Desde Mi Heredad

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DESDE MI HEREDAD RELATOS Y SUCESOS Rosario Arias Muñoz

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Introducción Toda vida tiene un sentido, por equivocado que parezca. Toda vida tiene un valor por insignificante que éste sea a los ojos del mundo, porque como todos lo sabemos –quienes creen en Dios y los que no creen en Él–, la humanidad, la tierra con todo lo que la compone y la complementa, el cosmos con sus múltiples estrellitas y astros, con sus luceros, somos y hemos sido puestos en cada lugar por el Creador de todo cuanto conocemos, a través de nuestra inteligencia finita, nuestro intelecto que un día abandonará este mundo, dejando partir al alma sola. Digo todo esto para explicar cómo, después de que mis lectores se beban las palabras de estas memorias DESDE MI HEREDAD. RELATOS Y SUCESOS, que hablan de sufrimientos, que nunca los sentí como tales, ó de alegrías y fracasos, se va dibujando el paso de un alma por la tierra hasta culminar en el éxito total, sin buscarlo: el encuentro con el Alma Grande de un Maestro Perfecto: La SAGRADA INICIACION. Ése es el verdadero éxito de una vida. ¿Cómo llegué a mi Grandioso Maestro Sant Ajaib Singh Ji? Sólo él lo sabe hacer, él atrae hacia sí al futuro iniciado. Jesús lo hizo con sus discípulos, les dio la experiencia de conocerlo y convivir con él mucho tiempo, después de su resurrección, según los Gnósticos. No establezco comparación entre Jesús y Sant Ajaib Singh Ji porque a Sant Ji (así lo llamamos) lo conozco de primera mano, lo conocí, pues ya se fue de este plano y en cambio de Jesús, sólo he leído sus pasajes bíblicos y sus bellas enseñanzas. Con Sant Ji me inicié y comencé la valiosa e importante meditación en el Shabda, con Sant Ji inicié mi camino como vegetariana y aprendí a respetar la vida de los demás 2

seres no sólo humanos, sino vegetales, minerales, animales, a amar el sacrificio por respeto a ellos (no sin esfuerzo), y aprendí que este paso por esta vida, debe ser sólo preparación para el conocimiento de Dios, para el servicio al prójimo y el paso del alma a la dimensión o forma de vida que se merezca según sus obras. ¿Cómo si no, podríamos hacer parte de su creación y de Sí mismo? Con el Maestro Sant Ajaib Singh Ji ingresé al Sendero de los Maestros para encontrar la hermandad de los iniciados, veraces, transparentes, en su lucha por avanzar y perfeccionar el Ser para corresponder al amor y misericordia del Maestro Sant Ji, solidarios y sensibles. Después de 22 años de iniciada, me aparté dos años del Sendero y me costó caro: me enfermé, (lo que nunca me había sucedido), sufrí desencuentros, etc., etc. Atraída nuevamente por la Misericordia del Maestro Perfecto, sin saber cómo, caí extenuada a los pies del Maestro Sant Sadhu Ram, sucesor de Sant Ji que se caracteriza, como todos, por su poderosa Misericordia, esta vez para siempre. Quién sabe cuánto me quede de vida para recuperar el tiempo perdido, pero Él lo sabe todo. No menciono a los Iniciados y a los que más amo, del SENDERO DE LOS MAESTROS, porque es una extensa lista, pero sí me tomo la osadía de declarar en nombre de todos nuestra gratitud inmensa al Todopoderoso Sant Ajaib Singh Ji y Sant Sadhu Ram, que con sus exigencias minuto a minuto, viven intentando hacer de nosotros seres humanos cada vez mejores para dar amor y misericordia, reflejo de lo que Ellos nos dan a manos llenas. Hay días en que me cuesta más que otros, pero ahí vamos avanzando. Me obliga este amor a mencionar al Gran Maestro Baba Sawan Singh Ji y sus famosas Cartas Espirituales y al inolvidable Gran Maestro Hazur 3

Kirpal Singh Ji autor de obras profundas y de sugerencias como “Hombre, conócete a ti mismo”. Menciono al Hogar Geriátrico Abejas de Cristal, donde actualmente resido y desde donde doy los últimos toques a estos relatos, para agradecer a la vida las dificultades que nos han puesto a prueba a todos y todas. Agradezco también en nombre de mis hijos Alfonso, Andrés y María Fernanda, a todas las personas que hacen que dicho Hogar Geriátrico funcione como está en Cali. ROSARIO ARIAS Cali, julio 3 de 2014.

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A los lectores, de parte de mi alma Las páginas de este libro, que recogen fragmentos, a veces deshilvanados, de mi recorrido vital, son un homenaje a la vida, a mis progenitores, a mis ancestros, unos de carriel y perrero, otros nacidos en el feudo y sus confines. En nombre de ellos agradezco a las almas sensibles y amorosas que me brindaron su amistad, su lealtad y en más de las veces su paciencia. . Quiero extender mi gratitud a los selectos amigos de mis padres, muchos ya fallecidos. ¿Quiénes eran ellos? Personajes que descollaron en el campo literario unos, en la docencia y las humanidades otros, y los más simplemente les brindaron su amistad incondicional y su cariño indeclinable; pero todos dueños de altas calidades espirituales y morales. Quiero decir aquí que sus acciones estuvieron signadas por un acendrado sentimiento ético. Vienen a mi recuerdo, entre muchos otros nombres queridos que se me escapan, Lino Gil Jaramillo, José Gers, Gilberto Garrido, Nicolás Buenaventura y Rosalía Cruz, su mujer; Clara Inés Suárez de Zawadzky, Camilo Restrepo Beltrán, y tantos más que sería imposible mencionar aquí. Mi hermana Zafiro y mi hermano Eduardo (q.e.p.d.) unen su voz a estas palabras para dar gracias a los amigos y al Creador. Gracias también doy a mi Maestro Sant Ajaib Singh Ji, por la fuerza y modesta cordura que me ha permitido ejercer para narrarles episodios y reflexiones de una vida que comenzó muy temprano. Toda una vida luchando para lograr una pequeña pensión. 5

No creo en las fronteras, pero las tradiciones y vivencias me obligan a reconocer que vivimos en un mundo felizmente delimitado, en mi caso, por el amor. Me declaro nacida en los aires y atardeceres de Popayán, arrullada por los siglos que antecedieron a mi madre y a mis abuelos y por la poesía, por el Sotará, al que le he cantado el mejor bambuco: El Sotareño y por las anécdotas picarescas de los payaneses, llenas de conocimiento del alma humana. ROSARIO ARIAS MUÑOZ

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Los ancestros de mi madre Susana Muñoz Sánchez Los Sánchez, pléyade de almas duras, fuertes, recias, como bien reza la canción de Sergio Rojas a Popayán: “Ciudad de paredes Blancas”. Los Sánchez silencioso ejemplo de bondad y patriotismo. Algún día, al inquirirle a mamá sobre los orígenes de su familia, me contó la siguiente historia, que asimilé siempre a aquellos relatos legendarios en que se entreveraban los conquistadores y las conquistadas, la leyenda y la ficción. Aquí el desarraigo cumple su función y florece a sus anchas: “Cuenta la leyenda, Rosarito, que la hermosa hija de un cacique del Cauca sucumbió a los encantos del general Jose María Sánchez intrépido combatiente de la Guerra de los Mil Días. El amor del general tenía el ímpetu y la fuerza del guerrero y la ternura del hombre criado en los principios de una familia tradicional. Eso fue hace ya varias generaciones. La familia Sánchez emparentó por el lado del general José María Sánchez con la familia Caldas, con María Teresa Caldas, hermana del sabio y mártir, Francisco José de Caldas, que tanta sangre, sabiduría y conocimiento le entregó a Colombia. ”A medida que pasaban los días la pasión de los amantes se inflamaba cada vez más y sus encuentros eran más frecuentes, hasta el punto de que toda la comunidad supo de esas relaciones. Dicen que la joven era dócil y sumisa, y que sus silencios eran muchas veces más elocuentes que sus palabras. ”Y llegó el día en que el pundonoroso general le pidió al cacique la mano de su hija. El escándalo en la familia y en el círculo social del militar no se hizo esperar, pero aunque a regañadientes, todos debieron aceptar la voluntad del militar, que en este punto fue inquebrantable; pero, eso sí, convinieron en que la unión debía 7

celebrarse por el rito católico, pues el honor militar no le hubiera permitido al general hacerlo por otra religión. No sé, Rosarito, si el pueblo indígena también celebró la boda de acuerdo con sus costumbres. Lo cierto es que el general Sánchez ordenó a sus soldados talar una sección del bosque de espesa fronda, húmedo y frío, totalmente inhóspito. Tal como lo ordenó el militar, sus hombres hicieron un claro donde el sol, ya sin cortapisas, desterraría el crudo frío y podría celebrarse la boda con toda la parafernalia del rito católico: un altar, el copón con sus hostias, las vinajeras con el vino y el agua, la Biblia, el misal, las flores, en fin, todo para una eucaristía digna del acontecimiento. ”Y así fue. Con troncos improvisaron un hermoso altar adornado con flores y helechos, que recibió a la pareja. El militar, en traje de gala, lucía soberbio; ella, perfectamente engalanada para la ocasión, adornaba su cabeza con una corona de diminutas florecitas y vestía una preciosa falda larga de bayeta que hacía juego con una capa que la protegía del inclemente frío de la selva. ”Para abreviarte el relato, Rosarito, te diré que la pareja quedó unida por el vínculo matrimonial católico y en el mismo claro del bosque se dio inicio a la fiesta, de la cual disfrutaban todos con gran regocijo. En algún momento, aprovechando que los invitados estaban disfrutando el jolgorio a más no poder, los esposos se retiraron sin avisar, por lo que nadie pudo saber adónde se fueron de luna de miel. De lo que sí quedó constancia es que su hogar lo formaron en Popayán. Allí la familia Sánchez acogió al matrimonio y a ella la enseñó a vestirse a la usanza occidental. Como cosa curiosa, valga mencionar, a la joven india le regalaban cantidades de zapatos que nunca le calzaban bien, por lo que tenía que engarrotar los dedos para usarlos cuando recibía 8

visitas o las realizaba para corresponder a las atenciones recibidas. A pesar de que tomaba lecciones de castellano en casa nunca llegó a dominar el idioma y por eso la familia tuvo que facilitarle un traductor que hablara la lengua paez. Por igual motivo, las más de las veces guardaba silencio. ”La tribu indígena tardó mucho tiempo en olvidar a su hermosa princesa, ahora toda una dama occidental bautizada en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana con el apellido Ordóñez, mucho más digno según la familia del general. Desde entonces apareció por primera vez un Ordóñez en el árbol genealógico de los Sánchez. A pesar del amor por su esposo, el dolor de la princesa por haber dejado a su familia y a su tribu era notorio; sin embargo, como no podía hacer nada al respecto tuvo que adoptar una postura estoica que le sirvió como coraza para ocultar esos sentimientos que traspasaron la barrera del tiempo y dejaron la huella de su rebeldía en las generaciones que la sucedieron”. Mi madre contaba que las Sánchez eran todas liberales. “Rosarito –me decía–, su tía Tránsito era una liberal de convicciones férreas, pero eso no le impidió casarse con un conservador recalcitrante, porque era un gran señor. En ese momento se exacerbaba la guerra entre liberales y conservadores. En el campo de batalla los contendientes eran implacables, pero en la ciudad adoptaban una actitud diplomática, lo cual permitía a ambos bandos averiguar por la suerte de sus heridos y de sus fugitivos”. La tía Tránsito, abuela de Otón Sánchez, de quien hablaremos con orgullo dentro de unos segundos, era una mujer enjuta, de mirada penetrante y grave en sus negros ojos que hacían juego con su usual vestimenta: siempre de negro. Solía andar por las calles sombrilla en 9

mano para protegerse del sol canicular, con sus oscuros cabellos recogidos en una discreta moña. Corría el rumor de que Tránsito daba refugio a los liberales a pesar de ser la esposa de un godo. Y era verdad: desde tempranas horas de la tarde muchos liberales buscaban su protección. Ella les daba de comer y beber, y sin preguntarles nada rápidamente los guarecía en una caleta improvisada en el piso de la alcoba, donde pasarían la noche, tan discreta y disimulada que el marido de Tránsito nunca se dio cuenta de que compartía habitación con un refugiado bajo su misma cama. Muy temprano al siguiente día, ya algo repuestos, la mujer urgía a los fugitivos a que partieran a hurtadillas para que su esposo no se enterara. Hablar de todo lo anterior no significa para nada revelar “secretos de alcoba”, sino secretos de guerra. Es difícil obviar el detalle de ciertos antecedentes maternos, es decir de los antecedentes familiares e históricos de los Sánchez, quienes engalanan su árbol genealógico, pues se trata de personas sencillas pertenecientes a una generación heredera de próceres, como lo expresó el Arzobispo de Popayán, Miguel Angel Arce, cuando rindió homenaje a Otón Sánchez para otorgarle la Alcayata de Diamante por sus 70 años cargando en las Procesiones de Semana Santa: “El vigilante custodio de tradiciones lugareñas y viviente archivo de trasnochadas crónicas, que deja correr la vida entre serio y guasón, con un cierto escepticismo que lo constituye en despreocupado espectador de ajenos trajines, en acertado y chispeante crítico de minucias ciudadanas”. Nieto del General José María Sánchez, quien a su vez había cargado junto a Obando y Sarria. También Guillermo Alberto González Mosquera, entrañable amigo de toda la familia hasta sus recientes generaciones, lo describe como personaje central y auténtico oficiante 10

de la Semana Santa de Popayán, por haber cargado sin fatigas ni cansancio durante esos 70 años, en la Semana Mayor. Otón, historiador, filósofo, pensador, miembro de familia, amigo de sus amigos, ciudadano y gran compatriota. Mi mamabuela, Beatriz Sánchez, nació en medio de una agitación política rezago de la Guerra de los Mil Días y parte de la constante y ondeante vida política colombiana. Fue la única mujer bonita de esa trilogía de hijas del bisabuelo Jesús Sánchez. Su belleza era austera y en su rostro se confundían con primor su trazo indígena –pómulos acusados y nariz muy fina, aguileña, que separaba sus ojos negros de aguda y profunda mirada– y su rasgos españoles pronunciados en la fina boca de amplia sonrisa que dejaba ver una dentadura perfecta, y en la frente perfectamente proporcionada al óvalo del rostro. Beatriz sonreía poco, y caminaba con paso leve y sigiloso. Los domingos, al salir de misa de once de la mañana, nos esperaba a nosotras sus nietas con una copita de vermut y unas cuantas galleticas antes del almuerzo. Mamabuela Beatriz no dejaba pasar ningún detalle de la vida. Siempre de negro, con blusas en etamina o georgette, de lazo en la garganta y prendedor de perlas y pequeñas esmeraldas cuadraditas, o chaqueta y falda angosta o entubada que cubría su pantorrilla. Cuando aún era muy niña se casó con Salvador Muñoz, conservador, el joven y bello telegrafista de Popayán, cargo de nominación gubernamental. Ella lo amaba y lo amaría toda su vida. Desde que contrajo matrimonio se marginó de la vida social payanesa. Tuvo cinco hijos. El mayor y única mujer fue mi madre, Susana. Por ello mamabuela decidió separarla de sus hermanos durante sus primeros siete años y se consagró a cuidar a sus hijos varones, mientras Susana era criada por la tía Trina. Esto parecerá extraño al lector, por lo que debo explicar que la decisión de 11

mi abuela se debió a que ella y tía Trina vivían una al lado de la otra y sus casas estaban intercomunicadas por un sistema de la época consistente en una ventanita llamada ojada, que se abría en el muro divisor de sus patios adornados con azaleas y bifloras protegidas por círculos de piedras medianas, algunas redondas y otras ovaladas. Dicha ventanita servía no solamente para comunicarse una familia con la otra, sino para muchos otros menesteres, como para que las hermanas se intercambiaran utensilios de cocina, misales, copitas o, en fechas especiales, como diciembre y la Semana Santa, compartieran los platos y dulces tradicionales de la gastronomía payanesa. Recuerdo muy bien que así pude disfrutar del chulquín, un delicado corazón de palma que acompaña todas las comidas típicas de la ciudad, cada vez que la tía Soledad me invitaba a almorzar. Para llegar a su comedor se podía entrar por el portón de la casa que hacía esquina con la casa de mamabuela Beatriz, o por el solar de la casa de mamá Trina, donde mi papá Jesús dejaba amarrados los caballos; esta casa quedaba diagonal al Paraninfo de la Universidad del Cauca. El terremoto de 1.983 se lo llevó todo. Hoy es un parqueadero. Pero la historia palpita y vive en el alma y la memoria sigue intacta, las procesiones engalanan la ciudad que está repleta de historia porque ella misma es parte del devenir colombiano. No ha pasado nada. Ese fue mi Popayán y seguirá siendo. Cuando en vacaciones a la una de la mañana se oía rasgar unas guitarras, un acordeón o un violín y voces masculinas cantaban Noche, nochecita enamorada que me traen las canciones del mar y un recuerdo de ti…, o Cuando mi corazón se ponga triste, nunca me olvidaré de tus promesas… la luna rosa te contará cómo te espera mi corazón, cómo desea que vuelvas ya, porque sin ti me muero yo, las primeras en asomarse a la ventana, lo más discretamente posible, eran mamá Trina 12

con los rulos rosados en su cabello y mamabuela Beatriz, sin rulos. Ambas descorrían el visillo del postigo de la ventana y, como eran diminutas, se trepaban ambas sobre el poyo de la ventana. Utilizaban el salón principal de la casa de Mamá Trina donde se lucía con esmero, en la pared que hacía frente a la ventana, un majestuoso cuadro de la Virgen Dolorosa, con marco florentino, que venía de la casa de Francisco José de Caldas, el Sabio Caldas, lo heredó María Teresa Caldas su hermana casada con el general José María Sánchez, a quien ya hemos mencionado. El cuadro de la Virgen fue pasando de generación en generación hasta llegar a casa de Mamá Trina. Lo vi, lo admiré, nunca lo deseé porque lo sentí tan ajeno y el tiempo me dio la razón. Su marco era como flores y círculos repujados en oro y laminilla de oro, años después encontré una hermosa fotografía de la Virgen Dolorosa del Vaticano, con atuendo idéntico al de la Virgen del cuadro de los Sánchez y al de la Virgen del paso de la Dolorosa en viernes Santo en Popayán. Por esa calle de Popayán, calle 5 # 4-07, donde estaba el salón de mamá Trina luciendo a la Dolorosa, nomenclatura que correspondía a la casa de mamabuela en toda la esquina, pasaba cada año la procesión del jueves Santo. No nos la perdíamos porque era y sigue siendo imponente. El silencio inundaba la calle, una quietud y un suspenso entre paso y paso, que parecía más una oración que una pausa, a la luz amarilla de las velitas encendidas y en las largas filas que a lado y lado acompañan las imágenes, bajo el cielo de la noche que las refleja. Todo sucedía dentro de una grandeza que invitaba al recogimiento hasta a las almas más incrédulas. Yo, que hoy en día soy iniciada de un Maestro Perfecto de Rajasthan India, Sant Ajaib Singh Ji, que creo en la importancia de tener un Maestro Perfecto, viviente, para liberar el alma al momento de abandonar el cuerpo y así no tener que 13

volver a esta transmigración de las almas, repitiendo encarnaciones y encarnaciones y tal vez devolviéndonos en la escala evolutiva, recuerdo con reconocimiento la trascendencia de las procesiones de Popayán y su solemnidad. Al pasar los años murió mi abuela, mis tías abuelas y murió aquella vida payanesa con el estruendoso terremoto de 1983. El cuadro vino a manos de mi madre. Pero mi pobre madre no estaba en condiciones de alojarlo, la pobreza la atenazaba y a nosotros sus hijos, dándonos un dejo de inestabilidad que no nos permitía darle el sitial que se merecía, como obra de arte y como testimonio de una etapa de la historia de Popayán. El cuadro fue vendido, mi madre nunca dijo a quién: ¿coleccionista, museo, amigos o qué? Rodeadas de esas reliquias, también de un reloj de plata de mesa, que perteneció al Sabio Caldas, recibíamos las serenatas de boleros románticos y canciones conocidas por todos. Luego de cerciorarse de que la serenata era para una de las nietas, cuando era para mí, se acercaban a mi cama y muy delicadamente me despertaban. Entonces nos acurrucábamos todas detrás de la ventana cerrada, muy atentas a escuchar los cánticos de amor, y alguna de nosotras se las ingeniaba para hacer una seña y dar a entender que el mensaje había llegado a los oídos de la destinataria. La señal consistía en prender y apagar un bombillo del salón que daba a la calle. En ese mismo salón mamabuela Beatriz me celebró los 16 años, con un pastel en forma de guitarra cubierta con pastillaje rosado, cuerdas de pastillaje de tonos pastel y, en lugar de clavijero, ramilletes de florecitas pequeñitas y menos pequeñitas en tonos pastel también y sus hojitas y tallos que se entrecruzaban, como el nailon rebelde de un encordado nuevo para guitarra. A esa celebración recuerdo que asistió Marito Angulo y la infaltable Julia Emma Grueso. Desde ese salón se escuchaba todo. Así el enamorado 14

podía cantar tranquilo. Para estas serenatas los donjuanes no contrataban músicos profesionales sino que estaban a cargo de jóvenes estudiantes de la Universidad del Cauca, la mayoría de ellos amigos nuestros. Sin embargo, sus gentiles pretensiones por lo general se estrellaban conmigo. Yo les hablaba con mucha cortesía pero amablemente los rechazaba. No quería herir a mis enamorados y estaba muy reciente la muerte de mi padre. Además estaba integrándome a la vida colombiana, tan festiva, tan cálida. La adaptación al internado en Popayán también demandó de mi parte mucha energía, habiendo sido muy feliz allí. Mi corazón sigue intacto. Pero aunque los nexos con Popayán están vigentes y mi devenir sucede lejos de la tierna vida coloquial de esta gran ciudad que supo abrigarme, llevo muy junto a mí personajes inolvidables, porque inolvidable es cada payanés y porque siento la necesidad de decirlo así. Menciono a un payanés que los recopila a todos juntos, hombres y mujeres, sin que esto signifique hacer comparaciones, porque todos guardan sus características de señorío, inteligencia, chispa, humor, conocimiento de la historia, cultura, lealtad, amistad: Juan José Saavedra Velasco. Con referirme a este historiador, periodista y escritor payanés lo he dicho todo sobre el Popayán que yo conocí. La tía Soledad era de carnes magras, huesos pronunciados y pantorrillas reflacas. A pesar de sus ochenta y cinco años tenía su cabello aún negro con apenas unas cuantas canas y le llegaba a la cintura. Ondulado, lo llevaba siempre recogido en la nuca. Muchas veces me invitaba a almorzar cuando yo tenía salida del internado o cuando la visitábamos desde Cali. Para llegar a Popayán utilizábamos el autoferro o un bus de Expreso Palmira, que por una carretera destapada y polvorienta, tras cuatro horas de curvas y mareos nos 15

depositaba en la Ciudad Blanca, en casa de la abuela. Viva la tradición oral. Sin ella cómo hubiéramos podido combatir al desarraigo que nos había separado de los quereres durante tanto tiempo. Mamá me contaba que cuando el abuelo Salvador, entonces bello y joven, se tardaba en venir a cenar, mamabuela Beatriz acostaba a sus cuatro hijos varones y luego de darles la bendición se dirigía al comedor y encendía la radio; sintonizaba, entonces, alguna suave melodía y tomando en sus manos la escoba se transportaba a su mundo de fantasía, y danzaba y danzaba lánguidamente tratando de llevar el compás en los brazos de quién sabe qué imaginado príncipe azul. *** Nunca me faltó nada pero carecía de todo. Mi orgullo me impedía buscar puesto en algún ente burocrático. Cantar era lo único que me llenaba y que hacía con gran placer y a la vez por un gran deber: Sobrevivir, pero no lograba ni siquiera dar un recital por mes. Las presentaciones en la Biblioteca Nacional de Bogotá fueron mi salvación cuando viví en la capital, tal como lo mencionaré luego, al igual que el trabajo que emprendí con los ingenieros de mi gran amigo Roberto Maldonado. Pasaban los días y los meses; me instalé en Cali definitivamente.

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Un amor y una novia que no pudieron ser En casa de la abuela Beatriz y en casa de mamá Trina brindaban a mi madre toda clase de cuidados para mantenerla joven y bella. Solían decir que así sería más fácil que encontrara novio y futuro marido. Con tal fin preparaban complicadas mascarillas faciales a base de yema de huevo y maicena para mantener tersa la piel del rostro. Para prevenir la papada, un limón con hielo picado envuelto en un pañuelo que sujetaba la mandíbula y se anudaba en la cabeza. En un recipiente lleno de agua agregaban pétalos de rosas rojas y rosadas y lo dejaban al sereno bajo la luz de la luna hasta despuntar la mañana; cuando asomaba el sol mamá se bañaba con el aromatizado líquido. Para la fecha de los acontecimientos que narro mi madre tenía veintiocho años y mi padre, cuarenta y dos. Mucho antes de conocer a papá, tenía mamá un novio más o menos de su edad, al que amaba. Se llamaba Pablo José y era estudiante de derecho penal en la Universidad del Cauca. Sostuvieron tiernos amores durante todo el tiempo que duró la carrera de Pablo José, quien a diario visitaba a mi madre en la ventana de que tanto he hablado, hasta el día en que llamaron al portón y cuando acudió a abrir se encontró, intrigada, con una mujercita de mediana estatura y ademán humilde que cargaba un niño cubierto por un pañolón de lana oscura que rodeaba también los hombros de la fémina. –Buenos días, señorita –saludó la mujer. –Buenos días. A la orden. –Yo soy Fulana de Tal. Perdóneme, pues usted no me conoce. He venido a rogarle un favor… –Si está en mis manos le haré ese favor –dijo mi madre, más intrigada aun. 17

Se hizo entre las dos un molesto silencio. Mi madre esperaba y la mujer aquella no se decidía a sincerarse. De repente, como expulsando las palabras, dijo con ánimo exaltado y de un solo tirón: –¡Yo sé que usted quiere mucho al doctor Pablo José, pero le suplico que lo deje, que termine esos amores! Usted lo tiene todo: belleza, juventud, herencia… Fácilmente puede encontrar un novio para casarse. Yo, en cambio, sólo tengo a Pablo, que es el padre de este niño. Déjelo, señorita, y por favor no le diga que yo vine. La escena duró sólo unos minutos. Sin darle siquiera tiempo a mamá de hilvanar una respuesta, la mujer se fue. Mamá me contó algún día, cuando rememoró el incidente, que no experimentó disgusto ni indignación, pero sí mucha compasión hacia esa madre y su hijo. Por la tarde de ese mismo día llegó Pablo José a su acostumbrada visita, pero halló la ventana cerrada; y seguiría cerrada para siempre. Estoy segura de que él se enteró de la visita de la humilde mujer y de su supuesto hijo. Mamá, dedujo que todo era cierto, pues el galán nunca osó violentar esa barrera de silencio insalvable que erigió mi madre ante él y de la cual la ventana era sólo un mudo testigo. A solas lloró mi madre su dolor y su desencanto. Mi madre fue estoica para todo. Si queremos hacerle un homenaje a la mujer, empecemos por las mujeres de antaño, en su silencio heroico tejiendo la vida y rociando helechos.

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Un noviazgo a la usanza de los años 30. (Mis padres se encuentran) Transcurría la Semana Mayor de 1935 en Popayán. Como siempre en cada Viernes Santo, mi madre se acicalaba con más esmero del habitual para asistir al sermón de las Siete Palabras en la iglesia de San Francisco, cuyo altar mayor se cubría para la ocasión de un luto sobrio y solemne. Era el momento de mayor recogimiento. Iría sola a encontrarse en el atrio con un grupo de amigas, todas solteras y rondando los treinta años. Las campanas tocaron a rebato llamando a los fieles al inicio de la liturgia. Mi madre y sus amigas se cubrieron el cabello, unas con sombreros y otras con mantillas bordadas traídas de España e ingresaron al sagrado recinto. En el primer tren de ese día llegó a Popayán Eduardo Arias Suárez, mi padre. Venía de Bogotá, recién llegado de Europa. Escogió a Popayán como destino final porque al llegar a Colombia y preguntar dónde podía encontrar a una joven mujer para casarse con ella, su familia y amigos mencionaron a Popayán pues todos estuvieron de acuerdo en que no había mejor ocasión para conocer a mujeres jóvenes, bellas e inteligentes como en las celebraciones de Semana Santa en Popayán, que se congregaba toda en torno a las iglesias, sus monumentos y procesiones. Aquel Viernes de Pasión Eduardo, siempre muy elegante, (acababa de ganarse el premio al caballero más elegante de Bogotá) se dirigió a la iglesia de San Francisco, sabedor de que el sermón de las Siete Palabras convocaba a una nutrida asistencia. Y efectivamente, la iglesia estaba a reventar. Susana y sus amigas ocuparon una banca en la nave izquierda del templo. El sermón comenzó a las tres en punto de la tarde. Al entrar Eduardo –triquiñuelas del destino– eligió la misma nave y detuvo sus pasos justo detrás de la banca que ocupaban mamá y sus amigas. Ella, 19

con su melena corta y ondulada atrás de las orejas y envuelta en un vestido de seda con estola de piel de zorro, advirtió de inmediato la presencia de Eduardo, quien observaba detalladamente al grupo de mujeres. Sentido y solemne transcurrió el sermón, durante el cual Susana y Eduardo cruzaron discretas miradas. No hubo sonrisas que pudieran sugerir un posible coqueteo, pero esas miradas flecharon definitivamente a Susana, quien se dijo a sí misma que cuando terminara el sermón saldría de última para averiguar si el atractivo caballero esperaba por ella o seguía a alguna de sus amigas. Por supuesto, tuvo que aducir cualquier excusa ante sus amigas para respaldar su estratagema. Efectivamente, la iglesia quedó vacía y sólo permanecieron en ella mi madre y mi padre. En un momento dado ella, sin dar al galán ningún indicio de que lo que había hecho era adrede, se levantó del reclinatorio de la banca, pues durante todo el tiempo había permanecido de rodillas, y emprendió su marcha hacia la calle. Un secreto instinto le hacía casi sentir los ojos de mi padre fijos en su nuca, y experimentó el inefable placer de saberse dueña de la situación. A paso lento se dirigió camino a casa, y aunque ni una sola vez volteó a mirar atrás, segura estaba que mi padre caminaba tras ella a pocos pasos. Así fue: papá la siguió y tomó atenta nota de las señales de la casa. He de decir aquí que algo que habla muy en favor del sentido pragmático de mi padre en todas las cosas que se proponía es que al día siguiente ya se había formado un cuadro bastante acertado de mi madre gracias a la diligencia que había puesto para averiguar en el término de horas lo que le interesaba saber. Mi madre y mamabuela recibieron, para su sorpresa, una bandeja de plata cubierta de rosas y 20

sobre ellas un sobre que se apresuraron a abrir. El texto, muy parco, solicitaba permiso para visitar a mi madre y rogaba que le fijaran la fecha. De nuevo la infalible intuición de mi madre le indicó que la nota no podía provenir más que del hombre con quien circunstancialmente compartió el sermón de las Siete Palabras. Tras el Domingo de Resurrección, los miles de visitantes que año tras año visitan a Popayán para asistir a la nutrida programación de la Semana Mayor ya habían casi todos abandonado la ciudad, cuyas calles retomaron su ritmo normal y de nuevo el letargo se cirnió sobre la Ciudad Blanca. Atrás quedaron las procesiones y la célebre vuelta del maní, una ronda de jóvenes y jovencitas que compraban y devoraban maní en cartuchos en cantidades industriales, y los cientos de miles de espectadores que, enlazados brazo con brazo, hacían calle de honor, a veces con horas de anticipación, a la ruta que transitarían los “pasos” en hombros de los fervientes cargueros, oficio que se trasmitía casi que de padres a hijos, y tras cada “paso” las ñapangas esparciendo el sahumerio. Mi madre y mamabuela contestaron la esquela aceptando la visita del galán y fijando para ella las tres de la tarde del día escogido. Mi padre había mencionado en la esquela el nombre del maestro Guillermo Valencia, su amigo en la literatura, y sugería que podían pedir al maestro las referencias que a bien tuvieran. Supieron entonces mi madre y mamabuela cuál había sido la fuente fidedigna a la que había acudido Eduardo para saber tanto sobre mi madre y su familia. He de recordar aquí que la casa de mamabuela formaba parte de un enorme caserón, en el cual estaban perfectamente bien distribuidas, de manera muy holgada, la casa de mamá Trina, la de la tía abuela Soledad y la de mamabuela, y en cada una de ellas el tradicional patio con 21

frondosos árboles frutales, y los amplios corredores, a lado y lado, que se abrían a las habitaciones, separados por empedrados repletos de bifloras, claveles, azaleas y rosas. Tras el portón de la casa de mamá Trina había un escaño sobre el cual solían sentarse a esperar las personas que venían a cumplir algún mandado o recado. Al comenzar el corredor, a la derecha estaba el gran salón alumbrado tenuemente por la luz que se filtraba por la pequeña ventana que daba a la calle, con una exquisita sala estilo vienés y un mobiliario que hacía juego con ella. De una de sus paredes colgaba un gran cuadro de la Virgen Dolorosa (herencia de la casa del Sabio Caldas), con marco florentino, cuyos sobrios oros no atenuaban el dolor del rostro virginal. La siguiente habitación era un saloncito de suelo enladrillado, y había allí un viejo mueble de fina madera y exquisito estilo, en uno de cuyos cajones mamá Trina guardaba su traje de novia intacto y una botella de aguardiente anisado del Cauca, o a veces de vino dulce, que todos los domingos le ofrecía a Jaime Ayerbe Chaux durante su infaltable visita de las tres de la tarde. Terminado el corredor se encontraba el comedor, y al final de la casa un solar poblado de árboles, en uno de cuyos rincones se levantaba un horno de ladrillo. Adosada al solar estaba la cocina con su estufa de leña, sancta sanctórumque gobernaba Raquel con ciencia y sabiduría. En el patio se hallaba también la pequeña caballeriza para los dos o tres caballos del abuelo. Raquel sirvió a mamá Trina durante cuarenta años o más. Cuando la conocí ya estaba avanzando su ceguera. De andar pesado, usaba zapatillas planas de lona negra y suela de caucho, largos vestidos de faldones rayados hasta los tobillos y un delantal blanco con pechera y boleros a los lados. Su cabello, abundante y blanco, estaba partido a la mitad y a cada lado se formaba una larga trenza que lucía sobre el 22

pecho. Raquel era un alma callada y tenía la inapreciable virtud de la prudencia. Gran cocinera, entre mamá Trina y ella se hacían cargo de las comilonas de Semana Santa y Navidad. A la izquierda del solar, en el que andaban como Pedro por su casa los gatos y las gallinas, un caminito conducía a la parte posterior de la casa de Soledad, cuya entrada oficial era, obviamente, el portón que daba a la calle. Era pequeña la vivienda, con sala y comedor separados. La alcoba también tenía ventana sobre la calle que también conducía a La Ermita de Belén. Julia era la cocinera de Soledad, a más de su mandadera y ama de llaves, y de sus manos mágicas surgía el delicioso chulquín, típico plato caucano, corazón de una palma. De estatura mediana, Julia también llevaba su renegro cabello partido a la mitad para formar sendas trenzas. Sus pronunciados pómulos resaltaban sus grandes ojos negros, que parecían siempre encapotados. Siempre vestía de balletilla color azul noche hasta los tobillos y anudado a la cintura el infaltable delantal, también azul. Completaban su atuendo las zapatillas de lona negra con suela de caucho y medias hasta la rodilla. Siempre sonreía y sus ojazos se perdían entre los párpados y las pobladas pestañas. La casa de mamabuela Beatriz disponía de un recibo con sillas vienesas y muchas plantas muy verdes –helechos, castillos, cilantrillo, una que otra orquídea–, que impresionaban gratamente a los visitantes. A la izquierda, un saloncito con ventana a la calle albergaba un piano, muebles de madera y esterilla, varios objetos y algunas fotos familiares, sobre todo de mamá. Al respecto, se decía que el Museo Martínez contaba entre sus piezas una efigie de ella hecha por el Maestro. La consabida ventana, como casi todas las de las casas de Popayán, tenía un poyo de un solo escalón para subir a abrir las naves 23

de madera con postigos, acceder a los barrotes de hierro y muy cómodamente sentarse, con el torso ligeramente inclinado, a ver pasar el río de la vida, aunque la verdadera función social de la ventana era atender recatadamente las visitas de los novios. Ahora bien, cuando se pretendía mayor discreción y mirar hacia el exterior sin ser visto, no era necesario abrir las naves de la ventana pues los postigos con visillo blanco eran la atalaya ideal. Mi madre solía asomarse por esa ventana todas las tardes en los años de su prolongada soltería, y luego tocaba algo al piano, siempre soñando con el príncipe azul que la rescataría de su torre de cristal, de las faldas de su madre joven y viuda y de sus también viudas tías de cuerpo enjuto, menudas y pequeñas, amables con los forasteros, a quienes regalaban verdaderos objetos preciosos propiedad de la familia durante generaciones. Tías y abuela rezanderas y amorosas, austeras y serias. Me perdonarán los lectores este largo paréntesis, pero lo creí necesario para ubicarlos en las circunstancias de tiempo, modo y lugar que rodearon el encuentro de mis progenitores. Llamaron al portón. Era mi padre, de punto en blanco, que venía, muy puntual, a la visita que había concertado. Mamabuela abrió el portón y saludó al visitante con extrema cortesía: –Mucho gusto. Pase usted. Por favor, tome asiento. Después de los saludos protocolarios mi padre ratificó su interés en saludar a mi madre. Mamabuela la llamó en voz alta y a los pocos segundos apareció mi madre. –Mucho gusto –dijo tendiéndole la mano al visitante–. Gracias por las rosas. Son hermosas. Sígame y las verá en el jarrón. 24

La casa lucía sus mejores galas. Beatriz adujo que debía terminar un trabajo de bordado que había dejado a medio hacer, y se dirigió al recibo, atalaya que le permitía observar claramente lo que se desarrollaba en el salón del piano, adonde se dirigieron papá y mamá y tomaron asiento. Mi madre, como es de suponer, estaba bastante nerviosa y guardaba silencio. Papá acudió en su ayuda e inició la conversación: –Vive usted en una cautivante ciudad, señorita. El Viernes Santo me sobrecogió la solemnidad del sermón… –Miró a mamá directamente a los ojos y agregó, galante–: y la belleza suya. Perdóneme la osadía. –No hay nada qué perdonar –respondió ella. Tal como lo había anunciado Beatriz, estaba dedicada, efectivamente, a su labor de croché, pero lanzaba de cuando en cuando furtivas miradas a los jóvenes, y papá se percató pronto de ello, por lo que, ruborizada, mamá hubo de hilvanar alguna excusa: –Quisiera rogarle que disculpe usted la vigilancia de mi madre. Para alivio de mi madre, papá sonrió, y haciendo caso omiso a su alusión, alabó la belleza y juventud de Beatriz. Mamá aprovechó, entonces, para informarle al visitante que mamabuela, pese a su aparente lozanía, tenía cinco hijos. Papá comentó que ese hecho hacía aun más admirable a Beatriz. Esto dio pie para que la conversación se encaminara por terrenos ligeros. Pasaron los minutos, y en un momento dado, como suele suceder, papá y mamá callaron, aparentemente sin tener nada más qué decirse. Papá, entonces, decidió no dar más rodeos e ir directamente al grano.

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–He de confesarle –dijo– que desde que la vi abrigué el deseo de hacerla mi esposa. Tengo la esperanza de que llegará a quererme, de que nos casaremos y fundaremos una familia en Bogotá. Si usted me dice que sí, estoy dispuesto a hablar con su madre. Mi mamá, conturbada, con una mezcla de emoción y temor, respondió: –No sé qué decirle. –Aunque mi padre hubiera esperado una reacción diferente de mi madre, ella no atinó más que a decir–: Usted me parece una persona muy interesante, con mucho mundo, y pienso que tendría muchas historias qué contarme. A lo que papá respondió: –Entre las muchas historias quiero hablarle de mí, y oírla hablar de usted. Por favor, dígame que sí y yo trataré de que doña Beatriz nos dé su venia. –Háblele –aceptó mamá, y le advirtió–: pero que yo no escuche, porque me daría vergüenza. Dicho y hecho. Papá se puso de pies, se dirigió a la puerta del salón y desde allí habló con la abuela Beatriz. Mamabuela, sentadita en el recibidor, escuchó: –Doña Beatriz, estoy interesado en su hija y espero que llegue a quererme, porque deseo casarme con ella. Varias personas serias de esta ciudad pueden darle referencias sobre mí. –Y remató mi padre con esta terminante admonición–: Yo le ruego que la deje sola en la sala para recibir mi visita, porque de lo contrario no podré enamorarla. Mi madre lo escuchó todo, por supuesto, pero hubiera querido ver el rostro de mamabuela ante la osadía de mi padre. Sin embargo, a pesar de que sólo escuchó las voces, pudo colegir que por su sinceridad el galán caló en el corazón de Beatriz, porque aceptó sus demandas. 26

¿De dónde vienes, mamá? Me contaste que cuando eras una adolescente te volabas del colegio de las josefinas, donde estabas internada, e ibas donde la familia para mitigar la congoja de un claustro, que por ameno que sea siempre será un claustro. Pero aun cuando eras externa también te escapabas. Me hablaste de que estando en clase de no sé qué aburridora materia, para soportar el tedio levantabas la tapa del pupitre y guindabas de lado a lado una hamaca pequeñita, con un par de muñequitos mellizos dentro, confeccionado todo con un pañuelo. Mientras la monja dictaba la clase tú mecías a tu par de mellizos. Luego la vida, ya tú casada, te regalaría dos pares de mellizos. Las monjas incautaron tus bebés de trapo y te castigaron. Mencionaste, mamá, una monja que fue especialmente buena contigo: la madre San Vicente. La alcancé a conocer porque en mis años de internado se hizo presente durante la celebración de una semana vocacional que organizaron distintas congregaciones de religiosas y sacerdotes de Colombia, en busca de vocaciones entre nosotras. Yo quería ser religiosa; tanto, que escribí pidiendo que me aceptaran en una comunidad que brindaba a los más necesitados alimentos, medicamentos y su fuerza de trabajo para ayudar en los quehaceres del hogar, y cuyas religiosas tenían la costumbre de desplazarse por la ciudad en bicicleta. Nunca respondieron. Mis dieciséis años no bastaron para convencerlas. Tú, mamá, siempre tuviste claro cuál era tu destino: el matrimonio. El 31 de diciembre de 1936, a las cinco de la mañana, en la iglesia de San José, de Popayán, sellaste con mi padre un pacto de amor y lealtad. Tu espíritu indómito, aunque a veces sumiso, se rindió ante la ley de la vida por excelencia: el amor. Tu noviazgo duró, por carta, un 27

año. Algunas veces mi padre te visitó, y para ello debió cruzar durante tres días las montañas que separaban a Bogotá de Popayán. Durante ese año tus amores con papá se alimentaron por cartas en las que él te enseñaba todo lo que debías aprender sobre el hogar, la cocina y demás asuntos de la vida en común. Acertado en su intuición fue mi padre, pues toda tu vida fuiste una señorita muy mimada. Recuerdo el rimero de cartas que, atadas por una cinta rosada, me mostraste. Eran preciosas esquelas en sobres rosados. Mi padre, acostumbrado a dar órdenes, con mucho amor te instruía sobre las cosas más simples y cuando llegaste a Bogotá lo primero que te regaló fue un libro de cocina: La Minuta del Buen Comer. También te hablaba de poesía y te daba lecciones de francés. Tu viaje de Popayán a Bogotá con mi padre fue toda una odisea por aquellos riscos y caminos cuyo dominio apenas empezaban a cederle las mulas al transporte automotor. Ante la angustia que sentías frente a los numerosos desfiladeros tú descendías del carro y atravesabas a pie el mal paso. Salvado el escollo, tú esperabas el vehículo para reanudar la marcha. Al llegar a Bogotá te instalaste con papá en un apartamento enchapado en maderas y de altos techos. Mi padre salía todas las mañanas para su consultorio, en el centro de la ciudad, y tú te quedabas sola con la doméstica. Allí, con La Minuta del Buen Comer en la mano, te aventuraste por vez primera a cocinar. El libro te enseñó cómo hacer un sancocho de cola de cerdo, un puchero santafereño, o una langosta al horno. Tu vida cambió sustancialmente, pero una inquietud que no podías definir se apoderó de ti. Aunque mi padre cuidaba amorosamente de ti, ¡su mundo era tan distinto de la vida casi feudal al lado de la abuela y las tías! Te aburrían la vida social de la capital y los amigos de papá. Así, pasados unos meses, resolviste 28

romper con la soledad. Reburujaste, entonces, el armario de papá y escogiste un vestido completo, de saco, corbata, chaleco, pantalón y zapatos de charol. Del perchero tomaste un sombrero. Elegiste una camisa que hiciera juego con el traje y un pisacorbata para rematar con broche de oro el atuendo. Así me lo contaste: vestiste tu habitual ropa femenina y en una bolsa colocaste el ajuar que habías tomado subrepticiamente del armario de papá. Saliste a la calle y un carro te llevó al centro de Bogotá, al almacencito que habías elegido, donde vendían hilos, encajes, botones y botoncitos, guantes y sombreros para señora, muy de uso entonces en la capital. Allí te encontraste con tu amiga Maruja Esguerra. Le pediste a la dueña de la tienda que te permitiera cambiarte ahí de ropa y guardar por dos horas tu traje y tus cosas. La propietaria, que no sospechaba tus intenciones, accedió de buen grado. Te dirigiste al vestidor, situado tras el mostrador, y a los pocos minutos saliste convertida en todo un señor, muy elegante, vestida con la ropa que habías tomado prestada de papá. Era la época en que las mujeres se vestían como hombres para conseguir trabajo Para calarte el sombrero tuviste que recogerte en un moño el cabello, que llevabas ondulado y corto. Cuando te vieron, Maruja y la dueña del almacén quedaron estupefactas, y permanecieron así, sin pronunciar palabra, cuando abandonaste el establecimiento y te fuiste a pasar a lo largo y ancho de la Carrera Séptima, por donde tú sabías que a esa hora terminaba papá su jornada en el consultorio y tomaba rumbo a casa. ¿Qué buscabas con esa travesura, mamá? ¿Sentir nuevas emociones o vencer qué sé yo qué temores en relación con papá? Eran los tiempos de una acérrima discriminación para la mujer. Efectivamente, en una de tus idas y venidas divisaste a mi padre, que venía en dirección contraria a la tuya. Cuando estaba a unos pocos metros de ti te calaste 29

el sombrero y aligeraste el paso. En tu rostro apenas si se dibujó un gesto triunfal. Al cruzarte con mi padre, ambos se dirigieron una furtiva mirada y un parco saludo, tal vez un buenas tardes. “¡No me reconoció!”, gritaste silenciosamente y apuraste el paso para regresar al almacencito, que estaba cerca. De prisa, casi corriendo, entraste a la tienda, fuiste directo al vestidor y en un santiamén quedaste convertida otra vez en la Susana que eras. Volaste al apartamento para llegar allí antes que papá, quien solía siempre estar a las seis de la tarde. Muy cuidadosamente colocaste de nuevo las cosas de papá en el sitio del que las habías tomado, y te pusiste una falda y una blusa de entrecasa, medias tobilleras y pantuflas. Efectivamente, a las seis y media llegó papá, te saludó de beso y te preguntó qué habías hecho durante la tarde. “Nada. Zurcí unas medias y te lavé unas corbatas”, fue tu parca respuesta. En aquel entonces para lavar una corbata era menester desbaratarla, lavarla y volver a armarla. Yo te ví hacerlo. A su vez le preguntaste qué tal había pasado su día, y él te respondió que todo había sido normal y que había atendido a unos pocos pacientes. Nada más. Basándome en la tradición oral, el recuerdo de un antepasado indígena se hace inevitable, con mayor razón si se trata de una mujer, que significa vida, lumbre para el hogar, principio y fundamento de una rama genealógica, habiendo aportado a los Sánchez su cultura, su lengua, sus tradiciones y sus mitos, que contrastaban con la usanza occidental. Casi no se la nombra. Aprendió el castellano para hacerse entender, cambiaron sus atuendos indígenas por vestidos traídos de Paris o confeccionados en Popayán. Botines de cuero y tacones por calzado y hasta el peinado a la usanza europea.

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Agradezco a mamá la narración que hacía de los legendarios Sánchez, de Popayán y sus gentes, pues gracias a sus relatos amé esa ciudad al igual que a sus personajes, a pesar de encontrarme en los salvajes caminos y poblados de los llanos venezolanos (año 1.948 en adelante). Creo que todo sobre ti lo he dicho madre. ¿Qué puedo agregar? Si me diste el ser, me condujiste a la música, fuiste mi consuelo, me defendiste de las furias de papá, me hacías cuarto cuando algún chico se fijaba en mí. Con tus manos tejiste para mí vestidos y prendas que me engalanaban. Puedo hablar mucho sobre ti porque además de tu amor manifestado en quehaceres domésticos, fuiste el acicate para aprender música, para ejercerla. Fuiste la promotora de la idea de adquirir un piano, con tus preciados ahorros, que en nuestra situación en Venezuela, era todo un lujo. Fuiste mucho más a lo largo de los años míos y tuyos. Fuiste siempre leal a mi padre. Fuiste ejemplo de trabajo tenaz y superación para enfrentar la viudez, habiendo sido sólo una niña mimada. Te llevo en mi recuerdo como una mujer estoica, prudente y talentosa. Nos diste ejemplo de cómo una mujer se puede diversificar desempeñándose en variados campos de trabajo. El hogar, porque no vamos a negar que el hogar es para muchas de nosotras un territorio donde se trabaja, la máquina de escribir, que tantos reclamos de atención para mi padre te arrancó y la relación con cada uno de nosotros, pues tú enviudaste siendo nosotros unos párvulos. Para salvar nuestra existencia, nuestra orfandad, nuestro crecimiento asumiste el papel de periodista sin jamás haber tocado una máquina de escribir y sin haber cursado estudios, ni charlas o cosa que se parezca. 31

Comenzaste en Relator haciendo entrevistas y reportajes a mujeres caleñas o vallecaucanas que se destacaban por alguna gracia o labor social, deportiva, literaria o cultural. Ignoro si antes de ti hubo otra mujer periodista, creo que no (años 50 y 60). De Relator pasaste, sin recordar yo en qué orden cronológico, al diario Última Hora y también duraste muchos años haciendo las páginas sociales y femeninas del periódico El País. Diste la batalla como madre responsable y como mujer. Para finalizar tu ejercicio periodístico, ya avanzada tu edad, viajaste a Bogotá a los predios de nuestra familia paterna y entraste a formar parte del equipo periodístico de la revista Cromos. Allí culminaste tu carrera periodística, como alguien que divisaba la vida entre bambalinas. Algo más que me faltaba decir de mamá Fuiste una, si no la primera, de las mujeres que te asomaste al periodismo en Cali y en el Valle del Cauca, como empleada desde las páginas de Relator a partir de 1958. Luego, a tu paso por Última Hora antes de formar filas en el periódico El País, te tocó luchar codo a codo junto con hombres avezados en el arte de contar la vida de Cali y su comarca. Quiero traer al presente como dato relevante de tu carácter dulce y luchador al pie de una máquina de escribir que un día, como uno de tantos en que, además de tu labor diaria, debiste soportar las hostilidades y mofas de tu colega Raúl Echavarría Barrientos, fuiste llamada a comparecer en la dirección del periódico por Ulpiano Lloreda, director y propietario. Tú eras fidedigna cuando tenías que referir alguna anécdota y yo te creí y te creo lo sucedido. 32

Ulpiano y Raúl te recibieron con una conversación que rodó hasta volcarse en ataques y oprobios burlones contra ti y en general contra las mujeres que trabajaban la palabra. -Es que ni para eso sirven las faldas. Tu paciencia al tope. Ni siquiera te ofrecieron una silla. Te fue mejor dejándote provocar porque de pie, trémula desanudaste el lazo de tu falda cruzada a la izquierda, que se abrió como bandera entre tu mano derecha quedando tu cuerpo escultural con media de nailon al desnudo mientras con la falda en mano le cruzaste el rostro a Ulpiano de izquierda a derecha. -Para esto también sirven las faldas de las mujeres. Y saliste olímpica de la oficina, atando de nuevo el lazo a tu cintura. Sobra mencionar tu afecto y el ahínco que te asistieron para trabajar después durante diez años como parte de la plana de redactores del periódico El País, de Cali, y durante el último tramo de tu vida en la revista Cromos, de Bogotá.

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El dibujo de algunas mujeres entre mis antepasados Nos contaba mamá que la tía de Francisco José de Caldas, María Asunción, muerta en 1836, era muy orgullosa; tanto, que cuando elevaba una oración a la Virgen empezaba así: “Dios te salve, María, prima y señora mía”. Indignada contra Sámano por el fusilamiento de su sobrino el Sabio Caldas, le dio una bofetada al jefe español “por canalla”, pues le había prometido perdonar la vida del prócer. El militar, haciendo gala de donaire castrense, replicó así a la ofensa: “Manos blancas no ofenden –pero a renglón seguido sentenció–: España no necesita sabios”. Mi madre nos decía que éramos vistos como subversivos por dar la pelea por nuestra vida soberana. El Sabio daba una gran importancia a los lazos familiares y al calor de familia. Durante la Guerra de los Mil Días la tía Tránsito recibía las armas conservadoras y con una empleada del servicio doméstico las enviaba a los liberales, más precisamente a su hermano Antonino. No podíamos ser ajenas las mujeres a las vicisitudes y estragos de la guerra, y nuestra presencia ayudaba a salvar vidas inocentes. A tal punto había calado entre el pueblo colombiano el fanatismo banderista que Jorgito Arboleda, conservador, le dijo un día a nuestra prima Rosita Sánchez Castro, en presencia de Tránsito: –Rosita, tú me gustas mucho. ¡Lástima que tu familia sea tan liberal! Al escuchar esto, la tía Tránsito le dijo: –No te extrañes, que es de los Arboledas godos, los de Julio Arboleda, que auspiciaron y promovieron la muerte de los siete liberales de la Viga de San Camilo.

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Mi madre solía comentar que ella había crecido en medio de la guerra entre conservadores y liberales, y que pasados tantos años nada había cambiado. Al General Sánchez Ordóñez (hijo de la princesa indígena) lo escondían en su propia casa, debajo de los ladrillos del suelo, que disfrazaban un pequeño refugio. El General se acomodaba como podía en el estrecho lugar, colocaban la correspondiente compuerta, sobre ella un tapiz y sobre el tapiz un niño. Muchas veces el General se vio obligado a trocar el sentido de las herraduras de los caballos, para que pareciera que iba cuando en realidad venía. Como dato curioso, el General Sánchez Ordóñez era masón. Las tres Sánchez, viudas y ricas, no tuvieron nunca un galán que las pretendiera en su viudez. De negro siempre, con zarcillos de perlas y esmeraldas, cruzaban las calles de Popayán sólo cuando era imprescindible para cumplir alguna diligencia o llevar algún recado. Nunca tuvieron auto. Cuando era necesario, mandaban a traer de la plaza de Caldas una berlina de las que hacían parte de la flotilla de servicio público de la época.

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Semblanza de mi padre Eduardo Arias Suárez ¿Cómo eras tú, papá? Como la América ubérrima que a todos extiende sus brazos; proveedor generoso; protector desinteresado; impetuoso en la adversidad como el torrente del Orinoco indómito; manso como un pueblo perdido en la llanura; majestuoso como la sinuosa montaña que veló tu sueño infantil. Tu pasión fue la vida misma y tu exagerada franqueza marcó tu relación con el mundo. Provocador de amores y desamores, tu recuerdo es el manto de verdades que no mueren: el amor, el trabajo, la amistad, la honradez, la lealtad, el desprecio por la mediocridad, el apego irrestricto a tus convicciones, la pasión por el arte de contar historias de vida, la tuya o las de quienes compartieron tu destino; la sinceridad para escribir, la misma que nos exige la existencia para hacerle frente desde la más remota infancia. Viviste los estragos de la violencia en tu sensible humanidad y en tu familia. La amenaza de la muerte se extendió a lo largo de toda tu existencia, porque tú y nosotros vivimos siempre con ella, pues nunca declinaste tus ideas, y tu forma de ser, directa y sin tapujos, te deparó un discurrir difícil y doloroso. Tu carácter complejo y a veces exaltado confundía a quienes te amaban. Yo, por ejemplo, te amé casi a las escondidas pues tu porte grave me inhibía de expresar todo lo que en mi corazón bullía y de regocijarme con el amor de hija y demostrarlo para que no dudaras de él. Empero, tu gran sentido del humor todo lo mitigaba y hacía que fuera más fácil obedecerte; por eso te soporté y te admiré aunque tuve que derrochar energía y devoción para defender a mi madre del acíbar que con frecuencia cargaban tus palabras y afligían su existencia. Así eras tú, explosivo como los volcanes de nuestros Andes y tierno como la maternidad, y así te amábamos mi madre y tus hijos. 36

Fuiste para mí un universo vasto e insondable que consumió mis ansias de abrazarte y conocerte mejor. Los silencios de mamá y los tuyos se confundieron y formaron una nube blanca que condensó mis afectos, pero jamás recibí el bienhechor rocío que diera sosiego a mi alma. Todos los días cuando el manto de la noche titilante de estrellas daba un respiro a la ambición humana, mi madre me llevaba a la cama y ya a punto de cerrar los ojos, aparecías tú, papá, y sentado en un rinconcito de la cama me enseñabas a orar. “Repite conmigo –me decías–: Bendita sea tu pureza, que eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza. A ti, celestial princesa, virgen sagrada María, yo te ofrezco en este día alma, vida y corazón. Mírame con compasión, no me dejes, madre mía. Mi corazón a tus plantas pongo, divina María, para que a Jesús le ofrezcas junto con el alma mía…”. Y mientras acariciabas mi frente y yo me adormecía, tú me susurrabas que me amabas. Una mañana lúcida y transparente me hallaba yo en mi alcoba en nuestra casa de San Fernando, sentada al borde de la camita observando por la ventana que daba al jardín su profusión de flores y escuchando el bullicio de las cigarras, cuando de repente llegaste tú y me hablaste con sabiduría: Cuando te embriague un aroma, cuando sientas que te invade un perfume cuyo origen no puedas explicarte, una fragancia indescriptible, es Dios que está presente junto a ti. Gózalo. Y yo comprendí: nunca me dijiste “pídele”. Nuestra casita era bella, sencilla y acogedora. Cubierta por los ramazones de árboles que conformaban el velo de una umbría que invitaba al recogimiento, al asombro. Fue construida por ti ladrillo tras ladrillo, con la argamasa de los sueños y la cooperación de tu familia. 37

Mi madre te ayudaba pero la construcción la dirigiste tú asesorado por un maestro de obra, pues no quisiste ocupar a un ingeniero o a un arquitecto. Muchos años después de haberla vendido, los cimientos de la casita cedieron y hubo que demolerla. Mientras vivimos en ella no tuvimos dinero para reforzar sus bases. Después de tu muerte, mamá trabajó fuertemente y siempre nos protegió con su abrazo dulce y solidario. Debes reconocer, papá, que ella tenía un alma liberal y por eso era totalmente comprensiva; tanto, que me quitó el yugo que tú me impusiste de tener que casarme sólo después de que mis hermanos fueran profesionales. Tampoco me obligó a guardarte los cuatro años de luto, como se usaba en Venezuela, a tal punto que poco después de tu muerte ella me compró unos slacks verde chatré y una blusa blanca de manga sisa, mientras me decía: “Ve con tus amiguitos a la chocolatada que te invitaron”. Y así era, mis amigos me esperaban en uno los galpones que quedaban en la loma aledaña a San Fernando y la Circunvalación. Ella quería que me consiguiera un buen muchacho que me quisiera y me valorara; consideraba que yo había hecho bastante por ella y por mis hermanos. A pesar de los intentos de mamá por hacer menos insoportable mi duelo, papá, te lloré por todo un año. Una vez, un domingo soleado, cundido de flores, árboles, cantos y memorias, fuimos al cementerio a visitar tu blanco sepulcro. Te llevamos flores, las más lindas, esas que tanto amabas, minuciosamente escogidas para honrar tu presencia inmaterial. Horas después, ya en casa, sentí cómo tu ausencia me causaba una profunda sensación de sofoco, y cómo el eco de tu eterno silencio se extendía por todo nuestro hogar. Subí a tropezones las escaleras hasta la pequeña alcoba con balcón a la calle. No recuerdo si me senté en un mueble que 38

estaba allí o si tal vez me acurruqué en el suelo; lo que sí sigue vivo en mi memoria es que inmediatamente rompí en llanto, y dejé que esas amargas lágrimas ahogaran mis palabras por muchas horas hasta que llegó mi hermana Zafiro a consolarme. Acallé mi llanto y bajé a almorzar.

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La vida según papá: Continuación de la carta Tu vivir de artista y hombre atormentado por la sensibilidad, los celos, la incertidumbre de una vida siempre en fuga reflejados en tu pluma, marcó derroteros en el arte del cuento, colombiano y latinoamericano. Tu escritura fue más allá de océanos y fronteras. Hiciste la reseña de la vida colombiana, sus costumbres y sus afanes, amores y desamores en derroche de ansias por beber en la copa de la libertad. No en vano tu obra cuentística fue traducida a cinco idiomas, para dejar la semilla de este pueblo joven en los corazones y el intelecto de niños, como los alumnos de las escuelas de primaria y bachillerato de la desaparecida Unión Soviética, pues tus cuentos hacen gala de un castellano impecable y en ellos bulle la vida, el campo, la riqueza de nuestros territorios, el sol. Tu huella también existe en bibliotecas, hemerotecas, depósitos olvidados de revistas y reseñas literarias en Colombia y el extranjero. La colección Samper Ortega te adoptó como uno de sus escritores predilectos, depositando tu nombre junto a los muros que la custodian, en la Biblioteca Nacional de Bogotá. También figuras en los archivos del diario El Tiempo de Bogotá, tu palabra recorre cada rincón, en su lucha tenaz contra el olvido. Fuiste el escritor y poeta ganador, en 1.936, de la Violeta de Oro, premio de los juegos florales celebrados en el Teatro Colón de Bogotá por tu Balada del Romántico Ensueño. El segundo premio lo recibió el gran poeta y escritor Andrés Holguín, quien varias décadas después supo dar fe de la amistad que los acercó, siempre en torno al poema, haciendo la presentación de tu novela Bajo la luna negra, con esmero, idoneidad y rindiendo a tu memoria un homenaje póstumo. Mi madre, mis hermanos y yo se lo agradecimos, 40

en tu nombre, desde el fondo del corazón. La recepción la ofreció mi madre en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, en el barrio La Candelaria en nuestra hermosa capital. La casa de la Fundación se prestaba con sus corredores, patios y barandas llenas de flores, para toda clase de elogios y reminiscencias sobre ti y tu obra. La balada del romántico ensueño, fruto de tu ingenio y fantasía nos remonta al modernismo revelándonos tu indecible certeza para narrar líricamente: Como yo estaba convaleciente De agudo mal que piadosamente Quiso mi vida no acortar, En una larga noche fría Mi sosegada fantasía Vino el delirio a perturbar Con su tic-tac el reloj del muro Tasaba lento el tiempo oscuro En su mezquina proporción Mientras mi arteria apresurada Contra los senos de la almohada Hacía sonar mi corazón Medroso y débil como el niño Falto de albergue y de cariño Que gime en horrido portal Sobre mi lecho de reposo 41

Yo estaba todo tembloroso Lleno de un frío inmaterial En la inmovilidad de los muertos, Los ojos azorados abiertos, Hacia la hosca soledad, Me hallé escrutando en la tiniebla El tumulto espectral que puebla La impenetrable oscuridad Luces fugaces como reflejos De fuegos fatuos y cobres viejos, Lampos azules, luz lunar, Iluminaron mi aposento Como el fosfórico movimiento Que brille debajo del mar Con mis nictálopes miradas Ví perspectivas adoradas De ignoto perfil ancestral En una claridad indecisa Como la primera sonrisa De extraña aurora boreal Y de improviso como un astro Que los nublados de alabastro Rasga en el turbio amanecer Entre mi noche de infortunio 42

Apareció en su plenilunio La figura de una mujer Ojos de cándida somnolencia Cabellos de dorada cadencia Augusta frente de marfil Garganta de nevada azucena Amorosa expresión serena Boca de lánguido perfil Bajo el conjuro de su hechizo Todo mi ensueño se deshizo Como nubecillas al sol Mientras la extraña visitante Sobre mi abatido semblante Se inclinó como un girasol “Vámonos –me dijo al oído– A donde yace triste el olvido Y medita la soledad…” Y arrebatándome de mi lecho Me condujo por un estrecho Pasadizo de mi heredad Yo iba aterido y tembloroso Como el condenado medroso Que marcha a lóbrega prisión; Ella me vio sufriendo tanto 43

Que, arropándome con su manto Me hizo sentir su corazón Descendiendo abruptos peldaños, Me hirió de pronto la claridad De una luminosa neblina Que se extendía como una fina Gasa en la espesa oscuridad Viejos aromas se despertaron Viejos recuerdos me asaltaron Y era el ambiente familiar Igual que cuando, en honda cuita, De vez en cuando uno visita El panteón de su solar Siempre ceñido a mi dulce amiga, Por entre sendas de agria ortiga El amaranto y el zarzal De la neblina al rayo escaso Fuimos bajando, paso a paso, Por una galería sepulcral Y detuvimos la extraña ronda En una solitaria rotonda De luces de un triste color, Ante un sarcófago diamantino Que traslucía un mortecino Fuego fatuo en el interior 44

Tras las paredes transparentes Humanas formas indolentes Yacían en pétrea actitud Pero aunque inmóviles y heladas En sus semblanzas adoradas Palpitaba la juventud Una de ellas tenía a su lado Un laúd y un laurel enlutado Y era dulcísima su expresión, Amable rictus que algo evoca, Cual si en los pliegues de su boca Se hubiera roto una canción… Como dos elfos abatidos, Dos mancebos yacían caídos En inconsolable orfandad Y ocho vírgenes puestas de hinojos, Con un velo de llanto en los ojos, Custodiaban a la deidad “Estos, me dije en el pensamiento, Fueron el ritmo y el sentimiento Que yacen en honda mudez, Y esas otras figuras confusas Son las restantes ocho musas En su fraterna lobreguez” Yo comprendí que la poesía Con su cortejo de armonía 45

Dormía su sueño de paz, Que la asesinaron traidores Con sus barbaros estridores Al cine, la radio y el “jazz”. Volví entonces a ser el niño Falto de albergue y de cariño Que gime en árido portal Al expósito humilde que ha de Alimentarse de la saudade, la ventura ó el dolor, Lleno de un frío inmaterial Y me dije: “Si el mundo helado Sólo es un paramo desolado Sin ternura, sin fe ni amor Y si falta a naturaleza La voz del arte y la belleza ¿A qué vivir indiferentes Cuando secas están las fuentes De nuestro lírico hontanar? ¿Si ante el dolor de cuanto existe No hay una voz cordial, y el triste Ya no puede sollozar?” Alcé a mi acompañante Por si encontraba en su semblante 46

Un lenitivo a mi ansiedad, Y un gran dolor me mordía el pecho Y la garganta un nudo estrecho Me estrangulaba sin piedad ¿Y tú –la dije– tú, qué buscas? ¿Quién eres tú que así me ofuscas En este sitio singular? Y ella con dejo de añoranza, “yo soy –me dijo- la esperanza”, Y me arrancó de aquel lugar Y por los negros pasadizos Que los gatos escurridizos Cruzan en rápido zigzag, Regresamos a mi aposento Con paso grave y macilento De espectros que andan al compás A la manera como una casta niña A un pierrot acuna Con materno cuidado cordial, Así mi amiga a mi reposo Me devolvió, con amoroso Ademán de fervor maternal Luego escuché que me decía: 47

“Duerme que un día, un bello día, Oirás de nuevo una canción, Que en dulce acento vagabundo Le dará mil vueltas al mundo Y hará latir su corazón” “Cuando del fondo del Leteo Se escuche la siringa de Orfeo Y llore el lobo en su cubil, Y en su letal terreno exilio La blanda cítara de Virgilio Turbe el eglógico pensil; “Cuando por el mundo sediento Por el desangre, el sentimiento Apresure su manantial, Y en los pedregales del ruido Asome el ritmo, estremecido, Su eurítmica flor musical, “Ese día, ese bello día, Despertará la poesía De su letargo pertinaz Y oirás de nuevo las congojas De la brisa, el agua y las hojas Y el arrullo de la torcaz” Dijo, y apagando su acento 48

Y cuando huía mi pensamiento Por un nirvana crepuscular, Sobre mis humanos despojos Las esmeraldas de sus ojos Florecieron como el mar Pseudónimo: Mínimo 1.936, Bogotá Aprovecho este momento lírico para compartir otra muestra de la versatilidad lírica casi repentista de mi padre y su gran amor por la familia expresado en este pequeño poema que se inventó y susurró al oído de su otra amada sobrina Olguita Arias Vélez: Soy la más bonita Soy la más graciosa Soy como el lucero y como la rosa El Hada madrina me dijo una cosa Que tengo las alas de la mariposa Que en el alma mía De piedra preciosa La luz de un lucero, trémula reposa París no se queda atrás en la divulgación de talentos: escritores, poetas, pintores, músicos, impetuosos a lo largo de la historia van llegando con su equipaje de sueños para trasponer sus filtros y forjar una palabra justa, equilibrada y rica, un acorde que acaricie las fibras de quien los sigue. Y fue ése tu momento de hombre estudioso de la 49

ciencia, de escritor o poeta y trashumante de la noche, en tus desvelos, buscando el alma gemela, para producir más grandeza de la que ya tenía tu obra, momento que determinó tu exilio y arrancó de ti el plumazo del cuento. Mientras tu ser alimentabas en París, para seguir escribiendo, te confundiste con los surrealistas y hasta compartiste estudio con Picasso. Así rezan los rumores que en nuestra extensa familia circularon durante años, cumpliendo la función de la tradición oral. Alcancé a escuchar que a tu regreso a Colombia, en 1928, entre tus valijas se acomodaba un regalo de Picasso, un cuadro. Pero no me extraña que se hubiese extraviado en el huracán de tus viajes y mudanzas, desarraigo que firmó siempre tu obra y nuestras vidas. Tuviste que dejar Colombia en los albores de tu juventud, huyendo de la violencia que te amenazaba por el hecho de escribir y fundar medios de información entre los que recuerdo El pequeño Liberal, primer periódico de Armenia. No es de extrañar que tu espíritu indómito y tu pasión por denominar cada cosa con su nombre, haya inquietado a la pequeña ciudad, pues tu palabra convoca, aglutina ideas, conceptos y toca los corazones. De Armenia, en tu estampida, fuiste a parar a Bogotá: Escuela de Odontología de la Universidad Nacional, al regazo de tu familia materna, los Suárez de Alejandro, rama proveniente de Sonsón, Antioquia (de la abuela Sara Suárez y Jesús María Arias, quienes colonizaron el viejo Caldas y fundaron la Ciudad Milagro, Pereira, lo mismo que Manizales, con otro grupo de familias). La familia Suárez emparentó a tu prima Carmelita-Meluta con los Restrepo de Fabio, vinculándote al periódico El Tiempo. Allí tocaste el umbral del periodismo capitalino. Hiciste grandes migas con el Dr. Eduardo Santos, llegando a tener con él una sólida amistad. 50

Entre los estudios de odontología, el periodismo, los poemas, los cuentos y la vida bogotana continuó acendrándose tu trabajo literario, tu arte, hasta que diste el salto a París, para dar inicio a los diez años más intensos de tu alma intensa. A la ciudad Luz llegaste como corresponsal del Tiempo, de Bogotá, y como estudiante de una universidad parisina, cuyo nombre olvidé a pesar de que entre mis manos sostuve varias veces el diploma, en pergamino color canela con letras góticas que allí te otorgaron. Afianzaste tus conocimientos científicos y tus manuscritos visionarios. Te especializaste en piorrea y enfermedades de la cabeza. Cuatro años de mucho estudio y prácticas. Para El Tiempo escribiste más de veinte años, no solo como periodista sino como cuentista, pues tu inspiración y sentido del humor, plasmados en cada relato, aparecían los domingos en las páginas literarias del querido rotativo. Tu primer volumen de cuentos, publicado en Paris por Azorín, Cuentos Espirituales vio la luz en español y francés, siendo El Búho el primero de ese grupo de relatos publicados. Leí tus secretas divagaciones acerca de la muerte. Cuando nos dejaste, el mismo día de tu sepelio, estreché contra mi pecho el amado libro. Empecé a leer y a sentir que conversaba contigo y que tu manera de relatar superaba la existencia física de un texto, para convertirse en un ser vivo que me susurraba al oído, con voz casi audible, su asombro ante el misterio de la vida o de la muerte. Oh la muerte que siembra desarraigo. También el exilio es otra forma de morir. La ausencia de las personas y las cosas queridas, hizo girones con tu emoción dejándonos el sabor de tu partida, el eco de tu voz en cada obra.

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Pocos se salvan del olvido que pende como una daga sobre nuestras vidas. Pero yo no te he olvidado padre mío. En medio de tu atormentada existencia y con tu atribulado corazón, me diste la llave de tu palabra: la del libro y la del canto perenne que se abre paso entre la bruma del tiempo. Guardo tu novela Bajo la luna Negra, que esta vez también se fue a lo hondo de tus recuerdos para nacer como una novela, vigorosa y única. La escritura temblorosa de Baldomero Sanín Cano se internó en sus páginas para dejar la fragancia de su crítica y elogio comparándote con personajes de Dostoievski o Balzac. Ortigas de Pasión, Envejecer y mis mejores cuentos, Cuentos espirituales y más de ciento cincuenta cuentos te fueron publicados, en periódicos y revistas que, como Cromos, desarrollaban una labor cultural. Mi perro guardián y yo, Los Pijamas, El jugador de billar, Viaje a la Luna (para tu amada sobrina Amparo Arias de Echeverri), más todos los que figuran en volúmenes que atesoran amigos, parientes e Instituciones. Vuelvo al desarraigo amado papaíto (así querías que yo te llamara). Salir del terruño, Montenegro y Armenia ya lo habías hecho mientras dabas el primer paso en el exigente oficio de escribir, puliendo como a la madera, cada palabra cada giro del idioma. Te llevaste lejos la memoria de madre, hermanos y padre, también el contacto de tus pies desnudos sobre las piedras apisonadas en el suelo que circundaba tu finca y la casona de corredores y mecedoras. De la abuela Sara Suárez conservabas un retrato con melena entre blanca y dorada anudada en forma de moño, sobre la nuca. Rostro al descubierto, tal vez mirando al horizonte y apacible, vestida de negra seda con un camafeo apuntando el cuello, que cerraba sobre la unión de la clavícula, como arrullando el recuerdo mientras se mecía. 52

–“He ahí a tu abuela Sara cuatro años antes de morir. Yo, ausente, no vi cerrar sus ojos”. En el retrato flotaba la distancia, la memoria del hijo ausente, el amor y el dolor, mientras tu escondida culpa, errabunda, alimentaba en ti la lejanía, despojándote de hábitos y costumbres de tu heredad. Entre once hermanos fuiste el único que abrazó el arte, la literatura y ya eras distinto por hacerlo. Tu recorrido te marcó aumentando así las diferencias. Te fuiste definitivamente del redil para volver siempre de visita, desde cualquier rincón del mundo. Tus hermanos sí se dedicaron a la administración de la tierra, los animales, el café. No guardaste para ti más que recuerdos de tu Quindío natal y una especie de incomprensión y admiración, que te profesaba tu familia. Del abuelo Virgilio Arias Suárez nació en tercera generación un sobrino bisnieto Virgilio Arias, en Armenia, brillante y buen escritor se ordenó de sacerdote con los jesuitas y recientemente (2012) recibió en París el diaconato. Tu semilla no cayó en el mar, sus hijas Elsa, Amparo y Olguita son artistas todas en la música, la canción y la guitarra. Tu hijo Eduardo fue un genio de la escultura y el diseño industrial y plástico. No sé por qué siempre, en mi familia paterna, sentí esa inclinación al poema, a decir cosas con una canción o a responderte con un eco de pasión y lirica tras de tus pasos bohemios y cantantes. No guardaste para ti más que recuerdos de tu querencia.. Como odontólogo nos diste siempre todo lo necesario, los campesinos de los llanos venezolanos iniciaban camino a las tres de la mañana para llegar a tu consulta a las 7 a.m. pues no admitían tratamientos ni extracciones de otro dentista. A pesar de que te defendiste con tu fresa y tu pluma

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decías que tu familia consideró como un fracaso, tu paso por la vida, a pesar del gran amor que te profesaban. Al abandonar el mundo de los vivos dejaste girones de libros y recuerdos como herencia para los que te sucederíamos. También yo alcé mi vuelo hacia rumbos tentadores, experiencias que atezonaron mi voz, para traer a Colombia un canto más desnudo y verdadero. No sé si lo logré. En la distancia crecemos al borrarse las fronteras y aprendí que nos asiste un alma colectiva, la misma esencia humana, el mismo cerebro para percibir, aprender y crear. Tus tres nietos, salidos de mis entrañas, también emigraron y esta vez parece que para quedarse junto a cerros, montañas y cordilleras de nieves perpetuas en el cono sur. Ese timbre singular, particular en la voz de mis primas, mi hermana Zafiro y yo, ese no se qué de lejanía en cada canto ya existía antes de nuestro nacimiento, porque viene del desarraigo de tus antepasados y de la sensibilidad que se cristaliza con el dolor y las despedidas. Querido papá, nuestra familia paterna también migró, también huyó en las inciertas madrugadas con hijos en los brazos, en verdadera estampida buscando salvar la vida bajo el trepidar de las ráfagas de los fusiles. La violencia. Ese mismo palpitar doloroso lo lleva tu obra, por descender de una pléyade de hombres y mujeres valerosas y porque ya en ti yacía la necesidad de expresar, la obligación de narrar. Acepta, desde cualquier punto del universo insondable donde tú estés, este sincero reconocimiento al mensaje plasmado en cada cuento, en cada novela, reconocimiento que yo te rindo en nombre de tus sobrinas, sobrinos, nietos y en el mío propio. Hay que tener

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presente que la tuya, era una familia liberal antioqueña de once hermanos, entre los cuales el menor fuiste tú. *** Te acercaste, para ofrecer un regalo de tu inspiración, a tu sobrina Amparo en edad temprana, intuyendo, como siempre, su sensibilidad y talento musical que la llevaría más tarde a ser una impecable intérprete, voz afinada y guitarra en mano, del repertorio musical latinoamericano y colombiano de todas las épocas: canciones, boleros, bambucos y tonadas. Dicho regalo se llama Viaje a la Luna. Tus descripciones de la luminosa esfera, su territorio desértico, arenoso como una especie de desolación, aparecen poco a poco en el viaje, que el Hada de la fantasía emprende, con una bella niña, la princesa, no más bella que Amparo. La princesa tenía 9 años de edad. Imagino que la bella Amparo fue la musa de tu relato. Una mañana de mayo del 2012, resolví recolectar entre las primas, tus sobrinas, todo lo que de ti hubiese resistido el huracán de los años. Amparo respondió de inmediato haciéndome llegar el mencionado relato, conmovida al teléfono, por la hermosura de tu historia y tu manera única de narrarla. Tu sobrina Olga Arias de Aguirre, bella también, poseedora de una voz dulce y profunda, solícitamente me envió desde Medellín un ejemplar intacto de Viaje a la luna, el cual me vino muy bien y ahora reproduzco a continuación, pues ruego al cielo nos conceda además la posibilidad de reeditar el conjunto más completo de tu adorable trabajo de contar. Marina Arias de Jaramillo, tu sobrina de Armenia, me hizo llegar datos sobre periodistas de esa ciudad que aún te mencionan y te reclaman, y comparte con todos la ilusión de que tu obra vea de nuevo la luz, entre 55

ellos el más importante escritor y periodista quindiano, Gustavo Páez Escobar. VIAJE A LA LUNA A mi sobrina Amparo EL HADA Fantasía es el último sobreviviente de los seres que han poblado el mundo feérico o maravilloso reino de la Quimera. Y si ella hubiera desaparecido también, la vida espiritual de los hombres no valdría la pena y el progreso del mundo se habría estacionado más allá de la edad de piedra. Porque ella, la Fantasía, es el hada madrina de todos los mortales y acompaña lo mismo al rey que al pechero desde la cuna hasta los bordes del sepulcro. Es la mano providente que lo suple todo: que al hambriento convida a los banquetes; al haraposo cubre de ricas y tibias sedas; al mendigo entrega las llaves del palacio encantado y al débil o desvalido proporciona toda la fuerza y el poderío de los grandes emperadores. Sin su ayuda el hombre aún no habría inventado la camisa, la cama ni la cuchara y menos la bomba atómica. No existirían las bellas artes ni la ciencia ni la filosofía ni la historia, y el “homo sapiens” andaría aún en cuatro patas por no haber podido concebir la idea de la ventajosa posición vertical. En suma: que el hada Fantasía es el noble amigo inseparable de todos los mortales, especialmente de los niños, los cuentistas y los poetas. Pues bien: había una vez una bella niña que vivía en una bella mansión de una bella ciudad de una isla bellísima. Ni en la mansión ni en la ciudad o la isla faltaba nunca nada porque Dios se había complacido en verter sus dones pródigamente sobre tan privilegiados lugares: una vegetación exuberante, una primavera perpetua; aire diáfano, cielos azules, tibio sol bienhechor. Claros ríos, cascadas, fuentes; bosques, prados, jardines; rebaños, bandas de aves canoras y verdaderas turbas de diferentes animales domésticos que desbordaban los traspatios e invadían a veces las plazas y los parques de la ciudad. De hortalizas y árboles frutales estaba repujada la tierra, y parece que hasta existía una fuente de vino y cierto lugar oculto, que conocía todo el mundo, poblado de extraños árboles de cartón cuyas hojas al ir amarilleciendo se iban convirtiendo en billetes de cien pesos, de quinientos y de mil. También se habla de algunos otros árboles de metal cargados de racimos de monedas de plata y hasta de morrocotas de oro de 0,917 milésimos de ley. Sobra decir que entonces no existía otro sistema locomotor que el conocido procedimiento de andar a pie y que el hombre aún no había utilizado la electricidad, lo que colmaba la ventura de los felices habitantes de tan extraño paraíso. 56

Y había también en aquella isla un rey sabio y prudente que tenía sólo una hija –la niña de esta historia- que no tenía aún los nueve años cumplidos y a quien por sus gracias y por su rango cubrían todos los súbditos de presentes y honores. La rodeaba un cortejo de servidores, y cualquier gesto suyo era una orden terminante que había que interpretar inmediatamente. En joyas, atavíos, golosinas, juguetes, abundaban los cofres, las alacenas y los armarios de sus reales aposentos; y vivía, en fin, en una especie de nube hecha de tules y frescas flores y embalsamada de perfumes y de armonías. Y si no poseía más la niña era porque el hada Fantasía no tenía más qué darle tampoco. Pero la niña no era feliz. Como la isla no era muy grande que digamos, ella había viajado por todos sus lugares; conocía todas las carreteras y los caminos, las casas, los jardines, las fábricas y los puertecitos del reino, del mundo, mejor dicho, pues los habitantes de aquella isla no sospechaban que hubiera más tierra firme que la en que ellos nacían y morían de puro viejos. Así pues, la niña soñaba siempre con viajar a lejanos y desconocidos países. Pero ¿a dónde si no había más mundo que la isla? Pues a la luna. Desde muy niña su camarera le había enmarañado la mente de cuentos maravillosos que se sucedían siempre en la luna, en donde –según aquellas historias- la felicidad era tangible, visible, audible, es decir que podía tocarse, verse y oírse. En uno de aquellos cuentos se aseguraba, por ejemplo, que en la luna existía la fuente del maná que les llovió en el desierto a los israelitas: una sustancia imponderable que se convertía, en lo que quisiera el poseedor. Abundaba el dicho maná y no era sino cosa de agacharse uno, tomar un puñado y decir, por ejemplo: “que se convierta en “manjar blanco” y entonces el maná se volvía “manjar blanco”. O bien: “que se vuelva caviar”; o “que el caviar se convierta de nuevo en…”. En cualquier cosa a condición eso sí de que sirviera para comer o para beber. Otras mil cosas extraordinarias le había contado la camarera a la princesa: que la luna era de oro macizo y que sus habitantes eran poco menos que ángeles, seres bellísimos, sumamente generosos y amables cuyo precio específicos era de casi nada, de modo que podían dar un salto de ochenta metros y, con sólo la ayuda de un paraguas, sostenerse en el aire dejándose llevar dulcemente por los céfiros errabundos. Que los arquitectos de la luna no utilizaban otros materiales de construcción que el mármol, el alabastro, el cristal de roca, el coral y toda la gama de las piedras preciosas, como el diamante, la esmeralda, la aguamarina, el lapislázuli… Y de esta suerte abundaban en la luna los castillos de cristales recamados de pedrería y lentejuelas, las ermitas, las catedrales de oro y de marfil. Ciudades encantadas cuyos palacios, labrados en mármoles polícromos, emergían como en sueños del aire y cuyas torres se perdían asimismo en el vago azul. ¡Cómo serían, en fin, las maravillas de la rica imaginación de la camarera que con ser la isla un verdadero 57

paraíso, le estaba resultando a la princesita tierra aburridora y desierta en comparación al quimérico mundo de sus ensueños! Y sucedió que cierta noche en que la niña no dormía y con los claros ojos abiertos se estaba atenta contemplando por la ventana la clara luna de plenilunio que iba trepando cielo arriba, por a entreabierta ventana de la alcoba penetró sigilosamente la Fantasía y se quedó de pies ante la niña, que la miró con dulzura pero sin la más leve sorpresa. –¿Quieres que vamos a la luna? –le fue diciendo el hada. –Por supuesto, madrina. Estaba por decírtelo. –Vístete pronto, no se nos haga tarde. La niña se incorporó de un alegre salto, echó los brazos al cuello de la madrina y la besó con frenesí. Luego empezó a vestirse mientras pensaba en la manera como habrían de movilizarse. –Pues nos iremos en Pegaso, respondió el hada a su pensamiento–. Es un caballito amaestrado por los poetas –agregó– que además de sus cuatro patas posee un par de excelentes alas que lo transportan a uno en un santiamén de una a otra estrella. –Pero… ¿y el caballito? –Míralo. Y envuelto en un rayo de luna le señaló al taimado gato que a los pies de la cama dormía apaciblemente sobre los reales cobertores. Le tocó luego el hada con su varita y el gato se despertó, se incorporó, se hizo un arco de dromedario, y fue creciendo y cambiando de forma hasta convertirse en un caballito tricolor del tamaño de un “pony” pero con alitas y mucho más bien plantado. Llevaba además un cuernecillo horizontal en medio de la frente, como el equino mitológico que suelen pintar en el cuatro de oros y que se denomina unicornio. Entretanto el hada iba enjaezando a Pegaso. Arrojó sobre su lomo un cojín de la alcoba que al punto se convirtió en mullida y rica gualdrapa. Arrancó un cordón de los cortinajes, y en un soplo quedó el caballo con su freno de plata con sus finas riendas de seda. Alzó en vilo a la niña, la puso a horcajadas sobre el caballo, montó a su turno en ancas, sujetó las riendas, le apretó los talones al alígero caballito, y éste, de un ágil salto, salió por la ventana, abrió las alas y se lanzó directamente a la luna con al velocidad del relámpago. *** Esto de viajar por regiones tan elevadas y a tan grande velocidad, es al principio un tanto desagradable. A uno la da cierto friecito en la boca del vientre y se le eriza un 58

poco el cabello; pero al fin se acostumbra a todo. De esta suerte, pasado el primer sobresalto de la princesa, empezó a respirar mejor y a sentirse más a su amaño. Entonces le dieron ganas de conversar: –Madrina… –¿A ver? –Estaba pensando en que acaso seamos nosotras las primeras personas que hacen viaje a la luna… –No, hija mía. El que hizo el primer viaje a la luna, utilizando como vehículo unas botellas con agua hirviendo amarradas al cinturón, fue Cyrano de Bergerac, un gascón aventurero y espadachín que era además “un hombre a una nariz prendido”. Después Julio Verne hizo el mismo viaje en una bala de cañón; y así muchas otras personas han hecho la “tournée” más o menos completa. Eso, por ejemplo, de “vivir en Babia”, no es otra cosa que viajar a la luna o estar en ella. Los franceses denominan el viaje “faire des chateaux dans Espagne”, y los españoles, “hacer castillos en el aire”, mientras que los bogotanos dicen “echar globos” y los antioqueños aseguran que “se les ha ido la paloma”. Son distintas maneras de ir a la luna. Ahora nosotras dos vamos tranquilamente en este caballito con alas. Habían llegado a la estratosfera. El aire se enrareció, y la tierra se divisaba ahora pequeñita “como una avellana”, que dijo Sancho. Abajo las nubes se veían apenas como plumillas desprendidas del plumaje de un ángel. –Madrina… –¿A ver? –Ya no se ve la tierra, sino la luna. –Es que vamos llegando. –Bajando, ¿no? –Bajando… sí… pues. *** Alunizaron, es decir detuvieron el vuelo sobre la cumbre más elevada de la luna. Era pleno día lunar, pero a pesar de brillar el sol, el horizonte estaba turbio, y un frío intenso como de nevera envolvía la superficie de nuestro romántico satélite. Echó la niña una ojeada desde la cumbre, y casi la mata el desengaño pues sus ojos no divisaron sino tristeza y desolación: cráteres inmensos como enormes embudos, algunos apagados y otros aún vomitando fuego y crespas columnatas de humo, de donde procedía ciertamente la opacidad mugrosa del horizonte. Llanuras grises o amarillentas como césped marchito; montañas de pura roca como 59

gigantescos monolitos cuyas gargantas cascadas de lava hirviendo se precipitaban sobre el llano, despidiendo un brillo plomizo como de mercurio caliente. Puso atento el oído la princesita y le pareció extraño no escuchar ni el más leve ruido, ni el rumor de las erupciones volcánicas, ni el estrépito de las cascadas, y menos pudo oír el canto de algún pájaro, ni el mugido de un toro ni siquiera la amable estridencia de los grillos silvestres. Abrió entonces muy bien abiertos los claros ojos y no pudo mirar tampoco un ser humano ni un solo animal de pelo o pluma, ni el conejo o la tórtola, ni siquiera los animales primarios como la araña, el escarabajo o el escorpión. No. No había fauna ni flora, y no existían ni el olor ni el sonido por carencia de atmósfera; y si aún respiraba la niña, era merced a la mascarilla de la providente madrina. –¡Estamos acaso en algún desierto! –suspiró la princesa. –No, por desventura. Aquí todo es igual. Pero démosle una vuelta al planeta –dijo el hada, y Pegaso alzó entonces el vuelo y se puso a dar vueltas y más vueltas, convertido en satélite del satélite. Volaba una veces veloz y otras despacio, a fin de que la niña examinara mejor la superficie y los relieves lunares. Pero en verdad todo era igual: cráteres y más cráteres, montañas de piedra y lava o de impuros metales; despeñaderos, vertientes, precipicios, o valles y hondonadas recubiertos de espesa capa de piedra pómez o ceniza y azufre. Pero ni un solo árbol, ni una flor ni un musgo, ni tampoco una sola gota de agua de rocío matinal. Era aquello la propia desolación, el silencio mismo, la inmovilidad y la muerte. Mas de improviso la niña creyó ver a lo lejos perfilarse las torres de una inmensa ciudad y le rogó a la madrina que se dirigieran allí. Acudió al punto Pegaso, y evidentemente era así: del fondo de un gran valle emergían como siluetas de edificios inmensos; se dibujaban rectas hendeduras como de calles, y el conjunto era simétrico, igual que el de una metrópoli dormida bajo un manto, bajo un espeso velo de cenizas y humo de pez. El hada y la princesa se quedaron absortas, y hasta el caballito inclinó la cabeza e medio lado para contemplar mejor el anfiteatro. Y de improviso advirtió la niña que en el fondo del valle se rebullía la ceniza y se iba formando en la superficie algo así como estrías, como arrugas o como los pliegues de un gran sudario. Se fue repujando más y más el sudario y empezó a dibujarse un cuerpo humano que se fue incorporando y tomando la apariencia de un grande espectro. Estaba envuelto en amplio manto grisáceo que le dejaba ver solamente los negros ojos de la llama. –Yo soy la Quimera –dijo– y esto que veis aquí y allá es ciertamente una ruina. Una ruina de enantes próspera y venturosa ciudad. Y ruinas son también aquellas moles de piedra que otrora fueron torres, rascacielos observatorios. Ruinas esos valles sombríos un tiempo cubiertos de verdura y rebaños, y ruinas todo lo de adentro y lo de afuera de esta yacente luna, que es el oscuro panteón de la vida, en 60

donde hasta la muerte yace muerta. Como nuestro planeta es más pequeño, se enfrió primero que el vuestro y floreció más temprano la civilización, hasta llegar a su cénit y su ocaso. Vosotros estáis apenas en los albores de la fuerza atómica, como quien dice en el A.B.C., pero ya pronto empezarán a soplar los vientos que desaten la tempestad. Aquí fuimos también prósperos y felices, hasta un negro día en que las bombas de oxígeno acribillaron a la luna y abrieron aquellos cráteres espantables que contempláis. Y vino entonces la inevitable explosión final que incendió nuestra atmósfera, acabando con ella y con toda forma de vida, hasta con los mismos microbios. Marchaos, pues, enseguida, que este ambiente es inhospitalario y letal.

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Los Guácharos: una cueva mágica de la Guayana venezolana Mamá solía decirme: “Rosarito, su papá es un hombre muy culto y muy interesante, pero de muy mal humor. Si no fuera porque sé lo que vale y lo que representa para mí, no sé cómo habría hecho para entenderme con él”. Y a renglón seguido me relató un viaje que hizo con papá a un lugar que en mi mente infantil me pareció sacado de un cuento de hadas. “Cerca a la Guayana venezolana pasé con su padre una temporadita. No sé por qué a él lo atraían esos lugares inhóspitos, frecuentados por ex convictos por su cercanía al tristemente célebre penal de la Isla del Diablo, un verdadero infierno en la Guayana francesa para los convictos que Francia enviaba allí y que raramente regresaban a la patria, la mayoría porque encontraban la muerte y otros porque se quedaban merodeando en ese territorio que compartían Francia, Venezuela y Brasil. ”Su padre pensó en ese entonces que tendría buenas posibilidades de trabajo en un campamento gringo levantado en esos parajes. Por ello tomó en arriendo una casa algo retirada del campamento; aunque a decir verdad, elevarla a la dignidad de casa es demasiada pretensión, porque no era más que una choza con un buen caudal de agua y energía eléctrica, primordial para los equipos de dentistería. ”A los pocos días su papá compró una vaca y la metió en un pequeño corral improvisado por unos lugareños. ‘Le voy a enseñar a ordeñar para que usted vea lo fácil que es’, me dijo. A regañadientes, apenas pudiendo contener la risa, le dejé creer que yo aprendería a ordeñar. Al día siguiente, muy a las seis de la mañana, me invitó a pasar al potrero donde ordeñaríamos la vaca. El peón comenzó la faena. 62

Papá, entusiasmado, se decidió a hacerlo él; apartó al muchacho, se sentó en el butaco, agarró las ubres, y apretó y apretó, pero nada: no respondían. Insistió hasta que algo logró. Acto seguido me pidió que ocupara yo su lugar. Me senté, tomé la ubre, halé cada pezón y, claro está, no salió nada. A partir de la accidentada primera lección de ese día, su papá siguió insistiendo cada mañana hasta que se dio por vencido. Me causaba hilaridad su porfía por enseñarme a ordeñar. ”Nunca olvidaré esos días en la Guayana venezolana. El kiosco que servía de baño tenía una especie de tubo que manaba un potente chorro de agua donde yo me duchaba placenteramente. Haciendo acopio de valentía, pues entreverada entre las vigas y pajas del techo una serpiente gorda me vigilaba diariamente. Su papá no hizo nada al respecto, no sé si por temor a la serpiente. Como no sabía a quién acudir, en medio de la nada, tuve que armarme de valor y convivir con el reptil. A pesar de todo esto, yo seguía fiel, domesticada, al pie de su papá. ”Un buen día me dijo: ‘Arréglese que la voy a invitar a un lugar alucinante, pues no quiero que nos vayamos de aquí sin que usted conozca la Cueva de los Guácharos’. Para el efecto, viajamos en auto durante largas horas. Al llegar al lugar una extensa fila de turistas extranjeros y venezolanos esperaban a que se completara el grupo para entrar a la cueva. Dos baqueanos nos dieron la bienvenida y rápidamente nos unimos al grupo. Una vez adentro, pronto avistamos los guácharos, aves de oscuro plumaje que habitaban en esas cavernas y circulaban por todos sus vericuetos como Pedro por su casa, con gran destreza, en medio de la espesa penumbra que a duras penas permitía a nuestros ojos distinguir las formas del lugar y cuyo vuelo y aleteo eran intimidantes. Del techo de la cueva pendían impresionantes 63

estalactitas, como cuarzos protectores, que en ciertos sitios se besaban con las profusas estalagmitas. A pesar de lo accidentado de los senderos de la caverna, circulábamos por ellos guiados por los experimentados baqueanos sin los cuales no habríamos avanzado más que unos pocos metros. Tras recorrer un corto trecho uno de los guías nos pidió que nos detuviéramos y en tono teatral nos dijo: ‘Ahora entraremos en el primer salón, el de las cortinas’. Efectivamente nos adentramos en un enorme anfiteatro de piedra, maravillosamente esculpido por la naturaleza. En verdad, el nombre de esa cámara hacía honor al impresionante espectáculo de sus altos muros, totalmente cubiertos de musgos y líquenes en una extraña secuencia que simulaba a la perfección alucinantes cortinajes, unos detrás de otros, con sus cenefas y cordones, a la manera del fasto de los grandes salones versallescos. ”Luego de extasiarnos con esa sobrecogedora maravilla, el baqueano nos anunció que seguiríamos al Salón de los Pianos, y nos pidió que fuéramos tras él. El hombre echó a andar y nosotros, apretujados, en fila india lo seguimos. Estábamos en otra inmensa cámara, adosados a cuyas irregulares paredes había gran cantidad de pianos de distintos modelos, forjados en la piedra: unos verticales, otros de cola, a más de unos clavicordios. El guía se acercó a mí, me alargó una varita y me dijo: ‘Doñita, toque con esto el teclado de cada piano, de arriba abajo y usted verá cómo le responde’. Así lo hice, Rosarito y para asombro de todos escuchamos las notas musicales en sus distintos grados, de agudos a graves y viceversa. El hombre invitó, entonces, a algunos otros turistas a que hicieran lo mismo. Así nos entretuvimos unos minutos. Nos hubiera gustado quedarnos un rato más, pero había un horario programado para el recorrido, por lo que el 64

hombre nos invitó a pasar a continuación al Salón de los Bustos. Lo seguimos. En la semioscuridad del recinto una figura inmóvil, fiel heraldo de la muerte, nos recibió con los brazos caídos. En las paredes de esta cámara, también en secuencia, había múltiples torsos desnudos de mujer, bustos de todas las razas, según me informó su papá. Le confieso, hija, que todos los del grupo tratamos de abandonar el sitio lo más pronto posible, cuando el baquiano nos anunció: ‘Les advierto que el próximo salón es para vivirlo con mucha atención. Es la Cámara del Silencio. Una vez allí ustedes dejarán de escuchar hasta su propia voz’. ¿Y qué quiere que le diga, Rosarito? En ese salón usted puede dar los alaridos que quiera y ni usted misma se escucha. Es inútil ir contra la corriente. En fin, una experiencia sobrecogedora. Y de verdad, mija, dentro de ese salón le hablé a su papá y no se escuchaba absolutamente nada. Otros visitantes hablaron, cantaron, silbaron y solo veíamos los gestos de sus rostros. ”En aquella sala finalizaba el recorrido. La abandonamos y los guías nos condujeron hasta un remanso de agua fresca en forma de media luna, bordeado por un muro de piedra, cercano al boquerón de la salida. Allí los conductores del grupo se detuvieron y nos pidieron que hiciéramos lo mismo; acto seguido, introdujeron sus manos en las límpidas aguas y lanzaron sendas manotadas del líquido contra las paredes, que a su contacto destellaron con fantásticos fulgores. No nos hicimos de rogar, y con entusiasmo todos seguimos el ejemplo de los guías y empezamos a lanzar agua con nuestras manos sobre los muros de piedra. Y cuál no sería nuestra sorpresa al ver que al contacto con el agua aparecía, como trazada con luz de las estrellas, la rúbrica del Barón de Humboldt”.

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El bravío Orinoco en Ciudad Bolívar: ¡Qué hotelito! El río Orinoco, iracundo caudal encrespado color ladrillo, bajaba majestuoso de derecha a izquierda, visto desde el balcón de mis ensueños venezolanos. El mismo balcón por el que circulaban los huéspedes del hotelito que nos recibió al llegar de Colombia. Habíamos dejado atrás la familia, buena parte de la cual se encontraba en Bogotá Popayán y el resto en Armenia. Hablo de la familia de mi padre, que también se había instalado en Cali. Popayán, cuna de mi madre y ciudad con la que durante mucho tiempo debió guardar distancias, porque mi padre no era muy afecto a visitar a su suegra y a las tías; tanto, que para encontrarme con mamabuela Beatriz, ella viajaba a Cali y se alojaba en el antiguo hotel Europa, en la plaza de Caicedo, para que mi padre no la viera. Cuando nuestro viaje a Venezuela ya era una realidad, en cuestión de días mamabuela vino a Cali y nos trajo fotografías y vestiditos preciosos confeccionados por ella; también le entregó a mamá un poco de dinero. Llegó la hora de despedirnos. Mi madre habló poco y en su rostro se dibujaba una sonrisa. La abuela no hacía preguntas. Mis hermanos jugueteaban esperando el momento de partir. ¿Qué nos esperaba? Yo percibía entre mi abuela y mi madre una prudencia exagerada, y no sé por qué vino a mi mente la escena aquella en que el policía obligó a mi padre a huir. Dimos en alquiler la casa paterna y nos alojamos donde la prima Lilia. A pesar de la ominosa amenaza del chafarote de que hablé al principio de este relato, mamá no se amilanó y con admirable presencia de ánimo recorrió el centro de Cali en busca de telas para confeccionar ella misma la ropa con que habríamos de viajar. Encontró una pana hermosa acanalada color rosado guayaba y una tela de algodón blanca, a más de los infaltables encajes y botoncitos. Nos tomó 66

las medidas a mi hermana y a mí y muy acuciosamente se sentó a la máquina de coser por un par de días. ¡El viaje estaba encima! Una vez terminada la costura, preparamos maletas y nos trasladamos provisionalmente a casa de la amorosa Lilia, luego de entregar la casa nuestra sus nuevos huéspedes. A los pocos días la prima, junto con su esposo Guillermo, nos acompañó al aeropuerto para abordar el avión. En la capital tomaríamos el vuelo que nos llevaría hasta Maiquetía, Venezuela. Ese día mi madre sacó de la maleta los conjuntitos que había fabricado para mi hermana y para mí: falda de pliegues o tachones, sin cinturón, pero con una firme pretina con botón a la izquierda, elaborada en preciosa pana color guayaba madura y blusa con encajes en el cuello, hecha de blanco algodón, complementada con hileras del mismo encaje, ojales y botones que formaban la pechera y que se extendían hasta la cintura. No podía faltar el chaleco, cosido en la misma pana de la falda, que dejaba entrever la hilera de botones y el encaje. Para mi madre, para mis hermanos y para mí era la primera vez en avión. Al ingresar a la nave experimentamos su confort silencioso. El interior estaba bañado por la tenue luz que despedían las minúsculas bombillas y la luz que alcanzaba a filtrarse por las pequeñas ventanillas. Mi madre hubo de reprender a mis hermanos, que no desperdiciaban oportunidad para armar la guachafita, y los sentó cerca de ella. Yo me hice al lado de papá en una de las últimas sillas del avión. Sé que mamá estaba petrificada por el miedo, aunque, como de costumbre, lo disimulaba. ¿Cuánto duró el vuelo de Cali a Bogotá? No lo recuerdo. En el aeropuerto de Techo nos esperaban Pepe Villa Arias y su esposa, a quien llamaban la Mona Villa, en compañía de Arcesio, su hijo mayor, 67

de veinticinco años. Abrazos y saludos. Arcesio: tanta belleza en un solo hombre me sorprendió. Llegamos a la casa y cenamos. Al día siguiente hacía un tiempo soleado y los pinos, muy verdes, alegraban la capital como siempre durante el verano. El día se prestó para salir de paseo con Arcesio en su flamante convertible. *** Sigo de pie en el balcón observando las bravías aguas color terracota del inmenso Orinoco. En todo el hotelito, debido a sus pisos de madera y paredes de cartón piedra que formaban las alcobas, se sentía el corretear y la algarabía de mis hermanos. El motivo de tanta tromba: la libertad. En Colombia permanentemente se nos vigilaba y protegía. De la casa de San Fernando a duras penas podíamos salir por los alrededores a jugar, pues sobre nuestras cabezas se extendía siempre un manto de peligro: había rumores de que por el barrio circulaba un carro fantasma disparando. Antes de las cinco de la tarde debíamos recoger nuestros juguetes: muñecos, estufitas, triciclos, biberones y ollitas de barro esmaltado, así como diminutos juegos de té en porcelana china, y guarecernos en la casa. El muñequero fue un artilugio para protegernos sin que lo advirtiéramos. Por los días en que surgió la necesidad de salir de Colombia ya disponíamos mis hermanos y yo de un espacioso muñequero situado debajo de la escalera que empezaba al lado derecho, justo al pie del portón. El muñequero era de dos pisos: en el primero había un salón con ventana de vidrio en el que cabíamos yo y mi perro guardián, pastor alemán. El segundo piso constaba de dos alcobitas, destinadas para los muñecos, y un corredor con baranda, que lo rodeaba, adornado en cada esquina con jarroncitos rojos 68

engalanados con flores doradas. Esta espaciosa casita estaba pintada toda de verde claro, como la esperanza. Mi amiga Gloria Tofiño vivía en el centro de Cali con sus padres y hermana. Aura Rosa Sánchez y Luis Ángel Tofiño, sus progenitores, eran muy amigos de los míos, por lo cual nos visitábamos con frecuencia. Aura Rosa era quiteña y había estudiado con mamá donde las madres Josefinas. La casa de los Tofiño era una construcción de estilo colonial, con portón y contraportón separados por un zaguán en baldosines color vino tinto. Al abrirse el contraportón, a los ojos del visitante se ofrecía el espectáculo de un exuberante jardín con profusión de flores, circundado por un corredor a lado y lado del cual se abrían las alcobas con ventanas a la calle. Un buen día, en casa de Gloria, ésta y su madre me dijeron que me tenían una sorpresa: me llevaron, en compañía de mamá, por el corredor hasta la puerta de una de las habitaciones, que la madre de Gloria se apresuró a abrir y nos invitó a seguir. La alcoba, en penumbra, rezumaba frescura; la ventana y sus postigos estaban cerrados. Aura abrió la ventana y de inmediato el recinto se iluminó. En el centro del piso de baldosa vino tinto se alzaba una mesa y sobre ella una inmensa casita de muñecas de dos pisos que abarcaba toda la superficie de la mesa. En la casita no cabíamos nosotras pero sí nuestros muñecos. El muñequero era la perfecta réplica de las casas de dos pisos, con pasamanos y balcones, típicas del antiguo Viejo Caldas y todo el Eje Cafetero colombiano, y en sus dos lustrosos pisos de madera se distribuían sala, comedor, escaleras, plantas en los rincones, alcobas con camitas, lámparas en los techos, helechos y orquídeas que colgaban sobre las barandas. Por supuesto, todo a escala liliputiense.

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Así, desde ese día se me autorizó a divertirme con el muñequero de Gloria. Otro de mis antojos fue la piscina. La casa de nuestros vecinos del frente en San Fernando tenía un extenso patio y en uno de sus rincones, cercano a la vivienda, una piscina de azules aguas. Yo me la pasaba sentada en el porche de mi casa, al pie de los pensamientos y bellalasonces, viendo gozar a los bañistas. Un buen día, luego de su siesta, salía mi padre para el consultorio y se topó conmigo. Al verme abstraída, papá me preguntó en qué pensaba y tuve que confesarle mi embeleso por el espectáculo de la casa vecina. Es más, me armé de valor y le dije cuántas veces había soñado con una piscina propia. Mi padre me contempló con ternura por unos segundos, al cabo de los cuales me tomó de los brazos y zarandeándome con ternura me dijo: –¡Pues ya deja de soñar, mi niña, porque tendrás tu piscina! Fue tal el cúmulo de emociones que me invadieron que sólo atiné a agradecerle con palabras entrecortadas, un abrazo y muchos besos. Eran las dos de la tarde, después de la siesta y él salía para su consultorio en el centro de Cali. Efectivamente, a los pocos días se iniciaron en el patio de nuestra casa los trabajos para horadar el terreno donde se construiría la piscina, que finalmente no pasó de alberca pues tuvimos que interrumpir su construcción para salir de Cali bebiéndonos los vientos. *** ¿Quién puede necesitar más libertad que un niño para jugar? A poco de llegar a Venezuela el ánimo de mis hermanos cambió totalmente, al ver a mis padres más serenos, lejos ya de sus rostros esa sensación de temor que por más que quisieran no podían ocultar. Y ello se reflejaba en sus interminables accesos de risa y en sus bullosas 70

carreras cuando jugaban al escondite en el hotelito. También era la primera vez que yo contemplaba un paisaje que, aterrador o manso, era maravilloso: el río Orinoco a su paso por Ciudad Bolívar. ¿Qué hacía yo en Ciudad Bolívar? Transpirar y esperar como tantas mujeres, sin saber qué. ¿Sensación de pérdida? No. Hoy puedo afirmar que estaba expectante y me consumía la impotencia de no tener un norte.

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Una de tantas pilatunas en la infancia Frisaba yo los cinco años. Mi madre y yo caminábamos por el centro de Cali, en busca de un almacén en dónde comprar algún obsequio para los Tofiño, a quienes iríamos a visitar esa tarde. Por fin nos decidimos por el almacén Ley, que exhibía sus mercancías en grandes bandejas o en vitrinas sin vidrio. Mamá se paseaba de aquí para allá tratando de elegir el regalo adecuado; mientras, yo descubrí entre las chucherías una canastica plástica tan pequeña que cabía en una de mis manos. Estaba colmada de bellalasonces blancas, diminutas como una gota de rocío con un puntito rojo en el corazón. Furtivamente tomé la canastica y la oculté en el puño de mi mano derecha. ¡Era perfecta para adornar el muñequero! No sé por qué no le comenté a mi madre mi antojo, y menos aun por qué decidí guardar el pequeño objeto en uno de mis bolsillos y llevármelo sin pagar. Pasamos felices el resto de la tarde en compañía de los Tofiño, y yo seguía ocultando la canastica. A las seis ya estábamos en la calle rumbo al paradero del bus Verde San Fernando que nos llevaría a un punto de la Avenida Circunvalar cerca de nuestra casa. Durante los gratos momentos pasados con nuestros amigos había olvidado mi travesura, pero al salir de su casa recordé todo lo sucedido y me asaltó la angustia. En vano trataba de idearme la manera de confesarle a mamá lo que había hecho y no hallaba cómo. Entonces tuve una loca idea: con disimulo, extraje de mi bolsillo la canastica, la dejé caer al andén y me agaché a recogerla fingiendo que me la acababa de encontrar. Sin embargo, pese a mi pantomima, mi mamá no se daba por enterada, aunque lo hice tres veces; de tal forma que, armándome de valor, decidí contarle la verdad antes de tomar el bus. Y así fue. Halé ligeramente su falda para llamar su atención, con algo de temor le 72

mostré mi tesoro y con tono contrito le expliqué que lo había tomado del almacén sin pagarlo. Contrario a lo que esperaba, mamá no se enfadó y no hizo ningún comentario. Simplemente me dijo: “Vamos a devolver ese juguete”. Y así fue: desandamos nuestros pasos, llegamos al Ley y una vez allí mi madre se dirigió a uno de los empleados y frente a él me exigió que hiciera entrega de la canastica al tiempo que le explicaba al hombre que yo era muy niña y desconocía cómo funcionaba el mundo.

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Upata: Mi encuentro con las rocolas y los boleros Llegamos a Upata en 1950, la primera ciudad de Venezuela donde sentaríamos nuestros reales. La casita que nos tocó en suerte, diagonal a la plaza principal, hacía esquina con el bar del pueblo y constaba de una minúscula sala de estar, un sitio acondicionado como cocina, tres habitaciones y una letrina en el patio. A cierta altura se habían instalado unos barriles que hacían las veces de tanques de almacenamiento, donde se recogían las aguas lluvias para uso doméstico. ¡Cuántas veces bajo un cielo a veces gris, a veces azul, me entregué vestida al delicioso y refrescante chorro de agua que manaba del cielo! En la cantina de la esquina, donde a mi juicio sabían más de boleros que de tragos, la rocola con bombillitas de colores sonaba todo el día: Aunque me cueste la vida, sigo buscando tu amor, te sigo amando voy preguntando dónde poderte encontrar Ahí conocí por primera vez El plebeyo: El amor, siendo humano, tiene algo de divino porque hasta Dios amó y si el cariño es cierto y el deseo es sincero… Y con exasperante reiteración se oía: Señor, mientras tus plantas nazarenas suben hacia la cumbre del calvario, 74

yo también, cabizbajo y solitario, voy subiendo a la cumbre de mis penas. Pese a que la cantina permanecía casi vacía, la rocola nunca callaba, y a todo volumen pregonaba boleros, unos picarescos y otros nostálgicos, que poco a poco me fueron seduciendo. Era un domingo lluvioso. Las calles estaban solitarias y las casas parecían deshabitadas. Yo me entretenía mirando a través de la ventana del consultorio el asfalto brillante y fresco por la copiosa lluvia. Desde mi atalaya vi aproximarse a un mensajero que portaba en su mano izquierda una bandeja cubierta con una servilleta grande. Cuando llegó a la casa tocó a la puerta. Me apresuré a abrir, y el hombre preguntó por mi madre, a quien llamé. El joven descubrió el encargo: era una torta negra cubierta de pastillaje de azúcar blanca. Mi madre tomó la torta, al tiempo que el mensajero le explicaba que era un obsequio del pastelero del pueblo, un italiano que siempre, cuando pasaba yo por su local rumbo al colegio, no apartaba de mí la mirada. El alborozo que causó el inesperado obsequio fue unánime, y mis padres y mis hermanos se aprestaron a disfrutar del ponqué. Yo, por algún extraño presentimiento que aún hoy no alcanzo a explicarme, me abstuve de participar del festín, y no recuerdo cuál fue la excusa que aduje para no hacerlo. Lo cierto es que no comí del ponqué. Mis hermanos dieron buena cuenta de él en un santiamén. Habría pasado, creo yo, una media hora cuando la familia se sintió indispuesta y a los pocos minutos todos vomitaron lo que habían comido. Alarmados por la intoxicación general, corrimos a un dispensario donde los enfermeros nos dijeron, muy seriamente, que lo más probable era que nos hubiéramos intoxicado con la torta, aunque no especificaron qué sustancia podría haber sido la culpable. 75

Fuera de este episodio desafortunado, que por cierto no se repitió, nos fuimos adaptando al ritmo de vida de Upata, y aprendimos a comer caraotas y casabe. Papá atendía a sus pacientes en el consultorio que había instalado en la alcoba principal de la casa, la de la ventana más grande. Al lado de nuestra casa vivían los Casado, una amable familia venezolana. Sus hijos, América y Tocoy, jugaban conmigo a repetir al pie de la letra los parlamentos de las películas del Llanero Solitario. Tocoy era el Llanero Solitario y yo, por supuesto, la dama que lo amaba. Y en la vida real me enamoré de Tocoy, de sus húmedos y carnosos labios rojizos; de su nívea piel, de su profunda voz y de su viva mirada. Todos los sábados improvisábamos un teatro: tendíamos una cuerda de pared a pared, y sobre la cuerda pendíamos una sábana que nos servía de telón; debajo colocábamos una cama a manera de tablado, y estaba listo el escenario. Preparábamos unos textos, que no recuerdo de dónde salían, e improvisábamos funciones para nuestros vecinos y familiares. Como en las grandes tablas, cada presentación se anunciaba y cada uno de nosotros, como un gran artista, pasaba desfilando a medida que anunciaban su número. Yo estudiaba con ahínco mi papel, pero en plena función las más de las veces se me olvidaba todo. En cada presentación lucía yo impecable. América y Tocoy elegían mis atuendos, que generalmente era ropa que ella me prestaba y previamente aprobaba mi padre, quien velando por mi pudor escogía modelos que parecían salidos de un convento. En mi sencillo ropero no figuraba prenda alguna que dejara ver algo de mi cuerpo. De mi fugaz paso por las tablas se destaca en mi memoria una función en la que vestía una combinación o fondo color rosa pálido en 76

tafetán, de escote cuadrado, con cintas en los hombros y brazos al desnudo. Por el frente a duras penas quedaba descubierto el pecho a la altura de las clavículas. Como siempre, préstamo de América. Yo solía presentarme descalza. Ese día estaba la sala “a reventar”. Por supuesto, en primera fila nuestros padres; detrás de ellos, numerosos vecinos. Y me llegó el turno, pero no pude pronunciar palabra pues la mente se me quedó en blanco. Como pude amarré mi vergüenza e hice mutis por el foro. Tras bambalinas, me armé de valor, esperé algunos minutos y aparecí de nuevo en escena. Y de nuevo, mi bendita mala memoria me jugó una mala pasada. En fin, tuve que retirarme definitivamente y la función continuó sin mí, y sin que el elenco diera mayores explicaciones. En ese momento yo traté de restarle importancia a mi fiasco y resuelta estuve a sepultarlo, pero lo cierto es que me quedó el vivo recuerdo de la vergüenza por causa de mi inseguridad y timidez. Confieso que con frecuencia he sufrido heridas en el alma, pero siempre una mano salvadora me ha devuelto la salud y la razón. El desarraigo me causaba dolor de algo lejano y perdido pero el poema, los nuevos amigos el inventarnos una nueva vida, mitigaba cualquier sofoco del alma. El dolor y los años reafirmaron mi esencia a través del canto. Estoy firmemente convencida de que quien interprete una canción, por más trillada y popular que ella sea, debe hacerlo con la firme convicción de que lo suyo es un acto creativo fundamentado en los sentimientos y la sinceridad, reflejo de la verdad de su ser, y por tanto con la capacidad de sanar. Es como cuando nos recogemos en nosotros mismos y elevamos una oración al Altísimo. Por eso te digo, amable lector, que no te agobie la soledad. Créelo: no existe nadie que no haya alguna vez convivido con ella. Has 77

de saber que la soledad es inspiradora, porque te lleva a encontrarte con la Divinidad, que no es otra cosa que tu alma, y a través de ella Dios te habla y te cura.

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Inicio del deambular Nuestra casa, fresca y de tenue luz tropical por la fronda que envolvía el barrio, contaba con una piscina sin terminar, rodeada de prado y un tierno rosal que, encerrado por una baranda de guadua, cultivaba mi padre. En esa alberca se sumergía mi madre y me acaballaba sobre su espalda para enseñarme a nadar. Había profusión de pensamientos azules y geranios, llamados también colinos; veraneras y bellalasonces, preciosas plantas montañeras. Desde allí solía contemplar con mi padre el arcoíris que surcaba la bóveda celeste sin que pudiéramos adivinar su principio y su final. Fue en aquella época cuando grabé en mi cuerpo la memoria del viento: la brisa que a las cinco de la tarde en Cali arranca susurros al paisaje y mece los follajes de los sueños. Las casas, calles y andenes de San Fernando viejo han sido custodiados por centenarias ceibas testimonio de los siglos, que hunden sus raíces y troncos en las ya centenarias calles; y por samanes y almendros florecidos. También acompañan el paso del caminante carboneros, chiminangos, guayacanes rosados y amarillos, tulipanes africanos, así como acacias, jazmín de Persia, palos de mango y madroño. No existía por aquel entonces el Parque del Perro, que no era más que un profundo y enorme hoyo tupido por el monte y la maleza, hasta el cual descendía la pendiente de nuestra casa, situada en el número seis cincuenta y tres de la Carrera Novena Sur. Circulaba también por San Fernando viejo el carro gris, último modelo de los años 50, que conducía con mucho cuidado Carmelita Jimenez, de complexión y estatura mediana, cabello medio rubio y cano, anudado al cuello y ojos grises o azules: la enfermera de todos nosotros, visitaba todas las mañanas cada casa, ponía inyecciones y 79

ayudaba a bañar y asolear a cada bebé. También transitaba el barrio el doctor Alfonso Tafur Herrán, de familia capitalina, quien cumplía con la tradición del médico en casa. Su consabido maletín y su fonendoscopio. Dos años después del día en que mataron a Jorge Eliécer Gaitán y cuando cumplía yo los cinco años de edad en mi presencia un policía amenazó a mi padre hundiendo un revólver en su estómago y vociferando estas terribles palabras: “¡O se van o le lleno el buche de plomo!”. Transcurría mudo y caliente el medio día. Yo permanecí trémula y mustia hasta la hora de la cena, y pensé que papá aprovecharía ese momento para darnos alguna explicación sobre lo que había sucedido. Empero, cuando se le mencionó el tema le restó importancia a la amenaza. Durante los días siguientes me entretuve jugando con los demás niños del vecindario y con mis hermanos menores, los mellizos Zafiro y Eduardo. Los amigos han sido para mí una compañía para reír, cantar, inventar la vida, crear, y en no pocas ocasiones refugio para mis penas. Días después del incidente con el policía yo reposaba envuelta en el sopor de la siesta, sagrada para nosotros, cuando mi padre interrumpió mi liviano sueño diciéndome: –Cálcese, que nos vamos. – ¿Sin decirle a mamá? –Sí. – ¿Para dónde? –No pregunte. No tuvimos tiempo ni de preparar la maleta. Yo salí enfundada en un overol en tela de jean con pechera bordada. Mi padre corría y me llevaba de la mano. Llegamos a la estación del ferrocarril apenas a 80

tiempo para alcanzar el tren que, a comienzo de la tarde, bufaba presto a deslizarse con su melena de humo por los exuberantes caminos del norte del Valle, en lo que hoy es el Quindío. Al final de la tarde el tren detuvo su marcha. Mi padre había pedido al maquinista parar la locomotora en medio de una gran siembra de maíz. Bajamos y pisamos tierra. Me sentí pequeñita entre las matas de maíz y con el tren a mi espalda. Era esa extraña sensación chata que nos embarga cuando bajamos de un caballo. Iniciamos el camino a grandes zancadas hasta llegar a una explanada de tierra apisonada color ladrillo que, junto con los cafetales y el maíz, bordeaba los corredores de la finca en Montenegro. El tren se marchó renqueando, y nosotros nos dirigimos, cruzando la explanada, al encuentro de la tía Isaura, hermana de mi padre. Al llegar a su casa los consabidos saludos y abrazos. Nuestra visita era una sorpresa. Mi padre habló con la tía y luego se dirigió a mí para informarme que yo pasaría en Montenegro los próximos quince días, al cabo de los cuales regresaría para llevarme de nuevo a casa. Tras cruzar unas cuantas palabras más con su hermana se despidió de mí con un beso y se fue. Yo me dejé abrazar por la tía. Bajita, un poco regordeta, con un sempiterno tabaco en la boca; a veces solícita y maternal. Viuda, nunca tuvo hijos, y por esa época estaba educando a una campesinita que había adoptado, llamada Rocío. Isaura era yerbatera, y tenía fama de sanadora y clarividente. Yo pensaba en mi madre y lloraba, pues no atinaba a comprender por qué mi padre no me permitió despedirme de ella.

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Caía la noche. En el corredor sirvieron la mesa para la cena, que se acostumbraba al final de la tarde: suculentos frisoles, carne, arepas, chicharrón, mazamorra y aguapanela. A partir del día siguiente me acostumbré a jugar y cantar con Rocío, cobijadas por los brazos del cafetal cuya bóveda vegetal semejaba su propio cielo y su propio horizonte, cubierto de hojitas y frutos: el café. Abundaban las aves de corral y también los caballos y las mulas, viajeras incansables por los caminos del Viejo Caldas. Allí en el cafetal fue Rocío quien me propuso por primera vez cantar y me enseñó canciones ya olvidadas por la bruma de los años. Con ella mi voz pronunció la primera nota. ¡Gracias, Rocío! ¡Cómo me hacía falta mamá, su prudencia y el sabio apoyo que me brindaba! La tía Isaura me convidaba de vez en cuando a recorrer las calles de Montenegro, asentada en una región de clima fresco. En una de esas caminatas llegamos a una humilde vivienda, cuya dueña nos esperaba en el umbral que enmarcaba un portoncito de madera. La mujer, muy amiga de la tía Isaura, nos recibió cordialmente y nos invitó a pasar a una especie de recibidor donde, muy limpia y brillante, en hierro y madera, refulgía una gran máquina de coser Singer de pedal con sus adornos forjados en hierro. La mujer era la costurera de Montenegro. Enseguida hablaron sobre mi escaso ajuar –los overoles azules que yo tenía puestos el día de mi llegada a la finca– y la necesidad imperiosa de hacerme algo de ropa, pues convinieron en que yo no podía pasar todos esos días con la misma vestimenta. Así, me tomaron las consabidas medidas, y tras mostrarme un figurín yo, aconsejada por la tía, escogí un modelito de falda rizada en la cintura, en tafetán rosado, con alforzas desde los hombros hasta la pretina y un coqueto lazo de terciopelo negro, a manera de corbatín, en el cuello de 82

bebé, redondito, que cerraba el punto con un botón en la nuca. La amable costurera me recordó a mi madre en su máquina de coser, siempre presta a atender mis necesidades. Mis padres eran una caja de música y ambos, al terminar la cena, se enfrascaban en amenas charlas mientras jugaban con nosotros. Mi corta estadía en la finca de Montenegro fue muy feliz. Nunca olvidaré los juegos, los cantos, los frisoles montañeros, el murmullo de la naturaleza que armoniza con la inmensidad del campo, la infinitud del horizonte, allá donde se recorta la silueta verdeazul de lomas y montañas. Extrañaba, sí, los silencios de mi madre, a quien nada alteraba, y sabía oponerse al carácter dominante de mi padre con paciencia y creatividad. A las dos semanas regresó mi padre, tal como lo había prometido. Fue una época de aciaga recordación para Colombia. En más de una ocasión debí salir con los demás habitantes de la casa a buscar refugio en la explanada para huir de las balaceras que rasgaban la quietud del cielo y la paz del sueño. Ni las mantas que me envolvían pudieron evitar que yo viera a los peones, que me llevaban cargada, al tiempo que la noche límpida y serena, atenuaba el terror de la muerte. La tía Isaura era una heroína. Clarividente, desalojaba el dolor del cuerpo con pases mágicos de sus pequeñas manos de mujer sensible. Era la sanadora, la yerbatera, la curandera del pueblo Montenegro. En las mañanas, al levantarme, me esperaba un delicioso desayuno con jugo de naranja, zanahoria rallada y un huevo crudo. “Así te sentirás más fuerte”, decía. También me enseñó canciones antiguas o viejos bambucos, como El Trapiche: Bajando de la montaña se oye en la tarde un cantar. Boquita dulce de grana, ¡quién te pudiera besar! 83

El trapiche muele y muele, el humo se ve subir, cuando el alma duele y duele, ¡quién lo pudiera decir! De nuevo en Cali fui recibida con manifestaciones de alegría por mi madre y mis hermanos. Me dio la impresión de que los niños no sabían lo que había ocurrido. Mi madre lloraba y mi padre la abrazaba. Nosotros nos pusimos a jugar sentados en el suelo frente a ellos, yo con la muñeca de celuloide que mamá recién me había dado como obsequio de bienvenida. No hizo mayores comentarios sobre los hechos que habían motivado mi ausencia, y se limitó a preguntarme cómo había estado. Lo importante para ella era que yo había regresado a casa y había disipado todo el dolor que pudo haber sentido por haberse separado de mí tanto tiempo. Nunca supe el porqué del intempestivo viaje a Montenegro. Semanas después mis padres entregaron en alquiler, a puerta cerrada, la casa de San Fernando. Emprendimos, entonces, el azaroso viaje a Venezuela y arribamos a Ciudad Bolívar, antigua Angostura, a orillas del río Orinoco. Nos instalamos en un pequeño hotel, calle de por medio con la ribera del río. Las paredes externas de la edificación eran de cemento, pero en el interior, para lograr una mayor oferta de piezas, se habían levantado en cartón piedra numerosas habitaciones, por lo general todas ocupadas por los muchos viajeros que pasaban por Ciudad Bolívar. Por dicha razón todo se escuchaba de un cuarto a otro. Los corredores que confluían en el balcón con vista al río eran estrechos y se mantenían en penumbra. El calor era agobiante. Para escaparnos de su influjo infernal mis hermanitos y yo jugábamos al escondite entre los pasadizos, los corredores y los balcones. En el hotel se respiraba una tensa calma, ardiente, pesada, sin importar la hora del día o de la noche. Tal sería la 84

barahúnda que armábamos que a sólo tres días de haber llegado debimos abandonar el hotel debido a las quejas de los huéspedes y del mismo dueño. Así empezó nuestro peregrinaje de años por los llanos y pueblos venezolanos. Luego de Ciudad Bolívar fue Upata, donde mi padre instaló su gabinete de odontología y yo ingresé al colegio de religiosas del pueblo. Mis hermanos eran todavía muy pequeños y no había aún lo que hoy se llama kindergarten, por lo cual en esa etapa se vieron exentos de estudiar. Yo apenas si lograba asimilar toda la cadena de sucesos que, como en una carrera de obstáculos, debíamos salvar para continuar la vida: los colegios, el vecindario diferente en cada ciudad o pueblito, los amigos…

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Tumeremo: Un pueblito en la arena Marchaba yo un domingo por las solitarias y silenciosas calles de la pequeña población venezolana. Mis pies se hundían en los cúmulos de arena, y la resolana y una suave brisa herían mis ojos. En aquella época la pequeña y tórrida Tumeremo tenía sólo una de sus calles asfaltada: la que conducía a la plaza principal. Allí un altoparlante que desgarraba el silencio desde tempranas horas emitía en ese momento la rítmica voz de Virginia López que cantaba: “Suave, que me estás matando, / que estás acabando con mi juventud. /Yo quisiera haberte sido infiel y pagarte con una traición”. Crucé la plaza y tomé la calle muda que me llevaría hasta la emisora. Subí las empinadas escaleras y un locutor salió a mi encuentro. Entramos al estudio desde el cual transmitirían el esperado concurso. El improvisado radioteatro era un cuarto alfombrado, separado de los micrófonos por un ventanal de vidrio muy grueso y atestado de público. Me llevaron de la mano al micrófono. Aparecieron varios niños acompañados de sus padres. Llegó el guitarrista y se dio a la tarea de prepararnos, uno por uno, para dar el salto a la fama. Yo me asusté un poco. Ensayé y aparentemente estuve lista. Canté como pude. Me gané una bolsa de caramelos. El primer premio se lo llevó un varoncito. Regresé a casa sola, como había venido, un poco decepcionada. No entendía por qué me le atravesaba yo a la guitarra cada dos o tres compases. Las calles, igual de solitarias, eran mis confidentes. Yo abrazaba los caramelos y esperaba que ellos fueran el consuelo para mis padres y hermanos, ya que a mí no me produjeron ningún halago. En cuanto entré al zaguán de la casa escuché la radio. Mis padres se hallaban uno frente al otro, sentados ante a la mesita que soportaba el aparato sonoro. Para mí era algo mágico que esa cosa 86

hablara. ¡Cuántas canciones e historias policíacas me obligaba a escuchar! Recuerdo una radionovela titulada “El último de los Alcántara” y la serie policíaca “Nadie escapa a Ojo de Águila”. Mi padre argumentó que yo no había ganado porque canté Alma llanera y no un bambuco o un pasillo de nuestra lejana Colombia. En Tumeremo el colegio, laico y mixto, lindaba por su frondoso solar con el patio nuestro, invadido cada día por el rumor del viento entre sus guayabales y ciruelos y por el griterío de los estudiantes en recreo. Fueron varias las veces que, habiendo sonado el timbre que anunciaba el tiempo de descanso, en medio del alboroto me brinqué la tapia del colegio para ir a casa, ver fugazmente a mis hermanitos, a quienes extrañaba a pesar de las peloteras y broncas que tenía constantemente con ellos, y, por qué no, para bogarme una Coca-Cola helada, cuyas burbujitas semejaban a las que en mi frente formaba la ola de calor de más de treinta y siete grados. Mamá me miraba y callaba. Me atrevo a creer que aguantaba la respiración para no esbozar una sonrisa de complicidad. No sé cómo llegaba la botellita a casa, pues nunca la incluíamos en las compras del mercado. El verdadero problema de mi pilatuna era cómo regresar al colegio, pues no podía hacerlo saltando de nuevo la tapia. Mi madre, entonces, me acompañaba en silencio y discretamente hablaba con la profesora, tras lo cual regresaba yo tranquila al salón de clase. Un buen día la profesora nos anunció: –Niños, quiero participarles que me caso el próximo sábado a las diez de las mañana. –¿En qué iglesia? –preguntamos en coro.

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–No, niños –dijo la profesora, y sonrió–. Nos casaremos por lo civil ante un juez, y dentro de un año, si nos comprendemos, nos casaremos por la iglesia. Y nos soltó unas tres o cuatro frases más acerca de la importancia de que una pareja se conociera bien antes de unir definitivamente sus destinos. EL CALLAO A MIS NUEVE AÑOS. Mi padre Comentaba con frecuencia cosas de cocina, pues le encantaba el arte culinario, y al respecto nunca renegó de la comida quindiana, especialmente de sus infaltables arepas. Preparar la cocina de su tierra en Venezuela era muy complicado, pues era casi imposible encontrar maíz trillado, y si acaso se conseguía el grano no había forma de trillarlo. Mi padre tenía que rebuscar en los confines de los mercados y plazas el maíz; lo hacía trillar, lo traía a la casa para cocinarlo, lo molía y se lo entregaba a mamá. Mi madre leía y cosía para nosotros, y no cocinaba nada mal, pero en cuanto a lo de las arepas aceptaba la parte que le correspondía en su elaboración. Más adelante he de hablarte, he de mencionarte y te honraré por todo el bagaje afectivo y poético que me diste, papá. Un buen día mi madre olvidó asar las pequeñas arepas para el almuerzo. Una vez puesta la mesa nos llamó a todos para que nos sentáramos. Justo en ese instante cayó en cuenta de que había pasado por alto lo de las arepitas; sin embargo, no perdió su aplomo. Muy solícita, acompañó a mi padre hasta la cabecera de la mesa, que era su lugar, y le dijo: “Ve tomando la sopa, que ya traigo las arepas”, y se dirigió a la cocina. En un platico puso dos limones y lo colocó en la mesa al alcance de papá, se sentó a su lado y cuando él intentaba alargar la mano para alcanzar lo que suponía era una arepa, mi madre le pedía que le recitara unas frases del Quijote. Papá, embelesado por el 88

interés de su esposa, olvidaba su intención de tomar la arepa y se enfrascaba en recitar un párrafo del Quijote o un fragmento del Nocturno de Silva. Con este ardid –digno de Sherezade– mi madre logró distraerlo hasta que, entre ademán y ademán de coger la arepa, se tomó toda la sopa sin chistar. Una vez terminó, mi madre se apresuró a retirar los limones de la mesa. Era obvio que mi madre a veces se veía a gatas para cumplir con las exigencias del hogar. Pero unas por otras. En El Callao no había maíz trillado, aunque sí máquina de moler; no tenía empleada doméstica, pero sí jabón en polvo para la ropa. Lo que aún hoy me intriga es saber por qué no nos pedían que ayudáramos en los quehaceres de la cocina. Nos limitábamos a tender las camas, a planchar nuestra ropa y a lustrar los zapatos. Usábamos planchas de hierro que se calentaban colocándolas al fuego ó rellenándolas de carbones encendidos. Eran pesadas y para alisar las enaguas almidonadas debíamos tener sumo cuidado. Nuestra casita, de bahareque, tenía un solar lleno de árboles, y en uno de sus rincones solían mis hermanos armar con sábanas y ramas una tolda para ocultarse del Llanero Solitario. Hasta allí mamá les hacía llegar conmigo las viandas del almuerzo. En esa etapa de mi vida yo mantenía en mi bolsillo o sobre mi almohada un librillo de urbanidad, del cual seguía las instrucciones para organizar mis pertenencias en la pequeña alcoba.

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San Juan de los Morros: Primera comunión y primeras nociones sobre democracia La capital del estado Guárico en 1953 era relativamente pequeña. Nos instalamos aquí en una casa cuya alcoba principal daba a la calle, que se divisaba por su amplio ventanal. La casa tenía un patio encementado totalmente, lo que había desterrado cualquier vestigio de plantas, y en él convergían las habitaciones y el comedor, cuya puerta daba paso a la cocina y al solar, éste sí con una hermosa arboleda de frutales. Mi madre ocupaba una habitación, mi padre y mi hermano ocupaban otra, y mi hermana y yo nos instalamos en una tercera que se abría al patio. Se nos matriculó en el único colegio privado de la ciudad, de religiosas, en el cual a mis diez años hice mi primera comunión. De esta época solamente han sobrevivido a la inmisericordia del tiempo mis recuerdos y yo, pues las fotografías desaparecieron. Con nuestro regreso a la patria se fueron esfumando las personas, sus nombres y sus lugares en los afectos. El día de mi primera comunión, después de la ceremonia, pasé la mañana en familia, y lo único especial que ocurrió fue la profusión de fotos y la visita de Eduardo Suárez, un primo de mi padre que parecía estar huyendo porque dejó Colombia a las carreras y nos visitó fugazmente. Como los dos Eduardos discutían sobre política, de ellos escuché por primera vez la palabra democracia, cuyo significado aprendí, aunque sin entenderlo del todo, luego de que me lo explicaron por lo menos siete veces. No sé por qué esa palabra me sonaba ajena al español. A pesar de que en Venezuela estábamos bajo un régimen militar vivíamos sin mayores sobresaltos, sobre todo los tres últimos años de nuestra estadía en Valencia; además, por ser extranjeros no podíamos intervenir en política y, por supuesto, mis padres no lo 90

hacían. Todo esto para decir que el concepto de democracia como opuesto a la dictadura caló en mi mente, aunque reconozco que Marcos Pérez Jiménez nos mimó y protegió, no sé por qué. En la tarde estuve en casa de una compañera de colegio, Mélida Fernández, quien también había comulgado por primera vez conmigo. Sus padres tampoco hicieron ningún festejo, supongo que por hacer honor a la sentencia que reza así: “Renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus galas” y que ahora comprendo profundamente en mi vida de iniciada del Maestro Sant Ajaib Singh Ji. Con Él, todo invita al recogimiento. Al morir la tarde mi madre vino a buscarme. Así terminó para mí el regocijo de mi primera comunión. Una foto en que estoy sola con el traje de ceremonia me acompañó durante muchos años hasta que se me extravió en medio de las vueltas del destino. Y no es que haya sido desordenada, sino que la arrastró, como tantas otras cosas nuestras, el remolino de la vida que a veces se ensañaba con nosotros por nuestra condición de extranjeros, siempre trashumantes, aunque el exilio no siempre resulta opresivo para quien lo vive, pues a veces se encuentran en él condiciones que la patria no ofrece. De ahí el éxodo permanente de quienes buscan más allá de las fronteras patrias la utopía que muy pocos logran encontrar. Las monjas de San Juan de los Morros, españolas, nos hacían rezar el rosario a diario, y en mis oídos resuenan aún, como un canto, las letanías en latín pronunciadas en coro por todas las alumnas, formadas en fila alrededor del patio con piedras y muchas flores, respondiéndole a la religiosa que lo conducía. El piano me coqueteaba desde un rincón del corredor. Yo quería tocarlo y recibí unas cuantas lecciones de la monja profesora de música, que no hacían parte del valor de la mensualidad, pero que mis padres pagaban gustosos. 91

Mi padre ganaba apenas lo justo para nuestros gastos, pese a que era una eminencia en odontología y los venezolanos así lo reconocían. Prueba de ello es que los campesinos de los Llanos tenían una fe ciega en sus capacidades, a tal punto que para asistir a la consulta y al tratamiento viajaban hasta cuatro horas por precarios caminos, a veces desde muy temprana la mañana, pues no confiaban en otro profesional. En San Juan de los Morros yo le servía a papá de cobradora. Recibos en mano recorría las calles de la pequeña población para recoger los dineros que le adeudaban. En algunas casas me demoraban tanto que yo, con el mayor desparpajo, me tendía sobre un sofá y echaba una pestañita. Pero la verdad es que la mayoría de las veces regresaba con las manos vacías. Con lo anterior quiero significar que pese a la exigua ayuda que yo brindaba para el sostenimiento de mi hogar, agradecí siempre a mis padres y especialmente a mi madre que hubiesen aceptado comprarme el vestido de mi primera comunión de acuerdo con las exigencias del colegio: traído de Trinidad y Tobago, confeccionado en una especie de seda blanca íntegramente bordada a mano hasta los pies, hacía juego con el minúsculo bolso en forma de corazón, igualmente con bordados y encajes. Y llegó el tan anhelado día de la ceremonia. Mis dedos enguantados, sostenían una camándula de nácar y un pequeño misal también de nácar, cuyo título en latín estaba grabado en dorado. Fue grande el esfuerzo de mis padres para que comulgara yo por vez primera y con ello evitarme la vergüenza que hubiera podido sentir ante mis compañeras y las religiosas de no haberlo hecho. Ya era bastante con no poder pagar el uniforme de gala y por tanto no poder asistir a los eventos oficiales del colegio. Solo desfilé con toda la ciudad 92

y el colegio durante una parada militar cuando alguien me prestó un uniforme de gala. Hoy pienso que más bien fue una bendición que la falta del atavío protocolario me hubiera evitado más de una tarde como esa, pues ese día quedé exhausta porque caminé lo que me pareció una eternidad. Yo era feliz con lo que mi familia me daba. Y el que no pudiera emular con mis compañeras en materia de atuendos no me acomplejaba para nada. Mi madre hacía lo imposible para vestirnos, si no con lujos, sí dignamente y con pulcritud. Obviamente mi padre estaba al tanto de los malabares económicos de mi madre, quien pensaba, creo yo, que en mi caso el no estar ataviada a la altura de mis compañeras era un factor que incidía en mis calificaciones. Las ceremonias de Semana Santa en San Juan de los Morros siempre me trajeron el recuerdo de la Semana Mayor en Popayán. El Jueves Santo mi padre visitaba las iglesias, oraba frente a los altares engalanados y hacía lavar sus blanquísimos pies. Por el contrario, mi madre no salía a ninguna parte durante esa semana y a los niños se nos prohibía visitar o recibir amigos so pena de un castigo divino, que también recibiríamos si nos evadíamos a hurtadillas. Cierto Viernes Santo, sin embargo, haciendo caso omiso de la venganza divina, atravesé el solar, salté la tapia y me reuní con Carlitos Melo, de diez años como yo. Hablamos un rato porque he de confesar que, a pesar de mi osadía, todavía sentía pender sobre mi cabeza la amenaza del cielo. Eran las tres de la tarde y decidí regresar a casa. Carlitos Melo me acompañó. Ambos corrimos, yo tan desbocadamente, que al pasar bajo un alambre de púas de nuestro solar me herí en el cuero cabelludo y comencé a sangrar profusamente. Carlitos tuvo mejor suerte y salió ileso. Mi madre, angustiada, me curó con yodo y 93

me aplicó un apósito de gasa. En definitiva no había sido más que un rasguño. Le di a Carlitos un beso en su blanca mejilla con lunar, y de inmediato se fue a su casa por el camino debido: abriendo el portón de nuestra casa. Volvería sólo una vez más. Cuando mi amiguito me invitó a saltar por la tapia del solar y cuando, de regreso, saltó conmigo, no le vi rastro de temor. Vagamente recuerdo que ya a punto de irnos de Valencia, Carlitos vino a casa y cruzamos unas breves palabras. Me despedí con una secreta congoja producto de la incertidumbre: ¿volvería a ver a Carlitos? De nuevo el viaje por tierra detrás del camión con nuestros enseres, la jaula con el canario y el perro pastor alemán llamado Pastor. Y como siempre, nuevo colegio, nuevos amigos. Sabía que no podía aferrarme a nada. Me llevaba lo vivido y lo sentido. De Carlitos no esperaba ni una carta y yo no podía escribirle porque mis padres tomarían a mal mi interés por conservar su amistad. Así, cargué con mis afectos, mi disfraz de bailarina húngara con el que en compañía de mi hermana, igual que yo vistosamente ataviada, habíamos festejado el carnaval, subidas en un camión como el que hoy portaba nuestro trasteo, pero en aquella ocasión engalanado con cintas y flores de todos los colores y nosotras de pie, coronadas de rosas y con serpentinas que pendían de nuestros peinados. Los trajes constaban de falda roja, blusa blanca con encajes, manga larga y corpiño acordonado, negro, que marcaba la cintura, todo elaborado por mi madre. En medio del alborozo general recorrimos la ciudad y rematamos en el club de San Juan, donde todas las carrozas se reunían a las seis de la tarde y comenzaba el baile. Sin embargo, hasta ahí nos llegó la fiesta, pues mi padre siempre tenía la virtud de venir por nosotras cuando apenas empezaba lo bueno. Pero he de reconocer que 94

toda la vida valoramos mucho el esfuerzo de papá y mamá por procurarnos lo necesario para que participáramos del evento, y que nos amaban muchísimo, por lo cual le obedecíamos sin chistar. Una sombra en los recuerdos, tal vez un poco triste pero nada de qué alarmarse: En San Juan de los Morros mi padre cayó preso. Nuestra vecina, en el zaguán contiguo al nuestro, dejó escapar para la calle una de sus numerosas gallinas que tropezó con papá largándose a cacarear a tal punto que la “dama” armó una alharaca de quejas e insultos semejante a la de su espantada gallina Mi padre corría detrás de la mujer presentando excusas y la mujer desapareció. Transcurrió la mañana y no sé cómo mi padre había desaparecido, estaba detenido por quejas de intento de robo de ave doméstica, en el vecindario, de lo cual fue informada mi madre, no recuerdo por quién. Una tensa calma se respiraba en nuestro hogar a raíz de tal tormento. Mi madre guardó la serenidad, de manera prudente y asombrosa. Fue a la comisaria y le dijeron que no lo podían dejar salir. En fin de cuentas tocó tantas puertas mamá hasta que a las 8 de la noche logró comunicarse con el Gobernador del Guárico, en persona. Mamá le explicó lo ocurrido y con su discreción acostumbrada le explicó al mandatario que mi padre no era un preso cualquiera, le habló de su carácter sensible y un poco ofuscado, dadas las condiciones de exilio en que vivíamos, en Venezuela. Le recalcó que nada más ridículo y oprobioso que pensar en un robo por parte de papá, fuera lo que fuere. El Gobernador sin vacilar, actuó como esperábamos: dio su orden contundente para liberar a papá, quien debía pasar la noche en su casa. El pueblo era pequeño y no había ladrones nocturnos. A las diez de esa misma noche, mi madre nos invitó a mis hermanos y a mí a dar un paseíto por la comisaría, para acompañar a papá de regreso a casa, 95

a pié. Al llegar lo mandaron a llamar, papá nos abrazó con el alma en la mano y acto seguido salimos los cinco, caminando deliciosamente, en paz, sin comentarios, como si cruzáramos el espacio, a lo largo de una playa iluminada por la luna vigilante y compañera. Marchábamos mientras saboreábamos un delicioso helado, invitación de mamá. *** Nuestra vida en Venezuela, de casa en casa, de pueblo en pueblo, era una verdadera zozobra, y me atenazaba la sensación de que mi padre era perseguido, desde la vez que en Cali vi al policía, pistola en mano, instarlo a marcharse de la ciudad. Pero algo en mí me decía que no debía hacer preguntas. Así, seguí viviendo de obstáculo en obstáculo, como los amados caballos en los concursos de equitación, que con sus cabriolas evocan míticos seres alados en una pantomima del circo de la vida humana. Mi amor por la música popular latinoamericana nació y creció a fuerza de escucharla desde mis primeros años. La escuchaba solamente pero no la cantaba porque mi padre me lo prohibía. En Cantaura pueblo donde llegamos después de unos meses sofocantes en Tumeremo, me dormía arrullada por los acordes de Bobby Capó y por la canción Piel canela: “Que se quede el infinito sin estrellas o que pierda el ancho mar su inmensidad…” Mi padre se adueñó de la habitación principal para el consultorio, y desde allí, a pesar de la mampara, se entreveían, en los árboles de la plaza situada al frente de nuestra casa, unos preciosos perezosos melenudos colgando de las ramas. En ese pueblo aprendí mucho sobre espantos. Cuando llegamos a la población, la única casita arrendable fue la que tomamos: la que quedaba frente a la plaza. A mi padre le dijeron: 96

–Si quiere la casa se la alquilamos; pero le advertimos que en ella asustan las almas de las dos viejitas que la habitaban. –Yo no creo en espantos –les aseguró papá. –Pues le aseguro, señor, que es verdad. Las almas de las ancianitas se pasean por la casa porque eran muy perezosas; no cocinaban nunca y se sostenían a punta de galletas maría –fue la peregrina explicación de los arrendadores. A mi hermana y a mí nos dieron una alcobita en mitad del patio, que era como una isla rodeada de pequeñas piedras apisonadas y de guayabos en cosecha. No tenía ventanas sino unas claraboyas enrejadas por donde se colaban la luz y el aire, y se veían las copas de los árboles mecerse y rumorar cuando el viento o la lluvia las tocaban. Pero en las noches ruidosas de agua y de borrasca yo creía escuchar algo más: el lamento de alguien que a la vez mecía las ramazones con desesperación. Yo, totalmente desvelada, seguía escuchando el lamento hasta que en un momento dado éste se convertía en un grito iracundo que me estremecía. Ya cerca del amanecer volvía el silencio y podía entonces dormitar un poco. Durante el desayuno preguntaba con mucho disimulo si alguien había escuchado algún ruido durante la noche, pero nadie había oído nada. A las pocas semanas, sin dar mayores explicaciones, manifesté a mis padres mi deseo de cambiar de habitación; ellos, sin hacer ningún comentario, me asignaron un cuarto en el interior de la casa.

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Recuerdos de Valencia, en Venezuela: El Conservatorio Se llamaba Rafael Antonio Mucci Saade Abdalá. Tenía voz de bajo; yo, de soprano. Él tenía dieciocho años; yo, doce. Ambos éramos parte del coro Orfeón de Valencia y teníamos el mismo profesor de solfeo, el venezolano Antonio Hernández, quien por esa época aún sustentaba su título de profesor de música en el Conservatorio de Valencia. El director del Orfeón era Gyula Bandó, húngaro, compositor y director de orquesta a más de abogado y matemático. Yo frecuentaba el conservatorio hasta cinco veces por semana, pues además de mis compromisos con el Orfeón tomaba clases de piano y teoría de la música, y de ballet con un espigado y pelirrojo profesor moscovita y con la venezolana Consuelo Silva. Pisaba el suelo del conservatorio con una ilusión cimentada en el firme propósito de aprender. Empero, sin poder evitarlo, cada vez que ingresaba a ese universo de sonidos y cantos algo en mí se despertaba, las piernas me flaqueaban y sentía mariposas en el estómago: era la expectativa de ver a Rafael Antonio Mucci Saade Abdalá, quien se sentaba en las bancas del corredor a esperar su turno para que el profesor evaluara la lección de solfeo que le había puesto como tarea, o esperar la hora del ensayo del Orfeón. Al vernos, intercambiábamos dulces miradas. Ambos integrábamos también el coro de Madrigalistas de Valencia, en el que cantábamos obras antiguas, clásicas, escogidas con esmero por el profesor Bandó, que con pasión se entregaba a la labor de investigar y rescatar verdaderas joyas del repertorio musical venezolano de siglos pasados. A veces la obra escogida era tan bella que Bandó la adaptaba a las voces del Orfeón, como el rondó Las estrellas, de 1800 y autor desconocido que en uno de sus fragmentos dice: Si de noche ves que brillan 98

titilantes las estrellas, no es que brillan, no es que brillan; es que así se besan ellas, es que así se besan ellas. Si una nube vierte perlas no es que llora, es que sube; es que sube y en el aire siente el beso de otra nube, siente el beso de otra nube. Si en ti fijo la mirada con ternura y embeleso, si en ti fijo la mirada con ternura y embeleso no es que miro, no es que miro, es que mi alma te da un beso, es que mi alma te da un beso. Durante toda la canción Rafael Antonio me miraba fija y hondamente y yo no apartaba mis ojos de sus negras pupilas, y así durante todo el ensayo, pensando en cada palabra de la hermosa composición. A tal punto era nuestro extravío que el maestro Bandó lo notó. Nada dijo, pero nos observaba con mucha seriedad. “Si en ti fijo la mirada con ternura y embeleso…”. Yo cumplía mis doce añitos. Terminados los ensayos, cada uno tomaba sus libros y partituras y se enfilaba hacia el portal del conservatorio para abordar la noche. Yo regresaba a mi mundo de fantasías, un tanto erótico, que alimentaba mis esperanzas, y muy tranquila me dirigía al corredor donde libro en mano me esperaba mi madre. No había temores, no había los peligros que, dice la gente, siempre acechan en la oscuridad. Me despedía, de 99

lejitos, de Rafael Antonio, y con mi madre echaba a andar rumbo a nuestro hogar, donde sabíamos que nos esperaban papá y mis hermanitos, a quienes debía de haberles brindado ya una copiosa cena y se habrían ido a hurtadillas a ver televisión en el viejo aparato en blanco y negro, pues mi padre nos tenía prohibido ver televisión, sobre todo de noche. Como papá debía ir a dormir a su consultorio junto con mi hermano, apenas mamá y yo llegábamos él se ponía de pie, llamaba a Eduardo y tras despedirse de nosotras salían raudos hacia la esquina en donde se había instalado con consultorio y todo. Aquí he de consignar un hecho curioso: el gobernador del estado Carabobo había hecho clausurar desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana el acceso a las dos calles que confluían en la esquina donde estaba ubicado el consultorio del doctor Arias Suárez, mi padre, para que éste pudiera dormir tranquilo. Porque papá se había quejado ante las autoridades competentes de que el bullicio que se presentaba en aquella zona no le permitía conciliar el sueño. Y en verdad el sector, apenas entraba la noche, se colmaba de prostitutas, proxenetas y todo tipo de indeseables que armaban tamaño alboroto. Eso lo supe, por supuesto, ya adulta, pues mis padres en ese entonces guardaron discreto silencio al respecto. Uno de los días más felices de mi vida fue cuando mis padres me regalaron un piano, que adquirieron después de haber ahorrado muchos meses para ello. Fabricado en cedro y con elaboradas tallas de flores, era una reliquia anterior a la Segunda Guerra Mundial. Sus antiguos dueños, inmigrantes del Viejo Continente que debieron regresar a su país natal, no sin dolor se desprendieron de su amado instrumento, y de “ñapa” le obsequiaron a mi madre más de doscientas 100

partituras de obras célebres para piano, que ella guardó en un compartimiento que tenía el banquito.

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Una casita blanca en Valencia En Valencia habíamos tomado un apartamento en todo el centro de la ciudad, edificio Schirmer tercer piso, frente al Banco del Caribe, a dos cuadras del consultorio que mi padre y mi hermano montaron, y en el que vivimos hasta el fin de nuestro exilio en 1958. Ya éramos expertos en trasteos. Yo continuaba asistiendo al conservatorio, cuyo conserje, por orden del Rector, Maestro Bando, todos los días a las once de la mañana me abría la sala de canto y ballet que tenía un piano vertical en el cual yo estudiaba la tarea de la profesora Prussa, alemana. Pero un feliz día mi padre y mi madre trajeron un piano a casa, también vertical, en cedro tallado a mano con apliques, también en madera, de rosas y margaritas. Teclado en ébano y marfil. Nos encimaron muchas partituras, entre ellas la de Claro de luna de Beethoven, una alegre tarantela, canciones populares de Perry Como y el Minueto en Sol de Paderewsky, a más de mucha música de Chopin. Mi madre se aplicó, entonces, a refrescar sus nociones de piano. Yo asistía al Colegio Nuestra Señora de Fátima, donde adelantaba estudios de bachillerato comercial, y tuve la ocasión de aprender y recitar el poema de Andrés Eloy Blanco Píntame angelitos negros. Única vez que me he caracterizado para declamar: Rostro embadurnado de negro betún y un pañuelo recogiendo mi cabello anudado en la frente. En nuestro apartamento, después de cumplir con las tareas escolares, solía yo asomarme a la ventana para ver desfilar el río de gente que trascurría por nuestra calle. Por las noches, a punto ya de dormirme, solía escuchar el sonido de numerosos pasos en los andenes. Una noche en que mis padres habían salido para asistir a un concierto, comenzaron los pasos y las voces en el andén del frente. Mis hermanos y yo estábamos ya a punto de dormirnos. De un salto 102

abandoné la cama y apagué las luces. Mis hermanos se levantaron también y nos dispusimos, en nuestro privilegiado palco, a observar lo que ocurría. Una a una vimos que llegaban mujeres jóvenes, con faldas en satín o tafetán muy ceñidas y de vistosos y llamativos colores, que agitaban sus escarcelas al caminar de un extremo a otro de la calle. Por momentos formaban corrillos y cuchicheaban entre ellas. Cuando algún automóvil se detenía frente a ellas, casi que se arrojaban sobre el vehículo, cruzaban algunas palabras con el conductor y los pasajeros –si los había, porque a veces el conductor no iba solo–, mientras las otras esperaban vigilantes. Todo con el mayor sigilo. Por lo general una o dos mujeres se subían a los carros. Nadie subía la voz. En ocasiones aparecía un hombre de a pie que les hablaba y se iba con una de las mujeres. Yo les pregunté a mis padres el significado de esas escenas, ante lo cual cambiaron de tema. A mí todo aquello que había visto me parecía sacado de una película: rodillas y brazos desnudos, altos tacones que rompían la calma de la noche, automóviles que llegaban y se iban, una que otra carcajada, quedos cuchicheos… Como cosa curiosa, siempre recordaré una linda escarcela que portaba una de las mujeres y que brillaba por sus lentejuelas. Mi padre guardó un discreto silencio sobre lo que le había contado, así como se mostró circunspecto cuando alguna vez le hice algún comentario sobre una que otra compañera mía con defectos físicos. Es que papá mostraba un profundo respeto por el prójimo y sus miserias. Pronto olvidé a las jóvenes de tacones y escarcelas, pero años después, en Cali, supe a qué oficio se dedicaban esas mujeres. Vivía yo mis diecisiete años. Mi padre ya había fallecido, y por tanto no estaba yo sujeta a la represión paterna. Me dejé llevar por la bohemia caleña, en cuyas reuniones no faltaban el piano, la guitarra, el 103

tiple y la bandola. Con mi amiga Lucía de Francisco y un grupito de amigos visité lo que se llamaba la Zona de Tolerancia, una extensa área de la ciudad estrictamente delimitada –como existía y aún existe en muchos municipios colombianos– en que las autoridades permitían el ejercicio libre de la prostitución y todas las actividades que giraban alrededor de ella, en especial los bullosos establecimientos de música tropical. Una vez en el lugar pude observar con asombro en sus calles las mismas escenas de que había sido testigo desde la ventana de nuestro apartamento de Valencia y supe entonces a qué se dedicaban. Como me enseñó mi padre, nunca las juzgué, pues comprendí que cada voz lleva su propia angustia, y cada vida, su tragedia. He de confesar que nunca ingresamos a alguna de las famosas discotecas de la Zona de Tolerancia: Acapulco, Fantasía, Sinaí…

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De regreso al terruño: Buenaventura-Cali, en 1.958 En La Guaira, Venezuela, como aquel lejano día en Cali cuando la violencia oficial mostró a mi padre el rostro de la muerte, la Parca, obstinada, lo atacó de nuevo, y esta vez parecía suya la victoria. Mi madre me lo informó: cáncer terminal, sólo tres meses de vida. Vendimos todo. El piano nos lo echamos al hombro. Más unidos que nunca iniciamos la travesía de La Guaira a Buenaventura en el Antoniotto Uso di Mare, pedazo de Italia sobre el mar. Viajábamos en tercera clase y ocupábamos un camarote para cinco. A las cinco de la tarde el capellán del barco reunía en cubierta a todos los viajeros para rezar en coro el santo rosario. Al almuerzo y a la cena nos servían vino tinto en una jarrita de litro, en lugar de agua o jugo de fruta. El primer día en el barco, al ver lo del vino, mi padre sentenció: “A la tierra que fueres haz lo que vieres”, y dirigiéndose a mí, agregó: “Puedes beber un poco”. Así lo hice y me gustó. En el barco aprendí que había clases sociales y así se lo comenté a mi madre, pero ella me corrigió: “No son clases sociales, Rosario, son clases económicas”. No se sabe qué es peor, reflexioné. De todos modos éramos unos desubicados, unos desclasados, como dicen los franceses. Vale decir que en Valencia papá fue nombrado presidente del Colegio de odontólogos y tenía una columna en el diario de Valencia El Carabobeño en la cual él se deleitaba criticando a los hermanos venezolanos. La columna se llamaba Versibromuros. Durante nuestros años de peregrinaje por Venezuela mis padres habían sido muy parcos en comentar sus impresiones sobre las gentes o los lugares que visitábamos o en los que debimos vivir. Pero hoy pienso que eso fue más elocuente que mil palabras porque cada pueblo que conocimos era 105

un cuadro vivo que hablaba por sí mismo. Mi madre tenía un sentido estoico de la vida. Los avatares al lado de mi padre los recibía con una sonrisa, o cuando más, se retiraba a llorar a solas para desahogarse. Hoy recuerdo su entereza y no me sorprende. Sus tías de Popayán, durante la Guerra de los Mil Días, escondían en sus casas armas y heridos o perseguidos de las filas liberales. Cruzamos el Canal de Panamá: las esclusas, el silencio, el sosiego de las aguas majestuosas, la mano del hombre y ese horizonte que yo quería abrazar. El viaje de regreso a Colombia duró ocho días. El buque atracó en Buenaventura al mediodía. Como en el avión, por un parlante se escuchó en cada alcoba la voz del capitán, pero esta vez con una inusual advertencia: “Informamos a nuestros pasajeros que hemos llegado a territorio colombiano y por lo tanto no respondemos por los objetos o pertenencias que se les puedan extraviar o perder”. El barco continuaría su ruta hacia el Perú llevándose a Juanito, mi amigo de travesía, que aprendí a adorar en esos ocho días. Era español. Vestía siempre camiseta a rayas y me contaba su anhelo de vivir en Perú. Imposible pensar en escribirnos. ¿Vernos de nuevo? Una utopía. En mi pecho se juntaron el dolor del adiós y la esperanza del futuro. Habíamos dejado atrás la patria para salvar nuestra vida y regresábamos con la ilusión de encontrar lo que solo ella podía darnos: futuro y algo de tranquilidad al calor de la familia, pues la pérdida de papá ya la estábamos llorando. No sé si otros pasajeros habrán experimentado el mismo sentimiento de repudio que embargó a mis padres cuando escucharon el exabrupto del capitán que pretendía prevenirnos sobre el especial cuidado que debíamos tener con nuestros objetos de mano puesto que 106

estábamos “en territorio colombiano”; pero sí recuerdo la ira de mi padre y el reclamo enérgico que le hizo al capitán por sus desafortunadas palabras. Papá venía muy enfermo y un edema en la boca le afeaba el rostro. Decía él que era un castigo de la vida por su desprecio a los negros. Yo estaba embelesada con los negritos que al pie de la escalinata del buque esperaban ansiosos que les lanzáramos alguna moneda. Cuando lo hacíamos, ejecutaban todo tipo de malabares para atraparla con sus pequeñas manitas. Otros, más osados, chapoteando en el agua, nos gritaban a la espera también de su óbolo, que pretendían coger con la boca, y por lo que vi nunca lograban, por lo cual tenían que hundirse en el agua cristalina para que no se les escapara. Para mi asombro, algunos de esos niños negros tenían los ojos verde claro y todos, sin excepción, reían. Como no tenía yo un centavo, y además mis padres no disfrutaban del espectáculo, no pude ofrecerles nada a los niños. Al pisar tierra emprendimos la marcha seguidos de unos muchachos que cargaban nuestro equipaje. A poco andar divisamos a la distancia a mi prima hermana Lilia Arias y a su esposo Guillermo Arango. Lilia era la sobrina preferida de mi padre. Habían venido de Cali para recibirnos y llevarnos allí. La brisa marina, la cálida sonrisa de los lugareños, la alegría de los negritos, el calor y la amabilidad de la familia se fueron apoderando de mi espíritu y una agradable laxitud me invadió. Me atreví a hablar un poco. Nos dirigimos todos al lugar donde tenían estacionado su auto. No sé cómo, pero nos las arreglamos para acomodarnos todos en el vehículo, y emprendimos la marcha a la capital del Valle por la antigua carretera que era en aquella época poco más que una trocha. Lilia conducía el auto y los demás nos dejamos 107

llevar por la conversación sobre las situaciones de ambos países, Colombia y Venezuela. Cayó la noche. Mis hermanos y mis padres dormitaban y yo charlaba con mi prima. En un momento dado, ella me comentó: –En Cali a los jovencitos de tu edad se les dice cocacolos y son indomables. Para ellos todo es fiesta y trago. Hay entre ellos muchachos muy bellos pero no toman en serio la vida. La prima hizo entonces alusión a la posibilidad de que yo me casara con alguien de Cali, un hombre serio y responsable, me recalcó, y por supuesto, inteligente, culto y solvente, agregó con una sonrisa. De inmediato le repliqué: –Yo no quiero un hombre serio, cultivado y con dinero. Lo que yo quiero es un cocacolo como yo, un muchacho de mi edad, alegre y amoroso. Y en verdad, así pensaba yo. A mis años de entonces no quería conocer a un joven juicioso mayor que yo, porque muchas habían sido las peleas y dificultades con mi padre, un hombre “inteligente, culto y muy responsable”. En el fondo de mi alma palpitaba una semillita de libertad, aunque con mis doce años yo no tenía idea para qué podía servir la libertad. Tal vez fue la primera vez que me atreví a reconocer, aunque sin explicaciones, que me encantaban los muchachos. Tras un agotador viaje de más de seis horas arribamos a nuestra querida ciudad y nos asombramos de los cambios que había experimentado la ciudad en estos seis años. Nos alojamos en casa de los primos quienes gentilmente nos la ofrecieron hasta que los inquilinos nos hicieran entrega de la casa de San Fernando. ¡Ah!, se me olvidaba mencionar que mi querido piano nos sería enviado por carga unos días más tarde. Así comenzó nuestra vida de regreso a Colombia. 108

Lilia era dulce y no escatimaba ocasión para demostrarnos su amor. Usaba perfume de violetas, inconfundible para mí. En mi vida he tenido la oportunidad de aspirar el aroma de las violetas en muy pocas ocasiones: una de ellas, cuando estaba al lado de mi prima, pues era esa la base de su perfume, más notorio en las mañanas cuando se lo acaba de aplicar; otra vez, años después, cuando mi mamá abuela recolectó algunas violetas del seminario de Popayán y las llevó a casa; y otra más, porque ese era la fragancia que usaba una amiga, envasada en un frasquito cuya etiqueta ostentaba un ramillete de violetas estampado. Jamás he podido adquirir un perfume con ese aroma, que reconozco al instante y que lo fabricaba la marca Yardley. Pero para mí la mermelada de mora de la prima Lilia era más seductora que para ella sus violetas. Esta compota era típica de la gastronomía colombiana, plena de deliciosas recetas que nos gustaban mucho más que la comida venezolana. Aunque los fríjoles no son propiamente vallecaucanos y sí base de la alimentación del viejo Caldas y Antioquia, de donde proviene mi familia paterna, los prefería yo, con mucho, a las caraotas y el casabe venezolanos.

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Paso fugaz por el barrio San Vicente, en Cali La casa de Lilia estaba situada en el barrio San Vicente, frente al río Cali. Al abrir su portón daba paso a un salón a la izquierda, en el medio un corredor, y un balconcito interior, elegantemente amoblado. Este rincón de la casa tenía un clima íntimo que me permitía aislarme para encontrarme con mi propio mundo, habitado, entre muchas cosas, por las canciones de Alberto Granados: Cuando leas esta carta no estaré ya en tu vida, y un perfume olvidado flotará junto a ti. Cuando leas esta carta habrá muerto el pasado… O las canciones de Lucho Ramírez: Quisiera ser el primer motivo de tu vivir, estar en ti de la misma forma que estas en mí, representar en tu vida el sol, la emoción, la fe y esa ilusión de amor que se siente una sola vez… Quisiera ser como la canción que te guste más y así poder estar en tus brazos y en tu soñar. Yo navegaba por mi memoria. Escribía y escribía cartas inconclusas para Juanito; cartas que nunca envié y que se extraviaron cuando nos trasteamos de la casa de Lilia a nuestra casa de San Fernando.

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Epílogo de mi infancia: Camino hacia la música Llegó un momento de mi vida en que tímidamente pude identificarme con el sentimiento de los compositores, y de la mano de ellos exploré cada instante de mi existencia. Aun hoy me ruborizo al cantar una de mis canciones, pues recuerdo que alguna vez alguien dijo: “El arte es la intimidad en público”. ¿Acaso quise contrariar esa máxima y preferí ser el navegante que, fiel a su faro, fiel a su vino, en los momentos más oscuros de la noche los interroga y consulta a ellos su destino mientras el viento salobre repite: Escucha la canción de aquel marino, viejo lobo de mar al acecho del vino. Reír, cantar, llorar, inconstante y rebelde, ¿solo puedes soñar? ¿O será quizás que busqué vencer la incertidumbre que para el alma aventurera encierra el porvenir? Nunca logré dilucidar ese dilema, pero lo cierto es que la música me ayudó a enfrentar las tormentas y el batir de las olas. Somos la canción que escondemos, el poema que todo lo sabe y que es para el corazón como una premonición. Hoy, al descorrer el velo de los años, agradezco al dolor y a la música por haber sido mi único refugio. Doy también infinitas gracias a Dios y a la vida por el don de la música y el canto, que fueron para mí un escudo tras el cual resguardé mi ser vulnerable y asustadizo. Porque siempre me dejé llevar por el son y la canción para expresar mis estados de ánimo ante los avatares inevitables de la vida: mi ruptura matrimonial, separarme de mis hijos, mi exilio de Colombia cuando tuve que tocar las puertas de un país bello pero ajeno. ¡El canto, siempre el canto para hacer brotar de mi alma latina atormentada las alegrías y tristezas que debí vivir!

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Momentos felices en el internado de Popayán Mi paso por el internado en el colegio San José de Tarbes, de las monjas josefinas, en Popayán, fue efímero, breve en su dolor y a la vez ameno. Es raro que alguien que por obligación haya debido estar enclaustrado refiera episodios amables, románticos o evocadores de esa etapa de su vida cuando el corazón prisionero volaba tras los ecos y los trinos de los amores mundanos. Los dormitorios de las internas, con sus altos ventanales, daban hacia la falda de una loma, desde cuya cima se divisaba totalmente el salón donde dormíamos después de la ardua jornada de clases, oraciones, recreos y estudios, que comenzaba con una misa a las seis de la mañana. Pero ya a las cinco de la madrugada una religiosa entraba al amplio dormitorio entonando en latín unas palabras que no recuerdo, pero que nos llamaban a despabilarnos, y luego, ya despiertas, rezaba el padrenuestro con su voz cantarina. Algunas aún semidormidas saltábamos de la cama, la tendíamos, pasábamos a los lavabos y, como debíamos bajar a las duchas o a la chorrera de la piscina, enseguida nos colocábamos, unas, el vestido de baño y otras, como yo, la paruma (bata de algodón sin escote, que llegaba a los tobillos), que fue el sucedáneo del vestido de baño que incluyó mi madre en el ajuar que pedía el colegio, y en el que mi abuela bordó muy claro mi nombre. En la chorrera de la piscina brotaba con fuerza el agua por entre las abiertas fauces de un furioso león tallado en piedra con toda su melena bien peinada. Yo hacía, entonces, mis propios cálculos matemáticos: la chorrera era enorme y bajaba con fuerza de la montaña caucana; por lo tanto, bastaban diez segundos para que me empapara de pies a cabeza, otros diez segundos para enjabonarme y veinte segundos más para enjuagarme el jabón, es decir, la tortura del 112

frío que calaba los huesos duraba sólo unos pocos segundos. De las duchas, en cambio, aunque eran igual de heladas, sólo brotaba el cristalino líquido en débiles hilos, y el baño diario era un verdadero suplicio de Tántalo. Una vez aseadas salíamos del baño hacia los armarios, que supervisaba la madre Lucía, con anteojo y bigote, para escoger la ropa interior, la blusa limpia del uniforme, las medias y zapatos rojos de cordones, la falda de tachones en cuadritos azul turquí diminutos y la chaqueta en paño azul con las iniciales del colegio bordadas en el bolsillo. Ya uniformadas salíamos en fila al gran patio para avanzar por el corredor hacia la capilla. Después de la misa y el desayuno corríamos al patio de recreo a formar corrillos con las externas para conversar, con mayor razón si la noche anterior habíamos escuchado los acordes de guitarras o de acordeones y violines y las voces de jóvenes soñadores que pretendían el amor de alguna de las niñas internas. Los muchachos se parapetaban entre los accidentes de la falda de la montaña y cantaban su amor. Casi siempre después de cada serenata, al día siguiente alguna de las alumnas externas traía una tarjetica y los saludos del autor de la serenata para la amada escogida. ¿A qué negarlo? En algunas ocasiones yo fui la depositaria de los saludos y la tarjeta, y confieso que yo que respondía con fervor y emoción a esas manifestaciones galantes. Hoy creo que, sin proponérmelo, debí de romper el corazón de algún joven, porque yo correspondía con más entusiasmo del debido los saludos y me deshacía en elogios sobre la serenata, pero nunca con la intención de alentar las esperanzas de un noviazgo. En verdad yo estaba recién llegada de Venezuela y vivía arrobada por el calor humano de mis compatriotas y el sinnúmero de manifestaciones de afecto de que era objeto, de tal forma que 113

corresponder a ellas me parecía lo menos que podía hacer, máxime cuando había sido halagada con el presente de una música bellamente interpretada, lo cual siempre me tocó en lo más profundo de mi alma. Pero en lo más profundo de mi ser, aunque todas estas cosas agitaran mi vida y mi alma, la verdad es que en mi corazón guardaba luto por no haber llorado lo suficiente la muerte de mi padre, a quien prácticamente remplacé en nuestro grupo familiar. Por otra parte, aún guardaba con fervor el recuerdo de mi primer amor de adolescente, el joven Rafael Antonio Mucci Saade Abdalá, de negros ojos y mirada profunda con la que logró aprisionarme sin mediar palabra. Por supuesto, nosotras también nos las ingeniábamos para tratar de descubrir a nuestros anónimos admiradores, y oteábamos persistentemente la montaña para tratar de descubrir, desde el patio encerrado por los corredores del colegio,, a nuestros camuflados enamorados, quienes con un telescopio de topografía hacían cuanto podían para tener una mejor panorámica de todas nosotras. Este instrumento era usual, pues la mayor parte de los muchachos eran estudiantes de ingeniería de la Universidad del Cauca. Y cuando los veíamos corría la voz de que los muchachos estaban en la loma. Nosotras, ya notificadas, disimulábamos frente a las religiosas, pero de reojo les hacíamos guiños de coquetería a los romeos. Corría el año 1962 y en el teatro municipal Guillermo Valencia se dieron cita todos los colegios de Popayán para un encuentro literario y musical. Yo tuve el honor de representar con mi voz al colegio de las josefinas. Interpreté La violetera, de Sarita Montiel, acompañada de seis alumnas que conmigo cursaban tercero de bachillerato y lucían, como en la escena de la película El último cuplé, largas y floreadas faldas, y tenían a sus pies sendas canastas repletas de claveles. Por 114

supuesto, yo lucía muy maja con mi atuendo, copia fiel del que usó Sarita Montiel en el mismo filme. Una pañoleta cubría mi cabello y sostenía en la mitad de mi peinado un abierto clavel color rosa. En mis manos sostenía una cesta de mimbre colmada de ramitos de violetas. Este último detalle tiene su historia. Mamabuela se las ingenió para ir con su pasito ligero adonde los seminaristas a rogarles comedidamente que le regalaran unas cuantas violetas para armar con ellas ramitos, ya que su nieta cantaría un cuplé en el encuentro estudiantil, y parte muy importante del show era el momento en que yo prodigaba al público, generosamente, las delicadas flores. El acompañamiento musical del evento estuvo a cargo de la orquesta de estudiantes de ingeniería de la Universidad del Cauca, que se ubicaron al pie del escenario detrás del puesto del consueta, presididos por el pianista, Rafael Velasco Mosquera. Ellos también estaban muy majos con sus trajes completos y camisas de cuello blanco entreabierto, sin corbata, y, por supuesto, habían puesto especial cuidado en su peinado. Fiel a lo que tantas veces había ensayado y a lo que tantas veces había visto hacer a Sarita Montiel en su afamada película, una vez finalizada mi interpretación de La violetera, junto con mis compañeras recorrí de una y otra vez el escenario arrojando ramitos de violetas al público. Terminado este espectáculo avancé por la pasarela, hacia las escaleras, donde me esperaba Pedro de Valdenebro, quien gentilmente me extendió su mano para ayudarme a bajar con seguridad los escalones. El galardón para todos los participantes fueron los emocionados y nutridos aplausos con que el joven público premió a quienes desfilamos por el escenario. Pero el primer premio fue para mis 115

compañeras y para mí con nuestra vitoreada interpretación de aquella tarde en que en la hermosa ciudad de paredes blancas se dieron cita la sensibilidad y el amor por las artes. El galardón consistía en candongas de corales y filigrana en oro viejo, que me robaron a mi regreso de Francia, en 1989, en un bus de Bogotá cuando transitaba por la Avenida Caracas, la misma vía tantas veces castigada por las bombas del narcotráfico y que a diario cruzaban miles de carros particulares, buses y busetas de sur a norte y de norte a sur transportando a gentes indiferentes, silenciosas, como anestesiadas por el mismo estupor ante el terrorismo, sin ningún atisbo de temor, cada uno sumido en sus propios pensamientos. En el bus la radio seguía lanzando al aire la letra de una canción de Ana Belén: “Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente”… Al día siguiente alguien cercano a mis afectos me dijo: “Uno de tus ramitos de violetas cayó en el bolsillo del pianista, y él está ansioso de hablar contigo”. Esto lo corroboraron mamabuela y mamá Trina, quienes con la tía Soledad, aun en su vida monacal, como quien no quiere la cosa empezaron a armar toda una tramoya casamentera. Dejaban deslizar aquí y allá, al desgaire, frases muy amables sobre la familia Velasco Mosquera y en especial sobre Rafael, el pianista. Atentas siempre a que yo estuviera escuchando sus conversaciones, hablaban de encuentros “casuales” con los Velasco, y no tenían ningún empacho en opinar cómo bendeciría Dios la unión entre Rafael y yo. Tal parece que yo hubiera sido plenamente responsable de que uno de mis ramitos de violetas, con certera puntería, hubiera ido a parar a uno de los bolsillos del joven talento y de que, por tanto, hubiera él respondido con profunda emoción a mi triquiñuela. Nadie paraba mientes en que por mi cabeza no cruzaba, ni remotamente, la palabra 116

matrimonio. Yo lucía mis catorce años con bastante inocencia, porque hasta entonces había estado muy ocupada en acompañar a mi madre ante la ausencia definitiva de mi padre, de lo cual nunca me he arrepentido. Para esa época de mi vida yo tenía acendrado el concepto de que el matrimonio debía ser para más adelante, cuando el buen amor llevara la batuta. Todo esto para decir que, pese al complot que se estaba armando a mi alrededor, yo no estaba enamorada y aún no había podido olvidar al joven árabe venezolano por quien por primera vez conocí lo que eran el abandono y los celos. Una tarde dominical, hacia las cinco, llamaron a la puerta de la casa de mamabuela, donde yo me encontraba. Ella corrió presurosa a abrir el portón y saludó a una voz masculina que preguntó por mí. Yo estaba ya lista para partir de nuevo al internado a las seis de la tarde. La abuela Beatriz vino muy circunspecta a anunciarme la visita de Rafael Velasco, el joven de mis violetas en su bolsillo. Fue tan convincente la abuela que no pude negarme a atender la sorpresiva visita. Acudí al portón, lo abrí y saludé a Rafael, a quien no invité a que siguiera sino que avancé un par de pasos y me planté a su lado en el andén. Comenzamos una conversación que no iba para ninguna parte. Yo respondía distraídamente a lo que él me decía, pues llamó mi atención un automóvil que cruzó frente a la casa, dio la vuelta a la manzana y repitió la misma operación una y otra vez. En una de esas disminuyó la velocidad y sus ocupantes –cuatro amigos de Rafael, entre quienes sólo recuerdo a Pepe Zambrano y al Mono Saa y Marco Aurelio Zambrano– gritaron: “¡Decile que sí!” y pisaron a fondo el acelerador. Miré, muda, a Rafael, que estaba petrificado. Sin embargo, ni él ni yo dijimos una palabra respecto de lo que acababa de suceder, y tras unos minutos, ya en un ambiente tenso, continuamos hablando de 117

cosas sin importancia. Y de nuevo volvió a pasar el carro y de nuevo disminuyó la velocidad y sus ocupantes repitieron su grito “¡Decile que sí!”, esta vez acompañado de sonoras carcajadas. Yo empecé a sospechar que se trataba de un plan urdido por todos, incluyendo a Rafael, pero bregué por dar a mi voz un tono de serenidad y pregunté a Rafael qué sucedía. El pianista, al ver que lo había puesto entre la espada y la pared, no tuvo más remedio que confesarme que lo que sus amigos insinuaban era si yo quería ser su novia, y precisamente en ese momento pasó el auto y escuché de nuevo el “¡Decile que sí!”. Sobra entrar en detalles sobre la presión que sentí, de tal forma que sin haber tenido el gusto de tratar a mi enamorado, músico por excelencia, le dije entrecortadamente que sí y me despedí de él apresuradamente. Yo creo que mi respuesta fue producto tanto de la bochornosa situación como de mi premura para partir de inmediato al internado, pues ya se me estaba haciendo tarde. Volví a la sala, tratando de dar a mi rostro una expresión neutra. La abuela me esperaba con la maleta para acompañarme. Por sus ojos supe que ella había estado muy al tanto de la escena que acababa de representarse frente al portón de la casa; sin embargo, puso cara de circunstancias y solícita y afanada salió conmigo, echó llave al portón y nos enrumbamos a pie hacia el colegio. Comenzó, entonces, para Rafael y para mí el ritual del noviazgo. Fue una verdadera cascada de serenatas en la loma. Rafael me mandaba saludos y yo se los retornaba. Salimos a vacaciones de mitad de año y corrí para Cali. Amo en el recuerdo como amé en su momento a todos quienes compartieron conmigo esos días paradisíacos. No deseé pasar esas vacaciones en la piadosa y amable Popayán, a pesar de haber sido tan feliz en ella. Quería estar esa vez con mi madre y mis hermanos. También deseaba, tras casi diez meses de claustro, ver de 118

nuevo a mis compañeros vecinos de San Fernando viejo y escucharlos cantar, acompañados de sus guitarras, y cantar y tocar yo con ellos. He de confesar que yo cursaba entonces el tercer año de bachillerato y lo perdí, pues durante ese periodo lectivo me fue imposible concentrarme. Aunque parezca un poco fuerte, debo decir que me dediqué a perderlo como revancha hacia la vida. Estaba reciente la muerte de mi padre y además yo veía a mi madre atafagada sobrellevando su viudez y conduciendo la inquieta prole, a ratos indomable, cuya responsabilidad era ahora totalmente suya. Los alrededores del Parque del Perro, en San Fernando, y la Avenida Circunvalación se llenaban de jóvenes en julio y agosto, siempre cantando, siempre paseando y algunos visitando una que otra vez mi casa para escucharme tocar modestamente el piano o para tocarlo alguno de ellos. Las semanas seguían su implacable desfile, y un buen día de esas vacaciones llamaron al portoncito del apartamento que ocupábamos en el segundo piso de nuestra casa. Corrí a la ventana para ver de quién se trataba, y cuál sería mi sorpresa al ver allí, junto a la puerta, de pie sobre el césped, a Rafael Velasco con un hermoso perrito lanudo blanco y negro en sus brazos. Al verme alzó la mascota y me la presentó en un indiscutible gesto de obsequio. El perrito lanzó un gracioso gruñido. Con una franqueza que me dolió lo rechacé y aduje para ello razones que ni yo misma pude entender. Ahora pienso en el dolor y la frustración que debió experimentar Rafael por la doble razón de no haber aceptado su cariñoso presente y por ni siquiera haberlo invitado a seguir, a sabiendas de que el viaje de Popayán a Cali lo había hecho exclusivamente para verme y halagarme. Se marchó cabizbajo con el perro en sus brazos. Yo permanecí estática asomada a la ventana 119

hasta que se perdió a la vuelta de la esquina. El pobre Rafael no tenía la culpa, ni hubiera podido comprenderlo, que el entusiasmo exagerado de nuestras familias por tramar nuestra boda hubiera sido el culpable de que en mí se hubiera esfumado cualquier posibilidad al respecto; tampoco hubiera podido entender esa compulsiva necesidad de libertad que me impelía a huir del formal compromiso. Yo necesitaba decantar el dolor y los recuerdos. En esa tierna edad de la vida todo era florecimiento en mi alma y en el alma de los amigos. La vida estallaba a borbotones en cada rayo de sol que iluminaba las calles de mi San Fernando viejo. Ese aire, entre amoroso y de luto, quizá fue el verdadero culpable de mi reprochable actitud hacia un joven que, estoy segura, albergaba por mí los más sanos sentimientos. Y ese día, precisamente, Rafael Velasco llamó por teléfono a mi casa. De inmediato, al oír repicar el aparato, le advertí a mi hermana Zafiro que, si acaso era Rafael le dijera que no estaba. Ella descolgó el auricular, saludó y en seguida supe que era Rafael porque mi hermana lo llamó por su nombre. A continuación cruzaron unas cuantas palabras de cortesía, supuse, y luego, para mi asombro, pese a mi advertencia, Zafiro alzó la voz y dijo a Rafael: “¡Aquí está; ya te la paso!” y dejó el auricular sobre la cama. Yo salí al saloncito gesticulando y mascullando todo tipo de cosas por su imprudencia, y mi hermana tras de mí. Ya más calmada volví a la pieza, me dirigí al teléfono, lo tomé y sólo escuché el tono de discar. Rafael había colgado. Pude colegir, entonces, que había alcanzado a escuchar algo de mis protestas y de mi negativa a hablar con él, y eso lo había decepcionado y adolorido en lo más profundo. Pero traté de justificarme diciéndome a mí misma que en este punto del camino de la vida yo había experimentado el sufrimiento mil veces más que él y por cosas que en verdad “dejan 120

huellas profundas en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”, como con incomparable fuerza poética lo pudo dibujar Vallejo, el peruano inmortal. Y aunque no hubiera querido herirlo, él y yo fuimos víctimas de las circunstancias de la sociedad en que vivíamos. Supe después que el grupo de amigos de Rafael –¡tan corrosiva suele ser en veces la actitud de los jóvenes!– durante mucho tiempo utilizó este desafortunado capítulo de su vida para hacerlo blanco de mofas hirientes, y cuando se cruzaban con él en las calles de Popayán le gritaban de un andén a otro: “¡Decile que no estoy!”… Se acabaron las vacaciones. Regresé al internado de San José de Tarbes, pues ya se iniciaba el año escolar con su rutina de clases, misas y recreos. En esos primeros días no se escuchaba todavía ninguna serenata. ¿A qué negarlo? Aún entonces Rafael estaba en mis pensamientos, un poco confundida por lo vivido, lo cual me generó una sensación de frustración mezcla de nostalgia y culpa. Mi parienta Clemencia Castro, en una actitud que me pareció bastante sospechosa, comenzó a acercarse a mí y sus conversaciones siempre terminaban girando alrededor de Rafael. Clemencia cursaba cuarto de bachillerato y yo tercero. Tez blanca, nariz aguileña, ojos risueños y de mirar directo, pómulos marcados y una sonrisa que mostraba su preciosa y bien cuidada hilera de dientes. Su trato era amable. Un buen día en el recreo me preguntó, sin esguinces, si yo quería a Rafael Velasco. Yo respondí que no, pero que me gustaba. Su réplica –“¿Te gustaría tener otra vez amores con él? Yo te puedo ayudar…”– me tomó por sorpresa, pues yo jamás había necesitado ayuda para acercarme al sexo opuesto. Sin embargo, era tal en ese momento la sinfonía inconclusa que palpitaba en mi corazón por mi interrumpida amistad con él, que acepté la inusitada propuesta de Clemencia y comenzamos de nuevo 121

Rafael y yo el intercambio de saludos y notitas, para lo cual mi prima desempeñaba, aparentemente, el papel de obsecuente mensajera. Lo que sucedió después tuvo ribetes melodramáticos, consecuencia de lo que Clemencia había orquestado. Próximas ya las siguientes vacaciones, alguien me confió: “Clemencia y Rafael se casarán”. Por supuesto, la noticia me dejó de una pieza, no tanto por el hecho en sí mismo –pues mis sentimientos hacia Rafael no eran realmente algo profundo–, sino por la afrenta que para mí significaba la sagacidad de mi prima, quien supo asegurarse muy bien de que Rafael y yo no nos veríamos más nunca. Y efectivamente, al poco tiempo se casó con mi supuesto enamorado. Nunca culpé a Rafael, porque además Clemencia era una hermosa joven, muy artista y talentosa, quien sí lo amaba. En mi familia, cosa que agradecí profundamente, todo esto no suscitó ningún tipo de comentarios, y supe cuánto respetaban mis sentimientos porque mamabuela nunca volvió a mencionar a la familia Velasco Mosquera. Yo, acongojada y con una sensación de indefinible malestar, continué rauda mi vida hacia los quince años. Tomé todas las cosas como una lección más, aunque si he de ser sincera, nunca la aprendí del todo. Dicen que los hombres no se casan con la mujer que ellos más quieren sino con la que más los quiere.

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El amado Banco de Colombia de Cali, en 1958 Mi corta edad (13 años), el cáncer terminal que nos arrebataría a papá, la congoja que consumía a mi madre y a mí, única sabedora y depositaria de este secreto: de nuevo la proximidad de la muerte, para mi padre. Mi padre de nuevo en Cali, por razones de salud, no pudo abrir su consultorio. Ocupábamos la casa de San Fernando y mi madre aún no estaba empleada. Pero estaba yo, con mis pocos añitos: debía trabajar para ayudar a nuestra precaria economía. Esto fue para mi padre un trance doloroso y de renunciación al orgullo de hombre responsable, proveedor. En un ágape de amigos muy cercanos mi padre y Guillermo Blanco Potes se encontraron. Papá le anunció a Guillermo la proximidad de su propia muerte y la necesidad de que yo trabajara en algún puesto que hubiera disponible en Cali. Guillermo, a la sazón, gerente del Banco de Colombia, situado en la calle once, entre carreras 5 y 6, a una cuadra de la Catedral y la plaza de Caicedo, al instante le respondió: “No te preocupes, trae a Rosarito al Banco, que yo la coloco y mucho más, la orientamos para que haga carrera bancaria”. Empecé en el Banco, en el departamento o sección de cambios y divisas libres. En la avenida circunvalación tomaba yo el bus verde San Fernando, a las 7:25 a.m., que me llevaba puntual hasta la Catedral, 8 a.m., parada de casi todos los ocupantes de dicho bus. Yo caminaba media cuadra por la calle once, con carrera quinta, e ingresaba al primer piso de la alta edificación en mármol negro, y ya me encontraba en medio de mis compañeros y compañeras de trabajo. Mi primer jefe don Jorge Calle, director de cambios y divisas libres, me recibió con un cálido saludo mientras decía: “Yo conozco y estimo mucho a tu tío 123

Roberto Arias Suárez. A tu padre no tuve el gusto de conocerlo, pero cuentas conmigo para lo que se te ofrezca aquí en el Banco”. Pepe Lago era el sub-gerente. Amable y sereno. Era la época en que el respeto subyacía en nuestras relaciones laborales y la calidez colombiana (así lo viví) se dejaba sentir en el trato con jefes y compañeros de trabajo. El propósito de Guillermo Blanco y Pepe Lago era vincular a la ya legendaria institución, hombres y mujeres de bien y en lo posible, sin negar oportunidades a los demás, gente cuyas familias fueran de reconocido arraigo caleño. Mis padres eran caleños por adopción, y mi madre, emparentaba con los Muñoz Aragón de Cali, que dejaron al marcharse una profusa descendencia hoy en día muy conocida. Además yo soy nacida en Cali. Entre las pequeñas damitas que recuerdo como compañeras, ni modo de olvidarlas, una niña muy querida, de apellido Cañizales, que me enseñó todo el funcionamiento de la sección de giros. Se suponía que yo comenzaba mi carrera bancaria. Ya había aprendido el funcionamiento de cambios y divisas libres. Marta Cecilia Madriñán, hoy señora de Buvert, era cajera en el Banco en compañía de Helena Vallecilla. Recuerdo también a Fanny Martínez. Ni Marta Cecilia, ni Helenita ni yo habíamos terminado el bachillerato, lo cual en ese momento no era “preocupante”. En aquella época la presencia femenina era escasa en las universidades. Beatriz Cuervo, secretaria de Gerencia, fue la reina que representó al Banco en un certamen de beldades caleñas. Nuestro salario era $300.oo mensuales. Al cumplir mis 14 años me desempeñaba en la sección de ahorros, bajo la jefatura de don Julio Riascos, y allí en el sótano, se presentó don Jorge Calle con un regalo de cumpleaños para mí: una 124

preciosa pulsera armada con medallones grabados, de plata y un par de guantes tejidos en hilo y perlas. Se usaba que las jovencitas lleváramos guantes para salir a pinturear. A las 5 ó 6 de la tarde salíamos del banco y, a lo largo de la calle once hasta cruzar el puente Ortiz, bajábamos todas las empleadas para escuchar los suspiros y piropos de los jóvenes admiradores que, desde las cinco, se encaramaban sobre las barandas del puente para vernos pasar. El viento soplaba tenue como una caricia, pero se hacía sentir. Los muchachos atalayaban, no solamente a nosotras, también a los nutridos ramilletes de jovencitas, bonitas, que salían de las oficinas al atardecer. El puente Ortiz era un punto de paso, más que de encuentro; los jóvenes que lo ocupaban eran, sólo recuerdo dos o tres nombres, (Papeto Cucalón, Hernán Ramos), estudiantes del colegio Berchmans, San Luis Gonzaga, Pío XII y algunos universitarios, así como empleados de otros bancos. El Banco de Colombia fue el primero que encargó uniformes para sus empleadas: falda ceñida y entubada hasta la rodilla, en una especie de lino, de trama gruesa, azul turquí, cerrando la cintura con cremallera y botón por la espalda. Blusa metida, de cuello camisero y manga sisa, alforzada en popelina color beige pálido, zapatos negros, tacón bebé. Mi temporada en el Banco duró sólo 8 meses, al cabo de los cuales el Sindicato produjo una carta para la gerencia reclamando mi despido pues yo estaba en “edad escolar”. Todos obedecimos y yo fui a parar al internado de las Josefinas en Popayán.

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Un reinado inolvidable, mas no mío Pasaron los años. Dejé el internado de Popayán. Mi cuerpo se fue espigando a medida que crecía bajo el alero de un hogar sin padre. Mi madre trabajaba como periodista en el diario Relator. Tenía yo diecisiete años y acababa de soltar las muñecas. Aprendí a tocar guitarra y acompañada de ella cantaba diversas canciones colombianas y latinoamericanas, por lo cual era frecuentemente invitada por los amigos de mi edad, muchos de ellos también músicos, a pasar inolvidables veladas musicales o deliciosas tardes al rumor del viento de las 5 p.m. en Cali. Transcurrían las vacaciones de mitad de año, época en la que se celebraban en Santa Marta las Fiestas del Mar y su tradicional reinado internacional del mar en el que concursaban, en representación de cada departamento de Colombia y cada país suramericano hermosas jóvenes que practicaban algún deporte náutico. En Cali funcionaba una oficina de turismo dirigida por Alberto Wiesner, especializada en promover el turismo de Cali y el Valle hacia las ciudades sedes de eventos y festividades, y particularmente, cuando era el caso, impulsaba la participación de las representantes del Valle del Cauca en los eventos galantes. El transporte aéreo desde Cali corría a cargo de la empresa Taxader, empresa de capital santandereano. El caso es que de la oficina de turismo llamaron a mi madre para solicitarle su venia con el objeto de que me sumara con mi guitarra y mi canto a la comitiva que viajaría con Victoria Eugenia de Greiff, nuestra candidata al Reinado del Mar. Mamá me alentó a aceptar la invitación, y yo no me hice de rogar. He de decir que no hubo necesidad de guitarra porque la agenda de las representantes estaba colmada de infinidad de compromisos que no daban lugar a ninguna intervención mía. Como 126

debíamos hacer escala por una noche en Bogotá Victoria Eugenia, su madre y yo nos alojamos en el Hotel Continental, sobre la Avenida Jiménez. La temperatura era de unos quince grados. Al alba del día siguiente saltamos de la cama y nos colocamos las prendas más adecuadas para soportar el frío de la madrugada bogotana y resistir el calor sofocante de las primeras horas en Santa Marta, pues ese mismo día pisaríamos suelo samario. No recuerdo el atuendo de Victoria Eugenia ni el de su madre, pero no olvidaré el mío: vestido de hilo tejido amarillo pollito, de dos piezas, saco de manga corta, abotonado en la espalda y una blanca flor tejida en lana en el pecho, al lado derecho, con hojitas verde pálido, también en lana; falda estrecha entubada; un saco tirado sobre los hombros; zapatillas beige de tacón y medias de nylon color canela. A mi lado, mi infaltable necessaire. El vestido lo había comprado a cómodos plazos en el centro de Cali. Bajamos a desayunar en un saloncito del hotel donde habíamos acordado que nos reuniríamos todos los miembros de las comitivas las candidatas y los periodistas. Durante el desayuno, tres jóvenes muy inquietos y alegres, con chaquetas de gamuza terracota, se nos acercaron y se presentaron asegurándonos que eran parte del cortejo que acompañaba a la posible reina. Eduardo Gómez, Eduardo Valencia y Hernando Rodríguez, los tres mosqueteros, harían las delicias de nuestro viaje en avión, el cual iba bien aperado de licores y pasabocas, y los acompañaba un conjunto vallenato y un par de guitarristas que no cesaron de tocar boleros, bambucos y vallenatos durante todo el viaje. En pleno vuelo los periodistas habían hecho enlace con la radiodifusoras samarias y aprovechaban para entrevistarnos y preguntarnos nuestras impresiones sobre tan dichoso viaje. Cuando llegamos a Santa Marta, al descender del avión recibimos una calurosa 127

bienvenida del comité organizador que nos esperaba con profusión de ramos de flores, y del cual formaba parte Aracely Mejía de Vives. Abordamos los vehículos y nos encaminamos al hotel. Valga aquí decir que todo lo que tiene que ver con la agenda de las candidatas a un reinado de belleza es de una alucinante agitación. Una vez llegadas al hotel, apenas si tuvimos tiempo de desempacar y cambiarnos de ropa para el desfile oficial que se iniciaba en minutos. Bajamos a toda carrera, y ahí estaba el carruaje de la reina del Valle esperándola. Ella subió, y nuestra comitiva me comunicó que debía acompañarla. Aunque en principio me negué, todos me insistieron en que yo debía ocupar un lugar al lado de Victoria Eugenia. Así, subí a la carroza y nos unimos a la caravana de carruajes hermosamente decorados que lucirían por las calles de Santa Marta los encantos de las candidatas al Reinado del Mar. Vestía yo un traje de piqué blanco, préstamo de Victoria Eugenia, con mangas sisa y escote redondo, que se ajustaba perfectamente a mi cuerpo y a partir de la cintura, ceñida con un cinturón que adornaba una hermosa rosa blanca, se abría la falda en forma de globo, a la usanza del momento. Partió el desfile. Con las manos en alto, Victoria Eugenia y yo saludábamos a diestra y siniestra durante todo el trayecto al numeroso público que se agolpaba en las calles para admirar y vitorear a las candidatas de su preferencia. Sin embargo, pasadas algunas calles, la carroza se detuvo y alguien se dirigió a mí para preguntarme si tenía algún inconveniente en bajar del vehículo, porque el público estaba confundido y creía que yo, y no Victoria Eugenia, era la candidata del Valle, pues debo reconocer que en el desfile muchas veces fui yo el centro de las manifestaciones de entusiasmo de los samarios quienes me aplaudían al pasar. Debí obedecer. 128

Cuando bajé del vehículo me abordó Hernando, uno de los alegres jóvenes que habíamos conocido en el Hotel Continental de Bogotá. Me pareció fantástico el encuentro. Con él seguí a pie el trayecto de la carroza vallecaucana. Al atardecer regresamos al hotel, donde nos atendieron con derroche de alegría y generosidad. Así fue el primer día la Fiesta del Mar. Tenía yo en ese entonces unos diecisiete o dieciocho años de edad. Al finalizar el ágape oficial, con los últimos arreboles de la tarde, terminamos todos en la playa con un conjunto vallenato de fondo y yo mirando los claros ojos de Hernando, tendido en la arena, haciendo marco a una gran fogata: Mírame fijamente hasta matarme, mírame con amor no con enojos, pero no dejes nunca de mirarme, porque quiero morir bajo tus ojos. Así, algunas veces nos sorprendían las cuatro de la mañana, embelesados en esa nuestra verdadera fiesta. Eventualmente Rafael Escalona nos acompañó con su amabilidad y sus cantos. Esas eran las compensaciones que, intuía yo, me daba mamá por haber tenido que trabajar y no poder terminar el bachillerato. Durante los días de aquellas inolvidables fiestas samarias, la ternura de Hernando y las delicadas atenciones de que me hacía objeto hicieron que naciera en mí por él lo que en Cali mis amigos llamaban “traga”; en otras palabras, nos enamoramos como dos palomos. Al finalizar el evento, con profunda tristeza debimos despedirnos. Al llegar a Cali inicié con Hernando un continuo cruce epistolar. Él, con muy buen sentido del humor y una amena narración, me contaba de sus diarias actividades como arquitecto. Yo, por mi parte, le hablaba de mis cosas y no podía sustraer de mis palabras un toque de ternura que me dictaba el corazón. También hablábamos con 129

frecuencia por teléfono, y no eran raras sus visitas. Lo tomé como un lenitivo que la vida me ofrecía para soportar la falta de mi padre y aunar fuerzas con mi madre para seguir adelante. El canto y la guitarra, como siempre en mi vida, eran mi consuelo y me levantaban el ánimo.

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Virreina del folclor Era 1965 y tenía yo diecinueve años. Transcurría el mes de mayo. Habitaba con mi madre y mis hermanos en ese entonces la casa de San Fernando. Yo, como era casi una constante en mi vida, me encontraba empleada en alguna empresa de alguno de los amigos de papá y siempre estaba presta a aceptar las invitaciones de los amigos; gozaba plenamente de la bohemia caleña, que podría dividir en dos clases: compañeros de mi generación, aficionados al canto y a la guitarra, el piano, el tiple y la bandola, y un grupo grande de mayores que me expresaban su amistad, su amor y su devoción a mis canciones. Pero todos rendían culto a la música y a las canciones colombianas, mexicanas, españolas y andinas en general, honda y tiernamente cantadas: Se mira relampaguear, el cielo está encapotado. Vaqueros para el corral, arríen ya todo el ganado, huapango cuyo autor no recuerdo. O Yo sé que soy una aventura más para ti/ que después de esta noche te olvidarás de mí, aunque me beses con loca pasión y yo te bese feliz, como una aurora que muere, muere mi corazón por ti. También escuché a los Gamboa cantando Tengo ganas de ti, de tu juventud, de abrir el campo al deseo y decirte con lágrimas: tuyo soy para siempre. Para la formación recibida en el conservatorio y junto a mi padre esas canciones eran una profanación al buen gusto, excepción hecha, por supuesto, de los tangos, que él cantaba con toda emoción en la ducha, o en el consultorio, en un rapto repentino, sin importarle la presencia de los pacientes. Hoy puedo decir que era una prescripción muy particular suya: prefería cantarles a sus pacientes que escuchar sus quejas. Un buen día recibimos una visita de tres señoras, cuyos nombres he olvidado –si no fuera por el olvido, ¡qué habría hecho el corazón 131

para seguir viviendo! Gracias, señor olvido–. Mamá y yo, muertas de la curiosidad por averiguar la razón de la visita, nos aprestamos a escucharlas. En seguida entraron en materia: me propusieron que representara al Valle en el reinado de belleza de Cartagena y, opcionalmente, en el reinado del folclor en Ibagué. Apenas repuestas de la sorpresa, les agradecimos su gentileza pero rechazamos la invitación, y mamá esgrimió todo tipo de excusas para apoyar nuestra negativa: que no teníamos los recursos suficientes, que yo era aún muy joven; que esto, que aquello. Pero las amables damas iban preparadas, y uno a uno fueron desestimando nuestros argumentos. Para animarnos, nos ofrecieron ropa, calzado, peluqueros, maquilladores y, como si fuera poco, la compañía de ellas como una corte celestial. En cuanto pude detener su avalancha de ofertas, yo aduje no tener ningún interés por el reinado de Cartagena, pero les manifesté que si representaba al Valle lo haría en el festival nacional del folclor de Ibagué, que era lo mío, y para soportar con razones esta decisión les hablé de mi música, mi guitarra, mi piano y mi amplio repertorio de canciones latinoamericanas, españolas y sobre todo colombianas. Ante tan razonables argumentos, las tres damas convinieron conmigo en que era muy acertado que hubiera yo elegido a Ibagué. A renglón seguido me hablaron de que me vendrían muy bien unos masajes para moldear mi cuerpo, por si acaso tenía que desfilar en vestido de baño. Dije rotundamente no a los masajes, y ellas aceptaron a regañadientes. Con la participación de la Oficina de Turismo de Cali y la cooperación de cuatro damas que podían contribuir a tanto gasto – entre las que recuerdo a Margarita Cucalón de Defrancisco y a Julia Saavedra de Saavedra– se constituyó el comité encargado de coordinar

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todo lo relacionado con mi viaje a la capital del Tolima y de cubrir el valor de la confección del trousseau a mi medida. Tres días antes de la partida pregunté por mi vestido típico del Valle del Cauca. Silencio. Nadie supo dar razón del indispensable atuendo. Alguien me dijo soto voce: “El Valle del Cauca no tiene vestido típico”. Entonces mi madre llamó a unas amigas suyas, compañeras de colegio en Popayán, y consiguió, muy completo y nuevo, en calidad de préstamo, un vestido de ñapanga sahumadora de las procesiones de semana santa en Popayán. La prima Lilia nos prestó un par de trenzas que me daban a los hombros y me tapaban las orejas cuando me las echaba sobre el pecho. Y nos fuimos… Mi comitiva eran mi madre, que trabajaba como periodista de páginas sociales y femeninas en El País, de Cali, y mi hermana, que cultivaba el arte del ocio. A ella también la había golpeado muy duro la falta de papá. Aprendí a marcha forzada a bailar el currulao con el director de Estampas Negras, quien hacía gala de fuerza y precisión en su interpretación. Era un negro de unos treinta años, erguido como una palmera, muslos firmes y brazos largos siempre en ademán de baile, blanquísimos dientes en su boca siempre sonriente y una especie de turbante que le cubría siempre la cabeza. Él también formaba parte de nuestra comitiva. Primero fuimos a Bogotá en avión, desde donde el Tren de la Alegría, atestado de músicos y candidatas de Colombia y de distintos países, periodistas y fotógrafos, nos llevaría hasta Ibagué. Pero por lo que respecta a mi madre, a mi hermana y a mí, Morfeo nos jugó una mala pasada y nos dejó el tren. Angustiadas, nos comunicamos por radio con el conductor de la locomotora para que detuviera la máquina y nos esperara. Por fortuna, el tren no había avanzado demasiado, y lo 133

alcanzamos en la estación de Madrid, aún sobre la sabana cundiboyacense. Guitarra en mano, salté de traviesa en traviesa, seguida de mi madre y mi hermana, hasta que abordamos el tren. El diario El Tiempo, muy jocosamente, se refirió al incidente en primera página con el siguiente titular: “La dejó el tren”, acompañada de una foto mía entaconada y con cara de pocos amigos. Aunque debo confesar que cuando vi la noticia por poco me da un soponcio, se me pasó pronto, pues yo amaba El Tiempo porque apreciaba la obra literaria de mi padre y durante treinta años publicó en sus páginas sus cuentos y crónicas. En el tren el jolgorio era generalizado, matizado por canciones y chascarrillos y el destello de los flashes. Las candidatas ocupábamos el último vagón, con una inmensa ventana ovalada de vidrio desde donde se divisaba el hermoso paisaje que iba quedando atrás. Solo recuerdo vivamente a la candidata de Argentina, blanca, con ojos muy redondos y verdosos, casi sin cejas, frente abultada y cabello lacio quieto empavonado de laca, muy negro. Me pareció una muñeca de celuloide, pues sus ojos eran inexpresivos y no movía un músculo del rostro. Pero el conjunto la hacía ver muy bonita. Ibagué nos recibió con su calor humano proverbial y sus riquísimos conjuntos musicales. Los hechos de aquel día se quedaron grabados en mi corazón: el alborozo durante el recibimiento en la estación del tren, el recorrido por la ciudad en medio de la algarabía del público y nuestra llegada al confortable hotel, cuyo nombre he olvidado. El primer desfile en carroza sería al día siguiente a las diez de la mañana. Como es de suponerse, nos levantamos mucho antes de que clareara para ducharnos, embellecernos y desayunar. A la hora 134

señalada estábamos ya listos para comenzar el evento, y de pronto se me ocurrió preguntarle a mamá en qué carroza iríamos y cómo era el protocolo al respecto, pues a mí nadie me había instruido sobre el particular. Mamá me dijo con un tono de complicidad y en voz baja: “Tu carroza la han diseñado, construido y financiado los periodistas que cubren el reinado. Por eso se llama ‘La Carroza de los Periodistas’. – Todos sabían que nosotros no teníamos con qué pagar siquiera las llantas del vehículo–. Ellos se han solidarizado con nosotras porque conocen a tu padre y saben que yo trabajo en El País”. Era un secreto que tenían muy bien guardado, y que me da pie, a estas alturas de mi relato, para proclamar que siempre he sido una privilegiada en la amistad. Infortunadamente, muchos de los nombres de los amigos que amo se pierden en las brumas de mi memoria. En la puerta del hotel nos esperaba la carroza: un vehículo inmenso que semejaba un submarino, una estructura revestida de espejitos y trocitos de papel crepé azul cielo y azul marino. Tenía una plataforma con un faro en todo el centro, donde yo me acomodé lo mejor que pude para saludar al pueblo musical y, no sé cómo, danzar al tiempo el bunde tolimense de Castilla durante todo el recorrido. Fue una jornada agotadora, pero debo confesar que nuestra carroza fue una de las más vitoreadas durante todo el trayecto. Las festividades abarcaban varios días y coincidían con la celebración tradicional del San Pedro en la capital huilense. . Recuerdo que el programa de uno de esos días en el reinado del folclor en Ibagué, se celebraba en el estadio, por lo demás escenario de la mayoría de los eventos. Iba yo con mi humilde y mal pintada guitarra. Mi madre y mi hermana me acompañaban. El estadio estaba a reventar. Nos condujeron a una tribuna en un extremo de la cancha, donde ya las 135

bandas oficiales estaban listas para interpretar los tradicionales bambucos y bundes. Alguien me dijo: “Señorita, ahora es su turno: le toca cantar”. Agradecí en el fondo del alma que se me hubiera ocurrido llevar la guitarra. Me pusieron al frente un micrófono y le adaptaron otro a la guitarra. –Lo único que me atrevo a cantar son las coplas tolimenses –dije, un tanto nerviosa. –Tome usted el micrófono y anuncie su número –me animaron. –Está bien –respondí, y armándome de valor me dirigí al público–: “Amado público de Ibagué, yo soy Rosario Arias Muñoz representante del Valle del Cauca y hoy quiero cantarles las coplas tolimenses y que ustedes las canten conmigo”. Afiné unos segundos la guitarra y comencé mi interpretación Mira que están mirando, que están mirando que nos miramos… y sospechar pudieran que nos amamos, que nos amamos… y sospechar pudieran que nos amamos, que nos amamos… Disimulemos, disimulemos… Y cuando no nos miren nos miraremos, nos miraremos, y cuando no nos miren nos miraremos nos miraremos ¡Ay, morena! Las penas cuando se cantan son una gota de llanto 136

que ya nos brota del alma, que ya nos brota del alma. El amor es un bicho que cuando pica, que cuando pica, no se encuentra remedio ni en la botica, ni en la botica, porque sus males, porque sus males, si el cura no los cura son incurables son incurables… En el estadio, junto a los músicos y periodistas, se hallaba Gloria Valencia de Castaño, la dama de la televisión colombiana, recientemente fallecida, quien tomó el micrófono y anunció: “Muy pronto la verán en Carta de Colombia”. Al día siguiente en un club privado, en un momento dado el director de Estampas Negras anunció su número de currulao con la candidata del Valle. El club, atestado de público, me vio bailar descalza, con blusa de golas a la usanza campesina y falda negra (diseño mío) con un pentagrama y notas bordadas en lentejuelas de colores sobre galones dorados, entre las cuales no faltaba, por supuesto, la clave de sol. Como todos sabemos el currulao es un baile frenético de movimientos vertiginosos. El negro me llevaba de aquí para allá en un torbellino de pasos, vueltas y volteretas, que despertaban atronadores aplausos del respetable. Yo jamás imaginé que él me haría bailar de esa 137

manera, pues en Cali, durante los ensayos, me enseñó un pausado y sobrio currulao. Lo que más me preocupaba de ese ímpetu era que al girar y saltar de aquí para allá más de una vez debí, como decían las abuelas, mostrar el apellido. Max Factor era el patrocinador oficial del evento. Diariamente, y desde muy temprano, pasábamos a los salones de maquillaje y peinado. Con ellos aprendí a maquillarme. Max Factor nos hizo objeto de toda clase de regalos y cumplidos. En la zona de la piscina desfilé en vestido de baño entero ante el jurado. La trusa era de material elástico color azul cielo con palmeras blancas, y hormaba perfectamente mi cuerpo. Buen corte y buen diseño. Me sentía cómoda y avancé con aplomo sobre mis zapatos blancos de tacón alto, viendo con un mucho de timidez que sobre mí convergían todas las miradas. Durante los días del reinado del folclor tuve la grata sorpresa de reencontrarme en el salón del hotel con los ojos claros de Hernando Rodríguez Montenegro, quien me dio una calurosa bienvenida con un beso, un abrazo y un ramo de rosas. En esta ocasión no pudimos, como aquella vez en Santa Marta que nos escapamos a la playa, escabullirnos de ciertos compromisos. Por supuesto, yo tenía mis responsabilidades con el certamen, y más que con el certamen, con mi departamento y con las personas que confiaban en mí. Pese a ello, precisamente la víspera de la elección y coronación de la reina del folclor Hernando y yo coincidimos en una fiesta en un club de Ibagué de preciosa arquitectura, decorado todo en vidrio y madera, con un precioso saloncito desde donde se divisaba el encantador paisaje de las lejanas montañas cobijadas por las estrellas. Departimos desde muy temprana la noche y Hernando invitó a esperar en esa romántica atalaya la llegada del amanecer, pues desde allí se divisaría en todo su esplendor. 138

Acepté gustosa. Llamé por teléfono a mi madre para pedir su venia, que no me negó. Ya un poco cansada del ajetreo de un día de vértigo, me dispuse gustosa a esperar con Hernando los primeros arreboles de la madrugada, cuando las estrellas empezaron su retirada y el sol empezó a dibujar sobre las nubes blancas y grises una fantástica policromía en todas las escalas del rojo y dorado. A las siete de la mañana Hernando me acompañó al hotel, donde mi madre estaba ya de pie. Caí rendida y dormí hasta el medio día. En este reinado me fue exactamente igual que en el reinado de la simpatía en el colegio Pedro Castillo de Valencia, en Venezuela: no gané. Éramos dos las favoritas al trono del folclor en Ibagué: una niña de apellido Suárez, cartagenera, y yo. Durante los desfiles de carrozas y en todos los eventos populares, en las casetas, en el estadio, apostado a la entrada de las fiestas exclusivas para las candidatas, el público manifestaba abiertamente su preferencia por mí. Los periódicos hacían otro tanto. La revista Cromos me dedicaba páginas enteras de fotos y comentarios. Pese a todo, la elegida fue la cartagenera y yo la virreina. A mí me daba lo mismo. Desde niña me acostumbré a aceptar de buen grado las cosas que me brindaba la vida, y el resultado de la elección fue para mí un simple pasaje más de esas idas y venidas de mi vida entre adulta y adolescente y una lección más de cómo funciona el mundo. Como premio de consolación me dieron una bandejita redonda en electroplata con unas palabras grabadas y el título de virreina. Al día siguiente alguien, muy quedamente, me confió: “El padre de la cartagenera que ganó financió el reinado; mejor dicho, le pagó al jurado una gruesa cantidad de dinero para que eligieran a su hijita”. Se lo conté a mi madre, quien ya lo sabía, y no hizo comentario alguno; sonrió y se limitó a darme un apretón de manos. 139

Al llegar a Cali, mis compañeras de bohemia mayores salieron a recibirme con abrazos y un ramo de anturios. Yo estaba totalmente tranquila, y mi madre no se refirió para nada al desenlace de la votación, y menos al turbio manejo del que nos habíamos enterado. Tampoco yo dije nada al respecto. Pasaron los días y a las pocas semanas del evento me decidí a hacer de nuevo los trámites y diligencias para conseguir un empleo, y lo conseguí como secretaria de gerencia del Banco Comercial Antioqueño. Ya tenía yo ahora diecinueve años y me sentía adulta. Desde la pubertad tuve que trabajar, y como cosa curiosa debo mencionar que debido a mi corta edad mis compañeros de trabajo y mis jefes no sabían cómo dirigirse a mí. Era gerente Alberto Medrano Aycardi, y subgerente, Javier Santacoloma. Don Alberto acababa de perder a su secretaria y muy sincera amiga Adriana Salazar en un accidente de carretera. Alberto y Javier fueron no solamente jefes sino amigos adorados. Me aconsejaban, me instruían, me escuchaban y me invitaban a una que otra reunión del banco. Mi madre, mis hermanos y yo vivíamos en un apartamento al pie del Café de los Turcos. El banco estaba ubicado en la Calle Doce con Carrera Sexta en Cali. Este era el trayecto que yo debía caminar cuatro veces al día para ir y volver del trabajo era, por tanto, muy corto. Un día soleado, a las doce del mediodía, cruzaba yo el Paseo Bolívar por entre su agradable fronda, de regreso a nuestra casa luego de la jornada de la mañana, cuando una voz me detuvo: –¡Rosario! Era Tomás Sinisterra Barberena, acompañado de un joven de rara belleza y comedido al hablar. –Te presento a mi primo Alfonso Barberena –me dijo Tomás. 140

–Mucho gusto –dije yo–. Rosario Arias. Alfonso estrechó mi mano, sonrió y dejó ver sus bien formados dientes. Me impresionó de entrada su tono afable y mesurado. Tomás le informó en seguida: –Rosarito representó al Valle en el reinado del folclor en Ibagué. Alfonso, galante, se deshizo en elogios sobre mis atributos físicos, y aseguró, cosa que me hizo sonrojar, que si hubiera estado en sus manos mía sería la corona del folclor. Sesgué la conversación por otras rutas y a los pocos minutos me despedí con pena. Ya me marchaba cuando Alfonso me detuvo y me propuso que fuéramos a cine esa misma noche. Le contesté que debería pedir permiso a mi madre. Él tomó mi número telefónico. Mi madre me concedió el permiso. A las seis de la tarde Alfonso esperaba por mí a la puerta del banco. Tomás se nos uniría en casa de Olga Lucía Bueno Hormaza, amiga ancestral de mi familia, pues mis padres y los Hormaza habían sostenido siempre una leal y cordial amistad. Fuimos los cuatro a ver una película cuyo nombre no he podido recordar. A partir de ese día Alfonso y yo nos vimos diariamente y a los tres meses me invitó a conocer a su familia. Los amé en seguida. Nuestra relación no era un noviazgo consentido, ¡pero vaya si éramos novios! Yo estaba perdidamente enamorada de Alfonso, y creo que él también lo estaba. Al año de conocernos nos casamos. Mi matrimonio con Alfonso Barberena fue un alud de fiestas, parrandas y turismo por Colombia. Tres seres hermosos transparentes y solidarios quedaron como fruto de esta unión: María Fernanda, Alfonso y Andrés. Lo que sucedía en el seno de nuestra relación de pareja –desacuerdos, inseguridades, inclusive los mismos celos (de mi parte, claro está), ausencias del alma o del pensamiento– era atenuado 141

por el amor a la vida frenética que llevábamos. Mis embarazos no fueron nunca un obstáculo para ir a su lado paso a paso. Siempre oí decir que a las mujeres nos apasiona más el afán de aventura que a los hombres, y aunque yo opino lo contrario, tengo que aceptar que en el caso particular de Alfonso esa es una verdad contundente que superó, por mucho, mi ánimo viajero. Junto a él emprendí verdaderas expediciones, muchas veces peligrosas, con alguno de los niños en brazos a lo largo y ancho de la rica geografía nacional. Yo disfrutaba verdaderamente de estos viajes, no solamente por el placer que me brindaban, sino porque concordaban con los preceptos de mi educación: la mujer debe acompañar a su marido siempre que él lo demande. Además, pensaba yo, ¡qué susto que se fuera a fijar en otra por no acompañarlo! Lo cual iría a ser inevitable pues tal subordinación al compañero entrañaba, por supuesto, la mengua de mi autoestima. Alfonso y yo, siempre enamorados, hambrientos de aventuras, compartimos el mismo amor por océanos y llanuras, bosques y caseríos, ciudades y parques, hombres, mujeres y niños. Con él conocí a los nativos de los más lejanos rincones de Colombia: las comunidades indígenas del Cabo de la Vela, Manaure, Uribia, Valledupar, Gorgona Mulatos; a su lado, viajando por la carretera de Riohacha a Santa Marta en una noche de luna, disfruté del esplendoroso espectáculo de un mar de fosforescente espuma. En Ladrilleros jugué con los delfines; visitamos Juanchaco, y en Mulatos nos quedamos en la hermosa casa de madera que Ernesto de Lima y su esposa Virginia Bohmer nos prestaron una Semana Santa. Y allí en Mulatos escuchamos a los niños de pelo rubio ensortijado, tez moruna y ojos verdes contarnos su historia: unos aventureros holandeses atracaron en sus costas, 142

saquearon el caserío y se llevaron todo el oro. Era una narración que todos se sabían al dedillo, transmitida por tradición oral, recibida de abuela en abuela, de generación en generación. También visitamos Punta Vigía, el Parque Tayrona y Ciudad Perdida de Santa Marta, y tantos otros destinos y lugares semisalvajes mas no inhóspitos. Todo esto significó para mí el hallazgo de pedazos de patria. Ni Tumaco se escapó a nuestra visita. Yo me había instalado en Cali unos seis años antes con mis padres y hermanos, y aún palpitantes las heridas de los adioses me había acostumbrado a la calidez de los colombianos y festejado con ellos memorias y tradiciones. También Alfonso y yo paliábamos de este modo el agobio de las afugias económicas, que no eran raras en nuestro matrimonio, y los silencios compartidos rasgaron el velo de mis ojos de mujer enamorada para poder ver hoy que “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”, según la confesión de Neruda. Efectivamente, algún día, sin mutuos reproches, nuestra unión terminó, y nos acogimos a la separación de cuerpos que de mutuo consentimiento, otorgaba la Iglesia Católica a quienes por cosas de la vida decidieron partir hacia distintos derroteros. Al cabo de dos décadas nuestro matrimonio fue anulado gracias a los buenos oficios de Carlos Felipe Castrillón. Vida, nada te debo; vida, nada me debes; vida, estamos en paz. Entonces, lo de siempre: el desfile de maletas, los niños, las despedidas, los trasteos, los pasaportes y en el caso mío mi inseparable guitarra, obsequio de gente que he amado mucho. Ahora yo debía encabezar la expedición. Entonces decidí que mi destino era un amado

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rincón del planeta que siempre me atrajo: la antigua Europa. Y allá viajé una vez culminado el proceso de separación de cuerpos. Esa inclinación mía por Europa tenía sus raíces. Tanto había hablado mi padre de Europa y sobre todo de París, que me atraían como con una especie de magia, y en mi imaginación había tejido todo tipo de imágenes a cuál más fantástica, y me sentía rodeada de las más singulares y apasionantes amistades y de sofisticadas y refinadas damas, que me hablaban de sus alianzas con los surrealistas y de su amistad con Picasso. Esto porque mis primas hermanas, mucho mayores que yo, aseguraban que mi padre alguna vez compartió apartamento con Picasso y que trajo en su viaje de regreso a Colombia un cuadro de este genio obsequiado por él mismo, cuadro que se extravió en la vorágine de los tumultuosos años que vivió papá. Adaptarse a Colombia después de diez años en París le resultó muy costoso moral y económicamente. Por lo anterior, y por muchas cosas más, París era para mí y para los niños un imán. Recuerdo que en mi tierna niñez, en nuestra casa fresca de San Fernando, en medio del salón de la entrada, llamado hall por fuerza de un manido extranjerismo, al lado del muñequero, mis padres solían instalar una mesita y frente a frente ocupaban dos sillas. Era la hora de la clase de francés. El profesor: mi papá. Por supuesto, la discípula era mi madre, que sólo poseía vagas nociones de esta hermosa lengua, aprendidas de monjas francesas y colombianas en el colegio de Popayán. A ella eso le aburría un poco y le sugería a papá que le narrara anécdotas en francés para después traducirlas a buen castellano. Así, con este bagaje de sueños y el empuje de estos anhelos, nos preparamos los niños y yo para cumplir con el sueño de visitar los 144

museos en París, cuya sola perspectiva los emocionaba. Como dije, esta aventura que es la vida cuando uno se atreve a comprometerse con ella, nos abrazó con sus alas y nos ayudó a superar el vacío de amor en que habíamos quedado sumidos mis hijos y yo con la partida de Alfonso. De mis andanzas por la Ciudad Luz traté de recuperar algunos pasajes a los que ya me referí en páginas anteriores. De Diego el Cigala aprendí esta canción: Se me olvidó que te olvidé, se me olvidó que te dejé lejos, muy lejos de mi vida; se me olvidó que ya no estás, que ya ni me recordarás y me volvió a sangrar la herida; se me olvidó que te olvidé, y como nunca te encontré entre las sombras escondido y la verdad no sé por qué se me olvidó que te olvidé, a mí que nada se me olvida.

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Maternidades Una pequeña reseña sobre cada hijo mío se justifica si recordamos que estas palabras se van transformando en un homenaje póstumo a la vida y obra de Eduardo Arias Suarez María Angélica, mi padre. Su vida de humanista y su alma de artista así lo reclama. En cada nieto brilla el lucero de la composición o la creatividad. Mi sobrina es una literata consumada, profesora de letras mas no las tuyas porque aún el manto del olvido te cubre. Ya volverá la luz, papá. MATERNIDAD PRIMERA La íntima dicha de un diálogo, sin palabras, con el habitante de mi cuerpo y mi alma, fue mi goce perfecto. Si algo de infantil yo encerraba (como en todos nosotros) lo reviví, lo desperté en la feliz ocasión de parir y mimar a un tierno e indefenso bebé, que segundos antes ocupaba mi vientre. Preparadas desde la más tierna edad, estamos diseñadas para la construcción de la vida, porque somos posibilidades, caminos, esperanza, soluciones, aunque a veces no hayamos atrapado el rayo que fecunda. Mi barriga se expandió por primera vez y dio paso a María Fernanda el 8 de marzo de 1.969 en la Clínica del Country, de Bogotá. Con ella en brazos presencié por televisión la llegada del hombre a la luna. El movimiento hippie enarbolaba sus protestas y consignas y se cumplía un año del contestatario mayo del 68. María Fernanda no fue ajena al tiempo que la vio nacer. Lleva en sí el buen gusto en cuanto a lectura y escritura se refiere. Se entregó al estudio (que en mi opinión es una forma intima de buscar a Dios). Logró todos los triunfos académicos. Representó (en su adolescencia) 146

al Liceo Berthier de París, como delegada elegida ante el Ministerio de Educación de Francia, durante el bachillerato, aunque su educación secundaria la culminó en el Liceo Francés Paul Valery de Cali. Se bogó toda la literatura universal que la rodeó, incluyendo obras del abuelo Eduardo Arias Suárez. Desde la docencia su corazón brilla, junto a las olas del azul Caribe y colonial, como una luz que ayuda a avanzar a las nuevas generaciones. Iniciando su formación universitaria, siempre ha dado muestras de gran concentración, asimilación y fuerte vitalidad para avanzar en sus estudios de Biología, en sus experimentos, liderando salidas de campo a bosques y humedales y, desde muy niña, renunció siempre al viejo y decadente cliché de la mujer “bonita”, siendo hermosamente femenina. Hoy como doctora e brillante en Biología, dirige el Departamento de Biología, donde además de investigadora científica es docente en una importante Universidad Norteamericana. Su ternura desde niña y su trato, me devolvieron la esperanza y la fuerza para la lucha. Al momento de la separación, la sociedad machista y groseramente burguesa quiso alienarla, comprarla, disuadirla y seducirla para apartarla de las enseñanzas de buena conducta que le enviaron desde el cielo, por mi intermedio, pero fue inútil, no lo lograron. Hoy lucha solita con su hijo Daniel, que es otro lucero que brilla por su alma y capacidades, mientras yo tranquila veo pasar las semanas esperando el despertar verdadero de sus almas. En todo caso, María Fernanda es el más honroso homenaje a la mujer moderna, contemporánea, por su lucha y superación para obtener una altísima graduación profesional, porque siendo ya estudiante de su postgrado y doctorado, en sus brazos llevaba al fruto 147

de su dignísima maternidad, Daniel, quien la acompañaba mientras María Fernanda recibía clases, hacía experimentos de laboratorio o estudiaba con sus compañeros. Así creció Daniel, su hijo, en medio de lecturas, investigaciones, pruebas de laboratorio hasta que empezó a frecuentar un Jardín Infantil y a partir de ese momento se normalizó, muy lentamente, la rutina diaria de María Fernanda, quien para sostenerse percibía los dineros de una Beca estatal que la distinguió todos esos años de estudios por su altísimo grado de competencia, dedicación y equilibrio para sacar adelante tantas responsabilidades juntas. Como hija hace gala de excelsa y delicada responsabilidad y cultura, dueña del conocimiento, además, de toda la literatura universal e inmensa y sólida ternura. SEGUNDA MATERNIDAD Se llama Alfonso. También lleva el arte del abuelo Arias Suárez en su mirada. Quería estudiar dirección de cine, pero el temor al fracaso económico en cualquier manifestación artística escogió un derrotero más seguro. Nacido en Cali, Clínica de Occidente, el 26 de mayo de 1.971. La ciudad florecía con motivo de los preparativos y celebración de los Juegos Panamericanos, época en que la Sultana del Valle se engalanó construyendo espacios deportivos diseñados para alojar a los competidores de cada disciplina del norte, centro, y sur de América, Antillas y Caribe para realizar así las competencias. Las fachadas de casas, edificios, parques se revistieron de colores más lucidos, más limpios. Era la Cali cívica, alegre, coloquial, sin ser un pueblo sino una acogedora ciudad. 148

Alfonso (mi segundo hijo) nació por cesárea. La anestesia duró en mi cuerpo cinco horas, en lugar de media que fue lo programado. Como efecto de este necesario químico en aquel momento, tuve la sensación de sobrevolar los pabellones de la Clínica, deteniéndome sobre la incubadora, donde reposaba plácido mi adorado bebé. Seguí mi vuelo y de repente me trepé a una nube donde me esperaba una mujer ataviada con una túnica blanca, cabellos muy negros peinados a lo Marta Traba y cutis trigueño. La mujer me preguntó si me gustaría quedarme y abandonar para siempre el mundo. Se respiraba luz, paz, quietud. Respondí que no, después de agradecerle su interés por mi existir. Aduje mi compromiso con María Fernanda y Alfonsito recién nacido ese mismo día; era un pacto como de sangre, que me reclamaba para hacer presencia entre los vivos. – “Te falta recibir otro hijo que el cielo te manda”. – “Estoy preparada”. – “En el mundo te acompaña una gran soledad”. – “Ya la siento”. – “Debes regresar”. Volando ingresé a la alcoba donde yacía dormido mi cuerpo. Antes de tomarlo vi a mi suegra Lucía Tascón tomando de la mano a María Fernanda e invitando al papá de mis niños a almorzar, pues ya eran las 3.p.m. y yo no daba señales de volver en mí. Entré en mi cuerpo, le perdí el miedo a la muerte y abrí mis ojos. El efecto de la anestesia se esfumó. Ahí estaban los tres. Mi suegra, sin imaginárselo fue para mí la ayuda, el bastón que me permitió durante las ausencias de la vida, separaciones por motivos de mi trabajo y mi sin trabajo y las vacaciones de mis hijos. Luego en los años aciagos que me propinó el

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futuro de aquel entonces, ella simplemente dejó actuar su corazón de madre, para menguar en ellos el dolor que estrujaba mi alma. Alfonso Barberena Arias, juicioso estudiante, terminó su bachillerato en el Liceo Francés Paul Valery de Cali. Desde que abordó la adolescencia siempre contó con una delicada compañía femenina. Administrador de Empresas del ICESI. Amoroso. Gran miembro de familia. Felizmente casado. Anita, Nicolás y Sebastián son sus grandes amores. Alfonsito es mi terrón de azúcar. TERCERA MATERNIDAD

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Corría la mitad del año 1973. Tiempo caluroso y seco de esa época en las tórridas tierras del Valle del Cauca. Mis sentidos me anunciaban un nuevo embarazo. Acudí al especialista. Efectivamente, una nueva luz se abría paso en lo más entrañable de mi ser. En ese momento cerré mis ojos y vi una chispa de luz dorada que en forma de relámpago cruzó mi alma, iluminó mi plexo solar y salió por mi coronilla. Abrí mis ojos y me felicité por mi tercer bebé. Suave y apacible en la cunita, sonriente siempre. Casi nunca lloraba. Bello. Una pelusa dorada lo cubría de la cabeza a los pies. Cuerpo rollizo y largo. Muy inteligente pero con dificultad para la escolarización. Las profesoras de primaria dictaban las clases con él arrodetado en su regazo. Todo lo que tuvo que ver con estudios y horarios significaban para él una amenaza a su libertad y creatividad. -“No entiendo –decía- por qué el hombre no se conforma con ser hombre y tiene que volverse ingeniero, médico o abogado”. Tenía doce años de edad.

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Superó las dificultades, cumplió con la exigencia académica, declinó su orgullo de adolescente y aceptó la importancia de la formación académica. Hoy en día es un aprovechado abogado de la Universidad San Buenaventura de Cali, con post-grado en la Universidad Católica de Chile. Amoroso y sensible, esconde su alma de poeta tras un tupido velo de jurista. Nació Andrés Barberena Arias el 22 de febrero de 1974, en la Clínica de los Remedios de Cali.

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FABIO LOZANO SIMONELLI: Una amistad amorosa que la muerte se llevó El escenario rutilaba con sus reflectores. El Salón XX del Banco de Colombia, en Unicentro de Bogotá, años 80, a reventar. Seiscientas personas en este pequeño Auditorio y unas cien haciendo fila afuera en las gradas. Entre el público muchos amigos. En primera fila, hacia la derecha, mi amado amigo y mentor el poeta Jorge Rojas fundador del movimiento poético Piedra y Cielo, que tuvo dos corrientes: el americanismo con Pablo Neruda y el hispano tradicional. En Colombia la corriente americana la siguió Arturo Camacho y la corriente hispana Eduardo Carranza. Vuelvo al poeta Rojas: preciosamente vestido de cuello y corbata. Como toque final, una hermosa capa, negra, tirada sobre los hombros, que le llegaba a los tobillos, anudada con una cinta de seda oscura en el cuello. El poeta con su presencia me daba ánimos. Sus aplausos eran verdaderos, sentidos. Cualquier equivocación habría sido causa de una amorosa observación, un reclamo para fijar mejor la memoria. Pero nada de eso ocurrió. Yo inicié el Recital: el Nocturno, de Silva, junto a Flores Negras, de Julio Flórez; Futuro, de Barba Jacob; Hay un instante, música mía y texto del Maestro Guillermo Valencia. Abelardo Forero Benavides, también muy elegante, subió al escenario deteniéndose a mi lado para iniciar una tierna y seria disertación sobre los poetas escogidos para esa noche y mi canto. Este era el segundo recital de varios que ofrecí, gracias a la promoción y apoyo de Jaime Michelsen Uribe, es decir Grupo Grancolombiano. Año 1.981. Entre las sillas ubicadas en el centro del salón y en segunda fila, se divisaba, desde el escenario, a Fabio Lozano Simonelli. Aún no nos habían presentado, ni yo había visto antes su rostro. Me miraba fijamente conteniendo una sonrisa, a pesar de su seriedad, desde sus ojos azules 152

con pestañas y cejas pobladas y blancas. Al final del recital se acercó al camerino: –Soy Fabio Lozano Simonelli. –Soy Rosario Arias. –Soy periodista y quisiera hacerle un reportaje para la revista Diners y si usted me lo permite, quisiera escribir en el Espectador del domingo, un artículo sobre su canto de hoy. –Gracias, muchas gracias. El domingo siguiente abrí El Espectador y qué veo: en la página al lado del Editorial, en su columna El revés y el Derecho un título que decía “En el cielo de Rosario”. Con avidez me leí el texto. –Aló. –Quisiera visitarla y hacer el reportaje para Diners, como se lo prometí. Usted me encanta y admiro el amor que le tiene a Colombia. No sueña con parajes lejanos, se siente bien en su país. –Es verdad, soy muy feliz en Colombia. Fijamos un día de la semana que comenzaba. El Dr. Lozano Simonelli llegó acompañado de un buen fotógrafo, listo para charlar simplemente. Sin grabadoras, sin lápices, sin libretas. Se arrellanó por invitación mía, en el sofá vienés que hacía juego con la mecedora. Hablamos de todo. La poesía como tema principal, su fortaleza, después de la historia de Colombia y el mundo. Yo campeaba ingenua por la conversación y sin saberlo alimentaba su interés. El fotógrafo nos retrató en actitud de charla amena y a mí sola. Fabio de pié, yo no, 153

pero le sonreía. (Este reportaje está en la revista Diners de marzo de 1.981). – ¿Cuándo es el próximo recital? –Pronto. –Permítame ayudarla a escoger las poesías. Me sorprende el acierto con que las seleccionó. ¿Quién le ayudó? –Nadie. – ¿Cómo hizo? – ¿Por qué le sorprende? Dejé que mi oído y el buen gusto sintieran el ritmo de las sílabas y la melodía de las rimas. –Me hubiera gustado escucharla declamando Mis zapatos viejos, del Tuerto López. –Bella poesía –dije–, pero no acepta música más que la que lleva en sí misma. El insistió en que yo incluyera dicho poema para el siguiente recital. Me negué. Me ranché. Casi le causo un disgusto, que él evitó, con diplomacia cambiando de tema. Yo trabajaba en Telecom y el Dr. Lozano Simonelli me recogía en la oficina principal del centro, casi todas las tardes, para venir a mi domicilio carrera 7ª con calle 21, en Las Nieves, a pasar con los niños el tiempo de las tareas y la cena. Fabito intercambiaba con mis hijos cuentos e historias desbordantes de fantasía, que ellos agrandaban con su imaginación hasta llegar casi al histrionismo.

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Esta pausa revive en mi memoria su palabra, Dr. Lozano Simonelli., y retrata los hechos y sentimientos que constituyeron nuestra casta pero profunda amistad: Me faltas, del Dr. Fabio Lozano Simonelli. Me faltas. El vacío de ti es un abismo Por el cual pasan un río, el viento y el dolor A veces también tú, es decir, la vida Me faltas, lo cual equivale a morir Sin la seguridad de tu boca y de tu mirada Me faltas como si el alma se hubiera escapado Me faltas: canción, beso y semilla y certeza Quise emprenderte como una tarea ¿Lo podré? Tal vez no, Porque solo soy relámpago, ráfaga, instante Cuando me faltas no me siento vivo Lo que fui se evapora En las brumas que quedan Cuando muero al sentir que Me faltas Este poema llegó a mis manos como obsequio póstumo de un buen amigo de Fabito, el periodista y escritor Plinio Apuleyo Mendoza quien aseguraba que fue escrito para mí. Momento de cepillarse los dientes y empiyamarse. Fabito se despedía. Tomaba su Renault 4 blanco (en el que una vez casi nos vamos con niños y todo, al fondo de una piscina, como resultado de una juma general y su torpeza para acelerar en reversa) y se lanzaba raudo 155

por la carrera séptima hasta su casa en Rosales, a continuar con la misión de gran amigo de sus hijos. Pasaban los días y las semanas mientras continuábamos con extensas disertaciones sobre un poema, o tal vez sobre algún gobernante o simplemente tocábamos temas baladíes que en su palabra cobraban vida propia llegando a conclusiones sorprendentes. Tuve siempre la sensación de que se divertía a costillas mías. Guardaba un no sé qué de picardía. En todo caso nuestros coloquios estaban sembrados de su sonora carcajada. –¿Qué se siente de ser genio? –No sé, ¿por qué? Sonreía y me daba un apretón de manos. Para sentir y vivir una historia semejante tuvimos como aliada la poesía. La franqueza mía un poco exagerada, su sinceridad y su paciencia para explicarme que éramos amantes con un amor tan puro que no admitía ni el roce de la piel, también fueron necesarios pues mis pocos años reclamaban gestos, acciones definitivas, declaraciones de amor. Siempre un beso de saludo en una mejilla y otro de despedida. Nuestro romance sublimaba nuestra angustia existencial y me daba confianza para ser yo y nadie más que yo, sin amagos de seducción ni conquistas. Me desentendí del qué dirán. Disfrutábamos de la mutua compañía. –Mañana a las tres de la tarde vengo para que nos pongamos de acuerdo, porque usted y yo no podemos continuar así. Vámonos a vivir juntos. Es la hora de definir nuestra situación. Acepté. Sentí un poco apresurada la determinación, pero me abandoné a su buen juicio y al platónico amor que nos unía. Esa noche dormí plácidamente y al día siguiente me preparé para recibirlo. Los 156

niños estaban de vacaciones en Cali. A las tres en punto yo estaba lista. Pasaron las horas interminables y Fabito no llegaba. Transcurrió el día entero. A las once de la noche me tumbó el sueño. Amanecí vestida. Eran las siete de la mañana. Timbró el teléfono. –Mi amor, estoy en la Clínica Shaio. Me internaron de urgencia. Conmigo están los amigotes, pero sólo deseo que vengas tú. Fui. Leímos. Le recité las mejores rimas de la reciente antología poética de Andrés Holguín. Repetí las visitas, iba en un jeep que me facilitaba Telecom. Hasta que lo vimos recuperado y apto para una nueva vida, ésta sin alcohol. Voces autorizadas de la clínica pronosticaron dos años de vida si probaba una gota de alcohol ó una vida larga y feliz a mi lado en total abstinencia, debía renunciar al whisky. Fabito era joven, contaba con 52 años. Su hermana Esther me transmitió el parte médico y procedí a ocuparme de su alimentación. Él me lo permitía. Así transcurrieron algunos meses, tal vez tres o cuatro. El Dr. Lozano Simonelli se recuperaba satisfactoriamente. Casi todas las noches cenábamos los dos con los niños. Yo debía atender mis obligaciones con mis hijos, Telecom y con Fabito. Así transcurrían los días. Un buen día nos invitaron a casa de un amigo cuyo nombre me reservo. Para ese momento Fabio se había tornado un poco silencioso, mustio. Las copas con los amigos desataban su simpatía, su charla muchas veces jocosa pero en todo caso certera y amena. Ya cumplía tres meses sin probar licor. En esta ocasión fue más fuerte su ansia de comunicar, de reír, de opinar y aceptó un vaso extralargo de whisky. Pasaron exactamente dos años. El entusiasmo, la jovialidad, la alegría, los chistes inventados se apagaron en su voz. Voz que se tornó oscura y muy pausada. No se escuchó más su carcajada inconfundible. Al día siguiente de la fiesta comenzó la cuenta 157

regresiva de los días que le quedaban de vida. Poco a poco se encerró en su torre. Yo con angustia le dejaba con su empleada doméstica potajes, frutas, panes, etc. Jamás entré sola a su casa. Respeté sus ansias de aislarse y de embeberse en el veneno del alcohol. Mi posición era delicada: yo temía que en mi condición de mujer joven, recién llegada a la capital, mis pasos o determinaciones pudieran revestir, a los ojos del mundo, algún interés personal. Tenía conmigo a mis hijos, a la sazón muy niños, que lo quisieron mucho. El temor a ser tildada de oportunista inhibió en mí el deseo vital de ayudarlo. También estaban de por medio mis hijos. Fabito no quería ver a nadie y yo lo sentí. Ese respeto mío hacia su angustia por beber tal vez nos separó. Él se encerró y yo tuve que continuar la vida. El trabajo en Telecom, los niños, los recitales (para reunir unos denarios más) me obligaron a seguir adelante. Dos años después me llegó a París una carta amiga con un recorte de prensa que confirmaba la muerte del Dr. Fabio Lozano Simonelli. Para ese momento ya estábamos haciendo, de nuevo, planes para vivir juntos. Ya vendría la dicha. Pero no, nunca llegó. Me flaqueó el cuerpo con el recorte de prensa en la mano. Le dije adiós para siempre. Me quedó un poema suyo y la canción que siempre me saca, victoriosa, a la otra orilla. Escuchar La vencedora, con la que Bolívar entró triunfante a Bogotá, era nuestra mejor ocupación. Toda la música patria lo envuelve en mi recuerdo con la gratitud de una fiel amiga y una colombiana agradecida, pues su preocupación por los destinos de la patria llegó a calar en el alma de los amigos y de los colombianos que lo seguían en sus programas de historia televisados, sus escritos en El Espectador, sus cátedras y su presencia en los salones de Bogotá y de la provincia, además de sus obras, entre las que recuerdo Liberalismo y Socialismo, Reflexiones sobre las fallas en la dirección, Diario de un 158

sonámbulo enamorado, La administración pública en los países en desarrollo. Quedan dos Colegios Distritales con su nombre, queda la memoria de Fabito escritor y orador. La Universidad Jorge Tadeo Lozano bautizó su Auditorio para celebrar la cultura artística de Bogotá y otros lares con el nombre de Fabio Lozano Simonelli, Auditorio que regenta en este momento Isabel Vernaza, compañera de mi juventud y testigo del afecto que me unió a Fabio Lozano Simonelli. En este momento presente de mi vida (año 2012), Cali me llena de compensaciones a cambio de los años vividos y poblados de desencuentros, decepciones, incertidumbre económica, fiestas y guitarras Sin remuneración a veces. Un manto de nostalgia debería cubrir mi devenir mas no es así, la vida se empeña en resarcirme, en pedirme continuar con la fe que me ha dado el acicate para no perderme dentro de mi propia voz. El recuerdo del Dr. Lozano Simonelli yace en mí como una manera de retribuirle la amistad que, sin reatos, ofreció a nuestra pequeña familia. Quedo tranquila porque sé que descansa en un alero azul infinito como su anhelo de justicia y bien para este mundo, con luz propia, muy junto a Dios. No me resta nada más por decir pues su grandeza lo ha dicho y lo dirá todo. Almas gemelas. Yo batallaba contra mis memorias para hacer menos vívida la presencia de mi amistad con Fabito. Sentía en el alma un duelo huérfano, un dolor lento que no podía desahogar con nadie. Yo era simplemente una amiga muy cercana del Dr. Lozano Simonelli. El tiempo seguía su curso llevándose en su marcha veloz los días y las semanas. Una mañana mi teléfono sonó. Hacía un par de meses de la desaparición de Fabito. El frío en París calaba los huesos. 159

–Habla Ana Sixta de Cuadros. Tú no me conoces. Yo soy la parlamentaria suplente por el liberalismo, del Dr. Fabio Lozano Simonelli, tu alma gemela. Voy para Colombia en noviembre y me ofrezco para recoger sus pertenencias en el escritorio que él ocupaba en el Congreso y traértelas porque nadie mejor que tú las guardará. Ustedes eran almas gemelas y cuando uno más necesita el olvido, éste se hace reacio. ¿Qué dices? Yo tengo acceso a sus pertenencias: plumas, libros, escritos, tal vez algunas fotos. Enmudecí. Todo sucedía como una avalancha de palabras, incontenible, y las frases de agradecimiento y las preguntas en mi boca se agolpaban: ¿Cómo lo sabe? ¿Es cierto que éramos almas gemelas? Nadie me lo había dicho. ¿Cómo se enteró? Yo lo sentí así. Hasta que por fin dije: –Muchas gracias, Ana Sixta, su llamada es un lenitivo porque parézcalo o no yo hice hasta donde pude pero él se me escurrió entre los dedos. Se volvió inalcanzable, inaccesible. Se aferró a las copas. –Para sellar nuestro pacto te invito a almorzar mañana. Acepté. Al mediodía me presenté en la dirección acordada. Un apartamento señorial, bello y de un gusto discreto. Almorzamos y nos tomamos entre las dos una botella de vino blanco. El tema de conversación: La grandeza del Dr. Lozano Simonelli, nuestra tristeza y el dolor de sus amados hijos. Y me abstuve de llamarlos, porque me sentí incapaz de mencionarles mi tristeza y tocar el tema pues mi dolor no superaría de todas maneras el dolor de sus hijos al perder a su padre. Llegó noviembre y Ana Sixta González de Cuadros se despidió por teléfono para abordar, el día 27, un Boeing de Avianca que la conduciría a Bogotá. 160

El avión se cayó. El 27 de noviembre de 1.983, el Boeing 747 de Avianca se accidentó en Mejorada del Campo, a 21 kilómetros de Madrid, España. Era de madrugada, una mañana de un tedioso y oscuro invierno cuando timbró el teléfono. Olvidé quién me habló: –El avión de Avianca que llevaba a tu amiga Ana Sixta de Cuadros sufrió un accidente. Se despertó de nuevo en mí ese enfrentamiento con la muerte que desde mi temprana edad se lo llevaba todo, todo lo que brindaba paz, seguridad, todo lo que reclamaba al destino un poco de justicia. No era solamente la muerte física, era que a esa muerte física le habían antecedido muchas muertes como el olvido y el desarraigo. Este accidente en Mejorada del Campo, España, es recordado como el peor accidente aéreo en la historia de la aviación colombina. Murieron Marta Traba y su esposo Ángel Rama, el escritor peruano Manuel Escorza y también el mejicano Jorge Ibargüengoitia, gran cronista y novelista. Para la intelectualidad colombiana y latinoamericana este accidente fue una tragedia de la cual aun no nos recuperamos. Y como negar que la desaparición de nuestros amados y el desarraigo, afectivo en el caso de Fabito, siguiera siempre en pié pues al unirnos él y yo en París, yo dedicaría mi vida a cuidarlo y a evitar una recaída, ya que su salud era delicada. Pues también así yo enfrentaría la muerte cuidando la vida. LA NOCHE QUEDÓ ATRÁS como dijo San Juan de la Cruz. El desarraigo que cada vez más mostraba su garra, me fue indicando el para qué del dolor a lo largo de una vida: evolución, desapego, mucha

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fe en Dios y amor a los pueblos y gentes que vamos encontrando por los caminos que traza el destino.

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Los músicos y yo, en las estaciones del Metro de París En la estación de Kleber siempre se detiene el metro que me lleva a mi soledad envuelta en el abrigo amigo, protector de la inclemencia del tiempo y de las recias nevadas. En Kleber no se escucha a ninguno de los músicos que en París siempre íbamos de aquí para allá con nuestros instrumentos en busca de monedas y a veces billetes a cambio de nuestros ritmos y melodías. La razón de la existencia de esta pléyade de artistas de la música en los corredores del Metro se debe que los apartamentos y habitaciones donde se alojan los músicos son muy pequeños y debíamos respetar el sueño del vecino y su privacidad para no invadirlo con el sonido, por bello que éste fuera. Ensayos, repasar lecciones de música, preparar un grupo hay que realizarlo fuera del domicilio. En París hay salones de estudio con piano para alquilar por horas, pero hay estudiantes cuyo presupuesto no contempla este valor. En Kleber el metro se detiene dos minutos, en medio de un gran silencio, cosa que no sucede en otras estaciones. Yo fui parte de la legión de artistas trashumantes que viaja a la Ciudad Luz con ansias de forjarse un futuro en lo que alguna vez fue el centro cultural del mundo aunque sigo considerando a París el corazón del mundo. Mi primera visita a París duró ocho meses, lapso durante el cual yo debí ser avara con los dólares que había llevado para solventar desde el primer día mis frais de sejour –transporte, dormitorio, alimentación…–, mientras lograba encontrar un ingreso estable con mi canto. Corría el año 1982 y efectivamente ese dinero me sirvió para sostenerme hasta que hallé un trabajo como intérprete de nuestras canciones. Así gané mis primeros francos: con mi guitarra guindada al cuello, en las muchas estaciones del metro. No podía darme el lujo de 163

perder tiempo. La vida del París subterráneo, la que se mueve en los corredores del metro, es dura, anónima y difícil. Para poder hacerse allí limpiamente a unas cuantas monedas el músico o artista debe portar un permiso de la compañía de trenes de Francia, y este salvoconducto es privilegio de los músicos franceses. Pese a ello en los pasillos y encrucijadas del metro pululan músicos de todas las nacionalidades, a más de los franceses que no han logrado “triunfar”. En el empalme de dos corredores del metro escuché la voz de un cantante francés invidente que colocaba su equipo de sonido a todo volumen y aturdía al público con el retumbar de la música producida por él, para promocionar y vender sus grabaciones. Era un pandemónium. Otras veces tomaba el micrófono, colocaba un acompañamiento orquestado y cantaba en vivo. Vendía bastante. Había también, como dije, músicos de otros países de Europa, muchos de ellos estudiantes que tocaban, por ejemplo, en la estación del Louvre, como ejercicio para realizar sus tareas musicales. Entre ellos André, el acordeonista más virtuoso que haya podido yo escuchar, alto y espigado, portaba un acordeón inmenso que contrastaba con su singular figura. Siempre muy serio tocaba, creo yo, todo el repertorio de la canción francesa, La vie en rose europea y un poco latinoamericana, como valsecitos peruanos, Júrame de María Grever, Amapola o Un viejo amor. No cantaba. En 1982, según me dijeron, se llegó a ganar entre quinientos y seiscientos francos por día en sus andanzas por el metro de París, sin contar lo que ganaba por presentaciones. Sobre su camisa lucía el permiso de la SNCF. Supe que vivía en Vincennes porque me invitó a visitarlo y cenar con él y no fui. No sabría decir por qué, pero creo que me dio miedo, a más de que mis costumbres no me lo permitieron; al fin y al cabo André era para mí un 164

desconocido. Su música era un preludio constante, una lluvia de notas musicales en la estación Franklin Delano Roosevelt donde, como en un escenario real, se escuchaban sus melodías cuyos ecos rielaban dominando la acústica de paredes y socavones. En París vivía yo en un hotelito de la Rue Guy Lussac, a dos cuadras de los jardines de Luxemburgo. Tres estrellas y agua caliente. Todo alfombrado, tenía un pequeño comedor a pocos pasos a la derecha del vestíbulo, y una cocina de mediano tamaño pero bien dotada en frente del mueble de la recepción. De los techos colgaban brillantes e iluminadas las lámparas en forma de arañas y su profusión de lágrimas. Mi minúscula alcoba estaba en un tercer piso, cubierto de pared a pared por un grueso y mullido tapete color café grisáceo. La cama, con sus preciosos tendidos, lucía impecable. El dinerillo que recolectaba cantando en el metro me servía para almorzar, visitar algún museo, ir a la biblioteca Pompidou o Beaubourg, o sufragar el trasporte para asistir a una cita de trabajo, a la cual me presentaba siempre acompañada de mi guitarra. Después de una búsqueda exhaustiva de dos meses encontré un puesto como cantante de jueves a sábado en un restaurante modesto –y bien modesto– llamado La Marmite, en el que, junto con la cuenta, pasaban a los comensales un vale en el que cobraban algunos francos por la presentación de los músicos. En ese modesto restaurante le celebramos una noche el cumpleaños a Vilma Zafra Turbay. Yo escogí cantar en Francia, anónimamente, para averiguar si los aplausos eran para una artista y no cargados con el afecto de la amistad, como yo lo sentía en Colombia. Me confronté. Meses atrás, en mis clases de francés en la Alianza Francesa sobre el Boulevard Raspail, había conocido a un mejicano de 165

veinticinco años, delgado y de mediana estatura, nariz afilada y rasgados ojos negros, que cursaba un postgrado en economía en el Instituto de Altos Estudios de la América Latina. Se llamaba Jorge, y siempre tomaba asiento en el pupitre al lado del mío. Un día le pregunté si le gustaría ganarse unos cuantos francos conmigo. Los rasgos de su rostro se transformaron, y con amplia sonrisa me respondió: “Por supuesto que sí”. “A la salida hablamos”, le dije. Una vez terminadas las clases del día, tras cruzar el gran portal de hierro forjado con florones dorados y muy alto de la Alianza, mi compañero y yo nos enrumbamos por el Boulevard Raspail camino al Odeón donde iríamos a almorzar. Así le hablé: –Yo canto en el metro para ganar algo y poder alargar los denarios que traje. Te propongo que, después de las clases, me acompañes, que seas mi sombra en donde yo cante en París. –Me miró con cierta suspicacia, por lo que tuve que aclararle–: Me da miedo estar sola en esta ciudad, aunque la verdad es que en París no se pierde ni un niño –y para animarlo definitivamente, agregué–: Te daré el cuarenta por ciento de lo que reciba. Uno de mis secretos motivos de viajar a París, era confrontarme con un público que nada supiera de mí, salvo que era una voz venida del otro lado del Atlántico. También le ofrecí a Jorge que fuera a La Marmite de jueves a sábado, de ocho a diez de la noche, cuando yo daba mi recital colombiano y sureño, para que al terminar me acompañara hasta la estación de Villiers, donde yo habitaba. Jorge aceptó todo lo que le propuse con el rostro iluminado de alegría. Siempre vestía una chaqueta de cuero terracota, jeans y botas de vaquero. A veces llevaba guantes y nunca le faltaba el cigarrillo en la comisura de los labios. Para justificar la presencia de Jorge cada noche 166

conmigo, dije a la propietaria del restaurante que él era músico y que se encontraba convaleciente, por lo cual no cantaba ni tocaba. La dama aceptó sin ningún comentario. Así canté para los franceses, mientras mi ángel de la guarda mejicano, recostado en el bar del restaurante, fumaba, me aplaudía y se bebía un buen coñac. Al silenciarse mi voz, a veces los dueños, a veces los anfitriones del restaurante, nos llamaban a ocupar un par de asientitos en una mesa bien ubicada, desde donde se veía quienes entraban o salían, y también divisábamos el salón que se alargaba hasta el fondo, a la izquierda. ¡Ah!, algo más, después de mi presentación teníamos derecho a la cena. El menú era, por cierto, muy francés, y en ocasiones, a pedido nuestro, repetían la raquelette, que con unas papas al vapor, una baguette y un poco de ensalada devorábamos rociada con un vino noble espirituoso y abrasador. Recuerdo que si estábamos en cosecha de la vid, es decir, poco después del verano, no nos faltaba un joven boujolais. Al terminar la cena Jorge se echaba mi guitarra al hombro –guitarra que me habían regalado Virginia Bohmer y Ernesto de Lima en Cali– y caminaba al lado mío, ambos envueltos en gruesos abrigos de lana y cuero para soportar el frío que con el viento arrecia su fuerza y cual cuchillos hiere tus mejillas. Andábamos hasta la estación del metro y hacíamos el cambio de muelle para llegar a Villiers, donde yo vivía en un chambre de bonne. Una vez en el andén del metro yo improvisaba mi escenario y comenzaba a cantar. Jorge fumaba y escuchaba, recostado sobre el muro las canciones que según mis ánimos interpretaba, colombianas y latinoamericanas. La composición que más me solicitaban, y por supuesto la que más dinero me reportaba, era El Barcino de Jorge Villamil.

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Uno de esos días en la estación de Franklin Delano Roosevelt Jorge el mejicano encendió su cigarrillo, a su lado y directamente frente a mí, se recostó contra el muro un hombre rubio, con gafas RayBan, cabello ensortijado hasta el hombro, y prácticamente embutido en una chaqueta acolchada que lo hacía lucir como un robot o un astronauta. No musitaba palabra. Solo sonreía y me arrojaba monedas. Lo vi tan rubicundo que creí que era un francés o un gringo. Pues no, era un pintor colombiano, cuyo acento paisa lo delató en cuanto cruzamos nuestras primeras palabras. Desde ese día los tres nos hicimos buenos amigos; almorzábamos juntos y después visitábamos alguna exposición. Un buen día nuestro nuevo amigo nos condujo al atelier donde vivía y pintaba. El tema de sus obras eran siempre los militares. Plasmaba a la perfección todos los detalles de los uniformes con sus colores y condecoraciones, y sus protagonistas eran de distintas razas y fisonomías. En cada cuadro un uniformado a quien no le podía faltar su elegante quepis. Pero había algo peculiar en todas sus composiciones, un elemento escabroso que, pienso yo, era una alegoría muy acertada, aunque fuerte, a lo que el personaje y el uniforme han representado a través de la historia: profusión de sangre derramada en el suelo o manchando los uniformes. Al poco tiempo nuestros encuentros con el pintor fueron cada vez menos frecuentes y pronto nos dejamos de ver. Yo continuaba cantando en la estación Roosevelt del metro, siempre en compañía de Jorge. Un día, al son de El barcino de Villamil, pasó un grupo de señoras envueltas en pieles que cuando vieron el estuche de mi guitarra abierto arrojaron en él un billete de cincuenta francos y se detuvieron a escucharme. Terminé de cantar e hice una 168

pausa para agradecerles en francés y preguntarles qué canción les había gustado más. Las mujeres sonrieron cálidamente y una de ellas me dijo: “Soy colombiana. Por favor, dame tu número de teléfono”. Intercambiamos algunos datos y al día siguiente me llamó para invitarme a tomar té en su casa. Efectivamente, fui y me enteré de que la dama era la sobrina dilecta de Guillermo Hernández, embajador de Colombia ante la Unesco. Con ellos inicié una buena amistad, que se acrecentó tiempo después cuando mis niños llegaron a París. El exilio siempre es duro, pero en algunas ocasiones se tiñe de ribetes tragicómicos. Para corresponder a la compañía y apoyo del embajador y su sobrina, cierto día los invité a cenar. Esa noche, a las siete, coloqué en la olla de presión un lomo de res con verduras, papas y vino. Tapé la olla mal tapada… y perdí la noción del tiempo. Al cabo de una hora y media de deliciosos aperitivos y agradable conversación, cierto olorcillo a quemado me recordó de repente lo que había puesto en la estufa. Pegué un brinco y corrí a la cocina. En efecto, de la válvula de la olla a presión surgía un humo negro. Esperé prudentemente hasta que pude abrirla y vi que la carne estaba totalmente tiesa y chamuscada y las verduras y las papas formaban una masa informe. Cabizbaja, regresé a la sala y les confesé a mis invitados el rotundo fracaso de la cena. Para mi sorpresa y eterna gratitud, ambos a coro me pidieron que sirviera a la mesa la carne y su guarnición. Así lo hice, y para mayor sorpresa mía, así se la comieron. En París asistí a sesiones de psicoanálisis con Jean Guire, discípulo de Lacan. De esas experiencias se me olvidó todo pero me quedó la frustración de haber trabajado mi psiquis en francés y no en la lengua materna. Fue una verdadera prueba de fuego. Lo sentí como un atropello porque el analista hablaba bien el español. Yo reprimía 169

continuamente el llanto, hasta que tuve una verdadera crisis en Cali años después. Hoy puedo afirmar, con absoluta seguridad, que lo único que me mantuvo cuerda fueron mis niños y el canto: ese fue el legado que me dejó la patria. El Jardín de las Tullerías era mi refugio contra la soledad. Lo visitaba con frecuencia con mis hijos, al igual que el Jardín de Plantas. El exilio es el detonador de la soledad que muchos llevamos en el alma.

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Unas de cal, otras de arena ¡París! ¡Qué difícil cantar en tus socavones, en tus subterráneos! Canto, y tu helaje endurece las huellas de mi rostro. Los transeúntes corren de aquí para allá; algunos se detienen y me escuchan brevemente, pero pocos sonríen. Sin embargo, las monedas que dejan caer sobre el estuche abierto de mi guitarra son para mí más que dinero: es un verdadero maná que cae del cielo para mitigar mis desvelos y satisfacer no las necesidades de mi cuerpo sino las angustias de mi alma ávida de sanar sus dolencias; heridas que desde el silencio de los siglos suele paliar un simple beso y un poco de afecto. Yo cantaba y la gente pasaba. Era el gran salón de la estación de Chatelet. Callé y guardé mi guitarra para dirigirme a la chambre de bonne de Villiers donde mi amigo Luc me ofreció un rinconcito para compartir. De repente una mujer francesa de unos treinta y cinco años me hizo un gesto, y en un español con acento me pidió que esperara un momento, pues unos niños querían cantar para mí. En efecto, dirigí la vista más allá de la mujer y vi a un grupo de unos quince niños que avanzaban hacia nosotras en compañía de otra mujer. Tenían alrededor de nueve a diez años. Una de las profesoras –al menos eso me pareció que eran las dos damas– invitó a los niños a agruparse en dos filas a mi alrededor, y una vez formados, cuál no sería mi sorpresa cuando empezaron a cantar en coro: Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona… y luego, No es más que un hasta luego, no es más que un simple adiós… Eran las cinco de la tarde, y ya oscurecía por el crudo invierno. Al terminar les di mis conmovidos agradecimientos, y en el preciso instante en que me acercaba al grupo para abrazar a alguno de los pequeñines, el metro se detuvo en el muelle, abrió sus puertas y todos corrieron hacia los vagones que los 171

llevarían a la Banlieu, las afueras de la ciudad. Desde el interior del metro las dos profesoras me daban las gracias en francés y español, y abrazaban a los niños quienes me decían adiós con sus manitas desde los puestos del vagón. Yo también agitaba mis manos y ahogaba con silencio mis emociones. Esa escena inusual se me asemejó a un reencuentro con vidas pasadas, y alivió mi cansancio del día. Una luminosa mañana de finales de primavera, más o menos al mes de mi llegada a París, cuando aún la ciudad disfrutaba del aire tibio y traslúcido de la más bella estación del año, cantaba yo sola en uno de los corredores más concurridos del metro, en un cruce de líneas. De repente un hombre bajito, enorme panza, ojos inyectados en sangre, vestido completo de gris y camisa blanca se acercó a mí con el ceño fruncido y una expresión iracunda en su rostro. Me habló en un francés atropellado y gesticulaba verdaderamente disgustado. Sorprendida por la actitud del hombre, observé cómo sacaba de su bolsillo una pequeña cadena de la que pendía una gran medalla plateada en forma de sol o de estrella, y sin dejar de vociferar me la enrostraba. Yo le mostré, con una sonrisa, mi pasaporte; lo miró con desdén y continuó su perorata en francés. Seguía enrostrándome el objeto y yo, ingenua, creí que era una medallita de la Virgen y le sonreí. El hombre se ponía cada vez más energúmeno por mi actitud, hasta que pasó alguien que hablaba español y me dijo: “Es un policía y la insta a que abandone el metro de inmediato”. Supe entonces que la “medalla” que el hombre esgrimía era su credencial de policía. “Si no se va, la arresta”, me tradujo de nuevo el transeúnte, “¿Con qué derecho me va a arrestar?”, le pregunté a mi ocasional traductor, sin dejar de mirar, esta vez sí con temor, al oficial. “Por no llevar la autorización de la SNCF”, (compañía de trenes de Francia) me informó el hombre. Ante 172

esto, tranquilamente guardé mi pasaporte, tomé mi guitarra y enfilé por la senda, como dice la canción argentina. París estaba plagado de latinoamericanos pero, hay que decirlo, pocos colombianos. Esos paisanos me informaron que la primera gran inmigración fue de argentinos y chilenos como asilados políticos, y por supuesto, acapararon todos los ámbitos. Así, las asociaciones que organizan las galas para músicos latinoamericanos, los médicos, los poetas, los periodistas de la Radio France International, las becas y las ayudas para las familias, todo gira en torno a los argentinos primero y luego, a los chilenos. Los colombianos ciertamente eran pocos en ese año de 1982 durante el gobierno de Mitterrand y con visible enojo decían: “Si conversas con cualquier chileno siempre te dirá que el día de la muerte de Allende él pasaba por el andén de la Casa de la Moneda, y así han conseguido todo”. Aunque no repliqué una palabra, lo dije todo cantando música chilena. En aquel entonces yo amaba cantar Si vas para Chile te ruego que pases por donde vive mi amado,/ es una casita muy blanca y chiquita y está en lo alto de un cerro enclavada… Yo sentía que esa canción me ablandaba el corazón a pesar del sarcasmo de mis compatriotas. En verdad es una bella canción y Chile es un magnífico país. Hoy mis hijos Alfonso y Andrés viven en Chile, la que ha sido para ellos, como su Colombia natal, una tierra bendita pues en ella han hallado su sustento y el mismo calor de hogar, solidaridad y amistad. Todo gracias a Colombia, que apoyó su partida. Decidí suspender mis andanzas por el metro un par de semanas, al cabo de las cuales regresé y y me presenté de nuevo en los corredores y salones de Les Halles, Odeón, Louvre, Chatelet, entre otros más que he olvidado. En ocasiones, en lugar de cantar en los socavones del metro lo hacía en Beaubourg también llamado Centro 173

Pompidou, cuya plazoleta de adoquines era el escenario de múltiples actividades: kioscos de venta de periódicos presididos, por supuesto, por Le Monde; numerosas mesitas cubiertas de pañolones o de carpeticas de vistosos colores y flequillos, bordados o pintados, cada una de las cuales pertenecía a una dama que leía el tarot, la mayoría de ellas provenientes de Europa del Este y a las que mucha gente consultaba; inclusive llegué a ver una bola de cristal en la mesita de una gitana de edad madura; malabaristas, pintores, mimos, vendedores de artesanías africanas, a más de una abigarrada multitud de vendedores de cualquier cosa, y yo con mi guitarra. Ahí cantaba y jamás un policía llegó a importunarme. En Pompidou trabé amistad con algunos artistas latinos – amistad viajera o pasajera– que me dieron verdaderas lecciones de cómo funcionaban las cosas en Francia, y preciosos consejos para sobrevivir allí de la mejor forma posible. Recuerdo que una joven, francesa, contemporánea conmigo, se empeñó en explicarme el embrollo de las elecciones presidenciales en su país. Pero, pese a que traté de prestarle la mayor atención, solo pude comprender que el grueso de la población francesa estaba divido en izquierda y derecha y, sin embargo, su voto no era decisivo, puesto que la que inclinaba la balanza hacia uno u otro lado era una minoría pensante, una élite. Yo no pronuncié palabra acerca de cómo estaba organizado el sistema electoral de mi país, pero hoy puedo afirmar que, con pequeñas variantes, igual sucede en todas partes del mundo. Cambiamos de tema. Ni entonces, ni ahora, he podido comprender del todo los vericuetos de la política. Antes me avergonzaba por ello, pero a estas alturas de mi vida me siento agradecida de poder contar con el

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inapreciable recurso de una canción o de un poema para calmar las tristezas o para brindar alegría. En el París de los ochenta fui invitada por algunos estudiantes uruguayos que trabajaban como periodistas en una elegante agencia de prensa de la Ciudad Luz, Barrio Latino, para asistir al sepelio de Julio Cortázar en el cementerio Pere Lachaise. Eran las diez de la mañana de un día gris y una llovizna pertinaz entristecía el ambiente. Terminados para siempre los dolores y las afugias del escritor. Me sumé al pequeño grupo de uruguayos y argentinos que hacían parte del cortejo fúnebre y quienes habían organizado la ceremonia. Sentí una profunda tristeza de no haber conocido personalmente al inmenso escritor y poeta, pese a que lo tuve tan cerca y a la vez tan lejano. Sin embargo, aun sin haberlo tratado, puedo afirmar que logré percibir la nostalgia que lo rodeaba, su inseparable compañera que lo siguió hasta la muerte. *** París, los Derechos Humanos, la toma de la Bastilla que dio paso a la revolución francesa, el movimiento surrealista y la riqueza humanística de su cultura, del pensamiento, hacen que para cualquier mortal que viva en Francia por algunos meses o años, la relación sea grata, enriquecedora, transformadora. Sus leyes que incluyen las diferencias, invitan a la convivencia, a la alternancia y coexistencia de las ideas, por disímiles que éstas sean. Sin embargo en cuanto a la relación hombre mujer, mi sentir percibió algunos desbalances, como los que hay en cualquier parte del mundo y en cualquier sociedad. Dado que se trata de un país, Francia, en donde la historia se ha decantado, donde todas las necesidades están resueltas o por lo menos las más importantes en una amplia gama, una sociedad donde todo está prácticamente hecho la pareja 175

vive en su interior una especie de emulación ó manida competencia, llamada en francés “rapport de forcé”, en la vida diaria: quien propone el mejor espectáculo, el mejor vino, el mejor restaurante, etc. En Colombia hay machismo y en Francia también, pero los colombianos vivimos la pareja sin competir, hay por lo tanto una camaradería y complicidad, pues todo está por hacerse y permite a la pareja proyectarse hacia la sociedad. La mujer francesa es merecedora de admiración por su lucha a favor de sus derechos habiendo conquistado muchos espacios y garantías. Lo anteriormente dicho es el fruto de una experiencia vivida a mediados de los años 80. Los franceses saben ser amigos de sus amigos. Yo doy gracias a la vida por el regalo de la amistad de incontables seres que he encontrando a lo largo del camino.

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El terremoto de Popayán Desde nuestro acogedor refugio en los Alpes franceses veía caer la lluvia de pequeños copos de nieve, profusa y blanca, sobre el mudo bosque de pinos. Mi amigo Luc Parlier regresó de esquiar. Yo había hecho todos los intentos por aprender a esquiar, pero definitivamente estaba negada para este deporte: cada vez que lo intentaba terminaba dando tumbos por la falda de la montaña y quedaba cubierta de nieve de pies a cabeza. Tomé, entonces, las cosas con filosofía, y como el zorro enfrentado a la imposibilidad de alcanzar las uvas, me dije que aún estaba yo muy verde para esos avatares y que el mundo no echaría de menos a una esquiadora sin futuro. Yo continuaba extasiada contemplando el hermoso espectáculo de la lluvia de nieve y dejando volar mis pensamientos, que regresaron a mí ante la llamada de Luc, que venía para invitarme al bar del refugio. Apenas entramos al acogedor recinto, noté que intercambió una mirada cómplice con el encargado del bar, quien amablemente me brindó, sin habérsela solicitado, una copa de coñac, y me preguntó, así como así, si quería ver televisión. Le dije que sí, aunque me extrañó un poco su actitud. Cuando apareció la imagen en el aparato, tuve que agarrarme fuerte de mi silla para no caer. En la pantalla, Eucario Bermúdez, micrófono en mano, trasmitía las noticias de una tragedia que había sucedido en Colombia, mientras trataba de esquivar los escombros por donde se movía. En un momento dado informó que estaba trasmitiendo desde Popayán, que acababa de ser asolada por un terrible terremoto. Era Miércoles Santo. En seguida pensé en mi madre, mi abuela, mis tías abuelas, mi tío Jesús, los amigos, las monjas, los monumentos, los tesoros que con tanto esmero y cuidado conservaba Popayán. Y yo tan lejos, en aquel encantador paraje de los Pirineos, sola y sin mis hijos, a 177

quienes había prometido que regresaría por ellos en un plazo de un año específicamente para “ir al cine en París”. Yo amaba mucho a la abuela Beatriz, la misma que tuvo la gentileza de ir hasta el seminario de Popayán a recoger las violetas para mi lucida presentación de La violetera; la misma que me marcaba la ropa con su curioso bordado, y quien se entretenía en la ventana de la casa esquinera viendo discurrir la pausada vida de la Ciudad Blanca mientras yo tocaba el piano. La abuela que veía por los ojos de mi prima Socorro Muñoz, y al mejor estilo de un personaje garciamarquiano siempre que acompañaba a Socorrito a un evento social al que había sido invitada o que ella misma había organizado, llevaba en su cartera la partida de bautizo con la esperanza de que de un momento a otro, como llovida del cielo, Socorrito escuchara una propuesta de matrimonio, caso en el cual ya habría adelantado este trámite burocrático religioso ineludible para contraer nupcias por el rito católico, que no otro hubiera aceptado mamabuela para su nieta. Las casas de la abuela y las tías abuelas ocupaban casi una manzana, diagonal a la Ermita, que se yergue en la altura al final de un trayecto de escalones empedrados que muchos fieles, en un alarde de fervor, suben de rodillas. Lo que trasmitía Eucario y lo que mostraba la televisión era poco menos que dantesco: todo era ruinas después del terremoto, y hasta donde alcanzaba la vista, no se veían más que edificaciones derruidas. Alguien me facilitó un teléfono para llamar a Cali. Con alivio supe que mis hijos y mi madre estaban perfectamente, pero nadie me dio información sobre mi familia de Popayán, que debía de estar viviendo el horror que cobijaba a todos los habitantes de la Ciudad, una de las más bellas de Colombia y cuna de mis primeros amores, donde pasé 178

casi cuatro años entre idas y venidas. Mi madre me dijo que no había podido comunicarse con Popayán, y yo, presa de la mayor zozobra, decidí viajar de inmediato a Colombia. Sin embargo, tuve que resignarme a las circunstancias y sólo logré abordar el avión unos días después, en un vuelo nocturno PP París - Bogotá. Lloré al ver que mi amada guitarra, compañera de todas mis cuitas, tuvo que desprenderse de mí para ir a parar a la carga del avión. Yo iba al encuentro de no sé qué dolor; pero, por extraño que parezca, tenía la satisfacción de saber que vería a mis hijos y les cumpliría la promesa de reunirme pronto con ellos en Cali o en París. Esta certeza me ayudó a enfrentar mi destino. Llegué a Bogotá y esa noche me alojé en casa de mi amiga Isabel Vernaza. Al día siguiente partí hacia a Cali en un bus de Velotax. En Cali hallé a mi madre muy impresionada y asaz preocupada. Los niños estaban fuera de la ciudad. Mamabuela Beatriz y la tía Soledad eran de las últimas de las Sánchez (aún vivían también Lucha Sánchez y Otón Sánchez). Mamatrina había fallecido en su caserón de media manzana, mucho antes del cataclismo. Todas eran menuditas, todas vestían siempre de negro y todas siempre atentas y solícitas. Al día siguiente de mi llegada a Cali partí a Popayán. Una cosa fue ver las imágenes del desastre en la aséptica pantalla de un televisor, y otra totalmente diferente e impactante, presenciar en persona el desastre que el movimiento sísmico había ocasionado en la amable ciudad, muchos de cuyos habitantes habían perecido y el resto de la población, pasadas ya las primeras horas del terremoto, se encontraba en un estado de total abatimiento. Como puede colegirse, fue lento mi recorrido a través de las calles repletas de escombros, para llegar a la casa de la familia, diagonal a la Ermita y a unos pasos del Paraninfo de la Universidad del 179

Cauca. Me acompañaba el tío Jesús, quien me dio la mala nueva de que mamabuela había fallecido la noche anterior a eso de las once, en el Hospital San José, a causa de las heridas que recibió cuando le cayó encima una pared medianera. Llegamos por fin a lo que quedaba de lo que había sido el centro de la vida familiar materna, hoy un lote que sirve de parqueadero, siempre cubierto por una espesa capa de polvo. No había una sola pared en pie; y los objetos queridos que pudieron ser rescatados los recogió el tío. Aunque lo deseaba con toda el alma, no me atreví a pedirle alguna cosa que me sirviera como relicario de quienes habían sido para mí como segundas madres, las ancianas amadas que en su lejana juventud se apostaban detrás del portón a escuchar las serenatas de sus enamorados, y de quienes tuve el privilegio de ser la confidente de sus más queridas cuitas. Por mamabuela supe aquellas intimidades tan simpáticas de su vida con el abuelo, Salvador Muñoz Aragón, el telegrafista de Popayán de esa época, alguna de las cuales ya referí en páginas anteriores. Mamabuela vivió sólo para el abuelo, para su familia y para acabar de criar a una nieta, Socorro, que quedó huérfana de madre al nacer. Vuelvo al terremoto. Popayán era una verdadera Hiroshima. No me atreví a aventurarme entre los escombros de lo que había sido el lugar amado por temor a profanarlo; santificado ahora por los recuerdos de quienes lo habitaron. Pero mi hermana Zafiro se armó de valor, removió los escombros y rescató las fotografías de mi abuela, de mi madre y hasta una pequeñita foto mía de cuando cumplí un año, de pie en un sillón a cuyo lado, en una mesita, destacaba un inmenso florero lleno de blancos lirios. Pero el desastre natural no solamente echó por tierra las paredes de la casa familiar, sino que sepultó entre sus escombros todo rastro, toda huella tangible de lo que fue un 180

tiempo de amores, confidencias, complicidad, regaños y escondites, y con ello se hizo más profundo mi desarraigo. Pero el amor y la lealtad a mis raíces no me los quita nadie. Regresé a Bogotá. El impacto de la tragedia me laceraba, pero no podía llorar, aunque hubiera querido hacerlo, pues sabía que debía mostrar ante todos una presencia de ánimo que en veces se me dificultaba sostener. ¿Existe la premonición? No me atrevería a afirmarlo rotundamente, pero hay infinidad de testimonios que avalan los argumentos de quienes sostienen que algunas personas gozan –o sufren– de esa extraña virtud de ver lo por venir. Júzguenlo ustedes mismos a raíz de lo que voy a narrar. Luego del terremoto de aquella lustrosa Semana Santa en Popayán la prima Socorro decidió viajar a Las Vegas. Antes de partir me dijo: “Yo lo sabía, Rosario. Yo lo vi”, y a renglón seguido me contó unos extraños hechos. “Resulta –me dijo– que yo conocí, por medio del Club Hermes, que se dedicaba a hacer contactos entre hombres y mujeres de Latinoamérica y Europa, a un francés que se me presentó por carta y que dijo ser miembro del movimiento Septiembre Negro. Él quedó fascinado con mis misivas e indefectiblemente las contestaba, acompañadas de dijes, cadenas, anillos, todo de oro. Con frecuencia me llamaba desde París. Mamabuela desconfiaba de él y le declaró la guerra. A raíz de esto le pedí al francés que no me llamara más y que dejara de escribirme. Ante esto, el personaje en cuestión montó en ira y me exigió que le devolviera las alhajas que en momentos de arrebato me había enviado. Yo también había experimentado esos arrebatos cuando le escribía – confesó Socorrito–, y sentada en mi escritorio, cubierta sólo por mi larga cabellera, que me llegaba a la cintura, respondía a las cartas del 181

francés tratando de emularlo en el ardor que él ponía en sus palabras. –Socorro hizo una larga pausa; tanto, que tuve que llamar su atención porque pensé que había perdido el hilo de su narración y se había sumido en sus propias cavilaciones. Hizo un movimiento de cabeza como para despabilarse, me pidió excusas por el lapsus y continuó con el pasaje verdaderamente desconcertante de su relato–: En uno de esos extraños raptos, y hasta hoy no sabría decirte por qué, tuve una visión aterradora que le confié al francés y que quedó consignada letra por letra en una de mis cartas, de la que afortunadamente guardé copia: En este momento estoy en medio de la calle que pasa por mi casa, sentada sobre mi maleta que hace años tenía escondida, llena y lista, debajo de la cama, sin saber adónde ir, pues acaba de ocurrir un temblor de tierra que barrió mi ciudad. Todo es polvo, tierra y pánico en este lugar. Los templos y las casas están casi derruidos en su mayoría. Quedan tesoros que aún se tambalean. Todo está perdido. Por eso no puedo devolverte prenda alguna. En este instante yo salgo de Popayán sin rumbo fijo. Adieu”. Luego de dos años de estas palabras visionarias el relato de mi prima se convirtió en una terrible realidad que robó a Popayán su derecho a ser patrimonio cultural de la humanidad. Socorro, efectivamente, viajó a Las Vegas y se casó con un gringo, del cual se divorció un año después, por lo que deduje que había sido un matrimonio para lograr estatus legal y poder permanecer en Las Vegas, donde trabajó como niñera de los hijos –los llamaba los bebés oro– de rutilantes estrellas del cine. Un manto de silencio ha cubierto durante los últimos años la comunicación entre Socorro y yo, y fue imposible comunicarme con ella telefónicamente al número que me había dado. 182

Colijo que cambió de vivienda. Por ello, y apelando al lenguaje periodístico, debo decir que doy por desaparecida de mi corazón a la visionaria Socorrito.

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Una mujer y sus sueños Frondosa cabellera negra, menudo talle y muy delgadas pantorrillas que terminaban en unos pies huesudos y largos. Era la prima Socorro. Carnosa la boca, blanca y ancha hilera de dientes apiñados que, al sonreír, hacía guiños en los grandes ojos negros de tupidas cejas y pestañas. Un lunar junto a la boca. Manos también huesudas. Colaboraba con el periódico El Liberal, de Popayán, redactando crónicas sobre el acontecer de la ciudad blanca de Colombia Un día comenzó a hartarse de su pequeña vida que se le escapaba, aferrada en las tardes a los balaustres de la ventana de la casa esquinera y colonial. Motivada por el deseo de casarse, ya entrada en la segunda juventud, fue advertida por sus amigas de la existencia de un Club de solteros y solteras, en Alemania, llamado Hermes Club, a través del cual hombres y mujeres ocupaban su soledad, optando muchas veces por casarse. Los europeos escogieron Latinoamérica por estar convencidos de la dulzura y docilidad de sus mujeres, lo cual facilitaría la durabilidad de las uniones, aunque esto en realidad significaba que nuestras latinas se beneficiaban de las garantías obtenidas por la mujer europea, sin dejar de expresar su cultura. Comenzaron las cartas a ir y venir entre Berlín y Popayán. Era preciso cumplir todo un trámite entre los interesados y el Club, a lo cual se sometió Socorro, que consistía en el envío de fotos, datos personales consignados en sus respectivos formularios y un poco de dinero para cubrir gastos de estampillas fiscales, correo y demás diligencias.

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Socorro tenía éxito. Recibía copiosa correspondencia con audaces propuestas: Viajar a Europa, ensayar sus costumbres, intentar la vida de todas maneras. Por ejemplo el amor: inventarlo y reinventarlo para vivirlo. Luego regresar a Colombia y analizar la situación. Como ella muchas jóvenes payanesas tomaron las de Villadiego. Desterrar de su existencia la soltería desataba en sus almas una lucha interna. De todas las propuestas recibidas por Socorro, procedentes de los diferentes países europeos, recuerdo la de un médico sueco, viudo; la de un exactivista de lo que se llamó Septiembre Negro, radicado en París; y la de un jubilado estadounidense, con domicilio en Las Vegas, Nevada. Socorro visitó Suecia, se alojó en casa del médico mientras él viajaba por razones profesionales a otro lugar del helado rincón del planeta. El propósito del médico era lograr que Socorro se familiarizara con el medio ambiente, con la tecnología del momento, por ejemplo aprender a oprimir el botón del inodoro (año 1984) y el de los procesadores de alimentos, además de otros aparatos domésticos y novedosos para ella. Una vez sola en Estocolmo, se sintió aislada, incomunicada. Se asustó mucho. Al regreso del médico enamorado se despidió para siempre de Suecia y Europa. De nuevo en Popayán, entabló el intercambio de misivas con el militante de Septiembre Negro, quien se deshizo en obsequios para Socorrito y muchas cartas. Ella escogía para escribirle las horas avanzadas de la noche, mientras la abuela dormía y así expresaba al subversivo, que hablaba español, tranquila y sinceramente, las emociones que el hombre le despertaba: Toda su juventud ardiente y su soledad tan padecida, además de la distancia. Envuelta en su 185

camisón, la cabellera suelta, casi hasta la cintura, se sentaba en la sillita vienesa, acomodada junto a su pequeño escritorio con lamparita y le daba rienda suelta a su deseo de encaminar su destino lejos del suelo que la hizo como era y la vio nacer. Un día nuestra enamorada de oficio, persistente en su fe en la felicidad, se cansó de su comunicación con el rebelde. Empezó a reinar el hastío en las cartas y Socorro le envió la que sería su última nota amorosa, dándole la despedida. La respuesta no se hizo esperar y enseguida comenzó a reclamar la devolución de todas las alhajas regaladas a la prima. Cadenitas, dijes, pulseritas, anillitos, etc. Ante el reclamo, Socorro se apresuró a tomar pluma y papel sobre el escritorio y en un rapto visionario e inconsciente escribió: “Siento lo que ha ocurrido, estoy en medio de la calle donde quedaba mi casa, sentada sobre mi maleta que, lista, guardaba yo, bajo mi cama. Todo es polvo, confusión, escombros, ruinas y desolación. Por tal motivo, viendo los bancos derruidos y saqueados, no me acerco ni a preguntar. La abuela y tías han muerto y yo abandono Popayán rumbo a Cali. Dos años después se sacudió el suelo payanés. Su arte, su arquitectura y la sensibilidad de su gente se vieron atacadas por un duro terremoto. Nuestra Socorrito emigró a Cali. Ya sostenía correspondencia con el tercer enamorado. El desarraigo la perseguía en forma de casorio. Se sentía incomprendida. Parecía avanzar hacia un espejismo. El norteamericano de Nevada, al enterarse de la tragedia, localizó a Socorro en casa de la prima Rosa, telefónicamente le propuso matrimonio por poder, lo cual ella aceptó de inmediato. A la semana siguiente, un funcionario consular de la embajada americana en Colombia, se hizo presente en Cali, con toda clase de 186

documentos que confirmarían la unión y la ciudadanía para la desposada. Se casaron. El funcionario la entregó al personal del avión y rauda llegó a Las Vegas, donde la esperaba su flamante esposo. Se instalaron en una casita sencilla y propia, en un barrio de gente sencilla con casas iguales. Todos jubilados y trabajadores. Comenzó a funcionar la vida americana al gusto del esposo americano y empezó la esposa colombiana a vivir una especie de estrés: al marido le gustaba acicalarse todos los días, para almorzar y cenar en distintos y lujosos restaurantes de Las Vegas. Socorro se sintió incómoda. Un poco saturada tal vez por los suculentos platos, quizás por la exigencia de pinturear que le hacía su compañero o simplemente porque extrañó el café con leche de la mamá abuela Beatriz, los dulcecitos desamargados fabricados por las tías o sin lugar a dudas la vida tranquila, paradójicamente apasionante y poética de su querido Popayán, a pesar de que lo abandonó por considerarlo falto de oportunidades para el trabajo y para el amor. No aguantó más. Cada centímetro de su piel se fue convirtiendo en terreno vedado para Jimmy, el marido americano. Al año la esposa pidió el divorcio que le fue concedido, junto con un apartamentico en propiedad y la ciudadanía estadounidense, que le sirvió para abrirse camino. Comenzó por cuidar bebés hijos de estrellas del cine y luminarias del mundo del espectáculo. Los llamó “bebés de oro”, ya que le generaban raudales de dólares por cuidarlos. Años más tarde, sin más correspondencia con el Club Hermes, abandonó los bebés y se ocupó de vender en un club nocturno de un rutilante último piso de un hotel: caramelos, cigarrillos, tabacos, chicles, y otros venenos. Ganaba buen dinero, parece que con la ayuda de las propinas y a la medianoche

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quedaba libre para el descanso y el disfrute del día siguiente. Así resistió muchos abriles. En conversaciones telefónicas expresaba su dificultad para vivir como colombiana en la famosa ciudad. Parece que había personas que la intimidaban a la vez que le manifestaban miedo, por el hecho de ser colombiana. Hasta que llegó el día en que decidió ahuyentar las hostilidades, colocando en el vidrio de atrás de su auto, un gran letrero que decía: SOY COLOMBIANA. Socorro continuó con su trabajo en el lujoso hotel, mientras recibía las cada vez más espaciadas visitas de parientes y coterráneos. Las visitas se fueron retirando, hasta que un día las primas se abstuvieron de viajar a Las Vegas y el olvido lo carcomió todo. Una llamada de vez en cuando nos daba cuentas de su salud y vida. En una ocasión, tal vez la última, las primas volvieron a Las Vegas. Ya el mutismo dominaba, para ellas, la ciudad, pues al indagar por el paradero de nuestro personaje nadie respondió. Fueron en persona casi a diario, llamaron por teléfono y no les quedó, al final de su estadía, más remedio que aceptar la falta de la osada mujer. El grupo de visitantes abandonaron los Estados Unidos y comenzó así a tejerse el manto de la nada y al final, por ausencia de materia, la desaparición de una mujer que huyendo de la soledad, partió en busca del afecto masculino. Más de 20 años han pasado. Ningún dato conduce a ella. Se esfumó. No dejó hijos. Algún día manifestó su sueño de escribir, en un futuro impensado, una novela que se llamaría Marta.

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Vacaciones en Grecia El barco atracó en las costas de Santorini. Un sol generoso calentaba las rocas que tapizaban las playas acariciadas por el infinito mar azul. Era un hermoso día de julio. Mis hijos y yo y los demás turistas abordamos varios autobuses que remontaron lentamente la serpenteante carretera hasta llegar a un punto desde el cual se divisan en todo su esplendor la isla y el hermoso mar que la rodea. Durante el ascenso, mirando el borde del camino sin pavimento y las paredes rocosas de la montaña, tuve un déjà vu: la extraña sensación de que antes había estado ahí. Los contornos rocosos de la ruta me hablaban. Era como una bienvenida que me daban después de siglos de ausencia. Yo, siempre tan medrosa y cobarde, como dice Agustín Lara, en ese instante no me preocupaba lo desconocido ni le temía, pues era más fuerte la necesidad de llegar… ¿a dónde? Quería comunicarme con los habitantes, conocer sus modos de vida, yo, que no tengo alma de turista, que prefiero ser citadina en un pedazo del Norte o del Sur sin importarme el hemisferio; al fin y al cabo todos somos humanidad, aquí y allá. El autobús coronó la cima y se detuvo. En efecto, tal como nos lo habían informado en la agencia de viajes en París (año 1986), no había en ese entonces en el lugar una estructura hotelera propiamente dicha, pero los griegos, muy amables, brindaban alojamiento a los turistas en sus casas. Andrés, María y yo no sabíamos por quién decidirnos. De pronto una anciana de abultado cuerpo se nos acercó y nos habló en griego. Miré hacia nuestro grupo y le pedí a uno de los griegos que nos acompañaba y que hablaba francés, que me tradujera las palabras de la amable señora. Tal como me lo imaginé, ella nos ofrecía una habitación en su casa. La anciana era el vivo retrato de mi tía 189

Isaura, de Montenegro. Llevaba un fresco y veraniego traje de flores rojas sobre fondo blanco y calzaba sandalias. Nunca en mi vida pude hallar tanta similitud entre dos seres, y ello me inclinó en seguida a aceptar la invitación del doble de mi tía. Muy someramente expliqué esta particularidad a los niños, que nunca conocieron a la tía Isaura, porque ésta dejó el mundo cuando ellos aún se encontraban en la mente de Dios. La anciana nos guió hasta su pequeña morada de un solo piso, paredes blancas y ventanas de puertas azules como el cielo, nos acomodó y se fue. Rápidamente desempacamos nuestras maletas porque los niños estaban ansiosos de ir a la playa. Tras ponernos la ropa adecuada, abandonamos la posada de la anciana y nos aventuramos solos por las desconocidas callejuelas, seguros de que sabríamos encontrar el camino de regreso. No obstante nuestra diferencia de idiomas, no sé por qué nos era tan fácil entendernos con los pobladores. Ancianas venerables, vestidas de negro y veteranas en las labores del campo, fueron nuestras guías. Algo que nos llamaba poderosamente la atención era que todas aquellas gentes de la más profunda estirpe campesina nos sonreían y nos llevaban a conocer sus más preciados retablos de íconos ortodoxos, el ancestral legado bizantino, en sus cuadros y en sus templos. Oré frente a un cuadro de la Virgen del Socorro con el Niño Jesús en sus brazos, una antiquísima pintura en la que predominaba el oro. Asombroso el parentesco del arte bizantino religioso con su similar católico. Fueron nuestros días en Santorini un oasis de paz y felicidad que nunca olvidaré. Nuestra visita a la isla tocaba a su fin. Como despedida, una familia campesina nos invitó a almorzar. Espléndido fue el menú del festín: verduras conservadas en aceite de oliva, quesos maduros y una 190

carne exquisita, aunque no recuerdo de qué animal, acompañada de un buen vino griego. Nos unía un común regocijo. En un momento dado, el doble de la tía Isaura se esfumó y nos fue difícil volver a localizarla, pero lo logramos. Le pagamos y nos despedimos de ella. Tomé junto a Andrés y María de nuevo el autobús con destino al muelle para abordar el barco que nos llevaría de isla en isla, cuyos nombres se han ido borrando de mi memoria. Pero aún vibro con la dulce emoción que sentíamos al transitar aquellos caminos recorridos siglos ha por dioses y por héroes, y escenario de la belleza, del amor y de las más profundas y extremas pasiones. Cada roca era para nosotros una referencia mitológica. Llegamos a Ios, donde alquilamos un campero para recorrer la isla. Lo hicimos más que todo por darle gusto a Andrés, que era un chiquillo de doce años y jugaba a ser adulto. No nos perderíamos, ya que la isla es pequeña. Tampoco había la posibilidad de que nos accidentáramos con otro vehículo, puesto que la gran mayoría de los turistas se desplazaban a pie y los caminos y calles de Ios son un poco desérticos. Pero la mayoría de los turistas preferían la playa, una playa de pequeñas piedras negras brillantes, casi azul oscuro, que se asemejaban al caparazón de las ostras, moluscos que nunca aprendí a degustar. Kilómetros y kilómetros de playa y mar azul. Oleaje suave y sin espuma. Un aire quieto, sofocante. Allí en Ios tuvimos el privilegio de dejar nuestras huellas en una pequeña ciudad rescatada de las profundidades del océano y en la cual, mientras la restauraban, se permitía el acceso del público. Recorrimos una por una sus callecitas, sus casitas acordonadas, y aquí y allá nos detuvimos ante algún mueble de piedra. Como protección lógica de este tesoro arqueológico, nuestros pasos debían ser leves, casi alados. Así brillaba para mí 191

Grecia. Visitamos además Rodas, Sitia, Creta, y tantas más islas de ese piélago majestuoso cuna de nuestra civilización. Al llegar a Sitia, caserío tranquilo en la isla del mismo nombre, rentamos una pequeña villa con playa propia que confinaba hacia un mar en calma semejando una bahía, y tanto así que diariamente los niños ejercitaban el inmenso placer de abandonarse a su caricia. La casita constaba de salón, cocineta, piezas con camarotes y una terraza desde la cual divisábamos el mar, la playa y las montañas. Una mañana, mientras yo leía y tomaba el sol, los niños gozaban en el agua. De repente, una ola brutal lanzó bruscamente a María Fernanda contra la arena y se despicó uno de sus dientes delanteros. Salimos corriendo a buscar a un dentista y cuando lo encontramos se negó a atenderla pues dijo que esa fractura no tenía remedio. Se acercaba el final de nuestras vacaciones y con él nuestra última noche en Sitia. Debíamos estar en forma para el viaje del día siguiente. Preparamos nuestros morrales de mano y dejamos listo el equipaje para marchar muy de mañana. Sentí que le decía adiós a un pasado muy remoto. En las noches las montañas, el azul profundo del mar y el firmamento estrellado me hipnotizaban, pues justo en lo alto de cada cima veía yo fulgurar unos arcos de luz azul tenue y fosforescente como si se tratara de los portales de una luminosa y celeste ciudad, que me hacían pensar en las puertas del cielo o en las naves de una enorme catedral, rara vez vista y quizás visitada por muy pocos. Nos dormimos a las nueve de la noche. Cuando era justo la medianoche me desperté despejada como si fueran las seis de la mañana. Abrí los ojos, y en el aire, suspendido y muy cerca de mi cama, vi que brillaba un rostro totalmente dorado, los pómulos y las cuencas 192

de los ojos muy marcados y en su boca una mueca risueña. Quedé estática. El rostro flotaba en el aire y, más allá de su tenue sonrisa, emanaba de él una gran fuerza y un extraño resplandor. No sé cuánto duró la visión, pero sí que solo pude conciliar el sueño ya entrada la madrugada. A las seis de la mañana abandonamos la villa y caminamos hacia la playa por la cual, tras recorrer cerca de un kilómetro, llegamos hasta el pueblito de Sitia, donde en ese entonces no había un montaje de turismo tradicional, sino unos cuantos aceptables restaurantes a la orilla del mar con un buen trecho de playa entre ellos y el agua. En las noches, muchas velitas encendidas y un licor violeta Parfait Amour, Perfecto Amor y color perfecto. Siempre las violetas. No acababa de descifrar la presencia de ellas en mi vida, cuando, por cuarta vez se me aparecían. El color luminoso de este licor hacía juego con el celeste intenso traslúcido que reinaba sobre las montañas y se reflejaba en los ojos casi violetas del propietario del restaurante, quien lucía muy conmovido por nuestra visita: una mujer sola y sus hijos adolescentes. Fue muy amable y se desvivió en atenciones con nosotros. Correspondimos a sus deferencias con una sonrisa y un dulce y desalmado adiós, pues debíamos partir ya para Atenas en un buque todo pintado de blanco, repleto de turistas. ¡Ah, el inexorable calendario de trabajo y estudio! No tuvimos el tiempo suficiente para explorar esa naciente simpatía entre nosotros y aquel hombre fornido, de sienes plateadas, piel dorada y brazos de vellos ensortijados. En fin… Seguimos de largo hasta el muelle donde tomamos el buque con destino a Atenas. He olvidado los horarios diurnos y nocturnos de nuestras idas y venidas, pero lo que nunca podré olvidar es que llegamos a Atenas a las 193

siete de la mañana, ansiosos por conocer el museo, que aún estaba cerrado. Al frente del museo se encontraba una heladería y restaurante, que nos venía muy bien porque podíamos desayunar quienes quisiéramos y los más atrevidos comer helados a tan tempranas horas y esperar con gusto el momento de entrar al museo. En medio de un calor seco, cruzamos la calle y nos sumamos al tumulto de quienes se agolpaban a la entrada del recinto, donde un hombre con un parasol en cada mano se dirigió a mí diciéndome: “Madame, par ici” y me instó a seguirlo. Lo seguí en compañía de los niños, a quienes no me atrevía a soltar de mis manos. El hombre caminó hasta el centro del salón, se detuvo y nos señaló una urna vertical de cristal. Nos acercamos a la urna y el hombre se marchó. Mi asombro no tuvo límites. Como suspendida en el aire dentro de la urna, me miraba la máscara dorada que me había desvelado la noche anterior. Mi exclamación fue tal que el guía se devolvió asustado, y al ver que recobraba la serenidad nos contó que era la máscara de oro de Agamenón, hallada tres años atrás en el fondo del mar. Del costado opuesto de la urna pendía un texto de Sócrates que tras dos mil quinientos años aun expresa su decepción y escepticismo frente a la humanidad y describe todos nuestros vicios y penurias por la falta de amor. Yo leí y sentí que la evolución de la humanidad, en la cual me incluyo, se detuvo hace dos mil quinientos años. No recuerdo las palabras textuales del pergamino mas su mensaje me caló hondo. Los niños también lo leyeron, pero, por supuesto, a su edad estaban maravillados con la máscara. Avanzamos unos cuantos pasos y nos detuvimos ante un Pegaso de bronce que gravitaba sobre dos patas, todo carcomido por el aire marino, de tonos cobrizo y verde mar. Los niños rodearon la efigie que se erguía como para alzar el vuelo. 194

Tomamos fotos al caballo, que infortunadamente se extraviaron junto con muchas otras durante nuestro regreso a Colombia. Igualmente se nos perdió también un radio Sony transoceánico, que yo utilizaba para estar informada, muchos libros y nuestro luminoso ajedrez en jade verde y color hueso que compramos en Grecia. El Pegaso nos invitaba a mí y a los niños a contagiarnos de su espíritu libertario. Debo decir que el Museo es enorme, y ni los niños ni yo fuimos capaces de recorrerlo en su totalidad. Al salir, mis hijos me pidieron que les cantara El Corralero, una pieza del folclor chileno con la que acostumbraba arrullarlos. Es la historia de un caballo viejo y enfermo al que debe dársele muerte para ahorrarle sufrimientos, pero el mayoral se niega a cumplir la orden. El caballo se perpetuó para los niños en la canción y en el Museo donde los únicos que vieron sus alas fueron ellos.

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Buenaventura-Rotterdam, y de nuevo París Abelardo Forero Benavides, mi gran amigo y mentor, me ofreció durante unas vacaciones de mitad de año viajar a Holanda en un navío de la Flota Mercante Grancolombiana. Partiríamos de Buenaventura a Rotterdam, con destino final París. La prima Lilia y su marido, el colega Guillermo Arango, para sorpresa mía, el día de mi partida hacia Buenaventura y cuando pensé que viajaría sola, como tantas veces lo he hecho en la vida, tomaron mi maleta y mi guitarra, al tiempo que me decía Guillermo con tono de reproche: “Usted no viajará sola. Aquí nos tiene a nosotros. Vámonos”. Llegamos al puerto. La prima Lilia al volante. Me presenté a las oficinas de la Flota, pasaporte y cédula en mano, a más de la carta de referencia e invitación del egregio maestro Abelardo. Después de los trámites ante la Flota la prima Lilia y Guillermo me invitaron a almorzar en el Hotel Estación, que se yergue señorial junto al mar. He de decir cada vez que me veía con Lilia, no desaprovechaba ella la ocasión para pedirme que cantara; esta vez con mayor razón. Canté Alma Llanera con el respaldo de un grupo de arpa, cuatro y maracas con que en el hotel entretenía al mediodía a sus comensales. Luego del almuerzo dimos un paseo por el malecón y en un momento dado me detuve, arrobada, a contemplar la esplendorosa caída del sol. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando volví en sí mis acompañantes habían desaparecido. En seguida deduje que los primos –como en más de una ocasión lo había hecho yo– se habían escapado para evitar despedidas y lágrimas. Tomé mi abrigo de paño inglés en ojo de pescado, mi valija de cuero vino tinto, el maletín de campaña que me prestó Andrés mi hijo, y mi guitarra, y me dirigí al muelle. Lentamente subí las escaleras del barco. Iba feliz, pues siempre que visitaba el puerto no perdía ocasión para hacerme a la mar y 196

comunicarme con los delfines. Cierto es que ellos tienen una especie de radar que les informa sobre la presencia de seres humanos, lo cual parece alegrarlos y motivarlos a jugar. Eso yo lo sabía, pero conservaba el secreto anhelo de que ellos se comunicaban conmigo en forma más profunda: con sus chillidos, con sus volteretas en el aire para zambullirse raudamente, su navegar muy juntito a mis pies que me obligaba a permanecer en silencio para oírlos cantar. En esta ocasión, cuando el buque zarpó, me acomodé descalza en la proa. Por supuesto, el Ciudad de Santa Marta no era uno de los pequeños botes en que me había aventurado a conversar con mis amigos cetáceos y tocar con las plantas de mis pies sus sedosas pieles, sino un buque de gran calado que trasportaba principalmente azúcar y café. Los delfines formaron una escolta a lado y lado del buque y con sus cuerpos dibujaban a la perfección la figura de la proa donde yo me hallaba. El trayecto Buenaventura–Rotterdam tomó dos semanas. Cruzamos de noche el istmo de Panamá por su soberbio canal, cuyas exclusas se abrían y cerraban para subir con cada una de ellas un peldaño más que nos llevaría a las aguas del Caribe. En cubierta, recibiendo los agradables rayos del sol, me entregué a la lectura de la novela de mi padre Bajo la luna negra... Soy un poco lenta para leer, por lo que la obra me atrapó por espacio de ocho días. En las noches me embelesaba en veces con el sonido de las olas y su espuma resplandeciente. Otras noches cantaba o dormitaba viendo pasar las bellas ondinas que habitan las profundidades del océano. También me parecía escuchar los cantos lejanos de las sirenas, que me imaginaba ágiles y graciosas. Al despertarme se silenciaban y me encontraba de nuevo sola con el rumor de las olas. Cierta madrugada divisé dos estrellas que cruzaron vertiginosamente el firmamento y en el 197

horizonte se unieron con el infinito. Me encontraba yo en la sala de mando del buque, a la cual era invitada con frecuencia pues, aunque mi camarote era una verdadera suite, me sentía muy sola en él. Algunos tripulantes y pasajeros nos entreteníamos allí, cantando acompañados por mi guitarra, y en alguna ocasión se me ocurrió prepararles un ceviche de bravo, delicioso pez cuya carne se torna muy tierna al contacto con el limón y se deshace en la boca. El ceviche voló. Afortunadamente, había preparado ingentes cantidades y alcanzó para todos. “Pidamos un deseo”, dijo alguien. Efectivamente, yo le pedí un deseo a cada estrella fugaz y después lo olvidé. Ya casi al final de la larga travesía, al divisar las islas Azores se nos encogió el corazón al enterarnos por radio de que entre las costas de Escocia y Noruega un joven piloto cayó con su avioneta al mar luego de haber lanzado la señal de S.O.S., y en la oscuridad de la noche sucumbió en las heladas aguas del Mar del Norte. Nuestro capitán, ante el irracional pedido de algunos de los pasajeros de que fuéramos en busca de los restos del piloto, nos explicó que ello era totalmente imposible tanto por la distancia a la que nos hallábamos como por la lentitud del barco. Una madrugada en que había caído rendida de sol y de canciones desperté a causa de la quietud del barco. Eran las cuatro de la mañana. Miré por la claraboya y sí: flotábamos sobre un agua que a duras penas mecía la embarcación y formaba millones de onditas que reflejaban las luces del puerto, a manera de espejitos. El buque había echado ancla en el puerto de Rotterdam. Presa de mil emociones, a duras penas pude volver a conciliar el sueño. Desperté de nuevo casi a las diez de la mañana. Tomé mi valija, me guindé al hombro la guitarra y el maletín de montañista de mi hijo Andrés y pisé suelo holandés. No hubo un 198

alma generosa que se doliese de mi cuerpo encorvado por el peso que llevaba. Así, cargando sola con mi impedimenta, caminé hasta la estación del tren y compré un boleto a París. El tren era bello, como salido de un cuento de hadas; el techo y las ventanas recubiertos de vidrio, muy bien amoblado y alfombrado, con sillas tapizadas en terciopelo color café maduro. Busqué un asiento cerca de la puerta que comunicaba con el vagón vecino, y allí me senté. A mi lado coloqué mi guitarra y mi equipaje. El tren corría raudo y los pasajeros conversaban con tal familiaridad que parecían conocerse todos. El acomodador recorrió el vagón pidiéndoles a todos sus tiquetes y documentos. Le pasé mi pasaporte. Me miró inquisitivamente. Yo me estremecí un poco. –Est-ce que vous êtes artiste? –me preguntó. –Oui, monsieur –le contesté, tratando de reprimir mis temblores. –Très bien –dijo; sonrió y me devolvió el pasaporte. Los asientos del tren, como se sabe, se agrupan de tal manera que los pasajeros puedan verse frente a frente. Ante mí se sentaba una joven rubia de pelo muy corto, quien en un momento dado me preguntó si yo era artista. El estatus de artista es para los europeos respetable, casi sagrado. Contesté afirmativamente y la joven al instante me invitó a acompañarla en su viaje hasta Normandía. Le agradecí su oferta, pero rechacé. El sol no dejó de brillar durante todo el recorrido, iluminando y manteniendo tibio el tren. Al llegar a París descendí del tren expreso, me eché, como siempre, la guitarra al hombro, el maletín a la espalda, empuñé las agarraderas de mi maletita de mano y empecé a caminar por el andén aledaño a la vía férrea. Creo que era la estación Gare Saint Lazare. Paré un taxi para que me llevara a Montparnasse. El chofer tomó mi guitarra 199

y sin ninguna consideración la arrojó en la bodega del auto. Yo lo reñí por su actitud; él se acaloró y discutimos unos segundos pero pronto se calmó y me pidió excusas. ¡Cuántas veces tuve que enfadarme en París para hacerme entender! Parece que se regocijaban viéndome enojada. Martine, una amiga mía muy parisina, me dijo que yo hablaba mejor el francés cuando estaba furiosa. El taxi me condujo a Montparnasse, 33 rue du Commandant Renè Mouchotte, en el 75014 arrondissement. Llegué donde mi amiga Victorita Fajardo de Silva (q.e.p.d.), quien me esperaba para darme alojamiento en tanto me entregaban un pequeño apartaestudio en el 88 rue du MontCenis, 18 arrondissement. Como de costumbre, llantos, abrazos, saludos… Me estaban esperando hacía varios días desde que les avisé que zarpaba en el Santa Marta. Sin embargo, mi estadía con ellos no duró mucho; a los dos días me trasteé al pequeño estudio de la rue du MontCenis y pasé las vacaciones más deliciosas que hasta entonces hubiese gozado. Su propietaria, Valerie Etienne, guionista de cine, estaba en Australia cuidando ancianos enfermos para optar a la visa australiana. Una semana después llegaría mi hija María Fernanda. Ya instalada en el pequeño estudio llamé al gran amigo Martin Fruheauf, un indescriptible ser humano, de origen y nacionalidad alemana, quien nos dio a mis hijos y también a mí lecciones de vida, de amistad desinteresada, de superación, de altos valores cívicos, morales y espirituales: un ejemplo de desprendimiento material y de auténtico humanismo. El residía en Frankfurt y era Presidente Mundial de los abogados de Laboratorios Hoechst, demócrata simpatizante del Partido Verde, cuyo padre, un notable médico de Frankfurt, había sido prisionero de Hitler. Desde que lo conocí percibí su bondad y grandeza de alma, y deposité en él toda mi confianza. 200

Fue una noche ya lejana durante una cena a bordo de un precioso barco todo en madera color natural, anclado a orillas del Sena y divinamente decorado con motivos de mar y de río. Era un martes después del sábado 14 de julio. Estuvimos acompañados por otro amigo alemán, Eric Theis, y por la diseñadora caleña Marta Calle. Así comenzó para mí una amistad que asumí emocionada por ser Martin Fruheauf alguien lleno de sabiduría, desprendido, tolerante y fiel depositario de mis cuitas y confidencias. Mucho lo amaron mis hijos, y él tuvo siempre para con ellos manifestaciones de amistad y simpatía. Al saber que yo estaba en París, me propuso que nos viéramos durante uno de sus tantos viajes de negocios entre Alemania y Francia. Nuestro punto de encuentro: el Museo Rodin. Llegó impecablemente vestido con un atuendo de otoño; como siempre atento a su presentación según la ocasión y la hora del día. En invierno usaba un gorro majísimo de astracán y un abrigo en paño azul oscuro, que realzaban su marmórea piel y sus ojos verdes claro. Llegamos al museo al mismo tiempo. Gran abrazo y apretón de manos. Entramos al salón. La exposición era todo un homenaje, un canto al amor y su pasión. Yo contuve las lágrimas. Cada obra era imponente y conmovedora. El pensador y las demás obras arrancaron lágrimas y sollozos de mi alma, que poco a poco se han ido desvaneciendo en la nebulosa del tiempo. Pero ese día el llanto brotó de mi pecho y busqué el hombro de mi amigo Martin para consolarme. En silencio me abrazó. En el fondo, si he de ser sincera, yo lloraba por un enigmático amor que se frustró y que me dio su despedida en Colombia. Después de recorrer el museo nos fuimos a almorzar. Siempre, desde aquella primera cena en el barco, Martin y yo fuimos como una pareja de enamorados sin serlo:

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cómplices y sinceros, muy sinceros. Esta canción bajó con alas propias para posarse en mi pensamiento: Soñar al contacto de mí misma Dormir sobre mi voz Sentir que en mis entrañas Duermen peregrinas aves hurañas Que se posan sobre mares y sus costas O sobre un árbol asomadas Bandada tras bandada para un día regresar.

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La Maison de l’Amerique Latine La Maison de l’Amerique Latine. Así se llama el hermoso recinto, y en realidad es una verdadera mansión, donde se llevan a cabo en París todos los eventos que tienen que ver con Latinoamérica: concurridos recitales de poesía protagonizados por lo más granado de las letras de nuestro continente; conciertos de música colombiana alternando con música europea; conferencias, ruedas de prensa,; desfiles de modas. Allí escuché a Mario Benedetti y me embelesé con su poema Táctica y Estrategia, y allí en una ocasión fui invitada por Perla Hinestrosa, en ese momento Cónsul de Colombia en París, para animar con mis canciones un desfile de modas. Canté como pude, pues tenía un resfriado castigador. Tuve que reprimir mi vanidad muy colombiana en cuanto a la ropa, el maquillaje y el peinado, pues había notado que la mayoría de las francesas que veía en las calles o en el metro no usaban maquillaje y no pintaban sus uñas, pero para el cabello sí parece que echaban mano de un buen coiffeur pues lucían un corte impecable. Así tienen el talento de realzar lo mejor de su figura. Por lo demás, acostumbraban vestir muy sencillamente y por lo general llevaban trenzada al cuello la infaltable bufanda de múltiples colores como si escogieran una para cada día. Sin embargo, toda regla tiene su excepción. Un día, cerca de las siete de la noche, abordó el metro una mujer de unos cuarenta y cinco años, de bucles color cenizo, con un abrigo rojo punzó cruzado hasta el tobillo y un collar de doble vuelta de perlas de fantasía fina, que le llegaba a la cintura. La verdad, lucía muy elegante, y el contraste entre ella y las demás pasajeras del metro era evidente, a pesar de que, como era casi una norma, no llevaba ningún maquillaje pues los usuarios del metro de París

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pertenecen a la clase media trabajadora, que no tiene tiempo ni dinero para afeites. La impresión de quien llega a París por primera vez es que la belleza de hombres y mujeres es el común denominador. Por supuesto, este primer impacto, como todo en la vida, se pierde a medida que nos acostumbramos a la rutina del paisaje humano. Vi pocos niños en las calles, pero aquellos con quienes me crucé me parecieron angelitos forrados en sus abriguitos, casi todos azul turquí, con gorro de lana, larga bufanda y abrigados guantes.

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Mis impresiones sobre la relación con el hombre y la mujer francesa París, los Derechos Humanos, la toma de la Bastilla que dio paso a la Revolución Francesa, el movimiento surrealista y la riqueza humanística de su cultura, de su pensamiento, hacen que para cualquier mortal que viva en Francia por algunos meses o años, la relación sea grata, enriquecedora, transformadora. Sus leyes que incluyen las diferencias, invitan a la convivencia, a la alternancia y coexistencia de las ideas, por disímiles que estas sean. Sin embargo, en cuanto a la relación hombre mujer, mi sentir percibió algunos desbalances, como los que hay en cualquier parte del mundo y en cualquier sociedad. Dado que se trata de un país, Francia, en donde la historia se ha decantado, donde todas las necesidades están resueltas o por lo menos las más importantes en una amplia gama, una sociedad en donde todo está prácticamente hecho, la pareja vive en su interior una especie de emulación o manida competencia, llamada en francés “rapport de forcé”, en la vida diaria: ¿quién propone el mejor espectáculo, el mejor vino, el mejor restaurante, etc.? Recuerdo a Simone de Beauvoir diciendo: “No se nace mujer, se llega a serlo. Ser mujer es la decisión de asumir un cuerpo, sus movimientos, su ropa, es entrar en un mundo ya hecho, interpretarlo y aceptar sus normas ya establecidas, pero como mujer creadora en su esencia, reproducir esas normas para reorganizarlas, reinventarlas o cambiarlas”. En Colombia hay machismo y en Francia también, pero los colombianos vivimos la pareja sin competir, hay por lo tanto una camaradería y complicidad, pues todo está por hacerse y permite a la pareja proyectarse hacia la sociedad. La mujer francesa es merecedora 205

de admiración por su lucha a favor de sus derechos habiendo conquistado muchos espacios y garantías. Lo anteriormente dicho es el fruto de una experiencia vivida a mediados de los años 80. Los franceses saben ser amigos de sus amigos. Yo doy gracias a la vida por el regalo de la amistad de incontables seres que he encontrando a lo largo del camino. Y agrego: El feminismo cultural, caracterizado por la sensibilidad, la ternura, el amor o la paz, la capacidad de nutrir, el respeto por los ciclos naturales de la vida, es una alternativa a la cultura dominante masculina. Según Julia Kristeva, si hablamos de género hablamos de la diferencia entre dos culturas: la dominante construida por los hombres y basada en la opresión y la violencia y ese anhelo de controlarlo todo y, por otro lado, la cultura de las mujeres: sensibilidad, ternura, paz capacidad para nutrir, o sea todo lo que la cultura machista desprecia. La mujer ha sido y es atacada desde tiempos sin memoria de la humanidad, por los hombres que buscaban apropiarse de ella como quien busca y encuentra una guaca. A la mujer la sacaron de la tribu, desde los albores de las comunidades en que todos criaban los hijos de todos y la encerraron aparte, para que tuviera un solo compañero y de este modo garantizar que los herederos de los tesoros sí tenían el vínculo filial con el padre. Además, que me disculpen algunos sectores del sicoanálisis: Las mujeres no envidiamos tener un pene, son los hombres quienes anhelan y desean, con capacidad aniquiladora, nuestra capacidad de dar vida. El mundo contemporáneo y ciudadano reclama a la mujer como ejecutiva “próspera”, profesional (médica, abogada, sicóloga, economista, ingeniera, etc.) madre, estereotipada y encasillada, desconociendo la diversidad humana que puebla la tierra. 206

Por eso diré siempre: Inventemos, creemos, recreemos, conversemos, relatemos con la sabiduría del querer hacer o de la experiencia.

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Último regreso a Cali El terminal de transportes de Cali estaba a reventar. Era domingo. Once de la mañana. Regresaba yo de uno de mis habituales viajes a Bogotá. Desesperada, buscaba un trabajo ora en Cali, ora en Bogotá. Ya me había percatado de que el desempleo se instalaba cada vez más, en nuestro amado país. Yo frisaba los cuarenta y pico, ya, según las normas establecidas, era dificultoso ubicarme en cualquier oficio. De todos modos lo mío era el canto. Al bajar del bus caminaba por el andén del terminal que separa el corredor donde parquean los buses al llegar a la ciudad. Con la mano derecha arrastraba la enorme maleta –regalo de María Victoria Salcedo– y del brazo izquierdo colgaba mi grueso abrigo de invierno confeccionado en paño inglés con trama de ojo de pescado. De pronto escuché a mis espaldas las voces de unos niños. –Monita, yo le llevo la maleta –ofreció uno. –Mona, yo le llevo el saco –dijo el otro. Eran cuatro chicos. Me rodearon, expectantes. Busqué en mi cartera algunas monedas, pero no encontré nada. Se nos acercó una mujer policía y quiso ahuyentar a los niños con reprimendas, pellizcos, tirones de orejas y amenazas, y finalmente los colocó contra una columna a punta de bolillo. Yo protesté. La mujer me advirtió: –Si los deja acercarse, la roban –y en tono severo enfatizó–: Son unos viciosos y ladrones. Yo lloraba. La mujer policía, impaciente, con su tono castrense me reconvino: –¿Y usted por qué chilla? –Porque me duele que usted grite y maltrate a los niños – contesté, y traté de reprimir mis sollozos. 208

–Estos son unos malandros peligrosos –me advirtió la oficial, suavizando un tanto su voz. –Pues no me parece –rebatí, y agregué–: Deles una oportunidad. –¿Ah, sí? –dijo la mujer en tono desafiante, y con suspicacia añadió–: ¿No será que usted está buscando votos? Al escucharla vino a mi mente un intento de reflexión: la politiquería se adueña de cualquier situación para hacer proselitismo y obtener los mencionados votos. Íntimamente le di la razón. Los transeúntes se habían arremolinado en torno a nosotros. Pasmada por el atrevimiento de la agente, no pude yo articular palabra. Ella de inmediato tomó de su cinto un intercomunicador y pidió una patrulla, que llegó a los cinco minutos. –Queda usted detenida –me informó, seca. –¿Por qué? –Por desacato a la autoridad. Me tomó del brazo y me llevó hasta la radiopatrulla; sin más entré en ella. En pocos minutos llegamos a la comisaría de la Calle Treinta y Cuatro con Carrera Primera. Llené varios folios con mi versión de lo sucedido. Esa noche tendría que dormir en una de las oficinas sobre una colchoneta prestada no sé por quién. No quería llamar a mi familia y menos a mis hijos, pero los policías me insistieron tanto que les di el número telefónico de la prima Lilia. Lo sucedido, por supuesto, me había indispuesto. Los agentes lo notaron y me preguntaron, en tono amable, he de reconocerlo, si acaso me dolía la cabeza. Respondí que sí, y de manera comedida me ofrecieron una aspirina. La acepté y me la tomé. A los cinco minutos caí profunda en un camarote de un cuartico de la entrada. Ignoro qué tan autorizados

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están los policías para suministrar somníferos a sus cautivos. No veían en mí una delincuente, fueron cautos y respetuosos pero me doparon. La comisaría era muy parca en muebles. Al ingresar a ella, en el pequeño salón había unas pocas bancas a lado y lado para las personas que iban allí por algún motivo. La oficina de la izquierda contaba con un escritorio metálico y tres sillas: una para el empleado y dos al frente para quienes debieran rendir alguna declaración, para consignar la cual había una vieja máquina Olivetti. A la derecha, al fondo, había otra oficina, parcamente dotada. Los policías entraban y salían constantemente. No sé cuántas horas dormí. Caía la tarde cuando abrí los ojos y vi a mis hijos que me miraban perplejos. La prima Lilia estaba a la entrada de la comisaría junto con Zafiro. Aunque nadie se sobrepasó conmigo, me sobrecogió la idea de que estuve a merced de los policías para que hicieran de mí lo que se les antojara. Saludé a mi prima y a mi hermana. Mis hijos, ya adolescentes, me explicaron que todo estaba en orden; que los superiores de la oficial habían reconocido que su decisión había sido una arbitrariedad, y por lo tanto estaba libre. A partir de ese momento se volvió un poco difícil ejercer mi veracidad, mi credibilidad. Mis jóvenes hijos no sabían qué pensar después del episodio de la comisaría. Al ver que la noticia no me causaba mayor alegría, y ante mi decaimiento, dijeron para tratar de animarme: –Madre, vayamos a dar un paseo y luego a comer a un restaurante de las afueras. –Bueno –acepté. Un taxi enorme y desvencijado, de los años setenta, nos esperaba a la salida. Nos despedimos de los policías y les dimos las gracias –en

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mis adentros a quien verdaderamente agradecía yo era a Dios–; al fin y al cabo, todo había sido un abuso de uno de sus miembros. El taxi enrumbó su brújula hacia Dapa. Ya la noche se tomaba el cielo sobre la carretera cuando entramos en un predio amplio tapizado de grama. Árboles de mediana altura formaban una especie de bosque a su alrededor. Salimos del auto e ingresamos al lugar. Miré atentamente. No se veían comensales, y el ambiente no era el que yo esperaba. Extrañada, le dije a Andrés: –Esto no es un restaurante… –No –me confesó–. Es una clínica de reposo. Acá vas a permanecer un tiempito. –Al ver mi gesto de alarma añadió en tono cariñoso–: Es por tu bien, madre. Protesté con ardentía y me negué rotundamente a ingresar al lugar; pero de pronto aparecieron cuatro enfermeros enormes, uno de los cuales portaba en sus manos lo que pensé era una camisa de fuerza y otro traía una jeringa lista para, supongo, aplicármela. Me tomaron de los brazos, forcejeé, pataleé, pero nada pude hacer ante la fuerza de los cuatro brutos. Me inyectaron e ipso facto perdí el conocimiento. A rastras me llevaron a un cuarto. Cuando desperté era ya medio día. Intenté gritar, clamar que alguien me explicara por qué estaba como estaba, pero no pude articular palabra. Tenía la lengua totalmente adormecida y los ojos apenas entreabiertos, pues los párpados me pesaban enormemente. De nuevo hice un esfuerzo por gritar, pero no pude emitir más que un sonido ronco. Al rato vino un enfermero, me tomó el pulso, me observó algunos segundos y salió. Regresó luego con un plato de comida y se fue. Por supuesto, no pude pasar bocado.

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Era tal la barahúnda de mi vida que no tenía tiempo de reflexionar si las trazas que se dieron los enfermeros para doblegarme fueron humanitarias, al menos un poco, ó no. Hoy regreso al pasado con mi escritura y pienso que Colombia ha sido atrasada y retardataria en el manejo de cuadros siquiátricos: camisas de fuerza, inyecciones a mansalva, etc. De algo sí tuve la certeza: la presencia de Dios en cada tramo de mi vida. No sé cómo hacía yo pero por momentos de día o de noche, me doblegaba la necesidad de orar, con una camándula en mano fueron varias las madrugadas en las que vi llegar un nuevo día aunque hubiesen pasado años en esta crisis, en ese desarraigo y aunque cada día que llegaba no trajera cambios importantes para mi situación. La vida es un proceso a través del cual evolucionamos y reconocemos al Creador. No sé cuánto tiempo pasé en esa angustiosa situación. De repente escuché unos toquecitos en la ventana, que estaba entreabierta. Dirigí la vista allí. Era mi hijo Andrés. No me explico cómo se las ingenió para dar con mi habitación, pues no podía recibir visitas; pero al ver su rostro y escuchar su voz sentí que recuperaba las fuerzas y mi ánimo dio un vuelco. –Estarás aquí un mes, mamá –me informó, y para darme aliento agregó–: Mañana y todos los días que pueda volveré. A duras penas logré esbozar una sonrisa. Andrés me envío un beso con su mano y, mirando furtivamente a lado y lado, desapareció. Cuando podía “volarse” del colegio, mi hijo se escabullía por entre los mangones que rodean la clínica e iba a visitarme. Pasado algún tiempo me recuperé de los efectos del medicamento que me inyectaron a mi llegada. Mi ilusión por ver a Andrés, a Alfonso y a

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María Fernanda me motivó a acicalarme y me ayudó a no llorar, con lo cual pude sobrellevar mejor mi crisis. La Clínica San José de Dapa cuenta con excelentes instalaciones, amplias habitaciones y buen mobiliario. Tiene un hermoso prado en su patio interior, y al fondo, después del comedor, un extenso jardín con piscina, alrededor de la cual solía yo pasearme. Al poco tiempo pude recibir las visitas de mis amados hijos y de una que otra amiga, como María Victoria Salcedo. Los fármacos que me administraban surtieron su efecto: cada día que pasaba me recuperaba más. Pero al respecto algo me inquietaba. Había notado que algunos pacientes, compañeros de mis afugias, mostraban cierta rigidez en los brazos y otros, más graves, tenían paralizado todo el cuerpo. Alguien me explicó que lo que sufrían era un efecto secundario de los medicamentos que recibían. Supliqué al cielo que no me pasara lo mismo, y Dios escuchó mi plegaria. Creo que entre las pocas cosas que disfruté en San José estaban la buena comida, el taller de actividades manuales con papel, cartones y madera, y la mesa de ping-pong. Por la ansiedad se me despertó un apetito voraz y devoraba las tortas de naranja obsequio de María Victoria Salcedo (q.e.p.d.) piadosa y buena amiga. Añoraba mi guitarra. Trascurrido un mes, y luego de un minucioso chequeo médico, se me dio de alta; pero reunir el dinero para pagar la factura de la clínica y poder abandonarla fue toda una odisea. Yo no tenía recursos. Aunque de cuando en cuando mis hijos recibían unos pocos pesos por algunos oficios remunerados, lo poco que ganaban lo destinaban a subvencionar sus necesidades más elementales. Mis ingresos provenían de mis conciertos y de los casetes que grababa y vendía, pero para hacerlo necesitaba, por supuesto, estar libre. Mi amada 213

madre vivía sólo de su pensión, y ya padecía los comienzos de lo que sería una voraz arterioesclerosis. Así las cosas, no sé cómo ni por qué medio voló la noticia de que ya podía yo salir de la clínica. Entonces el clan de los Arias, mis primos, liderados por Edgard y Guillermo, tuvo un gesto de solidaridad conmigo y se hizo cargo de la factura, que no bajaba del medio millón de pesos, suma muy considerable en 1989. Mi hermana Zafiro recaudó los dineros. “La sangre es la sangre”, repetía mi prima Lilia. Para ser franca, he de confesar que yo quería quedarme a vivir en la clínica, mas los curas que la regentaban se negaron. Acostumbraba yo pasearme por los corredores de la vieja clínica de Dapa, vestida a veces con la ropa que mis amigas me habían obsequiado, y solía llegar hasta el vestíbulo, desde donde podía ver quién llegaba o quién salía. Así, recostada mi frente contra la puerta de hierro, una vez vi venir a María Fernanda; otra, a Andresito; otra, a Alfonsito en un auto conducido por su papá. Parece que las murmuraciones decían que yo estaba loca. Hasta eso tuvimos que enfrentar. No era locura era desarraigo, soledad y pobreza. El día de mi salida iba yo de aquí para allá, impaciente. Como lo mencioné, ya los siquiatras me habían dado de alta pero para poder marcharme debía pagar la clínica, lo que afortunadamente pude hacer, repito, gracias al clan Arias. Arregladas las cuentas, inmediatamente fui por mis artículos personales, y tras empacar busqué a los religiosos para agradecerles sus atenciones, hecho lo cual me monté con mi hermana en su Renault cuatro. Al partir me preguntó adónde quería que fuéramos. Le dije la verdad: “No sé”. Emprendimos la marcha en el pequeño vehículo. Ya en la ciudad, y dado que debía tomar una decisión, le pedí que me dejara en el Hotel Aristi. Zafiro condujo hasta el sitio. Al llegar ingresamos a la recepción y pregunté al encargado 214

cuál era el valor de la habitación. Me dijo que costaba diez mil pesos por día. Rebusqué en mi bolso. Tenía justo esa suma, así que podía quedarme hasta el día siguiente. El hombre llamó a un botones para que se encargara de mi maleta y le entregó una llave. “Después de usted, señora”, dijo el botones, cordial. Al llegar al ascensor me despedí de mi hermana y le di las gracias. No sé hasta qué piso subimos. El botones me condujo por un largo corredor y cuando llegamos a la puerta de la habitación que se me había asignado, abrió, depositó la maleta en el vestíbulo, me entregó la llave y tras unas palabras corteses se retiró. Una vez a solas me senté en una silla y me sumí en mis pensamientos. En vano trataba de hallar algún camino para resolver mi angustiosa situación: ver anochecer sin saber dónde reclinar mi sien. El vulgo dice “encima de Dios no vive nadie”, y a eso me aferré. Amaneció. Ya desde las cinco estaba en pie. Tras tomar un ligero baño, que me reconfortó, empecé a pasar lista de las personas a quienes pudiera pedir albergue para tener un respiro mientras vendía mis casetes y mis recitales, y con lo que pudiera obtener de ello tomar un lugarcito en alquiler. No recuerdo a quién llamé, pero todo sucedió así: me comuniqué con una amiga caleña que pertenecía al movimiento Invitación a la Vida, una causa por la luz, el amor y la oración por Colombia, Francia y otros países, liderado por Jean Louis Lorphelin y su señora María Teresa Castro. Mi amiga me propuso que visitara a unas ancianitas que vivían muy solas y cuyo auto ella conducía en las tardes cuando lo requerían. Seguí su consejo, y las buenas mujeres accedieron a alojarme. De inmediato, y para no darles tiempo de arrepentirse, hice mi maleta y me marché del hotel, justo a tiempo para que no me cobraran un segundo día.

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Sin embargo, lo que yo creí una solución relativamente duradera a mis necesidades de alojamiento sólo duró un par de días, pues las ancianitas me informaron al cabo de ese tiempo que nuestro trato no iba más porque pronto vendría la hija de una de ellas y ocuparía la habitación que yo ocupaba. Así, de nuevo tuve que liar mis bártulos e irme quién sabe adónde. Se me ocurrió entonces acudir otra vez a María Teresa Castro, quien con Miriam Baquero, compañera suya en el movimiento Invitación a la Vida, siempre estaban pendientes de mi deambular entre Cali y Bogotá. Cuando supieron que las viejecitas me habían puesto de patitas en la calle, sin vacilar me ofrecieron posada en la casita, como llamaban a la casa sede en la que trabajaban por la humanidad y en la que se rezaban a diario cuatro rosarios, como mínimo, y se daba consuelo y solaz espiritual a las personas que padecían alguna angustia o habían sufrido alguna tragedia. Estando allí encontré una habitación en el barrio Granada a unas pocas cuadras del albergue. Era propiedad de una cocinera del Hotel Intercontinental, próxima a jubilarse.

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Un refugio singular en Bogotá De nuevo en Bogotá estaba yo sola, porque después de llegar de Francia mis hijos Andrés, Alfonso y María Fernanda se habían refugiado de mi pobreza en Cali con su familia paterna, más concretamente con la abuela Lucía. Con fe inquebrantable, y pensando siempre en mis hijos, continuaba buscando cómo hacerme algún dinero con mi voz en la música o como locutora, labores que en el pasado me habían sido gratas y nada rutinarias. Llamaba a los amigos y les solicitaba su ayuda para que me consiguieran algún trabajo, pero el puesto no aparecía por ninguna parte. El canal educativo de televisión me brindó la posibilidad de realizar dos conciertos, y me pagó bien, pero el dinero se me esfumaba de las manos pues además de utilizarlo para subvenir mis gastos indispensables, debía cubrir las abultadas facturas de mis reiteradas llamadas telefónicas a Cali y del envío de sucesivas encomiendas a mis hijos. Y porque, pese a mi postración emocional y económica, nunca renuncié a mis hábitos y deberes para conmigo misma: arreglos personales, de manos y pies; champú, cepillado del cabello. Visitaba cualquier salón de belleza de la Caracas con 45 o de la Carrera Séptima con 53. Todo ello, por supuesto, costaba dinero. Y aunque parezca extraño, nada me desvelaba; dormía la noche entera. Desayunaba con frutas y café negro. Las frutas me las fiaban en la esquina de la Sesenta con Caracas, en una pulpería en la que abundaban toda clase de abarrotes y de la cual eran habituales clientes numerosos estudiantes. Otra forma de conseguir algunos exiguos recursos para sobrellevar mi pobreza era brindar recitales en la Biblioteca Nacional. A más de esto, con los ocho mil pesos semanales que me pagaba mi gran amigo Roberto Maldonado por ayudar a sus ingenieros a relatar, detalladamente, en buen castellano, su trabajo en 217

los suelos y subsuelos de los Llanos, de San Andrés o del mismo Bogotá pagaba mi derecho a un cupo en un dormitorio de una residencia de jóvenes dirigida por dos señoras, madre e hija, muy juiciosas, muy paisas y muy católicas. Con el ICBF firmé un convenio para hacerme cargo de un programa para niños abandonados llamado Casita Encantada, con los cuales trabajé por un mes. Mi labor con ellos consistía en suministrarles pinturas dactilares, arcilla, lápices de colores, panderetas, maracas, y ayudada de mi guitarra proporcionarles una forma vívida de expresar sus sentimientos, sus necesidades, sus sueños utilizando ese recurso que tiene el poder de despertar la magia que hay en todo ser humano. ¿Cuántas calles caminé durante esos días? Innumerables. ¿Cuántos alojamientos visité? No lo sé, pero todos muy pasajeros. Con todo, Bogotá me parecía más fácil para trabajar con música que Cali, ciudad en la que, insistían mis hijos, era muy difícil ganarse la vida como trabajadora de la cultura. Pasaban implacables los días y las semanas, y cada vez era más difícil para mí encontrar vivienda. Además, yo estaba empecinada en ver pronto a mis hijos, tocarlos, escucharlos y decirles que pronto estaría muy bien; que no los había abandonado. Pero ese anhelo no se cumplía y yo continuaba mi periplo entre Bogotá y Cali. Nunca tuve la estabilidad necesaria, aunque fuera mínima, para concretar mis sueños. Uno de esos tantos días en Bogotá llegaba a su final, y yo con mi maleta y mi guitarra sin saber adónde ir a parar. En efecto, cayó la tarde y en compañía de mi impedimenta, cuando cruzaba una esquina cercana a Corferias divisé a unos policías que prestaban guardia en la puerta de una comisaría. Sin pensarlo dos veces me dirigí hacia allí, 218

saludé a los agentes y entré al lugar con mis corotos. Los guardias me preguntaron el porqué de mi visita, pero yo me obstiné en que debía hablar con el oficial encargado. Los policías me aseguraron que su superior no me atendería; sin embargo, ante mi insistencia, a regañadientes me dijeron que irían a buscarlo, y con tal fin se dirigieron al interior de la edificación. Yo estaba bien vestida, mi ropa impecablemente lavada y planchada, con mi abrigo de invierno sobre los hombros, mi maleta muy maja, regalo de María Victoria Salcedo, y mi suntuosa guitarra Norato en palosanto, con ébano e incrustaciones de marfil elaboradas en China. Mientras esperaba al oficial de guardia paseé mi vista por el recinto. El piso estaba cubierto por una alfombra gris, color de burro tierno, de pared a pared. A pocos pasos de la entrada había un escritorio metálico color gris y al frente y detrás de él las consabidas sillas; a lado y lado las rústicas bancas de madera para los visitantes, en una de las cuales me senté yo. Los muros estaban desnudos, a no ser por una enorme cartelera donde se apretujaba un abigarrado conjunto de papeles que, pensé, eran notificaciones, advertencias, resoluciones, órdenes de captura…, qué sé yo. Detrás del escritorio y por una pequeña puerta entreabierta se alcanzaba a divisar un sanitario y una ducha. Todo lo demás era semipenumbra, suspenso y mucho frío. Y yo esperaba. Tras un rato que me pareció eterno apareció el superior. –Buenas noches –me dijo el gendarme con cierta reserva. –Buenas noches, señor comandante –respondí yo, tratando de adivinar su rango. Todavía a estas alturas de mi vida ignoro a qué rango alude el emblema que exhiben los oficiales en su indumentaria, pero así lo saludé. Si no era ese su estatus, al menos no le disgustó porque no hizo 219

ningún comentario al respecto. Me preguntó el motivo de mi visita. Yo le expliqué mi situación y mi intención de acudir a su benevolencia para que me diera posada en la comisaría mientras me organizaba para viajar a Cali. El policía se negó en todos los tonos a aceptar mi petición, entre otras cosas, adujo, porque esa comisaría, como yo ya lo había notado, estaba semidesmantelada y ya no funcionaría más en el barrio pues habían sido objeto de amenazas y de atentados. No me atreví a preguntar quién los amenazaba, y el oficial no dio ninguna explicación sobre ello. Pero esta última información le sirvió para recalcarme que no podía darme albergue porque no había condiciones para garantizar mi seguridad. La noche se acercaba y empecé a entrar en pánico. ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Tercamente insistí en mi petición y le aseguré al hombre que si algo sucedía yo me haría responsable de mi seguridad. Sin embargo, pese a mis angustias, yo no dejaba traslucir mis sentimientos y bregaba por mantener una actitud serena. Por eso y por mucho más creo en Dios, porque no de otra forma me explico cómo me las ingeniaba yo para paliar mi situación. Quien hablaba conmigo siempre me tomaba en serio, pero no me brindaba ninguna solución para salir de la encrucijada en que me hallaba, y yo era incapaz de confesar abiertamente mis angustias, y mucho menos a mis amigos. Nunca acudí a mi familia, que estaba en condiciones de ayudarme. Le rogué una y otra vez al policía que me dejara quedar allí dos días, tiempo que necesitaba para hacerme al dinero con qué irme a Cali, y que pensaba conseguir cantando en alguno de los cafecitos aledaños a la Universidad Nacional, lugares reservados a los poetas y gente de la farándula. Por momentos sentía que se me esfumaban las fuerzas. Fue tanta mi insistencia que el policía cedió. 220

–Está bien –accedió, a regañadientes, el uniformado y en tono serio me advirtió–: Pero sólo esta noche; a la siguiente se va. Agradecí al hombre su gentileza, pues así podría yo descansar esa noche, que tanto lo necesitaba; al día siguiente presentar mi función y una vez terminada, cerca de la media noche, tomar un Expreso Bolivariano rumbo a Cali. El oficial me pidió que lo siguiera a la habitación del fondo, y hacia allá nos dirigimos. Me dejó a la puerta del cuarto y se despidió con un escueto “buenas noches”. El lugar no tenía ningún mobiliario. Una vez allí recosté mi guitarra en un rincón, tendí mi abrigo sobre el sucio tapete, abrí mi enorme maleta para sacar el cepillo de dientes y la ropa que usaría al día siguiente, durante el cual ensayaría las canciones del recital. Eran las ocho de la noche. Yo me había tendido vestida sobre el abrigo. Estaba conciliando el sueño cuando oí una voz masculina que pronunciaba mi nombre. Algo sobresaltada, pues me tomó de sorpresa, contesté simplemente: “¿Sí…?”. Sin pedir permiso entró un uniformado de unos cuarenta y cinco años, con quepis reglamentario y algunas insignias en la guerrera, poblado bigote y ojos negros y profundos. Torpemente quise incorporarme, pero él me detuvo con un gesto; se detuvo a dos pasos de mi improvisado lecho y se puso en cuclillas, al tiempo que se disculpaba con dos palabras por su atrevida irrupción. Me informó que su rango era de coronel y que estaba pasando revista a esa estación. A continuación me preguntó qué hacía yo ahí. Con cierta timidez, porque no atinaba a vislumbrar cuál sería su reacción, le dije que el comisario muy amablemente me había dado permiso para pasar ahí la noche, y le conté lo de mi pretendida presentación. El coronel se fijó entonces en la guitarra y me preguntó: –¿Usted qué hace con ese instrumento? 221

–Con ella acompaño mis canciones. –¿Así que usted es artista? –inquirió, y su voz no pudo ocultar una octava de admiración. –Tengo la impresión de que sí –le respondí con ironía. –¿Y quién la promueve? –Yo misma. –¿Qué música canta? –De todo un poco, pero me gusta mucho la música colombiana. El hombre calló unos segundos, como si no se decidiera a dar el siguiente paso. Al cabo, me rogó: –Cante algo, por favor. –¿Qué le gustaría escuchar? –Lo que quiera. Me puse de pies y él, hincado aún, se cruzó de brazos y miró atentamente mis movimientos. Saqué mi guitarra del estuche y con ella me senté en el suelo para quedar a la altura del oficial: Cuentan que hubo una vez un pescador barquero que pescaba de noche en el río, que una vez con su red pescó un lucero, y feliz lo llevó, y feliz lo llevó a su bohío. El oficial me miraba fijamente. Terminé la canción de José A. Morales con cierta aprensión, pues no estaba segura si mi voz y la canción le habrían gustado y sin más me diría “¡fuera!”. Al rematar mi interpretación me quedé expectante y lo miré directo a los ojos. Pasaron unos segundos antes de que él hablara, lo cual exacerbó mi angustia. Por fin, con una voz en la que creí descubrir un dejo de ternura, me dijo: “Es muy bonita esa canción. Puede usted quedarse.

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Mañana en el día, si necesita hacer alguna diligencia para preparar su presentación de la noche, le cuidaremos la maleta y la guitarra”. He de confesar que a punto estuve de abrazar al coronel, conmovida por el favor que me hacía, pero era tal su seriedad que me contuve; de eso, y de decirle que tenía ojos negros y profundos que me recordaban la mirada seria y serena de mi primer amor, el joven de origen árabe que yo frecuentaba en el Conservatorio de Valencia, Venezuela. Me quedé, pues, en la comisaría, y dormí plácidamente hasta las cuatro de la mañana, hora a la que me levanté, me asomé a la puerta del cuarto, miré con tiento a lado y lado y no viendo a nadie, a paso quedo me dirigí al bañito con ducha que había divisado a mi llegada. Mi cuerpo protestó en seguida al sentir el helado y avaro chorro de agua, pero tuvo la virtud de reconfortarme y despertarme del todo para iniciar la jornada. Dado que aún tardaría en abrir el día, me entretuve largo rato en organizar mis trebejos. A las siete de la mañana estaba arreglada y lista para desayunar en alguna cafetería cercana. Tras despachar un café y un panecillo regresé a la comisaría y me encerré en el cuarto a planear lo del recital de la noche. A mediodía sentí apetito y salí de nuevo. No recuerdo qué almorcé. Clementina Hoyos de Vernaza, sus hijas y yo nos habíamos dado cita en el pequeño café-restaurante donde yo cantaría. No tenían ni idea de que estaba alojada en un puesto de policía. A las ocho en punto de la noche nos encontramos en el establecimiento y ocupamos una mesita con taburetes de cuero y mantelito a cuadros rojos y blancos. No había micrófono en el espacio adaptado como escenario. Esperamos a que llegara algún público y cerca de las nueve empecé a cantar: Allá, allá en la montaña, allá cerquita del río, nació en noches de 223

luna tu querer y el mío, con un fragmento del poema Morada al Sur, de Aurelio Arturo. También canté el Drumi Mobila, de Bola de Nieve; Melodía sentimental, de Héctor Villalobos, y muchas más que se borraron del recuerdo de esa noche en que gemía la borrasca en mi alma y yo me guarecía en la música, motivada por el aliciente de los cuarenta mil pesos que me habían prometido por mi actuación y con los cuales tomaría a las once de la noche el bus rumbo a Cali, como efectivamente hice luego de despedirme de mis queridas amigas. De nuevo en la capital del Valle reanudé mi eterno peregrinaje. Siempre bien arreglada, deambulaba por las calles. La maleta me la guardaba algún vecino. Pienso hoy que algo teníamos en común Jovita Feijoo y yo: ambas siempre bien ataviadas, ambas siempre errantes, ambas rebosantes de amor por Cali, ambas sencillas, aunque la locura de Jovita la hacía con frecuencia ufanarse de su origen real. Yo, por mi parte, sólo podía ufanarme del cariño de mis amados hijos. A su regreso de París mis hijos se refugiaron en casa de la abuela paterna en Cali y asistían al Liceo Francés, con el derecho que les otorgaba el haber vivido en Francia y hablar muy bien el idioma. Yo estaba desolada por verme obligada a vivir separada de ellos, ya que no contaba con los recursos necesarios para instalarnos todos juntos. Después de los años pasados en París, mi reintegro a la sociedad no fue fácil. Allá siempre vivimos de mi sueldo y de los honorarios por los recitales que brindaba. Pero en Cali mi trabajo como cantante era muy esporádico y no me proporcionaba ingresos fijos. Por eso me propuse ser mucho más acuciosa en la búsqueda de trabajo artístico y visité varias instituciones que quisieran escuchar mi canto y apoyarme.

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De nuevo en la brega: Yo también viví el rebusque A pesar de las muchas adversidades a las que he debido enfrentarme, nunca he dejado de abrazar la vida por los soplos de libertad que me ha dado y a la que agradezco mi salud mental, lograda a costa de muchas lágrimas y de la dolorosa impotencia de no ser comprendida y no dárseme la oportunidad para dejar brotar de mí el cúmulo de sensaciones que me agobiaban. De la calumnia algo queda, dice la gente; pero hoy puedo decir que eso no es verdad. Mi situación anímica mejoraba día a día; no así la económica. Mis hijos, a quienes extrañaba desde el fondo de mi alma, crecían a ojos vista. Yo no quería volver a Bogotá, aunque no podía desconocer el apoyo que esa ciudad brindó a mi trabajo artístico. En Cali seguí presentando recitales. Para el Centro Colombo Americano estudié e interpreté una bella y antigua canción anónima escrita en inglés arcaico, y dos cantos en latín. Algo que me causó inmensa satisfacción fue interpretar canciones de cámara latinoamericanas, como Melodía sentimental y Bachiana No. 5, de Héctor Villalobos; Cuando acaba de llover, de Carlos Guastavino, argentino; Balada del tiempo mozo, de Salvador Ley, guatemalteco. Todas ellas hablan del amor, a veces perdido y a veces recuperado; todas derrochan poesía y melodía. La canción de Salvador Ley me atrapó desde el primer momento, por las hermosas imágenes con que añora su primera juventud: Fui de vergel en vergel, hurtando el fruto de miel… ¡Pero con qué prontitud se me acibaró en la boca! Ay, mi loca; ay, mi loca juventud; ay, mi loca; ay, mi loca juventud…

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Estas obras, al igual que las canciones tradicionales y folclóricas colombianas y latinoamericanas, son las favoritas de muchos, y quienes no las conocen se enamoran de ellas cuando las escuchan: boleros, bambucos, rancheras, huapangos como Cucurrucucú paloma. Cuentan que por las noches no más se le iba en puro tomar. Cuentan que no comía. No más se le iba en puro tomar. Juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto… De mi padre heredé el amor a los tangos y a José Asunción Silva. Al acostarme, papá me leía y releía el Nocturno del bardo inmortal: Una noche, una noche toda llena de murmullos y de músicas de alas; una noche en que ardían en la alcoba nupcial y húmeda las luciérnagas nocturnas… Y mi padre me advertía: Si estando sola en tu habitación sientes la presencia de una delicada fragancia, un perfume que te acaricia sin invadirte, es la presencia de Dios. A las seis de la mañana, al salir de la ducha envuelto en su bata de baño de seda, entonaba el Mano a mano de Gardel y un par de versos de Rigoletto: La dona e mobile cual piuma ad vento, / muda daccento et di pensiere. El ánimo contagioso de los versos del italiano lo acompañaba todo el día en su trabajo de odontología con cada paciente. Cantaba y hablaba en francés para enseñarlo.

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Mi paso por la Biblioteca Nacional, en Bogotá La Biblioteca Nacional de Bogotá, Sala de Música Aurelio Arturo, me abrió las puertas y sus archivos sonoros para que yo escogiera y preparara un amplio repertorio de obras latinoamericanas de los más exquisitos compositores del lirismo suramericano: canciones de cámara; canciones de Carlos Guastavino, de Argentina; de Héctor Villalobos, Brasil, de Mozart Camargo Guarnieri Brasil y de muchos más. Comencé a estudiar las canciones todos los días en la Biblioteca, y escuché hasta cerca de cien veces cada grabación durante cuatro meses, pues una vez aprendidas las canciones debía ensayarlas acompañadas por mi guitarra. Mi voz no se acerca ni remotamente a lo lírico, salvo en el caso de la poesía. En la Biblioteca me catalogaron como Mezzo, y yo, no muy convencida, acepté que se programaran tres recitales líricos suramericanos en mi voz y en mi guitarra. Yo había tomado en alquiler una piecita en el barrio Minuto de Dios. Todos los días, a las ocho de la mañana, después de haber desayunado bien, tomaba un bus que me dejaba en la Carrera Diez con Calle Veinticuatro, centro de Bogotá. De ahí caminaba hasta la Biblioteca que quedaba a cinco cuadras. Como a veces el dinero no me alcanzaba para comer lo necesario y soportar una jornada de ocho de la mañana a seis de la tarde, los empleados de la Biblioteca me mimaban. María Herlin de Díaz y su esposo me daban el almuerzo y los tentempiés indispensables para resistir tan extenso horario. Del arriendo de la pieza del Minuto de Dios se encargaron Victorita Fajardo de Silva y Clementina Hoyos de Vernaza, muy discreta y delicadamente. Canté los tres recitales con lleno total. Muy gentilmente la Biblioteca se encargó de grabar cada recital, con el propósito de que yo pudiera vender los casetes entre amigos y conocidos míos y de mi 227

papá, que eran numerosos, muchos de ellos caleños y payaneses, poetas y escritores. Con los dineros que pude recoger tuve un respiro y llamé por teléfono a mis tres hijos para darles un parte de normalidad, aunque lo cierto era que mi vida estaba totalmente descontrolada por los afanes de la supervivencia. Antanas Mokus, a quien yo no conocía, amablemente atendió mi llamada a la rectoría de la Universidad Nacional y me compró un par de casetes. Valga mencionar que por aquella época, año 1988, cuando yo inicié la comercialización de mis grabaciones, cada casete lo vendía a mil quinientos pesos y al poco tiempo pude pedir por ellos cinco mil pesos cada uno y los vendía por pares. Por supuesto, otro hecho que me ayudó enormemente en la venta de mis grabaciones fue que la Radiodifusora Nacional de Colombia, difundía mis canciones, por lo general acompañándolas con pequeños reportajes que se me hacían. Con todo ello pude sobreaguar honorablemente pero era imperativo para mí y ver a los niños y a mamá. Sin embargo, por esas cosas del destino, siempre que me proponía viajar a Cali la situación económica se me complicaba y debía continuar en Bogotá, luchando por sobrevivir. Pasó un tiempo del cual no tengo memoria. Como el dinero que reunía con las transacciones mencionadas no era suficiente, tenía que ingeniarme algo para ganar un poco más. Resolví, entonces, presentarme con un repertorio de canciones del folclor colombiano y latinoamericano en una serie de cafecitos a pocas calles de la Universidad Nacional donde celebraban la vida escritores, poetas y artistas, debatían sobre arte y literatura al calor de unas buenas copas, y ofrecían recitales en un ambiente totalmente bohemio. Efectivamente, a raíz de esas nuevas actividades pude aumentar mis 228

ingresos y con ello escaparme una que otra noche en bus a Cali, ver a los niños y a mi anciana madre y al día siguiente regresar a Bogotá. Pasaron las semanas y los meses y se me agotó el mercado natural de mis canciones, pues ya todos mis amigos tenían mis grabaciones. Y de nuevo se pusieron para mí las cosas difíciles en Bogotá. Tuve que cambiar mi alojamiento del Minuto de Dios por una cama en una pieza compartida de una residencia para universitarios en la Calle 63 con Avenida Caracas. Las otras camas de la habitación estaban ocupadas por niñas costeñas con una mediana solvencia económica, que cursaban sus estudios en las distintas universidades de la capital. Como dijo San Juan de la Cruz: “Atrás quedó la noche”. El desarraigo, cada vez más, me fue indicando el para qué del dolor a lo largo de una vida: evolución, desapego, desprendimiento, mucha fe en Dios y amor a los pueblos y gentes que vamos conociendo por los caminos del destino. A raíz de todo ello fui entrando en una noche existencial: no podía viajar a Cali y no podía sobrevivir en Bogotá. Mi ánimo se fue opacando y un manto de dolor y tristeza, tejido por la soledad, cubrió mi alma. Me hallaba en una encrucijada de la que no encontraba salida y mi orgullo me inhibía de explicar a los amigos la situación y solicitar su auxilio, aunque sé que no me lo habrían negado. Tercamente, yo insistía en vender mis conciertos y mis casetes, pero los recursos se agotaban. Mi amigo Abelardo Forero Benavides me alentó siempre con su palabra sabia, su consejo oportuno y sus fascinantes historias. Hay golpes en la vida tan fuertes… yo no sé. Pude comprender, entonces, la angustia profunda del poeta. Yo me encontraba totalmente abatida. Un extraño sopor me invadía de pies a cabeza. Trémula, frágil y despojada de mis afectos me aferraba al canto como el náufrago a su 229

tabla en medio del proceloso océano. Mis recursos monetarios y mi capacidad de comunicación estaban agotados. Me alejé de los amigos. Separada de los hijos, de mi familia, de Cali, me fui enfermando del alma y de la mente. ¡Tantos esfuerzos que hice desde que llegué de París para adaptarme e integrarme parecían hoy un juego de niños ante la montaña de dolor y sacrificios que debí remontar en mi propia Colombia! Era una extraña en mi tierra y Colombia era para mí un país desconocido. En cinco años, me parecía increíble, las cosas habían cambiado a tal punto que los valores en que me eduqué se habían desmoronado por el azote del narcotráfico, que no sólo sembraba de dolor y sangre nuestras ciudades, sino que era el culpable de una nefasta tendencia a ganar dinero fácil, que deterioraba y permeaba todas las estructuras de la sociedad. Llegué a pensar, incluso, que lo que yo vivía era el precio que estaba pagando por haber emigrado para no ser arrastrada con mis compatriotas por la vorágine que había descompuesto y desdibujado a nuestro país. Eran las seis y treinta de una fría tarde capitalina. Consulté mis escasos recursos y decidí entrar a una cafetería de Chapinero para tomarme un café con leche. Lentamente degustaba mi bebida cuando vi que ingresaba un hombre de estatura mediana, enjuto, de pelo liso medio rojo, peinado partido y una onda de cabello a la raíz de la frente. Vestido completo. Ocupó un asiento en una mesa frente a la mía, junto a la puerta. No sé por qué, pero a pesar de mi ánimo alicaído pude captar todos estos detalles del personaje. Las horas del día debían de haber pasado tranquilas para la mayoría, mas no para mí. ¿Dónde dormiría yo esa noche? Las luces de la calle que empezaban a disipar los primeros grises del anochecer me angustiaban, pero yo albergaba aún la ínfima esperanza de que podría dormir al abrigo de un techo 230

que me protegiera del frío. ¿Cómo? No lo sabía, pues el dinero que tenía me alcanzaba justo para pagar el café. Con zozobra miraba el reloj: eran ya cerca de la siete y treinta. Cabizbaja rumiaba mis pensamientos, cuando de pronto noté un movimiento frente a mí. Alcé la vista y vi que el personaje que llamó mi atención se había puesto de pies y se aproximaba a mi mesa. Cuando llegó a ella, muy amablemente me pidió permiso para sentarse. Me dijo su nombre, pero lo he olvidado. Yo nunca le dije cómo me llamaba. No sé cómo empezó la conversación, ni en qué momento de ella el hombre supo que ningún alero me brindaría su sombra esa noche, a no ser que él se apiadara de mí. –Tengo las llaves de un apartamento que debo cuidar esta noche, en la Séptima con Sesenta –me confió el extraño, y agregó–: Es pequeño; tan sólo una sala comedor y una alcoba, pero está amoblado. –Hizo una pausa como para escoger sus próximas palabras, me miró directo a los ojos y me hizo el ofrecimiento–: Si usted quiere, puede pasar ahí la noche. Sostuve su mirada y traté de indagar en el fondo de sus ojos alguna intención oculta tras su amable invitación. –Muchas gracias –le dije–. Acepto –y añadí con un tono de prevención y cierta grosería de la que me arrepentí en seguida–: ¡Pero le advierto que a cambio de eso no me dejaré tocar de usted ni una uña! El hombre hizo caso omiso de mi ex abrupto; sonrió, y en el mismo tono amable que había utilizado hasta ahora, dijo para tranquilizarme: –La alcoba tiene llave. Usted puede encerrarse, que yo no la molestaré. Se lo prometo. Confíe en mí. Lo que le ofrezco es sólo 231

pasajero, pero yo puedo ayudarla a ubicarse. En un mes me entregarán en alquiler un apartamento de tres habitaciones, que ocuparé en compañía de un tío. La tercera alcoba puede ser suya. Aquí tiene mis datos. Pagué mi café. No sé si fue el tono de las palabras del extraño, o quizás su limpia mirada, o sencillamente mi necesidad imperiosa de un techo para pasar la noche, pero lo cierto es que no sentí ningún temor. Me embocé en mi abrigo de paño y salí de la cafetería en compañía del extraño rumbo al edificio donde me había ofrecido alojamiento. Caminamos uno al lado del otro por cierto trecho en medio de un silencio incómodo. En un momento dado el hombre, sin dejar de mirar al frente, me confesó: – ¿Sabe? Yo resolví cambiar de vida. Por eso el proyecto de un hogar con mi tío es ya un hecho, y usted podrá vivir con nosotros. – ¿Usted de qué vive? –le pregunté con cierta suspicacia. –Hasta hace un mes me ganaba la vida haciendo abortos –declaró sin ambages. Su franqueza me dejó fría y decidí guardar silencio. Tomé su declaración como una confidencia. Lo miré de soslayo. No alcanzaba a imaginarme cómo un hombre como él podía estar en semejante negocio. Trascurrieron varios minutos, al cabo de los cuales creí necesario hacer algún comentario a su confidencia: –Yo no estoy de acuerdo con el aborto –le dije. Esperé que él retomara el tema, pero se abstuvo de replicarme. Por el contrario, me preguntó: – ¿Usted de qué vive? –De la música. Mal, pero vivo.

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En verdad, yo no tenía ningún ánimo de continuar con la conversación; por eso, fue para mí providencial el anuncio de mi ocasional compañero: –Ya llegamos, señora. En este edificio queda el apartamento. El marco de la puerta del edificio era metálico y las naves, de vidrio. Entramos y subimos por las gradas hasta el tercer piso. El hombre extrajo un manojo de llaves, buscó la del apartamento y abrió. Entré de primera y me detuve en el vestíbulo. Él me siguió, cerró y me invitó a seguir a un salón donde, adosada a la ventana, había un comedor y sobre él una estufa. Los muebles, rústicos, eran una fea imitación del estilo colonial, color café oscuro, de ese café que todo lo oscurece, hasta el alma. Dejé caer mi abrigo sobre un asiento y esperé a que me condujera a lo que sería mi alcoba por esa noche. Así fue. Me llevó al único dormitorio del apartamento en el que había una sola cama. –Tome la llave y enciérrese a la hora que quiera –me dijo el hombre con cierta sequedad, y me advirtió–: Yo debo salir de aquí mañana a las ocho. Usted también. Volví por mi abrigo, entré a la pieza y cerré con llave. El colchón de la cama estaba totalmente desnudo: ni una sábana, ni una cobija. Me acosté vestida y me arropé con el abrigo. Cerré los ojos y me encomendé al universo, al cosmos. La tensión interior me impedía orar. Balbuceé las primeras palabras del padrenuestro y me dormí. A las siete de la mañana abrí los ojos. La noche transcurrió en paz. Mi anfitrión, pese a mis prevenciones, me respetó. Me preparó y obsequió un buen desayuno. ¿Cómo pueden el cuerpo y el alma conciliar el sueño en circunstancias tan complejas? ¿Cómo pude hacerlo yo en esa y en 233

tantas noches de mi agitada existencia? Ahora pienso que el sueño es como una tregua que nos da la vida para que durante él podamos sublimar en un tierno delirio el llanto, los pesares, el dolor, las angustias. Y el sueño llama los sueños, esa escisión de la realidad que nos permite vivir nuestras fantasías. De más está decir que decliné diplomáticamente la propuesta de mi circunstancial benefactor de compartir en el futuro un apartamento con él y con su tío. De regreso a las calles tuve tiempo de cavilar sobre los sucesos de esas últimas horas y el inusual comportamiento del extraño, y concluí que su actitud hacia mí había sido una manera de resarcir el daño causado por su innoble actividad, y yo el instrumento que el destino había puesto en sus manos para su catarsis. Por eso no me atreví a juzgarlo.

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Un recurso para subsistir: el trueque Pasaron los días y los meses. Me instalé en Cali definitivamente y continué cantando. Con el apoyo de mis hijos y con algunos conciertos que pude agenciarme fui ganando estabilidad y tranquilidad para promocionar mis canciones. El gran Martin Fruheauf me brindó la solidez de su amistad y su comprensión. Llegó el momento en que, por consejo de mis hijos, me decidí a grabar mis canciones y vender mis discos para ayudarme a sobrevivir. Después, cuando ellos estuvieron más solventes, con mucho tacto me pidieron que suspendiera la venta de mis discos para no abusar de la gentileza de mis amigos, y así lo hice. Me dediqué entonces al trueque: a cambio de clases de canto para aprender a manejar la voz como debe ser, desde el diafragma, recibía tratamientos y productos de belleza. Cuando tenía alguna presentación en público, César Carbonari me facilitaba el vestuario que necesitaba, del más exquisito gusto, que confeccionaba en su sofisticado taller de ropa para hombre y mujer. Valga aquí mencionar que los himnos de amor de mi maestro San Ajaib Singh Ji, del Ruhani Satsang, me fueron de ayuda para recibir mucha gracia y misericordia de Dios. Hoy creo que mi afición por el trueque es algo atávico, pues no podría afirmar de dónde me viene, pero sí he de reconocer que fue el único recurso del que pude echar mano para sobrevivir en momentos aciagos y soportar un trastorno afectivo bipolar. Confieso que toda la vida he sido vanidosa. Para mí el cuidado personal y la estética van de la mano, y en mi caso particular, a más de ello, han sido la mejor terapia. Por eso, los zapatos que me regalaban mis amigas los lucía con el orgullo con que Cenicienta lució sus zapatillas de cristal, aunque dudo mucho de que hoy los pudiera calzar, 235

pues mis pies se han resentido por las largas caminatas en Bogotá, saltando de charco en charco, de regreso a casa, bajo torrenciales aguaceros, envuelta en un grueso abrigo de paño inglés que no impedía que la humedad me calara hasta los huesos. Eso sí, cuando debía presentarme en algún concierto, por fortuna nunca me faltó dinero para pagar el taxi que me llevaría, con mi fiel guitarra, hasta el lugar. Ahora que traigo a colación esto del canje, y cómo merced a él pude subvenir muchas de mis necesidades, estoy segura de que si la idea se me hubiera ocurrido en Bogotá y la hubiera llevado a cabo, no habría tenido que ir a dar con mis huesos a una comisaría. No creo que este original modus operandi mío fuese malsano; al contrario, estoy segura de que un poco de vanidad nos viene bien a todos, y con mayor razón si ya sumamos un buen puñado de años y divisamos el cruce de la vejez, la tan temida hora en que nos llama un canto mayor. Por una hermosa blusa de César canté mis mejores canciones de exaltación a la vida y a la amistad. A cambio de un generoso cheque de mi amigo Roberto Maldonado pude trabajar para ganarme el sustento en momentos aciagos y de lucha muy dura en Bogotá. Y aunque no tuve la oportunidad de retribuirle en trueque su altruista gesto, ello me sirvió para apreciar más y enaltecer su amistad. El famoso y grueso abrigo de paño inglés de ojo de pescado, compañero de tantas de mis aventuras y que me dio cobijo en noches de “frío cierzo invernal”, lo adquirí en París en un precioso y enorme almacén inglés llamado Mark Spencer, por novecientos ochenta francos. En ese local encontraba yo siempre ropa de mi talla, especialmente preciosas faldas que ceñían perfectamente mi cintura y modelaban mis caderas. También hallaba allí zapatos a mi gusto y medida, y la ropa para mis hijos. Aprendí a usar zapatos sin tacón, 236

baletas como los llaman en Cali, y medias muy tupidas de sobrios colores. Desde París nunca volví a usar tacones, lo cual me vino muy bien para mis maratónicas jornadas en Bogotá, a donde llegué en 1988 procedente de Francia. Aun así los juanetes no se hicieron esperar y aquí estoy hoy, con dolores en los pies cuando llueve o hace frío. Hoy sé que es de sabios saber adaptarse al nuevo orden de las cosas, pero el sistema económico y social que nos rige agoniza y la humanidad deberá escoger entre renunciar al dinero que todo lo compra, o adaptarse a una sociedad distinta. El problema de la humanidad no es que haya dinero o no lo haya, o que unos tengan y otros no tengan. Principalmente nuestro problema es el desamor, la falta de amor verdadero al prójimo que hace que unos valoren más a los otros por sus pertenencias que por su ser, su alma. Mucha gente adinerada sabe comprender que para algo la vida le entregó un destino cómodo y busca la manera de compartirlo, de ayudar al menos favorecido, no con limosnas sino con auténtico amor y solidaridad. Pero esto es a diferencia de la gran mayoría que se apega a esos haberes y pierde de vista su existencia, su trasegar por este mundo que sólo debe conducir al encuentro con el verdadero Dios, con Jesucristo o con un Maestro Perfecto, como Jesús. No nos culpemos de esto, la responsabilidad es de los mecanismos mundanos que alimentan esas equivocaciones en la percepción de la vida y del ser humano.

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Mi encuentro con el Maestro Perfecto Sant Ji Pero mi vida de mujer, madre, hija, hermana, colombiana o compatriota, tiene un antes y un después marcados por un hecho trascendental, que referiré en lenguaje coloquial y resumidamente: El encuentro con un Maestro Perfecto, de Rajasthan India, quien me dio la Sagrada Iniciación en los cinco nombres de Dios, el Shabda Naam. Maestro Sant Ajaib Singh Ji (cariñosamente lo llamamos Sant Ji), sucesor en orden cronológico de grandes Maestros perfectos, amorosos y poderosos como Sawan Singh Ji, Baba Jaimal Singh Ji, Hazur Kirpal Singh Ji, entre muchos otros. Después de que Sant Ajaib Singh Ji abandonó el cuerpo, lo sucedió el Maestro viviente, Sant Sadhu Ram Ji, goce para el alma y fresco rocío en las mañanas de meditación, al igual que todos sus antecesores. Es difícil para una humana mortal, llena de pecados y errores, como la mía, atormentada por los dolores, tomar el lenguaje ordinario para explicar por qué fue vital y trascendental el encuentro con el Maestro Perfecto Sant Ajaib Singh Ji, quién es este personaje y qué logra hacer o cambiar en nuestras vidas de manera contundente y en silencio, sin discursos, pues las anécdotas de este libro, que hablan de sufrimientos, después de los cuales siempre esperamos el despertar de un día mejor aunque vengan siempre nuevos tropiezos y desengaños o golpes de la vida, como decía Vallejo, pero también nos muestran las “alegrías mundanas”, que percibimos como importantes o trascendentales por ejemplo para una carrera artística o política o de cualquier profesión. Esbozaré cómo ha sido mi vida antes de iniciada: muchas comidas elegantes o menos elegantes, almuerzos, cantatas a la luz de la luna, reuniones familiares, mucho cine y muchos paseos a fincas, es decir toda la adolescencia y la juventud hasta el año 1992, 238

año en que me inicié, habiendo yo nacido en 1944. Con estos detalles he querido dibujar el paso de un alma por la tierra hasta culminar, como ha sido el caso mío, en el éxito total sin buscarlo: LA SAGRADA INICIACIÓN. ¿Cómo llegué a Sant Ji? Solo Él lo sabe hacer. El atrae hacia sí al futuro iniciado. Jesús lo hizo con sus discípulos después de su resurrección y les dio la experiencia de conocerlo y convivir con él por más de 10 años. Con Sant Ji me inicié en la valiosa e importante meditación en el Shabda, con Sant Ji inicié mi camino como vegetariana y aprendí a respetar la vida de los otros seres, no solo humanos, sino vegetales, minerales, animales, no sin esfuerzo, pero además aprendí que este paso por la encarnación humana debe ser solo preparación para el conocimiento de Dios, para el servicio al prójimo y el paso del alma a la dimensión o forma de vida que se merezca esa alma, según sus obras, teniendo en cuenta que según esas obras podríamos devolvernos en la escala evolutiva. ¿Cómo si no, podríamos entonces ser parte de su Creación y de Sí mismo? El Maestro Sant Ajaib Singh Ji nació en una familia Sikh del Punjab, India, el 11 de septiembre de 1926 y abandonó el cuerpo el 6 julio de 1997. Recibió una corta educación formal, según la doctrina Sikh ortodoxa, siendo alumno muy estudioso de sus escrituras. Como todos los Santos precedentes, desde muy temprana edad vivió la imperante necesidad de realizar a Dios y en esa larga búsqueda se olvidó de la riqueza, la comodidad y el ocio. Prestó Servicio Militar. Conoció muy de cerca al gran Baba Sawan Singh Ji, su primer Maestro fue Baba Bishan Das. El nombre de Sant

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Ajaib Singh Ji (Sant Ji), en el idioma punjabi, significa: “León maravilloso”. Hazur Kirpal Singh Ji dio a Sant Ji los tres nombres faltantes de Dios, para completar la iniciación dada en un comienzo por Baba Jaimal Singh Ji. He aquí apartes de las célebres frases de ayuda de Kirpal, para que quienes se acercan a un iniciado aprecien la dimensión de lo que significa decir: Yo soy iniciado. “Una diminuta semilla lleva en su corazón un potente roble, que puede desarrollarse en toda su plenitud, con el alimento y la protección apropiados. De igual manera, la Semilla Sagrada de la Iniciación prospera mejor en suelo rico y fértil, formado por elevados valores éticos y de amorosa compasión. Por lo tanto, a los buscadores de la verdad, se les aconseja practicar la autointrospección, que es de gran ayuda para desarrollar la fertilidad y para que la divinidad germine hasta su total floración”. Kirpal Singh. La Gloria del Simran: Recopilación de algunas de las conferencias (satsangs) más significativas sobre el tema del Simran, que contiene los cinco nombres de Dios. El Maestro Sant Sadhu Ram Ji lo escribió entre 2002 y 2003, época en la cual fue descubierto como Maestro Viviente en el 16 PS India. Con este descubrimiento queda ratificado, después de varios años de búsqueda, el Maestro Sant Sadhu Ram Ji, como verdadero sucesor del Maestro Sant Ajaib Singh Ji. La serenidad, la paz, la luz, el amor, la fuerza y la verdad eres tú Amado Maestro Perfecto. Gracias por haberte compadecido de mi alma y de mi vida. Entre mis hermanos iniciados y como epílogo de mi encuentro con Sant Ji debo mencionar por inmenso amor y gratitud, a Inesita Vargas, a Carlos Julio Castro, en Bogotá, en episodios alucinantes como 240

de ciencia ficción, que guardo como reserva del sumario; también a Leonel Monroy y su esposa Luz María, como hermanos ambos, Leonel siempre dispuesto a atender los dictámenes siquiátricos de mi vida lejos de mis hijos; él y su esposa fueron los primeros iniciados que conocí y me presentaron al Sangat, o grupo de hermanos iniciados. Y en Cali, a Felipe Millán Constain y Elsita Paruma Orozco de Millán, payaneses, que han extendido su mano amiga a mis hijos y a mí, casados por el Sagrado Maestro Sant Ajaib Singh Ji el 10 de mayo de 1988 en el Ashram de Subachoque, a las 11 a.m. No hicieron celebración tradicional, acto seguido Elsita se retiró a meditar y Felipe se reintegró a sus labores como “sevadar” (trabajador) en la cocina. Se acercaba la hora del almuerzo y estaban presentes miles de satsanguis, junto a Sant Ji. Hoy sé que es de sabios saber adaptarse al nuevo orden de las cosas, pero el sistema económico y social que nos rige agoniza y la humanidad deberá escoger entre renunciar al dinero que todo lo compra, o adaptarse a una sociedad distinta. Con mis respetos por las creencias y fe de cada uno, siendo yo una iniciada del Gran Maestro Perfecto Sant Ajaib Singh Ji, de Rajasthan, India, les comento que Jesús sí vive en este mundo ayudando a las almas, pero para disfrutarlo hay que seguirlo al pié de la letra. Difícil para nosotros la humanidad pecadora. Desde tiempos inmemoriales, como ya lo he dicho, necesitamos la participación masculina que enriquece la creación, la gestación femenina, la madre, la hembra: el yin y el yan, que logrados en partes iguales simbolizan o representan equilibrio: En nuestro cuerpo, nuestra salud, nuestro universo u organización social, en nuestro amor y fuerza por y hacia la

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vida que bulle, desde una hormiguita hasta el cosmos infinito, hacia donde el alma se fundirá un día con el Creador. Cuando hablo de que la mujer fue retraída de su colectivo, de su manada con otras mujeres y hombres y sus hijitos, quiero decir que allí comenzó la transculturación femenina que la amordazó. La mujer es la esencia de la madre tierra, el agua, los ríos, los mares, las colinas y montañas, porque los volcanes se asemejan a ella y de ella se gestó la fuerza de la madre Naturaleza. El hombre, el yan, es el poder, el fuego abrazador, el complemento y fuerza para todo lo creado es la acción; así que hombre y mujer necesariamente se necesitan, se tienen que complementar. Lo anteriormente dicho no compromete a ningún autor, texto, libro o curso recibido. Se trata simplemente de mi humilde percepción que explica el caos actual en que vivimos, porque en los albores de la humanidad siento que el proceder masculino, en su preocupación por reafirmar la tenencia del tesoro a través del heredero, violó, quebrantó todas las leyes de la Naturaleza y de armonía entre el hombre y el universo, confinando a la mujer. Con mis respetos por las creencias y fe de cada uno, siendo yo una iniciada del Gran Maestro Perfecto Sant Ajaib Singh Ji de Rajasthan India, les comento que Jesus sí vive en este mundo ayudando a las almas, pero para disfrutarlo hay que seguirlo al pié de la letra. Difícil para nosotros la humanidad pecadora. Desde tiempos inmemoriales como lo he dicho, necesitamos la participación masculina que enriquece la creación, la gestación femenina, la madre, la hembra: el yin y el yan, que logrados en partes iguales simbolizan o representan equilibrio: en nuestro cuerpo, nuestra salud, nuestro universo u organización social, en nuestro amor y fuerza por y hacia la 242

vida que bulle, desde una hormiguita hasta el cosmos infinito, hacia donde el alma se fundirá un día con el Creador. Cuando hablo de que la mujer fue retraída de su colectivo, de su manada con otras mujeres y hombres y sus hijitos, quiero decir que allí comenzó la transculturación femenina que la amordazó. La mujer es la esencia de la madre tierra, el agua, los ríos, los mares, las colinas y montañas, los volcanes se asemejan a ella y de ella se gestó la fuerza de la madre naturaleza. El hombre, el yan, es el poder, el fuego abrazador, el complemento y fuerza para todo lo creado es la acción, necesariamente se necesitan, se tienen que complementar. Lo anteriormente dicho no compromete a ningún autor, texto, libro o curso recibido. Se trata simplemente de mi humilde percepción que explica el caos actual en que vivimos, porque en los albores de la humanidad siento, que el proceder masculino, en su preocupación por reafirmar la tenencia del tesoro a través del heredero, violó, quebrantó todas las leyes de la naturaleza y de armonía entre el hombre y el universo, confinando a la mujer. Revisando la legislación colombiana acerca del niño trabajador, porque así se llama, aunque haya primeras damas que no lo admiten o dirigentes que declaran "el mes del niño" o "el día del niño", no existe una ley que le toque el bolsillo a las entidades o empresas, legales e ilegales que directa e indirectamente hayan permitido el usufructo de la fuerza de trabajo y energía fresca de un niño. El niño trabajador, por ayudar a su casa o a sí mismo, no recibe con el paso del tiempo una recompensa, ni indemnización por su vida truncada, o desviada o estancada. Ninguna entidad, ni siquiera del gobierno le reconoce una suma de dinero con qué montar un negocito por lo menos, o una beca, o un refugio: un techo por sencillo que sea, si es que no lo pueden 243

pensionar porque vaya usted a saber cómo están los fondos de pensiones. Es una masa que crece desorientada en cuanto a su sustento y su derecho a una calidad de vida. Mi caso, como niña trabajadora que fui, es un caso privilegiado porque tuve un padre culto, una madre inteligente y que aprendía de él todo lo más posible, tenían amigos y vínculos sociales y familiares. No es el caso del niño que se pierde en un socavón. Y sin embargo, estoy, con ayuda del Dr. Juan Manuel Santos Calderón, como Presidente de Colombia, luchando para conseguir y merecer una pequeña pensión. Gracias doy, de nuevo, a mi Maestro Sant Ajaib Singh Ji por la fuerza y modesta cordura para narrarles episodios y reflexiones de una vida que comenzó muy temprano, luchando para una pequeña pensión. *** A continuación transcribo la única carta que he recibido del Gran Sant Sjaib Singh Ji, cuyo contenido les dirá todo. La recibí de manos del iniciado médico de Univalle, especializado en medicina Ayurveda de India y homeopatía, Victor Hugo Berruecos, al regreso de su visita a India, para entrevista con el Maestro Sant Ji, en febrero de 1.997: “SANT BANI ASHRAM Dedicated to H.H. Param Sant Kirpal Singh Ji Maharaj 16 PS Rajasthan, India Febrero de 1997 “Querida Rosario, “Que el amor y las bendiciones del Maestro estén siempre contigo. He recibido tu carta y he tomado nota de su contenido.

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“Aprecio la preocupación que sientes por tu país y tus compatriotas. Amada mía, tenlo por cierto que Dios Todopoderoso es siempre benévolo y desea que sus hijos vivan en paz y armonía. No es siempre posible hacerlo, debido a la mente y a que vivimos en el reino del Poder Negativo. Es por eso que hermanos pelean entre sí y se matan. Pero yo sigo con la fe en mi Bienamado Señor Kirpal de que algun día Él derrame su gracia sobre todos y les dé paz mental. “El Bhayan y el Simran es lo único que uno puede hacer para traerle la paz a este mundo, pues fuera de la meditación no existe otro medio por el cual podamos hacer fluir la corriente del amor hacia el corazón de los demás. De manera que, haz tus meditaciones de todo corazón. Te envío mi amor y mis mejores deseos. “Con todo su amor, “Tuyo afectuosamente, (Firmado)Ajaib Singh"

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Epílogo: Y siempre volvemos para quedarnos Vida nada me debes, vida nada te debo, vida estamos en paz Amado Nervo Algunos de los episodios aquí presentes (dos ó tres) llevan una sinrazón aparente de existir, pero ello se justifica porque nos muestran (aunque ya lo sepamos todos) las secuelas del desarraigo, la violencia, el desamor y el olvido que todo lo corroe. La paternidad negada, por ejemplo, es una forma de violencia, al igual que el hambre y la miseria. Después de todo lo vivido, después de todo lo sentido, el alma se despoja de lo que sobra quedándose, escueta, con lo esencial. Y ¿qué es lo esencial para un cuerpo y un alma antiguos? Saberlo es parte también del aprendizaje de la vida: el amor, ¿pero qué clase de amor? ¿Qué significa amor después de todo lo vivido?: la capacidad que tenemos de hacer feliz a otro, al prójimo. A partir del amor todo se puede, nada es complicado ni utopía. En el epílogo de una vida, en el balance de las cosas que debemos conservar hasta el final, hasta el dolor inclusive de la despedida última, aparece el amor, el dar y recibir que también se convierte en compartir, en ayudar. Todas las vicisitudes se atenuaron en el otoño de mi vida. He vivido la amistad hasta la empuñadura. Haber enfrentado una y otra vez el desarraigo, la trashumancia y recordarlo ahora, asumirlo, es rendir un homenaje a mis padres, a mis hijos y a los amados amigos, pues desde su perspectiva individual, me han tolerado y acompañado. Estas son las memorias de una mujer corriente y a la vez sensible, que reconoce la existencia de muchas otras vidas más apasionadas, más enamoradas del amor, mucho más sufridas e importantes de verdad. Mi perentorio deseo de narrar, algunos 246

episodios vívidos, es dejar para mi descendencia una muestra de sensibilidad y afectos con los que aprisioné la vida entre mis brazos, porque a la humanidad se nos están agotando los recursos amorosos. Este es mi testimonio de amor y dolor, las dos fuerzas que empujan el trasegar por el mundo. La pregunta es si ¿narramos la vida tal cual ocurrió? A veces sí a veces no. Isadora Duncan dijo: “Si cada uno de nosotros narrara su vida de manera fidedigna, cada libro sería un best-seller”. Sin embargo mucho se dice de los libros que copan los topes de ventas, nada halagüeño por cierto, pero con seguridad se trata de historias plasmadas al pie de la letra. Mis memorias solamente aspiran a comunicar un dulce y sincero mensaje de amor en toda la extensión, del relato. Faltan aquí muchos pasajes de mi vida pero creo que lo esencial ya lo escribí: amor, trabajo, salud. Cumpliré 68 años muy pronto y me quedan aún experiencias, algunas alucinantes, algunos amores, o simplemente sueños sin la ambición de ser un best-seller. Como el árbol, que no pide permiso para estar y ser, me permití narrar lo qué viví, para que acompañe a otros en sus momentos de no saber qué hacer, de ocio. Estas historias también las he narrado en momentos de mucha soledad. Nada ha sido inventado, todo fue una realidad que pertenece al pasado. Sobre mis hombros llevo el peso de un diagnóstico siquiátrico: Trastorno afectivo bipolar. Tendría, por lo tanto, mucho que decir a los pacientes siquiátricos que pululan en nuestras sociedades, por causa del rigor y las asperezas del mundo: sí se puede llevar una vida normal, sí se puede amar y ser amados. Se puede crear y reinventar nuestro modo de existir. En consecuencia no pretendo hacer literatura ni 247

ficción, pues los hechos por sí mismos permiten al lector identificarse o no, con los diferentes instantes de este relato e internarse en el alma femenina. La música fue siempre el instrumento en el cual me refugié. Y no soy la única en haberlo hecho, muchos otros lo hicieron también. La diferencia consiste en que la música debía generar mi sustento y no ser el refugio de un despecho sino el alero donde reposar y analizar un modo de vida. Rindo también homenaje a la amistad a todos los que me permitieron ser, aprender, saber y hacer. Y para terminar, debo decir que La MELANCOLÍA, hoy mal llamada depresión, no fue esquiva en mi constante trasegar, pues se apoderó de mí de manera soterrada; fue poco a poco invadiendo mi pensamiento, marcando los altibajos, y siendo cada vez tan reiterada, que lacerando el alma se convirtió en un enemigo invisible que me seguía noche y día. La soledad fue el fantasma que me trajo la melancolía, soledad sin cintura, sin cara, sin maquillaje, sin ojos inquisidores, sin reproches, tan constante en mi vida por un período valioso, que ni siquiera el aliciente de tres hijos asomándose a un mundo incomprendido, difícil e incierto, lograron que ese maridaje perverso por fin obtuviera el anhelado divorcio. Pasan los meses, y con seguridad algunos años, en los que el errante trasegar con una aliada sin reproches buscó el lenitivo a través de quien de verdad podía extirpar de mi vida la mordaza innombrable. Psiquiatras de todos los talantes, medicamentos, terapias 248

y hasta un cuartel de invierno, contribuyen a una liberación consciente de una zaga. AMISTAD ES UN ALMA ATRAPADA EN DOS CUERPOS Aristóteles

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