Diarios latinoamericanos del siglo XX 9782875743589, 9783035266368, 2875743589

La abundante teoría sobre diarios publicada estos últimos años, doblada por un interés por la génesis de los textos, ha

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Diarios latinoamericanos del siglo XX
 9782875743589, 9783035266368, 2875743589

Table of contents :
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Sumario
Diarios latinoamericanos: teorías del género
Diario: esfuerzo, pensamiento, inmortalidad (Razones para publicar los “papeles” de Macedonio Fernández)
París no es París y tampoco es América. Sobre el Diario de viaje de Horacio Quiroga
Gabriela Mistral y el diario. Entre dos oficios
Alfonso Reyes en su Diario
Los diarios en continuo desborde de Juan Emar
La órbita de Güiraldes o aquel momento para estar conmigo
El diario de Witold Gombrowicz como dispositivo literario
El diario de Carpentier en Venezuela. Buscando los pasos perdidos
Lezama en sus Diarios
Arguedas y la escritura envenenada
Fragmentarismo y fusión genérica en el diario de Octavio Paz
Descanso de caminantes de Adolfo Bioy Casares. Escribo, luego soy.
Poesía y verdad. Poemas-cartas-diario en Idea Vilariño
La furia fría. Meandros de intimidad en el diario de Rodolfo Walsh
Los Diarios de Alejandra Pizarnik. El loco afán por (re)escribir(se)
Diario y dinero. La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro
Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul, diario de vida y muerte de Gonzalo Millán
Mario Levrero en sus diarios
Nunca quieto. Los diarios del Che Guevara
Los autores

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Los autores: Yannelys Aparicio, Daniel Attala, Anna Caballé Masforroll, Ángel Esteban, Christian Estrade, Corinne Ferrero, María Gabriela Mizraje, Ana Gallego Cuiñas, Carlos García, José Manuel González Álvarez, Iván González Cruz, Rodrigo Hasbún, Fatiha Idmhand, Martin Kohan, Marcela Labraña, Ana Inés Larre Borges, Érika Martínez, Fernando Rivera, Federica Rocco, Anthony Stanton. Ana Gallego Cuiñas es Profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada, y doctora en Filología Hispánica y licenciada en Antropología Social y Cultural por esta misma universidad. Christian Estrade es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctor por la Universidad Stendhal de Grenoble. Actualmente es Profesor titular de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Toulouse Jean Jaurès. Fatiha Idmhand es Profesora titular (Universidad de Lille) doctorada en Letras Hispánicas. Se especializó en literaturas y culturas del Río de la Plata y en genética textual. Trabaja sobre los escritos del exilio trans-atlántico, en particular de autores que han producido en situaciones de coacción o de opresión (“sous contraintes”). ISBN 978-2-87574-358-9

P.I.E. Peter Lang Bruxelles

Diarios latinoamericanos del siglo XX A. Gallego Cuiñas, C. Estrade, F. Idmhand (éds.)

Asimismo se impone en los estudios hispanistas la idea de que la literatura latinoamericana no ha producido grandes diaristas. Este libro intenta demostrar lo contrario: la gran importancia de un género tan heterogéneo en todas las sensibilidades estéticas del continente durante todo el siglo XX, como prueban Macedonio Fernández, Horacio Quiroga, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Carpentier, Lezama, Arguedas, Octavio Paz, Bioy Casares, Idea Vilariño, Pizarnik, Ribeyro, Levrero o el mismo Che Guevara, entre otros.

Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade, Fatiha Idmhand (éds.)

Diarios latinoamericanos del siglo XX Trans-Atlántico Literaturas

P.I.E. Peter Lang

La abundante teoría sobre diarios publicada estos últimos años, doblada por un interés por la génesis de los textos, ha producido un auténtico fervor por el género. En rigor, el diario es el espacio narrativo donde se forjan la ficción, el estilo y el “yo”, el molde en que el escritor pone a prueba su propia escritura en tanto que la somete a incontables modificaciones y relecturas que arrojan luz no solo sobre la construcción de su poética, sino también sobre la de su figura de autor y sobre los modos de circulación y recepción del diario en la actualidad.

P.I.E. Peter Lang www.peterlang.com

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Los autores: Yannelys Aparicio, Daniel Attala, Anna Caballé Masforroll, Ángel Esteban, Christian Estrade, Corinne Ferrero, María Gabriela Mizraje, Ana Gallego Cuiñas, Carlos García, José Manuel González Álvarez, Iván González Cruz, Rodrigo Hasbún, Fatiha Idmhand, Martin Kohan, Marcela Labraña, Ana Inés Larre Borges, Érika Martínez, Fernando Rivera, Federica Rocco, Anthony Stanton. Ana Gallego Cuiñas es Profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada, y doctora en Filología Hispánica y licenciada en Antropología Social y Cultural por esta misma universidad. Christian Estrade es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctor por la Universidad Stendhal de Grenoble. Actualmente es Profesor titular de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Toulouse Jean Jaurès. Fatiha Idmhand es Profesora titular (Universidad de Lille) doctorada en Letras Hispánicas. Se especializó en literaturas y culturas del Río de la Plata y en genética textual. Trabaja sobre los escritos del exilio trans-atlántico, en particular de autores que han producido en situaciones de coacción o de opresión (“sous contraintes”).

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Diarios latinoamericanos del siglo XX A. Gallego Cuiñas, C. Estrade, F. Idmhand (éds.)

Asimismo se impone en los estudios hispanistas la idea de que la literatura latinoamericana no ha producido grandes diaristas. Este libro intenta demostrar lo contrario: la gran importancia de un género tan heterogéneo en todas las sensibilidades estéticas del continente durante todo el siglo XX, como prueban Macedonio Fernández, Horacio Quiroga, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Carpentier, Lezama, Arguedas, Octavio Paz, Bioy Casares, Idea Vilariño, Pizarnik, Ribeyro, Levrero o el mismo Che Guevara, entre otros.

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La abundante teoría sobre diarios publicada estos últimos años, doblada por un interés por la génesis de los textos, ha producido un auténtico fervor por el género. En rigor, el diario es el espacio narrativo donde se forjan la ficción, el estilo y el “yo”, el molde en que el escritor pone a prueba su propia escritura en tanto que la somete a incontables modificaciones y relecturas que arrojan luz no solo sobre la construcción de su poética, sino también sobre la de su figura de autor y sobre los modos de circulación y recepción del diario en la actualidad.

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Diarios latinoamericanos del siglo XX

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Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade, Fatiha Idmhand (éds.)

Diarios latinoamericanos del siglo XX

Trans-Atlántico n° 13

Agradecemos por su contribución y ayuda a este proyecto editorial al Departamento de Literatura española de la Universidad de Granada, a las Ayudas individuales de la Junta de Andalucía y al Proyecto I+D+i LETRAL, l’Institut de recherches IRIEC de l’Université de Toulouse y la Agence Nationale de la recherche (ANR CHispa).

Toute représentation ou reproduction intégrale ou partielle faite par quelque procédé que ce soit, sans le consentement de l’éditeur ou de ses ayants droit, est illicite. Tous droits réservés.

©  P.I.E. PETER LANG s.a.

Éditions scientifiques internationales



Imprimé en Allemagne



Bruxelles, 2016 1 avenue Maurice, B-1050 Bruxelles, Belgique www.peterlang.com ; [email protected]

ISSN 2033-6861 ISBN 978-2-87574-358-9 eISBN 978-3-0352-6636-8 D/2016/5678/50

Information bibliographique publiée par « Die Deutsche Bibliothek » « Die Deutsche Bibliothek » répertorie cette publication dans la « Deutsche Nationalbibliografie » ; les données bibliographiques détaillées sont disponibles sur le site .

Sumario Diarios latinoamericanos: teorías del género....................................... 9 Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade y Fatiha Idmhand Diario: esfuerzo, pensamiento, inmortalidad (Razones para publicar los “papeles” de Macedonio Fernández).................... 19 Daniel Attala París no es París y tampoco es América. Sobre el Diario de viaje de Horacio Quiroga................................................. 31 Érika Martínez Gabriela Mistral y el diario. Entre dos oficios................................... 41 Anna Caballé Masforroll Alfonso Reyes en su Diario................................................................... 55 Carlos García Los diarios en continuo desborde de Juan Emar............................... 69 Marcela Labraña La órbita de Güiraldes o aquel momento para estar conmigo................................................................................ 81 María Gabriela Mizraje El diario de Witold Gombrowicz como dispositivo literario............................................................................... 95 Christian Estrade El diario de Carpentier en Venezuela. Buscando los pasos perdidos................................................................................ 109 Ángel Esteban y Yannelys Aparicio Lezama en sus Diarios........................................................................ 121 Iván González Cruz Arguedas y la escritura envenenada................................................. 133 Fernando Rivera Fragmentarismo y fusión genérica en el diario de Octavio Paz..................................................................................... 145 Anthony Stanton 7

Descanso de caminantes de Adolfo Bioy Casares. Escribo, luego soy................................................................................ 157 Corinne Ferrero Poesía y verdad. Poemas-cartas-diario en Idea Vilariño................. 173 Ana Inés Larre Borges La furia fría. Meandros de intimidad en el diario de Rodolfo Walsh................................................................................ 187 José Manuel González Álvarez Los Diarios de Alejandra Pizarnik. El loco afán por (re)escribir(se).............................................................................. 199 Federica Rocco Diario y dinero. La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro..................................................................... 211 Ana Gallego Cuiñas Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul, diario de vida y muerte de Gonzalo Millán...................................... 225 Rodrigo Hasbún Mario Levrero en sus diarios............................................................. 237 Fatiha Idmhand Nunca quieto. Los diarios del Che Guevara..................................... 251 Martin Kohan Los autores........................................................................................... 273

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Diarios latinoamericanos Teorías del género Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade y Fatiha Idmhand El estudio del diario siempre ha ocupado un lugar menor en el campo crítico de la literatura de habla hispana. Este género ha sido considerado tradicionalmente como un texto sin borrador, práctica de una escritura fragmentaria, intermitente, inmediata y acumulativa, al margen de la obra principal de los escritores. Sin embargo, desde el ecuador de la pasada centuria, los campos teóricos francés y anglosajón desarrollaron importantes líneas que han revalorizado el género como espacio de creación; estas reflexiones apuntan a las tensiones ideológicas y estéticas que representa en la contemporaneidad, sobre todo en un siglo XX dominado por debates estéticos –que van del compromiso en la literatura a la crisis de los géneros ficcionales– que habrían de desembocar en la proliferación de múltiples y variadas escrituras autobiográficas, entre las que destaca la forma diarística con luz propia. Así Roland Barthes afirmó que el diario ocupa una posición sutil entre obra y escritura de primera mano que puede devenir borrador de la obra –a decir de Philippe Lejeune–, así como borrador de sí: “La vida es una larga serie de intentos y de retoques: poco a poco uno se ‘construye’ una identidad mientras busca un estilo de escritura” (1996: 72). Asimismo la crítica francesa ha reparado en que el diario establece un “pacto autobiográfico” diferente que pone en jaque categorías como las de ‘autor’, ‘obra’, ‘género’ o ‘ficción’, dialogando a su vez con otras producciones del escritor de modo directo, lo que permite trabajar el género en relación con éstas y no sólo en el horizonte de las escrituras del yo. En rigor, este género suscita muchas dificultades epistemológicas al investigador, debido a la multiplicidad de usos discursivos que lo abrigan, la diversidad estilística, la pluralidad temática, ideológica y cultural, o el despliegue diacrónico que ha conllevado variaciones capitales en el tiempo (cuadernos, blogs, memorias, etc.). Todo esto no ha hecho sino intensificar y estimular el estudio de este tipo de escritura en otras lenguas. El hispanismo no lo ha afrontado hasta los últimos decenios del siglo XX, al albur de los trabajos críticos de Manuel Alberca, Manuel Hierro, Anna 9

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Caballé, Laura Freixas –que coordinó en 1996 un número monográfico en la Revista de Occidente sobre el tema– o más recientemente de Alberto Giordano en Argentina –que investiga sobre “autofiguración y experiencia en diarios de escritores latinoamericanos” desde la noción de ‘límite’–, de Laureano Bonet en España o de Verónica Jiménez en Chile. Tal y como demuestran estos autores, la literatura en lengua española no ha resultado ajena al auge que han experimentado las escrituras autobiográficas. Las “tecnologías del yo”, la inserción masiva de diarios en los circuitos de la industria editorial y su movilización predominante son consecuencia del creciente interés por la autobiografía tanto del público lector como de la crítica literaria y el mercado (véase Gallego Cuiñas, 2013). Interés por el reverso íntimo de la escritura, por desentrañar su significación textual y social, por contextualizar las circunstancias de su gestación y las mediaciones socioculturales que han ido redefiniendo los modos de producción y de recepción del diario. Ciertamente, la abundante teoría sobre diarios publicada estos últimos años, doblada por un interés por la génesis de los textos, ha producido un auténtico fervor por el género. Y es que el diario es el espacio narrativo donde se forjan la ficción, el estilo y el “yo”, el molde en que el escritor pone a prueba su propia escritura en tanto que la somete a incontables modificaciones y relecturas que arrojan luz no sólo sobre la construcción de su poética, sino también sobre la de su figura de autor y sobre los modos de circulación y recepción del diario en la actualidad.

1.  Calas teóricas del género Aunque la naturaleza del diario, compleja y contradictoria, se resista como pocos géneros a definiciones precisas exponemos aquí algunas consideraciones1 sobre su práctica y la figura del diarista en aras de articular una suerte de teoría del género, esto es: posibles operaciones de lectura y problemáticas que suscita el estudio del diario en la contemporaneidad. 1. El diario es un género moderno2. El género nace de la mano de la escritura del yo, en el horizonte de la autobiografía, de un sentimiento de propiedad del ser que se articula principalmente en el siglo XIX, tras el advenimiento del capitalismo y la conformación de un sujeto liberal. En la segunda mitad de ese siglo comienza la publicación de diarios de autores célebres, lo que habría de hacer evidente la disolución de la dialéctica privado-público, toda vez que cambia de forma definitiva el panorama de escritura y lectura del género en los siglos venideros. Y es que la categoría de “valor biográfico” se ha resemantizado desde entonces, puesto 1 2

Una primera versión de este decálogo aparece en el artículo de Gallego Cuiñas (2007). Para una historia del género literario véase Françoise Simonet-Tenant (2001: 27-67).

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que –como indica Leonor Arfuch– el sujeto autónomo clásico se ha ido vaciando para ser ocupado por estrategias discursivas que se arman, por así decirlo, en función de la otredad, de pensarse como “otro” y desde el “otro”. Se crean entonces una miríada de espacios de autorreflexión y afianzamiento del individualismo, típicos de la sensibilidad burguesa de Occidente (Arfuch, 2010: 34) y que tienen como modelo la estructura del diario como concluye Arfuch: De los géneros biográficos acuñados en la modernidad, quizá sea éste el precursor de la intimidad mediática, el que profundizó la brecha para el asalto de la cámara, el que aportó en mayor medida a una inversión argumental: antes, lo íntimo podía decirse, no mostrarse, ahora, se muestra más de lo que se dice (ibid.: 110).

2. El diario es un género éxtimo3. La palabra ‘intimidad’ viene del latín ‘intimus’ y significa “lo más interior o internoˮ, “establecimiento de una relación estrechaˮ que en la práctica de diario se exterioriza. Este vocablo también está ligado a ‘intimar’, que viene de ‘timor’: “introducir temor”. Escribe Alma Mahler: “si alguien leyera estas líneas me moriría en el acto”. El diario sería práctica del temor, una entrega ciega. Pero, ¿de “temor” a qué? En la época moderna muta la noción de ‘intimidad’, evoluciona, deja de tener un valor esencialista ligado a la privacidad. Béatrice Didier piensa que este paradigma ha cambiado por influencia del psicoanálisis que resignificó el concepto de intimidad a tenor del inconsciente. Por su parte Jerzy Lis argumenta que el diario se comporta como cualquier texto literario –es decir, están presentes los intereses del autor, del lector y del editor– precisamente porque dicha noción de intimidad ha cambiado: define el carácter personal de la escritura para invitar a los lectores a considerar las confidencias como verídicas. Simonet-Tenant coincide: el diario no es la confesión de un hombre sino la elaboración de un texto (libre), no es resolutivo sino evolutivo, no es un texto cerrado, sino “en train de se faire” (2001: 46). El diario entonces no se considera como acceso directo a la persona del autor, como sí lo fue para Alain Girard y Michel Leleu, sino que, ante todo, es un texto. Barthes, sin embargo, afirma que es un discurso porque la imagen del autor está omnipresente y tiene una extensión finita de palabras. En el texto, en cambio, la persona no es instancia productora y producto del acto de escritura, extensión finita de palabras (1984: 435). De otro lado Nora Catelli repara en que el concepto de intimidad del diario es esencialmente femenino, en términos de género y de los roles impuestos por la sociedad patriarcal: “Desde este punto de vista, desde el significado múltiple de lo íntimo, el modelo de recogerse 3

Empleamos aquí el concepto de “extimidad” al que alude Paula Sibilia (2008).

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en la intimidad para escribir un diario no implica la búsqueda de placidez, sino, al contrario, un encierro contradictorio, angustioso y amenazante, ya no religioso, y, como tal, análogo a actitudes y costumbres femeninas en paralelo desarrollo histórico” (en Didier, 1996:  92). Por ello habría de conservar la palabra ‘íntimo’ sólo para diferenciarlo del periodismo –ambos tienen en el origen del término el día a día–, pero la ‘intimidad’ es sólo un aspecto más del género (Didier, 1976: 9). Por eso Françoise Simonet-Tenant (2001:  6) propone hablar de “diario personal”, puesto que no todos son “íntimos”: su publicación habría de constituir una auténtica paradoja4. Mutatis mutandis, el sujeto se disocia y lo más interior de la subjetividad o es indecible, o en su defecto, al hacerse público se vuelve pura exterioridad o abstracción, se torna forma que se aleja de sí misma (véase Barthes, 1994). 3. El diario es un género democrático, libertino, liberal y promiscuo. El diario se relaciona con otros géneros, alberga gran variedad de formas (polimórfico) y es capaz de todas las libertades. Si no tiene reglas, ni sabe de convenciones, como ya precisó Alain Girard (1986) en su estudio canónico sobre el tema, su apertura lo convierte en “receptáculo de todos los tipos de escritura, prácticamente sin límite” (Didier, 1996: 39). El diario es como el archivo y su escritura sigue la lógica de la colección mientras que el diarista es un coleccionista cuyo único compromiso, cuya única atadura –matrimonial–, es el calendario que deviene en fragmentación, intermitencia, discontinuidad, restos de experiencia vital y literaria. 4. El diario es un género fúnebre, solitario y enfermo. La aparición del diario está asociada a la muerte del autor. Su carácter testamentario, de documento póstumo, hace que el lector (un lector de diarios es un lector curioso y necrófilo) participe de la “fatalidad sensacionalista del género: ese cadáver que acompaña el hallazgo del diario es, casi siempre, el cadáver de su autor” (Pauls, 1996: 2). Quizá por eso “el gran tema del diario íntimo en el siglo XX es la enfermedad (la enfermedad como afección del organismo del mundo)” (ibid.: 10); basta pensar en Pavese, en Cheever o en Ribeyro. Las catástrofes mundiales se imbrican con las personales y el individuo se ve abocado a la soledad y la enfermedad: “En este sentido aparece como un rasgo característico de una sociedad, como síntoma de una época de transición” (Girard, 1996: 35). Con lo cual la escritura se convierte en la única vía de comunicación y salvación: un destino inexorable fijado en un texto que se construye culturalmente. 5. El diario es un género alusivo, cifrado y secreto. Lo implícito ocupa un lugar preferente (Lejeune, 1996:  71) en el género que obliga al lector a la investigación y al desciframiento motivado por los vacíos de 4

A propósito de la intimidad como paradoja, véase Blanchot (1977).

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significación. El diario ocupa el espacio del secreto (se pone aparte, en un sitio oculto), de la lectura entre líneas, y a la vez lo contiene. De esta manera podríamos leer todo diario como una novela organizada alrededor de un secreto: algo le ha pasado al narrador que marca su ineluctable devenir. Ahí tenemos uno de los cruces con la ficción, que abordaremos más adelante: ¿Qué información oculta? ¿Cómo lo hace? 6. El diario es un laboratorio de la escritura. No existe una diferencia –desde un punto de vista narratológico– entre un diario de escritor y el de cualquier otro individuo. Sin embargo, para el escritor este género habría de aparecer como un laboratorio, un instrumento de trabajo –“journal atelier”– donde se empoza la génesis del pensamiento y de la obra del escritor (Simonet-Tenant, 2001:  16). Asimismo el acto autobiográfico se vuelve autorreferencial y la problemática de la narración se torna explícita, se vuelve materia del diario: “El porqué del relato, su necesidad y función, sus consecuencias forman parte de esta autorreferencia” (Scarano, 1997: 7). Esto se relaciona con los mecanismos de la ficción, con el ensayo de formas de narrar que habrían de servir al proceso de creación del escritor, a su oficio. Pero se relaciona también, para abrir el angular, con el laboratorio del pensamiento si recordamos a Lukács: en sus diarios, desde el materialismo de sus relaciones amorosas y sus amistades, el autor húngaro logra forjar el nudo conceptual de El alma y las formas. 7. El diario es una forma de vida. Llevar un diario es un modo de vida (Lejeune, 1996: 58). El diarista es un maniático de la escritura, un neurótico agotado: “Todo escritor de diarios íntimos es siempre un personaje de Beckett” (Pauls, 1996: 13). La escritura supeditada a la contingencia de la banalidad. La construcción de una (auto)figuración a través de una textualidad diaria, programada. O mejor: “Se simula construir una vida y un sujeto postulando la representabilidad de la historia en el lenguaje […] Más poiesis que mimesis” (Scarano, 1997: 6). Una práctica que funciona además desde la utopía, ya que se asienta en un “porvenir conjetural”, en el “principio de la posteridad” y en un futuro que dará sentido a los pensamientos que se prefiguran –carácter visionario– en el texto. Alan Pauls lo explica: “el diario, determinado como está por ese advenimiento mesiánico que volverá necesario aquello que hoy apenas es inconsistente, frívolo y provisorio. De ahí, tal vez, esa fragilidad que es como el sello de la enunciación del diario: una cierta imposibilidad de afirmar o, en todo caso, el gesto reflejo de poner en suspenso el peso de cualquier aserción” (Pauls, 1996: 5). A esto se añade que la mayoría de diaristas son grandes lectores de diarios, por lo que podríamos afirmar que sus autores llevan al extremo el ejercicio literario (lectura / escritura) como modo de vida.

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La suspensión de la experiencia vital, que es reemplazada por la experiencia de la escritura. 8. El diario es un nombre propio. Lejeune sostiene que el tema profundo de cualquier autobiografía es el nombre propio. Por eso pensamos que el diario es el marco ideal en que se arma una figura de autor, y se ponen a prueba sus estrategias de (auto)legitimación, porque el lector lee el diario como “verdad” de un autor “real” y no como impostura o ficción: “Quien firma no es yo y en su firma no está el yo, ya que su iterabilidad constitutiva hace estallar su contexto” (Scarano, 1997: 6). El relato de vida del diarista, trufado de referencias a fechas, lugares, parentescos, etc., no es consumido como textualidad, ni el autor como personaje. Por eso se hace explícita la dialéctica vida-literatura, consustancial a la autobiografía y al “problema de la identidad y su fijación (construcción)” y de la “ilusión (proyección) referencial”, es decir, a la lógica dada entre sujeto histórico y sujeto textual, producto de un “yo narrador, sujeto de la enunciación” (Scarano, 1997: 2), que se confunde con ellos, como lo hacen autor, narrador y personaje. Al cabo, no existe en el diario una división radical entre vida y obra. 9. El diario es una ficción. Este género literario ha pertenecido a las formas denominadas “no ficcionales”, en el mismo plano que las “escrituras del yo”. Philippe Lejeune en su afamado Pacto autobiográfico (1991) afirma que este tipo de escritura está comprometida a decir la verdad: el foco se desplaza al lector. Pero la pregunta es obvia: ¿la verdad para quién? Suscribimos a Paul de Man (1991) cuando señala que toda narración de un yo es una forma de ficcionalización. Barthes y Derrida también se acercan a esta posición. Y Didier pone el dedo en la llaga: “la diferencia entre una página presentada como ‘relato’ y otra definida como ‘diario’ ¿existe realmente todavía?” (1996: 45). La respuesta sigue estando en el aire y aún no se acaba de desentrañar esta problemática derivada de la rigidez de la clasificación literaria y de los paradigmas teóricos. A lo más que se ha llegado es a hablar del término “autoficción”, acuñado por Serge Dubrovsky: combinación de narrativa de ficción y autobiografía. Ciertamente, estamos ante un tipo de lenguaje distinto, ante un lenguaje que borra las manidas dicotomías (ficción-realidad; verdadero-falso), pues se trata más bien de simular la escritura de una verdad; por eso es necesario contemplar cómo se transforma el diarista en personaje novelesco, pero la crítica parece aún estar debatiendo sobre la especificidad de su naturaleza5 desde categorías esencialistas que no contemplan lo suficiente la dimensión cultural de la escritura autobiográfica. Es decir: no sólo hay 5

Hans Rudolf Picard lo consideraba “a-literatura” (porque el diario se redactaba exclusivamente para uso privado) y Manuel Hierro, “un modelo literario siempre por armar” (Hierro, 1999: 114).

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Diarios latinoamericanos

que hablar de modos de producción sino de modos de recepción. En este sentido no se ha dilucidado lo suficiente el caso específico de la ligazón del diario con la ficción. Es claro que la narración del objeto ‘vida’ se basa en la memoria, en su estructura fragmentada, en el “juego dialéctico entre olvido, ocultamiento y develación de un hipotexto” (Scarano, 1997:  7) que se aviene a la lógica de la ficción, a la articulación de un sentido del relato vital del autor que deviene en personaje de ficción, que no puede aislarse de su contexto. Entonces, ¿el diario se produce como ficción y es leído como no ficción? ¿Qué implica esto para la epistemología del género? 10. El diario es un mercado. Los géneros autobiográficos ocupan un segmento de mercado que se ha expandido sobremanera en los últimos años. Y el diario es el género que más adeptos suma, por lo que habría que pensar en el contexto cultural que ha propiciado este “boom”. Como hemos anunciado más arriba esto evidencia la importancia de la recepción en el estudio del género, atender al horizonte ideológico –la psicopolítica en la actualidad (Han, 2014)– en que se halla inmerso el lector, el consumidor, y la hiperconciencia del escritor en su ejercicio, ya orientado en el siglo XX hacia la mercadotecnia. De hecho muchos diarios no llegan “crudos” a nuestras manos, sino que son producto de la censura familiar y del cercenamiento de editores que intervienen tras la muerte del escritor, con el ánimo de proteger su imagen o la de personas vivas. En el otro costado tenemos la autocensura (no la corrección), es decir, la incertidumbre, como postula Barthes, de todo el que escribe un diario sobre el valor de la escritura, que se relaciona con el ejercicio de relectura de lo escrito y a su exposición en el mercado. Al leer, el autor es el primer censor de su obra hasta el punto que el diario se convierte en una “instancia jurídica privada” (Barthes, 1994: 423): el escritor comparece día a día, se juzga, se desdice, hace balance6, re-lee, actúa como un filólogo –recordemos a Victor Klemperer– y pasa de una cita a otra, de una fecha a otra, borrando, destruyendo: tasando el valor de su auto-relato diario.

2.  Diarios latinoamericanos Se impone en los estudios hispanistas la idea de que la literatura latinoamericana no ha producido grandes diaristas. Este trabajo intenta demostrar lo contrario: la gran importancia de un género tan heterogéneo en todas las sensibilidades estéticas del continente durante todo el siglo XX. Bastaría con citar la obra monumental de Adolfo Bioy Casares, que con Descanso de caminantes pero sobre todo con su Borges, escribe quizá la 6

“Esta es la primera vez que hago balance de un año no terminado” escribía Pavese en la última anotación de El oficio de vivir.

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obra más trascendente de los últimos años; los distintos diarios de Ernesto Guevara, ya sean de viajes o de combate –su diario de Bolivia es quizá la obra más leída en los años setenta– o Melpómene de Enrique Wernicke, sin lugar a dudas el diario inédito más importante de los años de la escritura comprometida. Los cuentistas Julio Ramón Ribeyro y Horacio Quiroga, el monstruo sagrado de Lezama Lima o la Nobel Gabriela Mistral, serían otros ejemplos excelsos para sellar el calado de esta práctica de escritura en la literatura latinoamericana. Por esta razón, hemos convocado en este libro a especialistas del género y del campo para llevar a cabo un estudio exhaustivo de diarios de todo el continente, amén de presentar un mapa conjunto de esta práctica en América Latina. El lector notará una sobrerrepresentación de los escritores del Cono Sur pero entenderá que la región es la que más ha cultivado el género pero la selección de nombres se ha trazado con el horizonte de cuatro criterios claros: abarcar el mayor número regiones posibles (cubana, andina, y cono sur); guardar la proporción entre autores centrales del canon latinoamericano (Reyes, Paz, Arguedas, Carpentier, Lezama Lima, etc.) y autores menos conocidos, más marginales, en este lado del Atlántico (Macedonio, Walsh, Ribeyro, Levrero, Gonzalo Millán, etc.); atender a un número elevado de mujeres diaristas (Pizarnik, Mistral, Idea Vilariño)7; y presentar los textos en un orden cronológico, la opción es menos ecuánime pero permite apreciar la evolución del género a lo largo del siglo XX y a inicios del XXI.

Bibliografía Alberca, Manuel, 2000, La escritura invisible. Testimonios sobre el diario íntimo. Madrid: Sendoa. Arfuch, Leonor, 2002, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Bajtin, Mijail, 1998, «El problema de los géneros discursivos», Estética de la creación verbal. Madrid: Siglo XXI. Barthes, Roland, 1984, Le bruissement de la langue. Essais Critiques IV. Paris: Éditions du Seuil. ______, 1994, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Barcelona: Paidós, pp. 347-357. Blanchot, Maurice, 1977, Falsos pasos. Valencia: Pre-textos. ______, 1996, «El diario íntimo y el relato», Revista de Occidente, 182-183, pp. 47-55. De Man, Paul, 1991, «La autobiografía como des-figuración», Anthropos, 29, pp. 113-118. 7

Algunos quedarán en falta: Piglia, Monterroso (cuyo diario salió recién hace unos meses), etc.

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Diario: esfuerzo, pensamiento, inmortalidad (Razones para publicar los “papeles” de Macedonio Fernández)1 Daniel Attala “…los pecadores no las digamos sólo vocalmente sino rumiándolas con la consideración y haciéndose pedazos nuestro corazón…” Luis de Tejeda (1947: 230)

El llamado diario íntimo tiene una propiedad ajena a casi toda otra forma literaria: no sólo el hecho de que en él la acción de escribirlo está, así en la forma como en el fondo, plenamente asumida, sino además este otro, inscrito en el primero y que es, creo, evidente en la simple lectura de un buen diario: que su valor radica casi por entero en la presencia vívida que el acto de escribirlo alcanza a tener en él. De hecho, un diario parece definirse en su naturaleza de diario con prescindencia de lo que dice. Le basta, aunque en la práctica no se limite a ello, con llevar un registro convincente de las circunstancias de su fabricación: ese modo de producción peculiar de los diarios, el progreso simultáneo de escritura e historia, de escritura y vida –hebras de un mismo hilo, trenza o cordado. No ocurre con él lo que con esos textos cuya clasificación por géneros depende en gran medida de los temas o contenidos: tragedia, comedia, novela sentimental o policial. Y aunque es verdad que el diario puede contener fragmentos de cualquiera de los demás géneros y subgéneros literarios, ello no le impide conservar su identidad de diario. Historias felices o amargas, sueños, anécdotas, proyectos, recuerdos, cuentos, cuentas, dibujos, fantasías, constataciones, chismes, confesiones, plegarias o expresiones de júbilo o de dolor, un diario sufre cualquier tema sin deformarse, sin desnaturalizarse, siempre y cuando no se dejen de verificar en él las circunstancias en que el texto va siendo producido, es decir esa circunstancia esencial, señalada por el gerundio, de la progresión simultánea del diario y de la vida del autor, del diario y de esos fragmentos 1

Agradezco a Nicolás Helft, de la Fundación San Telmo de Buenos Aires, la posibilidad de consultar los papeles de Macedonio Fernández.

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de su tiempo que el autor vuelca consigo –graba, inscribe, imprime– en su diario. Tal vez lo más importante de esta clase de texto es lo que tiene de documento: ser un pedazo de historia viviente, de historia captada en lo íntimo de su desenvolvimiento temporal, de su duración. Si bien es cierto que toda literatura intenta ser una ontología –decir lo que es–, hay géneros que están (formalmente) más preocupados por ello que otros. La poesía, me refiero a la lírica, o incluso el teatro tal vez lo estén más que la novela, por ejemplo. El diario, sea o no consciente de esta circunstancia quien lo escribe, da la impresión de tocar la médula del ser, de mostrarla. En realidad, a toda obra literaria le puede ocurrir ser tomada como documento. Puesto que toda obra literaria es un objeto producido en un momento determinado y bajo tales o cuales condiciones. Empero únicamente el diario (y los géneros afines, como el epistolar) hace de esas condiciones de escritura parte esencial de su tema, parte esencial, por lo tanto, de su valor y del interés con que exige ser leído. En este sentido, la diferencia entre los diarios ficticios y los diarios auténticos es reveladora. En aquéllos –por caso, la Narración de Arthur Gordon Pyn o La invención de Morel–, la forma diario está al servicio de la trama, del contenido del relato, mientras que en éstos esa forma es capital. Los diarios reales dan al lector, sin duda a través de lo que narran y describen pero más allá e independientemente de ello, la emoción de la presencia palpitante de alguien, de otro yo, en su vivir, o con palabras de Macedonio, en su “lento venir viniendo” (Fernández, 7: 133), en la acción prolongada –caminata, danza, acrobacia– que consiste, a semejanza de esos juegos infantiles en que cada mano ha de ejecutar un movimiento diferente, en vivir y escribir al mismo tiempo. Y es evidente que esa persona, tan esencial en los diarios reales, en los ficticios no está más presente que en cualquier otro género de ficción. La diferencia estriba pues en el papel determinante que juega en el diario real el debido registro de, como se dice, la instancia de la escritura, instancia casi por completo ausente en el diario ficticio. El diario de La invención de Morel (como el de Robinson Crusoe, su pariente lejano), pudo ser escrito en un solo día, no así el diario que Bioy Casares escribió sobre su amigo Borges a lo largo de cuarenta años y que hemos podido leer no hace mucho. Contra lo que puede parecer a primera vista, el símil que propondré a continuación ilustra bastante bien mi tesis. Tiene su germen en una idea que todo el mundo habrá descubierto alguna vez en su infancia y que alguno habrá encontrado más tarde en alguna página de Proust. Imagínese el lector por un momento que un ser querido viaja a Chile, a la costa de Chile, y que le trae de recuerdo una caracola. E imagine que un mes más tarde le sucede el percance de llegar a saber que en realidad el recuerdo fue adquirido en una estación de ómnibus, una estación cualquiera, de Chile o incluso de cualquier otro país. Es fácil advertir que de inmediato 20

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todo el encanto, todo el valor, o como dice Benjamin, el aura que realzó a la caracola mientras con ingenuidad creímos que había sido encontrada para nosotros a orillas de aquel mar lejano y agreste, se esfuma sin dejar en su lugar nada más que un objeto desnudo, intercambiable, vacío de todo valor intrínseco. Ese valor, ese encanto, son muy similares a los que posee el diario íntimo por el simple pero misterioso hecho de ser –y no sólo de dar la impresión de ser– la manifestación casi inmediata, la presencia incluso, de un vivir. No creo ser capaz de nombrar la fuente de la que mana este sentido diferencial, de forma más adecuada y precisa que la que acabo de proponer; tampoco creo ser capaz de decidir si esa fuente no es en el fondo el fetiche de alguna religión soterrada de la que sin saberlo con claridad y precisión somos los fieles. Pienso, en suma, que cuando el diario consigue hacernos espectadores de una realidad actual, viva, palpitante, nos hace más profundamente sensibles a la emoción que alentó y alienta en la escritura, en la escritura de la que el diario fue y sigue siendo, mientras lo leemos, el producto. Esa realidad vendría a ser la del autor, entendiendo por autor no, tal vez, el individuo de carne y hueso que con nombre y apellido firma al comienzo o al principio de la cosa, sino ese conglomerado, esa legión de espíritus animales, como se decía antiguamente, que logra arrastrar consigo en su presente de escritura o enunciación, aquel que escribe y mientras escribe. Si tanto ha interesado y asombrado lo que Luis XVI anotó en su diario en la entrada del 14 de julio de 1789 –la simple y desnuda palabra Rien–, se debe a la fuerza que da a esa anotación el hecho de haber sido realizada precisamente ese día, y precisamente por Luis XVI, por la mano de Luis XVI2. Mi segunda tesis atañe a la obra de Macedonio Fernández en su conjunto. Y dice que el sentido de esa obra se pierde si no se advierte en qué enorme medida se explotan en ella los diversos aspectos de esa dimensión del lenguaje y de las obras literarias que hoy se suele llamar pragmática. Aunque todavía no con el suficiente detalle, los críticos han notado en las obras literarias de Macedonio su preocupación constante por trabajar, por afectar al lector, de manera tal de producir en él ciertas emociones específicas como la emoción de absurdo (a través del humor conceptual), de inexistencia o de inmortalidad (a través de la novela). Pero el lector no es el único factor de esa dimensión que Macedonio se propone explotar 2

En verdad, parece ser que no hay tanto motivo de escándalo en ese Rien, que ni siquiera sería indicio de indiferencia, cuánto menos de cinismo o crueldad. Empero, nos interesa el que, con todo, haya despertado en el público en general e incluso en algunos especialistas, cierto asombro o inquietud. Philippe Lejeune trata de disolver los motivos de ese asombro en «“Rien”, Journaux du 14 juillet 1789», en Montalbetti y Neefs (dir.), 2005.

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y explota. No menos esencial es el trabajo con que busca transformar al propio autor, según se colige de la presencia espectacular de éste en todos sus textos sin distinción de géneros. Y es desde tal punto de vista que dichas obras, o mejor, que todos los papeles de Macedonio, no pueden dejar de ser tratados, si no como un diario en sentido estricto, si no como una escritura cotidiana y fechada, al menos como una escritura cuyo valor estriba en gran parte en aquello mismo en que estriba el valor de los diarios: en la realidad y actualidad del trabajo –esa imbricación de escritura y de vida– que los van produciendo. Que no se trata de una observación caprichosa, que este valor es cortejado a conciencia por el autor, lo pone de manifiesto la existencia en su obra, y aún la omnipresencia, de varios conceptos acuñados a propósito para captarlo y hacerlo explícito. Dos de esos conceptos, tal vez los dos más importantes, sirven para caracterizar aspectos diferentes de la acción de escribir: esfuerzo y escribir-pensando. El concepto de esfuerzo se refiere a la función que cumple la escritura en la economía de esa totalidad a la vez física y espiritual que es el autor. Para Macedonio, escribir es una gimnasia, una actividad psicofísica que ni el escritor puede permitirse desdeñar, ni el lector hacer ingenuamente como si no hubiese existido cuando el texto que lee era producido. En cuanto a su propia actividad escritora, Macedonio la asume y proyecta como un ejercicio que ha de permitirle la adquisición y el fortalecimiento de ciertos valores como son la valentía, la temperancia o la felicidad, etapas, además, en la consecución de ese vago objetivo de resonancias estoicas que Macedonio llama cultura de la persona y que van acercando al individuo a las zonas donde lo Humano se realiza: lo ético (amor), lo metafísico (mística), lo artístico (libertad e inmortalidad). El segundo concepto, el de escribir-pensando, que aunque vinculado al de esfuerzo no toma, como éste, a la escritura en el contexto psicofísico de la acción carnal de escribir sino directamente en el contexto ético y en este sentido puramente espiritual de valores como la veracidad, la sinceridad, la autenticidad o la honestidad. Para entenderlo quizá valga la pena traer a colación un texto de Schopenhauer que él mismo pudo conocer; por lo menos es seguro que un contemporáneo suyo, íntimo amigo durante varios años, Jorge Luis Borges, lo conoció. En un ensayo de Parerga & Paralipomena, Schopenhauer divide a los escritores en tres clases: los que escriben sin pensar, los que piensan a medida que escriben y los que piensan antes de escribir3. Él critica a los escritores de las dos primeras clases y únicamente ensalza a los de la última: la escritura tiene sentido tan sólo cuando es un medio para exponer lo que se ha 3

Arthur Schopenhauer, “Sur les écrivains et le style” en 2005: 813. Borges menciona la clasificación de Schopenhauer en Bioy Casares (2006: 777).

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pensado enteramente con anterioridad. A contrapelo de la perfecta y hasta obsecuente impronta schopenhaueriana que buena parte de la crítica cree reconocer en su pensamiento, Macedonio construye el concepto de escribir-pensando en oposición frontal a este escritor ideal de Schopenhauer, al escritor que no escribe hasta después de haberla pensado. A su propio argumento, que enseguida diré, se podría dar por antecedente y compañía los de otro autor, Heinrich von Kleist, que Macedonio jamás cita pero cuyos pensamientos sobre el tema, presentes en el breve ensayo Sobre la elaboración paulatina del pensamiento a medida que se habla, están en sintonía con la heterodoxia macedoniana. El argumento de esta heterodoxia es sencillo y se podría presentar interrogativamente así: ¿qué valor pueden tener las palabras de aquél que ya no piensa, de aquél que no piensa mientras las dice? Su escritura es un automatismo, un acto reflejo, un tic, una costumbre inerte que se pensó una vez pero que después se mueve, como las piedras en la física clásica, por la sencilla razón de que nada ya les opone resistencia, porque todo a su alrededor es vacío –vacío de pensamiento, de sentido. ¿Pero por qué, sin embargo, según Schopenhauer, debería el escritor proceder así? ¿Por qué no piensa ni quiere ni aún debe pensar mientras escribe el escritor ideal de Schopenhauer, si no es porque todo el plan de exposición, previo por definición a la ejecución escrita, se malograría en la misma proporción en que interviniera el pensamiento? ¿Por qué no piensa ni quiere ni aún debe pensar mientras escribe ese escritor, si no es porque la línea recta que la ley dicta al móvil cuando este logra escapar a toda interferencia, se vería torcida de su rumbo ante la más mínima fricción de un nuevo impulso o de una súbita resistencia? Si el escritor, en efecto, pensara mientras escribe, lo que comenzó comedia podría continuar tratado, lo que continuó tratado podría seguir tragedia, soneto, novela, cuento o cualquier otra cosa; todo lo que cual no podría, al fin y al cabo, sino terminar… ¿en qué? ¿En qué iba a terminar este escritor que piensa mientras escribe, en qué iba a terminar, luego de traspasar o trascender todas las formas canónicas, si no es en una especie de diario, género por excelencia, al menos desde un punto de vista ideal, del escribir contemporáneo al pensar, al vivir, al existir, y ajeno por completo a toda preceptiva? El ideal de escritura que tiene en mente Macedonio cuando crea el concepto de escribir-pensando se asienta en un valor que el orden de los géneros de la preceptiva clásica –más amante del orden que de la aventura– no reconoce y hasta excluye, un valor antes proveniente de la esfera religiosa o filosófica, o más probablemente administrativa y contable, que de la puramente literaria4. Hablo del valor 4

Evoco con estas disyuntivas la discusión sobre el origen de la práctica del diario íntimo. Es conocida la posición adoptada por Philippe Lejeune para el caso de Francia: que ese origen no reside, como algunos pretenden, en el diario espiritual y religioso de

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de veracidad. Pues si de lo que se trata es de escribir pensamiento, no parece quedar otra alternativa que abrir en la escritura una brecha por los siglos XVII y XVIII, sino en órdenes más terrenales de la vida como son el comercio o la administración; ver Lejeune y Bogaert (2003). Si se amplía la perspectiva hasta abrazar el género autobiográfico en general –ya que el diario, o cuanto menos su conocimiento, es escaso en la literatura y en la historiografía argentina de la literatura respectivamente–, tal vez sea justo decir que también en este país haya que rechazar la idea de una tradición religiosa del género, aun cuando algunos casos se vuelquen con fuerza a lo religioso, como Luis de Tejeda en el siglo XVIII o Ricardo Güiraldes a comienzos del XX, por ejemplo (Güiraldes, 2008). Toda la estrategia del primero, sacerdote dominico en su vejez, por defender a su familia y persona en el seno de la sociedad secular en la que se desenvolvió durante la mayor parte de su vida, quita a lo espiritual de su Libro de varios tratados y noticias buena parte de su autonomía y lo inscribe, pese a sus vuelos poéticos y casi místicos, en la órbita del memorando administrativo, militar o judicial. Lo espiritual y aún religioso del segundo es más complejo, pero también tiene algo de escritura en los márgenes del cuaderno en cuyas casillas el terrateniente cuenta el ganado. No me refiero al siglo XIX porque la tesis de uno de sus principales estudiosos, Adolfo Prieto, acorde en términos generales con lo que acabo de afirmar, es bastante conocida: la mayor parte de la escritura autobiográfica, incluida la de diarios, de ese siglo, al adoptar la forma de una reivindicación de sí, se inscribe con fuerza en el terreno político y poco o muy poco tiene de ejercicio espiritual o religioso; ver Prieto (1982). En el caso de Macedonio Fernández, es interesante advertir que el soporte de una de las piezas centrales de su legado póstumo y en la que la escritura adopta una forma tan marcada de trabajo sobre sí como podría encontrarse en un diario, es nada menos que un Libro de Actas –término con que en la Roma del Imperio, cuna de la cultura jurídica hispánica e hispanoamericana, se nombraba precisamente a los “diarios” donde se registraban los rubros más importantes de la administración del Estado; ver Lejeune y Bogaert (2003: 23)–. A este hecho no son ajenos estos otros: que Macedonio Fernández era abogado; que mientras escribía este Libro de Actas, entre los años 1907 y 1908, era fiscal del Estado y se aprestaba a cumplir con una misión en el interior del país, aun cuando fuera para alejarse presumiblemente del Estado e internarse lo más posible en la naturaleza exuberante de la provincia –Misiones– a la que se dirigiría (contradicción análoga a la de llevar una escritura íntima en un Libro de Actas); y en fin, que en sus páginas lleva cuenta de todo cuanto pudiera ayudar a su autor en la gestión y aún se diría en el negocio de sí mismo (incluyendo cosas tan íntimas como una buena digestión). Cito un fragmento a título de ejemplo, tomado del interior de la tapa: “Esfuerzo desde 10 de Marzo 1906, es solución de todo problema moral ó financiero, con tal de no omitirlo ningún día; cumpliéndolo se puede desde ya vivir tranquilo de espíritu – Ventilación frecuente de día y noche (después de comer), en Estudio y casa; no tocar bigote; repasar mucho dientes, no abusar escarbadientes; leche y frutas; aprovechar totalmente las oportunidades que son numerosísimas, en todo orden; no irritabilidad: elogio; no oprimir estómago, comer despacio, sin emociones; gran aprovisionamiento; días iguales; mezclar trabajo intelectual y muscular, reposo de deseos por economía, y reposo por dedicarse á esfuerzo de represión o estimulación emocional (valor, miedo); 5 minutos diarios de comercialismo; hacer inmediatamente todo lo que pase por la imaginación como útil y que uno tarda unos segundos en acabar de aceptar; aprovechar toda Emoción; hacer inmediatamente las cosas cuyas oportunidad pasa enseguida; remover la inútil emoción que embarga los actos y es absurda”.

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donde pueda explayarse la única dimensión temporal en que parece vivir el pensamiento: el presente. Los matemáticos lo saben: una cosa es el orden, o mejor dicho el desorden, a través del cual se descubre una verdad, digamos el análisis –o para reiterar los términos de Apollinaire utilizados más arriba, la aventura–; y otra, muy otra, el orden que más tarde se sigue para demostrarla, la síntesis o deducción. Schopenhauer compara a quien espera a escribir para pensar con el cazador que sale a cazar al tuntún (aufs Gerathewohl), o como dice el traductor francés, à l’aventure, mientras que el escritor ideal se inmoviliza en aquella distinción tajante y jerárquica: piensa, es decir descubre, y tan sólo cuando todo está masticado y digerido, entonces sí, escribe. Macedonio, y el Kleist del ensayito sobre la conversación, pretenden que el escritor sea como aquel cazador improvisado. Según ellos, únicamente el descubrimiento es pensar, aunque lo que se descubra sea una total ignorancia. Pensar, pues, no se hace, como parecía querer Spinoza, more geometrico. Tampoco con una maquinita de calcular verdades en la mano (por caricaturizar también a Leibniz). El pensar tiene lugar en medio de palabras y de medias palabras, a través de balbuceos, ambigüedades, claroscuros y contradicciones. Ahora bien, una escritura que borre todo esto es una estafa, una impostura, lo que Macedonio llamaba el falsete. Mientras que la única escritura que no lo borra, y acaso, es la que se lanza a la aventura del vivir y del pensar sin tregua, o sea a la improvisación. Debe, en cierto modo, ser un diario, un diario de vivir y de pensar, como llama al cuaderno de sus notas otro discípulo, valga la exageración, de Macedonio durante los años 20, el poeta Carlos Mastronardi. Un diario de vivir y de pensar al mismo tiempo –aunque no necesariamente en el mismo sentido. La escritura y el pensamiento deben ser como la Pasión –esa otra forma del pensarescribir–, según Macedonio la exalta en su “Dedicatoria a mi personaje la Eterna” en la novela Museo: la “Sublime Presteza”, la “más gallarda Prontitud del alma”. Y en una suerte de frontispicio, dos líneas más abajo: “En / Pronto Mayor” (Fernández, 1993:  5). Impromptu, improvisación, pensar-escribir, presencia casi inmediata de lo Real en el devenir lectura de la escritura, y viceversa5. El siguiente fragmento –uno entre tantos de tesis similar que pueden hallarse en sus papeles– pone en juego desde la primera frase una asociación entre los dos conceptos que acabo de referir, el de la escritura como esfuerzo y especialmente el de la escritura como actividad simultánea al pensar. La fecha en que fue compuesto no es segura; podría tratarse de una muy antigua, diez o incluso veinte años anterior a la publicación de su primer libro en 1928: 5

Sobre la improvisación en Macedonio Fernández, ver Attala (2008 y 2011).

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Al compás de estas páginas voy pensando y haciéndome de disciplina práctica. No entiendo de otra manera el escribir libros. Yo tengo que preparar, como todos, reservas para emplearlas en las horas que el Dolor se toma con nosotros. Pero si me siento a meditar actitudes e inhibiciones con que resistir el dolor cuando llegue, la meditación se dispersa a cada minuto. Tener en la cabeza un plan de libro y ver páginas que crecen día a día, son auxilios internos y externos para la continuidad de la meditación y, sobre todo, las sensaciones musculares de la escritura la sostienen muy bien. Que después de todo y habiendo ya sido útil a quien lo hacía el libro que ayudó a pensar escribiendo ayude a pensar leyendo y que todavía sus sugestiones –ya que no transmisiones de ideas que rara vez ocurren– levanten un minúsculo grado el tono del día anterior del hijo, del amigo, del lector, que éste se separe de sus páginas con más elasticidad para la Fiesta y más disciplina del Infierno… (Fernández, 1990: 16).

Se habrán notado al inicio los gerundios característicos del diario, la simultaneidad entre el presente de la escritura y el presente de lo narrado: “Al compás de estas páginas voy pensando y haciéndome de disciplina práctica”. Luego, el reconocimiento de la doble función de la escritura, su trabazón en las dos economías indicadas: por un lado el pensamiento que nace y se expresa a través suyo, por otro el esfuerzo psicofísico que implica su ejercicio. Si se otorga que ambas funciones son aptas para cargar lo escrito de un valor similar al que según se dijo podría ser el del diario, entonces toda la obra de este autor, en la medida en que se propone realizar o encarnar esas funciones, que pasan por alto los capítulos con que la dividió o intentó dividirla –crítica, metafísica, novela, humor, poesía–, podría ser leída como si fuera un diario. Pero entonces ya no habría razones para suponer que sus Obras completas son las que figuran publicadas como tales, es decir las que se pueden diferenciar por sus contenidos, y debe juzgarse a todos y cada uno de sus papeles como parte de esa obra. De ahí el reclamo del título de estas notas: razones por las que publicar los “papeles” de Macedonio, donde subrayo ‘papeles’ ya que la doble función de marras podría estar en acción en cualquier rincón de cualquier papel de este autor, tenga o no la forma canónica del diario. De más está decir que hay otras razones en apoyo del reclamo, pero quizá ninguna tan intrínseca al valor que Macedonio parece haber pretendido dar a su escritura. La definición macedoniana de la poesía (y aún su misma poesía, por lo demás), no ha sido estudiada con igual detalle con que lo han sido sus definiciones de la novela y del humor, que completan la trilogía de géneros literarios que Macedonio admite en algunos de sus textos programáticos de los años 20. No es este por cierto el lugar para suplir esta falta, pero la ocasión no es mala para recordar que según esos textos, la poesía, que Macedonio hacía residir, al igual que los ultraístas, en la metáfora y nada más que en la metáfora, tenía el cometido de autenticar –a ojos del 26

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lector– una emoción del poeta: “La Metáfora o Poesía es el logro de una autenticación del sentir del autor” (Fernández, 1990: 247). De los tres géneros previstos por el programa macedoniano, el humor y la novela cuentan con sus respectivos desarrollos, ambos más o menos consecuentes con la doctrina. El tercero, la poesía, no está en la misma situación. Por un lado, Macedonio tenía dudas sobre el carácter artístico de la poesía; por otro, y tal vez debido a esas dudas, ninguno de sus grandes poemas parece responder más que cualquier otro texto suyo a aquel proyecto. Las razones de esta falta de simetría entre los tres géneros literarios no vienen ahora al caso. Interesa tan sólo sugerir que el concepto de poesía como expresión autenticadora de una emoción vivida por el autor podría encontrar un desarrollo consecuente no tanto en su poesía propiamente dicha sino en la manera en que Macedonio encara todo tipo de escritura, o en cualquier caso casi todo (ya que el humor difícilmente podría entrar en este caso con la facilidad con que lo hacen la poesía, la novela y los textos filosóficos). Pues en esos otros géneros, Macedonio persiste en inscribir el avatar de su propio escribir-pensando y aun de su emoción-escritura, si se quiere. Sus novelas están impregnadas de lirismo lo mismo que sus textos poéticos y filosóficos, y sus poesías y novelas están impregnadas o son permanentemente interrumpidas por el pensamiento, lo mismo que sus textos filosóficos si cabe aquí hablar de interrupción. Desde esta perspectiva, se cumple en la obra de Macedonio aquella definición suya del arte como “Autorística”: escritura de un sujeto para un sujeto. O en sus palabras: escritura que “nace de emoción impráctica y suscita emoción impráctica” (Fernández, 1990: 236). Para terminar voy a ejemplificar este concepto de escritura mediante una aplicación al territorio resbaladizo de lo ultraterreno. A él alude la palabra de mi largo título sobre la que no dije nada hasta ahora: inmortalidad. La elección no es mía sino del propio autor. Es el único ejemplo concreto que propone en toda su obra de lo que con cierta reticencia llama alguna vez su procedimiento. Pese a lo excepcional, no conozco que nadie se haya tomado la pena de desmenuzarlo y ahora, por no desentonar, apenas será descrito a grandes trazos6. Figura en “Prólogo a mi persona de autor”, en Museo de la Novela de la Eterna, donde Macedonio declara que el objetivo primordial de sus libros es producir en el lector un instante de sofocación que lo libere de la noción de muerte. Y enseguida viene un ejemplo de ese “instante”. El autor hace en él las veces de lector; por su lado, un capítulo de los Principios de psicología de William James hace las veces de texto leído por aquél. Yo leo, por mi parte, “Prólogo a mi persona de autor”: 6

Un análisis más detallado puede verse en Attala (2014).

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Consiéntaseme, déjeseme como pedía a veces escribiendo James hace cuarenta años, que yo presente una muestra aquí de estos dificultosos intentos confusivos e inmortalizantes del “yo”. En una nota a Percepción del Espacio de su “Psicología”, dice James: “Déjeseme ver si podemos avanzar algo nuestro punto de vista teorético. Me parece que vamos a poderlo”. Yo subrayo; y dejo subrayado este me parece en el tono de James que existirá y será leído todavía dentro de cien años; y al pie de página escribo. Este “me parece” es un preestado que sintió James hace cuarenta años en cierto instante de su esfuerzo de trabajo de pensar escribiendo: presintió que iba a vencer el enredado punto que viene desarrollando. Y el notarlo excita en mí hoy –abril 9 de 1931, en Buenos Aires– la conciencia de que desde hace rato vengo molesto leyendo por un sentimiento de disconformidad, de expectativa, atisbando en qué momento de estos laboriosos renglones James dejará entrever la explicación del espacio por el movimiento (traslación, muscularidad, evocación de éstas) y me dará esperanzas de que había visto también como yo la posible explicación, por evocaciones musculares, de la “afección” localizada (Fernández, 1993: 34).

En resumidas cuentas, William James escribe en 1890 unas frases que incluyen referencias a su propia persona en el momento en que escribe: “Déjeseme ver si podemos avanzar algo nuestro punto de vista teorético. Me parece que vamos a poderlo”7. Ese “me parece”, escribe Macedonio, expresa un preciso y por ende concreto sentir del escritor durante “su esfuerzo de trabajo de pensar escribiendo”; sentir que vuelve a su vez a ser sentido cuarenta años después –Macedonio localiza y data, como en los diarios: Buenos Aires, 9 de abril de 1931– por un lector que, de esa forma, recibe por un instante la impresión –y aquí sospéchese conmigo (y con Macedonio y con Berkeley) que podría ser verdad que ser fuera percibir– de que James vuelve a vivir muchos años después de haberse muerto. En ese instante, el lector es James, o lo que es lo mismo, aquel instante sentido por James vuelve a suceder en el lector que en el ejemplo es Macedonio y que ahora, acaso, soy yo que lo leo y el lector que me lee, en vertiginosa acumulación. Y todo gracias a que la escritura de James es una escritura de esfuerzo de pensar, un diario de ir pensando a medida que se escribe, una escritura, como la llama Macedonio en otro lugar, “de trabajo a la vista” (Fernández, 2004: 133); es decir, en definitiva, el mismo tipo de escritura que él pretende practicar y para el que aspira a despertar en sus lectores el mismo tipo de lectura que despierta en él la escritura de James. Corresponde, entonces, al concepto de esta obra, el ser formada por todos los papeles escritos por su autor, papeles nunca mejor llamados póstumos y que duermen, todavía, en los archivos, muchos de ellos sin descifrar, cuánto más, en consecuencia, sin lectura ni lectores. Esta afirmación 7

El original inglés dice: “let us see whether we cannot push our theoretic insight a little farther. It seems to me we can” (James, 1890: 164).

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Diario: esfuerzo, pensamiento, inmortalidad

no obedece tanto al improbable temor de que una edición incompleta de sus papeles disminuya a su autor las oportunidades que se le ofrecen de sobrevivir, cuanto a la certidumbre de que a nosotros, lectores potenciales suyos, sí nos inflige una reducción: en nuestras oportunidades, al menos, de entender. Terminaré citando unas líneas que habría colocado en epígrafe si no fuera porque ahora, pienso, se entenderán mucho mejor: Pocas personas –seamos siempre de los pocos– han advertido que cuando estamos encendiendo nuestro cigarrillo en la brasa de otro por un instante estamos fumando los dos; es así como el lector aquí está leyendo que yo termino, y, al mismo tiempo, estoy creído de estar empezando. Cedo la opinión al lector, y he concluido (Fernández, 2004: 199).

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París no es París y tampoco es América Sobre el Diario de viaje de Horacio Quiroga Érika Martínez “En el boudoir me estaban vistiendo de mujer para que no me conociera cierta persona de Montevideo”. 11 de abril de 1900 “Y el cazador que vive en su bosque, el rural que goza con su escopeta y sus soles, tiene razón cuando afirma que el monte o el pueblo es mejor que París”. 9 de junio de 1900 Horacio Quiroga, Diario de viaje

Los diarios modernos son, a menudo, espacios donde los acontecimientos históricos quedan registrados junto a la banalidad cotidiana, desordenando caprichosamente sus jerarquías. Son un género incierto, capaz de desestabilizar a golpes de espontaneidad y contingencia la voluntad de elaboración de un discurso reflexivo y, en el caso de un escritor, consciente de su carácter literario. Son una frontera en conflicto con la escritura creativa y un modo privilegiado de construcción subjetiva. Son, como diría Foucault, una actividad autopoética. Su proyección resulta especialmente significativa en un autor como Horacio Quiroga, que concedió una inmensa importancia a la experiencia y cuya experiencia puede ser considerada, en efecto, como una clave particular de su producción narrativa. Así lo entiende Noé Jitrik (1967a), que ha reflexionado sobre ella como categoría fundamental de la literatura contemporánea y no como esa sucesión de acontecimientos biográficos que conforman la leyenda negra del rioplatense. En su ensayo Horacio Quiroga. Una obra de experiencia y riesgo, Jitrik analizó la distancia existente entre lo vivido y lo contado, la imposibilidad de conjugar ambos planos y el desequilibrio que produce esa constante alternativa. Incluso cuando es buscada, no hay espacio para la sinceridad dentro del proceso de creación, y el diario y las cartas no escapan a esa lógica. Hay, sin embargo, autores más sinceros –señala Jitrik–: son aquellos que aceptan la mentira (1967a: 61-78). No sabemos si Quiroga la aceptó o no, pero se 31

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pasó la vida persiguiendo una vivencia que fuera fértil como materia de ficción y escribiendo para proyectar lejos de sí una realidad a todas luces dolorosa. Es de sobra conocida la inverosímil sucesión de tragedias que convirtió su existencia en un infierno. Antes de viajar a París, el rioplatense ya había padecido el fallecimiento de su padre en un accidente de caza y el suicidio del padrastro, casi inmovilizado tras un derrame cerebral1. En el diario no hay referencias directas a ninguno de esos acontecimientos: quien busque en él secretos quedará profundamente decepcionado. Quizá la única revelación significativa que sus páginas contienen sea la alusión a la gonorrea que Quiroga contrajo en París, dejándole unas secuelas que arrastraría el resto de su vida, tal vez por un mal tratamiento. A ella alude en varias entradas de mayo y en un breve mensaje cifrado del día 212. Igual que escondió su enfermedad detrás de un lenguaje encriptado, Quiroga sepultó bajo el silencio los hechos más traumáticos de su vida. Sus consecuencias se abren paso, sin embargo, en su literatura. El manuscrito original del Diario de viaje a París está constituido por dos libretas donde Quiroga tomó notas entre el 20 de marzo y el 10 de junio de 1900. En ellas se conservan sus reflexiones sobre el viaje que lo llevó de Salto a París y la estancia en la capital francesa durante el significativo año de la Exposición Universal3. Quiroga era entonces un joven de provincias inflamado por la retórica modernista. En 1896 había fundado en su ciudad natal, Salto, la Comunidad de los Tres Mosqueteros, 1

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Le esperarían, a la vuelta de París y a lo largo de su vida, la muerte por tifus de dos de sus hermanos, la muerte de su amigo Ferrando, al que él mismo disparó por accidente, el suicidio de su primera mujer después de una fuerte discusión matrimonial y su propio suicidio en 1937. Tras su muerte, además, se quitarían la vida sus tres hijos: Eglé en 1938, Darío en 1952 y María Elena Pitoca a los 60 años. Gracias al trabajo de Roberto Ibáñez (2010: 114) sabemos que las palabras encriptadas eran “Blenorragia y chancros”. Emir Rodríguez Monegal, que desentrañó originalmente el sistema secreto de signos del diario, dejó esta nota sin desvelar. La razón discreta que dio fue “porque no interesa insistir sobre este último caso” (2000: 100). Se alude a la enfermedad en las entradas correspondientes a los días 5, 6 y 21 de mayo de 1900. En adelante, utilizaremos como referencia la edición Quiroga íntimo (Madrid: Páginas de Espuma, 2010). Emir Rodríguez Monegal fue responsable de las tres primeras ediciones, prácticamente iguales entre sí: en 1949 lo publicó en la Revista del INIAL (diciembre, n. 3 1, 47-185); en 1950 en forma de separata; y el mismo año como libro en la editorial Número de Montevideo. Rodríguez Monegal recurrió a varios investigadores del INIAL (Elba Diz, Myriam Otero, Enrique Etcheverry y Raúl Uslenghi) para llevar a cabo la trascripción, cotejo y copia de los manuscritos. El Diario no volvería a publicarse hasta medio siglo después, en enero de 2000, cuando Losada reimprime la edición de Número sin alterar ninguno de los textos. En el año 2007, Jorge Lafforgue y Pablo Rocca vuelven a publicar el diario con algunas intervenciones en el texto orientadas a su simplificación gráfica y con la incorporación de las correcciones introducidas por Roberto Ibáñez, director del INIAL hasta 1962.

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modesto cenáculo literario del que formaron parte Alberto J. Brignole, Julio Jaureche y José Hasda. Un año después ya publicaba sus primeros textos en La Reforma, Gil Blas o la Revista del Salto. Pero el rumbo de su obra durante aquellos años no lo determinaron esas pequeñas incursiones literarias, sino dos acontecimientos: el viaje a París y el encuentro en 1898 con Leopoldo Lugones, futuro amigo a quien convertiría en personaje en Los perseguidos (1908). Dicen Delgado y Brignole que Quiroga partió de Salto el 20 de marzo de 1900, vestido como un dandi y con las maletas más caras. Era de una familia acomodada (del diario se puede deducir que vivían de las rentas), pero sin duda Quiroga viajó por encima de sus posibilidades: se vistió mejor de lo que podía permitirse, fue el único pasajero que embarcó en primera clase y se quejaba constantemente de las incomodidades de la travesía. El 10 de junio del mismo año regresaría, sin embargo, a Montevideo vestido como un mendigo y con una barba que ya nunca lo abandonaría. Delgado y Brignole cuentan así su regreso: Volvió con pasaje de tercera. Su indumentaria revelaba a la legua la tirantez pasada. Un mal jockey encima de la cabeza, un saco con la solapa levantada para ocultar la ausencia de cuello, unos pantalones de segunda mano, un calzado deplorable, constituían todo su ajuar. Costó reconocerlo. Del antiguo semblante sólo le quedaban la frente, los ojos y la nariz; el resto naufragaba en un mar de pelos negros que nunca más, tal vez en recuerdo de su aventura parisina, se rasuraría. –¿Dónde tienes el equipaje? le preguntaron. Quiroga respondió con una buena mentira: “Lo perdí en un cambio de ferrocarriles” (1939: 101).

Entre aquella pletórica salida y este miserable regreso, Quiroga vivió una experiencia cuyos elementos protagónicos fueron la soledad y la desesperación económica que marcarían sus días. Quedó altamente decepcionado. Más allá del desinterés específico por París, una de las causas del fracaso de su estancia fue la inadecuación entre el lujo de sus expectativas y el presupuesto real que manejó. Quiso viajar como un señorito exultante a la Ciudad de la Luz y París lo golpeó con toda su fuerza, quizá con la misma fuerza que a otros en cuyos moldes decadentes encajaba mejor la miseria. “No tengo fibra de bohemio”, escribió el viernes 8 de junio. Más que un desdén real, su actitud crítica hacia París no deja de parecer, sin embargo, la reacción defensiva de un joven acomplejado. Quiroga no buscaba París, o sí la buscaba pero no supo medirse con ella. Prefirió medirse, más adelante, contra otra colosa más adecuada a su temperamento: la selva. La primera libreta del diario comienza con una entrada en blanco del 20 de marzo en Salto y concluye el 24 de abril en la estación de tren de Módena. Quiroga volcó en ella juicios sobre las lecturas que iba haciendo 33

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durante la travesía: Carlos Reyles, Eugène Sue, Zola, Alphonse Daudet, el abad Prévost. También dejó consignadas con ironía sus opiniones sobre autores de medio pelo entonces en boga, reproduciendo diálogos entre los pasajeros para burlarse de sus vulgares criterios: “Noto en esta ocasión que en iguales circunstancias –cuando oigo que hablan de literatura– me crispo como un caballo árabe” (2010: 55). Puede percibirse ya en Quiroga su atracción por el naturalismo, aunque esta primera libreta es un alarde de tópicos modernistas. Su autor se empeña en retratarse como un individuo de sensibilidad quebradiza, aficionado al opio y la cocaína, amante de las mujeres lánguidas y con inclinaciones morbosas, siempre arrebatado por la melancolía. Sueña que lo disfrazan de mujer y parece “un clown enfermizo”. Subraya sin descanso su distinción aristocrática y la repugnancia que le produce la ordinariez del resto de pasajeros. Más que un autorretrato, Quiroga hace de sí mismo una caricatura del intelectual modernista. Años después, en un artículo de 1927 titulado “Los heroísmos”, olvida su terrible experiencia parisina e insiste en las mismas pinceladas, cuando escribe que no halló “nunca para su vida sino dos polos: la pequeñísima luz de un ideal y el morirse de hambre” (Boule, 1998: 14)4. Pero el 4 de abril empieza a dejarse la barba. Algo no encaja dentro del retrato y, en vez de luchar contra ello, Quiroga empieza a alimentarlo, aumentando su distancia con el resto del mundo: “Unos me toman por sonso, otros por loco: sobre todo lo primero. Una chiquilina muy mona dice que yo soy el más feo de los que juegan. ¡Dios mío!, acaso sea, no digo que no, porque los otros tres o cuatro tienen la cara más sana, regular y feliz que puede verse” (2010: 69). Quiroga se deja la barba para ocultar su cara, como ocultó tantas otras cosas. Pero dejarse barba era también, en su caso, una manera de dominar las riendas de su propia forma. A lo largo del viaje cambió de físico, falsificó su pasado y se hizo llamar de otra manera: “Las amiguitas y amigos con quienes juego, me llaman Bermúdez: yo dije que me llamaba así, como que era absolutamente huérfano de todo, salvo una tía” (2010: 66). Ese voluntarismo que lo llevó a reescribir su vida a bordo es probablemente el mismo que lo condujo a Misiones (para construir su propio mundo) y al suicidio (para no dejar su muerte en manos del cáncer). Aunque la tragedia es sin duda uno de los elementos vertebradores de su narrativa, Quiroga no permitió que el destino se apropiara de su vida e intervino en su devenir con un empeño sobrehumano. En una carta del 25 de junio de 1936, le confiesa a Ezequiel

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“Los heroísmos” fue originalmente publicado en Caras y Caretas (n. 1482) el 26 de febrero de 1927. El artículo fue el comienzo de una serie de biografías ejemplares que Quiroga escribió para esa misma revista a lo largo del año y que recopiló en 1998 Annie Boule.

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Martínez Estrada: “Mi exceso de personalidad –como dice mi mujer– me hace sentir cadenas en la más ligera traba a mi voluntad” (2010: 566). En la primera libreta del diario, son pocos los pasajes en que asoma la nariz del escritor que conocemos, pero están ahí. La entrada del 24 de marzo, por ejemplo, comienza con unos párrafos exaltados sobre el amor sin ley, a los que sigue abruptamente una observación que se crece por contrapunto: “En Montevideo: un verdulero que compone botines y un afilador que compone paraguas, y un vendedor de naranjas que compone sillas” (2010: 59). ¿No es ese desorden, donde todo es posible, propicio para el amor? Más allá de la sobreactuación modernista de algunos fragmentos, puede percibirse la importancia que ya daba a la escritura: “Si es infierno el aborto, infierno es no producir. En aquél todavía puede gritar el germen desesperado; en éste el músculo se hunde en el vacío, como un brazo que agita desesperadamente una honda que no tiene piedra” (2010: 73). Reconocemos a Quiroga en su fascinación por el ciclismo, ese deporte donde se aúnan esfuerzo físico y mecánica para adentrarse en el mundo. Lo reconocemos también en su empeño por dejar constancia de lo concreto y material: nunca lo abandonaría esa necesidad de apuntar maniáticamente precios, kilómetros, velocidades, como si fuera el gerente de una empresa. Quizá lo era: el gerente de su propia realidad. Respecto al ciclismo, es bien sabido que Quiroga fue un gran aficionado a ese deporte. Un detalle del diario lo delata: en la primera libreta del manuscrito original hay una pequeña bicicleta dibujada a lápiz (contratapa, ángulo superior izquierdo). Años antes, en 1893, había fundado la Sociedad de Ciclismo de Salto, de la que fue secretario. Gracias a ella se unieron en bicicleta las ciudades de Salto y Paysandú, separadas por 120 km. De hecho, se conserva una foto de la época en la que se ve a Quiroga vestido de ciclista. Pero el tema adquirirá un mayor protagonismo en la segunda libreta. Regresando a la primera, en uno de sus momentos más sorprendentes, Quiroga apunta lo que parecen las claves de un juego de cartas, que se entremezclan con sus propias notas literarias. El fascinante resultado es una especie de poema dadaísta, sólo que dieciséis años antes de que naciera el dadá. El único referente similar que pudo haber leído Quiroga es el poema “Un golpe de dados nunca abolirá el azar” de Stéphane Mallarmé, publicado en la revista francesa Cosmopolis en 1897, pero al que jamás hizo referencia alguna el rioplatense. Las normas del juego de cartas aludido por Quiroga son de hecho en sí mismas un artefacto de vanguardia digno de Tristan Tzara: “Se separan 25 cartas, se barajan, y se arrojan a la mesa con violencia, pronunciando cierta palabra a labio cerrado. Se recogen murmurando una oración diabólica y se colocan en la mesa” (2010: 81). Un posible golpe de cartas es el causante del texto que transcribimos aquí: 35

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papel sellado (hombre)



cama (mujer)

as de copa (oro)

basto

espada

(casa)

(gusto) traición

2 mesa

mucho dinero

3 hablar

poco

regalos camino de día camino de noche

4 5 6 7 alegría, ausente + mujer galante

mujer X me

requiere alcahueta vieja mujer huchada.

de la mujer que pensamos

=

=

camino mala lengua

rubio X trigueño fizgado lluvia de intención neumónica

En un primer vistazo y conociendo la afición de Quiroga a las anotaciones, resulta difícil pensar que escribiera este fragmento con alguna intención estética. Sin embargo, a la posible correspondencia de nombres y figuras se suman apreciaciones literarias imposibles de encajar en un juego y acordes con lo que Quiroga escribía en aquellos tiempos. La distribución de las palabras en la página al modo de un poema cubista ayuda mucho, además, a la sensación de experimentación literaria. Es cierto que se trata tan sólo de un momento excepcional del diario y que el interés del texto es mayor por su precocidad histórica que por su calidad literaria, pero desde nuestro punto de vista podría haber sido incluido perfectamente en las antologías de los primeros ismos. Con más razón aún si el texto fuera resultado de una total involuntariedad. Frente a esa fabulosa extrañeza, lo que predomina en la primera libreta es ciertamente un Modernismo de retaguardia, que en sus peores momentos incurre en divagaciones engoladas, imitativas e insustanciales. De su etapa más influida por Lugones data el borrador de un poema en prosa que fue incluido posteriormente en Los arrecifes de coral (1901) y que empieza: “Tenía la palidez elegante y mórbida de las señoras desmayadas” 36

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(2010: 73). En la última página de la libreta, sin embargo, tras una lista funcionarial con los nombres y direcciones de algunos contactos, Quiroga añade una nota de tintes surrealistas: “La gente de París al verme mover el cuero cabelludo dirá que soy un poeta desterrado del Polo” (2010: 95). El 25 de abril de 1900 comienza la segunda libreta, que acaba el 10 de junio del mismo año y que transcurre enteramente en París. Como la anterior, ésta incluye conversaciones figuradas entre algunos de los personajes que Quiroga se cruzó y borradores de textos literarios, como los poemas “La Venus de Milo” o “Del natural” que no llegó a incluir dentro de Los arrecifes de coral. En París, tras alejarse de sus odiados compañeros de viaje, Quiroga se queda sin espectadores. Ya lo anuncia al final de la primera libreta, cuando escribe mientras espera el tren en Módena: “Estoy bastante desanimado de este viaje, todas caras desconocidas, sin admirar gran cosa porque estoy solo, sin comunicar a nadie mis impresiones” (2010: 92). Entonces empiezan a ocupar más espacio en la libreta sus verdaderos intereses y preocupaciones: las carreras, la Exposición Universal, su incierto sustento económico y la literatura, siempre la literatura. Había llegado a París poco después de la inauguración de la Exposición Universal, que transcurrió entre el 15 de abril y el 12 de noviembre de 1900. Era la quinta exposición que se celebraba en la ciudad. ¿Qué tuvo de especial aquella ocasión? En primer lugar, la consabida intervención arquitectónica: la reforma del Museo d’Orsay, la construcción del Petit y el Grand Palais, del puente Alejandro III y, ¿hace falta decirlo?, de la Torre Eiffel. Pero lo que hizo excepcional la gran Exposición, considerando lo que aquí nos importa, no fue el cambio de look de París sino la celebración paralela de los Juegos Olímpicos, el mismo año y en la misma ciudad. Quiroga atendió a dos cosas: las obras de arte expuestas en los pabellones y las carreras en los velódromos. Por las razones que hemos apuntado antes, no es extraño que a Quiroga se le pegase el ciclismo a la piel. La bicicleta es el símbolo de su penetración del mundo: el hombre y la máquina aliados; la máquina que no anula al hombre porque necesita de su fuerza para seguir avanzando. No hay nada que satisfaga más al rioplatense que descubrir que, en las carreras a las que asistió en París, la velocidad máxima de las bicicletas no era inferior a la de los coches. Un futurista hubiera preferido sin duda los automóviles. Quiroga anotó el desarrollo de algunas de las carreras a las que asistió como si fuera un cronista deportivo. Es una pena que nunca llegara a corregir las notas rápidas que tomó en los velódromos, porque el resultado podría haber sido fascinante. En algunos de los fragmentos redactados

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puede percibirse la pasión de Quiroga por el reto, la épica y la acción a las que se consagra el deporte: Elkes pierde media vuelta. Tremendo clamor en las 5 mil personas que miran. Pero poco a poco recupera, hasta juntarse con Taylor. Siguen al lado. Taylor se despega: Elkes avanza vuelta y media. A Elkes se le agujerea el neumático y cambia de máquina. Taylor entretanto, consigue que sólo los separe media vuelta. Pero no puede. Al sonar la campana, Taylor se despega y abandona. Elkes gana por media vuelta (2010: 111).

En un artículo publicado en la Revista del Salto Quiroga había escrito un año antes: “Porque el gran atractivo de la bicicleta consiste en transportarse, llevarse uno mismo, devorar distancias, asombrar al cronógrafo, y exclamar al fin de la carrera: mis fuerzas me han traído!” (1973: 62)5. El apego al esfuerzo y a la acción que demuestra Quiroga es el que convirtió la actividad y la fabricación en dos núcleos de sentido de su narrativa, tal como los concibió Noé Jitrik (1967a: 79-119). Según el crítico argentino, un mito estructura toda la obra de Quiroga, el “homo faber”, aunque su presencia en los textos autobiográficos no cobrará entidad hasta su correspondencia de madurez. París no es América. Esa rotunda verdad sobrevuela todo el tiempo la segunda libreta del diario. Mirado desde el punto de vista historiográfico, puede decirse que Quiroga fue un escritor a caballo (a bicicleta, replicaría él) entre varias generaciones. Se educó en el Modernismo, cuyas deudas nunca acabaría de pagar. Compartía vínculos indudables con los novelistas de la naturaleza: Rómulo Gallegos y, sobre todo, José Eustasio Rivera. En cierta manera, también fue precursor de Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri o Alejo Carpentier, que se trasladaron a París en los años 20 para exprimir la tradición europea, regresar a sus países de origen y transformar sus literaturas nacionales. Como ellos, Quiroga emprendió el viaje de rigor a la capital francesa. Pero París no es América, parece insistir el diario. Invirtiendo la lógica colonialista que impone el canon europeo como medida de todo, Quiroga mira Europa calibrando lo que es o no es americano. Cuando le gusta, escribe: “París es una buena cosa, algo así como una sucesión de avenidas de Mayo populosísimas, llenas de luz, de gente corriendo, de gente hablando en la calle, de turcos, de bicicletas y de deslumbramiento”; o “hace un día espléndido, un día de América, sin viento, sin frío, casi calor, con un Sol radiante y limpio”. Por goleada, sin embargo, se impondría lo que París no era.

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El artículo “De sport” fue originalmente publicado en el número 10 de la Revista del Salto el 13 de noviembre de 1899.

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En un ataque de imprudencia, se podría llevar a cabo una comparación caprichosa entre el Diario de viaje a París y los Diarios de Colón, a quien Quiroga le devuelve la jugada: igual que el genovés (y no deja de ser una ironía que Quiroga entrase a Europa por esa puerta), el rioplatense desembarca en el Viejo Mundo con todo un armazón de conceptos previos e intenta leer París a través de su leyenda. Pero la Ciudad de la Luz no existe, igual que no existían las Indias. América no era el Paraíso bíblico con el que quiso explicársela Colón y Europa obstaculizaba el acceso a la cultura, el lujo y la civilización prometida. Ninguno de los dos encontró lo que buscaba. La diferencia es que a Colón le convenía mantener su versión de la historia para convencer a los Reyes y Quiroga quedó sin más decepcionado. París no era París y, definitivamente, tampoco era América. Una gran anécdota, quizá el mejor momento de todo el diario, es la única conversación que Quiroga reproduce de un café literario: el café Cyrano, donde se reúne con Manuel Machado y Enrique Gómez Carrillo, entre otros. Quiroga juega al ajedrez y decide provocar al segundo, que empezaba a ser un escritor muy respetado al que Quiroga no hacía ni sombra entonces: “¿Diga, Carrillo, usted habla guaraní?”, le pregunta. La frase cae como una bomba. “¿Cómo?”, se sorprende Gómez Carrillo. “Si habla guaraní”, insiste Quiroga. “No sé lo que es eso”, concluye el guatemalteco (2010: 11-112). Fue como un choque frontal de trenes, de dos visiones opuestas de las relaciones entre América y Europa. Para insultar a Gómez Carrillo, escritor culto y cosmopolita, Quiroga escoge echarle en cara su ignorancia de una lengua autóctona americana, la ignorancia incluso de su existencia. La extravagancia tiene todo el sentido, y más aun sabiendo cuál sería la evolución de Quiroga. Esa pregunta hecha en ese sitio es además, como señalamos, un precedente del impulso literario que movió a Asturias o Carpentier. Es cierto que Quiroga nunca habló guaraní, pero sus cartas consignan los nombres que esa lengua da a plantas, ríos, animales, y en todo caso funciona a nivel simbólico: Quiroga cambió las grandes lenguas de la cultura por el castellano mestizo de la frontera, el ocio burgués por la consagración al trabajo manual, la gran metrópolis por un pueblecito cercado por la selva. Años después de su viaje, Quiroga resumiría su postura en un conocido exabrupto aforístico: “Créame, yo fui a París sólo por la bicicleta”6. 6

En realidad esta frase que Quiroga le dijo a Julio Payró hay que insertarla en su contexto: Quiroga fue a París como representante del Club Ciclista Salteño, cuya camiseta vistió en algunas de las competiciones deportivas que fue a ver. Por lo demás, es inverosímil que a alguien pudiera interesarle un pequeño club provinciano en los Juegos Olímpicos. Es obvio que el escritor era plenamente consciente del carácter provocador de su boutade.

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Gabriela Mistral y el diario Entre dos oficios Anna Caballé Masforroll A la profesora Maria Eunice Moreira

El poeta chileno Jaime Quezada ha luchado en décadas pasadas por sacar a la poeta chilena del estereotipo en que por muchos años quedó fijada su obra: sus canciones de cuna, algunas rondas infantiles y, por supuesto, sus clásicos Sonetos de la muerte, recitados por cualquier escolar chileno como parte de una tradición fijada por la dramática leyenda que siempre los acompañó. A este estereotipo literario que identificaba a Gabriela Mistral con una poesía altamente sentimental e incluso un poco ñoña, se han sumado otros vinculados a su persona y su ideología: el aspecto hosco, su antiespañolismo –indiscutible por más que ella se justificara1–, su arraigado indigenismo y, al mismo tiempo, su intensa relación de amor-odio con su patria chilena la rodearon de un aura, por qué no decirlo, antipática. Quezada ha sido uno de los responsables en los últimos quince o veinte años de una paciente labor de recuperación de la obra de Gabriela Mistral que se inició con la valiosa recopilación de sus Escritos políticos (FCE, 1994). Este proyecto prosiguió con una antología de la obra en poesía y prosa de la escritora (FCE, 1997), así como con la edición de sus Poesías completas (Andrés Bello, 2001) y de su Prosa reunida (2002), y culminó, al menos provisionalmente, con la recuperación de sus escritos íntimos, volumen que Quezada tituló Bendita mi lengua sea. Diario íntimo (1905-1956), publicado por Planeta/Ariel en Santiago de Chile (2002). Sobre dichos escritos, anunciados con antelación por Quezada, pesaba, como no podía ser de otra manera con todo aquello que evoca intimidad y secreto, cierta o mucha expectación. Y lo primero que debe decirse es que no estamos ante un diario de la escritora sino ante la recopilación de textos estimados como personales y obtenidos de muy 1

“No me gustan las razas barbadas de más. Y tal vez sea por esto que no me quiero a mí misma y que he salido a buscar lo más lejano, como el Asia, a fin de poner agua al vino, de descargar las odres españolas de “añejo” que pudiese llevar yo misma sin saberlo y, sobre todo, sin quererlo”, en Bendita mi lengua sea. Diario íntimo de Gabriela Mistral, en adelante BMLS (Mistral, 2002: 190).

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diversas procedencias: artículos, cartas, notas personales, entrevistas, oficios consulares, recados… Este es un primer hecho decisivo en relación con los comentarios que seguirán respecto al libro, pues difícilmente podemos valorar como “diario íntimo” un conjunto de piezas escritas con otras motivaciones y cumpliendo otras funciones que las propias de un diario, pero encajadas en ese marco por voluntad del editor, que no de la autora. Piezas además descontextualizadas y por tanto seleccionadas con el objetivo de buscar un determinado efecto. El efecto perseguido no es otro que crear una nueva intimidad de la escritora en el lugar donde ella la ocultó. De modo que, como tantas veces ocurre, se publicaron dichas piezas bajo el rótulo de “diario íntimo” acogiéndose a la nomenclatura que sin pertenecerles podía aumentar y seguro que aumentó la expectación en torno a su contenido, conocido por otra parte de cualquier mistraliano, pues no hay nuevas aportaciones. Lo que sí hay es un tratamiento distinto de sus escritos, como digo encajados en un formato ajeno al original. Lo que ignoraba Quezada, en su voluntad de desentrañar la “verdad” mistraliana, es que en pocos años la bibliografía daría un vuelco y quedaría superada, por decirlo así, por aquellos estudiosos que han partido ya de una nueva realidad documental y es la derivada de la importante donación que Doris Atkinson, sobrina de Doris Dana, hizo del legado de su tía, heredera y albacea literaria de Gabriela Mistral, a la Biblioteca Nacional de Chile en 2007. Un legado doble pues al propio de la escritora, que había quedado en manos de Doris Dana, se añadía el propio de Dana, vinculado en buena parte al anterior. Un resultado inmediato de aquella donación fue la precipitada publicación, en 2009, de la correspondencia íntegra (conservada) de Gabriela Mistral a la que fuera su última compañera2. Doris Dana negó siempre3, como lo negaría la propia escritora4, el menor componente homosexual en sus respectivas biografías. Una actitud nada extraña cuando se trata de la homosexualidad femenina, como sabemos velada sistemáticamente por la dificultad añadida que cualquier mujer es consciente que añadiría a las propias dificultades que experimenta –y sobre todo que experimentó en el pasado– por el hecho de serlo y de ocupar un espacio público (en el caso de las escritoras). Mistral debía de sentir pavor ante el hecho de que la pacata y aviesa sociedad chilena pudiera tener noticias de sus relaciones con otras mujeres, de modo que las estrechas relaciones con Doris Dana quedaron sumergidas en una nube de sororidad no exenta de suspicacias y rumores permanentes. 2 3 4

Ver Mistral (2009). Véase Zalaquett (2002). “De Chile, ni decir. Si hasta me han colgado ese tonto lesbianismo que me hiere de un cauterio que no sé decir” (Mistral, 2002: 160).

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Pero la ­publicación de Niña errante, editada con prisas por el responsable del Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile, Pedro Pablo Zegers, vino a iluminar aquellas ambiguas relaciones demostrando negro sobre blanco la pasión que hubo entre las dos mujeres, al menos la de Mistral por la joven estudiante5. Una madura escritora, marcada emocionalmente por el suicidio de su sobrino en Petrópolis en 1943, y una joven estadounidense de 27 años, que le debía de recordar físicamente a Katherine Hepburn, con estudios universitarios zigzagueantes, de buena familia aunque venida a menos, que admiraría en Mistral el poderío de su arcano y que andaba a la búsqueda de un padre/madre que diera seguridad a su perfil claramente lésbico. Se llevaban treinta y un años y su relación no fue nada fácil como pone de manifiesto su correspondencia, llena de zozobras emocionales6. La principal biógrafa de Mistral, Elizabeth Horan, ha llamado la atención sobre la astuta actitud de Dana en relación con la escritora: despejó su camino haciéndose indispensable en su vida diaria: Doris tuvo que enfrentarse a la dura competencia de otras rivales. Ninguna era más inteligente que Palma Guillén, un cerebro, con estudios en lógica y psicología y quien estuvo junto a la poeta por más de 30 años. A través de Palma, Gabriela tuvo importantes contactos con México; a través de Gabriela, Palma se convirtió en la primera embajadora mujer de México. Como ocurría a menudo cuando estaba involucrado Yin, Palma corrió para estar al lado de Gabriela. Después de la muerte del muchacho, Palma dirigió a las asistentes. Junto a la asistente personal de toda una vida de la poeta y ex estudiante, Consuelo “Coni” Saleva, una puertorriqueña, cuidaron de Gabriela Mistral las 24 horas del día, la protegieron hasta que la vida de la poeta y su salud parecían estar fuera de peligro. Una vez que el fin de la guerra hizo que viajar volviera a ser fácil, Palma y Coni no se demoraron en volver a sus propios países. Sabían muy bien que las crecientes demandas de asistencia doméstica y de secretaría administrativa de la poeta las podían absorber. Su escape y retorno son centrales para comprender por qué Gabriela Mistral se quedó sola, como una ciruela madura para que alguien la recogiera, cuando llegaron las noticias de los anuncios de los Premios Nobel de 1945. Y por qué la historia de Gabriela y Doris siempre involucró a estas mujeres, a quienes Doris utilizaría (Horan en La Tercera, 2009). 5

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A esta edición seguiría la de la correspondencia con Palma Guillén, Hijita querida. Cartas de Palma Guillén a Gabriela Mistral, de nueva preparada por Pedro Pablo Zegers (Dibam/Pehuén, Santiago de Chile, 2011), quien parece tener el monopolio de la documentación depositada. La aparición de Doris Dana en BMLS es la siguiente: “Vive en mi casa Miss Doris Dana, una profesora americana. Me cuida como una hija. Es la discípula más querida de Thomas Mann. Así es como una yanqui vive por tiempos con esta… comunista, fabricada ahora por el Sr. González Videla, su jefe y señor” (Mistral, 2002: 205). El texto, como ocurre en la mayoría de los casos, no se identifica ni se fecha, así que se ignora su procedencia.

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Las declaraciones no encajan con la biografía de Mistral, pues la presencia de Coni Saleva se mantiene al menos hasta su viaje a México, a principios de 1948. A la muerte de la escritora, ocurrida en enero de 1957, Doris Dana sería la heredera de su legado, pero lo cierto es que lo mantendría bajo siete llaves, si bien lo conservó, hasta donde puede saberse, con el mayor escrúpulo. Es evidente que de conocerse antes dicho legado hubiera revitalizado los estudios sobre la poeta chilena, oxigenándolos con nuevas y decisivas aportaciones biográficas. Sólo la decidida intervención de Atkinson a la muerte de Dana, al donar las 168 cajas de papeles y manuscritos pertenecientes a su tía a la Biblioteca Nacional de Chile, ha permitido liberar la documentación cautiva en la casa de Dana, en Long Island. El estudio de estos manuscritos ha transformado decisivamente la imagen que hasta ahora se tenía de la escritora7 y ha aclarado aspectos sumamente confusos, como el de su homosexualidad o bien la discutida maternidad de Juan Miguel Godoy Mendoza, llamado por Mistral familiarmente Yin-Yin. Las cosas se confundieron terriblemente a raíz de unas declaraciones de Doris Dana en 1999 en relación con este episodio, las cuales fueron recogidas por el periódico El Mercurio. En ellas sostuvo que el joven era hijo biológico de la escritora: Lo pensé mucho. Pero cuando yo muera, ¿quién iba a decir la verdad? Las amigas más cercanas de Gabriela en esta vida éramos Palma Guillen y yo. Gabriela quiso a este muchacho con tanto amor! Su muerte fue la tragedia más grande de su vida. Pensé que ella ahora, en este mundo que es muy diferente al de su juventud, hubiera querido mostrar que sí era su hijo. En verdad, yo creo que este hubiera sido su deseo ahora. En el tiempo de Gabriela, sin embargo, hubiera sido un escándalo (Zalaquett, 2002).

Expertos mistralianos como Luis Vargas Saavedra juzgaron de inmediato poco creíble esta afirmación. Llegaba tarde y no aportaba pruebas de ninguna clase. Aunque otros, como Ana Pizarro, sí le dieron crédito y su libro Gabriela Mistral. El proyecto de Lucila (2005) se articula en parte alrededor de esta maternidad oculta pero determinante en su vida. Las aportaciones documentales posteriores a 2007 han despejado definitivamente la cuestión: Mistral no era la madre de Yin-Yin, sino que éste era, en efecto, su sobrino, hijo de su hermanastro Carlos Miguel Godoy Vallejo y de la catalana Marta Muñoz Mendoza, quien murió poco años después –hecho que es recogido en las notas de Gabriela Mistral agrupadas por Quezada. De modo que el niño nació en Barcelona el 1º de abril de 1925, aunque no fuera registrado (extrañamente) hasta 1928 y es de suponer que se hizo por la necesidad de que dispusiera de documentación

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Ver «Mistral en Long Island: los avatares de un tesoro», El Mercurio (2007). 22/07/07.

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antes de entregarlo a la escritora8 en adopción, según el documento igualmente exhumado de su tutoría legal, en 1932. El niño quedaría prácticamente al cuidado de la escritora desde el principio, pero sus continuos viajes como consejera de un organismo de las Naciones Unidas harían que fuera su colaboradora mexicana, y también maestra, Palma Guillén, quien se hiciera cargo fundamentalmente de su formación, en distintos países: Francia (vivieron en Fontainebleau), España (Madrid), Portugal (Lisboa) y finalmente Brasil (Petrópolis). Palma advirtió a Gabriela de la indocilidad progresiva del niño, de su profundo desarraigo e indisciplina que adquirirían rasgos preocupantes en su adolescencia, ya en Brasil9, pero la situación nunca mejoraría; muy al contrario, Yin-Yin no consiguió adaptarse a Petrópolis y entró en una vorágine de vida precozmente licenciosa. De pronto sobrevino su suicidio, el 14 de agosto de 1943. Yin-Yin tenía 18 años y dejó una nota escrita que sin aclarar su motivación es prueba de que él mismo decidió tirar la toalla: “Creo que mejor hago en abandonar las cosas como están: no he sabido vencer, espero que en otro mundo exista más felicidad”10. ¿A qué se refieren sus oscuras palabras? ¿Qué es lo que estuvo en su mano vencer?

1 Aquel suceso marcaría la vida de la escritora en lo sucesivo de un modo definitivo. Es un hecho apenas citado, sin embargo, en las notas reunidas en el supuesto Diario íntimo editado por Quezada que, en todo caso, y aunque desaprobamos rotundamente el procedimiento empleado en la armadura del libro, pues desafía la menor exigencia que pueda hacerse desde la deontología filológica, arrojan luz sobre el funcionamiento interior de la escritora. No tanto los textos en sí, como la concatenación de los mismos y el efecto que producen en el lector, poniendo de manifiesto los fantasmas y preocupaciones que la acompañaron permanentemente. La muerte de Yin-Yin es el eje de uno de los quince “cuadernos” armados en el libro: “Nadie podrá entender mi espanto de hallarme a mi Yin-Yin agonizando de arsénico. Nada, nada me había preparado para este golpazo. Y nada hubiera podido prepararme” (Mistral, 2002: 158). Ana Pizarro, en el estudio ya citado, observa cómo las referencias a un

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Ver Saavedra (2007). El ensayo de Pizarro (2005) aporta valiosa información al respecto. Recogido por Ciro Alegría en Gabriela Mistral íntima (Antártica, 1989, p. 65) y citado por Ana Pizarro (2005: 51).

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hecho que marcaría la existencia de Mistral11 se hacen en función de ella misma y de su sufrimiento, obviando el sufrimiento de Yin-Yin (Pizarro, 2005: 43 y ss). Comparto plenamente esta impresión, pues tampoco en las referencias que se hacen a este suceso en los textos espigados en BMLS el centro es la muerte de su sobrino y lo que pudo ocurrir para que fuera capaz de poner fin a su vida, sino que el foco de atención está en el propio sufrimiento de Mistral. Hasta el punto de considerar que son sus faltas del pasado las que han merecido y son responsables de la muerte12. Es como si Yin-Yin, su realidad como sujeto y responsable de sus actos, no existiera y todo girara en torno a su propio dolor. Mistral, en su huida de la realidad, escribió una carta confidencial a todos sus amigos explicando que la muerte de Yin-Yin obedecía a un complot del cual el muchacho no era más que una víctima inocente13, es decir que a su sobrino lo habían asesinado, en contra de todas las evidencias que indicaban la voluntad enigmática de Yin-Yin de poner fin a su vida. De nuevo es una carta la que, más allá de que se pueda comprender el confuso estado anímico con que fue escrita, indica un hecho que cruza todas las anotaciones del libro: el íntimo descentramiento de la escritora, dividida entre la niña, Lucila Godoy, de fuertes raíces indígenas, que se crio en una aldea del norte chico de Chile y conoció el abandono y la soledad, y el personaje, Gabriela Mistral, que se ha construido con grandes esfuerzos de voluntad, pero también con un inmenso desgarro íntimo14. Mistral no da la impresión de conocerse a sí misma, de poderse enfrentar a sus propios demonios, proyectándolos angustiosamente en un exterior al que culpabiliza de todos sus infortunios. En este sentido su actitud recuerda la de JeanJacques Rousseau, quien también culparía a la sociedad de sus propios errores –si bien el pensador francés en Les Confessions no escatimó la introspección y el minucioso análisis de las situaciones vividas. Pero de un modo parecido, siempre en la búsqueda de la culpabilidad en el exterior de uno mismo, se va configurando en el caso de Mistral una personalidad paranoide, llena de enemigos y adversarios, de gente que la quiere mal, 11

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Pizarro se funda en la carta que Mistral escribió a sus amistades tres meses después de su muerte (está fechada el 16 de noviembre de 1943) y que reproduce íntegramente en su libro, según la copia recibida por Palma Guillén. “Debo merecerla. Esta muerte de Yin, en lo que la entiendo, es un castigo a delitos míos de vida anterior” (Mistral, 2012: 159). Carta reproducida por Ana Pizarro (2005: 44-48), según la copia guardada por Palma Guillén. También el libro de Ladrón de Guevara (1957) incluye copia de la que ella recibió. Silvia Molloy ha aludido a este hecho como un rasgo que define e impulsa la escritura de la mujer latinoamericana, esto es la “dislocación en el orden del ser”, citando precisamente a Mistral y a Pizarnik como autoras cuya obra prueba su apreciación. Ver Molloy (1992).

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que la espía, que la ataca, que espera destruirla, sin reparar en aquellas circunstancias de las que siendo responsable propiciaron el alejamiento de terceras personas. Un caso sorprendente es la mención que se hace en una de las piezas de BMLS a la chilena Matilde Ladrón de Guevara, autora de un libro elogioso, casi panegírico, sobre la poeta. Frente a la amistad que aparentemente las unió en Italia, subrayada con fervor por Ladrón de Guevara, Mistral se refiere a ella como una “señorona” que “sin sentarse vomitó los chismes y las furias de allá adentro. (Lo cual no impidió que me dejase a la hija por un mes como visita. Nunca entenderé el funcionamiento mental del criollo.” (Mistral, 2002: 210). El contenido del pasaje, sin duda procedente de alguna carta de la escritora, es el reverso de lo escrito por Ladrón de Guevara: cuando esta afirma en el libro ya citado que Mistral no cesó hasta conseguir que su hija se hospedara en la casa de la poeta… ¿A quién hay que dar crédito? Eso aquí no importa, pero sí importa señalar que algún grave malentendido comunicativo ocurre cuando las versiones de un mismo hecho difieren tantísimo. Otro ejemplo es lo ocurrido en España durante su estancia como cónsul en Madrid (1933-1935), cargo que tuvo que abandonar a petición del gobierno español, trasladándose a Lisboa donde permaneció algo más de un año. Desde entonces alimentaría una hostilidad explícita por todo lo español, tierra que no volvería a pisar nunca más. En sus escritos se hacen alusiones desconcertantes a este episodio: la quieren mal tanto españoles como chilenos, el gobierno de la República la espía incomprensiblemente… Incluso García Lorca y Neruda acaban siendo los responsables, según ella, de su cese fulminante. Hasta el portero de la casa de Menéndez Pelayo donde vive la espía por no compartir sus ideas sobre la monarquía. Lo cierto es que ella en sus cartas no dejaba de solicitar una salida de España, o al menos una permuta de ciudad con Neruda (temporalmente cónsul en Barcelona, una ciudad que al poeta le era indiferente pues él aspiraba a Madrid donde estaban García Lorca y otros poetas que ya había conocido en una estancia anterior). Hace años estudié pormenorizadamente el caso porque resultaba incomprensible15. Lo ocurrido es que Gabriela Mistral, con un cargo diplomático, escribió una indiscreta carta dirigida a unos amigos chilenos, no tan amigos pues permitieron su publicación. La carta, incluida parcialmente entre los textos reunidos por Quezada pero sin la menor identificación, es tremenda: Mistral no se ha adaptado a Madrid, odia la ciudad y a sus intelectuales y le parece que se vive en un atraso “africano”16. De sus descalificaciones Mistral excluye a 15 16

Ver Caballé Masforroll (1993: 231-244). Leamos un pasaje: “Vivo hace dos años en medio de un pueblo indescifrable lleno de oposiciones, absurdo, grande hasta noble; pero absurdo puro. Hambreado y sin ímpetu de hacerse justicia; analfabeto como los árabes vecinos (tan lamentable casta);

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vascos y catalanes, más afines, dice, a su sensibilidad (probablemente le son simpáticos por su antiespañolismo declarado que Mistral conoce bien y con el que se alía). Se puede opinar lo que se quiera, se pueden incluso negar las evidencias –hay quien lo ha hecho–, pero lo cierto es que esa carta no debía haber salido de la mano de alguien que estaba ocupando un cargo diplomático. ¿Hubo mala intención en el matrimonio formado por Armando Donoso y María Monvel al permitir que se publicara en la prensa (desgraciadamente no tengo los datos a mano), cuando era una carta privada cuyo contenido ponía a la escritora en un serio compromiso? Ella terminaba rogándoles “cuídenme las espaldas” pero resulta evidente que sus espaldas quedaron al aire de la indiscreción. El resto cabía esperarlo, la comunidad española de Santiago se molestó y exigió alguna forma de represalia. El gobierno de la República sugirió un traslado. Mistral no podía continuar ejerciendo su cargo en aquellas condiciones y tuvo que irse. No se trata de juzgar a nadie. Todos cometemos errores y el suyo desgraciadamente tuvo consecuencias para ella que la mortificaron en el lugar de siempre: la hostilidad que sentía en los demás hacia su persona y que era expresión de un complejo de inferioridad que la atormentaba pues su proyección pública lo hacía particularmente doloroso. Pero lo sorprendente es el autoengaño persistente, la culpa echada a cualquiera excepto a su propia responsabilidad como diplomática. Tal vez la progresiva perturbación de la mente mistraliana tuviera raíces endógenas, como apunta Luis Vargas Saavedra (1985: 27): “No es posible creer ninguna afirmación de tipo personal, que Gabriela Mistral dé a partir de 1950; y acaso a partir del 46”, refiriéndose a cómo su salud se resiente del golpe recibido por la muerte de Yin-Yin manifestándose una arterioesclerosis y una diabetes que, supuestamente, perjudicarían el funcionamiento de su memoria. No estamos en condiciones de ahondar en su evolución psicológica.

2 En todo caso, las cosas por fortuna ofrecen más de un perfil. Si la obsesión desasosegante de Mistral en relación con el trato recibido por sus compatriotas17 es la experiencia que cruza, de principio a fin, las piezas de BMLS, hay que decir que la hipersensibilidad de la poeta, su elevada susceptibilidad –“una susceptibilidad trágica” reconocerá ella misma (Mistral:  2002:  20)– la hacían enormemente vulnerable ante cualquier

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inconexo: hoy republicano, mañana monárquico (…) Pueblo de pésima escuela y de lindo hablar donoso; pueblo sin la higiene más primaria, sin médico, sin salario para curar hijo o mujer” (Mistral, 2002: 131-134). Jean Franco lo ha analizado en Franco (1997).

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ofensa. Y las ofensas, en la mente de Mistral, acabarían por alzarse con la altura de una pirámide egipcia, pese a tantas satisfacciones y reconocimientos como obtuvo. Está claro que es la percepción de las cosas lo que cuenta para cada uno y no su realidad objetiva, si es que es posible aislarla. Su sentimiento de orfandad debido al abandono paterno se menciona una y otra vez. Como si ella como hija no hubiera tenido nunca el atractivo suficiente para retener el amor paternal, pues Jerónimo Godoy Villanueva, maestro de escuela como su hija pero aficionado a extraviarse, vivía en un permanente delirio ambulatorio y abandonó definitivamente el domicilio conyugal antes de que Gabriela cumpliera los cuatro años. Así, Lucila Godoy pasó toda su infancia en la pequeña ciudad de Montegrande, siendo el centro del pequeño mundo compuesto por madre e hija: “Mi madre era pequeñita/ como la menta o la hierba;/ apenas echaba sombra/ sobre las cosas, apenas/ y la Tierra la quería/ por sentírsela ligera/ y porque le sonreía/ en la dicha y en la pena”18. Una herida inicial que no hará más que enredarse. De modo que Mistral vuelve una y otra vez a los hechos que la traumatizaron en relación con su tierra: como el episodio de la maestra Adelaida Olivares, que cuando Lucila tenía diez u once años la acusó de haber sustraído, con justicia o sin ella, unos ínfimos cuadernillos escolares que la niña estaba encargada de distribuir entre las alumnas (por estar precisamente de pupila en casa de doña Adelaida, una mujer mayor y medio ciega, que dirigía el grupo escolar de Vicuña, aunque poco pupilaje fue, en verdad). Lucila Godoy nunca olvidaría aquella humillación porque fue pública, y quién sabe si en su cambio de nombre no influyó el deseo de desprenderse de una identidad estigmatizada que la hacía sufrir porque le recordaba el pasado. A partir de aquí se vería “expulsada” de Chile en varias ocasiones: Yo salí de Chile “obligada y forzada” por don Jorge Matte, ministro de Educación. A causa de aquel nombramiento para el Instituto de Ciencias Internacionales de París. Quería quedarme con mi madre hasta su muerte. Me lanzaron, y como tengo un fondo de vagabundaje paterno, me eché a andar y no he parado más (Mistral en Ladrón de Guevara, 1947: 159).

No sé hasta qué punto un nombramiento importante puede leerse en una clave tan desdeñosa para quien lo recibe pero no importa, porque es fácil especular con la idea de que la patria que, según ella, nunca la quiso, en el fondo es una despersonalización de un problema más real de desubicación, de merma de seguridad afectiva que marcó su infancia: el de una niña abandonada por su padre en un contexto patriarcal y machista donde el varón jugaba un rol doméstico decisivo, fuera cual fuera su precariedad. “Yo no fui querida nunca, cuando quise” (Mistral, 2002: 20). 18

Comienzo del nocturno “Madre mía” en Lagar (Mistral, 2010).

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Pero es que Mistral tuvo que lidiar también con la maleza chismosa que en lugar de apoyar su ambición literaria la tuvo siempre en lo más alto de sus murmuraciones: “Borges la negó, como Vicente Huidobro o Pablo de Rokha”, afirma el también chileno Gonzalo Rojas19. La negaron por juzgar que su poesía no reconocía, y por tanto no incorporaba, el peso de las vanguardias, anclándose en un lenguaje decimonónico y antiguo.

3 ¿Llevó un diario Gabriela Mistral que pudiera justificar el título dado por Jaime Quezada? No caben dudas acerca de un hecho: el diario no era una escritura ajena a Gabriela Mistral. La prueba, aunque muy modesta, la tenemos en las pocas páginas que incluiría Carmen Conde20 en su semblanza de la poeta (Epesa, 1970), con el título: Diario vegetal de Gabriela Mistral, aunque más que vegetal habría que calificarlo de jardinero, pues en él Mistral da indicaciones diarias de cómo deben evolucionar los jardines de sus dos casas estadounidenses, fundamentalmente la que acaba de adquirir en Santa Bárbara. A raíz de la concesión del Premio Nobel en 1945, el gobierno chileno decidió mejorar la situación consular de la escritora nombrándola cónsul en la importante ciudad de Los Ángeles. A ella se trasladó Mistral en junio de 1947, instalándose en la casa que adquirió con el dinero obtenido con el Premio. Es decir, primero se instaló en Monrovia, en la calle de Buena Vista y después se trasladaría a Santa Bárbara, aunque mantuvo la casa de Monrovia arrendada (a su muerte la legaría a Palma Guillén). El texto que publica Conde comprende del 1º de enero de 1947 al 24 de septiembre del mismo año, es decir un lapso de 9 meses. La escritora viene y va entre las dos casas queriendo componer frondosos jardines con huerto e incluso con un gallinero que no llegará a prosperar, en el de Santa Bárbara. Son anotaciones dirigidas a dos o tres jardineros distintos (entiendo que al menos uno en cada casa: se los define como “el jardinero sueco”, “el jardinero de Connie” y el “jardinero mío”) y también algunas están dirigidas a un niño, chino por más señas, que debía hacer las tareas más sencillas. Son indicaciones prácticas, carentes de la menor elaboración, siquiera sintáctica; pero, de nuevo, ante la penuria con que se editan tantas veces los textos autobiográficos, hacemos de la necesidad virtud para señalar el intenso amor a la naturaleza que revelan dichas anotaciones. En diferentes ocasiones escribe Mistral sobre la importancia que para ella tiene ese contacto, su gusto por andar a pie 19 20

En Gabriela (ibid.: xiii-xxiv). La escritora española nacida en Cartagena trató con asiduidad a la chilena cuando ésta estuvo en Madrid de cónsul, entre 1933 y 1935. Nació entre ellas una gran amistad y Mistral prologaría Júbilos, un poemario de Conde sobre la infancia (Madrid, 1933).

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todo lo que se pueda, y que tal vez le servía a la escritora para calmar, o “regular” como dice, “un sistema nervioso enloquecido”. Había tenido una primera experiencia con la compra de una pequeña casa con tierra, no más grande que un pañuelo dice, en La Serena: “Yo lo he plantado [el huerto] y solo cuando me enfermo pago la poda y lo demás. En la casa, chica hasta desesperarme, solo he podido hacer un jardín”. La casa de Santa Bárbara21, sin embargo, tendrá cuatro jardines alrededor. Pero en la pequeñez de La Serena, adonde regresa temporalmente en 1925 después de su estancia en México, sueña en algún momento con instalarse mientras cuida de su envejecida madre. Allí practicaría con mimo lo que después seguiría haciendo con pasión: azadonear la tierra, desmalezar, barretear, podar, injertar como lo haría cualquier hortelano, escudriñar con mirada experta los progresos de flores, árboles y plantas, y sobre todo… regar. “Regar está entre mis grandes placeres” (Mistral, 2002: 20). El amor a la tierra le daría para publicar en 1949 (dos años después del diario vegetal o jardinero) una aguda reflexión sobre los orígenes de su afición. La tituló El oficio lateral –su oficio lateral era, evidentemente, la jardinería– y en ella defendía la necesidad de disponer de un “oficio lateral” ante la soledad y el desespero, a veces, de la vida. Un oficio que nos permita evadirnos del oficio principal. Ella sugiere que, en su caso, la afición surgió en los pueblitos chilenos en los que trabajaba como maestra a los 15 ó 20 años, con apenas una vivienda techada donde dormir: “El pobre maestro debe salvarse a sí mismo y a los niños dentro de su propia salvación. Llegue, pues, el oficio segundón, a la hora de la crisis, cuando el tedio aparece en su fea desnudez; venga cualquier cosa nueva y fértil, y ojalá ella sea pariente de la creación, a fin de que nos saque del atolladero”, leemos en el maravilloso recado. De modo que ella se acostumbraría a cuidar la poca tierra que rodeaba su magra vivienda para evadirse de su aislamiento y estimular asimismo la creación: “cuento que dos horas de riego y barrido de hojas secas me dejan en condiciones de escribir durante tres horas más”. Según nos dice Carmen Conde, el texto (“unas hojas del Diario vegetal de Gabriela Mistral”) le fue cedido por Connie Saleva22 como expresión de amistad y Conde decide incluirlo en su estudio con el fin de realizar una aportación documental. Ignoro el paradero de estas páginas de un diario que se intuye más amplio; tal vez se hallan entre los papeles 21 22

Ubicada en el número 729 de East Anapsau Street. La secretaria de muchos años a la que Mistral, sorprendentemente, llama “Saliva” en una de las piezas sin identificar de BMLS y a la que acusa de haberle sustraído de 8 a 10000 dólares pertenecientes al monto del Premio Nobel (Mistral, 2002: 211). Otro triste ejemplo de un victimismo paranoide que la lleva al rechazo y la condena de las personas más próximas a ella.

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de Carmen Conde en el archivo de la escritora en Cartagena. La primera anotación fechada (miércoles, 1/1/1947) parece referirse al jardín de la casa de Monrovia: Regar los naranjos recién plantados En el fondo de la propiedad, al lado izquierdo, hay sitio para plantar árboles. Decirme cuántos pueden ponerse. Yo quiero allí dos naranjos más, cuando menos, y dos albaricoques (damascos) y una higuera más. Hay que distribuirlos bien, poniendo un árbol de hoja perenne (naranjo) al lado de uno de hoja caediza (damasco o higuera). Yo traeré o mandaré abono desde Santa Bárbara. Igualmente traeré semillas (Carmen Conde, 1970).

Lo interesante es ver cómo en unas pocas páginas el diario jardinero de Mistral se vuelve testimonio de su relación con la creación literaria. Es decir que la motivación se desplaza de las inquietudes propias de su “afición lateral” a las propias de su “afición principal”, la escritura. Leamos, por ejemplo, la anotación correspondiente al 1º de mayo de 1947: Trabajo Dejar la mañana para el trabajo de escribir y leer. Sobre todo de escribir. Si no duermo siesta a esa hora, recortar revistas y repasar los álbumes. No trabajar. De tarde, hacer arreglos de jardín, una hora, media mejor. El 5 de mayo: Escribir Volver a los “Recados criollos”, poco a poco. No quedarse en los discursos. Hacer en los Colegios lectura comentada de escritores chilenos y de mis versos, cuando me pidan estos (ibid.).

El 10 de junio escribe: Método de trabajo Antes de comenzar un artículo, escribir en el com[ienzo] del cuad[erno] unos 5 vocablos no usados antes. Idem. el nombre de unas cinco materias –que no sean las de siempre-. 12 de junio: Ídem una cita Ídem un lugar o varios para usarlos como relación con el asunto. Idem una mención de Chile (ibid.).

Las mañanas para escribir, las tardes para la jardinería. Al oficio principal Mistral dedicará las horas más renovadas del día, frente al oficio lateral, su válvula de escape. De todos modos, y aunque esas indicaciones a los jardineros apunten a un arraigo en la casa de Santa Bárbara, no está 52

Gabriela Mistral y el diario

de más decir que un año después partiría para México en compañía de Doris Dana, y de allí a Nápoles y de Nápoles volvería a Estados Unidos para instalarse hasta su muerte en la casa de Doris Dana en Long Island (Nueva York). Se diría que, como ya le había ocurrido con el terreno comprado en La Serena años atrás –fue comprarlo e irse a Francia–, el sino de Gabriela Mistral era la huida de cualquier posible anclaje, quedando sus proyectos de cuidar la tierra al aire. ¿Huía la escritora de sí misma? Todo indica que sí.

Bibliografía Caballé Masforroll, Anna, 1993, «Gabriela Mistral en Madrid», Anales de literatura hispanoamericana, n. 22, pp. 231-244. Texto en línea: http://revistas. ucm.es. Conde, Carmen, 1970, Diario vegetal de Gabriela Mistral. Epesa. El Mercurio, 2007, «Mistral en Long Island: los avatares de un tesoro», 22/07/07. Franco, Jean, 1997, «Loca y no loca. La cultura popular en la obra de Gabriela Mistral» en Releer hoy a Gabriela Mistral. Canadá: Université d’Ottawa. Ladrón de Guevara, Matilde, 1947, Gabriela Mistral, rebelde magnífica. Santiago de Chile, Zig-Zag. La Tercera, 2009, «Las cartas de Doris Dana y Gabriela Mistral», 29/8/2009. Mistral, Gabriela, 2002, Bendita mi lengua sea. Diario íntimo de Gabriela Mistral. Santiago: Planeta/Ariel. ______, 2009, Niña errante. Cartas a Doris Dana. Edición de Pedro Pablo Zegers. Lumen, Santiago de Chile. ______, 2010, Gabriela Mistral en verso y prosa. Madrid: RAE y Asociación de Academias de la Lengua Española, Santillana. Pizarro, Ana, 2005, Gabriela Mistral. El proyecto de Lucila. Santiago: LOM Ediciones. Molloy, Silvia, 1992, Women’s Writing in Latin America, Westview Press, Oxford. Vargas Saavedra, Luis, 1985, El otro suicida de Gabriela Mistral. Santiago: PUCCh. ______, 2007, «Gabriela Mistral no era una mentirosa», El Mercurio, 3/6/2007. Zalaquett, Cherie, 2002, «Doris Dana, la albacea de Mistral rompe el silencio». Entrevista con Doris Dana, El Mercurio, 22/11/2002. En http://www.letras. s5.com/gm171004.htm.

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Alfonso Reyes en su Diario Carlos García Mientras a fines de los 90 espigaba en el Diario 1911-1930 de Reyes para escribir mi libro sobre la correspondencia entre don Alfonso y Borges (García 2010a, 2010b), no imaginaba que en un lejano futuro se me invitaría a escribir sobre él. Ello me alegra, porque me da ocasión de hacer público mi aprecio hacia el escritor y, por encima de sus cualidades como tal, por la persona de Alfonso Reyes. Podría decir de él lo que Nietzsche dijo de Montaigne: “Que un hombre semejante escribiera, ha aumentado por cierto el placer de vivir en esta tierra”. No es por casualidad que menciono en este contexto a Montaigne: sería sencillo establecer algunos paralelos entre ambos escritores: la erudición, la inteligente curiosidad, la bonhomía, el humor. Montaigne no sólo es el creador del género “ensayo” sino también uno de sus mejores cultores. El ensayo es también el género en el cual descuella Reyes, el que le es más idóneo: a mi modo de ver, ni el poema ni el trabajo meduloso y sistemático, de largo aliento, eran su especialidad (aunque ahí está, para desmentir el último aserto, El deslinde). Detrás de ambos hay, además, una tragedia que insufla melancolía en sus vidas: en Montaigne la muerte del amigo del alma, La Boétie. En Reyes, la del padre muerto a tiros en el marco de un levantamiento político. En cuanto a la mirada introspectiva, el albacea literario de Reyes, José Luis Martínez, afirma: “Como Montaigne, uno de sus maestros, Reyes se observa, se describe y se comenta” (OC XXII: 12). Parte de ese trabajo de introspección lo cumple Reyes en su Diario. Conviene situarlo siquiera someramente en el marco general de los escritos de Reyes antes de que éste comenzara a escribirlo. Reyes rezumaba elegancia y corporeidad, desde la inconfundible silueta hasta su alegría de vivir precisamente en un cuerpo apto para los placeres de la cocina, la bodega… y los otros. Concuerda con ello el carácter de su obra: lo amplio y variopinto; el vigor, emparejado a una elegancia rítmica y liviana; el parlando de muchos de sus escritos. Así como Borges lo hará de muy otra manera en el sur de América, Reyes mostrará en el norte a qué cotas de perfección se puede llegar en castellano. Fue representante de una época de oro de la literatura americana, ya sin personalidades de su talla. 55

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Descolló no sólo en la literatura, sino también en la diplomacia, entendida no como huera representación o prebenda, sino como puesto político al servicio del Estado, el país y la cultura (véase, por mencionar sólo un caso, su ejemplar comportamiento en favor de la República con ocasión de la Guerra Civil en España, así como sus cuidados para con los exiliados españoles llegados a México, en Enríquez Perea 1998 y 2005). Las Obras Completas de Reyes se componen de 26 volúmenes, en los que no se incluyen ni las memorias e informes escritos en su calidad de diplomático, ni muchos otros de los manuscritos de su autoría que han sobrevivido, incluidos sus Diarios, ahora por fin en vías de publicación en forma completa (hasta hace poco sólo se conocía una parte de ellos). Tampoco su inmenso epistolario forma parte de esas Obras Completas. Descontando al enciclopédico Voltaire, no conozco a ningún otro autor que haya escrito ni de quien se hayan publicado tantas cartas. Yo mismo he contribuido a ese montón con algunos volúmenes. Reyes había comenzado a publicar en México hacia 1909. Pasó a París en 1913, en una suerte de exilio más o menos voluntario, suscitado por errores políticos de algunos de sus familiares. A partir de 1914 retoma en Madrid su labor literaria, primero como periodista de El Sol, periódico bajo la influencia de José Ortega y Gasset, quien “aunque muy joven todavía, era una estrella radiante, en torno a la cual giraba toda una ronda de planetas” (OC XXII, 386). Colabora en El Sol y en España con informes sobre historia y geografía (escribe ampliamente, por ejemplo, sobre la intrincada cuestión de Schleswig, región disputada entre Alemania y Dinamarca), glosa libros y reseña sucesos, mientras en El Imparcial, al cual también había llegado a través de Ortega, comenta las últimas películas bajo el seudónimo Fósforo (que compartía con el también mexicano Martín Luis Guzmán) bajo la rúbrica “Frente a la pantalla”. Adviértase que estamos hablando de 1915-1916; en la década del 30 se ocuparía del joven cine sonoro. De entre sus libros, destaco algunos: en 1911, Cuestiones estéticas, que alcanzó gran difusión en Sudamérica, según muestra la lectura que de él hizo Vicente Huidobro y que será objeto de algún intercambio epistolar entre el chileno y Reyes (García 2005b). En 1917, la densa prosa poética de Visión de Anáhuac y los deliciosos Cartones de Madrid, fruto de su estancia en la villa y corte. Entre 1921 y 1922 aparecen los tres tomos de Simpatías y diferencias, donde Reyes recoge muchos de sus trabajos periodísticos de los años anteriores. Lo vemos allí en su mejor forma, en pleno dominio de sus facultades: curioso, elegante, incisivo. Hay en sus páginas, entre otros temas, retratos de los más importantes autores españoles del momento, que Reyes caracteriza con acierto y originalidad: Ramón Gómez de la Serna, Ortega y Gasset, Azorín, Juan Ramón 56

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Jiménez… También se ocupa de hispanoamericanos de excepción, como los poetas Rubén Darío o Amado Nervo (poeta mexicano este último, cuyas primeras Obras completas Reyes recopiló y prologó). Paralelamente, Reyes da a luz entre 1917 y 1918 algunas ediciones de clásicos españoles (Arcipreste de Hita, Quevedo, Ruiz de Alarcón, Gracián) y de autores de lengua inglesa (un inglés, un escocés y un irlandés): entre 1917 y 1922, traduce a Gilbert K. Chesterton, a Robert Louis Stevenson y a Lawrence Sterne. Si bien ya había hecho a partir de 1911 algunos pinillos en este sentido, fue en 1924, nel mezzo del camin de su vida (a los 36 de sus 70 años), que Reyes sintió la necesidad de dar a sí mismo cuenta de su vida. El plan de escribir sus memorias surge en ese año, y es como parte de ese proyecto que Reyes da comienzo a su Diario, que continuará hasta dos días antes de su muerte en 1959. Las Memorias nunca fueron escritas como tales: algunos capítulos se hallan desperdigados en numerosos trabajos de Reyes, y en varios pasajes del Diario. El volumen de las Obras Completas que lleva el título de Memorias recopila algunos de esos textos (OC XXIV). El Diario era, pues, un hijastro poco querido en el imaginario de Reyes, que hubiera preferido poder escribir sus Memorias sin el escalón intermedio. A pesar de ello, llenó a lo largo del tiempo 25 cuadernos de entre 100 y 150 páginas cada uno. De una pequeña parte de ese Diario se hizo en 1969 una edición, con muchas injerencias y retoques del editor. Desde el 2009 está en curso la publicación de todos los testimonios a mano de probados especialistas en Reyes. La edición completa del Diario constará de siete volúmenes, de los cuales cinco han aparecido al día de hoy (mayo de 2015; ver detalles en la Bibliografía). Reyes escribía en su Diario mayormente de noche. “Soledad con letras” llama a ese ejercicio en una nota de septiembre de 1925, enfilándose así en la ilustre tradición que va de Séneca a Montaigne. Montaigne o Goethe dictaban a veces sus diarios a un amanuense o secretario. No así Reyes. Sin embargo, alguna vez toma la pluma su esposa. En agosto de 1951, con ocasión de un ataque cardíaco de Alfonso, será doña Manuela quien apunte en el Diario lo sucedido. ¿Pensaba Reyes dar a luz el Diario? Obviamente sí: en 1947 dice “ordené para posible publicación un primer volumen de mi Diario, proyecto que aún duerme” (OC XXIV: 126). Similar nota en el Diario: “he armado ya el tomo I de mi Diario, añadiendo fragmentos anteriores de 1911 a 1914” (21-VI-1947).

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Según informa su hijo (1969: 21), Reyes le comentó a menudo que su Diario no tenía ninguna ambición literaria. Ello es cierto y a la vez no lo es: el Diario contiene muchas notas cuyo carácter no difiere en demasía de lo que esperaríamos encontrar en un cuaderno de bitácora o un aidemémoire. Pero Reyes no sería Reyes si la fina percepción de su entorno y de sí mismo no llevara a su lenguaje a breves, pero hermosas cumbres estilísticas, dispersas a lo largo del texto. Veamos primero algunos ejemplos de lo que Reyes mismo dice acerca de la función de su Diario, que por supuesto fue cambiando a medida que pasaba el tiempo y de acuerdo con los vaivenes de su estado de ánimo o de la realidad circundante: Estas notas tienen un fin de mero recuerdo personal. También el llevar una especie de debe y haber o correspondencia de atenciones, puesto que hay tanto que apurar en estas cosas que a veces se hacen tan en frío y por mero deber. Pero espero que haya algunas páginas de buena temperatura, de buen recuerdo verdaderamente amistoso y grato. Muchas abstenciones tendré que registrar, pues quiero defender mi tiempo. Durante la etapa enero-junio de mi llegada, debí aceptarlo todo, por no sentar fama de hurón, y para dejarme conocer de todos los centros. Ahora, tengo derecho a mi soledad con letras. Estoy, por fortuna, en el medio en el que eso se respeta.” [Principios de septiembre de 1925] Muchas veces tuve el deseo de dar a este diario toda mi intimidad. Me ha detenido un respeto humano. Acaso lo mismo que le quita valor a este diario, lo resta a mi vida, a mis versos y a mis libros. Siempre tuve que ahogar mi fantasía. Me moriré con ella… por causa de un respeto humano. A veces me pregunto si no cometo un error con esto. Si yo pudiera manifestarme aquí con toda libertad y describir día a día mis experiencias, sabría más sobre mí mismo, y aun acaso hubiera podido sacar partido artístico de ciertos dolores destinados a morir inútilmente dentro de mí, pero ese respeto… [23-IX-1931] Continuamente dudo si debo transformar este diario de fechas y datos en un cuaderno de apuntes, de reflexiones, de ideas. Lo que me detiene para ello es la falta de tiempo: no quiero contraer ante mí mismo otro compromiso más. Ya no me basto para nada. Además, la manía de apuntar ideas en diario como sobre la verdadera obra. Y el sólo distinguir entre lo que debe ir al diario y lo que debe ir al libro es ya un trabajoso discrimen, cuya sola perspectiva me cansa. Tomo muy a pecho cuanto hago –el ostinato rigore del Vinci– y por eso no quiero ponerme a hacer más. Aunque ¡cuánto me serviría este diario [de] desahogo, aquí! [18-VI-1935] Muchas veces he tenido la tentación de transformar estas notas esquemáticas (de datos y hechos, para mi simple recordación) en un verdadero diario íntimo. Me detiene siempre un doble sentimiento: si se trata de ideas, encuentran mejor acomodo en mis libros; si de sentimientos personales, el pudor más

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allá de la tumba. No quiero que, después de muerto, escarben mi corazón. Y no quiero en vida causar penas inútiles a la gente con la exhibición de mis miserias (pues estos cuadernos pueden pasar por sus manos en cualquier momento). [31-XII-1938]

Pero no debe creerse sin más lo que autores dicen sobre sí mismos. El Diario de un reputado escritor, una vez publicado, se lee como si fuera una de sus obras, de modo que lo es, al menos a posteriori y desde la perspectiva del lector. No es posible hacer en las pocas páginas de este capítulo un catálogo completo de los temas que Reyes trata en su Diario. Prefiero, por ello, privilegiar algunos pocos asuntos.

Goethe Ciertos temas ocupan a autores de peso toda la vida. Muchos de los temas principales de Borges afloran ya en su obra de juventud. Hay equivalencias en Reyes, aunque éste fue más amplio y más volátil que el argentino. Así, por ejemplo, la primera mención de Goethe aparece ya en la primera entrada del Diario de Reyes (3-IX-1911, en realidad, una nota autobiográfica adosada al Diario, aunque no pertenecía originalmente al corpus propiamente dicho). Dice Reyes en su Diario: Goethe no sólo me inspira a entender ciertos ideales muy míos, sino que me da el mejor retrato de mis defectos y el cuadro de los peligros que me amenazan. Él se libró a fuerza de genio. Yo sólo puedo librarme con paciencia y con diligencia. [Río de Janeiro, 25-IX-1931]

Más tarde, José Luis Martínez recopiló la mayor parte de los trabajos de Reyes sobre el alemán en el volumen XXVI de las Obras Completas. Huelga mencionar que pertenecen a lo mejor que en lengua castellana se haya escrito sobre Goethe.

El dolor de España Como buen americano de la época, Reyes tuvo una relación conflictiva con la “madre patria”: odi et amo. El tema no juega el menor papel en las conciencias de hoy, pero fue aún muy importante en la primera mitad del siglo XX. Especialmente en la década y media que va de 1910 a 1925, cuando se cumplieron diversos aniversarios de levantamientos e independencias, todo americano inteligente desde México hasta Argentina se planteó la pregunta acerca de su actitud ante España, y la de esta nación ante su propio país.

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La actitud de Reyes, quien había encontrado trabajo y amigos durante su estancia en Madrid, estaba dominada por el agradecimiento y el afecto, pero sin ceguera. Su crítica mirada advirtió tempranamente que España no sabía qué hacer ante América. Por un lado, se envanecía hueramente de ser la matriz de todo; por otro, comenzaba a sentir complejo de inferioridad ante las demás naciones europeas (al menos ante las que contaban cultural o económicamente: Francia, Inglaterra, Italia, Alemania). Véanse algunos pasajes al respecto: La fatalidad de España en América puede definirse en pocas palabras: 1° Por parte del estado español, abandono completo de relaciones, desinterés entre rencoroso y desdeñoso para América. Se ve en la actitud pública de España en todas las asambleas internacionales: sus delegados prefieren ser servidores tímidos de Europa (que los desdeña) a centros de unión y cordialidad de América. 2° Por parte de las colonias españolas en América, intromisión (siempre conservadora, reaccionaria, capitalista y cruel en la política interior de aquellas repúblicas democráticas. Hacen que el americano tenga de España una representación fea e injusta. [Septiembre de 1925. El último problema se agravará una década más tarde, por ejemplo en Argentina, con ocasión de la Guerra Civil.] Todo funcionario español se siente mal ante los americanos, si está sobre todo delante de europeos. Se diría que Europa es para ellos el juez, ellos el acusado y América el cuerpo del delito. [28-X-1925]

La preocupación de América Este tema, constante en el pensamiento de Reyes y recurrente en varios de sus libros (véanse, por ejemplo, los estudios de Barili 1999 y Houvenaghel 2003), aparece también en el Diario. Una muestra de ello son las notas relacionadas con la visita de Waldo Frank a Buenos Aires en 1929. Frank, como otros visitantes ilustres (Ortega, Keyserling), fue un catalizador importante para la sociedad argentina del momento, ocupada en definir el propio ser nacional y el papel a jugar en el concierto del mundo y de América. Reyes intervino en esos debates públicos.

Las relaciones entre Hispanoamérica y Francia En charla con Jules Romains, Reyes explica al francés que “el problema de la literatura hispanoamericana en París era éste: que sólo piden al americano que sea pintoresco y exótico. […] Pero es que el exotismo y lo pintoresco es falsedad, y más vale fracasar que mentir” (17-II-1926).

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Sería muy interesante una detallada monografía acerca de la actitud del mundillo cultural francés ante todo lo americano, en el medio siglo que va, digamos, de 1915 a 1965. Creo que se encontrarían allí tanto huellas de canibalismo literario como de racismo de signo invertido, mezclado con algo de condescendencia. Por lo demás, Reyes padeció también en México un problema similar al que relata a Romains, ya que su desprejuiciada apertura a la cultura occidental le atrajo a menudo el reproche de ser antimexicano (paralela experiencia tuvo Borges en Argentina). Un ejemplo de las quejas, en el Diario, acerca de la oposición que se le hace en México, tanto por gentecilla del mundo diplomático que envidia sus puestos como por cuestiones ideológicas o hasta literarias: La guerrilla que dos o tres me hacen en México me está enseñando dos cosas: 1° que ya tengo una cotización pública, 2° que no debo tomar en cuenta los ataques. Como nunca me habían discutido, si hubieran espaciado los ataques, me dolerían más. Pero han soltado a un tiempo todos sus perros. Resultado para mí: se me está haciendo el callo. Provechosa enseñanza. Un perfeccionamiento que deberé a los que han querido dañarme. [20-XII-1926]

Cuestiones diplomáticas La diplomacia es tratada más detalladamente en otros papeles, y a menudo en su correspondencia, sobre todo en la mantenida con Genaro Estrada (cf. Zaïtzeff 1992-1994), pero no falta en el Diario. Así encontramos, por ejemplo, los pormenores de su entrevista secreta con el rey de España en varias entradas escritas a partir del 19 de octubre de 1924.

Lamentos por no tener a mano sus libros y correspondencias En los años de su trashumancia diplomática, Reyes se queja una y otra vez de que le falta algún libro de su biblioteca, la correspondencia con algún amigo o con otras personas, trabajos propios, terminados o no. Un ejemplo de entre decenas de ellos: Me tiene sin sueño la esperanza del placet, y la falta de mis manuscritos y libros preferidos que dejé en México. [14-XII-1924]

Ese lamento no cesará hasta que, una vez radicado en México definitivamente, se haya instalado en la que será su biblioteca y congenial espacio de trabajo, ese templo de la cultura que Enrique Díez-Canedo llamó “capilla alfonsina”.

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Notas sobre sus libros Reyes anota a menudo los datos bibliográficos de sus libros, en general completos, y casi siempre con quejas acerca de los errores de imprenta. Esas notas son fugaces antepasados de un trabajo más sistematizado: “Historia documental de mis libros”, donde habla de pasada de su “Diario de trabajo” (1955-1959; OC XXIV; cf. “Carta a dos amigos”, de 1926, en OC IV).

Listas de personas a quienes remite sus libros Estas listas, que llenan páginas enteras, sólo son engorrosas o molestas para el lector común. Para el estudioso, proporcionan interesantes y útiles informaciones acerca de las redes sociales e intelectuales de que formaba parte Reyes. Es un interesante juego ver quién entra en ese cambiante panteón y quién sale de él.

Planes literarios, bosquejos En la entrada del 6 de marzo de 1930 Reyes delinea con abundancia de detalles la idea de su revista Monterrey. Correo Literario, aunque el nombre definitivo surgirá apenas el 16 de marzo. Pero no sólo sobre revistas informa el Diario: a veces da cuenta de algún trabajo planeado que no llegó a cuajar, como el de una obra de teatro que debía ser escrita en conjunto con Borges. El 12 de septiembre de 1929, Reyes anota en su Diario: “Proyecto teatral con Borges”, sin aclarar de qué se trata. Decenios más tarde Reyes escribió más claramente al respecto1: Solía yo decir a Jorge Luis Borges, allá en mis días de Buenos Aires: –¿Qué efecto podría causar una obra escénica cuyos personajes, en vez de dialogar como suelen, simplemente monologaran uno junto a otro? Cada Juan Pirulero atiende su juego, cada uno habla de lo que le interesa o fascina, cada uno sigue su sueño y no da oídos al interlocutor, por mucho que lo tenga delante. En el fondo, y si pudiéramos arrancar el disfraz a muchas conversaciones, esto es lo que realmente sucede. Y por aquí llegué a concebir una pieza teatral que podría llamarse, simbólicamente […] La posada del mundo. […] La empresa no nos parece imposible, y quizás algún día la intentemos.

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Alfonso Reyes, “Só­focles y la posada del mundo”: Marginalia, segunda serie, 1954; Las burlas veras, OC XXII, 227.

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La salud Entre 1944 y 1951 la muerte llamó al portón de Reyes con cuatro infartos. No asombra, pues, que el estado del cuerpo y las tristes elucubraciones que ello desata pasen a ser uno de los temas que ocupan su Diario por esas fechas y hasta el final (1959), y le agríen el ánimo. La muerte propia había sido ya prefigurada por las de amigos íntimos: Insomnios, tristezas y desalientos. Este ambiente cruel, injusto, inculto, ramplón, falso, envidioso, parece que va pudiendo contra todo mi anhelo de vivir y de trabajar. Sigo recluido en casa […] Y luego ¡qué soledad! Genaro Estrada, Antonio Caso, Enrique Díez-Canedo, Pedro Henríquez Ureña se me han ido. [23-IV-1947]

Medidas testamentarias El Diario de la década y media que va aproximadamente de 1945 a 1959 nos muestra a un Reyes ocupado en dejar arregladas sus cosas, sobre todo las literarias. Se ocupa de reordenar el material que puebla sus libros, diseña series, cambia títulos, introduce nuevos apartados. Una muestra de ello se ve en la entrada del 21 de junio de 1947. Allí se menciona el Diario tres veces. La última de ellas explica el puesto que le asignaba Reyes en el marco de sus escritos: Quiero dejar, a un lado, la obra, que se clasifica por sí. Y a otro, la vida, así clasificada: Archivo de Alfonso Reyes Diario Memorias (Crónica Monterrey, Enseña de Occidente, etcétera)

Poco más tarde, en uno de los frecuentes ataques de insomnio que padecía en esa época, escribe Reyes: A las tres de la madrugada. Y luego ¿cómo compaginar la publicación del Diario con las proyectadas Memorias, sin repetir mucho? Es mucho más fácil dar coherencia a unas memorias que a un diario, pero supone más trabajo de pluma. [22-VI-1947]

La tirantez entre los proyectos Diario y Memorias quedó irresuelta hasta el final.

Puerilidades Hay cosas que no deben silenciarse, aunque sean desagradables. En el Diario hay demasiadas huellas de los homenajes que se hacen a Reyes, de las condecoraciones que posee y de los títulos que se le confieren. Esta es la parte más infantil de Reyes, coronada por su interés en los soldaditos de plomo (véase por ejemplo la última entrada del año 1929). 63

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Sin embargo, la vanidad de Reyes es disculpable, ante mis ojos, porque se basaba tanto en una ingente labor intelectual y diplomática como en una sonrisa auto-irónica y benévola, que amortiguaba la a veces pueril necesidad de aplauso.

Indiscreciones Reyes dice a menudo no querer traicionar la privacidad de otras personas, pero, de hecho, lo hace a veces en su Diario. Así, por ejemplo, en relación con los conflictos sentimentales de Jean Cassou, uno de sus traductores al francés (del 17-III-1925 en adelante). Hallamos un breve ejemplo en clave de una indiscreción acerca de su propia vida privada, sólo para entendidos, en una breve nota escrita en Brasil (Río de Janeiro, 6-IV-1930): “Echo de menos mis cosas de Buenos Aires. Mi diablito. Mi vida”. Por lo demás, no se le escapa al buen cubero Reyes lo siguiente: “Todo este tiempo, anda aquí el concurso universal de Belleza, las misses, y sus mil fiestas” (Río de Janeiro, 30-VIII-1930). Al terminar de leer el Diario de Reyes, podemos decir mutatis mutandis lo que Borges anota al final del epílogo de su libro El Hacedor (1960): Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

En lo que dice y en lo que calla, en los ocasionales brotes de vanidad, de enfado, de alegría, en las meticulosidades de diplomático y de bibliógrafo, en los eruditos datos, en las perspicaces notas sobre la situación mundial o sobre personas, en su regia cortesía aun para consigo mismo, está Reyes de cuerpo entero.

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______, 2010b, Discreta efusión. Jorge Luis Borges/Alfonso Reyes. Epistolario (1923-1959) y crónica de una amistad. México: Bonilla Artigas/El Colegio de México [Nótese el cambio del orden en los apellidos entre esta edición y la de Madrid, introducido sin mi permiso]. Hernández Navarro, Melissa, 2012, «Alfonso Reyes: Diarios» en Josué Sánchez, José Pulido, Roberto Culebro (coords.), Facciones. Ensayos sobre Alfonso Reyes. Veracruz: Universidad Veracruzana. Biblioteca Digital de Humanidades, vol. 13, pp. 95-99. Houvenaghel, Eugenia, 2003, Alfonso Reyes y la historia de América. La argumentación del ensayo histórico. Un análisis retórico. México: Fondo de Cultura Económica. Martínez, José Luis, 1989, «Las memorias de Alfonso Reyes», NRFH, XXXVII, n. 2, pp. 487-504. Orizaga Doguim, Daniel, 2012, «Diario brasileño: Affonso Reis 1930-1936» en Josué Sánchez, Jose Pulido, Roberto Culebro (coords.), Facciones. Ensayos sobre Alfonso Reyes. Veracruz: Universidad Veracruzana. Biblioteca Digital de Humanidades, vol. 13, pp. 53-61. Reyes, Alfonso, 1969, Diario 1911-1930. Prólogo de Alicia Reyes. Guanajuato: Universidad de Guanajuato [Abarca el período 3-IX-1911/10-X-1913 y 4-VII-1924-1930]. ______, 1955-1993, Obras Completas, I-XXVI. México: Fondo de Cultura Económica, 1955-1993: I (1955), II-IV (1956), V-VI (1957), VII-VIII (1958), IX-XI (1959), XII (1960), XIII (1961), XIV (1962), XV (1963), XVI (1964), XVII (1965), XVIII (1966), XIX (1969), XX (1979), XXI (1981), XXII-XXIII (1989), XXIV (1990), XXV (1991), XXVI (1993). ______, 2002, Alfonso Reyes digital. Obras completas y dos epistolarios. CDROM de la Biblioteca Virtual Andrés Bello de Polígrafos Hispanoamericanos. Fundación Hernando de Larramendi/Fundación MAPFRE TAVERA/Fondo de Cultura Económica: Madrid, 2002 (Bibliotecas Virtuales FHL, 2). [“El disco incluye la versión íntegra de los 26 volúmenes de las Obras Completas (…), así como las respectivas ediciones de la correspondencia mantenida por Reyes con Pedro Henríquez Ureña (Volumen I, 1907-1914) y Julio Torri (1910-1959)”]. ______, 2009-2013, Diario 1911-1959, edición planeada en 7 volúmenes, de los cuales hasta hoy (mayo de 2015) aparecieron sólo los siguientes: -I: 1911-1927: Edicion crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas e índice de Alfonso Rangel Guerra. México: Fondo de Cultura Económica, 2009. -II: 1927-1930. Edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas e índice de Adolfo Castañón. México: Fondo de Cultura Económica, 2010. -III:  1930-1936. Edición, introducción, notas, apostillas biográficas, cronología e índice de Jorge Ruedas de la Serna. México: Fondo de Cultura Económica, 2011.

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Alfonso Reyes en su Diario

-IV:  1936-1939. Edición crítica, introducción, notas, cronología y fichas biobibliográficas de Alberto Enríquez Perea. México: Fondo de Cultura Económica, 2012. -VI: 1945-1951. Edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas, cronología e índice de Víctor Díaz Arciniega. México: Fondo de Cultura Económica, 2013. Sheridan, Guillermo, 2009, «Alfonso Reyes. Unos veintes en París. Páginas del Diario inédito», Letras Libres, México, febrero, pp. 29-33. Valencia, Édgar, 2012, «El erotismo en Alfonso Reyes» en Josué Sánchez, José Pulido, Roberto Culebro (coords.), Facciones. Ensayos sobre Alfonso Reyes. Veracruz: Universidad Veracruzana. Biblioteca Digital de Humanidades, vol. 13, pp. 35-42. Zaïtzeff, Serge I, 1992-1994, Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada. I: 1916-1927. II: 1927-1930. III: 1930-1937. México: El Colegio Nacional, 1992, 1993, 1994.

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Los diarios en continuo desborde de Juan Emar Marcela Labraña La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos paisajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. Marguerite Duras, El amante.

Los primeros escritos de casi todos los novelistas o poetas del mundo se originan en secreto. Con la ayuda de libros y películas imaginamos una misma escena: alguien, un adolescente por lo general, se levanta de la mesa; con alguna excusa, abandona la plática y se dirige a su habitación, al escritorio de la casa o a un jardín interior con algo de luz y tibieza nocturna. Saca de su escondite un cuaderno o una libreta y escribe. Rápidamente, con temor a ser sorprendido, este personaje va apuntando anécdotas, compilando amores incompletos, malas y buenas experiencias. Pienso en Kafka, por ejemplo, como protagonista de esta escena, y en los trece cuadernos con tapa de hule que entre 1910 y 1923 llenó de cavilaciones sobre su vida cotidiana, la literatura y sus viajes. Deambulan por estas hojas, entonces, la familia, el “trabajo forzado” en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo en el Reino de Bohemia, los amores y amigos de alguien que el 21 de agosto de 1913 se definió como: una persona reservada, silenciosa, nada sociable, descontenta, pero sin que pueda considerar esto como una desgracia para mí, pues todo ello no es sino el reflejo de mis propósitos. De la manera de vivir que llevo en mi casa se dejan sacar al menos algunas conclusiones. Pues vivo como un extraño con mi familia, cuyos miembros pertenecen a los mejores y más cariñosos seres humanos, peor que si fuera un extranjero. Más extraño que un extraño. […] La razón de esto es que no tengo ni lo más mínimo que hablarles. Todo cuanto no es literatura me aburre y lo odio, pues me molesta o me detiene (Kafka, 2010: 89).

Sabemos que esta sensación de total extranjería respecto a todo lo que no es literatura lo acompañó la vida entera. Sabemos también que le pidió a su amigo Max Brod que destruyera todo cuanto había escrito: “diarios, manuscritos, cartas –mías y de los demás–, todo lo dibujado, etcétera, incluso todo lo escrito o dibujado que tú poseas, […] debe ser quemado de forma inmediata, sin ser leído” (Kafka, 1999: 14). Sabemos que Brod no le hizo caso en absoluto y que gracias a su desobediencia tenemos hoy 69

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en día acceso a prácticamente todo lo que escribió, incluidas sus cartas y sus diarios. Los que como Kafka llevan el registro de sus días tienen una particular conciencia de su singularidad. En otras palabras, suelen escribir diarios de vida quienes sienten que en ellos ha sido inoculada la semilla del genio incomprendido. Muchas veces los artistas escriben un diario secreto anhelando soterradamente que algún día deje de serlo. Desean, en el fondo de su corazón de extranjero en su propio hogar, llegar a realizar una obra de tal envergadura que hasta una lista garabateada en una servilleta sea digna de análisis. Al mismo tiempo, apuntan en un cuaderno asuntos privados confiando en que permanecerán por siempre en secreto. Escribí en mi habitación estos apuntes sobre todo lo que vi y sentí, pensando que no iban a ser conocidos por nadie. Aunque mis anotaciones son triviales y sin importancia, podían parecer malintencionadas e incluso peligrosas a otros, por eso he tenido cuidado en no divulgarlas

habría escrito Sei Shônagon en el Japón del siglo X en la última parte de su Libro de la almohada (Shônagon, 2004: 318). Digo “habría” porque algunos estudiosos sostienen que esta suerte de epílogo no es de ella, sino que fue añadido con posterioridad para hacer más amigable el carácter fugaz, digresivo y fragmentario de su texto. Allí mismo se explica cómo los cuadernos llegaron a su mano o, más bien, a su almohada: Un día el Ministro del Centro entregó a la Emperatriz una pila de cuadernos. La Emperatriz me preguntó: “¿Qué se podría escribir en ellos? El Emperador ya está redactando los Anales de Historia”. Entonces yo le contesté: “Si fueran míos, los usaría como almohadas”. La Emperatriz me dijo: “Entonces, quédatelos” (ibid.).

Para la Emperatriz Sadako resulta un problema discriminar qué escribir en esos cuadernos porque ya se está llevando el registro de lo que verdaderamente importa: la historia oficial y pública de la corte. Su “ayudante de menor rango”1 logra quedarse con las libretas tras una broma que tiene bastante que ver, por un lado, con el uso de los diarios de vidas, en tanto discretos confidentes, y por otro, con el título que se le terminó otorgando al libro que recoge las observaciones y relatos íntimos, simples e ingeniosos de Sei Shônagon. Thomas Harris, Daniela Schütte y Pedro Pablo Zegers son los editores de Mi Vida: Diarios (1911-1917), libro que reúne la escritura más temprana de Juan Emar. Ellos cuentan que el material seleccionado fue extraído de ocho de los setenta y nueve cuadernos que la Fundación Juan 1

Eso significa el término ‘shônagon’ que fue incorporado al que fue su apodo mientras sirvió en la corte y que es el nombre con el que se le conoce.

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Los diarios en continuo desborde de Juan Emar

Emar donó al Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile y constituye un caótico conjunto de relatos autobiográficos y reflexiones de extensiones diversas. Señalan también que, pese a esta dispersión y discontinuidad, lograron dar con algunas “líneas o textualidades discernibles entre sí, pero siempre convergentes o interrelacionadas” (Yáñez, 2006: 7). Este hallazgo les permitió distribuir el corpus en seis capítulos: “[Diario de Torcuato]”, “Diario. Año de 1913”, “M[i] V[ida]”, el más extenso, “Diario de un solitario”, “Ideas” y “Obs. Manp.”. En el penúltimo, “Ideas”, los editores han dispuesto una serie de fragmentos que abordan temas como la naturaleza, el arte, la ciencia, la moda, la enseñanza, el amor y la religión, entre otros. Estos pensamientos, estas cavilaciones, como posteriormente las denominará el propio Emar2, irrumpen en los relatos autobiográficos que escribió entre 1913 y 1917. En general, a través de notas al pie se informa al lector del lugar de procedencia de la cavilación. Así, por ejemplo, se nos cuenta que “Edgardo A. Poe”, el primer fragmento del capítulo “Ideas”, es el texto inicial del cuaderno que recoge lo que escribió entre diciembre de 1913 y julio de 1914 y va justo antes de la primera entrada de “M[i] V[ida]”, el tercer capítulo del libro publicado por Lom. Creo que si los editores hubieran optado por mantener la secuencia original de los ocho cuadernos elegidos, es decir el caos inicial, el resultado habría recordado a los llamados cuadernos en octavo que Kafka empezó a llenar con toda clase de textos. La mayoría de estos fragmentos no están fechados, lo que sí ocurre con los textos de los trece cuadernos en los que registró su vida. El contenido de estos cuadernos supone una nueva fase en la labor literaria de Kafka, después de casi dos años sin escribir, según le cuenta a Felice Bauer en una carta fechada el 7 de diciembre de 1916. En octavo u octava es el modo en que la industria gráfica designa los libros o libretas cuyo tamaño es igual a la octava parte de un pliego de papel de impresión. Kafka escribió ocho de estos cuadernos escolares que miden unos 16,5 cm de largo por unos 10 cm de ancho, son de color azul oscuro y tienen cerca de 40 hojas cosidas. En estas hojas Kafka dispuso en desorden, como Juan Emar, bosquejos de narraciones, aforismos, meditaciones y hasta cuentos completos. Creo que esta versión de los diarios de Emar en su estado salvaje también habría evocado a los cuadernos que Sei Shônagon usó de almohada. 2

Cavilaciones es un libro que recoge textos escritos por Juan Emar entre marzo y julio de 1922, más de diez años antes de que publicara su obra literaria. Gran parte de estos escritos son cavilaciones, como las denomina el propio Emar, sobre temas como la conciencia, el arte y la locura. Muchos otros, como el siguiente, son reflexiones sobre la acción misma de cavilar: “Todo hombre debería dedicar siquiera algunos minutos a la meditación sosegada sobre asuntos que no le interesen directamente en su vida cotidiana. ¿Pero cómo hacer germinar este gusto que aparenta no tener interés?” (Emar, 2014: 23).

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Diaros latinoamericanos del siglo XX

Conviene aclarar que por esos años, la década de 1910, Juan Emar solía firmar y presentarse en sociedad como ‘Pilo’, su apodo familiar. No hay registro legal de la existencia de Juan Emar como no la hay de la mayoría de los seudónimos. Honrosa excepción es, por ejemplo, la de Pablo Neruda. Su certificado de defunción informa que legalmente el muerto carga con el nombre del escritor. Su verdadero nombre, Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, en tanto, no tiene vela en su propio entierro. Lo que sí consta en el registro civil y toda clase de documentos es que Álvaro Yáñez Bianchi, Juan Emar, fue el hijo de Eliodoro Yáñez: abogado, político, hombre de estado –Ministro de Relaciones exteriores, candidato a la presidencia– y propietario del diario La Nación. Álvaro Yáñez Bianchi fue siempre Pilo Yáñez para los amigos y la familia. Ahora, no contento con esos dos nombres, Álvaro se inventó otro, Juan Emar, el nombre con el que firmó sus trabajos literarios. En primer lugar, en la década de los veinte, en sus “Notas de arte”, las críticas y artículos que publicó en el diario La Nación, utilizó Jean Emar que es la adaptación fonética de la expresión francesa “j’en ai marre” –“estoy harto, aburrido, lateado”–, lo que revela elocuentemente su estado de ánimo al regresar a Chile desde París en 1923. Luego, nuestro autor dará un paso más al transformar ‘Jean’ en ‘Juan’. Esta serie de modificaciones (“J’en ai marre”, Jean Emar en las “Notas de arte” y Juan Emar en los relatos) daría cuenta de un proceso de apropiación cultural, ya que ensambla el lenguaje foráneo con el propio dando origen a una “creación original e híbrida que posee nuevos sentidos porque surge de la conjunción y el roce entre lo ajeno y lo propio” (Lizama, 2002: 224). Juan Emar surge en el Chile de los años veinte, en un medio artístico-literario que obviaba involuntaria o deliberadamente la revolución que se desarrollaba en Europa y que persistía en la valoración preferente de aquellas obras que reflejaran fielmente la realidad, ya fuera ésta natural, social o psicológica. Es en este panorama adverso que Emar se desempeñará primero, en los años veinte, como crítico y difusor cultural de la incipiente vanguardia chilena y luego, en los treinta, como el singular autor de las novelas Miltín 1934, Un año y Ayer (todas de 1935) y la colección de cuentos Diez (1937). Luego, entre 1940 y pocos meses antes de su muerte en 1964, Emar se abocó a Umbral, un enorme proyecto artístico de más de 5000 páginas. Esta enorme extensión y sus características formales se deben en parte al manifiesto desdén de Emar por la escritura que tiene como único fin la publicación y el éxito. Es imposible no entender esta postura como una reacción al rechazo o la indiferencia que los libros que publicó suscitaron tanto en los lectores como en la crítica de los años treinta. Umbral 72

Los diarios en continuo desborde de Juan Emar

fue, finalmente, editado por primera vez de manera parcial en Buenos Aires por Ediciones Carlos Lohlé en 1977. Diecinueve años después, en 1996, la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (Dibam) publicó en Chile su versión completa. Las 4134 páginas que componen esta edición, están llenas de referencias a personajes, situaciones y sobre todo a reflexiones (sobre pintura, literatura, crítica y filosofía) que aparecen en sus libros anteriores. Pedro Lastra, en el prólogo a esta primera edición completa, señala que Umbral puede recorrerse en muchas direcciones y que, por consiguiente, puede recibir varios nombres: novela, antinovela, autobiografía, crónica, ensayo sobre literatura y arte, parodia teatral, meditación esotérica, etc. En suma, estamos ante un libro cohabitado por distintos tipos de creación literaria. Sin embargo, me parece que esta diversidad discursiva puede agruparse en torno a dos grandes ejes: el de la narración –autobiografía y biografías– y el eje de la reflexión sobre la sociedad, la política, la filosofía, la estética, el esoterismo, etc. Ahora bien, pese a que en el transcurso de Umbral podemos seguir permanentemente la huella de ambas rutas, es indudable que aquí se da la apoteosis de una característica común a toda la obra de Emar: el desborde de la actividad reflexiva. El narrador de este libro no puede evitar alejarse constantemente de la historia que pretende contar, de las biografías, de la propia y de las ajenas, entregándose por completo a la elucubración, a la disquisición sobre lo humano y lo divino. Pero volvamos atrás, a la primera década del siglo XX y recordemos que en realidad no es Juan Emar, el autor de Umbral, ni tampoco del todo Álvaro Yáñez Bianchi, el hijo de Eliodoro, sino Pilo el que a los dieciocho años de edad empieza a llevar el diario que inaugura Mi vida: Diarios. Está escrito en un cuaderno de copia de 20×16 cm. que en su primera hoja tiene escrito con tinta negra el nombre de su autor (Álvaro Yáñez Bianchi) y “comienza con una introducción fechada en mayo de 1911 y una primera entrada de noviembre de 1911, ambas sin título” (Yáñez, 2006: 9). En este primer cuaderno, como ocurre en todo buen diario de vida, cada entrada, breve o extensa, va fechada. En la entrada inicial, la del 17 de mayo de 1911, Pilo cuenta que la idea de llevar un diario le surgió en respuesta a una directa y quizá por lo mismo en extremo dolorosa negativa de su amada de ese entonces: “Tuve la intención de escribir, tal como lo he hecho, con esta parte de mi vida, toda mi vida íntegra, desde el día de mi nacimiento hasta el día de hoy. […] Me nació tal idea, cuando tú, Martita, me dijiste: ‘Ya no te quiero’” (ibid.: 23). La edición de Lom incluye pequeñas reproducciones facsimilares. En la imagen de la primera hoja del cuaderno podemos ver que tras la fecha, dispuesta al extremo derecho como se estila en las cartas, aparece un nombre, Martita, seguido de dos puntos. En aquella hoja sólo 73

Diaros latinoamericanos del siglo XX

aparecen los dos primeros párrafos de la entrada, pero en el libro impreso (ibid.: 23) puede verse que después del cuarto y último párrafo viene un nombre seguido de un punto: “Pilo.”, la firma del autor de esas líneas y del cuaderno de vida.

Detalle (ibid.)

(Yañez, 2006: 21)

No soy experta ni he podido comparar con manuscritos posteriores de Emar pero me parece que la caligrafía da testimonio aquí de la juventud del emisor. También el tono y contenido de la dedicatoria y buena parte del relato autobiográfico. A partir de la segunda entrada del diario, fechada en noviembre de 1911, Ofelia y Torcuato reemplazan a Martita y Pilo. En relación con estos nombres de ficción, los editores de Mi Vida cuentan que David Wallace en su tesis doctoral hace un recorrido por dos matrices onomásticas: Torcuato Tasso (escritor real, autor del texto épico cristiano Jerusalén libertada) y la Ofelia shakesperana de Hamlet (personaje ficticio) y sus múltiples relecturas tanto a lo largo de la tradición literaria como pictórica (Lord Byron, Millet, Dante Rossetti, etc.), hasta llegar a Goethe, que dedica un poema a Torcuato Tasso (ibid.: 11).

A partir de éste y otros indicios Wallace vincula las desventuras de Torcuato a las del joven Werther: “la amada imposible, las exclamaciones desfallecientes, la convulsión melodramática de un romanticismo paródico y el pensamiento suicida están presentes en ambos textos” (ibid.: 11). En este primer relato, entonces, vemos cómo un joven de 18 años, Pilo Yáñez, intenta exorcizar un fantasma; el cambio de nombres y la distancia que ese gesto proporciona pueden leerse como una estrategia de obliteración, del mismo modo que lo es la escritura de una historia que duele. 74

Los diarios en continuo desborde de Juan Emar

En sus primeros diarios, entonces, como suele ocurrir a esa edad, el motor de la escritura es el corazón: Pilo dedicó la mayor cantidad de páginas de sus primeros cuadernos al ir y venir de sus primeros amores y desilusiones. A su vez, el contenido permite vislumbrar que este joven de comienzos del siglo XX comparte muchas cosas, más de las que suponía antes de leer este libro, con los adolescentes de este siglo que recién comienza. Y es que tal vez, como reza un poema de Rimbaud, nadie es serio a los 17 años; ni a los 20 y a veces tampoco a los 30. Sin embargo, en varias instancias a la hora explicitar su propósito, Pilo señala que, por el contrario, lleva un diario porque busca estudiarse desde una perspectiva objetiva, casi científica: Quiero escribir mi vida. ¿Para qué? Primeramente para darme el placer de leerla y releerla una vez concluida, placer que aumentará con los años, y enseguida para ver si soy capaz de darme cuenta, y de formular las causas que me han hecho obrar de tal o cual forma, es decir, si soy capaz de averiguar el porqué de cuanto he hecho. Un consejo salta a la vista entonces: concentrar todos mis esfuerzos a este solo fin y por lo tanto dejar de un lado las pretensiones literarias, descripciones admirables, chistes, ideas profundas, sátiras y todo lo demás. Quiero estudiarme como un médico lo haría con un enfermo y toda la exquisita poesía que siempre rodea nuestro pasado, la dejaré sólo en mí mismo y llevaré al papel nada más que el fruto del raciocinio frío, sin pasiones (ibid.: 131).

Este párrafo forma parte de la primera entrada del cuaderno que empieza en diciembre de 1913 y termina en julio de 1914. Al iniciar el cuaderno, en ese diciembre de comienzos del siglo XX, Pilo tenía 20 años recién cumplidos. Apenas en la década del treinta, poco más de veinte años después, publicará sus novelas y cuentos. Sin embargo, como vemos, ya conocía algunas de las preguntas que, consciente o inconscientemente, sólo se formula quien tiene pretensiones literarias. Así, frente al objetivo de escribir un relato autobiográfico, considera que las “descripciones admirables, chistes, ideas profundas, sátiras y todo lo demás” (ibid.) son molestos obstáculos. En este mismo párrafo, que funciona a modo de declaración de intenciones, ya había planteado esta tensión entre objetividad y concisión, por un lado, y literaturización y desborde, por otro: “Total, me decía, voy a hacer un simple relato de hechos que nunca me interesarán, y no podré hacer lo que se escapa siempre, una exposición clara y razonada de lo que ha producido los hechos. Desde un principio, ignoro la causa, solo pensé en escribir la forma literaria, como quien escribiera una novela poética, y con esto agregué una dificultad más a mi deseo” (ibid.). Veinticinco años después, en la primera página de Umbral, su novela de más de 4000 páginas, expone que deseaba que el “espíritu que esperaba dar a cuanto fuese a escribir” se plasmara en “una narración fiel y tranquila de los 75

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hechos por mí presenciados, una narración de una verdad y nada más y, claro está, salpicada con mis propias cavilaciones” (Emar, 1996: 5). Como explicaba en la página anterior, si algo caracteriza a Umbral es la poca objetividad a la hora de narrar los hechos. Las cavilaciones no salpican ocasionalmente el relato, lo invaden y derrotan en una serie de contiendas desiguales. Veinticinco años después, Juan Emar, en el territorio de la ficción siguió lidiando con problemas literarios similares a los que enfrentó Pilo Yáñez en el de la no-ficción. Conviene indicar que en este caso el deslinde de esas tierras nunca fue claro. Así, por ejemplo, una característica esencial de su escritura, la sobreabundancia –es decir, cómo hacerle frente, cómo escribir desde el desborde–, ya es tema en sus primeros diarios de vida: Desde hace mucho tiempo he estado con deseos de escribir mi vida y para ello he llegado a acumular datos que habrían podido servirme […] ¡Eran tantos los hechos que me habían sucedido, tanto lo que había visto, tantas mis ideas sobre todas las cosas, ideas que deberían ser expuestas en el relato de una vida, tanto lo que había pensado y sentido, tanto lo que se aglomeraba en mi cerebro cuando tomaba la pluma, que, muy a pesar mío, me veía en la forzosa necesidad de renunciar a mi obra! (Yáñez, 2006: 131).

Ya en la primera página de Umbral, en su preámbulo (“Dos palabras a Guni”), Emar alude a este mismo asunto: La Torcaza Marzo 2 de 1941 Guni querida: ¿Cómo empezar a contarle todo? Tengo aquí una montaña de notas, observaciones, narraciones y qué sé yo. Cuando quiero echar mano a ellas, se escabullen. Son las andanzas hasta ahora sin fin de mi amigo Lorenzo Angol, persona que, como esas notas y demás, sólo a veces me es tangible pero que, la mayor parte del tiempo, también se me escabulle en forma fantasmal (Emar, 1996: 5).

Se supone que aquí estamos ante una ficción, ante un proyecto de novela basado en la vida de Lorenzo Angol, un amigo del narrador, Onofre Borneo. Sin embargo, el preámbulo incluye una dedicatoria ubicada en el encabezado y luego al final de la primera página (ibid.): “A usted, Guni Pirque, dedico todo esto” que va fechada (“La Torcaza Marzo 2 de 1941”) y provista de una firma tras la dedicatoria: “O. B.” –es decir, Onofre Borneo–, siguiendo una estructura narrativa que tiene más que ver con las cartas y diarios de vida que con las novelas. Concretamente, este comienzo sigue el mismo patrón de la entrada del cuaderno que Pilo empezó a escribir treinta años atrás, el 17 de mayo de 1911. La enorme cantidad de páginas del texto es, por cierto, otra prueba irrefutable de esta falta de control, de esta fascinación por el desborde. 76

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Además, en varios momentos de la novela los personajes reflexionan sobre este asunto. En una de estas ocasiones Lorenzo Angol, el protagonista de la biografía, asume el rol de narrador y comenta que tiene mucho material, “anotaciones por altos. Creo que todo lo he anotado. No tendría más que transcribirlas y habría un libro más, habría una serie de tipos con destinos prefijados. A él obedecerían” (ibid.: 1427). Pero Angol cree que un libro así, un “libro más”, es absolutamente inviable ya que sus personajes, en cambio, tienen “un destino que se impone a la pluma. No se hace con ellos lo que quiera” (ibid.: 1428). Considera que ha cumplido a cabalidad con su labor de biógrafo: “He escrito la vida de mis personajes. Tal como las he escrito, así pasaron” (ibid.: 1427). El punto es que la posibilidad de que las cosas hubieran podido pasar de otro modo “es lo que me deja la sensación de no conocer el destino aunque ya haya sucedido, aunque se trate de un ser que vivió en otras épocas. El destino se teje fuera, fuera y a pesar mío y a pesar de todos” (Emar, 1996: 1427). La sobreabundancia de material y su desborde como respuesta que paradojalmente se elabora desde el rigor se presentan, entonces, como ingredientes claves de una poética que en Umbral se manifiesta tanto estructural como temáticamente. El drama ante el anhelo de reclusión y el deseo de gozar del mundo y de su enorme oferta de emociones, otro elemento central de la poética emariana, también están presentes en uno de sus primeros diarios de vida: “Diario de un solitario”. Se trata de un texto breve que Pilo Yáñez disemina en los cuadernos que escribió en 1913 y 1914. Así, sus fragmentos, al igual que los de “Ideas” y “Obs, Manp.”, van irrumpiendo en forma sorpresiva en el relato autobiográfico M[i] V[ida]. Pilo atribuye el manuscrito a un extraño que lo ha perdido o abandonado: “Voy a copiar a continuación un diario de un desconocido que presenta, al menos para mí, un gran interés” (Yáñez, 2006: 231), escribe el 6 de abril de 1914. Se supone, entonces, que el narrador es sólo el transcriptor de este manuscrito hallado y no su autor, tal como ocurre en la novela gótica Manuscrito encontrado en Zaragoza que Jan Potocki publicó en 1805. Pilo recurre aquí a la técnica del relato enmarcado por lo que cabe asumir que, tal como lo indican los editores de Mi Vida, estamos “ante un texto de ficción, un relato articulado ya con una intención literaria” (ibid.: 16). Umbral vuelve sobre el conflicto existencial planteado en este diario aparentemente encontrado, relato que constituye quizá “el primer cuento con voluntad literaria de Álvaro Yáñez B.” (ibid.:  17). Para Onofre Borneo, el principal narrador de Umbral, Lorenzo Angol, el protagonista de la biografía que relata es “un ser, en resumen, víctima de una dualidad”. Un buen día, Angol fue tocado “por ideas muy altas, abstractas –como se 77

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las llama. Germinó en él, entonces, un gran anhelo de mundos superiores. Concibió la manera de llegar a ellos recluyéndose lejos del mundo, de ese mundo que perturba las meditaciones profundas”. El problema es que, al igual que el narrador de “Diario de un solitario”, de inmediato sintió que tropezaba en un obstáculo, mejor dicho, que ante él se erguía un impedimento en forma de fantasma severo y astuto a la vez: la reclusión anticipada. He aquí todo el drama. Este drama se produce por una causa muy simple. Es la siguiente: apenas intenta la reclusión es asaltado por las ansias de la vida de los sentidos […]. En cambio, apenas se encuentra en esta vida, la reclusión lo llama y los momentos de paz y meditación que ha tenido lo punzan como una añoranza imposible de resistir (Emar, 1996: 7).

Acto seguido, Borneo explica que, para “armonizar esta dualidad”, Lorenzo Angol encuentra un solo camino: el desdoblamiento. Esta solución se traduce en la creación “en uno mismo [de] dos entidades: 1) la que vive y experimenta; 2) la que, serena, contempla y elabora” (ibid.). En su post scríptum a una reedición de Diez de fines de los años noventa, Armando Uribe escribe: “Yañez, como quiera se llame de pila, no es, no quiere ser ni Yañez ni de pila ni mucho menos Emar o Juan o Jean. No quiere ser. No quiere haber escrito lo que escribe. Está desesperado para siempre” (Emar, 1997: 175). Bajo esta perspectiva, Emar nunca habría logrado alcanzar la armonía entre sus personajes; muchos de ellos, en realidad, más que sus seudónimos, son sus álter ego, es decir, los protagonistas de su versión del drama em gente de Pessoa. Ni desesperados, ni completamente a gusto, sino en un vaivén entre ambos estados, Álvaro, Pilo, Jean, Juan, Onofre y Lorenzo lograron escribir desde “un túnel inagotable cavado en su propia existencia no por ser sencilla menos misteriosa”, como señala Neruda en su prólogo a la reedición de Diez de 1970. En el mismo párrafo, poco antes de la cita anterior, plantea un símil que es en parte responsable del rescate de esta obra olvidada por tanto tiempo: “Ahora que los corrillos se gargarizan con Kafka aquí tenéis nuestro Kafka” (ibid.: 10).

Bibliografía Emar, Juan, 1996, Umbral. Santiago: Ediciones de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos. ______, 1997, Diez. Santiago: Universitaria. ______, 2014, Cavilaciones. Santiago: La Pollera. Kafka, Franz, 1999, Obras completas, I. Novelas. Edición de Jordi Llovet. Traducción de Miguel Sáenz. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores.

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______, 2010, Kafka en primera persona. Selección de los diarios de vida de Franz Kafka. Traducción de Carla Cordua. Santiago: Lom. Lizama, Patricio, 2002, «Álvaro Yáñez/ Jean Emar en Santiago de 1924», Anales de Literatura chilena, n. 3, pp. 223-226. Shônagon, Sei, 2004, El libro de la almohada. Traducción de Amalia Sato. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Yáñez Bianchi, Álvaro/Juan Emar, 2006, Mi Vida: Diarios (1911-1917). Edición de Thomas Harris, Daniela Schütte y Pedro Pablo Zegers. Santiago: Lom.

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La órbita de Güiraldes o aquel momento para estar conmigo María Gabriela Mizraje Hold to the now, the here, through which all future plunges to the past. James Joyce, Ulysses, 1922. Levántate y anda. Ricardo Güiraldes, Martín Fierro, n. 14-15, 24/1/1925.

Si todo diario empieza detrás de un silencio, los apuntes (que una mano ajena tituló Diario – Cuaderno de Disciplinas Espirituales) de Ricardo Güiraldes (1886-1927), escritos entre el verano de 1923 y la primavera de 1924, ponen de manifiesto desde su primera línea la voluntad que instituye una programática. Y es esta programática la que determina el estilo, tan singular (por lo despojado, por lo llano, por lo breve) de este cuaderno1. Escrito casi como una medicina o un conjuro, el diario de Güiraldes opera como un remedio más, entre tantos que aparecen mencionados en sus páginas; así el autor de El libro bravo cuenta con curalues, bismuto, fosfatina, tintura de strofantus o globeol y con el cuaderno. Pues es el diario de un hombre activo pero enfermo (o enfermo pero activo), en la penúltima etapa de su vida, la cual se corta siendo él aún joven. La soledad, el desahogo, el lenguaje cifrado, todo eso que los diarios suelen condensar halla en el cuaderno de Güiraldes una concreción a la vez leve y contundente, como su personalidad, persiguiendo en la vida y dejando a descubierto en el cuaderno el punto intermedio entre alguien que aspira a la casi inasible trascendencia espiritual mientras el cuerpo se impone concreto e inequívoco, forcejeando en las horas cotidianas por hallar un equilibrio que lo sostenga y lo justifique.

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El diario se extiende entre el 19 de marzo de 1923 y el 17 de setiembre de 1924. Antes de la primera datación, Güiraldes advierte: “Diario en que toda literatura está ausente, me propongo anotar hechos de trabajo, para ejercer sobre mí un control, no quiero que mi vida sea un “borrador sin corregir”, sino un encauzamiento hacia un fin, estas anotaciones han de servirme de ayuda” (Güiraldes, 2008: 45).

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Él, que supo ser tan descriptivo, tan metafórico, tan colorido, tan gustoso de los tropos, tan proclive al adjetivo en sus escrituras literarias, en el diario abraza el verbo, incluso en forma extraña, focaliza el sustantivo e intenta –al igual que en su aspiración vital– que nada sobre. Pues, si muchos de sus otros escritos tendían, entre otros rasgos, a lo extenso, esta escritura privada, personal, tiende a lo intenso. El diario le adelgaza las palabras al escritor Güiraldes, lo hace virar sobre el eje de sus estilos rastrillados en el mismo momento en que fuera de él está concibiendo sus escrituras más importantes, en particular el que será su libro de mayor alcance, Don Segundo Sombra. El diario precede y sucede a esas otras escrituras por las que aún hoy se lo recuerda, mientras da testimonio cabal de un trabajo de pulimiento humano y literario, pero fundamentalmente humano, animado en una búsqueda espiritual de alto anhelo. Para ello echa mano de la filosofía yogui, el ocultismo oriental y la teosofía. Es precisamente la teosofía lo que aparece en el último día descrito (postrera conversación sobre la cual se nos da noticia) pues no cabe duda de que son esos sus temas finales. En paralelo, toca la guitarra, baila, camina, tira el lazo de a pie, lava el automóvil, monta a caballo; pinta, dibuja, escribe, lee; palia novillos, los descuerna; mira (como una actividad más de las que enumera), también respira (hace ejercicios de inhalación y exhalación); enseña a los chicos a manejar y a boxear; juega a las bochas en la estancia y al billar en la ciudad; va a la feria campestre; compra artículos de librería y de pintura así como compra escopeta y municiones. Es impactante su ductilidad, la amplitud de sus prácticas. Una suerte de queja antiurbana va ganando terreno. Güiraldes expresa ciertas dificultades de adaptación en la ciudad, no puede dormir a causa del ruido o de la luz pero es, sobre todo, la interrupción de su verdadero tiempo de sustancia para estar consigo mismo y con sus actividades más queridas lo que lo acecha. Corresponde a una dimensión de lo inevitable convivir con lo molesto pero el diario muestra el esfuerzo de Güiraldes por amortiguar ese impacto. Transportar o no el cuaderno en cada ocasión junto al equipaje para ir a Buenos Aires forma parte de esa intención de no desunirse de su intimidad, y en tal sentido el cuaderno opera menos como una bitácora que como un memento, un recordatorio de la existencia del yo que no quiere alienarse y que forcejea por perfeccionarse. Con sus idas y venidas, este cuaderno no opera igual a otros suyos a los cuales se había acostumbrado durante sus viajes, como cuando se embarca hacia Jamaica. El cuaderno por medio del cual busca la quietud (en el sentido de un sosiego interior) a menudo se queda literalmente quieto: su escritor reconstruye a posteriori los trajines previos de sus estadías alternativas en la capital. 82

La órbita de Güiraldes o aquel momento para estar conmigo

Llamado por los géneros de lo íntimo desde edad temprana, Güiraldes forja un epistolario notable, aunque hay cartas suyas que a menudo se piensan a sí mismas como públicas, son concebidas para ello (tales como las de cierta tradición francesa o las del Sarmiento viajero en el caso argentino). Las que escribe durante la época del diario y cuyas menciones quedan asentadas en él, de hecho responden a ambos registros. Están las privadas, dirigidas a su amigo Valéry Larbaud, y las públicas, con forma de ensayo, a Carlos Gutiérrez Larreta. Estas últimas las numera, así como numera las inyecciones que recibe, intercaladamente. El catálogo de variadas acciones que el Diario trae nos lo muestra en movimiento, con una paradoja verbal: hasta las más ágiles acciones pueden parecer pasivas porque suelen venir presentadas por un participio; complementariamente, las pasividades o nimiedades parecen actividades mayores, por el solo hecho de ser apuntadas (la escritura las engrandece). Sólo si comprendemos, al mismo tiempo, que su autor podía estar sintiéndose muy débil, cabe reparar en la importancia, por ejemplo, de bañarse y en ciertas ocasiones dejar constancia de ello por escrito. Sin embargo, este tipo de anotación parece responder menos a dicho estado de salud precaria que a la metodología que escoge para el diario, en consonancia con la filosofía elegida. En cierta forma, esa metodología busca poner en acto de escritura aquel marco filosófico, traduciendo algunos de sus postulados básicos a su vida cotidiana e imprimiendo sobre el papel una huella que opera como índice. El estilo de este diario no se parece a los estilos más frecuentes (aunque muy variados entre sí) de las escrituras de diarios, y no se explaya, no se expande. Como es un diario de control, controla también el espacio y el tiempo de la escritura del cuaderno. Y como es un diario destinado a preservar y ordenar la energía de Güiraldes, lo hace también escribiendo poco en él, a fin de guardar dicha energía para sus otras escrituras y acciones. Un diario sin derroche, un diario de ahorro, un registro de gastos (de energía) para recordar lo que puede y lo que debe, cuánto puede y cuánto debe. De hecho, los grandes cuadernos, como aquel que el autor utiliza como soporte, se compraban en el almacén de ramos generales y se utilizaban justamente para el asiento de cuentas, de manera que podríamos pensar que la materialidad del mismo, su formato y la costumbre también condicionan, desde el inicio, las dinámicas de esa escritura, pues no pocas veces la historia de la literatura y de la tradición escrita en general ha probado que los materiales y mecanismos de producción contribuyen o delimitan las formas de las escrituras. Pero es un diario sin cálculo, no aspira a ser leído ni hallado por nadie, es un espejo, una cifra de algunas metas, una constatación de ciertos logros, un acompasamiento del dolor y de muy pocas quejas. Güiraldes 83

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anota, como quien se releva a sí mismo para mejor mirarse en el transcurrir de la jornada, para tener memoria, constancia, perfeccionamiento y proyecto. Evalúa el daño de su cuerpo y el correlativo de su ánimo, y, aunque muestra las llagas y vamos advirtiendo, con el correr de las páginas, la variedad de sus dolores crecientes, él se sostiene, pues también vamos siguiendo con alegría todas sus actividades vitales y literarias. Si todo diario busca dentro de los límites del yo algo que de alguna manera lo apoye en la vida o lo empuje a ella, Güiraldes busca en los quehaceres de la suya lo grande y lo pequeño que entrama y justifica una existencia. Por eso acaso pareciera que no hay jerarquías y que afeitarse tiene tanta relevancia como escribir un artículo sobre Pedro Figari o que tomar mate sea tan importante como redactar una carta para uno de los escritores europeos más prestigiosos de su tiempo, porque todo empieza en él y vuelve a él, y se enlaza con el mundo y tiene su valor insustituible. Cada acción del sujeto define al sujeto; en sus apuntes diarios, en sus frases breves, Güiraldes construye a ese sujeto como parte de un verbo encarnado, un acontecido, uno que ha recibido la acción, esa que ejerce el sujeto que él es. Se construye a sí mismo como sinécdoque, y en sucesivas sinécdoques lo captamos y concebimos la totalidad de su propósito. Habla de sí, en un punto, como un técnico. Desde la primera jornada, es impactante el uso tan singular que Güiraldes hace del participio. Más allá de la elipsis del verbo ‘haber’ para lo ya consumado (todo lo que ha hecho y que a posteriori apunta en el diario), pareciera que la vida lo hace a él, él es el hecho, el realizado, de ahí que la forma conjugada activa (del pretérito perfecto, del auxiliar más el participio correspondiente) devenga pasiva, pues lo auxiliar cae (convirtiéndose en axilar) y el participio se enseñorea, hasta que incluso puede traslucir el no hacer: “Haraganeado todo el día” (24/2/24; ibid.: 128). Todo el desafío de Güiraldes pivotea ahí, en la frontera entre lo activo y lo pasivo o en el enclave entre ambos, como si su elevación dependiera de ello. Ricardo escribe “Levantado a las nueve. Leído el artículo de Fargue, sobre Marcel Proust” (ibid.: 45). Casi construye una gramática personal, en su lengua-diario. Y en ese límite verbal siente y se asienta. En la contestación a la encuesta realizada por la revista Martín Fierro en su número doble 5-6 (15/5-15/6/1924) acerca de la existencia de una sensibilidad o mentalidad argentina, Güiraldes apunta limitaciones de tiempo y espacio para su respuesta y hace un “pequeño balance” a dos columnas, dividiendo en activo y en pasivo. Aparecen en esas pocas líneas que tienden a perseguir el mismo poder de concisión buscado en el diario, algunos de los conceptos caros a ese momento de su propia vida, tales como ‘firmeza’ o ‘atavismo’ y el señalamiento del rasgo negativo que consiste en la destrucción por abandono. A eso quiere oponerse en 84

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la sociedad y a eso se enfrenta en sí mismo dentro del diario, para sus propias prácticas. Su fraseo es de látigo, no por lo violento, sí por lo veloz y por ese ruido sordo que determina al caer sobre la página, en forma desconcertante al comienzo, hasta que el lector se familiariza y entiende que ése es su estilo para el diario, que no desea dar más, no lo pretende, porque no quiere desperdigarse ni hacer una exhibición sentimental o escrituraria, sólo concentrarse, como en sus Cuentos de muerte y de sangre de 1915. En efecto, tal había sido el propósito de sus relatos: una prosa breve y brava2. Concentrado, aspira a ser dueño de sí mismo, autor no de las mejores obras, sí de días perfectibles. Con cierto esfuerzo pero sin presión, porque al mismo tiempo que lo intenta acepta el fluir del destino, su estar en el mundo (especialmente en el campo). Hay decisiones intrínsecas al diario: “Resuelvo: anotar menos en este diario, los hechos generales. Referirme más a mis ejercicios, estado de salud, trabajos literarios y pictóricos y prácticas yogis” (24/4/23; ibid.: 61). Cuando admira, quiere pintar más que escribir, ésa es su experiencia frente a la naturaleza, porque Güiraldes es en extremo visual, de ahí que repare tanto en el cuerpo, aun cuando procure su “olvido” para poder ocuparse “únicamente de la concentración mental” (ibid.: 65). Pues halla un momento para cada cosa y estas dos tendencias no se contradicen, se complementan en él porque persigue una forma de equilibrio; no es un par dicotómico sino integrado, de un hombre bello que supo ser fuerte y que ahora padece los síntomas de una enfermedad –poco tratable– que ha empezado a debilitarlo, mientras tiene entre manos su mejor obra literaria. La reflexión sobre la lectura de la filosofía yogui –“debería leer este libro más a menudo y practicar” (ibid.: 62)– convive con la constatación de las lecturas que le faltan, necesarias a fin de llevar a cabo sus objetivos literarios, como completar sus artículos sobre literatura francesa, para lo cual echa de menos la bibliografía con la que no cuenta, como el prólogo conjunto de Larbaud y Fargue a los poemas de Levet, que ya había recorrido en 1921. El anhelo de un texto que no está, de una lectura 2

Esto afirmaba uno de los tarjetones con los que solía orientarse a sí mismo. Él lo recuerda en una carta a Valéry Larbaud de julio de 1926: “En Cuentos de muerte y de sangre, traté de plegar mi estilo a las virtudes del hablar gaucho que me parecían esenciales. Así traté de forzar la síntesis, hasta conseguir violencia. De haberme puesto entonces el título de un ismo me hubiese llamado esencialista. Siéndome habitual fijar en tarjetas mis propósitos como para que no se me escaparan, apunté: “Quisiera que mi prosa fuera extractada, breve, fuerte; lo que más me gusta de la mano en su capacidad de convertirse en puño” (Güiraldes, 1931: 183).

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que fácticamente no puede realizarse por carecer de un libro, traba una escritura y es lógico que así sea tratándose de un trabajo de análisis e interpretación crítica. La tematización de su ausencia trasluce claramente los flujos del pensamiento, los tiempos de la escritura, los límites de las condiciones de producción, el rigor metodológico, la puesta en contexto y el diálogo con los amigos. Es así que realiza lecturas con distintos propósitos, va alternando las que hace para las tareas literarias con las que elige para su autoconstrucción de espiritualidad, serenidad y sanidad (lecturas orientales, cristianas…). En el cuaderno, a veces deja espacios en blanco o genera oscilaciones mínimas. Evidentemente piensa completar los vacíos después, aunque luego no pueda hacerlo. Baste ver lo que le ocurre el día 4 de mayo de 1923 con un nombre que no conoce o ha olvidado. O la vicisitud de la expresión de una práctica habitual: “Hierra toda la mañana” (ibid.: 67), con un uso extraño de la palabra. Lo esperado habría sido que escribiera “yerra”, sobre todo porque así lo había hecho dos días antes. Güiraldes no se siente obligado a unificar (hierra y yerra) precisamente porque son apuntes en un diario, no es un libro que somete a corrección como Xaimaca, no se trata de un escrito con voluntad de publicación o algo que pasará en limpio o de lo que guardará copia, como las cartas. Es claramente una escritura íntima, impensada para trascender fuera del ámbito del yo, de ahí que se permita fluctuaciones sin enmiendas ortográficas o criterios posteriores (rara vez se habrá releído en el diario; aunque no es extraño que lo hiciera para medir su seguimiento o autoevaluarse o ver qué día había ocurrido o realizado tal cosa, ninguna relectura propia de ese cuaderno habrá sido destinada a su corrección ulterior. La prueba de ello duerme en el mismo diario). La autorreferencialidad del diario, con sus planes intrínsecos, es uno de los recursos de esta escritura íntima. Hay escrituras retrospectivas, una retroactividad de post-diario (asentado, resumido, rescatado a posteriori): “En mi cuarto lleno los días de este diario que había salteado por mi malestar” (5/4/23; ibid.: 53). El 13 de mayo de 1923 intenta reconstruir tres días previos pero en cada uno anota que no recuerda, excepto unas pocas cosas. De modo que una vez que ha salteado el apuntar en el diario, este método reconstructivo le resulta muy falible. El acto tiene sentido por su afán de orden. “Pasado 3 días sin apuntar nada en el diario” (8/9/24; ibid.: 143). “Mañana seguiré el diario regularmente” (7/8/24; ibid.: 133). Puede advertirse cuánto dura una lectura o una escritura, cómo se sostienen éstas a lo largo de un día o a través de los días, y las consecuencias y ecos de las mismas. En cierto punto, la literatura también es perjudicial para su salud frágil: “Levantado tarde (once) con gran embotamiento de cabeza. Quedado en mi cuarto y leído un poco de Ainsi va toute chair, 86

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lo que parece dañarme” (3/4/23; ibid.:  52). Gracias al diario podemos conocer la duración de algunas gestaciones escriturarias, por ejemplo sabemos que realizar su artículo sobre Anglada Camarasa le lleva siete días (2-8/9/24). Llaman la atención, en cuanto a la metodología de escritura, ciertos señalamientos: “Después de comer empiezo en mi cuarto una carta a Carlos Gutiérrez Larreta que tengo que interrumpir porque Adelina necesita el cuaderno en que escribo para copiar a máquina el capítulo de Xaimaca que concluí ayer en él” (20/3/23; ibid.: 46). Es decir, todo late entre las mismas tapas, alternado, mezclado; aun cuando le resulta evidentemente poco práctico, no usa otro cuaderno ni otras hojas. Sin embargo, para el diario sí escoge un cuaderno aislado, separado, reconociéndole alguna especificidad a este género alternativo, a esta escritura distinta y resguardando la intimidad. Quiere estar solo y lejos, con los más íntimos y sobre todo consigo mismo. No falta el momento del diario, un momento culminante, en que aparece desdoblado: él y su personaje, el joven que lo acompaña desde un tiempo remoto, que habita dentro de sí y da nombre a su novela de 1917, Raucho. Pues si Raucho es la “autobiografía de un yo disminuido”, el cuaderno es el Diario de un yo que anhela aumentarse3. Por temor, ante unos extraños ruidos en la estancia, interrumpe su labor literaria para vigilar. Luego anota: “He revisado el cuarto y he salido hasta el paraíso frente a mi cuarto, donde me he agazapado con Raucho” (23/3/23; ibid.: 47). El adulto reflexivo que se permite cohabitar con su propio muchacho, está atento, por sus imperativos laboriosos, al aprovechamiento de la vida y alerta frente al derroche de las horas, como insistentemente le ocurre durante mayo de 1923: “perdido toda la mañana” (días 7 y 17) o “tarde desperdiciada” (días 13 y 21). “El día de hoy me debe servir de ejemplo como desperdicio” (7/5/23; ibid.: 67). Y en parte, le ocurre más o menos lo mismo que a la mayoría de los intelectuales y artistas, que tematizan esa pérdida incontrolable del tiempo, que acaba restándose –con culpa, angustia o ansiedad– a la dedicación a la propia obra. Tiene la autoexigencia del rendimiento, la jornada aleccionadora, tiene listo el autorreproche. La utilidad puede ser intelectual, artística, laboral campestre, de desempeño físico, de tipo constructivo humano o contemplativo espiritual; él 3

En el pasado he propuesto la lectura del nombre ‘Raucho’ como una fusión entre la inicial de ‘Ricardo’” y ‘gaucho’ (Güiraldes, 2008: 24). La definición de “autobiografía de un yo disminuido” le había sido dada en 1917 es recuperada en 1925 y puede hallarse en “A modo de autobiografía. Proyecto de carta, para Guillermo de Torre” (Güiraldes, 1962: 25-36).

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combina. La consigna es no desperdiciar las horas y perseverar sobre lo productivo. Advertimos repeticiones y variaciones, series y cortes, continuidades y rupturas. Se repiten los mantras pero asimismo es como si se multiplicaran las cuentas de distintos rosaritos, son muchas las series y las reiteraciones (por ejemplo, de los viajes o los remedios). En cierta forma ahí reside una clave; es un diario de la repetición, justamente porque la vida diaria (se) trata de eso, de repeticiones con variantes, como los ejercicios respiratorios que realiza. Entonces, un cúmulo de acciones, de pequeñas acciones apuntadas, tales como desayunar, o de otras de mayor alcance, tales como trabajar en un dibujo o pintura con perseverancia, van constituyendo la existencia (textual y extratextual) de Güiraldes. Menores o grandes variaciones hacen pie en las palabras. A su mantra preferido, “Soy inmortal y no puedo ser dañado”, agrega “ni complacido en mi cuerpo” (21/5/23; ibid.: 72). Esto es muy significativo, pues alude a su estado de enfermedad constante pero seguramente también al sexo. Su búsqueda de la noción de un “yo real” sobre un cuerpo pasajero va reubicando su cuerpo enfermo y recolocando su proyecto literario en lugares que el diario despliega y que podemos asimismo rastrillar al revés sólo porque conocemos el final de la historia. En esa línea se traza el sendero. ‘Sendero’ es la palabra que aparece tanto en la lección 14 de filosofía yogui y ocultismo oriental de Ramacharaka, libro que el diario refleja, como en el título de su propio poemario. De todas esas lecturas del hinduismo del cierre del siglo XIX y comienzos del XX, él bebe también la terapéutica ocultista. Quizá, extremando alguna imagen, quepa preguntarnos hasta qué punto este diario traza una escritura de faquir. Güiraldes se faquiriza en su diario, en términos estilísticos. En las coordenadas que lo sostienen produce cortes espaciales y cortes temporales (a veces los primeros determinan los segundos). A menudo, hay precisión de sitios como de fechas, por ejemplo, la casa de Delia, sita en Bolívar 1414, cerca del Parque Lezama. En Capital Federal se siente fuera de órbita, se desconecta de su eje. Es muy fuerte, en ese sentido, la afirmación del 24 de mayo de 1923: “No encuentro momento para estar conmigo, con mi trabajo, con mi pensar. Buenos Aires me desorbita” (74). El contraste entre el campo y la ciudad constituye un motivo central en toda la vida y la obra de Güiraldes. El hijo del intendente de Buenos Aires en la época de Figueroa Alcorta, intendente nada menos que del Centenario, no podía ser indiferente a ello ni el tópico estar ausente en su diario. De haber vivido la mayor parte del tiempo en Buenos Aires, ¿habría acaso realizado ese Diario? Ese cuaderno puede surgir por esa dislocación 88

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espacial que hace que en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, Güiraldes esté en el perímetro de “La Porteña”. Aquel sitio era el resguardo donde en la juventud había sepultado los ejemplares de sus primeros libros dentro de un aljibe, porque no habían recibido una acogida exitosa y son esos mismos libros los que, en paralelo a la escritura de este diario, empiezan lentamente a salir de su entierro o su destierro para ver los anuncios de segundas ediciones a partir de 1925. Eso que el nombre traza como paradoja (La Porteña dentro de la provincia), esa bandera de espíritu urbano y capitalino que las letras determinan señalan el otro lugar y orientan, en sentido doble, su escritura. Concepción y recepción, temas de la gran urbe que destila en su frecuentación con la ciudad y temas de la gran ubre de la tierra que bebe en su contacto con el campo. El cencerro de cristal y Cuentos de amor y de sangre, ambos de 1915, abandonan el aljibe de La Porteña y vuelven a la superficie: el poemario ampliado es editado por Proa; los relatos, por Martín Fierro. El movimiento cultural es intenso y las entidades que nuclean a los diversos grupos artísticos prosperan. Güiraldes está inevitablemente vinculado a ese trasfondo, el diario lo refleja a cada paso (las asociaciones y fundaciones, las revistas, las exposiciones pictóricas, los banquetes culturales). En otro punto, Ricardo está más cerca de la literatura francesa que de las producciones locales de sus contemporáneos, aun cuando lee a Gálvez, comparte con Borges o con la muchachada de Martín Fierro. De Francia son no sólo los predecesores sino sus coetáneos, a quienes está leyendo. Puente para el diálogo transoceánico, vemos cómo en la revista local Proa, de la 2ª época que él codirige, aparece la publicidad de Intentions, junto a otras revistas francesas. Así Commerce, La Nouvelle Revue Française, etc. van del diario a Proa o de Proa al diario, retroalimentándose en las amistades y lecturas de Ricardo. En este sentido, el diario es proa y popa, a un tiempo, de las actividades literarias de Güiraldes. Visitantes, sociabilidad, difusión. Sin embargo, lo “deja descontento toda reunión mundana”, según confiesa en el último día que desarrolla en su diario (16/9/24; ibid.: 126). Esa afirmación asegura su retracción. Él se está preparando, purificando para su escritura final (su libro cumbre) y para la muerte. Con ecos de un remoto alejarse “del mundanal ruido”, para alcanzar una “vida retirada” como en la oda de Fray Luis de León, comparte sus propósitos a su mujer: Explico a Adelina mi resolución de apartarme en lo posible de todo pequeño placer mundano, inclusive la de preocuparme por publicar mi literatura y contraer compromisos que me obliguen a algún trabajo en ese sentido. Adelina se aflige porque cree que dejaré de escribir. Yo lo hago únicamente para desligarme de toda satisfacción vanidosa (30/3/23; ibid.: 51).

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El descontento aludido se inscribe en la contracara del Diario; el diario es la intimidad, la serenidad, la pausa, aun en el dolor o en la pelea. Afuera, la mundanidad contradice sus aspiraciones y sus esfuerzos. Güiraldes quiere desposeerse, desasirse; el “mundo” por el contrario intenta aprehenderlo y le reclama ciertos grados de superficialidad y de derroche. Güiraldes forcejea por concentrarse, el mundo convoca deshaciendo. Güiraldes sabe cuánto debe cuidarse de ello si no quiere perder su energía, la que debe guardar para su dos grandes causas, sus batallas colosales: la pulseada con la enfermedad y el pulso de la redacción de Don Segundo Sombra. Todas las otras cosas hacen sombra sobre esas dos urgencias, a la par de sus prioridades espirituales4. Es que resulta preciso también decirlo con claridad: la elevación y depuración que persigue en términos espirituales, psicológicos y físicos está entrelazada con sus proyectos de escritura. Indisolubles, sus apuestas intelectuales y estéticas se dan la mano con la búsqueda de sus objetivos más altos a nivel humano y espiritualista. Se trata de creer, de ver más allá del otro lado de un espejo que lo corrobora prolijo en sus afeitadas del Jockey Club o mortificado con sus “granos”. Si la desconcertante enfermedad que padece y que se arrastra a lo largo de la historia de la literatura como un enigma asoma con facetas tan múltiples dentro del diario, sin ser nombrada jamás –por lo menos en las páginas con las que contamos–, el cuerpo involucrado, tan comprometido, el cuerpo tan deseado y deseante del viajero que fue y volvió hasta el interior mismo de la pampa, el que vivió intensamente hasta el fin, ya no siente placer en ciertos contactos con el mundo, va afinando su participación y su lente, va adelgazando sus holguras, va aceptando sus límites mientras al mismo tiempo trata de vencer algunos pero, sobre todo, de vencerse. El Diario es también un ejercicio del rodeo, como el que practica con los animales de la estancia o de los campos vecinos. La enfermedad rodeada, arrinconada, la enfermedad a raya es enfrentada y glosada una y otra vez pero jamás dicha; acaso por aún desconocida en su irrefutable certeza, en medio de tantos ires y venires, y médicos y diagnósticos; acaso por autocensura consciente o inconsciente, para no nombrarla, no atraerla. Pero lo más probable es que fuera esa frecuentación de lo dado, que escrituras como las de los diarios habilitan, la que tornara prescindible su mención, pues estaba en el punto de partida de su escritura, era lo tácito; sin rótulo o etiqueta está allí, en forma constante, con todos sus atributos, condicionamientos y consecuencias, al acecho, como los 4

De ahí que, tras todos los esfuerzos invertidos en Proa –tal como el diario testimonia como ningún otro documento– acabe renunciando a la revista para preservarse.

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La órbita de Güiraldes o aquel momento para estar conmigo

lechuzones o los gavilanes, apuntando y siendo apuntada por Güiraldes. Deja su estela casi diaria. El Diario todo está marcado por su huella, impregnado, doliente, como si un deterioro general y mutante lo invadiera. Pero al mismo tiempo es el diario de un hombre fuerte, de firmeza física y de carácter, un hombre de ejercicio y temple. Con su enfermedad inmunológica (aparentemente una variedad de cáncer) lucha pero no se resiste al destino. Él planifica libros y viajes mientras está preparándose para la muerte. Sabe que le queda poco pero sigue, con una inmensa apuesta de escritura y de vida para la cual busca el autodominio. Trabaja en su narrativa, sus poemas y sus ensayos. En una carta a Larbaud del 5 de julio de 1924 explica: Después de Xaimaca he quedado un tanto exhausto y como perdido en mí mismo. Sería muy largo, muy penoso y tal vez imposible decirle todo lo que desde entonces ha pasado por mí. No he escrito una palabra, he leído mucho, en cierto sentido, y me he pasado atento a mi proceso interno, muy confuso y muy borrado de episodios (Lecot, 1985: 263).

Como vemos, Güiraldes resulta perdido y encontrado en la escritura y en la lectura. Veinte días más tarde, la reseña despectiva e incluso insolente que hace H. Rega Molina de Xaimaca y que aparece en Martín Fierro (nº 7) tiene que ver, entre otras cosas, precisamente con la ausencia de episodios. Pues el crítico no comprende el tono de Güiraldes y le pide a la novela algo que ésta no se propone. Su autor responderá con entereza. La carta al amigo francés continúa: “No sé lo que escribiré ahora aunque lo preveo; pero hay cadenas para lo comenzado y veo mi libertad un poco lejos, más allá de Don Segundo Sombra”. Para el momento de esta carta, en el diario no hay nada, pues coincide con el gran salto temporal producido dentro del mismo entre mediados de marzo y comienzos de agosto. Son muchos días de silencio y evidentemente de dolor. Retoma la escritura del cuaderno tras una estadía de tres meses en Buenos Aires, adonde presumiblemente ni siquiera lo ha llevado (y desde donde se dirige a Larbaud). Ése es también el tiempo en que empieza a ir de manera habitual a las reuniones de los lunes en la Sociedad Teosófica. Al regresar a La Porteña, se sienta a escribirlo otra vez. Habría que pensar el Diario (y también Don Segundo Sombra y los otros textos del período) en estos términos: mientras una enfermedad irrefrenable va destruyendo sus defensas, Güiraldes construye otras. Ésa es especialmente la función cumplida por el Diario, cuaderno que es puerta y compuerta: puerta a otra vida posible (incluso a un más allá), compuerta de contención para la enfermedad. La filosofía hindú le presta un título al diario. La palabra ‘disciplina’ que, en plural, forma parte del título del cuaderno es clave en sus autores 91

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de cabecera, como Ramakrishna. Entre los principios vedantas, el trabajo altruista es otra clave en el modelo de vida de Güiraldes. Como puede advertirse entre las acciones registradas en el Diario (y más aún entre las que han trascendido y allí no se encuentran), la abnegación y la entrega a los otros forma parte de sus objetivos y prácticas. La paradoja radica en que, mientras se entrega según estos principios, también siente la necesidad de retrotraerse y el mundo no lo satisface. En definitiva, enfrenta el mismo gran desafío expresado por muchos santos, el de ser y estar en el mundo, por un lado, y salirse de él, por otro. Enrique González Tuñón –distinto y en un punto tan “santo” como el mismo Ricardo, siendo Güiraldes un santo rico y Tuñón un santo pobre– no elige en vano el título para su remembranza. A los ojos de una lectura actual puede parecer blando o excesivo pero, cuando Tuñón, extrañándolo entrañablemente, escribe su Apología del hombre santo en 1930 como homenaje al amigo ya muerto, está pulsando las cuerdas de este camino de introspección y elevación de Güiraldes, que el diario deja ver ampliamente al tiempo que se acompaña con sus otros textos. El yo trasciende, el alma gana la lucha con el cuerpo y la escritura lo atestigua. La certeza de un universo superior y una expansión distinta llega a resignificarlo todo: todas las escrituras y todos los actos, minúsculos o inmensos, que el diario testimonia. Una nueva escala se impone en medio de las letras. Como el papel secante de un escrito superior, invisible pero palpable (o como aquel cielo escrito de San Agustín –primer autor de las escrituras del yo, de registros de lo íntimo), Güiraldes quiere firmar en el firmamento y desde ese exacto punto afirma su condición de ser humano y de escritor. A esas alturas, estaba lo suficientemente desprendido de cualquier especulación pública o cultural como para construir literariamente su desenlace. Él no lo busca como tal, no premedita su fin como un golpe de efecto o una inscripción especial en la historia de la literatura argentina pero igual lo alcanza. Ricardo se deja ser, deja que su vida siga sucediéndose y hasta protege a Adelina de la sombra que su muerte puede proyectar sobre ella. Él no especula pero su muerte es un suceso de peso en la Argentina y se acompaña con todos los honores tributados por las más encumbradas personalidades de entonces, a lo cual se adosa algo extraño, sin precedentes, esa especie de halo de santidad aludida, que todos quienes lo trataron le reconocen. Suntuosidad y despojamiento simple como dos extremos de vaivenes patricios engarzados con algo que da la nota de diferencia: su entrega espiritual no exhibicionista, no de rituales exteriores consagrados con credenciales sino fomentados en el recogimiento de sus más profundas 92

La órbita de Güiraldes o aquel momento para estar conmigo

búsquedas silenciosas, las que los poemas reflejan, las que Don Segundo Sombra permite entrever y las que el diario trasluce como ningún otro de sus textos. Güiraldes muere el 8 de octubre de 1927 en París y todavía impresiona la dimensión del acontecimiento que implicó el retorno de sus restos a Buenos Aires. Tres días antes, el 5 de octubre, le había llegado la noticia de haber ganado el Premio Nacional de Literatura. Esos rasgos, la enfermedad cruel, la edad temprana, el sentido nacional de tierra adentro, la estilización refinada junto a las inflexiones locales y populares, todo converge para trazar un hito que ha de marcar un fin de ciclo en la historia de la literatura argentina con una singularidad insobornable. Viene a cerrarse el periplo de la gauchesca, con todos los valores del gaucho a flor de piel: “Toda la pampa en un hombre”, como afirmara Borges, y todo el hombre en un diario.

Bibliografía Güiraldes, Ricardo, 2008, Diario. Cuaderno de disciplinas espirituales. Edición de C. Smyth y G. Gasió. Estudio preliminar de M. G. Mizraje. Buenos Aires: Paradiso. Güiraldes, Ricardo, 1931, «Cartas a Valéry Larbaud y Jules Supervielle», Sur, n. 2, otoño, pp. 181-191. Güiraldes, Ricardo, 1962,«A modo de autobiografía. Proyecto de Carta, para Guillermo de Torre», fechada en Buenos Aires, junio 27 de 1925. En Juan José Güiraldes y Augusto Mario Delfino (eds.), Obras Completas, Buenos Aires: Emecé. Lecot, Alberto Gregorio, 1985, En “La Porteña” y con sus recuerdos. Contribución al estudio de la vida y obra de Ricardo Güiraldes. Prólogo de T. D. Bernard. Buenos Aires: Rivolin.

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El diario de Witold Gombrowicz como dispositivo literario Christian Estrade 1.  Salir de lo íntimo, falsear lo confesional La aventura diarística de Witold Gombrowicz empieza en 1953 en pleno “exilio” argentino y dura hasta su muerte en 1969, a raíz de la propuesta de Jerzy Giedroyc quien le propone publicar un diario por entregas en la revista polaca Kultura de París –reducto parisino de la edición en lengua polaca en la época comunista. La primera originalidad del diario de Gombrowicz es sin duda alguna su inicio, que como afirma Philippe Lejeune es uno de los dos momentos cruciales del género. En ese umbral de la escritura, para quien decide llevar un diario se concentra toda la intensidad de una relación que se despliega en la totalidad del diario (Lejeune, 2005: 67-68). Ese íncipit es tan único como sorprendente: Lunes Yo Martes Yo Miércoles Yo Jueves Yo (Gombrowicz, 2005: 19).

Las primeras entradas del Diario confirman esa obstinada obsesión declarada por el “yo” y son el fiel reflejo del contenido de diecisiete años de escritura. Sin embargo, es importante señalar que en sus conversaciones con Dominique de Roux, Gombrowicz revela el verdadero origen de estas primeras líneas de su diario, que corresponden en realidad a un prefacio a la primera edición (Gombrowicz, 1991: 122). El gesto no pierde fuerza por ello, al contrario, puesto que se impone ya no sólo a su diario personal sino al género en su conjunto. Si como afirma Michel Braud en La forme des jours, título sugestivo, el “yo” ocupa un lugar central en el diario (Braud, 2006: 15), Witold Gombrowicz se lo toma al pie de la letra. Esta confesión sobre la escritura y el lugar del “yo” no se limita a la entrada del opus sino que vuelve incesantemente como leitmotiv en las páginas del diario, a menudo para aclarar la voluntad de hacer de lo “íntimo” algo “público” que implica la publicación de un diario en vida: 95

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Me he sentado a escribir este diario, no quiero que la soledad vague en mí sin sentido, necesito gente, necesito lectores…No para comunicarme con ellos. Sencillamente para dar señales de vida. Hoy acepto ya todas las mentiras, convencionalismos y estilizaciones de mi diario con tal de poder pasar de contrabando, aunque sea un eco lejano, un pálido sabor de mi yo aprisionado (Gombrowicz, 2005: 251).

Gombrowicz traza en estas líneas algo más que el rumbo de su obra, establece el horizonte vital de un diario in fieri donde el diarista envía en modo passeur señales de vida a sus lectores, lejos del ejercicio de introspección cruda y mordaz de Cesare Pavese, del trágico laberinto urdido por Enrique Wernicke o del largo lamento de un John Cheever que ha errado por completo su vida. Witold Gombrowicz se postula como un simulador que arriesga en el teatro de su escritura y no desde la inseguridad de lo íntimo. En otra entrada, entre las tantas dedicadas a pensar el diario, establece una suerte de “contrato de lectura” entre ese “yo” omnipresente y sus lectores que también atraviesa toda la obra: Viernes Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás? (…) La falsedad, que está en el mismo principio de mi diario, me vuelve tímido y pido disculpas, ay, pido disculpas… (aunque quizás las últimas palabras sobren, quizá resulten pretenciosas) (Gombrowicz, 2005: 61).

La insincera sinceridad postulada por Gombrowicz se opone esta vez de manera radical al sustento del género diario íntimo. El autor polaco rompe con la esencia del diario que ya no es íntimo pero tampoco lisa y llanamente sincero. Se trata en sus términos de una obra escrita para el lector por un escritor que manifiesta sin pudor la importancia de la mistificación del autor: “Sí, la mistificación es recomendable para un escritor. Que enturbie un poco el agua a su alrededor para que no se sepa quién es” (Pauls, 1996: 6). El diario íntimo se convierte definitivamente en una herramienta para moldear la figura de autor. Tanto es así que los pasajes sobre el género diario y la relación que pretende establecer con el lector son paradójicamente los momentos más sinceros de toda la obra, y constituyen sin duda una clave de lectura imprescindible para entender su funcionamiento y su alcance: Debería tratar este diario como el instrumento de mi devenir ante vosotros, debería aspirar a que me concibierais de una determinada manera que me posibilitara (¡adelante, que aparezca esa palabra peligrosa!) el talento. Que este diario sea más moderno y más consciente, que esté impregnado de la idea 96

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de que mi talento sólo puede nacer de una unión con vosotros, lo cual quiere decir que sólo vosotros podéis despertar en mí el talento, es más, crearlo en mí. (…) Deseo dejar de ser para vosotros un enigma demasiado fácil de descifrar. Al introduciros entre los bastidores de mi ser, me obligo a esconderme aún más profundamente (Gombrowicz, 2005: 63).

Sería difícil imaginar en éstos términos mayor torsión al género diario que anuncia una intimidad adulterada y volcada a instrumentar la promoción del autor.

2.  Un género in-forme El recorrido del diario íntimo ha sido largo antes de verse hipostasiado como género literario. En su conocido estudio Alain Girard lo caracteriza por un rechazo de mise en forme, puesto que dar forma es observar ciertas reglas, es decir operar “una organización interna y lógica que existe desde el origen y la acompaña hasta su término” (Girard, 1963: IX). Mientras que quien lleva un diario –acaso el diario se lleva y no se escribe– no se somete a obligación alguna. En esto Witold Gombrowicz adhiere plenamente al diario como una forma literalmente desprovista de códigos: El desorden del Diario, la mezcla de temas graves, serios, con detalles sin importancia, ese alejamiento de todo maximalismo, ese paseo, todo ello no es más que reclamo, para seducir, para incitar a un estilo y una tonalidad determinados (Gombrowicz, 1991: 131).

Tendríamos de este modo un género que no responde a las condiciones mínimas de la construcción de un género, desprovisto de ley y de reglas, y abierto al caos. En manos de Gombrowicz se opera una suerte de inversión, no una parodia, de contrapié sistemático a cualquier definición del género. Ahí por ejemplo donde Philippe Lejeune define el diario como una práctica, más que como un género, cuyo resultado sería un epifenómeno (Lejeune, 2005: 28), podemos entender que el gesto de Gombrowicz es un acto de escritura pleno y consciente y de ningún modo el resultado de un efecto de acumulación. Mas, cuando Maurice Blanchot caracteriza al relato como un espacio de imantación y al diario como un espacio de diseminación cuya ley es su insignificancia y un modo de escapar al silencio (Blanchot, 1959: 254), vemos que Gombrowicz toma su estricto contrapié. El polaco no utiliza el espacio del diario como un lugar de diseminación sino que adopta a fuerza de declaraciones de intención una auténtica estrategia para cautivar al lector en un espacio de imantación. Si hay un concepto que atraviesa la obra de Gombrowicz en su conjunto, estamos aquí hablando del teatro, de la narrativa, del ensayo y de la obra filosófica, se trata del concepto de ‘Forma’ (que el autor escribe con mayúscula): “J’entends par «forme» toutes nos façons de nous manifester 97

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comme la parole, les idées, les gestes, les décisions, actes” (Gombrowicz, 1995: 16). En Contra los poetas, sin duda su ensayo más divulgado, en realidad una conferencia leída en la librería Fray Mocho en 1954, Witold Gombrowicz adopta una postura radical contra el concepto de Forma, con un rechazo de las Formas puras, impuestas y anquilosadas. La Forma pura es para el autor polaco antinatural y decadente: “a casi nadie le gustan los versos y [que] el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado” (Gombrowicz, 2005: 313). En esa poesía Gombrowicz sólo ve madurez en apariencia, donde imperan el bluff, la mistificación y el esnobismo. La poesía en verso se asemeja a un comportamiento religioso y sometido del artista que abdica frente a la creación como todos aquellos que veneran semejantes obras. Gombrowicz, iconoclasta inveterado, defiende la insubordinación a la Forma y promueve la búsqueda de formas nuevas. Denunciando la Forma como abandono de la soberanía, Gombrowicz plantea la inmadurez como único y gran valor positivo. Lo que no tiene forma es en otros términos como sugieren Deleuze y Guattari, aquello que persigue el autor menor, que busca “encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto” (Deleuze y Guattari, 1978: 31). Despreciando la Forma ‘diario íntimo’ y esquivando los grandes valores de la literatura, a veces por vía de parodia como lo es Ferdydurke de la novela filosófica, La pornografía de una novela rural o Cosmos del policial, Gombrowicz arrastra en su diario al lector hacia su territorio favorito de la inmadurez. El diario es esa horma informe, espacio pre-musical (Blanchot, 1969:  510), que se ofrece a la creación y a reinventar su propia forma. El diario en suma, más que un género, es lo in-forme por excelencia o un género literario sin ley: “Mi diario es un batiburrillo” (Gombrowicz, 1991: 127) sentencia el propio Gombrowicz en su Testamento.

3. El Diario in-forme El diario de Witold Gombrowiczse extiende de 1953 a 1969 y se compone de 69 entregas sin fechar publicadas inicialmente en la revista Kultura, en principio, sin otra referencia temporal que el año de publicación. Cada entrada del Diario se limita durante dieciséis años a marcar un día de la semana, prolongando el modelo del íncipit. El diario pierde así casi completamente el sustento que le da a cada bloque un anclaje y una identidad como huella del presente y conforma así por acumulación caótica un mapa del tiempo: ésta es quizá la marca más radical del abandono por parte del autor polaco de una matriz clásica. Esta férrea matriz fuera del tiempo se mantiene prácticamente incólume durante los dieciséis años aunque muestra algunas excepciones. Un par de esguinces aparecen apenas diez años después, el “6.X.62 (la 98

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semana de siete días, que han acabado aburriéndome)” (Gombrowicz, 2005: 652) y sigue con la entrada siguiente (“10, X., martes”); algunas interrupciones puntuales en los años 1964 y 1965, acaso años en que Gombrowicz se adentra en el registro memorias, y afloja a partir de 1967 pero nunca de manera definitiva. Sí encontramos sin embargo más a menudo alguna indicación espacial adosada al día, como “Miércoles, Montevideo” (ibid.:  556). Así, la tentación por borrar las fechas de su diario es un componente importante invitando al lector a abrir el texto desde cualquier punto. Pero más interesante aún que la horma del género es la presencia en el Diario de Gombrowicz de tres líneas de tensión con la forma diarística que exploran sus posibilidades formales y enriquecen el dispositivo. La primera es la reelaboración del Diario con la publicación de su Diario argentino en el año 1967. No se trata de una reescritura sino de una edición temática como lo han proyectado o realizado otros tantos diaristas. Desde Eugène Delacroix, que pensaba extraer de su diario un Diccionario de Bellas Artes (Girard, 1963:  145), a Paul Valéry que proyectaba editar a partir de sus Cuadernos distintas obras, imaginando un “dispositivo donde los semejantes se acercaran unos a otros” (Valéry, 1960: 473), mediante el anuncio de obras tituladas Rhumbs, Analecta y Suite: un deseo de organización que aspiraba a reflejar su “método” y su “sistema” y que colocaba por encima de su obra literaria. Otro ejemplo, quizá más cercano a Gombrowicz, sería el de Viktor Klemperer, que de su monumental diario saca un ensayo filológico sobre la lengua del IIIer Reich, LTI. El Diario argentino abre así una línea de diálogo, no exclusiva a Gombrowicz, sobre la posibilidad de editar una obra, ya sea otro diario, a partir de una suerte de diario matricial, armando una serie o gravitando sobre un tema. La segunda línea se abre hacia adentro cuando el autor polaco está de viaje. A falta del carácter confesional que el lector quisiera, en vano, encontrar en el Diario de Gombrowicz, sus viajes nos permiten pudorosamente ser testigos de algunos episodios de su período argentino y de percibir un cambio en su régimen de escritura. Puesta a funcionar el diario como ‘diario de viaje’ es cuando más se altera la escritura del escritor polaco. El primer diario que aparece dentro del diario es un Diario campestre en 1954, escrito durante una fugaz escapada del autor lejos de su hábitat porteño. El lector se encuentra con el ambiente campesino de las novelas del autor pero sobre todo con un clima que tiene una constante, el aburrimiento, acaso otro de los grandes temas de Witold Gombrowicz, que constituye un disparador de la ficción, un operador filosófico (Estrade, 2014): “Martes: No ha pasado nada. Si no me equivoco me están observando manadas de caballos, y también me miran vacas en cantidades 99

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ingentes” (Gombrowicz, 2005: 159). En seis breves entradas dedicadas a una estadía en el campo no aparece entusiasmo alguno. Gombrowicz se queja del calor una y otra vez, piensa sobre él incansablemente y se muestra ambiguo hacia su amigo Sergio. Estas pocas líneas lo resumen a la perfección, mostrando a su vez el mismo grano que Cosmos, donde de la nada surge una pregunta, luego una deducción y al final una sutil parodia de la novela policial: Lunes Pienso en mi trabajo, en mi lugar en la literatura, en mi responsabilidad mi destino y mi vocación. Pero un mosquito zumba a la izquierda, no, a la derecha, lo verde fluye hacia lo azul, los papagayos parlotean, y hasta ahora no he podido saber dónde estoy, porque no tengo ganas, y además me derrito. Supongo que alrededor hay palmeras, cactos, matorrales, pastos, charcas o quizá pantanos, pero no lo sé con seguridad; vi un sendero, lo seguí y el sendero me llevó a unos arbustos que olían a té; luego, por debajo de las alas de mi sombrero, vislumbré las piernas de Sergio, cerca de mí, a la izquierda. ¿Qué demonios quería? ¿Deseaba acompañarme a mi paseo? En un acceso de irritación le pregunté si nunca dejaría de ser convencional (ibid.: 159).

Este mismo Diario campestre prefigura otros viajes posteriores a Tandil, a Piriápolis, a Córdoba donde siempre primará el aburrimiento, como en este de 1958: «Uno camina a través de todo esto bajo el sol ardiente, en el fresco aire de la primavera. Gente. Rostros. Era un solo y siempre mismo rostro, yendo tras algo, llevando algún recado, ocupado, pero sin prisa, bondadosamente tranquilo… “Te morirás de aburrimiento en Tandil”» (ibid.: 404). Pero sin duda el más revelador de estos “insertos” es su viaje en barco por el río Paraná donde escribirá el Diario del Río Paraná. Es un momento de zozobra, alejado de la ciudad, de su círculo de admiradores, fuera de su contexto, a lo que se suma el encierro; escribe Gombrowicz: Cualquier cosa que hagamos, cualquier cosa que digamos, cualquier actividad a que nos dediquemos, navegamos y navegamos. Mientras escribo esto, también navegamos. Las caras son horripilantes, porque sonríen. Los movimientos dan miedo, porque están llenos de tranquilidad y de perfecta satisfacción. (…) Al día siguiente. Navegamos. ¡Hemos navegado toda la noche y también ahora navegamos (ibid.: 293).

En todos estos viajes –no necesariamente formalizados como tal– Gombrowicz abandona la modalidad de forja de su yo y la experiencia asoma. Estas escasas páginas describen una pose nueva estableciendo una doble modalidad. Habría de este modo una suerte de diario en modo sedentario, escrito en Buenos Aires, volcado a construir la figura de autor,

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y un modo nómade durante sus viajes al interior en el cual el yo se ve alterado y expuesto. Dicho esto, si hay un momento en el que el Diario cambia de perspectiva, es sin duda en el año 1963, cuando Gombrowicz emprende el viaje de regreso a Europa. Inicia su viaje tan deseado hacia el reconocimiento y en ese momento no puede dejar de realizar un balance de sus 24 años pasados en la Argentina. El autor sabe que su beca de la fundación Ford es un salto, si no hacia la consagración por lo menos sí un paso importante hacia el éxito. La extensa entrada de 1963 –escrita un año después– empieza con una larga reflexión sobre su vida en Argentina y sobre su partida hacia Berlín. Ahí el autor cuenta cómo, durante su travesía, encuentra al azar unas páginas de anotaciones fechadas de abril de 1953 y revela la operación que realiza a partir de esos apuntes. Esto desde luego señala la existencia de anotaciones que le permiten al autor pasearse por el pasado y no perderse en la neblina, como él mismo escribe: Reflexionando sobre mi vida argentina durante esos últimos veinticuatro años, percibía sin dificultad cierta arquitectura bastante bien dibujada, unas simetrías dignas de atención. Por ejemplo, podía distinguirse tres períodos, cada uno de ocho años: el primero, la miseria, bohemia, despreocupación, ociosidad; el segundo, siete años y medio en el Banco, vida de oficinista; el tercero, existencia modesta pero independiente, prestigio literario creciente. También podía enfocar este pasado destacando ciertos motivos como la salud, las finanzas o la literatura…, o bien ordenando en un sentido distinto, por ejemplo desde el punto de vista de los problemas, de los “temas” de mi existencia, que iban cambiando poco a poco a lo largo de los años. Pero ¿cómo tomar la sopa de la vida con la cuchara agujereada de esas estadísticas y diagramas? En una de las maletas de mi camarote había una carpeta que a su vez contenía una serie de hojas amarillentas con la cronología, mes tras mes, de mis acontecimientos; veamos, por ejemplo, lo que pasaba exactamente diez años atrás, en abril de 1953. Últimos días en Salsipuedes. Estoy escribiendo “Sienkiewicz”. Ocampo y paseos hasta Río Ceballos, regresos nocturnos. Estoy leyendo El pensamiento cautivo y Dostoievski. El 12 vuelta a Buenos Aires en tren. Banco, aburrimiento, la señora Zawadzka, horro, carta a Giedroyc informándome de que el libro no se vende, pero que quiere publicar algo más. Visita a los Grochovski y a los Grodzicki. Mi Banquete publicado por Wiadomosci…, etc. Podía así ayudar a la memoria, pasearme de un mes a otro por el pasado, pero ¿para qué? ¿Qué hacer, pregunto, con esta letanía de detalles? ¿Cómo asimilar estos hechos cada uno de los cuales se disgrega en un sinfín de acontecimientos más pequeños que finalmente se convierten en una neblina, en miles de millones de partículas diluidas en una continuidad inasible, en algo que recuerda más bien un sonido…? (ibid.: 682-683).

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Esta entrada, escrita en un giro decisivo de su vida, señala la existencia de unos apuntes, de una suerte de diario de detalles de las actividades de Gombrowicz debidamente fechadas. Esta revelación muestra el procedimiento realizado por el autor en su diario y la existencia de un doble régimen de escritura, uno privado que funciona como mapa del tiempo, uno público destinado a la publicación. La diferencia entre estas dos escrituras se asimila a lo que Roland Barthes llama une “escritura en estados”: “Le «Carnet» → Ma pratique, déjà très ancienne: notula et nota. Je note simplement le mot (notula) qui me rappellera l’«idée» que j’ai eue et que je recopierai le lendemain chez moi dans une fiche (nota)” (Barthes, 2003: 167). 

4.  De un dispositivo Además de mostrar una arquitectura diarística compleja que se ofrece a otras ediciones y que incluye diarios dentro del diario, Gombrowicz explora una multiplicidad de funciones en cada una de las entradas de su complejo entramado textual. Si el diario clásico se caracteriza por los varias sin límites de temas ni registros, el diario de Gombrowicz se caracteriza por el agenciamiento de un aparato de entradas con funciones textuales distintas y muy claras. Circulando por una suerte de poliedro, el lector puede pasar de un episodio en el cual Gombrowicz se lanza en incendiadas acusaciones a otro en que dicta una cátedra sobre el existencialismo; el autor vigila la traducción de una de sus novelas y sanciona luego el ser parisino. El polemista lanza diatribas contra sus compatriotas, defiende con uñas y dientes sus publicaciones, discute con sus exegetas, auto-inciensa su estilo, promueve su propia originalidad, contraataca a sus detractores, muestra todo su desprecio hacia la Literatura oficial. Con este deseo obstinado de hacerse un lugar, Gombrowicz orquesta su posición en el campo literario e intenta influir sobre el valor de su obra. Cada entrada del Diario de Gombrowicz tiene así una utilidad inmediata, el autor no consigna nada que no tenga un interlocutor pero por sobre todo una víctima; todo lo que busca un efecto, una respuesta o una reacción. El carácter “promocional”, como dice Alan Pauls del diario de Gombrowicz (Pauls, 1996:  243), es indudablemente su rasgo más desconcertante porque incansablemente el autor pretende inferir en la crítica, hacerse un lugar en la Literatura. Aunque incansable y desbordante de energía en su autopromoción, el diarista se muestra por momentos víctima de su dispositivo y de sus lectores, en un tono sorprendentemente confesional:

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El diario de Witold Gombrowicz como dispositivo literario

Ah, si pudiera recogerme, concentrarme y, sobre todo, distanciarme de los lectores. Este diario no es más que un treinta por ciento de lo que debería ser, debería empujárselo hacia esferas más absolutas; mi problemática, todo este conjunto de cuestiones, así como esta creación de mí mismo a los ojos del público, requiere una actitud más extremista y una manera más radical de desmarcarme del proceso normal de la creación literaria. Pero, agobiado por el trabajo para mantenerme, escribiendo una vez al mes, casi como si de un artículo por encargo se tratara, estando tan directamente ligado al lector y dependiendo de él, ¿qué debo hacer? Me siento disperso… También debería abrirme más y mostrar más mi interior, pero estas cosas no se pueden hacer a medias. Me consuelo con la idea de que tal vez algún día, poco a poco, logre encaminar mi diario hacia el terreno apropiado y confiera al proceso de moldear mi ser público una adecuada nitidez (Gombrowicz, 2005: 187-188).

En este fragmento del diario todo parece importante y, desde luego, la fecha. Estamos a finales de 1954, es decir cuando apenas el diario empieza a publicarse. Gombrowicz se muestra encerrado en su propio sistema respecto del público y está convencido de que su proyecto es demasiado blando y necesita radicalizarse. El autor señala toda la dificultad de la postura que decidió tomar y la falta de tiempo para la escritura del diario que hace eco de la advertencia de Maurice Blanchot hacia el diarista que, dice, es in fine alguien que no está escribiendo ni viviendo («Finalement, donc, on n’a ni vécu, ni écrit, double échec à partir duquel le journal retrouve sa tension et sa gravité»; Blanchot, 1959: 256-257). Pero es más importante señalar que el fragmento está sacado de una carta a Jelenski, lo que vendría a confirmar por un lado que el espacio del Diario excluye lo confesional, relegado al espacio epistolar, pero además que el mismo Diario, espacio in-forme, es capaz de albergar todo tipo de textualidades, incluso el fragmento de una carta. El diario se convierte entonces en un espacio capaz de acoger todo tipo de extravagancia textual. Incluye por ejemplo una auto-entrevista de Gombrowicz en “coautoría” con los lectores, como incluye también un ejercicio de desdoblamiento donde el autor se convierte en lector y crítico (despiadado) de su propio diario: ¡No lo sabe! Cuán depravante ha resultado el peso de ese “yo” creciente; y ese “yo” en aumento le perturba cada vez más su relación con el mundo. Aparte de la enfermedad física que menciona para justificar el hecho de haber escrito poco, existe ese otro mal, probablemente más doloroso: en realidad él no sabe qué hacer con ese Gombrowicz que desde hace algún tiempo se le aparece en los periódicos extranjeros, ya internacional, europeo, ya (casi) universal (Gombrowicz, 2005: 470).

A veces entra a discutir con una lectora, compartiendo sus reflexiones sobre el oficio de escribir y más precisamente sobre la 103

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escritura de un diario. Podemos entender esto puesto que el diario está escrito para los lectores: ¿Qué es un diario si no ante todo, una forma de escribir privada, realizada para nosotros mismos? Este punto de partida diferente del diario es lo que lo distingue de todos los demás géneros literarios, y es en verdad de suma importancia. La literatura tiene un doble sentido y una doble raíz: nace de una contemplación pura y artística, de una tendencia desinteresada hacia el arte, pero al mismo tiempo constituye también una batalla privada entre el autor y los hombres, un instrumento de sus luchas por la existencia espiritual (ibid.: 218-219).

A esta multiplicidad de textualidades debemos agregar el ensayo, otro género discursivo integrado al diario de Gombrowicz, con la inclusión de Contra los poetas y Sienkiewicz. El crítico Michal Glowinski postula el Diario de Gombrowicz como un gran ciclo de ensayos (Glowinski, 2002). La imagen es interesante y es cierto que en varios aspectos esta obra de Gombrowicz se corresponde con la descripción que hacen algunos teóricos de la forma ensayo. Recordemos que Lukács, en una carta imaginaria a modo de prólogo del Alma y las formas, ubica la forma ensayo en el cruce entre la creación y la búsqueda de la verdad; que Adorno, en El ensayo como forma, analiza las posibilidades de un género a menudo considerado como inferior a la poesía o a la filosofía y acusado de ser un bastardo desprovisto de una “convincente [de] tradición formal” (Adorno, 1962: 11). El autor de la Teoría estética hace sin embargo del ensayo el último baluarte del pensamiento frente a la filosofía sistémica porque logra deshacerse del concepto tradicional de método. El ensayo avanza por saltos, prescinde de derivación lógica y no pretende ser exhaustivo. Está del lado de la intuición y es una forma abierta que critica el sistema, por eso “la más íntima ley formal del ensayo es la herejía” (Adorno, 1962: 36). Esta herejía va indudablemente en el mismo sentido que lo in-forme defendido por el autor de Ferdydurke1. Estas definiciones del ensayo son tentadoras a la hora de volver a pensar la forma del diario fuera del concepto de Forma adelantado por el propio autor, en tanto su Diario parece encajar en cada una de ellas. Sin embargo, dejan de lado la importancia de la primera persona, fundamental para el autor, y descartan sobre todo la relación con el lector. El ensayo, además, no deja de ubicarse, aunque sea una forma creativa como dice Lukács, frente al pensamiento, mientras que el Diario, más 1

También la teórica Claire de Obaldia, señala la forma ensayo como eminentemente digresiva, fragmentaria y «paratáxica» (Obaldia, 2005:  87), opuesta a toda progresión lineal y planificada, acaso epítetos que definen a la perfección el Diario de Gombrowicz.

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versátil, descontando el carácter barroso y turbio, se coloca del lado de la experiencia. El diario de Gombrowicz funciona así como un impresionante sistema de glosas, armando un sistema inteligente, una maquinaria implacable que formalmente conforma un dispositivo. Aquí debemos aclarar la diferencia entre el concepto de dispositivo y el de estructura. Como bien señala Bernard Vouilloux, si el dispositivo se encuentra en primera instancia asociado a un modelo maquinal, al modo en que están dispuestos los órganos de un aparato, se aleja del concepto de estructura por una cuestión fundamental: C’est à dire que si la structure répond à la question “comment ça fonctionne?”, le dispositif fait droit à la question “à quoi ça sert?”: si la structure permet de localiser tel élément (où c’est?), le dispositif, “barrage” ou “écluse” sur un flux, nous informe sur sa provenance (d’où ça vient?) et sur sa destination (où ça va?) (Vouilloux, 2008: 20).

El dispositivo del Diario de Witold Gombrowicz responde permanentemente a esa misma pregunta: “¿para qué sirve?”; diremos que para urdir una estrategia en el campo literario.

5.  Kronos vs Diario La aparición en 1963 del fragmento de un cuaderno de anotaciones2 abre un intersticio en el dispositivo, señalando la existencia de un pretexto al ejercicio de escritura que Gombrowicz pone en marcha en la revista Kultura. Esta es, como el lector se habrá percatado, la tercera línea de tensión anunciada más arriba que se impone con la publicación de Kronos en 2013 y que viene si no a completar, sí a darle un giro de tuerca al ya complejo aparato textual que conforma su Diario; pero sobre todo, a marcar distancias con el ejercicio clásico de escritura de un diario. Kronos es el diario íntimo, el auténtico, que Gombrowicz llevó desde 1922 hasta su muerte. Ahí quedan reflejadas, en modo ‘notula’, una serie de sucesos cotidianos y de intimidades: hipocondrías, amistades íntimas, un registro de sus parejas sexuales (siempre en clave), un termómetro erótico, un diario del cuerpo, llamadas telefónicas, pormenores económicos, cambios de residencia, es decir las huellas del día a día y las nimiedades que a menudo interesan tanto al lector de diarios (Pauls, 1996: 9) y que 2

Acaso anunciado en las “Palabras preliminares” de su Diario: «El presente volumen contiene los textos de mi diario que se han venido publicado en Kultura, completados con fragmentos hasta ahora inéditos. Aún me queda algo en reserva, pero ese material –más íntimo– prefiero no incluirlo. No quisiera exponerme a tener problemas. Quizá algún día…más adelante» (Gombrowicz, 2005: 15).

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no necesariamente le servirán a nuestro diarista. Kronos parece a primera vista un registro de las bagatelas pero se establece sobre todo como la materia prima que el diarista va a reutilizar para orquestar su teatro de voces. Es importante señalar por un lado que Kronos está escrito más por meses que por fechas, comienza en 1922 con anotaciones mínimas y en 1939 el registro se espesa; por otro lado, que según Rita Gombrowicz la escritura de estas páginas es retrospectiva y que están escritas entre los años 1952 y 1953. El dato no es menor puesto que de ser así esos años marcarían el inicio de una escritura en doble régimen, una retrospectiva y otra diarística, ambas al servicio de las entregas que harán pública la vida del autor en Kultura. Podríamos desde luego rastrear en Kronos innumerables aspectos ausentes del Diario, como su intensa vida sexual o su interés por algunos sucesos políticos, por ejemplo los de octubre de 1955. Todo parece indicar que Kronos reúne lo ob-sceno de un diario cuando el Diario conforma el pro-scenio. No es ni un contra-diario, ni su médula, a lo sumo un aidemémoire y el registro de todo lo que Gombrowicz no quiere olvidar pero tampoco mostrarle a su público porque, recordemos, el diario sirve para exponerse con insincera sinceridad. Kronos reconcilia a Gombrowicz con el género que, lejos de despreciarlo, practica en secreto para modernizarlo, dándole una forma nueva y una función, acaso múltiple, para publicarlo en vida. Si sabemos que Gombrowicz era lector de diarios –Franz Kafka, Andrzej Bobkowski, Jan Lechon– con la publicación de Kronos entendemos que la lectura de los diarios de André Gide en 1953 (releídos siete años después, en 1960) es decisiva para lanzarse en la escritura y la publicación de su propio diario –como atestigua además la propia Rita Gombrowicz en el prólogo. En este sentido, es importante señalar que Gide, además de diarista, es un auténtico ingeniero del diario cuando agencia un dispositivo entre la novela Les Faux-monnayeurs y el Journal des faux-monnayeurs donde lleva un diario de la creación que registra sus diálogos con los personajes de la novela. Un andamiaje decisivo en el siglo XX que abre nuevas perspectivas al diario íntimo, a caballo entre verdad y ficción, publicado en vida como el de Witold Gombrowicz.

Bibliografía Adorno, Theodor, 1962, «El ensayo como forma», Notas sobre literatura. Barcelona: Ariel, pp. 12-36. Barthes, Roland, 2003, La Préparation du roman I et II. Paris: Seuil/Imec. Blanchot, Maurice, 1959, «Le journal intime et le récit», Le livre à venir. Paris: Gallimard, pp. 256-257. ____, 1969, L’entretien infini. Paris: Gallimard. 106

El diario de Witold Gombrowicz como dispositivo literario

Braud, Michel, 2006, La forme des jours. Paris: Seuil. Deleuze, Gilles y Félix, Guattari, 1978, Kafka. Por una literatura menor. México: Era. De Obaldia, Claire, 2005, L’Esprit de l’Essai. De Montaigne à Borges. Paris: Seuil. Estrade, Christian, 2014, «Filosofía de la risa en Macedonio Fernández y Witold Gombrowicz», Vacaciones en Polonia, n. 8, pp. 28-32. Girard, Alain, 1963, Le Journal intime. Paris: PUF. Glowinski, Michal, 2004, Gombrowicz ou la Parodie constructive. Paris: Noir sur blanc. Gombrowicz, Witold, 1991, Testamento. Barcelona: Anagrama. ____, 1995, «J’étais structuraliste avant tout le monde», Structuralisme, jeunesse, Dante. Paris: L’Herne, pp. 228-233.
 ____, 2005, Diario. Madrid: Seix Barral. ____, 2013, Kronos. Kraków: Wydawnictwo Literackie. Pauls, Alan, 1996, Cómo se escribe el diario íntimo. Buenos Aires: El Ateneo. Lejeune, Philippe, 2005, Signes de vie. Paris: Seuil Valéry, Paul, 1960, Œuvres I. Paris: Gallimard/Bibliothèque de la Pléiade. Vouilloux, Bernard, 2008, «Du dispositif» en Philippe Ortel (dir.), Le dispositif entre usage et concept. Paris: L’Harmattan, pp. 15-31.

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El diario de Carpentier en Venezuela Buscando los pasos perdidos Ángel Esteban y Yannelys Aparicio Nunca como en Venezuela durante la década de los 50 Carpentier tuvo la necesidad de escribir un diario. ¿Por qué? Fundamentalmente por el estado de su espíritu, la urgencia para encontrar una explicación a los avatares de su vida y a ciertos conceptos generales, como el mundo americano, la oposición entre naturaleza y civilización, la necesidad de una vuelta a la semilla y la ausencia de sentido de su actividad profesional. Todo esto explicaría, también, por qué y cómo Carpentier escribió Los pasos perdidos, y por qué esa novela es tan diferente a lo que había escrito hasta entonces, así como su carácter fundacional no sólo en la propia evolución del escritor sino también en el conjunto de la narrativa de América Latina. Se puede decir que hay ciertos paralelismos entre la confección del diario y sus propósitos literarios y de identidad en Los pasos perdidos. La novela habría sido su «testamento ficcional» y público, y el diario su «testamento escondido» y privado. Dos caras de la misma moneda. De hecho, en el diario hay una continua ansiedad por la publicación de su novela, por el proceso de su escritura y, una vez publicada, por su recepción, tanto en español como en las diferentes lenguas a las que comenzó muy pronto a traducirse. Sin embargo, su diario permaneció oculto y desconocido hasta que su viuda, Lilia Esteban, consideró la posibilidad de sacarlo a la luz, más de tres décadas después del fallecimiento de su autor. Al final del texto publicado hay una nota de Esteban, de abril de 1988, en la que dice que encontró casi por casualidad ese diario, lo releyó, pero vio imposible su publicación entonces por las alusiones a las personas a las que no trataba muy bien (Carpentier, 2013: 203). Es decir, parece que ni el autor ni su viuda tenían mucha intención de hacerlo público. De hecho, en 1955 Carpentier reflexionaba en Letra y Solfa: “los Diarios nunca se destinan, en principio, a ser publicados. Son simples notas personales, que solo tienen un interés de orden autobiográfico-sentimental para quien los redacta” (Carpentier, 1997: 143). Sin embargo, creemos que es fundamental conocer este diario a fondo para saber muchos detalles sobre una de las novelas capitales del siglo XX y sobre la estancia del cubano en Venezuela. Carpentier llegó a Caracas 109

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en 1945, contratado por Carlos Eduardo Frías, para trabajar en una radio y una agencia de publicidad, dado el prestigio que ya tenía como periodista en Cuba. Ese apasionante trabajo, en principio muy acorde con los gustos de Carpentier, no fue tan grato al escritor como se ha dicho hasta ahora tanto en biografías como en estudios críticos. Esto es lo que se afirma en una edición de Los pasos perdidos de 2009: ¿Estaría Carpentier, como su protagonista, tan desencantado con su profesión y con su vida, que deseaba huir hacia alguna parte en busca de la posible felicidad, o, al menos, del olvido? La gran biografía de Carpentier está por escribir, pero, como ya dijimos, todo indica que nuestro escritor vivía confortablemente en Caracas cuando escribió su novela y no estaba desencantado ni frustrado, sino todo lo contrario (Travieso, 2009: 24-25).

Los diarios desmienten este lugar común. El 23 de octubre de 1951 anota que los diarios suelen escribir “morne journée” (triste jornada), al referirse a los “tránsitos ingratos de un día” (Carpentier, 2013: 35), y el 18 de noviembre, dos páginas más adelante, reconoce que “cada éxito logrado en el terreno que me es propio, me hace más intolerable el trabajo en la Publicidad”. Luego hace referencia al éxito de un curso sobre música moderna que acaba de impartir, para lamentarse de nuevo del tiempo que pierde “en ese mediocre, odioso, vano, oficio de la publicidad” (Carpentier, 2013: 37). Termina declarando que, o bien deja el trabajo a comienzos de 1952 o podría cometer “una barbaridad”. El 25 de febrero de 1952 vuelve a la carga: el diario es su forma de expulsar los demonios personales de la radio y un modo de expresar sus esperanzas: Aquejado por una pereza de escribir, debida a la necesidad de pasar a un nuevo ritmo de vida, para dejar de lado el odioso radio, llevo semanas sin volver a estas hojas. Lo cierto es que ya me voy acercando a la liberación. Ya no tengo que escribir programas. El nuevo trabajo, relacionado con la prensa, no es fatigoso, ni pide gran concentración de energías (Carpentier, 2013: 67).

Fundamentalmente, lo que quiere el autor es tiempo para escribir su obra literaria, es decir, Los pasos perdidos, de tal forma que el 10 de abril, retomando la novela que había dejado un tiempo abandonada, asegura que ha vuelto “al trabajo verdadero” (Carpentier, 2013: 72). Y el 17 de junio de 1953, cuando ya ha terminado la novela, reconoce que su historia está ligada a la de una crisis profunda, quizá la más grave de toda su vida, no sólo –pero también– a causa de su trabajo en la radio: Dudoso todavía de Los pasos perdidos, pero contento de haber salido de ese libro que se acompañó de demasiados momentos duros de mi vida. Quiero decir: se sincronizó. Estuvo presente, cuando tales cosas ocurrían. Estuvo haciéndose en los últimos tiempos la aborrecible radio; sus páginas se fueron construyendo en meses en que viví las crisis morales más graves –evidentemente– de toda mi existencia (Carpentier, 2013: 116). 110

El diario de Carpentier en Venezuela

La crisis de Carpentier tiene mucho que ver con su situación en el universo, con la de América Latina en el entorno de Occidente, y con su faceta de escritor, con la que no acaba de estar satisfecho. Está a punto de cumplir cincuenta años y no ha hecho nada especialmente reseñable, ni como músico, ni como escritor. Tiene mucho prestigio como periodista o profesor, pero lo que desea realmente es triunfar en el mundo de la literatura. Y eso va a ocurrir precisamente a partir de la publicación de Los pasos perdidos y El siglo de las luces. Es, por tanto, esa década, la de más ebullición personal, donde sus dudas se irán disipando conforme acumule éxitos literarios y, tras el triunfo de la revolución cubana, sus esperanzas en el ámbito de la política se vayan uniendo al progreso de su obra escrita, de vuelta a casa. De ahí los vínculos entre el diario y su novela de la selva. De hecho, Los pasos perdidos está concebida como un diario personal (Tseng, 2008: 475), algo que no es baladí, toda vez que el diario relata los sentimientos más íntimos: la novela de Carpentier, sin estar adscrita con total adecuación al sentido estricto del “pacto autobiográfico” de Lejeune, sí es claramente un ejemplo del “principio del distanciamiento mínimo” (Ryan, 1980: 415), por el que se propone una serie de matices y diferentes grados de intensidad y adecuación entre la realidad biográfica y la ficción. Dice Julio Travieso en su edición de Los pasos perdidos: “¿Fue Carpentier el prototipo a partir del cual modeló a su héroe? Probablemente, nunca en toda su obra literaria se nos mostró tan cercano como en esta novela” (Travieso, 2009: 24). Y Carpentier reconoce: “En mi primera versión de Los pasos perdidos, el personaje que narra la historia es un fotógrafo. Releyendo el manuscrito, me di cuenta de que, al no haber sido yo fotógrafo, mal podía expresar los mecanismos mentales de alguien que ejerciera esa profesión”. [Finalmente, el protagonista fue un músico] “por el hecho de que yo mismo he practicado la música y siempre he vivido rodeado de músicos” (López Lemus, 1985: 349). Esta apreciación vuelve a aparecer en los diarios venezolanos, seguida de una reflexión teórica: “Un escritor consciente solo debe hablar de oficios que ha practicado, de enfermedades que ha padecido […]; lo demás es mala literatura” (Carpentier, 2013: 38). Por ello es oportuno, como han hecho algunos críticos, relacionar esta novela con la escritura autobiográfica, que llevaría finalmente al mismo punto de llegada que los diarios, es decir, a justificar una situación existencial de la actualidad gracias a la reconstrucción del pasado. Así lo ha visto Gustavo Pérez Firmat, en su análisis del lenguaje en Los pasos perdidos: Como es bien sabido, la característica básica de todo relato autobiográfico es la escisión del protagonista en un yo-actor y un yo-redactor, un “yo” que protagoniza los sucesos que se cuentan y un “yo” que los cuenta. Si bien la autobiografía, como indica Jean Starobinski, se define por la identidad de narrador 111

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y protagonista, para que la narración pueda desenvolverse esa identidad debe fragmentarse. Es más, como el propio Starobinski explica, el yo-redactor nunca es “idéntico” al yo-actor. Al volcarse hacia su pasado, el narrador –el yo-como-soy– se ve a sí mismo –el yo-como-era– como otro, como un ser aparte cuyo parecido, cuya identidad con la persona que narra puede parecer inexistente. Por esta razón quizás sea mejor reemplazar el concepto de identidad con el de continuidad: lo que supone una autobiografía no es la identidad de redactor y actor sino su continuidad. Supone que, con el pasar del tiempo y el transcurrir del relato, este se convertirá en aquel. Y, precisamente, el cometido usual del proyecto autobiográfico es trazar la evolución del yo-como-era al yo-como-soy, justificar o motivar el estado actual del protagonista-narrador mediante la reconstrucción de su pasado (Pérez Firmat, 1984: 346).

Ese músico se adentra en la selva como Carpentier se introdujo en ella un tiempo antes, en sus viajes por el Orinoco, como él mismo declaró en multitud de ocasiones. La tierra venezolana, confesó, “fue para mí como una toma de contacto con el suelo de América y meterme en sus selvas, conocer el cuarto día de la Creación” (Leante, 1964: 33). Atravesó al principio regiones vírgenes del país, y arribó a Ciudad Bolívar, regada por el Orinoco. Navegó tres semanas haciendo escala en diminutas poblaciones, llegó a Puerto Ayacucho, al Alto Orinoco y a San Carlos del Río Negro, cerca del cruce entre el Orinoco y el Amazonas. Allí convivió con varias tribus primitivas. “Entonces –continuaba Carpentier– surgió en mí la primera idea de Los pasos perdidos. América es el único continente donde distintas edades coexisten, donde un hombre del siglo veinte puede darse la mano con otro del Cuaternario o con otro de poblados sin periódicos ni comunicaciones que se asemeja al de la Edad Media o existir contemporáneamente con otro de provincia más cerca del romanticismo de 1850 que de esta época. Remontar el Orinoco es como remontar el Tiempo” (ibid.: 33). El protagonista de la novela es un ser alienado “por la vida mecánica, artificial de Nueva York a quien la vida le hace vivir en el lado opuesto: la vuelta a los orígenes” (López Lemus, 1985: 104). De algún modo, remontar esos ríos y adentrarse en la espesura significaba para Carpentier un nuevo “viaje a la semilla”, una huida de la civilización para encontrarse quizá a sí mismo. Y es lo que parece desprenderse de su descubrimiento de las tres incisiones en forma de ‘V’ que pinta en su obra. Carpentier dice que en aquel momento tuvo una iluminación, la de la novela (Carpentier 1981: 105), que le obligó a volver a Caracas y comenzar a escribir. De un impulso parecido nace el diario, de esa añoranza de unos modos de vida quizá perdidos para siempre (Carpentier, 1970: 40), desde el momento en que la vida moderna impone modelos de comportamiento absolutamente artificiales, como ocurre con el mundo de la publicidad en el que se encuentra inmerso, que trata de imponer tendencias de un modo antinatural, mediante la presión mediática. 112

El diario de Carpentier en Venezuela

Lo que refuerza esta tesis es la relación de la Naturaleza con la biografía íntima y sentimental del cubano. La necesidad de reencontrarse con lo primitivo y puro conecta con el mundo americano tal como el arielismo y el mundonovismo habían teorizado esquemáticamente. Del roce con la selva nacen certezas como esta: “Creo en la posibilidad de una vida libre, primigenia, en contacto con las energías fundamentales de la naturaleza, como he podido tener ejemplos de ello en Venezuela” (López Lemus 1985: 167). Su relación con distintas tribus le iluminó sobre una realidad que había estado vedada para él hasta ese momento y que hace posible la recuperación de algo definitivamente perdido (Carpentier 1981: 105), lo que hace posible la recuperación de algo definitivamente perdido en civilizaciones como las europeas o las de los Estados Unidos. Pero eso se convierte en un descubrimiento mucho más importante que el de un simple encuentro con uno mismo y un pasado colectivo. Para Carpentier, eso explicaría muchos elementos de la identidad latinoamericana, de la diacronía, de la literatura de Nuestra América, y hermanaría a todos los protagonistas de la historia de los últimos cinco siglos, como apunta sagazmente Gutiérrez Girardot al hilo de unas reflexiones sobre Los pasos perdidos: En América se funden mito y naturaleza, lo fantástico se hace real. El primer acceso al conocimiento y conciencia de América es el paisaje, es decir, la tierra firme que encontró Colón, el Nuevo Mundo. Como el Almirante, Carpentier descubre América; su método consiste en dar la palabra a lo que va encontrando en su camino descubridor. Este método determina la descripción de su descubrimiento: además de fundamentada históricamente, es pictórica en el sentido de que ella hace surgir ante los ojos las estaciones del viaje. En esa descripción se entrelazan los rastros de sus predecesores en el viaje, que generan la esperanza que subyace a la Utopía de América (Gutiérrez Girardot 2004: 6).

Y ése es quizá el motivo por el que la novela de Carpentier significa un antes y un después en el proyecto narrativo latinoamericano, marcando una línea gruesa entre el regionalismo plano, descriptivo y unívoco de las “novelas ejemplares de América”, y la época del boom y el realismo mágico o lo real maravilloso. Carpentier convierte en universal, mediante la creación del mito, lo que hasta ese momento era mero exotismo. La selva deja de tener interés por su aspecto físico, por su carácter sagrado o maléfico, por la lucha del hombre contra los elementos o las consecuencias para sus moradores. La selva americana será, a partir de Los pasos perdidos, una realidad simbólica de la que pueden extraerse consecuencias y explicaciones para el hombre contemporáneo, sea cual sea su procedencia y destino. Por ello, junto a las fuentes autobiográficas, consignadas en su diario venezolano y en las declaraciones ya referidas, resulta definitivo el análisis de las fuentes literarias. Junto con las 113

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obras clásicas de Rivera y Gallegos, que no son las principales, figuran otras mucho más relevantes, pertenecientes algunas a culturas alejadas del mundo latinoamericano, como Heart of Darkness (1906) de Joseph Conrad; The Sea and the Jungle (1912) de Henry Major Tomlinson; The Lost World (1912) de Sir Arthur Conan Doyle; Lost Horizon (1933) de James Hilton (Müller-Bergh, 1967: 32). U otras como Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (1816) de Alexander von Humboldt; el Orinoco ilustrado: historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes del Padre Joseph Gumilla (1741); Travels in British Guiana (1847) de R. Schomburgk; el Viaje a Surinam y al interior de las Guayanas de J. G. Stedman; El soberbio Orinoco de Julio Verne (Travieso, 2009: 47). Y finalmente obras tan peculiares como The Sun also Rises, de Hemingway (Castells, 1994: 82), o La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler (Brokaw, 2000). En cuanto a la música, Bush ha notado lo siguiente: Like Andre Gide with The Counterfeiters and Aldous Huxley with Point Counterpoint (in fact, like almost every writer engaged in what Huxley’s protagonist, Philip Quarles, calls the “musicalization of fiction”), Carpentier has been very explicit about his interest in the transmutation of musical rhetoric, principles, and structures to literature (Bush, 1985: 129).

Un ejemplo claro del nivel de abstracción, de universalidad y de alcance simbólico conseguidos por Carpentier en sus planteamientos narrativos ambiciosos es la figura de Rosario, porque significa además un modo de vincular al protagonista, álter ego del autor, con su propio inconsciente, de acuerdo con el arquetipo de ánima junguiana. Rosario sería la proyección simbólica del ánima del protagonista, su parte femenina, que podría simbolizar también el paraíso perdido (Fama, 1979: 185). Rosario es a la vez “mujer-amante, mujer-madre y madre naturaleza” (ibid.: 186), convirtiéndose, por tanto, en el centro de las preocupaciones existenciales del autor, según el principio de distanciamiento mínimo. En los diarios carpenterianos hay numerosas alusiones a Rosario; todas participan del mismo enfoque y contribuyen al diseño del rol. En una larga reflexión del diario del 28 de abril de 1952 confiesa Carpentier la obsesión del protagonista con Rosario, y “la angustia por desandar lo andado” (Carpentier, 2013: 79); el músico se ve abocado a tomar decisiones que afectarán sin duda al resto de su vida y que giran en torno a la aceptación de la vida nueva, escondida, o la vuelta al mundo convencional. En otra anotación sin fecha, Carpentier reconoce que es en Nueva York, a la vuelta, cuando el relator, en la distancia, siente que la figura de Rosario “se agranda desmesuradamente” (ibid.: 201), mientras que el resto de las mujeres son consideradas como “simuladoras”. Es más, Rosario se convierte en la tierra y el mito, dándole todo el sentido a la novela y al mismo Carpentier, que busca sus propios pasos perdidos: 114

El diario de Carpentier en Venezuela

Rosario es la mujer real –concluye el diario–. El surco, la matriz, la tierra, el mito (…). Decididamente, hablar de su SEXO como de una gran entidad mítica, que lo engloba todo, borrando, incluso, en el recuerdo, los rasgos del semblante. Es decir: la integración total en un órgano-símbolo, hecho mito. Rosario debe hacerse, pues, algo así como el Graal en la lejanía de un MontSalvat (ibid.: 202).

La imagen del Graal en Montsalvat remite tanto al tesoro divino guardado en el santuario perdido entre las montañas y la naturaleza, como a la vuelta a una edad media o antigua, y a la vez refuerza la noción de mito universal, ya que la búsqueda de ese tesoro ha sido uno de los grandes temas de la literatura universal, que traspasa la circunstancia de la ubicación concreta del santuario en el sur de Francia, en plenos Pirineos. Las reflexiones sobre el peso de Rosario en la obra son constantes, hasta el punto de que, en ocasiones, Carpentier duda. Sólo la recepción de la obra una vez publicada lo llena de seguridad. El 3 de febrero de 1954, meses después de ver la luz la primera edición, anota en el diario: «Detalle singular: el personaje de Rosario parece a todos extraordinario. ¡Yo que lo encontraba desdibujado!» (ibid.:  129). Esas dudas, a pesar de la grandeza explícita y notoria del personaje, habían sido frecuentes en diversos momentos del proceso de creación de la novela, consignados en el diario. Por ejemplo, el 14 de octubre de 1951, escribe que la finalización de Los pasos perdidos y su publicación están detenidas por “detalles tan pequeños, que el lector nunca se dará cuenta de que allí pudiera estar la barrera”, sobre todo en los primeros capítulos, que “me tienen enfermo, aunque leo sin aburrirme el primero y el segundo, que corresponden casi a lo que quise hacer”. Termina esas reflexiones del 14 de octubre con una pregunta, que manifiesta su espíritu dubitativo: Pero… ¿por qué esa necesidad imperiosa, tiránica, de suprimir los diálogos, y todo signo ortográfico vertical: interrogaciones, admiraciones, paréntesis, en un trabajo de 400 páginas? Yo mismo me asombro, ahora, de la disciplina impuesta (ibid.: 32).

De hecho, las dudas y los continuos cambios han provocado constantemente desviaciones de la idea inicial. En el diario se revela una paradoja: el tema se le “impuso” de manera ineludible, en 1949, como una iluminación, en la que estaban muchos de los detalles de la obra. Sin embargo, después de comenzar a escribir, el 7 de diciembre de ese año, su propósito era terminarlo a principio de enero de 1950: siete capítulos en unos 20 días. La obra creció de un modo desproporcionado y, además, evolucionó de un modo inesperado por el autor (ibid.: 30-31). En agosto de 1952, el cubano anota en el diario que desea terminar la novela ya, quitarse “ese peso de encima” (ibid.: 90); el 1º de septiembre vuelve a tomar el texto “con una nueva visión de la estructura” (Carpentier, 2013: 91), y 115

Diaros latinoamericanos del siglo XX

el 8 de octubre se siente contento porque ha vuelto a sentir placer con el trabajo de la creación y ha modificado “toda la estructura de la primera parte” (ibid.: 94) de acuerdo con las notas tomadas en los últimos tiempos. El 17 de noviembre realiza dos nuevas modificaciones y apunta que no cesa de cortar, más todavía (ibid.: 98), y el 20 de diciembre cree que ya está acabado, pues ha llegado a un estado de saturación en el que ya nada quiere retocar; así, ir más allá sería “empecinarse con el escrúpulo” (ibid.: 99). El 6 de enero de 1953 escribe que ya está lista para la imprenta la versión definitiva y que, después de muchísimas modificaciones, la novela tiene las mismas páginas que en su primera versión, terminada en abril de 1951: trescientas noventa (ibid.: 103). A partir de ese momento, la mayoría de las referencias a la novela en el diario tienen que ver con la recepción de la obra. Son muchos los matices: ganas de ver publicado el libro (9 de marzo del 53), envío de las pruebas de imprenta a México (15 de junio del 53), proceso de corrección de erratas concluido (4 de agosto del 53), recepción en la Aduana de Caracas del primer ejemplar de muestra (19 de septiembre del 53), recepción del primer ejemplar completo (7 de octubre del 53), que genera nuevamente dudas en su ánimo: “ No tengo ganas de leer el libro y me imagino que muy pocos lo leerán. Demasiado apretado; demasiado denso” (ibid.: 122); disipación de las dudas anteriores, el 22 de noviembre del 53, porque “es un libro que se sostiene” (ibid.: 123), alegría por la estupenda recepción que está teniendo en los primeros lectores (1 de enero del 54), petición de Gallimard para la traducción al francés (21 de marzo del 54), entusiasmo de ciertos críticos que el cubano pensaba iban a ser severos (19 de abril del 54), reseña en Le Monde de la novela (10 de julio del 54), oferta de edición por otra editorial francesa y nueva reseña en Américas (29 de julio del 54), corrección final de la traducción francesa (9 de enero del 55), contrato con Knopf para la edición de la novela (26 de febrero del 55), acuerdo para la traducción al inglés (19 de mayo del 55), etc. El diario se convierte en un recuento de emociones alrededor de la vida que el libro ha tomado una vez que ha comenzado su propia existencia, independiente de la de su autor. Las páginas de ese diario inciden en detalles, casi siempre ligados a estados de ánimo, los “momentos recordables”, como dice el cubano, que le “pasan por encima”, como “una mera sensación, un segundo de clarividencia, la visión fugaz de una nube misteriosa” (ibid.: 165). Desde que se dio a la tarea de redactar su diario, Carpentier comenzó a sentir que no era una labor superflua, sino justificada por una misión insoslayable. En un artículo de Letra y Solfa de septiembre de 1952 se mostraba contundente: Proclamo la necesidad de los “Diarios”. Cualquier Diario, llevado por cualquier hombre (…). Me refiero al Diario escrito de cualquier manera, simple cuaderno de notas, donde un ser humano ha consignado sensaciones, 116

El diario de Carpentier en Venezuela

impresiones, fechas, coincidencias, hechos que le llaman la atención, palabras oídas en la calle, alegrías… (Carpentier, 2001: 59).

Pero lo más interesante viene a continuación, porque relaciona directamente el trabajo narrativo (en su caso, la novela que lleva entre manos en ese momento, Los pasos perdidos) con el diarístico. Dice que si cada persona venciera el pudor del “no sé escribir” y se lanzara al ruedo de los diarios, llegaríamos a conocer “un tipo de novela real, directa, íntima, más conmovedora que cualquier obra de ficción” (Carpentier 2001: 60): sería la novela de todos los trabajos y todos los oficios, reducida a los mejores momentos de una vida. Cualquiera puede escribir un diario con interés para muchos lectores, aunque un escritor profesional, como él, siempre caerá en la tentación de hacerlo “demasiado literario”, lo que significa esconder los puntos de contacto del pacto autobiográfico entre autor, narrador y personaje, y esconder asimismo los detalles que hacen nítido el distanciamiento mínimo. El 8 de enero de 1952, en un largo fragmento del diario que abarcaba varios temas, escribió esta reflexión metadiarística: Pienso a veces que si estas hojas cayeran en manos de un desconocido, se le ocurriría decir: “He aquí un hombre deformado por la literatura, que solo vive en función de la letra impresa”… Cuando releo algo de lo aquí dejado, lo encuentro todo muy literario… Lo que demuestra que, aun en un diario, no se enseña el verdadero rostro (Carpentier, 2013: 63).

Toda la literatura es autobiográfica, ya lo dijo Borges (1994:  128), incluso la que trata sobre asuntos absolutamente alejados de la biografía del autor. El pintor que dibuja el universo con sus continentes, océanos, selvas, ciudades, etc., reproduce finalmente la imagen de su cara. Lo que más oculta o escamotea al autor es el lenguaje; cuanto más literario, es más opaco y turbio. Sin embargo, Carpentier quiso, a través de su diario, henchido de técnica, como no podía ser de otro modo, enseñar la otra cara de su yo, la que no se sentía diáfana en la novela. El diario tocaba muchos temas, desde anécdotas personales sin importancia, detalles de su trabajo, de la relación con las personas de su entorno, hasta reflexiones sobre música, literatura, arte y diarios de otros escritores, como Gide, Jünger o Kafka. Pero, a nuestro entender, el gran valor de esas anotaciones biográficas reside en las entretelas de la historia personal y de la trama de ficción de Los pasos perdidos. Carpentier intuía que estaba dando un salto importante en su obra personal y que, a pesar de que era algo maduro para comenzar a escalar en el ámbito de la narrativa, pues rondaba los cincuenta años, ese momento significaría no sólo un antes y un después en su trayectoria literaria sino también en la historia de la narrativa latinoamericana del siglo XX. Por otro lado, esos diarios han servido para comprender que los últimos cuarenta y primeros cincuenta 117

Diaros latinoamericanos del siglo XX

en Venezuela no fueron pletóricos para el cubano, sino que, al contrario, supusieron una de las etapas más críticas en la maduración existencial del artista, que ya no se identificaba con los oficios a los que más tiempo se había dedicado, el periodismo y la publicidad. Carpentier se sentía ahogado y pedía agónicamente tiempo para escribir su obra, la que le iba a hacer imperecedero. La convicción de que lo único que le interesaba era el mundo del arte y de la estética se hizo cada vez más imperiosa, tanto que ya nunca más defendió un arte comprometido, al menos hasta que las exigencias de la revolución cubana lo reubicaran en el espacio de la política cultural. En el diario de enero de 1955 no tuvo ningún reparo en escribir algo que, quizá, justifique en parte que no quisiera publicar esas anotaciones mientras vivía y mientras procuraba ser súbdito leal de un proceso revolucionario que negó desde el principio la libertad de expresión y obligó a los artistas a ser comprometidos con la dictadura por puro capricho de sus dirigentes: La monstruosa falacia de una “literatura con contenido social” (o arte, que es lo mismo) está demostrándose por sí misma. Fuera de países socializados, y, por ello mismo, metidos en una Historia nueva, que les pertenece, la literatura “con contenido social” no puede ser otra cosa que la historia de una huelga (…). Y esas historias de huelgas, esos “denuncios” de injusticias sociales se agotan en cinco libros. Si quieren escribir libros con contenido social, que escriban estudios, con estadísticas, números, fotografías, más elocuentes que toda historieta edificante de buenos obreros y malos patronos. No tolero ya la literatura regionalista, ni la música regionalista, ni la pintura regionalista. Y menos, con “contenido social” (Carpentier, 2013: 159).

Bibliografía Borges, Jorge Luis, 1994, El tamaño de mi esperanza. Barcelona: Seix Barral. Brokaw, Galen, 2000, «Oswald Spengler’s The Decline of the West and Alejo Carpentier’s Los pasos perdidos», Confluencia, 15, 2, pp. 100-110. Brown, Calvin S., 1948, Music and Literature. Athens: University of Georgia. Bush, Roland E., 1985, «The Art of the Fugue: Musical Presence in Alejo Carpentier’s Los pasos perdidos», Latin American Music Review, 6, 2, pp. 129-151. Carpentier, Alejo, 1970, Los pasos perdidos.  8ª ed. México: Cía. General de ediciones. Carpentier, Alejo, 1981, La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. México: Siglo Veintiuno. Carpentier, Alejo, 1997, «El diario de Renard», Letra y Solfa 7: Literatura. Libros. América Díaz Acosta (comp.). La Habana: Letras Cubanas. Carpentier, Alejo, 2001, «El diario de cada cual», Letra y Solfa 8: Literatura. Poética. América Díaz Acosta (comp.). La Habana: Letras Cubanas.

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El diario de Carpentier en Venezuela

Carpentier, Alejo, 2013, Diario (1951-1957). La Habana: Letras Cubanas. Castells, Ricardo, 1994, «The Hidden Intertext in Alejo Carpentier’s Los pasos perdidos», Confluencia, 10, 1, pp. 81-88. Fama, Antonio, 1979, «Proceso de individuación y concepto del ánima junguiana en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 3, 2, pp. 183-188. Gutiérrez Girardot, Rafael, 2004, «La lección política de Alejo Carpentier», INTI, 59/60, pp. 5-12. Leante, César, 1964, «Confesiones sencillas de un escritor barroco», Cuba, III, 24, pp. 30-33. López Lemus, Virgilio (comp.), 1985, Entrevistas. La Habana: Letras Cubanas. Müller-Bergh, Klaus, 1967, «Alejo Carpentier: autor y obra en su época». Revista Iberoamericana, XXXIII, 63, pp. 9-43. Pérez Firmat, Gustavo, 1984, «El lenguaje secreto de Los pasos perdidos», MLN, 99, 2, pp. 342-357. Ryan, Marie-Laure, 1980, «Fiction, Non-factuals and the Principle of Minimal Departure», Poetics, 8, pp. 403-422. Travieso, Julio, 2009, «Prólogo» en Alejo Carpentier, Los pasos perdidos. Madrid: Akal, pp. 9-84. Tseng, Li-Jung, 2008, «El viaje en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier», en Sara M. Saz (ed.), Actas del XLIII Congreso Internacional de la Asociación Europea de Profesores de Español (AEPE). Acortando distancias. La diseminación del español en el mundo. Madrid: AEPE, pp. 475-482.

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Lezama en sus Diarios Iván González Cruz Quien espere leer una sucesión de acontecimientos cronológicos o la confesión de secretas vivencias en los llamados Diarios de José Lezama Lima encontrará desde el inicio que son otra cosa. ¿Qué llevó al autor de Paradiso a concebirlos? Su genialidad había hallado un nuevo desafío para transformar, con la literatura, la realidad. Dentro del estilo de sus cuadernos de apuntes1, los Diarios abarcan años decisivos en la vida de Lezama2 que ofrecen el desarrollo de su madurez intelectual. Ellos no revelan el camino sino los caminos por los que transita su formación cultural, comprometida con los pilares clásicos de Oriente y Occidente. Tres grandes temas se distinguen en sus anotaciones: lo filosófico, lo artístico-literario y lo existencial. Lezama se adentra en estos universos convirtiendo el Diario en un laboratorio donde se forjan elementos esenciales de sus libros como la ironía, el contrapunto dialéctico, lo metafórico, el humor y lo alucinante, junto a otros aspectos de su producción artística menos tratados por los especialistas, entre los que destacan sus valoraciones sobre la música –temática propicia para tesis doctorales–, que nos enriquecen y amplían su visión del arte3. Así como 1

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Nos referimos a los cuadernos de apuntes inéditos que hallamos en el archivo de Lezama y que publicamos en los volúmenes La posibilidad infinita. Archivo de José Lezama Lima (2000), El espacio gnóstico americano. Archivo de José Lezama Lima (2001) e Imago. Archivo de José Lezama Lima (2005). El Diario I transcurre del 18 de octubre de 1939 al 31 de julio de 1949; y el Diario II, del 12 de agosto de 1956 hasta el 16 de junio de 1958. Véase el Diario II en Lezama Lima (2014:  83-86). Acerca de la música y Lezama consúltese Lezama Lima (2000 y 2006). Igualmente, los siguientes artículos en La Habana (Lezama Lima, 1991): Hipólito Lázaro en el Auditorium o el silencio por Rigoletto (1949), Visita de Jascha Heifetz o del virtuosismo (1949), Orquesta Filarmónica o Casandra (1949), Koussewitzky o al espíritu por la letra (1950), Comparsa universal o la curiosidad avivada (1950). En Tratados en La Habana (1969), véanse Sucesiva o Las coordenadas habaneras –textos recopilados igualmente en Lezama Lima (1991)–, y De Orígenes a Julián Orbón. En cuanto a su poesía, remitimos, entre otros poemas, a Melodía y Aislada ópera, del poemario Enemigo rumor (1941), y a El coche musical, publicado en el poemario Dador (1960). Para una aproximación al pensamiento estético de Lezama léanse sus valoraciones artísticas en Lezama-Michavila: arte y humanismo (Lezama Lima, 2006). Consúltese asimismo en la revista Letral nuestro trabajo Lezama y el cinematógrafo (González Cruz, 2010) en

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los tres grandes temas conforman una macroestructura de los Diarios, en lo interno aparecen las claves de su Sistema Poético del Mundo que articulará, desde nuestro punto de vista, su obra completa4. La fuente de la que nace este sistema yace oculta en un apunte del 23 de septiembre de 1942 (Lezama, 2014: 45). Es la Historia de la filosofía de Émile Bréhier que inspira la conceptualización y las posteriores categorías del sistema poético. Con carácter preliminar, Lezama aventura el diseño del Gráfico de una concepción del mundo (ibid.: 55), en el que esboza algunos términos con los que sustentar su teoría, pero no volverá a referirse a él ni a sus componentes en el Diario. Para conocer un nuevo esquema del sistema5 o estudiar sus postulados, tendremos que acudir a otros volúmenes y sumergirnos en el conjunto de su quehacer creador. A nivel subtextual, los Diarios funcionan en Lezama como lo que podríamos denominar un ‘diario de los géneros’. En su contenido están latentes los distintos ámbitos que trabajó en su obra: el aforismo, el ensayo, la novela, el cuento, la poesía, el periodismo y el epistolario. En lo aforístico, Lezama condensa el espíritu de su poética. En él alterna la claridad y el hermetismo con un contrapunto barroco, que a pesar de lo que se tiende a creer es siempre coloquial. De este modo, cuando dice que “el agua de coco hervida empolla la lechuza” (ibid.: 39) es tan preciso como al señalar que “el hombre únicamente siente lo que dice y olvida lo que sueña” (ibid.). Toda su labor presenta ese contraste recíproco de lo visible-invisible. En la poesía lo apreciamos en la aparente criptografía del poemario La fijeza (1949) y la simulada transparencia de Fragmentos a su imán (1977); en sus ensayos, en la falsa impenetrabilidad del Carnaval del Rubio Glucinio (1938) y la engañosa facilidad interpretativa de Confluencias (1968), allí donde las palabras llenan la noche de luz contemplada “como un descendimiento”; y por último, en la novela, ¿no es Oppiano Licario (1977) una contestación al lenguaje de Paradiso (1966) que hace fácil lo difícil? Lezama, que en sus Diarios inventó un aforismo para definirse –“soy un fantasma de conjeturas e insignificancias” (ibid.: 69)–, nos tiende un seductor laberinto, deseoso de que entremos en su mundo con paso leve, como si no fuera posible

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el que se investiga por vez primera en la bibliografía lezamiana la influencia del cine en su obra. Hemos expuesto esta concepción del sistema poético en Lezama Lima (González Cruz, 1999) y Antología para un sistema poético del mundo de José Lezama Lima (Lezama Lima, 2004), en dos tomos. En uno de sus cuadernos de apuntes, ubicado por contexto entre 1956?-1970?, hallamos un nuevo esquema de su sistema bajo el título Integraciones para el sistema poético, el cual estructura, según descubrimos, la primera parte del libro La cantidad hechizada (1970). Véase Lezama Lima (2005: 35).

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encontrarlo. Pero el conocimiento desvela muy pronto en las conjeturas la ausencia de insignificancias. En el núcleo de su pensamiento aforístico coexisten dos fuerzas opuestas en paralelo: una impulsa la imaginación a comprender la fantasía, la otra introduce lo inefable al pretender descifrar su significado. Los Diarios se construyen con esa yuxtaposición de sentidos. El ser un escritor de múltiples registros le permitió explorar esas dos dimensiones. Idéntica sugestión logra en la advertencia “antes de sacarse los versos del alma, hay que sacarse el alma del culo” (ibid.:  40) y en la frase “la verdadera ciencia está entre la superstición y el libertinaje” (ibid.: 44). No existen palabras buenas o malas en la elocuencia, sino buenas o malas ideas. Esa dualidad significante se transfiere a otras facetas de su escritura, en las que nunca podemos ignorar el humor lezamiano. En él conviven lo serio y la risa en una alegre paradoja: hay un Lezama solemne que se burla lo de ceremonioso y un hilarante Lezama cuya sonrisa petrifica la falta de seriedad en lo burlesco. La fusión de estos aspectos en la singularidad del aforismo se ramifica hacia el corpus general de una obra engendrada por una alternativa unidad: “Yo acostumbraba a decir: cuando me siento oscuro, escribo poesía; cuando me siento claro, escribo prosa” (González, 2000: 364). Los Diarios trascienden esta sentencia. A partir del aforismo, las apostillas en los Diarios muestran textos que son microensayos. A ellos pertenecen las reflexiones sobre la correspondencia de Federico II y Voltaire (Lezama, 2014: 14-15), la cultura que debe tener un poeta (ibid.: 23-24), la “oración de quietud” en el contexto de Miguel de Molinos y del Libro de la vida de Santa Teresa de Jesús (ibid.: 27-29) o la “definición de la ciencia” (ibid.: 29-30), entre otros6. Algunos de estos textos perderán su independiente entidad al integrarse después en conferencias o ensayos. Asimismo, los Diarios anuncian el lenguaje de la novelística lezamiana. En varias locuciones reconocemos el sello inconfundible de la atmósfera lingüística de Paradiso. Al acotar la relación de la poesía y la metafísica, leemos: “Cuando el garzón va entornando los párpados, un ojo que se posase en él con lentitud, podría observar cómo va cerrando el puño aunque ablandado por el rocío del sudor” (ibid.: 15). Otras veces lo novelable se reduce al espacio de la frase: “cazar ciervos desnudos, en un paraíso de blancura total”; “habitar el feto de una tortuga que a su vez habita la somnolencia del agua” (ibid.: 28). 6

Consúltense, por ejemplo, los siguientes días y apuntes: 18 de octubre de 1939 (sobre Descartes); 12 de noviembre de 1939 (sobre Valéry, Descartes y Pascal); 29 de febrero de 1940 (sobre Pascal, Cristo, Lucrecio, Virgilio y Dante); 28 de mayo de 1940 (sobre la «gran poesía» y la «pequeña poesía»); 13 y 14 de julio de 1940 (sobre Spinoza); 29 de agosto de 1940 (sobre Pascal); 1 de septiembre de 1940 (crítica a la filología y a Max Müller); 8 de enero de 1941 (sobre Cervantes); 11 de enero de 1941 y 10 de abril de 1942 (sobre Proust); y 5 de abril de 1942 (sobre Poe).

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La metáfora va tejiendo incesantemente el reino de la narración: “el agua todavía servicial en reproducir el cadáver de un pez” (ibid.: 34); “vencimiento de la ligereza captada por un sentido por la sombra no captada por ningún sentido”; (ibid.: 78) hasta llegar a lo que consideramos una teoría de la novela cifrada en un párrafo: Leyendo a Tolstoi es fácil concluir que Rusia es un país para la novela. Inglaterra y Francia, solamente la España del Quijote, también tienen “novela”. Pero ningún país como Rusia para andar, para ajustarse a la novela. Gogol, Dostoyevsky, Tolstoi elaboran lo que para ellos es historia, hecho, sucedido, y que nosotros saboreamos como novela (Lezama, 2014: 81).

Esa visión del relato se lleva a la práctica en los Diarios en la órbita del cuentista Lezama. El cuento es la prueba de la maestría de un narrador. Extrañamente el hacedor de Fugados (1936), Juego de las decapitaciones (1941) o Para un final presto (1944)7 tendía a marginar estas invenciones (Lezama, 1998a: 657)8. El juicio crítico de un autor sobre sí mismo casi siempre es controvertido. Lezama desconoce al fabulador Lezama9. El 7 de noviembre de 1939 los Diarios testifican el horror de un sueño. Percibimos tras la evocación de esta experiencia el afán por transmitir una historia en una sola frase: “en la siesta el gladiador amanece palmera” (Lezama, 2014:  19). La estructura clásica, introducción-desarrollo-desenlace, se hace minimalista el 29 de noviembre de 1939: “A veces la voluptuosidad rompe su granada: el goce. Pero si cobra allí una existencia plena, capitula momentos después, definida y en punta, muere cansándose” (ibid.: 26). Tal parece como si hubiera querido aplicar la regla joha-kyū, utilizada en el teatro Nō japonés, que propone la “división en tres movimientos no sólo de toda la obra, sino de cada escena de esta obra, de cada frase de la escena y de cada palabra”. El intento de codificar la surrealidad y la maravilla de la existencia en la concisión de una imagen que fuera la síntesis de la síntesis de un cuento, alcanza su plenitud el 23 7

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Además de estos tres cuentos Lezama publicó El patio morado (1941) y Cangrejos, golondrinas (1946). En su archivo encontramos el manuscrito de un cuento inédito, sin título, asociado con el espíritu de la novela Paradiso (1966), que editamos primero en la revista Albur (1992) y luego en el libro Fascinación de la memoria (1994). El 14 de agosto de 1971 opina en una carta a Severo Sarduy: “… Yo hice esos cuentos como ejercicios de pulso o para adentrarme en la noche… Yo en verdad les doy una importancia intermedia en el contexto de mis trabajos. Un salto de la poesía al ensayo, antes de alcanzar la noche. Pero creo que lo más eficaz sería que tú hicieras una bella traducción de los poemas míos que más te gustan” (González, 2000: 80-81). Fina García Marruz, en una laudatoria carta de abril de 1976 –publicada en Lezama Lima (1998a)– alude al distanciamiento de Lezama hacia su cuentística: “…¿Por qué dice Ud. que esos cuentos no le interesaban? Nos han encantado, Lezama”. Lezama reiteró en más de una entrevista que no era “lo que propiamente se puede considerar un novelista profesional” (González, 2000: 328).

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de agosto de 1941 al escribir que “las ventanas son los retratos de nuestros antepasados abortados” (ibid.: 39). El reto mallarmeano de conseguir en la finitud de la palabra el infinito se abandona en otros pasajes, aunque persiste una voluntad simbiótica de obtener el uno indual en el discurso: Suéltame, porque creo en tu aliento. Ciégame, porque oigo tu no. Suéltame entre muchos pasos y el ciempiés. Ciégame debajo del árbol del conocimiento. Suéltame, que me reduzco y grito. Ciégame, que me abarco y comprendo (ibid.: 40).

Esa estela del cuento la identificamos en otras partes de los Diarios10, igual que en ellos se desliza la poesía. Lezama tachó sus versos en el manuscrito. Lo poético en los Diarios acontece de otra manera, exteriorizando más que la forma del poema, el ser de la poesía. Ella está aludida desde la primera fecha, prefigurada conforme la vislumbramos en el origen del mundo, sentando las bases de lo que vendrá. Él, en una parábola cartesiana, proclama: “Todo poeta construye previamente su Discurso del método” (ibid.: 13). Ahí se adivina su vocación de contemplar la naturaleza desde la poesía, más allá de cualquier frontera para fundar lo desconocido. No obstante, Descartes resultará insuficiente en esa misión. Las Meditaciones metafísicas no satisfacen en el rapsoda el sentir que es un pensar: Dios mío, el entendimiento entrando en los cuerpos. El entendimiento supliendo a la poesía, la comprensión regida tan solo por el pensamiento. Esa comprensión sería un limitado mundo gaseoso que envolvería al planeta, sin llegar nunca a la intuición amorosa que penetraría en su esencia, como el rayo de luz impulsado por su propio destino (ibid.: 18).

1939 es el año en que Lezama consolida su tesis de una Teleología Insular (Lezama, 1998a: 526-527) que estimamos fundamental para entender la raíz y finalidad de su sistema poético11. En la consecución de sus fines, el poeta ha de adquirir una sabiduría equivalente a un Polyphile, por 10

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Consúltese el 7 de noviembre de 1939 el sueño que describe Lezama (Lezama, 2014: 18); el 3 de enero de 1940, el relato onírico de Concha Albornoz (ibid.: 26); el 28 de mayo de 1940, la narración de Lezama a medianoche (ibid.: 30-31); y el 3-4 de marzo de 1957, la historia del almuerzo en casa de su hermana Rosa (ibid.: 82). En carta dirigida a Cintio Vitier en enero de 1939 alega que “ya va siendo hora de que todos nos empeñemos en una Economía Astronómica, en una Meteorología habanera para uso de descarriados y poetas, en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor” (Lezama Lima, 1998a). El Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1937) anticipa este reclamo al argumentar Lezama que “Frobenius ha distinguido las culturas de litoral y de tierra adentro. Las islas plantean cuestiones referentes a las culturas de litoral. Interesa subrayar esto desde el punto de vista sensitivo, pues en una cultura de litoral interesará más el sentimiento de lontananza que el de paisaje propio” (González, 2000: 222). Para un análisis del concepto de teleología insular en el sistema poético

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tanto, él “puede ser el aprendiz displicente, el artesano fiel e incansable de todas las cosas, pero en su poesía tiene que mostrarnos una tierra poseída, un cosmos gobernado de lo irreal-real” (Lezama, 2014:  24). Similar a Epicuro, que había ideado su filosofía en la decadencia de la sociedad helenística, anhelando recuperar el progreso, Lezama gesta su pensamiento poético en unos años de profundo pesimismo, ávido de salvar con la cultura, la vida: Cuando hoy los manuales nos afirman que desde Lucrecio y Virgilio hasta la aparición del Dante, estuvo la humanidad carente de un verdadero gran poeta. Nos es imposible rechazar esa verdad innegable. Soportad pues esta otra afirmación radicalísima: el hombre de hoy está exhausto, tardará por lo menos cuatro siglos en volverse a llenar de nuevos cantos y de fervor (ibid.: 29).

Los Diarios traslucen también la simiente que hizo germinar su poesía, fecundada por la aceptación y apertura de lo vital12. La máxima “nada humano me es ajeno” podría caracterizar el territorio que ilustró su sensibilidad. Al asegurar que “el desacierto en poesía puede contribuir a la integración del sentido de poesía” (ibid.: 16), demuestra la hondura de su ideario poético. Un poeta ha de saber extraer de la circunstancia la épica del poema: Estoy en un café, de la mesa donde están aposentados los jugadores, sale una voz: “Todo el que tiene una novia china, tiene buena suerte.” En seguida nace un verso de la raíz de los versos que a mí me gustan: Novia china, buena suerte. Me parece realmente, deslumbrante. Fue la voz la que oí, pero cuando me fijé en el grupo, observé que me era imposible precisar de quién era esa voz, la voz de ese verso. Poética la voz, anónimo el rostro. Buena señal (ibid.: 88).

La matriz del filósofo es análoga a esta causalidad. El 11 de octubre de 1940 exclama: “¡Si pudiéramos definir al poeta un metafísico que ha errado su vocación!”13. En el poeta habita un filósofo; por eso Platón, Nietzsche… fueron poetas.

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lezamiano véanse nuestros trabajos González (1998 y 1999), así como José Lezama Lima o el ser de la aurora en Lezama Lima (2004). La poiesis, la creación desde la poesía, será la razón de ser de su imaginario. El 25 de octubre de 1939 declara que “la poesía sólo es el testigo del acto inocente” (Lezama, 2014:  16). Más tarde, el 25 de enero 1940, discurre sobre el secreto de la poesía (ibid.: 26-27); y el 4 de mayo de 1940 indaga el sabor de las palabras (ibid.: 29-30). Lezama deduce su expresión de este razonamiento: “La escolástica empleaba con frecuencia el término ente de razón fundada en lo real. Esa frase puede ser útil. Llevémosla a la poesía: ente de imaginación fundada en lo real. O si preferís: ente de razón fundada en lo irreal. (Idem) Carnap, de la Escuela de Viena, define al metafísico como un músico que ha errado su vocación.

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Lo anecdótico asumirá además en Lezama un perfil periodístico. El cronista de Sucesivas o las coordenadas habaneras entrena en los Diarios una secreta pasión, el oficio de periodista14. El articulista del Diario de la Marina despliega en ellos su talento relator, la perspicacia de su mirada al fijarse en los sucesos que lo rodean, la destreza en el tratamiento y exposición de la información, haciéndonos partícipes en cada instante del modo de ser de su peculiar curiosidad15. Disímiles estampas exhiben en los Diarios al Lezama reportero de la cotidianidad: el 15 de noviembre de 1939 recibimos la noticia de su reunión con Juan Ramón Jiménez (ibid.:  22-23); el 24 de agosto de 1956 refiere un hecho que ilustra el entorno socio-cultural en que tenía lugar la divulgación de sus trabajos. Su forma de hacer periodismo, compenetrada con el prodigio, requería un lector maravilloso, nuevo: “Para divertirme exclamo en la oficina: ¿Han visto lo único interesante que hay hoy en Cuba: mi artículo en el periódico? En seguida: caras como puchas, risitas, labios fruncidos” (ibid.: 80). La construcción del propio apunte posee los rasgos de un reportaje, en este caso biográfico. Ese tono sesgado, directo, elíptico, lo saboreamos en los Diarios con frecuencia. Al informar de una peripecia mozartiana, la redacción del incidente parecerá el titular de un periódico: “En Salzburgo, en un llamado Casamiento de Aldeanos, Mozart disfrazado de ayudante de peluquero, entretuvo con su habilidad a todos los presentes” (ibid.: 69). El homenaje al maestro y amigo se reseña con laconismo vibrante, lírico, del mejor periodismo: “Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez. Retrocedió con las palabras, estrella, diamante, primavera, al último paredón, y allí se encontró que la palabra era la arcilla primera, el canto del nacimiento” (ibid.: 82). Sin embargo, dentro de la conjunción de géneros, en los Diarios lezamianos atisbamos el propósito de que sean leídos como una carta abierta dirigida a un destinatario que escucha en el devenir. Subsiste en Lezama la autoconciencia de un receptor que le espera desde la primera página de los Diarios: …A mí siempre me ha parecido un tanto provinciano, claro está, que de un delicioso provincianismo inglés, que un poeta como él [alusión a Shelley] que se declaraba ateo, hablase de la inspiración como si ésta fuese una diosa. 14

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¡Si pudiéramos definir al poeta un metafísico que ha errado su vocación!” (Lezama, 2014: 36). Los siguientes textos de los Diarios aparecerán en el Diario de la Marina: el pensamiento de Gracián del 19 de julio de 1942 (ibid.:  45) se incorpora en el artículo Calendario católico o el estilo nutridor (1949); los versos de Góngora transcritos el 26 de octubre de 1943 (ibid.: 56) se incluyen en Una casa o un estilo (1950); y el apunte sobre Montaigne (ibid.: 71) se introduce en Del jardín al café o la pérdida del diálogo (1949). Curiosidad siempre recorrida por lo poético. Cada título de estos artículos es en sí mismo un poema. Véanse en Lezama Lima (1991).

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Hablar en poesía de la Diosa Inspiración es tan provinciano como hablar de la Diosa Razón. Shelley, es un Robespierre al revés. No se ponga usted furioso, guarde usted su bastón. Robespierre es un Shelley al revés, o como gustéis (ibid.: 13).

Las citas que plasmó para ese lector futuro atesoraban novedosas sorpresas en su composición y contenido. Lezama silencia sus fuentes en los Diarios. El haber investigado durante años el origen de sus anotaciones, vertidas muchas veces sin mencionar los referentes, dio como resultado la sección Fuentes originales descubiertas16 que incluimos en nuestra edición crítica de los Diarios, recientemente publicada. Ella ha permitido dar a conocer por vez primera los autores y las obras a los cuales Lezama alude sin citar, pensamientos e ideas que le han atribuido equívocamente y errores de autoría o de frases que transcribió de memoria. El análisis de los textos ha revelado cómo la intertextualidad deviene un acto creador más en su poética17. Los comentarios de la poesía de Supervielle (ibid.:  38), de la novela Moby Dick (ibid.: 73) o de la ruptura de la lógica tiempo-espacio en unas evocaciones de Goethe (ibid.: 54) prueban su constante necesidad de reinventar la realidad18. Lezama vive poéticamente, lo que lo mantiene en un estado de permanente transposición de sentidos. Transmutar significados le enseña, en lo verosímil e inverosímil, la verdad. Varias incertidumbres se derivan de la supresión de comillas en determinadas referencias de los Diarios. ¿Omisión, descuido, símbolo de una decisión expectante en el abismo de las influencias o transustanciación de la poesía en el ser del poeta?19 El 16 de enero de 1942, Lezama deja el rastro de una incursión en la ensayística de Ernst Robert Curtius: Habla Curtius de la sensibilidad de los paseos en carruaje, la que cree [¿que?] representa Proust. Eso le permitía, dice, una acumulación de impresiones 16 17 18

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Los hallazgos que publicamos en la sección Fuentes originales descubiertas establecen una nueva perspectiva sobre su creación. Véase José Lezama Lima o el ser de la aurora en Lezama (2004: 43-54). En el Diario I comenta Lezama acerca de Goethe: “En pocos días se interesaba por la hermosura del joven Von Spiegel, unas litografías de Stuttgart, los vapores violetas que se desprenden del yodo quemado, el descubrimiento de los últimos manantiales salinos, y revisar, goloso de sabiduría, rodeado de sus amigos, una medalla de Bohemia”. Como explicamos en la sección Fuentes originales descubiertas de nuestra edición crítica de los Diarios, –“no transcurren en unos ‘pocos días’, sino en un intervalo de diez años” los sucesos que Lezama asocia a Goethe (Lezama, 2014: 184). Aunque el carácter informal, de cuaderno de apuntes, exime a Lezama en los Diarios de un imperativo académico –hemos indicado en nuestra edición crítica que lo creador prevalece en los Diarios sobre lo preceptivo (Lezama, 2014: 201)–, las preguntas aquí formuladas siguen vigentes.

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visuales sin tener que prestar una actitud corporal. La saliva del gallo en la substancia; su pluma en su esencia. El gallo en el fondo del pozo. La boca del buey como pozo (ibid.: 40).

En una prolongación inusitada, anexa oraciones suyas20 que implican un contraste estilístico y semántico. La no diferenciación textual niega la indiferenciación del significado. El no demarcar el territorio de las citas engendra otras consecuencias indeseadas. Shakespeare puso en boca de sus personajes expresiones que hoy sabemos no eran suyas; presuntamente Arthur Conan Doyle, en una broma monumental con la posteridad, falsifica los antecedentes de la civilización21. ¿Exigió Lezama del lector futuro una erudición que le evidenciara el conocimiento soterrado de los Diarios, tal y como hacía Pitágoras en los enigmas que proponía a sus discípulos? ¿O quiso, como Sócrates, decir a los que le citaran sin saber que no sabían nada? De repente, entre una secuencia de frases sin entrecomillar, pronuncia: “La hipertelia, es un fenómeno que rebasa su finalidad, una decoración” (ibid.: 61), idea que falsamente se le asignará junto a la resonancia simpática, es decir el fundamento biológico de la percepción estética (ibid.: 65)22. En su costumbre de no citar, Lezama difumina las fuentes. Los Diarios trazan la senda del subsuelo creativo lezamiano23, pero en su trayectoria se bifurca el creador y lo creado. Keats se incorpora en una metamorfosis que ensombrece la exégesis de sus palabras (ibid.: 54), la biografía de Santayana se fragmenta sin que las partes remitan explícitamente al todo (ibid.: 66, 73), la fugaz nota de que “la poesía ve lo sucesivo como simultáneo” (ibid.:  65), emblemático axioma de lo poético, será

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Lezama alude al ensayo Marcel Proust y Paul Valéry (1941) de Ernst Robert Curtius. El texto de Curtius termina en las palabras “actitud corporal”; a partir de ellas, las frases que siguen con punto y seguido sobre “la saliva del gallo” y “la boca del buey” son de Lezama. Aludimos a los episodios concernientes al descubrimiento de los restos del “hombre de Piltdown”. En la edición crítica de los Diarios, en la sección Fuentes originales descubiertas, estudiamos el origen y contexto del que proceden estas frases, cuyos autores y obras Lezama no cita (Lezama, 2014: 188 y 193). La primera frase, sobre la hipertelia, se relaciona con los libros Introduction a la biologie expérimentale de Paul Vignon y El mito y el hombre de Roger Caillois; la segunda, acerca de la resonancia simpática, pertenece al volumen La mujer, nuestro sexto sentido y otros esbozos de Roberto Novoa Santos. La repercusión de los Diarios irá en aumento por su valor en el conocimiento de Lezama y la cultura universal.

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sugerida por una velada lectura24. En este escenario, la fatalidad de las erratas irrumpe para acentuar la oscuridad en los claros del bosque. Una carta de Julio Cortázar, escrita desde Saignon el 7 de julio de 1968, indica la inocente participación de Lezama en la propagación de los errores en su obra: …Pero ahora debo volver a Paradiso con referencia a esa revisión de galeradas de que hablo más arriba. Tú pareces muy contento de la edición argentina, que efectivamente ha tenido un éxito enorme de venta; pero según informes míos, esa gente reprodujo fotográficamente la muy defectuosa edición de La Habana, lo cual me parece gravísimo… (Lezama, 1998a: 826).

La sombra de las incorrecciones e inexactitudes ha acompañado la publicación de los manuscritos lezamianos. Desde que los Diarios vieran la luz en 1988, se adhieren en sus páginas una serie de lamentables gazapos: Marquesa de Cieguí25 por Marquesa de Crequi (Lezama, 2014: 23); Mary Croig Sinclair26 por Mary Craig Sinclair (Lezama, 2014: 50); tumba de Gresh27 por tumba de Giesh (Lezama, 2014: 65); Tannegeers28 por Teenagers (Lezama, 2014: 84). Aun así, esta situación entreabre en los Diarios otra aportación inseparable de la estética lezamiana: el vínculo de lo culto y lo popular. El pintor y grabador español Francisco de Goya hizo patente en su epistolario gazapos que Lezama no sólo disculpa, sino que interpreta como una cualidad que ennoblece su grandeza intelectual: Goya hablaba con frecuencia de los hombres biles (así, con esa falta de ortografía). Ahí en esa falta de ortografía está su delicada inocencia que hace más decisiva su acusación contra esa clase de hombres que imitan su candor de puro creador de belleza (Lezama, 2014: 49).

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Hemos descubierto que la fuente de esta idea está en el epígrafe Las formas estéticas. No hay formas elementales de lo bello, del libro La mujer, nuestro sexto sentido y otros esbozos de Roberto Novoa Santos (Lezama, 2014: 192). Véase esta errata en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, número 2, mayoagosto, 1988, p. 111; y en Diarios, de José Lezama Lima. Compilación y notas de Ciro Bianchi Ross. México, Ediciones Era, 1994, p. 30. Consúltese esta errata en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, ed. cit., p. 136; y en Diarios (comp. Ciro Bianchi Ross), ed. cit., p. 64. Véase esta errata en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, ed. cit., p. 149; y como “tumba de Gizeh” en Diarios (comp. Ciro Bianchi Ross), ed. cit., p. 81. Esta errata se halla en el Diario II de Lezama. Léase en Diarios (comp. Ciro Bianchi Ross), ed. cit., p. 104.

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La cultura emergente de los estratos más humildes de la sociedad fue celebrada por él en su ensayística29. Los Diarios, con sistemática alusión, hacen eco de este elogio: Oyendo música norteamericana, sacada de los negros del sur, de Spirituals, de canciones de Trinidad o de la isla de Santo Tomás, tiene uno la sensación de fijar a ese pueblo, de intuir las reservas de su poderío. En sus mejores canciones hay proverbio, sabiduría, algo que distingue y algo que se hunde en un torrente universal. Como si terminase la alegría superficial, para dar paso a la sabiduría (Lezama, 2014: 84).

¿Es el azar quien cierra los Diarios con una exaltación de lo popular? ¿O es la voz del poeta, cultivada en sus ancestrales refugios? La escritura lezamiana se realiza en esta compleja sencillez: Hablo con un ingeniero español. Me relata, que en una ocasión de su trabajo por carreteras castellanas, al encontrarse con una colina, cuyo nombre desconocía, y pasar en esos momentos un labriego castellano, le preguntó: ¿Oiga, buen hombre, cómo se llama esa colina? Y el labriego, imperturbable: “Señor, le responde, ése [sic] es el teso de San Andrés.” Acude al diccionario: teso, elevación de poca altura. Comprobó entonces que la precisión de los términos de su paisaje, es superior en el labriego castellano, que en él (Lezama, 2014: 89).

Los Diarios personifican la estancia de esa inteligencia que perdura. Todo Lezama se preludia aquí. Y el ser y no ser de la cultura. Obra primordial ésta, porque su contacto acrecienta. Los que aspiren coordenadas para vivir creadoramente busquen esta recuperada Biblioteca de Alejandría. La puerta de entrada somos nosotros.

Bibliografía González Cruz, Iván, 1998, «Verdad y experiencia de una Teleología Insular», Rey Lagarto, año X, n. 33. ______, 1999, Lezama Lima (1910-1976). Madrid: Ediciones del Orto, Biblioteca Filosófica. ______, 2000, Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima. (Primera parte). Valencia: Conselleria de Cultura i Educació. ______, 2010, «Lezama y el cinematógrafo», Letral (Revista Electrónica de Estudios Trasatlánticos de Literatura), n. 4, julio. Lezama Lima, José, 1969, Tratados en La Habana. Buenos Aires: Ediciones de La Flor.

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Consúltese por ejemplo Sobre las artes (Lezama, 2000:  98-107) y ¿Cómo pueden contribuir la radio y la televisión a la educación popular? (Lezama, 2006: 145-148).

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______, 1994, Fascinación de la memoria. Transcripción, selección, introducción y notas de Iván González Cruz. La Habana: Editorial Letras Cubanas. ______, 1998a, Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea. Edición crítica de Iván González Cruz. Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramón Areces. ______, 1991, La Habana. Presentación Gastón Baquero. Prólogo José Prats Sariol. Madrid: Editorial Verbum. ______, 2000, La posibilidad infinita. Archivo de José Lezama Lima. Transcripción, introducción y notas de Iván González Cruz. Madrid: Editorial Verbum. ______, 2001, El espacio gnóstico americano. Archivo de José Lezama Lima. Transcripción, introducción y notas de Iván González Cruz. Valencia: Editorial de la Universidad Politécnica de Valencia. ______, 2004, Antología para un sistema poético del mundo de José Lezama Lima. Dos tomos. Edición, introducción y notas de Iván González Cruz. Valencia: Editorial de la Universidad Politécnica de Valencia. ______, 2005, Imago. Archivo de José Lezama Lima. Edición crítica de Iván González Cruz. Valencia: Conselleria d’Empresa, Universitat i Ciència. ______, 2006, Lezama-Michavila: arte y humanismo. Edición crítica de Iván González Cruz. Valencia: Instituto Valenciano de Arte Moderno. ______, 2014, Diarios. Edición crítica de Iván González Cruz. Madrid: Editorial Verbum.

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Arguedas y la escritura envenenada Fernando Rivera 1.  Escribir desde el deseo de morir José María Arguedas, consagrado ya como el escritor más representativo del mundo andino, declaraba dramáticamente en un diario de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) su deseo obsesivo de matarse: “Es maravillosamente inquietante esta preocupación mía, y de muchos, por arreglar el suicidio” (Arguedas, 1992: 8). Deseo que atravesaría la escritura de los cuatro diarios que integran la novela, y que se entretejería con la trama general y la historia de muchos personajes de ésta. No obstante ser parte de esta inusual novela, los diarios mantendrían una autonomía de lectura. En ellos se da cuenta de una dolencia psíquica del escritor que lo induce al suicidio; del avance, o imposibilidad, de la escritura de la novela; de la emergencia de una nueva generación de escritores en Latinoamérica; de la polémica que el autor sostuvo con Julio Cortázar; y de recuerdos y anécdotas propias de las memorias. Además del discurso autobiográfico, la novela presenta otros dos: el de ficción con el que se narra la vida de una serie de personajes, y él mítico que recrea la conversación de una pareja de zorros; cada uno articulado en un ámbito de realidad diferente y con conexiones sutiles a nivel de la fábula1. El diarista Arguedas señalaba que el acto de escribir los diarios era la manera que tenía de enfrentar el deseo de morir. Así, los diarios se convertirían en el espacio donde se manifestaría esta lucha a lo largo de la novela: “Escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad” (ibid.). Sin embargo, en el “¿Último diario?” concluyó angustiosamente que ya no podía seguir: “He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros; los de ella han vencido” (ibid.: 243). ¿Era este deseo de morir un acto desplegado para la ficción? ¿Era una 1

El zorro de arriba y el zorro de abajo se publicó póstumamente en 1971; de ahora en adelante, El zorro. Sobre sus características inéditas, ver Cornejo Polar (1973), Lienhard (1981), Rivera (2011).

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estrategia narrativa que se servía del pacto autobiográfico? ¿O realmente escribía los diarios para recuperar la salud? ¿El deseo de morir es propio de la escritura del diario?2 Arguedas había tomado efectivamente la decisión de matarse. El 28 de noviembre de 1969 se disparó un tiro en la sien en la Universidad Agraria de Lima, de la que era profesor, y cinco días más tarde falleció en el Hospital del Empleado. La declaración de su deseo de morir y el hecho real de matarse produjeron un acontecimiento sin precedentes en el dominio de la escritura de ficción. ¿El suicidio confirmaba la condición de los diarios como escritura autobiográfica? ¿Es esto posible en una novela? ¿Arguedas escribió para luchar contra su deseo de matarse o para escenificar su muerte en la ficción?

2.  La escritura clínica En el “Primer diario”, Arguedas se refiere indirectamente a este deseo de matarse como al padecimiento de una enfermedad. Su escritura examina sus síntomas personales, presenta la génesis de la enfermedad remontándola a la infancia, pero también señala algunas formas de enfrentarla, como cuando menciona el encuentro sexual con una joven prostituta que le devuelve “el tono de vida” que lo capacita para la escritura. Su dolencia es tal que afirma: “he vivido con interrupciones, algo mutilado” (ibid.: 7). Una manera decisiva que elige para enfrentar, o evadir, su dolencia es el suicidio: En abril del 66 esperé muchos días que llegara el momento más oportuno para matarme. Mi hermano Arístides tiene un sobre que contiene las reflexiones que explican por qué no podía liquidarme tal y cual día. Hoy tengo miedo, no a la muerte misma sino a la manera de encontrarla. El revólver es seguro y rápido, pero no es fácil conseguirlo. Me resulta inaceptable el doloroso veneno que usan los pobres en Lima para suicidarse […] Las píldoras –que me dijeron que mataban con toda seguridad– producen una muerte macanuda, cuando matan. Y si no, causan lo que yo tengo, en gente como yo, una pegazón de la muerte en un cuerpo aún fornido. Y ésta es una sensación indescriptible: se pelean en uno, sensualmente, poéticamente, el anhelo de vivir y de morir. Porque quien está como yo, mejor es que muera (ibid.: 7-8).

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Lejeune entendía el pacto autobiográfico como un consenso entre los sujetos de la comunicación. Luego estableció un criterio textual y pragmático (Lejeune, 1988). Sobre la función narrativa, Vargas Llosa ha calificado el deseo de morir en los diarios como un “chantaje al lector” (Arguedas, 1992: 300). Sobre el tránsito del diario de lo privado a lo público, ver Esparza, 2006: 73-96). Por otro lado, se ha señalado que: “toute écriture diaristique est écriture de la mort. Et plus précisément mise à mort du diariste par lui-même” (Didier, 1998: 135).

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El diarista Arguedas no tiene miedo a la muerte, pero sí a la manera de encontrarla. Evalúa las distintas posibilidades y luego las descarta: el revólver, el insecticida, las píldoras. La conciencia que tiene de violentar el cuerpo y del sufrimiento de éste es notoria. Esta insistencia por matarse, más que el sólo deseo de morir, se reinscribe dentro de una lógica farmacológica. Se presenta como una droga, un fármaco, que promete la cura: mitigar, dejar de sentir la dolencia del cuerpo mutilado; pero que en su recurrencia, fracasada hasta el momento, produce una adicción al deseo de matarse3. A lo largo de los diarios el relato de sus dolencias adquiere el sentido de una historia clínica, en la que experiencias personales y acciones deliberadas se tornan en terapias o curas. La noción de salud que se postula se refiere a un estado de plenitud vital, asociado a la capacidad para escribir y leer. Pero además, esta escritura clínica produce una figura agónica del cuerpo enfermo, la del cuerpo envenenado: la “pegazón de la muerte”4.

3.  La escritura envenenada A través de la escritura, le han prescrito los médicos, podrá efectivamente encontrar la salud: Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae; esto de cómo no pude matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia […] Voy a tratar, pues, de mezclar, si puedo, este tema que es el único cuya esencia vivo y siento como para poder transmitirlo a un lector; voy a tratar de mezclarlo y enlazarlo con los motivos elegidos para una novela que, finalmente, decidí bautizarla: “El zorro de arriba y el zorro de abajo” (ibid.: 8).

El deseo de matarse y el suicidio se han textualizado y convertido ahora en un tema. La escritura se convierte así en el lugar donde proyectar, “transmitir”, la esencia de este deseo. Si antes la salud, el “vínculo con todas las cosas” (ibid.: 7), era la condición para una escritura plena, ahora la enfermedad le presenta otra posibilidad que intentará plasmar en la escritura de la novela, o que ya está intentando, y es la de transmitir el vínculo con la muerte que vive esencialmente. Así, la escritura opera 3

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En el sentido del “fármacon” en Platón, según Derrida (1975: 140-175), de algo que se adiciona para calmar una dolencia y que luego produce una carencia, marcada por la necesidad de una nueva adición. El discurso clínico aparece con frecuencia en la correspondencia de Arguedas, con referencias al cuerpo inválido, mutilado, y la mención de accidentes e intervenciones médicas. También alude a su dolencia psíquica que trató con varios psicoanalistas en Lima, Santiago de Chile, Montevideo y México (Murra y López-Baralt, 1996).

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como una terapia para enfrentar sus dolencias, y se convierte en la prótesis que completa su cuerpo mutilado. La aparición de los diarios en El zorro es sintomática, ocurre cuando el impulso para la escritura de ficción se agota. Allí, Arguedas aplica su estrategia de mezclar y transmitir la esencia del deseo de morir. La palabra depende de este deseo que la anima: “¡Qué débil es la palabra cuando el ánimo anda mal!” (ibid.: 10). Este ánimo es el que se transmite a la escritura, el neuma. Arguedas sugiere una poética de la escritura como una neumática, donde el escritor necesita tener el ánimo “cargado” para mezclar, enlazar, transmitir a la palabra esta carga; para “cargar” o darle el soplo de vida (o de muerte) a la palabra. Es este deseo de morir el que se instalará en la escritura haciéndola posible, articulando los distintos temas, marcándolos con su signo, generando una escritura envenenada. En el “Primer diario” se da una muestra ejemplar de ello: Hice algo contraindicado anoche, contraindicado por mí. Cada quien toma veneno, a sabiendas, de vez en cuando; y yo siento los efectos en estos instantes. En mi memoria, el sol del alto pueblecito de San Miguel de Obrajillo ha cobrado, de nuevo, un cierto color amarillo, semejante al de esa flor en forma de zapatito de niño de pechos […] Esa flor afelpada donde el cuerpo de los moscones negrísimos, los huayronqos, se empolva de amarillo y permanece más negro y acerado […] a esa flor le llaman ayaq sapatillan (zapatilla de muerto) y representa el cadáver […] Haber recordado tan fuertemente al huayronqo y esos ramos de flores y el sol de San Miguel de Obrajillo a medio crepúsculo, es un síntoma negativo (ibid.: 17).

El diarista describe su proceso de envenenamiento. La presencia del veneno queda sugerida en la asociación hecha entre el sol de San Miguel de Obrajillo que ha cobrado “un cierto color amarillo” en su memoria y la flor amarilla, ayaq sapatillan. En el mundo andino esta flor se asocia a la muerte, y es donde el huayronqo, según el diario, se hunde ansiosamente a devorar el néctar, “medio como a muerte”, o como si se le pegara la muerte. El recuerdo de estos símbolos de la muerte de la cultura andina lo hace sentirse envenenado, y es la experiencia de este envenenamiento la que transmite a la escritura5. Esta estrategia narrativa se observa de manera sistemática al comenzar cada una de las entradas de este “Primer diario”, como en: “10 de mayo de 1968 / En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intente suicidarme” (7); “13 de mayo / Me siento a la muerte” (12); “16 de mayo / Los efectos del veneno continúan” (19). La escritura de los diarios revela una 5

William Rowe ha notado que “La figuración simultáneamente positiva y negativa de la muerte se desarrolla mediante el tema del huayronqo, cuya penetración en la flor conocida como ‘zapatilla de muerto’ unifica el erotismo y la muerte” (Rowe, 1992: 334).

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consistencia fenomenológica de esta poética de la escritura. En ella, la escritura opera metonímicamente en tanto prótesis, permitiendo la extensión, continuación, “transmisión” de la vivencia del autor a la escritura; y metafóricamente en tanto representación y rearticulación del cuerpo y de la agonía en la escritura (“mutilado”, “quejoso y entrecortado relato”, “este desigual relato es imagen de la desigual pelea”). El envenenamiento de la escritura se extiende a todos los discursos de la novela. Se manifiesta narrativamente como la actualización de una misma estructura paradigmática que aparece en una serie de relatos. Como el del huayronqo y la flor ayaq sapatillan; o el relato sobre el héroe Tutaykire, en el nivel mítico, seducido por la virgen-ramera que lo “dispersa”; o el relato del minero Don Esteban, en el nivel de la ficción, quien está agonizando por haber aspirado demasiado polvo de carbón y trata de salvarse tosiendo y escupiéndolo en un papel (a la manera del diarista cuando escribe). O de manera más comprensiva, en la vida de los personajes andinos en el puerto de Chimbote que se presenta como una agonía y destrucción frente al violento orden capitalista que regula el espacio social. Al final de la novela, el deseo de matarse se impone y el diarista decide entregar por completo su cuerpo a la escritura: He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros; los de ella han vencido. Son fuertes y estaban bien resguardados por mi propia carne. Este desigual relato es imagen de la desigual pelea (243).

La muerte real de Arguedas produce una operación compleja. Dentro de la propia poética de la escritura que venía ejecutando, le entrega a la escritura ya no sólo su deseo de morir, sino su muerte misma. Es inevitable leer los diarios y la novela junto a la muerte de su autor, con lo cual esta muerte real se convierte en el suplemento que le otorga por fin la plenitud de sentido a su escritura. Por un lado, el deseo de morir se transmite a la escritura y la hace posible; y por otro lado, actúa en la muerte del narrador (textual) y autor (real), cuyo cuerpo muerto es convertido así en el significante último de la novela. Esta muerte lleva a la escritura al umbral donde se encuentra fenomenológicamente con la experiencia vital (narrador/autor); y, a la vez, la novela se convierte en la cripta donde el autor habitará fantasmalmente por siempre6.

6

Se ha leído la misma economía de la significación, aunque sin abordar el trabajo textual del suplemento, en el sentido de un “significante apasionado” (Moreiras, 2001).

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4.  El cuaderno de bitácora o el making-of de la novela En los diarios también se da cuenta de la producción de la novela. Arguedas se interroga: “¿Y cómo hago, ahora yo, por eso, para anudar y avivar las ramas que tanteando y anhelante, como un sujeto que despierta de un coma profundo, he extendido tanto en el primer capítulo de esta novela?” (82). La tematización del progreso de la novela es constante. Allí se revelan los lugares desde donde se enuncia (el mito, la experiencia personal en Chimbote, el deseo de morir, la circunstancia biográfica); se despliega la mirada que construye el texto; se ejercita la sensibilidad; se expresan las dificultades de composición; y se evalúa lo avanzado. Incluso cuando Arguedas siente que ya no puede seguir escribiendo y abandona la escritura de ficción, se revela en el “¿Último diario?” lo que habría sido la trama final de ésta: Los Zorros no podrán narrar la lucha entre los líderes izquierdistas, y de los otros, en el sindicato de pescadores […] No aparecerá Moncada pronunciando su discurso funerario, de noche, inmediatamente después de la muerte de don Esteban de la Cruz […] Los Zorros iban a comentar y danzar este sermón funerario en que el zambo “loco” enjuicia al mar y a la tierra […] No podré relatar, minuciosamente, la suerte final de Tinoco que, embrujado, con el pene tieso, intenta escalar el médano “Cruz de Hueso” creyendo que así ha de sanar […] Ni el suicidio de Orfa que se lanza desde la cumbre de “El Dorado” al mar… (243-244).

Y sigue. Se revela el devenir final y trágico de los personajes, el plan que tenía para terminar la novela. De esta manera, al contar lo que no podrá narrar, intenta un cierre de la novela. Si ésta queda inconclusa en el nivel de la ficción, se concluye contando la trama en el diario. Los diarios operan como un corte en la escritura de la ficción, a la que interrumpe pero también proyecta (Lienhard, 1981:  36). Permiten incorporar a la novela lo que está fuera de la ficción, lo que no se trabaja y escribe dentro de los parámetros de la ficción, pero que, sin embargo, forma parte íntima de ella. Al igual que el espejo en Las meninas de Diego de Velásquez, que incorpora a la pareja real que es el lugar desde donde se estructura la representación de toda la pintura, los diarios incorporan el deseo de morir del autor y las circunstancias de producción de la novela desde donde se enuncia ésta. Operan como un dispositivo retórico que hace visible el desplazamiento y la restitución constantes del punto de articulación. La escritura de la novela se hace total entonces7.

7

Sobre esta articulación en El zorro, ver Rivera (2011). Para el caso de Las meninas, ver Foucault (1968).

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5.  El espejo del otro Se ha dicho que el ejercicio de la escritura autobiográfica implica la preocupación por descubrir una identidad y la construcción de una imagen personal (Gusford, 1991: 232). Y en los diarios de El zorro la construcción de esta imagen se da como producto de una tensión entre la imagen de sí mismo (a veces de niño) que evoca o presenta el diarista Arguedas y la imagen que los otros tienen de él. En un pasaje, Arguedas cuenta su reencuentro con Don Felipe Maywa (un indio al que había admirado desde niño), cuando ya se había convertido en maestro y escritor: Nos miramos abrazados, ante el otro tipo de asombro de los poblanos, indios, y wiraqochas vecinos notables que estaban respetándome desconociéndome. ¡Si yo era el mismo, el mismo pequeño que quiso morir en un maizal del otro lado del río Huallpamayo […] Ese bien otro y el chico del maizal, sin embargo eran una sola cosa y don Felipe […] lo encontró natural que así fuera (11).

A diferencia de la gente del pueblo, en la mirada de don Felipe Maywa se concilian las dos imágenes, la del niño y la del adulto, y en ella Arguedas reconoce su propia imagen y se restituye a sí mismo. Es el abrazo de reconocimiento mutuo entre Arguedas y don Felipe Maywa el que disuelve la tensión entre su propia representación y la que hace la gente del pueblo. La mirada de la figura paterna de don Felipe Maywa opera como el agente que le permite estabilizar una representación propia feliz. Esta forma de construir una imagen personal es un rasgo característico de la escritura de Arguedas (aunque por lo general lo hace de manera angustiosa, con un sentimiento de orfandad), que se suele dar ante la interpelación del otro occidental de situarse y precisar una identidad cultural. Trabaja de un modo particular que podría vincularse a cierta construcción de la subjetividad andina. Acepta inicialmente la representación que de él hacen los otros, pero luego retorna una representación propia como trabajada por el otro. Así, Arguedas se manifiesta diciéndose y desdiciéndose, cubriéndose y descubriéndose, confesándose, inventándose a sí mismo un poco, constituyéndose infinitamente en los términos del otro, buscando para sí, en el castellano, la plenitud del canto y la música quechuas. “El ejercicio de la escritura autobiográfica sería para Arguedas la forma a través de la cual se constituiría como un sujeto otro moderno” (Rivera, 2011: 282).

6.  La polémica con Cortázar En una carta abierta enviada a Roberto Fernández Retamar en 1967, Julio Cortázar efectuaba una serie de operaciones que reescribían el campo literario latinoamericano. Diferenciaba dos bandos, el nacionalista o regionalista, y otro que podría denominarse cosmopolita. Al primero lo 139

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calificaba de “telurismo”, “estrecho, parroquial y hasta diría aldeano”, propio de escritores cuya “falencia cultural” los hace “exaltar los valores del terruño” (Cortázar, 1967: 10). Y al segundo lo valoraba a través de su propia experiencia: “el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja” (ibid.). Esta división se fundaba en una percepción todavía común en la época, deudora de un deseo de modernidad, la de campo/ ciudad llevada al extremo de nación/metrópoli. Entre otras cosas, lo que Cortázar subordinaba era el folklorismo, el espacio etnográfico, que observaba en escritores como Arguedas8. Arguedas se siente aludido y le responde, pero lo hace desde un contexto muy particular. Su experiencia regional anclada en el mundo andino y en la infancia, y luego su experiencia de adulto en una ciudad como Lima, le proveían la percepción de universos culturales muy diferentes, en los cuales, para resumir, la lengua, la religión, la organización social y el horizonte cognitivo eran radicalmente diferentes. Entonces su regionalismo era un espacio de traslados, de traducciones, de conflictos, de inscripciones, de saberes y formas diferentes, y es allí donde se articulaba su obra. En ese sentido, si Cortázar cruzaba el Atlántico para tener una experiencia más amplia de la cultura occidental, Arguedas cruzaba los Andes para ir de un mundo cultural a otro. La percepción de lo regional como lo alejado de lo moderno o como lo moderno antiguo que sugería la escritura de Cortázar, era muy diferente a la percepción de lo regional como el conflicto entre dos universos culturales diferentes que manifestaba la obra de Arguedas9. Fue en los diarios donde Arguedas le respondió (un avance de la novela en Amaru). Aceptó la división del campo sugerida por Cortázar. Se 8

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Cortázar se ve obligado a pronunciarse sobre su posición como intelectual latinoamericano frente a las iniciativas de penetración cultural norteamericana y el llamado a enfrentarlas hecho desde La Habana. Los textos de la polémica son: Cortázar, una carta en Casa de las Américas (Cortázar, 1967); Arguedas, un avance de El zorro en Amaru (Fell, 1992); Cortázar, una entrevista dada a Life en español (Cortázar, 1974); Arguedas, en El Comercio del 1 de junio de 1969 (Fell, 1992) y en el “Tercer diario” que apareció con la novela en 1971. Además, debido al éxito de su obra Arguedas empezó a tener una presencia activa en el espacio internacional, a pesar de la imagen de provinciano que él mismo solía atribuirse. De 1962 a 1969 asiste a coloquios en Europa y Latinoamérica y pasa varios meses en los Estados Unidos invitado por universidades. Realiza una serie vertiginosa de viajes a Chile (más de diez veces), Uruguay, México, Argentina, Panamá, Cuba, Italia, Francia, Alemania, Austria. En 1968 es jurado en el Premio Casa de las Américas. Las editoriales Seix Barral, Siglo XXI y Losada le ofrecen publicar El zorro.

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identificó él mismo como provinciano y de esta manera, asumiendo una posición en él, ingresó al campo reinscrito por Cortázar y al debate. Aceptó los términos pero los relativizó y reinscribió en otro sentido: “Todos somos provincianos, don Julio (Cortázar). Provinciano de las naciones y provincianos de lo supranacional…” (21). Arguedas acertó al leer en la carta de Cortázar que lo que estaba en juego era una cuestión del saber, la experiencia de ese saber, su complejidad, y la superioridad y autoridad que de alguna manera otorgaban su posesión. En su reinscripción, fundamentaba su autoridad en la relativización del saber valorado por Cortázar, el del libro y la cultura occidental, a partir de la asunción de otro saber, el no letrado de la cultura andina: “he aprendido menos de los libros que en las diferencias que hay, que he sentido y visto, entre un grillo y un alcalde quechua, entre un pescador del mar y un pescador del Titicaca […] Y este saber, claro, tiene, tanto como el predominantemente erudito, sus círculos y profundidades” (174). De esta manera reproducía el gesto de Cortázar en la carta, que no era en sí el saber el que estaba siendo usado, sino la autoridad que implica su posesión. Arguedas, gracias a su conocimiento del otro saber, se pronunciaba con autoridad sobre el espacio del escritor, haciendo de lo “supranacional” y de Europa otra provincia semejante a la suya. Postulaba, a su vez, que a través de la experiencia de este otro saber obtenía un conocimiento de la realidad similar en complejidad, equiparando el valor de este saber con el “erudito”10. Como parte de su respuesta a Cortázar, Arguedas constituyó su propia familia de escritores reinscribiendo así el campo literario. Formuló una política de la escritura, proponiendo como modelos el modo de enunciación de João Guimarães Rosa: “había, como yo, ‘descendido’ hasta el cuajo de su pueblo; pero él era más, a mi modo de ver, porque había ‘descendido’ y no lo habían hecho ‘descender’” (15); y el lugar de enunciación de Juan Rulfo: “¡[Carpentier] Es bien distinto a nosotros! Su inteligencia penetra las cosas de afuera adentro, como un rayo […] Tú también, Juan, pero tú de adentro, muy de adentro, desde el germen mismo” (11-12). Por un lado, está el escritor que opera con el objeto desde fuera, que “recibe la materia de las cosas”; y por otro, el que desciende y opera desde adentro, el que ingresa al “germen mismo”. Arguedas también consideraba un criterio ético en relación con el mercado: “nosotros”, que “escribimos por amor, por goce y por necesidad, no por oficio”, no “para ganar plata” (18).

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La actitud de Arguedas resulta ejemplar dentro de la concepción del relativismo cultural que actualmente reivindica la diferencia y la autonomía cultural. Para el caso de la polémica Arguedas-Cortázar ver Rita de Grandis (1993, 58-59).

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Arguedas inscribe su propia familia, como una suerte de formación discursiva que practica esta política de la escritura. Incluye a Rulfo, Guimarães Rosa, Juan Carlos Onetti, Nicanor Parra y su hermano Roberto Parra, y a él mismo. Y, a su vez, configura otro bando, el que trabaja “de afuera adentro” y considera que “la profesionalización del novelista es un signo de progreso, de mayor perfección” (18-19), formado por Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Alejo Carpentier. En una posición intermedia quedaban Gabriel García Márquez, Lezama Lima y Mario Vargas Llosa. La polémica prosiguió en varios textos. Fue encendida y se cruzaron invectivas y acusaciones personales. A la conocida réplica de Arguedas “Todos somos provincianos, don Julio…” (21), Cortázar respondió calificándolo como uno de “los provincianos de obediencia folklórica para quienes las músicas de este mundo empiezan y terminan en las cinco notas de una quena” (Cortázar, 1974: 317); y en la contrarréplica Arguedas lo señaló como a un “Júpiter mortificado”, que estaba: tan engreído por la glorificación, y tan folkloreador de los que trabajamos in situ […] donde, como usted dice, ya se intentaron y funcionan muy eficientemente los jets, maravilloso aparato al que dediqué un jaylli quechua, un himno bilingüe de más de cinco notas como felizmente las tienen nuestras quenas modernas (Fell, 1992: 413).

7.  Entre la ficción y la realidad El avance de El zorro (se denominaría después “Primer diario”) publicado por la revista Amaru en 1968 fue presentado por Arguedas como capítulo de una novela en preparación, es decir, fue presentado como un texto de ficción. Sin embargo, las declaraciones hechas por Julio Cortázar durante la polémica indican que Cortázar leyó el texto como un documento de verdad (se refirió a éste como “artículo”). Por su parte, Arguedas aceptó esta lectura, no la rectificó en ningún momento. No hizo reparos al cambio de función del texto, a la naturaleza del contenido, más bien aceptó tácitamente que se leyera como un testimonio de parte. Éste fue el primer hito en la lectura de El zorro, que institucionalizó la lectura del diario como la de un documento autobiográfico. Cortázar con su lectura se unió a Arguedas y ambos firmaron el diario como autobiográfico. ¿Esto sugiere que Arguedas le atribuyó un doble estatuto al texto: el de autobiografía y el de ficción? ¿Conlleva esto una contradicción? ¿O tal vez sugiere que la adscripción total de la novela, de cualquier novela, al dominio de la ficción es un exceso?11

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Derrida señala que la constitución de un texto, como el autobiográfico, se debe a la recepción del otro que se hace destinatario y así lo firma (Derrida, 1985: 51). Por otro

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Aunque en la validación de un texto como autobiográfico se hace problemática la identificación entre el autor del texto y el narrador, ya que la firma del texto o el nombre del autor demandan siempre una presencia que se aplaza infinitamente en el lenguaje. Sin embargo, en un nivel pragmático, la posibilidad de establecer una relación extratextual y contractual entre el autor, José María Arguedas, y el diarista, sería aún factible12. Al margen de la polémica con Cortázar, el diarista comparte con el autor real una serie de experiencias que lo identifican como el escritor José María Arguedas y coinciden con los testimonios dados por éste en declaraciones y entrevistas. Como: “La última novela que escribí, Todas las sangres…” (79), algunos pasajes sobre su infancia y su experiencia como escritor, y ser el esposo de Sybila Arredondo. Pero más aún, el deseo expresado del diarista, constante y perturbador, de suicidarse; su mención a un intento de suicidio anterior en 1966, que coincide con el intento del autor; y, finalmente, el suicidio posterior y real del autor hacen que la figura del diarista se identifique completamente con la del autor de El zorro, José María Arguedas. No obstante, los diarios también se escribieron para la ficción: “Voy a atenacear o aburrir a los posibles lectores de esta posible novela, interrumpiéndola nuevamente con un diario” (173). Según Arguedas, los diarios son parte de la novela, pero también la interrumpen como si fuera un cuerpo textual ajeno. Esta ambigüedad consciente por parte del escritor recorre la escritura de los diarios, y es la que lleva a pensar en una novela concebida en el límite de la ficción. Ahí donde opera el dispositivo retórico de la ficción y la no ficción, base fundamental para la cimentación del sentido en la modernidad, los diarios lo suspenden o desactivan. Y lo desactivan haciendo de una escritura, todas las escrituras; del diario y del testimonio de vida, la ficción, el comentario literario y el testamento. Este límite de la ficción se superpone a otro límite, el de escritura y experiencia, en el cual el autor llega al extremo de retirarse del mundo de la experiencia (suicidándose) para dejar que la escritura se haga posible también allí, para hacerse él mismo escritura y dejarse escrito en una suerte de escritura silenciosa e infinita, que dice sin decir. Que hace de la ficción, o de esta nueva forma de ficción, la única manera de escribir el mundo de la experiencia: borrándose de ella para que las voces de los otros la restituyan.

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lado, después del suicidio de Arguedas, la revista Casa de las Américas 59 publicó el “¿Último diario?” en la sección Testimonio (Fell, 1992). En ese sentido, se ha discutido el estatuto real o ficcional de la autobiografía desde criterios textuales y pragmáticos (Lejeune, 1988; Pozuelo Yvancos, 1993: 204). Por otro lado, como respuesta a la concepción de la autobiografía como discurso de ficción de Paul de Man (1984: 75-76), Ángel Loureiro (2000: 20) postula que la autobiografía posee una estructura ética inherente que la lleva a no ser un discurso de ficción. Sin embargo, en el caso de Arguedas estamos ante unos diarios escritos en una novela.

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Fragmentarismo y fusión genérica en el diario de Octavio Paz Anthony Stanton El poeta y ensayista mexicano Octavio Paz comienza a escribir un diario en 1935. Como sucede muchas veces, el detonante de la decisión de emprender este tipo de escritura íntima se localiza en un evento traumático, un momento dramático de crisis personal. Recordemos que entre 1931 y 1933 el aprendiz empezó a publicar sus primeros poemas y ensayos en distintos periódicos y revistas de la Ciudad de México, firmando muchos de ellos como Octavio Paz Lozano, nombre que usaba para distinguirse de su padre, Octavio Paz Solórzano, conocido intelectual que participó en la vida política, llegando a ser representante legal de Emiliano Zapata en Estados Unidos y miembro influyente del Partido Nacional Agrarista en México. Los artículos y ensayos del padre aparecían con frecuencia en las publicaciones periódicas de la época. Después de la inesperada e insensata muerte de éste en 1935, la sombra de su ausencia dejaría no pocas huellas –directas e indirectas– en la poesía del hijo. De las nueve publicaciones en verso de los dos primeros años de actividad del adolescente, entre junio de 1931 y septiembre de 1933 (ocho poemas sueltos y el folleto Luna silvestre), seis ostentan el apellido materno. Pero después de la publicación de su primer libro, Luna silvestre, en septiembre de 1933, el joven entró en un silencio total en los años siguientes. Este silencio se rompe de manera dramática tres años después, cuando publica el día 30 de septiembre de 1936 –antes de ir a la España en guerra como invitado al Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura– su poema político de solidaridad con la causa de la República española: ¡No pasarán! Aquí quisiera lanzar la hipótesis de que 1935 es el año clave que marca un rito de pasaje para el hombre y para el escritor. Año ambiguo de significados duales: vive, de manera simultánea, la muerte de su padre y la intensificación de su relación amorosa con Elena Garro. Es también el año en que comienza sus proyectos literarios más ambiciosos hasta entonces: el diario y un par de poemas extensos. Por otra parte, aunque deja de publicar entre 1933 y 1936, sigue escribiendo, pero de manera íntima, para sí, sin dar a conocer los textos en aquel momento: sólo hay que tomar en cuenta las fechas de composición de algunos poemas extensos editados después, como Raíz del hombre (1935-1936) y Baja tu 145

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clara sombra (1935-1938). ¿Cómo explicar esta aparente inactividad literaria después de la efervescencia de los dos años anteriores? Es posible que varios factores personales hayan incidido en el prolongado silencio fomentando una tendencia hacia la introspección y el autoconocimiento reflexivo: entre ellos, el más importante fue una conciencia del fin de la juventud, estado de ánimo que seguramente fue agravado y acelerado en marzo de 1935 por la súbita muerte de su padre, arrollado y despedazado por un tren. Casi todos los estudiosos de Paz, sobre todo los que han investigado aspectos biográficos del poeta, han dado una fecha equivocada para la muerte de su padre. Enrico Mario Santí afirma, en El acto de las palabras (Santí, 1997: 29), que el abogado murió en 1934, aunque un año antes había escrito, en Octavio Paz: The Family Romance (Santí, 1996: 77), que la muerte ocurrió en 1936. Juan Gallardo Muñoz (2003: 85), Guillermo Sheridan (2004:  148) y Enrique Krauze (2011:  529) proponen la fecha más común de 1936, la misma que consignan en libros muy recientes tanto Jaime Perales Contreras (2013: 26) como Christopher Domínguez Michael (2014: 30 y 598). Así, muchos se limitan a repetir la fecha que dio el mismo Octavio Paz en un testimonio ofrecido a Felipe Gálvez: “Mi padre nació el 20 de noviembre de 1883. Murió en la estación del Ferrocarril Interoceánico, en Los Reyes-La Paz, el 8 de marzo de 1936” (Paz, 1986: 74). El mismo Gálvez repite esta fecha en varias partes de su libro de 1986 (el único que existe sobre el abogado zapatista Octavio Paz Solórzano), pero no aporta ninguna prueba documental. Todos, al parecer, se han confiado en la prodigiosa memoria del escritor. Sin embargo, el poeta se equivocó. Aventuro la hipótesis de que el efecto traumático de la muerte fue tan pronunciado que alteró para siempre la memoria del hijo. Su padre murió el 10 de marzo de 1935 a los 51 años1. Uno de los aspectos más sobresalientes de la vasta y variada obra de Octavio Paz es la continua y profunda interpenetración de creación poética y reflexión crítica. Lejos de ser dos actividades opuestas, crítica y creación se vuelven en este caso dos caras complementarias de un mismo proceso, dos corrientes que se alimentan recíprocamente de una misma actitud. No es difícil ver el crecimiento simultáneo, al lado de la obra poética, de un conjunto de reflexiones que tiene una relación 1

Véase Anónimo, «El Lic. Paz muerto bajo las ruedas de un tren», El Universal (2a sección) (13 de marzo de 1935), p. 1. Una esquela se publicó en Excélsior (2a sección) (12 de marzo de 1935), p. 3. Los restos del cuerpo, que había sido despedazado sobre los rieles en la estación de Los Reyes-La Paz, fueron entregados a la familia en un costal. Fueron velados en la casa de Mixcoac (Lic. Ireneo Paz 79) el día 12 de marzo a partir de las 11 de la mañana y el mismo día fueron sepultados en el Panteón Dolores de la Ciudad de México.

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dialógica con la poesía del autor. Este diálogo entre crítica y creación se manifiesta tanto en la poesía como en la prosa paceanas. Es imposible olvidar que así como su poesía está atravesada por y sustentada en una conciencia autorreflexiva y crítica, la prosa del ensayista es invariablemente la prosa de un poeta. En la obra posterior de Paz, modernidad y crítica se vuelven términos sinónimos y de ahí que la obra de creación de nuestro tiempo aparezca como una obra crítica que reflexiona sobre sí misma, examinando su propia modernidad, encarnando su propio cuestionamiento. Si la literatura moderna es una literatura crítica, también la crítica se ha transformado en una actividad creadora. En nuestra época, según el pensador de la década de 1960, “la crítica funda la literatura” (Paz, 2000: 1151). La creación poética, entonces, se vuelve inseparable de una reflexión sobre la poesía. Toda la etapa formativa de Paz quedó por mucho tiempo sepultada por la justa fama y el imponente prestigio de las obras de madurez. Varios acontecimientos ayudaron a cambiar parcialmente este panorama: la publicación de ediciones facsimilares de revistas literarias mexicanas de la primera mitad del siglo XX; una serie de ensayos retrospectivos escritos por el propio autor hacia el final de su vida, ensayos que son imprescindibles para comprender los años de formación; y la edición, en 1988, de una recopilación de gran parte de la prosa escrita por Paz en aquella época juvenil2. En lo que sigue me detengo en el análisis de los cuatro conjuntos fragmentarios del diario que Paz comenzó a escribir en 1935. Se verá que estos textos contienen lo que puede llamarse la prehistoria de una poética. Aquí empieza a germinar una concepción de la poesía que será revisada y hasta transformada después, pero cuyas semillas jamás desaparecerán. Es más: muchos de los cambios posteriores que marcan el camino de esta trayectoria estética se pueden ver como el paulatino despliegue de unas cuantas ideas esenciales, presentes ya en forma embrionaria en los primeros textos. Tanto la poesía como la ensayística de Paz están regidas desde el comienzo por un principio dinámico: el artista es fiel a sí mismo a través de sus cambios y son precisamente éstos los que expresan la continuidad o lógica interna de la obra. Aunque publica su primer ensayo, Ética del artista, a los 17 años, en el número 5 de la revista Barandal (diciembre de 1931), es en 1935 cuando 2

Las ediciones facsimilares de revistas literarias mexicanas fueron publicadas en México por el Fondo de Cultura Económica. Los más importantes de los ensayos retrospectivos de Paz son los siguientes: Xavier Villaurrutia en persona y en obra (Paz, 1978; este libro aparece desmembrado en las obras completas); Poesía e historia: Laurel y nosotros (Paz, 2000: 722-779) y Antevíspera: Taller (1938-1941) (Paz, 2001: 110-134). La mayor parte de la temprana prosa del poeta mexicano se encuentra recopilada en Primeras letras (1931-1945) (Paz, 2005: 135-416).

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el joven pasa a otra etapa de su formación como hombre y como escritor. Es importante recordar que en todas las ediciones de Libertad bajo palabra: obra poética (1935-1957) el mismo autor fecha su nacimiento como poeta en el año de 1935, aun cuando sabía que había comenzado a publicar poemas sueltos a partir de 1931 y que algunos textos incluidos en el mismo libro mencionado eran anteriores a 1935. Clarividencia precoz: desde la perspectiva de hoy podemos afirmar que 1935 es el año parteaguas que marca una nueva conciencia reflexiva tanto en el poeta como en el prosista. Al final de su vida, cuando le tocó escribir el prólogo que acompaña el tomo de sus obras completas que recoge sus primeros poemas, el autor se refirió a Raíz del hombre, escrito entre 1935 y 1936, como su “nacimiento poético” (Paz, 2005: 28). Sacudido por la muerte de su padre y exaltado por su experiencia del amor, en ese año comienza a escribir sus primeros poemas extensos (Raíz de hombre y Bajo tu clara sombra) y emprende la realización de su diario. La primera entrada de la entrega inicial de éste lleva una fecha simbólica: el 10 de agosto de 1935, exactamente cinco meses después de la muerte de su padre. Unos días antes, el 23 de julio de 1935, el joven le escribe a su novia Elena Garro: El domingo antepasado fui al panteón, a ver a mi padre, en quien no pensaba. Regué la tierra para que hubiera flores y se levantó una humedad tierna de ella: allí lloré dulcemente (como un día lo hubiera podido hacer en tus hombros); cuando salí del panteón supe que habíamos de morir, pero después de haber hecho algo. La muerte era una realidad casi placentera, y me hablaba de cosas que no se corrompen en el deseo. Ya ves que te hablo como un amigo, casi como un hermano3.

Es clara la conciencia que tiene de esa conjunción paradójica y contradictoria de eros y tánatos: la muerte del padre no sólo coincide con el vértigo de su amor sino que por extraños hilos ocultos los dos fenómenos parecen estar íntimamente relacionados. La estremecedora conjunción es percibida como una señal, una revelación cuya energía se vuelve el motor que explica el arranque de la escritura del diario. Como se sabe, el diario fue –en sus orígenes– un documento privado no destinado a la publicación y, por lo tanto, no perteneciente a la literatura. Posteriormente, sobre todo a partir del siglo XIX, se dan a la imprenta algunos diarios privados (como el de Byron) y por primera vez se escriben diarios íntimos con el propósito de publicarlos, hecho que marca el ingreso del diario íntimo como género en la institución literaria. A pesar de estos cambios, el diario como género literario conserva rasgos 3

Octavio Paz, carta a Elena Garro fechada el 23 de julio de 1935. Elena Garro Papers, Rare Books and Manuscripts, Firestone Library, Universidad de Princeton.

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de sus orígenes no literarios, como el fragmentarismo, la espontaneidad, la extrema libertad, la marca del tiempo, el ámbito íntimo y vital y lo que un estudioso ha llamado cierto “mimetismo de la inmediatez” (Picard, 1981: 118). Es decir, como género literario el diario se arroga el privilegio de poder enlazar directamente la vida y la obra, además de ofrecer un mecanismo eficaz mediante el cual el escritor puede no sólo analizarse sino asomarse reflexivamente al proceso de escritura. Por su cercanía a otros géneros (como la autobiografía, las memorias, las narrativas de conversión, las confesiones, las notas de trabajo, los esbozos de obras, la correspondencia y lo que los franceses llaman los cahiers y los carnets) y por su relación parasítica con todos ellos el diario o journal intime se ha convertido en “genre-Phoenix par excellence” (Didier, 1976: 16). Aunque la variedad de diarios es enorme –los hay de viajes, pensamientos, conversaciones, enfermedades, sueños, obras, entre otras cosas–, la forma misma parece ofrecer un espacio de reflexión: de ahí su cercanía al ensayo y la fidelidad a sus orígenes en la tradición cristiana (secularizada) del examen de conciencia. Una estudiosa del género ha notado bien esta dimensión que acerca el diario a la filosofía y a la preocupación teórica: “le journal suppose une tendance à la réflexion sur l’oeuvre plutôt qu’à une création exubérante” (ibid.: 17). Por consiguiente, muchas veces el diario funciona como el taller o laboratorio de las obras y en él se pueden encontrar las semillas, los desarrollos o los abortos de otras obras. Lo que el lector encuentra en los grandes diarios (como los de André Gide o Virginia Woolf) es nada menos que “une Genèse permanente” (ibid.: 193). Como hemos visto, el diario es en sí una forma fragmentaria y discontinua. Aun así, el joven autor mexicano presenta su proyecto con un nombre general (Vigilias) y subraya en el subtítulo (que figura sólo en las dos primeras entregas) que lo que publica son “fragmentos” del diario. Así, estas dos primeras entregas se titularon Vigilias. Fragmentos del diario de un soñador. Otro hecho importante: sólo la primera entrega lleva fechas al final de los distintos fragmentos y sólo el primer fragmento de la primera entrega lleva una fecha precisa con día, mes y año. En los otros fragmentos de la entrega inicial se consignan sólo el mes y el año (agosto y septiembre de 1935). De clara estirpe romántica, los cuatro conjuntos de fragmentos, publicados en diferentes revistas mexicanas entre 1938 y 19454, constituyen un espléndido ejemplo de fusión genérica y son –me 4

A continuación, los datos de primera publicación de los cuatro conjuntos: «Vigilias. Fragmentos del diario de un soñador», Taller, n. 1 (diciembre de 1938), pp. 3-13; «Vigilias. Fragmentos del diario de un soñador», Taller, n. 7 (diciembre de 1939), pp. 11-22; «Vigilias», Tierra Nueva, n. 7-8 (enero-abril de 1941), pp. 32-43; «Diario de un soñador. Vigilias», El Hijo Pródigo, n. 24 (15 de marzo de 1945), pp. 147-151.

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atrevería a decir– el lejano y primitivo origen de un texto maduro que se llama El mono gramático (escrito en 1970, publicado primero en traducción al francés en 1972 y editado finalmente en español en 1974). Sorprende que la crítica no haya estudiado con detenimiento estas piezas que anticipan claramente las líneas centrales de la poética paceana. Klaus Müller-Bergh (1971: 122-124) es uno de los pocos críticos en mencionar las Vigilias, aunque con el propósito de demostrar lo que tienen en común con la temprana poesía del autor. También las menciona Enrico Mario Santí (1997: 29-30), sin analizarlas en detalle. La primera serie empieza con una dramática confesión en torno a la separación radical entre el yo y el mundo natural: “…Y la naturaleza, frente a mí, muda e indiferente” (Paz, 2005: 141). Los puntos suspensivos iniciales indican el carácter fragmentario del texto. Puesto que no hay posibilidad de fusión, el sujeto vive encerrado en un angustioso solipsismo, pero con el deseo de reintegrarse a la naturaleza: “pretendo sumergirme en su dulce y frío torbellino; pero quedo, irreparablemente, extraño, como el aceite del agua. Ésta es la verdadera soledad: sin palabras, estrangulado por un mundo fríamente enemigo” (ibid.: 141). A continuación se traza una distinción entre dos formas de conocimiento, distinción que será seminal en la poética posterior. Por un lado, existe el conocimiento racional que implica una penetración conceptual que deforma la realidad: “Somos, para siempre, los descontentos del universo. Los que siempre pedimos más. Jamás entenderemos su simplicidad y su fuerza, porque cuando lo intentamos lo reducimos a un seco, trunco sistema” (ibid.:  142). La poesía, en cambio, se presenta como una forma de conocer que es un ignorar, un abandono, “una apasionada, heroica disolución del hombre en el mundo” (ibid.: 143). La misma idea se desarrolla en el siguiente fragmento de la primera entrega, en el cual la poesía aparece como una forma de reintegrarse a la naturaleza mediante el erotismo: la identificación entre mujer y mundo (se repite, como un estribillo: “la mujer es la forma visible del mundo”). Presenciamos el “regreso a la vida ciega del Principio” (ibid.: 145). Esta transgresión de los límites que separan al yo del mundo, nos permite vislumbrar “el secreto de la antigua unidad perdida”, un centro misterioso donde se unen erotismo y muerte: “a través del amor, como una secreta e invisible presencia, escuchamos, palpamos a la muerte” (ibid.:  149 y 146). En este descenso a lo mineral la plenitud vital es simultáneamente experiencia del vacío y de la nada. Eros y thánatos unidos. La primera serie termina con una reflexión sobre las paradójicas relaciones de interdependencia entre libertad y destino: “La libertad es la única forma de la fatalidad que el hombre soporta, y resiste” (ibid.: 152). La poesía, nacida del mundo natural de la “corriente ciega de la vida”, del 150

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mundo instintivo de la necesidad, requiere para su realización la voluntad consciente de la libertad. Ya se percibe aquí una idea de la poesía como una especie de puente entre destino y libertad, entre naturaleza y cultura, entre necesidad inconsciente y voluntad consciente: la poesía es la expresión de un mundo donde coexisten “el hombre reconciliado con la naturaleza y la conciencia con la existencia” (ibid.: 149). Se trata, claro está, del sueño utópico de los románticos que intentaron unir arte y vida: “Mañana nadie escribirá poemas, ni soñará músicas, porque nuestros actos, nuestro ser, en libertad, serán como poemas” (ibid.). El segundo conjunto, publicado en 1939, tiene un carácter más reflexivo y analítico. Ahora desparecen las fechas y esta decisión debilita la impresión de que estamos leyendo un diario al mismo tiempo que fortalece la cercanía a la escritura ensayística. Ya no aparecen poemas intercalados en la prosa sino que se nos presenta una meditación libremente hilvanada que empieza por cuestionar la utilidad o incluso la posibilidad de escribir un diario. La única justificación de esta escritura narcisista –se nos dice– es el deseo de autoconocimiento: “Y un diario es, al mismo tiempo, una confesión –un alimento– y una revelación –un descubrimiento–” (ibid.: 152). Muy pronto las confesiones íntimas dan lugar a una discusión más teórica y técnica sobre la naturaleza del ritmo en el verso, y sobre el papel de la razón, para luego desembocar en una reflexión metapoética de suma importancia: yo me persuado de la bondad del diario. Con él quiero justificar a mi voluntad y a mi apetito, expresados en la poesía, mediante este otro apetito de la razón que siempre intenta descifrar y, vanidosamente, prever y autorizar a la voluntad y al deseo, a la parte afectiva del hombre. Esta justificación no es más que una exigencia de la moral de la razón (ibid.: 155).

La reflexión introspectiva del diario resulta ser, entonces, el complemento en prosa de la escritura poética. El diario sirve, entre otras cosas, para explicar lo que en la poesía es natural, intuitivo y espontáneo. Aquí habría que destacar la importancia de san Juan de la Cruz (citado con frecuencia) como modelo retórico: el poeta que asume el papel de comentarista en prosa de su propia poesía. Santí (1997: 30) afirma que la autoglosa ocurre en las primeras dos series, pero es sólo en la primera serie de las Vigilias donde Paz cita y glosa algunos de sus propios poemas (dos fragmentos de Raíz del hombre y un soneto). Se entiende normalmente que la glosa tiene la función de explicitar lo que queda oscuro en los versos. Lo interesante, tanto en San Juan como en Paz, es que la operación se realiza en un género híbrido donde la función explicativa de la prosa discursiva coexiste con el lirismo irreductible del verso. Más que una explicitación de la poesía, tenemos una complicación textual: la exégesis se vuelve un pretexto para la creación. Lejos de disipar el misterio de la 151

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creación poética, la exégesis lo aumenta. Otro modelo para la escritura de las Vigilias es Novalis, el autor de los Fragmentos, donde se alternan libremente lirismo, introspección, moralismo y reflexión, en un intento de reconciliar el hombre con el mundo. Finalmente, habría que mencionar los escritos en forma de diario de Baudelaire, agrupados bajo el título de Journaux intimes5, como otra posible fuente de inspiración para la forma retórica de las preocupaciones moralistas de Paz. Pero “la moral de la razón” tiene otra función: la de examinar sus propios fundamentos. Esta función se ejemplifica mediante una discusión de ciertos conceptos vacíos, como ‘dinero’ y ‘trabajo’: “El dinero es una abstracción sin savia ya, un signo hueco y mágico […] ha adquirido su libertad y su autonomía, obra ya por sí solo” (Paz, 2005: 157). En lugar de ser instrumentos para la transformación de la condición humana, estas abstracciones se han vuelto fines en sí mismos, fuentes de enajenación de los auténticos valores morales. La crítica también se aplica a la razón misma: “La razón, como procede objetivamente, por generalidades y abstracciones, al dar la ley, mutila a la vida, porque no puede abarcarla en toda su riqueza” (ibid.: 160). Puesto que tiene un fundamento necesariamente racional, la razón jamás puede aspirar a constituirse en moral de la vida. El arte, como pertenece a los dos reinos de la creación espontánea y de la reflexión crítica, tiene que ser un arte lúcido: el poeta moderno es “la conciencia de la embriaguez, la reflexión del vértigo”, un ser que debe “contemplar y ser contemplado, ser el delirio y la conciencia del delirio” (ibid.: 160). A pesar de ser antagónicas –o tal vez por eso mismo–, poesía y razón necesitan fundamentarse recíprocamente, como libertad y destino. Construir “una moral de la razón” implica, pues, darle a la razón un fundamento humano y ético, trazar sus alcances y sus límites, otorgarle una meta vital. Tal vez la consecuencia más interesante de la propuesta de escritura de las Vigilias sea este reconocimiento de la oposición complementaria de las dos formas de conocimiento postuladas. No sólo coexisten la aspiración poética hacia el universo armonioso de la religión y la angustiosa conciencia racional de la escisión del ser moderno, sino que la escritura misma es la encarnación de este drama: representa el esfuerzo de forjar un modelo retórico capaz de contener y expresar diferentes discursos, un modelo cuya heterogeneidad constitutiva o hibridez esencial sean la expresión del principio dialógico de confrontación interior en el poeta-pensador-diarista. 5

En el último número (12) de la revista Taller (enero-febrero de 1941) –ya bajo la dirección exclusiva de Paz– se publicó una antología de estos escritos de Baudelaire con el título «Trozos escogidos de los Diarios íntimos y de los Consejos a los literatos jóvenes», selección, traducción y prólogo de Lorenzo Varela (pp. 77-94).

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Es en la tercera serie, publicada en 1941, donde se ve con más claridad que el paradójico título genérico alude a una constante oscilación entre diferentes discursos que se manifiestan en distintas formas expresivas. Así como el canto lírico coexiste con la introspección psicológica, la confesión intimista del diario se alterna con la reflexión analítica del ensayo: Escribir un diario (así sea un diario de pensamientos, reflexiones, ocurrencias de cada día, inútiles divagaciones), entraña lucha, dualidad o, por lo menos, análisis. El yo que vive y el que contempla: el verdugo y la víctima. Pues bien, yo quisiera que esta lucha se reflejara en lo que escribo; todo, hasta las mismas mentiras, reveladoras, y lo que yo me atreva a decir (y lo que yo no pueda decir); lo falso y la verdad oculta; la confesión tumultuosa y el análisis tranquilo de mi pasión –más conmovido en su claridad cruel que ella en su abandono–; todo, porque el hombre es doble y triple. En estas notas he de estar, humano e inhumano, alternativamente monstruoso y pecador como cualquier hombre y, como él, inocente (ibid.: 163).

Los temas centrales de los cuatro conjuntos se sintetizan aquí en los súbitos cambios entre la escritura confesional y los discursos lírico, analítico y reflexivo. La conciencia examina la “transparencia” de su propio discurso mientras el estilo se mueve libremente entre los destellos cristalizados de máximas y aforismos para luego fluir en descripciones líricas o en comentarios filosóficos sobre la ausencia de Dios y los orígenes de la moral cristiana, lográndose así un equilibrio contrapuntístico entre concentración elíptica, cargada a veces de ironía, pasajes de gran aliento lírico y de otros dominados por el razonar discursivo. La presencia de Nietzsche es abrumadora y no sólo en el aspecto estilístico (máximas, aforismos, sentencias paradójicas): la huella del “filósofo de la vida” se aprecia en la apasionada denuncia del aplastamiento de los instintos vitales por las abstracciones sistemáticas de la razón y de la moral dominante, en la proclamación –como valores supremos– de la energía heroica, de la experiencia instantánea, de la verdad existencial que se contradice eternamente para ser fiel a sí misma y para no petrificarse en rígidas convenciones. Hay, sobre todo, una divinización de la vida sensorial y una certeza de que toda convención social mata lo inconmensurable de la experiencia vital. En efecto, Nietzsche había escrito: “la palabra mata, todo lo que está fijo mata” (Nietzsche, 1974: 62)6. Por último, a través de todos 6

Carecemos de un estudio bien documentado sobre la influencia de Nietzsche en la cultura mexicana. Para el caso de España contamos con el sólido esfuerzo de Gonzalo Sobejano (1967), Nietzsche en España, donde está documentado el temprano y profundo impacto de las ideas nietzscheanas sobre varias generaciones de escritores, principalmente a partir de la Generación de 1898. Sobre la proliferación de traducciones al español de las principales obras del pensador en la primera década del siglo XX, Sobejano opina: “Cualesquiera que sean los defectos de las traducciones españolas,

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los cambios ideológicos y estéticos posteriores de Paz, persiste la creencia –de raíz nietzscheana– de que la más alta justificación de la existencia del hombre y del mundo consiste en la experiencia artística, en la inquebrantable fe en el poder de la palabra para reunir vida y arte. El mismo Nietzsche proclamó con orgullo la “agresiva tesis” de su “metafísica de artista” en estos términos: “sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo” (Nietzsche, 1973: 66).Paz seguramente hubiera suscrito esta “metafísica de artista” hasta el final de su vida. Como la realidad última es inefable, más allá de toda conceptualización o verbalización, el lenguaje metafórico del arte sólo puede sugerir. Aquí Nietzsche se alía a otro crítico del racionalismo, el escritor inglés D. H. Lawrence, quien –en palabras de Paz– quería “fundar una religión que hincara sus raíces en lo más antiguo del hombre: el sexo” (Paz, 2005: 169). También están presentes en estos textos ciertos poetas románticos de la tradición visionaria, como Blake y Novalis, quienes no hicieron distinciones entre experiencia poética y visión religiosa. Asimismo, la conjunción de misticismo y erotismo recuerda de nuevo a san Juan de la Cruz, una presencia clave en este momento. Incluso hay citas textuales (no identificadas) de San Juan diseminadas en la prosa de Paz en este período (cf. ibid.: 248). Se habla aquí de un “nuevo romanticismo” que propone un regreso a un primitivismo elemental de las sensaciones, a una armonía anterior a la escisión: “Esto es el nuevo romanticismo, que busca, defiende y rescata no a la conciencia del hombre, no al individuo, no a lo que separa y aísla, sino a lo que liga […] no pretende rescatar nada más al hombre, sino a lo anterior al hombre en su estado actual” (ibid.: 169-170). Aquí el joven escritor está pensando seguramente en la creencia apocalíptica de Lawrence en el nacimiento de una nueva (y antigua) “conciencia de la sangre”. Cuando llega la escritura a su punto culminante, a la anhelada revelación total del ser, el discurso se vuelve lírico hasta que el canto se estrella contra la barrera de la conciencia reflexiva: “Pero ¿a qué relatar estos delirios, esta conciencia del vértigo, si son indecibles, rebeldes a la palabra y al pensamiento corriente?” (ibid.: 173). Como en San Juan, la única manera de “decir” lo inefable es mediante paradojas, antítesis, oxímoros: fórmulas menester es convenir en que no fueron tardas ni escasas: salieron a luz temprano, en abundancia y con continuidad. Así, pudieron proporcionar a los lectores españoles un conocimiento bastante completo y veloz, aunque en general poco depurado, del discutido filósofo” (ibid.: 82). En el caso de México, aparte de su posible influencia en la generación modernista, Nietzsche deja hondas huellas en varios miembros del Ateneo de la Juventud (Caso, Vasconcelos, Reyes y Henríquez Ureña) y es uno de los autores más citados (siempre con aprobación) por Jorge Cuesta, el ensayista e intelectual de los Contemporáneos que influye decisivamente en el pensamiento del joven Paz.

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que intentan sugerir la embriaguez del éxtasis avasallador. Por último, hay una memorable proyección al futuro de una poética más vital que libresca, formulación que recuerda la que Joyce acuña al final de su Bildungsroman (The Portrait of the Artist as a Young Man): “Yo quizá no haga nada, quizá fracase, pero quizá me realice en la poesía interior, en esa que apenas necesita escribirse, y en ti, soledad, que me irás revelando la forma de mi espíritu y la lenta maduración de mi ser” (ibid.: 174). La cuarta y última serie participa del mismo movimiento dialéctico entre arrebatado sueño y reflexiva vigilia. Aunque estos fragmentos son menos logrados que los anteriores, contienen una lúcida descripción de la poética de Paz, descripción que no ha perdido su vigencia: “El arte no es un reflejo de la vida. Tampoco es solamente una profundización de la vida, una visión más pura y limpia. Es algo más: limita el acontecer, extrae del fluir de la vida unos cuantos minutos palpitantes y los inmoviliza, sin matarlos” (ibid.: 184). Esta última entrega ejemplifica los riesgos de una escritura confesional que trata de entender las paradojas de la relación amorosa, el carácter insondable de la conciencia ajena y la naturaleza estereotipada de los papeles tradicionales de los amantes. Aunque después de 1945 Paz no vuelve a emplear la forma expresiva del diario, sí rescata elementos de este tipo de escritura, sobre todo en dos libros de creación escritos en prosa: la primera sección de ¿Águila o sol? (1951) y El mono gramático, pero estos son textos más complejos porque construyen un espacio textual en el cual la forma del diario se funde con otros modelos retóricos. ¿Por qué abandona el modelo de las Vigilias? Por una parte, me parece que el espacio del diario íntimo es ocupado cada vez más por la poesía en verso en los años posteriores. Por otra parte, es probable que el autor se haya dado cuenta de los riesgos de caer en cierta retórica del candor en la escritura más íntima y confesional. De hecho, se vislumbran atisbos de una exagerada ingenuidad romántica en algunas partes, sobre todo en el cuarto conjunto: “La besé y creí que nuestro amor era divino, que poseía una significación especial” (ibid.: 176). Con todo, la escritura del diario le permite, durante algunos años, explorar con soltura varias de las obsesiones que serán centrales en su obra posterior: el fragmentarismo como vía de acceso a la totalidad; la relación de interdependencia conflictiva entre sueño y vigilia, entre naturaleza y cultura; los vasos comunicantes entre arte y vida; la interacción de lirismo y reflexión; la modernidad como escisión y dualidad (“diálogo interior”) o como la tensa coexistencia de creación y crítica. No cabe duda de que el diario le ofrece al joven escritor un cauce ideal para conocer y conocerse, además de constituir un espacio de reflexión sobre el proceso de escritura. En el conjunto de la obra de Paz, las Vigilias son un texto-matriz que inaugura e ilumina zonas exploradas en la poesía y en los ensayos posteriores. 155

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Descanso de caminantes de Adolfo Bioy Casares Escribo, luego soy Corinne Ferrero A Michel Lafon

1.  Atreverse a escribir Mi amiga, la profesora Mireya Camurati, comienza su estudio “El texto misceláneo: Guirnalda con amores de Adolfo Bioy Casares”, con la frase “En 1979, Bioy Casares explicaba su entusiasmo por escribir lo que denominaba “un libro de fermentos”. Y un poco más adelante que yo había publicado veinte años antes Guirnalda con amores, “un texto que en sus capítulos de “Fragmentos” responde plenamente a esas características”. No me atrevo a escribirle que los “fermentos” que en 1979 me entusiasmaban son una errata por “fragmentos” (Bioy Casares, 2001: 426).

Esta discreta y jocosa anotación por Bioy al estudio de Mireya Camurati sobre su libro Guirnalda con amores (publicado en 1959) aparece en Descanso de caminantes, diarios íntimos, en una de las últimas entradas, fechada el 1º de enero de 1987. Caso ejemplar de “epitexto íntimo”, o “privado”, en que el diarista suele reaccionar sobre la recepción de su obra por la crítica (Genette, 1987: 357), este fragmento asume aquí una contradicción que es también la primera marca de un espacio, a la vez reservado y abierto, privado y público: en él, yo escribo eso que no me atrevo a escribir(le), y lo escribo explicando que no puedo, o que no me atrevo a escribir(se)lo. Paradójicamente, lo que impide la escritura (“no me atrevo”) es también aquí lo que la desata (“atrévete”): la timidez del escritor renuente a señalar los yerros de la crítica más entendida (o querida) no sólo genera un texto deliciosamente sarcástico –y del todo ajeno a los sinsabores de la “terrible modestia” que atormenta a Gide en su diario1– sino que también advierte sobre la forma y el sentido de un 1

«14 juillet 1914. Le secret de presque toutes mes faiblesses, c’est cette affreuse modestie dont je ne parviens pas à guérir. Je ne me persuade pas que j’aie droit à rien» (Gide, 2012: 138). En su diario –verdadero modelo de rectificación ascética– la modestia de Gide enseña su verdadero rostro: el del orgullo que se disimula bajo las manifestaciones de la humildad más encomiable. La tímida reconvención de Bioy a su exegeta

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desafío. Y el salto no es el que separa los papeles privados del texto publicado; siempre hay un lector, y un narrador, aunque en primera instancia se confundan en los diarios íntimos el testigo y el oyente, el director de la obra y su audiencia, el abogado y el juez. Antes del lector putativo está la etimología, y es brava: intimare (ordenar, conminar) decupla lo que ya es superlativo, intimus (lo más intus, lo más interior), imponiendo al movimiento de adentrarse en lo más profundo de uno mismo, la fuerza de la autoridad. A la vez, en lo más íntimo, la intimación2 dice al testigo o al acusado –en el código jurídico latino de donde procede la palabra (Hantaï, 2013: 145)– la orden de presentarse, la obligación de comparecer ante la sociedad, de testificar, responder y responder por sí mismo. Es intimidante. Y aquí, decirlo es un topos, el primer lugar (común) de la escritura íntima3: un lugar a dudas. Responder sin corresponder del todo a la intimación, y sin apocarse. A la manera de un torero decidido a enfrentar el peligro de la confesión4 –o a hacer de toda confesión un riesgo moral, un peligro vital, “el cuerno afilado del toro”– (Leiris 1973: 10), o, desde la barrera, como quien se detiene a contemplar la tenue tonalidad de los recuerdos, como tantos “fragmentos a la deriva” (Robbe-Grillet 1985: 14): decir toda la verdad, o cuidarse de pretender restaurarla nunca5, resistir a la cláusula retórica, “le dernier mot” (Barthes 1975:  124). Como el tímido que “no se anim[a] a escribir cuentos”6, el gesto (o el topos) de la

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aparece como una suerte de contra-modelo de semejante contrición. Participa más bien de esta “dulce urbanidad que permite escuchar con indulgencia la expresión ingenua de sentimientos bajos” (Bioy Casares, 1988: 676). Intimare e intus comparten un origen común. Discontinua y heteróclita, la escritura diarista se distingue a primera vista de la empresa autobiográfica, caracterizada por la escritura retrospectiva y algún proyecto totalizador de restauración o de prospección del yo. Sin embargo, todo diario íntimo constituye también, por la mera decisión de hablar de sí, un salto en la autobiografía. Por lo demás, veremos que los diarios de Bioy se caracterizan por una escritura mayoritariamente retrospectiva. En el texto liminar de L’âge d’homme, De la littérature considérée comme une tauromachie (1945), Michel Leiris comenta las reglas que se impuso el autobiógrafo: la sinceridad absoluta y el lazo entre la confesión y el peligro al que ha de exponerse el “hacedor de confesiones”. Y una exigencia estética: saber “perfilarse” con gracia y arrogancia, y con el resplandor trágico del torero (Leiris, 1973: 10). Como sabemos, el tópico de la imposible autenticidad (Barthes, Robbe-Grillet, Sarraute, etc.) ha reemplazado, en la era de la sospecha, el de la protesta de sinceridad (Rousseau, Chateaubriand, Leiris, etc.): una imposibilidad que se ha vuelto la marca distintiva del gesto de deliberación que acompaña (inhibe e impulsa) las escrituras del yo. En el prólogo de Historia universal de la infamia (1935), Borges escribe en 1954: “Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias” (Borges, 1989: 291).

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deliberación siempre tergiversa, escribe eso que no debe, o no puede, acatando y desacatando la orden, el pudor, el sentido, la Totalidad, la muerte. Atreverse a escribir, llevar un diario íntimo, es también jugar según ciertas reglas, o jugar a jugar, porque siempre, como lo vamos a ver, la intimación es doble y contradictoria, y es una transacción: ser anodino y profundo, una bailarina y un torero, aparecer y desaparecer. Ser temerario.

2.  De tiras y piolines: atreverse a publicar Guirnalda con amores es quizá un primer, tímido intento de publicación de misceláneas, género que me gusta y que mis interlocutores más inteligentes suelen rechazar con menosprecio. Cuando alguien publica una miscelánea, el comentario suele ser: “A Fulano ya se le secó la imaginación. Está publicando tiras y piolines que encuentra en sus cajones. […] Cuando alguien (no recuerdo quién) publicó un libro de este estilo, Borges observó que el autor sin duda se creía muerto, porque había empezado a publicar obras póstumas” (Bioy Casares, 1994: 170-171).

En este comentario retrospectivo de Guirnalda con amores por su autor –en un capítulo de Memorias–, la defensa de la obra miscelánea7 encuentra un argumento que es también un límite: la muerte que, según Borges, es la marca distintiva de esos libros escritos por autores que “sin duda se creen muertos”. Libros carentes de vida (de creatividad), o imposibles de autorizar en vida, el texto de Bioy no es muy claro. Antes, en el prólogo de 1959 a Guirnalda…, Bioy ya argumentaba sobre el poco éxito de esos libros constituidos de fragmentos –o “brevedades”–, pero precisaba entonces: “lo menos presuntuoso, para publicar esta despreocupada miscelánea, sería que yo esperara a estar muerto” (Bioy Casares, 1978: 9). La modestia y la timidez tergiversan de nuevo, o tal vez falsean: casi medio siglo después, el propio Bioy vuelve, en el umbral de Descanso de caminantes, diarios íntimos, sobre el menosprecio de los lectores por los “libros de brevedades”, y la necesidad de postergarlos en vida: Tenía alguna razón Borges cuando desaprobaba los libros de brevedades. Yo replicaba que eran libros de lectura grata y que no veía por qué se privaría de ellos a los lectores. Los Note-books de Samuel Butler, A Writer’s Note-book de Somerset Maugham me acompañaron a lo largo de viajes y de años. “Los de Butler se publicaron después de la muerte del autor”, dijo Borges y yo aún no vislumbré su argumento. Sin embargo debí admitirlo porque […] año tras año he postergado la publicación de mi anunciado libro de brevedades. Debo

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La promoción y defensa por Bioy de la miscelánea es una constante desde el prólogo a Guirnalda con amores. Véase otro ejemplo en una entrevista a María Esther Vázquez en 1979 (Camurati, 1983: 309).

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sentir que su publicación, en vida, excedería el límite de vanidad soportable. […]” (Bioy Casares, 2001: 7).

El autor (muerto) se refiere aquí al libro que el lector del futuro tiene entre sus manos, una selección póstuma de sus papeles privados, más precisamente de los cuadernos de apuntes que Bioy habría sustituido a los diarios de entrada cotidiana a partir de mediados de los setenta. El texto liminar –que aparece sin otra referencia que la firma en mayúsculas de Bioy– no sólo dice que el autor cumplió en muerte la promesa que rompiera en vida con la publicación de Guirnalda con amores, también establece para la posteridad una frontera, verdadera línea de demarcación, entre los textos autobiográficos publicados en vida –el libro Memorias y algunas entrevistas–, y los textos póstumos de sus diarios en los que Bioy, “como el suicida que deja un crimen impago”, habría legado al mundo su “verdad de autor” para “el deleite ominoso” (Pérez Calarco, 2009: 5). Pero si la muerte (de Bioy) es, a primera vista, el hito que separa las dos esferas de lo público y lo privado –la verdad ominosa y secreta del autor y las estrategias de autofiguración urdidas en vida (Giordano, 2006: 154)–, vamos a ver que es ante todo el horizonte de un libro literalmente imposible: el libro eternamente anunciado que nunca verá el día porque ese día ya siempre tuvo lugar. El juego de otro “tímido irresponsable” (Borges, 1989: 291). Ahora sí, “un libro de fermentos”.

3.  El horizonte del libro: diarios y brevedades Adolfo Bioy Casares ha terminado recientemente una novela, Irse, que publicará Alianza en España y Emecé en Argentina. Ahora está preparando un “libro de brevedades” que será “un librito para acompañar a gente cansada, que pueda abrirlo y cerrarlo en cualquier momento. […] Aunque la gente diga que no son verdaderos libros, para mí son, un género muy grato, desde toda la vida. […]”. El autor nos envía […] un fragmento de este libro para su publicación en Vuelta (Vuelta, “Diario y Fantasía” 1982).

En abril de 1982, la revista Vuelta publica en México un fragmento del libro de fragmentos que Bioy tendría en preparación. Casualmente, en el texto de presentación el libro finalizado (pero nunca terminado) –Irse8– se cruza con el libro de brevedades in progress pero siempre proyectado, incluso varios años después de la publicación de este adelanto: “Algún día publicaré Diario y fantasía, un volumen de cuentos breves, dísticos, sueños, reflexiones, que seleccionaré de mis diarios y de mis cuadernos de apuntes” (Bioy Casares, 1994:  171-172). La confidencia la recibe primero Marcelo Pichon Rivière en 1985 mientras graba con Bioy “un 8

Bioy deja inconclusa esa novela empezada en 1980 (Bioy Casares, 1994: 194-195).

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borrador de sus memorias” (Bioy Casares, 1991: 753) que, luego de ser abandonado, servirá finalmente de base para la publicación de Memorias en 19949. Ahí está de nuevo el entusiasmo por los fragmentos: otro libro que no quiere ser un libro (una empresa autobiográfica), un proyecto abandonado y fragmentario10 que habla de otro proyecto, o del mismo, el proyecto del proyecto, y un libro dejado al abandono: sólo se llegará a publicar un tomo subtitulado “Infancia y adolescencia, y cómo se hace un escritor”11. Y poco o nada sabemos de las razones por las cuales Bioy no publicó los siguientes, ni tampoco por qué se decidió a publicar el primero12. Siempre hay buenas razones, pero obras son amores. Y algunas se cumplen, pero a contratiempo, o en pedazos: la obra anunciada en 1985 (Diario y Fantasía) es, como lo señala Pichon Rivière, “la continuidad de los fragmentos publicados [anteriormente] en Guirnalda con amores”13. Es decir, apuntes, conversaciones, aforismos, sueños, observaciones: brevedades. 9

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En una nota final de La Invención y la trama, Pichon Rivière explica el origen de algunos textos autobiográficos incluidos en el libro. “Durante 1985, todos los sábados por la mañana, Bioy hablaba al grabador, dictaba al amanuense, corregía, y volvía a hablar y a dictar”. Precisa también que el resultado no fue satisfactorio y que el proyecto fue abandonado. Este borrador sería, sin embargo, el que Bioy utilizó para la edición de Memorias (1994). El libro fue presuntamente realizado en colaboración con Pichon Rivière y Castro Cranwell, aunque no hay indicación paratextual que deje constancia de esta colaboración, y menos del proceso de grabación y redacción de esas “memorias”. Para completar, o complicar el rompecabezas de este volumen de Memorias, cabe señalar que, la biografía publicada en 1983 por Oscar Hermes Villordo –Genio y figura de A. Bioy Casares– contiene pasajes literales del libro publicado once años más tarde por Bioy (Pérez Calarco, 2009). No obstante el carácter fragmentado y heterogéneo de las Memorias de Bioy –o tal vez porque lo heterogéneo se vuelve siempre, en un punto, otro principio de unidad–, éstas no carecen de cierta coherencia, al menos en la clásica figuración de un destino o de una vocación literaria que se dejaría leer, o prever, en todos los recuerdos de la infancia, casi siempre ligados a la literatura. En una lectura anti-empática, una posible versión más de esas “ilusiones retrospectivas” que, en términos de Bourdieu, fomentan “la ideología de la predestinación”. Según Giordano, Bioy “cedió a la tentación de publicar sus papeles privados” (incluidas sus Memorias) para restablecer la economía ruinosa y porque “el debilitamiento progresivo e irreversible […]” de “sus destrezas literarias” no le permitía escribir nada mejor. Un examen atento de la bibliografía y del proceso de redacción de Memorias basta para refutar –al menos en parte– esas afirmaciones, verdaderos y enconados ataques ad hominem (Giordano, 2006: 155). En el capítulo Memorias y Digresiones de La invención y la trama, Pichon Rivière incluye fragmentos de Guirnalda con amores y también el adelanto de Diario y Fantasía publicado por la revista Vuelta en 1982 (Bioy Casares, 1991: 757-762).

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Oh cuaderno de anotaciones diarias, oh implacable espejo de nuestra pobreza mental. Libro que redactas nuestra vida, para corregirte debemos corregirnos, para enriquecerte, enriquecernos (Bioy Casares, 1978: 71).

Sacado de Guirnalda… este fragmento dice, o prefigura (desde 1959), la forma privilegiada de las brevedades de Bioy (el aforismo, la sentencia), y también es una confidencia, la primera14, doble y especular: el libro de brevedades de Bioy es su “cuaderno de anotaciones diarias” y su cuaderno (“Libro que redactas nuestra vida”) es un libro de brevedades. Éste, por cierto, lleva aquí la marca propia de toda una tradición diarista: la cotidiana y desolada tarea de anotar su vida para analizarse y rectificarse (“oh implacable espejo de nuestra pobreza mental”) y el ejercicio ligado a la práctica y mejora de la escritura, del oficio de escribir (“para corregirte debemos corregirnos”)15. El lamento y la plegaria. Lo que proyectaba Bioy en 1985 (“Algún día publicaré Diario y Fantasía, un volumen que seleccionaré de mis diarios y cuadernos de apuntes”) profetiza el pasado –el libro Guirnalda con amores16 (1959)–, y también lo anula, lo borra o lo posterga indefinidamente, como esos “objeto[s] educido[s] por la esperanza” en Tlön (Borges, 1989: 440). Una esperanza de dimensiones ilimitadas. En 1988, Daniel Martino –futuro curador de la obra de Bioy– publica en Madrid El ABC de Bioy Casares. El libro, constituido por más de quinientos fragmentos sacados de entrevistas y de textos publicados o inéditos de Bioy, es –precisa Martino– una “modesta prefiguración del “libro de brevedades […] a que Bioy aspira desde siempre”. Cosa prometida, ya se sabe. En el prólogo, el compilador explica también que el libro puede ser leído como una “suerte de Bioy Casares par lui-même” (Martino, 1988: 11). De la alusión nace la tentación: que los fragmentos de Bioy puedan tener per se (o por la gracia de su compilador) el (des)orden fragmentario que rige la escritura (autobiográfica) de Barthes. O también, como quien no quiere la cosa, una confirmación: la escritura del yo tiene, para Bioy, la forma de un libro de brevedades, que es una esperanza, y al final, un verdadero palimpsesto. 14 15

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Esta confidencia precede a priori lo que Bioy, como ya vimos, escribe también en el texto liminar de Descanso de caminantes, su libro de brevedades póstumo. En los diarios de Bioy, la idea de corrección no aparece ligada a una empresa de rectificación moral sino al oficio de escribir: “[…] Al corregir uno rige, gobierna sus escritos; por eso no cabe esperar mucho de escritores que dicen: ‘Yo no corrigo, no puedo corregir’” (Bioy Casares, 2001: 497). Varios fragmentos de Guirnalda… que comentan la práctica del diario confirman que el libro publicado en 1959 es también –al menos en parte– sacado de sus diarios íntimos. “[…] llevar un diario íntimo significó desalojar, de la composición literaria, el trabajo, la inteligencia y el arte, para poner, ahí también, a las mujeres” (Bioy Casares, 1991: 684-85).

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Las sentencias, conversaciones, cuentos breves, versos y observaciones que componen El ABC de Bioy… se traslucen –muchas veces literalmente– años más tarde en Descanso de caminantes que, por primera vez, edita esos textos con entradas debidamente fechadas: una cantidad impresionante de textos (unos 1650 fragmentos) que sólo son algunos morceaux choisis de los diarios y cuadernos de Bioy entre 1975 y 1989. Una parte ínfima del conjunto de los papeles privados17 del escritor. Hasta los sueños –transcriptos a priori para el “deleite ominoso” de los lectores de confesiones del futuro18– también pueden leerse, a veces talis qualis, en cada una de las modestas prefiguraciones del libro de brevedades que hemos citado. Pero el problema no es arqueológico, ya sabemos que el original es siempre una repetición y que el pasado es tan dúctil como el porvenir. Como ese “minucioso presente” (Borges, 1989:  141) que los diarios y cuadernos de Bioy registran obsesivamente y que cada nueva postergación del libro (publicado o inédito) vuelve a borrar o a demorar. Para crear in fine ese vademécum literalmente extravagante, sin principio ni fin. Aparecer y desaparecer es el doble ciego de la escritura íntima. Y aquí, el diario íntimo de Bioy parece siempre redoblar la apuesta: otra vez, el libro empieza avant la lettre. Una proeza de tímido.

4. Nueva duplicación del tiempo: el diario íntimo del otro La publicación de los papeles privados de Bioy –a cargo de Daniel Martino– empieza verdaderamente con la publicación de Borges19 en 2006, un impresionante volumen de casi 1700 páginas que reúne charlas, anécdotas y citas registradas puntualmente durante cuarenta años por Bioy. Un libro que, según Miguel Vitagliano, “puede leerse como prenda de admiración y afecto, pero también como el mayor informe de espionaje 17

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Aún no han sido editados los diarios de Bioy anteriores a 1976. Pero esos diarios constituyen, sin embargo, muy probablemente el material de base para la edición de Guirnalda con amores, y sin lugar a dudas de Borges (2006), como lo veremos más adelante. “En tanto Bioy deposita en sus diarios y apuntes aquello que está al resguardo del acceso público, la libertad de la escritura se extrema hasta donde su pudor de vanidad lo permite. El caso más evidente de liberación de las ataduras que impone el mundo público son los sueños transcriptos” (Pérez Calarco, 2009: 2). La afirmación no sólo descansa sobre una premisa falsa (el carácter póstumo de los textos de Descanso…) sino que es también una generalidad que, como lo veremos, no resiste al análisis de algunos de los sueños transcriptos por Bioy. Daniel Martino precisa en Descanso… (Bioy Casares, 2001: 506) y en Borges (Bioy Casares, 2010: XIV) que acordó con Bioy un plan general de edición de sus papeles privados. Son así editados sucesivamente En viaje (1996) –una selección de cartas a Silvina Ocampo y a su hija Marta– y De jardines ajenos. Libro abierto (1997) –de versos y fragmentos de autores transcriptos en los cuadernos de Bioy.

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literario en la historia de las letras argentinas” (Vitagliano, 2015). Una suerte de libro-todo: el registro íntegro de todas las conversaciones de Bioy con Borges, que abarca también todo el período en que Bioy habría escrito su diario, desde 1947 hasta 1989. Así, todo empieza en 1947 –el diario de Bioy y Borges– con esa primera entrada: “Miércoles 21 de mayo: empecé el diario” (Bioy Casares, 2011: 5). El libro es anunciado por Bioy desde 1990 y algunos fragmentos de sus charlas con Borges son publicados en la prensa desde 1987. Otro proyecto que se cruza ahora con el del libro de brevedades, y que lo posterga, otra vez. Como si para no tener que empezar, habría que empezar antes; y todo, siempre, parece empezar antes: Borges (2006), que se publica después de Descanso… (2001), empieza antes, pues el libro es preparado, organizado y corregido por Bioy y Martino entre 1997 y 1998. Y no sólo eso: Descanso… es compilado y editado por Martino a partir de las indicaciones de Bioy –“sus criterios y puntos de vistas” (Bioy Casares, 2001: 506)– para la edición de Borges. Es otra confidencia, ulterior, que tal vez convendría leer como un simple gesto de modestia –sincero o convencional– por parte del editor. Pero la modestia autoriza todas las conjeturas, y ésta es fecunda y establece un nuevo precedente: empezar el propio diario íntimo por la intimidad de otro, por el diario íntimo de otro tímido, el más tímido. De hecho, Borges empieza como un diario, con esas marcas que hacen también del diario –o del libro de brevedades– una disciplina espiritual y escriptural20, y que es aquí literalmente compartida: en una misma entrada están el lamento por las insuficiencias de uno mismo –“Le leí [a Silvina] un artículo de Borges sobre Pascal. […] Leyéndolo sentí lo lejos que estoy de saber pensar bien”– y luego la plegaria por que mejore la escritura del otro –“La de este artículo es la prosa –aireada, tranquila– que Borges debería cultivar” (Bioy Casares, 2011: 6)–, en la que uno también se contempla o se refleja. El libro registra las conversaciones de los dos amigos y es un inventario de las sentencias, aforismos, versos y comentarios de Borges que fluyen en sus diálogos con el otro, Bioy. Otro libro de brevedades, avant la lettre. Un diario íntimo de la intimidad de otro (o de uno con el otro) que dice tal vez con más fuerza lo que, según Jean-Luc Nancy (2001), dice todo diario (y tal vez toda escritura): que lo íntimo es, más que nada, el lugar de un encuentro, no de dos intimidades o de la propia, sino el encuentro de uno mismo con el otro, intimando(se). La relación como intimidad21. 20

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Bioy vuelve muchas veces en Descanso… sobre la importancia del diario como ejercicio de escritura: “Creo que llevar un diario fue providencial, ya que entre novela y novela, o cuento y cuento, estaba el Diario, para no perder la mano ni la disposición mental. Gracias al Diario mejoré mi escritura […]” (Bioy Casares, 2001: 461-62). En su largo comentario de la célebre frase de Lacan (“il n’y a pas de rapport sexuel”), Nancy vuelve sobre la idea según la cual la intimidad de un sujeto –su interioridad más

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Y para nosotros, también, el problema de su relación; es decir, ara el lector del futuro, que Bioy no deja de convocar en sus diarios: los mismos que cuentan ahora los días de una vida sin Borges, sin los placeres de la escritura en común, sin los encuentros cotidianos. Diarios muchas veces volcados al recuerdo de lo que ya no es, o al registro de lo que no está o se desaparece como por arte de magia. Como si el presente fuera una ocasión para olvidarlo, y contarlo. Vivir para escribir.

5.  Librarse del presente: el complejo de Houdini Antes de ser un libro, el diario de Bioy es ese “cuaderno de anotaciones diarias” que, como cualquier diario, se distingue primero por no ser más de lo que es, de día en día –o a días–, el registro minucioso de un cotidiano, hecho de contingencias, eventos, ocurrencias. En la profusión, el hábito de anotar crea la forma, uniforme, y la repetición fragua lo discontinuo. En Descanso de caminantes, las vivencias individuales adoptan ciertas formas recurrentes, formas del presente que parecen abolir el presente, sistemáticamente. El evento circunstancial casi no existe22 y cuando aparece ya es otra cosa: una digresión, que lo borra o lo atenúa como tal, o un recuerdo, la azarosa prolongación –o confirmación– de alguna experiencia pasada23. La lectura se organiza con las entradas fechadas, que siguen el orden cronológico, y aunque resulte difícil sistematizar un proceder24, la relación entre el presente del diarista y sus anotaciones es siempre muy tenue o incierta: predominan así los relatos retrospectivos o intempestivos que, cada uno a su manera, cuentan o dicen lo que no es, el pasado, el mundo de los sueños, o los mundos soñados, los libros, las historias. Fuera de esos momentos de rememoración, de digresión –y de ensoñación–, el “yo” del diarista pocas veces habla en primera persona:

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profunda– (pre)existiría como sustancia que alcanzar y por lo tanto expresar. Es porque el fondo de uno está siempre más allá de todo fondo (intimus) que puede abrirse la relación íntima: “[…] ce qui survient dans le rapport intime n’est pas du tout la mise en rapport de deux intimités comme deux choses données de part et d’autre […]: c’est, au contraire, le rapport lui-même en tant qu’intimité. […] C’est ce que prouve le «journal intime»: mais quelle écriture n’est pas à sa manière un tel journal?” (Nancy, 2001: 45). Son así escasísimas las entradas en las que el diarista se contenta con registrar un acontecimiento puntual –familiar, social o mundano–. Particularmente en las dos áreas de lo familiar y lo político. Como por ejemplo en el fragmento “Legión de Honor”, en que la noticia de la recepción por Bioy de esta condecoración es precedida por un largo recuerdo de la infancia y de la propia distinción del padre (Bioy Casares, 2001: 161-162), Descanso… registra sólo una parte de los diarios de Bioy entre 1976 y 1989, con una media de entre una y cinco entradas por mes. Cada entrada (fechada) puede reunir entre uno y 65 fragmentos, pero el editor no precisa si todos los fragmentos incluidos en una misma entrada corresponden efectivamente a ese mismo día.

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es oyente y confidente (“Me contó…”; “Una amiga me dice…”), testigo de las conversaciones y diálogos que transcribe –y en los que a veces toma parte– y, mayoritariamente, la voz impersonal y fulgurante de una sentencia, de una máxima. Minucioso y distanciado escrutador de la vida de su tiempo –en la peluquería, en un taxi, en un restaurante, en algún club, muy raramente en casa–, el diarista lo es menos de su propio cotidiano, del transcurrir de sus días que, fuera de alguna anotación particular (su estado de salud, la progresión y difusión de su obra), se dice o se escribe en una constelación de fragmentos y brevedades que dicen otra cosa, o la misma cosa: así, casi todo lo registrado (visto, oído, experimentado) parece caber a su vez en una sentencia, e inversamente, cada sentencia (pre)dice muchas veces todo lo que es registrado. Y todo pasa como si nada aconteciera nunca fuera de este círculo en que la máxima hace también de cada vivencia el prototipo o la prefiguración de las demás, y de éstas una incansable repetición de la primera, de todas las otras. Por cierto, la monotonía es también un efecto, el día a día suele ser el mismo día, repetido, para el que lo vive como para el que lo descubre página tras página. Pero la relación por Bioy de esos días de los últimos años de su vida –y de su diario–, hace casi de la monotonía una forma de vida, particularmente en el ámbito reducido de la vida familiar y amorosa: así, el cotidiano del diarista parece discurrir entre el infierno de la vida matrimonial y las incontables aventuras sentimentales que no son sino otra mortificación más: “Con una mujer u otra, la vida es la misma potra” (Bioy Casares, 2001: 80). Librarse de una (la esposa) para conquistar las otras (“the willing ladies”), y no saber cómo librarse de ellas. El esquema no varía a lo largo de las quinientas páginas del diario, y aquí de nuevo lo experimentado con una es lo experimentado con otra(s): las conversaciones anotadas confirman la vivencia personal que se repite a su vez en esa forma predilecta y deliberada25 de la máxima, con una insistencia perturbadora. Casi todas las páginas del diario registran ad nauseam alguna variante (semántica o existencial) de la misma aventura26, la de un hombre sin escrúpulos ni atributos, “un amante para copular” (ibid.: 329):

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Lejos de apuntar a la fragmentación o a lo inconcluso, la máxima es aquí un dicho deliberado y determinado, y una forma indisociable del enunciador o de su ingenio: es su maxima sententia. “La historia se repite. Primero, algunas dificultades para enamorarlas. Después, las peores para dejarlas” (Bioy Casares, 2001: 240). Un poco antes, un fragmento titulado Las mujeres en la vida de un hombre advierte: “Me pregunto ¿qué me gustó alguna vez en ellas?” (ibid.: 237). Después, una copla popular (ibid.: 238) y luego una brevedad de Lord Byron (ibid.: 242). Y así sucesivamente.

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Diario de un escritor. Los trabajos y los días. “Porca miseria –me dijo–. Noto que estoy muy dispuesto a escribir mi diario los días de buena copulación. Los otros, no” (ibid.: 188).

Aquí la voz es la de otro, y el que la registra juega con la escritura del diario, el de otro escritor, que copula como escribe, o no escribe sino cuando copula (bien). La condición (copular) dice jocosamente la posibilidad de una forma (el diario) que se abisma también en esta pobreza constitutiva del diarista-fornicador, y del millar de páginas de su diario íntimo. La crudeza del lenguaje amoroso –que llena las páginas del diario27– es aquí un goce lingüístico que dice también (histéricamente) la ausencia de otro, el goce de amor, fantaseándolo. Y es otra manera más de librarse de experimentar el presente, la posibilidad de vivir, de amar. En su registro escrupuloso del cotidiano, son muchos los acontecimientos que no aparecen, o que desaparecen por la gracia (o la desgracia) de un relato. Como en éste, titulado Fin de una tarde, en Buenos Aires, 1976, el único fragmento de esos años que alude a un acontecimiento probablemente ligado a la represión durante el Proceso. Bioy narra en primera persona una tarde como otra: ir al cine, tomar el té y reunirse con su amante. En la calle es testigo de un allanamiento y de la persecución y el asesinato de un hombre. Nada se dice de la realidad de lo que está pasando y no está pasando ante los ojos de quien lo relata, que no parece poder verlo. Oye tiros que le parecen “falsas explosiones de un motor”, y voces “iracundas, o simplemente enfáticas y a lo mejor festivas”. El relato se centra en el recorrido inquieto que emprende entonces Bioy para reunirse con su amante, y en las conversaciones con los transeúntes. De vueltas “en [su] mundo”, el escritor insiste, nada le pareció muy real: “para mí la realidad imitó al arte. Ese momento, único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de películas. Mientras lo vi, me emocionó menos que los del cine […]” (ibid.: 28). De nuevo, el presente es escamoteado con un arte escalofriante. Todo acontece siempre antes, y sobre todo la literatura, que precede la existencia. Como en Wakefield, otro fragmento en que el diarista es el último avatar del personaje del cuento de Hawthorne y otra versión más: tres cuentos breves narran primero la desaparición de tres hombres casados (reales) en el rastro de alguna mujer. El cuarto, varía la causa y el objeto 27

“[…] confesaré que mis mejores placeres fueron los de un fornicador a la bonne franquette” (Bioy Casares, 2001: 336); “Aclaro que me siento firme y [que] vigorosamente copulo” (ibid.: 159); “las mujeres reciben mal las ponderaciones del efecto balsámico de la cópula […] le pregunté afectuosamente si no le convendría una buena cogida” (ibid.: 177).

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del abandono: el protagonista, Bioy, cita a sus dos amantes en Mar del Plata y les escribe una carta “como las de Boswell a sus amadas de Turín” (ibid.: 290), pero una carta idéntica para las dos, antes de seguir su rumbo a Francia. Un escritor que vive como escribe, o que escribe como vive, al lado de su vida, pero no muy lejos, en la acera de enfrente. Mirar(se) sin ser visto. Jugar a jugar.

6. El ailleurs de la obra dentro de la obra Ailleurs, es también donde suele mirar preferentemente el lector de confidencias, es decir donde el escritor se adentra en lo más íntimo, y que sería también –para la crítica psicoanalítica que fustiga Barthes en 196228– el más allá de su obra, su trascendencia, o su última determinación siempre escondida en alguna escena originaria que diría cómo todo empezó, y también por qué. El postulado es conocido y resume el viejo dilema de la crítica moderna: el texto versus la infancia, o el secreto del autor. Y todo diario de escritor lo reaviva, o lo desplaza, por ser dos veces un ailleurs de la obra: el mundo íntimo del autor y un texto que suele vivir al margen del opus, un derivativo, un espacio donde ejercitarse, muchas veces aprehendido como un elemento más del paratexto, el “epitexto privado”, o “íntimo” de Genette. Pero, como lo vimos, parece difícil hacer de los diarios de Bioy –tanto por su circulación muy temprana dentro de la obra publicada, como por su extraordinaria amplitud– un elemento simplemente exterior o periférico. En cuanto a lo íntimo, su relación suele convertir toda revelación y todo acontecimiento en la variación de un recuerdo anterior, de otra historia, un asunto textual. Las fronteras se difuminan y el viejo dilema pende de un hilo, como en la transcripción de este sueño, que no libera de la profundidad del yo creador sino la propia fuerza de legitimación, la de una autoridad enunciativa que se inscribe también a lo largo del diario en un juego de calificaciones y descalificaciones sucesivas: Sueño. Alguien tenía el poder de convertir a cualquiera en sapo. Lo convirtió a Sábato, que esa mañana, ante el espejo, se llevó la consiguiente sorpresa. Matilde llamó a un médico. _ Estas cosas, tratadas a tiempo, no son nada _explicó. Sabato estaba furioso con ella. No quería que nadie, ni siquiera el médico, lo viera. No salía de la casa; tenía la esperanza, desde luego sin fundamento, de que se curaría solo. A la espera de algún signo de esa mejoría, que

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En Les deux critiques (1962), la crítica psicoanalítica es considerada por Barthes como el último baluarte contra el análisis estrictamente inmanente de las obras, otra tentación de explicarlas por sus determinaciones exteriores, por otro ailleurs de la obra: la infancia del escritor (Barthes, 1964: 259).

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no llegaba, dejó de concurrir a los lugares que frecuentaba habitualmente (ibid.: 113-114).

Como siempre, este sueño –que opera el milagro, o el deseo latente, de desaparecer a Sábato del campo literario argentino (“dejó de concurrir a los lugares que frecuentaba”)–, es parte de una constelación de fragmentos en que el diarista –testigo o confidente– confirma par petites touches29 que la esperanza de Sábato quedaría por siempre “sin fundamento”. En otro fragmento –un texto retrospectivo– Bioy relata sus primeros encuentros a principios del cuarenta con el “escritor bisoño” y revela, como quien no quiere la cosa, que corrigió, a pedido de Sábato, el borrador de El túnel. Él venía dispuesto a recibir elogios por un gran libro; yo le devolvía un librito, plagado de errores de composición, que no podían corregirse (como esa patética imitación de Huxley, la discusión sobre las novelas policiales que interrumpía el relato) y con las páginas garabateadas de elementales correcciones en rojo […]” (ibid.: 131).

Aquí el texto, de nuevo, redobla la apuesta: revelar el secreto (vergonzoso) de otro y revelar que esta revelación de peso tal vez carezca de fundamento, pues los errores de composición de una de las novelas más famosas de la literatura argentina contemporánea, “no podían corregirse”. Los sueños son otras brevedades, eso que también se cuenta explicando que no debería ser contado –“Sueño[s], que por prudencia no debería contar” (ibid.:  106)–. Desde lo más íntimo, obedecer y desobedecer la intimación, con insistencia: como en ese sueño desopilante en que Bioy, “el jugador fuera de training”, le gana un partido de tenis a Marguerite Yourcenar y despierta azorado buscando argumentos que pudieran convencerla de que “era mejor jugadora que yo” (ibid.: 368). Otro juego que deporta el territorio de los sueños hacia la literatura (el campo de batalla de los sociólogos) y consolida jocosa e implacablemente –“le ganaba 6-1, 6-2, 6-0”– la propia autoridad. Atar y desatar la sujeción del texto a la conciencia, jugar con el ailleurs y el adentro de la obra. Para terminar, nos referiremos a otro diario, el que escribe Michel Lafon en el posfacio de Unos días en el Brasil (el diario de viaje de Bioy), donde relata su primer encuentro en París con el maestro: “Intento entusiasmarme y concentrarme, pero no puedo dejar de decirme que estoy 29

“Bernès dice que la casa de Sabato, en Santos Lugares, recuerda «la loge du concierge»” (Bioy Casares, 2001:  101); “Después de conocer a Farrell, el propio Sabato se nos antojaba un caballero” (ibid.: 175); “Ya no está Borges, y Ernesto Sabato es un gran escritor de obra mediocre, ¿a quién admirar, a quién dar los premios? A Bioy, por supuesto” (ibid.: 398), etc.

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cenando con el personaje de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (Bioy Casares, 2010: 67). Postularemos sospecha: que en ese diario íntimo escrito como se anotan los márgenes de otro libro infinito, también pueda leerse otro deseo, el más profundo, el deseo interminable de contar historias, y de escribirlas. El verdadero desafío, “librarse de la vejez y de la muerte”: Houdini (Bioy Casares, 2001: 367).

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Poesía y verdad Poemas-cartas-diario en Idea Vilariño Ana Inés Larre Borges En una noche insomne de fines de noviembre de 1945, la joven Idea Vilariño registra en su Diario que está padeciendo una persistente migraña, “unos dolores que me corren como por venas dentro de la cabeza” y, aunque cree que todo es consecuencia de un resfrío, confiesa que eso la llevó el día anterior a redactar esta despedida: Si me pasa algo. Encargarse de mis papeles Alma y Mirtha. Solo legibles por ellas. No publicar los poemas tachados. Quemarlos. Destruir estos cuadernos. No lamentarse por mi vida que se ha realizado más divinamente que la mayor parte de las vidas. Nunca me negué a la vida, ni a la inteligencia ni a las cosas pequeñas. El mundo me pareció maravilloso, la vida incomprensible, la idea de la muerte me obsedió, la enfermedad me hizo tocar el fondo, el amor consiguió en mí plenitud en dolor y en dulzura. Tuve dicha de sobra en estos últimos años de vida tan excesiva, de salud hermosa, de amor. Mucho menos alcanza. Solo me preocupa que mis hermanos sean fieles a mi memoria, y a la de nuestros padres, y a sí mismos.

Y que los hombres que me amaron sepan que nunca mentí en lo profundo (Vilariño, 2013: 489)1. La entrada resume y enumera los motivos recurrentes del diario personal que la poeta uruguaya Idea Vilariño (1920-2009) llevó con ejemplar constancia en su larga vida: la obsesión de la muerte, la enfermedad, su familia, los hombres que la amaron, la obsesión del amor, los poemas, su diario. Mucho hay que decir sobre cada una de estas insistencias, pero quiero detenerme antes en el carácter testamentario que adopta su conmovida reflexión, en la precoz conciencia póstuma de Vilariño. 1

Esta entrada, del 22-XI-1941, cierra el Diario de juventud, el primer y único volumen publicado del Diario que llevó hasta su vejez. Las casi 500 páginas de esa edición corresponden aproximadamente a un tercio del Diario que dejó al morir el 28 de abril de 2009. En adelante se cita esa edición indicando la fecha o, dado que la cronología es confusa o insuficiente, la página.

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El 22 de noviembre de 1945, cuando escribe esta entrada, Idea tiene 25 años y acaba de publicar, hace apenas unas semanas, su primer libro, La suplicante, un fino cuaderno con sólo cinco poemas2. Pero ni su juventud ni la apenas incipiente carrera literaria menguan la certeza de saberse poeta. Esa despedida, conmovedora y candorosa, combina el testamento con el epitafio y, al disponer el destino de su obra, hace un balance de vida. Todo está formulado desde una mirada retrospectiva, pero es dibujado por el deseo y su impulso hacia el futuro, por eso el testamento deriva en epitafio. Al disponer cuáles poemas deben preservarse y cuáles no, Idea afirma su identidad de poeta, al ordenar la destrucción de sus cuadernos, pone pathos a su vida. La entrada exacerba el principio de posteridad sobre el que se funda todo diario de escritor. Como otras escrituras autobiográficas, más que el registro de una subjetividad, el diario es un instrumento para construirla. Con candor juvenil, Idea acompaña este prematuro testamento con un manual de instrucciones para juzgar su vida y deja mensajes a los sobrevivientes. Elige cómo quiere ser recordada y elige cómo quiere ser. En algún sentido, lo escrito semeja la nota de un suicida y, aunque antes haya anotado el malestar físico que la dispuso a dejar por escrito su voluntad, encabeza su entrada con una advertencia ambigua y melodramática: “Si me pasa algo” que corteja la idea de autoeliminación. “Todo narcisismo es juego con la muerte” recuerda María Zambrano en uno de los más comprensivos textos que se han escrito sobre la escritura confesional (ibid.: 30). En el diario de Idea, la tentación del suicidio es un tema reiterado hasta su vejez y va parejo a la consideración de destruir su diario. Ambas decisiones impregnan la escritura con el aroma luctuoso propio de un género que, como se ha dicho otras veces, sólo es leído cuando ya se ha tropezado con el cadáver del autor (Trapiello, 1998: 34). Pero también es posible ver en esta insistencia reivindicaciones de soberanía, ya que tanto la destrucción del diario como el suicidio son formas de desafío al arbitrio de la muerte, de rebeldía ante el ignorado fin. Al morir, sesenta y cuatro años después, Vilariño había dejado previsto otro testamento, ya formal y legal, fechado en 2004, que prescinde de los conmovedores mensajes pero vuelve a disponer, además de sus bienes, del destino de su obra. La poeta, ya anciana y consagrada, deja instrucciones para su poesía, su correspondencia y su Diario. A texto expreso revoca otros testamentos anteriores y deja sin efecto “documentos privados otorgados bajo su firma”3, lo que indica las vacilaciones que 2 3

La suplicante, Montevideo, sin sello editorial, 1945, 16 páginas. Cito de copia fiel del testamento fechado el 10 de diciembre de 2004, Ci n. 045369, autenticado por el escribano Juan Antonio Pecego Costa. 12919/4.

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tuvo sobre el destino de sus papeles y es síntoma de la inclinación de Vilariño por esta forma de discurso donde las palabras “hacen cosas” más allá de la muerte. Al igual que en el testamento juvenil, en el documento legalizado los distintos registros de escritura son puestos en contigüidad: “manuscritos, obra édita e inédita, correspondencia, diario personal y demás documentos”. Un legado que reúne a su poesía, su correspondencia y su diario personal alienta a investigar las relaciones entre estos discursos de la intimidad desde esa misma equiparación. En una cultura donde la intimidad se ha convertido en espectáculo, los diarios y la correspondencia de los escritores han pasado a ser la versión letrada de esa escena y son leídos ávidamente por el público. En el nuevo paradigma posmoderno, observa Paula Sibilia, “una hipertrofia de la figura del autor estilizada en los medios empuja la obra a un segundo plano y llega a justificar su ausencia, poniendo a la personalidad y la vida privada en el más obvio primer plano, indicando una nueva modulación de la función autor” (Sibilia, 2008: 189). Hay una leyenda de Idea Vilariño, ya en circulación aun antes de su muerte, que cumple con la mitificación denunciada aunque, felizmente en su caso, en lugar de borrar la obra, su imagen se funda y justifica en los versos que escribió. Esa indisoluble aleación entre el clásico par vida y obra no fue en su caso un secreto íntimo sino el insumo sobre el que se construyó una figura de autor proyectada públicamente y activa en la recepción de su poesía. Y es lo que invita a postular a Idea como una “escritora del yo”.

1.  Mi poesía soy yo La teoría y los estudios de lo que se ha dado en llamar “el giro autobiográfico” han dejado fuera de su campo a la poesía. La expulsión parece deudora del mito romántico y de la asunción de que toda poesía es confesión de un yo. En consecuencia, la teoría autobiográfica pareció querer evitar el riesgo tautológico y acotó su mirada a los dominios de la prosa: la autoficción, última categoría admitida en esa deriva crítica, fue postulada como una praxis exclusivamente narrativa4. En su origen fue más una categoría donde ubicar narraciones que jugaban ambiguamente entre lo ficcional y lo autobiográfico y, sólo luego, una perspectiva crítica que se aplicó casi exclusivamente a los relatos en prosa. Existen, sin embargo, 4

Es sabido que el término “autoficción” (autofiction en francés) fue usado en 1977 por primera vez por Serge Doubrovsky en la contratapa de su novela Fils, para definir una obra que narra en primera persona la historia de un personaje que lleva el mismo nombre que el autor y, sin embargo, no es una autobiografía y recurre a estrategias textuales propias de la novela.

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ciertas situaciones líricas especiales –como la poesía comprometida o la expresamente biográfica– cuya exégesis agradece los instrumentos de análisis de la crítica autobiográfica porque allí la palabra juega y reclama una legitimación ética. En ese sentido es lícito, y recientemente frecuente, el análisis de poesía que va en busca del autor para leer mejor sus textos. Algunas de esas incursiones sugieren que la hermenéutica de las escrituras del yo, así como el concepto de figura autorial son productivas para el caso de Idea Vilariño. La tentativa es alentada por la posibilidad de poner en diálogo el discurso autobiográfico de su diario con su poesía. En 2001, Idea confiaba a Elena Poniatwoska: La poesía es una forma de ser, de mi ser. Todo lo demás de mi vida son accidentes. Pude ser profesora o no. Sola o no. Música o no. Traductora de Shakespeare o no. Estudiosa de la prosodia o no. Todas las cosas que amé y realicé en la medida que pude. La poesía no fue accidental. Mi poesía soy yo (Larra Borges, 2007: 131)5.

Su respuesta no sólo es seductora –con ecos cervantinos y flaubertianos– sino que expresa una de las obsesiones que atraviesan toda su obra poética: la pregunta por la identidad6. En otra entrevista, Idea había declarado que ese asunto fue para ella “un problema existencial, no un tópico literario”. Para explicarse contó una escena extraordinaria, de cómo una noche, estando en Cuba, se puso a leer sus propios poemas para saber quién era7. El extraño acto de buscar el reconocimiento de sí en la lectura de sus propios poemas completa la confesión hecha a Poniatowska: el sujeto que escribe los poemas es también obra de la poesía. Esa reversibilidad es crucial para apreciar los diálogos y la contaminación entre los diferentes discursos de Idea que propongo al presentar su perfil de diarista. En su fino análisis sobre el diario íntimo, Béatrice Didier argumenta que hay diarios escritos por poetas, pero no existen en cambio, diarios que traten la experiencia poética, precisamente porque “el poema es lo opuesto a un diario: está más allá del individuo y del tiempo”: Mallarmé n’a pas tenu un journal de la “nuit” de Tournon, ni Rimbaud de ses Illuminations. S’il existe des journaux de poètes, il n’existe pas de journal de

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Poniatowska estaba en gira promocional de su novela La piel del cielo, Premio Alfaguara 2001, y visitó a Vilariño en su casa. Completó luego la entrevista por correspondencia. He tratado este asunto en Larre Borges, 2011. “Uno de mis problemas es hoy un problema de identidad. Tal vez porque no se puede ser tantas cosas y en tantos planos como estamos obligados a ser, y seguir sabiendo quiénes somos. Recuerdo que una noche en Cuba me puse a leer mis propios poemas para saber quién era” (Benedetti en Larre Borges, 2007: 63).

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l’expérience poétique. Le poème est tout le contraire d’un journal: par-delà l’individu et par-delà le temps” (Didier, 2002: 135).

La advertencia resulta inapelable: la poesía, que nace de circunstancias precisas y vivencias intransferibles, elige olvidarlas. Los poemas se apartan progresivamente de la experiencia biográfica que los engendró y tienden a la universalidad. Idea consideró esa universalidad como uno de los rasgos de la gran poesía: “servir al hombre que no es poeta cuando su dolor, su alegría o su flaqueza necesitan palabras” (Vilariño, 1954: 18)8. Al leer el diario de un poeta desobedecemos esa ley de universalidad y transitamos el recorrido inverso para recuperar y calibrar las huellas de un yo. Está bien que al hacerlo no olvidemos los reparos de Didier que también fueron los de Idea. En otra entrada de su Diario de juventud, con apenas veinte años, Idea escribió una advertencia que hoy suena como un desafío: Quiero decir esto: Todo lo que he plasmado en poesías, todo lo que paso a la libreta de poesías, es lo único que he vivido verdaderamente. Todo lo que yo diga sentir que no esté apoyado por un poema, puede no ser cierto (Vilariño, 2013; 12-X-1941).

Poesía y verdad: la jovencísima poeta, desconocida e inédita todavía, elige la poesía como lugar de sinceridad. Como Proust, prioriza el yo que crea por sobre el yo social de las vicisitudes; como Katherine Mansfield en su diario, Idea distingue “la verdadera vida” de la creación de la existencia cotidiana. Sabe que su elección es paradójica y comete la audacia de alertar sobre la posible falsedad de sus propias opiniones. Sólo los poemas pueden ser la vara que mida la autenticidad. Para la edición de su Diario de juventud, elegimos poner esa cita como acápite como una irónica y tácita advertencia sobre las complejas relaciones que las distintas escrituras presentan en el caso de los poetas. Idea volvió a reivindicar ese lugar de verdad para la poesía en una entrevista de la vejez: “nunca mentí en un poema”, dijo (Albistur, 2007: 32).

2.  Un mito de origen La distancia y jerarquía otorgadas en favor de la poesía sobre otros usos de la palabra tienen, sin embargo, una compensación en Vilariño cuando ésta hace coincidir la iniciación poética con la escritura de su Diario y con momentos inaugurales de su vida. 8

La cita –de uno de los ensayos que dedicó a Julio Herrera y Reissig– argumenta sobre poetas que, como Neruda o Darío, alcanzaron un público amplio en oposición al poeta para poetas que fue Herrera, pero presupone y comprende la aptitud de la poesía para universalizar la experiencia.

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En una memoria de infancia que escribió en 1977 y que inaugura su Diario de juventud, Idea dice que empezó a llevar un diario a los “once o doce años” y relata la pérdida de aquel cuaderno infantil cuyo contenido intenta recuperar escribiendo una ‘memoria’. La datación de ese precoz ur diario de infancia coincide con la edad en la que Vilariño ubica una famosa escena de reconocimiento que vivió frente al espejo y que la poeta insistió en relatar en diversos testimonios y en un poema. Como un ejemplo de los “biografemas básicos” de los que habla Sylvia Molloy (1996: 28) en su clásico estudio sobre escrituras autobiográficas, Idea recuerda: La vez que me quedé mirando al espejo con detención una tarde sola y, mirando mis ojos, supe que no eran ojos de niña, que eran ojos tristes, serios, de una persona. No sé cómo se puede sentir eso a esa edad, pero esa fue una vivencia profunda que no olvidé (Vilariño, 2013: 77).

El relato de esa iniciación que Idea reiteró con el descuidado esmero que se destina a la creación de un mito personal9, coincide también cronológicamente, según su testimonio, con la composición del primer poema que vio publicado. En sus recuerdos de infancia indica que fue también a los once años cuando, a instancias de una tía, envió versos a un concurso y fueron publicados en una revista infantil (ibid.: 51-52, 85-86). El mito de origen se va a replicar en una segunda instancia, a los 17 años, cuando coincidan el inicio de su Diario personal con la escritura de los primeros poemas autovalidados. La primera entrada del Diario que dejó al morir es del 6 de febrero de 1937, el año de composición de Sola, el poema más temprano admitido en su Poesía completa10. En una entrada de fines de 1937, anota: “Escribí algunos poemas. Viví algunos momentos importantes, sola, en los atardeceres, en las noches” (ibid.:  104), experiencia que refleja su poema y que inicia un diálogo tácito entre la escritura del diario y la de su poesía. A estas coincidencias puede sumarse la de su imagen. Idea amaba las fotos –propias y ajenas–, las atesoraba e incluso acostumbraba intervenirlas artesanalmente. Organizó esas fotografías en álbumes disponiéndolas 9

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La escena ya había sido contada en 1971 a Mario Benedetti en “El amor y la muerte esas certezas”, entrevista en el semanario Marcha, Montevideo, 29 de octubre de 1971 (véase también en Larre Borges, 2007: 60-67) y vuelta a contar a Jorge Albistur en 1994 (ibid.: 30). Es referida en el poema Cuando compre un espejo (1965) incluido en Nocturnos (Vilariño, 2012: 114). Sola, fechado en 1937, es el poema más temprano de la sección “Poemas anteriores” de su Poesía completa (2002) y desde 2010, por decisión personal de la autora, fue elegido para figurar primero, aunque el libro no se guíe por un criterio cronológico (Vilariño, 2012: 17).

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según categorías –amigos, familia, amores– y puede decirse que procedió autobiográficamente con sus imágenes como otra “tecnología del yo” en la acepción foucaultiana. Así, por ejemplo, con una docena de fotos de pequeño formato de las que se usan en los documentos de identidad, armó ella misma un mosaico de “Ideas”, donde cada uno de los retratos lleva escrito, de modo bien visible, el año en que fue tomada la fotografía. La primera imagen de esa serie está fechada en 1937. Así se confirma en su primera juventud la coincidencia inaugural donde simbólicamente confluyen su Diario, su poesía y, como antes en el espejo, una imagen de sí. Sylvia Molloy señalaba que la imagen que el autobiógrafo tiene de sí, la que desea proyectar, condiciona la evocación del pasado. Compartimos esa lúcida advertencia al llamar “mito de origen” al relato sostenido que hizo Idea de estas coincidencias. La posible deliberación en presentar y legar una imagen de sí no desmiente los hechos ni su posible concertación, pero subraya la conciencia de interrelación que tuvo la autora entre los distintos discursos. Idea Vilariño fue una diarista precoz que llevó un diario mucho antes de decidir su vocación de escritora, por lo que su Diario está libre de las obligaciones de un “diario de escritor”. Otros escritores de su generación fueron inducidos a convertirse en diaristas por la resonancia que tuvo entonces la publicación del diario de Gide11. Aunque receptiva a otros diaristas –a los veinte años descubrió y quedó impresionada por el diario de María Barshkirtseff12–, Idea no escribe porque se siente escritora, sino que su Diario, especialmente en sus primeros años, muestra el proceso por el que llega a serlo. Sus anotaciones corresponden a lo que vulgarmente se espera del atributo de intimidad que consagró Amiel para el género. Alterna la anotación doméstica de las vicisitudes y tareas diarias con confesiones que atañen al imperio de los sentimientos y con instancias de autopercepción y balances de vida. La amistad, el amor, prioritariamente, y los lazos familiares son, junto al registro de sus enfermedades, una preocupación permanente en el Diario de Vilariño. El mundo, la historia y la política están, en cambio, ausentes, aunque ella haya estado desde muy joven comprometida con posiciones de izquierda que heredó, junto a la poesía, de su padre anarquista. La dilucidación de su vocación –entre la música, la pintura y la poesía, y aun la medicina– se expone ante los ojos del lector. Por otro lado, hay 11 12

Según testimonio de la poeta Ida Vitale, llevar un diario “después de Gide, sobre todo, era una tarea bien vista” Alzugarat, 2011: 11). Idea se identifica y reconoce en esa artista muerta a los 24 años que, como ella, había sido una diarista precoz.

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poemas que aparecen en las páginas de sus libretas sin que medie explicación. Comparten el espacio con registros de lo hecho y con reflexiones sobre la vida. El Diario no tanto como taller o laboratorio de la escritura, como es común repetir en relación con los diarios de escritores, sino como espacio donde las diversas escrituras se encuentran. Todo indica que Idea copiaba los poemas al Diario una vez compuestos13 También copia en su Diario las cartas que escribe y muchas de las que recibe, lo que no deja de ser un gesto peculiar. Pensemos que, por ejemplo, Gide copiaba en su Journal cartas que por alguna razón decidía no enviar; Idea hace copia de las que envía, pero además copia las que recibe, que también guarda y atesora. Hay una vocación de copista que excede las explicaciones lógicas.

3.  En ausencia: la palabra ensimismada Es común que durante largos períodos la correspondencia invada el Diario y sustituya la notación diaria. Ocurre especialmente con su epistolario amoroso, el que sostuvo con Manuel Claps en su juventud, con Onetti después y, en menor medida, con algunos otros. Interrogada sobre los poemas que llevan en su título el nombre de “Carta”, Idea respondió: “los poemas que son Cartas fueron cartas, y otros que no lo son, fueron enviados como cartas” (Albistur, 2007: 25). Esta posibilidad de uso muestra el adelgazamiento de las fronteras entre las llamadas “escrituras del yo” y la obra, y a Idea como una escritora que no sólo ha creado gran parte de su poesía a partir de su intimidad, sino que en muchos casos no ha diferenciado entre escribir y vivir. La serie de poemas que Idea envió como cartas pero publicó como poemas brinda una oportunidad extraordinaria para la interpretación. Las singularidades del discurso epistolar se hacen evidentes, pero más aún su aptitud para nombrar el amor. Toda carta elige a su destinatario, lo separa del resto con el mismo movimiento excluyente del amor y por eso la carta resulta especialmente apta para la metáfora amorosa. Pero la afinidad más profunda, y la que especialmente comparte Vilariño, está en la dialéctica de la ausencia y en sus rituales: espera, expectación, evocación, añoranza, deseo. La carta denuncia siempre una ausencia y la carta amorosa mucho más, ya que se funda y justifica sobre la ausencia del amado. Kafka creyó que era vano el intento de superar esa ausencia a través de la correspondencia y con palabras demasiado célebres habló de

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El Diario de Vilariño fue pasado íntegramente de modo que no es posible saber con certeza si alguna vez escribió directamente allí un poema; pero es frecuente que al incluir poemas comente que está copiando uno que compuso el día anterior o que encontró entre sus papeles.

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su engaño y de su imposibilidad14. Paradójicamente, sin embargo, tanto el amor como la carta acrecientan su poder en la ausencia y eso hace de la carta un instrumento precioso para decir el amor. En total consonancia con esa premisa, Idea escribe a los 22 años una carta a Manuel Claps, su enamorado ausente, y dice al despedirse: Nunca te necesité tanto como ahora. Estos paréntesis, silenciosos, en que ni una palabra se anuda, esta distancia, son buenos. Los necesito yo. Los necesitas tú. Una vez juntos de nuevo, mueren en mí tus silencios, tu soledad. Mueren en ti los míos. Nos queremos… Nos destruimos. Pero ven ahora te espero, te necesito. Yo sé que vienes, yo sé que el lunes, el martes. Creo. Pero me parece que te acercas más, que te traigo más si mi voz abre un surco en el aire buscándote (Vilariño, 2013; 22-I-1943. Los subrayados sonmíos).

Expresándose todavía con el romanticismo de la juventud, Idea descubre las contradictorias leyes del deseo. En su poesía, como señaló Carina Blixen (1997: 112), la ausencia “no es una circunstancia sino una dimensión del amor”. En Carta I, poema que fue enviado a Juan Carlos Onetti a Buenos Aires en 1952, después de un primer encuentro amoroso, Vilariño asume y trabaja esas contradicciones con maestría. “Como ando por la casa/ diciéndote querido/ con fervorosa voz/ con desesperación/ de que pobre palabra/ no alcance a acariciarte/ a sacrificar algo/ a dar por ti la vida/ querido/ a convocarte…”, la voz que dice el poema admite y se duele ante la imposibilidad de la palabra para alcanzar, tocar al amado y sentir el amor, pero, a contramano de las prevenciones de Kafka, recurre a la palabra para decir ese amor y aun para vivirlo plenamente. En Carta I la mujer se encuentra sola y manifiesta una autonomía orgullosa. Mientras deambula por la casa apagando las luces y guardando sus vestidos, convoca el momento de plenitud del amor: “Digo querido y veo/ tus ojos todavía pegados a mis ojos/ como atados de amor…”. La comunión de los cuerpos que falta se evoca a través de una frase sencilla y compacta: “Digo querido y veo” que recupera la pasión compartida. El poema juega con la retórica y las reglas del discurso epistolar. Por eso prevé que el tiempo de escritura de la carta y el de su lectura no coinciden y sabe el peligro que guarda esa asimetría. El poema imagina la 14

En una de sus últimas cartas a Milena, Kafka dice que odia las cartas porque lo han traicionado más que las personas, en especial las cartas que él ha podido escribir. Y argumenta: “¿De dónde habrá surgido la idea de que las personas pueden comunicarse mediante cartas? Uno puede pensar en una persona distante y puede tocar a una persona cercana; todo lo demás queda más allá de las fuerzas humanas. Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas que las esperan con avidez. Los besos por escrito no llegan a su destino porque los fantasmas se los beben por el camino” (Kafka, 1974: 184).

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prescindencia del otro aunque la descarta de antemano: “querido/ y no me importa/ que estés en otra cosa/ y que ya no te acuerdes”; puede conjurarla a través de su voluntad: “Yo me estoy detenida/ en tu mirar aquél/ en tu mirada aquélla/ en nuestro amor mirándonos”. El amor en Vilariño hace alarde de una autarquía orgullosa y no reclama reciprocidad. De ese mismo año es esta esquela en su Diario: Querido O[netti]: todos los fines de año nos hemos deseado felicidades. Nosotros. Tú que no debes saber lo que es. Yo, que lo más parecido que recuerdo fue andar una noche horrible, con el saco de invierno empapado, al lado de un hombre hostil y hacia una cama donde sabía que mi amor se volvía una acostada más. Pero feliz año nuevo lo mismo. Es tener un pie para escribirte. Y escribirte me significa tanto como anotar un poema –gracias por copiarme el que te pedí– (Vilariño, 2013; 1952, s.f.).

“Escribirte me significa tanto como anotar un poema” escribe Idea en su diario al copiar la carta que envió a Onetti y, acto seguido agradece la copia de otro que ella le había pedido (¿acaso un poema-carta que no guardó? ¿O que posiblemente tiene pero desea que él copie para ella?). El poema es una ofrenda al amado y también la carta, pero hay además un ritual de escritura que hace a la vida misma. También se vive a través de la escritura y, como veremos, se revive a través de la copia. Quiero también rescatar otro texto, en este caso una entrada del Diario del año 1960 que, según anota al pie también fue “enviado como carta” y que presenta una escena análoga a la de los poemas-cartas. En este caso, la mujer sola en su casa espera al amante ausente: Esperándolo. No dijo hora. Arreglé el caos de la costura de ayer, jazmines del país, diario, Salus, whisky, baño, jazmín, comida. A las nueve llamó para avisar que venía, –casi dormido, dijo–. Son las once. 30 grados a esta hora. Toda la casa oscura; todas las ventanas abiertas. Noches en los jardines de España, el quinteto de Bruckner, hermosos, angustiosos. Desnuda, con un poco de ropa blanca y el salto de cama blanco colgando, en el espejo, de pronto, un fantasma. Vagando por la casa, llegando hasta el frente para ver 96 si se hacía la raya de luz debajo de la puerta. Y se hacía, a veces, pero aquí no llamó nadie. Por ratos, en la oscuridad, recostada en un marco, miré, fuera del tiempo, fijamente esa puerta, el lugar de la raya, la raya misma ancha y nítida, esperando ver la sombra de sus pies rompiéndola. Una de las veces conté hasta 39 –son 39 escalones– según los golpes de mi pulso lento, para esperar mejor. Después me recosté en una cama de allá adelante. Pero desde allí veía el cielo claro de verano, la puerta, no sé, me ponía una angustia en el pecho, sentí que iba a llorar, y me fui al lado de la radio. Tomó el taxi con sueño y dio su dirección; se quedó dormido donde estaba; vino y tocó abajo, como ha pasado, vendrá todavía. Bueno. Debo agradecerle estas dos horas serias, graves, hermosas, apasionadas, mi propia increíble belleza de hoy, la música, el silencio, los vuelcos de mi corazón cada vez que se prendió la luz, 182

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los desmayos cada vez que la vi apagarse, la integridad, la intensidad de estas dos horas de amor (ibid.: 13 de enero de 1960).

En el Diario, que es prosa, la anécdota es más visible. Todo es nítido, salvo las razones del amado; su peripecia es confusa, ¿ebria? y adormilada. La voz de mujer, en cambio, acapara hipnóticamente nuestra atención. La palabra es otra vez un sortilegio y crea belleza del abandono de él. Por su deliberación formal este fragmento es excepcional en un diario casi siempre estilísticamente negligente. La diarista escribe con el esmero capaz de producir una pieza. Hay un sutil juego temporal que hace coincidir y divergir, alternativamente, el tiempo de la narración del de la escritura. Deja constancia del preciso presente –“Son las once”– en que, después de dos horas de espera, se ha puesto a escribir precisamente sobre esas dos horas transcurridas. No escribe para salvarlas del olvido, como suele hacer siempre, sino para transformarlas a través de la escritura en una experiencia distinta, para dar vuelta a su sentido. Y lo logra. “Esperándolo”: el gerundio expande el sentido de la espera. La encriptación del pronombre y el abstenerse de identificar al amado concentran el accionar de un verbo que debiera estar vacío pero que revierte la pasividad de la espera en una acción cargada de sentido. Hay aquí un disenso que desafía las convenciones de la relación entre los sexos. La voz femenina se rebela contra la prescripta humillación ante el abandono de él y entrega, en cambio, una inesperada experiencia amorosa íntegra y plena que fue vivida en soledad y que ofrenda a su amado con orgullo. El texto fue enviado como carta aunque fue escrito como una entrada en el Diario, pero tiene la tensión estética de un poema. Si hubo en la experiencia de esa noche un arte de la espera (habla incluso de “esperar mejor”), hay un arte de la palabra imprescindible para que se cumpla la metamorfosis que muta el abandono en plenitud. Sobre una anécdota de vida, la escritura ha creado un texto con leyes propias que responden a la deliberación formal. Así, aunque se escribe “para” el otro, y de hecho se le envía lo escrito “como carta”, se prescinde esta vez de la segunda persona en la intuición certera de sostener la soberanía de la declaración bien lejos de la queja. Será una declaración inconsulta y soberana, condición de toda la poesía amorosa de Vilariño. De hecho eso habilita esta experiencia para una próxima migración a su poesía. La espera de este fragmento reaparece nombrada en Me pregunto (Vilariño, 2012: 174), un poema fechado en 1965 en el cual Idea repasa instancias del amor pasado y, entre otros recuerdos, interroga: “No te acordás/ seguro/ no sabés que una noche/ te esperé y fue una noche de amor/ y no viniste/ y fui vagando por la casa/ escuchando la escalera/ esperándote”. El poema, que no supera en poesía al fragmento en prosa, vuelve a insistir en esa dimensión autosuficiente del amor que se redobla ahora en la amnesia o el desconocimiento del ausente. 183

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Cartas, diario, poemas, la frontera entre estos discursos es lábil y hemos visto que Idea Vilariño la cruza con la libertad de quien vive a través de su escritura.

4.  La decisión de Idea El Diario legado por Idea Vilariño tiene una peculiaridad que es necesario mencionar aquí, ya que se vincula íntimamente con esta interrelación entre sus distintos tipos de escritura: las 17 libretas que dejó al morir no son las originales sino copias hechas por la escritora. En el verano de 1987, a sus 66 años, Idea comenzó a pasar sus antiguos cuadernos a agendas nuevas. En otro ensayo he estudiado las implicaciones y desafíos que esa edición provoca en la recepción de su Diario (Larre Borges, 2013) y que expondré aquí muy sucintamente. Aunque maticemos la opinión ortodoxa de Philippe Lejeune, para quien la edición traiciona la esencia del diario, y acordemos que desde Gide, al menos, la edición de un diario es una práctica común entre escritores, es evidente que al pasar un diario se quiebra una de las reglas de oro del género: la datación. Decía Blanchot que el diario es el género más libre y sólo conoce la tiranía del calendario; pero resulta evidente que esa única regla tiene grandes consecuencias. La datación hace del diario un discurso que no vuelve sobre sí mismo, que no corrige. Esa espontaneidad de quien escribe al correr de la pluma y en perfecta coincidencia entre “el sentir y el decir” (Bouvet, 2006: 132), asocia al diario al mito de la sinceridad. Contrariamente, la edición del diario invita a la sospecha, como si corregir el texto equivaliese a falsear la vida. Idea, sin embargo, se declaró inocente. Cuando, después de muchas dudas, decide salvar su Diario de la hoguera, y pasarlo íntegramente, anota que sólo va a “quitar repeticiones y cursilerías” y que pone su esfuerzo en “no modificar nada”. Sin embargo, el diario pasado presenta a su vez tachaduras y páginas arrancadas. Así el Diario de Vilariño no sólo avisa, con frecuencia a texto expreso, de que había en el cuaderno original “páginas arrancadas” y “renglones tachados” sino que exhibe páginas arrancadas de la nueva agenda adonde se trasladaron los antiguos cuadernos y tachaduras que tapan y excluyen lo que antes copió. Mientras vivió, Idea no dejó de vivir su Diario, volvió a tachar y a arrancar páginas, y, algunas veces anotó con la temblona caligrafía de la vejez pequeñas notas o comentarios. En algún caso incurrió en la intromisión de alguna opinión un poco más extensa. Cuando a sus casi setenta años se dispuso a copiar en largas noches de soledad sus cuadernos viejos, siguió llevando también su diario y comentando allí la experiencia de reescritura. Jamás se la ve quejarse de lo fatigosa que pudo ser esa tarea; en cambio, testimonia que se trata de una experiencia intensa, radical. 184

Poesía y verdad

La verdad es que, aunque como una nueva Menard, Idea no hubiese alterado ni una coma, el Diario ya no sería el mismo, desde que sabemos que fue copiado. Es lo que enseña la fábula borgiana. Pero la experiencia abrumadora de copiarlo sí nos instruye sobre otra pregunta que ha atribulado a diaristas y desvelado a los estudiosos del género: el lugar del diario en la vida y en la obra de un escritor. En su vejez, Idea vive la reescritura de sus cuadernos con intensidad de vida y, aunque haya roto el principio de datación, lee lo vivido con recuperado suspenso. A veces no sabe a cuál de los dos amantes que comparten la misma inicial –Oribe, Onetti– corresponde lo que ha escrito. La tarea del copiado se aleja de su función editorial y se acerca a una experiencia de vida. Jean Rousset habla del diario como de un texto sin destinatario. Escrito para sí mismo, el diario íntimo estaría contrariando la estructura dialógica de la lengua que lleva en sí misma uno o más destinatarios inscritos o implícitos. Replegado sobre sí, el diario manifiesta su atenuada vocación dialógica, que, al igual que las cartas, posterga y difiere. La prosa intimista que Idea cultivó privadamente, esa que hoy llega a perturbar la recepción de su obra poética, fue un ejercicio, es decir una práctica de ensimismamiento y una disciplina de soledad. La misma soledad que dicen y exaltan sus poemas.

Bibliografía Albistur, Jorge, 2007, «Entre la pasión y el escepticismo». Entrevista realizada en 1994 recogida en Ana Inés, Larre Borges (ed.), Idea: La vida escrita. Montevideo: Academia Nacional de Letras-Cal y Canto. pp. 20-39. Alzugarat, Alfredo, 2011, «Prólogo» en Diario de José Pedro Díaz. Montevideo: Biblioteca Nacional-Ediciones de la Banda Oriental. Blanchot, Maurice, 1996, «El diario íntimo y el relato» en El diario íntimo, Revista de Occidente 182-183, julio-agosto, pp. 47-54. Blixen, Carina, 1997, «Idea Vilariño: una poética de la intensidad» en Heber Raviolo y Pablo Rocca (eds.), Historia de la literatura uruguaya contemporánea, Tomo II: Una literatura en movimiento. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, pp. 103-115. Bouvet, Nora Esperanza, 2006, La escritura epistolar. Buenos Aires: Eudeba. Didier, Béatrice, 2002, Le Journal intime. Paris: Presses Universitaires de France. Kafka, Franz, 1974, Cartas a Milena. Buenos Aires: Alianza Emecé. Larre Borges, Ana Inés (ed.), 2007, Idea: La vida escrita. Montevideo: Academia Nacional de Letras-Cal y Canto. ______, 2011, «Este papel mi vida: Idea Vilariño y la pregunta por la identidad», Revista Badebec, Dossier Escrituras del yo, Rosario, septiembre, pp. 143-165. ______, 2013, «Bajo sospecha: Idea Vilariño y un diario reescrito», ManuscríticaRevista de crítica genética, n.  24, pp.  92-103. Disponible en http://www. revistas.fflch.usp.br/manuscritica/article/view/1474. 185

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La furia fría Meandros de intimidad en el diario de Rodolfo Walsh José Manuel González Álvarez “En 1964 decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escribir era el que más me convenía” (Walsh, 2007: 15). Las palabras, de 1966, son del escritor y periodista argentino Rodolfo Walsh (19271977), dialogando en quiasmo con Raymond Chandler (“el simple arte de matar”) sobre el ejercicio de la literatura. En marzo de 1972, el propio Walsh enumera –muy gráficamente– una retahíla algo caótica de “cosas que ama”, entre las cuales figura “la furia fría” (ibid.: 226). El sintagma sintetiza a la perfección toda la obra del rionegrino y lo hace aún más con su diario íntimo, que parece aunar tales extremos: un yo litigante y analítico en iguales proporciones que, en realidad, participa de la tensión y del pathos presente en todo acto diarístico (Link, 2003: 288). En lo que sigue me propongo recorrer algunos rasgos del diario de Walsh desde un doble presupuesto crítico: por un lado, la obvia presencia de un pacto autobiográfico asentado en la veracidad y en el apego a la referencialidad (Lejeune, 2007); y por otro, la ineluctable dosis de distorsión que opera en todo ejercicio confesional, como demuestran las nociones de desfiguración (defacement; De Man, 1991) y de autofiguración (Molloy, 1996; Amícola, 2007; Giordano, 2008) como demuestran –dentro del campo crítico latinoamericano– para designar la imagen de sí mismo que un autor forja a través de estrategias retóricas. De ese modo, el sujeto de la enunciación es protagonista y observador al “experimentar en la escritura de sí mismo la íntima ajenidad” (Giordano, 2011b: 43). La publicación, rehabilitación y canonización de Rodolfo Walsh aparece como un “dispositivo de producción de memoria” (García, 2013: 153). Así, el gesto con el que Walsh ha quedado en cierto modo inserto en el campo literario argentino es precisamente el de la renuncia a escribir una novela1, el apartamiento voluntario y firme de la ficción en 1

La bibliografía crítica se vuelca al alcance de la escritura testimonial de no-ficción en el autor (con sus tres célebres textos) y, en menor medida, al estudio de sus dos libros de cuentos, ligados al género policial (Amar Sánchez, 1992; Baschetti, 1994; Lafforgue, 2000; Jozami, 2011).

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favor del testimonio lacerante y su fuerza presentativa. Pero tal firmeza se quiebra nada más recalar en las páginas de su diario, donde se perciben las entretelas de un yo pendular que, por un lado, no termina de abandonar su faz de escritor y, por otro, pone continuamente en solfa el potencial de una presunta escritura revolucionaria cuyas claves no cesa de rastrear2. A la fragmentación (casi) connatural al diario en tanto género, cabe agregar acá la dispersión e incompletitud en el caso de los papeles walshianos3, usurpados por el grupo militar que irrumpió en su casa de San Vicente el 25 de marzo de 1977 y laboriosamente restituidos por familiares y amigos. Pese a que cubre únicamente la franja 1961-19724, nos hallamos ante un diario de amplio espectro temático y afán abarcador: descripciones fugaces, escenas cotidianas, titulares de periódico, aforismos, traducción de poemas, textos humorísticos, excursiones líricas, estampas domésticas, ejercicios de estilo, esquemas de organización horaria, versiones de cuentos, citas, frases oídas en el colectivo, sinopsis de lecturas y de películas. Con todo, la diversidad de materiales y las condiciones caóticas de escritura en que lo desarrolló –hojas siempre sueltas, textos sin fechar– no debieran hacernos caer en la algo manida imagen del diario como “banco de pruebas” de un autor. Antes bien, cabría hablar en Walsh de una voluntad testamentaria: la conversión de la escritura íntima en discurso público. Las obsesivas correcciones halladas por Link5 en los originales dejan 2

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“Los papeles personales abren una zona intersticial donde se inscribe, fuera de las dicotomías, otro camino en el cual se destruye, por igual, el antagonismo burgués y el revolucionario que condena y separa la ficción y la política” (Demaría, 2001: 131). El diario como tal da un salto entre 1963 y 1967, ya que no existe material conservado en ese lapso, y su escritura íntima se intensifica a partir de 1968. El grueso de ese material comprende el período 1968-1972, muestra cuantitativamente harto reducida de lo que debió de ser su escritura diarística; por tanto, conviene advertir desde ya que toda conclusión está abocada a la parcialidad. El volumen que recoge estos papeles, Ese hombre y otros papeles personales, es, como su título indica, una reconstrucción crítica de papeles agrupados bajo el a veces lábil rubro de lo “personal”. Por razones de espacio, en el presente artículo me ceñiré a las entradas de su diario –asumiendo su carácter inorgánico– sin seguir un estricto orden cronológico. Dejaré de lado otros textos ahí incluidos y ligados al yo de un modo u otro: cartas, entrevistas, prólogos, (bocetos de) relatos. Remito para ello al estudio de Victoria García (2013), que repasa los avatares de las dos ediciones de Ese hombre y otros papeles personales (1996, 2007), prestando atención a los prólogos, cartas y relatos en esbozo allí contenidos, en particular a Ese hombre. Salvo que se indique otra cosa, en lo sucesivo citaremos la edición de Daniel Link (Walsh, 2007) indicando la fecha exacta de la entrada y la página en que se halla. “Las tachaduras y enmiendas del propio Walsh en estos originales son muchísimas, lo que demuestra su voluntad de publicar estas páginas, tarde o temprano” (Walsh, 2007: 11).

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patente la pretensión de una escritura destilada, con alto grado de autoconsciencia, que con frecuencia dista bastante de ser tentativa, como suele acontecer en no pocos diarios de escritores. Victoria García ha acotado con acierto los dos polos que delimitan el diario walshiano: Es un cálculo obsesivo del dinero y el tiempo que se necesitan para escribir –y nunca alcanzan–, pero también una reflexión íntima sobre qué y cómo narrar –“¿tendré la manera de contar estas cosas?” (Walsh, 2007: 198), “¿Qué puedo contar?” (Walsh, 2007: 235) –para que lo que se escribe cuente como literatura (García, 2013: 6).

En efecto, la práctica diarística del argentino toma la forma de un cuaderno de bitácora donde, esencialmente, se palpa una tensión indecidible entre escritura y acción política; más concretamente, un “espacio de tensión y reflexión donde conjurar el demonio de la imposibilidad” de escribir una novela (Giordano, 2011c). En Walsh el predominio evidente de lo presentativo sobre lo representativo no supuso ni mucho menos el abandono de la creación literaria. Dentro de la panoplia de temas y registros exhibida, dos son los ejes que creemos advertir en el diario: su cultivo como catapulta vital-intelectual; y el conflicto no resuelto con la ficción. Del segundo aspecto dan buena prueba los relatos en esbozo y estampas descriptivas contenidos a lo largo del diario: Uncle Willie Won the War, Diamond Point. A Novel–ambos en inglés–, Juan se iba por el río y Adiós a La Habana, relato del que constan seis versiones sucesivas6. Los textos preparatorios de este último relato ocupan entradas entre 1961 y 1965, que constituyen por momentos ejercicios de estilo formalmente próximos al poema en prosa y que evocan tórridos encuentros sexuales en la capital cubana. Esa misma recreación hiperestésica se traslada a algunas anotaciones de 1962 enmarcadas en otra isla, la del delta del Tigre –donde residió Walsh por temporadas– a propósito (con)fundida con Cuba. A menudo las excursiones líricas del diarista derivan en la confesión abrupta: La isla sin Pupé, la ciudad sin Laura, domingo sin fútbol. No sé por qué no vino (…) Pero siento una secreta correspondencia entre el hecho de que no haya venido y el taimado remordimiento cuando le dije, el jueves, que me vengo a la isla, y en realidad me voy primero a una conferencia donde sé que me veré fugazmente con O, y luego a cenar y a dormir con M. Sé la importancia de Pupé; si me faltara, sería como faltar una pared en la casa. Me gustaría no tener que mentirle, qué estupidez (30-11-62; 60). 6

Se trata de pre-textos de estos relatos, todos ellos inéditos. No me encargaré aquí de estos, pues merecerían un estudio aparte. Adiós a La Habana y Diamond Point… son relatos, por ejemplo, con marcadas trazas autorreferenciales que admitirían un estudio desde la autoficción.

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Si lo íntimo supone “una sutil gradación de lo privado” (Arfuch, 2005: 239), el sujeto se sitúa aquí en la vereda del remordimiento ante la infidelidad, un grado de intimidad que se mantiene en la entrada siguiente7, “Nueve del doce, lunes de mierda nublado”. En ella el diarista reclama para sí un vitalismo que la escritura parece negarle: Quisiera tragarme la vida. Me pregunto de golpe qué estoy haciendo aquí, iluminando pobres historias, restaurando con un poquito de témpera los viejos retratos. Debe ser que hoy no tengo sol en esta otra isla cimarrona. Me gustaría ir a Bahía y ser un negro. Trabajar con los negros y coger con las negras y aprender a cantar y a bailar (9-12-62; 63-64).

A través de una serie de anáforas se logra una musicalidad creciente que no hace sino exponer la cuestión cardinal del diario: la problematización de escritura y experiencia. En medio de recuentos cotidianos, el diarista reconoce que “estuve tecleando. Insatisfecho de lo que llevo escrito (el año pasado) pero creo que se puede arreglar” (24-7-68; 95). Entre agosto y diciembre de 1968 se produce una manifiesta ideologización en Walsh que se palpa en una ya febril involucración en la CGT: “Sin tiempo para contar nada, sumergido, violando promesas, juntando arrepentimiento, y sabiendo que lo que hago está bien, apreciándome digo, en mi resolución, mi ascetismo, mi renuncia al bestsellerismo, el leonismo y toda la facilidad que brinda una Buenos Aires consumidora, brillante, fatua, finalmente aburrida” (12-8-68; 105). Sin embargo, a la par que se acentúa esa toma de conciencia activista, también lo hacen los titubeos acerca de tal apuesta por la acción. Walsh distribuye críticas desembozadas a la dirigencia sindical y expresa su desencanto melancólico ante la burocratización de una lucha obrera que íntimamente considera perdida de antemano: Los poderosos, ausentes. Era casi tangible ver al cerdo de B negociando en alguna parte. Un veneciano gordo que pudo ser traficante en el Renacimiento (…) Me fui lleno de congoja, pensando que estamos derrotados. Pero yo hace poco que ando con ellos, y es la primera vez que escribo espontáneamente la palabra “estamos (17-9-68; 108).

Todo ello lo aleja de “la Novela” por escribir, leitmotiv de sus disquisiciones diarísticas8. Visto unas veces como sublimada forma de la ficción 7

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El único estudio sistemático en torno a su diario que he podido documentar es el trabajo de Alberto Giordano, Más acá de la literatura. Espiritualidad y moral cristiana en el diario de Rodolfo Walsh, que aborda precisamente esta cuestión (Giordano, 2011c). La entrada “Nueve del doce…”, ya mencionada, es quizá la que mejor compendie, por su diversidad, el instrumental expresivo de la escritura íntima walshiana. Walsh planeaba una novela que comprendiera el periodo 1880-1968 en Argentina, denominada repetidamente por él mismo “novela-fresco”, “novela geológica” o “novela

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que le depararía la consagración en el campo literario, denostado otras tantas como sinónimo de lo acomodaticio, el proyecto funcionó como productivo disparador de reflexiones, confesiones y dilemas ético-estéticos. Lo ambicioso de esta empresa lo desborda ante “la dificultad de integrar toda la experiencia en la novela. El sentimiento de impotencia que esto produce” (16.8.68; 107). La densidad de esa tarea “geológica” que antes había ponderado se trueca, a partir de este año y de forma creciente, en “proyecto burgués” que lastra su empuje revolucionario, pero al que está económicamente compelido no solo por su sustento, sino para saldar la deuda contraída con el editor Jorge Álvarez9. El desasosiego y el cargo de conciencia fluyen siempre que se aborda el atolladero de la no-escritura. De mucha enjundia al respecto es la entrada del último día de 1968; el yo de la escritura desliza una intimidad con numerosos meandros, azuzada por la dicotomía revolución-burguesía que ya no abandonará. Ello se plasma en las contradicciones internas que acarrea escribir “la” novela: Las normas de arte que he aceptado –un arte minoritario, refinado, etc– son burguesas; tengo capacidad para pasar a un arte revolucionario, aunque no sea reconocido como tal por las revistas de moda (…) Pero es indudable que debo continuar con mi proyecto “burgués”, radicalizándolo en lo posible, para quitarme la soga del cuello (31-12-68; 120).

El diarista abunda en ejercicios de autoafirmación muy endebles que se diluyen en las siguientes anotaciones. Así, se celebra una nítida concientización (“Empiezo a asimilar lo básico del marxismo y mi nivel de conciencia es hoy bastante mayor”;:  119) refutada con acritud poco después desde una profunda autocrítica10. A la luz de esto se entiende la preocupación walshiana por la percepción pública de su imagen. “¿Hasta qué punto tiendo a convertirme en un santón, a asumir los valores más respetables de la izquierda?”, se interroga un yo inquieto aquí por la

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seria”. En ocasiones se refiere a ella en mayúscula y asociada a la idea de neurosis (Walsh, 2007: 125-126). Se trató de un proyecto postergado una y otra vez hasta que renunció al contrato firmado con el editor. “El arreglo con él preveía una novela que podía estar lista de octubre a diciembre de 1968, y de la que apenas tengo escritas una treinta páginas. El tiempo que debí dedicar a la novela lo dediqué, en gran parte, a fundar y dirigir el semanario de la CGT. Jorge Álvarez tendría, pues, en este momento, el derecho a decir que lo he estafado” (28-169; 123). “Me está faltando coraje. Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo, pero no creo que vamos a ganar: en vida mía, por lo menos. ¡En vida mía! Porque esa es la clave: lo que pase después no me importa mucho y entonces sigo siendo un burgués, más recalcitrante aún” (31-12-68; ibid.: 119).

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construcción de su identidad a posteriori, esto es, por la lectura que otros puedan efectuar de la autorrepresentación contenida en su confesión. Otro rasgo omnipresente en el diario es el control estadístico de horas de escritura, su productividad, a cuánto asciende su retribución horaria, así como los planes de trabajo estrictamente literarios, que a menudo se tornan en promesas incumplidas; estos lamentos verbalizados resultan casi perennes –en particular en las entradas de finales de 1968 y principios de 1969– ante la imposibilidad de avanzar y dar forma a la novela, que llega a achacar a un exceso lector: “Incluso leo demasiados libros. Escribo menos de media página por día” (19-12-68; 117). El discurso confesional se va delineando a través de un sujeto agonístico en sentido etimológico, al convertir la lucha consigo mismo en el sello de su enunciación. El diarista pugnaz queda igualmente reflejado al explicitar los textos que ha destruido, con enumeración de las falencias detectadas en ellos (10-2-70), o al lanzar espoletas contra la invariable racanería de distintos editores. Con similar frecuencia se esfuerza Walsh en dispensar al rubro “L(iteratura)” una porción de sus energías que casi siempre se le antoja exigua: “Tengo que escribir esta novela, aunque sea mi última novela burguesa, además de ser la primera. Mientras permanezca sin hacer, es un tapón” (4-2-70); no obstante lo anterior, no transcurrido mucho tiempo se percata de que “la zona L(iteratura) sigue flaqueando. Es en el fondo una falta de frialdad” (17-12-70; 195). La filtración de la literatura es permanente en la contextura de su diario, pero no lo será el empeño en la empresa novelística, cuyo cese y reanudación quedan patentes en el decurso de las anotaciones. El autor de Operación masacre es bien consciente de ese hábito ordenador en algunas referencias, si se quiere, metadiarísticas: Si en algo no he cambiado, es en el primer impulso de anotar las mismas cosas a lo largo de los años (…). La necesidad de ordenar, programar, distribuir el tiempo, vgr. en tres partes, una en que el hombre se gana la vida, otra en que escribe su novela, otra en que ayuda a cambiar el mundo, etc. (29-1269; 166).

Situada al margen de la vida, la escritura del diario no es incluida por Walsh dentro de la experiencia empírica cotidiana ni parece formar parte tampoco de esa estructura tripartita ideal antes mentada. Año y medio más tarde, el autor vuelve a plegar el género sobre sí mismo, con motivo de un nuevo intento de reorganización vital: Uno no sabe por dónde empezar, ni siquiera si está bien consagrar una parte del tiempo a la renovada crónica de cómo las cosas pasaron por uno. Pero quizá sea inevitable, porque la amenaza de des-personalización se hace demasiado grande. Tal vez llegaría un momento donde uno ya nunca hablara de sí mismo, por sí mismo, sino en nombre de [los demás] (29-5-71; 207). 192

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Las dudas en torno a lo confesional acechan, si bien el espejeo parece elocuente y es ahí donde asoma la faz periodística del lamarqueño, cuando cataloga el diario como “crónica” subjetiva; en rigor, un reducto donde preservar una singularidad que la acción política habría puesto en peligro. Walsh ve en el diario un marco apto para la inscripción del yo, aunque son varios los yoes y varias las aristas impresas en ese registro. Como se apuntó más arriba, la autorrepresentación ejercería un efecto (paradójico) de distorsión de la identidad que permite al diarista “aventurarse en la propia impersonalidad” (Giordano, 2008:  39). En el caso que nos ocupa, esto se materializa en una serie de recursos lingüísticos, expresivos y narrativos que facilitan un cierto “despegue” del enunciador respecto del yo más factual o, podría decirse, literal. Walsh halla en el diario una facultad catártica y la desinhibición le lleva a desplegar notas tan sugerentes en la forma como reveladoras en el fondo, por la opinión dada sobre personas o asuntos de su entorno. En esa línea estaría, por ejemplo, la poco ortodoxa dedicatoria que el autor ensaya para arremeter contra distintas instancias del sistema literario. El marco de enunciación posibilita el tono acibarado y escatológico de la entrada, que constituirá una de las “cronotopías de intimidad” (Arfuch, 2005) del autor rionegrino: la visceralidad con tintes humorísticos. Dedicatoria. Este libro está dedicado en primer término a la manga de alcahuetes hijos de puta que, en caso de publicarse legalmente en la Argentina, lo harían secuestrar por los inspectores de la policía, que lo vendería a doble precio. Al publicarlo en esta forma, contribuyo al abaratamiento de la vida. Una mención especial para los maricones chupacirios de la Comisión Municipal de Censura, y un corte de manga para el fiscal De la Riestra, celebrado impotente sexual. Un pedo con modulaciones para todos los críticos (febrero de 1971; 203-204).

El uso de un registro lingüístico tan informal se extiende a otro ámbito interesante como es el relato de la vida sindical, no tanto por su valor documental como porque Walsh trasciende a menudo la coyuntura política para recrearse en un despiadado descriptivismo con que ataca la rapacidad de los dirigentes, cuando no su incompetencia. Son entradas en general extensas, rayanas en la ficción por el sostenido tono deformador de las estampas que revelan a un sujeto escritural muy incisivo y por momentos prejuicioso: “Habló como los otros, y con los mismos argumentos. Pero usando esa voz finita y atiplada, con palabras que se articulan zarrapastrosamente. Debe ser muy difícil, con esa voz, ser un dirigente, una voz de homosexual en un mecánico de SMATA” (15-1-70; 174). Particularmente vitriólica es la caracterización de algunos “camaradas” (“Eduardo se comportó como un auténtico chanta”, marzo 1972; 225); o el uso de símiles animalizadores con que el diarista arranca 1972 193

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para zaherir al expresidente Arturo Frondizi –probablemente por su giro reaccionario y la simpatía manifestada por Onganía– en unas líneas carentes de puntuación: “La nariz los ojos de mochuelo las ojeras de chico pajero, la sonrisa torcidita en la boca que se abre como un culo de pavo y suelta un huevo una mentira” (221). Los colaboradores de La Prensa, “manga de vejetes ácidos”, no escapan a la animalización y son catalogados como “gordos masticadores, insectos blancos y pomposos” (161); con énfasis en su principal editorialista, de “boquita anal enfurruñada”, contra quien Walsh planea una carta anónima a fin de “mandarlo de vuelta a la tumba” de La Recoleta (162). Pese a que nuestro autor confiere a la lengua inglesa un uso de traductor profesional y básicamente literario, en otras ocasiones ésta opera repentinamente como máscara amortiguadora ante el pudor que la confesión puede originar: “Last night I got drunk, insulted heavily former wife, behaved idiotically, went away banging the door” (22-4-72; 228); “Tied up. Nothing to do today really, except read” (229); o en la última entrada que se conserva del diario, donde registra, no sin apatía, una reunión con “all the bloody” [maldita] parentela para celebrar las bodas de plata de su hermano. La diversidad retórica apreciable en el diario contribuye a un cierto enmascaramiento de quien escribe, entendido quizá como un yo escindido en el plano expresivo, que busca otras instancias para ir tejiendo su subjetividad conforme avanza la escritura. Así, el 5-3-71 Walsh registra una entrada íntegra en inglés, en esta ocasión escrita por un yo desdoblado que hace preguntas en segunda persona a un supuesto interlocutor, nuevamente acerca de sus hábitos y aspiraciones de escritura: “You must know, rather precisely, what you want to do. All right. You still want to be a writer. You stopped being a writer when Rosendo was published, or in 1967, after Un kilo de oro? Tha’s an important question” (5-3-71, 17.00; 205). En otro momento la apelación resulta enigmática: “Cómo volver a escribir. Lidia.”, pues se trata de un guiño autotextual en alusión a Lidia Moussompes, personaje de su relato Las cartas (25-7-68; 96). Otra herramienta, también de desdoblamiento, son las preguntas que el diarista se lanza para disparar la enunciación simulando un diálogo (“¿Qué hubo?”; “¿qué más hubo estos meses?” (105); “¿no soy joven?” (215); o aquellas anotaciones de tono más dramático, presentadas en estilo directo (146147). En esa dirección apunta la utilización de perífrasis como “haber que”, “deber” o el uso continuado de infinitivos que hacen del diario un eventual espacio para la autoconsigna. Buena muestra es la entrada “Teoría general de la novela” donde Walsh diseña un programa estético que procura aplicarse, y lo hace en tres párrafos introducidos por infinitivos con 194

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una función claramente conativa: “Ser absolutamente diáfano. Renunciar a todas las canchereadas (…) Recuperar la verdad del pueblo (…) Trazar el avance de los héroes” (15-1-70; 176-177). Este yo, digamos, “transubjetivado”, se obra asimismo mediante apuntes laterales que, no obstante, ayudan a conformar un modesto mapa walshiano de la narrativa argentina11. En él despunta, por recurrente, la mención a Roberto Arlt. Los trazos expresionistas y los ambientes conspiratorios debieron de atraer a un Walsh que manifiesta, sin embargo, un contenido entusiasmo por su obra: ¿Me gustaría escribir como Arlt? Me gustaría tener su fuerza, su resentimiento, su capacidad dramática, su decisión de enfrentar a los personajes (…); su inventiva incluso; su aptitud fantástica, porque el mundo de Arlt es fantástico a fuerza de realismo; pero no me gustaría escribir una sola de sus líneas”,

sentencia un diarista que se sospecha entregado a una poética otra, dadora de un “margen de literalidad, de condenación explícita y furiosa. ¿Será este el camino?” (17-11-68; 114). Pocas semanas después (3112-68) vuelve a pronunciarse sobre sus referentes con más concreción: “Me he pasado casi enteramente al campo del pueblo que además (…) me brinda las mejores posibilidades literarias. Quiero decir que prefiero toda la vida ser un Eduardo Gutiérrez y no un Groussac; un Arlt y no un Cortázar” (119). Las palabras encierran únicamente un desiderátum y no un seguidismo de Walsh a los autores invocados, pero sí evidencia un desafecto explícito hacia literaturas formalmente “pulcras”, que ya no encajan en su rótulo de “arte proletario”: La discusión sobre Julio [Cortázar] se reabrió el mes pasado cuando estuvo aquí. Es una discusión estéril, porque lo que debe discutirse es lo que el escritor escribe y no dónde está. En ese sentido tal vez sería más difícil la defensa de Julio, aunque no se hubiera movido de aquí. Todos nuestros escritores están exiliados frente a la revolución (14-12-70; 193).

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“Una literatura fácil, comprensible y burguesa como puede ser la de Bullrich o Sabato, que al fin y al cabo son bestsellers” (3-11-69; 159). Se da una afinidad probada en varias notas con Germán Rozenmacher y diferencias notables con David Viñas, que a veces se presenta como modelo de incoherencia: “Algunas de las cosas que dijo D[avid] eran el exacto reverso de lo que solía decir antes de irse” (abril 1969; 138); o como contramodelo: “Eludir la elefantiasis literaria, tipo David” (15-1-70; 176). Por su parte, Laura Demaría habla de la “tranquera” de Macedonio para fijar una especie de “corredor” Sarmiento-Macedonio-Walsh-Piglia con respecto al tratamiento del binomio ficción-política (Demaría, 2001). Salvando las notables diferencias entre la propuesta de Walsh y la macedoniana, sí cabe señalar, no obstante, cierta conexión en la Novela: la postergación, la carga programática, la frecuencia con que ese proyecto narrativo se tematiza y la minuciosidad con que se disecciona sin llegar a desarrollarlo.

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Desde el prisma del compromiso político se enjuicia irónicamente al poeta español Carlos Edmundo de Ory, con quien Walsh coincide en un cóctel literario en Buenos Aires: “Un gaditano afrancesado y pobrecito, que se aferra a la gloria de haber creado el “postismo”, cosa que tres o cuatro enterados saben lo que es y admiran”. Lo que late en el fondo es la repulsión por el esnobismo de una literatura “burguesa” que, acaparadora de la institución literaria –según Walsh–, privilegia ante todo la impostura; razón por la cual anota líneas más abajo que “los círculos literarios son la misma mierda en todas partes, una insoportable mezcla de vanidad, mala conciencia e ignorancia” (10-6-70; 186). El sujeto enunciador inscribe reiteradamente esa exclusión del circuito artístico desde la vertiente ética, estética y también económica, como registra en una concluyente anotación: “La eterna historia. Esperando dos horas a Capeluto para al fin arrancarle cinco mil pesos, previa amenaza de romper el contrato (sic). La humillación. La condición del escritor” (31-1-70; 178). La posición demediada del creador centra las últimas entradas conservadas del diario walshiano (abril y mayo de 1972), más extensas y orgánicas de lo usual, toda vez que procuran rediseñar, por enésima vez, una vía de entrada fructífera a la literatura. Para ello se vale ahora de un inventario exhaustivo de cosas que ama y que detesta (14-3-72), expresadas torrencialmente por un deliberado asíndeton con que enfocar de cerca los pliegues de su subjetividad. Gracias al inventario, estima Walsh que “encontraría luego el hilo conductor que lo justificara literariamente pero sobre todo su razón de ser histórica política (…) Porque si no es sobre eso no vale la pena escribir sobre nada” (226-7). No obstante, ese recurso tampoco le parece operativo y dos meses después continúa sopesando la clave, que pasaría por “desmitificar previamente todas las condiciones” de la creación literaria (2-5-72); a tal efecto, expone ordenadamente el rol vicario del artista desde el Renacimiento hasta nuestros días, con énfasis en el consumismo burgués y la consiguiente absorción del escritor en ese sistema parasitario. Y ello para formular un recomienzo más, ahora con esquema numerado del método a seguir (236), del cual brota una solución conciliadora, cimentada en elaborar una ficción comprometida: Quiero fijar algunos datos de nuestra experiencia como pueblo, de nuestra empresa colectiva, de las mejores vidas volcadas en eso; pero también quiero encaramarme sobre ese impulso, construir mi privilegio, etc. La contradicción nunca se va a resolver a fondo (3-5-72; 235).

Sobrepasar las cercas de lo testimonial supuso para el rionegrino una labor tan fascinante como perturbadora, y un recorrido por su diario es, en cierto modo, también un registro de esa constante aporía. Frente a la figura de severo testimonialista, de autor afirmado en una línea literaria, el diarista viene a poner al desnudo un yo zigzagueante, dubitativo, 196

La furia fría

enfrascado en resúmenes retrospectivos e idearios prospectivos transidos de consignas; recogidas en haz, conforman un pequeño tratado de teoría de la ficción (su génesis, su productividad, su viabilidad) en el cual las apreciaciones casi metateóricas llegan a entretejerse con un sujeto angustiado por el disruptivo itinerario de creación que lo acompañará hasta el final12. En sintonía con ello, el diario de Walsh ilumina un camino escritural que no podía ser sino sufrido para quien, recordemos, vio en la literatura “entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez” (Walsh, 2007: 15).

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Juan se iba por el río es el relato en que Walsh trabajó durante años. En su diario figuran numerosas notas y esquemas que revelan la larga gestación de un texto que terminaría condensando buena parte de su desechada “novela geológica”. El autor llegó a concluir el cuento, que fue hallado con otros papeles junto a su cadáver en la ESMA –Escuela Superior de la Marina, uno de los centros de detención y tortura de la dictadura– y que leyeron al menos dos personas, Lilia Ferreyra y Martín Grass (Ferreyra, 2006). Las inflexiones del diario y este dato prueban que el desistimiento de la ficción no fue nunca definitivo en nuestro autor.

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Giordano, Alberto, 2011b, Vida y obra. Otra vuelta al giro autobiográfico. Rosario: Beatriz Viterbo. Giordano, Alberto, 2011c, «Más acá de la literatura Espiritualidad y moral cristiana en el diario de Rodolfo Walsh», Revista Z Cultural, n. 3. Consultado el 25 de marzo de 2015 en http://revistazcultural.pacc.ufrj.br/mas-aca-de-laliteratura-espiritualidad-y-moral-cristiana-en-el-diario-de-rodolfo-walshalberto-giordano-2/. Jozami, Eduardo, 2011, Rodolfo Walsh. La palabra y la acción. Buenos Aires: La Página/ Norma. Lafforgue, J. (comp.), 2001, Textos de y sobre Rodolfo Walsh. Madrid-Buenos Aires: Alianza. Lejeune, Philipe, 2007, «Le journal comme “antifictionˮ», Poétique, 149, pp. 3-14. Link, Daniel, 2003, Cómo se lee y otras intervenciones críticas. Buenos Aires: Norma. Molloy, Sylvia, 1996, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México: Fondo de Cultura Económica. Walsh, Rodolfo, 2007, Ese hombre y otros papeles personales. Edición y prólogo de Daniel Link. Buenos Aires: De la Flor.

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Los Diarios de Alejandra Pizarnik El loco afán por (re)escribir(se) Federica Rocco La edición ampliada de los Diarios de Alejandra Pizarnik confirma lo que ha sido evidente desde la aparición de la primera edición, es decir que el proyecto literario y existencial de la poeta argentina no puede prescindir de sus escritos en prosa y que toda su producción está estrechamente vinculada con la escritura diarística. Conocida como poeta1, Pizarnik había publicado en vida, además de La condesa sangrienta (1971), cuentos, reseñas, artículos de crítica literaria y algunos fragmentos de sus diarios íntimos2; el resto de su obra, incluidas la pièce en un acto Los poseídos entre lilas y las prosas erótico-humorísticas de La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, se publica después de su muerte3. A diferencia de la anterior edición, que separa las entradas según el año correspondiente, la nueva edición de los Diarios elige mantener los rótulos de los cuadernos manuscritos, empezando con el “Cuaderno de septiembre de 1954” para terminar con el “Cuaderno del 30 de noviembre de 1

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La obra poética de Alejandra Pizarnik (1936-1972) comprende: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Poemas (1960), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la pietra de locura (1968), Nombres y figuras (1969), El inferno musical (1971) y Los pequeños cantos (1971). Pizarnik publicó algunos fragmentos de sus diarios en 1961 y en 1962: Diario 19601961 en la revista colombiana Mito y Fragmentos de un diario en Poesía=Poesía. Se publican póstumamente los fragmentos de diarios incluidos en Semblanza (1984, edición a cargo de Frank Graziano) y los extractos de los Diarios en dos ediciones –2003 y 2013 (ampliada)– ambas a cargo de Ana Becciu. A partir de los años 90 se publica también parte del epistolario: Correspondencia Pizarnik (1998, a cargo de Ivonne Bordelois); Dos letras (2003b, cartas a Antonio Beneyto en la edición de Carlota Caufield); Cartas (2012, Alejandra Pizarnik y León Ostrov, edición de Andrea Ostrov) y la Nueva correspondencia Pizarnik (2012 y 2014, a cargo de Ivonne Bordelois y Cristina Piña). Entre las publicaciones póstumas señalo: El deseo de la palabra (1975, edición de Antonio Beneyto y Martha I. Moia), conjunto de poesías, prosas y dibujos preparado por Pizarnik; Textos de sombra y últimos poemas (1982, a cargo de Ana Becciu y Olga Orozco); Obras completas. Poesía completa y prosa selecta (1994 editado por Cristina Piña); Poesía completa (2001) y Prosa completa (2002), ambas a cargo de Ana Becciu.

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1970 a noviembre de 1971”. Sin embargo, en la Universidad de Princeton se conservan treinta documentos relativos a la obra diarística de Pizarnik: […] diez libretas […] correspondientes a 1954, 1955, 1956, 1961 y 1972; catorce cuadernos, y seis textos mecanografiados: el “Journal de ChâtenayMalabry”, de cuarenta y ocho hojas; cuatro hojas sueltas de 1961; doce hojas encarpetadas con correcciones a mano; diez hojas grapadas con la mención “antes de 1960”; treinta y dos hojas grapadas con la fecha 1961-1962, y ochenta y cuatro hojitas tamaño libreta, […], divididas por la autora en dos partes con la mención “París 1962” y “1963” (Becciu, 2014: 9-10).

Esto indica que parte del material diarístico no aparece por voluntad de la curadora, como todo lo relativo a 1972 por ser demasiado personal e íntimo (Becciu, 2014:  13)4, y que los textos mecanografiados son re-elaboraciones de sus diarios. Además se ha insinuado acerca de otros cuadernos que se extraviaron, que fueron destruidos o regalados por Pizarnik, o sustraídos por otros. Si bien los Diarios empiezan con la entrada del 23 de septiembre de 1954, Pizarnik se refiere a la existencia de cuadernos anteriores, por ejemplo en la entrada del 26 de julio de 1955, cuando escribe: “Este maldito cuaderno me recuerda a mi diario (años 53-54)” (Pizarnik, 2014:  99); y en la del 7 de agosto del mismo año, cuando anota: “Encuentro unos viejos papeles escritos allá por el año 53 o 54” (ibid.: 134). Entre 1953 y 1955 Pizarnik empieza también a escribir los poemas que confluyen en La tierra más ajena (1955), su primera publicación. Sin embargo, en mi opinión, la escritura diarística no es contemporánea de la poesía, sino que antecede cualquier otra expresión literaria y remonta por lo menos al 1952 (Rocco, 2006a: 26; Rocco, 2006b: 107 y Rocco, 2012: 138), como demuestra el fragmento fechado el 7 de diciembre de 1952, supuestamente enviado en una carta a León Ostrov (Bordelois, 1998: 49)5. Además de escribir sus diarios desde la adolescencia, Pizarnik fue a lo largo de toda su vida una lectora de diarios, entre los cuales menciona a menudo los de Franz Kafka, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Cesare Pavese, Charles Du Bos, Julien Green, André Gide. Es probable que 4

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El diario de 1972, rotulado por terceros como “Último cuaderno”, es “una agenda de 1969 reutilizada y que posee las páginas fechadas por Pizarnik del año 1972, desde el ‘8-II-1972’ hasta el ‘domingo, 24, september, 1972’. Y que así mismo contiene, en la segunda mitad, anotaciones de 1970” (Catelli, 2013: 143). Testigo de la relación entre Pizarnik y su primer psicoanalista han sido en un primer momento “los fragmentos de cartas y del diario personal de Alejandra enviados por ella a Ostrov y transmitidos a Inés Malinow […] que los publica” (Bordelois 1998: 49). Sin embargo, en 2012 Andrea Ostrov publica 21 cartas de Pizarnik a su padre, entre las cuales están las que habían sido utilizadas anterior e indebidamente por Malinow (Ostrov, 2012: 14 y ss.), sin el fragmento del diario de Pizarnik relativo al 1952.

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Pizarnik anhelara insertarse en la tradición de sus amados predecesores; por eso no es casual que, consciente del valor de su trabajo en y con los diarios, estuviese pensando en una selección para publicarla un día como un “Diario de escritora” (Becciu, 2003: 7)6. La nueva edición de los Diarios cuenta también con seis “Apéndices” que contienen unas cuantas reelaboraciones de la escritura diarística hechas por la poeta (Pizarnik, 2014:  984-1094), la primera de las cuales contiene lo escrito “Antes de 1960” (ibid.: 985-992)7. La reescritura de los diarios empieza en París, donde Pizarnik vive entre 1960 y 1964, época durante la cual se intensifica su producción; tanto así que de los cuadernos parisinos de fecha corrida, quedan otras versiones: un cuaderno titulado Resúmenes de varios diarios 1962-1964, iniciado en Buenos Aires en marzo de 1964 (Apéndice II, ibid.: 993-1049); unos textos mecanografiados que parecen concebidos para ser publicados (Becciu, 2014: 11) –Les tiroirs de l’hiver (1960-1962), Apéndice III, Pizarnik, 2014: 10501060; 1961-1962, Apéndice IV, ibid.:  1061-1074; 1962, Apéndice VI, ibid.: 1076-1094– y varias hojas sueltas tituladas Lenguaje (Apéndice V, ibid.: 1075-1076). Resulta evidente que el diario, la obra que todo lo con-tiene, además de registrar sus inquietudes y la posibilidad de ‘salvarse’ mediante la escritura, funciona como laboratorio de esbozos narrativos y poéticos que la autora reelabora y reescribe también en función de una novela que nunca vio la luz8. Pizarnik ensaya con la escritura diarística con el fin de redactar un texto de argumento autobiográfico, cuyo estatuto formal no está claro. En junio de 1955 anota: 6

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En el corpus literario argentino abundan las autobiografías y las memorias (Giordano, 2006 y 2008) mientras que son escasos los ejemplos de diarios entendidos como el diario del escritor. En cambio, en los últimos años, la narración en forma de journal ha sido muy frecuente (hasta en el ámbito del ensayo y de la crítica literaria), sobre todo en la escritura a cargo de mujeres (Rocco, 2012: 113-129). Antes de 1960 contiene fragmentos en prosa, cuatro de los cuales están vinculados por fechas, título y protagonista; se trata de:  195… Primera presentación de A.M. (Pizarnik, 2014:  988), Verano de 1950 (Pizarnik, 2014:  988-990), Verano de 1950. A.M. (Pizarnik, 2014: 990-991) y Verano de 1950. A. M. (Pizarnik, 2014: 991-992). Lo anterior me inclina a pensar que tal vez la escritura au jour le jour podría remontar a 1950. La escritura de un diario se da cuando quien escribe atraviesa una crisis o ha pasado por experiencias que no puede (y/o no quiere) compartir. La incomunicabilidad de algunas experiencias, entre las cuales se encuentran las relacionadas con la esfera emocional y sexual, puede haber desencadenado la necesidad de volcar sobre el confidente mudo sus preocupaciones a partir de la adolescencia. Para cuestiones relacionadas con la sexualidad y el género, ver Chávez Silverman (2007) y Mackintosh (2011). Además de las implicaciones de la escritura diarística en cuanto registro de la iniciación y de la identidad literaria de la autora argentina, me ocupé de la obsesión por escribir una novela en Rocco (2006a).

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Pensar en la novela, o en las cartas a Andrea. […] Me gustaría una novela autobiográfica, pero escrita en tercera persona. Por supuesto que comenzaría en mis diecisiete años (ibid.: 41)9.

Sin embargo, la asunción de la narración impersonal (la tercera persona) que permite el desdoblamiento del ‘yo’, es muy rígida, porque no permite hablar de sí mismo/a como si uno/a fuera otro/a (Battistini, 1990: 144); mientras que la novela epistolar, que carece de un/a narrador/a y de un/a narratario/a dominantes, porque los correspondientes se turnan uno y otro rol, impide dirigirse directamente al lector (Rousset, 1986: 83). Por eso, pensando en su obra literaria, el 5 de julio de 1955 Pizarnik escribe: Lo mejor que se me ocurre es una especie de diario dirigido a (supongamos, Andrea). Es decir, no serían cartas ni un diario común. Podría estar dividido en dos o tres partes (Pizarnik, 2014: 56).

Se insinúa entonces la posibilidad de una novela en forma de diario, pero decidir que la escritura diarística, aunque ficticia, tenga un destinatario explícito –Andrea– impide la espontaneidad y la sinceridad del escribiente. Cada journal parece desarrollarse en ausencia de un destinatario, es decir en ausencia de diálogo, pero cuando el diario es ficticio se transforma en una especie de diálogo suspendido, destinado al lector que está fuera del texto. Fundada sobre enunciados de realidad que fingen ser verdaderos, la narración de un diario ficticio sugiere una autenticidad que resuena en el lector. Éste, consciente de estar violando una escritura que no le estaría destinada, se ve obligado a una relación directa con la página escrita, que será indiscreta o perturbadora, según la intención de la escritura sea incluir al lector o excluirlo (Mildonian, 2001: 134-137). Sin embargo, la escritura del diario íntimo carece de pensamientos que quieran seducir al lector, 9

Pizarnik tiene 17 años en 1953 y hasta finales de abril de 1954 (habiendo nacido el 29 de abril). 1954 es señalado más de una vez como ‘año fundacional’ por estar relacionado con la decisión de ser una escritora. El 26 de abril de 1963 anota que: “Pasa que si no escribo poemas no acepto vivir, vivirme. Pasa que la condición de mi cuerpo vivo y moviente es la poesía. Pasa que si no escribo no me dejo, no me dejaré nunca vivir para otra cosa. Una noche del año 54 lo juré. No se trata de fidelidad sino de saber quién soy y para qué estoy aquí” (Pizarnik, 2014:  588). Esto ha sido transformado en los Resúmenes de varios diarios 1962-1964 en “24 de abril [1963]. Pasa que si no escribo no me concedo el derecho a vivir. Recuerdo esa noche del año 54 en que juré aceptar vivir para la poesía exclusivamente” (Apéndice II, ibid.: 1027). El 9 de junio del mismo 1963 anota Pizarnik: “La indisciplina y el desorden conducen a la toma de conciencia del vacío. Como siempre, desde hace nueve años, desde que me consideré seriamente poeta o futura escritora, me obsede la iniciacion del aprendizaje” (ibid.: 601). La reiteración de la importancia del juramento hecho a sí misma esa noche de 1954 podría explicar, tal vez, la decisión de Pizarnik de eliminar las huellas de los diarios anteriores a esa fecha.

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porque se refiere al instante presente. El 22 de mayo de 1966, el diario de Pizarnik registra la propuesta de alguien que le sugiere anticipar la novela mediante un cuento, lo que despierta en la escritora el siguiente proyecto narrativo: […] pensé en un relato que se devora a sí mismo: escrito en forma de anotaciones de diario íntimo, alguien declara no poder anticipar el futuro en un relato pues no cree en el futuro, siente que su futuro no existe. Ahora bien el diario lleva fechas. Y las fechas continúan insólitamente hasta el 2966 (y más lejos aún) en donde el autor del diario, que ya tiene más de cien años [sic.], no se anima a emprender su relato por temor al futuro o, mejor dicho, por no sentirlo (Pizarnik, 2014: 741).

La escritura au jour le jour es equívoca, problemática, estereotipada y difiere de la autobiografía y de las memorias porque no prevé una narración retrospectiva, un proyecto unitario o una escritura panorámica sobre la vida del diarista. Es una búsqueda antropológica, una práctica de vida basada en una serie de huellas fechadas en las que el/la diarista transfiere al papel su amor a la escritura y su miedo al transcurrir del tiempo (Simonet-Tenant, 2004: 12 y ss.). El 17 de noviembre de 1958, Pizarnik escribe: Ahora miro lo pasado y veo destrucción y tiempo perdido. He envejecido en vano. No quiero perder más tiempo. Quiero estudiar algunos meses. Estudiar solamente. Y sobre todo escribir. […] Este diario tiene que devenir más concreto. Hay que poblarlo de nombres, de paisajes, de existencias (Pizarnik, 2014: 249).

Aunque su narración sea ficticia, el sujeto de la enunciación de un diario es histórico y auténtico, y su función narrativa no es fluctuante, sino firme y omnipresente porque cada nueva fecha, cada íncipit remite al yo originario del autor, mientras que la descripción del yo-narrador, en cuanto personaje ficticio, tiende a ocultar su función estructural de sujeto de la enunciación (Mildonian, 2001: 137). El 30 de junio de 1962, Pizarnik anota: Yo quisiera escribir una novela pero al decir yo no pienso en mí sino en la que quisiera ser, la que sería capaz de escribir una novela. También me considero incapaz de escribir en prosa. Pero decirlo es también prosa, decir de mi incapacidad también es escribir (Pizarnik, 2014: 419).

No es por falta de argumentos que los proyectos narrativos imaginados por Pizarnik son todos (pseudo)autobiográficos (en una entrada del 8 de enero de 1964 se lee: “Hablo de mí pues hasta ahora no encontré un tema más interesante”; ibid.: 653), sino porque se trata de textos basados en el desdoblamiento entre sujeto y objeto de la narración, cuyo estatuto oscila entre la realidad y la ficción. De hecho, en toda la producción 203

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pizarnikiana el sujeto de la enunciación se desdobla y multiplica continuamente, lo que complica el tema acerca del yo originario de la autora10. A menudo se nos olvida un dato importante de la biografía de la escritora argentina: Pizarnik se llamaba Flora y a partir de la adolescencia empieza a autodenominarse Alejandra, nom de plume que termina borrando el nombre de pila, al cual remite el yo de la escritura diarística. Es evidente que en el ámbito privado Alejandra no puede sustituir a Flora11, de manera que Pizarnik convive con ellas oficialmente hasta 1955, pero a partir de 1956 hace desaparecer públicamente a la primera firmando sus publicaciones sólo como Alejandra12. Sin embargo, en una de las primeras entradas de los Diarios, fechada el 27 de septiembre de 1954, Pizarnik anota: “la flor es la voz de la tierra” (Pizarnik, 2014: 28), lo que parece remitir a su nombre de pila, como a la voz más profunda. Al día siguiente el yo de la escritura diarística se dirige a un ‘tú’ que remite a su álter ego: Alejandra: recuerda. Recuerda bien todo lo que has oído. Primeramente, debes aprender a separar el sueño de la vigilia. Recuérdalo, y no piensen que “estás desnuda o llevas un traje de vidrio” (Pizarnik 2014: 32)13.

La segunda persona del singular implica un desdoblamiento que es el del monólogo interior mediante el cual el yo se exhorta a la acción, 10

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Los desdoblamientos y multiplicaciones del sujeto, en el caso de Pizarnik, remiten también a la ficcionalización de unas cuantas voces y alucinaciones, tal vez alimentadas por el abuso de medicamentos y drogas de efecto opuesto y contradictorio (calmantes, antidepresivos, anfetaminas, alcohol, etc.), que agravan su sintomatología psiquiátrica y la obligan, en los últimos años de su vida, a sucesivas internaciones en el Hospital Pirovano de Buenos Aires. En el ámbito familiar y escolar, Pizarnik es Flora y también Buma (Flor o Flora en yiddish), Bumita o Blímele (diminutivos del yiddish Buma). Además, el álter ego también tiene diminutivos: Sasha o Sacha (del ruso Aleksandra). Ver Aira (2001), Bordelois (1998), Cohen (2002) y Piña (2005). Del cuaderno de septiembre de 1954 con el cual inician los extractos de los Diarios, Becciu afirma que es el “[p]rimero de los cuadernos de la década de 1950, [y] que lleva en la primera hoja su nombre: «flora alejandra pizarnik»” (Pizarnik, 2014: 1095). También La tierra más ajena (1955), el primer conjunto poético publicado y después rechazado por Pizarnik, está encabezado por el doble nombre de Flora Alejandra, lo que insinúa la necesidad de borrar la huella del nombre propio. De hecho, a partir del conjunto poético siguiente, La última inocencia (1956), Flora desaparece del contexto público, para quedarse sólo en el ámbito familiar y en la conciencia de la escritora que escribe ‘yo’. En ocasiones el tú es el cuaderno, como el 1° de julio de 1955, donde se lee: “¿O tal vez lo seas tú, pobre cuadernillo mío?” (Pizarnik, 2014: 48). O, como el 19 de julio del mismo año, el tú es Alejandra y también el cuaderno: “Alejandra: has de luchar terriblemente. Has de luchar tú y este cuadernillo. Han de luchar ambos, pues los ojos del amado rostro dicen que quizás no esté todo perdido. !Quizás haya aún algo por salvar! ¿Qué?, preguntas. !Tu alma, Alejandra, tu alma!” (Pizarnik, 2014: 75).

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consolándose y/o juzgándose a sí mismo. La alternancia se torna una especie de diálogo teatral entre una autora (el ‘yo’) y una actriz (el ‘tú’), en el que asistimos al enfrentamiento entre ‘ser’ y ‘deber ser’. En esta lucha, el verdadero tiempo del diario ya no es el pasado recién transcurrido, sino el presente de la escritura y al mismo tiempo del análisis, del balance, del reproche, del mando, de la obligación por cumplir (Muñiz Muñiz, 1989: 242). El desdoblamiento entre tú y yo que remite implícita o explícitamente a la oscilación entre Flora y Alejandra se encuentra también en sus poesías, como en Sólo un nombre, el famoso poema de La última inocencia (1956), donde se lee: alejandra alejandra debajo estoy yo alejandra (Pizarnik, 2002: 65).

El yo debajo de Alejandra es el que se desdobla y multiplica, como confirma una entrada del 31 de julio de 1955, en la que Pizarnik, hablando de sí, aclara: […] el sol ilumina las cuatro paredes de mi cuarto. Paredes que son como espejos. En cada una está mi Yo (Aunque no quiera, he de mirarlo siempre) (ibid.: 2014: 114).

Sin embargo, el 6 de noviembre de 1962, escribe: Angustias metafísicas “laicas”: ¿Qué es el yo? Esto lleva a nada pues el yo no existe. […] Todo tiene nombre pero el nombre no coincide con la cosa a la que me refiero (ibid.: 519).

y tres días después anota: No hay ninguna fuerza para seguir portando el proprio nombre. […] Por eso hablo en segunda persona del singular. Lo que digo no me importa, no soy yo mi destinataria. Alguien en mí se quema (ibid.: 522-523).

La continua alternancia entre tú y yo también se alimenta a veces de una tercera persona del singular o de una primera persona del plural (Rocco, 2006a: 32 y ss.; Rocco, 2012: 139 y ss.) o del habla impersonal. Conectada con la afectividad y la temporalidad, la tercera persona del singular es la que permite al diarista mirarse desde afuera e imaginarse en el futuro, cuando el ‘yo’ trasformado en otro ya no pueda dirigirse la palabra mediante una primera persona. Sustitución que señala que la tercera persona glorifica su propia conciencia por conservar, en el espacio de la obra, la libertad de decir ‘yo’ (Blanchot, 2003: 23). En cambio, la primera persona del plural une en sí las entidades que se enfrentan en el diario –el que mira y el que es mirado, quien juzga y quien es juzgado (Didier, 1976: 153)–, lo que vendría a ser también un doble de la pareja 205

Diaros latinoamericanos del siglo XX

tú y yo (Defensa y Acusación), como señala la entrada del 25 de julio de 1962, cuando Pizarnik escribe: Este diario –sea cual fuere su valor estético– podría ilustrar un estudio sobre la contención y la expansión literarias. Pero debo decirme que este diario obedece a una ilusión vil y tortuosa: la de creerme creando mientras lo escribo. Aclaremos (es la Defensa quien habla): todo es más complicado y misterioso que lo que supongo. El yo de mi diario no es necesariamente, la persona ávida y ansiosa que cree sincerarse mientras lo escribe. Además, este diario es un instrumento de conocimiento. Esto no lo creo demasiado (La Culpable se arredra pues sabe que la Defensa es mucho más débil que ella) (Pizarnik, 2014: 429).

Si bien existe la posibilidad de insertar diferentes personas verbales, es evidente que el diario reproduce un discurso íntimo en el cual la totalidad del significado textual está invadida y dominada por la supremacía del yo. La escritura diarística se organiza alrededor de una primera persona del singular que recobra su unidad repitiendo obsesivamente que todo sustituto es sólo un simulacro del yo y de sus relaciones consigo mismo, porque el texto sólo existe en relación consigo mismo (Didier, 1976: 154). El 19 de noviembre de 1962, Pizarnik afirma que: “[s]e dice «yo» y se miente. Se dice «tú», «él», y se miente” (Pizarnik, 2014: 527), porque lleva tiempo conviviendo con dos nombres/entidades (privado y público) y un sólo yo, que sin embargo es y no es ella. El 22 de agosto de 1962 anota: Me siento muerta, mejor dicho, un peso muerto, algo enormemente pesado, no mi cuerpo sino esto que se llama yo. Hasta cuando me llaman por mi nombre, hasta cuando dicen Alejandra, me siento caer sin fuerzas para sobrellevar mi nombre y con muchas menos fuerzas aún, para responder a la llamada (Pizarnik, 2014: 479). Una novela en forma de diario permitiría enfocar a la protagonista –la mujerque-escribe– en su crisis comunicativa, existencial y artística, producida por los dictámenes morales de la sociedad para con las mujeres14, sobre todo en lo que se refiere a la creación, lo que en Pizarnik tiene que ver con la escritura y la sexualidad, fundamentales para entender su vida-obra. En la última entrada de los Diarios del 24 de enero de 1971, se lee: 14

En un reportaje a mujeres trabajadoras e intelectuales argentinas realizado por la revista Sur y publicado en el número 326 de septiembre 1970-junio 1971, a la pregunta acerca de si el hecho de ser mujer le procuró impedimentos, Pizarnik responde de la siguiente manera: “La poesía no es una carrera; es un destino. Aunque ser mujer no me impide escribir, creo que vale la pena partir de una lucidez exasperada. De este modo, afirmo que haber nacido mujer es una desgracia, como lo es ser judío, ser pobre, ser negro, ser homosexual, ser poeta, ser argentino, etc., etc. Claro es que lo importante es aquello que hacemos con nuestras desgracias” (Pizarnik, 2002: 310).

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Los Diarios de Alejandra Pizarnik

Como si escribir me estuviera prohibido. ¿Y por qué no me estaría? La escritura, el sexo: mi ausencia actual de estos dos pilares de la sabiduría. Heme aquí escribiendo en mi diario, por más que sé que no debe ser así, que no debo escribir mi diario (Pizarnik, 2014: 981).

Pizarnik sabe también que existe la posibilidad de publicar parte de los diarios personales bajo seudónimo o bajo el nombre de un personaje ficticio o de un álter ego del escritor (como en el caso de Gide). Sin embargo, para ocultar la coincidencia de identidad entre autor, narrador y personaje, hay que conferir un nombre al narrador del diario. En su caso significaría retomar su verdadero nombre o encontrar un nombre nuevo para publicar los Diarios de Alejandra Pizarnik, lo que habría producido cierta confusión entre su diario verdadero (y el nombre que había que poner en la portada) y un pseudo-diario íntimo redactado por la heroína de una ficción (Didier, 1976: 149). Tal vez por eso y/o por ser muy buena lectora de la literatura francesa (Barège, 2013), Pizarnik parece elegir una tercera alternativa: recurre a su amado Artaud15 para empujar su yo bien hasta el fondo y así transformarlo en una especie de sustancia, un súcubo, un algo poroso tendido debajo y que se deja atravesar. De este modo logra forcener le subjectile (Derrida, 2005: 18 y ss.) hasta hacerlo estallar en una explosión de voces16. Esto se traduce, en los años que anteceden el suicidio de Pizarnik17, en sus prosas erótico-humorísticas, donde unas muñecas dialogan incesante y obscenamente en el teatro cruel de su mundo interior, llegando al paroxismo de ser todas reflexiones del mismo yo, ese ‘subjetil’ que está en el fondo y que resurge de ‘la-que-escribe de su loco afán por (re)escribir(se)’18.

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A la relación entre Artaud y Pizarnik está dedicado un capítulo de Calafell Sala (2008). Para explicar su trabajo con y en el lenguaje, Artaud retoma la noción de ‘subjetil’ –subjectil– que pertenece al código de la pintura y que remite a lo que está tendido debajo, como una sustancia, un sujeto o un súcubo. Existen dos clases de subjetil en el arte: el que se deja atravesar (sujetos porosos que se dejan atravesar como el yeso, la madera, el cartón, el tejido, el papel) y el que no permite el pasaje (metales o fusiones de metales) (Derrida, 2005: 14-15). El suicidio real de Pizarnik está precedido por otro suicidio simbólico; me refiero al aborto que la poeta practicó a finales de septiembre de 1963, del que dice: “Cuando iba a ver al médico, temblorosa y ansiosa por que el asunto estuviera ya acabado me miré en el espejo de una librería y vi la cara de mi madre en lugar de mi cara. […] En ese momento supe que yo, dentro de mí, era mi madre que corría a abortar a fin de que yo no naciera. Como si mi madre hubiera dicho: «Vos vas a hacer lo que yo no me atreví»” (Pizarnik, 2014: 625). Acerca del suicidio en los Diarios de Pizarnik ver Martinetto (2013). Para más detalles acerca de las últimas prosas de Pizarnik, ver Negroni (2003) y Rocco (2006 y 2012).

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Diario y dinero La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro1 Ana Gallego Cuiñas El acto de escribir nos permite aprehender una r­ ealidad que hasta el momento se nos presentaba de forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Julio Ramón Ribeyro Establecer un punto en el caos es reconocerlo necesariamente gris, en razón de su concentración principal, conferirle el carácter de centro original, del cual el orden del universo va a brotar e irradiar en todas las dimensiones. Paul Klee

El gris no es ni blanco ni negro, o mejor: es tan blanco como negro. Un punto no dimensional que para Klee se sitúa en una intersección o en un cruce de caminos. Del mismo modo que la escritura de un diario íntimo establece un punto intermedio en el orden de la ficción y en el caos de una vida, signada por su carácter incompleto, el desorden y la contingencia. En el caso de La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro esto se acentúa hasta devenir en un punto gris intenso que cristaliza “el centro original de su universo” literario: una cruz que es un comienzo del que brota su ficción “en todas las dimensiones”. Ribeyro se dedicó durante décadas a la práctica de una “escritura invisible” –a la manera de aquel diario del protagonista del primer cuento que publicó, en 1949, La vida gris2– que estaba destinada al olvido, o a la marginación, y que sin embargo supuso uno de sus mayores éxitos: La tentación del fracaso. No es baladí que su prístina incursión en el campo literario 1

2

Este trabajo es fruto de una revisión y ampliación del ensayo Diario de un escritor fracasado: las tentaciones de Julio Ramón Ribeyro que publiqué en Eduardo Ramos Izquierdo (ed.), 2011, Réécritures II. Les Ateliers du Sal, 5, Université Paris-Sorbonne. http://www.crimic.paris-sorbonne.fr/IMG/pdf/Gallegof.pdf. El relato fue publicado en la revista Correo boliviano, publicada en Lima por la Embajada de Venezuela (García Higueras, 2007: 21).

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tenga como protagonista a un diarista, Roberto, personaje mediocre, triste y gris como los que más tarde habrían de poblar su orbe narrativo. En el principio estaba cristalizado todo Ribeyro: la práctica del diario, el secreto, lo que no se ve, lo que está al margen. Hay que recordar a este respecto que el peruano no tuvo reconocimiento en su país natal hasta los años setenta3, y que fuera de las fronteras del Perú apenas fue divulgado entre el público. El éxito sobrevino mucho después, en los noventa, cuando publicó dos tomos de su diario y apenas le quedaban cuatro años de vida: Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: he allí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor (Ribeyro, 2008: 509).

A Ribeyro lo empezaron a llamar “gran escritor” –a ambos lados del Atlántico– tras su muerte y esto en gran parte, como he anunciado, debido a su diario. Tal vez en la valoración y los modos de recepción anteriores pesara su condición de “escritor marginal”, no sólo por los temas que abordó en su obra, sino por su actitud como creador, su excéntrica figura de autor, siempre alejado de la fama, tímidamente pudoroso, enemigo de la farándula mediática, las entrevistas y las apariciones en público. Su inclinación al silencio –y al retiro– lo mantuvo alejado de los circuitos del “boom” latinoamericano, como sucedió con tantos otros escritores “fracasados” (véase Arlt, 1997), verbigracia Juan Carlos Onetti. Mutatis mutandis su producción literaria se focalizó en la dinámica de los excluidos, inadaptados, fracasados que transitan por un “mundo más bien sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso, poblado por pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas y marginados, que viven fuera de la historia, la naturaleza y la comunidad” (Ribeyro, 2008: 482-483). Los sentimientos de soledad, frustración, alienación y derrota vertebran toda su literatura4, así como el tono melancólico –con tintes de ironía y cinismo–, elementos que se han convertido en el sello de su identidad narrativa. De otra parte, el autor de La palabra del mudo se nos presenta como un sobreviviente –de la enfermedad y del mercado literario– cuya escritura gira en torno al conocimiento de sí mismo, andando y buscando el sentido de la vida, como demuestra La tentación del fracaso; esto lo llevó, irremediablemente, a sufrir uno y mil “fracasos”, amén de tomar conciencia del ejercicio literario –diario– como forma de aprehensión de la realidad. Esto es: hacer de la escritura una experiencia que reemplaza a la vida. Según 3 4

La palabra del mudo tuvo muy buena acogida en Lima. A partir de ese momento, Ribeyro se convirtió en un personaje popular en su tierra natal. La crítica ha vertido ríos de tinta sobre el pesimismo y el “sereno escepticismo” de la obra de Ribeyro.

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observamos en las páginas que aquí nos convocan, Ribeyro dedicaba la mayor parte de su tiempo a pensar, comparar, dudar y discernir: ahí residió el secreto de su “éxito” como diarista. El pensamiento actuaba en él “como un órgano de enlace entre los estados de conciencia y la escritura. Su misión es ordenar los materiales de nuestra vida interior y librarlos de la arbitrariedad de la escritura” (2008: 82). Y este es, en mi opinión, uno de los valores más apreciables de la poética ribeyriana, cuyo epítome es el diario: la capacidad de enseñarnos a pensar, a ser escépticos, a fracasar, una y otra vez, “cada vez mejor”, como decía Beckett. Explica Ribeyro: La vida sólo se justifica cuando es un combate por el perfeccionamiento individual o por el mejoramiento de la condición humana. Ambas posibilidades pueden excluirse pero también complementarse. Me parece indigna la vida dedicada a la acumulación de bienes materiales, a la búsqueda del poder por el poder, a la conquista de una posición o de un nombre, así como detesto la vida cerril, vegetativa, resignada e incuriosa del pequeñoburgués o del obrero calificado […] El creador es aquel que considera su vida no como un fin en sí mismo sino como un instrumento al servicio de una realidad que lo trasciende: arte, ciencia, justicia, verdad (2008: 304).

Otro de los ejes de su ficción (y en esta categoría incluyo el diario), que secunda lo anteriormente expuesto, es la “ética de la escritura” –Peter Elmore dixit–: el compromiso absoluto con la palabra, la honestidad y el trabajo duro con el lenguaje: “Quién, Dios mío, comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad” (Ribeyro, 2008: 465). La prosa de Ribeyro es realmente austera5, sencilla, precisa, pero ante todo “sutil” y “transparente” (Giordano, 2015:  345). Se caracteriza por huir de la voluptuosidad y del retorcimiento, de las máscaras y de la inautenticidad: “Debo liberarme de la vieja retórica, buscar la simplicidad, la expresión directa, combinar la cotidianeidad de los temas con el interés de la anécdota, el esquematismo del estilo con el buen gusto literario” (Ribeyro, 2008: 36). Así, el peruano es hiperconsciente de la necesidad de encontrar un lenguaje literario propio, un tono que puesto a prueba en su diario –su mejor máscara, la impostura de la “verdad”– transfiere luego a su obra. Por ello alcanza al final la gloria, se salva y encuentra la solución a la muerte, un modo de permanecer: como expuso en sus Prosas apátridas, los conceptos pasan pero las formas permanecen. Y la forma que más permanece de Ribeyro es la de La tentación del fracaso6: el gran punto gris de su vida y de su obra. 5 6

Julio Ortega la ha calificado de “escritura neutral”, fruto de un claro intento de borrar su marca personal de estilo. Alberto Giordano concuerda con esta afirmación: “el diario, en su entramado polifónico tan rico y matizado como el de una novela moderna, y en su carácter de experimento

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1.  El diario como laboratorio de escritura Julio Ramón Ribeyro mostró predilección por los géneros breves, sobre todo por las prosas “laterales”, por aquellas formas no canonizadas como la del diario: obras “ancilares”, construidas sobre la base de la fragmentación y de la discontinuidad, que han llegado a convertirse en el centro de su escritura, como ha indicado Peter Elmore, o en lo que yo llamo “el punto gris”. Desde temprana edad se obsesionó por la lectura de diarios íntimos y leyó centenares de ellos; por esa razón, ya en los años cuarenta, la motivación de la práctica de su diario le vino dada por el deseo de emulación de los diaristas que le apasionaban, como Amiel. Su erudición al respecto es incontestable, y de ella da buena cuenta en su propio diario7 y en conversaciones con sus amigos –que han sido publicadas8. Es decir, llegó a convertirse en un excelente crítico del género, quizá el primero de Latinoamérica, y de toda especie de escritura autobiográfica: correspondencia, memorias, apuntes, etc. Así, en 1953 deja constancia expresa de su admiración por los diarios y publica un artículo titulado En torno a los diarios íntimos, que sería incluido más tarde en La caza sutil (1975). En este ensayo, Ribeyro resalta una cuestión muy interesante que no debe pasar desapercibida: en América Latina hay un vacío incontestable en cuanto a la edición de diarios íntimos: En lo referente al contexto histórico, sea pretendido relacionar la aparición de este género con el fenómeno del protestantismo, en la medida en que este movimiento religioso, con su teoría del libre examen, favoreció la técnica de la introspección […] Hipótesis interesante, y que explica tal vez por qué motivo en Hispanoamérica, donde el protestantismo no llegó a arraigarse, no se han escrito casi diarios íntimos (Ribeyro, 1976: 13).

En realidad, uno de sus propósitos cuando comenzó a escribir fue hacerse merecedor de editar su diario, e incluso explicita en varias ocasiones que hay que “ganarse el derecho” a publicar uno. La alta conciencia de esta práctica, de sus beneficios y trampas9, y su compromiso con la litera-

7

8 9

existencial, es lo mejor que Ribeyro dio de sí mismo como escritor y moralista, probablemente la obra con la que perdure como otra cosa que un narrador ‘menor’” (Giordano, 2015: 345). Son múltiples las referencias a otros diaristas y los análisis de diarios en La tentación del fracaso: Amiel, Léautaud, Stendhal, Jünger, Anaïs Nin, Virginia Woolf, etc. Asimismo, en la entrada del 29 de enero de 1954, ensaya una teoría sobre el género, contenida en La caza sutil. Santiago Gamboa, en la introducción de La tentación del fracaso, dice que uno de los temas preferidos de Ribeyro eran los “diarios en general” (2008: 15). Como advierte Alberto Giordano: “Ribeyro podía abrir su cuaderno a media noche para descalificar la práctica del diario íntimo por disparatada, inútil y casi nauseabunda, sin advertir la paradoja del gesto” (Giordano, 2015: 358).

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tura hacen que sea en extremo crítico con sus anotaciones diarísticas, principalmente a partir de 1960 cuando vislumbra que el diario forma parte de su obra y advierte su publicación futura10. Ribeyro entonces funge de censor de su propia obra, abona la autocrítica, relee asiduamente y se juzga con dureza: “no tiene interés”, “pura basura”, deberían ser “arrojados al fuego”. De hecho, llevó esta actitud inquisidora a sus últimas consecuencias y destruyó el primer diario que escribió entre 1946 y 194911. Quizá, como han afirmado Elmore, Giovanna Minardi o Irene Cabrejos, en su escritura diarística se escondía el deseo de inaugurar el género para Latinoamérica o al menos de ocupar un lugar privilegiado –único– en el espacio literario peruano. Y tal vez, efectivamente, lo haya inaugurado para el campo del hispanismo, e incluso en lo que a la reflexión teórica sobre el género –por parte del escritor– se refiere. Desde luego, hasta la publicación del diario de Ribeyro apenas tenían cabida en la industria editorial hispánica los textos diarísticos, si lo pensamos, por ejemplo, en comparación con la tradición anglosajona –y germánica– o francesa. Pero hoy en día el panorama ha cambiado y la práctica del diario en nuestra lengua está más viva que nunca para escritores, lectores y críticos. Basta pensar en la nómina de diaristas que engrosa este libro o en célebres figuras como la de Ricardo Piglia, quien, en cierto modo, actúa a la manera de Ribeyro anunciando la próxima publicación de su diario de “tapa negra”, toda vez que pone el acento en el soporte material del diario y en su condición de fetiche. Por otro lado, en La tentación del fracaso se hace evidente la sempiterna tensión entre literatura y vida. Para Ribeyro escribir a/el diario ­significaba vivir pasivamente, entregarse, sacrificarse porque sólo cuando dejaba de hacerlo lograba retomar su “vida activa”, su contacto con el mundo: “escribir es una inmolación consciente y razonada que el escritor –el verdadero– hace de su tiempo, de su salud, de sus intereses materiales, de su vida, en suma, para crear un orden de palabras que lo satisfaga. ¿Qué es escribir si no inventar un autor a la medida de nuestros gustos?” (Ribeyro, 2008: 180). De hecho esta dialéctica entre literatura –vida interior, experiencia de la escritura del diario íntimo12– y vida –experiencia de vida exterior, disipada y licenciosa– es el asunto nuclear del diario de Julio Ramón Ribeyro. Giordano afirma a este respecto:

10 11 12

En los últimos años, cuando su enfermedad se agrava, se multiplican las entradas. Dedicados en su mayor parte a comentar los libros que leía, estos diarios –en un acto muy kafkiano– fueron quemados. Por ejemplo, Ribeyro habla de la incompatibilidad entre el amor correspondido y la intimidad, sobre todo en relación con la escritura del diario.

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El ejercicio continuo de la introspección ayuda a esquivar la vida más que a realizarla plenamente, sustituye la acción por la descripción y consume las fuerzas necesarias para la escritura de la verdadera obra; no es más que un simulacro de actividad intelectual y casi siempre tiende a la autocomplaciencia (Giordano, 2015: 355).

Pero este paréntesis diario que sustituye a la experiencia deviene en laboratorio y archivo fructífero que recopila ideas, ayuda al desarrollo de su capacidad de análisis y estimula el encuentro con un “estilo justo” (ibid.:  355): “estimular un poco mi reflexión sobre ciertos tópicos que el pensamiento meramente pensado no alcanza a sistematizar, hacer un poco de ejercicio de estilo y sobre todo reunir materiales –frases, descripciones, ideas aprovechables más tarde en mis artículos o creaciones literarias” (Ribeyro, 2008: 21). Esta dualidad hombre/escritor recorre de principio a fin todas las páginas del diario13. Su mayor dificultad, lo repite en diversos momentos, fue no saber cómo conjugar ambos o no haber podido renunciar por completo a uno de ellos. Esto hace que la contradicción fluctúe continuamente en el diario: ora se inclina por el disfrute de la vida14 –y sobreviene el arrepentimiento–; ora apuesta por el reclutamiento y el ejercicio literario –y sobreviene el agotamiento: He querido llevar una existencia intelectual, pero sin renunciar a las perspectivas de una vida holgada, cuando teniendo en cuenta mi escasa capacidad de acción, la obtención de uno de estos objetivos apareja el sacrificio del otro. De este modo, careciendo de fortuna y no poseyendo un gran talento, estoy condenado a ser un mediocre vividor y un escritor mediocre (ibid.: 226).

Pero lo extraordinario es que siempre prevalece su pasión por la experiencia literaria, el placer que le produce escribir y que no puede compararse con nada, más aún la práctica diarística, de la que no se puede zafar: El diario se convirtió para mí en una necesidad, en una compañía y en un complemento a mi actividad literaria. Más aún, pasó a formar parte de mi actividad literaria, tejiéndose entre mi diario y mi obra de ficción una apretada trama de reflejos y reenvíos. Páginas de mi diario son comentarios a mis otros escritos, así como algunos de éstos están inspirados en las páginas de mi diario (ibid.: 1).

En rigor, La tentación del fracaso funcionó para Ribeyro ante todo como laboratorio de escritura, como taller o borrador, como reflexión 13 14

Este también es uno de los temas que aborda el cuento Escritor fracasado de Roberto Arlt (1997). “No creo que mi felicidad resida en el estudio, ni en la formación interior, ni en la creación literaria. Para todo eso tendré tiempo más tarde. El amor y la juventud, en cambio, son fugaces, y debo asirlos desesperadamente antes que se reduzcan a mera invocación” (Ribeyro, 2008: 41).

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sobre la condición del artista y la dificultad de su oficio15; constituye en este sentido parte de su vida –de su (auto)figuración de autor– y de su poética. El peruano analiza sus propios cuentos y novelas, revelando su insatisfacción, y las obras de otros escritores, resume debates intelectuales y comenta las tertulias literarias a las que asiste. Sin duda, el diario llegó a convertirse en su instrumento de trabajo, en el lugar donde germinan el pensamiento y la “otra” ficción: Quiero tan sólo anotar algunas impresiones fugaces que más tarde placería recordar, estimular un poco mi reflexión sobre ciertos tópicos que el pensamiento meramente pensado no alcanza a sistematizar, hacer un poco de ejercicio de estilo y sobre todo reunir material –frases, descripciones, ideas– aprovechables más tarde en mis artículos o creaciones literarias (ibid.: 21).

Con lo cual el diario se convierte en el núcleo generador –punto gris– de su escritura, en diálogo permanente con otros textos suyos. Verbigracia, ciertos fragmentos que conforman Prosas apátridas cuya hibridez es reflejo a su vez del carácter diarístico; o las opiniones literarias que vierte acerca de ciertos libros y autores (especialmente franceses) en La caza sutil, la recopilación de sus ensayos y de sus artículos periodísticos; o los textos de Dichos de Luder, que se yerguen en la zona intersticial del ensayo y de la ficción y cuya forma breve, concisa e intensa, recuerda también al diario. González Vigil, Peter Elmore o Susana Zanetti han estudiado este intercambio de escrituras entre el diario y los textos mencionados, aunque no en su totalidad. Aún queda pendiente un estudio a cabalidad de esta urdimbre textual –esos hilos comunicantes– que teje Ribeyro y de la manera en que el diario arroja una nueva luz –hilo conductor de lectura– sobre determinadas publicaciones como Gallinazos sin plumas, Silvio en el rosedal, Sólo para fumadores o los Relatos santacrucinos. Sin embargo, como indicó Blanchot, el diario también es un tipo de escritura que permite retardar el momento inexorable de la otra producción. Y en Ribeyro esto se lleva al extremo, puesto que el diario incluso reemplaza a la “obra” y funge de coartada para el escritor: “no escribir lo que deberíamos escribir y escribir solamente acerca de los problemas y perplejidades que nos plantea nuestra vocación, de modo que el diario termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos. En mi caso confieso que he tratado de sortear estas dificultades, si bien sé que por épocas y en muchos casos he sucumbido a ellas” (ibid.: 2). A la manera del cuento de Roberto Arlt Escritor fracasado, la no consecución de la 15

Véase, por ejemplo, la entrada del 21 de diciembre de 1953, donde analiza la unidad del conjunto de su obra, que según él reside en la forma, la actitud psicológica y su concepción técnica de considerar el cuento como una unidad de tiempo, lugar y acción (ibid.: 47-48).

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escritura de la “obra” apunta al fracaso. Entonces, Ribeyro relata en un diario su “fracaso” para hacerlo materia, y de esta forma fracasar “menos” o “fracasar mejor”. Y sobre esa base cimenta su figura de autor: Es algo muy extraño llevar un diario. Yo he leído centenares y hasta ahora no he encuentro el principio primero que los gobierna. A veces se escribe un diario por arreglar cuentas consigo mismo o con los demás. O para preservar una identidad amenazada por el trajín y el caos de la vida cotidiana. O para luchar contra la depresión. O para dejar una buena imagen de sí para la posteridad. O para fijar ciertos recuerdos que nos pueden ser útiles más tarde. Y por tantas razones. No sé si sería aconsejable llevarlo. Un diario puede matar a un escritor, pero también salvarlo. Del suicidio por ejemplo16. O del olvido (Ribeyro, 1998: 85-86).

Y un diario se lee por la ilusión de verdad y de inmediatez que proyecta, lo cual, sumada al lenguaje desprovisto de ornamentación, hace del texto lo más parecido a “la vida en directo” de los escritores; y ya sabemos la importancia que ha cobrado hoy en día “la vida real”, “lo verdadero” (véase Arfuch, 2002). De ahí gran parte del éxito del género y del fervor que ha despertado en los lectores que lo consumen “crudo”. Es necesario por tanto pensar en cómo leemos este tipo de textos, en el valor del diario, su marginalidad como género y su centralidad en escritores como Ribeyro, que lo cimenta en la ausencia, en el silencio, en la construcción del artificio que implica toda ficción: “el diario, por más verosímil que fuera, ya implicaba una parte de ficción sólo por el hecho de callar ciertas cosas, que era una especie de montaje de la propia vida, y, en esto, ya había un trabajo de tipo ficcional”17. Si lo leemos en clave ficcional observamos cómo se constituye el “personaje Ribeyro” como sujeto –autor– fracasado y escindido. Porque si su narrativa se instala en Perú, el diario lo hace en Europa y se narra desde el punto de vista del exilio o la extranjería (Zanetti, 2006: 66) para simular un universo textual íntimo, alejado del “exterior”. Este universo viene a reparar dos pérdidas: la muerte del padre, tal y como se indica en el comienzo del diario y en el cuento titulado justamente Página de un diario (Zanetti, 2006: 68); y la separación de su tierra natal: el Perú. Así como Borges encontró el Aleph cuando perdió a Beatriz Viterbo, Ribeyro se hace con la pluma y el escritorio del padre cuando éste muere, para ganar una literatura en forma de diario. Para reparar una pérdida. Para revelar una escisión.

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También escribe: “‘Todo diario es un lento suicidio’. Soy muy cobarde para quitarme la vida. Por lo demás, mi ‘yo’ es un motivo decepcionante de observación. El mundo es más atractivo. Debo volcarme en él” (Ribeyro, 2008: 13). Véase Cabrejos, 2005.

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2.  Literatura y dinero: una figura de autor El diario comprende un lapso amplio que va desde 1950 a 197818, y está compuesto de tres partes principales: la década de los cincuenta, en la que malvive para poder escribir y experimenta romances apasionados; la de los sesenta, en la que trabaja en France Presse, se casa y tiene un hijo; y la de los setenta, en la que consigue la estabilidad –un puesto en la Embajada de Perú y luego en la Unesco– y comienza definitivamente a quebrarse su salud (véase Ribeyro, 2008: 566)19. Uno de los grandes temas de La tentación del fracaso, que me interesa especialmente, es el dinero: el modo en que se define la relación entre literatura y economía, la reflexión sobre las condiciones de producción, los procesos de la escritura y la tasación del valor (simbólico y económico) de la literatura. En principio, el diario es un género desligado del dinero, del mercado, de la venta. Una escritura “pura”, que no circula, que se guarda aparte, en secreto. Pero Ribeyro no era ingenuo y sabía que el género tenía un mercado, que no hay producción “pura” y que el autor tenía que poseer un capital simbólico previo para publicarlo. Así, el peruano se encarga de reunir las condiciones materiales y simbólicas suficientes para producir con cierta continuidad su diario, orientándolo al final de sus días al mercado. Como he dicho más arriba, desde los años sesenta advierte que esas páginas constituyen una parte importante de su obra y pueden ser editadas: entonces cambia de estilo (más íntimo, deviene en el prototipo de personaje diarista) y los temas se concentran en la enfermedad (Giordano, 2015: 358). Pero reparemos en otra línea de lectura, más invisible, de La tentación del fracaso como ficción para analizar cómo construye Julio Ramón Ribeyro su figura de autor –su personaje en el diario– en virtud de su posición marginal en el campo literario y, en consecuencia, de sus problemas con el dinero. Por una parte se reiteran las menciones a la guerra que libró contra las penurias económicas (tuvo que emplearse en múltiples trabajos) que lo abocaron a la búsqueda constante de dinero para poder mantenerse, ya que cuando lo tenía (incluso la herencia del padre) lo gastaba rápidamente, se arruinaba y debía idear nuevos medios para mantenerse: 18

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Está dividido a su vez en varios diarios cuya denominación es consignada por el lugar donde se escribieron: diario limeño, parisino, madrileño, muniquense, atuerpense, berlinés (para Ribeyro, el mejor junto con el de Lima), ayacuchano, etc. Sus diarios están vinculados al espacio, además de su subordinación primera al tiempo y a la escritura al hilo de los días, los años, las décadas: “Un diario no se escribe ni se puede escribir, ni siquiera los literarios, creo, fuera de la gravitación que impone el fluir temporal, como se puede escribir, por el contrario, una novela o un poemario” (Alberca, 2000: 15).

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“Todo dinero que llega a mis manos se quema, se desvanece. Y esto es tan viejo como mi memoria” (Ribeyro, 2008: 355). Ribeyro se legitima en este horizonte como un escritor con “otra” ética, apartado de la mercadotecnia y de las modas literarias. Incluso deslegitima a otros colegas “profesionales” como Carpentier, Manuel Scorza, Rodolfo Hinostroza, Pablo Macera –“calculador”– o Vargas Llosa, que es descrito como “poco flexible”. Su prioridad en cambio era ejercer su “verdadero” oficio, vivir para escribir (y no al contrario), conseguir el dinero suficiente para ser libre y entregarse a su obra. De esta situación deja harto testimonio: Yo establezco una diferencia nítida entre escribir y publicar. Escribir es para mí un asunto personal, una tarea que me impongo porque me agrada o me distrae o me ayuda a seguir viviendo. Publicar, en cambio, es un fenómeno diferente, una gestión que encomiendo a otra parte de mi ser, al administrador, bueno o malo, que todos tenemos dentro. El autor se desentiende del administrador, el cual generalmente considera a la obra como una mercancía y la vende a quien sea para equilibrar el presupuesto doméstico. De este modo puedo decir sin contradecirme que escribo porque me gusta y publico para ganar dinero. Lo que no impide reconocer que no me gusta todo lo que he escrito y al cabo de veinte años de publicar he ganado sumas irrisorias que el decoro me impide precisar (ibid.: 527).

Bajo este prisma, se retrata como un personaje decimonónico, desde el romanticismo que desliga el arte –y su aura– del mercado (escribir / publicar; autor / administrador), un escritor fracasado –y escindido–, desamparado y alejado del materialismo del sujeto burgués; superior a éste moralmente (Giordano, 2015: 351), aunque doblegado a los bemoles de la industria literaria para poder sobrevivir20: Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable (Ribeyro, 2008: 449).

Como ha probado Roberto Arlt, el dinero es el mejor novelista del mundo, y Ribeyro novela en su diario los distintos oficios y artimañas que emplea para producirlo, fabricarlo, ganarlo en aras de ofrecernos una (auto)figuración de autor marginal que sobrevive al “fracaso” como puede: de gerente pasa a conserje (saca cubos de basura cuando está

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De hecho se preocupa por el bienestar económico de su familia cuando su enfermedad avanza: la publicación del diario pudo ser fruto de esta inquietud.

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justamente escribiendo Los gallinazos sin plumas)21, de recolector de papeles y periódicos a pedir préstamos a amigos y conseguir subsidios para estudiar alemán en Múnich. Y, por supuesto, pierde dinero o se lo roban y se lamenta: “Yo solamente pido paz, el tiempo suficiente para escribir, dinero para libros y cigarrillos” (ibid., 2008:  356). O: “Hasta ahora me considero como un hombre que ha sido aplazado en todas las pruebas de la vida. Me acerco a los 40 años sin gloria, ni dinero, sin salud, sin influencias, sin tranquilidad, sin perspectivas” (ibid.: 329). Así las estrategias que utiliza para legitimarse como escritor pasan por crear una imagen de sí mismo siempre en el borde, en el horizonte trágico del perdedor, del fracasado, del sobreviviente que no tiene ni para comprar un lapicero. Hay algo épico en este diario, sin duda. Y honesto. Sin embargo, esa doble tensión de la palabra como signo lingüístico y económico que recorre buena parte de La tentación del fracaso se resuelve a su favor: al final siempre consigue el dinero –publicando o con otros trabajos– que necesita para hacer posible la condición material de la escritura, y de la lectura, para “ganar” tiempo: La práctica del gasto sin reservas, tan autodestructiva como excitante, no se sostiene sin la provisión continua de recursos sacrificables. Ribeyro se las arreglaba bien para conseguirlos (no sólo llegó a ser diplomático sino que pudo conservar el puesto después de la caída del Gobierno que lo había nombrado), no sabía vivir pero sabía cómo administrar las agonías de la supervivencia para garantizarse la repetición (Giordano, 2015: 351).

Ahora bien, los entresijos de la industria editorial apenas asoman. El tiempo es oro y Ribeyro trabaja únicamente para poder escribir y sacar a la luz su ficción, que habría de propiciarle vivir de la literatura: la circulación y la recepción de su obra parecen no interesarle22. Es conocido que muchos de sus textos estaban trufados de erratas porque no dedicaba tiempo suficiente a la corrección: necesitaba publicar para obtener dinero. Susana Zanetti apunta a algo similar: la tentación del fracaso actúa como muro tanto frente a los reclamos familiares de los primeros años europeos, como a las imposiciones del mercado, 21

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Fue “conserje de un hotel, cargador de bultos en un estación de ferrocarril y se dedicó al ramassage, que consistía en recoger periódicos viejos de las casas y venderlos al peso” (García Higueras, 2007: 22). Y escribirá: “espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud sicológica” (Ribeyro, 2008: 224). Aunque sabemos que le preocupaba. Cuenta Daniel Titinger que cuando Gallimard publicó Charognards sans plumes “En la solapa del libro no aparecía su fotografía, sino la de un escritor africano, un moreno que llevaba su mismo apellido. Ribeyro, cuentan sus amigos, permaneció varias horas escondido en su casa. No por miedo a que alguien lo descubriese en la calle –no era conocido en Francia, y el tiraje de la novela apenas pasó los mil ejemplares–, sino por timidez, por vergüenza” (Titinger, 2014: 35).

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de un sujeto celoso de su libertad y que, como defensa de una ética de escritor, se ampara en el apartamiento, soslayamiento o aceptando a regañadientes el éxito. Ni los tratos con los editores, las discusiones o los acuerdos por derechos de autor, ni la recepción crítica de sus libros son tema recurrente del diario (Zanetti, 2006: 64-65).

Es más, como ha observado Esperanza López Parada, los períodos más activos del diario coinciden con los de escasez económica (ver Minardi, 2004: 85). Ribeyro pues se alimenta del signo narrativo, que se convierte en riqueza que produce más signo narrativo. En este sentido, La tentación del fracaso es un diario de efectos, de las consecuencias de las acciones de otros –casi siempre negativas– y de las duras situaciones por las que pasó Ribeyro, siempre más interesado en “analizar sus sentimientos que en buscar las causas” (Alberca, 2000: 41). Más de seiscientas páginas impregnadas de duda, remordimiento, desazón y abatimiento, en las que los momentos de dicha suelen ser silenciados. Porque, pienso, lo que realmente podemos compartir es la desgracia: en la tragedia, de un modo u otro, nos proyectamos, empatizamos, nos unimos en colectividad. La felicidad, sin embargo, nunca puede ser compartida; es un sentimiento solipsista, individual, irremediablemente subjetivo que nos desune y nos singulariza. Ribeyro desarrolla una reflexión muy enjundiosa a este respecto: Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa. Parece que en él quisiéramos depositar muchas cosas que nos atormentan y cuyo peso se aligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno. Es una confesión apartada del rito católico, hecha para personas incrédulas. […] Todo diario es también un prodigio de la hipocresía. Habría que aprender a leer entre líneas, descubrir qué hecho concreto ha dictado tal apunte o tal reflexión. Por lo general se analiza el sentimiento pero se silencia la causa. […] Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad. Soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad. […] Todo diario íntimo es un síntoma de debilidad de carácter, debilidad en la que nace y a la que a su vez fortifica. […] En todo diario íntimo hay un problema capital planteado que jamás se resuelve y cuya no solución es precisamente lo que permite la existencia del diario (Ribeyro, 2008: 29-30).

Y el problema capital de nuestro peruano fue la persecución de la escritura de un “gran libro”, su “obra definitiva”. Ribeyro pensaba que esto vendría de la mano del género novelístico; pero se sentía fracasar en este terreno, incómodo y esforzado. No obstante, en el diario –que practica en parte para solucionar este problema– halló esa “comodidad”, un estilo propio, el modo de hacer algo “importante”23, el punto gris de su obra. Es 23

Escribe: “si alguna vez escribo un libro importante, será un libro de recuerdos, de evocaciones. Este libro lo compondré no sólo con los fragmentos de mi vida, sino con

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decir, la escritura diarística –la búsqueda a través de este género– fue la que al final lo condujo al éxito, la que le dio capital simbólico y económico: el medio devino en fin. Probablemente si hubiese creído que uno de sus textos era su “obra definitiva”, que ya todo estaba acabado, que había triunfado, no habría seguido escribiendo el diario; esto es: siguió fracasando para fracasar mejor. Por eso, este diario constituye su más importante “legado literario”: La tentación del fracaso es la gran obra de la vida de Ribeyro, quien sentenció: “El gran escritor no es el que reseña verídica, detallada y penetrantemente su existir, sino el que se convierte en el filtro, en la trama, a través de la cual pasa la realidad y se transfigura” (ibid.: 521). Porque, como también dijo: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada” (ibid.: 423). Y el gran escritor Julio Ramón Ribeyro, un artista de genio, supo tejer a diario un texto que nos enseña a mirar esa “trama gris” que es la vida desde –entre– uno de los lugares más valiosos: el punto –de vista– gris.

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Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul, diario de vida y de muerte de Gonzalo Millán Rodrigo Hasbún El poeta chileno Gonzalo Millán tenía cincuenta y nueve años cuando, en mayo de 2006, supo que padecía cáncer pulmonar. Considerado una de las figuras más representativas de la llamada generación del sesenta, también conocida en Chile como la postvanguardia poética, había vivido la mayor parte de su vida adulta en el exilio (de 1973 a 1984 en Canadá, de 1987 a 1997 en Holanda), un factor crucial no sólo en relación con el forjamiento de su poética sino también con un entendimiento episódico de su vida y de su propia constitución como sujeto. Aunque nunca hubiera frecuentado el género, dos semanas después del diagnóstico empezó a llevar un diario, dedicado en gran medida a su paulatino deterioro y a la inminencia del fin. El poema que hace de epígrafe en el diario, publicado póstumamente bajo el título de Veneno de escorpión azul. Diario de vida y de muerte (2007), ofrece claves decisivas para entender los modos en los que el autor concibió esa escritura y las funciones que ésta asumió en los que serían sus cinco últimos meses de vida. Lo cito a continuación: Diario morir / Diario vivir Diario de vida / Diario de muerte Hechos consumados / Desechos consumados El día a día. Células grandes. En el umbral de la muerte / Cerca del fin Poemas a la muerte / Poemas de despedida de la vida Jisei Adiós al pasado Testamento / Preparación para el viaje (Millán, 2007: 7).

Me gustaría señalar tres dinámicas que aparecen condensadas en el epígrafe como base de estas breves consideraciones. En el antepenúltimo verso Millán menciona el ‘jisei’, una tradición japonesa del poema de despedida, la última intervención de quien, dada las circunstancias de la agonía, debiera disponer de una perspectiva novedosa sobre el proceso

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de su propia muerte pero también sobre la muerte en sí1. Gracias a esa perspectiva paradójicamente privilegiada, el jisei se concibe como una ofrenda de parte del poeta moribundo, a su familia y a sus amigos en primera instancia y, más adelante, a sus lectores, que tarde o temprano deberán enfrentar ese tránsito inevitable que ahora atraviesa él. Así, la lógica de la ofrenda podría extenderse a todo el diario, que se constituiría como una bitácora generosa del que está a punto de partir, metáfora de viaje presente en el mismo epígrafe. El primer punto que deseo enfatizar es, entonces: Veneno de escorpión azul es ante todo una indagación de lo que significa experimentar la cercanía de la muerte (en el caso de Millán, un estado prolongado a lo largo de varios meses, aunque él no disponga de ninguna certidumbre sobre su propia duración y deba enfrentarse a cada día como potencialmente el último), una especie de jisei que, salvadas las contradicciones temporales que esto implicaría, se formula no sólo en los nueve versos citados sino durante cientos de páginas. Un segundo punto tiene que ver con el uso múltiple del término ‘diario’ en los primeros versos del epígrafe, lo que revela desde el principio una comprensión plena de la complejidad del género. El juego de palabras insiste en el origen de su denominación, en sus cualidades constitutivas, donde el diario escrito a diario se forja además como un lugar ideal para escarbar en lo diario (lo cotidiano y rutinario, aquello que sucede una y otra vez en apariencia sin revestir mayor interés). Retomando el epígrafe, en este caso lo diario se cifra en términos del “morir” y el “vivir” señalados en el verso inicial, y lo que se hace a diario es atestiguar esos procesos simultáneos, con el propósito de ofrendar luego el resultado en la forma de un diario. La triple acepción del término da una buena medida de la materia de la que se dispone, del método que se emplea para abordarla y del género en el que rigen algunas características definidas, entre ellas el marcado interés por registrar las oscilaciones del entendimiento que tiene de sí mismo quien lo escribe. Por último, vale la pena señalar que el verso final del epígrafe (“Testamento / Preparación para el viaje”) termina de cifrar una tensión que, en consonancia con lo ya dicho, determina los contornos del ejercicio diarístico de Millán. Esa escritura sucede en la conciencia del límite de dos temporalidades que se interpelan entre sí: la del presente de la escritura, en el cual ésta se asume como una suerte de práctica anticipatoria (“preparación para el viaje”), y la de su condición material posterior (“testamento”), que el autor amenazado por la desintegración asume 1

En sintonía con esta noción, señala Millán en la que sería su última entrevista: “Acercarse a la muerte en vida es alcanzar una plenitud vital que la gente corriente no alcanza. Uno, sencillamente, entra a otra dimensión […]” Véase García.

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Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul

como más duradera que su propia corporalidad. En otros términos, el impulso de la escritura evidenciado en ese verso final señala al menos dos dimensiones: una terapéutica y otra testamentaria. Las dos aparecen colindantes e incluso superpuestas a lo largo del diario, y en la tensión entre ellas se origina un núcleo dramático poderoso y contradictorio: Millán se prepara para morir sin que esto implique al mismo tiempo dejar de luchar por sobrevivir. La ofrenda, el prolongado ejercicio del jisei –lo que se deja atrás, el último legado– se forja entre esas dimensiones implícitas.

1.  La experiencia traumática En Veneno de escorpión azul una circunstancia excepcional corroe la cotidianidad de Millán, que ya en la primera entrada del diario entiende la magnitud del impacto que tendrá en él el diagnóstico de la enfermedad, no sólo físicamente sino también en los modos en los que se piensa a sí mismo. Anota el sábado 20 de mayo de 2006, a las 19:00: “[…] me encuentran un tumor canceroso en el pulmón izquierdo […] La noticia del cáncer lo cambia todo, antes y después de mayo 06” (ibid.: 9). Desde esa primera entrada las coordenadas del diario quedan establecidas: Millán aparece ya inserto en ese “después” que desconoce y teme, y que a partir de entonces se dedicará a explorar. Así, desde el principio la escritura del diario exhibe con toda claridad aquello que la condiciona –a diferencia de tantos otros diarios, en éste no hay un cuestionamiento por la naturaleza de la empresa ni por los motivos que la impulsan–, y en medio de esas circunstancias extremas, debido a ellas, se instrumentaliza. Para compensar su desconocimiento y su temor, el diarista intenta domesticar la incertidumbre desde la escritura. De esta forma, podemos pensarla como un intento de salida simbólica, un mecanismo de liberación del impacto que la noticia produce en él. Al asediar una y otra vez lo que le sucede, Millán desea activar un lento proceso de recuperación. Si después de la crisis lingüística encarnada en su libro Virus (1987) el autor había optado por el silencio –un silencio editorial que duró quince años–, con la escritura del diario se presenta más bien una incontinencia verbal, así como una búsqueda desesperada de sentido y la necesidad de entendimiento o aceptación que suelen perseguir los relatos motivados por una experiencia traumática. Señala Birkerts al respecto: “[…] trauma-based accounts are very often private salvage operations. Rather than assuming continuity, they must, at the deepest level, reflect and somehow compensate for its destruction” (Birkerts, 2008:  145). Aunque Birkerts se refiera únicamente a libros de memorias o autobiografías, el diario pareciera ser un lugar aún más propicio para asumir la discontinuidad de una experiencia que justamente cuestiona la construcción de la identidad integrada que suele dominar esos géneros. En este caso, la dispersión 227

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intrínseca del diario encarna y refleja la dispersión del proceso interior que experimenta el sujeto desestabilizado, cuyo fin es reinstaurar cierto dominio sobre sí mismo. Continúa Birkerts: Psychologists often talk of the “repetition compulsion” –the process whereby an individual keeps symbolically reenacting a distressing situation, hoping to master it, to get it right and be free of it. It’s no stretch, I think, to see the work of these memoirists as a purposefully undertaken repetition, the goal being comprehension and exorcism: psychological control (ibid.: 145-146).

Millán es incapaz de abandonar el tema de su propia muerte en su diario. Directa o indirectamente, son cientos de páginas que indagan sobre ese proceso único. Como señalaba antes, el impulso psicológico de la empresa es primordial y la escritura, en primera instancia, parece ser un instrumento para lograr algún tipo de sanación o consuelo. ¿Es posible escribir claramente sobre lo que significan la enfermedad, la condición liminar del moribundo, su insidiosa espera? Una y otra vez, obsesivamente, Millán intenta hacerlo. A medida que profundiza en la complejidad de la experiencia, en procura de acceder a ella plenamente, las entradas del diario buscan fijar con precisión los detalles de la travesía y se transmutan en un ejercicio literario poderoso, que el autor intercala con poemas que persiguen el mismo fin: ahondar desde el lenguaje en la transformación que la noticia de la enfermedad ha desencadenado. Volvamos a la primera entrada. Millán narra ahí cómo acaban de hacerle una cintigrafía, uno de los numerosos exámenes practicados en las dos semanas que se extienden desde la noticia de la enfermedad hasta el inicio del diario. Dos días después, según señala en esa primera entrada, le practicarán una broncoscopía, el último paso antes de que le ofrezcan un diagnóstico más preciso y un tratamiento a seguir. En la espera de esos resultados adquiere relevancia la incertidumbre del diarista, constreñido a restricciones temporales infranqueables: confinado en el presente, sólo puede escribir a retazos sobre eso que sigue en marcha, de lo cual no puede adelantar nada mientras no pasen los días y él mismo se entere de lo que sucederá. Unas páginas después se confirma lo peor y, dado que ahora literalmente tiene los días contados, la dimensión temporal cobra aún mayor relevancia y densidad. Surgen entre estas primeras entradas dos constantes adicionales. Por una parte, Millán asume la observación de su cuerpo como el espacio más propicio para narrar los trastornos y las tensiones que emergen en torno suyo. Por otra parte, se insinúa una desconfianza hacia la medicina y la ciencia en general, lo que origina la necesidad de recurrir a otro tipo de discursos que le ayuden no sólo a explicarse su estado actual sino también a contrarrestarlo. “Hoy no resulta visita a vidente de Puente Alto” (Millán, 2007: 9), escribe en la ya señalada primera entrada. A lo largo del 228

Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul

diario siguen varias otras en las que busca fuentes alternativas de alivio, entre ellas el veneno de escorpión azul que finalmente da título al volumen y que debiera de ayudarlo a combatir por medios naturales el cáncer pulmonar. En los meses siguientes, Millán confía en las posibilidades del antídoto –un veneno que debe sanar–, así como en las galletas de marihuana que le ayudan a mitigar las molestias. Paralelamente a estos métodos alternativos, y con una constancia mayor, surge otro método de confrontación: la escritura del diario, practicada en los confines del espacio doméstico en el que Millán se recluye. Observador atento de sí mismo, anota el segundo día de escritura en el diario, el domingo 21 de mayo de 2006, a las 17:15: “Noto que el tema de la muerte y la enfermedad me causa un enorme pudor, que quizás sea puro temor” (ibid.: 10). Como ya vimos, sin embargo, en el diario la muerte es el tema central: este es un diario de alguien que se está muriendo, alguien que además está aprendiendo a decírselo a sí mismo y a aceptarlo. En un género que conecta de forma directa la literatura y la vida, el tema adquiere una fuerza inusitada debido al carácter testimonial que va adquiriendo la escritura y a la certidumbre extratextual de que el diarista que escribe sobre su experiencia agónica ha muerto ya. En el caso de Veneno de escorpión azul, el lector es advertido en la nota inicial de que se trata de un texto póstumo, lo que hace que la experiencia de Millán resulte aún más desoladora y que sus intentos de conjurar la situación –por medio de la medicina pero también de las drogas, la superstición y la escritura– sean aún más conmovedores. “Parece que esto se acaba, esto se termina. El fin se anuncia” (ibid.: 14), escribe muy pronto también, buscando desde entonces convencerse de su nuevo estado, propósito que atraviesa el volumen. Como señalan innumerables testimonios ajenos además del diario, Millán es elusivo con sus amistades y en las pocas entrevistas que ofrece en este tiempo se niega a discutir su enfermedad, aun cuando en ocasiones mencione la escritura de Veneno de escorpión azul. Es ahí donde intenta cifrar aquello a lo que lo ha expuesto la experiencia traumática: lo que se ubica más allá de cualquier comunicación posible pero también lo que en la aséptica sociedad burguesa se intenta disimular. El diario como tal será el espacio idóneo para intentar asomarse a ello y para forjar, desde el aislamiento, las últimas palabras, el jisei mencionado al principio. Al respecto ayuda traer a colación la lectura que hace Felman sobre Benjamin y su texto El narrador: Medieval paintings represent the origin of storytelling: they show the archetypal or inaugural site of narration to be the deathbed, in which the dying man (or the original narrator) reviews his life (evokes his memories) and thus addresses the events and lessons of his past to those surrounding him. A dying speaker is a naturally authoritative storyteller: he borrows his authority from death. 229

Diaros latinoamericanos del siglo XX

Today, however, agonizers die in private and without authority. They are attended by no listeners. They tell no stories (Felman, 2002: 28).

El narrador evocado por Benjamin funda su autoridad en la experiencia –la suya propia o la transmitida por otros– y ésta en última instancia se legitima aún más ante la presencia de la muerte, revelando en la puesta en escena del relato del moribundo un intercambio más fluido entre vivos y muertos. En el diario de Millán a menudo encontramos la situación inversa: el moribundo se siente culpable por su estado y ha perdido autoridad ante sí mismo (y ante los otros, dado que la culpa es acompañada por la vergüenza), lo que desemboca en una dificultad mayor para contarse y contar su propia historia, para transmitir la experiencia que se desvanecerá con la muerte. Surge como consecuencia la no-narración del diario, el intento siempre fallido de condensar su situación y, en suma, la imposibilidad de escribir sistemáticamente sobre lo que ha producido la experiencia traumática. Millán no se da por vencido, arremete una y otra vez. En Veneno de escorpión azul se consignan las huellas de esa lucha intensa.

2.  Cartografiar el presente Aunque las entradas del diario apelen en ocasiones a un tiempo futuro o suceda en ellas un cuestionamiento del pasado que eventualmente podría arrojar alguna luz sobre lo que experimenta el diarista, esas ramificaciones hacia otros tiempos son secundarias. La conciencia del final –un final que no se puede localizar ni predecir y que, por lo tanto, en espera de él, se vuelve aún más perturbador– amplifica por su parte la posibilidad de concebir la escritura diarística en función de los límites que la determinan: para empezar, los límites de las entradas que conforman el diario, en las que el diarista debe enfrentarse al final respectivo de cada una de ellas, así como a su incertidumbre esencial, pues siempre es posible que cualquier entrada sea la última, aquella que determine el fin del texto. Teniendo esto en mente, cobra especial relevancia la fragmentación como tal. Ésta no sólo es formal sino que además responde decisivamente al entendimiento del yo que está en juego y que se despliega a lo largo del texto. Si Ricoeur, entre otros autores, plantea que la identidad se articula en términos narrativos –“To answer the question ‘Who?’ as Hannah Arendt has so forcefully put it, is to tell the story of a life. The story told tells about the action of the ‘who.’ And the identity of this ‘who’ therefore itself must be a narrative identity” (Ricoeur, 1988: 246)–, es en lo disperso y en lo constantemente interrumpido del diario que se rechaza la posibilidad de una construcción teleológica del sujeto y que inciden de forma más directa los límites temporales del género: por una parte, su confinamiento (el día invariablemente tiene 24 horas); por otra parte, de 230

Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul

nuevo, su incertidumbre (es imposible saber qué sucederá fuera de ese confinamiento, al día siguiente). Fiel a estas coordenadas, el diarista que es Millán explota al máximo el potencial de una escritura abocada al día a día y, también, del diario como un espacio ideal para desplegar su entendimiento de la identidad como una entidad cambiante, contradictoria, divergente, características aún más visibles tras la aparición imprevista de la enfermedad. Aun cuando las circunstancias pudieran empujarlo en esa dirección, Millán no escribe en estas páginas una autobiografía encubierta ni un borrador de libro de memorias que, en uno u otro caso, busquen atar los cabos sueltos de su trayectoria vital o sugieran constancias que lo habrían constituido a lo largo de ella. En términos de Strawson, rechaza una experiencia diacrónica de sí mismo por una más bien episódica, en la que “one does not figure oneself, considered as a self, as something that was there in the (further) past and will be there in the (further) future” (Strawson, 1997: 190). Esta discontinuidad del yo, refractaria a una historización clara, encuentra en el diario un espacio asimismo discontinuo donde puede exhibirse con toda naturalidad. De esta manera, los fragmentos del diario que apelan a otros tiempos no articulan ninguna tensión dramática entre sí ni crean una ilusión de continuidad. Al contrario, en el diario todo es inmediatez e incluso los recuerdos consignados importan más en relación con el acto mismo de recordar que con lo que evocan. El afán testamentario no lleva a Millán a sugerir una conquista heroica del tiempo que le ha sido dado (en el que publicó tantos libros y ganó tales premios, por dar ejemplos obvios), sino a asumir el fracaso en lo que se concibe desde el principio como un encuentro desigual, en el que se intuye de antemano derrotado por un adversario más poderoso que él. Bajo esas circunstancias sucede una expansión del presente, sólo esporádicamente interferida por otros tiempos, cuya presencia sin embargo termina disolviéndose de forma invariable en ese presente expandido. En la última de las conferencias que ofreció en el Collège de France entre 1981 y 1982, dedicadas a reflexionar sobre los orígenes de la hermenéutica del sujeto moderno, Foucault introduce el tema de la meditación sobre la propia finitud. Habiendo analizado las prácticas de la observación y el cuidado de uno mismo en la Antigüedad clásica y tardía y en los primeros siglos de cristianismo –una observación y un cuidado que por lo demás hacen referencia directa a una genealogía tentativa del género del diario–, se plantea finalmente la cuestión de la muerte. Ésta necesariamente sucederá en el porvenir, señala Foucault, “at any time, at any moment” (Foucault, 2005: 477), y es para su llegada que los filósofos analizados en el seminario se preparan. Sin embargo, aunque la muerte esté por definición situada en algún lugar impreciso del futuro, la reflexión sobre ella sitúa aún más en el presente a quien la emprende: 231

Diaros latinoamericanos del siglo XX

thinking of death is not thinking about the future. The exercise, thinking about death, is only a means for taking this cross-section view of life which enables one to grasp the value of the present […] Judgment on the present and evaluation of the past are carried out in this thought of death, which precisely must not be a thought of the future but rather a thought of myself in the process of dying (ibid.: 480).

Millán registra minuciosamente ese proceso de su propia muerte. No la abstrae en términos filosóficos, ni se entretiene conjeturando sobre las circunstancias en las que sucederá, sino que emprende más bien una cartografía detallada de un ahora que se concibe en unidades cada vez menores y que se consigna, por lo tanto, en anotaciones cada vez más recurrentes, a menudo decenas de ellas al día. El lunes 4 de septiembre de 2006, por ejemplo, registra entradas a las 07:40, 08:40, 09:25, 09:30, 09:50, 11:10, 12:30, 14:35, 14:50 y 18:40. El jueves 14 de septiembre del 2006, a las 10:00, 11:45, 12:00, 13:10, 14:45, 14:50, 15:50, 16:50, 17:30, 18:45, 19:00 y 20:30. Condenado a las regulaciones no sólo del calendario sino además del reloj, el diario de Millán adopta así la forma obsesiva de un informe clínico. El ritmo de las anotaciones no sólo señala el estado del diarista sino también, significativamente, su creciente necesidad de atestiguar lo que le sucede: en su mayoría movimientos microscópicos, lo que él llama socarronamente “el barroco microbiano” (Millán, 2007: 121). Por medio de esa escritura constante se consolida además un desdoblamiento crucial que le permite dejar de ser únicamente el que se muere para ser también el que registra el proceso. Dicho de otro modo, es al mismo tiempo el sujeto que escribe y el objeto sobre el cual escribe. El distanciamiento que esto propicia –un distanciamiento central en la poética de Millán– le ayuda a evitar el tono confesional o autocompasivo que podría esperarse en un diario signado por la enfermedad2. La mirada atenta a lo sensible facilita un rechazo de lo estrictamente introspectivo y, en su lugar, ofrece una tendencia a la exterioridad. Así, por ejemplo, los estados de ánimo y las emociones rara vez se consignan de manera explícita y se encarnan en escenas concretas, cuyas manifestaciones sí pueden especificarse. La ya mencionada observación del cuerpo es frecuente y se realiza a partir de algunas variables: el incremento o la disminución de las flemas y de la tos, la pérdida de la voz y el dolor de pecho, la ingestión 2

Un uso conciso del lenguaje (que renuncia a la metáfora como principio constructor del poema), la aversión al sentimentalismo, el trabajo directo con lo sensorial y la presencia de un sujeto poético poco expresivo, son rasgos que caracterizan los poemarios de Millán; en estos se intenta practicar un desplazamiento significativo de la voz hacia la mirada, de lo temporal hacia lo espacial, de lo inasible hacia lo concreto. Esta poética de la despersonalización es afín al objetivismo, movimiento poético que el autor leyó, tradujo y comentó.

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Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul

y digestión de alimentos y drogas, la creciente dificultad para caminar o respirar. En cada uno de esos elementos va emergiendo la dificultad mayor de asumir la cercanía de la propia muerte, y el deseo y la imposibilidad de atestiguarla manteniendo la voluntad inicial de distanciamiento. El humor y la ironía lo facilitan y, gracias a ellos, algunas entradas son menos descarnadas. En otras –ya sin contar los poemas que se intercalan entre ellas– Millán va contra sí mismo y cede a la metáfora, poetiza: “Llego a mi poltrona, Jerusalén; a mi sofá, Roma” (ibid.: 128); “Acudo otra vez al ansiolítico, al bastón del ánimo, a la muleta encapsulada de la virtud, al botón del ascensor” (ibid.: 239). Por medio de estas recurrencias, podemos pensar el diario como un espacio donde se practican cientos de variaciones sobre un mismo tema. Son variaciones en las que se funda el hecho literario. Millán negocia y pone a prueba en el lenguaje los términos de su situación. Si la escritura había sido profundamente cuestionada a lo largo de su obra, la presencia desestabilizadora de la enfermedad lleva al límite el cuestionamiento. Para alguien tan atento al lenguaje escribir sobre la muerte es necesaria y dolorosamente preguntarse cómo escribir sobre ella.

3.  La figura del diarista Millán –el diarista– emplea distintas personas gramaticales y, por lo tanto, vínculos distintos y formas distintas de pensarse en relación con Millán –el personaje–. Las siguientes entradas, entre muchas otras, revelan esas oscilaciones en la enunciación, así como en su entendimiento de la identidad personal como algo en constante movimiento: “No identificarnos con el que éramos / la semana pasada, el pasado invierno” (ibid.: 129); “El cambio que te despedaza te muestra algo que no quieres ser, que te niegas a ser” (ibid.: 136); “No sé quién o qué media entre el que fui ayer y el de hoy” (ibid.: 258). En esta breve muestra, representativa del diario en su conjunto, Millán salta de la primera persona en plural a la segunda en singular, y de nuevo a la primera, esta vez en singular, un “nosotros”, un “tú” y un “yo” destinados invariablemente a referirse a un sí mismo huidizo. El problema de la reidentificación se encuentra en marcha y parece imposible que se resuelva. Resumiendo el dilema que presupone –y volviendo a la construcción narrativa de la identidad que Millán niega–, Schechtman postula la pregunta siguiente: “What makes a person at time t2 the same person as a person at time t1?” (Schechtman, 1996: 2). ¿El cuerpo? ¿La personalidad? ¿La memoria? ¿La voz? Millán explora estos anclajes posibles pero ninguno permanece inmune a los cambios, radicalizados por la enfermedad pero ya presentes antes de ella. Por otra parte, dado el imparable deterioro, resulta cada vez más difícil de olvidar que tiene los días contados. 233

Diaros latinoamericanos del siglo XX

Es importante señalar al respecto que la práctica del diario y el texto en el que desemboca son esferas superpuestas. En este sentido podría decirse que para el diarista, y aún más para el diarista que es Millán, vivir es escribir, y escribir es la constatación inmediata de que todavía vive. Atravesadas por una misma intensidad, en Veneno de escorpión azul la vida y la escritura que se hace de ella son instancias que a partir de cierto punto se vuelven inseparables, y la prolongación de esa amalgama culmina lógicamente en un punto sin retorno: sólo se deja de escribir cuando se deja de vivir y es el fin de la vida el que dictamina el fin del diario. En este sentido, según señala la nota editorial del texto, no sorprende que Millán interrumpiera la escritura “cuando ya no le quedaban energías para continuarla, doce días antes de su muerte” (Millán, 2007: 6). Tampoco que el diario desplazara todos sus demás proyectos vinculados con la escritura –periodísticos, pedagógicos, poéticos–, convirtiéndose en el único que sostuvo a lo largo de sus últimos meses de vida. Millán se resiste a asumir su situación en relación con un porvenir que es incapaz de imaginar. Consecuente con esta perspectiva, y aguijoneado por la culpa y la vergüenza, abandona toda actividad relacionada con su figuración social en el mundillo intelectual chileno y, aún más tajantemente, decide no someterse a la quimioterapia ni a ningún otro tratamiento de radiación. Aislado de su familia y de sus amigos, y ocasionalmente alejado de su esposa, su único emprendimiento es el del diario, ese otro Veneno de escorpión azul con el que confronta la enfermedad. Su cotidianidad, condicionada por la circunstancia excepcional, traumática, se vuelve cada vez más urgente. Los motivos que surgen una y otra vez aparecen mencionados siempre como si fuera la primera vez. La agudización de los sentidos, así como la atención a los detalles más insignificantes, produce un revelador efecto de amplificación de lo que es considerada una rutina repetida interminablemente pero que aun así nunca resulta repetitiva, ni para el diarista ni tampoco para el lector del diario. Bajo la amenaza de la desaparición, escribe Millán el sábado 27 de mayo de 2006, a las 18:45: “Creo tener otra comprensión, una consideración desconocida. El peso físico de las cosas (comunes y corrientes) me maravilla: un frasco de vidrio con azúcar tapado con un tapón de corcho; la constancia deleitosa del tacto al secarse las manos (mojadas) con una toalla” (ibid.: 22). Escribe también, el sábado 24 de junio de 2006, a las 12:30: “Todo me grita mírame bien, ésta puede ser la última vez que me veas. Aprovecha el tiempo que te queda, fíjate en el león Names de una bolsa de té. Alaba las horas que escribes, los números y las letras que corren de atrás para adelante” (ibid.: 72). La acumulación de detalles acentúa la poderosa sensación de inmediatez que ha desarrollado Millán a partir de la incertidumbre que provoca la 234

Algunas consideraciones sobre Veneno de escorpión azul

enfermedad. Tensionadas entre esos dos extremos –el de la inmediatez y el de la incertidumbre, el de lo terapéutico y el de lo testamentario–, las entradas de Veneno de escorpión azul resultan cada vez más intolerables, pues mientras menos páginas van quedando, más desesperada resulta la experiencia del diarista, y la del lector enfrentado a ella: el final del texto –quedan 50 páginas, quedan 22, quedan sólo 3– será, previsiblemente, el final de una vida o, al menos, el final de la escritura que se ha hecho de ella. En cierta medida, en la experiencia que comparten escritor y lector por medio del diario, ambas son lo mismo. El círculo propiciado por el género se cierra así: si escritura y vida difuminan sus bordes y se hacen indistinguibles en el proceso de producción del texto, lo mismo sucede entre el lector y el texto en su recepción. El efecto, sin duda, resulta devastador.

Bibliografía Birkerts, Sven, 2008, The Art of Time in Memoir. Then, Again. Minneapolis: Graywolf Press. Felman, Shoshana, 2002, The Juridical Unconscious. Trials and Traumas in the Twentieth Century. Cambridge: Harvard University Press. Foucault, Michel, 1995, The Hermeneutics of the Subject: Lectures at the Collège de France 1981-1982. New York: Picador. García, Javier, 2007, «La voz de Gonzalo Millán», Dossier 13, UDP, Facultad de Comunicación y Letras. Consultado el 28 de febrero de 2014 en http://www. revistadossier.cl/la-voz-de-gonzalo-millan/ Millán, Gonzalo, 2007, Veneno de escorpión azul. Diario de vida y de muerte. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales. Schechtman, Marya, 1996, The Constituion of Selves. Ithaca: Cornell University Press. Strawson, Galen, 2008, Real Materialism and Other Essays. Oxford: Oxford University Press.

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Mario Levrero en sus diarios Fatiha Idmhand La imaginación es un instrumento; un instrumento de conocimiento, a pesar de Sartre. Mario Levrero1

Desde que falleció en 2004, el interés y la fama de Jorge Mario Varlotta Levrero (1940-2004)2 no han dejado de extenderse; entre los “raros”3 de la literatura uruguaya4, Levrero es uno de los escritores que más llama la atención. Entrar a su universo significa dejarse atrapar por un ambiguo narrador, por un inesperado bestiario5 hecho de conejos, gorriones, palomas, ratones (y entre ellos, un insubordinado ratón mouse)6 y por personajes inesperados (detectives de segunda categoría, narradores perdidos entre mundos irreales o asilos, etc.). Entre los escritos de Levrero, la trilogía formada por los diarios Diario de un canalla (Levrero, 1992), El discurso vacío7 (Levrero, 2007) y La novela luminosa (Levrero, 2005)8 destaca por su anfibología y por las inesperadas revelaciones que aporta sobre la escritura levreriana. En ellos, Levrero juega con la índole autobiográfica del diario con el fin de pensar el acto escritural y las condiciones de su surgimiento 1 2

3

4 5 6 7 8

http://www.taller-literario.com/mario_levrero.htm. Jorge Mario Varlotta Levrero (Montevideo, 1940-2004) publicó primero La máquina de pensar en Gladys (1970), La ciudad (1970), París (1979) y El lugar (1982) en la colección “Literatura diferente” de Tierra Nueva. Empezó a ser conocido tras la publicación de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), Los muertos (1985) y Dejen todo en mis manos (1994). “Bueno... hay tres clases de entrevistadores: los del tipo periodístico, los del tipo académico, y los de un tipo que mezcla los dos anteriores. Los primeros buscan la vuelta de lo novedoso, lo llamativo, algún detalle que, creen ellos, pudiera atraer la atención del lector común. Estos son los que más insisten en el tema de ‘los raros’ en literatura: por qué alguna vez la crítica me consideró un escritor ‘raro’, etcétera” in Entrevista imaginaria con Mario Levrero por Mario Levrero, http://www.taller-literario.com. Véase Giraldi Dei Cas y Blixen (2011). Véase Idmhand (2009). Véase Idmhand (2014). Texto finalizado en 1993, “rubricado” en 1996 y editado en 2007, Barcelona, Caballo de Troya, Mondadori, 2007. Texto escrito en 2000-2002 y editado en 2005.

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Diaros latinoamericanos del siglo XX

en un proceso que reconsidera el pacto de lectura inducido por el diario. Veremos aquí que la escritura diarística no sirve solamente de “construcción retrospectiva”9 que “pone el acento en la vida individual” (Lejeune, 1975: 14)así como lo definió Lejeune, sino que en realidad Levrero vincula varios efectos de realidad (Barthes, 1968) con múltiples efectos de ficción a fin de reconsiderar el advenimiento de la narración y captar la escritura “au moment où elle se passe” (Lejeune in Jungerman, 2004).

1.  La escritura como necesidad “terapéutica” En primer lugar es interesante analizar la manera como el escritor explica su entrada en la práctica diarística y por qué ésta se impuso a él durante veinte años. En Diario de un canalla cuenta que surgió en Buenos Aires, en 1986, a raíz de una operación de la vesícula: (3 de diciembre de 1986) Han pasado más de dos años; casi tres desde que empecé a escribir aquella novela luminosa, póstuma, inconclusa; dos años, dos meses y unos días desde el día de la operación. El motivo de aquella novela era rescatar algunos pasajes de mi vida, con la idea secreta de exorcizar el temor a la muerte y al dolor, sabiendo que dentro cierto plazo inexorable, iba a encontrarme a la merced del bisturí. Bueno; lo cierto es que no me he muerto en aquella sala de operaciones. Sin embargo… (Levrero, 1992).

El miedo a morir lleva a Levrero a empezar un proyecto de novela que ya considera “póstuma” y que titula novela luminosa. Es interesante notar aquí que el título de su último escrito era el del primer proyecto diarístico y que en la presentación que hace de él no delimita el género sino que lo inscribe en un intersticio voluntariamente ambiguo, entre novela y diario. Como lo recordó Percy Mansell Jones, no hay diario que no surja de una crisis, de una ruptura10; Levrero confirma esta hipótesis ya que el diario emergió para exorcizar el miedo a la muerte, como parte de una catarsis: Pero no estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo que han 9

10

Philippe Lejeune  escribe: “L’autobiographie est une construction rétrospective qui forcément privilégie l’unification de la personne. L’autobiographie a pour but de construire une image cohérente et englobante alors que la visée du journal, c’est l’inverse. […] Tenir un journal c’est enregistrer la diversité, les changements, et écrire son autobiographie, c’est effacer le changement. En fait, les autobiographes montrent les transformations de la vie telles qu’ils les voient aujourd’hui et peut-être pas, telles qu’elles se sont réellement passées. Rien de plus cruel pour une autobiographie que la confrontation avec le journal qui correspondˮ (Lejeune in Jungerman, 2004). “Normal conditions do not produce the journal intime; nor does successˮ (Mansell Jones en Badiu, 2002).

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Mario Levrero en sus diarios

quedado adheridos a mesas de operación (iba a escribir de disección), a ciertas mujeres, a ciertas ciudades, a las descascaradas y macilentas paredes de mi apartamento montevideano, que ya no volveré a ver, a ciertos pasajes, a ciertas presencias. Sí, lo voy a hacer. Lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida (ibid.: 134).

Para él, escribir permite curarse, e incluso salvarse, de modo que lo empezado en 1986 con Diario de un canalla seguirá declinándose en diferentes proyectos que desembocarán en una trilogía (¿quizá voluntaria?)11 que combina Diario de un canalla, El discurso vacío y el Diario de la beca (incluido en la inacabada Novela luminosa)12. En los tres casos, la necesidad de escribir un diario surge para aliviar el alma intranquila del escritor, para consignar problemas en la espera de encontrar una solución o, como suele ocurrir con otros escritores, para ayudarle en un momento de falta de inspiración. Fue el caso del Diario de la beca, elaborado entre 2000 y 2002: Prefacio histórico a la novela luminosa En el 2000 recibí una beca de la Fundación Guggenheim para realizar una corrección definitiva de esos cinco capítulos y escribir los nuevos capítulos necesarios para completarla. La nueva corrección fue realizada, pero los nuevos capítulos no fueron escritos, y los vaivenes de ese año durante el que disfruté de la beca están narrados en el prólogo de este libro. Durante ese lapso que fue de julio de 2000 a junio de 2001, sólo conseguí dar forma a un relato titulado “Primera comunión”, que quiso ser el sexto capítulo de la novela luminosa pero no lo logró: yo había cambiado irreversiblemente, y había cambiado mi estilo, y habían cambiado muchos puntos de vista, de modo que lo conservé como relato independiente. Continúa, de algún modo, a la novela luminosa, pero está lejos de completarla. También el prólogo, “Diario de la beca”, puede considerarse una continuación de la novela luminosa, pero solo desde el punto de vista temático (Levrero, 2005: 22).

Con este diario, y por tercera vez, el pretexto curativo implica a Levrero en la escritura diarística. El contexto es diferente, sin embargo, pues no hay enfermedad sino oportunidad: recibió en el año 2000 11

12

Mario Levrero sí llamó “involuntaria” a otra trilogía suya: La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1984). Ver la reedición reciente de las tres obras por DeBolsillo, Barcelona, 2008. Son numerosos los reenvíos, citas y alusiones que confirman la relación intertextual que une los tres diarios. En el Prefacio histórico a la novela luminosa, por ejemplo, escribe: “Pensé en juntar todos los materiales afines en este libro, e incluir a los que contienen actualmente mi ‘Diario de un canalla’ y ‘El discurso vacío’, ya que estos textos son también de algún modo continuación de la novela luminosa ”(Levrero, 2005: 22).

239

Diaros latinoamericanos del siglo XX

una beca de la Fundación Guggenheim para finalizar la novela en obras desde 1984, La novela luminosa, un proyecto anunciado en el Diario de un canalla. Pero surge un problema: no encuentra ni motivación ni inspiración para desarrollarlo así que decide escribir un diario, el Diario de la beca, donde va a “consignar experiencias luminosas” (ibid.: 18) que le ayudarán a terminar la novela. El Diario de la beca terminaría siendo una especie de prólogo de la Novela luminosa. Pero el proyecto desemboca en otro camino: en lugar de finalizar la escritura de La novela luminosa, no hace más que corregir las cien páginas escritas desde 198413 mientras que el diario en el cual cuenta su día a día (y la manera como va gastando el dinero de la beca) termina ocupando más espacio que la novela. Al final, el prólogo de la novela, el Diario de la beca, ocupa cuatrocientas páginas14 y la tríade de diarios alcanza más de ochocientas páginas.

2.  El diario “práctico” “Yo soy el tema de todos mis textos” dijo Levrero en una entrevista (Arribas, 2009), y no cabe duda de que en los tres diarios él mismo sea también su principal fuente de inspiración. En este sentido, El discurso vacío desarrolla una interesante propuesta: parte de una pseudo-prescripción médica, la de un amigo “loco” (Levrero, 2007: 15) que le ha recomendado realizar ejercicios de caligrafía para mejorar una escritura que se ha convertido en un conjunto de garabatos indescifrables. La “terapia” postula que si la escritura es el reflejo de la personalidad, el hecho de que ésta se deteriore manifiesta problemas interiores. Entonces, el objetivo de la “terapia grafológica” es restaurar y reconstruir la personalidad restableciendo la escritura. Para ello, el ejercicio consiste en formar letras copiando y copiando párrafos breves: el diario pasa de lugar de “práctica de vida”15 a lugar de práctica de la escritura.

13 14 15

La novela luminosa se encuentra entre las páginas 435 y 534 (ibid.). El Diario de la beca se encuentra en La novela luminosa entre las páginas 27 y 431 (ibid.). Lejeune habla de “práctica de vida que pasa por la escritura”: “L’univers du journal, sous son aspect routinier, est tonique et tragique à la fois. Nous écrivons un texte dont la logique finale nous échappe, nous acceptons de collaborer avec un avenir imprévisible et incontrôlableˮ (Lejeune, 2007: 9 y 11).

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Mario Levrero en sus diarios

Del 10 de septiembre al 25 de noviembre de 1990, el escritor propone realizar los ejercicios con cierta regularidad16, pero rápidamente empieza a enredarlos con reflexiones sobre la escritura17 y la falta de inspiración18: En realidad estos ejercicios que estoy haciendo para afirmar mi carácter son una torpe sustitución de la literatura (ibid.: 20).

El topos de la musa inspiradora y la mise en abyme del acto escritural son sumamente operativos aquí. Levrero vuelve a los inicios del aprendizaje de la escritura –ensayando la formación de letras, como los niños pequeños–, y aprovecha el tiempo y el espacio para reflexionar sobre el acto creativo y cuestionar los límites del género como lo indica en el corto prefacio que precede al diario y que firma en mayo de 1993: El discurso vacío es una novela armada a partir de dos vertientes o grupos de textos: uno de ellos titulado “Ejercicios”, es un conjunto de ejercicios gráficos breves escritos sin otro propósito; el otro, titulado “El discurso vacío” es un texto unitario de intención más “literaria”. La novela en su forma actual, fue construida a semejanza de un diario íntimo (ibid.).

¿Diario con intención novelesca o novela con intención diarística? Quizá no se trate de que unas “novelas” se parezcan “a un diario” (ibid.: 7) sino de proyectos que juegan voluntariamente con las demarcaciones de ambos géneros. Romper los pactos de lectura de cada uno, con una estrategia claramente lúdica (artifex ludens)19 permite alcanzar el objetivo: la escritura. Y es lo que concreta en La novela luminosa proponiendo, al final, una novela cuyo prólogo es el diario de su génesis y ocupa al mismo tiempo cuatro veces más espacio que la novela misma. En Levrero, el diario representa otra forma literaria20 que permite vincular la vida y la escritura, es un taller que facilita el ensayo de propuestas literarias21. Por eso mezcla momentos de creación literaria (por ejemplo, el Discurso vacío 16 17 18 19 20 21

“6 de octubre Es apropiado y positivo tener un rito como este de escribir todos los días como primera actividad” (Levrero, 2007: 28). “25 de noviembre Tengo plena conciencia de que estos ejercicios caligráficos han ido derivando en ejercicios narrativos” (ibid.: 45). “25 de noviembre […] Me pongo a escribir, desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el problema del vacío como asunto de esta forma” (ibid.: 47). Ver el trabajo que publicamos en 2014 sobre la estrategia lúdica de Mario Levrero (Idmhand, 2014). “Le journal comme point d’articulation entre la vie et l’écriture, n’apparaît que secondairement comme une forme littéraire” (Lejeune, 2007: 9). Ver Idmhand (2014).

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integra poesías, fragmentos de prosa, etc.) con momentos de reflexión (cercanos al ensayo) en los que cuestiona y piensa el acto creativo.

3.  Sobre un dispositivo: los sueños En los tres diarios notamos que una de las preocupaciones recurrentes concierne el surgimiento de la escritura y, en particular, el elemento o motivo que permite el brote creacional. Varios pretextos sirven para alimentar la reflexión y hacer experiencias. Ya evocamos el interesante bestiario (Idmhand, 2009) que utiliza el narrador para inventar historias en un juego que opone un interior connotado de manera negativa (con insectos desagradables como los mosquitos y las hormigas, y animales repulsivos como los ratones o las cucarachas) y un exterior observado desde la ventana que inspira aire y libertad (con palomas y gorriones). Con ellos, Levrero alimenta varios cuentos22 y, sobre todo, decenas de páginas de los diarios, sobre todo del Diario de la beca. Lo que nos interesa ahora es analizar un ingrediente singular que alimenta la práctica diarística: el relato de los sueños. Es en El discurso vacío donde encontramos la explicación y el contexto de esta costumbre: una experiencia psicoanalítica23, las lecturas de Freud e investigaciones propias24. El autor dice haber escrito durante años sus sueños en “cantidad de páginas” (Levrero, 2007: 111) que habría conservado en “archivos de sueños” (Levrero, 2005: 84-85) como otros conservan borradores de sus relatos. Levrero nos explica que no sólo las actividades diurnas –o, mejor dicho, “espabiladas”, pues vivía más de noche que de día– alimentan su escritura sino también las actividades “dormidas”, como si fueran una continuidad25. El diario también acoge el cuento de estos sueños y un experimento original: captar la imagen onírica en el momento de su surgimiento26. O sea, ¿escribir soñando? Casi. En realidad, se trata de imitar la potencia alegórica y simbólica de la imagen onírica inscribiéndola en la continuidad de la escritura. ¿Por qué? Porque el sueño es irrupción, o sea, la quimera de la creación. Levrero intenta hacer que el sueño irradie inmediatamente en la escritura: 22 23

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Ibid. Dedica El discurso vacío a su esposa, que era psicoanalista: “Este libro, al igual que su contenido, existe en función de mi mujer, Alicia, y de su mundo […]” (Levrero, 2007: 8). Escribió un Manual de parapsicología (Levrero, 2010). Para Jacqueline Lubtchansky (2007), el sueño muestra que no existe ninguna “discontinuidad” entre las actividades “diurnas y nocturnas”. En El discurso vacío habla de “captar los contenidos ocultos” de los sueños (Levrero, 2007: 64).

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EL DISCURSO 2 de enero Ahora me viene abruptamente el recuerdo de un sueño (Levrero, 2007: 111-112). 9 de enero Irrumpe un sueño en el discurso vacío (ibid.: 123). Domingo 24, 18:00 El sueño de hoy: (¡oh! Se me apareció una imagen de un sueño de ayer, que había olvidado; se trata de un último tramo de un largo sueño….). El sueño, el de hoy, entonces: […] (Levrero, 2005: 262). Domingo 24, 06:05 El sueño: iba a orinar y notaba una importante fisura en el pene (ibid.: 260).

Para transmitir esta fulminación, Levrero elabora una estrategia discursiva que radica en el mismo protocolo: un efecto de sorpresa y un relato basado en imágenes breves, superpuestas. Para ello siempre introduce el sueño de la misma manera: primero utiliza algunos adverbios que preparan la transición (como ‘hoy’, ‘ayer’, ‘esta mañana’) con lo que se estaba contando anteriormente (párrafos largos y descriptivos como en la mayoría de los diarios), luego pasa in medias res al relato del sueño que se describe con frases breves, sencillas, entrecortadas con puntos y comas, las cuales permiten acelerar el ritmo y dibujar los diferentes cuadros del sueño. En algunas oportunidades, el sueño irrumpe en la narración en curso y crea una digresión que conduce al lector hacia el universo onírico con una imprevista asociación, como si pusiera palabras sobre las imágenes que, durante la noche, fueron proyectadas en la pantalla mental (Lubtchansky, 2007): El tema, o más bien el asunto, suele elegirme a mí. En determinado momento, sin que esté pensando necesariamente en términos de literatura, percibo que hay algo que me está molestando: una imagen, una serie de palabras, o simplemente un clima, una atmósfera, un ambiente. El ejemplo más claro sería el de la imagen o el clima de un sueño, al despertar por la mañana; a veces uno se queda un buen rato como enredado en ese fragmento de ensueño, y a veces eso se disipa después de un rato, y a veces no. […] allí hay algo que es imprescindible atender, y el modo de atenderlo es recrearlo (Levrero, sin fecha)27

En todos los casos, a la par que el cuento del sueño sustenta el diario, también permite desarrollar momentos de creación como en El discurso vacío cuando, después del prólogo, el narrador ofrece un poema de 42 versos libres: 27

En la “entrevista de Levrero por Levero” in http://www.taller-literario.com.

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[…] He visto a Dios cruzar por la mirada una puta hacerme señas con las antenas de una hormiga hacerse vino en un racimo de uvas olvidado en la parra visitarme en un sueño con el aspecto repulsivo de una babosa gigantesca; […] (Levrero, 2007).

La voz poemática, a la manera de Los cantos de Maldoror, cuenta un dolor intenso, una profunda pena y el sueño de un encuentro con Dios. Aquí, el relato de la pesadilla sirve para trabajar unos versos de poesía, mientras que en la segunda parte del mismo prólogo otro sueño integra una mise en abyme del trabajo creativo: Vuelto a dormirme, alguien relata una historia (y yo veo el relato), o bien veo una película, aunque de algún modo estoy participando de la acción, en la que un conejo de color castaño se encuentra sepultado por la nieve y cava galerías bajo la nieve, moviéndose rápidamente de un lado a otro. Me entra la preocupación de que pueda golpearse contra algo, un árbol o una piedra, porque va a tientas pero luego me entero que ha aprendido a comunicarse, gracias a un sistema que en el sueño se explicaba detalladamente, con una paloma que volaba por encima de su cabeza y por encima de la nieve, y lo veía guiando en su recorrido (ibid.: 13-14).

Aquí el narrador sueña consigo mismo, sacando fotos, volviendo a su casa, durmiendo y soñando con “un relato”, el de un conejo que habla con una paloma: como cajas chinas, los relatos se encajan unos en los otros y abren la imaginación, y el horizonte de lectura, hacia el infinito. Si el diarista juega con su “hipotético” lector (a quien interpela a menudo) es para poner a prueba su resistencia, para ver si supera las rupturas narrativas, las alusiones intertextuales que abren hacia otros escritos suyos (como Caza de conejos28 y Diario de un canalla29), las rupturas en la coherencia del diario (cronología temporal) o las mezclas entre relato del sueño y de la realidad. Lo que él desea es escribir sin encerrarse en la rigidez de un modelo “novela”, “cuento”, “poesía”: ¿por qué no todo a la vez? Prestando atención a todo lo que surge30 y en particular, a la imagen onírica, crea con sus cinco sentidos. Por eso, los sueños representan un conjunto difuso entre sueño y pesadilla, en el cual aparecen 28 29

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Levrero (1986). El 5 de diciembre de 1986 interpreta así su primer “encuentro” con el gorrión: “señal del Espíritu, una forma de aliento para este trabajo que tan penosamente he comenzado” (Levrero, 2007: 72). Más tarde, en el Diario de la beca, cuenta: “Algo sucede con los pájaros cada vez que me pongo a escribir” (Levrero, 2005: 198). Ver la entrevista a Mario Levrero, in, La idea fija, Revista literaria, n. 2, Septiembre 2000, http://www.laideafija.com.ar/especiales/levrero/report.html.

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amigos, miembros de la familia, famosos, ninfómanas, bichos, etc. Es un caos asumido, un desorden compartido con el lector: Lunes 26, 16:54 […] Después, no ya en el sueño sino en la vigilia, salí a caminar de tarde […] (ya que esa es una de las grandes virtudes de los sueños: condensar varios niveles de interpretación sin que haya forzosamente contradicciones) (Levrero, 2005: 349-351). 14 de diciembre Anoche tuve otro sueño con agua (ibid.: 85). Sábado 2, 03:15 […] Tuve otro sueño revelador, en el cual yo bebía de uno de los pechos de cierta mujer que conozco y que no voy a nombrar, o si no bebía, al menos lo besaba con entusiasmo (ibid.: 92). Domingo 27, 18:16 Sueño de gusano; debo contarlo (ibid.: 418). […] un ensueño de esta madrugada −montones de ratas muertas, con sangre, podridas […] (Levrero, 2007: 19-20).

Pero detrás de esta aparente anarquía hay un método heredado de las influencias freudianas31. En efecto, la transformación de las imágenes visuales en relato imita el método psicoanalítico32: en primer lugar, hay un análisis cualitativo del sueño33; luego, en función de si es positivo o negativo, de si provoca en él ganas de escribir o no, se pasa al comentario de las imágenes y a dar una forma “concreta” al sueño34. Como siempre, varios indicios permiten al lector seguir este vaivén entre mundos interiores y exteriores, y el nutrido debate que organiza el escritor entre él y 31

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“Jetons donc un rapide coup d’œil sur le problème du rêve. D’ordinaire, quand nous sommes éveillés, nous traitons les rêves avec un mépris égal à celui que le malade éprouve à l’égard des idées spontanées que le psychanalyste exige de lui. Nous les vouons à un oubli rapide et complet, comme si nous voulions nous débarrasser au plus vite de cet amas d’incohérences. Sigmund Freud, Cinq leçons sur la psychanalyse, troisième conférence prononcée en 1909. Citado en Le Monde (2010: 40). “L’interprétation des rêves est, en réalité, la voie royale de la connaissance de l’inconscient […] Pour se persuader de l’existence des ‘idées latentes’ du rêve et de la réalité de leur rapport avec le ‘contenu manifeste’, il faut pratiquer l’analyse des rêves, dont la technique est la même que la technique psychanalytique dont il a déjà été question. Vous faites complètement abstraction des enchaînements d’idées que semble offrir le ‘contenu manifeste’ du rêve, et vous collectez les ‘idées latentes’ en recherchant quelles associations libres déclenche chacun de ses élémentsˮ (ibid.: 40-41). Ver algunos ejemplos de análisis de contenido propuestos por un equipo de investigción canadiense en http://www.reves.ca/. “Le rêve traite des pensées souvent fort complexes, exprimées en mots sous formes de représentations, le plus souvent visuelles” (Lubtchansky, 2007: 168).

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sus otros “yoes”. Para ello, una serie de marcadores temporales (adverbios, indicaciones de la hora, etc.) y una puntuación prolija (más paréntesis, comas, punto y coma, puntos de interrogación y de exclamación…) preparan el movimiento de traslación hacia el cuento onírico; después, un breve resumen del sueño permite salir del relato para desbordar hacia una reflexión más elaborada y un examen detallado del sentido del sueño. Entonces es cuando se rehace todo el contexto en el que surgió para restablecer la cronología de las actividades, desde la “vigilia” (momento de relajación35 y ensueño), hacia el día, la semana (y así en el pasado más o menos cercano) para entender el “brote onírico”. Si los elementos no son suficientes para contextualizar y construir la explicación, consulta su “archivo de sueños”, ya que se ha acostumbrado a escribirlos36, y busca otros vínculos. Durante estos momentos, Levrero explota aquellos “retazos secuenciales”37 para elaborar la puesta en sentido de toda la materia prima onírica y convertirla en relato. El afán por entender el funcionamiento de un inconsciente que, considera, funciona maravillosamente en los sueños, le lleva a sacar de Freud el concepto de superyó y a organizar las escisiones entre sus diferentes “yoes”: Me parece una maniobra de eso que Freud llama superyó […] (Ahora que lo pienso esto puede deberse a una cierta habilidad que he desarrollado para interpretar mis propios sueños; el superyó ahora sabe de esa habilidad mía. […] Pero ahora hay un nuevo yo (ciertamente, con mucha influencia del superyó, pero yo al fin)… (ibid.: 110). En la teoría de Freud, superyó es el agente crítico, la “instancia moral enjuiciadora de la actividad yoica”, la que pone límites al ello (siendo el yo parte del consiente que elige cómo comportarse). En el dispositivo narrativo que crea Levrero en sus diarios, el superyó asume tareas análogas, es la instancia con la que él dialoga, y la que usa para elaborar varias ficciones de sí mismo (Lejeune, 1980). Así, por ejemplo, acude a la función moral del superyó para contar, censurar, valorar, enmendar o concluir38, como sucede en los ejemplos siguientes: […] un ensueño de esta madrugada −montones de ratas muertas, con sangre, podridas; y mi abuela−. El sueño debe ser a su vez consecuencia de

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“Une étape de relâchement propice aux hallucinations dites ‘hypnagogiques’ˮ (Lhermite: 1963, 11). “Fui a buscar entre mis archivos de sueños, y por suerte lo encontré. Me permito copiarlo aquí. La fecha es 28 de julio del 98 […]” (Levrero, 2005: 84). Ver http://www.reves.ca/index.php. “[…] Conclusión, la mala letra se debe a la ansiedad. Queda por averiguar ahora las causas de la ansiedad, cosa que no sería fácil de no mediar un sueño que tuve el otro día” (Levrero: 2007, 42-43).

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los hechos que me tocó vivir en días pasados (12 al 21 del corriente) […] (Levrero, 2007: 19-20). Jueves 22, 18:10 Hoy soñé con Vargas Llosa, el escritor. Sé que la literatura sigue empeñada en acosarme (Levrero, 2005: 386). Miércoles 28, 18:40 Esta mañana tuve un sueño que tenía dos capítulos (ibid.: 394). Sábado 2, 03:15 […] Desde que me levanté, vengo esquivando la tarea que me propuse de contar mis sueños. No sé por qué la esquivo, pero la esquivo. Ahora voy a eso: Ayer (en vigilia) recibí por mail una respuesta de Marcial a quien había pedido información sobre Rosa Chacel […]. A consecuencia de este artículo soñé que me encontraba con ellos […] (ibid.: 90-91).

No es de extrañar que las interpretaciones más elaboradas tengan que ver con el mundo literario si lo que proponen los análisis es descifrar el sentido de las apariciones (humanas sobre todo) y su correspondencia con las actividades diurnas y nocturnas, etc., a fin de entender mejor el acto de escritura. Por lo que el superyó es el resultado de la excepcional facultad de percepción del escritor capaz de desdoblarse en la noche para prestar atención a las acciones de sus diferentes egos39, de observar el funcionamiento de su propio inconsciente y de reunificarse en la mañana para evaluarlas, cuestionarlas y explicarlas. De acuerdo con Jorge Ernesto Olivera, nos parece ser el resultado de un “montaje”40 perfecto: el aparato expresivo descansa en la fragmentación de la voz narrativa mientras que el fraccionamiento de la manera de contar confiere al escritor un “poder indiscutible”. Levrero hace parte, en este sentido, de los narradores de sustitución, portavoces críticos o evaluadores de su “mundo interior” (Levrero:  2007, 111) en quienes sobresale la capacidad de contar y la técnica “impecable” (Jítrik en Olivera: 2008)41 del escritor. La idea de montaje de un modelo es una salida concreta, una posibilidad de sustraerse a la presión fascinadora de la técnica, instalada en la conciencia como un superyó censurante y corrector. (…) La fragmentación como resultado y el montaje como salida constituye un circuito que reposa sobre un impulso crítico previo: hacer explotar la razón, investigar el pensamiento y el conocimiento, tratar de llegar a la raíz de la totalidad en un intento de romper apariencias y convenciones (Jitrik en Olivera: 2008, 14-15). 39 40 41

“[…] La asocio, ahora, con mi conclusión en aquel sueño reciente: ‘Todo es doble’” (Levrero: 2005, 326). Ver Olivera (2008: 14-15). Ver Jitrik (1996: 14-15).

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4. Conclusión Entre todas las posibilidades y formas de narrar (tebeo, columnas, artículos de prensa, relatos breves, novelas, etc.) que exploró Levrero, la escritura diarista pone de relieve su perceptible preferencia por las formas breves y entrecortadas. La fragmentación como “forma de concebir lo literario” es un modelo de “construcción de la narrativa” (Olivera: 2008, 59) y la singularidad de Levrero reside en su capacidad en tener al lector en vilo a pesar en una anarquía organizada con irrupciones e interrupciones42. Viernes 25, 6.20 Amigo lector: no se te ocurra entretejer tu vida con tu literatura. O mejor sí; padecerás lo tuyo, pero darás algo de ti mismo, que es en definitiva lo único que importa. No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de cuatrocientas páginas, en base a fichas y a una imaginación disciplinada; sólo transmiten una información vacía, triste, deprimente, y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso Flaubert (Levrero: 2005, 74).

El diario no es solamente un texto para, o volcado hacia, él mismo, como “arte de narrar la interferencia” (Piglia:  2005, 45), es el útil que permite la comunicación y el diálogo con el lector.

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Ver Idmhand (2014).

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Nunca quieto Los diarios del Che Guevara Martin Kohan No se conocen fotografías en las que el Che Guevara haya salido mal. Se sabe que el apuntalamiento iconográfico es un factor decisivo para la exaltación de los héroes, por lo que tal vez podría concluirse que, entre las diversas cualidades heroicas del Che Guevara, habría que contar también la de la fotogenia. Salía bien: es un hecho; y subrayar su facilidad para la imagen no necesariamente supone infligirle una reducción simplificadora o una despolitización superficial (aunque a menudo se trate de eso en la industrialización del souvenir-Guevara y en la saturación banal del fetichismo de su estampa). Cada una de las fotos del Che Guevara, aquellas que lo sorprenden no menos que aquellas para las que se prepara y posa, da cuenta siempre de su familiaridad, de su naturalidad con la situación: exhiban lo que exhiban (intrepidez, esfuerzo, energía, compañerismo, agobio, retraimiento, victoria), nunca dejan de captar ese aire de soltura que es propio del que se ve siempre dispuesto al retrato. Acaso corresponda detectar en este adiestramiento para la fotogenia una cifra del temperamento viajero. Es un dato conocido que los avatares de los negocios del padre, y luego la salud del propio Guevara, le impusieron, ya desde los años de la infancia, una cierta vida errabunda: Rosario, Buenos Aires, Alta Gracia, Córdoba. El cambio casi continuo de casas, de paisajes, de amigos, de entorno parece haber acentuado la voluntad de registro en imagen, como si el exceso nomádico debiese contrarrestarse con un mayor caudal de detención fotográfica. Hay un museo dedicado al Che Guevara en la casa que ocupó con su familia en Alta Gracia; por cierto, no vivió demasiados años en esa casa, apenas ocho, pero aun así es el sitio donde residió por más tiempo, y por el mérito de ese mayor poder de retención, la casa pasó a ser considerada “su” casa, y allí se estableció el museo a partir de julio de 2001. Es notorio que en ese museo se exponen, más que nada, fotos del Che Guevara: menos objetos personales, o cartas manuscritas o evidencias ideológicas, que fotos, series de fotos. Su afición a la fotografía resulta inseparable de su afición a los viajes. La casa-museo de la ciudad de Alta Gracia deja ver esa verdad que, al mismo tiempo, deniega por 251

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necesidad: que el Che Guevara no tenía casa; que el Che Guevara nunca tuvo casa, que siempre estuvo viajando, que no paró de viajar. Hay algo de esta motivación externa que parece traspasarse, como para pagar una deuda, a las imágenes mismas. Casi todas las fotos del Che Guevara expresan movilidad; un cierto espíritu dinámico las preside y las determina. No es que el Che Guevara salga movido en las fotos, es que sale moviéndose. Sale trepando, andando, segando, sale en medio de un gesto que transcurre, sale saltando. Pero hay más: incluso en las fotos donde está quieto en principio, rige sin embargo ese mismo principio de movilidad. Aunque esté sentado, o acostado en el suelo, o leyendo en una hamaca, o fumando un habano, hay tal tensión en su cuerpo, hay tanto esfuerzo en estarse quieto, que se percibe como un hecho cierto la inminencia de la movilidad. El Che Guevara puede aparecer recostado en el piso de un balcón de Buenos Aires, con las piernas cruzadas y las manos detrás de la nuca; pero en la tirantez de la expresión puede adivinarse el salto pronto con el que va a incorporarse. Puede estar leyendo, en esos extraordinarios episodios de apartamiento en plena acción que estudió Ricardo Piglia (2005); pero allí presentimos el gesto enérgico del cambio de página que vendrá de un momento a otro. Si tiene el habano en la boca, lo aprieta entre los dientes en un anticipo de lo que harán los dedos; si lo tiene entre los dedos, adelanta el gesto con el que va a llevarlo a la boca. Si le toca aparecer sentado en una escena de conversación, luce siempre menos reposado que sus interlocutores (menos reposado que Fidel Castro con mar de fondo en el malecón, menos reposado que Jean-Paul Sartre en la cordialidad del cuarto de hotel), como si quisiese pararse, como si fuese a pararse, como si le costara seguir la charla sin ponerse a caminar. El cuerpo se ve siempre en movimiento o siempre a punto de moverse, tenso en la quietud, violentado por ella. La foto que más dramáticamente expone esta condición es la última que le sacan con vida: sombrío, pesaroso, prisionero, las manos atadas por delante. La tensión de esa atadura, que se aloja también en el rostro, resume la violencia que la inmovilidad le impone. Y en las fotos subsiguientes, las famosas fotos en las que se lo ve ya muerto en un camastro, rodeado ominosamente de curiosos y de verdugos, el principio dinámico que rigió todas sus imágenes en vida consigue su milagro: el Che está muerto pero parece mirar, parece incorporar la cabeza, parece sujetarse los pantalones, parece hacer un gesto de rabia con la boca; parece que se mueve o que va a moverse, parece que va a vivir1. Esta regla, si es que es una regla, tiene, como todas las reglas, una excepción. Y esa excepción es precisamente la foto más célebre del Che 1

Para un análisis de estas fotos, ver Mestman (2006).

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Guevara: la archifamosa foto que le tomó Alberto Korda y que éste llamó “el guerrillero heroico”. En esa imagen, que es justamente la de la mitificación del Che Guevara, la de su congelamiento místico, el “guerrillero heroico” luce excepcionalmente quieto. Aunque el testimonio de Korda revele que le sacó la foto cuando Guevara venía caminando, hay un efecto de cristalización en la imagen que induce a sentir en ella sólo fijeza, detención, quietud, equilibrio, parálisis. Se trata entonces, en sentido estricto, de una foto excepcional. Falta en ella lo que desborda en todas las otras: el imperio de lo dinámico, la pulsión itinerante, la idiosincrasia del viajero nato. Viajar. El viaje es un factor determinante en toda configuración heroica. Del viaje se derivan peripecias, de las peripecias se derivan pruebas y desafíos, y de la superación de esas pruebas emerge el destello de la figura del héroe. Los héroes clásicos (Odiseo, Eneas), los héroes medievales (el Cid Campeador), los héroes modernos de los Estados nacionales (Napoléon, Bolívar, Artigas, San Martín), los héroes literarios o populares o de la cultura de masas (Martín Fierro, Juan Moreira, el llanero solitario, el hombre del rifle) viajan: viajan porque son héroes, pero antes viajan para ser héroes (es el viaje lo que los constituye en héroes: la secuencia viajes-pruebas-superación de pruebas). La vida entera del Che Guevara se ve signada por la impronta de los viajes. En años de la infancia, como quedó dicho, las vicisitudes familiares y las exigencias de su salud lo apartaron de ese horizonte estable de sedentarismo y permanencia que suele darse por lo general. Ya entonces, sin decidirlo y en parte sin saberlo, probó el gusto de la vida errante. Nace en Rosario en junio de 1928, vive en Buenos Aires, en Córdoba, en Alta Gracia. Más tarde, siendo estudiante, se pone a viajar (y prueba si es posible viajar y estudiar a la vez), recorriendo la región del norte argentino. Dos años después, en 1951, viaja como enfermero en buques mercantes de la marina argentina; toca el sur argentino, toca Brasil, Venezuela, Trinidad y Tobago. En 1952, con su amigo Alberto Granado, emprende su primer gran viaje latinoamericano (el de la famosa motocicleta, aunque la motocicleta cubre en verdad tan sólo la etapa inicial del periplo): va de Córdoba a Buenos Aires, de Buenos Aires a Miramar, de Miramar al sur, a la región de los lagos, cruza a Chile (Santiago, Antofagasta), sigue a Perú (Lima, Iquitos), recorre el Amazonas, va a Bogotá, va a Caracas, y termina, bastante accidentalmente, en Miami. Un año más tarde, en 1953, encara su segundo viaje latinoamericano, ahora en compañía de Calica Ferrer. Atraviesa la Argentina hacia el norte; llega a La Paz; sigue hacia Ecuador (Huasquillas, Puerto Bolívar, Guayaquil); después Guatemala, El Salvador y otra vez Guatemala; después México. En México permanece forzadamente un tiempo, y ya por razones políticas. No viaja pero 253

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proyecta viajes: a Europa, a China, a Nueva York. Pero para ese momento ya ha tomado contacto con Fidel Castro y los restantes revolucionarios cubanos. Sabemos entonces cuál será su próximo viaje: el viaje en el Granma, para desembarcar en Cuba. Y luego, ya en Cuba, los desplazamientos de sigilo y de combate que exige la acción revolucionaria, hasta el desenlace victorioso de enero de 1959. Como integrante del gobierno revolucionario, el Che Guevara cumple funciones institucionales en el ministerio de Industria y al frente del Banco Nacional. Pero no abandona su condición itinerante. En representación oficial del gobierno revolucionario de Cuba, viaja entre junio y septiembre de 1959 a: la República Árabe Unida, Egipto, Damasco, la India, Birmania, Tailandia, Tokio, Indonesia, Bali, Singapur, Hong Kong, Ceilán, Pakistán, pasa por Atenas (pero no hace tiempo de visitar la acrópolis), Yugoslavia, Sudán, Roma, Marruecos. En octubre de 1960, recorre Praga, Moscú, China, Corea y la República Democrática Alemana. En agosto de 1961 asiste a una reunión de la OEA en Uruguay. En agosto de 1962 va a la Unión Soviética y a Checoslovaquia. En junio de 1963 viaja a Argelia. En marzo de 1964 asiste a una reunión de la ONU en Ginebra, luego pasa por Argelia. En noviembre de 1964 viaja a la Unión Soviética. En diciembre de 1964 asiste a la reunión de la ONU en Nueva York. Luego emprende una gira que dura hasta marzo de 1965 y abarca Mali, Congo, Guinea, Ghana, Dahomey, Argelia, China, un paso por París (donde alcanza a visitar el Louvre), Tanzania, República Árabe Unida, otra vez Argelia, El Cairo, Tebas, Praga. En abril de 1965 viaja al Congo, pero ahora con el propósito de activar allí la lucha guerrillera revolucionaria. Retorna a Cuba, habiendo fracasado, en julio de 1966. Apenas tres meses después, en octubre, viaja a Bolivia con la misma finalidad: ser otra vez guerrillero y participar de la lucha revolucionaria. Muere asesinado en octubre de 1967. Sus restos, perdidos por largo tiempo, fueron hallados y trasladados a Cuba en 1997. Los viajes, como puede verse, son la constante de la vida del Che Guevara. Existe en él una pasión viajera antes aun que una pasión revolucionaria, y hasta podría decirse que la primera pasión es condición de posibilidad de la segunda: su fundamento. Aun así, sin embargo, siendo una constante, el viaje no funciona como un factor homogéneo. Guevara viaja siempre, pero no viaja siempre igual. Y en la distinción de las diferentes formas de viaje puede esbozarse incluso cierta discriminación de tramos biográficos o ciclos de vida. Habría así una primera modalidad, la de los viajes de juventud y los dos periplos latinoamericanos, que corresponde a la iniciación. Un viaje puede ser concebido como experiencia de transformación personal, y por lo tanto en el viaje va a fundarse una nueva subjetividad. El propio Guevara entiende cabalmente esta característica cuando, al redactar las notas del diario del 254

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viaje que hizo con Granado en 1952, dice que el que escribe el texto ya no es el mismo que realizó el viaje. En efecto, es así: en el viaje se constituye un sujeto nuevo. Por eso funciona como iniciación, como instancia de formación: hay un hacerse Guevara, y el viaje es la vivencia que sostiene ese hacerse. Al mismo tiempo, por tratarse de quien se trata, resulta imposible no contemplar al que fue desde el punto de vista del que luego sería. Dice bien Cintio Vitier (2004: 30): “No podemos ya leer estas páginas sino desde su propio futuro”. Y el padre del Che Guevara, Ernesto Guevara Lynch, parece percibir algo de ese mismo orden (la iluminación de un futuro: una revelación), aunque se le pase por alto en el momento de despedir al hijo en la estación de tren donde comienza el viaje con Calica Ferrer en junio de 1953: “En este viaje Ernesto Guevara de la Serna ya es el embrión del Che Guevara, combatiente internacional por la libertad de la América irredenta. Pero los amigos y familiares que fuimos a despedirlo lo ignorábamos”. Es ésta la manera en que funciona el dispositivo heroico: por una parte el héroe se funda, se constituye, se hace héroe; por otra parte se muestra siendo un héroe desde siempre, porque es un destinado, porque ya desde un comienzo es el que será. La primera etapa de la vida de viajes del Che Guevara cumple exactamente esta función. Ya puede percibirse en sus Diarios una determinada sensibilidad frente a las injusticias sociales de los países que recorre. Y puede notarse también que la mirada del viajero no se reduce nunca a la parsimonia contemplativa del regocijo turístico (mirando las ruinas de Machu Pichu, ¿qué ve?: ve un escenario de guerra; al llegar al Amazonas, ¿qué siente?: siente el impulso de hundirse en esa selva, porque la observación a distancia no le basta). Pero aun así, aun con estas características, estos viajes iniciales resultan todavía un tanto erráticos en cuanto a su finalidad. El hecho en sí de viajar es todavía el único impulso y el solo objeto para emprender el viaje. No hay, todavía, otra motivación ni otro direccionamiento. Cuando eso suceda, vale decir cuando Guevara asista a la caída del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala y sobre todo cuando trabe relación con los cubanos liderados por Fidel Castro, el ciclo del viaje iniciático dejará paso al ciclo del viaje político. Esta nueva modalidad, la de la acción política, define el sentido del itinerario conspirativo que lleva de Guatemala a México y de México a Cuba, y luego, más decisivamente aun, el sentido del recorrido táctico de la acción guerrillera una vez en territorio cubano. El héroe que, en aquellos primeros viajes, se iniciaba, en éstos se consuma y se manifiesta. La política (y no la política en general, sino la política revolucionaria; y no la política revolucionaria en general, sino su encarnación personal: Fidel Castro) le da a la pulsión de viaje de Ernesto Guevara un sentido (le da un sentido porque le da una dirección, le da un sentido porque le da un significado). 255

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A partir del momento en que la revolución cubana triunfa, se abre una nueva etapa en la secuencia de viajes del Che Guevara. Para entonces ya ha llegado a ser claramente el Che Guevara: el perfil heroico se afianza, su identidad de guerrillero está asentada, su figura se estabiliza y se muestra lista a ser promovida a ese definitivo limbo de iconicidad en que la conocemos hoy (de hecho la célebre foto de Alberto Korda fue tomada por entonces: en 1960). Ya es el Che, ya es el guerrillero heroico. Empieza entonces una serie de viajes que responden a un principio de representación. El viaje de la acción política se convierte en el viaje de la representación política. El Che se exhibe: son viajes de mostración, de exposición, son viajes de acento expansivo en los que conocer importa tanto como darse a conocer. El Che Guevara combina singularmente el alboroto un poco turbio del desaliño guerrillero con un toque algo impostado de atildamiento diplomático. En estos viajes protocolares hay restos que se traspasan de los viajes anteriores, los de la errancia y los de la guerrilla, aunque ahora predominen por completo la pulcritud ceremonial y la mesura. Es otro viaje: hay aviones y hay hoteles donde antes hubo caminatas e intemperie, y cede el desafecto por la higiene que era tan notorio en el Che. Las huellas de esos otros viajes perduran, sin embargo, como un substrato, relegado pero perceptible, porque el viaje de la representación política tiene que dar a ver precisamente esa prehistoria, eso que antes hubo. De los viajes iniciáticos por América Latina en el 52 y en el 53 existen esos diarios sobre los que el Che Guevara vuelve más tarde para dar forma a una versión definitiva de la narración de sus experiencias. Lo mismo ocurre con la travesía revolucionaria que culmina en enero de 1959. En cambio no hay diarios que registren el período de los viajes de representación política. Estos viajes funcionarían en sí mismos como una publicación y dejan vacante ese repliegue a la escritura personal que, en otras ocasiones, el Che Guevara practicó, por más que las condiciones objetivas le resultaran infinitamente más adversas. Para la incursión en el Congo de 1965 y para la incursión en Bolivia en 1966 vuelve a haber escritura de diarios. Claro que se trata ahora de otra clase de viaje, bien distinta de los recorridos siempre almidonados por los países del bloque soviético o por los países del mundo árabe. Se vuelve a la lucha armada, a la andadura sigilosa y áspera de la guerra de guerrillas. Pero el tenor de estos viajes se diferencia cualitativamente de la campaña revolucionaria en Cuba (y no sólo por sus resultados militares y políticos). En los viajes por América Latina se jugaba una conversión: la transformación de un sujeto en otro sujeto. Con el viaje de la acción política ese nuevo sujeto, que es el héroe revolucionario, se manifiesta y se afianza. Pero como luego siguen los múltiples viajes de la representación política, que son viajes de despliegue y de visibilidad, viajes donde la identidad lograda se subraya y se ofrece a los demás, no puede pasarse por alto el sesgo peculiar que 256

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asumen las posteriores expediciones al Congo y a Bolivia. Esta última etapa transcurre bajo la forma crucial del viaje clandestino. Ya no hay que producir una identidad, ya no hay que afianzarla y ya no hay que exhibirla en una representación continua. Al contrario: hay que escamotear esa identidad, hay que sustraerla, hay que camuflarla. Estos últimos viajes son secretos. No sólo sigilosos (sigiloso fue también el desembarco del Granma), sino secretos: el Che Guevara viaja de incógnito, viaja disfrazado, viaja con nombres falsos, viaja escondido. Después de haber viajado para ser el Che Guevara, y después de haber viajado porque ya era el Che Guevara, viaja disimulando que es el Che Guevara. El momento expansivo del viaje de la representación política se convierte de pronto en su opuesto total: repliegue, retracción, atenuación, sordina. La prueba que garantiza la eficacia de los disfraces adoptados es que, una vez que el Che Guevara adquiere esa nueva apariencia, que es tan nueva como falsa, ni siquiera sus allegados más próximos consiguen reconocerlo (Fidel sí, pero Fidel ya sabe. Fidel siempre sabe). La suya no es la lógica de los héroes de la cultura pop, que mutan sin dejar de ser reconocibles (o que son reconocidos ni más ni menos que por eso: por ser mutantes. Madonna, Maradona, Michael Jackson, los héroes finiseculares de la cultura de masas, se definen en su mutancia). El heroísmo guevariano transcurre en cambio sobre un horizonte clásico, por lo que esas otras inflexiones, que a veces se le aplican, lo traicionan por principio. La volubilidad que es propia de los viajes lo confirma: el Che Guevara se configura sobre una lógica de permanencia y de identidad estable. No es que no cambie, todo el mundo cambia; es que el principio constructivo de su heroicidad no es el de la modificación, sino el de la constancia: es la sedimentación, que acumula, y no la volatilidad, que esfuma. Justamente porque cambia, justamente porque es versátil, y también justamente porque viaja, es que se nota más: el Che Guevara no es Elvis, no es un héroe pop: es un héroe clásico. Cuando las rutilancias del pop, que todo lo alcanzan, lo alcanzan a él, el efecto de distorsión es especialmente intenso. Esa imagen secuenciada y proliferante se ve en todo caso tan intervenida, y está tan lejos de cualquier ambición de autenticidad, como la serie de Mao que pintó Andy Warhol. Pelo corto, anteojos gruesos, sombreros sobrios, gabardina: así es, aproximadamente, el disfraz de viaje de Ernesto Guevara (así como se habla de “ropa de viaje”, hay que hablar en este caso de disfraz de viaje) para ir al Congo primero y a Bolivia después. A poco de llegar a Bolivia, pasados los avatares del viaje de incógnito, el Che Guevara empieza su accionar de guerrillero y verifica cómo, mientras tanto, el pelo le está volviendo a crecer, la barba le está volviendo a crecer. Y entonces anota en su diario: “En un par de meses volveré a ser yo”. Esta anotación complementa aquella que hiciera en los diarios del 52: “‘yo’, no soy yo”. El 257

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héroe incipiente que en el viaje de iniciación escribía: yo ya soy otro, escribe ahora, como héroe consumado, en el viaje clandestino: ahora vuelvo a ser yo. La identidad prevalece, como sanción de heroísmo, y acaba por desencadenar un verdadero paroxismo de identificaciones: primero el Che se identifica consigo mismo y siente alivio; luego procuran identificarlo las fuerzas del ejército, para confirmar que en efecto es él quien está operando en territorio boliviano; luego habrá un momento terrible de identificación del cuerpo, para cerciorarse de que sí, de que es verdad: que el muerto de Yuro es Ernesto Guevara y no algún otro; y después, treinta años después, habrá un laborioso examen de identificación de restos, para establecer cuáles son los que corresponden a Ernesto Che Guevara y proceder a su repatriación a territorio cubano. ¿Es exagerado considerar este traslado de restos como un viaje último y postrero de parte del Che Guevara? Un viaje justiciero de reparación final. Nunca quieto: es una consigna posible para la vida (y en parte, para la muerte) de Ernesto Guevara. La movilidad se presenta prontamente como un valor intrínseco. Una cierta pulsión de itinerancia hace del movimiento un hecho deseable de por sí, y no necesariamente un medio para llegar a alguna parte o para alcanzar alguna cosa. El propio Guevara ve, en ese gusto, todo un destino (“ahora sé, casi con una fatalista conformidad en el hecho, que mi sino es viajar”) o por lo menos una vocación (“allí comprendimos que nuestra vocación, nuestra verdadera vocación, era andar eternamente por los caminos y mares del mundo”) o en todo caso una obsesión (“Me junté de entrada con un buen muchacho guatemalteco, estudiante de ingeniero, se llama Julio Roberto Cáceres Valle y también parece dominado por la obsesión de viajar”). Así se percibe Ernesto Guevara en los primeros diarios, y así se define en una carta a su amiga Tita Infante (en abril de 1955 le habla de “energía vagabúndica”); en una carta al padre (escrita apenas un mes después, le habla de “aspiraciones vagabúndicas”); en una carta a la madre (en septiembre de 1955 le dice “tu hijo andariego”); y en otra carta a la madre (en mayo de 1954, ensaya esta fórmula: “los dos yos que se me pelean dentro, el socialudo y el viajero”). Andar, vagar, viajar: nunca detenerse. Si un trabajo en una mina boliviana, por ejemplo, requiere como mínimo una permanencia de tres meses, lo rechaza. Si para conocer el espíritu de un lugar es preciso pasar en él varios días, más vale renunciar a ese conocimiento. Si en Ayacucho hay treinta y tres iglesias, se visita tan sólo “una que otra”: hay que seguir. “Siempre tenues”, escribe Ernesto Guevara en el 52, “sin clavar nuestras raíces en tierra alguna, ni quedarnos a averiguar el sustratum de algo; la periferia nos basta”. El diario del viaje con Calica Ferrer subraya la regla y la vuelve insistente: en el movimiento está la motivación; apenas se prolonga una detención, apenas se impone la inmovilidad, hace su 258

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aparición el tedio: “Siguen pasando los días abúlicos, mientras nuestra propia inercia contribuye a que nos quedemos en esta ciudad más de lo deseado”; “Pasaron varios días más de encierro que se caracterizaron por un profundo aburrimiento”; “Un día carente en absoluto de movimiento (…). Han pasado varios días sin que suceda nada que cambie este tipo de vida tan pelotudo…”; “Son días sin movimiento ninguno (…). Mi vida transcurre tan exactamente igual que casi no vale la pena contar nada”; etc., etc. Una carta enviada a la tía Beatriz desde México, en diciembre de 1955, ofrece un resumen de esta regla, donde no hay viaje hay tedio: “Yo sigo mi vida, la aburrida y nuevamente estudiantil vida de todos los días, amenizada tan sólo por los esporádicos viajes a los volcanes”. Si hay algo que expresa acabadamente cómo funciona para el Che Guevara la motivación de la movilidad, es la afición por escalar alturas. Es en verdad el espíritu del deporte, o el del juego, y eventualmente el del arte: bastarse a sí mismos, no precisar una justificación externa. Escalar no es algo útil, no “sirve” para nada, no aporta ningún progreso al viaje; no se avanza, en el sentido práctico del término, nada. No se gana nada en la superación de las dificultades, fuera del gusto de haberlas superado; el viaje no rinde más una vez que se alcanza la meta, fuera del gusto de haberla alcanzado (“luego de fatigosas horas llegamos a la cima del cerro, de donde, para nuestro desencanto, no se admiraba ningún panorama, los cerros vecinos tapaban todo”). Se escala sin tener un para qué; no hay otra razón para escalar cerros o volcanes que las puras ganas de hacerlo: ver en eso un desafío y decidirse a afrontarlo por el solo deseo de animarse. Escalar resulta ser así el modelo y la síntesis de los viajes con Granado en 1952 y con Calica Ferrer en 1953. Se viaja porque da gusto viajar. No hay otra meta que el hecho mismo de emprender el viaje: recorrer, conocer, vagar, seguir. No se espera encontrar nada en particular en ningún sitio en particular. A propósito de lo que significa escalar, Ernesto Guevara inserta un comentario decisivo en una carta que le escribe a su madre desde México en julio de 1955. Dice así: “Noticias mías propias hay poco que contar salvo que asalté el Popo –así se le llama familiarmente– e hicimos derroche de heroísmo sin poder llegar a la cima, yo estaba dispuesto a dejar los huesos para llegar”. ¿Qué significa exactamente este “derroche de heroísmo” al escalar el volcán Popocatépetl? Es un ensayo de heroísmo: el como si del heroísmo. Pero de un heroísmo que se malgasta, que se desperdicia. El derroche de heroísmo es ni más ni menos lo que va a ajustarse cuando el viaje iniciático se convierta en el viaje de la acción política. De ahí en más, el temperamento heroico ya no se va a derrochar: se lo va a aprovechar política y militarmente, se le hará rendir el fruto intenso de la revolución. 259

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Lo interesante es que, una vez que los viajes pasan a responder a la lógica de la eficacia política y militar, la movilidad sigue detentando un valor fundamental e intrínseco. Es la cualidad diferencial de la guerra de guerrillas: moverse mucho y siempre. El Che Guevara lo especifica más de una vez en su ensayo teórico sobre el tema: “Característica fundamental de una guerrilla: la movilidad, lo que le permite estar en pocos minutos lejos del teatro específico de la acción y en pocas horas lejos de la región de la misma, si fuera necesario”. Y en otro tramo: “Todos los medios favorables, todas las facilidades para la vida del hombre hacen tender a éste a la sedentarización, en la guerrilla sucede todo lo contrario: mientras más facilidades haya para la vida del hombre, más nómada, más incierta será la vida del guerrillero”. Entre las necesidades vitales del guerrillero, el Che Guevara hace constar una en especial: que tenga buenos zapatos. También parque, por supuesto, y armas en buenas condiciones: el guerrillero es un combatiente. Pero como combatiente, es igualmente un caminador. Junto con las buenas armas cuentan los buenos zapatos. El espíritu andariego plasmado en los Diarios de los primeros viajes encuentra así su pertinencia militar: su utilidad táctica y práctica para la guerra de guerrillas. La pasión de la movilidad se continúa por otros medios. En Pasajes de la guerra revolucionaria, diario de Cuba donde recapitula las notas de la campaña cubana, el Che Guevara puntualiza: “Me limité a recomendarle encarecidamente tres puntos: movilidad constante, desconfianza, vigilancia constante. Movilidad, es decir, no estar nunca en el mismo lugar, no pasar dos noches en el mismo sitio, no dejar de caminar de un lugar para otro”. El fracaso operativo en el Congo, algunos años después, puede calibrarse en buena medida a través de todo lo que en el Diario va quedando registrado como complicación o como impedimento para comenzar a moverse. En la campaña africana las cosas se atascan, se empastan, se traban, y así van condenando a Guevara a la frustración de la inmovilidad. Al llegar, esa circunstancia provoca angustia: “Tras una espera de varios días en Dar es Salaam, la cual no por ser corta fue menos angustiosa para mí, que quería estar dentro del Congo cuanto antes…”. Con el paso de los días, prevalece la ansiedad: ansiedad por ser movilizado al combate. Y en los días finales, cuando el desastre de la operación termina de consumarse, la movilidad llega a ser la condición indispensable para la supervivencia. En un telegrama que remite a Cuba, expresa con dramatismo: “Presión enemiga aumenta y tentativa del bloqueo del lago se mantiene […]. Hay que moverse rápido”. El Diario del Congo, de publicación largamente postergada, es el menos narrativo de los textos de viaje del Che Guevara, precisamente porque, después de la entrada solapada en el territorio congoleño, el movimiento es escaso y los días transcurren en una espera irritante y peligrosa. El estancamiento no supone aquí, como en los dos periplos latinoamericanos, tan sólo tedio, sino 260

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ocio, y en el ocio prolongado, el riesgo cierto de ser vencidos: “Ya nos acercábamos a los dos meses de estancia allí y todavía no habíamos hecho absolutamente nada […]. La pasividad es el comienzo de la derrota”. La otra derrota, la de Bolivia, puede ser leída en las páginas del Diario (un diario ya sin reescrituras) sobre esas mismas líneas de tensión entre la movilidad y la fijeza. Por una parte, resulta necesario afianzar posiciones: se aspira a cierta permanencia, se procura consolidar los campamentos. En ese período, los movimientos son exploratorios (se va y se viene: se sale y se vuelve a la base) o de unión entre dos puntos fijos (de campamento a campamento). Pero es en el momento en que por fin van a empezar a moverse, cuando el Che Guevara anota en el Diario: “Ahora comienza la etapa propiamente guerrillera”. El Diario de Bolivia se organiza así a partir de una articulación perfectamente aceitada entre movimiento y narración. Sólo cuando se viaja hay algo para contar, sólo aquel que viaja luego tiene algo para contar. A cambio, y tan sólo con alguna esporádica excepción, el Diario responde a la insistente constatación de que la falta de movilidad implica siempre la falta de novedades. “A mediodía llegaron Marcos y Rolando. Ahora somos seis. Enseguida se procedió al anecdotario del viaje”, anota Guevara por ejemplo; o también: “Sólo dos hombres fueron a recoger carga y trajeron la noticia de que todo el mundo había salido ayer por la noche”; o también: “Mandé a Braulio al frente de nueve hombres para tratar de buscar maíz. Volvieron a la noche con un rosario de noticias locas”; o también: “al anochecer llegó Julio con la noticia de que se había bajado a un arroyo que corría en dirección sur”; y así varias otras veces. En el envés de esta secuencia casi continua de enlaces entre viaje y novedad, el Che Guevara toma nota, en un martilleo casi maniático, de la falta de novedades que conlleva la quietud: hay en el texto decenas de “Día sin novedades”, “Día sin novedad alguna”, “No hubo otra novedad”, “Aquí sin novedad”, “El día pasó sin novedad”, “No tengo noticias”. El 18 de noviembre escribe: “Todo transcurre monótonamente”. El 27 de mayo anota: “Día de holganza y, un poco, de desesperación”. El Che Guevara lleva nota de la falta de novedad con la misma aplicación y con el mismo esmero con que registra el acontecer de los hechos. Con lo que, sorpresivamente, aun en el corazón de la vibración épica de un texto de guerra, se aloja una especie de latido beckettiano: también la ausencia de acontecimiento debe ser expuesta, también la espera y la falta de sucesos debe ser dicha. La impaciencia ante la detención forzosa bien puede recordarnos las anotaciones que en su momento se hicieron en Lima o las cartas que se enviaron desde México. Sólo que, bajo las circunstancias rigurosas de las operaciones de combate, pesan sobre ella la recomendación de Sierra Maestra –movilidad constante– y el dictamen africano –la pasividad es el 261

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comienzo de la derrota. Hay que moverse, hay que moverse: “Luego será preciso retirarse pues la situación se tornaría peligrosa”; “Evidentemente, tendremos que emprender el camino antes de lo que yo creía y movernos”. La inmovilidad forzada se presenta en el diario como una complicación primero, luego como una amenaza, por fin como una sentencia: “No quedaba otra cosa que esperar y eso se hizo”; “el retraso nos impedía marchar como estaba programado”; “El plazo para moverse era hasta las 15 horas, pero Urbano llegó pasada esa hora (…). Nos quedamos en el lugar”. El relato se desliza por fin hacia “una desesperada búsqueda de salida”. Para entonces, cuando el aislamiento es evidente y se instala en el diario un verdadero clima de asfixia, aparece la palabra “angustia” con alguna recurrencia. La ecuación viaje-vida, o la elección juvenil de adoptar una vida de viajes, se revierte trágicamente en esta situación final, en la cual la imposibilidad de desplazarse es ni más ni menos que la cifra de la muerte. En verdad, no hay narración del Che Guevara donde no pueda percibirse que la voluntad de viajar se vuelve inseparable de las dificultades para viajar. Lo uno con lo otro. Sus viajes no transcurren jamás sobre la fluidez de la falta de escollos, sino sobre los avatares, finalmente más interesantes, de la superación de los escollos que se presentan a cada momento (el modelo sería, una vez más, escalar cerros o volcanes). Estas condiciones imprimen sobre los viajes del Che Guevara ese especial sesgo de peripecia que ofrecen como rasgo saliente. Una marca singular que señala estas características es la proliferación absolutamente diversa y por momentos casi alocada de medios de transporte. Otra vez parece imperar aquí un cierto espíritu lúdico o deportivo: como en las competencias de triatlón, en las cuales se corre y después se nada y después se va en bicicleta, y después se maneja un auto, es la variada sucesión de medios de transporte lo que tiende a prevalecer sobre la finalidad del sitio adonde se está transportando. En los Diarios de motocicleta aparecen: la consabida motocicleta, barcos, camiones, trenes, camionetas, un caballo, un avión. En las notas del viaje de 1953 a 1956 aparecen: un tren, camiones, camionetas, barcos, un burro, ómnibus, jeeps y la marcha a pie. Las caminatas (largas y agotadoras caminatas) dominan ampliamente las campañas guerrilleras; pero aun así aparecen: en Cuba, un barco (el Granma), camiones, caballos; en el Congo, barcos, balsas, camiones, jeeps; en Bolivia, jeeps, mulas, caballos, camiones, balsas (dos indicios del debilitamiento en la movilidad durante la incursión boliviana: en diciembre de 1966, hay que vender un jeep para conseguir dinero; en marzo de 1967, hay que comerse un caballo para aplacar el hambre). El cambio continuo en los medios de transporte confiere a estos viajes una característica fundamental: no sólo son un instrumento de la 262

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transformación personal (promueven que el sujeto se convierta en otro distinto al que era) o de la transformación social (inspiran una conciencia revolucionaria primero, sostienen una acción revolucionaria después), sino que transcurren ellos mismos bajo la ley de la transformación: los viajes mismos se están transformando todo el tiempo. El cambio constante de medios de transporte otorga así a estos viajes un carácter doble y aun contradictorio: por una parte, garantizan su continuidad, permiten que los viajes sigan; por la otra, hacen que los percibamos como minados de interrupciones. Entrecortados pero indetenibles: los viajes conducen, antes que a cualquier otra parte, a los viajes mismos, es decir a los puntos que posibilitan que esos viajes puedan proseguir. Por eso es tan fuerte en estos textos el sentido de la peripecia. Porque no se trata simplemente de los distintos episodios que los viajes desencadenan o de las situaciones más o menos riesgosas o divertidas en las que pueden verse envueltos los viajeros: los viajes son una peripecia de por sí (lo que se nota sobre todo cuando no sucede otra cosa que el viaje, ni hay que ocuparse de otra cosa distinta a viajar). Contar los viajes y contar las dificultades que obstaculizan los viajes es entonces, en los Diarios del Che Guevara, una sola y misma cosa. La abundancia de medios de transporte es directamente proporcional a la recurrencia casi maléfica de su defección: en el viaje emprendido en 1952, se pinchan varias veces las ruedas de la moto, se rompe el motor de un camión que los llevaba, los caballos obtenidos son robados y los tienen que devolver. En el viaje siguiente, el que empieza en 1953, se suben a un barco y falta el viento, un camión se rompe, el ómnibus pincha la rueda, un tren se pierde y el siguiente se atrasa, faltan carros. Más tarde, ya en campaña, en los caminos intrincados de Sierra Maestra, el caballo resulta inútil. En África los impedimentos se acrecientan: las lanchas no están listas, faltan botes, la correntada arrastra una balsa, un jeep se queda sin gasolina en pleno trayecto, los barcos se descomponen. En Bolivia se pierde un jeep, les quitan una mula, la camioneta se atasca en un hoyo, se funde el motor de un camión, un jeep deja de funcionar, los caballos se hunden en la arena, los animales se plantan. A todo esto hay que agregar: que se caen varias veces de la moto, que el camino es malo o es de ripio, que se cansan caminando (en el viaje con Granado); que las visas se demoran mucho, que hay problemas de salud, que otra vez se cansan caminando, que se pierden, que se complican en la situación política (en el viaje con Ferrer); que hay que andar sólo de noche, que los aviones vigilan, que un guía los traiciona, que falla la brújula, que hay que borrar las huellas, que las caminatas agotan, que hay que trasladar heridos, que el Che tiene asma (en Cuba); que impera la fatiga, que hay bombardeos, que los caminos son malos, que los guías tienen miedo y desertan (en el Congo); que el clima es inclemente, que hay que borrar las huellas, que 263

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los ríos no dan paso, que los caminos se interrumpen de pronto, que los mapas están mal hechos, que los guías fallan o se van, que comen demasiado, que el asma castiga, que el cansancio es extremo (en Bolivia). Como puede verse, los relatos de viaje del Che Guevara son también, al mismo tiempo, verdaderos catálogos de dificultades. Cuesta arrancar, cuesta seguir, cuesta llegar; las marchas son lentas; los accidentes se suceden; los caminantes se extenúan. Más que haber peligros en los viajes, son los viajes los que se ven a cada momento en peligro. Y en definitiva, en Bolivia y antes en el Congo, el peligro mayor, el peligro de morir, está directamente relacionado con las dificultades para desplazarse. “Caminamos mal”, anota, sombrío, el Che Guevara en el Diario de Bolivia durante el mes de marzo. Anticipa así el desenlace funesto: no se puede caminar mal y combatir bien (porque la movilidad, como dejó consignado en su Guerra de guerrillas, forma parte de las competencias militares decisivas). Contar los viajes es algo que a cada momento requiere contar lo que hay que hacer para poder seguir viajando. La liberación de los obstáculos ocupa en los relatos un lugar no menos relevante que la descripción de los lugares por donde se pasa o la relación de las situaciones que los viajeros van viviendo. Contar un viaje es por momentos ni más ni menos que eso: contar el viaje, estricta y puntualmente el viaje; no las cosas que pasan durante el viaje, ni los sitios a los que se llega gracias al viaje, sino el viaje, el viaje en sí. Los caminos, los medios de transporte y el cuerpo de los viajeros (concebido como motor de marcha) llegan a ser así los verdaderos protagonistas de la narración. En los viajes de iniciación por América Latina se suman dos factores: esta sucesión continua de contratiempos, que atentan contra la prosecución del viaje, y la falta de un sentido teleológico para justificar la empresa. Ambos factores imprimen a las travesías americanas de comienzos de los cincuenta una de sus cualidades salientes: la incertidumbre. Al no tener un destino de llegada predeterminado, y al verse todo el tiempo acechados por la amenaza de su interrupción, los viajes transcurren bajo un fuerte acento de incógnita. Se viaja sin planes, o con planes tenues; más bien se improvisa y se resuelve constantemente sobre la marcha. Hacer dedo es una práctica muy recurrida del Che Guevara, con Granado no menos que con Calica Ferrer, y eso de por sí supone quedar un poco librados a los tiempos y las distancias que tenga ese colaborador azaroso que se detiene en la ruta y accede a llevarlos. “Vagar sin rumbo” es una definición que Guevara entrega en Diarios de motocicleta más de una vez. Y en un momento dado especifica: “Así quedó decidido el viaje que en todo momento fue seguido de acuerdo con los lineamientos generales con que fue trazado: Improvisación”. Las cartas enviadas a la madre durante el viaje siguiente dan cuenta de ese estado de zozobra que se logra por 264

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andar “sin un rumbo cierto, sin nada seguro”. En una de agosto de 1953 le escribe: “De mi vida futura no te hablo porque no sé nada”. En una de abril de 1954 pone: “Hablar de planes en mi situación es contarles un sueño hilvanado”. En otra de julio de ese mismo año dice: “De mi vida futura nada sé, salvo que es probable que vaya a México”. Lo mismo se ve en las cartas que le manda a Tita Infante, su gran amiga y casi certeramente su enamorada. En septiembre de 1953, confiesa o se jacta: “De mi vida futura sé poco en cuanto a rumbo y menos en cuanto a tiempo”. Hay un goce de la errancia en estos viajes. La aparición permanente de obstáculos introduce la duda de si se podrá o no sé podrá seguir, pero antes de eso, y como acto de voluntad, la falta de planes precisos instala la incertidumbre de cómo se va a seguir cuando se prosiga. Esta modalidad de andar sin rumbo fijo, improvisando sobre la marcha, sin saber con exactitud hacia dónde se irá, es el aspecto que se modifica radicalmente cuando el viaje de iniciación se transforma en el viaje de la acción política. Las cuestiones políticas ocupan siempre un lugar significativo en los Diarios de viaje del Che Guevara. Hay siempre observaciones precisas sobre las condiciones sociales y las circunstancias políticas con que se encuentra en los países adonde va. En las cartas a Tita Infante, acaso por ser ella una militante comunista, estas consideraciones son más frecuentes. En estas cartas, y en las que envía a su familia, dedica también un espacio importante a analizar las consecuencias del derrocamiento del gobierno del general Perón en Argentina (sin apartarse de la tradición familiar antiperonista, no comparte el entusiasmo algo vengativo que exhiben los parientes). Con todo, la política es todavía una parte, aunque relevante, del mundo de intereses que los viajes le presentan: no es el motor que los impulsa, ni es el principio que los guía. Es eso justamente lo que empieza a cambiar cuando el Che Guevara asiste en Guatemala a la caída de Arbenz y cuando toma contacto con los cubanos en México. La conversión de los viajes de iniciación en viajes de acción política exige la conversión de su carácter improvisado y errante en uno que sea planificado y dirigido. El segundo capítulo de los diarios de la campaña guerrillera en Cuba, tal como se los reorganizó para su publicación definitiva, lleva un título de resonancias literarias: “A la deriva”. Cualquiera de los capítulos de los diarios precedentes, los del año 52 o los del período 53-56, podría haberse llamado así, y habría estado bien. En los Pasajes de la guerra revolucionaria hacer eso mismo ya supone en cambio un problema. En “los laberintos de la Sierra Maestra” ya no se puede andar así: a la deriva; hay que adquirir la destreza de orientarse. Se puede leer el texto entero en esta clave: de qué manera ese viajero errante que era el Che Guevara aprende a ser un viajero con guía y con sentido de la orientación. Fidel Castro es, a un mismo tiempo, quien exige esa destreza y quien hace 265

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posible que exista. Fidel dirige los desplazamientos, ordena las posiciones, pauta los tiempos, fija los objetivos, planifica. Fidel es el hilo de Ariadna en los laberintos de Sierra Maestra. Con Fidel como referencia mayor, el Che va adquiriendo la capacidad de orientarse y de guiar. Apenas comienza el capítulo “A la deriva”, queda claro que el estilo de vagabundear sin rumbo aquí no representa otra cosa que un peligro mayúsculo: “Chao, que era veterano de la guerra española, opinó que esa forma de caminar nos conduciría inevitablemente a caer en alguna emboscada enemiga”. Las cosas cambian prontamente. El Che procura guiarse en la marcha nocturna siguiendo la línea de la estrella polar; más tarde comprende que se había equivocado de estrella y que, si de todas formas llegó a destino, es porque tuvo suerte. Es un aprendizaje: en las jornadas siguientes ya puede manejarse en zonas que reconoce. Y si alguna vez equivoca el camino, se pierde por tres días y la brújula no le sirve, da por fin con una casa campesina donde le indican la dirección correcta que tiene que tomar. Perderse es ahora una calamidad que hay que tratar de evitar y hay que aprender a resolver. El Che Guevara se transforma otra vez, y otra vez por medio de un viaje: el vagabundo errante, que ni sabía qué iba a hacer un día después, deviene jefe guerrillero, que sigue un plan y coordina movimientos. El conocimiento del terreno, los campesinos, los guías contribuyen a moverse de ahora en más con previsión y dominio del espacio. No importa que en ocasiones asome algún desconcierto; hay un punto de referencia con el que ya se cuenta y es seguro: “No teníamos siquiera idea de donde estábamos, todo lo que sabíamos es que caminando con el mar a nuestra derecha íbamos hacia el este, es decir, a la Sierra Maestra, el lugar donde teníamos que refugiarnos”. Sierra Maestra, donde ya se encuentra Fidel Castro: es el faro, el norte de la brújula, el punto de referencia de estos recorridos del Che. Pase lo que pase, y aunque se pierdan, saben siempre adónde van: van hacia donde está Fidel Castro, o van hacia donde Fidel Castro va: “Después de caminatas muy cortas pero que se hacían larguísimas por el estado deficiente de preparación, llegamos a un lugar en la ‘Derecha’ donde debíamos esperar a Fidel Castro”; “dirigidos ahora por un campesino llamado Tuto Almeida. Nuestra misión era alcanzar la Nevada y después llegar adonde estaba Fidel”; “tratábamos de apurar la marcha en la medida de nuestras posibilidades para llegar a donde estaba Fidel”. Se acabó el viaje sin rumbo: nada de ir “a la deriva”. Ahora existe un objetivo y existe un para qué. El criterio será el mismo en el Congo y en Bolivia, aunque en estos casos salga mal lo que en Sierra Maestra salió bien. Los diarios dejan ver entonces una nítida disposición a controlar el futuro y las distancias. Ya se trate de la recapitulación retrospectiva de los textos del Congo o de la inscripción del día a día en el diario de Bolivia, la racionalización del impulso viajero (la racionalidad no reprime la pasión del movimiento: le pone un objeto) alienta el deseo de controlar lo que 266

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pasa más lejos (¿qué otra cosa, sino eso, es explorar?) y lo que pasará más adelante (¿qué otra cosa, si no eso, es hacer planes?). El Che Guevara ya es, además de un viajero nato, un guerrillero consumado. Es preciso advertir, en cualquier caso, que en la conversión existe un cambio pero también existe continuidad. El viajero no desaparece en el guerrillero: se ve subsumido en él. El viaje político de la guerra de guerrillas no liquida por completo el viaje azaroso de la improvisación momentánea: lo absorbe y lo transforma. Sólo así se entiende la manera en que el héroe, por medio de sus viajes, logra alcanzar sus virtudes aparentemente contradictorias: la de llegar a ser héroe y a la vez ser héroe desde siempre. Ernesto Guevara Lynch, el padre del Che, oscila entre estos dos polos con especial sensibilidad. Por una parte detecta la progresión política del hijo (y se preocupa: le arrima a Ulises Petit de Murat en México para que lo saque de apuros). Por otra parte evoca el saludo de despedida de su hijo Ernesto en el andén de la estación de Retiro (y hasta lo eleva al lugar de título de su libro: Aquí va un soldado de América) para establecer que en esa escena inicial del viaje ya se encontraba el héroe que se revelaría en el final. Que estos dos componentes de la estirpe heroica (el forjamiento progresivo y la predestinación) confluyan y se integren, no implica que no existan ciertos modos de conflicto, ciertas líneas de tensión. En el caso del Che Guevara, cuya proyección heroica ha excedido el encuadre de la ideología política (para bien de su popularidad y para mal de su ideología política), la tensión y el conflicto se producen sobre todo en torno a la noción de aventura. El héroe adquiriría su estatura más plena con la efigie del guerrillero revolucionario, pero se devaluaría en el perfil menos consistente del simple aventurero. Sus viajes, que no por nada lo configuran y lo expresan, responderían por lo tanto a esta misma dicotomía: habría un viaje aventurero, improvisado y algo errático, en los primeros años, y habría un viaje militante, metódicamente dirigido, en los años subsiguientes. Ernesto Guevara Lynch defiende esta distinción con un celo muy particular. En el prefacio de Aquí va un soldado de América, parafrasea al hijo y escribe: “El Che revolucionario (…) constituye un serio peligro para los grandes consorcios capitalistas mundiales, que temen, no tanto al Che, como a la multiplicación del Che, lo que equivaldría a un Vietnam en cada país subdesarrollado. Ésta es la principal razón para tratar de colocarlo como “aventurero”, desviando así al lector del conocimiento de su verdadera imagen de guerrillero revolucionario”. Más adelante emplea una nota a pie de página, pero no por eso baja el tono, para decir: “He aquí el mentís para todos aquellos escritorzuelos a sueldo de la CIA, que han querido desdibujar la imagen del Che convirtiéndolo en un aventurero, en contraposición a su verdadera imagen –aquella que para siempre guardará la historia–, la imagen de un verdadero revolucionario”. 267

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La hipótesis del desdibujamiento exige borrar al aventurero para hacer justicia el revolucionario. En este sentido, el viaje de la errancia y de la contingencia debería considerarse suprimido por el viaje de la premeditación calculada. Pero, si se trata de ver la manera en que un tipo de viaje sigue latiendo en el otro, puede verse más bien una línea continua en la que la aventura persiste y se resignifica. El Che Guevara habla mucho de “aventura” para referirse a los periplos con Granado y con Ferrer: en una carta a la madre se considera “aventurero cien por ciento”; en otra carta a la madre designa a América como “el teatro de mis aventuras”; en otra menciona “mi trayectoria esencialmente aventurera”; se despide en una carta a su tía Beatriz con “fuertes abrazos del sobrino aventurero”; a Ernesto Sábato en 1960 le escribe y se define “como hombre gozoso de la aventura”. En la página inicial de los Diarios de motocicleta aclara para empezar: “No es éste el relato de hazañas impresionantes”, pero de inmediato agrega: “al mismo tiempo es algo aventurero”. Con este mismo espíritu dirá poco después: “Parecía que respirábamos más libremente un aire más liviano que venía de allá, de la aventura”. Conviene pensar otra vez en el gusto del viajero por escalar (de eso que se conoce como “turismo aventura”, Guevara descartaría la parte turística, pero no la parte aventurera). Por supuesto que cabe también un uso despectivo, a la manera del padre, de la idea de aventura, para desestimar a esos tres muchachos yanquis que se sumaron en Sierra Maestra pero se fueron poco tiempo después sin haber casi combatido ni haber resistido el rigor del clima y de las privaciones: “simplemente, saciaron su afán de aventuras en nuestra compañía durante algunos meses”. Esto no impide, sin embargo, que en un tramo del Diario de Bolivia honre a un compañero cubano que ha caído en combate diciendo de él que ha sido “un viejo compañero de aventuras”. El viaje de aventuras (eventualmente sin exagerar: el viaje “algo aventurero”) perdura en más de un sentido, aunque modificado, en el viaje heroico de la acción guerrillera, así como la impulsividad pasional del viajero por vocación es integrada, antes que eliminada, en la travesía racionalizada de la dirección militar y política. Habría que detenerse a considerar, en todo caso, de qué clase de aventura se trata cuando la designación de “aventura” se emplea sin reparos. Cuando largarse a viajar significa lisa y llanamente largarse a la aventura (es decir: cuando parte con Granado o con Ferrer a recorrer el continente, no cuando parte en secreto para combatir en el Congo o en Bolivia), el propósito explícito de cambiar de vida aparece muy en primer plano. La aventura es eso: cambiar de vida. Y el espíritu aventurero es el perfecto contrario del amor a la estabilidad del espíritu burgués (con la fuga de los años sesenta rehúye otra cosa: la estabilidad monocorde del funcionario de Estado, incluso cuando ese funcionario puede viajar todo el tiempo. Un autorretrato de ese período, en carta a la tía Beatriz, pinta a “un digno 268

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burócrata de panza respetable y hábitos sedentarios”). Es fácil reconocer este tópico: hay que viajar para cambiar de vida. Ernesto Guevara abunda en esa tradición cuando tiene que dar cuenta de la motivación que lo lanza al viaje en motocicleta. Cultiva en ese Diario un desprecio rabioso para la vida que le espera dentro de los parámetros habituales. Se queja de “la perra vida”. Confiesa: “estaba harto de la Facultad de Medicina, de hospitales y de exámenes”. Fantasea: “Por los caminos del ensueño llegamos a remotos países, navegamos por los mares tropicales y visitamos todo el Asia”. ¿No puede percibirse un cierto veneno arltiano en todo este mascullar? En la maldición de la vida perra, de la vida puerca, ¿no hay algo de Silvio Astier? La ensoñación con lugares remotos, ¿no se parece a La isla desierta? Tal vez sea pertinente agregar el dato de que Ernesto Guevara dedicó algún tiempo de su juventud a probar experimentos exóticos: quería dar con un invento (por ejemplo, un insecticida infalible) que le permitiese dar el batacazo. Un gran invento, o un gran viaje: típicas maneras de salirse de la odiada chatura de la vida burguesa. El Che Guevara de esos años nos recuerda a Arlt, incluso físicamente, o al Silvio Astier del cine, que recordaba a Arlt; así como el Che Guevara del final, el que acaba acorralado por una patrulla, el que muere con total valentía a manos de un cobarde total, nos recuerda, incluso físicamente, a Juan Moreira: al Moreira de Leonardo Favio. Durante los tempranos periplos como marino mercante, el Che puede pretender todavía que viajar y estudiar sean disciplinas susceptibles de ser integradas. La correspondencia que mantiene con Tita Infante durante los viajes posteriores testimonia en cambio el peso de una disyuntiva que se le vuelve ineludible. Que estudie primero y se largue a viajar después es el consejo que él termina dándole en noviembre de 1954: “Primero recíbase cuanto antes; pero en forma activa, caradureando o como sea. Segundo, en cuanto se reciba tóquese una polquita del espiante por algún tiempo por lo menos” (la chica, cuyo amor callado es siempre alimentado pero nunca correspondido por Ernesto Guevara, se encontrará en Europa cuando triunfe la revolución en Cuba: habrá partido hacia allí para hacer un “viaje de estudios”). En los viajes del Che siempre hay tiempo para escribir y para leer, pero no para estudiar; y mucho menos para volver a Buenos Aires para rendir materias o para afirmar una carrera. Una cierta oscilación, no del todo resuelta, inquieta el desarrollo de los recorridos por América: por momentos el Che y su coequipero parecen presentar un aspecto suficientemente rotoso y suficientemente reñido con los pudores del aseo; por momentos, en cambio, asoma como un fantasma el peligro de que la raíz pequeño-burguesa (que incluye no pocas veces el gusto por hacer estos viajes) se note a pesar de todo. Si un dueño de hacienda, por ejemplo, se espanta un poco por su aspecto en el momento de verlos llegar, o si un médico (“un burgués afincado y económicamente sólido”) los 269

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desprecia por considerarlos un par de vagos, entonces las cosas parecen estar funcionando. Si en cambio les insisten, como sucede alguna vez, para que escojan el primer vagón de un tren y no el tercero, porque en el tercero viajan en penosas condiciones las clases populares, se produce un severo incidente: la sensibilidad social se rebela ante el destrato propinado a los indios, pero también hay una cierta molestia por el hecho de ser detectados y situados en una franja de pertenencia social de la que en verdad están tratando de redimirse. Desde este punto de vista, el viaje de la acción guerrillera es la acentuación, a la vez que la transformación, del viaje aventurero. Cuando el Che Guevara le escribe a Tita Infante, aunque se lo escriba para hacer un chiste, que en el viaje con Granado van al norte por el sur en una veta de “materialismo histórico”, juega con la idea de que ya desde el comienzo, en plena fase aventurera, anidaba el destino de la dialéctica marxista. No importa que se trate de un chiste, sino lo que el chiste hace: lo que hace es traducir la lógica de la errancia a la lógica de la doctrina política. De hecho puede verse que, en la realidad de las cosas concretas, un tipo de viaje se convierte en el otro: la aventura con Ferrer se prolonga como campaña con Fidel, sin tener que volver a Buenos Aires, sin tener que empezar desde el principio un viaje nuevo. Si la aventura es mera disipación o es un hobby pequeño-burgués, hay que descartarla de plano (no faltan visiones un tanto confusas al respecto, –la de la película Tango feroz por ejemplo–, que en una vaga asociación entre el Che Guevara y el jipismo, con el final de los años sesenta como telón de fondo, harían de estos viajes un simple viaje de mochilero). Si en cambio la aventura, y el viaje como su expresión, concretiza el afán de cambiar de vida, las campañas guerrilleras pasan a ser la radicalización medular de ese gesto, antes que su negación. La prueba de que los viajes cumplen con su objetivo es que no tienen vuelta atrás: son irreversibles. Que el Che Guevara no regresara a la Argentina tiene, además de su contundente significación política, una fuerte gravitación simbólica. El suyo es un viaje sin regreso. No vuelve a retomar la carrera de médico cuando parte saturado de la vida de facultad, ni vuelve a combatir a la Argentina cuando ya es “el guerrillero heroico”. Es como si volver no solamente clausurara el viaje, sino que además lo revirtiera. Y el Che Guevara apunta, por el contrario, a mantenerse en un estado de viaje permanente. En las cartas más tempranas que dirige a la familia admite, acaso con sinceridad relativa, la eventualidad de un regreso. Pero en cualquier caso esa alternativa queda siempre suspendida por la regla general de la completa incertidumbre: así como no se sabe adónde se va a seguir al día siguiente, tampoco se sabe si alguna vez se va a volver o no. Cuando vuelve es para partir otra vez, apenas un año más 270

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tarde. Las notas de nostalgia de algunas de sus cartas, aunque parecen orientarse a la perspectiva de la vuelta, terminan por decir exactamente lo contrario: que no se piensa en volver, y que es por eso que hay nostalgia. En una carta a la madre enviada desde México, Guevara habla como en un tango de Gardel: “No sabés las ganas que tengo de verte”, y agrega: “más allá que aquí, pero eso es muy difícil por ahora”. Este tironeo acaso persista hasta el final: Debray conjetura que, en la elección de la zona de operaciones en Bolivia, pudo haber incidido la atracción de la proximidad con el territorio argentino. Claro que, en última instancia, tampoco esa proximidad determinó un retorno. Desde luego que no es cuestión de reafirmar una pertenencia nacional: el viaje funda una nueva identidad, y esa nueva identidad no responde a las premisas del sentimentalismo patrio. La argentinidad se desplaza: va a parar al apodo, al empleo esporádico de palabras del lunfardo (sobre todo al referir situaciones de intimidad), a las conversaciones sobre el peronismo en algún otro país. Es interesante notar una coincidencia, azarosa pero significativa: el primer viaje del Che Guevara se asemeja asombrosamente al viaje libertador de José de San Martín (bajando de Córdoba a Buenos Aires, después cruzando a Santiago de Chile, después siguiendo a Lima) y hasta lo completa (prosigue hacia Colombia y Venezuela: cubre el tramo bolivariano, lo que a San Martín le faltó). Pero lo cierto es que si la pertenencia nacional no se escurre del todo a lo largo de los viajes por América Latina, es porque los controles estatales interpelan ese aspecto en cada cruce de fronteras. Ahí los viajeros se estancan, intimidados por el rigor de las pesquisas policiales o impacientes por la demora en la obtención de las visas. El viaje clandestino, que se ensayará años después, suprimirá precisamente estos percances y llevará la identidad al lugar prodigioso del camuflaje y la falsificación. Y en la falsificación, la identidad encuentra, viaje mediante, una nueva verdad. No es por lo tanto alguna clase de raíz argentina lo que está jugando, sino el diferimiento indefinido del retorno. “Come back”: así se llamaba el perro de la novia que Ernesto Guevara despidió en Miramar (entonces el desvío hacia el sur no se debió tan sólo a un gesto de materialismo histórico). Ese nombre se vuelve cada vez más irónico, y la novia más difusa y olvidada, con el paso de los años. Nada mejor que ese olvido para evidenciar que no habrá vuelta. “Hasta la victoria siempre”: la célebre despedida revolucionaria parece inspirarse en el imaginario del viaje incesante. Nunca suena con tanta potencia como en la carta que el Che Guevara le escribe a Fidel Castro para sellar su partida de Cuba. Anclada en su sentido político, hace centro en la palabra “victoria”. Pensada desde la pasión de viajar, reposa en la palabra “siempre”.

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Bibliografía Guevara, Ernesto Che, 2004, Diarios de motocicleta. Buenos Aires: Planeta. ______, Diario de Bolivia. ______, Diario del Congo. ______, Pasajes de la guerra revolucionaria. Guevara Lynch, Ernesto, Aquí va un soldado de América, Mestman, Mariano, 2006, «La última imagen sacra de la revolución latinoamericana», Ojos crueles, año 3, n. 3, otoño. Piglia, Ricardo, 2005, «Ernesto Guevara, rastros de lectura» en El último lector. Buenos Aires: Anagrama. Vitier, Cintio, 2004, «Introducción» en Ernesto Che Guevara, Diarios de motocicleta. Buenos Aires: Planeta.

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Los autores Daniel Attala es doctor en Filosofía por la Universidad Pompeu Fabra (España) y en Literatura hispanoamericana por la Universidad de Grenoble 3 (Francia). Enseña en la Universidad de Bretagne-Sud (Francia) y es autor, entre otras publicaciones, de Impensador Mucho. Ensayos sobre Macedonio Fernández (Corregidor, 2007; editor); Macedonio Fernández, lector del Quijote (Paradiso, 2009); Hermes Binner: primer gobernador socialista de la Argentina. Diálogos (Losada, 2011); Samuel Johnson. Falkland/Malvinas: panfleto contra la guerra (Fórcola, 2012; traductor y editor); Cuando los anarquistas citaban la Biblia: entre mesianismo y propaganda (Catarata, 2014, editor, en colaboración con J. Delhom); Macedonio Fernández, “précurseur” de Borges (Presses Universitaires de Rennes, 2014); La Biblia en la literatura hispanoamericana (Trotta, 2016, editor, en colaboración con G. Fabry). Yannelys Aparicio es profesora de la Universidad Internacional de La Rioja. Ha sido profesora en la Universidad de Montclair State (New Jersey, USA), y en la Passaic High School (New Jersey, USA). Ha publicado las ediciones de las novelas Las impuras y Las honradas, del cubano Miguel de Carrión, Los cachorros y Los jefes, de Mario Vargas Llosa, y Persona non grata, de Jorge Edwards. Es autora de numerosos ensayos sobre literatura cubana, entre los que destacan: Lo que el tiempo no se llevó: la narrativa histórica de Julio Travieso Serrano (2013) y Narrativa histórica cubana (2014). Colabora habitualmente en revistas especializadas en literatura y didáctica de la lengua española e inglesa. Pertenece al consejo editor de las revistas Delaware Review of Latin American Studies y LETRAL. Ángel Esteban es catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Granada y Visiting Professor de las universidades de Delaware y Montclair State (USA). Ha publicado cerca de 60 libros entre ensayos, antologías, libros de conjunto y ediciones de clásicos, algunos de ellos traducidos hasta ocho idiomas. Es Redactor Jefe de la Revista LETRAL, coordina el Máster de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Granada y dirige el grupo de investigación “Literatura y Cultura Hispanoamericanas”. Pertenece al consejo editor de las revistas RILCE, Fronda, Pensamiento y Cultura, etc. De su obra cabe destacar Gabo y Fidel: el paisaje de una amistad (2004), Cuando llegan las musas (2002), De Gabo a Mario: la estirpe del boom (2009), El flaco Julio y 273

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el escribidor: Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa cara a cara (2014), y El escritor en su paraíso: 30 grandes autores que fueron bibliotecarios (2014). Anna Caballé Masforroll es profesora titular de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y responsable de la Unidad de Estudios Biográficos. Premio Extraordinario de Doctorado por su tesis La literatura autobiográfica en España (1939-1975) y Premio Gaziel 2009 de Biografías y Memorias, convocado por la Fundación Conde de Godó. Su línea de investigación es el estudio y la divulgación de la escritura auto/ biográfica en lengua española. Colaboradora habitual del suplemento ABC Cultural y de otros medios de comunicación. Christian Estrade es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctor por la Universidad Stendhal de Grenoble. En el año 2008 realizó una estancia posdoctoral en el IASH de Edimburgo dedicada al estudio de los diarios de tres autores argentinos: Enrique Wernicke, Ernesto Guevara y Rodolfo Walsh. Actualmente es Profesor titular de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Toulouse Jean Jaurès. Ha publicado varios artículos en revistas especializadas de Europa y Sudamérica, sobre literatura argentina y latinoamericana. Autor de un ensayo crítico sobre la nota al pie, La ficción en su borde, investiga en la actualidad sobre literatura pornográfica en las obras de Copi, Alberto Laiseca y Osvaldo Lamborghini. Corinne Ferrero es profesora Agrégée de español (ex alumna de la École Normale Supérieure de Fontenay/Saint-Cloud). Doctora en Estudios hispánicos e hispanoamericanos, y actualmente Maître de Conférences en la Université de Pau et des Pays de l’Adour (UPPA). Es miembro del Laboratorio Arc Atlantique de la Universidad de Pau. Su tesis de doctorado es consagrada a la obra en colaboración de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. En sus investigaciones se ocupa de la escritura en colaboración y también de la literatura argentina contemporánea, así como de cuestiones de teoría literaria. Es también traductora y colabora con la revista literaria online Escritores del Mundo (http:// www.escritoresdelmundo.com/). Entre sus publicaciones más recientes figuran: “Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges, una colaboración inédita y anecdótica”, Recto Verso, Item, Paris, 2008. “La fiesta del Monstruo: un tratado sobre la patria”, Ils ont fait les Amériques, Mobilités, territoires et imaginaires, Presses universitaires de Bordeaux, Bordeaux, 2012. “La sombra de los bárbaros en la obra invisible de J.L.Borges alias H. Bustos Domecq: extranjeros y espectros en el proceso fantasmático de la configuración de la identidad argentina.” 274

Los autores

(Conferencia, Universidad de Quilmes, mayo de 2012). “Mis escritores muertos, de Daniel Guebel: una pasión narrativa”, ILCEA [En línea  : http://ilcea.revues.org/3609] Ana Gallego Cuiñas es profesora titular del Departamento de Literatura española de la Universidad de Granada. Doctora en Filología Hispánica y licenciada en Antropología Social y Cultural por la Universidad de Granada, ha sido contratada del programa “Ramón y Cajal” e investigadora visitante en la Universidad de California Los Ángeles, Princeton, Paris-Sorbonne, Universidad de Buenos Aires y Yale. Numerosos ensayos y artículos suyos han aparecido en revistas de reconocido prestigio internacional sobre temas dominicanos, narrativa rioplatense contemporánea, escritura autobiográfica (diarios y cartas), estudios transatlánticos de literatura, y acerca de la relación entre literatura y economía. En la actualidad es la Investigadora Principal del Proyecto I+D+i LETRAL (Líneas y Estudios Transatlánticos de Literatura) y del Proyecto I+D “Patrimonio literario y mercado editorial” (Centro de Estudios Andaluces), así como editora de la Revista Letral. También es Vicedecana de Actividades Culturales e Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. Carlos García nació 1953 en Buenos Aires (Argentina). En 1977 pasó a España. Desde 1979 vive en Hamburg (Alemania). Se ha especializado en la literatura de la vanguardia histórica en Argentina, España, México y Perú. De entre sus libros destacamos: Las letras y la amistad. Correspondencia Alfonso Reyes / Guillermo de Torre, 1920-1958. Valencia: Pre-Textos, 2005. Correspondencia Alfonso Reyes / Vicente Huidobro, 1914-1928. México: El Colegio Nacional, 2005. Discreta efusión. Alfonso Reyes / Jorge Luis Borges. Epistolario (1923-1959) y crónica de una amistad. Madrid / Frankfurt am Main: Iberoamericana / Vervuert, 2010. El joven Borges y el expresionismo literario alemán. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba, 2015. José Manuel González es Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Salamanca (España). Ha sido profesor e investigador en las Universidades de Salamanca, Buenos Aires (Argentina), la República (Uruguay) y Erlangen-Nürnberg (Alemania). Fue investigador postdoctoral del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España. Es autor de las monografías En los bordes fluidos. Formas híbridas y autoficción en la escritura de Ricardo Piglia (Berna, Peter Lang, 2009) y El cálamo centenario: cinco asedios a la literatura argentina (1910-2010) (Buenos Aires, Deauno, 2012). Ha coordinado el número monográfico de Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos dedicado a la 275

Diaros latinoamericanos del siglo XX

“Autoficción hispánica contemporánea” (2015). Actualmente es investigador posdoctoral de la Fundación Alexander von Humboldt (programa Experienced Researchers) en la Universität Erlangen-Nürnberg. En este marco desarrolla el proyecto “Invenciones del yo en la narrativa argentina contemporánea (2000-2014)”. Ha publicado numerosos artículos y capítulos de libro en torno a la literatura latinoamericana contemporánea en revistas especializadas de EEUU, Francia, Alemania, Suiza, Italia, Portugal, Chile, México, Venezuela y España. Iván González Cruz es doctor en Comunicación Audiovisual. Profesor Titular de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia. Fundó y dirigió las revistas culturales Albur y Credo. Director y guionista del documental José Lezama Lima: la cultura como resistencia. Entre sus obras como escritor y ensayista destacan: El signo de Jade; La isla del olvido; Al caer la noche; El libro perdido de Aristóteles; Diccionario del actor (Sistema de Konstantin S. Stanislavski, en tres tomos); Los secretos de la creación artística. La estructura órfica; y El Nāṭyaśāstra: la técnica del arte escénico. Rodrigo Hasbún nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Ha publicado el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogotá39 así como de la antología de Los mejores narradores jóvenes en español elaborada por la revista Granta. Con guiones co-escritos por él, dos de sus textos fueron llevados al cine recientemente. Vive hace algunos años en Ithaca, Nueva York. Fatiha Idmhand es profesora titular (Maître de Conférences HDR) de Literatura Hispánica en la Universidad Littoral Côte d’Opale. Es especializada en literaturas y culturas del Río de la Plata y ha trabajado – y publicado - sobre exilios trans-atlánticos (de Europa a las Américas y de las Américas a Europa) y escrituras sous contraintes. Realiza sus estudios desde la perspectiva de la crítica genética y de la génesis de la creación; en este campo, ha trabajado sobre los manuscritos de José Mora Guarnido y editado los manuscritos de la cárcel de Carlos Liscano. En la actualidad, se implica en el desarrollo de proyectos de edición digital y de investigación en letras con en el uso de la informática desde las humanidades digitales (digital humanities). Martín Kohan nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Como escritor, ha publicado libros de ensayos, de cuentos y novelas. Sus obras se están publicando en editoriales tan prestigiosas 276

Los autores

como Einaudi (Italia), Serpent’s Tail (Reino Unido), Seuil (Francia) y Suhrkamp (Alemania). Marcela Labraña es Doctora en Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona). Es profesora de literatura, estética y artes visuales en distintas universidades santiaguinas. Junto a Felipe Cussen ha publicado el libro Mil versos chilenos (Ediciones B, 2010). También es autora de los ensayos: “Las liebres de Juan Luis Martínez: préstamos de Durero y Carroll” que forma parte del libro Poètiques liminars: imatge, escena, objete, trànsit (Edicions UIB, 2016), “Cuatro párrafos para Sebastián”, la presentación del libro José Donoso: paisajes, rutas y fugas de Sebastián Schoennenbeck (Revista Cecli, abril 2015), “Venus en el pudridero: Discordia concors” que forma parte de Anguita 20/20 (Editorial Universitaria, 2012), “Poesía oriental y visualidad en Darío, Tablada y Huidobro” (Revista Estudios Avanzados nº 22, diciembre 2014) y “Paseos con Robert Walser y Juan Emar” (Revista Sibila, julio 2010), entre otros. Ana Inés Larre Borges, investigadora, crítica y ensayista literaria, integra el Departamento de Investigaciones y Archivo de la Biblioteca Nacional de Uruguay y, desde 2010 es Directora de la Revista de la Biblioteca Nacional. Entre 1987 y 2012 dirigió la sección Literaria del semanario Brecha donde continúa colaborando. Su dedicación a las escrituras autobiográficas ha dado origen a cantidad de artículos académicos y a la edición de libros como Cartas de amor y otra correspondencia íntima de Delmira Agustini (2005), Idea Vilariño, la vida escrita (2007), Escrituras del yo (Dirección de número especial de Revista de la Biblioteca Nacional Nos 4-5 (2011), Diario de juventud de Idea Vilariño (2013) prepara la edición del Diario de viaje de W.H. Hudson. Erika Martínez es Licenciada en Filología Hispánica y en Teoría de Literatura. En 2008, obtuvo el Doctorado Europeo en la Universidad de Granada. Entre 2010 y 2012 disfrutó de un contrato de investigación postdoctoral en l’Université Paris-Sorbonne. Ha publicado el ensayo Entre bambalinas. Las poetas argentinas tras la última dictadura (2013, Iberoamericana-Vervuert) y tres libros de poesía en Pre-Textos. María Gabriela Mizraje es escritora, filóloga y crítica argentina. Investigadora en el área de Letras. Se desempeñó como profesora universitaria en distintas instituciones de su país y del extranjero, tales como UBA, Swarthmore College, Dartmouth College, entre muchas otras. Actualmente se halla trabajando en el Instituto de Capacitación Parlamentaria de la Honorable Cámara de Diputados del Congreso de la Nación Argentina. Especializada en Filología clásica, Retórica, Semiología; 277

Diaros latinoamericanos del siglo XX

Literatura latinoamericana y particularmente argentina; Estudios de género e historia de las mujeres, entre otras áreas. Es autora de numerosos artículos, así como de varios libros y ediciones críticas, entre los que se hallan: Eduarda Mansilla, Pablo o la vida en las pampas, 2007; Mariquita Sánchez, Intimidad y política. Diario, cartas y recuerdos, 2004 y 2010; Argentinas de Rosas a Perón, 1999; Lorenzo Stanchina, Tanka Charowa, 1999. Entre otros cargos, fue Directora de la colección de Literatura Argentina de EUDEBA y Secretaria Académica del Instituto de Literatura Argentina (UBA). Fernando Rivera es profesor asociado en Tulane University. Se especializa en narrativa latinoamericana contemporánea, políticas de la novela y teoría literaria. Ha publicado artículos sobre la violencia política en el Perú y el libro Dar la palabra: ética, política y poética de la escritura en Arguedas (Iberoamericana/Vervuert, 2011). También los libros de ficción Barcos de Arena (Lluvia Editores, 1994) e Invencible como tu figura (UNMSM, 2005). Federica Rocco es Profesora Asociada de Lengua y Literaturas Hispano-americanas en la Universidad de Údine (Italia). Se ocupa de las formas de la escritura auto-biográfica, la literatura de la migración y del exilio y la novela histórico-ficticia en la producción literaria del Cono Sur. Ha dedicado estudios a la obra de autores como: Benedetti, Saer, Pizarnik, Lemebel, Gerchunoff, Shua, Steimberg, Poletti, Dujovne Ortiz, Suez, Molloy, Negroni, Bellessi, Gambaro, Andruetto, en revistas y volúmenes nacionales e internacionales. En 2006 se publicó Una stagione all’inferno. Iniziazione e identità letteraria nei diari di Alejandra Pizarnik, centrado en la importancia de los diarios para la comprensión de la vida-obra de la poeta argentina, y en 2012 Marginalia Ex-centrica: viaggi/o nella letteratura argentina, que analiza la literatura argentina producida por escritoras descendientes de europeos (italianos también regionales –los friulanos- y judíos procedentes del ex-imperio ruso). Anthony Stanton es Profesor-Investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, en El Colegio de México, especializándose en literatura hispánica moderna, especialmente la mexicana. Entre sus libros más recientes figuran la coautoría de la edición facsimilar (con estudio) de la revista argentina Proa (2012), la co-coordinación del catálogo de la muestra Vanguardia en México, 1915-1940 (2013), la edición facsimilar (con estudio) de Nocturna rosa de Xavier Villaurrutia (2013) y la edición del libro Modernidad, vanguardia y revolución en la poesía mexicana (1919-1930), publicado en 2014 por la Universidad de Chicago y El Colegio de México. Su libro más reciente es el extenso estudio El río reflexivo: poesía y ensayo en Octavio Paz (1931-1958) (México: Fondo de Cultura Económica / El Colegio de México, 2015). 278

Collección Trans-Atlántico Literaturas En el panorama actual de la investigación, especialmente en el campo del hispanismo, se afirma la presencia de un nuevo paradigma que toma en cuenta, privilegiándolos, los intercambios y la circulación de modelos. Esta nueva perspectiva ha permitido la emergencia de un nuevo campo de estudios, centrado en las relaciones trasatlánticas, transnacionales e intercontinentales, que subraya la importancia de los intercambios, migraciones y pasajes que se declinan de diferentes modos entre las culturas de los dos lados del Atlántico, desde hace más de cinco siglos. El título de esta nueva Colección Trans-Atlántico / Trans-Atlantique se propone evocar, más allá del vapor de línea que hace la travesía regular entre Europa y América, la novela homónima de Witold Gombrowicz –donde aparece justamente el guión–, y las deambulaciones del protagonista entre dos mundos así como los acercamientos posibles entre dos lugares diferentes de una misma realidad (Polonia, donde Gombrowicz nació y Argentina, lugar donde reside de manera prolongada). La colección Trans-Atlántico / Trans-Atlantique es un espacio de publicación de obras que se centren en este tipo de abordaje de la literatura como lugar transcultural por excelencia, lugar de diálogo y de controversia entre diferentes tipos de discurso, lugar de todos los posibles donde se elaboran nuevas prácticas de conocimiento y de creación para dar sentido a lo que está afuera y que, sin embargo, la literatura comprende. Directora de colección Norah DEI CAS – GIRALDI Catedrática – Université Charles-de-Gaulle – Lille 3 Comité científico  Fernando Aínsa, Escritor y crítico literario María Carolina Blixen, Biblioteca Nacional – Montevideo Manuel Boïs, Traductor Oscar Brando, Professeur et critique littéraire Cécile Chantraine Braillon, Université du Hainaut - Cambrésis Patrick Collart, Universiteit Gent Ana Del Sarto, Ohio State University 279

Carmen De Mora, Universidad de Sevilla Geneviève Fabry, Université catholique de Louvain-la-Neuve Rosa Maria Grillo, Università di Salerno Fatiha Idmhand, Université du Littoral Danuta Teresa Mozejko-Costa, Universidad Nacional de Córdoba Francisca Noguerol, Universidad de Salamanca Lucila Pagliai, Universidad de Buenos Aires Ada Savin, Université de Versailles Kristine Vanden Berghe, Université de Liège

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