Díaz, jerarca de México
 9786070242656

Table of contents :
Portada
Portadilla
Índice
Estudio Introductorio: Porfirio Díaz y el Porfiriato en el centenario de la Revolución
La crisis final
Prólogo a la presente edición
El país en la encrucijada
El legado histórico
El papel de Porfirio Díaz en la forja de la nación mexicana
El problema de la democracia
Prólogo
I. Los vivos y los muertos
II. Un México oprimido experimenta con las instituciones anglosajonas
III. Nacimiento y niñez de Díaz
IV. Díaz cambia del sacerdocio al derecho
V. Desafío al dictador Santa Anna
VI. En el umbral de la guerra civil
VII. El primer bautismo de sangre de Díaz
VIII. La lucha por la república en Tehuantepec
IX. Díaz rescata su ciudad natal
X. Lucha a muerte de la Iglesia y el Estado
XI. Díaz en un congreso hablantín
XII. Napoleón hace planes para crear un imperio mexicano
XIII. La batalla del cinco de mayo
XIV. Díaz es capturado y escapa
XV. Napoleón entroniza a Maximiliano en México
XVI. Díaz mantiene viva la república en el sur
XVII. El emperador Maximiliano trata de convencer a Díaz
XVIII. Toman prisionero a Díaz y escapa de nuevo
XIX. El héroe de Oaxaca renueva la guerra contra Maximiliano
XX. Una nueva batalla por su lugar de nacimiento
XXI. Napoleón abandona a Maximiliano. Bazaine tienta a Díaz
XXII. En la batalla Díaz destruye el poder de Maximiliano
XXIII. El sitio compasivo de la ciudad de México
XXIV. La ejecución de Maximiliano
XXV. Poner orden en el caos
XXVI. Díaz abandona a Juárez y se convierte en agricultor
XXVII. Con la espada desenvainada contra Juárez
XXVIII. La lucha por un México imperecedero
XXIX. Cómo obtuvo Díaz la presidencia
XXX. El soldado se convierte en jerarca de la nación
XXXI. El orden depende de la fuerza, el poder de la ley depende del orden
XXXII. El regreso a la presidencia. México salvado de la quiebra
XXXIII. Espléndidos resultados del gobierno de Díaz
XXXIV. El verdadero problema mexicano
XXXV. ¿Se sostendrá la república mexicana?
Contraportada

Citation preview

Fotografías en orden descendente: 1) Porfirio Díaz, óleo sobre tela, J. Obregón, 1883, Palacio Municipal de Oaxaca; 2) Porfirio Díaz, Archivo Casasola, Fototeca INAH, 33342; 3) Presidente Porfirio Díaz, fotografía de Caboni, Pearson’s Magazine; 4) Porfirio Díaz, Archivo Casasola, Fototeca INAH, 66690. Fototeca INAH: Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, CONACULTA-INAH-MEX Portada: Deikon

www.historicas.unam.mx ISBN 978-607-02-4265-6

Fotografia: 9 786070 242656 Portada: Deikon

jerarca de México James Creelman

El libro de James Creelman, Díaz, Master of Mexico, que aparece por primera vez en español, vio la luz originalmente en febrero de 1911 en Estados Unidos, una vez que Porfirio Díaz, el héroe al que glorifican sus páginas, había renunciado a la Presidencia de México y partido al exilio hacia Europa, derrocado por la revolución maderista. La derrota de Díaz selló también el destino de este libro, que cayó en el olvido y se volvió un texto difícil de conseguir, que nunca fue reeditado en inglés ni traducido al español y que, al igual que el personaje que retrata, no mereció más que comentarios condenatorios y marginales por algunos de los pocos estudiosos que lo leyeron. A un siglo de su publicación original, la Universidad Nacional Autónoma de México presenta la primera edición en español de este trabajo acompañado de un estudio introductorio realizado por el doctor Felipe Arturo Ávila Espinoza.

James Creelman

Jerarca de México Universidad Nacional Autónoma de México

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DÍAZ JERARCA DE MÉXICO

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INSTITUTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICAS

Serie Documental / 30

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JAMES CREELMAN

DÍAZ

JERARCA DE MÉXICO

estudio introductorio felipe arturo ávila espinosa

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO 2013

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Catalogación en la fuente, Dirección General de Bibliotecas, unam F1234 C7418 2013 Creelman, James Díaz, jerarca de México / James Creelman ; estudio introductorio, Felipe Arturo Ávila Espinosa ; traducción, Guadalupe Becerra Perusquía. — México : UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 2013. 436 páginas. — (Instituto de Investigaciones Históricas. Serie Documental ; 30) Traducción de: Díaz, master of Mexico ISBN 978-607-02-4265-6

1. Díaz, Porfirio – 1830-1915. I. Ávila Espinosa, Felipe Arturo, prologuista. II. Becerra Perusquía, Guadalupe, traductor III. t. IV. Ser.

Título original: Diaz, master of Mexico Primera edición: 1911 © Appleton and Company Traducción: Guadalupe Becerra Perusquía Primera edición en español: 2013 DR © 2013, Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones Históricas Ciudad Universitaria, 04510. México, D. F. www.historicas.unam.mx +52 (55) 5622-7518 ISBN: 978-607-02-4265-6 Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México

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índice 7

estudio introductorio

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prólogo a la presente edición

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prólogo

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i. los vivos y los muertos

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ii. un méxico oprimido experimenta con las instituciones anglosajonas

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iii. nacimiento y niñez de díaz

104

iv. díaz cambia del sacerdocio al derecho

113

v. desafío al dictador santa anna

120

vi. en el umbral de la guerra civil

128

vii. el primer bautismo de sangre de díaz

134

viii. la lucha por la república en tehuantepec

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ix. díaz rescata su ciudad natal

157

x. lucha a muerte de la iglesia y el estado

165

xi. díaz en un congreso hablantín

174

xii. napoleón hace planes para crear un imperio mexicano

188

xiii. la batalla del cinco de mayo

197

xiv. díaz es capturado y escapa

212

xv. napoleón entroniza a maximiliano en méxico

224

xvi. díaz mantiene viva la república en el sur

233

xvii. el emperador maximiliano trata de convencer a díaz

242

xviii. toman prisionero a díaz y escapa de nuevo

259

xix. el héroe de oaxaca renueva la guerra contra maximiliano

268

xx. una nueva batalla por su lugar de nacimiento

275

xxi. napoleón abandona a maximiliano. bazaine tienta a díaz xxii. en la batalla díaz destruye el poder de maximiliano

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301

xxiii. el sitio compasivo de la ciudad de méxico

314

xxiv. la ejecución de maximiliano

323

xxv. poner orden en el caos

330

xxvi. díaz abandona a juárez y se convierte en agricultor

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xxvii. con la espada desenvainada contra juárez

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xxviii. la lucha por un méxico imperecedero

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xxix. cómo obtuvo díaz la presidencia

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xxx. el soldado se convierte en jerarca de la nación

378

xxxi. el orden depende de la fuerza, el poder de la ley depende del orden

388

xxxii. el regreso a la presidencia. méxico salvado de la quiebra

397

xxxiii. espléndidos resultados del gobierno de díaz

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xxxiv. el verdadero problema mexicano

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xxxv. ¿se sostendrá la república mexicana?

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Jerarca de México

editado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, se terminó de imprimir el 19 de mayo de 2013 en Formación Gráfica, Matamoros 112, Colonia Raúl Romero, Nezahualcóyotl, Estado de México. Su diseño, composición y formación tipográfica estuvo a cargo de Ónix Acevedo Frómeta. La edición, en papel Cultural de 90 gramos consta de 500 ejemplares y estuvo al cuidado de Israel Rodríguez

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ESTUDIO INTRODUCTORIO PORFIRIO DÍAZ Y EL PORFIRIATO EN EL CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN

Espero […] que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional un juicio correcto que me permita morir llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas.1

En la historia de México, pocos personajes han sido tan polémicos y controvertidos como Porfirio Díaz. Pocos, también, han experimentado en vida su transformación de héroes nacionales, aclamados hasta el límite, en villanos repudiados por muchos de quienes antes los exaltaban. Porfirio Díaz es uno de esos excepcionales personajes que pasó de ser una de las glorias nacionales, vencedor de los ejércitos franceses durante la Intervención y el artífice de la más prolongada etapa de paz, estabilidad y crecimiento durante el siglo xix mexicano, a ser visto 1 Carta de renuncia de Porfirio Díaz a la Presidencia de México. 7

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como un dictador déspota y tirano, responsable del atraso, sufrimiento y marginación de la mayoría de la población mexicana y causa directa del estallido social revolucionario de 1910. Esta última imagen es la que ha predominado en la mayor parte de la historiografía sobre el periodo en que gobernó y al que la misma historiografía dio su nombre: el Porfiriato. Quienes vencieron a don Porfirio, los revolucionarios, crearon su propia versión de la historia y construyeron una ideología —la ideología de la Revolución— que les dio legitimidad a partir de la negación y anulación del Porfiriato. En esa visión, Porfirio Díaz era la encarnación del mal gobernante, creador de un régimen autoritario y represivo, con las manos manchadas de sangre y la responsabilidad histórica de haber entregado las riquezas del país y el poder político a una camarilla oligárquica, asociada con los capitales extranjeros.2 Con matices, esa fue la interpretación prevaleciente en la historiografía de la Revolución Mexicana, desde la construcción periodística exagerada y unilateral de John Keneth Turner hasta la mayoría de los estudios académicos elaborados todavía en la década de 1970. En contrapartida, desde las postrimerías del Porfiriato hubo una historiografía proporfirista laudatoria y panegirista, que exaltó la paz, la estabilidad y el orden alcanzados por el régimen, elementos que fueron la condición que permitió los impresionantes logros materiales creados durante su larga permanencia en el poder. Díaz aparecía en esa historiografía como el constructor de la nación mexicana, como el arquitecto del progreso y el artífice de la modernidad y el respeto de México ante el mundo. Esa interpretación partió desde la monumental obra colectiva México, su evolución social, dirigida por Justo Sierra, y se nutrió con las obras de destacados intelectuales porfiristas como el propio Justo Sierra y Francisco Bulnes, y continuó con los trabajos apologéticos de extranjeros como Hubert H. Bancroft y James Creelman, autor éste de Díaz, master of Mexico, libro publicado en inglés en 1911 que hoy ve por 2 Como ha señalado Enrique Krauze en su breve y polémico escrito “Diez mentiras sobre Porfirio Díaz”, la historia oficial suprimió al Díaz héroe de la Patria, triunfador sobre los franceses y recogió solamente al dictador. Enrique Krauze, Proceso, México, v. 822, 3 de agosto de 1992.

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primera vez la luz en español, por iniciativa del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam.3 Esa historiografía proporfirista inicial fue opacada durante decenios por la historiografía de la Revolución, que construyó una visión antitética del Porfiriato, y sólo resurgió con fuerza a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado una nueva visión de Díaz y su régimen que cuestionó seriamente la imagen creada por la historiografía de la Revolución y que hizo un balance más mesurado y objetivo sobre ellos. Cabe subrayar que esa revisión historiográfica del porfirismo ha tenido una gran vitalidad en las últimas décadas y algunos de los mejores trabajos que se han hecho sobre esa etapa y sobre los inicios de la Revolución, como el magistral texto de François-Xavier Guerra, México, del antiguo régimen a la revolución, se inscriben dentro de esta corriente reinterpretativa.4 En el primer centenario de la caída de Porfirio Díaz y del estallido de la Revolución Mexicana, la nueva historiografía del Porfiriato debe hacer un balance histórico que, en la medida de lo posible, se aleje de las simpatías y los odios que Díaz sigue provocando, que pondere los logros y méritos de su figura y de su obra, que sea capaz de reconocerlos y, al mismo tiempo, que valore también, con ojo crítico, las deficiencias y daños que ocasionó el autoritarismo, la desigualdad social y la ausencia de libertades políticas que prevalecieron durante su mandato. Estas líneas no pretenden hacer ese balance sino solamente señalar algunas de las consideraciones que deben tomarse en cuenta para realizar ese ejercicio necesario de valoración histórica de Porfirio Díaz y de su época. 3  Justo Sierra (director literario), México, su evolución social, 3 v., México, J. Ballescá, 1900-1902; Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la revolución mexicana, México, Eusebio Gómez de la Fuente, 1920; Hubert H. Bancroft, Life of Porfirio Díaz, San Francisco, The History Co. Publications, 1887; James Creelman, Díaz, master of Mexico, Nueva York, D. Appleton and Co., 1911. 4 Entre las obras más destacadas que ofrecieron una nueva visión de Díaz y el Porfiriato están: Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México, México, Editorial Hermes, 10 v., 1955-1972; François-Xavier Guerra, México, del antiguo régimen a la revolución, México, Fondo de Cultura Económica, 2 v., 1988; y Paul Garner, Porfirio Díaz: del héroe al dictador, México, Planeta, 2003.

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En primer lugar, cualquier valoración del Porfiriato debe partir del reconocimiento de que Porfirio Díaz fue, hasta su ascenso al poder, uno de los principales héroes en la lucha contra el Imperio francés y en la restauración de la República. Como gobernante, luego de décadas de inestabilidad política, guerras civiles internas y externas contra Estados Unidos y Francia que amenazaron seriamente la permanencia y la integridad de la nación mexicana, tuvo la capacidad de construir un sistema político en el que la autoridad del poder central logró someter a los caudillos y poderes regionales e imponer la hegemonía del Estado nacional por primera vez en el siglo xix mexicano. Como ha demostrado uno de los mejores historiadores del Porfiriato, François-Xavier Guerra, Díaz consolidó su poder a fines de la década de 1880 imponiéndose a los caudillos militares rivales, a las elites, a los grupos populares y a los poderes regionales mediante un hábil mecanismo de equilibrios entre las elites locales y regionales, así como a través de la presencia y la intervención del ejército y la imposición de sus hombres de confianza al frente de los poderes locales cuando era necesario. De esa manera, Díaz logró fortalecer el Estado nacional a costa de las regiones y de los poderes locales. Ese proceso, empero, no significó que la estabilidad y la paz porfirianas hayan sido absolutas, que dejara de haber protestas, resistencia, movilizaciones y aun rebeliones, y que la dominación dejara de ser un proceso de negociación permanente entre el poder político y los distintos grupos sociales.5 La estabilidad política lograda por el régimen de Díaz fue acompañada de políticas públicas impulsadas por la clase gobernante en las que el Estado se convirtió en el principal instrumento para promover 5 François-Xavier Guerra, op. cit., t. I. p. 74-125. Paul Garner ha escrito que el poder de Díaz era menos absoluto de lo que se ha presentado y que su ejercicio era parte de un proceso continuo de negociación. La política era una combinación de prácticas autoritarias que incluían la represión, en caso necesario, con la mediación, manipulación y conciliación, que eran más importantes para el buen desempeño de su administración. Entre las estrategias implementadas, estuvo “el mantenimiento de un delicado equilibrio entre la autoridad central y la estatal, quizás el problema político más inextricable en México durante el siglo XIX”. Paul Garner, op. cit., p. 76-77. 

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el desarrollo económico, asumiéndose como el motor del crecimiento y en el modernizador de las estructuras y de las relaciones sociales. Ese proyecto, que tenía por objetivo la creación de un Estado nacional laico y establecer los fundamentos de una sociedad moderna basada en los principios liberales —en expansión en el mundo desde la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa—, se ha subrayado, fue un proceso de larga duración que arrancó con las reformas borbónicas de fines del siglo xviii, continuó con altibajos durante el agitado siglo xix promovido por las facciones liberales y, finalmente, luego de la restauración de la república y las Leyes de Reforma, pudo ser realizado con mayor éxito por el régimen porfiriano. Habría entonces un proceso continuo, de larga duración, que conectaría a la época colonial con el Porfiriato basado en el paradigma liberal y que tendría en el Estado y en las políticas públicas a su eje articulador y a su principal impulsor, lo cual contradice o al menos matiza la visión tradicional en la historiografía porfirista de haber sido un Estado de laissez faire, laissez passer.6 En ese largo proceso secular, la Independencia y las guerras civiles y de Reforma, así como la guerra contra las potencias extranjeras, habrían sido interrupciones temporales, en algunos casos, y catalizadores de la modernización económica, política y social, en otros. La longevidad del régimen porfiriano, en lugar de ser indicativa de su fuerza represiva y del atraso de la sociedad mexicana, sería una muestra, más bien, de su eficacia y de su capacidad de imponer los consensos básicos entre los principales poderes nacionales y regionales y de imponer su hegemonía al conjunto de los grupos y de las clases. Ese proceso de modernización y consolidación del Estado y de la unidad nacional, empero, no fue un proceso lineal ni exento de tensiones y contradicciones. Guerra, una vez más, ha tenido la virtud de mostrar cómo el proyecto de las elites modernizadoras tuvo un impacto 6 Enrique Krauze ha señalado que el Estado liberal porfiriano, si bien dentro del paradigma político del liberalismo no entendió ni resolvió la cuestión social —como tampoco la resolverían los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana—, sí aplicó políticas sociales en materia de salud y servicios públicos que no se pueden desdeñar. Véase Krauze, “Diez mentiras…”, op. cit. 

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disruptivo con la mayoría de la sociedad mexicana, la cual, a pesar de la Independencia y la Reforma, seguía siendo una sociedad tradicional, rural, católica, con un porcentaje muy alto de población indígena, con una sociabilidad, politicidad y aplicación de la justicia basada, en buena medida, en usos y costumbres, en autoridades tradicionales, en cacicazgos, con fuertes vínculos de consanguinidad y amistad en las relaciones entre las personas y aún con fuertes resabios de corporativismo. Esa sociedad tradicional, acostumbrada a actuar como una multiplicidad local de sujetos colectivos, de elites y sus clientelas, y de corporaciones, era ajena y refractaria al paradigma de las elites liberales de crear una sociedad de individuos atomizados, de propietarios individuales, de ciudadanos iguales en términos formales y jurídicos ante la ley con sólidas instituciones políticas y organizaciones representativas modernas. Si algo explica la evolución y el éxito relativo del Porfiriato, así como los límites y obstáculos que no pudo superar y que provocaron su caída final, fue justamente la esquizofrenia y el abismo entre el proyecto liberal de las elites y del Estado nacional y la forma de organización y de actuación de la sociedad tradicional, separación que se expresaba periódicamente, por ejemplo, con el ritual electoral, en el que las elites nacionales y locales participaban y movilizaban a sus clientelas y hacían que éstas legitimaran su elección como sus representantes políticos, proceso que Guerra, atinadamente, ha descrito como la “ficción democrática”.7 Aunque no debe exagerarse, la consolidación de este proceso y su implantación en todos los ámbitos de la vida social, política, económica y cultural, era un proyecto en curso que provocó múltiples tensiones y resistencias a lo largo del periodo porfiriano y que estuvo en la base de la gran movilización social de 1910 que le puso fin al régimen porfiriano. La energía social que se desbordó entonces se había ido acumulando a lo largo de las tres décadas anteriores y ya no pudo ser contenida como lo había sido en los años de gloria del régimen de Díaz. 7 Véase la sugerente y bien armada primera parte del libro citado de Guerra, denominada “Ficción y realidad de un sistema político”, especialmente los capítulos “III. Vínculos y solidaridades”, y “IV. Pueblo moderno y sociedad tradicional”. Guerra, op. cit., t. I, p. 29-245; Garner, op. cit., p. 86-90. 

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Y, como lo han señalado varios de los principales estudiosos del Porfiriato, éste tuvo al menos tres etapas diferentes muy marcadas. Una primera, fue su ascenso al poder y el sometimiento de todos los poderes y caudillos regionales que lo desafiaron. Fue un periodo marcadamente militarista que se apoyó en el ejército y en la generación de generales que lo acompañaron en sus dos rebeliones contra Juárez y Lerdo, quienes tuvieron un papel clave al hacerse cargo de las gubernaturas estatales y de las jefaturas de las zonas militares. En esa etapa afianzó su poder nacional indiscutible e indisputado, y estuvo plenamente establecida hacia comienzos de la década de 1890. El ejercicio del poder de Díaz, ha escrito Paul Garner, fue altamente personalista y se apoyó en su habilidad para establecer y mantener amistades y lealtades que consolidaron una relación de patronazgo con sus fieles. Su estrategia fue debilitar paulatinamente el poder de los gobernadores y mantener el equilibrio entre los poderes y las elites regionales y no dudó en emplear al ejército para desactivar cualquier desafío a la autoridad central.8 La segunda etapa fue la de mayor esplendor del régimen de Díaz y significó un viraje con respecto a la anterior. Si en la primera había predominado la política y el control de los hombres y de las armas, en la segunda, sin grandes desafíos, lo que predominó fue la administración. Los actores decisivos ya no fueron los viejos generales porfiristas, sino la brillante generación de intelectuales orgánicos y administradores del gobierno federal, conocida como los científicos, capitaneada por José Yves Limantour y por Justo Sierra, quienes se hicieron cargo de la definición y aplicación de políticas públicas modernizadoras y desarrollistas y fueron quienes hicieron eficiente al gobierno porfiriano y legitimaron la permanencia prácticamente vitalicia de Díaz en el poder, en lo que Daniel Cosío Villegas calificó, con agudeza, como el necesariato.9 8 Garner llama a la primera etapa del Porfiriato como la del liberalismo pragmático, y subraya que entonces Díaz tuvo un “claro compromiso con los principios liberales puros”. Op. cit., p. 80-86 y 90-95. 9  Ver el análisis que hace Álvaro Matute “A cien años, Porfirio Díaz”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 7,

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El régimen devino dictadura y Porfirio Díaz concentró en sus manos los hilos de la política nacional y buena parte de la política local. Se rodeó de administradores competentes y obtuvo el apoyo y la adulación de los más importantes intelectuales de la época que fueron cooptados por el régimen y se volvieron sus pilares ideológicos. Uno de los más lúcidos y mordaces de ellos, Francisco Bulnes, justificando las reelecciones periódicas de Díaz, llegó a escribir: “El buen dictador es un animal tan raro que la nación que posee uno debe prolongarle no sólo el poder sino la vida.”10 Justo Sierra, uno de los más prominentes intelectuales porfiristas, fue quizá el que justificó con mayor claridad la concentración absoluta del poder en Díaz y, al mismo tiempo, advirtió los peligros que ello entrañaba: La reelección significa la presidencia vitalicia, es decir, la monarquía electiva con un disfraz republicano y tiene inconvenientes supremos […] el primer aspecto que no hay modo posible de conjurar es el riesgo de declararnos impotentes para eliminar una crisis que puede significar retrocesos, anarquía y cosecha final de humillaciones internacionales si usted llegase a faltar, de lo que nos preserven los hados […] En la República Mexicana no hay instituciones, hay un hombre; de su vida depende paz, trabajo productivo y crédito.11 La concentración absoluta del poder en Díaz se convirtió así no sólo en el pilar del régimen sino también en su principal debilidad. La tercera y final etapa del Porfiriato comenzó con el nuevo siglo y en ella afloraron las limitaciones y contradicciones generadas en las etapas anteriores. A diferencia de los periodos previos, en los que Díaz había tenido la habi1979, p. 189-193; Guerra, op. cit., t. I, p. 378-395; Javier Garciadiego, Introducción histórica a la Revolución Mexicana, México, Secretaría de Educación Pública/El Colegio de México, 2006, p. 7-12. 10 Francisco Bulnes, citado en Enrique Krauze, “Porfirio Díaz. El ascenso del mestizo”, en Siglo de caudillos, México, Tusquets, 2005, p. 320. 11 Enrique Krauze, Siglo de caudillos, op. cit., p. 320.

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lidad de establecer equilibrios y contrapesos con los distintos poderes y elites regionales, en la etapa final se inclinó por los científicos, a los que confíó no sólo la administración sino también la política, haciendo a un lado a poderosos grupos y corrientes nacionales, el más importante de los cuales fue sin duda el reyismo. El régimen porfirista envejeció junto con su líder, se fue anquilosando, perdió la permeabilidad y capilaridad política de los años previos y se agudizó su carácter excluyente. Díaz mismo se fue quedando solo ante la desaparición física y el envejecimiento de la generación con la que había conquistado el poder. La administración pública monopolizada por los científicos careció de la sensibilidad y habilidad política para resolver los nuevos desafíos creados por la modernización y fue rebasada por la conjunción de factores como el crecimiento de las clases medias urbanas, la movilización de los trabajadores, la protesta de elites regionales desplazadas y el desafío de las oposiciones políticas que, en un amplio espectro, reclamaron nuevos espacios y enarbolaron demandas que no pudieron ser canalizadas por el sistema político. Además, como todos los regímenes autoritarios y personalistas, el sistema político porfiriano no pudo resolver el problema de la sucesión de Díaz y no estaba preparado para manejar su relevo de manera institucional y pacífica y esa incapacidad e incertidumbre tuvieron un papel relevante ante los signos de senectud y enfermedad de Díaz y las respuestas insuficientes que dio a los desafíos inéditos originados por el reyismo y el maderismo entre 1908 y 1910. A ello se sumaron los efectos de la crisis económica de 1906-1908 no sólo en el país, sino también en los Estados Unidos, que arrojó al desempleo a miles de mexicanos que laboraban en el vecino país, los cuales se vieron obligados a regresar y se convirtieron en un elemento de presión al no encontrar trabajo e ingresos en la alicaída economía nacional. La imposibilidad de resolver la sucesión de Díaz dividió y enfrentó a los dos grandes grupos políticos nacionales, los reyistas y los científicos y ante esa división surgieron un personaje y un movimiento inéditos y atípicos: Madero y el antirreeleccionismo. Madero, cuya familia era una de las más acaudaladas del país, resultó ser un líder carismático y arrojado, que no se había formado dentro del sistema político porfiriano y no respetaba sus reglas y prácticas y que

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tuvo la capacidad de aglutinar y canalizar el descontento de una vasta coalición multiclasista y multirregional que, luego de una exitosa campaña y movilización electoral, se convirtió en una rebelión rural que rebasó al régimen porfiriano y le puso fin en sólo seis meses a un régimen que parecía invencible y que demostró su fragilidad. Esa etapa final del Porfiriato, paradójicamente, como lo ha señalado Paul Garner, en la que el régimen fue rebasado por las demandas, movilizaciones y desafíos de nuevos actores y grupos, se convirtió en la imagen prevaleciente en la historiografía revolucionaria, que construyó una leyenda negra del Porfiriato y legitimó su dominación a partir de la negación y superación del régimen de Díaz.12 Dentro de ese panorama general del Porfiriato deben destacarse también algunos aspectos particulares sobre los que se ha escrito mucho y en los que las nuevas investigaciones matizan muchos de los juicios y visiones anteriores del régimen de Díaz y que ayudan a comprender mejor todo el periodo. El campo, las haciendas y las comunidades campesinas. Tradicionalmente se ha sostenido que durante el Porfiriato tuvo lugar un proceso de desarrollo del capitalismo en el campo basado en la gran propiedad hacendaria, proceso que había comenzado desde la colonia y se había agudizado durante el siglo xix como consecuencia de la ofensiva del liberalismo contra las tierras de las comunidades campesinas. Las Leyes de Reforma, a través de la desamortización de las tierras de la iglesia y de las comunidades, así como las Leyes de Baldíos porfirianas, habrían sido las puntas de lanza de esa ofensiva cuyo resultado habría sido la concentración de las mejores, más productivas y fértiles tierras en manos de unos cuanto hacendados, quienes habrían acaparado también la 12 Guerra, op. cit., t. II, p. 79-96 y 101-325; Garciadiego, op. cit., p. 12-19. Paul Garner ha señalado que la interpretación del Porfiriato se hizo con una óptica distorsionada de su última etapa, con lo que se acentuaron sus fallas y debilidades y se opacaron sus logros. En esa etapa final, las respuestas del régimen de Díaz ante los desafíos fueron “inadecuadas, insuficientes, anacrónicas y represivas y evidenciaron su fragilidad, pero no fueron representativas de todo lo que había sido el Porfiriato”. Ver, Garner, op. cit., p. 193-195. 

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utilización de los mejores recursos acuíferos del país. Esa imagen prevaleciente en la mayor parte de la historiografía porfirista y revolucionaria, sin embargo, ha sido matizada por las investigaciones monográficas de las últimas décadas sobre la evolución agraria de las distintas regiones. Lo que han mostrado esos estudios regionales más recientes ha sido un proceso mucho más complejo y diferenciado del desarrollo de la propiedad rural tanto en la época colonial como en el siglo xix. Luego de la despoblación indígena de las zonas centrales del territorio novohispano y de la desaparición de numerosos poblados, los colonos españoles particulares y las órdenes mendicantes ocuparon buena parte de esos espacios vacíos en el siglo xvi. Sin embargo, con la recuperación demográfica de los siglos xvii y xviii las poblaciones indígenas y mestizas quisieron reocupar sus antiguos asentamientos, con lo cual dio inicio una larga batalla secular en los tribunales agrarios. El resultado de esa lucha, en términos generales, significó la pérdida legal de sus tierras para la mayoría de las comunidades campesinas, quienes se vieron obligadas a desplazarse hacia las zonas periféricas, áridas o boscosas, aunque siguieron reclamando sus derechos de propiedad originales. En ese proceso, emergió la gran propiedad hacendaria como el factor dominante en el agro novohispano. No obstante, eso no significó la desaparición de las comunidades campesinas, muchas de las cuales lograron conservar al menos parte de sus tierras y de sus recursos naturales, mientras que otras establecieron una relación simbiótica con las haciendas a través de la renta o arrendamiento de una parte de ellas y del empleo estacional de la mano de obra campesina en las grandes explotaciones agrícolas y ganaderas. En algunas regiones, los pueblos pudieron reconstituirse y se dio también un crecimiento y desarrollo de pequeñas y medianas propiedades agropecuarias, conocidas como ranchos, en zonas densamente pobladas como el Bajío. De hecho, desde mediados del siglo xix y el fin del Porfiriato hubo un crecimiento notable en el número de pueblos en el país, particularmente en las zonas más pobladas y con mayor dinamismo.13 13 Cheryl English Martin, Rural Society in Colonial Morelos, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1985 , p. 23-94, 110-116, 163-169; Horacio Crespo, “La

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En el siglo xix, el paradigma liberal acentuó su ofensiva contra la propiedad colectiva, considerada como la base de la sociedad estamental. Aunque algunos pueblos desaparecieron y otros perdieron la posesión de sus tierras, no puede afirmarse, de acuerdo con la información disponible en los estudios más recientes del agro en el siglo xix y durante el Porfiriato, que en ese periodo haya tenido lugar un proceso masivo de despojo de la propiedad agraria de los pueblos, aunque es indiscutible que en algunas regiones eso ocurrió, pero no fue generalizado. Se ha sostenido que durante el régimen de Díaz las compañías deslindadoras privatizaron 39 millones de hectáreas que fueron a parar en manos de especuladores y terratenientes. Empero, Holden, quien ha sido el único que ha estudiado a nivel nacional ese proceso de deslinde, ha mostrado que sólo 40% de las compañías recibió terrenos y que muchos de los pueblos cuyas tierras fueron denunciadas se defendieron legalmente ganando los litigios. Del mismo modo, muchos pueblos ofrecieron resistencia firme oponiéndose violentamente a la pérdida de sus tierras y lograron mantener la posesión de ellas. El extremo de esa resistencia fueron las rebeliones indígenas y campesinas que tuvieron lugar en ese periodo, las más emblemáticas de las cuales fueron las de los indios yaquis y mayos, así como las de los mayas de Yucatán.14 La imagen de las haciendas porfirianas como instituciones feudales que mantenían en condiciones de semiesclavitud a los peones acasillados y ejercían derechos señoriales sobre sus cuasi-siervos, difundida por la novela, la pintura y el cine de la Revolución, es una imagen que no corresponde al campo mexicano de la época, si bien en algunas fincas diferenciación social del campesinado. Una perspectiva teórica”, tesis de maestría en estudios latinoamericanos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 1981, p. 160, y “La hacienda azucarera del estado de Morelos: modernización y conflicto”, tesis de doctorado en estudios latinoamericanos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 1996, p. 13-14, 143-180, 422-475; Felipe Ávila Espinosa, Los orígenes del zapatismo, México, El Colegio de México, 2001, p. 50-68. 14 Guerra, op. cit.,t. II, p. 263-266, 269-273 y 179-282; Garner, op. cit., p. 187-190; R. Holden, Mexico and the Survey of Public Lands: the Management of Modernization, 1876-1911, DeKalb, Northern Illinois University Press, 1994. 

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del sureste, en regiones como Oaxaca, Chiapas y Yucatán, la escasez de mano de obra hizo que los dueños establecieran mecanismos coactivos de sometimiento de la fuerza de trabajo y ocurrió también una deportación masiva de indígenas yaquis y mayos hacia los campos henequeneros de Yucatán en donde fueron enganchados a duras faenas agrícolas en condiciones de extrema precariedad. Sin embargo, el desarrollo de la agricultura capitalista en el país adquirió diversas modalidades según las distintas regiones, cultivos, tipos de propiedad, tecnologías, escalas y mercados. En el campo morelense, por ejemplo, arquetípico por ser la zona en la que surgió y se arraigó el zapatismo, el movimiento agrario por antonomasia de la Revolución, en contraposición a la visión tradicional de una rebelión agraria de peones y campesinos sin tierra exasperados por los despojos de las grandes haciendas azucareras, los estudios más recientes han mostrado no un despojo tradicional, sino la cancelación de la posibilidad de que las comunidades campesinas pudieran seguir rentando las tierras marginales de las haciendas, en virtud de la modernización productiva que éstas tuvieron y de la ampliación del mercado del azúcar. Los campesinos zapatistas, al menos en un primer momento, habrían sido entonces no campesinos desposeídos de sus tierras sino arrendatarios privados de la posibilidad de seguir rentando tierras de las haciendas.15 La hacienda, demonizada también por la historiografía de la Revolución, en los nuevos estudios monográficos aparece más bien como una institución compleja, capitalista, vinculada a los mercados, en vías de mo­ dernización y eficiencia productiva, integrada y en la que, a pesar de todo, seguían existiendo relaciones patriarcales y paternalistas con sus trabajadores, quienes tenían estabilidad laboral e ingresos superiores a muchos de los campesinos libres, lo cual explicaría, al menos en parte, que en distintas regiones y periodos de la Revolución, los trabajadores y peones de las haciendas no se sumaran a la misma y que, al contrario, hayan tomado las armas para combatir junto con sus amos a las fuerzas revolucionarias.16 15  Horacio Crespo, “La hacienda…”, op. cit., p. 350-366 y 422-475. 16  Friedrich Katz, La servidumbre agraria en la época de Díaz, México, Era, 1980.

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Inversamente, los nuevos estudios han mostrado cómo la visión tradicional de los pueblos como entidades holísticas con una gran homogeneidad y cohesión era una imagen romántica que no correspondía a la realidad de los pueblos en los que la estratificación de sus habitantes, la po­larización de la riqueza y del poder, los conflictos, las rivalidades y la competencia tanto al interior como al exterior de las poblaciones eran factores presentes desde tiempo atrás que impedían la generalización e idealización de sus habitantes y cuyas complejidades y diferencias explicarían, también, sus comportamientos, estrategias y alianzas diferenciados antes y después de la Revolución. Con todos estos elementos se advierte lo difícil que es hacer clasificaciones demasiado generales, así como juicios maniqueos sobre el desarrollo del campo durante el Porfiriato y sobre sus principales actores e instituciones. Algunas conclusiones, empero, pueden aventurarse dentro de este amplio mosaico de variedades regionales. En primer lugar, estaba en curso una vía de desarrollo del capitalismo agrario basado en la gran propiedad hacendaria pero no en formas extensivas de explotación de la tierra y en el rentismo, sino en formas intensivas de utilización de los factores productivos, incluyendo inversiones en capital, modernización tecnológica y de transportes, creación de infraestructura hidráulica y una fuerte tendencia hacia la utilización de mano de obra asalariada así como la apertura de tierras marginales para nuevos cultivos comerciales en auge y ganadería. Las haciendas más productivas hacia el final del periodo porfirista no fueron las más grandes sino las que pudieron integrarse productivamente y hacer un uso más eficiente de todos esos factores.17 Esa tendencia de desarrollo del capitalismo basado en la gran propiedad agrícola fue quebrada por la Revolución, que anuló la viabilidad de la hacienda y abrió el paso para una forma de desarrollo del capitalismo agrario híbrida, que combinó la vía farmer con el resurgimiento

17 Horacio Crespo, “La hacienda,...”, p. 336-343, 372-382 y “La diferenciaciòn...”, p. 136-146; Felipe Ávila Espinosa, op. cit., p. 74-82; Enrique Florescano, “La reinterpretación del siglo XIX”, en El nuevo pasado mexicano, México, Cal y Arena, 1991, p. 58-59.

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de la economía campesina comunal y ejidal, a la que el nuevo artículo 27 de la Constitución proclamada en Querétaro en 1917 le dio un segundo impulso de largo plazo que le permitió tener un papel protagónico, aunque menguante, a lo largo del siglo xx.18 El crecimiento económico, la industrialización y la política laboral. Uno de los mayores logros del Porfiriato fue el notable y sostenido crecimiento económico que alcanzó el país durante los años de mayor esplendor del régimen. Aun los críticos más acervos de Díaz han reconocido que durante su gobierno la economía del país conoció un crecimiento sin precedentes. Las tasas de crecimiento anual de la economía mexicana en esos años no se habían alcanzado en todo el siglo xix y no se volverían a alcanzar sino hasta los años dorados del desarrollo estabilizador, luego de la Segunda Guerra Mundial. Ese crecimiento estuvo basado en varios factores: a mediados del siglo xix el país era una multitud de regiones desconectadas entre sí, con mercados de autoconsumo y unos pocos enclaves conectados a los mercados internacionales, básicamente la minería y la agricultura de exportación. Los ferrocarriles hicieron posible la vinculación entre las regiones productoras de alimentos y materias primas con las zonas de consumo y con los puertos y fronteras. El auge del capitalismo a fines del siglo antepasado y la incorporación exitosa a los mercados internacionales de materias primas y metales hicieron posible arrastrar a otros sectores económicos vinculados a las ramas más dinámicas. Una política industrial y de comunicaciones que alentó la inversión nacional y extranjera permitió el arribo de importantes capitales que se canalizaron justamente a los sectores más dinámicos: minería, ferrocarriles, petróleo, banca, industria textil, algodón y henequén. El crecimiento económico permitió el incremento demográfico y alentó los flujos migratorios y el desarrollo de las regiones más dinámicas del norte, el noroeste, el Golfo de México y las zonas fronterizas con los Estados Unidos. La política de Díaz, como ha señalado Enrique Krauze, no sólo no hipotecó la 18  Alan Knight, The Mexican Revolution, 2 v., 1986, Lincoln, University of Nebraska Press, v. 1, p. 5-32.

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economía nacional sino que el funcionamiento de ésta haría palidecer a la política económica de los gobiernos posrevolucionarios que nunca tuvieron esos números: con una versión heterodoxa de liberalismo, Díaz y Limantour hicieron crecer la agricultura, la minería y la industria, lograron que fluyera la inversión extranjera, se buscó equilibrar la de los Estados Unidos con la europea y se abolieron las alcabalas, entre otras importantes medidas.19 Los resultados de esos factores fueron notables: durante todo el Porfiriato el pib creció a una tasa anual de 2.6% y, durante la última década del gobierno de Díaz, a una tasa de 3.3%. Algunos sectores lo hicieron a ritmos marcadamente mayores, como la minería que creció a tasas de 7.3% o la agricultura exportadora, a 6%. De manera todavía más significativa, la red nacional de ferrocarriles creció 12% anualmente durante el Porfiriato y se llegó a construir durante su gestión casi 19 mil kilómetros de vías férreas.20 A pesar de estas cifras, como lo han subrayado los estudiosos del periodo, el crecimiento fue muy desigual, con profundos desequilibrios regionales y enormes rezagos en niveles de bienestar para la mayoría de la población que siguió estando al margen del progreso, particularmente en las zonas rurales y en las periferias de las principales ciudades, donde emigraron miles de personas en busca de mejores oportunidades de vida. No obstante ello, el Porfiriato significó la ampliación y consolidación de una etapa de modernización económica, de establecimiento de nuevas industrias y servicios, de ampliación del mercado interno, de fortalecimiento de los sectores exportadores y de generación de riqueza que no tenía precedentes desde la época colonial. Ese proceso estuvo en la base del notable incremento demográfico, de la marcada estratificación social, de la urbanización, del crecimiento de las nuevas clases medias y de la contrastante diferenciación regional.21 19 Enrique Krauze, “Diez mentiras…”, op. cit. 20 Paul Garner, op. cit., p. 163.191; John Coatsworth, El impacto económico de los ferrocarriles en el Porfiriato, México, Era, 1984, p. 36-37. 21 Guerra, op. cit., t. II, p. 324-337; Garner, op. cit., p. 165-185.

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El Porfiriato ha sido visto también como un régimen con una política laboral pro patronal, represivo e impermeable ante las demandas de los trabajadores. Se le ha calificado, sobre todo, por la represión a las huelgas de Cananea y Río Blanco y la actuación del régimen en esos dos acontecimientos se ha hecho extensiva a todo el gobierno de Díaz. Sin embargo, en este como en otros temas del régimen de Díaz no se pueden hacer simplificaciones y, de nuevo, las investigaciones de las últimas décadas sobre el movimiento y la política laborales en esa época muestran un escenario más complejo. Si bien es cierto que la política laboral de Díaz no puede calificarse como una a favor de los trabajadores y que más bien se inscribe dentro del paradigma liberal de la época, en la que el Estado asumía como su responsabilidad crear las condiciones necesarias para promover la inversión y el crecimiento económico, crear la infraestructura necesaria y garantizar la estabilidad social, también es cierto que el Estado porfiriano no se ciñó siempre a la ortodoxia liberal y que tuvo rasgos notables de ser un Estado interventor que, en su etapa final, asumió el control de sectores clave como los ferrocarriles, que fueron nacionalizados en la primera década del siglo xx. Dentro del paradigma liberal del laissez faire, laissez passer la administración de Díaz no puede calificarse tampoco como neutral ante las relaciones laborales, en términos generales y menos aun ante los conflictos que tuvieron lugar en ese ámbito. Por el contrario, el gobierno de Díaz se caracterizó por su constante intervención y seguimiento de las situaciones conflictivas, de manera directa o mediante los gobernadores y jefes políticos. A Díaz le preocupaba ante todo la paz social y la desactivación de los conflictos, por lo cual, en diversos momentos puso en práctica una política que iba desde la vigilancia y cooptación de líderes de los trabajadores, y las presiones a diarios y periodistas comprometidos con las luchas laborales, hasta su intervención directa para la solución de conflictos que no habían podido ser desactivados antes. En esos casos, la mayoría de las veces buscó una mediación que satisficiera a ambas partes y no fueron pocas las veces en que buscó que los patrones aceptaran las demandas de los trabajadores. Cuando los conflictos rebasaban los marcos legales, no dudó en utilizar la represión.

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La política laboral de Díaz, además, fue evolucionando a la par que variaban las condiciones y las necesidades económicas y políticas del régimen. De una postura liberal más ortodoxa en la década de 1880 fue transformándose en una de carácter más intervencionista y mediadora en las relaciones obrero-patronales. Incluso, gobernadores porfiristas como Bernardo Reyes en Nuevo León, Teodoro Dehesa en Chihuahua y Guillermo de Landa y Escandón en el Distrito Federal, se distinguieron por promover leyes laborales que buscaron garantizar los derechos de los trabajadores, mejorar sus condiciones de vida, establecer reglamentos que normaran la jornada de trabajo y los accidentes laborales. Además, en algunos de los mayores conflictos que se presentaron en sus estados al finalizar el siglo xix y en la primera década del xx, sus gobiernos actuaron como mediadores y buscaron encontrar soluciones que pasaban por vencer la resistencia de los patrones a conceder algunas de las demandas más sentidas por los trabajadores. El último gobernador porfirista en el Distrito Federal, Landa y Escandón, tuvo de manera significativa un notable activismo dentro del mundo laboral y promovió y patrocinó a la que fue quizá la mayor organización laboral de fines del Porfiriato, la Sociedad Mutualista y Moralizadora de Trabajadores del Distrito Federal.22 El análisis sobre la política obrera del Porfiriato debe hacerse, además, tomando en cuenta tanto al movimiento laboral, a sus organizaciones, ideología, tradiciones y prácticas, como a la parte patronal, así como las relaciones y tensiones entre unos y otros. Con respecto al primero, debe considerarse que el desarrollo industrial del país era todavía muy incipiente, que no había aún la gran industria fabril que se establecería décadas después de la Revolución, que la gran mayoría de los trabajadores de la época eran artesanos y que lo que podrían considerarse como los sectores de punta de la industria eran las fábricas textiles, la

22  Rodney Anderson, Outcasts in their own land: mexican industrial workers, 19061911, DeKalb, Northern Illinois University Press, 1976; Felipe Ávila Espinosa, “La Sociedad Mutualista y Moralizadora de Obreros del Distrito Federal”, en Historia Mexicana, México, El Colegio de México, v. XLIII, 1993, p. 117-154.

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minería, el petróleo y los ferrocarriles. Las organizaciones laborales se habían desarrollado desde mediados del siglo xix y eran, en su inmensa mayoría, de carácter mutualista. El mutualismo era el paradigma organizativo e ideológico predominante en el mundo del trabajo de la época y, si bien existía una tradición más radical cercana al anarcosindicalismo, era ésta una corriente marginal que tenía influencia solamente en sectores artesanales en algunas de las regiones de la República. El movimiento laboral de influencia socialista era todavía más marginal y exiguo. En contraste, en los últimos años del Porfiriato se desarrolló y extendió una corriente que tuvo gran peso originada por el movimiento social cristiano que, dentro del mutualismo y el humanismo promovido por la parte más comprometida socialmente del clero católico, logró un impacto significativo en el centro y el occidente del país y creó, al finalizar el Porfiriato, la que posiblemente era la mayor organización laboral de la República: la Unión Católica Obrera, que sería barrida por la Revolución.23 En el Porfiriato, el notable crecimiento económico permitió también la formación y consolidación de importantes ramas productivas, bancarias y de servicios así como grupos empresariales y hombres de negocios, tanto nacionales como extranjeros. La inversión extranjera fluyó de manera creciente y se colocó en los sectores más dinámicos y rentables: minería y petróleo, ferrocarriles, comercio, banca, agricultura y ganadería de exportación. Díaz alentó no sólo las inversiones estadounidenses, sino que buscó contrapesarlas con inversiones de capitales europeos, principalmente ingleses y franceses. Paralelamente, hubo también el desarrollo de importantes grupos y familias empresariales mexicanas que impulsaron el crecimiento de nuevos polos de desarrollo 23  Felipe Ávila Espinosa, “Organizaciones, influencias y luchas de los trabajadores durante el régimen maderista”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. XXVIII, 1998, p. 122-170, y “Una renovada misión, las organizaciones católicas de trabajadores entre 1906 y 1911”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 27, enero-junio de 2004, p. 61-94.

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regional como Monterrey y La Laguna en el norte, y que consolidaron sectores vinculados a los mercados de exportación, como la ganadería y el algodón en el norte y el henequén en la península yucateca. Los bancos, comercios y algunas de las industrias más sólidas como la textil y la tabacalera atrajeron también a hombres de negocios mexicanos, algunos de los cuales eran de ascendencia española.24 La crisis final

El régimen de Porfirio Díaz, que parecía inconmovible y que celebró su apoteosis durante las fiestas del Centenario de la Independencia de México en septiembre de 1910, cayó estrepitosamente ocho meses después, rebasado por una revolución popular de carácter predominantemente agrario a la que llamó Francisco I. Madero, miembro de una de las familias más acaudaladas del norte del país. Ha sorprendido a los estudiosos del Porfiriato que un sistema político que había sido capaz de mantenerse en el poder por más de tres décadas y que había sometido a todos los caudillos y poderes regionales que lo habían desafiado se derrumbara con tanta facilidad ante una rebelión que, aunque había alcanzado proporciones nacionales, no había ganado ninguna batalla militar importante ni había podido conquistar ninguna de las principales ciudades de la República. La caída del Porfiriato se explica por la conjunción de varios factores, entre ellos una crisis social originada por el descontento acumulado en amplios sectores de la población ante una polarización de la riqueza y de los privilegios en donde la inmensa mayoría estaba excluida. Esa situación se combinó con las secuelas de una crisis económica provocada por el colapso financiero en Europa y Estados Unidos en 1907, que contrajo los mercados a los que México exportaba, a lo que se sumó la recesión económica en Estados Unidos y en México, que arrojó al desempleo a muchos trabajadores que vieron acrecentados sus problemas 24  Leonor Ludlow y Carlos Marichal, Banca y poder en México (1800-1925), México, Grijalbo, 1985.

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ante la carestía y la escasez de alimentos ocasionada por las malas cosechas de esos años. Sin embargo, esas dos crisis quizá se habrían superado si no se hubieran combinado con una aguda crisis política que, quizá, haya sido el principal factor detonante de la coyuntura excepcional que provocó la caída del viejo presidente.25 El sistema político porfiriano se había ido anquilosando con el paso de los años. Era un sistema dominado por una oligarquía gerontocrática, aislada y que excluía a otros grupos políticos ajenos a la camarilla en el poder. Sobre todo, las nuevas generaciones y las clases medias que habían adquirido una creciente importancia como resultado del desarrollo económico, demográfico, urbano y con el aumento de la escolaridad y de las profesiones liberales, así como las elites regionales desplazadas, eran las principales demandantes de nuevos espacios de poder. Al no encontrarlos, con el nuevo siglo fueron agrupándose y organizándose hasta constituir, a lo largo de la década final del régimen de Díaz, un desafío inédito para el sistema, por su composición, radicalidad y amplitud.26 La mayor fisura en el sistema político porfiriano fue la división y enfrentamiento entre los dos principales grupos políticos nacionales, los científicos y los reyistas. Durante la última década del siglo xix esos dos grupos fueron el principal soporte de don Porfirio, quien estableció un equilibrio entre ellos para conseguir una eficaz administración pública nacional y un eficiente control político de las regiones. Al despuntar el nuevo siglo, sin embargo, Díaz quiso arreglar su sucesión mediante un pacto entre las dos principales cabezas de esos grupos: Limantour, su ministro de Hacienda, sería su sucesor con el apoyo político y militar de Reyes como secretario de Guerra. Sin embargo, ese acuerdo se vino abajo por la fuerte rivalidad que persistió entre ambos personajes y por los ataques que uno y otro se lanzaron en diferentes medios. Limantour, que representaba la eficiencia administrativa y la estabilidad financiera, encarnaba el modelo y la visión que Díaz quería para el desarrollo 25  Guerra, op. cit., t. I, p. 319-324, t. II, p. 233-265; Javier Garciadiego, op. cit., p. 13-14. 26  Guerra, op. cit., t. II, p. 338-375.

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de México una vez alcanzada la paz y la estabilidad. Reyes, en cambio, significaba una vuelta al pasado militarista del que Díaz provenía y que creía superado. Era, además, de la misma madera que Díaz, quien siempre tuvo recelos de su popularidad y del arraigo que tenía en el ejército. Por eso, no fue casual que Díaz tomara partido por Limantour y que iniciara el ocaso de Reyes, quien fue separado de la secretaría de Guerra y obligado a regresar a la gubernatura de Nuevo León. Los años que siguieron a ese diferendo, sin embargo, fueron años en los que a pesar de los intentos de Díaz y de los científicos por eliminar de la escena política a Reyes y de los espacios que le fueron quitando, éste se mantuvo como uno de los principales actores políticos y sus seguidores ofrecieron la mayor y más tenaz resistencia nacional al predominio de los científicos en la política y en la administración pública del país.27 La pugna entre Reyes y Limantour tuvo repercusiones que luego provocarían consecuencias no previstas por ellos mismos ni por Díaz. Una de ellas fue la disminución en el presupuesto del ejército federal y su adelgazamiento. Desde la secretaría de Hacienda, Limantour, con la aprobación de Díaz, redujo los recursos asignados a la institución militar que vio disminuidas también el número de plazas. Díaz creía llegado el momento de privilegiar la administración sobre la política y las armas. Sin embargo, no dudó en emplear la fuerza en los momentos en que los conflictos se salieron de los marcos institucionales, como fueron los intentos de rebeliones magonistas en la frontera norte o los conflictos laborales de Cananea y Río Blanco.28 A pesar del desplazamiento de su líder, el reyismo no fue destruido y permaneció como una fuerza política nacional que resurgió en 1908, cuando se volvió a plantear el problema de la sucesión de Porfirio Díaz. Los seguidores de Bernardo Reyes se movilizaron nuevamente para

27  Guerra, op. cit., t. II, p. 79-141; José Yves Limantour, Apuntes sobre mi vida pública (1892-1911), México, Editorial Porrúa, 1965, p. Véase también, en este volumen, el capítulo XXXIV de James Creelman, quien sigue la versión de Díaz y de Limanotur sobre la ruptura con Reyes. 28 Garner, op. cit., p. 195-211.

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influir en las elecciones presidenciales de 1910, buscando impulsarlo para la vicepresidencia en la que, pensaban, sería la última reelección de Díaz. Bajo la influencia de la entrevista que Díaz concedió al periodista estadounidense James Creelman, aparecida en los principales diarios nacionales en febrero de 1908, en la que Díaz anunció que no se reelegiría en 1910 y que vería con buenos ojos la formación de partidos políticos de oposición, diversos grupos y personajes opositores a Díaz formaron el Partido Democrático, que trataba de ser una opción nacional separada de las dos grandes corrientes políticas, científicos y reyistas. El desgaste y el anquilosamiento del sistema político porfiriano comenzaron a mostrarse a nivel local en las elecciones para gobernador que tuvieron lugar en varias entidades, la más significativa de las cuales fue la de Morelos, donde luego del fallecimiento del viejo gobernador porfirista Manuel Alarcón se formó un movimiento opositor al candidato oficial porfirista —el hacendado y miembro del estado mayor de Díaz, Pablo Escandón—. Ese movimiento, encabezado por Patricio Leyva, miembro de una de las familias locales de más prestigio, se convirtió en un serio desafío para el régimen al radicalizarse e incorporar en sus filas a miembros del Partido Democrático y a sectores populares morelenses. Díaz reprimió a los opositores y consumó la imposición de su candidato. Sin embargo, no obstante su derrota, el leyvismo mostró tanto las fisuras y el desgaste de la maquinaria política porfirista, como las posibilidades de la oposición a Díaz y a los científicos al ofrecer una alternativa a los numerosos sectores sociales descontentos con el régimen.29 Después de la contienda política de Morelos, Díaz, temeroso del crecimiento del reyismo, resolvió exiliar al prestigiado militar. Reyes, hombre formado dentro de las formas y prácticas del sistema político porfirista y fiel, a pesar de todo, a don Porfirio, aceptó el exilio en septiembre de 1909, dejando acéfalo al movimiento reyista.

29  Guerra, op. cit., t. II, p. 101-176; para el caso de Morelos, véase John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana, México, 1969, p. 10-36, y Salvador Rueda Smithers, El paraíso de la caña, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1998, p. 108-124.

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Muchos de los cuadros del reyismo, al quedarse sin alternativa, se incorporaron a un movimiento que por esos días apenas despuntaba: el antirreeleccionismo, impulsado por Francisco I. Madero, un joven hacendado coahuilense que se había incorporado a la política en 1904 en su estado natal en contra del gobernador porfirista de su entidad. Madero era un político atípico para el sistema porfiriano. Miembro de una familia acaudalada del norte, con una formación académica y empresarial adquirida en Europa y los Estados Unidos, humanista, filántropo, espiritista, sin experiencia política previa, resultó ser un líder carismático y un gran organizador político que en pocos meses formó un nuevo partido político, el Partido Nacional Antirreeleccionista, para contender contra don Porfirio en las elecciones presidenciales de 1910 y realizó una exitosa campaña electoral que recorrió buena parte de las principales ciudades del país y le permitió crear una extensa red de clubes antirreeleccionistas a los que se incorporaron clases medias urbanas, trabajadores y artesanos.30 Con esa estructura política novedosa y apoyado en la inédita y exitosa campaña electoral, Madero fue hecho prisionero por Díaz y, desde la cárcel, vio cómo Díaz se reelegía por octava ocasión. En lugar de resignarse o buscar una negociación con el viejo presidente, Madero, que no reconocía las formas, las prácticas ni los valores del sistema político porfirista puesto que era ajeno a él, dio el paso que no se atrevieron o no pudieron hacer los opositores anteriores: desafiar a don Porfirio y convocar a las armas para derrocarlo. Después de huir a los Estados Unidos, con el Plan de San Luis llamó a sus seguidores a iniciar una rebelión que, pensaba ilusamente, aglutinaría a los grupos antirreeleccionistas y a los sectores urbanos que lo habían apoyado en su campaña electoral. Pensaba también que la insurrección escindiría al ejército y que en pocas semanas tomaría el control de las principales ciudades del centro del país, lo que obligaría a Díaz a renunciar.31

30  Guerra, op. cit., t. II, p. 177-227. 31  Ávila Espinosa, Orígenes... op. cit., p. 98-101.

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Sin embargo, la rebelión planeada por Madero fue un completo fracaso. Los grupos y sectores urbanos del maderismo electoral no lo siguieron en su aventura insurreccional. El maderismo no tenía cuadros, experiencia ni organización para una insurrección como la que planeaba su líder. El único núcleo que podía haberlo intentado a nivel local, en la capital poblana, encabezado por Aquiles Serdán, fue aplastado por las fuerzas del orden. Los demás núcleos de peligro fueron arrestados días antes del 20 de noviembre. Ese día, Madero ni siquiera pudo entrar desde Texas al territorio nacional, ante la ausencia de los hombres y las armas que esperaba. Derrotado y temeroso, se refugió en varias ciudades de Estados Unidos donde pasó diciembre de ese año y los primeros dos meses de 1911.32 No obstante, el llamado a la rebelión fue hecho suyo por grupos agrarios y mineros de Chihuahua, donde prendió la revuelta y luego se extendió a los estados norteños de Sonora, Durango y Coahuila. Fue una rebelión muy diferente a la rebelión que Madero esperaba: rural, en buena medida espontánea, con una composición social multiclasista en la que los sectores sociales bajos eran predominantes, plebeya, con liderazgos nuevos y propios y con una violencia de clase contra las elites y los representantes del sistema de dominación que sorprendió a Madero mismo y a sus principales colaboradores. Madero se incorporó a esa rebelión hasta febrero de 1911, cuando la insurrección iba en ascenso. Madero tuvo la virtud de haber hecho el llamado a las armas y de imponerse como el líder de esa rebelión, así como de conducirla.33 La insurrección maderista se propagó por las distintas regiones del país. En el norte fue donde tuvo más fuerza pero también llegó a los estados del centro y el occidente. En pocas semanas proliferaron las bandas armadas rebeldes que rebasaron la capacidad del ejército fede-

32  Guerra, op. cit., t. II, p. 270-289. Enrique Krauze, “Místico de la libertad. Francisco I. Madero”, Biografía del poder. Caudillos de la Revolución mexicana (19101940), México, Tusquets Editores, 1997, p. 46-51. 33  Alan Knight, The Mexican Revolution, 2 v., University of Nebraska Press, v. 1, p. 171-227.

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ral para controlar la insurrección. En abril de 1911, ante la dimensión que había alcanzado la revuelta, Díaz hizo un desesperado esfuerzo por contenerla y decidió la renuncia de casi todo su gabinete, hizo suyas las demandas maderistas de sufragio efectivo y de no reelección y ofreció atender el problema agrario. Fueron concesiones extemporáneas que sólo mostraron la debilidad del viejo dictador y que, en lugar de detener la insurrección, la avivaron. Díaz, aquejado por la enfermedad, se encontraba solo cuando la rebelión se extendió en los primeros meses de 1911. Reyes, quien podía haber organizado la respuesta militar del ejército para contenerla, se encontraba exiliado en Europa y cuando llegó al país el Porfiriato había pasado a la historia. Limantour, por su parte, ni siquiera había estado presente en las celebraciones del centenario de la Independencia ni cuando tomaron posesión Díaz y su gabinete a fines de 1910, pues estaba en Europa renegociando los bonos de la deuda mexicana y acompañando a su mujer convaleciente de una larga enfermedad. Cuando Limantour regresó al país, en marzo de 1911, la rebelión había alcanzado una dimensión tal que lo hizo comprender que era tarde para acabar con ella y que más valía negociar con Madero para tratar de preservar los logros del régimen y proteger los privilegios de los sectores pudientes.34 Los líderes de la Revolución (Madero, sus familiares y colaboradores más cercanos) y los principales representantes del régimen porfiriano (Díaz y Limantour) decidieron ponerle fin a la revolución maderista. El Pacto de Ciudad Juárez, donde se acordó la renuncia de Porfirio Díaz y de todo su gabinete, el desarme de las fuerzas rebeldes y la constitución de un gobierno interino encabezado por el secretario de Relaciones Exteriores del gobierno porfirista, Francisco León de la Barra, fue el compromiso a través del cual los jefes de los bandos enfrentados acordaron terminar con una revolución popular en ascenso y preservar el 34  Santiago Portilla, Una sociedad en armas: insurrección antirreeleccionista en México, 1910-1911, México, El Colegio de México, 1995, p. 333-395; Felipe Ávila Espinosa, Entre el Porfiriato y la Revolución. El gobierno interino de Francisco León de la Barra, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2005, p. 18-24.

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status quo porfiriano, manteniendo las instituciones y las leyes vigentes y apoyando ambas partes a un gobierno provisional con representantes de ambas partes.35 Se ha especulado mucho sobre los motivos por los cuales Madero, de una parte, y Díaz, por la otra, tomaron esa trascendental decisión. Para algunos, la abdicación de Díaz fue prematura. El ejército federal estaba intacto, los revolucionarios no habían ganado ninguna batalla estratégica ni controlaban ninguna ciudad importante, salvo Ciudad Juárez. Sin embargo, lo que determinó la capitulación del régimen porfirista fueron cuatro factores: el convencimiento de que no podían derrotar militarmente a la insurrección, que con su multiplicidad de focos guerrilleros había rebasado la capacidad de movilización y despliegue del ejército federal; el temor real de Díaz y Limantour de una intervención norteamericana, luego del despliegue de veinte mil soldados del ejército de Estados Unidos a la frontera mexicana; la resignación y el desencanto de Díaz ante el rechazo del pueblo que antes lo aclamaba y, finalmente, una decisión estratégica de los responsables del régimen porfirista de que la única manera de preservar los logros alcanzados, la estabilidad, el desarrollo económico y las instituciones, era retirándose de la escena.36 Limantour expresó diáfanamente los motivos de esa decisión, meses después: “al llegar a México me convencí de que se carecía en lo absoluto de los elementos militares indispensables para aplastar la Revolución”.37 Y también expresó: ni en nuestra historia ni en la de ningún otro pueblo que yo conozca, se ha dado el caso de que un gobierno fuerte, con un ejército fiel y las arcas repletas de dinero, entregara el poder a los primeros cañonazos serios de los revoltosos, movido solamente por la per35  Santiago Portilla, Una sociedad en armas..., op. cit., p. 425-430. 36  Ávila Espinosa, Entre el Porfiriato…, p. 23-24. 37  José Yves Limantour a Díaz Dufoo, París, 21 de abril de 1912, en Archivo Histórico del Grupo Carso, Fondo José Yves Limantour, rollo 67.

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suasión de que había perdido el apoyo de la opinión pública y de que la guerra civil traería la intervención extranjera; y de que los hombres de la revolución, sin grande esfuerzo, se apoderaran de la situación encontrándose con la mesa puesta, los servicios bien organizados, el crédito inmejorable y […] con la disolución completa y definitiva del antiguo partido con el cual se levantaron. Se les entregó todo y se les dejó el campo libre de adversarios […].38 Limantour tenía razón en sus juicios sobre la derrota ante los revolucionarios. Pero lo que no alcanzaba a comprender, al igual que Díaz, es que no había sido solamente la ingratitud del pueblo mexicano que no había sabido valorar al gobierno porfirista y le había dado la espalda. Porque si algo estaba detrás del éxito de la rebelión maderista eran multitud de agravios, demandas y aspiraciones de la población excluida de la modernización porfirista. La desigualdad social, la miseria, el rezago y el abandono por las políticas públicas de la mayoría de la población mexicana era una realidad a la que el Porfiriato no había dado solución. Y fue la población excluida del progreso la que le cobró la factura a un gobierno que se había ido alejando de la política en aras de la buena administración y que había perdido también la capacidad de resolver los nuevos problemas creados por el desarrollo económico porque seguía anclado en las prácticas y las formas decimonónicas. Díaz había sido muy hábil para controlar los conflictos entre las elites y los grupos políticos, pero no era capaz de entender ni de resolver el desafío de las clases medias y de los sectores populares y menos de una rebelión popular extendida y radicalizada que rebasó por completo su capacidad de respuesta. En abril de 1911 Díaz y Limantour entendieron que habían perdido la batalla con Madero y quisieron evitar más derramamiento de sangre capitulando. Madero, por su parte, quería también ponerle fin a una revolución social que no estaba en sus planes llevar hasta sus últimas consecuencias. Don Porfirio dejó la Presidencia el 25 de mayo de 1911 38  José Yves Limantour a Manuel Flores, Biarritz, 27 de agosto de 1912. Ibidem, rollo 68.

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y al día siguiente partiría para su exilio en Francia, donde pasó los últimos cuatro años de su vida tratando de asimilar su desgracia personal. Como personaje del teatro clásico lo había conseguido todo, había sido el héroe más aclamado de su tiempo y había obtenido el reconocimiento sin parangón de las naciones extranjeras. Había concentrado el poder de la República en sus manos como quizá nadie lo había hecho antes ni lo haría después. Por eso su caída, estrepitosa, y su conversión de héroe a villano en el curso de unos cuantos años, no tienen tampoco parangón. Desde su exilio parisino alcanzó a ver cómo el David que lo había derrotado, Madero, caía también trágicamente, devorado por las fuerzas que había desatado. El viejo Porfirio Díaz pasó sus últimos años distrayéndose, viajando, pensando y repasando los acontecimientos convulsos de la nación mexicana que, una vez más, se desgarraba en una guerra fratricida, como había ocurrido tantas veces antes que él asumiera el poder. La estabilidad y la paz que había logrado durante más tiempo que ningún otro gobernante antes que él, también habían sido transitorios, como la historia de sus últimos días le mostraba con crudeza. Murió tal vez atormentado por eso, por pensar que el país al que había entregado su vida no parecía ser capaz de desarrollarse civilizadamente, sin violencia, pensando que tal vez su propio esfuerzo y sacrificio habían sido estériles. Pero después de muerto, Díaz perdería todavía otra batalla, igual o quizá más dolorosa que la que había sufrido en vida. Enrique Krauze ha expresado mejor que nadie esa derrota, histórica, de Porfirio Díaz, que llega todavía hasta nuestros días: “Como todos los antihéroes de la maniquea historia mexicana, don Porfirio moriría ‘sin un recuerdo de gloria ni un sepulcro de honor’, pero en su caso con una pena mayor, tal vez la más injusta de aquel siglo de caudillos. Los restos de todos, incluso los de Hernán Cortés, descansarían en México; los de Porfirio Díaz no.”39 A cien años del inicio de la Revolución, tal vez haya llegado la hora de hacer el balance histórico de Porfirio Díaz alejado de las pasiones y las controversias que sigue generando. Como ha expresado el propio Krauze: “la vuelta o no de los restos es menos importante que 39 Enrique Krauze, op. cit., p. 328-330.

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la necesidad moral de discutir a Porfirio Díaz con claridad, equilibrio y objetividad”.40 Es hora de que la historia juzgue a Díaz, con todos sus claroscuros, y es hora de exorcisar los demonios construidos alrededor de él desde hace cien años, demonios que siguen atormentando a la mitología de la historia oficial y a la ideología de la Revolución Mexicana.

Felipe Arturo Ávila Espinosa

40  Enrique Krauze, “Diez mentiras...”, p.49.

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El libro de James Creelman, Díaz, master of Mexico, que aparece ahora por primera vez en español editado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, vio la luz originalmente en febrero de 1911 en Estados Unidos, poco antes de que Porfirio Díaz, el héroe al que glorifican sus páginas, renunciara a la Presidencia de México y partiera al exilio hacia Europa, derrotado por la revolución maderista.1 La derrota de Díaz selló también el destino de ese libro, que cayó en el olvido y se volvió un texto difícil de conseguir, que nunca fue reeditado en inglés ni traducido al español y que, al igual que el personaje que retrataba, no mereció más que comentarios condenatorios y marginales por algunos de los pocos estudiosos que lo leyeron.2

1 James Creelman, Díaz Master of Mexico, New York and London, D. Appleton and Company, 1911. El libro fue terminado en 1910, como señala su autor en el prólogo, quizá como parte de la serie de eventos conmemorativos con los que Díaz festejó el Centenario de la Independencia como muestra de la apoteosis de su régimen y de su propia persona como conductor del pueblo mexicano. 2  Investigadores como Daniel Cosío Villegas, uno de los historiadores más lúcidos y agudos del siglo XX y quien inició una nueva comprensión del Porfiria37

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Al margen de sus errores y aciertos, el libro debe situarse históricamente. Es un texto de época que tuvo un objetivo muy preciso: presentar ante la clase política y la opinión publica de los Estados Unidos a Porfirio Díaz no sólo como el arquitecto de la paz, la modernización y el crecimiento de México, sino como uno de los personajes más importantes a nivel internacional de su tiempo. Y la época del libro, no está de más subrayarlo, fue el Porfiriato, una época peculiar que caracteriza su historiografía, como lo señaló atinadamente Daniel Cosío Villegas hace sesenta años. El carácter dictatorial del régimen de Díaz no sólo suprimió la literatura adversa a él, como dijo don Daniel, sino que multiplicó y sublimó la literatura apologética. Su longevidad, además, permitió que “Díaz no sólo [tuviera] tiempo sobrado para hacer su historia, sino para escribirla.” Adicionalmente, según el gran estudioso del Porfiriato, “la astucia, la previsión, consistió en que Díaz y sus colaboradores tuvieron un fino sentido de la posteridad y de la historia […] y se dieron cuenta de que si uno no escribe su propia historia, otros la escribirán; y todas las probabilidades son en el sentido de que la segunda sea menos placentera que la primera”.3 Ése tiene que ser el punto de partida para entender, desde nuestra época, el libro de Creelman, como una obra escrita en el clímax del régimen de Díaz, en 1910, cuando parecía que había logrado su consagración en la historia y que merecía una celebración. El valor historiográfico del texto es pues como un testimonio de época de un gobernante exitoso que presidía un régimen autoritario y que creía consumada su obra. En segundo lugar, debe valorarse también como la visión desde fuera de to, si bien no hizo comentarios específicos sobre el libro, lo englobó dentro de los trabajos laudatorios y de poca sustancia, considerándolos como literatura cortesana; véase “El porfiriato: su historiografía o arte histórico”, en Extremos de América, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 121-122. Eugenia Meyer, por su parte, señaló al libro como una de las biografías oficiales de Díaz y como un “elogio descarado” a su figura. Ver de esta autora Conciencia histórica norteamericana sobre la Revolución de 1910, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1970, p. 36-37. 3 Cosío Villegas, “El porfiriato…”, p. 110-111 y “La historiografía política del México moderno”, en Memorias del Colegio Nacional, 1952, p. 27.

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un periodista estadounidense prestigiado que reflejaba la visión de un sector de la clase política y de la intelectualidad de ese país sobre México, una visión, como se verá, cargada de prejuicios e incomprensiones pero que era representativa de un sector importante de la sociedad norteamericana de la época que contribuye a explicar las relaciones de ese país con el nuestro. Es posible que el libro de Creelman haya sido hecho por encargo y deba ser visto como la continuación de otra encomienda previa, sin duda, de mayor relevancia histórica: la famosa entrevista que hizo Creelman a Díaz a fines de 1908 para la revista estadounidense Pearson’s Magazine que fue reproducida por los principales diarios mexicanos y que causó una honda conmoción en el ambiente político nacional, siendo uno de los factores que catalizaron la efervescencia política y la emergencia de nuevos actores y organizaciones en el escenario a partir de su publicación.4 ¿Cuál era la intención de Díaz para que Creelman, un prestigiado periodista estadounidense, hiciera un libro biográfico sobre él dirigido al público de ese país? E, inversamente, ¿cuáles eran los motivos de Creelman para realizar un libro biográfico sobre Díaz que, dadas su cercanía y simpatía por el personaje, tenía que ser un libro positivo y laudatorio, que resaltara su figura ante el gobierno y la opinión pública estadounidenses? Más allá del ego y la megalomanía, indudablemente presentes en los años de apogeo y, quizá todavía más, en los del ocaso de Díaz, exacerbados quizá por la apoteosis con la que se organizaban los festejos del Centenario, habría que prestar atención a los motivos políticos que

4  La entrevista Diaz-Creelman ha sido objeto de innumerables estudios y controversias sobre su trascendencia y prácticamente no hay libro sobre el final del Porfiriato y los inicios de la Revolución que no la mencione. Dos de los mejores análisis sobre ella se han hecho recientemente, el trabajo de Javier Garciadiego “La entrevista Díaz-Creelman” (discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia), y el de Claudio Lomnitz, “Cronotopos de una nación distópica: el origen de la ‘dependencia’ en las postrimerías del México Porfiriano” (inédito).

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el viejo gobernante podía tener para promover un libro biográfico, en inglés, y para un auditorio —como el de la clase política y la opinión pública del vecino país— interesado en los temas mexicanos. La relación de Díaz y de sus principales colaboradores con los Estados Unidos fue siempre problemática. Aunque se ha subrayado la actitud de Díaz y de los científicos como antinorteamericana y proeuropea, la verdad es que más que antiestadounidense, la postura de Díaz con el poderoso vecino fue siempre de cautela y desconfianza, e incluso de temor en ciertos momentos en que las relaciones se tensaron. Pero al mismo tiempo Díaz y su grupo eran conscientes de que el proyecto modernizador que impulsaban requería la colaboración de los Estados Unidos y que necesitaba de sus inversiones y su tecnología en sectores estratégicos. Los Estados Unidos, además, no habían renunciado a sus ambiciones expansionistas y aprovecharon la vecindad geográfica y las ventajas competitivas que ofrecían sectores como la minería, el petróleo y la agricultura de exportación para convertirse en la presencia extranjera con mayor peso e influencia en la economía nacional. La política exterior de México con su poderoso vecino tuvo entonces que moverse con cuidado entre la promoción y el impulso de la inversión estadounidense y la cautela y defensa de la soberanía nacional, tratando de contrarrestar la necesaria y creciente influencia de los Estados Unidos con la atracción de capitales europeos y una marcada orientación cultural de los científicos hacia Europa. En medio de esa tensión constante entre la necesidad de la inversión estadounidense y la desconfianza y temor ante su expansionismo hubo elementos nuevos que, como ha señalado Paul Garner, tensaron la de por sí compleja relación binacional. Esos factores fueron la nacionalización de los ferrocarriles decretada por el gobierno de Díaz en 1908 y las concesiones petroleras otorgadas a los capitales británicos encabezados por Lord Cowdray que afectaron a las empresas estadounidenses y fueron mal recibidas por el gobierno de ese país. Adicionalmente, el apoyo de Díaz al presidente nicaragüense Zelaya, depuesto por un golpe de estado promovido por los Estados Unidos, fue interpretado como un gesto de mala voluntad por el gobierno de este país y ese acto tensó aún más las relaciones.

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Por todo esto, es posible pensar que uno de los motivos de Díaz para aceptar la elaboración de un libro biográfico para la sociedad estadounidense hubiera sido el de mejorar su imagen y justificar su gobierno a la luz de la complicada historia por la que había atravesado nuestro país. Esa necesidad habría sido reforzada para contrarrestar los efectos negativos del libro de John Keneneth Turner, Barbarous Mexico, que pintaba un panorama devastador del régimen de Díaz y presentaba a éste como un dictador sanguinario que mantenía al pueblo mexicano en la opresión. Además de ello, Díaz, animal político por excelencia, tenía interés también en que el libro tuviera impacto en la política mexicana y, para ello, contaba con el antecedente del notable éxito que había tenido la difusión de la entrevista que le había concedido al mismo Creelman en 1908. La entrevista había tenido una notable repercusión en los medios políticos nacionales, al ser la primera y enfática declaración pública de Díaz de que no se postularía para una nueva reelección en 1910 y al señalar en ella que consideraba que el país estaba preparado para la democracia, por lo que vería con buenos ojos la creación de partidos de oposición.5 Esa entrevista, bajo la forma de un extenso reportaje, incluía también una biografía de Díaz y era una apretada síntesis de la historia de México bajo la mirada sesgada, romántica y muy ideologizada de James Creelman, por lo que debe considerarse como el antecedente directo de la biografía de Díaz que emprendería poco tiempo después. Javier Garciadiego ha señalado que el objetivo de esa entrevista fue el de “mejorar la imagen de don Porfirio ante la clase política, el sector empresarial y la opinión pública norteamericana […] y a mostrar las buenas relaciones entre Díaz y los Estados Unidos”. También quería que se le reconociera no sólo como el constructor de la paz, el orden y el progreso, sino también del tránsito a la democracia. 5  Garciadiego, “La entrevista…”, p. 8; Álvaro Matute, “Prólogo”, en Entrevista Díaz-Creelman, 2a. ed., traducción de Mario Julio del Campo, prólogo de José María Luján, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2008, 54 p. (Cuadernos Serie Documental, 2), p. 5-7.

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La entrevista fue “cuidadosamente preparada” y, al parecer, estuvo involucrada en ella la cancillería mexicana, a través de Enrique Creel, embajador en Washington, y de John Barret, director de la Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas. Más aún, el embajador de Estados Unidos en México, David Thompson, había estado presente en varias de las entrevistas.6 El efecto más notable que produjo la entrevista, sin embargo, fue catalizar una efervescencia política que tenía sus propias raíces en el desgaste del sistema político porfiriano y en la emergencia de nuevos actores políticos, organizaciones y demandas que condujeron a la creación de dos nuevos movimientos políticos, el Partido Democrático y el Partido Nacional Antirreeleccionista, como fuerzas opositoras al régimen, y a la reorganización de las dos tradicionales corrientes políticas porfiristas, el Partido Reeleccionista encabezado por los científicos y el reyismo, que en su última manifestación, en virtud del choque con aquéllos y con Díaz, se volvió un movimiento opositor.7 Por ello, es posible suponer que otro de los motivos de don Porfirio con el libro autorizado a Creelman fuera el de componer el panorama. James C. Creelman era un periodista estadounidense nacido en Montreal, Canadá, en 1859, que había estudiado leyes pero no había ejercido y se había dedicado al periodismo, en donde se destacó como el reportero que logró entrevistar a personajes notables de la época como León Tolstoi y el papa León XIII. Creelman también alcanzó prestigio como periodista de guerra y cubrió varias de las principales conflagraciones de esos años, como la guerra entre Japón y China en 1894, en 1897 la guerra entre Grecia y Turquía, y en 1898 la guerra entre España y Cuba. Había trabajado también para algunas de las cadenas periodísticas más prestigiosas en los Estados Unidos, como la de Randolph Hearst. Creelman contaba, pues, con buenas credenciales y experiencia, lo que, aunado a la buena reputación de la revista Pearson’s Magazine, en donde habían colaborado notables escritores 6  Garciadiego, op. cit., p. 10-11, 14-15, 21-22. 7  Ibidem, p. 26-28.

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como Bernard Shaw, H. G. Wells y Upton Sinclair, hizo que Díaz no tuviera reparo en otorgar la entrevista.8 ¿Cuáles podrían ser los motivos de Creelman?, ¿qué interés podía tener para realizar una biografía de Díaz por encargo? Además de las ventajas materiales que sin duda pudo obtener en virtud de la trayectoria del periodista, pueden señalarse también otros factores importantes. Un primer elemento es que a Creelman le gustaba la cercanía con el poder y con los personajes notables de su época. Los distintos trabajos que publicó sobre algunos connotados líderes políticos e intelectuales dan muestra de ello. Estaba convencido de que Díaz era uno de ellos y no podía dejar pasar la oportunidad de escribir un libro biográfico sobre él, que tuviera como fondo la historia de México, todo en el marco de las celebraciones del Centenario de la Independencia. Ésa era una ocasión excepcional porque la resonancia que podría tener un libro sobre el presidente mexicano que había conducido al país por más de treinta años no se alcanzaría en ningún otro momento. A Creelman le interesaba también que su libro fuera leído por la elite política e intelectual de su país, particularmente por aquella que tenía intereses políticos y comerciales con México, y contribuir a fortalecer las relaciones entre ambas naciones mediante una mejor comprensión de su vecino del sur, de su historia y de su liderazgo. Adicionalmente, quería fortalecer el camino que había abierto con el amplio reportaje previo sobre Díaz y México, contrarrestar las críticas que había recibido y, sin duda, en un libro podría desarrollar con más libertad y holgura sus opiniones sobre el presidente mexicano y sobre el país que lo había recibido con amabilidad. Es evidente que Creelman, además de cumplir con el objetivo de escribir un libro que, en esas condiciones, necesariamente tenía que tener un carácter laudatorio con su personaje, para el cual tenía admiración, simpatía y afinidad, pudo poner en él sus propios puntos de vista no sólo de su biografiado sino de la manera en que entendía a un país como México, tan próximo y tan diferente de los Estados Unidos. Es este rasgo lo que hace valioso un libro con las características de Díaz, master 8 Ibidem, p. 12- 14.

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of Mexico, que representa el testimonio de un ciudadano norte-americano informado, conocedor de muchas otras culturas e historias y apasionado de los principales acontecimientos políticos de su época que, con su trayectoria, sus valores, su visión ideológica y también sus múltiples prejuicios, intenta acercarse a la historia de México y explicar el papel que en ella tuvo Porfirio Díaz. Sin ser un historiador profesional ni un académico, Creelman escribió un libro que es interesante porque muestra la manera en que un periodista influyente veía a México y a sus problemas y porque esa visión era una de las que incidían en la percepción y en las actitudes que podían tener las elites políticas y económicas del poderoso vecino del norte con nuestro país. Y, a diferencia de la opinión de Díaz que más revuelo había causado en la famosa entrevista previa, sobre la maduración de México para la democracia, Creelman desarrolló en el libro su convicción de que México no estaba preparado para ella y que había una serie de impedimentos de carácter cultural e histórico que hacían muy improbable la democracia en nuestro país, como se verá más adelante. Otra de las objeciones que se hizo a la entrevista Díaz-Creelman era que había estado poco preparada, que era superficial, y que su autor no tenía conocimiento de la realidad nacional. En su libro sobre Díaz, Creelman trató de superar esas críticas y si bien su resultado no fue una obra académica ni erudita, sí escribió una obra basada en numerosas entrevistas con Díaz y en la lectura de diversas fuentes que, sin embargo, al no ser un trabajo académico, no se hicieron explícitas. No obstante ello, Creelman defendió la fundamentación empírica y de investigación de su trabajo: “El autor tuvo la ventaja de sostener muchas conversaciones prolongadas con el presidente Díaz y otros destacados personajes de la república mexicana. Una buena parte del material se tomó de las memorias personales del presidente. La investigación abarcó muchos libros y documentos y la visita a diversas partes de México.”9 Con ese material, Creelman armó una obra en 35 capítulos en la que el eje articulador era la biografía de Díaz, cuyo relato corría parejo con los principales acontecimientos políticos de México. Si bien su límite 9  Creelman, op. cit., p. 3.

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temporal abarcaba hasta los años postreros del Porfiriato, la mayor parte del libro se empleó en la descripción de los años en los que se desarrolló y emergió la estrella de Díaz, es decir, los años de la Reforma y los de la lucha contra la Intervención Francesa, pues es hasta el capítulo XXIX donde empieza la narración de Díaz como presidente de México. El libro de Creelman tiene varias virtudes. Es en primer lugar una visión de Díaz y del Porfiriato desde fuera, por parte de un miembro de la elite cultural de Estados Unidos muy bien relacionado con la clase política de ese país y que tuvo acceso privilegiado a la elite política mexicana y que, en cierto sentido, se vuelve portavoz de ésta en el momento en que Díaz estuvo en la cúspide de su poder. Por ello el periodista estadounidense pudo contar detalles y opiniones directamente de Díaz y de su círculo cercano sobre la forma en que veían y evaluaban su propia trayectoria y obra en la historia nacional. Es, además, un libro bien escrito, emotivo, con un tono épico que describe las hazañas del héroe mexicano que había logrado sacar al país de las guerras intestinas y había conseguido la más prolongada época de estabilidad y crecimiento económico de todo el siglo xix. Tiene también varios y evidentes defectos. Al ser un libro laudatorio de Díaz, a quien alaba en extremo y justifica en prácticamente todos sus actos, no tiene la objetividad ni la crítica necesaria en toda biografía. Más allá de esto, quizá lo que más llame la atención son los juicios de Creelman sobre la imposibilidad estructural e histórica de México para llegar a ser un país democrático, opinión por lo demás muy extendida en la época no sólo en el exterior, sino también dentro de las elites mexicanas. Tiene que entenderse, por lo tanto, como un libro de época con un propósito específico: presentar ante la opinión pública estadounidense a Díaz como el artífice de la modernización de México. El país en la encrucijada

A mediados del siglo xix México era un país que se deshacía en jirones, devastado por las guerras intestinas y externas y por las pugnas por el

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poder entre los distintos caudillos regionales así como por la tensión continua entre los estados, autónomos y soberanos, y la Federación. Esa realidad, reconocida desde entonces, era el escenario en el que había surgido y crecido la figura de Díaz, que Creelman describía con realismo: un país desestabilizado una y otra vez por las guerras civiles y las invasiones: una nación confundida, con un erario vacío, sin crédito nacional o internacional, plagada de bandidos armados, consumida y atormentada por sucesivas insurrecciones […] un pueblo casi sin comercio o industria y dispuesto a arremeter de nuevo unos contra otros. La policía movía a risa. Había corrupción en los tribunales; no existían bancos que ocuparan el lugar de la Iglesia todopoderosa y prestamista, ahora ya despojada de su riqueza. Los secuestros eran comunes, incluso en las calles de la capital. Los salteadores de caminos habían tomado todas las carreteras […].10 En esas condiciones, Creelman establecía lo que parecía un juicio inobjetable para sus contemporáneos: “No fue sino hasta que Porfirio Díaz se convirtió en jerarca de México […] cuando el pueblo de México dejó de ser un caos de disputas políticas y religiosas y se transformó en nación.” Los hechos respaldaban esa afirmación: se había restablecido el crédito, la inversión extranjera fluía, los miles de kilómetros de vías férreas habían conectado a las distintas regiones y zonas productoras con los centros de consumo y con los mercados externos, la industria, la minería y la agricultura crecían, más sectores tenían acceso a la educación. Por ello, a Díaz “se le debe catalogar entre aquellos que en la historia han sido constructores de una nación”.11 El autor no escatimó elogios hacia Díaz: lo presentó como el máximo dirigente latinoamericano y como el hombre más interesante del

10 Ibidem, capítulo I. 11 Ibidem, capítulo I.

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país más malinterpretado y tergiversado del mundo.12 Entre los juicios laudatorios para su biografiado, citó la opinión del presidente de Estados Unidos, Roosevelt, quien en 1908 había expresado: “El presidente Díaz es el estadista vivo más importante en el presente y ha hecho por su país lo que ningún otro ser humano actual ha hecho por alguna otra nación, lo cual es la prueba suprema del valor que tiene el arte de gobernar”. Ese elogio, excesivo a la distancia, en su momento quizás era compartido por un sector de la clase política de ese país y por muchos de los inversionistas que se habían favorecido de sus políticas. Sin embargo, los elogios desmedidos de Creelman a menudo ponían en entredicho su pretendida objetividad: “No hay en el mundo una figura más heroica ni más imponente y atractiva que Porfirio Díaz, por cuyas venas se agita la turbulencia de dos razas y dos civilizaciones”.13 El legado histórico

En su afán de partir de la evolución histórica de México para comprender sus problemas del presente, Creelman hizo una descripción general del pasado prehispánico. Su visión de esa época era la típica imagen construida por la historiografía mexicanista del xix: idealizada, romántica, admirativa, basada en fuentes como Bernal Díaz del Castillo y Humboldt. Al mismo tiempo, era una visión que reproducía los estereotipos en boga sobre las culturas mesoamericanas, como practicantes de ritos sanguinarios y de canibalismo, muy apegadas a sus creencias. En esa tónica, la Colonia y su acendrado catolicismo no podía sino causar condena en un escritor protestante como Creelman, quien —al igual que 12 Creelman, op. cit. prólogo, p. 1. Entre los testimonios elogiosos que cita, se encuentran el del presidente Roosevelt, quien escribió: “El presidente Díaz es el máximo estadista vivo,” y el de Elihu Root, secretario de Estado, quien en un discurso público había dicho: “Veo a Porfirio Díaz, presidente de México, como uno de los grandes hombres que debe ser considerado modelo de heroísmo por el género humano.” 13  Ibidem, capítulo I.

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los liberales mexicanos del xix— consideraba al virreinato como una época de oscurantismo, de servidumbre y esclavitud para la población originaria y de saqueo de las riquezas americanas por parte de la Corona española. A la Independencia sólo le dedicó unos cuantos párrafos, señalando que fue la respuesta a los tres siglos de opresión de la Corona española y que fue alentada por la resistencia a la invasión napoleónica de España, destacando el papel de Morelos en la gesta independentista novohispana. Lograda la independencia, el nuevo país se debatió en luchas intestinas porque no tenía identidad nacional y sus líderes, a pesar de sus buenas intenciones, “conocían poco la ciencia de gobernar”. El problema principal era encontrar la forma de gobierno que mejor se adecuara a las condiciones raciales, culturales e históricas de México. Y en este tema es donde aparecía con toda su crudeza la concepción determinista de Creelman, marcada de racismo y chauvinismo: Nunca pareció ocurrírseles que un pueblo que apenas 300 años antes era de paganos que adoraban ídolos, sin el pensamiento o deseos de tener libertad individual, gobernado por reyes y sacerdotes, y que se arrodillaban por todas partes frente a los monstruosos altares chorreando de sangre humana, no podían mantener los programas superiores de una democracia ganada a través de mil años de aspiraciones anglosajonas.14 El papel de Porfirio Díaz en la forja de la nación mexicana

A partir del nacimiento de Porfirio Díaz, Creelman engarza en su narrativa la biografía de aquél con el derrotero de la nación. Siguiendo las fuentes más conocidas que describían la historia de esos años, como las obras de Mora y Alamán, el autor pasa revista a los acontecimientos más importantes: el arribo de Santa Anna al poder; la primera reforma impulsada por Gómez Farías para reducir el poder del clero; los múltiples regresos a la silla presidencial de Santa Anna, que sirven de marco 14  Ibidem, capítulo II.

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para la niñez y la juventud de Díaz en la tradicional Oaxaca. El pequeño Díaz creció en un ambiente de gran influencia religiosa, huérfano de padre, con una madre muy católica y un padrino sacerdote, vocación que él mismo quiso seguir. No obstante, ya joven cambió y se decidió por la abogacía. Su ingreso en el Instituto Científico y Literario de Oaxaca, preñado de liberalismo, cambió su visión del mundo y le dio conciencia política. La guerra con Texas de 1836 y la guerra con Estados Unidos, sin embargo, son apenas mencionadas en el texto. El triunfo de la Revolución de Ayutla abrió una nueva época para la nación mexicana y también le abrió las puertas del poder nacional y local a los liberales oaxaqueños, encabezados por Juárez. Díaz, quien se había sumado a las huestes liberales, fue recompensado con la presidencia municipal de Ixtlán, en la sierra oaxaqueña. La detallada descripción de la Guerra de Reforma es la que ocupa la mayor parte del libro de Creelman y es la parte mejor lograda de la obra. En ella muestra una buena narración, bien escrita, con informes de primera mano y abundantes citas a las Memorias de Porfirio Díaz,15 quien 15  Las Memorias de Porfirio Díaz constituyen un testimonio directo de los recuerdos y opiniones de Díaz desde su infancia hasta el año de 1867, cuando ocurrió el triunfo sobre las tropas imperiales de Maximiliano. Fueron dictadas por Díaz a su entonces ministro de Fomento, Matías Romero, y fueron publicadas en edición restringida en 1892. Constituyen, por ello, un testimonio de primera mano importante aunque deben tomarse con mucha cautela pues en ellas Díaz da de sí mismo una versión absolutamente parcial sobre los acontecimientos y su participación en ellos y exagera notoriamente sus actos. Desde su aparición fueron motivo de acres comentarios y críticas de los opositores a Díaz y aun de algunos de sus partidarios. Bulnes, el notable porfirista iconoclasta, publicó años después de la muerte de Díaz una serie de comentarios y acotaciones en donde desmiente una buena parte de los eventos que evocan las Memorias y los tacha de fantasiosos y falsos, aunque como observó Daniel Cosío Villegas de los comentarios de Bulnes, no fueron éstos realmente críticos. Cosío Villegas por su parte ponderó de manera diferente las Memorias de Díaz al decir en 1949 que: “después de cincuenta y siete años de publicadas, en nada importante han sido adicionadas o rectificadas […] esas Memorias son, hasta ahora, el único documento personal por el que ha hablado Díaz con su propia voz […]”. CosíoVillegas, “El porfiriato…”, op. cit., p. 11-112. Véase la nueva edición de las Memorias de Porfirio Díaz,

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mostró en ese episodio fundacional de la historia de México las dotes militares y políticas que lo llevaron a hacerse del poder años después. De particular interés son los episodios locales, las batallas que libró Díaz en su estado natal, las cuales le sirvieron para adquirir las habilidades en el manejo de los hombres, en el ejercicio del poder y en la organización militar. La Reforma es presentada por Creelman de acuerdo con la óptica liberal. La suya no es una interpretación imparcial. El clero y los conservadores son vistos como los enemigos de la nación mexicana mientras que los liberales representan el progreso y el futuro de México. Sin embargo, la constatación del tortuoso camino por el que transitaba la nación, incapaz de unificarse, agobiada por los pleitos entre las facciones y debilitada por la injerencia y los intereses de las potencias extranjeras, llevaban a Creelman, de manera obsesiva, a explicar el origen de esas dificultades. Para el periodista norteamericano la causa estaba clara: haber impuesto un modelo constitucional, un sistema político y unas instituciones que no se correspondían cabalmente con la naturaleza y con la historia de la nación mexicana. Y su comparación con la historia de los Estados Unidos le demostraba la veracidad de su diagnóstico: El sistema mismo que produjo la fuerza, unidad y orden en la república del norte, había dividido y debilitado constantemente a México, cuyas masas nunca pudieron entender las instituciones democráticas. A menos que se abandonara la Constitución y se decretara la monarquía, México sería cada vez más débil y los Estados Unidos cada día más fuertes, llegando el momento en que los mexicanos iban a ser sojuzgados y absorbidos por la nación más grande. El origen de los males había sido “imponer a los pueblos sin madurez política, descendientes de las masas sumisas de aborígenes americanos, las duras y a veces pasmosas responsabilidades del autogobierno”.16 México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2 v., 1994, edición que incluye los ácidos comentarios de Bulnes como apéndice. 16  Ibidem, capítulo XII.

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La debilidad del país y la intenciones monárquicas de los conservadores encontraron eco en la ambición de Napoléon III, quien aprovechó el momento para emprender su aventura imperial con Maximiliano. Los capítulos de la Intervención Francesa son de los mejores del libro, que adquiere una narrativa épica bien lograda, a través de la descripción de las batallas y estrategias, en las que el testimonio directo de Díaz, en algunos de sus pasajes, ayuda a comprenderlas mejor. Particularmente notables son las partes en las que narra los pormenores de la batalla del 5 de mayo en Puebla y el posterior cerco a que fue sometida la ciudad por los franceses en los meses siguientes, que condujeron a la captura y fuga de Díaz. En la descripción de estos episodios Creelman tampoco es neutral. No sólo toma partido por los liberales juaristas, en los que Díaz emerge como uno de sus principales militares, sino que también, como estadounidense, condena la intervención.17 La visión que presenta Creelman de la aventura imperial de Maximiliano se inscribe en esa misma tónica. El joven emperador es exhibido como un joven romántico e idealista, dispendioso, que nunca entendió la realidad mexicana y que pronto se enemistó con sus aliados conservadores mexicanos, particularmente con la Iglesia Católica, por su negativa a aplicar las Leyes de Reforma. Así, pronto se convirtió en rehén de las tropas francesas que, en número de 30 mil, encabezaba el general Forey. La superioridad de las tropas francesas aliadas con el ejército conservador dirigido por Miramón hizo retroceder a los liberales que defendían al gobierno de Juárez quien, al perder regiones, se refugió en el norte del país perseguido por las tropas monárquicas. Díaz, entretanto, lograba mantener la resistencia en el sur, en Oaxaca y Chiapas. El asedio de las tropas francesas, empero, no se hizo esperar y pronto una fuerte columna de 10 mil hombres, al mando del general Bazaine, puso cerco a Díaz en la ciudad de Oaxaca y la tomó, capturando a Díaz, quien estuvo preso en la ciudad de Puebla hasta el 20 de septiembre de 1865, cuando escapó de forma novelesca. La fuga de Díaz es descrita con detalle por Creelman, quien utiliza profusamente las memorias del 17  Ibidem, capítulos XIII y XIV.

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héroe mexicano que, luego de ello, emprendería la reorganización de sus fuerzas y sería uno de los pilares en el triunfo sobre los franceses.18 Al finalizar la Guerra Civil en Estados Unidos y al complicarse el panorama europeo para Francia ante la inminencia de una confrontación bélica con Prusia, Napoleón III comprendió que la aventura imperial había fracasado y era cada vez más costosa, por lo que decidió retirar al numeroso ejército francés. Maximiliano se quedó con muy pocos hombres, lo que selló su derrota. Ante esa situación, los generales republicanos pudieron reorganizarse y fueron recuperando las distintas regiones del territorio nacional. Ese avance, inexorable, estuvo basado en las acciones de varios de los mejores militares que había dado la República, Díaz entre ellos, conducidos por Juárez, guía e inspiración de la resistencia nacional. No obstante, Juárez aparece en el texto en segundo plano y Creelman, con intención, destaca y exagera el papel de Díaz, quien aparece en la trama como el principal artífice del triunfo republicano.19 Creelman narra vívidamente el viaje de Carlota a Europa para conseguir ayuda una vez que Napoleón les hizo saber que el ejército francés se retiraba, y hace una buena descripción de la angustia y las indecisiones de Maximiliano en esos momentos. Su suerte, empero, estaba echada y sólo era cuestión de tiempo para que las tropas republicanas lo vencieran. Una de las batallas finales decisivas fue la toma de Puebla por Díaz, el 2 de abril de 1867, que abrió el paso franco hacia la capital del país. Los restos del imperio se refugiaron en la ciudad de México, a la que puso cerco Díaz, y en Querétaro, donde se atrincheró Maximiliano con las tropas de Miramón y Mejía. La caída de Querétaro y el fusilamiento del romántico emperador fueron el capítulo final de la aventura imperial. Díaz tomó la capital del país, finalmente, el 20 de junio de 1867, un día después de la muerte de Maximiliano.20 El autor describe también emotivamente los últimos días y el fusilamiento de Maximiliano utilizando fuentes de primera mano y entrevis18  Ibidem, capítulos XVII y XVIII. 19  Ibidem, capítulos XVIII-XX. 20  Ibidem, capítulos XXI, XXII y XXIII.

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tas con Díaz. Restablecida la República, Creelman subraya el orden que impuso Díaz a sus fuerzas cuando ocupó la capital del país, sus dotes de administrador, su modestia y subordinación a Juárez. También describe la rivalidad creciente de Juárez ante la popularidad del joven general y cómo la decisión de Juárez de desarmar a las dos terceras partes del ejército comenzaron a marcar distancia entre ellos y a enfriar sus relaciones. Es conocido el distanciamiento entre los dos grandes caudillos oaxaqueños. Juárez estaba en el cenit de su gloria y la estrella de Díaz iba todavía en ascenso. La ambición de uno y otro los fue separando. Creelman presenta esa tensión, que a fin de cuentas no era sino una lucha por el poder, como diferencias entre dos personalidades fuertes, con estilos y proyectos distintos y, desde luego, toma partido por los motivos de Díaz, a quien siempre justifica. Contrasta así las dos dimensiones de Juárez, como patriota y legislador y como gobernante. En esta última lo califica como idealista y poco práctico. Díaz, por su parte, era un organizador y administrador nato. A su rivalidad y la desconfianza de Juárez hacia el joven general se agregó su decisión de separar del ejército a los amigos de Díaz.21 La ambición de poder de Díaz, quien se sentía con merecimientos para ocupar la silla presidencial, y el apoyo que creía tener en el ejército lo llevaron a rebelarse contra Juárez. Esa revuelta, sin embargo, fue un completo fracaso y pronto fue desactivada. Tuvo que esconderse en Veracruz y salir del país. Regresó a Nayarit, donde vivió con otro nombre en Tepic hasta que aceptó la amnistía que le ofreció el presidente Lerdo, quien sustituyó a Juárez luego de la muerte de éste en 1872. La muerte de Juárez, el gran líder que había logrado unificar a la nación mexicana y restablecer la República, no hizo sino avivar las ambiciones políticas de los principales personajes que se creían con los méritos suficientes para ocupar el lugar del ilustre zapoteco, entre ellos, Porfirio Díaz. Con el afán de justificar su segunda rebelión, esta vez contra Lerdo, Creelman pinta un panorama desolador de bancarrota e inestabilidad en el país, y subraya la incapacidad de los políticos nacionales para superar 21  Ibidem, capítulos XXIV-XXVI.

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esos problemas. Lerdo aparece en el texto del periodista norteamericano como un personaje anclado en el pasado. Díaz, en contraste, no formaba parte de ese panorama desolador, por lo que, a juicio de Creelman, era el salvador de México. La gente clamaría porque Díaz interviniera y éste se sacrificaría por la patria. El argumento y la interpretación de Creelman son extremadamente parciales, subjetivos y sesgados, porque no aparece en absoluto la ambición de Díaz y su traición a Juárez, a Lerdo y a las instituciones, sino sólo destaca sus virtudes. Por ello no es un retrato de claroscuros y matices, que pinte al personaje en toda su complejidad, sino sólo es un relato cronológico lleno de loas y admiración, lo que constituye el principal defecto del texto.22 Finalmente, la decisión de Lerdo de reelegirse le dio el pretexto a Díaz para iniciar un nuevo levantamiento —la famosa rebelión de Tuxtepec— que se justificó, paradójicamente, como lo mostraría después la historia de Porfirio Díaz, como un movimiento contra la reelección. Díaz había aprendido del fracaso de su anterior asonada y en la nueva logró incorporar a líderes militares y a regiones que le habían hecho falta en la previa, con lo cual logró vencer a Lerdo y hacerse del poder nacional que había buscado con ahínco.23 Díaz se hizo cargo del poder ejecutivo de la República, convocó a elecciones y ocupó la presidencia constitucional en 1877, iniciando una nueva era en el desarrollo del país y demostrando una notable habilidad política. Creelman enaltece esas virtudes y subraya su efecto y el giro que logró en la historia del convulsionado país al que gobernó: Los teóricos superficiales, los aspirantes a revolucionarios, los arribistas decepcionados y los francos chantajistas han buscado en vano convencer al mundo exterior de que el gran Presidente de México es un tirano despiadado que ha aplastado a su país bajo el peso de la corrupción, respaldado por un aparato militar cruel y servil. La respuesta a estos agitadores absurdos y maliciosos es el 22  Ibidem, capítulos XXVII-XXVIII. 23  Ibidem, capítulo XXIX.

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constante ascenso de México al rango de una nación poderosa y respetada, el obvio orgullo con el cual todos los mexicanos decentes pronuncian el nombre de Díaz, y la prosperidad que su fuerza, energía, inteligencia y devoción incansable han traído a la nación. No queda más que comparar el caos anárquico, la indefensión de las masas, la total miseria y degradación de la vida en México existentes cuando Díaz fue Presidente por primera vez, con el país ordenado y próspero de la actualidad […].24 El eficaz sistema político que construyó don Porfirio le dio la paz y estabilidad que el país no había tenido en décadas y eso consolidó su poder personal y centralizado en su persona. Los buenos resultados comenzaron a notarse desde el primer periodo presidencial de Díaz, de 1877 a 1880. Por ello, Creelman alaba el compromiso de Díaz de no reelegirse ese año a pesar de las presiones para que lo hiciera, y justifica su cambio de parecer después por las circunstancias y la necesidad. Los apologistas del régimen y los beneficiados por sus políticas justificaron y reclamaron las sucesivas reelecciones de Díaz. La posición de Creelman se hizo eco de esa justificación: por sus logros y la necesidad de dar continuidad a esa política de paz y progreso, así como por la corrupción e ineficacia de Manuel González se tuvo que aceptar la reelección del indispensable gobernante: El reto de los acontecimientos posteriores y ver que su país temblaba al borde de un abismo de desdicha y vergüenza lo persuadieron después para cambiar de opinión y rendirse a la lógica de la historia mexicana […]. Fueron los estragos causados por la administración de González, su bancarrota de la nación, su corrupción de la actitud pública hacia las deudas públicas —corrupción tan profunda que la mera propuesta de reconocer la deuda con los ingleses provocó desórdenes, aunque por lo general se creía que González y sus amigos 24  Ibidem, capítulo XXX.

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habían obtenido millones de dólares con la transacción— los que determinaron la decisión de Díaz para volver a ser Presidente de México […] este recuerdo penoso hizo que el país resolviera no permitir que Díaz se retirara aun después de que había restablecido el crédito público y devuelto la solvencia a la nación. Así, Porfirio Díaz se había vuelto indispensable: “La posterior reelección del presidente Díaz para los mandatos de cuatro años en 1892, 1896 y 1900, y su reelección para mandatos sexenales en 1894 [sic] y 1910, son resultado de una determinación nacional para continuar con su gran política de paz y progreso con tal de que puedan convencerlo de seguir en funciones.”25 Otro de los propósitos del libro era el de defender al gobierno de Díaz de sus críticos, objetivo que desarrolla de manera tangencial, general y superficial, pues sólo califica de ignorantes, fanáticos, chantajistas, sensacionalistas y revolucionarios a sus opositores, sin personalizarlos y sin presentar sus argumentos ni los contraargumentos que los refutarían. De manera particular Creelman busca restablecer la verdad histórica de la matanza de opositores que se habían rebelado en Veracruz en 1879 y aclarar el significado de la famosa frase de Díaz de “matarlos en caliente”, señalando que en el contexto significaba fusilarlos sólo si eran capturados in fraganti. El argumento recurrente eran los logros de Díaz y el contraste con las épocas que le precedieron, lo que justificaba la reelección e invalidaba toda crítica: “El México tranquilo, unido y floreciente de la actualidad, en contraste con el país dividido, manchado de sangre, anárquico y en bancarrota existente la primera vez que el presidente Díaz llegó al poder, constituye la mejor respuesta que puede darse a los ignorantes difamadores, chantajistas y aspirantes a revolucionarios quienes, refugiados a salvo en tierras extranjeras, han tratado de manchar el nombre de su propio país.”26 25  Ibidem, capítulos XXXI y XXXII. 26  Ibidem, capítulos XXX y XXXIII.

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La mejor prueba del éxito de la gestión de Díaz eran los logros de su gobierno, a cuya enumeración Creelman dedicó el antepenúltimo capítulo de su obra, prodigando elogios también a José Yves Limantour, el célebre secretario de Hacienda de Porfirio Díaz y artífice de su política económica. Entre sus principales logros estaban: la captación de 5 veces más ingresos que al inicio de su administración; el superávit fiscal; la reducción del riesgo país y la revaluación de los bonos nacionales; la exportación de 5 veces más mercancías; la creación de más de 24 mil kilómetros de ferrocarriles y más de 32 mil kilómetros de líneas telegráficas entre 1876 y 1910; el aumento en más de 40 veces de cartas y paquetes postales; el crecimiento 5 veces mayor de la producción de plata; la creación de una moderna planta industrial en las ramas textiles, tabacaleras, mineras y azucareras; el aumento en el número de bancos y de fondos bancarios; la nacionalización de los ferrocarriles y la proliferación de escuelas y la reducción del analfabetismo.27 El problema de la democracia

Sin embargo, el tema más interesante y polémico del libro, al que el autor vuelve una y otra vez y que se engarza directamente con la coyuntura del país en esos años y con las repercusiones de la entrevista Díaz-Creelman era precisamente el de la democracia mexicana. En este punto la opinión de Creelman, desarrollada con amplitud en el texto, era contundente: México no podía ser un país democrático no porque no quisiera o no lo intentara la clase política, sino por sus raíces culturales y por su historia. Peor aún, no lo podía ser por su raza. Y aquí es donde se manifestaba con crudeza el prejuicio racial y cultural de Creelman, por lo demás muy en boga en ciertos círculos políticos y culturales europeos y estadounidenses de la época: Cuando México se entregó de lleno y con entusiasmo a las formas anglosajonas de la democracia, desafió su propia historia y tradi27  Ibidem, capítulo XXXIII.

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ciones, no tomó en cuenta los instintos de la sangre que corría por sus venas, olvidó los templos y palacios derribados y la extinta civilización de sus pueblos prehistóricos —recurriendo en un día de emoción heroica a las instituciones que únicamente son posibles para las naciones de máxima capacidad política […] la democracia es posible en todas sus partes sólo para las personas que tienen un autocontrol natural y un respeto abstracto por la ley.28 Para Creelman, la falta de democracia en México tenía profundas raíces históricas, culturales y, en el fondo, raciales. Su chauvinismo anglosajón y sus prejuicios raciales lo llevaban a negar la capacidad de los pueblos como el mexicano para alcanzar el ideal democrático. Desde ese punto de vista, el pasado indígena, aunque idealizado, y el pasado colonial, opresivo, se convertían en un lastre para la vida democrática. Esa incapacidad llegaba al extremo de ser un impedimento natural: sólo los pueblos anglosajones habían logrado establecer un sistema democrático. Con sus múltiples reelecciones y el ejercicio personalista del poder, Díaz se había convertido en un autócrata. Este hecho lo reconocía Creelman: “Durante treinta años el presidente Díaz ha gobernado a México con el poder de un autócrata. Ningún monarca del mundo ha podido ejercer una autoridad de esa clase sobre un pueblo […] Todas las cosas en la vida de la nación se ordenan y se desarrollan conforme a su voluntad.” No obstante, no era un gobernante corrupto y había construido un clima de paz y estabilidad, apoyado por el ejército y la policía rural y por los distintos poderes locales: gobernadores, jefes políticos y presidentes municipales. Había paz y estabilidad, pero no había democracia. El problema de fondo, para Creelman —y en los hechos también para Díaz y para todos los intelectuales y políticos porfiristas que habían renunciado a la apertura del sistema político y que, dos años después de la famosa entrevista Díaz-Creelman habían demostrado la falsedad de las declaraciones del viejo dictador al afirmar que el pueblo mexicano estaba preparado para la democracia y que debían organizarse partidos 28  Ibidem, capítulo I.

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políticos de oposición— era que México no podía ser democrático por naturaleza, raza, cultura e historia. Visto con una óptica contemporánea, ése era el argumento más chocante de Creelman, más allá de sus juicios racistas y anglocéntricos que, en ese contexto, servían para justificar la dictadura porfirista: Nadie ha entendido mejor que el presidente Díaz lo inútil que es tratar a su pueblo como si fuesen anglosajones formados por ascendencia, tradición, instinto racial, educación y hábito para sostener las cargas y responsabilidades de la ciudadanía previstas por su Constitución anglosajona. La verdad es que, quizá no más de una décima parte de la población de México vota alguna vez en una elección. No obstante, la Constitución otorga a todos los adultos varones el derecho al voto. Esta situación se debe en gran medida a la flojera natural y la indiferencia política de la población indígena y de quienes son en parte indígenas, que representan más de tres cuartas partes de todos los ciudadanos del país […] por desgracia el mexicano promedio está imbuido de una especie de fatalismo político, una sensación de que en cierta forma el gobierno proseguirá solo; y el presidente Díaz ha expresado una queja constante de que sus compatriotas, como un todo, no ponen interés suficiente y racional en la política.29 No obstante, al margen de los prejuicios de Creelman, la historia de México parecía confirmar ese fatal diagnóstico. Desde los tiempos prehispánicos no había una tradición democrática, como tampoco la había habido en la Colonia ni en la Independencia y la Reforma porque, a diferencia de los países anglosajones, lo que hacía falta, según el periodista estadounidense, era la concepción de la soberanía política no del pueblo sino del individuo. Había algunas razas que, por el paternalismo ancestral y la falta de responsabilidad en el cumplimiento de los deberes cívicos, no estaban preparadas para la democracia: la raza mexicana era 29  Ibidem, capítulo XXXIV.

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de éstas. “En dichas razas la democracia se convierte en un sentimiento vago, y el individuo que recurre al gobierno para todo, rechazando o haciendo caso omiso de sus responsabilidades para mantener el orden y promover el bienestar general —proclamando sus derechos pero olvidando sus deberes, y ajenos al hecho de que el proceso de gobierno comienza con un autocontrol personal.”30 Ese diagnóstico crudo de Creelman, con aires de fatalidad, no sólo lo derivaba de su convicción sino de su observación de la realidad nacional: los estados no eran soberanos, no existía el sufragio efectivo, la gente no votaba, no había un verdadero poder legislativo ni una real federación republicana, la libertad de prensa no existía, había un enorme burocratismo, la concentración de la tierra en pocas manos era evidente, la agricultura en su mayor parte era atrasada, había en algunas zonas peonaje por endeudamiento, el alcoholismo estaba extendido, la administración de la justicia estaba politizada, se perseguía a los opositores por sus ideas políticas, las comunicaciones eran precarias. El rosario de males nacionales era abrumador y éstos no habían sido resueltos, no sólo por el gobierno de Porfirio Díaz, sino por el conjunto de la nación mexicana. A pesar de ello, para Creelman el régimen de Díaz representaba un avance y eran falsas las acusaciones que se le habían hecho sobre la esclavización de indígenas en las plantaciones del sureste, como el propio perdiodista decía haber constatado personalmente luego de trabajar varias semanas en las fincas henequeneras de Yucatán.31 El último capítulo del libro es uno de los más interesantes y es en él donde Creelman aporta elementos de primera mano —al parecer, entrevistas y conversaciones con Díaz— para comprender mejor los motivos de Díaz para manejar las consecuencias imprevistas por la entrevista de 1908 y para manejar el desafío del movimiento reyista que buscó incidir en la sucesión presidencial de 1910. En ese capítulo Creelman desarrolla y justifica precisamente la decisión de Díaz de postularse nuevamente a la presidencia y admite que fue su incapacidad para resolver el problema 30  Ibidem, capítulo XXXIV. 31  Ibidem, capítulo XXXIV.

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sucesorio. Antes de la elección presidencial de 1904, convencido de que la paz y la estabilidad logradas eran sólidas y que para asegurar el futuro era menester continuar su política económica y la administración, decidió dejar a Limantour como su sucesor y le pidió a Bernardo Reyes, el otro gran personaje de la elite porfiriana, que lo apoyara. Es decir, para Díaz el problema de su sucesión tenía más un carácter de administración que de política y por eso el escogido fue Limantour, aunque con el apoyo de Reyes y del ejército, una combinación de administración y política aunque esta última subordinada a la primera. Aunque Reyes aceptó la propuesta, poco tiempo después aparecieron ataques hacia Limantour y, al buscar al responsable, se halló que había sido el propio Reyes. A decir de Creelman, cuando Díaz lo supo, mandó llamar al general y lo confrontó con la evidencia, por lo que Reyes renunció a la Secretaría de Guerra y aceptó la orden de Díaz de regresar a la gubernatura de Nuevo León. Fue con ese antecedente y en ese contexto en el que se produjo la entrevista de 1908 y sus repercusiones. Según Creelman —que muy probablemente externaba las opiniones del propio Díaz— luego de la entrevista le habían llegado al anciano dictador miles de cartas de protesta por su decisión de no contender nuevamente por la presidencia de la República, rogándole que continuara en el poder. Incluso de gobiernos extranjeros llegaron advertencias de las repercusiones negativas que tendría su decisión en el panorama financiero internacional. Pero además, el otro motivo de preocupación, más grave aún, había sido la reemergencia del movimiento reyista. Cerrarle el paso a Reyes, su alter ego, llevó a Díaz a apoyarse nuevamente en los científicos y reafirmar que serían ellos quienes lo sucederían en el poder. Díaz temía que pudiera relevarlo alguien tan semejante a él como Reyes: no lo podía permitir. Paradójicamente, ni Díaz ni Limantour, ni tampoco Creelman cuando escribió su testimonio, se imaginaban que tal decisión, en lugar de preservar la obra y la imagen de Díaz, sería una de las causas imprevistas que provocarían la revolución, cuyo motivo central, sin duda alguna, sería contra la decisión de Díaz de mantenerse en el poder y optar por los científicos para sucederlo. Buena parte de las protestas populares

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que alimentaron la revuelta maderista tuvieron su raíz en el desprestigio y el repudio hacia ese grupo. Además, un número considerable de los principales cuadros revolucionarios maderistas provenía del reyismo, que nunca le perdonó a Díaz la exclusión de su favorito y transitó hacia una oposición cada vez más militante. Sin embargo, en 1909 lo que preocupaba a Díaz era desactivar al reyismo, que se había vuelto un desafío inédito para el viejo dictador. Así había leído Díaz la efervescencia política provocada por la entrevista con Creelman: “Parecía que el nuevo partido cuya formación él había pedido no pasaba de ser una muestra ruidosa, turbulenta y difamatoria a favor del general Reyes para el cargo de vicepresidente. A pesar de estos hechos, Díaz renunció a su preciado plan de descansar, estuvo de acuerdo en mantenerse en la presidencia y no veía con buenos ojos el movimiento de Reyes […].” 32 Por eso el viejo Porfirio, a la vieja usanza, había exiliado a Reyes. Eliminado éste, había propuesto nuevamente a Limantour que aceptara postularse, pero el experimentado administrador, que como él mismo reconoció muchas veces no era político ni entendía ni le interesaba la política, volvió a rechazar la oferta. Sin otras opciones, Díaz volvió a postularse. Creelman terminó de escribir su libro en el año de 1910, en el apogeo del sistema porfiriano, cuando nada en el horizonte, una vez desactivado el reyismo, parecía anunciar el cataclismo revolucionario que se vendría unos meses después. La preocupación de Creelman, como la de muchos de los partidarios de Díaz y de la gente interesada por el futuro del país, era la de qué le esperaría a la nación mexicana una vez que el anciano gobernante muriera. Hay quienes insisten en que cuando el presidente Díaz muera, se producirá una agitación general y destructiva en México. Afirman que su fuerza, habilidad y la confianza que aún le tiene el pueblo mexicano son los factores que mantienen la paz en la república 32  Ibidem, capítulo XXXV.

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Prólogo a la presente edición

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y que tan pronto como fallezca la nación quedará en condiciones generalizadas de confusión y conflicto.33 Y, desde luego, para Creelman, al igual que para el resto de la clase política mexicana de la época, en esos momentos, previos a las elecciones federales de 1910, era impensable un levantamiento contra Díaz. Por ello, de manera categórica, afirmaba: “Es absurdo hablar de un regreso del pueblo mexicano al antiguo hábito revolucionario. Díaz ha hecho bien su trabajo. Ha mantenido tranquilos a sus compatriotas […] El pueblo mexicano está demasiado ocupado como para que haya peleas internas […].” Por eso, a pesar de la incertidumbre por un México sin don Porfirio, Creelman concluyó su libro con una frase llena de optimismo de Díaz: “Me siento satisfecho con saber, en mi vejez, que finalmente el porvenir de México está asegurado.”34 Por desgracia no fue así. El optimismo de Díaz se derrumbó estrepitosamente pocos meses después, barrido por el vendaval revolucionario y el libro de Creelman se volvería un texto anacrónico.

Felipe Arturo Ávila Espinosa

33  Ibidem, capítulo XXXV. 34  Ibidem, capítulo XXXV.

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JAMES CREELMAN

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prólogo

La emocionante historia de Porfirio Díaz se ha contado muchas veces, aunque siempre separada de la historia mexicana en su totalidad. El resultado ha sido muy confuso y, por lo general, engañoso; uno se aparta del relato con la sensación de que no contiene una explicación del México moderno. En el burdo intento de aplicar las instituciones perfeccionadas de la civilización anglosajona a los descendientes de las razas de piel morena que habitaron México antes de la llegada de Colón a América, los políticos mexicanos de 1824 sometieron los principios del gobierno democrático a una dura prueba. Sin tener en cuenta este experimento es imposible percatarse de la profunda trascendencia que tiene la extraordinaria carrera de Díaz y la importancia que posee su trabajo para todos los estudiosos del arte de gobernar. Llegó al poder después de una juventud de pobreza y oscuridad, dadas las necesidades de su dividido y desmoralizado país; él es verdaderamente un producto de la debilidad de su pueblo tanto como el México pacífico y progresista de la actualidad es en gran medida resultado de su fortaleza y sentido común. En estos tiempos de agitación radical, en que la democracia sentimental vocifera sus epigramas en contra del trabajo arduo, rudo y lento al que se enfrenta la sociedad organizada de todos los países, hay mucho que aprender de la vida de este máximo dirigente latinoamericano, desde 65

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su brillante juventud de lucha hasta su vejez, en la cual se sitúa como el reconocido maestro del progreso y la relativa abundancia. El autor tuvo la ventaja de sostener muchas conversaciones prolongadas con el presidente Díaz y otros destacados personajes de la república mexicana. Una buena parte del material se tomó de las memorias personales del presidente. La investigación abarcó muchos libros y documentos y la visita a diversas partes de México. Toda la información financiera se presenta en moneda nacional. La finalidad de esta obra no es atacar ni defender, sino explicar, al hombre más interesante del país más malinterpretado y tergiversado del mundo.

James Creelman Nueva York, 1910.

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I

los vivos y los muertos

Mientras descubría su blanca cabeza con corte militar, el presidente Díaz se acercó a la tumba de Benito Juárez en el pequeño panteón de San Fernando. A sus ochenta años, el jerarca y héroe del México moderno, protagonista del hemisferio americano y un misterio inescrutable para los estudiosos del gobierno, estaba de pie con todo el garbo y la fuerza de un viejo guerrero mirando el rostro esculpido del inmortal indígena abogado y estadista, bajo cuyo liderazgo, en el lejano valle de Oaxaca, él apartó su alma juvenil de las ambiciones sacerdotales y empuñó una espada que no volvió a enfundar sino hasta que la república mexicana despertó al fin de su larga noche de vergüenza, confusión, debilidad y sufrimiento, para ocupar un lugar entre las naciones respetadas y aceptadas en el mundo. A pesar de su edad, Porfirio Díaz parecía la personificación del poder y el valor. Estaba completamente rodeado de tumbas y monumentos de dirigentes mexicanos: el general Guerrero, soldado en la primera etapa de la guerra de independencia, más tarde presidente y que encontró una 67

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muerte sangrienta al ser víctima de una traición; Ignacio Comonfort, también presidente, asesinado a sangre fría por traidores mexicanos; el general Zaragoza, quien obligó a retroceder a los invasores franceses en aquel inolvidable 5 de mayo; el general Arteaga, muerto a sangre fría por órdenes de Maximiliano; los generales Miramón y Mejía, ejecutados con Maximiliano, cuando la caída del fastuoso imperio del invasor austriaco marcó la última intromisión de la Europa armada en las repúblicas de América. Como victorioso sobreviviente de medio siglo de guerras y traiciones casi sin precedentes en la historia de la humanidad, donde la democracia imaginativa, la monarquía y el poder eclesiástico lucharon por su vida, la fortaleza y el sentido común de Díaz habían aportado más de treinta años de paz a su país. De los descoloridos muros rosa y café de la muy cercana iglesia de San Fernando llegaba el sonido de los solemnes cánticos dominicales, y el repentino tañido de las campanas situadas sobre las antiguas iglesias de la capital mexicana retumbaba con estridencia entre los grises monumentos donde el constructor de una nación estaba en íntima comunión con el pasado muerto de ésta. La frente amplia y ancha, inclinada, remataba en una cabellera blanca tiesa y sobresalía de los ojos hundidos, oscuros, inquisitivos —ojos tiernos, que desviaban la mirada rápidamente, ojos de una formidable mirada intensa, amistosa, confiada, divertida— y la nariz ancha, fuerte, cuyas fosas se dilataban con cada emoción como muestra de sensibilidad, armonizaban con la tremenda fuerza trituradora de las potentes mandíbulas que se extendían desde las orejas grandes y planas, pegadas a la cabeza; el mentón cuadrado y sólido; la boca grande, expresiva, enmarcada por un bigote níveo bien cuidado, la cabeza vigorosa en forma de óvalo, el cuello corto, musculoso, los hombros anchos y la caja torácica profunda. Había cierto magnetismo en su mirada, una tensa gallardía y dignidad en la esbelta figura, una actitud nerviosa en la forma de erguir la cabeza, indicativa de una virilidad y tenacidad que podían desafiar las tensiones y golpes de toda una vida de aventuras, peligros y tentaciones.

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Con un gesto de reverencia, el venerable dirigente colocó una guirnalda de violetas frescas en la figura de mármol tendida trágicamente entre coronas cubiertas de polvo y listones desteñidos. En ese momento, las cornetas y tambores de los militares distantes respondieron al desaforado repiqueteo de las campanas, como si el tributo de un Díaz vivo a un Juárez muerto hubiera traído del pasado la lucha entre la Iglesia y el Estado, que por más de cincuenta años desoló a México y ensangrentó su suelo. Luego, los sonidos se apagaron y todo quedó en silencio en el pequeño cementerio nacional donde patriota y traidor, soldado y estadista, republicano e imperialista, reposan juntos en la tierra, indiferentes por igual a las guerras, estratagemas o traiciones. Hubo una época en que hasta Díaz y Juárez estuvieron en guerra. Entre las proezas de uno y las teorías del otro yacía en toda su amplitud el problema del gobierno civilizado. Cuando México se entregó de lleno y con entusiasmo a las formas anglosajonas de la democracia desafió su propia historia y tradiciones, no tomó en cuenta los instintos de la sangre que corría por sus venas, olvidó los templos y palacios derribados y la extinta civilización de sus pueblos prehistóricos —recurriendo en un día de emoción heroica a las instituciones que únicamente son posibles para las naciones de máxima capacidad política— y quienes habían sufrido juntos en nombre de una república oprimida por largo tiempo entraron de nuevo en guerra, tal vez no conscientes de que la auténtica interrogante era si un principio político o un método político, que son verdaderos o posibles en un sitio, son verdaderos o posibles en todas partes, o si la raza, el clima o el tiempo, o los tres factores juntos, deben determinar si en una nación gobernará temporal o permanentemente el líder que sea más popular o el que tenga mayores méritos. La lealtad paciente de Juárez, “el hombre de la levita negra”, para abstraer los ideales de la democracia, fue lo que inspiró a Víctor Hugo, el importantísimo novelista, para dirigir al presidente indígena su famoso mensaje después de la caída del imperio de Maximiliano en 1867: “La América actual tiene dos héroes, Lincoln y usted: Lincoln, por quien la esclavitud ha muerto; usted, por quien la libertad ha vencido. México se salvó por un principio y por un hombre. Ese hombre es usted”.

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No obstante, sobre todas las cosas Benito Juárez era abogado. Tenía la visión sin la fuerza ejecutiva. Le interesaban más las teorías de gobierno que el gobierno en sí. Aunque su pluma dio un golpe mortal a la tiranía eclesiástica y valientemente derramó la sangre del emperador Maximiliano, dando al mundo un raro ejemplo de modesta dignidad, paciencia y lealtad a un principio, ni la pureza del propósito ni su interpretación de las teorías filosóficas y gubernamentales pudieron llevar la paz y la prosperidad a un pueblo que hablaba 56 lenguas, degradado y em­pobrecido por siglos de mal gobierno, un país desestabilizado una y otra vez por las guerras civiles y las invasiones: una nación confundida, con un erario vacío, sin crédito nacional o internacional, plagada de bandidos armados, consumida y atormentada por sucesivas insurrecciones. ¡Paz y honor a las cenizas del patriota incorruptible en quien la sangre pura de la América aborigen encontró su reivindicación suprema! Su lugar en la historia está a salvo. Sin embargo, a su sucesor, Porfirio Díaz, le correspondió la tarea de traer paz, orden, fortaleza, crédito y progreso a México. En él se mezcla la sangre de los mixtecos primitivos con la de los españoles invasores. Ha gobernado a su país durante treinta años. A veces, el suyo ha sido un gobierno duro, pero real. A la muerte del gran Juárez, los mexicanos eran pobres, estaban divididos y abatidos. De los líderes instalados en la capital había salido el grito de una democracia triunfante, recibido por un pueblo casi sin comercio o industria y dispuesto a arremeter de nuevo unos contra otros; la policía movía a risa; había corrupción en los tribunales; no existían bancos que ocuparan el lugar de la Iglesia todopoderosa y prestamista, ahora ya despojada de su riqueza; los secuestros eran comunes, incluso en las calles de la capital; los salteadores de caminos habían tomado todas las carreteras, mezclando las palabrotas con una jerga rimbombante sobre los derechos del hombre; los bonos mexicanos se vendían en Londres a diez centavos de dólar; el crédito mexicano en el país y en el extranjero era objeto de burla. No fue sino hasta que Porfirio Díaz se convirtió en jerarca de México, y que el poder, la inteligencia y la justicia práctica de su liderazgo

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avanzaron sin oposición entre las abstracciones meramente bellas de la democracia fantasiosa hacia una paz real e ininterrumpida, cuando el pueblo de México dejó de ser un caos de disputas políticas y religiosas y se transformó en nación. No era que la libertad hubiera desaparecido. Tampoco la constitución democrática dejó de ser un ideal abstracto intacto e invariable de justicia política y social. Pero con la tranquilidad, la unidad y el orden como cimientos de la civilización sobre los cuales deben apoyarse la prosperidad, el desarrollo y el crédito, el presidente Díaz se opuso decididamente a la guerra en un país que se dedicaba a ella por completo. Con la sola fuerza de su carácter, el héroe de cincuenta batallas se convirtió de soldado en estadista, conduciendo a su país al hábito de la laboriosidad, mediante el establecimiento del crédito nacional en todos los países, atrayendo cientos de millones de dólares de capital extranjero a la república, hasta hacer que miles de kilómetros de vías férreas atravesaran sus estados y el telégrafo los uniera, con vastos sistemas de manufacturas que complementaban las riquezas de rápido crecimiento derivadas de la minería y la agricultura, todos con el servicio de espléndidos puertos marítimos nuevos y otras obras públicas. De manera que el continuo aumento de las escuelas y universidades que fecundaban la inteligencia nacional, con un erario repleto, la generación de una paz continua, la venta de bonos mexicanos en los mercados del mundo a un precio superior a los de las antiguas naciones europeas, siendo la palabra de México válida en todos los países, hay pocos motivos para asombrarse de que, ya sea que Porfirio Díaz ha gobernado su país conforme a la teoría de los países anglosajones o según las capacidades y necesidades del grueso de sus compatriotas, el veredicto del mundo es que él solo ha sabido cómo transformar al populacho en un pueblo consciente de la nacionalidad y que, haciendo a un lado todas las teorías institucionales, se le debe catalogar entre aquellos que en la historia han sido constructores de una nación. La opinión de todas las personas responsables fue resumida por el presidente Roosevelt cuando, desde la Casa Blanca, el día 7 de marzo de 1908 escribió: “El presidente Díaz es el estadista vivo más importante

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en el presente y ha hecho por su país lo que ningún otro ser humano actual ha hecho por alguna otra nación, lo cual es la prueba suprema del valor que tiene el arte de gobernar”. Lo más sorprendente sobre este destacado hombre de las Américas modernas es que su trabajo sereno, pacífico y certero, como estadista y gobernante, contrasta en forma notable con un sendero anterior de luchas casi continuas. Tales aventuras románticas, combates cuerpo a cuerpo, escapadas por un pelo, encarcelamientos, fugas, victorias y derrotas hacen que su juventud parezca casi legendaria. Una faceta del carácter que persiste en toda la historia de su vida es su integridad y la congruencia de sus intenciones. El presidente Díaz no es anglosajón. Admira las instituciones anglosajonas. Cree que la democracia es el único principio equitativo de gobierno. Sabe que la democracia es posible en todas sus partes sólo para las personas que tienen un autocontrol natural y un respeto abstracto por la ley. Su éxito al sacar a su país de la confusión, los conflictos, la pobreza y la ignominia le ha permitido tener una influencia tan grande entre los mexicanos que durante treinta años, a pesar de las teorías democráticas, ha gobernado a México con el poder de un autócrata. Tampoco ha mostrado el mínimo deseo de garantizar la permanencia de su poder mediante la modificación de la forma escrita de la república. Su vida ha sido un puente sobre el cual espera que su pueblo camine hacia una libertad civil perfeccionada. Sin embargo, ha aprendido a distinguir entre las verdades que llevan a la anarquía y los métodos que producen paz, prosperidad y, en última instancia, concordia. No obstante, por mucho que crea en las futuras posibilidades de las razas gentiles y agradables de donde han surgido profesionales tan competentes, y que han demostrado tanto valor al luchar por la independencia nacional, en la historia de su país ha visto abundantes pruebas de que las difíciles responsabilidades individuales, que acompañan al gobierno democrático absoluto, no puede asumirlas completamente el pueblo mexicano, sino hasta que la educación y los hábitos arraigados de laboriosidad hayan allanado el camino. No es justo tratar de establecer un franco contraste entre la obra de Juárez y los logros de Díaz. Juárez cumplió con un gran objetivo

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de manera grandiosa: mantuvo vivo un principio. Empero Díaz creó una nación. Díaz poseía la sabiduría práctica de Marcelo, el gramático, cuando le dijo a Tiberio: “César, podéis darle la ciudadanía romana a los hombres, pero no a las palabras”. Pocas veces en la historia encontramos que el idealista absoluto es un gobernante de éxito. Tiende a suavizar o hacer caso omiso de los hechos cuando están reñidos con las teorías. Su función más eficaz es inspirar el espíritu de gobierno, buscar y aclarar los fines legítimos del gobierno y promover la aceptación alentadora, inteligente, leal y general de las cargas necesarias del gobierno, en vez de dirigir los métodos gubernamentales. Washington declaró solemnemente que su confianza en la Constitución de los Estados Unidos se apoyaba en el admirable espíritu de conciliación en que fue concebida. Si el estadista más sensato y ecuánime de su época pudo decir eso de la gran ley orgánica en que florecieron las aspiraciones y capacidades inconquistables de la raza anglosajona, ¿qué debe decir la filosofía —el nombre más señorial que se da al sentido común— de los variables cambios y concesiones mutuas que existen inevitablemente entre las fórmulas democráticas nobles, que los imaginativos patriotas mexicanos tomaron de los anglosajones, y la paz, prosperidad y la libertad individual fundamental que son el objeto supremo de la república, una gran mayoría de cuyos ciudadanos no pueden leer ni escribir, como individuos son indiferentes a las instituciones políticas y al parecer descienden de muchas sangres orientales, probablemente asiáticas? No hay en el mundo una figura más heroica, más imponente y atractiva que Porfirio Díaz, por cuyas venas se agita la turbulencia de dos razas y dos civilizaciones. La historia moderna tampoco presenta un problema más fantástico y apabullante que México, donde el misterio de su pasado remoto, muy difícil de leer en los palacios y templos prehistóricos, hace que su futuro sea mucho más inescrutable. En nombre de la religión, los sacerdotes españoles que llegaron a México bajo la protección de Hernán Cortés y sus conquistadores vestidos con armaduras pusieron fin a toda una civilización remontándose,

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tal vez miles de años, mediante la destrucción sistemática, implacable y total de sus anales. A la lucha prolongada y sangrienta que expulsó la bandera española de México le siguió un conflicto salvaje y, en ocasiones, casi bárbaro entre las fuerzas republicanas y la autoridad eclesiástica, dando como resultado que las arrogantes y licenciosas órdenes monásticas perdieran sus facultades cívicas, la Iglesia fuera despojada de sus enormes propiedades, se abolieran sus privilegios exclusivos y al clero lo privaran de sus derechos políticos, quedándole al gobierno de la república triunfante un Estado democrático experimental, el cual buscaba expresar una imaginación ilimitada en términos de una experiencia provincial. Luego al país lo desgarraron los invasores y Napoleón III inventó un trono mexicano imperial para el archiduque austriaco Maximiliano. El primero era un monarca débil y traicionero, cuyo sueño de jugador consistente en abrir camino a la raza latina en el continente americano no sólo incluía la destrucción de la república mexicana, sino en apariencia también la conquista final de la gran democracia anglosajona que protegía a todas las demás repúblicas americanas contra las ambiciones de la monarquía europea armada. Hubo días en que la independencia de México, si no es que el futuro del hemisferio americano, parecían depender de Porfirio Díaz. Si no hubiera logrado bajarse en la oscuridad por la cuerda que colgaba de la azotea de su prisión conventual en Puebla; si hubiera aceptado el soborno imperial de Maximiliano y empuñado su espada contra la república; si hubiese perdido la batalla decisiva de Puebla, la cual permitió sitiar a la capital y dejar a Maximiliano indefenso en Querétaro; si hubiese pensado en sí mismo y no en su causa y hubiera desfallecido, se hubiera desanimado o hubiese cometido un error garrafal en alguna de las crisis que estaban supeditadas a su valor, patriotismo y poder, Napoleón III se habría afianzado en las ruinas de la libertad mexicana y al menos intentado la conquista armada de la democracia en el nuevo mundo. Cuando Maximiliano y sus invasores habían metido una cuña de bayonetas en el corazón de México, cuando el presidente Juárez fue obligado a ir hacia el norte hasta que su gobierno fugitivo se asiló en

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una población al lado de la distante frontera estadounidense, en ese momento de debilidad y desconsuelo, fue el joven soldado Díaz quien conservó vivo el espíritu de la resistencia, quien reunió a los indígenas pobres y despreciados, los entusiasmó apelando a su patriotismo, les enseñó a pelear y, sin comunicación con Juárez o sus ministros, creó y equipó a un ejército de lugareños y lo condujo sin resistencia posible a través de un laberinto de montañas volcánicas y valles resecos contra soldados blancos veteranos a las órdenes de famosos oficiales europeos, burlando a los experimentados comandantes de Napoleón, haciendo añicos las líneas imperiales con sus andrajosos voluntarios indígenas, y obligando al enemigo a que retrocediera todo el tiempo hasta que la última gran victoria la logró el presidente Juárez al entrar de nuevo a la capital mexicana custodiado por las tropas de Díaz, para izar en el palacio nacional la bandera de la República que el leal general había puesto en sus manos. Pero lo que Díaz consiguió como soldado, sus aventuras maravillosas y casi increíbles, y su resistencia a la tentación, si bien pueden estimular a fondo la imaginación promedio, son menos importantes que los treinta años pacíficos de su labor como presidente de la república. Ese largo trecho de un mandato fuerte, acertado y crecientemente revitalizador es lo que le eleva en su vejez a una altura de distinción tal, que lo conocen en todas las naciones y su nombre es aceptado por doquier como garantía para su país. Juárez fue el que dijo: “El respeto al derecho ajeno es la paz.” Estas sabias palabras están grabadas en la mayoría de los monumentos erigidos en memoria del abogado indígena. Pero el respeto al derecho ajeno no es un instinto natural en todas las razas. En algunas, predomina, en otras parece casi no existir. Sin éste, la verdadera democracia es respeten el derecho ajeno, el gobierno se convertirá en un instrumento inmediato de la voluntad popular. No puede haber aseveración más sólida que decir que una nación libre no es un mecanismo, sino un organismo en donde todas las células están conscientes; se deduce que mientras la paz, la educación y la laboriosidad prolongadas no desa-

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rrollen por completo la inteligencia y absorban las energías del pueblo mexicano en conjunto, la idea rectora de México deberá hallarse en el lema brusco, aunque práctico, del presidente Díaz: “Menos política y más administración.”

DR © 2016. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas Disponible en: www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/díazjerarca/DJM.html diaz.indd 76

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Para entender de qué manera Díaz conformó una nación pacífica y próspera con el pueblo mexicano es bueno aplazar la historia de su juventud pintoresca, llena de emocionantes aventuras, y conocer un poco de los elementos humanos heterogéneos que fueron vaciados, comprimidos, aunque no fundidos ni asimilados, en el poco grato molde de la democracia, a causa de un patriotismo previo que olvida o es ajeno al hecho de que el autogobierno a la manera de los pueblos anglosajones es tanto un legado como un logro. No sólo se hablan 55 lenguas autóctonas en la república actual, sino que aún están en pie las ruinas de miles de palacios, templos y fuertes cuyas historias ya habían quedado en el olvido cuando al descubrimiento de América le siguió la conquista española de México. Tan sólo en la península de Yucatán, estas ruinas ricamente esculpidas y a menudo majestuosas, construidas por los mayas primitivos, incluyen más de 10 000, y quizá 100 000, estructuras de piedra labrada, la mayoría de las cuales representan una arquitectura de belleza noble y singular. Muchos de los templos, palacios y fuertes son edificios 77

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de enorme tamaño y solidez. Algunos están situados en la cumbre de majestuosas pirámides truncadas. Estas ruinas imponentes, cinceladas antes de que en América se conocieran las herramientas metálicas —al menos sólo se han encontrado rastros de instrumentos de piedra dura— se extienden en cientos de millas de un país casi desolado. No eran más que las estructuras públicas de un pueblo cuyas chozas se hicieron polvo en la prehistoria. Se estima que la antigua población de la península de Yucatán pudo llegar a 20 000 000 de personas. Ahora hay menos de 400 000 habitantes, incluyendo a Campeche y Quintana Roo. Esta península es apenas un catorceavo del territorio de la república mexicana, cuya superficie mide 767 259 millas cuadradas y es tan grande como el suelo combinado de Francia, Austria-Hungría, Inglaterra, Irlanda, Escocia, Italia, Holanda, Portugal y Bélgica. Sin embargo, las pruebas de una civilización antigua y muy desarrollada entre los mayas son tan vastas que intimidan al espectador. La fuerza y la riqueza imaginativa de estos monumentos de la cultura americana desaparecida desafían a las ruinas señoriales de Egipto, China o la India. La grandeza destruida de Chichén Itzá y Uxmal guarda un misterio más trágico que Delhi o Luxor. Es difícil entender por qué este maravilloso país no atrae a multitudes de viajeros estadounidenses a sus escenarios emocionantes de la civilización desaparecida. No hay duda de que los mayas eran orientales. Sus rostros, cabezas y cuerpos, sus modales, costumbres y modo de pensar, al igual que sus maravillosas ruinas, evocan alternadamente a China, Corea, la India, Japón, Java y la Península Malaya. Las ruinas inigualables de Mitla, que se yerguen con una belleza muda en el solitario valle de Oaxaca, en sus frescos borrosos, sus monolitos y muros de mosaico con piedras cortadas nos traen a la mente a los arquitectos del valle del Nilo. Las esculturas prehistóricas de Palenque, en Chiapas, la colosal pirámide de Cholula en el amplio valle de Puebla, donde Cortés y sus hombres armados vieron una ciudad con las torres de 400 templos y acto seguido dieron muerte a 6 000 de sus habitantes; las inmensas pirámides de San Juan Teotihuacan, cerca de la ciudad de México, con sus tesoros enterrados compuestos por jade verde tallado,

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cuchillos de obsidiana, máscaras, cabezas de terracota y otros objetos primitivos, con diseños que sin duda recuerdan al Egipto de la primera época: desde la Sonora montañosa, en el noroeste, viajando 2 000 millas hasta las fronteras mismas de Guatemala, los restos increíbles de civilización que dejaron los mayas, zapotecos, toltecas, otomíes, chichimecos, totonacos, tlaxcaltecas y otros pueblos que construyeron ciudades con templos y palacios, y habían organizado gobiernos y religiones muchos siglos antes de que Europa descubriera América, todo atestigua el hecho de que la actual población indígena de México desciende de razas y civilizaciones que llegaron de allende los mares. La inmensa importancia de esto radica en que probablemente ochenta por ciento de los actuales habitantes oriundos de México son indígenas o mestizos. Hay distintas teorías respecto a las proporciones relativas de la sangre blanca e indígena en el país, pero no hay cifras confiables. El estimado del presidente Díaz arroja un veinte por ciento de sangre blanca pura en México. Los arqueólogos que se han pasado la vida estudiando las antiguas ruinas; los etnólogos que han analizado las características mentales, morales y físicas de las poblaciones vivas; los estadistas y estudiosos que han investigado y comparado sus tendencias y capacidades políticas; y los líderes religiosos que han probado sus interpretaciones e inclinaciones espirituales, todos admiten que el origen preciso de los indígenas mexicanos y la naturaleza de su viaje hasta América son misterios que sólo los soñadores o los charlatanes fingen resolver. Pero casi todas las autoridades concuerdan en que estos indígenas descienden de los orientales que construyeron las ruinas majestuosas que maravillan y a la vez impacientan a la arqueología: son el mayor misterio y el más fascinante de la historia de la humanidad. Hay muchas, muchísimas indicaciones de que gran parte de los ancestros mexicanos llegaron de Asia. Se han encontrado miles y miles de objetos de jade verde en las ruinas, tan antiguos que incluso cuando los españoles entraron por la fuerza al país, los naturales no tenían tradiciones al respecto. En el valle de Oaxaca, no lejos de las ruinas de Mitla, encontraron pequeñas máscaras de jade mongolas, máscaras

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mortuorias con rostros asiáticos maravillosamente talladas, —no invenciones bárbaras, sino retratos obvios y atractivos—, trabajados casi con la sutileza griega. Ni un solo átomo de este jade se ha visto en estado natural en alguna parte del hemisferio americano, aunque ha servido de ornamento para los pueblos de China y otros países asiáticos durante miles de años. Durante 75 años, los arqueólogos y mineralogistas han explorado en vano las montañas y valles de México buscando depósitos de jade. No obstante, la presencia de máscaras, ídolos, animales, cuentas y otros adornos de jade en los palacios y templos más sagrados del antiguo México muestra que los americanos primitivos valoraban la piedra tanto como los asiáticos. ¿Cómo fue que el jade llegó a México antes de que Colón cruzara el Atlántico, si no venía del lejano Oriente? No es muy importante saber cómo llegaron estas razas a América; por medio de un continente, o de islas que se hundieron en el océano o si cruzaron hacia Alaska o eran descendientes de grupos sucesivos que viajaron en barcos a los cuales las tormentas arrastraron por el océano; al menos eso ha sucedido en la historia que está documentada. Lo que parece casi irrefutable es que las masas de la nación mexicana son de raza oriental, que su sangre desciende de egipcios o indios, mongoles o malayos, coreanos o japoneses, o es una mezcla de todos o algunos de estos pueblos. La estupenda arquitectura que dejaron en suelo mexicano sus ancestros remotos tiene demasiadas semejanzas con el arte oriental como para ser simplemente accidentales. Además, no hay inicios rudimentarios o bárbaros de donde surgiera la arquitectura del México antiguo. Los constructores desaparecidos de las obras que dejan pasmado y emocionan al viajero de la actualidad debieron tener un conocimiento muy desarrollado de la arquitectura cuando llegaron a América. Hay quienes afirman que todas las antiguas civilizaciones de América, desde Perú hasta México, son resultado de las conquistas mongolas; que, después de la derrota de un enorme ejército mongol que Kublai Kan mandó en barcos para conquistar Japón en el año 1284, una parte de las fuerzas derrotadas encontraron su camino cruzando el Océano Pacífico, se apoderaron de Perú, establecieron las dinastías incas y crearon una

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nueva civilización. Dicen que los maravillosos toltecas, quienes antecedieron a los aztecas en México, en el siglo sexto se vieron obligados a huir de sus casas en Mongolia, cerca del lago Baikal para escapar de las hordas montadas del despiadado Gran Kan turco que arrasó Asia. Los fugitivos no tuvieron otra alternativa para sobrevivir que un viaje desesperado cruzando los mares en busca de un nuevo territorio. Y los aztecas junto con las seis tribus que los acompañaron a América fueron las siete tribus mongolas que emigraron después de una de las batallas más sangrientas de la historia, que ocurrió en el año 1179. Si bien esta explicación de las ruinas increíbles y las razas desconcertantes de México es en gran medida teórica, tiene mucho sustento en lo que se conoce de las leyes, costumbres, ceremoniales y monumentos de las civilizaciones americanas prehistóricas. Pero sea cual fuere la verdad, hay suficientes elementos para explicar al México de hoy con la certeza práctica de que las razas de tez morena y amarilla y sus mezclas, que forman cuando menos tres cuartas partes de la población de la república, descienden de las sangres orientales, para las cuales las instituciones políticas verdaderamente democráticas son ajenas, cuando no imposibles. Estos pobladores eran caníbales cuando los españoles los encontraron. Hacían sacrificios humanos para sus dioses en todas partes y los sacerdotes comían las extremidades de las víctimas. Era común que los guerreros mexicanos se comieran a sus prisioneros. A lo largo del país, en todas las poblaciones, había cárceles que asemejaban jaulas donde hombres, mujeres y niños eran engordados con esmero para que resultaran más apetitosos y nutritivos cuando los mataran. Basta leer las muchas historias de la conquista de México para darse cuenta del atroz predominio de los sacrificios humanos y el canibalismo entre los pueblos civilizados que ya llevaban mucho tiempo viviendo en comunidades permanentes y cuyos descendientes, 300 años después, asumieron las amplias responsabilidades del gobierno democrático absoluto, experimento que incluso la nación mejor informada y más políticamente desarrollada del mundo no ha podido reivindicar por completo en la práctica. Los más audaces entre los primeros estadistas que establecieron la civilización anglosajona en América no soñaban confiar su gobierno a

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los sufragios de las tribus aborígenes estadounidenses, ni Washington, Hamilton o Jefferson sugirieron que a los indígenas se les diera derecho al voto como base para las instituciones libres de los Estados Unidos. No quiere decir que haya comparación entre los violentos nómadas bárbaros del norte y los descendientes gentiles y adorables de las antiguas civilizaciones mexicanas. Pero apenas unos cien años antes de que los primeros colonizadores de Nueva Inglaterra desembarcaran en Plymouth Rock, para preparar el camino del experimento más fabuloso y sincero de un gobierno democrático que haya intentado el hombre, los conquistadores españoles encontraron en todos los puntos de México altares chorreando de sangre humana y templos donde los muros estaban ennegrecidos por las manchas de los sacrificios. Era igual en todas las regiones, una cadena de monarquías o cacicazgos teocráticos (aunque a los tlaxcaltecas los gobernaba una oligarquía elegida) y el gran imperio azteca, al mando de Moctezuma, prácticamente supremo en la gran meseta central; su capital estaba en medio de un valle inundado, 7 500 pies sobre el nivel del mar. A dondequiera que fueran los españoles encontraban frente a los muchos dioses del país corazones humanos recién extraídos de los cuerpos y a los numerosos sacerdotes dándose un festín con los restos de los sacrificios; nada de eso lo daban a las bestias salvajes. Es posible que los pocos frívolos e ignorantes que intentan comparar el gobierno de México con el de los Estados Unidos, porque sus leyes orgánicas concuerdan, puedan encontrar una aclaración al analizar que siete séptimos de la población de estos últimos pertenecen a las razas europeas blancas y desarrolladas, en tanto que más de las tres cuartas partes de los ciudadanos mexicanos descienden total o parcialmente de los pueblos de piel morena que vivían en ese país cuando Cortés los invadió. No es tema de comparación sino de contraste. Lo extraño es que, después de 300 años de mal gobierno español y cincuenta años de salvajes guerras civiles, aun el estadista más dedicado y hábil haya hecho de México una nación de paz y progreso. Quienes critican las políticas mediante las cuales el presidente Díaz salvó a su pueblo de los extremos desmoralizadores de una democracia

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meramente imaginativa, persiguiendo con firmeza los objetivos de la democracia en vez de venerar sus fórmulas, harían bien en recordar la descripción hecha por Bernal Díaz, uno de los conquistadores que acompañaron a Cortés, del imponente teocalli o templo, que el derrotado emperador azteca mostrara al dirigente español. Ayuda a comprender a las masas que llevaban zarape e iban descalzas, cuyos antepasados dieron paso a las condiciones e ideales representados por el gobierno de Moctezuma y los suyos hace menos de 400 años: Sobre cada uno de estos basamentos había una figura gigantesca y gorda; la situada a la derecha representaba al dios de la guerra, Huitzilopochtli. Este ídolo era de cara ancha, con ojos deformes de mirada iracunda y todo cubierto de joyas, oro y perlas. Asimismo, recubiertas de oro y piedras preciosas, grandes serpientes se enroscaban en el cuerpo de este monstruo, que en una mano llevaba un arco y un manojo de flechas en la otra […]. Alrededor del cuello de Huitzilopochtli había figuras que representaban caras y corazones humanos hechos de oro y plata, decorados con piedras azules. Frente a él se encontraban varios recipientes con copal, el incienso con el que los aborígenes producían un humo aromático; los corazones de tres indígenas sacrificados ese día se quemaban hasta consumirse a manera de ofrenda. Las paredes y todo el piso del adoratorio casi habían ennegrecido con la sangre humana, siendo repugnante el hedor. A la izquierda había otra figura del mismo tamaño que la de Huitzilopochtli. Su rostro se asemejaba mucho al de un oso, con ojos brillantes hechos de tetzcat, un material tipo espejo utilizado en la zona. Al igual que su hermano Huitzilopochtli, este ídolo de nombre Tetzcatlipuca estaba totalmente cubierto de piedras preciosas. Éste era el dios de los infiernos y se hacía cargo de las almas de mexicanos difuntos. Rodeaba su cuerpo un círculo de figuras cuyo aspecto era de pequeños diablillos, con cola de serpiente. Las paredes y el suelo que circundaban a este ídolo también estaban manchados de sangre y la fetidez era peor que en un matadero his-

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pano. Ese día había cinco corazones de los indios que sacrificaron en su honor. En la parte superior de este templo había otro adoratorio […] otro ídolo, mitad hombre mitad lagarto, completamente cubierto de piedras preciosas […] Ya olvidé su nombre, aunque no así el hecho de que todo estaba manchado de sangre y el hedor era tan desagradable que no pudimos permanecer allí durante un largo rato […] Esta terraza estaba llena de diversos objetos de aspecto diabólico: trompetas grandes y pequeñas, enormes cuchillos usados para los sacrificios y corazones quemados de los indios a los que habían sacrificado; se observaba sangre coagulada desparramada por todas partes, algo insoportable a la vista y aterrorizante […]. Cerca de esta misma puerta había otras figuras parecidas a diablos y serpientes, y no lejos de allí, un altar con una costra de sangre ya ennegrecida y otra parte derramada hacía poco. En un edificio contiguo percibimos numerosos platos y vasijas de diferentes formas, llenas de agua y que servían para cocinar la carne de los infortunados seres que habían sido sacrificados y de la cual comían los sacerdotes. Cerca del altar se observaban varios puñales y tajos de madera parecidos a los que utilizan nuestros carniceros para cortar la carne […]. Junto a este templo había otro, con incontables cráneos y huesos humanos apilados, aunque por separado. Este lugar también tenía sus correspondientes ídolos y en todos estos templos vimos sacerdotes ataviados con capas negras largas, las cuales tenían capuchas como las usadas por los miembros de coros y frailes dominicos. Llevaban las orejas perforadas y el cabello largo se apelmazaba con la sangre coagulada. Esta escena de sacrificio humano y canibalismo, presidida por el Moctezuma imperial, estaba a corta distancia del lugar donde Porfirio Díaz durante treinta años ha forjado la paz, la fuerza y el progreso en una nación que ahora honran y en la que confían por todas partes entre los hombres civilizados. Fue en ese mismo año, cuando a Lutero lo juzgaron en Worms ante Carlos V, que aventureros protegidos con casco y coraza

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estaban derribando los altares, destruyendo los ídolos y quemando los archivos y la literatura del antiguo México. En el año 1493, unos cuantos meses después de que Colón descubriera América, el papa Alejandro VI dividió todas las regiones desconocidas de la Tierra entre España y Portugal. Los reyes de estos dos países habían peleado por los nuevos territorios trasatlánticos y habían recurrido a la Santa Sede para dirimir sus reivindicaciones. El papa trazó una línea en el mapa de norte a sur, unas cien leguas al occidente de las islas Azores y —por ser una época en que significaba la muerte negar que la Tierra era plana y sólo de un lado de ella había pobladores— expidió una bula declarando que todos los territorios descubiertos al oriente de esta línea pertenecerían a los portugueses, mientras que todo lo situado al occidente de la misma correspondería a los españoles. Fue una etapa donde el intenso sentimiento religioso se mezclaba con una manía general por la aventura y la gloria militar. Desde las cruzadas, todas las expediciones de exploración europeas habían partido en nombre de la religión. El papa era el “padre de los reyes” y el único que podía conceder a una nación cristiana el derecho sobre los nuevos países. Así fue como los espléndidos aventureros de España desenvainaron sus espadas en nombre de Cristo y de la Iglesia, por más que pudieran impulsarlos la codicia por el oro y la gloria. Inflamado con ese espíritu, Diego de Velásquez, capitán general de Cuba, envió a Hernán Cortés, quien conquistó México para España con una expedición armada en febrero de 1519 para difundir el cristianismo entre los habitantes de la América continental, adonde había llegado previamente su sobrino, Juan de Grijalva, quien recordó los rumores sobre los maravillosos tesoros que poseían los infieles que adoraban ídolos. Cuando a Cortés lo nombraron capitán de esta aventura inolvidable compró por el equivalente a miles de dólares una magnífica vestidura de gala con una pesada cola de oro y sacó un estandarte de terciopelo negro bordado en oro con el escudo de armas de España sobre una cruz escarlata rodeada por llamas azules y blancas, y con las palabras en latín: “Amigos, sigamos la cruz y bajo este signo, si tenemos fe, conquistaremos”. Después, al son de tambores y trompetas, anunció que

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todos aquellos que se le unieran en la conquista habrían de tener participación en los territorios, el oro, plata y joyas que pudieran obtener en los nuevos países. Reunió una fuerza de entre 500 y 600 hombres con armadura, incluidos los mosqueteros y arqueros, dieciséis caballos y algo de artillería. Existen pocas cosas en la historia comparables a la historia de la sangrienta conquista de México hecha por Cortés. Cuando llegó al sitio de la actual ciudad de Veracruz renunció al cargo que le había dado Velásquez e hizo que sus seguidores lo eligieran capitán general y presidente del tribunal. A partir de entonces, una vez que destruyó sus naves, avanzó hacia el imperio de Moctezuma, espada en mano y con el nombre de Cristo y de la Iglesia siempre en los labios. El fogonazo y el estruendo de su cañón, la visión de sus caballos —animales que los indígenas no conocían—, el aterrador poder ofensivo de sus hombres, la grandiosidad de sus pretensiones, convencieron a muchos de los supersticiosos habitantes de que Cortés había aparecido entre ellos para cumplir la antigua profecía que hizo un dios-hombre blanco, Quetzalcóatl, que otrora los gobernara. Moctezuma le envió embajadores, quienes le obsequiaron artículos de oro y plata del tamaño de una rueda de carreta; un casco lleno de granos de oro puro; treinta patos de oro; oro con formas de leones, tigres, perros y monos; diez cadenas de oro con relicarios; un arco y doce flechas de oro; y toda suerte de adornos y prendas maravillosamente trabajados. En nombre de su soberano, rogaban a los españoles que no se le acercaran. Una y otra vez, el emperador azteca mandó procesiones de hombres cargados de regalos para ponerlos a los pies de Cortés. El altanero conquistador respondió que él venía en nombre del máximo monarca del mundo y que su misión era terminar con los sacrificios humanos y la adoración a los ídolos, y para darles a conocer la religión cristiana. Libró una gran batalla con los tlaxcaltecas —Bernal Díaz insiste en que Cortés con 400 hombres derrotó a 50 000 del enemigo comandados por Xicoténcatl, el general en jefe tlaxcalteca— y luego persuadió al pueblo vencido para que fueran sus aliados en contra de Moctezuma y sus aztecas. Unos días después, algunos de los hombres de Cortés es-

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calaron el imponente volcán apagado Popocatépetl y descendieron al cráter a sacar azufre para la pólvora de sus cañones. A continuación los conquistadores marcharon hacia Cholula —de esa espléndida ciudad de los templos y torres sólo queda una pirámide cubierta de pasto y unas cuantas ruinas amorfas— donde, por el rumor de que los cholultecas en apariencia amistosos intentaban traicionarlo, reunió a los nobles, sacerdotes y guerreros y, a una señal convenida, él y sus soldados revestidos de armaduras asesinaron a 6 000 hombres. Una y otra vez, Cortés derribó los ídolos y los altares ensangrentados de los indígenas y en su lugar colocó imágenes de la Virgen; no obstante, mandó decir a Moctezuma que él y sus hombres sufrían “una enfermedad del corazón que se curaba con oro”. Moctezuma, con la esperanza de persuadir a los invasores de que abandonaran su país, siguió enviando embajadas con oro, sin darse cuenta de que avivaba una pasión que significó su propia destrucción. Después del asesinato de los cholultecas, Moctezuma, ataviado con un esplendor casi indescriptible, con sus botas de suela de oro sólido, recibió a Cortés en Tenochtitlan, la actual ciudad de México. El monarca azteca anunció que ya no se opondría a la voluntad de los dioses y se convertiría en un vasallo del gran emperador representado por Cortés. Los españoles persuadieron luego a Moctezuma para que abandonara su palacio y viviera en el cuartel de ellos; de inmediato lo tomaron prisionero. Ver a su monarca débil y afable en manos de los invasores, las afrentas que los españoles cometieron contra los templos y sus dioses y el asesinato de una gran multitud durante un festival religioso, hicieron que los aztecas se levantaran contra sus opresores. Cuando Moctezuma llamó a su pueblo a respetar a los forasteros, le lanzaron proyectiles y lo mataron. El liderazgo pasó entonces a su sobrino, el heroico Cuauhtémoc, quien expulsó de la ciudad a Cortés y a sus hombres. Después de una campaña con continuas luchas durante muchos meses, Cortés conquistó la capital. Tomó prisionero a Cuauhtémoc, el último emperador azteca, le quemó los pies en una hoguera con la esperanza de conseguir los tesoros escondidos y luego lo colgó ignominiosamente. La nación mexicana, en tiempos del presidente Díaz, erigió un gran

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monumento al noble Cuauhtémoc, y el nombre de Cortés es tan odiado en la república hoy en día que incluso se desconoce el lugar donde reposan sus cenizas. Todo el mundo conoce la historia de cómo los pueblos de México fueron pisoteados por los soldados de España. A eso le siguió la labor de los monjes españoles para convertir a los infieles al cristianismo. Se dice que un solo monje bautizó a 5 000 mexicanos en un día. En unos cuantos años, bautizaron a más de 4 000 000. El efecto de este bautismo masivo de un pueblo al que no habían instruido en los fundamentos del cristianismo, fue comentado por Alexander von Humboldt cuando escribió que la introducción de la religión cristiana en México “se tradujo para los mexicanos en sustituir los ritos de un culto sanguinario con nuevas ceremonias y símbolos […] un dogma no reemplazó a otro, sino sólo una ceremonia a otra”, declaró. “Los he visto, adornados con cascabeles, ejecutar danzas salvajes alrededor del altar, mientras un monje franciscano elevaba la hostia”. No tiene caso repetir aquí la historia de la dominación española sobre las indefensas masas de América. Baste saber que cada colonia, tan pronto como tuvo fuerza suficiente, se alzó contra los españoles y los expulsó, hasta que en la actualidad la bandera española no ondea en ninguna parte del hemisferio occidental. España liquidó la antigua civilización de los mexicanos y destruyó su literatura y los monumentos, y en una horripilante oscuridad, los indígenas subyugados —tal vez una población de 30 000 000, con muchas ciudades magníficas— se hundieron bajo el gobierno de sus conquistadores. Es verdad que estaban habituados a los sacrificios humanos, el canibalismo y la esclavitud; pero al menos el gobierno era propio. Ahora los gobernaban unos extranjeros decididos a arrebatarle su riqueza al país. A la larga, el gobierno representado por 170 virreyes y 610 capitanes generales y gobernadores españoles, prácticamente dejaron a los mexicanos fuera del gobierno. Sin embargo, en ese tiempo, más de 10 000 000 000 de dólares en oro, plata y otros metales fueron llevados a España desde las minas mexicanas. El impuesto de la corona, el quinto real, promedió unos $ 34 000 000 anuales durante casi tres siglos, para

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no hablar de la enorme riqueza mineral introducida de contrabando a España, de lo cual no hay constancia. No es de extrañar que a un arriero español en México, que se enriqueció lo suficiente para prestarle al rey $ 1 000 000, lo hicieran conde de Regla; que cuando bautizaron a su hijo “toda la comitiva caminara de su casa a la iglesia sobre lingotes de plata” y que “el conde invitara al rey de España a visitar sus territorios mexicanos, asegurándole que las pezuñas del caballo de Su Majestad sólo pisarían plata sólida desde Veracruz hasta la capital”. Todo se sacrificó ante la feroz búsqueda de plata y oro por parte de los españoles. La industria y la agricultura cayeron en el descuido. Los mexicanos prácticamente eran siervos y, en los tribunales de la Real Audiencia establecidos por el poderoso Consejo de Indias, todos los jueces y funcionarios de los tribunales eran españoles, quienes legalmente no podían casarse ni tener tierras en las colonias. A los mexicanos les prohibieron ocupar algún cargo. El trato social con los extranjeros estaba estrictamente prohibido. Ningún mexicano se preciaba de conocer las leyes impuestas por los opresores. El pueblo no tenía parte en el gobierno, lo que simplemente era un saqueo organizado. Estaba prohibido todo intercambio comercial entre México y el resto del mundo, salvo España. Las importaciones sólo podían venir en barcos españoles. A los mexicanos no les permitían producir algo que pudiera comprarse a España, a fin de que los españoles tuvieran un total monopolio comercial. La vinicultura y la sericultura se reprimían severamente. Había pena de muerte por comerciar con países extranjeros. Los alimentos y otros productos básicos para las masas eran objeto de impuestos excesivos. Los innumerables fueros establecieron distinciones mortificantes y degradantes entre españoles e indígenas. Ni los soldados ni los eclesiásticos estaban sujetos a los tribunales civiles. Todo el mecanismo del gobierno, político, judicial y administrativo, estuvo en manos de los extranjeros durante unos 300 años e incluso los sacramentos y otros oficios religiosos, que tanto significaban para las almas de un pueblo naturalmente teocrático, arrojaron descomunales ingresos para la corona española.

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A pesar de las muchas cualidades al parecer admirables en las Leyes de Indias, la verdad es que a los mexicanos los gobernaban como pueblo conquistado, y la política de hierro de España fue expresada en la última parte del siglo xviii por uno de los virreyes españoles, el marqués de Croix, quien dijo lo siguiente en una proclama: “Deben saber los súbditos del Gran Monarca de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. México estaba en paz, pero era la paz de la esclavitud. Construyeron magníficas catedrales y templos, además de grandes conventos; la Iglesia, más resplandeciente y poderosa aquí que en cualquier otra parte del mundo, se apoderó de una riqueza escandalosa. Sus propiedades alcanzaban el tamaño de los principados. Sus diezmos rendían un ingreso imperial. Sus espléndidos altares y sus tesoros desbordantes maravillaban a todos los viajeros. Quizá contaba con $ 200 000 000 para prestar; era el supremo prestamista pues no existían los bancos. Sus escrituras e hipotecas cubrían algo así como la tercera parte de todos los bienes de México. La pavorosa Inquisición dio mayor énfasis a la verdadera fe quemando a los herejes y, aunque los aborígenes estaban virtualmente exentos de este proceso de salvación, los amedrentaban para que mostraran una sumisión aún más irracional. Los desconcertados indígenas de México parecieron perder toda capacidad de resistencia, toda iniciativa, toda esperanza. Sin embargo, constituían la mayoría del pueblo. Se resignaron al yugo de España en una especie de desesperanza gradual. Se arrodillaban frente a los altares cristianos, pero la raíz del cristianismo no la tenían en su interior ni en su entorno. Seguían siendo paganos que hablaban de idolatría en un nuevo idioma. El poder del gobierno, la magnificencia enjoyada de la Iglesia española, aniquilaron por completo su imaginación. No tenían antecedentes, ya que los españoles habían quemado todos los anales de su historia. No parecían tener futuro, porque sus conquistadores se estaban enriqueciendo, mientras ellos ya no podían ser más pobres. No obstante, al paso de las generaciones, su número disminuyó y antes de que terminara el periodo de la dominación española, los tal vez 30 000 indígenas se redujeron a unos 6 000.

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Mientras tanto la Virgen de los Remedios, la imagen sagrada que Cortés y sus conquistadores llevaron a México, tenía “tres mantos: uno bordado con perlas, otro con esmeraldas y el tercero con brillantes, y su valor estimado no era menor de tres millones de dólares”. Si esto representaba la aproximación a Dios a través de la Iglesia española, los mexicanos tenían a la Virgen de Guadalupe que se apareció a Juan Diego, el indígena pobre e iletrado, en un cerro cercano a la capital en 1531; allí, en un altar lleno de joyas, colgaba su ayate con la imagen de la virgen milagrosamente estampada, en un templo que aun Zumárraga el gran arzobispo de México, que hizo una hoguera pública con toda la literatura azteca que pudo encontrar, construyó en el cerro de Guadalupe, como reconocimiento de que el cielo se había revelado, sin intervención de un sacerdote español, incluso a un indígena mexicano que no tenía un céntimo. Cuando Napoleón puso a su hermano en el trono de España y los españoles se sublevaron contra el nuevo monarca, en México hubo una sensación general de que la soberanía de la colonia había vuelto a su pueblo y, con la emoción de las influencias políticas que irradiaban de las revoluciones estadounidense y francesa, el pueblo mexicano proclamó una guerra de independencia en 1810. La encabezó el erudito cura Hidalgo, encorvado y de cabello blanco, quien al enterarse de que había sido descubierto el plan de levantarse contra el gobierno, tocó la campana de su parroquia por la noche, reunió a su feligresía, proclamó la independencia de su país y, con la muchedumbre patriótica, muchos armados con bieldos, inició la guerra por la libertad, marchando a la cabeza de los insurgentes con un estandarte que portaba la imagen de la Virgen de Guadalupe. Bajo el liderazgo del presidente Díaz, la nación mexicana celebró con gran pompa el centenario de ese acontecimiento. Hidalgo capturó la ciudad de Celaya y luego la rica ciudad minera de Guanajuato, donde su ejército aumentó a 20 000 hombres. Los insurgentes también tomaron Valladolid y, con artillería, dispersaron a un ejército de 3 000 soldados, en el Monte de las Cruces, cerca de la capital. Pero lamentablemente el noble guerrero-sacerdote cayó derrotado en

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el puente de Calderón; más tarde lo aprehendieron y ejecutaron con toda crueldad. Sin embargo, su muerte no terminó con la lucha mexicana por la independencia. Patriotas como Vicente Guerrero, Nicolás Bravo y José María Morelos continuaron la guerra. Morelos, el sucesor real de Hidalgo, también era sacerdote. No hubo nunca un patriota más puro ni soldado más valiente. Guió a los indígenas que carecían de entrenamiento, estaban medio famélicos y eran ignorantes, con una pericia e inteligencia que le ganaron la admiración hasta del gran Wellington. Morelos también fue capturado, lo juzgó la Inquisición y lo fusilaron en 1815 por orden de la corte marcial. México inició su trayecto como nación independiente en 1821 cuando Agustín de Iturbide, el comandante mexicano de las tropas reales que llevaban a cabo la campaña militar contra Guerrero y sus insurgentes mexicanos, de repente se unió al enemigo y proclamó la independencia del país. Un año después, Iturbide se hizo coronar emperador mexicano en la catedral de México. Unos meses más tarde, el general Antonio López de Santa Anna, una de las figuras más sorprendentes en la historia mexicana, encabezó una revolución contra el emperador. Guerrero y Bravo también tomaron las armas en su contra. Ninguna “Alteza Serenísima” debería reinar sobre un pueblo que podía enfrentarse a las tropas veteranas de España. Se había convertido en el líder de la revolución contra España conforme a un programa que incluía las “tres garantías” —simbolizadas por el verde, blanco y rojo de la bandera mexicana—, la unión de españoles y mexicanos, el mantenimiento de la Iglesia católica romana y la independencia de México como monarquía limitada con un príncipe español. En vez de esto, instaló un imperio absurdo, encarceló a los miembros del Congreso que se opusieron a sus pretensiones ampulosas, se estableció en un magnífico palacio y fundó una orden de nobleza, para no hablar del salario de $ 125 000 anuales que se asignó como paga. Tres meses después de que Santa Anna empuñó su espada en Jalapa, Iturbide renunció a la corona y se fue a Europa. El Congreso lo declaró traidor y, al regresar disfrazado a su país en 1824, lo arrestaron y fue fusilado.

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La suprema idea obsesiva de la nación mexicana consistía en adoptar una política y una forma lo más diferente posible del gobierno español. La sociedad que ahora estaba libre de un gobierno extranjero era una auténtica catarata de sangres, tradiciones, ambiciones y pasiones. Lo único que tenían en común era la conciencia histórica. Los líderes patriotas eran hombres valientes y leales, pero conocían poco de la ciencia de gobernar. Tampoco intentaban tomar en cuenta las características raciales o las capacidades políticas de los millones de indígenas mexicanos antes de decidirse por una forma de gobierno adecuada a sus requisitos esenciales y aptitudes. Nunca pareció ocurrírseles que un pueblo que apenas 300 años antes era de paganos que adoraban ídolos, sin el pensamiento o deseos de tener libertad individual, gobernado por reyes y sacerdotes, y que se arrodillaban por todas partes frente a los monstruosos altares chorreando de sangre humana, no podían mantener los programas superiores de una democracia ganada a través de mil años de aspiraciones anglosajonas. Se trataba de ser libre y llevarse por delante todo lo que tuviera un dejo de monarquía y de España. Por tanto, en 1824, el Congreso mexicano, en un gran arrebato político y sentimental, declaró que México era una república y adoptó una constitución que siguió el modelo de la carta magna de los Estados Unidos. Esta búsqueda de la salvación cívica mediante los credos políticos de los pueblos más severos y estables fue posible exactamente un año antes, gracias a la declaración histórica de los Estados Unidos hecha por el presidente Monroe en el sentido de que ni a la Santa Alianza ni a toda Europa junta se les permitiría perturbar la independencia de las naciones americanas recién nacidas.

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III

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Cuando Porfirio Díaz nació en 1830, México ya era una república desde hacía seis años. España había hecho otro intento vano e insensato de reconquistar el país y dos revoluciones armadas ya anunciaban la prolongada e indescriptible tragedia nacional de sucesivos complots, levantamientos, dictaduras, anarquía general, bandolerismo, asesinatos, quiebras y guerra civil que arruinaron por completo a las víctimas debilitadas y desmoralizadas de los 300 años de avaricia y tiranía de los españoles. El hombre que llegaría a ser el constructor de la nación y la figura magistral y más interesante de su época llegó a este mundo en una pobre posada pequeña en la antigua y pintoresca ciudad de Oaxaca, cerca de las montañas agrestes donde nació Benito Juárez. Un personaje tan extraordinario debe analizarse tanto a través de los antepasados como del entorno, ya que aunque a las circunstancias y a la oportunidad, combinadas con la necesidad o la ambición, se puede deber mucho de lo que hace a un gran caudillo, las fuerzas misteriosas de la voluntad deben haber estado latentes en la sangre de donde fueron llamadas a la acción. 94

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El pequeño niño, delgado, desharrapado y tocado con una gorra de piel de burro que solía ir de su pobre casa (donde su madre y sus hermanas se mataban trabajando desde el amanecer hasta bien entrada la noche) a admirar estupefacto una imagen de la virgen cubierta de esmeraldas, rubíes, perlas y brillantes por valor de $ 2 000 000, en una iglesia situada en la acera de enfrente, posteriormente en treinta años como soldado y 34 más como estadista constructivo que impuso la paz, mostró tanto poder, sabiduría y visión, que, al salir del caos de la historia mexicana y asumir un mando inquebrantable, el mundo empezó a examinar el origen hereditario de esas cualidades poco comunes y heroicas. Llegó el momento en que ese muchacho humilde, que con el tiempo se convirtió en comandante de las tropas, capturó su ciudad natal arrebatándosela a las fuerzas de la iglesia armada y se apoderó de las maravillosas joyas del altar que habían deslumbrado sus ojos infantiles; no lo hizo para despojar a una casa de culto, sino por forzar un rescate moderado para bien de sus soldados republicanos agotados y hambrientos. La meta consciente que se trasluce en toda su vida y la persistencia de su esfuerzo, frente a las privaciones y el peligro constantes, es lo que da interés al hecho de que es un individuo en parte indígena y en parte blanco. Su padre, José de la Cruz Díaz, era de sangre totalmente española, descendiente de un inmigrante andaluz del siglo xvi, quizá uno de los pobladores originales de la ciudad de Oaxaca. Su madre era hija de Mariano Mori, de pura estirpe andaluza blanca, quien casó con María Tecla Cortés, una joven indígena de raza mixteca, de la antigua villa guerrera de Yodocono, en las montañas oaxaqueñas, donde su madre morena era propietaria de buenas tierras y rebaños. Los indígenas mixtecos, que en la actualidad son un pueblo “debilitado”, que vive en un territorio muy reducido, tienen leyendas de los días terribles en que le arrancaban la cabeza a sus enemigos, los zapotecos, y exhibían sus cuerpos mutilados en el lomo de los burros. El escudo de armas de Oaxaca, la venerable capital zapoteca, muestra la cabeza ensangrentada de una bella princesa mixteca de la antigüedad, a quien decapitaron porque prefirió morir a revelar los secretos de su pueblo.

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De modo que Porfirio Díaz es 25 por ciento indígena y 75 por ciento blanco. El padre del futuro jerarca de México era bajo de estatura, fornido, musculoso, lúcido, despabilado y de gran entereza. De joven fue minero y, a la cabeza de una escolta armada, llevaba recuas de burros cargados de plata a la ciudad de Oaxaca desde las obras de reducción, que el capítulo catedralicio de Oaxaca poseía en el distrito de Ixtlán de las montañas zapotecas. Después fue agricultor y herrador de caballos, además de ser una especie de cirujano veterinario. El progenitor del máximo soldado y estadista de México cultivó un tiempo caña de azúcar cerca de la costa del Pacífico. Como renta tenía que pagar unas cuantas libras de cera para las velas que encendían el día de la fiesta del santo patrono del pueblo que era propietario de la tierra. Era un hombre en quien se daba una peculiar combinación de facetas. Abrió una pequeña tienda en un pueblo, instaló un trapiche con sus propias manos, aprendió el oficio de curtidor y, cuando era quien herraba a los caballos de un regimiento, había ocultado al general Guerrero en su casa y el patriota fugitivo en agradecimiento lo nombró capitán. Su esposa siempre se dirigía a él con ese título militar. Este hombre de amplia caja torácica, aventurero y hábil, era una rara combinación de dos personajes. A pesar de su celo prodigioso por el trabajo y su forma práctica de buscar el sustento en las situaciones difíciles, poseía una fuerte veta mística. Era un ferviente católico y muy dado a rezar. Estaba tan metido en la religión que con frecuencia vestía el hábito café con capucha y cordón, de los terciarios franciscanos, un privilegio de los seglares. Al final se dio cuenta de que el cultivo del azúcar no le redituaba y se fue a la ciudad de Oaxaca, donde rentó una casa de un piso y estableció una posada, conocida como el Mesón de la Soledad, con un taller para herrar caballos, hospital veterinario y establo. La posada era prácticamente un comedor para carreteros y pequeños tenderos. Aquí, el 15 de septiembre de 1830 —o más bien el día 14 del mes, porque siempre han confundido el día del bautismo con su natalicio— nació el niño que iba a revolucionar a México y convertirse en el héroe moderno de las Américas. Su madre hispano-mixteca inclinaba su

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rostro moreno y su cabello lacio durante horas frente a la imagen de la virgen y las velas que titilaban en torno a ella en su recámara. El padre, que tenía extremidades y hombros fuertes, usaba el hábito y el cordón franciscanos y rezaba con más fervor que nunca, mientras los arrieros de piel bronceada, con zarape rojo, enormes sombreros y huaraches, entraban en tropel a la singular posada vieja para ver al recién nacido. En ocasiones un monje se detenía en la puerta para hacer preguntas, porque el padrino del niño fue el sacerdote José Agustín Domínguez, que luego sería obispo. Cuando el pequeño Porfirio tenía tres años, su padre murió de cólera y la pobre madre, que todavía amamantaba a Félix, su hijo más chico, y tres hijas en desarrollo que sostener, mantuvo heroicamente la posada durante cuatro años más y luego se dio por vencida, yéndose a vivir a una casa más chica de su propiedad en un rumbo de la ciudad ocupado por curtidores, donde ella y sus hijas hilaban con rueca y tejían rebozos, e incluso vendían frutos del árbol de pan que estaba en su patio, para ganarse la vida a duras penas. Esta decidida madre medio indígena, que de niña apenas sabía leer, había aprendido lo suficiente para dar clases a una serie de niños que le mandaban las familias y también tenía una escuela para infantes; cobraba seis centavos semanales por cada niño. La vieja posada donde nació Porfirio estaba enfrente del gran convento e iglesia de La Soledad, la cual permanece hasta hoy como testigo del antiguo esplendor de Roma en México. Eran días de un poder eclesiástico pasmoso. Todo lo político y social se inclinaba frente a su magnificencia, su fuerza y su riqueza: desde la majestuosa capital, donde España y el cristianismo habían derribado los templos de Moctezuma y en su lugar erigieron catedrales e iglesias maravillosas y hermosas que superaban a todo lo existente aun en la propia España; desde este baluarte del poder de la Iglesia, donde los arzobispos habían sido virreyes y habían hecho colocar la bandera española en el piso de la puerta de la catedral para caminar sobre ella, hasta el punto más alejado de California o Yucatán, y de un océano a otro, en todas partes el sacerdote y el obispo, el monje y el superior, eran guardianes del camino al cielo y controladores de los resortes secretos de la política y el gobierno. Seña-

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laron la dirección absoluta hacia una sociedad organizada, y tenían una riqueza tan colosal en sus manos que no sólo abrumaban a todos con el esplendor y brillo de sus altares, la majestuosidad de sus edificios, el esplendor de sus vestiduras, las joyas casi increíbles de sus tesoros, sino que controlaban los mercados de dinero y las tasas de interés, de modo que el precio de las cosechas, y las rentas de las tierras y casas estaban en manos de la Iglesia casi tanto como los enormes estipendios cobrados por bautismos, matrimonios y entierros. Las procesiones religiosas eran constantes en las ciudades, pueblos y villas y las personas se arrodillaban en las calles cuando las figuras talladas en madera, que representaban al Cristo herido y sangriento y a la siempre hermosa virgen, hacían un recorrido público. Era común ver a los indígenas hincarse al ver a un sacerdote en cualquier parte. En todas las casas había un altar: en la choza del peón más humilde, hecha de adobe, tenían un crucifijo, una virgen y una vela siempre encendida. En la noche de los tiempos es difícil reconocer al hombre que doblegó a la historia con su fuerza de voluntad, en aquel niño huérfano de padre, con grandes ojos melancólicos, muy delgado, de extremidades frágiles, que acostumbraba salir en los días de fiesta con su madre mestiza, apremiada pero valiente, de su sombría posada atestada de platos, y entrar al inmenso espacio fresco de la iglesia de La Soledad e hincarse con los monjes y monjas y los indígenas cubiertos con zarape frente al gran altar, de oro reluciente y con los destellos de las velas encendidas, donde la espléndida virgen quedaba arriba de los sacerdotes que entonaban los salmos, rutilante y resplandeciente con esmeraldas, rubíes y brillantes, además de miles de perlas en su túnica de terciopelo. Era lo más bello, imponente y estupendo que un niño mexicano podía ver, más rico que cualquier otra cosa sobre la Tierra, centro y cumbre del misterio y la gloria. México ya estaba a punto de sumirse en el escandaloso periodo de guerras civiles en que Santa Anna, vencedor del absurdo emperador mexicano Iturbide, alternaba su papel como presidente y dictador, intrigante, luchador, mártir, bufón y traidor. El enorme poder de la Iglesia ya había tomado automáticamente partido en el conflicto confuso y

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cambiante que envolvería a la nación en una conflagración general, en cuyas llamas y humo iba a desaparecer el orden establecido. Santa Anna era un mercenario, para quien los poderes y responsabilidades del gobierno eran la mera escenografía de un espectáculo. Jugaba con los destinos de México como jugaría después con su propio honor. Espada en ristre se apoderó de la presidencia, se la pasó a otro, retomó el cargo, lo abandonó en alguien más, sólo para recuperarlo; ora desafiaba al poder real y a la aristocracia, ora se pavoneaba como dictador con el título de “Alteza Serenísima” —alto, de ojos brillantes, “erudito”, distinguido, bien parecido, valiente, encantador, gallardo, peligroso—. Había ángeles, demonios y hombres atados por una cadena en su alma aventurera. Desde el día que destrozó el primer imperio mexicano hasta el día en que secretamente ofreció vender parte de su país a los Estados Unidos a fin de recuperar el poder en México, siempre fue un entrometido y un obstáculo. Nunca hubo una combinación más fantástica de héroe y farsante. En 1838 ocurrió “la guerra de los pasteles”. Francia envió una expedición a las órdenes del príncipe de Joinville para atacar Veracruz, porque México se negó a pagar algunas reclamaciones francesas ridículas, incluidas las de un pastelero que pedía $60 000. En este ataque, una bala de cañón francesa amputó una de las piernas de Santa Anna. Acto seguido, hizo que enterraran su extremidad con gran pompa en uno de los templos principales de la ciudad de México; pero cuando una de las revoluciones frecuentes lo obligaron a dejar el poder, la turba que casi la víspera le había gritado hosannas, irrumpió en el templo, retiró violentamente la pierna de Santa Anna de su última morada majestuosa, y atándole una cuerda, la arrastró por las calles, entre abucheos y burlas. Con la venia de Santa Anna, Gómez Farías se había convertido en presidente de México y provocado una revolución, respaldada por la Iglesia, promoviendo leyes que impedían que las autoridades civiles cobraran los diezmos u obligaran al cumplimiento de los votos monásticos, y prohibieran a los eclesiásticos inmiscuirse en la instrucción pública, lo cual puso punto final a la universidad. Éste fue el origen del

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partido conservador, o clerical, cuya lucha con los liberales hizo que el país entrara en 34 años de conflictos intestinos, casi inexpresables por sus crueldades y traiciones. Texas, poblado por colonizadores estadounidenses, se había rebelado contra la soberanía de México e incluso Santa Anna no pudo aplastar a la nueva república, que con el tiempo se anexaría a los Estados Unidos. El general Anastasio Bustamante fue elegido presidente en 1837 bajo una nueva Constitución. Hubo una revolución en su contra en 1839, que sofocó Santa Anna. Estalló una revolución más contra Bustamante, a quien capturaron en el palacio nacional y mantuvieron preso allí, mientras que en las calles de la capital a diario retumbaba el ruido de las facciones en lucha. Después vino la súbita protesta enérgica de los clericales, en voz de un brillante senador apellidado Gutiérrez Estrada, en el sentido de que las instituciones democráticas sólo podían causar anarquía y debilidad en la nación mexicana, que el grueso del pueblo era totalmente incapaz de funcionar como debía en una república real, que su historia, tradiciones y características raciales demostraban que la monarquía era la única forma de gobierno apropiada para ellos, y que sólo seleccionando a un rey podrían abandonar la sangrienta discordia y la desmoralización que habían provocado el caos en el país. Esto agitó a México de frontera a frontera y se produjo otra avalancha de movimientos revolucionarios. Santa Anna tomó las armas contra el presidente Bustamante y se convirtió en dictador. Si bien las sucesivas revoluciones empobrecieron al país y confundieron a las masas, muy por debajo de la superficie grotesca y a veces ridícula de las cosas, las fuerzas inexpertas de la república y las fuerzas de la rica y políticamente autoritaria Iglesia se estaban congregando para librar la aterradora lucha de vida o muerte que desoló a México durante tantos años. No se trataba de una cuestión de religión, ya que todos eran católicos, pero las órdenes monásticas se habían enriquecido a tal grado, poseían territorios tan enormes, tenían y prestaban tanto dinero, y mostraban un interés serio no sólo en los impuestos, sino en todos los

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asuntos de la política, que sus dirigentes todo lo que avizoraban era la ruina y una confiscación próxima en un gobierno controlado de hecho por los indígenas ignorantes y sus líderes radicales. Después de todo, los monjes lograron su poder, prestigio y riqueza a lo largo de tres siglos de monarquía española y no fue sino hasta que la idea de autonomía se apoderó de la mente de los mexicanos cuando la población obediente, que no cuestionaba nada y carecía de voz en la política, se había atrevido a poner en duda los resultados históricos, los derechos adquiridos o las instituciones establecidas. Desde que el señor Poinsett, primer embajador estadounidense ante el México independiente, introdujo la masonería, hubo un aumento gradual de centros y liderazgos secretos, donde el desasosiego, la ambición y la impresión de los nacionales en el sentido de que la influencia extranjera privaba a los mexicanos de la igualdad de oportunidades en su propio país, tenían una organización más o menos definida. La bandera española fue expulsada de México, pero las grandes órdenes monásticas, provistas de fuerza gubernamental y rango aristocrático por España, seguían siendo en apariencia una barrera para las esperanzas vagas y elevadas de una democracia con más pasión que prudencia y más teoría que experiencia. Además, los monjes se habían vuelto obesos y laxos. Aquí y allá había honrosas excepciones, como también ocurrió en los siglos de los virreyes españoles, pero es innegable que el nombre de la Iglesia era objeto de menosprecio y ridículo merced a la franca embriaguez, glotonería y lascivia de los monjes. El papa trató en vano de investigar, reformar o castigar estas corrupciones y brutalidades, que ofrecían un contraste tan pavoroso con las enseñanzas de la Iglesia; pero las grandes órdenes monásticas eran demasiado poderosas para someterse a la disciplina y demasiado mundanas como para reformarse. Detrás de ellas estaban congregados los antiguos elementos españoles, con la esperanza de regresar a la monarquía; los grupos de acaudalados y terratenientes temían el poder de una mayoría ignorante, sin un céntimo y políticamente incompetente del pueblo, y todas las influencias eclesiásticas, financieras y monárquicas de Europa. En el extranjero era común la opinión de

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que al retirar el control de México al poder español, lo único confiable que restaba era la autoridad de la Iglesia, por opresivo e inmoral que ese poder se hubiera vuelto a través de la prolongada acumulación de riquezas e influencia política de los dominicos, franciscanos, agustinos y sus aliados, dentro y fuera de la Iglesia. Los obispos y sacerdotes se veían impotentes en presencia de este monopolio monástico, si bien los salarios de los doce obispos ascendían en conjunto a la elevada suma de $539 000 anuales, tan sólo el arzobispo de México ganaba $130 000, el obispo de Puebla, $110 000 y el obispo de Valladolid, $110 000. La posición extraordinaria, casi increíble de los mexicanos entre los pueblos del mundo puede apreciarse un poco al comprender que las propiedades de la Iglesia en 1833 tenían un valor desde $179 000 000, con un ingreso anual de $7 500 000, según Mora —Von Humboldt estimó que las propiedades abarcaban cuatro quintas partes, y Lucas Alamán la mitad, de los bienes raíces de la nación— hasta el estimado hecho por Miguel Lerdo de Tejada de entre $250 000 000 y $300 000 000. No obstante, el descuido de la agricultura y la industria era tan absoluto en este país vasto y fértil, y la mente nacional estaba tan inclinada a la guerra, la política, el clericalismo y la antigua búsqueda española de plata y oro, que las exportaciones totales de la nación en 1828 eran apenas de $14 488 786, de los cuales $12 387 288 eran de oro y plata, dejando un total de otras exportaciones por sólo $2 101 518. Y esta increíble condición siguió durante años, mientras que las alcabalas en todas las fronteras estatales hacían casi imposible que la agricultura saliera de los mercados locales. De este modo una parte del país podía estar abrumada con cosechas muy abundantes y la otra casi morir de hambre. En la época de la primera infancia de Porfirio Díaz, los indígenas mexicanos, que en teoría sostenían la soberanía del país, de hecho no tenían más voz en los asuntos públicos que en los días de la dominación española. El avispado y versátil Santa Anna podía al menos luchar y cuando aparecía en escena siempre había un ejército que lo seguía. Empuñó su espada contra los liberales en defensa de los bienes y pri vilegios de la Iglesia. En ese periodo de pobreza general, México tenía

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un ejército de 40 000 hombres, con un costo de unos $8 000 000 anuales. Los indígenas agachaban la cabeza frente a los monjes o en su desesperación tomaban las armas contra la autoridad conservadora de cualquier clase. No había para él un punto intermedio entre la sumisión servil y el derramamiento de sangre. Éste fue el umbral de una guerra donde la Iglesia tendría que reunir ejércitos y sostenerlos en el campo de batalla.

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IV

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El pequeño Porfirio Díaz iba a ser sacerdote. Cuando menos así lo aseguraban su heroica madre medio indígena y su adusto padrino de mandíbula cuadrada, el sacerdote Domínguez. A los siete años ganó sus primeras monedas como acólito en la iglesia de Santa Catarina. Su primer maestro en la escuela primaria fue un sacerdote. Unos cuantos años después, fue a vivir y estudiar con un tío, el sacerdote Ramón Pardo. Allí conoció a un compañero de nombre Justo Benítez, de origen poco claro, pero que ejercería una poderosa influencia en su vida. Porfirio era un chico extraño. Su conducta era distante, mostraba una actitud meditabunda que se acercaba a la melancolía. Era orgulloso, reservado y retraído, sin embargo, cuando lo incitaban a la acción, mostraba una actitud imperiosa y una energía excesiva. Era muy delgado, pero fuerte, rápido y ágil. Tenía unos ojos extraordinarios: muy grandes y de un negro intenso. Cuando estaba agitado se dilataban y adquirían un brillo particular. Sus sensibles fosas nasales se elevaban y se ensanchaban y todo esto le daba a su joven rostro de ancha quijada una expresión que era mitad amenaza y mitad mando. Esto último asombraba y a veces emocionaba al chico que había despertado en él 104

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aquel espíritu que posteriormente se hizo sentir en más de cincuenta campos de batalla. A pesar de su extraño silencio, había algo en el pálido muchacho, huérfano de padre, vestido con camisa y pantalones de algodón, huaraches y un gorro redondo “tejido con pelo de panza de burro” —una pasión por el atletismo, una disposición de mando, ante la cual sus compañeros cedían naturalmente— que podría haber indicado a sus guías eclesiásticos que no surgiría un sacerdote de esa decisiva mezcla de sangres indígena y española. Ya en su niñez, la poderosa estirpe ibérica de sus ancestros se había apoderado de la herencia mixteca que corría por sus venas; y a la hora en que la antigua Oaxaca, “la Virginia de México” se escindía por el tema que dividió a todo el país en clericales y liberales, el joven Porfirio mostró la actitud ante la vida que ha mantenido aun en su octogésimo año. La clave para moldear su carácter cuando era niño fue que dependía de sí mismo. Quería un rifle para cazar en las montañas. Inmediatamente tomó el cañón oxidado de una escopeta y la llave de desecho de una pistola y, tallando una caja de madera sólida con sus propias manos, diseñó un arma que le resultó muy útil. Fue tan buena que luego hizo otras y las vendió a los indígenas de la montaña. Su madre se quejó diciendo que no podía permitir que gastara sus zapatos en la cacería. Entonces estudió cómo trabajaba un zapatero, pidió prestadas algunas herramientas y fabricó zapatos, no sólo para él, sino para el resto de la familia. También observó el oficio de un ebanista vecino y en unos días comenzó a fabricar muebles para la casa de su madre. Cuando quería algo en esos días, no pedía en sus oraciones que se lo dieran, sino lo hacía con su propia fuerza, inteligencia y valor, de la misma manera que después hizo a México. Las influencias fantasmagóricas de la Madre Iglesia lo presionaban para hacerse sacerdote y su pequeña mamá morena se arrodillaba todos los días frente a la virgen, latiendo en su pecho la esperanza de que su hijo abrazara esa “profesión de caballero” de sotana negra; pero aun cuando ingresó al seminario pontificio de Oaxaca, y los muchachos

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de esa institución se dividían para combatir de juego entre clericales y liberales, Porfirio siempre encabezó a los liberales, mientras que su hermano Félix siempre estuvo al mando de los clericales. Estas batallas escolares, que en ocasiones se libraban con piedras y tenían resultados sangrientos, sencillamente representaban la lucha existente en la sociedad mexicana en general. Fue extrañamente profético que los hermanos Díaz, como escolares, hubieran luchado entre sí, igual que después, con las armas en las manos, tomaron bandos contrarios, con los mismos gritos de guerra en los labios; aunque llegó un día en que combatieron juntos bajo la bandera de la república, para nunca estar separados otra vez, salvo por la muerte. Cuando tenía unos trece años, Porfirio solía dedicar las tardes a estudiar física en una celda vacía del gran monasterio de Santo Domingo, cuyo templo era la maravilla arquitectónica de Oaxaca. Allí observó la gran extravagancia y derroche de los monjes, vio a las mujeres que metían al monasterio y abrió sus ojos adolescentes a las pruebas de libertinaje y depravación que incluso la autoridad de Roma no había podido controlar. En su ancianidad, al mirar hacia atrás aquellos días decisivos, el presidente Díaz confiesa que esas cosas poco impresionaron su mente infantil, aunque conformaron más tarde una retrospectiva poderosa e inolvidable, cuando su sentido político del bien y del mal empezó a desarrollarse y aclararse bajo la influencia de la obra de un famoso escritor francés sobre el derecho público. Los monjes desenfrenados de Santo Domingo no soñaron que el chico silencioso y menudo que estudiaba minuciosamente sus libros en una estrecha celda de piedra, un día utilizaría ese monasterio como fortaleza y que incluso un emperador le rogaría en vano el apoyo de su espada en contra de las libertades de su país. ¡Qué clase de trabajador era! A la edad de quince años vestía pantalón y saco de dril color canela, un pequeño gorro de lana café y zapatos de gamuza, no pasaba de ser apenas un mozalbete. No obstante, además de sus estudios en el seminario y su trabajo como armero, zapatero y carpintero aficionado, ganaba un poco de dinero dando clases de latín

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a otros chicos, cobrando $2 al mes y finalmente le pidió al comerciante Joaquín Vasconcelos que le diera trabajo como empleado. Entonces fue cuando inició la lucha por el alma de Porfirio Díaz, una lucha entre la teología y el derecho público, lo cual dio como resultado una espada desenvainada que transformó la anarquía en orden. Uno de sus alumnos de latín era hijo de Marcos Pérez, un abogado indígena alto y desgarbado, de mirada penetrante y mejillas hundidas que era profesor de derecho en el Instituto de Artes y Ciencias. Esta institución era caldo de cultivo del liberalismo. Allí se desarrollaron implacables anticlericales como Benito Juárez, el gran abogado y patriota indígena, quien había sido uno de sus directores, y ahora era gobernador del estado de Oaxaca. Santa Anna, el dictador, detestaba este semillero de abogados, a quienes como generación había aprendido a temer, e hizo todo lo posible por hostigarlo y destruirlo. Una noche, Marcos Pérez invitó a Porfirio a que fuera al Instituto y presenciara la entrega de premios de manos del gobernador Juárez. Esto fue en el momento mismo en que el padrino del chico, el sacerdote Domínguez, le había entregado el pesado tomo encuadernado en piel de la Summa Theologiæ de Santo Tomas de Aquino, el cual, como preparación para el sacerdocio, le enseñaría que la revelación es una fuente de conocimiento más fidedigna que la observación y la razón. Porfirio se puso su ropa dominguera y fue a la casa de Pérez para acompañarlo al Instituto. Allí encontró al alto profesor hablando con Juárez, el elocuente y nada asustadizo líder, cuyo nombre era execrable para todos los clericales y cuya influencia detestaban Santa Anna y su grupo: un indígena bajo de estatura, fornido, de piel oscura, gran dignidad y un rostro indescifrable. Cuando Pérez le presentó su joven amigo al famoso gobernador, diciendo que esperaba que el muchacho estudiara leyes en el Instituto al año siguiente —un comentario significativo si consideramos que Porfirio estudiaba para ser clérigo— Juárez extendió la mano y estrechó la del muchacho con gran cordialidad. Esto dejó una profunda impresión en el joven estudiante, ya que en el seminario a ningún muchacho se le permitía hablarle a un profesor sin cruzar los brazos e inclinándose

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en señal de humildad. Era impensable saludar de mano a un superior. Sin embargo, Porfirio había estrechado la mano del terrible Juárez. El más grande de los zapotecos, el más noble de los liberales, el paladín constitucional en quien el alma aborigen de México expresaba su desafío y miraba sin pestañear los ojos del monje y del soldado por igual, el gobernador de su estado natal, le había sonreído y le habló con una cortesía que emocionó su sentido del amor propio. Esa fue una noche tempestuosa para el alma de Porfirio. El estilo seductoramente franco de Juárez, los discursos en el Instituto donde resonaba el patriotismo y que desafiaban a la tiranía, estimularon su imaginación e hicieron un fuerte llamado a su masculinidad. Cuando llegó a su casa no pudo dormir. “Toda la noche sostuve una lucha interna”, dijo después. En la mañana, pálido y entusiasmado, se dirigió a su mamá y le contó que había decidido no ser sacerdote. Al oír esto, la valiente viuda comenzó a llorar. El padrino de Porfirio, que ahora era canónigo, había conseguido una beca en el seminario y prometido conseguirle una buena parroquia cuando lo ordenaran. Con el rostro bañado en llanto, su madre le explicó lo que perdería con su decisión y le describió las dificultades a las que ella se enfrentaba para mantener a la familia. Durante tres días lloró cada vez que lo veía. Él ya no pudo resistir. “Mamá —le dijo— ya decidí abandonar mis principios. Por usted seré sacerdote”. Pero su madre lo vio a la cara y se dio cuenta cuánto significaba todo esto para él, y se negó a permitir que se sacrificara. Cuando su padrino se enteró que Porfirio había renunciado a la carrera eclesiástica y decidido estudiar leyes en el Instituto —que para él era una especie de pasaporte al infierno— el severo y anciano sacerdote declaró que el muchacho se inclinaba al mal, retiró todas las promesas de ayudar, se lavó las manos en cuanto a sus responsabilidades para con él, exigió que le regresara todos los libros que le había regalado y dio una patada en el suelo, en el paroxismo de una furia justificada. La decisión honesta que tomó un hombre con frecuencia ha tenido consecuencias en torno a las cuales giró la historia de una nación. No es de sabios decir qué pudo pasarle a México si Porfirio Díaz hubiera

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contenido sus nuevos movimientos patrióticos en 1849 y lo hubiesen ordenado sacerdote. Nadie que haya estudiado sus métodos rigurosos, su increíble iniciativa, su voluntad de hierro y determinación puede dudar que hubiese tenido gran poder en la Iglesia y que su genio como estratega y organizador, junto con su valor personal y el intenso instinto para combatir, le habría conferido mando en el campo de batalla; pero no es factible que ese hombre pudiera haber tenido éxito contra la república en esa causa. Sin embargo, Porfirio era un paria para su padrino, un pervertido social, político y espiritual, dado totalmente a la perdición. Y en los años posteriores, su venerable padrino, como obispo Domínguez, se negó a ver al joven que había renunciado a la Iglesia. Ni siquiera en su lecho de muerte lo recibió, aunque Porfirio, inquebrantable, bronceado por el sol y vistiendo el uniforme de capitán, estuvo de pie en la habitación contigua y, a través de una puerta abierta, en secreto vio morir al severo prelado anciano. Por lo tanto, en el invierno de 1849, el joven a quien el destino llamaba al liderazgo de su país ingresó al Instituto de Artes y Ciencias. Ya había estudiado teología escolástica, filosofía moral, filosofía natural, lógica, latín y literatura. En el Instituto estudió dibujo, francés, derecho civil, derecho canónico, derecho internacional y derecho general. Estuvo casi cinco años en esta escuela. Muchos que no están familiarizados con la génesis del máximo estadista constructivo de México —ya que sus logros son mayores incluso que las nobles teorías de Juárez— se sorprenden con los conocimientos de que da muestra al enfrentarse a las grandes crisis del gobierno, y no son pocos los que se desconciertan al saber cómo, un hombre que había pasado casi toda su vida en el campo de batalla como soldado, tuvo oportunidad de aprender los principios y la filosofía política que introdujo a los asuntos enmarañados y casi irreparables de México, incluso en aquel día violento en que un ejército triunfante le entregó la autoridad del país. La verdad es que, además de la instrucción primaria, recibió nueve años de instrucción académica vigorosa, algo más de cuatro años en el seminario y un poco menos de cinco años en el Instituto.

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El presidente Díaz ha dicho a menudo que esta primera conciencia política real la tuvo cuando leyó en el Instituto un determinado libro de texto francés sobre derecho público. Fue un trabajo que rebosaba de democracia fantasiosa el que inspiró a los filósofos políticos que ocasionaron la Revolución Francesa. Fue un eco latino de Thomas Jefferson. Su idea esencial era el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Propugnaba por la democracia universal y el sufragio de los hombres como el único principio de gobierno justo, sólido y fiable. No existían indicios en este libro, que marcó de manera tan extraña el carácter del joven patriota que había abandonado el sacerdocio, de que pudiera haber pueblos para los cuales ese sistema de gobierno no fuera posible; y allí estaban Juárez en el Instituto, como profesor de derecho civil, y Marcos Pérez, otro profesor de leyes, ambos indígenas zapotecos, ambos hombres de vastos estudios, ambos oradores elocuentes y héroes para todos los oaxaqueños liberales. Con ese libro frente a él, con esos hombres aborígenes que lo guiaron e inspiraron, al joven de veinte años lo sacaron de su pequeña ciudad de ruidosas campanas de iglesia, monjes de huaraches, militares patilludos que caminaban pavoneándose y haciendo ruidos metálicos, y las multitudes de indígenas ojerosos, mal alimentados cubiertos con zarapes de muchos colores, y sólo vio un gran ideal de igualdad humana y sufragio universal, sin darse cuenta de que el intento de aplicarlo entre un pueblo carente del autocontrol o la independencia de la democracia ya habían provocado caos aunado a la confusión en México. Antes de ingresar al Instituto, Porfirio hizo un esfuerzo tenaz por ser empleado del señor Vasconcelos, pero ese honrado comerciante le pidió que continuara sus estudios y le regaló un libro de lógica y la capa larga que los estudiantes debían usar. Aunque estudió leyes casi cinco años, de los cuales durante 17 meses recibió instrucción de Juárez, no estaba en él dejar toda la carga de su manutención a su mamá y se las arregló para ganar dinero. En 1853 y 1854 fue bibliotecario sustituto del Instituto, dividiendo el salario mensual de $25 con el bibliotecario titular. También se hizo cargo de las clases de derecho natural y derecho internacional en ausencia del

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profesor Manuel Iturribarría, quien había escapado a las persecuciones de Santa Anna, que acababa de regresar al poder. Presentó sus exámenes generales en derecho el día 2 de enero de 1854, pero no lo aprobaron. Sin embargo, entró al bufete de Marcos Pérez y durante gran parte de su estadía en el Instituto ganó dinero auxiliando a su jefe en los juicios y, finalmente, lo nombraron procurador del pueblo de Valle Nacional. En 1854 sucedió algo terrible. Santa Anna, el dictador, dispuso de unos meses antes de intentar reprimir con violencia a los liberales y mandó a Juárez a una repugnante celda inundada en el fuerte de San Juan de Ulúa, Veracruz. El tirano también descubrió una conspiración patriótica en que estaba implicado Marcos Pérez, y al valiente abogado lo encerraron en una torre del convento de Santo Domingo y una fuerte guardia de soldados cortó toda comunicación con él. El proceso en su contra era secreto. Su vida estaba en juego. Una situación accidental permitió que Porfirio hiciera un descubrimiento que le permitió salvar la vida de su patrón. Por ser quien cobraba la renta de una casa propiedad de su tío, el sacerdote Ramón Pardo, cuyo inquilino era el coronel León, fiscal del caso contra Pérez, un día el joven se vio obligado a esperar en la oficina de dicho fiscal, cuando vio en la mesa el expediente del caso jurídico contra su amigo y benefactor y, en la afortunada ausencia del citado coronel, se apresuró a leerlo. De este modo descubrió lo que otros prisioneros habían declarado bajo juramento. Era cuestión de vida o muerte que el valiente prisionero de Santo Domingo supiera lo que contenía la demanda. No sólo la libertad y, tal vez, la vida del abogado patriota dependían de la información, sino también la seguridad de otros amigos de la república que todavía no eran aprehendidos por el dictador. Parecía imposible llegar hasta el prisionero tan vigilado. Había otros liberales en las celdas del convento, pero la celda en que Pérez estaba confinado era un lugar especial para enjaular a los monjes peligrosos, a gran altura, con muros gruesos y una ventana de rejas de hierro, con vista al patio. A pesar de esto, Porfirio resolvió que su amigo no debía morir. Él y su hermano Félix eran atletas y planearon escalar los muros de Santo Domingo. Una noche se abrieron camino, propulsándose con las ma-

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nos, de un punto a otro en la oscuridad, hasta llegar a la azotea sobre la pequeña ventana enrejada de la celda de Pérez, que tenía una guardia de cincuenta soldados cuidándolo dentro del convento. Porfirio se ató una cuerda al cuerpo y en la noche lo bajó su hermano, quien también tenía la cuerda amarrada alrededor de la cintura. Cuando el futuro presidente de México se columpiaba en el extremo de su soporte de cáñamo, ora rozando el muro de piedra áspera con su cuerpo que giraba, ora colgando al vacío, podía oír el jadeo de Félix allá arriba en la terrible quietud. Al llegar a la ventana, el demacrado abogado de rostro blanco, dándose cuenta de que sucedía algo inusual y con la esperanza de distraer la atención del guardia que custodiaba la puerta, se calzó los zapatos y caminó de un lado a otro de la celda, recitando con voz clara los salmos de David. Al mismo tiempo se acercaba a hurtadillas a la ventana. El centinela le ordenó con dureza que se acostara. Cuando el anciano se asomó a través de los barrotes de hierro, en la oscuridad vio el rostro decidido, los ojos centelleantes y el cuerpo que se balanceaba de su fiel alumno. En ese momento, el prisionero expresó en latín, lengua que los guardias no podían entender, que era peligroso hablar y pidió a Porfirio que le consiguiera lápiz y papel. En silencio, Porfirio le hizo la señal a su hermano, que después de una lucha desesperada contra su peso, se las arregló para subirlo de nuevo a la azotea. Dos noches después, repitió su hazaña peligrosa, entregando a su amado profesor los materiales para escribir y una declaración escrita de los puntos más importantes en su caso. Esa aventura crítica salvó a Marcos Pérez, quien después llegó a ser gobernador del estado de Oaxaca y mucho ayudó al movimiento nacional que derrocó a Santa Anna. A la muerte de Pérez, Díaz mantuvo a su hija hasta que ella falleció, siendo ya una mujer que peinaba canas. Aún ahora, 56 años después, los patriotas mexicanos se paran en el patio del viejo convento de Santo Domingo, que está convertido en barracas, y observan la pequeña ventana donde de noche Porfirio Díaz, colgando en el extremo de una cuerda, expuso la vida por primera vez a favor de su país.

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Entre tanto, México siguió padeciendo la agonía y la degradación de muchas revoluciones. Santa Anna, cuyas disparatadas y egoístas excentricidades provocaron que el Congreso lo desterrara en 1845, regresó al país en 1846 y asumió el mando del ejército desmoralizado en la guerra contra los Estados Unidos, país que había integrado a Texas como su estado mientras el territorio aún era reclamado por México. Las primeras tropas enviadas contra los Estados Unidos se rebelaron y su general, Paredes, incluso tenía planes para entregar la república agitada y en quiebra al príncipe español, don Enrique. Paredes fue vencido y desterrado. Entonces Santa Anna se hizo cargo del ejército y entregó el gobierno a Gómez Farías, quien con objeto de conseguir fondos para la guerra, confiscó parte de los bienes de la Iglesia. Como consecuencia, hubo otra revolución y luchas salvajes en las calles de la capital, a las que puso fin Santa Anna, quien de nuevo tomó el control supremo, renunciando esta vez a favor del abogado Peña y Peña. Cuando el ejército de los Estados Unidos, encabezado por el general Scott, avanzó desde la costa atlántica hacia el valle de México —los soldados estadounidenses en realidad jugaron béisbol en Orizaba con 113

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la pata de palo de Santa Anna— e izó su bandera en el Castillo de Chapultepec el 14 de septiembre de 1847, el poder de Santa Anna se eclipsó por el momento. Hecho prisionero por el ejército texano en 1836, básicamente acordó reconocer la independencia de la pequeña república como precio de su propia libertad. Ahora bien, cuando su país, aplastado por los invasores estadounidenses, entregó 522 568 millas cuadradas de territorio en el tratado Guadalupe Hidalgo, incluido el gran dominio de California, donde acababan de descubrir oro, el aventurero vencido y desacreditado se había ido de México, habiendo intentado primero establecerse en el estado de Oaxaca, en cuya capital no fue admitido por el gobernador Juárez. Pero ése no fue el final de Santa Anna. Los complots, levantamientos, revoluciones siguieron irritando al país y sangrando la riqueza y la fuerza de éste. Cabe recordar que en los 47 años que transcurrieron entre 1821 y 1868, la forma mexicana de gobierno cambió diez veces y en ese periodo de independencia nacional hubo unas 300 revoluciones o revueltas fructíferas e infructuosas, para no hablar de que al menos cincuenta personas diferentes ocuparon el poder ejecutivo como presidentes, dictadores, emperadores o regentes. De ese modo, cuando el general Herrera fue elegido presidente en 1848, y lo sucedió en forma pacífica el general Arista, elegido en 1851, hubo más proclamaciones y complots revolucionarios y un levantamiento en Guadalajara, al que siguió en 1853 la renuncia de Arista —a quien desterraron inmediatamente cuando el incalificable Santa Anna regresó a México— y, después de que Juan B. Ceballos y el general Lombardini no pudieron mantener el orden, Santa Anna volvió en respuesta al llamado de los funcionarios conservadores, los obispos y sacerdotes, y se convirtió en dictador declarado y absoluto, con el título de “Su Alteza Serenísima”. El dictador apresó a Juárez, que se había retirado de la gubernatura de Oaxaca, y lo mandó a las mazmorras de San Juan de Ulúa, llamó a México a los jesuitas desterrados, se hizo de efectivo al vender a los Estados Unidos 45 535 millas cuadradas del país en la frontera de Sonora por un monto de $10 000 000 y autorizó a Gutiérrez Estrada —el famoso senador que en 1840 se vio obligado a huir de la furia popular cuando

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propuso un reino mexicano— a irse a Europa y negociar de hecho la venta de la soberanía de México. Parecía como si la república fuera a perecer, y la abierta oposición al dictador, quien contaba con el respaldo del ejército, la aristocracia y la Iglesia, la castigaban con la cárcel o la muerte. En 1854 sólo existían dos ferrocarriles pequeños en el país, que apenas cubrían quince millas, y las alcabalas sofocaron todos los intentos por desarrollar el comercio interior. La Iglesia, con sus enormes ingresos, y los grandes terratenientes apoyaban a Santa Anna, quien tenía al ejército en sus manos y la erogación de más de $19 000 000 del ingreso nacional, para no hablar de los $10 000 000 que pagarían los Estados Unidos por la espléndida entrega territorial con la que se formaron Arizona y Nuevo México. Europa se rio del pésimo final del experimento republicano, con cuya protección los Estados Unidos habían amenazado a la Santa Alianza en la Doctrina Monroe. No obstante, seguía vivo el nervio moral de México. Aunque los coroneles, obispos y monjes aclamaban la semimonarquía de Santa Anna, lo que hubiera sido una broma monstruosa de no ser por sus persecuciones sangrientas, se proclamó una revolución en la población de Ayutla, estado de Guerrero, y en el sur la lucha contra el dictador fue encabezada por el general Juan Álvarez. Éste fue el inicio formal de la lucha armada final entre la Iglesia y el Estado, pero su objetivo inmediato era derrocar a Santa Anna. Álvarez fue uno de los héroes de la guerra de independencia. Era indígena puro, como Juárez, y sus seguidores también eran indígenas. En las montañas de Guerrero, al norte de Oaxaca, sus gallardas incursiones guerrilleras alentaron las esperanzas de todos los liberales oprimidos. Los aterrados patriotas compadecían a Álvarez, pero pronunciaban su nombre en voz baja. Si se sabía que alguien simpatizaba con él, significaba el encarcelamiento instantáneo y tal vez la muerte. Los espías de Santa Anna estaban por doquier y el propio Santa Anna, con una ira feroz, inició una campaña militar contra los rebeldes. De improviso, en diciembre de 1854, el dictador decidió hacer una farsa de votación popular, a fin de darle apariencia de legalidad a su poder, y ordenó un plebiscito, aunque se sobreentendía que nadie po-

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dría votar por alguien que no fuera Santa Anna, so pena de poner en peligro su vida. En esa época fue cuando Porfirio Díaz, que contaba con 24 años de edad, mostró lo que valía. El día de la votación que iba a confirmar a Santa Anna como dictador, el director del Instituto donde Díaz trabajaba como profesor de leyes suplente en Oaxaca —Juárez había escapado del calabozo y huido a Nueva Orleáns— pidió a todos los profesores que fueran en bloque al palacio y votaran por Santa Anna. Díaz rehusó aceptar esta degradación. Sin embargo, acudió solo al palacio situado a un costado de la plaza, frente a la catedral. Fue una escena que bien podría haber intimidado al más valiente. La plaza se veía brillante con las tropas concentradas. Los cañones cargados estaban colocados en las esquinas. Los soldados con las bayonetas caladas custodiaban todas las calles que desembocaban en la plaza y el pueblo acobardado miraba en silencio y de lejos el acero relumbrante. En el vestíbulo del palacio había una plataforma elevada cubierta con un lienzo carmesí y sobre una mesa tenían un libro enorme, donde se pedía a los votantes que escribieran su nombre y el candidato que escogían. Aquí estaban los oficiales de Santa Anna, con rostro grave y vigilante; había un silencio curioso que combinaba con el rostro severo, frío del general Ignacio Martínez Pinillos, gobernador y comandante militar de Oaxaca, que presidía los comicios. El joven Díaz examinó con sumo interés el espectáculo que no presagiaba nada bueno. Para entonces ya había desarrollado la espalda ancha y una amplia caja torácica. Su mentón cuadrado denotaba su espíritu combativo, su mandíbula tenía una gran fuerza trituradora y mantenía la cabeza en un grado de inclinación que le imprimía una actitud agresiva y alerta. Sus ojos inquisitivos se veían más brillantes y negros que nunca, y respondían con sensibilidad al temblor ocasional de sus fosas nasales delgadas y anchas. Ha confesado que ese día fue al antiguo palacio de piedra con la esperanza de que durante la votación simulada ordenada por el tirano sucediera algo que provocara un levantamiento armado, donde él pudiera dar un golpe.

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En ese momento uno de sus vecinos, don Serapio Maldonado, apareció y anunció que, como representante de todos los residentes en su división de la ciudad, que incluía al mismo Díaz, votó por Santa Anna como dictador supremo. Díaz protestó de inmediato e hizo que retiraran su voto basándose en que no quería ejercer su privilegio. Por la calle, al otro lado de la plaza, entre las tropas y el cañón, entraron los profesores del Instituto (donde Juárez, Pérez y otros patriotas ahora en el exilio habían despertado en el alma de Díaz la conciencia de los errores cometidos por su país) a la sombra del palacio, subían a la plataforma carmesí, hacían una reverencia humilde frente al gobernador de gesto frío y escribían sus nombres a favor de Santa Anna. Díaz se mantuvo alerta y observaba a sus compañeros serviles, con las mejillas coloradas y los ojos encendidos. Nadie se atrevía a levantar la voz contra el corrupto y sangriento usurpador que obligó a Juárez y Pérez a ser fugitivos e incluso buscaba dar muerte al heroico general Álvarez y a su ejército de indígenas montañeses medio muertos de hambre, que eran los únicos defensores de la república. Mientras el joven patriota miraba, el profesor de Encisco volteó y le preguntó por qué no votaba. Díaz respondió que el voto era un derecho que podía ejercer o no, según lo decidiera. “Sí —gritó el profesor— uno no vota cuando tiene miedo”. Apenas había pronunciado la pulla, cuando Díaz tomó la pluma que le ofrecía, se abrió paso entre la muchedumbre, avanzó hacia la mesa de votación y, sin dudarlo un instante, anotó el nombre del general Álvarez, líder de la rebelión contra Santa Anna. Antes de que los subordinados oficiales del dictador se dieran cuenta de que ante sus ojos un joven de 24 años había desafiado deliberadamente a su patrón, Díaz desapareció del palacio. Se decidió que el joven oaxaqueño había cometido un delito grave, y ocurrió que un zapatero, al cruzarse con Díaz en el jardín público, le avisó que habían dado órdenes de arrestarlo. Mientras la policía lo buscaba, consiguió un par de pistolas en la casa del exiliado Pérez. El joven sirviente le trajo el caballo, las pistolas y un machete. Luego llamó a un conocido y terrible bandido, de nombre Esteban Aragón, que alguna vez le había propuesto en secreto un plan de revolución; con

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la sola compañía de este hombre que robó un caballo para el viaje, el estudiante que se había atrevido a desafiar públicamente a Santa Anna en medio de sus asalariados armados salió a caballo de su ciudad natal hacia las montañas mixtecas. La sangre indígena bullía en sus venas cuando se marchó precipitadamente a la cordillera agreste de donde procedía. A las afueras de la ciudad, una partida de rurales les ordenaron detenerse, pero los fugitivos hicieron círculos deslumbrantes en el aire con sus machetes, espolearon a sus caballos y pasaron veloces sin problema entre el griterío de la línea de policías. Aun en esa alocada cabalgata, que fue su ingreso al grupo de los guerreros, y sabiendo que las tropas del dictador le vendrían pisando los talones, Díaz se detuvo en el pueblo de Ejutla, explicó que el caballo de su acompañante era robado, lo entregó y consiguió otro. Poco después, Aragón y él se unieron en las montañas a la banda de indígenas revolucionarios enzarapados y descalzos. Eran campesinos sin entrenamiento, armados a medias y comandados por un indígena sin instrucción de apellido Herrera, pero Díaz acababa de pasar por una experiencia que hacía parecer héroes refulgentes a la desaliñada pandilla de campesinos de las montañas, comparados con los cobardes eruditos que se habían postrado a los pies de los oficiales de Santa Anna en Oaxaca y habían negado la causa de la libertad mexicana y el gobierno constitucional por mantener una vida segura y fácil. Díaz no sólo era un atleta poderoso y un buen jinete, sino que los largos paseos a caballo y caminatas entre las colinas y valles circundantes, las muchas cacerías y otras aventuras al aire libre, le habían dado un estilo que, aunado al dominio de los términos militares aprendidos en una clase de estrategia y táctica organizada por Juárez en el Instituto, causó una gran impresión en los indígenas y pronto Herrera, al que conquistó la dignidad del joven jinete y su obvio instinto de liderazgo, acordó compartir el mando con él. La fuerza constaba de unos 200 hombres, montañeses ignorantes, la mayoría armados con machetes e implementos agrícolas. Con estos modestos seguidores, Díaz se propuso oponer resistencia a los soldados entrenados y bien armados. Había un fuerte conjunto

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de fuerzas del gobierno en los alrededores, bajo el mando del teniente coronel Canalizo, pero el enemigo al que estaba decidido a enfrentarse era una fuerza de ochenta a cien elementos de caballería y cincuenta de infantería, que habían enviado de Oaxaca para capturarlo. Díaz ordenó a sus hombres que se tumbaran en los cerros viendo al barranco de Teotongo; allá abajo había un manantial. Los perseguidores sin duda se detendrían allí para tomar agua. Por instrucciones de Díaz, los indígenas aflojaron un gran número de piedras arriba del manantial y ajustaron palancas, de modo que pudieran arrojarlas a una señal. Después de un rato, el pequeño ejército enviado a apresar a Díaz entró al valle y una parte se detuvo junto al agua. Al indicarlo, Díaz y sus hombres abrieron fuego y un momento después lanzaron una avalancha de piedras sobre los soldados y éstos, desconcertados, huyeron en una dirección, mientras que los indígenas emocionados de inmediato huyeron con otro rumbo. Ésa fue la primera batalla del máximo soldado de México. Al poco tiempo, la reducida fuerza indígena se dispersó y Díaz siguió solo por las montañas con el bandido patriota Aragón, pasando por muchos pueblos hasta llegar a Coanana. Allí decidió detenerse en la casa de un amigo y despidió a Aragón. Es interesante saber que este terrible ladrón, cuya vida transformó el patriotismo, y que estuvo al lado de Díaz en su primer combate por la república en las montañas mixtecas, después actuó como líder de guerrilleros a favor de la república durante la guerra contra la intervención europea. Cuando a Díaz lo cercó Bazaine en Oaxaca, Aragón se puso a sus órdenes con 400 hombres y ganó una distinción por su valor. Después de la caída de Oaxaca, escapó y dirigió a los guerrilleros contra los franceses en la zona sur del estado. Una noche lo sorprendieron mientras jugaba a las cartas y, a pesar de presentar una defensa desesperada, un francés le partió el cráneo con un machete.

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Cuando a Porfirio Díaz lo nombraron subprefecto de Ixtlán, hubo conmoción en los pueblos indígenas de las escarpadas montañas zapotecas. Fornido, de caja torácica amplia, bronceado por el sol, raudo como ciervo, con aire marcial y el prestigio de haber desafiado a Santa Anna en el palacio de Oaxaca y dispersado a la tropa regular con una muchedumbre de campesinos indígenas mal armados, era un héroe a los ojos de los montañeses entre los cuales nació Juárez. Santa Anna fue derrotado en el verano de 1855. Luego de escapar de su mazmorra, Juárez había huido a Nueva Orleáns, para después ponerse en contacto con el general Álvarez y las fuerzas liberales de Acapulco. El dictador trató en vano de tomar esta ciudad y finalmente se vio obligado a dejar el campo de batalla, huyendo como de costumbre a La Habana y de allí a St. Thomas. Ése fue el final de su poder en México. Mucho tiempo después lo sentenciaron a muerte por traición, pero en un gesto magnánimo, Juárez conmutó la pena por ocho años de exilio, y en el mismo año que Díaz se convirtió en jerarca de México, 1876, Santa Anna, ya en etapa senil, murió casi en el olvido. 120

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Después del derrocamiento del dictador, los liberales triunfantes eligieron al general Álvarez como presidente, y ese soldado de cabellera blanca y enfermo colocó a Juárez en su gabinete como ministro de justicia y religión. Por influencia del anciano y leal Marcos Pérez, el nuevo gobernador del estado de Oaxaca, general José María García, envió al joven Díaz a su puesto en las montañas agrestes. Los indígenas de Ixtlán eran claramente ignorantes y cobardes. Su timidez y torpeza les habían ganado una reputación tal que los convirtió en la burla del campo. Incluso el estado, en busca de reclutas militares, se había negado con desdén a aceptar a los indígenas del distrito de Ixtlán para que sirvieran en la Guardia Nacional. Con esto, Díaz reveló algo de la forma singular como se formaba un juicio de la naturaleza humana y de los recursos prácticos que le ayudaron a formar a México como nación. Allí organizó a los marginados montañeses como soldados que estuvieron a su servicio en todas las guerras que se le presentaron. Díaz apenas tenía 25 años. Sin embargo, la pasión por la organización y el liderazgo ya era intensa en él. Llamó a los hombres de las montañas que eran gente torpe y sin entrenamiento y los formó en una fila: estaban descalzos, con zarape y abochornados. Luego se paró frente a ellos, se quitó la chaqueta, sacó el pecho vigoroso, irguió la cabeza, colocó sus brazos y hombros de manera que se notaran sus abultados músculos y deliberadamente caminó de un lado a otro enfrente de esos individuos desaliñados colocados en fila, invitando a los asombrados hombres a ver lo evidente de su fuerza física. Les dijo que en otros tiempos él había sido delgado y débil, pero con la práctica se había fortalecido y les aseguró que cualquiera podía volverse así de musculoso y ágil. Cuando exhortaba a los despreciados montañeses a ponerse en forma y defender sus pueblos, había en Díaz algo imperioso y convincente en su rostro quemado por el sol que encantó a los indígenas mientras iba y venía por la placita, que estaba rodeada de mujeres y niños del pueblo. Pronto, el joven líder estaba entrenando a los hombres regularmente en ejercicios atléticos, en los cuales introdujo poco a poco métodos

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militares. Hubo algunos quejosos, pero él estaba decidido a convertir a los pobladores en soldados, a pesar de ellos mismos, y popularizó su trabajo organizando bailes para las mujeres. Debe entenderse que Díaz no tenía instrucciones de adiestrar soldados. La idea era completamente suya y no la mencionó al gobernador, sino continuó discretamente el entrenamiento de sus hombres hasta que, con las armas en la mano, les dio los ejercicios finales como combatientes. Incluso estableció una escuela nocturna y él en persona les enseñó a leer y escribir. Este fue el inicio del famoso batallón Oaxaca que lo siguió en muchas batallas y era el terror de los enemigos de la república. Más aún, cuando lo estaban cazando como a un animal y se encaminó a Ixtlán, fueron estos mismos hombres los que comenzaron la marcha armada que culminó en su victoria final y el inicio de su gobierno de treinta años en un país pacífico y unido. Antes de organizar este notable grupo reducido de soldados, Díaz no había tenido entrenamiento militar práctico, salvo el de 1847, cuando el ejército invasor de los Estados Unidos había penetrado al estado de Oaxaca, la Guardia Nacional avanzó de prisa para enfrentarlo, mientras una compañía de jóvenes, entre ellos Díaz, estuvieron de servicio unos cuantos días en la capital del estado. A esta compañía la llamaban con sorna “Peor es nada”. Se han escrito muchas tonterías artificiosas y exaltadas sobre Porfirio Díaz, principalmente por parte de algunos mexicanos serviles o muy enfadados, pero no es justo responsabilizarlo por los burdos elogios de escritorzuelos cuyas adulaciones absurdas divirtieron o disgustaron a ese personaje serio y autoritario. El autor de estas líneas muchas veces lo ha oído hablar con desprecio y burla de las exageraciones rimbombantes y serviles con las que han descrito su carrera. Sería difícil sobreestimar el criterio firme, la previsión patriótica, la energía y los recursos del joven estudiante de 21 años, de hombros anchos que, sin asesoría u órdenes, transformó a los aldeanos indígenas tímidos y mal vestidos en buenos soldados, en el escarpado corazón de las montañas zapotecas. Ni César ni Alejandro Magno hubieran podido hacer más. Mientras entrenaba a los infantiles montañeses y

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les enseñaba a leer y escribir, pagó de su bolsa los estipendios de la Iglesia para los bautismos, de manera que cientos lo llamaban padrino en los días críticos en que él y México convocaron a los hombres para salvar a la república oprimida. Apenas había terminado Díaz de adiestrar a sus indígenas para el combate cuando tuvo una oportunidad de ocuparlos. En noviembre de 1855, Juárez, ahora un poderoso miembro del Gabinete de Álvarez, persuadió al venerable presidente de que proclamara una ley nueva e inolvidable, aboliendo los privilegios especiales de la Iglesia y del Ejército. Hasta ese momento ningún eclesiástico podía ser demandado y ningún oficial del ejército, por humilde que fuera, podía ser juzgado en los tribunales ordinarios. Ni siquiera el homicidio o la traición podían privar a los militares de la protección de sus propios tribunales especiales. Tampoco podía radicarse una acción civil, por grande que fuera la propiedad en cuestión, contra un eclesiástico en los tribunales seculares. Incluso las mujeres que vivían en los establecimientos de los sacerdotes con frecuencia declinaban la jurisdicción de las cortes seculares cuando las demandaban sus costureras. Era imposible mantener a la república en esas horribles condiciones de desigualdad, ya que la mayoría de los delitos los cometían hombres que apelaban a la inmunidad militar, en tanto que quizá una tercera parte de los bienes del país estaban en manos de la Iglesia, la cual también monopolizaba los préstamos de dinero. La “Ley Juárez” destruyó este vasto sistema de injusticia, haciendo que ante la ley, sacerdotes y soldados fueran iguales a los individuos comunes, aunque todavía se permitía que existieran tribunales penales eclesiásticos. Fue un golpe terrible para el poder de la Iglesia, lo cual provocó una revuelta armada. Hasta Ignacio Comonfort, que había ayudado a derrocar a Santa Anna y ahora estaba en el gabinete de Álvarez, rehuyó tomar lo que parecía una medida desesperada contra las santidades del privilegio. Pero Juárez se salió con la suya. El gabinete estaba dividido, Juárez encabezaba un bando y Comonfort el otro.

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Luego pareció desencadenarse gradualmente un gran escándalo y los cimientos de la nación se cimbraron cuando los clérigos, ayudados en secreto por sus amigos militares, planearon rebeliones en muchas partes del país. El horizonte político se oscureció. La propia Iglesia montó en cólera. Los generales y coroneles, vulgares y que tintineaban con sus metales, mezclaban sus palabrotas con las protestas indignadas de los obispos y monjes. El viejo orden, con sus vastas riquezas, su organización casi perfecta, sus soldados asalariados, su prestigio social y su poder aterrador del anatema eclesiástico, se preparó para oponer resistencia a lo que sus dirigentes más capaces reconocían como el primer paso hacia su destrucción final y total. El pobre Álvarez, alarmado por la creciente amenaza de la situación y con el deseo de salvar a la república débil y empobrecida, renunció al cargo y nombró presidente sustituto a Comonfort, con la esperanza de que la actitud más moderada de su sucesor pudiera conciliar a la Iglesia y sus fuerzas. Juárez fue implacable en su determinación de hacer que se cumpliera la nueva ley. El presidente Comonfort de inmediato destituyó al abogado indígena de su gabinete y lo mandó de regreso a Oaxaca para que de nuevo fuera gobernador. Pero Comonfort no se atrevió a abandonar la “Ley Juárez”, en particular después de que el Congreso mexicano la aprobara solemnemente, aunque el presidente sustituto tuvo que aplastar con las armas un violento levantamiento de la Iglesia en Puebla. En Oaxaca, el gobernador del estado, el general José María García, quien, después del triunfo de los liberales sobre Santa Anna, se había declarado adepto a la causa liberal, de improviso e inesperadamente se volvió en su contra y atacó a un pequeño grupo de liberales, los cuales se encerraron en las barracas del convento de Santo Domingo. Marcos Pérez, delgado y canoso, mandó avisar a su joven y heroico discípulo que estaba en Ixtlán. Díaz, que se encontraba en su pueblo de la montaña en espera de alguna señal, corrió cuesta abajo con sus indígenas ya entrenados, seguido también por una multitud de montañeses armados sólo con implementos agrícolas, pero decididos a morir si era necesario en apoyo de su líder. Luego de dejar al grueso de sus 400

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soldados ocultos en un desfiladero cerca de la ciudad de Oaxaca, Díaz se dirigió a ésta con el resto de sus fuerzas, pero los mensajeros liberales fueron a su encuentro y le dieron a conocer que el gobernador García otra vez se había declarado liberal. Poco después de que García volviera a dar señales de traición a la república, Díaz marchó de nuevo con sus indígenas hacia la capital del estado. Fue un momento decisivo en la historia de México. Juárez estaba en camino a Oaxaca, cuando Comonfort lo designó otra vez gobernador. El estado hervía de traiciones y complots. Se creyó que Comonfort era hostil a Juárez y estaba celoso de él, y que actuaba en una secreta complicidad con los desesperados y rebeldes líderes de la Iglesia para destruir a los elementos liberales radicales. ¡Qué estratagema más dramática y apabullante podría concebirse que hacer que el estado natal de Juárez, autor de la nueva ley para la administración de la justicia, se levantara y lo aniquilara! Díaz llegó justo a tiempo. El gobernador García mandó un mensaje severo al joven comandante, ordenándole que regresara a las montañas y licenciara a sus hombres. Con ojos chispeantes, Díaz respondió que no reconocía la autoridad de García y que aguardaría la llegada del gobernador Juárez. Acto seguido acuarteló a sus hombres en el convento de Santo Domingo, que era el cuartel general de los liberales. Luego fue al palacio y le dijo abiertamente a García que no recibiría órdenes más que del nuevo gobernador. Cuando Juárez llegó a Oaxaca todo estaba en paz y lo saludaron los flamantes soldados de su propio pueblo moreno de las montañas. El noble zapoteca comisionó después a Díaz como capitán de la Guardia Nacional. Sin embargo, la lucha real por el control de los destinos de México estaba por venir. En junio de 1856, el Congreso aprobó una ley que obligaba a la Iglesia a vender todos sus bienes raíces, salvo los edificios empleados para culto público. Esta ley trascendental fue redactada por Miguel Lerdo de Tejada (hermano de Sebastián Lerdo de Tejada, que más tarde sería el principal ministro y asesor de Juárez), pero la inspiración directa fue

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de Juárez, quien al tiempo que restablecía el orden y el gobierno representativo de Oaxaca, se mantuvo en estrecho contacto con el torbellino de la política nacional. No era una ley confiscatoria, sino una medida para destruir la continuidad del inmenso poder secular de la Iglesia a través de la Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas. A fin de que la república pudiera sobrevivir, fue necesario que el futuro nacional estuviera libre de las manos muertas del pasado aristocrático. La Iglesia resolvió luchar por sus privilegios, no obstante, no era el momento de que los obispos mostraran la resistencia pública, aunque los sacerdotes se negaban a confesar o absolver a las personas que compraran los bienes eclesiásticos. En muchas partes del país se producían revueltas armadas. El obispo de Puebla censuró la ley y el arzobispo de México en realidad pidió al gobierno que expusiera el asunto ante el papa. Entonces hubo otro intento de rebelión en Puebla, donde los amigos de la Iglesia reunieron a 15 000 soldados para destrozar la república. Sin embargo, Comonfort de inmediato dispersó a los insurgentes y se apropió de suficientes bienes de la Iglesia para pagar el costo de su acción. No obstante, la terrible perspectiva de una guerra civil respaldada por la Iglesia y sus aliados ricos y poderosos, para no hablar de la inevitable hostilidad de las grandes naciones europeas que simpatizaban con la indignación y la protesta papales, se convocó un congreso constitucional prometido por los liberales, y se adoptó una nueva Constitución, en gran medida inspirada por Juárez, y la rubricó el presidente Comonfort el 5 de febrero de 1857, aunque no se proclamó sino hasta el 16 de septiembre, aniversario del grito de independencia dado por Hidalgo. Esta memorable Constitución que en un día erradicó todo el poder de la Iglesia y la redujo a una institución privada, confiscando todos sus bienes, y privando a los sacerdotes de sus derechos políticos, trajo consigo una guerra de diez años, casi sin paralelo en los países civilizados. Díaz había dejado su camino al sacerdocio para hacerse abogado: la “Guerra de Reforma” lo convirtió en soldado. La Constitución de 1857 dispuso, entre otras cosas, la libertad de prensa; la nacionalización o confiscación de unos $200 000 000 en bienes

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propiedad de la Iglesia; una prohibición de que la Iglesia fuera propietaria de bienes raíces; la abolición de todos los privilegios militares y eclesiásticos; se suprimieron los conventos de monjes y monjas; se ordenó la separación de la Iglesia y el Estado; el clero fue inhabilitado para votar u ocupar un cargo; se prohibieron las demostraciones religiosas fuera de los templos; el clero no podía vestir la indumentaria eclesiástica en la calle; México se abrió en todas partes a la libre inmigración. Cuando se proclamó esta gran ley orgánica —William H. Seward declaró que era un instrumento óptimo de su tipo en el mundo— los clericales organizaron la revolución de Tacubaya, en los suburbios de la capital, y Félix Zuloaga, quien había sido croupier en un salón de juegos de azar, asumiendo el rango de general, proclamó una rebelión según el “plan de Tacubaya” que hacía frente a la nueva Constitución de la República Mexicana con un programa que declaraba, entre otras cosas: que los bienes y los ingresos de la Iglesia deberían permanecer inviolados; que deberían restituirse los privilegios especiales de la Iglesia y el Ejército; que la religión católica romana debería retomarse como la única y exclusiva religión de México; que debería haber censura a la prensa; que la inmigración debería limitarse a inmigrantes de países católicos; que debería abolirse la Constitución de 1857 y establecer una dictadura central, prácticamente con el dominio de la Iglesia; y, de ser posible, debería restablecerse la monarquía, o convenirse en un protectorado europeo. Pío IX declaró que el gobierno de México tenía un interdicto de la Iglesia en su contra y a lo largo del país descontento, ya desgastado por conflictos interminables, surgió un grito de guerra a muerte, un grito que resonó en los templos y tuvo eco en los enormes monasterios, donde incluso los propios monjes se armaron para el ataque.

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VII

el primer bautismo de sangre de díaz

El capitán Díaz había bajado de su puesto en la montaña hacia fines del año 1856, cuando por lo bajo se oyeron los primeros comentarios virulentos de una guerra civil. Para entonces Díaz ya era un héroe entre sus compañeros, quienes recordaban cómo el estudiante de leyes había desafiado abiertamente a Santa Anna en el palacio del estado y había dispersado a los soldados que enviaron a perseguirlo. Dos veces fue al rescate de Oaxaca con sus montañeses militarmente entrenados, pero no había arrogancia en él. Era tan silencioso, serio y lleno de energía como siempre. Recibía un pequeño salario por su trabajo cívico en Ixtlán, pero no había aceptado un solo centavo por sus servicios militares. Ahora era un soldado profesional al que eligieron en forma regular para una capitanía en la Guardia Nacional. Había una tendencia a organizar revueltas en la costa del Pacífico del estado de Oaxaca. Los iracundos sacerdotes agitaban a la población, compuesta por un gran porcentaje de individuos de raza negra. El gobernador Juárez acudió en persona a Tehuantepec para tranquilizar a los habitantes y explicarles cuál era la situación. Pero a pesar de todo 128

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hubo un alzamiento de personas negras en el distrito de Jamiltepec, encabezados por José M. Salado. Los párrocos locales habían exaltado los ánimos de la turba contra la nueva Constitución. Una vez agotada su paciencia, Juárez ordenó a la Guardia Nacional que fuera a someter a los rebeldes. La expedición de 400 hombres iba al mando del coronel Manuel Velasco, acompañada por el coronel Díaz. El 13 de agosto, los soldados llegaron al pueblo de Ixcapa, en el corazón del distrito rebelde. La lucha comenzó en sus calles; Díaz avanzaba a pie a la cabeza de su compañía, espada en ristre, con su espalda ancha, rostro bronceado, grandes ojos oscuros que reflejaban una intensa emoción al acercarse la lucha por la vida. Frente a él, vio el avance de un grupo de enemigos con un sacerdote vociferante montado a caballo y sosteniendo una gran cruz negra. Se alistaba para atacar a esta fuerza cuando, al pasar por una bocacalle, un destacamento del enemigo apareció por su flanco derecho y se vio obligado a voltear rápidamente para hacerle frente. En la primera descarga cerrada recibió una herida que lo tiró al suelo, pero se esforzó por levantarse, pálido y sangrante, y siguió luchando. La bala le dio en el cuerpo y se tambaleaba al moverse, de modo que sus soldados sorprendidos lo vitorearon cuando se incorporó a lo más reñido de la batalla. A pesar de su agonía, el joven soldado que posteriormente comandaría ejércitos y cambiaría la historia, siguió en la lucha hasta que al cargar con su bayoneta hizo retroceder a los soldados que lo flanqueaban. Acto seguido, el grupo principal del enemigo recibió un ataque frontal, en el cual el rebelde Salado en persona estuvo al mando. El líder blandía un machete y le abrió la cabeza a un sargento que estaba cargando su mosquete, pero el sargento jaló del gatillo y la carga, que incluía la baqueta del fusil, le pegó a Salado en el pecho y después le encajaron la bayoneta. Eso sobrecogió a sus fuerzas, las cuales huyeron, dando a los liberales una victoria total. Muchos de los fugitivos se ahogaron al tratar de cruzar un arroyo. A algunos los ultimaron en el agua, a otros se los comieron los lagartos. Después de la batalla, Díaz la pasó muy mal. Lo habían herido en el costado izquierdo. Primero, el mayor del batallón le vendó la herida para detener la hemorragia. A continuación un indígena ebrio le aplicó

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allí resina de pino, huevos y grasa. Entonces lo llevaron a una hacienda cercana a Ixcapa y allí un cirujano hizo dos incisiones y lo exploró para buscar la bala, pero lo único que extrajo fue un fragmento de hueso. Sobre la herida le colocaron una cataplasma. Después de una estancia de 18 días en la hacienda, con el resto de los heridos, algunos hombres lo cargaron en una camilla para llevarlo a otra hacienda situada a unas sesenta millas. Había llovido mucho y el suelo estaba húmedo y resbaloso. Los camilleros en ocasiones se cayeron y tiraron en el lodo al futuro presidente de México. Durante todo ese tiempo no se quejó. Pronto le ensillaron un caballo y, con grandes dolores, cabalgó el resto del camino. El 30 de septiembre de 1857, el capitán Díaz llegó a Oaxaca. Allí lo examinaron buenos cirujanos, incluido Manuel Ortega Reyes, quien luego sería su suegro. Se determinó que la bala tal vez estaba enquistada y le aplicaron emplastos y potasa cáustica. Tanto amigos como enemigos de Díaz se habían dado cuenta muchas veces de que era extraordinariamente difícil matar a ese hombre. Su primer bautismo de sangre despertó en Díaz un apetito patriótico por la batalla que le tomó muchos años sangrientos satisfacer. Al mirar el abismo de constante agitación en el futuro de su país, vio algo que provenía de las cualidades más heroicas de su sangre hispano-indígena. Aun en medio de las emociones homicidas que surgían a su alrededor en su ciudad natal, siempre se mantuvo reservado, sobrio, pensativo, formal. Una y otra vez, en su carrera había demostrado que era un hombre capaz de profundas emociones políticas. Lo profundo e intenso del amor por su país se había revelado en declaraciones fulminantes cuando su lealtad y valor fueron puestos a prueba en las grandes crisis; pero su actitud común ha sido la de un patriota práctico que busca cómo utilizar su fuerza e inteligencia, concentrado en los hechos y no en las palabras; y si a veces ha pronunciado las frases grandilocuentes producto de la civilización que lo engendró, eso ha sucedido cuando las exigencias del liderazgo demandaban la elocuencia. La escena completa de la vida nacional cambió de improviso después de que regresó a Oaxaca. La Iglesia armada, que profería sus gritos de guerra por todo el país, y lanzaba sus anatemas desde todos los

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altares, hizo tambalearse al presidente Comonfort. En la víspera misma de la proclamación de la nueva Constitución, había descubierto una conspiración armada de los monjes del gran convento de San Francisco, cuyo recinto abarcaba gran parte de la ciudad de México. Al día siguiente envió tropas al convento, lo suprimió y abrió dos calles grandes en sus terrenos. A Comonfort lo habían reelegido para la presidencia y, al mismo tiempo, Juárez fue nombrado presidente de la Suprema Corte, y de esa manera se volvió el sucesor constitucional del presidente. La tormenta de la hostilidad de la Iglesia y la repentina actividad de los revolucionarios, con fondos aportados por la Iglesia y encabezada por aventureros militares descontentos, crispó los nervios y turbó el juicio de Comonfort. En un momento de desesperación se rindió al partido clerical, abandonó la nueva Constitución, disolvió el Congreso y encarceló a Juárez. Había luchas constantes entre liberales y clericales en las calles de la capital nacional. Entonces Comonfort cambió una vez más de parecer, liberó a Juárez y trató de restablecer el orden, pero ya era demasiado tarde; la guerra civil había empezado de verdad, y Comonfort huyó del país el 5 de febrero de 1858. Después de la huida de Comonfort, Juárez se convirtió en el presidente constitucional de México. Inmediatamente los enemigos de la república declararon presidente a Zuloaga. Los liberales se vieron obligados a abandonar la ciudad de México —que estaba ocupada por el gobierno clerical usurpador— y se reunieron en Querétaro, donde Juárez se instaló regularmente como presidente constitucional el 10 de enero de 1858. Juárez se trasladó a Guadalajara, donde organizó su gobierno, pero aun en esa ciudad había guerra. Los liberales y clericales se trenzaron en una lucha feroz en las calles por la posesión de la ciudad. Las ciudades de México y Puebla estaban en manos de Zuloaga y sus fuerzas, pero el resto del país parecía ser leal a Juárez y a la Constitución. Uno de los funcionarios de Juárez, el coronel Landa, a quien se confió la defensa del palacio presidencial, resultó ser un traidor. Tomó prisioneros al presidente y a su gabinete, y luego informó fríamente a Juárez que lo dejaría en libertad si ordenaba a sus tropas que entregaran

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Guadalajara al enemigo. El gran indígena rechazó el ofrecimiento con desdén. Landa trajo un pelotón de soldados a la habitación y les ordenó que fusilaran a los prisioneros. Cuando los ejecutores se formaron en línea, Juárez avanzó y los enfrentó, y cuando apuntaron los mosquetes y se dio la orden de disparar, él levantó la cabeza y con toda calma miró a los soldados a los ojos. Por un instante los hombres vacilaron. Juárez permaneció impasible, con la mirada fija en ellos. Luego todos los hombres pusieron los mosquetes en el suelo. Landa no repitió la orden. Aceptó un soborno de $8 000 reunido apresuradamente, y se retiró satisfecho con sus fuerzas. El ejército clerical, al mando del general Osollo, ejerció tal presión contra Guadalajara, que Juárez no pudo sostener la defensa de la ciudad y, al retirarse con su Gabinete, emprendió camino a Manzanillo, zarpando de allí a los Estados Unidos, para después llegar a Veracruz, el baluarte de los liberales, donde estableció su gobierno en el puerto marítimo que conducía a la capital. Con la muerte del general Osollo, el mando supremo del ejército de Zuloaga pasó al general Miguel Miramón, un joven y gallardo soldado mexicano de nacimiento, brillante, bien parecido, de 26 años de edad, que afirmaba ser descendiente del Marqués de Miramón, quien murió al lado de Francisco I en la batalla de Pavía. Este intrépido combatiente fue después dictador de México y lo ejecutaron con el llamado emperador Maximiliano. Sus dos generales principales eran Leonardo Márquez, un bribón asesino e inescrupuloso, a quien Maximiliano finalmente describió como el “máximo villano de México”, y Tomás Mejía, un mexicano de sangre indígena pura, de Guanajuato, quien luchó con capacidad y valor contra las libertades de su país hasta que él también fue fusilado con Maximiliano. Mientras Juárez huía a Veracruz, el papa envió su bendición a Zuloaga, el usurpador y ex crupier, y en todas partes se entonaron tedeums a medida que los ejércitos y bandas de guerrilleros, acompañados por monjes vociferantes y estandartes religiosos, procedían a empapar el suelo de México con la sangre de sus soldados indígenas patriotas, ya que la república verdadera contaba con muy pocos defensores, salvo

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los descendientes de las razas orientales prehistóricas que poblaron el territorio antes de que Colón y Cortés arribaran con el cristianismo y la pólvora. Las aptitudes para pelear no significan talento para gobernar ni un fuerte deseo de libertad siempre implica la comprensión de las instituciones democráticas o la capacidad para tenerlas. Encerrado en Veracruz y sitiado por 7 000 hombres y cuarenta cañones, conducidos por Miramón quien había hecho a un lado a Zuloaga y se había colocado como presidente, Juárez, “el hombre de la levita negra”, respondió a los clamores de la Iglesia acuciada por problemas y la amenaza de grandes naciones como Inglaterra, Francia y España, que habían reconocido oficialmente al gobierno usurpador instalado en la capital, mediante decretos que confiscaban incluso las rentas eclesiásticas y llevaban a término la separación de la Iglesia y el Estado, y por medio de sencillos pero emotivos llamados a las masas mexicanas para que pelearan a muerte por una república constitucional basada en la justicia, la igualdad de derechos y la libertad religiosa. Sus decretos revivieron y aplicaron el gran plan de despojar a la Iglesia de su poder, mismo que Comonfort había abandonado. Si bien las solemnes palabras de Juárez se oyeron en el inmenso teatro de la guerra civil de México, en el alma de un joven capitán en Oaxaca, cuyas heridas todavía provocaban que cojeara por las calles, germinaban el liderazgo y el poder ejecutivo que, a través del velo sangriento de las guerras desoladoras, iba a traer paz y seguridad a la debilitada nación y a establecer los objetivos de la democracia aun en contra de algunas de sus tradiciones más nostálgicas.

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VIII

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Díaz se desplazaba con mucho dolor por Oaxaca, todavía llevando en su cuerpo la bala que recibió en la batalla de Ixcapa, donde unos 400 soldados liberales habían derrotado a casi mil del enemigo. Escuchaba, con mirada adusta y un gesto de determinación, los terribles relatos de matanzas y pillaje que ocurrían en la vieja ciudad casi todos los días, después de que Juárez se convirtiera en presidente. Aún estaba muy débil y su herida no acababa de cicatrizar, sin embargo, estaba ansioso de regresar al campo de batalla. Los enemigos de la república, decididos a tomar el control en la zona sur de México, la habían colmado de tropas irregulares, asaltantes y guerrilleros, encabezados por contrabandistas españoles, bandidos y forajidos militares experimentados procedentes del antiguo ejército carlista, quienes fueron traídos de allende el océano conforme al plan que tenían los clericales de destruir la Constitución de 1857 y el gobierno responsable de la misma. Los líderes reales en esta guerra brutal eran los hermanos Cobos, Marcelino y José María, y el segundo en importancia era un tal Conchado. 134

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Poco después de que Juárez se fuera de Oaxaca, lo sucedió como gobernador del estado José M. Díaz Ordaz, pariente del capitán Díaz. La lucha por la posesión de la ciudad entre liberales y conservadores, como los clericales se hacían llamar, se volvió tan violenta que el gobernador Ordaz tuvo que declarar el estado de sitio y en una proclama dijo: Guardias Nacionales: es necesario demostrarles a nuestros maliciosos enemigos que ustedes fueron los que obtuvieron una gloriosa victoria sobre los reaccionarios en Acatlán e Ixcapa. Sus hombres están a las órdenes de españoles. Denles a estos extranjeros prueba de que la Guardia Nacional de Oaxaca [todos eran indígenas] sabe cómo hacer respetar el nombre del estado. Los hermanos Cobos y sus rufianes armados se apoderaron de la parte central de la ciudad, donde estaba el palacio del estado, de modo que los liberales se convirtieron en la fuerza sitiadora. Díaz, quien aún caminaba con dificultad, había establecido su residencia en el cuartel del convento de Santo Domingo. Fue entonces cuando las tropas de Cobos tomaron el palacio de gobierno del estado y lo transformaron en su cuartel general. El gobernador Ordaz, con la Guardia Nacional al mando del coronel Ignacio Mejía —más tarde famoso general republicano— se refugiaron en los conventos de Santo Domingo, El Carmen y Santa Catarina, donde Cobos los sitió. En esta crisis —ya que la caída de la antigua y orgullosa capital del estado natal de Juárez hubiese sido un golpe terrible para la causa constitucionalista— Díaz se alistó como voluntario en el servicio activo, insistiendo en que, si bien todavía estaba enfermo, tenía fuerzas suficientes para pelear. A esto le siguió un golpe de estrategia característico que el presidente Díaz ha descrito en sus memorias personales: Cuando ya contábamos más de veinte días de sitio y la desmoralización y falta de municiones de guerra y de boca comenzaban a producir sus efectos, averigüé que una de las barricadas que el

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enemigo había puesto en la esquina llamada del Cura Unda, frente a mis posiciones, era en su mayor parte de sacos de harina y salvado. Advertí que cuando las balas pegaban, salía polvo blanco. Esto me inspiró la idea de que, dando un ataque súbito y vigoroso a esa trinchera, podríamos apoderarnos del material de que se componía. Propuse en consecuencia al gobernador Díaz Ordaz, que con el sigilo debido se diera el asalto a esa trinchera y convenimos que en ese momento (pasadas las diez de la noche) saldría yo de nuestra línea con 25 hombres de mi compañía a horadar la manzana contigua, y pasando por varias casas de esa manzana, llegaría a ocupar las ventanas de la última casa, que quedaban al interior de la barricada del enemigo y desde la cual era posible barrerlo con disparos. No se me dieron los 25 hombres de mi compañía, sino de fuerzas irregulares, completándolos hasta con serenos que no tenían organización militar. En la noche del 9 de enero de 1858, comenzamos a horadar los muros, que en su totalidad eran de adobe, para lo cual empleaba agua e instrumentos de carpintería, a fin de evitar el ruido que habrían hecho las barretas. En cada una de las casas que horadaba, tenía que dejar un hombre en el patio y otro en la azotea para cubrir mi retirada. Cuando llegué a la última casa apenas me quedaban trece hombres. Era una pequeña tienda. Algunos de los enemigos estaban en la tienda y otros en la trinchera al terminar la horadación, dejando al descubierto el segundo patio de aquélla. Sucedió que don José M. Cobos se encontraba encerrado en un común y, viendo que por la horadación que apareció instantáneamente a su frente, entraban soldados, encontró prudente permanecer en su escondite. Formados mis soldados en el segundo patio, avancé al primero y encontrando en él a una joven, la encerré en un cuarto para que no diera aviso al enemigo y me dirigí a la trastienda, cuyas ventanas daban a la espalda de los defensores de la trinchera. Los desalojé a los primeros tiros y se replegaron al destacamento que estaba en la tienda.

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Tuve que sostener un combate en la puerta de la trastienda que comunicaba con la tienda, y poco después se habían acumulado en su dintel los cadáveres de los combatientes de una y otra parte. Después de media hora de combate y cuando ya me quedaban pocos soldados disponibles, toqué diana que, según el plan acordado con el coronel Mejía, significaba que necesitaba ayuda. El coronel Mejía no me oyó o no entendió mi toque, pero los destacamentos que cubrían las torres de Santo Domingo y el Carmen, echaron a vuelo las campanas para celebrar el triunfo. Fue en esta situación desesperada cuando Díaz se enfrentó por primera vez al general Manuel González, quien después luchó por la república contra la intervención europea y fue llevado a la presidencia por el mismo hombre que trató de destruir ese día. El combate había sido muy reñido —continúa el presidente Díaz—, pero tuve el tiempo de mandar un refuerzo de veinte hombres, mandados por el teniente coronel Manuel González, más tarde general de división. Cuando había perdido en la trastienda nueve hombres, quedándome solamente tres y el corneta, me persuadí de que había fracasado la combinación, por no haber recibido el auxilio convenido, arrojé sucesivamente sobre la tienda granadas de mano encendidas para retirarme sin ser perseguido. Pero en mi retirada, tuve la desgracia de perder el trayecto de las horadaciones. Mis hombres habían huido y en una casa no encontré el camino. Por fortuna, la tapia del patio no era muy alta y pude salvarla cuando ya tenía a la vista a mis perseguidores. Mi extravío sirvió para confundirlos y pude entrar a mi línea de defensa. Así fracasó el intento de conseguir víveres. En la semana posterior a esta aventura, el sufrimiento y la desmoralización entre los liberales sitiados fueron tan espantosos que el gobernador Díaz Ordaz y el coronel Mejía estaban desesperados, y para

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salvar la guarnición de indígenas famélicos encerrados en los conventos, decidieron abandonar la ciudad dejándosela al enemigo y huir a las montañas. Cuando el capitán Díaz y otros jóvenes oficiales se enteraron de esto, acordaron desobedecer la orden de replegarse y, en cambio, hacer un ataque decisivo al palacio, el baluarte de Cobos. Ni el gobernador ni el coronel Mejía estaban en posición de coaccionar a estos intrépidos oficiales, por lo tanto, se decidió castigarlos por su audacia y rebeldía, poniéndolos a la cabeza de las columnas atacantes. Este furioso asalto, que de nuevo puso a la ciudad en manos de los liberales, ocurrió al amanecer del 16 de enero, mediante tres columnas de 200 hombres cada una. El coronel Mejía mantenía una reserva de 400 hombres. La vieja herida del capitán Díaz lo incapacitó tanto que no podía ceñirse la espada, no obstante, cuando el teniente coronel Velasco cayó a la cabeza de la segunda columna, tomó enseguida el mando y, bajo una tremenda metralla, unió la primera y segunda columnas, a cuyos comandantes les mataron de un tiro, y se lanzó contra el frente del palacio, de donde el enemigo hacía disparos mortales, entrando por la puerta principal, mientras que la tercera columna irrumpió por otro punto. Hubo una lucha terrible en el interior del palacio, pero el enemigo huyó en medio de la confusión, dejándole a los liberales dinero, armas y municiones, además de muchos prisioneros. La columna de reserva completó la victoria. Al terminar la lucha, el capitán Díaz vio que su herida se había vuelto a abrir. El dolor lo atormentaba y la pérdida constante de sangre lo debilitaba. A pesar de su condición, inmediatamente se montó en un caballo y con la sangre brotando de su costado cabalgó con seiscientos hombres en persecución de la fuerza comandada por Marcelino Cobos, que tenía más del doble de hombres que la columna perseguidora. Fue una marcha peligrosa de unas 165 millas, pero el 25 de febrero le tomaron la delantera al ejército de Cobos en Jalapa, 18 millas al oeste de la ciudad de Tehuantepec, y lo derrotaron por completo; el capitán herido se distinguió por la valentía y la energía que puso en la lucha decisiva. Por esa victoria, el gobernador nombró a Díaz para ser gobernador y comandante militar del departamento de Tehuantepec.

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Fue en Tehuantepec, con frecuencia totalmente aislado y obligado a depender de su propio juicio para gobernar a una población hostil y hacer frente a los incesantes ataques de las despiadadas bandas de guerrilleros, donde el joven oficial de 28 años empezó a mostrar el poder y criterio que más adelante atraería la atención del mundo civilizado. La ciudad de Tehuantepec se oponía de manera tan implacable a la causa liberal que cuando Díaz hizo que una banda militar tocara los domingos en la plaza frente a la iglesia, los pobladores se tapaban los oídos para no pecar por escuchar la música que interpretaban los enemigos de la Iglesia. Rodeando por todas partes a la pequeña y pintoresca capital, con sus mujeres famosas por su belleza y los tenaces hombres zapotecos, se extendían las selvas tropicales, infestadas por reptiles mortíferos y bestias salvajes, una zona de malaria maligna y mosquitos venenosos. En esta región casi impenetrable vagaban indígenas rebeldes y enviaban a bandas de soldados irregulares a las órdenes de líderes intrépidos y astutos para cansar y abrumar al joven y valiente líder constitucionalista en Tehuantepec y a su guarnición cada vez más reducida. Es difícil imaginar una situación más exasperante ni una que exigiera más el valor, lealtad y la actitud alerta persistentes que aquella a la que se enfrentaba Díaz. Pasados 48 años, cuando había terminado el gran ferrocarril nacional de Tehuantepec, que unía los dos océanos por la región del Istmo, desde Puerto México hasta Salina Cruz, con los magníficos puertos modernos equipados en ambos extremos de la ruta comercial internacional, tuvo el privilegio de comparecer como presidente de México, en presencia de los representantes oficiales de veinte naciones, y declarar el sistema abierto al comercio mundial. Sin embargo, en esos primeros días, cuando su administración a veces se transformaba en un gobierno independiente por la falta de comunicación, la defensa de la república en Tehuantepec se transformó en una dura prueba casi increíble. A pesar de las fiebres que minaban su fuerza, demacraban su rostro y formaban ojeras debajo de sus grandes ojos melancólicos; a pesar del lacerante dolor de su herida sin cicatrizar; a pesar de la hostilidad y traición en la ciudad, y de la soldadesca cruel, casi bárbara, que lo

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amenazaba y atacaba por todas partes, dio batalla al enemigo de un modo u otro casi todas las semanas, durante cerca de dos años. Pero su herida le producía tal tortura constante que no podía ceñirse la espada. Al principio el exsoldado carlista, Conchado, seguía amenazando a Tehuantepec con una numerosa fuerza de indígenas que habían sido imbuidos por los sacerdotes de un fanatismo casi irracional. Díaz se dirigió a atacar a esta columna y el 13 de abril de 1858, los derrotó en el rancho de Las Jícaras, resultando muerto en la batalla el propio Conchado. Esta victoria le valió el ascenso al rango de mayor en la Guardia Nacional. El documento del ascenso se lo enviaron a través de su cariñosa madre mestiza en Oaxaca, quien había llorado tanto cuando rehusó ser sacerdote. Entre tanto, el gobernador cambió el nombre de los cargos en el estado y Díaz se volvió jefe político de Tehuantepec. Aun después de aplastar la fuerza de Conchado, las cosas empeoraron. El presidente Díaz dio un panorama interesante de su situación en esa época: Mi situación en Tehuantepec era extraordinariamente difícil, pues estaba incomunicado con el gobierno, sin más elementos que los que yo podía facilitarme en un país belicoso y enteramente hostil. Teniendo que sostener casi diariamente un combate con el enemigo, la fuerza de mi cuerpo había disminuido considerablemente. Cuando necesitaba mayor fuerza, podía disponer de cien o doscientos hombres de Juchitán [pueblo cuyos indígenas después iban a torturar y asesinar a su hermano Félix], quienes me servían solamente por pocos días y a quienes pagaba sus servicios con enormes sacrificios, debido a lo escaso de mis fondos. Los caminos todos estaban ocupados por el enemigo y no podía transitarse por ellos, porque se robaba a los pasajeros. Para recibir la correspondencia de Oaxaca tenía que salir con una fuerza armada. Estas excursiones las hacía casi semanalmente y en ellas tenía que alejarme a veces hasta 25 leguas de Tehuantepec. Mis únicos amigos eran el cura fray Mauricio López, dominico, istmeño de nacimiento, hombre bastante ilustrado de ideas liberales, de

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muy buen sentido y muy estimado entre los indios: el juez que era don Juan Avendaño, tío de don Matías Romero (el afamado diplomático y estadista mexicano) y don Juan Calvo, relojero y administrador de correos, también bien relacionado. Sin estas amistades a quienes debí servicios muy oportunos y distinguidos, y sin una policía secreta que establecí, hubiera ignorado absolutamente cuanto pasaba en Tehuantepec, porque todos me eran enemigos y por lo mismo mi situación habría sido insostenible. Mi situación se hizo muy difícil a fines del año de 1858, porque el gobierno del Estado no me mandaba ningún recurso, ni aún el reemplazo de los hombres que yo perdía. Consideré indispensable hablar personalmente con el gobernador del Estado para describirle mi situación, con objeto de remediarla. Gran parte de los soldados que me quedaban estaban conmigo por afecto personal. Un día los saqué de Tehuantepec como si se tratara de una de tantas expediciones periódicas que hacíamos para proteger el correo. Al llegar a determinado punto les informé de la situación y del propósito de mi marcha a Oaxaca, y les ofrecí que estaría de vuelta antes de cinco días. El líder cumplió la palabra dada a sus seguidores, aunque con todo el dolor de su corazón. Su madre morena agonizaba cuando llegó a Oaxaca. Con ojos llorosos y los labios temblando por la emoción, el soldado se apartó de su cabecera, y antes de que llegara adonde estaban sus hombres, ella falleció enviándole su cariñosa bendición. Todo lo que Díaz pudo obtener del gobernador fue un refuerzo temporal de tropas al mando del coronel Cristóbal Salinas, que regresó a Oaxaca después de dos semanas, dejándolo en peor situación que antes. Entonces le escribió a Juárez, quien estaba en Veracruz y le mandó $2 000, siendo éste uno de los contados casos en que recibió ayuda pecuniaria del gobierno. Cuando se retiró el Coronel Salinas —dice el presidente Díaz en sus memorias— se empeoró grandemente mi situación, porque

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los juchitecos comenzaban a entenderse con los sublevados de Tehuantepec. Por fortuna un incidente inesperado vino a disipar este grave peligro. El día 1° de enero de 1859, siguiendo su costumbre, concurrieron centenares de familias juchitecas a la fiesta de año nuevo que se celebra en Tehuantepec, y esparcida la voz de que había yo dado municiones de fusil a los juchitecos, y que las municiones eran transportadas en las carretas en que regresaban a su pueblo, los sublevados las asaltaron en su regreso de la fiesta. Ocurrí a su defensa, no sólo con tropas juchitecas, sino con mis compañías, habiendo hecho mis pocos soldados grandes estragos a los asaltantes. Los perseguimos hasta meternos en una laguna en que nos daba el agua a la mitad del cuerpo. Considerando que ésta era una buena oportunidad para convencer a mis aliados, seguí escoltando el convoy a pie, hasta cerca de Juchitán, en donde me alcanzó mi ordenanza con mi caballo. Pasamos la noche en aquella ciudad, y convoqué a una reunión popular para hacerles presente la necesidad de exterminar a los pronunciados [guerrilleros conservadores]. Por este medio logré que se alistaran como 2 000 hombres, que distribuí en pequeñas fracciones. Así se verificó, y esto dio muy buenos resultados porque en esa batida perecieron varios de los sublevados, se recogieron alguna armas y sobre todo se imposibilitó por completo la mancomunidad de acción de los juchitecos con los tehuantepecanos. El 17 de junio de 1859, Díaz libró una batalla en la Mixtequilla, en la cual derrotó a una gran fuerza comandada por el teniente coronel Espinoza. En reconocimiento de esta brillante acción, el gobierno del estado lo ascendió al rango de teniente coronel. Cabe recordar que el joven soldado y administrador, que a la sazón tenía un poco más de 28 años, llevaba adelante prácticamente un gobierno independiente. No daba reposo al enemigo. Con una energía casi increíble, hacía repetidas marchas nocturnas en las intrincadas selvas tropicales, donde la monstruosa maleza infestada de reptiles era

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más difícil de transitar por los incontables arroyos y pantanos, lanzando repetidos ataques y dispersando al enemigo al despuntar la luz del día. Díaz adelgazó. Tenía las mejillas hundidas y sus grandes ojos oscuros brillaban en las órbitas cavernosas. La piel de su rostro, bronceada al color del cuero por el fortísimo sol, parecía un pergamino sobre los huesos, y su boca, ahora un poco tapada por un pequeño bigote negro, le daba un gesto muy duro. Ningún indígena de las selvas circundantes era más rápido de movimiento o agudo de vista. Podía caminar o correr, arrastrarse o trepar con el más temerario de los que nacieron y crecieron en los montes. Podía rastrear a un enemigo sin dormir o comer; parecía ver en la oscuridad. Sus soldados indígenas lo seguían en las situaciones más peligrosas sin dudarlo, ya que su líder incansable, de anchos hombros parecía ser “clarividente” y tener una vida encantada. El hombre que está convencido siempre es convincente y el heroísmo tenaz de Díaz convirtió en héroes a sus soldados indígenas. En este periodo de incesantes combates, cuando el líder no sólo tenía que marchar noche y día con sus hombres, y al mismo tiempo descubrir y vencer los complots del enemigo en Tehuantepec —para no hablar de los problemas de administración civil y los ingresos— fue cuando Díaz estuvo a punto de encontrar el destino atroz que le ocurrió a su hermano Félix años más tarde. Como consecuencia de la publicación en el departamento de Tehuantepec de las Leyes de Reforma dictadas por Juárez en Veracruz, y que establecían el matrimonio civil y el registro civil, separando a la Iglesia y el Estado, nacionalizando los bienes de la Iglesia, secularizando los cementerios y erradicando el poder temporal de la Iglesia, los indígenas de Juchitán, al creer que atacaban su religión se levantaron contra el gobierno del estado de Oaxaca. Estos indígenas y el pueblo de una sola circunscripción de la ciudad de Tehuantepec eran los únicos aliados de Díaz. En su posición desafortunada y aislada no podía darse el lujo de perder el poderío de Juchitán y no tenía el vigor suficiente para responder a su desafío por la fuerza. Aquí dio otro ejemplo de su maravillosa capacidad de vencer los problemas difíciles y peligrosos a base de puro valor y de lo razonable. Si el México moderno es en gran

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medida un monumento al genio de Díaz, resulta imposible comprender el logro de un resultado tan vasto en esas condiciones terriblemente desfavorables sin considerar la simplicidad inteligente, la voluntad de hierro y el tacto con sentido común demostrados por el joven gobernante de Tehuantepec cuando los amistosos indígenas de Juchitán se rebelaron y parecía que los enemigos de la república estaban a punto de destruirlo. Es mejor contar la historia en el lenguaje lacónico y modesto del propio presidente Díaz: Al tener noticia del pronunciamiento, me dirigí a Juchitán, acompañado del cura fray Mauricio López, de un ayudante y de un ordenanza. Al llegar al pueblo, dejé a mis acompañantes en los suburbios y entré sólo con el propósito de meterme en la casa de don Alejandro de Gives, antiguo vecino y rico comerciante francés, que era muy apreciado y estaba bien relacionado en ese lugar, con el propósito de llamar allí a los cabecillas y procurar entenderme con ellos; pero antes de llegar a esa casa encontré una partida de pronunciados ebrios y armados, quienes al verme y considerándome como enemigo por haberse ellos pronunciado contra el gobierno a quien yo servía, se preparaban para hacerme fuego, cuando logré contenerlos diciéndoles que era su amigo. Entramos en conversación y logré calmarlos. Les aseguré que no llevaba fuerza armada, les dije quiénes eran los que me acompañaban y dónde los había dejado, insistiéndole a los indios que fueran a cerciorarse. Así lo hicieron y al regresar a la plaza con mis acompañantes, fray Mauricio les explicó en lengua zapoteca que la ley del Registro Civil [ésta fue la que los había agitado más] en nada afectaba la religión, y que si eso fuera así, él habría sido el primero en tomar las armas en defensa de la fe. A media peroración de fray Mauricio, propuso Apolonio Jiménez, uno de los cabecillas de Juchitán, que algunos años después asesinó a mi hermano Félix, que nos mataran desde luego, a fray Mauricio, y a mí, porque de otro modo lograríamos convencer al pueblo. Pero uno de los ancianos, que son allí muy respetados del

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pueblo, regañó severamente a Jiménez, lo cual permitió que fray Mauricio terminara su peroración y que sucediera lo que Jiménez había previsto; esto es, que se convencieran de que habían hecho mal en pronunciarse y convinieran en volver al orden. De esta manera logré salvarme de uno de los mayores peligros que tuve durante mi permanencia en Tehuantepec. Gradualmente, Díaz cayó víctima de la malaria. Aun su constitución de hierro no pudo soportar los golpes, tensiones y privaciones de la guerra perpetua en un país de ciénagas tropicales. Se mantuvo en pie el mayor tiempo que pudo, pero finalmente cayó en cama. Precisamente en ese momento el enemigo hizo un ataque repentino a la ciudad e intentó sitiar el cuartel en que el líder constitucionalista estaba postrado con fiebre. Díaz se levantó, tomó su espada y, alentando a sus hombres, hizo retroceder a las fuerzas atacantes. Después se desmayó y los soldados lo regresaron inconsciente a su lecho. En los últimos meses de 1859, el futuro parecía muy oscuro. Cobos había vuelto a atacar la ciudad de Oaxaca y obligado a salir al gobernador Ordaz, quien había establecido su gobierno en las montañas de Ixtlán. Díaz quedó incomunicado con el gobierno general y el gobierno estatal, y tenía que depender de los impuestos que pudiera cobrar a una población hostil y huraña, pero pagaba a sus soldados todos los días y también le pagaba al juez, al maestro albañil del pueblo y al maestro de escuela. Creó una especie de fundición para fabricar balas y también drenó los pantanos circundantes. Por ese tiempo, un buque de guerra estadounidense visitó la Ventosa y algunos de sus oficiales fueron a Tehuantepec, donde Díaz los agasajó. Durante el banquete, dichos oficiales bebieron libremente el vino que les sirvieron, en particular el cirujano. En ese momento, uno de ellos pronunció un discurso, durante el cual, mirando a la cara al líder mexicano, declaró que los Estados Unidos no solían confiar tales cargos a jóvenes que apenas habían tenido contacto con la pólvora. Al oír esto, uno de los acompañantes de Díaz respondió que el comandante mexicano podría ser joven, pero quizás ninguno de los estadounidenses

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presentes habían tenido, como él, el honor de llevar por años una bala en su cuerpo. Acto seguido, el cirujano se levantó de modo vacilante, auscultó a tientas el costado herido de Díaz y exclamó, “¡Por Dios, es cierto! Extraeré la bala ahora mismo.” Díaz se puso de pie sonriendo: “Gracias”, dijo cortésmente, “pero ya tomó demasiado champaña como para hacer hoy tal trabajo. Puede sacar la bala mañana.” Al día siguiente, casi dos años después de la batalla de Ixcapa, le retiraron una bala grande de mosquete de la herida sin cicatrizar. Ese mismo día, Díaz recibió del gobierno de Juárez situado en Veracruz la orden de llevar, a toda costa o riesgo, de Minatitlán, en la costa atlántica, a la Ventosa, en la costa del Pacífico, un cargamento de armamento, que constaba de 8 000 rifles, algunas carabinas y sables, y una caja grande de municiones, incluyendo 800 barriles de pólvora y 100 lingotes de plomo, todos consignados a un general Juan Álvarez, de pelo blanco, que mantenía valientemente la lucha constitucionalista en el estado de Guerrero. A pesar de la seria intervención quirúrgica que acababa de sufrir, Díaz se levantó de la cama, montó en su caballo y salió para Minatitlán. La demora de un solo día hubiera significado perder el cargamento, el cual era, de manera indescriptible, valiosísimo para la causa de la república. Fue un viaje largo y terrible durante el cual el enemigo trató en vano de capturar a Díaz y su cargamento, pero él venció todas las dificultades y consiguió ocultarlo de modo temporal en la selva cerca de Juchitán. Mientras tanto, el general liberal Ignacio Mejía sufrió una derrota total en Teotitlán y Cobos luego de apoderarse otra vez de la ciudad de Oaxaca, envió una columna y capturó Tehuantepec. Después de que Díaz logró ocultar las armas y municiones que le confiaron, decidió arrebatarle Tehuantepec al enemigo. Tenía las manos ampolladas por los torpes intentos de remar en los ríos que había cruzado y todavía sufría por su herida, pero estaba igual de ansioso que siempre de continuar la lucha a favor de la república. Tomando una fuerza de indígenas juchitecos armados, se desvió hacia la Ventosa y luego se dirigió rápidamente a Tehuantepec. Antes del amanecer del día 25 de noviembre de 1859, vio el puesto de avanzada del enemigo en el camino.

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Cuando descubrí la fogata de la avanzada —dice— dejé mi caballo en el camino con la columna, y acompañado de cuatro oficiales, notables por su audacia, nos internamos a pie y sigilosamente, por un sembrado de maíz que nos cubría bien, hasta llegar a donde estaban los hombres que formaban la avanzada o puesto de vigilancia, a quienes sorprendimos por completo, sin disparar un solo tiro, y sin que se pusiera en salvo un solo hombre de los que la servían. Entonces reordenamos nuestras fuerzas en dos columnas, una para atacar cada uno de los cerros ocupados por el enemigo. Me quedé con la fuerza suficiente para atacar personalmente el cuartel de la plaza. La señal para atacar era al tocar diana el enemigo. Al comenzar la banda del cuartel a tocar diana, salí con mi columna por una de las bocacalles que parten de la plaza y entré al cuartel antes de que alguien pudiera replegarse y dar la voz de alarma. La sorpresa fue tan completa que tropezamos con la guardia acostada en el zaguán. Después de un fuego que no duraría media hora, el cuartel era mío y pude proteger a la columna del capitán Cortés que descendía ya del cerro, por haber sido gravemente herido su jefe, y mandé proteger al teniente coronel Gallegos que consumaba la ocupación del otro cerro. La caballería del enemigo había sido enviada de Tehuantepec por el camino a Juchitán para repeler este ataque, pero cuando regresó a la ciudad, encontraron que Díaz ya estaba en posesión de ésta. Esta victoria de 300 hombres contra mil significó que estuviera seguro el gran embarque de pertrechos para los patriotas de Álvarez en Guerrero. Díaz había recibido autorización del gobierno de Juárez para destruir el cargamento, pero repuso que lo conservaría para combatir al enemigo. En realidad había incautado cientos de armas además del cargamento. Poco después de que sacaron este cargamento de su escondite, lo llevaron a la Ventosa y lo mandaron a salvo hasta Acapulco, a cargo de José María Romero, hermano del distinguido don Matías Romero. Cuando

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llegó a Veracruz la noticia de que la empresa había culminado con éxito, Juárez asumió la facultad que en realidad le correspondía al gobierno de Oaxaca y mandó a Díaz el despacho de coronel de la Guardia Nacional. El joven héroe no sólo mostró las cualidades de un soldado brillante, con criterio y abnegado, en ese momento de peligro e incertidumbre, sino que su valor moral aumentó con la dificultad de su puesto. A la vez, Díaz descubrió que sus hombres eran liquidados en las calles de la ciudad por los antiguos seguidores de Cobos, quien, tras la derrota en Jalapa, los había enviado de regreso a sus casas. Por esto mandó ejecutar a algunos de los asesinos traidores. Fue entonces que llegó un comunicado del gobernador Ordaz: “Si fusila a otros, haré que lo procesen.” Díaz había informado de la ejecución de cinco hombres convictos de reincidencia. Al recibir el severo mensaje del Gobernador, respondió: “Si quiere, puede someterme a juicio, porque si sorprendo a otros en flagrancia, procederé de la misma manera. Ya perdoné a algunos y confundieron mi benevolencia con debilidad.” Unos días después, hizo fusilar a otro grupo y lo informó al gobernador quien, sin embargo, no le envió reprimenda alguna. Eso puso fin a los asesinatos. Cuando era necesario podía ser duro, incluso violento, pero de ser posible gobernaba en forma gentil, razonable, flexible. En medio de esta labor agotadora y desconcertante, Díaz recibió la visita del abate Brasseur de Bourbourg, distinguido arqueólogo francés, quien lo describió por escrito como sigue: Su aspecto y porte llamaron vivamente mi atención. Zapoteco de raza pura, presentaba el tipo indígena más hermoso que jamás yo había contemplado en mis viajes. Creía tener a mi vista la imagen de Cocijopij en su juventud, o de Guatimozin, como yo me lo figuraba. De elevada estatura, con un aspecto de notable distinción y con su noble rostro ligeramente bronceado, me parecía ver en él los signos más perfectos de la antigua aristocracia mexicana. Porfirio Díaz era entonces todavía un joven. Dedicado a sus estudios en Oaxaca, aún no había terminado su carrera, cuando al estallar la guerra civil tuvo que abrazar la de las armas […] Después de esa en-

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trevista, tuve ocasión de verlo casi todos los días, pues tomaba sus alimentos, así como otros dos o tres oficiales de la guarnición en la casa donde me hospedaba; pude por consiguiente hacer un estudio de su persona y carácter. Haciendo punto omiso de sus ideas políticas, puedo asegurar que las cualidades que un trato más íntimo me hizo reconocer en él, me confirmaron en la buena opinión que a su respecto había yo formado, después de nuestra primera entrevista, y en el juicio sobre que sería de desear que todas las provincias mexicanas fuesen gobernadas por hombres de su temple.

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IX

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A pesar de sus victorias, Díaz estaba inquieto y preocupado. Había retenido Tehuantepec para la república constitucional en contra de la guerra, la traición y las enfermedades, y era el jerarca firme del Istmo. Pero le irritaba y era un desafío a su patriotismo que mientras el gobierno de Juárez se encontraba ignominiosamente acorralado en Veracruz, donde el gran zapoteco seguía oponiendo resistencia a la Iglesia y su ejército comandado por el joven Miramón, la ciudad de Oaxaca estuviera en posesión de unos soldados españoles asalariados, Marcelino y José María Cobos, al tiempo que el gobierno legítimo del estado se escondía en las montañas. Por consiguiente, el 5 de enero de 1860, el impaciente líder salió de Tehuantepec, resuelto a rescatar su ciudad natal y arrancársela al enemigo. Su fuerza la formaba una banda de indígenas de Juchitán, aldeanos por naturaleza alcoholizados y pendencieros, a los que había armado, equipado y adiestrado. Eran 300 indígenas, además del remanente de la Guardia Nacional, compuesto de unos cien hombres. Lo primero que hizo fue trasladarse a Tlacolula, con la vana esperanza de unir a las fuerzas del gobierno estatal fugitivo. Después de una 150

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marcha de dos semanas llegó a los terrenos de la hacienda Xagá, cerca de las ruinas de Mitla —los majestuosos y misteriosos monumentos de una raza desaparecida, orgullo y misterio del valle histórico de donde Díaz era originario— y allí vio a parte de las tropas enemigas. Se trataba de la vanguardia de una columna de 1 300 hombres que había salido para Tlacolula en busca de Díaz y sus hombres; pero Díaz había llegado primero a esa población. La vanguardia intentó ocultarse en un pequeño bosque. El alerta comandante liberal detectó con sus binoculares a los guías de la caballería. La vanguardia estaba a las órdenes del coronel Antonio Canalizo y al bloque principal de la tropa lo comandaba el temible Marcelino Cobos. A la vista de las ruinas de Mitla, cuyos muros de piedra tallada y que estaban desmoronándose proclamaban la grandeza de la antigua civilización mexicana, el coronel de la milicia, menor de treinta años, ahora tenía que luchar por el México moderno y sus libertades contra una fuerza cuyo número era del triple de la propia, comandada por un español contratado. Era una lucha desigual, pero, teniendo casi a la vista su lugar de nacimiento, Díaz la aceptó sin vacilar. Los juchitecos, que se oponían a pelear lejos de su pueblo, se insubordinaron. Declararon que ya habían cumplido con su acuerdo de llegar hasta las inmediaciones de Oaxaca, y que proponían regresar a Juchitán. Díaz protestó, pero fue en vano. Entonces decidió darles una lección. Formó a sus fuerzas en fila y les dio una orden táctica común. Los oaxaqueños lo obedecieron; los juchitecos rebeldes no se movieron. El joven coronel fingió no darse cuenta de la desobediencia general, pero dirigió su atención a un sargento insubordinado que estaba junto a él cuando dio la orden. Reprendió al sargento, lo derribó y le dio de puntapiés. Como resultado, los juchitecos volvieron a ser serios y obedientes. “Coloqué mi fuerza —dice Díaz— en el siguiente orden: a la vanguardia a la fuerza de Chiapas, en el centro a los juchitecos, y a la retaguardia a las compañías de la Guardia Nacional; dándoles orden a los soldados de ésta, en alta voz y de modo que los juchitecos la entendieran, de pasar por las armas a todo soldado que se atrasara en la marcha.” Una hora después, la vanguardia del enemigo atacó a la reducida fuerza liberal, pero ésta logró hacerla retroceder.

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Al rechazar este asalto, Díaz dio a sus soldados ejemplo del poder que un individuo adiestrado e inteligente puede desplegar en la batalla. Tomando un mosquete en las manos, apuntó con cuidado a las tropas que avanzaban. Su primer tiro mató al coronel Canalizo. Díaz disparó por segunda vez y el capitán Monterrubio, comandante del primer escuadrón, cayó muerto del caballo. Estos dos tiros desmoralizaron por completo a la columna de Canalizo. Díaz ocupó una colina entre Xagá y Mitla, y allí lo atacaron violentamente la infantería y la artillería de Cobos. Los juchitecos huyeron en masa y no pudo detenerlos. A pesar de eso, el puñado de soldados de la Guardia Nacional, encabezados por Díaz, desalojaron a Cobos, pero éste volvió a atacar y la reducida fuerza de los liberales no pudo hacer frente al número avasallador del enemigo. Díaz tuvo que abandonar su posición, echando por tierra sus planes al retirarse. Sólo había dejado 72 soldados del segundo batallón Oaxaca. Fue una derrota, pero incluso los periódicos clericales de Oaxaca elogiaron a la pequeña banda de patriotas por la valiente batalla que libraron. Díaz se fue rápidamente hacia las montañas para unirse a la columna liberal de Ixtlán, donde se encontraba el gobernador Ordaz. Al día siguiente, 23 de enero de 1860, habiéndose unido de nuevo Marcelino Cobos a José María Cobos, los líderes de las fuerzas enemigas decidieron no esperar a que el gobernador Ordaz y sus tropas para bajar a la llanura y, eufóricos por su victoria sobre Díaz, se apresuraron a entablar combate con las fuerzas del estado al pie de la sierra. Hubo una batalla en Santo Domingo del Valle. El ejército de los Cobos salió derrotado, pero el gobernador Ordaz resultó herido de muerte y falleció unas horas después. Tres días después, el 26 de enero, Díaz se unió a las fuerzas del estado con sus hombres. Muerto el gobernador Ordaz, el general Cristóbal Salinas tomó el mando. No hicieron el intento de perseguir a los hermanos Cobos, quienes se replegaron a Oaxaca. Sufriendo por su derrota, Díaz insistió en sitiar Oaxaca de inmediato. Establecieron el sitio y los liberales tomaron posesión de algunas posiciones distantes, pero sus operaciones se vieron entorpecidas a

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causa de los desacuerdos por la gubernatura entre el coronel Salinas y don Marcos Pérez, quien aseguraba ser el gobernador en funciones. En Veracruz, Juárez se enteró de estas riñas y envió al general Vicente Rosas Landa, quien el 12 de febrero de 1860 asumió el supremo mando militar y dirigió el sitio. Después de tres meses de operaciones lentas, Landa se enteró que de la ciudad de México habían mandado una fuerza en su contra, y al considerar inviable tomar Oaxaca, abandonó el sitio y retrocedió por las montañas para finalmente reunirse con Juárez en Veracruz. Durante su retirada a las colinas, los soldados experimentaron tal sentimiento de amargura que algunos de ellos planearon matar a Landa, pero Díaz sofocó el complot haciéndoles saber que defendería al general con su propia vida. En Veracruz, Landa se quejó con Juárez de que los oficiales oaxaqueños eran incapaces, pero el presidente indígena le tenía preparada una sorpresa. Tan pronto como el general expresó su queja, Juárez le informó que esos oficiales incompetentes habían logrado una victoria muy importante sobre el líder conservador Trejo, al pie de las montañas de Ixtlán, y mandaron la noticia tan rápido para que llegara antes que Landa. Esta victoria permitió reorganizar las fuerzas liberales y reanudar el sitio de Oaxaca al mando del coronel Salinas. El 2 de agosto de 1860, el ejército liberal llegó de nuevo a la vista de Oaxaca. Tres días después hubo una batalla antes de llegar a la ciudad. Las fuerzas sitiadas salieron y abrieron fuego. Una vez más el coronel Díaz se distinguió en la acción. Encabezaba una división que arremetió contra el centro de la línea enemiga e hizo que huyera, a pesar de una resistencia obstinada. Un viejo soldado que observó a Díaz donde estaba la acción cuenta que nunca vio un semblante más imponente. Sus rasgos, por lo general tan apacibles y que reflejaban determinación, cambiaban a una expresión de fiereza indescriptible. Sus ojos parecían centellear. Su voz profunda se oía repetidamente en el campo de batalla al guiar a sus soldados contra el enemigo desesperado. El adversario se replegó a la ciudad. La batalla prosiguió todo el día, pero no fue sino hasta la medianoche cuando ocuparon el cuartel general de Cobos. Los liberales tomaron 300 prisioneros y gran cantidad de municiones y otros pertrechos.

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El presidente Díaz hizo la siguiente descripción de su participación en la toma de Oaxaca: Con 700 hombres me uní al coronel Salinas. Al día siguiente, el 4 de agosto de 1860, llegamos a la Hacienda de San Luis, como a dos kilómetros de la ciudad de Oaxaca, donde pasamos la noche. Al despuntar la luz del día, vi que a nuestra espalda había un puesto militar del enemigo que nos habría impedido volver a las montañas si lo hubiéramos intentado. Era la mitad del 9° Batallón mandada por su teniente coronel don Manuel González [más tarde presidente de México]. Mandé batir esa tropa por dos capitanes, quienes lograron derrotarla y la obligaron a incorporarse con el grueso del enemigo. En esos momentos fue rechazado Marcelino Cobos que atacaba la hacienda de Dolores, y a la vez se me incorporaban tropas adicionales, y era precisamente el momento en el que General José M. Cobos con el núcleo principal de sus tropas, con tres baterías de artillería y los derrotados de Dolores, atacaba resueltamente las posiciones que ocupaba yo en la hacienda de San Luis. Por nuestra parte hicimos un avance general, saliendo a la llanura al encuentro de Cobos, capturamos sus cañones más pesados y lo obligamos a retirarse a la ciudad. Dispuso entonces el coronel Salinas que ocupara yo la Plaza de Armas. Después de una tenaz resistencia en las calles por donde tenía yo que penetrar a la plaza, perdiendo muchos soldados y oficiales, y habiendo recibido una bala que me inutilizó la pierna derecha, aunque sin tocar el hueso, logré desalojar al enemigo de la Plaza de Armas, del palacio, de la Catedral y del Convento de la Concepción, dejándolo reducido exclusivamente a Santo Domingo y al Carmen. Comencé desde luego a horadar dos líneas de manzanas, con dirección a Santo Domingo para acercar mis columnas a esa posición, a cubierto de los fuegos enemigos. Me proponía salir con mi fuerza por las casas que quedaban frente al convento y proteger el ataque desde las alturas de dichas casas. Esta operación duró todo

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el día y parte de la noche del 5 de agosto de 1860. El coronel Salinas se me había incorporado y todas las operaciones las ejecutaba de su orden. Adelantados nuestros trabajos en condición de poder dar el asalto al amanecer del día 6, nos avisaron que el enemigo había derribado parte de la pared de la Huerta de Santo Domingo, y que por allí se había fugado. Como yo había sido herido desde las nueve de la mañana del día anterior y no pudiendo andar a pie, había andado a caballo durante el día y la noche, no estaba ya en condición de andar más y mucho menos de combatir. Cuando Juárez leyó en Veracruz los despachos del coronel Salinas, junto con las descripciones privadas y las que los periódicos hicieron de la batalla se conmovió profundamente y exclamó con mucho sentimiento: “Porfirio es el hombre de Oaxaca”. El héroe fue promovido al rango de coronel en el ejército regular. Díaz tenía el pie inutilizado y tuvo que cojear largo tiempo. Sin embargo, su antiguo maestro, don Marcos Pérez, ya gobernador del estado, lo nombró comandante de la guarnición de Oaxaca. Hizo un decidido esfuerzo por mantenerse en pie y cumplir sus deberes, pero se vio forzado a permanecer en cama y se levantó apenas el 15 de septiembre de 1860. Como la bala que recibió en el asalto a Oaxaca lo debilitara, lo atacó el tifo y hubo ocasiones en que pensó que moriría. Después de la batalla donde Cobos escapó de Oaxaca, el capitán Félix Díaz, hermano menor de Porfirio Díaz, criticó al coronel Salinas por no haber perseguido al enemigo. Enfadado por esto, el coronel Salinas mandó a Félix Díaz con un puñado de hombres y escasas municiones para adelantarse a las fuerzas del formidable líder de guerrilleros. El capitán alcanzó a Cobos en La Seda y lo derrotó, tomando diez cañones y muchos prisioneros, entre ellos unos cuatrocientos dragones. A estos hombres el bando liberal los conquistó para su causa y más adelante se volvieron la base de un nuevo regimiento, conocido como los lanceros de Oaxaca. Al comienzo de la Guerra de Reforma, Félix Díaz sirvió en el ejército clerical. Lo ascendieron al rango de teniente coronel. Puede parecer des-

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concertante que dos hermanos honrados y patriotas estuvieran luchando en bandos opuestos cuando el destino de su país estaba en juego; pero como Félix estaba en el ejército cuando Santa Anna regresó al poder en 1853, y como todo el ejército reconocía a Santa Anna, se limitó a seguir el ejemplo de sus compañeros. Cuando yo me hallaba en Tehuantepec, en los años de 1858 y 1859 —dice el presidente Díaz en sus memorias— mi hermano se sintió profundamente disgustado al saber que militábamos en bandos contrarios; porque no podía él faltar a sus compromisos, sin cometer una mala acción. En ese tiempo o un poco después, la prensa publicó un informe falso de mi muerte en un combate en Oaxaca, y esta noticia que mi hermano vio en un periódico, lo decidió a separarse del ejército de los conservadores. Para entonces formaba parte del Estado Mayor del general don Leonardo Márquez, “el Tigre de Tacubaya”. Félix pidió licencia y vino a presentarse a Oaxaca en marzo de 1860, a la sazón en que sitiábamos a aquella ciudad, a las órdenes del general Rosas Landa. Tomó servicio en nuestras filas y desde ese momento siempre sirvió al partido liberal.

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Mientras el cuerpo y el alma de Porfirio Díaz maduraban a la luz de los acontecimientos, como preparación para el papel prominente que éstos habrían de tener en la regeneración práctica y el dominio de México, la guerra civil hacía estragos a lo largo del país. No sólo se trataba de un conflicto entre la Iglesia y el Estado, sino, en muchos sentidos, era una repetición de la lucha entre Cortés y los primeros habitantes, con la sangre aborigen por una parte y la europea por la otra. Era una batalla en la cual aparecía el monje, crucifijo en mano, a la cabeza de las tropas atacantes, en donde el interdicto de la Iglesia se oía en múltiples altares, donde los tesoros centenarios eran arrancados de muros y altares; los patriotas indígenas combatientes entraban a la fuerza a espacios oscuros, sagrados, poseedores de rutilante oro, plata, joyas multicolores, tallas antiguas y maravillosas, bordados que competían con los del Vaticano, cristos y vírgenes pintados y esculpidos, santos dorados, ropajes pesados con incrustaciones de piedras preciosas; santuarios históricos, bellos y desgastados a causa del polvo y la pátina del tiempo. 157

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A través de estas escenas de antigua magnificencia eclesiástica, en las cordilleras y valles, con sus pueblos patrióticos de paredes de lodo, las enormes iglesias y las extensas haciendas señoriales, se movilizaban las tropas regulares y las bandas irregulares de la Iglesia guerrera, muchas de ellas al mando de aventureros extranjeros, además de las fuerzas de indígenas andrajosos del gobierno constitucionalista, por quienes las oraciones del pueblo se ofrecían noche y día. Sin embargo, Juárez y su gobierno aún retenían la ciudad de Veracruz, y aunque el gobierno constitucionalista estaba incomunicado con sus ejércitos del interior, en un país carente de ferrocarriles había una marcada ventaja estratégica en el hecho de tener la posesión del puerto marítimo que conducía a la capital nacional, la principal puerta del comercio mexicano. Juárez no era soldado ni nunca en su carrera asumió una función militar. Siempre fue “el hombre de la levita negra” que permanecía impasible e inflexible a favor de la Constitución, sin dudar jamás que a la larga la causa de la república triunfaría, y exigiendo que el mundo civilizado mostrara simpatía y reconocimiento a una nación cimentada en los principios de la justicia y la igualdad y resuelta a ser libre. Resulta difícil dar una idea exacta de la violencia de las acciones bélicas que devastaban a México. Sin duda más de 200 000 hombres peleaban, y a veces la lucha se volvía bárbara. Los guerrilleros de la Iglesia eran despiadados y manchaban sus armas con las evidentes matanzas. Ni una sola vez el paciente Juárez dio señales de ejercer represalias. Horrorizado, y en ocasiones atónito, por los informes de las atrocidades cometidas, insistía en que la causa constitucional, que era la causa de la ley, debería mantenerse sólo mediante métodos de guerra civilizados. Francia, Inglaterra y España habían reconocido al gobierno usurpador de la capital. Esto lo hicieron a pesar de las traiciones, la carnicería a sangre fría y los descarados robos, de los cuales eran responsables los enemigos organizados de la república. El apuesto y brillante mozalbete Miramón y su terrible compañero, el general Márquez, tenían el control total de las fuerzas clericales. Al

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principio de la lucha, Miramón había intentado en vano arrebatarle Veracruz a Juárez, aunque las gastadas murallas de esa ciudad apenas protegían contra las balas comunes. Mientras Miramón se ausentó de la capital, informaron al general liberal Santos Degollado que los liberales estaban listos para sublevarse contra sus opresores en la ciudad de México. Una vez ocupadas las ciudades de León, Aguascalientes, Guanajuato y Querétaro, Degollado avanzó con 6 000 hombres, dependiendo para ello de la ayuda proveniente de la capital. Una poderosa fuerza clerical, encabezada por el general Márquez, atacó al pequeño ejército de Degollado en Tacubaya, en los suburbios de la ciudad, y derrotó a los liberales, quienes perdieron toda su artillería y municiones. Entonces aconteció un hecho espantoso. Todo el cuerpo de oficiales liberales, que se habían entregado como prisioneros de guerra, junto con algunos estudiantes de medicina que prestaban ayuda humanitaria a los heridos de ambos ejércitos en el campo de batalla, y muchos civiles aprehendidos en las casas vecinas, fueron ejecutados sin juicio previo. El número de muertos ascendió a 53. A consecuencia de este asesinato a sangre fría, a Márquez se le conoció después como El Tigre de Tacubaya. Éste afirmó que actuaba según las órdenes escritas de Miramón, pero los partidarios del mismo siempre han insistido en que Márquez se excedió en su autoridad cuando ejecutó a los civiles. En todo caso, nadie se ha atrevido a defender la matanza de Tacubaya. Que este crimen contra la civilización fue un intento deliberado para aterrorizar a los constitucionalistas y hacer que se sometieran, queda de manifiesto en la orden que Miramón dio a Márquez: En la misma tarde hoy, y bajo la más estrecha responsabilidad de v.e., mandará sean pasados por las armas todos los prisioneros de la clase de oficiales y jefes, dándome parte del número de los que les haya cabido esa suerte. Miramón. Después de la orden atroz, Márquez emitió esta proclamación: Leonardo Márquez al pueblo de México:

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Sabed que en virtud de las facultades que me han conferido, he resuelto publicar el siguiente decreto: 1. Benito Juárez y todos quienes lo han obedecido o reconocido su gobierno son traidores a la patria, igual que todos quienes lo han ayudado por cualquier medio, secreta o indirectamente, sin importar que fuese de manera insignificante. 2. Todas las personas que encajen en el artículo precedente serán fusilados inmediatamente después de su aprehensión, sin mayores investigaciones que la identificación de su identidad. Márquez Habiendo obtenido $300 000 de la Iglesia de la ciudad de México, Miramón salió de nuevo con un ejército para capturar Veracruz y al gobierno de Juárez. En La Habana había adquirido dos barcos de vapor y los armó, de modo que fuera posible atacar a Juárez simultáneamente por mar y tierra. En esa hora de sumo peligro, Juárez recurrió al comandante de un escuadrón de los Estados Unidos —ese gobierno se había negado a reconocer la autoridad del gobierno clerical— y pidió que se examinaran los documentos de las dos naves armadas. Los barcos de Miramón fueron capturados por los Estados Unidos, los llevaron a Nueva Orleáns y al dictaminar que eran de semipiratas, no les permitieron importunar a Veracruz. Después de que Miramón bombardeó cinco días al puerto, desistió del sitio y regresó a la capital. Casi cuatro meses después, cuando todo parecía oscuro, y sólo los Estados Unidos de entre las grandes naciones mostraron una actitud amistosa para con los constitucionalistas que estaban en apuros, fue que Juárez expidió sus famosos decretos, complementarios de las Leyes de Reforma, erradicando todos los vestigios de poder, privilegios y riqueza de la Iglesia. Este valor tenaz, expresado por un civil indígena de sangre pura frente a lo que parecía ser una fuerza avasalladora, bendecida por el Vaticano y aceptada por los poderosos gobiernos europeos, le ganó muchas simpatías titubeantes al bando de Juárez. En contraste con la actitud sencilla y sublime de Juárez, Miramón se mostró como un gran criminal que podía violar la ley de las naciones

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sin vacilar. Después de dejar la presidencia en el verano de 1860 en favor de don José Ignacio Pavón, presidente de la Suprema Corte de Justicia, hizo que ese varón de inmediato nombrara una comisión de notables, que de inmediato autorizaron a Miramón para que siguiera en el poder. Pero hacia noviembre de ese año, Miramón necesitó dinero. Sabiendo que había $660 000 en la legación británica de la capital, bajo el precinto del ministro británico —Juárez había depositado esta cantidad a cuenta de la deuda con los ingleses tenedores de bonos— Miramón violó deliberadamente la legación, rompió los sellos y se llevó el dinero. Una vez más, cuando el joven dictador militar requirió fondos, recurrió a un aventurero suizo radicado en la capital, de nombre Jecker, un seudobanquero, y le pidió prestado $750 000 en efectivo, junto con títulos del valor pretendido de $740 000 más. A cambio de este pequeño préstamo, Miramón pidió que su gobierno le emitiera a Jecker $15 000 000 en bonos, pagaderos en ocho o diez años, con un interés del seis por ciento anual; una gran parte de estos bonos eran aceptables a su valor nominal en las aduanas de México. Nada nuevo había en los métodos criminales del gobierno clerical. En septiembre de 1859, Márquez confiscó $600 000 en Guadalajara, que el ministro británico describió a su gobierno como “un acto de robo a mano armada común o poco frecuente”. No obstante, por mucho que Miramón, Márquez, y aquellos a cuyas órdenes estaban, deshonraran sus armas y desacreditaran sus pretensiones ante el mundo mediante robos y asesinatos manifiestos, si bien el gobierno constitucionalista servía a su causa por medios honorables, frente a las tentaciones casi increíbles de responder a la barbarie con barbarie, hubo una campaña vigorosa y obsesiva de calumnias contra Juárez y sus seguidores por toda Europa, donde estaban formando una conspiración poderosa e inteligente contra las instituciones republicanas de México. Incluso llegaron a decir que Juárez había comprado el reconocimiento de los Estados Unidos entregando secretamente a ese gobierno dos de las provincias norteñas. Europa rehusó de manera tan implacable reconocer a los personajes y objetivos tan diferentes de las dos fuerzas que luchaban por dominar

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México, que, en marzo de 1860, el gobierno británico, a través de uno de sus oficiales navales, tuvo la desfachatez de ofrecer sus buenos oficios en un intento de conciliar las diferencias entre Miramón y Juárez. Un mes después, Francia hizo un intento similar de zanjar los problemas de la guerra, a través de su cónsul en Veracruz. Hubo tal habilidad en este intento de autorizar la intervención europea —porque el partido clerical tenía agentes secretos trabajando en las principales cortes europeas— que aun Degollado, el general liberal cuyos oficiales que se rindieron fueron fusilados sumariamente en Tacubaya, fue tentado a respaldar el astuto plan para suprimir la república constitucional, poniendo el destino de México en manos de los ministros de la Europa monárquica. Aun cuando el general Degollado deshonró el nombre de los liberales al confiscar alrededor de 1 250 000 dólares que pertenecían a comerciantes extranjeros y eran escoltados por soldados constitucionalistas de Querétaro a Tampico para embarcarlos a Europa, no obstante que Juárez al enterarse del atraco, ordenó que el dinero robado fuera devuelto a sus propietarios y después, por decreto, suministró los fondos para reemplazar todo lo perdido, la tonta ofensa de Degollado fue hecha pública en el extranjero, mientras que el relato de la pronta restitución hecha por Juárez lo suprimieron o lo distorsionaron presentándolo como una prueba de cobardía. Desde el principio mismo de la lucha para derrocar a Juárez, la Iglesia había logrado la activa simpatía no sólo del Vaticano sino de Francia. Don Juan Almonte —hijo ilegítimo de Morelos, el sacerdote patriota que intervino en la guerra de independencia—, quien fue agente de Santa Anna en la escandalosa venta del territorio de la Mesilla a los Estados Unidos, con la autorización de Miramón y su gobierno había concluido un tratado con España, en el cual reconocían y validaban las absurdas reclamaciones financieras de súbditos españoles a cambio del apoyo de España en Europa, aunque estas mismas reclamaciones ya habían sido repudiadas con indignación por el presidente Comonfort. A medida que el ejército liberal se fortalecía en el norte, los resultados de las victorias liberales en el sur se ponían de manifiesto y los

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usurpadores se debilitaban, el gobierno de Miramón degeneró a veces en verdadero bandolerismo. A los préstamos forzados les siguió el franco despojo. Comenzaron las riñas entre los líderes clericales. Más adelante un ejército liberal, al mando del general Jesús González Ortega, recuperó Guadalajara, que había estado en manos de los clericales desde que Juárez la abandonó como su capital. Miramón fue adelante con sus fuerzas para verificar el avance de los liberales, pero lo hicieron retroceder. Por último, el 22 de diciembre de 1860, se libró una batalla decisiva en Calpulalpan, cerca de los límites con el estado de Tlaxcala, no lejos de la ciudad de México. Unos 20 000 hombres tomaron parte en este memorable combate. Miramón comandaba a uno de los bandos y el general Ortega, al otro. El coronel Díaz, al frente de una división, hizo un esfuerzo desesperado por alcanzar al general Ortega a tiempo de participar en la lucha. Casi lloró de desilusión cuando se enteró de que la batalla se libró sin él. El ejército de Miramón fue destrozado y borrado del campo de batalla. El propio Miramón llegó a la capital, pero no tenía poder, porque la corriente se había vuelto en su contra y era imposible que reconocieran su autoridad. En la desesperación le entregó el gobierno al ayuntamiento y huyó, llevando consigo gran parte del dinero que había robado a la legación británica. El general Berriozábal, uno de los prisioneros de guerra de Miramón, sofocó los desórdenes en la capital, hasta el arribo del general Ortega el día de Navidad. El día primero de 1861, 28 000 soldados constitucionalistas entraron a la ciudad de México y tomaron posesión de ella. Una gran ovación popular aguardaba a Juárez y sus ministros cuando entraron a la capital el 11 de enero de ese año. Uno de los primeros actos del presidente Juárez después de llegar a la capital fue expulsar de México a los ministros de España, Guatemala y Ecuador y al nuncio papal, Monseñor Clementi. También mandó al exilio a dos arzobispos y cuatro obispos. El presidente reorganizó el Gabinete, pero Melchor Ocampo, su ministro del interior, quien no concordaba con la política de Juárez, renunció y se retiró a su hacienda en el estado de Michoacán, donde lo sorprendió en junio una banda de guerrilleros, quienes lo asesinaron por órdenes de Márquez.

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El 9 de marzo de 1861, el Congreso declaró a Juárez presidente constitucional para el periodo que terminaba el 8 de noviembre de 1865. Con autorización del Congreso, Santos Degollado salió con una columna exigua en busca de los asesinos de Ocampo, pero lo capturaron los guerrilleros y lo ejecutaron trece días después de la muerte de Ocampo, en el mismo lugar del Monte de las Cruces. A don Leandro Valle también lo derrotó Márquez, lo hizo prisionero y ejecutó en el mismo punto donde ultimaron a Degollado. Pero las fuerzas emboscadas de Márquez recibieron un repetido castigo por parte de los generales liberales.

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XI

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Juárez había ganado su gran batalla para lograr la separación entre el Estado y la Iglesia, pero México aún no era una nación, salvo de nombre. Europa se burlaba de él mientras luchaba contra un Congreso ruidoso, celoso y obstructivo en medio de un territorio donde casi no existía el comercio, la industria o el crédito, plagado de bandidos y secuestradores en todas partes y todavía acosado por ladrones armados que peleaban con Márquez, Cobos y Tomás Mejía. Las condiciones caóticas del país se reflejaban en el clamor lleno de incoherencias de los diputados, quienes peleaban entre ellos y con el presidente día tras día. Los elementos reaccionarios derrotados en el campo de batalla; los diversos estados, habituados a considerarse con soberanía absoluta; los intrigantes de los gobiernos extranjeros, y los radicales extremos, que presionaban para aplicar medidas violentas, todos encontraban voces directas o indirectas en el Congreso. En realidad, 51 diputados firmaron una petición para que Juárez renunciara a su cargo, aunque la singular propuesta fue reprobada por los gobernadores y las legislaturas de todos los estados. 165

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En este extraordinario órgano legislativo, donde traidores y patriotas tenían altercados en los debates, ocupó su sitio Porfirio Díaz, quien fue elegido para representar al distrito de Ixtlán, a cuyos desaliñados montañeses indígenas había adiestrado y encabezado muchas veces en la batalla. Dejó a un lado su uniforme para vestir la levita y el sombrero de copa del legislador, pero nadie podía confundirlo con la raza de políticos. El oaxaqueño se había recuperado en parte de sus heridas, y aunque los estragos del tifo lo habían hecho adelgazar, la figura erguida, la mandíbula cuadrada, la mirada de león, y su porte severo lo señalaban como el líder con el que tendrían que vérselas. En su larga carrera de victorias militares y de estadista constructivo, Díaz siempre mostró una antipatía desdeñosa por el parloteo legislativo. Esta aversión por la actividad favorita del político latinoamericano tuvo su origen, más allá de toda duda, en el Congreso mexicano de 1861, donde Díaz vio a sus colegas confundir y destruir sin miramientos al poder ejecutivo del gobierno en una situación que requería apoyar la autoridad concentrada con la fuerza, mientras en las galerías resonaban risotadas y aplausos. Juárez parecía tener poca influencia en el Congreso. Uno de los diputados, don Ignacio Altamirano, un indígena puro y famoso como escritor mexicano, se puso de pie y, al referirse al intento de Juárez de lograr la paz mediante la amnistía, agitó a la muchedumbre de las galerías cuando dijo con audacia: El señor Juárez siente y ama los ideales democráticos, pero me temo que no los comprende; y el motivo de mi temor es que no muestra capacidad para ejercer acciones vigorosas, sostenidas y enérgicas, como las que exigen las actuales circunstancias [se entendía que el gobierno estaba a favor de una ley de amnistía]. Necesitamos otra clase de hombre en la presidencia. El máximo servicio que el presidente podría prestar a su país sería renunciar, porque es un obstáculo para el progreso de la democracia. Díaz escuchó en silencio al orador, pero se le vio un gesto adusto, que mucho tiempo después recordarían sus compañeros.

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Mientras el Congreso sesionaba en la tarde del 25 de junio de 1861, una banda de guerrilleros conservadores, encabezados por el general Tomás Mejía, atacaron audazmente la capital en el cuartel de San Cosme. Los diputados se hallaban en medio de otro ataque retórico a Juárez. Don Juan A. Mateos se puso de pie y gritó: “Es inadecuado sostener un debate en el momento en que están atacando a la capital, cuando el general Valle cuelga de una cuerda en el camino a Toluca, y cuando nosotros, los representantes del pueblo, pronto podemos colgar de los postes en la plaza con la Constitución atada al cuello; por lo tanto, propongo dar por terminada la sesión.” En ese momento, otro diputado se levantó y exclamó: “Esperemos aquí para recibir al enemigo como los senadores romanos.” Díaz se puso de pie. Sus entusiastas biógrafos declaran que extendió las manos, levantó la mirada, y con voz emocionada gritó: “Ante todo soy un soldado, deseo abandonar la Cámara para tomar las armas.” La verdad es que se paró discretamente y en voz baja le dijo al presidente de la Cámara: “Soy un soldado y pido su autorización para abandonar el recinto.” El presidente se la concedió y Díaz se fue, acompañado por el coronel Salinas y otro diputado de Oaxaca. Algunos de los biógrafos también cuentan una historia descabellada de cómo Díaz guió a un grupo de soldados por la capital y después de feroz batalla puso en fuga a los guerrilleros que sufrieron grandes pérdidas. Los hechos llanos son que cuando Díaz llegó a su hotel, apareció su criado con un rifle y Díaz corrió a pie en dirección de la batalla, mientras el criado iba a buscar un caballo. Al llegar a la iglesia de San Fernando, encontró que la brigada de Oaxaca, que estaba allí acuartelada, había repelido al enemigo. Su criado lo alcanzó con caballo, rifle y cinturón de municiones. Díaz montó en el caballo, aún vistiendo de levita y sombrero de copa de seda. Su vieja herida evitó que llevara cartucheras alrededor de la cintura, de modo que abrochó el cinturón en su hombro y, con el rifle en mano, se dirigió al frente; pero el enemigo estaba en franca retirada. Apenas alcanzó a ver el enfrentamiento de lejos. Más tarde regresó a su hotel, aún con su mismo atuendo y con el rifle y los cartuchos sin usar.

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Esta incursión en la ciudad fue un mero simulacro de ataque ordenado por Márquez, cuyo objetivo real era proteger a una columna de sus tropas que viajaban hacia el sur en las inmediaciones de la capital. Las escenas en el Congreso empeoraron. A los políticos que hablaban más de la cuenta nada les importaba que su país estuviese agobiado por las deudas, que los caminos de un extremo a otro de México estuvieran en poder de asesinos y ladrones, que las grandes naciones exigieran en tono amenazador el pago de indemnizaciones desmesuradas, y que a Juárez, extenuado por su dura prueba de tres años de guerra civil, casi lo aplastara el peso de sus responsabilidades, entre otras la necesidad de gobernar a una nación turbulenta, desmoralizada, con la hacienda pública vacía y el crédito nacional hecho añicos. Mientras los diputados acosaban e insultaban al presidente, los vagos que llenaban la galería silbaban, aplaudían o se mofaban de los amigos de la administración, como si estuvieran en un teatro, el circo o la plaza de toros. Es fácil entender cómo un personaje, fuerte, sencillo y sincero como Díaz se irritaba en tal ambiente exasperante. El 28 de junio mostró esta actitud al obtener autorización de la Cámara para retomar su trabajo como soldado. Aun antes de eso se había apartado de los intrigantes y habladores en la capital y, una vez más de uniforme, el futuro presidente de México, que todavía no cumplía sus 31 años, había llevado a su brigada de Oaxaca al distrito del Monte de las Cruces, uno de los sitios que antiguamente frecuentaban los bandidos, ahora infestado por los guerrilleros del enemigo, quienes habían atormentado muchísimo al país. Los sorprendió y los dispersó, limpiando por completo el distrito. Después de obtener la licencia de la Cámara, Díaz tomó a 230 de sus soldados oaxaqueños, los mismos hombres a los que había transformado en soldados en las montañas zapotecas, y fue con la división del general Ortega, el héroe de Calpulalpan, a buscar a Márquez, El Tigre de Tacubaya. Con la reducida fuerza de sus leales oaxaqueños y una reserva de zacatecanos, Díaz atacó a las fuerzas de Márquez en el pueblo de Jalatlaco. Comprendía perfectamente lo astuto y violento que era Márquez

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y, recurriendo a su táctica habitual, asaltó Jalatlaco el 13 de agosto antes de que amaneciera. El grueso de los enemigos dormían en el atrio de la iglesia del pueblo cuando Díaz penetró en las defensas enemigas. El propio Díaz cabalgaba al frente de su fuerza, y la maniobra fue tan completa que, después de una escaramuza en las calles, el valiente Márquez emprendió la huida. Díaz tomó más de 700 prisioneros y diez cañones. El general Ortega estaba tan complacido con esta victoria que el joven coronel logró sobre Márquez que estrechó a Díaz entre sus brazos y a continuación escribió una carta en un parche de tambor, pidiendo al presidente que lo ascendiera al rango de general de brigada. Ignacio Mejía, celoso de Díaz, trató de disuadir a Juárez de concederle este honor, haciendo hincapié en que conferirle ese alto rango a alguien tan joven enojaría a los oficiales de mayor edad que servían en grados inferiores. No obstante, el presidente expidió el despacho. Después de la batalla de Jalatlaco, los 18 oficiales apresados en la acción fueron amarrados, y la generalidad de los prisioneros, más de 700, obligados a ponerse pecho a tierra en el atrio. El general Carbajal, que era el superior de Díaz, quería fusilar a los 18 oficiales indefensos y sacó su pistola para tal fin. Con un grito de indignación, Díaz le quitó el arma de las manos al general y, con los ojos encendidos de ira, ordenó al asesino en potencia de los prisioneros que abandonara el lugar. Fue tal su horror de esa acción que no rindió el parte de la batalla a Carbajal, sino directamente al comandante en jefe, el General Ortega. Este incidente fue la causa de que se tensaran las relaciones entre Carbajal y Díaz. Un día estaba en Pachuca —dice el presidente Díaz— y, al entrar a un pequeño restaurante, encontré allí a algunos de los oficiales de Carbajal y a él mismo. Habían terminado de comer y se divertían aventándose bolas de migajón unos a otros. Uno incluso le tiró el contenido de un vaso de pulque a un camarada que estaba sentado a la mesa conmigo en el centro del salón. Parte del pulque salpicó cerca de mi plato. Esto agotó mi paciencia, entonces saqué mi pistola y la examiné. Carbajal habló y dijo, “Camarada, parece

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que no le agrada esta diversión de los muchachos”. Le respondí, “ah, no sé, pero no se sorprenda de que si siguen aventando bolas de migajón, yo varíe un poco el procedimiento disparando algunas bolas de plomo”. En ese momento el general Traconis, quien había permanecido sentado en un rincón y al que no había visto se me acercó diciendo, “Porfirio, estoy con usted: éstos son una partida de rufianes”. Los citados oficiales no contestaron y poco después tanto ellos como Carbajal salieron sigilosamente del restaurante. Con ese elevado espíritu militar, Díaz regresó a su escaño en el Congreso. Allí tuvo que volver a soportar las payasadas del tipo de hombres que vibran, aunque no piensan. Una de las personas más responsables de quienes se han dedicado a hacer la crónica de las experiencias del héroe en el Congreso afirma que en ese período Díaz se percató de la vacuidad intelectual de ese tipo, medio político y medio actor, tan común en las asambleas públicas de los países latinos, el hombre de poses, dado a pronunciar frases. “Gesticula, habla a voz en cuello y llora. Es un gran muñeco mecánico. Sus palabras se dirigen tanto a la galería como a los colegas.” En el Congreso de 1861, este fenómeno se vería en forma aguda. Los oradores no sólo increpaban a la galería, sino que entablaba una discusión con ésta. En ocasiones la galería se salió de control e impuso su voluntad a la Cámara. La maestría de la labor de Díaz como gobernante, el conocimiento universal de su capacidad como constructor de la nación y las pruebas que se iban a encontrar en la paz y prosperidad de su país bajo la firme dirección que puede darle, incluso en su octava década, le da particular importancia a toda la experiencia política o gubernamental que influyó en la mente y carácter de este supremo líder latinoamericano, en un momento donde debe haber concentrado todos sus poderes de observación y reunido toda su inteligencia para intentar estudiar la ciencia de gobernar en un país donde el gobierno efectivo casi había dejado de existir. Al veterano de tantas batallas le daba rabia oír que su victoria en Jalatlaco era objeto de bromas y abucheos en la galería. Sentía herido su

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orgullo militar por tener que ocupar su sitio y escuchar las demostraciones insidiosas de los haraganes alborotadores o las frases rimbombantes e insulsas de los políticos engreídos y traicioneros. Por ello comenzó a ausentarse de las sesiones del Congreso y la ignorante galería se dio cuenta de su susceptibilidad. Un día hubo una sesión tormentosa en la Cámara, la cual se describe en los relatos contemporáneos. El Ministro de Finanzas se levantó y dijo que despreciaba al señor Altamirano. Altamirano, poeta y ensayista, se puso de pie y declaró que despreciaba al Ministro. Sobrevino una tormenta de ruidosa vehemencia. El presidente de la Cámara se puso el sombrero y abandonó su mesa. El secretario de la Cámara se acercó a la mesa y pidió orden violentamente. Muchos diputados se levantaron y gritaron, “¡No tenemos libertad!” “¡Esto es coerción!” “¡Esto es intolerable!” Uno de los diputados solicitó que quedara asentado que él y sus amigos se retiraban porque carecían de libertad. Un huracán de alaridos, abucheos y silbatinas bajó de la galería. Después se percibió que faltaban diez miembros para que hubiera quórum. Uno de los diputados gritó: “¡Sólo están ausentes los diputados de Oaxaca. Deberían llamar a los suplentes!” En respuesta a este comentario sarcástico sobre Díaz y sus amigos, Justo Benítez, un abogado que fue compañero de escuela de Díaz y al que veía como si fuera su hermano, se puso en pie a toda prisa y dijo con voz vibrante de indignación: “No es verdad que todos los diputados de Oaxaca estén ausentes; nadie tiene derecho de vilipendiar a los ausentes o a los presentes. Ambos han cumplido su deber para con la república, no sólo en el Congreso Federal, sino en los días más lóbregos de la causa liberal.” Otro diputado, Peña y Ramírez, opinó: “Propongo que manden traer a los ausentes, porque es la única manera legal de terminar con este escándalo. Obliguen a volver a aquellos que se marcharon so pretexto de que las demostraciones inocentes de la galería los privaron de libertad.” Justo Benítez tomó otra vez la palabra. “La cámara —dijo— no deberá considerar como desaire la ausencia de un grupo de ciudadanos de mérito que han dejado libres sus curules, porque creen que el público

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está ejerciendo una presión indebida en los debates de esta asamblea” [hubo gritos y silbidos de la galería]. Volteando a ver a la chusma ruidosa y pícara de la galería, que se divertía ridiculizando a los patriotas oaxaqueños ausentes, Benítez se dirigió a los rufianes. “¿Quién de ustedes —exclamó— está en posición de lanzar algún reproche a los generales Salinas y Díaz? ¿Quién de ustedes derrotó a Cobos una y otra vez en los campos de batalla de Oaxaca? ¿Quién de ustedes le ha dado a su país una victoria como la de Jalatlaco?” Díaz no regresó a su escaño en el Congreso. Había oído la voz de un pueblo sin desarrollo, cuya mayoría provino en la antigüedad de sangres orientales, llamado al autogobierno conforme a una Constitución anglosajona. Había atestiguado el desarrollo de la capacidad y el temperamento mexicanos en las condiciones de una democracia irrestricta. Al fin había comprendido que el demagogo insensato, falso, vacío, pero con el don de la palabra y el gesto dramáticos, era un héroe dominante a los ojos del pueblo soberano, ya que vertía una perorata llena de retórica sin sentido pero emocionante sobre los derechos del hombre; mientras tanto al gran Juárez, aún hipnotizado por la noción de que las constituciones y las leyes pueden por sí solas producir poder, lo dejaron desamparado en su autoridad ejecutiva los elementos que sólo poseían la fuerza inerte de los números, a la manera de unas arenas movedizas que se hunden con el peso. Las formas democráticas no habían creado una nación con el pueblo mexicano desdichado. Pero el general Díaz no era para estar ocioso. Con su brigada oaxaqueña se unió a las fuerzas del general Santiago Tapia, preparándose para luchar contra el general Márquez, quien con lo que quedaba de su ejército salvado en Jalatlaco y los refuerzos reclutados en Querétaro y San Luis Potosí, opuso resistencia en Pachuca. Díaz fungió como jefe del estado mayor. Avanzó a marchas forzadas y el 20 de octubre de 1861 expulsó a Márquez de la ciudad. El terrible general de los guerrilleros se retiró por un camino que conducía al Mineral del Monte y tomó posesión de tres cerros. A Díaz le ordenaron atacar esos cerros. Fue una batalla sangrienta, pero Díaz barrió a Márquez y sus fuerzas de sus posiciones, decomisando gran parte de su artillería. Persiguió al enemigo

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cierta distancia y regresó al Mineral del Monte, dedicando cuatro o cinco días a enterrar a los muertos y atender a los heridos. Después volvió a la ciudad de México, aunque no al Congreso. Aun en esos días, Juárez parecía ver el aura de un destino elevado en torno a la figura de un joven general oaxaqueño. Poco después de la batalla de Jalatlaco, una serie de oficiales del ejército visitaron al presidente en el palacio nacional, entre ellos Díaz. Fue una interesante escena nocturna. El estadista indígena se sentó a una mesa con su levita negra, la luz de la lámpara iluminaba su rostro moreno y serio, y brillaba en la botonadura, los galones de oro y la empuñadura de las espadas de los oficiales, quienes se apretujaban a su alrededor con ansia y reclamaban su atención. Díaz se mantuvo apartado, en silencio, con la mano en la empuñadura de su espada. Acababa de ganar una importante batalla y de obtener el rango de general, pero su porte no denotaba vanidad. Se le veía más sobrio y reservado que nunca. Desprendiéndose del numeroso grupo impaciente que lo rodeaba, el presidente señaló a Díaz y dijo lentamente, con una mirada de señalada importancia en sus ojos negros brillantes: “¿Ven a aquel joven que está allí solo y sin pronunciar palabra? ¡Será mi sucesor!” Don Félix Romero, ahora el venerable presidente de la Suprema Corte de Justicia, estaba presente en el salón cuando Juárez pronunció esta profecía. Dice que el presidente habló con voz fuerte y clara, como si la intención fuera que Díaz oyera sus palabras. El vencedor de Jalatlaco permaneció inmóvil, con una mirada de impenetrable reserva en su rostro curtido.

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De todos los acontecimientos en la desconcertante historia de México, no hay nada más romántico que el sangriento intento de Napoleón III de establecer un imperio sobre las ruinas de la democracia mexicana, con el rubio, soñador y juvenil archiduque austriaco Maximiliano como su títere coronado. La historia de esta disparatada aventura de un monarca ambicioso y traicionero, a quien embargaba el deseo de alcanzar la gloria histórica con la conquista parcial o total de América, constituye el umbral trágico a través del cual Porfirio Díaz hizo su entrada a una etapa más grandiosa de servicio a su enajenado país. Vanos fueron el estruendo de la artillería de Napoleón, el griterío de sus ejércitos, los ataques repentinos de las bayonetas francesas y austriacas, los miles asesinados en cientos de campos de batalla, el homicidio deliberado de los prisioneros de guerra; y en medio de esto, el sentimental príncipe de ojos azules y barba rubia con su joven y bella esposa, la hija de un rey, que trataban que México dejara el amor a la libertad atraído por el espectáculo del oropel de una corte monárquica. 174

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Las tropas indígenas mal alimentadas, encabezadas por héroes como Díaz, batallaron a lo largo de años de derrotas, hasta que al final el emperador Maximiliano murió a manos de patriotas mexicanos y todo el mundo reconoció la independencia de la república. Cabe recordar que en 1840, un mexicano elocuente y capaz apellidado Gutiérrez de Estrada, quien fue miembro del gabinete del presidente Comonfort en 1835, se vio obligado a huir al extranjero para escapar de la furia de sus compatriotas, porque se atrevió a señalar públicamente el desorden general, las repetidas guerras, la creciente pobreza, el prolongado caos político y la terrible desmoralización social como pruebas concluyentes de que el pueblo de México no era el indicado para las instituciones democráticas y que la Constitución republicana adoptada por los patriotas pero inexpertos mexicanos de 1824 fue un error espantoso. Gutiérrez de Estrada insistió en que la historia del país y sus diversas razas dieron una total demostración de que la población mexicana era incapaz de progresar, salvo con un gobernante coronado. Sin monarquía la nación se desintegraría. El gobierno democrático fue el resultado natural del pensamiento anglosajón y con su influencia el pueblo estadounidense había crecido en poder. Pero el sistema mismo que produjo la fuerza, unidad y orden en la república del norte, había dividido y debilitado constantemente a México, cuyas masas nunca pudieron entender las instituciones democráticas. A menos que se abandonara la Constitución y se decretara la monarquía, México sería cada vez más débil y los Estados Unidos cada día más fuertes, llegando el momento en que los mexicanos iban a ser sojuzgados y absorbidos por la nación más grande. Es difícil para un mexicano oír con calma incluso una explicación modificada de los motivos que tuvo Gutiérrez de Estrada en esa época de aciaga anarquía política. El hecho de que después ayudara a perpetrar la invasión armada extranjera de su país cubrió su nombre de infamia. No obstante, aparte de su defensa de la realeza, había mucho de verdad y lógica sólida en lo que afirmaba sobre los efectos que tuvo el intento, súbito y sin preparación intermedia, de imponer a los pueblos sin madurez política, descendientes de las masas sumisas de aborígenes americanos,

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las duras y a veces pasmosas responsabilidades del autogobierno. Siete años después pudo señalar la bandera de los Estados Unidos, izada por el ejército estadounidense en el Castillo de Chapultepec, como confirmación parcial de sus palabras. Después de abandonar México en 1840, este hombre elocuente y lleno de energía deambuló por Europa y siguió sin descanso haciendo propaganda en las principales capitales contra la república mexicana. Era un hombre de gran saber. Su elegancia, finura intelectual y el encanto de su trato social y político, junto con sus poderosos contactos con la Iglesia, le permitieron ingresar a los círculos más elevados y exclusivos de las principales ciudades de Europa. Durante veinte años dedicó todo su tiempo a agitar a favor de un príncipe reinante para México. El sueño lo acompañaba siempre y en todo lugar, lo llevaba en la sangre. Ningún hombre podía haber trabajado tanto tiempo y con tanta fe por un solo fin, a menos que fuese sincero. Aun el presidente Díaz, en la quietud de su avanzada edad, ha dicho, “Gutiérrez de Estrada se convirtió en traidor a su país por motivos patrióticos.” En su momento, el autoexiliado se casó con una dama de la familia del príncipe Metternich, el poderoso primer ministro austriaco. Con el tiempo, eso le dio acceso a las fuerzas más secretas e influyentes de la corte imperial austriaca lo cual, a la larga, resultaría trágico para México. Mientras el presidente Juárez luchaba con un erario vacío y un Congreso parlanchín y antagónico, los líderes y agentes fugitivos del derrotado partido conservador estaban ocupados en Europa. Vencidos en el campo de batalla, tenían puesta su esperanza en la intervención extranjera. Miramón, Almonte, Labastida, arzobispo de México, y Gutiérrez de Estrada se encontraban en París, y mientras actuaban sobre la mente inescrupulosa de Napoleón III, otros mexicanos reaccionarios abogaban por su causa con el papa en Roma. El monarca egoísta y pérfido que traicionó a la república francesa a la cual juró servir, y con la traición a toda una nación colocó una corona imperial en su cabeza perjura, escuchó gustoso a los conspiradores cuando declararon que México era “monárquico hasta la médula”. Sedienta

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de gloria militar y poder, la mente de Napoleón tenía la visión de hacer una conquista en América. México era pobre y estaba agotado por la guerra. Su pueblo devastado, cansado de la debilidad y el desacuerdo de la democracia, con gusto se volvería hacia la paz de hierro de una monarquía fuerte. Todas las naciones católicas aceptarían de buen grado que sojuzgaran a la república que había despojado a la Iglesia de su riqueza y sus privilegios. Gran Bretaña, Francia y España ya estaban presionando a México para que pagara las deudas y reclamaciones. El presidente Juárez, hostigado por un Congreso hostil e insensato, no tenía dinero para satisfacer las exigencias de los acreedores extranjeros. Las palabras vagas sobre la intervención europea para salvar a México de la total anarquía estaba adquiriendo una forma más definida. El alma de Napoleón despertó. Éste iba a revivir el terrible prestigio del apellido Bonaparte. Sería el primero en derrumbar la arrogante Doctrina Monroe por medio de la cual los Estados Unidos habían hecho frente a la Santa Alianza para que no se entrometiera con las naciones libres de América y a no ser por la cual las repúblicas latinoamericanas hubieran sido destruidas mucho tiempo atrás y en sus pueblos y territorios se hubiese reinstaurado el gobierno de los reyes europeos. La gran república anglosajona que desafió tan audazmente a la Europa continental en 1823, ahora estaba al borde de una guerra civil. Abraham Lincoln fue elegido presidente de los Estados Unidos y los estados esclavistas del sur se habían separado de la Unión, confiscando los fuertes, arsenales, aduanas, casas de moneda y tribunales de la nación. Lincoln pudo haber impedido el derramamiento de sangre, pero una vez que el pueblo estadounidense se dividió por la guerra misma, México podía ser ocupado con impunidad y quizá se abriría el camino para la conquista latina del hemisferio americano. Ése sería el final del gobierno republicano sobre la Tierra. Fue un sueño que servía a la sórdida ambición del tahúr imperial. ¡Ay, qué fantasmagóricos pueden ser los planes incluso de los emperadores y los papas! La intervención en México a la larga destronó a Napoleón y lo mandó a la tumba en el exilio, y el que éste retirara su apoyo a Pío IX permitió

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que Víctor Emmanuel tomara Roma y despojara al papa de su poder temporal. Mientras Napoleón aguardaba que maduraran los acontecimientos, el Congreso mexicano autorizó un decreto presidencial que declaraba la moratoria en todos los pagos de la deuda externa durante dos años. Se dice que esta acción obtusa y por lo visto bochornosa fue motivada por el poderoso diputado Sebastián Lerdo de Tejada (más tarde el principal ministro y sucesor de Juárez), y era contraria a los deseos del presidente. Sea como fuere, es un hecho que el 17 de julio de 1861 Juárez proclamó la quiebra nacional de México. Esa fue una acción demencial en ese momento. Tres semanas antes, Sir Charles Wyke, el embajador británico, había informado a su gobierno que sólo una demostración naval en los puertos de Tampico y Veracruz haría entrar en razón a los mexicanos. Ahora, sin previo aviso al embajador británico, y mientras todavía se negociaba con él la deuda externa, México de pronto había anunciado su total insolvencia. Napoleón estaba desayunando cuando recibió un telegrama informándole la acción del Congreso mexicano. Al mismo tiempo le llegó un telegrama del embajador francés en Washington donde le comunicaba la noticia de que el presidente Lincoln había ordenado al ejército federal avanzar sobre las fuerzas confederadas en Virginia. El emperador leyó los telegramas en silencio y se los pasó a Almonte que estaba sentado a la mesa enfrente de él, siendo el principal agente de los conservadores mexicanos. Al pasar junto a él, Napoleón se inclinó y le susurró al oído, “¡Llegó la hora!” Gran Bretaña, Francia y España, haciendo caso omiso de la cruel pobreza de México y de los heroicos esfuerzos de Juárez por restablecer el orden en su país, rompieron relaciones diplomáticas con la república. Las tres naciones acreedoras, principalmente por sugerencia de Napoleón, firmaron una convención en Londres el 31 de octubre de 1861 en la cual acordaban apoderarse conjuntamente de los fuertes de la costa mexicana, tomar posesión de los ingresos aduanales y nombrar una comisión para saldar sus deudas. Es imposible afirmar si, en ese entonces, el ministro británico de relaciones exteriores, Lord John Russell,

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sospechaba de la brutal confabulación de conquista que Napoleón tenía en mente; con la influencia británica, se estableció solemnemente en el contrato que ninguno de los aliados deseaba adquirir parte del suelo mexicano ni inmiscuirse en los asuntos del gobierno de México. ¡Desdichado México! Aun los Estados Unidos, que ya empezaban a sumirse en la guerra civil, previó el peligro de la invasión extranjera de la república hermana. El gobierno del presidente Lincoln propuso a Juárez que los Estados Unidos asumieran el total de la deuda externa mexicana, alrededor de $82 000 000, y que el territorio de Baja California y Sonora quedara en garantía para pagar el dinero a cinco años. Pero ningún estadista mexicano se atrevería, en tales circunstancias, a empeñar 140 000 millas cuadradas del territorio nacional en manos del poderoso vecino que ya había absorbido una gran extensión del país, y declinaron el ofrecimiento de inmediato. Los escuadrones unidos de los aliados llegaron a Veracruz en diciembre de 1861 y enero de 1862. Los británicos venían desarmados y tenían apenas setecientos marinos como guardia de honor de su representante. Los españoles traían 5 700 soldados y 300 caballos y sus 16 buques de guerra recibieron autorización para entrar en acción tan pronto arribaron al puerto y obligaron a rendirse al fuerte de San Juan de Ulúa. El escuadrón francés se componía de un ejército de 6 000 hombres, preparados para emprender una campaña militar formal. De la deuda externa por valor de $82 000 000 que fue el pretexto para la aparición de esta flota formidable, sólo se adeudaban $2 600 000 a Francia y $9 400 000 a España, mientras que la mayor parte del dinero, $70 000 000 se le debía a Gran Bretaña, cuyo escuadrón no tenía soldados. El presidente Juárez hizo inútilmente un acuerdo sobre la deuda externa que satisfacía a Gran Bretaña y España. El Congreso lo rechazó de inmediato. Cualquier cosa que se diga en cuanto a la conducta de Gran Bretaña y España, lo cierto es que Napoleón III participó en esta empresa de cobranza de la deuda y restablecimiento de la paz con el propósito deliberado de llevar a cabo la conquista armada de México. Las reclamaciones francesas eran por completo injustificables y las formulaban con

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una arrogante negativa a especificar detalles o proporcionar pruebas de algún tipo, de manera que resultaba imposible que un gobierno que se precie de serlo las admitiera. Napoleón insistió en que los $15 000 000 de los bonos de Jecker, fueran pagados en su totalidad, aunque Miramón los hubiera emitido a cambio de $750 000 en efectivo, al momento mismo en que trataba de destruir al gobierno constitucional de Juárez. Además, se demostró que Jecker era ciudadano suizo y que sólo se había naturalizado francés para hacer que sus abusivas reclamaciones formaran parte de la excusa que usó Napoleón para su acción. Incluso Lord Russell, cuando analizó las pretensiones francesas, se vio obligado a reconocer lo siguiente por escrito: “Es poco posible que reclamaciones tan excesivas como la de $12 000 000 en total, sin presentar una cuenta, y la de $15 000 000 por los $750 000 recibidos en realidad, puedan presentarse con la expectativa de que se acceda a ellas.” No sólo eso —el hermano bastardo de Napoleón, el Duc de Morny, estaba interesado financieramente en cobrar la reclamación de Jecker—, los británicos, que en muchos aspectos mostraron una disposición razonable, en realidad exigieron que el gobierno del presidente Juárez pagara completo el dinero robado por Miramón de la legación británica en México. Los tres comandantes de las fuerzas aliadas —el almirante de la Gravière, representante de Francia; el comodoro Dunlop, representante de Gran Bretaña y el General Prim, representante de España— emitieron en Veracruz una proclama a la nación mexicana, declarando que sus respectivas fuerzas venían a exigir el cumplimiento de los tratados y, con la protección de éstas, su propósito era permitir que México eligiera un gobierno fuerte que acabara con la anarquía que había prevalecido. Tal vez de manera inconsciente, sir Charles Wyke había preparado al gobierno británico para que cayera en la trampa que Napoleón tendió cuidadosamente al hacer descripciones tan alarmantes de México como la siguiente: El Congreso, en lugar de permitir que el gobierno sofoque el horroroso desorden que reina a lo largo y ancho del territorio, está

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ocupado en discutir teorías inútiles del denominado gobierno que descansa en principios ultraliberales, mientras que a la parte respetable de la población la dejan indefensa frente a los ataques de ladrones y asesinos, quienes pululan por los caminos y en las calles de la capital […]. El patriotismo, en la acepción usual del término, parece algo desconocido, y nadie importante aparece en las filas de algún partido. Las facciones contendientes luchan por la posesión del poder sólo para satisfacer su codicia o su revancha, y entretanto el país se hunde más y más, mientras que su población se insensibiliza y se rebaja hasta un grado aterrador. Comparar esta situación con las condiciones sobrias y fructíferas que resultaron de la magistral política ejecutiva del presidente Díaz deberá ser instructivo para todos los estudiosos serios del gobierno. Los comandantes de los escuadrones extranjeros se comunicaron con el gobierno del presidente Juárez, el cual declaró que trataría de satisfacer sus exigencias si retiraban las fuerzas. Miramón ya había regresado a México y trató de desembarcar con un grupo de conspiradores, siendo su intención encabezar una revolución contra la república. Eso fue demasiado para los británicos, cuya legación había perturbado y robado en forma descarada. El comodoro Dunlop, a pesar de una protesta de los representantes franceses, arrestó a Miramón y lo mandó a La Habana en un buque de guerra. Ese fue el primer obstáculo para Napoleón. Después de algunas negociaciones, los comisionados de Francia, Gran Bretaña y España se reunieron en conferencia con los representantes de la república en La Soledad, cerca de Veracruz, el 19 de febrero de 1862, y firmaron un tratado que cubría posteriores negociaciones. Dado el clima mortal de la costa, a los soldados extranjeros que ya habían desembarcado les dieron permiso de retirarse a las tierras altas de Orizaba, que estaba dentro de las defensas mexicanas del Chiquihuite; pero se convino en que tales tropas se retirarían a la costa si se rompían las negociaciones. Napoleón estaba impaciente por llevar adelante el gran delito que había planeado. Cualquier cosa como un intento por tratar a la repú-

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blica mexicana de buena fe podría derrotar al ardid del sojuzgamiento armado que tenía entre sus planes. El 1 de marzo de 1861, el general De Lorencez llegó de Francia con refuerzos para las tropas. Al mismo tiempo, el general Juan N. Almonte, hijo ilegítimo de Morelos el patriota martirizado, que representó a los conservadores derrotados en París, y había planeado con Napoleón establecer un imperio en México, llegó a Veracruz junto con el padre Miranda, una de las figuras de más triste fama en la guerra clerical contra la república. Miranda fue recibido abiertamente por el almirante francés y vivió en su cuartel de Orizaba. A pesar de las protestas conjuntas del presidente Juárez y los representantes británicos, el general De Lorencez autorizó al traidor Almonte para que fuera a Orizaba bajo su protección; una vez allí, de inmediato se convirtió en el centro de los conspiradores conservadores contra la república y estas juntas eran toleradas públicamente tanto por el comisionado francés como por el comandante en jefe francés. Esta flagrante traición a los acuerdos solemnes de Londres y La Soledad, en que persistió Francia en contra de las protestas de sus aliados, obligó a Gran Bretaña y España a declarar que ponían fin al acuerdo tripartito. Acto seguido, se retiraron las fuerzas británicas y españolas, dejando que la bandera francesa ondeara sola en el fuerte de San Juan de Ulúa. El general De Lorencez se sumó a la perfidia de Napoleón y además contravino la convención de La Soledad al marchar de Córdoba a Orizaba con tropas, pretextando que tenía que proteger a 340 soldados que se decía estaban enfermos en ese lugar. La intención criminal que dominaba a Napoleón mientras sus representantes fingían negociar con la atribulada república puede juzgarse por el franco despacho que el general De Lorencez envió a su gobierno: “Tenemos tal superioridad sobre los mexicanos en lo que respecta a la raza, organización, disciplina, moralidad y lo elevado de los sentimientos, que ruego a Su Excelencia diga al Emperador que a partir de este momento, a la cabeza de sus 6 000 soldados, soy el amo de México.” El Ministro Británico de Relaciones Exteriores explicó la situación cuando escribió: “Como el gobierno inglés siempre ha mantenido el principio de no intervención, nuestra fuerza se retiró y arriamos nuestra bandera a raíz

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de la decisión expresa del almirante de la Gravière y M. Saligny de marchar hacia México con el fin de derrocar al gobierno del presidente Juárez.” Una vez que los franceses se habían quitado la máscara y habiéndose revelado el propio Napoleón como un aventurero desvergonzado, empeñado en saquear a la república en apariencia indefensa, el presidente Juárez llamó a todos los mexicanos entre las edades de veinte y sesenta años a que tomaran las armas para defender a su país. En la historia humana no hay nada mejor que la respuesta que los empobrecidos descendientes de los pueblos mexicanos prehistóricos dieron a este llamado de su dirigente zapoteco que no se dejaba intimidar. Cualquier cosa que se diga en el sentido de que las masas de México estaban aptas o no para el autogobierno, han dado sobradas pruebas de su disposición a pelear y morir por la independencia nacional, aun cuando después de eso la libertad sólo ha significado la licencia para pelear entre ellos. Ninguna persona seria puede leer la historia de México sin sentirse atemorizada por la capacidad de su pueblo para sufrir y su resistencia en la lucha, pese a las opresiones y derrotas. El llamado a la guerra hecho por México a sus hijos extenuados por las batallas ocurrió en un momento en que el ruin emperador de Francia parecía tener a su merced una víctima absolutamente indefensa. Dispararon los primeros tiros cuando los Estados Unidos no podían oponerse a las violaciones de la Doctrina Monroe. Se había librado la batalla de Shiloh donde hubo 10 000 bajas entre muertos y heridos; el Merrimac y el Monitor se habían enfrentado, la flota de Farragut se abría paso hacia la desembocadura del río Mississippi contra los rugientes cañones de la Confederación. No podía esperarse tener ayuda extranjera. El pueblo mexicano, con traidores que buscan dividir sus fuerzas, debía resistir al cruel amo de Europa, detrás del cual estaban el papa y otras fuerzas, como se sospechaba, aunque no se veía claro. En el ejército de 10 000 mexicanos organizados para enfrentarse a los invasores el primer comandante fue el general José López Uraga, mas cuando el oficial declaró que era imposible presentar una defensa eficaz contra las tropas europeas, al instante lo relevaron y entregaron el mando al general Ignacio Zaragoza, un abogado metido a soldado.

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Porfirio Díaz sirvió como general de brigada en la primera división de este ejército y tuvo el mando inmediato de la segunda brigada. El ejército francés inició hostilidades el 19 de abril de 1862, cuando el general De Lorencez con un cuerpo de soldados salió de Córdoba hacia Orizaba, violando el acuerdo celebrado con México, poniendo como pretexto que debía proteger a los enfermos de su ejército en Orizaba. En realidad, los soldados franceses no corrían allí el menor peligro ni los mexicanos mostraron ninguna intención de importunarlos. No obstante, el general De Lorencez antes de partir, arengó a sus soldados, diciendo: “¡Soldados! Vayamos a rescatar a nuestros camaradas al grito de ‘¡Viva el emperador!’” El general Díaz con la vanguardia del ejército mexicano ocupó una posición de avanzada en el llano de Escamela. Su misión era tomar posesión pacífica de Orizaba después de que las tropas francesas y españolas abandonaran el lugar. No sospechaban que habría una traición. Lo que menos se imaginaba el general Díaz era lo que iba a ocurrir, por lo tanto mandó a su hermano, el teniente coronel Félix Díaz, con cincuenta soldados de caballería, para que observara los movimientos de las tropas extranjeras. Al llegar la retaguardia del enemigo a Córdoba —dice el presidente Díaz— se destacó una pequeña columna de tropas francesas compuesta de 200 caballos, con igual número de zuavos a la grupa de los jinetes, y vino rápidamente a chocar con mi vanguardia. Ésta se defendió heroicamente, pereciendo un gran número de soldados y quedando su jefe [Félix Díaz] herido de un balazo en el pecho y prisionero en poder del enemigo. Pocos momentos después de este combate pasaba por allí, conducida en litera, la condesa de Reus [esposa del general Prim], de regreso para Veracruz, con una escolta de tropas españolas. Informada de lo que acababa de suceder, se empeñaba enérgicamente por la libertad de los prisioneros, lo mismo que el general Milans del Bosch, jefe del Estado Mayor del general Prim, cuando el teniente coronel Díaz, aprovechando un descuido de los franceses,

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montó rápidamente su mismo caballo, que había quedado a su lado, saltó una alta barda que formaba el camino y se internó en el bosque sin recibir ninguno de los muchos disparos que le hicieron los franceses. Dos días después se me incorporó en Acultzingo, habiendo dado vuelta por el camino del volcán de Orizaba. El general Díaz atacó valerosamente a las fuerzas francesas que a traición iniciaron la guerra sin previo aviso, pero el general Zaragoza le ordenó retirarse y luego lo enviaron con sus hombres a Acultzingo. Dos días después de su llegada a Acultzingo, marchó con su brigada a Tehuacán, donde pusieron a otras dos brigadas bajo su mando y le dieron órdenes de avanzar a Matamoros Izúcar, en el estado de Puebla, para interceptar al sedicioso Márquez, El Tigre de Tacubaya, quien avanzaba por ese rumbo para unirse a los invasores extranjeros. Díaz en realidad había salido hacia Matamoros, pero al llegar a Tlacotepec le informaron que los franceses se movían sobre Acultzingo y le ordenaron que contramarchara rápidamente y se uniera al general Zaragoza en ese lugar. El héroe de Oaxaca había tenido el honor de responder al primer fuego de los invasores. Su frialdad y energía salvaron después de la desgracia a las fuerzas mexicanas. Por órdenes del general Zaragoza tenía que cubrir un puente en el camino de carretas por el cual el ejército francés avanzaba hacia Acultzingo, y notó que parte de las fuerzas mexicanas, en apariencia abrumadas por el nerviosismo, comenzaban a retirarse en desorden. El general acababa de ponerse a la cabeza de su propia brigada cuando vio a la multitud de mexicanos que huían. Empuñando su espada, se desplazó en el puente y detuvo la huida; mandó a los fugitivos en grupos de 500 hombres a la cañada de Ixtapa, bajo las órdenes de oficiales que seleccionó entre los propios fugitivos. No bien había colocado Díaz a sus fuerzas en posición de combate y abría un fuego tremendo sobre la vanguardia de los franceses cuando el general Zaragoza le ordenó retirarse a la cañada de Ixtapa. Ejecutó este movimiento a las diez de la noche, dejando tras de sí los cuerpos de tiradores de primera para evitar una sorpresa en la retaguardia y re-

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tirándolos gradualmente a medida que él se replegaba. Al día siguiente, el general Zaragoza ordenó a sus fuerzas que marcharan a la ciudad de Puebla, a donde llegaron el 3 de mayo. Ese día, también los invasores franceses llegaron a Amozoc, estando a un paso de Puebla. Dos días más tarde, se libró la famosa batalla del 5 de mayo, y el mundo se enteró de que Napoleón III había emprendido una tarea más vasta y prolongada de lo que imaginó. El mismo día que el general Díaz detuvo la fuga de tropas mexicanas en Acultzingo y por segunda vez con atrevimiento trabó combate con la vanguardia de los invasores fue cuando Almonte, el traidor mexicano, bajo la abierta protección del ejército francés en Orizaba, se proclamó Presidente, Supremo Gobernante de la Nación Mexicana y Comandante en Jefe de los Ejércitos Nacionales, emitiendo una proclama donde convocaba al pueblo mexicano a dar la bienvenida “a la caritativa y civilizadora influencia del ilustre soberano de Francia”. De este modo, el hijo ilegítimo del sacerdote patriota Morelos, quien murió para que viviera la república mexicana, pisoteó la tumba de su padre. Y, sin embargo, Morelos había hecho grandes sacrificios para que su hijo se educara en el amor a la libertad. Cuando el sacerdote, que encabezó la lucha por la independencia mexicana después de la ejecución de Hidalgo, fue llevado a juicio por la Inquisición, lo interrogaron acerca de su hijo. Durante toda la terrible lucha contra España, Morelos había llevado consigo a su hijo. Cuando era inminente una batalla, se despedía con un beso de su pequeño hijo, lo ponía en manos de un guardia y gritaba, “¡Al monte!”. Frente a sus inquisidores, con la muerte segura que le aguardaba, se reveló que había mandado a su hijo a una escuela en Nueva Orleáns. “Mandasteis a vuestro hijo a los Estados Unidos a educarse en la religión de los protestantes, sois un hereje”, dijo uno de los inquisidores. “No —respondió Morelos con el rostro luminoso— envié a mi hijo a educarse en Nueva Orleáns porque en las escuelas de esta colonia no le hubieran imbuido los principios de la libertad, ni habría adquirido el temperamento que inspira nobles sentimientos a los hombres y los lleva a sacrificar todo por la independencia de su país.”

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Fue este hijo, así destinado por su padre-héroe, quien llamó a sus compatriotas a ayudar al ejército enemigo para destruir a la república constitucional de México, prometiendo que Márquez, Miramón, Mejía, Zuloaga y otros traidores se le unirían en la arremetida contra el gobierno de Juárez, con la bendición de la Iglesia. El general Díaz dio una dramática respuesta a Almonte cuando bautizó a su batallón de oaxaqueños favorito el batallón Morelos, y en la proclama con la cual le entregó el estandarte al batallón, dijo: “Nuestra bandera ondeando en la victoria, o nuestros cadáveres reposando bajo sus pliegues protectores, serán el mejor testimonio que podamos darle al mundo de que somos dignos hijos de Morelos, en contraste con el monstruo [Almonte] quien levanta impío la mano contra su país y el honor de su ilustre padre.” El formidable intento de cambiar radicalmente la historia del hemisferio occidental, que giraba en torno a la lucha así abierta, quedó en parte revelado por el abate Emmanuel Doménech, representante personal secreto de Napoleón en México, cuando le escribió: Si la monarquía se introdujera con éxito en las repúblicas españolas, en diez años los Estados Unidos se declararían una dictadura, que es una especie de monarquía republicana adoptada por las repúblicas degeneradas o demasiado revolucionarias… La Intervención fue una empresa magnífica y gloriosa, la cual prometía ser para Francia la mayor gloria del reino de Napoleón III y para Europa y el mundo la iniciativa más grandiosa del siglo diecinueve […]. Tras la expedición mexicana había más que el encuentro de un imperio, la salvación de una nación, la creación de mercados, la generación de miles de millones; había un mundo tributario de Francia, feliz de someterse a nuestra influencia favorable, de recibir sus suministros de nosotros y atribuirnos su resurrección a la vida política y social de los pueblos civilizados.

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XIII

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Mientras el ejército francés al mando del general De Lorencez se preparaba con jactancia en el pueblo de Amozoc para obtener una fácil victoria sobre los despreciados mexicanos en Puebla, y los traidores corrían hacia cada centro secreto de traición en el país para organizar la rebelión, el general Zaragoza llamó a sus oficiales para que se reunieran en Puebla y les dijo que la resistencia que habían presentado hasta ese momento a los invasores era insignificante, aunque el gobierno había hecho todos los esfuerzos para equipar al ejército de la manera más eficiente posible bajo las difíciles circunstancias en que estaba el país, debido a los largos años de conflictos intestinos. Pero en todo caso, sería vergonzoso que un puñado de soldados extranjeros -no mucho mayor que un grupo de reconocimiento, considerando el tamaño del país- llegara a la capital de la república sin encontrar una oposición a su avance de manera apropiada para un país de más de 8 000 000 de habitantes. Por consiguiente, pedía encarecidamente a todos los presentes que lucharan hasta el último aliento, de manera que si no alcanzaban la victoria, lo cual difícilmente se esperaba, considerando que carecían de todo lo que constituía un ejército efectivo, cuando menos podrían 188

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sucumbir con dignidad, agotando todas las posibilidades en el bando mexicano, y reservando el tiempo para preparar las medidas defensivas en el interior del país, de modo que si el enemigo sufría graves pérdidas se viera obligado a ocupar sus cuarteles en Puebla, donde los mexicanos, aunque derrotados, pudieran seguir hostigándolos. El pequeño ejército mexicano se entregó con energía a los preparativos para la defensa de la ciudad. El general Díaz, quien había sido el más afectado en el contacto con los invasores, fue el segundo en la línea de mando en una batalla que los mexicanos conmemoran todos los años alrededor del mundo. Las fuerzas comandadas por el general Negrete ocuparon los cerros de Guadalupe y Loreto, a las afueras de la ciudad. El general Díaz, con su propia brigada y las fuerzas de los generales Berriozábal, Lamadrid y Álvarez, ocuparon una posición en la ladrillera, que era el último edificio de la ciudad sobre el camino a Amozoc. Allí era el punto donde se esperaba el ataque francés. Díaz se puso al mando para ser el primero en enfrentarse a la ofensiva de los veteranos franceses. Los invasores atacaron Puebla en la mañana del 5 de mayo de 1862, con más de 5 000 hombres. Desviándose del camino a Amozoc, inesperadamente formaron una línea de batalla de frente a los cerros de Loreto y Guadalupe y abrieron fuego con artillería, siguiendo el ataque con una fuerte columna de infantería, que cargó contra los cerros. Fue entonces que el general Zaragoza envió las brigadas de los generales Berriozábal y Lamadrid a reforzar a las tropas mexicanas en los cerros. La columna francesa quedó expuesta al fuego de artillería de ambos fuertes y recibió una descarga completa de la brigada de Berriozábal. El fuego mexicano fue tan intenso que los franceses retrocedieron en medio de la confusión, recibiendo el ataque en su flanco por el batallón de Veracruz y una fuerza de indígenas montañeses de Puebla, vistiendo todavía su pintoresca indumentaria autóctona. El general francés, quien atestiguó desde sus baterías la derrota de su primera columna, mandó una segunda, que se unió a la primera. La fuerza completa avanzó de frente contra el cerro de Guadalupe, y

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cargaron con tal valor que brincaron los fosos situados al pie del fuerte y, trepando unos sobre los hombros de los otros, intentaron escalar las trincheras. Los franceses estaban tan decididos a tomar el fuerte que se agarraron de las bocas salientes de los cañones mexicanos al impulsarse hacia arriba. Los artilleros mexicanos no tenían armas pequeñas, las cuales se habían distribuido entre la infantería, pero en esa situación crítica le partieron el cráneo a los invasores con escobillones y palancas. Por último, bajo el fuego mexicano concentrado, las dos columnas francesas se vieron obligadas a bajar el cerro en desorden. Ésta fue la primera respuesta de la república a la declaración de los traidores conservadores quienes dijeron que el pueblo de México esparciría flores a los pies de las tropas de Napoleón. Cuando los franceses hicieron su segundo asalto, el general De Lorencez hizo avanzar a una fuerza grande de marinos, cazadores de África y cazadores de Vincennes, y la envió con el brillo de los colores y la luminosidad del acero, cruzando el llano y los campos de cebada a atacar al general Díaz en el camino de carretas; pero cuando los franceses se acercaron y recibieron el fuego unificado de las tropas de éste, dieron media vuelta y huyeron. Díaz ordenó a su hermano cargar con sable, pero una zanja impasable salvó a los franceses, quienes al juntarse con sus camaradas que fueron rechazados en el fuerte de Guadalupe, dieron la vuelta y ofrecieron una resistencia tenaz. Díaz avanzó, y el enemigo retrocedió, aunque seguía luchando. Persiguió al enemigo más allá del alcance del cañón de Guadalupe. Un capitán ebrio le trajo un mensaje del comandante en jefe, ordenándole que suspendiera la persecución. Después de escuchar al mensajero achispado, Díaz rehusó obedecer la orden y declaró que él explicaría su conducta. Ese día la bandera del batallón de Oaxaca la llevaba un soldado que recibió un tiro en el corazón. Un teniente la tomó de las manos del muerto y la hizo ondear en el aire. A él también le dieron un tiro en la cabeza y cayó, sujetando el estandarte entre sus brazos. Un tercer hombre recogió la bandera y ésta siguió agitándose en la brigada de Díaz. El jefe de estado mayor del general Zaragoza llegó ante Díaz y declaró que si no obedecía la orden de abandonar la persecución de los

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franceses le harían corte marcial. El oaxaqueño explicó que el enemigo, aunque marchaba en retroceso, todavía peleaba y que si él daba media vuelta a esa distancia del fuerte y del resto de las fuerzas mexicanas, el enemigo sin duda regresaría y haría un ataque decidido. Insistió en aguardar hasta que oscureciera antes de regresar y el jefe estuvo de acuerdo con su idea. Este fue el final de una batalla en que los franceses salieron completamente derrotados, con una pérdida de más de mil hombres entre muertos y heridos. El resultado de la primera vez que realmente midieron armas Napoleón y la república mexicana fue celebrado en todas las ciudades y poblaciones del país. Europa quedó asombrada por las noticias y a Napoleón lo dejaron anonadado. No obstante, a no ser porque Zaragoza tuvo que mandar las brigadas de O’Horan y Carbajal a lidiar con los renegados mexicanos rebeldes concentrados en Atlixco y Matamoros, es casi un hecho que los mexicanos habrían hecho trizas al ejército francés. La victoria fue tan inesperada, —dice el presidente Díaz—, que resultó una total sorpresa y me pareció como una novela. Esa noche recorrí el campo de batalla para asegurarme de que todo era real, contemplando el testimonio silencioso de los muertos de ambos bandos, escuchando hablar a nuestros hombres sentados alrededor de sus hogueras y alcanzando a ver las luces distantes del campamento enemigo. El general De Lorencez estaba furioso. Tanto el ministro francés, M. Saligny, como el traidor Almonte, le había asegurado que todo lo que tenía que hacer era avanzar resueltamente hacia el interior del país y el pueblo de México recibiría a sus soldados con los brazos abiertos, ya que se oponía a Juárez y su gobierno, y lanzaría flores a sus salvadores extranjeros. Expresó su indignación en una proclama dirigida a las fuerzas francesas derrotadas: ¡Soldados! Su marcha hacia la ciudad de México fue detenida por obstáculos materiales que ustedes no tenían motivos para esperar,

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considerando lo que se les había dicho. Una y otra vez les aseguraron que la ciudad de Puebla estaba ansiosa de contar con su presencia y que su pueblo saldría en tropel a su encuentro, llevando guirnaldas de flores. Basados en estas descripciones engañosas nos presentamos ante la ciudad de Puebla. El Obispo de Puebla expresó los sentimientos de la Iglesia al prohibir a los sacerdotes administrar los últimos sacramentos a los soldados mexicanos agonizantes. A pesar de todas las provocaciones, el gobierno mexicano regresó a todos los prisioneros franceses aprehendidos en Puebla e incluso les dio dinero para sus gastos en el camino de regreso a sus propias líneas. Pero en Europa insistían en la campaña de difamación en contra de la república de manera más cruel que nunca; la tolerancia y la cortesía mexicanas se interpretaban como prueba de una astucia bárbara. Sólo unas semanas después, por ejemplo, el duque de Tetuán tuvo la audacia de leer en voz alta en las Cortes españolas una carta de Zuloaga donde decía que Juárez intentaba “exterminar a toda la población blanca de México.” Después de la hiriente derrota en Puebla, los franceses permanecieron dos días en Los Álamos, a unas ocho millas de Puebla, donde De Lorencez esperaba que se le uniera el ejército del traidor Márquez, pero éste no llegó. O’Horan, quien lo había perseguido, llegó a Puebla con 1 500 hombres para auxiliar a Zaragoza, cuyas fuerzas también se fortalecieron con el arribo del general Antillón, con 3 000 hombres de la brigada de Guanajuato, que habían marchado al rescate cruzando las montañas desde el interior. De este modo el orgulloso general francés, quien se había declarado amo de México, retrocedió a toda velocidad a Orizaba. Lo perseguían los mexicanos, pero llegó a salvo a esa ciudad el 18 de mayo. Allí se enteró por el propio Márquez que 2 500 jinetes conservadores estaban cerca, pero los amenazaba la fuerza liberal al mando del general Tapia. El general De Lorencez mandó una columna francesa a auxiliar a los hombres de Márquez, y cuando el general Tapia estaba a punto de obtener la victoria para la república, los refuerzos franceses modificaron

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el curso de la batalla y derrotaron a los liberales. Así fue como se unieron las fuerzas de los franceses invasores y los mexicanos traidores, y desde ese momento, a los líderes conservadores se les reconoció como subordinados de los franceses. Otra derrota del ejército republicano se produjo la noche del 13 de junio, cuando una fuerza mexicana que había sido enviada a reconocer la posición del enemigo en Orizaba fue sorprendida en un cerro cercano a la ciudad. Un joven capitán francés, con unos 300 soldados, tomó una posición ocupada por una división completa de los mexicanos. Éstos perdieron 400 hombres entre muertos y heridos y los franceses capturaron muchos prisioneros y 7 cañones. Este desastre, debido al agotamiento de las tropas mexicanas y a la falta de protección contra un ataque nocturno, desbarató por completo el plan mexicano de capturar Orizaba y empujar a los franceses al mar antes de que Napoleón pudiera mandar más ayuda. Al día siguiente, después de cierta lucha, el ejército mexicano se retiró a San Andrés Chalchicomula. El general Díaz aún no cumplía 32 años, pero su reputación no sólo como combatiente, sino como comandante de extraordinario criterio y habilidad, y de patriota que escapaba a los señuelos de Napoleón, queda de manifiesto por el hecho que después de ocupar tres veces el frente en la resistencia de México a la invasión, ahora lo enviaban a Jalapa para hacerse cargo del gobierno y el mando militar del estado de Veracruz, donde se había establecido el ejército francés. La respuesta de Napoleón a la derrota del 5 de mayo fue formidable. En septiembre mandó al general Elie Frederic Forey a Veracruz con un ejército fuerte. El general Forey fue uno de los oficiales que ayudó a derrocar a la república francesa y colocar a Napoleón en el poder en 1851, y también era veterano de la guerra de Crimea. Cuando llegó a México, el nuevo comandante francés estaba a la cabeza de 22 500 soldados franceses y cincuenta cañones, además de los 7 000 conservadores mexicanos armados, a las órdenes del temible y cruel Márquez. Durante los meses en que Napoleón se preparó para mandar a su ejército al corazón de México, el presidente Juárez intentó alistarse para la defensa. Antes del avance del principal ejército de Forey prácticamen-

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te sin encontrar resistencia, las fuerzas mexicanas, que descansaban en San Andrés Chalchicomula, retrocedió a la ciudad de Puebla. El 24 de octubre de 1862, Forey llegó a Orizaba. Los traidores estaban atareados en toda la república. Un día Juárez se vio sobresaltado cuando descubrieron que los conservadores habían intentado robar dos cañones en un cuartel de la propia capital. En el alboroto que siguió a la exposición de esta traición, el presidente decidió llamar al general Díaz que se encontraba en Puebla y darle el mando de las fuerzas republicanas en la ciudad de México. Envió a uno de sus ministros a hacer el ofrecimiento a Díaz, pero el soldado repuso, “no puedo abandonar Puebla ahora. Mi deber es permanecer aquí y luchar contra los franceses.” De frontera a frontera, de oriente a poniente, en México había gran agitación mientras el ejército francés se desplazaba por ese maravilloso paisaje de montañas y valles que se extiende entre la tierra caliente de la costa y la alta meseta donde se ubican Puebla y la ciudad de México. Fue en este escenario de belleza majestuosa donde Cortés y sus conquistadores avanzaron contra la capital de Moctezuma. Estos mismos valles fueron pisados por el ejército estadounidense en su camino al Castillo de Chapultepec en 1847. Muchas veces los habitantes habían presenciado el curso de la guerra subir y bajar por la belleza verde y florida que convierte en una experiencia inolvidable el trayecto de Veracruz al interior. Pero detrás del rutilante ejército de Forey, había algo terrible que aún no se comprende cabalmente. El siniestro prestigio de la casa Bonaparte en algunos sentidos se mantenía intacto. Napoleón era el archipolítico de la Europa católica, con incontables soldados a su disposición. Podía lanzar a un ejército tras otro contra aquellos que se atrevían a oponérsele. Francia se despojó de todo disfraz. El general Forey, a la cabeza de sus 30 000 hombres incluso abolió al pretendido gobierno de Almonte en un lacónico párrafo publicado en el periódico. Procedió con su tarea de fundar un nuevo imperio con un alegre orgullo y confianza que parecían sorprendentes habida cuenta de lo que sucedería a la larga. Sin embargo, ¿quién podía esperar que un soldado que servía a un jefe como Napoleón

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III se diera cuenta de que las naciones no se fabrican, sino se desarrollan y que el amor a la independencia, una vez que habita en los corazones de todo un pueblo, no puede desplazarse en una o dos batallas? En una proclama forzada, Forey anunció que había venido a “liberar a México de la demagogia despótica de Benito Juárez, contra quien estaba haciendo la guerra, y no contra la nación mexicana”. Meses antes, un De Lorencez más triste y más prudente escribió a su gobierno desde Orizaba: “Aquí nadie desea una monarquía, ni siquiera los reaccionarios. Los mexicanos preferirían que los absorbieran los estadounidenses. No hay en México ni un partidario de la monarquía. La ocupación francesa de muchos años apenas sería suficiente para reducir al pueblo a la sumisión.” Con la enseñanza obtenida a partir de la amarga experiencia de su predecesor, Forey se movió lentamente y con gran parsimonia, y no fue sino hasta el 16 de marzo de 1863 cuando los franceses llegaron a las puertas de la ciudad de Puebla. Forey arribó al día siguiente, asumió el mando de sus 30 000 hombres y se preparó para atacar la ciudad, a la cual defendían sólo 16 000 soldados mexicanos. Mientras tanto las fuerzas mexicanas, que rondaban entre Veracruz y la capital, confiscaron las cartas dirigidas a Jecker, el aventurero estafador cuyos $15 000 000 en bonos formaban parte de la excusa de Napoleón para atacar México, y quien tenía una alianza secreta con el hermanastro ilegítimo de Napoleón, el Duc de Morny. Estas cartas revelaban gran parte de la conspiración contra México y prometían el envío de 45 000 hombres para sojuzgar a la república. El presidente Juárez ordenó de inmediato el arresto y exilio de Jecker y sus compañeros de confabulación. Con Forey y sus 30 000 soldados poniendo cerco a la desventurada ciudad de Puebla, es interesante leer la carta que Napoleón escribió al comandante en jefe de sus fuerzas el 3 de julio de 1862, más de ocho meses antes: No faltarán los que le pregunten por qué destinamos hombres y recursos para fundar un gobierno regular en México. En el estado actual de la civilización en el mundo, la prosperidad de los Estados Unidos no es cuestión de indiferencia para Europa, porque es el

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país que alimenta nuestras manufacturas e impulsa nuestro comercio. Nos interesa que esa república sea poderosa y próspera, pero no que se apodere de todo el Golfo de México, dominando desde allí las Antillas y América del Sur, y que sea el único surtidor de productos del Nuevo Mundo. La triste experiencia nos enseña lo precaria que es la suerte de una rama de las manufacturas que se ve obligada a producir su materia prima en un solo mercado, teniendo que soportar todas sus vicisitudes. Por el contrario, si México mantiene su independencia y la integridad del territorio, si se establece un gobierno sólido con la ayuda de Francia, le habremos restaurado a la raza latina del otro lado del Atlántico toda su fuerza y prestigio; habremos garantizado la seguridad para nuestras colonias antillanas y para las de España; habremos establecido una influencia amistosa en la América Central y esa influencia, al crear numerosos mercados para nuestro comercio, nos proporcionará las materias primas imprescindibles para nuestras manufacturas. Regenerado de esta manera, México siempre mostrará una buena disposición hacia nosotros, no sólo por gratitud, sino porque sus intereses estarán acordes con los nuestros y porque encontrará apoyo en sus relaciones amistosas con las potencias europeas. Por lo tanto, en la actualidad, con nuestro honor militar comprometido, las necesidades de nuestra política, los intereses de nuestra industria y comercio, todo se combina para que sea nuestro deber marchar sobre México, para colocar con audacia nuestra bandera allí, y establecer ya sea una monarquía, si no es incompatible con el sentir nacional, o cuando menos un gobierno que prometa cierta estabilidad.

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XIV

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Conforme el ejército francés y sus aliados mexicanos renegados avanzaban hacia la infortunada ciudad de Puebla, el general Zaragoza, quien había derrotado a las tropas de De Lorencez, murió de tifo y el general Ortega lo sucedió a la cabeza de las fuerzas republicanas. El general Díaz estuvo al mando de la segunda brigada de la división del general Berriozábal, en el pequeño ejército mexicano de 16 000 hombres, de quienes dependía la defensa de la bella Puebla. Apenas se habían dividido los franceses en dos columnas y comenzado a cercar la ciudad, cuando Díaz, siempre inquieto por la batalla, y con la firme convicción de que el que pega primero, pega dos veces, instó a Ortega a llevar a cabo un ataque repentino mientras el enemigo estaba separado y absorto en la contramarcha de las maniobras para sitiar. Desafortunadamente hicieron caso omiso de su sugerencia y, el 19 de marzo de 1863, Puebla quedó rodeada por completo. Al día siguiente con la llegada de las baterías francesas, dio inicio el famoso sitio. A través de los cónsules extranjeros, los mexicanos exhortaron a los franceses para que le evitaran a las mujeres y niños de Puebla los horrores del bombardeo y el sitio, permitiéndoles abandonar la 197

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ciudad, pero los invasores declinaron con frialdad acceder a este acto de clemencia. Antes de completar las líneas sitiadoras, al general Díaz se le acercó el teniente coronel Manuel González, uno de los más valientes entre los antiguos combatientes conservadores, el mismo oficial que había tratado de capturar a Díaz en una de sus salidas más desesperadas de Oaxaca. González fue más tarde presidente de México; había luchado con gran valor en el bando conservador mientras la lucha fue entre mexicanos. Sin embargo, con los ríos de bayonetas extranjeras que se volcaron alrededor de una de las más nobles ciudades de su país, y con un ejército mexicano al que convocaron para que diera batalla a una fuerza invasora que lo doblaba en número, González chocó los talones, levantó la cabeza, saludó y viendo a su ex enemigo a los ojos, dijo: He solicitado de usted varias veces y por varios conductos, que me ayudara a conseguir un lugar en las filas del Ejército Mexicano con mi carácter de teniente coronel. Usted se ha negado a ayudarme en ese trabajo o no ha podido conseguirlo del Gobierno; pero ahora que ya no hay tiempo de formular solicitudes, porque el enemigo está muy próximo a atacar esta plaza, vengo a pedirle a usted otra cosa muy distinta: un lugar en sus filas y un fusil. Piense que, como usted, yo también soy mexicano y reclamo el honor de morir por mi país. Esta simple petición, que hizo un soldado de ese tipo en un momento como ése, conmovió a Díaz profundamente. Tomando la mano de González, le prometió darle la ocasión de servir a México; pronto cumplió su palabra ya que puso a González al frente de una compañía para que encabezara el ataque sobre una posición francesa aislada, en presencia del general Ortega, y después se lo presentó a este último, quien lo nombró coronel. Diecisiete años después, Díaz hizo a González presidente de México. Al comenzar el sitio, los cañones de Forey destruyeron una parte del fuerte de San Javier y el francés hizo una carga, pero, aunque llegaron

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al foso, los mexicanos los rechazaron. El fuego de los cañones franceses era tan continuo que la destrucción causada en el fuerte imposibilitó la defensa. Los dos batallones mexicanos que defendían el cerro de San Javier se opusieron al avance de los franceses palmo a palmo, pero el 29 de marzo cuatro fuertes columnas hicieron retroceder a la pequeña fuerza mexicana, que perdió a 500 hombres entre muertos y heridos, y tres cañones. Los franceses se posesionaron del fuerte, pero los mexicanos siguieron con una tenaz resistencia desde la parte posterior de la plaza de toros cercana. Luego vino el espantoso combate en las calles. Los mexicanos luchaban casa por casa y como el fuego de los cañones desmoronaba sus débiles refugios, se retiraban sin dejar de luchar. En medio de este escenario de carnicería, el general Díaz descollaba entre sus compatriotas tan luchadores. Durante más de dos días se sostuvo contra los franceses, aun cuando la batalla se convirtió en un combate cuerpo a cuerpo, y por fin rechazó a una numerosa columna francesa. La furia de esos dos días de sangriento forcejeo en las calles de Puebla, y el valor mostrado por los mexicanos, cuyo número era mucho menor que el de los soldados escogidos a las órdenes de oficiales experimentados, fue reconocida con franqueza por el capitán Niox, uno de los ayudantes del general Forey, quien escribiría: “Cuando un edificio quedaba en ruinas, las defendían. Después tomaban otra posición más atrás y se defendían de la misma manera. Por lo tanto, cada avance lo hacían entre las minas que saltaban y sobre las ruinas manchadas de sangre, llenas de cadáveres quemados por el fuego de los cañones.” Los acontecimientos en la vida de Díaz han sido conmovedores en sí mismos, aventuras emocionantes y pintorescas que se sucedían con una rapidez casi increíble; pero es el gobierno prolongado e inamovible sobre un pueblo semiendurecido a causa de la alternancia de opresiones y revoluciones, que le dieron un prestigio extraordinario, casi misterioso, entre las figuras nobles y heroicas de la historia moderna. Este reconocimiento mundial de su altura de miras y fuerza como estadista es lo que hace fascinantes las primeras hazañas que fijaron su nombre en el corazón de su pueblo. Algunas veces en su vida se pueden observar

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atisbos de un sentimiento delicadamente poético; también se revelan pasiones tan violentas como un horno que arde. Parece un muchacho romántico, entusiasmado por la aventura; se desplaza por el torbellino rojo de la guerra, como hombre de hierro, con un corazón de fuego. Es todo gentileza, clemencia, sagacidad, perdón para sus enemigos, inspira paz y en su vejez blanca trabaja sin descanso ni quejas por la regeneración cívica y la seguridad de su pueblo. Ha relatado algo de su participación en el sitio de Puebla: En la noche del 1° de abril de 1863, recibí orden para mover mi bri­ gada de la plaza de San José, uno de los lugares destinados a las reservas, para ir a ocupar la línea de manzanas que había frente al enemigo, situadas de sur a norte, y que se encontraban en esos momentos ocupadas por la brigada que mandaba el general don Mariano Escobedo. La línea de edificios comenzaba por el sur con el Convento de San Agustín, seguía para el norte la del hospicio y terminaba en la Merced. Ocupé toda la noche en recorrer la serie de manzanas que se me encomendaron para dar colocación en ellas a las tropas que debían defenderlas, lo mismo que a las trincheras que le servían de pasaje, para ligarlas entre sí. Derribé los muros donde me pareció conveniente para poner a mi línea en mejor estado de defensa. Por fortuna no fui atacado durante todo el día siguiente, y lo aproveché para reforzar las fortificaciones, usando de todos los brazos disponibles. Cuando el general Díaz relevó al general Escobedo, quedó incluido en su línea de defensa del hospicio, que había sido capturado por los franceses. Escobedo le había ordenado no tratar de recuperarlo en ese momento, sino tomar posesión de todas las casas contiguas que seguían en control de los mexicanos. Como a las seis de la tarde comencé a sentir trabajos de zapa —continúa el presidente Díaz—. Al principio me parecieron claramente

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subterráneos los golpes y que procedían de la manzana del hospicio, dirigidos contra la de San Agustín, por el frente de la casa conocida con el nombre de cuartel de San Marcos. Sin embargo, me equivoqué y a poco comprendí que se hacían perforaciones en los muros de la acera del hospicio para sacar por ellas las bocas de los cañones y batirme en brecha el Cuartel de San Marcos. Me situé desde luego en esa casa, reforcé hasta donde era posible las obras de defensa de los puestos que daban a ese frente y coloqué tropa dispuesta a defender los balcones. El ataque comenzó pronto. A las ocho de la noche el fuego de una batería destruyó una tienda de abarrotes que quedaba a la derecha del zaguán, pero el techo de la tienda era de bóveda muy sólida y por ese motivo no cayó, como esperaban los franceses. Durante el cañoneo un petardo explotó en la puerta del zaguán, que previamente había yo reforzado por dentro con las baldosas del patio y con un gran hacinamiento de tierra. Debido a este esfuerzo, el petardo no causó efecto alguno sobre la puerta y los franceses tuvieron que asaltar por la brecha abierta en la tienda. El asalto fue resistido enérgicamente durante más de dos horas. Hubo un instante solemne en que el ímpetu de la carga de los franceses en el patio de la casa desmoralizó a mis soldados que llegaron a huir en desorden; pero lo pequeño de la horadación por donde tenían que pasar no permitió que se retiraran todos. En esos momentos disparé contra los franceses un obús que tenía en el patio, apuntado para el zaguán, entre los franceses y la descarga los desmoralizó al grado de que abandonaron el patio que ya ocupaban y se replegaron al zaguán. Entre los soldados que huyeron del patio, se comprendió el pelotón que servía el obús, quedando solamente el cabo. Entre él y yo cargamos de nuevo la pieza, cuando se adelantó sobre nosotros un zuavo que probablemente habría matado al cabo, si yo no salgo a su defensa. Saqué al efecto mi pistola; pero era tan mala que se me desarmó y me quedé con el puño en la mano. Arrojé el puño de la pistola al pecho del zuavo y me adelanté sobre él, pero sintiendo

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un golpe se creyó sin duda herido, porque había muchos disparos en esos momentos y regresó al zaguán. Esto reanimó a mis soldados que habían huido y muchos de ellos regresaron a su puesto y parapetados tras de una fuente que se hallaba en el centro del patio se defendieron con ella e hicieron fuego vivo sobre el zaguán, en donde había yo hecho una excavación para reforzar, y esa excavación servía de trinchera a los franceses. Entonces mandé al teniente José Guillermo Carbó que subiera al corredor del segundo piso de la casa para atacar desde allí a los franceses. Como los fuegos de Carbó fueron tan eficaces, muy poco resistieron allí los franceses, que se replegaron a sus posiciones. Como a las diez y media de la noche todo había concluido en la manzana de San Agustín, después de catorce horas y media de lucha continua. Una vez que el enemigo volvió a sus posiciones, salí con la tropa suficiente a cerrar la brecha que había abierto la artillería enemiga y a establecer allí la defensa, obra costosa para nosotros, porque la hacíamos bajo el fuego de fusilería; pero al fin la terminamos. Esa misma noche los franceses, en su intenso deseo de penetrar en la ciudad, atacaron otra parte de la línea de defensa de Díaz, utilizando los mismos métodos. Su artillería abrió una brecha en un muro, su infantería entró a toda prisa y ocupó el primer patio de una casa y luchó ferozmente para arrebatarle el segundo patio a los mexicanos. A pesar de su terrible lucha de catorce horas y media en San Marcos, Díaz se encontró de inmediato en lo más reñido de la nueva lucha nocturna. Llegué en los momentos en que se perdía el primer patio —dice— y, ayudado por el licenciado don Miguel Castellanos Sánchez, atravesé un mostrador viejo de madera a la entrada del segundo patio, que estaba resguardado con algunos otros escombros y coloqué allí a los soldados para que lo defendieran. El callejón que formaba el segundo patio fue defendido con heroicidad, quedando dos pelotones de nuestros zapadores en algunas de las piezas del primer patio, y se

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defendieron allí por más de cinco horas que éste permaneció ocupado por los franceses, lo mismo que algunas de sus piezas. Mandé perforar los muros para comunicarme con los zapadores que habían quedado aislados en las piezas y para proveerlos de municiones. Practicada esa operación y contando ya con el concurso de los soldados aislados, logré arrojar a los zuavos a la calle, cubriendo en seguida la brecha por donde habían entrado. Toda esta operación acabó al amanecer del 3 de abril de 1863, y en ella se hizo notable por su valor temerario el licenciado don Miguel Castellanos Sánchez. Noche y día la encarnizada batalla se libró en las calles de Puebla, por las cuales había muertos y agonizantes desparramados. El estruendo de la artillería en las estrechas calzadas, el retumbar de los obuses, el resplandor de los fusiles, la caída de los muros destrozados por los cañones, los gritos feroces de los soldados franceses y mexicanos cuando cargaban unos contra otros o se disputaban las ruinas humeantes centímetro a centímetro, continuaban sin cesar. Una y otra vez Díaz se distinguió por su valentía personal e inteligencia para el combate. Al amanecer del 3 de abril llevaba peleando unas veinte horas seguidas y había mantenido intacta su línea. A las nueve de esa misma mañana, el cañón de los franceses abrió una brecha en los muros de parte de su posición que, no obstante, defendió con éxito. Luego dos compañías de zuavos se lanzaron por la brecha de la manzana de San Marcos, que había sido atacada y reparada la noche anterior. La entrada por el zaguán la defendieron desde el patio y obligaron al enemigo a concentrarse en la tienda demolida que estaba al lado. Pero el general Díaz lo había alistado para la segunda aparición de los franceses en ese lugar. En la noche ordenó que hicieran diez perforaciones en el techo abovedado y colocó a un soldado en cada una. De pronto lanzaron cuarenta granadas entre los zuavos y cuando desapareció el humo y el polvo, descubrieron que ya se habían retirado, dejando a sus muertos y heridos entre las ruinas. Una vez más, el 5 de abril, los franceses hicieron un intento vigoroso de abrir brecha en la manzana de San Marcos, pero Díaz los volvió a

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rechazar, capturando al capitán Galland y a treinta zuavos heridos que quedaron atrapados en el patio cuando sus compañeros se retiraron. Los terrores del sitio empeoraban diariamente. Los alimentos escaseaban, los soldados empezaban a mostrar señales de agotamiento. La labor de colocar minas y de zapa y la lucha de casa en casa avanzaban en todas direcciones. Los hombres, mujeres y niños comenzaron a pedir alimentos. En las muchísimas iglesias majestuosas, desde cuyos altares habían excomulgado solemnemente al ejército republicano, los sacerdotes y sus partidarios aguardaban temblorosos el resultado de la alarmante experiencia de fuego y sangre. A lo lejos, más allá de los volcanes nevados apagados que se levantaban en la llanura donde Cortés sacrificara a los sacerdotes y nobles de Cholula, el presidente Juárez y el Congreso republicano de la ciudad de México buscaban ansiosos las noticias del sitio. En el camino entre la atribulada Puebla y la capital estaba el expresidente Comonfort, quien una vez más servía a la causa republicana, al mando de 6 000 reclutas mexicanos. Fue apenas en la noche del 13 de abril cuando O’Horan logró que a través de las líneas francesas pasaran las noticias para el gobierno de Juárez, comunicándole que los defensores de la ciudad sitiada estaban escasos de municiones y se acercaban de prisa a la inanición. No obstante, a pesar de este terrible peligro, Juárez parecía no cejar en su fe de triunfo y el 22 de abril escribió a Montluc, su cónsul general en París: He comprendido a la perfección que sólo la fuerza armada hará que el emperador vuelva sobre sus pasos y se percate de la insensatez de su empresa, puesto que se ha obstinado en no entender la voz de la verdad y de la razón. Al comprender el peligro inminente que amenaza a la nacionalidad mexicana, el gobierno preparará todos los medios de defensa que tiene a su disposición. La confianza del presidente indígena era enorme y bella, pero no podía ayudar a los hombres que semana tras semana luchaban por su

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vida y por la existencia de la república, dentro del anillo de fuego y acero que los franceses trazaron alrededor de Puebla. “El hombre de la levita negra” podía hacer que los muros del palacio nacional retumbaran con frases nobles y a veces hacía callar al Congreso parlanchín intimidado por su calma, y Comonfort podía hacer el reconocimiento del terreno y maniobrar en el camino a Puebla con sus 6 000 patriotas, pero el grito de auxilio del general Ortega, que atravesó las líneas sitiadoras, no encontró una respuesta efectiva. A medida que los mexicanos se debilitaban más por la falta de comida, los franceses ejercían mayor presión en la batalla. El ataque a la línea suroeste se acrecentó y se generalizó, prolongándose y concentrándose el fuego de artillería. El 25 de abril, el general Díaz se vio obligado a enfrentarse a un terrible asalto en el fuerte del convento de Santa Inés. En este ataque al fuerte de Santa Inés, los franceses lanzaron más de mil obuses contra los muros del antiguo convento donde el general Díaz volvió a conseguir la gloria para los mexicanos. Al despuntar el día, el enemigo abrió un prolongado cañoneo en toda esa parte de Puebla. El asalto contra Santa Inés comenzó desde el Mesón de la Reja, edificio que los franceses le habían quitado unos días antes a la fuerza mexicana comandada por Sánchez Román. Al otro lado de la calle estaba situado el edificio de una sola planta de San Agustín, que daba al Mesón de la Reja, pero un jardín y un muro bajo lo separaban de la calle. La estructura de San Agustín tenía una serie de piezas bajas, cuyas azoteas eran barridas por el fuego francés procedente del Mesón. En San Agustín, Díaz se colocó con los batallones de Oaxaca y de Jalisco. El rostro del héroe oaxaqueño estaba negro por el humo de la pólvora y el polvo cubría su uniforme. En la penumbra mañanera, los franceses habían minado los muros exteriores de Santa Inés, junto a San Agustín, y cuando explotaron las minas, los muros cayeron. Sobre las ruinas, los mexicanos lanzaron el fuego de ocho cañones y los franceses contestaron con una fuerte batería. El aire se llenó con el silbido de los proyectiles y todo el vecindario se estremeció con las explosiones. Cuando las columnas francesas se fueron a la carga para ocupar Santa Inés,

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el fuego de los hombres de Díaz que estaban en las trincheras de la calle resultó mortífero. Los soldados franceses se arrastraban pecho a tierra para ver qué daños habían causado y los acribillaban cuando aparecían. Muchas veces los grupos de zuavos retrocedieron tambaleantes, sólo para volver a precipitarse al frente con vítores. La sangre corría por la calle y los muertos y heridos la obstruían; pero los mexicanos mantuvieron su resistencia a pesar de la embestida de los zuavos en la calle y del fuego constante de los fusileros franceses en los balcones del Mesón de la Reja. De pronto dos columnas de zuavos se acercaron por detrás blandiendo escudos de madera, y de esta manera avanzaron, separándose de sus apoyos y penetraron al convento de Santa Inés. En este momento de supremo peligro, el general Díaz guió a varios pelotones de sus hombres por una de las puertas que llevaba a la azotea de las piezas bajas en el jardín de San Agustín y con su intrépido liderazgo los pelotones avanzaron por la azotea, bajo los fuegos continuos desde los balcones de enfrente, llegando hasta la esquina de la calle. Tendidos, Díaz y sus hombres dirigieron un fuego intenso contra las fuerzas francesas. Los zuavos se paralizaron debido a la violencia de esta nueva resistencia y las columnas atacantes se echaron atrás y huyeron, dejando tras de sí como prisioneros a los 7 oficiales y 130 zuavos que habían entrado al convento de Santa Inés y así fue como quedaron aislados. Al día siguiente, el general Ortega nombró a Díaz general de brigada del ejército permanente, en reconocimiento por su valor personal en la batalla de Santa Inés. Los sufrimientos de los mexicanos sitiados eran cada día más terribles. El 29 de abril, el general Ortega mandó avisar a Comonfort que ya casi no tenía municiones y que debía romper el cerco o morir. El 5 de mayo, O’Horan tuvo un violento encuentro con los franceses, donde perdió a 21 prisioneros. Al anochecer los mexicanos habían hecho disparos para conmemorar la gran victoria obtenida sobre los franceses justamente un año antes. Las tropas sitiadas oyeron los disparos a lo lejos y, suponiendo que Comonfort avanzaba con el auxilio, el general Negrete salió con una división a la izquierda del cerro de Loreto, pero el fuego se detuvo y Negrete regresó a la plaza.

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Una y otra vez los mexicanos trataron de atravesar las líneas francesas. Una y otra vez escucharon y observaron señales de ayuda de fuera. El general Ortega volvió a escribirle a Comonfort pidiendo ayuda en la retirada de Puebla que planeaba hacer el 14 de mayo. Todos los días hubo batallas entre las fuerzas rivales. Lo trágico de la situación era indescriptible. El 12 de mayo, un gran número de mujeres y niños hambrientos, además de unos cuantos hombres, que llevaban banderas blancas en las manos, trataron de escapar de Puebla, pero fueron dispersados por el fuego de la artillería francesa y huyeron hacia la ciudad por cuyas calles corrieron pidiendo pan a gritos. El 14 de mayo los mexicanos sitiados hicieron una salida desesperada para conseguir comida. Los soldados pálidos, debilitados por el hambre y la falta de sueño, con frecuencia se desmayaban en la fila cuando avanzaban. Los días 15 y 16, los franceses siguieron cañoneando continuamente la ciudad. A las diez de la mañana del 16, todos los cañones mexicanos fueron desmontados. La última gran escena del sitio se desarrolló cuando los mexicanos deshicieron sus cañones y municiones y cuando el enemigo entró a la ciudad, los soldados que habían vivido a base de trozos de carne de caballo y mula y que luchaban con escasísimas municiones contra el doble de soldados, rompieron sus rifles y espadas a la vista de los franceses, se quitaron el uniforme en las calles y cuando la caballería de Márquez entró a Puebla entre líneas de banderas blancas que ondeaban en las ventanas, los soldados mexicanos derrotados abuchearon abiertamente a los hombres del traidor. Comonfort había tratado de liberar a Puebla, pero después de perder a unos mil prisioneros se vio forzado a retroceder con sus 2 500 hombres restantes para proteger al presidente Juárez en la capital. Después de que el hambriento ejército de Puebla se rindió, el general Forey ofreció que permitiría que los funcionarios mexicanos siguieran en libertad en la ciudad si daban su palabra de que no empuñarían las armas ni se inmiscuirían otra vez en el gobierno de México. Estos términos fueron rechazados con indignación; ninguno de los comandantes prisioneros iba a dar su palabra de abandonar la causa republicana.

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Los oficiales mexicanos que se entregaron, salvo quienes escaparon, tuvieron que cruzar el Atlántico y los encarcelaron en diversas fortalezas francesas. Entre ellos estuvo el aguerrido general Manuel González Cosío, actual ministro de Guerra y Marina, quien era tan pobre cuando lo liberaron que estuvo a punto de alistarse como voluntario en el ejército de Estados Unidos, por el botín de guerra, cuando un compañero de prisión alivió su aflicción y le permitió regresar al servicio de México. Como es habitual, el general Díaz no se conformó con una actitud de patriotismo pasivo. Su país no necesitaba tanto mártires sino combatientes. De inmediato tomó la decisión de escapar antes de que empezara la marcha de los prisioneros mexicanos a Veracruz al día siguiente. En la noche del 21 de mayo de 1863, estando en la prisión provisional, me quité mi uniforme —escribe el presidente Díaz—. Fue cuando los amigos y familiares de los prisioneros entraban para despedirse de ellos. Comprendí que era fácil que no me distinguieran entre la multitud. Bajé la escalera, embozado en un zarape cosa que no era notable porque hacía mucho frío, y para que el centinela no me marcara el alto y me hiciera pasar por un reconocimiento, pensé que sería bueno dirigir algunas palabras al oficial de guardia, para que el centinela tuviera menos sospecha. Con esta intención llegué al zaguán, pero encontré que el comandante de la guardia que estaba allí en pie, era el capitán Galland, del tercero de zuavos, que habiendo sido prisionero nuestro unos días antes, había hecho conmigo alguna amistad. Ya no le dirigí la palabra sino que simplemente lo saludé y salí para la calle sin que me conociera, aunque probablemente sospechó algo, porque en seguida subió a ver si estaba yo al lado de mis compañeros. Varios de éstos lograron también evadirse de la prisión, ya en Puebla, ya en el camino, y muy pocos salieron para Europa. Una vez fuera de la cárcel, Díaz tuvo algunas dificultades, porque las calles estaban vigiladas por fuerzas de traidores. En esto encontró a

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un amigo que lo llevó a su casa. Allí estaba oculto el general Berriozábal, quien también se escapó de la prisión. A un oficial mexicano, que se había rendido a los franceses, el general Berriozábal le pagó para que lo sacara de la ciudad. Toda la noche los dos generales, agotados por las privaciones del sitio y torturados por la humillación de una rendición a los invasores, huyeron a los montes. En su ansiedad por evitar los caminos se perdieron y al amanecer del día siguiente se encontraron otra vez frente a Puebla, y de hecho oían las voces de los centinelas franceses. Se dirigieron de inmediato al pueblo de San Miguel Canoa y se presentaron como traidores mexicanos. Sabiendo que el cura párroco era amigo del tristemente famoso Almonte, lo convencieron de darles un guía que los llevara a Tlaxcala. Los perseguían, pero se las arreglaron para esquivar al enemigo y llegar a la ciudad de México. Tal vez era más bien el destino de la república de México lo que dependía de la huida de los dos generales; si Díaz hubiera sido capturado por Forey y enviado a una fortaleza en Francia, como sucedió con otros oficiales mexicanos, es probable que el ejército de Napoleón hubiera aplastado a la nación mexicana y establecido un imperio europeo mucho antes que los Estados Unidos —en una agonía dramática por lo sangriento de Chancellorsville— estuvieran libres para intervenir. Después de la rendición incondicional de Puebla, tanto el presidente Juárez como el Congreso, con los comandantes de las tropas mexicanas restantes, sabían que sería inútil intentar oponerse al avance del ejército francés. Hubo indicios de traición en muchas direcciones. Tomaron prisionero al ejército de Ortega. La república no tenía dinero ni crédito. Los incalificables mercachifles de las finanzas se aliaban con los franceses conquistadores. La Iglesia empleaba toda su fuerza y gastaba el dinero libremente para despertar el espíritu de rebelión. Era sólo cuestión de días para que la capital se rindiera a los invasores. En ese día de profunda aflicción, el presidente Juárez pidió al general Díaz que decidiera quién debería ocupar la cartera de guerra en su gabinete y quién debería asumir el mando supremo del ejército, él o el general Berriozábal. El joven general incondicional aseguró a Juárez que él obedecería cualquier orden, pero sentía que su juventud

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—apenas tenía 32 años, nueve meses— y su reciente rango de general de brigada en el ejército permanente, podrían hacer que a los oficiales más antiguos, que habían servido a la nación, no les hiciera gracia o desertaran si le confirieran honores más elevados. Ahora se trataba de salvar a la república. Por lo tanto, Díaz eligió tomar el mando de una división del ejército republicano y se fue a Ayotla, en los cerros del este, donde los invasores franceses debían pasar en su avance hacia la capital. Aquí esperó para atacar al ejército de Forey, tal vez en la noche. Se dice que Díaz estaba tan ansioso de luchar en ese momento como si nunca hubiera conocido de una derrota mexicana. Llevaba la cabeza en alto. Caminaba como triunfador. Sus ojos oscuros reflejaban entusiasmo. Su comportamiento inspiraba a sus soldados. Pero antes de que el héroe pudiera dar una prueba más de su espíritu de combatiente, el presidente Juárez y el Congreso decidieron mudar a San Luis Potosí la sede del gobierno constitucional. El presidente avisó a su ejército situado en Ayotla que el gobierno estaba arriando la bandera en el palacio y se retiraría a San Luis Potosí. Díaz respondió a Juárez en un telegrama que decía: “Tal vez tengamos que esperar largo tiempo la victoria, quizás años, pero le prometo que volverá a izar nuestra bandera en el palacio. Porfirio Díaz”. Queda por ver cuán gloriosamente cumplió la promesa hecha después de escapar de un lamentable escenario de la derrota mexicana. Cuando Juárez y su gobierno retrocedieron hacia el norte, a Díaz le ordenaron volver a la capital con su división y de allí seguir la marcha del cuerpo del ejército mexicano al mando del general Juan José de la Garza. Se unió a este último en Toluca, al occidente de la capital. Ya que la ciudad de México estaba ocupada por los franceses, el ejército en Toluca no tenía recursos y estaba casi sin comida. De la Garza parecía aturdido por las dificultades de su situación, pero Díaz se puso a trabajar con vigor y recaudó algunos fondos. Luego marchó con su división destrozadas. Hubo un motín en el comando de este general y llegó a Querétaro exhausto, quedando el camino regado con piezas de artillería y materiales de guerra abandonados. De allí, De la Garza pudo seguir

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el viaje con sus tropas hasta reunirse con el gobierno republicano en San Luis Potosí. Díaz permaneció en Querétaro hasta que el general Berriozábal, el nuevo ministro de guerra de Juárez, llegó de San Luis Potosí y dio a conocer que el joven general oaxaqueño era el general en jefe del cuerpo principal del ejército mexicano.

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En esa etapa se desarrollaba con mucha rapidez la gran conspiración urdida por el cerebro criminal de Napoleón III. El adusto joven general oaxaqueño que había escapado de Puebla quedó en el olvido en medio del esplendor de la marcha francesa hacia la capital mexicana. El 7 de junio, el general Bazaine, veterano de las Guerras Carlistas y de Crimea, y uno de los vencedores de Solferino —quien después, con 173 000 hombres, fue derrotado en Gravelotte y sometido en Metz por los prusianos— llegó a la ciudad de México con la vanguardia de las fuerzas francesas. Dos días más tarde el general Forey hizo su entrada formal con el resto de sus tropas y los traidores mexicanos armados. Junto a Forey estaban M. de Saligny, el intrigante ministro francés, y el incalificable homicida, Márquez. No resultó extraño que los individuos armados de Napoleón sonrieran e hicieran reverencias a la muchedumbre que los vitoreaba al llegar a la capital. El noble Juárez era un fugitivo y el presidente Lincoln, amigo de la república mexicana, caminaba triste de arriba para abajo 212

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por la Casa Blanca, aguardando las noticias de Grant en Vicksburg y rezando para obtener la victoria, la cual se produjo tres semanas después en Gettysburg. Pero fue un error olvidar a Díaz, el joven general republicano, que aún no cumplía 33 años y se preparaba para hacer una marcha memorable hacia su estado natal, donde los indígenas patriotas se reunieron a instancias de él para oponer resistencia a los veteranos franceses de Magenta y Solferino, al mando de los generales escogidos de Napoleón. Inmediatamente después de su arribo a la ciudad de México, Forey le habló a la nación mexicana en nombre de su jefe imperial. Mientras tanto, obligó a los habitantes de la capital a apoyar a sus oficiales, hizo que Napoleón nombrara a Márquez oficial de la Legión de Honor, y se entregó a una orgía de extravagancia personal que ascendió a casi $50 000 en unas cuantas semanas, gastando $15 000 en espejos y más de $4 000 en flores. El programa nacional anunciado por Forey sorprendió a la Iglesia. Disponía que las posesiones del clero nacionalizadas por Juárez, y ya vendidas, permanecerían en manos de los propietarios de facto, y que era conveniente que hubiera libertad general de cultos en México. En otras palabras, el general de Napoleón trató de suavizar la actitud de los republicanos hacia la invasión de su país al confirmar los puntos básicos de las implacables y radicales Leyes de Reforma, contra las cuales la Iglesia y sus aliados habían luchado en el campo de batalla durante tres años. Hubo 35 personas designadas, con autoridad para elegir un gobierno provisional de tres regentes para ejercer los poderes de administración nacional, y 215 notables de la capital, quienes deberían seleccionar un consejo para acordar en definitiva una forma permanente de gobierno para todo el país. El triunvirato de gobierno lo componían Juan N. Almonte, don Pelagio Antonio Labastida, arzobispo de México, y el general Mariano Salas, con el obispo Ormachea y don Ignacio Pavón como suplentes. Los bienes de todos los mexicanos que se opusieron a la intervención armada de Napoleón fueron confiscados. Se establecieron tribunales militares en todas partes, con autoridad para juzgar todos los asuntos sin recurso de apelación y ejecutar las sentencias en un plazo de 24 horas.

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Uno de los tres regentes, Labastida, quien fue designado arzobispo de México inmediatamente después de que el presidente Juárez lo desterrara por traidor, montó en cólera porque los franceses insistieron en legalizar la confiscación de los bienes de la Iglesia ordenada antes por el gobierno de Juárez. El arzobispo renunció a la regencia y en secreto acusó a los franceses con un lenguaje crudo. A uno de los generales de Forey lo obligaron a amenazar a Labastida para que guardara silencio. La absurda Junta de Notables, nombrada por Forey para elegir una forma de gobierno para México, se reunió en la capital el día 7 de julio y tres días después, en medio del ejército de Napoleón, dio a conocer la base de sus deliberaciones: Primero: la nación mexicana adopta una monarquía moderada y hereditaria como forma de gobierno, con un príncipe católico. Segundo: el título del soberano será Emperador de México. Tercero: la corona imperial de México se le ofrece a Su Alteza Imperial y Real, el Príncipe Fernando Maximiliano, Archiduque de Austria, para él y para sus descendientes. Cuarto: en caso de que, dadas las circunstancias imprevisibles, el Archiduque Fernando Maximiliano no tomara posesión del trono que se le ofrece, la nación mexicana se encomienda a la benevolencia de Su Majestad Napoleón III, emperador de los franceses, a fin de que le señale a otro príncipe católico. Este descarado plan, ideado por Napoleón para extinguir la república por siempre, y proclamado como la voluntad del pueblo mexicano por un ejército extranjero cuyo acero aún estaba húmedo con la mejor sangre del país, había sido preparado con todo esmero por el amo de las Tullerías. Se recordará que Gutiérrez de Estrada, el mexicano que se propuso en 1840 establecer la monarquía en México a través de la intervención europea, contrajo matrimonio con un miembro de la familia del príncipe Mettternich y pudo entrar en contacto con miembros de la familia imperial austriaca. A la larga, esto trajo una visita navideña al hermoso

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castillo de Miramar a las orillas del mar Adriático, donde el elocuente mexicano fue huésped del archiduque Maximiliano. En un principio los conspiradores mexicanos que vivían en Europa pensaron que el Duc de Morny sería el príncipe adecuado para México. Era el hermanastro bastardo de Napoleón, de quien ahora parecía depender la propuesta invasión a México. Por algún motivo la idea le desagradaba al emperador, quien se opuso enérgicamente. La visita de Gutiérrez de Estrada a Miramar, donde asistió a misa con Maximiliano, lo convenció de que el archiduque sería un candidato al trono mexicano aceptable para Napoleón, quien, habiendo ayudado a Víctor Emmanuel a expulsar a Austria de Italia, en apariencia podría mostrar amistad al emperador de Austria al colocar la corona mexicana en la cabeza de su hermano menor. Gutiérrez de Estrada fue quien sugirió el nombre del archiduque austriaco a Napoleón y quien persuadió a sus compañeros de conspiración para obtener el respaldo entusiasta del papa. Maximiliano apenas contaba con 31 años de edad. Era un hombre alto, delgado y extraordinariamente guapo, con barba rubia, ojos de color azul claro y labios rojos. Cuando era un mozalbete, fue comandante de la marina austriaca; a los 25 años se casó con la hija del rey de Bélgica, la princesa María Carlota Amalia, de 17 años; después había gobernado el territorio italiano de Austria, viviendo con gran extravagancia. Más tarde se retiró al suntuoso castillo de Miramar, donde él y su bella y joven esposa pasaban el tiempo soñando entre flores y libros. Este heredero al trono de los césares poseía un carácter suave y vacilante, era un poquitín orgulloso y testarudo, pero poético, romántico y gustaba de la tranquilidad y el lujo. Resultaba difícil pensar en un inocentón más adecuado para Napoleón. El emperador francés, que sólo buscaba un campo para su propio poder y gloria, deseaba un instrumento coronado a quien pudiera usar o desechar a voluntad, una mera herramienta que sirviera para su objetivo de abrir una carrera de conquista en América. Como hijo ferviente de la Iglesia, un serio creyente en el derecho divino de los reyes, y un archiduque de la Casa de Habsburgo, el débil, apuesto y sibarita joven Maximiliano atraería

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el apoyo entusiasta del emperador de Austria y del papa; su encanto personal y la distinción y antigüedad de su estirpe conquistarían a los mexicanos y halagarían el orgullo de éstos. Mucho antes de las solemnes payasadas de la Junta de Notables de Forey en México, Napoleón había ofrecido en secreto la corona mexicana a Maximiliano, con el ansioso consentimiento de Pío IX, quien veía en el imperio propuesto el inmediato restablecimiento de la riqueza y poder de la Iglesia mexicana. No obstante lo atractivo del ofrecimiento de Napoleón, Maximiliano titubeó. Su joven esposa, Carlota, loca de ambición y deslumbrada por la perspectiva de una corona imperial en un territorio de fabulosas riquezas y belleza, le insistió en que aceptara. Su estado de ánimo puede juzgarse por lo anotado en su diario secreto, publicado después de su lamentable deceso, por orden de su hermano, el emperador Francisco José: ¿Debo apartarme para siempre de mi bello país? […] Me hablas de un cetro, un palacio y poder. Me planteas un futuro ilimitado. ¿Debo acompañarte a playas lejanas allende el gran océano? Deseas que el tejido de mi vida se adorne con oro y diamantes. ¿Pero, tienes poder para darme paz? ¿En tu opinión la riqueza da la felicidad? Ah, mejor déjame continuar con mi vida tranquila, oculto junto al mirto que da sombra. El estudio de la ciencia y las musas me agrada más que el resplandor del oro y los diamantes. El fusilamiento de Maximiliano ejecutado por una fila de soldados mexicanos le han dado un patetismo inmerecido a estas palabras. Sin embargo, deben tomarse como las reflexiones literarias de un egoísta juvenil inmerso en la superficial contemplación de su propio temperamento veleidoso, porque cuando las escribió ya había aceptado los términos de Napoleón, y muchos meses atrás, antes de que los invasores franceses hubieran hecho un disparo contra la república mexicana, había enviado al conspirador Almonte a México como representante imperial, con poder para designar oficiales en el ejército mexicano y otorgar títulos a sus súbditos mexicanos.

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La salida de una delegación mexicana para ofrecer la corona a Maximiliano en nombre del pueblo fue una farsa ampulosa, con la intención de darle apariencia de derecho histórico al gran delito dispuesto por Napoleón. Esta comisión estaba encabezada por el propio Gutiérrez de Estrada, quien, después de intrigar contra la república por más de veinte años, ahora era el vocero de los conspiradores que fingían expresar la voluntad de la nación que estaban vendiendo al criminal imperial en París. El 2 de octubre de 1863, Maximiliano recibió a los mexicanos en Miramar. Al día siguiente, Gutiérrez de Estrada, en un prolongado discurso, le ofreció la corona mexicana. En ese momento, el ejército francés ocupaba poco más que el área del país comprendida entre Veracruz y la ciudad de México, con algunas otras ciudades, y los consejos de guerra franceses encarcelaban, azotaban y mataban a aquellos que habían osado oponerse a la intervención, mientras las masas leales de habitantes del país enviaban mensajes de simpatía y respeto al presidente Juárez. El esbelto y rubio archiduque dio una hábil muestra de retraimiento cuando los mexicanos escogidos por el general Napoleón le ofrecieron la corona de un país todavía por conquistar. Durante meses los mexicanos traidores y descontentos, soldados, obispos, sacerdotes, habían sido recibidos en el señorial Miramar, donde astutamente colocaron un altar a la virgen de Guadalupe, patrona de México, en la alcoba del archiduque. Con la mano sobre el corazón, Maximiliano declaró que sólo aceptaría el trono de México a condición de que la voluntad de la nación mexicana se determinara con el voto popular. Acto seguido Gutiérrez de Estrada y sus aliados fueron directamente a ver a Napoleón III, quien de inmediato ordenó al general Bazaine, sucesor de Forey en el mando del ejército invasor, que consiguiera el voto del pueblo mexicano. El emperador de Austria se oponía a la magnífica aventura propuesta a su hermano, pero en ese entonces le fue difícil vencer la astucia de Napoleón. El señor Motley, a la sazón embajador estadounidense en Viena, explicó las dificultades de la situación de esta manera: Que un príncipe de la Casa de Habsburgo se convierta en sátrapa de la dinastía Bonaparte, y se siente en un trono americano, el cual

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no podría existir ni por un minuto, a no ser por las bayonetas y los buques franceses, es de lo más mortificante para todos los austriacos. La intriga es de lo más penoso para el gobierno. Si se rechaza el obsequio fatal, desde luego a Louis Napoleón lo llenará de indignación. Si se acepta, será una especie de carga para Austria en forma de gratitud por algo que no quería, y se esperará que algún día lo pague con algo que preferiría no dar. En una carta a Oliver Wendell Holmes, el señor Motley le pintó una imagen alegre del príncipe seleccionado para fundar un imperio en una tierra de revoluciones incesantes y universales: No hay gloria en el césped ni verdor en nada. De hecho, aquí no tenemos nada verde salvo el archiduque Maximiliano, quien está muy convencido de que irá a México a establecer un imperio americano y que tiene como misión divina destruir al dragón de la democracia y reinstalar a la verdadera Iglesia, el derecho divino y toda suerte de confabulaciones. ¡Pobre joven! […]. Maximiliano adora las corridas de toros, lamenta la Inquisición y considera que el Duque de Alba es noble y caballeroso y el hombre más insultado. Bien le haría a su corazón oír cómo invoca a esa sombra profundamente lastimada y sus denuncias de los ignorantes y vulgares protestantes que lo han difamado. Dadas las circunstancias, está de sobra decir que el llamado voto popular tomado en la pequeña parte de México ocupada por las tropas francesas fue una farsa. Sin embargo, fue suficiente para satisfacer a Maximiliano, quien el 9 de abril de 1864 renunció a sus derechos austriacos, y al día siguiente anunció que aceptaba la corona mexicana. Prestó el juramento imperial con gran ceremonia; se entonó un tedéum y se disparó una salva de saludo real. Los mexicanos presentes hincaron una rodilla y le besaron la mano; él inmediatamente revivió la Orden Sagrada y de Caballeros de Nuestra Señora de Guadalupe,

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confiriendo la gran cruz a Gutiérrez de Estrada, al general Tomás Mejía y a un Márquez manchado de sangre. Después Maximiliano autorizó públicamente un préstamo mexicano de 8 000 000 francos para lo cual había firmado secretamente un contrato en París unas semanas antes. Este acuerdo con Napoleón, que examinaron y convinieron en privado mientras el general Bazaine fingía tomar un voto del pueblo mexicano, disponía que Maximiliano debería recibir en el acto 8 000 000 de francos. También estipulaba que los gastos de la invasión francesa, 275 000 000 de francos, debería pagarlos México; que todos los gastos futuros de la ocupación francesa debería sufragarlos México; que el ejército francés debería reducirse gradualmente a 25 000 hombres, al cual sostendría México; que el mando supremo de todas las tropas en México, tanto nacionales como francesas, deberían ostentarlo oficiales franceses, y que México debería pagar en su totalidad las antiguas reclamaciones francesas presentadas en 1862 y satisfacer las reclamaciones de los súbditos franceses por las pérdidas sufridas por causa de la invasión. Se dice que hubo varios pactos secretos con Napoleón, entre ellos un acuerdo para dar a Francia el territorio estratégicamente importante del gran estado de Sonora, pero los detalles precisos de las claudicaciones encubiertas ante Napoleón nunca se han establecido en forma responsable. La extravagancia de Maximiliano y Carlota había arrasado sus fortunas e incluso Miramar tenía una pesada hipoteca. Maximiliano no sólo recibió los 8 000 000 de francos que le adelantaron con el consentimiento de Napoleón, sino que pudo pagar 1 500 000 francos de la deuda sobre el castillo de Miramar. Además de esto, hubo una aportación de 1 800 000 francos para una legión belga y 2 500 000 francos para una legión austriaca que lo acompañara a México. Prácticamente todo lo que quedó de los 8 000 000 de francos en bonos se le entregó a los agentes de Napoleón, salvo 1 000 000 de francos retenido para el erario de México. La mensualidad de Maximiliano de $125 000 y la mensualidad de la emperatriz Carlota de $16 666 —lo que ascendía a $1 700 000 al año, que saldría de los mexicanos en bancarrota— comenzaron a correr a partir del día en que aceptó y prestó juramento.

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Antes de aceptar la corona mexicana, Maximiliano había hecho un recorrido por Europa. Fue a Roma, y como emperador de México recibió la bendición papal. Ya había hablado con Napoleón acerca del gobierno del nuevo imperio. Al poco tiempo de la entrevista con Pío IX, los jóvenes emperador y emperatriz de México —es conveniente nombrarlos con sus títulos— zarparon con su séquito en el buque de guerra La Novara y llegaron al puerto de Veracruz el 28 de mayo de 1864. Les dieron la bienvenida con complicadas ceremonias, procesiones, flores y gritos. Bazaine y la Iglesia habían estirado todos los recursos en un esfuerzo por hacer que la entrada del nuevo soberano fuera brillante e impresionante. Las ceremonias en Veracruz y la ciudad de México costaron más de $115 000 y gastaron más de $101 000 en hacer mejoras al Castillo de Chapultepec para que fuera una digna residencia imperial. Mientras estaba aún en Miramar, Maximiliano había abolido la regencia, pero cuando llegó a México, Almonte, jefe de gobierno de los regentes, le entregó $300 000 de los fondos públicos, después de lo cual le dio a Almonte el puesto de maestro de ceremonias. El 12 de junio hubo un desfile fastuoso en la catedral de México, cuando entronizaron solemnemente a Maximiliano y a Carlota. Fueron a vivir en el Castillo de Chapultepec e instalaron una corte de esplendor teatral. La vajilla imperial de plata y oro sólidos costó un millón de dólares, en números redondos. El carruaje de estado dorado, tirado por cuatro caballos, costó $47 000. Hoy día puede verse en el Museo Nacional de México, junto al patético y pequeño carruaje viejo de color negro en el cual el presidente Juárez viajaba con su gobierno, mientras Maximiliano y Carlota se divertían con los millones mexicanos. Se dice que todas las mañanas le entregaban a Maximiliano alrededor de $5 000 en monedas de oro mexicano en una bandeja dorada y de la misma manera le daban unos $500 diarios a Carlota. El nuevo emperador esparcía el dinero a diestra y siniestra. En cinco meses gastó $319 670 en caballos y carruajes, el cuidado de los caballos y arreos e incluso otorgó $75 000 para un teatro de la corte, aunque sus tropas clamaban por dinero.

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Napoleón había invadido México porque la república no había pagado los intereses de su deuda y había confesado que estaba en bancarrota. Sin embargo, el joven austriaco a quien puso en el trono mexicano había iniciado su reino endilgando a la nación un gasto anual de $36 681 000, incluyendo las obligaciones internacionales, los intereses sobre la deuda interna, las mensualidades para el emperador y la emperatriz, el culto religioso, el pago del ejército, el presupuesto, las pensiones y el servicio secreto. Al no haber posibilidad de un ingreso nacional de más de $16 000 000 anuales, se verá que el nuevo imperio dio comienzo con un déficit anual seguro de $20 000 000. Maximiliano envió un embajador a Gran Bretaña con un salario de $40 000 al año. Mandó un embajador a Francia con el mismo salario. A Márquez, el asesino de los prisioneros desarmados, lo envió a Constantinopla para obtener un decreto del Sultán para abrir un convento de monjas mexicanas en Jerusalén. Si bien Maximiliano y Carlota jugaron al imperio con dinero prestado, la corte hervía de pillos y aduladores. Bazaine le aseguró al emperador que México estaba prácticamente conquistado. El general francés, quien en agosto recibió el bastón de mariscal de manos de Napoleón, parecía concentrar sus esfuerzos en darle a Maximiliano la sensación de seguridad y el joven emperador dedicaba su tiempo al diletantismo. La conquista completa de México se la dejaron a Bazaine, quien contaba casi con 30 000 soldados franceses y unos 280 000 mexicanos, además de austriacos y belgas; y el país fue brutalmente saqueado, mientras Maximiliano, un poeta que dominaba seis idiomas, coleccionaba y clasificaba escarabajos, mariposas y plantas, descifraba inscripciones arqueológicas o consagraba su tiempo a las sutilezas del protocolo de la corte, aunque los obispos exigían disgustados que restableciera los derechos de la Iglesia y los asuntos serios del gobierno se hallaban sumidos en la confusión por la falta de decisión. Bazaine empapaba de sangre al país. La Iglesia protestaba enfadada contra la pasividad del gobierno y había señales de una grave deserción clerical.

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No obstante, el emperador, contento con la riqueza al parecer ilimitada que estaba a su disposición, y confiando en los relatos franceses de la fácil victoria sobre las fuerzas republicanas, continuó con desenfado haciendo caso omiso de las cuestiones apremiantes del Estado y estudiaba los trajes de los miembros de la corte, indicaba cómo debían ser los uniformes de los alabarderos decorativos que servían en el Castillo de Chapultepec y seguía con sus investigaciones de botánica y entomología, mientras que la cautivante Carlota planeaba representaciones teatrales privadas y bailes con sus damas de honor francesas o cabalgaba ataviada con un brillante traje mexicano. El arzobispo de México y los demás prelados exigían en vano que Maximiliano cumpliera su palabra dada al Vaticano mediante acciones encaminadas a revocar las Leyes de Reforma, restituir los bienes de la Iglesia, revivir las órdenes religiosas, prohibir cualquier culto distinto a la religión católica y confiarle toda la labor educativa exclusivamente a la supervisión de la Iglesia. El joven emperador de México sonreía y continuaba inventando nuevos emblemas para la ornamentación de su corte. Con el adusto Bazaine y sus 50 000 hombres a la caza de republicanos en sus montañas, el pensamiento que absorbía a Maximiliano era cómo reinar gentilmente y de manera encantadora. El papa envió a un nuncio de Roma a México con una carta solemne de protesta. Aun así Maximiliano se negó a enmendar la obra de Juárez y Bazaine avaló su actitud, ya que la venta de los bienes eclesiásticos suministraría recursos para la guerra. El nuncio finalmente dirigió al emperador un comunicado formulado en términos tan arrogantes que los ministros de Maximiliano, después de apoyar su decisión para continuar con la venta de bienes de la Iglesia conforme a la antigua ley de desamortización y tolerar todas las religiones en México, respondieron al altivo enviado del Vaticano:

se inclina con respeto y sumisión ante la autoridad espiritual del padre común de los fieles; pero Maximiliano el emperador y repre-

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sentante de la soberanía mexicana no reconoce que algún poder en la Tierra sea superior al suyo […] El emperador y el papa han recibido directamente de Dios su poder total y absoluto, cada quien dentro de sus respectivos límites. Entre iguales no puede haber sometimiento. Todo esto, mientras México era un abismo rojo de guerra.

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XVI

díaz mantiene viva la república en el sur

El presidente Juárez y su gobierno viajaban constante e involuntariamente al norte, de San Luis Potosí a Saltillo, a Monterrey, cruzando el desierto hacia Chihuahua, y de allí al pueblo fronterizo de Paso del Norte, a 1 100 millas de la capital. A medida que recorría los caminos llenos de baches en su polvoso carruaje negro, apretado en su asiento entre valijas y paquetes de los documentos de Estado, el sufrido pero indomable patriota indígena siguió reivindicando la dignidad de su cargo y la justa autoridad de la república constitucional, mientras su fiel escolta y cochero, Juan Udueta, algunas veces lloraba al ver que las líneas de expresión se acentuaban en el rostro cobrizo de su estoico patrón. Desde el día mismo en que el general Díaz recibió en Querétaro el mando del cuerpo principal del ejército mexicano, después de escapar de los franceses en Puebla, inició, con el general Berriozábal, una reorganización formal de las fuerzas, para reagrupar en un solo batallón cada dos o tres de los batallones disminuidos, reparar el armamento y los materiales para la artillería y el transporte, reunir mulas, establecer escuelas para oficiales, adiestrar a las tropas y promover todo lo 224

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necesario para devolverle al ejército la forma militar que había venido perdiendo. Por último se decidió que el general Comonfort, quien había sido secretario de Guerra, relevara a Díaz en esa región, de modo que pudiera meterse de lleno en otros lugares y abrir la campaña para repeler a los invasores de México. Poco después de esto, Comonfort fue atrapado por los bandidos seguidores de Márquez, quienes lo asesinaron deliberadamente. Al final ordenaron que el general Díaz, con la primera división del ejército, emprendiera la horrible marcha hacia el sur a Oaxaca, pasando por los estados de Querétaro, México y Guerrero —un país repleto de traidores y ladrones armados— para establecer su cuartel general en la ciudad de Oaxaca, y desde allí organizar un nuevo cuerpo del ejército para la región oriente. En efecto, al indómito y joven soldado, que tan sólo diez años antes era un humilde estudiante de derecho que recibía cátedra de Benito Juárez, con ingresos por el equivalente a doce dólares y medio al mes, le dieron el mando sobre los estados de Oaxaca, Veracruz, Chiapas, Tabasco, Yucatán y Campeche, autoridad que más tarde se extendería a los estados de Puebla y Tlaxcala. Fue una tarea formidable. La división de 2 800 hombres, con la cual Díaz tenía que cruzar un vasto territorio, al que ya habían entrado las fuerzas enemigas, era prácticamente la esperanza de la república oprimida. Entre soldados franceses y traidores mexicanos, sumaban 30 000 elementos distribuidos entre Toluca, la ciudad de México y Puebla. Bazaine enviaba columnas en todas direcciones, al interior del país y hacia el estado de Guerrero. Si el núcleo del ejército republicano fuese destruido, se habrían perdido todas las posibilidades de salvar de Napoleón a los estados del sur y el oriente. Con esa imponente responsabilidad sobre los hombros, el general Díaz realizó una marcha estratégica elíptica desde Querétaro hasta Oaxaca, manteniéndose en contacto constante con los movimientos de los franceses y evitando hábilmente los conflictos con ellos, pero combatiendo varias veces a grupos de traidores mexicanos, como los de Taxco e Iguala. Durante esta marcha, el 14 de octubre de 1863, recibió su grado como general de división, el máximo en el ejército mexicano.

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La aparición en Querétaro de las tres brigadas republicanas, cansadas y curtidas por la intemperie, y la actitud severa de su joven general, produjeron graves consecuencias políticas. Llegué a Oaxaca en los últimos días del mes de noviembre de 1863 —dice el presidente Díaz— y mi llegada desagradó al gobernador Cajiga y a su secretario Esperón, porque habían celebrado una especie de tregua con los franceses [que habían avanzado desde Puebla hasta Tehuacán]. Comprendieron que ésta tendría que cesar conmigo, pues yo iba con el propósito de organizar y de hacer la campaña. Informado el gobernador del objeto de mi marcha, y de las facultades que me había delegado el gobierno federal, me puso una comunicación declarando que no se pondría a mis órdenes, por ser inconstitucionales las facultades que me había delegado el gobierno federal, y me preguntó si estaba dispuesto a hacer uso de las armas para llevar a efecto las órdenes que había recibido del presidente Juárez. Contesté que en aquellas circunstancias las armas no tenían más objeto que defender a la Nación del invasor extranjero y de los traidores; y que consideraba en el segundo caso a todo el que se resistiera a cumplir las órdenes del gobierno federal. En esta virtud el gobernador Cajiga renunció su encargo ante la legislatura, la cual se disolvió en seguida, quedando acéfalo el estado. Con este motivo asumí el gobierno de Oaxaca el 1 de diciembre de 1863, y nombré mi secretario al don Justo Benítez [antiguo compañero de escuela de Díaz y a quien veía casi como hermano], pero notando que los deberes de gobernador me ocupaban mucho tiempo, que debía yo consagrar a la organización del ejército, nombré gobernador el 12 de febrero de 1864, al general José María Ballesteros. Benítez quedó como secretario del cuartel general. Díaz organizó una nueva brigada de infantería compuesta por los batallones Morelos, Juárez y Guerrero y encomendó el mando al general Cristóbal Salinas. La segunda brigada quedó al mando del coronel Francisco Carreón y nombró comandante general de artillería al capitán

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Guillermo Palomino. A la brigada de caballería le agregó el regimiento de los lanceros de Oaxaca bajo las órdenes de su hermano, el teniente coronel Félix Díaz, y un escuadrón de la guardia nacional de Tehuacán. También organizó un buen cuerpo médico. Cuando Díaz atacó los puestos avanzados de las fuerzas francesas, el comandante francés en Tehuacán, sin tener conocimiento del cambio ocurrido en el gobierno de Oaxaca, le envió una nota quejándose de las violaciones al compromiso de que no habría hostilidades hasta que la nación decidiera si aceptaba o no la intervención extranjera. Después de algunos meses de preparativos amenazadores de los franceses, hubo tan malos augurios con la acumulación de tropas extranjeras que Díaz replegó sus fuerzas por Oaxaca. Luego una columna del enemigo, encabezada por el general Courtois d’Hurbal, y otra columna que marchaba desde otra dirección, al mando del general Brincourt, avanzó contra Oaxaca. Antes de esto, Díaz se había visto obligado a enviar 800 de sus soldados al mando del general Salinas para proteger el estado de Chiapas, que había sido invadido desde Guatemala por una fuerza de traidores mexicanos a las órdenes de Juan Ortega y el combativo fraile franciscano Víctor María Chanona. De esta manera Díaz sacó a los imperialistas de Chiapas. Sus tropas derrotaron al enemigo en Ixtapa el 4 de enero de 1864, los sitió en San Cristóbal siete días después y tomó la plaza el 22 del mismo mes de enero. Los generales franceses reunieron a sus veteranos para arrollarlo, pero Díaz había logrado mantener Oaxaca para la república y rescatar Chiapas, aun cuando la capital estaba en posesión de los invasores. Totalmente incomunicado con Juárez y su gobierno, estaba obligado a gobernar conforme a su discreción, en un momento en que sus oficiales tenían que moverse constantemente por el país para que el enemigo no los pudiera capturar. Su influencia era tan grande e inspiraba de tal manera la esperanza y la fe de los republicanos en el sur, y era tan decisivo el efecto de su heroísmo y su energía en los estados que de lo contrario hubieran sido neutrales en la guerra por la independencia de México, que incluso después de que a su ejército lo aplastaron y disper-

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saron, y que estaba como indefenso prisionero, el espíritu de resistencia republicana que despertó no podía extinguirse en el sur. En el norte fue una época de desesperación republicana. El general Tomás Mejía, el bravo e inteligente soldado indígena que sirvió a Maximiliano en contra de su propio país, derrotó dos veces a las fuerzas del general Negrete, quien trató en vano de proteger el cuartel general de Juárez y sus ministros. Juárez había huido de San Luis Potosí a Saltillo, pero al llegar a ese lugar descubrió que el general Vidaurri, el gobernador de Nuevo León y Coahuila, estaba tratando de entregar esos estados a los franceses y rehusaba reconocer al presidente constitucional. Juárez acusó de traidor a Vidaurri, y el gobernador desleal huyó a los Estados Unidos. Acto seguido Juárez estableció su gobierno en Monterrey, de donde lo hicieron huir a través del páramo reseco hacia Chihuahua, y luego a la frontera más remota del país. Mientras tanto, Bazaine mandaba a todos por delante en otras direcciones. Teniendo un conjunto aproximado de 63 000 hombres, mandó una columna de 8 000 elementos, incluyendo al traidor Márquez, al mando del general Castagny, a que marchara por Toluca y Acámbaro hasta Morelia, Michoacán; y otra columna igual de numerosa, con el general Douay, avanzaría por la vía de Querétaro y Lagos para llegar a Guadalajara. Más tarde Bazaine alcanzó a la columna de Castagny, dejando al general Neigre a cargo de la ciudad de México. Las fuerzas republicanas quedaron esparcidas y desarticuladas. Fue entonces cuando el general Neigre provocó inocentemente una riña que prácticamente terminó en la excomunión de las tropas francesas, cuando pidió al arzobispo Labastida que señalara las capillas donde los soldados protestantes de su tropa podrían celebrar sus oficios religiosos. El general Castagny tuvo que modificar sus operaciones y envió a Márquez a Morelia, quien la ocupó el 3 de noviembre de 1863, después de que el general Berriozábal se había retirado con sus soldados republicanos. El general Douay llegó a Guadalajara y se preparó a entrar el día 8 de diciembre, y Bazaine con las fuerzas de Castagny arribó a Silao el 12 del mismo mes, en persecución del general republicano Doblado, quien, al

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unirse con el general Uraga, contaba con 10 200 hombres en Piedra Gorda. Pero los dos generales republicanos separaron sus fuerzas. Doblado marchó al norte y Bazaine abandonó la persecución. Douay fue contra Uraga, pero ese general hizo un rápido avance contra Márquez en Morelia, donde atacó al enemigo el 18 de diciembre con gran furia. Márquez resultó herido en el rostro durante la batalla, pero resistió desesperadamente y Uraga, quien dejó a 800 republicanos entre muertos y heridos en el campo de batalla, se retiró por Zamora. Hizo una hábil maniobra hacia la costa del Pacífico y el 2 de enero de 1864, se las arregló para llegar a Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán), en el estado de Jalisco. Entretanto Bazaine avanzó y el 5 de enero de 1864, ocupó Guadalajara, la cual había evacuado la víspera el general Arteaga, quien fue a unirse al general Uraga en Zapotlán el Grande. Los ejércitos republicanos quedaban hechos añicos o los hacían huir en dirección norte. Había pocas provisiones y escaseaban los medios para pagar a las tropas. Los líderes de las distintas fuerzas expedicionarias del gobierno de Juárez, al no tener un centro de acción y separados por enormes distancias, se vieron forzados a entablar combate por cuenta propia, sobreviviendo precariamente en un país pobre. A medida que los ejércitos imperialistas avanzaban hacia el norte, y los precedían las noticias difundidas sobre los triunfos de Maximiliano en todas partes, los republicanos comenzaron a flaquear. Aun el general Uraga, quien tenía 8 000 hombres bajo su mando en Jalisco, dio señales de vacilación. El coronel Ramón Corona, convencido de que Uraga no era leal, se apartó de él. Entonces el general Arteaga declaró que Uraga era un traidor y se negó a reconocerlo. Al ser desenmascarado, este último se pasó al enemigo con dos escuadrones. Esa parte del ejército republicano, desmoralizado por la conspiración y la sedición, se redujo a sólo 4 000 soldados en junio de 1864. El general González Arteaga, con 1 500 hombres, salió de Saltillo y se sumó al presidente Juárez, a quien también se unió el general Patoni con una reducida división. Con Juárez en posición de retroceder a Chihuahua, Arteaga y Patoni avanzaron para amenazar a la capital de Durango, ya ocupada por el general francés L’Heriller. Mientras tanto el

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general francés Castagny había llegado a Monterrey y el general Mejía, con sus renegados mexicanos, habían tomado Matamoros en la desembocadura del Río Bravo. El 21 de septiembre de 1864, las fuerzas de Arteaga y Patoni fueron atacadas y derrotadas en Majoma. Los mexicanos se retiraron en buenas condiciones, pero esa noche, aunque no estaban amenazados, se desbandaron. Llevaban dos días sin probar bocado y como al anochecer no había comida, rompieron filas y se dispersaron. Cuando Juárez se enteró de este nuevo desastre, él y su gobierno se retiraron y cruzaron el desierto, acompañados por una escolta de unos 200 hombres. El gran zapoteco aún tenía la moral muy alta cuando iba sentado en su carruaje manchado y sucio en ese largo viaje traqueteado de 400 millas a lo largo de un páramo quemado cubierto de cactus, a pesar de que sus hombres caían a diario en el camino. Su llegada a Chihuahua ocurrió el 12 de octubre. Corona y Rosales, en Sinaloa, luchaban por mantener sus fuerzas republicanas contra una poderosa expedición francesa, que avanzaba contra Mazatlán en la costa del Pacífico con 5 000 hombres de Lozada y un escuadrón que viajaba por barco. El general Arteaga, obstaculizado por Douay y Márquez en el sur de Jalisco, fue vencido en El Chiflón, retrocedió hacia Michoacán, sufrió una derrota aplastante en Jiquilpan y con el resto de sus fuerzas se unió con los generales Régules y Riva Palacio, quienes sostenían una dura lucha en el sur y el este de Morelia. Fue en esa hora aciaga de la historia de su país cuando el general Díaz, sin tener noticia alguna de lo que sucedía en el resto de México, se convirtió en el fuerte brazo derecho de la república mexicana casi vencida. Conforme las dos columnas francesas avanzaban sobre Oaxaca, Díaz dejó al general Escobedo para que observara una columna, mientras que él marchó en secreto un día y parte de la noche a San Antonio Nanahuatipan, donde sus exploradores informaron que estaba el principal cuerpo de los franceses, de camino a Oaxaca con un destacamento de infantería y artillería.

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A las nueve de la mañana del día 19 de agosto de 1864 —dice el presidente Díaz— llegué a San Antonio Nanahuatipan, después de una marcha secreta, sin que el enemigo que ocupaba esa población hubiera tenido noticia. Lo batí bruscamente, haciéndole mucho daño a un batallón que a la sazón se lavaba en el río; pero como los soldados franceses tenían sus armas en pabellón, después de la sorpresa, hicieron una defensa muy vigorosa. Dejaron en el campo la mayor parte de sus vestidos y mochilas y muchos muertos desnudos, pues desnudos combatieron. Había yo dado orden al coronel Espinosa y Gorostiza, que se había enfrentado a la misma expedición francesa en Cuicatlán, para que acudiera a San Antonio con su batallón, dos obuses de montaña, una compañía del batallón Juárez y el escuadrón que mandaba el coronel Ladislao Cacho; pero le impidieron el paso, y por esa falta de tropas tuve que retirarme con pérdidas muy considerables de oficiales y soldados, pero sin que el enemigo se atreviera a perseguirme. Después de este combate con los soldados franceses desnudos, Díaz regresó a Oaxaca y también retiró al general Escobedo a la ciudad. Los franceses, a quienes la experiencia les enseñó a tener cuidado con la estrategia incisiva y los métodos fulminantes de Díaz, no avanzaron otra vez en cierto tiempo, pero siguieron construyendo dos caminos, mientras Díaz los amenazaba y los vigilaba con sus exploradores. El ejército invasor, reunido para el ataque a Oaxaca, se fortaleció. En las regiones gobernadas por Díaz, al pueblo se le cayó el alma a los pies. Los recursos de aquél menguaron y se deterioraron. Los soldados que no estaban a sus órdenes inmediatas se desmoralizaron. Una gran desesperación se apoderó de la causa republicana. Los retrocedieran en el norte. Juárez y sus ministros eran trotamundos. El gobierno constitucional se hundía debido a las repetidas derrotas y traiciones. Incluso Uraga y Vidaurri, los generales de confianza de la república, habían desertado.

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Con su fuerza menor en Oaxaca, parecía ser más elevado el espíritu del soldado que, en los largos años venideros, conduciría a México por el sendero de la seguridad, la paz, el progreso y el honor. La república no podría morir mientras Díaz tuviera la espada desenvainada.

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Convencido de que el general Díaz era el factor clave para México, Maximiliano decidió convencer al héroe para que abandonara a la república y sirviera al imperio. En medio de su alegre corte, el joven y romántico emperador empezó a sentir un terror espeluznante e indescriptible de la lenta condena papal. Con un juicio ligero y sin apreciar el amor apasionado de la independencia mexicana que formaba el núcleo de la causa republicana, incluso invitó a Juárez a aceptar un cargo y tuvo la audacia de ofrecer al incorruptible presidente un salvoconducto para sostener una entrevista. A esto, Juárez respondió: “Me es imposible acceder a su llamado; mi cargo oficial no lo admite. Pero si en el ejercicio de mis funciones públicas pudiera aceptar tal invitación, no bastaría con la fe pública, la palabra y el honor de un agente de Napoleón, el perjuro: de un hombre cuya seguridad está en manos de los traidores mexicanos, de un hombre que en este momento representa la causa de uno de los partidos que firmó el Tratado de la Soledad.” 233

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Pero ahora, con Juárez fugitivo en tierras lejanas, con la causa republicana que agonizaba en el norte por el millar de heridas y traiciones y el populacho intimidado por las bárbaras matanzas y el saqueo y quemazón de las casas y pueblos, a Maximiliano y a Bazaine les parecía que la barrera suprema que obstaculizaba al Imperio era el general Díaz, quien no sólo presentó un tenaz combate en Oaxaca, sino que mantenía ardiendo el corazón del sur. Bajo el liderazgo del joven general oaxaqueño, los indígenas patriotas parecían luchar con un valor extraordinario. A oídos de Díaz llegaron rumores de que, siendo el imperio un hecho consumado, no sorprendería que Maximiliano, en lugar de ser asesorado por hombres peligrosos, se rodeara de liberales, quienes harían que se inclinara a sus ideales generales. El general Uraga y el general Vidaurri se habían acercado al emperador. En vez de oponerse a Maximiliano, en interés de toda la nación ¿no sería más prudente ocupar un lugar en sus fuerzas y permitirle poner en práctica la simpatía interior que sentía por los patriotas combatientes de México? El abogado Manuel Dublán (que después fue parte del gabinete del presidente Díaz), pariente y amigo íntimo de Juárez, apareció en Oaxaca y fue a ver al general Díaz, ofreciéndole un alto puesto en el imperio de Maximiliano. De hecho, Dublán llevaba sus cartas credenciales firmadas por Juan Pablo Franco, a quien Maximiliano había nombrado prefecto superior político de Oaxaca. En nombre del emperador dijo que, si Díaz apoyaba al gobierno imperial, podría conservar el mando de esos estados que formaban su línea de operaciones en el oriente y que no mandarían a ellos tropas extranjeras. Me indignaron estas proposiciones ignominiosas —dice el presidente Díaz—. Fue mayor mi enojo porque me las entregaba un individuo que tenía relaciones personales y de familia con el presidente Juárez y con distinciones que había recibido del partido liberal. De inmediato mandé ponerlo preso, para fusilarlo después. Al final, la influencia de don Justo Benítez y del general Salinas le salvaron la vida. Afortunadamente el licenciado Dublán sobrevivió

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lo bastante para reivindicarse hasta donde era posible, poniendo su clara inteligencia al servicio de la república en una ocasión oportuna y con muy buen éxito. Maximiliano y Bazaine conocían bien la influencia decisiva de la personalidad heroica de Díaz y su don de mando en la continuación de la lucha, y el emperador buscó acercársele por todos los medios. Luego de que se frustrara el primer intento de apartarlo de su deber a través del licenciado Manuel Dublán, Maximiliano trató de aproximarse a él por medio del desleal general mexicano Uraga, quien había abandonado la república para pasarse al imperio. En sus memorias, el presidente Díaz cuenta cómo fue este último esfuerzo para llegar a su conciencia patriótica por medio de un general a cuyas órdenes sirvió en muchas batallas y por el cual sentía gran afecto y admiración: El general don José López Uraga, que mandando fuerzas nacionales se había pasado al enemigo y tenía algún empleo cerca de la persona de Maximiliano, me envió a su ayudante, quien había sido jefe de mi estado mayor y estaba entonces sirviendo al imperio. Me entregó una carta fechada en México el 18 de noviembre de 1864, en que me invitaba para seguirlo en su defección, y me ofrecía dejarme con el mando de los estados que formaban la Línea de Oriente, y que no se mandaría a ellos soldados extranjeros sino en caso de que yo los pidiera. Yo había tenido mucha estimación y respeto por el general Uraga, pero esa circunstancia no me hizo vacilar absolutamente en el cumplimiento de mi deber, porque con su conducta había perdido ya para mí toda consideración. Me pareció pues que era oportuno, para templar mejor el ánimo de mis subordinados, poner en su conocimiento la invitación que me hacía el general Uraga, y con tal motivo cité a una junta a los generales y coroneles que tenían colocación en las filas; les di conocimiento de la carta y de mi respuesta advirtiendo al general Uraga que un segundo enviado, cualquiera que fuese su misión

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sería tratado como espía. Dirigí en la misma fecha una circular a los gobernadores y jefes militares de la Línea de Oriente, poniendo en su conocimiento lo ocurrido. En vista de la historia posterior, es interesante leer la carta ideada con astucia con la cual el títere coronado de Napoleón confiaba voltear la espada inmaculada de Díaz en contra de su país: México, noviembre 18 de 1864 Señor general don Porfirio Díaz Muy querido amigo: Muy largo sería hacer a usted un relato de lo que se me ha hecho sufrir por mis correligionarios. Luis [el mensajero secreto de Uraga] dirá a usted algo, pero basta decir a usted que sin quererse batir, sin querer salir del sur de Jalisco y sin querer sujetarse a no tomar del pueblo sino lo necesario para vivir, cada cual esperaba y buscaba una fortuna en la revolución, y esto cuando se proponían no batirse nunca, para sólo ser los últimos. No creí que esto era servir al país, ni defender nuestra causa, ni honrar nuestros principios; y sin poder embarcarme ni salir por ningún punto, me mandé entregar en junio al emperador para hacer cesar la guerra, sin reconocer nada. Obré también mal, porque obré con desconfianza. Pero hoy que proclamo aquí nuestros principios, que se me oye, que combato en un terreno legal y que veo todo lo noble, todo lo patriótico, todo lo progresista e ilustre del emperador, le digo a usted, amigo querido, que nuestra causa es la causa del hombre que amante de su país y de su soberanía, no ve sino la salvación de su independencia y su integridad. Está aquí [Maximiliano] combatiendo con honor y lealtad por nuestros mismos principios, sin excusarlos, sin negarlos ni abandonarlos. Si yo hubiera visto peligrar nuestra independencia o la integridad de nuestro territorio, yo juro a usted que habría muerto en los

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cerros antes que reconocer nada, y si hubiera tenido la cobardía de venir, habría sido con la buena fe de decir a usted: “hay que combatir”. Pero no es así, Porfirio, creo que usted me hará justicia, que me conoce y que aceptará mi apreciación de las circunstancias. Nos perdemos y perderemos nuestra nacionalidad si continuamos esta guerra sin fruto ni resultado. Todo vendrá a poder de los americanos, y entonces ¿qué tendremos como patria? Hasta hoy tiene usted un nombre limpio, honrado y considerado, buena aceptación y medios de hacer mucho por la causa del progreso, entrando franca y noblemente en materia. Mañana sin combatir, por la cizaña de siniestros hombres, por las intrigas de sus émulos y por la misma situación, no quedaría nada, ni un nombre de gloria. Le mando a Luis a quien conoce usted: esto y mi nombre ¿no son para usted una garantía de franqueza y lealtad? Luis hablará a usted: yo estoy aquí para todo cuanto usted quiera, y cuando usted venga y vea lo que pasa y se vuelva a su punto y a sus fuerzas, si no conviene en lo que digo a usted o diga lo más conveniente, en todo trabajaré. Conservémonos unidos: si hemos perdido el sistema no perdamos los principios, y sobre todo, el país en su integridad e independencia. Adiós, querido Porfirio, usted sabe cuánto lo he querido, con qué franqueza le he hablado siempre y cómo es su amigo que lo ama y b.s.m. José L. Uraga Por muy desertor que fuera, Uraga había recorrido muchos campos de batalla con Díaz y lo conocía demasiado bien como para creer que un mero llamado a su amor por el país podría conmoverlo. Al no atreverse a hacer la menor sugerencia de un soborno, ya fuera en forma de riqueza, rango o poder —el medio común empleado por todos los que servían a Napoleón— el traidor rendía un significativo tributo al patriota. La respuesta de Díaz a quien le ponía la tentación, a través del cual Maximiliano hacía un llamado a su espada en nombre del patriotismo, es uno de los documentos más interesantes y elocuentes en la maravillosa

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historia de México. Pese a la emoción obviamente fuerte que sintió el general Díaz cuando redactó su contestación a Uraga, cabe observar que al dirigirse al desertor, su instinto militar obsesivo lo llevó a exagerar el número e importancia de sus fuerzas. He aquí la carta: Señor don José López Uraga, México Mi antiguo general y estimado amigo: Con indefinible placer abrí los brazos a Luis [el mensajero] y fijé mi vista sobre la que con él se sirvió usted dirigirme, porque había creído que su venida y su misión tuviesen otro objeto; pero si bien el desengaño fue tan pronto como doloroso y Luis me ha oído hablarle franca y extensamente, tengo que corresponder a usted, si no con mucha extensión, sí con toda lealtad. Quedo muy reconocido a la mediación que usted se digna ofrecerme, porque si bien lamento los errores que han dado lugar a este paso, comprendo todo el fondo de estimación y aprecio que entraña. Yo no seré el que me constituya juez de los actos de usted, porque me faltaría la necesaria imparcialidad, y antes que someterlo a juicio, lo abrazaría como a un hermano y lo comprometería a volver sobre sus pasos. Pero si usted puede explicar su conducta, según su criterio, yo no podría explicar la mía, porque mi situación, los elementos que dispongo, los hombres y el pueblo que me ayudan, que según usted me dice, eran adversos a nuestra causa en el centro, son en oriente otros tantos gajes de indefectible triunfo. El personal de la fuerza es de la misma clase que el de la brigada que mandaba yo en Puebla; y usted sabe que en pocos lugares encontraron los franceses la misma resistencia que cuando se las habían con Oaxaca. Tengo también fuerzas de otros estados, pero tan perfectamente identificadas a las otras por su moral, disciplina y entusiasmo, que son acreedoras a igual estimación.

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En los estados de oriente se mantiene una organización administrativa tan vigorosa y tal escrúpulo en la contabilidad, que sus escasos recursos nos proporcionan los medios necesarios de subsistencia, sin que tengamos que tomarlos de los pueblos, ni que yo me vea en la pena de soportar el pillaje ni las extorsiones. Los franceses, después de la resistencia de Puebla, no han hecho más que dar un paseo triunfal por el interior, y yo me prometo que en Oaxaca, si el destino les reserva el triunfo, ha de ser a mucha costa y solamente porque nos aplastaran por la superioridad en el número. Pero no será remoto que obtengamos la victoria, y que la república toda se convierta al otro día en una extensa muralla. La lucha puede, es cierto, prolongarse como la que a principios del siglo nos hizo libres e independientes; pero el éxito es seguro. Me hace usted justicia, que también le agradezco, en creer que conservo un nombre honrado y limpio, lo cual es todo mi orgullo, todo mi patrimonio, todo mi porvenir. Pues bien, para la prensa asalariada no soy más que un bandido, ni seré otra cosa para el archiduque Maximiliano y para el ejército invasor; y yo acepto con resignación y entereza que se mancille mi nombre, sin arrepentirme de haberle consagrado al servicio de la república. Siento en el alma que habiéndose usted separado del Ejército del Centro, con el ánimo de no comprometerse en la política del extranjero, haya sido magnetizado por el archiduque, y venga con el tiempo a desenvainar en su defensa la gloriosa espada que otros días ha dado a la patria; pero si así fuere, tendré por lo menos el consuelo de haber continuado en las filas en que usted me enseñó a combatir, y cuyo símbolo político usted grabó en mi corazón con palabras de fuego. Al presentárseme un mexicano con las proposiciones de Luis, debí hacerlo juzgar con arreglo a las leyes, y no mandar a usted en contestación, más que la sentencia y la noticia de la muerte de su enviado; pero la buena amistad que usted invoca, los respetos que le guardo, y los recuerdos de mejores días que me unen tan íntimamente a usted y a ese común amigo, relajan toda mi energía y la

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convierten en la debilidad de devolverlo sano y salvo, sin la menor palabra de odiosa recriminación. La prueba a que usted me ha sujetado es gravísima, porque su nombre y su amistad constituyen la única influencia capaz, si la hubiera, de arrastrarme a renegar de todo mi pasado, y a romper con mis propias manos el hermoso pabellón, emblema de las libertades e independencia de México. Habiendo podido contestarla, puede usted creer firmemente que ni los más crueles desengaños, ni las mayores adversidades, llegarán a ocasionarme la menor vacilación. He hablado a usted casi exclusivamente de mi persona, pero no porque olvide a mis ameritados compañeros de armas, ni a los heroicos pueblos y estados de oriente que tantos sacrificios han impendido por la defensa de la república. No cabe poner en duda la lealtad de tan dignos militares ni la opinión pública, pronunciada altamente y convertida en hechos decisivos en Tabasco, en Chiapas, en Oaxaca y aun en Veracruz y Puebla. Como usted sabe, los dos primeros han arrojado a los imperiales de su seno; el tercero, no les permite dar un paso en su territorio, y en el cuarto y el quinto, una extensa zona mantiene el fuego de la guerra. ¿Cree usted que yo podría, sin traicionar mis deberes, disponer de su suerte, sólo para asegurar la mía? ¿Cree usted que no me pedirán, y con razón, estrecha cuenta de mi deslealtad, y que no sabrían sostenerse por sí mismos, o confiar su dirección a otro más constante y cumplido que el que los abandonara? Así pues, ni por mí, ni por el distinguido personal del ejército, ni por los pueblos todos de esta extensa parte de la república, se puede creer en la posibilidad de un avenimiento con la invasión extranjera, resueltos como estamos, a combatir sin tregua, a vencer o morir en la demanda, por legar a la generación que nos reemplace la misma república libre y soberana que heredamos de nuestros padres. Ojalá, general, que no contrayendo usted ningún compromiso vuel­va con el tiempo a tomar la defensa de tan noble y sagrada

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causa. Que entretanto se conserve usted bien, desea sinceramente su muy atento amigo y seguro servidor. Porfirio Díaz Oaxaca, noviembre de 1864

Esta respuesta categórica a las artimañas secretas de Maximiliano no sólo avivaron el espíritu combativo patriótico de los líderes republicanos, a quienes se dio a conocer de inmediato, sino que advirtió a Bazaine que el sur y el oriente no podrían tomarlos por medio de negociaciones a traición y que sólo podía tener la esperanza de vencer a Díaz peleando. El mariscal de campo francés decidió ir a combatir en persona, a la cabeza de un ejército numeroso, contra Oaxaca y su joven general que no cedía a las tentaciones. Para los planes de Napoleón era un imperativo reunir sin tardanza una fuerza suficiente que aplastara a Díaz. Aunque el ejército republicano casi había desaparecido en el norte, y el presidente Juárez y sus ministros habían retrocedido hasta un punto desde el cual podrían huir fácilmente hacia los Estados Unidos, era importante que los imperialistas asestaran un golpe final decisivo en México y que el reinado de Maximiliano fuera aceptado en todas partes. El curso de la guerra había cambiado en los Estados Unidos. Atado al mástil de su buque insignia, Farragut triunfó en la bahía de Mobile; el ejército de la Unión había tomado Atlanta; Sherman inició su pavorosa marcha hacia el mar; Sheridan había arrollado en el valle Shenandoah y Abraham Lincoln, amigo de Juárez y de la república mexicana, resultó electo por segunda vez, triunfando casi en todos los estados libres salvo Nueva Jersey. El curso de los acontecimientos clamaba implacable e insistentemente por la destrucción de Díaz y la dominación de la región sur de México antes de que el presidente Lincoln pudiera estar en libertad para confrontar a Napoleón con la Doctrina Monroe, respaldado por un ejército invencible.

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XVIII

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El mariscal Bazaine no sólo consideró necesario tomar personalmente el mando en contra de Díaz, a quien el emperador no pudo corromper ni persuadir, pero con más de 10 000 hombres escogidos, reunidos para posesionarse de Oaxaca, hizo que llevaran a hombros armas grandes destinadas al sitio para que éste fuera apabullante. La lucha por la posesión de Oaxaca, que terminó con el encarcelamiento de Díaz, empezó el 18 de diciembre de 1864, cuando el coronel Félix Díaz, a la cabeza de los lanceros de Oaxaca, sostuvo una lucha sangrienta con la vanguardia de las columnas francesas unificadas de los generales d’Hurbal y Brincourt cerca de Etla, donde el mayor Basilio Garzo mató al conde de Loire. El coronel Díaz infligió grandes pérdidas a los franceses y los persiguió por tres leguas, pero al encontrarse con el cuerpo principal del enemigo, que abrió fuego con artillería, se vio forzado a retroceder. Algunos días después de esto el general Díaz se enteró de que Bazaine iba en camino a Etla por el camino de la Mixteca, con una escolta de 500 zuavos, 300 de caballería y media batería de cañones. Le pareció que una brigada de caballería podría atacar a Bazaine antes de que se 242

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uniera al núcleo de las fuerzas que amenazaban a Oaxaca y ordenó a determinado oficial que se desplazara con una brigada para ir al encuentro de Bazaine. El plan fue trazado con esmero y el coronel Félix Díaz, quien iba a participar en el ataque, cumplió con su deber con la valentía habitual; pero por algún motivo misterioso el oficial al mando de la caballería desapareció en la noche antes de que tuviera que ocurrir el ataque, llevándose consigo a la legión del norte y los lanceros de San Luis a la sierra de Tetela, en el estado de Puebla, y el desertor no regresó para reunirse con Díaz. Esta deserción inexplicable alteró los planes de Díaz, ya que no pudo contar con la ayuda de la caballería fuera de la ciudad; el reducido grupo de jinetes bajo el mando de su hermano estaba demasiado débil para iniciar operaciones contra el enemigo. Había pensado en fortificar y defender la ciudad, empleando la caballería para mantener abierto un camino por el cual pudiera conseguir ayuda externa. El general incluso consideró arriesgar todo en una lucha, en lugar de encerrarse en las fortificaciones de Oaxaca. Si era derrotado, podía retroceder a las montañas, dejando al enemigo únicamente la artillería pesada. Pero apenas disponía de 2 800 hombres con quienes hacer frente al ejército ambulante de Bazaine compuesto por 10 000 elementos. El tiempo volaba y los franceses se aproximaban. Uno de los generales de Díaz conocía su idea de dar una batalla abierta y de alguna manera esto se supo entre los subordinados. El resultado fue la confusión. Los funcionarios aconsejaron la defensa de la ciudad. La intención de Díaz era sorprender a sus propios soldados ordenándoles una formación de batalla frente al enemigo, y en una arremetida audaz adentrarlos apresuradamente en el conflicto sin darles tiempo de reflexionar. Pero el plan se estropeó porque el importante oficial a quien se lo revelaron no guardó el secreto. Después de esto —dice el presidente Díaz— no me quedó más recurso que aceptar el sitio, dada la cercanía del enemigo. En ese momento pude haber abandonado la ciudad e iniciado la retirada por las montañas, pero esto habría sido una aventura demasiado peligrosa,

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porque no se había alistado el transporte debido a mis anteriores disposiciones, en las cuales contaba con la ayuda externa; ahora con el enemigo a la vista no era momento de improvisar planes. Nunca me imaginé que el resultado del sitio fuera una victoria, pero sí creí que la defensa sería larga y que haría mucho perjuicio a los franceses. Estaba seguro que la plaza no podía ser tomada por asalto, si a la guarnición le hubiera durado el vigor que tenía al comenzar el sitio, vigor que decreció desde que se supo la defección de nuestra caballería. Esta deserción frente al enemigo desalentó enormemente el espíritu de los soldados. Durante un mes y medio terrible, Díaz soportó el sitio francés. Poco a poco Bazaine estableció su línea de contravalación alrededor de la ciudad. Sus tropas se fortalecieron con los refuerzos, mientras que la guarnición de Oaxaca se debilitó más debido a las muertes y deserciones. Con la pérdida de su caballería, las numerosas bandas de montañeses de las guardias nacionales, que ya no tenían protección al unírsele, estaban escondidos o se habían dispersado. Se sabía que las tropas republicanas situadas en Tehuantepec, de las cuales había dependido para recibir ayuda, estaban perdiendo apoyo. Los soldados de Díaz luchaban sin esperanza en contra de un contingente que los superaba cuatro veces en número. Una y otra vez atacó a los franceses para demorar las operaciones de éstos. El bombardeo de la población era aterrador y casi continuo. Bazaine utilizaba morteros de cuatro pulgadas además de otra artillería pesada. Los alimentos escaseaban en Oaxaca; los traidores estaban activos entre los soldados. Un día, mientras los franceses atacaban, el mayor Adrián Valadez le gritó a sus hombres que salvaran el foso y se pasaran al enemigo. De este modo Díaz perdió un oficial y cien hombres. Los coroneles Toledo y Corella encontraron gran dificultad ese día al tratar con sus soldados desmoralizados. Poco después el teniente coronel Modesto Martínez desertó, pero lo mató un centinela francés quien lo confundió con un espía. El 8 de febrero de 1865, la situación en Oaxaca era terrible. En la guarnición se habían agotado los víveres y las municiones. Durante mu-

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chos días la población de la ciudad había suplicado que le dieran comida y sus quejas constantes deprimieron más a los soldados. Díaz recorría su ciudad natal, alentando, ordenando y haciendo su máximo esfuerzo para refrenar el espíritu general de desesperación. Había hecho todo lo que estaba en sus manos. Hizo fundir las campanas de las iglesias para fabricar balas de cañón. Incluso colocó un obús en una torre del convento de San Francisco y había permanecido allí hasta que los miembros de su estado mayor lo sacaron. Pero al final sus oficiales declararon que era imposible que una guarnición tan pequeña y desmoralizada resistiera un asalto de las tropas fuertes y bien armadas de Bazaine. En este estado de completa desmoralización ya la defensa no era posible —afirma el presidente Díaz—. No podía sacrificar a mis hombres inútilmente. No quedaban reservas de ninguna especie. No me quedaban ni 1 000 hombres disponibles. No podríamos responder al fuego enemigo en el ataque decisivo que sabía era inminente. Por lo tanto, decidí rendir la plaza. Guardando la plaza, se produjo un cañoneo y bombardeo, que preludiaban un asalto simultáneo a nuestros puestos más remotos y fortificaciones. Monté en mi caballo y salí en la noche a manifestar al general Bazaine en su cuartel general de Montoya que era innecesario el asalto que preparaba. Haciendo a un lado todas las precauciones habituales, fue directamente a ver a Bazaine, sin siquiera enviar por anticipado a un ayudante que lo anunciara. Su temor era que el anhelo de gloria del mariscal de campo pudiera llevarlo a tomar por asalto la ciudad ahora indefensa en vez de aceptar una rendición incruenta. Consideró que al ir de inmediato al cuartel general francés podría evitar la matanza innecesaria. Cuando Díaz salió de sus líneas fortificadas a las diez de la noche, acompañado por los coroneles Apolonio Angulo y José Ignacio Echegaray —pues estaba decidido a tener testigos de su entrevista con el inescrupuloso general francés— avanzó rápidamente hacia Montoya. En la oscuridad, les marcaron el alto en el puesto de avanzada y un centinela

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francés disparó, pero Díaz gritó que no iban armados, con lo cual los condujeron al cuartel general de Bazaine en Montoya. El mariscal de campo no se puso de pie cuando Díaz entró a la habitación, sino que se sentó a una mesa cubierta de papeles, mostrando una mirada severa en su rostro apesadumbrado y arrogante. Sin dudarlo un momento, el líder mexicano avanzó a paso largo y saludó. Bazaine le devolvió el saludo con frialdad. Díaz miró fijamente a los ojos al conquistador y con mucha dignidad declaró que había venido a impedir que hubiera un baño de sangre innecesario. Aunque había penetrado las líneas francesas sin una bandera blanca y sin garantía de su seguridad personal, no hubo la más mínima señal de que se sintiera abochornado. Los dos oficiales que lo atendieron declararon que su comportamiento fue sereno en presencia de Bazaine. Al manifestar al general Bazaine que la plaza no podía defenderse ya y que estaba a su disposición —cuenta el presidente Díaz— pareció creer que ello equivaldría a una sumisión al Imperio, me dijo en respuesta, que se alegraba mucho de que volviera yo de mi extravío, que él calificó de ser muy grande, pues dijo que era criminal tomar uno las armas contra su soberano. Contesté que consideraba de mi deber explicarle que yo ni me adhería ni reconocía el Imperio; que le era tan hostil como lo había sido detrás de mis cañones, pero que la resistencia era imposible y el sacrificio estéril, porque ya no tenía hombres ni armas. Imprimiendo súbitamente a su semblante los rasgos de desagrado, me reprochó que hubiera yo roto la protesta que aseguraba había firmado en Puebla, de no volver a tomar las armas contra la intervención. Yo negué haber firmado tal documento. El general Bazaine ordenó en el acto a su secretario, el coronel Napoleón Boyer, que estaba presente, que trajera el libro en que se encontraban las protestas suscritas en Puebla. Buscó Boyer mi nombre y empezó a leer en alta voz; y como yo no sólo no había protestado cuando se me presentó el libro en Puebla, sino que manifesté en respuesta que no podía suscribir la protesta porque tenía sagradas obligaciones

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para con mi país, y estaba dispuesto a cumplirlas siempre que me encontrara en aptitud de hacerlo. Cuando el secretario llegó a mi manifestación, suspendió su lectura y pasó el libro al general Bazaine, quien lo tomó, lo leyó y lo cerró, sin decirme una palabra más sobre este incidente. En sus memorias privadas el futuro presidente de México describe cómo entregó su ciudad natal a los invasores y añade: “Podrán imaginar mi estado de ánimo al realizar esa acción en mi vida.” Los franceses tomaron de inmediato precauciones extraordinarias para evitar que escapara un prisionero cuyo poder para mantener la independencia mexicana había quedado de manifiesto en forma tan impresionante. De camino a Puebla como prisionero de guerra, Díaz estaba literalmente rodeado por todos lados por zuavos y soldados de caballería mexicanos traidores, que estaban preparados para asesinarlo al primer indicio de que intentaba escapar. Aunque tenía el alma en los pies al pensar que había entregado a los invasores extranjeros la ciudad donde nació, su rostro se veía sereno. Aun entonces, un prisionero desarmado, rodeado por rostros hostiles y el acero brillante y frío, e ignorante de que su destino inmediato podría estar en manos de hombres que en todas partes habían dado muerte a sangre fría a sus compatriotas, soñaba en la hora en que pudiera salir de nuevo al campo abierto y congregar a los patriotas oprimidos y dispersos de México para ir al rescate de su república. Fue un viaje largo y agitado y conforme la brillante cabalgata de tropas francesas y renegados mexicanos pasaban por los verdes valles y las montañas rocosas agrestes, los peones aterrados permanecieron en sus pueblos y observaban silenciosos al héroe de Oaxaca, la esperanza de la república, que cabalgaba con rostro valiente en medio de sus enemigos rumbo a la conquistada Puebla. Cuando Díaz y sus oficiales llegaron a Puebla los entregaron para su custodia a las fuerzas austriacas, quienes los colocaron en tres prisiones distintas, confinando a los generales, coroneles y tenientes coroneles al fuerte de Loreto, fuera de la ciudad. Allí se juntaron con otros prisione-

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ros republicanos, entre quienes estaban los generales Santiago Tapia y Francisco O. Arce. En ese lugar los mantuvieron varias semanas. El presidente Díaz dice que mientras él y sus compañeros estuvieron encarcelados en el fuerte de Loreto, los representantes de Maximiliano los reprendieron por su obstinación y les pidieron que dieran su palabra de no tomar las armas contra la intervención ni el imperio. Aunque la mayoría de los oficiales mexicanos cedieron a la presión, Díaz se negó a suscribir la promesa solemne o poner en peligro su derecho a luchar por su país. Entre quienes se mantuvieron con Díaz en esta negativa estuvieron el general Tapia, el coronel Sánchez y el capitán Ramón Reguera. La respuesta de Sánchez a la propuesta fue tan ofensiva que lo llevaron a una celda oscura. Los franceses incluso amenazaron con fusilar a algunos de ellos en un esfuerzo por arrancarles la promesa de no volver a usar sus espadas en la causa de la independencia mexicana. Después de tres meses en el fuerte, trasladaron a los oficiales encarcelados para encerrarlos en el sólido convento de Santa Catarina. Fingiendo tener un altercado con sus compañeros de celda, Benítez y Ballesteros, Díaz consiguió que lo pusieran solo en una celda. Ni por un instante el héroe renunció a la idea de escapar y reanudar la lucha por la independencia. Durante todos los meses en el fuerte de Loreto día y noche concentró su mente en el esfuerzo por concebir un plan con el cual pudiera volver a enfrentarse a invasores y traidores con la espada en la mano. Ahora que estaba solo, inmediatamente comenzó a trabajar para liberarse. Su celda se localizaba sobre una capilla en la cual había vivido una piadosa monja. En esta capilla había un pozo del que decían contenía agua milagrosa. Con los implementos que pudo conseguir, el general hizo una perforación en el cemento sólido del piso debajo de su cama, donde no lo notarían, y luego empezó a hacer un túnel horizontal a través de un muro resistente que daba a la calle. Se las arregló para ocultar el material excavado en el pozo. Fue un trabajo lento, desagradable, pero al menos mantenía viva la esperanza. De vez en cuando los guardias austriacos veían que el prisionero estaba arrodillado en el piso de su celda con su uniforme gris y kepí, el uniforme mexicano de

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campaña, pero prestaron poca atención a sus movimientos en un lugar que en apariencia era tan seguro. Noche tras noche, durante cinco meses fatigosos, Díaz trabajó duro del anochecer al amanecer, rascando, cavando, agujerando, perforando el muro pulgada a pulgada. No únicamente a la cabeza de las tropas atacantes sabía cómo servir a México. Podría erosionar por meses en la oscuridad, por el cemento, la tierra y la piedra, con una paciencia que nunca se dejaba vencer por la desesperación. Nadie entendía mejor que él la inmensidad del problema que parecía depender de su trabajo angustioso. Mientras estaba en Oaxaca había recibido una comunicación del gobierno de Juárez —que habían pasado de contrabando de Chihuahua a los Estados Unidos a través de las líneas confederadas y permanecía en Washington— que el incansable embajador mexicano, don Matías Romero, había mandado a Oaxaca, una distancia total quizá de 4 000 millas. En las calurosas noches de verano, cuando las manos y brazos le dolían por la fatiga, el prisionero supo que Juárez, casi sin recursos o tropas, se había visto obligado a huir con su gobierno a Paso del Norte, en la frontera con los Estados Unidos. La capacidad combativa del sur de México debía ser reavivada y organizada. El pueblo lucharía a muerte contra Napoleón, como lo hiciera contra España, siempre que pudiera encontrar a un general capaz de dirigirlo. Ese pensamiento fue el que armó de valor a Díaz mientras escarbaba de noche hacia el muro exterior y la libertad, con las manos inflamadas y doloridas. Después de cinco meses de perforar en secreto, los oficiales mexicanos fueron sacados repentinamente del convento de Santa Catarina y encarcelados en el convento de la Compañía. Fue un golpe cruel para Díaz, sin embargo, no dio indicios de desilusión o desesperación, sino que empezó con alegría a planear de nuevo un escape. Este valor indomable a pesar de la adversidad es uno de los secretos de su extraordinario liderazgo. No es un mero fatalismo, sino ese optimismo noble e inteligente lo que despertó a Robert Bruce de la desesperación cuando aprendió la lección de la perseverancia de una paciente araña en la isla de Rathlin.

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También hubo inspiración en las noticias procedentes de los Estados Unidos. Con la rendición de Lee en Appomatox, el 9 de abril, la monstruosa Guerra Civil, en la que directa e indirectamente se sacrificaron 1 000 000 de vidas y tal vez $10 000 000 000, había llegado a su fin y en seis semanas las poderosas fuerzas de Grant y Sherman fueron enviadas a casa. Hubo otro hecho formidable en la situación, aunque ni Díaz ni Juárez lo sabían. El 3 de febrero, sólo unas cuantas semanas antes de la rendición de Lee, Jefferson Davis, a través de comisionados confederados, había propuesto al presidente Lincoln que, haciendo a un lado sus diferencias por un tiempo, el norte y el sur unieran sus ejércitos para expulsar de México a los invasores de Napoleón y aplicar la Doctrina Monroe. Díaz gozaba de más libertad en el convento de la Compañía. El general austriaco, conde de Thun, estaba con las tropas en las montañas cerca de Puebla y había dejado a un teniente, el barón Juan Csismadia, al mando de la ciudad. Este teniente permitía a Díaz que anduviera libremente por el convento, lo invitaba a almorzar e incluso lo llevó a una corrida de toros. Pero el líder mexicano, temiendo que se sospechara que sentía simpatía por la causa imperialista, declinó aprovecharse más de la cortesía caballerosa de Csismadia. Cuando el conde de Thun regresó a Puebla, fue a la prisión del convento y llevo a Díaz al salón de la corte marcial. Luego le ordenó con brusquedad que firmara una carta, previamente escrita por él, donde Díaz le daba instrucciones al general republicano Juan Francisco Lucas, en el sentido de que los traidores mexicanos a los cuales mantenían prisioneros las fuerzas republicanas no deberían ser ejecutados por su traición, ya que el gobierno imperial deseaba canjearlos por prisioneros republicanos, entre ellos, quizá el propio Díaz. Éste se negó a firmar la carta, argumentando que aun si quisiera hacerlo, él, en su calidad de prisionero, no podía dar órdenes ni alguien estaba obligado a obedecerlas. El conde de Thun en respuesta me reprochó —dice el presidente Díaz— que era raro que no quisiera yo firmar la carta, cuando yo mismo había firmado en la prisión, y remitido al general Luis Pérez Figueroa, su despacho de general, lo cual era cierto y no lo negué.

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Me dijo entonces que nunca se había figurado que después de siete meses de prisión estuviera yo tan insolente, y que el barón de Csismadia, al darme tanta libertad, pudo haber causado un grave perjuicio al gobierno imperial si yo me hubiera evadido aprovechándome de sus favores. Contesté que mejor que él conocía el barón el carácter de los oficiales mexicanos, pues que él nunca los había tenido cerca y los juzgaba por el carácter de los traidores que aceptaban el servicio de Maximiliano. También le dije que las garantías que el barón de Csismadia había tomado para mi seguridad eran inquebrantables entre hombres de honor. En ese mismo día entró el conde de Thun a la prisión y ordenó la clausura de nuestras ventanas, clavándolas y dejando las celdas sin luz. Nuestro confinamiento fue más riguroso. Aumentó la guardia de día y de noche y los centinelas recibieron la orden de entrar cada hora a las celdas de los prisioneros. Esta dura persecución personal por parte del conde de Thun hizo que aumentara la ansiedad de Díaz para escapar sin demora. Mientras tanto Maximiliano había visitado Puebla e hizo otro intento de llegar a un acuerdo en cuanto al respaldo de su heroico prisionero. El joven emperador se había peleado con el papa y ahora, con un erario que se agotaba rápido, los conspiradores de París lo presionaban para que pagara las falsas reclamaciones francesas, incluyendo los bonos de Jecker de triste memoria, en los cuales tenía un interés personal el hermano bastardo de Napoleón. El costo de mantener a las tropas extranjeras en México aumentaba muchísimo. El presupuesto anual del imperio mexicano había alcanzado la enorme cantidad de $205 000 000. Se hacían los preparativos para colocar un nuevo préstamo mexicano de $50 000 000 en París, aunque los bonos emitidos el año anterior se vendían a doce centavos y medio de dólar. Maximiliano había considerado en febrero la posibilidad de abdicar y en junio había escrito confidencialmente: “Guanajuato y Guadalajara están amenazadas. El enemigo rodea la ciudad de Morelia. Acapulco está perdido y por su excelente posición siempre

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constituye un camino abierto para alimentar la guerra y suministrar armas y hombres al enemigo.” El general al mando un día pidió que trajeran a Díaz y, cuando el prisionero apareció en su viejo uniforme gris, le dijeron que el emperador quería tener una charla personal con él y visitaría a los prisioneros, ocasión en la cual le haría una visita especial. “Si Maximiliano viene a verme —respondió Díaz con dureza— debe recordar que me negaré a reconocerlo como emperador y me dirigiré a él sólo como ‘señor Archiduque’.” Enseguida le informaron que tal vez fuera secretamente en un carruaje a ver a Maximiliano. Esto enfureció al soldado. “Digan a Maximiliano —contestó, con las fosas nasales dilatadas y la mirada vehemente— que si desea que vaya, me deben llevar como prisionero entre hombres armados.” No fue un mero deseo de libertad personal lo que inspiró a Díaz a escapar del convento de gruesos muros donde estaba encerrado. Había logrado comunicarse con amigos de confianza y sabía que había llegado la hora para actuar en el campo de batalla. La ansiedad con que el usurpador imperial buscaba conseguir su apoyo, renovando sus esfuerzos frente a las repetidas afrentas, le demostró la importancia que su liderazgo tenía a los ojos del enemigo. Consciente de que era vital evitar todo motivo de conflicto con otros generales mexicanos, mucho antes de intentar abandonar su prisión, tuvo cuidado de enviar a su amigo y exsecretario, Justo Benítez, a Washington para que se comunicara a través del embajador mexicano, don Matías Romero, con el presidente Juárez en el lejano Paso del Norte. Explicó la forma en que se había visto obligado a entregar la ciudad de Oaxaca a Bazaine, anunció que estaba listo para escapar y volver al campo de batalla, pidió autorización para volver a tomar el mando del ejército de oriente e instó al gobierno republicano a enviarle 5 000 rifles con municiones, junto con algo de dinero para mantener a sus soldados. Propuso ir de nuevo a Oaxaca y pidió que le enviaran más armas después de ese suceso. El escape lo planearon para la noche del 15 de septiembre de 1865, que era el cumpleaños número 35 de Díaz, pero cuando se percató de

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que también era la noche anterior al aniversario de la Independencia de México y las calles de la ciudad tendrían la iluminación para la festividad, cambió la fecha al 20 de septiembre. Para esa fecha, el prisionero había conseguido un caballo y equipo que compraron en secreto para él, y ésos, con guía y criado, estaban listos en una casa particular. Dos de sus confidentes en la prisión, el coronel Guillermo Palomino y el mayor Juan de la Luz Enríquez, persuadieron a los demás oficiales para jugar naipes la noche prevista para la fuga, a fin de distraer su atención y que no se fijaran en los movimientos de Díaz. Esta emocionante aventura, que fue un momento decisivo en la historia moderna de México, el presidente Díaz la relata con fascinante sencillez en sus memorias: En la tarde del 20 de septiembre de 1865, había yo añadido y envuelto en forma de esfera tres reatas que me proponía usar en mi evasión, dejándome otra en mi equipaje [las reatas se las hicieron llegar ocultas entre su ropa], y una daga perfectamente aguzada y afilada, como única arma para defenderme de cualquier agresión. Luego que pasó el toque de silencio, me fui a un salón destechado que daba a un patio interior del convento. Era un lugar donde la entrada y salida de los prisioneros no llamaba la atención de los centinelas. Era una noche oscura, pero brillaba la luz de las estrellas. Llevaba conmigo las tres reatas envueltas en un lienzo gris, y una vez cerciorado de que no había nadie cerca, las arrojé a la azotea, y con la otra reata que me quedaba lacé un canal de piedra, y la aseguré; hice esto con muchas dificultades, porque no podía distinguir la canal. Después de cerciorarme de la resistencia de la lazada subí por la cuerda a la azotea. Quité en seguida esta cuerda y recogí las tres que había tirado de antemano. Mi marcha por la azotea para la esquina de San Roque, punto señalado para mi descenso, era muy peligrosa. Enfrente de mí estaba la azotea de una iglesia, tan alta

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que dominaba todo el convento. Allí había un destacamento y un centinela que tenían por objeto cuidar la prisión del convento. Antes de avanzar mucho, llegué a una parte de la azotea que era muy sinuosa, porque cada una de las celdas tenía una bóveda semiesférica, lo mismo que los corredores comprendidos entre cada arco. Deslizándome entre esas medias esferas y acostado en el suelo, caminaba hacia el pie de los centinelas, puesto que tenía que buscar el ángulo del patio antes de cambiar de dirección. Era necesario que recorriera dos lados del patio. Tenía muy a menudo que suspender mi marcha y explorar con el tacto el terreno por donde tenía que pasar, porque había sobre las azoteas muchos pequeños pedazos de vidrio que hacían ruido al tocarlos, y porque eran muy frecuentes los relámpagos que iluminaban el cielo y amenazaban con revelar mi posición. Llegué por fin a tocar el muro del templo, y como allí no podía verme sino inclinándose mucho, seguí de pie y vine a asomarme a una ventana muy elevada que daba a la guardia de prevención, con objeto de ver si había alguna alarma. Corrí allí un gran peligro, porque el piso era muy inclinado y muy resbaladizo por las lluvias frecuentes, y sin poderlo remediar me resbalaba hacia los cristales que eran poco resistentes, y me vi en peligro de rodar al precipicio. Para llegar a la esquina de la calle de San Roque, por donde me había yo propuesto descender, era necesario pasar por una parte del convento que servía de casa al capellán, quien tenía el antecedente de haber denunciado poco antes ante la corte marcial a los presos políticos que, en un esfuerzo por escapar, habían hecho una horadación que fue a dar a esa casa. A consecuencia de su denuncia fueron fusilados al día siguiente. Bajé a la azotehuela de la casa del capellán, en momentos en que entraba un joven que vivía en ella y que probablemente venía del teatro, pues estaba alegre y tarareando una pieza. Esperé que se metiera a su pieza, y a poco salió con una vela encendida y se acercó al lugar donde yo estaba. Me escondí para que no me viera y esperé a que regresara. Volvió a la casa después de unos minutos,

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que me parecieron muy largos dadas las circunstancias. Cuando consideré que había tiempo para que se hubiera acostado y dormido, volví a ascender a la azotea del convento, por el lado del lote opuesto al que me había servido para bajar, y seguí mi camino por la azotea a la esquina de San Roque. En la esquina hay una estatua de piedra de San Vicente Ferrer, que era la que yo me proponía usar como apoyo para fijar mi cuerda. El santo oscilaba mucho al tocarlo; pero tendría probablemente alguna espiga de hierro que lo sostuviera, y para mayor seguridad no fijé la cuerda en él, sino en la piedra que le servía de pedestal y que era a la vez la angular del edificio y que al parecer era lo bastante fuerte para soportar mi peso. Me pareció que si descendía yo de esa esquina para la calle, podía ser visto por algún transeúnte en el acto de descolgarme por la cuerda. Por ese motivo me propuse bajarme a un lote que tenía como ventaja una sombra considerable, sin saber que al pie del edificio había un chiquero. Al comenzar a descender, el roce que sufría yo por la espalda con la pared del edificio, ocasionó que la daga que llevaba en el cinturón se saliera, cayendo sobre los cochinos. Los animales hicieron mucho ruido de modo que me hubieran descubierto de inmediato si alguien se hubiera apresurado a ver qué sucedía. Al descender me oculté y dejé pasar un rato para que los cerdos se aquietaran. Después subí a la cerca del lote que daba a la calle y tuve que retroceder repentinamente, porque en esos momentos pasaba un gendarme recorriendo la calle y examinando las cerraduras de las puertas. Cuando se retiró descendí para la calle. Sudoroso, agitado y fatigado, seguí violentamente mi marcha para la casa donde tenía mis caballos, mi criado y un guía, y pude llegar a ella ya sin dificultad. Cuando estuve a salvo, todos cargamos nuestras pistolas, montamos y salimos por la garita de Teotimehuacán, evadiendo a una patrulla de caballería. Estaba yo casi seguro de que sería detenido en la garita por los empleados, y me proponía forzar el paso, pero afortunadamente no fue esto así,

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pues la puerta estaba abierta. Salimos al trote y cuando ya estábamos fuera de la ciudad, hicimos nuestra marcha a galope. El coronel García debía esperarme con su guerrilla en el paso de Santa María del Río, situado ya en los confines del estado de Guerrero, pero como mi evasión no tuvo lugar el 15, como yo le había anunciado sino hasta el 20, ya García no me esperaba. Entre las ocho y las nueve de la mañana del 21 de septiembre, llegamos al paso del río Mixteco sin ningún incidente notable. Sabía que las fuerzas imperialistas del coronel Flon no estaban lejos de allí, por eso no abandoné mi caballo ni mis armas; mientras mi criado y mi guía cruzaron el río en una balsa con sus monturas, los hombres encargados del equipaje pasaron sus caballos en pelo, yo tomé la brida de mi caballo y pasé a nado montado en él, sosteniendo la crin con una mano y nadando con la otra. Esperé en la otra orilla hasta que estuvieron nuevamente ensillados los de mis compañeros de viaje. Los fugitivos galoparon unas cuantas millas y llegaron al pueblo de Coayuca, donde Díaz esperaba encontrar algunos hombres de la guerrilla del coronel García. Allí lo reconoció el alcalde, quien le ofreció sus servicios. Siguió su marcha, pero al oír el silbido de las balas, él y sus compañeros se dirigieron a una colina y desde ella presenciaron un combate en el pueblo. El escuadrón de Flon había atacado de improviso con la esperanza de sorprender a los guerrilleros de García, quienes habían concurrido a la fiesta. Díaz siguió camino hasta el rancho de García, que distaba unas quince ó veinte millas. El conde de Thun se quedó atónito cuando supo que Díaz había vuelto a escapar de Puebla. Su enojo se convirtió en furia al enterarse de que el héroe mexicano, con su característica frialdad y previsión le había escrito una carta y la había depositado junto a la estatua de piedra de San Vicente Ferrer en la azotea del convento de donde escapó a la libertad con tal atrevimiento. El general austriaco, dándose cuenta del peligro que implicaba el escape de Díaz, ofreció una recompensa de $1 000 por su captura, vivo o muerto.

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Junto a la carta para el conde de Thun, Díaz dejó también una carta dirigida al mayor Richard Kerschel, uno de los oficiales del conde y otra para el barón Csismadia. Al mayor Kerschel le escribió: “Yo no me he podido resolver a sufrir prisión por tiempo indefinido; busco indistintamente la libertad o la muerte. En mi situación actual y la de mi patria me es igual.” La carta para el conde de Thun, redactada en tales circunstancias exasperantes, revela algo del refinamiento y la sutileza del carácter de Díaz que lo indujeron, en ese momento de desesperación, a desear dejar un buen nombre aun entre los enemigos de su país. La redactó seis días antes de huir: Puebla, 14 de septiembre de 1865 Muy señor mío: El teniente Csismadia, que tiene una idea justa de mi carácter, supo asegurarme, dándome toda la franqueza que le fue posible, sin tomarse ni la libertad de exigir mi palabra de honor, que nunca habría comprometido. Con el señor Csismadia sólo tenía la obligación, que tácitamente me impuse, de no comprometer su responsabilidad, generosa y oficiosamente empeñada a mi favor; nada contraje expresamente al aceptar su gracia, que tampoco solicité, y sin embargo nunca he estado más afianzado en mi prisión que durante el goce de aquélla. Pero usted, que no conoce a los mexicanos sino por apasionados informes, que cree que entre ellos no hay más que hombres sin honor y sin corazón, y que para conservarlos no hay otros medios que la custodia y los muros, me ha puesto en absoluta libertad, sustituyendo con estos ineficaces lazos los muy pesados con que Csismadia me había reducido a la más completa inacción. En Papantla y Tuxtepec tengo prisioneros del cuerpo que usted dignamente manda, y a quienes se da el mejor trato posible.

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Si usted quiere que arreglemos un canje por otros de los míos, mande usted a Papantla un comisionado con sus poderes al efecto, y yo le ofrezco que quedará contento del éxito. S.S.Q.S.M.B. [su servidor que su mano besa] Porfirio Díaz Señor general conde de Thun Presente En la misma noche que el héroe fugitivo llegó al rancho de García, los oficiales de diez municipalidades vecinas fueron en privado a saludarlo. El terror que mantenían los invasores los obligaron a comportarse en apariencia sumisos con el imperio, pero en su fuero interno simpatizaban con la causa de la independencia y estaban ansiosos de servirla; al ver a su gran líder, en su viejo uniforme mexicano gris, mostrando aún en el rostro la palidez causada por la prisión, pero con el brillo del espíritu combativo en los ojos, casi lloraron de la emoción. Esa noche enviaron a las montañas las felices nuevas de que Díaz estaba otra vez en el campo de batalla.

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Después de dormir dos noches en el rancho, Díaz comenzó su tercera campaña contra los invasores e imperialistas. A las siete de la mañana del 22 de septiembre de 1865, se trasladó rápidamente a caballo a un lugar convenido, acompañado por el coronel García, dos ordenanzas, un clarín y un guía; allí se le unieron otros ocho patriotas combatientes. Al reunirse, la fuerza completa constaba de catorce hombres montados, algunos armados con pistolas, otros con carabinas. Éste era el nuevo ejército de oriente. Ese mismo día, sorprendió a un destacamento del enemigo en Tehuitzingo, ampliando allí su pequeño ejército a cuarenta hombres, y con esta fuerza a la noche siguiente atacó audazmente a un escuadrón que salía de Piaxtla, al mando del teniente coronel Carpintero, haciéndolo huir y persiguiéndolo por más de tres millas. Tan feroz fue la persecución realizada por Díaz, que los fugitivos abandonaron unos setenta caballos y algunas armas. 259

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No hacía mucho tiempo que había dejado la prisión, sin embargo, Díaz había obtenido dos victorias y llevaba adelante la campaña con increíble energía. No perdía ni una hora ni olvidaba ningún punto. Reunió otros setenta hombres bajo las órdenes del teniente coronel Cano y luego se le unieron treinta guerrilleros comandados por Tomás Sánchez, en Tepetlapa. Una tormenta sumamente fría mantuvo encerradas a sus tropas durante cuatro días en ese pequeño poblado. Le llegaron noticias de que el mariscal Bazaine, que conocía bien la importancia militar y política del prisionero de guerra fugitivo, había enviado dos destacamentos de Puebla en una veloz persecución de su persona. El coronel Visoso, al mando de un destacamento de 300 elementos de infantería y cincuenta de caballería, tuvo que quedarse debido al intenso frío que se dejaba sentir en la ciudad de Tulcingo, no lejos de allí. Antes que amaneciera, Díaz se puso en camino a Tulcingo para enfrentarse a sus perseguidores. Al arribar a esa ciudad, sorprendió al enemigo desprevenido en un templo, donde estaba acuartelado y, aunque casi cuarenta de sus propios hombres resultaron muertos, derrotó a Visoso quien huyó con la caballería, dejando sus prisioneros de la fuerza de infantería en manos de Díaz, con sus armas y municiones y 3 000 dólares en oro destinados a sus salarios. Entre los seguidores de Díaz estaba un patriótico jefe de bandoleros y varios de sus hombres. Cuando el bandido encontró el arcón que contenía el oro su alegría no tuvo límites, pero cuando el general se lo quitó, estalló en ruidosas lamentaciones, suponiendo que su líder lo había despojado injustamente del botín. Aun en ese ambiente desagradable, y en ese momento violento y sangriento, Díaz explicó pacientemente a los hombres que los bienes capturados en la guerra no los podía guardar para sí ningún individuo y que este dinero le pertenecía al gobierno constitucional de México. Allí mismo le dio a sus soldados un ejemplo práctico de responsabilidad militar y de guerra civilizada, designando a un pagador y abriendo una cuenta con la compañía. Estos $3 000 fueron el inicio de un inmenso fondo que Díaz entregó al presidente Juárez cuando volvió a entrar triunfante a la capital custodiado por las magníficas filas del victorioso Ejército de Oriente.

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Al día siguiente, el general se apresuró a organizar en dos compañías a todos los prisioneros que estuvieran dispuestos a servir a la república y, con su ejército que había crecido un poco, marchó hacia Tlapa, uniéndosele en el camino un pequeño grupo de hombres montados y armados provenientes de la Mixteca. A medida que avanzaba, otros patriotas se sumaron a sus seguidores. Mientras marchaba hacia Tlapa, después de la batalla en Tulcingo, Díaz se enteró que 1 000 soldados con seis cañones se habían unido a Visoso y capturado Tlapa, venciendo a las tropas republicanas que tuvieron que huir a los cerros. Una vez más dependía de su sagacidad para compensar su falta de efectivos. Al estudiar el brillante historial de combates de este hombre, sorprende comprobar cuántas de sus victorias se debieron a las súbitas marchas nocturnas para atacar al amanecer, y a las ingeniosas estratagemas que engañaban y desmoralizaban a sus antagonistas. Con una columna de sólo 300 soldados contra 1 000 del enemigo que le aguardaban en Tlapa, resolvió intentar hacer otro experimento en la estrategia. Pidió prestados 200 hombres a la guardia nacional del general republicano Jiménez en Chilapa, en la sierra, y marchó por los pueblos reuniendo hombres. Estos reclutas indígenas carecían de armas, pero los formó en bandas y marchó por las montañas, paralelamente a la reducida fuerza de soldados verdaderos. Cuando el duque austriaco Bernard, que estaba en Tlapa con 700 elementos, vio que en los cerros aparecía una gran masa de hombres, y la luz brillaba en los instrumentos musicales metálicos que llevaban, naturalmente supuso que eran hombres armados y abandonó el poblado de inmediato. Después de hacer que el enemigo atemorizado escapara de Tlapa, Díaz regresó los soldados prestados al general Jiménez y dispersó los grupos no armados de indígenas. El duque Bernard volvió con sus fuerzas a Atlixco, colocando al coronel Visoso, con unos 300 hombres, al frente de esa población. Díaz sufrió un ataque de fiebre palúdica, que no duró más de dos o tres días. Cuando supo que Visoso estaba informado de su enfermedad, fingió que se agravaba, manteniendo la farsa de una postración física mortal, cuando en realidad se había restablecido y se preparaba para

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asestar otro golpe. El 3 de diciembre de 1865, emprendió una rápida marcha nocturna y al amanecer atrajo a Visoso hacia una emboscada y lo derrotó por completo. Díaz encabezó un vigoroso ataque de la caballería en el momento decisivo. Hubo 81 bajas mortales del enemigo y tomó suficientes prisioneros para formar un nuevo batallón al servicio de la república. El general marchó entonces por los distritos del estado de Oaxaca, reuniendo hombres, materiales y dinero para su campaña. En ese momento, el enemigo tenía una idea tan exagerada de su fuerza militar que muchas de sus guarniciones en los poblados huían cuando se acercaba. Ocupó Silacayoapan y luego le arrebató Tlaxiaco al general Trujeque. En febrero de 1866, marchó con el general Álvarez para encontrarse con una columna de imperialistas al mando del general Juan Ortega, que avanzaba desde Oaxaca. En esta marcha poco faltó para que el enemigo lo hiciera prisionero, pero con valor y presencia de ánimo pudo escapar y encabezar un ataque valiente y exitoso. Más tarde expulsó de Jamiltepec a Ortega y sus tropas, lo persiguió, lo obligó a retroceder a Oaxaca y después recogió los cientos de fusiles que Ortega había abandonado. El coronel Visoso, a quien le formaron consejo de guerra en Puebla por las derrotas que le infligió el hombre que acababa de escapar de una prisión imperialista, se ofreció a servir a Díaz y se pasó a su bando con 200 hombres y un cañón de montaña. Conforme Díaz avanzaba hacia la ciudad de Oaxaca, su ejército aumentaba de tamaño. El relato de sus proezas corrió por el sur como por arte de magia. Para ese momento todo el país se estremecía con horror e indignación por los detalles de un gran delito cometido por el gobierno de Maximiliano. Al no poder llegar a un avenimiento, o siquiera lograr una entrevista ya fuese con Juárez o Díaz, el 2 de octubre de 1865, el emperador emitió una proclama mentirosa declarando que el presidente Juárez había huido a los Estados Unidos y que las fuerzas republicanas acéfalas ahora eran meros grupos de bandidos. Ésta era una falsedad difundida con total frialdad. La verdad es que en la única ocasión en que Juárez

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esperaba un ataque de las fuerzas imperialistas en Paso del Norte, apeló a todos los hombres capaces de empuñar un arma a enfrentarse al enemigo y pelear hasta la muerte. “Nunca abandonaré mi país —dijo—. Si los derrotan, me iré a la sierra, envuelto en la bandera de la república y aguardaré mi muerte en suelo mexicano.” Al día siguiente de su proclama en que anunciaba falsamente la huida de Juárez, el 3 de octubre de 1865, Maximiliano publicó una ley casi sin parangón en sus atrocidades deliberadas. He aquí los principales artículos: Maximiliano, emperador de México: Oído nuestro Consejo de Ministros y nuestro Consejo de Estado. Decretamos: Todos los que pertenecieron a bandas o reuniones armadas que no estén legalmente autorizadas, proclamen o no algún pretexto político, cualquiera que sea el número de los que formen la banda, su organización y el carácter y denominación que ellas se dieren, serán juzgados militarmente por las Cortes marciales y, si se declarase que son culpables, aunque sea sólo del hecho de pertenecer a la banda, serán condenados a la pena capital que se ejecutará dentro de las primeras 24 horas después de pronunciada la sentencia. Los que, perteneciendo a las bandas de que habla el artículo anterior, fueren aprehendidos en función de armas, serán juzgados por el jefe de la fuerza que hiciere la aprehensión, el que, en un término que nunca podrá pasar de las 24 horas inmediatas siguientes a la referida aprehensión, hará una averiguación verbal sobre el delito, oyendo al reo sus defensas. De esta averiguación levantará una acta que terminará con su sentencia, que deberá ser a pena capital, si el reo resultare culpable, aunque sea sólo del hecho de pertenecer a la banda. El jefe hará ejecutar su sentencia dentro de las 24 horas referidas, procurando que el reo reciba los auxilios espirituales. Ejecutada la sentencia, el jefe remitirá la acta de averiguación al Ministerio de la Guerra.

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La sentencia de muerte que se pronuncie por delitos comprendidos en esta ley, será ejecutada dentro de los términos que ella dispone, quedando prohibido dar curso a las solicitudes de indulto. Dado en el Palacio de México, a 3 de octubre de 1865. Maximiliano El 13 de octubre, diez días después de esta ley inhumana, que sentenciaba a muerte a todos los mexicanos con la suficiente honestidad para oponerse a la invasión, el coronel Méndez, con una fuerza imperialista, sorprendió y derrotó en Santa Ana Amatlán a las tropas republicanas al mando del general Arteaga. Entre quienes hizo prisioneros estaban los generales Arteaga y Salazar, los coroneles Villagómez, Díaz Parcho y Pérez Milicua y una serie de otros oficiales. El rango, educación y carácter de los prisioneros —Arteaga había sido gobernador de Querétaro, era general de división y tenía el mando del ejército del centro— llevaron a Méndez a preguntar al emperador si deberían matarlos o no conforme a la ley. Incluso 214 soldados imperialistas, que Arteaga hizo prisioneros en el campo de batalla y que los liberó en un canje, escribieron una protesta contra el asesinato propuesto. Sin embargo, el 22 de octubre de 1865, Arteaga y sus compañeros fueron fusilados en Uruapan. Las cartas que los dos generales patriotas escribieron a sus madres la noche anterior a su homicidio premeditado eran estremecedoras por su dignidad y patetismo. A Méndez lo ascendieron a general por este servicio incalificable, del cual ningún periódico de México pudo hacer mención. Aun el gobierno de los Estados Unidos, a través de su embajador en Francia, protestó ante Napoleón contra dicha barbarie. Una gran repugnancia sacudió al país a principios de 1866. Unas veces confiando y otras sospechando de las intenciones de Napoleón, Maximiliano creía que el gran ejército francés en México se reduciría gradualmente, y aunque ya 4 000 soldados habían partido a Europa, no se ocupó de formar su propia organización militar, a pesar de que el general Díaz se levantaba en el sur y el oriente y avanzaba en forma constante; que el general Escobedo con los coroneles Treviño y Naranjo

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luchaban en el norte; que el general Corona hacía progresos con sus fuerzas en Sinaloa y Sonora, y que los generales Régules y Riva Palacio todavía combatían en el interior del país. Napoleón y Maximiliano habían tratado en vano de lograr que los Estados Unidos reconocieran al imperio usurpador. La gran república del norte, a la sazón libre de la violenta situación de la Guerra Civil, presionó a Napoleón para que retirara su ejército del continente americano y anunció en lenguaje llano que el único gobierno al que reconocía como autoridad legítima de México era la república constitucional del presidente Juárez. La actitud de los Estados Unidos se volvió tan amenazadora que Bazaine por fin envió tropas a la frontera; pero el gobierno de Washington endureció su postura frente a Napoleón quien, al darse cuenta de que medio millón de soldados estadounidenses veteranos podrían lanzarse contra su ejército invasor que estaba muy desperdigado, ofreció retirar sus fuerzas de México. Díaz arrasaba con todo lo que encontraba a su paso; Corona castigaba a los imperialistas en Palos Prietos y El Presidio; Terrazas hacía huir a las tropas traidoras en Chihuahua, después de que les habían retirado el apoyo francés; García de la Cadena combatía de nuevo en Zacatecas y Viesca derrotaba a las fuerzas imperialistas en Parras y Santa Isabel. En ese marco el mariscal Bazaine empezó a retirar sus fuerzas francesas y ordenó que todas las expediciones aisladas deberían estar formadas únicamente de tropas mexicanas traidoras. Napoleón dio instrucciones a Bazaine de que permitiera que un determinado número de soldados franceses quedaran como voluntarios en México después de que partiera su ejército. Con 37 000 soldados mexicanos traidores ya en combate, incluidos 12 000 permanentes y los auxiliares, 8 000 hombres de la legión extranjera y 5 000 voluntarios que se estaban reuniendo en Austria, contarían con un ejército suficiente para mantener el imperio, en especial porque las tropas de Maximiliano poseían 662 cañones de sitio y de campaña para emplearlos contra los republicanos. Maximiliano estaba distraído. Napoleón había convenido en dejar la legión extranjera en México hasta 1868 y apoyar al imperio mexicano

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con 12 000 soldados durante algunos meses después de la retirada de Bazaine. Pero cuando celebró ese contrato, Napoleón no había previsto que los Estados Unidos tendrían más de 400 000 efectivos listos para entrar en acción. Además, los Estados Unidos notificaron al emperador de Austria que si permitía que los voluntarios se embarcaran hacia México, rompería relaciones diplomáticas con su gobierno; y eso puso fin a todas las esperanzas de ayuda del hermano de Maximiliano, porque el emperador austriaco se preparaba a luchar contra Prusia e Italia por la posesión de Schleswig-Holstein. ¡Ay del Archiduque austriaco de barba rubia quien ocupaba el trono de un imperio mexicano visionario! Los 27 000 soldados auxiliares mexicanos se redujeron a unos 12 000 y los 20 000 soldados franceses que garantizó Napoleón fueron sustituidos por unos míseros 3 000 voluntarios franceses. Entretanto el presidente Juárez dividió la república en cuatro grandes mandos militares, entregando el sur y el oriente a Díaz, el norte a Escobedo, el centro a Régules y el occidente a Corona. Agobiado por los gastos que no podía satisfacer, Maximiliano pensó al principio en renunciar a la corona mexicana. Bazaine retiraba a sus tropas de los puntos distantes y concentraba a las líneas francesas de regreso en la capital. Escobedo derrotó al general Olvera en Santa Gertrudis. El valiente traidor y general mexicano Tomás Mejía rindió Matamoros a los republicanos, abandonando 43 cañones y escapó a Veracruz. Juárez, con su gobierno, regresó a Chihuahua, para no volver a retirarse. Maximiliano lidiaba en su mente superficial y sentimental con el problema de la abdicación. Ése parecía ser el curso señalado por Napoleón. Más tarde, el mariscal Bazaine trató de convencerlo para que desistiera del experimento imperial y regresara a Europa con el ejército francés. Pero se necesitaba un hombre más grande y valiente que Maximiliano para confesar abiertamente la locura de su aventura, dejarle México a su propio pueblo leal y heroico, y enfrentarse a la burla del El voluble y atemorizado emperador de México aprovechó que el mariscal Bazaine visitaba a sus tropas en el interior, para convocar a su

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gabinete a dos generales franceses, Osmont y Friant. Bazaine protestó y Napoleón se negó a permitir que sus oficiales fungieran como ministros mexicanos. Maximiliano abandonó toda compostura, se alió con los enemigos clericales de los franceses y estableció un oscuro gobierno reaccionario, controlado en secreto por su secretario-cura, el intrigante y autoritario abad Fischer, con un nuevo gabinete presidido por Teodosio Lares, un enemigo casi medieval del progreso, quien vivía a la sombra del arzobispo Labastida. Miramón y Márquez, los sanguinarios generales de la Iglesia, fueron llamados para que volvieran a México.

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Díaz fue más que un soldado en el sur y el oriente. Fue vida e inspiración de la república. Su intrépida devoción a la causa mexicana, sus mordaces respuestas a las tentaciones que le ponía Maximiliano, la viril novela de su escape de Puebla y su inmediata reanudación de la guerra contra el imperio con un ejército de sólo catorce hombres, fueron tan conocidas en las ciudades y pueblos como su inventiva militar, su disposición a asumir la responsabilidad, sus esfuerzos para salvar a la población general de cargas innecesarias y su valentía personal en la batalla. La fuerza y sinceridad atrajeron a los hombres a su sentido ético. Para el 2 de febrero de 1866, había recibido del presidente Juárez la autorización para reasumir el mando supremo de las fuerzas en los estados del sur y el oriente y pronto tuvo pequeñas columnas en acción en todas direcciones. En mayo, aprobó y publicó el decreto de Juárez, mediante el cual aplazaba la elección presidencial para una fecha más adecuada y ampliaba provisionalmente el mandato del presidente. También apoyó a Juárez al denunciar al general González Ortega, quien como presidente de la Suprema Corte, se había negado a aceptar la sus268

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pensión temporal de la elección, reclamó para sí el derecho a ocupar la presidencia y encabezó una frustrada rebelión contra Juárez. Sus fuerzas aún eran reducidas y sus medios escasos, ya que era importante no cobrar demasiados impuestos a las personas; sin embargo, impulsó la campaña en Oaxaca, Puebla, Tlaxcala y Chiapas. Su vida consistía en constantes planes y luchas. Una y otra vez escapó por muy poco de la muerte o la captura. Mientras estaba en Tepeji, varias columnas se desplazaron simultáneamente para atraparlo y se las arregló para escapar a Huajuapan. El general Trujeque trató de asesinarlo en una peligrosa emboscada, pero salió ileso de una lluvia de balas. Después de ponerse en marcha hacia el sur del estado de Oaxaca y protegido contra los movimientos de Tehuantepec y Yucatán, donde los imperialistas estaban ansiosos y activos, Díaz enfiló al norte hacia su ciudad natal de Oaxaca, donde se estaba concentrando gran número de soldados para aplastarlo con el mero peso. El 3 de octubre de 1866 se produjo la famosa batalla de Miahuatlán, donde con sólo 600 soldados de infantería y 280 de caballería, superó en táctica militar y derrotó a una fuerza de infantería de 1 100 efectivos y 300 de caballería, con dos cañones, a las órdenes del general Carlos Oronoz, auxiliado por un oficial francés, Enrique Testard. Éste fue un brillante logro militar. La fuerza de Díaz en Miahuatlán estaba muy escasa de municiones y alimentos, sus hombres se sentían desmoralizados y caían terribles lluvias. Esperaba noticias alentadoras de su hermano, el coronel Félix Díaz, quien, luego de estar con el presidente Juárez en Chihuahua, y enterarse de que el general Díaz estaba libre y de nuevo en el campo de batalla, se apresuró a ayudarlo, organizó una fuerza y, después de prolongadas y arduas marchas, ahora estaba en algún punto de la zona norte de la ciudad de Oaxaca, mientras su distinguido hermano se acercaba desde el sur. El general Oronoz había salido de Oaxaca, decidido a destruir a Díaz en una acción. De nuevo el líder mexicano compensó su falta de efectivos con estrategia. No había tiempo que perder y parte de sus soldados tenía menos de seis cartuchos cada uno.

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Díaz colocó una parte de su infantería detrás de un cerro enfrente de la ciudad, apostó a fusileros en una barranca a un lado del camino, a campesinos armados en un magueyal del otro lado y envió a su caballería fuera de la ciudad por otro camino, manteniendo en reserva a un cuerpo de infantería. Luego subió audazmente a la cima del cerro ocultando la formación de sus fuerzas, y con los miembros de su estado mayor y unos treinta montados, abrió fuego sobre las tropas austriacas y francesas que avanzaban. El general Oronoz, engañado por este temerario movimiento, y suponiendo que estaba en contacto con el grupo militar de Díaz, avanzó en formación de batalla y, al ver a la caballería republicana, envió a su propia caballería a perseguirla. Díaz ordenó a su caballería que avanzara en dirección de su infantería oculta y así el enemigo, que perseguía a los soldados republicanos montados, quedaron entre dos fuegos letales de infantería y retrocedieron en medio de la confusión. Díaz ordenó al coronel Manuel González (más tarde presidente de México) avanzar con un destacamento de infantería, y mientras Oronoz se distrajo con este movimiento, la caballería republicana dio vuelta e hizo un ataque feroz e inesperado sobre la retaguardia del enemigo. A continuación Díaz, con el resto de su infantería, cayó sobre austriacos y franceses. Fue una lucha feroz, pero los mexicanos calaron las bayonetas y obtuvieron la victoria total, persiguiendo a los fugitivos casi por diez millas. El general Oronoz escapó con algunos de sus principales oficiales y el comandante francés, Testard, apareció muerto en el campo de batalla. Entre los caídos había muchos mexicanos. Los oficiales franceses apresados en la lucha fueron enviados a los cerros como salvaguarda, pero 22 oficiales mexicanos, que habían desertado del ejército republicano y entraron al servicio del enemigo, fueron fusilados, conforme a las reglas vigentes. Además de los prisioneros, Díaz capturó unos 1 000 rifles, dos cañones y más de cincuenta mulas cargadas de municiones. El 6 de octubre Díaz marchó a Oaxaca con sus tropas recién organizadas. A la noche siguiente cabalgó solo, asistido únicamente por un clarín, a recibir a un mensajero de su hermano Félix, quien le avisaba que al aproximarse a la ciudad de Oaxaca por el norte había sorprendi-

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do a cincuenta soldados de caballería, quienes cubrían Tlacolula, y que ahora amenazaba a Oaxaca, habiendo penetrado incluso a sus calles. Al día siguiente llegaron noticias de que Félix Díaz había ocupado una parte de Oaxaca y retenía al enemigo en los conventos de Santo Domingo, El Carmen y Cerro de la Soledad. El general Díaz llegó a Oaxaca esa noche del 8 de octubre, y perfeccionó el sitio, el cual se mantuvo hasta el 16 de octubre. Las líneas republicanas habían estrechado su ubicación de tal manera sobre las tropas del general Oronoz encerradas en los tres conventos, que sólo una calle dividía las posiciones de las fuerzas republicanas e imperialistas. Ese día fue el umbral de un acontecimiento sorprendente y decisivo en la historia moderna de México. Díaz interceptó un despacho para el general Oronoz donde le ordenaban retener Oaxaca a todo trance, porque 1 300 veteranos austriacos bien armados al mando del conde Hötse iban en su auxilio desplazándose a marchas forzadas. Para Díaz fue una situación decisiva y desconcertante. Permitir que el ejército del conde Hötse llegara a Oaxaca sería arriesgarse a la destrucción de su propia fuerza, que había aumentado a 1 600 hombres, pero tendría que enfrentarse simultáneamente al enemigo por la vanguardia y la retaguardia. El general Oronoz tenía más de 1 100 soldados en Oaxaca y éstos, unidos con la columna austriaca que avanzaba, daría al enemigo una fuerza de 2 600 hombres. No obstante, dar la espalda a Oaxaca y marchar al encuentro del Conde equivaldría a soltar al ejército sitiado de 1 100 hombres en su retaguardia. El general estaba seguro de que el enemigo sitiado no podía recibir noticias del exterior y, por lo tanto, desconocía que un ejército avanzaba para rescatarlo. Dado que el general Figueroa marchaba con una columna cansada y con escasas municiones para unirse con las fuerzas republicanas y debía pasar cerca de La Carbonera, por donde también pasaría la fuerza del conde Hötse, Díaz decidió aprovechar lo que Oronoz ignoraba, y salió por la noche en secreto para atacar a los austriacos que se aproximaban y, al mismo tiempo, proteger la débil fuerza de Figueroa. Éste fue uno de los hechos más inteligentemente atrevidos en toda la historia de las extraordinarias estratagemas militares de Díaz. Esa

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misma noche ordenó a la caballería que cubrieran con trapo los cascos de sus caballos, para amortiguar el ruido de sus movimientos. Quitó los cañones de sus cureñas e hizo que los transportaran sin hacer ruido. Después llevó a todas sus columnas en la oscuridad hacia Etla. No permitió que ningún oficial de su fuerza supiera lo que los otros estaban haciendo. Dejó a los centinelas en su puesto en Oaxaca, con órdenes de dar el alto entre ellos y observar la rutina habitual, de modo que las guarniciones sitiadas no sospecharan que las fuerzas republicanas ya se habían retirado. Después de esta marcha secreta a Etla, siguió a San Juan del Estado, donde encontró al general Figueroa con sus tropas y se unieron las dos fuerzas. Su temor era que Oronoz descubriera su ausencia y mandó de regreso a la caballería para amenazar a Oaxaca, con objeto de que las tropas sitiadas no se atrevieran a emprender la salida. Al alba del 18 de octubre, Díaz hizo que su ejército ocupara La Carbonera antes de que el ejército austriaco de auxilio llegara al lugar. Mientras sus fuerzas subían una cuesta, sus exploradores informaron que el enemigo ascendía por el otro lado del cerro. Lo que siguió fue la batalla de La Carbonera, donde Díaz —hábilmente ayudado por su hermano Félix, el general Figueroa, los coroneles Segura y Espinosa y Gorostiza, y otros oficiales— obtuvo la victoria total sobre una fuerza de 1 300 hombres escogidos, que estaba compuesta por un batallón de infantería austriaco, dos compañías de voluntarios franceses, tres escuadrones de caballería húngara y dos escuadrones de traidores mexicanos. Después de desarticular la fuerza del conde Hötse, Díaz en persona lo persiguió durante más de dos horas, tiñendo de sangre el muy recordado camino a su lugar de nacimiento. En esta batalla, tomó más de 700 prisioneros y cinco cañones. No se perdió ni una hora para regocijarse. Díaz había pasado días casi sin dormir, pero no podía descansar hasta tomar Oaxaca. De inmediato regresó a la ciudad y llegó allí al momento que el general Oronoz se enteraba que se había librado una batalla y aguardaba noticias del resultado para hacer una incursión con sus 1 100 hombres. Había orde-

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nado a su oficial al mando en el convento de La Soledad anunciar que se acercaban tropas de fuera. La señal consistía en tres tiros de cañón si las tropas eran amigas y uno solo si se trataba de tropas enemigas. Una estrategia siguió a otra. Es interesante leer en palabras del presidente Díaz cómo hizo para evitar una lucha sangrienta al tomar Oaxaca: Los primeros que formaron en la columna eran los prisioneros austriacos, teniendo soldados republicanos a ambos lados. El jefe del fortín de La Soledad creyó al vernos que habían triunfado los austriacos y avisó la presencia de una columna amiga, equivocación que no tardó en reparar cuando estuvimos más cerca y vio que éramos enemigos, pero ya era demasiado tarde. Reocupé toda la línea que había ocupado antes, cuando defendí la ciudad contra el mariscal Bazaine. Las dos fuerzas continuaron con tiroteos que duraron hasta la media noche. El general Oronoz rindió incondicionalmente a Oaxaca con 1 100 hombres completamente equipados, depósitos de armas y municiones y treinta cañones fijos y de montaña. Díaz entró a la ciudad con sus tropas el 31 de octubre e incorporó en sus propios batallones a gran parte de las fuerzas capturadas. Un ejemplo interesante de su carácter se aprecia en el hecho de que ocupó Oaxaca, ascendió a dos coroneles al rango de general, pero declinó ascender al valiente coronel Félix Díaz, porque ese oficial era su hermano. Más adelante el gobierno republicano le confirió a Félix el rango de general. En esos momentos tenía una tremenda necesidad de dinero, ya que no había pagado a los soldados de la república y el pueblo ya no podía resistir que le exigieran más de sus exiguos medios; de hecho, muchos de los campesinos estaban al borde de la inanición. Con este grave problema frente a él, Díaz tomó de inmediato las maravillosas joyas de la virgen de La Soledad, cuya deslumbrante belleza y su altísimo precio lo habían abrumado cuando era un muchacho descalzo que pensaba en el sacerdocio: la corona de oro sólido que res-

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plandecía con esmeraldas y brillantes; el corselete de piedras preciosas que vibraba con alambres de oro; los vestidos y collares de gemas centelleantes y perlas raras; el grandioso cáliz; el peto de oro, incrustado con esmeraldas, brillantes y perlas; el gran vestido de terciopelo negro, cubierto por un enorme bordado de incontables perlas finas; las pilas titilantes de cruces y anillos con rubíes, esmeraldas y otras gemas. Este tesoro, valuado en $2 000 000 lo guardó con todo cuidado hasta que la Iglesia pagó un rescate de $20 000, dinero que Díaz utilizó para aliviar la pobreza de su ejército exhausto. Durante los cincuenta años siguientes, la Iglesia mantuvo en secreto el sitio donde ocultó estas joyas. Aunque el general permitió que sus soldados voluntarios regresaran a sus casas a visitar a sus familias y sanar sus heridas, les pedía que sirvieran como guardias nacionales locales durante su descanso en las poblaciones pequeñas, y Figueroa volvió con su ejército a las montañas de Tuxtepec, pero él no se daba reposo. Organizó el gobierno de Oaxaca y estudió la posición del enemigo al sur de donde él estaba. A principios de diciembre de 1866, después de muchos días de trabajo extenuante, Díaz marchó a Tehuantepec con 1 200 hombres, decidido a atacar en todas direcciones para que el enemigo no tuviera una retaguardia. En El Tablón, él y su hermano Félix derrotaron a la retaguardia del enemigo consistente en 1 300 efectivos, llevándolos a las montañas y para enero de 1867 estaba de regreso en Oaxaca con el cuerpo principal de su ejército. Hacia el final de ese mes, luego de organizar sus fuerzas para la campaña contra Puebla y de retirar las tropas de los estados de Tlaxcala, México, Puebla y Veracruz, Díaz abandonó Oaxaca el 26 de enero, enfilando hacia la ciudad de Puebla. Sin embargo, para entender lo que significaron las grandes victorias que el inquieto héroe de Oaxaca estaba a punto de lograr, es necesario conocer algo de los acontecimientos extraordinarios que se sucedían en la suerte trágica y desconcertante de Maximiliano y de su joven emperatriz.

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napoleón abandona a maximiliano. bazaine tienta a díaz

En diciembre de 1865, el secretario Seward, quien todavía sufría por la herida que recibió la noche que asesinaron al presidente Lincoln, notificó a Napoleón III que las relaciones amistosas de Francia y los Estados Unidos correrían peligro, a menos que Francia “desistiera de continuar con la intervención armada para derrocar al gobierno republicano allí [en México] existente y establecer sobre sus ruinas la monarquía extranjera que intentaban implantar en la capital del país”, y “dejara que los habitantes del país gozaran libremente del gobierno que han creado para sí, y en su adhesión al cual han dado lo que a los ojos de los Estados Unidos son pruebas decisivas y concluyentes, así como conmovedoras”. Con el deseo de minimizar esta acción caballerosa del gobierno de los Estados Unidos, muchos escritores serios han asegurado que ese mismo mes el señor Seward viajó a la isla de St. Thomas a fin de negociar con el desacreditado Santa Anna para que luchara de su lado en México. Nada más falso. Cuando el señor Seward fue a las Antillas por consejo de sus médicos, desconocía por completo el hecho que Santa Anna vivía allí 275

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en el exilio. Fue un mero fruto caprichoso de la imaginación de alguien atribuirle un significado político a la entrevista entre el señor Seward y Santa Anna, misma que fue buscada por el deshonroso aventurero mexicano. Lo cierto es que el gobierno de Washington consideraba que Santa Anna era un farsante pretencioso. Después de que el ex dictador fue a Nueva Jersey y dirigió un discurso rimbombante a la nación mexicana, tuvo el descaro de ofrecer sus servicios al gobierno del presidente Juárez, que lo rechazó con desprecio. En marzo de 1867, cuando el ejército de Díaz venía arrasando desde Oaxaca hasta las victorias finales de Puebla y la ciudad de México, Santa Anna envió al señor Seward un agente de nombre Gabor Naphegyi, con un elaborado nombramiento por escrito donde lo designaba su “embajador en Washington”. El exiliado mexicano establecía en este documento sus diversas condecoraciones y títulos —General de División de los Ejércitos de México; Gran Maestre de la Nacional y Distinguida Orden de Guadalupe; la Gran Cruz de la Orden Española de Carlos III; General en Jefe del Ejército de Liberación de la República Mexicana, etcétera— y autorizaba a su “embajador” para emitir bonos mexicanos “por la suma de 10 000 000 de dólares”, y “negociar con los Estados Unidos la venta de una o más porciones del territorio mexicano”. El secretario Seward se negó a recibir a Naphegyi y mandó a un ayudante a decirle que los Estados Unidos sólo podían reconocer al gobierno del presidente Juárez, y que en su trato del problema mexicano no tenía deseos de obtener ninguna ventaja egoísta, sino que actuaba por convicción sincera. Naphegyi había propuesto la transferencia de la soberanía de Sonora y Baja California como precio por el apoyo que los Estados Unidos darían a Santa Anna. Los esfuerzos del pintoresco traidor mexicano para lograr el reconocimiento de los Estados Unidos cuando el gobierno de Washington prácticamente había ordenado a Napoleón que abandonara México; y había enviado al general Sheridan con un cuerpo del ejército a la frontera con México, han sido tratados con gran elocuencia por historiadores antiestadounidenses ignorantes o maliciosos. En cambio, el secretario Seward no los consideró siquiera como una broma respetable.

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Napoleón tenía que sacar a su ejército de México. Su vasto plan de reconquistar América fue un fracaso irremediable. No obstante, dado su remordimiento de conciencia rehuyó confesar al mundo ese desastre que empañaba su prestigio. Su ardiente deseo era ocultar el hecho de que lo habían obligado a retirarse. El 22 de junio de 1866, trató de engañar a Europa anunciando al parlamento francés que dado que el imperio mexicano ya estaba establecido y sus opositores carecían de líder, toda vez que el ejército francés había cumplido su cometido, pronto saldría de México. A través del mariscal Bazaine, Napoleón intentó persuadir a Maximiliano para que renunciara a su corona. Al abdicar, el joven emperador le quitaría a Napoleón toda la responsabilidad del fracaso del imperio mexicano y cargaría con la culpa él mismo. Cualquier cosa era preferible a hacer saber a Europa que el sucesor de Napoleón el Grande, dispuesto a destruir la Doctrina Monroe, había retirado a sus soldados de América frente a la amenaza de los Estados Unidos. Mientras Bazaine retiraba poco a poco las fuerzas francesas del interior de México, en secreto seguía presionando a Maximiliano para que renunciara al experimento de gobernar a los mexicanos. Aunque le habían notificado que el ejército francés se retiraría por completo para fines de 1867, y los preparativos del mariscal para la retirada del país se hacían en forma abierta, Maximiliano no podía creer en un principio que Napoleón lo iba a abandonar. Sin embargo, ante los hechos, su confianza comenzó a tambalearse. Al retroceder las tropas francesas hacia el centro, los republicanos avanzaban desde el norte y el sur hacia la capital. El erario imperial estaba vacío; todos los erarios locales de México habían sido desvalijados; las bandas de guerrilleros saqueaban las ciudades y pueblos en todas partes del país; las tropas heterogéneas de cuyo apoyo dependía el imperio después de que Bazaine zarpó hacia Europa no recibían pago y recurrían al vulgar bandolerismo. Bazaine, empeñado en salvar el orgullo de su jefe francés imperial, siguió instando a Maximiliano para que abdicara. El astuto mariscal buscaba la oportunidad de negociar con algún gobierno mexicano provisional para que se reconociera la deuda francesa antes

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de regresar con su ejército a Europa. Esa sería una excusa irrefutable para la retirada de Napoleón. Lentamente Maximiliano cayó en la cuenta de la horrible verdad y se apagaron las risas en su alegre corte. Se había peleado con el papa y la Iglesia había abandonado su causa; trató en vano de negociar con el presidente Juárez; muchas veces había hecho un llamamiento a Díaz para que lo apoyara y como respuesta sólo había recibido insultos y amenazas; había acudido a los Estados Unidos para que lo reconociera y ese país con frialdad hizo caso omiso. Ahora, con el erario en bancarrota e incluso su hermano imperial de Austria sin posibilidad de ayudarlo, Napoleón estaba a punto de dejarlo en manos de una tropa traidora mexicana variopinta y no remunerada, auxiliada por unos cuantos voluntarios franceses y un puñado de soldados austriacos y belgas. A principios de julio de 1866, el emperador de México de pronto se dio cuenta del enorme peligro que corría su posición y estaba por firmar su renuncia a la corona. En ese momento, la joven y bella emperatriz Carlota le hizo un llamado que cimbró su resolución. Ella apenas contaba con 26 años, pero ya había tenido escarceos con los asuntos de Estado. Carlota convenció a Maximiliano de permitirle viajar de inmediato a París e intentar persuadir a Napoleón para que mantuviera el contrato que celebró cuando su marido aceptó la corona mexicana. Insistió en que al confrontar a Napoleón con sus obligaciones solemnes, éste no sacaría de México al ejército francés. También acudiría al papa y le rogaría que restableciera el poderoso apoyo de la Iglesia. La hija del rey belga tenía un carácter autoritario, a pesar de su juventud, y Maximiliano, casi enloquecido por las decepciones y desastres, cedió al plan característico de su mujer consistente en apelar a los sentimientos personales de Napoleón y de Pío IX en un asunto que involucraba la suerte de tres naciones. Con este extraordinario proyecto en su joven mente, Carlota se embarcó en Veracruz el 13 de julio de 1866, acompañada sólo por Madame Del Barrio, una de sus damas de honor. Se dice que cuando partió del Castillo de Chapultepec no había suficiente dinero en el erario imperial para pagar su viaje y fue necesario tomar dinero de los fondos especiales destinados a proteger la capital contra inundaciones repentinas.

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Madame Del Barrio escribió después un relato patético del viaje de Carlota a París y la inútil entrevista con Napoleón. Su majestad mostraba una gran excitación nerviosa que rayaba en la demencia aun antes de aproximarnos a la costa de Francia, en ese triste verano de 1866. Por lo general se supone que su enfermedad mental se hizo evidente por primera vez durante su entrevista con el papa, el 4 de octubre de ese año. El hecho es que su majestad se volvió loca de atar en el castillo de St. Cloud. Éstas son las circunstancias: cuando nuestro vapor atracó en Brest, nadie estaba para darle una bienvenida real o de cualquier clase. No había representación del gobierno francés ni de la embajada de Bélgica. Lo mismo sucedió a nuestra llegada a París. La emperatriz temblaba de pies a cabeza al subir al coche alquilado que nos llevó al hotel. El día transcurrió sin recibir ni una palabra del emperador Napoleón. Al segundo día, el chambelán de la emperatriz Eugenia vino a invitar a su majestad a desayunar en St. Cloud. Ella rechazó la invitación, pero dijo que iría a St. Cloud por la tarde del día siguiente. En el castillo mi señora y sus majestades de Francia permanecieron encerrados una hora más, yo me quedé en la antesala. De pronto oí que la emperatriz Carlota gritaba en tonos desesperados, que al mismo tiempo estaban plenos de desprecio, “¡En verdad debí saber quiénes son ustedes y quién soy yo. No deshonraré la sangre de los Borbones que corre por mis venas humillándome ante un Bonaparte, que no es más que un aventurero.!” Un segundo después oí el ruido como de un cuerpo pesado que golpeaba el suelo. Corrí a la puerta, que estaba cerrada con llave, pero después de un momento el emperador Napoleón salió con cara de preocupación. Al entrar encontré a mi señora recostada en un sofá, y arrodillada junto a ella la emperatriz Eugenia, quien le frotaba manos y pies. Le había aflojado los corsets, quitado las medias y, en resumen, hecho todo para que volviera del desmayo.

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La afirmación del emperador en el sentido que nada podía hacer por su majestad de México provocó este problema, dijo Eugenia. Se levantó para traer un vaso de agua, pero al acercarlo a los labios de mi señora, la emperatriz Carlota despertó y arrojó el agua al vestido de su amiga, gritando: “¡Aléjate maldita asesina, vete con tu veneno!” y abalanzándose a mi cuello agregó: “Tú eres testigo de esta conspiración. Quieren envenenarme. Por el amor de Dios, no me dejes.” Yéndose a toda prisa a Roma, Carlota se dirigió al Vaticano y, pese a las protestas de los chambelanes contra su informalidad, la orgullosa y joven señora del Castillo de Chapultepec se le presentó a Pío IX, con los ojos desorbitados y demacrada. Con lágrimas que le corrían por las mejillas le dijo que los agentes de Napoleón trataban de envenenarla y tenia miedo de comer los alimentos que le daban. Al decir esto, arrojó un puñado de castañas en la mesa del asombrado papa y declaró que en 24 horas lo único que había comido eran unos cuantos frutos secos que había comprado en la calle, y no se había atrevido a beber más que el agua que recogía con sus manos en una fuente pública. Muy afligido, Pío IX hizo que de inmediato cocinaran un bistec para ella y en presencia de él lo comió con hambre canina. En la noche, Carlota regresó al Vaticano, pero le informaron que el papa se había retirado a dormir. Insistió en pasar esa noche en una cama improvisada en la biblioteca del palacio apostólico. Durante varios días rehusó comer otra cosa que no fueran los huevos que ponían en su presencia las gallinas que mantenía en el salón de su suite del hotel, explicando a sus sirvientes que, aunque el veneno de Napoleón no podía penetrar el cascaron, el contenido del huevo podía resultar afectado al administrar veneno a la gallina. Su familia la llevó a Bélgica, donde la encerraron, completamente loca, en un castillo; aún vive allí en la actualidad, prisionera débil, de cabello blanco y con setenta años de edad, sin enterarse de la muerte sangrienta del esposo cuyo trono ella trató de salvar. Mientras Maximiliano aguardaba noticias de Carlota, cedió a la influencia de su siniestro cura-secretario, el abad Fischer, y, desesperado

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por los constantes preparativos de Bazaine para retirar su ejército de los Estados Unidos [sic], se volcó al partido de la Iglesia. En esa época de estratagemas desesperadas, Maximiliano recibió de repente un mensaje con el anuncio del fracaso de la misión de su esposa ante Napoleón y además le comunicaba la noticia aún más terrible de que aquélla había enloquecido. El golpe destrozó su orgullosa obstinación y a las dos de la mañana del 21 de octubre de 1866 salió a toda prisa de la ciudad de México hacia Orizaba, en camino a Veracruz, donde un buque de guerra austriaco, que para tal fin mandó el emperador de Austria, lo aguardaba para llevarlo de regreso a Europa. Nada parecía quitarle a Maximiliano la esperanza de lograr de algún modo que Díaz peleara a su favor. Las respuestas desdeñosas e indignadas que daba el oaxaqueño a todos los ofrecimientos del emperador parecían no tener efecto. Cuando el general estaba en Acatlán, con una escolta de 300 hombres, preparándose para concentrar las fuerzas y avanzar sobre Puebla, recibió otro comunicado de Maximiliano que a la sazón contemplaba la idea de abandonar el imperio y, sin embargo, se aferraba a cualquier cosa que pareciera prometerle seguridad. El presidente Díaz cuenta los hechos en sus memorias: Un día la avanzada de Acajete, por cordillera y con las precauciones usuales en esos casos, condujo a una persona llamada Carlos Bournouf. Según credenciales que trajo al efecto, había sido comisionado personalmente por Maximiliano para recabar mi promesa de no batir al archiduque en la marcha que próximamente se proponía hacer de México a Veracruz, protestando que haría su travesía exclusivamente con soldados europeos, y que su objeto era embarcarse con ellos en la fragata Novara, que lo esperaba fondeada en Veracruz. M. Bournouf me dijo que esto era todo lo que Maximiliano le había encargado me manifestase; pero él agregó como opiniones suyas que Maximiliano tenía un alto concepto de mí, y que si pudiera contar con mi cooperación, se descartaría de los conservadores que lo rodeaban y de los militares de ese partido que estaban a

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su lado; que me daría el mando de todas sus fuerzas, y que pondría la situación del país en manos de los liberales, porque él tenía gran predilección por nuestros principios políticos. El enviado dijo que Maximiliano sentía gran respeto y consideración por el señor Juárez y por los principios que profesaba; pero que, vista la situación que él guardaba, y teniéndonos a nosotros por antagonistas, no podía proceder como lo deseaba, sino como las circunstancias lo obligaban a obrar. Vino a mí la idea de que el M. Bournouf hacía estas propuestas por encargo de Maximiliano. Sin embargo, trató de hacerme entender que esto no era así, sino que tan sólo expresaba sus impresiones personales. Detuve a M. Bournof toda la noche para mandarlo al día siguiente con una respuesta verbal negativa, y le dije que no podía tener condescendencia de ningún género con el enemigo, y que mis únicas relaciones con Maximiliano consistían en batirlo o ser batido por él, para lo que tomaba desde luego mis providencias, y que me empeñaría en hacerlo prisionero y someterlo a la justicia de la nación. En toda esa noche fue necesario hacer algunos desfiles de tropas de distintas armas por la calle en donde había alojado a Bournouf, acompañado de oficiales que cuidaban que se cumpliera con la prohibición que le impuse para abrir las ventanas, con objeto de que creyera que en Acatlán había gran número de tropas acuarteladas y movimiento de entrada y salida de trenes y de fuerzas de distintas armas, cuando en realidad sólo tenía doscientos y tantos caballos, pues mi gran apoyo consistía en los pueblos de los distritos de Matamoros, Tepeji y Tepeaca que todos eran amigos, y muchos de ellos estaban armados y dispuestos a participar de algún combate que se ofreciera cerca de sus respectivos pueblos. Aunque parezca raro, en su fuga a Orizaba, el ahora desmoralizado y apesadumbrado Maximiliano recibió una comunicación del edecán de Napoleón, el general Castelnau, a quien habían enviado de París a exigir la inmediata abdicación del emperador de México. Maximiliano

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declinó recibir al mensajero de Napoleón. Bazaine le informó luego que no le permitirían abandonar el país hasta que renunciara a la corona. El criminal imperial de las Tullerías en apariencia había resuelto ocultar la verdadera razón para la retirada del ejército francés de México, aun cuando fuese necesario aplicar violencia a su víctima coronada. El bochorno de tener un gran ejército francés en América ya había impedido que Napoleón se inmiscuyera en la lucha entre Prusia y Austria por la supremacía en la confederación de estados germanos. La batalla de Sadowa había dejado el liderazgo de Europa al rey prusiano, quien, cuatro años después, iba a llevar prisionero al emperador de los franceses a Wilhelmshöhe, y de allí lo mandó al exilio en Inglaterra. El sueño napoleónico de una confederación italiana, encabezada por el papa, bajo el dominio francés, también se había desvanecido, y las tropas francesas eran retiradas de los territorios papales. Su reputación como el político más brillante y poderoso de Europa quedaría hecha añicos y su nombre se convertiría en una broma, incluso en Francia, si se supiera que su expedición a México era un fracaso total, y que el gran ejército francés se retiraba de América no en triunfo, sino en medio de una lamentable humillación. Por lo tanto, Maximiliano debía renunciar para que Napoleón consiguiera un tratado con la república mexicana que le garantizara el pago de la monstruosa reclamación francesa, tratado que permitiría a Napoleón jactarse de que el ejército francés había cumplido gloriosamente su misión. Maximiliano convocó a sus ministros a Orizaba y les pidió consejo. Lo instaron a regresar a la capital y defender su corona. El partido de la Iglesia convino en entregar de inmediato $30 000 000 para continuar la guerra. Su secretario, el abad Fischer, ejerció al máximo su maligna influencia. El ingeniero belga, Eloin, en quien Maximiliano confiaba mucho, también se inclinó a favor del plan de la Iglesia. El 10 de noviembre, Márquez y Miramón, los conocidos generales de la Iglesia, reaparecieron en México y estuvieron de acuerdo en unirse con Tomás Mejía en una campaña aplastante contra el gobierno de Juárez, a condición de tener autoridad ilimitada para reclutar tropas y hacer préstamos forzados.

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En un momento fatal, Maximiliano cambió otra vez de opinión. En una proclama emitida el 1 de diciembre de 1866, hizo saber a la nación mexicana que había resuelto permanecer en su puesto hasta el final, y el 12 de diciembre regresó a la ciudad de México. Al día siguiente ordenó que para agregarse a las fuerzas imperialistas existentes, deberían formar tres cuerpos del ejército que estarían al mando de Márquez, Miramón y Mejía. El primero fue nombrado comandante en jefe de la capital y se entregó con gran energía a la labor de reclutar tropas. Mejía fue a Querétaro a organizar una nueva fuerza. Miramón, acompañado por 400 hombres, la mayoría líderes y oficiales, se movilizaron hacia Querétaro con la intención de crear una nueva división de tropas, con la cual más tarde sorprendió a una fuerza republicana en Zacatecas. Para este momento, la actitud desafiante de Maximiliano hacia Napoleón se enfatizó tremendamente. Cuando Bazaine se marchó de la capital para regresar a Francia, al frente de las fuerzas francesas, sus bandas tocaban y su bandera ondeaba. Maximiliano lo ignoró a él y a su ejército; no hubo escolta para el representante de Napoleón en su salida; no se dispararon salvas ni repicaron las campanas; no se pronunció ningún discurso de despedida. La marcha ocurrió a lo largo de calles silenciosas y espectadores hoscos. Cuando grandes secciones de soldados franceses pasaban por el Palacio Nacional, Bazaine vio que todas las ventanas tenían las cortinas corridas. Incluso Maximiliano se negó a aparecer y observó la salida del ejército francés detrás de una cortina, sin siquiera agradecer la sangre derramada en defensa de su soberanía. Antes de embarcarse en Veracruz, Bazaine hizo el último intento por salvar a Napoleón de la desgracia de una derrota total mediante un llamado encubierto a la ambición del general Díaz. El presidente Díaz habla en sus memorias de cómo se produjo el esfuerzo final hecho por el astuto mariscal para comprar su conciencia. Después de capturar Oaxaca, y antes de salir con su ejército para atacar Puebla, Díaz le mandó al mariscal Bazaine a unos 1 000 de los soldados europeos que había apresado en el campo de batalla, con la

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condición de que se embarcaran de inmediato en Veracruz. En esta ocasión su representante fue el coronel José M. Pérez Milicua, siendo su intérprete un francés llamado Carlos Thiele. Furioso por la negativa de Maximiliano a abdicar, y dejar así el camino abierto para una digna retirada francesa, Bazaine estaba ansioso de ayudar en secreto a derribar el imperio que Napoleón había instalado. Le reveló su plan a Thiele. El mariscal Bazaine lo autorizó —dice el presidente Díaz— para que me propusiera en venta fusiles, municiones, vestuario y equipo, a precios fabulosamente bajos, esto es, a peso por fusil y a peso también por vestuario de lienzo con zapatos, lo mismo que caballada, mulada y sus respectivas monturas y arneses. Comprendí por esa oferta y por los destrozos que el enemigo estaba haciendo de su material, que Bazaine no tenía vehículos para conducirlos a Veracruz, y acaso ni capacidad en su flota para embarcarlos, y me negué a comprarlos, pues teniendo que dejarlos me era más barato ocuparlos como propiedad del enemigo que comprarlos aun a vil precio. Expedí una circular a todas las plazas en que declaraba contrabando de guerra todos los efectos que el enemigo dejara en el país. Imponía una fuerte multa a sus tenedores o encubridores, la cual sería aplicada íntegramente al denunciante en cada caso, dando a éste la mayor garantía de sigilo. Esta circular fue extraordinariamente fructuosa para el ejército, al grado que me permitió presentar al presidente Juárez, a su arribo a la capital en 1867, 21 000 hombres perfectamente vestidos, armados y municionados, habiendo tomado gran parte del equipo de los franceses. El presidente Díaz informó al autor de este libro que Bazaine ofreció firmar un tratado con él mediante el cual Francia obtendría ciertas garantías. El mariscal insistió en que Juárez había dejado de ser el jefe de la república y en realidad estaba en los Estados Unidos. Su deseo era que no pareciera que Francia abandonaba el país por miedo a los

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Estados Unidos. Díaz rehusó comprometerse y comunicó la propuesta de Bazaine al presidente Juárez. Bazaine me mandó decir con Thiele —dice el presidente Díaz— que a su salida de México, camino a la costa, permanecería en Ayotla, como lo verificó, y que si mientras él estaba allí, atacaba yo a la ciudad de México, le mandase decir con Thiele el uniforme de mis soldados para distinguirlos de los de Maximiliano, pues en ese caso se proponía regresar a la capital con el objeto de restablecer el orden, y que todo se arreglaría satisfactoriamente. Entendí por esto que quería manifestarme de esta manera que me haría entrega de la capital, donde estaba Maximiliano, siempre que yo accediese en recompensa a sus propuestas de desconocer al gobierno del señor Juárez, con el objeto de que la Francia pudiese tratar con otro gobierno antes de retirar sus fuerzas de México, pues sus palabras textuales fueron: “Diga usted al general Díaz que yo pagaré con usura el brillo con que nuestra bandera pueda salir de México”. No me pareció conveniente aceptar esas propuestas, y así lo manifesté a Thiele para que lo comunicara al mariscal Bazaine. Este plan extraordinario para proteger el nombre de Napoleón, y al mismo tiempo desacreditar a Juárez, Díaz lo informó a don Matías Romero, el distinguido embajador mexicano en Washington, para conocimiento del presidente Juárez, en los siguientes términos: El mariscal Bazaine, por medio de una tercera persona, ofreció entregarme las ciudades que poseía, así como también a Maximiliano, Márquez, Miramón, etcétera, con tal de que yo accediera a una propuesta que me hizo, y la cual deseché por no parecerme honrosa. También se me hizo otra proposición con autorización de Bazaine, para la compra de 6 000 fusiles y 4 000 000 de municiones, y si yo lo deseaba también me vendería cañones y pólvora.

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El mismo día en que el ejército francés partió de la ciudad de México, Maximiliano mandó cubrir los muros con un anuncio de que el gobierno de la capital estaba en manos de Márquez, el asesino de prisioneros indefensos. Antes de zarpar para Europa, Bazaine ofreció proporcionar al general Castegui una fuerza armada para escoltar a Maximiliano a un barco que lo esperaba en Veracruz. Pero el rubio poeta y diletante, rodeado ahora de asesores clericales, había decidido intentar la conquista de México por su cuenta, y mantener su corona mediante las espadas de Márquez, Miramón y Mejía, y los millones que le prometieron los obispos, quienes, aterrados al pensar en un triunfo republicano y la devolución del poder al presidente Juárez, habían vuelto con Maximiliano como su última esperanza.

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En febrero de 1867 más de 40 000 patriotas mexicanos estaban en el campo de batalla luchando contra Maximiliano. Casi todos eran cien por ciento indígenas, hablaban muchas lenguas diferentes y a menudo no podían conversar entre sí, salvo en español; sin embargo, actuaban con una conciencia común por su amor a la patria. Los extranjeros que visitan México se han asombrado al descubrir que en el país no existen problemas raciales. El hombre blanco no considera inferior al indígena. El mexicano de ascendencia europea puede lamentar la pereza mental, la superstición y la indiferencia o incapacidad política para el progreso cívico que, por lo general, evidencian a los descendientes de los habitantes prehistóricos de América como no aptos para confiarles la administración real de la nación, en su actual condición de atraso, pero recuerda que sus ancestros son de razas antiguas, independientes y civilizadas, tiene en gran aprecio sus cualidades dulces y amorosas, aunque de desamparo. No olvida cuántas veces y con qué valor han peleado por la independencia mexicana. 288

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Mientras los soldados indígenas patriotas avanzaban hacia la capital, sin cometer atrocidades ni robos —controlados en el norte por el presidente indígena Juárez y dirigidos en el sur por Díaz, el soldado en parte indígena— Maximiliano y sus generales, con sus fuerzas de austriacos, belgas, negros nubianos de Sudán, renegados mexicanos y chusma de mercenarios procedentes de muchos lugares, se rebajaron al nivel de salteadores de caminos debido a sus métodos. Reclutaban soldados obligando a los ciudadanos que encontraban a incorporarse a sus filas. El tesoro público de todas las entidades era saqueado. Por la noche la policía atacaba las casas de los comerciantes y echaba mano de los fondos. El libertinaje del saqueo oficial fue cada vez más bárbaro y en ocasiones mujeres y niños eran encerrados en su casa, sin comida ni agua, hasta que sus parientes pagaban un rescate. A los jinetes los detenían en las calles y los despojaban de todo su equipo. Entre dos importantes compañías comerciales tuvieron que entregar un cuarto de millón de dólares a los oficiales maleantes de Maximiliano. Este robo sistemático no sólo se practicaba en nombre del emperador de México, sino que cuando Miramón, luego de obtener una pequeña victoria sobre los patriotas en Zacatecas, informó que esperaba capturar al presidente Juárez y su gobierno, Maximiliano le ordenó encargarse de que Juárez y sus principales ministros y generales fueran condenados rápido por un consejo de guerra cuando los aprehendieran. Sólo la derrota que el general Escobedo le infligió a Miramón en San Jacinto fue lo que impidió que se ejecutara la orden sanguinaria y cruel de Maximiliano. En todo el país había un revuelo por la indignación que causaban las noticias que llegaban de las atrocidades imperialistas, y los soldados de la república se movían de prisa para ir al rescate de las ciudades que todavía estaban en manos de los opresores. Los generales Corona y Escobedo marcharon hacia el sur, y el gobierno de Juárez regresó a la capital detrás de los republicanos que avanzaban. En el sur, el general Díaz, después de estacionar tropas que resguardaran todos los puntos peligrosos del vasto territorio que le habían encomendado, se ocupó de

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concentrar las fuerzas para atacar a la ciudad de Puebla y luego proceder a tomar la capital. Maximiliano se encontraba en una trampa. En ese momento tenía suficiente experiencia para saber que cuando avanzaran Díaz y sus hombres, sería imposible oponerle resistencia. Tanto Puebla como la ciudad de México debían caer antes de que llegara el héroe de Oaxaca. En un estado de desconcierto, pidió consejo a su gabinete para saber qué hacer; y sus ministros, auxiliados por Márquez y Mejía, lo convencieron de colocarse como comandante en jefe al frente de sus tropas y salir de la capital para concentrar la fuerza en Querétaro. Por esas fechas, el imperio sólo contaba con las ciudades de México, Puebla y Veracruz, y disponía nominalmente de 20 000 soldados, incluida la fuerza de Losada, el poderoso jefe de bandidos, quien, sin embargo, debilitó el respaldo a Maximiliano al declararse estrictamente neutral en la lucha. Así pues, acompañado por sus ministros, Maximiliano abandonó la ciudad de México con Márquez y 2 000 soldados, y el 19 de febrero entró en Querétaro, en cuya catedral se entonó un Te Deum especial en su honor. Mejía y Miramón estaban en Querétaro con sus tropas, de manera que Maximiliano tenía unos 9 000 soldados a sus órdenes inmediatas en Querétaro, pero cuando el ejército republicano al mando de Corona y Escobedo sitiaron la ciudad, Márquez escapó de noche con 400 elementos de caballería y corrió hacia la ciudad de México acompañado por el general Vidaurri. Maximiliano lo había nombrado lugarteniente del imperio. En la capital, Márquez formó una guarnición de 1 000 austriacos montados, 300 franceses voluntarios, dos cuerpos de cazadores y 2 300 traidores mexicanos. Díaz había iniciado su última marcha gloriosa contra los imperialistas. Después de rechazar el llamamiento secreto final de Maximiliano pidiendo su apoyo, unió las fuerzas del general Figueroa, el general González, el coronel Palacios, el general Alatorre, el general Juan N. Méndez y otros oficiales y con 4 000 soldados se dirigieron a la ciudad fortificada de Puebla. Allí había trincheras y fuertes además de una guarnición de más de 3 000 hombres para la defensa, al mando del general mexicano Noriega.

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Díaz y sus fuerzas llegaron frente a Puebla el 9 de marzo de 1867. De inmediato ocupó el cerro de San Juan, el mismo día que tomó posesión del convento de San Fernando. Extendió las líneas de sitio hacia el sur y hacia el este, pero no circundó la línea norte de la ciudad, porque los fuertes en los cerros de Loreto y Guadalupe tenían muy buenas defensas con artillería. Ocupó los principales suburbios de Puebla y conservó un fuego constante sobre la ciudad. Sus fuerzas se fortalecían conforme arribaban refuerzos día con día. Durante estas operaciones, el enemigo prendió fuego a una tienda situada en el sector de los alrededores de la ciudad que estaba ocupado por los republicanos y Díaz en persona trató de extinguir las llamas. De pronto se derrumbó el techo. El general saltó hacia la puerta, pero de la cintura hacia abajo quedó sepultado en ceniza y escombros. La puerta cayó y lo dejó expuesto a los soldados imperialistas, quienes le disparaban tan de cerca que le chamuscaban la ropa. Los hombres de Díaz lograron desalojar al enemigo, pero los tiradores que estaban al otro lado de la calle seguían disparándole y no podía moverse, aunque la ropa se le quemaba. El coronel Luis Terán, un oficial que después desempeñó una parte importante en la vida de Díaz, trató de salvar a su general y lo jaló de los brazos, sin lograr moverlo. Díaz enfrentó lo que parecía una muerte segura con un rostro tranquilo; pero un ayudante tomó una palanca de cañón y se las arregló para levantar la viga de madera que lo aprisionaba y de este modo sacarlo, dejando sus botas en el rescoldo. No sufrió heridas graves, aunque presentaba fuertes contusiones y quemaduras. Entre sus tropas corrió el rumor de que lo habían matado y esto los desmoralizó. Díaz montó en su caballo y se presentó frente a las líneas. Los soldados estallaron en gritos y vítores cuando vieron que su héroe estaba vivo. La demostración fue un tributo extraordinario y conmovió de tal manera al general que no pudo decir palabra. Hacia fines de marzo, desde Puebla el general Noriega mandó decir a Márquez que Díaz lo tenía acorralado, que dos de sus generales resultaron heridos, uno de sus comandantes de batallón muerto, y toda la población de la ciudad se mostraba hostil con él. Márquez tendría que

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ir a toda prisa con sus tropas para rescatar Puebla y, si triunfaba, unir a todas las fuerzas del Imperio, o permitir la caída de la ciudad y llevar las tropas de la capital a Querétaro, abandonando todo lo demás. Frente a esta situación, Márquez decidió ir de inmediato al auxilio de Puebla. Con una increíble actividad, incrementó la guarnición de la ciudad de México para que ésta pudiera defenderse y el 30 de marzo salió rápidamente con un ejército de 4 000 hombres de los tres brazos armados del servicio y veinte cañones, y partió hacia Puebla para aniquilar al ejército sitiador de Díaz. Al día siguiente, Díaz recibió noticia de que Márquez marchaba en su contra. Al instante reconoció cuán grave era su situación. Si Márquez llegaba antes de que tomara Puebla, las tropas republicanas tendrían que pelear contra el doble de efectivos y quizá los harían pedazos, al quedar atrapados entre dos fuerzas poderosas, las cuales sumaban más de 7 000 hombres en total. Por otra parte, si salía al encuentro de Márquez, la guarnición imperialista de Puebla tal vez lo seguiría y lo atacaría por la retaguardia mientras combatía con la fuerte columna de ayuda comandada por Márquez. Al estar en ese dilema, el general decidió tratar de tomar Puebla por asalto, a pesar de sus fuertes y trincheras. Era la única oportunidad que tenía de evitar un terrible desastre, ya que si Márquez lograba destruir al ejército republicano que tenía sitiada a Puebla, podría avanzar con las fuerzas imperialistas combinadas para salvar a Maximiliano en Querétaro. Con su habitual sagacidad, decidió sorprender a Puebla en un asalto nocturno. Nunca se libró una acción estratégica más brillante en suelo mexicano, y no hay prueba más convincente del genio militar de Díaz que el plan mediante el cual atacó con éxito la posición casi inexpugnable de su enemigo, una ciudad fortificada que tan sólo cuatro años antes 30 000 soldados franceses escogidos no pudieron arrebatarle a los republicanos, sino hasta que su guarnición se rindió por hambre. Aun cuando empezó a sacar a los enfermos, heridos y pertrechos rumbo a Tehuacán, para que estuvieran a salvo en caso de que lo derrotaran, tuvo buen cuidado de ocultar sus intenciones de atacar Puebla,

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y nadie se enteró de su plan sino la noche del 1 de abril, unas cuantas horas antes de abrir fuego. Ni siquiera se confió a sus oficiales. “Si mis propios soldados hubieran tenido noticia de mi propósito, podrían haber revelado el secreto y habría fracasado por completo —dice el presidente Díaz—. Si el enemigo se hubiera preparado, las vidas sacrificadas en el asalto hubiesen sido inútiles.” En la noche del 1 de abril, Díaz reunió a los comandantes de sus fuerzas en una casa que estaba en el centro de sus líneas, donde asignó las columnas de ataque, indicó qué trincheras debían tomar, y con un conocimiento detallado fruto de sus experiencias anteriores al defender Puebla, señaló incluso los muros y puertas que debían romper al entrar a la ciudad. Como el Convento del Carmen era uno de los puntos más distantes de la plaza en la zona que defendían los imperialistas, decidió hacer un ataque falso en su contra para distraer a las fuerzas del enemigo de las posiciones de batalla reales. A continuación formó 17 columnas de ataque de unos 140 hombres cada una, asignando tres de éstas al amago estratégico del convento y concentrando su artillería frente a las trincheras de éste. Al observar que los imperialistas no habían protegido sus trincheras de la retaguardia, dispuso su ataque de modo que el fuego de su infantería pasara por encima de las primeras trincheras de la línea elíptica de defensa, alcanzara la retaguardia de las trincheras enemigas del otro lado y, quizá, en la oscuridad, los confundiera y convenciera de que el enemigo había logrado abrirse paso por sus líneas y los atacaba por la retaguardia. Las tres columnas que debían hacer el ataque falso al Convento del Carmen fueron colocadas cerca de la artillería, protegidas en parte del fuego imperialista —dice el presidente Díaz—. Las otras catorce columnas se formaron en los distintos lugares desde donde cada una debía emprender su asalto. Hice poner un gran lienzo, formado de piezas de manta, colgadas a lo largo de un alambre tendido de torre a torre de la iglesia del cerro de San Juan y suspendidas hasta el suelo, cuyo lienzo,

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empapado en espíritu de resina, debía ser encendido cuando yo lo ordenara, habiendo advertido antes a todos los jefes de columnas de asalto verdadero, que esa gran luz era la señal para iniciar el asalto. La mayoría de las trincheras del enemigo estaban situadas frente a los edificios y tenían el auxilio de los tiradores colocados en azoteas y balcones, y en las horadaciones de los muros. Para neutralizar en parte el fuego mortal de esas posiciones, mi legión de honor, compuesta sólo por jefes y oficiales que no cabían en las filas, estaban formados en grupos equipados con escaleras, y al momento del ataque general, treparían a las azoteas de los bloques de edificios y causarían confusión entre los fusileros del enemigo. Desde que la noche entró, había yo prohibido que se hiciera fuego en ninguno de los puntos de la línea, sino solamente en el caso de que el enemigo pretendiera salir. Este silencio, que pronto fue observado por el enemigo, y la circunstancia de que Márquez [quien marchaba con 4 000 hombres desde la capital] estaba a doce leguas a nuestra espalda, hacía creer al enemigo que esa misma noche nos retirábamos, y que tal vez estábamos ejecutando la evacuación de todas las líneas. Dispuesto todo así, me situé cerca de la Alameda vieja, en un punto donde podía ver la maniobra de algunas de las columnas de asalto verdadero, y las de las tres que debían ejecutar el ataque falso. Era tal mi escasez de municiones, que en la noche mandé recoger a la caballería todas las municiones que tuvieran en cartucheras, para dotar un poco mejor a las tropas de asalto, consolando a la caballería con la idea de que ella tenía para su defensa la lanza y el sable. La caballería estaba formada por el sur frente a los cerros, en espera de órdenes; así me podrían servir en una retirada. El falso ataque al Convento del Carmen ocurrió en la oscuridad a las tres de la mañana del 2 de abril, cuando la artillería de Díaz de repente abrió fuego y las tres columnas que amagaron avanzaron de

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prisa. Sin embargo, resultó ser un ataque verdadero y no falso, y la fuerza cuya intención era sólo la de engañar al enemigo en realidad capturó la posición que tenían frente a ellos cuando la reforzaron las reservas de Díaz. Repentinamente ardió el lienzo preparado entre las dos torres del cerro de San Juan, y mediante una señal convenida, las 14 columnas del ataque verdadero asaltaron la ciudad desde diferentes direcciones. Parecía que un torbellino abrasador había azotado a Puebla cuando las columnas republicanas cargaban por las calles, llevándose por delante a los imperialistas sorprendidos. Las hermosas iglesias de la ciudad mucho después mostraban las huellas de la destrucción provocada por la batalla de esa noche. El fuego vivísimo de fusilería y de cañón no duraría en todo su vigor arriba de diez minutos —dice el presidente Díaz—. A los quince minutos ya no quedaban defendiéndose más que las torres de catedral y las alturas de San Agustín y del Carmen. Los cerros que no sólo no habían sufrido ataque alguno, sino que habían sido reforzados con la mayor parte de los prófugos de la ciudad, hacían fuego de artillería muy vivo sobre toda ella, y principalmente sobre las calles por donde podían ver las masas de mis soldados, pues esto pasaba cuando ya la luz del día era clara. Los asaltantes de cada trinchera tenían que penetrar por un canal de fuegos que despedían las ventanas bajas, las aspilleras, los balcones y las azoteas, más el fuego de artillería y de fusilería que a lo largo de la calle despedía la trinchera. En estas condiciones estaba la trinchera de la calle de la Siempreviva, que tocó asaltar al comandante Carlos Pacheco, quien peleó con gran brío. Al comenzar su asalto, el enemigo lanzaba de las azoteas no sólo granadas de mano y tiros de fusil, sino grandes granadas, puesto que sólo tenían que encenderlas y dejarlas caer. Un casco de esas granadas hirió a Pacheco en una pantorrilla, y aunque perdía también muchos hombres su columna, avanzó hasta la trinchera. Arrojados allí los sacos de paja que traían muchos de los

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soldados con el propósito de pasar los fosos, pudo pasar Pacheco uno de los primeros y allí también fue herido en una mano. Siguió, sin embargo, hasta la esquina de la plaza, y allí un tiro de metralla disparado del atrio de Catedral puso fuera de combate a algunos soldados de su columna, y a él le rompió el muslo izquierdo. Uno de sus soldados lo tomó en brazos para pasarlo a un lugar menos enfilado por los fuegos del enemigo, y otro golpe de metralla le rompió el brazo derecho, y los dos al soldado que lo conducía. Era el momento en que llegaban a la plaza, como primeras columnas asaltantes, la que mandaba el coronel Luis Mier y Terán, y la que mandaba el teniente coronel Enríquez, llegando sucesivamente todas las demás. En ese preciso momento Díaz entró en la plaza y sus soldados victoriosos lo saludaron con sonoros vítores y bayonetas que chorreaban sangre. Hicieron sonar los clarines, ondearon las banderas y dispararon salvas para saludar cuando el día clareaba y les dejó ver a los soldados gritones la figura erguida y el rostro cansado de su dirigente, quien apenas un año y medio antes había bajado por una cuerda desde la azotea de su prisión del convento, a la vuelta de este sitio, y huido en la noche con dos acompañantes para iniciar la campaña extraordinaria que terminó en el exitoso asalto a Puebla y la salvación de la república. Seguían los disparos hechos desde los fuertes de Loreto y Guadalupe, pero la artillería logró someterlos. Díaz no sólo había capturado a una parte importante del ejército de Maximiliano, sino también incautado 6 000 rifles, con abundantes municiones, sesenta cañones montados y 130 sin montar, un almacén de pólvora, y una gran cantidad de ropa y otros materiales. También apresó a unos 22 oficiales y líderes que habían traicionado a la república y los pasó por las armas, conforme a la ley. El resto de sus prisioneros estaban bajo rigurosa custodia y a los oficiales los encarcelaron solos.

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En la hora de su triunfo, el general dio a conocer un discurso para sus tropas. Es interesante observar la manera en que la sangre latina de Díaz —que por lo común era muy reservado, casi tímido en su trato con otros hombres— afloraba en la retórica en ese momento: El General en Jefe del Cuerpo del Ejército de Oriente a sus victoriosos subordinados en Puebla: Compañeros de armas: deseo ser el primero en rendir tributo a su heroísmo. Toda la nación y la posteridad perpetuarán su gloria. Se escribió otra fecha memorable en la ciudad donde Zaragoza eternizó su nombre el día cinco de mayo. A partir de hoy, el 2 de abril de 1867 quedará registrado en el calendario de las glorias nacionales. Yo tenía grandes esperanzas en ustedes. Los he visto, sin armas, responder al llamado de la patria para armarse en Miahuatlán, en La Carbonera, en Jalapa y en Oaxaca, con los fusiles arrebatados al enemigo. Han peleado desnudos y hambrientos, dejando una estela de gloria tras de sí; no obstante, sus logros en Puebla superaron mis esperanzas. Un lugar al que no sin razón se le llama invencible y que los mejores soldados del mundo no pudieron tomar por asalto, se rindió ante un solo embate de ustedes. La guarnición completa y la enorme cantidad de material de guerra acumulado por el enemigo son los trofeos obtenidos en su victoria. ¡Soldados! Ustedes merecen mucho de la patria. La lucha que la desgarra no puede prolongarse. Han dado prueba total de su valentía irresistible. ¿Quién osará compararse con los vencedores de Puebla? La independencia y las instituciones republicanas ya no se tambalearán; es verdad que un país que tiene hijos como ustedes no puede ser conquistado u oprimido. Intrépidos en la batalla y sobrios en la victoria, se han ganado la admiración de esta ciudad por su valor, y la gratitud por su disciplina.

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¿Qué general no se sentiría orgulloso de tenerlos bajo sus órdenes? Mientras ustedes estén conmigo, su amigo se considerará invencible. Porfirio Díaz Uno de los aspectos señalados sobre la captura de Puebla —más notable aun que el plan estratégico, ideado en medio de la confusión de un día de supremo peligro, que permitió a Díaz tomar por asalto una ciudad fortificada sin que su ejército registrara pérdidas— fue el orden perfecto que caracterizó el ataque e hizo posible la victoria. Aunque las tropas republicanas, congregadas a toda prisa desde puntos distantes — muchos de los soldados eran hombres de pésimo carácter y costumbres anárquicas— habían llegado a un grado máximo de indignación por los informes de las atrocidades imperialistas, y por el recuerdo del Decreto Negro de Maximiliano emitido el 3 de octubre de 1865, conforme al cual los oficiales republicanos y sus soldados eran fusilados despiadadamente cual bandidos, disciplina que prevaleció en Puebla después de que la batalla pareció tan perfecta como si no hubiera acontecido lucha alguna. Fue el espíritu disciplinado y moderado de custodia social inspirado por Díaz, aun en ese día de triunfo brutal (cuando las calles de la hermosa Puebla eran una confusión de trincheras, barricadas y prisioneros de guerra en marcha), un espíritu de conservación y un sensato autocontrol lo que en su condición de estadista más tarde extendería a todo un país que estaba hecho polvo y desmoralizado. En las pasiones y agitación de la guerra, cuando se ha desgastado el brillo aparente de la vida convencional, es cuando se pone muy de manifiesto la fuerza o debilidad de los hombres. Con una gran ciudad y un enemigo indefenso a su merced, Díaz se mostró como un hombre justo y magnánimo. Los oficiales prisioneros del ejército de Maximiliano estaban en un lastimoso estado de terror. Consideraban que los republicanos eran una horda de salvajes que no perdonarían ni vidas ni bienes. Por creer que los matarían de inmediato, suplicaron a su vencedor que les permitiera ver a sus familiares y a los sacerdotes. “Ordené enseguida que

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se les pusieran útiles de escribir, papel sellado de todas clases —dice el presidente Díaz— y que se les aumentaran algunas piezas más, para que pudieran separarse sucesivamente en compañía de los sacerdotes. Pasaron el tiempo hasta las tres de la tarde en confesarse y hacer sus disposiciones testamentarias.” Díaz reunió a todos los oficiales prisioneros en el Palacio Episcopal y convocó a varios obispos a la entrevista. A continuación se dirigió a sus prisioneros y con voz grave les dijo que merecían la muerte, pero que tratándose de un número tan grande, el gobierno de la república podría ejercer clemencia, en particular porque estaban seguros de que ganarían. Luego anunció que asumiría la responsabilidad de dejarlos en libertad condicional, pero insistió en que debían prometer que si se publicara un aviso en los periódicos en el sentido de que el gobierno no aprobaba su acción, tendrían que entregarse de inmediato. Todos hicieron la promesa solemne. Uno de los oficiales liberados fue el coronel Vital Escamilla, quien había sido jefe político del distrito de Matamoros Izúcar, y quien, cuando Díaz se escapó de Puebla un año y medio atrás, ofreció una recompensa de su propio dinero por la captura, vivo o muerto, del general fugitivo. Escamilla trató de ocultar su identidad, pero lo delataron ante Díaz, quien lo confrontó con la circular impresa donde ofrecía el pago por su captura, y le dijo en tono seco que le alegraba que el Coronel no hubiese gastado su dinero, le permitió firmar el documento de su liberación y lo dejó salir. El general también emitió una orden en su jurisdicción militar declarando que los prisioneros hechos por el Ejército de Oriente en las batallas de Miahuatlán y La Carbonera, en la ocupación de la ciudad de Oaxaca, en el asalto de esta plaza [Puebla] y en la rendición de los fuertes de Guadalupe y Loreto, quedarán en libertad de residir en el país o en el lugar que elijan, permaneciendo por ahora bajo la vigilancia de las autoridades locales y a disposición del supremo gobierno. Los extranjeros que quieran residir en el país quedan

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sujetos a las mismas condiciones, y los que deseen salir de la república podrán hacerlo libremente.

Después de liberar a los prisioneros, Díaz informó de su acción al presidente Juárez. La verdad es que este último, por algún motivo que sólo él supo, nunca respondió y de este modo no aprobó ni reprobó la generosidad que Díaz mostró para con sus prisioneros. Ésta fue la primera prueba de que las simpatías personales de los dos líderes máximos de México se iban distanciando.

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Con Márquez, el de corazón feroz, y sus 4 000 hombres que estaban en camino desde México, no había tiempo que perder. Poniéndose al mando de su caballería y ordenando a su infantería y artillería que lo siguieran, el vencedor en Puebla salió al encuentro del lugarteniente del imperio de Maximiliano. Dos veces Díaz hizo frente y rechazó el avance de la caballería de Márquez, forzando a retroceder a su fuerza principal en San Lorenzo y, cuando se le unió el general Guadarrama con 4 000 patriotas de caballería, trató de rodear al enemigo, cuando Márquez intentó escapar hacia la capital por el puente de San Cristóbal, el cual cruzaba una profunda barranca. Pero Díaz mandó decir a los amigos de la república que destruyeran el puente, y ya habían tirado en parte la estructura cuando el ejército de Márquez llegó a él. Los imperialistas tuvieron que arrojar casi toda su artillería a la barranca. Márquez intentó entonces ponerse firme del otro lado de la barranca. Díaz lanzó con gran energía su fuerza contra el enemigo, con lo cual Márquez abandonó a sus tropas y huyó para ponerse a salvo en la 301

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ciudad de México, dejando a 2 000 prisioneros de infantería en manos de los republicanos. El resto de las tropas imperialistas fueron perseguidas todo el día hacia Texcoco. Se produjo una lucha en la carrera de más de treinta millas. En la mañana del 12 de abril, los fugitivos exhaustos llegaron a la capital, para darse cuenta que Márquez, quien vergonzosamente los abandonó en el puente de San Cristóbal, estaba allí desde la víspera. El imperio mexicano estaba prácticamente confinado a dos ciudades. Un ejército de unos 20 000 republicanos al mando de los generales Escobedo y Corona tenía encerrado en Querétaro a Maximiliano, acompañado por Miramón y Mejía, y apoyado por 9 000 soldados. Márquez y su fuerza de 8 000 hombres en la capital quedaron rápidamente rodeados por Díaz. El presidente Juárez y su gobierno aguardaban en San Luis Potosí el sombrío final del fallido intento de Napoleón para instaurar una monarquía en América. Aun en ese momento hubo otro esfuerzo por convencer a Díaz. En reconocimiento al poder de su liderazgo, la fortaleza de sus fuerzas armadas y su popularidad entre las masas mexicanas que lo idolatraban, los enemigos de la república constitucional en la capital —ignorantes de los vanos intentos que hacía Maximiliano por convencerlo o inducirlo al error— en su desesperación pensaron apelar por último a su ambición, con la esperanza de salvarse, y le mandaron una emisaria mientras él avanzaba hacia la villa de Guadalupe, desde donde dirigió el famoso sitio de la ciudad de México. En marcha de Texcoco a la villa de Guadalupe —dice el presidente Díaz— se nos incorporó procedente de México, la señora doña Luciana Arrázola de Baz, esposa de don Juan José Baz, que estaba conmigo. Me manifestó que traía una comisión del general Nicolás de la Portilla, quien a la sazón figuraba como ministro de Guerra en la capital; que ésta se reducía a ofrecerme la entrega de la capital, mediante algunas concesiones a Portilla, a los principales jefes del ejército imperialista y funcionarios de la administración; aunque su primera intención era buscar una fusión entre los dos ejércitos,

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bajo la base de que unidos ambos, reconociéndose recíprocamente los empleos que tenían los jefes de cada uno, procedieran de acuerdo para establecer un nuevo orden de cosas que no fuera ni el llamado imperio de Maximiliano, ni el gobierno constitucional del señor Juárez. Por supuesto que deseché esas proposiciones, y ni siquiera las acepté en su forma menos desfavorable, que era la rendición condicional de la plaza, y contesté que sólo admitiría la rendición sin condiciones. En tanto Juárez fuera el representante constitucional de la independencia mexicana; en tanto él representara a la república en su totalidad, y no a una mera facción política; en tanto lo confrontaran invasores y traidores, quienes habían decretado su ejecución, ni el amor por el poder y la gloria ni el temor a la muerte podían inducir a un Díaz cansado de la guerra a modificar su actitud de lealtad obsesiva e incondicional al presidente. Un hombre más débil o menos escrupuloso podría haber promovido sus ambiciones egoístas en una crisis como ésa, encontrando motivos verosímiles para repudiar la autoridad de un estadista indígena indescifrable e imperturbable, cuya personalidad resultaba tan ofensiva, e incluso aterradora, para la Iglesia y los elementos ricos y conservadores en general. Pero Díaz podía ver su deber sólo a través de los ojos de un soldado incorruptible y obediente; sirvió con la misma lealtad que mandaba, rechazando todas las tentaciones. Si fuese necesaria una prueba en esos días agitados de que su humanidad y el amor a la patria sobrepasaban su apetito de soldado para alcanzar la distinción militar o la popularidad política, ésta se observa en el sitio de la ciudad de México. La grandeza del hombre se aprecia en el hecho que cuando pudo conquistar la gloria de tomar por asalto la capital, mantuvo un fatigoso sitio de setenta días en vez de derramar más sangre o someter a una población de 200 000 habitantes a los horrores del bombardeo y el asalto. Sus enemigos lo tacharon de incompetente o cobarde. Incluso sugirieron que tenía algún motivo traicionero para no atacar a la ciudad.

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Se quejaron amargamente con Juárez y trataron de despertar sus sospechas. Los soldados comenzaron a rezongar. Sin embargo, nada pudo impulsar a Díaz a causar un derramamiento de sangre y después de diez años de batallas casi continuas, durante setenta días se situó frente a la capital para salvar a su población indefensa de las escenas lastimosas que había atestiguado cuando tomó Puebla apenas unos días antes. El general acababa de iniciar su sitio el día 13 de abril de 1867, al ocupar todo el terreno orientado al poniente desde el rancho de Santo Tomás casi hasta el cerro de Chapultepec, cuando el general Guadarrama y sus 4 000 elementos de caballería se vieron obligados a abandonarlo y regresar al ejército que asediaba Querétaro. De hecho, antes de terminar el mes, el general Escobedo pidió a Díaz que le mandara más tropas a Querétaro, pero mientras Díaz se disponía a hacerlo, recibió un mensaje del general Escobedo donde decía que sólo necesitaba municiones, y así fue como le envió de prisa treinta carretas cargadas acompañadas de una escolta. En ese momento fue cuando Escobedo ofreció colocarse a las órdenes de Díaz, quien, de haber sido el político ambicioso que sus enemigos describirían más tarde, al instante habría tomado en sus manos casi toda la fuerza de combate de la república y se hubiera convertido en dictador militar. Al paso de los días, el ejército de Díaz creció en forma constante con la llegada de los refuerzos organizados bajo sus órdenes en distintos estados. También llevó artillería desde Puebla y abrió talleres en esa ciudad y en Panzacola para abastecer de municiones. Para completar el sitio, equipó rápidamente canoas con cañones de montaña y de este modo estableció una línea que atravesaba los lagos, formando un puente flotante de San Cristóbal al Peñón de los Baños, conectando así sus líneas con un puesto fortificado que amenazaba la ciudad por el oriente. Antes de que la capital estuviera totalmente rodeada, los imperialistas salieron corriendo con una fuerza numerosa y trataron de abrirse camino entre las líneas sitiadoras, pero Díaz los hizo retroceder a sus trincheras.

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Hubo un intento más por salvar a Maximiliano mediante un llamado al soldado que tantas veces se había negado a escuchar las peticiones del usurpador coronado. Esta vez el agente era el intrigante abad que había ocasionado el regreso de Maximiliano a la capital después de que el emperador iniciara la huida del país. Alrededor del 18 de abril, mientras se perfeccionaba el sitio de la ciudad de México, el abad Fischer, secretario personal de Maximiliano, salió de la ciudad de México para entrevistarse con Díaz, quien lo recibió en el casco de la hacienda de Los Morales. Temblando de emoción, el sacerdote abogó por la vida de su jefe, a quien rodeaban las fuerzas republicanas en Querétaro. Me propuso —dice el presidente Díaz— la abdicación del emperador, a condición de que se le permitiera salir del país, sin exigirle responsabilidad por todos los hechos ocurridos durante el periodo de su gobierno. —Aboga por la vida de Maximiliano —dijo el general en tono grave—, pero ¿quién aboga por la vida de usted? Conforme a la ley, tengo derecho a ordenar de inmediato que lo ejecuten. —No me preocupa lo que me pase —respondió el sacerdote—. Disponga de mi vida, pero perdone la del emperador. Por toda contestación, Díaz en el acto mandó al abad de regreso a la ciudad; le dijo que no tenía facultades para entrar en esos arreglos favorables a Maximiliano. Acto seguido informó a Juárez del incidente. Unos cuantos días después, la princesa de Salm Salm, la esposa estadounidense de un oficial austriaco al servicio de Maximiliano —una mujer hermosa, romántica y llena de vida, cuyos intentos pintorescos y temerarios por rescatar al emperador le han ganado un lugar en la historia— también salió de la capital e hizo sugerencias semejantes a Díaz, pero éste no tomó en serio sus proposiciones y le ordenó que volviera a la ciudad, enviándola escoltada hasta casi llegar a las líneas enemigas. Al tiempo que hacían llamados secretos a Díaz para que asumiera el supremo poder, perdonara la vida a Maximiliano y organizara un

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nuevo gobierno, dentro de la capital, el incalificable Márquez alardeaba de unas imaginarias victorias imperialistas para evitar una revuelta de la población oprimida. Desde el inicio mismo del sitio, Díaz, resuelto a preservar y no a destruir, había anunciado que si los imperialistas llevaban a cabo la rendición pacífica de la ciudad, sus tropas protegerían vidas y bienes. A medida que transcurrían los días, en reconocimiento a la moderación compasiva de la actitud de Díaz, cuando podía haber arremetido contra la capital con su ejército irresistible, los representantes de los gobiernos extranjeros en la ciudad de México instaron a Márquez a rendirse. El sanguinario lugarteniente del imperio quizá se percató de que por sus numerosos crímenes contra la civilización no alcanzarían perdón, y rehusó analizar la rendición incondicional, pero siguió haciendo anuncios engañosos de la creciente fuerza de la causa imperialista, con la esperanza de que a base de demoras podría encontrar la forma de escapar, por lo menos él. El paciente general, cuyo ejército rodeó la ciudad, estaba muy al tanto de los métodos de Márquez de engañar tanto a sus soldados como a la población con respecto a la situación real, sin embargo, se abstuvo de hacer el asalto. Ya había demostrado que podía luchar; ahora ponía de manifiesto que podía esperar. Con la toma de Querétaro y el apresamiento de Maximiliano y su ejército el 15 de mayo de 1867, el general Escobedo le telegrafió las noticias a Díaz, quien con prontitud mandó el informe a la capital. Con gran celo Márquez negó la historia de la caída de Querétaro y aseguró a su ejército que Maximiliano había obtenido una victoria y en ese momento viajaba con sus fuerzas para rescatarlos. El príncipe Khevenhüller, comandante de las fuerzas austriacas y húngaras en la guarnición de la ciudad de México, convencido de que Maximiliano en realidad estaba prisionero, y que toda resistencia armada podría poner en peligro la vida del emperador, informó a Díaz que bajo ninguna circunstancia tomaría parte en un combate si le permitían marchar a Veracruz con sus oficiales y tropas y los funcionarios extranjeros; allí se embarcarían de inmediato hacia Austria.

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Contesté al príncipe —dice el presidente Díaz— que le concedería lo que solicitaba si rompía la línea de los sitiados, se me presentaba en Tacubaya, y me entregaba sus armas, municiones y caballos que no fueran de propiedad particular, y que en cambio yo le facilitaría los recursos pecuniarios y vehículos que necesitara para llegar a Veracruz y embarcarse allí. Khevenhüller me explicó que le era imposible ejecutar lo que yo le prevenía, pero que se encerraría con toda su fuerza en el Palacio Nacional, y en los momentos en que empezara algún combate izaría su bandera blanca y se abstendría de tomar parte en él; y que esperaba que por esta conducta le concedería yo las consideraciones que a mi juicio fueran de equidad, pues su principal objeto era no hacer más difícil la situación de su soberano. El barón de Lago, encargado de negocios de Austria en la capital, también visitó las líneas de Díaz y confirmó la afirmación del príncipe Khevenhüller que las tropas austriacas en la ciudad creían que con la captura de Maximiliano había terminado su misión, y que no se proponían perjudicar la suerte de su soberano tomando parte en más combates. Al barón lo acompañaron dos abogados elegidos por Maximiliano para defenderlo ante el tribunal militar en Querétaro, Mariano Riva Palacio y Rafael Martínez de la Torre, a quienes con toda cortesía Díaz les permitió atravesar las líneas sitiadoras. Una vez tomada Querétaro, el general Escobedo ordenó al general Corona que marchara con dos divisiones para reforzar a los sitiadores de la capital. No obstante esto y otras adiciones a sus fuerzas, y el ofrecimiento de ayuda de los austriacos dentro de la ciudad, para no hablar de las condiciones de la población sitiada que estaba al borde de la inanición, Díaz seguía negándose a derramar más sangre mexicana, y sencillamente hizo más estrecho el círculo del sitio y lo fortaleció. Quienes han encontrado un misterio inexplicable en el rápido cambio del México antiguo donde hubo guerras devastadoras, conspiraciones políticas, bandolerismo, anarquía, inseguridad comercial y bancarrota crónica, al México que durante toda una generación bajo el fuerte lide-

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razgo del presidente Díaz se convirtió en una nación pacífica, próspera y respetada, pueden encontrar una explicación en la tranquila fuerza e inmensa visión con las que el héroe de tantas batallas, con la sangre de los invasores aún fresca en su espada, esperó setenta días a las puertas de la ciudad de México. En ese escenario de sobriedad y autocontrol se anunciaba el futuro de su país. Recién terminadas las escenas de matanzas, y mientras sus soldados anhelaban vengarse de las injusticias de México en Márquez y sus fuerzas, Díaz sólo pensaba en la paz, orden y reconciliación de los mexicanos que debían preceder al restablecimiento de una conciencia nacional. El instinto regenerador del estadista venció a las pasiones del soldado. Su espíritu constructivo era tan fuerte en medio del sitio que, cuando descubrió que Maximiliano había hecho preparativos para cavar un nuevo canal de drenaje en el valle de México, mandó buscar al ingeniero del emperador, el cual se había escondido, y exigió saber por qué se había detenido la obra. Este imponente proyecto para salvar a la capital de la devastación causada por el desbordamiento de los lagos —pese a las ocho millas de muros construidos por los españoles, 50 000 personas se ahogaron en la capital como resultado de una inundación— se inició en 1607, cuando el virrey español don Luis de Velasco, puso a 15 000 indígenas a trabajar en el corte. Una y otra vez se había intentado en vano salvar a la ciudad. El presidente Díaz fue quien al fin realizó y terminó las obras de drenaje con un costo de casi $16 000 000. El ingeniero declaró que había suspendido su trabajo por la falta de fondos. Aun en el campo de batalla, Díaz le ordenó reanudar su tarea, sin esperar a que terminara el sitio y convino en proporcionarle para ese propósito dinero que tomó de sus fondos destinados para el ejército. No es seguro que en la historia haya un ejemplo más notable de previsión constructiva en semejantes condiciones. Así pasó con Grant en Appomattox. Otro ejemplo interesante del carácter del general fue que durante este sitio casó con su primera esposa, la señorita Delfina Ortega y Re-

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yes, hija del médico oaxaqueño que lo atendió veinte años atrás cuando lo hirieron en la batalla de Ixcapa. Esta novia de guerra, cuya boda romántica se celebró fuera de las líneas sitiadoras en Tacubaya, murió en Palacio Nacional durante el primer mandato del presidente Díaz y fue la madre de sus hijos. Tan pronto como los habitantes de la ciudad de México se convencieron de que Querétaro había caído y que Maximiliano y su ejército estaban prisioneros, se desmoralizaron por completo. Dentro de la ciudad, Márquez se negaba cruelmente a socorrer a los habitantes hambrientos por medio de la rendición; afuera estaban Díaz y sus líneas estrechamente unidas, en actitud paciente, disciplinada y seguros del triunfo. Cada vez que Márquez intentó salir por la fuerza, sus hombres eran obligados a retroceder a sus trincheras, ni siquiera un mensajero podía escapar al inexorable círculo de acero de los republicanos. Finalmente, por pura desesperación, el lugarteniente del imperio se colocó a la cabeza de sus tropas e hizo un súbito intento de escapar a través de las líneas sitiadoras en dirección de La Piedad. El puente de los Cuartos ya no existía y los imperialistas casi habían aniquilado al batallón del coronel Leyva, cuando Díaz en persona condujo al rescate a una parte de sus fuerzas y con la ayuda de su artillería hizo que Márquez y sus hombres volvieran a la ciudad, produciéndose una terrible carnicería. El terror y la miseria del pueblo en la atribulada ciudad aumentaron. Las fuerzas de Márquez se debilitaban a diario, mientras que el ejército republicano se fortalecía constantemente, hasta que Díaz tuvo 28 000 hombres concentrados alrededor de la capital. Márquez sabía que el imperio estaba acabado y que Maximiliano era un prisionero sentenciado a muerte; no obstante, seguía enarbolando la bandera imperial. El 15 de junio hizo que repicaran las campanas de las iglesias y lanzó fuegos artificiales; una proclama oficial invitaba al pueblo a prepararse a dar la bienvenida al emperador y su ejército, pero el final estaba muy próximo. El traidor mexicano, el general O’Horan, persuadió a Díaz de circular por la noche entre las líneas de los dos ejércitos para encontrarse

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con él y mandó una linterna con un lente rojo que utilizarían como señal. El líder republicano salió en la oscuridad con cuatro muchachos de los tambores y clarines. Cuando los imperialistas vieron la luz roja que mostraba Díaz, al instante abrieron un tremendo fuego de artillería e infantería. Al día siguiente, O’Horan mandó decir a Díaz que el propio Márquez estaba en la trinchera cuando se vio la señal y ordenó que hicieran fuego. A la noche siguiente, O’Horan salió de la capital y se entrevistó con Díaz, que describe la entrevista como sigue: Me ofreció entregarme la plaza lo mismo que a Márquez, y a los demás jefes principales, sin más condición que extenderle un pasaporte para el extranjero. Le contesté que no podía hacer nada de eso, porque consideraba la plaza como mía, y que en cuanto a los demás jefes, yo cumpliría con mi deber. Me replicó O’Horan que, en efecto, la plaza sería mía; pero que los pollos gordos, fue su frase, podían escapárseme, mientras que aceptando lo que me proponía, todos caerían. —¿Tiene mucho empeño en fusilarme? —me dijo, convencido de que yo no aceptaba sus proposiciones. —No, señor —le contesté— si usted cae en mis manos, lo único que haré será cumplir con mi deber. —Si usted sabe dónde estoy escondido ¿me mandará aprehender? —preguntó. —Si alguno viene a denunciarme en dónde está usted —dije— tendré que mandarlo aprehender. No puedo ofrecer ni más ni menos. Tres o cuatro días antes de que se rindiera la ciudad de México, el general Tavera, hablando en representación de Márquez, salió de la capital para ver a Díaz en un esfuerzo por garantizar condiciones propicias para una rendición. Tuvo que regresar sin ningún resultado. Tavera acababa de regresar a la ciudad cuando Márquez, echando mano al oro que aún quedaba en el erario, desapareció. Se ha dicho que al cruel y cobarde líder lo trasladaron vivo en un ataúd al cementerio de la iglesia de San Fernando y lo liberaron a la media noche; en su huida a Veracruz yendo disfrazado recibió la ayuda de voluntarios

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extranjeros que formaban parte del ejército republicano. Sin embargo, Díaz siempre ha creído que Márquez no abandonó la capital en ese momento, sino que lo escondieron en la residencia de un amigo personal cuya esposa se compadeció de él. Ésta fue una de las pocas casas que no registraron cuando entró el ejército republicano. El fugitivo llegó a Veracruz vestido y equipado como vendedor de fruta, lo ocultó un bondadoso comerciante —muchos años después, al propio Díaz lo escondió el mismo comerciante en la misma pieza— y escapó en un barco a Cuba, donde “el tigre de Tacubaya” aún vive a los 90 años de edad. Hace unos meses, más de 42 años después de escapar, Márquez envió al castillo de Chapultepec un mensaje de felicitación por Año Nuevo a su vencedor de pelo blanco. El cónsul general de los Estados Unidos, Marcos Otterbourg, hizo otro intento por que se dieran las condiciones para la rendición de la ciudad de México. Díaz lo recibió, pero se negó a permitir que bajara de su carruaje o entregara el mensaje. Le advertí —dice el presidente Díaz— que me ocupaba en esos momentos del ataque de la plaza y que le daba cinco minutos para regresar a ella, en la inteligencia de que si pasado ese tiempo aún estaba su coche sobre la calzada, comenzarían mis fuegos sobre él. Esperé sin embargo que el coche del cónsul general se perdiera de vista más allá de la estatua de Carlos IV, para hacer la señal que ordenaba un fuego general de artillería sobre la plaza y movimiento de todas las columnas hacia la ciudad. Díaz no tenía intención de tomar por asalto una ciudad de 200 000 mexicanos. Los frecuentes llamamientos desde la ciudad lo habían convencido de que el enemigo había perdido las esperanzas y su orden para entablar combate de inmediato fue una mera treta para forzar un rendimiento incruento. El presidente Díaz explica qué siguió a este amago: Cuando inició el fuego de cañón los de la plaza no podían ver a las columnas en movimiento y éstas sí podían recibir mis órdenes,

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porque mi telégrafo de banderas estaba fuera del círculo invadido por el humo y el polvo. Ordené a las columnas volver a sus campamentos de lo cual no se apercibió el enemigo. Nuestros fuegos de cañón fueron contestados por la plaza, y como tanto la artillería enemiga como la nuestra disparaban proyectiles huecos, cuando el enemigo suspendió sus fuegos de cañón creímos por algunos momentos que todavía contestaba a los nuestros, porque nuestros proyectiles hacían explosión en sus trincheras, y tal parecía que contestaba a nuestros fuegos. En estos momentos el vigilante de Chapultepec avisó que en las torres de Catedral había una bandera blanca. Mandé suspender el fuego y entonces se vio que en todas las trincheras de la plaza se había puesto la misma bandera. En el acto que cesaron los fuegos de cañón, salió un coche también con bandera blanca por la calzada de la Reforma [el ancho y hermoso bulevar, bordeado de estatuas, que la infortunada Carlota había construido entre la ciudad y el castillo de Chapultepec, y llamada entonces del emperador], y en el cual llegaron a Chapultepec los generales Peña, Díaz de la Vega, Palafox y otro cuyo nombre no recuerdo, que venían a poner la plaza a mi disposición, comisionados a este efecto por Tavera, puesto que desde el día anterior no se tenían noticias de Márquez. De este modo, sin derramar sangre, terminó el intento final que hizo la monarquía europea de derrocar al gobierno republicano en América. Era el 20 de junio de 1867, al día siguiente de producirse la solemne ejecución de Maximiliano, Miramón y Mejía en Querétaro. Díaz no hizo preparativos para cobrar venganza de su país con los invasores o traidores armados. En vez de eso, dispuso ocupar la ciudad de México al día siguiente y ordenó a los panaderos del ejército y a todos los ayudantes que pudo conseguir, que trabajaran toda la noche, horneando pan para la guarnición y los habitantes de la ciudad que estaban hambrientos. A fin de impedir el pillaje, ordenó que la guardia militar del enemigo y los policías se mantuvieran en sus puestos hasta que los relevara y organizó un servicio de policía completo con sus tres

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batallones de Oaxaca, para cubrir toda la ciudad y marcó las patrullas en un mapa, de manera que no perdieran de vista ninguna casa. Mientras los imperialistas de la capital temblaban al pensar lo que podría ocurrirles en la mañana, cuando entrara el victorioso ejército republicano, el general vencedor pasó la mayor parte de la noche elaborando su plan de clemencia y custodia.

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Se han escrito muchas historias absurdas ingeniosas y emocionales sobre la muerte de Maximiliano. Aunque hubo un excepcional cambio de parecer en las últimas declaraciones del principesco aventurero, y las circunstancias que acompañaron a su ejecución despertaron un enorme interés, la disposición poética y dramática que poseía, no la moral, fue la que inspiró tantos intentos de representarlo como héroe o mártir. Durante dos meses el caprichoso emperador de México soportó el sitio de Querétaro. En el curso de ese periodo a los habitantes de la ciudad los robaron, los golpearon, apresaron y asesinaron. Todo varón que vivía en Querétaro que tuviera entre 16 y 60 años tenía la obligación de servir en su guarnición. Las tiendas y residencias fueron objeto de saqueos y a las personas las despojaron vergonzosamente de sus posesiones, a fin de que los soldados estuvieran cómodos. Hacia mediados de mayo, sus dos generales principales, Miramón y Mejía, habían planeado hacer una salida forzada de la ciudad, con la esperanza de salvar a su señor. Un día tras otro pospusieron el plan, ya que Maximiliano estaba ocupado distribuyendo condecoraciones y necesitaba tiempo para decidir qué honores conceder a sus favoritos. Su 314

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edecán, el príncipe de Salm Salm, ha hecho una descripción gráfica del joven y alto usurpador austriaco, de ojos azules y barba rubia, inmerso en el estudio de los honores de la corte mientras la población indefensa que lo rodeaba pedía pan a gritos y sufría los horrores del pillaje militar. De vez en cuando iba a un jardín público situado en la parte de atrás de la catedral y se sentaba a la luz del sol en el borde de una vieja fuente, ocioso, soñador, voluptuoso, indeciso, aun cuando el ejército del general Escobedo estaba bombardeando la ciudad y el paciente Díaz acampaba inexorable en las inmediaciones de la capital. En la noche del 14 de mayo, Maximiliano envió en secreto al coronel Miguel López a ver al general Escobedo. Pidió al comandante republicano que le permitiera salir de Querétaro con cincuenta montados para llegar a la costa y dejar México, con la promesa de no regresar jamás. Sin embargo, tuvo buen cuidado de ocultar a sus generales su intención de abandonarlos y salvar su propia vida. El hecho de que el emperador estaba dispuesto a abandonar a sus leales seguidores, y que comprendía muy bien su conducta traicionera, queda de manifiesto con la nota que le escribió al coronel López: Estimado coronel López: le encargamos que observe el máximo secreto con respecto a la comisión que le damos para el general Escobedo, porque de divulgarse, nuestro honor quedaría manchado. Afectuosamente, Maximiliano La perfidia del emperador puede apreciarse cuando se comprende que el mismo día en que envió al coronel López a negociar su escape, en realidad celebró un consejo de guerra donde se decidió que toda la guarnición de Querétaro debería tratar de romper el sitio al día siguiente. Se ha acusado al coronel López de aceptar un soborno de $30 000 para entregar la ciudad. Esto lo negó muchos años después el general Escobedo. El presidente Díaz dice que Escobedo le informó en privado que, unos cuantos días después de la caída de Querétaro, López hizo un sincero intento por salvaguardar la vida de Maximiliano y sólo después

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de enterarse que resultaba inútil seguir suplicando fue cuando rogó por su propia vida, conviniendo en ayudar al ejército republicano a tomar la plaza. Antes de despuntar el 15 de mayo de 1867, Escobedo atacó la ciudad. El coronel López, comandante de una parte de la línea imperialista de defensa, permitió que las tropas republicanas se volcaran en Querétaro a través del cementerio del Convento de la Cruz. Maximiliano estaba dormido en ese convento. El sonido del combate lo despertó, se vistió y salió corriendo, preparado para huir, sólo para encontrar que el lugar estaba en posesión de los soldados republicanos. Casi de inmediato Miramón y Mejía estaban a su lado. El emperador vestía una túnica azul, pantalón azul con franja dorada y botas altas antiguas de caballería. Su rostro estaba pálido, parecía enfermo aun cuando preguntó a Mejía si sería posible atravesar las líneas republicanas. El general indígena movió la cabeza. El final había llegado. El príncipe de Salm Salm dice que cuando los soldados bloqueaban el camino de su jefe, aquél levantó uno de los revólveres del emperador y que Maximiliano se lo prohibió con un gesto. El general Corona apareció entre las masas de la infantería de patriotas. Maximiliano, quien había amarrado un pañuelo a su fuete como signo de tregua, desenvainó su espada y se la ofreció al general republicano presentándose pedantemente como emperador de México; pero Corona le informó que él no era tal emperador sino un mexicano y un prisionero. Con la muerte frente a él, Maximiliano intentó por pura astucia evadir el castigo por sus crímenes contra el pueblo de México. Cuando le informaron que debía enfrentar un juicio, declaró con frialdad que no era emperador de México, sino que al haber abdicado dos meses antes, no pasaba de ser un archiduque austriaco con estancia temporal en México. Esto pese a que dos días antes de su captura todavía estaba entregando condecoraciones mexicanas imperiales. Exigía con altivez que como archiduque del imperio austriaco le otorgaran un salvoconducto para llegar a la costa y le permitieran regresar a su país.

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Es verdad que Maximiliano había firmado un documento de abdicación, pero lo escondió y en el propio instrumento mostraba que había designado regentes que perpetuaran su imperio en caso de que muriera. Aunque conforme a la ley mexicana aprobada en 1862 el prisionero podía haber sido pasado por las armas en un plazo de 24 horas, el presidente Juárez ordenó que a él, junto con Miramón y Mejía, lo juzgaran públicamente en una corte marcial. Los cargos contra Maximiliano fueron: invadir el país sin derecho; llamar a extranjeros para que lo ayudaran en esta guerra injusta; destruir la Constitución y las instituciones del país; destrozar las vidas y bienes de los mexicanos; decretar el brutal asesinato de los mexicanos que defendían su país; autorizar que sus soldados destruyeran pueblos y ciudades mexicanos; alentar a las tropas extranjeras para que mataran miles de ciudadanos; y, cuando ya no contaba con el apoyo de tropas extranjeras, emplear a traidores mexicanos para mantenerlo en su usurpación del poder hasta el momento mismo en que lo había vencido la fuerza. Con un valor digno de mejor causa, la hermosa princesa de Salm Salm intentó varias veces salvar la vida de Maximiliano. Logró entrar al convento donde estaba prisionero, y mientras lo ayudaba, junto con su esposo, planearon su escape. El príncipe de Salm Salm declara en su diario publicado que al prepararse para huir, el prisionero intentaba dirigirse a Veracruz. “En esa ciudad —dice— el emperador esperaba encontrar más de un millón de dólares en el erario y como los mexicanos carecían de flota para impedirlo, podría conseguir provisiones de La Habana y tropas del estado de Yucatán que estaba de su lado. Así podríamos aguantar cuando menos un año, mientras Miramón y Mejía estaban ocupados en el país.” La princesa intentó sobornar al coronel mexicano que estaba encargado de los prisioneros, ofreciéndole dos pagarés de la familia imperial austriaca por valor de $100 000 cada uno, firmados por Maximiliano y en los cuales además puso su sello. El prisionero había sobornado a los guardias del convento. En otra ocasión, cuando todo estaba listo para la huida de Maximiliano, con los caballos listos y una escolta proporcio-

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nada en secreto, Maximiliano no sólo había declinado cortar su larga barba, de la que estaba muy orgulloso, sino que en el último momento informó con desgano a sus supuestos salvadores que había decidido no escapar esa noche. El coronel a quien la princesa le había ofrecido un soborno de $200 000 reveló la conspiración al general Escobedo, y ese oficial, diciéndole de manera cortante que el aire de Querétaro no le sentaba, la expulsó del lugar. A Maximiliano le permitieron seleccionar a sus abogados defensores, pero cuando se acercaba la fecha del juicio, declinó comparecer ante los jueces alegando enfermedad. Se negó a reconocer la autoridad del tribunal y tuvo la audacia de escribir una nota donde pedía a los jueces que se declararan incompetentes para juzgarlo. Sin embargo, todos los subterfugios fueron vanos y después de una vista completa e imparcial, Maximiliano, Miramón y Mejía fueron declarados culpables y sentenciados a muerte el 14 de junio de 1867. Se hicieron esfuerzos extraordinarios para salvar a Maximiliano de su destino. La reina de Gran Bretaña y Napoleón III apelaron al presidente Juárez a través del gobierno de los Estados Unidos. El emperador de Austria también abogó por la vida de su hermano cautivo, con el ofrecimiento de restituirle todos sus derechos en Austria y garantizando que nunca regresaría a México. Víctor Hugo le escribió una carta conmovedora a Juárez. El presidente de los Estados Unidos se unió a la apelación, pero no en forma enérgica. El presidente a quien Maximiliano había ordenado que mataran cuando lo capturaran, aplazó el día de la ejecución, pero declinó entrometerse en el curso de la justicia. A través de su ministro, Lerdo de Tejada, declaró que el carácter del prisionero no era de fiar en absoluto y, por lo tanto, no era posible tener la certeza de que se abstendría de intentar algo más en la nación mexicana. Los soberanos de Europa no podían otorgar una garantía confiable de que Maximiliano no emprendería una nueva invasión del país. La existencia de México como nación independiente no podía abandonarse a lo que quisieran los gobiernos de Europa. Durante cincuenta años México había seguido una política de transigir y perdonar. Como resultado hubo constantes guerras

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y anarquía. El perdón de Maximiliano no sólo provocaría confusión e incertidumbre política en México, sino que animaría a Europa, donde no estaban dispuestos a considerar que los mexicanos eran dignos de formar una nación y veían a las instituciones republicanas como el sueño de los demagogos, a enviar nuevos ejércitos al otro lado del mar so pretexto de civilizar al país. El día de la ejecución se fijó finalmente para el 19 de junio. La noche anterior a la tragedia, la princesa de Salm Salm, estadounidense que no renunciaba a la lucha, hizo una última apelación al presidente Juárez en San Luis Potosí. En su interesante libro describe su entrevista con el indígena de gran corazón, cuya muerte Maximiliano había decretado con tanta crueldad: Eran las ocho de la noche cuando fui a ver al Sr. Juárez, quien me recibió de inmediato. Se veía pálido y reflejaba sufrimiento. Con labios temblorosos, abogué por la vida del emperador, o al menos un aplazamiento. El Presidente dijo que no podía concederlo; no prolongaría más su agonía; el Emperador debe morir mañana. Cuando oí estas crueles palabras sentí un enorme pesar. Temblando de pies a cabeza y sollozando, caí de rodillas y supliqué con palabras que me salían del corazón, pero que no puedo recordar. El Sr. Juárez trató de levantarme, pero me abracé convulsivamente de sus rodillas y le dije que no me iría sin que concediera el perdón. Observé que el Presidente estaba conmovido; tanto él como el Sr. Iglesias [el Ministro de Justicia], tenían lágrimas en los ojos, pero me respondió con voz baja y triste: “Me siento apesadumbrado, señora, de verla arrodillada frente a mí; pero si todos los reyes y reinas de Europa estuvieran en su lugar, no podría salvarle la vida. No soy yo quien se la quita, el pueblo y la ley lo hacen, y si no cumplo la voluntad del pueblo, éste se la quitará y a mí también.” Esa misma noche Maximiliano se sentó en su pequeña celda conventual y le escribió una breve nota al presidente:

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Querétaro, 19 de junio de 1867 Señor don Benito Juárez: A punto de morir, como consecuencia de haber tratado de descubrir si las nuevas instituciones políticas pondrían fin a la sangrienta guerra civil que por tantos años se libraron en esta tierra desdichada, con gusto ofrendo mi vida si el sacrificio trae paz y prosperidad a mi país de adopción. Con la profunda convicción que nada duradero puede construirse sobre un suelo empapado en sangre y desgarrado por violentas conmociones, le imploro de la manera más solemne, y con la seriedad propia de mi posición, que mi sangre sea la última que derramen y que, con la perseverancia con que usted ha mantenido su causa (y que con todo gusto reconocí y valoré en mi prosperidad), se consagre a la noble tarea de la reconciliación y de establecer una paz y tranquilidad permanentes en este país infeliz. Maximiliano Previamente había escrito la siguiente nota enternecedora a su demente esposa Carlota: Mi amada Carlota: Si algún día Dios te permite recuperarte, sabrás de la creciente desgracia que me ha seguido desde que partiste a Europa; te llevaste mi alma contigo. Tantos golpes inesperados han destruido mis esperanzas, así que la muerte es un gozoso alivio más que una agonía. Muero gloriosamente como soldado y como rey, derrotado mas no deshonrado. Si tu sufrimiento es tal que Dios te llame a mi lado, bendeciré la mano divina que se ha posado sobre nosotros con tanta fuerza. Adiós. Adiós. Tu desventurado Maximiliano Poco después del alba del 19 de junio de 1867, Maximiliano, con Miramón y Mejía fueron conducidos en un coche al Cerro de las Cam-

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panas, a las afueras de la ciudad, donde congregaron a 4 000 soldados de la república para que los vieran morir. Se dice que en el trayecto, Mejía trató de aliviar las últimas horas de su jefe diciéndole que Carlota había muerto. Durante todo el pavoroso espectáculo este valiente pero equivocado general, a quien el príncipe de Salm Salm describió como un “pequeño indígena feo, notablemente amarillo, de unos cuarenta y cinco años, de boca enorme y con unas cuantas cerdas a manera de bigote”, se comportó con dignidad silenciosa. Muchos días antes, el general Escobedo le había ofrecido la posibilidad de escapar, pero rehusó hacerlo a menos que Maximiliano se fuera con él. El presidente Juárez le ofreció en privado perdonarlo, pero se negó a aceptar el perdón. Los tres hombres fueron llevados cuesta arriba hasta un muro de adobe y se pararon uno al lado del otro. Se abrazaron y vieron al cielo; un sacerdote permaneció cerca de ellos. Maximiliano, a quien colocaron entre sus compañeros, cedió el lugar de honor a Miramón, quien declaró a voz en cuello que nunca había sido un traidor, pidió que no se manchara su nombre ni el de sus hijos y gritó, “¡Viva el emperador!” Maximiliano se dirigió entonces a las tropas y la enorme multitud silenciosa se reunió del otro lado. Con voz sonora y una dignidad más principesca que nunca antes había mostrado en su carrera, declaró que moría por la independencia y la libertad de México. Estaba destinado a ser benefactor o mártir. Esperaba que su sangre fuera la última que derramaran para bien de su país de adopción. Luego avanzó y entregó unas cuantas monedas de oro a cada soldado del pelotón de fusilamiento. Por petición de él no le vendaron los ojos. Mirando directo a la cara a sus ejecutores, les pidió que no le dispararan al rostro para que su madre pudiera reconocer su cadáver y colocando las manos en su pecho e irguiéndose, esperó los disparos que pusieron fin a la escena. Se ha dicho muchas veces y por lo general se cree que si Maximiliano hubiera estado en manos del general Díaz, no lo habrían ejecutado. Quien esto escribe mencionó esta idea al presidente Díaz hace apenas unos meses. Por un momento miró serio hacia abajo, obviamente conmovido por la afirmación. Después me miró a los ojos y dijo:

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Creo que hubiera consentido en su muerte en ese momento, no como venganza, sino como necesidad nacional, como un medio para terminar con el espíritu revolucionario en el país. De hecho, estoy muy seguro de que, de haber estado en mis manos, la suerte de Maximiliano no habría sido distinta. La vida de una nación es más importante que la vida de cualquier individuo. Sin embargo, —y sus grandes ojos brillaron al tiempo que colocaba las manos atrás y enderezaba su ancha espalda— me da gusto que la responsabilidad de su ejecución no fuera mía. Antes de la muerte del ministro de Relaciones Exteriores de Juárez, Lerdo de Tejada, le expresó a un amigo su satisfacción de que la emperatriz Carlota no estuviese en México al finalizar el imperio; “nos hubiéramos visto obligados a ejecutarla también a ella”, dijo.

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Un indicio de la actitud solícita con que entró Díaz al frente de su ejército de 30 000 hombres a la ciudad de México ya rendida, la mañana del 21 de junio de 1867, fue la procesión de enormes carretas colmadas con pan recién horneado para la población famélica, las cuales venían tras las rutilantes columnas de la república triunfante. Al entrar en la capital de su país en un desfile de acero reluciente, el rostro del triunfador tenía una expresión de agobio por las preocupaciones, casi triste. Las responsabilidades de la paz parecían resultarle más pesadas que la agitación y los peligros de la guerra. Éste fue uno de los días supremos de su carrera militar, un día que siempre se recordará en la historia mexicana, no obstante prohibió que las multitudes regocijadas lo vitorearan a él o a su ejército, de manera que no hubiera nada que despertara pasiones partidistas y perturbara la paz y el orden perfectos de su entrada. En vez de registrar toda la ciudad en busca de víctimas, se preocupó de que las vidas y los bienes estuvieran protegidos, que hubiera atención para los enfermos y que se distribuyeran alimentos primero 323

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a las mujeres, niños y ancianos. Había ordenado que no introdujeran pulque (la bebida alcohólica autóctona común) a la capital durante tres días y no se vieron hombres ebrios. No sólo patrullaban las calles con sumo cuidado, sino que piquetes de soldados mantuvieron las líneas militares del sitio; nadie podía entrar o salir de la ciudad si no llevaba una autorización escrita. A fin de terminar en el acto con la anarquía, el general anunció que el robo o los delitos violentos serían castigados con la pena de muerte. Esta orden no hizo distingos entre amigos o enemigos, soldados o civiles. Los únicos prisioneros que se presentaron voluntariamente después de que Díaz ocupó la ciudad fueron el general Tavera y unos cuantos oficiales y hombres. Díaz publicó una circular en la que ordenaba a todos los funcionarios del ejército imperialista, así como a ministros, consejeros y jefes de departamento en la administración imperial, entregarse en determinadas prisiones temporales que les asignaran conforme a su clase, concediéndoles un plazo de 24 horas para que se presentaran. Muy pocos obedecieron la orden, con lo cual los destacamentos hicieron pesquisas en la ciudad. Entre los arrestados estaba el general Vidaurri, general republicano, quien en un momento decisivo de la guerra y mientras era gobernador republicano de San Luis Potosí, se convirtió en traidor, se pasó al bando de los imperialistas y atacó Monterrey, donde el presidente Juárez y su gobierno se habían refugiado. Cuando me informaron de su aprehensión —dice el presidente Díaz— mandé que a Vidaurri lo pasaran por las armas inmediatamente, sin más diligencia judicial que la identificación de su persona. Procedí así tanto porque había incurrido en las penas establecidas en mis circulares, cuanto por la parte que había tomado en la prolongación de la guerra, sosteniendo a la causa imperialista y para que su ejecución sirviera de ejemplo a los que no habían cumplido con mis órdenes. Esta fue la única sangre imperialista que derramó Díaz. Márquez se había escapado y O’Horan —quien trató en vano de salvarse de an-

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temano aceptando traicionar a Márquez y su guarnición para entregarlos a Díaz— todavía permanecía escondido, pero lo descubrieron y lo fusilaron después de que Juárez y su gobierno regresaron a la ciudad de México. Unos días después Díaz desarmó al príncipe Khevenhüller y sus tropas austriacas, lo ayudó a llegar a Veracruz y le permitió embarcarse hacia su país. También desarmaron al capitán Schenet y sus 200 guerrilleros franceses y le permitieron abordar el mismo barco en que partiría el citado príncipe. Los estudiosos superficiales y poco cuidadosos del México actual con frecuencia expresan su sorpresa de que la república pudiera llegar a esas alturas de prosperidad financiera y desarrollo material bajo la prolongada presidencia de un soldado combatiente, a quien la primera vez instalaron en el poder sus victoriosos soldados. Olvidan los estudios de derecho que hizo de joven; pasan por alto la originalidad e inventiva administrativas que mostró a la edad de 25 años cuando ocupaba el cargo de subprefecto en el solitario pueblo de la montaña en Ixtlán; la extraordinaria capacidad ejecutiva que le permitió conseguir ingresos y mantener el gobierno de Tehuantepec cuando quedó aislado de toda asistencia o asesoría de fuera y las excepcionales cualidades de que hizo gala después de escapar de prisión en Puebla cuando reunió, equipó y mantuvo su nuevo ejército y gobernó los muchos grandes estados que le confiaron. Al observar a fondo los resentimientos de su pueblo y reconocer las amargas penurias que más de medio siglo de luchas armadas habían causado en la vida diaria, nunca había permitido que los gastos de la guerra recayeran en la población general tan maltratada. Otros generales sabían cómo pelear, pero no mantenían bien a sus tropas e impusieron crueles sacrificios a las ciudades pequeñas y pueblos, a menudo provocando que las víctimas se pasaran a los imperialistas, quienes no tenían que vivir en el país. Mientras sitiaba a la ciudad de México, Díaz se las arregló para pagar puntualmente a sus soldados y también cumplir con el gasto público del vasto dominio que tenía bajo su jurisdicción. No sólo eso: a pesar de

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todas las dificultades en realidad acumuló un excelente superávit. Estos recursos no fueron resultado del saqueo aleatorio, sino que los recaudaron mediante los impuestos ordinarios del estado, el cobro sistemático de multas y la confiscación legal de bienes que eran propiedad de los ciudadanos mexicanos que habían apoyado a Maximiliano. La reputación de Díaz como administrador eficiente era tan grande, y tan conocidos sus métodos rápidos y de trato justo, que cuando entró a la capital pudo obtener de inmediato, a través de José de Teresa, un préstamo de $50 000 sobre su crédito personal. Un grupo de comerciantes extranjeros, principalmente ciudadanos de los Estados Unidos, le entregaron en forma voluntaria $200 000 por medio del cónsul general de su país. Estos préstamos los reembolsó en el término de un mes e incluso antes de que Juárez regresara a la capital. No obstante la pasión y el desorden de la época, Díaz había llevado cuenta exacta y detallada de los ingresos de su administración, incluidos todos los recursos capturados por sus tropas, desde el momento en que inició el fondo de su ejército con los $3 000 de los que se apoderaron en Tulcingo un bandido patriota y sus seguidores. Cuando Juárez apareció en la ciudad de México, el general transfirió al ministro de Finanzas la caja fuerte de su ejército con $87 232.19, además de los cuales entregó más de $200 000 de sus diversos funcionarios de finanzas. Sus ahorros totales sumaron un total de $315 000. Esta demostración de fidelidad y previsión administrativa sorprendió más porque Díaz le entregó al gobierno general un ejército bien alimentado, bien armado y bien vestido, con todos sus pagos al corriente hasta el momento mismo del arribo de Juárez. Así pues, menos de trece años después de que el pobre y joven estudiante de derecho de Oaxaca había desafiado públicamente al tirano Santa Anna, pudo saludar al presidente de la república que regresaba, sin que su ejército o su administración tuvieran deudas y con cientos de miles de dólares en su tesorería, dando cuenta exacta de todos los asientos de ingresos o egresos. No sólo eso, también había salvado el nombre de su país a los ojos del mundo, en un momento en que la incomprendida ejecución de

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Maximiliano había horrorizado a Europa, y a un Juárez humano aunque inflexible lo acusaban de ser un salvaje sanguinario. En carta particular fechada en San Luis Potosí —dice el presidente Díaz— el presidente me había ordenado que redujera a prisión a M. Danó, ministro del Imperio francés cerca de Maximiliano, y que pusiera a disposición del gobierno el archivo de la legación. Contesté al presidente que no me parecía prudente este procedimiento, pero que no me permitía aconsejarle que no lo llevara a cabo, sino que simplemente le suplicaba me eximiera de ejecutarlo; y que puesto que ya no había enemigo en el país, no tendría yo inconveniente en entregar el mando del ejército que estaba a mis órdenes al jefe que me indicara, para que éste cumpliera sus órdenes. No recibiendo respuesta a mi carta, ni a un oficio en que resignaba al mando, le escribí otras varias cartas, suplicándole me diera sus órdenes para no perder la oportunidad de cumplirlas, porque el ministro francés me urgía mucho para que le diera una escolta que lo condujera a Veracruz. Cuando recibí al señor Juárez delante de Tlalnepantla [cerca de la capital], pregunté al señor Lerdo [secretario de Estado] por qué no se habían contestado mis cartas, y me dijo que, en su concepto, había yo tenido razón en no prestarme a cumplir esa orden que pudo haber comprometido al gobierno, y di así por terminado este incidente. El mismo día que entró a la ciudad de México con sus tropas, Díaz le había mandado a Juárez su renuncia como general en jefe del Ejército de Oriente. El presidente no hizo caso. No queda duda alguna de que el gran zapoteco, quien había mantenido la causa de la república en sus horas oscuras con tan noble dignidad, valor y elocuencia, estuviera si no en realidad celoso, cuando menos resentido, por la extendida popularidad de su leal general. Después de todo, Juárez era humano y se sabe que Ignacio Mejía, su ministro de Guerra, quien envidiaba el ascenso de Díaz a la categoría de héroe nacional, todo el tiempo buscaba influir en el pensamiento

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del presidente en contra de su otrora discípulo y siempre insobornable amigo y partidario. Baste recordar la frecuencia y la viril indignación con que Díaz resistió todos los intentos para persuadirlo de abandonar o renegar del fugitivo e indefenso Juárez, para percatarse de su sentir cuando, en la hora de su éxito, y después que había ofrecido dejar su mando, el presidente persistió en hacer caso omiso de sus urgentes e importantes cartas oficiales. Esta frialdad que surgió entre los dos grandes mexicanos, tan parecidos en objetivos y tan diferentes en sus métodos y capacidades —uno lleno de energía, práctico y abierto; el otro teórico, puntilloso y reservado— fue el punto de partida, no identificado en su momento, de una nueva división en la política mexicana, la génesis de los acontecimientos que a la larga cambiaron la historia mexicana. Juárez regresó a la capital en bancarrota y con ministros, secretarios y soldados que no recibían pago. Para recibirlo, Díaz salió más allá de Tlalnepantla, y en ese pueblo, el presidente confesó que los soldados de su escolta, un regimiento, dos batallones y media batería llevaban muchos días sin paga. Los miembros de su gabinete no habían recibido su sueldo. El general entregó de inmediato los recursos necesarios para cubrir la urgente necesidad. A pesar de la rara apatía que Juárez mostraba hacia él, Díaz hizo minuciosos preparativos para la entrada del presidente a la ciudad. Entre otras cosas, mandó hacer una gran bandera mexicana con un costo de $240. Cuando Juárez, luego de pasar entre las tropas de Díaz, mientras en las calles resonaban los gritos de la gente y el sonido de la música, llegó a la tarima montada frente al Palacio Nacional para la ceremonia, Díaz le entregó la bandera diciendo: “Tal vez le sorprenda que no ondeen los colores nacionales en el Palacio Nacional. Recordando la promesa que le hice cuando los invasores de nuestro suelo obligaron al gobierno de la república a arriar su bandera e irse de la capital, que volveríamos a izarla en el palacio, prohibí que se izara nuestra amada bandera en ese edificio hasta que usted lo hiciera personalmente."

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No muchos días después de este suceso Díaz sostuvo una larga charla con el Presidente, durante la cual le informó que tenía intenciones de retirarse del ejército y dedicarse a la actividad comercial. Juárez le rogó que no abandonara el servicio militar e insistió en que le sería difícil emprender otra carrera. Juárez licenció a más de dos terceras partes del ejército, sin hacer el mínimo esfuerzo por brindar empleo o pensiones para los innumerables funcionarios y hombres que de improviso quedaban librados a sus propios medios. Tuvo un comportamiento poco amistoso con los antiguos seguidores y amigos de Díaz, y empezó a removerlos de sus cargos. Lo que quedó del ejército fue dividido en varias divisiones de 4 000 hombres cada una. Díaz, quien había sido el principal general de la república, fue asignado a una de estas divisiones, y sin pronunciar ninguna queja, se fue con ésta para tomar posesión de su cuartel en Tehuacán.

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Mientras duró la guerra y mientras se puso a prueba la independencia mexicana, el profundo valor moral, la gran elocuencia y la patriótica fidelidad de Juárez lo salvaron de las críticas o la oposición de sus compatriotas leales. Con el retorno a la paz, empezó a verse su debilidad como gobernante. El gran indígena poseía una mente legislativa y no de gobierno. Con el derribo de la tiranía eclesiástica su verdadera misión llegó a su fin. Embelesado en la contemplación de las teorías de gobierno fundamentales que se había visto obligado a defender durante tantos años de adversidad, peligro y distorsiones, carecía de la suficiente flexibilidad mental para reconocer que el problema inmediato de México era de fuerza y habilidades mas no de principios. Un concepto sólido de gobierno es que la ley debe estar al servicio del orden. En México había desorganización social y política, el país estaba en bancarrota y reinaba la anarquía. En todos los caminos man330

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daban los bandidos, quienes invadían las grandes ciudades y saqueaban incluso en las calles de la capital. Se salvó la forma de gobierno republicana, pero por todas partes existía inseguridad en las vidas y bienes. El capital extranjero había salido del país y la actividad comercial estaba paralizada. Mientras estuvo al mando de la ciudad de México, sin tener en cuenta el derecho ordinario, y aprovechando sus facultades especiales, Díaz puso fin de inmediato al pillaje al decretar que habría pena de muerte para quien robara cualquier cosa cuyo valor fuera aun de 25 centavos. Su mente clara y práctica se ocupaba de las realidades de la vida. Vio que el pueblo mexicano era sometido a juicio por el mundo civilizado y que mediante la fuerza aplicada en forma inteligente debía establecerse un nuevo orden de las cosas antes de que en la nación pudiera darse la reconciliación y la consolidación. Gobernante y administrador nato, su mente estaba fija en el propio gobierno más que en las teorías de gobierno, y pensaba en los objetivos de la democracia y no en los métodos específicos de la democracia. Con este espíritu se dirigió a Juárez y señaló los espantosos efectos que tenía el bandolerismo generalizado, no sólo en las vidas y fortunas del pueblo mexicano, sino también en la reputación y el crédito nacionales alrededor del mundo civilizado. Le rogó al presidente que hiciera frente a la emergencia mediante una ley especial que autorizara la ejecución sumaria de bandidos y secuestradores. La salvación del país de la anarquía dependería de que se tomaran medidas rápidas y duras. El mundo debe saber que la república de México cuando menos fue capaz de mantener el orden público. Los inversionistas de otros países deben convencerse de que la nación protegerá las vidas y los bienes. Juárez con su mente puntillosa no se atrevía a implantar el plan del soldado brusco para aplicar la justicia repentina y terrible a los bandidos. Concentrado aún en las formas exactas de la ley, aunque ésta se viera impotente, respondió que, bajo la Constitución, los salteadores de caminos tenían derecho a un juicio en los tribunales ordinarios. Eran ciudadanos de la república y no se les podía privar de sus derechos legítimos.

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Entre los estadistas de todos los países hay grandes idealistas políticos, como Juárez, quienes ven la sociedad sólo a través de sus propios temperamentos. En una mirada introspectiva al dominio bien ordenado de su naturaleza moral personal, su tendencia no premeditada es minimizar o pasar por alto las enormes y en ocasiones irreconciliables diferencias existentes en las unidades sociales y políticas sobre las que debe tomar decisiones el gobierno. Otros, como Díaz, se ocupan de las realidades de la vida, ven el egoísmo, la superficialidad, la desigualdad, los antagonismos naturales, la opacidad moral, la incompatibilidad social y la ausencia de una clara conciencia cívica que se da entre las masas no desarrolladas del pueblo; reconocen que, si bien los objetivos de una sociedad sólida y estable son la protección justa e igual y las oportunidades para todos, la fuerza persuasiva del gobierno debe ejercerse a través de algunos y sobre otros. Para mentes como la suya, la paz y el orden forman el umbral indispensable hacia todo lo demás. No puede haber un sentido colectivo del deber donde no existe el sentido individual del deber. La ignorancia e incapacidad de un ciudadano, mexicano o de otro país, no puede convertirse en conocimiento y capacidad por el simple proceso de multiplicarlos varios millones de veces. Tanto Juárez como Díaz fueron necesarios para la espléndida evolución del México moderno, y la importancia y el valor relativos de sus servicios a la nación deben determinarse mediante un sincero estudio de la naturaleza de las condiciones en que el liderazgo de cada uno se hizo permanente. Una vez definida la forma de gobierno y ya que ahora se ponía en duda el derecho de los mexicanos a conducir sus asuntos a su modo y para su propio y exclusivo beneficio, el nuevo problema era cómo garantizar la paz interna e iniciar el desarrollo material de un pueblo abandonado tanto tiempo a la política y la guerra. Nadie veneraba las nobles cualidades de Juárez con más sinceridad que Díaz, sin embargo, su mentalidad práctica consideraba que por el momento la Constitución en todas sus partes no era tanto la expresión deliberada de la voluntad del pueblo mexicano con derecho al voto, sino un estandarte partidista, el cual se había vuelto sagrado debido a la sangre sacrificada en su nombre.

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Descorazonado por la negativa de Juárez a enfrentarse decididamente a una anarquía armada tan abierta y tan generalizada que equivalía a la guerra, Díaz se retiró a cumplir sus deberes militares en Tehuacán y observar cómo se desarrollaban los acontecimientos. Entretanto el presidente, quien había herido los sentimientos de Díaz al desatender con frialdad sus urgentes comunicados oficiales, siguió retirando de sus cargos a los amigos del general y desatendiendo a sus viejos compañeros de armas, a quienes de improviso sacaron del servicio militar después de años de lucha en el campo de batalla, lo cual no les permitía estar en condiciones de ocupar de inmediato los empleos ordinarios de la vida privada en un país desorganizado y devastado. Cuando volvió a la ciudad de México, Díaz le comentó al presidente el profundo dolor que sentía al ver que destituyeron de sus cargos a sus amigos, no sólo porque le causaron disgusto personal a sus compañeros de mérito en la guerra, sino porque la autoridad del gobierno era tan poco sólida que su política podría derivar en insurrecciones armadas, y él no creía poder ayudar a sofocarlas si tenía que combatir a sus amigos del ayer. En particular se quejó de la remoción del general Juan N. Méndez, el valiente y competente oficial a quien él había nombrado gobernador del estado de Puebla. Juárez escuchó imperturbable los consejos y la protesta de su general, pero declinó modificar el rumbo de alguna manera. Ese incidente sirvió para acrecentar el distanciamiento que con el tiempo separó por completo a ambos hombres. Juárez tenía un mes escaso en la capital cuando ordenó una elección para escoger nuevo presidente y un nuevo Congreso. Esto sustituiría a la elección nacional aplazada cuando el presidente y su gobierno se refugiaron en Paso del Norte durante la guerra de intervención. Al mismo tiempo ordenó celebrar un plebiscito popular para determinar si el presidente debería tener el derecho de un veto que suspendiera todos los actos del Congreso —el veto sólo sería derrotado por una mayoría de dos tercios— y también decidiera si los sacerdotes y otros eclesiásticos, privados de derechos políticos y excluidos de los cargos por las Leyes

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de Reforma, deberían tener de nuevo el derecho a ocupar escaños como diputados en el Congreso. El propósito de Juárez al proponer la rehabilitación política de los eclesiásticos era un intento magnánimo de promover la reconciliación en la sociedad mexicana. Quien había despedazado el poder de la Iglesia y la había despojado de su riqueza y privilegios, ahora en señal de paz proponía restituirle a sus clérigos el derecho de ser votados para un cargo. Pese a toda su experiencia, Juárez equivocó fatalmente el momento. Lo reeligieron en la presidencia, pero su plan de conceder los derechos de ciudadanía al clero fue rechazado al calificarlo de medida reaccionaria. Los amigos de Díaz propusieron a éste como candidato para contender con Juárez y utilizaron su nombre a pesar de sus enérgicas protestas. El inoportuno esfuerzo de Juárez por restaurar la ciudadanía del clero, el cual sólo unas cuantas semanas antes había respaldado a Maximiliano en su intento por extinguir la república mexicana, revivió las viejas pasiones y los dirigentes políticos se separaron en grupos, los cuales se convirtieron en partidos políticos. El presidente pronto se dio cuenta del error garrafal que cometió al introducir ese tema político explosivo en los asuntos nacionales, antes de que hubiese tiempo para que se enfriaran las intensas emociones surgidas durante los años de guerra. En la recién elegida Cámara de Diputados dominaban los patriotas combatientes del ayer, con el acaloramiento de la batalla aún en la sangre. El presidente, quien había tenido pleno control hasta que sesionó el Congreso, ahora se enfrentaba al firme antagonismo de una oposición legislativa organizada, encabezada por el famoso orador Manuel María Zamacona. Antes de que la moratoria declarada en la deuda externa mexicana hubiera dado a Napoleón III el pretexto para la invasión, Juárez había tenido una experiencia dolorosa con un Congreso locuaz y discutidor. Ahora sus problemas no se limitaban a los ataques en la oratoria. El presidente no sólo había amargado a muchos de los oficiales más valientes y valiosos en el ejército, quitándoles de repente el uniforme y dejándolos

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en la indefensión de la vida privada, y destituyendo con dureza de su cargo a los amigos de éstos en todo el país, sino que dio de baja al grueso de la fuerza militar necesaria para mantener la tranquilidad en un país grande habituado a la insurrección como medio para corregir las injusticias y plagado de bandidos armados, el cual dependía para la paz de la virtud intrínseca de las instituciones democráticas, en una población para la que el autogobierno no pasaba de ser una idea vaga. Las leyes no se podían ejecutar solas y, aunque la Constitución era democrática, el pueblo mexicano todavía no había adquirido la unidad moral, el autocontrol y el sentido de responsabilidad individual existentes en una democracia. Aquí y allá algunos grupos empuñaban las armas sin contar con un programa político. En la primavera de 1868, brotó una rebelión en Yucatán y fue sofocada. Los partidarios del general Huerta intentaron iniciar otra revolución en Michoacán. Hubo una insurrección en Sinaloa, encabezada por el general Ángel Martínez y el coronel Adolfo Palacio. En el Monte de las Cruces se produjo una revuelta de guerrilleros comandados por el general Negrete. Una rebelión más se originó en las montañas de Zacapoaxtla, en el estado de Puebla. Juárez más o menos extinguió todas estas chispas de revolución, pero una rebelión en Tamaulipas resultó ser más grave. Desde su puesto en Tehuacán, Díaz observaba con ansiedad estos indicios familiares de la guerra civil que se acercaba. En privado había intentado hacer ver a Juárez las consecuencias inevitables de su política, pero fracasó. Como estaba al servicio de la república no podía aceptar ningún acto hostil hacia el gobierno, no quería ni pensar en empuñar su espada contra los viejos amigos quienes habían servido con él en el ejército por tanto tiempo y ahora estaban en franca rebeldía contra la política que él mismo creía que, de persistir, arruinaría a la república y la desacreditaría a los ojos del mundo civilizado. Había tratado de abandonar el ejército y emprender una vida comercial, y Juárez lo había convencido de que no lo hiciera. Ahora, como verdadero soldado, convencido de que las acciones del partido en el poder significaban la ruina para el país, pidió de nuevo autorización

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para retirarse del ejército sin paga, a fin de no tener obligaciones con el gobierno. El presidente intentó una vez más disuadirlo, pero en mayo de 1868 le otorgó su baja con pago completo. Díaz entregó después este dinero para reconstruir un puente en su ciudad natal. Al abandonar su espada, el general le dejó en claro a Juárez que personal y políticamente no simpatizaba con el gobierno. En un momento en que su nombre era coreado de un extremo a otro del país como el único dirigente con la fuerza suficiente para impedir que la nación se suicidara en el plano moral y político, fue tan cuidadoso de evitar todas las obligaciones que pudieran colocarlo en una situación embarazosa para sus acciones futuras en México que incluso declinó establecer una conexión nominal con el ejército, de modo que, en el infortunado caso de una guerra civil, no pudiera tener acceso directo o indirecto al armamento o municiones del gobierno ni control sobre los mismos. Su determinación de no sumarse a la confusión general y darle a Juárez y a sus consejeros una buena oportunidad para restablecer el orden y situar a la nación en camino a la prosperidad, se aprecia en el hecho de que durante tres años y medio, a pesar de los apasionados llamados de sus amigos, se negó a volver a empuñar su espada. Al retirarse a su ciudad natal, a Díaz lo recibieron en Oaxaca como héroe nacional y, el estado, más agradecido que la nación, le obsequió una casa y una finca conocida como La Noria. Allí, a las afueras de la ciudad, se asentó para llevar la vida tranquila de un agricultor, ataviado con un enorme sombrero y prendas de burdo algodón azul, y trabajar sus campos como cualquier otro hombre. Nada podía haber sido más varonil o modesto que la vida del general en este periodo. Después de alejar de su mente la guerra y la política, se ganaba la vida trabajando arduamente con sus manos. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año, caminaba entre la caña de azúcar, con una figura de impresionante sencillez. El soldado que se había distinguido con los instrumentos de muerte ahora sólo se preocupaba por las herramientas de vida. Quien había desdeñado los llamados de un emperador se conformaba con una carrera de duro trabajo manual.

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Sin embargo, al recorrer las antiguas calles de la gris Oaxaca, con sus indígenas pobres, las ruidosas carretas tiradas por bueyes y las majestuosas iglesias, o sentado en su finca durante largas noches, con su esposa y sus hijos pequeños, le llegaron noticias de debilidad y guerra a lo largo del país. En ningún lugar había un signo de liderazgo lo bastante fuerte o sensato para que México se alejara de los desacuerdos y la guerra para tomar senderos de paz y provecho. En el año 1869 surgieron nuevas rebeliones contra el gobierno, al parecer sin ningún plan político definido. Estalló una revuelta local en San Luis Potosí, pero la sofocaron. En la ciudadela de Mérida, Yucatán, hubo otra conspiración, con la que acabó el comandante militar, fusilando a algunos de los conspiradores. El 3 de febrero de 1869, el general Negrete, quien se había ocultado, volvió a pronunciarse contra Juárez, encabezando una revuelta en la guarnición de Puebla. El general Alejandro García lo persiguió e infligió una derrota aplastante a sus fuerzas en San Martín Atexcal. El 27 de febrero, el general Diego Álvarez anunció que había suprimido una rebelión local en el estado de Guerrero. Pusieron fin a la revuelta en Tamaulipas, pero una revolución iniciada en San Luis Potosí en los últimos días de 1869 se reavivó en 1870 bajo el liderazgo del general Francisco Aguirre. Juárez mandó a los generales Larrañaga y Pedro Martínez con tropas para aplastar esta revolución, pero en cambio se unieron a los revolucionarios. En este dilema Juárez envió al general Rocha, quien tuvo éxito en San Luis Potosí, pero los revolucionarios lo vencieron más tarde en Puerto de San José. Por todas partes, el pueblo se levantaba en armas. El grito de descontento con el gobierno se esparció rápidamente. La fuerza aglutinante de los principios democráticos, de los cuales dependía Juárez, no satisfizo a un pueblo desempleado, oprimido e inquieto por las condiciones de anarquía, y que no podía ver ninguna promesa de mejoramiento en la política del gobierno. Con alrededor de 6 000 revolucionarios de San Luis Potosí, el general García de la Cadena marchó sobre Guadalajara, pasó por los alrededores y siguió hacia el sur. Una fuerza gubernamental al mando del general Rocha derrotó a 6 000 insurgentes en Lo de Ovejo. Luego los generales

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García de la Cadena y Pedro Martínez viajaron al estado de Zacatecas con unos 2 800 hombres, y derrotaron a una fuerza gubernamental encabezada por el general Donato Guerra en Villa Nueva, después de lo cual ocuparon la capital del estado, donde se mantuvo la revolución, mientras que el general Martínez, con la mitad de las tropas insurgentes, se dirigió a Tamaulipas. El general Guerra, con refuerzos del gobierno, prosiguió su campaña contra el general Cadena, mientras el general Rocha, con tropas del gobierno, siguió a los insurgentes del general Martínez, a quienes finalmente derrotó el general Treviño. Entretanto el general Guerra sofocaba la rebelión en Zacatecas. Con el tiempo los rebeldes comandados por Martínez en Tamaulipas fueron vencidos por el general Corella. Por el momento Juárez frenó la resistencia armada. De todos modos, los asuntos del país eran confusos y no existía un principio de autoridad real en la república, suficiente para fomentar algo que no fuera una paz temporal y sombría. Durante todo este periodo de conflictos, pobreza e inseguridad, Díaz rehusó prestar su nombre o influencia a los desórdenes que seguían haciendo naufragar la de por sí desdichada suerte de México. Le llovían amargas quejas por todos lados. Los amigos que se mantuvieron con él en tantos campos de batalla trataron en vano que dejara su finca por los asuntos nacionales. Muy consciente de que Díaz le había retirado todo su apoyo a Juárez, y que tal vez él solo tenía la suficiente fuerza para organizar una oposición eficaz, los periódicos afines al gobierno comenzaron a atacar y ridiculizar al general en su retiro voluntario. Él no respondía a su brutalidad y maldad hiriente. Casi no cabe duda de que por altruista que fuera, a Juárez le irritaba muchísimo la creciente popularidad de Díaz. Ambos eran originarios de Oaxaca. Debe haber lastimado el orgullo del presidente darse cuenta de que su propio estado le confiriera multitud de honores a aquél que había roto con él. ¿A qué grado fue Juárez responsable de los despiadados y persistentes sarcasmos contra su antiguo comandante en la prensa de la administración? Nunca se podrá saber. Esta absurda campaña de comentarios despectivos y burlas primero

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desconcertó y luego exasperó a Díaz, sin embargo, en esas delicadas circunstancias nada podía empujarlo a entrar al vendaval. No obstante, el silencioso agricultor de Oaxaca no era indiferente a los infortunios de su pueblo. En la tranquilidad de su aislamiento examinó la historia de su país, desde la época en que sus altares chorreaban sangre humana y sus omnipotentes sacerdotes eran caníbales, pasando por los siglos de tiranía española y la destrucción que causaron, la terrible lucha por la independencia hasta el prolongado caos de la guerra civil que siguió a la adopción de la constitución democrática anglosajona para el gobierno de las masas carentes de educación, cuya historia remota y origen racial seguían siendo un misterio. Aun ahora México temblaba con su antigua pasión por la rebelión armada: inútil y sin rumbo. Había fuerza en este espíritu de independencia, esta disposición a sangrar y morir, si podía impedirse que se dispersara en la irreflexión y el desorden tangencial. El presidente Juárez ahora representaba el estancamiento nacional. El triunfo de los principios de independencia y autonomía en sí mismo carecía de resultados. Lo que se requería era una iniciativa audaz y poderosa que pudiera ir del pasado al futuro y tomar decididamente el camino práctico hacia la prosperidad. Todo este tiempo Juárez estuvo luchando con lo que solía ser la dificultad crónica de las administraciones mexicanas, un erario en problemas. Los gastos nacionales ascendieron a $20 000 000 anuales, con ingresos cercanos apenas a $14 000 000. La desmoralización del servicio aduanal era tan grande, a causa del contrabando y la corrupción e ineficiencia oficiales, que se calculaba que de cada dólar pagado en derechos al gobierno, apenas recibía de 13 a 18 centavos. En tales circunstancias, era imposible mantener un sistema policial efectivo. Los delitos violentos se incrementaban en un porcentaje aterrador. Se hizo común secuestrar a hombres ricos y retenerlos para obtener un rescate. Dos años después que Juárez había rechazado el consejo de Díaz de adoptar métodos sumarios para erradicar esos delitos, el presidente solicitó al Congreso la facultad para fusilar a los secuestradores sin mediar juicio. Los debates fueron tormentosos y atacaron violentamente

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a la administración del gobierno. Al principio rechazaron la facultad, pero más tarde, en 1869, la concedieron a regañadientes. En el propio ejército existía descontento, ya que los oficiales no recibían su salario y tenían pocas esperanzas de que les entregaran los pagos atrasados por sus servicios en la lucha contra los franceses y el Imperio. La actividad comercial iba de mal en peor. El bandolerismo seguía floreciendo. Las ciudades eran insalubres y su mantenimiento, inadecuado. Casi toda la población, la que estaba a favor, la que estaba en contra y la que no tenía posición esperaba que Díaz remediara estos males. Que el distanciamiento y el descontento en México eran reales, y que existían en forma independiente de Díaz, lo prueba el hecho de que hubo rebeliones contra el gobierno en 1870 en territorios hasta entonces separados como el noroeste de la república y la península de Yucatán a miles de millas entre sí. Al analizar a fondo las intolerables condiciones del país, Díaz llegó poco a poco a la conclusión de que para garantizar una paz permanente, en la cual pudiera empezar la labor de aumentar las riquezas del país y el empleo inteligente de sus energías, sería necesario encaminar ciertos elementos de los conflictos por un curso definido, con una política sana y práctica en perspectiva, y para lograr esto él mismo debía tomar la iniciativa. Todavía con la esperanza de que mediante métodos pacíficos el país pudiera salvarse de un regreso a la anarquía, en septiembre de 1870 a Díaz lo eligieron de nuevo para el Congreso. A su llegada a la capital de inmediato lo rodearon los líderes de la oposición a Juárez, quienes lo instaron a unir a los elementos progresistas del país asumiendo el liderazgo general del movimiento. El crimen era endémico, la industria estaba postrada, el capital se había visto obligado a abandonar los negocios. Díaz no tenía obligaciones para con el presidente, quien había herido mucho su orgullo y perseguido a sus amigos. Desde Oaxaca le escribió a Juárez, informándole lisa y llanamente que no aceptaría sus favores y que no podía apoyar su administración. No obstante,

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vaciló antes de repudiar al gran zapoteco, aun por el bien de su país. Encontró que el nuevo Congreso era igual de parlanchín y trivial como aquél en que fuera diputado en 1861: perdía el tiempo en hablar y en obstruir. Díaz no veía esperanzas de paz y prosperidad en los debates legislativos o las intrigas parlamentarias. Los hechos exigían iniciativa, fuerza y valor del ejecutivo. Disgustado por las ruidosas reyertas del Congreso y la debilidad del ejecutivo en la administración nacional, el general regresó a La Noria y reanudó su trabajo con la caña de azúcar. El principio de la guerra civil actuaba de nuevo en forma poderosa en la nación. En 1871 se produjo una rebelión en Tampico, encabezada por el teniente coronel Máximo Molina, quien utilizó las tropas gubernamentales para ponerse al frente del alzamiento y puso a Tampico a la defensiva. El 11 de junio, el general Rocha, en representación del gobierno, atacó la ciudad con gran valentía y, después de una batalla que duró hora y media, la tomó. Los líderes fueron ejecutados. Los indígenas mayas de Yucatán se retiraron de las principales ciudades y permanecieron indefinidamente en armas contra el gobierno. Pese a la confusión e insatisfacción generales, Juárez se presentó en 1871 como candidato a un cuarto periodo presidencial y su ministro, Lerdo de Tejada, obtuvo la nominación como opositor. Las noticias causaron gran agitación política. En esta crisis Díaz aceptó ser candidato a presidente como contrincante de Juárez. Se dice que si Díaz no hubiese retirado antes su apoyo a Juárez, el presidente habría rehusado ser candidato y propuesto al general como su sucesor. Sea como fuere, la campaña electoral resultó enconada. Los partidarios de Díaz aducen que él obtuvo la mayoría de votos. Incluso don Matías Romero, el brillante estadista y diplomático, que trabajó en el gabinete tanto de Juárez como de Díaz, hizo el compromiso deliberado de escribir en 1892 su opinión de que “en la elección presidencial celebrada en junio y julio, en 1871, el general Díaz recibió un mayor número de votos que el propio Juárez, a pesar del gran servicio que este último prestó a su país, y que era el presidente constitucional de la república durante la elección.”

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Pese a esto, el nuevo Congreso, que dominaban los partidarios del presidente, declaró a Juárez presidente electo para otro periodo. La oposición se enfureció. A Juárez lo acusaron a voz en cuello de haber falsificado los resultados de la elección para conservar un poder que no sabía cómo emplear. En previsión de esto, el gobernador del estado de Nuevo León, el general Treviño, repudió públicamente al gobierno de Juárez y había declarado que Díaz era el presidente de México. Dos semanas después de que el Congreso anunciara la reelección de Juárez, en la capital hubo un levantamiento armado en su contra y los insurgentes se apoderaron del arsenal. Esta rebelión la encabezaron los generales Negrete, Chavarría y Toledo. Juárez estaba cenando en el palacio cuando se enteró del brote y mandó al general Rocha con una brigada de infantería para atacar el arsenal y al general Guerra con una brigada de caballería para cortar todos los caminos de escape. El general Rocha había intentado renunciar al ejército varias veces para ser parte de la oposición. Sin embargo, al tener obligaciones de soldado, capturó el arsenal a la media noche después de varias horas de ardua lucha. Juárez hizo que ejecutaran de inmediato a los líderes insurgentes. Los levantamientos en otras partes del país fueron reprimidos en forma sangrienta. Los líderes de la oposición al gobierno de Juárez se reunieron en la casa del general Pedro Ogazón, más tarde ministro de Guerra, en la ciudad de México. A Díaz le suplicaron que incorporara su fuerza al movimiento y se erigiera en líder. Los oradores insistieron en que sólo la guerra podría derrocar a la administración perpetuada por el fraude y evitar que México volviera a la anarquía. Por último, el abogado Vallarta, más tarde presidente de la Suprema Corte, se puso de pie y en un discurso apasionado, señalando a Díaz, quien estaba sentado en silencio y renuente, gritó que si el general rehusaba encabezar un movimiento absolutamente necesario para la vida de la nación mexicana no pasaba de ser un traidor. Al general le centellearon los ojos y la sangre se le agolpó en el rostro, sin embargo apretó los dientes y se quedó callado. Pero la matanza de insurgentes en la capital hizo que entrara en acción la naturaleza que había resistido todos los llamamientos anteriores. El suelo de México se humedecía de nuevo con la sangre mexicana.

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Un panorama espantoso de guerra civil se presentó en la mente experimentada de Díaz. Mediante un golpe decidido se podría poner fin al derramamiento de sangre. Con esa visión ante los ojos, el 8 de noviembre de 1871, el general firmó y envió desde su casa en la finca de Oaxaca su célebre programa político conocido como el Plan de La Noria, donde repudió al gobierno, declarando que la reelección forzada y violenta de Juárez había puesto en peligro a las instituciones nacionales; que una mayoría desvergonzada en el Congreso había prostituido la legislatura nacional con el poder ejecutivo; que los jueces se habían convertido en agentes dóciles del gobierno ejecutivo; que la soberanía de los estados se había sacrificado al capricho ciego del poder personal; que el gobierno había suprimido la voluntad del pueblo por medio de carnicerías bárbaras; que los ingresos públicos se dilapidaron y que las deudas nacionales y extranjeras quedaron sin liquidar y que, en general, no se habían cumplido las promesas de la Constitución. El Plan de La Noria proponía una convención de tres representantes elegidos popularmente para adoptar un programa de reconstrucción constitucional y seleccionar un presidente. La esencia de esta protesta era la oposición a que Juárez continuara de modo indefinido en el poder. El siguiente fragmento característico indica el estado de ánimo en que Díaz desenvainó su espada: Durante la revolución de Ayutla salí del colegio a tomar las armas por odio al despotismo: en la Guerra de Reforma combatí por los principios, y en la lucha contra la invasión extranjera, sostuve la independencia nacional hasta restablecer al gobierno en la capital de la república. En el curso de mi vida política he dado suficientes pruebas de que no aspiro al poder, a cargo, ni empleo de ninguna causa; pero he contraído también graves compromisos para con el país por su libertad e independencia, para con mis compañeros de armas, con cuya cooperación he dado cima a difíciles empresas, y para conmigo mismo, de no ser indiferente a los males públicos.

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Al llamado del deber, mi vida es un tributo que jamás he negado a la patria. Mi pobre patrimonio, debido a la gratitud de mis conciudadanos, medianamente mejorado con mi trabajo personal, cuanto valgo por mis escasas dotes, todo lo consagro desde este momento a la causa del pueblo. Si el triunfo corona nuestros esfuerzos, volveré a la quietud del hogar doméstico, prefiriendo en todo caso la vida frugal y pacífica del oscuro labrador a las ostentaciones del poder. Si por el contrario nuestros adversarios son más felices, habré cumplido mi último deber con la república. Así fue como Díaz empuñó las armas una vez más. En su rostro apareció el antiguo gesto de lucha. En una acción de supremo valor moral había elegido entre Juárez y México.

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XXVII

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El resultado de la revuelta contra Juárez en 1871 justificó la prolongada renuencia de Díaz para aceptar el liderazgo contra esas aterradoras probabilidades. Fue un año desesperado y desastroso para el hombre que estaba a tiempo de transformar a México en la maravilla de América Latina. Quien había mantenido la causa de la independencia mexicana en tantos campos de batalla iba a ser cazado como si fuera un animal salvaje. No bien había aceptado encabezar la revolución, cuando el gobierno despachó a una fuerza poderosa sobre Oaxaca, a las órdenes de los generales Ignacio Alatorre y Sóstenes Rocha, y al mismo tiempo Juárez auspició una contrarrevolución en contra de la administración local del general Félix Díaz, que era gobernador del estado de Oaxaca y respaldaba la rebelión contra Juárez bajo el liderazgo de su gran hermano. En el norte, la lucha contra el gobierno la continuaban los generales Treviño, Naranjo, Donato Guerra y García de la Cadena, pero en Oaxaca los revolucionarios fueron apabullados por las fuerzas concentradas de repente por el gobierno. 345

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Sólo existía una oportunidad de ganar en esas peligrosas condiciones. El 19 de noviembre de 1871, Díaz emitió desde su cuartel general en Huajuapan un llamado a las tropas del gobierno para unírsele y salvar al país de la anarquía y la corrupción, y así evitar el derramamiento de sangre de sus antiguos compañeros de armas. Nueve días después el general Alatorre emitió un contrallamado desde Acatlán, rogando a los soldados que apoyaran al gobierno. Debido a la tremenda presión de que fueron objeto, las tropas del gobierno decidieron respaldar a Juárez. Este giro inesperado que dieron los acontecimientos obligó a Díaz a modificar su plan de acción. Luego que no pudo convencer a los ejércitos de Alatorre y Rocha de que se le unieran, se dio cuenta que las fuerzas del gobierno se acercaban a Oaxaca, procedentes de Puebla, sin encontrar resistencia y que la contrarrevolución en esta última ciudad se volvía cada vez más fuerte. Era muy importante no permitir que lo capturaran y dejar sin líder a la revolución. Luego de poner al general Luis Terán a cargo de las fuerzas revolucionarias en Oaxaca, Díaz salió rápido de Huajuapan, evitando a las tropas del general Rocha y enfiló hacia Veracruz. Lo perseguía muy de cerca una fuerza numerosa comandada por el general Rocha y para evitar una batalla inútil se desplazó de prisa por los estados de México, Puebla, Morelos, Hidalgo, Tlaxcala y Veracruz, en un intento por regresar a Oaxaca. Entretanto el general José Ceballos derrotó a 500 revolucionarios al mando de Matías Rosas y el 22 de diciembre el general Loaeza aplastó a la fuerza de Díaz encabezada por el general Terán en la sangrienta batalla de San Mateo Sindihui. Esto sofocó la rebelión en Oaxaca. Con sus fuerzas ya dispersadas, el gobernador Félix Díaz se refugió en la selva de la costa del Pacífico. Los vientos adversos le impidieron escapar por mar y se escondió en las montañas. Una partida de indígenas de Tehuantepec, procedentes de Juchitán, lo capturó; primero lo torturaron, para después asesinarlo el 23 de enero de 1872, dejando su cuerpo mutilado al borde del camino. En enero de 1872 Porfirio Díaz supo defenderse con 500 ó 600 hombres en Soyaltepec, en el norte de Oaxaca, cerca de los límites con Ve-

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racruz, en tanto el general Alatorre concentraba infantería, caballería y artillería en su contra. En ese momento, el líder de la revolución estaba enfermo. Al enterarse de los desastres acaecidos a sus seguidores en Oaxaca, Díaz se refugió en el corazón de la sierra de Zongolica cerca de Orizaba. Díaz se perdió completamente de vista a tal grado que durante mucho tiempo lo dieron por muerto. De vez en cuando los periódicos gubernamentales se mofaban de los revolucionarios insistiendo en que su líder estaba muerto o se había retirado en forma permanente de la lucha. Esta etapa en la vida de Díaz se ha tratado siempre como un misterio insondable. La verdad es que cuando el general reconoció que era inútil seguir luchando en el sur en tales circunstancias, decidió pasar subrepticiamente entre las líneas enemigas, llegar al norte, donde sus seguidores estarían en mejor posición para mantener la revolución, y esfumarse en espera del momento sicológico preciso para atacar. Por extraño que parezca, todos los biógrafos de Díaz no han hecho referencia a esta parte de su extraordinaria carrera, como si las adversidades de los grandes hombres del mundo no fuesen tan interesantes como sus victorias, y quizá más instructivas. Díaz llegó en secreto a Veracruz, se dirigió a La Habana, siguió el viaje a Nueva Orleans, cruzó el continente hasta California y allí abordó un barco rumbo a Manzanillo, donde volvió a desembarcar en suelo mexicano. Con una escolta de unos cien hombres a caballo, se puso en camino hacia el norte para visitar y organizar a las fuerzas revolucionarias de Chihuahua y Sonora. En el camino lo atacó una poderosa fuerza del gobierno enviada desde Guadalajara. Dispersaron a su escolta y lo persiguieron durante mucho tiempo. Sin embargo, de vez en cuando se colocaba su rifle Winchester al hombro y abatía a uno de sus perseguidores. Disfrazado y acompañado por un solo criado, Díaz pasó de una escolta secreta a otra por el país hasta arribar al territorio de Tepic. Sus movimientos se protegieron con un cuidado tal que aun el general Mena, su devoto partidario, durante meses no pudo encontrar rastros

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de su paradero y sólo al seguir la pista de escolta en escolta al fin pudo encontrarlo Mena. El líder huyó a las montañas de Tepic, porque en esa parte del país el poderoso y gran bandido Lozada había quebrantado el poder del gobierno. Este notable forajido y sus seguidores indígenas habían intimidado a tal grado a los representantes del gobierno que, a veces, éstos no se atrevían a publicar las leyes en su dominio montañoso. Él incluso había dividido las tierras entre sus indígenas y para evitar cualquier intromisión había aprehendido a la pequeña fuerza de tropas gubernamentales. Al menos aquí Díaz estaría a salvo hasta que tuviera tiempo de prepararse para llevar su revolución a una culminación exitosa. El general Díaz encontró un hogar en la casa del general Plácido Vega, quien había sido gobernador de Sinaloa y, luego de que Juárez lo mandara a comprar armas en California, fue enjuiciado por actos ilícitos y él mismo era un refugiado. Los enemigos del presidente Díaz han insinuado que, de algún modo no especificado, él ayudó al aterrador Lozada a invadir uno de los estados mexicanos. Nada podía ser más absurdo. Lozada vio a Díaz varias veces, pero nunca supo quién era en realidad. Un día el general Vega presentó a Díaz con Lozada como un artesano de nombre Joaquín Iturbide. Esto ocurrió en el pequeño poblado de San Luis de Lozada, a una seis millas de la ciudad de Tepic. A partir de ese momento, en esa zona del país a Díaz lo conocieron como Joaquín Iturbide. Mientras se ocultó de este modo de la persecución de sus enemigos, Díaz no estuvo ocioso. Poco después de su llegada al territorio de Lozada, un fundidor de bronce procedente de Sinaloa empezó a fundir una gran campana en el atrio de la iglesia de San Luis de Lozada. El jefe de los bandidos y el cura observaban la operación. Díaz estaba entre el montón de indígenas curiosos. En el momento en que iban a vaciar en el molde el metal de la campana, levantó la voz y advirtió a Lozada y al sacerdote que se apartaran, porque aquello podía explotar. Al oír esto el bandido le preguntó qué sabía del tema. El general disfrazado respondió que su oficio era fundidor de bronce. En realidad poseía experiencia porque había fundido cañones de bronce durante la Guerra de Reforma. Lozada

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inquirió si, en caso de que fallara la fundición, fabricaría la campana. Díaz asintió de inmediato. El vaciado resultó un fracaso, con lo cual el futuro presidente de México fundió la campana con sus propias manos. Pesó una tonelada y hoy día aún cuelga en la iglesia de San Luis de Lozada, como testimonio de su habilidad e inventiva. Después de esta proeza el pueblo del lugar lo conocía como “el maestro”. Aunque a Díaz sólo lo conocían como fundidor de bronce y nadie sospechaba la vida de distinción, poder y emocionante aventura que había detrás del rostro fuerte, adusto de “Joaquín Iturbide”, algo en él, una especie de dignidad y autoridad apacible, le ganó el respeto de la gente que lo rodeaba y mucho tiempo después que desapareció del baluarte del bandido, aún se referían como “el maestro” al fundidor de bronce de amplio tórax, cabeza prominente y cautivadores ojos oscuros. Durante este tiempo los revolucionarios del norte al mando del general Treviño fueron perseguidos por una fuerza superior de tropas del gobierno a las órdenes del general Rocha. El principal cuerpo de insurgentes finalmente se mantuvo firme en el cerro de La Bufa, cerca de Zacatecas, con el general Donato Guerra quien había renunciado al ejército regular para apoyar a Díaz. Aquí los revolucionarios sufrieron una derrota aplastante. Después de este desastre, los generales Treviño y Naranjo se replegaron al estado de Nuevo León, donde vencieron a una milicia del gobierno cerca de Monterrey. A fines de junio de 1872, a Díaz lo localizaron sus amigos en las montañas de Tepic y sin demora se fue al estado de Chihuahua para ponerse al mando de las tropas revolucionarias reunidas allí por el general Guerra. De inmediato libró una batalla contra las fuerzas del gobierno comandadas por el general Terrazas por la posesión de la importante ciudad de Chihuahua y resultó triunfador. Pero el 18 de julio de 1872 lo sorprendió la noticia de la repentina muerte del presidente Juárez ocurrida en la ciudad de México. Como la permanencia de Juárez en el poder fue la causa principal de la revolución, Díaz estaba dispuesto a deponer las armas y respaldar a Lerdo de Tejada, quien, como presidente de la Suprema Corte, era el sucesor constitucional de Juárez. En un principio, el general resintió

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el tono condescendiente que adoptó el nuevo presidente al declarar la amnistía para los ciudadanos mexicanos que se habían levantado en armas. Convocó varias juntas con sus generales y dirigió una categórica protesta al presidente Lerdo. Durante algunas semanas pareció como si el orgullo de Díaz no le permitiría aceptar una amnistía que se reflejaba en su patriotismo; pero en aras de la paz por fin abandonó la lucha y reconoció sinceramente la validez del gobierno existente. En la paz total que siguió, Lerdo fue elegido regularmente presidente de la república para el periodo que iniciaba el 1 de diciembre de 1872. Díaz volvió a su granja en Oaxaca, donde los agentes del gobierno lo observaban con sumo interés pues sabían que no lo habían vencido, sino que se había retirado de la lucha en forma voluntaria.

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Al volver a enfundar su espada, Díaz vendió su hacienda, La Noria, y compró una plantación de azúcar cerca de Tlacotalpan, en las ricas tierras costeras del estado de Veracruz. Allí el general, en su vestimenta de algodón azul y sombrero de agricultor común, vivía en una modesta casa de un piso y trabajaba entre su caña de azúcar del amanecer al anochecer. Había visitado la capital y su nombre fue pronunciado a voz en cuello por sus amigos, mientras le llovían honores provenientes de muchos estados. Pero su mente retrocedió ante el clamor de la política. El país necesitaba paz para sanar sus heridas y recuperar fuerzas. Tal vez el presidente Lerdo podría satisfacer las necesidades de la nación, restablecer el orden, reactivar el crédito y hacer que la mente del pueblo mexicano se apartara de la política y la lucha. En su solitaria plantación, muy alejado de los escenarios de sus victorias y sufrimientos, el máximo soldado de México trabajaba arduamente para vivir; de su boca no salió una sola palabra de queja. Había sacrificado todo por su causa. Ahora estaba contento de ganarse el pan 351

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con el sudor de su frente y disfrutar la dignidad de una labor pacífica, lejos del revuelo de la agitación política. El día que murió Juárez había menos de $2 000 en el erario nacional, le adeudaban el salario a gran parte del ejército y algunos de los empleados del gobierno llevaban un año y medio sin recibir su sueldo. La actitud que mostraba el presidente de recelo y hostilidad hacia otros países había privado a México del capital extranjero. Con escaso crédito en los mercados de dinero del mundo y con los recursos internos del país casi agotados, el pueblo mexicano carecía de medios para desarrollar la inmensa riqueza natural de sus estados. Sin embargo, el presidente Lerdo inició su mandato con todo a su favor: su prestigio como principal ministro de Juárez, su gran reputación como hombre de intelecto y conocimientos, la paz que continuó tras el retiro de Díaz. Éstas y otras condiciones favorecían al éxito de su administración. Pero su mente era de abogado y político, de modo que las teorías legislativas y las sutilezas de las combinaciones partidistas lo absorbían demasiado como para constituirse en un gobernante constructivo y progresista. El poderoso bandido Lozada, quien durante quince años había mantenido su hegemonía criminal en las montañas de Tepic, y quien por motivos políticos en el pasado tuvo la protección de Lerdo, ofreció someterse al presidente. Más tarde, cuando sus jefes se rebelaron contra su plan de paz, Lozada intentó derrocar al gobierno nacional. Rápidamente reunió una poderosa fuerza de indígenas, hizo público un “plan” el 17 de enero de 1873, donde llamaba a la nación a hacerse valer y envió una expedición de 2 000 hombres sobre Zacatecas, otros 3 000 sobre Sinaloa y con una fuerza de más de 7 000 hombres que él encabezó, marchó sobre Guadalajara. Estas expediciones fueron derrotadas rápidamente. Lozada huyó a las montañas de Alica, donde lo rodearon, capturaron y ejecutaron en las afueras de Tepic. Hay que reconocerle a Lerdo que este terrible enemigo de la sociedad fuese eliminado durante su administración. En septiembre de 1873, Lerdo también logró la incorporación de las famosas Leyes de Reforma a la Constitución y reinstaló el Senado.

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El primer ferrocarril en México, que corría de la ciudad de México a Veracruz, se inauguró el 1 de enero de 1873. Se habían abrigado grandes esperanzas con base en el carácter y las capacidades de Lerdo, pero su política obstinada, anticuada y restrictiva en materia de relaciones exteriores y su actitud obtusa e inmutable hacia la explotación de los recursos materiales del interior no llenaron las aspiraciones existentes en el país de lograr un progreso sustancial. Por un tiempo los antiguos partidarios de Juárez se unieron con Lerdo en una oposición celosa hacia los amigos de Díaz. Esto acrecentó temporalmente la fuerza del presidente. Sin embargo, en distintas partes de la república pronto empezaron a aparecer señales de insatisfacción pública. El pueblo estaba inquieto. Con la paz habían mejorado las condiciones de los negocios, pero el gobierno estaba paralizado, había una corrupción desenfrenada y todo se sacrificaba en el juego presidencial de la política partidista. Se pedía a gritos la reaparición de Díaz. En el Congreso existía una implacable censura y oposición a Lerdo, quien se negaba a oír o ver. Millones de dólares estadounidenses aguardaban para conectar el rico suelo de México con los Estados Unidos por medio del ferrocarril, con lo cual las corrientes vigorizantes del comercio podrían fluir a los terrenos en decadencia de la industria mexicana. Pero Lerdo era esclavo del pasado, estaba cegado y embotado por sus pasiones y prejuicios. Su respuesta a todos los esfuerzos por iniciar la regeneración financiera y comercial de su país con la apertura directa de la conexión ferroviaria entre las dos repúblicas fue el epigrama que reflejaba cobardía y desesperación: “Entre el débil y el fuerte, el desierto.” Y el gran desierto de tierras áridas y cactus que separaba a México de sus mercados naturales en el norte se mantuvo en toda su impenetrabilidad salvaje, mientras que el comercio y la industria mexicanos, ávidos de capital y métodos progresistas, permanecían aislados del vigor y el empuje de los Estados Unidos. En su lejana plantación Díaz observaba a Lerdo con la espada enfundada. El llamado a sus servicios en la capital se volvió tan fuerte que en 1874 lo nominaron candidato a diputado en el Congreso. Con gran

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alarma, el gobernador de Veracruz notificó a Lerdo que él no sería responsable del resultado de la elección, ya que el general era tan popular en su distrito que sería imposible derrotarlo mediante algún método. Al darse cuenta del significado que para su administración tendría el reingreso de Díaz en la política, el presidente ordenó al gobernador que no permitiera que se celebrara la elección. El gobernador intentó con un ardid forzar una elección repentina para que los amigos del general no tuvieran tiempo de depositar sus votos, pero a pesar de esto Díaz fue elegido por una abrumadora mayoría. Cuando Díaz llegó a la capital, organizó a un grupo poderoso en el Congreso. Muchas veces cuestionó al gobierno y en varias ocasiones lo derrotó en la Cámara. Finalmente, Lerdo trató de salvar su administración deshaciéndose del agresivo líder de la oposición. Tomó la decisión de perpetuarse en el poder y comprendió la importancia de que Díaz estuviera fuera del país durante la siguiente campaña presidencial. El general exponía en forma despiadada la debilidad y la pobreza de sus políticas. El presidente envió a un amigo mutuo para ofrecerle a Díaz el puesto de embajador en Berlín. “No soy diplomático —respondió Díaz— ni me atrevería a servir a mi país como tal. Según entiendo, el presidente Lerdo me ofrece este honor como un favor. Dígale que sólo acepto favores de mis amigos.” Incluso el astuto Lerdo había olvidado que no era posible apartar de su deber con un soborno al soldado cuya fuerza había mantenido la república en sus días de mayor desesperación. El país, aún sumido en la miseria y la pobreza, iba camino a los desórdenes. A principios de 1875 el general Rocha, el gran soldado de la administración Juárez, intentó rebelarse contra Lerdo, tratando de arrastrar con él a la guarnición de la ciudad de México a la cual había sacado de la capital para realizar ejercicios tácticos. Sus subalternos no lo secundaron, el Ministro de Guerra lo arrestó personalmente y lo retuvo en la ciudad de Celaya, de donde huyó al extranjero. En Jalisco hubo un conflicto armado al interior del estado y el general Ceballos tuvo que asumir el mando político del estado para restablecer el orden.

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En lugar de abrir los recursos de prosperidad, Lerdo se ocupó en la política de partido. Las malas condiciones empeoraron. A Lerdo lo criticaban en todas partes. De todas formas el presidente tramaba quedarse en el cargo. Igual que Juárez, dependía de la fuerza abstracta de las leyes. Excitado por la teoría de que la postulación de los principios democráticos puede salvar a todos los pueblos en todas las condiciones y en todos los tiempos, pasó por alto el hecho de que las instituciones políticas son poderosas sólo en la medida que expresan los instintos y capacidades del pueblo al que se aplican, y que el gobierno es acción, no teoría. Al tiempo que a Lerdo lo criticaban en todas partes, crecía la popularidad del liderazgo de Díaz. Las demostraciones a su favor eran constantes en la prensa, el Congreso y los clubes. El gobierno intentó detener el movimiento, el cual se estaba volviendo nacional y cada día más poderoso, pero la fuerza política que respaldaba a Díaz tenía el carácter de oleada. No cabía la menor duda de que en este momento las cosas estaban tan mal, si no peor, que cuando Díaz renunció al gobierno de Juárez cuatro años antes. La justicia se prostituía en todas partes con la política. Las elecciones fueron una farsa; no tomaron en cuenta la Constitución. La instrucción pública quedó casi en el abandono. El presidente se preparaba abiertamente para mantenerse por todos los medios en el poder, por las buenas o por las malas. Mientras permaneció en su cargo, México se mantuvo aislado del resto del mundo, abatido, sin esperanzas. Tales condiciones significaban una clara vuelta a la guerra civil. De buenas a primeras, el 1 de enero de 1876, el general Hernández emitió en la pequeña población de Tuxtepec, al norte del estado de Oaxaca, un “plan”, donde denunciaba las corrupciones y tiranías del gobierno de Lerdo y proclamaba una revolución armada. Con 2 000 hombres marchó a la ciudad de Oaxaca, se hizo cargo del gobierno del estado y proclamó al general Díaz comandante en jefe del ejército de reorganización. El país completo entró en un tumultuoso entusiasmo y en muchos estados se apoyaba el Plan de Tuxtepec. No se trataba de una revolución

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militar, ya que sus líderes se vieron forzados a reunir hombres para luchar. México estaba cansado del estancamiento y la política inútil, y presto a romper con su pasado discordante, desmesurado. Otro poco de derramamiento de sangre y sería el último. Con Oaxaca en manos del general Hernández, la revolución se extendió a Puebla, Veracruz, Guerrero, Nuevo León, Jalisco y Yucatán. Incluso el general Ignacio Mejía, Ministro de Guerra, empezó a formar un partido para su provecho y el ejército comenzó a desmoralizarse, pero Lerdo le quitó el mando y lo sustituyó con el general Escobedo. Cuando el grito de guerra resonó en todo el país, Díaz apareció de improviso en el norte. El 5 de diciembre de 1876 había zarpado de Veracruz en compañía del general González, otrora su enemigo y ahora leal amigo y seguidor. De paso por los Estados Unidos llegó a la frontera norte de México y mediante cartas y telegramas organizó desde Texas la revolución en los estados norteños, teniendo su cuartel general en Brownsville. Ante una petición desesperada de Lerdo, el gobierno de los Estados Unidos ordenó a su comandante en Ringold Barracks, en el Río Bravo, que sofocara cualquier intento de una invasión armada de México que partiera del lado estadounidense. Esta orden estaba enfocada a Díaz, quien se alistaba para irrumpir en su propio país. El oficial estadounidense invitó al comandante mexicano del otro lado del río para que fuera a cenar con él y así poder explicarle sus instrucciones para reprimir la expedición de Díaz. Pero en la cena recibieron la noticia de que Díaz había cruzado el Río Bravo con un puñado de voluntarios mexicanos y capturado una pequeña ciudad. Una vez más su rapidez y audacia inteligente salvaron su causa. Los cuarenta hombres con los que a toda prisa atravesó la frontera aumentaron rápido. En Palo Blanco, una hacienda cercana a Matamoros, agregó un programa constructivo al Plan de Tuxtepec, en el cual, entre otras cosas, prometía que reconocerían a todos los gobiernos estatales que se adhirieran a los planes de la revolución; reiteraba la Constitución de 1857, las Leyes de Reforma de 1873 y la legislación de diciembre de 1874; prometía el mantenimiento riguroso de la norma legal que prohibía la reelección de presidentes o gobernadores; disponía la elección de un

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nuevo gobierno nacional en un plazo de dos meses después de que el ejército revolucionario tomara la capital. El contraste entre las denuncias generales en el Plan de Tuxtepec y esta enmienda sencilla, escueta y definitiva, que era por completo obra de la pluma de Díaz, muestra la diferencia existente entre él y la mayoría de los hombres relacionados con la revuelta. Su mente encauzó todo por los canales prácticos y hacia fines claramente definidos, razonables y viables. No había una sola palabra desperdiciada. El general envió entonces a un hacendado a la ciudad de Matamoros para que dijera al comandante de las fuerzas del gobierno que debía rendirse de inmediato. ¡Qué bien entendía Díaz a sus impulsivos compatriotas! No bien el comandante había recibido el audaz mensaje cuando, en un ataque de cólera, mandó a toda su caballería a hacer trizas a los revolucionarios. En previsión de esta respuesta apasionada, Díaz hizo un rápido desvío y en ausencia de la caballería del gobierno arrebató Matamoros a la infantería y la artillería que quedaron allí, capturando 700 prisioneros y muchos cañones. Antes de iniciar el ataque a Matamoros el 2 de abril, algunos oficiales del general le recordaron que era el aniversario del asalto a Puebla nueve años antes y propusieron celebrar un banquete en su honor. Era ya avanzada la noche cuando se enteró del hecho. “Si vamos a festejar, que sea en la ciudad de Matamoros”, dijo, y a la medianoche dio la señal para tomarla por asalto. Unas semanas después Díaz salió de Matamoros con la intención de atacar la ciudad de Saltillo. La osadía del general puede juzgarse por el hecho de que al tratar de iniciar esta audaz operación sólo lo acompañaban 700 reclutas mal armados e inexpertos. En Icamole lo atacó con artillería el general Fuero, al mando de más de 1 000 efectivos del gobierno. Al inicio de la acción Fuero llevó su línea de escaramuza demasiado lejos, con lo cual Díaz ordenó a la fuerza insurgente del general Naranjo, ocultos detrás de un cerro, que diera media vuelta, y con esta maniobra capturaron a todo el cuerpo de tiradores de primera. Sucedió pues que, aunque Díaz tuvo que retroceder, abandonó el campo con prisioneros.

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Los enemigos de Díaz dicen que después de esta lucha desastrosa, lloró en el campo. Quienes lo acompañaban lo negaron. Además, esto se aleja por completo de su carácter y del valor férreo que mostró en las emocionantes aventuras que siguieron. Espabilado por los rápidos movimientos de Díaz en el norte, el presidente Lerdo envió al general Escobedo en su contra con un ejército numeroso. Al disponer sólo de 700 reclutas con los cuales enfrentarse a los miles de tropas muy bien entrenadas y equipadas que avanzaban a las órdenes del general Escobedo, Díaz comprendió al instante que su lugar estaba en el sur, donde aumentaban sus seguidores. Dejó al general González (más tarde Presidente) y al general Hinojosa (después Ministro de Guerra) la encomienda de atacar y hostigar a la fuerza de Escobedo, y regresó de prisa a los Estados Unidos y se puso en camino a su estado natal, para encabezar a sus seguidores en una campaña contra la capital nacional. La historia de esa travesía llena de incidentes es uno de los capítulos más emocionantes en la vida del hombre cuyas aventuras recuerdan a los héroes de leyenda.

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cómo obtuvo díaz la presidencia

Disfrazado con peluca y anteojos ahumados, viajando como un médico cubano que regresaba a La Habana, Díaz se embarcó en Nueva York en el buque de vapor-correo City of Havana, que de camino a Cuba haría escala en Tampico y Veracruz. Así encubierto, y llevando un maletín de instrumentos quirúrgicos para completar el engaño, el gran líder de México emprendió el regreso para asumir el mando supremo de la revolución. Cuando el vapor llegó a Tampico, subió al barco un destacamento de tropas del gobierno que se dirigían a Veracruz. Entre ellos estaban oficiales a los que Díaz había capturado apenas unas semanas antes en Matamoros. A pesar de su cuidadoso disfraz, los oficiales reconocieron al general y como buen observador supo de inmediato que sus enemigos sabían quién era. Si lo apresaban, eso significaba la muerte casi segura. De hecho, sólo unas semanas después, capturaron al general Donato Guerra, su segundo de a bordo, y más tarde lo asesinaron los soldados que lo custodiaban. Díaz comprendió cuán grande era el peligro que corría. La vida 359

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de su país y la propia dependían de su valor e inteligencia personales. Lo observaban de cerca y se veía la muerte en los ojos de los soldados que seguían sus movimientos. Al final de la tarde, el vapor estaba anclado lejos de la costa. En una hora iba a oscurecer. Entretanto debía evitar el arresto, lo que podía ocurrir en cualquier momento. La vida o muerte eran cuestión de minutos. Debía saltar al mar, arriesgarse con los tiburones devoradores de carne humana y mantenerse a flote hasta que pudiera pisar tierra firme al amparo de la oscuridad. Armado con un cuchillo muy filoso para defenderse de los tiburones, y quedándose en ropa interior, el futuro jerarca de México se acercó al costado del barco y tomó el camino a la libertad. Había nadado escasos dos o tres mil pies antes de enterarse que habían descubierto su huida y que habían bajado una lancha para capturarlo. Ya podía oír el ruido de los remos. Fue una persecución desesperada. El general era un nadador poderoso y hábil de modo que avanzaba por el agua con brazadas constantes; pero sus perseguidores acortaron la distancia. Cuando se aproximaban, él se dirigió a mar abierto. Si pudiera escapar por un rato, la noche lo salvaría y aplicó su máxima fuerza en la terrible carrera. Cada vez se acercaban más, podía oír sus voces. Con potentes brazadas, nadaba de un lado a otro, con la esperanza de eludirlos en el anochecer. Sin embargo, la lancha lo seguía en su huida y avanzaba más. Los remeros podían oír cómo jadeaba y luchaba por su vida entre las olas. Sus perseguidores estaban tan cerca que lo golpeaban con los remos y entonces se zambullía una y otra vez para evitar los violentos golpes. Empezaba a oscurecer. Unos cuantos minutos más y podría despistarlos; reuniendo todas sus fuerzas se zambulló bajo la lancha. Al salir del otro lado, los remeros gritaron entusiasmados y lo volvieron a golpear, sólo para darse cuenta que había vuelto a zambullirse bajo la lancha e iba en otra dirección, nadaba en círculos, se zambullía y volvía sobre su ruta de manera que fuera difícil alcanzarlo al empezar a oscurecer. Durante una hora insistieron en la tremenda persecución. Díaz se debilitaba. A medida que sus músculos le fallaban, sus movimientos se

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hacían más lentos. Respiraba con dificultad; el agotamiento y las constantes vueltas le producían mareo. Los ojos se le saltaron. No obstante, serpenteaba y se lanzaba rápido en un último intento febril para escapar. De repente el exhausto fugitivo descubrió que había perdido el rumbo. La costa de Tampico era demasiado plana y baja como para que pudiera verla un hombre entre las olas, pero mientras aún fuera de día, Díaz sabía que la proa del vapor apuntaba hacia tierra. Al anochecer había perdido esta guía y no podía darse cuenta de la dirección de la costa desde mar abierto. Una vez metido en esta trampa, el general se entregó y lo subieron a la lancha, donde se acostó indefenso por la fatiga y sin poder hablar. Había permanecido más de una hora en el mar. Cuando el empapado prisionero se tambaleaba a bordo del City of Havana, el teniente coronel Arroyo, al mando de las tropas del gobierno que viajaban en el barco, insistió en que le entregaran a Díaz y que de inmediato le formaran consejo de guerra. Quizá la muerte del general terminaría con la revolución contra Lerdo y le reportaría una jugosa recompensa a su verdugo. Pero el sanguinario Arroyo subestimó el carácter y recursos del hombre a quien apenas habían sacado del mar tan cansado que no podía tenerse en pie. En su camarote Díaz tomó una pistola y se irguió cuan alto era, se puso derecho, mostró resolución y con la antigua mirada de poder en sus ojos, pidió al capitán del barco la protección de la bandera estadounidense bajo la cual se embarcó. Ese giro repentino que dieron las cosas desconcertó a Arroyo por el momento. Una cañonera estadounidense se encontraba cerca en el puerto y su capitán a quien pidieron que evitara cualquier violación de la bandera estadounidense, ofreció enviar a Díaz de regreso a los Estados Unidos; no obstante, el general se negó a volver e insistió en continuar su viaje, aunque sabía que el siguiente puerto era Veracruz, donde las fuerzas del gobierno lo esperarían para apresarlo a cualquier precio. El destino de México temblaba en la balanza de la guerra; Díaz tenía que reunirse sin demora con sus fuerzas. No podía perder un solo día. Intentaron desarmar al general, pero al saber el peligro en que estaba, anunció que prefería morir a entregar su único medio de defensa.

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Entonces se convino en que debería considerarse en custodia y el vapor seguiría su camino a Veracruz. Esa noche cuando el barco estaba en alta mar, Díaz suplicó en secreto al contador, A. K. Coney, que lo ayudara a escapar de sus enemigos. Propuso intentar de nuevo nadar hacia la orilla con ayuda de un chaleco salvavidas. Conmovido por las agallas del héroe mexicano, el estadounidense aceptó auxiliarlo, pero insistió en que exponerse a las aguas infestadas de tiburones tan lejos de la orilla equivaldría al suicidio. Adoptaron otro plan. Era una noche negra. Estaba a punto de estallar una tormenta en el mar. Todos a bordo se veían nerviosos, ansiosos, vigilantes. En el momento oportuno Díaz entró sin que lo vieran al camarote del contador y se encerró en un pequeño armario. De improviso se oyó un chapoteo en el mar. El contador lanzó un chaleco salvavidas por la borda. En el vapor resonaron los gritos de los oficiales mexicanos, quienes corrieron desbocados por la cubierta, mirando detenidamente el agua oscura con la esperanza de ver al supuesto fugitivo. Arroyo se enfureció; revisó la nave en vano. La víctima había escapado. Todo este tiempo Díaz estuvo sentado en la parte de abajo del armario. El espacio era tan estrecho que tuvo que colocar las rodillas pegadas al mentón y aun así la puerta no cerraba bien. El contador sabía que había hecho algo peligroso. Para apartar de sí las sospechas, tuvo la audacia de invitar a los oficiales mexicanos a jugar cartas en su camarote. Cuando éstos se sentaron alrededor de la mesa, el general, doblado en dos en el armario, casi no se atrevía a respirar. Su posición le causaba mucho dolor y, para empeorar las cosas, uno de los oficiales inclinó su silla hacia atrás contra la puerta del ropero, prensándola contra las rodillas del soldado escondido, quien no osaba moverse, aunque estaba en un grito. Durante esa experiencia casi intolerable, Díaz oyó a los jugadores de cartas hablar de su carácter con gran libertad. Lo criticaron amargamente, pero uno o dos lo mencionaron con amabilidad. El contador Coney, ansioso por evitar toda desconfianza, insultó en voz alta al hombre al que había ocultado en el camarote, expresando la esperanza de que

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lo capturaran y castigaran como merecía. Fueron tan vehementes los ataques hacia el hombre que protegía, que sólo el gran dolor que sentía evitó que Díaz riera en forma abierta. El general permaneció tres días doblado en dos en la oscuridad y su alimento eran unas cuantas galletas que le daba el bueno del contador. El barco por fin llegó a Veracruz. Este fue el clímax del peligro para Díaz. El capitán del puerto, un ferviente partidario del presidente Lerdo, subió a bordo del City of Havana con un guardia e insistió en registrar el barco de punta a punta, con la esperanza de localizar a la víctima. Hubo gran agitación en el barco. El capitán estadounidense protestó de que soldados mexicanos registraran su nave. El capitán de puerto, movido por la esperanza de capturar a un prisionero tan distinguido como Díaz, anunció que examinaría la embarcación pulgada a pulgada. Por fortuna había una cañonera estadounidense en el puerto. El capitán del City of Havana pidió protección. Acto seguido el comandante naval estadounidense subió a bordo del vapor. Mientras los tres capitanes discutían el asunto en cubierta, un marinero llegó hasta el lugar donde se ocultaba Díaz y le entregó una nota escrita por el jefe de la aduana de Veracruz, diciendo que sus amigos estaban listos para ayudarlo a quedar en libertad. Díaz entonces siguió al marinero hasta un ojo de buey abierto. Se había vestido de prisa con ropa de marinero. Sacó la cabeza por la abertura al costado del barco y vio abajo una barcaza con algodón donde esperaban que cayera. Al levantar la vista vio una hilera de rostros que lo miraban desde arriba de la baranda. Con sobresalto, retiró la cabeza. El marinero le susurró que los rostros que había visto eran de sus amigos quienes, según el plan convenido, se agolparon contra la baranda en cubierta para que sus enemigos no tuvieran oportunidad de llevar a cabo una inspección. Poco después, Díaz pasó lentamente por el ojo de buey y cayó en la barcaza, se sumergió bajo la proa y con el agua hasta el cuello, esperó a que terminaran de cargar la barcaza y remaran hasta la orilla. Al descargar el algodón en el muelle, un oficial del gobierno vio con ojos de

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lince algo bajo la proa poco iluminada de la embarcación. “¿Qué es eso?”, gritó. Díaz retrocedió y medio se ahogó para evitar que lo detectaran. Un movimiento en falso y estaría perdido. En ese preciso momento uno de los amigos de Díaz que estaba atento saltó a la barcaza, vio el rostro de su líder con la escasa luz y respondió, “Aquí no hay nada, señor.” La tripulación de la lancha fingió pelear para decidir si hacían otro viaje al barco. Finalmente, remaron para salir del puerto de Veracruz y se dirigieron por la costa hasta un punto acordado. Allí desembarcó el general y encontró a un criado con dos caballos que lo esperaba en la playa. Saltando a la silla, Díaz cabalgó a toda velocidad con su acompañante para ponerse en contacto con sus fuerzas. Esa noche encontró una corriente de agua conocida como Boca del Río. Por el camino se detuvo en la casa de un peón para pedir informes, cuando en eso pasó un cuerpo de soldados del ejército. Esto asustó tanto a su sirviente que desertó. A pesar de ello, el general pudo evitar que lo reconociera el comandante de las tropas y al encontrar una lancha en el río, se alejó remando él mismo. Ahora no tenía caballo, pero siguió el camino a pie. Encontró a un jinete que resultó ser un amigo y quien con gusto le cedió su caballo. De ese modo, día y noche, el líder de la revolución, vestido con un traje de marinero harapiento y con pistola al cinto, cabalgó directo para reunirse con sus queridos seguidores indígenas de Ixtlán, en las montañas zapotecas de Oaxaca, donde siendo un subprefecto mozalbete aprendió a convertir a campesinos cobardes y desgarbados en soldados y héroes. Cuando se acercaba a Ixtlán, cansado y cubierto de polvo, vio figuras que bajaban a su encuentro por los accidentados senderos montañosos. Eran los jinetes indígenas de sus viejos pueblos, y cuando vieron la figura recia, erguida que conocían tan bien, no obstante la gorra de marinero y la extraña ropa azul, lo saludaron blandiendo sus sables en el aire; él se levantó en su silla y les respondió el saludo con la mano levantada. A los morenos montados les seguían grupos de indígenas a pie, con rifles y tambores que tocaban desaforados. Bajaban en gran cantidad, gritando su nombre. Cuando desmontó se arremolinaron a su alrededor, le besaban la mano y lo llamaban padrino. Conforme la multitud se apre-

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tujaba en torno a él y los lugareños de zarape se unieron a los hombres armados en una magnífica procesión de brillantes colores, tambores estruendosos, acero resplandeciente, caballos que caracoleaban y un murmullo de voces, Díaz recordó que tiempo atrás con frecuencia pagaba el estipendio para que bautizaran a los hijos de los indígenas y que en el tumulto que llegó a besarle la mano estaban sus ahijados ya crecidos. Al transitar por los senderos, encontró a los montañeses que avanzaban en masa para saludarlo y las laderas reverberaban con el ruido de sus tambores ya que marchaban delante y detrás de él, mientras que la población en general, tan pintoresca que no hay palabras para describirla, llenaba el ambiente con sus gritos. En el pueblo de Ixtlán Díaz desmontó y dirigió un discurso a la multitud. Los indígenas se congregaron en las plazas y plazuelas con rifles y tambores. Hombres armados llegaron a Ixtlán de docenas de pueblos zapotecos. El general fue de un grupo a otro, hablándoles y avivando su espíritu de lucha, como en los días en que les demostró que un montañés zapoteco podía ser un gran soldado. En esas filas estaban hombres a quienes sacó de la indolencia del indígena sentado envuelto en su zarape para que sirvieran a su país con las armas, hombres a quienes enseñó a leer y escribir, hombres a los que encabezó durante años en la batalla. Hombres a cuyos hijos había apadrinado en la iglesia: cuando se paró frente a ellos, pálido y delgado por las penurias, pero con la antigua mirada de mando en su rostro recio, ellos levantaron la cabeza y sus ojos brillaban de orgullo. Allí entre sus chozas miserables de un remoto pueblo en la montaña, invocó el alma de México para ir la guerra a fin de alcanzar la paz. De inmediato se organizaron tres batallones en Ixtlán y con ellos Díaz marchó hacia el valle de Oaxaca a su ciudad natal, la cual pronto lo rodeó. El gobernador del estado se mostró amigable con él, pero al estar bajo el dominio de Lerdo se había visto obligado a obedecer al gobierno nacional. Una vez que tomó posesión de Oaxaca el general organizó sus fuerzas con rapidez. El espíritu de la revolución iba en aumento. En agosto, los revolucionarios al mando del general Guerra fueron derrotados en

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Tamiapa, con lo cual Guerra retrocedió a Chihuahua, donde lo capturaron y asesinaron. Pero en septiembre un Congreso atestado de gente declaró que Lerdo había ganado la reelección como presidente. La elección fue notoriamente corrupta e ilegal. Fue un desafío directo al valor y a la dignidad del país. En su avaricia por retener el poder, el presidente se había impuesto en el cargo contra la voluntad del pueblo y había pisoteado las leyes electorales. Los fraudes fueron tan burdos que incluso el presidente de la Suprema Corte de Justicia, José María Iglesias, denunció públicamente la ilegalidad de la elección, desconoció la autoridad de Lerdo y, al declarar que según la Constitución él asumía la presidencia, se retiró a Guanajuato donde el gobernador Antillón, con 2 500 soldados, lo apoyaron como presidente interino. Díaz avanzó hacia el norte con sus tropas, organizando sobre la marcha. El gobierno de Lerdo mandó al general Alatorre con una fuerza muy grande para aplastar la revolución de un solo golpe. Cuando los dos ejércitos se enfrentaron en Tecoac, en el estado de Tlaxcala, el 16 de noviembre de 1876, los generales de ambos bandos reconocieron que la batalla sería decisiva. Las fuerzas del gobierno superaban en número a los revolucionarios y Lerdo se vanagloriaba en la capital de que en unas cuantas horas Díaz caería prisionero o sería fugitivo. En la batalla de Tecoac, las tropas de Alatorre lucharon con tenacidad hasta que se desmoralizaron con una carga tremenda encabezada por el propio Díaz. Antes de que pudieran recuperarse de los efectos de esta carnicería, le llegaron a Díaz refuerzos a las órdenes del general González y el ejército de Lerdo sufrió una derrota aplastante. Díaz capturó a más de 3 000 prisioneros. Después de esta victoria total, Díaz marchó en triunfo a la ciudad de Puebla, la cual se le rindió sin golpe alguno, y al cabalgar por las calles lo saludaban como a aquél que salvaba a la nación de la confusión, la debilidad y la corrupción. Cuatro días después de la lucha decisiva en Tecoac, el presidente Lerdo huyó de la capital con sus ministros. Se embarcó en Acapulco y

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fue a Nueva York, donde vivió hasta su muerte ocurrida el 21 de abril de 1889; a pesar de sus conspiraciones revolucionarias para recuperar el poder, el presidente Díaz asistió a su funeral. Con 12 000 soldados, el héroe de la revolución hizo su entrada formal a la ciudad de México el 23 de noviembre de 1876. Fue una escena emocionante. Las grandes muchedumbres que se apostaron en los caminos y calles gritaban continuamente el nombre del vencedor. Algunos se tiraban al suelo, otros sollozaban de emoción. No sólo los más modestos del populacho lo saludaban, sino que los adustos hombres de negocios, financieros, terratenientes, estaban parados descubiertos entre los indígenas que gritaban cuando Díaz iba camino al Palacio Nacional a la cabeza de su ejército. En la enorme plaza del Zócalo, al cual dan tanto la Catedral como el Palacio, se reunió una enorme multitud y el sonido de las voces era como si el mar batiera contra la orilla vacía. Ataviado con su uniforme de general, Díaz pasó frente a las multitudes estruendosas, erguido, serio, con la mirada al frente, como si contemplara un gran panorama que se abría ante él, no como el ganador de un premio, sino como quien asume solemnemente una responsabilidad cuyo peso había aplastado a dos generaciones de sus compatriotas. Al entrar al Palacio Nacional, tomó posesión del supremo poder ejecutivo de la nación. Dejó al general Juan N. Méndez al mando de la capital y se desplazó rápido a Guanajuato, donde Iglesias intentaba llevar adelante un gobierno nacional; trató de conciliar con Díaz, pero sus propuestas fueron rechazadas. Retrocedió a Guadalajara, donde el general Ceballos tenía una división fuerte, y luego marchó a Manzanillo, siguió hacia Mazatlán y zarpando de allí huyó por mar a San Francisco. Al salir victorioso en toda la república, el general previó un gobierno constitucional y ordenó una elección general. En mayo de 1877, el nuevo Congreso hizo el escrutinio de los votos y declaró que Díaz había sido elegido presidente. De ese modo el hijo descalzo del humilde mesonero de Oaxaca, ahora un hombre de 46 años, se dio a la tarea de alejar a México de su pasado delirante, destructivo y desdichado.

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Nada hay más dramático en la vida de Díaz que su rápida lucha contra los salteadores de caminos. No como presidente, sino como comandante de las fuerzas militares, decretó la muerte inmediata para los bandidos dondequiera que los capturaran. Todo el poder de la nación se concentró detrás de esta dura orden. Cientos de bandidos fueron abatidos en los caminos de México en las dos o tres semanas posteriores a su ascenso al poder. No era un trabajo policiaco, sino la guerra. No se permitía que las teorías de los derechos humanos o los tecnicismos legales interfirieran con este trabajo de exterminar a los enemigos armados de la sociedad. Sin embargo, entre quienes se aprovechaban de los viajeros y aterrorizaban a ciudades y pueblos estaban hombres que habían servido a la república como soldados y a quienes se les había despojado del uniforme y no contaban con medios de subsistencia. Habituados a las correrías como medio de existencia en tiempos de guerra, continuaron con el saqueo en tiempos de paz. Nada embota el sentido de la moralidad 368

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ni endurece el carácter más rápido que la guerra de guerrillas, donde la lucha y la rapiña son casi inseparables. Por tanto, no sorprende que algunos de los soldados más valientes de México se hubiesen transformado en bandidos. De hecho, muchos de los hombres que habían seguido a Díaz en sus luchas más desesperadas por la independencia mexicana ahora se encontraban frente a frente con la muerte instantánea, ya que su orden no distinguía entre amigos o enemigos, patriotas o traidores. Su mente clara percibió que sería una parodia de gobierno hablar de derechos individuales y formas constitucionales de justicia, mientras los bandidos armados ocupaban las carreteras de la nación, así que dio muerte a los bandoleros sin piedad dondequiera que los encontraban, hasta que un terror indescriptible al nuevo gobierno cundió en los bastiones del crimen en las montañas más remotas. Al mismo tiempo hizo saber que todos los bandidos que estuvieran listos para abandonar su vida criminal podrían encontrar seguridad y empleo rindiéndose de inmediato al gobierno. Sabían que siempre se podía confiar en la palabra de Díaz, y al igual que en otros tiempos los comerciantes de México prestaban grandes sumas con la mera palabra, aunque rehusaban dar ningún anticipo sobre el crédito del gobierno; fue así que los bandidos salieron en gran cantidad de las montañas y caminos, entregaron sus armas y confiaron su vida al honor del hombre que les abría el camino de regreso a la sociedad honorable. Con la perspicacia nacida de una larga experiencia y el profundo conocimiento de la naturaleza humana, Díaz creó con estos hombres una policía rural montada nacional y les dio la oportunidad de redimir sus nombres dando caza a los bandidos incorregibles. Acudieron ante él con vestimentas de toda clase, hombres audaces, fuertes, de mirada temible y rostros bronceados por el sol y con horribles cicatrices. Con voz temblorosa, algunas veces con lágrimas, le dijeron al jerarca de México que se habían convertido en bandoleros ante la imposibilidad de encontrar alguna otra ocupación. Habló con ellos, de uno en uno, los miró a los ojos, les explicó que en México había comenzado un nuevo día en el orden público y con

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unas cuantas palabras directas los convenció de que, haciendo a un lado la muerte sangrienta que en el futuro aguardaba a todos los bandidos, se ganarían mejor la vida sirviendo a la nación como buenos ciudadanos. Un día apareció en Palacio Nacional un famoso jefe de bandidos, de amplio tórax y espalda ancha, gigantón, de ojos formidables y piel casi negra de tan bronceada por el sol. Durante muchos días lo habían perseguido; no existía un ladrón más temido en el país. Este hombre había sido un aguerrido oficial al servicio de la república. Díaz lo reconoció de inmediato como uno de sus combatientes más leales y heroicos. El jefe de bandidos admitió que había llevado una vida terrible, pero afirmó que poco a poco lo habían empujado a ello las condiciones del país y las necesidades que lo apremiaban en un momento en que ni él ni sus seguidores podían conseguir empleo. Al recordarle a Díaz cómo había peleado por el país bajo su mando, su semblante duro y tosco dejó ver la emoción cuando le pidió la oportunidad de recuperar su buen nombre y tomar su lugar adecuado en México. El gran ladrón fue nombrado de inmediato jefe de la nueva policía nacional y ningún hombre sirvió al país con más valor, honradez o devoción. Este fue el origen de los célebres Rurales, uno de los mejores grupos de policía del mundo, comparable sólo a la Real Policía Irlandesa (Royal Irish Constabulary), la Policía Montada de Canadá, los Carabinieri italianos y la Guardia Civil Española, pero con carácter propio. Los promotores del desorden y el delito se convirtieron en guardianes y garantes de la paz y el orden. Empezamos castigando el robo con la muerte y pidiendo la ejecución de los culpables a unas horas después de capturarlos y condenarlos —dice el presidente Díaz—. Se había vuelto un hábito cortar las líneas del telégrafo. Ordenamos que cuando cortaran los cables y el jefe de policía de ese distrito no capturara al delincuente, él mismo sufriría las consecuencias; y si el corte se produjera en una plantación, el propietario que no lo evitara debía ser colgado del poste más cercano al punto del corte. Por supuesto, éstas eran órdenes militares.

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Es verdad que éramos severos. Con frecuencia esa severidad llegaba al punto de una gran crueldad, pero era necesario para la vida y el progreso de la nación. Los resultados lo han justificado. Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala, la que se salvó, buena. La paz era necesaria en México, aun cuando fuese una paz forzada, para que la nación tuviera tiempo de pensar y actuar. La educación y la industria han llevado adelante la tarea emprendida por el ejército. El soldado se había transformado en estadista. En unas semanas los bandidos de México habían desaparecido, para nunca volver a aparecer, y los caminos de la república estuvieron a salvo. Díaz había actuado según el antiguo precepto militar japonés: “Cuando tengas a un enemigo en tu poder, nunca lo rodees por completo”. No sólo había exterminado a los criminales más poderosos del país y dado seguridad a los viajeros, sino que a miles de mexicanos valientes, pero equivocados, los había devuelto al redil de la sociedad. En estos días de orden y progreso en México resulta difícil comprender la enormidad de esta proeza. Durante muchos años los ladrones habían sido tan audaces que se apoderaban de los pueblos y exigían que les hicieran préstamos, algunas veces quemaban los edificios públicos y en ocasiones se llevaban a los funcionarios y los retenían para pedir rescate. En 1872, los bandidos se llevaron al maestro del pueblo de Santa María, distrito de Otumba, lo vendieron a otros bandidos en $100, quienes a su vez lo vendieron en $200 y fue vendido por tercera vez en $300 a una banda que exigió un rescate de $500. Después de una lucha terrible con el ladrón que lo custodiaba, el maestro escapó con 19 heridas. Era tan increíble el poder de los bandidos que el señor Escandón, quien estaba construyendo el ferrocarril a Veracruz, pagó $500 a una banda de ladrones armados para que lo escoltaran a la costa. Ésta no era una costumbre poco común. Llegó a salvo, pero en el camino de regreso la banda asaltó a dos grupos de viajeros.

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La diligencia que viajaba entre la capital y Puebla a veces era asaltada cuatro veces en un solo recorrido y la cuarta banda, al no encontrar nada más que quitarles, hacía que los pasajeros se desnudaran y ni siquiera perdonaban a las mujeres. Esto sucedió tantas veces que muchas mujeres llevaban periódicos para cubrir su cuerpo cuando se quedaran sin ropa. Es literal que cuando la diligencia de Puebla debía llegar a la ciudad de México, los maleteros estaban estacionados en el patio del Hotel Iturbide con frazadas para cubrir a las pasajeras cuando bajaran y pedían a los varones allí hospedados que no estuvieran presentes para no avergonzar a las desdichadas viajeras. Cuando el mariscal Bazaine estaba al mando de la capital, una mañana llenó el coche que iba a Puebla de zuavos vestidos con sombrero de mujer y faldas con crinolinas de alegres colores. Cada soldado llevaba un par de pistolas. El coche no había avanzado más de cuatro cuadras por la calle principal de la ciudad de México cuando lo rodearon los bandidos. En un minuto quedaron desparramados en el pavimento ladrones muertos y moribundos, ya que las supuestas mujeres saltaron y abrieron fuego. Si eso podía suceder en la propia capital, en medio de un veterano ejército francés, ¿cuáles deben haber sido las condiciones en los caminos y pueblos remotos antes de que Díaz erradicara el bandolerismo de este país en una campaña súbita y corta? Todo lo que hablaban los políticos descarados, la oratoria grandilocuente de los congresos o las fórmulas solemnes pero impotentes de las leyes, por sabias o justas que fuesen, no habían conseguido los resultados notables obtenidos en unas cuantas semanas mediante su fuerza directa, con base en la idea de que el gobierno no es teoría, sino acción, y que el orden es un precedente indispensable de la ley. Por más de treinta años el presidente Díaz ha estado al frente de la república mexicana y durante todo ese tiempo, en las etapas buenas y malas, ese pensamiento práctico y eficaz ha dominado su gobierno y permitido la cicatrización cívica y social en México. Los teóricos superficiales, los aspirantes a revolucionarios, los arribistas decepcionados y los francos chantajistas han buscado en vano

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convencer al mundo exterior de que el gran presidente de México es un tirano despiadado que ha aplastado a su país bajo el peso de la corrupción, respaldado por un aparato militar cruel y servil. La respuesta a estos agitadores absurdos y maliciosos es el constante ascenso de México al rango de una nación poderosa y respetada, el obvio orgullo con el cual todos los mexicanos decentes pronuncian el nombre de Díaz, y la prosperidad que su fuerza, energía, inteligencia y devoción incansable han traído a la nación. No queda más que comparar el caos anárquico, la indefensión de las masas, la total miseria y degradación de la vida en México existentes cuando Díaz fue presidente por primera vez, con el país ordenado y próspero de la actualidad, para darse cuenta de la malicia criminal o la ignorancia que indujo a los abogados sin clientes, los aventureros decrépitos y los escritorzuelos sensacionalistas a secundar las actividades inútiles de los conspiradores políticos que no tienen la influencia para conseguir seguidores poderosos ni el sentido para entender que el día de las revoluciones mexicanas pertenece al pasado distante y sombrío. Una vez que restableció el orden, Díaz se concentró en la tremenda tarea de reactivar el crédito nacional. Nueve semanas después de entrar a la capital a la cabeza de su ejército victorioso, vencía el plazo para pagar $300 000 a los Estados Unidos. Era el primer pago parcial de un laudo de $4 000 000 a favor de ese país para liquidar las reclamaciones internacionales según lo resuelto por una comisión mixta. Fue de suma importancia hacer este primer pago. Todo el mundo de las finanzas observaba en secreto. Díaz aún no era elegido presidente de México. Era un soldado recién llegado de la batalla, al frente de un país donde la sospecha y la hostilidad hacia los países extranjeros se despertaron en alto grado y había suma susceptibilidad a la deuda externa. ¿Estaría él a la altura de sus responsabilidades? La nación estaba en bancarrota. Había una deuda con los empleados públicos. El ejército exigía sus pagos atrasados. Era una época cruel y lamentable por el pago de $300 000 a una nación que había despojado a México de la mitad de su territorio. El hecho de recaudar esa suma le significaba un amargo sacrificio al nuevo gobierno; no obstante, la

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mente clara de Díaz vio que el pronto pago de este dinero, a cualquier precio, sería una señal para el mundo de que México estaba preparado para cumplir con sus sagradas obligaciones a tiempo y en cualquier circunstancia. Miles de funcionarios quedaron insatisfechos con su paga, pero los $300 000 se enviaron puntualmente a los Estados Unidos. En cuestión de días esa acción de escrupulosa honradez se conoció en los mercados de dinero del mundo y se reflejó al instante en el precio al alza de los valores mexicanos. Al informar sobre esto al nuevo Congreso, Díaz dijo: “El ejecutivo estaba resuelto a salvar a toda costa el honor nacional, y al imponer los sacrificios dolorosos pero necesarios a la república y a sus servidores, afortunadamente ha podido eludir una seria dificultad y hacer el pago con toda puntualidad. Este sacrificio no será estéril. Deberá contribuir al buen nombre de México y a mejorar su crédito en el extranjero.” Ése fue un nuevo indicio en las finanzas mexicanas, que dejó en claro en todos los países, cuando menos mientras Díaz tuvo el control de los asuntos. Al cumplir con una de las promesas más formales de la revolución, el nuevo presidente presentó una enmienda a la Constitución nacional que prohibía la reelección del presidente y los gobernadores de los estados. Al ver en retrospectiva las largas décadas del poder continuo de Díaz en México, esta enmienda constitucional podría resultar casi ridícula, para alguien que desconozca la historia nacional posterior. La verdad es que fue un esfuerzo sincero para eliminar de la política mexicana una de las más fecundas causas de guerra. Más adelante, cuando Díaz había demostrado que la nación podía sostenerse como una roca contra los embates del tiempo y las circunstancias; cuando había formado una nación con los mexicanos divididos; cuando su gobierno honesto había convertido la palabra México en un vocablo de oro alrededor del mundo; cuando el comercio, la industria y la educación habían comenzado a interesar al pueblo; cuando cientos de millones de dólares de capital extranjero afluyeron al país, generando empresas; y cuando el amor al trabajo pacífico renació en las masas del pueblo mexicano, la nación abolió la ley que impedía que un pre-

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sidente ocupara el cargo dos periodos consecutivos, a fin de que no se interrumpiera el espléndido y pacífico desarrollo de México, y que el liderazgo y la dirección nacionales no cayeran de nuevo en los riesgos de la política partidista, cuando menos no sin que antes la influencia de la paz, la industria y la educación, así como la tendencia conservadora a consolidar la acumulación de la riqueza, junto con un aprecio cada vez mayor de las responsabilidades, así como los derechos del gobierno popular, permitieran que México cambiara de presidente sin que ocurriera un grave desastre. Después de restablecer el orden público e indicar que se reactivara el crédito público, el presidente Díaz dio muestra de sus amplias y visionarias cualidades de estadista al abordar el asunto del ferrocarril estadounidense. Durante su primer mandato, en los Estados Unidos se habían terminado dos grandes líneas ferroviarias que llegaban a la frontera norte de México. Se planteó que éstas conectaran con la ciudad de México mediante líneas que se construirían principalmente con capital estadounidense. Hasta ese momento sólo había un ferrocarril importante en la república, la línea corta unía la capital con el puerto de Veracruz. La propuesta de enlazar México con los Estados Unidos por medio de dos grandes sistemas ferroviarios —el Ferrocarril Central Mexicano y el Ferrocarril Nacional de México— no sólo era un tema económico de primera magnitud, sino también un asunto político peligroso el cual, por duda o temor, rehuía la mayoría de los estadistas mexicanos. Durante muchos años la opinión pública de México había sido educada para desconfiar de los propósitos y la política de los Estados Unidos. Era común que el orador político popular se diera golpes de pecho en público y desafiara al gran monstruo del Norte. Incluso el presidente Juárez compartió este sentimiento de duda y hostilidad y le molestaron los esfuerzos bien intencionados del gobierno de Washington para ayudar a su administración al término de la Guerra de Intervención. Tanto él como el presidente Lerdo se esforzaron al máximo para poner a los mexicanos contra los Estados Unidos como un vecino codicioso, sórdido, siempre atento a la oportunidad de invadir y arrebatarle su territorio a

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México. Esta política de timidez y desesperación tuvo su expresión en el dicho del presidente Lerdo: “Entre el débil y el fuerte, el desierto.” La inmensa energía e inteligencia práctica de los Estados Unidos estaban listas para irrumpir en los campos en desventaja de la industria, agricultura y comercio de México, llevando consigo torrentes de riqueza. El espíritu de la empresa estadounidense había recibido un nuevo estímulo y fuerza merced al éxito internacional de la Exposición del Centenario celebrada en Filadelfia. Los ojos del mundo voltearon al hemisferio occidental, cuyas instituciones políticas ya estaban muy firmes. La fuerza inquebrantable de la administración de Díaz, su puntualidad escrupulosa para cumplir con sus obligaciones y su capacidad demostrada para mantener el orden y proteger los derechos de propiedad así como la seguridad personal, atrajeron la atención a México como un terreno promisorio para los inversionistas y pioneros en los negocios de todos los países. Pero hasta entonces había sido un país cuyas principales ocupaciones eran la política y la guerra. Empeñado en la independencia política y con temor a las grandes naciones progresistas, México había establecido una cobarde política ermitaña de aislamiento y, casi como chinos y coreanos, se había separado de las influencias vigorizantes y productivas derivadas del contacto directo y continuo con sus mercados naturales en el Norte floreciente y se quedó atrofiado por los antiguos prejuicios y pasiones. Díaz ya le había demostrado al mundo que había nacido un México nuevo. Enfrentó con valor los problemas del orden público y el crédito público. Pero ¿tendría el soldado de hierro el valor moral y la amplitud de miras para arriesgarse a entrar en conflicto con la feroz e irracional intolerancia de sus compatriotas al abrir la república al comercio internacional a través de la comunicación ferroviaria directa con los Estados Unidos? La influencia del presidente sobre todos los poderes del gobierno era tan grande que el asunto dependía de su propio criterio y voluntad. Este punto, del cual dependía el futuro de la república, se decidió en una junta con el Gabinete. Las opiniones estaban divididas entre los ministros. El presidente escuchó en silencio los argumentos de ambas

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partes. Al terminar el debate tomó su decisión memorable, básicamente en estos términos: Tal vez sea verdad que al abrir México a la comunicación ferroviaria directa con los Estados Unidos, nos estamos poniendo en peligro, que le damos entrada a una potencia que algún día tratará de absorber nuestro territorio. No comparto este temor. No obstante, de existir dicho peligro, es más factible que provoquemos el conflicto de inmediato al negar una salida natural y necesaria a la empresa privada legítima de ese país y declarar de hecho que consideramos que los Estados Unidos son nuestros enemigos. Al consentir en los nuevos ferrocarriles internacionales no sólo decimos al pueblo de los Estados Unidos que no tememos a la asociación directa y estrecha con ellos, y que deseamos y esperamos contar con su amistad, sino que traeremos capital y energía calificada a México y desarrollaremos rápidamente nuestros recursos para que, con esa política, podamos cuando menos aplazar cualquier peligro de saqueo territorial hasta que tengamos fuerza suficiente para enfrentarlo y oponerle resistencia. Ese mensaje de un gran liderazgo sensato y pacífico se captó en todo el mundo empresarial y recibió respuesta. Fue el inicio de una gran era de construcción de los ferrocarriles que ha transformado a México y le ha permitido un magnífico desarrollo. Cuando el presidente Díaz tomó posesión del gobierno nacional en 1876, México tenía apenas 407 millas de vías para atender un territorio de más de 767 000 millas cuadradas. Él no sólo consintió en la existencia de ferrocarriles internacionales sino que aplicó toda su fuerza e inteligencia para estimular la construcción del ferrocarril en todas partes del país. Hoy día hay más de 15 000 millas de vías y el capital invertido en el país tan sólo por ciudadanos estadounidenses, en moneda mexicana se eleva a un total aproximado de $2 000 000 000.

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XXXI

el orden depende de la fuerza, el poder de la ley depende del orden

Un viejo dicho reza que para alcanzar los mejores frutos de un árbol hay que sortear las espinas y los cardos. Eso se aplica a hombres y árboles por igual. La historia no ofrece ningún ejemplo de una persona buena o grande quien no haya sido blanco de la envidia o la maldad. Una de las calumnias más persistentes que hicieron correr los enemigos del presidente Díaz decía que en 1879 ordenó la matanza a sangre fría de sus opositores en Veracruz. Esta leyenda se ha repetido durante muchos años con lujo de grotescos detalles. Cada vez que un puñado de aventureros cae en el viejo delirio del sueño revolucionario —olvidando que México ahora es una nación poderosa y unida— la historia relativa a Veracruz vuelve a empezar, con espantosas insinuaciones de un déspota culpable que por pura sed de sangre decretó el asesinato de hombres inocentes. La verdad lisa y llana en este asunto, que se establecerá en el presente, demuestra que la leyenda de Veracruz no tiene más fundamento que otros ataques que recientemente han lanzado contra el presidente 378

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Díaz y su gobierno escritores ignorantes y sensacionalistas que sirven, tal vez en forma inconsciente, a los intereses siniestros de fanáticos, buscadores de cargos desilusionados, promotores de contratos, chantajistas —que esperan que compren su silencio— y revolucionarios cuyas actividades no han pasado de ser revueltas locales. Mientras en su primer mandato el presidente Díaz ponía los cimientos amplios y profundos de la paz y el progreso de México, con la intención de cambiar la mentalidad del pueblo hacia la industria y establecer un equilibrio entre los ingresos y egresos de la nación, Sebastián Lerdo de Tejada, a quien había expulsado del poder, permanecía en Nueva York y a la distancia trató de llevar a cabo otra revolución. El brillante abogado y político no pudo percatarse de que el ascenso de Porfirio Díaz al poder supremo había marcado el final del periodo revolucionario de la historia mexicana. En apoyo a la conspiración de Lerdo, el general Escobedo invadió México procedente de Texas y envió expediciones armadas a los estados de Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas. Esta insurrección fue sofocada. Sin embargo, en reconocimiento a los servicios que Escobedo prestó al país en el pasado, el presidente Díaz lo perdonó con magnanimidad. En el sur, el general Diego Álvarez se negó a trabajar en la administración nacional y amenazó con un levantamiento, pero el razonamiento persuasivo del Presidente venció su oposición de manera pacífica. En 1879 el general Negrete emitió un discurso al país llamando a los partidarios de Lerdo a levantarse en armas. Desde su escondite en la ciudad de México, por algún tiempo Negrete siguió enviando cartas exaltadas donde invocaba el espíritu de guerra. Nadie respondió a sus llamamientos. El presidente Díaz observó estos signos del antiguo espíritu revolucionario con todo detenimiento y severidad. Sabía que otra grave guerra civil ocasionaría que México regresara al caos, la bancarrota y el descrédito, y tal vez abriría el camino hacia la pérdida de la independencia mexicana. Todo el destino de la nación dependía ahora de su vigilancia y fuerza. En ese preciso momento el general Fuero, uno de los conspiradores más valientes de Lerdo, llegó a Veracruz después de visitar a su líder

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en Nueva York. A Fuero lo arrestó de inmediato el general Luis Terán, comandante militar de Veracruz, un veterano compañero de armas de Díaz, y uno de sus seguidores más fanáticos. El general Terán parecía tener la idea de que todo opositor del presidente merecía la muerte. Era un hombre nervioso, irascible, de gran valor aunque juicio precipitado. No existía un motivo personal para que el presidente Díaz quisiera perdonarle la vida a Fuero, quien había derrotado a su pequeña tropa en la batalla de Icamole. No obstante, tan pronto como se enteró del grave peligro que corría su enemigo, hizo que don Pablo Macedo, titular de la Subsecretaría de Gobernación, fuera a ver a Terán, con órdenes de que mantuviera ileso al prisionero y que un tribunal ordinario investigara su caso con imparcialidad. Terán declaró violentamente que no accedería a que escapara ese traidor, pero Macedo repitió las órdenes del presidente con tal dureza que el comandante cedió. El tribunal lo puso en libertad por falta de pruebas convincentes. De este modo el presidente Díaz salvó la vida del hombre que lo había derrotado en el campo de batalla en la crisis suprema de su vida. El último intento de los partidarios de Lerdo para lanzar al país a otro periodo de revolución fue en junio de 1879. En ese mes la tripulación del barco Libertad destinado a despachos militares, que estaba en el puerto de Alvarado a unas treinta millas de Veracruz, se rebeló contra el gobierno y partió con su nave hacia esa ciudad. También se informó que se había amotinado la tripulación de otro barco armado, el Independencia. Cuando el presidente Díaz recibió estas noticias alarmantes, dos oficiales de artillería le informaron en secreto que en la guarnición de Veracruz había una conspiración para sublevarse tan pronto como los barcos rebeldes aparecieran en el puerto. No se podía perder ni una hora ni un minuto. La paz del país dependía de que se emprendiera una acción rápida, segura y seria. El general Terán había advertido al presidente de la existencia de una conspiración revolucionaria contra el gobierno. Este fue el telegrama que envió Terán: “Hay militares complicados en la conspiración. Si se levantan ¿los fusilo?” No había tiempo para debatir. Las vidas de miles podrían sacrificarse por una demora instantánea, porque en ese mismo momento habían

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informado a Díaz que el Libertad amotinado entraba al puerto de Veracruz, que era la señal convenida para el alzamiento de la guarnición; y no podía haber más que una respuesta a una revuelta entre las tropas regulares. El presidente respondió por telégrafo a la pregunta de Terán con tres palabras: “En caliente, sí.” Estos dos telegramas se consiguieron en los archivos oficiales de la época y revelan toda la historia de la relación de Díaz con el asunto. Se verá que el presidente autorizó a Terán para fusilar a los soldados y sólo si era “en caliente”, es decir, en el acto mismo de la rebelión. La mente más ingeniosa no puede tergiversar esas tres palabras, tomadas en relación con el mensaje al que respondían, interpretándolas como la más mínima autorización para ejecutar civiles, con o sin juicio previo. En un arrebato de ira, el general Terán mandó fusilar a nueve hombres en forma sumaria. Varios de ellos eran civiles. El presidente Díaz destituyó al comandante y lo sometió a corte marcial. El tribunal lo encontró culpable de rebasar su autoridad y él confesó su falta, alegando en su defensa la ansiedad que sentía por salvar a la nación de la guerra civil. Acto seguido, en vista de la obvia condición mental de Terán, y en consideración de sus anteriores servicios a la patria en el campo de batalla, el tribunal suspendió todas las otras penas, a excepción de la pérdida de su puesto. Poco tiempo después, a Terán lo encerraron en un manicomio donde murió tres años después, loco de atar. Esta es la verdadera e incontrovertible historia de la famosa “matanza de Veracruz”. Cabe agregar que, en la actualidad, las familias de las personas que Terán ejecutó se cuentan entre los partidarios más fervientes del presidente Díaz. Lo cierto es que, si bien el presidente reprimió de inmediato y a veces de manera sangrienta todos los esfuerzos de Lerdo y sus amigos por reavivar la insurrección armada como elemento en la política mexicana, continuó con una política visionaria de acuerdos mutuos y conciliación. Aun cuando Iglesias, quien había intentado tomar la presidencia, regresó a la capital, le permitieron vivir con tranquilidad.

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Márquez de León intentó hacer otra rebelión en Baja California y el general Ramírez Terrón, en Sinaloa, pero las sofocaron. Las cosas se calmaron y hubo una paz prolongada. El aventurero militar más demente comenzó a entender que bajo la administración del presidente Díaz el gobierno de México no podía cambiarse mediante una revolución. Para garantizar la paz, el presidente confirmó la autoridad británica en Belice, u Honduras Británica, exigiéndole a Gran Bretaña un acuerdo para evitar el contrabando de armas a través de la frontera destinadas a los rebeldes y maleantes indígenas mayas de la península yucateca. Pese a la terrible situación existente en el país cuando Díaz asumió el poder nacional, los asuntos internos y externos de México prosperaron rápido y las situaciones más embrolladas se ordenaron bajo su liderazgo fuerte e inteligente. En el primer año de su administración, los ingresos totales del gobierno ascendieron a $18 087 774, lo que incluía la cantidad remanente del año anterior. Al año siguiente los fondos en el erario nacional aumentaron a $20 477 780, el máximo desde la restauración de la república en 1867. Este excelente resultado se logró sin valerse de impuestos extraordinarios ni métodos desusados. El comercio crecía a pasos agigantados. Aunque el Presidente obró prodigios al resolver la deuda pública, economizando en el gasto público y alistándose para la reactivación de la industria en el país, su mirada estaba fija en la paz, prolongada, general e ininterrumpida —una paz producto del gobierno constructivo y persuasivo, respaldada por la fuerza, aunque cuando era necesario se mantenía sólo por la fuerza— como preludio y acompañamiento indispensables de la regeneración nacional. Puesto que la idea central del Plan de Tuxtepec, con el cual Díaz encabezó su exitosa revolución contra Lerdo, era la prohibición de la reelección de los presidentes y como el propio Díaz hizo que esa solemne promesa se incorporara en la ley fundamental de la nación, hubo indicios de una inquietud y una ansiedad generales a medida que se acercaba el final del primer mandato del presidente. Los críticos ignorantes o mal intencionados del México moderno son muy proclives a comparar esta actitud de Díaz, en sus primeros

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días de poder, con su ocupación continua de la presidencia durante casi una generación. La ininterrumpida tranquilidad y progreso del país y la unificación de la sociedad, donde antes hubo conflictos, debilidad y odio, son a la vez la explicación y la justificación de su proceder. El gobierno no puede reducirse a las limitaciones inmutables de un credo abstracto; debe juzgarse por las consecuencias. En 1880 había muchos hombres capaces en México quienes consideraban que sería un crimen contra el país que Díaz dejara el poder y se corriera el riesgo de que el país volviera a la guerra civil. El presidente reconocía la fuerza que tenían sus argumentos. Observaba que la vida de la nación, muy poco consciente, podría quedar expuesta a los peligros abrumadores que representan las exigencias cambiantes de la política, una vez que su férrea mano se apartara del control. Sin embargo, se sentía obligado a obedecer la ley que prohibía elegir a un presidente para un segundo periodo. Él había propuesto la ley en beneficio de la paz. A pesar de toda la presión para que permaneciera en el poder, su sentido del honor y su lealtad patriótica a la causa por la cual había derrocado al gobierno de Lerdo, lo obligó a anunciar que debían elegir a un nuevo presidente para que lo sucediera. Más aún, en su último mensaje al Congreso antes que se retirara del Palacio Nacional, sin consultar a su gabinete, agregó una oración a ese memorable documento, declarando que nunca volvería a aceptar el cargo de presidente. Cuando los ministros vieron lo que había escrito protestaron y le pidieron que lo quitara, pero él insistió en hacerlo a su manera y el mensaje se quedó tal como lo escribió. El reto de los acontecimientos posteriores y ver que su país temblaba al borde de un abismo de desdicha y vergüenza lo persuadieron después para cambiar de opinión y rendirse a la lógica de la historia mexicana. Pero en 1880 insistió en retirarse al final de su mandato oficial, cumpliendo así con los términos de la Constitución y el espíritu de la revolución que lo llevaron al liderazgo y la autoridad nacionales. En esta crisis le dio todo su apoyo al general Manuel González como su sucesor. Este valiente soldado resultó ser un administrador torpe y corrupto, bajo cuya mirada el gobierno fue saqueado y desacreditado.

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No obstante, cuando Díaz se retiró de la presidencia, la necesidad inmediata de México era la paz, sobre todas las cosas. Incluso la honradez en la administración era menos importante que la fuerza para mantener unida a la joven república. Sin eso, todo lo demás era vano. El general González fue un hombre de fuerza heroica e inquebrantable. Ese mismo año había vencido y pacificado a los indígenas rebeldes de Tepic, quienes habían atracado al país desde que Lozada, su gran jefe de bandidos, fue asesinado. También terminó con la insurrección del general Terrón. En lo personal era leal a Díaz, quien tenía muchos motivos para creer que él estaría atento y sería honrado. Sin embargo, al usar su influencia a favor de González, lo principal en la mente de Díaz no era tanto que resultara ser un estadista, sino que su habilidad y valor como soldado fueran suficientes para evitar que el antiguo espíritu de guerra hiciera naufragar a la república antes de que despertara por completo la conciencia nacional y que las influencias de la industria, el comercio y la educación tuvieran tiempo de producir la unidad de esfuerzos y objetivos y el amor al trabajo pacífico, que es el más eficaz desalentador de la guerra. Por tanto, con el aval del presidente Díaz, el general González fue elegido presidente para el mandato ordinario de cuatro años y tomó posesión el día 1 de diciembre de 1880. En un mensaje a la nación, donde explicó el trabajo de su administración, Díaz declaró que sin la paz, garantizada a cualquier costo, la ruina de la república era segura y prometió dar todo su respaldo a González. Si antes de morir —dijo en su declaración de despedida— la moralidad está arraigada en nuestra sociedad y en la administración pública; si el pobre encuentra en su país pan e instrucción y si el rico tiene suficiente confianza para invertir su capital en las empresas nacionales; si de un extremo a otro de la república, con su fuerte voz, despierta y empuja a la acción a todos los mexicanos, ese bello espectáculo satisfará mis deseos; y si no se me concede ver esto, incluso después de muchos años, llevaré conmigo la esperanza de

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que mis hijos, así como los suyos, gozarán durante más tiempo ese periodo de felicidad en cuya preparación el autor de su existencia ha tenido una pequeña parte. Después de retirarse de la presidencia obedeciendo la Constitución, Díaz dio francos indicios de que su espada estaba lista para apoyar a su sucesor al trabajar del 1 de diciembre de 1880 al 30 de noviembre de 1881 en el Gabinete de González como Secretario del Departamento de Fomento (la promoción de obras públicas, agricultura, minería, colonización, etcétera). El jerarca de México, quien había puesto en marcha los sistemas de ferrocarriles y telégrafos en todo el país; había logrado pagar a tiempo a los funcionarios y empleados públicos; había mejorado las condiciones de tal manera que las exportaciones de México aumentaran en dos años de $24 000 000 a $32 000 000; y, en menos de cuatro años, había elevado a su país a los ojos del mundo al saldar puntualmente todas las deudas e imponer la tranquilidad y el orden; ahora trabajaba animadamente en el gabinete de su sucesor. En tanto se desempeñaba en el gabinete del presidente González, Díaz inició el trabajo que transformó al puerto de Tampico en un puerto comercial moderno y aplicó su inteligencia y energía en otras mejoras prácticas. Pero se dio cuenta de que algunos de sus colegas sentían envidia de su poder y renunció a su puesto. Al ocurrir esto, el pueblo de su estado natal lo eligió gobernador de Oaxaca y, al mismo tiempo, fue elegido para el Senado nacional. Por supuesto, optó por el servicio ejecutivo en lugar del legislativo. Como gobernador de Oaxaca, Díaz reformó por completo los asuntos del estado. Reabrió escuelas que estaban cerradas y estableció cientos de nuevas escuelas. Su interés en la educación parecía ir de la mano con su interés en el comercio, la industria y la agricultura. Los agitadores malévolos que han buscado crear la impresión de que este gran forjador de la nación es un simple líder militar que ocupa el cargo por la fuerza armada en medio de un pueblo mal dispuesto, desconocen o suprimen la evidencia de su constante y fructífero servicio al crear y fomentar los medios para el desarrollo pacífico. No se olvidará que aun mientras su

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ejército sitiaba a las fuerzas de Maximiliano en la capital, Díaz empleó sus fondos militares para proseguir con el trabajo de preparación para el alcantarillado del Valle de México. Así también, cuando escapó de su prisión conventual en Puebla y tomó por asalto la ciudad de Oaxaca, incluso mientras organizaba su ejército para desalojar a los invasores de su país, mostró la visión fundamental de su calidad de estadista al inaugurar una escuela importante para niñas. Durante sus cuatro años como Presidente, todo su pensamiento lo ocupaban los medios para evitar la guerra en el futuro. Ya retirado del Palacio Nacional, demostró el mismo espíritu al gobernar Oaxaca. Aclaró las finanzas confusas, eliminó la extravagancia de la administración y los dirigentes dejaron de estar atentos a la intriga política y se centraron en las mejoras públicas prácticas. Fue entonces cuando Díaz hizo grandes esfuerzos para promover la construcción de un ferrocarril en el Istmo de Tehuantepec. Su mente se aplicó directamente a las obras públicas grandes y viables. En su época de mozalbete comandante militar hizo mucho por mejorar la sanidad y otras condiciones materiales de Tehuantepec; como gobernador de Oaxaca, incluida esa región, luchó con todas sus fuerzas por que se hiciera realidad el gran ferrocarril interoceánico que más tarde concluyó, como presidente, con sus dos grandes puertos modernos, abierto a su país y al mundo. Pero sus servicios más distinguidos como gobernador de Oaxaca fueron en el sentido de la educación pública. Después de reorganizar la administración de su estado, Díaz se retiró y fue a vivir a la ciudad de México. En 1882 conoció a la bella hija de don Manuel Romero Rubio. Este distinguido abogado había sido el principal ministro del Gabinete del presidente Lerdo, por lo tanto, era el líder natural de los opositores políticos de Díaz. Su hija Carmen, una joven de singular belleza, inteligente y muy educada —hoy día es fácilmente la figura más querida y encantadora de su país— llamó la atención del soldado-estadista, cuya primera esposa falleció en el Palacio Nacional mientras era presidente. Se enamoró de la bella hija de su antiguo enemigo político. En un principio el señor Romero Rubio no vio con buenos ojos el cortejo del

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héroe. Un abismo de recuerdos amargos se abría entre los dos hombres. Sin embargo, Díaz ya había inclinado a sus divididos compatriotas hacia un espíritu de reconciliación. Ningún hombre razonable podía guardar en su contra los resentimientos del pasado, después de que había trabajado durante años para garantizar un presente y un futuro pacíficos y armoniosos. Su nombre ahora era sinónimo de tranquilidad, unidad y progreso, así como en el triste pasado se le identificaba con la guerra inflexible; su fuerza era una garantía contra la reacción, la corrupción o la revolución. Al final Díaz triunfó y desposó a la bonita joven, cuya dulce y gentil influencia ha suavizado su vida y adornado su gran posición en todos los años ajetreados y cruciales que han seguido. Aun en esa hora, Díaz dio otra señal de reconciliación a los elementos divididos de México cuando accedió a que el arzobispo Labastida, uno de los antiguos archienemigos del partido liberal, oficiara la ceremonia de su casamiento. Esto iba de acuerdo con la grandeza de espíritu que después lo inspirara para invitar a representantes de las principales familias clericales a aceptar cargos públicos y ocupar un lugar junto a sus anteriores antagonistas en el trabajo de cicatrización de las heridas de México, y la transformación de las corrientes del pensamiento y la energía nacionales en canales creativos. La visita de Díaz y su esposa, recién casados, a los Estados Unidos en ese momento fue ocasión de muchas demostraciones notables del respeto y admiración estadounidenses por el hombre que empezaba a ser reconocido en todos los países civilizados como el dirigente mexicano más fuerte, prudente y digno de confianza.

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el regreso a la presidencia. méxico salvado de la quiebra

Nadie puede formarse una idea aproximada del espléndido trabajo que hizo el presidente Díaz como político administrativo y constructivo, sin conocer algo de la ruina que la administración del presidente González le causó a México entre 1880 y 1884. En el periodo representado por los gobiernos de Juárez y Lerdo, cuando los teóricos mexicanos alababan con tanta elocuencia una democracia fantasiosa, la crisis financiera era tan grave, el país estaba tan extenuado, y el crédito de la república era tan escaso, que las órdenes de pago de la Tesorería para los salarios de los empleados gubernamentales se compraban en la propia capital de México a diez centavos de dólar, y los bonos del gobierno, emitidos con tasas de interés completamente ruinosas, se vendieron con muchas dificultades en Londres y otros grandes centros financieros a cincuenta centavos de dólar. Antes de que Díaz tomara posesión la primera vez, los sueldos y salarios adeudados 388

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a los funcionarios y empleados gubernamentales ascendían a más de $40 000 000. Algunos empleados no recibieron su paga durante dos años. A pesar de esta terrible situación, en su primer mandato, el presidente Díaz se las arregló para reactivar el crédito del país y todas las personas con empleo del estado, ya fueran del ejército o de la administración pública, recibieron sus ingresos a tiempo. Pero mientras González ocupó el Palacio Nacional, aunque pudo mantener unido a México como nación y evitar que volviera a sumirse en conflictos armados, México fue víctima de saqueos y ruina merced a la tontería y la corrupción. El dinero lo gastaban con una extravagancia casi descabellada. Se aprobaron enormes subsidios para los ferrocarriles y otras empresas, millones y más millones, sin tener en cuenta para nada los ingresos de la nación. El gobierno pidió prestado dinero a capitalistas particulares, bancos y banqueros, a tasas de interés casi increíbles. En el Palacio Nacional empleaban a un agente financiero que vendía el crédito del gobierno de puerta en puerta. Era común emitir bonos que el gobierno recibía en pago de los derechos aduanales. Sólo las personas a quienes se les emitían estos bonos podían utilizarlos en las aduanas. Para recuperar pronto su dinero, un prestamista importaba mercancía a su nombre para todos los importadores principales y pagaba los derechos con bonos del gobierno; de este modo las aduanas que recibían los bonos no tenían dinero para pagar a la hacienda pública. Con este instrumento, los usureros podían cobrar al gobierno del diez al doce por ciento de interés por su dinero y recuperar su capital de inmediato. Los amigos y asesores del presidente González no sólo eran cómplices de este método con el cual sangraban la riqueza de la nación —mientras la corrupción y el chantaje se extendían a las partes más remotas del servicio público y las que en un principio fueron empresas legítimas se convirtieron en aventuras arriesgadas— pero una red del gobierno, que tenía participación privada en la producción de níquel y poseía prácticamente el control del abasto de ese metal, puso en circulación monedas de níquel adicionales. No se impuso ningún límite para su carácter de curso legal. El erario las emitía con un solo patrón de valor y las aduanas las pagaban a una tasa cuarenta por ciento más

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alta. Conforme a este acuerdo extraordinario, $100 000 en monedas de níquel podían obtenerse del erario por $60 000 en plata y llevarse a la aduana de Veracruz, donde las monedas de níquel se aceptarían a $100 000, dejando una utilidad de $40 000 en 24 horas sobre una inversión de $60 000. Enormes cantidades de monedas de níquel iban y venían entre el erario y las aduanas, y robaban olímpicamente a la nación. La corrupción palpable implícita en la moneda de níquel provocó que la población de la capital causara disturbios. La administración de González también ocasionó violentas manifestaciones públicas que rayaban en intentos de insurrección, con su propuesta para reconocer la antigua deuda pública con los ingleses en un momento cuando la nación había sido despojada de sus recursos y la agobiaba el peso de su bancarrota. Al terminar el mandato del presidente González, la situación de las finanzas nacionales era casi indescriptible. Cuando llamaron de nuevo a Porfirio Díaz a la presidencia, el país estaba tan hundido en la deuda y sus fuentes de ingresos tan hipotecadas, que el gobierno se encontraba paralizado. Las aduanas de Tampico y Matamoros tenían hipotecas que abarcaban un poco menos del 99 por ciento de sus entradas. En la aduana de Veracruz las hipotecas cubrían el 88 por ciento de sus ingresos totales; las entradas de las aduanas de Laredo, Mier y Camargo estaban hipotecadas en la misma medida. Las entradas de otras aduanas estaban hipotecadas en 87 1/3 por ciento. No sólo eso, sino que los ingresos restantes en la aduana de Veracruz se tomaban para pagar $1 000 diarios a un acreedor particular y $20 000 semanales a otro. El total de ingresos de la oficina tributaria general del Distrito Federal se aplicaba al servicio de un crédito de $30 000 000 concedido por el Banco Nacional. La oficina general de ingresos del Distrito Federal tenía una hipoteca de $2 000 diarios para el Banco Nacional a cuenta de otro préstamo, el cual también absorbía todas las utilidades netas de la Lotería Nacional. Las casas de moneda del país estaban hipotecadas por la cantidad de $2 384 568.67. Había una hipoteca sobre el Palacio Nacional y el Castillo de Chapultepec, la residencia de verano del presidente. A la nación la habían

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vaciado a tal grado que para garantizar un crédito de $880 000 del Mortgage Bank, el presidente González en realidad había permitido aplicar una hipoteca a las siguientes propiedades de la nación: el cuartel de Peralvillo; el cuartel de los Inválidos, en Santa Teresa; el cuartel de San Ildefonso; la Escuela de Artes y Oficios para Varones; la Escuela Nacional de la Encarnación para niñas; la Escuela de Bellas Artes; la aduana de Santo Domingo; el Hospital de Terceros; el Ferrocarril de San Martín; el Observatorio Astronómico; la Hacienda de la Ascensión; la Hacienda de San Jacinto y la Escuela de Agricultura. La bancarrota de México era tan enorme e inocultable que más de la mitad del total de los ingresos federales estaban hipotecados de antemano. De los $17 406 700.53 recibidos ese año en las aduanas, $13 848 160.30 pertenecían a los acreedores del gobierno, dejando sólo $3 558 540.23 libres para el erario nacional. Además de esto, las entradas habían descendido a $6 000 000 en comparación con el año anterior. Para un gobierno era imposible existir mucho más tiempo en tales condiciones. El crédito de la nación se había evaporado. Tenía que vender bonos a tales tasas, pagar tales primas y dotar a sus valores de unos privilegios tan sorprendentes en las aduanas, que no más de la mitad del valor nominal de los bonos se recibía en efectivo. Un comerciante particular podía pedir prestado dinero sobre su documento de crédito, tres o cuatro veces más barato que la nación. Prácticamente, los medios ordinarios y extraordinarios de ingresos se agotaron. Las entradas del erario nacional para el año siguiente de ninguna manera podrían rebasar los $4 000 000, en tanto el presupuesto del gobierno mostraba un egreso estimado de $40 000 000, para no hablar de un déficit que permanecía en $26 588 615.79 desde el año previo. Los métodos empleados para hundir las finanzas de la nación fueron tan audaces que los prestamistas incluso indujeron al gobierno no sólo a pagar el principal y los intereses sobre préstamos exorbitantes e hipotecar los edificios públicos, sino también a estar sujetos a fuertes recargos cuando no pagaban a tiempo los intereses. Cuando Díaz volvió a la presidencia, ordenó a la Secretaría de Finanzas que tomara $1 000 diarios de los impuestos internos y los pagara al Mortgage Bank, para

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aplicarlos a la deuda pública. Después de cuatro meses preguntó al Secretario cuánto habían pagado de la deuda. El funcionario repuso que no se había saldado ningún dólar del principal o los intereses, ya que todo el dinero se había destinado a las penalizaciones por los pagos vencidos. Díaz ordenó que en el futuro no pagaran un solo dólar de penalizaciones y que sólo reconocieran el principal y los intereses. Al ocurrir esto, el presidente del Mortgage Bank fue a verlo y con indignación le hizo ver la ley que autorizaba a los acreedores a multar al gobierno. Díaz replicó que esos eran vicios de una ley que no podía observar y que persuadiría al Congreso para que la modificara. Así lo hizo de inmediato y los extorsionadores no pudieron arrancar al erario ni un dólar más por penalizaciones. De todas partes del país surgió el llamado para que Porfirio Díaz volviera al poder. No sólo la población entera empezaba a sentir los efectos de la extravagancia y el saqueo; no sólo el nombre de México era de nuevo objeto de desdén y mala fama en el extranjero, sino que la vida misma de la república parecía estar amenazada. Fueron los estragos causados por la administración de González, su bancarrota de la nación, su corrupción de la actitud pública hacia las deudas públicas —corrupción tan profunda que la mera propuesta de reconocer la deuda con los ingleses provocó desórdenes aunque por lo general se creía que González y sus amigos habían obtenido millones de dólares con la transacción— los que determinaron la decisión de Díaz para volver a ser presidente de México. Fue la remembranza de este caos financiero y de la quiebra, el recuerdo de épocas en que ni el gobierno ni los empleados civiles del gobierno recibían el pago regular por sus servicios, y cuando los periódicos anunciaban a intervalos irregulares que en tal y cual día los empleados públicos recibirían parte del dinero que les adeudaban: este recuerdo penoso hizo que el país resolviera no permitir que Díaz se retirara aun después de que había restablecido el crédito público y devuelto la solvencia a la nación. Con un erario vacío y con los prestamistas que agotaban los recursos del país, incluso los jueces comenzaron a vender justicia en los tribunales a fin de sostenerse. A un juez de la capital, quien había

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tomado una decisión particularmente atroz, lo pararon en la calle los amigos de la víctima de su sentencia y lo acusaron a gritos de haber aceptado sobornos del litigante victorioso. El juez colocó su mano sobre el corazón e ingenuamente declaró que su conciencia estaba tranquila en ese sentido, porque había tenido la precaución de aceptar dinero de ambas partes. Las cosas empeoraban cada vez más y no era posible acallar el clamor por el regreso de Díaz. En 1884 una vez más lo eligieron presidente, tomando posesión de su cargo el 1 de diciembre de ese año. La petición para que siguiera prestando sus servicios puede juzgarse por el hecho de que, si bien era un particular cuando lo eligieron, lo favorecieron 15 969 de los 16 462 votos electorales depositados. Entonces comenzó la larga trayectoria del gobierno sensato y constructivo del cual el presidente Roosevelt escribió: “El presidente Díaz es el máximo estadista vivo,” e inspiró a Elihu Root, el conservador y reservado Secretario de Estado a decir en un discurso en público: “Veo a Porfirio Díaz, presidente de México, como uno de los grandes hombres que debe ser considerado modelo de heroísmo por el género humano.” El presidente Díaz lleva 26 años consecutivos en el poder, además de su primer mandato de cuatro años, y lo acaban de reelegir para otros seis años, de manera que si sobrevive a su nuevo mandato, habrá fungido 36 años como presidente de la república mexicana. Al regresar a la presidencia en 1884, casi la primera acción de Díaz fue recortar su sueldo de $30 000 a $15 000. Como soldado nunca pidió a sus hombres que fuesen adonde él no los encabezaba; por tanto, al enfrentarse ahora a la imperiosa necesidad de racionalizar los gastos, primero disminuyó a la mitad sus propios ingresos antes de pedir a otros funcionarios y empleados que soportaran la disminución de su paga. A continuación hizo una reducción general de salarios, lo cual representó un ahorro de $2 221 545 al año. Además de esto, puso en práctica ahorros en todos los poderes del gobierno y mantuvo estrictamente a sus subordinados en la cobranza de los ingresos de la nación. Como muestra adicional de su actitud rehusó vivir en el Palacio Nacional y habitó en una modesta casa particular cercana.

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Decidido a restablecer el crédito nacional, el presidente luchó heroicamente con las deudas incumplidas del país. La deuda flotante de $25 000 000 —que consistía principalmente en los sueldos y salarios no pagados a militares y al personal de la administración pública, los subsidios adeudados a las compañías de ferrocarriles pequeñas, órdenes de pago o warrants de la Tesorería y los préstamos a corto plazo— se convirtió en un plan de pagos anuales de $1 943 275 durante 25 años, lo que equivalía a obtener un préstamo en efectivo de $25 000 000 al seis por ciento. Se hizo el reconocimiento y consolidación de las enormes reclamaciones de la deuda externa de $227 413 220. La suma total se ajustó en $147 274 000, un ahorro de $80 139 220. Era tan grande la confianza que inspiraban las medidas directas del presidente para satisfacer las obligaciones contraídas por el país, que los acreedores extranjeros aceptaron con buen ánimo los bonos mexicanos e incluso reconocieron el derecho de México a rescatar los bonos al cuarenta por ciento de su valor nominal. El resultado básico de esta política inteligente, dinámica y valiente fue que la nación, con el entusiasta consentimiento de sus acreedores, pudo finiquitar una deuda nominal de $227 413 220 con sólo $58 909 600. Como se observará, aparte del arreglo satisfactorio y económico de los $25 000 000 de la apremiante deuda flotante, la manifiesta honradez y fuerza de México bajo el mando de Díaz permitieron al gobierno no sólo ahorrar $168 503 620 al saldar su deuda externa, sino también dar a los valores mexicanos un lugar serio en los mercados de dinero del mundo. Esta espléndida prueba de la intención de la república de alejarse de la extravagancia y la bancarrota y pagar sus deudas en el país y en el extranjero fue lo que, en 1888, permitió a México, cuatro años después del caos financiero cuando sus entradas y los edificios públicos estaban hipotecados, su erario vacío y su crédito muerto, conseguir un préstamo en efectivo de $105 000 000, con un interés del seis por ciento, del gran banco alemán de Bleichroeder. Cuando el presidente Barrios, de Guatemala, trató de convertirse en dictador de las cinco repúblicas centroamericanas, el presidente Díaz protestó contra el principio de conquista que se introducía entre los pueblos de América, y mantuvo un ejército mexicano de 18 000 hom-

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bres en la frontera guatemalteca hasta que el fallecimiento de Barrios, en 1885, durante la batalla de Chalchuapa, en El Salvador, terminó con la empresa intolerable de ese aventurero. En el Congreso mexicano trataron de llevar a juicio a González y castigarlo por las fechorías que cometió en el cargo; entre los diputados que insistieron en esta acción estaba don José Yves Limantour, ahora gran secretario de Finanzas de México, cuyos servicios a su país ocupan el segundo lugar apenas después de los prestados por el presidente Díaz, y cuya fama como un estadista práctico, economista político y financiero es conocida en todos los países. El presidente Díaz no alentó este movimiento contra González, porque en ese periodo crítico le parecía poco prudente incitar a la discordia, en especial dentro del ejército, donde González tenía muchos seguidores. Sacrificó todos los problemas secundarios a su gran propósito de preservar la paz y aumentar el crédito nacional. Al aproximarse el final del segundo mandato del presidente Díaz, la posición financiera de México en todo el mundo se mantenía elevada y sus asuntos internos florecían. El pago a los funcionarios y empleados públicos era puntual y todas las obligaciones del gobierno se cumplían a tiempo. El trabajo de construcción de ferrocarriles, las líneas telegráficas y otras mejoras públicas avanzaban en forma pujante. El capital extranjero empezó a afluir al país. Se inauguraron multitud de escuelas públicas y la educación fue declarada obligatoria. Teniendo en mente la desastrosa y vergonzosa administración de González, parecía casi una locura nacional pensar en permitir que Díaz se retirara del cargo. Sin embargo, la Constitución prohibía que un presidente se reeligiera. Si bien el llamado para que Díaz continuara en el poder era cada día más fuerte y más generalizado —el indicio mismo de que podría ser que no permaneciera en el cargo representaba una amenaza para el crédito mexicano— su suegro, don Manuel Romero Rubio, inició sin hacer ruido un movimiento en el Congreso que dio por resultado una enmienda constitucional para permitir que el presidente tuviera dos mandatos consecutivos. Antes de que terminara su tercer mandato volvieron a modificar la Constitución, para que el presidente pudiera seguir mientras el pueblo decidiera elegirlo.

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En el primer mandato de Díaz hubo una vaga conspiración contra el gobierno entre ciertos generales ambiciosos y el presidente de la Suprema Corte, quien era el sucesor constitucional del presidente. Este complot nunca pasó de la etapa inicial. No obstante esto indicaba un grave peligro. A fin de reducir este peligro, mediante una orden ejecutiva y sin la mínima autoridad legal, el presidente González hizo que el mandato del presidente de la Suprema Corte se modificara de seis a un año, siempre que éste fuera elegido de entre sus miembros, y que además no podría ocupar el cargo una segunda vez inmediatamente. Esta acción arbitraria, que impedía a cualquier persona en sucesión directa a la presidencia estar en el cargo tiempo suficiente para conspirar, se legalizó más tarde y el sistema se mantuvo sustancialmente igual hasta que se nombraron funcionarios del Congreso para la sucesión presidencial y, más adelante, crearon el cargo de vicepresidente. La posterior reelección del presidente Díaz para los mandatos de cuatro años en 1892, 1896 y en 1900 y su reelección para mandatos sexenales en 1894 [sic] y 1910, son resultado de una determinación nacional para continuar con su gran política de paz y progreso con tal de que puedan convencerlo de seguir en funciones.

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No es posible hacer una narrativa de la historia del trabajo constante y pacífico que realizó el presidente Díaz para construir y regenerar a México. Ese logro gigantesco sólo puede expresarse planteando los resultados. El México tranquilo, unido y floreciente de la actualidad, en contraste con el país dividido, manchado de sangre, anárquico y en bancarrota existente la primera vez que el presidente Díaz llegó al poder, constituye la mejor respuesta que puede darse a los ignorantes difamadores, chantajistas y aspirantes a revolucionarios quienes, refugiados a salvo en tierras extranjeras, han tratado de manchar el nombre de su propio país. Al lado del presidente está don José Yves Limantour, el gran secretario de Finanzas, quien comparte con él el honor de muchos de los máximos logros modernos de México. Este brillante estadista, cuyo profundo conocimiento de las finanzas y los negocios en general, y cuya honradez, actitud alerta y energía han tenido una magnífica influencia en el ascenso material de la nación, ya era un hombre acaudalado cuan397

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do el presidente Díaz lo llamó a su Gabinete en 1893. Desde entonces sus servicios a México lo han dado a conocer en todos los países. El primer año de la presidencia de Díaz, 1877-1878, el total de los ingresos nacionales de México fue de apenas $19 776 638. Para 1908-1909 llegó casi a $100 000 000. Dos años antes había alcanzado el gran total de $114 286 122. En otros términos, las condiciones pacíficas y progresistas garantizadas por la fuerza e inteligencia de la administración nacional multiplicaron en más de cinco veces las entradas del gobierno. Pese a esta abundancia financiera, los asuntos de México se manejaron con tal frugalidad y consumada capacidad que los superávit combinados de ingresos respecto a los egresos acumulados durante ese periodo ascendieron a más de $136 000 000. El presidente Díaz encontró a su país sumido en un abismo de pobreza y endeudamiento. Antes de terminar su séptimo mandato había ahorrado $136 000 000. De este enorme superávit, alrededor de $61 000 000 se gastaron en grandes obras constructivas de mejoras públicas y los $75 000 000 restantes quedaron en la tesorería como saldo en efectivo. Cuando Díaz tomó por primera vez el control de México, la democracia fantasiosa había llevado al país a tal extremo que los bonos mexicanos que pagaban del diez al doce por ciento de interés podían comprarse en Londres a diez centavos de dólar. Ahora los bonos mexicanos que ofrecen el cuatro por ciento se venden a 97 centavos de dólar; eso significa que el crédito de México es tan bueno que su gobierno puede pedir prestado dinero a un poco más del cuatro por ciento de interés. México puede pedir prestado en alguno de los mercados de dinero del mundo a una tasa de interés más baja que Rusia, Portugal, Grecia y muchas otras naciones antiguas. Teniendo en cuenta el porcentaje al que se vendían los bonos antes de que Díaz fuese presidente, junto con las enormes primas, tasas de interés y privilegios aduanales, sin duda, con Juárez y Lerdo, México a veces pagó el mil por ciento por el uso del efectivo. Imagínense, ¡mil por ciento! Comparemos eso con el México que lleva ahorrados $136 000 000 en los gastos regulares durante treinta años de gobierno inteligente; ha gastado $61 000 000 en puertos y otras obras permanentes y ahora, con

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un superávit en efectivo de $75 000 000 en tesorería, puede conseguir todo el dinero que necesite prácticamente al cuatro por ciento de interés y será posible evaluar cuando menos un aspecto de lo que Díaz ha significado y aún significa para su país. No están disponibles cifras que muestren el comercio exterior de México al momento en que Díaz tomó posesión en 1876. Pero un informe de ese comercio en el año posterior a la ruina y la vergüenza de la administración de González, comparado con las condiciones actuales, ilustra la diferencia entre las teorías de gobierno sentimentales o técnicas y el propio gobierno real. He aquí las cifras.

Importaciones

Exportaciones

1884-1885 1909-1910

$23 786 684.00 $194 854 547.00

$46 670 845.00 $260 056 228.03

Cada uno de estos renglones representa el total del comercio exterior de México durante un año fiscal. Entre una cifra y otra hay 26 años de gobierno progresista. Al comenzar el trabajo de Díaz en 1876, el gobierno nacional sólo tenía 51 caminos de carretas que unían a la capital con los estados de la república, con una longitud total de 3 728 millas. En ese mismo año, la distancia total que recorría el ferrocarril de la república sumaba apenas 407 millas. Treinta años después del gobierno enérgico y visionario de Díaz, México tiene en 1910 el servicio de 15 000 millas de ferrocarriles, incluido el espléndido Ferrocarril Nacional de Tehuantepec, que va de un océano a otro, como un formidable competidor del Canal de Panamá. Este vasto sistema de transporte es resultado de una política generosa y continuada que alienta y protege tanto al capital extranjero como al nacional. Se estima que se han invertido más de $1 300 000 000 en los ferrocarriles mexicanos. De esta suma gigantesca, tal vez la mitad representa el espíritu emprendedor de los ciudadanos estadounidenses. Estas cifras, como todos los datos financieros incluidos en este libro, se

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expresan en moneda mexicana no en oro. Es interesante presentar una comparación directa de este resultado de la política ferroviaria de Díaz: 1876: 407 millas de vías férreas 1910: 15 000 millas de vías férreas Además de esto, en México ya hay planes para tender varios miles de millas de nuevas vías y cuando se termine el trabajo, será posible viajar en ferrocarril desde Sonora, o las riberas del Río Bravo, hasta la frontera de Guatemala y más allá, o a Campeche y Yucatán. En la actualidad, el valor total de los ferrocarriles de México se estima en $1 324 272 621. Existen 124 líneas, que en 1909 transportaron a 85 652 756 pasajeros, 9 756 869 153 toneladas de carga y produjeron entradas globales de $61 187 794, comparadas con $2 564 890 en 1876. Más allá de otras consideraciones, este impresionante sistema ferroviario —resultado directo de las ideas e influencia de Díaz— fue una excelente inversión debido a que el gobierno tendrá mayor poder de control y supervisión, como medio de protección en el presente y garantía de seguridad a futuro. Cuando Díaz fue Presidente por primera vez, la longitud total de las líneas telegráficas en México era de 4 420 millas. En 1909, las líneas de telégrafo y teléfono de la república habían aumentado a casi 20 000 000 millas, y ni hablar de los sistemas telegráficos inalámbricos del gobierno, los cables submarinos y los cables subfluviales. En 1876, el servicio postal mexicano transportó sólo 4 709 750 piezas, a un costo de $424 708. En 1909 el movimiento de correspondencia por las oficinas de correos de México alcanzó 191 744 916 piezas, que produjeron un ingreso de $4 316 848 y costaron $5 018 823. Algunas veces las estadísticas pueden resultar tediosas; no obstante, incluso la mente menos brillante puede captar lo que el crecimiento en el servicio postal significa para la vida diaria de un pueblo, y las cifras muestran que el correo mexicano transporta cuarenta veces más cartas y paquetes que cuando Díaz inició su primera administración.

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A pesar de la fama de México como territorio de riqueza mineral, cuando Díaz tomó la dirección del gobierno, la producción anual de plata y oro era apenas de $26 310 815.34. En esos días, el control de la minería estaba en manos de los estados, y a los inversionistas y operadores las condiciones les parecían confusas y poco confiables. En el gobierno de Díaz, se nacionalizaron todos los derechos mineros, se uniformaron y se les eliminaron las perplejidades y corrupciones del control solamente local. Una concesión minera en México adquirió la misma seguridad que los derechos mineros en los Estados Unidos. La fuerza del gobierno, y su trato razonable y generoso con los inversionistas, tuvieron un efecto poderoso al estimular esta importante fuente de riqueza, y hacia 1908 tan sólo la producción anual de plata y oro alcanzó la enorme suma de $125 894 089.33. En 1909 había 31 988 propiedades mineras de todo tipo en la república, las cuales abarcaban mil millones de acres y tenían un rendimiento anual de $160 232 876.08. Durante la administración de Díaz, las costas y puertos del país han mejorado mucho. Las obras más complejas se construyeron en los puertos de Tampico, Veracruz, Coatzacoalcos, Manzanillo y Salina Cruz. El gobierno ha gastado $120 000 000 en esas extensas mejoras. Desde 1897 México posee en sus costas 34 faros, 39 fanales, 23 flotadores y 65 boyas, a un costo de $7 000 000. Cuando el ejército de Díaz echó a Lerdo del poder, prácticamente no existía la industria manufacturera en el país. Ahora las 146 fábricas de telas de algodón en México producen $43 370 012.05 en géneros y dan empleo a 32 229 personas; las 437 tabacaleras producen 505 437 551 cajetillas de cigarrillos, 81 336 415 puros y alrededor de 170 000 libras de tabaco para pipa; la producción de los ingenios azucareros es de unas 127 000 toneladas de azúcar refinada, para no mencionar las industrias del yute y de la seda, las fábricas de géneros de lana, las siderúrgicas, altos hornos, fábricas de papel, fábricas de jabón, cervecerías, empacadoras de carne y otros establecimientos fabriles. Lo incalculable del progreso comercial y la estabilidad forjados bajo el gobierno del presidente Díaz podría demostrarse con el sistema bancario, si acaso no existiera alguna otra forma de obtener una medición

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aproximada de las mejoras. En los viejos tiempos la Iglesia era la gran prestamista y con toda justicia debe decirse que los fondos eclesiásticos se prestaban a la tasa casi invariable de un cinco por ciento. Pero cuando Juárez arrasó con el poder y riqueza de la Iglesia, los hombres de negocios del país prácticamente carecían de medios organizados y responsables de crédito o divisas. En 1881 sólo había un banco en México, el Banco de Londres, México y Sudamérica, con un capital de $500 000 y $2 000 000 de activos. Esta fue una sucursal de una institución inglesa. En ese año don Enrique Creel, ahora distinguido Secretario mexicano de Relaciones Exteriores, fundó la Banca Minera en Chihuahua. Su suegro, el general Terrazas, tenía participación en otros dos bancos locales. Con el tiempo, estos tres bancos se fusionaron con el nombre de Banca Minera. Es difícil comunicar una idea aceptable de lo difícil que es iniciar o llevar a cabo negocios en un país sin bancos, donde las normas de crédito, participación y cambios se modificaban día con día, a veces hora con hora. El banco del señor Creel recibió una autorización vitalicia del estado de Chihuahua, pero en 1882 el presidente González —que a la larga llevó al país a la ruina y la quiebra— hizo que el Banco Nacional Mexicano se estableciera en la ciudad de México con fondos franceses. Su capital social era de $8 000 000, de los cuales se liquidó la mitad. Este banco, donde el propio presidente González poseía acciones, tenía como propósito monopolizar la banca de la nación. El señor Creel se dispuso a pelear contra el monopolio y alentó a otros para que abrieran bancos en diversos estados, con la teoría de que el derecho a autorizar bancos era una de las facultades de los estados. Después de un tiempo, el señor Creel y su suegro fueron a la ciudad de México y lograron un acuerdo con el presidente González, conforme al cual la autorización vitalicia concedida por el estado de Chihuahua a la Banca Minera fue sustituida por una franquicia nacional limitada a quince años, aunque el banco de González tenía una autorización por treinta años. Hace 29 años en todo México había un solo banco y un banco extranjero tenía un capital de $500 000 y activos de $2 000 000; y en ese

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corto periodo el país ha desarrollado 32 bancos nacionales que, aun en 1907, tenían una capitalización global de $173 600 000 con fondos de reserva de $51 898 861.43 y activos que ascienden a $764 001 986.40. Es difícil expresar con palabras el papel que desempeñó el señor Limantour, secretario de Finanzas, al conseguir este resultado extraordinario. Lo más sorprendente es que ninguno de estos bancos ha fracasado ni tampoco ha ocurrido la suspensión completa de un banco nacional mexicano. La propia ley analiza en forma inteligente las diversas funciones del sistema bancario al dividirlo en bancos emisores, hipotecarios y bancos de fomento. Ahora existe un banco creado con el fin de auxiliar en las obras de agricultura e irrigación, con un capital original de $10 000 000, además de los fondos obtenidos con $50 000 000 de bonos garantizados por la nación. El gobierno también reservó $25 000 000 para subsidios destinados a las empresas de irrigación y a créditos de largo plazo para agrónomos. Se necesitaría un tomo aparte para hacer una mera relación de las pruebas del aumento de riqueza y poder que México ha experimentado bajo el liderazgo del presidente Díaz y los colaboradores que atrajo para su apoyo y servicio. En cuestiones de educación, la república ha progresado mucho a pesar de la indiferencia del grueso de la población indígena. En 1877 en las 4 715 escuelas públicas de México sólo había 164 699 alumnos, con 4 428 maestros. Esto abarcaba toda la república, incluidos los estados. Los fondos asignados a la instrucción pública no superaban los $2 049 045. La revolución que se operó en esta dirección se aprecia en el hecho de que, en 1909 había 12 599 escuelas, con 778 000 alumnos, con 15 000 profesores y maestros, a un costo anual de $7 000 000. No es seguro que más del diez por ciento de la población mexicana supiera leer y escribir cuando Díaz fue presidente por vez primera. En la actualidad, quizá una tercera parte de los habitantes del país y la mitad de los habitantes del Distrito Federal saben leer y escribir. Todo esto además de las numerosas instituciones de educación superior y escuelas profesionales, sin contar las bibliotecas y museos.

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La pompa y elegancia de la vieja aristocracia española se desvaneció; la gloria, misterio y poder de la Iglesia privilegiada desaparecieron; los gallardos y patilludos militares que caminaban pavoneándose y haciendo ruido metálico en las revoluciones ya no están; la pintoresca conmoción del bandolerismo, los secuestros y disturbios no existen; y el estremecimiento de la bancarrota ya no agrega su toque de tragedia a la ignorancia y la desmoralización generales. México se ha transformado en un país pacífico, próspero y que paga sus deudas. Sin embargo, aún posee la fabulosa grandeza de sus escenarios, el romanticismo de sus antiguas ruinas, las características pintorescas y encantadoras de su adorable pueblo, el interés indescriptible de sus ciudades y pueblos, y la opulencia casi pasmosa de su riqueza oculta. En estas y otras cosas se encuentra un atractivo que no es fácil percibir en ninguna otra parte del mundo. Pero lo que se apodera de la imaginación más profunda es la visión de una nacionalidad que surge con valor y constancia de las cenizas del pasado. Unos cuantos lamentan que desaparecieran los días de las teorías democráticas y luchas sin fin en México, pero los hombres preparados y sensatos que comprenden las características y necesidades del pueblo mexicano reconocen plenamente la manera irrefutable como se ha justificado el gobierno firme, y en ocasiones severo, del presidente Díaz; nunca hubo un dicho más cierto: “las consecuencias son implacables”. Al examinar las pruebas del desarrollo mexicano, es necesario tener en cuenta la previsión del gobierno para protegerse de los males que han aparecido en otros países al apresurarse para lograr el éxito material. El Sr. Limantour tenía el control de las finanzas nacionales cuando, en el año fiscal 1895-1896, los ingresos de la nación mostraron por primera vez un superávit real sobre los egresos. También fue él quien, en 1896, con el poderoso apoyo del presidente Díaz, puso fin a las alcabalas, las cuales constituían un agobio tan cruel para el comercio entre los estados y reprimían el desarrollo interno de la nación. Ese logro le vino bien al sistema de bancos nacionales, que daba libertad a la banca en México. Los métodos de las alcabalas se habían mantenido durante siglos.

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El señor Limantour también elaboró el admirable plan mediante el cual México se colocó en el mismo plano de otras naciones comerciales, al cambiar del patrón plata al oro en los valores monetarios. Esto se hizo ante la frenética oposición de los grandes intereses en las minas de plata. Antes de que se adoptara el patrón oro, las casas de moneda mexicanas exportaban anualmente a Asia entre $40 000 000 y $45 000 000 de nuevos dólares plata. Pero las fluctuaciones en los valores destruyeron el comercio mexicano en gran escala. Un artículo que años atrás valía $1.25, ahora vale $2.60. Era imposible hacer cálculos precisos para elaborar un presupuesto. En algunos años, la variación en los valores en realidad representó una diferencia de 35 por ciento en los intereses de la deuda externa, y se evidenció la misma confusión en el pago de intereses y dividendos sobre las inversiones en los ferrocarriles y otras. La protesta de los plateros fue tan grande cuando el gobierno propuso el patrón oro que parecía que retirarían todo el capital extranjero de las minas mexicanas. No obstante, se adoptó el patrón oro y México dejó de tener mala fama en los mercados financieros de la civilización. En ésta, como en otras cosas, el presidente Díaz gobernó su país conforme a los hechos y no a las teorías, viendo hacia el futuro y también el presente. Una de las acciones más notables de la original y valiente forma de gobernar en la administración del presidente Díaz está representada por la gran fusión del ferrocarril a través de la cual el gobierno mexicano ha protegido a su nación contra los peligros de un fideicomiso o monopolio ferroviario como el que en una época parecía amenazar incluso al muy desarrollado, experimentado y realista pueblo de los Estados Unidos. A medida que el crecimiento de las vías férreas en México comenzó a acercarse a las proporciones actuales de 15 000 millas, la administración de Díaz, siempre alerta contra las influencias que tienden a eclipsar o reducir el control de los mexicanos sobre sus propios asuntos, estuvo consciente de que uno de los sistemas ferroviarios más poderosos en los Estados Unidos —un sistema que ha engullido un ferrocarril tras otro, hasta que su poderío en los negocios y la política fue objeto de protestas generalizadas y de investigación gubernamental— estaba intentando

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comprar el control del Ferrocarril Central Mexicano, el cual tenía dificultades económicas y tal vez no podría pagar los intereses de sus bonos. No habría duda de que éste sería el primer paso en la conquista económica de México por parte de extranjeros, conquista que con el tiempo invadiría la política interna, y a la postre el gobierno, de la república. Con las grandes líneas troncales en manos de empresas extranjeras y los ferrocarriles de enlace a merced del monopolio central, la industria y la agricultura de México estarían dominadas por extranjeros. Ya en 1903 el gobierno había impedido la fusión de las líneas del Ferrocarril Nacional Mexicano y del Central Mexicano al adquirir el control accionario del primero. Pero en 1906 de nuevo había enormes indicios de una conquista propuesta de México a través del gigantesco monopolio ferroviario. Como dijo el señor Limantour al Congreso mexicano: En caso de que sistemas más poderosos allende nuestras fronteras absorban nuestros ferrocarriles, y que los manejen como a esos sistemas las compañías constituidas conforme a leyes extranjeras, y de las cuales se había excluido todo elemento mexicano, cualquier cláusula que pudiera insertarse en una concesión, ¿podría evitar que nuestro país fuese explotado como una especie de territorio tributario o impedir que esas empresas colosales tengan una intervención más o menos velada en la vida económica y política de la nación? Con una entusiasta aprobación del presidente Díaz, el señor Limantour, respaldado por el Congreso, preparó un plan con el cual la nación podría salvarse de la amenaza del despotismo ferroviario extranjero y México permanecería abierto y con libre acceso para los inversionistas tanto nacionales como extranjeros en la agricultura, minería y las manufacturas; era evidente que si un fideicomiso ferroviario podía obstaculizar y atemorizar a una nación con tal valor, energía y poderes individuales de resistencia como el pueblo de los Estados Unidos, la fuerza envolvente y controladora de dicha combinación sería mucho

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más terrible en un pueblo con desarrollo parcial, lánguido y de trato fácil como los mexicanos. El resultado de los trabajos del señor Limantour fue una fusión de las siguientes líneas, con el control accionario en manos del gobierno mexicano, evitando para siempre cualquier peligro de una tiranía ferroviaria privada en la república: Los ferrocarriles nacionales de México Compañía Millas Ferrocarriles Nacionales de México 6 166.456 Ferrocarril Interoceánico de México 733.837 Ferrocarril Mexicano del Sur 292.043 Texas Ferrocarril Mexicano 161.853 Ferrocarril Panamericano 284.276 Ferrocarril de Veracruz al Istmo 292.043 Total 7 930.508 Además de esto, el gobierno es propietario de la Compañía del Ferrocarril Nacional de Tehuantepec, cuyas líneas tienen una longitud de 207 millas, con los magníficos puertos modernos de Salina Cruz y Puerto México, un sistema directo que corre de un océano a otro y que inauguró el presidente Díaz en 1907. En un intento por minimizar la importancia de este valiente y visionario gobierno mexicano, algunos de los malvados agitadores que se deleitan con todo lo que perjudica el nombre de su país han hecho insinuaciones de que el señor Limantour “vendió” su participación en los ferrocarriles a la fusión de intereses del gobierno. La verdad es que el señor Limantour nunca en su vida fue poseedor de una sola acción del ferrocarril. La gran fusión del ferrocarril mexicano combina maravillosamente el control gubernamental con el manejo privado. Su capital social autorizado es de $447 492 706.66 y sus bonos $270 907 280. Esto, con las acciones en circulación y garantizadas de la Compañía del Ferrocarril

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Nacional ($95 480 000) y el Internacional Mexicano ($20 113 000), eleva la capitalización autorizada total de líneas fusionadas a $833 592 986.66. Por supuesto todas estas cifras se denominan en moneda nacional mexicana. Sólo se ha emitido una parte de los valores autorizados. Hay una reserva de alrededor de $25 000 000. Se dispone de recursos generosos para ampliar las líneas antiguas y adquirir otras nuevas. Aunque el gobierno tiene el control de la votación, su política fija es no inmiscuirse en la administración de los ferrocarriles, reservándose su facultad para asuntos relativos a la libertad de comercio y la protección y desarrollo del país. Se verá que con este inteligente acuerdo la gran minoría, representante de la propiedad privada, que en realidad maneja la operación de los 7 930 508 millas de líneas fusionadas, evita las tendencias destructivas de la titularidad y administración absoluta del gobierno que pudiera arruinar el sistema al no tomar en cuenta las consideraciones comerciales y dar lugar al favoritismo político; mientras, por lo general, el poder del gobierno para intervenir protege el comercio y el país de una política codiciosa que sacrificaría todo ante un apetito de beneficios inmediatos y enormes, fijándose sólo en los dividendos actuales de los ferrocarriles y olvidándose de México en su totalidad. La fusión de los ferrocarriles no sólo conjuró un profundo peligro nacional, preservó la libertad de comercio y dio más seguridad que nunca a los campos mexicanos de la inversión, sino que las líneas se administran más económicamente, el servicio es mejor, y las utilidades son mayores que con el viejo sistema. El informe para el 30 de junio de 1910 muestra un total de ganancias brutas de $31 593 557.78 y ganancias netas de $20 968 735.61. Esto es mucho mejor que cuando la propiedad de los ferrocarriles estaba dividida; el comercio tampoco se ha visto obligado a cargar con el peso del admirable resultado. Además, las líneas están ahora protegidas contra la bancarrota y en vez de los dividendos del dos por ciento que se garantizaron en las primeras acciones preferentes respecto a las ganancias del año que concluye el 30 el cuatro por ciento.

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Se pensó que el drenaje del Valle de México, con un costo total de $15 967 778, la pavimentación, la sanidad y embellecimiento de la capital, y la construcción del ferrocarril de Tehuantepec, con dos puertos terminales, marcaban el apogeo en la oleada de mejoras que México logró bajo el gobierno del presidente Díaz. Pero la fusión ferroviaria supera en importancia a todos los demás hechos, puesto que él primero sofocó las revoluciones y el bandolerismo, cumplió a tiempo con las deudas nacionales y dio la señal de inicio para el desarrollo general de los ferrocarriles en el país.

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XXXIV

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Durante treinta años el presidente Díaz ha gobernado a México con el poder de un autócrata. Ningún monarca del mundo ha podido ejercer una autoridad de esa clase sobre un pueblo. Los mexicanos han adquirido a tal grado el hábito de confiar en el criterio de él y cumplir sus deseos, que puede nombrar a los gobernadores de los 27 estados, los miembros del Congreso, los jueces de los tribunales. Todas las cosas en la vida de la nación se ordenan y se desarrollan conforme a su voluntad, desde luego, siguiendo los objetivos principales y los lineamientos generales en lugar de la letra estricta de la Constitución. Después de treinta años de poder casi absoluto, toda su fortuna consiste en unos $200 000 y la casa que ocupa en la ciudad de México. También posee $17 000 en bonos mexicanos, que le dieron por sus servicios como militar; pero éstos los entregó a su esposa, ya que no quiere presentarlos para que se los paguen mientras es Presidente de México. Con 30 000 soldados y unos cuantos miles de rurales ha podido mantener la paz y lograr que la vida y los bienes estén casi tan seguros en la república mexicana como en Francia, Inglaterra o Alemania; y la población ha aumentado a unos 16 000 000 de personas. 410

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Por debajo del gobierno nacional están los 27 gobernadores de los estados, con sus 295 jefes políticos, 1 798 presidentes municipales y 4 574 jueces de paz o comisarios. Éstos, con el gobernador del Distrito Federal, representan los mecanismos ejecutivos de la nación. Nadie ha entendido mejor que el presidente Díaz lo inútil que es tratar a su pueblo como si fuesen anglosajones formados por ascendencia, tradición, instinto racial, educación y hábito para sostener las cargas y responsabilidades de la ciudadanía previstas por su Constitución anglosajona. La verdad es que quizá no más de una décima parte de la población de México vota alguna vez en una elección. No obstante, la Constitución otorga a todos los adultos varones el derecho al voto. Esta situación se debe en gran medida a la flojera natural y la indiferencia política de la población indígena y de quienes son en parte indígenas, que representan más de tres cuartas partes de todos los ciudadanos del país. En parte también es resultado de un sentir generalizado entre las masas, ya sea que las cosas tienen que salir bien bajo la dirección del presidente Díaz o que sería poco menos que inútil tratar de oponerse a lo que él apoye. No hay en el mundo un pueblo más gentil, cortés y adorable que la gran masa de los mexicanos. Tampoco existe algún país donde los afectos familiares se muestren con más ternura, incluso entre los más pobres e ignorantes. La sangre indígena florece constantemente en las profesiones y entre los descendientes de las antiguas razas encontramos brillantes abogados, médicos, ingenieros y otros individuos capacitados y cultos. La mano de obra calificada ha comenzado a organizarse. Un profundo vínculo de simpatía y conciencia histórica une a los miembros de la sociedad moderna, que por tradición son excluyentes, con los peones más desdichados y degradados; es un espíritu muy patriarcal, pero no por eso menos auténtico. No obstante, por desgracia el mexicano promedio está imbuido de una especie de fatalismo político, una sensación de que en cierta forma el gobierno proseguirá solo; y el presidente Díaz ha expresado una queja constante de que sus compatriotas, como un todo, no ponen interés suficiente y racional en la política. Tiene una fe inextinguible en el futuro de su pueblo y está muy orgulloso de su

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amabilidad y talentos, pero reconoce con franqueza su actual superficialidad política. Para llegar al corazón de la política y el gobierno mexicanos, siempre hay que recordar que la gran mayoría de los habitantes quizá descienden de razas orientales, y luego rememorar la trayectoria de menos de cuatro siglos hasta la época en que sus antepasados eran idólatras súbditos de reyes, guerreros y sacerdotes entregados al canibalismo. Tenían templos, palacios, fortalezas, leyes, artes y una civilización inconfundible muchos siglos antes de que los españoles armados los sorprendieran llegando por mar, pero no había rastros de aspiraciones, capacidades o instintos democráticos entre ellos, ya fuese entonces o en los siglos angustiosos de mal gobierno y opresión hispanos. Durante más de medio siglo el pueblo mexicano, en particular los indígenas y los mestizos, dieron una prueba emocionante de su disposición y capacidad para luchar y morir por la independencia. Sin embargo, la historia está llena de ejemplos que muestran que los pueblos lucharán por la independencia colectiva o nacional preocupándose poco o nada por la soberanía política del individuo, que es la esencia de la filosofía política en los países anglosajones. Quienes critican o atacan al gobierno de México tienen por costumbre comparar las condiciones políticas en ese país con las de los Estados Unidos, sencillamente porque las dos naciones son vecinos geográficos y porque sus constituciones escritas se asemejan en lo fundamental. Sería más conciso, y acorde a los hechos y el sentido común, comparar las condiciones políticas en México con las condiciones políticas en las otras repúblicas llamadas latinoamericanas. Hay algunas razas para las cuales la democracia total es como la luz del sol, que saca a relucir las duras realidades de la vida y revela con todas sus dificultades manifiestas los problemas de la sociedad como un todo en su relación con el individuo. En dichas razas la tendencia del ciudadano no simplemente es insistir en sus privilegios personales, sino mostrar una celosa consideración de su deber para asumir, en su propia situación privada, una parte total de la tensión, la presión y el dolor del gobierno.

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Existen otras razas para las cuales la democracia es como el claro de luna que produce una romántica media luz que le da un aire de solemne belleza y dignidad a lo feo y lo malo, igual que a lo bello y lo bueno; revela lo imaginativo y lo sentimental, pero oculta lo práctico. En dichas razas la democracia se convierte en un sentimiento vago, y el individuo que recurre al gobierno para todo, rechazando o haciendo caso omiso de sus responsabilidades para mantener el orden y promover el bienestar general —proclamando sus derechos pero olvidando sus deberes, y ajenos al hecho de que el proceso de gobierno comienza con un autocontrol personal— tiende a considerar que los alborotos armados contra los malestares o desventajas temporales o individuales son igual de justificables que la guerra deliberadamente emprendida contra el gobierno injusto e intolerable. El pueblo mexicano aún no ha tenido una buena oportunidad de mostrar sus posibilidades en condiciones de una libertad democrática absoluta. Eso está por venir. Entretanto la labor de preparación moral, económica, social y política, cuya carencia ha causado que todos los experimentos democráticos previos hayan fallado, va adelante bajo la supervisión y dirección del presidente Díaz y sus colaboradores; y los elementos de estabilidad y conservadurismo ya desarrollados por la paz continua, la industria y la educación brindan una sólida promesa para el futuro, cuando el venerable jerarca de México fallezca. Se dice que el presidente Díaz selecciona a los gobernadores de los 27 estados mexicanos y que el poder ejecutivo es tan grande que la soberanía de los estados en algunos aspectos es más una teoría que una realidad. En cierto sentido esto es verdad. Su influencia es tal que sólo tiene que indicar el nombre del candidato que aprueba para que la elección se convierta en una ratificación formal de su criterio político. Pero en México la soberanía de los estados es forzosamente una ficción constitucional. En ésta, como en otras cosas, muchos se han despistado por las comparaciones con las soberanías locales de los Estados Unidos. Los trece estados originales de ese país se reunieron como naciones independientes. En su calidad de independientes y soberanos, crearon una nación con poderes soberanos definidos y limitados, reser-

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vando para sí la soberanía residual. Sin embargo, en México, el gobierno nacional existió primero como la soberanía única y original, y en el último análisis, a pesar del lenguaje de la Constitución, los estados son meras subdivisiones del poder nacional para conveniencia de la administración local. Incluso el sistema electoral para elegir al presidente y el vicepresidente no reconocen fronteras estatales. También cabe recordar que las colonias que formaron los Estados Unidos durante toda su historia estuvieron separadas y tenían total independencia entre ellas; y aunque estaban sujetos a una soberanía común al otro lado del mar, tenían historias, leyes, tradiciones y hábitos diferentes; cuando se unieron como estados libres en todos aspectos eran independientes entre sí. Las provincias mexicanas no tenían esa clase de antecedentes, sino que eran simples distritos administrativos de una sola colonia española, gobernados por un virrey y un ayuntamiento. Los acontecimientos y las necesidades del pueblo han hecho que el principio de autoridad dominante en México sea nacional y ejecutivo en lugar de federativo o legislativo. De lo contrario, la república pudo haber muerto por pura debilidad ejecutiva. En los días de Juárez y Lerdo, muchos de los estados cuestionaban la autoridad del gobierno nacional, y no fue sino hasta que el presidente Díaz quebrantó el poder de los diversos líderes que habían tratado de instalarse como dictadores virtuales en sus propios estados —como fue el caso de Canales en Tamaulipas, Pesqueira en Sonora, Álvarez en Guerrero, Treviño en Nuevo León, Terrazas en Chihuahua y Traconis en Yucatán— cuando resultó posible la vida nacional de México. “El principio de la autoridad nacional se justifica cada día más en México —dice el presidente Díaz—. Si es tan difícil encontrar un hombre para dirigir el gobierno federal, cuánto más debe serlo encontrar 27 hombres para que gobiernen los estados en forma acertada y en armonía con nuestros intereses como nación.” Sería absurdo decir que el gobierno de México o las condiciones del país se acercan a la perfección. Las interminables demoras de los procesos oficiales; la prensa restringida; los inmensos latifundios; la falta de instalaciones de irrigación en los distritos agrícolas; el embrutecedor

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y destructivo tráfico del pulque, una de las bebidas intoxicantes más desmoralizadoras que se conozcan; el carácter político de la administración de justicia; el sistema de servidumbre por deuda en las fincas; la costumbre de encarcelar a los ciudadanos por causas triviales o políticas; el extremo rigor de las leyes de la Iglesia; las mejoras costosas y con frecuencia ornamentales en la capital nacional y otras grandes ciudades, al tiempo que se descuidan los caminos vecinales y las pequeñas ciudades y pueblos, son algunas de las cosas que deben reformarse en el futuro desarrollo de la república. Es más incierto que pueda haber algún cambio en las costumbres populares que apoyan 117 plazas de toros, once loterías y 389 casas de empeño. Hay alrededor de 2 000 bandas militares que habitualmente dan conciertos en parques y plazas de México durante el año. Llegará el momento en que las masas del pueblo estén menos satisfechas con la música que se brinda a costa del público que con calles limpias, alcantarillado moderno y más escuelas. Se escuchan amargas quejas de los jefes políticos, los cuales suman 295 en la república. Estos funcionarios representan el poder del estado en sus distritos y eclipsan por completo a las autoridades locales. Sin embargo, es difícil saber cómo pueden abolirse los puntos fundamentales del sistema. Desde el punto de vista administrativo, el jefe político es prácticamente el homólogo del cacique de los antiguos mexicanos. Los españoles destruyeron al cacique, pero tuvieron que inventar al jefe político. Es, o se pretende que sea, el funcionario que corrige la pereza y la negligencia locales; pero cuando es incompetente, corrupto o tirano, posee una sorprendente capacidad para exasperar. Sin embargo, la historia del pueblo mexicano bajo el presidente Díaz, es una marca ininterrumpida de progreso contra las dificultades que podrían haber aplastado a un hombre más débil o menos dedicado; y el amor que le profesa su pueblo, el reconocimiento a su patriotismo puro y su forma acertada de gobernar, y la buena disposición a seguirlo y apoyarlo pese a la severidad o los errores, están entre las pruebas más contundentes de la creciente estabilidad mental, moral, social y política de la nación mexicana en conjunto.

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Un indicio muy significativo del cambio sobrio que ha sufrido la nación es que el presidente Díaz —que conoce a su país mejor que nadie en el mundo— ha llamado a colaborar a civiles y no a soldados, políticos como los señores Limantour, Molina, Creel y Corral, quienes trabajan juntos en el gran diseño de la paz mediante una mayor industria y prosperidad, conforme al concepto del Presidente en el sentido de que los ferrocarriles, telégrafos, fábricas y escuelas, en forma gradual pero segura, toman el lugar de los soldados como conciliadores. Uno de los políticos más reflexivos y responsables del México moderno ha dicho que este país es como un animal muy largo, que tiene la cabeza muy lejos de la cola. Hay mucho de verdad en esta idea. Las tendencias sumamente centralizadas del gobierno del presidente Díaz, teniendo en mente la paz, la paz absoluta, como requisito esencial de todas las otras cosas, ha producido un desarrollo en el Distrito Federal y los estados del centro fuera de toda proporción respecto a las partes más remotas de la república. Hasta hace muy poco tiempo, la guerra de guerrillas y el violento bandolerismo de los yaquis en Sonora evitaban cualquier intento formal de tener a la disposición todos los recursos de ese rico estado del noroeste. Aun ahora las emboscadas traicioneras y la conducta asesina de algunos de los mayas intransigentes en las zonas despobladas del territorio de Quintana Roo, a 2 000 millas de Sonora, desalientan la actividad industriosa en ese extremo fértil del sureste. Durante toda una generación, el presidente Díaz se ha esforzado por terminar la guerra depredadora en estas dos regiones remotas, para quedar decepcionado por las repetidas traiciones y atrocidades, y verse obligado una y otra vez a recurrir a la fuerza militar. No obstante la energía empleada por el gobierno para ocuparse de estos enemigos incorregibles del progreso y el desarrollo se ha tergiversado en forma cruel. Una de las peores falsedades que difundieron en el extranjero los enemigos del gobierno mexicano es la afirmación de que en distintas partes de la república, en particular en Yucatán, existe la esclavitud abierta y reconocida. El autor de este libro se esforzó mucho por investigar las horribles historias, en las cuales se exponen las torturas de los

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esclavos; los latigazos hasta matar a los hombres que no quieren o no pueden trabajar; la total y manifiesta perversión que sufrían sus esposas e hijas; la miseria y el horror de la vida servil que padecían en las grandes plantaciones de henequén; la complicidad de los tribunales y los funcionarios ejecutivos en lo concerniente a la vasta escena de cautiverio, brutalidad, injusticia e incluso el asesinato deliberado que ocurre frente a sus ojos; y la crasa y franca inmoralidad de las acaudaladas familias gobernantes. La estancia en Yucatán fue de muchas semanas, tanto con los propios hacendados como entre los trabajadores de los campos, mayas y yaquis. Para comprobar la naturaleza del trabajo, el autor trabajó realmente en los campos, cortando henequén con las manos bajo el sol tropical del mediodía y cargando sobre su espalda los pesados manojos de hojas hasta los sitios designados, con un acompañante que controlaba el tiempo con un reloj y contaba el número de hojas cortadas en determinado periodo por alguien cuyas manos y músculos eran blandos y que no estaba habituado al trabajo o al clima. La verdad es que los escritores sensacionalistas y sus cómplices revolucionarios quienes han hecho estremecerse a estadounidenses y británicos desinformados con las historias de la esclavitud en Yucatán, y han descrito la captura de las poblaciones de yaquis honrados y patriotas en la oprimida Sonora y su deportación a Yucatán, donde los vendían como esclavos, para hacerlos trabajar hasta desfallecer entre los esclavos mayas temblorosos y golpeados, han combinado dos asuntos en su deseo de perjudicar el nombre de México y han inventado gran parte del resto. El problema con los yaquis es una cuestión militar simple y pura, mientras que la llamada servidumbre para pagar las deudas practicada entre los mayas de las plantaciones de henequén es una característica, no de la esclavitud, sino de un sistema de remisión de deuda por el trabajo, derivado de las centenarias condiciones y costumbres patriarcales. Es innegable que hay muchos males en esta costumbre de permitir que los trabajadores del henequén se endeuden tremendamente con sus empleadores, o los engatusen para que lo hagan, y que aquí y allá un hacendado se aproveche de su poder y de la posición aislada para ser cruel

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o injusto; sin embargo, las condiciones de la mano de obra en Yucatán no son mucho peores que en algunos yacimientos de carbón de Pennsilvania bajo el antiguo sistema de tiendas propiedad de la compañía. Las tribus yaquis y sus aliados, quienes habitan en la mitad sur del estado de Sonora, en las riberas de los ríos Yaqui y Mayo, nunca fueron sojuzgados ni se sometieron a las leyes y las autoridades constituidas ya fuesen del gobierno español, en la época del dominio español, o del gobierno mexicano posterior. En forma constante las fuerzas armadas lucharon contra ellos, pero nunca pudieron vencerlos de manera decisiva. Después de que los derrotaron las expediciones que intentaron pacificarlos, los diversos gobiernos siempre quedaron satisfechos con las declaraciones de paz que hicieron las tribus y retiraron sus tropas a otras partes donde podían necesitarse. Los indígenas estuvieron en paz sólo durante breves periodos. No había ninguna fuerza en su territorio que les inspirara temor y ninguna autoridad, salvo la de sus jefes, y pronto regresaron a la senda de la guerra y asaltaban las aldeas y pueblos vecinos, quemando, asesinando y robando a su paso. Entonces el gobierno volvió a verse obligado a ir al campo de batalla contra ellos y mantener la lucha hasta que hicieran un llamamiento a la paz. Al retiro de tropas le seguía un corto lapso de tranquilidad relativa, interrumpido de nuevo por alzamientos, incendios provocados, asesinatos y robos. El ideal de los yaquis ha sido mantener su completa independencia en determinado territorio que ven como propio. No permitían de buena gana la intervención del gobierno nacional, ni del gobierno del estado, ni el sometimiento a ninguna de las leyes y reglamentos que obedecen todos los demás ciudadanos. Insistían en tener su propio gobierno, conducido por sus jefes, bajo sus caprichosas leyes no escritas, sin respeto por nada más. Durante una época los yaquis y sus aliados mantuvieron esta condición independiente con el terrible jefe Cajeme, quien armó y equipó a 5 000 hombres para mantener su independencia y combatir al gobierno mexicano hasta lo último. Pero con el tiempo, las fuerzas de Cajeme fueron vencidas en el campo de batalla y a él lo ejecutaron por sus brutales crímenes.

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Los indígenas de la ribera del río Mayo se sometieron al gobierno y la actual situación floreciente de su región muestra la manera acertada y generosa con que los ha tratado la república. Durante un tiempo, también los yaquis fingieron someterse y aceptaron de buen grado la comida, ropa, animales, implementos agrícolas y semillas que les distribuyó el gobierno mexicano con la esperanza de que pudieran iniciar una nueva vida pacífica y productiva. Sin embargo, después de dos años, los yaquis se levantaron repentinamente por todo el río. Atacaron a las tropas federales, a las órdenes religiosas de ambos sexos y asesinaron a los blancos que capturaron, con excepción de las monjas. Vino enseguida otro horrible periodo de feroces asaltos después de los cuales a los indígenas los llevaron a sus montañas. Las tropas del gobierno los sacaron de sus baluartes y durante una época parecieron estar en paz. De nuevo hubo otro brote de matanzas y quemazones. Los indígenas ya no peleaban en grupos grandes. Aparecían en pequeños grupos por todo el estado. Mataban a todos los viajeros en forma despiadada. Las ciudades, pueblos, minas y campamentos de leñadores eran abandonados. En 1906 la situación de Sonora se había vuelto intolerable. El desarrollo del gran estado era imposible mientras los yaquis siguieran con su absurdo reclamo de independencia y perpetuaran un reino de asesinatos, saqueos y piromanía. El capital y las empresas estaban listos para entrar a Sonora, todo lo que se necesitaba era paz. El presidente Díaz sólo tenía dos opciones: exterminar a los yaquis o deportarlos a otra región. Todos los intentos de conciliar con la tribu habían fracasado. Así fue como el Presidente ordenó llevar por la fuerza a 5 000 ó 6 000 yaquis al distante Yucatán, donde había gran demanda de mano de obra en las plantaciones de henequén y donde los distribuyeron como jornaleros entre un número de hacendados tal, que fuera probable impedir que regresaran a Sonora. Esta política severa, aunque relativamente clemente, casi terminó con el temible asunto de los yaquis y hoy día funciona en Sonora un millar de nuevas fuerzas de civilización productiva. En Yucatán los yaquis deportados son en realidad prisioneros de guerra. No se finge que están libres. No se les permite tener armas ni

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pueden regresar a su amado estado natal en el noroeste. En todo lo demás, tienen los mismos derechos y libertades que los oriundos de Yucatán, y a igual trabajo reciben igual paga. Una esmerada investigación efectuada por el autor reveló que los jornaleros de las plantaciones de henequén, muy pocas veces, si acaso, trabajan más de ocho horas diarias en el corte o la limpieza del henequén. En algunas de las plantaciones el trabajo en los campos promediaba alrededor de cuatro horas diarias. No había indicios de temor o esclavización entre los trabajadores del campo. Mantenían la cabeza erguida, sonreían y veían a la cara a sus empleadores como cualquier otro trabajador. Sus mujeres e hijos, casi sin excepción, llevaban finas cadenas de oro; algunos portaban joyería por un valor de varios cientos de dólares. Tienen muchas armas y municiones. En una sola cabaña conté seis rifles. Una investigación de las ventas realizadas por los armeros mostró que cada año vendían unos 4 000 rifles a los indígenas de las fincas henequeneras y que, contando la vida promedio de estas armas baratas, siempre hay 8 000 rifles distribuidos entre los indígenas yucatecos, no digamos el machete universal. Sin duda no se necesitan argumentos para convencer a una persona imparcial de que es imposible esclavizar a un pueblo armado. Hay pruebas de que los dueños de las plantaciones de Yucatán, por regla general, son hombres humanos y justos. La mayoría le proporciona casa gratuita a sus jornaleros, igual que servicio médico y medicinas, les distribuyen ropa regalada y les hacen generosas donaciones de comida. Se descubrieron muchos casos en que los hacendados habían gastado cientos de dólares en servicios hospitalarios para los distintos jornaleros o sus esposas o hijos. La persistente búsqueda entre los jornaleros o sus familias tampoco revela un solo ejemplo en que a un hombre lo azotaran por negarse a trabajar. Incluso los yaquis, a quienes se preguntó en secreto, negaron estar enterados de las crueldades descritas por los escritores sensacionalistas; su única queja era que no les permitían regresar a Sonora. La afirmación de que había esclavitud en Yucatán —acusación que no puede pasarse por alto en una biografía de Porfirio Díaz— es una

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falsedad fácil de refutar al hacer una visita a esa maravillosa región. La población indígena y mestiza es limpia y sumamente virtuosa. Es sorprendente que alguien le atribuya inmoralidad a ese pueblo admirable. No hay en el mundo mujeres más amables, hospitalarias, elegantes y modestas que las esposas e hijas de los hacendados. Los ataques a los hogares y la vida social de la población blanca de la península son completamente dolosos. Uno de los máximos políticos de la república es don Olegario Molina, el llamado “rey del henequén” de Yucatán. Después de organizar la industria henequenera y que, como gobernador de Yucatán, había transformado la ciudad de Mérida de un mugriento pueblo de mala muerte, infectado con enfermedades, en una ciudad bella, bien pavimentada, saludable, moderna, llena de hospitales, asilos y escuelas —un total milagro en su clase— el presidente Díaz, quien había ido a Yucatán a ver personalmente el maravilloso resultado, llevó al señor Molina a su Gabinete como Secretario del Departamento de Fomento (fomento de obras públicas, agricultura, minería, colonización, etcétera). Este hombre tenaz es quien está salvaguardando los recursos hidráulicos de México para los trabajos de irrigación, que son la suprema necesidad física de un país donde llueve poco. Después de muchos años de un esfuerzo arduo y a veces desalentador, los puntos más distantes de México —Yucatán y Sonora— ahora rivalizan en energía, prosperidad y lealtad con los grandes estados del centro.

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XXXV

¿se sostendrá la república mexicana?

Varias veces el presidente Díaz ha hecho planes para retirarse a la vida privada, con objeto de que México comience a cambiar en paz de presidentes, mientras él viva, y pueda apoyar a sus sucesores contra cualquier intento de volver a la revolución. En cada indicio de que podría retirarse de la presidencia, lo han abrumado con protestas y llamados. No hay duda que, a pesar de su estupendo vigor, su avanzada edad le dificulta más llevar el peso del cargo, en particular, porque su autoridad es cada día mayor y más directa que la de cualquier monarca del mundo y no puede librarse de la costumbre de ocuparse él mismo de todos los asuntos importantes. Anhela dejar su trabajo y descansar. Todos sus colaboradores e íntimos lo saben. No obstante, la presión ejercida para convencerlo de que permanezca en su puesto —presión no sólo de sus compatriotas, sino de amigos y contactos de México en todos los países— ha sido más de lo que podía resistir; incluso a sus ochenta años aceptó otro mandato sexenal de arduo servicio. Más de una vez, el presidente ha visto pruebas sorprendentes de lo que su retiro a la vida privada significaría para el crédito público de su país. En 1901 sufrió un ligero padecimiento y se trasladó al clima más 422

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templado y agradable de Cuernavaca para recuperarse. Un prominente banquero de la ciudad de México lo visitó y, al regresar a la capital, en privado hizo que se informara a los periódicos que a Díaz lo aquejaba una enfermedad mortal de la cual no se recuperaría. Esta noticia se envió a todas partes del mundo. Al instante en los mercados de Europa y América el precio de los bonos mexicanos cayó de $101 a $78, una pérdida de $23. Una semana más tarde el Presidente volvió a la capital gozando de buena salud y animado, y cuando se supo que no estaba en peligro de muerte, el precio de los bonos mexicanos de inmediato subió a $100. Incidentes como éste, donde se apreciaba la conmoción que su retiro de la presidencia causaría en la confianza pública, han prevalecido sobre el deseo natural de Díaz de retirarse del continuo trabajo duro y la responsabilidad de su cargo. Y, aun después de restablecer la paz y el crédito nacional, cada vez que pensaba en dejar la presidencia se enfrentaba a algún trabajo de mejoramiento inconcluso: el vasto sistema de drenaje del Valle de México; la reorganización del ejército; el ferrocarril interoceánico de Tehuantepec; la pavimentación, el alumbrado y el suministro de agua de la capital, y otras cosas por el estilo, por no hablar de las revelaciones de incompetencia de quienes podría esperarse que llegaran al poder cuando se retirara y de los grupos obviamente corruptos ansiosos de utilizar el gobierno para provecho personal. Ante la proximidad de la campaña presidencial de 1904, el presidente Díaz anunció su intención de retirarse a la vida privada, y, al comprender las grandes cuestiones del desarrollo económico de las cuales dependían en gran medida la continua paz y felicidad de México, instó a don José Yves Limantour, el distinguido secretario de Finanzas, a ser su sucesor, con la promesa de apoyar su candidatura. Por primera vez se elegiría un vicepresidente. El señor Limantour, un colaborador administrativo de máxima categoría, no tenía la menor ambición política. Le explicó al presidente que no se sentía capacitado para ejercer el liderazgo político e insistió especialmente en que no era popular entre los militares. Entonces el presidente llamó al general Bernardo Reyes, un oficial popular y le explicó los motivos por los cuales, a su juicio, el señor Li-

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mantour debería ser presidente. El general Reyes declaró estar de acuerdo en lo acertado de seleccionar al más importante pensador económico y administrador de la república para guiar sus políticas y le ofreció hacer que el ejército comprendiera mejor sus cualidades y carácter, y convencer a los militares para que lo apoyaran. El general Reyes se incorporó así al gabinete del presidente como ministro de Guerra. Apenas había asumido sus nuevos deberes cuando en diversos periódicos comenzaron a aparecer misteriosos y maliciosos ataques contra el señor Limantour. Estas calumnias anónimas se volvieron cada vez más personales y desagradables. Era obvio que un autor intelectual dirigía el intento sistemático y maligno por desacreditar al hombre que el Presidente había escogido como su sucesor. Había surgido un movimiento reyista, pero el general Reyes había empeñado su palabra para respaldar al Presidente en su deseo de que el señor Limantour lo sucediera en la presidencia. Díaz se negaba a creer que un soldado tan valiente pudiera ser culpable de tal traición. El presidente estaba muy consternado; el señor Limantour había prestado servicios sumamente importantes a su país y era un desastre público que lo desacreditaran a los ojos de las masas ignorantes. Se intentó descubrir el origen de estos ataques, pero fue en vano. Era un secreto bien guardado. Por último, parte del manuscrito original de las denuncias del secretario de Finanzas llegó a manos del gobierno, y eso reveló el hecho de que el general Reyes era el enemigo oculto que había buscado derrotar el plan del presidente, siendo aún miembro de su gabinete. Díaz envió de inmediato por el conspirador y lo confrontó con la evidencia de su perfidia. El general Reyes renunció sin demora a su cargo. En lugar de obligarlo a dedicarse a la vida privada, en consideración a su historial como soldado, el presidente usó su influencia para hacerlo gobernador del estado de Nuevo León. En 1908, el presidente Díaz causó revuelo en la república de frontera a frontera al declarar en público que rehusaría quedarse otro periodo. Invitó a la nación a prepararse para elegir a su sucesor y deploró el hecho de que sus compatriotas en general no tuvieran suficiente interés

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en el gobierno, admitió que no era aconsejable tener un solo partido político en el país y acogía con beneplácito la aparición de un partido de oposición con un auténtico programa nacional. Casi al instante se produjo la conmoción política en todos los estados. Al presidente le llovieron miles de protestas. Llegaron delegaciones de los estados, ciudades y pueblos para rogarle que continuara con su gran trabajo por México. Los representantes de la mayoría de los grandes organismos comerciales del país le pidieron que cambiara de parecer. Sus viejos amigos y partidarios le reprocharon que pensara abandonarlos. De otros países llegaron advertencias de que estaba a punto de someter el crédito público de su país a una terrible presión, tras un pánico financiero mundial. Parecía que el nuevo partido cuya formación él había pedido no pasaba de ser una muestra ruidosa, turbulenta y difamatoria a favor del general Reyes para el cargo de Vicepresidente. A pesar de estos hechos, Díaz renunció a su preciado plan de descansar, estuvo de acuerdo en mantenerse en la presidencia y no veía con buenos ojos el movimiento de Reyes, el cual se derrumbó después de unos cuantos incidentes descontrolados. No se consideró que el propio Reyes tuviera una responsabilidad demasiado estricta por las grandilocuentes expresiones revolucionarias de sus seguidores y asociados, ni por la campaña de vilipendio que comenzó en los Estados Unidos. El presidente lo mandó en misión al extranjero para recabar información militar. Los aspirantes a revolucionarios que habían llevado a cabo la propaganda bajo su nombre se quejaron de que hubieran exiliado a su líder y héroe. Aun en ese momento el presidente Díaz se hubiese retirado de haber podido convencer al señor Limantour para que lo sucediera. El próximo presidente de México quizá será el vicepresidente Ramón Corral. Este vigoroso e inteligente político, quien también es secretario de Gobernación, no debe a la injerencia de Díaz su derecho de sucesión a la presidencia, sino a su gran capacidad y actividad políticas. Tiene influencia en Sonora y el noroeste, así como en la capital. Fue minero, después periodista y soldado. Con el tiempo lo eligieron gobernador de Sonora, más tarde, gobernador del Distrito Federal. En 1904

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resultó electo vicepresidente de México. El señor Corral cuenta con amigos firmes y acérrimos enemigos. Como secretario de Gobernación ha hecho mucho por ayudar al presidente Díaz a ajustar las relaciones de los estados con el gobierno nacional y, a pesar de muchos abusos, se ha ganado la confianza de los hombres de negocios mexicanos. Su elección como vicepresidente en 1904, y una vez más en 1910, muestra la creciente libertad de los acontecimientos políticos en la república, ya que nada es más fácil de demostrar que el hecho de que el presidente Díaz consintió en esta opción de un sucesor simplemente porque el señor Corral había demostrado poseer más fuerza política que cualquiera de sus contrincantes para la Vicepresidencia. Hay quienes insisten en que cuando el presidente Díaz muera, se producirá una agitación general y destructiva en México. Afirman que su fuerza, habilidad y la confianza que aún le tiene el pueblo mexicano son los factores que mantienen la paz en la república y que tan pronto como fallezca la nación quedará en condiciones generalizadas de confusión y conflicto. El problema de esta teoría alarmante es que por lo general la proponen los agitadores que han acusado a Díaz de déspota militar y, quienes, al mismo tiempo, en su deseo por presentar un futuro negro, declaran que el pueblo confía en él, pero no lo hará en nadie más que ostente un poder igual al que él ejerce. En su vejez, el jerarca de México ha estudiado a fondo el futuro de su país, ha sido su pensamiento constante. Convirtió su vida en un puente por el cual su pueblo transitó del caos, la pobreza y la degradación, a la paz y la estabilidad. Al ver los días que se avecinan, buscó el apoyo de los elementos del gobierno que estuvieron en guerra durante medio siglo. Aunque la letra de la ley es despiadada en cuanto a los detalles sobre la Iglesia, la política para aplicarla ha tenido una consideración humanitaria. Se observa al arzobispo Gillow de Oaxaca y a otros prelados elogiar al Presidente por hacer su máximo esfuerzo por proteger a la Iglesia para que realice pacíficamente su labor religiosa. Sin embargo, nadie es más severo en su determinación de evitar que los eclesiásticos se inmiscuyan de nuevo en la política de la república. El brillante

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y progresista gobernador del Distrito Federal es don Guillermo Landa, un devoto feligrés y representante de una de las familias católicas más ricas y de más profundas convicciones de México. Aunque Díaz ayudó a quebrantar la tiranía eclesiástica en el país, ha alentado a la antigua aristocracia católica para que ayuden a hacer de la república un medio por el cual todas las razas y religiones trabajen en paz para lograr el mejoramiento y la seguridad generales. Ha declarado que ninguna nación puede tener éxito sin religión, pero insiste en que las actividades del sacerdote deberán limitarse al ámbito religioso y moral de la Iglesia, sin involucrarse en la política y el gobierno. No es enemigo de la religión, sino un decidido opositor a la intromisión de la Iglesia en los asuntos seculares. Cuando una persona que levantaba el censo le preguntó cuál era su religión, contestó: “Yo, Porfirio Díaz, como particular, profeso la fe de mis padres, soy católico apostólico romano; pero yo, Porfirio Díaz, presidente de los Estados Unidos Mexicanos, no profeso ninguna fe, ya que la Constitución no me lo permite.” Atrajo de manera tan inteligente a las principales familias allegadas a la Iglesia para que sirvieran a la república o la respaldaran, que, muy aparte de las restricciones que impone la Constitución, es completamente improbable que México se divida otra vez por el tema religioso. Hay alrededor de 4 000 templos católicos en los estados y territorios de México, con más de 6 000 sacerdotes y 7 000 000 de miembros activos, de los cuales 3 000 000 son niños. Nadie interfiere, y nadie piensa interferir, con su libertad de culto. Una vez enterrado el viejo espectro de los eclesiásticos armados, es absurdo hablar de un regreso del pueblo mexicano al antiguo hábito revolucionario. Díaz ha hecho bien su trabajo. Ha mantenido tranquilos a sus compatriotas, con dureza y la fuerza cuando fue necesario, hasta que las 15 000 millas de vías férreas, las 20 000 millas de líneas telegráficas y telefónicas, los $454 910 775 anuales de comercio exterior, los $160 232 876 de productos mineros al año, el enorme crecimiento de las manufacturas y la agricultura que representan cientos de millones de dólares de capital mexicano y extranjero, la gran cadena de bancos solventes, las 12 599 escuelas, con sus 15 000 profesores y maestros, y

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los miles de resultados productivos de una paz constante, han conseguido que la guerra civil no sea atractiva para una parte importante o numerosa de la nación. El pueblo mexicano está demasiado ocupado como para que haya peleas internas. Saben que la mera influencia de los ferrocarriles no sólo ha permitido la existencia del comercio y la industria, sino que los salarios de la mano de obra agrícola prácticamente se han duplicado desde que Díaz puso en marcha un desarrollo general de los ferrocarriles en la república. También saben que el hombre de negocios más modesto puede recibir préstamos a tasas inimaginables en los viejos tiempos de democracia fantasiosa y anarquía. La vida y los bienes están seguros. El peón más pobre entiende que lo que gana lo puede conservar. El amplio sistema de hospitales, asilos, bibliotecas, museos y escuelas predica a diario un evangelio de paz. No sólo existen instituciones de educación superior en distintos estados, sino que en el Distrito Federal están abiertas las puertas a las oportunidades en la Escuela Nacional Preparatoria, la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la Escuela Nacional de Medicina, la Escuela Nacional de Ingenieros, la Escuela Nacional de Agricultura y Cirugía Veterinaria, la Escuela Superior de Comercio y Administración, la Escuela Nacional de Bellas Artes, el Conservatorio Nacional de Música y Declamación, la Escuela Nacional de Artes y Oficios para Varones, la Escuela de Artes y Oficios para Niñas, la Escuela Normal para Varones, la Escuela Normal para Mujeres y otras importantes instituciones. En la república hay una gran pobreza y eso se usa como reproche a la política para construir el teatro de la ópera nacional con un costo de $10 000 000 en la bella capital de México; pero sería injusto considerar esta crítica sin tomar también en cuenta el magnífico hospital general y otras instituciones humanitarias establecidas en la ciudad de México y sus suburbios antes que se pensara siquiera en el teatro de la ópera. La cárcel de Belén, donde se ubican los separos generales de la capital, está insoportablemente sucia, atestada de gente y a menudo infectada con enfermedades. Es una franca vergüenza para las autoridades. Sin embargo, la penitenciaria del Distrito Federal quizá, en su tipo, es

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la institución más perfecta y mejor manejada del mundo. Los horrores de la cárcel de Belén son vestigios de los días aciagos de México; pero el gobierno tienes planes para construir una espaciosa estructura moderna para reemplazar al antiguo convento que por tanto tiempo ha sido ejemplo del desgobierno mexicano. Es innegable que el presidente Díaz tiene el poder de un autócrata, pero el mismo surgió de las necesidades de la nación mexicana. Su gobierno no siempre ha sido por el pueblo, pero sí invariablemente para el pueblo. Su autoridad ejecutiva la ha vuelto suprema y prácticamente irresistible por cuanto en teoría es un gobierno de fuerzas equilibradas, y su prestigio y popularidad asombrosos, como soldado y estadista, han transformado las elecciones populares en virtuales ratificaciones de sus conocidas opiniones y deseos. Aun sus más acérrimos enemigos no han indicado que él haya mostrado la mínima inclinación a buscar la perpetuidad hereditaria de su gobierno. Su hijo, el coronel Porfirio Díaz Jr., ingeniero-arquitecto capaz y exitoso, se gana la vida como particular y no lo han alentado a buscar la promoción política; su encantadora esposa e hijas se cuentan entre las mujeres mexicanas más retraídas. Algunas veces ha tenido que gobernar con la pura fuerza, pero ha gobernado en verdad y sigue siendo un hombre relativamente pobre. Ha mantenido la Constitución inalterada para el futuro, cuando el pueblo mexicano esté listo para asumir la pesada responsabilidad individual que ésta le confiere. En el gran himno de la victoria que sale de labios de la república y de sus amigos en la celebración del centenario de la independencia mexicana en 1910, el presidente Díaz fue objeto de muchos elogios, pero ninguno se compara al tributo que le rindió dos años antes Elihu Root, secretario de Estado de los Estados Unidos, cuando expresó: Me ha parecido que, de todos los hombres que viven en la actualidad, el que más vale la pena conocer es el general Porfirio Díaz, de México. Porque aun considerando los rasgos aventureros, atrevidos e hidalgos de su carrera, cuando se considera el vasto programa de gobierno que su valor y sabiduría, aunados a su carácter imperio-

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so, ha cumplido; cuando se considera su atrayente personalidad única, no hay ser viviente hoy día a quien quisiera yo ver con más interés que al presidente Díaz. Si fuera poeta, escribiría elogios. Si músico, marchas triunfales. Si mexicano, sentiría que una devota fidelidad de toda la vida no pagaría todo lo que él ha hecho por mi país. Pero como no soy ni poeta, ni músico ni mexicano, sino solamente un norteamericano que ama la justicia y la libertad y que espera ver su reino entre la humanidad progresar y fortalecerse, veo a Porfirio Díaz, presidente de México, como uno de los grandes hombres que debe ser considerado modelo de heroísmo por el género humano. A la luz de esa vida, no sorprende que, en 1909, el presidente Taft rompiera con todas las tradiciones al cruzar la frontera mexicana para estrechar la mano del máximo hombre del continente americano, a quien el presidente Roosevelt describiera como “el máximo estadista vivo”; tampoco asombra que México fuese la única nación latinoamericana invitada a tomar parte en la famosa conferencia internacional de La Haya para conservar la paz del mundo; o que la república, bajo la dirección del presidente Díaz, mantenga relaciones tan admirables con otras naciones que no ha necesitado formar una marina de guerra mexicana. ❖ Muchas grandes naciones le han prendido condecoraciones en el pecho, además de las medallas que ganó en los campos de batalla mexicanos. Estadistas y autores de todos los países han alabado su trabajo. Emperadores, reyes y presidentes han rendido un franco tributo a su fuerza y sabiduría. Su país bulle con la nueva vida que ha despertado el valor y energía que él posee, pero mientras camina por la terraza del Castillo de Chapultepec, por encima de la antigua roca y los imponentes cipreses que conocieron Moctezuma y sus sacerdotes manchados de sangre, no puede haber figura más sencilla y viril que el presidente de blancos cabellos.

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Viendo más allá de las floridas pendientes que están a sus pies sobre el maravilloso valle, en cuyo anillo montañoso se asienta la majestuosa capital mexicana a la vista de los volcanes apagados, coronados por la nieve —que hablan con elocuencia del pasado distante y problemático de México— frente a las antiguas escenas emocionantes de belleza en que tantos héroes, mártires, traidores y bufones han desempeñado su papel, resume su conocimiento del género humano en unas cuantas palabras: Los hombres son más o menos iguales en todo el mundo y las naciones son como los hombres. Deben ser estudiadas y sus movimientos comprendidos. Un gobierno justo es simplemente el conjunto de las ambiciones colectivas de un pueblo, expresadas prácticamente. Todo se reduce a un estudio de lo individual. Es lo mismo en todos los países. El individuo que apoya a su gobierno tiene un motivo personal. La ambición puede ser buena o mala, pero no es, en el fondo, más que una ambición personal. El principio de un gobierno verdadero es descubrir cuál es ese motivo y el gobernante nato debe buscar, no para extinguir, sino para regular, la ambición individual. Yo he tratado de seguir esta regla en mis relaciones con mis compatriotas, quienes son por naturaleza amables y afectuosos y que siguen con más frecuencia los dictados de su corazón que los de su cabeza. He tratado de descubrir qué es lo que el individuo quiere. Aun de su adoración a Dios un hombre espera algo a cambio y ¿cómo un gobierno humano espera obtener algo más grande de su organización? La experiencia me ha convencido de que un gobierno progresista debe buscar premiar la ambición individual tanto como sea posible, pero debe poseer un extinguidor, para usarlo firme y sabiamente cuando la ambición individual arde demasiado para que siga conviniendo al bien común. Antiguamente no teníamos una verdadera clase media en México, pero hoy sí. La clase media es aquí, como en todas partes, el elemento activo de la sociedad. Los ricos están demasiado preocu-

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utilidad en el progreso y en el bienestar general. Sus hijos no tratan de mejorar. Pero, por otra parte, los pobres son a su vez tan ignorantes que no tienen poder alguno. Es por esto que en la clase media, emergida en gran parte de la pobre, pero asimismo de la rica; clase media que es activa, trabajadora, que a cada paso se mejora y en la que una democracia debe confiar y descansar para su progreso, a la que principalmente atañe la política y el bienestar general. Me siento satisfecho con saber, en mi vejez, que finalmente el porvenir de México está asegurado.

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Fotografías en orden descendente: 1) Porfirio Díaz, óleo sobre tela, J. Obregón, 1883, Palacio Municipal de Oaxaca; 2) Porfirio Díaz, Archivo Casasola, Fototeca INAH, 33342; 3) Presidente Porfirio Díaz, fotografía de Caboni, Pearson’s Magazine; 4) Porfirio Díaz, Archivo Casasola, Fototeca INAH, 66690. Fototeca INAH: Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, CONACULTA-INAH-MEX Portada: Deikon

www.historicas.unam.mx ISBN 978-607-02-4265-6

Fotografia: 9 786070 242656 Portada: Deikon

jerarca de México James Creelman

El libro de James Creelman, Díaz, Master of Mexico, que aparece por primera vez en español, vio la luz originalmente en febrero de 1911 en Estados Unidos, una vez que Porfirio Díaz, el héroe al que glorifican sus páginas, había renunciado a la Presidencia de México y partido al exilio hacia Europa, derrocado por la revolución maderista. La derrota de Díaz selló también el destino de este libro, que cayó en el olvido y se volvió un texto difícil de conseguir, que nunca fue reeditado en inglés ni traducido al español y que, al igual que el personaje que retrata, no mereció más que comentarios condenatorios y marginales por algunos de los pocos estudiosos que lo leyeron. A un siglo de su publicación original, la Universidad Nacional Autónoma de México presenta la primera edición en español de este trabajo acompañado de un estudio introductorio realizado por el doctor Felipe Arturo Ávila Espinoza.

James Creelman

Jerarca de México Universidad Nacional Autónoma de México