Derecho Natural E Historia

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L eo Stra u ss

Derecho natural e historia Traducción de Ángeles Leiva Morales y Rita Da Costa García Prólogo de Fernando Vallespín

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e c t o r e s

El ensayo como género

«Las obras de arte nunca se acaban -dijo Valéry-: sólo se abandonan.» En el terreno de la escritura, este carácter perpetuamente inacabado de cuanto el artista emprende, a lo que sólo la fatiga o la desesperación ponen punto final, tiene su plasmación más nítida en el ensayo. En su origen, el ensayo es la opción del escritor que aborda un tema cuyo tamaño y complejidad sabe de antemano que le desbordan. El ensayista no es un invasor prepotente, ni mucho menos un conquistador de la cuestión tratada, sino todo lo más un explorador audaz, quizá sólo un espía, en el peor de los ca­ sos un simple fisgón. «Ensayar» es realizar de modo tenta­ tivo un gesto que uno aún no sabe cumplir con plena efica­ cia: como el niño que quiere comer solo y cuya madre le ha cedido la cuchara se lleva un trago tembloroso de sopa a la boca, convencido de que nunca logrará acabarse todo el plato sin ayuda. También ensaya el actor el papel para cuya representación aún no ha llegado la hora; y cuenta con la simpatía del público escaso que asiste a su esfuerzo, unos cuantos amigos que tienen más de cómplices que de críticos severos. Por eso Montaigne, que juntamente inventó el género y lo llevó a sus más altas cotas de perfección, denomina «en­ sayos» a cada uno de los tanteos reflexivos de la reali­ dad huidiza que le ocupan: son experimentos literarios, autobiográficos, filosóficos y eruditos que nunca pretenden establecer suficientemente y agotar un campo de estudio, sino más bien por el contrario desbordarlo, romper sus cos­ turas, convertirlo en estación de tránsito hacia otros que pa­ recen remotos. Montaigne inicia el gesto del sabio que des­

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fila ordenadamente por su saber como por terreno conquis­ tado, pero lo abandona a medio camino para adoptar la ac­ titud más vacilante o irónica del merodeador, del que está de paso, de aquel cuyo itinerario no se orienta según un mapa completo establecido de antemano, sino que se deja llevar por intuiciones, por corazonadas, por atisbos fulgu­ rantes que quizá le obligan a caminar en círculos. Se dirige al lector no como a un discípulo, sino como a un compañe­ ro. Hace suyo de antemano lo que luego dejó dicho muy bien Santayana en su magnífico ensayo Tres poetas filóso­ fos: «Ser breve y dulcemente irónico significa dar por senta­ da la inteligencia mutua, y dar por sentada la inteligencia mutua quiere decir creer en la amistad». En la raíz misma del ensayo está pues el escepticismo. En este aspecto, es lo opuesto al tratado, que se asienta en la certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad. El tratadista plantea: esto es lo que yo sé; el ensayista se aventura por el territorio ignoto del «¿qué sé yo?». El trata­ dista arrastra el tema frente al lector, bien encadenado, para que pueda palparle los bíceps y mirarle la dentadura como a un esclavo puesto en venta; en cambio para el ensa­ yista la cuestión abordada permanece siempre intratable, rebelde, huidiza, emancipada. Mientras el tratadista sa­ be todo de aquello de lo que había, el ensayista no sabe del todo de qué habla y por eso cambia sin demasiado escrúpu­ lo de tema, veleidoso, inconstante, un Don Juan de las ideas, pero un Don Juan por inseguridad o por timidez, no por abusiva arrogancia. De nuevo el maestro es Montaig­ ne, gran merodeador en torno a cualquier punto y a partir de cualquiera, experto en divagaciones, dueño del arte de la asociación libre en el piano especulativo, a quien nunca faltan registros en el perpetuo soliloquio acerca de sí mis­ mo al que con astutos remilgos nos convida. Por supuesto, el inacabamiento del ensayo pertenece al plano temático, no al formal. Aunque el ensayista no agota nunca la cues­

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tión que aborda, puede extenuarse en cambio puliendo sus líneas expresivas y añadiendo puntualizaciones circuns­ tanciales a sus argumentaciones. Así Montaigne retocó sus ensayos una y otra vez, casi hasta el día de su muerte... Es característica del ensayo -este género lo suficiente­ mente complejo y ondulante como para que sólo de modo ensayístico podamos también referirnos a é l- la presencia más o menos explícita del sujeto que lo escribe entreverada en sus razonamientos. En el ensayo el conocimiento y sobre todo la búsqueda de conocimiento tienen siempre voz per­ sonal, También en este punto difiere del tratado. Cuenta el humorista Julio Camba que cuando uno pide alguna infor­ mación a un bobby inglés, el agente responde sin mirarle a los ojos, porque «no nos responde a nosotros, sino a la so­ ciedad». El tratado también prefiere la impersonalidad de la ciencia, que habla desde lo objetivamente establecido sin hacer concesiones a la individualidad de quien ocasional­ mente le sirve de portavoz. En el ensayo, en cambio, siem­ pre asoma más o menos la personalidad del autor, siempre se hace oír la persona, lo individual, la subjetividad que se asume como tal y se tantea a sí misma al formar cuerpo con lo objetivamente concretado. El tratado parece pretender alcanzar la verdad - aunque no sea más que la verdad cien­ tíficamente establecida en un momento dado- mientras que el ensayo expone un punto de vista. Y siempre en pers­ pectiva desde dos ojos terrenales y no desde la clarividente omnisciencia divina. Lo cual en modo alguno implica re­ nuncia a la verdad, por cierto, sino que la persigue por una vía quizá aún más realista... y verdadera. Lo malo es que hoy las cosas ya están mucho más mez­ cladas que en tiempos de Montaigne. El ensayismo se ha hecho menos literario y más científico, algunos ensayos de ayer son leídos ahora como cuasi-tratados, los tratadistas «ensayizan» voluntariosamente sus mamotretos para lle­ gar a un público más amplio que el estrictamente académi­

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co o especializado. El tratado tradicional se dirigía a un pú­ blico cautivo, es decir que profesionalmente no tenía más remedio que leerlo para graduarse como competente en la materia; el ensayista en cambio ha buscado siempre lecto­ res misceláneos y voluntarios, reclutados en todos los cam­ pos sociales e intelectuales, por lo que no tiene más remedio que recurrir a las artes de seducción expresiva. Pero en la actualidad los públicos cautivos se han hecho escasos y so­ bre todo resultan más difíciles de rentabilizar dada la com­ petencia de ofertas, de modo que nadie renuncia del todo a poner su poquito de ensayismo en lo que escribe. Sobre todo cuando el tratadista es heterodoxo y aventura plan­ teamientos a los que la oficialidad académica difícilmente brindará su nihil obstat. Tales herejes -que suelen ser los mejores creadores de conocimiento en la modernidad-han de buscar para sus heréticas intuiciones o razonamientos el refrendo de lectores sin cátedra ni púlpito, pero influyentes como opinión pública... Por eso los ensayos que se han seleccionado para esta co­ lección no siempre responden a los criterios del ensayo «puro», si es que tal cosa puede darse, sino que asumen con su nómina la complejidad borrosa que alcanza el género en la actualidad. El único criterio empleado para escogerlos es que sean obras decididamente relevantes, es decir, capaces a su vez de engendrar nuevas vías fecundas de ensayismo. Todos ellos son piezas abiertas, no clausuradas sobre sí mismas: no representan la última palabra sobre los temas tratados, sino la primera de una nueva forma de enfocar cuestiones principales de la época contemporánea. Fernando Savater

Justificación

Sin duda los dos conceptos más potentes y más llenos de implicaciones tanto metafísicas como políticas acuñados por el pensamiento griego son los de pbysis y nomos, ‘na­ turaleza’ y ‘ley’. Desde un principio las dos nociones se opusieron pero también se complementaron, se aliaron y se combatieron. La naturaleza se opuso a las leyes de la ciudad, las leyes de la ciudad buscaron su fundamento en la naturaleza (o en el resguardo contra ella), la propia na­ turaleza se llenó de leyes no convencionales e imposibles de derogar, una de las cuales -la ley del más fuerte- se transmutó en razón del Estado, etcétera. Lo único eviden­ te es que resulta imposible explicar ninguno de los dos tér­ minos sin la oposición y el apoyo del otro. La aparición históricamente posterior de un Dios que comparte con la Naturaleza su condición espontánea e incausada pero cre­ adora y con la Ley su vocación normativa no contribuye precisamente a resolver estas perplejidades; la fórmula «derecho natural» -centauro jurídico del que resulta tan difícil descabalgar como montarlo a pelo- tampoco. Me azora un poco -aunque ¡tántas obras importantes han sido omitidas!- la ausencia de pensamiento jurídi­ co en esta serie que concluye con el presente libro. Se me ocurren y rechazo por inconvincentes diversas coartadas para esta omisión, como la de que la necesaria objetividad de las normas legales o su fundamento se compadecen mal con el sesgo subjetivo y experimental, tentativo, que hemos subrayado en el género ensayístico. A fin de cuen­ tas, si un pensador no se arriesga a ser convincentemente personal frente a la ley, ¿cúando deberá serlo? Era impres­

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cindible al menos una obra de filosofía jurídica en esta co­ lección, un libro que fuese directamente al corazón litigio­ so del asunto, munido de la autoridad escolástica de un clásico y a la par con el rupturismo provocativo de un agi­ tador contracorriente. Me parece que este libro publicado en 1949 en una lengua que no era la suya materna por el exilado Leo Strauss reúne suficientemente las polémicas condiciones requeridas. Desde mediados del siglo x v n , se repite con alternan­ cias, victorias efímera y retiradas poco honrosas la batalla entre los antiguos y los modernos. Hacía más de cien años que parecía sentenciada definitivamente a favor de los modernos (de la convención y la historia, del nomos) cuando Leo Strauss planteó su carga suicida a favor de los antiguos, de la physis y de Platón. Y lo hizo con erudición y personalidad original indudables. ¿Fue luego derrota­ do? Cuando hoy leemos los argumentos de los comunitaristas frente a los liberales en materia ética, nos guardare­ mos mucho de afirmarlo taxativamente... ES.

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PROLOGO

La teoría política como épica por Fernando Vallespín

I Leo Strauss (1899-1973) no ha sido nunca un autor fácil de encuadrar ni ha estado exento de polémica. El atributo que mejor se ajusta a su labor intelectual es el de «histo­ riador de las ideas», aunque siempre comprendió su ocu­ pación con los textos y autores clásicos como algo más que una labor puramente exegética. En sus escritos no deja de percibirse un cierto aire de «cruzada académica» dirigida siempre contra los valores centrales de la moder­ nidad en nombre de la tradición antigua. No es de extra­ ñar así que su obra haya sido calificada como una teoría política, como evocación, siempre marcada por la nostal­ gia, por la filosofía política griega. Lo que aquí se evoca, por tanto, es una determinada forma de reflexionar sobre la política que se considera eclipsada por el racionalismo moderno, el positivismo y el historicismo, todas aquellas corrientes intelectuales que apartan a los hombres de las presuntas «verdades» emanadas de la Gran Tradición. Sus antagonistas siempre se han deleitado también en presentar a Strauss como un autor «peculiar», creador de una escuela con ribetes de secta e integrada por un peque­ ño número de iniciados. No creo que llegara a tanto, al menos si nos fijamos en el amplio número de ellos y en su repercusión sobre el mundo académico estadounidense. Lo que sí es cierto es que todos ellos, además de sentir una

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ilimitada admiración por su maestro, compartían un mis­ mo método en su enfoque de la teoría política. Es el méto­ do «textualista» tradicional, que parte de la existencia de un conjunto de obras y autores clásicos, presentados como depositarios de determinadas verdades imperecede­ ras sobre el hombre y la política. O, cuando menos, que hay una serie de «problemas permanentes o perennes» en la historia del pensamiento: aquellos que hablan de «ele­ mentos atemporales» y de la «aplicación universal» o de la «sabiduría eterna» de determinadas ideas o autores del pasado. Para Strauss, la actividad del historiador de las ideas, así como del teórico político en general , debería consistir entonces en sacar a la luz esos problemas o ver­ dades (episteme) y diferenciarlas de las simples «opinio­ nes» (doxai) de otros autores menores. De ahí se extrae una cadena de significados, abstraída de consideraciones contextúales, que se acaba traduciendo en una reflexión profunda sobre las fuentes intelectuales de la crisis de la modernidad. Como ya dijéramos, de lo que fundamental­ mente se trata es de resaltar el divorcio entre el canon «auténtico» de la filosofía política griega y el relativismo valorativo de la nueva ciencia y filosofía, el proceso de na­ cimiento y caída de la «verdadera» teoría. Está claro que no todos los discípulos de Strauss siguie­ ron esta particular distinción del maestro entre «buenos» y «malos» autores o tradiciones. Muchos se especializa­ ron en autores particulares, en la evolución de determina­ dos conceptos centrales de la historia de la teoría política o, como en el caso de Alan Bloom, se dieron por satisfe­ chos fustigando a todos aquellos que, como los posmo­ dernos y feministas de distinto pelaje, osaran poner en entredicho la pervivenda del «canon» de excelencia humanístico. Con todo, desde su muerte en 1973 no es posible ya hablar de «straussismo» después de Strauss. Permanece en todo caso como escuela metodológica que

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sigue practicando el método textualista frente a otros más contextúales. O, lo que es lo mismo, que tratan de com­ prender y explicar los textos clásicos sin necesidad de ha­ cerles depender de factores externos. La investigación se dirige ai análisis de su congruencia lógica, a la definición de categorías y conceptos que aparecen, desaparecen o permanecen en la historia; a detectar similitudes, diferen­ cias o influencias entre ideas y autores, etcétera. Tras ello se afianza la convicción de que existe un diálogo ininte­ rrumpido entre los grandes autores del pasado, una cade­ na de significados que permite reconstruir desde las con­ tingencias de cada situación histórica concreta eso que Voegelin calificaba como «el hombre en busca de su hu­ manidad y su orden». Las pautas básicas que informan la obra de Strauss se deducen fácilmente de su propia biografía, que es pareci­ da a la de otros intelectuales judíos alemanes de su genera­ ción: una turbulenta actividad intelectual en el fascinante mundo cultural de entreguerras, el rechazo del nazismo, la subsiguiente emigración forzosa y, por último, como ocurriera con todos aquellos que supieron ambientarse en su nuevo hogar, la residencia definitiva en Estados Uni­ dos. El trasfondo intelectual de la vida y obra de nuestro autor también encaja adecuadamente bajo el síndrome de crisis espiritual que tan gráficamente reflejara K. Jaspers en su libro de 1 9 3 1 {La crisis espiritual de nuestro tiem­ po). Jaspers se ubica aquí en un punto intermedio entre el pesimista enjuiciamiento weberiano de la sociedad mo­ derna como inevitablemente abocada a la «jaula de hie­ rro» y la más apocalíptica descripción de Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración. Todos ellos coinciden en buscar la causa de este estado de cosas en el principio de racionalidad occidental y su identificación ^ la ciencia. Y su efecto se ve en un estado moral y espiritual de absoluta pérdida de sentido, en una creciente «concien­

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cia de impotencia» (Jaspers) u «oscurecimiento del mun­ do» (Heidegger). Al final, el hombre habría devenido ya en una mera función del orden racional-técnico. El aspec­ to sobre el que Strauss va a poner el énfasis no es tanto el proceso «material» de la evolución social de Occidente, aquellas condiciones sociales de fondo que marcan la en­ trada y el desarrollo de la modernidad, cuanto su paulati­ no estado de «descomposición intelectual». Su interés se centrará en reconstruir la experiencia de la reflexión polí­ tica a partir de su despliegue histórico. Así es como recala en la historia de la teoría política y, en particular, en su pórtico de entrada, aquél en el que nos encontramos con el primer concepto operativo de humanidad: la teoría po­ lítica griega. Antes de su polémico estudio sobre pensamiento moder­ no, el joven Strauss, fuertemente influenciado por el movi­ miento sionista y la teología judía, se ocupa ante todo de las relaciones entre filosofía y revelación. En una expresión afortunada lo definiría como el «conflicto entre Atenas y Jerusalén». La tensión entre estos dos elementos constituye para nuestro autor el «núcleo, el nervio de la historia inte­ lectual de Occidente» y el «secreto de la vitalidad de su civi­ lización». La Biblia aporta el sentimiento de dependencia y sometimiento a Dios, el temor reverencial, y se caracteriza por suscitar la plegaria, la piedad, la obediencia y la necesi­ dad del perdón divino. La filosofía, por su parte, surge como el intento por sustituir las opiniones acerca de las co­ sas por conocimientos ciertos, y más que aspirar a conocer la verdad, como la religión, consiste en una incesante acti­ vidad dirigida a buscarla. Aunque más adelante Strauss acabará inclinándose a favor de Atenas más que de Jerusa­ lén, esta contradicción marcará ya desde entonces su vida interior y los movimientos fundamentales de su obra. Aquí se percibe también su temprano interés por la obra de Maimónides y Espinosa, dos autores judíos que ofrecen dos so-

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Iliciones antagónicas al problema teológico-político: uno tratando de reconciliar filosofía y tradición, y otro «traidor a su fe en nombre de la filosofía». Strauss se pone lógica­ mente del lado de Maimónides - o de Avicena y Alfarabi- y, en general, de los intentos por conciliar islamismo y judais­ mo con Platón. La precariedad de la filosofía en el mundo judeo-islámico garantizó al menos su carácter «privado» y con ello un mayor grado de libertad interior. No así en la es­ colástica aristotélica cristiana, donde la estricta censura eclesiástica hizo de la filosofía una actividad subordinada a los intereses religiosos y clericales. Este contraste de lógicas y sentimientos se superpone en Strauss a su propia experiencia del judaismo, a su condi­ ción de judío; es decir, miembro de un grupo minoritario en permanente exilio. Strauss presenta el problema judío como la cuestión emblemática de la condición humana en general: la imposibilidad de armonizar lo particular y lo ge­ neral. Y en un curioso salto mental generaliza esta situa­ ción a lo que desde Platón ha constituido uno de los temas recurrentes de la filosofía política: la diferencia entre el uno y los muchos —oi polloi- y la tensión entre pensador y socie­ dad. El ser miembro de una comunidad, participar de ella, guardarle fidelidad y, a la vez, adscribirse a otro grupo den­ tro de la misma, ser «diferente». Para Strauss esta situación no es privativa de los judíos u otros grupos minoritarios, sino que constituye uno de los rasgos del filósofo en la po­ lis. Por un lado, está impelido a ajustarse a las «opiniones» dominantes que conforman el discurso público y, por otro, a guardar fidelidad a sus convicciones racionales, separa­ das por lo general de la opinión dominante. El filósofo no puede ignorar la dimensión más pública y social de su actividad y se ve impelido a «justificarse ante el tribunal de la ciudad y sus leyes». Este doble carácter se manifiesta con gran claridad en las dos formas de escritu­ ra que, a decir de nuestro autor, practica^ la mayoría de

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los grandes autores desde Platón: la forma esotérica y la exotérica. Cada uno de ellas se corresponde con dos for­ mas diferentes de presentar la verdad: una, la exotérica, más pública y accesible, permite la aplicación de distintos métodos hermenéuticos convencionales, y en cierto modo se puede equiparar a aquello que el autor quiso trasmitir al lector vulgar -lo que él quiso que los demás entendie­ ran-; y la otra, la esotérica, más oculta y recóndita, con­ tiene el sentido último del texto y sólo es accesible -si aca­ s o - a los «lectores muy atentos y entrenados después de un estudio prolongado e intenso». Es muy posible que Strauss llegara a esta conclusión tras estudiar a autores como Maimónides, quien en su Guía de los perplejos re­ conoce de un modo explícito practicar esta doble escritu­ ra, o a otros como Alfarabi, que ven en Platón al iniciador de esta costumbre de «escribir entre líneas» o mediante extraños simbolismos. Strauss reconoce que esta peculiar técnica de escribir obedece fundamentalmente a la necesi­ dad de escapar a la censura o a la persecución política sin por ello tener que renunciar a presentar la propia visión de la verdad. Como sostiene en su conocido libro ha-persecución yelartede-la escritura, «la persecución no puede impedir el pensar independiente». Pero deja también bas­ tante claro cómo el recurso a la técnica esotérica responde a otras razones: a la necesidad de ocultar determinadas verdades por las implicaciones que éstas pudieran tener para la sociedad. No está claro cuáles sean dichas verdades ni por qué ha­ brían de mantenerse ocultas. Puede que la clave de estas misteriosas palabras resida en su mismo concepto de filo­ sofía, entendida, como ya hemos visto, como la actividad dirigida a reemplazar la opinión por el conocimiento. Como actividad no sujeta a límites, incesante e insoborna­ ble, nunca podrá hacerse compatible con la contingencias de la vida política y social. La sociedad exige de sus miem­

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bros una absoluta fidelidad a sus valores y principios, a sus «opiniones», pues, que aun pudiendo ser cuestionadas por los filósofos, son imprescindibles para la pervivencia de la ciudad. En última instancia, habría entonces una tensión permanente entre el interés del filósofo por la ver­ dad y el interés de la ciudad. De ahí esa necesidad que éste tiene de «acomodar» continuamente su visión de la filoso­ fía a las necesidades sociales y de ocultarse detrás de pe­ culiares modos de escribir. Se pone así de manifiesto la «peligrosidad» de la filosofía, su potencial destructor que deriva de encontrarse más allá de las convenciones de los hombres, así como la necesidad correlativa de ajustarse a la sociedad, de «respetar las opiniones». Implícitamente se reconoce, por tanto, la debida incorporación de cierto principio de responsabilidad por parte del filósofo cuando hace usó público de ella. Siguiendo con esta idea, parece que para Strauss la filosofía política no es sino eso, la pre­ sentación en público de la filosofía, el punto en el que se produce la intersección entre conocimiento y opinión. No es de extrañar entonces que nuestro autor sienta tal afinidad por la filosofía griega, que supo apreciar la polí­ tica con una «frescura e inmediatez que no han sido nunca igualadas», pues nace en el momento en el que «todas las tradiciones políticas habían sido sacudidas y no existía aún una tradición de filosofía política». Su atracción por ella no responde sólo a esta supuesta «pureza» u orfandad respecto de tradiciones anteriores, sino al mismo hecho de reconocer en su dimensión socrática y platónica la verda­ dera manifestación de la naturaleza de la filosofía: como una búsqueda incesante que sólo alcanza a estar segura de su propia ignorancia; ésta es la única incuestionable ver­ dad, el único conocimiento cierto. Ello no significa que el racionalismo socrático renuncie a descubrir en la existen­ cia humana una naturaleza inmutable de la que puedan deducirse principios de la justicia válidos para la organi­

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zación social. Renunciar a esta empresa supondría -com o implícitamente ocurre en autores como Nietzsche o Heidegger- el abandono de toda autoridad sobre la política por parte de la filosofía. Pero, y aquí creemos encontrar el punto decisivo de la filosofía straussiana, no somos tam­ poco capaces de fundamentar ese conocimiento sobre ba­ ses racionales firmes; no existe una racionalidad moral o política que nos capacite para pronunciarnos a partir de premisas incontrovertibles sobre lo que sea o no la justi­ cia. Nos queda, eso sí, la conciencia de los problemas per­ manentes y fundamentales, entre los que está el de la natu­ raleza de la justicia, el bien común, la propensión hacia el conocimiento del bien, la vida buena o la buena sociedad; o -como dice en el ensayo que aquí prologamos- «la evi­ dencia de esas simples experiencias relativas al bien y al mal que subyacen a todo presupuesto filosófico sobre el derecho natural». Una vez más sería en Grecia donde se ofreció la más detenida exposición de estos problemas y donde fueron abordados del modo más consecuente. Pero, en último término, y puede que aquí resida el «peli­ gro» de la filosofía, sus pronunciamientos se apoyan en un acto de voluntad o, en todo caso, en un compromiso. Al final, siguiendo con esta interpretación esotérica de Strauss, la opción por la filosofía respondería a un decisionismo similar al que nos lleva a optar por la religión. Puede que ahí resida su «solución» última al conflicto en­ tre Atenas y Jerusalén. n N a haceJa ita unajectura «esotérica» de este otro Strauss para percibir que entre las «verdades» perennes -ahora sustantivas- que cree encontrar en esta tradición está el reconocimiento -ciertamente platónico- de que el mejor régimen político es aquel que se toma en serio la jerarquía

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«natural» de las personas, su diferente virtud, y se articu­ la en un régimen político aristocrático; los gentlemen, aquellos que «por naturaleza son superiores a otros y, por tanto, según el derecho natural, son los gobernantes de otros». La desigualdad en dotes intelectuales adquiere así una importancia política decisiva. Esta no es una «verdad» que encajara fácilmente en el mundo igualitarista de los Estados Unidos de los años cincuenta y sesen­ ta, y puede que este hecho le obligara a buscar una estra­ tegia para su desvelamiento a sensu contrario, minando la filosofía y ciencia política y social sobre la que se asen­ taba el «igualitarismo permisivo» de las democracias li­ berales de Occidente. Es cierto también que quiso esca­ parse de esta acusación de elitismo radical propugnando una definición de la democracia liberal como el régimen que mejor puede satisfacer el fin de implantar una «aris­ tocracia extensa». Este es también uno de los temas centrales del libro que nos acompaña, que apela a una reinterpretación hetero­ doxa de la historia intelectual. Las razones que informan su retorno a lo que él califica «derecho natural clásico» hay que ir buscarlas en la propia experiencia del irracio­ nalismo político y en la falta'de orientación general que se percibe en el mundo occidental -no puede olvidarse que su primera edición es de 1953. Nuestro mundo se encon­ traría amenazado por el comunismo y el «despotismo oriental» frente a los cuales no tendría ya suficientes de­ fensas espirituales. Que la tolerancia y el liberalismo pue­ dan derivar en su opuesto tiene para nuestro autor una causa evidente en el abandono de la cuestión acerca del buen orden político, de los criterios normativos funda­ mentales y en la aceptación de la pretensión historicista de que toda forma de pensamiento está «situada temporal­ mente». Para Strauss todas las corrientes historicistas ten­ drían un punto en común: que la humanidad no tiene una

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naturaleza única y, en consecuencia, que no cabe hablar de caracteres permanentes de lo humano -com o la distin­ ción entre lo noble y lo villano - ni, desde luego, tampoco de principios universales o inmutables. Ahora bien, aceptar este presupuesto no sólo significa reconocer un principio relativista radical, sino que atenta contra lo que es la esencia de la empresa filosófica: la in­ dagación sobre «un orden eterno e inmutable en el que tiene lugar la historia» que no se ve afectado por ella. Si el objetivo del filósofo radica en ocuparse de los problemas fundamentales «que persisten a todo cambio social», de ello se deriva necesariamente el supuesto de que el «pen­ samiento humano es capaz de trascender sus limitaciones históricas o de aprehender algo transhistórico». Aplican­ do esta idea al objeto de la filosofía política, lo que viene a decirnos Strauss es, en definitiva, que existe un desfase en­ tre realidad e ideal, entre el mundo político tal y como es, y ha sido, y el mundo político tal y como debe ser. Esta idea se pone de manifiesto en su crítica de la cien­ cia política positivista, con su estricta metodología. Por positivismo entiende Strauss aquella perspectiva que in­ corpora el método de la ciencia natural a las ciencias so­ ciales y, consecuentemente, propugna la radical separa­ ción entre hechos y valores; en el campo de la ciencia sólo entraría el análisis y juicio sobre los hechos. La ciencia so­ cial positivista sería así avalorativa y éticamente neutra: es imparcial ante el conflicto del bien y el mal. Y los «he­ chos» no nos aportan ningún conocimiento del «valor» del bien y de la justicia. En Hume y Comte encuentra Strauss todavía cierta inquietud por la indagación sobre la buena sociedad, tendencia que se habría perdido con la posterior evolución del positivismo bajo la influencia del utilitarismo, el evolucionismo y el neokantismo, que aca­ baron relegando la filosofía política a la categoría de mero conocimiento «precientífico».

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Pero el positivismo se convierte necesariamente en historicismo, que en sus distintas formas constituye y mono­ poliza el «espíritu de nuestro tiempo». Para nuestro autor se trataría de un complejo movimiento del pensamiento moderno, encarnado fundamentalmente en la obra de Hegel, Nietzsche y Heidegger, que se van sucediendo en dis­ tintas «olas de modernidad». La primera se corresponde con la aparición del derecho natural moderno, preparado por Maquiavelo -que es el primero en romper tajantemen­ te con la tradición socrática de ciencia política- y desarro­ llado después por Bacon, Hegel, Espinosa, Descartes y Hobbes. En este último, de quien Strauss ofrece una de ías primeras interpretaciones como autor moderno, ve ya el germen de una concepción de la filosofía y la ciencia que abandona la contemplación de la naturaleza y se centra en la realización del conocimiento a efectos de permitir al hombre someter, transformar e imponerse sobre la natura­ leza. El conocimiento científico deviene así en siervo del control poiético, y se somete a los deseos más inmediatos del hombre en vez de aspirar a la intelección de los princi­ pios verdaderos de su ser. La cuestión sobre el «mejor» sis­ tema político se sustituye por la más prosaica de indagar sobre la «posibilidad» del orden a partir del presupuesto realista de la convivencia entre individuos egoístas. A la segunda ola, preparada por Rousseau, pertenece Hegel, representante de aquel historicismo que Strauss de­ nomina «contemplativo» o «teórico», porque identifica la labor de la ciencia con la contemplación del proceso histó­ rico. Este proceso se desarrollaría racionalmente y en su época habría alcanzado ya su complexión plena. Con ello se reemplaza la filosofía política en su sentido socrático por una filosofía de la historia. En la «tercera ola de la mo­ dernidad» aparece el historicismo «radical» o «existencial», representado por Nietzsche y Heidegger respectiva­ mente, con quienes culmina la «crisis de la modernidad».

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Frente a Hegel, Strauss sostiene que, si bien es necesario comprender al hombre a la luz de la historia, el proceso histórico no tiene por qué ser fundamentalmente progresi­ vo o racional. El hombre no lo puede trascender ni com­ prender, pues todas las interpretaciones del pasado apare­ cen coloreadas por la perspectiva transitoria y fugaz del presente. Así, arroja dudas sobre la misma posibilidad de preguntarnos por la naturaleza de los asuntos políticos o por el mejor, o más justo, orden político. Su rechazo alcan­ za también al concepto mismo de ciencia política positivis­ ta; duda de sus posibilidades para obtener un conocimien­ to objetivo del mundo de los hechos, ya que «todos los principios de la comprensión y de la acción son históricos, es decir, no poseen otro fundamento más que el infundado decisionismo humano o el acontecer azaroso: la ciencia, lejos de ser el único tipo de conocimiento verdadero es, a la postre, poco más que una forma de contemplar el mundo, teniendo todas estas formas la misma dignidad». En la orilla contraria se encontraría la filosofía política, dirigida al conocimiento de los asuntos políticos y a la in­ dagación sobre el orden político justo y bueno. Está liga­ da, por tanto, al «derecho natural», a la posibilidad de re­ ferirse, aunque sólo sea a título meramente interrogativo, a una instancia crítica que trasciende la realidad positiva. Para que exista la filosofía política será preciso, pues, que se den dos condiciones o requisitos teóricos mínimos: pri­ mero, que se reconozca la existencia de un desfase entre realidad e ideal, entre la ciudad tal y como es, y la ciudad tal y como debe ser. Y, segundo, la posibilidad de una dis­ cusión racional sobre la naturaleza del mejor régimen po­ lítico, que permita acceder a una opinión verdadera a este respecto. Justamente las dos condiciones que niegan el historicismo y el positivismo y justifican el ataque de Strauss a las dos grandes potencias de la vida contempo­ ránea, la historia y la ciencia.

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El lector no podrá dejar de observar la curiosa sistemá­ tica de este libro, que quizás esté llamando a algún tipo de interpretación esotérica. Llama la atención, por ejemplo, cómo subvierte el orden temporal de los distintos discur­ sos filosóficos analizados. Los dos primeros capítulos se ocupan de la reflexión «contemporánea», mientras los dos siguientes abordan la «antigua» y los dos últimos la «moderna». ¿Por qué ubicar el discurso antiguo en el cen­ tro? ¿Por qué no seguir el orden temporal lógico, una «historia lineal»? ¿Por qué se presentan en pares de capí­ tulos? Dejaremos que cada cual llegue a sus conclusiones hermenéuticas particulares, pero avanzo ya que es un tex­ to que exige una lectura activa y siempre atenta a lo que se esconde entre líneas. Strauss puede ser, en efecto, un autor «peculiar» y, como es lógico, podemos no coincidir con él o mantener importantes resistencias frente a sus interpre­ taciones particulares, siempre expuestas de manera radi­ cal. Pero nadie puede negarle un extraordinario dominio en el arte de la interpretación de textos o en haber sabido acercarnos al diálogo con los clásicos. En la frescura con la que nos los acerca a nuestro actual horizonte de la ex­ periencia reside su máxima virtud. Y penetrar en este li­ bro equivale a respirar el aire en el que fue cociéndose la aventura intelectual de Occidente, tanto la más remota como la que hasta antes de ayer centraba los debates aca­ démicos.

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Había dos hombres en una ciudad; uno de ellos era rico, el otro, pobre. E l hombre rico poseía un extraordinario número de re­ baños. En cambio, el hombre pobre no tenía más que un desva­ lido corderito, que había comprado y alimentado desde peque­ ño. E l animal creció junto a él y a sus hijos, comía de su propio plato y bebía de su propio vaso, descansaba sobre su regazo y recibía el mismo trato que un hijo suyo. Un día llegó a casa del hombre rico un viajero, al que se cuidó de ofrecerle sus rebaños para procurarle abrigo; pero he aquí que arrebató al hombre pobre el cordero de sus manos y vistió al viajero que había lla­ mado a su puerta. Nabot el jezraelita tenía un viñedo en Jezrael, muy cerca del pa­ lacio del rey Acab de Samaría. Un día dirigióse Acab a Nabot con estas palabras: «Entrégame tus viñas, pues se hallan cerca de mi casa y en ellas he pensado plantar un florido pensil; a cambio te daré un viñedo mejor, o si te parece bien, su valor en dinero». Y Nabot a Acab contestó: «No permita el Señor que llegue a entregarte el legado de mis padres».

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Muchos son los motivos, aparte del más obvio, que me lle­ van a introducir este ciclo de conferencias de la Fundación Charles R. Walgreen con una cita de la Declaración de In­ dependencia. Se trata de un pasaje referido en numerosas ocasiones pero que, por lo trascendente y elevado de su contenido, se ha hecho inmune a los efectos degradantes de la excesiva familiaridad y del uso indebido, que generan desprecio en el primero de los casos y aversión en el segun­ do. «Sostenemos como certeza manifiesta que todos los hombres fueron creados iguales, que su Creador los ha do­ tado de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se en­ cuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» La nación consagrada a este postulado se ha convertido -en parte, sin duda, a consecuencia de esta entrega- en el país más poderoso y próspero del mundo. Pero hoy, en ple­ na madurez, ¿conserva aún esta nación la fe que impulsó su creación y desarrollo? ¿Sigue acaso respaldando esa «certeza manifiesta»? Cualquier diplomático estadouni­ dense de la generación anterior podía afirmar que «la base natural y divina de los derechos humanos [...] se hace pa­ tente para todos los estadounidenses». Por la misma épo­ ca, un intelectual alemán podía aún describir la diferencia entre el pensamiento alemán y el de Europa occidental y Estados Unidos con el argumento de que Occidente seguía concediendo una importancia decisiva al derecho natural, mientras que en Alemania los términos «derecho natural» y «humanidad» «resultan hoy casi incomprensibles [...] y han perdido toda la fuerza que tuvieron en un principio». Según su razonamiento, al haber abandonado la idea del

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derecho natural - y a raíz de dicho abandono- el pensa­ miento alemán creó el sentido histórico, y de este modo de­ sembocó en un relativismo incondicional.1 Lo que se pre­ sentaba como una descripción bastante precisa del pensamiento alemán hace ahora veintisiete años podría aplicarse hoy, en términos generales, al pensamiento occi­ dental. No sería la primera vez que una nación derrotada en el campo de batalla y, por así decirlo, aniquilada como ente político, priva a los vencedores del más excelso fruto de la victoria al someterlos al yugo de su propio pensa­ miento. Sea cual fuere la realidad del pensamiento norte­ americano, lo cierto es que en Estados Unidos la ciencia social ha adoptado la misma postura hacia el derecho na­ tural que en la generación pasada se podía haber atribuido aún con cierta credibilidad al pensamiento alemán. La ma­ yoría de los eruditos que aún hoy suscriben los principios de la Declaración de Independencia no los interpretan como expresión del derecho natural sino como un ideal, cuando no como una ideología o un mito. Actualmente, la ciencia social en Estados Unidos -siempre y cuando no se halle adscrita al catolicismo - postula entre sus principios que, ya sea a causa de la evolución o por influjo de un mis­ terioso sino, todo hombre nace con una serie de necesida­ des y aspiraciones de muy distinta naturaleza, pero carece sin embargo de derecho natural. No obstante, el derecho natural se hace hoy tan necesa­ rio como lo ha sido a lo largo de siglos e incluso milenios. Renunciar a él equivale a afirmár que sólo existe el dere­ cho positivo, lo que significa que la diferencia entre el bien y el mal viene determinada únicamente por los legisladores y los tribunales de cada país. Ahora bien, nadie puede ne­ i . «Ernst Troeltsch on Natural Law and Humanity», en Otto Gierke, Natu­ ral Lata and the Theory ofSociety, traducida al inglés con introducción de Ernest Barker, I, Cambridge University Press, 19 34 , pp. 201-222.

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gar que es válido, y en ocasiones incluso necesario, hablar de leyes y decisiones «injustas». Al emitir tales juicios pre­ suponemos la existencia de valores morales independien­ tes del derecho positivo y más elevados que éste, valores que nos permiten poner en tela de juicio el derecho positi­ vo. Muchos opinan hoy que dichos valores no son, en el mejor de los casos, más que el ideal que adopta nuestra so­ ciedad o «civilización» y que se ve representado en nuestro modo de vida y nuestras instituciones. No obstante, según este mismo criterio, todas las sociedades tienen sus pro­ pios ideales, las sociedades caníbales no menos que las ci­ vilizadas. Si el hecho de contar con la aceptación de una sociedad valida de por sí cualquier principio, el canibalis­ mo es tan legítimo o razonable como la llamada vida civili­ zada. Desde este punto de vista, ningún principio debe ser desestimado so pretexto de ser intrínsecamente malo. Y, habida cuenta de que el arquetipo de nuestra sociedad está cambiando a ojos vista, nada excepto el hábito invete­ rado nos impediría aceptar la práctica del canibalismo como algo lícito. Si no existiese ningún valor que prevale­ ciera sobre el ideal de nuestra sociedad, no tendríamos po­ sibilidad alguna de adoptar una distancia crítica respecto a éste. Con todo, el mero hecho de que podamos cuestionar el ideal de nuestra sociedad pone de manifiesto que hay algo en el individuo que escapa a los límites de la conven­ ción social. De ello se desprende que podemos -y, por tan­ to, debemos- buscar un sistema de valores que nos permi­ ta juzgar los ideales de cualquier sociedad. Dichos valores no pueden basarse en las necesidades de las distintas socie­ dades, dado que éstas y sus diferentes ramificaciones pre­ sentan numerosas necesidades reñidas entre sí. Surge así el problema de las prioridades, problema que no se puede so­ lucionar de un modo racional si no contamos con un con­ junto de valores que nos sirvan de referente a la hora de distinguir entre necesidades reales y ficticias, así como dis­

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cernir la jerarquía en que se ordenan los distintos tipos de necesidades reales. El problema que plantean las necesida­ des enfrentadas de la sociedad no se puede resolver si no conocemos el derecho natural. Parecería, por tanto, que el rechazo del derecho natural debe acarrear forzosamente consecuencias desastrosas, y es obvio que determinadas consecuencias consideradas de­ sastrosas por muchos hombres e incluso por algunos de los más acérrimos adversarios del derecho natural derivan precisamente del actual rechazo del derecho natural. Es posible que la ciencia social nos proporcione gran sabidu­ ría e inteligencia por lo que se refiere a los medios para conseguir cualquier fin que nos propongamos, pero se de­ clara incapaz de ayudarnos a distinguir entre fines legíti­ mos e ilegítimos, justos e injustos. Se trata de una ciencia única y exclusivamente instrumental, nacida para ponerse al servicio de determinados poderes o intereses, cuales­ quiera que éstos sean. Trasladado al día de hoy, el pragma­ tismo de Maquiavelo podría entenderse como algo propio de la ciencia social, de no preferir ésta -sólo Dios sabrá por qué- el liberalismo generoso a la coherencia, que la obligaría a brindar consejo con igual esmero y celeridad a tiranos y hombres libres.2 De acuerdo con la ciencia social, podemos alcanzar las más elevadas cotas de sabiduría en

z. «Wollends sinnlos ist die Behauptung, dass in der Despotie keine Rechtsordnung bestehe, sondern Willkür des Despoten herrsche [...] stellt doch auch der despotisch regierte Staat irgendeine Ordnung menschlichen Verhaltens dar [...] Diese Ordnung ist eben die Rechtsordnung. Ihr den Charakter des Rechts abzusprechen, ist nur eine naturrechtliche Naivitát oder Überhebung [...] Was ais Willkür gedeutet wird, ist nur die rechtliche Móglichkeit des Autokraten, jede Entscheidung an sich zu ziehen, die Tátigkeit der untergeordneten Organe bedingungslos zu bestimmen und einmal gesetzte Normen jederzeit mit allgemeiner oder nur besonderer Geltung aufzuheben oder abzuándern. Ein solcher Zustand ist ein Rechtszustand, auch wenn er ais nachteilig empfunden wird. Doch hat er auch seine guten Seiten. Der im modemen Rechtsstaat gar nicht seltene R u f nach Diltatur zeigt dies ganz deutlich» (Hans

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todas las materias de segundo orden, pero debemos resig­ narnos a vivir en la más completa ignorancia por lo que se refiere a lo más importante: no podemos aspirar a tener conocimiento alguno acerca de los principios fundamenta­ les que rigen nuestras elecciones ni decidir si son o no razo­ nables. Nuestros principios fundamentales no cuentan con más apoyo que nuestras preferencias arbitrarias y, por tan­ to, ciegas. Nos comportamos, pues, como seres sanos y sensatos ante las cosas más triviales, pero nos la jugamos como locos con los temas más serios: sensatez al detalle, locura al por mayor. Si nuestros principios no cuentan con más apoyo que nuestras ciegas preferencias, será admisible todo lo que un hombre se atreva a hacer. El actual rechazo del derecho natural conduce al nihilismo. Negación y nihi­ lismo son una y la misma cosa. A pesar de ello, los liberales generosos contemplan el abandono del derecho natural no sólo con tranquilidad sino con alivio. Parecen pensar que nuestra incapacidad para adquirir un conocimiento real de lo que es intrínse­ camente bueno o justo nos obliga a mostrarnos tolerantes ante cualquier postura moral, así como a reconocer todas las preferencias y todas las «civilizaciones» como igual­ mente respetables. Así pues, sólo la tolerancia sin límites estaría de acuerdo con la razón. Este supuesto, sin embar­ go, nos lleva a reconocer la legitimidad de un derecho na­ tural o racional, siempre y cuando se muestre tolerante con todas las preferencias o -dicho en términos opuestosun derecho natural o racional que rechace o condene toda posición intolerante o «absolutista». Las posiciones de tal

Kelsen, Algemeine Staatslebre, Berlín, 19 2 5 , pp. 335-336). Habida cuenta de que Kelsen no ha cambiado su postura con respecto al derecho natural, no me explico por qué han omitido este instructivo pasaje '5cPla traducción inglesa (General Theory o f Law and State, Cambridge, Harvard University Press, 19 49 , p. 300).

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naturaleza deben ser condenadas, puesto que se basan en una premisa a todas luces falsa, a saber, que los hombres pueden distinguir el bien del mal. En el fondo del vehe­ mente rechazo de todos los «absolutos», discernimos el reconocimiento de un derecho natural o -para ser más exactos- de esa determinada interpretación del derecho natural según la cual el respeto hacia la diversidad o la in­ dividualidad está por encima de todo lo demás. Pero exis­ te un conflicto abierto entre el respeto hacia la diversidad o la individualidad y el reconocimiento del derecho natu­ ral. Cuando los liberales se impacientaron ante los límites categóricos que incluso la versión más liberal del derecho natural impone a la diversidad o la individualidad, se vie­ ron obligados a elegir entre el derecho natural y la prácti­ ca desinhibida del individualismo, y se decantaron por lo segundo. Una vez dado este paso, la tolerancia aparecía como un valor o un ideal entre otros muchos, y no intrín­ secamente superior a su opuesto. En otros términos, la in­ tolerancia se presentaba como un valor de igual dignidad que la tolerancia. No obstante, resulta casi imposible equipararla con todas las preferencias u opciones existen­ tes. Si el desigual abanico de opciones no puede relacio­ narse con el desigual abanico de sus propósitos, debe rela­ cionarse con el desigual abanico de los actos de elección, de lo que se concluye que una opción lícita, a diferencia de una opción espuria o despreciable, no es sino una decisión firme o irrevocable. No obstante, dicha decisión estaría más relacionada con la intolerancia que con la tolerancia.. El relativismo liberal hunde sus raíces en la tradición de tolerancia propia del derecho natural o en la idea de que toda persona cuenta con el derecho innato de buscar la fe­ licidad tal y como ella la entiende pero, en sí, dicha doctri­ na constituye un semillero de intolerancia. Una vez que nos percatamos de que los principios de nuestras acciones no tienen más apoyo que una opción to­

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mada a ciegas, dejamos de creer en ellos. Ya no podemos entonces obrar bajo su dictado de forma incondicional, ni tampoco seguir viviendo como seres responsables. Para se­ guir adelante, debemos acallar la voz -y a de por sí fácil de silenciar- de la razón, que nos advierte que nuestros prin­ cipios son en sí mismos tan buenos o malos como otros principios, cualesquiera que éstos sean. Cuanto más culti­ vamos la razón, más cultivamos el nihilismo y menor es nuestra capacidad para ser miembros leales de la sociedad. La ineludible consecuencia práctica del nihilismo es el fa­ natismo cavernario. Dicha consecuencia, vivida en toda su crudeza, ha dado pie a un renovado interés general por el derecho natural. No obstante, este mero hecho debe obligarnos a actuar con especial cautela. La indignación es mala consejera, pues en el mejor de los casos prueba que somos bieninten­ cionados, no que tengamos razón. La aversión al fanatis­ mo cavernario no debe llevarnos a abrazar el derecho na­ tural con idéntico espíritu de intransigencia. Debemos guardarnos del peligro de perseguir un fin socrático con los medios y la disposición de Trasímaco. Sin duda, la im­ periosa necesidad de contar con un derecho natural no de­ muestra que dicha necesidad pueda ser satisfecha. Un deseo no es un hecho. Incluso si se demostrara que cierto punto de vista es indispensable para alcanzar el bienestar, lo único que se habría probado es que dicho punto de vis­ ta conduce a un ideal beneficioso, pero no que dicho ideal pueda convertirse en algo real. Utilidad y realidad son dos cosas completamente distintas. El hecho de que la razón nos impulse a superar el ideal de nuestra sociedad no evi­ ta, sin embargo, que al dar este paso nos enfrentemos a un vacío o a una multiplicidad de principios del «derecho na­ tural» tan incompatibles como igualmente justificables. Ante la gravedad del asunto, tenemos el deber de entablar una discusión imparcial, teórica y objetiva.

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El problema del derecho natural se plantea hoy en día como una cuestión de memoria más que de conocimiento real. Nos enfrentamos, pues, a la necesidad de realizar es­ tudios históricos a fin de familiarizarnos con esta cuestión en toda su complejidad. Debemos convertirnos de forma temporal en estudiantes de lo que se conoce como «histo­ ria de las ideas», hecho que, contrariamente a lo que suele pensarse, no elimina sino que agrava la dificultad de un tratamiento imparcial. En palabras de Lord Acton: Pocos descubrimientos resultan más irritantes que ios que ponen en evidencia el linaje de las ideas. Las definiciones categóricas y el análisis riguroso descorren el velo bajo el cual la sociedad oculta sus divisiones: hacen que las disputas políticas resulten demasia­ do violentas para alcanzar soluciones de compromiso y las alian­ zas políticas demasiado precarias, además de envenenar la prácti­ ca de la política con el ardor de los conflictos sociales y religiosos.

La única manera de superar este peligro consiste en aban­ donar la dimensión en la cual la contención política es la única protección contra el fervor ciego de la parcialidad. El tema del derecho natural se presenta en la actualidad como una cuestión de filiaciones partidistas. Si miramos a nuestro alrededor, descubrimos dos campos hostiles, dos plazas fuertes muy bien custodiadas. Una de ellas alberga a ios liberales de varias clases, la otra a los discípulos católi­ cos y no católicos de Tomás de Aquino. No obstante, am­ bos bandos, junto con los que prefieren nadar entre dos aguas o esconder la cabeza bajo tierra, por hacer acopio de metáforas, se encuentran en el mismo barco. Todos ellos son hombres modernos. Todos nosotros nos enfrentamos a la misma dificultad. El derecho natural en su forma clásica está relacionado con una visión teleológica del universo. Todos los seres naturales tienen un fin natural, un destino natural, que determina qué tipo de actuación les beneficia.

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En el caso del hombre, se requiere la razón para discernir dichas acciones: la razón determina qué está bien y qué está mal por naturaleza, tomando como premisa principal el destino natural del hombre. Parecería que la visión ideoló­ gica del universo, en la cual se integra la visión ideológica del hombre, ha quedado destruida por la ciencia natural contemporánea. A juicio de Aristóteles -¿y quién osaría proclamarse en mejor juez que Aristóteles en esta mate­ ria?- la cuestión entre la concepción mecanicista y ideoló­ gica del universo viene determinada por el modo en que se resuelve el problema de los cielos, los cuerpos celestes y su movimiento.3 Ahora bien, respecto a este punto, que Aris­ tóteles consideraba primordial, el dilema parece haberse decantado hoy en favor de la concepción no ideológica del universo. De dicha decisión trascendental se podrían extra­ er dos conclusiones de signo opuesto. Según una de ellas, la concepción no teleológica del universo debe llevar a una concepción no teleológica de la vida humana. Pero esta so­ lución «naturalista» está expuesta a serias dificultades, pues parece imposible justificar las acciones humanas con­ cibiéndolas como mero producto de deseos y pulsiones. Por consiguiente, ha prevalecido la solución alternativa, la cual nos induciría a aceptar un dualismo fundamental y tí­ picamente moderno de una ciencia natural no teleológica y un humanismo ideológico. Esta es la posición que se ven obligados a adoptar, entre otros, los actuales seguidores de Tomás de Aquino, una posición que presupone una ruptu­ ra no sólo con la visión integradora de Aristóteles, sino también con la del propio Tomás de Aquino. El dilema fun­ damental que se nos plantea surge como consecuencia de la victoria de la ciencia natural contemporánea. No es posible hallar una solución adecuada al problema del derecho na­ tural sin haber resuelto antes este problema de base. 3. Física, 19 6 a 2.5 ss., 19 9 33-5.

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Huelga decir que en las presentes conferencias no será posible abordar este problema en su conjunto, sino que habremos de limitarnos a un aspecto en concreto del dere­ cho natural, aquel que puede explicarse dentro de los con­ fines de las ciencias sociales. La ciencia social de nuestros días basa su rechazo del derecho natural en dos argumen­ tos bien distintos, aunque íntimamente relacionados: lo rechaza en nombre de la historia y en nombre de la distin­ ción entre hechos y valores.

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CAPÍTULO I

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El ataque al derecho natural en el nombre de la historia adopta, en la mayoría de los casos, la siguiente forma: el de­ recho natural pretende ser un derecho perceptible por la ra­ zón humana y universalmente reconocido. Sin embargo, la historia (incluyendo la antropología) nos enseña que no existe derecho tal; en lugar de la supuesta uniformidad, en­ contramos una variedad indefinida de nociones del dere­ cho o la justicia. En otras palabras, el derecho natural no puede existir si no hay ningún principio de justicia inmuta­ ble, pero la historia nos enseña que todo principio de justi­ cia es mutable. No es posible entender el sentido del ataque al derecho natural en el nombre de la historia sin reparar antes en la absoluta irrelevancia de dicho argumento. En primer lugar, «el consentimiento de toda la humanidad» no es de ningún modo una condición necesaria de la exis­ tencia del derecho natural. Algunos de los maestros de derecho natural más reputados han sostenido que, preci­ samente si el derecho natural se considera racional, su descubrimiento presupone cultivar la razón, por lo que no podrá ser umversalmente conocido: no se debe siquiera es­ perar conocimiento alguno del derecho natural entre los salvajes.1 En otros términos, por el hecho de probar que no i . Véase Platón, República, 4 5 6 b iz -c z , 4 5x37-8 y 4 5 z c 6 -d i; Laches, i8 4 d i- i8 5 a 3 ; Hobbes, De cive, n , 1 ; Locke, Two Treatises o f Civil Govern­ ment, vol. 11, sec. iz , junto con An Essay on the Human Understanding, vol. 1, cap. n i. Compárese con Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, Prefacio; Montesquieu, Espíritu de las leyes, 1, i-x ; también Marsilio, Defen­ sor pacis II, x ii , 8.

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existe principio de justicia que no haya sido negado en al­ gún lugar o momento determinado, no se demuestra, sin embargo, que la negativa en cuestión fuera justificada o ra­ zonable. Además, de siempre es sabido que dependiendo de la época o del país existen distintas nociones de justicia predominantes. Resulta, pues, absurdo afirmar que el des­ cubrimiento de un caudal aún mayor de tales nociones por parte de los estudiosos actuales ha afectado de alguna ma­ nera al problema fundamental. Por encima de todo, el co­ nocimiento de la amplia variedad de nociones de extensión indefinida sobre el bien y el mal dista tanto de ser incompa­ tible con la idea del derecho natural que constituye la con­ dición esencial para la necesidad de dicha idea: el reconoci­ miento de la variedad de nociones del bien es el incentivo para la búsqueda del derecho natural. Si el rechazo del de­ recho natural en el nombre de la historia ha de cobrar signi­ ficado alguno, éste no debe basarse en hechos históricos, sino en una crítica filosófica de la posibilidad, o de la acce­ sibilidad, del derecho natural, una crítica relacionada de algún modo con la «historia». La conclusión de la variedad de nociones del bien ante la inexistencia del derecho natural es tan antigua como la propia filosofía política. Ésta parece sostener en primer tér­ mino que la variedad de nociones del bien pone de mani­ fiesto la inexistencia del derecho natural o el carácter con­ vencional de todo derecho.2 Denominaremos esta línea de pensamiento «convencionalismo». A fin de aclarar el signi­ ficado del rechazo actual del derecho natural en el nombre de la historia, debemos comprender primero la diferencia existente entre el convencionalismo, por un lado, y ei «sen­ tido histórico» o la «conciencia histórica», por otro, carac­ terística del pensamiento de los siglos x ix y x x .3 z. Aristóteles, Ética a Nicómano, 113 4 0 2 4 -2 7 . 3. El positivismo legal de los siglos x ix y x x no puede identificarse simple-

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El convencionalismo daba por sentado que la distinción entre naturaleza y convención es la principal de todas las distinciones, lo que implicaba que la naturaleza reviste una dignidad incomparablemente más elevada que la conven­ ción o el consenso de la sociedad, o que la naturaleza es la norma. La tesis según la cual el bien y la justicia son con­ vencionales daba a entender que el bien y la justicia no se basan en la naturaleza, sino que en el fondo se oponen a ella, y hunden sus raíces en decisiones arbitrarias, explíci­ tas o implícitas, de las comunidades, que no cuentan con más fundamento que una especie de acuerdo, un acuerdo que puede llevar a la paz pero no a.la verdad..Por otro lado, los partidarios de la visión histórica actual tildan de mítica la premisa según la cual la naturaleza es la norma; recha­ zan la premisa según la cual la naturaleza reviste una digni­ dad más elevada que cualquier obra del hombre. Por el contrario, conciben al hombre y sus obras, incluyendo sus distintas nociones de justicia, tan igualmente naturales como cualquier otra cosa real, o bien defienden un dualis­ mo básico entre el reino de la naturaleza y el reino de la li­ bertad o la historia. En este último caso presuponen que el mundo del hombre, de la creatividad humana, se sitúa muy por encima de la naturaleza. Así pues, no consideran las nociones del bien y el mal como conceptos esencialmente

mente con el convencionalismo o con el historicismo. Parece, sin embargo, que su fuerza deriva en el fondo de la premisa historicista de aceptación gene­ ralizada (véase en concreto Karl Bergbohm, Jurisprudenz und Rechtsphilosophie, i, Leipzig, 1892., pp. 409 ss.). El severo argumento de Bergbohm en contra de la posibilidad del derecho natural (a diferencia del argumento que se limita a mostrar las desastrosas consecuencias del derecho natural para el orden legal positivo) se basa en la «innegable verdad de que no existe nada eterno y absoluto salvo aquel a quien el hombre no puede comprender, sino sólo intuir con espíritu de fe» (p. 4 16 n.), es decir; suponiendo que «los valo­ res en función de los cuales emitimos un juicio crítico sobre el derecho positi­ vo, histórico... no son sino la progenie de su época y se definen siempre como históricos y relativos» (p. 450 n.).

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arbitrarios. En consecuencia, tratan de descubrir sus cau­ sas, de hacer inteligible su variedad y orden de sucesión; al relacionarlos con actos de libertad, ponen énfasis en la di­ ferencia fundamental entre libertad y arbitrariedad. ¿Qué significado cobra la diferencia entre la visión an­ tigua y la actual? El convencionalismo representa una for­ ma concreta de filosofía clásica. Evidentemente existen profundas diferencias entre el convencionalismo y la posi­ ción adoptada, por ejemplo, por Platón. Sin embargo, los adversarios clásicos coinciden en el punto de mayor im­ portancia: ambos admiten que la distinción entre natura­ leza y convención es fundamental, puesto que dicha dis­ tinción está implícita en la idea de filosofía. Filosofar significa ascender de la caverna a la luz del sol, esto es, a la verdad. La caverna es el mundo de las opiniones en oposi­ ción al del conocimiento. Las opiniones son en esencia va­ riables. Los hombres no pueden vivir, es decir, no pueden convivir, si las opiniones no cuentan con la base estable del consenso social. Pasan a ser entonces opiniones auto­ ritarias, es decir, dogmas públicos o Weltanscbauung. Filosofar significa, por tanto, ascender del dogma público al conocimiento esencialmente privado. El dogma públi­ co es en principio un intento inadecuado de responder a la cuestión de la verdad absoluta o del orden eterno.4 Cual­ quier visión inadecuada del orden eterno es, desde el pun­ to de vista del orden eterno, accidental o arbitraria; debe su validez no a su verdad intrínseca sino a la convención o al consenso social. La premisa fundamental del conven­ cionalismo no es, pues, otra que la idea de la filosofía como medio de comprender lo eterno, una idea que recha­ zan precisamente los adversarios modernos del derecho natural. A su modo de ver, todo pensamiento humano es histórico e incapaz, por tanto, de comprender lo eterno. 4. Platón, M inos, 3 14 b 10 - 3 15 b 2.

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Mientras que para los clásicos filosofar significa abando­ nar la caverna, para nuestros contemporáneos toda forma de filosofía pertenece en esencia a un «mundo histórico», «cultura», «civilización» o Weltanschauung, es decir, a lo que Platón llamó en su día la caverna- Denominaremos esta visión «historicismo». Anteriormente hemos señalado que el rechazo actual del derecho natural en el nombre de la historia se basa, no en hechos históricos, sino en una crítica filosófica de la posibilidad o la accesibilidad del derecho natural. Ahora observamos que la crítica filosófica en cuestión no supone una crítica del derecho natural en particular o de los prin­ cipios morales en general, sino que se trata en realidad de una crítica del pensamiento humano como tal. No obs­ tante, la crítica del derecho natural desempeñó un papel crucial en la formación del historicismo. El historicismo surgió en el siglo x ix bajo la protección de la creencia según la cual es posible llegar al conoci­ miento, o al menos a la intuición, de lo eterno. Sin embar­ go, dicha doctrina fue minando poco a poco la creencia que había abrigado en sus orígenes. De repente, irrumpió en nuestras vidas en su forma consolidada. El génesis del historicismo se entiende de modo inadecuado. En el esta­ do actual de nuestro conocimiento es difícil determinar en qué punto del desarrollo contemporáneo se produjo la ruptura definitiva con el enfoque «no histórico» que pre­ valeció en toda comente filosófica anterior. En pos de una orientación sumaria resulta conveniente tomar como pun­ to de partida el momento en el que el movimiento antes subterráneo emergió a la superficie y comenzó a dominar las ciencias sociales a plena luz del día. Ese momento mar­ có la aparición de la escuela histórica. Los pensamientos que guiaron a la escuela histórica distaban mucho de tener un carácter puramente teórico. La escuela histórica surgió en reacción a la Revolución

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francesa y a las doctrinas del derecho natural que habían impulsado tal cataclismo. Con su oposición a la violenta ruptura con el pasado, la escuela histórica hacía hincapié en lo acertado y necesario de conservar y continuar con el orden tradicional, lo que podría haberse hecho sin re­ currir a una crítica del derecho natural como tal. A decir verdad, el derecho natural premoderno no sancionaba el peligroso llamamiento del orden establecido, o de la realidad del momento, al orden racional o natural. Con todo, los fundadores de la escuela histórica parecían ha­ berse percatado de alguna manera de que la aceptación de unos principios universales o abstractos, cualesquiera que éstos sean, produce necesariamente un efecto revolucio­ nario, inquietante y perturbador por lo que al pensamien­ to se refiere, y que dicho efecto es completamente inde­ pendiente de que los principios en cuestión sancionen, en términos generales, una línea de acción conservadora o revolucionaria. Esto es así porque el reconocimiento de los principios universales obliga al hombre a juzgar el or­ den establecido, o la realidad del momento, a la luz del orden racional o natural; y la realidad del momento es más verosímil que no cumplir la norma universal e inalte­ rable.5 El reconocimiento de los principios universales tiende, pues, a impedir que los hombres se idenfiquen al cien por cien con el orden social que el destino les depa­ ra, o que lo acepten. Tiende a alinearlos de su lugar en la tierra, a hacerlos extraños, incluso en la propia tierra. Al negar la trascendencia, cuando n.o la existencia, de las normas universales, los eminentes conservadores que fundaron la escuela histórica no hacían sino continuar e incluso agudizar el esfuerzo revolucionario de sus contrin­ 5. « ... [les] imperfections [des États], s’ils en ont, comme la seuie diversité, qui est entre eux suffit pour assurer que plusieurs en ont...» (Descartes, Dis­ curso del método, Parte 11).

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cantes. Dicho esfuerzo se inspiraba en una noción determi­ nada de lo natural y se dirigía tanto contra lo antinatural o convencional como contra lo supranatural o espiritual. El individuo humano debía ser liberado o liberarse a sí mis­ mo de modo que pudiera perseguir no sólo su felicidad sino su propia versión de la felicidad. Esto significaba, no obstante, el establecimiento de un fin uniforme y universal para todos los hombres: el derecho natural de cada indivi­ duo era un derecho que pertenecía por igual a todo hom­ bre como tal. Sin embargo, la uniformidad se consideraba antinatural y, por tanto, injusta. Resultaba a todas luces imposible individualizar los derechos en plena concordan­ cia con la diversidad natural de los individuos. La única clase de derechos que no resultaban incompatibles con la vida social ni uniformes eran los «históricos»: los derechos de los ingleses, por ejemplo, en contraposición a los dere­ chos del hombre. La variedad local y temporal parecía proporcionar un terreno firme y seguro a mitad de camino entre el individualismo social y la universalidad antinatu­ ral. La escuela histórica no descubrió la variedad local y temporal de nociones de justicia: no es preciso descubrir lo obvio. A lo sumo se puede decir que descubrió el valor, el encanto, la esencia de lo local y lo temporal o que descu­ brió la superioridad de lo local y lo temporal frente a lo universal. Sería más prudente decir que, radicalizando la tendencia de pensadores como Rousseau, la escuela histó­ rica sostenía que lo local y lo temporal tenían un valor más elevado que lo universal. En consecuencia, lo que se consiL deraba universal se presentaba al fin y al cabo como derh. vado de algo limitado local y temporalmente, como lo lo­ cal y lo temporal in statu evanescendi. La doctrina estoica sobre el derecho natural, por ejemplo, bien podía aparecer como un mero reflejo de un estado temporal concreto de una sociedad local determinada, en su caso, de la disolu­ ción de la polis griega.

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El esfuerzo de los revolucionistas se dirigió contra toda espiritualidad o trascendencia.6 La trascendencia no es un privilegio de la religión revelada. En el significado original de la filosofía política adquiría gran revelancia al darse a entender como la búsqueda del orden natural o del mejor orden político. El mejor régimen, tal y como Platón y Aristóteles lo veían, es - y pretende ser- en gran parte dis­ tinto de la realidad del momento o va más allá de cual­ quier orden real. Esta visión de la trascendendia del mejor orden político sufrió una profunda modificación por el modo en el que se entendía el «progreso» en el siglo x v i i i , si bien aún se mantuvo dentro de esa noción propia de aquel siglo. Por otra parte, los teóricos de la Revolución francesa no podrían haber condenado todos o casi todos los órdenes sociales que habían existido a lo largo de la historia. Al negar la trascendencia -cuando no la existen­ cia- de las normas universales, la escuela histórica destru­ yó la única base sólida de todo esfuerzo por trascender la realidad. El historicismo puede describirse, por tanto, como una forma mucho más extrema de terrenidad mo­ derna de lo que había sido el radicalismo francés del siglo x v i i i . De hecho, obraba como si pretendiera que los hombres se familiarizasen completamente con «este mun­ do». Habida cuenta de que los principios universales hacen cuando menos de la mayoría de los hombres seres potencialmente sin hogar, desestimaba los principios universales en favor de los principios históricos. A su jui­ cio, mediante la comprensión de su pasado, su legado y su 6. En cuanto a la tensión existente entre el interés por la historia de la especie humana y el interés por la vida más allá de la muerte, véase la proposición 9 de Kant, «Idea for a Universal History with Cosmopolitan Intent» (The Pbilosophy o fK an t, ed. C. J. Friedrich, Modern Library, p. 130). Véase también la tesis de Herder, de influencia consabida en el pensamiento histórico del si­ glo x ix , con «los cinco actos están en esta vida» (véase M . Mendelssohn, Gesammelte Schriften, Jubiláums-Ausgabe, III, I, pp. x x x -x x x u ) .

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situación histórica, los hombres podrían alcanzar princi­ pios que serían tan objetivos como pretendían ser aque­ llos que había defendido la anterior filosofía política prehistoricista, con la diferencia de que no serían abstrac­ tos ni universales, ni por tanto perjudiciales para las ac­ ciones sensatas o para una vida verdaderamente humana, sino concretos o particulares, principios que se adaptarían a una época o nación determinada, principios relaciona­ dos con una época o nación determinada. En su intento por descubrir valores que, además de ob­ jetivos, estuvieran relacionados con una situación históri­ ca en particular, la escuela histórica asignó a los estudios históricos una importancia mucho mayor de la que nunca antes habían tenido. Sin embargo, su noción de lo que se podía esperar de dichos estudios no era el resultado de los estudios históricos en sí sino de los supuestos procedentes directa o indirectamente de la doctrina del derecho natu­ ral del siglo x v i i i . La escuela histórica presuponía la exis­ tencia de mentalidades populares, es decir, daba por sen­ tado que las naciones o los grupos étnicos son unidades naturales, o presuponía la existencia de leyes generales de la evolución histórica, o bien combinaba ambos supues­ tos. No tardó en hacerse patente que existía un conflicto entre los supuestos que habían dado un impulso decisivo a los estudios históricos y los resultados, así como las ne­ cesidades, de una auténtica comprensión histórica. En el momento en el que se abandonaron tales postulados, la etapa inicial del historicismo llegó a su fin. El historicismo pasó entonces a entenderse como una forma concreta de positivismo, esto es, de la escuela que sostenía que la teología y la metafísica habían sido su­ plantadas definitivamente por la ciencia positiva o que identificaba el conocimiento auténtico de la realidad con el conocimiento- que proporcionaban las ciencias empí­ ricas. El positivismo propiamente dicho había definido

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«empírico» en los términos de los procedimientos de las ciencias naturales. No obstante, existía un contraste in­ dudable entre el modo en que el positivismo propiamen­ te dicho trataba los temas históricos y el modo en que los trataban los historiadores guiados realmente por los procedimientos empíricos. Era precisamente en los intere­ ses del conocimiento empírico donde se hacía preciso in­ sistir en que los métodos de la ciencia natural no se consi­ deraran aptos para los estudios históricos. Además, lo que la sociología y la psicología «científica» tuvieran que de­ cir sobre el hombre demostraba ser trivial y pobre en com­ paración con lo que podía aprenderse de los grandes his­ toriadores. Dicho razonamiento llevó a pensar que la historia proporcionaba el único conocimiento empírico -y por tanto el único con fundamento- de la verdadera esencia del hombre, del hombre como tal: de su grandeza y su miseria. Dado que todo fin humano parte del hom­ bre y regresa a él, el estudio empírico de la humanidad podía verse justificado al otorgarse una dignidad más ele­ vada que cualquier otro estudio de la realidad. La histo­ ria, desvinculada ésta de todo postulado equívoco o metafísico, se convirtió en la autoridad suprema. No obstante, la historia demostró su absoluta incapaci­ dad para mantener la promesa que había sostenido la es­ cuela histórica. La escuela histórica había logrado des­ acreditar los principios universales o abstractos, con la defensa de los estudios históricos como medio revelador de valores particulares o concretos, pero, aun así, el histo­ riador imparcial hubo de confesar su falta de aptitud para inferir norma alguna de la historia: ya no quedaban nor­ mas objetivas. La escuela histórica había ocultado el he­ cho de que los valores particulares o históricos podrían cobrar autoridad únicamente en caso de que un principio universal impusiera la obligación al individuo de aceptar o de plegarse a los valores sugeridos por la tradición o la

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situación que le hubiera moldeado. Sin embargo, ningún principio universal sancionaría nunca la aceptación de todo valor histórico o de toda causa victoriosa: someterse a la tradición o apuntarse a «la ola del futuro» no es en absoluto mejor - a decir verdad, nunca lo es- que quemar lo que uno ha venerado u oponerse al «curso de la histo­ ria». En consecuencia, todo valor sugerido por la historia como tal demostró ser en esencia ambiguo y, por tanto, indigno de ser considerado como valor propiamente di­ cho. Para el historiador imparcial, «el proceso histórico» se revelaba como una red sin sentido tejida por lo que los hombres hacían, producían y pensaban -tan sólo por pura casualidad-, una historia contada por un idiota. Los valores históricos, valores provocados por este proceso sin sentido, no podían reclamar por más tiempo su santifi­ cación por parte de los poderes sagrados tras ese proceso. Los únicos valores que no sucumbieron fueron los que po­ seían un carácter puramente subjetivo, valores que no contaban con más apoyo que el libre albedrío del indivi­ duo. Ningún criterio objetivo daría pie en lo sucesivo a la distinción entre buenas y malas elecciones. El historicismo culminó en el nihilismo. El intento por hacer que los hom­ bres se familiarizasen completamente con este mundo fi­ nalizó en el desamparo absoluto del ser humano. La idea de que «el proceso histórico» es una red sin sentido o de que no existe tal cosa como el «proceso his­ tórico» no es nueva. Se trataba básicamente de la visión clásica, la cual, a pesar de granjearse una oposición consi­ derable por parte de distintos sectores, conservaba aún su fuerza en el siglo x v i i i . La consecuencia nihilista del his­ toricismo pudo haber desembocado en un regreso a la an­ tigua visión prehistoricista. Pero el rotundo fracaso de la pretensión práctica del historicismo, según la cual se po­ día reconducir la vida con una orientación mucho mejor y más firme que la que en el pasado había ofrecido el pen­

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samiento prehistoricista, no destruyó el prestigio de la su­ puesta revelación teórica debida al historicismo. El am­ biente creado por el historicismo y por su fracaso en la práctica fue interpretado como la experiencia inaudita de la situación reai del hombre como tal, una situación que en el pasado el propio hombre se había ocultado a sí mis­ mo con su creencia en principios universales e inmuta­ bles. En contraposición a la visión anterior, los historicistas seguían atribuyendo una importancia crucial a la visión del hombre derivada de los estudios históricos, que como tales se ocupan particular y primordialmente no de lo permanente ni lo universal sino de lo variable y lo úni­ co. La historia como tal parece presentarnos el patético espectáculo de una vergonzosa variedad de pensamientos y creencias y, ante todo, la extinción de todo pensamiento o creencia defendido alguna vez por los hombres. Parece mostrar que todo pensamiento humano es dependiente de contextos históricos únicos que son precedidos por con­ textos más o menos diferentes y que se distinguen de sus antecedentes de un modo básicamente imprevisible. Los cimientos del pensamiento humano reposan sobre una base de experiencias y decisiones imprevisibles. Habida cuenta de que todo pensamiento humano responde a una situación histórica determinada, todo pensamiento hu­ mano está abocado a perecer con la situación a la que responde y a ser suplantado por pensamientos nuevos e imprevisibles. La argumentación historicista se jacta hoy de contar con un amplio apoyo de los hechos históricos, o incluso de expresar un hecho evidente. No obstante, de ser este hecho tan evidente, cuesta entender como pudo haber es­ capado a la atención de los pensadores más destacados del pasado. En cuanto a los hechos históricos, resulta a to­ das luces insuficiente para sostener la argumentación historicista. La historia nos enseña que una visión determi­

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nada se abandona en favor de otra visión por parte de to­ dos los hombres, o de todos los hombres competentes, o quizá sólo por parte de los hombres más relevantes; no nos enseña a discernir si se trata de un cambio razonable o si la visión rechazada merecía serlo. Sólo un análisis im­ parcial de la visión en cuestión -un análisis que no quede deslumbrado por la victoria o paralizado por la derrota de los partidarios de la visión analizada- podría enseñar­ nos algo relativo al valor de dicha visión y, por tanto, rela­ tivo al significado del cambio histórico. Si la doctrina historicista pretende tener cierta solidez, no debe basarse en la historia sino en la filosofía, en un análisis filosófico que demuestre que todo pensamiento humano depende, en de­ finitiva, de un sino oscuro y veleidoso y no de principios manifiestos que resulten accesibles para el hombre como tal. El estrato primordial del análisis filosófico se basa en una «crítica de la razón» que supuestamente demuestre la imposibilidad de la metafísica teórica y de la ética filosófi­ ca o del derecho natural. Una vez que pueda darse por sentado que todas las visiones metafísicas y éticas son en rigor insostenibles, es decir, insostenibles en cuanto a su pretensión de definirse como verdaderas sin más, su des­ tino histórico no será sino el merecido. Resulta pues ad­ misible, aunque no demasiado importante, proceder a re­ lacionar el predominio, en distintos momentos de la historia, de distintas visiones éticas o metafísicas con las épocas en las que se mantuvieron vigentes, lo que sigue sin alterar, no obstante, la autoridad de las ciencias positivas. El segundo estrato del análisis filosófico que subyace bajo el historicismo es la prueba de que las ciencias positivas sirven de base a los fundamentos metafísicos. Tomada por sí sola, esta crítica filosófica del pensa­ miento científico y filosófico -una continuación de los es­ fuerzos de Hume y Kant- desembocaría en el escepticis­ mo. Pero el escepticismo y el historicismo son dos cosas

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completamente diferentes. El escepticismo se considera en principio contemporáneo al pensamiento humano, mien­ tras que el historicismo se considera perteneciente a una situación histórica determinada. Para los escépticos, toda afirmación es incierta y, por tanto, arbitraria en esencia; para los historicistas, en cambio, las afirmaciones que im­ peran en distintas épocas y en distintas civilizaciones dis­ tan mucho de ser arbitrarias. El historicismo deriva de una tradición no escéptica, aquella tradición moderna que trató de definir los límites del conocimiento humano y que, por ello, admitió que el conocimiento auténtico es posible, dentro de ciertos límites. A diferencia de todo es­ cepticismo, el historicismo se basa, aunque sólo sea en parte, en una crítica del pensamiento humano que preten­ de articular lo que se conoce como «la experiencia de la historia». Ningún hombre competente de nuestra época conside­ raría verdadera sin más la doctrina completa de un pensa­ dor del pasado, cualquiera que éste fuese. La experiencia ha demostrado en todos los casos que el impulsor de la doctrina daba por sentado cosas que no debería haber dado o que desconocía ciertos hechos o posibilidades que fueron descubiertas en una época posterior. Hasta ahora no ha existido pensamiento alguno que no haya necesita­ do someterse a revisiones radicales o que no haya resul­ tado incompleto o limitado en aspectos cruciales. Ade­ más, si consideramos el pasado, observamos en principio que todo progreso del pensamiento en una dirección se producía a costa de un retroceso del pensamiento en otro aspecto: cuando una limitación determinada se superaba gracias a un avance del pensamiento, ciertas consideracio­ nes importantes en el pasado sucumbían al olvido como consecuencia de dicho avance. Así pues, lo que se produ­ cía generalmente no era un avance, sino un mero cambio de una clase de limitación a otra. Observamos, en definiti­

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va, que las limitaciones más relevantes del pensamiento pasado eran de tal índole que los pensadores de la época no tenían posibilidad alguna de superarlas; sin mencionar otras consideraciones, todo esfuerzo de pensamiento diri­ gido a superar ciertas limitaciones conduce a su vez a la ceguera en otros aspectos. Resulta lógico suponer que lo que ha ocurrido siempre hasta ahora sucederá una y otra vez en el futuro. El pensamiento humano se encuentra li­ mitado en sí de tal forma que sus limitaciones varían de una situación histórica a otra y que no hay esfuerzo hu­ mano que consiga superar la limitación propia del pensa­ miento de una época determinada. Siempre se han dado, y siempre se darán, cambios de perspectiva sorprendentes y completamente inesperados que logran modificar de forma radical el significado de todo conocimiento adqui­ rido en el pasado. Ningún punto de vista del todo, y en concreto de la vida humana en su totalidad, puede atri­ buirse el título de definitivo o de valor universal. Toda doctrina, aunque parezca definitiva, se verá suplantada tarde o temprano por otra doctrina. No existe razón algu­ na para dudar de que los pensadores del pasado se plante­ aban reflexiones que son y seguirán siendo completamen­ te inaccesibles para nosotros, por mucho interés que pongamos en el estudio de sus obras, puesto que nuestras limitaciones nos impiden siquiera suponer la posibilidad de las reflexiones en cuestión. Dado que las limitaciones del pensamiento humano son en esencia insondables, no tiene sentido alguno concebirlas en términos de condicio­ nes sociales y económicas, entre otras, es decir, en térmi­ nos de fenómenos conocibles o analizables: las limitacio­ nes del pensamiento humano las depara el destino. El argumento historicista tiene cierta credibilidad que puede explicarse fácilmente por la preponderancia del dogmatismo en el pasado. No podemos olvidar la protes­ ta de Voltaire: «Nous avons des bacheliers qui savent tout

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ce que ces grands hommes ignoraient».7 Aparte de esto, muchos pensadores de primer orden han pronunciado doctrinas globales que a su juicio resultaban definitivas en todos los aspectos de importancia capital, doctrinas que siempre han demostrado la necesidad de someterse a una revisión radical. Debemos, pues, acoger el historicismo como un aliado en nuestra lucha contra el dogmatismo. No obstante, el dogmatismo - o la tendencia a «identificar el fin de nuestro razonamiento con el punto donde el can­ sancio nos hace desistir de seguir pensando»-8 es tan pro­ pio del hombre que difícilmente quedará reducido a un dominio del pasado. Nos vemos obligados a sospechar que el historicismo es la apariencia que le gusta adoptar al dogmatismo en nuestra época. Nos parece que lo que se conoce como la «experiencia de la historia» es una pano­ rámica a vista de pájaro de la historia del pensamiento, puesto que dicha historia se veía bajo la influencia con­ junta de la creencia en el progreso necesario (o en la impo­ sibilidad de regresar al pensamiento del pasado) y de la creencia en el valor supremo de la diversidad y la unicidad (o de un mismo derecho en todas las épocas y civilizacio­ nes). Si bien el historicismo radical no parece precisar ya de dichas creencias, nunca ha llegado a plantearse si la «experiencia» a la que se refiere no es resultado de tales creencias cuestionables. Cuando se habla de la «experiencia» de la historia, se supone que dicha «experiencia» es una percepción de conjunto que surge del pensamiento histórico pero que no puede reducirse a éste, puesto que el pensamiento históri­ co resulta siempre sumamente fragmentario y con fre­ cuencia muy incierto, mientras que la supuesta experien­ cia es, al parecer, global y cierta. Con todo, difícilmente 7. «Ame», Dictionnaire philosophique, ed. J. Benda, 1, p. 19. 8. Véase ia carta de Lessing a Mendelssohn del 9 de enero de 1 7 7 1 .

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puede dudarse que la supuesta experiencia se base en defi­ nitiva en una serie de observaciones históricas. La cues­ tión, por tanto, reside en dilucidar si dichas observaciones autorizan a uno a afirmar que la adquisición de nuevas percepciones relevantes conduce forzosamente al olvido de las anteriores y que los pensadores del pasado no po­ dían tener en cuenta de ninguna manera posibilidades fundamentales que llegarían a convertirse en el centro de atención en épocas posteriores. Resulta a todas luces falso decir, por ejemplo, que Aristóteles no se podría haber imaginado la injusticia de la esclavitud, puesto que sí lo hizo. Sin embargo, es posible afirmar que no se podría ha­ ber imaginado un estado mundial. La razón para ello es que el estado mundial presupone un desarrollo tecnológi­ co que Aristóteles nunca podría haber concebido. Dicho desarrollo tecnológico requeriría a su vez que la ciencia se considerara fundamentalmente como una actividad al ser­ vicio de la «conquista de la naturaleza» y que la tecnolo­ gía se emancipara de toda clase de supervisión moral o política. Aristóteles no podía concebir un estado mundial porque tenía la certeza absoluta de que la ciencia es esen­ cialmente teórica y la liberación de la tecnología del con­ trol moral y político generaría consecuencias desastrosas: la fusión de la ciencia y las artes con el progreso ilimitado e incontrolado de la tecnología ha hecho de la tiranía uni­ versal y perpetua una grave amenaza. Sólo un hombre im­ prudente osaría decir que la visión de Aristóteles -esto es, sus respuestas a las preguntas de si la ciencia es o no esen­ cialmente teórica o de si el progreso tecnológico necesita o no un estricto control moral o político - se ha visto refuta­ da. Pero se piense lo que se piense acerca de sus respues­ tas, lo cierto es que las cuestiones fundamentales a las que responde son idénticas a las cuestiones fundamentales que suscitan de inmediato nuestro interés hoy en día. Al darnos cuenta de ello, comprendemos al mismo tiempo

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que la época en la que las cuestiones fundamentales de Aristóteles se tachaban de obsoletas acusaba una falta total de claridad acerca de cuáles eran los temas fundamentales. Lejos de legitimizar la inferencia historicista, la historia parece más bien demostrar que todo pensamiento huma­ no, y por descontado todo pensamiento filosófico, se inte­ resa por los mismos temas o problemas fundamentales, y que por tanto existe un marco inmutable que persiste en todos los cambios del conocimiento humano tanto sobre los hechos como sobre los principios. Dicha inferencia es obviamente compatible con el hecho de que la claridad con relación a estos problemas, la aproximación a los mismos y las soluciones sugeridas al respecto varían más o menos dependiendo del pensador o de la época. Si los problemas fundamentales persisten en todo cambio histó­ rico, el pensamiento humano es capaz de superar su limi­ tación histórica o de traspasar las fronteras de lo históri­ co. Este sería el caso incluso si fuera verdad que todos los intentos por solucionar estos problemas están llamados al fracaso debido a la «historicidad» de «todo» pensamiento humano. Dejar las cosas así equivaldría a reconocer la imposibi­ lidad del derecho natural. No puede existir el derecho na­ tural si todo lo que el hombre pudiera saber sobre el bien fuera el problema del bien, o si la cuestión de los princi­ pios de justicia admitiera una variedad de respuestas que se excluyen mutuamente, de las cuales ninguna podría de­ mostrar ser superior a las demás. No puede existir el dere­ cho natural si el pensamiento humano, a pesar de su esta­ do esencialmente incompleto, no es capaz de resolver el problema de los principios de justicia de un modo auténti­ co y, por tanto, universal. Dicho en términos más genera­ les, no puede existir el derecho natural si el pensamiento humano no es capaz de adquirir un conocimiento auténti­ co y umversalmente válido y definitivo dentro de un ám­

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bito limitado o un conocimiento auténtico acerca de unos temas determinados. El historicismo no puede negar esta posibilidad, pues su propia pretensión implica la acepta­ ción de la misma. Al afirmar que todo pensamiento hu­ mano, o al menos todo pensamiento humano relevante, es histórico, el historicismo admite que el pensamiento hu­ mano es capaz de adquirir una percepción de mayor im­ portancia que sea umversalmente válida y que no se verá afectada por ninguna sorpresa futura. La tesis historicista no es una argumentación aislada, pues resulta inseparable de la visión de la estructura esencial de la vida humana. Esta visión tiene el mismo carácter o la misma pretensión transhistórica que cualquier doctrina sobre el derecho na­ tural. La tesis histórica se ve expuesta entonces a una dificul­ tad patente que no puede resolverse sino sólo evadirse u ocultarse por medio de consideraciones de carácter más sutil. El historicismo afirma que toda creencia o pensa­ miento humano es histórico, y por ello está merecidamen­ te llamado a perecer. Sin embargo, el historicismo en sí es un pensamiento humano, por lo tanto, sólo puede poseer una vigencia temporal, o dicho en otros términos, no pue­ de considerarse verdadero sin más. Sostener la tesis histo­ ricista significa ponerla en duda y, por tanto, superarla. A decir verdad, el historicismo se atribuye el logro de haber sacado a la luz una verdad que ha resultado ser duradera, una verdad válida para toda línea de pensamiento, para todas las épocas: por mucho que haya cambiado y cambie el pensamiento, nunca dejará de ser histórico. Por lo que se refiere a la visión decisiva sobre el carácter esencial del pensamiento humano y, con ello, sobre el carácter esencial o la limitación de la humanidad, la historia ha llegado a su fin. El historicista no se perturba ante la posibilidad de que el historicismo se vea sustituido en un momento dado por la negativa del historicismo. Tiene la certeza de que

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tal cambio significaría una recaída del pensamiento hu­ mano en su engaño más convincente. El historicismo se alimenta del hecho de caer en la incongruencia de eximir­ se de su propio veredicto sobre todo pensamiento huma­ no. La tesis historicista se contradice a sí misma o resulta absurda. No podemos ver el carácter histórico de «todo» pensamiento -es decir, de todo pensamiento con la salve­ dad de la visión historicista y sus implicaciones- sin tras­ cender de la historia, sin traspasar las fronteras de lo his­ tórico. Si identificamos todo pensamiento que sea radicalmente histórico con una «visión global del mundo» o con una parte de dicha visión, diremos entonces que el historicismo no es en sí una visión global del mundo sino un análisis de todas las visiones globales del mundo, una explicación del carácter esencial de todas esas visiones. El pensamiento que reconoce la relatividad de todas las visiones globales posee un carácter distinto al pensamiento que se encuentra dominado por una visión global, o que la ha adoptado. El primero se define como absoluto y neutral, el último como relativo y sometido. El primero constituye una visión teó­ rica que traspasa los límites de la Historia, el último es el re­ sultado de una designio fatídico. El historicista radical se niega a admitir el carácter transhistórico de la tesis historicista, al tiempo que reco­ noce lo absurdo del historicismo incondicional en su cali­ dad de tesis teórica. Rechaza, por tanto, la posibilidad de un análisis teórico u objetivo -que como tal sería transhis­ tórico- sobre las diversas visiones globales o los distintos «mundos históricos» o «culturas». Dicho rechazo tuvo su origen de modo decisivo en el ataque de Nietzsche hacia el historicismo decimonónico, que se definía como una vi­ sión teórica. De acuerdo con Nietzsche, el análisis teórico de la vida humana que advierte la relatividad de todas las visiones globales y, en consecuencia, las desestima haría

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de la vida humana algo imposible, puesto que destruiría la atmósfera protectora que posibita el desarrollo de la vida, la cultura o la actividad por sí sola. Además, dado que el análisis teórico se basa en un terreno externo a la vida, nunca será capaz de entenderla. El análisis teórico de la vida es evasivo y funesto para con el compromiso, cuando la vida significa precisamente compromiso. Para evitar el peligro de la vida, Nietzsche podía elegir entre dos opcio­ nes: insistir en el carácter estrictamente esotérico del aná­ lisis teórico de la vida -es decir, recuperar la noción plató­ nica del engaño noble- o bien negar la posibilidad de la teoría propiamente dicha y, por tanto, concebir el pensa­ miento como algo supeditado o dependiente de la vida o el destino. Si no el propio Nietzsche, sus discípulos acaba­ ron decantándose por la segunda alternativa.9 La tesis del historicismo radical puede formularse de la siguiente manera. Todo entendimiento o conocimiento, aunque limitado y «científico», presupone un marco de referencia, esto es, un horizonte, una visión global dentro de la cual se produzca el entendimiento y el conocimiento. Únicamente una visión global permite desarrollar la capa­ cidad de observación, de orientación. La visión global del todo no puede ser validada por la razón, pues constituye la base de todo razonamiento. Así pues, existe una varie­ dad de visiones globales, tan legítimas unas como las otras, entre las cuales debemos decantarnos por una sin valernos de la razón. Es absolutamente necesario elegir una de ellas; no se contempla la neutralidad o la suspen­ dí. Para entender esta opción, debe tenerse en cuenta su relación con la afini­ dad de Nietzsche con «Calicles», por un lado, y su preferencia por la «vida trágica» a la vida teórica, por otro (véase Platón, Gorgias, 4 8 id , 502b ss., y Las leyes, 65802.-5; compárese con Nietzsche, Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben, Insel-Bücherei, p. 73). Este pasaje revela con claridad la significación del hecho de que Nietzsche adoptara lo que se podía conside­ rar la premisa fundamental de la escuela histórica.

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sión de juicio. Nuestra elección no cuenta con más apoyo que ella misma, ni con el respaldo de ninguna certeza teó­ rica u objetiva; tan sólo nuestra propia elección la separa de la nada, la ausencia total de significado. En rigor, no podemos elegir entre distintas visiones. El destino nos im­ pone una sola visión global: el horizonte en el cual se des­ arrolla todo entendimiento y orientación viene marcado por el destino del individuo o de su sociedad. Todo pensa­ miento humano depende del destino, de algo que el pen­ samiento no puede dominar y a cuyas obras no puede an­ ticiparse. Con todo, el apoyo del horizonte que marca el destino representa, en definitiva, la elección del individuo, habida cuenta de que éste debe acabar aceptando dicho destino. Somos libres en el sentido de que tenemos liber­ tad para elegir entre sufrir la visión del mundo y los valo­ res que nos vienen impuestos por designio del destino o bien entregarnos a una seguridad ilusoria o caer en la de­ sesperación. El historicista radical sostiene, por tanto, que un pen­ samiento comprometido o «histórico» en sí sólo se revela a otro pensamiento comprometido o «histórico» en sí y, ante todo, que el verdadero significado de la «historici­ dad» de todo pensamiento genuino sólo se revela al pen­ samiento comprometido o «histórico» en sí. La tesis his­ toricista expresa una experiencia fundamental que, por su naturaleza, es incapaz de expresarse de manera apropiada en el nivel del pensamiento no comprometido o imparcial. Es posible que los hechos que prueban dicha experiencia no parezcan demasiado claros, pero no pueden ser des­ truidos arguyendo las inevitables dificultades que por lógica sufren todas las expresiones de tales experiencias. Con una visión de su experiencia fundamental, el histori­ cista radical niega que el carácter definitivo y, en este sen­ tido, transhistórico de la tesis historicista suscite dudas sobre el contenido de dicha tesis. La percepción definitiva

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e irrevocable del carácter histórico de todo pensamiento trascendería de la historia sólo en caso de que dicha per­ cepción fuera accesible para el hombre como tal y, por tanto, en principio, en cualquier época. Sin embargo, si responde a una situación histórica determinada no tras­ ciende de la historia, y así sucede en este caso: la situación no es meramente la condición de la percepción historicista sino su origen.10 Toda doctrina sobre el derecho natural sostiene que los fundamentos de la justicia son, en principio, accesibles para el hombre como tal. Se supone, por tanto, que una verdad de importancia capital puede ser, en principio, ac­ cesible para el hombre como tal. Al negar dicho postula­ do, el historicismo radical afirma que la percepción básica de la limitación esencial de todo pensamiento humano no es accesible para el hombre como tal, o bien que no es el resultado del progreso o de la labor del pensamiento hu­ mano, sino un don imprevisible del insondable destino. Al destino se debe que la dependencia esencial del destino por parte del pensamiento se descubra hoy y no en tiem­ pos pasados. El historicismo coincide en este sentido con cualquier otra línea de pensamiento, pues también depen­ de del destino; sin embargo, se distingue en que, gracias al destino, ha puesto de manifiesto la dependencia del desti­ no por parte del pensamiento. Ignoramos por completo las sorpresas que nos deparará el destino en las generacio­ nes venideras; tal vez nos oculte de nuevo lo que nos reve­ ló en su día, si bien esto no debilitará la verdad de dicha revelación. No es preciso traspasar los límites de la histo­ ria para percatarse del carácter histórico de todo pensa­ miento: existe un momento privilegiado, un momento ab­ 10 . La diferencia entre «condición» y «origen» corresponde a la distinción que Aristóteles establece en el primer volumen de Metafísica entre la «histo­ ria» de la filosofía y la historia historicista.

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soluto en- el proceso histórico, un momento en el que el ca­ rácter esencial de todo pensamiento adquiere transparen­ cia. Al eximirse de su propio veredicto, el historicismo se presenta como un mero reflejo del carácter de la realidad histórica o como una constatación de los hechos; el carác­ ter contradictorio de la tesis historicista no debería atri­ buirse al historicismo, sino a la realidad. La asunción de un momento absoluto en la historia resulta esencial para el historicismo. Con ello, dicha comente sigue subrepticiamente el precedente establecido por Hegel en términos clásicos. En su doctrina Hegel pos­ tula que toda filosofía es la expresión conceptual del espí­ ritu de su época, si bien defiende la verdad absoluta de su propio sistema filosófico atribuyendo un carácter absolu­ to a su época; Hegel daba por sentado que su época repre­ sentaba el fin de la historia y, por tanto, el momento abso­ luto. El historicismo niega explícitamente que el fin de la historia haya llegado, si bien implícitamente afirma lo contrario: ningún cambio de orientación futuro podrá po­ ner en duda de forma legítima la visión crucial de la inelu­ dible dependencia del destino por parte del pensamiento y, con ello, del carácter esencial de la vida humana; desde un punto de vista concluyente, ha llegado el final de la his­ toria -esto es, de la historia del pensamiento. No obstan­ te, uno no puede limitarse a dar por sentado que vive o piensa en el momento absoluto, sino que debe mostrar la manera en la que el momento absoluto puede reconocerse como tal. Según Hegel, el momento absoluto es aquel en el que la filosofía, o la búsqueda del conocimiento, se transforma en conocimiento, es decir, el momento en el que se resuelven por completo los enigmas fundamenta­ les. El historicismo, sin embargo, se defiende o se rebate con la negación de la posibilidad de la metafísica teórica y de la ética filosófica o el derecho natural, con la nega­ ción de la solubilidad de los enigmas fundamentales. Se­

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gún el historicismo, por tanto, el momento absoluto debe ser aquel en el que el carácter insoluble de los enigmas fundamentales se hace totalmente patente o en el que se desvela el engaño fundamental de la mente humana. Sin embargo, es posible que ante el descubrimiento del carácter insoluble de los enigmas fundamentales, la com­ prensión de dichos enigmas se siguiera viendo como el ob­ jetivo de la filosofía, en cuyo caso uno se limitaría a reem­ plazar una filosofía no historicista y dogmática por una filosofía no historicista y escéptica. El historicismo va más allá del escepticismo, pues presupone que la filosofía, en el sentido original y más amplio del término, es decir, el intento de sustituir opiniones sobre el todo por medio del conocimiento del todo, no sólo es incapaz de lograr su ob­ jetivo sino que resulta absurda, ya que la propia idea de fi­ losofía está basada en premisas dogmáticas, esto es, arbi­ trarias, o, dicho de un modo más explícito, en premisas que sólo son «históricas y relativas». Por tanto, si la filo­ sofía, o el intento de sustituir opiniones por medio del co­ nocimiento, se basa en meras opiniones, la filosofía es ab­ surda. A continuación, se exponen los intentos más destacados de determinar el carácter dogmático y, por tanto, arbi­ trario o históricamente relativo de la filosofía propiamente dicha. La filosofía, o el intento de sustituir opiniones so­ bre el todo por medio del conocimiento del todo, presu­ pone que el todo es conocible, esto es, inteligible. Dicho supuesto tiene como consecuencia la identificación del todo en sí con el todo en la medida en que es inteligible o en la medida en que puede convertirse en objeto, es decir, la identificación del «ser» con lo «inteligible» o con un «objeto». Dicho supuesto lleva a la indiferencia dogmáti­ ca por todo lo que no puede convertirse en objeto, a saber, en un objeto para el sujeto racional, o la indiferencia dog­ mática por todo lo que no puede llegar a dominar el suje-

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to. Por otra parte, decir que el todo es conocible o inteligi­ ble equivale a afirmar que el todo posee una estructura permanente o que el todo como tal es inmutable o se man­ tiene siempre igual. En tal caso, es posible en principio predecir cómo será el todo en cualquier época futura: el futuro del todo puede anticiparse por medio del pensa­ miento. El supuesto mencionado parece hundir sus raíces en la identificación dogmática de «ser» en su sentido más elevado con «ser siempre», o en el hecho de que la filoso­ fía entiende «ser» de tal modo que en su sentido más ele­ vado significa «ser siempre». Se dice que el carácter dog­ mático de la premisa básica de la filosofía viene revelado por el descubrimiento de la historia o de la «historicidad» de la vida humana. El significado de dicho descubrimien­ to puede expresarse en tesis como las siguientes: lo que se conoce como el todo, en realidad, nunca deja de estar in­ completo y, por tanto, no constituye exactamente un todo; el todo cambia en esencia de tal manera que no se puede predecir su futuro; el todo tal y como es en sí escapa siempre a nuestra comprensión, es decir, no es inteligible; el pensamiento humano depende básicamente de algo a lo que no es posible anticiparse, algo que nunca se convertirá en un objeto ni podrá ser dominado por ningún sujeto; «ser» en su sentido más elevado no significa -o , de cualquier modo, no significa necesariamente- «ser siempre». Ni siquiera podemos tratar de discutir dichas tesis. Nuestro deber se reduce a dejarlas con la siguiente obser­ vación. El historicismo radical nos obliga a percatarnos del hecho de que la propia idea del derecho natural presu­ pone la posibilidad de la filosofía en el sentido original y más amplio de la palabra. Nos obliga al mismo tiempo a percatarnos de la necesidad de una reconsideración im­ parcial de las premisas más elementales cuya vigencia pre­ supone la filosofía. La cuestión de la vigencia de dichas premisas no puede resolverse con sólo adoptar o aferrarse

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a una tradición más o menos persistente de la filosofía, pues se sirven de la esencia de las tradiciones para cubrir u ocultar sus humildes cimientos erigiendo impresionantes edificios sobre ellas. Debemos abstenernos de decir o hacer nada que pudiera dar pie a creer que la reconside­ ración imparcial de las premisas más elementales de la filosofía no es más que un mero asunto histórico o acadé­ mico. No obstante, hasta llevar a cabo dicha reconsidera­ ción, el tema del derecho natural no puede sino conside­ rarse una cuestión abierta. Pues no podemos suponer que sea el historicismo el que haya acabado por solucionar este tema. La «experiencia de la historia» y la experiencia menos ambigua de la com­ plejidad de las cuestiones humanas pueden difuminar, pero no borrar por completo la prueba de esas sencillas experiencias relativas al bien y al mal que residen en el fondo de la argumentación filosófica y que demuestran la existencia de un derecho natural. Él historicismo hace caso omiso de dichas experiencias o bien las tergiversa. Por otra parte, el intento más concienzudo de determinar el historicismo culminó en la afirmación de que en caso de no existir seres humanos, podría haber entia, pero no esse, es decir, que puede haber entia sin que haya esse.. Existe una relación evidente entre esta afirmación y el re­ chazo de la visión según la cual «ser» en su sentido más elevado significa «ser siempre». Además, siempre ha exis­ tido un contraste patente entre la manera en que el histori­ cismo entiende el pensamiento del pasado y la compren­ sión auténtica del pensamiento del pasado; la innegable posibilidad de la objetividad histórica se ve negada explí­ cita o implícitamente por el historicismo en todas sus for­ mas. Ante todo, en la transición del historicismo inicial (teórico) al radical («existencialista»), la «experiencia de la historia» nunca se sometió a un análisis crítico. Se daba por sentado que se trata de una experiencia auténtica y no

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de una interpretación cuestionable de la experiencia. No se planteaba el problema de si lo que se experimenta real­ mente no permite una interpretación completamente dis­ tinta y posiblemente más adecuada. En concreto, la «ex­ periencia de la historia» no pone en tela de juicio la visión según la cual los problemas fundamentales -com o, por ejemplo, el problema de la justicia- persisten o conservan su identidad en toda transformación histórica, por muy confusos que puedan parecer por culpa de la negación temporal de su relevancia o por muy variables y provisio­ nales que sean las posibles soluciones humanas a dichos problemas. Al entender estos problemas como tales, la mente humana se libera de sus limitaciones históricas. No se necesita nada más para legitimar la filosofía en su senti­ do original o socrático: la filosofía es el conocimiento que se desconoce, es decir, el conocimiento de lo que no se co­ noce, o la conciencia de los problemas fundamentales y, con ello, de las alternativas fundamentales relativas a su solución que son coetáneas del pensamiento humano^ Si la existencia e incluso la posibilidad del derecho na­ tural debe considerarse una cuestión abierta mientras no se resuelva el problema entre el historicismo y la filosofía no historicista, nuestra necesidad más urgente debe cen­ trarse en entender dicho problema, lo que no se puede conseguir si el problema se contempla de la forma en que se presenta desde el punto de vista del historicismo. Debe­ mos contemplarlo asimismo con el enfoque que nos plan­ tea la filosofía no historicista, lo que significa, para todo fin práctico, que el problema del historicismo debe consi­ derarse en un principio desde el punto de vista de la filoso­ fía clásica, que representa el pensamiento no historicista en su estado puro. Así pues, nuestra necesidad más urgen­ te sólo podría verse satisfecha por medio de estudios his­ tóricos que nos permitieran entender la filosofía clásica tal y como se entiende a sí misma, y no de la forma en que

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la presenta el historicismo. Necesitamos, en primer lugar, una comprensión no historicista de la filosofía no historicista, aunque no menos urgente es llegar a una compren­ sión no historicista del historicismo, esto es, una com­ prensión de la génesis del historicismo que no dé por sentado la lógica del historicismo. El historicismo supone que el nuevo enfoque del hom­ bre moderno hacia la historia implicaría la adivinación y con el tiempo el descubrimiento de una dimensión de la realidad que había escapado al pensamiento clásico, a sa­ ber, de la dimensión histórica. El sostenimiento de este su­ puesto conduciría a la larga al historicismo radical. Pero si el historicismo no puede darse por sentado, inevitable­ mente se plantea la duda de si lo que se reconocía en el si­ glo x ix como un descubrimiento no sería, de hecho, una invención, es decir, una interpretación arbitraria de los fe­ nómenos de los que siempre se había tenido conocimiento y que se habían interpretado de un modo mucho más apropiado antes de la aparición de la «conciencia históri­ ca» que después de ella. Hemos de plantear pues la cues­ tión de si lo que se conoce como el «descubrimiento» de la historia es o no en realidad una solución artificial y provi­ sional a un problema que podría surgir sólo en caso de darse premisas sumamente cuestionables. De acuerdo con mi parecer, sugiero este modo de enfo­ car la cuestión. La «historia» ha sido a lo largo de los años una historia principalmente política. Al hilo de este razonamiento, se puede afirmar que lo que se .conoce como el «descubrimiento» de la historia es la obra no de la filosofía en general, sino de la filosofía política. De he­ cho, fue un conflicto propio de la filosofía política del si­ glo x v i i i lo que provocó la aparición de la escuela histó­ rica. La filosofía política del siglo x v i i i era una doctrina del derecho natural que consistía en una interpretación particular del mismo que se calificó como la interpreta­

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Capítulo

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ción específicamente moderna. El historicismo es el resul­ tado final de la crisis del derecho natural moderno. La crisis del derecho natural moderno o de la filosofía políti­ ca moderna podría desencadenar una crisis de la filosofía como tal sólo porque en los últimos siglos la filosofía como tal se ha politizado por completo. En sus orígenes, la filosofía representaba la búsqueda humanizada del or­ den eterno, y por ello se convirtió en una fuente pura de inspiración y aspiración humanas. Desde el siglo x v n , la filosofía pasó a utilizarse como arma y, por tanto, como instrumento. Un intelectual se atrevió a denunciar la trai­ ción de los intelectuales señalando la politización de la fi­ losofía como la raíz de nuestros problemas; sin embargo, cometió el error fatal de pasar por alto la diferencia esen­ cial entre los intelectuales y los filósofos y, con ello, no lo­ gró sino ser víctima una vez más del engaño que denun­ ciaba. Pues la politización de la filosofía consiste precisamente en esto, en que la diferencia entre intelec­ tuales y filósofos -una diferencia conocida en el pasado como la diferencia entre caballeros e intelectuales, por un lado, y la diferencia entre sofistas o retóricos y filósofos, por otro- se hizo cada vez más difusa hasta que acabó por desaparecer.

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La argumentación historicista puede reducirse a la aseve­ ración de que el derecho natural es imposible puesto que la filosofía en el sentido más amplio del término también lo es. La filosofía sólo es posible a la luz de un horizonte absoluto o natural a diferencia de los horizontes histórica­ mente cambiantes o las cavernas. En otras palabras, la fi­ losofía sólo es posible si el hombre, aunque incapaz de ad­ quirir un conocimiento o una comprensión completa sobre el todo, es capaz de conocer lo que desconoce, es de­ cir, de entender los problemas fundamentales y, con ello, las alternativas fundamentales, que son en principio coe­ táneas del pensamiento humano. No obstante, la posibili­ dad de la filosofía no es sino la condición necesaria pero no suficiente del derecho natural. La posibilidad de la filo­ sofía no precisa más que los problemas fundamentales siempre sean los mismos; pero no puede existir el derecho natural si resulta imposible encontrar una solución defini­ tiva al problema fundamental de la filosofía política. Si la filosofía en general es posible, la filosofía política *en concreto también lo es. La filosofía política es posible si el hombre es capaz de entender la alternativa política fundamental que reside en el fondo de las alternativas efímeras o accidentales. Aun así, si la filosofía política se limita a entender la alternativa política fundamental, carece de todo valor práctico, pues no sería capaz de responder a la pregunta de cuál debe ser el objetivo final de toda acción juiciosa. Debería delegar la decisión cru­

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cial en una opción tomada a ciegas. La galaxia entera de los filósofos políticos desde Platón hasta Hegel, y por des­ contado todos los partidarios del derecho natural, daban por sentado que el problema político fundamental era susceptible de una solución final, supuesto que en el fon­ do se basaba en la respuesta socrática a la pregunta de cómo debe vivir el hombre. Al darnos cuenta de que igno­ ramos las cosas más importantes, nos percatamos al mis­ mo tiempo de que las cosas más importantes para nos­ otros, o lo único realmente necesario, es la búsqueda del conocimiento acerca de las cosas más importantes o la búsqueda del saber. Basta con leer la República de Platón o la Política de Aristóteles para saber que dicha conclu­ sión no está exenta de consecuencias políticas. Es cierto que la búsqueda fructuosa del saber puede dar pie a pen­ sar que el saber no es lo único necesario. Pero dicha con­ clusión debería su relevancia al hecho de ser el resultado de la búsqueda del saber: el rechazo de la razón debe ser un rechazo razonable. Afecte o no esta posibilidad a la vi­ gencia de la respuesta socrática, ante el eterno conflicto entre la respuesta socrática y la antisocrática da la impre­ sión de que la respuesta socrática resulta tan arbitraria como su opuesta, o que el eterno conflicto es insoluble. En consecuencia, muchos científicos sociales de nuestro tiem­ po que no son historicistas o que admiten la existencia de alternativas fundamentales e invariables niegan que la ra­ zón humana sea capaz de resolver el conflicto entre dichas alternativas. El derecho natural se rechaz-a hoy, por tanto, no sólo porque todo pensamiento humano se considere histórico sino porque se cree además que existe una serie de principios inmutables del bien o de la bondad que pug­ nan entre sí, de los cuales no se puede demostrar la supe­ rioridad de ninguno sobre los demás. Ésta es en gran parte la postura adoptada por M ax Weber. Nuestro debate se limita a realizar un análisis crítico

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de su visión. Nadie desde Weber ha dedicado una dosis comparable de inteligencia, asiduidad y entrega casi faná­ tica al problema básico de las ciencias sociales. Indepen­ dientemente de los errores que pueda haber cometido, se trata del científico social más relevante de nuestro siglo. Weber, quien se consideraba a sí mismo un discípulo de la escuela histórica,1 se mostraba muy próximo al historicismo, y existen razones de peso para pensar que sus re­ servas contra dicha doctrina eran remisas e inconsistentes con la tendencia marcada de su pensamiento. Su aleja­ miento de la escuela histórica no se produjo porque hu­ biera rechazado las normas naturales, esto es, las normas consideradas universales y objetivas, sino por su intento de establecer valores que aunque particulares e históricos, seguían siendo objetivos. Se oponía a la escuela histórica no porque hubiera empañado la idea del derecho natural sino porque había defendido el derecho natural desde un punto de vista histórico, en lugar de rechazarlo de plano. La escuela histórica había revestido el derecho natural de un carácter histórico al insistir en el carácter étnico de todo derecho auténtico o al relacionar todo derecho auténtico con mentalidades populares únicas, al tiempo que daba por sentado que la historia de la humanidad era un proceso válido o un proceso dirigido por la necesidad inteligible. Weber tachaba ambos supuestos de metafísicos, por estar basados, a su entender, en la premisa dog­ mática según la cual la realidad es racional. Sobre la base de su postulado según el cual lo real es siempre indivi-, dual, Weber podría haber formulado, asimismo, la pre­ misa de la escuela histórica en estos términos: lo indivi­ dual es una emanación de lo general o del todo. Según Weber, sin embargo, los fenómenos individuales o parciai . Gesammelte politische Schriften, p. 22; Gesammelte Aufsatze zur Wissenschaftslehre, p. 208.

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les sólo pueden entenderse como resultado de otros fenó­ menos individuales o parciales, pero nunca como resulta­ do de un todo como, por ejemplo, las mentalidades popu­ lares. Tratar de explicar los fenómenos históricos o únicos relacionándolos con leyes generales o con todos los únicos significa dar por sentado de modo gratuito la existencia de fuerzas misteriosas o insondables que diri­ gen cada movimiento de los actores históricos.2- La his­ toria no posee más «significado» que el significado «sub­ jetivo» o los propósitos que mueven a los actores históricos. Pero tales propósitos entrañan un poder tan li­ mitado que el resultado real es, en la mayoría de los ca­ sos, completamente involuntario. Aun así, el resultado real -e l destino histórico- que no es fruto del designio di­ vino o humano, moldea no sólo nuestro modo de vida sino también nuestros pensamientos, en especial aquellos que determinan nuestros ideales.3 Sin embargo, a Weber no dejaba de desconcertarle sobremanera la idea de que la ciencia aceptara el historicismo sin reservas. De hecho, uno se ve tentado a sugerir que la razón primordial de su oposición hacia la escuela histórica y hacia el historicis­ mo en general se debía a la idea de la ciencia empírica que prevalecía en su generación. La idea de la ciencia le llevó a hacer hincapié en el hecho de que toda ciencia como tal es independiente de Weltanschauung: tanto la ciencia na­ tural como la ciencia social afirman ser igualmente váli­ das para occidentales y para orientales, es decir, para per­ sonas con «visiones del mundo» radicalmente distintas. La génesis histórica de la ciencia moderna -e l hecho de que surgiera en Occidente- carece de toda relevancia por

2. Wissenschaftslehre, pp. 1 3 , 15 , 18 -19 , 2.8, 35-37, 13 4 , 13 7 , 17 4 , 19 5, 13 0 ; Gesammelte Aufsatze zur Sozial-und Wirtschaftsgeschichte, p. 5 17 . 3. 'Wissenschaftslehre, pp. 15 2 , 18 3 , 224 n.; Politische Schriften, pp. 19 , 437; Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie, 1, pp. 82, 524.

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lo que a su validez se refiere. Weber no dudaba tampoco de que la ciencia moderna fuera absolutamente superior a cualquier forma anterior de orientación racional en el mundo de la naturaleza y la sociedad. Dicha superioridad puede establecerse de manera objetiva, con relación a las reglas de la lógica.4 No obstante, era en este punto donde surgía en la mente de Weber esa dificultad respecto a las ciencias sociales en particular. Con su insistencia en la va­ lidez universal y objetiva de la ciencia social en tanto que sistema de proposiciones verdaderas, pasaba por alto que tales proposiciones no son sino una parte de la ciencia so­ cial, el resultado de la investigación científica o las res­ puestas a las preguntas. Las cuestiones que aplicamos a los fenómenos sociales dependen de la dirección de nues­ tro interés o de nuestro punto de vista, y éstos a su vez de nuestros cánones de valor. Sin embargo, nuestros cánones de valor son históricamente relativos. De ahí que la sus­ tancia de la ciencia social sea radicalmente histórica, puesto que son los cánones de valor y la dirección del in­ terés los que determinan el marco conceptual de las cien­ cias sociales. Así pues, no tiene sentido hablar de un «marco natural de referencia» o esperar la consolidación de un sistema de los conceptos básicos: todo marco de re­ ferencia es efímero. Todo esquema conceptual empleado por la ciencia social articula los problemas básicos, los cuales varían con el cambio de la situación social y cultu­ ral. La ciencia social aspira forzosamente a entender la sociedad desde el punto de vista del presente. Tan sólo los hallazgos relativos a los hechos y sus causas se pueden ca­ lificar de .transhistóricos. Para ser más exactos, sólo la vi­ gencia de dichos hallazgos puede considerarse transhistó­ rica; pero la importancia o trascendencia de cualquier hallazgo depende de los cánones de valor y por tanto de 4. Wissenschaftslehre, pp. 5 8 - 6 0 , 9 7 , 1 0 5 , 1 1 1 , 1 5 5 ,1 6 0 , 184.

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los principios históricamente variables, un hecho éste que se aplica en el fondo a cualquier ciencia. Toda ciencia presupone el valor de la ciencia, pero este supuesto es el producto de ciertas culturas y, por ello, históricamente re­ lativo.* Sin embargo, los cánones de valor concretos e históricos, de los cuales existe una variedad de extensión indefinida, contienen elementos de carácter transhistóri­ co: los valores finales son tan atemporales como los prin­ cipios de la lógica. Es en el reconocimiento de los valores atemporales donde reside la diferencia más significativa de la postura de Weber respecto al historicismo. Su recha­ zo del derecho natural se basa no tanto en el historicismo como en una noción singular de los valores atemporales.56 Weber no explicó nunca lo que entendía por «valores». Le interesaba ante todo la relación de los valores con los hechos. Los hechos y los valores son completamente hete­ rogéneos, como muestra de forma directa la absoluta he­ terogeneidad de las cuestiones de hecho y las cuestiones de valor. No se puede extraer conclusión alguna de nin­ gún factor por lo que a su carácter evaluable se refiere, ni inferir el carácter objetivo de algo a partir de su naturale­ za evaluable o deseable. Ni las ilusiones ni el pensamiento puesto al servicio del tiempo son producto de la razón. El hecho de demostrar que un orden social determinado re­ presenta el fin de un proceso histórico no implica nada en cuanto al valor o el carácter deseable de dicho orden, del mismo modo que el hecho de poner de manifiesto el efec­ to que han tenido o han dej adonde tener ciertas ideas reli­ giosas o éticas no implica nada en cuanto al valor de di­ chas ideas. Llegar a entender una evaluación objetiva o posible no tiene nada que ver con aprobar o permitir di­ 5. Ibidem, pp. 60, 15 2 , 17 0 ,18 4 ,10 6 - 2 0 9 , 2 13 -2 14 , 259, 261-26 2. 6. Ibidem , pp. 60, 62, 15 2 , 2x3, 247, 463, 467, 469, 472; Poiitische Schriften, pp. 22, 60.

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cha evaluación. Weber sostenía que la absoluta heteroge­ neidad de los hechos y los valores exige el carácter ética­ mente neutral de la ciencia social: la ciencia social puede dar respuesta a cuestiones acerca de los hechos y sus cau­ sas, pero no tiene capacidad para responder a cuestiones de valor. Su doctrina hacía especial hincapié en el papel que desempeñan los valores en la ciencia social: los obje­ tos de la ciencia social se constituyen en «referencia a unos valores». Sin dicha «referencia», no existiría ningún foco de interés, ninguna selección de temas razonable, ningún principio de distinción entre hechos relevantes e irrelevantes. Por medio de esta «referencia a unos valo­ res» los objetos de las ciencias sociales emergen de un mar de hechos. No obstante, Weber ponía no menos énfasis en la diferencia fundamental entre «referencia a unos valo­ res» y «juicios de valores»: el hecho de señalar la relevan­ cia de algo con respecto a la libertad política, por ejemplo, ño implica que uno se pronuncie a favor o en contra de la libertad política. El científico social no evalúa los objetos constituidos en «referencia a unos valores», sino que se li­ mita a explicarlos con relación a sus causas. Los valores a los que se refiere la ciencia social y entre los cuales elige el hombre actor necesitan una aclaración. Dicha aclaración constituye la función de la filosofía social; sin embargo, ni siquiera ésta puede resolver los problemas de valor crucia­ les, ni criticar los juicios de valor que no resultan contra­ dictorios.7 Weber sostenía que su noción de una ciencia social «sin valores» o éticamente neutral quedaba del todo justifica­ da por lo que, a su parecer, debía considerarse la oposi­ 7. Wissenschaftslehre, pp. 90-91, IZ4-IZ5, 15 0 -15 1, 154 -155 , 461-465, 475, 545, 550 569-573,; Gesammelte Aufsdtze zur Soziologie und Sozialpolitik, pp. 417-418, 476-477, 482. En cuanto a la relación entre la limitación de la ciencia social respecto al estudio de los hechos y la creencia en el carácter autoritario de la ciencia natural, véase Soziologie und Sozialpolitik, p. 478.



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ción de mayor fundamento de todas, es decir, la oposición del Ser y el Deber, o la oposición de la norma o el valor.8* No obstante, la conclusión que se desprende de la hetero­ geneidad del Ser y el Deber acerca de la imposibilidad de una ciencia social con capacidad de evaluación carece evi­ dentemente de toda validez. Supongamos que tenemos un conocimiento auténtico del bien y del mal, o del Deber, o del verdadero sistema de valores. Dicho conocimiento, en tanto que no deriva de la ciencia empírica, tendría legiti­ midad para dirigir toda ciencia social empírica; represen­ taría pues la base de toda ciencia social empírica. A la ciencia social se le atribuye un valor práctico, ya que trata de encontrar medios a fines determinados, razón por la cual tiene el deber de entender los fines. Tanto si los fines «se determinan» o no de un modo distinto que los me­ dios, el fin y los medios van unidos, por tanto, «el fin per­ tenece a la misma ciencia que los medios»¿_Si se tuviera un conocimiento de los fines, éste serviría naturalmente de guía para la búsqueda de todo medio. No habría razón alguna para delegar el conocimiento de los fines a la filo­ sofía social ni la búsqueda de los medios a una ciencia so­ cial independiente. Sobre la base del conocimiento autén­ tico de los verdaderos fines, la ciencia social buscaría los medios apropiados para dichos fines y daría origen a jui­ cios de valor objetivos y específicos en función de unas políticas determinadas. La ciencia social sería una auténti­ ca ciencia creadora -por no decir artífice- de políticas y no una mera suministradora de información para los verr daderos creadores de políticas. Por tanto, la verdadera ra­ zón por la que Weber insistía en el carácter éticamente neutral de la ciencia social así como de la filosofía social no respondía a su creencia en la oposición fundamental 8. Wissenschaftslehre, pp. 32, 40 n., 12 7 n., 14 8 , 4 0 1, 4 70-4 71, 5 0 1, 577.

9 . , Aristóteles, Física, 19 4 32 6 -2 7.

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del Ser y el Deber sino a su creencia en la imposibilidad de alcanzar un auténtico conocimiento del Deber. Weber ne­ gaba al hombre toda ciencia -empírica o racional-, todo conocimiento -científico o filosófico —del verdadero siste­ ma de valores: el verdadero sistema de valores no existe; lo que existe es una serie de valores todos ellos de la mis­ ma categoría, cuyas exigencias están reñidas entre sí y cuya disputa no puede ser resuelta por la razón humana. La ciencia social o la filosofía social no puede hacer más que clarificar dicha disputa y sus implicaciones; la solu­ ción debe dejarse a merced de la decisión libre y no racio­ nal de cada individuo. Sostengo que la tesis de Weber conduce forzosamente al nihilismo o a la visión de que toda preferencia -por per­ niciosa, infame e insensata que sea- debe ser juzgada ante el tribunal de la razón para ser tan legítima como cual­ quier otra preferencia. Un signo inequívoco de dicha nece­ sidad se trasluce en una aseveración de Weber acerca de las perspectivas de la civilización occidental, en la cual contemplaba la alternativa de una renovación espiritual («por medio de profetas completamente nuevos o de un renacimiento a gran escala de pensamientos e ideales pa­ sados») o bien de una «petrificación mecanizada, envuel­ ta en una especie de sentido convulsivo de la vanidad», es decir, la extinción de toda posibilidad humana que no sea la de «los especialistas sin espíritu ni visión y los volup­ tuosos sin corazón». Frente a dicha alternativa, Weber creía que la decisión en favor de una u otra posibilidad su­ pondría un juicio de valor o de fe, un juicio que transcen­ día por tanto de la competencia de la razón,10 lo que equi­ vale a admitir que el modo de vida de «los especialistas sin espíritu ni visión y los voluptuosos sin corazón» es tan 10 . Compárese Religionsoziologie, i, p. 10 4 , con Wissenschaftslehre, pp. 1 5 0 - 1 5 1 , 469-470-

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defendible como los modos de vida recomendados por Amos o Sócrates. Para entender este razonamiento con mayor claridad y dilucidar al mismo tiempo el motivo por el que Weber pudo ocultarse a sí mismo la conclusión nihilista de su doctrina de valores, debemos seguir su pensamiento paso a paso. Al ir avanzando hacia su fin llegaremos inevitable­ mente a un punto tras el cual la escena se verá oscurecida por la sombra de Hitler. Por desgracia, es necesario recal­ car que en nuestro análisis debemos evitar la falacia que en las últimas décadas se ha utilizado con frecuencia como sustituto de la reductio ad absurdum: la reductio ad Hitlerum. Una opinión no se rechaza por el hecho de que comulgue con las ideas de Hitler. Weber partió de una combinación de las teorías de Kant tal y como las entendían ciertos neokantianos y de las teorías de la escuela histórica. Del neokantianismo adoptó la noción general del carácter de la ciencia, así como de la ética «individual»; de ahí su rechazo del utili­ tarismo y de cualquier forma de eudemonismo. De la es­ cuela histórica adoptó la teoría según la cual no es posible definir un orden social o cultural como el orden justo o ra­ cional. Weber llegó a combinar ambas posturas por medio de la distinción entre obligaciones morales (o imperativos éticos) y valores culturales. Las obligaciones morales ape­ lan a nuestra conciencia, mientras que los valores cultura­ les apelan a nuestros sentimientos: el individuo debe cum­ plir con sus deberes morales, mientras que su deseo de' alcanzar sus ideales culturales depende por completo de su libre albedrío. Los ideales o valores culturales no están marcados por el carácter obligatorio de los imperativos morales, los cuales poseían dignidad por sí solos, en cuyo reconocimiento Weber parecía estar sumamente interesa­ do. Pero precisamente debido a la distinción fundamental entre las obligaciones morales y los valores culturales, la

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ética propiamente dicha guarda silencio por lo que a las cuestiones sociales y culturales se refiere. Si bien los caba­ lleros, o los hombres de bien, deben coincidir en cuanto a los temas morales, resulta admisible que disientan con respecto a cuestiones como la arquitectura gótica, la pro­ piedad privada, la monogamia, la democracia, etcétera.11 Se podría pensar, por tanto, que Weber admitía la exis­ tencia de normas racionales absolutamente obligatorias, es decir, de imperativos morales. Sin embargo, se observa de inmediato que su opinión sobre las obligaciones mora­ les no es sino el vestigio de una tradición que marcó su formación y que, en realidad, no dejó nunca de determi­ narlo como ser humano. Lo que realmente creía Weber es que los imperativos éticos son tan subjetivos como los va­ lores culturales. A su modo de ver, resulta tan legítimo re­ chazar la ética en el nombre de los valores culturales como rechazar los valores culturales en el nombre de la ética, o adoptar una combinación cualquiera de ambos tipos de normas que no sea contradictoria.12 Dicha decisión era el resultado inevitable de su noción de ética. Weber no podía conciliar su teoría según la cual la ética guarda silencio con respecto al orden social justo con la incuestionable re­ levancia ética de las cuestiones sociales, salvo por medio de la «relativización» de la ética. Este planteamiento le sirvió de base para desarrollar su concepto de la «perso­ nalidad» o de la dignidad del hombre. El verdadero signi­ ficado de la «personalidad» depende del verdadero sig­ nificado de la «libertad». De modo provisional se puede afirmar que la acción humana es libre en tanto que no se ve afectada por fuerzas externas o emociones irresistibles, 1 1 . Politische Schriften, p. 22; Religionssoziologie, I, pp. 33-35; Wissenschaftslehre, pp. 30, 14 8 , 15 4 - 15 5 , 252, 463, 466, 4 7 1; Soziologie und Sozialpolitik, p. 4 18 . 12 . Wissenschaftslehre, pp. 38 n. 2, 40-41, 1 5 5 , 463, 466-469; Soziologie und Sozialpolitik, p. 423.

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sino que sigue el dictado de la consideración racional so­ bre los medios y los fines. N o obstante, la verdadera liber­ tad requiere fines de una clase determinada, que deben adoptarse de un modo determinado. Los fines deben des­ cansar sobre valores fundamentales. La dignidad del hombre, la exaltación de su existencia muy por encima de cualquier ser meramente natural o de cualquier bestia, consiste en el establecimiento autónomo de sus valores fundamentales, en el mantenimiento de dichos valo­ res como sus fines constantes y en la elección racional de los medios para dichos fines. La dignidad del hombre resi­ de en su autonomía, es decir, en la libre elección por parte del individuo de sus propios valores y sus propios ideales o en la obediencia a la siguiente máxima: «Convertios en lo que sois».13 Llegados a este punto, aún nos queda algo similar a una norma objetiva, a un imperativo categórico: «Debéis tener ideales». Dicho imperativo es «formal», pues no determi­ na de ninguna manera el contenido de los ideales, aunque pueda parecer que establece un valor inteligible o no arbi­ trario que nos permitiría distinguir de un modo responsa­ ble entre la excelencia y la abyección humana. Con ello, podría parecer que crea una hermandad universal de todas las almas nobles, de todos los hombres que no están escla­ vizados por sus deseos, sus pasiones o sus propios intere­ ses, de todos los «idealistas», de todos los hombres que se aprecian o se respetan entre sí. Esto no deja de ser, sin em­ bargo, un engaño. Lo que parece en un principio una co­ munión invisible demuestra ser una guerra de todos contra todos, por no decir un pandemónium. La formulación de Weber sobre su imperativo categórico se resumía en el si­ guiente axioma: «Seguid a vuestro demonio» o «Seguid a vuestro dios o a vuestro demonio». Sería injusto acusar a 13 . Wissenschaftslehre, pp. 3 8 ,4 0 ,13Z -133, 469-470, 533-534, 555-

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Weber de olvidar la posibilidad de los demonios malignos, si bien podría haber incurrido en la culpa de subestimar­ los. De haber pensado sólo en los demonios benignos, se habría visto obligado a admitir un criterio objetivo que le hubiera permitido distinguir en un principio entre demo­ nios benignos y malignos. Su imperativo categórico signi­ ficaría en realidad «Seguid a vuestro demonio, ya sea benigno o maligno». Se plantea, por tanto, un terrible con­ flicto insoluble entre los distintos valores entre los cuales debe elegir el hombre, pues lo que mueve a uno a seguir a Dios mueve -con igual derecho- a otro a seguir al Demo­ nio. El imperativo categórico debería reformularse, por tanto, de la siguiente manera: «Seguid a Dios o al Demo­ nio atendiendo a vuestra voluntad, pero, sea cual fuere vuestra decisión, tomadla con todo vuestro corazón, con toda vuestra alma y con todo vuestro poder » . r4 Lo que re­ sulta absolutamente infame es seguir los propios deseos, pasiones o intereses sin mostrar inquietud alguna por idea­ les o valores, por dioses o demonios. El «idealismo» de Weber, esto es, su reconocimiento de todo fin o «causa» «ideal», parece tolerar una distinción no arbitraria entre la excelencia y la vileza o la abyección, al tiempo que culmina en el imperativo «Seguid a Dios o al Demonio», lo que en términos no teológicos significa «Luchad resueltamente por la excelencia o la abyección». Y es que si Weber pretendía afirmar que la elección del sis­ tema de valores A en lugar del sistema de valores B era compatible con el verdadero respeto por el sistema de va­ lores B o no suponía el rechazo del mismo por considerar­ lo abyecto, no debía de ser consciente deí sentido de sus palabras al hablar de una elección entre Dios y el Demo­ nio; debía de referirse a una mera cuestión de gustos cuan­ do hablaba de un terrible conflicto. Parece, por tanto, que14 14 . Ibidem, pp. 455, 466-469, 546; Politische Schriften, pp. 435-436.

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a juicio de Weber -en su calidad de filósofo social- exce­ lencia y abyección habrían perdido por completo su signi­ ficado original. Excelencia pasaría a significar dedicación a una causa, ya fuera ésta buena o mala, mientras que ab­ yección significaría indiferencia hacia todas las causas. La excelencia y la abyección entendidas de este modo serían conceptos relativos a un orden superior. Pertenecerían a una dimensión que se vería exaltada muy por encima de la dimensión de la acción. Sólo podrían contemplarse tras romper por completo con el mundo en el que debemos to­ mar decisiones, aunque se nos presentaran de hecho como conceptos que preceden a cualquier decisión. Tendrían correlación con una actitud puramente teórica hacia el mundo de la acción, la cual implicaría igual respeto por todas las causas; respeto, sin embargo, que sólo él podría permitirse al no entregarse a causa alguna. Ahora bien, si la excelencia significara dedicación a una causa y la ab­ yección indiferencia hacia todas ellas, la actitud teórica hacia todas las causas debería calificarse de abyecta. No es de extrañar, por tanto, que Weber acabara por plante­ arse la cuestión del valor de la teoría, de la ciencia, de la razón, del reino de la mente, y con ello de los imperativos morales y de los valores culturales. Se vio obligado a dig­ nificar lo que denominaba «valores puramente “ vitalistas” » y ponerlos a la altura de las obligaciones morales y los valores culturales. Podría decirse que los «valores pu­ ramente “ vitalistas” » pertenecen por completo a «la esfe­ ra de la individualidad de cada sujeto», por lo que serían puramente personales y de ninguna manera principios de una causa. Por tanto, no se pueden calificar en rigor de va­ lores. Weber sostenía explícitamente que es del todo legíti­ mo adoptar una actitud hostil hacia todo valor e ideal im­ personal y suprapersonal, y con ello hacia todo lo relacio­ nado con la «personalidad» o la dignidad del hombre tal y como se ha definido anteriormente; pues, a su modo de

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ver, sólo existe un camino de alcanzar una «personali­ dad», a saber, por medio de la entrega total a una causa. En el momento en que los valores «vitalistas» se recono­ cen como de igual categoría que los valores culturales, el imperativo categórico «Debéis tener ideales» se transfor­ ma en la máxima «Debéis vivir con pasión». La abyección ha dejado de significar indiferencia hacia cualquiera de los grandes objetos incompatibles de la humanidad, para significar dedicación plena al bienestar y al prestigio pro­ pios. Pero ¿con qué derecho que no sea el del capricho ar­ bitrario se puede rechazar el modo de vida del filisteo en el nombre de los valores «vitalistas», si con el mismo argu­ mento se pueden rechazar las obligaciones morales? Con el reconocimiento tácito de la imposibilidad de frenar el declive Weber admitió francamente que el desprecio de «los especialistas sin espíritu ni visión y los voluptuosos sin corazón» como seres humanos degradados responde a un mero juicio subjetivo de fe o valor. La formulación fi­ nal del principio ético de Weber sería por tanto «Debéis tener preferencias», un Deber cuyo cumplimiento garanti­ za por completo el Ser.1* Parece quedar un último obstáculo para completar el caos. Sean cuales sean las preferencias que tenga o elija, debo actuar de modo juicioso: debo ser sincero conmigo mismo y coherente en la adhesión a mis objetivos funda­ mentales, además de elegir racionalmente los medios que requieren mis fines. Pero ¿por qué motivo? ¿Qué diferen­ cia puede haber tras vernos reducidos a una condición en la que las máximas del voluptuoso despiadado así como las del filisteo sentimental no deben considerarse menos defendibles que las del idealista, las del caballero o las del santo? No podemos tomarnos en serio esta tardía insis-15 1 5 . Wissenschaftslehre, pp. 6 1,15 2 ., 456,468-469, 5 3 1 ; Politische Scbriften, pp. 4 4 3 -4 4 4 -

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tencia en la responsabilidad y la sensatez, este incon­ gruente interés por la coherencia, este elogio irracional de la racionalidad. ¿Se puede explicar no con poco esfuerzo un caso más grave de incoherencia que el que Weber ha dado a entender al preferir los valores culturales a los im­ perativos morales? ¿No supone por fuerza la depreciación de cualquier forma de racionalidad el hecho de legitimar la transformación de los valores «vitalistas» en los valores supremos del propio individuo? Weber habría hecho hin­ capié sin duda en que, sean cuales sean las preferencias que se adopten, se debe ser sincero, al menos con uno mis­ mo, y sobre todo que no se debe caer en el falaz intento de conceder a las propias preferencias una base objetiva que no sería sino una base ilusoria. No obstante, de ha­ berlo hecho, Weber no habría cometido más que una in­ congruencia, pues, a su modo de ver, resulta igualmente legítimo desear la verdad que no desearla, o rechazar lo verdadero en favor de lo bello y lo sagrado.16 ¿Por qué ra­ zón, por tanto, no debería preferir uno gratos engaños o mitos edificantes a la verdad? La visión de Weber acerca de la «autodeterminación racional» y la «honestidad inte­ lectual» es un rasgo de su carácter que no tiene ningún otro fundamento más que su preferencia irracional por la «autodeterminación racional» y la «honestidad inte­ lectual». El nihilismo al que conduce la tesis de Weber se podría calificar de «nihilismo noble», puesto que dicho nihilismo no deriva de una indiferencia fundamental hacia todo lo noble sino de una percepción supuesta o real acerca del carácter infundado de todo lo considerado noble. Con todo, no se puede distinguir entre nihilismo abyecto y no­ ble a menos que se tenga cierto conocimiento de lo que es noble y lo que es abyecto. Dicho conocimiento trasciende, 1 6. Wissenschaftslehre, pp. 60-61, 184, 546, 554.

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no obstante, del nihilismo. Uno no tiene derecho a descri­ bir el nihilismo de Weber como noble si no ha roto antes con su postura. Frente a dicha crítica se podría plantear la siguiente ob­ jeción. El verdadero mensaje de Weber no se puede expre­ sar en términos de «valores» ni «ideales», sino que sería más apropiado expresarlo por medio de su cita «Conver­ tios en lo que sois», es decir, «Elegid vuestro destino». De acuerdo con dicha interpretación, Weber rechazaba las normas objetivas por ser éstas incompatibles con la liber­ tad humana o con la posibilidad de actuación. Debemos dejar como una cuestión abierta el hecho de si esta razón para rechazar las normas objetivas constituye o no una buena razón y de si esta interpretación de la visión de We­ ber evitaría la conclusión nihilista. Basta con señalar que su aceptación exigiría una ruptura con las nociones de «valor» e «ideal» sobre las cuales se erige la verdadera doctrina de Weber y que es esta doctrina, y no la posible interpretación antes mencionada, la que domina la ciencia social actual. Muchos científicos sociales de nuestra época parecen considerar el nihilismo como un inconveniente sin impor­ tancia que los eruditos pueden sobrellevar con ecuanimi­ dad, puesto que supone el precio que se debe pagar por alcanzar ese bien supremo, una ciencia social verdadera­ mente científica. Se muestran satisfechos con cada hallaz­ go científico, aunque éstos no sean más que «vanas ver­ dades que no generan conclusión alguna», más que las conclusiones derivadas de juicios de valor puramente subjetivos o de preferencias arbitrarias. Debemos consi­ derar, por tanto, si la ciencia social como objetivo pura­ mente teórico -sin dejar por ello de ser una actividad diri­ gida a la comprensión de los fenómenos sociales- se puede desarrollar sobre la base de la distinción entre he­ chos y valores.

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Recordamos de nuevo la aseveración de Weber acerca de las perspectivas de la civilización occidental, en la que, como ya hemos observado, contempla la siguiente alter­ nativa: o una renovación espiritual o bien una «petrifica­ ción mecanizada», es decir, la extinción de toda posibili­ dad humana que no sea la de «los especialistas sin espíritu ni visión y los voluptuosos sin corazón». «No obstante, al hacer tal aseveración nos adentramos en el terreno de los juicios de valor y de fe con los que no debería cargar esta presentación puramente histórica», concluye Weber. No es correcto, ni por tanto lícito, a juicio de los historiadores y los científicos sociales, que tache sin rodeos un determi­ nado estilo de vida espiritualmente vacío o que describa a los especialistas sin visión y a los voluptuosos sin corazón tal como son. Pero ¿acaso esto no resulta absurdo? ¿Cuál es el deber natural del científico social sino presentar con exactitud y veracidad los fenómenos sociales? ¿Cómo va­ mos a ofrecer una explicación causal de un fenómeno so­ cial si no lo analizamos primero tal como es? ¿Acaso no sabemos reconocer la petrificación o el vacío espiritual cuando lo tenemos ante nosotros? Y si alguien es incapaz de ver fenómenos de esta clase, ¿acaso no le incapacita este hecho para ser un científico social, al igual que un cie­ go está incapacitado para ser un analista pictórico? Weber sentía un especial interés por la sociología de la ética y de la religión. Sobre la base de que la sociología presupone una distinción fundamental entre «carácter» ¡;(ethos) y «técnicas para vivir» (o reglas «prudenciales»), el sociólogo debe ser capaz de reconocer los rasgos pro­ pios de un «carácter», de sentir algo por él, de apreciarlo, como admitía Weber. Pero ¿acaso dicho aprecio no impli­ ca necesariamente un juicio de valor? ¿No supondrá dar­ se cuenta de que un fenómeno determinado es un verda­ dero «carácter» y no una mera «técnica para vivir»? ¿Acaso no nos mofaríamos de aquel que se jactara de ha­

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ber escrito una sociología del arte si en verdad se tratara de una sociología de la basura? El sociólogo de la religión debe distinguir entre los fenómenos que tienen un carác­ ter religioso y los que no lo tienen. Para ello, debe saber en qué consiste la religión, debe llegar a comprenderla. Ahora bien, a diferencia de lo que sugería Weber, dicha comprensión permite y obliga al sociólogo a distinguir entre la religión verdadera y la espúrea, entre las religio­ nes de orden superior e inferior: esas religiones resultan superiores en lo que las motivaciones específicamente re­ ligiosas demuestran su eficacia en un grado más elevado. ¿O acaso deberíamos decir que al sociólogo se le permite advertir la presencia o ausencia de religión o de «carác­ ter» -pues se trataría de una mera observación de los he­ chos- pero no debe atreverse siquiera a pronunciar el grado en el que está presente, es decir, la categoría a la que pertenece la religión o el «carácter» objeto de estu­ dio? El sociólogo de la religión no puede dejar de advertir la diferencia entre quienes tratan de granjearse el favor de los dioses mediante la adulación y el soborno y quienes se ganan su favor por un cambio de sentimientos. ¿Acaso puede advertir esta diferencia sin observar a la vez la dis­ tinción de rangos que implica, la distinción entre una ac­ titud mercenaria y una que no lo es? ¿No debe sentirse obligado a pensar que el intento de sobornar a los dioses equivale a aspirar a ser dueño y señor de los dioses y que existe una incongruencia fundamental entre tales preten­ siones y lo que lo.s hombres presuponen al hablar de los dioses? De hecho, la teoría sociológica de la religión que sostenía Weber se puede defender o rebatir en su totali­ dad por medio de las distinciones existentes, por ejemplo, entre «la ética de la intención» y «el formalismo sacerdo­ tal» (o «las máximas petrificadas»), entre el pensamiento religioso «sublime» y el «puro sortilegio», entre «la fuen­ te natural de una profunda percepción real y no mera-

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mente aparente» y «una maraña de imágenes completa­ mente ilusorias y simbólicas», entre «la imaginación plás­ tica» y «el pensamiento fatuo». Su obra carecería no sólo de interés sino de todo sentido si no hiciera mención prácticamente constante de casi todas las virtudes y los vicios morales e intelectuales en los términos adecuados, es decir, en términos de elogio y culpa. Acuden a mi men­ te expresiones como las siguientes: «grandes figuras», «incomparable sublimidad», «perfección insuperable», «seudosistemático», «esta laxitud era sin duda producto del declive», «vacío de todo contenido artístico», «in­ geniosas explicaciones», «educadísimo», «majestuosi­ dad sin parangón», «poder, plasticidad y precisión de formulación», «carácter sublime de las exigencias éticas», «perfecta lógica interna», «nociones crudas y recón­ ditas», «belleza varonil», «convicción pura y profun­ da», «impresionante hazaña», «obras de arte de primer orden». Weber centró parte de su atención en la influen­ cia del puritanismo en la poesía y la música entre otras artes, y observó que ejercía un efecto negativo en las mis­ mas. Este hecho (si así puede denominarse) debe su rele­ vancia exclusivamente a la circunstancia de que un estí­ mulo genuinamente religioso de un orden superior fue la causa de la decadencia del arte, es decir, de la «sequía» del arte auténtico y elevado existente en el pasado, ya que sin duda nadie en su sano juicio decidiría por voluntad propia prestar la más mínima atención a un caso en el que una lánguida superstición provocara la producción de basura. El caso que estudiaba Weber tenía su causa en una religión auténtica de orden superior, y su efecto fue la decadencia del arte: tanto la causa como el efecto sólo son perceptibles sobre la base de juicios de valor en con«aposición a meras referencias a valores. Ante la disyuntiva de tener que elegir entre la ceguera frente a los fenó­ menos y los juicios de valores, Weber -en un alarde de su

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capacidad como científico social en activo- obró con acierto. I7 j La prohibición en contra de los juicios de valor en la ciencia social tendría como consecuencia el hecho de que se nos permitiría ofrecer una descripción estrictamente objetiva de los hechos públicos que pueden observarse en los campos de concentración y tal vez un análisis igual­ mente objetivo de la motivación de los actores implica­ dos, pero no se nos permitiría hablar de crueldad. Todo lector de tal descripción que no fuera completamente es­ túpido vería sin duda que las acciones expuestas son crue­ les. La descripción objetiva sería en verdad una amarga sátira. Lo que pretendía ser un informe veraz resultaría ser un informe inusitadamente ambiguo. El autor de di­ cho informe suprimiría a propósito su erudición al res­ pecto, o -para utilizar la expresión predilecta de Webercometería un acto de fraude intelectual. O bien, para no desperdiciar ningún argumento moral acerca de cosas que no lo merecen, el procedimiento en su totalidad guarda parecido con el de un juego de niños en el cual se pierde al pronunciar ciertas palabras, palabras que uno se ve tenta­ do a utilizar por la incitación constante de sus compañe­ ros. Como toda persona interesada en un momento dado por las cuestiones sociales.de un modo relevante, Weber no podía dejar de hablar de avaricia, codicia, falta de es­ crúpulos, vanidad, dedicación, sentido de la proporción y otros conceptos similares, es decir, de realizar juicios de valor. Expresaba su indignación contra quienes no dife­ renciaban entre Margarita y una prostituta, esto es, quie­ nes no lograban ver la nobleza de sentimiento presente en17 17. Ibidem, pp. 380, 462., 481-483, 486, 493, 554; Religionssoziologie, I, pp. 33, 8z, x i 2. n., 185 ss., 429, 5 13 ; 11, pp. 16 5 ,16 7 , 17 3 , Z4Z n., Z85, 316 , 370; m , pp. z n., 1 1 8 ,1 3 9 , Z07, Z09-ZI0, z z i, Z41, Z57, z68, Z74, 3Z3, 38Z, 385 a.; Soziologie und Sozialpolitik, p. 469; Wirtschaft und Gesellschaft, pp. Z40, Z46, Z49, z 66 .

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una y ausente en la otra. Lo que quería decir Weber con ello puede formularse de la siguiente manera: la prostitu­ ción es un tema reconocido de la sociología; no es posible contemplar este tema si no se contempla al mismo tiempo el carácter degradante de la prostitución; considerar el he­ cho de la «prostitución» como algo distinto de una abs­ tracción arbitraria significaría realizar un juicio de valor. ¿Cuáles serían las competencias de la ciencia política si no estuviera permitido ocuparse de fenómenos como el es­ tricto espíritu de partido, la autoridad de los mandatarios, los grupos de presión, el arte de gobernar y la corrupción -incluso moral-, es decir, de fenómenos constituidos, por así decirlo, por juicios de valor? Poner entre comillas los términos que designan dichos conceptos constituye un ar­ did pueril que permite a uno hablar de temas importantes al tiempo que niega los principios sin los cuales carecerían de toda relevancia, un ardid que pretende posibilitar la conjunción de las ventajas del sentido común con el re­ chazo del mismo. ¿O acaso se puede inferir una conclu­ sión relevante partiendo de los sondeos de opinión públi­ ca, por ejemplo, sin percatarse del hecho de que muchas respuestas a las encuestas proceden de gente poco inteli­ gente, ignorante, mentirosa e irracional, y que son perso­ nas del mismo calibre las encargadas de formular un nú­ mero no menos extenso de preguntas; se puede inferir una conclusión relevante partiendo de los sondeos de opinión pública sin incurrir en una sucesión de juicios de valor?18 Centremos ahora nuestra atención en un ejemplo que el propio Weber analizó con detenimiento. El historiador o científico político debe explicar, por ejemplo, las acciones de estadistas y generales, es decir, debe relacionar sus ac­ ciones con sus causas, empresa que no puede acometer sin 1 8. Wissenschaftslehre, p. 15 8 ; Religionssoziologie, 1, pp. 4 1 , 1 7 0 n.; Polttische Schriften, pp. 3 3 1 , 43 5-436.

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plantearse la pregunta de si la acción en cuestión se vio de­ terminada por la consideración racional de los medios y los fines o, por ejemplo, por factores emocionales. Su pro­ pósito le obliga a construir el modelo de una acción per­ fectamente racional en circunstancias determinadas. Sólo de este modo podrá el historiador descubrir qué factores no racionales, si los hubo, desviaron la acción de su curso estrictamente racional. Weber admitía que dicho procedi­ miento suponía una evaluación: nos vemos obligados a afirmar que el actor en cuestión cometió tal o cual error. Sin embargo, argüía Weber, la construcción del modelo y el consiguiente juicio de valor sobre la desviación del mo­ delo no representan más que una mera etapa de transición en el proceso de explicación causal.19 Como buenos chi­ cos, debemos olvidar cuanto antes lo que, al pasar frente a nosotros, no pudimos dejar de percibir en contra de lo su­ puesto. En primer lugar, no obstante, si el historiador de­ muestra, mediante el análisis objetivo de la acción de un hombre de estado frente al modelo de «acción racional en circunstancias determinadas», que el gobernante en cues­ tión cometió un error garrafal tras otro, estará expresan­ do entonces un juicio de valor objetivo con respecto a la absoluta ineptitud de dicho dirigente. En otro caso el his­ toriador llega por el mismo procedimiento al juicio de va­ lor igualmente objetivo según el cual se pone de manifies­ to el ingenio, la audacia y la prudencia sin par de un general. Resulta imposible entender fenómenos de tal cla­ se sin conocer el criterio de juicio inherente a la situación y aceptado como habitual por los propios actores; y resul­ ta imposible no hacer uso de dicho criterio al realizar una evaluación de la situación. En segundo lugar, se podría plantear la pregunta de si lo que Weber calificaba de me­ 19 . Wissenschaftslehre, pp. 12 5 , 12 9 -13 0 , 337-338 ; Soziologie und Sozialpolitik, p. 483.

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ramente fortuito o transicional - a saber, la visión acerca de las formas de locura y sensatez, de cobardía y audacia o de barbarie y humanidad entre otros muchos conceptos opuestos- no merece más el interés del historiador que una explicación causal a tenor del pensamiento weberiano, dado que el problema sobre la conveniencia de expre­ sar o de suprimir los juicios de valor tan inevitables como aceptables, se refiere, en realidad, al problema de cómo de­ ben expresarse, «dónde, cuándo, a través de quién y hacia quién»; debe comparecer, por tanto, ante otro tribunal que el de la metodología de las ciencias sociales. La única manera de que la ciencia social pudiera evitar los juicios de valor sería ciñéndose a un enfoque pura­ mente histórico o «interpretativo». El científico social no tendría más remedio que plegarse sin reservas a la in­ terpretación de sus súbditos. Le estaría vedado hablar en términos de «moralidad», «religión», «arte», «civiliza­ ción», etcétera, al interpretar el pensamiento de pueblos o tribus que desconocieran dichos conceptos. Por el con­ trario, debería aceptar la interpretación que se tuviera -cualquiera que ésta fuera- sobre moralidad, religión, arte, conocimiento, estado, etcétera. A decir verdad, exis­ te una sociología del conocimiento, según la cual todo lo que pretenda ser conocimiento -incluso si es evidente que carece de sentido- debe ser aceptado como tal por parte del sociólogo. El propio Weber identificó las formas de gobierno legítimas con aquellas que eran consideradas como tales. Esta limitación, no obstante, expone al soció­ logo al peligro de ser víctima de los engaños tanto pro­ pios como de las personas que estudia, al tiempo que san­ ciona toda postura crítica; por sí sola, priva a la ciencia social de todo posible valor. La autointerpretación de un general inepto no puede contar con la aceptación de un historiador político, del mismo modo que la autoin­ terpretación de un rimador pésimo no puede contar con

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la aceptación de un historiador de la literatura. El ciéntifico social tampoco puede contentarse con la interpreta­ ción de un fenómeno determinado que cuenta con la acep­ tación del colectivo en cuyo seno se produce. ¿Acaso los colectivos están menos expuestos que los individuos a en­ gañarse a sí mismos? Para Weber resultaba fácil formular el siguiente postulado: «Lo único que importa [para califi­ car de carismática una cualidad determinada] es cómo ven realmente al individuo aquellos sujetos a la autoridad ca­ rismática, sus “ seguidores” o “ discípulos” ». Ocho líneas más adelante prosigue: «Otra clase [de líder carismático] es la de Joseph Smith, fundador del mormonismo, quien, sin embargo, no puede clasificarse de este modo con ab­ soluta certeza, puesto que cabe la posibilidad de que en­ carnara un tipo sumamente sofisticado de estafador», es decir, que sólo simulara tener carisma. Sería injusto insis­ tir en el hecho de que el original alemán resulta, como mínimo, mucho menos explícito y enfático que la traduc­ ción inglesa, puesto que el problema provocado implíci­ tamente por el traductor - a saber, el problema relativo a la diferencia entre el carisma real y el fingido, entre los verdaderos profetas y los seudoprofetas, entre los auténti­ cos líderes y los charlatanes con suerte- no puede resol­ verse por medio del silencio.2-0 El sociólogo no puede ver­ se obligado a obrar de acuerdo con las ficciones legales que un colectivo determinado nunca se atrevió a conside­ rar como tales, sino que debe hacer una distinción entre el concepto que se forma realmente un colectivo determi­ nado de la autoridad que lo gobierna y el verdadero ca­ rácter de la autoridad en cuestión. Por otra parte, el enfo­ que estrictamente histórico, el cual se limita a entender a20 20. The Theory o f Social and Econontic Organization, Oxford University Press, 19 4 7 , pp. 359, 3 6 1; compárese con Wirtschaft und Gesellschaft, pp. 1 4 0 - 1 4 1 ,7 5 3 .

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los hombres del modo en que se entienden a sí mismos, puede resultar sumamente provechoso si se mantuviera en su lugar, razonamiento que nos lleva a entender el mo­ tivo legítimo que sirve de base a la exigencia de una cien­ cia social desprovista de todo carácter evaluador. En la actualidad resulta trivial afirmar que el científico social no debe juzgar más sociedad que la suya propia mediante los valores de la misma. Se jacta de no elogiar ni culpar, sino de entender; no obstante, para ello requie­ re un sistema conceptual o un marco de referencia. Ahora bien, lo más probable es que su marco de referencia no sea sino un mero reflejo de la visión que tiene de sí misma la sociedad a la que pertenece en su época. En consecuen­ cia, el sociólogo interpretará las demás sociedades en tér­ minos que resultarán completamente ajenos a las mismas, con lo que las obligará a adaptarse al lecho de Procusto de su esquema conceptual. No podrá entender dichas so­ ciedades tal y como se entienden a sí mismas y, dado que la autointerpretación de una sociedad es un elemento fundamental de su esencia, tampoco podrá entenderlas tal y como son realmente. Y habida cuenta de que no es posible entender la propia sociedad de manera adecuada si no se entienden otras sociedades, no será capaz ni si­ quiera de entender en rigor su propia sociedad. Habrá de entender pues varias sociedades del pasado y del pre­ sente, o «partes» significativas de dichas sociedades, tal y como se entienden o se entendían a sí mismas. Dentro de los límites de esta labor puramente histórica y, por tanto, meramente preparatoria o secundaria, esa clase de objeti­ vidad que implica la omisión de evaluaciones encuentra justificación e incluso resulta indispensable desde cual­ quier punto de vista. Por lo que se refiere en concreto a dicho fenómeno como doctrina, es evidente que no se puede juzgar su solidez ni se puede explicar en términos sociológicos o en otros términos si antes no se ha entendí-

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do, esto es, si no se ha entendido tal y como lo entendió su autor. Resulta curioso que Weber, que tanto insistía en este tipo de objetividad que requiere omitir los juicios de valor, mostraba una ceguera casi total respecto a la esfera que podría considerarse como el hogar, el único hogar de la objetividad no evaluadora. Sin duda no le pasó por alto que el sistema conceptual que utilizaba hundía sus raíces en la situación social del momento. Es fácil ver, por ejem­ plo, que la distinción de los tres tipos ideales de legiti­ midad (tradicional, racional y carismática) refleja la si­ tuación que se daba en Europa tras la Revolución fran­ cesa cuando la lucha entre los vestigios de los regímenes prerrevolucionarios y los revolucionarios era entendida como una pugna entre tradición y razón. La manifiesta in­ suficiencia de dicho esquema, que tal vez se ajustaba a la situación del siglo x ix pero difícilmente a cualquier otra, obligó a Weber a sumar el tipo de legitimidad carismático a los dos tipos que le imponía el entorno. No obstante, esta incorporación no sirvió para eliminar, sino sólo para ocultar la limitación básica inherente a este esquema. Con esta incorporación daba la impresión de que el esquema se acababa de completar, sin embargo, lo cierto es que ninguna incorporación podría completarlo del todo debi­ do a su origen limitado: la orientación básica no había partido de una reflexión global sobre la naturaleza de la sociedad política sino tan sólo de la experiencia de dos o tres generaciones. Dado que Weber creía que ningún es­ quema conceptual al servicio de la ciencia social podía te­ ner más que una vigencia efímera, no le preocupaba en ex­ ceso esta clase de asuntos. En concreto, no le preocupaba demasiado el peligro de que la imposición de su esquema a todas luces «anticuado» pudiera impedir la compren­ sión imparcial de situaciones políticas anteriores. No se preguntaba si su esquema se ajustaba a la manera en que

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los protagonistas de los grandes conflictos políticos que pasaron a la historia concibieron sus causas, es decir, la manera en que concibieron los principios de legitimidad. Básicamente por la misma razón no dudó en describir a Platón como un «intelectual», sin considerar ni por un instante el hecho de que la obra completa de Platón podía describirse como una crítica de la noción del «intelec­ tual». No dudó en considerar el diálogo entre los atenien­ ses y los melinos en la Historia de Tucídides como una base de suficiente solidez para sostener que «en la polis helénica de la época clásica, hasta el “ maquiavelismo” más palpable estaba a la orden del día en todos los aspec­ tos y gozaba de una aceptación total desde un punto de vista ético». Dejando de lado otras consideraciones, Weber no se paró a cuestionarse cómo concibió Tucídides di­ cho diálogo, ni dudó en escribir: «El hecho de que los sa­ bios egipcios alabaran la obediencia, el silencio y la ausencia de presunción como virtudes piadosas tiene su origen en la subordinación burocrática. En Israel, la causa era el carácter plebeyo de la clientela». Asimismo, su ex­ plicación sociológica del pensamiento hindú se basa en la premisa según la cual el derecho natural «de cualquier clase» presupone la igualdad natural de todos los hom­ bres, cuando no incluso un estado de gracia al principio y al final de sus vidas. O, para citar el que sea tal vez el ejemplo más ilustrativo, cuando se trata del problema de lo que debe considerarse como la esencia de un fenómeno histórico como el calvinismo, Weber afirma: «Al designar algo como la esencia de un fenómeno histórico, se hace re­ ferencia bien a ese aspecto del fenómeno al que se le atri­ buye un valor permanente, o bien a ese aspecto a través del cual ejercía la mayor influencia histórica». Ni siquiera aludía a una tercera posibilidad, que constituye de hecho la primera y la más obvia, a saber, que la esencia en este caso del calvinismo debería identificarse con lo que el pro­

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pió Cal vino entendía como la esencia - o como la caracte­ rística principal- de su obra.2-1 Los principios metodológicos de Weber tenían forzosa­ mente que afectar a su obra de un modo negativo, lo que ilustraremos examinando por encima su ensayo histórico más famoso, su estudio sobre la ética protestante y el espí­ ritu del capitalismo. En él sostenía que la teología calvi­ nista fue una de las principales causas del espíritu capita­ lista. Weber subrayaba el hecho de que el resultado no fue el deseado por Calvino, un resultado ante el cual se hubie­ ra mostrado desconcertado, y -lo que es más importanteque el eslabón crucial en la cadena de la causalidad (una interpretación peculiar del dogma de la predestinación) topaba con el rechazo del propio Calvino pero surgía «con bastante naturalidad» entre los epígonos y, sobre todo, entre el amplio estrato que formaba el grueso de los calvinistas. Ahora bien, cuando se trata de una doctrina de la categoría de la de Calvino, la mera referencia a «epí­ gonos» y al «grueso» de los hombres implica un juicio de valor sobre esa interpretación del dogma de la predestina­ ción que adoptaron dichos individuos: es muy probable que los epígonos y el grueso de los calvinistas pasaran por alto un punto fundamental. El juicio de valor que supone Weber se ve plenamente justificado a ojos de todo aquel que ha entendido la doctrina teológica de Calvino; la sin­ gular interpretación del dogma de la predestinación que, según se afirma, dio pie a la aparición del espíritu capita­ lista se basa en una tergiversación radical de la doctrina de Calvino. Se trata de una alteración de dicha doctrina o, para expresarlo en el lenguaje propio de Calvino, de una interpretación carnal de una enseñanza espiritual. Por tanto, lo máximo que Weber podría haber pretendido dez i . Religionssoziologie, i, p. 89; 11, pp. 13 6 n., 14 3 -14 5 ; m , pp. 232-233; Wissenschaftslehre, pp. 93-95, 17 0 -17 3 , 18 4 , 19 9, 206-209, 2 14 , 249-250.

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mostrar sin faltar a la razón es que una tergiversación o degeneración de la teología calvinista dio pie a la apari­ ción del espíritu capitalista. Sólo por medio de esta califi­ cación decisiva puede llegar a establecerse una conexión aproximada entre su tesis y los hechos a los que se refiere. No obstante, tenía vedado realizar dicha calificación cru­ cial por haberse impuesto a sí mismo el tabú relativo a los juicios de valor. Al evitar un juicio de valor indispensable, se veía obligado a ofrecer una imagen objetivamente in­ correcta de lo sucedido. De este modo, su temor a los jui­ cios de valor le incitó a identificar la esencia del calvinis­ mo con su aspecto más influyente desde el punto de vista histórico, pues por instinto evitó identificarlo con lo que el propio Calvino consideraba esencial, ya que la autointerpretación de Calvino hubiera actuado naturalmente como un valor mediante el cual juzgar con objetividad a los calvinistas que afirmaban ser seguidores de Calvino.22 2.2. Religionssoziologie, i, pp. 8 1-8 2, 10 3 -10 4 , 1 1 2 . N o se puede afirmar que el problema planteado por Weber en su estudio sobre el espíritu del capi­ talismo haya quedado resuelto. Para encontrar una solución, la formulación del problema que planteaba Weber tendría que verse liberada de la particular limitación fruto de su «kantianismo». Tal vez no le faltaba razón al identificar el espíritu del capitalismo con la idea de que la acumulación ilimitada de capi­ tal y la inversión rentable de capital es un deber moral, quizá el más elevado de todos, y al sostener que dicho espíritu es característico del mundo occiden­ tal actual. Pero también afirmaba que el espíritu del capitalismo consiste en considerar la acumulación ilimitada de capital como el fin en sí, un argumen­ to que no podía defender sino era basándose en impresiones dudosas y ambi­ guas. Se veía obligado a esgrimir dicho argumento porque daba por sentado que «deber moral» y «fin en sí» son idénticos. Su «kantianismo» le obligaba, asimismo, a considerar por separado cualquier asociación entre «deber mo­ ral» y «el bien común». Debía introducir en su análisis del pensamiento moral anterior una diferencia, no contemplada en los textos, entre la justifi­ cación «ética» de la acumulación ilimitada de capital y su justificación «utili­ taria». Como consecuencia de su particular concepto de la «ética», toda re­ ferencia al bien común en la literatura del pasado solía pareceríe errónea por caer en un utilitarismo de poco peso. Me atrevería a afirmar que no ha ^aB pN escritor fuera de las instituciones mentales que haya justificado el de­ ber, ^%^dferecho moral, de la acumulación sin límites en ningún otro ámbito

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El rechazo de los juicios de valor pone en peligro la ob­ jetividad histórica. En primer lugar, impide llamar a las cosas por su nombre y, en segundo lugar, pone en peligro esa clase de objetividad que justamente requiere la omi­ sión de evaluaciones, esto es, la objetividad de interpreta­ ción. El historiador que da por sentado la imposibilidad de los juicios de valor objetivos no puede tomarse muy en serio ese pensamiento del pasado que se basaba en la asunción de la posibilidad de los juicios de valor objeti­ vos, es decir, prácticamente todo el pensamiento de las ge­ neraciones anteriores. Sabiendo de antemano que dicho pensamiento tenía su origen en una ilusión fundamental, el historiador carece del incentivo necesario para tratar de entender el pasado como éste se entendía a sí mismo.

que no sea el dedicado al bien común. El problema del origen del espíritu capi­ talista es, por tanto, idéntico al problema de la aparición de la premisa menor, «pero la acumulación ilimitada de capital favorece en gran parte al bien co­ mún». La aparición del espíritu capitalista no afectaba, sin embargo, a la pre­ misa mayor, según la cual «es nuestro deber dedicarnos al bien común o al amor por el prójimo». Dicha premisa contaba con la aceptación tanto de la tradición filosófica como teológica. La cuestión, por tanto, consiste en deter­ minar si fue la transformación de la tradición filosófica o de la teológica, sino de ambas, la causa de la aparición de la citada premisa menor. Weber daba por sentado que la causa debía buscarse en la transformación de la tradición teo­ lógica, es decir, en la Reforma. No obstante, no logró establecer una relación entre el espíritu capitalista y la Reforma o, en concreto, el calvinismo salvo con el uso de la «dialéctica histórica» o por medio de las cuestionables construc­ ciones psicológicas. Todo lo que se puede decir es que llegó a relacionar el espí­ ritu capitalista con la corrupción del calvinismo. Tawney señaló no sin acierto que el puritanismo capitalista que Weber tomó como objeto de estudio era el puritanismo tardío, en otras palabras, el puritanismo que había hecho las pa­ ces con «el mundo», lo que significa que el puritanismo en cuestión había fra­ ternizado con el mundo capitalista ya existente, y que por tanto, no podía ser la causa del mundo o el espíritu capitalistas. Si resulta imposible atribuir el ori­ gen del espíritu capitalista a la Reforma, debemos preguntarnos si la premisa menor en cuestión no surgió a raíz de la transformación de la tradición filo­ sófica, en contraposición a la transformación de la tradición teológica. Weber contempló la posibilidad de que el origen del espíritu capitalista podía tener sus raíces en el Renacimiento, pero, como bien observó, el Renacimiento como

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Casi todo lo expuesto hasta ahora se hacía necesario para eliminar los obstáculos más importantes que difi­ cultaban la comprensión de la tesis central de Weber. Sólo ahora podemos aprehender su significado exacto. Reconsideremos nuestro último ejemplo. Lo que Weber debería haber dicho era que la tergiversación de la teolo­ gía calvinista dio pie a la aparición del espíritu capitalis­ ta, lo cual hubiera supuesto un juicio de valor objetivo sobre el calvinismo vulgar: los epígonos destruyeron sin darse cuenta lo que trataban de preservar. Con todo, este hecho daba por sentado que el juicio de valor reviste una significación muy limitada. No prejuzga de ninguna ma­ nera el verdadero problema, pues, al asumir la maligni­ dad de la teología calvinista** la tergiversación de la mis­ ma se veía con buenos ojos. Lo que Cal vino hubiera tildado de comprensión «carnal», desde otro punto de

tal era un intento de restaurar eí espíritu de la antigüedad clásica, que nada te­ nía que ver con el espíritu capitalista. Lo que no tuvo en cuenta fue que en el transcurso del siglo x v i se produjo una ruptura consciente con el conjunto de la tradición filosófica, una ruptura que tuvo lugar en el plano del pensamiento puramente filosófico o racional. Dicha ruptura, desencadenada por Maquiavelo, desembocó en las doctrinas morales de Bacon y Hobbes, pensadores cu­ yas obras precederían en décadas a las de sus compatriotas puritanos que sir­ vieron como fuente de estudio para la tesis de Weber. Poco se puede decir salvo que el puritanismo, al provocar una ruptura más radical con la tradición filo­ sófica «pagana» (es decir, con el aristotelismo principalmente) que la que ha­ bía originado el catolicismo romano y el luteranismo, se mostraba más abierto que éstos a una nueva filosofía. Eí puritanismo se presentaba, por tanto, como • una «catapulta» muy importante, quizá la más importante, de la nueva filo­ sofía natural y moral, de una filosofía creada por hombres completamente aje­ nos al puritanismo. En resumen, Weber sobreestimó la importancia de la revo­ lución que se había producido en el ámbito de la teología, e infravaloró la importancia de la revolución que se había producido en el ámbito del pensa­ miento racional. Prestando mayor atención al desarrollo puramente secular, podríamos llegar incluso a reconstruir la relación, que Weber dio por inconexa de forma arbitraria, entre la aparición del espíritu capitalista y la aparición de la ciencia de la economía (véase también con Ernst Troeltsch, The Social Teachingofthe Christian Churches, 1949, pp. 624, 849).

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vista podría haberse aprobado como una comprensión «terrenal», y con ello haber dado pie a fenómenos positi­ vos como el individualismo y la democracia laicos. Inclu­ so desde este último punto de vista, el calvinismo vulgar se habría visto como una postura imposible, un punto intermedio, preferible no obstante al calvinismo propia­ mente dicho por la misma razón que Sancho Panza po­ dría considerarse preferible a Don Quijote. El rechazo del calvinismo vulgar se presenta pues inevitable desde cualquier punto de vista, lo que significa simplemente que sólo tras haber rechazado el cavinismo vulgar se nos plantea el verdadero problema: el problema de la reli­ gión contra la religión, esto es, de la auténtica religión contra la irreligión noble, que nada tiene que ver con el problema de la hechicería sin más, o del ritualismo me­ cánico contra la irreligión de los especialistas sin visión y los voluptuosos sin corazón. Este es el verdadero proble­ ma que, a juicio de Weber, no puede resolver la razón humana, al igual que no puede resolver el conflicto entre las distintas religiones auténticas de orden superior (por ejemplo, el conflicto entre Deutero e Isaías o Jesús y Buda). Por tanto, la ciencia social o la filosofía social -pese al hecho de que la ciencia social pueda sostenerse o rebatirse por medio de juicios de valor- no puede resol­ ver conflictos de valor fundamentales. Es, en efecto, ver­ dad que al hablar de Margarita y una prostituta se está emitiendo un juicio de valor, si bien dicho juicio de valor revela su carácter provisional en el momento en que uno se enfrenta a una postura radicalmente ascética de con­ dena ante toda sexualidad. Desde este punto de vista, la degradación pública de la sexualidad a través de la pros­ titución puede resultar un acto más honesto que disfra­ zar la verdadera naturaleza de la sexualidad por medio del sentimentalismo y la poesía. Es, en efecto, verdad que no se puede hablar de cuestiones humanas sin alabar las

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virtudes morales e intelectuales, condenando a la vez los vicios morales e intelectuales, pero con ello no se elimina la posibilidad de que todas las virtudes humanas se vean tachadas a la larga de no ser más que espléndidos vicios. Sería absurdo negar que existe una diferencia objetiva entre un general inepto y un brillante estratega. Sin em­ bargo, si se considera la guerra como un acto absoluta­ mente pernicioso, la diferencia entre el general inepto y el brillante estratega se situaría al mismo nivel que la di­ ferencia entre un ratero negado y el más diestro de los la­ drones. Parece, por tanto, que lo que Weber quería decir en rea­ lidad con su rechazo de los juicios de valor debería ser ex­ presado en los siguientes términos: los propósitos de las ciencias sociales se constituyen con referencia a unos valo­ res, lo que presupone el reconocimiento de unos valores. Dicho reconocimiento permite y obliga al científico social a evaluar los fenómenos sociales, es decir, a distinguir en­ tre lo auténtico y lo espurio y entre lo superior y lo infe­ rior: entre la auténtica religión y la religión espuria, entre los verdaderos líderes y los charlatanes, entre conocimien­ to y saber popular o sofistería, entre virtud y vicio, entre sensibilidad moral y estulticia moral, entre arte y basura, entre vitalidad y degeneración, etcétera. La referencia a unos valores resulta incompatible con la neutralidad, nunca puede ser «puramente teórica». Sin embargo, la falta de neutralidad no tiene por qué significar aproba­ ción; también puede querer decir rechazo. De hecho, en vista de que los distintos valores son incompatibles entre sí, la aprobación de un valor cualquiera implica necesaria­ mente el rechazo de otro valor o valores. Sólo sobre la base de dicha aceptación o rechazo de valores, de «valores fundamentales», se perciben los propósitos de las ciencias sociales. Todo intento de profundización, todo análisis causal de dichos propósitos no debe conceder la menor

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importancia al hecho de que el estudioso haya aceptado o rechazado el valor en cuestión. 23 En cualquier caso, la noción de Weber acerca del alcan­ ce y la función de las ciencias sociales se basan en la pre­ misa supuestamente demostrable de que la razón humana no puede resolver el conflicto entre los valores fundamen­ tales. Se plantea la cuestión de si se ha demostrado de he­ cho dicha premisa o de si tan sólo se ha postulado bajo el impulso de una preferencia moral determinada. En el origen del intento de Weber por demostrar su pre­ misa básica, nos encontramos con dos hechos sorprenden­ tes. El primero se refiere a los escasos escritos, apenas una treintena de las dos mil páginas que ocupa su obra, que de­ dicó Weber a la discusión temática sobre la base de su pos­ tura global. ¿Por qué motivo necesitaba dicha base tan poco para ser demostrada? ¿Por qué le parecía tan eviden­ te? Una respuesta provisional se desprende de la segunda observación que podemos realizar previamente a cual­ quier análisis de sus argumentos. Tal como el propio We­ ber indicó al principio de la discusión del tema que nos ocupa, su tesis no era más que la versión generalizada de una opinión anterior y mucho más extendida, aquella que contempla la insolubilidad del conflicto entre ética y polí­ tica: la acción política resulta a veces imposible sin incurrir en la culpa moral. Parece, por tanto, que fue el espíritu de la «política del poder» el que dio origen a la postura de Weber. Nada resulta más revelador que el hecho de que, en un contexto afín en el que se hablaba de conflicto y paz, Weber puso entre comillas «paz», una medida de precau­ ción de la que prescindió al referirse a conflicto. Este últi­ mo término tenía para Weber un significado inequívoco, no así paz: la paz es falsa, mientras que la guerra es real.2324 23. Wissenschaftslehre, pp. 9 0 ,1 2 4 - 1 2 5 ,1 7 5 , 18 0 - 18 2 ,19 9 . 24. Ibidem , pp. 466, 479; Politísche Schriften, pp. 17 - 18 , 3 10 .

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La tesis de Weber que niega la existencia de una solu­ ción al conflicto entre valores formaba parte pues - o era resultado- de esa visión global según la cual la vida hu­ mana es en esencia un conflicto ineludible. Por esta razón, consideraba «la paz y la felicidad universal» como una meta ilegítima o fantástica. Aun en el caso de que fuera posible alcanzar dicha meta, a su juicio, ésta no sería desea­ ble; sería la condición de los «últimos hombres que han inventado la felicidad», contra quienes Nietzsche había dirigido su «arrolladora crítica». Si la paz es incompatible con la vida humana o con una vida verdaderamente hu­ mana, el problema moral parecería admitir una solución clara: la naturaleza de las cosas requiere una ética guerre­ ra como la base de una «política del poder» que tenga como única guía las consideraciones del interés nacional; o «el maquiavelismo más palpable [debería estar] a la or­ den del día en todos los aspectos, con una aceptación total desde un punto de vista ético». Sin embargo, nos encon­ traríamos entonces ante la paradójica situación de ver al individuo en paz consigo mismo mientras la guerra impe­ ra en el mundo. Un mundo en plena lucha exige un indivi­ duo en plena lucha. La guerra no atacaría directamente a la raíz del individuo si éste no se viera obligado a invalidar el principio mismo de la guerra: debe invalidar la guerra de la cual no puede escapar y a la cual debe entregarse, con toda su maldad. Para que deje de haber paz en un lugar, no basta con sólo rechazarla, no basta con identifi­ car la paz como un período de descanso necesario entre guerras. Es preciso que exista un deber absoluto que nos lleve hacia la paz universal o la fraternidad univesal, un deber en pugna con el deber igualmente elevado que nos lleva a participar en «la lucha eterna» por un «espacio propio» para nuestra nación. El conflicto no sería supre­ mo si pudiera eludirse la culpa. La cuestión de si se puede hablar de culpa, si el hombre se ve obligado a incurrir en

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la culpa, no era objeto de discusión para Weber, pues pre­ cisaba la necesidad de la culpa. Debía combinar la angus­ tia derivada del ateísmo (la ausencia de toda redención, de todo consuelo) con la angustia derivada de la religión re­ velada (el oprimente sentido de la culpa). Sin esta combi­ nación, la vida dejaría de ser trágica y perdería, por tanto, su profundidad.2-5 Weber daba por sentado como algo evidente que no existía una jerarquía de valores: todos los valores son del mismo orden. Ahora bien, de darse el caso, es preferible un proyecto social que satisfaga las exigencias de dos valores que uno de alcance más limitado. Un proyecto global podría requerir el sacrificio de algunas de las exi­ gencias de cada uno de los dos valores. En tal caso, se plantearía la cuestión de si un proyecto parcial o radical resulta tan o más conveniente que un proyecto supuesta­ mente global. Para resolver esta cuestión, habría que sa­ ber si es posible adoptar uno de los dos valores y rechazar incondicionalmente el otro. Si resultase imposible, la ra­ zón dictaría el sacrificio de las supuestas exigencias de ambos valores en cuestión. El proyecto óptimo no sería viable de no darse ciertas condiciones sumamente favora­ bles, y las condiciones reales del momento podrían ser muy desfavorables, lo que no privaría al proyecto de su importancia, pues seguiría siendo indispensable como base para el juicio racional de los varios proyectos imper­ fectos. En concreto, su importancia no se vería de ningún modo afectada por el hecho de que en determinadas situa­ ciones sólo se puede elegir entre dos proyectos igualmente imperfectos. En último lugar, aunque no menos importan­ te, no debemos olvidarnos ni por un instante al reflexio­ nar sobre este tipo de cuestiones de la trascendencia para25 25. Politische Schriften, pp. 18 , 20; Wissenschaftslehre, pp. 540, 550; Religionssoziologie, 1, pp. 568-569.

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la vida social del extremismo, por un lado, y la modera­ ción, por otro. Weber apartó todas las consideraciones de esta naturaleza al declarar que «la línea media no es de ningún modo más correcta desde el punto científico que los ideales de partido más extremistas de la derecha y la izquierda» y que llega a ser incluso inferior que las solu­ ciones extremas, pues resulta menos inequívoca.16 Se plantea, naturalmente, la cuestión de si la ciencia social no debe interesarse por las soluciones razonables a los problemas sociales y si la moderación no es más razona­ ble que el extremismo. Por muy sensato que haya demos­ trado ser Weber como político en la práctica, por mucho que haya abominado del espíritu del intolerante fanatis­ mo de partido, como científico social abordaba los pro­ blemas sociales con un espíritu que nada tenía que ver con el espíritu propio del arte de gobernar y que no podía servir a más fin práctico que el de fomentar la porfiada in­ tolerancia. Su inquebrantable fe en la supremacía del con­ flicto le obligó a tomar en tal alta consideración el extre­ mismo como las vías moderadas. No obstante, no podemos retrasar por más tiempo el retomar el afán de Weber por demostrar su argumento de que los valores finales se encuentran en pugna entre sí, aunque debamos limitarnos a analizar dos o tres ejemplos de las pruebas presentadas.17 El primero de los ejem2.6. Wissenschaftslehre, pp. 15 4 , 4 6 1. z j. Si bien Weber se refería bastante a menudo y en términos generales a un número considerable de conflictos de valores insolubles, su intento por de­ mostrar su argumentación básica se limita, a mi modo de ver, al análisis de tres o cuatro ejemplos. El ejemplo que no será objeto de discusión en el texto abor­ da el conflicto entre erotismo y todos los valores impersonales o suprapersonales: una relación erótica auténtica entre un hombre y una mujer puede ser considerada, «desde cierto punto de vista», «como el único camino y de cual­ quier modo el más real» hacia una vida auténtica; si alguien se opone a todas las santidades y bondades, a todas las normas éticas y estéticas, en el nombre de la auténtica pasión erótica, la razón nada tiene que decir sobre todo aquello

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píos es el que empleó con el fin de ilustrar el carácter de la mayoría de las cuestiones de la política social, ámbito re­ lacionado con la justicia; pero lo que exige la justicia en sociedad no puede decidirlo, de acuerdo con Weber, nin­ gún sistema ético. Dos visiones opuestas son igualmente legítimas o defendibles. Según la primera de ellas, más se debe a quien más logra o aporta; según la segunda, más debería exigirse a quien más puede lograr o aportar. Si uno adopta la primera visión, debería conceder grandes oportunidades al gran talento. Si, por el contrario, uno se decanta por la segunda, debería evitar que el individuo dotado de talento explotara las grandes oportunidades que se le plantean. No criticaremos la imprecisión con la que Weber definía de un modo bastante extraño lo que, a su modo de ver, constituía una dificultad insuperable. Nos limitaremos a señalar que Weber no creía necesario indi­ car razón alguna por la que debiera defenderse la primera visión. La segunda, en cambio, parecía precisar una argu­ mentación explícita, que según Weber, se puede razonar

que se considere valioso desde el punto de vista de la cultura o de la persona­ lidad. El particular punto de vista que permite o favorece dicha actitud no es, como cabría esperar, el de Carmen sino el de los intelectuales que padecen la especialización o «profesionalización» de la vida. Para estos individuos «la vida sexual sin matrimonio podría resultar el único punto de conexión que tiene el hombre (que para entonces se había distanciado por completo del ci­ clo de la antigua existencia simple y orgánica del campesino) con la fuente na­ tural de toda vida». Bastaría con decir que las apariencias engañan, pero nos vemos obligados a añadir que, de acuerdo con Weber, este regreso a lo más natural por parte del hombre está estrechamente vinculado con lo que dio en llamar «die systematische Herauspráparierung der Sexualspháre» (Wissenschaftslehre, pp. 468-469; Religionssoziologie, 1, pp. 560-56Z). Con ello de­ mostró en efecto que el erotismo tal como lo entendía está reñido con «toda norma estética», pero al mismo tiempo puso de manifiesto que el intento de los intelectualesvpor escapar de la especialización por medio del erotismo con­ duce a una mera especialización del erotismo (véase Wissenschaftslehre, p. 540). En otros términos, demostró que su Weltanschauung erótica no es defendible ante el tribunal de la razón humana.

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-como hizo Babeuf- de la siguiente manera: la injusticia de la desigual distribución de los dones y la grata sensa­ ción de prestigio que comporta la mera posesión de los dones superiores debe compensarse con medidas sociales destinadas a evitar que el individuo dotado de talento ex­ plote las grandes oportunidades que se le plantean. Antes de que esta visión pueda considerarse sostenible, se debe­ ría saber si tiene sentido afirmar que la naturaleza come­ tió una injusticia al distribuir sus dotes de forma desigual, si la sociedad tiene el deber de subsanar dicha injusticia y si es lícito escuchar la voz de la envidia. Pero aun en el caso de considerar la visión de Babeuf -tal como afirmaba Weber-, tan defendible como la primera visión, ¿cómo habría que proceder a continuación? ¿Tendríamos que elegir a ciegas? ¿O bien tendríamos que incitar a los parti­ darios de las dos visiones opuestas a que insistieran en sus opiniones con toda la obstinación de la que pudieran ha­ cer acopio? Si, como afirma Weber, no hay una solución moralmente superior a otra, la consecuencia lógica sería que la decisión debe traspasarse del tribunal de la ética al de la conveniencia o la oportunidad. Weber hizo hincapié en excluir las consideraciones de conveniencia de la discu­ sión sobre esta cuestión. A su juicio, si se plantean ciertas exigencias en el nombre de la justicia, no tiene cabida la consideración sobre qué solución proporcionaría los me­ jores «incentivos». Pero ¿acaso no existe relación entre la justicia y lo bueno de la sociedad, y entre lo bueno de la sociedad y los incentivos a la actividad de gran valor so­ cial? Si precisamente Weber tuviera razón al aseverar que las dos visiones opuestas son defendibles, debería la cien­ cia social como ciencia objetiva tachar de perturbado a quien insistiera en que sólo una de las visiones está con­ forme con la justicia.2-8 2.8. Wissenschaftslehre, p. 467.

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El segundo de los ejemplos se basa en la supuesta de­ mostración por parte de Weber de la existencia de un conflicto insoluble entre lo que denomina la «ética de la responsabilidad» y la «ética de la intención». Según la pri­ mera, la responsabilidad del hombre se extiende a las pre­ visibles consecuencias de sus acciones, mientras que, se­ gún la segunda, la responsabilidad del hombre se limita a la justicia intrínseca de sus acciones. Weber ilustró la ética de la intención con el ejemplo del sindicalismo: el interés del sindicalista no se centra en las consecuencias o el éxito de su actividad revolucionaria sino en su propia integri­ dad, en la defensa de sí mismo y en promover en los de­ más cierta actitud moral, sin más. Ni siquiera la prueba fehaciente de que en una situación determinada su activi­ dad revolucionaria resultara destructiva, por lo que po­ dría verse, para la existencia misma de los trabajadores revolucionarios no valdría como argumento contra un sindicalista convencido. El sindicalista convencido de We­ ber es una creación ad boc, como pone de manifiesto al señalar que si el sindicalista es consecuente, su reino no pertenecerá a este mundo. En otras palabras, si fuera con­ secuente, dejaría de ser sindicalista, esto es, un hombre comprometido con la liberación de la clase obrera en este mundo, y por tanto perteneciente a este mundo. La ética de la intención, que Weber atribuía al sindicalismo, es, en realidad, una ética ajena a todo movimiento social o polí­ tico de este mundo. Como afirmó en cierta ocasión, den­ tro de la dimensión de la acción social propiamente dicha «la ética de la intención y la ética de la responsabilidad no son contrarios absolutos, sino que se complementan: am­ bas unidas constituyen el verdadero ser humano». La éti­ ca de la intención que resulta incompatible con lo que We­ ber llamó en su día la ética de un verdadero ser humano es una interpretación propia de la ética cristiana o, dicho en términos más generales, una ética estrictamente ajena a

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este mundo. A lo que se refería Weber cuando hablaba del conflicto disoluble entre la ética de la intención y la ética de la responsabilidad era, por tanto, a que el conflicto en­ tre la ética de este mundo y la ética ajena a este mundo re­ sulta insoluble para la razón humana.29 Weber estaba convencido de que, sobre la base de una orientación estrictamente ajena a este mundo, no pueden darse normas objetivas: es imposible que existan normas «absolutamente válidas» y al mismo tiempo específicas sino es sobre la base de la revelación. Aun así nunca logró demostrar que la mente humana por sí sola fuera incapaz de llegar a determinar normas objetivas o que el conflicto entre las distintas doctrinas éticas de este mundo no pu­ diera ser resuelto por la razón humana. Tan sólo pudo de­ mostrar que la ética ajena a este mundo, o para ser más exactos un cierto tipo de ética ajena a este mundo, es in­ compatible con aquellos valores de la excelencia o de la dignidad humana que discierne la mente humana por sí sola. Se podría decir, sin caer en absoluto en la irreveren­ cia, que el conflicto entre la ética de este mundo y la ética ajena a este mundo debe constituir una cuestión primor­ dial para la ciencia social. Como el propio Weber señaló, la ciencia social trata de entender la vida social desde un punto de vista terrenal, por lo que se convierte en saber humano de la vida social, que tiene como guía la luz natu­ ral. La ciencia social trata de encontrar soluciones racio­ nales o razonables a los problemas sociales. Las visiones y

29. Para un análisis más profundo sobre el problema de la «responsabilidad» y la «intención» compárese con Tomás de Aquino, Summa theologica, 1, 2, qu. zo, a. 5; Burke, Present Discontents, en The Works o f Edm und Burke, Bohn’s Standard Library, 1, pp. 375-377 ; Lord Charnwood, Abraham Lincoln, Pocket Books, pp. 13 6 -13 7 , 16 4 -16 5 ; Churchill, Marlborough, v i, pp. 599-600; Wissenschaftslehre, pp. 467, 475-476, 546; Politische Schriften, pp. 62-63, 441-444,448-449; Soziologie und Sozialpolitik, pp. 5 12 -5 14 ; Re­ ligio nss oziol ogie, 11, pp. 19 3-19 4-

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soluciones a las que llega pueden ser cuestionadas sobre la base del saber sobrehumano o de la revelación divina. Pero, como indicó Weber, la ciencia social como tal no puede contemplar dichas cuestiones, pues se basan en pre­ suposiciones que la mente humana por sí sola nunca llega a ver claras. De aceptar presuposiciones de tal índole, la ciencia social se transformaría en una ciencia social «sectaria», ya fuera judía, cristiana, islámica, budista o de cualquier otra naturaleza. Además, si las visiones genuinas de la ciencia social pueden ser cuestionadas sobre la base de la revelación, la revelación no sólo se encuentra por encima de la razón sino en contra de ella. Weber no tuvo remordimientos al afirmar que toda creencia en la revelación se basa en el fondo en el absurdo. El hecho de si esta visión de Weber, quien, después de todo, no represen­ taba una autoridad teológica, es compatible con una creencia inteligente en la revelación no debe reclamar nuestra atención en estos momentos.30 Una vez dado por sentado que la ciencia social, o esta comprensión terrenal de la vida humana, es por lo visto le­ gítima, la dificultad que plantea Weber parece carecer de relevancia. Sin embargo, Weber se negó a dar por sentado dicha premisa, al sostener tras un análisis final que la cien­ cia o la filosofía no reside en premisas evidentes al alcance del hombre como tal sino en la fe. Sobre el supuesto de que sólo por medio de la ciencia o la filosofía se puede llegar a la verdad accesible al hombre, planteó la cuestión sobre la legitimidad de la búsqueda de conocimiento, una cuestión que, a su entender, no puede responder por más tiempo la ciencia o la filosofía, incapaz de ofrecer una explicación clara o certera de su propia base. La justificación de la 30. Wissensckaftslehre, pp. 33 n. 2, 39, 15 4 , 379, 466, 469, 4 7 1, 540, 542, 545-547, 550-554; Politiscbe Shriften, pp. 62-63; Religionssoziologie, 1, p. 566.

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ciencia o la filosofía no planteaba problemas mientras se pudiera pensar que se trataba del camino hacia el «verda­ dero ser», la «verdadera naturaleza» o la «verdadera feli­ cidad». Pero a la larga dichas expectativas han resultado ser ilusorias. En lo sucesivo, la ciencia o la filosofía no pue­ de proponerse otra meta que la de descubrir esa verdad tan limitada a la que puede acceder el hombre. Con todo, pese a este asombroso giro en el carácter de la ciencia o la filo­ sofía, se considera que la búsqueda de la verdad conserva aún su valor en sí misma, y no sólo en vista de sus resulta­ dos prácticos, que a su vez tienen un valor cuestionable, pues aumentar el poder del hombre significa aumentar su poder para hacer tanto el bien como el mal. Al considerar que la búsqueda de la verdad conserva aún su valor en sí misma, uno admite que está decantándose por una prefe­ rencia que carece ya de una razón justificada o suficiente, y reconoce con ello el principio según el cual las preferencias no precisan razones justificadas o suficientes. En conse­ cuencia, quienes consideran que la búsqueda de la verdad conserva aún su valor en sí misma pueden ver actividades tales como la comprensión del origen de una doctrina, o la edición de un texto -mejor dicho, la corrección conjetural de la lectura viciada de un manuscrito- como fines en sí mismos: la búsqueda de la verdad posee la misma dignidad que la filatelia. Toda afición o capricho resulta tan defen­ dible o legítimo como cualquier otro. Pero Weber no siem­ pre llegó tan lejos. También afirmaba que el objetivo de la ciencia es la claridad, esto es, la claridad acerca de las grandes cuestiones, lo que significa en el fondo claridad no sobre el todo sino sobre la situación del hombre como tal. La ciencia o la filosofía se presenta pues como el camino hacia la ruptura con lo ilusorio; sienta las bases de un vida libre, de una vida que se niega a provocar el sacrificio del intelecto y se atreve a observar la realidad en su faceta más dura. Su máximo interés se centra en la verdad conocible,

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que tiene validez nos guste o no. Weber llegó hasta este punto, pero se guardó de decir que la ciencia o la filosofía se ocupa de la verdad que tiene validez para todos los hombres tanto si desean conocerla como si no. ¿Qué fue lo que le frenó? ¿Por qué negó a la verdad conocible su inelu­ dible poder?31 Weber se inclinaba a pensar que el hombre del siglo x x se nutre del fruto del árbol del conocimiento, o que puede romper con las visiones ilusorias que cegaron al hombre en el pasado: observamos la situación del hombre sin en­ gaños; estamos desengañados. Pero bajo la influencia del historicismo, le asaltaron las dudas sobre si se puede ha­ blar de la situación del hombre como tal o, de ser el caso, si la situación no se ve de distinta forma en diferentes épo­ cas de tal modo que, en principio, la visión de una época sería tan legítima o ilegítima como la de cualquier otra. En consecuencia, Weber se preguntaba si lo que resultaba ser la situación del hombre como tal era algo más que la si­ tuación del hombre actual o «la información ineludible de nuestra situación histórica». Lo que en un principio pare­ cía la ruptura con lo ilusorio se presentaba en el fondo como poco más que la premisa cuestionable de nuestra época o como una actitud destinada a ser suplantada, a su debido tiempo, por una actitud que se correspondería con la época futura. El pensamiento de la época actual se ca­ racteriza por el desengaño, la invalidación de «lo terre­ nal» o la irreligión. Lo que pretende ser una ruptura con lo ilusorio no es ni más ni menos que una ilusión como las creencias que prevalecieron en el pasado y que pueden prevalecer en el futuro. Somos irreligiosos porque el desti­ no nos obliga a serlo, no por otra razón. Weber se negó a provocar el sacrificio del intelecto, no esperaba un renaci­ 3 1 . Wissenschaftslehre, pp. 60-61, 18 4 , 2 13 , 2 5 1, 469, 5 3 1, 540, 547, 549; Politische Shriften, pp. 12 8 , 2 1 3 ; Religionssoziologie, 1, pp. 569-570.

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miento religioso ni la llegada de profetas ni salvadores, ni tenía la certeza de que en el futuro se produjera un renaci­ miento religioso. En cambio, sí estaba seguro de que toda dedicación a causas o ideales hunde sus raíces en la fe reli­ giosa y que, por tanto, la decadencia de la fe religiosa aca­ bará por conducir a la extinción de todas las causas o idea­ les. Weber tenía tendencia a ver ante sí la alternativa de un vacío espiritual absoluto o de un renacimiento religioso. Pese a no tener esperanzas en el moderno experimento irreligioso de este mundo, seguía aferrado a él pues estaba predestinado a creer en la ciencia tal y como la entendía. Como resultado de este conflicto, para el que no encontró solución, llegó a la creencia de que el conflicto entre valo­ res no puede ser resuelto por la razón humana.3z Aun así, la crisis de la vida moderna y de la ciencia mo­ derna no debe poner en duda necesariamente la idea de la ciencia. Debemos tratar pues de expresar en los términos más precisos lo que Weber tenía en mente cuando dijo que la ciencia parecía ser incapaz de ofrecer una explicación clara o certera de sí misma. El hombre no puede vivir sin luz, sin orientación, sin co­ nocimiento; sólo por medio del conocimiento del bien pue­ de encontrar el bien que necesita. La cuestión fundamental radica, pues, en determinar si los hombres pueden adquirir dicho conocimiento del bien que precisan para guiar sus vi­ das de forma individual o conjunta sin más ayuda que sus poderes naturales, o si, por el contrario, dependen de la re­ velación divina. No hay dilema;más primordial que éste: la orientación humana o la divina. La primera posibilidad es propia de la filosofía o la ciencia en el sentido inicial del tér­ mino, la segunda está presente en la Biblia. No hay combi­ nación o síntesis que permita eludir dicha disyuntiva, pues32 3 2 . W issenschaftslehre , pp . 5 4 6 - 5 4 7 , 5 5 1 - 5 5 5 ; Religionssoziologie, 1, pp.

204, 523.

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tanto la filosofía como la Biblia proclaman algo como lo único necesario, lo único que cuenta en el fondo, y lo único necesario que postula la Biblia es lo contrario de lo que pro­ pugna la filosofía, es decir, una vida de amor sumiso frente a una vida de libre pensamiento. En todo intento de acerca­ miento, de síntesis por impresionante que resulte, uno de los dos elementos en discordia se sacrifica por el otro, de forma más o menos sutil pero sin excepción en todos los casos: la filosofía que pretende ser la reina puede acabar sirviendo a la revelación, o viceversa. Si contemplamos a vista de pájaro la lucha secular entre la filosofía y la teología, probablemente tendremos la im­ presión de que ninguno de los dos opuestos ha logrado nunca refutar los postulados del otro. Todo argumento en favor de la revelación parece tener validez sólo si se presu­ pone la fe en la revelación; y todo argumento contra la re­ velación parece tener validez sólo si se presupone la falta de fe en la revelación, lo que no dejaría de evidenciar el es­ tado natural de las cosas. La revelación resulta siempre tan incierta para la razón por sí sola que no puede exigir su aprobación, y el hombre cuenta con tal formación que puede encontrar su satisfacción y su felicidad en la libre investigación, en la articulación del enigma del ser. Pero, por otro lado, es tal su anhelo por hallar una solución a ese enigma y el saber humano es siempre tan limitado que no hay lugar para la negación de la iluminación divina ni para el rechazo de la posibilidad de la revelación. En tal caso, es este estado de cosas el que parece decidir de forma irrevocable en favor de la revelación y en contra de la filo­ sofía. La filosofía debe dar por sentado que la revelación es posible, lo que significa, sin embargo, dar por sentado que la filosofía tal vez no sea lo único necesario, que la filosofía sea quizá algo infinitamente insignificante. Dar por sentado que la revelación es posible implica dar por sentado que la vida filosófica no es necesariamente, o

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por lo visto, la vida correcta. La filosofía, la vida dedicada a la búsqueda del conocimiento patente accesible al hom­ bre como tal, estaría basada en una decisión ambigua, ar­ bitraria o tomada a ciegas, lo que no haría sino confirmar la tesis de la fe, según la cual no hay posibilidad de cohe­ rencia, de una vida completamente consecuente y sincera, sin la fe en la revelación. El mero hecho de que la filosofía y la revelación no puedan rechazarse entre sí constituiría la refutación de la filosofía por parte de la revelación. Fue el conflicto entre revelación y filosofía o ciencia en toda la extensión del término lo que llevó a Weber a defen­ der la idea de que la ciencia o la filosofía adolece de una irremediable debilidad. Pese a su afán por mantenerse fiel a la causa del pensamiento autónomo, cayó en la desespe­ ración al descubrir que el sacrificio del intelecto, del que abomina la ciencia o la filosofía, reside en el fondo de la misma ciencia o filosofía. Pero remontémonos de estos sombríos abismos a la su­ perficialidad que, aunque no exactamente radiante, pro­ mete siquiera un sueño tranquilo. Al emerger de nuevo a la superficie nos encontramos con unas seiscientas pági­ nas de gran formato rellenas con el menor número posible de frases y el mayor número posible de notas a pie de pá­ gina, dedicadas a la metodología de las ciencias sociales. Con todo, no tardamos en advertir que no nos hemos librado del problema, ya que la metodología de Weber di­ fiere un tanto de lo que se suele entender por metodología. Todo estudiante inteligente que la haya leído se habrá per­ catado de su carácter filosófico. Es posible expresar esta sensación con claridad. La metodología, como crítica del correcto proceder de la ciencia, debe servir forzosamente como reflejo de las limitaciones de la misma. Si la ciencia es, en efecto, la forma suprema del saber humano, será por tanto reflejo de las limitaciones del saber humano. Y si es el conocimiento el que confiere un carácter especí­

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fico al hombre entre todos los seres de la tierra, la metodo­ logía debe ser reflejo de las limitaciones de la humanidad o de la situación del hombre como tal. A la metodología de Weber le faltaba poco para satisfacer dicha exigencia. Para aproximarnos siquiera un poco más a lo que el propio Weber pensaba de su metodología, diremos que su noción de ciencia, tanto natural como social, está basada en una visión determinada de la realidad, ya que, según Weber, la comprensión científica consiste en una singular transformación de la realidad. Resulta, por tanto, imposi­ ble explicar el significado de la ciencia sin un análisis pre­ vio de la realidad tal y como es, esto es, antes de su trans­ formación por parte de la ciencia. Weber no dijo tanto acerca de este tema. No le preocupaba tanto el carácter de la realidad como las diferentes maneras en que se transfor­ ma la realidad por acción de los distintos tipos de ciencia. Su interés primordial se basaba en la protección de la inte­ gridad de las ciencias históricas o culturales frente a dos peligros evidentes: frente al intento de moldear dichas ciencias sobre el modelo de las ciencias naturales o frente al intento de interpretar el dualismo de las ciencias natu­ rales e históricas-culturales en términos de un dualismo metafísico («cuerpo-mente» o «necesidad-libertad»). No obstante, sus tesis metodológicas siguen siendo ininteligi­ bles, o en cualquier caso irrelevantes, si no se traducen en tesis relativas al carácter de la realidad. Cuando reclama­ ba, por ejemplo, que la comprensión interpretativa se supeditara a una explicación causal, se veía guiado por la observación de que lo inteligible queda con frecuencia subyugado a lo que ha dejado de ser inteligible o que lo in­ ferior es en general más fuerte que lo superior. Además, sus preocupaciones le dejaban tiempo para exponer su visión de la realidad antes de su transformación por parte de la ciencia. A su modo de ver, la realidad es una secuencia infi­ nita y carente de sentido - o un caos- de acontecimientos

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únicos e infinitamente divisibles, carentes asimismo de sentido: todo significado, toda articulación, deriva de la actividad de la comprensión o de la evaluación de una cuestión. Hoy en día apenas encontraría adeptos esta vi­ sión de la realidad, que Weber adoptó del neokantianisiño sin más modificaciones que la incorporación de uno o dos toques emotivos. Basta con señalar que el propio Weber era incapaz'de defender con coherencia dicha visión. Cier­ to es que no pudo negar la existencia de una articulación de la realidad que precede a toda articulación científica, una articulación o abundancia de significado que tenemos en mente al hablar del mundo de la experiencia común o de la comprensión natural del mundo.33 Pero ni siquiera trató de ofrecer un análisis coherente del mundo social tal como lo entiende el «sentido común», o de la realidad so­ cial tal como se conoce en la vida social o en acción. En lu­ gar de dicho análisis su obra presenta definiciones de tipos de ideales, de construcciones artificiales que ni siquiera pretende corresponderse con la articulación intrínseca de la realidad social y que, además, quieren tener un carácter estrictamente efímero. Sólo sobre la base de un análisis ex­ haustivo de la realidad social como la entendemos en la vida real, y como siempre la han entendido los hombres desde el origen de la civilización, se podría plantear una discusión adecuada sobre la posibilidad de una ciencia so­ cial con capacidad de evaluación. Dicho análisis haría in­ teligibles los dilemas fundamentales que forman parte esencial de la vida social y con ello proporcionaría una base para juzgar con sensatez si el conflicto entre dichos dilemas puede tener en principio solución. Con el espíritu que marca una tradición de tres siglos, Weber habría rechazado la sugerencia de que la ciencia so­ 33. Wissenschaftslehre, pp. 5, 35, 50 -51, 6 1, 67, 7 1 , 12 6 , 12 7 n., 13 2 -13 4 , 1 6 1 - 1 6 2 , 1 6 6 , 1 7 1 , 1 7 3 , 1 7 5 , 1 7 7 - 1 7 8 , 1 8 0 , 208, 389, 503.

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cial debe estar basada en un análisis de la realidad social tal como se conoce en la vida social o como la entiende el «sen­ tido común». De acuerdo con dicha tradición, el «sentido común» es un híbrido fruto del mundo absolutamente sub­ jetivo de las sensaciones del individuo y del mundo verda­ deramente objetivo que ha ido descubriendo la ciencia. Esta visión tuvo su origen en el siglo x v n , con la aparición del pensamiento moderno en virtud de una ruptura con la filosofía clásica. No obstante, los precursores del pensa­ miento moderno comulgaban aún con los postulados de los clásicos en la medida en que concebían la filosofía o la ciencia como la perfección de la visión natural del hombre del mundo natural, si bien diferían de ellos en tanto que confrontaban la nueva filosofía o ciencia -considerada la visión verdaderamente natural del m undo- con la visión desnaturalizada del mundo propugnada por la filosofía o la ciencia clásica o medieval, o por la «escuela».3« El triun­ fo de la nueva filosofía o ciencia se vio determinado por la victoria de su elemento decisivo, a saber, la nueva física. Di­ cha victoria dio como resultado final la emancipación de la nueva física y de la nueva ciencia natural en general, de la filosofía, que a partir de entonces dio en llamarse «filoso­ fía» en contraposición a «ciencia»; en realidad, la «cien­ cia» se convirtió en la autoridad de la «filosofía». Podría decirse que la «ciencia» es la parte más fructuosa de la filo­ sofía o la ciencia moderna, mientras que la «filosofía» es la parte menos fructuosa, motivo por el cual la ciencia natu­ ral moderna, y no la filosofía moderna, pasaría a conside­ rarse como la perfección de la comprensión natural del hombre del mundo natural. No obstante, en el siglo x ix se hizo cada vez más patente la necesidad de realizar una 34. Compárese con Jacob Klein, «Die griechische Logistik und die Entstehung der modernen Algebra», en Quellen und Studien zur Geschichte der Matkematik, Astronomie und Physik, 19 36 , vol. n i , p. 12 5 .

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distinción radical entre lo que se conocía entonces como comprensión «científica» (o «el mundo de la ciencia») y la comprensión «natural» (o «el mundo en el que vivi­ mos»). Se hizo patente que la comprensión científica del mundo se da por medio de una modificación radical, a dife­ rencia de una perfección, como en el caso de la compren­ sión natural. Dado que la comprensión natural es la presu­ posición de la comprensión científica, el análisis de la ciencia y del mundo de la ciencia presupone el análisis de la comprensión natural, del mundo natural o del mundo del sentido común. El mundo natural, el mundo en el que vivimos y actuamos, no es objeto o producto de una actitud teórica; no se trata de un mundo de meros objetos que ob­ servamos con imparcialidad sino de un mundo de «cosas» y «asuntos» que manejamos. Con todo, mientras identifi­ quemos el mundo natural o precientífico con el mundo en el que vivimos, nos encontraremos ante una abstracción. El mundo en el que vivimos ya es un producto de la ciencia, o en cualquier caso se ve profundamente afectado por la existencia de la ciencia. Sin mencionar la tecnología, el mundo en el que vivimos se ve libre de fantasmas, brujas y demás seres que de no existir la ciencia abundarían. Para comprender el mundo natural como un mundo radical­ mente precientífico o prefilosófico, debemos remontarnos a la primera aparición de la ciencia o la filosofía. Para ello no es necesario que nos adentremos en extensos estudios antropológicos de carácter forzosamente hipotéticos; bas­ ta con la información que proporciona la filosofía clásica acerca de sus orígenes, en particular si dicha información se complementa con la consideración de las premisas más elementales de la Biblia, para reconstruir el carácter esen­ cial del «mundo natural». Mediante la utilización de dicha información complementada deberíamos ser capaces de comprender el origen de la idea del derecho natural.

C A P Í T U L O III

El origen de la idea del derecho natural

Para comprender el problema del derecho natural, no hay que partir de la comprensión «científica» de las cuestiones políticas sino de la comprensión «natural», es decir, del modo en que se presentan en la vida política, sobre el terreno, cuando nos atañen y debemos tomar decisiones al respecto. Esto no significa que la vida política entienda necesariamente de derecho natural. El derecho natural hubo de ser descubierto cuando ya existía la vida política. Lo que supone simplemente es que la vida política en to­ das sus formas apunta necesariamente hacia el derecho natural como un problema inevitable. El descubrimiento de dicho problema no es anterior a la ciencia política sino coetáneo, de lo que se desprende que una vida política que ignora la idea del derecho natural desconoce necesaria­ mente la posibilidad de la ciencia política y, de hecho, la posibilidad de la ciencia en sí, de la misma forma que una vida política que es consciente de la posibilidad de la cien­ cia conoce el derecho natural como problema. La idea del derecho natural debe ser desconocida mien­ tras no se conozca tampoco la idea de la naturaleza. El descubrimiento de la naturaleza corresponde a la filoso­ fía. Donde no hay filosofía, no hay conocimiento del dere­ cho natural como tal. El Antiguo Testamento, que tendría como premisa básica el rechazo implícito de la filosofía, desconoce la «naturaleza»: el término hebreo para «natu­ raleza» no figura en la Biblia hebrea. En esta versión no se dice, por ejemplo, que el «cielo y la tierra» es lo mismo que la «naturaleza». No existe, pues, conocimiento algu-

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no del derecho natural tal y como se refleja en el Antiguo Testamento. El descubrimiento de la naturaleza precede necesariamente al descubrimiento del derecho natural. La filosofía es anterior a la filosofía política. La filosofía representa la búsqueda de los «principios» de todas las cosas, lo que significa ante todo la búsqueda del «origen» de todas las cosas o de las «primeras cosas». En este sentido, la filosofía coincide completamente con la mitología. Sin embargo, el philósophos (‘amante de la sabi­ duría’ ) no es idéntico al philómythos (‘amante del mito’). Aristóteles se refiere a los primeros filósofos simplemente como «hombres que platican sobre la naturaleza» y los dis­ tingue de los hombres que les precedieron y que «conversa­ ban sobre los dioses».1 La filosofía, a diferencia de la mito­ logía, cobró vida con el descubrimiento de la naturaleza, o bien se podría decir que el primer filósofo fue el primer hombre que descubrió la naturaleza. La historia entera de la filosofía no es sino la relación de los sucesivos intentos por lograr una comprensión total de lo que implicó aquel descubrimiento crucial que tuvo lugar hace más de dos mil seiscientos años de la mano de ciertos pensadores griegos. Para comprender el significado de aquel descubrimiento aunque sea de forma provisional, es preciso volver de la idea de naturaleza a su equivalente prefilosófico. El significado del descubrimiento de la naturaleza no puede comprenderse si uno entiende por naturaleza «la totalidad de los fenómenos», pues el descubrimiento de la naturaleza consiste precisamente en la división de la to­ talidad en fenómenos naturales y fenómenos no naturales, donde «naturaleza» es un término de distinción. Antes del descubrimiento de la naturaleza, el comportamiento ca­ 1. Aristóteles, Metafísica, 9 8 1b 2.7-29, 982b 18 (véase Ética a Nicómano, m b 3 3 - 3 5 ) , 9 8 30 7 ss., i o j b z 6 - z j ; Platón, Las leyes, 891c, 89202-7, 896a 5-b3-

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racterístico de cualquier cosa o de cualquier clase de cosas se tomaba por su costumbre o su proceder, es decir, que no se establecía una distinción fundamental entre las costum­ bres o los modos de proceder que se mantienen inaltera­ bles en todo momento y lugar y las costumbres o los mo­ dos de proceder que difieren de una tribu a otra. Ladrar y menear la cola es propio de los perros, la menstruación es propia de las mujeres, las locuras son propias de los locos, así como no comer cerdo es una costumbre propia de los judíos y no beber vino es propio de los musulmanes. «Costumbre» o «proceder» es el equivalente prefilosófico de «naturaleza». Si bien cada cosa o cada clase de cosas tiene sus propias costumbres o modos de proceder, hay una costumbre o proceder en particular que resulta primordial: «nuestro» proceder, «nuestro» modo de vida «aquí», el modo de vida del colectivo independiente al que pertenece una per­ sona. Podríamos definirlo como la costumbre o el proce­ der «primordial». Aunque no todos los miembros de la colectividad mantienen siempre dicha costumbre, en su mayoría la retoman si la recuerdan debidamente: la cos­ tumbre primordial es el camino correcto. Su validez que­ da garantizada por su antigüedad: «Existe una especie de presunción contra lá novedad, derivada de una profunda consideración por la naturaleza humana y las cuestiones humanas; y la máxima de la jurisprudencia cuenta con una base sólida, Vetustas pro lege semper habetur». Pero no todo lo antiguo es lo correcto. «Nuestro» proceder tie­ ne validez por ser tanto antiguo como «propio de nos­ otros» o bien por ser «producto del hombre y legítimo».2 Al igual que «lo antiguo y lo propio de uno» se correspon­ día en un principio con lo justo y lo bueno, «lo nuevo y lo extraño» equivalía a lo malo. La noción de relacionar 2. Burke, Letters on a Regicide Peace, 1 7 IV; véase Herodoto m , 38 7 1, 8.

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«antiguo»*y~ «propio de uno» es «ancestral». La vida pre­ filosófica se caracteriza por la identificación primitiva de lo bueno con lo ancestral. Por lo tanto, el camino correcto implica necesariamente pensamientos acerca de los ante­ pasados y, con ello, acerca de las primeras cosas sin másJJj Uno no puede identificar de forma razonable lo bueno ' con los antepasados si no da por sentado que los antepa­ sados eran completamente superiores a «nosotros», lo que implica que eran superiores al resto de los mortales; en consecuencia, uno llega a creer que los antepasados, o quienes sentaran las bases del modo de proceder ances­ tral, eran dioses, descendientes de dioses o al menos se ha­ llaban «próximos a los dioses». La identificación de lo bueno con lo ancestral lleva a atribuir el establecimiento del proceder correcto a dioses o descendientes de dioses o discípulos de dioses: el proceder correcto debe ser una ley divina. Al ver que nuestros antepasados pertenecen a una colectividad distinta, uno llega a pensar que existe una se­ rie de leyes o códigos divinos, fruto cada uno de la obra de un ser divino o semidivino.34 En principio, las cuestiones relativas a las primeras co­ sas y al proceder correcto tienen respuesta antes incluso 3. «El camino correcto» parece ser la relación entre el «modo de proceder» (o «costumbre») en general y las «primeras cosas», esto es, entre las raíces de las dos acepciones más relevantes de «naturaleza»: «naturaleza» como carác­ ter esencial de una cosa o de una serie de cosas y «naturaleza» como «las pri­ meras cosas». En relación a la segunda acepción, véase Las leyes de Platón, 8 9 10 1-4 , 892c 2-7. En cuanto a la primera acepción, consúltese la referencia aristotélica así como estoica sobre el «modo de proceder» en sus definiciones de naturaleza (Aristóteles, Física, 1 9 3 0 1 3 - 1 9 , 19 4 32 7-30 , 19 9 39 -10 ; Cice­ rón, D e natura deorum, 11, 57, 81). Cuando se niega la idea de «naturaleza», la «costumbre» recupera su lugar original. Compárese con Maimónides, Guía de perplejos, 1, 7 1 , 73, y Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, frags. 92, 222, 233. 4. Platón, Las leyes, 6 24 31-6 , 6 34 61-2, 662C7, d j - e j ; Minos, 3 18 0 1- 3 ; Ci­ cerón, Las leyes, 11, 27; véase Fustel de Coulanges, La Cité antique, parte i i i , cap. x i.

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de ser planteadas. La respuesta viene impuesta por la autoridad, pues la autoridad como el derecho de los seres humanos a ser obedecidos deriva esencialmente de la ley, y la ley en principio no es más que el modo de vida de la comunidad. Las primeras cosas y el proceder correcto no pueden llegar a cuestionarse ni convertirse en el objeto de una búsqueda, de la misma forma que la filosofía no pue­ de darse ni la naturaleza puede ser descubierta si no se duda de la autoridad como tal o al menos mientras que se acepte de plano la afirmación general de un ser, cual­ quiera que éste sea.5 La aparición de la idea del derecho natural presupone, por tanto, la duda de la autoridad. Platón ha señalado más por medio de los postulados conversacionales expresados en sus obras República y Le­ yes que por las declaraciones explícitas cuán indispensable es la duda de la autoridad o la libertad de la autoridad para el descubrimiento del derecho natural. En la República la discusión acerca del derecho natural da comienzo mucho después de que el anciano Céfalo, el padre, el cabeza de fa­ milia, haya dejado de cumplir con las ofrendas sagradas a los dioses: la ausencia de Céfalo, o de lo que representa, es indispensable para la búsqueda del derecho natural. O, si se prefiere, los hombres como Céfalo no necesitan saber de la existencia del derecho natural. Además, la discusión priva a los participantes de toda capacidad para ser cons­ cientes de la adoración en honor de una diosa que supues­ tamente debían ver. La búsqueda del derecho natural susti­ tuye a dicha adoración. La discusión recogida en Las leyes se desarrolla mientras los participantes, siguiendo las hue­ llas de Minos, quien, siendo hijo y discípulo de Zeus, ha­ bía dotado a los cretenses con sus leyes divinas, se dirigen5 5. Véase Platón, Carmides, 16 1C 3-8 , y Pedro, 275c 1-3 , con Apología de Só­ crates, z ib 6 -c z ; véase también Jenofonte, Apología de Sócrates, 14 - 15 con Ciropedia, VII, 1 1 , 1 5 - 1 7 .

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de una dudad de la isla a la cueva de Zeus. Aunque la con: versación se recoja de forma íntegra, nada se dice sobre si llegaron a su destino inicial. El final de Las leyes está dedi­ cado al tema central de la República: el derecho natural, o la filosofía política y la culminación de la filosofía política, sustituye a la cueva de Zeus. Si tomamos a Sócrates como el representante de la búsqueda del derecho natural, pode­ mos describir la relación de dicha búsqueda con la autori­ dad de la siguiente manera: en una comunidad gobernada por las leyes divinas, está estrictamente prohibido someter dichas leyes a una discusión verdadera, es decir, a un exa­ men crítico, en presencia de jóvenes varones; Sócrates, sin embargo, aborda el tema del derecho natural -una cues­ tión cuyo descubrimiento presupone la duda del código ancestral o divino- no sólo en presencia de jóvenes sino entablando una conversación con ellos. Ya antes de Pla­ tón, Herodoto había mostrado este estado de cosas en el transcurso del único debate que recogió en torno a los principios de la política; Herodoto nos cuenta que se plan­ teó una discusión abierta en la Persia amante de la verdad a raíz de la matanza de los magos.6 Con ello no se niega que, una vez que la idea del derecho natural ha aparecido y se hace habitual, ésta pueda adaptarse con facilidad a la creencia en la existencia de leyes fruto de la revelación di­ vina. Nos limitamos a afirmar que el predominio de dicha creencia impide la aparición de la idea del derecho natural o relega la búsqueda del derecho natural a algo infinita­ mente irrelevante, pues si el hombre sabe por revelación divina cuál es el camino correcto, no tiene que descubrir dicho camino por sus propios medios. La forma original de la duda de la autoridad y, por tan­ to, de la dirección que tomó en un principio la filosofía o 6. Platón, Las leyes, 634CÍ7-63 5a 5; véase Apología de Sócrates, 2 3 c 2. ss. con República, 53805-66; Herodoto, m , 76 (véase 1, 132).

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la perspectiva en la que se descubrió la naturaleza se vie­ ron determinadas por el carácter original de la autoridad. La presunción de la existencia de una serie de códigos di­ vinos plantea dificultades, dado que los distintos códigos se contradicen entre sí. Un código elogia por completo las acciones que otro condena tajantemente. Un cogido exige el sacrificio de los primogénitos, mientras que otro prohí­ be todo sacrificio humano por abominable. Los ritos fu­ nerarios de un pueblo provocan el horror de otro pueblo. Pero lo que resulta decisivo es el hecho de que los distintos códigos se contradicen entre sí en lo que sugieren respecto a las primeras cosas. La visión de que los dioses nacieron de la tierra no puede conciliarse con la visión de que los dioses crearon la tierra. Se plantea, por tanto, la cuestión sobre qué código es el correcto y sobre qué historia acerca del origen de las primeras cosas es la historia verdadera. El proceder correcto deja de contar con la garantía de la autoridad para convertirse en una cuestión o en el objeto de una búsqueda. La identificación primitiva de lo bueno con lo ancestral se sustituye por la distinción fundamental entre lo bueno y lo ancestral; la búsqueda del camino correcto o de las primeras cosas representa la búsqueda del bien en contraposición a lo ancestral.7 A la larga resultará ser la búsqueda de lo que es bueno por naturaleza a dife­ rencia de lo que es bueno simplemente por convención. La búsqueda de las primeras cosas está marcada por dos distinciones fundamentales que preceden a la distin­ ción entre lo bueno v lo ancestral. Los hombres han teni­ do siempre que diferenciar (en materia judicial, por ejem­ plo) entre los rumores y lo visto por uno mismo y han preferido dar crédito a lo que uno ha visto que a lo que 7. Platón, República, 53803-4, e$-6 ; E l político, 29608-9; Las leyes, 702c 5-8; Jenofonte, Ciropedia, II, 11, 26; Aristóteles, Política, 12 6 9 a 3-8,

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simplemente le cuentan los demás. No obstante, el uso de dicha distinción se restringía en principio a temas secun­ darios o particulares. Por lo que respecta a las cuestiones de importancia capital -las primeras cosas y el camino correcto- la única fuente de conocimiento eran los rumo­ res. Frente a la contradicción entre los numerosos códigos sagrados, alguien -un viajero, una persona que había vis­ to ciudades con una multitud de individuos y reconocía la diversidad de sus pensamientos y costumbres- sugirió que la distinción entre lo visto por uno mismo y los rumores se aplica a todas las cuestiones, y especialmente a las de im­ portancia capital. No hay lugar para la crítica o la apro­ bación del carácter divino o venerable de cualquier código o historia hasta que los hechos sobre los que se basan las afirmaciones se hayan evidenciado o demostrado; deben ponerse de manifiesto, para todos y a plena luz del día. De este modo, el hombre se percata de la diferencia crucial entre lo que su colectividad considera incuestionable y lo que observa por sí mismo; es así como el Yo se ve capaz de enfrentarse al Nosotros sin ningún sentimiento de culpa, un derecho, sin embargo, que no adquiere el Yo como tal. Los sueños y las visiones han tenido una importancia de­ cisiva a la.hora de establecer las afirmaciones del código divino o de la historia sagrada de las primeras cosas. En virtud de la aplicación universal de la distinción entre los rumores y lo visto por uno mismo, se establece ahora una distinción entre la verdad de uno mismo y el mundo co­ mún percibidos al despertar y los numerosos mundos pri­ vados e imaginarios de los sueños y las visiones. Resulta, por tanto, que no es el Nosotros de un grupo determinado ni el Yo único sino el hombre como tal la medida de lo verdadero y lo falso, del ser o no ser de todas las cosas. El hombre aprende finalmente a distinguir entre los nombres de las cosas que conoce a través de los rumores y que di­ fieren de un grupo a otro y las cosas en sí mismas que él,

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como cualquier otro ser humano, puede ver con sus pro­ pios ojos. Es entonces cuando puede empezar a sustituir las distinciones arbitrarias de las cosas que difieren de un grupo a otro por sus distinciones «naturales». La fuente por medio de la cual se tenía conocimiento de los códigos divinos y las historias sagradas de las primeras cosas no se atribuía a los rumores sino a la información so­ brenatural. Cuando se reclamaba la aplicación de la dis­ tinción entre los rumores y lo visto por uno mismo a las cuestiones de mayor relevancia, se estaba reclamando la demostración del origen sobrehumano de la toda supuesta información sobrehumana por medio de su análisis a la luz, no de los criterios tradicionales -por poner el casoempleados para distinguir entre oráculos verdaderos y fal­ sos, sino de los criterios que en el fondo derivan de un modo evidente de las reglas por las que nos guiamos en cuestiones totalmente accesibles al conocimiento humano. La categoría suprema del saber humano existente antes de la aparición de la filosofía o la ciencia estaba representada por las artes. La segunda distinción prefilosófica que mar­ có en un principio la búsqueda de las primeras cosas fue la distinción entre las cosas artificiales y no artificiales. La naturaleza fue descubierta cuando el hombre se embarcó en la búsqueda de las primeras cosas a la luz de las distin­ ciones fundamentales entre los rumores y lo visto por uno mismo, por un lado, y entre las cosas creadas por el hom­ bre y las que no lo son, por otro. La primera de estas dos distinciones motivó la exigencia de sacar a la luz las prime­ ras cosas, empezando por lo que ahora pueden ver todos los hombres. Sin embargo, no todas las cosas visibles re­ presentan un punto de partida igualmente idóneo para el descubrimiento de las primeras cosas. Las cosas creadas por el hombre no conducen a otra primera cosa que no sea el hombre, que sin duda no constituye la primera de todas las cosas. Las cosas artificiales se ven inferiores - o poste­

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riores- en todos los aspectos a las cosas no creadas sino halladas o descubiertas por el hombre. Se considera que las cosas artificiales deben su razón de ser a la invención humana o a la premeditación. Si uno se reserva su opinión respecto a la verdad de las historias sagradas de las prime­ ras cosas, no sabrá si las cosas que no son producto del hombre deben su existencia a una premeditación de cual­ quier tipo, es decir, si las primeras cosas originaron el resto de cosas por medio de la premeditación o no fue así. De esta forma uno se percata de la posibilidad de que las pri­ meras cosas originaran el resto de las cosas de un modo fundamentalmente diferente a toda forma de creación por medio de la premeditación. La afirmación según la cual to­ das las cosas visibles son producto de seres racionales o que sostiene la existencia de seres racionales sobrehuma­ nos requiere en lo sucesivo una demostración, una demos­ tración que parta de todo lo que podemos ver ahora.8 En resumen, pues, puede decirse que el descubrimiento de la naturaleza se corresponde con el apercibimiento de una posibilidad humana que, cuando menos según su pro­ pia interpretación, es transhistórica, transocial, transmo­ ral y transreligiosa.9 La búsqueda filosófica de las primeras cosas presupone no sólo que existen primeras cosas sino que las primeras

8. Platón, Las leyes, 8880-8890, 8 910 1-9 , 89202-7, ^66d6-^6y e i. Aristóte­ les, Metafísica, 989029-9908 5 ,10 0 0 3 9 -2 0 ,10 4 2 4 3 ss.;D e cáelo, 2 9 8 0 13-24 ; Tomás de Aquino, Summa theologica, 1, qu. z,a. 3. 9. Esta visión resulta aún inteligible de forma inmediata, como puede verse, hasta cierto punto a partir de la siguiente observación de A .N , Whitehead: «Después de Aristóteles, los intereses religiosos y morales comenzaron a in­ fluir en las conclusiones metafísicas [...] Cabe cuestionarse si existe estudio metafísico general que se precie que, sin la introducción ilícita de otras consi­ deraciones, llegue a superar el de Aristóteles» [Science and the Modern World, Mentor Books, pp. 17 3 -17 4 ). Véase Tomás de Aquino, Summa theo­ logica,, 1 , 2, qu. 58, a. 4-5 y qu. 10 4 ,? . 1 ; ir, 2, qu. 19 , a. 7 y qu. 45, a. 3 (a propósito de la filosofía con relación a la moralidad y la religión).

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cosas existen siempre y que las primeras cosas que existen siempre o que son imperecederas resultan más verdaderas que las cosas que no existen siempre. Dichas presuposi­ ciones se desprenden de la premisa fundamental de que todo ser surge por alguna causa o de que es imposible que «al principio fuera el caos», es decir, que las primeras cosas aparecieran de la nada y por medio de la nada. En otras palabras, sería imposible que se dieran los cambios manifiestos de no existir algo permanente o eterno, o, si se prefiere, los eventuales seres manifiestos requieren la exis­ tencia de algo necesario y, por tanto, eterno. Los seres que existen siempre revisten una dignidad superior que los se­ res con una existencia finita, porque sólo los primeros pueden ser la causa final de los últimos, de su existencia, o bien porque lo que no existe siempre encuentra su lugar dentro del orden constituido por lo que sí existe siempre. Los seres que no existen siempre resultan menos verdade­ ros que los que existen siempre, pues ser perecedero sig­ nifica debatirse entre ser y no ser. Se puede expresar la misma premisa básica mediante la afirmación de que la «omnipotencia» quiere decir poder limitado por el cono­ cimiento de las «naturalezas»,10 esto es, de la necesidad inalterable y conocible; toda libertad e indeterminación presupone una necesidad más esenciaf| Una vez descubierta la naturaleza, resulta imposible ver como costumbres o modos de proceder por igual el com­ portamiento normal o característico de los grupos natura­ les o de las distintas tribus humanas; las «costumbres» de los seres naturales se reconocen como su naturaleza, y las de las distintas tribus humanas, como sus convenciones. El concepto original de «costumbre» o «proceder» se divide en las nociones de «naturaleza», por un lado, y de «con­ vención, por otro. La distinción entre naturaleza y conven­ io . Véase Odisea, x , 303-306.

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ción, entre physis y nomos, es pues coetánea al descubri­ miento de la naturaleza y, por tanto, a la filosofía.11 La naturaleza no tendría que haberse descubierto si no hubiera permanecido oculta. De ahí que la «naturaleza» se entienda necesariamente en contraposición a algo más, a saber, a lo que oculta la naturaleza en tanto que oculta la naturaleza. Hay eruditos que se niegan a adoptar «natu­ raleza» como término de distinción, pues creen que todo lo que es, es natural. Sin embargo, tácitamente asumen que el hombre sabe por naturaleza de la existencia de algo como la naturaleza o que la «naturaleza» resulta tan poco problemática o tan obvia como, digamos, el «rojo». Por otra parte, se ven obligados a distinguir entre cosas natu­ rales o existentes y cosas ilusorias o cosas que pretenden existir sin existir; pero olvidan articular el modo de ser de las cosas más importantes que pretenden existir sin existir. La distinción entre naturaleza y convención implica que la naturaleza se ve oculta esencialmente por decisiones auto­ ritarias. El hombre no puede vivir sin pensar acerca de las primeras cosas, y es de suponer que tampoco puede vivir en condiciones óptimas sin sentirse unido a sus semejantes por medio de los mismos pensamientos sobre las primeras cosas, es decir, sin someterse a las decisiones autoritarias respecto a las primeras cosas: es la ley la que exige poner de manifiesto las primeras cosas o «lo que es». La ley, a su vez, se presenta como una norma que deriva del poder vinculante del acuerdo o la convención de los miembros de la colectividad. La ley o la convención tienen la tenden­ cia - o la función—de ocultar la naturaleza, y lo logran de tal manera que, para empezar, la naturaleza se conoce o se «ofrece» sólo como «costumbre». De ahí que la búsqueda i i . En cuanto a los primeros escritos que tratan sobre la distinción entre na­ turaleza y convención, véase Karl Reinhardt, Parmenides und die Geschichte der griecbiscben Philosophie, Bonn, 1 9 1 6, pp. 82-88.

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filosófica de las primeras cosas se rija por la comprensión del «ser» o de «existir» según la cual la distinción funda­ mental respecto a las formas del ser es la que se da entre «ser de verdad» y «ser en virtud de la ley o la conven­ ción», una distinción que sobrevivió de una forma apenas reconocible en la distinción escolástica entre ens reale y ens fictum.12La aparición de la filosofía afecta de manera radical a la actitud del hombre frente a las cosas políticas en gene­ ral y las leyes en particular, pues su comprensión respecto a dichas cuestiones se ve asimismo afectada de forma ra­ dical. Al principio, la autoridad por excelencia o el origen de toda autoridad radicaba en lo ancestral. Con el descu­ brimiento de la naturaleza, la defensa de lo ancestral se ve desarraigada; la filosofía apela de lo ancestral a lo bueno, a lo intrínsecamente bueno, a lo bueno por naturale­ za. Aun así la filosofía echa por tierra la defensa de lo ancestral de tal manera que preserva un elemento esen­ cial, pues, al hablar de naturaleza, los primeros filósofos se referían a las primeras cosas, es decir, a las cosas más antiguas; la filosofía apela de lo ancestral a algo más anti­ guo que lo ancestral. La naturaleza es la antecesora de to­ dos los antecesores o la madre de todas las madres. Es más antigua, y por ello más venerable, que cualquier tradición. La visión según la cual las cosas naturales revisten una dignidad superior que las cosas creadas por el hombre no está basada en ninguna idea subrepticia o inconsciente ex­ traída o derivada de la mitología, sino del descubrimiento mismo de la naturaleza. El arte presupone la naturaleza, mientras que la naturaleza no presupone el arte. Las capa­ cidades «creativas» del hombre, que resultan mucho más 12 . Platón, M inos, 3 15 a i-b 2 ,3 1 9 0 3 ; Las leyes, 88963-5, 890a 6-7, 891c 1-2, 904a9-b 1; Timeo, 4od-4ia; véase también Parménides, fragento 6 (Diels]; véase P. Bayle, Pensées diverses, párr. 49.

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admirables que cualquiera de sus creaciones, no son en sí mismas producto del hombre: el talento de Shakespeare no es fruto de sí mismo. La naturaleza proporciona no sólo los materiales sino también los modelos para todas las artes; «las cosas más bellas y sublimes» son producto de la naturaleza, no del arte. Al eliminar la autoridad de lo ancestral, la filosofía reconoce que la naturaleza es la autoridad.13 No obstante, para evitar conclusiones erróneas sería más indicado decir que al eliminar la autoridad, la filoso­ fía reconoce en la naturaleza la norma, pues la facultad hu­ mana que, con ayuda de la percepción de los sentidos, des­ cubre la naturaleza es la razón o el entendimiento, y la relación de la razón o el entendimiento con sus objetos es esencialmente distinta de la obediencia que no se cuestio­ na por qué se debe a la autoridad propiamente dicha. Al someterse a la autoridad, la filosofía, en concreto la filosofía política, perdería su carácter; degeneraría en la ideología, es decir, en la apologética de un orden social emergente o determinado, o bien experimentaría una trans­ formación hacia la teología o la jurisprudencia. Charles Beard describe la situación que se daba en el siglo x v m de la siguiente manera: «El clero y los monárquicos elevaban los derechos especiales a la categoría del derecho divino. Los revolucionarios recurrían a la naturaleza».14 La ver­ dad acerca de los revolucionarios del siglo x v m se puede aplicar, mutatis mutandis, a todos los filósofos en cuanto filósofos. Los filósofos clásicos hacían plena justicia a la gran verdad que servía de base a la identificación de lo bueno con lo ancestral. Sin embargo, no podrían haber puesto al descubierto la verdad subyacente si no hubieran rechazado, en primer lugar, dicha identificación en sí mis13 . Cicerón, Las leyes, 11, 1 3 , 40; De finibus, iv , 72; v , 17 . 14. The Republic, Nueva York, 1943, p. 38.

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ma. Sócrates, en concreto, era un hombre muy conserva­ dor por lo que se refería a las conclusiones prácticas finales de su filosofía política. Con todo, Aristófanes señaló la verdad al sugerir que la premisa fundamental de Sócrates podía inducir a un hijo a apalear a su propio padre, es de­ cir, a repudiar en la práctica la autoridad más natural. El descubrimiento de la naturaleza o de la distinción fundamental entre naturaleza y convención es la condi­ ción necesaria para la aparición de la idea del derecho na­ tural, pero no basta con dicha condición, pues todo dere­ cho puede ser convencional. Éste es precisamente el tema de la principal controversia en materia de filosofía políti­ ca: ¿existe acaso algún derecho natural? Parece que la res­ puesta que prevalecía antes de Sócrates era la negativa, es decir, la visión que hemos dado en llamar «convenciona­ lismo».15 No es de extrañar que los filósofos se inclinaran en un principio por el convencionalismo. Para empezar, el derecho se presenta como equivalente de la ley o la cos­ tumbre o como un carácter de la misma; y la costumbre o la convención surgen, con la aparición de la filosofía, como aquello que oculta la naturaleza. El texto presocrático crucial pertenece a un escrito de Heráclito: «A ios ojos de Dios, todas las cosas son justas [nobles] y buenas, pero los hombres han dado por senta­ do que algunas cosas son justas y otras injustas». La dis­ tinción misma entre lo justo y lo injusto no es sino una mera suposición o convención humana.16 Dios, o lo que se defina como la primera causa, se halla por encima del bien y del mal e incluso por encima de lo bueno y lo malo. Dios nada tiene que ver en ningún sentido con la justicia

15 . Véase Platón, Las leyes, 889c!7-89oaz con 891c 1 - 5 , 9 6 7a 7 ss.; Aristóte­ les, Metafísica, 99033-5; D e cáelo, Z98bi3-Z4; Tomás de Aquino, Summa theologica, 1, qu. 44, a. z. 1 6. Fragmento io z ; véanse los fragmentos 58, 6 j, 80.

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que resulta relevante para la vida humana como tal: Dios, no premia con la justicia ni castiga con la injusticia. La justicia no cuenta con ningún apoyo sobrehumano. El he­ cho de que la justicia se considere buena y la injusticia mala se debe única y exclusivamente a intereses humanos y fundamentalmente a decisiones humanas. «No se en­ cuentran indicios de justicia divina salvo allí donde reinan los hombres justos; por lo demás se da un caso, como ve­ mos, que apunta hacia lo justo o hacia lo inicuo.» El re­ chazo del derecho natural resulta ser, por tanto, la conse­ cuencia del rechazo de una providencia determinada.17 No obstante, bastaría con el ejemplo de Aristóteles para demostrar que es posible admitir el derecho natural sin creer en una providencia determinada o en la justicia divi­ na propiamente dicha.18 Pues por muy indiferente que pueda parecer el orden cósmico frente a las distinciones morales, la naturaleza humana, a diferencia de la naturaleza en general, podría constituir perfectamente la base de dichas dintinciones. Esta cuestión puede ilustrarse con el ejemplo de la doctri­ na presocrática más conocida, a saber, el atomismo, según la cual el hecho de que los átomos estén por encima de lo bueno y lo malo no justifica la inferencia de que no existe nada bueno o malo por naturaleza respecto a un com­ 17 . Spinoza, Tractatus theologico-politicus, cap. x ix (párr. 20 de la ed. Bruder). Víctor Cathrein (Recht, Naturrecbt und positives Recht, Freiburg im Breisgau, 19 0 1, p. 139 ) dice así: «Lehnt man das Dasein eines personlichen Schopfers und Weltregierers ab, so ist das Naturrecht nicht mehr festzuhalten». 18 . Ética a Nicómano, 1 178 b 7-22; F. Socinus, Praelectiones theologicae, cap. 2; Grocio, D e jure belli ac pacis, Prolegomena, párr. 1 1 ; Leibniz, Nouveaux essais, vol. 1, cap. 2, párr. 2. Consúltese los siguientes pasajes del Contrat social de Rousseau: «On voit encore que les parties contractantes seraient entre elles sous la seule loi de nature et sans aucun garant de leurs engagements recipro­ ques...» (111, cap. 16) 7 «A considérer humainement les choses, íaute de sanction naturelle, les lois de la justice sont vaines parmi les hommes» (11, cap. 6).

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puesto de átomos, y en particular respecto a esos com­ puestos que denominamos «hombres». De hecho, no se puede decir que todas las distinciones entre lo bueno y lo malo que hacen los hombres o todas las preferencias hu­ manas sean meramente convencionales. Debemos distin­ guir pues entre aquellos deseos e inclinaciones humanas que sean naturales y aquellos que partan de convenciones. Es más, debemos distinguir entre aquellos deseos e incli­ naciones humanas que sean conformes a la naturaleza hu­ mana y, por tanto, beneficiosos para el hombre, y aquellos que resulten destructivos para la naturaleza o la humani­ dad y, por tanto, perjudiciales. Nos vemos pues ante la noción de una vida, una vida humana, que se considera buena por ser conforme a la naturaleza. Ambas faccio­ nes de la controversia admiten la existencia de tal vida, o dicho en términos más generales, admiten la primacía de lo bueno en contraposición a lo justo.19 20 El debate se cen­ tra en determinar si lo justo se corresponde con lo bueno (por naturaleza) o si la vida conforme a la naturaleza hu­ mana requiere justicia o moralidad. Con el fin de llegar a una distinción clara entre lo natu­ ral y lo convencional, debemos remontarnos al período de la vida del individuo o de la especie que precede a la con­ vención.21 Debemos remontarnos a los orígenes. Si con­ templamos la relación entre el derecho y la sociedad civil, 19 . Esta noción contó con la aceptación de «casi todos» los filósofos clási­ cos, como señala Cicerón (De finihus, v , 17). Entre sus detractores más acé­ rrimos se encontraban los escépticos (véase Sexto Empírico, Pirrhonica, 111,2 3 5 ) . 20. Platón, República, 493CI-5, 50404-50534; E l banquete, zo éez-zo yaz; Teeteto, 17 7 c 6-d 7; Aristóteles, Ética a Nicómano, 109431-3 y b 14-18. 2 1. En relación a las reflexiones sobre cómo es el hombre «desde el instante mismo de su nacimiento», véase, por ejemplo, Aristóteles, Política, 12 5 4 a 23 y Ética a Nicómano, 114 4 6 4 -6 ; Cicerón, D efinibus, 11, 3 1-3 2 ; n i, 16 ; v , 17 ,4 3 y 55; Diógenes Laercio, x , 13 7 ; Grotius, opus cit., Prolegomena, páre. 7; Hobbes, D e cive, 1, 2, anot. 1.

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la cuestión sobre el origen del derecho se transforma en la cuestión sobre el origen de la sociedad civil o de la socie­ dad en general. Dicha cuestión conduce a su vez a la cues­ tión del origen de la especie humana, o incluso más allá, a la cuestión de cómo era la condición original del hombre, si era perfecta o imperfecta y, en caso de ser imperfecta, si la imperfección tenía un carácter civilizado (afable o ino­ cente) o salvaje. Si examinamos las fuentes documentales que recogen la discusión secular acerca de dichas cuestiones, es muy po­ sible que tengamos la impresión de que prácticamente toda respuesta a las preguntas relativas a los orígenes es compatible con la aceptación o el rechazo del derecho na­ tural.21 Dichas dificultades han contribuido a depreciar, por no decir a pasar por alto, las cuestiones relacionadas con el origen de la sociedad civil y de la condición de «los primeros hombres». Lo que importa, según se nos ha di­ cho, es «la idea del estado» y no «el origen histórico del estado».23 Esta visión moderna es producto del rechazo de la naturaleza como la norma. Naturaleza y libertad, realidad y norma, el ser y el deber, resultaban ser comple­ tamente independientes entre sí, por lo que parecía impo­ sible que pudiéramos aprender algo importante sobre la sociedad civil y sobre el derecho mediante el estudio de sus orígenes. Sin embargo, desde el punto de vista de los clásicos, la cuestión de los orígenes es de capital impor­ tancia pues la respuesta correcta al respecto aclara el esta­ do y la dignidad de la sociedad civil y del derecho. Uno in2.2. Respecto a la combinación del supuesto de los orígenes salvajes con la aceptación del derecho natural, véase Cicerón, Pro Sestio, 9 1-9 2 , con Tusculanae disputationes, v , 5-6, De re publica, 1, 2, y De officiis n , 15 . Véase tam­ bién Polibio, VI, IV, 7; v , 7-VI, 7; v il, 1. Consúltese la aportación de Platón, Las leyes, 68004-7, Y Aristóteles, Política, 12 5 3 3 3 5 -3 8 . 23. Hegel, Filosofía del derecho, párr. 258; véanse Kant, Metaphysik der Sit­ ien, ed. Vorlaender, pp. 14 2 , 206-207.

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daga en los orígenes de la sociedad civil, o de lo verdadero y lo falso, con el fin de averiguar si la sociedad civil y lo verdadero o lo falso se basan en la naturaleza o simple­ mente en la convención.24 Y la cuestión sobre el origen «esencial» de la sociedad civil y de lo verdadero o lo falso no puede responderse sin tener en cuenta lo que se conoce acerca de los inicios o los orígenes «históricos». En cuanto a la cuestión sobre si la condición real del hombre en sus orígenes era perfecta o imperfecta, la res­ puesta al respecto determina si la especie humana es abso­ lutamente responsable de su imperfección real o si la im­ perfección se ve «justificada» por la imperfección original de la especie. En otras palabras, la visión que sostiene la perfección del origen del hombre se corresponde con la re­ lación entre lo bueno y lo ancestral, así como con la teolo­ gía más que con la filosofía, pues el hombre ha recordado y admitido en todo momento que las artes fueron una in­ vención suya o que los inicios del mundo no conocieron las artes, mientras que la filosofía presupone necesaria­ mente las artes, por lo que si la vida filosófica es, en efecto, la vida correcta o la vida conforme a la naturaleza, los orí­ genes del hombre debieron ser por fuerza imperfectos.25 Pues nos basta nuestro propósito actual para ofrecer un análisis del argumento normal que esgrime el convencio­ nalismo, según el cual no puede existir el derecho natural porque «las cosas justas» difieren de una sociedad a otra. Dicho argumento ha demostrado tener una asombrosa vi­ talidad a lo largo de los siglos, una vitalidad que parece contrastar con su valor intrínseco. Por su presentación ha­ bitual, el argumento en cuestión consiste en una sencilla 24. Véase Aristóteles, Política, 1 2 5 2 3 1 8 ss. y 24 ss. con 12 5 7 3 4 ss. Consúl­ tese Platón, República, 369b 5-7, Las leyes, 6y6z 1-3 ; también Cicerón, De re publica, 1, 39-41. 25. Platón, Las leyes, 6 7705-6 78 03, 679c; Aristóteles, Metafísica, 9 8 1b 13 -2 5 .

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enumeración de las distintas nociones de justicia que pre­ valecen o han prevalecido en distintas naciones y en dis­ tintas épocas dentro de una misma nación. Como ya he­ mos indicado anteriormente, el mero hecho de la variedad o mutabilidad de «las cosas justas» o de las nociones de justicia no garantiza el rechazo del derecho natural salvo en caso de existir ciertos supuestos, que en la mayoría de los casos ni siquiera llegan a hacerse explícitos. Nos ve­ mos, por tanto, obligados a reconstruir el argumento convencionalista a partir de observaciones fragmentadas y dispersas. Se da por sentado por todas partes que no puede existir el derecho natural si los principios del derecho no son inalterables.z6 Pero los hechos a los que se refiere el con­ vencionalismo no parecen probar que los principios del derecho sean variables. Tan sólo parecen demostrar que las diferentes sociedades tienen distintas nociones de justi­ cia o de principios de justicia. Las diversas nociones del hombre acerca del universo tienen tan poca base para de­ mostrar que no existe universo alguno, que no puede des­ cubrirse la verdadera historia del universo o que el hom­ bre nunca podrá adquirir un conocimiento verdadero y final del universo, como parecen tener las diversas nocio­ nes del hombre acerca de la justicia para demostrar que no existe el derecho natural o que el derecho natural es in­ sondable. La variedad de nociones de justicia puede en­ tenderse como la variedad de errores, donde la variedad no contradice sino que presupone la existencia de una ver­ dad respecto a la justicia. Dicha objeción al convenciona­ lismo se sostendría si la existencia del derecho natural fue­ ra compatible con el hecho de que todos los hombres o la 2.6. Aristóteles, Ética a Nicómano, 1094b 14 -16 , 1 1 3 4 b 18 -27; Cicerón, De re publica, 111, 13 - 18 , 20; Sexto Empírico, Pirrhonica, 111, 2x8, 222; Platón, Las leyes, 889c 6-8 y Jenofonte, Memorabilia, IV, iv , 19.

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mayor parte de ellos han desconocido o desconocen el de­ recho natural. Pero cuando se habla de derecho natural, se supone que la justicia tiene una importancia vital para el hombre o que el hombre no puede vivir o vivir en con­ diciones óptimas sin justicia; y la vida conforme a la justi­ cia requiere conocer los principios de la justicia. Si el hom­ bre es de tal naturaleza que no puede vivir, o vivir en buenas condiciones, sin justicia, debe conocer entonces por naturaleza los principios de la justicia. Pero en tal caso, todos los hombres coincidirían en cuanto a los prin­ cipios de la justicia, así como coinciden en cuanto a las fa­ cultades sensitivas.^, Con todo, dicha exigencia parece ser excesiva, pues no existe un consenso universal ni siquiera en cuanto a las fa­ cultades sensitivas. No todos los hombres, sino sólo los hombres normales, coinciden en cuestión de sonidos, colo­ res y gustos. Por consiguiente, la existencia del derecho na­ tural sólo requeriría que todos los hombres normales coin­ cidieran en cuanto a los principios de la justicia. La falta de consenso universal puede explicarse por una alteración de la naturaleza humana en aquellos que desconocen los principios verdaderos, una alteración que -por razones obvias- se produce con mayor frecuencia y eficacia que la alteración correspondiente en cuanto a la percepción de las facultades sensitivas.2-8 No obstante, si es verdad que las nociones de la justicia difieren de una sociedad a otra y de una época a otra, de esta visión del derecho natural de desprende la dura consecuencia de que los miembros de una sociedad determinada o tal vez sólo una generación de una sociedad en concreto o, a lo sumo, los miembros de ciertas sociedades deben considerarse como los únicos in­ dividuos normales de toda la humanidad. A efectos prácti2.7. Cicerón, D e re publica, m , 13 y Las leyes, 1, 47; Platón, Las leyes, 889c. 28. Cicerón, Las leyes, 1, 33 y 47.

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eos, esto significa que el profesor de derecho natural iden­ tificará el derecho natural con aquellas nociones de justi­ cia que abriga su propia sociedad o su propia «civiliza­ ción». Al hablar de derecho natural, no hará sino defen­ der la validez universal de los prejuicios de su grupo. Si se afirma que, en realidad, muchas sociedades coinciden en ‘ cuanto a los principios de la justicia, resultará al menos tan admisible argüir que dicho consenso se debe a causas fortuitas (tales como la similitud de condiciones de vida o la influencia mutua) como decir que dichas sociedades por sí solas han conservado la integridad de la naturaleza humana. Si se afirma que todas las naciones civilizadas coinciden en cuanto a los principios de la justicia, se debe­ ría saber, en primer lugar, qué se entiende por «civiliza­ ción». Si el profesor de derecho natural identifica la civili­ zación con el reconocimiento del derecho natural o con un equivalente, sostiene en efecto que todos los hombres que aceptan los principios del derecho natural aceptan los principios del derecho natural. Si por «civilización» en­ tiende un elevado desarrollo de las artes y las ciencias, su argumento se verá rebatido por el hecho de que los convencionalistas son con frecuencia hombres civilizados; y los defensores del derecho natural o de los principios que, según se dice, constituyen la esencia del derecho natural son con frecuencia muy poco civilizados.2,9 Este argumento en contra del derecho natural presupo­ ne que todo conocimiento que los hombres necesitan para vivir en condiciones óptimas es natural en la medida en que la percepción de las facultades sensitivas y otra clase de percepciones involuntarias son naturales. Pierde su fuerza, por tanto, cuando uno asume que el conocimiento del derecho natural debe adquirirse por medio de la vo-29 29. Véase Locke, An Essay Concerning Human Understanding, yol. I, cap. sec. 20.

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limtad humana o que el conocimiento del derecho natural tiene el carácter de la ciencia. Esto explicaría la razón por la que el derecho natural no siempre se encuentra al alcan­ ce del hombre, de lo que se infiere que no existe posibili­ dad alguna de tina vida buena o justa o del «cese del mal» antes de que dicho conocimiento se haga accesible. No obstante, la ciencia tiene como objetivo lo que existe siempre, lo que permanece inalterable o lo que es verdade­ ro. En consecuencia, el derecho natural, o la justicia, debe existir de verdad, y por tanto debe «tener en todas partes el mismo poder».3° Así pues, parece que debe causar siem­ pre un efecto inalterable que nunca cesa al menos en el pensamiento humano acerca de la justicia. Con todo, ob­ servamos en realidad que los pensamientos humanos so­ bre la justicia se encuentran en un estado de desacuerdo o de fluctuación. Sin embargo, esta misma fluctuación o desacuerdo pa­ rece demostrar la efectividad del derecho natural. Por lo que se refiere a cuestiones tales como convenciones in­ cuestionables -pesos, medidas, monedas y similares- no se puede hablar apenas de desacuerdo entre las socieda­ des existentes. Las distintas sociedades llegan a distintos acuerdos en materia de pesos,.medidas y monedas, acuer­ dos que no se contradicen entre sí. No obstante, si las dis­ tintas sociedades sostienen puntos de vista diferentes en cuanto a los principios de la justicia, sus posturas se con­ tradicen entre sí. Las diferencias con relación a las cosas que son producto de convenciones incuestionables no sus­ citan graves confusiones, al contrario que las diferencias en cuanto a los principios de lo correcto y lo erróneo. El desacuerdo respecto a los principios de la justicia parecen revelar, por tanto, una auténtica confusión suscitada por una intuición o un entendimiento insuficiente del derecho30 30. Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 3 4 b 19.

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natural, una confusión provocada por algo autosuficiente. o natural que escapa a la razón humana. Podría pensarse que este recelo se ve confirmado por un hecho que, a pri­ mera vista, parece hablar de forma definitiva en favor del convencionalismo. En todas partes se dice que es justo proceder según dicta la ley o que lo justo se corresponde con lo legal, esto es, con lo que los seres humanos estable­ cen como legal o coinciden en considerar legal. Pero ¿no supone este hecho la existencia de una medida de consen­ so universal por lo que se refiere a la justicia? Pensándolo bien, es verdad que los hombres niegan la identificación básica de lo justo con lo legal, pues hablan de leyes «injus­ tas». Pero ¿acaso no apunta el consenso universal irre­ flexivo hacia las obras de la naturaleza? ¿Y no indica el ca­ rácter insostenible de la creencia universal en la identidad de lo justo con lo legal que lo legal, al no ser idéntico a lo justo, refleja de una manera más o menos confusa el dere­ cho natural? El argumento esgrimido por el convenciona­ lismo es perfectamente compatible con la posibilidad de la existencia del derecho natural y, por así decirlo, solicita la indefinida variedad de nociones de justicia o la indefini­ da variedad de leyes, o reside en la base de todas las leyes.31 La decisión depende ahora del resultado del análisis de la ley. La ley se revela como algo que lleva implícita una contradicción. Por un lado, se define como algo esencial­ mente bueno o noble: la ley vela por las ciudades y por todo lo demás. Por otro lado, la ley se presenta como la opinión común o la decisión de la ciudad, es decir, de la masa de ciudadanos, y como tal no es de ningún modo esencialmente buena o noble. Podría ser perfectamente fruto de la insensatez y la abyección. No hay razón alguna para dar por sentado que los creadores de las leyes son31 3 1. Platón, República, 34 0 a 7-8, 338c! io-ez; Jenofonte, Memorabilia, IV, v i, 6; Aristóteles, Ética a Nicómano, 112 9 b 12.; Heráclito, fragmento 1 1 4 .

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por norma más juiciosos que «tú y yo»; ¿por qué motivo entonces deberíamos «tú y yo» someternos a sus decisio­ nes? El mero hecho de que las mismas leyes que fueron promulgadas con toda solemnidad por la ciudad sean re­ vocadas por la misma ciudad con igual solemnidad pare­ cería poner de manifiesto el dudoso carácter del juicio con el que se crearon.32- La cuestión, pues, estriba en si la de­ fensa de la ley como algo bueno o noble puede ser recha­ zada simplemente por infundada o si, por el contrario, contiene un elemento de verdad. 1 La ley sostiene que vela por las ciudades y por todo lo demás, que salvaguarda el bien común. Pero el bien co­ mún corresponde exactamente a lo que entendemos por «lo justo». Las leyes son justas en la medida en que favo­ recen el bien común. Pero si lo justo se corresponde con el bien común, lo justo o lo correcto no puede ser convencio­ nal: las convenciones de una ciudad no pueden reportar a la ciudad un bien que, de hecho, le resulta fatídico, y vice­ versa. Por tanto, es la naturaleza de las cosas y no la con­ vención la que determina en cada caso lo que es justo. Esto implica que lo justo puede diferir perfectamente de una ciudad a otra y de una época a otra: la variedad de co­ sas justas no sólo es compatible con los principios de la justicia sino fruto de los mismos, es decir, que lo justo se corresponde con el bien común. El conocimiento de lo que es justo en este preciso instante, esto es, el conoci­ miento de lo que es por naturaleza - o intrínsecamentebueno para esta ciudad en este momento, no puede consi­ derarse conocimiento científico, y menos aún conocimien­ to de tipo sensorial. La labor de establecer lo que es justo en cada caso corresponde al arte de la política, un arte o 3Z. Platón, Hippias mayor, z84d-e; Las leyes, 6446 z-3, 78004-5; Mi­ nos, 31401-65; Jenofonte, Memorabilia, I, n , 42. y IV, iv , 14; Esquilo, Los siete contra Tebas, 1071-107Z; Aristófanes, Las nubes, 14ZI-14ZZ.

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habilidad comparable al arte de la medicina, que se ocupa de establecer en cada caso lo que es saludable o beneficio­ so para el cuerpo humano.33 El convencionalismo elude esta conclusión al negar que existe en verdad un bien común. Lo que se conoce como el «bien común» es, de hecho, en cada caso el bien, no del todo, sino de una parte. Las leyes que dicen estar orienta­ das hacia el bien común pretenden representar en el fondo la decisión de la ciudad. Pero la ciudad debe la unidad que posee, y con ello su existencia, a su «constitución» o a su régimen: la ciudad constituye siempre una democracia, una oligarquía o una monarquía, entre otros sistemas po­ sibles. La diferencia de regímenes radica en la diferencia de las distintas partes o secciones que componen la ciu­ dad. De ahí que las leyes sean, en realidad, fruto no de la ciudad sino de la sección de la ciudad que resulta tener el control. Huelga decir que la democracia, que pretende servir de norma para todo, es de hecho la norma de una parte, pues a lo sumo constituye la norma de la mayoría de todos los adultos que ocupan el territorio de la ciudad; sin embargo, la mayoría son los pobres, y los pobres inte­ gran una sección que, aunque numerosa, tiene un interés distinto de los intereses de otras secciones. La sección go­ bernante, como es de suponer; vela única y exclusivamen­ te por sus propios intereses. Pero, por razones obvias, pre­ tende que las leyes que establece con miras a sus propios intereses sean buenas para el conjunto de la ciudad.34 Aun así, ¿no pueden darse regímenes mixtos, es decir, regímenes que traten con menor o mayor fortuna de esta­ blecer un equilibrio justo entre los intereses opuestos de

33. Véase Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 2 5 b 1 7 - 1 5 , y Política, x z S z b i§ 17 , con Platón, Teeteto, 167C2-8, 1 7 2 a i - b 6 , 17 7 c 6 -i7 8 b 1. 34 Platón, Las leyes, 8 8504-85032, 7 i4 b 3 - d io ; República, 338 (17-33534 , 34037-8; Cicerón, D e re publica, n i , 23.

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las partes integrantes de la ciudad? ¿O acaso no es posible que el verdadero interés de una sección determinada (de los pobres o de los caballeros, por ejemplo) coincida con los intereses comunes? Las objeciones de esta clase presu­ ponen que la ciudad forma una auténtica unidad o, para ser más exactos, que la ciudad existe por naturaleza. No obstante, la ciudad resultaría ser una unidad convencio­ nal o ficticia, pues lo que es natural cobra vida o existe sin violencia. Toda violencia aplicada a un ser obliga a dicho ser a proceder en contra de su voluntad, esto es, en contra de su naturaleza. Sin embargo, la ciudad sucumbe o se mantiene en pie mediante la violencia, la fuerza o la coac­ ción. No existe, por tanto, diferencia alguna en esencia entre la norma política y la norma del amo, sobre sus es­ clavos. No obstante, el carácter antinatural de la esclavi­ tud parece ser algo evidente, pues el verse esclavizado o tratado como un esclavo va en contra de la voluntad de todo hombre.^5 La ciudad está formada, además, por una multitud de ciudadanos. Un ciudadano resulta ser el vástago, el pro­ ducto natural de ciudadanos de nacimiento, de padre y madre ciudadanos. Aun así sólo se considera ciudadano si el padre y la madre ciudadanos que lo engendraron han contraído legítimo matrimonio, o bien si el presunto pa­ dre es esposo de su madre. De lo contrario, se trata sólo de un niño «natural» y no de un niño «legítimo». Ser un niño legítimo no depende de la naturaleza sino de la ley o de la convención, pues la familia en general, y la familia monógama en particular, no constituye, un grupo natural,35

35. Aristóteles, Política, 1 2 5 2 a 7-17, 1253020-23, 12 5 5 3 8 -11 {véase Ética a Nicómano, 109635-6, n o 9 b 3 5 - i i i o a 4 , m o b 15-17, 1 1 7 9 b 28-29, 118034-5 y 18-21; Metafísica, 1015326-33); Platón, Protágoras, 337C7-CÍ3; Las leyes, 642c6-di; Cicerón, D e re publica, n i, 23; De finibus, v , 56; Fortescue, D e laudibus legum Angliae, cap. x n (ed. Chrimes, p. 104).

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como incluso Platón hubo de admitir. También hay que contar con el hecho conocido como «naturalización», en virtud del cual un forastero «natural» se convierte en un ciudadano «natural». En una palabra, ser o no ser un ciu­ dadano depende única y exclusivamente de la ley. La dife­ rencia entre ciudadanos y no ciudadanos no es natural sino convencional. Por tanto, todos los ciudadanos no «nacen» sino que son «creados». Es la convención la que aísla de forma arbitraria a un segmento de la especie hu­ mana y la contrapone al resto. Se podría pensar por un instante que la sociedad civil que es verdaderamente na­ tural, o la auténtica sociedad civil, coincidiría con el gru­ po que abarca a todos aquellos, y sólo a aquellos, que ha­ blan la misma lengua. Pero se reconoce que las lenguas son fruto de la convención. En consecuencia, la distinción entre griegos y bárbaros es meramente convencional. Re­ sulta tan arbitraria como la división de todos los números en dos grupos, uno integrado por el número diez mil y otro con el resto de los números. Lo mismo sucede en el caso de la distinción entre hombres libres y esclavos, una distinción basada en la convención que establece que los individuos capturados como prisioneros de guerra y no rescatados pasan a ser esclavos; no es la naturaleza sino la convención la que provoca la existencia de esclavos, y con ello la existencia de hombres libres en contraposición a los esclavos. Para finalizar, la ciudad es una multitud de seres humanos que están unidos no por naturaleza sino únicamente por convención, pues se han unido o agrupa­ do con el fin de velar por sus intereses comunes, frente a otros seres humanos que por naturaleza no se distinguen de ellos, es decir, frente a los forasteros y los esclavos. Por tanto, lo que se define como el bien común no es más que el interés de una parte que pretende ser el conjunto, o una parte que integra una unidad sólo en virtud de dicho ar­ gumento, dicha pretensión, dicha convención. Si la ciu­

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dad es convencional, el bien común es convencional, con lo que se demuestra que el derecho o la justicia es conven­ cional. 36 Lo apropiado de esta visión de la justicia parece deber­ se al hecho de que «salva los fenómenos» de la justicia; se dice que hace inteligibles las experiencias más sencillas re­ lacionadas con lo correcto y lo erróneo que residen en la base de las doctrinas sobre el derecho natural. En dichos casos, la justicia se entiende como la costumbre de abste­ nerse de agredir a los demás, como la costumbre de ayu­ dar a los demás o como la costumbre de supeditar el bien de una parte (el bien del individuo o de una sección) al bien del conjunto. La justicia entendida de esta forma re­ sulta, en efecto, necesaria para la conservación de la ciu­ dad. Pero para los defensores de la justicia es funesto que se requiera, asimismo, para la conservación de una banda de ladrones: la banda no duraría ni un solo día si sus miembros no se abstuvieran de agredirse entre sí, si no se ayudaran los unos a los otros, o si cada miembro no supe­ ditara su propio bien al bien de la banda. La objeción en este caso radicaría en que la justicia practicada por los la­ drones no es una justicia auténtica o que es precisamente la justicia lo que distingue a la ciudad de una banda de la­ drones. La llamada «justicia» de los ladrones está al servi­ cio de una injusticia manifiesta. Pero ¿acaso no se trata de la misma verdad de la ciudad? Si la ciudad no constituye una auténtica unidad, lo que se denomina el «bien del conjunto», o lo justo, en contraposición a lo injusto o lo egoísta, no es sino la exigencia del egoísmo colectivo, y no36 36. Antifonte, en Diels, Vorsokratiker (5.a ed.), B44 (A7, B2). Platón, Protágoras, 337C7-Ü3; República, 456b 12-C3 (y contexto); E l político, 2 6 2 c 10e 5; Jenofonte, Hierón, v i, 3-4; Aristóteles, Política, 1 2 7 5 3 1- 2 y b 2 1 - 3 1 , 12 7 8 3 3 0 -3 5 ; Cicerón, De re publica, m , 16 -17 ; Las leyes, ti. Considérese la aportación de la comparación de las sociedades civiles con «rebaños» (véase Jenofonte, Ciropedia, 1 , 1, 2; véase Platón, Minos, 3 18 a 1-3).

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hay razón alguna para que el egoísmo colectivo se consi-, dere más respetable que el egoísmo del individuo. En otras palabras, se dice que los ladrones practican la justi­ cia sólo entre ellos, mientras que la ciudad la practica también para con los que no pertenecen a la ciudad o para con otras ciudades. Pero ¿es verdad? ¿Acaso son las máxi­ mas de las políticas extranjeras esencialmente distintas a las máximas que sirven de base al proceder de los ladro­ nes? ¿Pueden ser diferentes? ¿ Acaso las ciudades no se ven obligadas a recurrir a la fuerza y al fraude o a arreba­ tar a otras ciudades lo que hasta entonces les pertenecía por el afán de prosperar? ¿Acaso no se fundan a costa de la usurpación de una parte de la superficie de la tierra que por naturaleza pertenece igualmente a todos los d e m á s ?57 Por supuesto, es posible que la ciudad se abstenga de agredir a otras ciudades o que se resigne a la pobreza, al igual que una persona puede vivir de manera justa si lo de­ sea. Pero la cuestión radica en determinar si al obrar de este modo los hombres vivirían de acuerdo con la natura­ leza o se limitarían a seguir las convenciones. La experien­ cia nos demuestra que sólo unos cuantos individuos y casi ninguna ciudad actúan con justicia salvo cuando se ven obligados a ello. La experiencia nos demuestra que la jus­ ticia por sí misma carece de eficacia, lo que no deja de confirmar simplemente lo que ya habíamos visto antes, que la justicia no se basa de ningún modo en la naturale­ za. El bien común ha resultado ser el interés egoísta de un colectivo, interés que deriva del interés egoísta de los úni­ cos elementos naturales del colectivo, es decir, de los indi­ viduos. Todo el mundo persigue por naturaleza su propio bien y nada más que su propio bien. La justicia nos impe-37 37. Platón, República, 2 5 10 7 - 0 13 , 3 3 sd 1 1 - 1 2 ; Jenofonte, Memorabilia, IV, v i i i , 1 1 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 112 9 b 1 1 - 1 9 , H 3o a 3-5 , 113 4 0 2 -6 ; Cicerón, D e officiis, 1, 28-29; D e república, m , 1 1 - 3 1 .

iv, 1 2 y

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le, sin embargo, a buscar el bien de los demás. Lo que exi­ ge la justicia de nosotros va por tanto contra la naturale­ za. El bien natural, el bien que no depende de los capri­ chos y desvarios del hombre, este bien sustancial resulta ser el contrario al oscuro bien conocido como «derecho» o «justicia». El bien natural corresponde al bien propio de cada uno hacia el cual todo el mundo se siente atraído por naturaleza, mientras que el derecho o la justicia sólo cau­ sa atracción por medio de la obligación y en el fondo por medio de la convención. Incluso quienes sostienen que el derecho es natural deben admitir que la justicia consiste en una clase de reciprocidad; los hombres están obligados a hacer a los demás lo que desearían que se les hiciera a ellos. Se ven impelidos a beneficiar a los demás porque de­ sean que los demás a su vez les beneficien: para ser tratado con amabilidad, hay que ofrecer un trato amable. La justi­ cia deriva por tanto del egoísmo y se subordina al mismo, lo que equivale a admitir que por naturaleza todo el mun­ do persigue sólo su propio bien. Proceder con rectitud en pos del bien propio corresponde a obrar con prudencia o sensatez, por lo que la prudencia o la sensatez resultan in­ compatibles con la justicia propiamente dicha. El hombre que es verdaderamente justo es un imprudente o un insen­ sato, una víctima de la convención.!? El convencionalismo pretende ser, pues, perfectamente compatible con la idea que defiende la utilidad de la ciu­ dad y el derecho para el individuo: el individuo es dema­ siado débil para vivir, o para vivir en condiciones óptimas, sin la ayuda de los demás. Todo el mundo vive mejor si forma parte de una sociedad civil que en condición de so-38

38. Trasímaco, en Diels, Vorsokratiker (5.a ed.), B8; Platón, Repúbli­ ca, 3 4 3 c 3,6 -7 y d z, 348c 1 1 - 1 z, 3 6od 5; Protágoras, 3 3 3 d4-e 1; Jenofonte, Memorabilia, II, 11, 1 1 - 1 1 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 113 0 3 3 - 5 , 1 1 3 1 b 331 1 3 3 3 5 ,1 1 3 4 0 5 - 6 ; Cicerón, De re publica, m , 1 6 , 1 0 - 1 1 , 13 - 14 ,19 - 3 0 . V

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ledad o en estado salvaje. Aun así, el hecho de que algo sea útil no demuestra que sea natural. Las muletas resul­ tan útiles para quien ha perdido una pierna, pero ¿acaso llevar muletas es conforme a la naturaleza? O, para expre­ sarlo en términos más precisos, ¿se puede decir que las co­ sas que existen exclusivamente porque a partir de la refle­ xión se ha descubierto su posible utilidad sean naturales para el hombre? ¿Se puede decir que las cosas que se de­ sean sólo sobre la base de la reflexión o que no se desean de forma espontánea o por sí mismas sean naturales para el hombre? La ciudad y el derecho reportan sin lugar a du­ das sus ventajas, pero ¿acaso no entrañan serios inconve­ nientes? El conflicto entre el interés propio del individuo y las exigencias de la ciudad o del derecho resulta, por tan­ to, inevitable. La ciudad no puede resolver dicho conflicto a menos que declare que la ciudad o el derecho reviste una dignidad superior que el interés propio del individuo o que tiene un carácter sagrado. Pero este argumento, que reside en la esencia de la ciudad o del derecho, es funda­ mentalmente f i c t i c i o . 39 La base del argumento convencionalista es, por tanto, la siguiente: el derecho es convencional porque el derecho pertenece en esencia a la ciudad39 40 y la ciudad es conven­ cional. Al contrario de lo que podía deducirse a primera vista, el convencionalismo no sostiene que el significado del derecho o la justicia sea arbitrario o que no exista con­ senso universal de ningún tipo en cuanto al derecho o la justicia. Por el contrario, el convencionalismo presupone que todos los hombres entienden por justicia básicamente lo mismo: ser justo significa no agredir a los demás, ayu­ dar a los demás o preocuparse por el bien común. El con­ 39. Platón, Protágoras, 3 2.2b6, 32 70 4 -6 1; Cicerón, De república, 1, 39-40 y III, 23, 26; De finibus, 11, 59; véase también Rousseau, Discours sur l’origine de l’inégalité (ed. Flammarion), p. 17 3 . 40. Aristóteles, Política, 12 5 3 3 3 7 -3 8 .

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vencionalismo rechaza el derecho natural en estos aspec­ tos: a) la justicia se encuentra en un estado de tensión ine­ vitable con respecto al deseo natural de todo individuo, que se dirige únicamente hacia su propio bien; b) en tan­ to que la justicia se basa en parte en la naturaleza - y en este sentido resulta, en términos generales, ventajosa para el individuo- sus exigencias se limitan a los miembros de la ciudad, esto es, a una unidad convencional; lo que se conoce como «derecho natural» se compone de ciertas reglas generales de conveniencia social que sólo son váli­ das para los miembros de un grupo determinado y que, además, carecen de validez universal incluso en caso de relaciones entre distintos colectivos; c) lo que se entiende universalmente por «derecho» o «justicia» deja sin deter­ minar el significado exacto de «ayudar» o «agredir» o «el bien común»; dichos términos sólo pueden cobrar un ver­ dadero significado por medio de la especificación, y toda especificación es convencional. La variedad de las nocio­ nes de justicia, más que demostrar, confirma el carácter convencional de la justicia. En su intento por establecer la existencia del derecho natural, Platón reduce la tesis convencionalista a la premi­ sa de que el bien se corresponde con lo agradable. Por el contrario, vemos que el hedonismo clásico conduce a la depreciación más inflexible del mundo político en su con­ junto. No sería de extrañar que la ecuación inicial que equipara lo bueno a lo ancestral se hubiera sustituido, ante todo, por la equivalencia de lo bueno con lo agrada­ ble, pues cuando se rechaza una ecuación inicial sobre la base de la distinción entre naturaleza y convención, lo prohibido por la tradición ancestral o la ley divina se pre­ senta sin ningún género de dudas como natural y, por tan­ to, como intrínsecamente bueno. Lo prohibido por la tra­ dición ancestral se prohíbe porque es objeto de deseo, y el hecho de que lo prohíba la convención demuestra que no

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se desea sobre la base de la convención, sino que se desea por naturaleza. Lo que induce pues al hombre a desviarse del estrecho sendero de la tradición ancestral o de la ley divina resulta ser el deseo del placer o la aversión al dolor. El bien natural resulta ser por tanto el placer. La orienta­ ción guiada por el placer se convierte en el primer sustitu­ to de la orientación regida por la tradición ancestral.v j La forma más avanzada de hedonismo clásico es' el epi­ cureismo. El epicureismo es, sin duda, la forma de con­ vencionalismo que más influencia ha ejercido a lo largo de los siglos. El epicureismo se define de modo inequívo­ co como materialista, y fue en el materialismo donde Pla­ tón encontró las raíces del convencionalismo.4 142. El argu­ mento epicúreo expone que para encontrar lo que por naturaleza es bueno, debemos ver de qué clase de cosa se trata para que su bondad se vea garantizada por natura­ leza o para que su bondad se sienta independiente de toda opinión, y en concreto, por tanto, de toda conven­ ción. Lo que es bueno por naturaleza se revela en lo que buscamos desde el momento de nuestro nacimiento, antes de todo razonamiento, reflexión, disciplina, limitación o coacción. En este sentido, lo bueno corresponde única­ mente a lo agradable. El placer es lo único bueno que se siente o se percibe de inmediato como bueno. Por tanto, el placer principal es el placer del cuerpo, lo que significa, naturalmente, el placer del propio cuerpo; toda persona busca por naturaleza sólo su propio bien; todo lo relativo al bien ajeno es derivado. La opinión, que da cabida tan­ to al razonamiento acertado como al erróneo, conduce a 4 1. Antifonte, en Diels, Vorsokratiker (5.a ed.), B44, A5; Tucídides, v , 10 5; Platón, República, 36432-4, 53806-53934; Las leyes, 66zd, 8 750 1-0 3, 886a8-bz, 888a3; Protágoras, 352 ^ 6 ss.; Cleitofón, 4 0 ^ 4 - 6 ; Carta VIH, 354 e 5~ 355a i (véase también Gorgias, 4 9 5d 1-5); Jenofonte, Memorabilia, 1 1 , 1 ; Cicerón, Las leyes, 1, 3 6, 38-39. 42. Las leyes, 88^b-8^oa.

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los hombres a tres tipos de objetos de elección: al mayor placer, a lo útil y a lo noble. En cuanto al primero, dado que observamos que varios tipos de placer se asocian al dolor, nos vemos inducidos a distinguir entre placeres más o menos preferibles, lo que nos lleva a darnos cuenta de la diferencia entre aquellos placeres naturales que son necesarios y los que no lo son. Advertimos, además, que hay placeres libres de todo dolor, y otros que no lo son. Por último, llegamos a percatarnos de que existe un tér­ mino del placer, un placer absoluto, que resulta ser el fin hacia el cual nos inclinamos por naturaleza y al que sólo se puede acceder por medio de la filosofía. En cuanto a lo útil, no es agradable en sí pero conduce al placer, al auténtico placer. Lo noble, por otro lado, no es agradable en sí ni conduce al auténtico placer. Lo noble corresponde a lo que es digno de elogio, a lo que es agradable sólo porque es loable o porque se considera honorable; lo no­ ble es bueno sólo porque así lo califican o lo ven los hom­ bres; es bueno sólo por convención. Lo noble refleja de un modo distorsionado lo sustancialmente bueno por cuyo motivo los hombres establecieron la convención fundamental o el pacto social. La virtud pertenece a la clase de las cosas útiles. La virtud es de hecho deseable, pero no por sí misma; se hace deseable sólo sobre la base del cálculo, y contiene un elemento de obligación y, por tanto, de dolor; sin embargo, produce placer.43 Aun así, existe una diferencia crucial entre la justicia y el resto de4 3 43. Epicuro, Ratae sententiae, 7; Diógenes Laercio, x , 137; Cicerón, De finibus, 1, 30, 3Z-33, 35, 37-38, 42., 45, 54-55. ó i, 63; n, 4 8 - 4 9 .10 7 .115 ; ni, 3; iv , 5 1 ; De officiis, n i, 1 1 6 - 1 1 7 ; Tuse. Disp., v, 73; Acad. P r, ir, 14 0; D e re publica, n i, 2 6. Véase la formulación del principio epicúreo de Philipp Melanchthon (Philosophiae moralis epitome, parte i: Corpus Reformatorum, vol. x v i, col. 32): «Illa actio est finís, ad quam natura ultro fertur, et non co­ acta. Ad voluptatem ultro rapiuntur homines máximo Ímpetu, ad virtutem vix cogi possunt. Ergo voluptas est finís hormnis, non virtus». Véase también Hobbes, D e cive, 1, 2.

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las virtudes. La prudencia, la moderación y el valor pro­ ducen placer por medio de sus consecuencias naturales, mientras que la justicia produce el placer que se espera de ella -una sensación de seguridad- sólo sobre la base de la convención. Las otras virtudes causan un efecto saluda­ ble, sepan o no los demás si uno es prudente, moderado o valeroso. En cambio, el ser justo causa un efecto saluda­ ble sólo si uno se considera justo. Los otros vicios son perniciosos tanto si son detectables o los detectan los de­ más como si no. Pero la injusticia sólo constituye un mal ante el peligro prácticamente inevitable del descubrimien­ to. La tensión entre la justicia y lo que es bueno por natu­ raleza se pone de manifiesto con mayor claridad si se compara la justicia con la amistad. Tanto la justicia como la amistad se originan sobre la base de la reflexión, si bien la amistad resulta ser intrínsecamente agradable o deseable por sí misma. La amistad es de cualquier modo incompatible con la obligación. Sin embargo, la justicia y lo que se asocia con ella -la ciudad- sucumbe o se man­ tiene por obligación. Y la obligación es desagradable.^4 44. Epicuro, Ratae sententiae, 34; Gnomologium Vaticanum, Z3; Cicerón, De finibus, 1 , 5 1 (véase 4 1), 65-70 y 11, z8, 8z; D e officiis, 1 1 1 , 1 x 8 . En Ratae sententiae, 3 1 , dice Epicuro: «El derecho [o la justicia] de la naturaleza es un symbolon de la ventaja derivada del rechazo de los hombres a la violencia». Como se muestra en Ratae sententiae 3Z ss., esto no puede significar que exis­ te un derecho natural en el sentido estricto de la expresión, es decir, un dere­ cho independiente de todo pacto o convenio, o anterior a ellos: el symbolon equivale a un pacto de alguna clase. Lo que sugiere Epicuro es que, a pesar de la infinita variedad de cosas justas, la justicia o el derecho se concibe e,n todas partes principalmente para desempeñar una única función: el derecho enten­ dido a la luz de su función universal o primordial es, hasta cierto punto, «el derecho de la naturaleza». Se opone a las fabulosas o supersticiosas visiones de la justicia que se suelen aceptar en las ciudades. «El derecho de la justicia» corresponde a ese principio del derecho que cuenta con el reconocimiento de la doctrina convencionalista. «El derecho de la naturaleza» equivale por tanto a «la naturaleza del derecho» (ibidem, 37) en oposición a las falsas opiniones sobre el derecho. Glaucón emplea la expresión «la naturaleza del derecho» en su resumen de la doctrina convencionalista en la República

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La gran obra del convencionalismo filosófico y, de he­ cho, el único documento escrito al respecto a nuestro al­ cance que resulta tan auténtico como exhaustivo es el poema De rerum natura del epicúreo Lucrecio. Según Lu­ crecio, al principio de los tiempos los hombres vagaban por los bosques, sin vínculos sociales de ningún tipo ni restricciones convencionales. Por su debilidad y su temor a los peligros se sentían amenazados por las bestias salva­ jes por lo que decidieron unirse en busca de protección y del placer que deriva de la seguridad. Tras integrarse en sociedad, la vida salvaje propia de los orígenes del hom­ bre dio paso a unas costumbres basadas en la afabilidad y la fidelidad. Esta sociedad primitiva, la sociedad que pre­ cedería con mucho la fundación de las ciudades, fue la so­ ciedad mejor constituida y más feliz de la historia de la humanidad. El derecho sería natural si la vida de la socie­ dad primitiva se desarrollara conforme a la naturaleza. Pero la vida conforme a la naturaleza es la vida del filóso­ fo. Y la filosofía no puede darse en la sociedad primitiva. La filosofía tiene su lugar en las ciudades, y la destrucción - o como mínimo el deterioro- del modo de vida caracte­ rístico de la sociedad primitiva es propia de la vida en las ciudades. La felicidad del filósofo, la única felicidad ver­ dadera, pertenece a una época completamente distinta que la de la felicidad de la sociedad. Existe, pues, una desproporción entre los requisitos de la filosofía o de la vida conforme a la naturaleza y los requisitos de la socie­ dad como tal. El derecho no puede ser natural debido a (3 59b 4-5): la naturaleza del derecho consiste en una cierta convención que va en contra de la naturaleza. Gassendi, el famoso restaurador del epicureismo, contaba con mayores incentivos que los antiguos epicúreos para defender la existencia del derecho natural. Además, Hobbes le había enseñado a combi­ nar el epicureismo con la defensa del derecho natural. Pero aun así Gassendi no se valió de esta nueva oportunidad. Véase su paráfrasis de Ratae sententiae, 3 1 (Animadversiones, Lyon, 1649, pp. 174 8 -174 9 ).

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esta desproporción necesaria, una desproporción que es necesaria por la siguiente razón. La felicidad de la socie­ dad primitiva no coercitiva se debía en el fondo al reino de una ilusión saludable. Los miembros de la sociedad primitiva vivían en un mundo finito o en un horizonte cerrado; confiaban en la eternidad del universo visible o en la protección que les brindaban «los muros del mun­ do». Era esta confianza la que les hacía mostrarse inocen­ tes, amables y dispuestos a entregarse al bien de los de­ más, pues es el miedo el que hace a los hombres salvajes. La confianza en la firmeza de «los muros del mundo» aún no había recibido las sacudidas de la reflexión sobre las catástrofes naturales. Una vez quebrantada dicha con­ fianza, los hombres perdieron su inocencia, y se convir­ tieron en salvajes, y de ahí surgió la necesidad de una so­ ciedad coercitiva. Una vez quebrantada dicha confianza, los hombres no tuvieron más elección que buscar apoyo y consuelo en la creencia de los dioses activos; el libre albe­ drío de los dioses debía garantizar la firmeza de «los mu­ ros del mundo» de la que habían demostrado adolecer de forma intrínseca o natural; la bondad de los dioses servi­ ría como sustituto de la falta de firmeza intrínseca de «los muros del mundo». La creencia en los dioses activos tuvo su origen en el miedo y el apego a nuestro mundo, el mundo del sol, la luna, las estrellas y la tierra que se re­ vestía de un fresco verdor en primavera, el mundo de la vida en contraposición a los elementos eternos pero ca­ rentes de vida (los átomos y el vacío), los cuales han ori­ ginado la formación del mundo y en los cuales se trans­ formará de nuevo cuando se produzca su destrucción. Con todo, por muy reconfortante que pueda resultar la creencia en los dioses activos, no deja de haber engendra­ do males incalificables. El único remedio reside en atrave­ sar «los muros del mundo» en los que se frena la religión y en reconciliarse con el hecho de que vivimos en todos

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los sentidos en una ciudad amurallada, en un mundo infi­ nito en el que nada que pueda amar el hombre puede ser eterno. El único remedio consiste en filosofar, una acción que por sí sola reporta el más sólido de los placeres. Aun así la filosofía suscita repulsión entre la gente, ya que la filosofía requiere liberarse del apego a «nuestro mundo». Por otro lado, los hombres no pueden regresar a la feliz simplicidad de la sociedad primitiva, lo que les obliga a proseguir con la vida completamente antinatural que se caracteriza por la cooperación de la sociedad coercitiva y la religión. La buena vida, la vida conforme a la naturale­ za, es la vida retirada del filósofo que vive al margen de la sociedad civil. La vida dedicada a la sociedad civil y pues­ ta al servicio de los demás no corresponde a la vida con­ forme a la naturaleza.45 Debemos establecer una distinción entre convenciona­ lismo filosófico y convencionalismo vulgar. El convencio­ nalismo vulgar se presenta con mayor claridad en «el in­ justo discurso» que Platón confió a Trasímaco, Glaucón y Adeimantos, según el cual el bien más sublime, o lo más

45. Al leer el poema de Lucrecio, debemos tener en cuenta en todo momento el hecho de que lo primero que choca al lector, y lo que está previsto que cho­ que primero al lector, es «lo dulce» (o lo que resulta reconfortante para el hombre no filosófico) y no «lo amargo» o «lo triste». El comienzo del poema con la alabanza de Venus y el final con la sombría descripción de la plaga no son sino los ejemplos más obvios y de ningún modo los más relevantes del principio formulado en 1,9 3 5 ss. y iv , 10 ss. Para comprender la parte que tra­ ta el tema de la sociedad humana (v, 925-1456), se debe considerar, además, el esquema de este apartado en concreto: a) vida prepolítica (925-1027); b) las invenciones pertenecientes a la vida prepolítica (1028 -1x04 ); c) sociedad polí­ tica ( 110 5 - 116 0 ) ; d) las invenciones pertenecientes a la sociedad política ( 116 1- 14 5 6 ) . Véase la referencia al fuego en i o n con 10 9 1 ss., y las referen­ cias a facies viresque así como al oro en 1 1 1 1 - 1 1 x 3 con 1 1 7 0 - 1 1 7 1 y 12 4 1 ss. véase desde este punto de vista 977-981 con i z i i ss.; véase también 1 1 5 6 con 1 1 6 1 y 12 2 2 -12 2 5 (véase 11, 620-623 y Cicerón, De finibus, 1, 5 1). Véase también 1, 72-74, 943-945; n i, 16 -17 , 59-86; v, 9 1-10 9 , 1 1 4 - 1 2 1 , 139 2-

1435; vi, 1-6,596-607-

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agradable, consiste en tener más que los demás o en go­ bernar a los demás. Sin embargo, la ciudad y el derecho imponen forzosamente ciertas restricciones al deseo en pos del máximo placer; son incompatibles con el mayor de los placeres o con el bien más sublime por naturaleza; se oponen a la naturaleza; tienen su origen en la conven­ ción. Hobbes diría que la ciudad y el derecho parten del deseo de vivir y que éste es al menos tan natural como el deseo de gobernar a los demás. A esta objeción el re­ presentante del convencionalismo vulgar contestaría que la vida sin más no es sino miseria y que una vida misera­ ble no es una vida que persiga nuestra naturaleza. La ciu­ dad y el derecho se oponen a la naturaleza porque sacrifi­ can el bien mayor al bien menor. Aunque es verdad que el deseo de superioridad sobre los demás sólo puede desa­ rrollarse dentro de la ciudad, esto sólo significa que la vida conforme a la naturaleza consiste en saber explotar con destreza las oportunidades creadas por la convención o en sacar provecho de la confianza bienintencionada que la mayoría deposita en la convención. Dicha explotación requiere la no intromisión del sincero respeto por la ciu­ dad y el derecho. La vida conforme a la naturaleza re­ quiere esta libertad interna absoluta respecto al poder de la convención al combinarse con la apariencia del com­ portamiento convencional. La apariencia de la justicia combinada con la injusticia real conduce al cénit de la fe­ licidad. Se ha de ser diestro para lograr ocultar la injusti­ cia a nivel personal mientras se practica a gran escala; no obstante, esto no significa más que la vida conforme a ia naturaleza es el dominio de una minoría reducida, de la elite natural, de aquellos que son hombres de verdad y no nacidos para ser esclavos. Para ser más exactos, el cénit de la felicidad corresponde a la vida del tirano, del hom­ bre que ha logrado cometer las mayores atrocidades por medio de la subordinación de la ciudad como unidad a su

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bien privado y que se permite ofrecer la apariencia de jus­ ticia o legalidad.46 El convencionalismo vulgar es la versión vulgarizada del convencionalismo filosófico. El convencionalismo fi­ losófico y vulgar comulgan en que por naturaleza todo hombre persigue únicamente su propio bien, en que lo que se corresponde con la naturaleza es el no atender al bien ajeno o en que el respeto por el prójimo sólo surge como fruto de la convención. Aun así el convencionalis­ mo filosófico niega el hecho de que no tener en cuenta al prójimo signifique desear tener más que los demás o ser superior a los demás. El convencionalismo filosófico dista tanto de considerar el deseo de superioridad como natural que lo tilda de vano o de ser fruto de la opinión. Los filó­ sofos, que como tales han degustado placeres más sólidos que los que proporciona la riqueza, el poder y el gusto, no podrían identificar de ningún modo la vida conforme a la naturaleza con la vida del tirano. El convencionalismo vulgar debe su origen a una alteración del convencionalis­ mo filosófico. No carecería de sentido atribuir dicha alte­ ración a «los sofistas», de los que se dice que han «difun­ dido» y con ello degradado la doctrina convencionalista de los filósofos presocráticos. «Sofista» es un término con numerosos significados. Entre otras acepciones puede designar a un filósofo, o a un filósofo que sostiene opiniones impopulares, o a un hom­ bre que muestra su falta de buen gusto al impartir materias nobles por dinero. Por lo menos desde los tiempos de Pla­ tón, el término «sofista» se emplea en contraposición a «filósofo» y, por tanto, en un sentido peyorativo. En el sentido histórico, éste es un término que Platón y otros fi­ lósofos del siglo v a.C. aplican a quienes definen como so­ 46. Platón, República, 3443-0, 348c!, 35803-3620, 36 4 31-4 , 36506-02; Las leyes, 89037-9.

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fistas en el sentido estricto de la palabra, es decir, a los no filósofos de una clase determinada. En concreto, «sofista» designa a aquel cuya enseñanza se basa en el saber aparen­ te, que no se corresponde exactamente con una doctrina falsa. De ser así, Platón hubiera resultado ser un sofista a los ojos de Aristóteles, y viceversa. Un filósofo equivocado no tiene nada que ver con un sofista. Nada impide al sofis­ ta que de forma esporádica y tal vez habitual enseñe la ver­ dad. Lo que caracteriza al sofista es su despreocupación para con la verdad, a saber, para con la verdad sobre el todo. El sofista, a diferencia del filósofo, no se siente esti­ mulado ni mantiene su interés por el afán de dilucidar la diferencia fundamental entre convicción o creencia y co­ nocimiento verdadero, lo que no deja de ser obviamente una definición demasiado vaga, pues la despreocupación para con la verdad sobre el todo no es exclusiva de los so­ fistas. El sofista es un hombre al que no le preocupa la ver­ dad, o que no ama el saber, si bien sabe mejor que la mayo­ ría del resto de sus semejantes que el saber o la ciencia constituye la excelencia suprema del hombre. Consciente del carácter único del saber, sabe que el honor derivado del saber es el mayor de los honores. El saber le interesa, no por el saber en sí mismo, ni porque odie la mentira por en­ cima de cualquier otra cosa, sino por el honor o el presti­ gio que representa. Su proceder o actuación se basa en el principio del prestigio o la superioridad sobre los demás o en que tener más que los demás constituye el bien supre­ mo. El sofista actúa sobre el principio del convencionalis­ mo vulgar. Al aceptar la doctrina del convencionalismo fi­ losófico y por ello mostrarse más articulado que los muchos que actúan sobre el mismo principio que le sirve de base, el sofista puede considerarse como el representan­ te más indicado del convencionalismo vulgar. Pero es en este punto donde surge la dificultad. El bien supremo del sofista es el prestigio derivado del saber. Para alcanzarlo,

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debe exponer su saber, lo cual significa que debe enseñar su visión de que la vida conforme a la naturaleza o la vida del sabio consiste en combinar la injusticia real con la apa­ riencia de la justicia. Aun así, admitir que uno es, en efec­ to, injusto resulta incompatible con la idea de querer pre­ servar la apariencia de la justicia. Resulta incompatible con el saber, y en consecuencia imposibilita alcanzar el ho­ nor que deriva del mismo. Tarde o temprano el sofista se ve, pues, obligado a ocultar su saber o plegarse a las visio­ nes que considera meramente convencionales. Debe resig­ narse a ganarse su prestigio difundiendo opiniones más o menos respetables. Por ello no se puede hablar de la doctri­ na, es decir, de la doctrina explícita de los sofistas. Con relación al sofista más conocido, Protágoras, cabe destacar que Platón le atribuye un mito que anuncia la te­ sis convencionalista. El mito del Protágoras está basado en la distinción entre naturaleza, arte y convención. La naturaleza aparece representada por la obra subterránea de ciertos dioses y la de Epitemeo. Este personaje mitoló­ gico, en el que el pensamiento se hace creación, representa la naturaleza en el sentido materialista, según el cual el pensamiento es posterior a los cuerpos irreflexivos y sus irreflexivos movimientos. La obra subterránea de los dio­ ses es una creación carente de luz, de entendimiento, y tie­ ne por tanto el mismo significado en esencia que la obra de Epitemeo. El arte está representado por Prometeo, por el robo de Prometeo, por su rebelión contra la volun­ tad de los dioses. La convención está representada por el don de la justicia que Zeus concede a «todos», un «don» que sólo resulta eficaz por medio de la actividad punitiva de la sociedad civil, y cuyos requisitos se ven cumplidos por la mera apariencia de la justicia.47 47. Protágoras, ^zxb6-8, 32.3b2.2~c2, 32433-05, 3 2 5 a6-d 7, 3 2 7 ^ - 2 . Pare­ ce existir una contradicción entre el mito del Protágoras y del Teeteto, en el

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Concluiré este capítulo con una breve observación acer­ ca del derecho natural presocrático. No hablaré de aque­ llos tipos de doctrina del derecho natural que formularon de manera exhaustiva Sócrates y sus discípulos, sino que me limitaré a describir a grandes rasgos aquel tipo de doc­ trina que rechazaron los clásicos: el derecho natural iguali­ tario. La duda sobre el carácter natural de la esclavitud y la división de la especie humana en distintos grupos étnicos y políticos encuentra su expresión más sencilla en la tesis según la cual todos los hombres son libres e iguales por naturaleza. La libertad y la igualdad naturales son condi­ ciones inseparables. Si todos los hombres son libres por naturaleza, nadie puede ser por naturaleza superior a otro, de ahí que por naturaleza todos los hombres sean iguales entre sí. Si todos los hombres son libres e iguales por naturaleza, va en contra de la naturaleza privar a un hombre de su libertad y darle un trato desigual; la defensa o el restablecimiento de la libertad y de la igualdad natu­ rales se impone por derecho natural. La ciudad se opone por tanto al derecho natural, pues sucumbe o resiste por medio de la desigualdad o la subordinación y por la res­ tricción de la libertad. El rechazo real de la libertad y la igualdad natural por parte de la ciudad debe atribuirse a la violencia y principalmente a la opinión errónea o a la alteración de la naturaleza, lo que induce a pensar que la libertad y la igualdad natural debían de haber sido rea-

que la tesis convencionalista se presenta como una versión perfeccionada de la tesis de Protágoras, donde las muestras de rechazo de las opiniones defendidas por lo general traspasan las fronteras del convencionalismo (x 6 jc 2 - 7 ,17 2 a 1b 6 , 17 7 c 6-d 6). N o obstante, como se ve en el contexto, lo que Protágoras dice en el mito del Protágoras constituye asimismo una versión perfeccionada de la tesis real. En el Protágoras la mejora se realiza al forzar la situación (con la presencia de un presunto alumno) el propio Protágoras, mientras que en el Teeteto se efectúa por parte de Sócrates.

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les en sus orígenes, cuando la naturaleza aún no estaba corrompida por la opinión. La doctrina de la libertad y la igualdad naturales se alía por tanto con la doctrina de una era dorada. Con todo, cabe suponer que la inocencia ori­ ginal no está totalmente perdida y que, a pesar del carác­ ter natural de la libertad y la igualdad, la sociedad civil es indispensable. En tal caso se debe buscar una forma de que la sociedad civil pueda alcanzar cierto grado de armo­ nía con la libertad y la igualdad natural. La única manera de hacer posible dicho propósito consiste en dar por sen­ tado que la sociedad civil, en la medida en que coincide con el derecho natural, está basada en el consentimiento o, para ser más exactos, en el contrato establecido entre individuos libres e iguales. No se puede afirmar con seguridad si las doctrinas de la libertad y la igualdad naturales, así como del pacto so­ cial, se formularon en un principio como tesis políticas más que como tesis teóricas por medio de las cuales expo­ ner el dudoso carácter de la sociedad civil como tal. Mientras la naturaleza se considerara la norma, la doc­ trina contractualista, estuviera o no basada en la premisa igualitaria o no igualitaria, implicaba forzosamente una desvalorización de la sociedad civil, pues suponía que la sociedad civil no era natural sino convencionaLtLEsta condición debe tenerse en cuenta si uno quiere entender el carácter específico y el formidable efecto político de las doctrinas contractualistas de los siglos x v n y x v m , puesto que en la era moderna se abandona la noción de que la naturaleza es la norma, y con ello desaparece el es­ tigma que pesa sobre todo lo convencional o contractual. Respecto a los tiempos premodernos, se puede afirmar con absoluta certeza que toda doctrina contractualista 148^ Aristóteles, Política, 1280b 10 - 13 ; Jenofonte, Memorabilia, iv , 13 - 14 ' fvease Resp. Laced., 8, 5).

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Capítulo

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suponía la desvalorización de todo lo que debía su origen a un contrato. En un pasaje de la obra Critón de Platón, Sócrates se presenta como si su deber de obediencia a la ciudad de Atenas y a sus leyes derivaran de un acuerdo tácito. Para entender dicho pasaje, hay que compararlo con su texto paralelo en la República, en la que el deber de obediencia del filósofo a la ciudad no deriva de contrato alguno. La razón es obvia. La ciudad de la República es la mejor ciu­ dad, la ciudad conforme a la naturaleza. Pero la ciudad de Atenas, con su democracia, era desde el punto de vista de Platón un paradigma de ciudad imperfecta.49 Sólo la le­ altad a una comunidad inferior puede derivar de un con­ trato, pues un hombre de bien cumple su promesa con todo el mundo independientemente del valor de la perso­ na a quien vaya dirigida la promesa.

49 Critón, 5004-5x65 (véase 5x65-6); República, 519 0 8 -5x0 6 1.

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C A P Í T U L O IV

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Sócrates fue el primero, según parece, que hizo descender la filosofía del cielo y le obligó a cuestionarse la vida, las conductas y las cosas buenas y malas. En otras palabras, se dice que ha sido el fundador de la filosofía política.1 En la medida en que esta afirmación es verdad, Sócrates fue el autor de toda la tradición sobre las enseñanzas del de­ recho natural. La doctrina del derecho natural que for­ muló Sócrates y que desarrollarían más tarde Platón, Aristóteles, los estoicos y los pensadores cristianos (espe­ cialmente Santo Tomás de Aquino) podría denominarse la doctrina del derecho natural clásico, en contraposición a la doctrina del derecho natural moderno que surgió en el siglo x v ii. La total comprensión de la doctrina del derecho natural clásico requeriría una total comprensión del cambio de pensamiento que desencadenó Sócrates, una comprensión que no se encuentra a nuestro alcance. A partir de una lec­ tura superficial de los textos pertinentes que a primera vis­ ta parecen proporcionar la información más genuina, el lector moderno llega casi de forma inevitable a la siguiente conclusión: Sócrates volvió la cara al estudio de la natura­ leza y limitó sus investigaciones a los seres humanos. Al despreocuparse por la naturaleza, se negó a considerar a

1 . Cicerón, Tusculanae Disputationes, v , xo; Hobbes, D e cive, Prefacio, cer­ ca del principio. En cuanto a los supuestos orígenes pitagóricos de la filosofía política, consúltese Platón, República, 600a 9-b 5, así como Cicerón, Tuse, disp., v , 8 -10 y D e re publica, 1 , 1 6 .

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Capítulo i v

los seres humanos desde la óptica de la distinción subversi­ va entre naturaleza y ley (convención). Tendía más bien a identificar la ley con la naturaleza, y sin duda identificaba lo justo con lo legal.2 En consecuencia, restableció la mora­ lidad ancestral, si bien en el factor de reflexión. Esta visión confunde el ambiguo punto de partida de Sócrates o el am­ biguo resultado de sus estudios con la esencia de su pensa­ miento. Para mencionar de momento un solo punto, la dis­ tinción entre naturaleza y ley (convención) conserva todo su significado para Sócrates y para el derecho natural clási­ co en general. Los clásicos presuponen la validez de dicha distinción al exigir que la ley debe seguir el orden estableci­ do por naturaleza, o cuando se habla de cooperación entre naturaleza y ley. Enfrentan al rechazo del derecho natural y la moralidad natural la distinción entre derecho natural y derecho legal así como la distinción entre moralidad na­ tural y (simplemente) humana, además de preservar la mis­ ma distinción al diferenciar entre la auténtica virtud y la virtud política o vulgar. Las instituciones características de la mejor forma de gobierno a juicio de Platón son las que «se corresponden con la naturaleza» y van «en contra de los hábitos y las costumbres», mientras que las instituciones opuestas, extendidas casi en todas partes, van «en contra de la naturaleza». Aristóteles no podía explicar el concep­ to del dinero si no era estableciendo la distinción entre ri­ queza natural y riqueza convencional; tampoco podía ex­ plicar la esclavitud si no era distinguiendo entre esclavitud natural y esclavitud legal. 3 z. Platón, Apología de Sócrates, I9 a8-d 7; Jenofonte, Memorabilia, I, i, 1 1 - 1 6 ; IV, i i i , 14 ; iv , i z ss., 7; v i i i , 4; Aristóteles, Metafísica, 9 8 7 0 1-2 ; De anima, 642328-30; Cicerón, D e república, 1 ,1 5 - 1 6 . 3. Platón, República, 4 5 6 b iz -c z , 4 5 2 3 7 7 C6-7, 48407-03, 50004-8, 5 0 1b i- c z ; Las leyes, 794CÍ4-795CI5; Jenofonte, Económica, 7 , 1 6 ; Hierón, 3, 9; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 3 3 3 2 9 - 3 1 , 1 1 3 4 0 1 8 - 1 1 3 5 3 5 ; Política,

I 2 5 5 a i - b i 5 , i 2 5 7 bioss.

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Veamos pues lo que supone el cambio de enfoque de Sócrates hacia el estudio de las cuestiones humanas, un es­ tudio consistente en plantear la pregunta «¿qué es?» con relación a nociones tales como el valor o la ciudad. No obstante, Sócrates no se limitaba a plantearse esta pregun­ ta básica respecto a cuestiones humanas determinadas, ta­ les como las diversas virtudes, sino que se veía obligado a preguntarse qué son las cuestiones humanas, o qué es el ratio rerum humanarumJ Pero resulta imposible apre­ hender el carácter propio de las cuestiones humanas como tales sin comprender la diferencia esencial entre las cues­ tiones humanas y las cuestiones que no lo son, a saber, las cuestiones divinas o naturales, lo que a su vez presupone cierta comprensión de las cuestiones divinas o naturales como tales. El estudio de Sócrates sobre las cuestiones hu­ manas se basaba pues en el estudio general de «todas las cosas». Al igual que cualquier otro filósofo, Sócrates iden­ tificó el saber o el objetivo de la filosofía con la ciencia de todos los seres, pues nunca dejó de considerar «lo que es cada ser». 5 En contra de las apariencias, el cambio de rumbo de Só­ crates hacia el estudio de las cuestiones humanas estaba basado, no en una desconsideración por las cuestiones di­ vinas o naturales, sino en un nuevo enfoque orientado a la comprensión de todas las cosas, un enfoque de carácter tal que permitía, y favorecía, el estudio de las cuestiones humanas como tales, esto es, de las cuestiones humanas en tanto que no son reducibles a las cuestiones divinas o naturales. Sócrates se desvió de sus predecesores al identi­ ficar la ciencia del todo, o de todo lo que es, con la com-4 5 4. Compárese Cicerón, De re publica, n , 5Z, donde se dice que la compren­ sión del ratio rerum citAlium, a diferencia del establecimiento de un modelo para una determinada acción política, constituye el objetivo de la República de Platón. 5. Jenofonte, Memorabilia, 1, 1 , 16 ; IV, v i, 1 , 7; v il, 3-5.

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prensión de «lo que es cada cosa», pues «ser» significa «ser algo» y por ello diferenciarse de lo que es «otra cosa»; «ser» significa por tanto «ser una parte», de ahí que el todo no pueda «ser» en el mismo sentido en que todo lo que es «algo» «es»; el todo debe encontrarse «más allá del ser». Y aun así el todo es la totalidad de las partes. Compren­ der el todo significa entender todas las partes del todo o la articulación del todo. Si «ser» es «ser algo», el ser de una cosa, o la naturaleza de la misma, es principalmente su esencia, su «forma» o «carácter», a diferencia concre­ tamente de aquello que lo forma. La cosa en sí, la cosa finalizada, no puede entenderse como producto del proceso que ha conducido a su formación, sino todo lo contrario, pues el proceso no puede entenderse si no es a la luz de la cosa finalizada o del fin del proceso. La esencia en sí es el carácter de una clase o conjunto de cosas, de cosas que por naturaleza pertenecen a un grupo natural o lo for­ man. El todo cuenta con una articulación natural. Com­ prender el todo, por tanto, ha dejado de significar primor­ dialmente descubrir las raíces de las que parte el todo finalizado, el todo articulado, el todo formado de distin­ tos grupos de cosas, el todo inteligible, el cosmos, descu­ brir la causa que ha transformado el caos en un cosmos o percibir la unidad que se oculta tras una variedad de cosas o apariencias, para significar comprender la unidad que se revela en la articulación manifiesta del todo finalizado. Dicha visión sienta las bases de la distinción entre las di­ versas ciencias: la distinción entre las diversas ciencias co­ rresponde a la articulación natural del todo. Se trata de una visión que posibilita y, en concreto, favorece el estu­ dio de las cuestiones humanas como tales. Sócrates parece haber considerado el cambio que efec­ tuó como una vuelta a la «sobriedad» y a la «modera­ ción» frente a la «locura» de sus predecesores. En contra­ posición a sus predecesores, no separaba el saber de la

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moderación. En el lenguaje corriente actual se podría des­ cribir el cambio en cuestión como una recuperación del «sentido común» o un regreso al «mundo del sentido co­ mún». La pregunta «¿qué es?» indica el eidos de una cosa, la forma, el carácter o la «idea» de una cosa. No es casua­ lidad que la principal acepción del término eidos designe lo que resulta visible para todos sin esfuerzo alguno o lo que podría denominarse la «superficie» de las cosas. Só­ crates no partió de lo que es primero en sí o primero por naturaleza sino de lo que es primero para nosotros, de lo que aparece a primera vista, de los fenómenos. No obs­ tante, el ser de las cosas, su esencia, es lo que se percibe a primera vista, no por lo que vemos de ellos, sino por lo que se dice o se opina de ellos. En consecuencia, Sócrates partió en su comprensión de la naturaleza de las cosas de las opiniones sobre la naturaleza de las mismas, pues toda opinión se basa en algún tipo de toma de conciencia o de percepción de algo por medio de la imaginación. Sócrates daba por sentado que el no tener en cuenta las opiniones sobre la naturaleza de las cosas equivaldría a desestimar el principal acceso a la realidad con el que podemos contar, o los vestigios más importantes de la verdad que se en­ cuentran a nuestro alcance. Asimismo, daba por sentado que «la duda universal» de toda opinión no nos conduci­ ría a la raíz de la verdad sino al vacío. La filosofía consis­ te, por tanto, en ascender de las opiniones al conocimien­ to o a la verdad, una ascensión que podría decirse que está guiada por las opiniones. Era en dicha ascensión en lo que pensaba principalmente Sócrates cuando aplicó el nombre de «dialéctica» a la filosofía. La dialéctica es el arte de conversar o de discutir de forma amistosa. La discusión amistosa que conduce a la verdad se hace posible o nece­ saria por el hecho de que las opiniones sobre lo que son las cosas, o sobre lo que son ciertos grupos de cosas suma­ mente importantes, se contradicen entre sí. Al reconocer

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Capítulo

iv

la contradicción, uno se ve obligado a trascender de las opiniones hacia la coherente visión de la naturaleza de la cosa en cuestión. Dicha visión coherente pone de mani­ fiesto la relativa verdad de las opiniones contradictorias; la visión coherente demuestra ser la visión general o total. 'Las opiniones pasan a verse pues como fragmentos de la verdad, sucios fragmentos de la verdad pura. En otras pa­ labras, las opiniones demuestran ser requisito de la ver­ dad autosuficiente, mientras que la ascensión a la verdad demuestra tener como guía a la verdad autosuficiente que siempre han intuido todos los hombres. Dicho esto resulta posible entender la razón por la cual la variedad de opiniones sobre la razón o la justicia no sólo es compatible con la existencia del derecho natural o la idea de justicia sino que se convierte en un requisito fundamental. Se podría decir que la variedad de nociones de justicia refuta el argumento según el cual existe un de­ recho natural, si la existencia del derecho requiriese un consenso real de todos los hombres con respecto a los principios del derecho. Sin embargo, gracias a Sócrates o a Platón sabemos que no se requiere más que el consenso potencial. Platón nos dice: tomad una opinión sobre el de­ recho que os agrade, sin importar lo fantástica o «primiti­ va» que sea; podéis estar seguros antes de haberla analizado que indica algo más allá de sus propios límites, que quie-. nes comparten dicha opinión de alguna manera la contra­ dicen y, por tanto, se ven obligados a trascender de ella di­ rigiéndose a una verdadera visión de la justicia, siempre y cuando entre ellos surja un filósofo. Tratemos de expresar este razonamiento en términos más generales. Todo conocimiento, por limitado o «cientí­ fico» que sea, presupone un horizonte, una visión general dentro de la cual cabe la posibilidad del conocimiento. Toda comprensión presupone un conocimiento fundamental del todo: antes de cualquier percepción de las cosas particula­

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res, el alma humana debe haber tenido una visión de las ideas, una visión del todo articulado. Por mucho qué di­ fieran las visiones generales que imperan en las distintas sociedades, todas ellas son visiones acerca de lo mismo, es decir, del todo. Por ello, no sólo difieren sino que se con­ tradicen entre sí. Basta este hecho para que el hombre se vea obligado a darse cuenta de que cada una de dichas vi­ siones, tomada por separado, no es más que una opinión sobre el todo o una articulación inapropiada del conoci­ miento fundamental del todo y que por ello apunta más allá de sus límites hacia una articulación apropiada. Nada garantiza que la búsqueda de una articulación apropiada llegue a conducir más allá de una comprensión de las al­ ternativas fundamentales o de que la filosofía supere legí­ timamente el nivel de discusión o disputa y alcance alguna vez el nivel de decisión. No obstante, el carácter intermi­ nable de la búsqueda de una articulación apropiada del todo no autoriza a uno a limitar la filosofía a la compren­ sión de una parte, por importante que ésta sea, pues el sig­ nificado de una parte depende del significado del todo. En concreto, dicha interpretación de una parte basada como está simplemente en experiencias fundamentales, sin recu­ rrir a presuposiciones hipotéticas sobre el todo, no es en el fondo superior a otras interpretaciones de esa parte que se basan de hecho en dichas presuposiciones hipotéticas^ El convencionalismo no tiene en cuenta la comprensión que entraña la opinión y apela a la naturaleza a partir de la opinión. Por esta razón, aparte de otras, Sócrates y sus discípulos se vieron obligados a demostrar la existencia del derecho natural en el terreno elegido por el convencio­ nalismo, es decir, remitiéndose a los «hechos», en contra­ posición los «discursos».6 Bajo la óptica actual, este inte­ 6. Véase Platón, República, 35863, 3 6 7 0 1-5 y ez, 369a 5-6 y C9-10, 3 7 0 a 8b i.

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rés al parecer más directo por el ser no hace sino confir­ mar la tesis socrática. La premisa básica del convencionalismo resultó ser la identificación de lo bueno con lo agradable. En conse­ cuencia, la parte básica de la doctrina sobre el derecho na­ tural clásico corresponde a la crítica del hedonismo. La te­ sis de los clásicos expone que lo bueno es en esencia diferente de lo agradable, que lo bueno tiene más funda­ mento que lo agradable. Los placeres más comunes están relacionados con la satisfacción de las necesidades; las ne­ cesidades preceden a los placeres; las necesidades propor­ cionan, por así decirlo, los canales por los que puede fluir el placer; determinan lo que puede ser agradable. La va­ riedad de necesidades justifica la variedad de placeres; los distintos tipos de placeres no pueden entenderse en térmi­ nos de placer sino con relación a las necesidades que ha­ cen posible las diversas clases de placeres. Los distintos tipos de necesidades no responden a un puñado de instin­ tos; por el contrario, existe un orden natural de necesida­ des. Los distintos tipos de necesidades persiguen o se ven satisfechos con distintos tipos de placer. Los placeres de un asno difieren de los placeres de un ser humano. El or­ den de las necesidades de un ser revela la constitución na­ tural, la esencia del ser en cuestión; es dicha constitución la que determina el orden, la jerarquía de las diversas ne­ cesidades o de las diversas inclinaciones de un ser. A una constitución determinada le corresponde una operación determinada, un cometido determinado. Un ses se consi­ dera bueno, o «en orden», cuando realiza bien su cometi­ do. Por tanto, un hombre será bueno si realiza bien su co­ metido como hombre, la labor que se corresponde con la naturaleza del hombre 7 que ésta exige. Para determinar lo que por naturaleza es bueno para el hombre o el bien humano natural, debe determinarse primero la naturaleza del hombre, o la constitución natural del hombre. El or­

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den jerárquico de la constitución natural del hombre sien­ ta las bases del derecho natural tal y como los clásicos lo entendían. Todo el mundo de un modo u otro hace la dis­ tinción entre el cuerpo y el alma, y todo el mundo puede verse obligado a admitir que no puede negar, sin contra­ decirse a sí mismo, que el alma se encuentra por encima del cuerpo. Lo que diferencia el alma humana de las almas de los brutos es el discurso, la razón o el entendimiento. Por tanto, el cometido propio del hombre consiste en lle­ var una vida de meditación, de entendimiento y de acción reflexiva. La buena vida es la vida que se desarrolla con­ forme al orden natural del ser humano, la vida que fluye de un alma sana y disciplinada. La buena vida es simple­ mente la vida en la que los requisitos de las inclinaciones naturales del hombre se satisfacen en el debido orden en el mayor grado posible, la vida de un hombre que se mantie­ ne lo más despierto posible, la vida de un hombre en cuya alma todo tiene valor. La buena vida es la perfección de la naturaleza del hombre, la vida conforme a la naturaleza. Las reglas que circunscriben el carácter general de la bue­ na vida se podrían calificar por tanto de «ley natural». La vida conforme a la naturaleza corresponde a la vida de la excelencia o la virtud humana, a la vida de una «persona de clase superior», y no a la vida del placer como tal.7 La tesis según la cual la vida conforme a la naturaleza corresponde a la vida de la excelencia humana puede de­ fenderse mediante argumentos propios del hedonismo. Sin embargo, los clásicos se oponían a este modo de en­ tender la buena vida, pues desde el punto de vista del he­ donismo, la nobleza de carácter es buena porque conduce

7. Platón, Gorgios, 49966-50033; República, 36 9 0 10 ss.; compárese Repú­ blica, 35206-3536 6, 4 3 3 a i-b 4 , 441c! 1 2 ss., y 4 4 4 0 13-4 4 5 0 4 con Aristóte­ les, Ética a Nicómano, 10 9 8 3 8 -17 ; Cicerón, D efinibus, n , 33-34, 40; iv , 16, 25, 34, 375 v , 26; Las leyes, 1 , 1 7 , 22, 25, 27, 45, 58-62.

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a una vida de placer, cuando no resulta indispensable para alcanzarla: la nobleza de carácter está al servicio del pla­ cer; no es buena por sí misma. De acuerdo con los clási­ cos, dicha interpretación distorsiona los fenómenos al po­ der ser conocidos a partir de la experiencia por todo hombre imparcial y competente, es decir, de moral no ob­ tusa. Admiramos la excelencia sin pensar en nuestros pla­ ceres o en nuestros beneficios. Nadie entiende por un hombre de bien o un hombre de excelencia un hombre que lleva una vida placentera. Distinguimos entre hom­ bres mejores y peores, basándonos en la diferencia que se refleja en los distintos tipos de placer que prefieren. Pero no se puede entender dicha diferencia a nivel de placeres en términos de placer, pues dicho nivel no se ve determina­ do por el placer sino por la calidad de los seres humanos. Sabemos que constituye un craso error identificar a un hombre de excelencia con un benefactor. Admiramos, por ejemplo, a un brillante estratega al mando del victorioso ejército de nuestros enemigos. Existen cosas que resultan admirables, o nobles, por naturaleza, de forma intrínseca. Todas ellas o al menos la mayoría se caracterizan por no contener referencia alguna a los intereses propios o por no ser fruto de la reflexión. Las diversas cuestiones huma­ nas que resultan nobles o admirables por naturaleza son en esencia las partes de la nobleza humana que la forman o que se relacionan con ella; cada una de estas partes revela un alma disciplinada, sin duda el fenómeno humano más admirable de todos. El fenómeno de la admiración de la excelencia humana no puede explicarse sobre la base del hedonismo o del utilitarismo, salvo por medio de hipóte­ sis ad hoc. Dichas hipótesis llevan a la conclusión de que toda muestra de admiración es, en el mejor de los casos, una especie de cálculo telescópico de beneficios a nuestro favor. Son el resultado de una visión materialista o criptomaterialista que obliga a sus poseedores a no poder ver lo

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superior más que como el efecto de lo inferior, o que les impide considerar la posibilidad de que existen fenóme­ nos que son simplemente irreducibles a sus condiciones, fenómenos que forman una clase aparte. Las hipótesis en cuestión no se conciben con el espíritu de una ciencia em­ pírica del hombre.8 El hombre es por naturaleza un ser social. Tal es su constitución que no puede vivir, o vivir en condiciones óp­ timas, si no es en compañía de sus semejantes. Habida cuenta de que la razón o el habla lo distingue del resto de los animales, y el habla es comunicación, el hombre es so­ cial en un sentido más radical que cualquier otro animal social: la humanidad es en sí socialidad. El hombre se rela­ ciona con sus semejantes, o más bien se ve relacionado con sus semejantes, en todo acto humano, ya se trate de un acto «social» o «antisocial». Su carácter social no pro­ cede, por tanto, de una reflexión sobre los placeres que es­ pera de la asociación, sino que obtiene placer de la asocia­ ción porque es social por naturaleza. El amor, el afecto, la amistad y la compasión son tan naturales al hombre como el interés por su propio bien y la reflexión sobre lo que puede reportarle beneficios. La socialidad natural del hombre constituye la base del derecho natural en el senti­ do más estricto del derecho. Dado que el hombre es social por naturaleza, la perfección de su naturaleza incluye la virtud social por excelencia, la justicia; la justicia y el de­ recho son naturales. Todos los miembros de una misma especie son semejantes entre sí. Esta afinidad natural se ve intensificada y transfigurada en el caso del hombre como consecuencia de su socialidad radical. En el caso del hom­

8. Platón, Gorgias, 49708 ss.; República, 40ZCI1-9; Jenofonte, Hellenica, VII, n i, 12 ; Aristóteles, Etica a Nicómano, 1x 74 a 1-8; Retórica, 13 6 6 0 3 6 ss.; Cicerón, De finibus, 11, 45, 64-65, 69; v , 47, 6 1; Las leyes, 1, 37, 4 1, 48, 5 1

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bre el interés del individuo por la procreación representa sólo una parte de su preocupación por la conservación de la especie. Entre los hombres no se da ninguna relación en la que el individuo se vea absolutamente libre de actuar según sus gustos o sus convicciones. Y todos los hombres son conscientes en mayor o menor grado de este hecho. Toda ideología es un intento de justificar ante uno mismo o ante los demás dichas líneas de acción al sentir de algu­ na manera que deben justificarse, es decir, al no ser evi­ dentemente correctas. ¿Por qué creían los atenienses en su carácter autóctono si no fuera porque sabían que arreba­ tar las tierras al prójimo no era justo y porque sentían que una sociedad consciente de su dignidad personal no podía resignarse a la idea de que sus cimientos descansaran so- , bre el crimen?9 ¿Por qué creen los hindús en su doctrina del karma si no es porque saben que, de lo contrario, su sistema de castas sería insostenible? En virtud de su racio­ nalidad, el hombre cuenta con una variedad de alternati­ vas como la de ningún otro ser terrenal. A esta sensación de variedad, de libertad, le acompaña la sensación de que el pleno ejercicio sin trabas de dicha libertad no es correc­ to. La libertad del hombre va acompañada de un respeto sagrado, de una especie de presentimiento de que no todo está permitido.10 Podríamos denominar este temor reve­ rencial la «conciencia natural del hombre». La contención es, por tanto, tan natural o primitiva como la libertad. Mientras el hombre no cultive su razón debidamente, ten­ drá todo tipo de ideas fantásticas respecto a los límites 9. Platón, República, 36 9 0 5-370 0 2; E l banquete, 207a 6 -c i; Las leyes, 776d5*778a6; Aristóteles, Política, 1 2 5 3 3 7 - 18 , 12 78 b 18 -2 5; Ética a Nicómano, n 6 i b i - 8 (véase Platón, República, 39565) y 11 7 0 b 10 -14 ; Retórica, 1 3 7 3 b 6-9; Isócrates, Panegírica, 23-24; Cicerón, De re publica, 1, 1, 38-41; i i i , 1-3 , 25; iv , 3; Las leyes, 1, 30, 33-35, 43; D e finibus, 1 1 ,4 5 , 7 8 ,10 9 -1x 0 ; in , 6 2-71; iv , 17 - 18 ; Grotius, D e jure belli, Prolegomena, párrs. 6-8. 10 . Cicerón, De re publica, v , 6; Las leyes, 1, 24, 40; D e finibus, iv , 18 .

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puestos a su libertad, lo que le llevará a elaborar absurdos tabúes. Pero lo que induce a los salvajes a cometer sus acciones no es el salvajismo sino el presentimiento de lo correcto. El hombre no puede alcanzar la perfección salvo en so­ ciedad o, dicho en términos más exactos, en una sociedad civil. La sociedad civil, o la ciudad tal y como la concebían los clásicos, es una sociedad cerrada, además de ser lo que hoy en día conocemos como una «ciudad pequeña». Po­ dría decirse que una ciudad es una comunidad en la que todo el mundo se conoce entre sí, si no en profundidad, sí al menos ligeramente. Una sociedad que pretende hacer posible la perfección del hombre debe permanecer unida por medio de la confianza mutua, y la confianza presupo­ ne un grado mínimo de conocimiento. Sin esta confianza, pensaban los clásicos, no puede haber libertad; la alterna­ tiva a la ciudad, o a una federación de ciudades, era el im­ perio de gobierno despótico (encabezado, a poder ser, por un dirigente deificado) o un estado próximo a la anar­ quía. Una ciudad es una comunidad equivalente a los po­ deres naturales del hombre que le permiten adquirir un conocimiento directo de las cosas. Se trata de una comu­ nidad que puede captarse a primera vista, o en la que un hombre adulto puede orientarse mediante su propia ob­ servación, sin tener que confiar por costumbre en la infor­ mación indirecta respecto a las cuestiones de importancia vital, pues el conocimiento directo de los hombres sólo puede sustituirse sin peligro por el conocimiento indirecto en la medida en que los individuos que integren el cuerpo político sean uniformes u «hombres de masas». Sólo una sociedad lo bastante pequeña para permitir la confianza mutua es lo bastante pequeña para permitir la responsabi­ lidad o la supervisión mutua, la supervisión de acciones o comportamientos que resulta indispensable en el caso de una sociedad interesada en la perfección de sus miem­

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bros; en una gran ciudad, en «Babilonia» por ejemplo, cada cual puede vivir más o menos de acuerdo con sus inclina­ ciones. Según lo limitado que esté por naturaleza el poder natural del hombre para adquirir un conocimiento directo de las cosas, así será su poder de amor o de interés activo; los límites de la ciudad coinciden con el grado de interés activo del hombre por los individuos no anónimos. Ade­ más, la libertad política, y en particular esa libertad políti­ ca que encuentra su justificación en la búsqueda de la ex­ celencia humana, no es un regalo del cielo; sólo mediante el esfuerzo de muchas generaciones logra convertirse en realidad, y su conservación exige siempre extremar la vi­ gilancia al máximo. La probabilidad de que toda sociedad humana pueda alcanzar una libertad auténtica al mismo tiempo es ínfima, pues todas las cosas valiosas son de una rareza extraordinaria. Una sociedad abierta o global con­ sistiría en una confederación de numerosas sociedades si­ tuadas a muy distintos niveles de madurez política, donde lo más probable es que las sociedades inferiores hicieran bajar de nivel a las superiores. Una sociedad abierta y glo­ bal se dará en un nivel inferior de la humanidad antes que una sociedad cerrada, la cual ha hecho un esfuerzo supre­ mo durante generaciones por alcanzar la perfección hu­ mana. Las posibilidades de que llegue a existir una socie­ dad buena son, por tanto, mayores si hay una multitud de sociedades independientes que si sólo existe una sociedad independiente. Si la sociedad en la que el hombre puede alcanzar la perfección de su naturaleza es necesariamente una sociedad cerrada, la distinción de la especie humana en un número determinado de grupos independientes se da conforme a la naturaleza. Dicha distinción no es natu­ ral en la medida en que los miembros de una sociedad civil son diferentes por naturaleza a los miembros de otra. Las ciudades no crecen como las plantas. No parten de un mismo origen sin más, sino que se forman a raíz de las ac­

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ciones humanas. Existe un factor de elección e incluso de arbitrariedad que interviene en la «formación» de unos seres humanos determinados para excluir a otros, lo que resultaría injusto únicamente si la condición de los exclui­ dos se viera perjudicada por su exclusión. Pero la condi­ ción de aquellos que aún no se han esforzado en serio por alcanzar la perfección de la naturaleza humana es necesa­ riamente mala en su aspecto fundamental; no es posible que le perjudique el mero hecho de que quienes entre ellos se hayan sentido movidos por la llamada de la perfección hagan tales esfuerzos. Además, no hay motivo alguno que impida a los excluidos formar una sociedad civil al mar­ gen. La sociedad civil en su calidad de sociedad cerrada es posible y necesaria conforme a la justicia, al ser conforme a la naturaleza.11 Si la contención es tan natural para el hombre como la libertad, y la contención debe aplicarse a la fuerza en mu­ chos casos para que resulte eficaz, no se puede decir que la ciudad sea convencional o que vaya en contra de la natu­ raleza porque se trate de una sociedad coercitiva. El hom­ bre ha alcanzado tal punto de desarrollo que no puede as­ pirar a la perfección de su humanidad si no es frenando sus más bajos impulsos. El hombre no puede dominar su cuerpo por medio de la persuasión. Sólo con este hecho se muestra que ni siquiera el despotismo de por sí va en con­ tra de la naturaleza. Lo que es cierto en cuanto a la autocontención, a la autocoacción y al poder sobre uno mismo se aplica en principio a la contención y a la coacción de los demás y al poder sobre el prójimo. Por poner un caso ex­ tremo, el despotismo resulta injusto sólo si se dirige a se­ 1 1 . Platón, República, 4 x335-0 5; Las leyes, 6 810 4 -0 5, 7 o 8 b i-d 7 , 73806e5, 94963 ss.; Aristóteles, Ética a Nicómano, i i 5 8 a i o - i 8 , ii7 o b z o 1 1 7 1 a 2.0; Política, 1x 5 3 3 3 0 - 3 1 , 1x 7 6 3 x 7 -3 4 (véase Tomás de Aquino, gens cit.), 13x6 a9 -b x6; Isócrates, Antidosis, 17 1-17 X ; Cicerón, Las leyes, 11, 5; véa­ se Tomás de Aquino, Summa theologica, 1, qu. 65, a. x, ad. 3.

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res que pueden ser gobernados por medio de la persuasión o cuya comprensión sea suficiente: la autoridad de Prós­ pero sobre Calibán es por naturaleza justa. La justicia y la coacción no se excluyen mutuamente; de hecho, no resul­ taría impropio describir la justicia como una especie de coacción benevolente. La justicia y la virtud en general re­ presentan forzosamente una clase de poder. Decir que el poder como tal es pernicioso o depravado equivaldría a afirmar que la virtud es perniciosa o depravada. Mientras que unos hombres se corrompen en el ejercicio del poder, otros mejoran gracias a él, pues «el poder ilustra al hom­ bre».12La plena realización de la humanidad no parecería con­ sistir pues en una especie de participación pasiva en una sociedad civil sino en la actividad caracterizada por una di­ rección apropiada a cargo del hombre de estado, el le­ gislador o el fundador. El firme propósito de alcanzar la perfección de una comunidad exige un mayor grado de vir­ tud que el firme propósito de alcanzar la perfección de un individuo. Al juez y al gobernante se les presentan más oportunidades y más nobles de actuar con justicia que al hombre medio. El hombre bueno no se corresponde sim­ plemente con el buen ciudadano sino con el buen ciudada­ no que ejerce la función de gobernante en una sociedad buena. Es, por tanto, algo más solido que el deslumbrante esplendor y clamor que acompaña a los altos cargos y más noble que el interés por el bienestar de sus cuerpos lo que induce a los hombres a rendii; homenaje a la grandeza po­ lítica. Al preocuparse por los grandes objetivos de la hu­ manidad, la libertad y el imperio, sienten de alguna ma­ nera que la política es el terreno en el que la excelenciaix. ix . Platón, República, 37207-8 y 6073.4, 519 6 4 -520 35, 56 10 5-7 ; Las le­ yes, 689c ss.; A ristó te les, Etica a Nicómano, 1 1 3 0 a 1-2, n 8 o a i4 - 2 2 ; Políti­ ca, 12 5 4 3 18 -2 0 y b 5 - 6 ,12 5 5 3 3 - 2 2 ,13 2 5 13 7 ss.

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humana se puede desarrollar en toda su plenitud y de cuya práctica apropiada depende de algún modo toda for­ ma de excelencia. La libertad y el imperio son deseados como factores o condiciones de felicidad. Pero los senti­ mientos que suscita la sola mención de las palabras «liber­ tad» e «imperio» apuntan hacia una comprensión más adecuada de la felicidad que la que subyace bajo la identi­ ficación de la felicidad con el bienestar del cuerpo o la gra­ tificación de la vanidad; apuntan hacia la visión según la cual la felicidad o la esencia de la felicidad consiste en la excelencia humana. Por tanto, la actividad política se des­ arrolla debidamente cuando se dirige hacia la perfección o la virtud humanas. La ciudad, pues, no persigue en el fondo más fin que el individual. La moralidad de la socie­ dad civil o del estado es la misma que la moralidad del in­ dividuo. La ciudad se diferencia básicamente de una ban­ da de ladrones en que no sólo constituye un órgano o una expresión del egoísmo colectivo. Dado que el objetivo fi­ nal de la ciudad es el mismo que el del individuo, el objeti­ vo de la ciudad es la actividad pacífica conforme a la dig­ nidad del hombre, y no la guerra ni la conquista. I 3 Habida cuenta de que los clásicos contemplaban las cuestiones morales y políticas a la luz de la perfección del hombre, no podían ser igualitarios. No todos los hombres se ven dotados por igual por naturaleza para el desarrollo orientado a la perfección, o no todas las «naturalezas» son «buenas naturalezas». Mientras que todos los hombres, esto es, todos los hombres normales, cuentan con la facul­ tad de la virtud, algunos necesitan que les guíen, mientras13 1 3 . Tucídides, III, x l v , 6; Platón, Gorgias, 46403-03, 4 7 8 a i-b 5 , 5 2 id 6 - e i; Cleitofón, 408bz-5; Las leyes, 6 28 b 6 -ei, 645b 1-8; Jenofonte, Memorabilia, II, 1, 17 ; III, 11, 4; IV , 1 1 , 1 1 ; Aristóteles, Ética a Nicámano, 10 9 4 0 7 -10 , ii 2 9 b 2 5 - ii3 o a 8 ; Política, 12 7 8 0 1- 5 , 13 2 4 0 2 3 - 4 1, 13 3 3 0 3 9 ss.; Cicerón, De re publica, 1, x; m , 1 0 - 1 1 , 34 -4 1; v i, 1 3 , 16 ; Tomás de Aquino, De regimine principum, 1,9 .

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que otros no lo precisan en absoluto o lo necesitan en mu­ cho menor grado. Además, al margen de las diferencias respecto a las facultades naturales, no todos los hombres se afanan por alcanzar la virtud con la misma firmeza. Por mucho que pese una influencia atribuida al modo en que se educan los hombres, la diferencia entre una educación buena y mala se debe en parte a la diferencia entre un «en­ torno» natural favorable y un entorno desfavorable. Dado que los hombres no son por tanto iguales con respecto a la perfección humana, esto es, en el aspecto fundamental, la igualdad de derechos para todos constituía a juicio de los clásicos la máxima expresión de la injusticia. Los clási­ cos sostenían la superioridad por naturaleza de ciertos hombres sobre los demás y, por tanto, según el derecho na­ tural, su autoridad para gobernar sobre los demás. Se ha sugerido en alguna ocasión que la visión de los clásicos topó con el rechazo de los estoicos y, en concreto, de Cice­ rón y que este punto de inflexión marca una época en el de­ sarrollo de la doctrina del derecho natural o una ruptura radical con la doctrina del derecho natural de Sócrates, Platón y Aristóteles. No obstante, el propio Cicerón, quien se supone que debía saber de qué hablaba, no era en abso­ luto consciente de que entre su doctrina y la de Platón exis­ tiera una diferencia radical. El pasaje crucial de Las leyes de Cicerón, que de acuerdo con una visión general preten­ de establecer el derecho natural igualitario, pretende en realidad demostrar la socialidad natural del hombre. Para ello, Cicerón defiende la igualdad de todos los hombres, es decir, la afinidad entre sí, presentando la semejanza en cuestión como la base natural de la benevolencia del hom­ bre para con el hombre: simile simili gaudet. Carece relati­ vamente de importancia el hecho de que una expresión empleada por Cicerón en este contexto no indicara una li­ gera predisposición en favor de las ideas igualitarias. Basta con señalar que abundan los escritos de Cicerón en los que

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se reafirma la visión clásica según la cual los hombres no son iguales en lo esencial y en los que se reafirman asimis­ mo las implicaciones políticas de dicha visión. ^ Para poder alcanzar su categoría superior, el hombre debe vivir en la mejor clase de sociedad, en la clase de so­ ciedad que mejor conduzca a la excelencia humana. Los clásicos denominaban a la mejor sociedad la mejor poli­ teia, una expresión por medio de la cual indicaban que ante todo para que una sociedad sea buena, debe tratar­ se de una sociedad civil o política, una sociedad en la que se dé un gobierno de hombres y no sólo una administración de cosas. Politeia se suele traducir por «constitución», pero al emplear hoy en día el término «constitución» en un con­ texto político, uno se refiere casi inevitablemente a un fe­ nómeno legal, que podría equivaler más bien a la ley fun­ damental de la tierra, y no a la constitución del cuerpo o del alma. Aun así politeia no es un fenómeno legal, pues los clásicos utilizaban dicho término en contraposición a «leyes». La politeia tiene un carácter más fundamental que cualquier ley; se trata del origen de todas las leyes. La poli­ teia representa más bien la distribución objetiva del poder dentro de la comunidad que lo estipulado por la ley consti­ tucional con respecto al poder político. La politeia puede verse definida por medio de leyes, pero no lo precisa. Las leyes relativas a una politeia pueden resultar engañosas, de forma involuntaria o incluso deliberada, en cuanto al ver­ dadero carácter de la politeia. Ninguna ley, ni por tanto ninguna constitución, puede representar el hecho político14 14 . Platón, República, 37464-37606, 4 3 10 5 -7 , 48 534 -4 8735; Jenofonte, Memorabilia, IV, 1, 2; Hieran, 7, 3; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1099b 1820, 10 9 5 0 10 - 13 , 1 17 9 b 7 - 1 1 80a 10 , 1 1 1 4 a 3 i - b 2.5; Política, 12 5 4 3 2 9 -3 1, 12 6 7 0 7 , 13 2 7 b 18 -39 ; Cicerón, Las leyes, 1, 28-35; De re publica, 1, 49, 52; III, 4, 37-38; De finibus, iv, 2 1 , 56; v , 69; Tuse, disp., 11, n , 13 ; iv , 3 1-3 2 ; v , 68; D e officiis, 1, 1 0 5 ,1 0 7 ; Tomás de Aquino, Summa theologica, I, qu. 96, a.

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fundamental, puesto que todas las leyes dependen de los seres humanos. Las leyes deben ser adoptadas, defendidas y administradas por los hombres. Los seres humanos que forman parte de una comunidad política pueden «distri­ buirse» de muy diversas formas con relación al control de las cuestiones comunales. Lo que el término politeia desig­ na principalmente es la «distribución» objetiva de los seres humanos con relación al poder político. La constitución norteamericana no es lo mismo que el modo de vida norteamericano. El término politeia indica más bien el modo de vida de una sociedad que su constitu­ ción. Aun así no es casualidad que, por lo general, se pre­ fiera la traducción imprecisa de «constitución» a la tra­ ducción de «modo de vida de una sociedad». Al hablar de constitución, pensamos en gobierno, lo que no ocurre ne­ cesariamente al referirnos al modo de vida de una comu­ nidad. Al hablar de politeia, los clásicos pensaban en el modo de vida de una comunidad como algo determinado básicamente por su «forma de gobierno». Traduciremos politeia por «régimen», interpretando régimen en el senti­ do más amplio del término como lo entendemos en oca­ siones al hablar, por ejemplo, del antiguo régimen de Francia. El pensamiento que relaciona «modo de vida de una sociedad» y «forma de gobierno» puede exponerse de forma provisional de la siguiente manera: el carácter, o el tono, de una sociedad depende de lo que la sociedad considere como lo más respetable o lo más digno de admi­ ración. Pero al considerar ciertas costumbres o actitudes como las más respetables, una sociedad admite la superio­ ridad, la dignidad superior, de aquellos seres humanos que con mayor perfección representan las costumbres o actitudes en cuestión. Es decir, que cada sociedad recono­ ce la autoridad de una clase humana determinada {o de una mezcla determinada de ciases humanas). Cuando la clase autorizada es el hombre medio, debe justificarse

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todo ante el tribunal del hombre medio; todo lo que no puede ser justificado ante dicho tribunal pasa a ser, en el mejor de los casos, simplemente tolerado, si no desprecia­ do o considerado sospechoso. E incluso quienes no reco­ nocen la autoridad de dicho tribunal se ven, quieran o no quieran, moldeados por sus veredictos. Lo que define a la sociedad dirigida por el hombre común se puede aplicar también a las sociedades en las que gobierna el sacerdote, el acaudalado comerciante, el señor de la guerra, el noble, etcétera. Para hacerse con la verdadera autoridad, los se­ res humanos que encarnan las admiradas costumbres y actitudes deben tener la última palabra en la comunidad, es decir, deben formar el régimen. Al exponer los clásicos su principal preocupación con relación a los distintos re­ gímenes, en particular al mejor régimen, daban por senta­ do que el fenómeno social primordial, o el fenómeno so­ cial por encima del cual sólo los fenómenos naturales revisten mayor importancia, era el régimen.15 15 . Platón, República, 4 9 7 a 3-5, 544c!6-7; Las leyes, 7 1 1 c 5-8; Jenofonte, Ways and Means, I, 1 ; Isócrates, A Nicócles, 3 1 ; Nicócles, 37; Areopagítica, 14 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 8 1 b 12-Z3; Política, 12 7 3 3 4 0 ss., 1 2 7 8 0 1 1 - 1 3 , 12 8 8 32 3-2 4 , 12 8 9 3 12 -2 0 , I 2 9 2 b n - i8 , 12 9 5 b !, 129 7a 14 ss.; Cicerón, De re publica, I, 47; V, 5-7; Las leyes, 1, 14 - 15 , 1 7 , 1 9 ; III, 2. Cicerón ha señalado la dignidad superior de «régimen» en contraposición á «leyes» por medio del contraste entre los marcos de sus obras De re publica y Las leyes. Esta última obra está concebida como la continuación de D e re pu­ blica. En D e re publica el joven Escipión, un filósofo-rey, mantiene una larga conversación de tres días con algunos de sus contemporáneos sobre el mejor régimen; en Las leyes Cicerón conversa durante un día entero con algunos de sus coetáneos acerca de las leyes apropiadas para el mejor régimen. La dis­ cusión de D e re publica tiene lugar en invierno: los participantes buscan el sol; además, se produce el mismo año en que muere Escipión: las cuestiones políticas se contemplan a la luz de la eternidad. La discusión de Las leyes tie­ ne lugar en verano: los participantes buscan la sombra (De re publica, I, 18 ; vi, 8 ,1 2 ; Las leyes, I, 14 , 15 ; II, 7, 69; III, 30; D e officiis, m, 1). Para ilustra­ ciones compárese, entre otros, Maquiavelo, Discursos, III, 29; Burke, Conciliation with America, hacia el final; John Stuart Mili, Autobiography, Oxford World’s Classics, pp. 294 y 13 7 .

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El principal significado de los fenómenos denominados «regímenes» ha perdido de alguna manera su definición inicial. Las razones para esta transformación son las mis­ mas que las causantes de que la historia política haya cedi­ do su anterior preeminencia a la historia social, cultural, económica, etcétera. La aparición de estas nuevas ramas de la historia encuentra su culminación - y su legitima­ ción- en el concepto de «civilizaciones» (o «culturas»). Tenemos por costumbre hablar de «civilizaciones», para referirnos a lo que los clásicos denominaban «regímenes». «Civilización» es el sustituto actual de «régimen». Resul­ ta difícil encontrar una definición precisa de civilización. Se dice que una civilización es una gran sociedad, pero no se especifica de qué tipo de sociedad se trata. A la pregun­ ta de cómo diferenciar una civilización de otra, obtene­ mos la respuesta de que el rasgo más evidente y menos en­ gañoso es la diferencia de estilos artísticos, lo que significa que las civilizaciones son sociedades que se caracterizan por algo que nunca se encuentra en el centro de interés de las grandes sociedades como tales: una sociedad no em­ prende la guerra con otra por diferencias de estilos artísti­ cos. Nuestra orientación marcada por civilizaciones, en lugar de por regímenes, parece deberse a un curioso distanciamiento de las cuestiones sobre la vida y la muerte que impulsan y estimulan las sociedades y preservan su unidad. El mejor régimen se denominaría hoy en día «régimen ideal» o simplemente un «ideal». El término actual «ideal» implica una multitud de connotaciones que obvia la idea que pretendían transmitir los clásicos por rfiedio del uso del mejor régimen. Los traductores modernos emplean en oca­ siones el término «ideal» para expresar lo que los clásicos llamaban «conforme al deseo» o «conforme a la súplica». El mejor régimen corresponde a aquel que uno desearía o pediría. Un análisis más profundo nos mostraría que el me­

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jor régimen es el objetivo del deseo o la súplica de todos los hombres buenos o los hombres de bien: el mejor régimen, tal como lo presenta la filosofía política clásica, es el objeti­ vo del deseo o la súplica de los hombres de bien tal y como lo interpreta el filósofo. Sin embargo, el mejor régimen, tal como lo entienden los clásicos, no sólo es más deseable, sino que se presenta como factible o posible, esto es, posi­ ble en la tierra. Y resulta tanto deseable como posible por­ que es conforme a la naturaleza. Dada su conformidad con la naturaleza, su realización no precisa de ningún cambio milagroso o no milagroso en la naturaleza humana; no pre­ cisa de la abolición o extirpación del mal o la imperfección intrínsecos al hombre y a la vida humana; por ello es posi­ ble. Y su conformidad con los requisitos de la excelencia o la perfección de la naturaleza humana lo hace más desea­ ble. Con todo, aunque el mejor régimen sea posible, su rea­ lización no es de ningún modo necesaria, pues resulta muy difícil y por ello improbable, e incluso sumamente impro­ bable, ya que el hombre no controla las condiciones en las que se podría llevar a cabo. Por ello su realización depende del azar. El mejor régimen, conforme a la naturaleza, tal vez nunca existió, no hay razón alguna para pensar que existe en la actualidad y quizá jamás llegue a existir. Por su esen­ cia existe en el habla no en el acto. En una palabra, el mejor régimen es en sí -para emplear un término acuñado por uno de los estudiosos más especializados en la República de Platón- una «utopía».16 El mejor régimen sólo es posible en las condiciones más favorables. Resulta pues justo o legítimo sólo en las condi-

1 6. Platón, República, 4 5 7 a 3-4, cz , 04-9, 4 7 3 3 5 - 0 1, 499b 2-c 3, 50205-7, 5 4 o d i-3 , 5 9 2 .a u ; Las leyes, 709c!, 71007-8, 736C5-CÍ4, 74 00 8-74 134 , 7 4 2 e i-4 , 78084-6, e i-z , 841c 6-8, 960c! 5~e 2.; Aristóteles, Eolítica, 1 2 6 5 3 18 - 19 , 12 7 0 b 20, 12 9 5 3 2 5 -3 0 , 12 9 6 337 -38 , 13 2 8 3 2 0 - 2 1, 132 9 a 15 ss., 1 3 3 1 0 1 8 - 2 3 ,1 3 3 2 3 2 8 ^ 1 0 , i3 3 6 b 4 o ss.

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dones más favorables. En condidones más o menos desfa­ vorables, sólo los regímenes más o menos imperfectos son posibles y por tanto legítimos. El mejor régimen es sólo uno, pero existe una variedad de regímenes legítimos. La variedad de regímenes legítimos corresponde a la variedad de tipos de circunstancias relevantes. Mientras que el mejor régimen sólo es posible en las condiciones más favo­ rables, los regímenes justos o legítimos son posibles y mo­ ralmente necesarios en todas las épocas y en todos los luga­ res. La distinción entre el mejor régimen y los regímenes legítimos hunde sus raíces en la distinción entre lo noble y lo justo. Todo lo noble es justo, sin embargo, no todo lo jus­ to es noble. Saldar las deudas propias es justo, pero no no­ ble. El castigo merecido es justo, pero no noble. Los granje­ ros y artesanos del mejor estado según Platón llevan una vida justa, pero no una vida noble, pues no tienen la opor­ tunidad de actuar con nobleza. Lo que un hombre hace por coacción es justo en la medida en que no se le puede culpar por ello, pero nunca podrá ser noble. Las acciones nobles requieren, como dice Aristóteles, ciertos atributos; sin ellos, no es posible realizar acciones nobles. Sin embargo, nos vemos obligados a actuar con justicia en cualquier cir­ cunstancia. Puede que un régimen caracterizado por su im­ perfección proporcione la única solución justa al problema de una comunidad determinada; no obstante, dado que di­ cho régimen no puede dirigirse con eficacia a la plena per­ fección del hombre, nunca podrá ser noble.17 Pará evitar malentendidos, es preciso ofrecer una breve explicación a propósito de la respuesta característica de los clásicos respecto a la cuestión del mejor régimen. El

17 . Platón, República, 4 3 10 9 -4 3 3 0 5 , 434C 7-10; Jenofonte, Ciropedia, VIII, 11, 2.3; Agesilaus, 11, 8; Aristóteles, Ética a Nicómano, i i 2 o a u - 2 o , 1 1 3 5 a 5; Política, 1288b 10 ss., 12 9 3b 2 2 - 2 7 ,12.96b 25-35 (véase Tomás de Aquino ad loe.), 1 1 3 2 a 10 ss.; Retórica, 13 6 6 0 3 1-3 4 ; Polibio, V i, v i, 6-9.

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mejor régimen es aquel en el que por costumbre gobiernan los mejores hombres, o la aristocracia. La bondad es, si no idéntica al saber, dependiente en cualquier caso del saber: el mejor régimen consistiría, por tanto, en el gobierno de los sabios o de los hombres juiciosos. De hecho, el saber era considerado por los clásicos como el título para gober­ nar de orden supremo conforme a la naturaleza. Sería ab­ surdo impedir la libre circulación del saber mediante la im­ posición de reglas, de ahí que el gobierno de los sabios deba ser un gobierno absolutista. Sería igualmente absur­ do impedir la libre circulación del saber mediante la consi­ deración de deseos irreflexivos fruto de los imprudentes, de ahí que los gobernadores sabios no deban responsabili­ zarse de las cuestiones imprudentes. Hacer que el gobierno de los sabios dependiera de la elección de los imprudentes o de su consentimiento significaría someter lo que por na­ turaleza es superior al control de lo que por naturaleza es inferior, esto es, actuar en contra de la naturaleza. Aun así dicha solución, que a primera vista parece ser la única so­ lución justa para una sociedad en la que hay hombres sa­ bios, es impracticable como forma de gobierno. Un núme­ ro reducido de sabios no pueden gobernar a la fuerza a una mayoría de imprudentes. La masa de imprudentes debe re­ conocer a los sabios como tales y obedecerles por su pro­ pia voluntad debido a su saber. Sin embargo, la capacidad de los sabios para persuadir a los imprudentes es suma­ mente limitada; ni el propio Sócrates, que vivía según sus predicaciones, logró dominar a Jantipa. Por tanto, resulta muy poco probable que algún día se lleguen a dar las con­ diciones necesarias para que los sabios gobiernen. Lo que sí es más probable que ocurra es que un hombre impruden­ te, apelando al derecho natural del saber y satisfaciendo los deseos más bajos de la mayoría, convenza a la multitud de su derecho, pues las expectativas de una tiranía son más prometedoras que las de un gobierno de sabios. En tal

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caso, el derecho natural de los sabios debe cuestionarse, y el requisito indispensable del saber debe contar con el re­ quisito del consentimiento. El problema político estriba en reconciliar el requisito del saber con el requisito del con­ sentimiento. Pero mientras que desde el punto de vista del derecho natural igualitario, el consentimiento prima sobre el saber, desde el punto de vista del derecho natural clásico, el saber prima sobre el consentimiento. De acuerdo con los clásicos, el mejor modo de encontrar un punto de unión entre estos dos requisitos completamente distintos -el del saber y el del consentimiento o la libertad- consistiría en que un legislador sabio concibiera un código que el grueso de la ciudadanía, debidamente persuadida, adoptara por voluntad propia. Dicho código, que constituye, por así de­ cirlo, la representación del saber, debería estar sujeto lo menos posible a alteraciones; el dominio de la ley acabaría por desbancar al gobierno de los hombres, por muy juicio­ sos que éstos fueran. La administración de la ley debería ser confiada a una clase de hombre que ofreciera las mayo­ res garantías de administrarla equitativamente, es decir, con el espíritu del legislador juicioso, o de «hacer cumplir» la ley según los requisitos impuestos por las circunstancias que el legislador no pudiera haber previsto. Los clásicos sostenían que esta clase de hombre era el hombre de bien. El hombre de bien no es idéntico al hombre sabio; repre­ senta más bien su reflejo o su imitación política. El hombre de bien coincide con el hombre sabio en el «desprecio» por muchas cosas que el pueblo llano tiene en alta estima o en el conocimiento de cosas nobles o hermosas. Difiere del hombre sabio en que siente un desprecio noble por la pre­ cisión, pues se niega a tener en cuenta ciertos aspectos de la vida, y porque para vivir como hombre de bien debe gozar de una posición acomodada. El perfil del hombre de bien correspondería a un hombre con una riqueza heredada no demasiado elevada, consistente principalmente en tierras,

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pero con un estilo de vida urbano. Se trataría de un patri­ cio urbano cuyos ingresos procedieran de la agricultura. El mejor régimen sería, por tanto, una república en la que los terratenientes -que constituyen al mismo tiempo el patriciado urbano, culto y con un elevado sentido del civismo-, mediante la obediencia y el cumplimiento de las leyes, go­ bernando y siendo a su vez gobernados, predominaran y confirieran a la sociedad su carácter. Los clásicos concibie­ ron y recomendaron varias instituciones con el propósito de que condujeran a la mejor forma de gobierno. Proba­ blemente la sugerencia más influyente fue el régimen mix­ to, una mezcla de monarquía, aristocracia y democracia. En el régimen mixto el elemento aristocrático -el solemne senado- ocupa la posición intermedia, es decir, el lugar central o clave. El régimen mixto constituye de hecho - y ésta es su pretensión- una aristocracia que se ve fortaleci­ da y protegida por la unión de las instituciones monárqui­ cas y democráticas. En resumen, se puede decir que resulta propio de la doctrina del derecho natural clásico culminar en una respuesta doble a la cuestión del mejor régimen: por su sencillez, el mejor régimen sería el gobierno absolu­ tista de los sabios; por su pragmatismo, el mejor régimen consistiría en el gobierno de los hombres de bien, basado en un sistema legal, o en el régimen mixto.18 Según una visión que hoy en día resulta más bien co­ mún y que puede describirse como marxista o cripto-

1 8 . Platón, E l político, 2 9 3 0 7 ss.; Las leyes, 6 8 o e i- 4 , 6 8 4 0 1- 6 , 6 9 0 0 8 -0 3 , 6 9 i d 7 - 6 9 z b i , 6 9 3 b i - e 8 , 7 o i e , 7 4 4 b i - d i , 7 5 6 0 9 - 1 0 , 8 o 6 d 7 ss., 8 4 ^ 1 - 7 ;

Jenofonte, Memorabilia, III, i x , 1 0 - 1 3 ; IV»v i , xz; Económica, iv , z ss.; v i , 5x o ; II, x ss; Anábasis, V , v m , 2.6; Aristóteles, Ética a Nicómano , 1 1 6 0 a 3 2 1 1 6 1 3 3 0 ; Ética a Eudemo, 1 2 4 2 b 2 .7 -3 1; Política, 1 2 6 1 3 3 8 ^ 5 3 , 1 2 6 5 0 3 3 I 2 6 6 a 6 , i2 7 o b 8 - 2 7 , 1 2 7 7 0 3 5 - 1 2 7 8 3 2 2 , 1 2 7 8 3 3 7 - 1 2 7 9 3 1 7 , 1 2 8 4 3 4 ^ 3 4 , 1 2 8 9 3 3 9 ss; Polibio, V I,

li,

5-8 ; Cicerón, D e re publica, 1, 5 2 , 5 5 (véase 4 1 ) ,

5 6 -6 3 , 6 9 ; i v , 8; Diógenes Laercio, v i l, 1 3 1 ; Tomás de Aquino, Summa theologica, II, 1 , qu. 9 5 , a. 1 ad. 2 y a. 4 ;, qu. 1 0 5 , a. 1 .

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