Descartes, del hermetismo a la nueva ciencia
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AUTORES. TEXTOS Y TEMAS

DE F I L O S O F Í A

DESCARTES. DEL HERMETISMO A LA NUEVA CIENCIA Salvio Turró

DESCARTES. Del hermetismo a la nueva ciencia

AUTORES, TEXTOS Y TEMAS

DE Fl L OS O F Í A Colección dirigida por Jaume Mascaré

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Salvio Turró

DESCARTES. Del hermetismo a la nueva ciencia

Prólogo de Emilio Lledó

Diseño gráfico: AUDIOVISA Muntaner, 445, 4.°, 1.a 08021 Barcelona Primera edición: mayo 1985 © Salvio Turró, 1985 © GRUPO A, 1985 Edita: Anthropos Editorial del Hombre Enrié Granados, 114 08008 Barcelona Tel.: (93) 2172545 ISBN: 84-85887-62-X Depósito legal: B. 18.521-1985 Composición: Ormograf, S.A., Caspe, 108 08010 Barcelona Impresión: Graf. Pareja, Montaña, 16 08026 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. E sta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni reg istrad a en, o tra n sm itid a por, un sistem a de recuperación de inform ación, en ninguna form a ni por ningún m edio, sea m ecánico, fotoquím ico, electrónico, m agnético, electroóptico, por fotoco­ pia, o cualquier otro, sin el perm iso previo p o r escrito de la editorial.

Ad Barcinonensem Universitäten! in annis MCMLXXIV - MCMLXXVIII (malgrat tot)

PRÓLOGO: EL «FILÓSOFO ENMASCARADO»

Tomar un clásico de la filosofía, como Descartes, arran­ carlo del lugar en el que la historiografía tradicional lo tiene momificado, es una de las aportaciones del presente libro. Quizá tal empresa sólo puede hacerse en plena juventud. Salvio Turró la llevó a cabo cuando en 1978 concluía su licenciatura de Filosofía en la Universidad de Barcelona. En la inolvidable Facultad de aquellos años 70, había, entre los estudiantes, un impulso creador, una saludable inclinación por desarticular esos discursos estereotipados en los que se refugia el pobre academicismo de la trivialidad solemne, de la vaciedad autoritaria. Con honrosas excepciones la poca histo­ ria de la filosofía que se hacía en nuestro país, o bien reprodu­ cía esa enfermedad infantil del cienticismo que es aparentar rigor y precisión sobre lenguajes anquilosados, o bien, mos­ trar espontaneidad y fluidez en un cauce que no desemboca­ ba en mar alguno. Por supuesto que el presente estudio es algo más que una obra juvenil. Siendo un trabajo de licenciatura, su madurez y originalidad le habría permitido ser aceptado como tesis doctoral en cualquier Universidad. Al mismo tiempo, la vi­ sión que proyecta sobre Descartes, le permite también unir­ se a esos pocos trabajos importantes que hoy se hallan en la primera línea de una nueva historiografía. 9

La obra de Descartes está integrada por varios planos. Sólo llegando a aquel sobre el que los otros se sustentan, puede entenderse ese nivel más epidérmico en el que han centrado su interés la mayoría de los investigadores «tradicio­ nales». Esa tendencia al escolasticismo, a tratar a Descartes como renovado manipulador de unos productos mentales llamados «extensión», «pensamiento», «duda», «Espíritu», «metafísica», «Dios», «alma», «claridad», etc., que funciona­ ban en el cielo aséptico de una especie de sintaxis teórica sin compromiso semántico alguno, ha hecho, en mi opinión, un mal servicio al «filósofo enmascarado». Por detrás de sus términos característicos, de su posible sistema, latían aquellos ideales del Renacimiento en los que, como Salvio Turró muestra, se programaba una imagen «humana» del hombre. Una imagen construida sobre los elementos que le brindaba su relación con el mundo a través de la experiencia. El conocimiento, la filosofía era fundamen­ talmente una teoría del «más acá». En la carta al traductor de sus Principios, expresa, como en otros muchos textos, este ideal de la «mundanidad»: Habría querido explicar qué es la filosofía, comenzando por las cosas más vulgares, como son el que la palabra filosofía significa el estudio de la sabiduría, y que por sabiduría se entiende no sólo la prudencia en los negocios, sino un perfecto conocimiento de todas las cosas que el hombre puede saber, tanto para conducir su propia vida, como para la conservación de su salud y la invención de todas las artes. Consecuente con este texto, Turró ha intentado describir el amplio paisaje teórico que se desliza ante el «sistema» cartesiano. El lenguaje y, sobre todo, la terminología filosófi­ ca considerados como una estructura significativa en sí mis­ ma, presenta una suficiente entidad textual, como para servir de objeto «absoluto» de investigación. Pero no existe un lenguaje «absoluto» desligado del impulso que lo constituye y de los múltiples vínculos que lo engarzan con el hombre y, en consecuencia, con el horizonte histórico y cultural que le sustenta. El término «sistema» tiene una larga tradición en filoso­ fía, que ha llegado, en la época moderna, con Dingler, Berta10

lanffy, Goodman, Rotenstreich, etc., a expresar un modo peculiar de organizar la experiencia, o de interpretar los mecanismos formales. Pero antes de esta explosión «sistemá­ tica», el concepto de sistema, para los estoicos, por ejemplo, era la constatación de que el orden mental reproduce, a su manera, un reflejo de las leyes que mueven el cosmos, y que como éstas tiene que someterse, para tener sentido, a una rigurosa organización. En historia de la filosofía el orden ideal responde al orden real. Pero ¿en qué consiste este or­ den real que tiene que alimentar el discurso ideal que lo expresa? El orden real del que las ideas se nutren es, en filosofía, un orden constituido, eminentemente, por produc­ tos culturales, por emblemas ideológicos, por planteamien­ tos que intentan establecer las vías de comunicación entre el pensamiento y la experiencia, en definitiva, entre las manos y el cerebro. Es cierto que los textos filosóficos han alcanzado en muchos casos suficiente autonomía como para articular en sí mismos un juego de signos y significados cuya interconexión y explicación representa la epidermis de las posibles interpre­ taciones. Aquellos filósofos que han logrado una mayor con­ sistencia terminológica y teórica, han ofrecido, efectivamen­ te, mayor sustancia hermenéutica a sus intérpretes, que han acabado por entretenerse y justificarse en el simple juego de las terminologías y las referencias internas. Pero todo texto filosófico es, para el historiador, un hori­ zonte de alusividad, un proyecto que apunta fuera de sí mismo, un reflejo que delimita el perfil de lo reflejado; pero que no consume el espesor de la materia que simboliza. Todo pensamiento surge dentro del gran marco del lenguaje que rebasa el orden individual de ese pensamiento. Por ello la estructura intersubjetiva del lenguaje diluye la subjetividad en una serie de conexiones colectivas, de vinculaciones objeti­ vas que le dan significación y realidad. Al tiempo que un lenguaje filosófico plasma en su discurso una versión de la realidad histórica o cultural que siempre está presente en el ámbito común de la lengua, modela su mensaje desde los estímulos que han originado la concreta mentalidad de su emisor. 11

El pensamiento filosófico es, pqes, la inflexión que el conglomerado de cultura, ideología, necesidades prácticas y teóricas, etc., provoca en una atenta conciencia individual inserta dentro de un momento preciso de temporalidad. Cons­ truida sobre la contemplación, sobre la mirada que se posa en el lenguaje, la filosofía es también fruto del deseo. La intención filosófica determina con la misma intensi­ dad que la especulación el rumbo de todas aquellas proposi­ ciones que expresando contenidos teóricos, miran hacia un paisaje humano donde coinciden las palabras y las cosas, la razón y la imaginación, la realidad y el deseo. Por ello la historia de la filosofía adquiere un relieve que hay que recorrer instalándose en todas sus cimas; pero perci­ biendo desde ellas el territorio histórico desde las que emer­ gen. Las cimas son los textos, las obras de los filósofos, todo aquello que se ha conservado en la tradición, pero la mirada hacia el paisaje del que son cimas, se precisa en un complica­ do y apasionante proceso que describe y articula la completa topología que configura un espacio intelectual. La lectura de los textos filosóficos presenta, en principio, dos planos de interpretación. El primero y más inmediato es aquel que reproduce lo que llamaríamos cuestiones internas; problemas que se hacen patentes en el dominio de los signos y de sus referencias abstractas. Estos signos no establecen conexiones mutuas en el breve espacio de una página o un capítulo, sino que recogen en sus significados, resonancias más lejanas, engarces distantes que, coherentemente, dibu­ jan un sistema de oposiciones, implicaciones e incluso, solu­ ciones. Esta estructura significativa se abre en la pregunta «¿qué dice el texto?». Su respuesta es la explicación, o sea el proceso en el que los significantes del texto necesitan recoger­ se en una especie de metalenguaje que indica los ámbitos de referencia y amplía y describe la situación teórica de la mayor parte de sus alusiones. Al explicar un texto, lo acogemos en un discurso distinto y lo analizamos, o sea disolvemos sus significantes en otro discurso que lo refleja, lo transforma y, por consiguiente, lo hace discurrir en un nuevo cauce. Un juego de espejos que remiten sus imágenes hacia un reflejo total. 12

Pero los textos así leídos, están exigiendo, además, toda una serie de derivaciones, de referencias externas a través de las cuales volvamos a descubrir el texto y sus problemas, cargados del valioso peso significativo que le otorga ese largo viaje. Los textos son, como toda obra de cultura, un producto histórico. Producto histórico quiere decir que la aparente neutralidad de las cuestiones internas del lenguaje, arrastran ineludiblemente el compromiso de los hombres que lo hablan y de la sociedad que jerarquiza y nivela las tensiones de sus individuos. Pero aun en el caso de que las cuestiones internas del texto no pudiesen resolverse en la totalidad de su paisaje histórico y social, hay una exterioridad textual imprescindi­ ble para alcanzar ese primer nivel de historicidad que la inteligencia del texto exige. Es el nivel histórico demarcado por la cultura más próxima, por el sistema de referencias más cercano el que configura y acompaña la imposible soledad del texto. Las cuestiones internas, en la obra cartesiana, han sido objeto de trabajos como los de Marcial Guéroult (Descartes selon l’ordre des raisons, Paris, Aubier, 1953), Ferdinand Alquié (La découverte métaphysique de l’homme chez Des­ cartes, París, P.U.F., 1966), Geneviève Rodis-Lewis (L ’oeu­ vre de Descartes, Paris, Vrin, 1971). A pesar de la agudeza de sus explicaciones, e incluso del brillante barniz con que adorna Alquié sus análisis, estos trabajos son, en el fondo, explicaciones, descripciones de lo que dice Descartes. En la atmósfera de estos metalenguajes en los que se engarzan los significantes cartesianos, el filósofo sigue todavía enmascara­ do. Son los rasgos de su máscara los que se descubren, sin que a través de ellos se llegue al verdadero rostro vivo que la soporta. El libro de Salvio Turró ha quebrado el paradigma de referencias internas, de gestos intratextuales que clausura­ ban los sentidos del texto. La figura de Descartes se levanta no sobre el modelo demarcado por los intérpretes oficiales de esos términos y conceptos endurecidos ya de tanto rodar por manuales y monografías. Todo un hermoso paisaje de inquie­ tudes y curiosidades, de relojes y autómatas, de personajes 13

del Renacimiento, de símbolos y compases, de telescopios y anatomías, van descubriendo la «fábula del mundo», y en ella el fabulista Descartes muestra la verdadera intención de su obra, de su filosofía, enmascarada no por él mismo, sino por los profesionales de ese discurso insulso y yermo en el que se convierte la historiografía filosófica. «Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos útiles para la vida y que en lugar de la filosofía especulativa enseña­ da en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podría­ mos aprovecharlos del mismo modo en todos los usos apro­ piados, y de esa suerte convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza... y no me asombro de las extravagancias que se atribuyen a los viejos filósofos... aunque se trataba de los mejores espíritus de su tiempo: lo que pasa es que nos han referido mal sus opiniones» (Discurso del método, VI). E milio L ledó .

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«No se tratará, pues, de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en que la ciencia de hoy podría reconocerse finalmente; lo que querría ponerse al descubierto es el campo epistemológico, la episteme donde los conocimientos, examinados al margen de todo criterio referido a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino más bien la de sus condiciones de posibilidad; en este texto deben aparecer, en el espacio del saber, las confi­ guraciones qüe han dado lugar a las diversas formas de conocimiento empírico. Más que una historia en el sentido tradicional del término, se trata de una “ar­ queología”.» M ic h e l F o u c a u l t ,

Les mots et les choses.

INTRODUCCIÓN

«Con Cartesio entramos, en rigor, desde la escuela neoplatónica y lo que guarda relación con ella, en una filosofía propia e independiente, que sabe que procede sustantivamen­ te de la razón y que la conciencia de sí es un momento esencial de la verdad. Esta filosofía erigida sobre bases propias y peculiares, abandona totalmente el terreno de la teología filosofante, por lo menos en cuanto al principio, para situarse del otro lado. Aquí ya podemos sentirnos en nuestra casa y gritar, al fin, como el navegante después de una larga y azarosa travesía por turbulentos mares: ¡tierra! Con Descar­ tes comienza, en efecto, verdaderamente, la cultura de los tiempos modernos, el pensamiento de la moderna filosofía, después de haber marchado durante largo tiempo por los caminos anteriores.» Con estas líneas abre Hegel, en sus Lecciones de historia de la filosofía, el tratamiento de Descar­ tes. Bastaría sustituir —o simplemente añadir— en lo dicho por Hegel, «filosofía» por ((matemática» y por ((física», para obtener automáticamente la perspectiva convencional con que figura este pensador en manuales e incluso monografías especializadas. Descartes es, en efecto, el fundador de la Modernidad: filosóficamente poneral

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1612: — Descartes inicia en La Fleche los cursos de Filo­ sofía.

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1611: — Celebración festiva en La Fleche del descubri­ miento galileano de los satélites de Júpiter.

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1614: — A b an d o n o del colegio je s u íta y e s tu d io s d e D ere­ ch o en la U n iv e rsid a d d e P o itiers.

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