dos grupos mencionados completan —en lo esencial— el panorama de propuestas teóricas al respecto del poder. Hemos tomado como tales tan sólo aquellas que pretenden, cuando menos, estudiar el poder como elemento autónomo, si bien relativo al resto de elementos que se entrelazan en la estructura social. La omisión de las diversas corrientes de pensamiento marxista no se debe a olvido o a error. Comparten todas ellas la convicción inicial de que el poder depende —en mayor o menor grado— de la infraestructura económica, es decir, que el poder y con él la totalidad del «nivel político» está determinado (o sobredeterminado).17 La concepción marxista del Estado y del poder político nos llevaría pues a enfrentarnos al concepto de dominación implicado en la lucha de clases, al propio concepto de clase, y al marco económico en el que las clases se definen. De lo dicho hasta ahora se pueden extraer, en breves trazos, unas características generales que han de servir como trasfondo crítico: a) El concepto de poder es un concepto con prestigio evidente —y creciente— en las ciencias sociales. b) La investigación se centra principalmente en torno al concepto de poder político. c) La imagen o la figura del Estado preside la práctica totalidad de las reflexiones sociológicas al respecto del poder. d) Del poder se pretende un concepto unívoco que garantice la universalidad del objeto. Ahora bien, tal y como ha sido elaborado por la ciencia social y la teoría política, el concepto de poder se muestra insensible a los requerimientos de la filosofía, la antropología y las ciencias humanas: la multiplicidad de representaciones del poder realmente ejercido no se pliega a la dicotomía conflicto-consenso y exige marcos de interpretación más amplios y complejos. Y, de hecho, a través de los desarrollos del interaccionismo simbólico (G.H. Mead), la etnometodología (H. Garfinkel), la teoría de los juegos y las teorías de la acción dramática (E. Goffman, G. Balandier), las teorías de la acción comunicativa (J. Habermas) o el tratamiento genealógico-estratégico (M. Foucault), así como las aproximaciones postmodernas (G. Vattimo, J.F. Lyotard, F. Jameson), se ha ganado una perspectiva plural y adecuada a la actual extensión paradigmática de la hermenéutica. 467

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No se trata de definir un poder inequívoco en cuanto a sus atribuciones y constante en cuanto a sus funciones. No se trata tampoco de definir el fundamento legítimo y único del poder. Más fluido, más relativo, el poder aparece como tejido o conjunto de relaciones en el que se está, en el que el sujeto se constituye, se comunica y actúa. «El mapa estratégico de la batalla», afirma Foucault. Se puede —tal vez se debe— evitar la excesiva (o exclusiva) resonancia bélica. Lo cierto es que el tejido social es, entre otras cosas, tejido de relaciones de poder que lo atraviesan y lo constituyen. En el ámbito educativo, en la familia, en todo tipo de asociación —no es preciso que sea estable—, hay relaciones de poder efectivas y operantes. Restringir el análisis del poder al espacio explícitamente político, proyectar en el Estado la forma pura del poder, es un mal método. Ni siquiera tiene el monopolio de la violencia legítima. Miles de legítimas violencias se ejercen por doquier y sin descanso en todos los grupos humanos, en todas las «instituciones». Violencias que no invocan la protección o la sanción del Estado. Un estudio del poder debe contemplar esa multitud de relaciones, minúsculas pero eficaces, sin dejarse seducir —unilateralmente— por el oropel de las grandes estructuras. Pero es preciso hacer algo más. Como han mostrado antropólogos (Geertz, Turner, Balandier), filósofos (Foucault, Elias), historiadores (Frankfort, Kantorowicz) y sociólogos (Castoriadis, Maffesoli), el poder se asienta en tradiciones, se escenifica, se actualiza y reactiva a través de rituales, se legitima y se expone por medio de símbolos, se proyecta en utopías. Para una hermenéutica del poder, el conjunto que dibujan las mencionadas instancias es fundamental. Pues no se trata tan sólo de describir un mecanismo o de proponer correcciones. Se trata más bien de comprender el conjunto —dinámico y complejo— de las relaciones sociales en todos sus niveles de ejercicio y expresión. Las figuras que el poder dibuja, los rostros que muestra, componen un variado mosaico que no se deja reducir a una ley general. Participan del consenso y del conflicto, solicitan identidad y diferencia, pactan con dioses y demonios, conforman estructuras difícilmente comparables que se extienden por todos los dominios de la cultura y la socie468

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dad: se verifican en las relaciones amicales, eróticas, familiares, vecinales, etc., y se expresan en conjuntos de creencias compartidas, en una trama o relato que aparece como un pre-consenso básico (susceptible, evidentemente, de ruptura, desgaste y modificaciones). Desde una perspectiva hermenéutica, el tratamiento sociológico del poder se revela restrictivo. Interrogar los ejercicios plurales y concretos, estudiar el sustrato imaginario y las expresiones simbólicas, comprender el recurso a la tradición y/o a la utopía, son vías —ya se están transitando— que prometen resultados más interesantes. Acaso perdamos la falsa unicidad del concepto; tal vez accedamos, sin embargo, a comprender mejor —en su pluralidad irreductible, con sus metamorfosis incesantes— el poder: «eso» que nos constituye con nuestros límites y posibilidades. Notas 1. «El concepto de poder, lamentablemente, carece de arraigo en las ciencias sociales, tanto si se trata de sociología como de política». T. Parsons: «The distribution of power in American Society», World Politics, n.º 10, 1957, p. 139. 2. S. Lukes: Power. A radical View, McMillan Press, Londres, 1974, p. 26. El texto, magnífico en su concisión y claridad, resulta imprescindible como trasfondo de lo que aquí enunciamos. 3. M. Weber: Economía y Sociedad. Fondo de Cultura Económica, México 1984, p. 43. 4. Al respecto de los problemas que genera el uso del término Poder en los distintos idiomas, véase el esclarecedor artículo de R. Aron: «Macht, Power, Puissance: prose démocratique ou poésie démoniaque?», Archiv. Europ. Sociol., V (1964), pp. 27-51. 5. M. Weber: op. cit., p. 43. 6. R. Dahl: «The concept of Power», en Bell/Edwards/Wagner: Political Power. A Reader in Theory and Research, MacMillan, Londres, 1969, p. 80. De C. Wright Mills cabe citar: The power Elite, Oxford University Press, 1956, esp. cap. 12; Power, Politics, People, Oxford University Press, 1963. 7. Y esto, a pesar de que el último (J. Habermas) haya expresado sus críticas a la concepción de Parsons y Arendt y en él el consenso tenga carácter regulativo y no constitutivo. 8. T. Parsons: On the Concept of Political Power, en Sociological Theory and Modern Society, MacMillan, Londres, 1967, p. 308. 9. S. Lukes: op. cit., p. 28. 10. T. Parsons: op. cit., p. 306. 11. De H. Arendt: On Violence, Penguin, Londres, 1970; The Human Condition, University of Chicago Press, 1973. La crítica de Habermas en: Perfiles fiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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losófico-políticos, Taurus, Madrid 1984, pp. 200-222; la de Lukes en op. cit., pp. 29 y ss. 12. H. Arendt: On Violence, ed. cit., p. 44. 13. Ibíd., p. 42. 14. Ibíd., p. 56. 15. J. Habermas: op. cit., p. 208. 16. Una lectura sociopolítica de las «ficciones» de Kafka en: J.M. González García: La máquina burocrática. Afinidades electivas entre Max Weber y Kafka. Ed. Visor, Madrid, 1989. 17. Especialmente interesantes en este sentido: N. Poulantzas: Poder político y clases sociales en el estado capitalista. Ed. Siglo XXI, Madrid, 1975, pp. 117-146; R. Miliband: El estado en la sociedad capitalista, Ed. Siglo XXI, México, 1985.

PATXI LANCEROS

Poesía existencial: J.A. Valente Es muy común en nuestra tradición de pensamiento relacionar el arte, o bien con la idea de reflejo y copia (Platón), o bien con la expresión del yo creador (Kant). Menos frecuente es el intento de vincular el arte con el conocimiento, con el conocimiento de la existencia, con el conocimiento así convertido en experiencia. Un buen ejemplo de esto último lo constituye la obra poética y metapoética del poeta José Ángel Valente (1929-2000). Sus versos y sus reflexiones acerca del arte (poético) pretenden trascender las ideas de belleza y comunicación con las que habitualmente se ha explicado el momento artístico. Su aportación central incide en que el poema, lejos de poder ser explicado desde fuera de él, explica. Y explica por lo que dicen sus palabras y por lo que sugieren. No en vano, todo poema encarna la palabra en cinta que multiplica los sentidos y las lecturas, haciendo posible el ejercicio de la comprensión. Y, sobre todo, sugiere: que lo que hay es palabra antes que lenguaje, palabra que dice y se desdice, que funda: que simboliza y trae noticia de una ausencia que hace posible el sentido y la identidad. La obra poética de Valente renuncia a las tesis del reflejo y de la expresión. Insinúa que no hay qué ni quién previos al poema. Ambos son contemporáneos y resultado de su irrupción. Ambos son derivados de la «antepalabra o palabra absoluta, todavía sin significación o donde la significación es pura inminencia, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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matriz de todas las significaciones posibles: palabra naciente».1 Es imposible atribuir al objeto o al sujeto el nacimiento del poema. Este es oriundo del silencio. Por ello, Valente define la poética como «el arte de la composición del silencio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio».2 El poema brota de la materia formante por la que respira el mundo, por la que éste se retrae y se expande, por la que se re-nueva. El artista se convierte en sensor de los movimientos de esa materia expansiva, preñada de espíritu, de un espíritu inmanente e implicado.3 Dice Valente que «el artista ha de volver una y otra vez al origen para que el mundo recomience ex nihilo como en el momento de su creación primera. La nada no es una carencia, es toda la posibilidad o seminalidad del ser».4 Como dice A. Domínguez Rey, uno de los mejores conocedores de la obra de Valente, éste escribe y crea en sintonía con una subconciencia cósmica, ya que «tras la palabra o el ser, descubre la voz; tras ésta el hálito; y en éste, la cifra de todo lo que retrayéndose, se expande, o viceversa, en consonancia rítmica con el cosmos».5 En este sentido, el arte comparece como algo más que un mero ejercicio de regodeo estético o de confesión intimista: se convierte en experiencia de autoconocimiento. Y lo que hay que conocer no es una substancia, ya sea el sujeto o el objeto, sino «una actividad al margen de las decisiones del sujeto. Ahí comienza la morfogénesis».6 Se llega a ser y a tener identidad producto del poema. Se nace y se re-nace con motivo del poema. Este conlleva, por ello, «un movimiento exílico»7 con el que el yo se diluye en una nada fecunda que prepara y anuncia (E. Bloch) el sentido. Brota de lo entrañal en el que pervive el pálpito de la palabra vivida y legada por otros, palabra que acoge múltiples y desconocidos sedimentos semánticos, «palabra que renace de sus propias cenizas para volver a arder».8 De su mano, se sugieren modelos de existencia. Más aún, se invita a jugar con ella, a estirarla, a llenar sus huecos, a fertilizar su fondo seminal. En este sentido conviene más que «hablar del artista como persona, del proceso creador».9 En él no rige ni el componente psicológico del sujeto ni la objetividad del mundo empírico (o ideal). Cursa a partir de los residuos arquetípicos que, cobijados en el alma del mundo o Imaginario cultural de la especie 469

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humana, resuenan y vibran generando posibilidades, abriendo espacios, alentando proyectos. No habla el poeta, habla el habla en el poeta, más bien el habla del poeta es efecto del inagotable susurro del sí-mismo (C.G. Jung) que en el autor conecta lo típico con lo arquetípico, lo singular con lo universal, lo personal con lo transpersonal. Se trata de ese no-lugar donde crece la palabra sin patria de la que habla José Ángel Valente, esa palabra de todos y de nadie, esa palabra a la que pertenecemos, esa palabra que no (sólo) diferencia códigos e identidades sino que (sobre todo) aúna y promueve la diversidad simbólica desde el silencio creador que todo lo fecunda. La creatividad artística nace huérfana de una conciencia que la promueva, de un yo lógico y moral que la presida. Hermanada con el misterio y lo inexplicable, nace sin principio, porque ella es el principio que hace principiar de continuo y que se desborda en sus producciones. Crece en el subsuelo imaginario de la existencia humana. Cuando ésta pone nombre a las cosas, las define, las evalúa, las juzga, ya se ha producido tiempo ha el despertar de una imagen que se abre paso en el alma del artista como cauce para su despliegue. El murmullo de fondo de una herencia arquetípica que vibra emitiendo significado se constituye como el principio de toda diferencia y, por lo tanto, como el común denominador de todas nuestras representaciones. En definitiva, la prueba taxativa de que, más allá de identidades y diferencias, lo por pensar es lo que las une y las hace posible: la urdimbre en la que nos diluimos como hechos identitarios para recuperarnos como verbo y posibilidad. Por ello, el proceso creador no es propiedad de un sujeto ni resultado de la ineludibilidad de las circunstancias ambientales: no cursa a partir de un qué lógico o moral, antes bien es su condición de posibilidad. Obedece a su propio movimiento sirviéndose del sujeto creador que ya no se sujeta a sí mismo: porque le da la palabra, el sentido y el verbo. En él se abre paso al incorporar a sus episodios personales y a sus complejos psíquicos la presencia de una experiencia arquetípica que le hace ver simbólicamente una realidad a la que funda, que le hace ver en-relación lo uno y lo otro, la luz y la sombra, lo masculino y lo femenino, la cultura y la naturaleza. En el proceso del arte el artista y la realidad se diluyen en su desplie470

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gue anónimo e impersonal tirado por una resonancia semántica que trastorna el lenguaje osificado de la conciencia colectiva, de la ciudad y del código y funda un nuevo decir el hombre y el mundo. En este sentido, el antropólogo francés Gilbert Durand10 atribuye al arte (que no al artista) un doble nivel de creatividad que, en cualquier caso, habla de su autonomía. Por un lado, es creador de la conciencia colectiva, de una época, de un medio social que ella configura. Su universo social afecta al colectivo al prefigurar unos escenarios, personajes, tiempos y acontecimientos que aportan sentido, organizan la experiencia y forjan el carácter. La creatividad artística delimita un mundo, promueve la palabra. El propio Durand se apresura en decir que Don Quijote fecunda el alma española de quijotismo. Pero, sobre todo, «la obra es acto creador de ella misma».11 No hay una instancia exterior que la posibilita y la explica, es más, ella es la exterioridad, el afuera foucaultiano, «el derramamiento indefinido del lenguaje»,12 que funda y establece la relación entre las palabras y las cosas en cada contexto cultural. En algún sentido, cobra el estatuto de teofanía porque su presencia produce placer y conocimiento, pero sobre todo, funda el sentido, dibuja el límite y perfila el horizonte de acción. Cobra, por ello, un componente fundacional sin ser posible fundarla en algo ajeno a ella misma. Por todo ello, la experiencia del arte se corresponde con el arte de la experiencia. Tras la experiencia del arte algo ha mutado en la relación con uno mismo, con los otros y con el mundo. Hay experiencia, y tras ella no nos reconocemos en los rostros y en los pensamientos de antaño. Obliga a con-vivir con la contingencia y a renunciar a las rigideces del sentido común. Se trata de procesos de creatividad que desembocan en conocimiento, o mejor, en reconocimiento de la complejidad e impersonalidad que constituyen los cimientos de nuestra existencia. La experiencia del arte reivindica la singularidad como feudo de la auténtica experiencia existencial, aquella que no deja las cosas tal y como están, sino que auspicia el renacimiento del sujeto. A su través hay in-corporación, enriquecimiento e incremento del ser. Al decir de José Ángel Valente, «toda poesía es, ante todo, un gran caer en la cuenta».13 En el arte la existencia se convierte en experiencia. Su irrupción «no deja inalterado al DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que la hace»14 de modo tal que, tras consumarse, ya no se es él mismo, su autocomprensión ha incorporado a la extrañeza como lo más propio y parte de sí: se reconoce como sujeto paciente al que le pasan cosas y cuya actividad es más que nada dádiva y don. La experiencia artística desemboca en un proceso de conocimiento cuyos patrones metodológicos no se ajustan a los canónicos en la ciencia natural, pero no por ello son menos efectivos en la dimensión cognitiva del hombre. En este sentido, «la obra de arte tiene su verdadero ser en el hecho de que se convierte en una experiencia que modifica al que la experimenta. El “sujeto” de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma».15 El encuentro con la obra de arte promueve, en el artista y en el intérprete, una manera de autocomprenderse que, en tanto que experiencia fecunda, nos pone a dialogar con lo desconocido. Permite «conocernos a nosotros mismos, y esto quiere decir que superamos en la continuidad de nuestro estar ahí la discontinuidad y el puntualismo de la vivencia. Por eso es importante ganar frente a lo bello y frente al arte un punto de vista que no pretenda la inmediatez, sino que responda a la realidad histórica del hombre».16 Su capacidad de alteración no se limita a aspectos puntuales, a meros cambios de gusto artístico, a vivencias concretas, sino que afecta al conjunto, al mirar, al ser: a una identidad re-nacida como otra. En el sentido recién expresado, la experiencia nos resitúa en el mundo hasta acercarnos a los límites que nos hablan de lo que hay y de lo que puede haber: acontecer y apertura. El arte remite a una experiencia que no comunica algo ajeno a ella, ya que ella misma es la comunicación, no se define por lo que expresa, porque ella es la expresión. No apunta a algo simbolizado por alguien: ese algo constituye el nacimiento de un nuevo alguien que es fruto de la experiencia. Nace con ella. No preexiste a su comparecer, más bien es su resultado. La obra constituye un universo de sentido irreductible. Se convierte en interlocutor de un encuentro fecundo porque goza de consistencia propia, porque desde su interior nos desafía y nos propone diálogo y aventura, porque perdura en el tiempo abriéndose a diferentes tiempos y sensibilidades. Encierra en su interior una trama simbólica que explica sin ser DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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explicada desde fuera de ella misma. El arte funda porque revela: yacimientos de sentido, episodios biográficos inadvertidos, correspondencias afectivas ocultas, vínculos inesperados, afinidades con épocas sepultadas por el tiempo histórico. En otras palabras, «el arte no depende de un público preexistente, sino que crea un público; lo cual equivale a decir que el arte consiste menos en expresar que en revelar, menos en concluir que en comenzar, menos en reflejar que en fundar. El arte no le sobreviene a la realidad ya existente, sino que funda él una nueva realidad; el arte no refleja un espíritu ya formado, sino que nos enseña él una nueva forma de humanidad, el arte no expresa un mundo acabado, sino que descubre él un mundo nuevo; y ello porque el arte se instala en el propio corazón de la realidad en movimiento y porque la obra de arte es en sí una realidad, un espíritu, un mundo: su propia realidad, su propio espíritu, su propio mundo. Su poder no consiste en concluir una época; si así fuese, moriría con su época, arrastrado por ese mismo tiempo que quería detener y fijar en la expresión; su poder consiste más bien en abrir el tiempo y el comenzar una época, en el sentido de que ella es en sí un tiempo nuevo y una época nueva. El arte tiene el poder de “comenzar” porque él es un comienzo: es “inicial”, aún más, es —por decirlo de algún modo— “iniciático”, no sólo porque es “original”, sino, más aún, porque es “originario”».17 Frente al comunicacionismo de la poesía de la España de los años cincuenta y sesenta, Valente (y, por ejemplo, Claudio Rodríguez) defiende que es en la elaboración del poema donde amanece el sujeto y el objeto, que hasta su consumación nada se puede comunicar porque no hay quién comunica ni qué comunicar. De hecho, en el proceso del arte lo que se comunica es el quién. En sus propias palabras, «cuando escribo la palabra yo en un texto poético o éste va, simplemente, regido por la primera persona del singular, sé que, en ese preciso momento, otro, ha empezado a existir. Por eso, muchas veces, al yo del texto es preferible llamarle tú. Ese yo —que es tú porque también me habla— no existe antes de iniciarse el acto de escritura. Es estrictamente contemporáneo de éste».18 El arte remitiría a un proceso sin más sujeto o permanencia que su propio discurrir creativo. Se trata de una experiencia sin sujeto que, activada por los desdoblamientos y remisio471

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nes del lenguaje en la eterna infancia metafórica y arquetípica de lo precodificado, va gestando una unidad discursiva reveladora de experiencias que afecta la conciencia hasta dar a luz un sujeto novedoso, un nuevo ver, una nueva síntesis de los elementos del mundo. Afirma José Ángel Valente que «la poesía es, antes que cualquier otra cosa, un medio de conocimiento de la realidad».19 Pero no en el sentido del conocimiento de las ciencias naturales que ansía lo que permanece y lo que se repite en el devenir natural. La experiencia se empobrece al quedar toda su carga reveladora desactivada por la presencia homogeneizadora e igualadora de la ley. Ante el privilegio de lo general, lo singular y lo único se reducen a un caso más de una ley universal. Sin embargo, en la obra de arte lo que hay es experiencia, o conocimiento como experiencia única y, por ello, que turba y trastorna, que incita a lidiar con lo desconocido. No hay conocimiento ni horizonte de conocimiento previos a la experiencia artística, más bien son contemporáneos de ésta, resultados y des-velados por ésta, de modo que, «lo dado es la experiencia en su particular unicidad (objeto específico del poeta). El poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia, sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador y es, a mi modo de ver, el elemento en que consiste primariamente lo que llamamos creación poética. El instrumento a través del cual el conocimiento de un determinado material de experiencia se produce en el proceso de la creación es el poema mismo. Quiero decir que el poeta carece de la zona de realidad sobre la que el poema se erige al darle forma previa: el acto de su expresión es el acto de conocimiento».20 Tras los tanteos, pruebas y ensayos que presiden el curso creativo, comparece la idea de la obra artística como «conocimiento haciéndose»,21 conocimiento que dialoga con la existencia y que desemboca en un sujeto devenido otro por estar cargado de una experiencia nueva que lo altera y modifica y de la que es contemporáneo. El sujeto, en cuanto nuevo ser, confirma que no hay conocimiento previo a la experiencia poética, sino que la experiencia poética es el conocimiento que abre la cerrazón del mundo, que desvirtúa la identidad como hecho clauso, que rompe los grilletes del sistema/orden social instaurando la posibilidad. 472

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En esa experiencia hay mucho de proceso subterráneo: de silencio, misticismo, desgarro, interpelación, extrañamiento. Se trata, antes de nada, de un proceso de retracción que empieza con un yo que se diluye en la nada, que se despoja de sus certidumbres, que suspende sus hábitos, que se vacía: para preparar la experiencia de cambio, para renacer otro. Por ello, no amanece el cantor ya que «la palabra le obliga a ser también receptor, recipiente, cántaro y no sólo cantor. El cantor —es decir, el yo— no amanece. El cantor anochece. Declina. Cae. Su caída —o sea, su cadencia— es el ritmo, el canto».22 El acto creativo es, en principio, un momento de contracción, de desocupación de la conciencia, de máxima receptividad, de disponibilidad total: de desdibujamiento de la identidad para viajar hasta la des-identificación y el auto-extrañamiento. El crear comienza vaciando, ahuecando, proporcionando espacios. Por ello, como dice Valente, «crear lleva el signo de la feminidad. No es acto de penetración en la materia, sino pasión de ser penetrado por ella. Crear es generar un estado de disponibilidad, en el que la primera cosa creada es el vacío, un espacio vacío. Pues lo único que el artista acaso crea es el espacio de la creación».23 Conviene subrayar, por tanto, que hay acción antes de que se consume la obra y, por ende, el conocimiento. Se trata de una acción que más que por proponer y proyectar empieza por preparar y disponer, de una acción entendida como «estado de no acción, de no interferencia, de atención suprema a los movimientos del universo y a la respiración de la materia».24 El conocimiento remite a un punto de llegada precedido de anticipaciones y anuncios como sabía E. Bloch, de ensayos, pruebas, exploraciones y tanteos presididos por la bruma y la ceguera, movidos por la visita inesperada del daimon que convulsiona lo que toca. El apetito creativo moviliza la acción del artista antes de que ésta encalle en el mundo empírico como forma bella. La acción, por tanto, es deudora de un fondo siniestro que ella misma sublima y transfigura en orden, proporción y armonía. Siente sobre sí la presión de lo i-límite que brota del cerco hermético del que habla Eugenio Trías. La imagen del artista y del hombre que se deriva de esta experiencia se corresponde con la del agente pasional sobre el que se ciernen mensajes hermenéutiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cos que encienden la acción. Esta cursa sin conciencia, presa de un rapto demente que la dis-pone a actuar sobre un horizonte desconocido, siniestro, brumoso. La dis-pone a buscar a través de intuiciones y flashes pero sin saber qué: en definitiva, sin saber. De este modo, puede decirse que «si es cierto que la obra comienza a existir cuando está completa, no es menos cierto que aquélla comienza a actuar antes de existir».25 En palabras de José Ángel Valente, «el poema nace al comenzar una larga gestación previa a lo que cabría llamar la escritura exterior».26 En el principio está la acción buscando e indagando sin dirección y sin norte, explorando en las tinieblas, intuyendo yacimientos fértiles, deslizándose por territorios quebradizos y pantanosos. Con todo ello se constata que la vida precede al conocimiento, que éste es la última estación de un proceso puesto en marcha por la efervescencia creadora cuyo ser es abrirse paso, jugar con las formas, revestirse de nuevos atuendos. Experimentar sin saber o saber a través de la experiencia, la prueba o el ensayo. Sólo esa acción que nace de la sombra del mundo puede desembocar en conocimiento. En definitiva, «se trata de un hacer que, lejos de presuponer el conocer, más bien lo precede, lo previene y lo prepara».27 Notas 1. J.A. Valente, La experiencia abisal, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 11. 2. J.A. Valente, Obra poética 2. Material memoria, Alianza, Madrid, 1999, p. 42. 3. A. Ortiz-Osés, De lo humano, lo divino y lo vasco, Oria, Alegia (Guipúzcoa), 1998, p. 155. 4. J.A. Valente, Elogio del calígrafo, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2002, p. 158. 5. A. Domínguez Rey, Limos del verbo (J.Á. Valente), Editorial Verbum, Madrid, 2002, p. 27. 6. Ibíd., p. 50 7. J.A. Valente, op. cit., 2004, p. 114 8. J.A. Valente, Variaciones sobre el pájaro y la red. La piedra y el centro, Tusquets, Barcelona, 1991, p. 257. 9. C.G. Jung, Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y en la ciencia, Trotta, Madrid, 1999, p. 65. 10. G. Durand, «La creación literaria. Los fundamentos de la creación», en El retorno de Hermes (ed. Alain Verjat), Anthropos, Barcelona, 1989 (pp. 20-48). 11. Ibíd., p. 22. 12. M. Foucault, El pensamiento del Afuera, Pretextos, Valencia, 2000, p. 11. 13. J.A. Valente, Las palabras de la tribu, Tusquets, Barcelona, 1994, p. 21. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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14. H.G. Gadamer, Verdad y método, Sígueme, Salamanca, 1996, p. 142. 15. Ibíd., p. 145. 16. Ibíd., p. 138. 17. L. Pareyson, Conversaciones de estética, La balsa de la medusa, Madrid, 1987, p. 58. 18. J.A. Valente, «Imágenes», en En torno a la obra de José Ángel Valente, Varios Autores, Alianza ed., Madrid, 1996, pp. 10-11. 19. J.A. Valente, op. cit., 1994, p. 19. 20. Ibíd., pp. 21-22. 21. Ibíd., p. 22. 22. J.L. Pardo, «Carne de palabras», en Anatomía de la palabra. José Ángel Valente (ed. Nuria Fernández Quesada), Pretextos, Valencia, p. 189. 23. J.A. Valente, Obra poética 2. Material memoria, Alianza, Madrid, 1999, p. 41. 24. Ibíd., p. 41. 25. L. Pareyson, op. cit., 1987, p. 29. 26. J.A. Valente, op. cit., 1999, p. 10. 27. Ibíd., p. 27.

CELSO SÁNCHEZ CAPDEQUÍ

Posnacionalismo Los héroes de la nación se aburren petrificados en sus estatuas y desde las alturas miran con melancolía a unos ciudadanos que ignoran sus hazañas. Al militar exaltado le ha abandonado la gloria. El escritor que forjó su obra en las tradiciones locales es ya un ser relegado a oscuras reuniones de expertos en la letra olvidada de la historia. Los vestigios del siglo XIX agonizan al comienzo del XXI. En la cultura hemos vivido desde hace tiempo la mundialización. Para darse cuenta sólo hace falta sacar un álbum de nuestra discoteca, de Mozart o de los Rolling Stones, basta con pensar en la Biblia. En el ámbito económico, las decisiones de un consejo de administración, reunido en Tokio, afectan al futuro laboral de miles de trabajadores en Europa, cuyos ahorros se mueven arriba y abajo por las cotizaciones del Nasdaq en forma de fondos de inversión. En lo social nos encontramos con una inmigración que se escapa al control de los gobiernos, con unos riesgos ecológicos y sanitarios globalizados. Al mismo tiempo nos enfrentamos a una delincuencia y a un terrorismo organizados internacionalmente, aunque también contamos con unos derechos que poco a poco se acercan a su ingénita universalidad. Por el lado político 473

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asistimos a la consolidación de estructuras transnacionales, como la Unión Europea. Sin embargo, aún no vemos con claridad cómo podemos superar el marco de un Estado-nación porque no sabemos quién puede garantizarnos esos mismos derechos conquistados, quién puede protegernos frente a la inseguridad, quién nos pagará la prestación de desempleo o quién tomará las decisiones oportunas con el suficiente grado de legitimidad democrática. En las líneas siguientes voy a desarrollar esta idea, que certifica el evidente anacronismo de los esquemas nacionales en la cultura, en la economía, en la sociedad, pero que no encuentra una exacta correlación en la política, en la posible superación de un Estado-nación debilitado pero todavía necesario. A ese desbordamiento general de las contenciones nacionales, y a las actitudes y respuestas que provoca, le llamaremos posnacionalismo, un término inspirado en Jürgen Habermas, aunque desarrollado por nuestra cuenta y riesgo. Trataremos de ver cómo esta situación posnacional erosiona el aura del Estado-nación hasta dejarlo en el esqueleto, en su sola capacidad para resolver problemas a los ciudadanos, quienes generalmente premian o castigan con su lealtad a los gobiernos en función de sus resultados, excepto cuando hay una reivindicación nacionalista y se vota inclinado por la convicción sentimental y no por el cálculo responsable de las consecuencias. Cualquier escritor sabe que en su taller de herramientas se halla la armadura de Don Quijote, la magdalena de Proust y las regiones impronunciables de Faulkner. Cualquier lector sabe también que su universo es un Babel a la medida de sus posibilidades. Una de las constantes en la historia de Occidente es la rapidez con que se han extendido las corrientes intelectuales. La Escolástica perforó los muros de los conventos por la diseminación comunicada de las órdenes religiosas y por la creación de las primeras universidades. El Renacimiento rompió la barrera de los Alpes por el internacionalismo del poder de la Iglesia y por las conexiones entre las cortes europeas, clientes unos y otros de los artistas. Qué decir de la Ilustración, ella misma con voluntad universal, propagada rápidamente con la letra impresa, por las rutas de los viajeros y comerciantes. A pesar de la genuina especificidad con que se producen los fenómenos cul474

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turales en espacios geopolíticos determinados, no hay nada importante que haya pasado en Francia que no haya pasado en mayor o menor medida en España o en Alemania, y, desde el siglo XVII, en América. Es verdad que en el XIX se asiste —paradójicamente, en todas las naciones de Europa— a una entronización de la literatura nacional, del arte nacional, inventos todos por los que el Estado-nación, resultante de las revoluciones liberales, pretendía enfundarse el estatus de corporeidad política de un espíritu patriótico presuntamente inserto en el alma de todos los ciudadanos. Pero si tomamos como ejemplo las pinacotecas nacionales, instituidas tanto para democratizar el acceso a las pinturas como para ilustrar el genio artístico de la nación, enseguida vemos que su creación prácticamente coincide en el tiempo con la batalla impresionista contra el academicismo, un fenómeno surgido en Francia que pronto tuvo eco en todos los países de Europa. El nacionalismo cultural es siempre una ficción, porque las obras y los artistas no se erigen de la tierra, como los árboles milenarios; se hacen con talento y saber. Pero ello no quita para que cumpla una función muy clara: proporcionar a los ciudadanos un elemento fuerte de identificación, unos símbolos compartidos, un relato heroico en el que uno puede meterse en el fragor de las batallas, alistarse en uno de sus bandos y dotarse de una identidad nacional, pasando por alto el hecho de que la historia rara vez es moral y que generalmente se levanta sobre el sufrimiento de víctimas anónimas. La conciencia reflexiva sobre la mundialización de la cultura racionaliza y seculariza el valor de los símbolos del Estado-nación. Hoy los himnos son una reliquia cantada —a veces sin letra, como en el caso español— en los últimos reductos del orgullo nacionalista: los acontecimientos deportivos. Y ya sólo unos pocos quieren morir por una bandera —el caso estadounidense resulta demasiado complejo para tratar aquí—, aunque todavía los hay que apuñalan por los colores de una camiseta. Muy lejos nos llevaría el análisis de cómo se implantó el espíritu de la nación. Citaremos, no obstante, casi a modo de lista, un sistema de instrucción pública que ahora compite con los estudios en lenguas distintas del castellano y con los estudios en el extranjero; la prensa y luego la televisión convencional, que van perdiendo su cenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tralidad a causa de los canales satélite y de Internet; y el servicio militar, ya caducado. El Estado-nación pretendía homogeneizar territorio, población y cultura. Nadie sabe cómo será España dentro de veinte años, cuántos matrimonios mixtos estarán pagando sus préstamos hipotecarios, si de la integración habrá surgido una ciudadanía más sabia y tolerante o si el proceso habrá generado la división social y la marginación. En cualquier caso, las oleadas de pateras han revelado desde hace tiempo que los muros de contención territorial del Estado son muy porosos, que hay ahora una población móvil, más migrante que inmigrante, que pronto querrá hacerse sedentaria y participar de los logros sociales del país de acogida, a cambio de trabajo y de su disposición ciudadana. Al Estado español, por ejemplo, ya no le valdrá con buscar la identidad nacional en una historia común, o en unas raíces religiosas, sino en los ideales democráticos, como ha pasado en Francia. Por otro lado, vivimos en una sociedad del riesgo, como dice Ulrich Beck, o al menos de la incertidumbre. El terrorismo ha dado un giro hacia una barbarie de proporciones inauditas y consecuencias imprevisibles con el ataque al World Trade Center y al Pentágono, mientras la delincuencia internacional, relacionada con la droga, la prostitución y la pornografía infantil, se posicionan como uno de los negocios más provechosos del mundo. En esta época en la que hemos conocido el mayor desarrollo de la medicina y de la salud pública aparecen epidemias mortales como el sida, enfermedades como el mal de las vacas locas o los medicamentos con graves efectos secundarios, que se transmiten de país a país ante la pasividad e impotencia de los ministerios correspondientes. En lo que se refiere a lo económico, no hace falta ser un experto para darse cuenta del enorme cambio que se está produciendo ante nuestros ojos. La alianza entre lo tecnológico y lo económico está revolucionando el mundo, como antes lo revolucionaron la máquina de vapor y la electricidad. Desde finales de los años setenta ha aumentado el número de corporaciones con intereses productivos y comerciales localizados simultáneamente en diversas partes del planeta. Estas grandes empresas planifican sus estrategias y objetivos a escala global, ayudadas por una infraestructura técnica y por un sistema organizativo muy avanzados. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Además, la agilidad comunicativa de los nuevos instrumentos tecnológicos ha propiciado un despegue espectacular de la Bolsa, a pesar de sus crisis, favoreciendo la economía de la especulación en detrimento de la producción. Ante el nuevo poder de los operadores bursátiles, con su gran influencia en el mercado de divisas, y de las corporaciones con tentáculos en diversos países, al Estado-nación le resulta mucho más difícil ejercer la presión fiscal y, además, tiende a rebajar o congelar los impuestos de las actividades económicas para que las empresas radicadas en su ámbito puedan ser más competitivas en el mercado global. El Estado, que al mismo tiempo lucha por evitar el déficit, cede parte de sus funciones primordiales —incluso la sanitaria y la educativa— a la empresa privada, o rebaja sus prestaciones reculando en relación al logro histórico que supuso el Estado del bienestar. Hasta ahora hemos encajado las piezas cultural, social y económica del puzzle de la mundialización. Pero nos falta el elemento político. Es obvio que se asiste a una tendencia mundialista, por ejemplo en lo que se ha llamado globalización de la justicia, fenómeno aún muy restringido pero esperanzador, basado en la universalidad de los derechos humanos, que ha legitimado y posibilitado el juicio a Pinochet y a Milosevic. Nadie negará, por otra parte, la importancia de la Unión Europea, de su Banco Central y su moneda única, de su espacio de seguridad, o el creciente peso de las directivas comunitarias. No obstante, el ciudadano sigue discurriendo por un camino fundamentalmente nacional, y no sólo por ganas de llevar la contraria. Las atribuciones del Estado-nación aún son capitales. En sus arcas reposan nuestros impuestos aunque una porción de ellos vaya a Europa y luego regrese en forma de ayudas. En sus cárceles se cumplen las condenas, aunque las celdas constituyan hoy el nítido espejo de la internacionalización del delito. En sus oficinas se cobra el desempleo o se solicita una vivienda subvencionada, aunque ahora podamos trabajar en Francia o Alemania libremente. La educación continúa siendo una obligación del Estado, si bien los universitarios actuales pueden cursar un año de su carrera en un centro europeo. Los hospitales pertenecen al sistema nacional-autonómico de salud, pero hace muy pocas fechas ya se atisbó la posibili475

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Posnacionalismo

dad de que las listas de espera españolas se solucionen en parte mandando pacientes a otros países. Al igual que la economía, la sociedad y la cultura, la política también está alimentada por una fuerza centrífuga. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que al Estado-nación le quedan horas. ¿Cómo se pueden articular ambas tendencias? A mi modo de ver, la actitud más sensata y oportuna, creo que consciente o inconscientemente bastante extendida, se puede denominar posnacionalismo. Insisto en que es una actitud y no una ideología, una forma de encarar las cosas del presente, de darles respuesta, y no un sistema cerrado de creencias sobre el futuro. La actitud posnacionalista procede de la universalización de la cultura, que seculariza y desencanta las pretensiones simbólicas del patriotismo moderno, sucedáneo de la religión surgido con la deslegitimación de las monarquías absolutas y de su clerocracia. Curado de la fiebre patriótica, el posnacionalista defiende los valores universales, generalmente plasmados en las constituciones, y distingue la sociedad del Estado, dos términos que tienden a confundirse en todo el aspecto del nacionalismo. El posnacionalista desacraliza al Estado y lo concibe desde un punto de vista instrumental y pragmático, como una estructura administrativa que debe servir a los intereses y al bienestar del mayor número de gente posible. De ahí que juzgue a las opciones políticas no en función de los ropajes ideológicos con que se vistan, sino por sus resultados, y que participe en los partidos siempre de una manera revocable. Pero el posnacionalismo no significa la renuncia o siquiera la lejanía de la política. De hecho, todos los problemas de la mundialización llevan a la necesidad de acciones encuadradas en su ámbito. La universalización de la cultura no sólo desfunda el revestimiento nacionalista de la literatura o del arte acaecido en el siglo XIX, o provoca la racionalización que ve en los símbolos convenciones arbitrarias (no es casual que el Curso de lingüística general de Saussure saliera publicado en 1916) y no floraciones llenas de sentido. También produce una uniformidad impuesta por la industria del ocio, que no entiende la cultura como un bien comunicativo y reflexivo, sino como una serie de objetos de consumo que hay que desdramatizar y aligerar para que 476

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sean fácilmente digestibles por todos y en todos los países. Ahí la política, que de momento reconoce la cultura como un derecho constitucional, debe apoyar la generación de anticuerpos creativos que hagan frente a la epidemia uniformadora y comercial. La actitud posnacionalista es también consciente de que la sociedad va perdiendo su homogeneidad y de que hemos de acostumbrarnos a reconocer al otro y a sus derechos independientemente de su lugar de origen, de su lengua madre y de su religión, y así defiende que el Estado debe facilitar la integración y que la sociedad de acogida debe exigir al que viene de fuera respeto y colaboración con la manera propia de hacer las cosas. Por otro lado, el posnacionalista advierte el riesgo de degeneración ecológica de todo el planeta y la evidente falta de eficacia de los límites fronterizos en un desastre como un escape nuclear o una marea negra. Por esta razón el Estado nacional debe implicarse en tratados internacionales que defiendan el medio ambiente. En cuanto a la delincuencia y el terrorismo, sus actores han demostrado la misma habilidad que las empresas multinacionales para operar coordinadamente en distintos países, y por eso resulta imprescindible la articulación policial interestatal. Por último nos queda la economía, y en este caso un posnacionalista que no haya renunciado a la justicia debe exigir que la globalización no sólo exporte el sufrimiento de los peores trabajos a los países del Tercer Mundo, sino que además se establezcan acuerdos políticos y compromisos éticos por parte de las empresas tendentes a la dignificación laboral de esos nuevos centros de producción y distribución. Globalizar las ventajas de la globalización sería la estrategia adecuada a este respecto. Todos estos hilos precisarían de una mayor longitud para que en ellos pudiéramos incluir los matices necesarios, que a causa de la brevedad se nos han quedado a las puertas de este artículo. No queremos ocultar que el nacionalismo aún posee una pujanza estremecedora, tanto en los casos vasco o catalán, como en el español y estadounidense. Sin embargo, los nacionalistas carecieron de respuestas propias a los grandes retos y logros del siglo XX, como las libertades sindicales y de las mujeres, y ahora también les faltan instrumentos intelectuales para hacer frente a los problemas y posibilidades que hemos venido tratando aquí. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Presente

El Estado nacional ha de posicionarse en una situación posnacionalista y aprovechar las ventajas que de ella puedan derivarse en beneficio de los ciudadanos. Pero pocos meses después de que los euros hayan expulsado a las pesetas de nuestros bolsillos resulta inevitable mencionar el papel de la Unión Europea. Es evidente que desde una perspectiva posnacionalista la consolidación de una estructura administrativa y política común en el espacio geopolítico europeo cimenta las bases para que se puedan afrontar con éxito la mayor parte de los problemas que suscita la mundialización. Trabajar en ese sentido es tan sólo una sencilla manifestación del sentido común. Incluso la propuesta de unos Estados Unidos de Europa, de corte federal y con una constitución común, se presenta como un horizonte plausible y deseable a medio plazo. Las dificultades para la creación de los Estados Unidos de Europa las veo yo en el peligro de la expansión burocrática. Algunos países de la Unión Europea ya son federales, como Alemania, o tienen administraciones autonómicas con un alto grado de desarrollo competencial, como España, y creo que es pertinente recordar que la instauración de éstas no sólo se debió a la presión nacionalista, sino también a la exigencia de un Estado más descentralizado y cercano a la ciudadanía. Corremos el riesgo de crear una burocracia compleja, intrincada, según el modelo de las cajas chinas, con ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos, gobiernos centrales y finalmente europeos, cada nivel con su cámara de representación, con sus oficinas y policías propias, un laberinto de pasillos y puertas donde a priori parece que el destino del ciudadano es quedarse perdido. Las ideologías siempre plantearon un final feliz. El posnacionalismo, por el contrario, no puede, y por ahora tan sólo le cabe la modestia de avisar del peligro. IÑAKI ESTEBAN

Presente Siempre estamos entre las cosas, y hoy más que nunca; en una época dominada por la lógica del mercado y de la búsqueda espasmódica del DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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bienestar material. Del mismo modo siempre estamos entre los tiempos, ya que son los tiempos los que marcan la condición humana. Pero, ¿qué es este «entre» que separa y a la vez une tanto las cosas como los tiempos? ¿Con qué se corresponde esta «sutil placa de hielo» que está siempre a punto de romperse y sobre la que construimos, sin embargo, nuestra existencia? Y, ¿quiénes somos nosotros, que conducimos nuestros días entre las cosas y los tiempos? El «entre» es el presente que no conseguimos interceptar ni apresar en su actualidad, en cuanto que estamos atrapados por las incumbencias de la vida cotidiana. Por tanto, lo conocemos sólo como lo que aún no se ha concluido o como lo que todavía tiene que suceder. En consecuencia, parece que el nombre más apropiado que le podemos reservar es aquel de pasado o de futuro. Además, acostumbrados como estamos a buscar siempre seguridades, tendemos a introducir todo lo que nos sucede en la lógica de la certeza. Por tanto, lo que ha pasado tiene que tener para nosotros un rostro definido y por tanto el valor de un dato adquirido. Sólo desde esta condición no representa una eventualidad imprevisible para los fines de nuestras opciones. El futuro, por la misma razón, es visto por nosotros como el todavía-no y por ello como una mera posibilidad sobre la que podemos proyectar libremente nuestras expectativas y esperanzas. Así pues, no reside ni en el pasado ni en el futuro el sentido de nuestro ser en el mundo. El pasado, en efecto, no es más que recuerdo, memoria, y, por ello, puede adquirir su vitalidad sólo mediante actos que pertenecen al presente. En virtud del hecho sobre el que reflexionamos, éste recupera su potencialidad y vuelve a ser parte activa de nuestras decisiones. El futuro, a su vez, no es más que anticipación, precursor de lo que aún tiene que suceder. Por eso, sólo a través de sentimientos o proyectos que pertenecen al presente, éste puede sustraerse al riesgo de disolverse en un simple delirio o en una pura fantasía. Así pues, el presente es lo que permite discernir entre el pasado y el futuro, confiriendo a cada uno de ellos su identidad específica. Sin embargo, es también a la vez aquello que les hace ser dimensiones de la temporalidad. No obstante, el presente que desempeña esta fun477

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Presente

ción, no equivale a una presencia, ya que el presente, en aquello que tiene de más propio, nunca está a nuestra disposición, nunca está sin más delante de nosotros. Contrariamente a lo que supone Heidegger, no es ni siquiera la imagen falaz y destinada a disolverse en la muerte de una realidad ya garantizada desde siempre. El presente que separa uniendo no es tampoco una actitud hacia el mundo. En este caso, de hecho, sería apertura en relación con él y por tanto éxtasis que se puede traducir en varias formas de deseo: deseo de conservar el mundo, deseo de modificarlo, deseo de proyectarse a sí mismo, para apropiárselo y hacer de él nuestro mundo. Pero un deseo así concebido, no sería más que el reflejo de una nostalgia del pasado o de una «ocupación» del futuro y, en general, equivaldría a la propuesta de un yo autosuficiente y cartesianamente cerrado en el angosto horizonte de sí mismo. El presente, por el contrario, es lo que no tenemos y nunca podremos tener. Es aquello que no puede ser de ningún modo objetivado, puesto que tiene su identidad en el hecho de venir a menos una y otra vez. No se trata, en cualquier caso, de una pura nada, ya que de lo contrario sería impensable y, por tanto, no habría motivo para hablar de él. Es más bien una condición que, aunque sea inaprensible, nos atraviesa y nos marca profundamente: es la condición sobre la que construimos nuestra vida cotidiana. El presente corresponde al umbral en el que el no tener del tiempo, que es propio de nuestra realidad existencial, se entrecruza, para cada uno de nosotros, con el hecho de existir: es el lugar evanescente de su encuentro. Es en el presente, y sólo en él, de hecho, donde nos damos cuenta de ser y estar entre las cosas y entre los tiempos. Es en la derrota a la cual estamos continuamente expuestos en nuestro intento de dilatar el mundo, de extenderlo, de domesticarlo, proponiéndonos como centros del querer, como fuerzas capaces de una productiva organización de nuestra cotidianidad, es en ella donde experimentamos el existir. En cuanto intentamos superar los límites del presente, constatamos que su contingencia y precariedad son insuperables. Con esta experiencia tomamos conciencia de que no podemos considerarnos los artífices de todas nuestras modalidades de ser. 478

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Sin duda, nos está permitido aumentar nuestro querer, ampliar nuestras expectativas, renovar como queramos nuestras opciones, como también nos está permitido renunciar a todo ello, absteniéndonos de traducirlo en acciones y en formas concretas de comportamiento, pero todo ello es posible en cuanto que somos, en virtud del hecho de que existimos. Podemos incluso hacernos ilusiones de que con el progreso tecnológico, un día podremos disponer de nuestra existencia; sin embargo, no conseguiremos nunca extender esta actitud de control y de dominio hasta aquel originario entrar en la existencia que, como sostiene Arendt, nos distingue constitutivamente y que no depende de nosotros. Pues bien, es en la fragilidad del presente donde experimentamos esta escondida, olvidada imposibilidad de darnos la vuelta a nosotros mismos con el fin de poder decidir nuestro ser en el mundo. El encontrarnos existiendo, por tanto, no puede ser considerado por nosotros como un presupuesto, ya que, para considerarlo como tal, tendríamos que disponer de un tiempo diverso de aquel presente. Sólo en un tiempo fuera del tiempo, de hecho, conseguiríamos darnos cuenta de ello. El hecho de existir es tomado por nosotros en el presente y advertido como condición imprescindible de cualquier comportamiento. Este dato, en cuanto que emerge a través de la temporalidad, nos da la medida, además de la conciencia, de nuestra finitud. Esta última, sin embargo, no constituye una estructura intrínseca al hecho de existir, sino que representa el espacio dentro del cual tal hecho se manifiesta. Vivir, a fin de cuentas, equivale a determinarse, y determinarse, a su vez, significa dividirse en sí por sí mismo y en virtud de sí mismo, hacerse otro en sí mismo, sin renunciar al hecho de ser. Pues bien, el presente es aquel estar entre los tiempos, más allá del entre las cosas, es aquello que está en condiciones de dar razón, iluminándolo, del intento de determinarse que es propio de todos los entes a los que se les es dado ser. De todas formas, el hecho de existir no deja al sujeto humano en la indiferencia, sino que le pone en las vestimentas inquietantes de una alternativa radical: puede ser reconocido por él y acogido o bien ignorado y rechazado. El hecho de existir nos interpela, nos provoca y nos reclama, porque tiene para nosotros el sentido de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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una petición que nos presiona, de una urgente solicitud para que adoptemos una postura en relación con él. Esto es debido a que el encontrarse existiendo no depende de un acto nuestro, de una decisión nuestra, sino que tiene las características de algo que nos es dado. O sea, se nos propone en la forma de aquello respecto a lo cual no tenemos ni derechos para reclamar ni méritos que reivindicar: equivale a un don, a algo que nos ha sido dado gratuitamente. El hombre, por su parte, como lo ha recibido sin haberlo buscado ni haberlo querido, se despliega constitutivamente como apertura respecto a aquello que le ha sido dado. Por tanto, es dentro de esta originaria dimensión oblativa que acontece el hecho de existir. Además, es en el determinarse a través del presente, al que el hombre debe atenerse en virtud de tal apertura, donde él asume una precisa connotación histórico-temporal. La alternativa entre escuchar o ignorar el hecho de existir, entre aceptarlo o rechazarlo, es tal que el hombre no puede sustraerse a ella: es para él ineludible, no se puede volver atrás, en cuanto que existe ya antes de que se pronuncie en relación con este hecho. Por otra parte, para cada sujeto tal alternativa no equivale a algo extraño, sino que resuena más bien como una solicitud que pide decidirse entre el ser que sigue o el no ser que sigue al hecho de existir y por tanto da paso o no a la apertura que lo distingue originariamente. A este respecto, por ello mismo, no se permiten ni huidas ni omisiones, ya que, aunque éstas fueran posibles, se verificarían aquellas situaciones paradójicas en las que el hombre pretende continuar existiendo; aun habiendo renunciado a ello. Sin embargo, esto es lo que sucede habitualmente; pero, como se puede intuir, esta actitud señalada no es más que un modo banalmente astuto de huir de nuestra constitutiva tendencia a desplegar nuestro ser en el mundo. Y es también, como veremos, una de las causas principales del sinsentido que hoy caracteriza de modo profundo no sólo la existencia de cada individuo en singular, sino también aquélla de comunidades enteras y de numerosas poblaciones. Ahora bien, al constatar el existir y al acoger este dato originario, el hombre cumple un acto de humildad, ya que reconoce no ser por sí mismo, sino en virtud de otros, y por ello admite su propia no autosuficiencia. Al misDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mo tiempo, él ejercita la propia libertad de elección y la orienta en la dirección de la propia determinación. O sea, decide vincularse responsablemente al hecho de existir, hacerse cargo de ello, y, juntamente con ello, se compromete a aceptar las consecuencias que de ello derivan. Actuando así, el hombre alcanza la mayor proximidad posible a la raíz de su ser; pero, dado que siempre se trata también de una experiencia inscrita en el horizonte insuperable de la finitud, queda aún así inevitablemente distante. El ser dado representa, pues, para él algo a lo que es llamado a apropiarse una y otra vez y siempre de nuevo, aunque nunca lo conseguirá de manera definitiva. Y es precisamente por esto por lo que está obligado a autodeterminarse. Hay que decir, sin embargo, que el hombre, para perseguir este objetivo, tiene necesidad del otro que no es él. Por eso tiene en la relacionalidad la condición para realizarse como aquello que él es. También el otro, a su vez, es reclamado en esta dirección, en la medida en que es consciente del propio ser que le ha sido dado y por tanto de su propia finitud. Pero una relación, para ser auténtica, exige el recíproco reconocimiento. Ésta, para hacerse realidad, requiere que el otro sea reconocido, por mi parte, en su peculiaridad de otro, o sea, como diverso de mí mismo. En esta instancia, está incluida, por parte del otro, la reivindicación de una individualidad propia, por lo cual no puede ser aceptado según el principio de asimilación y, menos aún, según el principio de subordinación: tiene que ser reconocido como otro sujeto y acogido en su capacidad autónoma de determinarse. Así pues es en la responsabilidad hacia el otro, en su apertura hacia él y en la disponibilidad a tener en cuenta el volumen total de su ser, en lo que consiste la relacionalidad. Por otra parte, es en el presente de la relación en acto, en la extensión y en la profundidad de la relación que se instaura, donde se constituye el sentido de la vida. Todo ello por el hecho de que el sentido de la vida, para cada individuo, no es otra cosa más que un consentido y no una experiencia privada o unilateral. Queda aún por destacar que el sentido de la vida, aunque sea el fin más alto al que el hombre puede aspirar en el orden de la historia, no es nunca originario. En el origen está la 479

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individualidad de cada sujeto humano en su hecho de existir y en su esfuerzo por autodeterminarse. Tal individualidad cuenta aún más, porque por debajo de ella no se puede ir. Representa un punto firme: la individualidad obliga siempre a hacer las cuentas con el insuperable dato de su existencia. Suprimiendo la individualidad, se suprime también la relación, y por tanto, se elimina el sentido de la vida; mientras que quitado el sentido de la vida, se quita también la relación, pero queda la individualidad, aunque reducida al desnudo dato de su existencia. Por eso, cualquier institución (la familia, la sociedad civil, el Estado, etc.), siempre tiene que retroceder frente al individuo, cuyos derechos humanos, como aquellos derivados del hecho de existir, son inalienables. El recurso al criterio de justicia, que supera, con la impersonalidad y la universalidad formal de su juicio, las disparidades y las diferencias entre los individuos, constituye un momento necesario para los fines del incremento y del desarrollo de la relacionalidad. No es sin embargo un momento suficiente para tal objetivo, ya que ello comporta solamente una proporción o igualdad de relaciones, en la que los protagonistas de la repartición se definen en base a sus partes y no ciertamente a la luz de sus identidades personales. Además, la justicia no garantiza el recíproco reconocimiento, que es la condición imprescindible de toda auténtica relación. Para ser fundamento de la pacífica convivencia de los individuos diversos entre ellos, ella, como señalaba Aristóteles, tiene que tener en el bien del hombre su referencia y su intencionalidad última. La justicia, por otro lado, se agota en una relación privada de contenido, ya que se define respecto a otros individuos, mientras que el bien consiste en el fin de esa relación, desde el momento en que la felicidad y la paz son su recompensa. Por ello, si no se quiere reducirla a una igualdad puramente formal, ésta tiene que ser subordinada al bien de los individuos. ¿Cómo puede hacerse operativa esta jerarquía de valores en la concreción de una sociedad pluralista? ¿En qué medida esta relación entre justicia y bien puede llegar a ser efectiva en una realidad compleja como es la actual? A estas preguntas ciertamente no es posible responder apelando exclusivamente a los derechos humanos. Dado que se fundan en la dignidad de la persona, de hecho, toman en considera480

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ción el aspecto universal del género humano, pero no tienen en cuenta las diferencias que distinguen a los individuos particulares y las respectivas realidades socioculturales. Del mismo modo no es posible responder limitándose al ejercicio de la justicia que, aun siendo imprescindible, sin embargo no es con todo condición suficiente para garantizar a cada uno el pleno respeto de sus instancias individuales. Hay, pues, que integrar el respeto de los derechos humanos y la aplicación constante y sistemática de la justicia con el ejercicio de virtudes que estructuran según las modalidades propias del presente, o sea, que se expresan con el lenguaje del ser y no ya con el del tener. La primera de tales virtudes es la generosidad, que se traduce en la forma de la disponibilidad y de la comprensión en relación con los otros. Esta supone abundancia en el medir y abundancia en el dar. Por ello es magnanimidad, o sea, grandeza de ánimo que suscita y espera otras grandezas. En cuanto que no prevé límites a la hora de delinear horizontes, la generosidad encuentra su plenitud en el donar. El donar, a su vez, se anuncia como un «hacer presente», cuya identidad, sin embargo, va más allá del objeto donado. En aquello que tiene de más específico el donar no se propone como una forma de recompensa o como la contrapartida de un favor recibido, sino como un acto imprevisible y originario, que constituye y precede a cualquier otro tipo de relación, comprendida aquella basada en la reciprocidad. En consecuencia, no está sujeta a ninguna obligación, fuera de lo que procede de su misma naturaleza de gesto gratuito. El donar, además, excluye todo tipo de necesidad, en cuanto que implica la libertad desde el inicio; se puede de hecho donar sólo porque se puede también no donar y sin que esto comporte ningún vínculo impuesto por la ley positiva. El ofrecer, por otro lado, dado que es espontáneo, hace inestimable el valor del don y lo desvincula de cualquier posibilidad, además de cualquier obligación de dar algo a cambio. En las oportunidades que el don activa se refleja una preferencia respecto a su destinatario, que no encuentra ninguna justificación y que no deriva de ninguna obligación que haya que respetar. El donar, en efecto, se diferencia de la donación porque posee una intencionalidad oblativa que excluye cualquier tipo de cálculo o valoración más o menos interesada. En virDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tud de su naturaleza, ello activa una forma de reconocimiento que equivale a abrirse al otro para dejarlo ser en su dato existencial y por tanto más allá de sus determinaciones ónticas. Por otra parte, en la dinámica del don está ya en juego una alternativa radical entre el fiarse enteramente y el no fiarse enteramente del otro, que corresponde al darle confianza como tal, reconociéndole una identidad suya propia que antecede a la relación misma instaurada por el don. Es por esto por lo que el donar toma forma en el presente; no se trata, sin embargo, de cualquier presente, sino de aquél único e irrepetible en el que el don, además de ser inesperado, es también retenido en la pestaña de la libre aceptación por parte de aquél al que va destinado. En el donar se expresa también la virtud de la humildad. Aun antes de ser una virtud moral, es una actitud existencial: consiste en el reconocerse pequeños, cercanos a la tierra, apasionados de lo que no cuenta según los parámetros corrientes de valoración. La fuerza de la humildad es desconcertante, porque instaura una lógica nueva; es como mirar el mundo desde abajo, más que desde arriba, por lo que se ven cosas que quien está demasiado arriba no consigue ver. Pero, sobre todo, se invierte la perspectiva; en vez de huir de la finitud constitutiva de nuestra condición existencial, se une y se vincula a ella indisolublemente. La humildad hace de la finitud humana un motivo de orgullo y una pasión. Y así la rescata. Entra en este mismo orden de ideas el «soñar con los ojos abiertos» del que habla Bloch, ya que se refleja un aprecio por la condición humana, aun cuando no se quiera hacer de su realidad un motivo de renuncia para autodeterminarse y por tanto para extenderla y ampliar sus confines. El «soñar con los ojos abiertos» no es un sueño nocturno, que recupera ficticiamente las ocasiones perdidas, sino un sueño que mira al bien del hombre y que tiene como fin el cumplimiento en el mundo. El «soñar con los ojos abiertos» anticipa el futuro en la forma de un presente que se despliega en el arco consabido de origen y realización. Pero no son éstas las únicas virtudes que tienen en el presente su «lugar» de aplicación; hay muchas otras que se resumen en la ternura. Ésta ve en el aparecer, que es propio de la finitud, no ya la máscara, sino la impronta misma del ser. Ésta se concentra así en el apaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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recer, en cuanto que no es lo opuesto del ser, sino una manifestación suya, aunque sea incierta e indefinida. La ternura pone a quien la practica directamente en relación con lo que es el otro y muestra que su pertenecer al horizonte de la historia le es esencial. Toma así la caducidad y la fragilidad de lo que existe, pero no por ello lo considera a la luz de la muerte: no señala, a diferencia de lo que supone Heidegger, los signos de lo que se deshace, sino la frescura de la vida en su continuo renovarse. Dada su naturaleza, la ternura mira al presente; puede mirar al pasado y al futuro, sólo en cuanto que se dan en el presente, respectivamente en la memoria y en la espera. Así pues, es en el presente, vivido en la inquietante ambigüedad de su ser entre los tiempos y, a la vez, rescatado de su evanescencia mediante el ejercicio constante de las virtudes de la relación, donde es posible descubrir el sentido de la vida y vivirlo como un consentido. ANTONIO PIERETTI [Traducción del italiano: Vicente Vide]

Psique I. Etimologías La psique es el objeto de estudio central y directo de la Psicología y de la Psiquiatría. Otras disciplinas también la tienen en cuenta en sus consideraciones. Pero solamente éstas la llevan en su nombre, y aunque acostumbrados a su enunciado, vale la pena acercarnos a las paradojas que sus nombres plantean. Observemos el origen etimológico griego de los términos Psique, Logos, Iatros, y las definiciones de tales campos de estudio. Psique: su origen griego nos remite a «alma» y «aliento de vida». El griego «bios» está por vida. Y de ahí la Biología. La Psicología se refiere a psique en tanto que vida con alma y aliento. ¿Tautología? Con «Psique» nos hallamos entonces ante un fenómeno, manifestación y apariencia de vida, diferenciada en relación a «bios» y Biología. Habrá que abundar en la diferencia. Cuando los manuales presentan en sus primeras páginas definiciones, muestran una di481

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ferencia clara. El carácter concreto y racional en el que se acostumbran a mover tales manuales pretende delimitar con exactitud aparente el objeto de estudio. Sin embargo, cabe pensar si tal delimitación es fruto de un devenir del pensamiento que se va situando diferentemente ante el objeto propio de dedicación, según sea el discurrir de sus actitudes y formas preferenciales de acercamiento a la verdad de cuanto comporta su existencia. El ser humano estudia su psique desde los avatares de esta, su propia psique. El ser humano estudia los procesos que halla en la psique a partir de los procesos de su propia existencia. La etimología nos remite a los orígenes. Conviene no perderlos, no hay que perder el hilo de Ariadna que nos conduce fuera del laberinto. Conviene no perder el hilo de la historia. Somos especie todavía hacedora de sí misma que a veces se entretiene y confunde, distraída en concreciones conceptuales que cambian alma por seguridad definitoria. Veamos cuestiones de etimología: Psique, en griego, es nombre asociado a mariposa, el lepidóptero paradigma de transformaciones en el proceso vital. Y por ello «psique» nos habla más de procesos vitales que de estructuras y mecanismos de funcionamiento. Algo que no aparece tan evidente al acercarnos a las definiciones de manual. Los manuales de Psicología, al parecer coinciden en afirmar que la Psicología es la Ciencia que estudia la mente y la conducta humana. Así pues, «Psique», como objeto de estudio, viene declarada mente y conducta. Y luego traducen «logos» como Ciencia y Estudio. Mente, Conducta, Ciencia y Estudio. Ha habido determinados procesos históricos de pensamiento que han llevado a tales alejamientos del origen etimológico. Para ser breves, pues no es este texto y contexto el lugar para una historia del pensamiento, podríamos apuntar lo siguiente: determinado pensamiento, pretendidamente ilustrado, quiso marcar un hito consistente en pasar de «la salvación de las almas», de anteriores tiempos supuestamente cargados de mística, al estudio racional y positivista de la psique como «mente». Había que salir de sombras, de lo «misterioso» y de toda mística. Y se perdió «alma», teleología, sincronía y sentido, para poder ilustrar una «intervención» basada en estructuras, mecanismos y funciones, en un «aparato psíquico». 482

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¿Ha habido otros alejamientos? Pues lo mismo que «Teoría» se vio apartada de su origen semántico-semilla, el que la señala como «verdad digna de ser contemplada», para devenir un marco conceptual, a menudo reducido o cerrado en sí mismo clasificador de realidades, propicio a proyecciones interpretativas de acusado reduccionismo, obsesionado con la praxis, instrumental. Lo mismo que «Tema» se alejaba de ser «Ejercicio de estilo», para devenir simplemente «asunto» a solucionar. ¿Qué ocurre entonces con logos?

Logos es Verbum: Palabra. Palabra que contiene y se pregunta por el sentido. Logos no puede reducirse a «tratado» o a «estudio». A no ser que remitamos «estudio» al latín original que nos lo señala como afección-afición. Palabras que contienen animación-alma. A no ser que «tratado» se relacione con un trato que ensaya también el acercamiento al inevitable enigma; al encuentro de cuestiones y preguntas abiertas, en la respuesta-ensayo, a nuevas preguntas. La Psicología se halla plenamente incorporada a las así dichas Ciencias de la Salud, salus, salvación. Las ciencias del arte de curar y sanar. Lo que en griego se nombra con iatros. De ahí el origen de la palabra «psiquiatra» y psiquiatría. ¿Por qué entonces dos ramas distintas en los procesos del saber humano? Cabe pensar que ello viene condicionado por un uso restringido conceptualmente, de la propia palabra ciencia. Saber es un arte. La palabra tiene la cadencia de todo proceso. En él se implica, no solamente la búsqueda de concreciones tajantes en el razonar y argumentar —scire tiene que ver con corte que discrimina—, sino que implica también el ponderar que se acompaña de un ethos, honestidad ética, que contempla, busca, el sentido de la experiencia de vida. Psicología y Psiquiatría deberían andar al encuentro. Aparecen en según qué ámbitos, con frecuencia, en extremosidad polar, la una hacia el mitoanálisis, la otra refugiada en las seguridades del conocimiento de los condicionantes de las neurociencias. El alma, entretanto, de por medio, trabajosa, atareada, en busca de un diálogo hermenéutico que permita el encuentro de los opuestos y la apertura a lo simbólico, y poder así seguir adelante en el desarrollo de esa experiencia inacabada sustancial al devenir humano. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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2. Alma-Vida La Biología nos presenta la vida como una experiencia inacabada. Incesantemente creativa, sorprendiendo continuamente los últimos resultados de sus investigadores. La más brillante inteligencia humana viene empequeñecida al lado de los procesos de la naturaleza. Una aproximación a lo vital restringida a mecanismos, a causa-efecto en diacronía, se presenta deficitaria en sus explicaciones. Entonces Instinto deviene una palabra tópico, recurso indefinido. Solamente sirve para explicar la sucesión de conductas debida al desbloqueo de mecanismos «disparadores». Pero si nos mantiene interesados en su explicación de conductas concatenadas y sucesivas, como en las del coleóptero del agua, o en las conductas de caza de una serpiente, comienza a dejarnos en los enigmas, cuando nos habla de los fenómenos interespecíficos, por ejemplo, cuando nos presenta cuanto ocurre en los procesos de supervivencia o pasividad en el encuentro de avispas y tarántulas, o cuando trata fenómenos intraespecíficos tales, por ejemplo, como cuando nos presenta la invención del sonido, específico y nuevo, con que un ave avisa de un peligro a sus crías, o la aparición de la córnea en los vertebrados. Y se queda a las puertas, cuando ha de hacer frente a la entelequia, a las finalidades inscritas en la naturaleza, que se culminan y que se trascienden en los fenómenos de autodomesticación. Los animales que el ser humano domestica, que lleva a su hábitat de ingenio (domus —casa—), se han alejado del desarrollo de su instintividad natural. Y resulta que el ser humano está llamado a autodomesticarse. La vida del animal doméstico parece inferior en ciertos aspectos a la de sus congéneres salvajes. Pero el ser humano no autodomesticado puede cometer «bestialidades» de las que son incapaces las mismas «bestias». La psique —aliento de vida— humana se abre a la existencia como un proceso de madurez, un irse sabiendo en autoconocimiento, para hacerse cargo de los grados de libertad que le llevan a esculpir en decisiones su propia existencia. La Psique, vida humana, se manifiesta haciéndose cargo de emergencias y teleología, asumiendo racionalidad, sensibilidad, sentido y destino, al tiempo que aprende a dominar sus posibilidades de consciencia y libertad. El insDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tinto de las especies inferiores apenas llega a trascender aspectos de jerarquía, poder y territorialidad, de posesión de medios de subsistencia, de recreo en el placer. El ser humano que acepta sus limitaciones, que aprende un quehacer ante el sufrimiento, que se sabe contingente y mortal, se abre a una autotrascendencia. Ésta tiene que hacer y que ver con la búsqueda de la verdad, implicándose en vestigios que le marquen el camino, «in-vestigando». Autotrascendencia, también, cuando se extasía en la belleza o la encuentra y la muestra. Autotrascendencia, en fin, que culmina descubriendo un genuino arte de amar, el saber del don y del perdón. El arte capaz de moderar expectativas y ensayar el sintonizar, comunicar, compartir y convivir, el arte que asume el sentido del dar la vida por aquellos a quienes ama. Todo ello desde la asunción de una animación desde la radical precariedad. 3. Precariedad y respuesta. Animación La vitalidad anímica, psíquica, del ser humano se manifiesta, muy particularmente, al hacer frente a las limitaciones y contingencia que le presenta su conciencia. Su dignidad radica en el aprender y en el saber formular y hacerse preguntas. Su conciencia lo es de precariedad. Palabra que suele relacionarse con estado deficitario, pero que en realidad correspondería, si hubiésemos conservado su etimología, al arte de formular plegaria, petición, demanda, y que podría emparentarse, en los vericuetos del lenguaje, hasta con la capacidad de formularse preguntas. Más olvidado, tal vez, se halla el sentido etimológico de «respuesta». Ésta se relaciona con una libación consagradora de vínculos. La vida humana reposa en las cadencias y animación de un proceso que entreteje cuestiones, preguntas y respuestas abiertas a nuevas preguntas. El ser humano se distingue por su ontológico estado de búsqueda y aprendizaje. Aprendizaje vivo y en diálogo vinculante que reúne el ser uno mismo y el ser con los otros. Una psique carente de eros vinculante deviene vacuidad de alma. Psicopatía en estado o episodio. La conciencia y la libertad humanas lo son en la medida que cuidan el alma. Y el cuidado del alma, como la cura de almas, cuida el desarrollo del don de la vida tal como se encarna y se diferencia en cada ser humano. Un camino de autenticidad por el que transita quien se hace cargo de sí mismo y lleva 483

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adelante su proceso de individuación. Ese proceso que poniendo en diálogo identidad y otreidad, entretejiéndolas, construye el vivir en comunión, en concierto, en compartir y compadecer, mientras impulsa adelante el desarrollo y la creatividad que nos son propios, individual y colectivamente. 4. Topología Con alma nos abrimos a diversos ámbitos de la vida humana. Cabe situar tales ámbitos en una visión esquemática. Como un mandala sugeridor de totalidad. Todo esquema resulta en exceso parco y limitado. Sin embargo, reproducimos un esquema gráfico concebido para la orientación de determinados estudios de doctorado. Mundo TRASCENDENTE

PNEUMA INCONSCIENTE COLECTIVO

Yo

CAMPO Sombra PSIQUE Persona MORFOGENÉTICO CONSCIENTE

SOMA Mundo VITAL El mapa/esquema une en un eje horizontal los términos presentes, de modo particular, en psicología profunda, con un eje vertical en el que situamos el clásico «soma, psique, pneuma». El esquema, por otra parte, sitúa los términos sugiriendo polaridades. Hacia la izquierda en lo horizontal, la Sombra, el ámbito situado al umbral de lo inconsciente colectivo, y primer encuentro con un inconsciente personal, indica todo aquello que permanece en demanda de atención y consideración. No se trata necesariamente, o si se quiere únicamente, de lo reprimido, de lo rechazado por un «Ego» aprensivo o defensivo. A menudo viene equiparado por algunos autores a algo tildado de negativo, tal vez calificado de esta manera debido a reminiscencias freudianas. En lo no atendido, no llevado a consciencia, no nos ha de sorprender descubrir contenidos benefactores para el sujeto. En 484

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todo caso lo negativo resultaría también del no atenderlo. También ahí lo inconsciente, incluido lo arquetipal, puede reclamar atención sanadora. Del Inconsciente pueden emerger contenidos provenientes de la experiencia de vida del colectivo humano, que enlacen con sustratos del devenir humano de siglos. De ahí el Inconsciente Colectivo de la Psicología Analítica. De tales sustratos emergerán los más diversos mitologemas, símbolos, representaciones que hermanan diversas culturas diacrónicamente en el tiempo histórico, y sincrónicamente en época presente. En la salida al mundo, en el ir al encuentro del otro y su otreidad, el sujeto se adapta y se comunica. La Persona representa ese trance, ese transitar hacia el entorno. Tanto para filtrar, como para autorrepresentarse, como para hacerse cargo de la propia influencia y de las que recibe. En el ser con los otros y para los otros el sujeto también, indefectiblemente, «se hace». El Entorno está ahí desde siempre como objeto global para contemplación e inserción y como constitutivo entramado de relaciones subjetivizadoras. Campo morfogenético, matriz que crea y evoluciona, contenedor también del azar y el caos. Soma y Psique. La psicosomática, como la somatopsíquica, evidencian en sus términos la necesidad de atender adecuadamente las relaciones alma-cuerpo. Su interinfluencia, estudiada en el ámbito de la salud, se halla también presente en el rico acerbo del lenguaje popular. De tal atención o no atención surgen las más diversas praxis en la diversidad de las culturas, o las debilidades, lo «no firme», lo enfermizo personal o culturalmente. No solamente está ahí el estudio de las desestabilizaciones individuales. Es curioso el enlace entre determinadas enfermedades y determinadas formas de vida colectiva a lo largo de la historia humana. La Vida nos ha llegado y se ha diferenciado muy particularmente en nosotros los seres humanos. A partir de nuestro soma y en animalidad trascendida, nos ofrece el sustrato e instrumento para los múltiples términos que nos hemos atribuido. Hemos ido adjetivando, acompañando nuestro nombre, «Homo», el que habita en la tierra, de diferentes calificativos. Con sus paradojas. Con el Sapiens sabemos de nuestras limitaciones. Con el TechniDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cus necesitamos no ser víctimas de nuestros propios «pro-ductos», a menudo hybris de proyecciones, y huida hacia delante, sin atención a las consecuencias. Con el Ethicus introducimos ponderación de valores y aprendiendo responsabilidad, respeto, conocimiento y cuidado. Contrastamos lo simbólico y lo diabólico. Con el Patiens, instauramos tanto un soportar (en latín «subfero», de donde «sufrimiento»), como un tolerar la fuerza de cuanto emerge de nuestra emotividad, para encauzar creatividad, sensibilidad y sentido. El espíritu, el pneuma griego, etimológicamente podría acercarse hasta la equivalencia a la palabra alma. Aliento, espiración. Pero nos habla de la especial consciencia de nuestra vida diferenciada. Por ello es describible por las capacidades, «dones», muy propias de nuestros ser y existir humanos. La lista es clásica. Saber, entender, conocer, aconsejar, fortalecer, tener piedad, y abrir una mirada maravillada y respetuosa a cuanto nos trascienda. Precisamente, la Trascendencia nos habla, cuando menos, de aquellos valores que desvirtuamos en cuanto pretendemos convertirlos en logro absoluto. Con el espíritu damos el paso hacia ellos. Y con él nos damos cuenta de nuestra contingencia absoluta en su aprendizaje. Ahí la vida se torna dignidad del que aprende, más que del que sabe. «Dignidad» tiene una raíz indoeuropea que señala aprendizaje. Y aprendemos siempre a contemplar la Belleza, a vislumbrar la Verdad, y muy particularmente, sustantivamente, nuestro aprendizaje se torna sinfonía inacabada en el aprender a «Amar». En tales terrenos ya le es imposible al ser humano la confusión de lo perfecto con lo totalmente hecho o acabado. Perfecto recupera el sentido de tránsito propio del «per» latino. Entonces el ser humano se sabe con alma peregrina que abre y transita caminos. Y sabe también que los conflictos humanos solamente se resuelven transformado el miedo subyacente, ancestral, en aprendizaje y apertura a la trascendencia. De ahí que la práctica del «Análisis» y de la «Terapia» debe conllevar un encuentro y diálogo que busca sentido, y un diálogo de cada «Yo» con su fuente y reclamo de autenticidad, no ensimismado, pero interlocutor con su mismidad. Memetipsimum es un superlativo que, por una parte, podría devenir casi delirio de ampulosidad, y que por otra parte tal vez se pierde o se torna sencillez en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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su contracción, «mismo», y que en anglosajón se expresa en el reflexivo Self o Selbst. Así el ser humano se hace cargo del don y carisma al tiempo que se integra en concierto, comunión y convivencia. 5. Definiciones A partir de las consideraciones de este ensayo, tal vez resulte de interés invitar simplemente a un nuevo «despliegue» y «ex-plicación» descriptiva de términos. Queden ahí tales definiciones-explicación, como toma de posición y propuesta de elementos que pudieran contribuir a redefiniciones. Psicología

Convergencia de Ciencia y Hermenéutica, en el estudio de los procesos de consciencia, libertad y búsqueda de sentido que se dan en el ser humano, en tanto que dotado de alma, impulsora de la realización individual y colectiva, y dotado asimismo de una estructura y funciones mentales específicas, que le permiten los procesos adaptativos propios de su conducta y relaciones. Psicología Clínica

La Psicología Clínica estudia estructuras y tendencias, inclinaciones, del psiquismo. Ensaya el mantener estructuras y funciones en buen estado, busca la estabilidad básica que favorece la realización personal y la adaptación creativa y en buena comunicación. Previene y en todo caso atiende, cuida y pone medios para hacer frente a procesos de neuroticismo, psicosis o malestar de la personalidad en general. Psicoterapia

Sanación y cuidado, con alma, con sensibilidad respetuosa y atenta, con fidelidad a la persona objeto de tal cura y cuidado. Con fundamento residente en el despliegue de la riqueza individual, de la potencialidad de experiencia vital de cada paciente (Homo Patiens), con una eficacia medida en procesos de individuación que tienen su piedra de toque en la riqueza de la convivencia. PERE SEGURA

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R Reconocimiento La pertinencia del término reconocimiento para una filosofía política de orientación hermenéutica, comienza a vislumbrarse cuando se lo saca de su mera consideración moral, psicológica o metafísica. En esta ampliación crítica de su sentido, reconocer al otro, o ser reconocido por el otro, no quiere decir nada más que cumplimentar los códigos morales de las «buenas maneras» y los refinamientos culturales que nos permitirían una cooperación social llevadera con el otro pero poco integrativa o confluyente de manera sustantiva. Aquí la co-operación no es igual a con-vivencia, y el estar lado a lado en una colección de funciones que cada quien cumple aceptablemente, sistematizada y legitimada institucionalmente muchas veces, no implica un reconocimiento de las identidades, ni de las pertenecientes a una misma cultura ni de aquéllas diferenciadas culturalmente. Asimismo, el término reconocimiento se ve ampliado cuando se critica su consideración psicológica simplista, que lo define como un estado de conciencia en el que aparece la representación de otro por la que me veo determinado en mi vida afectiva y conductual de manera pasiva e inescapable. Aquí, de nuevo, se deja de lado la experiencia de encuentro (incontro) eminentemente activo de dos individuos que se engarzan en un conflicto o lucha por el reconocimiento que apenas está por hacerse, por ganarse. Esta lucha se recrudece, y deja atrás toda consideración psicológica simplista, cuando se trata de ganar el reconocimiento de esa otra mirada culturalmente diversa que no comprende lo propio y que incluso, quizá, no está interesada en ello. Por último, no hay reconocimiento en sentido fuerte cuando se parte de una postura metafísica que asegura de antemano las posiciones de aquellos que se encuentran desde una explicación absoluta del cosmos o de la totalidad de lo existente. Desde una explicación tal, lo que queda asegurado es un orden predeterminado del mundo como totalidad, en donde las acciones entre los sujetos se explican «desde fuera» de sí mismas.1 Aún en la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana, en donde el en486

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cuentro es explicado en términos dialécticos de gran riqueza, habría que renunciar a las consecuencias de su postura metafísica absoluta en la que la experiencia de lucha por el reconocimiento queda ocluida por la síntesis final a la que aspira el sistema de pensamiento.2 Hablar de reconocimiento en sentido fuerte, tomado como algo que se puede ganar tras una lucha, pero también como una acción determinada por los sujetos implicados desde sí mismos —y no desde cualquier instancia exterior—, sólo es posible si se toma el punto de vista de la interpretación de sus devenires históricos concretos, de la contingencia que constituye sus pretensiones de acuerdo o desacuerdo con otros, en fin, de su lugar en el mundo como emplazamiento de pretensiones de reconocimiento contaminadas por intereses y condicionantes (de poder, de manipulación o conciliación política, de restauración o negación de tradiciones que constituyen las identidades implicadas, etc.) que sólo desde una perspectiva hermenéutica y crítica se abren a la comprensión. Hablar de reconocimiento en sentido fuerte supone, así, dar cuenta de la inevitable transformación que sufre el yo reconocido por el otro que lo reconoce. La transformación, radical en el sentido de que alcanza el entero ser propio y ajeno, justamente va de lo ajeno a lo propio y lo uno por lo otro. Las figuras que toma esta transformación en la vida de los pueblos y de los individuos, operación enraizada en sus identidades, son las formas de reconocimiento que sólo pueden ser comprendidas —acaso decir también provocadas— por una averiguación interpretativa y crítica. Una hermenéutica del reconocimiento tiene siempre, pues, connotaciones sociales y políticas que no se pueden esquivar. Se trata de una hermenéutica situada y situante: lo primero porque remite a modos de ser históricos — tradiciones orales, mitos y ritos, institucionalidades públicas, simbologías, etc.— que en su constancia abrevan el sentido de prácticas culturales de reconocimiento de pueblos e individuos; en estas prácticas efectivamente se reconocen éstos como en un espejo frente al que hay que saberse parar para que no haya distorsión de la imagen identitaria: hay que saber mirar el reflejo que somos. Lo segundo porque genera sentidos nuevos a partir de la reconfiguración —o transfiguración—3 de las imágenes en donde se encarnan los sentidos ya recibidos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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y que están operando: en tales reconfiguraciones se producen también nuevos eventos de reconocimiento de lo propio y de lo extraño. Así, hablando de una «política del reconocimiento igualitario», que no fuera simplemente una estrategia de devaluación o marginación de la diferencia, que no fuera el argumento retórico-político de los nacionalismos extremos y sistemas intolerantes o bien, desde otro punto de vista, de los grupos minoritarios que así obtendrían ventajas sobre la mayoría de los ciudadanos pues tendrían privilegios de reconocimiento en cuanto a su identidad diversa, Charles Taylor propone articular una comprensión de nuestra identidad que no sea homogenizadora, sino que sea tolerante con la diferencia. De este modo, en el medio de la lucha por el reconocimiento —único modo de obtener una identidad— en una sociedad multicultural, en donde el problema es la tendencia a la imposición de una forma de ser cultural sobre otra, el camino parece ser justo la idea de fusión de horizontes que pensó H.G. Gadamer. El problema central no es simplemente dejar sobrevivir a otras culturas, sino reconocerlas en su valor, pues la falta de esto es lo que desmembra no sólo el todo de la sociedad multiétnica, sino a cada uno de los pequeños grupos que se ven absorbidos por el grupo más fuerte.4 Si se acepta que sólo en el reconocimiento se forja la identidad, si se acepta que la carencia de reconocimiento no es una cuestión de simple «falta de respeto» o consideración, sino un encuentro con el otro que pertenece a lo que somos, se puede diferenciar entre un reconocimiento estratégico que tiene por finalidad el dominio, esto es, argumenta Taylor siguiendo a Frantz Fanon, el reconocimiento del grupo dominante sobre los más débiles, que les inculca una imagen de inferioridad, y un reconocimiento auténtico, no estratégico, que parte de la presuposición de que las formas de ser del otro tienen valor. Esta última forma de reconocimiento se gana solamente por un camino hermenéutico de comparación contrastiva intercultural.5 Al adoptar el punto de vista de un horizonte más amplio, el de la fusión horizóntica, lo que se gana son nuevos vocabularios de comparación que implican transformar nuestras normas o criterios de autointerpretación y de interpretación de lo extraño, y evitar así el etnocentrismo. Es por esto que, aquí como en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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otras partes, C. Taylor se maneja con la sutileza que pide una buena hermenéutica, pues dice que frente a otra comunidad o forma de ser cultural, no se trata de exigir que se vea un «igual valor», pues ¿cuál sería el criterio o la norma para establecer la igualación? Forzosamente tendría que ser etnocéntrica. Más bien pide una «fusión de horizontes normativos», esto es, aceptar que en nuestros juicios —y acciones— hemos sido transformados por la comprensión del otro. Esta no es, sigue diciendo, la simple condescendencia frente a lo extraño que se puede observar en los juicios demasiado prematuros a favor de otras culturas, juicios sobre su valor histórico o de cualquier otro género. Esta condescendencia, esta demanda de juicios favorables de antemano, resulta paradójicamente homogeneizante, pues parte de normas ya dadas (las occidentales) para hacer tales juicios. Lo que hay que buscar más bien, insiste, es algo mediado entre el reconocimiento de igual valor y el encerramiento en una posición etnocéntrica declarada, un tipo de juicios contrastivos, que en su contraste nos ayuden a romper con la «ilusión de que ya hemos llegado a un horizonte último», desde el que tendríamos la presunción de valor de otras culturas, tanto favorable y benigno como devaluatorio. Es éste un asunto ético (o ético-hermenéutico) en última instancia.6 La voluntad para estar abiertos a una comprensión cultural comparativa, perspicaz frente a la alteridad irreductible del otro, no es otra cosa que la voluntad para el diálogo que ponía Gadamer como condición de la experiencia hermenéutica, el carácter conversacional de nuestro enfrentamiento con lo extraño, que se pone a sí mismo como guía criterial el acuerdo. Es justo esta guía criterial la que aparece como mediación en las discusiones, aparentemente inconciliables, entre disciplinas diversas que quieren explicar un objeto de estudio que cruza por varias formas de ser cultural. Disciplinas como la antropología, la filosofía y la historia no se ponen de acuerdo, dice Taylor, en cómo llevar a cabo el estudio del mito, de la religión o el ritual, máxime cuando este estudio se realiza desde Occidente hacia cualquier otra cultura. Y es que son justo los «marcos referenciales» de Occidente los que han entrado en crisis en una época marcada por el desencanto como la nuestra (y aquí la referencia a Weber es inevita487

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ble), y lo que ha impulsado a buscar nuevos horizontes de significación en el medio mismo de la cultura moderna.7 De esta forma, es problemático decir si un mito, por ejemplo, es resultado de la construcción teórica del antropólogo, visión etnocentrista a todas luces, o si es lo que hace la cultura estudiada «por su lado»; o bien si el fenómeno a estudiar, una religión o un hecho social cualquiera, tiene un lugar en la historia según como nosotros la entendemos, con la finalidad y el desarrollo que para nosotros es evidente; asimismo, es problemático pensar el grado de intromisión de nuestra explicación sobre el hecho, ¿cómo llevarla a cabo sin distorsionarlo, una vez más etnocéntricamente? Y por último: ¿se puede hablar de un criterio de verdad o de validez, o bien hay que neutralizar toda pretensión de este tipo cuando se habla de estos temas?8 Estos problemas, que Taylor llama agudamente «zonas enigmáticas», se comienzan a resolver si seguimos la crítica de Gadamer a Dilthey: no hay por qué pretender superar nuestro propio punto de vista para adoptar el del fenómeno en cuestión, idea que estaría reforzada por nuestra herencia cientista desde el siglo XVII y su voluntad de desprenderse de todo elemento subjetivo en la explicación. Más allá de esta inclinación dogmática, está el hecho de que para hacernos inteligible a lo otro tenemos que pasar forzosamente por nuestra precomprensión. La insistencia hermenéutica de que remitirse a la precomprensión no quiere decir forzosamente ser etnocéntrico, toma un matiz culturalista con el ejemplo (cercano para quien escribe estas líneas) que pone Taylor sobre la mesa de discusión: nuestro enfrentamiento al ritual azteca precolombino de sacrificio de las doncellas o de los guerreros enemigos, en el que se ofrecía su corazón aún caliente recién arrancado del pecho a la divinidad, se hace necesariamente desde los patrones de inteligibilidad locales, los europeos, desde los que a primera vista se concluye que se trataba de una sociedad de psicópatas o algún juicio parecido. Lo que propone la hermenéutica es, antes de esta «precipitación para concluir» (ya Gadamer decía que uno de los prejuicios más constantes es el de «precipitación»),9 dejarse decir algo nuevo por este fenómeno, en un principio considerado monstruoso; esto es, en el duro trabajo de autocrítica a lo que nos parece fa488

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miliar y en este caso «sano», modificar los límites de nuestra inteligibilidad desde el nuevo contexto, ya no pensarlos como «estructuras ineludibles de la motivación humana, sino como una más en una serie de posibilidades».10 El resultado es que la «comprensión del otro cambia la autocomprensión», y así nos «ayuda a debilitar algunos de los contornos más fijos de nuestra antigua cultura». Este arduo trabajo puede llevarse a cabo sólo de manera contrastiva, por analogía o comparación, y tiene por fin «liberar» al otro en el sentido de «dejarlo ser» en el contraste. Incluso este trabajo de contraste continuo, es la mejor forma de superar no sólo las primeras apreciaciones precipitadas del otro, sino también las apreciaciones ideologizadas o deformadas —o «sistemáticamente deformadas», como dice Habermas.11 La fusión de horizontes nos da así un «punto omega», dice Taylor siguiendo a Gadamer, en el que pueden llegar a coincidir —al menos en el plano de jure— los diversos puntos de vista de las distintas culturas de manera no distorsionadora, es decir, en la forma de generación o ganancia de su reconocimiento mutuo. Hablar de objetividad aquí es hablar de la capacidad progresiva de inclusividad de la perspectiva del otro en la fusión, de manera que, lanzando una propuesta creemos con mucha riqueza, el pensador canadiense habla de una posible «comunidad de comparativistas» internacional que anime un «proyecto comparativista» de grandes alcances.12 Este «proyecto comparativista» intentaría evitar, por una parte, las jerarquizaciones interculturales sostenidas en la gradación que pone a la razón en primer lugar y después otras formas de expresión cultural, el mito o el ritual mágico por ejemplo, gradación a todas luces logocéntrica (que al establecer jerarquizaciones de este tipo cometería una grave «desanalogía»), y por otra parte, evitaría explicar los fenómenos de la cultura propia y de la extraña con un modelo de historia omniabarcante y con un solo sentido teleológico (la versión metafísica de la historia de Hegel), aunque aprovecharía la idea de que en la historia hay potencialidades siempre abiertas y con un sentido aprovechable para la expansión de la propia comprensión. Las analogías así llevadas a cabo en la fusión horizóntica tienen por cometido, pues, no DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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un mestizaje al extremo de las distintas culturas en una misma comunidad en donde las diferencias serían indistinguibles, sino justamente una «comunidad comparativista» en donde los distintos integrantes, pertenecientes en el plano ideal a distintas culturas, conservarían sus diferencias al tiempo que expanden su capacidad de comprensión en sentido fuerte, o sea, se abren a la posibilidad de autocrítica y autotransformación. La fusión de horizontes quiere decir de este modo conservación y cambio a un tiempo: el reforzamiento de algunas formas de ser cultural propias —la tradición en palabras de Gadamer— al tiempo que en el mismo reforzamiento se abre la posibilidad de su transformación normativa en la capacidad de ser interpelados por el otro. En la medida en que tales estilos de vida diferentes supongan un desafío a nuestras normas de comportamiento y de explicación (científicas, pero también políticas, éticas, eróticas, estéticas y en general de la totalidad de nuestra forma de vida como cultura), esto es, en la medida en que realmente somos interpelados por ellos, sus diferencias que nos separan serán vistas como algo más que debe ser categorizado como un «error» o como «formas devaluadas de ser». Sólo desde la apertura del diálogo propia del modelo de la conversación que propuso Gadamer, estas diferencias se ven como algo que, no obstante cuán desconcertantes o atemorizantes nos parezcan en un principio, pueden llegar a ser enriquecedoras para nosotros mismos. Pero se trata de una ganancia mutua ya que, valga la expresión coloquial, la fusión —o reconocimiento como aquí lo entendemos— es de ida y vuelta. Y, sobre todo, se trata de una fusión que no tiene por qué detenerse en algún momento determinado, ni por una conveniencia de tipo epistemológico, por ejemplo para cerrar el circuito de explicaciones y conseguir un sistema de ideas o mapa teórico coherente consigo mismo, conveniencia que sería secundaria respecto a lo que se puede ir describiendo paulatinamente en el proceso vivo de interpretación, ni por una conveniencia de tipo contractual —política, institucional, del mundo de los negocios, etc.— como si dijéramos que «hasta aquí» tuvo que llegar el contacto entre dos o más comunidades culturales porque así conviene a los intereses de esas instancias, pensamos por ejemplo en la interpreDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tación que hace la «historia oficial» o la «política oficial» de los hechos ocurridos en la conquista de un pueblo por otro (de la India por los ingleses, de Brasil por los portugueses, etc.) y el recuento final de las pérdidas y ganancias para los pueblos involucrados en el evento. Estas explicaciones sólo aparentemente describen el núcleo de un encuentro o reconocimiento entre culturas, pues el supuesto punto final de llegada de los hechos está artificialmente construido. Tal punto final no ha llegado, es algo mucho más móvil, que se enriquece o se pervierte en la marcha histórica. Es por esto que decimos, con Gadamer y Ch. Taylor, que la circularidad hermenéutica es una vuelta sobre lo mismo que puede ampliar o reducir su alcance. El círculo se expande o se estrecha dependiendo del tratamiento más o menos ideologizado de sus contenidos (aunque también debido a la posición teórica del intérprete, que teniendo un objeto de estudio diverso —digamos entre la sociología, la psicología y la filosofía— puede ampliar o reducir su círculo). Cuando el contenido a interpretar es la comprensión misma, y ésta no es otra cosa que nuestra misma forma de ser —entiéndase de actuar— en una comunidad frente a otras comunidades, la expansión o reducción del círculo depende de la forma en que se abre o se cierra el sentido en este contacto continuo. Volvemos así a la idea inicial de esta entrada: estamos frente a una oportunidad histórica13 que involucra un gesto ético-hermenéutico, el que consiste en abandonar una actitud de imposición frente a formas diversas de ser y adoptar una en la que seamos tolerantes frente a ellas. La ganancia de los modelos de la circularidad hermenéutica y su cristalización en la fusión de horizontes es justo ésta si se ven las cosas desde un punto de vista práctico. Y es que es precisamente la arraigada práctica de nuestro encuentro con el otro lo que significa un verdadero problema no sólo de explicación teórica —en cuanto al desvelamiento y delación de los mecanismos de control que ahí operan— sino también de transformación en el terreno de la misma acción. Se trata de un problema de comprensión de la acción que compromete a la acción misma, es decir, que no puede comprenderse sino actuando conforme a lo ganado paulatinamente en el mismo proceso de comprensión. 489

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El compromiso de la comprensión hermenéutica con un reconocimiento en acción es el verdadero desafío histórico al que así nos vemos enfrentados, y depende de la posición adoptada el que se pueda ganar terreno en la consecución o en el retroceso de tal fin. Esta posición no es de entrada —o no tendría que ser forzosamente— ni un pronunciamiento político ni una inclinación específicamente religiosa o metafísica, de género, moral o institucional, de la clase que fuera. El problema del reconocimiento es anterior a la filiación particular con cada una de estas instancias, aunque obviamente está enlazado con ellas por sus repercusiones prácticas: se trata del problema de la orientación de toda comprensión hacia la acción y sus fines, se trata, pues, del problema ético de la ponderación práctica —y no solamente especulativa— de cierta circunstancia y los motivos que tenemos para actuar de ésta o de otra manera en ella. En el reconocimiento nos jugamos algo más que un arreglo de medios para estar lado a lado con otros, nos jugamos la entera posición que tenemos en un mundo en el que es preciso inventar radicalmente nuevos sentidos que reconfiguren los que en parte ya conforman nuestra identidad concreta, contingente y en riesgo. El espejo en el que nos reconocemos descansa sobre esta dialéctica entre lo que somos y no somos, entre lo que fuimos y lo que podremos llegar a ser. Notas 1. En este sentido Eugenio Trías ha formulado una magnífica definición de la metafísica: «La metafísica es la determinación de un lugar externo a cierto surgimiento que permite desde fuera orientar, determinar, decidir, plasmar y dar forma y fin a este surgimiento. Esa exterioridad determina el sentido y el destino de ese pensar que, por vocación y tradición, se sitúa fuera —de lo físico— con el fin de fundarlo, crearlo, darle forma, darle un fin, de antemano visible y previsible. Metafísica significa, pues, pensamiento de afuera, que se produce afuera, fuera del mundo y del lenguaje, en esa exterioridad en la que se supone que se incluye el verdadero logos, es decir, el pensar metafísico». Cfr. E. Trías, «La superación de la metafísica y el pensamiento del límite», en G. Vattimo (comp.), La secularización de la filosofía. Hermenéutica y Posmodernidad, Gedisa, Barcelona, 1992, p. 284. 2. Hegel, Fenomenología del Espíritu, FCE, México, pp. 260 y ss.; sobre la idea de retomar los aspectos concretos de la filosofía hegeliana, mas no su 490

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metafísica absoluta, cfr. Ernst Bloch, Sujeto-Objeto. El pensamiento de Hegel, caps. IX, XIII y XIV. 3. Luis Garagalza sitúa este esfuerzo hermenéutico de transfiguración de la imagen como creación —encarnación— de nuevos sentidos, en la Escuela de Eranos en general, y en Gilbert Durand en particular. Momentos que pensamos indispensables para una hermenéutica del reconocimiento. Cfr. L. Garagalza, La interpretación de los símbolos. Hermenéutica y Lenguaje en la Filosofía Actual, Anthropos, Barcelona, 1990. 4. Taylor, «La política del reconocimiento», en A. Gutman (1994), p. 63. 5. Taylor, ob. cit., p. 67: «Lo que ha de ocurrir es lo que Gadamer ha llamado una “fusión de horizontes”. Aprendemos a movernos en un horizonte más amplio, el cual hemos en un primer momento tomado por sentado como trasfondo de evaluación, a cuya vera es situado el trasfondo de la cultura que nos es extraña de entrada. La “fusión de horizontes” opera mediante el desarrollo de nuevos vocabularios de comparación, con los cuales articulamos estos contrastes». 6. Ibíd., p. 107. 7. Cfr. Taylor, Fuentes del Yo, pp. 31 y ss. 8. Taylor, «Comparación, Historia, Verdad», en Argumentos Filosóficos, pp. 199-200. 9. Gadamer, Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 345. 10. Taylor, ob. cit., p. 203. 11. J. Habermas, «Conocimiento e interés», en Ciencia y técnica como ideología, Red Editorial Iberoamericana, México, 1996, pp. 170 y ss. 12. Taylor, ob. cit., p. 220: «No sólo para evitar conflictos políticos y militares cuando sea posible, sino también para dar a la gente de cada cultura un cierto sentido de la inmensa gama de potencialidades humanas. Esto servirá no sólo para instruir nuestros juicios donde los bienes chocan, sino también ayudará allí donde la imaginación y la intuición son capaces de mediar el choque y llevará los bienes hasta ahora en conflicto a algún grado de común realización. Podemos confiar en un avance en esta dirección a medida que la comunidad de comparativistas incluya progresivamente representantes de distintas culturas y que de hecho parta de distintas lenguas propias». 13. Chance histórica la llamó Gianni Vattimo en referencia a la oportunidad de liberar la diferencia de los distintos grupos culturales en el medio de la postmodernidad. Cfr. Vattimo, Ética de la interpretación, Paidós-Studio, Barcelona, 1991, cap. 10; y «Postmodernidad: ¿una sociedad transparente?», en En torno a la postmodernidad, Anthropos, Barcelona, pp. 9-19.

PABLO LAZO BRIONES

DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Relación: A. Amor Ruibal

Relación: A. Amor Ruibal El Universo no es más que un sistema de seres en relación. La relatividad rige el mundo objetivo como rige el subjetivo. ÁNGEL AMOR RUIBAL

Estamos familiarizados con una serie de personajes cuyos nombres suelen resonar con alguna frecuencia en nuestro ambiente. Personajes de cierta fama, no siempre acorde con sus méritos, que han tenido la suerte de ir configurando nuestros modos de pensar y comprender. Son las «cumbres» del pensamiento. Con todo, si queremos completar el paisaje, entonces se impone la necesidad de explorar lo que Ernst Bloch en una hermosa obra denominó los «entremundos» de la historia del pensamiento. Recovecos, rincones apartados llenos de sorpresas, en los que se alimentan las ideas que terminan mostrándose ante el público como las mejores y más brillantes. Son los asuntos o los autores a los que no se suele prestar la debida atención, de los que no se suele hablar bien porque no han sido advertidos, bien porque no han sido bien leídos o bien interpretados. Adentrándonos en esos entremundos de la historia del pensamiento en el terruño hispano, nos encontramos con D. Ángel Amor Ruibal. Ciertamente hay que adentrarse mucho. Se trata de un gallego nacido en 1869 una pequeña aldea de la provincia de Pontevedra, San Breixo de Barro, muy cerca de Caldas de Reis. Fue sacerdote, canónigo de la Catedral de Santiago de Compostela, apenas salió una vez de Galicia para pasar un año de estudios en Roma de donde terminó siendo devuelto a su diócesis con una nota en la que, además de constatar su suspenso en cánones, se despacha su conducta con una calificación de «deficiente» y las siguientes observaciones: «Muy señor suyo. Ha estado en el Colegio más bien como huésped que como colegial. Después del suspenso se hizo tan insufrible que se le despidió».1 Todo esto no dibujaría más que la huella de unas dificultades padecidas por un sacerdote en principio pudiera pensarse que algo díscolo. Nada más lejos de la realidad. En 1896 comenzó su actividad docente en la Universidad Pontificia de Santiago, y no dejó de trabajar hasta su fallecimiento, acaecido en noviembre de 1930. Este caballero fue una mente de lo más privilegiada en diversos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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campos del saber: pionero de la lingüística comparada, conocedor de varias lenguas muertas (latín, griego, hebreo, copto...) y otras vivas (alemán, francés, italiano, ruso...), especialista en derecho canónico, profesor de Teología y profundo conocedor de la Filosofía. Un auténtico genio resguardado en su Compostela desde la que se carteaba con diversos eruditos de la época y adquiría libros por correspondencia en media Europa hasta reunir una nada desdeñable biblioteca. De entre todas las aportaciones que realizó este discreto canónigo compostelano que en dos ocasiones rechazó un nombramiento episcopal, vamos a centrarnos en su aportación filosófica, conocida por algunos como «correlacionismo», «co-relativismo» o «relacionismo», y que supone una de las articulaciones más audaces, sólidas y fecundas del pensamiento de las primeras décadas del pasado siglo XX. Antes de exponer su sistema filosófico conviene aclarar lo siguiente: Amor Ruibal desarrolla su filosofía para poder luego pensar de modo coherente los contenidos de la fe cristiana expresados en los dogmas. Le irritaba la falta de uniformidad de los criterios filosóficos en la teología dogmática, debida a la utilización paralela de dos pensamientos que no podían ser fusionados: los de Platón y Aristóteles. De este déficit del pensamiento teológico parte Amor Ruibal para ofrecernos una filosofía elaborada sobre la piedra basal de la «relación». La primera sorpresa nos la encontramos con el punto de arranque escogido. Nuestra tradición filosófica nos acostumbró a pensar cada cosa desde sí misma y en sí misma y luego situarla en su lugar más o menos propio en el conjunto del cosmos. Pero en el momento de su colocación en el conjunto, la cosa pensada ya estaba hecha, terminada, y podía, en virtud de su «entidad» establecer tales relaciones que le eran propias, mientras que otras muchas le quedaban vedadas y vetadas precisamente en función de su constitución entitativa. Amor Ruibal está convencido de que este punto de vista genera más problemas de los que soluciona, y en consecuencia, propone una alternativa. Las cosas no son lo que son en virtud de sí mismas, sino en virtud del todo del que forman parte. Una pieza de una máquina sólo tiene sentido en función del trabajo que debe desempañar en el conjunto de la máquina: es el conjunto y la relación que mantiene 491

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Relación: A. Amor Ruibal

con él lo que le da su forma, su lugar, su función, su finalidad. Si queremos entender las partes, debemos pues comenzar por comprender el todo, el conjunto, la totalidad. Él es consciente de que pretende una transformación profunda de la teoría del ser y del conocer, que comienza, precisamente, por un desplazamiento en la perspectiva que debe ser acompañado de una categoría central que haga posible esa mirada que desde la totalidad desciende a los elementos en los que se desgrana. El universo entonces no es más que un sistema de seres en relación, con lo cual no es posible pensar nada que sea tan simple que carezca de relaciones, que no entre en él ninguna relación. Esta correspondencia total entre los seres hay que pensarla de acuerdo a los siguientes rasgos: afecta a todo lo que es del mundo, nada queda fuera de ella; no es el resultado de ningún artificio humano, sino estrictamente natural; la inteligencia se la encuentra dada en la naturaleza, no la establece; afecta a las cosas en todo lo que son, en su misma entidad; está en cada ente con anterioridad a cualquier causa y previa a cualquier interacción; por tanto es esencial, forma parte de lo más íntimo de cada cosa; y finalmente se trata de una correlatividad orgánica, pues cada elemento es relativo a la cosa que constituye y al todo del universo. La relación es entonces el concepto, la categoría que nos permite comprender tanto el conjunto del universo como cada cosa individual. Los seres no son en sí y para sí, sino que son en sí y para otros. Los elementos que forman una cosa están pensados en función de sus relaciones mutuas ordenadas a ser esa cosa que, relacionados, ellos son; y la cosa, a su vez, tiene sentido no desde sí misma, sino en función de su relación con las demás cosas que con ella componen el conjunto del universo. Ahora bien, esta determinación radical de cada cosa desde sus relaciones no supone que las cosas son lo que son en función de los elementos que las constituyen como si de un mero equilibrio resultante de una suma se tratase. Más bien es al revés: es el todo, el conjunto, el que da sentido a cada una de las partes: «ninguna cosa es tal por consecuencia ineludible de sus elementos, sino que, a la inversa, los elementos son tales por la cosa, y a su vez, cada cosa no es tal por sí misma respecto al universo, sino que el todo del universo es lo que determina el modo de ser de las partes que lo constituyen», dirá expresamente 492

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Amor Ruibal. Si tiramos de este hilo y llegamos a su extremo, nos encontramos con que, en la consideración de las cosas como entes, lo que permanece no es un sujeto, sino un sistema de relaciones que aseguran la identidad funcional de la cosa considerada en la totalidad de la que forma parte. Lo que asegura el éxito de esta relacionalidad radical de cada ente no es una constante intervención divina sobre un mundo tan contingente como imprevisible en la modificación y sostenimiento de sus relaciones y, en consecuencia, de su sentido. En el sistema ruibalista hay una «armonía cósmica» que es tan propia de las cosas como su misma forma de ser. Es decir, el universo es un todo, un sistema ordenado según su propia finalidad. Finalidad que nace y se agota en sí mismo y que no necesita ser sostenida ni alimentada por nada ajeno al conjunto/sistema mismo. Desde esta perspectiva de la totalidad articulada en relaciones que le son propias, Amor Ruibal piensa el problema del conocimiento, las relaciones de la filosofía con la ciencia, la relación del ser humano con la divinidad y todos los temas de los que se ocupa en sus obras. La tesis es muy fecunda, y tiene una característica que la hace muy especial: no se formula como un postulado ni como un juicio analítico: es la descripción de un hecho observado por doquier. Cualquier cosa susceptible de ser analizada, es decir, despedazada en elementos que la constituyen, es, de hecho, un conjunto formado por elementos que adquieren su función y sentido dentro de su totalidad propia. La relación es conditio sine qua non de cualquier análisis. Aquí reside la enorme fuerza de este pensador y su sistema. No sólo en que su filosofía se desarrolla, como la ciencia, a partir de datos, de constataciones de lo dado en la realidad, sino que en ella y a partir de ella cualquier cosa deja de poder ser mirada y tratada de forma aislada. Cada cosa, también cada persona, es sus relaciones. Y había que añadir una peculiaridad más: dentro del conjunto relacional que es el universo, el ser humano se convierte en un núcleo relacional más. No es el eje, ni el centro, ni la condición ni la meta de nada. Es una pieza, necesaria y todo lo perfecta que se quiera, engranada en la totalidad del cosmos. Este atrevimiento, uno más en la nómina de este autor, siempre audaz y fiel a la integridad del pensamiento y la verdad que ofrece, no busca empequeñecer la figura huDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mana. Por el contrario, tal reconsideración de esa figura muestra las limitaciones del conocer y, con ello, las garantías que lo avalan. Esta filosofía de la relación, pensada, escrita y publicada en ese rincón del noroeste de la península ibérica (lo de leída ya es otro cantar) es, sin exageraciones, la primera filosofía estructuralista de la historia del pensamiento. También se trata de una de las primeras elaboraciones que coinciden plenamente con lo que más adelante se llamaría el giro lingüístico y la filosofía hermenéutica, pues la pista inicial de lo central de la categoría relación nace de los estudios lingüísticos y de filología comparada en los que Amor Ruibal fue sin duda, una de las autoridades de su época. Hay mucho más en su pensamiento. Hay más caminos y más ideas que todavía esperan una lectura tranquila, una buena interpretación, una atención acorde con la serenidad y la meticulosidad con que fueron redactadas y expuestas. Acabamos sencillamente de abrir una puerta, durante años cerrada o apenas entreabierta, tras la que se abre todo un mundo intermedio de pensamiento, aprestado para enriquecer y modificar el modo de ver el mundo y vernos en él. Ángel Amor Ruibal no tuvo discípulos ni creó una escuela. Tuvo sus intervenciones en prensa y por lo que parece fue un hombre considerado un sabio en su entorno galaico y por algunas de sus amistades europeas. Como tantos, fue una estrella fugaz. No por laxitud o debilidad; más bien porque el contexto que le rodeó no parece haber estado a la altura.2 Notas 1. José Leonardo Lemos Montanet, «Obra viva» de Ángel Amor Ruibal, CSIC-Xunta de Galicia, Cuadernos de Estudios Gallegos, Anexo XXXII, Santiago de Compostela, 2004, pp. 144-150. 2. Para acercarse a la obra de A. Amor Ruibal, recomendaría las siguientes lecturas, además del texto de Lemos Montanet citado con anterioridad: Carlos Baliñas, El pensamiento de Amor Ruibal, Madrid, Editora Nacional, 1968; A. Ortiz-Osés, La razón afectiva. Arte, religión y cultura, Salamanca, S. Esteban, 2000; y del mismo autor, La nueva Filosofía Hermenéutica, Barcelona, Anthropos, 1986. En cuanto a las obras de Ángel Amor Ruibal, están de nuevo editadas y son éstas: Problemas fundamentales de la Filología Comparada, Santiago de Compostela, 19041905 (2 vols.), edición facsímil de la Xunta de Galicia en 2005; Problemas fundamentales de la Filosofía y del Dogma, Santiago de Compostela, edición en seis DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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volúmenes de la Xunta de Galicia. Están editados los cinco primeros y el sexto en preparación.

JAVIER MARTÍNEZ CONTRERAS

Responsabilidad l. ¿Tenemos un presente? El tiempo que nos ha tocado vivir está sometido a tan tremendas tensiones que estaríamos justificados en lanzar nuestras sospechas sobre quien pretenda alzar la voz con ánimo ufano sobre la responsabilidad. Lo peculiar de nuestra época, en mi opinión, reside en que se ha impuesto con toda desnudez la creencia de que el protoplasma humano es en todo igual que el animal: vida desnuda. En el momento dramático representado por Auschwitz ya se presentía esta verdad, pero no se impuso a las conciencias con claridad. Al menos entonces, el ser humano requería una calificación para ser sometido a la humillación y al desprecio. Así había judíos y arios, proletarios y burgueses. Hoy no existe necesidad de categoría alguna que ofrezca su coartada a la violencia y la muerte. Más allá de sentimientos momentáneos que hablan de nuestro miedo, parece imponerse la idea de que la muerte es un resultado intrascendente de reacciones químicas, físicas, psíquicas, sociales o políticas. El hombre desnudo ya no esconde tabú alguno y cualquiera, en el sentido más fuerte posible, puede ser el sacrificado. Lo propio de este sacrificio, que contemplamos por doquier en el mundo, es que ya no se legitima en causa trascendente alguna. Con la misma rotundidad que vemos los cuerpos en el fango de los terremotos o los huracanes, los vemos regresar de los campos de la muerte en Colombia, en Nigeria, en las esquinas de los suburbios de Belfast, en las calles de España: una misma naturaleza de las cosas une a las víctimas en la indiferencia pulcra de la agencia de noticias, en los rostros estilizados de los afamados locutores. La evidencia de base es que ningún grito responde a la muerte. El descubrimiento de esa comunidad universal, definida por la potencialidad homogénea de ser víctima, verdadero contenido de la unidad de la especie humana y de la unidad de la Tierra, coincide con el momento en el que la 493

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sensación de soledad cósmica pascaliana es más irrebatible. Justo cuando se descubre la comunidad universal del ser hombre como víctima posible, se alcanza el significado apropiado, el valor del imperativo categórico de la dignitas hominis como deber ser. Cuando más necesario nos sería un Dios, más se reduce a un deber ser que habríamos de encarnar nosotros. Hoy sabemos de forma inapelable que este deber, que quizás nos salvaría, está entregado en exclusiva a un ser que siempre puede violarlo y de hecho lo viola. Ya nada nos dice aquella vieja leyenda medieval, que nos refiere Carl Schmitt, y que nos habla del juicio final. En la escena, el condenado lleno de crímenes está delante de la corte de Dios. Y entonces, cuando ha sido sentenciado, sigue en pie y dice «Yo apelo». «Con esta palabra se cegaron las estrellas», nos dice el jurista. Según la idea del juicio final, la sentencia está definitivamente dicha, «effroyablement sans appel». Y, sin embargo, cuando el Juez Cristo dice: «¿A quién apelarás de mi corte?», el condenado contesta en una voz terrible: «Yo apelo de tu justicia a tu gloria». Hoy no tenemos ese poder, ni esa justicia ni, mucho menos, esta gloria. La causa del hombre sólo puede apelar al hombre: la víctima al criminal. Ese vacío de referencia última deposita en esta palabra, responsabilidad, por su misma grandeza, los tonos dramáticos de la religión. De hecho, al pronunciarla, queremos sustituir estos escenarios de la teología con algo más que una antropología. Inútilmente. Por eso, quien pretenda pronunciar esa palabra con pretensión global, es blanco natural de todas las sospechas. El mundo global no conoce la responsabilidad clásica. Los analistas que definen el presente como sociedad del riesgo, o los que hablan de la teoría de sistemas, han retirado del mundo elementos que son internos a las evidencias de la responsabilidad. ¿Cuándo han comenzado las consecuencias del empeño humano de quemar todo el combustible fósil de la tierra? Los vendavales y los huracanes que vemos, ¿son hechos naturales? ¿Cuándo acabaron los hechos y empezarán las consecuencias? ¿Quién lo decidirá? Y cuando se presenten, ¿quién será responsable? ¿Quedará alguien para serlo, ante quién serlo? ¿Lo seremos nosotros por no haber prescindido del coche un día antes? ¿Y si nosotros prescindiéramos, seríamos menos responsables por eso? ¿Lo ha494

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rían los demás? Estas preguntas nos humillan porque nos sugieren con fuerza la conclusión de Luhmann: que ya no hay hombres. Quizás nuestro presente sea algo así como el aplazamiento que nos ofrece un mundo que todavía no se ha preparado para prescindir del hombre. Nuestro único patrimonio es la imaginación, pero sólo para comprobar que somos impotentes para hacer lo posible. El sueño hegeliano de que la especie humana fuera un sujeto, único y penetrante, permitiría adscribirle la responsabilidad por depredar el planeta; pero aunque así fuese, ¿cómo se distribuirían las cargas entre los sujetos de carne y hueso? ¿No sería lo mismo que tener un Dios y un juicio? ¿No es el mismo sueño? Frente a todo eso, el título de esta entrada tiene una voluntaria humildad. Su deseo es separarse de esa gravedad descrita que, como telón de fondo, acompaña de forma incuestionable nuestra existencia. Una vieja estrategia estoica aconsejaba distinguir entre la esfera de acción del logos cósmico y aquella esfera que, hasta cierto punto, tiene el hombre disponible. Sin duda, esta vieja estrategia emergía de una cierta fe, que llevó a Kant a reclamar que viviéramos como si cumplir el deber en nuestra mano tuviera significado respecto a la realidad profunda de las cosas. Esta autorrestricción, propia del viejo estoicismo, intentaba impedir la emergencia de la teodicea, la pregunta por la responsabilidad total del mundo. De esta autorrestricción y de estas estrategias brota el tono menor de mi reflexión. Como he defendido en un artículo que tuvo a bien editar la revista Reflexión de Sevilla, la estrategia apunta al desplazamiento desde la teodicea a la ética, cosa que no conviene confundir con la reocupación de la teología por la ética. 2. Sentido Me aproximaré a definir nuestra situación desde las tesis de un pensador que es muy poco conocido en España, pero que ofrece algunos puntos de vista curiosos e intereses. Me estoy refiriendo a Odo Marquard. Uno de sus ensayos, dotados de una agudeza y de un humor muy poco alemanes, porta este título: «Dietética de la expectativa de sentido. Observaciones filosóficas». Como pueden ver, se trata de un pensador bastante excéntrico, pero las cosas que dice son dignas de atención. Pues bien, ese trabajo, que forma parte del libro Apología DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de lo contingente, comienza con esta tesis rotunda: «El sentido (y esta frase es segura) es siempre el sinsentido que uno deja». Luego, Marquard llama la atención sobre el auge moderno de la experiencia de la carencia de sentido. Por eso, llama al concepto de sentido un concepto patético. En cierto modo, la filosofía se ha especializado en estos conceptos patéticos. Sólo se nombra la palabra sentido para subrayar el gran déficit que padecemos de él. Así que ante esta experiencia se distribuyen los papeles de la población: por una parte, están los que sepultan el déficit de sentido con la distracción, el dinero, el éxito, el prestigio, el poder técnico, económico o público. Por otra, los que denuncian estos subrogados con furia y señalan que la compulsión y el carácter reiterativo de esa forma de vida denuncia la falta profunda de sentido que padecemos. Marquard ha mostrado que ambas especializaciones, la del filósofo y la del ciudadano de la sociedad de masas, son solidarias. Cuanto más críticamente se propone la necesidad de un sentido en estado puro y más expectativas de un auténtico sentido se crean, menos se cumplen y más subrogados se necesitan para ocultar esta carencia de cumplimiento. Si expuse mi recuerdo personal sobre aquel investigador, se debe a que en un único caso nos permite mostrar esa solidaridad entre ambos fenómenos. De hecho, nuestro profesor es ambos personajes a la vez, el filósofo riguroso y exigente, que busca un sentido intacto, y el ciudadano de la sociedad de masas; el que en sus libros nos propone exigencias de sentido y de responsabilidad tan extremas que generan expectativas que han de quedar sin responder. Por eso era absurda la censura en aquel caso. Lo que nuestro maestro de la ética padecía estaba más allá de su voluntad y en la síntesis de esos dos aspectos cumplía su sueño máximo: ser hombre representativo de un tiempo que, por doquier, profesa escepticismo respecto a las grandes palabras que misteriosamente no puede borrar. Así que nuestra dificultad primaria, por hablar con Marquard, está esencialmente en que la filosofía tiene como misión hablar mucho de ciertas cosas para compensar que no existen por ninguna parte. Ella se dedica a los grandes temas con la lente de aumento de la abstracción, de la especialización y así continuamente usa las grandes palabras, como son DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sin duda sentido y responsabilidad. De esta manera intenta ofrecer a la sociedad modelos elaborados y exigentes. Así genera expectativas idealizadas que nadie en la presente situación de masas puede cumplir. Curiosamente, Marquard es más radical que Wittgenstein. Este recomendaba una dieta variada de ejemplos para no dejarse engañar por la filosofía. Marquard propone, mejor, una dieta de filosofía, para no dejarse engañar por ella. Espero que se entienda bien a Marquard, o para exonerarlo de toda culpa, que se me entienda bien. No inicio un ataque al gremio de los filósofos. Es un distanciamiento de la función que se tiene asignada la filosofía, la de dedicarse a compensar con intensas repeticiones y quejas sobre la falta de sentido las evidentes indiferencias que poblaciones inmensas profesan hacia el sentido. De hecho, a la filosofía se le piden poderes mágicos. A fuerza de repetir en abstracto las grandes palabras, se pretende que éstas se encarnen en un mundo que le vuelve las espaldas. Pero la repetición, la mención de las palabras, no generan uso —en el sentido de Wittgenstein— ni significado. La comunicación directa de lo que es responsabilidad y sentido no genera ni responsabilidad ni sentido. Finalmente, ésta es una técnica casi de exorcista y, aunque grandes filósofos han abusado de ella, ha producido justo el efecto contrario en mucha gente: si un galimatías es el sentido de la existencia auténtica, prefieren quedarse una bonita tarde en el cine. 3. Responsabilidad: entre la inocencia y la búsqueda compulsiva Estoy trabajando con el supuesto de que allí donde Marquard pone sentido, se podía colocar la palabra responsabilidad. Sin embargo, los fenómenos que él registraba a principios de los años ochenta ahora están más pronunciados. De la filosofía, lo único que ha pasado a la vida cotidiana son los lamentos acerca de los déficit de sentido y, en cierto modo, también, de los déficit de responsabilidad. Los ciudadanos de todos los niveles y costumbres, de vez en cuando, una vez al día, o varias, se tornan filósofos y deploran las carencias de sentido o de responsabilidad que caracterizan nuestro presente. Y acto seguido, se entregan a los subrogados del sentido —consumo, cálculo de bolsa, sexenios de investigación—, y como espero mostrar ahora a dos subrogados de la res495

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ponsabilidad: buscar el culpable y declararse inocentes. Una vez más: nos quejamos filosóficamente de justo lo que hacemos diariamente. Todos somos nuestro famoso maestro de ética en su bien ganada fama de hombre representativo. Así, en la vida cotidiana, entregada a su lógica interna, se producen estallidos de búsqueda de sentido y de búsqueda de responsabilidad, que tienen asegurada su decepción. En el descanso de nuestro ejercicio preferido, triturar la tierra, devorarla, consumirla, nos preguntamos por el sentido de todo esto y, como en el fondo quisiéramos un mundo que respondiera a las ofertas superexigentes de la filosofía, con un sentido total y una responsabilidad global, caemos decepcionados y nos entregamos con tanta más indiferencia y conciencia de necesidad al consumo. Esta situación es especialmente grave en relación con la responsabilidad. Nadie puede ignorar que nuestra vida cotidiana, anclada en hábitos anónimos y masivos de dudosas consecuencias, queda de vez en cuando atravesada por estériles estallidos de búsqueda compulsiva de responsabilidades, una vez que perdemos la fe en la seguridad que nos da la ciencia y la técnica. Un ejemplo nos llegaba de Inglaterra. Nadie puede afirmar que la forma en que la sociedad actual encara la dimensión sexual del ser humano sea equilibrada, y, sin embargo, ahí está, asumida por todos con naturalidad en la vida cotidiana. Sin embargo, si se publican las fotos de un presunto pederasta, se producen linchamientos como si ese hombre parecido al fotografiado, confuso y sorprendido, fuese el responsable de todos los crímenes sexuales de los que hemos oído hablar. De la misma manera, cuando vemos los icebergs desprenderse del polo norte decimos: que alguien haga algo, que esto va en serio. Olvidamos entonces que sólo hay hombres y olvidamos lo que podemos cada uno de nosotros. Hago una breve fenomenología de la vida cotidiana. Cuento cómo esa inocencia del consumo es falsa y por eso, de vez en cuando, hay estallidos de angustia. De repente nos damos cuenta de que vamos encima de una ola, vertiginosa, acelerada, y cuando nos bajamos un instante de ella, vienen los estallidos de búsqueda de responsabilidad. En esos momentos preguntamos si hay alguien al frente, alguien que lo controle todo, que lo prevea todo, que 496

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nos permita seguir consumiendo con tanta más alegría cuanto más responsablemente él vela por el todo, desde más abajo de las planetas hasta las lentas metamorfosis del carbón fósil. Así, vemos que los fumadores exijan responsabilidades a las tabacaleras por envenenarles; o que los campistas estudien la responsabilidad civil por la torrentera que se llevó a sus familias. Así, nos sentimos desprotegidos y huérfanos cuando una catástrofe destruye una parte de la tierra y, de repente, nos sentimos responsables de ese sufrimiento, saliendo de nuestra angustia con un ingreso en la cuenta corriente apropiada. Es así como transformamos todo el mundo de sucesos en mundo de acontecimientos y acciones humanas y, por tanto, en algo de lo que alguien debería hacerse responsable. Mas como no lo encontramos, volvemos de nuevo al mundo de la necesidad, y el mundo de acciones de repente aparece ante nosotros como un mundo natural de sucesos que nadie puede alterar. Después de muchos siglos interviniendo en la realidad, la dramática situación actual es, justamente, que el hombre ya no sabe poner límites a lo que son sucesos y a lo que son acontecimientos. Al presentir que ese límite es arbitrario, el hombre pasa desde la inocencia que impone una categoría, a la hiperresponsabilidad que impone la otra. Ese paso es compulsivo y obedece a mecanismos de estimulación e hiperestesia que podemos contemplar en nosotros, pero que no podemos controlar. 4. Responsabilidad y derecho Entre este cosmos de inocencia personal y de búsqueda ansiosa de responsabilidades, ambas igualmente falsas y estériles, es lógico que la realidad de la vida social se aferre a algo más sobrio y funcional. La compulsión personal a la inocencia se canaliza a través de la alegría del consumo. El consumo se sustancia en una relación privada con mi dinero. ¿Alguien puede entender, aunque sólo sea por un instante, que en el momento de gastar mi dinero, el dependiente me pidiera cuentas y responsabilidades por gastarlo así, y no de otra manera? Es mi dinero, diríamos. Con él hago lo que quiero. Puedo quemarlo o romperlo. El individuo se sabe alguien mientras tiene dinero y es un individuo solitario mientras pueda gastar. No da cuentas a nadie de sus actos. Consumir, gastar o usar el dinero, es el paraíso de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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irresponsabilidad. El dinero es silencioso y sumiso, y por eso permite realizar el sueño de la plena disponibilidad de algo. Los hombres que intervienen en el acto de consumir no actúan con nosotros. Nos sirven. Pueden ser sustituidos por máquinas o por servicios. Nuestra discreción aquí es soberana. Nuestra decisión final es indiscutible. Consumir puede ser, de hecho casi siempre es, un acto privado. Llamo la atención sobre la correlación entre ese acto privado y la carencia de responsabilidad. En estos ambientes, la sensación de inocencia rara vez se quiebra. De hecho, el hombre consumidor obedece al sueño del paraíso. Cuando esa inocencia se quiebra, sin embargo, se tienen las cosas claras. Una de las manifestaciones de lo que digo es la tendencia, tan irresistible como el consumo, de considerar todas las relaciones sociales bajo el aspecto de la responsabilidad jurídica. Como es obvio, esta universalización de las relaciones jurídicas es resultado de la convergencia de dos fenómenos. Por una parte, la tendencia a que siempre haya un responsable que no sea yo. Por otra, la de que todo responsable genera una indemnización. En el fondo, la sociedad no introduce con ello una forma de relación social diferente de la que ya tenemos como consumidores. De hecho, la indemnización es la compensación por un acto de consumo frustrado y exonera al consumidor de toda responsabilidad. Ésta siempre queda de la otra parte. Universalización de las relaciones de consumo y universalización de las relaciones jurídicas son fenómenos convergentes y satisfacen a nuestras poblaciones porque, al menos en este terreno, siempre es posible satisfacer el ansia de que alguien sea responsable, de que no lo seamos nosotros y de que esa responsabilidad no introduzca una cualidad nueva en nuestro mundo social, porque lo único que se juega en ella es, una vez más, dinero. Con ello, la noción de responsabilidad se reduce a la de imputación o culpabilidad, el preguntar al reclamar, responder a reparar, y ser sujeto a tener derecho. Estas tendencias, que hacen del tribunal el contexto ante el que se responde, y del código legal el lenguaje con el que se pregunta, son las que alientan una idea ulterior: la de que en ausencia del responsable, el Estado siempre lo es. Si esto ha sucedido es porque así tampoco abandonamos el ámbito de las relaciones económicas. En efecDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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to, el Estado tiene importantes cualidades para cumplir este papel: es el último garante del derecho y de la vida económica, es anónimo, es creado por nosotros y es nuestro protector. El Estado se convierte así en el centro de las desmedidas exigencias de subrogados del sentido y de responsabilidad, pronunciadas por una sociedad que se tensa entre la decepción y el lamento, entre la inocencia y la ansiosa búsqueda de responsables. El Estado, como es obvio, no puede oponerse a estas proyecciones, ante todo porque ha interiorizado la propia relación de consumo y de la vida económica. El ciudadano siempre tiene la razón, como el cliente, porque al fin y al cabo es el cliente. Su voto es el que aumenta o disminuye el capital político del poder y sólo se entrega, como el dinero, con el correspondiente contrato de utilidad marginal. La decepción, el acto fallido de consumo en seguridad y protección, genera la imputación de culpabilidad sobre un empresario político, el partido en el poder, y la promesa de indemnización oportuna por parte del partido de oposición. Nunca se pone en tela de juicio que el ciudadano tiene derecho. Así, el Estado ha de generar fondos para cubrir el paro, y al mismo tiempo ha de cubrir esos huecos laborales con emigrantes; pero ha de cubrirlos garantizando nuestra percepción de ser inocentes cosmopolitas y las ansias de seguridad y decoro de nuestras ciudades, las exigencias narcisistas de nuestras poblaciones y las exigencias de plusvalías de nuestros empresarios. Cómo haga a la vez todas estas cosas contradictorias, es asunto suyo. Y así, si en la lejana Bosnia se matan dos tribus entre sí, o si en Etiopía y Eritrea dos clanes de señores de la guerra dejan devastada una región entera, los ciudadanos escandalizados se preguntan por qué no hacen algo sus propios Estados. Se supone que ellos son responsables por acción y omisión. El filósofo, en estas situaciones de búsqueda compulsiva de responsabilidad, tiene sus escenarios preferidos porque en los manifiestos a que dan lugar funcionan bien las abstracciones de la idealización, la radicalidad teórica y las reclamaciones llenas de patetismo a favor de un mundo absolutamente humano. Y así vivimos. Por mucho que nos sintamos inocentes la mayor parte del día, y por mucho que nos exoneremos de nuestra mala conciencia largando las responsabilidades a los 497

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poderosos de la tierra, asentados tras el parapeto del Estado, sabemos que ambas situaciones son igualmente falsas. Quizás por eso nos atenemos al tráfico económico y a la responsabilidad jurídicamente regulada: porque entre tanta inquietud y ansiedad, es lo único palpable y riguroso. Ése es el secreto de su irrefrenable tendencia a monopolizar el sentido de responsabilidad y de la vida: que es funcional y que produce efectos sociales más allá de los sentimientos privados y de las idealizaciones de los filósofos. Por decirlo en términos de la tesis de base a mi argumentación: el mercado se impone por ser el tipo de acción social más simplificado, regulado e institucionalizado: triunfa por disponer del código más explícito y claro y por poseer las instancias especializadas de interpretación y de juicio, de imputación causal —diría Kelsen— y de adscripción de consecuencias. Pero dada su unilateralidad y su mecanicismo, produce las ansiedades y decepciones que hemos descrito. El derecho, la imputación y la pena parece que es todo lo que tenemos: por mucho que lo rechacemos hastiados, siempre volvemos a él. 5. El carácter indirecto de las realidades humanas Y, sin embargo, no podemos resignarnos. La vida social es algo más que la vida jurídica y algo menos que esa responsabilidad global, propia de quien emplea las viejas quejas de la teodicea para dirigirse a los hombres. Parece que entre estos dos ámbitos, el del teólogo y el del jurista, se nos escapa la parte central de nuestra vida. Volvamos entonces al argumento de Marquard sobre el sentido, y veamos si podemos extraer alguna consecuencia ulterior sobre la responsabilidad. Marquard nos propone una salida para aquella paradoja del sentido; a saber: que cuanto más se echa de menos tanto más se pierde. La salida que buscamos, además, debería permitir transformar la función de la institución de la filosofía en nuestras sociedades. Pues bien, la tesis de Marquard procede de Aristóteles y aplica al sentido lo que el Estagirita decía de la felicidad. Todos los hombres aspiran a ella, pero la buscan directamente, como si la felicidad fuese algo concreto, y por eso no la encuentran. Esto de buscar la felicidad de forma directa es una de las supersticiones constantes del género humano. Es como la pretensión de comunicar verdades 498

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éticas desde los libros de ética. O como buscar el sentido hablando del sentido. Una superstición paralela podría ser pensar que identificando epistemológicamente la responsabilidad la haremos más presente en el mundo. Cuando pensamos así, somos como aquel paisano de la Enciclopedia de Hegel que, deseando fruta, rechazó las cerezas, los higos, las peras y los plátanos, porque eran cerezas e higos y demás, pero no fruta. Así, los hombres desprecian el sentido que se les brinda en circunstancias concretas de la vida, sentidos humildes y concretos, porque no es EL sentido de la vida. Pero quien no sea capaz de olvidarse de EL sentido, no tendrá ojos para ver los momentos de sentido que atraviesan nuestra vida. Como es obvio, y Marquard sabe, esto es propio de los restos de gnosis que atraviesan nuestro mundo y que son mucho más persistentes de lo que Blumenberg ha creído en su magna obra, La legitimidad de la modernidad. Pues la gnosis alienta la promesa de que la experiencia de sentido es directa, transformadora, salvadora de este mundo en su totalidad, y al ponernos en contacto absoluto con Dios o con la instancia sagrada de regeneración, nos invita a despreciar todos esos actos cotidianos en los que el sentido brilla en la humildad de lo que es, una planta humana. De la misma manera, el filósofo puede pensar que si define la responsabilidad y la identidad personal, por fin encontró algo capaz de producir un mundo plenamente humano. Esta búsqueda de la responsabilidad global no es menos gnóstica.1 Una sobria actitud ha crecido a lo largo de la modernidad, sin embargo, desde Lessing o Kant hasta Kierkegaard, Weber y Freud. Esta tradición ha intentado preservar el acceso indirecto al sentido de la vida y la felicidad. Un dicho frecuente entre los rabinos es que de Dios no se habla, se habla con Dios. Podemos decir lo mismo: del sentido no se habla, se habla con él. Igualmente, podríamos decir que se habla desde la responsabilidad, no sobre la responsabilidad. Se tiene acceso al sentido haciendo cosas con sentido, no buscándolo aislado, solo, descarnado. Este centrarse en el sentido de forma directa nos lleva a despreciar el mundo en la plenitud de sus contextos significativos. Este centrarse en las macrorresponsabilidades totales nos lleva a ignorar nuestro papel como seres responsables. Esta búsqueda de qué sea epistemológicamente la responsabilidad nos impide DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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reconocer los contextos concretos en los que una pregunta puede tener una respuesta. Así que necesitamos un acceso indirecto al sentido y un acceso indirecto a la responsabilidad. Quizás incluso necesitemos una comunicación indirecta en la línea de Kierkegaard para expresar algo que merezca la pena en este campo. ¿Pero qué puede ser esto? ¿Tiene algo en común nuestra búsqueda indirecta a través del sentido, de la felicidad y de la responsabilidad? 6. Una fenomenología de los bienes de la tierra Creo que sí, y espero mostrarlo. La recomendación clásica de un aristotélico consiste en no buscar directamente la felicidad, sino buscar los bienes de la tierra. La recomendación de Marquard era olvidar EL sentido, para gustar los diversos sentidos que genera la vida humana. Lo que hace de nuestro mundo un lugar tan problemático es la creciente reducción de esta pluralidad de bienes, de tal manera que todo se expresa en el denominador común de bien económico protegido por el derecho. Como consecuencia de esta reducción, la responsabilidad se tiende a ver como imputación, culpabilidad, reclamación, reparación. La decisión acerca de la responsabilidad la adscribimos a un técnico, el juez, que sentencia con independencia de nuestra comprensión de la misma. Esa decisión está relacionada con la legalidad, con la justicia legal, el único bien que reconoce el juez. La inocencia, en este mundo, sólo se rompe por un acto de consumo fallido, y se repara con una indemnización correspondiente. La responsabilidad es un estado de excepción de la vida del mercado, de la misma manera que los tribunales lo son del trato social. Al tender al monopolio de la vida social, esta comprensión de las cosas, centrada en la legalidad y el dinero, cubre con un inmenso velo todos los demás bienes de la tierra. Justo porque este único sentido y bien a veces nos asfixia, buscamos EL sentido y EL bien reparador, compensador. La tendencia al monopolio del sentido económico se reproduce en la tendencia al monopolio de la búsqueda de un bien emancipador. Lo constante es la concentración de la mirada en algo Único, salvador de algo único y decepcionante. Frente a este monoteísmo del sentido, haré una defensa del pluralismo ético. Ahora expondré, de forma muy resumida, una tesis que he DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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desplegado en diferentes sitios. La reconstrucción de la modernidad que hizo la sociología histórica de primeros de siglo, desde Weber hasta Schmitt y Plessner, ofreció una teoría de las esferas de acción social, que reclamó la autonomía de la ciencia, de la vida erótica, de la estética, de la religión, de la moral, de la política y de la economía, como ámbitos fundamentales de la acción social. Ya he mostrado que esta teoría crítica ofrece una convergencia con la teoría del sujeto, sus deseos y sus pulsiones tal y como aprendimos de Freud. Ahora deseo añadir que el contenido de ambas teorías, las de esferas de acción y la del patrimonio pulsional de Freud, pueden exponerse en el lenguaje de una fenomenología que nos ofrece el sentido de los diferentes bienes humanos. Los bienes de la tierra, en la medida en que anclan en diferentes deseos humanos, no se descubren en la soledad —salvo en las personalidades narcisistas, y entonces tampoco—, sino que se gozan en la acción social de los hombres. Frente a lo que puede parecer, el deseo siempre se canaliza por acciones sociales y se resuelve en sus instituciones. Sólo en ellas se nos ofrecen los bienes que satisfacen las pretensiones de sentido humano. Esos bienes propios de cada una de aquellas esferas de acción social son, correlativamente, la verdad, el amor, la belleza, la bondad, la justicia, la utilidad. Cada uno de estos bienes buscados y realizados en una acción social satisface el deseo de los que intervienen en ella. Cualquier pretensión de satisfacer el deseo que no pase por la acción social, genera personalidades narcisistas. Ellas, más que ningunas otras, viven en la satisfacción que les brinda una imaginación autosuficiente, socialmente apoyada por las instituciones de la publicidad. En otros lugares he mostrado qué patologías conlleva esta forma de relacionarse con el deseo. En la acción social, el deseo es interpretado, hablado y en ella identificamos lo que resulta desmedido y lo que resulta apropiado. En una palabra: cada bien de la tierra, en la medida en que es tal, es deseado y buscado por los hombres y, por tanto, puede dar lugar a acciones sociales entre ellos. Aquí profeso un socratismo: no hay forma de conocer uno de estos bienes sin quererlo. La intencionalidad de Husserl no es ajena a la pulsión ni al deseo, y su noción de sentido, desde luego, no incluye sólo contenidos eidéticos, sino también voliti499

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vos. Opino, sin embargo, que no hay que buscar una subjetividad trascendental ni una armonía preestablecida de las mónadas racionales capaz de generar intersubjetividad. Lo que mantiene unidos a los hombres, en esa acción social, es la común búsqueda de ese bien, la común identificación de su sentido, la imposibilidad de hacerlo en la soledad sin la drástica reducción a fetiches, la apertura misma de una intencionalidad común que se refuerza en la experiencia compartida y en sus perpetuas metamorfosis. En la medida en que esto sucede, la acción integra un sentido que puede ser descrito fenomenológicamente en sus variaciones concretas. Ese sentido que se abre y se interpreta en la propia acción, con todas sus variaciones y matices, es la fuente del contenido eidético de ese bien, que desde luego se ha interpretado histórica y espacialmente de forma diversa y enriquecedora. Así que tenemos lo siguiente. La recomendación de Aristóteles dice: no busques la felicidad, sino participa de las acciones con los hombres en la vida de la praxis, y la felicidad, como aceptación del conjunto de la vida, se te dará por añadidura. La recomendación de Marquard diría: no finjas un sentido en tu soledad, idealizando y sublimando tus deseos, buscando EL sentido monoteísta, sino participa de la construcción del sentido apropiado que se verifica en las acciones sociales, sé activo en la interpretación de esa acción. Esta traducción de las recomendaciones de nuestros dos autores puede tener relevancia sobre la manera de escapar a las patologías de la responsabilidad, a esta escisión entre la inocencia propia y la búsqueda compulsiva de responsables, superando las reducciones de la vida económica y jurídica y olvidando la responsabilidad total de la teodicea. Aquí la recomendación diría: busca los bienes de la tierra en su pluralidad porque eres responsable de que ellos sigan existiendo, porque sólo en relación con ellos eres responsable, porque sólo desde dentro de ellos puedes ser inocente y culpable a la vez. Ahora deseo desplegar este argumento. Ante todo, la idea central consiste en ganar el suelo propio de la vida social, en su concreción y su pluralidad. Este suelo es el que buscó la fenomenología en su origen, dejándose llevar por su voluntad de atenerse a las cosas mismas, de penetrar el sentido en su individualidad plena y esencial, y no dejándose en500

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gañar por las abstracciones idealizadoras. El camino que siguió cierta fenomenología, lejos del ejemplo husserliano, que se perdió en la investigación trascendental de la subjetividad, fue el de atenerse a las acciones sociales como espacio donde brilla ese sentido. Éste es el mérito de la interesante obra teórica de Alfred Schütz y su discípulo, Thomas Luckmann. El resultado de esta línea de pensamiento consistió en que logró proyectar sobre los apuntes weberianos de la acción social el rigor metodológico de la fenomenología. Adoptamos esta línea porque nos permite conducir la mirada a la pluralidad de las esferas de acción social, a la especificidad de sentido finito que se nos da en cada una de ellas, a las formas del bien que se tejen en las mismas, y a las formas de felicidad que nos ofrecen al conformar, interpretar y colmar deseos y pulsiones. La acción social, así descrita, genera los ámbitos donde la responsabilidad puede querer decir algo concreto. Pues si no conocemos los bienes que orientan nuestra acción social, ni somos conscientes de que sólo en ella podemos disfrutarlos, entonces, ¿en relación con qué vamos a ser responsables? Si no sabemos en qué consisten los bienes de los que hablamos, si seguimos creyendo que la raíz de estos bienes es que nos gustan, si pensamos que cualquier interpretación que demos de ellos es buena porque es nuestra, entonces no sabemos lo que significa ser responsables. Pondré un ejemplo que espero lo consideren en lo que vale. Al aludir a él no desearía abrir herida alguna. Pero creo que lo que indispuso a muchas personas con el último gobierno socialista español fue la ignorancia de lo que era el bien político por excelencia por parte de ese gobierno. Al no conocerlo no pudieron ser responsables de él. Es más: muchos líderes, que previsiblemente lo identificaron, dieron por sentado que la ciudadanía no lo conocía y pretendieron seguir actuando de una manera contraria e irresponsable para con ese bien. Interpretaron la esfera de acción política y su sentido de la manera más brutal, más primaria, y con ella se dirigieron a la parte social más parcial de nuestro país. Al final, optaron por reducir el bien de la política al bien de la legalidad y ni siquiera cuando fueron sentenciados por un juez pensaron que una sentencia inhabilita para ese bien. Pues tal bien es la representación. Tal bien dice que el representaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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do no puede sufrir merma alguna en su dignidad, que el representado inevitablemente tiene al representante para que, si hay alguna mancha en la res publica, éste cargue con ella y aquél quede intacto en su dignidad. Por eso, el representado no puede ser imputado con el representante, ni puede compartir su lugar en el banquillo, ni puede dar a entender que toleraría de buena gana una sospecha sobre sí al tolerar una sospecha sobre su representante. ¿Qué queda de la ley si el representado carga con su violación? La consecuencia es que al fracturarse ese bien, la propia acción política se quebró para los que conocían ese bien. Obviamente, era imposible que el político que no lo conocía respondiera a las demandas de quien lo conocía. De hecho sólo podían responder en el caso de saber de qué se les preguntaba. Y se les preguntaba por qué estaban transformando el vínculo de representación en vínculo de complicidad. Pero ahora esto no es importante: lo mismo podemos decir de los demás bienes. Si no sabemos qué es la belleza, o la bondad, el amor o la verdad, la justicia o la utilidad, ¿cómo responderemos ante alguien que nos pregunte qué queda de todo ello por nuestra forma de llevar la acción social con nosotros? El mérito inicial de este planteamiento, que habla de acciones sociales donde otros ven sistemas, reside en que nos coloca ante contextos en los que vivimos todos los días. No discuto que las descripciones del funcionamiento social en términos de sistemas y subsistemas no tenga su interés. Discuto que pueda ya arruinar las evidencias de que los hombres actúan socialmente, aunque sea de forma provisional y todo tenga un plazo. No digo que estas actuaciones no estén reguladas institucionalmente muchas veces, pero la regulación institucional es tanto más eficaz cuanto más social es y menos apela a las líneas de fuerza de la burocracia y sus órdenes jerárquicos. Las instituciones siempre pueden recurrir al paraguas de la autoridad y del derecho, pero entonces tenemos el mundo anterior en que responsabilidad es imputación por parte del que puede imputar. La clave de estos contextos jurídicos es que la asunción de responsabilidades depende de la imputación por parte de una decisión externa. El mérito de la estrategia que invoca la acción social reside en que nos coloca ante contextos concretos en los que tiene sentido la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pregunta y la respuesta porque no entrega a especialista alguno ajeno a los actores el juicio sobre el bien en cuestión. El juicio aquí forma parte de la acción. Hace que esquivemos preguntas sobre responsabilidad global, para que nos centremos en la acción de responder, sus contextos, sus sentidos y sus formas. Genera así una forma de responsabilidad que es interna a la propia acción social, que no requiere instancia externa de imputación, ni sentencia neutral, ni pena, ni corrección; pues la imputación es adscripción libre, la sentencia es reconocimiento, la pena, el dolor por no poder disfrutar de un bien humano y la corrección, el perdón. Tenemos así dos fenomenologías: la responsabilidad como derecho o como acción social. Como es lógico, preguntar y responder en este último caso sólo tiene sentido desde el conocimiento de la lógica de cada esfera de acción social, desde el sentido y el bien propio que nos jugamos en cada una de ellas, desde ese código jamás formalizado, resultado de su propia praxis. En estos contextos, preguntar por la responsabilidad sólo tiene sentido desde la lógica del participante en la acción social y es una de sus competencias. Es una pregunta práctica, no teórica, y tiende a seguir permitiendo la acción social. Si amamos el mundo porque encontramos sentidos en nuestras acciones, la pregunta por la responsabilidad está ante todo dictada por la vocación de seguir amando el mundo y, por eso, se supone que es común al que pregunta y al que responde. Preguntar y responder es un compromiso contra el gran enemigo, la desesperación, que nos deja en la soledad y nos abre la puerta al narcisismo. Además, la pregunta por la responsabilidad en cada una de estas esferas no puede abordarse desde los esquemas de funcionamiento de otra. No podemos alcanzar competencia para comprender y preguntar si alter ha sido responsable respecto a la verdad de su trabajo científico de la misma manera que aprendemos a preguntar si ha sido responsable respecto al amor que, según dice, nos profesa. Responsabilidad supone así un sentido para la pluralidad de los bienes humanos y sus formas específicas de mantenerse en la acción. Así, nos vacunamos contra la inclinación hacia la monopolización del sentido de nuestra vida por una esfera única, sea la esfera económica o cualquiera otra. Al atenernos a esta exigencia 501

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de concreción y de pluralidad, se arruina todo intento de idealización, monopolización o radicalización del sentido. Por lo demás, si se aceptan estas premisas, la filosofía no es una reflexión sobre las grandes palabras, responsabilidad, sentido, felicidad, en intención directa, sino sobre los diferentes bienes, sentidos y deseos en los que se generan las diferentes acciones sociales, las diferentes formas de preguntar y responder, las diferentes estrategias de velar por esos bienes y no destruirlos. La filosofía es la heredera de las ontologías regionales, de los reinos del ser, de las fenomenologías particulares. Incluso estoy por decir, platónicamente, que la filosofía es la memoria de las acciones sociales en las que descubrimos esos bienes, el intento de captar eidéticamente en su forma originaria su sentido. De esta forma, la filosofía escapa a su misión otorgada de compensación teórica-radical ante una vida social desvalida, de representar las grandes palabras con mayúsculas, para remangarse en la harina de la acción social, como competencia concreta de interpretación, de recreación, de renovación del sentido, de aceptación de los bienes concretos de la tierra y de expresión del amor al mundo que su disfrute y preservación provoca. La filosofía no es un metarrelato o un metadeber sobre el mundo como totalidad —actitud ya despreciada por Kant—, sino un plus de conciencia en la forma de desplegar las diferentes esferas de acción social, de comprender sus sentidos y sus bienes, de entender su relevancia para la felicidad. Filosofía es otra palabra para responsabilidad y no tiene otro fin que recordarnos que hemos de mantener el brillo de los bienes humanos. Así estaremos en condiciones de asumir el resultado más poderoso del proceso moderno, la agudeza de mirada para no dejamos engañar por ningún falso monoteísmo de valor, por ningún reduccionismo ni dogmatismo. 7. Esferas de acción y sus condiciones Ahora argumentaré en favor de lo dicho desde otra dirección, que me llevará al tema de los derechos. Lo propio de una esfera de acción social es que supone la participación de sujetos que llamamos modernos. Nos representamos tales sujetos dotados de la competencia hermenéutica y capaces de asumir las ideas de libertad e igualdad para hablar, preguntar y responder. La acción social no define una estructura 502

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de coacción, ni está reglada por la legitimidad tradicional. Es una estructura reversible de pertenencia, no una irreversible y ontológica. Supone que los sujetos asumen el bien que buscan por su valor de bien, no por ser subrogado de otro bien. Supone entonces la franqueza y la sinceridad expresiva de los participantes, pero también que este bien que se busca es comprendido, y aunque tenga diversas interpretaciones, sólo puede ser exitosa la acción social cuando al menos se acuerda una interpretación tal que los sujetos participantes sientan su deseo satisfecho por esa interpretación. En este contexto vemos con claridad que la responsabilidad, la capacidad de hacer preguntas y respuestas, no es nada ajeno a la acción social, sino su estructura misma, su condición interna de posibilidad y de éxito. No se puede ser responsable si no se ha definido o asumido la interpretación del bien que persigue esa acción social y respecto de la cual serán valoradas nuestras acciones. Es más: inicialmente se es responsable en relación con ese bien, no en relación con cualquier otro. Obviamente, se puede ser responsable de las consecuencias que para otro bien tiene buscar uno dado. Así, buscar la ciencia o la riqueza puede arruinar la familia o el sentido de la belleza o la religión. Pero entonces tenemos que entrar en la esfera de acción pertinente a ese bien, reinterpretarlo junto con los demás actores de esa esfera, dar y ofrecer respuestas y explicitar nuestras jerarquías entre los bienes, comprometernos con las renuncias concretas a que estemos dispuestos y la forma en que eso puede afectar a las expectativas de nuestros alter. Cuando más explícitos seamos, no sólo en las consecuencias internas, sino en los ajustes en relación con las otras esferas de acción, tanto más responsables seremos, desde luego. Con ello vemos que esa conciencia que produce la filosofía siempre nos trae la noticia de heridas, porque no hay forma de ser responsable con un bien sin renunciar al disfrute de otros. Estoy dando razones en relación con algo que juzgo importante. Los filósofos han buscado el vínculo de la responsabilidad como semejante al de imputación. Han querido hacer de la responsabilidad un asunto teórico y propio del conocimiento. Tengo para mí que la responsabilidad emerge de la interpretación de la acción social y la adscripción de responsabilidad forma parte de esta misma interpreDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tación. La responsabilidad es un vínculo hermenéutico, no causal. Por eso está llena de ambigüedades y dolores y por eso necesita de la libertad para zanjarlas, aceptarlas, asumirlos o perdonarlos. En la medida en que analiza el curso de los sucesos fruto de la acción, comparando hechos y consecuencias con el sentido del bien propio de esa esfera, está uniendo dos dimensiones heterogéneas —hechos y sentido— que sólo pueden reunirse por la libertad y la interpretación. Pero la libertad no acepta las consecuencias, los sucesos, el curso de las cosas, de una manera física, como si fuera naturaleza: los acepta en tanto que acontecimientos ya interpretados y humanizados. En tanto que tal, no hay fuerza humana ni divina que pueda imponer la responsabilidad o que pueda retirarla. Desde luego, nadie puede obligar a responder ni siquiera ante el tribunal oportuno y de forma incondicional, sino en la medida en que el tribunal sea reconocido como legítimo por el juzgado. Cuando a Carl Schmitt le preguntó el jurista Kaulbach, en el proceso de Nuremberg, «¿Es usted Carl Schmitt?», el jurista del Reich, que conocía a su interlocutor porque había vivido en el mismo patio en Berlín, contestó: «¿Y quién es usted para preguntarlo?». Ni siquiera el tribunal puede imponer responsabilidad, como hemos visto con demasiada frecuencia en nuestros días. La responsabilidad sólo puede asumirse desde dentro de la acción social, y sólo será aceptada y asumida por el que aparece responsable si está dispuesto a seguir la acción social de alguna manera y mantenerse fiel a ese bien. En este sentido, la interpretación de responsabilidad es condición de continuidad de la acción y sólo bajo este supuesto se hace evidente. Ahora bien, como cualquier acción social está endémicamente amenazada de quiebra, en cualquier momento puede emerger la libertad formal para desvincularse de la responsabilidad y sus interpretaciones. Lo que queda entonces es una quiebra y un silencio, la soledad y un dolor irreparable. que será tanto más intenso para aquel que ha hecho de la acción social el lugar en el que disfrutar de los bienes del mundo. Una de las cosas que debemos saber, sin embargo, es que hablamos de bienes humanos, y que no hay manera cierta de guardar silencio ante los hombres con los que compartimos ese bien y pretender seguir disfrutando del mismo. Sabemos lo suficiente como DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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para creer que el rechazo de la responsabilidad nos resulte gratis y quede impune. Esto sucede si juzgamos en términos de la fenomenología del derecho. Las heridas a los hombres aquí son heridas a los bienes mismos. Por eso hemos de suponer que, en la medida en que disfrutemos de ellos, estaremos dispuestos a preservarlos y, en esta misma medida, estaremos dispuestos a asumir nuestra responsabilidad y responder realmente de nuestra acción. Pero como no es posible atender todas las esferas de valor, todos los bienes humanos a la vez, no podemos evitar la herida y la tragedia de reducir nuestro consuelo, de cargar con una felicidad cada vez más problemática y cada vez más ambigua. 8. Conclusión. Responsabilidad y derechos humanos Se podría extraer del mundo de la literatura y del arte muchos ejemplos sobre la responsabilidad y sus contextos. En la literatura se ha ejercido una fenomenología de la vida con mucha más nitidez que en la filosofía, desde luego. Ninguno de estos ejemplos nos enseñarán qué es la responsabilidad, pero nos hacen más competentes para hacer esas preguntas, a nosotros y a los actores, y nos enseñan a reconocer las respuestas que nos permiten mantener o romper la acción social, reconocer la culpa y asumir un saber práctico para seguir tras los bienes irrenunciables. Esta enseñanza puede exponerse humildemente. Sólo porque la acción social está bien trabada, se puede exigir la responsabilidad y ésta puede quedar adscrita de forma tan verdadera como la luz del sol. Sólo entonces puede ser asumida o no, sólo así puede producir silencio o una segunda oportunidad. La responsabilidad es la propia estructura de una acción social autoconsciente. Con ello nos damos cuenta de que la condición para que la responsabilidad sea demandada y se adscriba, es sencillamente que la acción social esté bien construida, que genere su contexto claro, que los sujetos sean iguales y francos en la persecución de ese bien, en su capacidad de interpretar y valorar las consecuencias y juzgar si cumplen o no los bienes buscados. Sólo tras haber impuesto estas garantías definitorias de la acción social, se está en condiciones de dar razones aplastantes que hacen callar al otro cuando se le adscriben las consecuencias nefastas que se han seguido de la acción y que 503

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la rompen. Sin acción social bien planteada no hay responsabilidad. Y por eso, nuestra única meta-responsabilidad, el único contenido de la filosofía en este sentido, dice que hay que entrar sólo en aquellas acciones sociales que tengan bien definidas las garantías que permiten identificar responsabilidades, esto es: sujetos que interpreten de forma común el bien que buscamos, que sean competentes en él, que tengan experiencia del mismo, que logren hacer bien las preguntas y no acepten la primera respuesta como válida. Ahora bien, esto significa una cosa esencial: que sólo los que son expertos en actuar socialmente en las diferentes esferas están en condiciones de llevar adelante argumentos para identificar la responsabilidad en ellas. Las cautelas para interpretar el bien buscado, las competencias para apreciar las consecuencias no deseadas, las retóricas para exigir explicaciones y para adscribir autorías, en la medida en que siempre se dan en contextos concretos, requieren experiencia, no teoría. Dar el paso de la libertad que dice «yo lo he hecho» requiere sobre todo autoconciencia, pero también una exhortación permanente a darlo desde la disponibilidad al perdón. Responsabilidad es una práctica justo porque depende de una hermenéutica de la que no está excluida la intención. La descripción de casos ideales, de casos esenciales, es la única fuente de la que tal conocimiento puede brotar. Tal cosa es, o debería ser, la educación. Sin competencias experienciales, no existe posibilidad de identificar responsabilidades, ni de tomar decisiones acerca de si la acción social puede seguir o no. De ahí que, excepto en los sujetos religiosos, que están en condiciones de asumir toda la responsabilidad por el mal del mundo, de tal manera que importe más identificar el mal que quién sea su autor, excepto en estos casos en que los hombres sufren por el dolor del mundo, el mundo seguirá sin definir responsabilidades salvo en la medida en que los que intervienen en la acción social no posean la igualdad material en competencia hermenéutica y la libertad y sinceridad en la que se funda la condición moderna. La responsabilidad, o emerge de la acción social bien planteada, o no emergerá jamás. Para eso se requieren competencias experimentales de las diferentes esferas de acción 504

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social en las que se dan los bienes de la tierra. La vieja teoría de la justicia, magistralmente reformulada por Michel Walzer, se concentra en la distribución plural de los bienes. Ahora vemos que se abre aquí una teoría de la justicia que entrega argumentos a favor de la no exclusión de la acción social. En esta teoría de la no exclusión ancla para mí hoy el pensamiento político. Sin esa justicia distributiva del saber práctico ganado en la experiencia de la acción social no hay responsabilidad ni disfrute de bienes. En el fondo, esta teoría va más allá de la tesis clásica y ofrece un contenido a la distribución de la igualdad, la libertad y la autonomía humana. Sin duda, éstos son derechos humanos como garantía formal de que los hombres puedan acceder a estos bienes materiales. Mas éstos sólo se dan en la acción social verdadera que pone en acto aquellos derechos fundamentales. Lo que todo derecho fundamental promete realmente al hombre es la participación en los bienes de la tierra. Ya hemos visto que sólo los no excluidos de estas esferas de acción tendrán acceso efectivo a estos bienes. Pues ya hemos visto que no ser excluido de la praxis es condición para ganar competencias hermenéuticas a la hora de plantear de forma autoconsciente la acción social y así tener posibilidad de exigir y dar responsabilidades. Al fin y al cabo, dijimos que exigimos responsabilidad para mantener y prolongar la esfera de acción. El derecho de no exclusión es lo único que puede permitir todo eso. El derecho de pedir y dar respuestas está en juego como último derecho en el que se concentra una vida social ordenada. Sólo sin exclusión puede conseguirse y sólo así puede abrirse camino una vida alejada de la inclinación a la inocencia y alejado de la inclinación a la seguridad. Que la acción social, una planta frágil, con sus bienes y afectos, se rompa, depende de nuestra capacidad de preguntar y de responder. Pero también de nuestra valoración de esos bienes. Para ello se requiere un saber experiencial del participante. He hablado de los bienes de la tierra. Y he alegado en favor de un verdadero reconocimiento de su pluralidad, ahora en peligro desde el reduccionismo económico y jurídico. Ahora vemos que el único bien de la tierra, el trascendental, reside en gustar del trato con los hombres. Todo lo que deseamos lo conseguimos por el rodeo que damos entre DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Resurrección

los hombres. Hemos visto que esto no es posible sin dolor y sin heridas. Sólo esa evidencia nos dispone a obtener también la más difícil de las competencias, la del perdón. Ahora ya sabemos dónde reside la dificultad de la responsabilidad y su dimensión utópica. Pero al menos, cuando la filosofía brotaba de la vida, ésa fue su evidencia. La no exclusión de la acción social es el derecho humano por excelencia, pues esa exclusión lleva consigo la de la condición humana. Ése es el único camino para no quedar excluido de este conocimiento de claroscuros y de inquietudes que da respuesta y la pide, con todas las ambigüedades y con todo el proceso de interpretación perenne, de goce, libertad y perdón que es la verdadera existencia humana. Nota 1. Como diría Weber, éste es el origen del misticismo acósmico, que rompe los ámbitos concretos de la vida como si fueran despreciables, y lo hace depender todo de las potencias carismáticas que irrumpen de forma revolucionaria y que ponen al hombre ante la experiencia directa del sentido. Pues, como dice san Pablo, ahora miramos como por un espejo, pero cuando ÉL se nos dé, miraremos cara a cara. De naturaleza igualmente gnóstica son esas subjetividades omnipotentes para el bien o para el mal, para la conspiración universal y para la protección universal. Los que ya vamos dejando de ser jóvenes podemos recordar cómo ambas actitudes se daban en las mismas personas de manera radicalmente sintética hace unos años, tan sólo. Muchos de nuestros amigos podían pensar que la potencia conspiradora universal, los Estados Unidos, necesitaba una potencia benévola y salvadora igualmente universal, que estaba alojada en el Kremlin. Para otros era justamente a la inversa. Allí, en ellos, estaba la responsabilidad en estado puro. Nosotros no éramos sino herramientas de cada una de estas subjetividades omnipotentes y salvadoras en lucha. Entonces existía un mundo en el que las grandes ilusiones de los hombres, la inocencia, la protección y la responsabilidad global, tenían referentes. Sin duda, estas ilusiones eran su máximo sostén.

JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA

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Resurrección (23-24 junio 1997)

Al tercer día, abrió los ojos. No hubo especial fulgor. Fue un despertar corriente, cotidiano; el mismo despertar de tantas veces. Si acaso, una nueva inocencia al percibirlo, tras la muerte; bastan tres días para limpiar la pátina de la costumbre, para que abrir los ojos sea de verdad un renacer. Le pesaba la carne: en las extremidades, sobre todo. Se le impuso la sed, y las heridas; sintió las huellas permanentes en sus manos, los pies sangrantes, perforados. Fue recobrando poco a poco su dolor: es el precio por ser hijo del hombre. Naturalmente, él lo sabía. Supo desde el primer momento su destino; lo deseó. Pero también le cupo siempre un amplio espacio de incertidumbre, de novedad. Porque la vida, el mudo flujo del vivir humano, discurre lenta, detenidamente; y en múltiples instantes, estando solo, al atardecer, pudo sentir no sin sorpresa su cosquilleo involuntario, tímido, profundo. Para él, hijo de Dios, no dejaba de ser una revelación ambigua. Le era muy fácil desplegar su majestad, acoplar su vivir a lo ya escrito, restallar el estruendo del milagro. Pero esos leves vínculos, esos encadenarses minuciosos, se le imponían a él, hijo del Verbo, con el encanto torpe y sudoroso de lo humano. Ya cerca del morir, su angustia fue real. Estaba escrito que sufriese, que dudase incluso: su mismo lamento en la cruz estaba escrito. Pero al sufrirlo, al ser negado, al verse abandonado, le desbordó un escalofrío no previsto. Con toda su omnisciencia, no había querido admitir que fuese capaz de semejante desamparo: un dios es orgulloso. Allá en Getsemaní, llorando solo, sintiendo el peso de la carga convenida, supo lo que jamás supo prever como Dios, lo que hubo de sentir ya como hombre. Un dios es autosuficiente. Inmune. Creyó siempre que en ese trance triunfaría la gloria de su martirio, que bastaría ese deleite del sacrificio para sobrellevar todo el dolor. Creyó que no podría de verdad sufrir el abandono de sus discípulos, meros humanos, frágiles, simples. Un dios no puede odiar, pero puede ser displicente; un hombre no puede romper sus lazos con la vida sin desgarrarse. Un Dios hijo del hombre se encadena al centro más profundo del vivir. Sintió muy bien, desde ese instan505

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te, lo que era de verdad el desamparo; si se atuvo con fidelidad a lo ya escrito, si no escupió a quienes le amaban sin comprenderle ni se arrojó a sus pies en un último intento desesperado, fue más por gravedad de dios que por sentir sinceramente aquella paz. Y en sus postreras horas, ya en la cruz, probó el dolor sin fondo, despiadado, viendo pasar ante sus ojos los recuerdos de sus treinta y tres años de vida humana, plenos de mil detalles descuidados, vanos, efímeros, vividos con el dorso de una vida que apuntaba muy segura a lo sublime: el roce de una piel tostada, el susurro de la fuente frente a su casa, de pequeño, el sabor de los higos ya maduros, eran abismos desolados en su espíritu frente a la muerte. Y no quiso morir aquella vida. Por eso, al despertar, al tercer día, sintió más que otra cosa el desencanto. Sintió, bien es verdad, los minúsculos goces recobrados, el paisaje banal y bullicioso de los sentidos (la luz del sol, el aire, mil olores, y esa música leve y honda de la voz, cortando el amargor de una esperanza). Pero sintió, bajo esa flora, bajo ese espléndido despliegue de la vida, el dolor arraigado e irremediable. Hizo falta un destino, el insondable amor de un dios, para poder sobreponerse a todo eso, para mostrarse una vez más a sus discípulos. Y todavía hoy, cuando desciende alguna vez sobre nosotros, nos trae esa amargura insoslayable. Sólo sobre ese fondo de tristeza cobra valor su mirada limpia, siempre abierta, que nos señala el baile de la brisa en cada hoja y dice, con voz templada: «mírala como un niño, con inocencia». Y entonces cada vez resucitamos. IBON ZUBIAUR

Ritual El ritual se ha pensado habitualmente desde los dos extremos que su acepción latina ‘ritus’ recoge: la costumbre y la ceremonia; entre esas acciones mínimas que componen nuestro haber más socializado y aquellas solemnes construcciones que re-presentan narraciones primordiales, mitos, y que podemos equiparar al para nosotros más concluso término de ‘rito’. Entre el «porque sí» de la costumbre —que 506

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aborrece por «sucio» todo aquello que la compromete— y el asertivo amén de la ceremonia, se despliegan todas las interpretaciones del ritual comprensibles desde la (in)versión que de la famosa sentencia eucarística hace un buen amigo cuando dice: «tus órdenes son deseos para mí». Ya Confucio reivindicó el sometimiento a los ritos como modo de que cada uno encuentre su lugar, un lugar prediseñado de antemano que recubre al sujeto desde su nacimiento y que éste debe aprender a llevar de la manera más desenvueltamente posible, como si el diseño procediera de su propia determinación de ser así. El ritual adquiere de este modo el sentido coercitivo y emocional que destacaran tanto Radcliffe-Brown como Durkheim y cuya función no es otra que «hacer deseable lo obligatorio». Desde este supuesto, son de destacar las aproximaciones de Victor Turner y Clifford Geertz, aproximaciones que coinciden en la consideración del ritual como un ámbito de la experiencia en el que de manera ejemplar confluyen sentimiento y significación —sentido, en definitiva. Turner, quien parte de la tesis gluckmaniana de los rituales como disipadores de conflictos sociales, encuentra en los símbolos rituales una polaridad de sentido que favorece la implicación afectiva de los individuos en el proyecto comunitario. Los símbolos que se emplean en el ritual se componen de un polo ideológico y un polo sensorial. El polo ideológico abarcaría los componentes de orden moral, la distribución de normas y valores que guían y controlan a las personas como miembros de grupos y categorías sociales, mientras que el polo sensorial contiene los fenómenos naturales o fisiológicos relacionados con la forma externa del símbolo, fenómenos que despiertan deseos y sentimientos.1 Esta polaridad de sentido se fusiona en el ritual gracias a la yuxtaposición de significados y se equilibra gracias a la condensación que Turner toma de Sapir y que permite «la liberación de la tensión emocional».2 La cualidad esencialmente performativa del ritual es por tanto la yuxtaposición de lo físico con lo estructuralmente normativo y de lo orgánico con lo social. Dice Turner que, gracias al intercambio que el símbolo ritual produce entre ambos polos de sentido, «las normas y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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los valores se cargan de emoción, mientras que las emociones básicas y groseras se ennoblecen a través de su contacto con los valores sociales».3 Gracias a esa capacidad que tienen los símbolos de emocionar y de movilizar el deseo que se produce paradigmáticamente en la acción ritual, la comunidad convierte en deseable lo obligatorio.4 Por su lado, Geertz, quien apoyándose en Ricoeur entiende los rituales como «textos» interpretables que nos acercan a la comprensión de una cultura, se refiere a esta fusión de lo existencial y lo normativo a través de los dos niveles en los que se construye la «realidad»: el ethos, término propuesto para la antropología por Bateson, y la cosmovisión. El ethos es el carácter, la cualidad de vida, el estilo de un pueblo y se manifiesta en lo que tiene de colectivo el comportamiento individual, es decir, en los valores morales y estéticos que el grupo considera propios y que se concretan en las actitudes de sus miembros. La cosmovisión por su parte comprende las «ideas más abarcativas acerca del orden».5 También denominada “concepción del mundo”, es para Redfield «la manera en que un pueblo se representa característicamente el universo»6 y a sí mismo dentro de él. Ambos nociones —estilo de vida y metafísica— existen en tanto que se interconectan: «el ethos se hace intelectualmente razonable al mostrarse que representa un estilo de vida implícito por el estado de las cosas que la cosmovisión describe, y la cosmovisión se hace emocionalmente aceptable al ser presentada como una imagen del estado real de cosas del cual aquel estilo de vida es una auténtica expresión».7 Es decir, el comportamiento se ajusta a una idea de orden al tiempo que dicho orden se legitima en la experiencia satisfactoria resultante de ese comportamiento adecuado. Y esta síntesis entre el valor moral de un pueblo y sus ideas generales sobre el orden del universo se produce según Geertz en los rituales, a través de los símbolos sagrados de una comunidad: en el ritual es «donde los estados anímicos y motivaciones que los símbolos sagrados suscitan en los hombres y donde las concepciones generales del orden de la existencia que ellos formulan para los hombres se encuentran y se refuerzan los unos a los otros».8 Gracias a esa confluencia entre los aspectos morales y los aspectos cognitivos, ethos y cosmovisión, estados anímicos y concepciones DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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metafísicas, disposición y norma; los rituales promueven el sentido común, esa comprensión encarnada que capacita al sujeto para desenvolverse dentro de la totalidad de la que forma parte y que, como apunta Gadamer, funda comunidad, ya que ensambla en un todo a aquellos que de él participan. Bourdieu lo refiere como habitus, cuerpo socializado que dispone del código necesario para que sus acciones no respondan a fines racionalizados sino al conjunto de posibilidades que le otorga su campo de acción. El sujeto incorpora de tal modo las estructuras inmanentes al conjunto de posiciones y relaciones que componen el campo, las reglas del juego, que es posible predecir, si no las acciones concretas, sí al menos (como ya diría Lévi-Strauss en referencia al orden impuesto por las estructuras inconscientes), los comportamientos que es improbable que sucedan. El control que por medio del ritual ejerce lo social sobre lo individual se torna aquí absoluto, gracias sobre todo a su invisibilidad. El ritual sería en este sentido el instrumento idóneo para la incorporación-naturalización de normas, códigos y clasificaciones, haciendo del cuerpo social una presencia permanente en cada cuerpo individual (Douglas). Fijarían las posiciones y mantendrían inviolables los límites bajo la amenaza velada del caos, un caos que ellos mismos podrían escenificar con objeto de reforzar la pertinencia del orden establecido. Los rituales contribuirían así a instituir el orden en el que y con el que el sujeto se conforma. El problema es que, como ha puesto de manifiesto la psicología, conformarse no es tarea fácil y el pretendido ‘nosotros’ está constantemente puesto en cuestión por infinidad de yoes que se sienten oprimidos bajo el yugo del sentido común. Todo proceso de socialización es una pelea incesante por supeditar las pretensiones del individuo a los intereses del grupo, que se resuelve, cuando lo hace, gracias en parte a esa minuciosa labor de remiendos a la que según Levi-Strauss se entrega el ritual. Del psicoanálisis tomó la antropología la idea del ritual como lenitivo de las tensiones emocionales y de los conflictos sociales. Si el nieto de Freud, despojado de su madre, gobierna la ansiedad que su ausencia le produce jugando con un carretel que aleja de sí a la voz de Fort (lejos) y atrae hacía sí a la voz de Da (acá), reproduciendo, esta vez bajo su control, 507

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la situación en la que se encuentra y por tanto sublimándola, la sociedad crea contextos de representación donde alojar los conflictos y poder así afrontarlos, manipularlos y trascenderlos. Turner los denomina «dramas sociales». Para este autor, la cohesión social, del mismo modo que la armonía física o psíquica de la persona, afronta contradicciones y sufre fisuras que pueden resquebrajarla. Las fallas por donde puede colarse la «armonía» colectiva se abren y quedan al descubierto aspectos fundamentales para la sociedad que las sufre. Se ponen en marcha entonces los mecanismos de defensa, lo que Turner denomina «acciones reparadoras», acciones públicas de reconstrucción de la unidad. El conflicto late persistente bajo esta consideración balsámica del ritual. Un dos respira detrás de todo propósito de ser uno. Todo ritual presupone un duelo, porque, como bien matiza Lacan, no es que el carretel sea la representación de la madre propiamente dicha, sino la parte desprendida del propio cuerpo con la que el niño trata de superar el foso que la ausencia de la madre ha formado en él.9 La renuncia a lo real le obliga a lanzar un cabo que le permita vincular los dos extremos del abismo, un símbolo con el que sanar la herida. El Fort-Da es la acción con la que el niño trata de trascender el hueco que se abre en su cuerpo escindido, un hueco donde se aloja ya irreversiblemente lo simbólico. Lo simbólico aparece entonces como el único refugio tras la escisión. Lleva en sí la huella diabólica de la expulsión, pero no es prescindible ante el horror que nos produce la desnudez, lo real. Todo lo que constituye el ser humano, la conciencia y la cultura, se asienta primeramente sobre esta polarización conflictiva: «¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal!».10 El salto cualitativo que entraña la cultura conduce al humano desde un estado de naturaleza, de fluida inmediatez con el entorno, a un estado de conciencia de sí mismo, de desnudez. El ser humano es arrancado del edén, revelándose ante él una realidad ineludible, su precaria condición, la muerte. La realidad toda aparece escindida para el sujeto, siendo el ritual el ámbito por excelencia de la reconstrucción, o de la ilusión de la reconstrucción tal y como dirá Levi-Strauss en el «Finale» de El hombre desnudo, título que con508

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creta precisamente el estado desde el que se inaugura el ser existente, el ser humano. Dejando nosotros también el dilema del retorno al edén para el final, el procedimiento por medio del cual el ritual procura reconstruir la pretendida unidad originaria es el de otorgar un lugar a aquello que supuestamente la amenaza. Configurar un escenario de resolución, de acción performativa ya sea en forma de pregunta oracular, de consulta analítica, psicomagia, sacrificio o culto ceremonial. En este sentido interpretó el propio LéviStrauss una cura chamánica a un parto difícil, comparando su método con el de la terapia psicoanalítica: «en ambos casos, los conflictos y resistencias se disuelven, no debido al conocimiento real o supuesto que la enferma adquiere progresivamente, sino porque este conocimiento hace posible una experiencia específica en cuyo transcurso los conflictos se reactualizan en un orden y en un plano que permiten su libre desenvolvimiento y conducen a su desenlace».11 La representación, a través del recuerdo individual en el psicoanálisis y de un camino simbólicamente construido en el chamanismo cuna, favorece el restablecimiento del equilibrio, la reubicación del trastorno en un contexto manipulable. Se trata, como dice Bourdieu, de «poder actuar sobre lo real actuando sobre la representación de lo real».12 La eficacia del procedimiento radica entonces en el desencadenamiento de experiencias donde acomodar afectivamente las inquietudes, tensiones y conflictos y, en esa exteriorización, aplacarlas. Turner las refiere como ex-periencias, como ese «vivir a través»,13 fuera de uno mismo, que con frecuencia toma la forma de la representación, de esos «círculos cerrados de sentido en el que todo se cumple» y en el que «cualquiera puede reconocer que las cosas son así».14 Las experiencias alcanzan en el ritual el sentido productivo que destacara Gadamer: «lo que se adquiere (a través de ellas) es un saber omniabarcante»,15 en tanto que favorecen un reconocimiento en lo otro, en lo que se coloca más allá de lo propio. Los conflictos que nos dan forma, ya sea en forma de angustia o de drama social, son revelados en el ritual, sacados de nosotros y transformados simbólicamente en acciones representativas que ejecutamos o aparecen expuestas ante nuestros ojos. Enfrentándonos a ellas exteriormente, como realidades otras, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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somos capaces de convertirlas en experiencias e integrarlas creativamente a nuestro existir. Es algo así como darse un lugar fuera de sí mismo para desencadenar o dar lugar a algo que nos permita seguir viviendo en nosotros. En este sentido considera Ernst Cassirer que «el yo se encuentra y comprende a sí mismo en su aparente enajenación».16 Es la experiencia de un saber omniabarcante para Gadamer y la génesis de todo conocimiento para los místicos: Eadem mutata resurgo, «reaparecer cambiado y sin embargo el mismo».17 Los rituales que de manera más determinante han logrado crear esta experiencia en el sujeto, siendo por ello, en sus distintas formas culturales, centrales a la comunidad, ya sea política o religiosa, son los denominados por Durkheim «cultos positivos» y que aquí preferimos denominar rituales agónicos. Son paradigmáticamente los sacrificios (fundación religiosa), aunque también las luchas (fundación política). En definitiva duelos, ya que como dice Unamuno «la duda de vida [...] supone la dualidad del combate».18 Los rituales agónicos nos abren a la denominada por Gadamer «verdadera experiencia». En ellos afirma Zambrano «la realidad se revela originalmente», constituyendo «actos originarios de la aparición de la realidad en su máxima plenitud».19 Y como tales son fuentes de catarsis y de cohesión, ya que, gracias a la emoción, al pathos que producen, a la efervescencia colectiva que destacara Durkheim, los individuos son arrastrados hacia el exterior de sí mismos y convocados a confundirse con un ser vivo social que deviene real.20 Pero, más allá de la confluencia, representando la escisión constituyente que determina su existir, los rituales lo que consiguen es que el sujeto retorne conformado al lugar que le corresponde. Son por tanto algo así como los «actos» lacanianos, que nos enfrentan al horror de lo real, confirmando así nuestra necesidad de lo simbólico. En contra de la crítica de Habermas a la ética lacaniana por ser incompatible con el espíritu de la polis, de la comunidad, Zizek afirma que un acto «está en el fundamento mismo de un nuevo vínculo social».21 Ya lo griegos se dieron cuenta de esta realidad: el agon está en el origen mismo de la polis. En la agonía tiene su fundamento el agora. Por ello afirma Subirats que «en la lucha, en la violencia arcaica, como si fuera del saDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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crificio ritual en el que se funda el orden de la civilización, se erige triunfante la autoconciencia, el orden moral y el fundamento político».22 En definitiva, por tanto, aunque la afluencia de emotividad que posibilita el ritual nos haga sentir que confluimos con algo en el que perdemos nuestro «pequeño yo en un Sí más vasto, el de la alteridad, natural o social»,23 la disolución no es posible. El ritual nos hace creer, volviendo a Lévi-Strauss, que es posible retornar al camino de lo vivido, al continuo, roto por siempre en la tarea de disección que le ha impuesto el pensamiento.24 Pero esa labor de remiendos no es más que una ilusión, alimentada por el deseo por el que clamaba Unamuno: «quiero ser yo y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo».25 Pero el edén no es más que un anhelo, sustentado precisamente por aquello ante lo que nos coloca el ritual y que nos hace sentir que todavía estamos vivos. Notas 1. V. Turner, La selva de los símbolos. Siglo XXI, Madrid, 1990: 30-32. 2. M. Cátedra, «Símbolos» en Prat, J. y Matínez, A. (eds.), Ensayos de antropología cultural. Ariel, Barcelona, 1996: 191. 3. V. Turner, op. cit.: 33. 4. V. Turner, Dramas, Fields and Metaphors. Cornell University Press, Ithaca, 1984: 56. 5. C. Geertz, La interpretación de las culturas. Gedisa, Barcelona, 2001: 89. 6. R. Redfield, El mundo primitivo y sus transformaciones. FCE, México, 1963: 109. 7. C. Geertz, op. cit.: 118. 8. Ibíd.: 107. 9. J. Lacan, El seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 1987: 70. 10. Génesis, 3, 2. 11. C. Lévi-Strauss, Antropología Estructural. EUDEBA, Buenos Aires, 1968: 179. 12. P. Bourdieu, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Akal, Madrid, 1985: 80. 13. V. Turner, From Ritual to Theatre. The Human Seriousness of Play. PAJ, Nueva York, 1982: 18. 14. H.G. Gadamer, Verdad y método. Sígueme, Salamanca, 1984: 157. 15. Ibíd.: 429. 16. E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas. FCE, México, 1998: 273. 509

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17. M. Maffesoli, El instante eterno. El retorno de lo trágico en las sociedades posmodernas. Paidós, Buenos Aires, 2001: 41. 18. M. Unamuno, La agonía del cristianismo. Alianza, Madrid, 1986: 30-31. El autor relaciona el duelo con la duda agónica en su raíz de duo, dos. 19. M. Zambrano, El hombre y lo divino. FCE, Madrid, 1993: 41. 20. M. Delgado, El animal público. Anagrama, Barcelona, 1999: 89. 21. S. Zizek, ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood. Nueva Visión, Buenos Aires, 1994. 22. E. Subirats, El alma y la muerte. Anthropos, Barcelona, 1983: 337. 23. M. Maffesoli, op. cit.: 10. 24. C. Lévi-Strauss, El hombre desnudo. Siglo XXI, Madrid, 1976. 25. M. Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Alianza Editorial, Madrid, 2001: 58.

OLATZ GONZÁLEZ ABRISKETA

S Sacrificio: R. Girard René Girard (Avignon, Francia, 1923) se forma en París como archivista-paleógrafo y lleva a cabo una investigación sobre La vie privée à Avignon dans la seconde moitié du XVe siècle. En 1947 parte a Estados Unidos, donde será profesor de lengua, literatura y civilización francesas en varias universidades (Indiana, Carolina del Norte, Pennsylvania, Maryland, Nueva York, California) hasta su jubilación en 1995. En 1950 lee su tesis doctoral titulada American Opinion of France 1940-43, después es editor de Modern Language Notes, en 1966 organiza el conocido simposio «The Languages of Criticism and the Sciences of Man», en 1979 es elegido miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias, en 1990 se funda el «Colloquium on Violence and Religion» y en 2005 es elegido miembro de la Académie Française. Su libro más importante, Des choses cachées depuis la fondation du monde, fue publicado en 1978. El conjunto de su vasta obra intelectual y humanista no abarca una sola disciplina, sino distintos campos interconec510

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tados entre sí —crítica literaria, filosofía, historia, mitología, antropología, psicología, sociología, teología— dentro de la amplísima red de conocimiento de las Ciencias Humanas y Sociales. A pesar de su relativa presencia (o reconocimiento) en el ámbito de la teoría y de la crítica literarias en Francia, Girard es autor de unas propuestas ciertamente valiosas1 para analizar e interpretar las obras literarias en una visión de conjunto, mediante una fusión original de enfoques (antropológico, psicológico, sociológico, estructural, mítico). Y, en síntesis, plantea la ruptura que se produce entre el espíritu romántico (que oculta la presencia del mediador y de la violencia mimética, como luego veremos) y el fenómeno verdaderamente novelesco (en las auténticas novelas se pone en evidencia el papel del mediador y la violencia de lo que se narra). Ejemplo de este tipo auténticamente novelesco es la obra de Marcel Proust, en la que el amor viene siempre por vía de los celos en presencia de un rival. Esta tesis de Girard, en su conjunto, supone una cierta «inversión del paradigma crítico», ya que parte del presupuesto de que las obras constituyen la verdadera explicitación de la teoría y que no es ésta la que las explica sino que son ellas las que explican la teoría. Además concibe su teoría como búsqueda de afinidades entre obras (una vía para la Literatura Comparada), en contra del modelo crítico de moda allá por 1960, como el estructuralista, que está más atento a las diferencias precisamente. Pero, ante todo, Girard es el autor de la conocida teoría de la «violencia mimética», según la cual el hombre es incapaz de desear por sí mismo, pues el objeto de su deseo viene a ser designado por un tercero. Así que el hombre sólo elige objetos ya deseados antes por otros —una visión interesante respecto del choix existencial sartreano—,2 no hay un «deseo-por-uno-mismo» sino un «deseo-por-otro», porque siempre hay un modelo que hay que imitar, todos somos imitadores e imitados al mismo tiempo (el hombre es deseo). Si Sartre, en el sentido de una ontología fenomenológica, señala que el hombre elige y lo que elige es humanidad, Girard viene a concretar esa propuesta por una vía antropológica y epistemológica al argumentar que sólo deseamos (o elegimos) lo que otros desean (o eligen). El principio mimético que caracteriza al hombre DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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según Girard formaría parte de esa existencia —la «realidad-humana» definida por Heidegger— que precede a la esencia; si el hombre existe antes de definirse en el nivel de la esencia, su deseo mimético le acompañaba ya en aquel estado anterior. De algún modo, el hombre mimético de Girard, al elegirse a sí mismo como hombre y elegir el bien para sí, elige implícitamente el efecto mimético que ya estaba en su definición existencial. En este sentido, la condena del deseo mimético no hace sino subrayar el aspecto de la angustia propia del existir pues, como señala Sartre, «el Ego no está ni formal ni materialmente en la conciencia: está fuera, en el mundo; es un ser del mundo, como también lo es el Ego del prójimo», hay una determinación fenomenológica que el sujeto no puede evitar, aunque es verdad que la ignorancia del mecanismo aumenta su efectividad. Visto desde dentro del mecanismo, el hecho del deseo inducido por un tercero implica consiguientemente la presencia y funcionalidad de un «mediador» que se convierte lógicamente en rival; de ahí el conflicto de este tipo de deseo triangular (un ejemplo paradigmático es El curioso impertinente de Miguel de Cervantes en Don Quijote). Hay dos tipos de mediación, según la distancia «espiritual» que separa a los contendientes: la mediación externa (cuando la distancia entre las dos esferas de «posibles» del mediador y del sujeto es suficiente para que no entren en contacto, por ejemplo Don Quijote y Sancho) y la mediación interna (cuando la distancia no es suficiente y entonces ambos entran en contacto y se produce el efecto del odio, como el personaje de Julien Sorel de Stendhal). Posteriormente su teoría del deseo mimético se centrará en los mitos sacrificiales, aunque no ya referidos al conjunto de la literatura, sino a ciertas obras excepcionales que reflejan o interpretan ese fenómeno, como las de William Shakespeare, en un intento más sistemático aún de mostrar que las instituciones humanas más básicas (ceremonias, tabúes, etc.) «se hacen estructural y genéticamente inteligibles si se les mira como productos del sacrificio unánime de víctimas». El tema del conflicto implica, así pues, el trasunto de la violencia, del sacrificio y del chivo expiatorio, en cuya elucidación ha sido maestro Girard y cuyas implicaciones parecen ser el horizonte de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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comprensión antropológica de los sucesos que más afectan a la existencia humana al día de hoy (y de siempre, podríamos decir). Girard lleva a cabo una definición de la violencia desde la base, incluyendo la propia explicitación de sus mecanismos, en una comprensión de lo humano que implica una antropología universal:3 «Una vez que se ha despertado, el deseo de violencia provoca unos cambios corporales que preparan a los hombres al combate. Esta disposición violenta tiene una determinada duración. No hay que verla como un simple reflejo que interrumpiría sus efectos tan pronto como el estímulo deje de actuar. Storr observa que es más difícil satisfacer el deseo de violencia que suscitarlo, especialmente en las condiciones normales de la vida social. Decimos frecuentemente que la violencia es “irracional”. Sin embargo, no carece de razones; sabe incluso encontrarlas excelentes cuando tiene ganas de desencadenarse. Por buenas, no obstante, que sean estas razones, jamás merecen ser tomadas en serio. La misma violencia las olvidará por poco que el objeto inicialmente apuntado permanezca fuera de su alcance y siga provocándola. La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del viento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano». Las raíces o los orígenes de la violencia, así como su implicación inmediata en el sacrificio y la víctima sacrificial, se pueden explicitar en el inicio mismo de nuestra historia y definen de un modo subrayado la entidad humana y su existencia marcada por hechos terribles: «Sólo es posible engañar a la violencia en la medida de que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca. Tal vez sea esto lo que significa, además de otras cosas, la historia de Caín y de Abel. El texto bíblico ofrece una única precisión sobre cada hermano. Caín cultiva la tierra y ofrece a Dios los frutos de su cosecha. Abel es un pastor; sacrifica los primogénitos de sus rebaños. Uno de los dos hermanos mata al otro y es aquél que no dispone de este engaña-violencia que constituye el sacrificio animal. A decir verdad, esta diferencia entre el culto sacrificial y el culto no sacrificial coincide con el juicio de Dios a favor de Abel. Decir que Dios agradece los sa511

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crificios de Abel y no agradece las ofrendas de Caín, equivale a repetir en otro lenguaje, el de lo divino, que Caín mata a su hermano mientras que Abel no lo mata». La novedad del pensamiento de Girard es que desvela una interpretación nueva y globalizada de una serie de sucesos que forman parte, queramos o no, de nuestra vida cotidiana, desde las grandes guerras con que nos abruman los noticieros a los conflictos más íntimos e inconfesados: «La operación sacrificial supone una cierta ignorancia. Los fieles no conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la violencia. En esta ignorancia, la teología del sacrificio es evidentemente primordial. Se supone que es el dios quien reclama las víctimas; sólo él, en principio, se deleita con la humareda de los holocaustos; sólo él exige la carne amontonada en sus altares. Y para apaciguar su cólera, se multiplican los sacrificios. [...] La interpretación del sacrificio como violencia de recambio aparece en la reflexión reciente. [...] En el sacrificio [hay] una auténtica operación de transfert colectivo que se efectúa a expensas de la víctima y que actúa sobre las tensiones internas, los rencores, las rivalidades y todas las veleidades recíprocas de agresión en el seno de la comunidad. Aquí el sacrificio tiene una función real y el problema de la sustitución se plantea al nivel de toda la colectividad. La víctima no sustituye a tal o cual individuo especialmente amenazado, no es ofrecida a tal o cual individuo especialmente sanguinario, sustituye y se ofrece a un tiempo a todos los miembros de la sociedad por todos los miembros de la sociedad. Es la comunidad entera la que el sacrificio protege de su propia violencia, es la comunidad entera la que es desviada hacia unas víctimas que le son exteriores. El sacrificio polariza sobre la víctima unos gérmenes de disensión esparcidos por doquier y los disipa proponiéndoles una satisfacción parcial». Y todo ello sin ignorar la relación que el hecho sacrificial mantiene con lo religioso y cotidiano, pues la víctima o chivo expiatorio se asocia a la divinidad en una extensión teológica de la interpretación antropológica de Girard: «Si nos negamos a ver en su teología, o sea, en la interpretación que ofrece de sí misma, la última palabra del sacrificio, no tardamos en descubrir que junto a esta teología y en principio subordinado a ella, pero en reali512

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dad independiente, por lo menos hasta cierto punto, existe otro discurso religioso sobre el sacrificio que se refiere a su función social y que es mucho más interesante. [...] No hay objeto o empresa en cuyo nombre no se pueda ofrecer un sacrificio, a partir del momento, sobre todo, en que el carácter social de la institución comienza a difuminarse. Existe, sin embargo, un común denominador de la eficacia sacrificial, tanto más visible y preponderante cuanto más viva permanece la institución. Este denominador es la violencia intestina; son las disensiones, las rivalidades, los celos, las peleas entre allegados lo que el sacrificio pretende ante todo eliminar, pues restaura la armonía de la comunidad y refuerza la unidad social. Todo el resto se desprende de ahí. Si abordamos el sacrificio a partir de este aspecto esencial, a través de este camino real de la violencia que se abre ante nosotros, no tardamos en descubrir que está realmente relacionado con todos los aspectos de la existencia humana». Bibliografía Mensonge romantique et vérité romanesque, París, Grasset, 1961 [Mentira romántica y verdad novelesca, Barcelona, Anagrama, 1985]. La violence et le sacré, París, Grasset, 1972 [La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 1983]. Critique dans un souterrain, París, Grasset, 1976. To Double Business Bound, Baltimore-Londres, The John Hopkins UP, 1978 [Literatura, mímesis y antropología, Barcelona, Gedisa, 1984]. Des choses cachées depuis la fondation du monde, París, Grasset-Fasquelle, 1978 [El misterio de nuestro mundo, Salamanca, Sígueme, 1982]. Le bouc émissaire, París, Grasset-Fasquelle, 1982 [El chivo expiatorio, Barcelona, Anagrama, 1986]. La route antique des hommes pervers, París, Grasset-Fasquelle, 1985 [La ruta antigua de los hombres perversos, Barcelona, Anagrama, 1989]. Shakespeare, les feux de l’envie, París, Grasset-Fasquelle, 1990 [Shakespeare, Barcelona, Anagrama, 1995]. Quand ces choses commenceront, París, Arléa, 1994 [Cuando empiecen a suceder estas cosas…, Madrid, Encuentro, 1996]. Je vois Satan tomber comme l’éclair, París, Grasset, 1999 [Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Anagrama, 2002]. Celui par qui le scandale arrive, París, Desclée de Brouwer, 2001. Les origines de la culture, París, Desclée de Brouwer, 2004.

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Sagrado/profano

Notas 1. Las teorías que a continuación se refieren forman parte de la obra inaugural de René Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, edición española en Barcelona, Anagrama, 1985. 2. Las tesis existencialistas que se exponen en este punto han sido extraídas de dos obras de JeanPaul Sartre, L’existentialisme est un humanisme, París, Gallimard, 1946, y La trascendance de l’Ego, esquisse d’une description phénoménologique, París, Vrin, 1988. 3. Los textos que se reproducen a continuación corresponden al libro de René Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 1995, pp. 9-16 (traducción española de Joaquín Jordá).

JESÚS CAMARERO

Sagrado/profano Lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de ser en el mundo, dos situaciones existenciales, dos formas de la existencia asumidas por el ser humano a lo largo de su historia. Como señala M. Eliade: Estos dos modos de ser en el mundo interesan no solamente a la historia de las religiones o a la sociología... interesan tanto al filósofo como a todo investigador deseoso de conocer las dimensiones posibles de la existencia humana.1

La palabra «sagrado», según los estudios de H. Fugier2 proviene del término sakros, emparentado con el germánico sakan, el hitita saklai, el griego hagios, el etrusco sac. Va unido al latín sancire. Significa hacer sac-, o sea conferir validez, sancionar, declarar algo de manera estable como indemne, valioso por sí y en sí mismo, conferir realidad. Tiene, pues, que ver con la existencia en su dimensión de consistencia ontológica y a la vez de sentido. La centralidad de la dualidad sagrado/profano en filosofía actual se debe en su origen a E. Durkheim, aunque en realidad este autor no inventó el concepto de sagrado. Lo tomó de Fustel de Coulanges y de Robertson Smith y fue empleado de una u otra manera por autores como E.B. Tylor, J. Frazer, M. Müller, C.P. Tiele, P.D. Chantepie de la Saussaye y después de Durkheim por los fenomenólogos clásicos como R. Otto y M. Eliade. E. Durkheim considera que la distinción sagrado/ profano permite definir la religión como «administración de lo sagrado» e intepretar las DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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creencias y prácticas de las culturas de la Antigüedad como condensaciones simbólicas arquetípicas de lo social, lo sagrado como «los pueblos pensados simbólicamente». Lo sagrado no se define por las cosas sagradas, sino por su oposición a lo profano. Pero esta oposición en Durkheim no comporta subordinación de lo profano a lo sagrado: Nos tentaría [...] definir las cosas sagradas considerándolas como superiores en dignidad o en poder a las cosas profanas [...] pero ésta es una falsa pista [...]. No basta con que una cosa esté subordinada a otra para que la segunda sea sagrada en relación con la primera.3

Este autor no ve la distinción en una superioridad ontológica, ya que los hechos muestran que no toda superioridad es sagrada, sino en la heterogeneidad, es decir, que las energías que intervienen en uno y en otro son de distinto tipo. Se trata de dos géneros que comprenden todo lo que existe, pero como universos de sentido radicalmente diferentes.4 R. Caillois, por su parte, proyecta devolver a la sociedad un sagrado activo, indiscutido, poderoso para dotar de sentido los resortes más profundos de la existencia colectiva. Para él lo sagrado es una forma de existencia, caracterizada por ser una propiedad, estable o pasajera que afecta a unos seres, espacios, tiempos, cosas; que reviste a estos seres o esas cosas de las que se posesiona. Bajo una forma elemental lo sagrado representa una energía peligrosa, incomprensible, difícilmente manejable, eminentemente eficaz.5

Influenciado por las investigaciones del mundo indoeuropeo de Dumézil, lo sagrado expresa una forma de existencia conformada por rasgos análogos a los del fas-nefas latino, a los de rta indoiraní: se trata de conformarse al orden cósmico para mantener el mundo en la estabilidad. Para Caillois el mundo de lo sagrado es la existencia como energía y el mundo de lo profano la existencia como sustancia, con su naturaleza fija y homogénea sin dinamismo. A lo largo de la historia lo sagrado irá desarrollándose en dos grandes cauces existenciales: uno, el camino religioso del misticismo y el fanatismo; otro, el camino social de los dogmas, de los ritos, de la mitología y del culto. Lo sagrado orienta en la existencia al ser humano de dos grandes modos: por una parte, la dirección de las grandes conquistas, conquista mística, conquista del saber, conquista del poder; por otra, la dirección de las grandes renuncias. El 513

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Sagrado/profano

fin supremo, decisivo y valioso de la vida constituirá el elemento central de lo sagrado. Lo sagrado ha sido caracterizado como lo numinoso por R. Otto. Según él en la existencia hay una dimensión de lo real que nos sobrecoge y fascina a la vez. En la existencia humana acontecen experiencias en las que el sujeto se siente limitado, amenazado por la nada, angustiado ante su destino final y vivencias en las que se siente embargado, atraído, hechizado, anonadado por la plenitud beatificante del poder de lo real. Entonces en lo profano, lo totalmente nuestro, en lo mono-tono, en medio del cotidiano y prosaico acaecer del siempre lo mismo, emerge, sobresale algo que sobresalta o rotula la prosa diaria con un tono fosforescente: es lo totalmente otro de Otto, inefable, trascendente, misterio tremendo y fascinante, es lo sagrado. Como ya dijera san Agustín:

indemne, lo íntegro, lo que salva. Expresa el poder de lo real, es vivido como potencia numinosa, como fuerza exuberante y fecundante, que diría J. Derrida. En las ontofanías arcaicas lo sagrado equivale a la potencia, a la realidad por excelencia. Para Berger lo sagrado representa una energía (o potencia) útil pero peligrosa porque es difícil de manejar. Es aprehendido como algo que se sale de la cotidianidad y que lleva consigo ciertos riesgos que pueden dominarse para afrontar la vida. Es la realidad misma en su dimensión de perennidad y eficacia. Como señala van der Leeuw:

[...] ¿quién será capaz de comprender, quién de explicar, qué sea aquello que fulgura mi vista e hiere mi corazón sin lesionarlo? Me siento horrorizado (inhorresco) y enardecido (inardesco): horrorizado, por la desemejanza con ello; enardecido, por la semejanza.6

Lo sagrado surge o irrumpe a partir de experiencias de ruptura existencial, asombro, admiración, conversión, transfiguración del conjunto de los objetos bañados por una nueva luz, es la realidad en su dimensión heterogénea, es tremendo y fascinante a la vez (R. Otto). La ruptura de nivel operada por lo sagrado se refiere a la referencia del objeto o del sujeto a una realidad primigenia y originante, sobrecogedora y plenificante. La ruptura de nivel operada por lo sagrado se define por su trascendencia y afecta a la existencia que entra en contacto con él. El simbolismo del vuelo mágico de M. Eliade refleja ruptura con el curso cotidiano, homogéneo, monótono y monocorde de las cosas y, a la vez, enraizamiento, religación más profunda con las mismas en su profanidad. Lo sagrado es ambivalente. Etimológicamente sacer es santo y execrable, bendito y maldito a un tiempo. Es la «auri sacra fames» de los romanos. R. Otto habla de un sentimiento tornasolado, de un contraste armónico de lo tremendo y lo fascinante. Caillois encontraba en lo sagrado una energía eficaz pero peligrosa. Esta ambivalencia es dialéctica o dualéctica. En efecto, lo sagrado tiende hacia lo concreto, hacia la hierofanización que acontece en lo profano de manera dualécticamente reconciliadora. Lo sagrado toca la existencia dentro de su acaecer encarnado en lo profano y para lo profano. El lenguaje de lo sagrado sólo puede tener una relación dialéctica con el lenguaje de lo profano; lo sagrado no puede manifestarse sino a

De este modo la profundidad de lo sagrado anida en lo más hondo de lo profano. En la más pura inmanencia, el hombre mismo experimenta lo sagrado no fuera de él, en el pórtico o atrio de la profanidad, sino en sí mismo, al vivenciar su ser como deinós. Esta dimensión antropológica de sagrado/profano va unida a otras como eterno/temporal; infinito/finito; divino/humano, etc. Así expresiones de lo sagrado en la existencia humana serían lo sorprendente, lo sublime del arte, la convivencia festiva en los ritos. Pero ha sido, sin duda, M. Eliade quien más ha desarrollado la bipolaridad sagrado/profano como quicio de la existencia. Para él lo sagrado es un modo de ordenar el espacio, el tiempo, la ciudad, el cosmos, el trabajo y el ocio, es un modo de dar sentido a la vida en todos sus aspectos fundamentales. Lo sagrado y lo profano son dos universos de sentido mutuamente interrelacionados como lo están lo heterogéneo y lo homogéneo. Ambos tienen que ver con la existencia, con lo real. Su frontera es tan real como invisible. Son dos universos de sentido, dos acotados de lo real, dos condensaciones simbólicas del sentido de la vida. Se definen uno en función del otro. Lo sagrado tiene que ver con lo invisible, lo totalmente otro, lo valioso, lo máximo, lo 514

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El hombre que se encuentra frente a una potencia se sabe en presencia de una cualidad que no conoce por sus demás experiencias, una cualidad que no puede derivarse de otra cosa, sino que es sui generis y sui iuris y sólo puede nombrarse santa o numinosa.7

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Sagrado/profano

través de una negación del lenguaje de lo profano. Por eso sostiene Eliade que en la historia de las hierofanías lo profano y lo sagrado coexisten en una relación paradójica: un objeto cualquiera se convierte en hierofanía sin dejar de participar de su existencia circundante. Pero se trata de una coexistencia no estática, sino dinámica que permite descubrir lo real en cuanto real. En efecto, la conciencia de un mundo real y significativo está íntimamente vinculada al descubrimiento de lo sagrado. Por la experiencia de lo sagrado el espíritu humano capta la diferencia entre lo que se revela como real, poderoso, rico y significativo y lo que carece de estas cualidades, es decir, el flujo caótico y peligroso de las cosas, sus apariciones y desapariciones fortuitas y sin sentido. Así la dialéctica de lo sagrado es más sutil y compleja de lo que piensan Altizer o Hamilton.8 Lo sagrado no puede manifestarse más que a través de lo profano y para lo profano y esto le lleva a historificarse, a concretarse, a humanarse, a limitarse. De ahí que cuando se manifiesta algo sagrado (hierofanía) a la vez se oculta, se hace críptico: al mostrarse lo sagrado, se oculta y al esconderse, se revela y proyecta luz sobre la existencia desde su oscura enigmaticidad. Como el oráculo de Delfos que cuando calla, habla y cuando habla, calla, ya que «de lo que no se puede hablar hay que callar», como nos advierte Wittgenstein al final de Tractatus. De este modo en la transparencia opaca del enigma (P. Ricoeur) lo sagrado habla elusivamente con su voz más elocuente. En las hierofanías convergen lo sagrado y lo profano, en ellas se revela la paradójica coincidencia de lo sagrado y de lo profano, de lo absoluto y lo relativo, de lo eterno y del devenir. En esta convergencia divergente localizamos la coincidencia de contrarios. Las hierofanías hacen presente lo ausente, visible lo invisible, patente lo latente, diáfano lo oculto, a la mano lo a desmano, aquende lo allende. En toda hierofanía encontramos ese excedente de significación, ese plus de sentido al alcance de la mano en la aquendidad de lo profano. Con ello no quiere decirse que la dialéctica de las hierofanías pretenda abolir, cargarse el mundo de lo profano. Aunque mantiene una distinción y separación son dos ámbitos perfectamente compatibles, ya que no son dos ámbitos entitativos sino dos ámbitos de sentido. El ser humano se halla configurado por la expeDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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riencia de lo sagrado, pero ésta sólo es posible desde la profanidad, sólo en ella encuentra expresión aquí y ahora. Lo sagrado como orden y concierto, como fundamento y sentido, se ve de continuo desordenado y desconcertado por lo profano, por la prosa del día a día, que lo desacraliza y erosiona. Lo profano, como extremidad sustancial de desconcierto, como límite y como devenir, por un lado, descoloca y por otro sitúa y encardina; lleva a la diferencia y a la fragmentación, y a la vez hace a lo sagrado carnal, cercano, más íntimo que nuestra propia yugular. En la conjunción disyunta, en la disyunción conjunta, en la retrotensa trabazón de lo sagrado y lo profano, se ofrece la realidad sintética, co-implicada de contrarios que se precisan. Lo profano como devenir, cambio, historia, presente, instante deslizante, impregna, encarna, da cuerpo y materia a lo sagrado que convoca hacia lo que origina como lo realmente valioso, permanente y verdadero. A las relaciones temporales e históricas, antitéticas y complementarias, sea tanto por la vía de la oposición como por la de la semejanza, de las manifestaciones sagradas en el cosmos, la sociedad y en el hombre, y de la sombra de lo profano, que destierra y descarta, se deben sobreponer los pares ambivalentes del ser y del no-ser, de la luz y de la oscuridad, de lo mismo y de lo otro, de la forma y de lo informe.9 Lo sagrado y lo profano revelan el sentido de polaridades filosóficamente familiares: puro/impuro; luz/oscuridad; noche/día, entre otras. Lo sagrado se muestra además en la existencia como un todo íntegro frente a las amenazas de anomia y desorden existencial. La diferenciación sagrado/profano no sólo distingue y prohíbe, siendo origen de reglas en relación con el orden y dando la primacía a lo que es distinto y distante, sino que al mismo tiempo permite comprender lo profano (profanum) como lo que está delante y fuera del templo, del lugar y tiempo consagrado, o sea, lo que no participa de la potencia sagrada, pero también en tanto que ajeno a la sacralidad, como careciendo de investidura sacra se le opone y le puede enriquecer paradójicamente con su indiferencia, indeterminación o caos.10 En las reflexiones filosóficas contemporáneas sobre la existencia humana no faltan consideraciones en torno a lo sagrado/profano como eje articulador de la existencia. Esta reflexión se encuentra en el pensamiento de M. Heideg515

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ger. Aparece como tema de fondo, aunque sin desarrollar, en los cursos y seminarios anteriores a Ser y Tiempo (1927): puesto que el pensador dice el ser, el poeta nombra lo sagrado;11 en los trabajos dedicados al poeta F. Hölderlin, precedidos por la Oda al hombre de Sófocles, en Introducción a la metafísica y también al referirse al misterio de la palabra en torno a S. George y G. Trakl. Hay quien ha interpretado la dualidad Ser-ente como análoga a lo sagrado/profano, ya que ese tipo de expresiones como «el ser es», «el acontecimiento acontece», «el tiempo temporaliza» recuerdan a «lo sagrado se manifiesta».12 Además, la palabra poética permite que los dioses y los hombres se articulen recíprocamente. Ambiguo es lo sagrado en su permanecer íntegro, como mediador entre el ser y el profetismo poético. Muy cerca de Heidegger están F. Rosenzweig, E. Lévinas y P. Ricoeur. Para el primero, la cultura occidental no puede entenderse al margen de lo Sagrado. Para Lévinas lo totalmente Otro se rebela ante la uniformidad y homogeneidad totalizadora y reivindica la presencia hierofánica en el acontecer profano de la sociedad civil del otro, extranjero, inmigrante, marginal y heterogéneo. P. Ricoeur sitúa la polaridad sagrado/profano en el marco hermenéutico de la dualidad simbólica. La excedencia de lo sagrado, manifestada simbólicamente en el núcleo de lo profano corre el riesgo de caer en la ilusión y el ídolo, en la reificación y en la banalidad. Por otra parte, asistimos hoy a una sacralización en el ámbito de la política y de sus representantes, en esferas de la profanidad tan variadas como la música, el deporte, el cuidado, mantenimiento y disfrute del cuerpo y las relaciones con la naturaleza.13 Se trata de una reconfiguración de lo sagrado. Advertimos un reencantamiento de la profanidad mediante la referencia a lo oscuro del destino, la suerte, lo sorprendente e inexplicable. Nada de extraño, ya que lo sagrado forma parte de la existencia humana, está religado a lo profano, como lo profano remite a su lado numinoso. En lo sagrado se reflejan de manera simbólica, condensada y arquetípica las múltiples formas de existencia, las búsquedas y crisis de las situaciones históricas y las prácticas sociales dominantes. Nunca han sido fáciles las relaciones entre lo sagrado y lo profano, pero pueden y deben entenderse, ya que son dos ámbitos co-implica516

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dos en las texturas de la existencia humana. Ante la creciente secularización europea y, al mismo tiempo, ante el retorno de lo sagrado, no necesitamos ni sacralizaciones ni profanaciones, ni retornos de cristiandades neoimperialistas y fundamentalistas ni cruzadas laicistas beligerantes, sino reconfiguraciones seculares de lo numinoso, trascendencias en la inmanencia, sacralidades plenificantes de lo humano. Notas 1. Eliade, M.: Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona 1998, 17. 2. Cfr. Mardones, J.M.: Para comprender las nuevas formas de religión, Verbo Divino, Estella 1998, 20-21. 3. Durkheim, E.: Les formes eleméntaires de la vie religieuse, Alcan, París 1912, 51-52. 4. Cfr. Prades, J.: Lo sagrado. Del mundo arcaico a la modernidad, Península, Barcelona 1987, 142-143. 5. Caillois, R.: L’homme et le sacré, París 1939, 21. 6. S. Agustín: Cfr. Confesiones XI, 9, 1. 7. Van der Leeuw, G.: Fenomenología de la religión, FCE, México 1964, 350. 8. Cfr. Allen, D.: Mircea Eliade y el fenómeno religioso, Cristiandad, Madrid 1985, 116-117. 9. Cfr. García Bazán, F.: Aspectos inusuales de lo sagrado, Trotta, Madrid 2000, 63. 10. Cfr. García Bazán, F.: El estudio de la religión, Trotta, Madrid 2002, 43. 11. Cfr. Heidegger, M.: Qué es metafísica, Brito 1999, 729. 12. Cfr. García Bazán, op. cit., 45. 13. J.M. Mardones habla de nuevas formas de religiosidad profana en su estudio titulado Para comprender las nuevas formas de religión, op. cit., 92-97; 179. Por su parte, David Noble considera a la tecnología una religión en su obra La religión de la tecnología. Resulta de gran interés en este mismo sentido el estudio de J. Beriain, Representaciones colectivas y proyecto de modernidad, Anthropos, Barcelona 1990.

VICENTE VIDE RODRÍGUEZ

Satán o la violencia mimética René Girard ha tenido la valentía de volver a meter a Satán, el llamado Príncipe de este mundo, en el núcleo de los estudios científicos de la sociedad y de la cultura. Al ser considerado con una actitud científica, Satán, que es el nombre hebreo que se corresponde con el griego Diablo, va a comparecer como «una especie de personificación» de un determinado asDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pecto de la fuerza que está en el origen del ser humano, de la sociedad y de la cultura: el deseo. Frente a los «demagogos de la modernidad» que proclaman la autonomía del individuo y de sus deseos, Girard pretende demostrar que el deseo tiene un carácter mimético: deseamos lo que el otro posee o lo que el otro desea. Ese carácter mimético es precisamente lo que hace que el deseo humano se diferencie del instinto, el cual se mantiene fijado a objetos y estímulos predeterminados, abriendo el territorio de la cultura, del lenguaje y, en definitiva, de la libertad. «Si nuestros deseos no fueran miméticos, estarían fijados para siempre en objetos predeterminados, constituirían una forma particular de instinto. Como vacas en un prado, los hombres no podrían cambiar de deseo nunca. Sin deseo mimético no puede haber humanidad. El deseo mimético es intrínsecamente bueno».1 El mimetismo resulta ser, pues, un fenómeno positivo e indispensable como sustento del aprendizaje y de la cultura, pero es al mismo tiempo algo sumamente peligroso, ya que genera rivalidad, conflicto y violencia, pues impulsa a desear y a apropiarse de lo que otro ha deseado y cogido. Este aspecto negativo del deseo mimético sería precisamente el que ha quedado personificado en la figura de Satán o el Diablo. El objeto queda cargado con un prestigio adicional sólo por el hecho de haber sido elegido por otro. El otro tiende así, por el mero hecho de serlo, a convertirse en antagonista y el antagonismo tiende a extenderse indefinidamente generando una situación de guerra de todos contra todos. El caos pesa como una amenaza constante sobre la cultura, ya que ésta rompe con la regulación instintiva del comportamiento de los animales. Y lo que impide el desencadenamiento y la generalización de la violencia es el hecho de que la mímesis puede, por decirlo, así, elevarse a un segundo grado: cabe, efectivamente, olvidar mi rivalidad personal y elegir como rival al antagonista del otro. La pulsión violenta resulta ser transferible: si no se satisface directamente puede encontrar fácilmente una víctima de recambio. Esta no fijación del deseo y de la violencia a un objeto determinado genera un proceso que tiende a retroalimentarse lo mismo que el anterior, por lo que puede llegar a ejercer el efecto contrario. Mientras que en un primer DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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momento el contagio mimético generalizaba el conflicto, ahora va a establecerse la unanimidad por convergencia de todo el grupo contra un solo enemigo. Ese personaje que sin ningún motivo, o por cualquier motivo, se ha convertido en el foco que atrae las iras de todos comparece como el responsable de todos los males que afectan a la comunidad y tan pronto como alguien arroje sobre él la primera piedra, el proceso mimético se desencadenará de nuevo, generando una lluvia de piedras que acabará con su vida restableciendo la tranquilidad en el grupo y dejando como testimonio una tumba con forma piramidal. Girard pone mucho cuidado en observar que no se trata de un proceso que dependa de la voluntad de los miembros del grupo: «En las sociedades primitivas el proceso no accede a la conciencia más que bajo la forma de lo sagrado. Incluso entre nosotros es sobre todo inconsciente».2 Esa fuerza que se desencadena y se impone arrolladoramente queda asociada a las fuerzas de la naturaleza como tempestades, incendios, enfermedades, que actúan desde fuera imponiéndose sobre el hombre y se le presentan bajo la categoría de lo sagrado. Una vez que el sacrificio ha operado su efecto catártico restableciendo la calma y el orden dentro del grupo, la víctima propiciatoria, sobre la que se habían transferido los rencores, las rivalidades, las envidias y los deseos de venganza, cambia súbitamente de valoración y se presenta con una instancia benefactora, divina, que salva del caos a la comunidad, que la funda y la sostiene.3 De este modo cabría decir que, según la teoría de Girard, la cultura, la institución, la sociedad, descansan sobre un acto de violencia colectiva contra una víctima inocente. La cultura, toda cultura, tiene en principio un carácter sacrificial, están basadas en la trascendencia de Satán.4 Satán o el Diablo, es el que, sucesivamente, fomenta el desorden, el sembrador de escándalos, y el que en el paroxismo de las crisis por él provocadas, las resuelve de pronto expulsando al desorden. Satán expulsa a Satán por medio de las víctimas inocentes cuya condena siempre logra. Como señor que es del mecanismo victimario, lo es también de todas las culturas humanas que tienen como principio ese asesinato. En última instancia, es el Diablo, o, dicho con otras palabras, el mimetismo malo, el que está en el principio no ya de la cultura cainita sino de todas las culturas humanas.5 517

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La violencia sacrificial, que en opinión de Girard «constituye el auténtico corazón y el alma secreta de lo sagrado»,6 tiene pues una doble dimensión: es al mismo tiempo destructiva y creadora, siembra el caos y genera el orden. Ciertamente el orden generado por la violencia tiene un carácter precario, inestable, por lo que necesita ser periódicamente confirmado por el rito y el mito. El rito repite, bien que simbólicamente y, por tanto, de un modo atenuado, el acto fundador, conteniendo la amenaza de la violencia generalizada y protegiendo de ella a las comunidades. El mito, por su parte, se encarga de mantener la memoria de ese origen presentando el uso de la violencia como legítimo y necesario, es decir, afirmando la culpabilidad de la víctima. Lo religioso, lejos de ser algo superfluo u añadido desde fuera, una especie de «parásito», comparece así durkheimianamente como el núcleo de todo sistema social y el fundamento de las instituciones, que sólo de un modo paulatino se van secularizando, funcionalizando y racionalizando. El mundo es entonces el reino de Satán. El poder de Satán reside en que se mantiene oculto, en que nadie conoce su secreto: el mecanismo victimario genera una representación mítica que oculta su naturaleza y engaña a los participantes impidiéndoles tomar conciencia de que han asesinado a una victima inocente. En el mito la víctima siempre es culpable. En virtud de la unanimidad y la cohesión social alcanzada la mentira queda sellada y consagrada como la verdad última. Cabe, pues, decir, según el planteamiento de Girard, que el ser humano queda, por el hecho mismo de constituirse como humano, atrapado en el interior del círculo de la violencia, de la mentira, de la envidia, la venganza y el odio. El ser humano es incapaz de descubrir por sí mismo el secreto de Satán, ya que el mecanismo victimario se oculta tras las representaciones y significaciones míticas que genera. «O bien se desencadena el mecanismo victimario y su unanimidad elimina a todos los testigos lúcidos, o bien no se desencadena, y los testigos permanecen lúcidos, pero no tienen nada que revelar».7 Estamos, pues, atrapados en esa trampa diabólica: vivimos, sin enterarnos, en un mundo estructurado por procesos miméticos y victimarios de los que nos beneficiamos. Somos cómplices sin saberlo. Cuando se topan con la víctima, todas las mitologías y las filosofías se 518

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lavan las manos, como hizo Pilatos. En este sentido, también las potestades, principados y estados, aun no siendo propiamente satánicos, serían de algún modo tributarios de Satán. De todas formas, afirma Girard, «no por ello pueden condenarse sin más, puesto que en un mundo en el que aún no se ha instaurado el Reino de Dios son indispensables para el mantenimiento del orden».8 Sólo en la Biblia se inicia, según defiende Girard, la Revelación.9 La Biblia abre un largo proceso de desacralización de la violencia en el que se va haciendo patente que la acusación lanzada por el mito era falsa y que la víctima era inocente. Contradiciendo la perspectiva mítica, la Biblia presenta a Abel, a José y a Job como víctimas que no habían hecho nada que justificara el trato que reciben. El Antiguo Testamento comienza así a desenmascarar la mentira de la violencia, la falsa trascendencia de Satán, prefigurando el definitivo triunfo de la cruz que se consuma con la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. La Pasión de Jesús es muy parecida a los sacrificios que presentan los mitos: hay confabulación de todos contra uno, hay violencia colectiva y hay epifanía religiosa. Jesús muere como un chivo expiatorio, habiendo sido abandonado por sus amigos y hasta por su propio Padre, y lo es efectivamente para aquellos que no creen en su inocencia: así Herodes y Pilatos, que estaban enemistados, se hacen amigos.10 Pero los Evangelios no relatan los hechos desde la perspectiva de los perseguidores, como hace el mito, sino desde la perspectiva del que padece la acusación falsa. Los Evangelios dicen la verdad: que Jesús era inocente. Ahora los que consideran a Jesús como Dios no son los integrantes de la multitud unánime que le acaba de condenar, sino una minoría disidente que no hace de él su chivo expiatorio. Lo decisivo aquí es la ruptura de la unanimidad, la liberación del influjo hipnótico que ejerce la masa. El proceso de revelación de la verdad iniciado en el Antiguo Testamento sólo puede completarse si el propio Dios asume, por amor a la humanidad, el papel de víctima: «A las divinidades míticas se opone un Dios que, en lugar de surgir del malentendido respecto a la víctima, asume voluntariamente el papel de víctima única y hace posible por primera vez la plena revelación de un mecanismo victimario».11 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Ahora no son los hombres los que ofrecen sacrificios a los dioses sino Dios el que se ofrece por los hombres, para hacer patente su inocencia, y al mismo tiempo la de todas las víctimas del mismo tipo, revelando la falsedad de la acusación. De este modo el Acusador (Satán) es sacado a la luz y comparece como mentiroso. La organización pagana del mundo basada en la violencia del mecanismo victimario comienza ahora a desmoronarse. En esto consiste el triunfo de la cruz, triunfo que no ha de entenderse, obviamente, en sentido militar, pues resulta de la renuncia a la violencia, no de su ejercicio, pero que tendría en común con la celebración militar el hecho de que tras la victoria hay una exhibición pública del enemigo derrotado. Girard, siguiendo la doctrina de la salvación los padres griegos, especialmente Orígenes, doctrina que por cierto apenas ha tenido recepción en el cristianismo occidental, compara la cruz con una trampa o anzuelo. Si Satán se apoderó de la humanidad con un ardid que provocó la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, Dios se va a servir de otro ardid para liberarla de esa esclavitud.12 El precio a pagar para consumar ese rescate consiste en asumir la humanidad, encarnarse en Jesús para morir en la cruz. Ofreciendo a su Hijo como víctima que acepta voluntariamente ser sacrificada Dios estaría tendiendo una trampa a Satán: Cristo serviría de cebo para que Satán muerda el anzuelo lanzado por el Dios-Pescador. En este sentido afirma Girard: Los Padres griegos tenían razón al decir que, en la cruz, Satán es el mistificador cogido en la trampa de su propia mistificación. El mecanismo victimario era cosa suya, le pertenecía, era el instrumento de esa autoexpulsión que pone el mundo a sus pies. Con la cruz ese mecanismo se escapa de una vez por todas a su control, y el mundo cambia de rostro.13

Satán ha picado el anzuelo y ha desencadenado el proceso de su propia destrucción. El Acusador va ser sustituido por el Paráclito, el Defensor de las víctimas. El ideal de un mundo sin violencia comienza a abrirse paso: el Reino de Dios está cerca. Ahora la verdad queda a disposición de los hombres y en la medida que se va extendiendo, retrocede el poder de Satán. Se inicia, pues, una nueva era en la que lentamente, y con oscilaciones, vaivenes y retrocesos aparentes, los mecanismos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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victimarios van siendo descubiertos, denunciados y suprimidos. La abolición de la esclavitud, la toma de conciencia de las situaciones de opresión, la denuncia de las discriminaciones e injusticias y, en general, la preocupación por las víctimas son cuestiones que, según defiende Girard, se derivan del cristianismo. Pues bien, para acabar vamos a hacer una breve valoración de la teoría de Girard. Su interpretación antropológica del Evangelio resulta muy valiosa para potenciar la autocomprensión crítica del mundo cristiano así como para valorar la novedad y la importancia que tiene la aportación que el cristianismo ha hecho a la cultura occidental y en definitiva al mundo actual. Si se tiene en cuenta esta intención apologética podría resultar admisible la drástica contraposición que se establece entre lo cristiano, asimilado a la verdad, y lo pagano, asimilado a la mentira. Habría que entender dicha contraposición como una especie de modelo heurístico (muy cerrado y no demasiado caritativo, por otro lado) para resaltar por contraste los valores del cristianismo y reivindicarlo frente a las numerosas críticas de aquellos intelectuales que según afirma Girard, consideran que el requisito para ser modernos consiste en lanzar una «coz ritual» contra la religión. Ahora bien, si en vez de tomar dicha contraposición como un modelo se pretende hacerla pasar por la realidad misma se corre el peligro de recaer en el viejo exclusivismo («Extra Ecclesiam nulla salus»), ya criticado por el Concilio Vaticano II bajo inspiración de K. Rahner, y en un integrismo defensor del orden, especialmente si viene impuesto desde arriba por la autoridad y el dogma. Pues aun cuando fuera verdad (revelada) que sólo el cristianismo logra triunfar sobre Satán, dicha verdad no tendría ningún sentido, al menos para los no cristianos, a los que no podría aportar nada salvo la exclusión. No habría ninguna posibilidad de diálogo o comunicación entre el creyente y el no creyente (salvo conversión repentina), ni ninguna posición intermedia entre ambos. Por lo demás, también puede resultar heurístico un modelo que en lugar de contraponer lo pagano y lo cristiano ponga de relieve sus mutuas implicaciones. A favor de este segundo modelo podríamos citar, en primer lugar, al propio Jesús de Nazaret, que supo reconocer el amor allá donde se encontrara, y no 519

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como patrimonio de nadie. También Justino, el filósofo pagano convertido y santificado, defendía la existencia de una revelación natural, cosa que le permite afirmar que «todo cuanto ha sido bien dicho hasta hoy nos pertenece» y que «Sócrates y Heráclito … y todos aquellos que han vivido conforme al logos, así como aquellos que lo siguen hoy en día, son cristianos».14 Entre los humanistas del Renacimiento el proyecto de síntesis integradora de paganismo y cristianismo no provocaba ningún asombro: así Erasmo no tenía problema para hablar de san Sócrates, añadiéndolo a la letanía, y Marsilio Ficino creyó ver en el Poimandrés que estaba traduciendo los restos de una revelación primigenia, de una prisca theologia proveniente del dios egipcio Thot, de la que serían deudores tanto la sabiduría griega (Platón) como la judeo-cristiana (Moisés).15 Este segundo modelo, al que podríamos llamar «inclusivista», se basa en el reconocimiento y la aceptación de la ambigüedad que late en el fondo de todo fenómeno cultural, incluyendo la propia religión judeo-cristiana, la cual, según recientes investigaciones, se recorta contra un fondo pagano (cananeo) que lejos de ser negado o superado, como se ha pretendido clásicamente, habría quedado integrada en su interior, siendo reinterpretada desde la perspectiva monoteísta.16 En la vida y figura de Jesús de Nazareth, centrada en la exaltación del amor, podría verse, en este sentido, una recuperación y relanzamiento de la vieja Sabiduría (matriarcal), olvidada por el patriarcalismo del Antiguo Testamento.17 Yahvé habría olvidado, según afirma Jung, su coexistencia con la Sabiduría y, movido por el perfeccionismo, establece una alianza con Israel que semeja a un contrato jurídicamente concebido, pero sin ninguna connotación afectiva. Por ello, cuando Satán, usando por cierto la misma estrategia que utilizó con Eva en el Paraíso, le inyecta la duda, pierde rápidamente la seguridad con respecto a la fidelidad de Job y consiente en someterle a una prueba cruel e injusta.18 Manteniéndose fiel y conservando su dignidad hasta el final, Job demuestra tener mayor altura moral y ser más humano que Yahvé: descubre su lado oscuro, su doble naturaleza.19 En este encuentro, y gracias a Job, Yahvé toma conciencia de su inconsciencia e injusticia y decide humanizarse, hacerse hombre, es decir, encarnarse, nacer de una mujer, 520

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humana y virgen que encarna a la Sabiduría, y morir en la cruz clamando «Dios mío ¿Por qué me has abandonado?». «Aquí —afirma Jung— la divinidad alcanza su esencia humana, es decir, en el momento en el que Dios tiene la vivencia del hombre mortal y experimenta aquello mismo que él hizo sufrir a su fiel Job. Estas palabras de Cristo son una respuesta a Job».20 La ambigüedad así asumida comporta ciertamente un debilitamiento de la verdad, presuntamente absoluta, del cristianismo, que pierde sus nítidos contornos; pero con ellos se difumina también un cierto componente sacrificial que ha sobrevivido en el cristianismo hasta nuestros días (pues la afirmación de la verdad absoluta sólo puede serlo a costas de la mentira, del mito y de Satán, que seguirían haciendo el papel de chivo expiatorio). Ese debilitamiento de la verdad puede generar cierta angustia en tanto que representa una pérdida de seguridad y una amenaza de hundimiento en el oscuro mar del nihilismo y el relativismo. Dicho peligro puede ser conjurado, empero, si ese debilitamiento de la verdad va acompañado de un proceso de reafirmación del sentido (antropológico) a través de la apertura y la búsqueda de interpretaciones que se sepan tales y que se puedan contrastar en el interior de un diálogo que ofrece como criterio el consentimiento de los implicados. Notas 1. R. Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 33. 2. R. Girard, Cuando empiezan a suceder estas cosas..., Encuentro, Madrid, 1996, p. 31. 3. El mecanismo victimario tendría la estructura de una adicción: el adicto a una sustancia obtiene de ella una calma aparente, que consiste sólo en la eliminación temporal del síndrome de abstinencia. 4. R. Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, op. cit., p. 134. 5. R. Girard, op. cit., p. 121. 6. R. Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona, 1995, p. 38. 7. R. Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, op. cit., p. 242. 8. R. Girard, op. cit., p. 134. 9. El uso de la terminología religiosa por parte de Girard no es meramente casual ni tiene un carácter ilustrativo. Como él mismo declara, es un católico practicante. Aunque su madre era católica, el joven Girard no compartía sus creencias: «Decir que mi juventud fue cristiana, incluso moderadamente, sería una exageración» (R. Girard, Cuando empiezan a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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suceder estas cosas..., op. cit., p. 150). Pero en el transcurso de su investigación sobre la literatura moderna, en la que expone cómo los grandes novelistas logran descubrir el carácter triangular del deseo, sufrió una drástica conversión religiosa. 10. Lc. 22, 12. 11. R. Girard, op. cit., p. 172. 12. Hay una cierta ambigüedad en el papel que juega Dios en este punto. Girard reconoce, efectivamente, que de algún modo Yahvé contemporiza con Satán, permitiendo que perpetúe su reino durante la mayor parte de la historia humana. «La misión de Jesús, enviado de Dios, señala el principio del fin de esa contemporización» (R. Girard, op. cit., p. 67; véase también pp. 166-167). Pero Girard no le concede mayor importancia a esa ambigüedad, cosa que sí hace, como veremos más abajo, el psicólogo C.G. Jung. 13. R. Girard, op. cit., p. 195. Girard prefiere esta teoría de la salvación frente a la medieval, representada por san Anselmo en su tratado Cur Deus homo? (¿Por qué se hizo hombre Dios?) según la cual el sacrificio de Cristo no iba dirigido a Satán sino a Dios, para dar una satisfacción (expiación) por la continua ofensa infligida por los hombres. Dada la crítica por parte de Girard a la comprensión sacrificial del cristianismo resulta comprensible que rechace esta versión del castigo o «satisfacción vicaria», pero no que ignore la propuesta de Abelardo según la cual la Encarnación no iría dirigida ni a Dios ni al Diablo, sino al hombre: «para demostrar el amor de Dios, despertar una respuesta de amor y así recuperar al hombre para Dios»( J. Campbell, Las máscaras de Dios, Alianza, Madrid, 1992, vol. IV, p. 40). 14. B. Parain (dir.), Historia de la filosofía, Siglo XXI, México, 1977, vol. II, pp. 143 y 149. 15. Dicho texto no provenía, como se demostró posteriormente, de la antigüedad egipcia, como creyó Ficino, sino de los primeros siglos de nuestra era y tenían una inspiración gnóstica. Las semejanzas con los planteamientos filosóficos y cristianos no eran pues prefiguraciones sino el resultado de su influencia, pero lo que queremos resaltar es la actitud ante el paganismo adoptada por los humanistas (cfr. F.A. Yates, Giordano Bruno y la tradición hermética, Ariel, Barcelona, 1994). 16. A este propósito asegura Loretz: «Aunque la Biblia se presenta a sí misma como la superación de lo cananeo que debe llevarse a cabo a partir del Sinaí de manera autónoma, los textos ugaríticos muestran, en cambio, de manera inequívoca que la reconstrucción judía de la historia de Israel se ha de entender cada vez más como una interpretación monoteísta de la herencia cultural cananea»; cfr. Loretz, Ugarit und die Bibel, 28; también pp. 230 y ss., 243 y ss.; Lemche, Canaanites and Their Land, 13-24; G. del Olmo Lete, «Orígenes cananeos de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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religión del Antiguo Israel», Revista Ilu, 0 (1995), p. 179 (http://revistas.sim.ucm.es:2004/ccr/11354712/ articulos/ILUR9595110173A.PDF). 17. En la Capilla Sixtina Yahvé aparece en el momento de la creación abrazando a una figura femenina, que podría ser precisamente la Sabiduría que en los Proverbios afirma: «Cuando asentaba los cimientos de la tierra, con él estaba yo suponiendo todas las cosas, y eran mis diarios placeres el holgarme continuamente en su presencia» (Proverbios, 8, 30). Jung señala a este respecto que «a pesar de todo el reconocimiento y exaltación en el Nuevo Testamento del principio femenino, éste no ha podido hacerse valer contra el dominio patriarcal» (C.G. Jung, Respuesta a Job, Fondo de Cultura Económica, México, 1973, p. 51). 18. «Si es verdad que Yahvé se fía totalmente de Job, nada sería más lógico que tomarle bajo su protección, desenmascarar al maligno difamador y hacerle pagar con creces su difamación del fiel siervo de Dios. Pero Yahvé no piensa en esto ni aun después de haber quedado demostrada la inocencia de Job. No se nos dice que Yahvé reprenda o desapruebe a Satanás. Por ello no podemos dudar de la connivencia de Yahvé con él. Su presteza para entregar a Job al ataque criminal de Satán demuestra que Yahvé duda de Job porque proyecta sobre él, usándole de “chivo expiatorio”, su propia tendencia a la infidelidad» (C.G. Jung, Respuesta a Job, op. cit., p. 40). 19. C.G. Jung, Respuesta a Job, op. cit., p. 35. 20. C.G. Jung, Respuesta a Job, op. cit., p. 61.

LUIS GARAGALZA

Secularización El término secularización designa la confiscación de bienes religiosos por parte del Estado, como la desamortización eclesiástica de Mendizábal (1837), y la salida de un religioso, sea para integrarse en el clero secular o en el estado laical (Cánones 638-643 del CIC de 1917). Sin embargo, el término secularización tiene otro significado más amplio y vinculado a la vida de las personas, relacionado con el paso de una sociedad religiosa a otra secular y laica. Las sociedades tradicionales se caracterizaban por el puesto hegemónico de la religión en la sociedad. El ciudadano era globalmente religioso, de tal forma que los acontecimientos personales (nacimiento, enfermedades, casamiento, profesión, familia, etc.) y sociales 521

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Secularización

(fiestas, costumbres, leyes, tradiciones, folklore, instituciones sociales y creencias colectivas) se relacionaban directamente con Dios. Se vivía en la presencia de Dios, sin ámbitos de la vida que se sustrajeran a la religión, que era connatural a la persona. La referencia a Dios venía dada por la misma cultura, toda ella impregnada por lo religioso, ya la fe personal se apoyaba en un contexto social favorable a los valores de la religión. Sólo en sentido amplio había distinción entre la vida profana y religiosa, aunque hubiera un ámbito sagrado por antonomasia, el de la Iglesia, y dentro de ella el culto. Las creencias, rituales e instituciones eclesiásticas eran parte del patrimonio cultural e impregnaban toda la sociedad. No había espacios estrictamente profanos porque lo religioso invadía la vida. Ser católico y ciudadano eran dos facetas de la misma dinámica, siendo el imaginario religioso determinante y dominante en la sociedad. La religión no sólo era el núcleo de la sociedad, en la línea a la que apunta Durkheim y más recientemente Huntington, sino que no había distinción precisa entre el ámbito religioso y la vida profana. En Occidente se puede hablar de un cristianismo sociológico, ya que la religión y la cultura estaban estrechamente vinculadas. De ahí la estrecha convergencia entre el trono y el altar, la existencia de un Estado confesional y de una Iglesia oficial. En cuanto que se veía a la sociedad desde la perspectiva de la referencia a Dios, se podía hablar de dos vicarios divinos, el soberano temporal y el espiritual. De ahí, el agustinismo político, la lucha por la supremacía del emperador y el papa, y la estrecha correspondencia entre una sociedad jerárquica, estamental, estable y fija, en la que el nacimiento determinaba la posición social, y la Iglesia en cuanto institución y sociedad visible. Al «caudillo por la gracia de Dios» correspondía estrictamente el papa, vicario de Cristo rey y directamente designado por él. De ahí la inevitable tensión entre ambos poderes, espiritual y temporal, así como la precariedad de las teocracias occidentales, tanto las seculares constantinianas como las hierocráticas papales (como Bonifacio VIII). La absolutización cristiana del absolutismo, estatal o eclesiástico, siempre ha tenido contrarréplicas tanto en nombre de la razón como de la fe. El cambio sociocultural se produjo a causa de la secularización social, la racionaliza522

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ción de la cultura y la laicidad del Estado. Si hasta el siglo XVI se puede hablar de cristiandad europea, desde entonces hay una serie de factores que llevaron a un nuevo tipo de sociedad. En el contexto de las religiones mundiales podemos hablar de una excepcionalidad europea, que ha cristalizado en la libertad religiosa, el Estado laico y la secularización de la sociedad. Los rasgos específicos del hecho religioso en Europa están vinculados a una serie de factores históricos e ideológicos que favorecieron la evolución hacia una sociedad no religiosa. Entre ellos hay que resaltar la guerra de religiones, sobre todo a partir de la Reforma protestante; la paz de Westfalia, que impuso a los súbditos la religión del soberano; las minorías religiosas que impugnaron el Estado confesional y la Iglesia oficial; y las teorías políticas democráticas que legitimaban la soberanía popular respecto de la legitimación divina. A estos factores hay que añadir las corrientes ilustradas, tanto el deísmo y la religión natural que impugnaban las confesiones positivas, como las críticas a la religión, que cuestionaban el mismo hecho religioso. El humanismo ateo denunció la concepción religiosa del hombre y las utopías del progreso fueron las alternativas a las religiones de salvación. El imaginario científico desplazó al religioso como base de la cultura y se impuso una visión positivista (comteana) de la evolución histórica, que anunciaba la progresiva desaparición de la religión en cuanto parte de las sociedades tradicionales. La era de la ciencia y el progreso apenas dejaba lugar al hecho religioso, que pasaba a ser un residuo decadente de sociedades poco desarrolladas. En este contexto, se puede hablar de una mutación sociocultural. Se impone la sociedad democrática, la separación entre la Iglesia y el Estado, la laicización de éste último y la pérdida de influencia eclesiástica sobre la sociedad. La secularización de la sociedad se deja sentir en el orden de la cultura y de las instituciones. Lo nuevo de este planteamiento es la pérdida de referencia total de la sociedad y de la persona a Dios. Éste deja de ser el referente global en función del cual se articula toda la sociedad. Surge un mundo secular, profano, con tareas y funciones que tienen una especificidad y entidad propias, al margen de la referencia religiosa. La religión se refugia en el ámbito privado de la conciencia personal, sin que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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haya una identificación entre ciudadanía y religiosidad. Es decir, se abre espacio a la religión en cuanto decisión personal que ya no se apoya en la presión social e incluso puede entrar en contradicción con el imaginario y bienes simbólicos de la sociedad. En cuanto que la religión deviene objeto de elección, más que el resultado de haber nacido y crecido en una sociedad cristiana, hay una mayor personalización y autenticidad de la opción religiosa, pero ésta, al perder apoyos sociales y culturales, se vuelve menos estable y exige un mayor compromiso personal. La secularización de la sociedad El cristianismo sociológico comienza a retroceder en la medida en que sectores de la población rompen con la religión, o la asumen como referencia doctrinal y práctica, pero toman distancia respecto de las iglesias, y de las prácticas y creencias de los cristianos. Se extiende un cristianismo no practicante, difuso y poco institucionalizado, y aumenta también el número de personas sin religión, en la doble línea del agnosticismo y el ateísmo. No implica la desaparición de la religión, sino su refugio en la conciencia personal y la desinstitucionalización respecto de la autoridad eclesiástica. Se favorece la privatización del hecho religioso, que ya no puede contar con el apoyo de la sociedad civil y de los bienes simbólicos de la cultura, pero no se eliminan su aparición en el foro público en el contexto de la participación democrática de los ciudadanos. Se impone una forma de vida secular y una convivencia profana y laical, en la que los bienes simbólicos culturales compartidos ya no son religiosos. Se puede hablar de la secularización como un proceso de emancipación de la tutela eclesiástica y una autoafirmación del individuo que cobra autonomía y deviene laico. Cada vez hay más dimensiones de su vida que tienen valor y entidad por sí mismas, sin referencias religiosas. El sobrenaturalismo de la época anterior deja paso a un naturalismo inmanente, que ya no busca aprobaciones religiosas, sino que justifica de forma racional, utilitaria o tradicional las prácticas sociales y la forma de vida. Si antes las virtudes teologales eran las determinantes, ahora predominan otras, vinculadas a la competitividad, eficiencia y meritocracia que impregnan a la sociedad. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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El desarrollo de las ciencias humanas favorece una nueva concepción del hombre y de la sociedad, un estilo de vida y una forma de abordar la política, la economía, la familia, la educación, la sexualidad, etc., que rompe con la concepción tradicional. Es una nueva cultura y estilo de vida, posibilitado por la gran productividad del siglo XX y por la democracia liberal, que no deja espacio para el sobrenaturalismo tradicional ni la impregnación religiosa de la vida. Las legitimaciones religiosas pierden peso social en favor de la discusión y el debate democrático, obligando a la moral religiosa a argumentar en favor de sus posiciones. En el ámbito de la ciencia hay un ateísmo metodológico, que busca resolver los problemas de forma inmanente y que rechaza cualquier recurso a Dios como tapa-agujeros innecesario. Ya no hay inmediatez de lo divino, sagrado y religioso en la vida, y otros valores inmanentes como el éxito social, la prosperidad y el consumo, o valores éticos como la solidaridad y la justicia internacional, ocupan el lugar anteriormente dominado por los valores religiosos. La no mención de Dios en las nuevas constituciones políticas simboliza el surgimiento de una concepción de la vida secular y profana, con tareas y funciones con especificidad propias. La emergente forma de vida secular está marcada por la inmanencia y la apertura al progreso, en contraposición a la orientación trascendente y religiosa anterior. La vida del ciudadano y los valores de la cultura burguesa tienen valor por sí mismos (la honradez, la laboriosidad, la eficiencia, la dedicación a la familia, etc.) sin necesidad de alusiones trascendentes. Para ser un buen ciudadano y buena persona es innecesaria la religión, y cada vez hay más espacios socioculturales y formas de vida ajenos a lo religioso. Lo profano, lo laico, lo secular y lo mundano cobran valor en sí mismos. Se deja de ver la vida como un «valle de lágrimas» o como «una mala noche en una mala posada» según la perspectiva escatológica anterior. Por el contrario, es el presente y la vida mundana lo que se afirma, rechazando alusiones trascendentes o teologías del más allá, como evasiones y formas periclitadas de fuga mundi. No sólo se revaloriza el más acá, sino que se desliga del más allá, convirtiéndose en la única referencia. De la misma forma surge una moral laica, racional, avalada por un discurso racional y 523

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argumentativo, rechazando cualquier fundamentación religiosa o natural, ya que la naturaleza sólo ofrece hechos y las valoraciones las hacen los agentes morales que las evalúan. Se impone una ética sin teología, en la que la segunda sólo puede pervivir en base a su racionalidad (en la línea kantiana de «la religión en los límites de la razón»), mientras que la primera contiene inspiraciones y motivaciones religiosas, a las que seculariza y racionaliza, en la línea de desencantamiento del mundo, propia de la sociedad secular. Dios también resulta innecesario en el orden sociopolítico, en el que sólo se reconoce la voluntad popular canalizada por los votos ciudadanos, y la vida cotidiana se impregna de elementos consumistas, utilitarios y hedonistas que hacen poco viable la visión moral del mundo propia del cristianismo. Surge así un nuevo tipo de sociedad, no sólo secularizado y de una mentalidad profana y laica, sino también post-cristiano, en cuanto que viene después de una época de cristiandad que ha marcado todo el tejido cultural. La secularización de la sociedad conlleva la laicidad del Estado, que ha sido una aportación específica francesa al debate sobre la secularización. Se impone una forma de vida secular y una convivencia profana, en la que ya no es posible legislar en función de los valores religiosos. Si en la sociedad tradicional lo que es pecado no podía ser aprobado por una ley, ahora la legislación es independiente, a veces incluso contraria a los valores cristianos. Las formas de convivencia mayoritarias en la sociedad se reflejan en las leyes, emitidas por el parlamento y sin contribución por parte de las iglesias. La pérdida de poder político de la jerarquía forma parte de la estricta división entre la Iglesia y el Estado, y tiene consecuencias también para la legislación social. El progreso, el mercado y la democracia son los nuevos referentes que desplazan la concepción cristiana de la vida. La religión en una sociedad secular El cambio de modelo afecta al hecho religioso, al estilo de vida ciudadano y a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La secularización favorece también la laicización de la religión, a costa de la autoridad del clero que pierde influencia y capacidad de control respecto de los seglares. El desenganche institucional, propio de la democracia y la seculari524

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zación, favorece «la religión por libre» de creyentes que no son practicantes o que relegan su vinculación a la institución eclesiástica a momentos puntuales de la vida como bautizos, bodas o entierros. La privatización y personalización de la religión, que pasa a ser objeto de compromiso y elección personal, en lugar de apoyarse en la presión sociocultural, posibilita también la selección de creencias, prácticas y formas de pertenencia religiosa, en contra de la alternativa global anterior de aceptación de todo el cuerpo doctrinal y de prácticas prescritos por la autoridad religiosa. La creciente importancia de las ciencias y el mayor acceso a la cultura, así como la presión de la opinión pública, moldeada por los medios de comunicación social, hace que la presión doctrinal de la jerarquía eclesiástica pierda en plausibilidad, credibilidad y eficacia. Se hace posible el cristiano crítico y aumentan las disonancias cognitivas entre los valores religiosos y culturales oficiales, a costa de la doctrina religiosa, sobre todo cuando ésta es obsoleta y choca con valores y praxis consolidadas socialmente. El «cristianismo a la carta», tan denostado por el clero, y el pluralismo sociocultural que presiona dentro de las iglesias, son las consecuencias de una sociedad que ha perdido la homogeneidad doctrinal y axiológica, marcada por multipertenencias y autonomía de muchas esferas de la vida. En este contexto, la dinámica de las autoridades de las iglesias es muy plural. Pueden optar por el tradicionalismo antimodernista, intentando proteger a sus miembros de la presión secularizadora y laicista, y mantener el control a nivel interno de la religión. Esta estrategia lleva al auge de los movimientos neoconservadores, alentados por la jerarquía. Son modernos en sus formas y en la utilización de las técnicas renovadoras y los medios de masa, pero defienden la doctrina tradicional. El precio a pagar es la tendencia al gueto tradicional, cada vez más precario dado el pluralismo sociocultural y la influencia determinante de la propaganda ideológica. Buscan defenderse de la sociedad secularizada, en base a una red de instituciones propias (educativas, familiares, cívicas) que pretenden mantener la «isla religiosa» y defender a sus miembros de los influjos externos. A esto se añade la utilización del laicado como brazo secular de las iglesias, alentando movimientos políticos afines a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la doctrina religiosa. Se alienta a los laicos a la participación en la sociedad civil, al mismo tiempo que se les impone una doctrina cuyos contenidos han sido determinados por los clérigos. La libertad de expresión y la objeción de conciencia son negadas en la práctica en el ámbito interno eclesiástico, al mismo tiempo que se alientan en el ámbito externo. Se crean grandes tensiones en personas a las que se piden virtudes y comportamientos diferentes en el foro religioso (eclesial) y el profano (secular). Las dificultades internas de las iglesias para ubicarse en el nuevo contexto son obvias: persiste el clericalismo interno en una sociedad marcadamente anticlerical; hay una tutela sobre los seglares en una sociedad laica; subsiste el verticalismo eclesiológico en una sociedad horizontal y democrática; predomina la autoridad del cargo en una cultura argumentativa y crítica con la autoridad; hay desfase entre sociedad e Iglesia respecto a la emancipación de la mujer; régimen eclesial de obediencia en un marco sociocultural permisivo y tolerante con las disidencias. Consecuentemente crece la distancia entre la conciencia ciudadana, los cristianos de a pie, y la jerarquía. A esto se añade el deseo de seguir determinando la conciencia de los ciudadanos en base a leyes, creencias y valores acordes con la doctrina oficial establecida. En el fondo subsiste la nostalgia del nacional catolicismo anterior, en el que las iglesias eran las instituciones centrales, pero las sociedades postmodernas secularizadas hacen inviable esa ubicación. La alternativa de las iglesias sería la de acomodarse al nuevo estatus de la sociedad, promoviendo reformas internas que las capacitaran para adaptarse al nuevo juego de fuerzas sociales. El problema estriba en que esto exigiría una transformación radical de las religiones, abandonando el verticalismo jerárquico tradicional, y una aceptación de la crítica reflexiva y argumentativa, propia de las sociedades desarrolladas, tanto a nivel interno como externo de las iglesias. Un cristianismo laico, mayor de edad, y con capacidad de protagonismo dentro de las iglesias, podría también jugar un papel determinante en la sociedad civil. La religión puede y debe jugar un papel público en las sociedades secularizadas, pero la mediación esencial tiene que ser la participación de los creyentes en la vida pública en igualdad de derechos y obligaciones respecto DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el resto de los ciudadanos. Los valores que impregnan las sociedades laicas son el resultado de debates plurales en los que participan potencialmente todos los ciudadanos. Desde ahí pueden contribuir los cristianos a modelar la sociedad de acuerdo a su concepción. El catolicismo sigue siendo relativamente mayoritario en España y subsiste una cultura de trasfondo católico (aunque aumenten los no creyentes). Los cambios de mentalidad cultural y de sensibilidad son mucho más lentos que las reformas institucionales, y el imaginario tradicional persiste aunque adopte formas secularizadas. España no ha dejado de ser culturalmente católica y esa es una gran reserva potencial para las personas religiosas aunque vaya progresivamente disminuyendo. Todas las referencias de la tradición cultural conservan elementos cristianos, asimiladas por creyentes y los que no lo son. La inserción en la cultura pasa por potenciar y recuperar esos elementos, inyectándoles savia nueva y transformándolos para adaptarlos a la nueva situación. El testimonio, la capacidad de argumentación, la racionabilidad y la capacidad de convicción son hoy las mediaciones de la misión eclesial. Las tensiones de la laicidad estatal Pero subsisten las dificultades para lograrlo. Por un lado están las resistencias de los nostálgicos del régimen de cristiandad, que no renuncian a la Iglesia como institución central de la sociedad. Cualquier cambio que no esté de acuerdo con la moral y creencias católicas se ve como una afrenta a la Iglesia. El criterio de pecaminosidad se quiere seguir imponiendo como dirimente a la hora de valorar nuevas leyes, reformas institucionales, experiencias científicas o nuevas ordenaciones sociales. Esto lleva a las iglesias a un callejón sin salida, a su identificación con los movimientos ciudadanos más conservadores y a la progresiva pérdida de los cristianos críticos, liberales o más secularizados. No se puede argüir con lo que es pecado o no, porque esas referencias han dejado de ser válidas y efectivas en la sociedad. Hay que criticar, discutir y sugerir desde convicciones y argumentos que pueden ser comprendidos por todos los ciudadanos. La religión puede servir de fuente de inspiración y motivación para la conducta ciudadana, pero sin imponerla, convenciendo de su validez. Esto implica cambiar a las iglesias. 525

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En lo que concierne al orden político se produce la laicización del Estado, que se emancipa de la tutela eclesiástica. La separación Iglesia-Estado posibilita la instauración de una sociedad plural, en la que el Estado no es confesional, aunque respete e incluso apoye a las religiones (como ocurre en Estados Unidos y en buena parte de Europa occidental). Surgen formas de cooperación, que posibiliten las contribuciones religiosas a la sociedad civil en materias como la educación, la sanidad, las organizaciones asistenciales, la atención a los marginados sociales o a los emigrantes. En la mayoría de Europa occidental las sociedades se han emancipado de las Iglesias y los Estados se han laicizado, sin que esto haya eliminado la presencia de las instituciones religiosas en la sociedad, e incluso el reconocimiento de las iglesias como instituciones de derecho público, con amplias competencias. Se valora así la aportación de las religiones a la sociedad civil así como la estabilidad, cohesión y memoria cultural que generan en la población. En la mayoría de Occidente, el hecho religioso ha dejado de ser conflictivo y la secularización de la sociedad no se ha opuesto a la pervivencia de las Iglesias. Sería una línea acorde con el comunitarismo actual, que protege la identidad cultural y los rasgos específicos de una minoría, teniendo como tope los derechos humanos y ciudadanos, en el contexto de un Estado no confesional. El peligro a evitar sería el mantenimiento de una confesión religiosa o una tradición cultural en base al apoyo del Estado, sin dejar libre curso a la evolución de los ciudadanos y la transformación de la sociedad. Habermas ha sido el filósofo que más ha abogado por un «patriotismo constitucional» respetuoso con las tradiciones religiosas. Pero los peligros fundamentalistas se dan también en el Estado, y no sólo en las Iglesias. Dentro de la tradición francesa de laicidad, que desde 1905 consagra a un Estado y sociedad laicas, conviven dos modelos. El republicanismo tiene como ideal la sociedad laica y el nacionalismo estatal (desde la equiparación global entre pueblo, nación y Estado). Todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones, también las personas religiosas, cuyas convicciones tienen libre difusión, pero sin protección alguna del Estado. Sería la línea del universalismo que deja libertad a los ciudadanos para vivir de acuerdo con sus conviccio526

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nes religiosas, aunque las expresiones públicas de éstas se limitan en nombre de la laicidad oficial del Estado. El Estado, que representa a la nación, uniformiza a todos los ciudadanos en la laicidad oficial y rechaza cualquier limitación a su actuación por parte de las religiones. Los problemas se plantean cuando surge la objeción de conciencia respecto de algunas leyes del Estado, así como la protesta por la intromisión de éste en la vida ciudadana, recortando libertades y derechos de expresión a nivel colectivo. La laicidad es conflictiva, porque puede chocar con la libertad de expresión y de estilo de vida, por parte de ciudadanos que no son súbditos. El problema, sin embargo, no es tanto la laicidad cuanto el laicismo, vinculado tradicionalmente al jacobinismo político y heredero de la crítica ilustrada a la religión, en cuanto alienación humana. El laicismo es una ideología militante, a la que a veces se ha sacralizado políticamente. Sus propulsores no sólo quieren eliminar la religión institucional de la vida pública, para retraerla al foro de la conciencia personal, sino que persisten en verla como algo nocivo, opio para el pueblo y signo de infantilismo según las críticas más populares de la Ilustración. De ahí que algunos grupos radicales políticos sean no laicos, sino laicistas (es decir, antirreligiosos). Bajo pretexto de la laicidad del Estado y la secularización de la sociedad, propagan la lucha contra la religión, alimentada por el anticlericalismo tradicional de las sociedades religiosas. Surgiría una ideología antirreligiosa de signo fundamentalista, que haría inviable el Estado laico en una sociedad secularizada, para acercarse al modelo del comunismo oficial, el de un Estado que lucha contra la religión. Ya no habría neutralidad ni laicidad, sino militancia antirreligiosa, tan fundamentalista como la del nacionalcatolicismo, aunque de signo contrario. En ese caso es inevitable la polarización social, la reactividad de los ciudadanos religiosos que se sientan agredidos y la tentación reactiva de las iglesias, que luchan por su subsistencia. En nombre de una ideología, discutible y criticable, como toda corriente ilustrada, se pasa a la imposición de un grupo sobre el resto de la sociedad, aprovechando el aparato estatal. Es una prolongación de las luchas decimonónicas que harían inviable la convivencia desde creencias diferentes. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Seguridad/inseguridad

Nos movemos hoy entre dos alternativas políticas, laicidad y laicismo que se mezclan e interaccionan, como también ocurre en las iglesias entre defensa de la identidad religiosa y la pervivencia de un modelo desfasado de presencia en la sociedad. La secularización puede sacralizarse y devenir un fundamentalismo de distinto signo al de la sociedad religiosa. Además, el modelo francés de laicidad no es la norma, sino la excepción europea, ya que en otros ámbitos como el anglosajón o el alemán, se vive de otra forma la secularización de la sociedad y la laicidad del Estado. La disyuntiva estriba en una protección estatal de la sociedad civil, manteniendo y vigilando instituciones y tradiciones culturales de arraigo social y con tradición histórica (entre las que se podían contar las religiosas), que es el modelo anglosajón, centroeuropeo y nórdico, o el de una laicidad refrendada por el Estado, que rechaza las instituciones e influencias religiosas (y sólo éstas) en ámbitos como la educación y la cultura. En cuanto que la identidad cultural está inevitablemente impregnada de elementos religiosos tras milenios de cohesión entre ambas, resulta difícil determinar en nuestras complejas sociedades cuándo hay que proteger las tradiciones y colaborar para preservarlas con las instituciones civiles, también las iglesias, y cuándo hay que poner límites a las religiones para mantener la secularidad de la sociedad. La secularidad también afecta al Estado, frecuentemente sacralizado en nombre de la identificación entre Pueblo-Nación-Estado, así como su derecho de intervención y de tutela respecto de una sociedad civil en la que tienen que primar los derechos personales, individuales y colectivos. El conflicto surge cuando las religiones se convierten en un foco de conflictos para la sociedad civil, como ocurre en Francia con el Islamismo, y el Estado tiene que debatirse entre el rechazo a colaborar con las religiones y la necesidad de favorecer una evolución de éstas que facilite la convivencia social y la integración en la democracia. En el caso de las sociedades tradicionales hay una lucha por la pervivencia de la propia identidad cultural, de la que forman parte las tradiciones religiosas, ante el avasallamiento neocolonial del estilo de vida occidental, sobre todo americano. En las postmodernas sociedades occidentales el problema es la crisis global de identidad, la pérdida de memoria histórica y el retroceso del humanismo cultural, que son DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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compatibles con el desarrollo científico técnico y su enorme productividad material. El declive de las religiones en las sociedades occidentales plantea el problema de qué instancias van a ocupar el lugar social que éstas dejan vacío, tanto en lo que concierne al desarrollo de una ética profana, como de un humanismo secularizado y una oferta de sentido laica. De hecho, el vacío sociocultural dejado por las religiones no ha sido ocupado por ninguna corriente humanista alternativa y la erosión de lo religioso ha favorecido la de la moral y la pérdida de referentes de sentido, más allá de los incentivos materiales de la sociedad de consumo. Si se pierden las funciones tradicionales de la religión, por el declive de ésta, hay que potenciar alternativas que eviten el vacío moral, la ausencia de sentido y la pérdida de una cultura humanista. Éste es uno de los grandes problemas de la secularización en Occidente. JUAN A. ESTRADA

Seguridad/inseguridad En los últimos setenta años ha aparecido y se ha consolidado un nuevo segmento de la población. Es una mezcla de varias especialidades: espionaje, técnicas de seguridad, investigación, cuerpos policiales especializados, fuerzas de seguridad privada, agencias consultivas de seguridad, contratación de servicios, análisis de situaciones de emergencia, negociación de crisis, intermediarios de la industria del petróleo, comerciantes de armamento, resolución de intereses, control de daños, relaciones publicas, ingeniería de opinión, seguimiento de tendencias de masas y mercados; agencias de prensa, manipulación de medio y de opinión, sistemas de almacenamiento y distribución de información de Internet, técnicas de estrategia terrorista, grupos fomentadores de opinión y muchos otros. Tratándose de un colectivo tan extenso y difuso es difícil encontrar una designación precisa para tal colectivo. Las aristocracias, burguesías, clases obreras, burocracias y tecnocracias del pasado tardaron decenios cuando no siglos en definirse y ser codificadas. Aquí estamos hablando de los últimos setenta años. La primera diferencia entre este segmento poblacional y los anteriores 527

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Seguridad/inseguridad

es que aquí estamos tratando de un nivel de dedicación, de experiencia, de vivencia o de existencia o, también podría hablarse de una cultura de la inseguridad, que une a masas crecientes de la población. Es importante reconocer que esta cultura de la inseguridad funciona a medio camino entre los medios y las experiencias de individuos o grupos que le dan realidad. Esta existencia es como una masa que se extiende, que amenaza y predomina, tratando de hacerse simétrica con las formas de saber, de dirigir, de controlar, de gobernar y de operar la vida pública. Más aún, la vida pública puede estar en peligro de ser absorbida por esta industria creciente de la inseguridad. La dimensión existencial a la industria de la inseguridad le viene dada por su triple objetivación como universo establecido de profesiones; como latido psicológico de los individuos y las comunidades en que esa cultura crece y avanza; y como superestructura de medios: literatura, cine y televisión que alimenta (y refleja al mismo tiempo) esa civilización de la inseguridad. La llegada de esta galaxia de la incertidumbre viene marcada por el final de las guerras coloniales, hegemónicas e ideológicas. Esa época culmina con el final de sistema soviético y la reunificación de Alemania. Características de esta nueva época son la consolidación de los estados/corporación en los que los intereses públicos y los intereses privados pierden su definición y motivaciones tradicionales. Mientras el «Estado» asume mayor relieve en la educación, el transporte, la sanidad, la seguridad y el bienestar, depende para ello de la investigación privada, la financiación privada, los mercados internacionales y los conglomerados profesionales multinacionales. Las alineaciones ideológicas (capitalismo vs. socialismo, por ejemplo; democracia representativa vs. sociedad de valores tradicionales) pierden valor frente a las estrategias de globalización y acumulación mundial de conocimiento, tecnologías y control de mercados. Es éste el panorama en que se gesta y cultiva la cultura de la inseguridad. Cientos de miles de personas en la actualidad están sustituyendo el mundo anterior de los operativos semisecretos al servicio de uno u otro Estado. Ése es precisamente el horizonte en que prospera esa franja creciente de la cultura de la inseguridad. Al fin de cuentas, todos (tanto enti528

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dades públicas como sujetos privados) trabajamos para algo y para alguien a quienes no conocemos del todo. Las características de ese tipo de existencia vienen determinadas por la multiplicidad de personalidades que viven los profesionales de la inseguridad; por la adherencia simultánea a formas de ideología y cultura diversas e incluso contradictorias que viven al mismo tiempo dichos profesionales; y por la carencia de una moralidad definida privada y pública. Como ilustración de esas topologías contrapuestas se abren en todo el mundo fundaciones, centros de investigación y cátedras universitarias cuyos estatutos proclaman objetivos y metas que reproducen el canon democrático occidental pero que en realidad se dedican a prácticas celosamente centradas en valores bastardos o al menos ambiguos y dudosos. Se aprueban programas y políticas en sanidad, educación, energía, transportes, etc. que utilizan la retórica del bien común pero que obedecen a campañas y programas de expansión de mercancías determinadas y que, en definitiva, fuerzan a la adopción de tecnologías y productos específicos; se establecen gobiernos enteros o departamentos enteros de gobierno diseñados para implantar masivamente la corrupción, subversión, intimidación y las actividades cercanas a la empresa criminal. Podría bien ser el caso que continentes enteros estén gobernados por planes someramente criminales. Tal como nos viene servida en la imagineria de esta existencia siniestra, los individuos que pueblan esa galaxia son profesionales y rufianes al mismo tiempo; miembros reconocidos de la comunidad y delincuentes encausados en escándalos financieros y organizativos; personas refinadas y practicantes al mismo tiempo de erotismos y entretenimientos perversos. Son miembros de la clase dirigente y agentes en activo de entidades nacionales adversarias; seductores y víctimas. Rasgo bien llamativo de esta nueva clase social y de esta forma de existencia es que no se mueve en la oscuridad, sino que es objeto y objetivo de los medios de cultura popular más abarcantes: la literatura, el cine y las series televisivas. En buena medida esta nueva forma de existencia proporciona la mayoría de los contenidos del entretenimiento popular. Son precisamente los medios del entretenimiento popular los que transmiten esa galaxia de conceptos, experiencias y consecuencias. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Seguridad/inseguridad

Se trata siempre de un estamento de profesionalidad y profesiones bien especializadas, puestas al servicio de fines y objetivos que no son los inherentes a la profesión. Los individuos involucrados en esta galaxia muestra una doble asimetría entre su yo individual, la adscripción profesional y la dedicación específica empresarial a que estos grupos se entregan. Existe una disimetría creciente entre individuo, pertencia y dedicación. En las novelas de Ian Fleming y las películas de James Bond la pertenencia se concretizaba en acciones especificas que empezaban y terminaban con la resolución de un proyecto. En The Matrix, Syriana o Munich (Steven Spielberg) la pertenencia aparece como un universo cada vez más envolvente y complejo. Ninguno de los individuos específicos conoce el entramado total de los proyectos a los que sirve. Los proyectos específicos en que se envuelven los individuos son parte de galaxias mucho más grandes y distantes que, como en la astronomía, sólo son presumibles por deducción o inferencia, nunca por verificación directa. El mercado del armamento nuclear es parte de diseños geopolíticos de expansión universalista; el mercado de la energía en el Oriente Medio sigue designios jamás definidos en los debates parlamentarios. Las asignaciones astronómicas que la industria privada y el erario público destinan a unos departamentos universitarios y no a otros ocultan a veces unas metas tenebrosas. Los colectivos que operan el manejo cotidiano de esas magnitudes no identificables viven su profesionalidad en una profunda condición de sospecha y de desidentificación. La conciencia personal y la normativa profesional entran en constante conflicto entre sí, y ambas tienen atisbos de obrar a este lado de un horizonte inabarcable de poder absoluto y ambición cósmica. De ahí que la peripecia cuotidiana de estas masas de individuos involucrados en todo ello, haga aguas a cada vuelta de la esquina. El agente 007, los castigadores de Munich, los profesionales de Syriana y los novatos de The Matrix o de Liquid Sky sucumben a constantes inconsecuencias, toman decisiones grotescas y cómicas. Esas simetrías y disimetrías son transmitidas predominantemente en el lenguaje, en este caso en el uso del universalizado del inglés. Todo el acervo literario y fílmico que aquí se denomina existencia siniestra ha estado escrito y filmado en Gran Bretaña y los Estados DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Unidos. Muy difícilmente puede funcionar una traducción a otra lengua por la sencilla razón de que el inglés viene marcado por doscientos años de una doble esquizofrenia, desconocida en las lenguas germánicas y latinas. En inglés se da una objetivación y distanciamiento, primero, entre el hablante y sus formulaciones orales. La emisión de pensamientos y formulaciones de cualquier tipo guardan, digamos, una distancia de la persona que las formula. Por principio, el rostro y las extremidades del hablante se mantienen neutrales de los contenidos transmitidos, cuando no caminan a contracorriente. La otra esquizofrenia más interior y aparente va dentro de las formulaciones propias del hablante. Toda formulación inglesa contiene un alto grado calculado de imprecisión e indeterminación. Son microsegundos en los que el sentido y la formulación oral operan una cierta ceremonia mágica de encantamiento y desinformación. Es, pues, normal que los ingleses y americanos sean los mejores actores, reporteros y espías. El lenguaje fue siempre el arma primaria y esencial del espía clásico y del estratega actual. No sólo como instrumento sino como estado anímico de formulación y construcción de la realidad social. George Orwell (1903-1950) es autor de Homage to Catalonia (1938), Animal Farm (1945), Politics and the English language (1946) and Nineteen Eighty-Four (1948). Contemporáneo de George Orwell es Ian Fleming (1909-1964), agente secreto y uno de los escritores más populares del siglo XX. Es autor de Casino Royale (1953), Live and Let Die (1954), Moonraker (1955); Diamonds are forever (1956), From Russia with Love (1957), Doctor No (1958), Goldfinger (1959), For your eyes only (1960) y muchas otras. La contribución capital de Ian Fleming reside en haber escrito un lenguaje muy paralelo al de Orwell. Mientras Orwell es sarcástico y amargo, Fleming es lúcido y cómico. Ambos nacieron en la diáspora imperial, a caballo de varias culturas y lenguas Es ya parte del acervo popular mundial la perspicacia de Orwell en detectar desde su mismo comienzo la distorsión lingüística como epidemia generada por el poder. En sus obras de ficción expuso con clarividencia escalofriante el terror que el Estado inflige sobre los ciudadanos en la experiencia cuotidiana y ordinaria. En Politics and the English Language, trató de dar un paso más adelante y sistematizar sus 529

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pensamientos a un nivel más general, pero carecía de un método analítico amplio. George Orwell trató de formalizar sus experiencias, intuiciones y descubrimientos sobre la incapacidad del inglés para producir un discurso político lucido, cívico y público. El ciudadano aparece atrapado en las intrigas del estado que ha penetrado los entresijos de su conciencia y por la que se pasea creando horizontes de manipulación inextricable. Ian Fleming creó en el Agente 007 un personaje de la altura de Don Quijote. Ian Fleming pasea al agente 007 por todo el mundo, por todas las situaciones políticas y tecnológicas haciéndolas estallar en carnaval y risa. Es un gentilhombre en pleno disfrute de su decadencia otoñal. La mente del agente 007 está enterrada en la contradiccion moral, en la ferocidad refinada de los instintos más cultivados y en disfrute simultáneo de la violencia más cruel y en el placer más cínico y refinado. Cada frase del agente 007 es un arabesco de cinismo, ingenuidad y comicidad criminal. El agente 007 es un aristócrata diabólico. George Orwell era un escritor y no un filósofo del lenguaje, aunque varios de sus escritos fueron sobre la corrupción del inglés. Ian Fleming era un novelista y cronista de la decadencia de la lengua europea. Contemporáneo de George Orwell y Ian Fleming fue Ludwig Wittgenstein (1889-1951), siempre en la diáspora cultural también. Wittgenstein fue un filósofo maestro supremo del lenguaje en estado de ruinas. Era el autor ideal para haber deshecho el enredo filosófico del inglés y del lenguaje en general. Es autor de Tractatus Logico-Philosophicus (1921) y Philosophical Investigations (1936). Una incógnita inquietante está en que Ludwig Wittgenstein bien pudo haber sido un espía al servicio de un mesianismo romántico comunitario y semicomunista. Quizás fue un miembro de aquella nómina de egregios espías/ catedráticos de Oxford que desde dentro del sistema trataron de desmontar el sistema. Su propuesta de crear un lenguaje objetivo y científico no alcanzó los resultados esperados. ¿Fue la suya una empresa quijotesca o fue un esfuerzo tiránico que lo enloqueció incurablemente? Su lúcida y solitaria lucha por purificar y bautizar la lengua quizás nació de su anticipación del apocalipsis que venía sobre Europa: primero como envenenamiento de la 530

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lengua y la experiencia germánicas en manos de su condiscípulo de Linz, y más tarde como la existencia siniestra. AL ORENSANZ

Sentido Aquí entendemos el sentido desde una perspectiva vital y existencial equivalente a orientación y razón de ser de la vida y de la realidad. Responde a preguntas y expresiones tan cotidianas y profundas como cuando decimos: «este mundo no tiene sentido», «tú eres el sentido de mi vida», «el sentido de su compromiso»… El sentido deambula por lo cotidiano y apunta a lo más hondo y radical del ser humano. Fernando Pessoa lo vio muy bien: Cada coisa —um candeeiro, uma pedra, uma árvore—, É um olhar que me fita de um abismo incompreensível.

1. El sentido, característica humana que surge en el proceso social. Desde este punto de vista, el sentido aparece como una característica del ser humano. A diferencia del animal, el ser humano no dispone de una dotación instintual segura que lo oriente y fije en unos comportamientos determinados y que le ate a un ambiente o mundo. El ser humano aparece minusválido instintual y como un ser carente de orientación y de mundo. Tiene que hacerse un mundo; tiene que hacerse o construirse una vida. Y para ello necesita una guía, una orientación existencial y vital, unas razones que le den razón de su actuar, comportarse, esforzarse, sufrir, penar y morir. A esto llamamos sentido. El sentido, por tanto, es una necesidad humana, algo constitutivo de un ser que no está constreñido estrechamente por la naturaleza. La excede. Su carencia instintual está mostrando un exceso que sobrepasa la naturaleza y apunta a lo abierto: lo que llamamos espíritu. Esta apertura radical del ser humano al mundo (Weltoffenheit) lo convierte en «el primer liberto de la creación» (J.G. Herder), un ser no atado biológicamente, dejado suelto, en su relación con el ambiente. El subdesarrollo biológico humano exige que el hombre tenga que hacerse un mundo propio y, para ello, necesite de otros. El ser abierDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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to, no determinado, libre, está condenado a buscar sentido, dar sentido a su vida. Estamos llamados a realizar la libertad, que es lo mismo que dar sentido a la vida. Esta construcción que Hegel diría es el mundo realizado del espíritu, expresa un deseo de ser y se plasma en un mundo humano, sociedad, «segunda naturaleza» del hombre. Actuar humano que se orienta intencionalmente, reflexivamente, en su tarea de hacerse, como corresponde a un ser agente (y sufriente), hablante y pensante. Un mundo que, al ser la plasmación de una libertad finita, tiene la aspiración de realizar el deseo de ser y ser feliz, pero que, inevitablemente, no alcanzará realización plena. Tendrá que quedarse siempre en conato de realización, apertura permanente hacia una plenitud que le será negada. Y será aquí, precisamente, en este remedo de realización y de mundo pleno, donde el hombre necesitará encontrar sentido, dar sentido a su vida incompleta y a un mundo siempre subdesarrollado y contradictorio. Por esta razón, el ser humano, digámoslo de nuevo con F. Pessoa, es un peregrino, un lector del mundo, un experimentador, un perceptor, un vividor «sacramental» de la realidad. 2. El sentido como sutura de un desgarro. El sentido surge, por tanto, como necesidad de un ser que desborda la naturaleza y precisa de orientación en su co-hacerse libre. Sentido que urge al espíritu humano que siente la incompletitud de la vida y de la realidad, que experimenta la tremenda distancia que existe entre lo que ansía y la realización práctica; experiencia dolorosa, sufriente, de las contradicciones de un mundo plagado de víctimas, de desgarros, injusticias, exclusión, muerte e inhumanidad. Contraste hiriente entre lo deseado y planeado y lo logrado. Frente a este espectáculo de contradicción y sin-sentido, el deseo de ser y de ser pleno se niega a pactar con el desvarío o la desesperanza y pugna por encontrar sentido en medio del sin-sentido. Este drama del espíritu humano llena las páginas de todas las sabidurías, atraviesa los pensamientos de los hombres más sensibles a la visión de la contradicción entre deseo y ansia de realización y los resultados prácticos visibles y palpables en la vida y el mundo. Desde este momento el ser abierto humano busca sentido para encontrar razones para vivir y morir. Colectiva y personalmente. Tratará DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de darse explicaciones acerca de la diástasis entre deseo y realización, entre planificación y plasmación. Intentará superar la dualidad, la ruptura, la contradicción experimentada y vivida. El sentido de la vida nace con esta pretensión desmesurada de superar la limitación humana, de suturar las rupturas y desgarros, sanar las heridas abiertas en la pugna de la vida, dotar de orientación y esperanza a unas vidas condenadas irremediablemente a repetir incesantemente resultados imperfectos, caricaturas de hermosos rostros entrevistos y deseados. El sentido, lo estamos viendo, es una estrategia de co-implicación humana en una pugna por no abandonar la esperanza de un mundo incluso desesperanzado. El sentido es así con-sentido de una humanidad que se niega a renunciar a su deseo de ser y de realizar la libertad, pero que es consciente de cómo el ser y el no ser, el valer y no valer se entremezclan en el actuar humano. El sentido es el resultado de espíritus libres, conscientes y responsables. Se han percatado de que el mundo está desgarrado y roto, pero se niegan a claudicar y darse por vencidos en el sinsentido. El sentido presupone el rechazo del sin-sentido de un mundo cerrado y aherrojado por la objetividad de lo que hay. Frente a lo que H. Blumenberg llamaría el absolutismo de la realidad, la descomunal magnificencia y mudez del universo, que proclama la inanidad como la última palabra, el sentido apuesta por la no inutilidad de la vida y la realidad. El sentido emite un juicio práctico vital en que dice «no» a los meros hechos del mundo objetivo. No hay meros hechos, hechos desnudos o mostrencos, hay interpretaciones y valoraciones humanas. Vivir humanamente es vivir dando sentido, significando los hechos y valorándolos. Y al hacerlo así, el mundo y la vida no sólo aparecen distintos, son diferentes y se pueden hacer, construir y reconstruir siempre de nuevo. El sentido crea las condiciones de posibilidad para hacer un mundo nuevo y rehacer la vida de nuevo. El cambio de sentido se encuentra así en el fondo de todas las conversiones personales y de todas las revoluciones o cambios sociales profundos. Vamos, confiadamente, vamos… Isto tudo debe ter um outro sentido Melhor que viver e ter tudo… Debe haver um ponto da consciência Em que a paisagem se transforme 531

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E que comece a interesar-nos, a acudir-nos, a sacudir-nos… Em que comece a haver fresco na alma E sol e campo nos sentidos despertos recentemente F. PESSOA, Da «Saudação a Walt Whitman»

3. El concepto mixto, impuro, del sentido. El sentido, ya lo vamos viendo, es un concepto mixto (P. Ricoeur) puesto que surge de la interacción humana, del compromiso y necesidad de vivir y de vivir humanamente con otros. Se plantea como exigencia para poder vivir y vivir en sociedad (E. Durkheim). Funciona como el lazo social para reconocerse mutuamente y para crear una visión común que permita un hacer y quehacer común. De ahí que el sentido de la vida y la realidad vaya adoptando en el devenir humano desde expresiones resumen de un modo de entender y concebir la vida y la realidad (dichos, refranes, apotegmas...) hasta visiones totalizantes de la realidad (mitos, cosmovisiones, metarrelatos, ideologías…). El sentido se expresa así en visiones globales que tienen pretensión de explicación, pero que se encaminan hacia la justificación de lo que hay y, finalmente, pretenden alcanzar la colaboración de los afectados en la construcción, prosecución o cambio de lo que existe. El sentido aparece así co-implicando a los afectados, uniéndolos en un proyecto humano de vida en común. El sentido es co-participado y reconfigura un mundo humano concreto, es decir, una sociedad situada aquí y ahora con sus diversas dimensiones. El sentido aparece así sedimentado y amasado en las estructuras sociales mismas, recorre el mundo de la cultura y de la religión, de la política y de la economía, de la familia y las relaciones humanas, atraviesa todas las dimensiones y a todas las colorea con su tonalidad peculiar. Es como el «alma» de la sociedad y del mundo que permite ver la realidad humana como transfigurada por la luz del significado y la orientación. Nos permite entender la realidad existente, porque pone orden donde reina el caos; introduce luminosidad allí donde dominaban las tinieblas; proporciona calma en el piélago tumultuoso del caos primigenio; concede legitimación a las estructuras sociales, a las divisiones y repartos, siempre nada equitativos, del poder. Vamos viendo que el sentido recorre el fondo de todas las formas humanas de justifica532

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ción y legitimación. El sentido integra en este mundo, implica una capacitación para vivir más plenamente inmersos en él. También puede significar la deslegitimación más poderosa por apelar a un cambio social solicitado por la instancia más plena y abarcadora a la que se puede referir un movimiento socio-político. Desde este punto de vista, nos las vemos con un conflicto de sentidos o un choque de cosmovisiones que normalmente se dilucida mediante estrategias de integración o de liquidación del otro. El sentido sitúa nuestra vida, personal y colectiva, en un contexto abarcador, que tiene la virtualidad de mostrarse como un patrón subyacente o estructura profunda del mundo que proporciona valor y significado. Al ser un producto sedimentado en el mundo de la vida producido por las largas interacciones humanas a lo largo de la historia, el sentido compartido de una colectividad presenta una apariencia de faz objetiva, como entidad externa e independiente. Comprendemos así su carácter de algo dado, previo a cada ser humano y por tanto que solemos asumir y asimilar en la socialización como perteneciente a la sustancia misma de las cosas vividas. El sentido, al darnos un horizonte, crea un espacio que nos permite pro-ducir y configurar un mundo, no como mero entorno, sino como realidad ontológica y existencial, en el cual podemos habitar y realizar las posibilidades de nuestro ser humano: personales, interpersonales, culturales, sociales, políticas y cósmicas. El sentido, en suma, nos permite ser realmente humanos. El ser humano es un ser con sentido. De nuevo una composición poética de F. Pessoa nos puede sugerir y completar este apartado. A final, a melhor maneira de viajar é sentir, Sentir tudo de todas maneiras. Sentir tudo excesivamente, Porque todas as coisas são, em verdade, excesivas E toda realidade é um exceso, uma violência Uma alucinação extraordináriamente nítida Que vivemos todos em comum com a fúria das almas. O centro para onde tendem as estranhas forças centrífugas Que são as psiques humanas no seu acordo de sentidos. F. PESSOA, Poesía

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4. El sentido y la racionalidad mito-simbólica. El sentido al referirse a la totalidad de la vida y la realidad tiene un aspecto mito-onírico, simbólico, más que conceptual (P. Ricoeur, G. Durand, L. Kolakowski). Remite a lo soñado/idealizado, a lo vivenciado y compartido, a lo imaginado y ausente. De ahí que no pueda ser objeto de una contrastación o verificación lógico-empírica. No pertenece al campo de la ciencia, sino de lo que da razón de ser a la ciencia misma. Ofrece una pretensión fundamentadora. Es a partir del sentido original, de esta primera relación/religación con la realidad, que tienen sentido las demás actividades y pensares. El sentido se presenta, lo comprendemos ahora mejor, no tanto como un conjunto de argumentos, sino como una narración o relato (mito, metarrelato, ideología) que unifica e integra partes dispares y hasta opuestas en una intriga o visión unitaria. Usa un lenguaje que no puede ser utilitario ni objetivo, sino simbólico, analógico, metafórico, que se remite a lo ausente y pretende revelar la profundidad última y más englobante de la realidad. Porque el ser humano, como dice Pessoa, no tiene problemas, tiene sólo misterios: »Mas eu não tenho problemas: tenho só mistérios». Ah, tudo é símbolo e analogía! O vento que passa, a noite que esfria São outra coisa que a noite e o vento —Sombras de vida e de pensamento Tudo o que vemos é outra coisa. A maré vasta, a maré ansiosa, É o eco de outra maré que está Onde é real o mundo que há… F. PESSOA, Obra poética

Este sentido global, totalizante, es una exigencia inevitable del pensamiento. Siempre poseemos, más o menos explícitamente, una visión del mundo, de la realidad y la vida que no puede ser objeto de justificación racional estricta. Pertenece a lo que K. Jaspers, X. Zubiri y Laín Entralgo denominan el saber último donde sólo cabe la plausibilidad y lo razonable, al contrario que en los saberes penúltimos que pueden apelar a lo racional. Se entiende que la racionalidad del sentido sea una racionalidad simbólica. Esta dimensión de la racionalidad pertenece, como muy bien expresó P. Ricoeur, a la inteligencia del umbral y de lo oscuro y deslizante. Es una inteligencia que pertenece al logos afectivo, sintiente, coimplicado, vital, que no puede apelar a la fuerza DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de la razón argumentativa, sino al consentimiento interrelacional y encarnado en la vida. La racionalidad simbólica, cuna del sentido, reivindica una autonomía que no se desvincula, sin embargo, de la racionalidad argumentativa y crítica. Por pertenecer al ámbito del enigma, la razón simbólica sin el cuidado y la vigilancia crítica puede degenerar en cosificaciones y fundamentalismos. Sucede cuando se pierde de vista la dimensión mito-simbólica misma y se historifica en competencia con la racionalidad científica. De ahí la necesidad de una mutua cooperación a fin de mantener su recíproca capacidad humanizadora. Así mismo, la racionalidad científica, consciente del carácter mito-simbólico a que remite su misma racionalidad, no se presentará jamás como razón única y acaparadora, ofreciendo su colaboración, depuración y sentido crítico a la racionalidad simbólica generadora del sentido. 5. El sentido y lo sagrado. Dado que el sentido se remite hacia un horizonte último y radical, al fundamento de la realidad y la vida, allí donde parece se encuentra la raíz misma del significado e iluminación de las todas las cosas, tiene relación con lo sagrado. Decir sentido último quiere decir sagrado. El sentido último tiene mucho de hierofánico (M. Eliade) de manifestación en las cosas finitas de lo que es la luz, el poder, la fuerza, la vida y el sentido por excelencia de la realidad misma. Hay mucho de numinoso, de fascinante y de tremendo, al aproximarse a las raíces del sentido. O quizá habría que denominarlo con Zubiri «lo religioso», lo que agarra al hombre entero y lo posibilita e impele desde la raíz de la realidad. El sentido, sus diversas manifestaciones y versiones serían «la plasmación de la religación», en la que está ya siempre el ser humano. El sentido le alcanzaría a todo ser humano siempre y en todo momento de la historia. Se necesitaría, solamente, un salto ontológico: es decir, se precisa ver las personas, las cosas, los acontecimientos como símbolos que remiten a otra cosa. Un árbol o la luna, no son sólo esas cosas, sino que muestran una participación de otro ámbito ontológico o nivel de ser que remite hacia lo que denominamos el Absoluto, o el poder o sobrepoder de lo real. La captación justamente de esa dimensión que permite ir más allá de las cosas desnudas en su «profanidad», es lo que denominamos 533

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«sagrado». Muestra la insondable riqueza de la realidad. Y la muestra habitada por el misterio. Todo aparece transido por otra realidad que es justamente la realidad, lo que explica y da sentido a todo lo existente. Captamos ya que lo sagrado se presenta como algo objetivo que existe en el fondo de toda la realidad. Requiere una toma de conciencia totalmente distinta de la que exige el mundo puramente empírico. Lo sagrado, divino o religioso, exige un salto de nivel, el descubrimiento de otra realidad por debajo o más allá de lo meramente perceptible. Y ésta se manifiesta impregnando la realidad toda de ser, potencia, perennidad, eficacia, sentido. Los místicos de todos los tiempos y muchos poetas y filósofos traducen ese salto de conciencia o nivel como un saber ver la realidad en su profundidad sin fondo. Un ver, pensar, desasido (Gelassenheit), que supere el ejercicio raciocinante y crítico. O essencial é saber ver, Saber ver sem estar a pensar Saber ver quando se vê. E nem pensar quando se vê, Nem ver quando se pensa. F. Pessoa, Obra poética

Lo sagrado aparece así relacionado con el sentido, la verdad, desde una perspectiva totalizante, última y definitiva. Lo sagrado, la religión, expresaría esta búsqueda de sentido. Éste sería el aspecto «negativo»; el «positivo», sería la apuesta por la existencia de ese sentido. No es extraño que se haya dicho que la religión es «lo que en definitiva da sentido» (Th. Luckmann). Ya se ve que la búsqueda religiosa tiene mucho de búsqueda del sentido y viceversa: el camino que conduce hacia las preguntas y las esperanzas de sentido, felicidad, totalidad, identidad, orientación, salvación, aproxima a las tradiciones religiones a las sabidurías, las filosofías y las ideologías. Cuando nos acercamos a la sociedad moderna nos encontramos, sin embargo, con un cierto eclipse de lo sagrado. El «Dios ha muerto» nietzscheano significa, en primer lugar, la pérdida de horizonte de sentido último, el descubrimiento de la fragilidad de todos los presuntos cimientos, el fin de las denominadas estructuras fuertes y de las metafísicas de la presencia. La invisibilidad de lo divino o sagrado y la pérdida de sentido se dan la mano. 534

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6. Las dificultades del sentido en nuestros días. Actualmente vivimos social y culturalmente una época de dificultad para acceder al sentido. La sensación de vivir sin horizonte de sentido se acrecienta entre nuestros contemporáneos. La depresión, casi desconocida en tiempos de S. Freud, pasa a ser uno de los problemas psicológicos personales más extendidos. V. Frankl ya vio hace años que la patología de nuestro tiempo era la carencia de sentido de la vida. La vida aparece vacía, cuando no como un horror. La literatura del siglo XX es testigo de vivir en un laberinto siniestro y donde, finalmente, no se puede terminar con una exclamación victoriosa o una afirmación heroica de la vida. Nos rodea la trivialidad, el egoísmo, la avaricia, la confusión, la violencia y la muerte. Vivimos en La tierra baldía, para usar el título del poema de T.S. Eliot que ha resultado profético, mostrando la esterilidad de la vida contemporánea, su ofuscación, hastío y nihilismo de fondo. Fragmento del pasado contra las ruinas del presente. El rastreo estructural de los factores del sinsentido nos conduce al predominio de una racionalidad funcional, instrumental, que ha convertido todo en medio de una cadena sin fin. Incluso el ser humano termina presa de la cosificación instrumentalizadora y deviene un mero objeto. El predominio de las prácticas sociales tecno-económicas ha adquirido tal magnitud que penetra colonizando los ámbitos más dispares de la vida (J. Habermas). Nada parece escapar a la lógica funcional y al mercantilismo de las relaciones. El sentido aparece como un vector que corre en paralelo y sin ningún contacto con estas dimensiones que se rigen por la eficacia, la utilidad y el pragmatismo. El sentido no aparece en el mundo de las prácticas sociales dominantes. Desde el punto de vista del conocimiento asistimos a una especie de ceguera simbólica: el hombre funcional no capta la hondura de la realidad, sólo es sensible a lo reducible a constatación, se le escapa el mundo de lo ausente, de lo que sólo se puede presencializar en la evocación metafórica, simbólica. El empobrecimiento interior y espiritual es la consecuencia más elemental y primaria de esta «represión del sentido», que tiene, como ha mostrado la historia, otras consecuencias mucho más dramáticas. Esta visión, ya adelantada por los análisis de M. Horkheimer y T.W. Adorno en su DialécDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tica de la Ilustración, ha terminado asomando al ser humano al abismo en guerras de religión seculares y genocidios que han producido más de cien millones de muertos. Buscando sentido, pretendiendo imponer y realizar compulsivamente visiones ideológicas totalitarias que proporcionaran orientación y guía a millones de hombres, se ha producido el horror. Finalmente ha conducido a enormes mataderos. No es extraño que el siglo XX haya terminado con un gran escepticismo ideológico. El denominado pensamiento postmoderno ha querido sacar la consecuencia escarmentada de estas extraordinarias movilizaciones de miles de millones de personas en pro del sentido que han terminado en una violencia y muerte sin igual en la historia. La conclusión es la sospecha sistemática frente a toda propuesta de sentido totalizante. Se teme que conduzca al totalitarismo. De ahí que se declare el fin de las grandes visiones o relatos, de los metarrelatos con pretensión uniformadora y disciplinante de los colectivos humanos. Especialmente hay que terminar con la pretensión de objetividad de tales visiones. El olvido de su aspecto «mito-simbólico» ha determinado un mal uso que ha sido mortal. En su lugar se proponen visiones parciales, temporales, rescindibles. Una especie de sentido que usa el mini-sentido o el sentido con cuentagotas. ¿Terminarán solucionando el problema de evitar los peligros de manipulación de las ideologías que quisieron sustituir a las religiones (M. Gauchet)? Es probable que no. Incluso, que desemboquemos en un nuevo desvalimiento al perder la orientación y el impulso que proviene de estas visiones. Sin ellas quedamos presos de lo dado, atados a lo que hay y nos rodea, sin capacidad para la crítica ni para desembarazarnos de la esclavitud de lo que tenemos. En un momento que se declara de «licuefacción» de las relaciones (Z. Bauman), con un consumismo de objetos y sensaciones que ha pretendido sustituir al sentido, nos encontramos ante un oscurecimiento de los fines. Sabemos mucho de medios, cada vez más y poquísimo del sentido de la vida. Por primera vez, incluso, estamos ante la posibilidad de que el ser humano se desentienda del sentido: viva preso de la indefinida degustación de sensaciones. La apoteosis de la banalidad le roba la reflexión y la capacidad para plantearse un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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horizonte de sentido totalizante. Según este diagnóstico entraríamos en una edad de la liquidación del sentido. Viviríamos en la inmanencia ramplona que reflejaría, en un juego de espejos, las transacciones de los objetos y sensaciones. 7. Recuperar el sentido. La salud humana demanda sentido. Las vicisitudes vividas en la modernidad por causa del sentido nos tienen que hacer, sin embargo, escarmentados y lúcidos respecto a su búsqueda y aceptación. Tendríamos que haber aprendido que no podemos tomar las visiones totalizantes como descripciones de la realidad. Este falso objetivismo, fruto de una mala comprensión «conceptual» del sentido, tiene que llevarnos a no identificar las visiones o cosmovisiones de la realidad y la vida con aseveraciones de tipo objetivo o científico. Son convicciones, no constataciones de la realidad. El sentido se mueve en el ámbito del símbolo y como todo lo mito-simbólico tiene una constatación en la vida, en lo que crea y descubre, en el mundo que abre y despliega, en lo que posibilita al significar. Si el mundo y la vida que impulsa es deshumanizante, se contradice. De ahí que, podamos decir que el sentido tiene que estar controlado por el vigía crítico y la contrastación de una vida moral humana. Contra la razón y la humanidad no hay sentido, sino su contrario. Ahora bien, si caemos, por miedo al peligro totalitario, en visiones cortas, rescindibles y temporales, el peligro es vivir sin horizonte crítico, en la vacilación identitaria y la final afirmación de lo que hay. Si nos abandonamos a la corriente de los estímulos cambiantes del consumo de sensaciones, nos adormecemos y ganamos la paz de la inconsciencia. Esta solución «existencial», a la que recurren muchos de nuestros contemporáneos, capitula del sentido y se hunde en la banalidad. Si esgrimimos un positivismo lógico y funcional rechazamos el símbolo y nos empobrecemos, mercantilizamos la vida y reducimos el ser humano a un productor-consumidor. La revuelta contra el reduccionismo antropológico que supone esta sociedad de la modernidad tardía y las soluciones que ofrece exige la recuperación de la dimensión simbólica y el sentido. Podremos acceder así a una visión no recortada de la realidad y de la vida, posibilitar un mundo más humano donde el 535

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sentido no se juegue sólo dentro de los parámetros de la funcionalidad o el consumismo y se abra al misterio (amoroso) que nos rodea. Pero este redescubrimiento tiene que efectuarse sin perder el control argumentativo y crítico que evite el deslizamiento de lo mito-simbólico por los caminos de la cosificación y la fanatización ideológica. Descubrimos así que el sentido de la vida y la realidad es una tarea permanente. No se puede dar por zanjada jamás. El proceso vital, los avatares de la existencia, piden una adecuación permanente del sentido. La posibilidad, además, de una profundización mayor del sentido entrevisto nos indica la apertura radical que vive el ser humano cuando se abre hacia el misterio del Sentido. La trascendencia aletea en sus aledaños continuamente. El sentido exige también arriesgarse. Hay que arriesgar la existencia para lograr un sentido. Parece una paradoja: sin sentido la vida carece de orientación y peso, pero esta sólo se logra si se pone en juego apostando por un sentido. El sentido está ya antes de la decisión vital y sin esta no se da alcance al sentido. El sentido no ofrece la seguridad positivista de la verificación o contrastación empírica, sino sólo plausibilidades, lo razonable de una opción que hay que vivirla para en la misma experiencia vital constatar «la verdad» de dicha opción. De ahí que, como viera Nietzsche, el sentido verdaderamente asumido sea un proceso de creación en libertad, de poner en riesgo la vida y, al mismo tiempo, tenga mucho de revelación y de donación gratuita. Concluimos con el poeta que nos ha acompañado, F. Pessoa, y unos versos de su poema sobre O Mistério do Mondo: Quero fugir ao mistério. Para onde fugirei? Ele é vida e a morte. Ó Dor, aonde me irei?... O íntimo, horroroso, desolado, O verdadeiro mistério de existência Consiste en haver esse mistério…

Bibliografía ARMSTRONG, K., Breve historia del mito, Salamandra, Barcelona, 2005. DURAND, G., Lo imaginario, Ed. del Bronce, Barcelona, 2000. FRANKL, V., El hombre a la búsqueda de sentido, Herder, Barcelona, 1990. JASPERS, K., Cifras de la trascendencia, Alianza, Madrid, 1993. 536

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KOLAKOWSKI, L., La presencia del mito, Cátedra, Madrid, 1999. MARDONES, J.M., La vida del símbolo, Sal Terrae, Santander, 2003. ORTIZ-OSÉS, A., Amor y sentido, Anthropos, Barcelona, 2004. — y P. LANCEROS, Claves de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2005. PESSOA, Fernando, Obra poética, J. Aguilar Ed., Río de Janeiro, 1972. —, Antología de Álvaro de Campos, Alianza, Madrid, 1987. RICOEUR, P., Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid, 2004.

JOSÉ MARÍA MARDONES

Sentido de la existencia: F. Pessoa Ya en el primer segundo, la muerte es el mundo: pues el mundo equivale a la madre que expulsa y abandona fuera de ella [Pascal Quignard].

1. Existencia del sentido Clásicamente el sentido de la existencia se ha supuesto como algo implícito o implicado en ella, lo que no deja de ser un modo idealista de pensar. Pero este idealismo del sentido nunca ha sido compacto, y se ha visto resquebrajado por posiciones críticas o corrosivas, antiidealistas o anticlásicas, agnósticas o nihilistas. El existencialismo ha representado en nuestra época el último criticismo —la última crisis— del sentido de la existencia, el cual había sido avalado o sostenido tradicionalmente por la religión cristiana en nuestra latitudes. En efecto, la filosofía existencial distorsiona el clásico sentido de la existencia al cuestionar la propia existencia del sentido, lo que incluye un rasgo escéptico y relativista de largo alcance.1 El largo alcance de la crisis/crítica existencialista llega hasta nuestros días posmodernos, en los que cuestionamos si la existencia tiene sentido y si el sentido obtiene existencia. Porque la existencia tomada existencialmente carecería de sentido, y el sentido tomado esencialmente carecería de existencia. De aquí que en nuestros días la existencia rehuya todo esencialismo, al tiempo que el sentido rehuye todo dogmatismo (en principio). El sentido postmoderno flota entonces en una existencia de carácter líquido o acuático, lo cual no acaba de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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significar la liquidación del sentido pero sí su licuefación, debilitamiento o rarefación. La significación de la hermenéutica en este contexto estribaría precisamente en tratar de reflotar un tal sentido anegado o ahogado, naufragado o hundido, escamoteado o banalizado.2 La ambivalencia de semejante situación filosófica de un sentido de la existencia desvaído resulta sintomática de nuestra época. Es cierto que a derecha e izquierda se sitúan actitudes que reafirman el sentido hasta el fundamentalismo o integrismo o bien que lo rechazan radical o fanáticamente. Pero el quicio (desquiciado) de nuestra posmodernidad ofrece el espectáculo de un sentido herido o zaherido, desplazado o irrisorio. Georges Bataille pudo reconvertir el viejo éxtasis religioso del sentido en una especie de «énstasis» profano que celebra ya no lo eterno sino lo temporal, no lo imperecedero sino lo perecedero. Por su parte, M. Yourcenar renuncia al día y su razón clara para acogerse a la noche y su sentido oscuro/oscurecido. Ya J. Genet había hablado de una Divinidad terrible y malvada al fondo de lo real, y el propio J.L. Borges encuentra detrás del Dios clásico a un dios con minúscula. La poesía contemporánea concelebra el mal, el dolor y la muerte como un límite del sentido, así nuestro Blas de Otero, o bien convoca las nupcias rilkeanas entre lo bello y lo terrible, como la cubana M.ª Elena Cruz Varela. El propio amor, el archisímbolo del sentido, resulta en Gil de Biedma servidumbre propia y ajena, mientras que la muerte otrora finalmente salvadora por finalizadora se torna en el argentino A. Szpunberg pasajera, aunque no así el desamparo radical del hombre en el mundo. En nombre de todos los demás, A. Camus dejó dicho que si el mundo tuviera un sentido no escribiría, y Cioran describe directamente el sinsentido de vivir. Pascal Quignard ha expresado el malestar de esta cultura en la visión trágica del amor como fusión imposible de contrarios, mientras que I. Kertesz ha definido la vida como el suicidio mas apropiado.3 Bien es verdad que no debemos ser ingenuos, puesto que estos acentos existenciales de un sentido apocado o abocado al fracaso son eco reciente de las más viejas voces de la humanidad: Buda, Job y Qohelet, los griegos trágicos, la gnosis, Hamlet y Segismundo, Schopenhauer y Nietzsche... Y, sin embargo, hay hoy un tono sordo que se ha convertido en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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zumbido del sinsentido: así cuando la cristiana S. Weil habla de este mundo como el vaciado de un Dios así humanizado y finitizado, o bien cuando el poscristiano F. Pessoa piensa que la verdad de este mundo es insufrible. Pero con este último autor entramos en toda una literatura: en efecto, el portugués representa como nadie la crisis existencial del sentido desde una perspectiva neopagana. Lo increíble del caso Pessoa es que hasta la fecha se le ha presentado justamente como el máximo exponente de la cuestión crítica del sentido de la existencia, tanto en sus Poemas como en su Libro del desasosiego, pero no se ha tratado de buscar algún tipo de hilo conductor, respuesta o salida simbólica en su vida y obra, abandonado así al multiculturalismo de sus heterónimos (Reis, Caeiro, Campos, Soares, etc.).4 Debemos al filósofo M. Heidegger el haber dirigido la cuestión del sentido de la existencia hacia la Poética, siquiera bajo la pregunta filosófica por el ser, cuyo poema ontosimbólico sería precisamente el Hombre según el autor alemán. Pues bien, se trataría de rescatar filosóficamente el sentido existencial enmarañado en la poesía y su selva de sentimientos y afectos, emociones y estados de ánimo o ánima. Y es que en la poesía se expresan retóricamente nuestros gozos y sufrimientos, el temple de la vida humana y los valores existenciales del hombre en el mundo. El tema capital de la poesía es la confrontación de la vida consigo misma y, por lo tanto, con su cómplice ontológico la muerte, lo que hace del poema la escritura de nuestro devenir y revenir, de nuestro despliegue y repliegue vital, de nuestro paso, pasaje o tránsito por la tierra: del cual ausculta y sonsaca el hermeneuta ciertos momentos simbólicos, ciertas fulguraciones, ciertos signos borrosos de un sentido entrevisto por el vate visionario.5 2. Fernando Pessoa La personalidad de F. Pessoa (1888-1935) es múltiple y múltiples son sus expresiones en torno al sentido de la existencia. El poeta pretende a través de sus diferentes máscaras sentirlo todo y atravesarlo vivencialmente todo hasta arribar paradójicamente al descanso en la nada. Todo y nada, por tanto, componen el todo-nada y la nada-todo en cuanto polos extremos que se trata de coimplicar en el lenguaje literario que sirve de mediación. La plural obra pessoana osci537

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la efectivamente entre los contrarios a los que en apariencia yuxtapone meramente, pero ya veremos más abajo que puede hallarse una dialogía o dialéctica recóndita de los opuestos. Estos contrarios u opuestos están representados fundamentalmente por el sentimiento y el pensamiento, la subjetividad y la objetividad, el yo y el principio de realidad. Es verdad que en el Cancionero, Pessoa canta que «lo que en mí siente están pensando», formulando así un intento de síntesis que, sin embargo, se quiebra en un dualismo entre el corazón y la razón: aquel trata de sentir las cosas exentas de raciocinio, esta trata de pensarlo todo para liberarse precisamente de todo. De esta guisa, el sentido extrae y la razón abstrae, el corazón religa y el pensar desliga, oscilando así entre el sensacionismo y la metafísica, el sentir y el inteligir, las cosas y su concepto.6 El llamado interseccionismo, cuyo máximo ejemplo es el poema «Lluvia oblicua», podría considerarse como un intento de coimplicar transversal u oblicuamente los contrarios. En la gran «Oda marítima» cabe advertir la intersección simbólica entre los contrarios, aquí representados por el «yo-en-tierra» (principio de realidad) y el «horizonte marino» como principio de transrealidad. Una cierta dialéctica se establece entre el yo parado o envarado en tierra y el mar-océano que abre a la indefinida evocación de otras cosas y costas, de sueños y ensueños. El yo anclado en tierra se encuentra solitario, definido y recortado en el muelle frente a los navíos que van y vienen portando deseos y nostalgias en medio de un mar móvil y vibrante. De hecho el yo se embarca simbólicamente para soñar aventuras infantiles de piratas y orgías adultas con los marineros, de carácter sadomasoquista y ambivalencia bisexual: Histeria de las sensaciones Tan pronto unas, tan pronto otras.7

Pero finalmente la dialéctica entre el yo en tierra y su proyección en la mar no logra una síntesis adecuada en esta «Oda marítima», ya que el yo real-realista recoge las velas de sus proyecciones marinas y recupera la calma tras la tormenta. Hay que leer el poema más significativo de la obra pessoana —«Tabaquería»— para encontrar una dialéctica de los contrarios mejor resuelta. En este precioso poema el yo poético comparece en su cuarto de estar meditando sobre el misterio de las cosas de 538

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afuera y de adentro: su vida vacía y su existencia anihilada. La ventana de su estancia le sirve de punto de mediación entre el afuera, una calle con gente en la que destaca un estanco, y el adentro, un yo perplejo y dividido, acongojado y solitario pero traslúcido: No soy nada: fracasé en todo. Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad. Hoy estoy lúcido, como si estuviera a punto de morir. ¿Qué sé yo lo que he de ser, yo, que no sé lo que soy? El mundo es de quien nace para conquistarlo. Pero soy, y quizás lo sea siempre, el de la buhardilla, El que esperó que le abriesen la puerta Al pie de una pared sin puerta, Y cantó la canción del Infinito en un gallinero. Conquistamos el mundo entero antes de levantarnos De la cama, pero nos levantamos y es opaco.8

La anterior confrontación entre yo y el mar, la tierra y lo infinito, se convierte aquí en confrontación entre el yo y lo real, el alma y el mundo. El alma es todo y nada, infinitud, frente a la confinitud opaca de lo real y su confinamiento, de modo que el alma es la surrealidad que horada la realidad seca y compacta de un modo acuático (se trata de un leit-motiv pessoano). Por eso el alma es traslúcida y sabe la verdad del mundo, la verdad que es la gran mentira de lo real (la muerte). Y es que, frente al ser corroido de no-ser, el alma es el transer, todo pero nada, alguien y no algo: persona abierta al infinito en medio de la finitud, lo imposible en medio de lo posible, el extranjero en medio de todos, el que no es en medio de lo que es, el sublime enmascarado: Pero al menos queda de la amargura de lo que nunca seré la caligrafía rápida de estos versos, Pórtico roto hacia lo imposible. Mas todo esto es extranjero, como todo. Me conocieron enseguida como quien no era Cuando quise quitarme la máscara Estaba pegada a la cara. Mas voy a escribir esta historia para probar Que soy sublime: esencia musical de mis versos inútiles.

Así que el alma (humana), como en el mito gnóstico, se encuentra desterrada en esta tierra, ella misma enterrada viva en su infinitud bajo la finitud y lo indefinido. Mas no obstante, se yergue y rebela en medio de su exilio, busca su identidad tras la máscara del mundo y se encuentra sublime en su poesía tanto más valiosa cuanto más inútil. A partir de esta autoasunción del alma, el yo-persona se asoma DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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a la ventana para reconciliarse con los demás en medio de la vida, reconciliación que incluye la aceptación de la muerte, la finitud y la contingencia: Pero el dueño del estanco se ha acercado A la puerta y se ha quedado en ella. Él morirá y yo moriré. Un hombre entró en el estanco Y ha salido del estanco: me hizo señas de adiós, Le grité adiós y el universo Se me reconstruyó sin ideal ni esperanza Y el dueño del estanco sonrió.9

Al final la confrontación entre el yo, la subjetividad o el alma y el mundo, la realidad o la calle queda remediada a través de un lenguaje de ida y vuelta, lenguaje gestual que me coimplica con la gente y el misterio del fondo (la muerte), lenguaje afectivo que sublima en una sonrisa la encerrona del hombre en la existencia. 3. Apertura La obra de F. Pessoa y sus heterónimos describe bien la cuestión contemporánea del sentido de la existencia, a través del cuestionamiento existencial del sentido. Precisamente al final de su gran Libro del desasosiego se plantea explícitamente una salida al conflicto del sentido humano en el mundo: esta salida es el arte en el sentido de poiesis como recreación y animación: El arte nos libra de la sordidez de la existencia A través de la ilusión conscientemente admitida: Se trata de extraer de algo su esencia. (Extrair de uma coisa a sua essência).10

Pero extraer de cada cosa su esencia equivale a interpretar las cosas sonsacando su valor, como dice el poeta en otro lugar. En efecto, no se trata de abstraer la esencia formal de la existencia, como quiere la tradición filosófica desde Aristóteles, sino de extraer o absorber la quintaesencia musical o esencia existencial de la realidad, y ello significa sublimar. Lo sublime se destila cuasi alquímicamente a través de la sublimación de lo subliminal, extrayendo el halo o aura, el perfume o el sabor, ya que «comerse una fruta es conocer su sentido». Extraer la esencia de la existencia es entonces extraer la esencia como sentido, consignificado por el propio Pessoa por el alma o ánima que inhabita todas las cosas: Hay en cada cosa aquello que ella es Y que la anima. En el hombre es el alma Que vive con él y que es él.11 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La esencia existencial o sentido es así el alma, la cual se caracteriza por la animación del ser: ésta es la ilusión ontológica o trascendental que simboliza el alma como principio vital y sentido existencial, alegorizada por la flor de loto que emerge del lodo o por el infinito que abre lo finito liberándolo de su clausura. No deja de resultar irónico que esa apertura infinita o trascendental de lo finito esté significada paradójicamente por la muerte, ni tampoco que el propio Pessoa tuviera que exhalar su alma —morir— para liberar el sentido profundo de su obra. Obra que es una obra del alma, alma que obra en la obra: muerte que mata la letra y exhala el alma o sentido. Ha sido precisamente nuestro Antonio Gala quien mejor ha expresado la paradoja de que la muerte abre la esperanza: En tanto que haya muerte habrá esperanza. No terminará el alma, La muerte es transitoria. Sólo la sed perdura.12

Si la muerte representa la esperanza es porque la vida no la representa como la muerte, la cual evoca la esperanza de la transfiguración o transustanciación, aunque la sed perdure si alguien dura. La muerte es así tránsito, el pasaje tan caro a Pessoa, así como la concavidad acogedora del ser. En este último caso nos las habemos con la madre-muerte de J. García Nieto: ¿O no será la muerte esa otra madre, el revés de tu rostro, madre mía? Porque yo he sido amado como nadie; En la pérdida de ese amor también se puede Descansar y morir.13

La pérdida como hallazgo y la muerte como vida: acaso ocurre que todo lo que vemos, como dice Pessoa en su Fausto, es otra cosa: símbolos y ecos, sombras e ilusiones, gestos y mareas, analogías. Quizás no dejemos de ser hasta llegar a amar todas las cosas que Dios aún no ha llegado a amar, como dice Carilda Oliver: pues el alma es todas las cosas potencialmente, apetencialmente. Todas las cosas y nada de las cosas: alguien (persona, en portugués pessoa). La persona que en Grecia es máscara exterior (prósopon) y en el cristianismo alma (hipóstasis): el alma como relación hipostática o sentido interior, esencia existencial, urdimbre afectiva, sublimación de la materia. 539

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4. Oclusión Podríamos concluir a partir de Pessoa afirmando que el sentido de la existencia es simbólico, pues simbólica es la existencia del sentido. El alma simbolizaría la existencia de un sentido cuasi musical y el sentido de la existencia como apertura radical. Notas 1. Al respecto A. Camus (Carnets), J.P. Sartre (El ser y la nada). 2. Consúltese al respecto G. Vattimo (Las aventuras de la diferencia), así como Z. Bauman (La postmodernidad). 3. Al respecto y como muestra Cioran (Sobre el inconveniente de haber nacido), así como I. Kertesz (Diario de la galera) y P. Quignard (Vida secreta). 4. Para todo el trasfondo, véase H. Bloom (¿Dónde se encuentra la sabiduría?). 5. Véase de M. Heidegger De la experiencia del pensamiento (Península). 6. Véase de F. Pessoa Obra poética, José Aguilar, Río de Janeiro 1960; sobre F. Pessoa, Revista Anthropos, n.º 74-75, 1987. 7. Véase la «Oda marítima» en J.L. García Martín, Fernando Pessoa, Júcar, Gijón 1983. 8. Véase «Tabaquería» en ibídem, pp. 283 y ss. 9. Ibídem. 10. Véase F. Pessoa, Libro del desasosiego, Seix Barral, Barcelona 1997, edición de A. Crespo, n.º 473; al respecto véase mi libro El alma de las cosas, Hiria, San Sebastián 2001. 11. F. Pessoa (Júcar), ed.cit., p. 215. 12. A. Gala, Poemas de amor, Planeta, Barcelona 1999. 13. José García Nieto, Antología fundamental, Club del Libro, Madrid 1997.

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Sentimientos y emociones ¿Cómo podría alguien tratar de forma exitosa un problema práctico sin la emoción de la confianza en sus acciones, sin el sentimiento de insatisfacción ante el fracaso que estimule el éxito, sin la envidia de los competidores para espolear el logro de intereses? Del mismo modo, la razón implica y necesita de las emociones sin las que no podría existir: sentimientos de calma, de seguridad, de confianza. La idea de que lo político puede ser emocional, no es nueva, por supuesto. La emociones 540

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no son disruptores episódicos de la política sino esenciales a ella: ellas sostienen los procesos políticos, fundamentan la movilización y se insertan en las instituciones. JACK BARBALET, 2002: 1-2, 7

Los sentimientos en la cultura occidental Las «cosas del corazón» han despertado muchas reticencias en el ámbito de los analistas sociales. Lévi-Strauss decía que la afectividad es el lado más oscuro del ser humano. Para un racionalista tan ilustrado como él, en búsqueda permanente de las estructuras invariables del espíritu humano, no es de extrañar que lo variable e inclasificable, categoría a la que aparentemente pertenecen los sentimientos y los afectos, resultara incomprensible. Dos ilustres predecesores suyos, Émile Durkheim y Marcel Mauss, decían en su obra maestra sobre las clasificaciones primitivas (1996) que las emociones eran algo indefinible, y por lo tanto, difícil de analizar. A pesar de todo, Durkheim, como veremos, ha pasado a ser uno de los defensores más fervientes de los fundamentos irracionales (sentimentales) de la vida social.1 En el pensamiento y en la vida occidental, lo emotivo ha sido considerado como el paradigma de la irracionalidad, algo perteneciente a lo salvaje, lo incontrolado y lo borrascoso. Como recuerda Charles Lindholm, «el modelo occidental de las ciencias sociales (centrado en el significado y en lo cerebral) excluye el estudio de los estados de ánimo irracionales y afeminados. Desde la perspectiva masculina, la gente controlada por sentimientos fuertes no puede planificar ni construir redes de significado y, por lo tanto, están fuera de la investigación empírica» (Charles Lindholm, 2001: 268). Amor, odio, deseo, alegría, dolor, envidia, celos, angustia, deben ser controlados por la razón. Son momentos esporádicos de descarga emocional que deben dar paso al equilibrio racional. Más aún, el orden social tendría su fundamento en el control de las pasiones destructivas que caracterizarían a la existencia humana. La sociedad occidental habría encontrado una fórmula idónea para controlar estas expresiones psicobiológicas cantonándolas en el mundo de lo privado, lo doméstico y lo femenino mientras que lo público y lo institucional deberían regirse por la racionalidad burocrática weberiana: «Según Hobbes, la naturaleza DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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violenta que da origen al estado y al poder soberano, aunque es atribuida a los individuos en general, se identifica claramente con los atributos de la masculinidad moderna: productiva —competitiva—, individualista —desconfiada— y autoritaria —basada en la búsqueda del prestigio y de la gloria—» (Encarna Bodelón, 1996: 132). Este dominio de la razón occidental trajo como consecuencia la represión y el control de los sentimientos de adhesión del individuo a las solidaridades elementales que formaban la sociedad medieval. La vida pública se vio poco a poco depurada de manifestaciones incontroladas derivadas del honor, la venganza, el espectáculo de las ejecuciones públicas, etc. (Max Weber, 1982). Del mismo modo, la burguesía naciente experimentó un progresivo proceso de civilización del espacio público caracterizado por el control de las emociones a través de las maneras (Norbert Elias, 1978). Según recuerda Mike Featherstone, la idea que nos transmite Bajtin de los carnavales medievales es la de «la celebración del cuerpo grotesco —alimento grasiento, bebida intoxicante, promiscuidad sexual— en un mundo en el que a la cultura oficial se le da la vuelta. El cuerpo grotesco del carnaval es el de la impureza, la desproporción, la inmediatez, los orificios, el cuerpo material, que es lo opuesto al cuerpo clásico, hermoso, simétrico, elevado, percibido a distancia y considerado ideal. El cuerpo grotesco y el carnaval representan la otroidad excluida del proceso de formación de la identidad y la cultura. Con la extensión del proceso civilizador al interior de las clases medias, la necesidad por un mayor control sobre las emociones y las funciones corporales produjo cambios en las formas y en la conducta que elevaron la sensación de disgusto ante la expresividad directa de lo corporal y de las emociones» (Featherstone, 1991: 79). El «cogito ergo sum» cartesiano y el imperativo categórico kantiano parecían constituirse como modelos que iban a liberar a los occidentales de una vida emocional y sentimental demasiado peligrosa. La sociedad perfecta es la que se instaura en ciudadanos racionales capaces de orientar sus sentimientos y de vivirlos, no al servicio del clan, la parentela o el patrimonio familiar, o dominados por los miedos y las angustias de la superstición y de la magia, sino al servicio de la auto-realización DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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personal. El amor romántico, la vitalidad de eros o el placer sexual se independizan poco a poco de la procreación y de la perpetuación de los bienes ancestrales dando lugar a un proceso de individuación (Giddens, 1992; Beck y Beck-Gersnheim, 1990) en el que el «amor puro» adquiere sentido como relación y autorrealización. El individualismo instrumental, por un lado, y el expresivo, por otro, serían los modelos a construir, dando lugar a la más perfecta de las democracias. Del miedo hobbesiano habríamos pasado a la seguridad ontológica del yo individualizado. Sin embargo, los sentimientos y pasiones que produce este individualismo posesivo no carecen de riesgo para la convivencia social. El siglo XIX europeo generó una reacción sin precedentes a favor de los sentimientos comunitarios, de respeto de la tradición y de valorización de la obediencia y de la solidaridad frente a los peligros que Tocqueville (1957) veía en el sentimiento individualista. El héroe del oeste americano o el agente secreto de la vida moderna estadounidense personificarían este sentimiento de profunda valorización del individuo que se sacrifica por la comunidad pero que se aísla de ella por estar dominada por la corrupción, el miedo, la traición y el desengaño. Sentimientos, al fin y al cabo. Bellah et alii (1985) describen la tensión entre los deseos individuales de autorrealización y las necesidades del orden social, es decir, entre el individualismo, por un lado y el compromiso, por otro.2 Esta tensión entre individuo y sociedad que servirá a Durkheim para elaborar su teoría de la anomia y el orden social, aparece de nuevo en nuestros días como una preocupación sociológica emergente. El objeto de las siguientes líneas es analizar esta problemática. ¿Hacia una sociedad post-emocional? Si hacemos caso de algunos planteamientos que formulan el advenimiento de una era postemocional, la era posmoderna parecería haber encontrado el espacio y el lugar de dominación sobre lo irracional. En un momento en el que la «sociedad» parece haber cedido el testigo a las redes o nodos de interacción global, el individuo estaría en condiciones de superar las solidaridades impuestas por la modernidad al insertarse en redes de solidaridades débiles y fragmentadas. La individualización permitiría la vivencia plena de las emociones 541

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sin que éstas sean inculcadas de forma coercitiva en los individuos.3 Esta hipótesis puede sorprendernos si tenemos en cuenta que el «yo» postmoderno se inscribe en contextos sociales y culturales diferenciados por lo que, más que nunca, los afectos y sentimientos reflejarían panoramas étnicos, culturales y sociales definidores del sujeto social (Maffesoli, 1995, y Delanty, 2000). Veámoslo más en detalle. Bryan S. Turner, en un artículo sobre la virtud cosmopolita, plantea que la vida postmoderna se caracterizaría por «lealtades frías» y por «solidaridades débiles». Las sociedades modernas se organizan en torno a la plaza de mercado poblada de extranjeros anónimos, móviles y desconectados cuyas lealtades pasan por medios de comunicación (teléfono, e-mail) que darían lugar a formas de solidaridad marcadas por la distancia irónica y la deslealtad: «los componentes de la virtud cosmopolita son la ironía (en cuanto método y en cuanto mentalidad), la distancia y la reflexividad (frialdad), el escepticismo hacia las grandes narrativas, la preocupación por otras culturas (nacida de la conciencia de su situación precaria), la aceptación de la hibridación (post-emocionalismo), el “presenteísmo” en cuanto opuesto a nostalgia, y la secularidad o una apreciación ecuménica de otras religiones y culturas» (Bryan S. Turner, 2000: 143). Estas reflexiones son corroboradas por C. Stjepan Mestrovic quien, en su obra Postemotional Society, se basa en las ideas de Baudrillard para afirmar que la sociedad postmoderna «es un mundo de ficción saturado de emociones que son desplazadas, reemplazadas y manipuladas por la cultura industrial» (Mestrovic, 1997: 39). Las emociones son manufacturadas y simuladas como símbolos de las relaciones sociales a las que desplazan. En la ciudad hiper-emocional de la posmodernidad las técnicas de control de los sentimientos iniciadas por la burguesía (Norbert Elias), habrían sido sustituidas por la ironía, el distanciamiento y la simulación («being nice becomes ritualized and routinized») debido a que las solidaridades densas del Estado-nación se habrían colapsado frente a las economías de la era globalizada. Un análisis similar nos ofrece Ronald N. Jacobs (2004) en un «Review Essay» sobre Zigmunt Bauman titulado Bauman’s New World Order. Bauman recuerda que, en la actualidad, 542

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el capital no está ligado a territorios concretos controlados por el Estado y que éste tiene pocas opciones aparte de garantizar las inversiones dentro de sus fronteras. En condiciones de modernidad líquida, el Estado cede al mercado la tarea de gestionar la sociedad dando lugar a la institucionalización de la inseguridad: «las clases gestoras se sirven de la incertidumbre y la ansiedad ante la pérdida del puesto de trabajo para garantizar la obediencia de los trabajadores». La flexibilidad y la movilidad son el nuevo lenguaje de la sociedad de riesgo. En estas condiciones, se puede decir que la comunidad en cuanto sentimientos de pertenencia compartidos, habría desaparecido para siempre. Lo que la sustituye es «una especie de “comunidad estética”, una comunidad efímera, de no pertenencia, que no pide a sus miembros ni compromiso social ni responsabilidad ética» (Jacobs, 2004: 128). Bauman, en una de sus últimas obras (La sociedad sitiada) postulará que la lógica relacional de la posmodernidad es de carácter transeúnte, efímero y no perdurable: «una identidad flexible, una disposición constante al cambio, una capacidad de cambiar sobre la marcha, así como la falta de compromisos duraderos (del tipo “hasta que la muerte nos separe”) es lo que parece conformar la menos riesgosa de las estrategias de vida concebibles hoy en día» (Bauman, 2004: 50). Como recuerda este autor, al comienzo de su estudio, «como regla, todo compromiso trae de fábrica una caja de herramientas que permite su desactivación incluso si en la apoteosis del estallido emocional, la ruptura del compromiso parecía inconcebible» (Bauman, 2004: 17). La familia, el amor y el compromiso La modernidad líquida estaría postulando una forma diferente de vida colectiva en la que el «estar conectados»4 prima sobre el «estar comprometidos». El peligro de los enredos emocionales se vería sustituido por la «relación pura» (Giddens, 1992), las alianzas temporales y la proximidad virtual. Todo lo que es sólido se desvanece. Estudios recientes sobre el amor y la vida de familia destacan, asimismo, el profundo cambio que este ámbito de la vida privada experimenta a partir de los años sesenta del siglo XX. Eros, sexualidad y amor romántico, ligados en Europa a un código cultural elaborado DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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por la poesía lírica de la Edad Media (trovadores y cortesanos), van a penetrar las instituciones y la vida cotidiana en los siglos XVIII y XIX, permitiendo, en un mundo de extraños, construir espacios de reciprocidad y de libre desarrollo de los sentimientos.5 La familia nuclear, enclave de domesticidad y de intimidad, será el símbolo (y el mito) de estas relaciones intensas donde la mujer (esposa y madre) va a constituirse en modelo de refugio protegido y protector, que ofrece apoyo moral y emocional a marido e hijos: No es sorprendente que durante este período también se encuentre la primera representación de las madres como guardianas de la moral. […] Los clichés «el hogar es dulce» y «no hay ningún lugar como el hogar» se originaron en esta época. Y este hogar dulce se entendía ante todo como creación de las mujeres sensibles y emotivas [Sharon Hays, 1998: 61].

Esto sólo fue posible sentimentalizando y romantizando el estatus femenino como «ángel guardián de la casa» —amor maternal y culto doméstico—, del mismo modo que se romantizaron y se individualizaron el amor romántico y las pasiones.6 La burguesía industrial construyó, de este modo, un mito basado en la solidaridad duradera, el sacrifico y la entrega entre los que compartían lazos de sangre, restringidos éstos a la familia nuclear7 que garantizaban de esta manera refugios de intimidad y de solidaridad expresiva en una sociedad instrumental, competitiva e individualista. Son precisamente estos lazos «cuasibiológicos», duraderos y permanentes los que se rompen en la época post-fordista. Los trabajos de Elizabeth Beck-Gernsheim (1999; 2003), Judith Stacey (1996; 1998) y Eva Illouz (1999), sobre los sentimientos domésticos y las familias postfamiliares de la postmodernidad muestran la fragilidad actual de los lazos que mantienen a las personas unidas en el ámbito de la procreación y del cuidado de la prole. Fragmentación, inestabilidad y complejidad son los conceptos que definen las nuevas realidades sociológicas de la familia, haciendo difícil la búsqueda de códigos permanentes de comportamiento. Beck-Gernsheim (2003) recuerda cómo del «elogio a la familia», típico de la sociedad industrial, se pasa, en los años sesenta-setenta del siglo XX, a considerar a esta institución como una cárcel, un lugar de represión y de violencia. La dependencia mutua, el interés comparDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tido y el sacrificio por el hogar habrían dejado de ser valores dominantes. El proceso de individualización que acompaña al estado de bienestar posibilita la movilidad (la salida de la tutela paterna) y debilita los lazos familiares mientras que el feminismo y la globalización del mercado generalizan la crisis de los valores tradicionales (Manuel Castells, 1998). La «familia post-familiar» se convierte en un espacio de intercambio de sentimientos construidos, permanentemente negociados, rotos, recompuestos y planificados. La elección sustituye a la necesidad. Según Beck-Gernsheim, el ámbito de lo doméstico, debido al creciente proceso de individualización, se convierte en un caos, el «caos normal del amor»; ésta sería la característica más importante de la familia post-familiar. En este ámbito, como en el público, todo lo que es sólido se desvanece. Las familias nuevas o recompuestas elaborarían estrategias de reducción de riesgos que liberen a los individuos de los peligros de las inversiones tradicionales. Nos encontraríamos ante matrimonios frágiles, de compromiso débil, en los que prima el proyecto de narrativas o biografías individuales. Algo muy similar habría pasado con el amor romántico. Según Giddens (1992) y BeckGernsheim (2003), este sentimiento surge como fenómeno social en la modernidad europea, en un contexto de individualización creciente.8 El yo moderno escoge y planifica. El amor romántico no escapa a esta lógica cultural. La presupone. Se convierte en un código simbólico para la realización personal. La familia nuclear era el proyecto a largo plazo en el que desembocaba esta determinación individual del sentimiento amoroso. Con los cambios producidos en la modernidad tardía, el amor romántico se devalúa en beneficio del affair, que sería la expresión postmoderna de la pasión: sensaciones puras, no controladas por narrativas a largo plazo: El romance postmoderno ha visto el colapso de las narrativas románticas duraderas reduciéndose al más breve, comprimido y repetible forma de affair. El affair estaría relacionado con las transformaciones experimentadas en el campo de la sexualidad después de la Segunda Guerra Mundial. Durante este período, el sexo por el sexo fue progresivamente legitimado y promovido por los discursos de las feministas y de los movimientos de liberación gay, un proceso apoyado por los poderosos esquemas culturales de la esfera del consumo.9 En la afirmación 543

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de la fugacidad del placer, el excitamiento y la novedad, el affair puede ser considerado como una experiencia postmoderna que contiene una estructura de sentimientos afín a las emociones y a los valores culturales potenciados en la esfera del consumo […]. El affair puede ser visto como una expresión posmoderna de las intensidades o experiencias de sensaciones puras, deseos, placeres, no mediados por la razón, el lenguaje o las narrativas básicas del yo. En contraste con la era premoderna, las intensidades románticas han eliminado la experiencia del «esperar», algo central en la vida de las mujeres victorianas, y se caracteriza por la ausencia total de tragedia [Eva Illouz, 1999: 176-177].

Para Eva Illouz, la postmodernidad establece una disyunción entre el significante (sexualidad) y el significado (amor). El romance estructurador y generador de vida en común, de narrativas compartidas, se desvanece en aras de lo efímero. Sólo quedan signos, relaciones semióticas, que no representan algo superior, oculto o mítico. No significan, tan sólo indican, señalan la búsqueda del deseo. La representación moderna, que conduce el amor de la mano del romance constructor de proyectos de vida compartidos, se resquebraja. Según Bauman, esta nueva gramática que articula el sexo, el erotismo y el amor, se origina en la seducción del mercado que privilegia el «sentirse a gusto» (fitness), sobre el cuerpo saludable que las instituciones panópticas de la modernidad (fábrica y servicio militar) propiciaban. Para este autor, «en la actualidad, la mayoría de la gente se integra socialmente a través de la seducción, más que de la represión, de los anuncios más que del indoctrinamiento, de la creación de necesidades más que de las regulaciones normativas. La mayoría de nosotros estamos entrenados y formados social y culturalmente como buscadores y recolectores de sensaciones y no como productores y soldados […]. Si la “enfermedad” (disease) era una incapacidad para entrar en la empresa o en el ejército, el no sentirse a gusto (unfitness) es falta de halo vital, aburrimiento, incapacidad de tener sensaciones fuertes, falta de energía y de interés en lo que la colorida vida te ofrece, deseo y deseo de deseo…» (Bauman, 1999: 23). Es decir, la estrategia vital de búsqueda de sensaciones que caracteriza la postmodernidad (y por lo tanto, fuente incesante de ansiedad) cuadra mal con el amor estable y duradero; responde mejor al amor líquido y a las sensaciones efímeras de falta de compromiso. 544

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Sin embargo, estas reflexiones son matizadas por estos autores al recordar que este giro post-emocional se da, especialmente, en uno los sectores emergentes en la era actual, las élites globales, móviles, híbridas y flexibles en sus intereses e identidades. Élites extraterritoriales que, lejos de flotar en un mundo dislocado (Appadurai, 2001), construyen nuevas barreras que las protegen de los intrusos. Tanto a nivel local como global, «esto significa construir dos clases de barreras: una para las élites en donde las entradas están fuertemente guardadas mientras que las salidas se mantienen abiertas y una barrera para los refugiados, residentes en “ghettos” y otros vagabundos en donde las entradas están sin protección pero las salidas están fuertemente selladas» (Bauman, 2003: 142). El resultado es que élites y vagabundos nunca están en contacto unos con otros: «En ausencia de proximidad, la posibilidad de formar sentimientos morales entre los dos grupos es reducida al mínimo» (Jacobs, 2004: 129). No hay que olvidar, sin embargo, que existen, en la era global, otros dos sectores de población a los que el label de «post-emocional» no les cuadra nada bien. Se trata, por un lado, de las clases medias y grupos profesionales liberales que demuestran un tipo de solidaridad fría para con el estado-nación pero que se relacionan por medio de asociaciones voluntarias y redes globales de solidaridad a través de las que ejercen una forma de solidaridad densa y de lealtad societal y cultural profunda, mientras que, por otro, nos encontramos ante los sectores de población anclados en lugares y profesiones tradicionales que continúan viviendo y expresando solidaridades densas y lealtades calientes.10 Es en estos grupos en los que los sentimientos, los apegos y las emociones siguen jugando un papel importante para definir el comportamiento y las pautas sociales. No es el mercado sino la adaptación y la resistencia a él lo que marca la expresión de sentimientos colectivos. Para entenderlo, habría que recurrir a las teorías de los clásicos que reflexionaron sobre el lugar y el papel de lo irracional y de los sentimientos en cuanto herramientas de construcción simbólica de lo social. Los sentimientos como herramientas de cohesión social Una visión que valoriza de forma diferente el papel de los sentimientos en la vida social viene DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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de los clásicos de la sociología y no es porque sean considerados fuente de equilibrio y de orden, sino, porque estas dimensiones psico-somáticas del cuerpo humano poseen una vitalidad y una energía capaces de ordenar las relaciones sociales y de llenarlas de significado. La perspectiva hobbesiana está muy presente a la hora de comprender este fenómeno humano y sociológico a la vez: Descartes tuvo una influencia relevante en la visión occidental sobre los sentimientos, pero fue el análisis de Hobbes sobre la relación entre la naturaleza apasionada de los individuos y el problema del orden social lo que ejerció una influencia mayor sobre los fundamentos de la sociología. Escribiendo apenas pasada la guerra civil en Inglaterra, Hobbes se enfrentó a la crisis de las estructuras medievales y al nacimiento del individualismo moderno. Éste era visto por el filósofo anglosajón como sujeto pasional, «un cuerpo en movimiento»; la característica natural esencial del ser humano no es su inclinación hacia la nobleza, la justicia o la racionalidad, sino los apetitos y las aversiones que motivan sus acciones y que determinan sus pensamientos y su carácter moral […]. Para Hobbes, estas pasiones son la base de la vida social. Las pasiones humanas están dotadas de un fuerte deseo de poder, de miedo a la muerte y de una inclinación a la «rapacidad y la crueldad» que sobrepasa a la de los animales. La existencia humana se caracterizaría por una competición incesante, por el dolor más que por el placer y un deseo y una voluntad universal de hacer daño [Shilling, 2002: 14].

Cómo esta naturaleza es controlada y en qué manera los valores sociales se imponen a los individuos pasionales e instintivos es una preocupación permanente entre los filósofos y sociólogos de la modernidad desde el siglo XVIII en adelante. Aunque con importantes aportes por parte de Montesquieu y de Comte (véase Shilling, 2002: 15-18), fue, sin embargo, Durkheim quien elaboró una teoría sistemática y analítica de comprensión de lo social en base a la doble naturaleza del ser humano (instintivo y moral al mismo tiempo —Homo duplex—), fundamentando la base de lo social en los estados colectivos de conciencia caracterizados por lo que él llamó la exaltación colectiva. Como recuerda Bryan S. Turner, «el análisis de los sistemas morales de Durkheim fue una réplica a Kant, ya que Durkheim rechazó el racionalismo individualista kantiano adoptando, a su vez, el planteamiento de SchoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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penhauer sobre las emociones, los sentimientos y la compasión como fundamentos de la acción social […]. Para Durkheim las sociedades modernas habían sido sacudidas por la industrialización y por el surgimiento del individualismo utilitario. Podemos ver que una de las preguntas centrales de la sociología de Durkheim es: ¿cómo es posible un orden moral significativo en una sociedad secular y diferenciada?» (Bryan S. Turner, 1991: XIII). Durkheim encontró la solución en la equiparación entre sociedad y sacralidad (lo imperecedero y separado —objeto de tabúes—), mientras que el individuo era identificado con lo caduco y lo perecedero (profano). Los rituales y los símbolos, más que la razón o la economía eran capaces de construir cohesión y adhesión a valores compartidos gracias a la capacidad que estas herramientas simbólicas tienen para despertar emociones de rechazo a lo anómico y de adhesión a los valores morales. Victor Turner (1990), un antropólogo escocés que realizó trabajo de campo intensivo entre los Ndembu de Zambia, nos ha dejado bellas obras de antropología simbólica en las que se pone de relieve la fuerza emotiva de los símbolos condensados a la hora de despertar intensas emociones y sentimientos de miedo al desorden. Sin embargo, es Dilthey quien nos ilustra sobre la estructura elemental de los símbolos a los que este autor atribuye un aspecto cognitivo, otro afectivo, emocional y otro de carácter conativo (la voluntad); las formas de percibir y de clasificar la experiencia se llenan de emociones (se sentimentalizan) de forma que, cuando se ven amenazadas, son capaces de movilizar a los individuos para la defensa de estos universos cognitivos y sociales. Como dirá Victor Turner, en los rituales los símbolos condensados hacen que lo normativo se haga deseable. El individuo instintivo se convierte en un ser moral en el que quedan integrados los valores colectivos, afectivizados y conativizados. Este autor propone una visión de la sociedad (derivada de Durkheim) que ha pasado a ser clásica en sociología: la relación procesual entre estructura y communitas (1988: capítulos III, IV y V). Esta última equivaldría al aspecto sagrado de lo social y se caracterizaría por estar poco estructurada, relativamente indiferenciada y en igualdad relativa o lo que él llama situación de vacío, de carencia y ambigüedad estructural. Esta etapa tendría una 545

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semejanza estructural con los estadios liminales que experimenta el neófito en el paso de un estatus social a otro mediante los ritos de paso. Victor Turner concibe la vida social como un proceso de cambio y de interacción entre estadios comunitarios y estructurados. Los primeros tienen una gran capacidad generadora de sentimientos de adhesión a valores compartidos, lo que los hace especialmente idóneos para lograr la cohesión social. Son momentos de reflexividad y de inculcación de estados de conciencia colectiva en el individuo anómico. Victor Turner extendió su teoría a la sociedad moderna estableciendo una estrecha relación entre estadios liminales y movimientos religiosos y lúdicos actuales. Desde esta perspectiva, se podría argumentar que el mercado moderno es un gigantesco estadio liminal capaz de seducir y de introducir el encanto de lo sagrado (véase Georges Ritzer, 2000) a través del consumo que sería capaz de mover el mundo de las emociones «haciendo posible que los adultos se puedan comportar de nuevo como niños» (Featherstone, 1991: 80). Otros autores han trabajado en esta misma perspectiva constructivista, entendiendo lo social como un complejo de realidades y de manifestaciones corporales (somáticas) psicológicas (sentimientos) y comportamentales (acción). El análisis de Norbert Elias sobre el proceso civilizador de la burguesía europea, los de Weber sobre el carisma y la llamada individual a la vocación profesional, los trabajos de Foucault sobre el biopoder, los de Bourdieu sobre el habitus o los de Maffesoli sobre las neotribus postmodernas, son otros tantos ejemplos de cómo los sentimientos y sus manifestaciones corporales son a la vez un constructo socio-cultural, una herramienta de poder político para definir comportamientos y actitudes, y una dimensión fundamental de la comprensión de las relaciones humanas y sociales, es decir, el fundamento mismo de lo social. Conclusión Quisiera concluir este breve ensayo sobre las emociones y la vida social, insistiendo en esta dimensión afectivo-simbólica de la vida humana, algo que discípulos durkheimianos como Lévy-Bruhl o Robert Hertz destacaron con fuerza al insistir en los aspectos participativos de la mentalidad «primitiva» (lo siento por LéviStrauss), o al descubrir y describir de forma 546

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apasionada el rol de los dobles funerales entre los Dayak de Borneo. Los estudios sobre la religión han mostrado que los sentimientos de adhesión a lo sobrenatural y las formas de control carismáticas y supra-empíricas, lejos de ser un «detritus clasificatorio» forman parte del tejido y del entramado de las pasiones sociales, cuyo control, vivencia y experiencia forman lo que somos como seres humanos y sociales, es decir, una estructura de sentimientos (Raymond Williams, 1977) actuantes y gestantes de relaciones entre personas y entre grupos. Sin embargo, habría que tener en cuenta que el origen de estos planteamientos, si bien tiene sus inicios en las ideas de Hobbes sobre la naturaleza humana, ha de considerarse a la luz de los planteamientos de Schopenhauer. La crítica de muchos teóricos a la modernidad (Escuela de Frankfurt —despersonalización—, Nietzsche —nihilismo—, Durkheim —anomia—, Bauman —holocausto—) puede entenderse a partir de un postulado básico de Schopenhauer: «el corazón es más importante que el pensamiento». Stjepan Mestrovic (1991) hace una comparación interesante entre el pensamiento de Durkheim y el de Schopenhauer haciendo ver la dependencia del primero del filósofo alemán, para quien la moral social no debía basarse en la razón kantiana sino en la compasión. El siglo XIX es profundamente desestabilizador en la vida europea. Los escritos de Marx, pero también los de Balzac, Flaubert o Dickens,11 nos pintan un cuadro desolador que dio lugar al desencanto de finales de siglo, desencanto representado por Baudelaire, Nietzsche o Freud. Montesquieu, Comte y Durkheim, sin olvidar a los filósofos escoceses, representan un intento positivo y científico de encontrar solución a la anomia social y política del momento. Según Mestrovic, Schopenhauer recoge en sus obras este sentimiento de frustración y de pesimismo de la época al insistir en los fenómenos de sufrimiento, agonía y tortura. Esta visión pesimista del ser humano se habría inyectado en el concepto durkheimiano de anomia. Durkheim propone convertir al individuo moral en un objeto de culto; el individuo socializado sería la solución a los males morales de su tiempo que dejan a los ciudadanos expuestos a la permanente anomia. No es de extrañar que Mestrovic vea una asociación directa entre estos planteamientos y el papel que, según Schopenhauer, juega la compasión como DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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fundamento de la vida colectiva. Análisis recientes tratan de fundamentar una teoría universal de los derechos humanos (Terence Turner, 1997) superando los dualismos entre relativismo y universalismo en base a este mismo principio. En la sociedad globalizada, la compasión schoppenhaueriana y el sentimiento anómico durkheimiano se manifestarían en la defensa de los derechos humanos, basados en la human frailty o fragilidad humana, frente a los abusos cometidos en su nombre. Es decir, lo humano-social lejos de basarse en la represión de los sentimientos, supondría el reconocimiento de la extensa red que los teje y los entrelaza para expresar y representar el conjunto de significados construidos en la interacción colectiva. Desde esta perspectiva, uno de los autores más simmelianos de la sociología francesa moderna, Maffesoli, plantea que lo político habría sido sustituido por los sentimientos como fundamento de lo social; lo micro suplanta a lo macro y el estar juntos (una especie de proxemia societal) se sobrepone al actuar políticamente haciendo de nuestra sociedad una especie de neotribalismo de la cotidianeidad. La valoración de lo pequeño y la búsqueda de satisfacción de los deseos fugaces (el estoicismo dionisíaco), serían el nuevo lenguaje de la polis frente a la decadencia de las estructuras tradicionales de control y a la anomia del mercado que produce ansiedades insatisfechas. Por otro lado, también el mercado se habría sentimentalizado al convertirse en signo vehiculador de ansias individualizadoras de prestigio, poder y distinción. Las jaulas de goma de la postmodernidad estarían emergiendo de las ruinas de las jaulas de hierro de la burocracia de la primera modernidad. «En efecto, Maffesoli argumenta que el mundo social es inmaterial, esto es, un mundo imaginario de enlaces a través de sentimientos y afectos que son visibles en las megápolis postmodernas. En este sentido, Maffesoli puede ser visto como un escritor perteneciente a la amplia corriente del modernismo que, con su interés en lo oculto, el encantamiento ritual, la adivinación, la teosofía y otros fenómenos de “proto y new age” ha transformado de forma imperceptible pero profunda el mundo de la modernidad tardía» (David Evans, 1997: 222). Maffesoli plantea que estamos siendo testigos, en la modernidad tardía, del surgimiento de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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comunidades emocionales que sustituyen a la «transparencia legislativa» (Vattimo, 1992) de la modernidad y generan valores dionisíacos acentuadores de los aspectos vitalistas, consumistas y emocionales. La estetización de la vida cotidiana (Featherstone, 1991), la valorización de la diferencia y la inmersión de los individuos en un mundo que ha implosionado (Baudrillard, 1983), hacen posible que los mundos de refugio hayan invadido la polis y la hayan transfigurado en un espacio de flaneurs colectivos en el que no sólo la estructura sino incluso la agencia han dejado paso al omnímodo poder del mercado. Featherstone nos guía en la comprensión de este fenómeno estetizante. Según este autor, la estetización de la vida cotidiana se caracterizaría por tres hechos: a) la no diferencia entre arte y vida cotidiana, b) la consideración de la vida como una obra de arte, y c) la proliferación de un flujo intenso de imágenes que se confunden con la vida real. La postmodernidad conecta con el dadaísmo y rebaja el arte académico e institucional vaciando los museos e inscribiéndolo en los happenings (performances transitorias) cotidianos, en las manifestaciones corporales y en otros objetos sensibles. El consumo moderno sería uno de los campos más importantes de la comprensión de la vida como arte. La vida misma es un proyecto y un objeto de arte en la sociedad de signos de consumo estético. Esta idea aparece en el deseo de experimentar nuevos gustos y sensaciones: el dandy, que hace de su cuerpo, su comportamiento, sus sentimientos y pasiones su verdadera existencia, es, recordando a Baudelaire, la figura central de la modernidad consumista: «el doble énfasis, a) en una vida de consumo estético, y b) en la necesidad de introducir la vida en un todo estéticamente agradable por parte de las contraculturas artísticas e intelectuales, debería ser relacionado con el desarrollo del consumo de masas en general y con la búsqueda de nuevos gustos y sensaciones así como la construcción de estilos de vida distintivos, algo que se ha convertido en un aspecto central de la cultura del consumo» (Featherstone, 1991: 67). Esta cultura consumista que satura la fábrica de lo cotidiano se definiría a partir del concepto valor-signo de Baudrillard: «La centralidad de la manipulación comercial de imágenes a través de los anuncios, los mass-media y exposicio547

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nes, las performances y los espectáculos de la fábrica urbanizada de la vida cotidiana, supone una constante manipulación de los deseos a través de imágenes, por lo que la sociedad de consumo no debería ser vista solamente como parte de un proyecto materialista ya que enfrenta a la gente a imágenes-sueños que hablan a los deseos y estetizan y desrealizan la realidad» (Featherstone, 1991: 68). De todas formas, el mercado no es dueño y señor de los sentimientos postmodernos como tampoco lo era el panóptico moderno. La resistencia, las narrativas de futuro y el compromiso siguen definiendo las comunidades de sentimientos, sobre todo para aquellos que no pueden permitirse el lujo de crear enclaves narcisistas distantes y cínicos ya que están permanentemente expuestos a la marginación, la inseguridad y el desarraigo. Como tampoco para aquellos que siguen construyendo biografías y narrativas menos individualistas, en las que la onmipresencia del mercado o de la globalización del consumo, lejos de ser un nuevo panóptico, son un contexto y un reto en el que inscribir sus viejas y renovadas señas de identidad por una sociabilidad diferente. Bibliografía APPADURAI, Arjun (2001), «Disjuncture and difference in the global cultural economy», en Xavier Inda y Renato Rosaldo (eds.), The Anthropology of Globalization. A Reader, Oxford: Blackwell, 46-64. BAUDRILLARD, J. (1983), Simulations, Nueva York: Semiotext(e). BARBALET, Jack (2002), «Introduction», en Jack Barbalet (ed.), Emotions and Sociology, Oxford: Blackwell, 1-9. BAUMAN, Zigmunt (1999), «On Postmodern Uses of Sex», en Mikel Featherstone (ed.), Love & Eroticism, Londres: Sage, 19-34. — (2003), Liquid Love. On the Frailty of Human Bonds, Cambridge: Polity Press. — (2004), La sociedad sitiada, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. BECK-GERNSHEIM, Elizabeth (1999), «From a Community of Need to Elective Affinities», en Mikel Featherstone (ed.), Love & Eroticism, Londres: Sage, 53-70. — (2003), La reinvención de la familia. En busca de nuevas formas de convivencia, Barcelona: Paidós Contextos. BECK, Ulrich y Elizabeth BECK-GERNSHEIM (1998), El caos normal del amor, Barcelona: El Roure. BELLAH, Robert et alii (1989), Hábitos del corazón, Madrid: Alianza. 548

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yen. La culpa deja de ser un elemento indispensable para la integración individual. El deseo y la seducción, y no el castigo (sin culpa no hay castigo), moverían las voluntades y las conciencias. Sin embargo, a diferencia de los planteamientos freudianos, las ciencias sociales sostienen que este estadio de individualismo expresivo narcisista es un constructo social y cultural. 4. Y como recuerda Bauman, estar conectado significa, principalmente, ser capaz de desconectarse: «La red hace pensar, principalmente, en un entramado de conexiones; pero, en realidad, lo que distingue a esta nueva variedad de conexiones interpersonales, y lo que define sus rasgos más prominentes es la facilidad para la des-conexión. Con “socialidad” se quiere decir que el objeto de conectarse es construir vínculos sociales; pero, hoy en día, el verdadero énfasis se pone en la facilidad para desmantelar los vínculos, vínculos que son tan fáciles de romper como de forjar» (2004: 190). Si como recuerda Niklas Luhmann (1985), la sociedad moderna se caracteriza por aumentar las posibilidades de las relaciones sociales (y por su intensidad), la postmodernidad habría añadido la posibilidad y la facilidad de romperlas y de rehacerlas. 5. Sobre la estructura semántica y los cambios en el código del amor europeo, véase Niklas Luhmann (1985). 6. Véase Edward Shorter (1981). 7. Véase David Schneider (1968). 8. Sobre el surgimiento del amor romántico en Occidente véase el excelente trabajo de A.J. MacFarlane (1986). 9. Este proceso es descrito en detalle por Karen Struening (2002: 1-30). 10. Véase Bryan S. Turner (2000: 141-142). 11. Véase Josep Picó (1999: 55-68).

JOSETXU MARTÍNEZ MONTOYA

Notas 1. Un interesante análisis de los enfoques sobre los sentimientos y la vida social se encuentra en la reciente obra de Jonathan H. Turner y John E. Stets (2005). 2. La cultura terapéutica norteamericana potenciaría el desarrollo de los deseos individuales manifestados en lo que Christopher Lasch (1999) llama condición narcisista (vacío, insatisfacción, no compromiso, etc.). 3. Se estaría soldando la vieja oposición que, según Freud, se da entre individuo y sociedad. Según este autor, la civilización occidental se forja sobre la represión del placer. La sociedad postmoderna estaría formada por individuos en búsqueda permanente de sensaciones y experiencias emocionales que lejos de destruir la vida social la construDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Sexualidad En este artículo entendemos el sexo en un sentido amplio, y no en el sentido restringido como quizá quisieran los que se guían por el «aquí te pillo y aquí te mato». Nos referimos a la secuencia entera, que termina por abarcar una serie de reacciones entre las que se encuentra el galanteo, emparejamiento, deseo, cópula y actividades parentales. Pero, para poder entender y revisar el sentido del sexo hoy, quizá sea conveniente que no perdamos la perspectiva del sentido del sexo ayer, y que, sin ánimo de jugar con las pala549

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bras, nos refiramos al procreo, al recreo y a su función social y relacional. Procreo La regulación de la fertilidad y el control obtenido el siglo pasado sobre la misma, a través de los métodos anticonceptivos (especialmente los anovulatorios) y el desarrollo de las diversas técnicas de fertilidad asistida, supuso una verdadera revolución. Quizá hubiera cabido esperar que tal desarrollo terminara por dejar su impronta y hubiera modificado algunos de los parámetros del impulso sexual. Pero si repasamos algunos mecanismos psicobiológicos básicos, todavía hoy fácilmente evidenciables mediante experimentos no complicados, vemos que la función procreadora sigue marcando este motivador básico. Siguen, de manera resumida, algunos datos que apoyan estos argumentos: a) La mujer sigue presentando dos picos de deseo y actividad sexual a lo largo de su ciclo menstrual, en la fase ovulatoria y en la etapa premenstrual (Slob, Ernste y Werff, 1991). b) Los cambios que acompañan a la fisioanatomía genital femenina a lo largo del ciclo menstrual, (especialmente el engrosamiento del revestimiento uterino —endometrio—, apertura del cuello del útero, el cambio en la filancia del moco cervical en la etapa ovárica), y a lo largo de la secuencia de fases en el proceso de excitación sexual y la fase orgásmica (p. ej., cambios vaginales, contracciones uterinas que crean un gradiente de presión entre el interior del útero frente al exterior, en definitiva toda una serie de cambios destinados a absorber el semen y facilitar su encuentro con el óvulo maduro y posibilitar la anidación del óvulo así fecundado), no hacen sino seguir recordándonos esa función primaria. c) Olfato: no deja de ser chocante que hoy, a pesar de lo extendido del uso de jabones desodorantes y demás afeites, todavía sigan cobrando mayor relevancia toda una serie de estímulos con significación procreadora. Así, la mujer de hoy sigue detectando, no sabemos si también detestando, una serie de sustancias odoríferas presentes en la orina masculina, más en concreto el exaltólido, solamente y de manera ideal en la fase ovulatoria de su ciclo menstrual. 550

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d) Otros sentidos: por otra parte, está bien demostrado cómo en determinadas etapas del ciclo menstrual de la mujer, su percepción se ve selectivamente alterada, cobrando mayor significación y relevancia estímulos bien visuales o auditivos con significación procreadora (Krug, Plihal, Fehm y Born, 2000). Vinculación Pero el sexo también ha contribuido de manera notable a la hora de determinar la forma de estructurarse la sociedad. Por lo que a los modos de organización social se refiere, la etología nos enseña que en aquellos animales que nos son más cercanos, los primates, se las ingenian de maneras diferentes: los chimpancés viven en comunidades amplias, aproximadamente igual número de machos que de hembras, y el macho va siempre a la búsqueda de los favores sexuales de las hembras. Los gorilas demuestran un sistema parecido al del harén. Existe un macho dominante que se asocia con varias hembras y difícilmente tolera en su tropa a otros machos hasta el punto que los jóvenes han de emigrar y exiliarse del clan. Estas diferencias de organización parecen tener que ver con dos factores diferentes: a) El tamaño relativo del cuerpo del macho y de la hembra (el chimpancé es sólo ligeramente más grande que la hembra, mientras que el gorila suele tener el doble de tamaño corporal que la hembra). b) Condiciones ambientales: muchos otros animales diferentes son monógamos y se juntan con una sola hembra, al menos durante una estación reproductora, especialmente cuando las condiciones ambientales son duras y difíciles, de tal manera que la protección de ambos padres sea necesaria para la supervivencia de la descendencia. En este contexto, y por lo que a la pareja humana ¿monógama?1 se refiere, la relación sexual va modificando su sentido, sirviendo, para muchas parejas, un importante papel vinculante, relajante y protector de salud. Nos sobran datos que demuestran que el número de visitas al médico de hombres y mujeres que conviven con una pareja armoniosa es bastante más bajo que el de los divorciados y separados. Algunos, malévolamente, aducen que ello es así porque el uno hace de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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enfermero/a del otro. Sin embargo, cada vez va quedando más patente que el sistema inmune de las personas que viven en el contexto de una relación armoniosa funciona mejor y se convierte en más protector (Kiecol-Glaser, Newton, Cacioppo, MacCallum, Glaser y Malarkey, 1996). Un simple corte en un dedo tarda más en curarse en aquellas personas que viven en una batalla continuada con su pareja que en los que se benefician de una relación armoniosa y placentera. En este orden de cosas, sin embargo, el sexo puede ser también fuente de sufrimiento, como el caso de las parejas con disfunción sexual (bajo deseo, anorgasmia o preorgasmia, dificultades erectivas o eyaculatorias). Si analizamos la dinámica de algunas relaciones, parece que, en otras, se convierte también, en fuente de poder: «Como yo tengo algo que tú deseas, lo retengo o administro según me plazca, y estimulo tu dependencia» —parecen decir algunas personas. Eso sí, si se les insinúa este tipo de argumentación, la negarán vehementemente. Recreo Pero no podemos ignorar la otra gran función del sexo: el recreo, que quizá esté relacionada con las anteriores. Quizá por la influencia de los medios, nos veamos tentados a concluir que el disfrute es hoy en día mucho mayor, pero seguramente nos equivocaríamos si releemos diversos pasajes clásicos de orgías grecorromanas o determinadas páginas de Kamasutra… Sí parece que: a) Los jóvenes debutan cada vez a edades más tempranas, y mantienen actividad sexual más variada y con un mayor numero de parejas. b) No se ha unido, necesariamente, a un sentimiento amoroso. Es la pareja de hoy, que seguramente se cree eterna, pero que mañana deja de serlo, en la mayoría de los casos. También se extiende a los «amigos con derecho a roce»… Quizá sea más razonable, pues, argumentar que las relaciones se han «democratizado». Nancy Friday ha publicado una serie de estudios (Friday, 1975; Friday, 1991) que han recibido una buena atención por parte del público, ya que sus libros se agotan una y otra vez, en un intento de hacer ver que el disfrute es mayor, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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especialmente entre las mujeres, y una de las razones es que han evolucionados los estímulos encubiertos, las fantasías. Su tesis es que la revolución sexual no se hizo en balde y que ha tenido un marcado impacto en la apertura y búsqueda de aventura por parte de las mujeres. Yo leo y releo y no termino de ver tan claras las diferencias entre una época y otra. Otro argumento a favor del mayor disfrute sería la aparente falta de represión.2 Pero la educación en estos temas sigue estando coja, las palabras que designan al sexo siguen estando marcadas negativamente, y quizá tardemos años en vernos libres de este condicionamiento sociocultural. Algunos mantienen que el sida ha sido el mejor contribuyente para poner freno y que la situación no se desmadre. Otro aspecto a considerar en este apartado es el grado de publicación en los medios. No cabe duda que ello ha supuesto un cambio. Basta con acercarnos a la web y, utilizando diversos buscadores, descubrimos un número de clubes supuestamente defensores de las actividades más anodinas (pedofilia, fetichismo, masoquismo…), muchas de ellas antiguamente denominadas perversiones y hoy eufemísticamente parafilias (Cáceres, 2001). Si se ha producido una mayor comercialización. Es difícil pensar en un gran número de anuncios comerciales en los que no exista algún tipo de sexualización. El sentido del sexo hoy Pero nuestro compromiso con los mandatos de la naturaleza como fuente primaria de sentido de la sexualidad, no ha de apartarnos de la consideración que el sexo, incluso en solitario, requiere una elaborada secuencia de aprendizaje individual y social que permite la coordinación de cuerpos y sentidos en una amplia variación de circunstancias. Todo tipo de actividad sexual, independientemente de que se etiquete como normal o desviada, y por ende, también del coito marital, quizá la forma más común de conducta sexual en nuestra sociedad tras la masturbación, es el resultado del desarrollo de complejos procesos psicológicos e implica una amplia gama de aprendizaje humano y la coordinación de elementos fisiológicos, psicológicos y sociales. Nuestra distinción entre lo que debe considerarse natural y no natural está directamente relacionado con las actividades físicas en las que 551

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se implica la gente cuando empieza a hacer lo que convencionalmente se describen como actos sexuales. Nuestro sentido de la normalidad se deriva, en último extremo, de que los órganos «apropiados» se coloquen en los orificios «legítimos» (Gagnon y Simon, 1973). Si analizamos el conjunto de acontecimientos que constituyen los pasos físicos de la sexualidad adolescente o adulta heterosexual que conduce al coito, queda claro que existe una progresión concreta que parece seguir un guión preestablecido: al abrazo sigue el beso, a éste las caricias por encima de la cintura y por encima de la ropa, que luego dan lugar a los contactos manogenitales y quizá bucogenitales y, finalmente, los genitales en los genitales: el coito. Puede haber ligeras variaciones en orden y duración de los pasos, pero, en gran medida, esto es lo que se considera actividad heterosexual normal. Antes de esta secuencia o durante la misma se da excitación sexual y, en algunos casos, se produce el orgasmo en una o las dos personas implicadas. En tiempos pasados, se podía tardar años en andar todo el camino, y siempre acompañados de una persona con la que existía una alta implicación emocional. Ahora se puede tardar en recorrerlo menos de media hora, y puede hacerse también de la mano de personas perfectamente desconocidas. Pero, en definitiva, el guión se repite, existen unos personajes, en un contexto, que dan una serie de pasos casi rutinarios. Algunas veces se dan muchos de estos elementos, acciones físicas incluidas, en determinadas situaciones, por ejemplo en la exploración del pecho en busca de tumores, las exploraciones ginecológicas o la inserción de tampones o la respiración boca a boca, que los actores no definen como sexuales, e incluso la introducción de elementos sexuales en la misma sería considerado como una violación de los compromisos sociales. Es parte del guión. En definitiva, lo que termina dando sentido sexual sigue siendo el resultado de la interacción de lo psicológico, fisiológico y social y la percepción de los actores implicados de señales externas de la interacción y de señales internas de la reacción fisiológica, en base a una serie de guiones que han aprendido a lo largo de su desarrollo, y que no han cambiado demasiado (Gagnon y Simon, 1973). 552

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Bibliografía CÁCERES, J. (2001), Parafilias y violación, Madrid, Síntesis. FRIDAY, N. (1975), My Secret Garden: Women’s Sexual Fantasies, Londres, Quartet Books. — (1991), Women on Top, Nueva York, Pocket Books. GAGNON, J.H. y J. SIMON (1973), The origin of sexual conduct, Chicago, Aldine. KIECOL-GLASER, J.K., T. NEWTON, J.T. CACIOPPO, R.C. MACCALLUM, R. GLASER y W.B. MALARKEY (1996), «Marital Conflict and Endocrine Function: Are men really more physiological affected than women», Journal of Counseling and Clinical Psychology, 64, 2, 324-332. KRUG, R., W. PLIHAL, H.L. FEHM y J. BORN (2000), «Selective influence of the menstrual cycle on perception of stimuli with reproductive significance: An event-related potential sutdy», Psychophysiology, 37, 111-123. SLOB, A.K., M. ERNSTE y J.J. WERFF (1991), «Menstrual Cycle Phase and Sexual Arousal ability in Women», Archives of sexual behaviour, 20 (6), 567-577.

Notas 1. Muchos bromearían argumentando que la impronta de los primates sigue presente, aunque en la actualidad lo que importaría no es tanto el tamaño del cuerpo como el de la bolsa dineraria… 2. Se ha defendido la importancia del papel de la represión para conseguir un mejor control social. Más bien nos parecería cierto todo lo contrario: sería más fácil controlar a ciudadanos satisfechos.

JOSÉ CÁCERES CARRASCO

Símbolo y analogía Introducción En este trabajo me propongo vincular la hermenéutica simbólica, de Andrés Ortiz-Osés, con la hermenéutica analógica, de modo que resulte una hermenéutica simbólico-analógica, que tenga aplicabilidad en la interpretación de los símbolos.1 La hermenéutica simbólica nos hace ver la importancia del símbolo y la necesidad de interpretarlo. Pero la hermenéutica analógica intenta hacer ver que un tipo específico de interpretación es el más adecuado o más apto para el símbolo. Por supuesto que hay otras maneras de interpretar el símbolo; pero aquí deseo sostener que éste es un instrumento válido para la interpretación simbólica. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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De hecho, el símbolo mismo, como lo veremos, tiene un carácter analógico que hace que sólo pueda ser adecuadamente interpretado desde una hermenéutica que recupere ese carácter de analogicidad. Y es que la analogía no es ni completa identidad ni completa diferencia, sino una postura intermedia entre ambas, con lo cual da al símbolo lo que necesita de conmensuración y de reducción de su misterio, por la alteridad que contiene. Pero, aunque en la analogía predomina la diferencia, no se pierde toda su capacidad de huir de la ambigüedad, de modo que se le da cierto amarre con la realidad, para que se alcance lo más que se pueda de objetividad, sabiendo que la subjetividad es inevitable. Importancia del símbolo El símbolo, que es el signo más rico, ocupa mucho lugar en nuestras vidas. Como dice Cassirer, desde que nacemos hasta que morimos, estamos rodeados de símbolos.2 Los símbolos recogen afecto, emotividad, rasgos del inconsciente, de la libido y hasta arquetipos humanos muy básicos, así como significados religiosos. Hay una carga afectiva muy fuerte en los símbolos, un significado afectivo muy poderoso; por eso son tan importantes. Los símbolos nos representan esos aspectos profundamente humanos, por lo cual se plantean como algo que hace vivir, que mueve en la vida a actuar. Lo mismo ha señalado Whitehead, quien insiste en la importancia del simbolismo en nuestras vidas.3 Y muchos otros pensadores han marcado esa importancia, desde Susan Langer, pasando por Mircea Eliade, hasta llegar, más recientemente, a Gadamer y Ricoeur. De hecho, el símbolo hace honor a su nombre, es decir, responde a su etimología, que significa echar conjuntamente, poner juntos, esto es, unir; tiene una fuerza unitiva, congregadora. Porque lo propio del símbolo es ser la unión de dos o más pedazos o fragmentos, que forman un todo. Hay dudas acerca de si el símbolo es cada uno de los fragmentos que han de unirse, o la unión de los mismos, esto es, el todo que configuran entre ellos, o si es el límite en el que se unen, como afirma E. Trías.4 Puede serlo todo junto, ya que originalmente se llamaba símbolos a los pedazos, pero también se puede llamar símbolo al todo resultante de su unión, y hasta se puede pensar en que el símbolo es el límite en el que se unen y que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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configuran entre todos los pedazos, el cual es un terreno de nadie, el instersticio en el que se juntan. Inclusive, si se prefiere, se puede decir que el fenómeno de símbolo tiene varios momentos, por lo menos esos tres. Por ello, el símbolo no es un signo tal cual, no es un signo normal, es anómalo, muy especial. Es el signo más rico de significado, más cargado de contenido, que se interpreta y se interpreta, y no se agota su significado; siempre se puede sacar más. Allí se ve la riqueza de su contenido, la exuberancia de significado, la sobreabundancia de sentido que se da en él. Debido a ello necesita tanto de la interpretación, de la hermenéutica. La capacidad que tiene el símbolo para unir a las personas, por ejemplo a los individuos de una nación, a los miembros de una cultura, a los fieles de una religión, es muy grande. Pero puede ser para bien o para mal, para algo valioso o para un antivalor; por ejemplo, símbolos religiosos como la cruz y la media luna han llevado a la intolerancia, a la guerra sin fin. Por eso me parece que el símbolo tiene dos caras o posibilidades: de ser icono o de ser ídolo.5 Cuando el símbolo nos lleva a lo que significa, al valor que representa, sirve como icono; lleva rápido y bien al significado, conduce adecuadamente, como mistagogo y hasta como pedagogo, es decir, orienta en el misterio y enseña en la vida. Pero cuando el símbolo se pervierte, cuando nos hace detenernos en sí mismo, o en un significado intermedio, no en el que resulta —al menos en mayor medida— definitivo o final, se vuelve ídolo, es un símbolo degenerado. El lado bueno del símbolo se realiza como icono; el lado malo, como ídolo. Incluso algunos han contrapuesto el símbolo, que es lo que une, al diábolo, que es lo que desune, lo que contrapone. Pero entonces, en ese segundo caso, el símbolo no cumple su papel mediador, conectador, y desune, separa, disgrega. Pues bien, en el símbolo mismo hay una parte propiamente simbólica, la de icono, y otra parte, por así llamarla, diabólica, la idólica o idolátrica. Por eso nuestra interpretación, para ser adecuada, tiene que explotar la veta icónica del símbolo, extraer lo más que pueda de ella, y disminuir la parte que tiene de ídolo. También podemos decir que, en otro sentido, el símbolo es bifronte, bicéfalo, tiene dos caras: una cara fenomenológica y otra ontológica; una cara cultural y otra natural. No pue553

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de quedarse en pura apariencia; tiene que pasar de lo fenoménico a lo nouménico, de lo fenomenológico a lo ontológico; no puede quedarse en lo puramente cultural, tiene siempre algo natural, un amarre en la realidad. Más allá de lo lingüístico, va hacia lo real. Al igual que su cara fenomenológica no es clara ni distinta, sino con mucha ambigüedad o vaguedad, así tampoco lo es su cara ontológica. Lo ontológico a lo que remite está medio velado, bastante en el misterio; pero hay algo, señala hacia alguna realidad, aunque esté en el claroscuro. Por eso puede decirse que el símbolo tiene un sentido analógico, y una referencia analógica también. Es decir, el sentido que tiene el símbolo es tan rico que sólo se alcanza de manera aproximada, inexhaustible; siempre se puede sacar más, y siempre se nos queda algo del sentido en el símbolo por interpretar. Algunos lo han visto como un sentido que se va al infinito. Y, así como el sentido, también el referente queda siempre ambiguo, en el misterio. No es una referencia que se capte de manera clara y distinta. Hay en esta referencia no un puro realismo, pero tampoco un puro convencionalismo. Hoy en día hay una discusión acerca de si el constructivismo es realista o antirrealista. Pero muchos admiten un constructivismo realista; no puede ser producto de la convención, lo epistemológico saldría sobrando. Pero tampoco tiene una pretensión realista ingenua, sino que se puede colocar en un constructivismo realista o, por lo menos, no antirrealista. Con eso basta para no negarle referente al símbolo, la referencia simbólica.6 En el símbolo hay una referencia, así como hay sentido (el cual está más asegurado), pero es una referencia anómala, no usual, que se hunde en el misterio. Necesidad de la hermenéutica para el símbolo Dada, pues, la riqueza y sobredeterminación, tanto de sentido como de referencia, en el símbolo, se presenta como muy necesaria la interpretación, la hermenéutica. El símbolo necesita ser interpretado, mucho, continuamente. Es lo que nos ha enseñado la hermenéutica simbólica de Ortiz-Osés. Con su insistencia en el carácter mediador y mediado de la interpretación del símbolo, con su insistencia en el carácter de inexhaustible o inagotable del símbolo, que se va a una interpretación sin fin.7 554

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La hermenéutica simbólica ha hecho una labor muy encomiable, pues ha explorado los modos principales de interpretación del símbolo, las vías de acceso hacia él. La razón de esto es que la hermenéutica simbólica, como su nombre lo dice, ha hecho del símbolo su objeto de principalidad. Esto es muestra de una acendrada conciencia de lo central que es el símbolo en nuestra vida, aun en nuestra época, en la cual ya ha decaído mucho el pensamiento simbólico. Asimismo, la hermenéutica simbólica ha resaltado la raíz hermética que tiene, es decir, alude a la sublimación que efectúa Hermes/ Mercurio, como el que en la mitología grecorromana hacía la concordia de Apolo y Dionisos. Se trata de sublimar lo dionisiaco hacia lo apolíneo o intelectual. En esto juega un papel muy importante la teoría de Jung de los arquetipos. Éstos son modelos o prototipos que están arraigados en el inconsciente, en el individual a través del colectivo. Hay, pues, tipos psicológicos universales, que responden a lo más hondo de la humanidad. Hay modelos o prototipos que están arraigados en lo profundo del ser humano. Lo simbólico pervade tanto el ámbito de la vida del hombre, que puede usarse para el beneficio del mismo. De modo que el conocimiento que adquiramos sobre el símbolo redundará en beneficio de las personas. Uno de los modos del símbolo es el mito, y aquí también ha encontrado material prominente la hermenéutica simbólica para interpretar. Los mitos no son únicamente los religiosos, pero en las religiones encuentran su lugar natural. En relación con el mito, la hermenéutica simbólica de Ortiz-Osés ha sido benemérita, pues ha dedicado muchos esfuerzos al esclarecimiento de sus orígenes y sus fines o intencionalidades.8 Allí ha buscado el mapa del sentido de la vida, pensando que los mitos encierran, precisamente en lenguaje simbólico, muchos de los contenidos y hallazgos de la antigüedad acerca del sentido de la vida humana. De los mitos ha sacado un caudal muy grande de significación, no en conceptos, sino en imágenes. Esto está en la línea de lo que dice Paul Ricoeur, de que el mito es la manera indirecta de hablar, la única quizá que existe para cosas que no se pueden decir, y que no solamente son inefables, sino nefandas, no se deben decir, como lo relativo al pecado, a la culpa, al castigo, a la muerte.9 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Algo parecido sucede con la simbolicidad de la poesía y del aforismo. La hermenéutica simbólica de Ortiz-Osés ha concedido mucha atención a los poetas, de los que ha sabido destilar conceptos, derivar contenidos filosóficos. El poema está cargado de filosofía, envuelta en imágenes; o, como decía García Bacca, no en estado elaborado, sino en estado natural, que después el filósofo pueda extraer y explicitar.10 Y el aforismo, que es ese fragmento fecundo, como semilla, ha sido cultivado por Ortiz-Osés, siendo uno de los pocos filósofos actuales que usan este vehículo de expresión.11 También es un tipo de expresión sobrecargada de sentido; en un fragmento pequeño, como es el aforismo, se trata de decir mucho, muchas cosas, y es un género muy difícil. Pero es un género simbólico, altamente simbólico, porque también, al igual que el poema, requiere una múltiple interpretación; muchas veces tiene que pasarse y repasarse, para que entregue su significado. Y, si el aforismo es bueno, tendrá mucha carga significativa, simbólica, de modo que se tendrá que interpretar múltiples veces para que entregue su rica entraña. Necesidad de una hermenéutica analógica para el símbolo. Hermenéutica simbólica y hermenéutica analógica Como se ve, la hermenéutica simbólica, con su idea de la implicación, de la mediación, de la confluencia de los opuestos,12 se acerca mucho a una postura analógica. Ya tiene de suyo, en sí misma, los lazos para la alianza con una hermenéutica analógica. Por eso argumentaré a favor de la injerencia de la analogía, de modo que la hermenéutica simbólica sea también una hermenéutica analógica, esto es, una hermenéutica simbólico-analógica. En efecto, en primer lugar, la analogía es in carácter intrínseco del símbolo. Ya Kant decía que el símbolo es de naturaleza tal, que sólo es susceptible de un conocimiento analógico;13 sólo se conoce por analogía y sólo hace conocer analógicamente. También un acucioso estudioso del símbolo, Wilbur Marshall Urban, discípulo norteamericano de Cassirer, decía que el símbolo sólo se comprende analógicamente.14 Pero, asimismo, el símbolo exige una hermenéutica analógica, diferente de una hermenéutica unívoca o una hermenéutica equívoca. Una hermenéutica simbólica unívoca traicioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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naría el significado peculiar del símbolo, pues trataría de traducirlo al lenguaje literal, científico o filosófico. Y eso es desvirtuarlo. Pero una hermenéutica equivocista dejará al símbolo sin atrapar, se quedará en una oscura lejanía, alegando inconmensurabilidades que harán, en definitiva, imposible su interpretación. En cambio, una hermenéutica analógica, sin pretender la claridad y distinción de la univocidad, pero sin caerse tampoco hasta la obscuridad y confusión de la equivocidad, aceptará que predomine la diferencia, pero se puede alcanzar la suficiente objetividad, que haga posible un conocimiento bastante del símbolo.15 Una hermenéutica analógica podrá evitar el cientificismo univocista con el que miraron al símbolo el positivismo, el estructuralismo, etc. Pero también podrán evitar el subjetivismo y relativismo equivocistas de muchas de las corrientes tardomodernas y postmodernas que no han sabido guardar el equilibrio. Es un sentido de los límites, como quiere Eugenio Trías, para evitar que la interpretación se nos haga infinita, ilimitada, y, en definitiva, imposible. Inclusive, puede decirse que, así como la hermenéutica univocista interpreta demasiado en el símbolo, así también puede afirmarse que la hermenéutica equivocista renuncia prácticamente a interpretarlo; o bien lo da por imposible, o bien hace una especie de teología negativa, tan negativa, que casi renuncia a decir algo positivo acerca de él; y nos quedamos sin eso mismo que necesitamos. Por eso, una hermenéutica analógica puede aliarse con la hermenéutica simbólica de Ortiz-Osés, para evitar esos extremos nocivos. Por un lado, el univocismo de los que reducen el símbolo a lo cotidiano; por otro lado, el equivocismo de los que diluyen el símbolo. La hermenéutica analógica sabrá extraer la riqueza del símbolo. ¿Cómo? En primer lugar, porque es mediadora, es mediación; trata de llegar a la interpretación alegórica, pero sin perder la capacidad de la interpretación literal, es decir, el amarre con el sentido literal que evite el que todo se valga. Conjunta, además, la metáfora y la metonimia, como decían Roman Jakobson y Octavio Paz de la analogía, lo cual hará que abarque los dos lados del símbolo.16 La analogía, según lo hacían ver los poetas filósofos o filósofos poetas románticos, traza las correspondencias en el cosmos. Es la plasmación de la idea hermética del hombre como microcos555

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mos, como el análogo del macrocosmos, la síntesis del universo. Y éste, al parecer, es el símbolo de los símbolos, pues es el mismo símbolo del hombre. Conclusión Vemos, de esta manera, cómo el símbolo tiene una innegable importancia en la vida del hombre, a tal punto que es el que le significa sobre todo su afecto, su lado emocional además del conceptual. Asimismo, se nos presenta claramente la necesidad de la hermenéutica para el símbolo, por ser el signo más rico, aquel que con mayor dificultad es descifrado, y, por lo mismo, aquel que necesita una constante y continua interpretación. Es tal su riqueza, que algunos han pensado en que requiere una interpretación infinita. Pero un texto o signo, como es el símbolo, que tiene tanta importancia para el ser humano, no puede quedarse en lo completamente inalcanzable e inefable; es preciso interpretarlo, aunque sea con gran pérdida y empobrecimiento. En todo caso, una interpretación modesta, pero suficiente, que baste para entregarnos el sentido que ese signo tan especial nos ofrece y nos brinda. Ni pretender una interpretación demasiado optimista, ni renunciar a la interpretación; se requiere algo intermedio. Por eso también hemos visto que una hermenéutica univocista traicionaría la condición del símbolo, ya que trataría de traducirlo a un lenguaje científico, a un conocimiento meramente literal, perdiendo esa parte alegórica que es precisamente la que le da su riqueza. Por otro lado, una hermenéutica equivocista se iría a la parte alegórica del símbolo, y encontraría mucha riqueza, pero le faltaría el amarre o seguridad de la parte literal, a la que no puede renunciarse completamente, so pena de quedarse en una interpretación sin control. De todo ello resulta clara la necesidad de la analogía para la interpretación del símbolo. Por ello, la hermenéutica simbólica y la hermenéutica analógica encuentran aquí un terreno común, mediador, en el que pueden aliarse. La hermenéutica simbólica se verá enriquecida por la hermenéutica analógica, de modo que resulte una hermenéutica simbólico-analógica, la cual pueda dar cuenta suficiente del significado del símbolo, que es tan rico y tan complejo. 556

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Notas 1. Sobre esto, puede verse A. Ortiz-Osés, Amor y sentido. Una hermenéutica simbólica, Barcelona: Anthropos, 2003; M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica. Hacia un nuevo modelo de la interpretación, México: INAM-Ítaca, 2005 (3.ª ed.). 2. E. Cassirer, Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, México: FCE, 1987 (12.ª reimpresión), p. 47: «El hombre no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las condiciones de su propia vida; ya no vive solamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico». 3. A.N. Whitehead, El simbolismo. Su significado y efecto, México: UNAM, 1969, pp. 38 y ss. 4. E. Trías, Lógica del límite, Barcelona: Destino, 1991, pp. 71-72. 5. M. Beuchot, Las caras del símbolo: el icono y el ídolo, Madrid: Caparrós, 1999. 6. A.N. Whitehead, op. cit., p. 13. 7. B. Solares, El dios andrógino. La hermenéutica simbólica de Andrés Ortiz-Osés, México: UNAM-M. A. Porrúa, 2002, pp. 14 y ss. 8. A. Ortiz-Osés, «Mitologías culturales», en B. Solares (coord.), Los lenguajes del símbolo. Investigaciones de hermenéutica simbólica, Barcelona: Antrhopos-México: UNAM, 2001, pp. 34-60. 9. P. Ricoeur, «La simbólica del mal», en el mismo, Finitud y culpabilidad, Madrid: Taurus, 1969, p. 255. 10. J.D. García Bacca, «Comentarios a La esencia de la poesía», en M. Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona: Anthropos, 1994 (2.ª reimpresión), pp. 45-46. 11. Véase, por ejemplo, A. Ortiz-Osés, Liturgia de la vida. (Breviario de la existencia), Bilbao: Laga, 1996. 12. A. Ortiz-Osés, Metafísica del sentido. Una filosofía de la implicación, Bilbao: Universidad de Deusto, 1989, pp. 32 y ss. 13. I. Kant, Crítica del juicio, § 59. 14. W.M. Urban, Lenguaje y realidad. La filosofía del lenguaje y los principios del simbolismo, México: FCE, 1952, p. 350. 15. M. Beuchot, Hermenéutica, analogía y símbolo, México: Herder, 2004. 16. O. Paz, Los hijos del limo, Barcelona-Bogotá: Seix Barral, 1990, pp. 85-86.

MAURICE BEUCHOT

Sufrimiento social Niños sin infancia, jóvenes sin futuro En las sociedades contemporáneas, un buen (y creciente) número de niños/as y jóvenes ha de negociar sus vidas cotidianas en un excluyente DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Sufrimiento social

y estigmatizante limbo de ciudadanía que queda encapsulado en concepciones aparentemente autoexplicativas (y netamente trivializantes), de amplia circulación, tales como «niños sin infancia», «niños de la calle», «menores abandonados», «niños en peligro», «criminales incorregibles», «pequeños monstruos», «generación perdida», «juventud sin futuro», etcétera.1 Tenemos todos los días la oportunidad de presenciar en los medios de comunicación historias e imágenes de niños/as y jóvenes languideciendo en orfelinatos o en hambrunas, golpeados brutalmente por sus familiares, asesinados por vigilantes o escuadrones de la muerte afines a cuerpos policiales, secuestrados (y luego educados) por los verdugos de sus padres, organizados en bandas delincuentes, maltratados en centros de reclusión de menores, mutilados en ritos «ancestrales» o como materia prima para el mercado de órganos clandestino, incorporados a los circuitos de prostitución y turismo sexual, reclutados como milicias o fuerzas de choque, utilizados como correos de la droga, circulados en el mercado negro de la adopción. De este modo, muchos de ellos hacen su principal aparición pública, generalmente diluidos en el anonimato de cifras y porcentajes, como espeluznantes estadísticas, precoces y abultados prontuarios policiales, dramáticas crónicas rojas, sujetos ocasionales de documentales y publicidad de impacto, o bien como caras bonitas o agónicas encabezando los anuncios de organizaciones internacionales de adopción o atención al menor en distintas partes del mundo. Paulatinamente, con el avance de la acumulación flexible y las nuevas tecnologías de la información, este tipo de complejas y dramáticas experiencias de infancia y juventud se están convirtiendo en un fenómeno al tiempo masivo y globalizado, en ocasiones trasmitido y consumido en directo a muchos rincones del planeta vía satélite. Por ejemplo, en la introducción a un volumen dedicado a los «derechos culturales de los niños», Sharon Stephens discute cómo el impacto de la explosión massmediática del abuso sexual de menores a partir de la década de los ochenta contribuyó al cuestionamiento de las ideas preconcebidas sobre lo que significaba ser «niño» o «joven» en el mundo contemporáneo (1995: 7-13). Para esta autora, la circulación y consumo global de este tipo de condiciones y experiencias de vida han contribuido a la descomposición de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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la idea de la infancia como «una fundación natural y estable de la vida social». Este nuevo sentimiento de desorientación moral y categorial ha cristalizado en la proliferación de discursos centrados en torno a metáforas tales como la «desaparición de los niños» o la «infancia en extinción» (ibíd.: 9;11).2 Y algo semejante puede decirse con relación a muchas de las nociones que circulan sobre la naturaleza de la «juventud». Podría afirmarse que las experiencias múltiples de los llamados «niños sin [“verdadera”] infancia» o «jóvenes sin futuro», lejos de ser desviaciones ocasionales de una norma ideal, son de hecho las formas de infancia y juventud cuantitativamente más frecuentes en las sociedades contemporáneas a nivel mundial, sin excluir aquéllas de los países miembros del llamado «primer mundo».3 Es preciso, pues, sacarlas del ámbito de la excepcionalidad para conducirlas al centro de los estudios sobre la «normalidad» o cotidianidad. Una cotidianidad que no puede ser sino el fruto de la consolidación de un «sistema nervioso» global (Taussig 1992). Esta reciente desorientación de la que habla Stephens no se produce, lógicamente, en el vacío, sino en el contexto de ciertas nociones normalizadas de infancia y juventud que comenzaron su historia en Occidente en el siglo XVIII y que con el tiempo se instalaron como una realidad indiscutible en el sentido común dominante.4 Algunos autores han criticado el hecho de que la «invención» y posterior «naturalización» de estas dos categorías de edad, basadas en elementos tales como el mito del «niño feliz» protegido en un mundo de espontaneidad, inocencia, fantasía, juego y emociones (dos Santos 1997: 13; Stephens 1995: 6,14) o, de modo análogo, el mito del joven turbulento, alocado, idealista y emprendedor en tránsito hacia la madurez, han contribuido a la creación de peligrosos espacios de exclusión y patología individual y social que condenan a un buen número de niños y jóvenes a un peligroso limbo de «antisocialidad» con importantes, en muchos casos fatales, consecuencias en sus proyectos de vida.5 En mayor o menor medida, todas estas percepciones de «desviación» (sociológica, psicológica, cultural) sobre los ideales de edad producidos por Occidente están revestidas de estigma social, el cual ha sido desplegado con harta frecuencia para legitimar formas de violencia, represión o inclu557

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so exterminio que de otro modo aparecerían como injustificables.6 El seguimiento de la transformación de las imágenes y experiencias de infancia y juventud en el marco de los procesos de globalización convierte en indispensable la actualización constante del esfuerzo por repensar conceptos aparentemente consolidados, deconstruir estereotipos incrustados en el sentido común, y aportar ángulos analíticos capaces de abrir nuevos espacios de reflexión. Tanto las concepciones clásicas que podríamos denominar «infancia inocente» y «juventud ilusionada», como las más recientes de «niños sin infancia» y «jóvenes sin futuro» comparten presupuestos semejantes sobre lo que es o debería ser una edad determinada (ya sea por presencia o por defecto), y participan de una misma creencia, más o menos implícita, en una universalidad naturalizada de las categorías de edad. Por otro lado, una propuesta relativista radical basada en el estudio de las formas específicas que estos estados sociales representarían en las distintas culturas, como la inaugurada por algunos boasianos en la década de 1920,7 resulta insuficiente para integrar en el análisis los múltiples procesos de globalización que afectan, con mayor o menor fuerza, a todos los habitantes del planeta. El problema es, pues, encontrar fórmulas analíticas cuya prioridad sea explorar las relaciones, siempre asimétricas, entre fenómenos de ámbito global, nacional y local, lo que algunos autores ahora denominan la «glocalización» de los procesos sociales, políticos y económicos, y también, cómo no, de los imaginarios culturales.8 En este texto se discuten ciertas ideas preliminares sobre la naturaleza del contexto existencial de un buen número de niños y jóvenes que viven sus vidas cotidianas en espacios sociales de trauma, estigma y peligro en los barrios venezolanos.9 Al mismo tiempo, se plantean algunas consideraciones generales sobre aspectos conceptuales vinculados al desarrollo de una antropología de la violencia con base fenomenológica y político-económica. En este caso, mis reflexiones acompañan la historia de vida de E.H., un joven que conocí en el barrio de Las Mayas, en el sur de Caracas, cuando llevaba a cabo mi investigación de campo sobre el culto espiritista de María Lionza. Aunque no me cabe la menor duda de que E.H. es, a lo ojos de los estratos oficiales dominantes de la socie558

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dad venezolana, un caso paradigmático (y prescindible) de malandro o hampón, de antiguo «niño sin infancia» y hoy «joven sin futuro» (con todas sus resonancias globalizantes), su biografía es compleja, llena de texturas, y está compuesta por estrategias de vida cambiantes que desbordan los estrechos limites de dicha atribución, que actúa como una camisa de fuerza estructural que no hace sino criminalizar y trivializar su experiencia de vida. En el marco de la distribución hegemónica de espacios sociales de criminalidad y estigma, E.H. y muchos jóvenes que como él circulan por los vericuetos de la informalidad en los barrios, se convierten de modo sistemático en objetos inertes de políticas indiscriminadas de represión policial, judicial y penitenciaria. E.H., ciudadano del espacio herido No fue sencillo hablar con E.H. acerca de su vida. Era, en su opinión, absolutamente intrascendente, nada fuera de lo común. Nada que otro pana [amigo] suyo no pudiera contarme. Cuando le conocí a principios de 1994, E.H., que entonces tenía esposa y dos hijos pequeños, estaba integrado en un grupo de espiritistas marialionceros del barrio de Las Mayas con los que yo estaba haciendo trabajo de campo para mi tesis doctoral. E.H. trabajaba de madrugada descargando camiones, como carretillero, en el mercado municipal de Coche, el más grande de Caracas. Durante el día recorría pacientemente los basureros que rodean el mercado, repletos de restos de alimentos en descomposición, en búsqueda de materiales de deshecho para construir su rancho de tablas en la azotea de la vivienda de mampostería de su madre.10 Al atardecer, tras comprar comida para la familia con las ganancias del día, se unía regularmente a sus compañeros espiritistas que ofrecían servicios esotéricos al tiempo que vendían, al por menor, algunas frutas y verduras almacenadas en el maletero de un viejo coche en la base del barrio. Era el momento de brujear, de subir a un conjunto de altares ubicados junto a la carretera en las afueras de Caracas, de encender sus tabacos y recoger sus velas, de preparar sus cuerpos para las titilaciones del trance.11 Como muchos de los venezolanos no beneficiados por la orgía petrolera de la década de 1970,12 E.H. no tenía más recurso que navegar cotidianamente por los circuitos de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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informalidad, lo que en Venezuela se conoce popularmente como la economía del rebusque. A medida que se ha ido despejando el paisaje socioeconómico dibujado por la explosión petrolera, especialmente la que tuvo lugar durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), más y más autores están usando nociones tales como «maldición», «indigestión», «bulimia», «naufragio», o incluso «perversión», para resumir su impacto en la sociedad y economía venezolanas.13 Para algunos de estos autores, el exceso de renta petrolera tuvo como consecuencia el desarrollo de una estructura economía frágil y radicalmente dependiente de factores económicos y políticos externos, vinculados a la circulación global del capital. Los sectores productivos no petroleros quedaron desatendidos, se produjo un excesivo desarrollo de los sectores no productivos, y el conflicto político local se polarizó en una lucha encarnizada por el control de la renta petrolera (Briceño León 1986: 87-100; Watts 1992b: 417; Coronil 1997: 268-320). Apenas una década después, y como consecuencia de las políticas económicas implementadas en un ambiente de euforia basado en la fantasía de una riqueza fácilmente disponible y presuntamente ilimitada —lo que algunos especialistas han denominado el «síndrome petrolero» típico de ciertos países de la OPEP—, la economía venezolana ya se caracterizaba por la hiperinflación, el estancamiento productivo, la devaluación periódica del bolívar, y una deuda externa masiva (Watts 1992b: 414; Coronil 1997: 237). En este contexto, Venezuela quedó a expensas de las «recetas» económicas neoliberales diseñadas e impuestas por el FMI y el BM (Valecillos 1992: 12-17). El impacto de todo este proceso de «modernidad petrolera» sobre el conjunto de la población ha sido enorme. Más allá de las elites enriquecidas en la orgía petrolera, el panorama social que ha quedado en su estela se caracteriza por la descomposición de la clase media y el deterioro paulatino de las condiciones de vida de la mayor parte de la población, como se refleja en el aumento constante de los índices de pobreza y pobreza crítica.14 Como han señalado numerosos autores, el punto de inflexión más radical en términos de la relación entre las elites político-económicas y el «pueblo» tuvo lugar en febrero de 1989, durante el llamado Caracazo.15 Esta rebelión poDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pular, reprimida de modo sangriento —y posteriormente encubierta— por el Estado, tuvo un efecto traumático sobre la población al que no son ajenos el incremento y la rutinización de la violencia de la vida cotidiana, en todas sus facetas y con sus intrincadas ramificaciones existenciales. En este contexto, la historia de vida de E.H. nos ayuda a dilucidar cómo este complejo proceso macro-económico y político se experimenta en el nivel de la vida cotidiana en los barrios. Es decir, en los espacios más precarios y residuales del petróleo y del capitalismo industrial venezolano. Su biografía, por supuesto, no agota todos los nichos experienciales posibles en los territorios populares urbanos, pero sí es representativa de las vidas de muchos jóvenes que como él se desenvuelvan en contextos de violencia «de baja intensidad», según una denominación de moda. E.H., que apenas conoció a su padre, había vivido en las calles desde que tenía ocho años de edad, cuando escapó de casa por primera vez, hastiado por las palizas que le propinaba su madre. Ya hacía tiempo que había dejado de ir a la escuela, y se presentaba en casa con dibujos, redacciones o dictados que se inventaba por la calle. En aquella época, mientras se enredaba en los circuitos de la informalidad trabajando de limpiabotas y en otros oficios ocasionales, encontró cobijo durante un tiempo en un viejo coche abandonado en la calle, no lejos de su barrio. Cuando E.H. tenía tan sólo diez años de edad, uno de sus hermanos mayores murió violentamente en un ajuste de cuentas entre bandas de jóvenes. Apenas seis meses después, murió otro hermano suyo en condiciones semejantes. De este modo, E.H. despertó rápida y traumáticamente al universo de la violencia callejera, una variante de la «cultura de urgencia» que estudiaron Pedrazzini y Sánchez.16 E.H. considera que se hizo drogadicto en aquella época, en la que empezó a vincularse más sistemáticamente con bandas de niños de la calle, e incluso con malandros (delincuentes) «pero malandros de verdad. Yo era el único pelao (niño) entre ellos». E.H. recuerda esta fase de su infancia de modo difuso, circulando de coche abandonado a coche abandonado, consumiendo marihuana, pepas (pastillas), aguardiente y jugando a los dados en la calle, totalmente intoxicado. «Era un niño pero era como un borrachito. Me podía tomar hasta tres 559

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botellas de caña clara [sin que me afectara]». Los bajos precios de la gasolina, subsidiada por el Estado, la convirtieron en uno de los estupefacientes predilectos de la generación que compartió las calles con E.H. Las alucinaciones que les producía este derivado del petróleo, en ocasiones, estaban teñidas de crudas visualizaciones de las transacciones entre la exclusión estructural de la que eran objeto y el ámbito local de sus vidas cotidianas. Como es el caso de la imagen de terror que me describió E.H. en una ocasión, y que aún permanecía vívida en su retina. La gasolina la consumíamos en un frasco, aspirándola. Esa vaina le pone a uno a ver aviones que se vienen así, al suelo, y uno se pone... ¡aaaaggg! todo el mundo ¡cuídense!, miren ese avión.. coño... Y veías así un tren que venía para ti... ¡un tren!. Aquí, montado en este cerro ¿tú vas a ver un tren? Un tren echando humo, y ¡cuidao, cuidao! No jodas, y menos mal que era agarrándola así, porque cuando la agarrabas porque lo que veías era que venía el ejército atrás tuyo... No jodas, tú [lo que] estabas era corriendo por ese cerro, por todas partes, aterrado. Y la gente dice, coño, ese chamo está loco. Loco no, sino que tú te estás corriendo al ejército, a la policía, y [a los] que te estaban persiguiendo... Y resulta que no es nadie. Y cuando tú llegabas a descansar, que ya se te estaba pasando la vaina... Coño, ¿y quién era el que venía detrás mío? Y hablabas sólo. Y cuando venías a salir de la madriguera, como decir, «¿Ya se fueron, chamo? ¿Se fue el gobierno?», «¡Qué gobierno, si por aquí no he visto nada!».

Integrado en una banda de «adolescentes», fue ésta una etapa plena de delincuencia, de la que E.H. salió relativamente bien parado, es decir, vivo y sin delitos de sangre. «De matar a una persona, nunca. De dar una puñalada a una persona por la calle, nunca. Sí atraqué a bastantes personas, pero nunca aquí en mi sector. Yo ya era de la calle». Un pequeño robo mal planeado en un mercado provocó su encontronazo directo más serio, aunque liviano, con la autoridad policial y jurídica. Su arresto resultó en una breve estancia en la hoy demolida cárcel de los Flores de Catia en Caracas. Liberado sin cargos después de dos semanas, aterrado por sus experiencias como interno, y destruido su expediente delictivo por una «juez o secretaria» que se hizo cargo de la irrelevancia de su delito —siempre de acuerdo con su versión—, E.H. volvió a la calle y a sus rutinas. 560

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«Yo no nací para esto. Ya desde que tenía quince años trataba de salir de ese círculo». Pero enredado en multitud de culebras —enemistades— desde hacía ya ocho años, la propia dinámica de la calle le recordaba constantemente su trayectoria, sus muertos y sus deudas pendientes. El sencillo hecho de caminar por las calles seguía siendo para él, en sus propias palabras, una ruleta rusa. Sin más opciones de cambio radical a la vista, marcado de por vida con la etiqueta de «delincuente», E.H. decidió enrolarse en el ejército a los diecisiete años. Durante su estancia en el cuartel, E.H. manipuló la disciplina militar para sus propios fines y consiguió superar, al menos hasta donde yo conozco, sus fuertes adicciones a las drogas y el alcohol. De regreso a su barrio, poco a poco se labró un nicho de autonomía alejado de los conflictos callejeros y los itinerarios de los cuerpos policiales, hasta donde le permitían su pasado, su fisonomía, su estilo de vestir y su cultura —todos ellos congruentes con los estereotipos hegemónicos del denominado aspecto sospechoso.17 Al tiempo que se abría paso en espacios menos conflictivos de la economía informal, E.H. reactivó sus creencias espiritistas y se unió a un grupo de culto en el barrio, donde se estaba desarrollando como médium o materia cuando le conocí en 1994. Al fin y al cabo, decía, el espiritismo había contribuido a salvarle de «andar comiendo tierra, igual que mis hermanos muertos». En un artículo reciente (Ferrándiz, en prensa), propuse el análisis de los contextos y las acciones de los jóvenes espiritistas venezolanos involucrados en prácticas de violencia ritual (fruto de la expansión de las culturas de violencia callejeras en la década de los noventa) mediante la noción del «espacio herido».18 Éste sería un espacio sociológico, geográfico, corpóreo, simbólico y existencial de cualidades ambiguas, al tiempo duro y vulnerable, traumático y liviano, corriente y extraordinario, tenso pero cotidiano, finalmente precario, articulado en la periferia socioeconómica y en las sombras de la sospecha, la pobreza, la criminalización, el estigma y la muerte. Pocas veces pude visualizar las texturas de este espacio de cotidianidad traumatizada como en una ocasión en la que E.H. y yo bajamos, al anochecer, desde la cumbre hasta la base del cerro después de una tarde de espiritismo en su nuevo rancho. En el umbral de la puerta de su casa, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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su madre me había recordado que ya habían sido tres sus hijos muertos en culebras callejeras. Enfrente de la puerta de entrada había una pared blanca, irregular, salpicada con fotografías deterioradas. Me señaló una grande en el centro donde se veían los retratos sonrientes de cinco niños, dos de los cuales murieron violentamente en la calle algunos años después de que la fotografía fuera tomada. C.E. llamó mi atención, entonces, hacia un retrato más pequeño de un muchacho joven que colgaba sobre la puerta de entrada, y cuyo cristal protector estaba cubierto por una cruz negra dibujada con trazo impreciso con el dedo. Era su hijo más joven, la víctima más reciente, cuyo funeral había sido profanado por las propias culebras que habían acabado con su vida y que, totalmente intoxicados, atracaron a los dolientes. El álbum fotográfico de C.E., diseminado con una jerarquía imprecisa por las paredes de la sala, se había convertido con el paso del tiempo en un espacio de luto. En un espacio herido contra el que resonaba la vida de E.H., el único hijo varón «superviviente» de la familia. Mientras bajábamos por los callejones del barrio, E.H. desgranó en unas pocas frases toda una topografía de violencia que asociaba nombres de bandas, culebras, armas marcadas, víctimas — «que en paz descansen»— y perpetradores con cada esquina, cada escalinata, cada umbral. Durante nuestro apresurado descenso, las tortuosas vías de circulación del barrio estaban tomadas por jóvenes que, haciendo contacto visual unos con otros, controlaban los ritmos, los tráficos y transacciones, los accesos a los distintos sectores y viviendas. E.H. intercambiaba saludos lacónicos con aquellos con los que nos cruzábamos, por necesidad, en los estrechos callejones, mientras me comentaba en voz baja sus apodos y algunas de sus hazañas o infamias más celebradas. Éste era el espacio herido de su cotidianidad, bien a pesar suyo. Un trenzado denso e invisible —aunque socialmente determinante— de memorias de muertes, ausencias, deudas, peligros, detonaciones, silencios, calibres, drogas, cárceles, torturas, hambre, heridas, amores, intoxicaciones, lamentos. «¿Sobre qué más le puedo hablar?», me repetía apenas unas horas antes. Quizás sobre los «atentados» que le habían «tirado» en los últimos años, todos ellos frustrados, por suerte. Quizás sobre la historia de la herida de bala DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dibujada en una cicatriz que recorría su codo derecho, los traumáticos funerales de sus hermanos, las secuelas de sus adicciones, los detalles de su desnutrición crónica, su participación en los saqueos populares del caracazo, la violencia encapuchada que prolifera en Caracas, sus encontronazos periódicos, casi rutinarios, con la policía o con sus culebras, a pesar de su alejamiento paulatino del mundo de la delincuencia. O quizás sobre su matrimonio, el nacimiento de sus dos hijos, su nuevo rancho, su más reciente estrategia de rebusque en la «informalidad legal» del mercado de Coche, su desarrollo como médium y curador místico en el espiritismo, su fascinación por Tito Rojas, el merengue y la salsa. Sin embargo, más allá de estas tramas biográficas que yo le proponía, y quizás como insistía E.H. ante mi aparente sordera, la parte más relevante e intensa de su experiencia de vida desborda los esquemas expresivos ofrecidos por el lenguaje verbal o escrito. «¿Qué más quiere que le cuente?». La noción del espacio herido en el ámbito de la cotidianidad —aún embrionaria— pretende contribuir a la modulación analítica de lo que algunos autores han conceptualizado recientemente como «sufrimiento social» (Kleinman, Das & Lock 1997). El sufrimiento social, para estos investigadores, «arruina las conexiones colectivas e intersubjetivas de la experiencia y daña gravemente la subjetividad» (ibíd.: X). Así, el tipo de experiencias sociales que tienen lugar en el contexto de un espacio herido no son reducibles ni a explicaciones medicalizadas, ni a proyecciones de corte burocrático, ni a criterios de objetividad estadística.19 Como sugieren —cada uno a su manera— Blanchot (1986), Langer (1991) y Culbert-son (1995), se trata de un modo de estar-en-el-mundo (MerleauPonty 1989: 78) traumático, difícilmente comunicable, raramente verbalizado, con un gran potencial para desestabilizar universos simbólicos y con un ámbito epistemológico poco compatible con nociones absolutistas tales como «verdad» o «falsedad». Es un tipo de experiencia que si acaso transpira al ámbito público lo hace enganchada de modo oblicuo en el detalle fragmentario y discontinuo, en expresiones corpóreas sutiles o masivas, en intensidades emocionales, en estados alterados de conciencia, en ciertos rastros inciertos de la memoria, en el olvido o en la elipsis. Para 561

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Kleinman, Das y Lock, el estudio del trauma ha de comenzar por la exploración sistemática de las «relaciones más básicas entre lenguaje y dolor, entre imagen y sufrimiento» (1997: XI). Para evitar el posible deslizamiento del «espacio herido» hacia el análisis de una subjetividad fragmentada aislada de la situación político-económica en la cual se constituye, este concepto ha de ser, por necesidad, un artefacto flexible con vocación «glocalizadora». Es decir, ha de ser llenado de contenido en cada contexto, tanto en relación con las condiciones macroestructurales como con la naturaleza del trauma local20 y los espacios comunicativos a través de los cuales se despliega (o repliega). Hasta que no avancemos mucho más en este proceso de traducción entre espacios de trauma y espacios de reflexión, y en la definición de las modulaciones y dislocaciones entre las distintas «escalas» de la experiencia humana —corpóreas, territoriales, económicas, globales, locales...—,21 la historia de E.H. que podemos contar —una historia, como ya se ha comentado, poco extraordinaria— no será sino un bosquejo imperfecto, brevísimo, de la herida en la que transcurre. Bibliografía ARMSTRONG, David (1983), Political Anatomy of the Body. Cambridge: Cambridge University Press. ANTZE, Paul & Michael LAMBEK (1996), «Introduction: Forecasting Memory», en P. Antze & M. Lambek (eds.), Tense Past: Cultural Essays in Trauma and Memory, Nueva York: Routledge, pp. XIXXXVIII. ARIÈS, Philippe (1962), Centuries of Childhood. Londres: Jonathan Cape. BIRKBECK, Chris (1991), «Basura, industria y los “gallinazos de Cali, Colombia”», en V.E. Tokman (ed.), El sector informal en América Latina: Dos décadas de análisis, México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, pp. 341-372. BLANCHOT, Maurice (1986), The Writing of the Disaster (Ann Smock trad.), Lincoln: University of Nebraska Press. BOURGOIS, Philippe (1995), In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio, Nueva York: Cambridge University Press. BRICEÑO LEÓN, Roberto (1990), Los efectos perversos del petróleo. Caracas: Fondo Editorial Acta Científica Venezolana. CASTRO-GÓMEZ, Santiago & Eduardo MENDIETA (1998), «Introducción: La translocalización discursiva de “Latinoamérica” en tiempos de globalización», en S. Castro-Gómez & E. Mendieta (eds.), Teorías sin disciplina: Latinoamericanismo, 562

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Notas 1. Véanse, por ejemplo, de Freitas 1995; dos Santos 1993 y 1997; Márquez 1995; Scheper-Hughes 1995. 2. Stephens se refiere a libros tales como Postman 1982 y Kotlowitz 1991. 3. Entre los múltiples ejemplos que hablan sobre grupos de niños y jóvenes sobreviviendo en disDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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tintos lugares de la periferia geográfica, económica y simbólica de la opulenta sociedad norteamericana, véanse Davis 1990 y Bourgois 1995. 4. Ariès (1962) escribió uno de los textos fundacionales del movimiento social construccionista en relación a la «infancia», donde criticaba la pretendida universalidad ahistórica y «natural» de dicha categoría. Para un ejemplo antropológico de dicha tendencia, véanse Scheper-Hughes (ed.) 1989 y Scheper-Hughes 1992. Para una discusión crítica y detallada de los precedentes, nacimiento y evolución de las concepciones sobre la adolescencia y juventud en Occidente, véase Feixa 1998: 17-36. 5. Para una interesante discusión acerca de la construcción discursiva (invención) de la infancia como objeto de la mirada médica en escuelas, clínicas y hospitales en Inglaterra durante el siglo XX, según el recetario foucaultiano, véase Amstrong 1983. Para dilucidar el desarrollo de escuelas especiales para niños «anormales» en el México del siglo XIX, véase Padilla 1998. 6. Un ejemplo claro del uso indiscriminado de estos campos de estigma para perpetrar atrocidades lo encontramos en el «exterminio» sistemático de meninos e meninas da rua en Brasil, a cargo de grupos de vigilantes contratados por los comerciantes. Aunque el caso brasileño es actualmente el más conspicuo, la persecución violenta de niños de la calle es un fenómeno bastante extendido. Véase, por ejemplo, dos Santos 1993 y 1997, y ScheperHughes & Hoffman 1997. 7. Sobre la controversia de Margaret Mead con Stanley Hall, y el posterior ataque de Derek Freeman a Mead en torno al relativismo o universalismo de la adolescencia con base en el caso de Samoa, véase Feixa 1998: 17-20. 8. Para una reflexión sobre la dialéctica entre lo global y lo local, véase Watts 1992a. Para algunos ejemplos del uso del concepto de «glocalización», véanse García Canclini 1995: 69-72 y Castro-Gómez y Mendieta 1998: 12. 9. El análisis sociológico más sólido sobre la infancia y juventud de los barrios caraqueños sigue siendo el de Pedrazzini y Sánchez (1992). 10. Sobre las características de los recolectores de basura en Colombia y su relevancia dentro del sector informal, véase Birkbeck 1991. 11. Para un análisis de la fenomenología del trance en el espiritismo de María Lionza, véase Ferrándiz 1995. 12. Sobre el boom petrolero venezolano y sus consecuencias a medio y largo plazo, véanse Watts 1992b y Coronil 1997. 13. Véanse, por ejemplo, Izard 1986; Briceño León 1990; Watts 1992b; Coronil 1997. 14. Según datos proporcionados por El País, se considera que el 80 % de la población (23 millones) se encuentra actualmente en «situación de necesi563

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dad, pobreza o miseria» (8 diciembre 1998). La clase media, por su parte, ha perdido en 20 años el 70 % de su capacidad adquisitiva (7 diciembre 1998). 15. Véanse, por ejemplo, Coronil y Skurski 1991, Ochoa Antic 1992, Ferrándiz 1996, y Coronil 1997: 376-378. Ahora sabemos que el caracazo fue el primer chispazo de un complejo proceso socio-político que tiene su continuidad en el reciente ascenso del militar golpista Hugo Chávez a la presidencia de la República. 16. Para Pedrazzini y Sánchez (1992: 59-85), la «cultura de urgencia» (caracterizada por la velocidad y la aventura, el ingenio de supervivencia, la informalidad, la exposición al peligro, la ausencia de horizontes) es un producto urbano característico de la «metrópoli latinoamericana», que se ha convertido en la única opción de vida para muchos de los habitantes excluidos del sistema de un modo u otro. Para un balance preliminar del impacto de las culturas de violencia juveniles en la religiosidad popular de corte espiritista, véase Ferrándiz 1996. 17. Sobre los signos diacríticos del aspecto sospechoso, tan subjetivos como la «cara de choro [ladrón]», el «caminar como un mono», el presunto nivel de escolarización o la indumentaria, véase de Freitas 1995. Estos estereotipos del malandro, que se solapan con la fisonomía y estilo de la gran mayoría de los jóvenes de los barrios, son en muchas ocasiones excusa suficiente para que los cuerpos policiales les traten como si fueran delincuentes, incluyendo ejecuciones sumarias, sin importar su especificidad biográfica. 18. El concepto del «espacio herido» se basa en la formulación que hizo M. Blanchot en su libro The Writing of the Disaster (1986: 30 y ss.), la cual se usa en este texto en un sentido restringido. L. Langer utilizó la noción de Blanchot para caracterizar el espacio existencial de los supervivientes del Holocausto en su magnífico libro Holocaust Testimonies: The Ruins of Memory (1991). 19. En este contexto, Antze y Lambeck han discutido el efecto trivializante de algunas de las técnicas que los expertos —abogados, médicos, psiquiatras— usan para buscar evidencias del trauma corporal o psíquico: interrogatorios, confesiones, regresiones hipnóticas, detectores de mentiras, etcétera (1996: XIII-XIV). 20. El «estilo de sufrimiento», según la terminología de Kleinman, Das y Lock (1997: XIV). 21. Para un análisis de las transiciones entre «escalas» entre lo micro y lo macro desde el punto de vista de la geografía cultural, véase Pile 1997: 13-14.

FRANCISCO FERRÁNDIZ

Oriental (Taiwan)

T Tao Es necesario contar con la concepción oriental de la existencia, o con alguna de ellas. Quizá la más importante es la que Lao zi (o Lao tse) enuncia con el nombre de Tao, que ha intentado vertirse a lenguas occidentales como logos, camino o sentido. Cierto es que, desde las primeras y enigmáticas frases, el Tao te ching esboza una completa y compleja «filosofía de la existencia». Contemporáneo algo mayor que Confucio, Lao zi ha de figurar en cualquier catálogo de la sabiduría universal. Él tiene la palabra: El dao engendra al uno, el uno engendra al dos, el dos engendra al tres, el tres engendra los diez mil seres. Los diez mil seres contienen en su seno el yin y el yang. Los dos soplos vitales (qi) se compensan en un soplo vital armónico. Lo más aborrecido por los hombres, es la orfandad, la falta de virtud, la indignidad; y, sin embargo, reyes y señores así se autodenominan. Las cosas aumentan al disminuirlas, disminuyen al aumentarlas. También yo enseño lo que otros han enseñado. Los fuertes no pueden tener un buen fin, esto será la guía de mi doctrina.

LAO-TSÉ (LAO-ZI), El libro del Tao, Alfaguara, Madrid, 1981, p. 11 564

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Templo 1. El templo cristiano: la catedral Lo primero que hay que destacar de un templo, iglesia o catedral es su carácter de recinto sagrado a modo de refugio donde se congrega el personal litúrgicamente. Hoy en día la catedral ha quedado como foco de nuestro casco viejo, ámbito de concentración religiosa en medio de una belleza artística impresionante. En sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand describe así su experiencia catedralicia: Cuando en el invierno, al toque de oraciones, se llenaba de gente la catedral; cuando se arrodillaban los viejos marineros y los jóvenes leían su breviario a la luz de las candelas; cuando al echar la bendición repetía la multitud el Tantum ergo; cuando en los intermedios de los cánticos azotaban las ráfagas de viento los vidrios de la basílica haciendo temblar las bóvedas de la nave, en la que habían resonado las voces robustas de Cartier y Duguay, mi corazón experimentaba un sentimiento extraordinario de religioso fervor.1

Obviamente, debemos distinguir entre los diferentes estilos de la catedral, aunque su arquetipo por antonomasia es la catedral gótica. Mientras que el estilo románico recoge nuestro espíritu profundamente en su basamento simbólico hacia una infinitud interior, el estilo gótico sobrecoge verticalmente en su altura hacia la infinitud sublime: cabría decir que en el románico se venera la materia mística franciscana (así en el Pórtico de la Gloria de Santiago), mientras que en el gótico se venera la forma sensible aristotélico-tomista, aunque esto debe tomarse con precaución. En efecto, el gótico es un estilo ascensional que nos eleva porque a su vez es un estilo descensional en el que se encarna lo sublime: así en la catedral de León. En todo caso el románico recoge y el gótico sobrecoge. Por su parte, en el estilo renacentista asistimos a un equilibrio dinámico de las fuerzas, tal y como comparece en la Basílica de San Pedro en Roma, por lo que la catedral renacentista acoge homeostáticamente. Finalmente el estilo barroco se caracteriza por su desmesura y sobreacogimiento, ya que ejerce una especie de sublimación compresora en su imaginería carnosa pero oscura, exuberante pero oscurantista, como puede observarse en Praga, cuyas estatuas barrocas en iglesias y puentes parecen danzar con un eros camuflado y contenido o retenido. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Naturalmente que hay conjunciones de estilos que conforman catedrales tan preciosas como la de San Marcos en Venecia, mezcla de románico hierático, bizantino cromático, gótico florido y renacimiento fastuoso. Una tal catedral configura un espacio sagrado y profano, religioso y secular, síntesis de la Barca cristiana de la salvación y de Bazar artístico oriental. Con ello entramos en una consideración de la catedral como «compendio» del mundo, el cual quedaría asumido y sublimado en el recinto sacro. De este modo, la catedral se convierte en imagen del cosmos, el hombre y el mundo, a modo de Arca de Noé que acoge y contiene todas las cosas para su subsistencia y salvación. Ahora bien, esta visión del templo como centro religioso y cultural de la vida ciudadana comienza a realizarse con la catedral gótica. En efecto, el gótico sobrepasa al románico monacal, austero y rural, planteando en plena ciudad un templo ya no monástico (la abadía) sino episcopal, por cuanto está bajo la cátedra de un obispo acompañado de su cabildo. Este paso de los monasterios románicos benedictinos de Cluny a la catedral gótica es el paso de lo hierático-sagrado a lo artístico-religioso, de la pesantez oscura a la elevación, la luz y el color de las vidrieras policromadas, de la figuración estático/extática al dinamismo y la gracilidad, de la biblioteca conventual a la biblioteca universitaria y, finalmente, del interior de la naturaleza al exterior de la ciudad. La diferencia está en que el románico atrapa (la religión como religación) y el gótico encanta (la religión como exaltación). Por cierto, el punto medio o medial entre el románico y el gótico se encuentra, como es bien sabido, en la transición del arte cisterciense bajo la mirada humanista de Bernardo de Claraval.2 En la catedral gótica se realiza artísticamente el deshielo de la arquetípica sonrisa románica congelada —beatífica, búdica— hasta la expresividad e incluso patetismo. La severidad románica se basa en cierto inmutabilismo, la serenidad gótica se funda en cierto mutabilismo; por eso el románico celebra la gloria de Dios y el triunfo sobre el tiempo y la muerte, mientras que el gótico concelebra la pasión de Cristo y la encarnación de Dios. El propio Dios está simbolizado por la luz, el sol, la luminosidad pura (presuntamente blanca), pero encarnada a través de los colores vitrales y las formas sensibles. 565

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Y es que la catedral gótica es el centro medieval de la ciudad, en cuya construcción participan las agrupaciones gremiales, las actividades comerciales y la universidad posibilitada por las escuelas catedralicias abiertas por el Cabildo. De esta guisa, pasamos de una concepción eminentemente intra/espacial, como es la concepción románica, a una conciencia eminentemente extra/temporal como la gótica, en la que la catedral funge cual casa del pueblo en donde se oficia la liturgia, se entierran los muertos, se hace cultura artístico-musical y se proyecta un teatro dramático-religioso y civil. Ahora la Casa de Dios es la Casa del Hombre, de modo que la catedral gótica representa el eje de convergencia entre lo sagrado y lo profano, Dios y el mundo, la trascendencia y la inmanencia (aunque la balanza se incline como veremos al primer polo trascendente). 2. La caverna mitológica Llegados a este punto quisiéramos dar un paso atrás para poder avanzar después mejor. He aquí que el templo religioso y la iglesia cristiana tienen detrás una prehistoria que remite a la caverna paleolítica, a la cueva neolítica, a la gruta mitológica. En efecto, la caverna ha sido el primer abrigo natural y el primer santuario, la primera casa y el primer refugio para vivos y muertos. Como ha escrito E.O. James en su obra El templo: el espacio sagrado de la caverna a la catedral: La denominación templum es un derivativo de la palabra griega témenos que significa santuario (hieròn) o recinto (períbolos), indicando un área sagrada (sacellum) consagrada a la adoración y servicio del dios cuyo altar, estatua o lugar sagrado comprendía. De este modo, detrás de un templo arquitectónico yace una larga historia, que se remonta a un tipo primitivo más simple de santuarios rupestres y estructuras megalíticas del paleolítico superior y neolítico, respectivamente, a los notables templos malteses, a los monumentos tipo Stonehenge y los «lugares altos» en la punta de las colinas, y más tarde los templos rupestres indios y los témenos minoico-micénicos, con su altar y lugar santo. Igualmente en la historia posterior, las basílicas rectangulares con columnas, empleadas como tribunales y lugares de asambleas públicas en Roma y Pompeya, aunque no fuesen prototipos paganos de las iglesias cristianas, tuvieron sin embargo una considerable influencia sobre la arquitectura eclesiástica durante el si566

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glo IV después de Cristo y después de él, cuando se vio que podían adaptarse a los fines del culto comunitario. Incluso la basílica parece haber tenido comienzos más simples, derivándose de la casa romana, exactamente como el culto cristiano empezó en las viviendas particulares en la hora apostólica. Sin una razón muy acuciante y una causa determinante los hombres no habrían penetrado en las profundidades casi inaccesibles de numerosos santuarios en cavernas, y no hubieran pintado dibujos mágicos religiosos de animales, a menudo en lugares muy difíciles e incluso peligrosos, y no habrían realizado ritos en relación con ellos. Tampoco habrían creado los vastos monumentos megalíticos, los grandes «lugares altos» ni hubieran erigido los centenares de maravillosos templos. Todos estos lugares sagrados son expresión de creencias religiosas, emociones y valores espirituales profundamente sentidos, así como modos de adoración ritual y dramas estacionales.3

En la mitología vasca es posible rastrear este trasfondo prehistórico de cavernas, cuevas o grutas que funcionan como santuarios, en los que pueden aún admirarse las famosas pinturas rupestres de animales, signos y símbolos ancestrales. Muchos prehistoriadores, como el propio E.O. James, han interpretado las cavernas rupestres como el ámbito materno de la diosa Madre, mientras que J.M. Barandiarán ha asociado los animales rupestres pintados en las cuevas vascas con el ciclo mitológico de Mari, la diosa Madre de la tradición vasca. Según los expertos, en las cuevas como lugares sagrados el hombre realizaba rituales para conjurar la caza, disfrazándose con máscaras de animales con el fin de propiciar la reproducción animal y facilitar su obtención para la supervivencia. En este mismo contexto a favor de la supervivencia habría que situar los enterramientos humanos, ritualmente acompañados de amuletos y conchas, comida y utensilios, pigmentando los cadáveres de rojo sanguíneo y depositados en posición fetal. Como ya hemos mostrado en otro lugar, la mitología vasca nos ofrece al respecto un interesante horizonte cultural para entender la religión prehistórica. Por una parte proyecta una visión animista del universo, por cuanto cohabitado por númenes o espíritus, fuerzas numinosas o sagradas y almas de los antepasados. El animismo es la antigua religión vasca, animismo que posibilita la creencia en la magia concebida como influjo o influencia DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mística de lo espiritual en lo material. En efecto, la realidad visible es una protuberancia o extroversión (Indar) que está condicionada por la potencia mágica (Adur) que traspasa interiormente todas las cosas dotándolas de cohesión, ligación y religación. La clave del exterior está pues en lo interior, lo que equivale a decir que la clave de lo visible está en lo invisible. Se trata de una concepción religiosa que encuentra su paralelo en otras religiones, incluida obviamente la cristiana, en efecto, el equivalente cristiano de Adur e Indar es la Gracia (sobrenatural o divina) y la Acción (natural o humana), lo divino y lo mundano, la trascendencia interior y la inmanencia exterior.4 A partir de aquí puede entenderse perfectamente la cosmovisión vasca tradicional, según la cual la Tierra es el Cuerpo materno del universo, cuya Alma madre es la diosa Mari. Pues bien, este esquema animista se repite en el contexto humano, en el que la Casa o caserío/casería es el Cuerpo materno del universo familiar, cuya Alma madre es la propia Ama de la casa. Se trata de una cosmovisión de fondo matrial o matricial, caracterizada por su animismo de signo pre-indoeuropeo y pre-cristiano. En efecto, es propio de la cosmovisón indoeuropea la presencia del Dios Padre, mientras que es propio del cristianismo la superación del alma y del animismo por el espíritu y el espiritualismo de carácter más elevado o celeste, sobrenatural o abstracto. Por ello la religión vasca de Mari es una especie de ética naturalista basada en el equilibrio dinámico entre los contrarios y la armonización de los opuestos: una religiosidad típicamente pagana que puede servirnos de trasfondo y contrapunto para nuestra religiosidad moderna y su ubicación cultural. En efecto, hay grandes divergencias entre la religión rupestre y una religión catedralicia. Y, sin embargo, también hay grandes convergencias que hacen de su comparación una cuestión bien intrigante. 3. La caverna y la catedral: Mari y Cristo He aquí que la cueva prehistórica de Mari simboliza el cuerpo interior y matricial del universo, cuya Alma madre es la propia Diosa vasca. En su recinto sagrado de la cueva paleolítica se albergaban enterramientos de difuntos, se realizaban ritos mágicos de fertilidad-fecundidad, se cobijaban los humanos y se pintaban los símbolos de animales, figuras y signos sigDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nificantes o significativos. La caverna cohabitada por Mari es el Eje del mundo, el Centro de la tierra, el ámbito sacral de la realidad realísima por cuanto contiene oro y piedras preciosas, tesoros atesorados, ríos de leche y miel: todos símbolos de carácter mágico y supernatural (en este contexto pagano debemos hablar propiamente de lo supernatural, ya que lo sobrenatural pertenece a un contexto ya cristiano o trascendente). O la cueva como quitaesencia de la realidad existencial, caverna plutónica o de Plutón cuyo valor sacral contrasta con la caverna platónica o de Platón ya devaluada por la cosmovisión celeste o idealista. Así pues, hay que situar el templo en general y la catedral en particular en la larga historia que va de la cueva a la iglesia. Ambos son lugares sagrados de cobijo y acogimiento, de sacralidad y magia (natural o sobrenatural, pagana o mística, animista o espiritual, realista o sacramental). Ambos son también el Arca del mundo, el Hueco salvador, el Hogar del hombre, el Eje del cosmos y el Centro concentrado de la vida interior. La propia catedral se autodenomina la iglesia-madre (ecclesia mater), representando la gran Barca que nos salva del naufragio en el mundo exterior, cuya alma mater es la Virgen María, auténtica «alma del mundo» en el cristianismo católico. Incluso puede hablarse de una cierta continuidad entre la caverna prehistórica y la catedral histórica, ya que hay un punto medio o medial que intermedia ambas: es la Cueva tradicional cohabitada por la Virgen que ocupa ese ombligo (ónfalo) del universo, o bien que se aparece milagrosamente a los niños como en Lourdes y Fátima.5 Si en la caverna de Mari se recoge la quintaesencia mágica de todas las cosas, en la iglesia de Cristo se recoge la quintaesencia santificada de todas las cosas. Tanto la caverna como la catedral albergan los arquetipos de las realidades, las cuales representan los meros tipos externos de aquellos allí albergados. En efecto, Mari aparece en la mitología vasca a la puerta de su cueva portando un Peine en la mano derecha y un Espejo en la izquierda: el espejo refleja el universo mundo, al que el peine peina o articula vitalmente. Por su parte, Cristo aparece con la mano derecha levantada bendiciendo el mundo y con la mano izquierda sosteniendo un libro: el libro es el libro de la vida, el logos o verbo escriturado, el espejo del mundo, mientras que con la mano derecha a 567

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modo de peine simbólico o místico repeina y bendice la realidad ordenándola. Así comparece el «Dios Bello» de la catedral de Amiens, o bien el Cristo de la «Pala d´Oro» en la catedral de San Marcos, con el libro relleno de piedras preciosas brillantes a modo de espejo de la creación, libro abierto que se muestra a todos. Este simbolismo recuerda la simbólica figura de la Venus de Laussel, la cual porta en su mano derecha una especie de media luna o cuerno de la abundancia, mientras reposa su izquierda en el vientre abultado: en donde de nuevo comparecería la mano derecha con un símbolo de fertilidad o fecundidad, de vitalidad o revitalización, de bendición o positivación, al tiempo que la mano izquierda asume el espejo del mundo, el libro de la vida o la naturaleza pregnante y preñada. Será el pintor renacentista Piero della Francesca quien, en pleno siglo XV, reproduzca en su cuadro Madonna del Parto, la escena de una Madre con su mano derecha sobre el vientre grávido del Sol naciente (Cristo), mientras que su izquierda reposa pasivamente sobre su costado. Curiosamente a su derecha un ángel claro eleva su mano derecha solamente, mientras que a su izquierda un ángel más oscuro eleva su mano izquierda lunarmente.6 En la basílica franciscana de Aránzazu, cuyo friso es de Oteiza, podemos observar la iglesia interior construida como una caverna prehistórica y decorada por Néstor Basterretxea como un santuario paleolítico, con su retablo rupestre de figuras sagradas. No debería olvidarse en este contexto que, según la propia mitología vasca, en la cueva de Mari se reunía la gente para comer un carnero, que es el animal predilecto de la Diosa. Esta comunión pagana nos recuerda la comunión cristiana que, bajo el nombre de Eucaristía, come el cuerpo y sangre de Cristo, el cordero de Dios, bajo las especies de pan y vino. Obviamente hay aquí, como siempre, continuidad y discontinuidad, ya que en torno a Mari se celebra el Akelarre o fiesta sexual de fertilidad/fecundidad, mientras que en torno a Cristo se concelebra la fiesta del amor sublimado espiritualmente: es la continuidad/discontinuidad entre el festejo de eros y la fiesta del ágape.7 En definitiva, es la misma continuidad/discontinuidad entre el animismo pagano y el espiritualismo cristiano. Por eso la catedral, cuerpo materno del universo eclesial, tiene por alma 568

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madre a la Virgen Madre, pero su Espíritu está representado por el Dios cristiano. Si el animismo pagano encuentra en el elemento tierra su expresión simbólica, telúrica o terrestre, el espiritualismo cristiano está simbolizado por el elemento aire, que es el elemento típico de la catedral gótica y de su espíritu aéreo: Trenzan la tarde con su vuelo limpio Las alas del vencejo, Levantan en el aire catedrales De algarabía y plumas, Alzan etéreas cúpulas de nada, Techumbres de extravío, Capiteles de gárrula delicia.8

Esta misma identidad y diferencia aparece en el territorio simbólico de los números. El número tres es el más importante tanto en la cosmovisión pagana vasca como en la cosmovisión cristiana; y, sin embargo, este número designa cosas diferentes o diferenciadas. En efecto, el número tres simboliza los tres reinos que la diosa Mari cohabita, así como específicamente la conjunción de la tierra, la luna y el sol que ella misma coimplica. Pero en el cristianismo el número tres simboliza a la Trinidad del Padre creador, el Hijo redentor y el Espíritu Santo santificador, puesto que se trata de una Trinidad intermasculina. Esta identidad y diferencia entre animismo y espiritualismo se observa también en otros ámbitos; por concitar uno significativo, la vela o el cirio en el animismo representa el cuerpo material, mientras que su luz simboliza el alma; por su parte, la misma vela o cirio representa en el cristianismo el cuerpo de Cristo, mientras que su luz significa el cuerpo resucitado o espiritualizado. Pero concentrémonos en el simbolismo de la catedral para descubrir los paralelos y también las discordancias entre una cosmovisión y otra. 4. Teología simbólica de la catedral La catedral en general, y la gótica en particular, suele dirigir su cabecera hacia el este solar, privilegiando tanto lo alto como la derecha como honoríficos. El Cristo catedralicio triunfa sobre las figuras dracontianas o monstruosas del inframundo, cuyo máximo exponente es el diablo, el basilisco de la muerte y el áspid del pecado. Esto es una forma de mostrar que el espíritu se sobrepone a la materia; por eso las almas se representan cual pájaros ingrávidos. El hombre consta de alma espiritual, simboliDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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zada por el número tres, y de cuerpo material, simbolizado por el número cuatro, cuya suma es el siete. Y es que, como mostrara brillantemente Émile Mâle, la catedral gótica es el Espejo de la realidad omnímoda transfigurada, ya que el Cristo que preside la catedral es el principio o verbo en el que y por el que todas las cosas han sido creadas y reparadas:

Dame de París, dedicada a la Virgen Madre, ofrece un óptimo ejemplo de reproducción cristiana del mito pagano de la diosa Madre. El concitado É. Mâle lo expone así: La inmensa iglesia es el compendio del mundo, por eso hubieran querido meter allí todo lo que respira. En Notre-Dame de París sus bajorelieves testimonian su deseo de abrazar todo el universo. Un bajorelieve representa la Tierra bajo la figura de una Madre fecunda con pechos de mamar. Una muchacha arrodillada ante ella, se acerca a su seno donde se apresta a beber la vida. Otro bajorelieve simboliza el Mar: una especie de divinidad antigua cabalga sobre un pez enorme refrenado con la rienda o brida. El genio del mar lleva en su mano un navío.10

In principio Deus creavit: In verbo Deus creavit [Teología del siglo XIII]. In Christo omnia creata et postmodo cuncta in eo reparata [H. Autun].9

Fijémonos brevemente en la catedral como espejo de la naturaleza y, por lo tanto, de la creación de todas las cosas en los siete días del Génesis bíblico. En la catedral encuentra acogida el reino mineral y el vegetal, el animal y el humano, y por supuesto el divino que vence al inframundo demoníaco consignificado por monstruos, diablos, sierpes y dragones. Especial mención merece aquí el simbolismo de los cuatro animales bíblicos que simbolizan tanto a Cristo como a los cuatro Evangelistas: el león, el buey, el águila y el hombre. Se trata de cuatro símbolos cristianizados, ya que el hombre significa la Encarnación, el buey o ternero la Pasión, el león la Resurrección y el águila la Ascensión. Ahora bien, al mismo tiempo que señalan los avatares de Cristo, por así llamarlos, cosignifican los avatares del Hombre cristiano, el cual debe ser un Hombre que sufre pasión y muerte, resucita y asciende a los cielos. El mundo material es aquí símbolo del mundo espiritual o moral, lo que está de acuerdo con la pretensión cristiana de no destruir la naturaleza sino perfeccionarla. Por eso el cristianismo recoge tantos elementos paganos a los que bautiza, trasforma o transustancia en su credo. Valga como ejemplo el antiguo mito del Unicornio, el animal que posee un solo cuerno pleno de fuerza y vigor, al que sólo una doncella virgen puede amansar o apaciguar. Pues bien, el Unicornio es el Cristo pleno de fuerza espiritual, virtualidad o virtud, amansado por la Virgen María, hasta el punto de que ésta aparece cabalgando sobre aquél (así en la catedral de Lyon). Este ejemplo recuerda al diostoro Zeus cabalgado por la princesa Europa en Creta, o bien a la diosa Mari o sus sacerdotisas —las brujas— montando sobre el Buco, poniéndonos en la pista de observar la metamorfosis del paganismo en el cristianismo especialmente el católico. La catedral de NotreDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Aquí la figura de la Madre remite a la Diosa omnipariente y, por extensión, a la Virgen Madre y a la propia Iglesia Madre. Por su parte la figuración del Mar remite al continente de todo contenido, origen y fin del mundo, la vida y la muerte en unidad. La catedral se erige así en síntesis del universo, una especie de Pirámide que asume y sublima todas las cosas. Por eso ha sido comparada con una Suma Teológica medieval, especialmente con la Suma Teológica de Tomás de Aquino, aunque también cabría pensar en la obra de san Buenaventura Itinerario de la mente hasta Dios, ya que en la catedral gótica no hay sólo elementos de la tradición aristotélico-tomista sino también de la tradición platónico-agustiniano-franciscana. En todo caso ha triunfado la tesis de Erwin Panofsky sobre que la catedral gótica es un reflejo del pensamiento escolástico tomasiano. Y, en efecto, tanto en el pensamiento de santo Tomás como en la plasmación gótica hay un mismo espíritu de elevación vertical y de abstracción aérea, aunque en la Suma triunfa la forma conceptual (idealismo racional) y en la catedral reina la forma sensible (idealismo simbólico), una diferencia muy importante que suele pasar desapercibida por los comentaristas. Pues bien, quisiera detenerme un momento en ello para tratar de completar lo aportado por Panofsky. Si nos volvemos a la estructura teológica de la Suma tomasiana nos encontramos con que su lógica abstracta funciona de la siguiente manera: 1) En primer lugar, se plantea una Cuestión (Quaestio) como «Hipótesis», por ejemplo «si Dios existe» (utrum Deus sit): pero en 569

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el fondo se trata ya de una auténtica Tesis afirmada previamente por santo Tomás. 2) En segundo lugar, se lanza una «Antihipótesis» bajo la fórmula de que «parece que no es así» (videtur quod non), presentado la duda sobre la existencia de Dios: pero en el fondo se trata de un mero «parecer» que no es la verdad según santo Tomás. 3) En tercer lugar, se presenta la «Contraantihipótesis» bajo la fórmula «pero por el contrario» (sed contra): se trata de la reafirmación de la Hipótesis primera como Tesis firme, contrariando el parecer de los increyentes en nombre del ser de los creyentes. 4) Finalmente se realiza la «Síntesis» bajo la fórmula «respondo diciendo que» (respondeo dicendum quod), en la cual se decide a favor de la Hipótesis y de la Tesis, y en contra de los contrarios o adversarios a la existencia de Dios.11 Dicho de forma más sucinta y sencilla, la Suma tomasiana parte de una Hipótesis que no es propiamente tal sino que es ya una Tesis preconcebida: no se trata de una auténtica Cuestión o pregunta abierta (quaestio) sino de una toma de partido previo a la discusión: la cuestión no es a disputar (disputanda) sino a computar (computanda), por eso el «si» condicional de la existencia de Dios es un «sí» incondicional a su existencia. Podemos hablar de una dialéctica puramente positiva o afirmativa que no toma en serio la negación o lo negativo, puesto que lo deniega; esta dialéctica ortodoxa se diferencia de la dialéctica negativa que tiene en cuenta no sólo al adversario sino también las adversidades concretas propias de la vida frente a la verdad abstracta o absoluta. Por eso la pregunta o cuestión de si Dios existe (condicional) se responde incuestionando dicha existencia: el utrum (si condicional) se convierte en un utrum-que o sí incondicional tanto a Dios como a su existencia. De esta forma, el acaso del si (condicional) se revierte en ser del caso y, por lo tanto, en ser incondicionalmente (lo que precisamente queda por demostrar). Y bien, este excurso sobre la lógica teológica de la Suma medieval tendría relación con la lógica gótica de la catedral medieval. En efecto, hay algo común a ambas lógicas: que el proceso de inducción o elevación de abajo arriba, de lo mundano a lo divino, está predeterminado por el proceso deductivo que procede de arriba abajo, de lo trascendente a lo inma570

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nente, del cielo a la tierra. En este sentido, cabe hablar de una inversión del modelo pagano que procede de la tierra al cielo, aunque en ambos casos precisamente lo sagrado funda a lo profano, provenga lo sagrado de abajo (la caverna, la tierra, la materia) o de arriba (la cueva celeste, el empíreo, lo uránico o espiritual).12 Conclusión: catedral laica y abstracción simbólica La catedral en general y la gótica en particular aparece como un «resumen» del mundo transfigurado religiosamente. Émile Mâle ha podido escribir: «La catedral (gótica) es un compendio del mundo y, en consecuencia, todas las creaturas de Dios pueden entrar en ella. La catedral es un ser viviente, un árbol gigantesco lleno de flores y pájaros. La catedral es el mundo, la humanidad los fieles y el Espíritu Dios. Al fondo de su arte, como al fondo de todo arte verdadero, se encuentra la simpatía, el Amor»13. La catedral se erige así en síntesis de contrarios, la vertical celeste y la horizontal terrestre, la cabeza y los pies, el oriente solar y el occidente decadente. El arco ojival significaría bien esta síntesis de contrarios a través de la triangulación, en la que se sintetizan dos secciones intersectadas, si bien en equilibrio desequilibrado a favor de la trascendencia. Pero la catedral cristiana tiene una larga prehistoria que nos conduce hasta la caverna paleolítica: si la catedral cristiana está dominada por el Pantocrátor que todo lo bendice, la cueva mitológica está dominada por la Pantacrátera, la diosa cuyo ónfalo/ombligo simboliza el regazo del mundo que todo lo acoge. Ahora bien, si la catedral tiene detrás la caverna paleolítica, delante se encuentra la catedral laica, cuyo arquetipo bien puede ser nuestro Museo Guggenheim, auténtica caverna posthistórica que refleja el mundo y lo repeina artísticamente, así como barca soteriológica que acoge la realidad para su transfiguración estética. La propia catedral (gótica) ha posibilitado con su elevación abstracta el abstraccionismo contemporáneo, el cual obtiene sentido no como mero abstraccionismo vacuo sino como abstraccionismo simbólico. En efecto, como muestra la propia catedral gótica, no hay auténtica elevación sin descensión, no puede haber auténtica abstracción sin condensación, no debe haber auténtica globalización sin localización, no tiene que haber DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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razón o verdad abstracta sin tener en cuenta el sentido concreto. Ésta es la gran lección (post)moderna de nuestro tema de estudio: el abstraccionismo sólo tiene sentido como abstraccionismo humano, axiológico o simbólico (de donde la crisis actual del abstraccionismo puro, purista o puritano).14 Notas 1. Chateaubriand, Memorias de ultratumba, Alianza, Madrid 2004, p. 88. 2. Al respecto Daniel-Rops, La Iglesia de la catedral y la cruzada, Caralt, Barcelona 1956; también G. Durand, La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires 1975. 3. E.O. James, El templo: el espacio sagrado de la caverna a la catedral, Guadarrama, Madrid 1966, pp. 19 y 20. 4. Sobre la mitología vasca, José Miguel de Barandiarán, Obras Completas, La Gran Enciclopedia Vasca, tomo I y II, Bilbao 1980; al respecto A. OrtizOsés, La diosa madre, Trotta, Madrid 1996. 5. Sobre la Virgen María como Alma del mundo, véase G. Durand, Cahiers de l´Université St. Jean de Jerusalem, 6, 1980. 6. Al respecto, Adele Getty, La diosa, Debate, Madrid 1996. 7. Puede consultarse ahora sobre eros-ágape la Encíclica de Benedicto XVI, Deus charitas est, Vaticano, Roma 2005. 8. M. Moreno, La saliva del sol, Visor, Madrid 2006. 9. Véase al respecto sobre Honorio de Autun a É. Mâle, L’art religieux du XIII siècle en France, Colin, París 1990. 10. É. Mâle, op. cit., pp. 117 y ss. 11. Puede consultarse la Suma Teológica de santo Tomás en Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1980; de E. Panofsky véase Architecture gothique et pensée scolastique, Minuit, París 1967. 12. Al respecto M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Alianza, Madrid 1990. 13. É. Mâle, op. cit., «Conclusión», p. 111. 14. Al respecto A. Ortiz-Osés, Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2004. (Agradezco aquí a mis colegas Josetxu Martínez y Fernando Vela su ayuda bibliográfica.)

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Terror Comencemos por el respecto temporal: permítaseme delimitar como «contemporánea» la única época que creyó de veras serlo y que, paradójicamente, en lo que se me alcanza ha DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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dejado de ser tal en ambos casos: ha dejado de ser nuestra época, ingresando en el pasado como (breve) período ya histórico, y ha dejado de ser contemporánea, y ello no sólo en el banal sentido de que ya no existe, o mejor: de que está dejando de ejercer efectos como soporte de una «cosmovisión», sino en el sentido estricto de que sólo esa época creyó reunir de veras en sí a todas las demás épocas, formando algo así como una laguna o pool de los tiempos, en donde todos ellos venían a remansarse y a juntar sus aguas —luego revueltas según gustos y capacidades de los «contemporáneos». No en vano muchos creyeron que en ella se estaba cumpliendo el sueño de Alexander Kojève (actualizado por Francis Fukuyama) sobre el fin de la historia. Siguiendo una convención universal, y aunque a casi nadie le haya gustado la denominación (incluyendo a quienes la pusieron en circulación), llamamos a esa época postmodernismo. Sus límites son bien precisos; en efecto, de creer al crítico de arte Charles Jenks: «La arquitectura moderna murió en San Luis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 3 horas y 32 minutos de la tarde».1 En ese momento se procedió a la voladura del conjunto de viviendas protegidas Pritt-Igoe: un complejo inaugurado en 1955 y construido según los dictados del llamado International Style, o sea del funcionalismo, sobrio y geométrico, según las doctrinas de Mies van der Rohe y de Le Corbusier. En este caso, las necesidades cotidianas pusieron de sobra de manifiesto las insuficiencias del racionalismo para la vida. Este explosivo evento sirvió por así decir de «pistoletazo de salida» de un movimiento que había venido larvándose a partir de las revueltas de 1968, que tuvo su punto culminante entre 1989 y 1991, con la caída del Muro de Berlín y la subsiguiente desaparición del denominado socialismo real y el descrédito —se quiera o no— del marxismo, no tanto como corriente filosófica sino como movimiento insurgente y mesiánico de salvación. Pues bien, no es descabellado aventurar que la postmodernidad acabaría diez años después, y también por una explosión: la del 11 de septiembre de 2001; una explosión no controlada esta vez, ni menos realizada a favor de una vida más digna, sino, muy al contrario, imprevista y descomunalmente sangrienta, llevada a cabo con el declarado propósito de acabar inmediatamente con la vida del mayor número posible 571

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de «cruzados» (en primer lugar, judíos y cristianos, mas también, por extensión, todos los no-creyentes, todos los hombres que no estuvieren integrados en el Islam, o sea, redundantemente: en la «Unión»), y de amenazar en general, mediata e indefinidamente, tanto al «Gran Satán» (los Estados Unidos de América) como a Israel, a sus aliados y, en definitiva, a quienes no comulgasen activamente con el credo fundamentalista islámico. Un procedimiento típico de las sectas del ocaso:2 enquistarse virulentamente, enroscarse de tal modo sobre sí misma y sus adeptos, que todo el resto ha de ser declarado necesariamente enemigo a combatir. Tristemente, el 11-S ha tenido una continuación terrible (la coda de la postmodernidad en vías de extinción) en Madrid, el 11 de marzo de 2004, haciendo explotar simultáneamente varios trenes de cercanías en torno a la estación de Atocha. En fin, todo esto es bien sabido (las heridas no están cerradas todavía, y tardarán en cicatrizarse por ambos lados, pues aunque cueste creerlo, parece incluso que existe un espíritu de «venganza» por parte de los terroristas escapados del asedio policial, o por parte de allegados y afines, porque de resultas del atentado siete terroristas optaron por suicidarse días después antes de entregarse a las fuerzas del orden). Pero me pareció en cambio significativo hacer notar que dos explosiones, y de signo diametralmente opuesto, han constituido los límites de la postmodernidad: un período que habría durado por tanto poco más de treinta años. Podemos ver la primera explosión: la de San Luis, Misuri, como símbolo global, en el plano artístico y social, de la política de distensión entre los bloques entonces hegemónicos: USA y URSS, con el consiguiente languidecimiento de la llamada Guerra Fría y el inicio de un nihilismo lúdico del cual sería portavoz y bandera, en el respecto filosófico, el pensiero debole de Gianni Vattimo o Pier-Aldo Rovatti o el neopragmatismo de Richard Rorty, junto con «compañeros de viaje» más serios y rigurosos (aunque, quizá por ello mismo, menos representativos de la condition postmoderne), como Jacques Derrida, Jean-François Lyotard o Gilles Deleuze. Pero, en retrospectiva artística y cultural, quizá nadie como Guy Debord, con su La sociedad del espectáculo (¡de 1967!3) y la Internacional Situacionista, haya marcado más pregnantemente, para bien o 572

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para mal, esta época ahora capitidisminuida (sobre todo si se piensa en la «doble cabeza» del World Trade Center neoyorquino): de ello hablaremos en seguida. Desde luego, la postmodernidad surgía de un período álgido, el de la Guerra Fría (a partir especialmente de 1949, con la creación de la RDA y la rigidificación del «Telón de Acero»). En ella sí que pueden encontrarse ejemplos artísticos de genuino terror, especialmente en dos filmes del maestro Stanley Kubrick: La naranja mecánica y Doctor Strangelove. Telefóno rojo: ¿Volamos hacia Moscú?, por no hablar de las numerosas manifestaciones contraculturales surgidas en torno a la guerra de Vietnam, cuya coda sería magnífica y ambiguamente cantada à la Nietzsche por el tándem John Milius-Francis F. Coppola en Apocalypse Now, de 1979: un filme altamente esclarecedor, por cuanto en él se produce la decidida transición del terror, tanto termonuclear (Drop the Bomb! Exterminate them all!, escribe enloquecido el coronel Kurtz) como ancestralmente salvaje (el ritual de exterminio en las cerradas selvas del Alto Mekong), la transición del terror —digo— a la gigantesca maquinaria del simulacro mediático que la película denuncia, siendo ella misma, a la vez, el mejor y quizá más alto «producto» de esa conversión literalmente espectacular del terror. Desde entonces, bien puede decirse que durante toda la postmodernidad apenas ha habido expresiones genuinas —o sea «traducciones» artísticas— del terror, a pesar de la proliferación de filmes denominados de «terror», desde el gore y las stuff movies a las más tradicionales historias de vampiros, matanzas, mutilaciones y demás casquería variada. Claro está, una afirmación tan rotunda —lindante quizá con lo dogmático— debe ser entendida desde una demarcación precisa de lo que pueda considerarse como producto o expresión terrorífica, más allá de las etiquetas para consumo masivo. En general, y con independencia de que más adelante ofrezcamos aproximaciones más matizadas, podemos definir el terror (siempre en el plano artístico) como el sentimiento angustioso surgido de la combinación, inesperada y súbita, de lo sublime y lo siniestro. Se trata, pues, para empezar, de un «sentimiento», es decir de una emoción o conmoción, de un movimiento en el que se difuminan las fronteras entre lo subjetivo y lo objetivo, entre DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el Yo y el Mundo, de manera que, desde el primer respecto, se encuentra alterada, obstaculizada y hasta impedida la capacidad de respuesta racional, de razonamiento coherente, junto con la facultad de decidir o de operar deliberadamente, induciendo en cambio reacciones anormales, excesivas, alienada como se halla en este caso la conciencia, sea individual o (casi siempre) colectiva. Desde el segundo respecto, el objetivo, el mundo parece estar en manos de una Potencia inescrutable y fatídica, que juega cruelmente con las vicisitudes humanas. No en vano se hablaba en los años sesenta de M.A.D. (Mutual Assured Destruction), teniendo en cuenta que las siglas forman la expresión inglesa mad, es decir: «loco». Una forma bien plástica de hablar del inestable equilibrio del terror nuclear, y de la consiguiente paralización para realizar acciones a escala global, por parte de las dos superpotencias. Adviértase, además, que al tratarse de un «sentimiento» (en el que, por definición, se desvanece la noción de la verdad en cuanto adecuación del pensamiento a la realidad), éste puede ser debido a una alucinación, aun cuando tenga fundamentum in re, que decían los escolásticos. Recuérdese sin ir más lejos la proliferación de filmes de la Serie B en los que alienígenas, monstruos o mutantes no constituían sino una extensión exagerada y fantasiosa (justamente como parábola) de los temores de extinción del entero género humano a causa de la energía nuclear, o de su posible salvación de seguir las consignas de un «redentor» (como en Ultimátum a la Tierra), o de un puñado de individuos anómalos (integrados, pero algo rebeldes: científicos, policías o periodistas), como en la espléndida Them!, de Gordon Douglas. En segundo lugar, este sentimiento se acerca más al lado de la angustia que al del miedo o temor. Como es sabido, ha sido Martin Heidegger quien con mayor rigor ha deslindado estos dos estados de ánimo. Dicho con cierta brevedad, y sin entrar en la jerga heideggeriana, podemos decir que el objeto del miedo es siempre algo determinado, algo que se nos presenta dentro del mundo, ya sea como una «cosa» que se resiste a ser meramente contemplada a distancia y en seguro, como un «útil» o instrumento que de pronto se revela amenazador y nocivo, o como otro hombre, como un «semejante» que no menos inopinadamente se enfrenta a nosotros. En cualquiera de estos caDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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sos, lo temible se halla dentro de un círculo cotidiano de significatividad, o sea de un «mundo a la mano», revelándose en él como algo que nos resulta adverso. Por utilizar una terminología cara a Carl Schmitt, y ampliamente difundida, podemos decir que lo temible es un inimicus, o sea un «no-amigo»: forma parte de mi mundo, y en este sentido lo acojo y entiendo, pero está contra mí.4 En el miedo, el sujeto que intenta escapar queda justamente sujeto a la circunstancia amenazadora, de manera que resulta ofuscado para todo cuanto no sea su propio miedo: «pierde la seguridad —dice Heidegger— para todo lo demás», es decir, «pierde la cabeza».5 En cambio, la angustia no tiene objeto ni causa, sino que se presenta como una radical indeterminación (de ahí la necesidad psicológica de buscar un objeto temible, de poner un nombre común al peligro; p. ej., «fundamentalismo islámico»). Uno no está angustiado por tal o cual cosa, sino al contrario: porque las cosas, nuestro «mundo», el horizonte de significatividad y comprensión, se aleja, y nos deja desnudos, inermes, ante... lo Otro, ya sea la «nada» (como en Heidegger) o el il y a (el ser, opaco y nocturnal, de Lévinas y Blanchot). Según la certera expresión de Heidegger, en la angustia nos escapamos de nosotros mismos: «en realidad, no somos “yo” ni “tú” los desazonados, sino “uno”. Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada adonde agarrarse».6 De todas formas, no es preciso ni mucho menos seguir a Heidegger (o a Blanchot) en sus extremas elucubraciones (la angustia descubriría la «nada» como «ser», separado de lo ente). Basta meditar un poco sobre el uso de nuestras expresiones o sobre la plasmación cotidiana, y artística, de lo «angustioso», para darse cuenta de que, al contrario de lo que acontece en el miedo (que corrobora más bien «nuestro» mundo, al hacer ver dentro de él al adversario), la angustia tiende a desbaratar toda acepción de «yo» o de «nosotros», desde el momento en que Eso que angustia no es un Él (una tercera persona), sino lo Otro: lo que se hurta a todo sentido —justamente— común, lo que se niega a estar presente y, por ende, a ser representado. Si el terror nuclear, por ejemplo, angustiaba, y todavía angustia —como en el Medievo lo hiciera la peste negra o en la Edad Moderna la brujería—, ese sentimiento no vendría propiciado tanto por la posibilidad de ex573

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tinción del género humano (y del planeta por él habitado) cuanto por la imposibilidad de pensar la autoaniquilación, en cuanto producto de la racionalidad técnica enderezada a la habitabilidad de la Tierra. Esta vuelta completa de la inteligencia sobre y contra sí misma: esta sinrazón de la razón (recuérdese la sigla M.A.D.), esta irracionalidad en fin de la racionalidad misma es la que provoca el cortocircuito del terror. En tercer lugar, es este carácter angustioso del terror lo que nos permite desembocar en su rasgo más llamativo, a saber: la compenetración de lo sublime y de lo siniestro. Conviene adelantar cuanto antes que ese sentimiento «sublime», aunque viene analizado primero por Kant, no es sin embargo propiamente kantiano. En efecto, y como es bien sabido, lo sublime es para Kant el sentimiento resultante de un desbaratamiento del juego libre, puramente formal, de las facultades cognoscitivas: el entendimiento y la imaginación.7 Ésta, la imaginación, se encuentra con —o más bien se ve enfrentada a— una suerte de impensable e impresentable «Objeto» que rebasa su doble capacidad de «comprehensión» (es decir, de captar de golpe una serie de percepciones como algo único y bien delimitado, mediante una imagen, regulada por un esquema o regla de construcción) y de «aprehensión» (es decir, de establecer la continuidad y sentido de las distintas sensaciones y percepciones, mediante reglas de asociación y de causalidad). En una palabra, «Eso» que suscita el sentimiento de lo sublime rompe las convenciones espaciales y temporales. Por su parte, el concepto no encuentra palabras (por decirlo metafóricamente), o sea no encuentra una ley bajo la cual subsumir el caso por el que la imaginación se ve avasallada. Con todo, lo sublime (en alemán: das Erhabene, lo «excelso» o «elevado») se encuentra, por así decir, domesticado a priori por Kant. En primer lugar, porque eso «Otro» impresentable es englobado bajo un nombre en el fondo bien conocido: la Naturaleza. Y sobre la naturaleza tiene poder el hombre, o mejor: es ella la que lo incita, lo «desafía» constantemente a ejercer poder contra ella, mediante la técnica. De modo que, al cabo, lo sublime «natural» parece más bien una ocasión de lucimiento por parte del hombre ilustrado, del tecnocientífico. Así, dice Kant, lo sublime sirve más bien «para que nosotros po574

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damos medirnos con la aparente omnipotencia de la naturaleza», de modo que lo sublime nos resulta, significativamente, atractivo: «con tal de que nos encontremos en lugar seguro».8 Como se ve, no hay mejor «domesticación» de lo sublime que esta conversión de lo Otro angustioso en un conjunto de «objetos» manipulables, representables además en su conjunto por las bellas artes (el paisajismo «desbocado», henchido de huracanes, tempestades, erupciones, y de toda la escenografía propia del paso del neoclasicismo al romanticismo), lo que —según Kant— deja ver primero la superioridad técnica del hombre respecto al mundo, y luego, y sobre todo, el fundamento último de esa superioridad: el infinito valor moral del hombre como ser racional. Por el contrario, y sin negar desde luego la impronta kantiana, habría que entender —en relación con nuestro «terrorífico» tema— lo sublime más bien en el sentido de Adorno y de Lyotard.9 Ante una naturaleza más bien vencida, humillada y esquilmada por una Ilustración que ha acabado por perder todo «lustre», a base de convertir en mito irracional su propio programa fundacional, lo «sublime» se habría refugiado más bien en las artes, y sobre todo en el arte no figurativo, allí donde «Ello» —como en el expresionismo abstracto o el arte conceptual— se niega a ser reconducido a un esquema técnico o estético, mostrando con toda brutalidad su componente matérico, dejando entrever allí algo rabiosamente «inhumano». Como dice con toda precisión Adorno: «La idea que Kant tuvo del arte era la de servidor del hombre, pero el arte se hace humano desde el momento en que reniega de ese servicio. Su carácter humano (ihre Humanität) es incompatible con cualquier ideología de servicio a los hombres. Su fidelidad a los hombres se conserva únicamente siendo inhumano con ellos (durch Inhumanität gegen sie).»10 Así que, paradójicamente, no sólo lo «irrepresentable» (lo «puesto a mano»), sino lo absolutamente inaceptable, lo irrecuperable en cuanto «No-Humano» (sensu lato: el hostis que está al otro lado de la relación amicus-inimicus) podría salvar la raíz de lo humano, amenazada por la teratológica expansión de lo «Humano».11 Ahora bien, no todo lo «sublime» (en este sentido, que incluye en sí lo «angustioso») causa desde luego terror: Malloy dies, un minimal de Judd, o la intervención romana Asphalt run DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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down de Smithson pueden producir estupor y hasta irritación, pero difícilmente serían sentidos como algo terrorífico. Como hemos señalado antes, sólo en combinación con lo siniestro puede ser sentido «algo» como causa de terror. El término español «siniestro»12 no tiene, con todo, un sentido tan rico e inquietante como su equivalente en italiano: lo spaesante (es decir: aquello que le arrebata a uno «país» y «paisaje», dejándolo literalmente desorientado, desconcertado), y sobre todo en alemán: das Unheimliche, literalmente «lo inhóspito»,13 lo «desarraigado» por falta de hogar (Heim). Como era por demás de esperar, Heidegger conecta estrechamente angustia y Unheimlichkeit como un: «no estar en casa». Lo «siniestro» se revelaría en la pérdida del «mundo», propia de la angustia. Sin embargo, y aun reteniendo estos matices, resulta mucho más interesante la propuesta de Sigmund Freud en su ensayo Das Unheimliche (Lo siniestro).14 El término —señala agudamente Freud— remite antitéticamente a heimisch, lo hogareño: pero no porque apunte a un más allá, o a un derrumbamiento del ámbito familiar (como en la angustia heideggeriana). Al contrario, hay formas dialectales en las que unheimlich y heimisch cambian sin problema su significado: y es que lo «siniestro» se da en el seno mismo de lo hogareño, cuando, a través de una repetición interior compulsiva, se muestra súbitamente lo reprimido. Justamente, como un espectro, como un revenant en el que, como señaló ya Schelling, se muestra aquello que debiera haber quedado oculto. Según esto, lo «siniestro», das Unheimliche no es meramente el derrumbamiento de todo significado, para dejarnos «a solas con el ser», o con la nada, sino el lado oculto del deseo, es decir lo que realmente se desea: lo que desea Ello en nosotros. Ahora bien, parece que sólo hay «algo» que todo el mundo desea, a saber, no tanto la muerte cuanto la evitación del dolor, sobre todo el físico y violento, en cuanto —nos imaginamos— ello conllevaría el desgarramiento, la pérdida de la unidad sustancial de cuerpo y mente (de ahí, entre otros aspectos de lo siniestro, el «complejo de castración»). Sin embargo, el lado oculto, siniestro de ese deseo dice justamente que el dolor individual, separa y distingue: que sólo él permite reconocer al Otro y a lo Otro en una distancia infranqueable, irrebasable; y que sólo de este modo, como a la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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inversa y oblicuamente, es posible llegar a ser «yo». Si esto es así, podemos inferir entonces que sólo se produce genuino terror cuando lo siniestro queda estrechamente conectado con lo sublime. En efecto, este último sentimiento evoca algo de suyo irrepresentable, a saber: el espectro de lo Otro, de lo no susceptible de domesticación, o sea, literalmente: de lo inhóspito. Pero cuando esa «inhospitalidad» se descubre como el reverso de la propia familiaridad humana con el mundo, es decir —en términos de Adorno— cuando lo inhumano deja de estar al servicio del hombre (deja de producir efectos «estéticos»), salvando así la raíz de lo humano, entonces vuelve a arraigar lo «inhóspito» en el interior del propio mundo, pero como lo refractario e inasimilable. Desde el punto de vista del rechazo de todo dolor, de la anestesia aséptica de un «humanismo» al que le horroriza todo azar, toda imprevisión, es decir: todo sufrimiento, todo padecer (en el sentido de la pasividad, de la recepción de lo inesperado, y quizá insoportable), desde ese punto de vista, digo, lo inhóspito aparece literalmente como lo inmundo, como lo manifiesto que debiera haber quedado para siempre oculto. De acuerdo, pues, con todo lo anterior, el terror no consistiría en la presentación (o representación estética) del dolor o del sufrimiento. Todo lo contrario: basta con abrir la televisión o ir al cine (o asistir a algunas performances) para darse cuenta de que esa repetición compulsiva, de que esa tediosa representación en imagen ofrece una «satisfacción negativa en la propia existencia», que diría el buen Kant: obtura el terror, en lugar de hacerlo manifiesto. Eso que por lo común es llamado, justamente, «terror» —et pour cause, como en una especie de acto fallido— es lo que deberíamos denominar con mayor justeza «horror». En efecto, si el terror es, como hemos ya señalado y analizado, el sentimiento angustioso de la compenetración de lo sublime y lo siniestro latente en los mecanismos de evitación del dolor, en cambio el horror —esa suerte de «sucedáneo» burgués del terror— sería el sentimiento medroso de la exasperación del asco, de la repugnancia (en cuanto descomposición de algo bello), cuando el objeto productor, al mismo tiempo que parece volverse súbitamente peligroso o nocivo para quien se enfrenta al objeto horrendo, muestra sin embargo su vulnerabilidad, su flanco débil, con sólo que se575

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pamos contextualizarlo dentro de una narración o de un esquema de referencia, en suma: dentro de un conjunto coherente de juicios de valor. El horror, así domesticado, asegura entonces «el puesto del hombre en el cosmos» como sujeto controlador. Por ello, quien sucumbe al horror delata así su poquedad, revela que él (o ella) está muy lejos de ser nada menos que todo un hombre. Por ejemplo, recuérdese cómo los miembros de la tripulación del Nostromo van perdiendo uno a uno «la cabeza» en el primer (y en realidad único) Alien, de Ridley Scott. Todos ellos están sobrecogidos por el miedo, salvo la intrépida teniente: la única que se salva, la única que merece salvarse; pero no por abrirse a la angustiosa consideración de su imposible (aunque quizá deseada) relación con Alien (al fin, un ser «hiperfemenino», capaz de hacer que sus engendros nazcan en «vientres de encargo»), al igual que también nosotros —identificados con el ojo no menos monstruoso del voyeur— decimos rechazar asqueados esa posibilidad de conjunción lésbica, sino porque ella —una eficiente militar y científico— es la única capaz de dominar su sentimiento de asco sin abandonarse, inerte, al horror, gracias al recurso a conocimientos tecnológicos, altamente especializados, aliados a una conducta valerosa, viril, o sea: propia de todo un hombre. A tenor de lo dicho, el horror, en cuanto sentimiento producido ante la presencia de algo descompuesto, o sea, ante una belleza negativamente determinada, supone un paradójico reforzamiento del sujeto (¡no del individuo, que puede sucumbir al horror!), en cuanto autoconciencia que juzga, valora y controla. En efecto, dentro de lo que podríamos considerar como una deontología modal, es el sujeto el que ubica su propio sentimiento en el objeto, viéndolo como horroroso, esto es: como una exacerbación de lo feo; y, atravesando la descomposición que lo convierte en repugnante, el sujeto lo «retuerce» en su trayectoria y lo devuelve hacia sí y por sí, tomando por ello conciencia de sí mismo en el rechazo y la desvalorización de lo horroroso. Recuérdese por ejemplo el modo en que Margarita se niega a seguir a Fausto (el fementido «Heinrich»), cuando éste la insta a escapar de la prisión: «¡Heinrich —exclama—, me das horror!». Adviértase aquí el complemento indirecto (un dativo ético), así como la imposibilidad de de576

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cir: «me das terror». Por el contrario, el sentimiento de terror, apegado al surgimiento (casi podríamos hablar al respecto de «insurgencia» o stásis, de corte en el discurso vital... y expresivo) de lo sublime, virado hacia lo siniestro, desarticula las pretensiones de autonomía del sujeto y lo obliga a enfrentarse a lo Otro, a lo inconmensurablemente distinto a él, en un diferendo donde, de nuevo paradójicamente, el desmantelamiento del sujeto supone la posibilidad de «salvación» del individuo... propio, y ajeno (no se olvide que, según el conocido adagio escolástico, individuum est ineffabile). Por eso, la peraltación de lo terrorífico se dirige desde fuera (desde el «Afuera») al sentimiento, a la pasividad o receptividad experimentada por la acción de Algo que, restando de algún modo indeterminado, en la penumbra, es indirectamente «conocido» sólo por el efecto que causa en quien está sujeto a esa experiencia. Así, decimos que algo es «terrorífico» en cuanto que nos saca de quicio, haciendo que se pongan en cuestión, en entredicho, todas nuestras convicciones y nuestra propia cosmovisión, mientras que lo causante del terror se retira, reptante, hacia atrás, guardando las distancias: sin posibilidad de domesticación, es decir sin que podamos reintroducirlo pausada y rítmicamente en nuestra propia casa. De ahí la proverbial dificultad del arte para hacerse con el terror (desde los Misterios eleusinos —sobre los que, recuérdese, había que guardar absoluto silencio— a la experiencia del Terror en las revoluciones de 1789 o de 1917). De acuerdo con esta distinción fundamental, y por volver a nuestra pasada época postmoderna, bien podemos entonces aventurar que, en ella, ha habido una sobreabundancia de representaciones horrendas (muchas de ellas, en el sentido estéticamente vulgar del término, por cierto) y muy pocas genuinamente terroríficas. Como ya se lamentaba Adorno, ha continuado habiendo un exceso de arte «al servicio» del hombre, o con mayor precisión: del hombre occidental, blanco (externa o «internamente»: o sea, interiorizando los valores tradicionales), cristiano, ilustrado y propietario, aunque sólo sea de acciones y bienes de consumo. Un arte fácilmente interpretable como una suerte de mecanismo de compensación ante una existencia cada vez más alienante y globalizadora, o sea: cada vez más regida por imperativos económicos, lo cual significa, en definitiva: regida por criterios cuanDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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titativos y, por ende, uniformizadores. La cuestión es si ahora, al cabo de la calle postmoderna, retorna el terror (o al menos, lo «sublime inhumano») que en la era nuclear se enseñoreaba del arte de posguerra, o bien si aquél, el terror, resulta hoy tan poderoso, tan insoportable y refractario a toda representación, que el arte no puede darle acogida, ni con función catártica (casi diríamos, «medicinal», purgante) ni como revulsivo profundo, para aproximar al hombre, hastiado de tanta postmodernidad, al otro lado, al reverso en sombras de su deseo. Notas 1. The Language of Post-Modern Architecture. Londres 19844 (orig.: 1977), p. 9. 2. Me permito remitir al efecto al cap. correspondiente de mi Filosofía para el fin de los tiempos. Akal. Madrid 2000. 3. Entre nosotros ha tenido que pasar casi toda la postmodernidad para que apareciera una traducción de este libro liminar (o seminal, como dicen los americanos), a cargo de José Luis Pardo (Pretextos. Valencia, 1999). Por cierto, Debord sigue pensando —muy en coherencia con lo que dijimos antes de una época literalmente contemporánea— que desde 1967 no ha cambiado en absoluto su diagnóstico sobre la sociedad del espectáculo. 4. Cf. los cuidadosos análisis del «temor» en Ser y tiempo § 30. Tr. J. Gaos. F.C.E. 1951, pp. 157 y ss. 5. ¿Qué es metafísica? Tr. X. Zubiri. Cruz del Sur. Madrid 1963, p. 32. 6. Op. cit., p. 34. 7. Véase el Segundo Libro («Analítica de lo sublime») de la Primera Sección de la ya citada tercera Crítica (§§ 23-29; Ak. V, 244-266). 8. Op. cit., § 28; V, 261. 9. Véase al respecto el volumen colectivo, a cargo de Christine Pries, Das Erhabene. Zwischen Grenzerfahrung und Grössenwahn. VCH. Weinheim 1989. 10. Ästhetische Theorie (Gesammelte Schriften. Suhrkamp. Frankfurt 1970; 7, 292 y ss.). Lyotard ha radicalizado esta posición humanamente «inhumana» en Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo (1988). Manantial. Buenos Aires 1998. 11. Me permito remitir al respecto a mi Contra el humanismo. Abada. Madrid 2003. 12. En español contamos con el celebrado libro de Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro (1981), Ariel. Barcelona 1992. Certeramente señala Trías que lo siniestro (entendido como «lado oscuro» o maldito del «deseo»), sin mediación ni elaboración, destruye todo efecto estético, siendo el límite externo, algo así como el non plus ultra del arte. 13. Como «inhospitalidad» ha vertido J. Gaos el término Unheimlichkeit en su traducción de Ser y tiempo. Para lo que sigue, véase § 40, p. 208 y ss. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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14. Publicado junto con El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann (el cuento analizado pormenorizadamente por Freud), tr. de C. Bravo Vilasante. Hesperus. Barcelona 1991.

FÉLIX DUQUE

Testamento: J.J. Rousseau Lo que se debe hacer depende mucho de lo que se debe creer [J.J. Rousseau].

1 (Vida) La vida y obra del ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) están tan inextricablemente unidas como en cualquier autor auténtico, y es precisamente esa imbricación de experiencia y existencia lo que puede aclarar su destino singular en medio de las polémicas que ha suscitado. Se trata de un personaje estrambótico porque su vida es un estrambote en medio del universo: huérfano y vagabundo, encuentra protectoras y protectores a los que se acoge sucedáneamente, casado y con hijos los envía al Hospicio ante su inhabilidad familiar, escritor fulminante y exitoso conocerá el acoso de la sociedad por su libertad e independencia, filósofo de la razón ilustrada acabará oyendo solamente a su propio corazón, retirándose real-simbólicamente a la madre naturaleza ante los artificios políticos del Padre Estado y sus adláteres intelectuales. La idea de Roussseau es que las dependencias generan pendencias, aunque la independencia genere recelos. Tras la prematura muerte de su madre, el padre de Juan-Jacobo tendrá que exiliarse a causa de una querella, por lo que entrega a su hijo al cuidado de una tía y un tío, pasando posteriormente a cargo de un pastor. Desaparecido su único hermano en un viaje, Rousseau se lanza a la aventura, arribando a Annecy donde es protegido y amado por madame de Warens. Su inquietud lo conducirá a Turín, donde se convierte al catolicismo para poder subsistir. Subsiste enseñando música (llegó a componer una exitosa ópera), hasta su llegada a París como preceptor en 1831. Tras alguna enfermedad tratada en Montpellier, conoce a la que será su mujer, una joven sencilla, entrando en contacto con los enciclopedistas Di577

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Testamento: J.J. Rousseau

derot y Voltaire con los que colabora en la famosa Enciclopedia. A raíz de una auténtica inspiración escribe el Discurso sobre las ciencias y las artes, premiado por la Academia de Dijon en 1750, aunque resulte polémico. Ingresa a su primer hijo en el Hospicio, como también lo hará con sus restantes vástagos, y se reconvierte al calvinismo en Ginebra. Obtiene el éxito con La nueva Eloísa (1761), edita El contrato social (1762) y publica el Emilio en el mismo año, triunfando con el primero pero estos dos últimos condenados por las autoridades tanto eclesiásticas como civiles de París y Ginebra, por lo que tiene que exiliarse de Francia y Suiza. La condena procede tanto de círculos calvinistas como católicos, políticos e intelectuales, acusado/acosado por reivindicar una sociedad basada en la naturaleza y en una educación libre, igualitaria y fraternal de tintes naturalistas y acento contracultural (diríamos hoy). Aparecen grandes elogios pero también panfletos contra Rousseau, no sólo de enciclopedistas como Voltaire, sino también de cristianos que lapidan su casa. Nuestro filósofo tiene que partir para Inglaterra, donde es acogido por D. Hume, aunque este contacto acabará también en discordia. Errante y algo enfermo, se le permite instalarse en París, donde sobrevive como copiador de música y donde concluye sus Confesiones, cuya lectura prohíbe la autoridad policial. Finalmente redacta sus Ensoñaciones del paseante solitario, y muere en 1778.1 Esta embrevecida biografía de Jean-Jacques muestra la figura de un hombre cuasi abandonado desde el principio, aunque acogido artificialmente por personas sucedáneas de sus padres. Toda su vida Rousseau busca y encuentra protectores y protectoras, éstas a veces como amantes circunstanciales, pero sólo en su soledad logra recuperar su propia intimidad. Su búsqueda de estabilidad social es una errancia sin fin, incapacitado para vivir en un mundo burgués de convenciones atrabiliarias para su espíritu independiente. Formado autodidactamente, suspicaz e hipersensible, su experiencia con las instituciones y sus representantes resulta alambicada, no pudiendo soportar la hipocresía social. Finalmente el paso del éxito más clamoroso a la persecución ideológica le resultará insoportable, hasta su retiro final con su alma en la naturaleza, en un idilio de carácter cuasi panteísta. Así lo refiere él mismo: 578

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La ensoñación me relaja y divierte, la reflexión me fatiga y entristece, pensar fue siempre para mí una ocupación penosa y sin encanto. A veces mis ensoñaciones terminan en meditación, pero mis meditaciones terminan con mayor frecuencia en ensoñación, y durante estos extravíos mi alma vaga y planea sobre el universo en alas de la imaginación, en éxtasis que superan a cualquier otro goce. Cuanto más sensible tiene el alma un contemplador, tanto más se entrega a los éxtasis que excita en él esta armonía de los tres reinos. Una ensoñación dulce y profunda se apodera de sus sentidos, y él se pierde con deliciosa embriaguez en la inmensidad de este bello sistema con el que se siente identificado. Siento arrobamientos inexpresables al fundirme, por así decir, en el sistema de los seres, al identificarme con la naturaleza entera. Al refugiarme en la madre común he buscado en sus brazos sustraerme a los ataques de sus hijos, me he vuelto solitario o, como ellos dicen, insociable y misántropo.2

2 (Testamento) Retirado finalmente en su casita ajardinada de París, J.J. Rousseau abandona el mundo que a su vez le abandona, e inicia en los últimos meses de su vida la redacción de su testamento filosófico: Ensoñaciones de un paseante solitario, aparecido póstumamente como un complemento a sus Confesiones. Éste es su famoso comienzo: Heme aquí pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y más amante de los humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime.3

Algunos exegetas hablan del complejo de persecución de Rousseau sin pudor, ya que lo transcrito anteriormente da buena prueba de su persecución real. Persecución que se debe, sin duda, a las visiones despectivas que contienen sus obras sobre política y religión, educadores y dirigentes, intelectuales y clérigos, salvadores y médicos; pero que procede también de la intolerancia de unos y otros, ingratamente sorprendidos por la franqueza de un autor que no se sitúa con unos ni otros, sino que critica tanto al dogmatismo católico de los jesuitas como al dogmatismo laico de los filósofos positivistas como Holbach y socios. Especial relieve adquieren sus disputas filosóficas y personales con los ilustrados. Amigo de Voltaire, Diderot y Hume, nuestro autor acaba distaciándose de ellos por encontrar rasDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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gos acartonados e ideas acantonadas en torno a una razón reseca, y consabida es la debilidad rousoniana por la naturaleza húmeda y sus prados floridos (no olvidar que se trata de un suizo que conoce Suiza). El valle y el lago son la naturaleza predilecta de nuestro autor, no las cimas montañosas ni el mar. Pero este naturalismo de Rousseau no es sólo rechazado por los píos teístas sino también por los impíos ateos, como los llama cáusticamente nuestro naturalista:

la libido, de una expansión anímica, de una voluptuosidad del alma que flota en la naturaleza y sus fuentes, en la belleza y la bondad, en el amor y lo divino: Lo que recuerdo con frecuencia y con mayor gusto no son los placeres de mi juventud, fueron demasiado raros, demasiado mezclados con amarguras y ya están demasiado lejos de mí. Son los de mi retiro, son mis paseos solitarios, son esos días fugaces pero deliciosos que he pasado todos enteros conmigo solo, con mi buena y simple gobernanta, con mi perro bienamado, mi vieja gata, con los pájaros del campo y las ciervas del bosque, con la naturaleza entera y su inconcebible autor. Al levantarme antes del sol para ir a ver, a contemplar su alborada en mi jardín, cuando veía comenzar un bello día mi primer deseo era que ni cartas ni visitas vinieran a perturbar el encanto. Después de haber entregado la mañana a diversas ocupaciones que cumplía con placer porque podía posponerlas, me apresuraba a comer para escapar a los importunos y reservarme un mediodía más largo. Iba entonces con paso tranquilo a buscar cualquier lugar salvaje en el bosque, cualquier lugar desierto donde al no demostrar nada la mano de los hombres, nada anunciaba la servidumbre y la dominación, algún asilo donde poder creer haber penetrado el primero y donde ningún importuno viniese a interponerse entre la naturaleza y yo. El oro de las retamas y la púrpura de los brezos sorprendían mis ojos con una lujuria que alcanzaba a mi corazón, la majestad de los árboles que me cubrían con su sombra, la delicadeza de los arbustos que merodeaban, la sorprendente variedad de las hierbas y flores que hollaba bajo mis pies mantenían mi espíritu en una alternancia continua de observación y admiración. Mi imaginación no dejaba mucho tiempo desierta la tierra así adornada. La poblaba pronto de seres al gusto de mi corazón, y, arrojando muy lejos la opinión, los prejuicios, todas las pasiones ficticias, transportaba a los asilos de la naturaleza a los hombres dignos de habitarlos. Me formaba mi sociedad deliciosa, de la que no me sentía indigno. Me hacía un siglo de oro a mi fantasía y, llenando esos hermosos días con todas las escenas de mi vida que me habían dejado dulces recuerdos, y con todos aquellos que mi corazón podía todavía desear, me conmovía hasta las lágrimas con los verdaderos placeres de la humanidad, placeres tan deliciosos, tan puros, y que tan lejos están desde ahora de los hombres. Ay, si en esos momentos una idea de París, de mi siglo y de mi pequeña gloria de autor venía a turbar mis ensoñaciones,

Los ateos no aman las campiñas. Y es que noviembre y diciembre no agradan más que a la razón. Por otra parte, ¿cómo es posible que haya ateos en un siglo tan ilustrado como el nuestro?4

El mismo Jean-Jacques que había colaborado en la Enciclopedia de los ilustrados acusa a éstos de un racionalismo sin sentimientos. El caso es que nuestro autor participa del racionalismo ilustrado pero con una torsión sentimental: como decía B. Saint-Pierre, Rousseau tenía un temperamento seco al modo empirista, pero difería de éstos por sus ojos fogosos. Será Jean-Jacques quien, partiendo de la Ilustración, se abra al Romanticismo, adjuntando a la razón el corazón: Toda la generación presente no ve más que errores y prejuicios en los sentimientos con que soy el único en nutrirme. Mas yo me baso en el asentimiento de mi razón y de mi corazón. Respecto a la moral, me atengo al dictamen de mi conciencia y sus directrices antes que a las nociones abstractas de lo verdadero y de lo falso.5

Aquí hay una originalidad de criterio que reconvierte a nuestro autor en una especie de ilustrado romántico. La Ilustración romántica de nuestro autor consiste en adjuntar tanto a la razón abstracta como a la verdad general el contrapunto del instinto moral y de la utilidad concreta. De aquí la crítica rousoniana al deber puro en nombre del deber impuro, así como al espíritu racional en nombre del alma sentimental. El espíritu racional dice ánimus o animosidad (heroica), el alma sentimental dice ánima o animación, vinculación acuática con la naturaleza, ensoñación existencial, éxtasis. En sus paseos solitarios por caminos policromados, nuestro filósofo se identifica spinozianamente con el Ser incomprehensible que todo lo comprehende. El solitario óntico deviene solidario ontológico, una erótica mística invade su conciencia aligerada del mundo y sus pompas; se trata de una sublimación de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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con qué desdén la arrojaba al instante para entregarme sin distracción a los sentimientos exquisitos de que mi alma estaba llena.6

3 (Reflexión) El testamento de Rousseau nos ofrece una especie de memoria-límite, en la que el Racionalismo se vuelve racionaturalismo y, finalmente, raciosentimentalismo, con lo cual la Ilustración deviene romántica. Hay un toque socrático que recorre ese intertexto y que podría resumirse en una fórmula clásica: el alma frente a la ciudad. Aquí el alma es el alma individual en consonancia con el Alma Máter de la naturaleza, la voluntad individual en consentimiento con la voluntad general, lo que confiere a esta memoria un sesgo contracultural bien visto por Marcuse y socios. No extrañará por tanto que Voltaire no entendiera el alma de Rousseau, sin duda porque Voltaire tenía un gran espíritu (satírico) pero no un alma rousoniana (sentimental). Este malentendido de Rousseau por Voltaire nos recuerda el posterior de Wittgenstein por Russell, el cual también poseía un gran espíritu (crítico) pero no un alma wittgensteiniana (mística).7 Cabría denominar a las Ensoñaciones de Rousseau como las Memorias de intratumba frente a las pomposas Memorias de ultratumba de su heredero romántico-conservador Chateaubriand. Ambos se confiesan al borde del sepulcro desengañados del mundo y sus artificios. Pero mientras que Chateaubriand se refugia en la visibilidad de la Madre Iglesia católica como en una «familia», Rousseau lo hace en el seno de la Madre Natura como en un regazo. La otra diferencia es que el vizconde francés escribe con nostalgia o añoranza del tiempo aristocrático pasado bajo el «suave yugo» de la Iglesia, mientras que el filósofo suizo describe con melancolía su decadencia al ritmo de las estaciones, pero al margen de una Providencia divina que queda relegada (lo que conlleva un obvio rasgo deísta): La campiña aún verde y risueña, pero deshojada en parte y ya casi desierta ofrecía por doquier la imagen de la soledad y la proximidad del invierno. De su aspecto resultaba una mezcla de impresión dulce y triste demasiado análoga a mi edad y a mi suerte para que yo me la aplicara. Me veía en el declive de una vida inocente e infortunada, con el alma llena aún de sentimientos vivaces y el espíritu adornado toda580

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vía de algunas flores, aunque ya marchitas por la tristeza y desecadas por los hastíos. Solo y desamparado sentía venir el frío de los primeros hielos, y mi imaginación agotada no poblaba ya mi soledad con seres formados según el gusto de mi corazón. Me decía suspirando: ¿Qué he hecho aquí abajo? Fui hecho para vivir y muero sin haber vivido. No ha sido al menos culpa mía, y al autor de mi ser llevaré si no la ofrenda de las buenas obras que no me han dejado hacer, por lo menos un tributo de buenas intenciones frustradas, de sentimientos sanos pero sin efecto, y una paciencia a prueba del desprecio de los hombres. Me conmovía con estas reflexiones, recapitulaba los movimientos de mi alma desde mi juventud, y durante mi edad madura, y desde que me secuestré a la sociedad de los hombres, y durante el largo retiro en que debo acabar mis días. Volvía con complacencia sobre todos los afectos de mi corazón, sobre sus cariños tan tiernos como tan ciegos, sobre las ideas menos tristes que consoladoras con que mi espíritu se había nutrido desde hacía algunos años, y me preparaba a recordarlas lo suficiente como para describirlas con un placer casi igual al que había sentido al entregarme a ellas.8

En esta cita pueden observarse ya nítidamente los motivos románticos de nuestro autor: su solitariedad narcisista, su intimidad extrasocial, los factores psicológicos y el sentimiento de la existencia, el entusiasmo y la imaginación, la ensoñación del infinito. Aquí, en esta soledad acompañada de su esposa y la madre natura, Rousseau se apacigua recordando a Plutarco y Montaigne, vagando y divagando por entre hierbas, plantas y flores cuyo estudio botánico realizará por afición/afección largos años. Sólo el accidente con un perro danés que lo arrolla en pleno paseo, lo sacará de su ensimismamiento hasta acercarlo al presentimiento de la muerte entrevista, provocándole una crisis de la que sale más autoconsciente.9 Rousseau sabe bien que vivir en libertad no es hacer lo que se quiere sino no hacer lo que no se quiere: se trata entonces de una libertad no abstracta sino condicionada. Esta divisa de la libertad-límite es según él la clave de su inspiración, la cual consiste en abrirse expansivamente y no en cerrarse y encerrarse. Mas la facultad u órgano de abertura es la imaginación, la cual funde reminiscencia y creación en unidad de proyecto. De esta guisa, si bien compete a la razón ordenar y sistematizar, la imaginación tiene por competencia la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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inspiración y la creatividad —una cuestión obviada por el racionalismo clásico e introducida críticamente por nuestro autor en el pensamiento (post)moderno. Así ingresa nuestro autor en la dirección del pensar postmetafísico, el cual afirma el simbolismo de lo real vivido, la metaforicidad radical del lenguaje y la sentimentalidad de la razón humana. Ortega y Gasset ha defendido esta nueva visión hermenéutica cuando concibe la metáfora como la transposición de una cosa desde su lugar real a su «lugar sentimental».10 4 (Oclusión) Los críticos de Jean-Jacques se han mostrado inflexibles respecto a su malhomía, y han sacado siempre a relucir el que Rousseau enviara a todos sus hijos al Hospicio. Ahora bien, si nuestro autor era tan malvado como dicen sus críticos, realizó entonces un mal menor al evitar su contagio familiar. Por otra parte, el propio Rousseau se disculpaba aduciendo no ser capaz de llevar a cabo su educación, aunque en ese caso mejor hubiera sido no haberlos tenido (que es lo que algún comentarista aduce, negando incluso toda paternidad real de Juan-Jacobo). También cabría recordar que en el siglo XVIII esa práctica de llevar a los hijos a instituciones asistenciales era bastante frecuente, ya que alcanzaba a un tercio de todos los niños de París. En fin, la lectura de Rousseau deja una extraña impresión: la impresión de un extraño y extrañado en el mundo: una figura de nosotros mismos. Quizás una última transcripción del pensamiento sentimental de nuestro estrambótico autor pudiera ayudar a comprender su vida y obra: «Porque amo a los hombres los huyo: así sufro menos».11 Así que en la querella entre ilustrados y románticos aquellos parecen tener razón porque parecen más razonables, aunque estos parecen obtener sentido porque lo sienten más: en cuyo caso el ilustrado romántico J.J. Rousseau bien podría mantener a su manera su razón-sentido. Notas 1. Sobre J.J. Rousseau, véase Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales, Aguilar, Madrid 1976, tomo 9, pp. 408 y ss., así como la «Introducción» de F.J. Hernández a: J.J. Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, Cátedra, Madrid 1986; también R. Safranski, en su obra El mal, Tusquets, BarDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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celona 2002. Las obras de nuestro autor en español pueden consultarse en: J.J. Rousseau, Obras, Maucci, Barcelona 1965. 2. J.J. Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, edición de Mauro Armiño, Alianza, Madrid 1979, pp. 11, 111 y 115. 3. Rousseau, ob. cit., p. 27. 4. Bernardin de Saint-Pierre (Rousseau). 5. J.J. Rousseau, Ensoñaciones, pp. 57, 59, 69, 80. 6. J.J. Rousseau (Cartas a Malesherbes). 7. Puede consultarse al respecto L. Wittgenstein (Aforismos). 8. J.J. Rousseau, Ensoñaciones, pp. 38-39. Véase Chateaubriand (Memorias de ultratumba). 9. Puede consultarse Plutarco (Moralia), así como Montaigne (Ensayos). 10. J. Ortega y Gasset (Ensayo de estética a manera de prólogo); véase al respecto M. Barrios, en: «Sócrates-Platón y otros», Claves de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2005. 11. J.J. Rousseau (Cartas a Malesherbes).

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Tiempo Para facilitar nuestra elucidación de la cuestión del tiempo, podemos plantear dos categorías fundamentales: diferencia y alteridad. Ahora podemos reunirlas bajo la idea de multiplicidad. La multiplicidad implica formalmente la unidad: sin la unidad, la multiplicidad no sería multiplicidad, más bien infra-caos, disperso y desconectado en sí-misma. La unidad, por otro lado, no implica la multiplicidad. Simplemente sucede que existe la pluralidad, que el ser es —y que no es uno. Esto podemos verlo y aceptarlo, difícilmente elucidarlo. ¿Qué significa que el ser es —y que no es uno? Como la multiplicidad en el ser existe como diferencia, el ser es uno, no sólo lógica y nominalmente (como título abstracto de todo lo que es), sino efectivamente. La multiplicidad como diferencia significa que la pluralidad de seres particulares está reunida en uno por las leyes que producen, deducen, etc., los entes los unos de los otros. Para hablar sucinta y contundentemente, las cualidades se reducen a las cantidades, y cantidades diferentes dan lugar a cualidades (reductibles) diferentes. Aquí confluyen, a la vez, Hegel y el programa reduccionista hegemónico en las ciencias positivas. 581

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Tiempo

Pero como la multiplicidad existe en el ser como alteridad, la unidad del ser se encuentra esencialmente fragmentada. Esto es así porque, a pesar de todos los recientes discursos referidos a la diferencia ontológica, ser y modo de ser no son separables —porque los modos de ser emergen y alteran, de ese modo, el ser por sí mismo y definen el ser como autoalteración. Es cierto, la emergencia como tal es distinta de lo que, en cada caso, emerge— de igual modo que la presencia es distinta de lo que es presente, y el ser es distinto de los entes. Pero si nos quedamos en este punto, la distinción deviene lógica y escolástica. En tanto que auto-alteración, el ser implica también la alteridad de modos de emergencia, de suerte que la emergencia como tal, haciendo abstracción del modo de la emergencia, a su vez, inseparable de lo que emerge, quedaría desprovista de sentido. De tal tenor ha sido el discurso de Heidegger sobre el ser, o sobre la presencia. La presencia como tal —el hecho de la presencia— es ciertamente distinta de lo que es presente; pero los medios de la presencia son otros, y no se puede pensar la presencia haciendo abstracción de los medios de la presencia. No solamente no podemos situar bajo el mismo título, excepto de manera lógica y vacía como diría Aristóteles, El clavecín bien temperado y la nebulosa de Andrómeda; nosotros tampoco podemos pensar el ser como autoalteración e incesante-a-ser sin considerar los modos de esta auto-alteración y los modos de ser que hacen surgir. ¿El ser es en tanto que alteridad? Por supuesto; si no fuera el caso, no habría un sersujeto (una multiplicidad indefinida de ser-sujetos y una multiplicidad indefinida de modos de ser-sujeto), que crea, en cada caso, su propio modo de ser y su propio mundo (y tiempo) y, por ejemplo, piensa el ser y habla de él. Sin alteridad, no habría lugar alguno para la cuestión del ser. No sólo no habría nadie para suscitar la cuestión, sino que si ésta fuera formulada, por así decir, en el vacío, la respuesta sería simple: el ser sería un conjunto, o un conjunto de conjuntos, y en este caso ser y modo de ser coinciden, como coinciden también la posibilidad y la efectividad. Matemáticamente esto que es posible simplemente es, y algo no es sólo si es imposible. Los elementos de un conjunto son si y solamente si se puede 582

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definir, de forma consistente, el conjunto del que forman parte. La multiplicidad del ser es un datum primero, irreductible. Es lo dado. Pero igualmente es lo dado el hecho de que esta multiplicidad existe, de un lado, como diferencia, de otro, como alteridad. En cuanto que la diferencia es una dimensión del ser, hay identidad, persistencia, repetición. En cuanto que alteridad es una dimensión del ser, hay creación y destrucción de formas. Y aquí, una vez más, la alteridad implica la diferencia. De una forma no puede decirse que es a menos que sea idéntica a sí misma (en el sentido más amplio del término idéntico) y que persiste/se repite durante un lapso de tiempo —a saber, en y por una dimensión identitaria a lo largo de la cual ella difiere de sí misma simplemente en el hecho de que se encuentra ubicada en un tiempo (identitario) diferente. Y esto no es más que un aspecto del hecho de que no puede acceder a la condición de forma sin un mínimo de determinación. Lo cual quiere decir que toda forma comporta necesariamente una dimensión ensídica —y, por lo mismo, que ella hace pie necesariamente en el universo ensídico. Si tales son las credenciales del ser, constatamos que son las mismas que las que nosotros debemos atribuir al tiempo: el despliegue de la alteridad posibilita el binomio identidad/ diferencia (repetición). En el espacio abstracto (ensídico) nosotros no encontramos más que esta última. Encontramos las dos —la diferencia y la alteridad—, en el espacio efectivo; pero, por las razones ya mencionadas, el espacio efectivo presupone el tiempo. La plenitud del ser está dada —a saber, simplemente, es— únicamente en y por la emergencia de la alteridad que es solidaria del tiempo. Al constatar este auto-despliegue en y por el tiempo, es decir, la emergencia de la alteridad, podemos comprender que la unidad y la unicidad del ser están verdaderamente fragmentadas y estratificadas. Esto se patentiza con nitidez con la emergencia del ser para sí (que comienza ya con el ser vivo) que implica la creación (objetivamente hablando) de otros modos de ser y (subjetivamente hablando) de otros mundos, cerrados sobre ellos mismos, que comportan, en cada caso, su propio tiempo. El ser para sí se despliega, también, en tanto que ser, en el espacio y en el tiempo. Pero el ser para sí crea un tiempo y un espacio y un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ser para sí, y de esta manera fragmenta el ser, el espacio y el tiempo. Y nosotros no podemos considerar como únicamente originaria o auténtica una temporalidad particular, tal que la «temporalidad originaria del ser-para-la-muerte» del Dasein de Heidegger (que es, de todo punto, una temporalidad típicamente subjetiva, al igual que «el ser-en-el-mundo» es un modo de ser de un ser en un Lebenswelt que ha sido creado histórico-socialmente sin que el Dasein o el mismo Heidegger lo hayan notado nunca), pues nosotros sabemos, y no podemos pretender no saberlo, que existe el tiempo del ser y el tiempo cósmico y que nada de derivado o de inauténtico les concierne. De modo que la cuestión surge, para nosotros y en sí misma, de la unidad y la unicidad del ser y del tiempo más allá de su fragmentación y estratificación indefinida e inolvidable. De esta suerte, si se tratara sólo de la dimensión ensídica, nosotros podríamos hablar de la unidad del ser. Pero esta unidad no es, bien entendida, más que parcial y, en especial, inesencial. (Podemos distinguir elementos numerables tanto en una sonata de Beethoven como en una estrella. ¿Y con ello qué?) Así, la cuestión que incumbe al tiempo inminente y al ser inminente debe permanecer como una interrogante, por ahora y, probablemente, para siempre. CORNELIUS CASTORIADIS

Tiempo y derecho La medida jurídica es ritmo —el ritmo que conviene, la armonía de las duraciones diversificadas, la elección del momento oportuno, el tiempo acordado a la marcha de lo social. Demasiado lenta, esta medida provoca frustraciones y nutre las violencias del mañana; demasiado rápida, genera inseguridad y desalienta la acción.1

Benveniste indica la diferencia entre la raíz me, de la que provienen mens (luna) y en latín mensis (mes), medida de dimensión, «cualidad fija y pasiva cuyo emblema sería la luna midiendo el mes», y la raíz med, que no se refiere a una medida en el sentido de medición sino a la medida que se impone a las cosas. En el primer caso el verbo es metior, medir, cuantificar, mientras que en el segundo es «moderari», someter a medida.2 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La temperantia es la medida de moderación. La temperatio es la justa distribución, la proporción adecuada. La acción de temperare significa también gobernar y regular. El sentido normativo de regular se asocia a la proporción de una justa división temporal. Las Horas, hijas de Zeus y Temis, eran tres diosas que personificaban las estaciones, pero simbolizaban también las virtudes cívicas. Para las estaciones se llamaban: Talo, Auxo y Carpo, nombres que evocan las ideas de brotar, crecer y fructificar. Para la vida política se llamaban: Eunomia, Dike y Eirene. Es decir: Disciplina, Justicia y Paz. El orden regular de las estaciones se asocia a la concordia en la ciudad. El tiempo es Templanza. 3 La Templanza sentada al lado de la Justicia en la Alegoría del Buen y del Mal Gobierno, en el Palacio Público de Siena, representa lo que se requiere para un Buen Gobierno: Templanza y Justicia. Templanza: sabiduría del tiempo; Justicia: sabiduría del derecho. *** El centro de control de la violencia coincide con el de control del tiempo. La relación entre poder y tiempo se observa en la historia del calendario.4 Su importancia radica en haber sido el «primer puente» entre el tiempo vivido y el tiempo cósmico. Pero su carácter de tercero y de puente pone de relieve que no puede asimilarse ni a uno ni a otro. El calendario depende del tiempo cósmico, en cuanto referencia que permite regular la duración de las actividades humanas, pero la misma actividad humana lo adapta a sus necesidades o conveniencias. Cabe decir que el calendario «es un diálogo complejo entre naturaleza e historia».5 *** La característica primera del tiempo es su constante devenir, su fluir abierto a múltiples posibilidades. La posibilidad señala la frontera entre la modalidad específica del ser del hombre, en cuanto existente, y el mundo del ser no humano, los otros seres vivos y las cosas. El derecho tiene sus raíces en la posibilidad, en el sustraerse de su sujeto a la determinación externa de las leyes naturales, quedando expuesto al futuro. Este ser expuesto al futuro, inherente al ser mismo del ser humano, es fuente de la incertidumbre que lo acompaña hasta la muerte. El no poder sustraerse a la 583

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posibilidad significa «no poder no elegir», como necesidad que no es necesidad matemática ni causal, pero que constituye el ineludible modo del ser del hombre. Frente a esta necesidad ineludible de elección, frente a la incertidumbre que se deriva para las relaciones de coexistencia, surge el derecho.6 El derecho intenta encauzar el curso imprevisible de esas múltiples posibilidades, cerrando algunas, favoreciendo otras. *** Cuando el derecho vincula consecuencias jurídicas a las circunstancias de la realidad social, excluye el flujo de esa realidad hacia un futuro incierto. Dada su vocación de continuidad, de trascendencia, el derecho intenta liberarse de la duda, de la transitoriedad. Las normas jurídicas fijan un mundo que no conoce la duda. En ese mundo no hay futuro, porque el futuro ha sido anticipado en las normas. «Para disponer anticipadamente del futuro, cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el acontecimiento necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y anticipar lo lejano como presente, a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el fin, a saber en general contar, calcular, cuánto debe el hombre mismo, para lograr esto, haberse vuelto antes calculable, regular, necesario, para poder responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente poder responderse a sí mismo como futuro a la manera como lo hace quien promete».7 El futuro, mediante esta síntesis de las normas con las circunstancias fácticas, ha sido anticipado, y en esa anticipación queda reducido a la esfera de la previsibilidad. Esto revela una estructura interna propia del derecho, el tiempo abstracto.8 *** El concepto de tiempo objetivado, como sucesión de pasado, presente y futuro, sirve para explicar fenómenos que suponen un registro crónico, es decir, un mero transcurso de momentos, un sucederse de días, meses, años. Pero ese tiempo objetivado no nos sirve para explicar conceptos como «deber ser», «obligación», «responsabilidad». Son conceptos que requieren una conciencia que recuerde y proyecte, que perciba el antes y el después o la simultaneidad de los fenómenos que observa, que interprete el pasado, presente y futuro.9 584

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¿Cuál de esas dimensiones temporales prevalece en la temporalidad del derecho? Hay tesis que lo adscriben al futuro, las basadas en la concepción normativa del derecho, por la que éste no puede referirse sino a acciones futuras. Hay otras que lo adscriben al pasado, las que conciben el derecho como voluntad (Gentile: la volontá voluta). Pero también hay tesis que afirman que el tiempo del derecho es el presente. Alegan que si bien el derecho se refiere a acciones pasadas, estas acciones siguen, en el marco jurídico, prolongándose en un eterno presente: «no se pueden cancelar, aunque el sujeto las haya olvidado, o incluso repudiado... Y en esta imagen, que es la imagen de las acciones que pertenecen ahora a la “realidad jurídica”, imagen eternamente presente y, por lo tanto, incancelable, el sujeto termina, por decirlo así, por ser crucificado».10 *** ¿Cuál es el tiempo del derecho? ¿El tiempo «largo», prolongado, o el tiempo breve de la vida de los individuos? Es preciso tener presente el vínculo entre derecho y relación: sin individuos que sean reconocidos como tales no hay relación. Pero tanto el derecho como la relación exigen continuidad. No obstante, los individuos son incompatibles con la continuidad si el derecho no reconoce al individuo en su individualidad. Si lo hace, la continuidad se configura ampliando el espacio que el sistema jurídico garantiza al individuo. La esfera de las relaciones interpersonales se extiende a otras personas que existieron en el pasado o cuya existencia se prevé en el futuro. Del tiempo breve de las vidas singulares se pasa al tiempo «largo» de la comunidad o de la especie. Si el tiempo «largo» se superpone al tiempo «breve» de los individuos hasta el punto de privarlo de sentido, se diluye hasta extinguirse la relación interpersonal y, por lo tanto, la misma mentalidad jurídica. La función principal del derecho es contribuir a la institución de lo social. Instituir, en ese sentido, quiere decir anudar el lazo social y ofrecer a los individuos puntos de referencia necesarios para su identidad y autonomía. Hay un vínculo fuerte entre la temporalización social del tiempo y la institución jurídica de la sociedad. El derecho afecta la temporalización del tiempo y el tiempo, a su vez, determina la fuerza institucionalizante DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Tiempo y derecho

del derecho. El derecho temporaliza y el tiempo instituye.11 *** El derecho, mediante sus propias figuras temporales, cierra el horizonte jurídico tanto hacia el pasado (prescripción) como hacia el futuro (plazos). El tiempo jurídico es entonces una absolutización del presente, la positividad formal cubre la positividad histórica. Pero la primera no es nada más que una «positividad histórica inmovilizada», «cerrada» dentro de la esfera de validez de determinado ordenamiento jurídico. No es posible «decir el derecho» sin «dar el tiempo». El derecho persigue su propia continuidad operando dentro de los límites temporales que él mismo se fija. Busca su continuidad a través de la discontinuidad temporal que significan los plazos. Dado que plazo es algo que comienza y termina, el plazo jurídico se presenta circunscrito como un segmento de la continuidad temporal absolutizado, como un término a lo indefinido, una duración precisa, una rígida espacialización del tiempo. *** La vinculación de la pena y el tiempo nace de la definición misma de la primera. Considerada en su original aspecto retributivo, y en ese sentido en cuanto reacción similar a la venganza, la pena puede presentarse como una reacción ante la imposibilidad de deshacer lo hecho. «Esto, sí, esto solo es la venganza misma, la aversión de la voluntad contra el tiempo y su fue».12 La venganza —dice Nietzsche— «nunca se hace llamar por su propio nombre, se hace llamar “castigo”, dándole así a su esencia hostil la apariencia del derecho».13 La reacción que se manifiesta como venganza, castigo, pena, en su aspecto más primitivo, no sólo nace como reacción ante un acto indeseado, reprobado, sino como reacción ante un acto que sucedió a pesar de que no debería haber sucedido, y que sin embargo ya no puede ser cancelado, porque frente a lo que ya fue la voluntad nada puede. Lo que ya fue es la piedra contra la que tropieza la voluntad. Es la piedra que la voluntad nunca podrá mover. «Eternamente quieto está el pasado». Lo que ya fue es aquello adverso a cualquier voluntad. Por ello en la voluntad misma se yergue la aversión frente a lo que le es adverso, la aversión (Widerwille) DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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contra lo que ya fue. La libre circulación del tiempo le ha sido prohibida al hombre. *** Pero no al derecho... Esta visión del tiempo como irreversible es una característica de la interpretación ordinaria del tiempo. En ella el ser está anclado en el presente y sólo ve lo pasado como algo irrecuperable. Frente a lo irrecuperable, el derecho reacciona. Pero en esa reacción sacrifica a su propio sujeto. Éste es abstraído de la temporalidad que es propia al ser humano, es decir, la «unidad originaria del futuro, del haber sido y del presente»,14 para ser situado en un eterno presente. Pasa de un tiempo desigual, no homogéneo, no cuantificable, a un tiempo homogeneizado, medible, cuantificable. Un tiempo con las cualidades del espacio. Un tiempo espacializado. (La palabra latina tempus procede de templum: «Las palabras primitivas tempus y templum no significan otra cosa que corte, intersección; en la terminología posterior de los carpinteros, dos travesaños o vigas que se intersecan y constituyen todavía un templum; de ahí se fue desarrollando por un proceso natural la significación de espacio dividido así; tempus, la zona del cielo —por ejemplo, oriente—, pasó a significar la hora del día —por ejemplo, la mañana— y, por fin, tiempo en general».)15 *** La prisión es una construcción en el espacio para calcular de determinada manera el tiempo. «Al igual que una iglesia constituye una ruptura de nivel dentro del espacio profano de una ciudad moderna, el servicio religioso que se celebra en el interior de su recinto señala una ruptura en la duración temporal profana...».16 Así como hay una ruptura en el espacio señalada por los muros del templo, también hay una ruptura señalada por los muros de la prisión, y ambas rupturas conllevan sus propias rupturas en el tiempo. Al fluir del tiempo se opone la firmeza del espacio. «En el espacio todo está inmóvil y claro en la geometría de la proporción; todo transcurre y fluye en el ritmo del tiempo».17 La pena de prisión se diferencia de toda otra pena por la forma en que combina estos dos elementos: el tiempo y el espacio. Este entrecruzamiento entre tiempo y espacio marca el comienzo de una duración distinta, cualitativamente diver585

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sa.18 Es el tiempo, no el espacio, el verdadero significante de la pena. Porque el tiempo que va agotando la pena es el mismo que va consumiendo la vida.19 Es el tiempo de la pena, no el espacio, el que se somete a una medición distinta. Una medición que permite calcularlo en función de la pena. En un cálculo en el que no entra la muerte, porque la muerte interrumpiría, en un momento no previsible, el plazo de la pena. Pero la imprevisibilidad de la muerte agrava la intensidad de la pena. *** Es el derecho el principal instrumento del que se vale el hombre para superar su propia finitud, que se erige como el obstáculo más cierto e insuperable para el cumplimiento de sus promesas, de sus previsiones, de su intento de dominar la contingencia y la duda. Existe un lazo entre la justicia y la finitud, porque la justicia nace de la existencia de la multiplicidad, que es la manifestación primera de la finitud. En la medida en que el hombre insiste en su permanencia en la tierra y no desarrolla su existencia en la tensión entre el inicio y el fin no se abre hacia la coordinación de la multiplicidad de las permanencias finitas y de tal modo se enfrenta al otro, no respeta el desplegarse de la permanencia de los demás.20 *** De estas reflexiones se deduce una relación ambigua, de subordinación y lucha, entre derecho y tiempo. El derecho en el tiempo, el derecho lucha contra el fluir del tiempo. El tiempo en el derecho, el tiempo es medido, calculado, espacializado por el derecho. El derecho instrumentaliza al tiempo, pero el tiempo domina al derecho. Medida, continuidad, previsibilidad, por una parte. Contingencia, irreversibilidad y finitud, por otra. El juez ha de mediar entre la norma y el caso concreto, entre la universalidad y abstracción de la norma general, que permite la previsibilidad, y la singularidad y concreción del caso que se le somete, que la impide. Y en esa actividad hermenéutica por excelencia, al ajustar la abstracción de la norma a las condiciones particulares del caso, temporaliza la norma, y al encarnar al sujeto de derecho en el sujeto de carne y hueso, temporaliza al sujeto de derecho. El juez es el puente entre derecho y tiempo. Por ello ha de saber, como sabe el hombre prudente, el phrónimos, conciliar previsión y contingencia. Poseer la sabiduría del tiempo, la Templanza, y la sabiduría del derecho, la Justicia. 586

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Ambas confluyen en una sola: la de la «justa medida». ¿Es ésta posible? Notas 1. F. Ost, Le Temps du Droit, Odile Jakob, París 1999, pp. 333 y ss. 2. E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indoeuropéennes, Les éditions de minuit, París 1969, vol. 2, p. 128. 3 P. Grimal, Diccionario de la mitología griega y romana, s.v. Horas, Labor, Barcelona 1965. En casi todas las religiones se encuentra la misma relación entre el orden temporal universal y el orden jurídico eterno. Vinculación paralela a la establecida entre el cosmos astronómico y el cosmos ético. En el panteón egipcio, Thoth, dios de la luna, es simultáneamente quien mide y divide el tiempo y también el señor de toda medida de la justicia. La medida exacta e inmutable designa también el orden eterno que prevalece tanto en la naturaleza como en la moral. Es decir, al orden universal de la naturaleza corresponde un orden ético-espiritual, y entre ambos se encuentra como punto de unión la intuición del tiempo. F. Ost, op. cit., p. 335. 4. E. Zerubavel, «El calendario», en R. Ramos Torre (comp.), Tiempo y sociedad, Siglo XXI, Madrid 1992, pp. 376 y ss. La palabra calendario se origina en el verbo latino «calare», que era el anuncio del sacerdote romano de que había visto la luna nueva, y por lo tanto que comenzaba un nuevo mes. Indicar el comienzo de una unidad temporal era atributo del funcionario religioso. La función originaria de los calendarios era religiosa y mágica (servían para prever el retorno de ciertos hechos). Pero también cumplían una función de identificación del grupo y de diferenciación del grupo de otros grupos. Un ejemplo clásico es el calendario judío. Pero a la vez la Iglesia, casi desde su fundación, intentó acentuar su diferencia frente al judaísmo. Una de las primeras cosas que hicieron los primeros cristianos como grupo fue elegir determinado día de la semana como el día en que habían de reunirse regularmente. Y escogieron un día que no era sábado. Es decir, se acentúa una distinción social mediante una distinción del calendario. El poder político pronto sustituye a las autoridades religiosas en la configuración del calendario. Por ejemplo, las reformas del calendario acompañaron la reforma de la Constitución de Atenas por Clístenes en el 508 a.C., o la consolidación del imperio romano por Julio César en el 46 a.C. 5. Ibíd. 6. B. Romano, Il riconoscimento come relazione giuridica fondamentale, Bulzoni Editore, Roma 1986, p. 117. 7. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid 1997, p. 77. Esta representación de sí mismo sólo es posible en la conciencia. Y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en una conciencia que se reconozca, es decir, que recuerde. La conciencia accede a percibir la duración en la medida en que tiene memoria. Pero la memoria no siempre está activa, es discontinua, porque cuando la memoria «actúa» se requiere una concentración rememorante que exige pasividad (el estado que los psicoanalistas llaman «estado especular»). Es imposible confiar la continuidad de las relaciones a la memoria individual. Por ello se la confía al derecho, que puede asegurarla en la medida en que asegure su propia continuidad. S. Cotta, Il diritto nell’esistenza, Giuffrè Editore, Milán 1984, pp. 191 y 137. 8. G. Husserl, Diritto e Tempo, Saggi di filosofia del diritto, Giuffré, p. 137. A efectos de la ordenación de la vida social, se hace abstracción de lo que sucede en la vida real y se configura el tiempo objetivo del derecho, por lo que cabe decir que se trata de un tiempo abstracto. «Un intervalo de tiempo objetivo es el mismo se trate de la duración de una migración, de una reunión de negocios, de un ensayo teatral o de una fiesta de cumpleaños. El tiempo objetivo no corre más velozmente o más lentamente según que en su curso temporal esté involucrado un niño, un anciano, un paciente en el dentista, un orador durante un debate público o un soldado en el campo de batalla». 9. L. Bagolini, «Tempo obiettivato, Tempo coscienziale e durata nella esperienza giuridica», en La responsabilità politica. Diritto y tempo, XIII Congresso Nazionale, Pavía, 28-31 de mayo de 1981, a cargo de R. Orecchia, Giuffrè, 1982, pp. 102 y 103. 10. E. Opocher, «Diritto e tempo», en La responsabilità política... op. cit., pp. 156 y 157. 11. F. Ost, op. cit., 13. 12. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid 1997, pp. 210- 211. 13. Ibíd. 14. M. Heidegger, Los problemas fundamentales de la fenomenología, Trotta , Madrid 2000, pp. 320-321. 15. Usener, Götternamen, p. 192. Me permito remitir a mi trabajo El tiempo como pena, Campomanes, Buenos Aires 2001. 16. Eliade, Lo sagrado y lo profano, traducción de L. Gil, Madrid 1967, p. 65. 17. C. Argan, L’arte moderna 1770-1970, Sansoni, Florencia 1974, p. 44. 18. Se trata de un empleo muy particular que el derecho hace del tiempo. Si la pena es retribución, como la pena de prisión consiste fundamentalmente en el transcurso de determinado tiempo, se emplearía el tiempo como castigo. No sería el único ejemplo de interpretación especial del tiempo por parte del derecho penal. Por ejemplo, Gernet recuerda el concepto de flagrancia. No se trataba de un medio de prueba privilegiado sino de una parte misma del concepto de delito. Gracias a la flagrancia el delito daba lugar a la inmediata ejecución de la pena. Lo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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que había pasado se hacía presente. Esta unidad concentrada en el tiempo, en el presente, esta continuidad, era un ideal del derecho penal: que la sanción constituyese un solo cuerpo, sin intersticios, con el hecho delictivo. Todo se desarrolla en el presente, todo a la vez, sin que tenga ninguna intervención la idea de un pasado, incluso reciente. Esta prescindencia, o deseo de prescindir del pasado, también se observa en la noción de furtum, que significaba la cosa robada. Tampoco en el caso de que se encontrara al delincuente con el furtum era necesario volver al pasado a probar lo que había sucedido. Pero la operación o administración del tiempo por parte del derecho llegaba aún más lejos: el derecho arcaico asimilaba al delito flagrante aquel que se hacía manifiesto por el descubrimiento del objeto robado en el domicilio del reo. En este caso había una distancia temporal, porque no se podía efectuar la constatación del delito en «el momento mismo» en que se había cometido. Sin embargo, mediante una ficción, esa distancia temporal se desvanecía, el tiempo intermedio no contaba para nada. L. Gernet, Anthropologie de la Grèce Antique, Maspéro, París 1976, pp. 267 y ss. 19. «¿Crecen o decrecen los años de la vida? ¿Cuándo se acaba el camino? No se acaba para todos a la misma hora. Cada uno tiene su hora para terminar su carrera. El camino, hemos dicho, es esta vida; acabaste la vida, se acabó para ti el camino. Andamos, y el mismo vivir es avanzar. ¿Os figuráis que avanza el tiempo y nosotros nos estamos quedos? Eso no puede ser. El tiempo avanza y a su paso avanzamos nosotros, y en vez de crecer mengua el número de nuestros años. [...] Los años vienen, has dicho; yo te demuestro que no vienen, como tú afirmas, antes se van, y verás cuán sencillo es demostrarlo. Supongámonos sabedores de los años que ha de vivir este niño; verbigracia —y por hacerle merced—, ochenta años; llegará por tanto a la vejez. Escribe ochenta años. Ya vivió uno; ¿cuántos tienes en la suma? ¿Cuántos tenía? Ochenta. Resta uno. ¿Vivió ya diez? quedan setenta. ¿Vivió ya veinte? le quedan sesenta. Cierto, crecían los años, pero, ¿qué suerte de crecimiento es ése? Nuestros años vienen para irse, no vienen para quedarse con nosotros; pasan sobre nosotros, nos pisan y nos hacen valer cada día menos». San Agustín, Obras de san Agustín, Sermones (1) S. XXXVIII. C.III. 20. B. Romano, Tecnica e giustizia nel pensiero di Martin Heidegger, Dott. A. Giuffrè Editore, Milán 1969.

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V Verdad y mentira Ofrecemos la traducción propia y su anotación del importante texto de F. Nietzsche «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» (1873); de acuerdo con la propia esencia electivo-selectiva del lenguaje, hemos elegido o seleccionado de dicho trabajo los pasos, pasajes o tractos más decisivos o significativos, eliminando los rellenos, repeticiones, ejemplificaciones y redundancias. Hemos seguido el texto original alemán (Werke, III, 2, Gruyter, Berlín, 1973, ed. Colli-Montinari), pudiéndose consultar la traducción española íntegra en Ed. Prestigio de Buenos Aires (Obras, tomo I), así como en Ed. Taurus (El libro del filósofo). Esperamos haber corregido aquí los errores de ambas. Nuestro método de lectura consiste en partir del texto literal (lo que se dice) para, a través del «cómo» o mediación filológica, acceder al Sentido y sus encrucijadas (lo que quiere decirnos: voluntad objetivada en el mundo según Schopenhauer y Nietzsche); de este modo seguimos la metodología clásica de Teodoro de Gadara, el cual distingue tres niveles: la técnica heurística o in-ventiva, la crítica o in-dicativa y la hermenéutica o anunciativa.1 Digamos una palabra sobre texto y contexto. Se trata de un trabajo en el que se afirma un cierto Fenomenismo, de acuerdo con el cual no conocemos esencias o cosas en sí (noúmenos) sino fenómenos, es decir, una realidad viva vivida y con-vivida por nosotros, nuestros artilugios y mediaciones. Entre estas mediaciones destaca el Lenguaje, cuya esencia es retórica, trópica, metafórica: la realidad queda así transducida (traducida) y, finalmente, atrapada por el tinglado conceptual. Ello funciona (bien) mientras seamos conscientes de semejante «signatura rerum», es decir, de un tal montaje; lo malo sucede cuando nos olvidamos de la experiencia poiética, artística o recreadora del mundo en nuestros lenguajes o conceptos y los tomamos en serio cual representaciones de una realidad en-sí, de-suyo, auténtica o verdadera. Frente a esta visión veritativa del mundo, el propio Nietzsche, asumiendo lo que siempre ya realizamos de modo inconsciente (la transdicción de la vivencia en signo),2 propugnará un comportamiento estético del hombre cuya divi588

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sa es la evaluación dionisíaca (vital) y, en consecuencia, la interpretación artística o creadora del mundo. He aquí que el mundo platónico ha hecho de la vida un Columbario romano o cementerio conceptual: se trataría de resimbolizar o remetaforizar los conceptos muertos: de esta guisa la retórica reconvierte su «buena-dicción» formal (eu-legein) en «ben-dición» material de vivencia y sus valores/valencias.3 De este modo la «infame pretensión de felicidad» socrático/sacrática, que según Nietzsche se basa en la verdad mortífera por cuanto detentora (Halt) de la vida, queda redimida por una visión cuasi surreal y paralógica de un mundo regido por la ley ilusiva/elusiva del «como-si» (als-ob): como si el Ser fuera algo y no alguien (Valor): como si la felicidad fuera posible (abstracta, fija) y no pasible: como si la Verdad tuviera «sentido» fuera de (una) moral: la nuestra antropomórfica y «eudaimónica» o eufémica.4 Así pues, nuestras palabras son meros signos/símbolos de las relaciones entre las cosas, así como los conceptos son ya hipóstasis mortuorias. La solución disolutora de Nietzsche parece estar aquí en acceder al Urerlebnis o revivencia originaria de la realidad en su elementaridad emergente. Se trata entonces de Encarnar el Devenir y no librarse de su pathos o padecimiento (como intenta la catharsis aristotélica).5 Los griegos lograron divinizar olímpicamente la existencia/consistencia de lo dado (Vorhandene), pero no el Devenir en su advenir metamorfósico y recreador; por ello acaban escamoteando la Moira, sea dominándola (überwunden) sea reprimiéndola u ocultándola (verhüllt) cual lethe.6 La nietzscheana voluntad de potencia dice empero reasunción del paso/pasado del tiempo en la apertura perspectivística de su evolución/evaluación emergente y difractaria (refractaria a la verdad); de aquí el uso del lenguaje simbólico, pues «el simbolismo añade un nuevo valor a un objeto o acción», así como de la interpretración simbólica que despliega las valencias de lo real.7 La esencia de lo real es voluntad quiere decir aquí que sólo el amor (fatídico) puede dar cuenta pero no razón de una realidad en cuya metamorfosis hila la Madre original (Deméter). Toda auténtica creación es entonces comunión: el auténtico pensador-creador es ahora el amante.8 Habla F. Nietzsche (los subrayados son míos). ANDRÉS ORTIZ-OSÉS DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Sobre verdad y mentira en sentido extramoral En algún rincón apartado del Universo flameante dispersado en sistemas solares innúmeros, hubo una vez una estrella en la que ciertos animales listos inventaron el conocimiento.9 Fue el momento de más orgullo y falsía de la historia universal: pero sólo un minuto. Tras pocas expiraciones de la naturaleza, dicha estrella se petrificó y los susodichos animales inteligentes murieron. Así podríase inventar una fábula sin lograr ilustrar suficientemente, empero, lo lamentable, superficial, desvaído, inútil y arbitrario que es el Intelecto humano en el contexto de la naturaleza; hubo eternidades sin él y, cuando desaparezca, no pasará nada. Pues un tal intelecto no tiene otra misión que supere la vida humana o la trascienda, puesto que es meramente humano. El intelecto se ha dado sólo como ayuda a los seres más desdichados, delicados y efímeros a fin de detenerlos (festhalten) un minuto en la existencia. El hombre realiza una privilegiada valoración de tal conocimiento. Pero su efecto más amplio es el engaño o ilusión (Tauschung).10 El intelecto, en cuanto medio de conservación del individuo, desarrolla su potencial en la simulación (Verstellung) pues ésta es el medio de conservación de los individuos más débiles y menos robustos.11 En el hombre ese arte fictivo llega a su cumbre: aquí se desarrolla el engaño, el halago, la mentira y el fraude, el hablar por detrás, el mero representar, el brillo falso, el enmascaramiento, el convencionalismo ficticio, el hacer teatro ante los otros y uno mismo, en una palabra, el revoloteo constante en torno a la llama de la Vanidad. El hombre está inmerso en ilusiones y ensoñaciones, sus ojos se dirigen sólo a la superficie de las cosas y sólo ve «Formas».12 En cuanto el individuo quiere sobrevivir (erhalten) frente a otros individuos, suele usar el intelecto solo como fingimiento (Verstellung); pero como el hombre quiere existir también como ser social y en rebaño, tanto por necesidad como por aburrimiento, precisa entonces firmar un armisticio con sus congéneres: con ello se fija lo que «debe» ser «verdad» a partir de ahora, inventándose ad hoc una designación de las cosas que sea constante o uniformemente válida y ob-ligatoria, confiriendo así la legislación del lenguaje las primeras leyes de la verdad.13 Sólo por olvido puede el hombre llegar a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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pensar que posee una verdad en el modo designado. Y como no quiere conformarse con la verdad en la forma de la Tautología, o sea, con vacías cáscaras, entonces se dedica a tratar con ilusiones como si fueran verdades. Ahora bien, ¿qué es una palabra? La reproducción de un estímulo nervioso en sonidos. Pero querer inferir del estímulo nervioso una «causa» al margen de nosotros (ausser uns) es ya el resultado de una aplicación falsa e injustificada del principio de fundamento o razón (Grund).14 He aquí que dividimos las cosas en genéros o sexos, designando el árbol como masculino y la planta como femenina, pero se trata obviamente de trasposiciones (Übertragungen) arbitrarias o voluntativas (Willkürlich). Al comparar los diferentes idiomas observamos que en el lenguaje no se trata de la verdad, ni aún de una expresión «adecuada», pues de lo contrario no habría tantas lenguas. La «cosa-en-sí» (que es lo que sería la pura «verdad» sin más) es para el configurador del lenguaje algo totalmente inapresable y ni siquiera entendible, pues que designa sólo las Relaciones de las cosas con los hombres, asumiendo para sus expresiones las más sutiles metáforas. Primera metáfora: un estímulo nervioso se traduce (Übertragung) en una imagen; segunda metáfora: la imagen se traspone (Nachformt) en un sonido. Las metáforas no responden en absoluto de las esencias originarias.15 Pensemos ahora en la formación del concepto: cada palabra se hace concepto en cuanto deja de referirse a la Vivencia originaria única e individualizada a la que debe su emergencia, para poder adaptarse a todos los innúmeros casos distintos, más o menos parecidos pero nunca iguales. Todo concepto proviene de una igualación (identificación: Gleichsetzung) de lo no-igual: el olvido de lo diferencial conforma y provoca la representación, «como si» en la naturaleza hubiera, aparte de hojas, la hoja, una especie de protoforma (Urform) —¡la hoja cual causa de las hojas!16 ¿Qué es, pues, Verdad? Una multitud móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, así pues una suma de relaciones humanas que han sido poéticas y retóricamente potenciadas, traducidas y adornadas, y que tras un largo uso fungen como sólidas, canónicas y obligatorias para un pueblo. Así pues, las Verdades son ilusiones que se ha olvidado que lo son, metáforas desgastadas que han perdido su fuerza sensible, monedas ya sin su efigie consideradas 589

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como algo puramente metálico.17 No sabemos de dónde pudo venir la pulsión a la verdad, pues hasta aquí sólo hemos observado que la sociedad im-pone o pro-pone para existir el ser verdadera o veraz (wahrhaft), o sea, el utilizar las metáforas usuales o, dicho moralmente, la ob-ligación de «mentir» según una convención establecida y un estilo vinculante por la masa (manada, rebaño).18 Pero el hombre olvida esto, es decir, miente en el modo designado de manera inconsciente de acuerdo a costumbres centenarias, arribando precisamente a través de esta inconsciencia y olvido al sentimiento de la verdad. Su actividad racional cae así bajo el dominio (Herrschaft) de las abstracciones: ya no «padece» las impresiones ni quiere verse llevado por intuiciones, sino que generaliza dichas impresiones en conceptos descoloridos y fríos en los que cuelga el nódulo de su vida y acción.19 Lo que distingue al hombre del animal depende de esta capacidad de desleír las metáforas intuitivas en un esquema o, si se quiere, de diluir una imagen en un concepto (orden piramidal). Mientras que toda metáfora intuitiva (Auschauungs-metapher) es individual, única e inclasificable, el gran constructo de los conceptos muestra la rígida regularidad de un Columbarium romano, respirando en la lógica aquella rigidez lívida propia de las matemáticas. El que ha inspirado esta rigidez momífica apenas si podrá creer que incluso el propio concepto, a pesar de su osario anguloso y octogonal como un dado que se puede trasladar, es sólo el resultado final (residuo o resto) de una metáfora, de modo que la ilusión de la trasposición artística (künstlerische Übertragung) de un estímulo nervioso en imágenes resulta ser, si no la madre, sí al menos la «abuela» de todo concepto.20 Pero todo pueblo proyecta sobre sí un cielo de conceptos matemáticamente ordenados, concibiendo bajo la exigencia de la verdad que cada divinidad conceptual (Begriffsgott: Dios conceptual) sea buscada en su esfera específica: el hombre logra así hacer pie o encontrar algo firme (Halt finden) sobre fundamentos movedizos. Pero todo ello es antropomórfico, y no tiene nada de verdad-en-sí: el hombre olvida que las metáforas intuitivas originales son «metafóricas» y las toma por auténticas cosas.21 Precisamente por este olvido de aquel primigenio mundo metafórico y por el endurecimiento y petrificación (Hart und Starr-Werden) 590

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de una imaginería incandescente procedente de la protofantasía humana, así como por la creencia invencible en que este sol, esa ventana o esta mesa constituyen una verdad en sí, es decir, sólo porque el hombre olvida que es un sujeto artísticamente creador, vive con algún tipo de reposo, seguridad y pragmatismo. Pero el insecto o el pájaro aperciben otro mundo bien diferente.22 Ahora bien, entre dos esferas tan absolutamente diferentes como las del sujeto y el objeto no media causalidad alguna propiamente tal, ni adecuación, conformidad o coexpresión, sino a lo más un comportamiento estético, con lo cual indico una transducción alusiva o traducción sugeridora a un lenguaje perfectamente extraño, para lo cual se precisa de una esfera intermedia y de una fuerza mediadora capaz de una libre invención poiética (pues ni siquiera la relación de un estímulo nervioso con la imagen reproducida es una relación necesaria: la solidificación y petrificación (fijación) de una metáfora no acredita en absoluto su necesidad y justificación decisoria.23 Ni siquiera conocemos las leyes de la naturaleza en su ser (en sí), sino sólo en sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes naturales, que a su vez sólo conocemos como relaciones: sólo lo que nosotros mismos aportamos —el tiempo y el espacio, relaciones de sucesión y números— lo reconocemos realmente, pues sólo captamos en las cosas esas Formas que imbrican las leyes del número. Toda la Legislación (regularidad, legalidad) que tan imponente nos parece en las órbitas de los astros y en los procesos químicos, se identifica con las propiedades que aportamos nosotros a las cosas, quedando así por ellas impresionados. El mundo de los conceptos sólo es así una imitación de las relaciones de tiempo, espacio y números sobre la base de las metáforas.24 Por todo ello, el hombre intuitivo (frente al racional) sólo toma por real la vida transfigurada (ver-stellte) por la ilusión y la belleza: es el dominio del arte sobre la vida, el juego con lo serio. Mientras que el hombre dirigido por conceptos y abstracciones consigue por su medio evitar la infelicidad sin poder empero obtener de ellos la felicidad, intentando librarse en lo posible de dolores, el intuitivo que se encuentra enraizado en una cultura obtiene de sus intuiciones, aparte de la defensa del mal, una iluminación creadora y una redención DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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abierta. Cierto que, cuando sufre, sufre más intensamente e incluso más frecuentemente, pues no sabe «aprender» de la experiencia (como el hombre autodominado por conceptos e impasible).25 Notas 1. Respectivamente, ars inventrix (tejne heuretiké), ars indicatrix (tejne kritiké) y ars nuntiatrix (tejne hermeneutiké). Nietzsche conoce dicha metodología; ver El libro del filósofo, Madrid, 1974, p. 133. 2. Según Nietzsche, no aprehendemos cosas sino signos; obra citada, p. 140. 3. Esta «bene-dicción» se hará explícita en el «Sí y Amén» a la Vida que recorre su Zaratustra (Also sprach Zarathustra). 4. La filosofía del como-si será explicitada por el ficcionalismo de Vaihinger (Die Philosophie des AlsOb). Nótese que Nietzsche usa el término «Halt» (alto, parón, detención) para definir el Ser reificado por nuestra razón, en correspondencia con la Metafísica de Aristóteles y su recomendación de «detención» y «parada» del pensar sobre algo firme o sustantivo (libro I). Finalmente, la «eudaimonía» o felicidad, que en Aristóteles es el fin del ethos o ética, aquí se usa por Nietzsche como actitud general pragmático-utilitarista del hombre en sus usos y abusos del sentido común. 5. La catharsis sería de-puración o perfección y no amplexión o complexión de la vida (amor fati); liberarse-de no es «librarse» de algo sino de-liberarlo, abrirlo, asumirlo (liberación versus libración). 6. La verdad griega (a-létheia) desvela racionalmente lo mistérico (lethe) logrando así su superación (heroica) o su sobreseimiento (epojé, puesta entre paréntesis): para la ambigua formulación de Nietzsche y nuestra interpretación, consúltese El origen de la tragedia en el espíritu de la música, parágrafo III). 7. Sic P. Ricoeur y M. Eliade. Sobre el Perspectivismo onto-axiológico de Nietzsche, según el cual cada centro de energía se autoexpresa en relacionesde-valor desde su propia inmanencia, véase La voluntad de dominio, Aguilar, Madrid, 1932, tomo VIII; para todo ello, M. Heidegger, Nietzsche, vol. II, Pfullingen, 1961, pp. 105 y ss. 8. Obsérvese la paralelidad de Nietzsche con el Evangelio; consúltese ad hoc, F. Nietzsche, En torno a la voluntad de poder, Planeta, Barcelona, 1986, pp. 253 y ss. 9. Se trata del invento (erfanden) del conocimiento racional (Erkennen). Obsérvese el comienzo cuasi mítico: «Érase una vez...». 10. Nietzsche habla del Intelecto (Intellekt) como órgano racional de un tal conocimiento especular/ especulativo, cuyo efecto es la petrificación y detención; como afirma en otro lugar, la lógica estabiliza lo real y hacer verdadero es hacer duradero (La voluntad de dominio, op. cit., p. 552). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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11. El Intelecto tiene que ver con el principio de individuación, representado por Apolo y que Dionisos transgrede (Origen de la Tragedia). Nietzsche afirma aquí que la representación (Vorstellung) es fantasmagórica o Verstellung: simulación, desfiguración, trasfiguración, depresentación o traspresentación. Se trata de una disimulación de la vida propia de los débiles (casta judeosacerdotal, socratismo cristiano, reactivos); cfr. La Genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1980. 12. Puede observarse cierto trasfondo kantiano, pero también schopenhaueriano (la realidad como iluso velo de Maya); al mismo tiempo, Nietzsche interpreta y critica el conocimiento clásico (p. ej., aristotélico) como un puro conocimiento formal o de formas. 13. El consensus está, pues, implícito en un lenguaje que sirve de módulo a la vida; lo trágico está en no enterarse de este quid pro quo. La verdad dice, así, validez o liquidez (valor-de-intercambio). Una tal «comunicación» (alienada) reprime la «comunión» con la vida, e. d., el Sentido. El tema del consensus ha sido recuperado y explicitado por J. Habermas. 14. La realidad es de-signada, la vida se convierte en a-signatura; pues se intenta dar con el fundamento racional (Grund) de su Devenir empero ilógico («nervioso»). Ha sido Heidegger quien ha intentado entrever el Fundamento como desfundado (Abgrund), así como la diferencia entre fundamento (racional) y fundación (vital: Boden); puede consultarse Arte y Poesía, México, 1958, pp. 78 y 82. 15. Toda esta problemática reaparece en el segundo Wittgenstein y otros filósofos del lenguaje. Nietzsche reniega aquí de la definición escolástica de la verdad como «adecuación» entre la cosa y nuestro concepto. Sobre que el lenguaje designa las Relaciones del mundo con el hombre, véase la Filología de A. Amor Ruibal, así como la Hermenéutica de H.G. Gadamer; para todo ello, mi obra La nueva filosofía hermenéutica, Anthropos, Barcelona, 1986. 16. Aquí Nietzsche se enfrenta a los prototipos platónicos, criticando el pensamiento identitario. crítica recogida hoy por Deleuze y Derrida frente al logocentrismo. La palabra que usa Nietzsche para referirse a la Vivencia originaria es Urerlebnis. 17. El texto parece presentar la verdad desgastada como descastada, en paralelidad con el conocimiento sin amor tal y como lo ofrece san Pablo; en ambos pasajes se comparan ambas experiencias devaluadas con lo meramente metálico, sea el metal monetario (Nietzsche) sea el metal de campanas huecas (san Pablo). No se olvide el profundo conocimiento teológico de nuestro autor. 18. Crítica recurrente en Nietzsche de todo «socialismo». Obsérvese cómo la verdad posee un trasfondo moral (moralista); pero aquí la moral, como en Schiller, se «impone» al arte de vivir (cfr. sus Cartas sobre la educación estética del hombre). Aho591

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ra bien, toda proposición (lingüística) es (debería ser) una «propuesta», es decir, una pro-posición y no una im-posición. 19. Se apunta aquí lo que Max Scheler posteriormente tematizó como «ciencias de dominación» basadas en una razón dominante; lo general reprime aquí a lo personal de un modo cuasi político-militar. 20. La metáfora del Columbario romano cual Cosmos noetós o Patria de las ideas, procede probablemente de la lectura por Nietzsche de la Simbólica sepulcral (Gräbersymbolik) de su colega en Basilea J.J. Bachofen, lo que parece reforzado por la comparación matriarcal de la metáfora (como Grand-Mère del concepto). Importante resulta aquí la visión nietzschena del origen y génesis artística de todo nuestro conocer, en donde lo artístico aparece como protolenguaje concreador frente al posterior metalenguaje estético-formal. Así que, mientras Nietzsche privilegia el arte (creador), Habermas privilegiará la estilización estética un importante cambio de matiz; véase de J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, Frankfurt, 1983 y Barcelona, 1985. 21. Proceso de reificación de la vida y la intuición por el «cielo» y sus conceptos que ofrecen un Parón, Alto o Detención del flujo del Devenir en un Ser mortífero (cfr. ya Aristóteles, Metafísica, Libro II). Feuerbach realizó ya una trasvaloración de la teología clásica en antropología; y Blondel, tras Bergson, ha podido hablar de la divinización de la Razón por los griegos, ya que el Nous es divino y posee la noción de Bien (Ética a Nicómaco, Libro X, cap. VII); de M. Blondel, véase Annales de philosophie chrétienne, 1896. Nietzsche tratará de trasvalorar el Bien y el Mal morales asténicos por lo Bueno y lo Malo vitales o esténicos (véase Ch. Andler, Nietzsche, II, París, 1958). La referencia al «dios conceptual» remite al Dios de Aristóteles como Motor Inmóvil y Autopensamiento (Nóesis noéseos). 22. El «tipo» reprime así el «arquetipo». La verdad como petrificadora de la vida remite aquí a la petrificación que cual fijación obturadora de la energía, mana o libido experimenta el héroe clásico ante la Gorgona Medusa. En realidad, una tal fijación o detención de la libido (propia y ajena o cósmica) obtiene la significación de un complejo de tipo neurótico (cfr. ad hoc mi Jung, Deusto, 1988). A este respecto, recuérdese el interés psicológico del filólogo Nietzsche, así como su contacto con la freudiana Lou Andreas Salomé. 23. La traída y llevada (en filosofía) relación entre Sujeto y Objeto es estética (pero no en sentido formal sino material, es decir «aistética» o según «aisthesis» = sensibilidad). La estética nietzscheana sigue siendo, pues, artística, poiética o concreadora. En ella se precisa de un Lenguaje intermediador que, como el espejo en el caso de la Medusa, 592

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posibilite la mediación, transición o transitación de la energía, vivencia o libido sin obturaciones. Denominaríamos simbólico a un tal lenguaje, entendiendo por símbolo la sublimación no represora de lo subliminal. Una tal transducción/traducción estético-artística es un excelente modelo de toda interpretación, la cual dice prioritariamente ejecución no mortífera sino vital, i. e., artística (cfr. la música en Nietzsche y Schopenhauer cual paradigma del mundo como Voluntad). 24. O el mundo como mundo humano y humanado (antropomorfismo asumido). 25. Nietzsche se confronta aquí finalmente con la fantasmagoría del mundo, asumiendo la dilusión del ser de lo real en ilusión: se trata de con-jugar el gran juego del Lenguaje cual Relación/Relato originario (Leyenda o Sage: Heidegger). Esta afrontación es un descensus ad inferos cual Reino de las Madres (Reich der Mütter: Fausto de Goethe): la pasibilidad se confronta así al ademán impasible. Resulta interesante el que Nietzsche acuda posteriormente a la figura del profeta y sacerdote Zaratustra, el cual, frente al maniqueísmo de Mani (en el que el mal y el bien están separados), enseña un mundo dualéctico de bien-y-mal, asumiendo el Mal como potencia, energía o fuerza del Bien; por ello Zaratustra no reniega, como Mani, de la materia, y por ello Ahura Mazda crea nuestro mundo como mediación metamorfósica de mal-en-bien, mediación redentora que en Nietzsche se realiza como «amor fati» (asimilación y transustanciación del destino); puede consultarse U. Pestalozza, Nuovi Saggi di religione mediterranea, Milán, 1965, pp. 495 y ss. («Zaratustra»).

FRIEDRICH NIETZSCHE

Violencia Toda persona se aproxima al otro a partir de unas determinadas nociones, expectativas y fantasías que se imponen y se sobreponen a lo que aún no es conocido ni reconocido. La incursión en nuevas experiencias de la vida no puede hacerse vía tabula rasa o vacía de contenidos psíquicos, aunque bien es cierto que hemos de tratar de ponerlos entre paréntesis, o por lo menos darnos cuenta de que existen, porque de otra manera los contenidos psíquicos interferirán en el reconocimiento del otro. Es interesante, a este respecto, plantearse hasta qué punto lo que imaginamos y decimos de alguien tiene que ver o no con lo que verdadeDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ramente el otro siente y piensa, plantearse en consecuencia hasta qué punto somos capaces o incapaces de captar, tolerar y aceptar la presencia del otro. He aquí una cuestión crucial que, como veremos a continuación, remite a las relaciones materno-infantiles. 1. Uso del objeto Winnicott estudia la dialéctica existente entre lo interno y lo externo, entre el objeto que es percibido subjetivamente y el objeto o sujeto que es reconocido como alguien independiente o separado de uno mismo, fuera pues de la mente. Es precisamente este objeto, que asoma en su condición de exterioridad, el que otorga un beneficio psicológico a quien lo usa (en el mejor sentido de la palabra). Porque lejos de sus connotaciones peyorativas, cuando Winnicott habla de «uso del objeto» no se refiere a su explotación o manipulación sino al provecho que se deriva de descubrir al objeto como alguien en quien puede confiarse, como alguien que está presente desde su disposición a asistir y auxiliar en las necesidades que puedan surgir. No significa otra cosa que estar en condiciones de reconocer la fuente de ayuda para acudir a ella. Puesto que para poder usar el objeto, «es forzoso que el objeto sea real en el sentido de formar parte de la realidad compartida, y no un manojo de proyecciones»,1 estaríamos refiriéndonos a un hito, a una verdadera conquista en el desarrollo psicológico del individuo. Ahora bien, ¿cómo o de qué manera es posible acceder al reconocimiento del otro? Respuesta de Winnicott: «el impulso destructivo es el que crea la exterioridad».2 La consideración del objeto en su condición de exterioridad, y no como proyección, sería resultado de la supervivencia del objeto ante el ataque destructivo que opera contra él. He ahí la tesis formulada. Pero tratemos de explicitarla, vayamos por partes. Winnicott llama la atención sobre la necesidad del niño de agredir, atentar o destruir a un objeto al que se le exige asumir y ser depositario del malestar. Un objeto que es puesto a prueba para calibrar su condición de sostén, de uso. No obstante, a partir de la destrucción, puede acontecer que sobreviva o no. Y en la medida que logre sobrevivir a la destrucción, el objeto (el otro) se vuelve real, dándose la prueba inequívoca de que no es un producto DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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mental sino un ente existente fuera de la psique, externo, independiente de la fantasía. La supervivencia del objeto provoca alegría, satisfacción en el niño, la tranquilidad de saber que los ataques destructivos no conminan a la madre a vengarse del niño. Porque si el objeto (el otro), habiendo sido sometido a prueba, sobrevive, habría mostrado y demostrado con ello su resistencia, su permanencia, su valía para ser usado. Dicho de otra manera, el acceso al reconocimiento del objeto depende de la capacidad de la madre (a quien van dirigidos los ataques) para sobrevivir, para seguir existiendo sin que ésta responda con medidas vengativas. Es importante tener en cuenta, a este respecto, que «sobrevivir», en el contexto que lo emplea Winnicott, significa no tomar represalias. La supervivencia del objeto es lo que lo ubica fuera de la zona de control omnipotente del sujeto (al margen de la acción de los mecanismos proyectivos) y con ello marca los linderos entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo real y lo fantaseado. Una vez que ha sobrevivido a la destrucción, el objeto se convierte en real y usable, lo que implica reconocerlo como un ser externo que ayuda a liberar o aliviar la tensión psicológica. Pero si el objeto (la madre) no sobrevive, queda el niño a merced de sus malos sentimientos, de su angustia, de su desesperación, atrapado en su mundo interno. La realidad quedaría borrada o subsumida en la fantasía, no pudiendo verse al otro de otra forma que no sea como alguien vengativo, persecutorio. Cuando fracasa el reconocimiento del otro, no se puede acudir a él para lograr información novedosa que pueda modificar, transmutar o codificar lo que hay o habita en uno mismo. A fin de cuentas, la única vía para elaborar o disolver los contenidos psíquicos es a partir del otro (como ser real, externo, reconocido como tal), sin el cual únicamente existiría el mundo subjetivo, una escenificación cerrada de fantasías u objetos internos. El objeto (o ser) usable, ante los problemas y la angustia que alguien le pueda transmitir, responde desde la comprensión y el amor. Permite, en suma, ser afectado sin ser aniquilado, sin tomar represalias. Y en ese caso, funge como una especie de colchón entre el niño y la realidad, en el sentido de que ha de adaptarse a la capacidad que tiene el niño para elaborar y soportar las experiencias a las que se enfren593

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ta: «Se necesita a la madre como a alguien que sobrevive cada día, y que puede integrar los diversos sentimientos, sensaciones, excitaciones, rabias, penas, etc., que constituyen la vida de un bebé pero que éste no puede sostener [...]. La madre sostiene al niño, al ser humano que se está formando [...]. Ella comprende».3 Por su parte, Bion se refiere a la madre contenedora como aquella figura que acepta, digiere y transmuta las emociones y los sentimientos que no puede portar el niño. «Un desarrollo normal tendrá lugar si la relación entre el niño y el pecho permite a aquél proyectar un sentimiento, por ejemplo, que se está muriendo, en la madre y reintroyectarlo después que su estadía en el pecho lo ha tornado tolerable para la psiquis del niño. Si la proyección no es aceptada por la madre, el niño siente que a su sentimiento de que se está muriendo le es arrancado su significado. Por lo tanto, lo que reintroyecta no es un miedo de morirse que se ha tornado tolerable, sino un terror sin nombre».4 Cuando la madre es capaz de contener los contenidos psíquicos del niño para después devolvérselos a éste de una forma distinta, ya procesados, el bebé está en condiciones de introyectar algo que poco antes tenía connotaciones muy distintas. La intervención de la madre ha reconvertido las experiencias, las ha hecho digeribles. Poco a poco, en la medida que el niño (con auxilio de la madre) va incorporando y reconociendo como suyas cada vez más parcelas de su ser, disminuye su necesidad de proyectar, para ir incorporando al mismo tiempo la capacidad transformacional. Por el contrario, si la madre no asume o no desempeña adecuadamente la función de contención o transformación de las experiencias (intolerables), el niño se verá impelido a seguir proyectando y evacuando una y otra vez, adentrándose por el camino del paulatino empobrecimiento psíquico. 2. La alteridad Ya sea desde el planteamiento de Winnicott como desde el de Bion, lo que se pone de relieve es el papel fundamental de la madre para que el niño pueda ir conociendo y reconociendo como suyas las experiencias (tanto placenteras como displacenteras) vividas en las relaciones interpersonales. Cabe destacar, a este respecto, que las relaciones del niño, de cualquier persona, con los otros, tarde o tempra594

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no, en mayor o menor medida, están abocadas a producir desencuentros, frustraciones, expectativas truncadas. Y eso es algo inevitable, incluso con el objeto de amor. Hemos de tener en cuenta que la madre más preocupada por su hijo, aun cuando haga sus mejores esfuerzos para gratificarlo, no puede colmarlo por completo ni en todos los momentos, como tampoco puede evitar a veces responder inadecuadamente a sus demandas. Por mucho que lo intente. Son inevitables las fallas en la atención de la madre para con el niño, e incluso necesarias, para que a través de ellas el niño vaya reconociendo que existe algo (el mundo de la realidad y la realidad de los otros) que está más allá de sí mismo. La madre suficientemente buena (Winnicott), pero no totalmente buena (inexistente si no es como elemento idealizado), si por algo se caracteriza es por auxiliar al niño en aquellas mediaciones con el mundo para las que no está todavía preparado. Podría afirmarse que las inevitables y cotidianas frustraciones que experimenta el niño lo preparan y empujan para la conquista progresiva de la objetividad. Una objetividad que pasa por reconocer que el otro con su presencia marca un límite a aquello que no puede domeñarse ni hacerse propio. Dicho de manera distinta, el otro es sinónimo de la exterioridad, la alteridad, lo ajeno, lo no-yo, lo que hace tambalear la complementariedad narcisista que tanto se anhela. La complementariedad narcisista se persigue en tanto las interacciones con el otro son esporádicas o aparecen marcadas por la distancia física o relacional (por ejemplo, cuando por su belleza, talento, conocimiento o poder se considera al otro inalcanzable), mientras se mantienen en suma los resortes de la idealización, pero ese mismo sujeto (o grupo), pasado un tiempo, siempre y cuando se establezca una relación suficientemente estrecha o cercana con él, podrá ser descubierto como un ser real. Aparecerán entonces para con él los reclamos, las protestas, el rencor, el odio mismo, elementos, todos ellos, que estaban subsumidos, ocultos, tras el manto de la idealización. No cabe duda que ante la nueva situación se habrá de realizar todo un trabajo de elaboración psíquica que implica duelo, desinvestiduras y nuevas ligaduras para con el otro, tratando de reconocerlo en sus necesidades y peculiaridades, como un sujeto que con su presencia pone DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en evidencia la realidad de los desencuentros, los conflictos y las frustraciones inherentes a toda relación interhumana. Eso no quita para que en determinados momentos podamos conseguir con el otro un alto grado de acuerdo y sintonía, pero no en todos los casos ni en todas las situaciones de la vida. Por algo uno y otro somos singulares, diferentes. Es así que los desencuentros van alternándose con los encuentros, y los afectos con los desafectos, dándose tanto los unos y los otros, porque todo ello forma parte de lo que procesamos y experimentamos en presencia del otro. 3. Lo peligrosamente próximo Ya hemos puesto de manifiesto que el otro se hace realidad en la cercanía, cuando en su condición de ajeno o extraño, se siente su perturbación, su rechazo a ser complemento narcisístico. Es entonces cuando uno mismo tiene que enfrentarse a los sentimientos que emergen como consecuencia del encuentro con el otro. Se entiende así que «El racismo no existe mientras el otro es Otro, mientras el extranjero sigue siendo Extranjero. Comienza a existir cuando el otro se vuelve diferente, o sea, peligrosamente próximo. Ahí es donde se despierta la veleidad de mantenerlo a distancia».5 A partir del momento en que el otro se hace presente (por ejemplo, cuando determinados inmigrantes trabajan en un país con elevadas tasas de desempleo) deviene el conflicto, la necesidad de preguntarse por la constitución de la propia identidad. «Lo peligrosamente próximo» lo pone en evidencia Freud cuando habla del narcisismo de las pequeñas diferencias. «De acuerdo con el testimonio del psicoanálisis, casi toda relación afectiva íntima y prolongada entre dos personas —matrimonio, amistad, relaciones entre padres e hijos— contiene un sedimento de sentimientos de desautorización y de hostilidad que sólo en virtud de la represión no es percibido. Está menos encubierto en las cofradías, donde cada miembro disputa con los otros y cada subordinado murmura de su superior. Y esto mismo acontece cuando los hombres se reúnen en unidades mayores [...]. Pueblos emparentados se repelen, los alemanes del Sur no soportan a los del Norte, los ingleses abominan de los escoceses, los españoles desdeñan a los portugueses».6 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Los individuos y pueblos vecinos entre sí son los que más se odian, por la necesidad que tienen de diferenciarse los unos con respecto a los otros. Es así que las pequeñas diferencias se elevan a la categoría de diferencias absolutas, irreconciliables, como abismo que separa, partiéndose de la premisa de que CUANDO UNO ES (auténtico, justo, bueno, etc.) EL OTRO NO ES. Hay asimetría, cara y cruz, cielo e infierno, autenticidad y falsedad. Si el otro es valorado, uno mismo queda cuestionado y viceversa. La disimilitud, la alteridad, lo ajeno se presenta en tal caso como elemento amenazador para la conquista o mantenimiento de la propia identidad, de manera que el otro (ya se trate de un individuo o grupo) es percibido como aquel que porta predominantemente características negativas; es el enemigo. El enemigo cumple con la función redentora de limpiar o absorber «los pecados» de la gente con quien entra en contacto o con quien está en relación; otorga, pues, al que lo ataca la ilusión narcisista de sentirse superior, bueno, libre de responsabilidades y culpas. A decir verdad, todos en mayor o menor medida, necesitamos construir o encontrar a alguien que ocupe ese lugar. Es precisamente el enemigo (y no el amigo) a quien recurrimos para desahogarnos, para que nos libere de nosotros mismos, él es quien finalmente sufre nuestros ataques, mientras que el amigo nos exige que lo soportemos. El enemigo, pues, se convierte en la válvula de escape para poder arrojar fuera de nosotros mismos aquellos aspectos que por momentos nos sobrepasan y no podemos elaborar. Para ciertas personas se hace imposible vivir sin el enemigo, ya que lo necesitan para poder nombrarse en su contra, dependen de él para asumirse en la imagen idealizada que sueñan. Es por eso que la ausencia (temporal) del enemigo, puede resultar intolerable, desorganizadora, buscándose con urgencia su regreso o sustitución. En cierta forma, esto es lo que les pasa a algunos soldados que acabada la guerra experimentan un gran vacío en sus vidas, como si añoraran lo realizado en combate. Pareciera que la guerra se hubiera convertido en una especie de droga y la paz los precipitara al síndrome de abstinencia. En tiempos de paz se sienten desamparados, tristes, abatidos, privados como están de la posibilidad de seguir conviviendo con aquel que les dicta el lugar al cual dirigir sus proyectiles 595

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(y proyecciones). Es necesario, en estos casos, construir, erigir o idear un nuevo enemigo, sustituir al anterior por otro, cuanto antes, como quien lo hace para resarcirse y olvidar la separación de un objeto de amor. Aquí, en el caso del enemigo, como en el del ser amado, procede el dicho: un clavo saca otro clavo. Un enemigo sirve para olvidar a otro enemigo. De lo contrario, se descubrirá cómo asoma el enemigo desde uno mismo. «La construcción del enemigo» obedece a la necesidad de alejarse del intercambio a que aboca el contacto (la proximidad) con el otro, pudiendo surgir entonces el ánimo de mantenerlo a raya, dentro de unos límites más allá de los cuales habría que combatirlo, expulsarlo, cuando no exterminarlo. Para remarcar las diferencias. Para evitar una apertura que inevitablemente impactaría sobre los patrones identitarios de partida. El rechazo al otro (y la violencia ejercida contra él) se sustenta en la visión de que el otro representa un peligro de intrusión y/o contaminación; surge como respuesta ante una amenaza, ya sea real o imaginaria. Así pues, cuando alguien hace uso de la violencia, pretendiendo ocultar, está señalando cuál es la herida: la angustia-de-no-ser, su inseguridad a flor de piel, tratando denodadamente de obstruir el agujero por el que se desgarra y extravía su personalidad. En ese sentido, la violencia constituye la vía para ocultar el vértigo al vacío de identidad. A partir de la cual sentirse seguro, estructurado, soportado. Pero la violencia sirve de soporte al igual que el manantial producto de un espejismo sirve para saciar la sed. 4. Discurso impositivo Para el sujeto violento el otro aparece como la imagen en espejo que no se puede tolerar. Es el doble. Aquel que arrastra los ecos (perturbadores) y que llega a cuestionar lo que uno cree (y anhela) ser. En último término, el otro obstaculiza e impide la perfección narcisista. Es por tal motivo que en un intento por romper el espejo que ofrece el otro, se trata de anularlo en su autonomía o subjetividad. En eso radica, precisamente, la violencia, en la imposibilidad de tolerar el límite ofrecido por el que es ajeno. El otro no es percibido como tal sino como prolongación o extensión de uno mismo, como alguien a quien habría de imponér596

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sele una determinada posición en la vida, una cosmovisión, los contenidos a pensar, sentir y actuar, sin aceptarse por parte de éste ningún cuestionamiento. El sujeto violento es intolerante, dogmático, se cree en posesión de «la razón, la verdad», la cual, desde su punto de vista, habría de ser entendida, aceptada y compartida por la gente; por tanto, en una especie de misión mesiánica, se dedica a transmitir «la verdad», de modo que aquel que la ignorara habría de ser adiestrado, incluso castigado, para ser merecedor y descubridor de ella. El otro, sin derecho a rechazar aquello que se le estaría dando a conocer, se constituiría, en tal caso, en el reverso de «la verdad», en el agente contaminante e impuro que debería domeñarse, limpiarse o purificarse. El sujeto violento se conduce con un discurso plagado de convicciones incuestionables acerca de los otros y de sí mismo, dictando quién es quién y cómo ha de comportarse (un discurso, pues, cerrado, acabado, totalizador), a partir del cual pretende cimbrar la personalidad de la víctima al punto de que ésta se asuma culpable por ser quien es, y por sentir lo que siente. A fin de cuentas el sujeto violento está convocado a colonizar la mente del otro, por lo que no desistirá de su empeño hasta convencerle, por las buenas o por las malas, a la víctima de que su único y mejor destino es dejarse hacer, convertirse en recipiente de quien supuestamente detenta «la verdad». El sujeto violento se propone construir, después de destruir, el psiquismo del otro. Pretende alzarse como autoridad para el otro. Si logra su propósito, si consigue cimbrar y anular el discurso del otro para imponerle el suyo propio, la víctima ya no tiene escapatoria, lo es por muerte psíquica, pasando a ser lo que el victimario dice que es. El grado de destrucción psíquica al que puede conducir la invasión o colonización mental lo podemos ver ilustrado en la siguiente viñeta: «En el tiempo de su soberanía, los alakaluves se llaman los “Hombres”. Después los blancos los designan con el mismo nombre con que ellos designaban a los blancos: los Extranjeros. Así pues, se llaman a sí mismos “Extranjeros” en su propia lengua. Finalmente, en los últimos tiempos, se llamarán “Alakaluves”, que es la única palabra que siguen pronunciando delante de los blancos, y que significa “Dame, dame” —ya sólo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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son designados con el nombre de su mendicidad. Al comienzo ellos mismos, después extranjeros de sí mismos, después ausentes de sí mismos: la trilogía de los nombres refleja el exterminio».7 La víctima lo es cuando es designada y atrapada en el discurso del victimario, de aquel que lo nombra y dice de su ser lo que es. Ésa es una víctima en toda su dimensión, tanto por fuera como por dentro, que ha sido intimidada en su identidad, que ha sido empujada a desear su propia muerte psíquica. No necesita ya la presencia externa del victimario, porque el victimario habita en su interior, gobernando desde su mente. Sus criterios para definirse a sí misma y a los otros han sido anulados. En tal caso, todo lo que haga y diga el victimario respondería a una razón, a algo que la víctima no es capaz de conocer por sí misma, porque lo tiene merecido, anulándose la posibilidad de detectar la actuación violenta. Por el contrario, cuando la víctima reconoce en el victimario al culpable del maltrato y se reconoce a sí misma como persona inocente, diríamos que es víctima circunstancial, porque una vez alejada del victimario, fuera del entorno violento, está en condiciones de entablar relaciones sustentadas en el respeto. 5. Integración del sí mismo El sujeto violento actúa como actúa para evitar el dolor de enfrentarse consigo mismo, porque incapaz de contener las fallas y debilidades que le caracterizan, las proyecta y hace su pasaje al acto. Al agredir o violentar al otro no deja de dirigir la agresión contra sí mismo, claro está que sin reconocerse en las partes yoicas proyectadas. Porque el desafecto, o incluso el odio, que manifiesta el sujeto violento por el otro remite al desafecto u odio que se tiene a sí mismo, persiguiendo pues en el afuera lo que rechaza en su interior. A fin de cuentas, podría plantearse la siguiente máxima: dime cómo tratas a los demás y te diré, en el fondo, cómo te tratas. El sujeto violento confunde (todo o gran parte de) lo proyectado en el otro con el otro, y creyendo saber todo sobre el otro, no se pregunta cuánto de verdad puede haber en sus afirmaciones. Su discurso, sustentado en la certeza y no en las dudas ni en los interrogantes, es impermeable a la experiencia (relacional), sin poder aprehender o registrar, si no es más que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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en grado mínimo, la singularidad del otro y lo que de nuevo y peculiar puede vivirse con él. El sujeto violento, para dejar de serlo, ha de darse cuenta de que vive inmerso en un discurso de mentiras, de fábulas interesadas, de creencias, y aceptar que sus «verdades» sobre el otro, el enemigo, apuntan hacia sí mismo. Solamente así podrá llegar a tomar conciencia de lo que previamente había rechazado y arrojado fuera de sí mismo para ponerse en el camino de la conquista personal o integración, un camino o proceso imposible de culminarse. A este respecto, Melanie Klein asegura: «La experiencia me demuestra que nunca existe una integración completa, pero cuanto más uno se acerca a ella mayor será la comprensión de los impulsos y las angustias, más fuerte será el carácter y mayor el equilibrio mental».8 Las proyecciones sobre el otro, en mayor o menor medida, es inevitable que sigan operando. Porque si bien es verdad que el exceso de proyecciones impide reconocer y aceptar al otro, siempre hay una parte de la relación interhumana, como productora inagotable de contenidos inconscientes que es, que se presenta irreducible al develamiento consciente. Es por eso que la integración del sí mismo nunca puede ser completa; siempre existirá la tendencia a desentenderse de los contenidos displacenteros. Tal vez, podríamos considerar que la patología (en contraposición a la salud) no consiste en emplear la proyección sino en el empleo excesivo de la misma, sin aceptar que del otro pueda derivarse una función informadora e incluso transformacional de las experiencias propias. Cuando el otro es contemplado como objeto de uso, exterior a uno mismo, aunque por momentos sea vivido como creación intrapsíquica, el sujeto se encuentra en la senda de la salud mental. Hemos de tener en cuenta que el ser humano «puede satisfacer el principio de realidad aquí y allí, en un momento y otro, pero no en todas partes a la vez; es decir que conserva áreas de objetos subjetivos, junto con otras áreas en las cuales hay una relación con objetos percibidos objetivamente, u objetos “no-yo”».9 Del planteamiento winnicottiano puede deducirse que mundo interno o fantasioso y mundo externo, cuando están más o menos diferenciados, operan de manera alternante, participando de un proceso dialéctico sin fin. La diferenciación de ambos mundos permite 597

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transitar del uno al otro, y en definitiva lo que temporalmente no se pueda dirimir en la realidad, se tramita a nivel fantasmático. Por ejemplo, la posibilidad de ver a alguien como malo en la fantasía (sintiendo para con él la destructividad más intensa) permite aceptarlo en la realidad como el que es, ni tan malo ni tan bueno en comparación con los objetos internos. En este sentido, la posibilidad de fantasear contribuiría a un nuevo y renovado acercamiento a la realidad, de tal modo que lo que hasta entonces era impensable, inabordable, intolerable, deja de serlo. Así pues, a veces, el sujeto estaría inmerso en sus fantasías, proyectando en el otro determinados contenidos, pero en otras ocasiones, podría reconocer que sus fantasías no son más que eso, fantasías, y que más allá de las mismas hay un otro que espera ser descubierto o reconocido. Huelga decir que la capacidad para reconocer la existencia (singular) del otro se daría siempre y cuando se haya introyectado (formando ya parte de los recursos psíquicos propios) la función sostenedora o transformacional de la madre, al mismo tiempo que se es apto para detectar en el otro la mencionada función. El victimario, para quien el mundo real queda subsumido en su mundo interno, es incapaz de considerar al otro como elemento auxiliador en la transformación de las experiencias. Resulta así imposible elaborar, catalizar ni pensar los contenidos psíquicos (intolerables). Todo lo que se siente y padece es atribuido a la presencia (perturbadora, frustrante) del otro, sin poder discernir lo que de subjetivo (proyectivo) hay en tal consideración o evaluación. Porque en tanto lo subjetivo-proyectivo lo envuelve todo, no hay manera de advertir su influencia. En ese caso, los intentos del otro en su labor transformadora serán interpretados como ataques o sobrecargas de ansiedad. Para aquel que puede advertir la influencia de lo subjetivo-proyectivo, en la medida que va retirando las proyecciones, no solamente asomará una mismidad hasta entonces desconocida (la integración personal), sino también la emergencia y diferenciación, en fin el descubrimiento, de lo propio del otro. El reconocimiento del otro es darse cuenta de que las afirmaciones que teníamos acerca de él así como las nuevas afirmaciones son subjetivas y provisionales, constituyen un límite a la inmersión experiencial que involucra todo encuen598

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tro. Pero para tal inmersión, se precisa cierta dosis de valentía y tolerancia a la frustración, en tanto que lo que se habrá de encontrar no coincide con lo que se sueña o desea. A decir verdad, el reconocimiento del otro supone una operación difícil, indigesta. Reconocer al otro desde la diferencia o singularidad que lo caracteriza implica contactar con el malestar, con la frustración, con el odio incluso, que resulta de tener que responder a las exigencias de reacomodo y cambio que plantea con su presencia. El otro es aquel que nunca puede ser yo, que no puede ser aprehendido, aquel que con su presencia arremete contra la pretensión ilusoria de la completud y señala el horizonte de la muerte o desaparición propia. No hay, pues, reconocimiento del otro que no sea a partir de la asunción de los límites de uno mismo y del correspondiente dolor psíquico que ello conlleva. Como bien dice el poeta Gabriel Celaya en Marea del silencio: [...] lo real es una herida de luz que nos duele, quisiéramos ser ciegos, ignorarla.

Abrir los ojos ante la luz exige un esfuerzo por asumir, en lugar de rechazar, lo que preferiría dejarse en la sombra, alejado de la conciencia. De hecho, de la capacidad para portar el dolor psíquico depende la posibilidad de aceptar la realidad del otro y de uno mismo; porque «la integración siempre implica dolor».10 Notas bibliográficas 1. WINNICOTT, D.W., Realidad y juego, Buenos Aires: Gedisa, 1971/1982, 3.ª ed., p. 119. 2. Ibídem, p. 125. 3. Ibíd., «Necesidades de los niños menores de cinco años en una sociedad cambiante», 1954, pp. 16-17, en El niño y el mundo externo. Buenos Aires: Hormé, 1993, 4.ª ed. 4. BION, W.R., «Una teoría del pensamiento», 1962, p. 160, en Volviendo a pensar. Buenos Aires: Hormé, 1996, 5.ª ed. 5. BAUDRILLARD, J., La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama, 1990/1991, p. 139. 6. FREUD, S., Psicología de las masas y análisis del yo, 1921, p. 96, en Obras Completas, vol. 18. Buenos Aires: Amorrortu, 1979. 7. BAUDRILLARD, J., La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama, 1990/1991, p. 145. 8. KLEIN, M., «Sobre la salud mental», 1960, p. 278, en Obras Completas, tomo 3. Barcelona: Paidós, 1994, 2.ª reimpresión. 9. WINNICOTT, D.W., «La integración del yo en el desarrollo del niño», 1962, p. 74, en Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Barcelona: Paidós, 1993. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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10. KLEIN, M., «Sobre la salud mental», 1960, p. 278, en Obras Completas, tomo 3. Barcelona: Paidós, 1994, 2.ª reimpresión.

JOSÉ MARTÍN AMENABAR BEITIA

Violencia colectiva 1. Under Attack The ice age is coming, the sun is zooming in Engines stop running and the wheat is growing thin a nuclear error, but I have no fear London is drowning —and I live by the river. The Clash [London Calling, 1979]

Éstas eran las palabras de Churchill en 1940: «defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste; lucharemos en las playas; en los lugares de desembarco; lucharemos en los campos, en las calles y en las colinas. No nos rendiremos jamás».1 Sin embargo, las celebraciones británicas del 60.º aniversario del final victorioso de aquella gran conflagración que entonces daba comienzo (Segunda Guerra Mundial), se han confundido en las calles de Londres con el sonido inminente de otras bombas. La experiencia de 1914 anunciaba en 1940 los peores presagios;2 a su vez, la experiencia de 1945 (más de cincuenta millones de muertos y el inicio de la era nuclear con el bombardeo de las villas japonesas de Hiroshima y Nagasaki) anunciaba un tiempo futuro de «paz violenta» y equilibrios internacionales precarios. Lo que no pudo suponer el primer ministro británico es que en los inicios del siglo XXI, pasados sesenta años de los primeros bombardeos de la Luftwaffe sobre Londres, y casi veinte del final de la «guerra fría» (1989), la ciudad sería de nuevo masivamente atacada, pero en esta ocasión, por el impulso suicida de cuatro súbditos de Su Majestad la Reina (7-J). 2. Leeds, Leeds Zygmunt Bauman no duda en calificar la violencia postmoderna como una suerte de “holocausto silencioso”. El profesor emérito de sociología de la Universidad de Leeds reconceptualiza la violencia hasta mostrarla, no ya como una reliquia de tiempos premodernos, sino como un teatro de operaciones totalmente afín a los tiempos que corren: «la modernidad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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—afirma Bauman— puede vivir sin coacción tanto como un pez puede subsistir sin agua».3 Sin embargo, la violencia es otra: «los modos de acción violenta postmoderna» tienen, según Bauman, mucho que ver con los cambios profundos habidos tanto a nivel individual, como a nivel de integración social del grueso de la población. La idea general del sociólogo es que del viejo molde del productor/soldado moderno («actores disciplinados para la producción y la destrucción»), la postmodernidad habría pasado a servir de plantilla al animal postmoderno que consume y juega: «los individuos —sostiene Bauman— son organismos sensibles (consumidores/jugadores) que buscan nuevas experiencias [...] tienen la capacidad de absorber y responder a un flujo constante, y preferiblemente creciente de estímulos».4 En otras palabras: el orden de la vieja violencia guerrera, con la postmodernidad, se transforma en violencia que se privatiza, se dispersa, se difumina, se acelera y expande, y en última instancia, pierde su objetivo y acaba permeando todos los múltiples aspectos de la vida individual y social. Por lo tanto, la «violencia de masas» que se observa en la actualidad y que sir Winston Churchill no hubiera imaginado, se sirve de los mismos mecanismos de la cultura popular que la cobija y que ya fue severamente criticada en los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, tal y como indica el también sociólogo Salvador Giner, a falta de una filosofía política de la era de Internet, la intensificación de la televisión, las videoconferencias, las cámaras digitales, las comunicaciones vía satélite, el GPS y demás oleadas de innovaciones, es como si la teoría de la cultura siguiera anclada en las tempranas consideraciones de Tocqueville y Gabriel Tarde sobre la tiranía de la opinión pública.5 Apenas se encuentran hoy reflexiones acerca de los nuevos modos de acción violenta que este progreso acelerado de la ciencia y de la técnica ponen a disposición del grueso de la población, ni —en su reverso— reflexiones acerca de las condiciones que los imperativos acelerados del formato mediático (infosfera) imponen a la hora de encajar, discernir o convivir con el éxtasis de la violencia cotidiana en nuestros días. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington D.C. fueron en este sentido ejemplares. Las imágenes de la ma599

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sacre en Manhattan se sirvieron en tiempo real para el consumo de los telespectadores del mundo entero, muchos de los cuales ya habían podido jugar previamente (mediante simuladores de vuelo y juegos electrónicos) a estrellar sus propios aeroplanos digitalizados contra Twin Towers virtuales.6 Tal y como escribió la propia Kirshenblatt-Gimblett, muchos de los testigos del colapso de las Twin Towers sintieron una suerte de falta de realidad en la escena: They felt like they were watching a movie they had seen before.7 El 11-S encarnó cierto «esplendor tecnológico» de la violencia postmoderna, mientras el planeta entero (Jacques Derrida estaba en Shangai, y pudo contemplarlo en el monitor de una cafetería)8 alcanzaba su particular ápex de terror. Repetido ad nauseam en los cuartos de estar, las salas de televisión y los salones (livings), el drama de Manhattan parecía salir del trailer de algún filme de acción de la factoría de Los Ángeles, o de la pantalla final (game over) de algún juego japonés de última generación. Ambos, película y juego, siempre dispuestos a ser consumidos por «organismos sensibles en busca de nuevas experiencias». Pero, ¿en qué momento el aguerrido muyahidin (productor/soldado) cambió su camello por un Toyota? ¿Dónde cambió su AK-47 por una Playstation? De vuelta a Leeds, cuatro años después del ataque suicida contra los EE.UU. (y pasado un año del ataque al Corredor del Henares), cuatro jóvenes, vecinos de esta localidad del norte de Londres, atacaron el 7 de julio pasado el corazón de la City (King´s Cross). Esta vez, los cuatro terroristas suicidas eran súbditos británicos (de origen paquistaní) y vecinos modélicos (consumidores/jugadores). Tal vez alguno asistió a la universidad, e incluso tal vez alguno —y por qué no— se interesó en su día por la violencia postmoderna en Leeds, de la mano de Zygmunt Bauman. 3. La familia Loud Según nos informa Jean Baudrillard, un año después de los atentados palestinos de Munich 72, una cadena de televisión norteamericana daba inicio a la experiencia pionera de la «TVverdad».9 An American Family (PBS Series) suponía la primera emisión en directo, día a día, de la vida cotidiana, y todo un hito en la concepción del real-life drama. El 11 de enero de 1973 se estrenaba en los USA... 600

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Siete meses de filmación ininterrumpida, 300 horas de toma directa, sin script ni escenografía, la odisea de una familia, sus dramas, sus alegrías, sus peripecias, en suma, un documento histórico «en bruto», y el «más bello logro de la televisión, comparable, a escala de nuestra cotidianeidad, al filme del primer alunizaje».10

Esta protoincursión en la telerrealidad (hoy más conocida como reality show) permitió que todos los norteamericanos contemplaran extasiados el colapso de las dos «torres» (padre y madre) de la familia Loud: ambos se derrumbaron durante el rodaje, uno de los hijos (Lance) declaró abiertamente su homosexualidad, estalló la crisis y se separaron. La happy family (casa californiana, 3 garajes, 5 niños) se convirtió en un amasijo de escombros; una verdadera zona cero en el espacio medio del paisaje burgués norteamericano. La pregunta en todo el país —es evidente— fue la que sigue: ¿esta ruina es el más bello logro de la televisión? Sin duda, el terror doméstico emitido 24 horas en abierto durante aquellos días presagiaba algo del futuro, algo así como una... [...] violencia correspondiente a una desmesurada densificación de lo social, al estado de un sistema superregulado, de una red (de saber, de información, de poder) demasiado espesa y de un control hipertrófico sobre todo pasadizo intersticial.11

De hecho, un año antes de la epopeya de los Loud, en 1972 («a las 3.32 de la tarde del 15 de julio») se procedía en St. Louis (EE.UU.) a la voladura controlada del complejo de viviendas sociales Pruitt-Igoe Project (1956-1972). Se escenificaba así el estrepitoso fracaso del «cultivo artificial» (mediante el malogrado programa federal norteamericano de vivienda pública iniciado después de la Segunda Guerra Mundial) de una clase media (de tejido social interracial), a partir del «estilo internacional» y la arquitectura modernista especialmente influenciada por los trabajos del arquitecto suizo Le Corbusier. Según la ya célebre sentencia de Charles Jenks, aquel lugar, fecha y hora, marcaron el final del Movimiento Moderno y dieron inicio a la postmodernidad.12 Inaugurado en 1956, el experimento no tardó en convertirse en una zona de guerra. En opinion de Alexander von Hoffman: the project´s recreational galleries and skip-stop elevators, once heralded as architectural innovations, had become nuisances and dangers zones. El robo, el vandalismo y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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el crimen, acabaron poblando los «pasadizos intersticiales» del proyecto, y convirtiéndolo en una verdadera «pesadilla hipertrófica», auténtico icono del fin de la modernidad.13 Curiosamente, el complejo derribado por la St. Louis Housing Authority fue obra de George Hellmuth y del arquitecto nisei Minoru Yamasaki (1912-1986), cuya fama y éxito empresarial le llevó en 1963 a ser portada de la mismísima revista Times, a firmar un buen número de edificios considerados importantes (como el Aeropuerto Lambert también en St. Louis, las oficinas Reynolds en Detroit en 1959, el pabellón americano en la feria de Delhi en 1959 y de Seattle en 1962, y el Aeropuerto de Dahran en Arabia Saudí inaugurado en 1961)14 y a capitanear posteriormente el diseño de los dos rascacielos (Twin Towers) del World Trade Center en Nueva York, avanzada del progreso más feroz, que por aquel entonces se estaba terminando de levantar en pleno centro de la Gran Manzana (ignorando que a su vez se convertiría por anticipado en escombros). 4. Teatro cero Tan sólo un año antes de que en Santa Mónica (California) se emitiera en directo para más de diez millones de telespectadores el derrumbe de la American Way of Life de la familia media americana, en St. Louis estallaban en pedazos sus viviendas (por supuesto, hay imágenes de todo ello), y en Munich, también en 1972, en el transcurso de los Juegos Olímpicos de la ciudad alemana, la familia olímpica de deportistas hebreos sufría el fatal ataque de un comando palestino.15 El terrorismo islámico hacía así su primer «cameo estelar» en la reallife internacional, condenando a la audiencia televisiva planetaria a asistir en la distancia —aterrorizada— al fatídico desenlace de los acontecimientos.16 Entre el day to day de la familia Loud (familia media americana) y los israelíes (familia olímpica judía), medió el «holocausto silencioso» (Bauman) de la postmodernidad: las imágenes de la violencia adquirieron parte de su contemporánea condición de simulacrum («consumo y juego») que en el 11-S acabará inscribiéndose como signo cultural invertido y eliminación de toda referencia real. «Violencia irreparable», escribía Baudrillard en el año 1978 (en Cultura y simulacro), «absoluta e inapelable» escribiría veintitrés años después, en el año 2001 (en El DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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espíritu del terrorismo).17 La violencia retorna de este modo a aquellos lugares de donde se creía definitivamente excluida: el matrimonio, el barrio, la familia, unos juegos olímpicos, Manhattan, Atocha, King´s Cross... Como vemos, el eón postmoderno se nutre de complejidad, y en ocasiones parece esgrimir algo así como una sonrisa perversa. De hecho, en 1984, el intelectual marxista Fredric Jameson publicaba el breve ensayo titulado Posmodernism, or, The cultural Logic of Late Capitalism,18 donde el conjunto declarado de grandes transformaciones del «mundo occidental» (ya hemos repasado algunas) tomaba el cuerpo teórico de un milenarismo invertido: las premoniciones providencialistas («catastróficas o redentoras») se transformaron con Jameson en una ácida e insólita crítica de la cultura capaz de detectar la ruptura (coupure) entre la centenaria modernidad (del productor/soldado) y el estallido de aquel signo cultural invertido (del consumidor/jugador) al que se acabará denominando «postmodernidad»: «la gran red global comunicacional, multinacional y descentrada, en la que, como sujetos individuales, nos hallamos atrapados».19 Jean Baudrillard bautizó este gesto de la mass-cult nacido durante la segunda mitad del siglo XX como el «efecto Beaubourg»;20 a saber: «un esqueleto de flujos y de signos, de redes y de circuitos».21 Este teatro cero de la cultura (Tadeusz Kantor), se convierte en el grado más bajo de la ficción (p. ej., Munich 72, The family Loud, o también: 11-S, 11-M, 7-J),22 es decir, en pura operación escénica para el consumo y el juego violento de las imágenes de la postmodernidad.23 5. Noopolitik En este sentido, la violencia futura tiene que ver, no tanto con el enfrentamiento directo entre contrincantes (ejércitos, bandas, partidos), sino con la gestión del enorme caudal de imágenes e información contemporáneo. Ya en 1997, Barry Collin advertía en su célebre artículo (The Future of Cyberterrorism)24 que los sistemas de inteligencia, las tácticas, procedimientos y equipamientos de seguridad actuales no tienen nada que hacer frente a la devastadora amenaza de las nuevas armas (de la imagen y la información). This enemy attacks us —declaró Collin— with ones and zeros, at a place we are most vulnerable: the point at which the physical and virtual worlds converge.25 601

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Cada vez más interconectados, cada vez más vulnerables. Todo lo que damos por hecho (servicios básicos, medio ambiente, alimentos, libertad de movimientos) está siendo amenazado. Tal y como dijo Paul Virilio en entrevista con James der Derian: «Si tuviera que quedarme con una última imagen, diría que la interactividad es al espacio real, lo que la radioactividad es a la atmósfera».26 El minucioso análisis de Magnus Ranstrop (en Al-Qaeda en el ciberespacio: desafíos del terrorismo en la era de la información) resulta altamente esclarecedor a este respecto. La estructura del trabajo en red del nuevo terrorismo global, y su calculado simulacro en el entorno World Wide Web, estaría suministrándole un paquete importante de ventajas tácticas.27 «En el núcleo de esta estrategia —sostiene Ranstrop— se halla la utilización de nuevas tecnologías de la información y de la comunicación tanto pasiva como ofensivamente, explotando las infinitas constelaciones creadas por el oscuro reverso de la globalización».28 Hoy por hoy, por lo tanto, no future es —con Virilio— el eslogan que más conviene al relieve del tiempo de este esplendor tecnológico de la mundialización.29 Esta nueva frontera virtual (Ranstrop) o global (Bauman) es por donde regresan al presente, exhumados, los viejos terrores y las violencias que creímos definitivamente enterrados en el pasado. Hoy, el nacimiento incierto de la Noopolitik30 se ha convertido en el mejor correlato posible a la política de la «sangre fría y atmósfera de calma» que preconizaba Churchill en la Cámara de los Comunes en 1932. Según Arquilla y Ronfeldt, en nuestro caso (el caso de un mundo amenazado), la deriva de la violencia postmoderna, obliga a pensar en nuevas formas de acción política apoyadas en estrategias relativas a la información, las imágenes y el conocimiento, y corroboradas por cinco tendencias generales: i) la interconexión global (flujos y actores transnacionales, redes y nuevas fuentes de poder); ii) el fortalecimiento de la sociedad civil global; iii) el alza del «poder blando» (soft power); iv) la ventaja manifiesta de la cooperación; v) y por último, la formación de una «noosfera» global.31 En un texto más reciente de los mismos autores (Redes y guerras en red. El futuro del terrorismo, el crimen organizado y el activismo político, 2003), se anunciaba que la figura fu602

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tura de los conflictos se parecerá más a una partida del «juego de GO» que a una partida de ajedrez.32 Nada nuevo, ya que en 1980 Deleuze y Guattari eran claros al respecto: «esta máquina de guerra mundial, que en cierto sentido “resulta” de los Estados, presenta dos figuras sucesivas: en primer lugar la del fascismo que convierte la guerra en un movimiento ilimitado cuya finalidad es él mismo [Segunda Guerra Mundial/Ajedrez]; pero el fascismo no es más que un “esbozo”, y la figura postfascista es la de una máquina de guerra que toma directamente la paz por objeto [postmodernidad/“juego de GO”], como paz del Terror o de la Supervivencia».33 6. Conclusión (variaciones sobre el mal) Extasis de la información: simulación. Más verdad que la verdad. [...] Éxtasis de la violencia: terror. Más violento que la violencia... JEAN BAUDRILLARD34

«¿Cómo puede entenderse —se preguntaba Ulrich Beck sobre el terrorismo y la guerra— esta abnegación del mal, totalmente arraigada en la modernidad y al mismo tiempo arcaica?».35 La barbarie, la sevicia, el mal, ¿se pueden entender? Según el sociólogo de la Universidad de Munich, las guerras, los atentados terroristas y demás grandes catástrofes, anuncian una «discrepancia entre el lenguaje y la realidad», una fuga de sentido que complica necesariamente la comunicación entre individuos y generaciones, y que, por lo tanto, impide y bloquea la comprensión del mundo.36 Esta suerte de «anonadamiento» (Baudrillard) del mundo contemporáneo se erige en límite y a la vez, condición de posibilidad del terror. Más allá de la crítica de la violencia de Walter Benjamin (Zur Kritik der Gewalt, 1921)37 en su relación con el derecho y con la justicia, y la diferencia que entonces establecía el pensador berlinés entre el derecho positivo a la violencia en su transformación histórica en función de unos medios (la legalidad), y el derecho natural a la violencia en función de unos fines (la justicia), más allá, parece que el ser humano hubiera atravesado el «breve siglo XX» (Hobsbawm) atenazado por el pánico, o como escribió JeanPaul Sartre: «enfermo de miedo: en lo más bajo».38 La violencia, borrado del horizonte todo rastro de legalidad y de justicia, emerge del costado más siniestro (unheimlich) del ángel de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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melancolía: «ese extraño olor a muerte que emana de la modernidad».39 Su cuerpo al fresco, que antaño poblaba las cúpulas de las catedrales, hoy se arrastra por los centros de prensa y los campos de batalla, como... [...] un trapero temprano en la mañana, rabioso y ligeramente saturado de vino, que levanta con la punta de su bastón restos de discursos y harapos de lenguaje para, renegando, cargarlos en su carriola...40

Índice bibliográfico ARQUILLA, J. y David RONFELDT (1999): The emergence of Noopolitik: Toward an American Information Strategy [Documento WWW], Santa Monica, California, RAND, MR-1033-OSD. Dirección en Internet: http://www.rand.org/publications/ MR1033/ — y David RONFELDT (2003): Red y guerras en red. El futuro del terrorismo, el crimen organizado y el activismo político, Alianza, Madrid, 2003. BARTRA, R. (2004): El duelo de los ángeles. Locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno, Pre-Textos, Valencia. BAUDRILLARD, J. (1978): Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona. [Ediciones originales: La précession des simulacres, Traverses, n.º 10, febrero de 1978; L´effet Beaubourg, Galilée, París, 1977.] — (2002): La ilusión vital, Siglo XXI, Buenos Aires. [Título original: The Vital Illusion, Columbia University Press, 2000.] — (2003): Power Inferno, Arena Libros, Madrid. [Edición original: L´esprit du terrorisme, Galilée, París, 2001.] BAUMAN, Z. (2004): «El eterno retorno de la violencia», en Josetxo Beriáin (ed.), Modernidad y violencia colectiva, Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), Madrid, pp. 17-48. BECK, U. (2003): Sobre el terrorismo y la guerra, Paidós, Barcelona. [Conferencia dictada en la Duma estatal de Moscú, en noviembre de 2001.] BENJAMIN, W. (1995): Para una crítica de la violencia, Leviatán, Buenos Aires. [Título original: Zur Kritik der Gewalt, 1921.] COLLIN, B. (marzo de 1997): The Future of Cyberterrorism [Documento WWW]. En Crime & Justice International, vol. 13, n.º 2, Art. 552. Dirección en Internet: http://158.135.23.21/cjcweb/college/ cji/index.cfm?ID=552 DELEUZE, G. y Félix GUATTARI, «Tratado de nomadología: la máquina de guerra», en Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2000. [Edición original: Les Éditions de Minuit, París, 1980.] DER DERIAN, J. (mayo de 1996): «Speed Pollution», en Wired, vol. 4, n.º 5, p. 121. Dirección en Internet: http://proxy.arts.uci.edu/~nideffer/_SPEED_/ 1.4/articles/derderian.html DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Notas 1. Citado en C. Olmedo (15 de julio de 2005): Londres, 1940-2005 [Documento WWW], El PaísInternacional. Dirección en Internet: http:// www.elpais.es/artículo.htlm 2. De hecho, según nos cuenta el historiador Reinhart Koselleck, ya en 1932 el diagnóstico de Churchill frente a la Cámara de los Comunes era poco halagüeño: «Sería más seguro —declaraba el jefe inglés— abordar de nuevo la cuestión de Dan603

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zig y del corredor polaco, por delicada y difícil que sea, con sangre fría y una atmósfera de calma, y mientras las potencias victoriosas mantengan aún su amplia superioridad, en lugar de esperar e ir a la deriva, paso a paso y por etapas, hasta que se produzca otra vez una gran conflagración en la que nos enfrentemos, igual de conjuntados, cara a cara». R. Koselleck: Aceleración, prognosis y secularización, Pre-Textos, Valencia, 2003, p. 90. 3. Z. Bauman: «El eterno retorno de la violencia», en Josetxo Beriain (ed.), Modernidad y violencia colectiva, Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), Madrid, 2004, pp. 17-48. 4. Op. cit., p. 30. 5. S. Giner: Las masas y su cultura presunta: el fin de una ilusión, en Revista de Occidente, n.os 290291, julio-agosto de 2005, pp. 67-75. 6. Por ejemplo, la propia casa Microsoft ofrecía entre sus «productos estrella» el Microsoft Flight Simulator 2000, en ; o si no, uno podía acercarse al y aprender a pilotar su propia «aeronave suicida». 7. B. Kirshenblatt-Gimblett: «Kodak Moments, Flashbulb Memories: Reflections on 9/11», en TDR/ The Drama Review: Journal of Performance Studies, vol. 47, Issue 1, spring 2003, pp. 11-48. Dirección en Internet: http://mitpress.mit.edu/TDR, p. 7. 8. J. Derrida: «Autoinmunidad: suicidios simbólicos y reales», en Giovanna Borradori, La filosofía en una época de terror, Taurus, Madrid, pp. 131-197. 9. J. Baudrillard: Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 1978, pp. 54-60. [Ediciones originales: La précession des simulacres, Traverses, n.º 10, febrero de 1978; L´effet Beaubourg, Galilée, París, 1977.] 10. Op. cit., p. 54. 11. J. Baudrillard, op. cit., p. 95. 12. Véase: L. Fernández-Galiano (6 de octubre de 2001): Yamasaki «redux» [Documento WWW]. En BABELIA-EL PAÍS.es. / ARTE / Yamasaki y la Torres Gemelas. Dirección en Internet: http:// www.elpais.es/suplementos/babelia/20011006/ b23.html 13 Para más información, véase el artículo de Alexander von Hoffman, Why they built the PruittIgoe Project, Harvard University [Documento WWW]. Dirección en Internet: http://soc.iastate.edu/ sapp/PruittIgoe.htlm 14. Más información en L. Fernández-Galiano, op. cit. (véase: nota 12). 15. El 5 de septiembre, dos atletas fallecieron en el asalto palestino al pabellón olímpico del equipo de Israel, y dos días después (7 de septiembre), el intento de huida del comando en helicóptero se saldó con la muerte de nueve deportistas, el piloto de la aeronave, cinco terroristas y un agente de las fuerzas de seguridad alemanas. Véase el informe de ORIS: Terrorismo internacional [Documento 604

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WWW]. Madrid: Ministerio del Interior, Dirección General de Relaciones Informativas y Sociales. Dirección en Internet: http://www.mir.es/oris 16. Hay que advertir que próximamente será el director de cine norteamericano Steven Spielberg quien lleve de nuevo el episodio de Munich 72 a las pantallas del mundo entero, para que aquellos y aquellas que aún no habíamos nacido en 1972, podamos contemplar las imágenes y asistir a la simulación de la tragedia. ¿No estamos ante el «eterno retorno de la violencia»? 17. J. Baudrillard: Cultura y simulacro (véase nota 9) y Power Inferno, Arena Libros, Madrid, 2003 [Edición original: L´esprit du terrorisme, Galilée, París, 2001.] 18. F. Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Barcelona, 2002. 19. Op. cit., p. 62. 20. Aunque más gótico que barroco, también podría haberlo llamado «efecto World Trade Center». De hecho, si algo temía Jean Baudrillard en 1978 respecto al edificio Beaubourg en París, era su inminente colapso y desplome. De cualquier forma, aún sigue en pie. 21. J. Baudrillard: «El efecto Beaubourg (implosión y disuasión)», en Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 1978, pp. 77-99. [Edición original: L´effet Beaubourg, Galilée, París, 1977.] 22. Hollywood (la fábrica de sueños) ya ha anunciado la próxima versión cinematográfica del 11-S. 23. Creía el dramaturgo polaco que toda operación escénica «se trata de un procedimiento casi místico, de manera oculta, no a la luz del día, sino en el seno de las tinieblas, de manera ilegal, relegado a los rincones de la conciencia, a las regiones abandonadas de la vida...». T. Kantor: «La realidadmédium. El contenido maravilloso de lo real», en Tadeusz Kantor, El público, Centro de Documentación Teatral del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música. Cuadernos, nº 11, febrero de 1986, pp. 50-51. 24. B. Collin: «The Future of Cyberterrorism», en Crime & Justice International, volume 13, nº 2, article 552, marzo de 1997, pp. 15-18. 25. B. Collin, op. cit., p. 15. 26. J. der Derian: «Speed Pollution», en Wired, vol. 4, n.º 5, mayo de 1996, p. 121. 27. Por ejemplo: a) el anonimato (multiplicación y diseminación de propaganda político-religiosa); b) la captación de militantes (en una base que excede sus límites étnicos o religiosos); c) la financiación; d) la comunicación y coordinación; e) la recolecta de información; f) el sigilo en las operaciones tácticas; g) las operaciones rentables (tanto en recursos como en multiplicación del impacto mediático por todo el territorio mundial); h) y por último, la supervivencia frente a las «severas medidas de seguridad» implantadas en los distintos territorios DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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nacionales. M. Ranstrop: «Al Qaeda en el ciberespacio: desafíos del terrorismo en la era de la información», en Fernando Reinares y Antonio Elorza (eds.), El nuevo terrorismo islamista. Del 11-S al 11M, Temas de Hoy, Madrid, 2004, pp. 203-221. 28. Op. cit., p. 206. 29. P. Virilio: La bomba informática, Cátedra, Madrid, 1999, p. 140. 30. J. Arquilla y David Ronfeldt (1999): The emergence of Noopolitik: Toward an American Information Strategy [Documento WWW]. Santa Mónica, California, RAND, MR-1033-OSD. Dirección en Internet: http://www.rand.org/publications/MR1033/ 31. El término noosphere fue acuñado en 1925 por el teólogo y científico Teilhard de Chardin a partir de su experiencia en la guerra de 1914, y posteriormente desarrollado en varias publicaciones póstumas en las décadas de los años cincuenta y sesenta. Con él, el francés quiso señalar esta especie de «superorganismo» que por aquel entonces empezaba a condensarse en el uso generalizado de la radio y la televisión (hoy el ciberespacio sumado a la mediósfera). Una especie de «conciencia universal etérea» (similar a la noción de Global Village de McLuhan, o Gaia de Lovelock y Margulis). Op. cit., pp. 35-44. 32. J. Arquilla y David Ronfeldt: Red y guerras en red. El futuro del terrorismo, el crimen organizado y el activismo político, Alianza, Madrid, 2003, p. 32. 33. G. Deleuze y Félix Guattari: «Tratado de nomadología: la máquina de guerra», en Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 421. [Edición original: Les Éditions de Minuit, París, 1980.] 34. J. Baudrillard: La ilusión vital, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, p. 40. 35. U. Beck: Sobre el terrorismo y la guerra, Paidós, Barcelona, 2003, p. 27. [Conferencia dictada en la Duma estatal de Moscú, en noviembre de 2001.] 36. U. Beck, op. cit., pp. 12 y ss. 37. W. Benjamin: Para una crítica de la violencia, Leviatán, Buenos Aires, 1995. 38. J.-P. Sartre, prólogo en F. Fanon: Los condenados de la tierra, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1961, p. 28. 39. R. Bartra: El duelo de los ángeles. Locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno, Pre-Textos, Valencia, 2004, p. 14. 40. W. Benjamin: Un marginal sort de l´ombre. À propos des «Employés» de S. Kracauer, Gallimard, París, 2000, vol. II, p. 188 [citado en R. Bartra: op. cit., p. 144].

GONZALO DOMÍNGUEZ

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Virtud ¿Qué tenemos nosotros en común con el capullo de la rosa, que tiembla porque tiene encima de su cuerpo una gota de rocío? F. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra

El caminante que con espíritu de indagación se acerca a los recintos amurallados de la virtud comprueba el estado en que se encuentran sus restos. Las robustas paredes que un día cobijaron inflamadas aspiraciones de inmortalidad y deseos de felicidad yacen entre las ruinas de un edificio que mereció mejor suerte. Las columnas que sustentaron los muros de la vida virtuosa se han desplomado y han caído sin hacer ruido, anhelantes de silencio, heridas en su honor, lamentando su caída en desgracia. Hoy la virtud no puede contemplarse más que como rareza expuesta al ojo curioso del visitante accidental. Tras la tormenta que desataron los espíritus combativos de Nietzsche y Kierkegaard la fortaleza sufrió un desgaste y temblor de los que no se ha vuelto a reponer. Sin embargo, el rubor por su declive no impide que bajo el polvo del olvido brillen la noble roca aristotélica y los estanques cerúleos de la filosofía platónica. Bajo los escombros, cubiertas por la corteza reseca de las disputas históricas, yacen las alhajas de los filósofos y las gemas de los teólogos. Sin duda, tal ha sido el carácter de la virtud, sirviendo de complemento al alma en su belleza. La virtud, como complemento vitamínico, nos recuerda que en un tiempo su fulgor encendía la llama de los corazones adormecidos. Sus variadas aplicaciones en la vida cotidiana convirtieron a la virtud en la segunda naturaleza del hombre. Entretanto, la physis, es decir, la conformación orgánica del hombre, era insuficiente para garantizar su bienestar, su acomodo en el mundo. Más tarde, según la interpretación cristiana de las cosas, el hombre en su condición de ser creado habría nacido en un estado de incompletud. Estaba naturalmente cercenado, mutilado en su propia esencia. La historia en tanto que revelación de la palabra de Dios es un esfuerzo continuo de remediar lo discontinuo. De ahí la necesidad de una revelación de la verdad en forma de virtud. Este es el resultado de nuestra hermeneútica de la virtud cristiana, que concibe la historia y la relación del hombre con Dios en términos de creciente 605

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complejidad desde el jardín edénico hasta el colérico escenario del Apocalipsis. No es extraño que el hombre creado se sienta perplejo ante tal grado de dificultad que le presenta Dios, siquiera para hacerse comprender. La necesidad de algo-más que está presente en la reflexión griega y en la cristiana sobre la virtud nos acerca al momento de su emergencia filosófica. ¿Cuál es el sentido del surgimiento de la virtud como objeto de interés entre los griegos? ¿Cuáles eran las condiciones que hicieron posible o aun necesaria la elaboración de un discurso acerca de la virtud? ¿Podemos reconstruir esa escena inicial de llamada a la virtud? Además, debemos elucidar si el abandono de la virtud es síntoma de un minimalismo vital, si en los tiempos que corren nos sobra la virtud. ¿Tiene algo que ver en ello la eficacia técnico económica que domina en los ámbitos de acción colectivos? ¿No es la virtud un bien de lujo en un mundo de metáforas económicas, de felicidad calculada y productiva? Si la norma económica determina que todos los bienes son escasos, ¿no será la virtud un escándalo, una propuesta inmoral, en absoluto virtuosa, sino más cercana a lo vaporoso, lindante con el vicio? El reclamo La rosa de Nietzsche muestra en su esplendor abanicos de color y espectros aromáticos. Dulces emanaciones de su esencia. Cualidades excesivas todas ellas, suplementarias, secundarias en el lenguaje de Tomás de Aquino. Melifluas, cuando no superfluas. La rosa filosófica contempla al rocío en su deslizamiento, en su levedad y en su pesantez. Como ella, la virtud florece en el campo de las densidades y de las intensiones. Ciertamente, en la tradición especulativa occidental la virtud surge con el carácter de lo efímero. Bien pudiera decirse que tan pronto como nace el interés por la virtud, comienza el declive de su concepto. Tras las primeras aproximaciones, tras los iniciales balbuceos de Anaximandro, Heráclito y Empédocles, una luz de calma inunda las aulas de los filósofos y la virtud se domestica, al tiempo que se racionaliza el saber. Desde entonces, junto con la entronización la razón, la hegemonía de la abstracción como método de búsqueda y de homologación científica, la desvitalización de la 606

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virtud aparece como uno de los rasgos del saber estructurado occidental. La virtud nace en el contexto del drama vital. Su origen puede situarse en la acción de hombres y mujeres con carácter, de personajes arrojados al mundo como en el antropodrama heideggeriano de Ser y Tiempo. Su pérdida de sentido originario en posteriores elaboraciones, principalmente a partir de la ética aristotélica, no han sepultado las implicaciones que a modo de coro alimentaban con su voz la apelación a la virtud. La apelación a la virtud entre los griegos tiene el carácter de lo genuino, de la reflexión bañada en las aguas de la vida. Se trata de un pensamiento en su grado de máxima fugacidad. Más que una idea, es un reclamo. El reclamo de la virtud es la voz que irrumpe en el claro de la vida. La voz de la conciencia como hipóstasis psicotrascendental es la interpretación tardía en clave raciocristiana de la llamada primera a la virtud. Por ello la reflexión sobre el carácter originario del reclamo a la virtud exige una elucidación de su sentido en la elaboración de Sócrates, Platón y Aristóteles. Tanto Platón como Aristóteles moldean su noción de virtud partiendo de una constatación. Es el reconocimiento de la situación del hombre la que da forma al objeto de la constatación. ¿Pero qué se constata en el reclamo a la virtud, en la voz de su llamada? La constatación en Platón La constatación es la confirmación de la diversidad de estados en que se encuentran los hombres. Asimismo, supone la valoración de la diversidad de la vida fáctica. En efecto, Platón constata que la noción de bien, piedra basal de toda la construcción ética es inseparable de la idea de reparto del mismo. No existe consideración filosófica del bien sin voluntad de desvelamiento de las redes de su reparto. En la República, Platón pone en boca de Sócrates la constatación en su sentido originario. Por consiguiente, Dios, siendo esencialmente bueno, no es causa de todas las cosas, como se dice comúnmente. Y si los bienes y los males están de tal manera repartidos entre los hombres que el mal domine, Dios no es causa más que de una pequeña parte de lo que sucede a los hombres y no lo es de todo lo demás.1 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La crítica que Platón lleva a cabo de la poesía como retórica de la vida tiene que ver en gran medida con la atribución de la autoría en el reparto de la fortuna entre los hombres. Así, continúa diciendo, No hay, pues, que dar fe a Homero ni a ningún otro poeta, bastante insensato para blasfemar de los dioses y para decir que si Júpiter toma de uno y de otro para un mortal, su vida será una mezcla de buenos y malos días, pero que si toma sólo del último, el hambre devoradora le perseguirá sobre la tierra fecunda. No hay que creer tampoco que Júpiter sea el distribuidor de los bienes y de los males.2

La defensa que Platón realiza de Dios en la República se inscribe dentro del marco de la constatación de la diversidad en la distribución del bien. Es la disputa por la titularidad de la agencia de lo bueno la que domina el escenario de la representación platónica del bien. Y cuando alguno diga delante de nosotros que Dios, que es bueno, ha causado mal a alguno, nos opondremos con todas nuestras fuerzas, si queremos que nuestra república esté bien gobernada; y no permitiremos ni a los viejos ni a los jóvenes decir ni escuchar semejantes discursos, estén en verso o en prosa, porque son injuriosos a Dios, perjudiciales al Estado y se destruyen por sí mismos.3

En el relato de Platón la diversidad como elemento fascinante de la realidad adquiere un carácter axiológico o valorativo. En la valoración de la diversidad se advierten los matices tornasolados que la voluntad imprime en el ser. Gilles Deleuze ha hablado del carácter impasible de las series en que se distribuye lo real. La constatación es la afirmación en la historia del pensamiento de una axiología de lo real y de la serialización pasible. La constatación es la evidencia de la actualización de la fortuna como diversidad diferida. Junto a la constatación de la diversidad y su valoración diferida, hay otros dos términos que estudiaremos más adelante. Uno de ellos es la noción de fortuna, que ya hemos citado. La segunda noción fuerte es la de destino. Diversidad, reparto, diferencia, fortuna y destino conforman el enjambre conceptual que ha enriquecido la discusión filosófica sobre la virtud. Sólo un estudio conjunto de ellas puede proporcionar el estatuto hermeneútico que permita una apropiación del sentido originario de la virtud. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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La constatación en Aristóteles Pese a la crítica de Aristóteles a la noción platónica del bien al inicio de la Ética a Nicómaco, la constatación en Aristóteles aparece como la capa más fina del tejido formado por la conjunción de vida y virtud. La constatación en Aristóteles adquiere el carácter escenográfico de la vida representada. El actor se convierte en el mensajero del enigma de la vida. El escenario del teatro enfrenta a los miembros de la polis con los lamentos, sollozos, risas y padecimientos de la existencia. Esto es lo que os espera, parece decir el poeta. Si la Ética constituye la reflexión completa sobre la felicidad, hay sin embargo, un momento previo al de la meditación. Aristóteles lo expresa del modo siguiente: Las costumbres califican a los hombres, mas por las acciones son dichosos o desdichados. Por tanto, no hacen la representación para imitar las costumbres, sino válense de las costumbres para el retrato de las acciones.4

Es en la tragedia donde hay que profundizar para acercarnos a la verdad de la Ética. La poesía comprende de un modo más directo la verdad de la vida que la teoría. Por ello, Lo más prioritario de todo es la ordenación de los sucesos. Porque la tragedia es imitación, no tanto de los hombres cuanto de los hechos y de la vida, y de la ventura y desventura; y la felicidad consiste en acción, así como el fin es una especie de acción y no de cualidad.5

La tragedia es relato de la ventura o desventura de los hombres. He aquí la fórmula de actualización de la constatación. La constatación en Aristóteles viste a la virtud con los ropajes del comediante y describe la vida a través de las voces resonantes del coro trágico. Aristóteles y Platón coinciden en la consideración de la virtud como reclamo ante la diversidad distribuida e interpretada diferidamente como fortuna o desventura. La filosofía escolástica entendió la Ética aristotélica en sentido personalista, procurando su integración con la teología cristiana. En el siglo XX la interpretación heideggeriana de la Ética aristotélica en el Informe Natorp y el análisis de los existenciarios en Ser y Tiempo corrigieron la mirada intelectualista de inspiración aristotélica en lo concerniente a la ética. Sin embargo, la obra maestra de Heidegger retoma la labor de fundamentación de la verdad de la existencia 607

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partiendo de la Ética aristotélica. Las nociones de conciencia como deuda del ser-ahí y la analítica de la existencia recogida en Ser y Tiempo alzan su mirada desde el ámbito del saber definido por la Ética Nicomaquea.6 En todo este recorrido falta sin embargo, la confrontación de la virtud con los hechos y con la vida como manifiesta Aristóteles en su Poética. Interpretamos esta recomendación como voluntad de desantropologizar. La tarea de desantropologizar la virtud exige un análisis detenido de las constelaciones dramáticas. La hermenéutica de la existencia se transforma de este modo en dramaturgia del ser. El recurrente diálogo de las psicologías de lo profundo con las tradiciones narrativas que se encuadran en el registro mitológico vale como prueba del reconocimiento de la tragedia y en general del drama como esquema de representación de la vida. Este esquema toca el tejido íntimo de la vida como complejo de situaciones acaecidas. El sentido que aporta el drama de Edipo, por poner el ejemplo más característico del imaginario psicoanalítico, no reside en su valor de comunicación de contenidos proposicionales, sino en la puesta en juego de los diversos hilos de aconteceres que definen la trama de una vida individual. El valor del drama reside en que desvela la trama.7 En esta línea de comprensión de la vida, Hillman ha observado que para las teorías existencialistas «nosotros somos el centro de la existencia, o tal y como define Sartre el humanismo existencialista, el hombre no es nada más que aquello que hace consigo mismo... El hombre es responsable de lo que es. Así, el primer efecto del existencialismo es poner a cada hombre en posesión de sí mismo y colocar la entera responsabilidad de su existencia de un modo absoluto sobre sus hombros».8 Como advierte Hillman, el análisis del reclamo a la virtud y la constatación como su momento decisivo nos acercan a una filosofía de la existencia depurada de las demandas absolutistas de la conciencia o dicho de otro modo, nos acercan a una interpretación de la vida contaminada por la risa de los dioses. Tan sólo un enfrentamiento con el destino como la totalidad que permite la comprensión del sentido de la vida humana puede arrojar una luz sobre la necesidad, el valor, la función y el fin de la virtud. La virtud comprendida desde un ángulo estrictamente antropológico, personalista o psi608

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coindividual no logra rebasar el estrecho círculo de la culpa y de la responsabilidad. El destino es la unidad de sentido que permite la apropiación de la verdad de la virtud. La virtud en Aristóteles El modo en que el reclamo obtiene su rendimiento propio, es decir, la respuesta a la voz que en la diversidad infiere la ventura o desventura del hombre, constituye el aspecto material de las éticas filosóficas. Una consideración de la virtud en la palabra de Sócrates, de Platón y de Aristóteles clarifica las posiciones que en relación con la virtud han dominado el panorama filosófico-teológico hasta nuestros días. Si cronológicamente es Sócrates quien actúa de guía y Aristóteles quien culmina la tarea de sistematización sobre la virtud, la perspectiva postmoderna impone un giro. El giro permite observar la virtud aristotélica como constante histórica dominante, permaneciendo la virtud platónica y la socrática ligeramente iluminadas, manteniéndose entre penumbras. Una reinterpretación de los tres maestros vierte sus más fértiles conclusiones invirtiendo el orden cronológico, colocando a Aristóteles como autoridad más clásica y a Sócrates como autor más postmoderno. La prioridad expositiva en favor de Aristóteles pretende recuperar la interpretación del saber en Platón como verdad existencial. Desde que Aristóteles interpretara la teoría platónica del bien en términos esencialistas9 su autoridad se ha impuesto, oscureciendo el sentido más vitalista de la doctrina platónica. Aristóteles Aristóteles convierte el reclamo por la virtud en la búsqueda de las claves por las que la ventura acompaña a los hombres como fuente de felicidad o de infelicidad. Aristóteles transforma el reclamo en una cuestión de técnica. La tecnificación implica que la respuesta al reclamo por la virtud adopta en Aristóteles el carácter de solución. Éste es el significado original de la doctrina aristotélica, que contempla el destino como discurrir racionalizable y apropiable por el hombre. Si al comienzo de su Ética Nicomaquea Aristóteles establece que el fin de la vida humana es la felicidad, el tratado es una exposición de caminos por los que esa felicidad es positiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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vamente alcanzable. La felicidad para Aristóteles es un estado real, no una noción límite. El eco de las palabras de Aristóteles resuena en los discursos modernos de la ideología tecnocientífica. Nuestra interpretación en reverso de los maestros griegos pretende insertar una vía de escape en el campo de fuerzas centrífugas de las ideologías de la información. La reflexión ética de Aristóteles se desenvuelve en tres momentos. El primer momento es el de postulación. El segundo momento es el de investidura. El tercer momento es el de compleción. El momento de postulación La piedra sobre la que se alza la construcción de elaboraciones éticas a lo largo de la historia se cimienta en el predominio del momento de postulación. El momento de postulación propone al hombre como autor y director de una obra. Postula al hombre como artífice de su propio bienestar y felicidad. El momento de postulación adquiere tal intensidad en su despliegue que desde su puesta en circulación en los foros filosóficos, la ética va a pasar a ser doctrina de los actos humanos, atravesando el cuerpo de la ética kantiana del deber y de las éticas constructivistas cognitivoformales.10 El acto será el eje en torno al que circularán las diversas propuestas de virtud. Sin embargo, es posible introducir un punto de fuga en la argumentación que fundamenta la virtud en el acto humano. En Kant la virtud se identifica con el deber. El imperativo categórico kantiano supone el abrazo en un solo instante de deber y acto. El punto de fuga que queremos introducir revela el emplazamiento del deber en las sociedades organizadas conforme a estructuras jurídicas vinculantes. En ellas el deber se realiza en la forma de obligaciones jurídicas impuestas por el contexto político en el que se desenvuelve el individuo. Ningún otro deber se impone al individuo. Mas el deber político jurídicamente instrumentado es deber en el sentido efectivo de la palabra, operando consecuencias en la forma de modificaciones para el sujeto al mismo. Es la política y su sistema de imposición jurídico-civil el que realiza el deber, más acá de las repercusiones de la virtud en el comportamiento humano. En palabras de Lacan, el inconsciente, en la medida en que imprime el deber en el alma del hombre, es la política.11 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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El momento de postulación supone la visibilidad de la trama en el drama y su resolución por medio del acto virtuoso. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles aclara la fundamentación de su doctrina en los actos humanos. Es, por tanto, una consecuencia evidente que, si para todo lo que el hombre puede hacer en general, existe un fin común al que tienden todos sus actos, este fin único es el bien, tal como el hombre puede practicarlo; y si hay muchos fines de este género, ellos son entonces los que constituyen el bien.12

En la Poética, Aristóteles exhortaba a los hombres a no abandonar los hechos y la vida, a reconocer el rostro de los dioses tras el velo de la fortuna. En su Ética, Aristóteles establece la jurisdicción en la que los dioses ejecutan su voluntad y aquella en que los hombres son dueños de la suya. Es un reparto de poderes en el seno de la existencia. Digo que si la felicidad no nos la envían exclusivamente los dioses, sino que la obtenemos por la práctica de la virtud, mediante un largo aprendizaje o una lucha constante, no por eso deja de ser una de las cosas más divinas de nuestro mundo, puesto que el precio y término de la virtud es evidentemente una cosa excelente y divina, y una verdadera felicidad. Y añado que la felicidad es, en cierta manera, accesible a todos, porque no hay hombre a quien no sea posible alcanzar la felicidad mediante un cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya hecho completamente incapaz de toda virtud.13

Aristóteles postula al hombre como hacedor de su propia felicidad. Así como para el músico, para el estatuario, para todo artista y, en general, para todos los que producen alguna obra y funcionan de una manera cualquiera, el bien y la perfección están, al parecer, en la obra especial que realizan, en igual forma, el hombre debe encontrar el bien en su obra propia, si es que hay una obra especial que el hombre deba realizar.14

La imagen que Aristóteles emplea para dar forma a la virtud es la del artista o artesano. Es el hombre que modela un objeto informe el que conoce la virtud. El hombre que da forma a su vida merece ser postulado como garante de la virtud. Podemos admitir que la obra propia del hombre, en general, es una vida de cierto género, y que esta vida particular es la actividad del alma y una continuidad de acciones a que acompaña 609

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la razón; y podemos admitir que en el hombre bien desarrollado todas estas funciones se realizan bien y regularmente... Por consiguiente, el bien propio del hombre es la actividad del alma dirigida por la virtud; y si hay muchas virtudes, dirigida por la más alta y la más perfecta de todas.15

La imaginación de la ordenación jerárquica se despliega en este primer momento de la constitución aristotélica de la virtud. Aristóteles postula al hombre como garante de la virtud porque confía en su soberanía. El momento de investidura Postulado el hombre, Aristóteles procede a su investidura. La investidura toma su nombre de las prácticas rituales de los procesos de simbolización política. La investidura es un acto formal que tiene por objeto la traslación de un elemento de la realidad, por lo común un hombre o mujer postulados por la voluntad popular, al registro simbólico de la conciencia colectiva. Es el caso de los jefes de Estado o de Gobierno que, una vez elegidos, son investidos con la auctoritas del cargo que van a representar. La investidura debe encuadrarse dentro del conjunto de procesos de simbolización que se llevan a cabo en las comunidades o colectividades y que cumplen diversas funciones siendo la principal de ellas la circulación de arquetipos16 psicosociales. Junto a la investidura podríamos citar aquí otros procesos rituales como la muerte simbólica, analizada por Alenka Zupanzic.17 La muerte simbólica se presenta en los casos en que un soberano es destituido de su poder y las masas revolucionarias deciden darle muerte. Como ha notado Zupanzic, la muerte del tirano no suele constituir un simple acontecimiento fáctico, sino que se escenifica con el fin de que la guillotina corte no sólo la cabeza del derrocado sino también las cadenas simbólicas que él representaba. Es necesaria una muerte simbólica del rey para que el registro simbólico quede impregnado de un nuevo sentido. En la Ética a Nicómaco Aristóteles emprende la sistematización de las virtudes, es decir, de aquellos actos que proporcionan un estado de felicidad y de los que acarrean la infelicidad. Pero en lugar de constituirse como guía de actos, articula catálogos de tipos morales que encuentran su correspon610

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dencia en determinadas identificaciones simbólicas. La investidura es el procedimiento que permite a Aristóteles hablar del hombre incontinente en lugar de actos de incontinencia o del hombre liberal en lugar de los actos de liberalidad. Los ejemplos que ofrece el estagirita son incontables. Es posible poseer un modo de ser tal que seamos dominados, incluso, por aquellos que la mayoría de los hombres dominan, y es posible también dominar a aquellos por los que la mayoría de los hombres son vencidos. Si se trata de los placeres, tendremos, respectivamente, al incontinente y al continente; si de los dolores, al blando y al resistente. El licencioso, como hemos dicho, no es persona que se arrepienta; en efecto, se atiene a su elección; pero el incontinente es capaz de arrepentimiento. Habrá, por consiguiente, una forma de conocimiento consistente en saber lo que a uno le conviene, y parece que al que sabe lo que le conviene y se ocupa de ello es prudente, mientras que a los políticos se les llama intrigantes.

Este procedimiento se desarrolla en dos tiempos. En un primer tiempo, el filósofo se convierte en espectador. La Ética aristotélica es la reflexión de un hombre que se sienta a observar a sus conciudadanos. Aristóteles es el autor que desarrolla una completa teoría filosófica tomando el ojo como órgano de conocimiento. La Metafísica aristotélica es un discurso del ojo. Es el discurso del que observa, del espectador. El segundo tiempo de la investidura se constituye en el momento del juicio moral. El juicio moral es la transposición al ámbito de la praxis humana del lenguaje de la observación desarrollado en el trabajo científico. El armazón proposicional y silogístico de Aristóteles se adapta de esta manera a los fines de catalogación de los actos humanos. Con ello, se racionaliza la conducta ajena, mediante la inserción del sujeto observado en uno de los tipos que poseen fuerza simbólica en el flujo de las interacciones sociales. Cuando un hombre cualquiera afirma Antifonte es indolente

la actitud y fin del emisor del enunciado es la misma que cuando afirma El cielo es azul. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Por debajo de la teoría ética aristotélica fluye una idea del hombre, una antropología que determina la orientación metodológica de tipificación. La antropología aristotélica tiene por fundamento el complejo formado por sujeto-actos-reconocimiento-simbolización. Como muestra de ello, en el libro III de la Ética a Nicómaco afirma, en el epígrafe La virtud y el vicio son voluntarios, que... Siendo, pues, objeto de la voluntad el fin, mientras que de la deliberación y la elección lo son los medios para el fin, las acciones relativas a éstos estarán en concordancia con la elección y serán voluntarias, y también se refiere a los medios el ejercicio de las virtudes. Y, así, tanto la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso. Y si está en nuestro poder hacer lo bello y lo vergonzoso e, igualmente, el no hacerlo, y en esto radicaba el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos.18

La virtud para Aristóteles es una cualidad del sujeto, integrando su naturaleza en tanto forma definitiva de su voluntad. Como han mostrado los trabajos hermenéuticos de Heidegger previos a Ser y Tiempo, la problemática del movimiento impregna la ontología de Aristóteles y se desliza en cascada afectando a los presupuestos de su Ética. Para Aristóteles El sentido del ser remite originariamente al ser-producido... El ser de la casa consiste en el ser construido; el sentido del ser, por tanto, es un sentido completamente determinado, que no responde al sentido vago e indiferente de realidad en general; el ser es relativo a la producción, incluso a la circunspección que ilumina este trato productivo.19

El ser para Aristóteles caracteriza un estado de cosas en reposo y, por lo tanto,

pleto y definitivo. El acto define y describe la naturaleza del actor. El segundo punto de fuga que queremos introducir en este breve ensayo se refiere a lo que hemos llamado complejo sujeto-actos-reconocimiento-simbolización. En la línea de pensamiento post-lacaniana, Zupanzic21 ha observado que la tipificación simbólica al modo kantiano y por ampliación al aristotélico, pertenece al ámbito de realización del héroe. Lo que define la mitología del héroe es precisamente la lineal estructuración entre sujeto y acto. En los mitemas22 de caracterización heróica puede distinguirse entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, distinción introducida por Lacan. El sujeto del enunciado es el sujeto de la proposición, es decir el actor en el acto. El sujeto de la enunciación es el sujeto que encadena las series de significantes. El sujeto del enunciado cumple una función semántica, de aporte de significación intersubjetiva. El sujeto de la enunciación cumple la función de articulación del goce, es decir, una función expresiva. El sujeto del enunciado forma una unidad de significado transmisible, el sujeto de la enunciación forma una unidad de goce. Si nos atenemos al sujeto del enunciado de manera exclusiva, las constelaciones de sentido que podremos conformar serán elaboradas desde un punto de vista causal externo, realizando atribuciones, en el caso del héroe ligándolo a determinados sucesos. Como ha demostrado Hillman en su interpretación del héroe clásico por excelencia, el Edipo de Sófocles, el mitema heroico se construye sobre el par de elementos héroe-oráculo vinculados linealmente. El héroe toma la palabra del oráculo en sentido literal-lineal23 y se encomienda a la búsqueda de una solución lineal-literal al enigma que se le plantea. En palabras de Hillman, Si imaginamos un segundo sentido en el oráculo, entonces Laio podría haber escuchado: vigila a tu hijo en profundidad, estudia su corazón, escruta sus intenciones, porque en él reside el potencial de tu fin. Él es quien puede mostrarte cómo finaliza tu vida, el fin de tu vida. Si Edipo es nuestro mito, los analistas no podemos ser lo suficientemente cuidadosos en el momento de leer los sueños como predicciones y en consecuencia, aconsejar acciones a partir de ellos. Cada vez que leemos literalmente en el modo del oráculo, intentando realizar el trabajo pro-

Ser significa estar-finalizado, el ser en el que el movimiento llega a su fin. El ser de la vida es considerado como una actividad que encuentra en sí misma su fin; el ser de la vida se encuentra en esta actividad cuando la vida humana ha llegado a su fin con respecto a la posibilidad de movimiento más propia: la del inteligir puro.20

El ser en Aristóteles se corresponde con un éxtasis. Referido a los actos humanos, supone que el actor realiza su esencia de modo comDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Wittgenstein y la existencia

pio de Hermes de conectar mundos, seguimos la estela de Laio. Hemos perdido el segundo sentido en el literalismo del intento.24

Si tenemos en cuenta el sujeto de la enunciación, el sujeto es un significante entre otros, flotando en un mar de significantes o series de acontecimientos. En este caso desaparecen la linealidad y la literalidad. El primer nivel corresponde a lo que hemos denominado discurso del ojo. El segundo corresponde a la palabra nueva. La atención al discurso del ojo mantiene al sujeto en actitud huidiza frente al goce. Es lo que vamos a comprender en el tercer momento, el momento de la compleción. El momento de compleción Si el estado de reposo representa al ser, la virtud se representa por el ser pleno. Para Aristóteles es virtuoso aquel ser al que no falta ni sobra nada. La virtud es la plenitud. El modo por el que el hombre puede alcanzar la plenitud se materializa en una decisión de carácter técnico, que podemos llamar compensación. La compensación completa el ser hasta el grado de virtud. En la compensación, el hombre mediante un acto compensa su naturaleza aportando aquel elemento faltante o eliminando el sobrante. La virtud Es un término medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y es tal virtud por apuntar al término medio en las pasiones y en las acciones.

Notas 1. Platón, República, p. 89. 2. Ibíd., p. 90. 3. Ibíd. 4. Aristóteles, Poética, p. 26. 5. Ibíd., p. 26. 6. Al respecto, véase C. Segura, Hermenéutica de la vida humana. 7. Véase J. Hillman, Healing fiction. 8. J. Hillman, Revisioning Psychology, p. 187. 9. Véase Aristóteles, Ética a Nicómaco. 10. Véase J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa. 11. J. Lacan, De la plusvalía al plus de gozar. 12. Aristóteles, Ética a Nicómaco, p. 67. 13. Ibíd., p. 75 14. Ibíd., p. 69. 15. Ibíd., p. 70. 16. Para la noción de arquetipos psicosociales véase Ortiz-Osés, Las claves simbólicas de nuestra cultura. Matriarcalismo, patriarcalismo, fratriarcalismo, Anthropos, Barcelona. 17. A. Zupanzic, Ethics of the real. 18. Aristóteles, Ética a Nicómaco, p. 71. 19. M. Heidegger, Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles (Informe Natorp), p. 84. 20. Ibíd., p. 71. 21. A. Zupanzic, Ethics of the real. 22. Para la noción de mitemas, véase G. Durand, Mitocrítica y mitoanálisis. 23. Lo lineal hace referencia al ámbito fáctico de la vida, lo literal al ámbito de la palabra. 24. K. Kerenyi, J. Hillman, Oedipus variations, pp. 123-124.

FÉLIX GERENABARRENA

Y añade: Es trabajoso hallar el medio; por ejemplo: hallar el centro del círculo no es factible para todos, sino para el que sabe; así también el irritarse, dar dinero y gastarlo está al alcance de cualquiera y es fácil; pero darlo a quien debe darse y en la cantidad y en el momento oportuno y por la razón y en la manera debidas, ya no todo el mundo puede hacerlo y no es fácil.

Recapitulando lo expuesto, podemos afirmar que... [...] al reclamo por la virtud ante la constatación de la diversidad interpretada diferidamente como fortuna o desventura, Aristóteles postula al hombre como soberano en su jurisdicción —vedada a los dioses— y procede a su investidura simbólica para que decida mediante actos de compensación y de este modo completar el círculo del ser-en-reposo. 612

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W Wittgenstein y la existencia Se suele relacionar el término «genialidad» con el movimiento romántico que nace y se extiende en Alemania en los siglos XVIII y XIX. Pero el término, según Graves, tiene origen inglés y se aleja del significado que a través del romanticismo continental después se le ha ido dando. Tal significado haría referencia a una intuición o inventiva de algunos individuos dotados especialmente para ver más allá de lo que capta el resto de los mortales. Por el contrario, lo que el concepto de genialidad significa, si hacemos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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caso a Graves, es «conocimiento que se adquiere al margen de las normas y la disciplina académicas». El genio sería el que de modo autónomo conoce tan bien o mejor lo que otros logran después de un largo entrenamiento y sometidos a la disciplina de la vida escolar en donde libros y maestros adiestran a los alumnos. Cuando se habla del genio de Wittgenstein el concepto suele usarse en su sentido más tópico y romántico. Wittgenstein, más allá del superdotado, del sabio o del muy inteligente habría alcanzado a ver verdades que se escapan a los que no poseen el don de esa extraña y suprema inspiración. Por mi parte, y en lo que sigue, consideraré la genialidad de Wittgenstein en su segunda acepción; o, lo que es lo mismo, como talento autosuficiente labrado sobre sí mismo. Wittgenstein forjó, fuera de los circuitos comunes, su saber. Por otro lado, y como enseguida se hará claro, esta idea de un Wittgenstein a la altura del común de los mortales, pero sin errar en la diana de lo que estudia, conecta con lo que vamos a sostener en lo que atañe a su idea de existencia. Antes de entrar en el núcleo de lo que deseo exponer quisiera referirme a algunas de las razones que me han ayudado a volver a recordar la tesis wittgensteiniana sobre la existencia.1 La primera tiene que ver con una reciente conferencia (no publicada aún y que, por desgracia, se hará póstumamente) del filósofo argentino E. Rabossi. El tema que aborda está relacionado con el sentido común. Es verdad que del sentido común se ha ocupado más de un filósofo. Descartes nos regaló a todos con ese don, Moore se empeñó en defenderlo contra los desvaríos metafísicos y el mismo Wittgenstein, poco antes de morir y en las páginas de Sobre la certeza, escribió acerca de algunas proposiciones que son tan básicas e incontrovertibles que todo el mundo ha de darlas por ciertas. Rabossi, sin embargo, recurre a una elemental y sabia distinción entre sentido común como contenido y sentido común como actitud. Es obvio que el sentido común puede ser un saco de prejuicios. Puede convertirse en lo que Nietzsche llamaba «calor de establo» o Heidegger el «se dice». Tal sentido común es un conjunto de lugares comunes y tópicos que entorpecen el pensamiento. El contenido de este sentido común funciona como una especie de losa para el pensamiento. Pero el sentido común como actitud es cosa bien distinta. Se trata de algo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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formal; en otros términos, de una postura que está atenta a corregir los excesos de la especulación, del embrujo que nos producen las palabras o de la arrogancia de creer que nuestra inteligencia es capaz de cambiar, en un golpe de inventiva, la faz del mundo. Desde esta perspectiva, a la filosofía y a los filósofos les viene bien una sana cura de sentido común. En caso contrario el llamado «estupidario filosófico» podría ir acumulando tantos tomos que produciría vergüenza a quien se dedique a ese, aún, noble arte de filosofar.2 La segunda razón que me ha llevado a retomar la tesis wittgensteiniana se basa en algunas de las críticas que ha hecho E. Tugendhat a Heidegger y en las que, traducidas con cierta libertad, le viene a acusar, entre otras cosas, de falta de sentido común. En las críticas de E. Tugendhat a su antiguo maestro Heidegger (véase especialmente E. Tugendhat, Problemas, Barcelona, 2002) reaparece, de nuevo, algo que venimos insinuando; es decir, cómo un aparente refinamiento lingüístico no sólo no añade conocimiento alguno sino que siembra de confusión lo que el sano sentido común puede conocer si afila suficientemente su inteligencia. He aquí alguno de los ejemplos con los que nos ilustra Ernst Tugendhat y que nos ayudarán a aproximarnos a lo que Wittgenstein quiso mostrar cuando habló de existencia. Tomemos las ideas, bien establecidas, de futuro y de muerte. Están bien establecidas porque cualquier persona sin disfunciones cognitivas distingue el pasado, el presente y el futuro. Y, respecto a la muerte, no se trata de una hipótesis altamente confirmada, como alguien, entre irónico y ultracientífico, se atrevió a afirmar sino que es un dato cierto, universalmente constatado y propio de un ser pluricelular como es el humano. Algunos científicos, por cierto y con una confianza extraordinaria en la ingeniería genética, sostienen que la vida inmortal no es un imposible. Tal vez, quién sabe, algún día podamos ser inmortales. De momento y con los pies más en la tierra que en la genética, atengámonos a ese hecho, en buena parte aterrador, que es la muerte o cesación total. Comencemos con el futuro. Para Heidegger la «futuralidad» (Zukunftheit) sería un modo de referirse a uno mismo y, en cuanto tal, supone un anticiparse a sí mismo (sichvorweg-sein). Pero de ahí no deduce nuestro autor que el futuro «esté delante». Esta expre613

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sión le debió de parecer un tanto vulgar e incapaz de traducir la existencia humana o de lo que él denomina Da-sein. Al final, el futuro se convertiría en un advenir o ir al encuentro de sí (Auf-sich-zukommen). Inmediatamente mete la tijera E. Tugendhat y escribe, con toda razón, que «este contraste entre advenir y futuro es trivial». Diga lo que diga Heidegger y retuerza las palabras tanto como le sea posible, «el futuro es lo que está por delante», lo que está por llegar. ¿Hacía falta tanto rodeo para acabar reconociendo algo que está a la altura de cualquiera, sea o no sea filósofo? Pasemos ahora al tema central de la muerte. En este punto, y siempre según Tugendhat, Heidegger volvería a cometer el mismo error o ampuloso uso del lenguaje que cuando se refiere al futuro. El filósofo existencialista alemán habla de la muerte como la posibilidad por excelencia. Ya esta expresión es un tanto ambigua pero podemos prescindir de tal ambigüedad. De mayor importancia es lo que Heidegger llama «precursar la muerte» (Vorlaufen zum Tode). Se trataría de un advenir o comportarse respecto a uno mismo, semejante a lo que vimos con relación al futuro. Heidegger insiste y se recrea en dar vueltas sobre el citado Da-sein. De ahí que nos diga que en la muerte el ser humano «está vuelto hacia el fin» (Sein zum Ende). Ahora bien, éstas son las contundentes y razonables palabras de Tugendhat, que sentencian todo el conjunto de neologismos con los que nos topamos en la obra heideggeriana Ser y tiempo: «Aquello respecto a lo que uno se comporta, la muerte, es un acontecimiento, un posible acontecimiento que está delante». Cosa obvia. Al final y al igual que al tratar de conceptualizar el futuro, una vaporosa retórica nos ha hecho olvidar un dato que está al alcance de todos y que no es un prejuicio. Se trata de una realidad que la poesía puede embellecer y la retórica hacer que surjan afectos intensos pero poco más. La conclusión, y como hemos indicado, es que no hay por qué volar tan alto si vamos a caer a donde no se puede por menos de caer: a la tierra (en su doble sentido, por cierto... si de la muerte hablamos). Es hora de pasar directamente a Wittgenstein. En la breve y enjundiosa Conferencia sobre la ética —que dio entre los años 1929 y 1930 (Conferencia sobre la ética, Barcelona, 1989. También está recogida en Ocasiones filosóficas, Madrid, 1997)— aparece, de modo rele614

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vante, el concepto de «existencia». Cuando se refiere a sus propias experiencias y las pone como ejemplo de lo que sería, sólo que metafóricamente (es decir, hablando de lo que no se puede hablar), un valor absoluto, escribe lo siguiente: «Me asombro (staune) ante la existencia del mundo» y también «¡Qué extraño (seltsam, extraordinary) que el mundo exista!». Lo primero que hay que señalar respecto a estos usos del concepto de existencia en boca de Wittgenstein es que no les da ninguno de los variados significados que los filósofos le han atribuido a lo largo de la historia. Es bien sabido, y algo insinuamos antes, que el pensamiento llamado occidental ha jugado, a veces como el loco con el dedo, con la idea de existencia. En Aristóteles, y por colocarnos en el inicio de nuestra arqueología histórica, el ser o existencia es una entidad categorizable; esto es, entra dentro de los muchos objetos que componen el mundo. En Heidegger, y en un paso de gigante en el tiempo, el ser, los modos de existir, no se reducen a una determinada entidad sino que se manifiestan temporalmente a través de un depositario especial: el ser humano. Nada digamos de las disputas medievales acerca de la distinción, real o no, entre esencia y existencia. O las todavía frescas distinciones sobre la existencia que comienzan con Kant —la existencia no es un predicado real— y que culminan en Frege y Russell —la existencia es un predicado de segundo orden desplazándose hasta el cuantificador. Los ejemplos podrían ampliarse porque, sin duda, son legión. Repitamos, por el contrario, que Wittgenstein está lejos de elucidaciones semejantes; al menos en la Conferencia que comentamos, central en lo que es la exposición de su primera manera de filosofar. Y es que no reelabora el concepto de existencia. Usa, más bien, el término en su significado habitual, familiar, cotidiano. Que esto es así nos lo muestran sus propias palabras: «En la medida de lo posible, voy a describir esta experiencia (la referida a las frases antes citadas) de manera que les haga evocar experiencias idénticas o similares a fin de poder disponer de una base común para nuestra investigación». Como se ve, Wittgenstein no está dirigiéndose al público para revelarle una importante verdad no descubierta por la mente del hombre de la calle o por poner ante sus ojos un nuevo descubrimiento u oriDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ginal argumento. Característica típica de los filósofos que acostumbran a funcionar contra la doctrina de éste o de aquel colega de profesión. Wittgenstein se dirige a un público no especializado y lo hace para que todos rememoren algo que, en principio, conocen bien. Es éste un punto esencial que habitualmente se pasa por alto a la hora de comentar su Conferencia sobre la ética. Convendría recordar, antes de seguir adelante, que las vivencias o experiencias que Wittgenstein propone al público, y entre las que se encuentra la admiración de que el mundo exista, son distintas de la sorpresa o pregunta que nos hacemos ante un hecho que nos desconcierta. Wittgenstein pone el ejemplo de que a alguno de sus oyentes le creciera una cabeza de león y empezara a rugir. En este caso, o en tantos otros más que podamos imaginar y que componen la sustancia de la tarea científica, sería en principio posible encontrar una explicación a ese raro e inédito hecho. Por eso, y ante la cabeza de león rugiente, recurriríamos a un médico o, si el modo de investigar no fuera tan doloroso, le haríamos una vivisección. No es de estas experiencias de las que habla Wittgenstein. Aquellas a las que se refiere no habría forma de darlas una respuesta satisfactoria. Más aún, no habría forma de darlas respuesta alguna. Y es que las experiencias que Wittgenstein expone ante el público serían «experiencias absolutas», «irían más allá del mundo y del lenguaje», «se trataría de un auténtico milagro»; «un intento, en fin, por arremeter contra las paredes de nuestra jaula». De ahí que añada inmediatamente que todo lo que está diciendo no tiene sentido alguno. Entiéndase bien, no tiene el sentido que tiene nuestro hablar habitual, cotidiano o científico. Lo que se busca, con ese lenguaje que carece de sentido en su uso normal, es sugerir, poner en situación, motivar. Pero nada más. Es como aquel que con un profundo dolor de alma o aquejado de un inconsolable desamor recita a un amigo versos de Shakespeare para ver si puede hacer surgir en dicho amigo un sentimiento que se asemeje a lo que a él le está sucediendo. De ahí no es posible pasar. Todavía más, cuanto mejor describa, en términos psicológicos, su estado de ánimo, menor será la predisposición del amigo a sentir como el pobre desenamorado. Aun así, el ejemplo puede llevarnos a la confusión. Porque en el enamorado se DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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producen ciertos procesos afectivos que caen bajo un estudio empírico psicológico. No hay nada, sin embargo, detrás de las «paredes de nuestra jaula». No existe realidad alguna que, siquiera indirectamente, toquemos. Resumamos la postura wittgensteiniana. En «me sorprendo de que p», y como p es una proposición de nuestro lenguaje, siempre podremos preguntar por el porqué de tal sorpresa. Y la respuesta, lograda o no, es posible. Se trata de preguntas que afectan a lo que nos sucede en este mundo. Si, por el contrario, la experiencia es una admiración ante el mundo y su existencia, la proposición p no es como, v. g., «estoy escribiendo en el ordenador» y que podría ser verdadera o falsa. Reducirla a una proposición normal es tanto como ir más allá de nuestros límites, hacia un terreno que se desploma sobre nuestras cabezas. Nos hemos quedado sin palabras y con la boca abierta. Por cierto, pienso que Ernst Tugendhat se equivoca cuando argumenta que sí podemos concebir el mundo como no existiendo. En un sentido aparente, sí. Pero en el fondo incluso ese posible pensamiento de la no existencia del mundo remite a una vivencia primera que se resiste a contraposición alguna. Es esto, muy sintéticamente, lo que quiso decir Wittgenstein. O, mejor, es lo que dijo, sin poder decirlo, de aquello que no se deja decir. No es juego de palabras alguno. Para poner de manifiesto cómo es algo serio y no mera diversión intelectual retomemos el hilo de lo que al principio comentamos. Wittgenstein no desea entrar en la nómina de filósofos que han mordido el siempre excitante alimento del ser o de la existencia. Sí hemos afirmado que se refiere a la existencia como experiencia que puede suscitarse en todo el mundo. Sólo que, añade inmediatamente, de tal existencia no nos es posible proferir palabra alguna con sentido. Fiel a su doctrina tractariana (no olvidemos que el Wittgenstein que tenemos delante es el conocido como Wittgenstein I) de que únicamente se puede hablar de lo que es susceptible de convertirse en verdadero o falso, no le queda más remedio que callarse o sugerir a través del «sinsentido». Nos coloca, así, en la situación de hacernos con nuestra vida delimitando aquello que se escapa a nuestra capacidad de conocer. Por eso, podríamos traducir la admiración o asombro (que no sorpresa, recordémoslo) ante la existencia al lenguaje de una 615

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extraña pregunta. Y es que todo se resuelve en este envolvente interrogante: ¿por qué existe el mundo y yo pertenezco a este mundo? La extraña pregunta o el extraño interrogante permanecen en el aire. Al por qué existe el mundo y yo en este mundo, la seudorrespuesta wittgensteiniana que sintetiza la admiración en cuestión sería ésta: «No lo sé ni será posible saberlo nunca». Es éste el elemental juego de la existencia cotidiana de cada uno de nosotros en el mundo; un juego que consiste en la constatación de un límite, un estar encerrados, un no poder ir más allá si no es enroscándose una y otra vez en la pregunta misma. No se existe, en fin, con relación a nada. Se existe y ahí acaba la cuestión. Es entonces cuando surge la vivencia de la admiración o asombro. Es ésa la vivencia que, en palabras de Wittgenstein, sería, en un lenguaje que se ha ido de vacaciones, absoluta. Si la pudiéramos responder adecuadamente seríamos dioses. Siendo esto así, el conocimiento humano tiene vedado dar un paso más allá de lo que nos imponen los límites del lenguaje pero es, al mismo tiempo, consciente de ello. No resulta extraño, en consecuencia, que Wittgenstein, y en un lenguaje similar al del Tractatus, recurra a los sentimientos. En la Conferencia se refiere a «una tendencia del espíritu humano» que «nos inclina» a hablar de lo que no se puede hablar. En el Tractatus es más explícito respecto a los sentimientos. Así, en el Tractatus 6.65 leemos: «Sentir el mundo (Das Gefhül der Welt) como un todo limitado es lo místico». Y en Tractatus 6.52 escribe: «Nosotros sentimos (fülhen) que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado. Desde luego no queda ya ninguna pregunta y precisamente ésta es la respuesta». Tal sentimiento no es, sin más, una emoción puntual aunque en algún momento surja como un alfilerazo. Se trata, más bien, de sentirnos en la existencia. Pero, ¿qué entiende con mayor precisión Wittgenstein por tal concepto de sentimiento? Quizás la respuesta apunte a lo siguiente: un estado de conciencia que sabe en donde acaba aquello que podemos entender. La psicología, y más concretamente Freud, al referirse a la religión utilizó la expresión prestada de «sentimiento oceánico». Y es que nos sentimos, sin que para ello se necesite entrenamiento filosófico o del budismo Zen, de616

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pendientes, partes insignificantes del universo, necesitados de cobijo. Es posible, sin duda, analizar con mayor precisión esos sentimientos o afectos, distinguirlos e incluso jerarquizarlos. Competería a una ciencia empírica dicho análisis. Pero en nada avanzaríamos respecto a lo que estamos viendo. Cualquiera entiende, además, qué es lo que nos sucede cuando nos sentimos así en la vida, cuando nos sentimos parte de la vida. Introducir el concepto de «vida» parece complicar lo que venimos diciendo. No tiene por qué ser así. Isidoro Reguera, en su excelente libro sobre Wittgenstein (L. Wittgenstein, Madrid, 2002) insiste en cómo Wittgenstein en su segunda época, centrada en las Investigaciones filosóficas, habría descubierto la animalidad de lo humano. En otros términos, mientras que el Tractatus se sustenta en una visión intelectualista del ser humano, la etapa posterior nos coloca a los humanos dentro del mundo de los instintos, costumbres y habilidades que nos asemejan al resto de nuestros parientes y que no son otros sino los que reciben, despectivamente, el nombre de brutos. Este pensamiento, siquiera de modo latente e implícito, también lo encontramos en la primera época wittgensteiniana, que es a la que nos estamos refiriendo especialmente. Y es que en ella está presente la idea de ser parte del universo. Somos, en suma, parte de la vida. Y somos, añadimos nosotros, la punta última de la evolución. Es eso lo que nos permite volvernos sobre nosotros mismos. Porque, en medio de la vida, el ser humano ha logrado la autoconciencia. Desde ella desarrollamos tanto la tecnociencia, que hace que parezcamos los dueños del universo, como los excesos filosóficos, apartados del sano sentido común, a los que aludimos al principio. Y ello, en fin, nos permite reconocernos dentro de la existencia. Una existencia que sucede en la vida y, más concretamente, en la vida animal. Es desde ahí desde donde surge una pregunta que se queda en la pura interrogación porque ni tiene ni puede tener respuesta alguna. De todo lo expuesto se sigue que Wittgenstein no da un significado nuevo a la experiencia habitual de lo que es existir. Su significado lo sentimos, con mayor o menor intensidad, todos. Es el que nos corresponde por el hecho de vivir; y por vivir, más concretamente, como animales que, eso sí, pueden preDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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guntarse por lo que nos es más profundo sin poder, sin embargo, ofrecer respuesta alguna. ¿Situación trágica? Tal vez. Situación que es la que es. Sobre esta inicial y final experiencia suelen montarse otros significados que, más que aclarar, oscurecen. Ésta ya no es una situación trágica. Es, más bien, un síntoma de una cierta patología filosófica. Curarnos de ella no es fácil. Exigiría menos arrogancia y más sencillez. Casi un imposible para un filosofar que, cuando no sabe cómo vestirse, alquila un maniquí. Notas 1. Como enseguida se verá, nos referiremos al conocido como Wittgenstein I y cuya obra principal es el Tractatus. Es lo que va a ser el objeto de nuestro estudio. 2. Cuando Nietzsche escribe, al final de su vida activa, que «piensa con la nariz» no parece alejarse mucho de ese sentido común como actividad al que nos estamos refiriendo.

JAVIER SÁDABA

Z Zen Preámbulo La verdad no es fruto de una comparación racional entre palabras, pensamientos y objetos, sino que es algo infinitamente más esencial que la simple constatación utilizada por la razón objetiva cuando trabaja sobre diferencias físicas o metafísicas. Tan sólo cuando uno trasciende eso que llamamos mente científica: las imágenes, las ideas, y el pensamiento... y es, a su vez, capaz de acallar el ruido de los conceptos, es cuando podrá el ser humano ver irrumpir en sí mismo ese estado —estado natural— en que se constata de manera directa la verdad que emana del silencio. La Verdad, así, con mayúscula; la Verdad no como fruto de una reflexión o comparación, sino como manifestación, como revelación. La meditación Zen, que es atención pura, alerta pura, ella misma es manifestación. A eso llamamos despertar. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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El Zen, la densa vacuidad Cuando examinamos todo lo que llamamos mente, sólo vemos un conglomerado de elementos mentales, no un sí mismo. Sensaciones, memoria, percepción, están moviéndose a través de la mente como hojas en el viento. Es algo que podemos descubrir mediante la meditación. AJAN CHAN

Nuestro sistema conceptual occidental es maravilloso a la hora de definir y «objetivar» con argumentos lógicos, incluso instrumentales. Efectivamente, no hallamos mayor dificultad en encontrar palabras para explicar las características de la maquinaria más complicada y, sin embargo, a causa de la invasión de la mentalidad tecnológica, todos los vocablos nos resultan inadecuados cuando intentamos describir, por ejemplo, una simple sensación gustativa. Con la misma dificultad nos topamos cuando queremos explicar a nuestro amigo un determinado estado de ánimo en el que nos hallamos inmersos: nos faltan las palabras necesarias. Algo así pasa con el Zen. Quien intente definir con palabras el Zen es que no lo ha entendido. Ésa es, sin duda, la ignorancia, la razón de mi osado atrevimiento para hablar sobre él. Vaya aquí mi autocrítica inicial. Pero, si no una definición, sí postularé un pequeño acercamiento. Desde la década de los sesenta se vienen reduciendo las distancias con un Lejano Oriente cada vez menos lejano; éste resulta ya menos mítico y misterioso. Oriente es una realidad concreta, cada vez más necesaria de ser tenida en cuenta a la hora de aprender eso que aquí hemos olvidado y que podríamos llamar el «arte de vivir». Sin embargo, tantos siglos de lejanía hacen todavía del Oriente un extraño; pero, aunque extraño y lejano, ahora que ya ha montado su tienda de campaña entre nosotros, podemos comprobar lo mucho que tiene que enseñarnos su sabiduría milenaria. «Es curioso —me decía un sacerdote católico— que antes fuéramos nosotros a hacer de misioneros con ellos y sean precisamente ellos los que ahora hagan de misioneros con nosotros». Así que intentar seguir ignorando a Oriente no sólo resulta a estas alturas grotesco, sino que supone cerrar los ojos a la realidad y privarnos una vez más de la ocasión de enriquecer nuestro horizonte personal, nuestra cultura obsesivamente racionalista. 617

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Esta influencia oriental —y estoy pensando fundamentalmente en el Japón— se ha venido dando en diversos campos, no sólo en el económico. En un trabajo científico publicado en el Boletín de Estudios Económicos de Deusto ya intenté demostrar la innegable riqueza que dicha influencia ha ejercido en las dos últimas décadas en el campo de la Psicología industrial. Ello me indujo a introducirme «dentro» del mundo interior del operario japonés, para ver qué pasaba por su cabeza, qué sentía ante su cultura, cómo vivenciaba sus rituales y, sobre todo, qué importancia ha tenido y tiene aún el Zen dentro de su inconsciente colectivo. No cabe duda de que existen muchas cosas que podemos aprender —también desaprender— con el Zen y llegar a ponerlas en práctica a nuestra manera, pero el mérito especial de este singular camino, radica en su forma de expresión tan desconcertante tanto para el intelectual como para el iletrado. El Zen es un camino directo, tosco en su radicalidad, pero posee una gran energía, fuerza, humor desmitificador y, sobre todo, como señala Alan Watts, «un sentido de la belleza y del absurdo que resulta a la vez exasperante y delicioso». Sin embargo, lo más revolucionario del Zen es la propiedad que tiene de cambiar la conciencia, de cambiar la mente como quien da vuelta a un guante. Eso preocupaba a una compañera mía de facultad, psicoanalista de formación, cuando yo me esforzaba en transmitirle mi experiencia: —Pero eso —me espetó alarmada—, ¿no será una regresión a los estadios psicóticos prelógicos? —El místico zen, lo mismo que el psicótico —le dije, citando a Laing—, nadan en el mismo océano, sólo que mientras el místico flota, el psicótico se hunde. Ya el mismo Freud intuyó que la sensación del ego del que ahora somos conscientes no es más que el simple vestigio de una sensación mucho más amplia, una sensación que abraza al universo entero y expresa la inexorable condición existente entre el ego y el mundo externo.

En lo más profundo del Zen existe la compasión, un amor ausente de todo sentimentalismo; un amor por los seres humanos «que sufren y perecen, debido a los intentos mismos que hacen por salvarse». Quien practica el Zen y no ama, no hace verdadero Zen. Pero quien practica el Zen constata que la mayoría de las gentes ha olvidado que nacieron artistas de la vida, y que, como señala Suzuki, «tan pronto como comprendan este he618

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cho y esta verdad, se curarán de las neurosis...». Ser un artista de la vida significa que el individuo expresa en cada uno de sus actos su capacidad creadora, su personalidad viva. No tiene su yo encasillado en su existencia fragmentaria, limitada, restringida, egocéntrica. Uno de los grandes maestros Zen de la época T’ang dice: «Un hombre que es dueño de sí mismo, donde quiera que se encuentre, se comporta con fidelidad a sí mismo. A este hombre yo llamo maestro de la vida». «Pienso, luego existo». Con esta emblemática afirmación, adquiere carta de ciudadanía la filosofía occidental. Pero, ¿qué pasa cuando no pienso? Con esta interrogante, podemos aproximarnos al Zen. ¿Quién soy yo cuando no pienso? ¿En qué lugar estoy mientras me aparto de la actividad pensante? El ejercicio del pensamiento, aun siendo fundamental en todos los órdenes, cuando nos IDENTIFICAMOS CON ÉL, resulta ser una de las diversas formas de escaparse de la globalidad, de la totalidad que soy yo mismo, de la Unidad que me une a la Naturaleza. Mientras nos consideremos a nosotros mismos como si fuéramos entidades separadas, damos la espalda a lo real, y nuestro sufrimiento partirá del olvido de nuestro propio territorio, y así, repatriados de la fuente de la vida, nos habremos consagrado a una idea, o a una proyección falsa de lo que es nuestra vida; es decir, a un falso personaje. El sufrimiento, la angustia, no tienen su origen en el silencio, ni son las innumerables expresiones del silencio las causantes de nuestros conflictos, sino ese olvido sistemático de lo que es la fuente de toda expresión. El sufrimiento, pues, está relacionado con esa falsificación de la vida, al relacionarla con la existencia y no con nuestra esencia. El vivir verdadero es gozo, gozo porque sí, gozo sin objeto. Ése es el mensaje profundo del Zen. Mas, ¿no será todo esto otra ilusión histórica, otra alienación religiosa más, o un engaño mágico provocado por el juguetón duende maligno que tanto alarmaba a Renato Descartes? Por eso es capital responder a las cuestiones de cómo el ser se expresa, en qué criterios podemos fiarnos, para no caer en el engaño de querer salir de una falsa conciencia entrando en otra aún más ilusoria. Y la respuesta es el ejercicio, la atención, el ejercicio, la atención, el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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ejercicio, la atención... Me interesa vivir el Zen, que es la única manera de comprenderlo. Me refiero al Zen sentado, esa modalidad —la más emblemática— del Zen, cuya traducción es esperar sentados la Noticia. Vaciarse del ego, llenarse del Todo, que es la Vida. Viendo, además, que cuando estas afirmaciones se disipan para ser más vividas que entendidas, es cuando podemos afirmar que Eso es Zen: la experiencia del Ser. Aquí es donde opino que sería más válido el término experienciar que el de experimentar. Abrirse a la experiencia del Ser es el cambio más decisivo que puede darse en la existencia. Supone tanto un viraje crucial como el comienzo de una transformación. La persona que haya caído en la cuenta de lo que supone ser su verdadero ser comprenderá que toda la naturaleza, incluida la de su propia mente y de su propio cuerpo, se halla impregnada por el Ser que la envuelve. Eso es Zen. Se trata de dejarse solicitar por la vida más allá del ego. De aceptar la vida, totalmente, tal y como se presente, sin renunciar pasivamente a la crítica o al afrontamiento responsable ante las situaciones que lo requieran. Aceptar que la vida es luz y sombra, atravesando tanto los valles de tinieblas como las cumbres doradas; permaneciendo, en tanto que persona, atento a cada instante, y dispuesto a ir más allá de la seguridad establecida; aceptando soltar la presa de la carga del yo; y aceptando la muerte como parte de la vida. Porque la experiencia del Ser despunta en el vacío de las posiciones adquiridas, exigiendo para su manifestación eso que el poeta José Ángel Valente sentenció: [...] borrarse, sin dejar huella... dejarse vaciar por el tiempo como se vacían los pequeños crustáceos del mar... El tiempo es como el mar, que nos va gastando hasta que somos transparentes... [J.A. Valente, 2000].

En esa actitud, sólo aparentemente pasiva, surge la manifestación del Ser, y con ella el cambio transformador, la conversión, el renacer, la metanoia. Eso es Zen. Como si en cada instante le fuera posible al poeta desaparecer de pronto, silenciosamente. Así lo vio el poeta místico Antonio Colinas, en mi opinión el mejor poeta lírico vivo de la lengua castellana: Que este celeste pan del firmamento me alimente hasta el último suspiro. Que esos campos tan fieros y tan puros me sean buenos, cada día más buenos. Que si en tiempo de estío se me enDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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cienden las manos con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno los sienta como escarcha en mi tejado. Que cuando me parezca que he caído, porque me han derribado, sólo esté arrodillándome en mi centro. Que si alguien me golpea muy fuerte solo sienta la brisa del pinar, el murmullo de la fuente serena. Que si la vida es un acabar, cual veleta, chirriando en lo más alto, allá arriba me calme para siempre, se disuelva mi hierro en el azul. Que si alguien, de repente, vino para arrancarme cuanto sembré y planté llorando por las nubes, me orne en esa nube yo, me torne en planta, que sean aún semillas mis dos ojos en los ojos sin lágrimas del perro. Que si hay enfermedad sirva para curarme, sea sólo el inicio de mi renacimiento. Que si beso y parece que el labio sabe a muerte, el amor venza a la muerte en ese beso. Que si rindo mi mente y detengo mis pasos, que si cierro la boca para decirte todo, y dejo de rozar tu carne ya sembrada, que si cierro los ojos y venzo sin luchar (victoria en la que nada soy y obtengo), te tenga a ti, silencio de la cumbre, o a ese sol abatido que es la nieve, donde la nada es todo. Que respirar en paz la música no oída sea mi último deseo, pues sabed que para quien respira en paz, ya todo el mundo está dentro de él y en él respira. Que si insiste la muerte, que si avanza la edad, y todo y todos a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa, me venza el mundo al fin en esa luz que restalla. Y su fuego.

Eso también es Zen. La práctica del Zen parte del presupuesto de mantener constantemente la observación y la exploración, así como no perderse en los pensamientos y sentimientos que constantemente pasan por nuestra cabeza. Hay que dejarlos pasar para no darles fuerza. Por eso el Zen es vigilancia, atención sin esfuerzo carente de la más mínima búsqueda de provecho alguno, es decir, la vigilancia sin más, la atención desnuda, la contemplación sin objeto, la mirada sin propósito alguno en ese estar alerta. Es preciso, como decía Jean Klein, ser como los animales salvajes, que están perfectamente alerta sin referencia a ninguna imagen de sí mismos, ni a un pasado o futuro. El cuerpo natural está tan despierto como una pantera. Estar alerta no es un hacer sino un recibir. Ése es el estado natural del cerebro. Y esa serena aceptación acabará, mediante el ejercicio cotidiano, de dar la bienvenida a una nueva dimensión. Ésa es la promesa del Zen. 619

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El Zen no es patrimonio de Oriente, sino de toda la humanidad, un derecho de nacimiento ajeno a las religiones y a sus mediadores. En la práctica del Zen no se trata de despreciar el pensamiento y su razón lógica, sino de no monopolizar el conocimiento que de ellos se desprende al identificarnos sólo con el modelo objetivo-racional. Porque sería una profunda desgracia que las sombras de la caverna de Platón ahogasen en la oscuridad el conocimiento de la gran realidad que se halla justamente en las mismas espaldas de los esclavos de la razón. Pues de lo que se trata es de atreverse a salir, aun con el precio de la soledad, de la claustrofobia de ese asfixiante habitáculo del orden cotidiano de los objetos, para que llegue a manifestarse la presencia que late en el corazón de todos los objetos. Ése es el camino de la madurez, la ampliación de la conciencia que responde a la cuestión ¿para qué estamos aquí? Y ése es el camino del Zen. Zen, una experiencia independiente de toda cultura y religión El camino del Zen encierra un mensaje no sujeto a ninguna cultura ni tiempos determinados. Por ejemplo, para el teólogo medieval alemán Eckhart, castigado por la Inquisición y tan admirado tanto por el gran psicoanalista Erich Fromm como por el famoso maestro Zen Suzuki, aquello que somos en nuestro ser profundo no nace ni muere. De ahí que para él la moral siempre fuera una cuestión de segundo orden. La religión, más que centrarse en códigos morales, debería señalamos quiénes somos, que es lo que persigue el Zen, y cual es la auténtica fuente de moralidad que nos lleva a la experiencia del amor al prójimo. Además, cuando uno cae en la cuenta de quién es, desaparece el miedo a la muerte, porque lo que somos en el fondo no muere. Desde esa perspectiva, es un error creer en un juez que me juzgará después de la muerte. El maestro Eckhart (tan admirado por los filósofos y practicantes de Zen de la Escuela de Kioto) arrancó del alma humana algo tan habitual en la Iglesia como era, y sigue siendo, el miedo y la culpabilidad, piedras fundamentales en todo poder temporal. Fue demasiado lejos. Libre como un pájaro, se acercó demasiado a Dios por cuenta propia, sin el previo permiso de los teólogos, que, desde aquellos tiempos, siguen temiendo que las personas dejen de sentirse 620

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pecadoras al liberarse del servilismo de quien necesita ser salvado. Por eso fue condenado. Eckhart, igual que los místicos de todos los tiempos, sigue siendo una amenaza para el poder de las iglesias. Pero para él, como para todos sus compañeros de camino, la autoridad esencial reside en la propia conciencia, en la propia experiencia del Ser que se ofrece en cada instante a ser experimentado. Eckhart es el precursor medieval del Zen europeo. Despertar De un modo u otro, a todos nos ha sido dado vivir momentos especiales en los que el Ser que late en la profundidad se ha sentido especialmente dichoso. Vivencias que salen del marco de lo ordinario y que, no obstante, uno se da perfectamente cuenta de que siempre estuvieron «ahí», en nuestro interior y en el interior de todas las cosas. La desgracia radica en que esas vivencias, lejos de tomarlas en serio, las subestimamos como si fueran una trivialidad. Nuestra formación, exclusivamente racional, condiciona nuestra falta de coraje para atrevernos a saltar el orden establecido por la conciencia unidimensional del llamado Pensamiento Único, con el fin de que «lo otro» pueda al fin manifestarse. Pues no deja de ser un gran infortunio que reprimamos no sólo la sexualidad, la agresividad, y todo eso que, siguiendo a Freud, conforma el inconsciente sumergido, sino, sobre todo, que reprimamos la emergencia del Ser que clama por abrirse paso: el inconsciente emergente. El Zen, y la Noticia que él conlleva: el Ser, nos brinda esa voz secreta que clama en los instantes numinosos; propicia esos momentos en los que, extinguido el yo, también la dualidad queda extinguida y, liberados de la tensión sujeto-objeto, puede así aflorar el gran abrazo de la Unidad. Porque la experiencia del Ser envuelve al ser humano en un abrazo cuando éste ha asumido el riesgo de vivir afianzado en la promesa de que tras su nostalgia se esconde la plenitud del Vacío, origen de toda forma. Hacemos Zen para despertarnos. Y para transformarnos. Así se entiende el creciente interés por la meditación como transformación personal. La significación vital que ha adquirido, por ejemplo, el estudio del Zen en Occidente, arranca de la crisis espiritual de nuestra cultura. No obstante, la mayoría de los occidentales no tenemos conciencia de nuestro DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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propio malestar, o de la melancolía, descrita como «mal du siècle» (la muerte de la vida, la automatización, su enajenación bajo el pensamiento estereotipado por los medios de comunicación). Llevados por la Diosa Razón de la tecnología, hemos separado cada vez más el pensamiento y el afecto; el yo se ha identificado con el entendimiento, y su herramienta, la razón, debe controlar la naturaleza y la producción de innumerables cosas. Ése es —dicen— el fin de la vida. En este proceso, el ser humano, subordinado a la propiedad de las cosas, él mismo se ha enajenado o alienado al convertirse también en una cosa. El ser, ocluido por el tener, ha llevado al ser humano a un

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grado de represión afectiva de tal calibre que ha sido enajenado no sólo de su propio entorno, sino de su propio cuerpo. La práctica del Zen aviva esa conciencia. Desde ahí puede comprenderse el hambre de las personas por despertar hacia una luz que nunca encontraron fuera, y que la búsqueda de la Realidad, en forma de Zen, Yoga o Psicología Transpersonal, haya adquirido tanta importancia. El Zen y su vivencia del vacío, que hace del mismo un sacramento del instante, es uno de los mayores descubrimientos del siglo XX en Occidente. RAFAEL REDONDO BARBA

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APÉNDICE EL SER Y EL TIEMPO Andrés Ortiz-Osés

(Preámbulo) En este apéndice ofrecemos la concepción heideggeriana del Ser, sobre cuyo trasfondo se recorta la existencia (humana) como ser en el mundo. En la segunda parte, proyectamos el Ser heideggeriano temporalizado como ser-aquí, representado por la aforística como lenguaje de nuestra circunstancia o realidad vital, en la que comparecen los avatares del hombre en el mundo, el aquí del Ser. I. El Ser: M. Heidegger 1 (El Ser heideggeriano) La ingeniosidad de Heidegger está en haber reinterpretado el Ser como un concepto mítico-místico que trataría de expresar el Sentido radical de la realidad. El concepto heideggeriano de Ser es un concepto filosófico propio de una metafísica simbólica y axiológica, la cual se diferencia netamente de la clásica metafísica racioentitativa, en la cual el Ser es un concepto racional o idea abstracta que trata de dar cuenta y razón —explicación— de los seres (así desde Aristóteles). Frente a ello, el concepto heideggeriano del Ser es un concepto simbólico y axiológico que trata de dar cuenta/cuento y relación/relato —implicación— de los seres. En este aspecto el Ser heideggeriano no es un concepto abstracto de carácter racioentitativo, aunque tampoco una mera idea-fuerza, llámese pulsión, energía, conato o voluntad de poder (como en Nietzsche). A estas alturas el concepto hedeggeriano del Ser parece más bien una racionalización filosófica del concepto religioso de lo sagrado, llámese theion o daimon, numen o mana, sacrum o sanctum: por eso el Ser heideggeriano, como el numen y lo numinoso, es a la vez luminoso y opaco, sublime y terrible, abierto y restricto, totémico y tabú: [...] el Ser es la conmoción de lo divino.1 1. M. Heidegger, Gesamtausgabe, Klostermann, Frankfurt, 1975 y ss., vol. 65, p. 239. Sobre el Ser en Aristóteles véase su Metafísica, así como sobre el Ser en Nietzsche véanse sus Fragmentos póstumos (La voluntad de poder). Sobre el Ser en Heidegger véanse sus obras Ser y Tiempo, Tiempo y ser, Introducción a la metafísica, Qué significa pensar, Carta sobre el Humanismo. Para el contexto de la metafísica del ser, Historisches Wörterbuch der Philosophie, Schawabe, Basilea, 1995, vol. 9, pp. 218 y ss. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Cabría entonces afirmar que el Ser heideggeriano es el numen teológico reconvertido en noúmeno filosófico, así pues lo sagrado secularizado: la trascendencia inmanente. Se trata en todo caso de un concepto-límite, por cuanto comunica la trascendencia y el mundo, lo divino y lo demónico, lo transtemporal y el tiempo, lo transhumano y lo humano, la fundación y la libertad. De esta guisa Heidegger habría categorizado en la metacategoría del Ser nuestra vivencia radical de la ambigüedad y la ambivalencia, de la oscilación entre los opuestos y el drama de su dualidad o dualéctica. Estos opuestos están representados fundamentalmente por el sentido y el sinsentido, lo positivo y lo negativo, la vida y la muerte, la felicidad y la infelicidad. Y, en efecto, M. Heidegger nos tiene acostumbrados a engarzar estos contrarios en el afrontamiento del Ser y el no-ser o la nada, así como en la visión contrapuesta de la Existencia y la muerte.Vengámonos entonces a una breve presentación del Ser heideggeriano en sus delineamientos fundamentales.2 El Ser heideggeriano es la Condición radical de lo real, definida como Condición trascendental de posibilidad y posibilitación de los seres (kantianamente), pero también como Condición fundacional de realidad y realización de lo real (poskantianamente). Ello significa que el Ser es la Condición ontológica de la realidad entitativa (el Ente), distinguiendo así entre el Ser radical y el Ente radicado, la Condición y lo condicionado. Por eso nuestro autor concibe el Ser (das Sein) como el Hecho trascendental-existencial de ser (Dass-sein) frente al hecho bruto de ser cósicamente (das Seiende). De este modo, el Ser se comprende como el Acontecimiento (Ereignis) que condiciona el sucederse de los sucesos, la Eclosión que posibilita lo eclosionado —los seres o entes, lo entitativo y lo real dado. Pero el Ser como Acontecimiento expresa el Acontecer en el que acontecen los acontecimientos, la Verdad como Parición en cuya luz oscura comparecen y aparecen las cosas, la Apertura primigenia en la que se concitan las realidades y sus realizaciones, la Dación o Donación (Es gibt).3 Así concebido, el Ser heideggeriano adquiere el sesgo del destino pagano con rasgos cristianos (Geschick), ya que es un Destino creacional de sentido por cuanto implica el Poder-ser. En efecto, este Ser heideggeriano que reúne caracteres greco-cristianos significa el Trasfondo de la realidad, el Ser como Numen-Noúmeno, el Ser en cuanto quintaesencia existencializante de lo real (das wesende Sein). El propio Hombre se atiene al Ser como a su Principio, tomando conciencia de su principialidad como Trasfondo implícito de Sentido. Con ello el Ser heideggeriano se nos ofrece como la Matriz: matriz del Sentido filial apalabrado como Logos por el Hombre en el lenguaje, así como Matriz originaria de la realidad originada. Esta realidad originada constituye el orden de las cosas y es el ámbito del Ente, ámbito entitativo (óntico) que se contrapone a la Matriz ontológica del Ser por su carácter derivado y reificado de signo patrial (racioentitativo). 2 (Interpretación) Me parece claro que Heidegger ha revertido la metafísica patrial de fondo aristotélico, según la cual el Ser es la Razón-Padre de los seres, proyectando presocráticamente un Ser matricial: el cual se caracteriza por la eclosión existencial propia de la Matriz-Origen de los 2. Sobre lo sagrado, consúltese la obra capital de Rudolf Otto Das Heilige, traducida como Lo santo (Alianza); su año de publicación es 1917, causando gran impacto cultural. De hecho Heidegger toma buena nota para su recensión en 1918-1919, como puede verse en su obra Phänomenologie des religiösen Lebens, Klostermann, Frankfurt, 1995, pp. 332-334. Curiosamente R. Otto es el que confiere al mítico Círculo Eranos su nombre de Eranos (que significa «comida en común»). 3. Véase M. Heidegger, Nietzsche, Neske, Pfullingen, 1961, tomo II, capítulo final (X), pp. 481 y ss.; este último capítulo de su obra sobre Nietzsche es quizás la mejor autosíntesis de la filosofía heideggeriana. Consúltese también M. Heidegger (De la experiencia del pensamiento). 624

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seres. Esta concepción matrial se distingue nítidamente de la cosmovisión aristotélica de signo patrial. En efecto, el Ser heideggeriano es la Matriz constituyente frente al Ente instituido patricialmente (por los patricios como fautores políticos de la realidad funcional y técnicoinstrumental).4 De esta guisa el Ser matricial se enfrenta al Ente patricial, ya que entre ellos se juega la diferencia ontológica y, como añade Pascal Quignard, la diferencia sexual: Lo que no puede ser tratado ni conciliado ni superado ni trascendido es la diferencia sexual que se halla en el origen de cada ser (humano). Esa diferencia es lo incomprensible, lo incesante, lo inherente, la reproductora, la proliferante, la obsesionante. Lo sexual es lo innombrable: todo el amor está consagrado a este secreto de lo innombrable; sin embargo el amor es eso: la vida secreta, la vida sagrada.5

He aquí que el Ser matricial se enfrenta al Ente patricial como el origen a lo originado. Pero el Origen es el Ser como matriz, la cual remite tanto a la Madre Natura como a la madre natural, ambas caracterizadas efectivamente por la pro-creación. Lo intrigante del caso es que en buena lógica matricial, el Ser heideggeriano pro-crea lo real y se retira, autoafirmando su independencia o autoctonía y dejando libre a lo procreado, y lo procreado es la realidad con el Hombre como su conciencia. En ello el Ser es consecuente con su carácter de origen matricial, ya que tanto la Madre Natura como la madre natural dejan a sus procreados en medio del mundo: Nacer es perder a la madre, así es como todo hombre conoce la muerte desde el primer segundo. Desde el primer segundo, la muerte es el mundo, pues el mundo equivale a la madre que expulsa y abandona fuera de ella.6

Así que el Ser es el Origen o Matriz de los seres que, como la Madre Natura y la madre natural, expulsa a los seres fuera del Ser: para su diferenciación. Ello significa una revalorización del Origen matrial por sobre la realidad patrial advenida, lo que confirma al Ser como matriz de los seres con atributos partenogenéticos propios de la arcaica Diosa Madre procreadora, frente al advenedizo Dios Padre posterior. Pero, por otra parte, nos las habemos con una visión del Origen ambigua y no-idílica, frente a la tradición que va de oriente a occidente y de Anaxágoras a J.J. Rousseau, ya que la matriz es ambivalente, madre y madrastra, procreadora y abandonadora.7 Ahora bien, el procreado y abandonado por antonomasia es el Hombre, el cual comparece heideggerianamente como Logos del Ser matricial, así pues como Sentido filial. En efecto, en el Hombre y su logos/lenguaje se revela según el filósofo germano el Ser en cuanto Ser-aquí (Dasein) en su sentido humano. Pero ese sentido es un sentido de nuevo revelado y velado, por cuanto el Ser se manifiesta y retrae en el Hombre y su lenguaje, ya que el Ser dice apertura y retranca, en cuanto Con-dicción de nuestra propia dicción. Vuelvo a paralelizar 4. Los patricios son los padres de la patria que organizan el aparato del Estado y su organigrama político. Cabría llamar matricios a los que, en contraposición, se ocupan de auscultar el sentido matricial del Ser, que son en Heidegger los poetas y pensadores auténticos. Prosiguiendo la lógica simbólico-lingüística quedarían los fratricios, aquellos que se congregan heideggerianamente en torno al Lenguaje, reinterpretado por su discípulo H.G. Gadamer como lenguaje dialógico, intersubjetivo y democrático. Puede consultarse respectivamente M. Heidegger (De camino al lenguaje) y H.G. Gadamer (Verdad y método); desde nuestra perspectiva véase mi libro Metafísica del sentido, Universidad de Deusto, Bilbao, 1989. 5. P. Quignard, Vida secreta, Espasa, Madrid, 2004, pp. 48, 56 y 61. Respecto a nuestra interpretación, soy yo el responsable de intercalar el texto de P. Quignard en los de Heidegger, ni siquiera citado por el autor francés, al modo como en el Simposio platónico Sócrates intercala a Diotima en medio de los discursos. 6. P. Quignard, obra citada, pp. 75 y 229. 7. Sobre la Diosa Madre, véase mi obra La Diosa Madre, Trotta, Madrid, 1996. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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socrático-platónicamente la visión de Heidegger sobre el Ser y su Sentido (existencial) con la visión de P. Quignard sobre el Ser y su sentido (sexual): El significante (la escena apasionante, la unificación imposible de los dos sexos en el curso de la cópula) tiene un significado (un sentido): «Somos uno». Pero el sentido siempre fracasa, porque lo otro no es nunca lo uno. Y así, por alabado, loado y sagrado que sea el sentido de la vida en nuestros días, morimos.8

Tenemos pues que la relación entre el Ser matricial y el Ente patricial es trágica, ya que hay un desequilibrio entre el origen y lo originado, la infrastructura y la suprastructura, la matriz y lo devenido, el acontecer y los acontecimientos o sucesos. Por lo mismo, la relación entre el Ser como Origen matrial y el Logos humano como Sentido filial resulta dramática, porque el Origen es el Silencio que abandona al Logos a su suerte, el cual resulta así un logos huérfano de sentido originario por cuanto originado. De aquí que Heidegger busque la solución en la autoasunción del logos humano divisado en proveniencia del Ser, así pues religando el logos humano al Ser transhumano. De donde se deduce que es en la muerte donde el propio logos humano se aboca al Silencio, volviendo así al Origen, lo cual indicaría que el sentido de la existencia o vida humana está en la asunción de la propia muerte: una tesis con ecos de oriente y occidente, de la filosofía y la teología, de la mitología y la mística. Por eso decíamos al inicio que el Ser heideggeriano comparece como una racionalización y secularización de lo sagrado, con su radical ambivalencia de lo fascinante y lo terrible tan bien analizada por el fenomenólogo Rudolf Otto en los años de aprendizaje filosófico-teológico de Heidegger.9 Es el propio Heidegger quien deja constancia de la ambivalencia del Ser como matriz que se abre y se retrotrae, que dona y se contrae, que tiene gran potencia y gran impotencia, como dice al final de su doble obra sobre Nietzsche. La consecuencia de ello es que la Existencia comparece como ex-sistencia o consistencia inconsistente, en orfandad radical y soledad metafísica. De nuevo P. Quignard: Nacer nos expulsa de su sexo, gozar nos expulsa una vez más. Desde que salimos del sexo de nuestra madre, no volvemos a estar del todo aquí. El reino no es totalmente de este mundo. Un amor imposible devora al alma de todos los hombres, porque para cada uno de ellos todo empezó así.10

Y es que para el autor francés el amor promana de amma —la madre—, pero es la madre perdida: éste es el trasfondo de todo amor como fusión imposible de dos en uno. 3 (Poética) La susodicha soledad de la existencia, lo que Heidegger en su lenguaje sacral llama el estado de yecto o el estar arrojados, caídos o angustiados, es una consecuencia de la radical Soledad ontológica del propio Ser heideggeriano en su singularidad. En un paso hermenéutico decisivo nuestro autor afirma algo que deberíamos meditar aquí. Dice así: 8. P. Quignard, obra concitada, p. 159; para el contexto puede consultarse la obra de M. Heidegger (Der Spruch des Anaximander). 9. En la preparación de la recensión del libro de R. Otto (Das Heilige, Lo santo), Heidegger introduce una distinción significativa entre lo sagrado-santo puro (das reine Heilige) y los objetos y mundos sagradossantos constituidos, una distinción que sirve de falsilla a la distinción correspectiva entre el Ser (puro) y el Ente (impuro): véase M. Heidegger, Phänomenologie des religösen Lebens, obra citada, p. 333. 10. P. Quignard, pp. 222 y 226, 272. 626

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El acontecer es el único acontecimiento del Ser. El Ser sólo es. ¿Qué es lo que sucede? No sucede nada, el acontecimiento acontece. [Aber das Geschehen selbst ist das einzige Geschehnis. Das Sein allein ist. Was geschieht? Nichts geschieht, das Ereignis er-eignet].11

El Ser es el Acontecimiento matricial consistente en acontecer y no en suceder, ya que se trata del Acontecer originario de todo suceso pero diferente a este como su fundación: así se retrae el ser y se diferencia de los sucesos del Ente, pero así se recae en la soledad del Ser que sólo es (y nada más). Pero el Ser que sólo es, es el Ser que solo es, porque reflota en la Nada. En verdad el propio Ser «nada» en la Nada, ya que él mismo es nada de lo que es (Was-sein), nada del ente, nada de lo que sucede: precisamente porque es la Condición radical de todo ello. En este sentido el Ser heideggeriano se parece (demasiado) al Faro cantado por nuestro Luis Cernuda: y en efecto, el Ser es el Faro que ilumina a los seres mientras él mismo se retrotrae a su Torre de silencio y eterna soledad.12 El soliloquio heideggeriano con el Ser parece el soliloquio cernudiano con el Faro, sobre todo al contraponer la fiel Soledad del Ser-Faro frente a la infiel compañía del mundo del Ente y a la peligrosa deriva de las olas del mar presagiando la muerte. Así se ubica el SerFaro entre la vida y la muerte a modo de Estancia extática (Extancia) en la que anida el hueco de la nada como una madre acogedora: (Soliloquio del farero) Cómo llenarte, soledad, Sino contigo misma. De niño, entre las pobres guaridas de la tierra, Quieto en ángulo oscuro, Buscaba en ti, encendida guirnalda, Mis auroras futuras y furtivos nocturnos, Y en ti los vislumbraba, Naturales y exactos, también libres y fieles, A semejanza mía, A semejanza tuya, eterna soledad. Me perdí luego por la tierra injusta Como quien busca amigos o ignorados amantes; Diverso con el mundo, Fui luz serena y anhelo desbocado, Y en la lluvia sombría y en el sol evidente Quería una verdad que a ti te traicionase, Olvidando en mi afán Cómo las alas fugitivas su propia nube crean. Ya al velarse a mis ojos Con nubes sobre nubes de otoño desbordado La luz de aquellos días en ti misma entrevistos, Te negué por bien poco;

11. M. Heidegger, Nietzsche, obra citada, p. 485. 12. El Ser como Torre-Faro es el equivalente al Ser como Torre-Campana en un texto de Heidegger, en el que el filósofo, hijo de sacristán-campanero y él mismo meteorólogo en la Primera Guerra Mundial, interpreta el Ser al ritmo del campanario cual faro-guía ritual que prescribe el Tiempo profundo: el Tiempo sagrado que traspasa al tiempo secular o profano, el Prototiempo del acontecer en el que se inscriben los sucesos; consúltese su obra Denkerfahrungen, Klostermann, Frankfurt, 1983, pp. 65-66. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Por menudos amores ni ciertos ni fingidos, Por quietas amistades de sillón y de gesto. Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma, Por los viejos placeres prohibidos, Como los permitidos nauseabundos, Útiles solamente para el elegante salón susurrado, En bocas de mentira y palabras de hielo. Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona Que yo fui, Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones; Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos, Limpios de otro deseo, El sol, mi dios, la noche rumorosa, La lluvia, intimidad de siempre, El bosque y su alentar pagano, El mar, el mar como su nombre hermoso; Y sobre todos ellos, Cuerpo oscuro y esbelto, Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía, Y tú me das fuerza y debilidad Como al ave cansada los brazos de la piedra. Acodado al balcón miro insaciable el oleaje, Oigo sus oscuras imprecaciones, Contemplo sus blancas caricias; Y erguido desde cuna vigilante Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres, Por quienes vivo, aun cuando no los vea; Y así, lejos de ellos, Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres, Roncas y violentas como el mar, mi morada, Puras ante la espera de una revolución ardiente O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista. Tú, verdad solitaria, Transparente pasión, mi soledad de siempre, Eres inmenso abrazo; El sol, el mar, La oscuridad, la estepa, El hombre y su deseo, La airada muchedumbre, ¿qué son sino tú misma? Por ti, mi soledad, los busqué un día; En ti, mi soledad, los amo ahora.13

He aquí que sólo cabe escapar del Ser-Faro y su luz opaca en dirección al mar que es el morir o en dirección al mundo que es un vivir desvivido. Se trata de dos extremos remediados simbólicamente en el Ser-Faro como luz nocturna y vida-muerte, ya que en el recinto de 13. Luis Cernuda (La realidad y el deseo, 1936). 628

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su Luz opaca se reúnen los vivos y los muertos, los que aparecen y desaparecen, representados por la rotación intermitente de su noria ora luminosa (auroral) ora opaca (nocturna). Sólo el niño y el viejo parecen comprender la lección del Faro que, como un diamante, proyecta la dirección o sentido, porque entre-medio caemos en la sucesión de los sucesos del Ente y sus atributos mundanos, es decir, en la diversión o disipación, hasta que volvemos los ojos al Faro originario, a su fuerza y su debilidad (Cernuda), a su potencia e impotencia (Heidegger). Porque el Faro, como el Ser, es la Verdad que abre los ojos pero luego se retrae a su propio Acontecer, nos da la luz al modo como la matriz nos da a luz, pero retirándose a su propio espectro y dejándonos ser en el mundo, es fiel pero libre.14 Cabe entonces decir que el Ser-Faro, como la madre, nos da su soledad para que solos, asumiéndola, podamos estar acompañados de esa Soledad radical en nuestra soledad radicada. De esta forma, la Soledad nos posibilita el ser nosotros mismos (solos) pero en compañía radical, al sentirnos radicados y religados en/al Ser-Faro matricial. El retorno al SerFaro es el retorno tras la vida y la muerte al origen matricial, a la luz numinosa que todo lo abraza y reasume, cantada por F. Hölderlin pero también por nuestro Juan Ramón Jiménez cuando expone la trasparencia opaca de una divinidad inmanente. En su siguiente poema el poeta intuye una divinidad que nos llena pero que se retira, enredada en el mundo pero retráctilmente, simpática pero libre, cuyos atributos son el amor grávido y la gracia ingrávida: (La trasparencia, dios, la trasparencia) Dios del venir, te siento entre mis manos, Aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa De amor, lo mismo Que un fuego con su aire. No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo, Ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano; Eres igual y uno, eres distinto y todo; Eres dios de lo hermoso conseguido, Conciencia mía de lo hermoso. Yo nada tengo que purgar. Toda mi impedimenta No es sino fundación para este hoy en que, al fin, te deseo; Porque estás a mi lado, En mi eléctrica zona, Como está en el amor el amor lleno. Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia Y la de otro, la de todos, Con forma suma de conciencia; Que la esencia es lo sumo, Es la forma suprema conseguible, Y tu esencia está en mí, como mi forma. Todos mis moldes llenos Estuvieron de ti; pero tú, ahora, No tienes molde, estás sin molde; eres la gracia 14. La Luz del Ser-Faro (Lichtung) nos recuerda la Luz del Cirio que Heidegger monaguillo recibía de su madre en el oscuro amanecer para trasladarlo a la iglesia; véase M. Heidegger (Vom Geheimnis des Glockentums), al respecto R. Safranski, Un maestro de Alemania, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 227. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Que no admite sostén, Que no admite corona, Que corona y sostiene siendo ingrave. Eres la gracia libre, la eterna simpatía, El gozo del temblor, la luminaria Del clariver, el fondo del amor, El horizonte que no quita nada; La trasparencia, dios, la trasparencia, El uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío, En el mundo que yo por ti y para ti he creado.15

Acaso no haya mejor definición del Ser heideggeriano que la definición juanramoniana del dios «que sostiene siendo ingrave: el horizonte que no quita nada». 4 (El adiós) Bajo la farragosa jerga del Ser, el filósofo M. Heideggger ha tratado de retorizar el enigma del universo y el misterio de la existencia, cuestión planteada en su problematicidad y caracterizada por una radical ambigüedad. Esta ambigüedad se torna ambivalencia tan pronto como observamos que el Ser heideggeriano manifiesta un lado luminoso o positivo (cuasi divino) y otro lado oscuro o negativo (cuasi demónico). Cabría entonces interpretar el Ser heideggeriano como la proyección de una divinidad demónica (no demoníaca), lo que hace pensar en la racionalización y secularización por parte del germano de la experiencia religiosa de lo sagrado o numinoso, traspasando simbólicamente la línea del Numen al Noúmeno. El Ser como numen-noúmeno evocaría el Sentido numinoso de la vida con su ambivalente carácter fascinante y tremendo a la vez, lo que se corresponde con un Ser que se revela y vela, se abre y se retrae, situado entre la vida y la muerte como un Faro de luz rodeado de tinieblas: Ser-Nada, Fondo destinal del universo y Acontecimiento matricial de lo real: Tan pronto como el hombre en su mirada al Ser se deja religar por éste, queda arrobado de modo que, por así decirlo, se expande entre él mismo y el ser, quedando fuera de sí (extáticamente). Este ser elevado por encima de sí mismo y ser atraído por el Ser mismo es el «eros».16

De este modo interpretamos el Ser heideggeriano como Fundación (matrial) y no como Fundamento (patrial), siendo experimentado por el Hombre como Presencia ausente o Ausencia presente, Ser no Ente, Ser abismático, Ser Trasfondo, Ser conjuntivo-disyuntivo. El Ser heideggeriano es el Pólemos heraclitiano pasado por el cristianismo, y por lo tanto, un concepto pagano-cristiano, que podemos traducir como la Concordia discordante y la Discordia concordante, el Sentido al borde del abismo, Cruz de amor y Amor crucificado: (Elegía por mi presencia) Estoy sobre la tierra, con mi frente, despidiendo las nubes del paisaje: y el mar crucificado en el aljibe. 15. Juan Ramón Jiménez (Dios deseado y deseante, 1949). 16. M. Heidegger, Nietzsche, Neske, Pfullingen, 1961, I, p. 226. Por cierto, el Ser como Faro connota imaginalmente el Falo de la Diosa Madre partenogenética; puede consultarse al respecto mi obra C.G. Jung, Universidad Deusto, Bilbao, 1988. 630

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Me duele ser tan sola pero tengo, no sé, un hábito de ola. Que no conozcan mi aptitud de lluvia... este vuelo sin ala... ¿por qué es mío? Este absurdo, terrible compromiso de tener que vivir quizás también para la nube es triste. Yo no me sé morir. Pudiera decir que estoy hecha de noche, que impunemente muero de mí misma y hay siempre en mi mirada algún adiós de trenes. Qué menester tan necio entretener los días con visitas, y tiendas, y cines y tranvías. Y qué aburrido es esto de contemplar embarques, de saludar amigos, de recorrer los parques, y la costumbre inútil de abrir una ventana y la tarde podrida detrás de la mañana. Yo sé cómo es terrible pararse frente al mar y así: casi desnuda, sin nada que rezar, sentir que el viento es suave y que quizás soy buena (porque me sabe a lágrima cada tristeza ajena). Y sé también...ah, sé: que estoy en el paisaje permanecida e inerte, aunque parezca en viaje. Mas todo sigue igual de paso bajo el sol la rueda, el bisturí, la escoba, el caracol, el vecino de enfrente que vive con corbata, la crónica social, el hombre que se mata, y el cuartel y la fonda y el farol de la esquina, y el humo vertical y el perro que se orina. A mí me ha dado tedio ver tantas primaveras. Encuentro insoportable las niñas pordioseras, el pésame, el pregón, la circular que cita, la gente que me llama doctora o señorita; y la lluvia incesante y el alquiler mensual y la media corrida y el hueco del dedal. Pero debo decirle a Dios con la sonrisa de una muchacha rubia sin ayer y sin prisa: déjame aquí otro rato, perdida entre las cosas, para tener un novio... y cuidar unas rosas. Señor que no detienes mi paso débil, mi emoción cansada, la soledad antigua de mis sienes, ni este rostro de mal acompañada. Tengo el derecho de amar todas las cosas que no amas: el aire enloquecido, el pájaro sin lecho, los cánceres, los miedos y las llamas. Te olvidas de este mar, de estos perros famélicos e inciertos. Te olvidas de cerrar la mirada cumplida de los muertos; DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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y creas esos seres que viven tristemente de rodillas. No pido para mí...Yo estoy conforme queriendo paralíticos y ortigas. Sólo me pesa aquí la prisa enorme de repartirme cuando tú lo digas y repetir el eco de esta palabra: adiós. Es necesario todo...hasta creer en Dios, ¡para así parecernos terriblemente a un hombre...!17

Ha sido finalmente P. Quignard quien ha expresado esa experiencia del «adiós» como una melancólica vivencia que forma parte del propio amor: Lo que he amado, aunque cada vez lo haya perdido, lo amaré siempre: pues en el adiós hay una experiencia propia del amor. Llamo sentimiento del adiós a eso que los budistas llaman emoción de la inconsistencia, ya que el adiós desconfía de la felicidad como de una telaraña. Por eso la melancolía es una voluptuosidad lenta y una alegría de perspectiva. La experiencia del adiós remite a la experiencia paleológica de lo invernal, de la desnudez, del frío, del hambre, de la muerte. En el hombre, la muerte surge después de la llegada inesperada del invierno, pues está provocada por el invierno, como la búsqueda de la caverna que protege de él. El adiós es al re-ver lo que la noche (el fondo del cielo) es al día. La palabra adiós o la palabra madre vienen a ser lo mismo. El amor y el adiós están ligados, están vinculados desde el nacimiento, ya que el amor es un adiós al mundo. La inconsistencia de todo se funde en el adiós: por eso la felicidad es una admiración maravillada que se dice adiós a sí misma. Hay otro mundo dentro de este mundo, y es el adiós el que conforma el fondo de la belleza. Quizás haya más del otro mundo en el amor, pero el otro mundo no es del orden de lo tocable: el otro mundo es del orden de la auténtica separación y del adiós.18

(Solamente una leve corrección hermenéutica al escritor francés: que el adiós —que simboliza la matriz ausente— debe entonces pronunciarse adiosa: un adiós al mundo para reunirse con la diosa). (Conclusión) Quisiera sintetizar este excurso filosófico con la enigmática palabra heideggeriana sobre el ambiguo significado del Ser en su apertura y retirada, en su revelación y velación, en su salida y retorno, en su comunicación y silencio, en su presencia ausente: «el encubrimiento no es un encerrarse en sí o extrañamiento, sino un modo de cubrimiento o entrañamiento (acogimiento)».19 Ojalá —lo quiera Dios o Alá, el Ser o el Numen. Toda esta problemática heideggeriana aparece simbólicamente condensada en su breve escrito intelectual-autobiográfico titulado El sendero campestre, en el que Heidegger coloca a la madre detrás de todo y todos como acogimiento de fondo: «el tácito cuidado que abriga toda esencia». Por su parte, el padre aparece adelantado en el bosque, recogiendo 17. Carilda Oliver, Cuba (1924), Antología poética, Visor, Madrid, 1997, pp. 105 y ss. 18. P. Quignard, obra citada, cap. 49, pp. 265 y ss. 19. M. Heidegger, Vorträge und Aufsätze, Neske, Pfullingen, 1967, III, p. 67: Sichver-bergen nicht ein blosses Sichverschliessen, sonder ein Bergen. 632

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bajo el apremio del tiempo la madera para hacer toneles (ya que tenía el oficio de tonelero y sacristán). Pues bien, entre el trasfondo materno de acogimiento y la función paterna de cogimiento de cosas hay la diferencia entre la mater-materia (lo matricial) y los materiales instrumentales. Precisamente esta distancia entre lo matricial y lo patricial está recorrida real-simbólicamente por los hijos, es decir, por los niños que transitaban entre la casa y el bosque a través de sus juegos (conjugando así la diferencia). Ello sirve a Heidegger de meditación sobre la necesidad de reunir la actividad paterna a cielo raso (trascendencia) y el arraigo materno en la negra tierra sustentadora (inmanencia). La mediación entre ambos está significada por un lenguaje de ida y vuelta caracterizado como la salida de madre (desmadrarse) y el regreso al útero materno (rematriarse).20 Vayamos concluyendo. Hemos interpretado el Ser heideggeriano como el arquetipo de lo sagrado o numinoso en su doble aspecto de lo fascinante y lo tremendo y, por lo tanto, no sólo en su aspecto divino sino también dracontiano, no sólo en su aspecto luminoso sino también abismático, no sólo en su aspecto celeste sino también terrestre, no sólo como vida sino como muerte, no sólo como extraversión masculina sino como intraversión femenina: El misterio surge cuando al espanto se añade la fascinación: la escena que constituye el centro de los misterios es el desvelamiento del fascino (el falo), al que se llamaba natura (physis), gracia (jaris), la cosa (pragma), lo terrible-maravilloso (deinón), lo destinal (anankaìon). Lo que se yergue no es tanto lo masculino que lo posee como lo femenino que lo suscita. Pero el fascino es también la divinidad de los dioses desvestida. A este respecto, Plutarco dice que la Verdad (Alétheia) está desnuda y es un caos de luz: su propio resplandor borra su forma y vuelve imperceptible su rostro. Únicamente los místicos preservaron la huella antigua de la escena primigenia misteriosa: Eckhart escribió que la Gracia es una ebullición (ebullitio) del parto del Hijo, cuya raíz está en el corazón del Padre.21

Con esta última expresión —el corazón del Padre— el Maestro Eckhart proyecta en el «pecho íntimo» de Dios un vacío u oquedad matricial a modo de funda (onfálica) del fundamento (patricial, fálico), la cual posibilita el Ser de la Gracia, traducida clásicamente como Amor: como Amor de los contrarios, cuyo archisímbolo es el Faro-Falo de la Diosa androgínica, el Caos de luz como fundamento enfundado: la Luz que asume las tinieblas. (Oclusión) Si el Ser aristotélico es patricial y el Ser heideggeriano es matricial, nuestro Ser es fratricial: mediador y mediado, coimplicacional y transversal, correlacional y hermesiano, dualéctico y hermanador de contrarios. Nuestra filiación se inscribe en la tradición de Laotsé, Heráclito, Cusa y Jung —siquiera autónomamente. Esta autonomía consiste en concebir el Ser como un arquetipo, el cual se interpreta como sutura simbólica de la fisura real.22 20. Puede consultarse M. Heidegger (Der Feldweg); parece como si en este textículo Heidegger se sintiera obligado tanto por la trascendencia de su nombre cristiano (Martín) como por la inmanencia de su apellido pagano (Heide significa pagano). Finalmente, téngase en cuenta la consideración heideggeriana del Ser como retrorrelación (Rückbezogenheit) o protorrelacionalidad (Vorbezongenheit), que yo traduciría como Re-lación, en M. Heidegger, Gesamtausgabe, Klostermann, Frankfurt, 1990, vol. II, p. 11. 21. Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Minúscula, Barcelona, 2005, pp. 20, 71, 91, 176, 213 y 237. 22. Al respecto mi obra Amor y sentido, Anthropos, Barcelona, 2004. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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II. El tiempo: aforística (Preámbulo) La modernidad remite al ego cogito (yo pienso) de Descartes como intelecto agente; pero la postmodernidad remite al renacentista Montaigne y su ego sentiente como inteligencia patética o pasible, asuntiva o paciente. Es la diferencia entre el yo pienso (la razón) y el yo consiento (el sentido), en el cual el alma comparece a la vez como objeto y sujeto de investigación hermenéutica. Por eso la aforística es un lenguaje postmoderno que expone el sentido del existir, la temporalización del Ser, los avatares del hombre en el mundo, los accidentes de la razón impura. 0. Defendemos con G. Colli la intuición simbólica frente a la razón instrumental: aquélla es viva, oral y ambigua (oscura), ésta es mortecina, escriturada y clara (unívoca). 1. Sin abstracción no se puede vivir: de abstracción tampoco. 2. No se trata de pensar el pensamiento: se trata de sopesar el pensamiento por el alma o corazón (el logos patético o pasible). 3. La asunción del sufrimiento es una enseñanza cristiana: la asunción del placer es una enseñanza pagana (y necesitamos las dos). 4. La alegría de encajar la tristeza: el gozo de asumir el dolor. 5. Sócrates representaría en el Simposio platónico, según Guthrie, el tipo mixto o tercer tipo de enamorado: el que se debate entre el cuerpo y el alma del amado (véase al respecto Platón, Leyes, 838c y 837b-c). 6. El amor intelectual de Spinoza como coimplicación del hombre con la realidad sagrada/profana del mundo: un amor religante con la Naturaleza (el Todo). 7. Eros es el deseo erótico (corporal): filía es el amor anímico (la amistad): ágape es el amor espiritual (la caridad). 8. El mundo como el contrapunto de Dios: el vaciado de la Divinidad. 9. El sinsentido trágico es una especie de sentido invertido: algo es algo frente a nada. 10. El logos es la palabra racional, el mito es la palabra amorosa: así comparecen «mitologizando» Ulises y Penélope en su reencuentro al final de la Odisea. 11. Mitologizar amoroso: contárselo todo, secretar el secreto, confesarse mutuamente, revelar los mitos. 12. La mitología como ciencia del corazón: relato de relaciones afectivas, urdidumbre de actitudes humanas, interpretación existencial del mundo. 13. El dolor nos dice que existimos: y que existe y sufre Dios (Unamuno). 14. Según Ortega, el núcleo transcientífico de las cosas es la religiosidad: yo diría que el sentido (simbólico). 15. La persona como alma y el alma como sí-mismo (Selbst, Self, Ipse, Autós, Mismidad): abierto al otro mismo. 16. Nos enamoramos de ciertos humanos o humanas: ello estabiliza nuestra especie. 17. El alma es insaciable: porque es insondable. 18. A más carne más gusanos (Hillel). 19. Qué saca el hombre, se pregunta Cohélet en el Eclesiastés: todo es repetición y fastidio, tiempo, vaivén y vanidad. 20. En el amor desparramamos sobre el otro nuestro exceso de aferencia. 21. La deserción de Ignacio de Loyola tras ser herido en la batalla: reconversión del militar en jesuita, paso del soldado exterior al soldado interior. 22. El lenguaje nos emparenta con las cosas: por eso el escritor está tan unido a su escritura como urdimbre mediadora con el resto del mundo. 23. En el franquismo nos obligaban a amar lo que no amábamos. 24. En todo el ancho mundo no hallarás un escondite (Kierkegaard). 634

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25. El ser en el mundo es interpretado latinoamericanamente por R. Kusch y C. Cullen como estar en la tierra: matricialmente. 26. La Iglesia como ámbito de reunión (shejiná, eklesía, ecclesia): logos femenino o logia. 27. En el cristianismo el amor es la gracia de Dios. 28. El amor en Feuerbach: fortalece lo débil y debilita lo fuerte, abaja lo de arriba y eleva lo de abajo, idealiza la materia y materializa el espíritu (La esencia del cristianismo). 29. El amor fuerbachiano como alma de las cosas: mediación de contrarios. 30. La persona griega es máscara o personalidad (prósopon): la persona cristiana es alma o interioridad (hipóstasis, supuesto). 31. Lo que dice el silencio: implicación. 32. Según Lévinas, el in-finito está en lo finito (positivamente) y lo trasciende (negativamente). 33. No superar el límite: pero supurarlo (abrirlo). 34. El simbolismo funda una correlación entre lo simbolizante y lo simbolizado de carácter (des)proporcional: puesto que lo simbolizado (el sentido) desborda al simbolizante (transgresión simbólica). 35. No podemos definir a lo que nos define: el alma. 36. Qué buen día hace significa que hace buen tiempo: pero simboliza que estoy bien. 37. El simbolismo significa no lo que las cosas quieren decir (su imposible intención cósica), sino lo que quieren decirnos al hombre: su asunta implicación humana. 38. Yo digo la verdad tal como la siento. 39. La verdad tal como se siente es el sentido. 40. El amor es cosmoantropológico: atracción universal. 41. El cuerpo como significante simbólico del alma: el alma como sentido simbólico del cuerpo. 42. Sé que tengo que fallecer: y por lo tanto desfallecer. 43. La entrada en la muerte como en un misterio: iniciático. 44. La mujer ha inventado la casa y el hombre la caza (C.E. Ory). 45. El hombre: el animal vertical. 46. Sentado en una silla pienso en su orilla. 47. El cielo puro es incoloro, acuático, insípido. 48. El aforismo como logos críptico. 49. Venimos del útero materno y vamos al útero materno. 50. La humanitud: la humanimalidad (C.E. Ory). 51. El amor es dolor: dolor de amor. 52. No caer en la trampa de elegir Dios o la vida, amor o eros, religión o belleza: ambos. 53. Articular las cosas para que no nos desarticulen: escribir la realidad para que no nos desdiga: interpretar el mundo para que no nos atrape. 54. En el cristianismo la eternidad ha entrado en el tiempo: para que el tiempo pudiera entrar en la eternidad (B. Forte). 55. Al criticar a derecha e izquierda uno queda flotando en un no-lugar o lugar transicional (medial). 56. La máxima destensión se obtiene con la mínima tensión: y el máximo sosiego con el mínimo esfuerzo. 57. Hay que pasar por este mundo sin fijaciones o detenciones: transeúntemente (circunscriptamente). 58. Las verdades deben su reino a una antigua victoria de la fuerza (R.S. Ferlosio). 59. La aforística es la antinovela y la antihistoria: donde el devenir se convierte en revenir. 60. El aforismo: el lenguaje revenido. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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61. Logos es expresión: eros es secreción. 62. El lenguaje es mucho más reciente que la separación sexual: lo sexual es lo innombrable, y todo el amor se consagra a este secreto (P. Quignard). 63. El amor y la muerte: exhalaciones del alma. 64. Nuestros deseos provienen de las alturas siderales (sidera) pero sucumben a los bajos fondos (desidera): por eso resultan insaciables. 65. El amor imita la fusión intrauterina de madre y niño: fusión ya imposible de dos en uno. 66. En sus Carnets, A. Camus piensa que la castidad confiere sentido al mundo y que la sexualidad desatada se lo quita: acaso por ello trató de no ser atrapado por las mujeres. 67. Según F. Mauriac, Proust está herido en la juntura de la carne y del espíritu: porque no sabe separar la ternura del deseo, el amor de la carne (pero en esta crítica revela Mauriac un dualismo tradicional). 68. Diferenciar la carne y el espíritu, pero no separarlos: coimplicarlos y remediarlos (en el alma medial). 69. En la escritura el escritor se dice pero también se desdice: abandonando en ella trozos de alma a la deriva. 70. Soy hombre, estoy erecto: pero he de sentarme para seguir estando. 71. El consenso es un acuerdo: el consentimiento es un acorde. 72. El aforismo fija instantes e instantáneas: revertidas en instancias. 73. Volvería a ser/hacer lo mismo en aquellas circunstancias que viví: pero no volvería a ser/hacer lo mismo en las circunstancias actuales. 74. De una parte la filosofía, la antropología, la sociología, la historia (los rollos): de otra parte la mitología y el simbolismo, la poesía y el arte, la mística (los gozos). 75. Según F. Jullien, China privilegia lo insípido (el tao) y occidente provilegia lo sípido (la sal evangélica): lo insípido sería lo indefinido (el vacío), la sipidez sería lo definido o expresado (lo lleno). 76. Como ya adujo Aristóteles, la razón no se movería sin la pasión. 77. Eros es Thanatos porque quiere la placidez plena (eterna). 78. El amor en Lacan es extático (salido): dice éxtasis (salida de sí en otro). 79. Nuestra máxima obsesión: la obsexión. 80. La clave del amor está en que hemos sido amados: en previedad. 81. Según S. Weil, al crear el mundo por amor Dios abdica de sí mismo: se vacía y entrega a favor de la creación (diríamos que se enajena en su creación). 82. El tiempo fluye y refluye: flujo y reflujo: devenir y revenir. 83. A menudo la autonomía se paga con la soledad. 84. El papel de héroe: extenuante. 85. Escribir para tratar de condensar el mundo: y destilarlo. 86. Para A. Camus el aforismo representa el repudio del sistema: el lenguaje rebelde. 87. El perro del amigo es un amigo: pero el amigo del perro es perruno. 88. Cada día es un afán: y cada afán un titán (que hay que amansar). 89. Te mandé a paseo: pero aún queda tu paso en mi paseo. 90. Impresionante reportaje sobre los emigrantes/refugiados bantúes de Somalia desde África a Estados Unidos: el paso del pasado al futuro, el vértigo y la adaptación, el trabajo y la comida, el sueño americano y el rescoldo africano. 91. El calor interior que pasé en Austria a pesar del frío exterior: el frío interior que he pasado en España a pesar del calor exterior. 92. Es el corazón quien siente a Dios, no la razón, puesto que la fe es Dios sensible al corazón (Pascal). 636

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93. Ignacio de Loyola pide que la obediencia sea consentimiento: pero olvida que el auténtico consentimiento es libre. 94. La agonía del cristianismo de Unamuno: una obra melopeica. 95. Llevo la duda en el fondo del espíritu, pero llevo la fe en el fondo del alma (H. Loyson). 96. La quietud de Dios está fundamentalmente en nuestra preexistencia y en nuestra postexistencia: en medio está la existencia y la inquietud de Dios. 97. Dios está en el interiós: traducción de san Agustín por una folklórica. 98. Como un otoño de muertas amistades y amor abandonado (F. Mauriac). 99. Uso despreocupadamente el jabón Heno de Pravia: pero en mis años mozos era una jabón de prestigio. 100. El Evangelio del amor ruboriza a los hombres: pero no a las mujeres. 101. Si Cristo existiese, con toda seguridad Voltaire lo salvaría (Diderot). 102. Mirando el mundo biológicamente da la impresión que su presunto Creador o Diseñador es un típico Artista locuelo. 103. Veo el buen filme Un papá genial: y pienso que he sido un muchacho abandonado (huérfano). 104. La aforística como lenguaje intersticial de pliegues, despliegues y repliegues. 105. El hombre busca el vacío femenino (la oquedad): la mujer busca el vaciado masculino (el relleno). 106. El lenguaje humano habla: el lenguaje animal ronronea: el lenguaje divino calla: el lenguaje demoníaco mete ruido. 107. El final del amor no lo destruye, el amor es infinito: porque es nacimiento para siempre (P. Quignard). 108. En la vida hay que arreglárselas como uno puede. 109. El cielo azul encima de mí: y la tierra verde debajo de mí. 110. Nadie tiene el elixir de la vida. 111. (Pureza e impureza) La mayor pureza es la desnudez impura. 112. Los pardos gorriones deponen tan blanco. 113. Pasar por todo: pero sin posarse ni pasarse. 114. La mejor vertical está echada: la mejor trascendencia es inmanente: el mejor amor está encarnado. 115. Barthes murió como vivió: atropellado. 116. El ser clásico es lo sido: lo que ya es frente al devenir abierto. 117. La autoestima exagerada: desmesura (hybris). 118. Nacemos llorando por fuera, morimos llorando por dentro: y en el intermedio lloramos entre los demás. 119. Jesús en la cruz, abandonado por el Padre, se abandona al Padre: pero este segundo Padre es un Padre-Madre acogedor/a. 120. Autoafirmación y heteroafirmación, autonomía y heteronomía, yo y el otro. 121. No puede vivirse una vida sin muerte: no puede vivirse una existencia sin dexistencia: no puede vivirse una presencia sin ausencia. 122. La homosexualidad es una dolencia: una dolencia social (todavía). 123. Según la Ortodoxia, la inclinación homosexual es objetivamente desordenada: quizás pertenezca al desorden de la represión propiciado por la propia Ortodoxia. 124. La eutanasia está a favor de la vida vivida: y no a favor de la vida mortífera. 125. Los que saben y no creen: y los que creen y no saben. 126. Y yo me quedaré: y los pájaros cantarán más bajo. 127. Lo vasco es anterior a lo ancestral: lo vasco es lo anteszral. 128. Vivir a tope: hasta toparse de tope con el tope. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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129. El gozo de dar no tiene parangón con la alegría de recibir. 130. La actual búsqueda de la eternidad postmoderna a través del tiempo fuerte del amor y el lujo, las drogas y la música, la belleza y la moda: pero ha quedado relegada la bondad a causa de nuestra superficialidad, así como la verdad a causa de su profundidad (a veces dogmática). 131. Lo terrible de Nietzsche está en identificar helenamente el valor con la valentía viril del héroe, así como el disvalor con la cobardía femenil del antihéroe. 132. La violencia es una forma de depuración: purista. 133. Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena: porque el trueno es bárbaro. 134. La fe está para creer lo que no se ve: lo que no existe por ninguna parte mundanalmente. 135. Miseria del hombre y grandeza del alma humana: según Pascal. 136. La izquierda cree ingenuamente en el hombre: la derecha cree ingenuamente en Dios. 137. La genial crítica de santa Teresa: «el amor no es amado». 138. Ni español ni euskera: el inglés. 139. La obra divina (Opus Dei) tiene también una buena obra humana: la Clínica de Pamplona. 140. Me gusta ver hacer a los jóvenes lo que nosotros no podíamos. 141. Hay gente que siempre sale a flote: porque son superficiales. 142. El sentido de la vida es el amor partido por dos: y dividido entre muchos. 143. Ni conmigo ni sin mí tiene esta vida descanso: conmigo porque me canso y sin mí porque me aburro. 144. Formamos todos parte de la misma caravana: desahuciada. 145. La vida trascurre entre la ternura y la desolación. 146. En la melancolía lloramos por dentro: lluvia sobre el alma desvencijada. 147. En mi vida afectiva he tenido que tener ingenio. 148. Las mujeres musulmanas suelen vestir como nuestras monjas: íntegramente. 149. A Rousseau el mar le ponía melancólico: prefería los arroyos campestres. 150. Se admiraba de todo: porque no se veía en nada. 151. En Suiza J.J. Rousseau tuvo que elegir entre los hombres y las montañas: éstas. 152. Descubro de viejo una forma bella de pasear en vacaciones: viendo a la gente guapa de la ciudad (niños y jóvenes). 153. En la piscina el personal se solaza: al sol o a la sombra, solo o acompañado. 154. La unión nupcial del alma con Dios en la cruz: Edith Stein. 155. Se habla de buscar el sentido en el alma: pero el alma misma es el sentido. 156. El rostro como sublimación del cuerpo humano: formalización de la materia. 157. Por querer ser lo máximo la Iglesia llega a lo mínimo: por querer ser sublimes los clérigos están sub/límine. 158. F. Mauriac debatiéndose con grandes cuestiones en su pequeña circunstancia humana: con estilo propio. 159. Dios representa la última esperanza: la esperanza final (esperemos que no sea el final de la esperanza). 160. Los bordes arbolados de las veredas verdes. 161. La hora de la verdad: en la que Dios no obtiene sentido. 162. Aunque no hubiera otra vida, qué felicidad amar a Dios en ésta (Cura de Ars). 163. Empecé a parecerme a mí mismo fuera: fuera de mi mismidad patria (en el extranjero uno se reencuentra). 164. La realidad no es objetiva, la realidad no es subjetiva: la realidad es objetivosubjetiva (dialógica). 638

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165. Leo a F. Mauriac en viejos libros de mal papel y letra pequeña que hieren mis ojos: pero es una herida luminosa. 166. No tengo aspiraciones: mantengo la respiración. 167. No me importa que me miren: me importa que un tonto se quede mirando. 168. Arriesgarse en filosofía: riscando riscos. 169. La contingencia es la anticipación de la muerte; y la finitud es la anticipación de la indefinitud. 170. Puede que sea el Islam el que al final nos aúne a todos los cristianos: de nuevo. 171. Disolverse en el amor: renunciamiento a sí mismo y al mundo (A. Camus). 172. Que sólo las máquinas luchen entre ellas (M. Peñalver): la guerra extrahumana. 173. Por sus fines los conoceréis: y por sus medios los reconoceréis. 174. El Dios encarnado es el Dios hermanado. 175. Gracias, personas amadas, por no corresponderme: de lo contrario estaría agotado. 176. Barthes buscando un refugio que no acabó de encontrar en vida: tal y como relata en «Incidentes». 177. El hombre es carencia afectiva. 178. Desasnar España: desaznar España. 179. El escritor es un hombre que ha dejado su sombra, dice Mauriac: pero su sombra iluminada. 180. Me adentro en el bosquecillo: las ramas de los árboles me saludan tenuemente con reverencia oriental. 181. Como dice Mauriac, el fariseísmo puritano rechaza la clave de la buena nueva evangélica: el perdón de los pecados, el que nuestras faltas sirvan para santificarnos. 182. El amor como pecado, penitencia y gracia: el amor como caída, asunción y redención: el amor como atrapamiento, desmembramiento y renacimiento: el amor como fijación, disolución y sublimación: el amor como encarnación, pasión-muerte y resurrección. 183. El corazón es el mar interior: el mar es la playa donde se explaya. 184. La Gioconda: la sonrisa impenetrable y vagamente siniestra (W. Pater). 185. Creemos que el otro no tiene nuestros problemas: pero tiene los suyos (análogos). 186. Reconocimiento del matrimonio gay: un día triste para España, dice un obispo, pero para los españoles alegre (que es lo que significa gay). 187. Alguien piensa que hemos ido demasiado lejos: y no hemos ido ni a la luna (quizás porque estamos en ella). 188. Tengo varias edades: la cabeza joven, el estómago viejo, el corazón adolescente y los pies de niño. 189. Corrección académica: minusturbación. 190. En verano parezco un turista (interior): y en invierno un abate (abatido). 191. Para muchos conciudadanos la expresión de la religión se ha reducido a una exclamación: Hostia. 192. Estamos en tiempos de necedad: la sabiduría brilla por su ausencia. 193. La vieja sociedad buscaba ideales: la actual sociedad se ha encontrado (perdida). 194. La dispersión es el carácter de nuestro tiempo: la disipación. 195. La vida procede de una xodienda y lo sigue siendo. 196. Amor sin sexo es benevolencia: sexo sin amor es concupiscencia. 197. La facilidad de nuestras relaciones interhumanas es signo de nuestra superficialidad afectiva. 198. La vida acaba siendo una gran sala de espera médica. 199. El campo estaba azul: el horizonte dormitaba sobre gaviotas encendidas: era el mar amanecido sobre la bruma tul. 200. Al final de la vida perdemos hasta la melancolía. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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201. La metafísica no habla de lo histórico sino de lo metahistórico: y la metahistoria ya no ve con optimismo sino con pesimismo. 202. La razón como proporción: la razón proporcional. 203. En la escritura me expreso e impreso, me exonero y afirmo, me asumo y coimplico. 204. La aforística tiene algo de memorial: memoria de lo memorable. 205. En G. Colli el individuo no-finalista es el individuo cultural: acosado por el individuo finalista o funcional/funcionario. 206. El alma es de algún modo todas las cosas porque no es una cosa sino una casa: la casa del sentido. 207. La verdad expone el exterior: el sentido expresa el interior. 208. El amor permite conocer un alma. 209. Tengo la vocación de vacación. 210. La cerveza debiera haberse llamado en español: biera. 211. El cristianismo es como Cristo: cuanto más muerto más vivo (resurrección). 212. Jesús asume la muerte y la trasciende: simbólicamente. 213. El lenguaje no es que hable: el lenguaje nos habla porque dialogamos con él. 214. El humanismo cristiano es un humanismo transhumanista. 215. La escritura de Lobo Antunes: la simultaneidad de todo, la coimplicidad de todos. 216. De joven se siente uno solo por sentirse separado: de viejo nos hemos separado tanto que ya no nos sentimos solos (aunque nos sentemos solos). 217. Para Rousseau la sociedad es la culpable: incluso de la propia asocialidad rousseauniana. 218. Una señora pía solicitaba otrora mi bendición frecuentemente para las cosas más dispares: así que le bendije su propia mano para que transmitiera la bendición. 219. Te dejé porque dabas a tu perro lo que no me dabas a mí. 220. Yo creo en nuestra religión: pero no sabemos una palabra. 221. En los aforismos me divierto yo: quizás sea excesivo pretender que también se diviertan los demás. 222. Hay que tomar nuestros estados de ánimo en el contexto del tiempo que hace: estadios transitivos del tiempo interior-exterior. 223. Yo no escribo para quedar, qué equivocación: escribo para seguir y marchar, expresarme y continuar: escribo no para quedarme sino para irme. 224. La escritura como fijación o petrificación y la escritura como tránsito o transición: la primera quiere permanecer en el tiempo, la segunda quiere servir de puente entre el tiempo y la eternidad. 225. La música de los grandes músicos: y la prosa de su pequeña vida. 226. El amor es la encarnación del ángel: el arquetipo encarnado en el tipo. 227. El acto de amor como acto de hervor/fervor. 228. Yo sin tu amor soy nada pero alguien: yo con tu amor soy todo pero nadie. 229. Silencio: la voz de la cigarra penetra las rocas (M. Basho). 230. No podemos acabar con el dragón: lo único que podemos procurar es que no acabe con nosotros (hasta el final). 231. El amor como autopoiesis: pro-creación. 232. ¿Quién olvida el rostro de su propia madre? (C.E. Ory): ¿quién olvida el rastro de su propio padre? 233. La seda seduce: la seda es seductora. 234. Sólo los cuerdos tienen recuerdos: los demás tienen pesadillas. 235. La herida de la mujer: la sutura del hombre. 236. Camaleón: león encamado (para C.E. Ory). 237. Mi amiga aleluya: mi amigo Amén. 640

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Andrés Ortiz-Osés

238. Venecia y sus ataúdes lujuriosos. 239. El tiempo es el contenido interior del espacio: el espacio es el continente exterior del tiempo. 240. La vida es conflicto en equilibrio inestable: la vida es equilibrio conflictivo. 241. El alma (atman) es todo lo que es: unirse al atman es la felicidad (Upanishad). 242. La vida como implicación y la vida como explicación: la vida como sujeto y la vida como objeto. 243. Como dice Aristóteles el nombrar contiene el ánimo: porque el lenguaje no detiene pero contiene lo real (simbólicamente). 244. No existe nada por encima de la vida (G. Colli). 245. El mundo se creó de la nada: por eso se tambalea. 246. Los poetas mienten mucho (Aristóteles): los filósofos mientan mucho. 247. La sonrisa es el eros del alma. 248. La tierra es objetiva, el fuego es subjetivo: el agua es intersubjetiva, el aire es transubjetivo. 249. F. Mauriac era un catolicón: pero con buen criterio colocaba la clave del ser cristiano en una forma de vida buena y positiva. 250. Un escenario vacío es un excenario: un estoque sin uso es un extoque: una estancia cerrada es una extancia: un estanque vacuo es un extanque. 251. Una extraña arraigada es una entraña. 252. Gracias a los pobres hay ricos. 253. Los vivos envidian a los muertos: los muertos envidian a los vivos. 254. La imaginación es infinitud: la razón es definitud. 255. Un ángel descabellado. 256. Corría cual pavo despavorido. 257. La felicidad cristiana: el estado de gracia: la apertura del amor. 258. La sexualidad es improductiva: solamente la castidad va unida a un progreso personal (Camus, Carnets). 259. La paradoja de buscar a pesar de todo la felicidad: en ello reside la desdicha del ser humano. Es un error, puesto que sólo en el sufrimiento existe algo así como vida, y sólo en el sufrimiento hay también consuelo (I. Kertész, Diario). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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260. La alegría es nítida, el gozo es indefinido. 261. El dolor es profundo, el sufrimiento es amplio y el padecimiento infinito. 262. El deseo de poseer el cuerpo amado se pierde efectivamente con la posesión: como todo deseo satisfecho. 263. El amor es una enfermedad que sólo puede curar el propio amor. 264. En el amor se muestra la importancia insondable del gozo y del sufrimiento. 265. M. Barrès ocultaba con amabilidad su visión de la ignominia humana. 266. La fe como negación de la negación en F. Mauriac. 267. Hay que ser serio a medias (Ionesco). 268. El día que me pare: ya no pariré. 269. A menudo conocemos el sentido por su ausencia: hueco grabado en el alma. 270. La venganza sólo es dulce si está edulcorada con gracia, ironía o humor amoroso. 271. Dios como Silencio asuntor. 272. El lenguaje simbólico es y no es, como se dice al inicio de los cuentos mágicos en catalán: això era i no era (eso era y no era). 273. La palabra avanza, oscila y vibra en el vacío (Sophia de Mello). 274. Si volviera a nacer haría lo mismo en las mismas circunstancias: pero no en otras como las presentes o actuales. 275. Siento que los demás no gocen de mi escritura como la gozo yo. 276. Tengo un colega tan precavido de la vida que no la ha vivido: en cambio otro se ha desvivido. 277. Goethe y Beethoven como genios en comunión con el Espíritu de la Tierra o íntimos de las Madres: respectivamente Apolo y Dioniso (R. Rolland). 278. Junto a la imagen de la Virgen en el Pilar de Zaragoza hay un cartel que dice «por la Virgen, por el Papa y por la Patria»: curiosa mezcla de lo matrial-patrial. 279. Sainte-Beuve decía no comprender la vida más que agudizada por el sentido de la muerte. 280. Amor cósmico: la convergencia psíquica del universo sobre sí mismo (Teilhard de Chardin). 281. Los jóvenes antaño no teníamos nada y conseguíamos algo: los jóvenes hogaño lo tienen todo y consiguen algo. 282. La actitud del viejo: ver pasar a los jóvenes. 283. Ser escritor es estar tocado por una desgracia convertida en gracia. 284. La soledad en E. Canetti como intento de distanciarse de todos los atrapamientos. 285. El hombre es la media de todos los hombres. 286. La ética del anciano es la salud (E. Canetti). 287. El coro de farsantes me hizo tomar conciencia: de la propia farsa. 288. Los amigos no amigan, la familia no familiariza, Dios no diviniza: y la política politiquea. 289. El coro de cigarras ensordeció la luz (A.S. Robayna). 290. Toda nuestra cultura se asoma pavorosamente a la nada: y toma esa nada literalmente como nada, en vez de tomarla simbólicamente como apertura. 291. El hombre pasa del estado de yecto en vida al estado de abyecto en la muerte. 292. Reaccionamos con calma ante algo/alguien que ya no nos interesa. 293. De joven todo emerge: de viejo todo demerge. 294. Yo siempre creeré en ti, Dios, a pesar de Ti mismo (judío en Auschwitz). 295. Las canciones románticas de Dyango, a quien conocí en televisión: recuerdo que tras la interpretación se interrumpía el romanticismo. 296. Morirse es la solución: disolución. 642

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297. La diferencia entre Bilbao y Zaragoza: allá se me apaga el puro de humedad, aquí arde secamente. 298. Leo en la última poesía de Pedro Rodríguez que todo ha sido pasajero: leo en el último ensayo de T. Eagleton que todo es pasajero: y releo en un poema de J. Donne que todo debe ser sobrepasado por la eternidad: la eternidad inerte. 299. Homenaje a la mar IV de Chillida es un homenaje al mar atlántico modelado en alabastro pálido: lo que me interesa en Chillida son sus junciones, junturas y juntores. 300. La muerte representa el no-ser: entonces quizás no sea. 301. El Dios de los terremotos: cataclísmico. 302. La piedra representa una montaña (J. Watanabe): y la montaña el cosmos. 303. Nombrar las cosas: para no tener que poseerlas. 304. Cuánto ama uno, y cuán vanamente (E. Canetti). 305. Hay amores vanos, pero nunca amamos en vano. 306. Buscar un sentido: buscar un cobijo. 307. Según Goethe, se trata de vivir en todo resueltamente (resolut leben): resolutivamente.

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EPÍLOGO

Patxi Lanceros

No es la de existencia una categoría dócil, que se someta complaciente al tratamiento erudito, o que permita su cómoda y fácil traducción conceptual. Y, sin embargo, es la existencia —tanto la categoría como el hecho que comporta, tanto la palabra como la esquiva «cosa» que nombra— una dimensión ineludible para el pensamiento y para la escritura. Fuera de duda o sospecha está la importancia que la existencia ha tenido para la filosofía del siglo XX: la prolongación, más o menos fiel al espíritu o a la letra, de las filosofías de la vida que tomó el nombre de Existenzphilosophie, o el más común de existencialismo, atestigua esa importancia. Y el hecho de que el existencialismo no sólo fuera una flexión filosófica, sino que impregnara el discurso literario o las manifestaciones artísticas dice algo más al respecto de la existencia; dice que la existencia ocupa y preocupa no sólo al profesional del pensamiento, que los cursos que la existencia traza y los discursos que sobre ella se traman solicitan atención y generan interés más allá de la academia. En los comienzos del siglo XXI, cuando tantas viejas certidumbres han caducado, cuando tantos viejos esquemas y proyectos han mostrado su debilidad (o su perversidad), es lícito volver a preguntarse sobre la existencia. Y es lícito hacerlo aun fuera de las coordenadas de aquellas corrientes, filosofías de la existencia o existencialismos, que otrora pretendieron monopolizar la reflexión sobre la palabra y la cosa. Quizá porque la existencia es la primera certidumbre del animal humano, tal vez porque la existencia es la fuente de sus más lacerantes incertidumbres. Para acometer la pregunta por la existencia, pregunta necesariamente plural, múltiple, pregunta que interroga a las filosofías, pero también a las mitologías, a las religiones y a las ciencias, a las artes, no nos ha parecido oportuno formular una tesis sino cursar una invitación, solicitar el concurso de voces diferentes, incluso divergentes. Se trataba de establecer una especie de diálogo, necesariamente abierto, necesariamente inconcluso, en torno a la existencia. Se trataba de ver cómo la existencia se dice de múltiples modos, se decide en múltiples ámbitos. El resultado es este Diccionario de la Existencia. Especialistas en distintas materias han contribuido con sus certezas y con sus dudas a prolongar el diálogo sobre esa categoría ineludible, a proseguir la interrogación incesante sobre el existir. Ha sido necesario el concurso de las voces de la ciencia, sin duda, pero también de las voces que nacen de la pasión o del afecto, o de las que hablan de y desde la institución. Pues la existencia subyace a cada ámbito, a cada experiencia, a cada código o institución. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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Como en trabajos colectivos anteriores que los directores de este Diccionario de la Existencia han instigado (Diccionario de Hermenéutica, Claves de Hermenéutica) se trataba aquí de componer un mosaico, de dibujar, esta vez, la figura de la existencia manteniendo su pluralidad interna, conservando sus perfiles borrosos y difusos: dando lugar a una conversación rigurosa pero no sometida a criterios de escuela. No es preciso —ni oportuno— evaluar aquí, en estas últimas líneas, el resultado final de la aventura que todo libro colectivo entraña. Sí es necesario que los directores agradezcamos a cada uno de los colaboradores su generosidad y esfuerzo, su originalidad y su responsabilidad.

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AUTORES

ALEMANY, Jesús María (Fundación de Estudios para la Paz, Zaragoza) AMENABAR, José Martín (Universidad del País Vasco) ARAÚJO, Alberto Filipe (Universidade do Minho, Braga) ARAÚJO, Joaquim Machado (Universidade do Minho, Braga) BARREIRO, Javier (Profesor y escritor, Zaragoza) BARRIOS, Manuel (Universidad de Sevilla) BAUMAN, Zygmunt (Universidad de Leeds) BAYÓN, Fernando (Instituto de Filosofía, CSIC) BEORLEGUI, Carlos (Universidad de Deusto) BERIAIN, Josetxo (Universidad Pública de Navarra) BERNABÉ, Carmen (Universidad de Deusto) BEUCHOT, Maurice (UNAM, México) CÁCERES, José (Universidad de Deusto) CAMARERO, Jesús (Universidad del País Vasco) CASANOVA, José (New School for Social Research, Nueva York) CASTORIADIS, Cornelius (Filósofo grecofrancés) DE LA CRUZ, Cristina (Universidad de Deusto) DE LA FUENTE, Gerardo (UNAM, México) DE LA IGLESIA, Álex (Director de cine) DOMÍNGUEZ, Gonzalo (Universidad de Deusto) DUQUE, Félix (Universidad Autónoma de Madrid) EPICURO (Filósofo griego) ERRO SALA, Javier (Universidad Centroamericana, El Salvador) ESTEBAN, Iñaki (Filósofo y periodista) ESTRADA, Juan Antonio (Universidad de Granada) ETXEBERRIA, Xabier (Universidad de Deusto) DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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FERRÁNDIZ, Francisco (Universidad de Deusto) FÍGOLI, Leonardo (Universidad de Minas Gerais, Brasil) FLORES FARFÁN, Leticia (UAEM, Cuernavaca, México) FLORISTÁN, Casiano (Universidad de Salamanca) GARAGALZA, Luis (Universidad del País Vasco) GARCÍA SANTOS, Cristina (UNED, Madrid) GERENABARRENA, Félix (Investigador, Universidad de Deusto) GONZÁLEZ ABRISKETA, Olatz (Universidad del País Vasco) GUIMÓN, José (Universidad del País Vasco) HEIDEGGER, Martin (Filósofo alemán) JESÚS DE NAZARET (Fundador del Cristianismo) LANCEROS, Patxi (Universidad de Deusto) LAVANIEGOS, Manuel (UNAM, México) LAO-TSÉ (LAO-ZI) (Filósofo chino) LAZO, Pablo (Universidad Iberoamericana, México) LEÓN, Juan Luis de (Universidad de Deusto) MAFFESOLI, Michel (Universidad de la Sorbona, París) MARDONES, José María (CSIC) MARTÍNEZ, Josetxu (Universidad de Deusto) MARTÍNEZ CONTRERAS, Javier (Universidad de Deusto) MATUTE, Helena (Universidad de Deusto) MENDIOLA, Ignacio (Universidad del País Vasco) MESSUTI, Ana (Universidad de Salamanca) MORENO, Alejandro (Universidad de Caracas, Venezuela) MOSCOSO, Melania (Universidad de País Vasco) MONTOYA, Jairo (Universidad Nacional de Colombia, Medellín) NANCY, Jean-Luc (Universidad de Estrasburgo) NIETZSCHE, Friedrich (Filósofo alemán) ORELLA, José Luis (Universidad del País Vasco) ORENSANZ, Al (Fundación Ángel Orensanz, Nueva York) ORTIZ-OSÉS, Andrés (Universidad de Deusto) PANIKKAR, Raimon (Universidad de Santa Bárbara, EE.UU.) PÉREZ ALONSO, Fernando (Filósofo y profesor, Madrid) PIERETTI, Antonio (Universidad de Peruggia, Italia) QUINTANA, Miguel Ángel (Universidad Pontificia de Salamanca) REDONDO, Rafael (Universidad del País Vasco) REGUERA, Isidoro (Universidad de Extremadura) RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa María (Universidad de Valencia) SÁDABA, Igor (Universidad Carlos III, Madrid) SÁDABA, Javier (Universidad Autónoma de Madrid) 648

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SAN PABLO (Apóstol del Cristianismo) SÁNCHEZ CAPDEQUÍ, Celso (Universidad Pública de Navarra) SÁNCHEZ MECA, Diego (UNED, Madrid) SÁNCHEZ OROZCO, Pilar (Filósofa y profesora, Ciudad Real) SEGURA, Pere (Universidad Ramon Llull, Barcelona) SHAKESPEARE, William (Poeta y dramaturgo inglés) SIERRA, Carlos Hugo (Universidad del País Vasco) SOLARES, Blanca (Universidad Nacional Autónoma de México) SOTOMAYOR, Borja (Universidad de Chicago, EE.UU.) TAMAYO, Juan José (Universidad Carlos III, Madrid) TAMAYO, Luis (CIDHEM, Cuernavaca, México) TELLO, Rosendo (Profesor y poeta, Zaragoza) TRÍAS, Eugenio (Universidad Pompeu Fabra, Barcelona) TUR PLANELLS, Helena (Investigadora, Universidad de Valencia) VATTIMO, Gianni (Universidad de Turín, Italia) VELASCO, Demetrio (Universidad de Deusto) VERGARA, Fernando J. (Universidad de Chile) VIDE, Vicente (Universidad de Deusto) VILLACAÑAS, José Luis (Universidad de Murcia) VILLACORTA, José Luis (Universidad de Deusto) WALTER, Philippe (Universidad de Grenoble) ZABALA, Santiago (Universidad Lateranense, Roma) ZUBIAUR, Ibon (Universidad de Tübingen, Alemania) ZULAIKA, Joseba (Universidad de Reno, EE.UU.)

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ÍNDICE

Presentación. Existencia (A. Ortiz-Osés) ....................................................................... Obertura. Hermenéutica existencial (A. Ortiz-Osés) ..................................................... Introducción general. Vida y existencia (M. Maffesoli) .................................................

9 11 17

Ágape: amor y perdón (Jesús de Nazaret) ..................................................................... Alma (F. Gerenabarrena) ................................................................................................ Alteridad (A. Moreno) .................................................................................................... Ambivalencia (Z. Bauman) ............................................................................................ Amor (F. Bayón) ............................................................................................................. Animismo (A. Ortiz-Osés) .............................................................................................. Aprendizaje (H. Matute) ................................................................................................. Arte (M. Lavaniegos) ......................................................................................................

25 25 31 34 38 45 46 49

Caridad (San Pablo) ....................................................................................................... Carne (C.H. Sierra) ......................................................................................................... Catedral (A. Ortiz-Osés) .................................................................................................. Catolicismos: F. Mauriac (A. Ortiz-Osés) ....................................................................... Celos (W. Shakespeare) .................................................................................................. Cine y filosofía. Entrevista con Álex de la Iglesia (A. de la Iglesia y B. Sotomayor) ..... Ciudad (J. Montoya) ....................................................................................................... Compasión (J.L. Villacorta) ............................................................................................ Comprensión (C. García Santos) ................................................................................... Comunicación e información (J. Erro Sala) .................................................................. Conducta (H. Matute) .................................................................................................... Contemplación (R. Panikkar) ........................................................................................ Contractualismo (M.A. Quintana) .................................................................................. Cosas (R. Tello) ............................................................................................................... Cristianismo (C. Floristán) ............................................................................................. Cuerpo (C.H. Sierra) ...................................................................................................... Cyborg (I. Sádaba) ..........................................................................................................

54 55 58 65 70 70 75 80 84 88 93 98 99 106 106 112 116

Decrepitud (R. Tello) ...................................................................................................... Democracia (D. Sánchez Meca) ..................................................................................... Demoníaco (H. Tur Planells) .......................................................................................... Derechos humanos (D. Velasco) ....................................................................................

122 123 133 145

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Desarrollo humano (M. Moscoso) ................................................................................. Desnudez (I. Zubiaur y J. Martínez Contreras) ............................................................. Diálogo (P. Lazo) ............................................................................................................ Dinero (C. Sánchez Capdequí) ....................................................................................... Dios (J.J. Tamayo) .......................................................................................................... Duelo (L. Flores Farfán) .................................................................................................

152 155 157 162 167 173

Educación (A.F. Araújo y J.M. de Araújo) ...................................................................... Encíclica del amor (A. Ortiz-Osés) ................................................................................. Encuentro de culturas (R. Panikkar) ............................................................................. Enfermedad mental (J. Guimón) ................................................................................... Erotismo (G. de la Fuente y L. Flores) ........................................................................... Espacio (P. Lanceros) ..................................................................................................... Esperanza (J. Martínez Contreras) ................................................................................ Estética y nihilismo (G. Vattimo) ................................................................................... Ética: E. Lévinas (F. Pérez Alonso) ................................................................................ Exilio (C. de la Cruz) ...................................................................................................... Existencia (M. Heidegger) .............................................................................................. Experiencia/existencia (A. Ortiz-Osés) ........................................................................... Extravío: J. Fijman (J. Barreiro) ....................................................................................

177 180 181 184 194 200 203 205 210 215 219 220 234

Fe/creencia (V. Vide) ....................................................................................................... Felicidad (X. Etxeberria) ................................................................................................ Finitud y sentido (J.-L. Nancy) ...................................................................................... Fundamentalismo islámico (G. Vattimo y S. Zabala) ....................................................

235 239 249 250

Genética (I. Esteban) ......................................................................................................

253

Heidegger, Martin (L. Garagalza) .................................................................................. Hermes-Cristo: Miguel Ángel (A. Ortiz-Osés) ................................................................ Héroe (F. Bayón) ............................................................................................................ Homoerotismo: J. Gil-Albert (R. Tello) .......................................................................... Homosexualidad (I. Zubiaur) ......................................................................................... Humanidad (C. Beorlegui) ............................................................................................. Humanismo (J. Orella) ................................................................................................... Humor y amor (A. Ortiz-Osés) .......................................................................................

256 262 266 272 274 278 285 293

Identidad (L. Tamayo) .................................................................................................... Imaginario y literatura. Entrevista con Philippe Walter (Ph. Walter y B. Solares) ....... Infancia (B. Solares) ....................................................................................................... Interpretación: mediación y remedio (S. Zabala) .......................................................... Intramodernidad (A. Ortiz-Osés) ...................................................................................

297 303 309 320 332

Juego ritual (A. Ortiz-Osés) ............................................................................................

333

Manifiesto del sentido (A. Ortiz-Osés) ........................................................................... Medios de comunicación (I. Esteban) ........................................................................... Meditación del existir (A. Ortiz-Osés) ............................................................................ Memoria (J. Montoya) .................................................................................................... Memorias: Chateaubriand (A. Ortiz-Osés) ..................................................................... Mentira (I. Mendiola) ..................................................................................................... Miedo y riesgo (J. Beriain) ............................................................................................. Mito y magia (A. Ortiz-Osés) .......................................................................................... Modernidad y nihilismo (F.J. Vergara) .......................................................................... Morir (C. Sánchez Capdequí) ......................................................................................... Muerte (J.L. de León) ..................................................................................................... Mujer (C. Bernabé) .........................................................................................................

335 336 340 355 359 362 367 378 381 386 390 397

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Naturalismo: M. Conche (P. Sánchez Orozco) ............................................................... Nietzsche: la construcción del vacío (R.M. Rodríguez Magda) ..................................... Nihilismo (I. Reguera) .................................................................................................... Noche: F. de la Torre (J. Barreiro) .................................................................................. Olvido (M. Barrios) ........................................................................................................ Ortodoxias/heterodoxias (J. Casanova) .......................................................................... Paisaje (L. Fígoli) ............................................................................................................ Pasiones (E. Trías) .......................................................................................................... Paz (J.M. Alemany) ........................................................................................................ Perdón (J. Zulaika) ......................................................................................................... Piedad (C. de la Cruz) ..................................................................................................... Placer (Epicuro) ............................................................................................................. Poder (P. Lanceros) ........................................................................................................ Poesía existencial: J.A. Valente (C. Sánchez Capdequí) ................................................. Posnacionalismo (I. Esteban) ........................................................................................ Presente (A. Pieretti) ...................................................................................................... Psique (P. Segura) ........................................................................................................... Reconocimiento (P. Lazo) .............................................................................................. Relación: A. Amor Ruibal (J. Martínez Contreras) ........................................................ Responsabilidad (J.L. Villacañas) .................................................................................. Resurrección (I. Zubiaur) .............................................................................................. Ritual (O. González Abrisketa) ...................................................................................... Sacrificio: R. Girard (J. Camarero) ................................................................................ Sagrado/profano (V. Vide) .............................................................................................. Satán o la violencia mimética (L. Garagalza) ................................................................ Secularización (J.A. Estrada) ......................................................................................... Seguridad/inseguridad (A. Orensanz) ............................................................................ Sentido (J.M. Mardones) ................................................................................................ Sentido de la existencia: F. Pessoa (A. Ortiz-Osés) ........................................................ Sentimientos y emociones (J. Martínez) ........................................................................ Sexualidad (J. Cáceres) .................................................................................................. Símbolo y analogía (M. Beuchot) .................................................................................. Sufrimiento social (F. Ferrándiz) ................................................................................... Tao (Lao-tsé [Lao-zi]) ..................................................................................................... Templo (A. Ortiz-Osés) ................................................................................................... Terror (F. Duque) ............................................................................................................ Testamento: J.J. Rousseau (A. Ortiz-Osés) ..................................................................... Tiempo (C. Castoriadis) .................................................................................................. Tiempo y derecho (A. Messuti) ...................................................................................... Verdad y mentira (F. Nietzsche) ..................................................................................... Violencia (J.M. Amenabar) ............................................................................................. Violencia colectiva (G. Domínguez) ............................................................................... Virtud (F. Gerenabarrena) .............................................................................................. Wittgenstein y la existencia (J. Sádaba) ......................................................................... Zen (R. Redondo) ...........................................................................................................

402 410 417 420 421 427 439 441 448 453 458 463 464 469 473 477 481 486 491 493 505 506 510 513 516 521 527 530 536 540 549 552 556 564 565 571 577 581 583 588 592 599 605 612 617

Apéndice. El ser y el tiempo (A. Ortiz-Osés) .................................................................. Epílogo (P. Lanceros) .....................................................................................................

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Autores ............................................................................................................................

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DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA

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