Del mal : ensayo para INTRODUCIR en filosofa̕ el concepto del mal
 9782700731057, 2700731050

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Del mal Ensayo para introducir en filosofía el concepto del m al

por DENIS L. ROSENFIELD

C

e FONDO DE CULTURA ECONÓMICA M ÉX IC O

Traducción de H u g o M a r t ín e z M o c t e z u m a

Primera edición en francés, 1989 Primera edición en español, 1993

Titulo original: Du M al. Essai pour introdum en philosophie le amcept de mal

O 1989, Aubier, París ISBN 2-7007-3105-0

D. R. © 1993, Fondo de C ultura E conómica, S. A. d e C. V. Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F.

ISBN 968-164224-4 Impreso en México

INTRODUCCIÓN E l a d v e n im ie n t o de las sociedades totalitarias en el siglo xx no ha cesado de suscitar preguntas relativas a lo que es el hom bre, a lo que es la razón, a lo que es la relación de la filosofía con la historia. Pregun­ tas que no comprom eten sólo a nuestro pensamien­ to del m undo, sino igualm ente a nuestro destino com o hom bres, es decir, seres dotados de razón que tratan de vivir una sociabilidad fundada en la palabra, la persuasión y el diálogo. Ahora bien, lo que nuestra historia ha mostrado es que el ejercicio de esta racionalidad en el seno de una sociedad que pretende ser libre, no era más que una posibilidad entre otras. Posibilidad que po­ día ver la luz o no verla, posibilidad quizá destinada a la m uerte si los hombres no toman conciencia de su realidad. Esta historia ha hecho surgir en el hori­ zonte el engendram iento del hom bre como un ser com pletam ente susceptible de ser m odelado, un ser cuyo ente* revela la sucesión de múltiples ros­ tros. Algunos de entre ellos nos son familiares, al­ gunos son tal vez difícilm ente reconocibles si se * Del francés fiant (y más adelante étants) que según Ferrater Mora (Diccionario de Filosofía s.v. ente) es un neologismo en fran­ cés que debe traducirse como ente. Ente es el participio activo de ser, e igual que otros participios activos como amante, principiante, etc. significa 'el que hace la acción'. [E.]

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adopta la definición del hombre como ser capaz de razón y de libertad. La historia de los siglos xvni y xix por momentos vislumbró caminos nuevos para el hombre, caminos considerados como capaces de conducir progresiva­ m ente a un perfeccionamiento y a una mejoría del género humano. Nuevas formas de sociedad debían ser capaces de poner al hom bre en posesión de su propio presente y de su devenir, como si éste pu­ diera derivarse gradualm ente de aquél, y asegurar así un progreso histórico, político y moral. El revés de esta expectativa se ha m ostrado bajo el aspecto de vías imprevistas de la historia, de situa­ ciones insólitas en las cuales el hom bre —o lo que se creía que era— ha cambiado subrepticiamente de rostro. Estas metamorfosis —por momentos mons­ truosas— nos obligan a volver a formular el concep­ to de hombre. En realidad, el fracaso de los pensam ientos que le han prescrito un curso racional a la evolución histórica ha hecho resaltar la necesidad de un recuestionam iento del sentido de la historia y de la acción hum ana. Se ha partido de una atribución de finalidad a la historia y al hom bre, en tanto ser racional, a u n a situación en que esta especie de atribución ha revelado ser falsa, en la m edida en que se confronta con la violencia política, la sinra­ zón del m undo contem poráneo y el engendram ien­ to de las formas totalitarias de enmarcar la vida so­ cial y política. Si se parte de la presuposición de que las reglas adoptadas por una sociedad, o las que ella admite

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como existentes —es decir, susceptibles de ser se­ guidas—, eran tan firmes que cualquier desorden o trastorno no serían sino desarreglos o disfunciona­ mientos provisionales, está uno obligado a recono­ cer que la noción de regla ha sufrido una profunda mutación. En efecto, si se toma el concepto de vo­ luntad maligna, concepto firm em ente rechazado por Kant, Schelling o Hegel, se puede admitir quizá que se trata de un concepto clave, que introduce una significación nueva en lo que concierne pre­ cisamente a la noción de regla. Porque si es posible suponer que esta noción no se contradice ni po r una am pliación de su significado, en virtud del carácter práctico de una negatividad positiva, uno está obligado a revisar el sentido del rechazo expre­ sado por el idealismo alemán. Contrariam ente a lo que pretende Kant, no se trata aquí de u n a oposi­ ción lógica —aquella cuya contradicción revela una imposibilidad de conciliación entre dos predicados opuestos—, sino de una oposición real, que trata de las oposiciones que tienen lugar en el nivel de la realidad misma, sin que intervenga allí nin g u n a contradicción. Ahora bien, lo que nos proponem os plantear co­ mo problema es este rechazo de una ‘Voluntad ma­ ligna”, rechazo que parece indicar que la introduc­ ción de este concepto en la filosofía significaría un escándalo del pensamiento, una contradicción que pondría en dificultad al pensam iento mismo en su esfuerzo de coherencia, de unidad y de sistemadadad. Todo sucede como si, por el rodeo provocado por este rechazo de pensar en el mal, se le asignara

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un lugar simplemente empírico, el de un accidente de la historia, que ciertamente es necesario estudiar para sacar de él lecciones políticas, pero que, en cambio, no debe ser integrado a las categorías del pensamiento. Se abandona a la historia lo que cons­ tituye un escándalo para el pensam iento: la oposi­ ción real no ha de repercutir en los principios de la filosofía. Sin em bargo, lo que en un prim er enfoque nos m uestra el concepto de voluntad m aligna, es que una sociedad regulada puede ser el objetivo que-hade-ser-eliminado por una acción que no busca más que el desarreglo. En este sentido, no se trata de una oposición e n tre una sociedad regulada y una acción desregulada que, a la larga, no pondría en tela de juicio las formas de sociedad en cuanto ta­ les, incluida allí en sus diferencias. No se trata ya de una desregulación, que no sería más que provisio­ nal y para la cual nuevas formas de sociabilidad en­ contrarían nuevas reglas capaces de volverla al or­ den. Comienza a surgir aquí una presuposición de tipo ontológico, referida a lo que son la sociedad y el hombre. Esta presuposición establece que lo que constituye problem a desde ahora es esta facultad del hombre de darse reglas, en la medida en que tal facultad no puede ponerse en duda, incluso si es ob­ jeto de profundas modificaciones. El problema que planteamos reside en que la desregulación pretendida se establece como otjetivo que ha de lograrse, por lo tanto como finalidad propia de una acción específica. La acción así proyectada no sería simple disfuncionam iento, sino facultad acti-

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va, reglam entada, de destrucción; es decir, capaci­ dad esencialmente regulada y negativa. El análisis de tal form a de acción “hum ana” (pon­ gamos este térm ino entre comillas, pues va a resis­ tirse a la definición) va a promover precisamente el problema de una acción que puede ser regulada y que tiene como objetivo la destrucción sistemática —y esto sin que se caiga por ello en cualquier contra­ dicción lógica—. La razón de esto es que, desde el p u n to de vista del objetivo, tenem os que vérnosla con la eliminación no sólo de una sociedad determi­ nada, sino de lo que entendem os hasta aquí por for­ ma “hum ana” de sociedad; en la perspectiva de los medios de la acción, se está en presencia de formas reguladas y sistem áticas de u n a violencia política que no extrae sino de ella misma sus propias fuerzas; por último, desde el punto de vista de la presuposi­ ción de esta acción, tratam os con un conjunto de proposiciones que definen al hom bre como un ser totalmente indeterminado, como un ser sin esencia. Esta presuposición desempeña entonces un doble papel. Como presupuesto propiam ente dicho de la acción, enuncia que la naturaleza hum ana no ten­ dría ninguna forma definitiva, que lo que llamamos hom bre no sería más q u e un p roducto histórico, una m ateria inform e, y que a la nueva concepción del m undo le correspondería m odelarla. Por con­ siguiente, esta presuposición va a d ar lugar a una finalidad particular, la que tiende a la destrucción de lo que ha llegado a ser el hom bre occidental. Esto equivale a decir que tal propósito no podrá al­ canzarse sino por medio del despliegue sistemático

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y calculado de la violencia política contra las formas existentes de la sociedad y del Estado, en la preten* sión confesada de m atar la subjetividad y la indivi­ dualidad humanas. E l ANALISIS DEL MAL

Intentemos, pues, ver cómo se puede pasar del mal, como hecho histórico, a la formulación de proposi­ ciones filosóficas que puedan aclararlo. Lo que está en ju eg o en esto es la transición de un problem a planteado po r la historia a la construcción de un enunciado propiam ente filosófico, lo cual significa la tentativa de introducir en la filosofía el concepto del mal, en una perspectiva ético-política. Con este fin, tomemos el argumento de Kant res­ pecto de la im posibilidad en que se e n c u en tra el hom bre de conocer si una acción es esencialmente buena o mala —imposibilidad muy hum ana de son­ dear el corazón del hom bre y que sólo Dios sería capaz de despejar—. En efecto, cómo conocer la in­ tención que ha presidido una acción, puesto que una buena intención puede causarle daño al próji­ mo,1 mientras que una acción intencionalmente mala puede estar, desde el punto de vista de la legalidad externa, de acuerdo con los valores morales yjurídi­ cos de una com unidad o de una sociedad, sin des­ cubrirse por ello su fondo. Kant sostiene que no podemos partir del análisis ■ Cf. Olivcr Reboul, Kant et le probUme du mal, Montreal, Presses Univcrsitaires, 1971, pp. 90-91.

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em pírico de las acciones llamadas buenas para re­ m ontarnos a proposiciones m orales, pues de ac­ ciones conformes con la leyjurídica no podemos in­ ferir la adecuación interna y subjetiva a la ley moral com o tal. Con ello estaríamos en conflicto con un paso ilegítimo de una experiencia empírica a la cons­ trucción de proposiciones que no ten d rían ni la condición de necesidad, ni la de universalidad, pues éstas no se pueden enunciar sino a p artir de pro­ posiciones puras, en el sentido de la razón práctica. En este sentido, la experiencia m oral d e la acción no es suficiente para fundam entar la form ulación de enunciados filosóficos que, por ello, estarían mar­ cados por el sello de una generalidad empírica, lo cual, en otros niveles de análisis, volvería problem á­ tico todo paso o transición de un problem a históri­ co a una construcción filosófica. Esto se manifiesta, en la obra de Kant mismo, por el carácter proble­ mático, y a veces discutible, de las formas de paso de su filosofía moral a su filosofía de la historia. Por lo tanto, según Kant, no podemos conocer el móvil que le ha servido de guía a la acción, pues u n a acción legalm ente buena puede ser tam bién expresión de una mala intención. Por consiguiente, todo paso de lo empírico a lo inteligible por el ses­ go de una generalización sería una operación no justificada filosóficam ente, pues la universalidad que podría extraerse de ella llevaría la marca de la experiencia —particular— que la ha fundam enta­ do. Del conocim iento de algunos casos m orales particulares no podemos enunciar la universalidad de una ley moral.

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Analicemos así dos proposiciones m orales que Kant repite constantemente: aquella que exige cum­ p lir siem pre u n a prom esa y aquella que consiste en no mentir. La prim era es una enunciación de tipo positivo, cuyo carácter de universalidad y de necesidad pro­ viene del m odo de construcción de esta proposi­ ción moral, de tal modo que su regla de formación es independiente de toda experiencia empírica, in­ cluso si la vemos operando en cualquier experien­ cia moral relacionada con las cuestiones d e la pro­ mesa. Lo que es im p o rtan te en este caso son las reglas de construcción de esta proposición, en la m edida en que son puras, es decir que dependen del ejercicio mismo de la razón en su uso práctico. El mal moral consiste entonces en la infracción de lo que está enunciado por esta proposición, lo que cada cual puede captar por sí mismo, pues si la má­ xima de su acción no puede hacerse universal, es a causa de la transgresión de la ley moral. En efecto, si nadie cumpliera sus promesas, todos los vínculos sociales y morales se harían imposibles. Cada quien puede, desde luego, tratar de desviar la ley moral para su propio provecho, sin poner explícitamente en duda la validez de la ley como tal, lo que está ya contenido en el aspecto individual de esta “desvia­ ció n ”. En todo caso, la validez universal de la ley m oral no está puesta en tela de juicio por las per­ versiones y transgresiones de que puede ser objeto, en la medida en que esta ley está confirmada indirec­ tam ente p o r la acción individual. Igualm ente, no sabemos, en el caso del individuo que cumple su pro*

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mesa, si ha obrado d e esa m anera por una convic­ ción interior o por consideraciones de conveniencia. La segunda proposición se distingue d e la p ri­ m era p o r la form a negativa de la enunciación, in­ cluso si las dos com parten el dom inio de la acción individual y son igualm ente universalizables. Toda infracción de esta m áxima no hace entonces sino confirmar indirectamente la ley moral, haciendo re­ saltar así que las proposiciones m orales son, en su m odo de construcción, independientes en lo abso­ luto de la experiencia empírica de los hombres. Sin embargo, si no podem os saber, en el caso del indi­ viduo que cumple su promesa, si lo hace por convic­ ción o por conveniencia, sí podemos, en el caso del individuo que m iente, descubrir objetivam ente la mentira por una comprobación del hecho. Pero es­ to no nos perm ite inferir que su acción haya sido necesariamente mala, pues la m entira puede encu­ brir también buenas intenciones. Nada nos permite decir que toda acción moral fundada en la m entira sea necesaria y universalmente mala. Q ueda dicho, para los fines de nu estro análisis, que el acto de m entir es algo reconocible en el nivel de la legali­ dad exterior. La generalización de tipo lógico-mo­ ral que pudiéram os obtener de ello conservaría la marca de una generalización empírica, que incluye excepciones en lo que toca a la intención que la ha presidido. El único modo de construcción de las pro­ posiciones morales no podrá ser más que puro. Necesitamos entonces buscar una experiencia que, en el nivel empírico, sea capaz de llenar las condi­ ciones de universalidad y de necesidad propias de

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toda construcción filosófica, lo que vuelve a plan­ tear, de otro modo, las relaciones entre lo empírico y lo conceptual, entre la razón y la historia. Esto sig­ nifica, pues, que tal p ro ce d e r no estaría ya cons­ treñido a la pareja a priori y a posteriori, en la medida en que esta distinción pondría un obstáculo insal­ vable a la aprehensión de un suceso histórico desde el punto de vista de su significación filosófica. Ahora bien, si no es posible una prueba positiva de una acción fundam entalm ente mala, si nos ate­ nemos a la dim ensión individual de los males m o­ rales, y ya que no podem os obtenerla tam poco en las situaciones propias de una transgresión indivi­ dual, tal como la m entira, esto no quiere decir que no fueran posibles otras vías. Nuestra búsqueda se orienta entonces, aunque guarde la determ inación negativa de la transgresión, hacia la dim ensión co­ lectiva del actuar humano. En otros térm inos, podem os ubicar objetiva y subjetivamente una acción cuya dimensión colecti­ va es esencialm ente mala, sin, por ello, abandonar los criterios filosóficos de las formulaciones referi­ das a la política y a la historia. Pues el ataque a un grupo “h u m an o ” es a la vez objetivam ente ubicable y, de acuerdo con la intención que lo ha presi­ dido, podemos inferir igualmente su carácter malo. Si no puede darse la prueba de una acción buena —sólo Dios puede escudriñar el corazón de los hom­ bres—, sin embargo, sigue siendo posible una prue­ ba negativa de las acciones fundam entalm ente malas, tal vez porque la maldad humana es más fácil de explorar, y la ayuda divina no es aquí necesaria.

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Ya Kant, en sus últim os escritos, insiste en la di­ mensión colectiva de las malas acciones humanas. Era, por ejem plo, el caso de las relaciones belico­ sas entre las naciones o el de las matanzas cometi­ das por un pueblo contra otro, o, también, de la bar­ barie que podem os observar en muchos pueblos y sociedades. Pero Kant no infiere de ello la posibi­ lidad d e u n a enunciación negativa de una acción mala desde el punto de vista moral, en lo referente a las reglas de construcción d e las proposiciones filosóficas, pues esto lo hubiera obligado a tom ar una decisión que se negaba a tomar: la que consiste en reconsiderar lo que es el hom bre en la línea fronteriza de una libre-racionalidad que puede vol­ verse contra sí misma. Lo que está entonces en discusión es el fundamen­ to antropológico del pensamiento. Tomemos así co­ mo hilo conductor de nuestro análisis a “Auschwitz" o al “G ulag”, en tan to sím bolos q u e p u e d e n ayu­ d arn o s a esclarecer el significado d e u n a acción esencialm ente m ala. Se tra ta aq u í d e form as de acción cuya reflexión puede llenar las dos condicio­ nes exigidas d e universalidad y de necesidad, sin caer por ello en un análisis empírico desprovisto de significación filosófica. En efecto, en tal situación te ­ nemos, por un lado, la transgresión y la supresión de las normas jurídicas y políticas, tal como existen en un estado dado, al punto de que la legalidad ex­ terna del m undo se encuentra profundam ente tras­ tornada; por el otro lado, en esas formas de acción “política” fundadas en la violencia, igualm ente po­ dem os inferir su carácter m alo, que reside en el

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propósito probado de elim inar a todos aquellos a quienes se considera “enem igos”. A diferencia de las situaciones morales individuales, en este caso el imperativo de no m entir o el d e cum plir una pro­ mesa, a quien se aparta —o ataca— con tal acción, no es a otro individuo, sino al “género hum ano” en cuanto tal. Lo que se juega aquí no es ya un indivi­ duo ni el provecho que alguien pueda sacar de un alejam iento de la ley moral; a través de la persona colectiva del “enem igo”, aquejado p o r las form as sistemáticas de em pleo de la violencia, lo que está en tela de juicio es la naturaleza misma del hombre —o la concepción que tenemos de éste. Los “crím enes contra la hum anidad” com parten con las otras formas de crimen el hecho de que vio­ lan objetivamente la ley —independientem ente de que esta violación pueda ser resultado del compor­ tam iento de un pueblo entero, que de este m odo habría pervertido sus propias leyes—. Ahora bien, lo que distingue al crimen contra la hum anidad de las otras acciones crim inales, es que aquél tiene como objetivo, desde el punto de vista de su inten­ ción, de su proyecto, la supresión de las formas co­ nocidas de la hum anidad. O tam bién, tal acción criminal hace del “ser hom bre” un conjunto de pro­ posiciones que puede modificarse, según la volun­ tad de los dirigentes políticos, m ediante la utiliza­ ción de la violencia. Las proposiciones amorales que pueden despren­ derse de los “crím enes contra la hum anidad” son formas invertidas del imperativo categórico. La más notable de estas inversiones tiende a la transgresión

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de las dos principales traducciones de éste: “Trata al prójimo como fin en sí mismo, jam ás como me­ d io ”, y “H onra en todo hom bre su h u m an id ad ”. Aquí se produce un caso “diabólico”, que consiste en instituir a la perversión, no de las máximas sino de la form a misma de la ley moral, com o Gn de la acción. O tros “im perativos”, de los cuales podría­ mos inferir el carácter de malos, son capaces de ser construidos a partir de esta transgresión —que pre­ tende ser general— de la universalidad formal de la ley. Su form ulación p o d ría ser: “instituir a la (in)hum anidad o a la (a)hum anidad com o Gn de toda acción”, o también “considerar al otro, gracias al empleo sistemático de la violencia, siempre como un medio, como un objeto, jam ás como un Gn en sí mismo”. Las form as de m alignidad del mal, u n a vez que abandonam os los casos de males morales dados en el individuo, p u eden hacernos conocer lo que es una acción esencialm ente m ala, ya que la d im en­ sión ética, por el rodeo de la experiencia histórica, nos devuelve al problema antropológico, el que pro­ viene de preguntarse sobre la naturaleza hum ana. En otros términos, así podemos rem ontarnos de la experiencia histórica a la form ulación d e proposi­ ciones GlosóGcas que, e n su universalidad y nece­ sidad, se obtienen por m edio de esta prueba negati­ va, y que se construyen a partir de la prueba del mal e n la historia. Esto equivale entonces a h acer del mal un concepto ético-político, GlosóGco por tanto, que desem boca en una enunciación d e la natura­ leza hum ana com o un conjunto de proposiciones

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susceptibles de ser transformadas por formas deter­ minadas —y violentas— de acción “política”. O tam­ bién, concebir al hom bre y al m undo contem porá­ neo, con la ayuda del concepto del mal, consiste en el cuestionamiento del significado del abismo o del sin-fondo del hombre.

P o r q u é e l id e a l is m o alem án

¿Por qué hemos elegido al idealismo alemán como interlocutor de una reflexión que busca introducir al mal en la filosofía com o concepto ético-políti­ co? ¿Por qué el idealismo en el momento en que se hace un análisis de las relaciones entre la libertad y el mal? Esta elección, igual que, p o r lo demás, toda op­ ción, implica algo de arbitrario. Pero tratem os de reducir este elemento debido al azar, con el fin de es­ tablecer algunas señales, algunos hitos, que pueden orientam os en nuestro proceder. En efecto, ningu­ na filosofía ha planteado con tanta acuciosidad el problem a de la libertad, al punto de hacer de este concepto la idea central de toda filosofía. A pesar de sus diferencias, a veces profundas, es una convic­ ción com partida por todos estos filósofos que han elevado a la libertad a la jerarquía de principio mis­ mo del pensam iento. El idealismo ha entrevisto y formulado conceptualm ente una facultad universal creadora de reglas que operan en los tiempos nue­ vos. Igualm ente ha incorporado conceptualm ente esta facultad a la esencia finalmente libre del hom-

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bre. Pero la fuerza de esta filosofía reside también en que ha sabido enfrentarse a una cuestión inespe­ rada: la de las relaciones problemáticas —y también difíciles— de los conceptos de libertad y naturaleza humana, con una práctica política capaz de ponerlos en duda. Una práctica política supuestamente funda­ da en estos conceptos, pero que, en realidad, se ha reflejado en la form ulación de éstos. Así, el idea­ lismo ha pensado que la acción hum ana libre podía atentar contra la libertad misma, bajo las diferentes formas del libre albedrío, y h a tratado de captar su significado y su alcance propiam ente filosóficos. El preguntarse sobre la esencia del mal llega a ser en Kant el objetivo de un libro (La religión en tos límites de la simple razón), p ero se hace igualm ente presente —y de m anera explícita— en sus otros es­ critos. Surge también en Schelling, en las Investigaríones sobre la esencia de la libertad humana. Si este tipo de reflexión no ha dado lugar, en Hegel, a una obra acabada, no está menos presente en muchos de sus escritos (Fenomenología del espíritu, Prinápios de la filo­ sofal del derecho, Lecciones sobre la filosofía de la historia), que dan motivos para cambios semánticos cuyo sig­ nificado intentaremos captar. Es necesario insistir en que la filosofía que ha pen­ sado en la libertad como su propio principio, es tam­ bién la que ha planteado el origen del mal en la esen­ cia inteligible del hom bre, independientem ente de los relatos bíblicos de la creación, o de una natura­ leza animal del hom bre, o hasta de una causa tem­ poral. El concepto de mal formará parte, en lo suce­ sivo, de la esencia del hom bre, de lo que lo define

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en su libertad, de tal m anera que el discurso sobre el mal no tendrá la condición empírica fundada en una descripción de lo que ha sobrevenido históri­ cam ente, ni será tributario de esta descripción en su elaboración conceptual. Su posición será la de un discurso filosófico cuya universalidad y cuya necesidad van a demostrarse gracias a una reflexión sobre la naturaleza hum ana y el devenir de ésta en la historia. En efecto, tal formulación del problema nos vuel­ ve a traer a las relaciones de la filosofía con la his­ toria o, tam bién, al sentido de la filosofía, cuando ésta se encuentra enfrentada a los problemas de la historia y de la política. Por consiguiente, el proble­ ma no es el de las opiniones o posiciones políticas de tal o cual filósofo frente a acontecimientos deter­ minados, sino que más bien se trata de m ostrar có­ mo esas posiciones resaltan en el terreno de una ela­ boración propiam ente filosófica y cuyo alcance va m ucho más allá de lo que era —o hubiera podido ser— un simple suceso particular. Se trata de enten­ der a la filosofía como filosofía moral y política, ya que estos térm inos designan lo que ella es verda­ deram ente, es decir, constituyen sus determ inacio­ nes completamente esenciales. Los calificativos “m oral” o “político” designan la forma misma de un pensamiento cuya huella inclu­ ye el proceso de elaboración conceptual. Conceptos como “razón", “naturaleza hum ana” y “ley" no sola­ m ente van a significar formas del conocim iento y del actuar, sino que van a ser, en su estructura mis­ ma, la expresión del desarrollo del conocer o de la

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acción hum ana en su dim ensión histórica, política o moral. Kant le ha dado a este concepto el nom bre de “razón práctica” y ha hecho de él el conceptoclave de su filosofía; en Hegel, la razón va a adquirir una determ inación propiam ente “histórica": tantas significaciones cuantas enuncian el concepto de lo que ha llegado a ser para ellos la idea misma de la filosofía. Así, exam inando el concepto kantiano de razón, podem os com probar que el trabajo d e su explo­ ración, en su dim ensión teórica misma, conduce a la elaboración del concepto de libertad que será, ju n to con el concepto de ley moral, la piedra angu­ lar para la form ulación de la determ inación prác­ tica de la razón. La facultad que tiene el hom bre de darse libremente sus reglas, de justificarlas en la perspectiva de una universalidad formal, consiste, en Kant, en un poder teórico y práctico que, aun­ que designa lo que es la filosofía, n o se identifica sin embargo con un poder empírico, aun si se rea­ liza a través de éste. Kant preserva entonces la dimensión moral y po­ lítica fuera d e todo ataque, cuyo objeto en la vida cotidiana e histórica de los hombres podrían ser esas determinaciones. Sin embargo, la reflexión misma de Kant, desde el punto de vista de su propia construc­ ción, no puede ser separada de los progresos en el plano del conocimiento o de los sucesos de una épo­ ca de la que fiie testigo. Esto quiere decir que su con­ cepto de razón, aun si guarda la estructura a priori de su elaboración, es, él mismo, tributario de una época que, en prim er lugar, en el terreno del pen-

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samiento, y, después, en lo concerniente a la polí­ tica, ha hecho de todas las determ inaciones de la libertad principios capaces de edificar un nuevo pensamiento y un nuevo mundo. Tomemos la proposición “el hombre es un ser li­ b re ”, o “todos los hom bres son, por nacim iento, iguales”; aquélla pone el acento en la esencia gené­ rica del hombre como ser libre; ésta, en la relación individual, fundada en la igualdad, de los hombres entre sí. N aturalm ente, esto no significa que, por esta diferencia de enunciación, tengamos dos tipos de proposiciones que puedan conducir a dos mo­ dos de organización social y política; uno fundado en la libertad; el otro, en la igualdad. La caracteri­ zación de la libertad como algo que le da forma al hom bre, lleva necesariamente a la abolición de to­ da diferencia de esencia entre los hombres, una vez que ésta se funda en la naturaleza. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia,* Hegel escribió que lo que distinguía al m undo antiguo del m undo moder­ no era el hecho de que antiguamente uno solo era libre; después, algunos; mientras que ahora todo in­ dividuo es —o debe ser— libre; en otros términos, es la idea de la libertad lo que fundam enta —o da sentido— a la igualdad de los hombres entre sí. La m anera en que los individuos van a batirse por 1 G. F. W. Hegel, Voriaungm über die Philosopfae dar GtsáúthU, Frankfort del Main, Suhrkam Verlag, 1970, pp. Sl-52; La misan dans LTústom, traducción, introducción y notas de Kostas Papakvannou, París, Union Générale d'Editions, 1966, pp. 83-84. Esta idea ha sido reproducida y desarrollada desde una perspectiva íilosóficojurfdica por E. Gans, Natum cht und Univenalrechtsgeschichte, edición de M. Riedel, Stuttgart, Klett-Cotta, 1961.

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el reparto —y el desreparlo— de estos principios del m undo m oderno en su vida cotidiana va a dar lugar a una significación central de la política mo­ derna, pues es la comprensión práctica de estos prin­ cipios lo que va a estar en ju eg o en las batallas o en las luchas políticas. Para los fines presentes de nues­ tro análisis, esto quiere decir que toda separación abrupta de la libertad y de la igualdad tendrá como resultado una ruptura en la m anera de hacer hoy la política, y también significaría que el modo de cons­ trucción de estos dos tipos de proposiciones condu­ ciría a dos fundam entos ontológicos diferentes. En todo caso, lo que estaría en discusión es lo que se entiende por la palabra hombre. Ahora bien, lo que ha venido a estar en juego en nuestra época estaba lejos de ser evidente para la de la “Aufklárung” [la Ilustración], o más precisa­ mente para la del idealismo alemán. En ese momen­ to, la afirmación, en el plano del pensamiento y en el terreno de la acción política, de que la esencia del hombre era la libertad; de que, desde el punto de vis­ ta de la esencia de la naturaleza humana, nada distin­ guía a dos individuos entre sí, era una tarea teórica y práctica que chocaba con otras concepciones y con otros modos de elaboración de proposiciones con­ cernientes a la naturaleza humana. El reparto políti­ co era la lucha entre dos clases de fundamentación de las proposiciones morales y políticas; lo que es­ taba en duda eran dos formas de presuposiciones ontológicas. La Revolución francesa fue un hito esencial en es­ ta disputa; era su cumplimiento histórico. Un nuevo

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concepto de naturaleza hum ana pudo perfeccionar políticamente su proceso de constitución, mientras que otro mostró, a pesar de él, el carácter nominal de sus propias presuposiciones. Al determinarse uno por el otro, el antiguo concepto reveló la forma con­ vencional de sus proposiciones, de su modo de cons­ trucción, y de la particularidad de “tipo n a tu ra l” sobre la cual se suponía que estaba fundado; el nue­ vo concepto, m ientras hacía ver sus presuposicio­ nes, mostró, negativamente, el carácter histórico de esas proposiciones y, positivamente, estableció nue­ vas fundaciones: las que le asignan al hom bre la li­ bertad como esencia, y cuyo modo de construcción de las proposiciones morales y políticas, por no decir antropológicas, reside en su universalidad y necesi­ dad formales. Toda desemejanza digamos “material”, cuya base sería un concepto diferenciado de naturaleza hu­ m ana, expresión de una com unidad jerarquizada que conferiría a cada hom bre un lugar predetermi­ nado en la organización política de la vida com u­ nitaria y social, ha sido despreciada como un “con­ tenido” o un “prejuicio” que ha de ser desechado. Si hablamos aquí de hombre, esta palabra no designa una misma esencia, sino una esencia diferenciada de los hom bres que expresa, a pesar de todo, algu­ nas características comunes. De la confrontación en­ tre estas características distintivas de índole esencial y esas “características comunes” que buscan afirmar­ se de una m anera esencial, va a nacer el concepto m oderno de hombre. Del m odo e n que la naturaleza hum ana es atri-

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buida a los hombres va a resultar la forma de atribu­ ción de lo “natural". Situación rara: dos discursos diferentes reivindican un mismo térm ino, cuya sig­ nificación es ontológicam ente otra. ¿Qué significa, pues, ese ser-hom bre, objeto de dos discursos que buscan igualmente delimitarlo en su esencia propia y que, para esto, recurren al concepto de naturale­ za? ¿Es que este ser n o tiene esencia, aunque haya tomado varias figuras en el curso de la historia? ¿O bien lo que está en debate es el modo de construc­ ción de esas proposiciones? Para el discurso “idealista", es claro que toda for­ ma de construcción de proposiciones morales y po­ líticas que no esté fundada en los criterios de uni­ versalidad y de necesidad formales contiene un vicio de construcción y p o r lo tanto es falsa. Pero para llegar a esto debió en te n d e r de otro m odo la his­ toria y las formas que ésta ha tomado. La discusión sobre el carácter histórico de estas formas y de su repercusión sobre el modo mismo del pensamiento —y por lo tanto sobre las relaciones en tre Kant y Hegel— no es aquí pertinente, en el sentido de que se llega al mismo resultado, sea partiendo de una revelación de esas formas por la historia —lo cual presupone su existencia, que está enraizada en una facultad hum ana—, sea partiendo de su creación p o r la historia. En todo caso, la historia es aquí su apuesta com ún, a pesar d e sus enfoques absoluta­ m ente distintos. Desde el punto de vista hegeliano, el hom bre se­ ría, en su esencia, la sucesión de las figuras que ha asum ido en un desarrollo de la historia dirigido

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hacia la realización de la idea de la libertad, evolu­ ción que, en la época moderna, se habría concreta­ do en la idea de hom bre engendrada en los tiem­ pos nuevos. Ahora bien, ya sea según el modo de la concep­ ción de la historia, o ya sea según el de la cons­ trucción de proposiciones "antropológicas” fundado en la universalidad formal, el discurso "antiguo” es­ taba evidentemente en una situación de inferioridad, pues tenía que afirm ar la naturaleza diferenciada del hom bre de acuerdo con u n a regla particular que perdía históricamente su legitimidad. La histo­ ria había com enzado a m ostrar que esas reglas, según su esencia, eran particulares, históricas: eran formas relativas de dominación, susceptibles de ser transformadas y por lo tanto provisionales. Sin embargo, las nuevas formulaciones van a te­ ner que abandonar su carácter puram ente negativo e intentar, a su propia costa, una fundam entación, esta vez positiva, de sus proposiciones. Dado que un arraigam iento de la libertad en el m undo fenomé­ nico era, bajo esta form a, u n a hipótesis a descartar (si la razón de ser d e la libertad era una causa fe­ nom énica, la libertad no existiría, no sería "libre”, pues estaría inscrita en un mecanismo de tipo natu­ ral, lo cual es contradictorio), era necesario mostrar su forma inteligible, lo cual equivale a decir, si debe todavía hablarse en térm inos de "causalidad”, que ésta era "libre”, “no condicionada”. En otros términos, el criterio de formación de es­ tas nuevas proposiciones no podía estar fundada en una naturaleza hum ana concebida em pírica o his-

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tóricamente. Tal es la apuesta, del todo central, de la filosofía de Kant, en la m edida en que éste va a buscar estos criterios en una universalidad y una ne­ cesidad formales que se fundan a su vez en una ra­ cionalidad práctica, según la cual la form a del hom­ bre es la de un ser libre. Por consiguiente, el imperativo categórico: “Obra como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida en ley universal”, o también esta elaboración del im­ perativo: "Trata al otro como fin en sí mismo, jam ás com o m edio”, no tiene sentido sino en el seno de una sociedad que se abre al cuesdonamiento de sus fundamentos, a la reflexión de aquello sobre lo cual está edifícada. Sólo considerando una identidad de naturaleza entre varios individuos que se están ha­ ciendo ciudadanos, tendrá significación la regla de universalización de la máxima, pues sin esto la ley moral, según su forma, no podría construirse. For­ ma cuya validez es sim ultáneam ente objetiva y sub­ jetiva, lo cual impide aquí una identificación de la fi­ losofía moral de Kant con la filosofía estoica, en la m edida en que esta filosofía no conserva más que la determinación subjetiva e interior. La facultad del hom bre para darse reglas de una m anera autónom a se arraiga en una concepción del hom bre como ser libre, apasionado de una libertad que va a tomar posesión de todos los dominios de la vida social, política, m oral, económ ica y religiosa. Cuando gane el dominio político, y de allí salte a to­ dos los otros dominios, mostrará sus propias presu­ posiciones, y quizá tam bién el carácter problem á­ tico de su propio modo de argumentación.

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INTRODUCCIÓN E l id e a l is m o y l a R e v o l u c ió n

La Revolución viene a ser un m om ento absoluta­ m ente capital de la reflexión filosófica encabezada por los filósofos del idealismo alemán. Es bastante bien conocido el entusiasm o que arrebató a estos filósofos, una de cuyas manifestaciones significativas es el árbol de la libertad, en tom o al cual los jóvenes Hegel, Schelling y Hólderlin festejaron durante va­ rios años el advenimiento de la Revolución. En este sentido, no faltan los testimonios históricos; pero lo que queríam os resaltar de nuevo es la imbricación conceptual entre el “acontecimiento Revolución” y algunas de las presuposiciones concernientes a es­ tas diferentes filosofías, agrupadas bajo la denomina­ ción común de “idealismo”. En un corto lapso de tiem po, en m edio d e con­ mociones histórico-políticas que modificaron pro­ fundam ente el rostro del m undo —la imagen mis­ ma po r cuya m ediación los hom bres representan su propio ser— , la idea de la libertad, y en este sen­ tido de la igualdad, llegó a ser una idea pivote no sólo de las formas de organización política, sino de los principios mismos del pensamiento. La libertad, en su significación política, se planteó como un obje­ tivo práctico-político de los hombres. Aun si se deja ubicar en cada esfera de la actividad humana, inclu­ so si figura en el preám bulo de la nueva Constitu­ ción nacida de la Revolución, no es sin em bargo susceptible de ser definida en térm inos espaciotemporales, como si la depuración de su significado fuera fácil de ob ten er. Esto quiere d ecir que las

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proposiciones construidas a partir de la idea de la libertad (y esto es también su fuerza) dejan, por de­ finición, un amplio m argen de m aniobra y de discu­ sión, tendientes por ello a una aprehensión amplia­ da de su sentido. Dicho de otro m odo, los hom bres se adhieren a un discurso de la libertad y a partir de éste p rocu­ ran construir un m undo que sea su expresión; no perciben a la libertad bajo una forma inmediata en el m undo empírico, incluso si pueden ver indirecta^ m ente sus resultados sobre ellos. Lo que im porta señalar es que la libertad, en un prim er enfoque, en el m om ento en que se erige com o objetivo d e la acción, viene a dejar al descubierto una presuposi­ ción alrededor de la cual se articula el discurso filo­ sófico y político que concierne a la naturaleza libre del hombre. Ahora bien, este discurso va a ten e r una reper­ cusión determ inante sobre el curso de los sucesos al hacer que resalte una causalidad debida a la propia acción, y que no tiene otro fundam ento que ésta y sus presuposiciones. Kant le dio el nom bre de cau­ salidad libre: la que no se funda más que en sí mis­ ma. O también, el concepto de voluntad autónom a va a expresar esta facultad hum ana que tiene el po­ d er de darse práctica y em píricam ente nuevas re­ glas, capaces de o rientar de otro m odo la vida de los hombres. Pero, para utilizar una terminología kantiana, lo que es del orden de lo noum énico ha revelado ser también del orden de lo fenoménico. En cuanto a Hegel, decía que el concepto se ha realizado históri-

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camente al hacer de la historia de los acontecimien­ tos una historia conceptual, es decir, regida según una idea de la libertad que se realiza en los hechos. Lo que está en ju eg o en esto es que la libertad se encuentra a la vez en el plano de una voluntad li­ bre, no definida de un modo empírico, y en el plano de la sucesión temporal, y consigue así afirmarse co­ mo idea que va a fu n d am en tar al nuevo derech o constitucional. Asimismo va a dar lugar de nuevo a una fundamentación de ese derecho constitucional en un nuevo concepto de la naturaleza del hombre, naturaleza que ha conseguido p o r fin m ostrar la verdad de sus presuposiciones, visibles gracias a un libre ejercicio de la razón por sí misma. La dificul­ tad se encuentra entonces en la m anera de e n u n ­ ciar a la libertad como perteneciente en esencia a la naturaleza hum ana, o al discurso sobre ésta, o co­ mo muestra de una sucesión arbitraria de aconteci­ mientos históricos. El atractivo ejercido por la Revolución se explica quizá también por la imbricación entre dos clases de inteligibilidad de los hechos históricos: u n a con el acento puesto en el carácter conceptual de la liber­ tad; otra, en su determinación por los acontecimien­ tos; una, con insistencia en una causalidad no condi­ cionada; la otra, en una causalidad condicionada. O también ¿no habría por ello una coincidencia abso­ lutamente particular entre dos órdenes de determi­ nación: uno, digamos “ideal”, y el otro, “m aterial”? En efecto, volviendo a tom ar las formulaciones de Hegel, ¿cómo distinguir entre razón e historia si la Revolución francesa se ve investida de una determi-

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nación conceptual en el más alto punto y al mismo tiem po hecha de acontecimientos? En otros térm i­ nos, la Revolución se presenta como algo a la vez fe­ nom énico y noum énico, inteligible y factual, esen­ cial y empírico, de causalidad libre y de causalidad natural. Suceso único, hizo ver en el curso de su pro­ ceso que era posible una realización histórica de la ra­ zón, lo cual equivale a decir que la historia, en circuns­ tancias determ inadas, podía ser tam bién racional. La argum entación que se refiere a lo que es “na­ turalm ente’’ el hom bre de acuerdo son su esencia racional e inteligible, tendrá así un carácter circular, en la m edida en que la libertad es simultáneamente presuposición y objetivo de ese discurso. Presuposi­ ción, pues se sitúa en el comienzo de la acción polí­ tica, al conferírsele una concepción determinada de la naturaleza humana, que sirve de hilo conductor al cual los hombres, agentes históricos, van a adherirse en el curso de su realización práctica. Objetivo, pues va a proponerse como aquello que debe ser alcan­ zado, aquello hacia lo cual deben volverse siempre más los hombres, pero tam bién algo que no existe sino bastante imperfectamente. La libertad como tal no existe; lo que existe son sus condiciones, que se ubican progresivamente, con el fin de que los hom­ bres puedan construir una sociedad y un Estado libres. Este presupuesto de la acción va, pues, a fun­ cionar como un “deber-ser” que le da form a al ser histórico, lo cual equivale a decir que la moral, en tal perspectiva, sería a la política lo que el proceso de justificación de las reglas es a las reglas existentes. Esto significa también que la libertad, al ser pre-

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suposición y objetivo de la acción humana, se verá privada muchas veces de un referente empírico pre­ ciso, de tal m anera que, en su nombre, van a poder presentarse acciones contrarias a ella. Si la identi­ dad de su trayecto es lo que constituye su propia de­ finición, no es m enos cierto que la usurpación es siempre posible. La argumentación circular que es la de la libertad corre el riesgo, por un lado, de no poder cum plir su circularidad, en virtud de usurpaciones que se hacen en su nombre; pero, por otro lado, emplea un modo de construcción de proposiciones, cuyos fun­ dam entos pueden deducirse de un ejercicio de la razón en su dimensión práctica. Desde el punto de vista del argum ento, las formulaciones de Kant no tienen necesidad, en su estructuración interna, de la experiencia empírica; pero ésta aparece indirecta­ mente, en forma de una premisa histórica que se re­ pite de una m anera pura. Es en la confrontación e n tre las diferentes cla­ ses de argumentación, principalmente aquellas cuya apuesta son la Revolución y la ¿poca contrarrevolu­ cionaria, donde se ha m ostrado el carácter doble­ m ente convencional de las proposiciones que se en­ frentaban. Finalmente, la que, gracias a su estructura formal se puso por encima del combate, predom inó sobre la otra, sólo lo hizo por introducir, en su argu­ m entación, un presupuesto histórico —la libertad m oral y política m odernas— bajo la form a de una premisa que, en lo sucesivo, se hará independiente de la historia que la había hecho ser. La fuerza de la argumentación kantiana reside tal

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vez en esta doble conjugación de un proceso formad e histórico de construcción de argumentos, en cuyo seno lo que com pete a la historia se depura de sus aspectos contingentes, y gana con ello la dimensión de una construcción sintética pura. En este sentido, el carácter sintético sería también tributario de una proposición histórica que, vuelta a la pureza, ha lle­ gado a ser, po r su carácter analítico, una proposi­ ción sintética a priori, en realidad una presuposición concerniente a la naturaleza libre del hombre, tal co­ mo esta naturaleza surgió en la “Aufklárung” [Ilus­ tración] y en la Revolución francesa. U na fa c u l t a d p r á c t ic o -p o l ít ic a

La facultad práctica que tiene la voluntad de darse reglas es una facultad que no se ejerce solam ente en el terreno de una actividad racional, en un pro­ ceso de pensam iento, sino que se manifiesta igual­ m ente com o p o d e r político, a través del cual una sociedad se da reglas que van a regir la vida social y política. Esto quiere decir que este enfoque fílosófíco-político de la razón práctica parte del hecho de que ésta puede estar operando explícitam ente en una sociedad determ inada, o que su m anera de ser se encuentra allí adorm ecida, es decir, no está allí en una forma activa. Se trata entonces de com prender, en la vida so­ cial y política regulada, la forma en que esas reglas llegaron a ser. La tarea de pensar se defíne aquí por la aprehensión del m odo de existencia de esta fa­ cultad práctica, lo cual significa, desde un punto de

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vista teórico, que ella sea o no conocida, y desde un punto de vista político, que se presente allí o no, según la capacidad de transformación de la que ella es portadora. En tal senüdo podemos decir que, en el Antiguo Régimen, esta facultad práctica se encon­ traba cristalizada, solidificada en un estado dado, y que, gracias a la conciencia que toman de ello los sujetos y agentes históricos, vemos surgir un poder político que consiste en reconocer que los hombres pueden negar las reglas existentes y crear otras. Dicho de otro modo, las reglas políticas estaban afirmadas como provenientes de un pasado inmemo­ rial que les confería legitimidad, y el tiempo, como repetición histórica, se convertía en una fuente de justificación, de tal m odo que se b orraba el acto donador de forma, como facultad práctica. Lo que existía, lo que tomaba la form a de una apariencia, era lo confirm ado por la vida cotidiana y estratifi­ cada de los m iem bros de esta com unidad, lo que equivale a decir que las diferencias de esencia entre sus miembros eran reconocidas como algo legítimo y por lo tanto “natural”. Las formas de la represen­ tación política no eran en tal caso otra cosa que la traducción, en el terreno político, de esta jerarquización social, fundada en un concepto diferenciado de naturaleza humana, que impedía el surgimiento del concepto de hombre como poder prácdco de orga­ nización sociopolítica. En tal situación, es necesariamente restringido el significado de esta facultad genérica de una socie­ dad de crearse reglas que van a darle form a a su existencia, pues tal facultad no podrá afirmarse po-

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líticamente, sino a partir del momento en que se re­ conoce el que los hombres, según su concepto, son esencialm ente libres, a pesar de las diferencias to­ davía existentes de nacim iento o de condición. Só­ lo cuando se produce la adhesión política a este discurso fundado en una concepción del hom bre como ser libre “por naturaleza", van a poder surgir nuevas relaciones humanas. Cuando la filosofía piensa en estos cruces d e la historia, cuando reflexiona sobre estos cambios se­ m ánticos, va a enfrentarse a la tarea de construir proposiciones que buscan explicar tal transform a­ ción, sobrevenida en el plano de los hechos y en el plano del pensamiento. Se produce entonces, a pro­ pósito de los fundamentos de ese proceso de elabora­ ción de proposiciones, una vuelta del pensam iento sobre sí mismo, regreso tendiente a examinar la fa­ cultad hum ana que se maneja allí. Resulta de ello, en lo concerniente a Kant, la producción de una ra­ zón fundada trascendentalmente y, por cuanto toca a Hegel, la form ulación de una razón fundada en la historia. De todas formas, el proceso de construc­ ción de las proposiciones filosóficas, su m odo es­ pecífico de argumentación, permanecen vinculados esencialmente con la historia, sin que sea necesario afirm ar que la facultad de relacionarse, com o tal, sea histórica. Hasta en el caso de la argumentación kantiana, una facultad práctica apriori no puede revelarse sino a partir de sucesos cuyo alcance uni­ versal hace ver en ejercicio una facultad práctica de construcción de reglas, sin que por ello su misma justificación sea histórica.

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El paso de la Asamblea de los Tres Estados a la Asamblea Nacional3 es uno d e esos m om entos pri­ vilegiados en que la acción política se m uestra co­ mo poder de creación de reglas, que no se conforma ya con las reglas existentes. Se someten a discusión las antiguas reglas políticas, lo cual significa que, a partir de la nueva posición, se califica en lo suce­ sivo a esas viejas reglas de injustas o de no conformes con la razón. Puesto que se afirma una nueva con­ cepción de la naturaleza humana, va a perder su ra­ zón de ser la conservación de una organización po­ lítica fundada en una diferencia esencial en tre los hombres. Si antes las conductas y costumbres aparecían co­ mo la manifestación o, m ejor todavía, como la legi­ timación de un poder político jerarquizado, éste po­ día encontrar su justificación en una legalidad divina; lo que está a h o ra en tela de ju icio es la legalidad real misma y sus fuentes de legitimación. ¿De dónde provienen esas leyes?, ¿cuál es su poder original?, ¿en qué concepción de la naturaleza hum ana están fun­ dadas?, he aquí las preguntas que van a surgir muy “naturalm ente”, puesto que es el concepto mismo de hom bre el que ha cambiado de significación. La filosofía, al reflexionar sobre tal transform a­ ción política y sobre sus condiciones en el terreno del pensamiento, se ve ante la tarea de concebir la li­ bertad como perteneciente a la esencia hum ana en cuanto tal, m ientras establece una oposición entre la universalidad hum ana efectiva, conseguida así, y 3 Cf. Joáo Carlos B. Torres, Figures de VEtat modente, Sao Paulo, Brasiliense, 1989.

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el carácter particular de las proposiciones y de las formas de legitimación anteriores. La libertad había perdido allí su significación genérica. Al despertar de la libertad se añade el descubrim iento históri­ co de un poder creador de reglas, gracias al cual el hombre puede, de allí en adelante, llegar a ser el dueño de sí mismo. La filosofía, en esta apertura de la historia, entrevé lo que está surgiendo y busca su significación. El nuevo concepto de hom bre y la facultad prác­ tica entendida como poder político son expresiones de esta nueva m anera d e pensar. Q ue a continua­ ción esta facultad pu ed a aparecer com o facultad pura en una term inología kantiana, no le quita na­ da al hecho de que haya surgido en el momento en que se elaboraba un nuevo concepto de naturaleza humana, una de cuyas realizaciones políticas fue la Revolución. Hay razones para remitir la una a la otra, como presuposiciones mutuas: la nueva concepción de la naturaleza humana y la práctica política, que es también su confirm ación... y su problematización. Por consiguiente, las form ulaciones filosóficas construidas a partir de estas reflexiones van a ser entonces la expresión de la nueva posición adquiri­ da por el concepto de hom bre, sea como presupo­ sición del pensamiento, sea como forma práctica en torno a la cual se organizan las nuevas relaciones políticas. Es interrogando al significado de esta nue­ va posición la forma en que la filosofía se verá en­ frentada al trabajo de elaborar principios que par­ tan de esta consideración de lo que es el hom bre en su devenir y en su historia. O también, la justifi-

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cación de las reglas del pensamiento se verá obliga­ da a aclarar cuál es el tipo de relaciones que m an­ tiene con presupuestos nacidos de una reflexión sobre el sentido de la acción hum ana y de su ins­ cripción en la historia. Lo ganado será una concep­ ción del mal.

La R e v o l u c ió n , la

u b e r t a d y e l m al

La Asamblea N acional desem boca en la Conven­ ción, la monarquía queda abolida, el rey está muer­ to y la República viva. A la form ación de un nue­ vo poder político, considerado como fundado en la Declaración de los Derechos del H om bre y del Ciudadano, le sigue el T error jacobino. Para tantos sucesos, otros tantos símbolos que exigen del pensa­ m iento una reflexión sobre el sentido de lo que es­ tá surgiendo, sobre la significación de las relaciones de la filosofía con la historia. El discurso político revolucionario, fundado en el concepto de hom bre como ser libre, va a dar lugar a una acción que hace valer la libertad en todos los rincones de la sociedad, y que por ello pone en tela de juicio todas las reglas vigentes, todas las formas de organización política reconocidas hasta ese momen­ to. En este sentido, la abolición de la m onarquía es el resultado lógico de la nueva concepción de la na­ turaleza hum ana, tal como ésta se manifiesta políti­ cam ente con la elaboración de los derechos de los ciudadanos, es decir, de los derechos que concier­ nen a todos los individuos, independientem ente de

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su nacimiento. La perm anencia de un individuo de­ term inado encima de estos nuevos derechos es, en lo sucesivo, un contrasentido histórico, en la medida en que el discurso que entonces se afirma hace del concepto abstracto de nación el único soberano. En efecto, nada operaba en favor de la conserva­ ción del rey como individuo diferente de los otros. Pero el discurso sobre la nación, cuya form a va a tomar posesión de la sociedad —determ inando de esta manera lo que va a entenderse como represen­ tación política—, estará encam inado a m ostrar no sólo su carácter principalmente equívoco, sino tam­ bién, a causa de esto, su falta de referente empírico. Ciertam ente el discurso sobre la nación, al dar lu­ gar a una acción que destruye todas las formas exis­ tentes de representación política, al volver superfluas todas las conductas y costum bres sobre las cuales ésas se apoyaban, va a crear su propio refe­ rente; esto es, construirá, a partir de sí mismo, lo que será el Estado. El camino está abierto a una plu­ ralidad de discursos que, partiendo de los mismos fundamentos, van a apostar a favor de la nueva situa­ ción, lo cual equivale también a decir a lo desconoci­ do que ésta oculta. Sabemos que Kant y H egel fueron p articular­ mente críticos de la dictadura jacobina, a continua­ ción de sus defensas vehementes de la Revolución. Schelling, a su vez, llegó incluso a hacer a Kant res­ ponsable de esos sucesos. La libertad, después de haber alcanzado una cumbre desde el punto de vis­ ta filosófico, moral, religioso y político, después de haber sido elevada a la posición de una idea que se

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consideraba com o destinada a gobernar las nuevas relaciones entre los hombres, revela la fragilidad de sus cimientos. En medio de estas transformaciones, la voluntad política fundada en la libertad pierde su propia medida y no respeta ya nada que se alce ante ella. La libertad, en el sentido de libre albedrío, m uestra su faceta arbitraria. Muestra p o r esto que aquella esencia pretendidam ente libre de la natu­ raleza hum ana podía igualm ente volverse co n tra ella misma, podía hacer nacer en ella algo que tal vez le era radicalmente extraño. A fin de com prender lo que ha sobrevenido en el seno de esta historia que por fin se las daba de racio­ nal, estos filósofos se dedicaron a pensar las rela­ ciones de la libertad con la negatividad, de la razón con la violencia política, y fue así como reflexiona­ ron sobre el mal. Bebían, ciertamente, en otras fuen­ tes relativas al problem a del mal: Schelling sobre todo y, en m enor medida Hegel, están influidos por la mística de Bóehme o por la de Octinger. Pero lo que para nosotros es del más alto significado aquí es que, a pesar de sus diferentes horizontes de pen­ sam iento, estos pensadores debieron arrostrar el problema inesperado de la vuelta de la libertad con­ tra sí misma, en el m om ento justo en que parecía haberse hecho dueña de la nueva situación. El concepto de mal, en su acepción ético-política, pretende explicar, precisamente, esta transgresión de la libertad por el acto libre mismo, la perversión par­ ticular de las reglas universales o, tam bién, el sur­ gimiento de la violencia política en la historia. El problema es aquí particularmente interesante, pues

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la “maldad" no se atribuye al resurgimiento de la an­ tigua concepción de la naturaleza hum ana ni a la resurrección de lo que fue abolido históricamente ni a la presencia de la parte anim al, sensible o pasio­ nal del hom bre: se sitúa en la libertad, se plantea como perversión de una regla o de la propia capaci­ dad hum ana de darse reglas. El concepto de mal pretende significar la situa­ ción paradójica de que la facultad del hom bre de darse reglas se reconoce como un poder universal, propio de la naturaleza hum ana como tal; pero el hombre, en su nueva determinación de actor políti­ co, puede no obligarse a lo que él mismo se ha dado, y así puede pervertir o desviar lo que estaba estable­ cido como universal. Por un lado, las nuevas reglas y su poder original se reconocen como universales; por el otro, estas mismas reglas universales son obje­ to de una libre transgresión. La oposición que pu ed e form ularse así es tan fuerte y rica de sentido que, para Kant, el derrum be de las máximas impulsa a la elaboración de la hipó­ tesis —rechazada— de una "voluntad maligna"; para Schelling, esta oposición va a plantearse com o in­ terna en el ser mismo de Dios; para Hegel, va a dar lugar a su absorción en una negatividad com pren­ dida bajo una forma nueva de la historia. El concep­ to de mal tiende entonces a en u n c ia r este aleja­ m iento de la libertad respecto de su realización concreta; va a caracterizar la posibilidad del surgi­ miento de nuevas reglas prácticas, aun si esto se hace bajo la form a negativa del trastorno, de la trans­ gresión y de la perversión; va, por último, a signi-

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fícar el carácter problem ático de lo que entende­ mos como la naturaleza humana. En el orden de lo noum énico hay una causalidad específica que va contra el propio poder originario de la causalidad libre; en el orden de lo racional, una historia que parecía presentarse como conceptual ha mostrado que la sinrazón se engendraba en la interioridad de lo que era racional.

I. NATURALEZA Y MAL RADICAL ENKANT Die Geschichte des N atur fin g í al so vom Guíen an, denn sie ist das Werk Cotíes; die Geschichte der Freiheit vom Bésen denn sie isí Menschenwerk. Kant

Las preguntas referentes a las fuentes del saber hu­ mano, la amplitud y el uso posible y útil de todo saber, así como los límites mismos de la razón, se re­ ducen, según Kant, a una pregunta de carácter an­ tropológico relativa a lo que es el hom bre.4 No se trata, sin embargo, de una interrogación antropo­ lógica del comportamiento empírico del hombre, tal como puede darse a conocer en diferentes lugares y en diferentes tiempos, sino de una pregunta que busca captar la esencia del hom bre, de lo que lo de­ fine como tal. Lo que está en juego es explorar la subjetividad hum ana en el plano de su inteligibili­ dad, en el plano del proceso mismo a partir del cual el hom bre se da las reglas de su conocer, de su 4 I. Kant, *Logik", en Schriften tu r Metaphysik u n i Logik 2, edi­ ción de W. Weischedel, Band IV, Francfort del Main, Suhrkamp Vertag, 1977, pp. 447-448; Logique, introducción de L. Guillermint, París, Vrin, 1970, p. 25.

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pensam iento y de su actuar. El trayecto donde se hace esta exploración de la naturaleza metafísica del hom bre va a plantear entonces el problema de de­ limitar la esencia humana, no necesariamente en lo esencial o substancial, sino también en el dominio donde se abre paso el carácter no esencial, el “sin­ fondo" de la naturaleza humana. Si Heidegger tie­ ne razón al subrayar que el develamiento de la sub­ jetividad del individuo humano suscita una reflexión sobre la significación del hom bre y que una fundamentación verdadera de la metafísica depende de ella, esto no quiere decir que esta reflexión prom ue­ va el problema de una ftmdamentación filosófica que debe arrostrar la cuestión de un abismo (posi­ ble) de la naturaleza humana, de un abismo que nos obliga a concebir de otro modo el fundam ento de la filosofía.5 En esta perspectiva, el problema de la ruina del fundamento, como abismo de la metafísica, exige una pregunta de orden ontológico cuya significa­ ción es propiam ente moral, pues el análisis del ser del hombre remite al problema kantiano del proce­ so de construcción de las reglas que el hom bre se da en su actividad de conocer y en su acción. Esto equivale a decir que el problema antropológico es el de una universalidad formal, de un poder crea­ dor de la razón, cuyo signo distintivo es la marca esencialmente moral. La filosofía de Kant deja traslucirse, en el mismo nivel de la aclaración del concepto de razón prácti-5 5 M. Heidegger, Konf et le probüme 0 Paul Ricoeur, Le MaL Un difi & la phüosophie e t i l a throiogie, Ginebra, Labor et Pides, 1986, p. 39. Tengo que agradecer a Balthasar Barbosa hijo por haberm e informado de esta obra.

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razón no sea algo enemigo de la razón misma. Lo otro de la razón puede darse también como un com­ plem ento de ésta, pues de otra forma el hom bre podría desesperar de su vida cotidiana.11 La espe­ ranza, así como la desesperanza, forman parte del hom bre en la tensión misma de su ser, sin que nin­ guna regla pueda a prioñ separar una de otra. Se trata de la tensión de un ser cuyo problema crucial significa el concepto de lo que es este ser en la multiplicidad de sus cambios, en las diferentes formas que puede tomar en la historia, en la ima­ ginación o en el pensamiento. Cassirer subraya con razón12 que ya en sus escritos y lecciones precríticas Kant orientaba su investigación en el sentido de una búsqueda de lo que es la esencia perm anente del hombre; ésta podría servir entonces como funda­ mento a las leyes morales. El conocimiento de la na­ turaleza preparaba así el terreno, desde un punto de vista teórico, para una aprehensión diferente del ser del hom bre, esa especie única que es simultá­ neam ente miembro de la naturaleza y fin último de ésta, y la cuestión consistía en saber cómo se cumple este paso de un caso al otro. El horizonte de inteligibilidad en el que se inscri­ be el ser del hom bre va a proporcionar un concep­ to de razón práctica que saca a la luz una presencia de la razón en sí misma, a través de un proceso de construcción y de apercepción de reglas que no de­ pende sino del acto del pensamiento. Esto significa 11 Kant, op. d i., p. 683: traducción francesa, p. 166.

u Emst Cassirer, Kants Liben und Ijehre, BerKn, B. Cassirer, 1921, pp. 49-50,60,250-251.

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que el concepto de acción humana resultante de esto está caracterizado por un origen no condicio­ nado que, al dar inicio a una serie de acontecimien­ tos, se descubre como perteneciente estructuralmen­ te a éste. Si el acto de libertad se sitúa al comienzo de toda acción, es porque se da las reglas de su ac­ tuar, es decir que de una manera autónoma la razón se muestra como siendo esencialmente acción. El concepto kantiano de acción no designa entonces, de un modo exclusivo, el dominio moral entendido en un sentido restrictivo, sino que remite a la acción en general, remite al concepto de acción humana. La universalidad y el carácter formal de las proposicio­ nes morales tienen un alcance ontológico que tiene que ver con una interrogación sobre la esencia del hombre. Lo que está en juego de una atribución moral a la acción, en el sentido de calificar a una acción co­ mo buena o mala de acuerdo con referentes previa­ m ente establecidos, remite a una significación más fundamental que, a través de un proceso de univer­ salización de la máxima moral y por su correspon­ dencia con una ley moral construida según las deter­ minaciones a priari de la universalidad y la necesidad, se refiere a la libertad hum ana y a sus determina­ ciones. Conceptos como 'Voluntad”, "conciencia de sí" y "naturaleza racional” indican precisamente el modo de articulación de un pensamiento que busca delimitar la estructura metafísica del hom bre, su es­ tructura suprasensible, por el rodeo de un proceder trascendental que se pregunta sobre las condiciones de posibilidad de su ser.

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A este proceso que se pone de manifiesto en el plano del pensam iento puro, Kant le añade otro argum ento que, aunque esté estrecham ente ligado con éste, compete sin embargo a la razón práctica co­ mo situación de hecho, en la medida en que se en­ cuentra operando en las acciones morales de los hom­ bres, en su comportamiento cotidiano. De acuerdo con este enfoque, la razón práctica gana una dimen­ sión teórica, pues se interroga sobre las condiciones de posibilidad de tal o cual hecho ya existente, se­ gún el modo del conocer. Kant llega incluso a afir­ mar que “la inteligencia común de la humanidad, la facultad de juzgar en materia práctica predomina en todo punto sobre la facultad de juzgar en mate­ ria teórica”.1* Esto equivale a decir que los criterios morales de distinción entre el bien y el mal están de alguna m anera dados, que se presentan a los ojos de aquel que quiere ver, que son existentes para una conciencia atenta a los principios que están ope­ rando en la acción. En una formulación precrítica, Kant escribía que en el corazón de todo hom bre existe una ley positiva, por ejemplo el am or al próji­ mo, que se revela en el m om ento de la omisión de la ayuda a alguien que la necesita, con lo cual se produce un conflicto del sujeto consigo mismo. Co­ rrespondería entonces al proceso crítico de la razón aclarar este principio moral inm anente en la sana razón común. I. Kant, Grundkgung tu r Metaphjsik d a Sittm , edición de W. Weischedel, Band Vil, Francfort del Main, Suhrkam Verlag, 1977, p. SI; traducción francesa de Víctor Delbos, revisada por A Philonenko, París, Vrin, 1980, p. 71.

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Tal vez parezca sorprendente que Kant pueda de­ cir que, en materia moral, la inteligencia más común es capaz de alzarse a un alto grado de exactitud y de perfeccionamiento sin llegar a los problemas mucho más complejos de una utilización dialéctica y pro­ blemática de la razón teórica. La razón hum ana tie­ ne, pues, ante sí, en una forma ciertamente oscura pero sin embargo existente, el principio universal del actuar moral, como regla de juego. El proceso trascendental permite entonces pensar y, luego, elaborar la estructura categórica de lo que se ofrece como una especie de experiencia moral, caracterizada por el hecho de que las reglas morales son existentes y operantes. Además, gracias a esta forma de existencia, se hace posible el concepto de razón práctica. Dos modos de argumentación están presentes aquí: uno se funda en la experiencia mo­ ral; el otro, en un concepto de razón práctica cons­ truido independientemente de esta experiencia y que ciertamente le da forma a ésta. El problema de la articulación entre dos modos de argumentación remite entonces a una presuposi­ ción: la de una forma de racionalidad cuyo funda­ mento es la naturaleza moral del hombre.14 En otros términos, los deberes morales se determinan según cierta concepción de la naturaleza humana, que vie­ ne a expresar una relación racional, formalmente directa entre el hom bre y el deber. El hombre, en el ejercicio de su racionalidad, una vez librado de los prejuicios morales, religiosos o políticos, es capaz Eric Weil, *Le Mal radical, la religión et la politique”, en Pmbtemes hantiens, París, Vrin, 1970, pp. 149-151.

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de construir proposiciones morales concernientes a la universalidad del hom bre y que llevan en ellas las reglas de su justificación. Por supuesto que el hombre, en su acción concreta, actúa de acuerdo con máximas que, sólo más tarde podrán elaborar­ se desde el punto de vista de su justificación, lo cual plantea entonces la cuestión propiam ente moral de la adecuación de la máxima a la ley moral como tal. Esto no impide que el proceso puro de argum en­ tación moral se apoye en un ejercicio de la raciona­ lidad que, pretendiendo ser independiente de las mediaciones histórico-políticas o psicosociales, trans­ mite no una física, sino una metafísica del hombre,15 según la feliz expresión de Eric Weil. Hay en Kant un modo de construcción de propo­ siciones morales que, por un lado, está esencialmen­ te vuelto hacia el comportamiento individual y saca de él su legitimación (la filosofía moral es, en este sentido, una reflexión sobre del individuo) y que, por otro lado, es un modo de justificación de las reglas del actuar no restringida a lo que entendem os nor­ malmente como actuar moral, opuesto a otras formas de actuar. Remite más bien al concepto de acción hu­ mana como tal, y la filosofía moral es así una refle­ xión sobre el hom bre, una antropología filosófica. Estas dos dimensiones resultan claramente del enunciado del principio práctico supremo, según el cual cada hom bre, y por lo tanto cada individuo, debe tratar al otro como fin en sí mismo; es decir, de­ be honrar, en él y en el otro, el concepto d e hum á­ is ItoUm, p. 152.

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nidad que ambos comparten. El propósito de la ac­ ción es aquí una especie de correspondencia entre la máxima y la ley moral fundada en la naturaleza razonable del hom bre, único capaz de jusdficar en la acción de cada quien la existencia (o no) de una universalidad formal. Esto quiere decir que tal natu­ raleza razonable del hom bre se plantea como algo que ha de alcanzarse, algo que ha de ser continua y eternam ente buscado, no una realidad efectivamen­ te existente. Tratar al otro como fin en sí mismo significa hon­ rar en él una misma humanidad. “Actúa de tal ma­ nera que trates a la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre al mismo tiempo como un fin, y jamás simplemente como un medio.”16 El modo a través del cual atri­ buimos la calificación de moral a una acción, se fun­ da igualmente en el modo de construcción del con­ cepto de humanidad, siendo éste una expresión de lo que entendemos por la palabra hombre. Las reper­ cusiones políticas de tal formulación son entonces particularmente claras, pues si un agolpamiento hu­ mano honra en cada uno de sus miembros a la uni­ versalidad que construyen juntos, nos encontramos en una situación política fundada en una concep­ ción de la moralidad, esto es, en una noción de lo que es (y debe ser) el hombre. Digámoslo de otro mo­ do: si una sociedad trata a una parte de sus miem­ bros como simple medio de satisfacción de un gru­ po dominante, si no considera en cada uno de sus i* Kant,

op. cií., pp. 60-61; traducción francesa, p.

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miembros más que su naturaleza sensible y animal, en la medida en que ésta sirve a sus propósitos po­ líticos, nos encontramos en un estado de no huma­ nidad. El resultado posible de tal estado puede ser una decadencia de la sociedad en cuestión y, depen­ diendo de su influencia sobre el mundo, en una posible decadencia de la especie humana. Surge aquí el carácter políticamente frágil de la humanidad, pues si ésta se apoya en un modo de construcción de la razón, nada es menos seguro que el hecho de que todos los individuos quieran dedi­ carse al ejercicio de esta racionalidad, de modo que adquiera presencia en el terreno de las relaciones políticas y de las reglas que las determinan. Puede entonces plantearse la pregunta —y ella surge efec­ tivamente en la historia— del porqué de esta for­ ma de considerar el trabajo de la razón. ¿Es que tal disputa no haría resaltar el carácter convencional del concepto de hom bre en el que se apoya la razón misma? Fue quizá para escapar de tales consecuencias que implican una visión convencional del hom bre por lo que Kant recurrió a una traducción del imperati­ vo categórico que subraya precisamente la búsqueda de una naturaleza que necesariamente pueda vincu­ lar al hom bre consigo mismo, de tal modo que su racionalidad moral sea la verdadera expresión del concepto mismo de razón y del concepto de natura­ leza resultante de ella. El horizonte que se abre aquí es el de una concepción de la razón que se hace manifiesta, igual a sí misma tanto en el dom inio na­ tural como en el dominio histórico, político o moral.

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El enunciado: “O bra como si la máxima de tu acción debiera ser erigida por la voluntad en ley universal de la naturaleza”17 permite hacer resaltar, gracias al empleo analógico18 del concepto de natu­ raleza (en el sentido de leyes que organizan la exis­ tencia particular y sensible de los objetos), la cone­ xión, en el plano de ios principios, entre los dominios que competen, uno, al conocimiento de la natura­ leza, y el otro, al pensamiento del hombre. Queda, sin embargo, la cuestión de saber si este empleo analó­ gico del concepto de naturaleza, tendiente a organi­ zar de una m anera teleológica la vida moral particu­ lar de los hombres, no responde él mismo a otra exigencia: la de integrar al hombre al sistema gene­ ral de la naturaleza y de su conocimiento. Igualmente podemos observar esta conexión en­ tre el concepto de naturaleza y el de acción moral cuando Kant se desplaza hacia el análisis del com­ portamiento moral del individuo. Así, el examen que hace de las nociones de reproducción y de conser­ vación de la especie hum ana muestra, en los casos particulares del suicidio y del menosprecio de los dones naturales, su apego a cierta concepción de la libertad que no entra en contradicción consigo mis­ ma a causa de su arraigo en cierta concepción del hombre y de la naturaleza. Al primer caso, el del sui­ cidio, se le considera moralmente condenable, pues el hom bre que intenta tal acto pone su am or propio por encima de la humanidad, de modo que un acto ¡bidetn, p. 51; traducción francesa, p. 95. ** Cf. Francois Marty, La naissance de la tnétaphysique cha Kant, París, Beauchesne, 1980.

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así, una vez que es compartido por un núm ero sufi­ ciente de individuos, puede poner en duda la repro­ ducción natural del hombre. De hecho, si tal máxi­ ma pudiera generalizarse, no sería sólo la existencia moral de los hombres la que se encontraría com­ prometida, sino su existencia física misma.19 Del mis­ mo modo, en el segundo ejemplo, un hombre cuyos dones naturales podrían contribuir al perfecciona­ miento de la humanidad y que, no obstante, se lanza a la persecución de los placeres más inmediatos, al goce material e irreprimible de su vida, sería igual­ mente condenable. Por no desarrollar sus dones, rea­ lizaría una acción que, al hacerse universal, pondría a la humanidad en contradicción consigo mismá, pues el estropicio de tales dones haría la vida cada vez más insoportable y hasta naturalm ente imposible.20

L a n a t u r a l e z a s e n s ib l e d e l h o m b r e

La presuposición sobre la naturaleza hum ana remi­ te a la determinación de lo que es el hom bre en sus diferentes niveles de constitución, y abre, en el seno mismo de su ser, un nuevo horizonte, el que expre­ sa la formulación kantiana del “mal radical”. Pero para llegar a esta otra mirada del hombre, es nece­ sario, en prim er lugar, em prender el camino que lleva desde estas determ naciones sensibles hasta la racionalidad que las constituye. Kant escribe que el hombre no es un ser racional: ,9 Kant, op at., pp. 50-5 i: C'iduc ión francesa, pp. 94-96. *° ¡bidet ., p. 53; traducci jn frarc sa, p. 97.

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puede, debe serlo. Es un ser sensible en la medida en que actúa según deseos, pulsiones, inclinacio­ nes. No es un ser sensible una vez que plantea la cuestión de su ser, y es determ inado así por algo ajeno, que no es su sensibilidad o su animalidad primitivas. Esto quiere decir que el hom bre puede salir de este estado; puede, en libertad, tomar pose­ sión de su ser; puede preguntarse lo que él es, mien­ tras busca ser algo diferente. Dicho de otro modo, debe serlo, pues el ser del hombre se constituye precisamente por la relación negativa y finita con­ sigo mismo, que exige, por el rodeo de esta interro­ gación que hace suya, la positividad de su relación consigo, la infinitud de su relación con el mundo, mientras que el deber ser forma parte de lo que es. Esta dimensión moral revela ser esencialmente an­ tropológica, en la medida en que se erige por ello en determinante de la universalidad formal constitu­ tiva de la relación de un hom bre con el otro, pues el uno y el otro comparten esta esencia que hacen suya. El nom bre es, retom ando una formulación de “Anthropologie in pragmatischer Hinsicht”, un ani­ mal capaz de razón (animal “rationnabile”); él puede hacerse un animal racional (animal “rationnale”).21 La moralidad del hombre depende de la explo­ ración racional del dominio de la subjetividad hu-l ll Kant, ‘‘Anthropologie'1, p. 673; traducción francesa, p. 161. Cf. igualmente E. Fackcnheim, "Kant’s concept o í History”, en KanU Shuiien, Philosophische Zeilschrift, Band 48 Heft 3, Colo­ nia, Universitáu Verlag, 1956-1957. Tengo que agradecer a Mar­ co Zingano por haber llamado mi atención sobre este articulo. Cf. también Jean-Francois Lyotard, L'enthousiasme: la critique kantienne dcl'histom , París, Galilée, 1986.

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mana; dicho de otro modo, la razón abre un espa­ cio interior en el hom bre, gracias a las reglas y le­ yes que éste se da. Mediante este acto de reflexión, de autoatribución y por lo tanto de autonomía, la subjetividad se crea una objetividad de la voluntad, a partir de la razón, que se instaura como fuente no condicionada de lo que sería la libertad en el terren o em pírico. La validez d e las leyes m orales es determ inada de acuerdo con las reglas de esta objetividad propia de la subjetividad de la volun­ tad, de m anera que el ser racional del hom bre ter­ mina identificándose con el ejercicio formal de la moralidad. Si la idea de un perfeccionaniento moral de la hum anidad puede atraer al hom bre hacia lo alto, es porque, a través de ella, el hom bre se aplica a la confrontación esencialmente práctica de las máxi­ mas de su acción con las leyes morales que supues­ tamente las regulan. Este ejercicio de corresponden­ cia permite precisamente el paso del contenido de la acción a su forma universal, permite el paso de la acción individual a una concepción de la humani­ dad como fin último de lodo actuar racional. En­ contramos entonces en este prim er enfoque de la subjetividad del hombre dos niveles de su ser: el de la objetividad de las leyes morales, de las reglas y modos de justificación de la razón, y el constituido por las inclinaciones y deseos naturales. El movi­ miento que los liga, y que en realidad les da forma en su interioridad misma, está constituido por una determinación negativa de la razón con respecto al dominio animal-sensible y por una determinación

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positiva de la razón para con ella misma, con lo cual da lugar a la objetivación de la moralidad. Si queremos delimitar entonces el origen del mal, la respuesta de Kant podría ser, tomando como apo­ yo ciertos textos de “Anthropologie” o de Vers la Paix perpéltulle, una maldad de cierta m anera inscrita en la naturalidad inmediata del hombre, como si su carácter inteligible lo predispusiera para el bien. Así, ésta formaría parte de una física del hom bre, mate­ ria de las ciencias que tratan al hombre como un fenóm eno por todos conceptos semejante a otros objetos naturales. Pero le ocurre igualmente a Kant el no atribuirle la m enor significación moral a esta naturaleza animal del hombre, al considerarla neu­ tra desde el punto de vista de un juicio racional. No prejuzgaría, en ese nivel de análisis, la existencia de una pretendida maldad o bondad humanas. Sin embargo, en uno de sus últimos textos Die Religio innerhalb der Grenien der blossm Vemunfl, las formula­ ciones kantianas toman un viraje decisivo, en el que el mal va a ganar una dimensión en prim er lugar moral, después fundamentalmente antropológica al situarse originariam ente en la naturaleza inteligible del hombre. Por consiguiente, éste puede abando­ nar la ¡dea del bien en beneficio de la satisfacción de su am or propio o trastocar conscientemente las máximas de su acción; es decir, llegar a una libre perversión de las leyes morales. En lo que se refiere a la determinación ntüural del mal, ella se manifiesta de una m anera particular­ m ente clara en las relaciones entre los Estados, pues éstos, en las guerras, parecen entrar en un tipo de

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enfrentam iento que depende d e un no dominio de la violencia animal. Kant llega a calificar a esta rela­ ción como proveniente del carácter malo de la na­ turaleza humana (Bósartigkeit der menschüchen Natui)** Esto da lugar a una apreciación no neutra de la na­ turaleza sensible y animal del hom bre, como si éste fuera algo por conjurar en un estado de cultura y ci­ vilización. Pero el m odo mismo de esta enunciación revela ya una tendencia a su superación, pues el en­ tendim iento de este estado animal de maldad apun­ ta ya hacia el paso de éste a un estado superior. En efecto, la formulación de Kant, al preguntar por los fundamentos de tal estado, se aplica a construir otra forma de universalidad, lo cual crea las condiciones de la argumentación kantiana en favor de una dis­ posición racional hacia el bien. En tal perspectiva, el mal se presenta como una tendencia2* del sujeto a ser mal intencionado con respecto al otro, no obstante que esta inclinación se encuentra enfrentada a una determinación racional cuya universalidad aprecia. Se abre paso un recono­ cimiento negativo de lo que debe ser el comporta­ m iento moral de cada quien, p o r el rodeo del es­ tablecimiento de una relación entre el contenido de cada acción y la form a en que ésta se da. El mal aparece así sobre el fondo del bien; el bien sobre el fondo del mal; esta tensión es constitutiva del ser in­ teligible del hom bre, la tensión inextirpable entre B I. Kant, V m la Pota papéhuOe, pp. 100-101; Ibtdem. pp. 100,145-148. '* • Cf. C om elius C astoriadis, L'mshlution imaginairt de la secuté, París, Seuil, 1975, y Les camfoun du Labynnthe I ti //, París, Seuil, 1978 y 1986.

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CONCLUSIÓN

nuestro parecer, su propio límite: no explica el con­ cepto de malignidad, cuya significación proviene del lado propiamente planteado —e inteligible— de la acción mala. Este concepto, elaborado según el “esquematis­ m o” del mito adámico, cuyo soporte es la exteriori­ dad del mal, queda, en cierto senddo, atrapado en el esquema de una infección que obra en un cuerpo sano. El símbolo de la infección indica indirectamen­ te una desatadura de ella misma que señala hacia una recuperación del hombre por sí mismo, de tal modo que la infección es un desequilibrio pasajero que no toma posesión de todo el organismo huma­ no, al punto de volver al hombre irreconocible para él mismo. La pregunta que queda entonces en sus­ penso es la de saber si el “rechazo” de concebir el mal —o los límites de este pensamiento en la histo­ ria de la filosofía— no se desprende de esta inscrip­ ción del mal en el esquema del mito adámico, que aparece como esquema general de la filosofía co­ mo tal. Por lo tanto, se trata de determinar lo que signi­ fica el acto de querer el mal por el mal, al punto de que esta dimensión de la acción pueda ser igual­ m ente entendida como originaria. Si se toma al mal en el sentido de una transgresión de la ley moral que reconoce a esta ley negativamente, uno está atra­ pado en la explicación del mal como m omento se­ gundo y subordinado, que confirma indirectamente aquello mismo que ha sido negado. En cambio, si se toma al mal en el sentido de un acto que quiere el mal por el mal como violación del principio de huma­

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nidad del hombre, se introduce así otra forma de abordar esta posición específica mediante otra con­ cepción de la naturaleza humana. Si el acto malo presupone de algún modo cierta concepción del bien, de la libertad y del hom bre, el acto maligno atenta explícitamente contra esta concepción y le opone una “concepción” diferente del hombre. La voluntad maligna no tiene solamente una determi­ nación negativa, en el sentido de lo que ella no es, sino que establece también esta negatividad como determinación positiva. Por consiguiente, si llega a ser contradictorio pen­ sar en una libertad que adviene a ella misma por la negación de aquello mismo que ella es, esta contra­ dicción se debe a una perspectiva determ inada que busca concebir al mal independientem ente del con­ cepto de acción. En efecto, si se aplica el principio de no contradicción a una oposición que compete al querer humano, tomada en el sentido de una opo­ sición lógica, se afirma la imposibilidad de uno de los términos, estando la negación totalmente deter­ minada por el térm ino opuesto. Dicho de otro mo­ do, el consecuente se encuentra en cierta forma ya contenido en el antecedente. Pero si se desplaza nuestra mirada hacia el con­ cepto de oposición real, tal como Kant la enuncia en su escrito “Ensayo para introducir en filosofía el concepto de magnitudes negativas”, y se le atribuye una significación práctica, se puede enfocar de otro modo el concepto de negatividad positiva. En una oposición lógica, la relación entre los términos afir­ mados y negados es del orden de la necesidad, de mo­

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do que la elección del uno presupone que se acepta la definición del otro. Ahora bien, en una oposición real tomada en el sentido de práctica, este vinculo no es necesario más que desde el punto de vista de cierta concepción del hombre. En una oposición real, no es necesario que uno de los términos derive del otro, en la m edida en que cada uno es autosubsistente. En el terreno práctico, cada querer autosubsistente puede en sí mismo transmitir una con­ cepción autónom a de la naturaleza humana. Ya que estas concepciones son diferentes, la negación de uno de los términos por el otro introduce la noción de un acto cuyo propósito es el de anular a su opues­ to. Esta búsqueda negativa de suprimir al opuesto po­ dría dar lugar a una relación necesaria entre estos términos sólo a condición de que al mal se le tome en el sentido de una confirmación indirecta —por negativa— del bien, de la libertad y de la humani­ dad del hombre. Esta necesidad cesa una vez que es considerada en la perspectiva de una malignidad del mal cuyo presupuesto es la supresión de la libertad y de lo que consideramos como lo que es la huma­ nidad del hombre y la racionalidad de su actuar. La oposición entre voluntades es una oposición entre dos actos positivos, opuestos entre ellos, de los cuales cada uno trata de suprimir al otro; por lo tanto, cada uno de los dos no es consecuente ni an­ tecedente del otro. Si cada uno es para sí, si por esto tiene una posición propia, se puede decir que uno es tan originario como el otro. Si uno trata de anular el efecto del acto del otro, hasta la voluntad misma, esto no significa que una voluntad tenga pri-

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macía respecto de la otra. Al contrarío, si una trata de suprimir a la otra, cada una es a la vez el ante­ cedente y el consecuente de la otra. La voluntad maligna sería aquí una posibilidad originaría de la acción humana. Así, el concepto de voluntad maligna no es con­ tradictorio sino respecto de un conjunto de propo­ siciones que definen al ser del hombre. La contra­ dicción cesa en cuanto se le enfoca desde el punto de vista de una oposición práctica que introduce otro presupuesto, el que consiste en considerar a la na­ turaleza hum ana como ente en sí indeterminado. Se pueden atribuir al hom bre tanto la bondad como la maldad y la malignidad —todo depende del enfo­ que práctico a partir del cual se mire—. Esta predi­ cación misma se hace posible solamente si se con­ sidera al hombre en su plasticidad originaría, en su carácter, por principio ilimitado. Siendo el hombre, la expresión de su propio hacer, de sus acciones a través de la historia, lleva las marcas y las formas de este actuar... marcas de su ilimitación que pue­ den desembocar en una exploración de sus propias tinieblas.

L a a c c ió n y l a h is t o r ia L o s p r o b le m a s p r o v o c a d o s p o r l a e x is te n c ia p o lít ic a d e la s fo r m a s d e m a lig n id a d d e l m a l n o s p e rm ite n d e ­ lim ita r m e jo r la s r e la c io n e s e n t r e la a c c ió n y la h is­ to r ia , p u e s lo q u e e s t á e n t e la d e ju i c i o e s la a t r i­ b u c ió n m is m a d e u n a f in a lid a d o d e u n a t e n d e n c ia

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(o de tendencias) a la historia. Si algunos pensado­ res de los siglos xvni y XIX pudieron escribir que las contradicciones sociales y los conflictos políticos podrían resolverse en el desarrollo mismo de la his­ toria, es porque estimaban que era posible la existen­ cia de un mecanismo en el seno mismo de la histo­ ria, mecanismo capaz de funcionar atrás o más allá de la conciencia o de la acción de los individuos o de los grupos sociales. La regulación de estas contra­ dicciones y conflictos podría lograrse por medio de una resultante de las fuerzas en presencia, de tal modo que terminaría por imponerse una finalidad inscrita en este proceso. En cambio, el concepto de acción hum ana sufriría una especie de “naturaliza­ ción”, en la medida en que la acción se hiciera una fuerza mensurable en términos cuantitativos, cuyas categorías de causa y de efecto fueran el modo mis­ mo de explicación. Finalidad de la historia, por un lado, naturalización de la acción humana, por el otro, son los dos m omentos de una misma relación que tiende a hacer de la historia un proceso necesa­ rio de realización de la libertad. La dimensión pro­ piamente moral de la acción se volvería superflua a la luz de una valoración tecnopolítica de la acción, es decir, de una relación técnica de los medios em­ pleados con miras a la realización de objetivos pre­ viamente establecidos. Ahora bien, la historia del siglo xx nos pone, por así decirlo, en una situación absolutamente singular, pues si debemos m edir la que ha sobrevenido en términos teleológicos —es decir, en función de un telas que habría confirmado las esperanzas puestas

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en la evolución de la historia y en una vida social y políticamente más feliz— estaríamos tal vez en la extraña situación de conferir a la historia la exis­ tencia —entre una de sus posibilidades— de un telas maligno o en todo caso perverso. Si la experiencia totalitaria ha sido una de las salidas posibles de la historia de nuestro tiempo, si nuestro tiempo ha mos­ trado que la política de lo peor podía tener conse­ cuencias desastrosas, esto nos obliga a volver a pen­ sar en lo que el hom bre ha llegado a ser, con el fín de poder hacer frente, de otro modo, a un resurgi­ m iento posible de tales acontecimientos. En otros términos, la política m oderna y las formas que ha tomado sugieren una nueva lectura de las relacio­ nes de la política con la moral y de las concepciones del hombre que las soportan. Esto quiere decir que el “telos” antaño atribuido a la ‘‘historia’*se despla­ za hacia la recuperación de esta finalidad en la es­ tructura misma de la acción, que abre así la posibili­ dad de tomar en cuenta conscientemente lo que el hom bre la llegado a ser, lo cual plantea en térm i­ nos nuevos la cuestión de la sociedad y de la forma del hom bre que queremos. Se trata entonces de captar las tendencias pre­ sentes en la historia, su modo de articulación especí­ fica, con el fin de crear la condiciones para una in­ tervención en el conjunto de estos momentos, y hacer resaltar así algunas de estas tendencias. O también: es precisamente el que estas tendencias sean plan­ teadas por la acción hum ana lo que hace posible su transformación de la forma de lo dado, en la de la for­ ma de la acción misma. La acción le imprime a las

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cosas las marcas del querer humano, del proyecto especifico que el hombre trata de realizar. Hace pues de m anera que lo que aparece como la objetividad prim era del mundo, y las tendencias actuantes en la historia, lleguen a ser una relación entre sujetos fun­ dada en la acción y dependiente de ésta. La acción abre el m undo, imprime cierto curso a la historia, nos hace ver otros dominios de la objetividad, nos hace entrever lo que puede ser y lo que está tal vez por venir. La objetividad del m undo se presenta co­ mo una relación, una relación intersubjetiva, una forma de existencia de las acciones humanas, otra determinación de la objetividad. La acción puede entonces tener la función de confirmar aquello mismo que existe, legitimando por ello lo que se presenta como una forma deter­ minada de la experiencia humana. Puede así tomar lo dado como ‘Verdadero” o como “bueno” en la perspectiva de lo que es una sociedad dada, sin pre­ juzgar sobre las formas posibles de su desarrollo y perfeccionamiento. Esto presupone, en el terreno de esta determinación de la acción, que los hechos sociales y las tendencias históricas puedan tomarse en su dimensión de apertura y de contingencia. El concepto de acción hum ana parte del presupuesto de que los hechos sociales, políticos y, en este senti­ do, históricos, son fundamentalmente abiertos, de que son capaces de alterarse y de transformarse. Si su existencia ha sido así, hubiera podido ser de otro modo, pues esta contingencia propia del hecho y de la acción forma parte, esencialmente, de todo lo que es. La acción, como “confirmación” de lo exis-

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tente, puede tomar la forma de la “repetición", pe­ ro esto no debe escondernos su revés: la acción es esencialmente creadora; todo lo contrario enton­ ces de una consideración de la historia que planteara los acontecimientos como sometidos a una regulari­ dad de tipo natural o sustraídos de la acción huma­ na como modo mismo de intervención en el curso del mundo, como apertura de la objetividad origi­ nal de la vida social y política. Es esta apertura la que vuelve posible la realización de cierta idea de lo que debe ser la vida humana. Por lo tanto, lo que está en tela de juicio es el sig­ nificado de la acción en tanto que ésta es Ubre, acto que puede desatar lo que otros hombres han anudar do institucionalmente, creación de lo que sobrevie­ ne históricamente.1,2 Lo dado se repite en la acción y en el modo mismo de una reflexión que se pre­ gunta sobre el sentido de la experiencia humana. Lo que existe se muestra como el producto de la acción humana, en tanto que ésta se revela como el origen incondicionado de todo lo que es. En cam­ bio, no se puede separar la acción de la serie de los acontecimientos, o la facultad de crearse reglas, de las reglas que están prácticamente dadas en el senti­ do de que la acepción formal de la acción presu­ pone sus modos de existencia efectiva. Esto signifi­ ca que si la razón revela ser práctica, como algo que ■ ** Cf., para esle propósito, F. T ónnies, Gemeinschnft und GeseUschafl, D arm stadt, W issenchaftliche B urbgesellschaft, 1979; traducción iirancesa de J. Leif, Parts, PUF, 1944. Karl Polangi, Im Grande transformaban, París, G allim ard, 1983. Louis D um ont, Homo hierarchicus, París, G allim ard, 1966; Hamo aequaüs, París, G allim ard, 1977; Essais sur l ’individualisme, París, Seuil, 1983.

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forma parte del despliegue regulado de la acción hum ana, lo hace a condición de comprometer, de transmitir cierto concepto de hombre, en tanto que este concepto es, él mismo, producto de una elabo­ ración racional. La acción, como despliegue efecti­ vo de reglas, como relajación en lo real de un poder originario, se muestra como racional en la medida en que es ese poder de darse reglas conforme a un propósito por realizar en la objetividad del mundo. Pero esto significa igualmente que esta relajación regulada de la acción en su propia finalidad está, por así decir, atravesada por un concepto de hom­ bre que, en este recorrido, le da su verdadero senti­ do. La elaboración del concepto de acción hum ana es ella misma tributaria de una reflexión de la razón sobre sí misma, por ella misma, de m anera que las determinaciones del hom bre, que de ¿1 advienen, son los resultados de este trabajo de creación de la razón que se piensa en su acepción originaria. O también, si las ideas mismas de hombre están en cierta forma dadas en la historia, en la “eticidad del m undo” (Sittiichkeit der Welt), para repetir esta bella expresión hegeliana, no muestran su alcance verda­ dero en el terreno de una determinación del hom­ bre y de la acción humana, sino por su reactivación gracias a un trabajo de la razón, que de este modo llega a ella misma. El concepto hegeliano de "eticidad” (Sittüchkeit) es aquí particularmente operante, en la medida en que nos permite precisar las relaciones de la acción con la objetividad del mundo. Pues si, por un lado, toda acción parte siempre de un contenido deter-

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minado, ella es, por el otro, esencialmente cierta for­ ma de la razón, cierta forma de lo que ha llegado a ser el hombre en la realización de las relaciones intersubjetivas. El concepto de “eticidad" tiene aquí la virtualidad de presentarse como un “diseño” racio­ nal de lo que ha llegado a ser el hombre en el con­ ju n to de sus acciones, en los diferentes dominios familiares, sociales, morales, religiosos y políticos. Propiamente hablando, el concepto de “eticidad" es una figuración —por lo tanto, una forma de la ra­ zón— surgida ella misma de los contenidos que la acción se ha dado. La figuración se da como forma racional gracias a su inscripción en la historia, gra­ cias a su proceso de universalización por la acción en su acepción moral. La significación de la razón co­ mo “práctica” puede precisarse aquí a la luz del con­ cepto de “eticidad”, pues este concepto muestra la conjunción de lo “moral” y de lo “político” como formas o figuraciones de la acción humana en la his­ toria. Aquí se esboza una clave de lectura de lo que es el hom bre en la búsqueda misma de su deber ser. Así, este concepto permite subrayar que el proceso de figuración es, él mismo, histórico, resultado de un devenir que, por momentos, ha creado figuras de alcance universal; es decir, figuras que trascien­ den a su tiempo ai trazar ia imagen misma de nues­ tro m undo, donde se revelan en verdad las caras del hombre. Las elecciones de la libertad son las que nacen de las figuraciones de la acción hum ana en la historia.

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CONCLUSIÓN E l h o m b r e y su s e n t e s

El hom bre es la sucesión de sus entes, el resulta­ do de las figuras que se ha dado en el curso de la historia. No hay un “estado” original del hombre que, a pesar de sus transformaciones, siguiera sien­ do siempre el mismo, y no hay tampoco definición previa del hombre que no esté afectada por los dra­ mas y los trastornos de la historia. Concebir al hom­ bre como la “sucesión de sus entes” nos obliga a precisar prim eram ente la significación del térmi­ no sucesión, para después concebir al hom bre en el conjunto —sintético— por lo tanto figurativo de sus entes. El térm ino sucesión nos remite así al problema de la tem poralidad del hom bre, en el sentido de que a partir de ella es posible acercarse, por otro acceso, a la significación de la palabra hombre. Si el hom bre se determina por la sucesión de sus “entes”, ninguno de éstos representa, por sí solo, en el plano substancial, al ser del hombre. La “sucesión" como recorrido a través de una “secuencia" de “entes" debe verse co­ mo un “conjunto” cuya condición es bastante espe­ cífica. Por consiguiente, no se puede definir al hom­ bre como si fuera una esencia que, en el transcurso del tiempo, desplegara sus determinaciones; en esto habría también una definición previa del hombre, cuya demostración sería la historia. El tiempo no sería más que una “ejemplificación” o una manifes­ tación de lo que ya estaba allí, la aparición de algo preexistente. Tampoco se puede concebir esta “suce­ sión” como la exhibición —en el sentido de “cubrir

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con un velo"—* de lo que se esconde detrás de ella o de lo que no puede decirse más que indirecta­ mente, por la negación de lo que el hom bre no es. Tanto la concepción de la exhibición de una esen­ cia planteada al comienzo del proceso, como la de un ‘Velamiento" del hombre en la marcha de la his­ toria y en los diferentes estilos de su ser, dejan in­ tacto el problema de un estilo primitivo, de un esta­ do primitivo, y el de su desarrollo. Por lo tanto, la cuestión no es la de saber si, en el prim er caso, la su­ cesión repr-senta un “progreso” o si, en el segundo, se plantea como “decadencia” o “pérdida” de su sig­ nificación originaría. Lo que está e n ju eg o es deter­ m inar si esta “temporalidad", en tanto que modo de ser de la historia, es o no creadora de sus determi­ naciones y momentos en la impievisibilidad misma de la figuración del hom bre en este proceso. Así pues, el tiempo no se concibe como un “continuum ” que llenaría de m anera hom ogénea un pro­ ceso que desemboca en una acumulación —orien­ tada de acuerdo con cierta dirección— de lo que sobreviene (acumulación, ella misma, donadora de sentido). Tampoco se concibe como una disconti­ nuidad que no dejaría nada en pie, pues todo ser no es nada más que un movimiento productor de algo, pero que lo hace cesar al punto y que, a con­ tinuación, suprime además el momento del hacer cesar, y esto indefinidamente. Al contrario, el tiem­ po debe entenderse como la creación de algo, crear * En el original francés se lee: voikment ('acto d e cubrir con un velo’); si, como parece ser, se trata de una errata, debió escribir­ se dhm tem m t (‘acto de quitar un velo o velos; descubrir*). (T.)

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ción de lo que viene a ser, de manera que ese “algo” sea, por un lado, la forma de engendramiento de este proceso, y, po r el otro lado, la subsistencia y la cohesión de lo que ha sido creado así, y cuya deter­ minación sea la relación que mantiene con él mismo, en su propio movimiento. Su ser es su figuración, siendo sus ñguras el modo mismo de dar nom bre a lo que sobreviene y es engendrado de este modo. En esta perspectiva, la historia se hace así el lugar —y el modo— de figuración del hombre, figuración que exige que se determ ine en qué medida la “suce­ sión" es en sí misma productora de sentido, y bajo qué condiciones. Toda sucesión en el dempo no pro­ duce por sí misma un nuevo “ente", o una nueva “figura”, como si todo lo que sobreviene después de algo fuera la expresión de la creación de una nueva forma. Es preciso distínguir en la sucesión temporal lo que, en ella, adquiere un alcance universal al pun­ to de darle forma a un rostro del hombre, de allí en adelante constitutívo de su ser. Por lo tanto, no se puede decir que el hom bre es esto o aquello, como si se tratara de estados, hasta de “entes ", bien defi­ nidos y mutuamente exclusivos entre ellos, sino que este estílo depende de la arüculación de estas figu­ ras y de las formas de su coherencia. Dicho de otra m anera, se trata, por una parte, de delimitar al tiempo como modo mismo de crea­ ción del hombre —el hombre es tiempo—; y, por la otra, la simple “secuencia* de “estados” humanos está lejos de autorizam os para hablar de “entes” del hombre. La aplicación del principio de no con­ tradicción nos ayudaría poco para explicar esta ar-

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titulación —y coherencia— de las Figuras. Como ya lo hemos visto, dos proposiciones contradictorias concernientes al ser del hom bre (en verdad estilos de dos “entes”) pueden venir a significar dos figu­ ras diferentes del hombre que no serían contradic­ torias sino en la perspectiva de lo que se entiende por racionalidad hum ana o por actuar inteligible y sensato. ¿Cómo delimitar entonces esos “estados” de dimen­ sión universal, esas figuras que hacen el ser del hom­ bre? Producidos por acontecimientos históricos, estos estados no se dejan encerrar en el marco demasia­ do estrecho de su génesis particular, que se inscribe en un tiempo y en un lugar determinado, pero cuya significación va más allá de su dimensión particular. Lo que se produce así debe captarse según el modo de una intemporalidad que escapa de las condicio­ nes concretas de su creación temporal. AI hacerse figura del hombre, ésta se incorpora a lo que se vie­ ne a considerar como los rostros de una civilización, los diferentes “entes" del hombre, y que incluyen también la forma maligna de una completa alteridad —extranjería del hombre— con respecto a él mismo. Proposiciones contradictorias respecto de este ser llamado hombre pueden así ser válidas en cuanto se admite que el hombre es su propio devenir, de tal modo que el proceso que le da forma sea caracte­ rizado por el engendram iento de su ser. En la medi­ da en que el hombre nace mediante este proceso, el engendram iento de su ser tiene un doble significa­ do: por una parte, no es solamente el producto —po­ sitivo— de una figuración en la cual se acumulan las

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determinaciones de la libertad; por la otra parte, la figuración debe captarse igualmente de acuerdo con el modo negativo de los rostros malos o malignos que el hombre se ha dado en el transcurso de su proceso de formación. Esto quiere decir que el hom­ bre, a la vez que se determ ina en este proceso, a la vez que acaba su proceso de figuración, sigue estan­ do sin embargo sometido a un proceso de ilimita­ ción o de disolución de las figuras que se ha dado. Así, las proposiciones referidas al ser del hombre, en un contexto digamos “comunitario”, pueden caer en contradicción con proposiciones concernientes al hombre en su determinación “societaria",15* aun si estas dos formas de enunciar al ser del hom bre se­ ñalan, cada una, en su perspectiva propia, determ i­ naciones esenciales de la naturaleza humana. El pro­ blema planteado por el mal y la violencia política en las sociedades totalitarias va, a su vez, a plantear de otro modo la cuestión concerniente al proceso de figuración del hom bre, pues se trata aquí de un ros­ tro desconocido —y radicalmente opuesto a la ra­ cionalidad— del hombre que, no obstante, forma en potencia parte de su ser. Desde el punto de vista de los valores, no se puede, por supuesto, poner en el mismo nivel las figuras de la libertad y las de la violencia totalitaria, pues las primeras pueden ser objeto de un trabajo argumentativo capaz de confe­ rirles una situación universal, válida para todos los hombres, mientras que las figuras de la malignidad pretenden aniquilar toda forma de regla universal i® I. Kant, "Anthropologie", pp. 673-674; traducción francesa, p. 162

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en provecho del empleo indiscriminado —sin em­ bargo “regulado”— de la violencia. Empero, lo que constituye problema es que este estilo contradicto­ rio del hombre nos remite a la cuestión de la inde­ terminación original de la naturaleza humana. El devenir del hombre presupone, pues, una sepa­ ración original en su ser, de tal modo que el proce­ so de indeterminación del cual es objeto pueda con­ ducirlo o bien a una determinación más universal de él mismo —en este caso se le diría “mejor”— o bien a los “abismos” de su existencia. Si el hombre tiene la facultad de hacer el bien y el mal, su fondo original es en verdad indeterminado: sin-fondo. Al volver entonces a nuestra proposición inicial —“el hombre es la sucesión de sus entes”— se puede aho­ ra captar más precisamente el significado de la ex­ presión “sus entes”: ésta nos hace ver, por un lado, que el hom bre se ha determ inado en su recorrido a través de la historia, y, por el otro, que su esencia podía ser también su abismo. Los “entes” del hom­ bre constituyen su ser, pero esto significa igualmen­ te que el ser del hom bre es el sin-fondo de su ser. Se puede decir entonces que el proceso de determina­ ción del hombre en la sucesión de sus entes dos es un proceso que lo lleva —o puede llevarlo, cuando menos— a grados cada vez más ricos y elevados de perfeccionamiento. La vida hum ana puede así vol­ verse hacia la creación de normas éticas y hacia la institucionalización de reglas políticas y jurídicas ca­ da vez más universales, o cuando menos portadoras de la capacidad de tal universalización. Pero este proceso significa igualmente la ilimitación del hom­

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bre, cuyos resultados pueden ser abismales. Decir el hombre presupone que se le considere en el deve­ nir de sus entes, devenir considerado en sus figura­ ciones positivas y en sus figuraciones negativas, las cuales le dan forma a una “maldad” que puede trans­ formarse en “malignidad”. Por consiguiente, la naturaleza humana es un nom bre que se da a este proceso de figuración del hombre; como “concepto”, es un “constructo" que pretende explicar algunas cualidades que definen a este bípedo que habla, construye frases, argum en­ ta y entra en relación de comunicación y de trabajo con sus semejantes y crea así instituciones que ase­ guran su sociabilidad. En una de estas acepciones, este “constructo" significa el proyecto de una “racio­ nalidad” por realizar, se habla entonces del hombre como animal dotado de razón. Pero este concepto de hombre puede significar también ese “fondo des­ provisto de reglas”, constitutivo él mismo del ser del hombre. En otros términos, el modo de decir lo hum ano presupone que se le entienda en el senti­ do de un “proceso de figuración”, ya que esta ex­ presión nos permite señalar primeramente que el hombre es un devenir, un proceso que toma varias formas y que, desde la salida, está absolutamente in­ determ inado en cuanto a lo que él va a llegar a ser. Enseguida, este proceso de determinación de algo indeterminado —sujeto él mismo a las “indetermi­ naciones” constitutivas de todo proceso de disolu­ ción de lo que se petrifica o se resiste a las transfor­ maciones— da lugar a figuraciones que se hacen a través de la historia, con lo cual ésta muestra el dise­

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ño —y por lo tanto el designio— de lo que el hom­ bre es en su devenir. El hom bre es un diseño inacabado, quizá incom­ pleto por siempre jamás. Su devenir puede ser un proceso que lo dirige hacia el modo mismo de la humanidad, modo de ser que se plantea como su producto más acabado. Es el principio de univer­ salidad el que circunscribe la subjetividad del hom­ bre en lo que ella tiene de objetivo: la capacidad de enunciar leyes universalmente válidas para todo hombre, independientemente de cualquier diferen­ cia de raza, de sexo, de edad o de religión. El estilo del ser del hombre viene por ello a significar su de­ ber ser, como proyecto de racionalidad por realizar. Pero el hombre es también la contingencia de ser. No es solamente la sucesión de las figuras que han vuelto posible la figuración de lo hum ano, esas figu­ ras que han dado derecho de ciudadanía a la liber­ tad individual, a la libertad de pensamiento, a la li­ bertad religiosa, a la libertad de organización social y política, a la libertad de intervención en el escena­ rio público así creado. El hombre es —y ha sido— también lo que se ha designado como una figura­ ción negativa, que circunscribe las formas del mal y de la malignidad como la historia las ha engendra­ do. A través del tiempo, el lado oscuro del hombre ha recibido diferentes nombres y ha marcado la his­ toria de las formas que han sobrevivido a su tiempo. Producidas por la acción humana, estas figuras del mal y de la malignidad han sido —y siguen s ie n d o figuras posibles del hombre.

ÍNDICE Introducción ..........................................................................

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El análisis d el m a l .................................................... P o r q u é el idealism o a le m á n ............................... El idealism o y la R e v o lu c ió n ............................... U n a facultad p rá c tic o -p o lític a ................................ L a R evolución, la lib e rta d y el m a l.....................

16 24 34 39 44

I. Naturaleza y mal radical en K anL ..........................

49

N atu raleza y n a tu ra le z a h u m a n a ........................ L a n atu ra lez a sen sib le d e l h o m b r e .................. Las significaciones d e lo q u e es n a t u r a l ...........

52 65 71

N atu raleza h u m a n a y m al r a d i c a l ..................... U n a sin razó n p o s itiv a ............................................

77 85

II. E l mal y la libertad en Schelling ............................... S istem a y l i b e r ta d .................................................... La alterid a d d e D io s ...............................................

92 94 100

“El b ie n es el m a l '....................................................... 110 El m al y la “irrita c ió n ” d e la n a t u r a le z a ........... 114 La irru p c ió n d e la c o n tra d ic c ió n .......................... 119 U n a u n id a d po lítica im p o s ib le ............................. 125 L a vía r e lig io s a ............................................................ 129 III. El mal moral y la historia en H egd .......................... El m al e n su ac e p ta c ió n é tic o - r e lig io s a ........... L a in tersu b jetiv id a d d e las c o n c ie n c ia s ...........

211

135 136 141

212

ÍNDICE La av e n tu ra d e la R e v o lu c ió n ............................. L a raz ó n , el m al y la h is t o r ia ...............................

151 160

L as d e te rm in a c io n e s d e reflex ió n y el ab ism o d e la n a tu ra le z a h u m a n a .......................

166

C onclusión .............................................................................. 173 Las fo rm as d e la tra n s g r e s ió n ......................................... 176 La transgresión de una norma jurídica, 177; La transgresión de las reglas políticas, 178; La trans­ gresión de las conductas y de las costumbres, 181; La transgresión de los mandamientos religiosos. 182; La transgresión de la racionalidad humana, 185 La v o lu n ta d m a lig n a ............................................... L a acción y la h is t o r ia ............................................

188 195

El h o m b re y sus e n t e s ............................................

202